Revista Araucaria de Chile #4
Revista Araucaria de Chile #4
Revista Araucaria de Chile #4
de Chile
N.O4 1978
ANIVERSARIO
NUESTRO TIEMPO
Luis Maira: Elementos de la crisis politica chilena ............... 7
EXAMENES
Alexis Guardia: Feudalismo o capitalismo en la historia colonial
de América Latina ............................................. 35
. Manuel Ipinza: Fascismo y desnutrición en Chile ............... 59
LA HISTORIA VIVIDA
Carlos Orellana: Primer mes ................................. ai
TEMAS
.
Volodia Teitelboim: O'Higgins 200 años después ...............
Jaime Concha: Testimonios de la lucha antifascista ............
93
129
Antonio Skarrneta: Narrativa chilena después del golpe ......... 149
TEXTOS
Roberto Fernández Retarnar: Hace dentro de veinte años ...... 171
Alicia Gamboa: No cualquiera ................................. 175
Pablo Neruda y Alma Akmadulina: Diálogo ..................... 182
Sergio Villegas: Historias de monos ........................... 1a5
LOS LIBROS
Luis Bocaz: Lectura de =Algo de mi vida,. de Luis Corvalán ... 199
CRONICA
Carta de los intelectuales chilenos (Pedro Miras1 ............... 208
Coloquio sobre literatura latinoamericana (Mary Axtrnann y Pa-
tricia Guzmán] ................................................ 210
.
Chile en Madrid (L B.)....................................... 213
El Premio Nacional de Literatura [Soledad Bianchi L.1 ............ 215
NOTAS DE LECTURA
Chile 1970.73 . Lecciones de una experiencia ..................... 216
Literatura hispanoamericana e ideologia liberal: surgimiento y
crisis ......................................................... 218
Chiesa o golpe chileno: )a politica della Chiesa da Frei a Pi-
nochet ......................................................... 221
Los poetas chilenos luchan contra el fascismo .................. 223
=Andrés Bello*. revista de literatura y arte ..................... 224
ECOS ...................................................... 226
NUESTRO TIEMPO
ELEMENTOS DE LA CRISIS
POLITICA CHILENA
LUIS MAIRA
7
doctrina de seguridad nacional, que, originalmente elaborada en los
Institutos Superiores de las Fuerzas Armadas norteamericanas, había
sido «nacionalizada» por algunos teóricos militares de la región,
como los generales Golbery do Couto e Silva en Brasil, Osiris Vi-
llegas y Benjamín Rattenbach en Argentina y Augusto Pinochet en
Chile. El planteamiento de todos ellos había sido insistir en la
necesidad de enfrentar la nueva coyuntura nacional e internacional
con un aumento de las funciones y actividades militares explícitas,
como la única forma de evitar el triunfo de la subversión marxista
y de afianzar el proyecto de civilización occidental ligada al «mundo
libre», que, en concepto de los mandos militares, correspondía a
nuestros países adoptar.
La llegada al poder de los militares en el Cono Sur representó
así una decisión de proyecciones estratégicas. Si ellos tomaban el
gobierno era para remodelar la sociedad nacional, extirpar fuerzas
disgregadoras (todas las que se alinearan o hicieran el juego a los
intereses de la Unión Soviética y el comunismo internacional); para
eliminar instituciones y formas de organización política anteriores
(tales como la democracia representativa y el juego abierto de par-
tidos políticos que acababan por debilitar el Estado y dividir a la
nación). Pensaban que al ganar la guerra interna permanente esta-
ban haciendo una contribución indispensable en la confrontación de
civilizaciones que había adquirido una dimensión mundial.
No puede extrañar entonces que existiendo una identidad de
diagnóstico en torno al problema central de nuestro tiempo y un
núcleo teórico común que sólo precisaba reajustes para cada caso
nacional, las opciones políticas y el modelo económico escogidos se
caracterizaran por su similitud. Como se ha señalado correctamente
en un análisis realizado hace poco, en Chile «la doctrina de seguridad
nacional le da a las Fuerzas Armadas una concepción de sí mismas
como las depositarias últimas del destino de la nación; las garantes
supremas de la unidad nacional amenazada; el baluarte por encima
de las divisiones de grupos de la sociedad civil, y les da también
un rol mesiánico activo y práctico de salvación de la nación ante
la crisis que amenaza con desintegrarla» '.
Sin embargo, de la misma forma que en el período de instalación
de las dictaduras militares del Cono Sur el punto básico era la unidad
y semejanza del modelo político, los diferentes desarrollos de éste
han acabado por privilegiar las particularidades de cada formación
social y de cada sistema político. Hoy día, cuando el proyecto común
de instauración de un «Estado con ideología de seguridad nacional»
comienza a desplomarse, la caracterización y el ritmo de la crisis
política en cada país pasa a estar condicionada básicamente por el
comportamiento de los diversos segmentos que integran cada bur-
guesía nacional; por la capacidad de recuperación del movimiento
8
)opular y su nivel de acumulación de fuerzas; por el grado de auto-
iomía de la Iglesia Católica para criticar los errores o excesos de
:ada gobierno; por el análisis de cada caso nacional que efectúa el
Cobierno de Estados Unidos y, en particular, el Departamento de
Zstado, o por la cohesión que presentan los diversos cuerpos de
Ificiales en las distintas ramas de la defensa nacional. Es a estos
dementes concretos de cada situación particular a los que hay que
.eferir la atención en un análisis encaminado a establecer la posibi-
idad de que uno de estos gobiernos se desplome.
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La primera ruptura de su base política que afecta a Pinochet se
provoca de este modo en el momento mismo del golpe de Estado,
cuando, alterando la proporcionalidad y aun la esencia del bloque
que hizo oposición a Allende y dio respaldo al golpe, éste se apoya
para la conformación de los equipos superiores de su administración
y gobierno casi exclusivamente en los grupos civiles de derecha; al
mismo tiempo proclama una visión categórica respecto al funciona-
miento de la economía, la organización política y la sociedad que se
identifica abierta y unilateralmente con los esquemas y posiciones
que en los últimos decenios venían planteando, sin ningún éxito eii
relación al apoyo popular, los sectores más conservadores y reaccio-
iarios del país.
De esta manera es Pinochet quien define primero posiciones
frente al Partido Demócrata Cristiano (la primera fuerza política del
país individualmente considerada). Naturalmente, una definición de
tal envergadura tuvo que adoptarse con plena previsión de la re-
ducción de apoyos que acarrearía entre los sectores llamados a pres-
tarle respaldo. Así, debido a una determinación de Pinochet, que
temió que el juego de los partidos autodefinidos como «democrá-
ticos» afectara su capacidad de mando, se provocó una primera dis-
minución sensible de las fuerzas civiles partidarias de la Junta.
Simultáneamente, el propio jefe de la Junta Militar procedió a
adoptar un conjunto de medidas que tenían como objetivo la diso-
lución de los grupos y movimientos que habían permitido dar una
presencia de masas a los opositores del gobierno de la Unidad Po-
pular. Todos los analistas políticos de la experiencia chilena del
período 1970-1973 han coincidido en subrayar la importancia que
tuvo el que la oposición pudiera enfrentar al Gobierno Popular en
el terreno en que éste era fuerte, esto es, en el interior de la vasta
red de organizaciones populares que caracterizaba a la sociedad chi-
lena, tales como sindicatos, federaciones juveniles y estudiantiles,
organizaciones campesinas, juntas de vecinos y organismos poblacio-
nales, etc. Como a esto pudieron sumar también a las instituciones
que expresaban los intereses de los sectores medios, tales como los
colegios profesionales, las organizaciones de pequeños y medianos
comerciantes y las agrupaciones de camioneros y taxistas, al final de
la confrontación, los grupos que gestaron el golpe -los sectores de
la gran burguesía chilena y el gobierno y las empresas norteameri-
canas con intereses en Chile- tenían de su lado un doble engra-
naje de apoyo social: de una parte, lo que Wilhem Reich llamara
durante la experiencia del nacionalsocialismo alemán <<la pequeña
burguesía sublevada», y, de otra, a los disidentes organizados en el
interior de las propias organizaciones de la clase obrera. En términos
11
objetivos, pocos países han vivido una experiencia en la que hay2
existido tantos factores concretos en favor de un proyecto fascists
-entendida esta expresión en su alcance clásico y no alegórico-
como las que se presentaron en Chile al momento en que la Junts
Militar tomó el poder. Al alcance de ésta estuvo, durante un tiempc
breve, la opción abierta para organizar desde el Estado sus base:
sociales de apoyo y abrir cauce a una experiencia corporativista, tal
como lo aconsejaron algunos asesores civiles (especialmente más
próximos al comandante en jefe de la Aviación, Gustavo Leigh)
Fue en ese momento cuando la opción tajante de Pinochet SE
planteó en favor de un ejercicio del poder puramente militar. En el
momento en que los dirigentes de los sectores gremialistas expresan
la disposición a entregar una colaboración estable a la Junta Militar
a cambio de que se acojan a sus planteamientos y peticiones y se les
asignen algunas responsabilidades dentro del gobierno, el nuevo
Jefe de Estado rechaza la colaboración ofrecida e incluso adopta me-
didas económicas que desfavorecen a estos grupos que estaban natu-
ralmente llamados a convertirse en la base de un movimiento civil de
respaldo.
En las fases siguientes de su administración, Pinochet no ha
cesado de ensanchar los sectores civiles a los que hace objeto de
ataques que repercuten en el agotamiento de sus fuerzas propias. Para
consignar sólo los dos episodios principales se puede anotar la ofen-
siva en contra de la Democracia Cristiana que emprendió hacia me-
diados de 1974, tan pronto como estimó que las fuerzas principales
de los diversos partidos de la Unión Popular estaban desmanteladas,
y la determinación de retirar a Chile del Pacto Andino, que perju-
dicó decisivamente a varios de los sectores más dinámicos de la
burguesía industrial nacional f tales como los de la industria textil,
electrónica y de la línea blanca), que habían sido inicialmente firmes
partidarios del golpe de Estado y del nuevo gobierno. Todos estos
hechos explican que la estimación atribuida alguna vez al jefe de la
Iglesia Católica chilena, cardenal Raúl Silva Henríquez, de que prác-
ticamente el 80 % de la población sería contraria a la Junta Militar,
tenga cuando menos una base objetiva.
Creemos que los antecedentes señalados permiten concluir que,
si bien es cierto que el gobierno de Augusto Pinochet ha enfrentado
una situación de aislamiento interno e internacional creciente, no lo
es menos que tal situación ha sido el resultado en lo fundamental
de acciones políticas decididas por el jefe de la Junta en condiciones
en que pudo prever la consecuencia de sus actos. Esto nos impone
explorar las razones por las cuales el Jefe del Gobierno chileno pudo
durante un período largo implementar una línea dura y, pese a ello,
lograr un cierto afianzamiento de su posición de dirección política.
En nuestra opinión, una evaluación táctica de todo el período
inicial demuestra que tanto la tendencia a la reducción de las fuerzas
civiles de apoyo como la pérdida de respaldo de la comunidad inter-
nacional, podían ser afrontadas porque existían elementos de com-
13
1 pensación muy vinculados a los «factores reales de poder» de la dic-
tadura. Estos factores eran la capacidad para mantener una actitud
de apoyo entre los países que formaban el círculo más próximo del
entorno internacional chileno -la comunidad de naciones latinoame-
ricanas agrupadas en la OEA- respecto al aislamiento exterior, y la
confianza y el apoyo de los oficiales superiores de las Fuerzas Ar-
madas (y, en particular, el cuerpo de generales del ejército) en re-
lación a la situación política interna del país. Una vez más, Pinochet
enfrentó los problemas políticos con un razonamiento militar, en la
medida que no se ocupó tanto de los consensos amplios como de los
factores de fuerza que estaban en condiciones de debilitar su capa-
cidad de mando. Tal percepción, para su óptica, era correcta, puesto
que por muy incómodo que resultara el hostigamiento de un bloque
de países influyentes, pero distantes, era posible manejar las rela-
ciones exteriores si se tenía capacidad para tener relaciones nor-
males con los países vecinos y del entorno geográfico inmediato,
incluyendo en este esquema a la potencia hegemónica de la región:
los Estados Unidos. Por otra parte, en un sistema político que ha
ampliado hasta el extremo la función y los elementos del aparato
represivo, disponer del respaldo del ejército y la policía compensaba
el retiro de posibles apoyos de partidos, organizaciones o sectores de
la clase dominante que actuaban en el interior de la sociedad civil.
De este modo, la calidad de las relaciones con los países fronte-
rizos y con los Estados Unidos y el efectivo control sobre el cuerpo
de generales del ejército y de las restantes ramas de las Fuerzas Ar-
madas pueden ser considerados los dos factores más importantes en
la conservación del poder político de Augusto Pinochet. E l condi-
cionamiento recíproco y dinámico de ambos, por otra parte, deter-
mina que en la medida en que ellos funcionaran bien existiera un
«doble círculo de protección» que inmunizaba a la dictadura frente a
todas las restantes ofensivas que se dirigían en su contra.
14
de los gobernantes para afectar precisamente esos elementos, pasa a
ser una operación decisiva. Ahora bien, una vez que los factores de
desafío que desencadenan las fuerzas de oposición tocan este núclec
crucial para dichos regímenes, la crisis política largamente incubada
se acelera; sus diversos elementos se refuerzan entre sí y tienden a
constituirse en causa y efecto de nuevos desajustes en un proceso de
causación circular y acumulativa. Cuando se alcanza esta etapa, las
diversas crisis parciales tienden a ser cada vez más frecuentes, pro-
fundas y convulsivas, hasta alcanzar un punto en que por la conca-
tenación de factores, hasta las acciones adecuadas para dar solución
a una dificultad específica, concluyen siendo cauce de la activación
de una crisis distinta que surge en otros segmentos del Estado o la
sociedad.
Ahora bien, 2cuáles han sido precisamente los acontecimientos
nuevos que han desatado la dinámica que exhibe el proceso político
chileno desde principios de este año?
16
sectores obreros siguió la de los grupos que se ocupan de la violación
de los Derechos Humanos y, en particular, la de los Comités de
familiares de los 2.500 detenidos políticos desaparecidos a manos
de la DINA.Una tendencia similar se ha registrado en los otros dos
sectores sociales fundamentales de la organización popular chilena:
estudiantes y campesinos, aunque en estos casos ha resultado más
difícil reconstruir una capacidad orgánica satisfactoria.
Lo concreto es que a lo largo de 1977 no sólo se contuvo el
reflujo que constituía una tendencia dominante desde 1973, sino
que se dio inicio a un proceso de recuperación progresiva que ha
ido acompañado también por la creciente capacidad operativa de los
partidos de izquierda en el interior de Chile. Lo importante es que
esto ha ocurrido en las condiciones más duras de la represión, y que
ha sido la revitalización de las fuerzas populares lo que ha llevado
a sectores de la burguesía que dieran respaldo original a la Junta
General, a la convicción de que el objetivo de aniquilamiento de los
partidos de izquierda, supuesto esencial para el éxito de todos sus
proyectos económicos e institucionales, es algo imposible de obtener.
Sin duda alguna, sería exagerado proclamar a estas alturas una re-
composición completa de la izquierda chilena en el interior del país;
sí resulta razonable, en cambio, afirmar que debilitada y todo, ésta
ha afianzado su existencia y ha pulverizado el más importante pre-
requisito para el éxito estratégico de los planes de Augusto Pinochet.
17
de información, publicó un comentario acerca del proceso de institu-
cionalización anunciado por el Jefe del Estado chileno en Chacarillas,
conforme a cuyos plazos el pueblo chileno recuperaría la capacidad
de elegir a sus gobernantes solamente en 1991 '. E n una documentada
información -que curiosamente alcanzó poco impacto internacio-
nal- se indicaba que el anuncio realizado por Pinochet era el resul-
tado de un prolongado y conflictivo proceso de negociación en que
el jefe máximo de la Junta Militar había intentado la eliminación
de ésta como un cuerpo de dirección y su rebajamiento a la calidad
de organismo consultivo. Tal proyecto habría sido planteado por
Pinochet (según informantes militares) al resto de los comandantes
a principios de 1977, dándoseles un plazo de cinco meses para pre-
sentar observaciones. La respuesta de todos los restantes miembros
de la Junta Militar habría sido negativa, siendo especialmente beli-
gerante la del general Gustavo Leigh, comandante de la Fuerza
Aérea, quien presentó por escrito a Pinochet el carácter einstitu-
cional» del gobierno militar, surgido tras el derrocamiento del presi-
dente Salvador Allende. Una parte del proyecto de Pinochet, la desig-
' nación de un vicecomandante en jefe del Ejército, se materializó con
la designación en ese cargo del general Carlos Forestier, pero no
'
~
18
afectaba a doce altos dirigentes de la Democracia Cristiana, confi-
nados en el altiplano chileno por realizar actividades políticas.
19
viano y sin rango de maniobra para manejar una solución real. El
estancamiento de las negociaciones y su falta total de perspectivas
condujo finalmente al gobierno de La Paz a una nueva ruptura de
relaciones con Chile el 13 de marzo pasado, con lo que los intentos
de atenuar el conflicto con esa nación limítrofe se esfumaron y se
introdujo una preocupación geopolítica todavía mayor para la Junta
Militar en el flanco nororiental de su territorio.
Aunque no existen elementos detallados para conjeturar qué cam-
bios puede introducir en esta situación el reciente relevo del general
Bánzer por el general Juan Pereda en Bolivia, los elementos histó-
ricos disponibles apuntan en el sentido de que éste, al menos, man-
tendrá el nivel de hostilidad a que llegara su antecesor.
Una de las consecuencias secundarias del rechazo internacional
al gobierno del general Augusto Pinochet ha sido el avance impor-
tante que la postura boliviana ha logrado en favor de su causa de
salida al mar. Mientras los gobiernos civiles chilenos lograron hasta
1973 que este problema fuese considerado exclusivamente como
bilateral por parte de los restantes países latinoamericanos, los que
se mantenían neutrales, la mala imagen del régimen militar de San-
tiago ha favorecido numerosos pronunciamientos públicos y compro-
misos privados de varias cancillerías, lo que torna cada vez más
difícil, para Pinochet, el manejo de este problema y especialmente
complicará una táctica de tipo puramente dilatorio '.
En esta óptica, el hecho de que el nuevo gobierno del general
Pereda sea extremadamente débil en cuanto a la correlación de fuer-
zas internas, en lugar de ayudar puede desfavorecer a la Junta chi-
lena, puesto que constituye una tendencia bien conocida entre los
países del Cono Sur el que los asuntos internacionales sean agitados
frente a dificultades internas como un elemento legitimador de go-
biernos precarios y de aumento de la cohesión nacional.
4. El conflicto con Argentina en torno a las islas del Canal
Beczgle. Los gobiernos de Chile y Argentina mantienen una vieja
20
disputa territorial en el extremo sur de sus países en torno al do-
minio de tres pequeñas islas (Picton, Nueva y Lennox), cuya impor-
tancia estratégica ha crecido con el tiempo, puesto que su dominio
afecta la proyección territorial de ambas naciones en relación a la
superficie antártica y por los efectos de la aplicación de las 200 mi-
llas de mar patrimonial, en una zona con existencias potenciales de
petróleo. El asunto, que se arrastra desde el tratado de 1881, ori-
ginó finalmente un acuerdo de arbitraje que sometió a un tribunal
especial del gobierno británico la resolución del conflicto en 1971, en
virtud de un acuerdo suscrito por los presidentes Allende y Lanusse.
El laudo arbitral británico fue emitido en mayo del año pasado
y en sus resoluciones éste acogió enteramente la tesis jurídica de la
diplomacia chilena, reconociendo derechos a Chile en las tres islas
en disputa. E n apariencia, la posición chilena adquiría gran fuerza,
pero nuevamente la mala situación internacional de Pinochet fue un
factor determinante para un cambio en la tendencia de este asunto.
El gobierno argentino conoció la validez de la sentencia, que, de
acuerdo al protocolo de 1971, es inapelable, y exigió el entabla-
miento de negociaciones directas entre ambos países. Aunque sectores
muy amplios de la opinión pública chilena consideraban que la mejor
forma entonces para encauzar el diferendo era recurrir a la Corte
Internacional de Justicia de La Haya (conforme también a lo nego-
ciado en 1971), el general Pinochet descartó este mecanismo y pro-
cedió a la realización de entrevistas directas con el presidente argen-
tino, general Jorge Videla, en las localidades de Mendoza (Argentina)
y Puerto Montt (Chile), sin que hasta la fecha se conozca pública-
mente en detalle el curso de las negociaciones ni la fórmula eventual
con que se piensa lograr un arreglo.
Las explicaciones que se pueden dar a la determinación de Pi-
nochet pueden ser variadas, pero ninguna de ellas modifica el hecho
de que la renuncia a derechos jurídicamente reconocidos por un fallo
internacional sólo puede tener como explicación una extrema falta de
maniobra en el campo exterior. Históricamente, Chile, por ser un
país en desventaja militar relativa frente a la República Argentina,
siempre optó por procedimientos que entregaran la resolución de
las discrepancias limítrofes con ese país a tribunales internacionales y
mediante instancias pre-determinadas que garantizaran un curso se-
guro y pacífico de las resoluciones. El mecanismo de las negocia-
ciones directas, como instancia para la búsqueda misma de un acuerdo,
rompe así una prolongada línea seguida por la cancillería chilena y
sitúa en el plano de la relación directa de fuerzas un asunto crucial
para el país. Más grave aún resulta esto si se considera que una
de las explicaciones que privadamente se han ofrecido por represen-
tantes del gobierno de Santiago para justificar el hecho de no recurrir
a la Corte de Justicia de La Haya es que ésta es parte integrante del
sistema de Solución de Conflictos de la Organización de Naciones
Unidas, organismo que ha condenado al actual gobierno chileno. (La
gravedad de este argumento está en su proyección, si tenemos en
21
ticular su Consejo de Seguridad, constituyen en el estado actual de
las relaciones internacionales el nivel definitivo en que se resuelven
1 todos los conflictos internacionales que originan enfrentamiento efec-
tivo entre dos o más naciones.)
E n concreto, las relaciones chileno-argentinas han experimentado
en el curso de este año grandes tensiones. Una psicosis de guerra
inminente ha sido frecuente en ambas capitales en diversos momen-
tos y una solución sustantiva hasta la fecha no ha sido lograda; por
ello es razonable predecir que este factor subsistirá como un pro-
blema agudo para la Junta Militar y, en particular, para el general
Augusto Pinochet, quien aparece como responsable directo de la
línea seguida por el gobierno chileno.
23
nido que solicitar la extradición de los dos más altos ejecutivos de la
policía secreta de Pinochet, mundialmente conocida por su sigla
DINA, el general de Ejército Manuel Contreras y el coronel Pedro
Espinoza, quienes actuaron en conexión con grupos terroristas de
exiliados cubanos en Estados Unidos. Los detalles de la investigación
establecen que el planeamiento del crimen y la determinación de
llevarlo adelante fueron decididos en Santiago; si a esto se agrega las
relaciones de parentesco y estrecha amistad que ligan a Contreras
y Pinochet y el hecho de que estatutariamente el cargo de director
de la DINA está colocado bajo la dependencia jerárquica inmediata
del jefe de la Junta, se torna inequívocamente la responsabilidad de
Pinochet en este episodio.
Pero el caso de Letelier, además de sus aspectos específicos que
han provocado una inmensa conmoción en Chile, ha sido un factor
decisivo en el empeoramiento de las relaciones entre el gobierno de
Estados Unidos y la Junta. La cooperación en la investigación que
el régimen de Carter solicitara del de Santiago ha encontrado gran-
des trabas para materializarse, al punto que el Departamento de
Estado dispuso a fines de junio pasado el retiro del embajador
George Landau hasta que se obtuviesen garantías de la Junta Mi-
litar chilena en orden al pleno esclarecimiento del asunto.
La investigación de la muerte de Orlando Letelier constituye para
el gobierno norteamericano una excelente oportunidad para dar un
contenido algo más sustantivo a su política de derechos humanos,
hasta ahora limitada a la retórica y los principios generales. Además,
el hecho de que el origen de las gestiones sea judicial impide que se
acuse al gobierno estadounidense de impulsar una intervención polí-
tica. Por otra parte, el carácter mismo del asunto que se investiga
impide cualquier proyección agitativa en el interior de Chile y ase-
gura un manejo del problema estrictamente reducido al marco de
ambos gobiernos.
Los antecedentes llevan a pensar que los aspectos actualmente
conocidos en relación a la participación de la DINA y del jefe de la
Junta chilena constituyen sólo una parte de los que se han acumu-
lado. En este sentido, el carácter público del procedimiento judicial
norteamericano (en un Gran Jurado) puede dar una proyección inter-
nacional de las nuevas revelaciones, francamente insospechable.
Y todavía falta resolver el aspecto más sensible para el futuro de
las relaciones entre Estados Unidos y Chile: la petición de extra-
dición de los oficiales Contreras, Espinoza y Fernández Larios. Esta
constituye para Pinochet un problema casi sin solución: si se niega,
la petición se dará justamente el supuesto que algunos análisis del
Departamento de Estado caracterizan como definitivo para llevar las
relaciones bilaterales a su punto más bajo; si se otorga la extradición,
se estará colocando al alcance del conocimiento internacional e in-
terno una masa de información que puede revelar hasta los últimos
detalles del funcionamiento de las actividades clandestinas de la po-
licía secreta chilena en el exterior, lo que a la larga también deterio-
24
rará las relaciones entre Washington y Santiago, además de que
cualquiera sea el curso de los acontecimientos, la investigación colo-
cará a disDosiciÓn de los altos oficiales de las Fuerzas Armadas chi- ~~~
25
al aumento en su participación política en una perspectiva cada vez
más prolongada de ejercicio del poder.
Luego de señalar que la expresión «profesionalismo» la entiende
como «un aumento en el nivel del desarrollo técnico de los recursos
militares y una mayor complejidad de la carrera militar como pro-
fesión)), indica que «la evidencia proporcionada por una amplia gama
de experiencias documentadas con gran cuidado sobre los ejércitos
de Ecuador, Brasil, Perú, Colombia y Guatemala indica claramente
que, dadas las condiciones políticas y socio-económicas predominantes
en América Latina, un mayor grado de profesionalismo del ejército
lleva a una mayor actividad política de las Fuerzas Armadas ...» 6.
«La consecuencia más importante de un mayor profesionalismo es el
fortalecimiento de los lazos psicológicos entre el oficial individual y
las Fuerzas Armadas como institución. Los extensos programas de
entrenamiento que se requieren para lograr una organización militar
profesional implican un prolongado contacto con un proceso de
socialización institucional, que pone énfasis en los valores caracterís-
ticos, ideales y símbolos de las Fuerzas Armadas. E l entrenamiento
militar de ocho o dlez años impartido a los oficiales más antiguos
de Brasil, contra uno o tres años en la mayor parte de los ejércitos
africanos, de hecho impone un prolongado contacto con las doctrinas
que enseñan que el oficial de un ejército es distinto y, en muchos
aspectos, superior del resto de la sociedad. Así, un entrenamiento
militar más extenso tiene el efecto de cambiar el grado de identi-
ficación psicológica con las Fuerzas Armadas. Por el contrario, dismi-
nuye la importancia relativa de la identificación del oficial con la
clase, el medio regional o la tribu de la cual procede. E n general,
a un grado más elevado de profesionalismo corresponde una identidad
militar más fuerte de los oficiales y más débil resulta el efecto de
los orígenes sociales, '.
Así, la «identificación institucional» desempeña un papel decisivo
en el comportamiento de las Fuerzas Armadas en períodos de crisis
política. La preocupación de los altos mandos del ejército ante fac-
tores como el nivel de la agitación social y los desórdenes popuIares,
la amenaza del comunismo o, simplemente, el juicio respecto a la
forma en que el gobierno civil atiende a sus propios intereses insti-
tucionales pasan a ser parte de un proceso de reflexión colectiva que
cada vez tiene una mayor connotación de cuerpo. De esta manera,
las Fuerzas Armadas cobran al interior del aparato estatal una auto-
nomía creciente y tienden a establecer una relación con las autori-
dades civiles «de poder a poder,, la que va incluyendo, con el correr
del tiempo, modalidades de fiscalización que tienden a ser impuestas
por medio de mecanismos estables.
6 «El Mercuriom, artículo citado.
7 The political consequences of U.S. Military Assistance to Latin America,
John Samuel Fitch, trabajo presentado a la 18." Convención Anual de l a d n -
ternational Studies Association», efectuada en Saint Louis, Missouri, en mano
de 1977, 39 pp., mhneografiado.
27
1 Los elementos señalados permiten establecer una gran diferencia
entre el funcionamiento actual de las Fuerzas Armadas latinoameri-
canas y el que éstas tuvieron hasta aproximadamente la década de
los cincuenta. Como anota Fitch refiriéndose al caso de Ecuador:
«Si bien el ejército nunca ha permanecido fuera de las cuestiones
políticas, hasta los años cincuenta los militares profesionales desem-
peñaban un papel claramente secundario en la mayor parte de los
conflictos políticos y actuaban generalmente como los peones de las
facciones civiles en competencia. Las Fuerzas Armadas, en conjunto,
estaban sometidas a altos niveles de manipulación política por parte
del presidente, quien usaba al ejército sobre todo como un instru-
mento para mantenerse en el poder. A partir de la reorganización y
las reformas militares de los años cincuenta, impulsadas por la de-
rrota de Ecuador en la guerra de 1941 con el Perú, pero en gran
medida posibles gracias al programa de ayuda militar de Estados
Unidos, el ejército ecuatoriano empezó a actuar como una institución
militar colectiva. Casi desapareció la revuelta aislada de los cuarteles.
E n su lugar surgió un proceso bastante rutinario de consulta intra-
militar en tiempos de crisis. Cada vez más el ejército comenzó a
oponer resistencia a la autoridad civil en cuestiones militares, culmi-
nando en la revuelta de 1961, en la que el ejército derrocó al mi-
nistro de Defensa y por primera vez impuso a su propio hombre
como comandante en jefe. A partir de ahí, la decisión de apoyar o
derrocar a un gobierno era fundamentalmente una decisión del ejér-
cito que debía tomarse según sus propios criterios para valorar el
ambiente político» *.
Un aspecto fundamental para la comprensión de todo este proceso
es vincular esta mayor actividad política de los militares con el curso
de cada uno de los desarrollos políticos nacionales; sólo así se puede
advertir hasta dónde esta tendencia se convierte en un impedimento
estratégico a un desarrollo democrático. Desde esta óptica es funda-
mental advertir que la participación de las Fuerzas Armadas en la
política tiene como corolario casi inevitable la institucionalización de
su permanencia en el poder, con el consiguiente desarrollo de una
ideología que busca presentar a las Fuerzas Armadas como el único
factor que garantiza la unidad nacional y el desarrollo, al mismo
tiempo que se intenta disponer una legislación constitucional que
atribuye a los militares las funciones de dirección política o, cuando
menos, los convierte explícitamente en un omnipotente poder con-
trolador y fiscalizador . Por ello: «La institucionalización del golpe
de Estado tiene grandes consecuencias negativas para el desarrollo a
largo plazo de las sociedades latinoamericanas. Con base en la expe-
riencia de varios países, parece ser que las naciones en desarrollo,
atrapadas en el «síndrome pretoriano», es poco probable que se libren
del alto nivel de inestabilidad y de intervención militar que carac-
teriza a las sociedades políticamente poco desarrolladas, a menos que
28
sean capaces de crear una nueva base de legitimidad por medio de
algún cambio, claro y visible, del status socio-económico de las masas
y de alguna participación significativa de éstas en el proceso político.
Si tales son los prerrequisitos de hecho para el desarrollo político
en los países en que los militares han alcanzado cierto grado de
profesionalismo, la institucionalización del golpe de Estado es, a su
vez, causa de la poca probabilidad de que se logren estos pre-
rrequisitos» ’.
De este modo, el mayor problema que plantea un poder político
militar institucionalizado es el establecimiento de una suerte de círcu-
lo vicioso que obstruye el funcionamiento democrático. Y esta ten-
dencia se ve reforzada por la propia naturaleza de las opciones que
plantea el ejercicio del poder político. Aunque en las etapas iniciales
de su instalación en el poder todos los regímenes militares actúan
sobre la base de un «proyecto nacional único» (al que pueden ad-
herir todos los miembros de las Fuerzas Armadas, porque es «el
que expresa los intereses nacionales»), al poco andar acaban descu-
briendo que la política es, sobre todo, un ejercicio no unánime que
obliga a escoger entre alternativas que corresponden a intereses muy
opuestos (opciones que van desde la más elemental como determinar
qué grupos sociales se apropian de los frutos del desarrollo econó-
mico; establecer en qué porcentaje distribuye el Estado el gasto
público entre los programas económico, sociales -de salud, educa-
ción y vivienda- o militares, y para qué objetivos en cada uno de
éstos, hasta definir a qué grupos económicos se incentiva o qué
acogida se da a la inversión extranjera vis a vis el capital nacional).
Al tener que elegir, en concreto, entre estas alternativas, los altos
mandos militares, convertidos en instancia superior del poder polí-
tico, dejan de ser unánimes, y en su interior comienzan a aparecer
variadas líneas y posiciones que reflejan una creciente diversidad
política de criterios. Ante este fenómeno, a su vez, hay sólo dos
opciones posibles: o se admite que al interior de las Fuerzas Ar-
madas se expresen entre los oficiales diferentes corrientes políticas o
se impone, por los jefes militares, la obligación de adherir a una sola
«línea correcta». Es importante subrayar que ambas situaciones con-
ducen a un debilitamiento en la capacidad profesional de las Fuerzas
Armadas. Si se adopta el esquema pluralista, la tendencia de largo
plazo será que las Fuerzas Armadas subrogarán como una suerte de
«micro sociedad civil» a las organizaciones políticas y sociales, que en
un régimen democrático organizan el proceso político y suministran
las opciones ideológicas. Los militares divididos entre conservadores
y desarrollistas acabarán por padecer la misma falta de legitimidad
que en el pasado achacaban a los civiles y se ocuparán más de im-
poner sus criterios en la marcha del gobierno que atender las labores
de defensa nacional. En el caso de Chile estamos en el punto en
que se debe escoger entre uno de estos dos mecanismos perturba-
29
dores. (Si algo reflejó el contenido de la pugna planteada entre el
mando de la Fuerza Aérea y el jefe de la Junta Militar fue precisa-
mente que entre ambos existían criterios políticos incompatibles.)
Pero la solución de monolitismo es todavía más dañina, porque
impone el angostamiento de la oficialidad de acuerdo a la adhesión
a un cierto proyecto político «ortodoxo», obligando al retiro de las
filas de todos aquellos que, por competentes que sean en el área
profesional, no estén de acuerdo con la línea política sancionada como
correcta. Este mecanismo, además del costo que impone a la capacidad
de seguridad nacional en un país determinado, a la larga resulta igual-
mente ineficaz, pues la naturaleza misma del proceso político lleva
a la aparición de nuevos grupos militares opositores y cada vez que
ello ocurre se reactiva la crisis. Esto es lo que explica el carácter
ascendente que exhiben las crisis políticas de los distintos regímenes
militares existentes en la región. El ciclo que presentara Argentina
en los gobiernos de los generales Onganía, Levington y Lanusse es
quizá la mejor síntesis de un proceso que, con diferencias de plazo
solamente, está presente en todos los países que han ensayado el
modelo político fundado en las doctrinas de seguridad nacional.
En último términct, lo que la experiencia demuestra es que existe
una incompatibilidad insalvable entre algunos supuestos básicos del
cumplimiento eficiente de las funciones militares, tales como la obe-
diencia, la verticalidad y la unidad de las hipótesis y planes de guerra
y la lógica de la función política, que inevitablemente está ligada a la
selección de diversas líneas, posiciones e intereses. De este modo, la
complejidad misma de los hechos acaba por llevar las cosas a un
punto de estrangulamiento en que las Fuerzas Armadas deben es-
coger entre el cumplimiento de sus tareas propias y el ejercicio com-
plejo y desgastante del poder político, que, con su secuela de anta-
gonismos, pone en peligro su capacidad profesional. Así, a veces,
acaban por aprender a golpes que no tiene sentido que la estructura
militar suplante a los civiles en el manejo de la función política. Muy
distinta es la racionalidad de las más importantes sociedades contem-
poráneas, con prescindencia de que en su organización opten por un
modelo capitalista o socialista.
Todo el lenguaje oficial de la dictadura chilena se basó hasta
ahora en la idea de que los militares eran los intérpretes de la unidad
y el interés nacional, y que tales valores tenían una interpretación
única. Así las cosas, la alternativa era entre una posición correcta
que servía a la Junta e intereses torcidos que encarnaban sus adver-
sarios. Tal ha sido, por lo demás, la caracterización que han ofrecido
los restantes regímenes militares del Cono Sur. No obstante, como
lo probara la crisis ocasionada por la salida del ministro Frota en
Brasil, llega un punto en que la diversidad de alternativas políticas
que implica el proceso de gobierno de un país conduce a posiciones
encontradas que terminan por amenazar la verticalidad de las Fuer-
zas Armadas, principio básico de la existencia de éstas y del cumpli-
miento de su misión profesional más específica. Cuando se alcanza
30
esta situación es la subsistencia misma de las Fuerzas Armadas l a
que comienza a estar en juego.
El conflicto Pinochet-Leigh anticipó dramáticamente en Chile un
cuadro de esta índole, y éste es el punto que probablemente haya
dejado más elementos de meditación permanente entre los generales,
almirantes y otros oficiales que piensan que su primer deber y vo-
cación es el de la defensa del país. La magnitud de la pugna fue
adecuadamente descrita en la página editorial de «El Mercurio», el
, más importante de los voceros que apoyan a la dictadura y uno de los
1 10
'1
Fitch, trabajo citado.
Fitch, trabajo citado.
31
en la orientación política de la Junta, sino porque involuntariamente
trasluce la convicción de los grupos gobernantes en orden a impedir
toda restauración democrática. Si ni siquiera es posible abrir un es-
pacio a la «tendencia centrista democrática», ya que con ello se
garantizaría un nuevo desajuste futuro, no queda otro camino que la
instauración permanente del autoritarismo en la dirección del país y
apoyarse en las fuerzas de un ejército que coloque su poder de fuego
al servicio de un proyecto minoritario y antidemocrático. En esta
perspectiva, los anuncios de institucionalización se muestran en su
verdadero alcance: ellos son sólo un esfuerzo para asegurar base
legal a una dictadura personalizada. Este proyecto, como los hechos
lo demostraron, ya no es compartido por casi todos los oficiales de
una de las ramas de las Fuerzas Armadas chilenas. Por lo mismo, al
perseverar en él, el general Pinochet no hará más que agudizar las
contradicciones ya comprobadas y comprometerá progresivamente la
base de apoyo militar y civil que aún le resta.
La persistencia en los proyectos políticos y el programa econó-
mico conservador que impulsa, así como la búsqueda creciente de un
poder político concentrado, son dos constantes fundamentales en la
conducta del gobierno chileno que surgió del golpe. Ellas son tam-
bién elementos claves para la comprensión de la crisis política cada
vez más aguda a que el general Pinochet hace frente.
El curso específico del proceso de desgaste y pérdida de apoyo
que terminó por alcanzar el interior de los propios cuerpos armados
puede ser mejor comprendido, creemos, con la recapitulación de los
episodios expuestos. En ellos se sintetiza el nuevo momento a que
ha pasado el enfrentamiento entre el pueblo chileno y la dictadura
militar. Pero de estos hechos se desprenden también algunas conclu-
siones y tendencias importantes para el porvenir, que fijan los 1í-
mites de un eventual recambio de la Junta Militar y arrojan luz res-
pecto a la modalidad específica que éste puede asumir dentro de las
diversas lógicas que la experiencia contemporánea nuestra señala que
puede asumir el desplome de un régimen político de excepción.
32
EXAMENES
FEUDALISMO
O CAPITALISMO EN LA
ORIA COLONIAL
RICA LATINA
ALEXIS GUARDIA
35
1. Del uso e implicancias de las categorías históricas: feudalismo y
capitalismo
Durante los últimos diez a quince años ha brotado con mucha fuerza
en América Latina la necesidad de reinterpretar el período colonial a
fin de situarlo más bien -contrariamente a lo que tradicionalmente
se afirmaba- como un caso de desarrollo capitalista. La controver-
sia que se ha desatado en torno a esta hipótesis ha tenido al menos
el mérito de profundizar la reflexión sobre el carácter del período en
cuestión. Si bien los esfuerzos por demostrar el capitalismo del pe-
ríodo colonial han sido infructuosos, no se puede dejar de convenir
que ellos han ayudado finalmente a tomar mayor conciencia sobre la
especificidad del feudalismo latinoamericano.
Evidentemente, muchas veces los términos «feudalismo» o «capi-
talismo» se emplean en forma equívoca. Así, por ejemplo, cuando
algunos historiadores usan el concepto de feudalismo, limitándolo
sólo a las formas jurídicas y políticas que nacen del feudo, dejan en
la sombra las relaciones que de hecho se establecen entre los produc-
tores directos y el señor feudal, cuestión esta última tanto o máq
importante, en la medida que históricamente ellas han surgido ante:'
que el feudo. Un reconocido especialista en la materia como Marc
Bloch señala:
36
la historiografía tradicional prefiere hablar de la encomienda como
cuasi-señorío.
Pero el concepto de capitalismo igualmente se le emplea en forma
equívoca, en particular cuando se le identifica exclusivamente con las
relaciones de mercado o bien con la existencia de la moneda o el
comercio. Se sigue de esta concepción que el feudalismo correspon-
dería estrictamente a la economía natural. Estas proposiciones han
sido ampliamente debatidas y no es nuestra intención reproducir los
pro y contra ’.
Si la naturaleza del capitalismo no está en la circulación de mer-
cancías y si las formas jurídicas y políticas que nacen del feudo no
definen los rasgos esenciales del feudalismo, ¿cómo encontrar el
carácter fundamental de ambos sistemas? Difícil sería desconocer que
Marx abrió una perspectiva interesante a este problema cuando
señalaba:
37
sector no comercializado, y por lo mismo sobre el conjunto de
la economía» 4.
38
Se desprende de esta conceptualización de feudalismo que el fac-
tor de coacción extraeconómica es primordial para entender por qué
~
39
economía rural del medioevo. La conquista tuvo un sello capita-
lista: la explotación y comercialización de metales preciosos.
El colonizador, a pesar de sus reminiscencias feudales, obliga
a los indios a producir para el mercado europeo. La economía
colonial no se estructura sobre la base de la economía natural
de trueque, de la pequeña producción del feudo, sino que se
fundamenta en la explotación de materias primas para el mer-
cado internacional, en una escala relativamente amplia y me-
diante el empleo de grandes masas de trabajadores indígenas» '.
1
Universidad de Concepción, Chile, 1969, p. 6.
7 G. Frank, «Capitalism and underdevelopment in Latin America», Monthlv
Review, Nueva York, 1967, p. 29.
40
no es indiferente para la historia económica latinoamericana -y así
lo demuestran los innumerables trabajos historiográficos sobre el
tema- que dichas exportaciones se hicieran sobre la base de una
explotación de la mano de obra que toma formas de servidumbre o
cuasi-esclavitud.
En esta visión mítica, de una América Latina capitalista ya en
el siglo XVI, el desarrollo económico del período colonial -como
también el período post-colonial- es concebido por Frank como una
fatal disparidad entre «metrópolis» y «satélites», las cuales, ubicadas
en una cadena de relaciones mercantiles de distinta graduación, hacen
del mercado el mecanismo que permite a la metrópolis expropiar
el excedente económico del satélite *.
Se comprenderá sin mayores dificultades que bajo esta perspec-
tiva queda en la sombra todo el problema de la organización social
de la producción y las formas sociales específicas de creación y apro-
piación del excedente; además de dejar en la penumbra a la estruc-
tura de clases que el desarrollo económico produce. Por ello, tanto
los críticos como los divulgadores de las tesis de Frank coincidían
en que la gran restricción de este tipo de análisis era justamente que
dejaba fuera del desarrollo la estructura social y su imbricación con
la producción. En realidad, éste no fue un olvido involuntario del
citado autor, sino la consecuencia lógica de la opción teórica por él
escogida, a saber, su concepción equívoca de las categorías históricas
de capitalismo y feudalismo.
41
tantes para las últimas; sin lugar a dudas, la implantación colonial
tuvo que hacer frente a estas culturas indígenas evolucionadas, lo
que ya constituye un sesgo importantísimo al simple trasplante de
las instituciones hispanas.
Por cierto, los hombres de la conquista y, más tarde, los de la
colonización traen consigo una mentalidad y una cultura que corres-
ponde a la España de fines del siglo xv y siglo XVI, cultura que a su
vez es tributaria de su propia historia; existe una natural inercia
a reproducir costumbres e instituciones de la metrópolis. No obs-
tante, todas ellas sufren el influjo de la reasignación de recursos que
provoca la nueva estructura económica colonial, así como también
sufre los efectos de la dominación sobre las culturas indígenas. Ade-
más, la especificidad histórica que se abre en el período colonial no
es ajena a la evolución europea dentro del proceso de transición del
feudalismo al capitalismo y, en particular, el que dice relación a la
propia España.
Un corolario que surge de la teoría del trasplante es la hipótesis
de la diferenciación entre la colonización española en América Latina
y la colonización inglesa de América del Norte del siglo XVII, adu-
ciendo que esta última dejó como herencia un desarrollo capitalista,
explicable sólo por la disparidad de desarrollo relativo entre España
e Inglaterra. Naturalmente, la implantación colonial de los ingleses
en América del Norte está desde temprano imbuida del «espíritu»
capitalista del que nos hablan Sombart o Weber, «espíritu» que no
puede surgir sino bajo las condiciones sociales y económicas avan-
zadas del capitalismo inglés del siglo XVII y XVIII. Con todo, ésta no
puede ser una hipótesis exhaustiva del origen del capitalismo ameri-
cano, pues deja de lado las particularidades de su constitución, las
que explican en buena medida el despliegue de su base capitalista,
entre otras, la falta de una estructura pre-capitalista sólida.
Por otra parte, la historiografía española tiende más bien a con-
firmar la hipótesis de que España conoció, en la época que nos inte-
resa, un sistema social y económico de carácter feudal más que capi-
talista, aunque con singularidades tales que hacen de ella una va-
riante más del feudalismo clásico. Así, la particularidad histórica
del feudalismo hispano influirá no tanto en su eventual trasplante
-que además está limitado por el nivel de productividad que puede
generar- como en el tipo de relaciones que establece España con
sus colonias reflejadas en el monopolio del comercio y el carácter
de la burocracia encargada de la administración colonial.
44
,
mación social capitalista más vasta. Entre las diferentes razones
que se aducen para explicar tal colapso están las de una impor-
tante disminución demográfica a causa de las pestes del siglo XIV y
la crisis agraria a que ello condujo posteriormente. El repliegue co-
mercial de Cataluña habría ocurrido una vez que se agudiza la es-
casez de mano de obra y se produce una disminución de capitales
salidos de la agricultura, todo lo cual incide en una detención no
sólo del comercio, sino también del desarrollo de la relación capital-
trabajo asalariado. A comienzos del siglo xv sólo se habría regis-
trado una inercia, resultado del impulso comercial precedente, y la
1 burguesía catalana deviene poco a poco en una burguesía parasitaria,
al desplazar su capital dinero a los circuitos de que proporcionan una
renta fija y, entre otros, el endeudamiento público. La propiedad
territorial tiende en esta situación a restablecer sus antiguos privi-
legios, en especial aquellos que dicen relación con la explotación de
la mano de obra, creándose así una tensión que lleva finalmente a una
rebelión campesina de importancia. Pero la transformación de la
burguesía comercial en «burguesía rentista» señala el aspecto más
relevante de este proceso de involución. Como muy bien lo señala
Vilar :
46
«Las necesidades del combate y las de la repoblación im-
primieron a la sociedad española de la época curiosas particula-
ridades. Por una parte, la guerra mantuvo lo bastante alto el
prestigio real para retrasar la formación del feudalismo; por
otra parte, los elementos populares disfrutaron de excepciona-
les favores. El trabajo de la tierra, la autodefensa de los lu-
gares reconquistados, exigían numerosas concesiones personales
o colectivas del tipo de la behetrías (protección de un hombre
o de un grupo por un señor de su elección) o del tipo de las
cartas pueblas (carta concedida para la repoblación}. Sobre
estas bases, aunque el sistema feudal se desarrolló, las comu-
nidades campesinas o urbanas fueron fuertes y relativamente
libres» ll.
49
1producción y apropiación del excedente económico. A partir de cierto
umbral crítico, de orden histórico, ese proceso se hace irreversible,
y la relación capital-trabajo asalariado se hace hegemónica en la
economía y en la superestructura de cada formación social. Sin lugar
a dudas, a ese proceso concurre en forma positiva la expansión del
comercio, pero ello no es suficiente para explicar la dinámica global
de transformación.
E n segundo lugar, no está demás recordar que, si bien los hom-
bres que alentaron y financiaron las empresas de conquista fueron
en su mayoría de orden flamenco, judío, genovés o aragonés, justa-
mente todos aquellos que tenían una acerada tradición comercial,
también es cierto que la conquista fue realizada en buena medida por
la nobleza pobre de España. E n efecto, los «hidalgos» (hijos de algo),
más toda aquella población flotante, formada por la burguesía usura-
ria, artesanos, etc., y que la economía española no podía ocupar
productivamente (o improductivamente), constituyeron el grueso del
contingente de las empresas que se aventuraban en la conquista o
colonización del nuevo continente.
Ahora bien, la historiografía no ha puesto en duda el carácter
privado de las empresas de la conquista; el Estado español sólo
participó en el desarrollo de una administración centralizada de las
colonias, dejando el comercio y las empresas de conquista en manos
privadas. Así, la famosa «Casa de contratación de Indias», en Se-
villa, creada en 1503, fue sólo una organización destinada a regular
el monopolio del comercio, además de otras atribuciones.
Como es sabido, fue el Estado monárquico español quien cedió a
los particulares o a las empresas con financiamiento privado el de-
recho a descubrir y conquistar tierras, las que a su vez se incor-
poraban de derecho a la Corona. Naturalmente, la relación entre
este Estado y la iniciativa privada se apoyaba en un sistema de pre-
mios y retribuciones a cambio de tributos, como el «quinto de las
rentas» o «la mitad de los metales y piedras preciosas capturados
como botín de guerra»; el conjunto de estos compromisos mercan-
tiles estaban claramente detallados en una especie de contrato lla-
mado «capitulaciones». De este modo, las «huestes conquistadoras»,
bajo el mando de un jefe o caudillo, establecen un contrato por me-
dio del cual las huestes y la monarquía se reparten los beneficios de
la conquista en función de la contribución militar o económica de
cada uno de sus componentes, una vez descontados los derechos reales.
Evidentemente, este tipo de empresa tiene un importante rasgo
mercantil, aunque no exclusivo. Si consideramos el carácter de la for-
mación social española de la época - c u e s t i ó n que hemos abordado
sucintamente en el capítulo anterior-, que en buena medida condi-
ciona el carácter de la expansión colonial, veremos que el objetivo
comercial se combina con otros fines. Así:
50
lo que dominará los hábitos de vida y las fórmulas del pensa-
miento será aún la herencia de la prolongada lucha medieval,
la concepción territorial y religiosa de la expansión, más que
la ambición comercial y económica» 12.
51
tiva y condicionante de todo el carácter futuro de las sacie-
dades coloniales americanas» 14.
El conjunto de estos antecedentes, más tantos otros que dicen
relación con la época, permiten pensar que la empresa conquistadora
tiene un doble carácter. Por una parte, son empresas mercantiles, y,
por otra, son señoriales. Su rasgo común es la obsesión por los
metales preciosos, cuestión completamente coherente con los atri-
butos esenciales del período, a saber: el hambre de metales de las
economías desarrolladas de Europa para hacer frente a la expansión
de su comercio interno, y, por otra, la sobrevivencia de un sentido
medioeval del atesoramiento.
A mediados del siglo XVI se agota la etapa del botín de guerra y
de la fácil recolección del oro de lavaderos, es decir, se concluye el
período de conquista y se inicia la explotación regular de los re-
cursos naturales, poniendo así las bases de la organización econó-
mica y social de la colonia. De este modo se establecen dos tipos de
economías vinculadas al mercado internacional: una, asentada en la
explotación minera, y, otra, en la explotación de cultivos tropicales;
independientemente que en ambas se dieran con diferentes énfasis
el sistema de haciendas para la explotación ganadera o cerealera.
Como es sabido, la minería se desarrolló principalmente en México
y Perú, aprovechando de preferencia una abundante y organizada
mano de obra indígena, a contrario de las plantaciones, las que a
falta de mano de obra nativa tuvo que recurrir a la importación de
esclavos desde Africa.
Ahora bien, las empresas privadas que se implantaron en estas
actividades exportadoras difícilmente pueden ser caracterizadas como
empresas capitalistas, en tanto que la organización de su producción
y apropiación del excedente económico no se realiza en términos de
la relación capital-trabajo asalariado. Es decir, el capital comercial
que se dirige hacia dichas actividades jamás pierde su naturaleza mer-
cantil, pues este capital no organiza la producción en términos capi-
talistas, lo cual no significa la inexistencia de una ganancia, sino
más bien señala la ausencia de plusvalía. Para el caso de las planta-
ciones tropicales (tabaco, azúcar, algodón), las formas de trabajo son
las esclavistas; en el caso de la minería (oro, plata, mercurio y cobre),
siendo la inversión en capital fijo muy pequeña y altamente inten-
siva en mano de obra, la historiografía ha confirmado en diversos
estudios que la mano de obra indígena empleada en la minería no ha
tenido un carácter asalariado a lo menos por dos razones: primero,
porque sus remuneraciones son pagadas en su totalidad en especies y
no en dinero (harina, carne seca, tabaco, ropa, etc.), salvo para ciertas
categorías de trabajadores en algunas regiones de México y sólo a
fines del siglo XVIII. Segundo, porque no existió nunca movilidad
de la mano de obra indígena; en general, ella fue obligada a perma-
14 A. Jara, Problemas y métodos de la historia económica hispano-ameri-
runa, Ed. Universitaria, Caracas, 1969, p. 63.
52
necer en la zona minera a través del sistema de endeudamiento en
productos que la propia empresa ponía en práctica. Es decir, no hubo
fuerza de trabajo libre y, por tanto, no se puede hablar de mercado
de mano de obra.
Pero, además, tan importante como las dos razones anteriores
es el hecho de que sólo un sistema compulsivo sobre la mano de
obra indígena puede explicar por qué la minería colonial de la época,
con leyes de mineral más bajo que en Europa, pudo producir a un
costo más bajo que en esta última.
Evidentemente hemos tomado como criterio para definir el ré-
gimen de producción capitalista el de la relación capital-trabajo asa-
lariado, con todo lo que ello implica, cuestión que ya hemos discu-
tido en el primer capítulo. En este sentido nos acercamos a la
conceptualización de M. Dobb. Sin embargo, vale la pena detenerse
nuevamente en este problema, ya que Frank, en su último libro,
L'accumulation mondiale, insiste en centrar su óptica del capitalismo
en la circulación de mercancías cuando aún la fuerza de trabajo no
es una mercancía. Cierto, esta vez no es la participación en el mer-
cado mundial o en el mercado simplemente lo que confiere el ca-
rácter de capitalista a una economía, sino su participación en la acu-
mulación capitalista mundial. Como veremos, esta variante no le
permite a Frank salir de la «impasse» teórica de su hipótesis anterior.
En efecto, el citado autor señala:
«Para definir la extensión de la acumulación capitalista y
del sistema capitalista, la primera cuestión pertinente no es
simplemente la de la existencia de relaciones de producción
y mucho menos la existencia de trabajo asalariado (en la me-
dida en que éste puede existir en forma aislada, sin contri-
buir a la reproducción y a la acumulación del capital), mien-
tras que una producción en el seno de las relaciones de pro-
ducción distintas al trabajo asalariado, puede ser y es efecti-
vamente cambiada y realizada como capital y puede por con-
siguiente contribuir -y contribuye- de manera significativa
a la acumulación del capital en el curso de toda su historias 15.
Nos parece de toda evidencia que la explotación colonial, susten-
tada en relaciones pre-capitalistas, no sólo ayudó al proceso de acu-
mulación capitalista europeo, sino que ella aceleró su proceso de
transición al capitalismo (aunque este impulso no fue uniforme y se
realizó de acuerdo a la estructura interna de cada formación social,
generando distintos grados de madurez capitalista). Sin embargo, de
allí a afirmar que la explotación cuasi-servil de la mano de obra indí-
gena en el Alto Perú tiene un carácter capitalista porque el excedente
económico extraído de la actividad minera está integrada al proceso
mundial de acumulación de capitales, constituye un salto en el vacío
53
muy grande. Exagerando la hipótesis podríamos decir que, siendo la
acumulación un proceso encadenado históricamente, la antigüedad
contribuyó también a la acumulación capitalista, sea sólo por el acervo
tecnológico y científico; pero no por ello concluimos que las eco-
nomías de dicha época son economias capitalistas, como no lo son
tampoco por el hecho de haber alcanzado un determinado desarrollo
mercantil insuficiente como para romper con su estructura interna
de carácter esclavista.
La economía colonial concurre a la emergencia del capitalismo en
Europa a través de la exportación de excedente económico, cuestión
que Barán analizó muy lúcidamente. En este sentido, la economía
colonial no estuvo aislada del proceso de constitución y expansión
capitalista europeo, pero su estructura interna de rasgos feudales
-distintos al feudalismo clásico- imposibilitó aprovechar de la
expansión del mercado mundial, cuestión que no sucedió con las
colonias inglesas en América, y no solamente por ser inglesa, sino
por la especificidad de su implantación colonial.
Si el capitalismo se desarrolló con fuerza entre los siglos XVI
y XVIII, y de preferencia en Holanda, Inglaterra y Francia, ello no
ocurre así en España, Italia y Europa oriental, y mucho menos en
las colonias hispanas. El conjunto de estas formaciones sociales se
articulan de modo diferente al mercado mundial, como también al
proceso de acumulación capitalista, el que no tiene por lo demás
un carácter mundial todavía, pues ella se circunscribe sólo a una
parte de Europa, aquella donde la transición ha ido tan lejos como
para ser irreversible.
Por otra parte, se convendrá fácilmente que acumulación ha ha-
bido siempre, independiente de su continuidad o discontinuidad;
pero no siempre ha habido acumulación capitalista. Históricamente,
la acumulación capitalista sólo tiene lugar cuando determinadas con-
diciones sociales permiten la reproducción ampliada de la relación
capital-trabajo asalariado. Si la economía colonial ayudó directa o
indirectamente a la acumulación capitalista inglesa, ello no significa
que en la periferia la acumulación sea capitalista; por el contrario,
al no reinvertirse los excedentes económicos en la economía colonial
no se crea un mercado interno lo suficientemente importante como
para pasar el umbral crítico que permita la transformación de las
relaciones sociales feudales. El historiador R. Romano afirma acerta-
damente:
55
«Carácter democrático o socialista de la revolución», «fascismo o
socialismo», etc., son todas ellas categorías metafísicas si no se acom-
pañan del «análisis concreto de la situación concreta». Por ello, aun
si el período colonial en América Latina fuera capitalista, ello no
adelanta en nada el carácter específico del proceso de cambio nece-
sario en la región.
Conclusiones
a) Los argumentos que tradicionalmente se emplean para demos-
trar el carácter capitalista de la economía colonial (ya se trate de la
hipotética España capitalista, de la producción colonial destinada al
mercado, de la vinculación de la periferia colonial a la acumulación
capitalista «mundial», o simplemente del carácter mercantil de la em-
presa conquistadora) no son suficientes para dar cuenta de lo esen-
cial, a saber: las relaciones sociales específicas que se anudan en el
proceso de producción y apropiación del excedente económico y la
estructura de clases a que ello da origen.
b) La ausencia d e relaciones capitalistas en la estructura eco-
nómica colonial de América Latina no significa, a lo menos en este
trabajo, dar validez a la hipótesis relacionada con el trasplante
feudal o la simple reproducción en Latinoamérica del feudalismo
clásico europeo, salvedad hecha de tiempo y lugar. La diversidad
de circunstancias históricas han determinado que el feudalismo del
período colonial toma formas específicas, entre otras, la presencia
no hegemónica del capital mercantil, que hacen justamente de la
economía colonial una variante más del modo de producción feudal.
c) De acuerdo a la conceptualización que se tenga del capita-
lismo como categoría histórica, existirán diferentes ópticas para en-
frentar la complejidad del desarrollo histórico. Así, por ejemplo,
cuando Frank define el capitalismo como un sistema en que la pro-
ducción está destinada a un mercado, entonces las economías latino-
americanas desde su constitución son economías capitalistas, con una
burguesía (mercantil) y un proletariado (bastardo) que nacen sin
pecado original. En esta óptica, la inserción de dichas economías
en el mercado mundiaLo en la acumulación capitalista mundial confi-
gura fatalmente una suerte de «desarrollo del subdesarrollo», en el que
el mercado o la acumulación capitalista «mundial» como un cdeus ex-
machina» reafirma la continuidad del subdesarrollo. Cuando aparecen
casos históricos que rompen con este determinismo, como los de
Australia y Canadá, y aquellos que han tenido un desarrollo capita-
lista de envergadura en los últimos años, como Brasil y Argentina,
todos ellos sólo se explicarían casuísticamente uno a uno. De allí
la importancia de acentuar el estudio de las estructuras internas del
mundo colonial o post-colonial en el marco de una conceptualización
del capitalismo distinta a la de la simple circulación de mercancías
o de la acumulación de capitales en el centro.
56
EXAMENES
FASCISMO
Y DESNUTRICION
EN CHILE
MANUEL IPINZA
La población expuesta
60
de 1970, alrededor de 3.065.000 bersonas corremonderían a la DO-
blación activa del país en ese momento. De acueido a la tasa oficial
de cesantía para ese año, 18,7 %, habrían existido aproximadamente
585.000 trabajadores desempleados, los que con sus familias habrían
hecho un total cercano a los 2 millones de personas sin ningún tipo
de ingreso permanente proveniente de un sueldo o un salario. Por
otra parte, en diciembre de ese año estaban incorporados al Programa
de Empleo Mínimo (PEM) 126.765 trabajadores6, los que con sus
cargas familiares hacían un total de aproximadamente 507 .O00 per-
'.
sonas Según señalaban dirigentes sindicales en carta dirigida al
presidente de la Junta en mayo de 1976, un 50 % de los trabaja-
dores ocupados del país -no se consideran los incorporados al
PEM- percibían en ese momento ingresos inferiores al monto co-
rrespondiente al grado 28 de la Escala Unica de Remuneraciones '.
En cifras absolutas éstos ascendían a aproximadamente 1.180.000 tra-
bajadores, los que con sus familias sumaban algo más de 4. millones
de personas.
La población infantil menor de seis años en 1975, la más ex-
puesta al riesgo de desnutrición por razones sociales y biológicas y en
la cual a su vez el daño es más grave y trascendente, alcanzaba a
una cifra aproximada a 1.800.000 niños. De éstos, los lactantes me-
nores de dos años eran poco más de 500.000.
61
CUADRO 1
Tasas de cesantía. Chile, 1970-1976
A N O S
62
vimos antes, en mayo de 1976, un 50 %
ís percibían en ese momento ingresos infe-
diente a ese grado de la Escala.
El aumento del costo de vida -oficialmente declarado- fue
entre enero de 1970 y enero de 1977 igual a 1.608 veces. Según el
economista René Cortázar 16, el aumento real fue de 2.525 veces,
debido a que se usaron en 1973 dos índices de precios diferentes
sin enlazarlos debidamente. El mismo economista señala que, debido
a que las familias de menores ingresos dedican una mayor propor-
ción de sus presupuestos a la compra de alimentos y a que éstos
CUADRO 2
Variaciones de precios de alimentos básicos. Chile, 1973-1976
Porcentaje de
variación del
último año con
Precios al consumidor en E" a) información
disponible
1973 1974 1975 1976 respecto a
Alimentos Unidades Sept. Dic. Dic. Sept. septiembre de
1973
Leche. ... 1 lt. 5,5 200 1.000 b) 18.181 %
Huevos ... 1 doc. 132.0 900 3.840 16.100 12.196 %
Pescado ... 1 kg. 1710 626 2.700 22.000 129.411 %
Pan ... ... 1 kg. 11,o 464 2.170 b) 19.727 %
Azúcar ... 1 kg. 17,O 1.200 3.520 6.750 39.705 %
Fideos ... 1 kg. 37,O 680 4.400 9.680 26.162 %
Arroz. ... 1 kg. 16,O 942 4.740 b) 29.625 %
Papas. ... 1 kg. 20,o 140 1.330 700 3.500 %
Aceite. ... 1 It. 36,O 1.840 5.680 23.800 66.111 %
63
. -.
Estados Unidos y en Chile (cuadro 3). Con excepción de algunas
verduras y de otros productos, como los fideos, en general, los pre-
cios son francamente inferiores en Estados Unidos, país con un in-
greso per cápita 9 veces superior al de Chile en ese momento.
En julio de 1976, la canasta popular de alimentos» costaba
'*.
1.140,46 (US $54,5, en dólares de la época) Este valor represen-
taba una cantidad 2,5 veces el monto del salaho del empleo mí-
nimo a la fecha y el 76,7 % del monto del sueldo asignado al gra-
do 28 de la Escala Unica, por debajo del cual, como veíamos antes,
se ubicaba más de la mitad de los trabajadores del país. El propio
ministro de Salud de la época, general Francisco Herrera, reconocía,
en entrevista al diario «El Mercurio» de junio de 1975, que «... en
CUADRO 3
Precios en Chile y en Estados Unidos de diez productos alimenticios
seleccionados (precios en dólares) a)
! Alimentos
Azúcar . . . . . . . . . . . . . . . . . .
Unidades
1 kg.
Chile
Sept. 76
0,47
USA
Jul. 76
0,44
Café ..................... 400 grs. 6,59 5,08
Aceite envasado . . . . . . . . . . . 1 lt. 1,67 1 ,O9
Harina especial . . . . . . . . . . . . 1 kg. 0,69 0,40
Fideos ..................... 400 grs. 0,27 0,35
Pollo trozado . . . . . . . . . . . . . . . 1 kg. 2,86 1 ,O7
Filete merluza . . . . . . . . . . . . 1 kg. 1,54 1,52
Pan especial . . . . . . . . . . . . . . . 670 grs. 1,19 0$6
Huevos . . . . . . . . . . . . . . . . . 1 doc. 1,12 0,79
Papas ..................... 1 kg. 0,05 0,22
Cebollas . . . . . . . . . . . . . . . . . . 1 kg. 0.32 0,45
-65
de la misma. La canasta popular representa el nivel mínimo de sub-
sistencia, consta de sólo 16 productos y no contiene carne, café ni
leche.
Por otra parte, la disponibilidad de alimentos del país se ha
reducido por concepto de menor producción, menores importaciones
y mayores exportaciones (cuadros 4, 5 y 6). La producción de pollos
CUADRO 4
Importaciones de alimentos. Chile, 1970-1976
(En millones de dólares de ese año)
A R O S
1970 1971 1972 1973 1974 1975 1976
-------
Monto ... ... . . . . . . 135,5 192,2 338,4 594,9 561,O 360,8 270,7
FUENTE
: Ainisterio -2 Hacienda, Exposición sobre el estado de la hacienda
pública, noviembre 1976.
CUADRO 5
Exportaciones de productos agropecuarios y del mar y de productos
industriales alimenticios. Chile, 1971-1976
(En millones de dólares de ese año)
Productos 1971
1972 1973 1974 1975 1976
------
Agrícolas .................. 22,7 15,5 20,8 42,9 59.7 86,2
Pecuarios . . . . . . . . . . . . . . . . . . 4,3 0,8 1,2 4,4 16,7 24,8
Pesca ..................... 1,2 1,3 1,6 4,5 6,O 6,9
Ind. alimenticios ...... . . . . . . 11,4 9,8 9,3 18,O 72.6 48,9
66
CUADRO 6
Indice de producción agrícola. Chile, 1365-1976
(1970 = 100)
Producción Producción
A ñ o total per cápita
1965 .................. 80.8 89,l
1970 .................. 1oo;o 1oo;o
1973 .................. 80,5 76,)
1974 .................. 95,l 88,6
1975 .................. 91,9 84,O
1976 .................. 48,3 75,6
CUADRO 7
Disponibilidad per cápita de los productos agrícolas más importantes
en la alimentación del chileno
(En kgs/año por persona)
68
El cuadro anteriormente descrito se ve aún más agravado por la
severa disminución en los gastos de salud del país. El último informe
de la Comisión de Derechos Humanos ilustra sobre esta situación
(cuadro 8).
CUADRO 8
Gasto público en salud en Chile, 1970-1977
(En millones de dólares)
Porcentaje
Año Gasto total Gasto per cápita del PN
1970 ............... 353 mill. 38 dól. 6,O
1971 ............... 459 mill. 48 dól. a)
1976 ............... 230 mill. 22 dól. 48
1977 ............. 145 mill. 13 dól. 2.5
69
de la condición humana. El otro: es el rostro de la ira, de la pro-
70
I Esta desesperada búsqueda de comida, aun a riesgo de enfermar
y morir, continuaba y se hacía masiva a fines de 1977. El más dra-
mático episodio, ilustrativo de esta situación, es el que ocurrió en
noviembre de ese año, en la ciudad de Antofagasta. El SNS deco-
misó y enterró en algún lugar, por estar en mal estado, 200.000 ta-
rros de leche. La noticia se filtró, y miles de antofagastinos, niños,
mujeres y adultos se dirigieron a la «mina de leche» a desenterrada
por cualquier medio. «Era un regalo del cielo», decían. Felisa Godoy,
viuda con siete hijos, uno de los cuales sufría de desnutrición, expli-
caba: «Cómo no iba a sacarla si hace tiempo que mis hijos no pro-
baban leche ... Preparé manjar y hasta se lo di con tecito a la guagua.
Y parece que no estaba mala, porque a ninguno de los cabros les
pasó nada.» Las autoridades sanitarias debieron trasladar varias ve-
ces el sitio del entierro y la policía detuvo a varias personas e in-
cluso debió hacer disparos al aire para amedrentar a los hambrientos
pobladores y disuadirlos de su acción. Pero como relata el corres-
ponsal de «Hoy» 29 en esa ciudad: «... los pobladores se fueron a
los cerros, permaneciendo ocultos hasta que se retiraran (los carabi-
neros). Después volvían a la carga».
Otra expresión del hambre ha sido el aumento de la prostitución
y de las enfermedades venéreas. Y asimismo de la delincuencia ju-
venil.
El Grupo Ad-Hoc de la Comisión de Derechos Humanos ya se
refería a estos problemas a fines de 1975 30 y los vinculaba a las
condiciones de represión policial, de cesantía y de miseria prevale-
cientes en ese momento y a las consecuencias que sobre la organi-
zación familiar ellos tenían. Asimismo, el obispo Carlos Camus, en
CUADRO 9
Casos uenéreos notificados al SNS en Santiago, 1974-1976
72
entrevista con corresponsales extranjeros, volvía sobre este tema a
fines de 1976 31.
El cuadro 9 muestra el alarmante aumento de las enfermedades
venéreas entre 1974 y 1976.
En 1977 se presentaron más de 18.000 casos nuevos de sífilis y
gonorrea ( 3 veces más que el año anterior) y un gran número de
ellos corresponde a niñitas entre 10 y 14 años que practicaba la
prostitución 32.
E n abril de 1977, «El Mercurio» informaba que en algunas co-
munas de Santiago, la vagancia y la mendicidad afectaban a más del
10 % de los niños 33. E l mismo diario, un año más tarde, informaba
que en el transcurso de 1977 -sólo en las calles céntricas de San-
tiago- habían sido detenidos 30.653 niños vagos 34.
La otra cara del hambre es, como decíamos antes, la de la
unidad y la solidaridad para enfrentarla.
Una manifestación muy concreta de esta actitud ha sido la crea-
ción de los «Comedores Populares, Infantiles o Fraternow, como han
sido denominados. La mayor parte de ellos están vinculados a la
Vicaría de la Solidaridad, pero los hay también ligados a federacio-
nes sindicales, bolsas de cesantes, trabajadores del P E M y otras
organizaciones comunitarias o gremiales.
E n el año 1973 se crea el primero en una población de Santiago.
Como recuerda la señora Rosa 35: «Los niños que pasaban por las
casas pidiendo algo para comer eran muchos. Eso fue lo que lzos
movió a juntar las pocas cosas que teniamos para ayudarlos.»
E n agosto de 1975 ya había 86 Comedores, todos ellos en la ciu-
dad de Santiago, y daban almuerzo a un total de 12.000 niños36.
A fines de 1976 habían aumentado a 2 9 4 , que atendían a un poco
más de 30.000 niños y se habían extendido a todo el país 37. A me-
diados de 1977 solamente en la ciudad de Santiago ya existían
310 Comedores dependientes de la Vicaría 38.
El almuerzo proporcionado por esos Comedores, de lunes a
viernes de cada semana, sólo aporta 500 calorías y 15 gramos de
proteínas diarias 39. Para muchos niños ese almuerzo constituye el
único alimento del día. «Yo estoy feliz. Ayer sólo tomaron té»,
decía en junio de 1977 una madre mientras contemplaba a su hijo
73
dores de la Vicaría “O.
Ese comedor, como todos los demás, es atendido por las propia!
madres cuyos niños allí se alimentan, quienes, además del apoyc
financiero, material y en alimentos proporcionados por las institu
ciories de las cuales dependen, reciben el apoyo solidario de orga
nismos de masas locales: comunitarios, juveniles, deportivos, labo
rales, gremiales, etc., y también el de algunos comerciantes pequeños
y medianos.
Este esfuerzo de nuestro pueblo, con todo el valor moral y con.
creto que él tiene, es en todo caso absolutamente insuficiente frente
al drama del hambre que hoy azota a nuestro pueblo y que tiene
finalmente como necesaria consecuencia el flagelo de la desnutrición
como veremos a continuación.
Impacto nutricional
74
total de 800.000 niños controlados ese año por el SNS4. Con dos
meses de diferencia, funcionarios oficiales del gobierno daban cifras
y tasas diferentes. El 17 % de 800.000 corresponden a 136.000 des-
nutridos, cifra muy distinta a la de 200.000 entregada por CONIN.
Ni la una ni la otra corresponden en todo caso a la realidad. Datos
parciales de la Encuesta Continuada sobre el Estado Nutricional
(ECEN)45daban para 1976 tasas mucho más altas. Así, en las zonas
urbanas de las provincias de Antofagasta, Atacama y Coquimbo, ella
era de un 22 %, y en las zonas rurales de un 40 %. En las pro-
vincias de Aconcagua, Valparaíso, O’Higgins y Colchagua, las tasas
eran de un 14 % y de un 31 %, respectivamente.
Las tasas de desnutrición en la población infantil concurrente a
los Comedores infantiles, así como al controlada en los Policlínicos
CUADRO 10
Total de niños controlados en comedores infantiles y total de niños desnutridos.
Programa de salud Vicaria de la Solidaridad. Enero a diciembre de 1976
CUADRO 11
Tasas de desnutrición por policlinicos. Programa de salud Vicaria de la Soli-
daridad. Enero a diciembre de 1976
75
de la Vicaría, alcanza niveles increíbles para Chile. Los cuadros 10
y 11 muestran esta realidad.
El propio CONPAN, como una forma de enfrentar este grave
problema, programó para fines de 1977 la creación de veintinueve
Centros para la Recuperación de Desnutridos, que proveerán un
total de 1.162 camas (equivalen al 16 % del total de camas pediá-
tricas del país) 46. El gravísimo estado en que se encuentran los niños
que serán atendidos en dichos Centros lo ilustra la información pu-
blicada por el diario «El Mercurio» a fines de abril de 1977 47, al
referirse a la inauguración del primero de esos Centros en el medio
rural y al destacar que: «Solamente en un mes -lapso que medió
entre la selección de los primeros veinte lactantes que debían ser
hospitalizados hasta que comenzó a funcionar el Centro el pasado
1 de abril- nueve de esos pequeños fallecieron.» Esto es, casi el
50 % de ellos y sólo en el plazo de un mes.
El papel de dichos Centros en la lucha contra la desnutrición
en las actuales condiciones de Chile es cuestionable, ya que, como
opina un consultor de CONPAN: «Ningún sistema de recuperación
nutricional es capaz actualmente en Chile de superar la velocidad con
que el sistema económico y social genera desnutridos» 48.
Para finalizar, repetiremos aquí las palabras textuales vertidas
hace un año atrás por el ministro de Salud, general Fernando
Matthei 4p, al referirse en una entrevista periodística al problema de
la pobreza y de la desnutrición prevalentes en Chile en ese momento.
Decía: «Hay en la actualidad 221.000 niños en la extrema pobreza,
lo que significa desnutridos; 16 de cada 100 terminan secundaria;
el 80 % de ellos no alcanza a un coeficiente intelectual de 90. Ese
niño no es factor de poder, sino un lastre. E s un inútil, militarmente
hablando» 'O.
Esa es la perspectiva desde la cual se enfoca hoy, desde el Minis-
terio de Salud de nuestra patria, el dramático problema del hambre
v de la desnutrición de nuestro pueblo.
76
c
LA HISTORIA VIVIDA
PRIMER MES
CARLOS ORELLANA
81
madrugadores, alguno tal vez encienda un «Hilton», alguien que tuvo
los doscientos escudos para pagar al soldado o quizá peloteó un pa-
quete de los que el padre Juan suele tirarnos por encima de las
rejas. No siempre ocurre, pero suele suceder si el tipo es amistoso
y comparte contigo dos o tres chupadas, o te entrega -felicidad
suprema- toda la parte final del cigarrillo.
La necesidad de fumar y el hambre son a esas horas los apremios
mayores. Mucho después vendrá el final del día, el atardecer, y mi-
rando los crepúsculos obstinados, tan absurdamente bellos, las an-
gustias descubrirán otras raíces. Pero por el momento el día está
apenas comenzando.
E l frío también es ot:o apremio, pero hay muchos modos de
combatirlo. Esta caminata de reja a escotilla tiene justamente esa
finalidad. Puesto que no tendremos nuestra primera taza de café
sino hasta tres o cuatro horas después, calentamos el cuerpo como
podemos.
Algunos se empeñan en acercarse lo más posible a la puerta de
la escotilla. Trepan el primer o segundo escalón, allí alcanzan a reci-
bir el sol hasta los hombros; atisban la punta de los fusiles y los
cascos, arriba, a cada lado, únicos signos visibles de nuestros vigi-
lantes. E n algún momento ellos van a volverse y detendrán el lento
ascenso, porque no es todavía la hora reglamentaria de aflorar a la
superficie.
Cuando son las nueve, a veces un poco antes, otras mucho des-
pués, los soldados se levantan y con un gesto mudo indican’ que
podemos salir. Para ese entonces la mayoría ya se ha levantado, el
sol penetra mucho más profundamente en el interior, y entre bromas
y pullas y gestos huraños, apiñados en el primero, segundo, tercer
escalón, disputamos por cada trozo asoleado.
Los soldados hacen el gesto, salimos, y entonces comienza de
verdad el nuevo día.
* * *
Hoy va a ocurrir, o quizá fue ayer, no lo sé; tal vez va a ser ma-
ñana o pasado mañana. Murió Neruda, Corvalán fue detenido, qué
es lo que todavía podría asombrarnos, herirnos más profundamente;
soñar cien veces esta realidad para poder aprehenderla. Ese mismo
día -¿otro día?- se suceden las visitas; el cardenal Silva Henrí-
quez, pálido, con la voz entera, pero contenida, diciendo menos
cosas de las que seguramente quiere o hubiera querido decir. E l
coronel a cargo del estadio nos habla por los parlantes poderosos:
una perorata estúpida, antes se ha presentado, ha dado a conocer sus
títulos, señalando su jerarquía; puesto énfasis en nuestra condición de
prisioneros de guerra, todos vemos su figura gesticulante aun desde los
rincones más alejados del estadio, porque nos está hablando desde
la tribuna donde tantas veces vimos y escuchamos a Salvador Allende.
Llegan además los periodistas: camarógrafos, fotógrafos, reporteros,
82
doscientos, trescientos; entran en tropel por la puerta de la Ma-
ratón. Los diarios más importantes del mundo, las revistas, la tele-
visión corren hasta las rejas, miran ansiosos, hablan todos a la vez,
ofrecen cigarrillos, uno pregunta a gritos si alguien ha visto a Pa-
tricio Guzmán, el cineasta del «Primer Año»; agrega que quiere sa-
ber algo de él. Miramos este espectáculo fascinante, incomprensible,
la mayoría no atina sino a hacer eso: a mirar. Alguien grita: tenemos
hambre, y se gana un gesto reprobatorio de muchos; otros sonríen,
no pueden evitarlo, es tan norma,l cuando te enfocan con una cá-
mara; César no, ni siquiera sabe que lo están fotografiando, y tam-
poco que esa foto saldrá más tarde en el «Libro Negro», publicado
por los alemanes de Alemania Federal; y él no puede imaginarse,
yo tampoco puedo saberlo, que muchos meses después me mostrarán
el libro en París, me toparé con su fotografía y me echaré a llorar.
E l encapuchado, otra visita; sólo el rumor de quince mil respiracio-
nes cuando daba la vuelta olímpica y todos sentados procurando
pasar inadvertidos. Creo que nunca podré olvidar esa mirada desde
detrás de la máscara grotesca. La visita también del padre Juan, en
fin, su sonrisa hipócrita, su verba meliflua, ofreciendo cigarrillos,
ofreciendo contactos con los familiares, ofreciendo consuelo, resigna-
ción, vendiéndonos su mercadería de amor y sumisión a la junta
militar. Ese mismo día llegó por primera vez la Cruz Roja y tu-
vimos una ración extra de café, jcafé con leche verdadera! Nos
dijeron que organizarían la entrega de paquetes enviados por los
familiares; nos entregaron los paquetes, en efecto, despojados proli-
jamente de alimentos y cigarrillos; cada cual fue a buscar el suyo, y
ese día entonces salí por primera vez de mi sector, recorri' medio
estadio, rompí la rutina de las doscientas cuarenta y seis caras de mi
escotilla, vi muchos rostros nuevos, estreché muchas otras manos:
Iturra, Hernán Vega, Samaniego, Raúl Palacios, Razeto, los rasgos
ahora más cercanos de Cristo que del Che Guevara; Contreras,
Renato Leal, Mario Navarro -la bondad proverbial- me trajo las
primeras noticias de mi hijo, repartía aliento, coraje, y alguien más
cuyo nombre olvidé, lo habían maltratado mucho, estaba asustado y
resentido, me dijo: me explico que les pase esto a ustedes, ustedes
después de todo son políticos, pero a mípor qué, yo soy únicamente
un técnico. Ese mismo día juntamos cigarrillos, restos de chocolates,
trozos de pan. Y Cortés y el senador Araneda, que había llegado
diciendo soy el senador Araneda y el milico, no hay más senadores,
no hay más congreso, reunieron en nombre de los comunistas de
las escotillas número cinco y seis a los brasileños, los uruguayos, un
venezolano, dos colombianos, y les entregaron el producto de nuestra
colecta, magro desagravio por la furia chovinista homicida descargada
contra ellos con particular saña. Ese mismo día, Boris escribió el
primer relato de la muerte de Víctor Jara, nos mostró a Cortés y
a mí el texto y nos pidió su aprobación. Y luego ese texto salió al
exterior, ignoro cómo, con una copia de la letra de la canción «Es-
tadio Chile», que así se rescató para que el mundo la conociera;
83
guardó otra copia dentro de un calcetin, se la descubrieron en el
interrogatorio del velódromo y lo maltrataron mucho; creyeron que
era un poema suyo. Lo habrían matado si hubieran sabido que se
trataba de la canción póstuma de Víctor; a Boris le costó la audacia
muchos meses de prisión, la evidencia se extravió tal vez después
o la olvidaron. Era frecuente entonces entre tantos miles y miles
de prisioneros. Ese día los interrogatorios habían comenzado, sabía-
mos que la experiencia era dura, pero la esperanza se empeñaba con
todo en no querer morir. Ese día en el velódromo éramos tal vez
trescientos, el ritual previo era larguísimo, todo el mundo de pie a
las seis y media, la ansiedad nos quitaba el sueño, pero las cosas no
se producían de golpe, con rapidez; digamos que venía el suboficial
y ordenaba a toda la escotilla que se levantara, pero entraba y leía
sólo una lista de veinte o veinticinco nombres, se iba, hacía otro
tanto en otra parte y volvía luego de algunos minutos para agregar
otra veintena. Y así sucesivamente. Un estilo que aplicaron siempre
en todos sus actos: agregar al maltrato físico el tormento psicoló-
gico, las esperas, las angustias interminables. Vino después la otra
parte del largo ritual. Como todo lo suyo, horas y horas marchando
por la pista de ceniza, formar de a cuatro, de a dos, de a seis, te
dan un número, contarse, leen de nuevo las listas, hay que decir
presente, y al cabo partir al velódromo, cuando, la hora pasada, pen-
sábamos, angustiados, que ese día habíamos ya definitivamente per-
dido el almuerzo. El ceremonial del velódromo ya lo contó Rodrigo
Rojas, yo no voy a repetirlo; pero él olvidó evocar la calculada tea-
tralidad que había en aquellas maniobras dictadas por el oficial que
comandaba la operación, cuya silueta veíamos detrás de la ventana de
aquel edificio, ciento cincuenta metros delante de nosotros. La fi-
gura casi diminuta, pero la voz tronando por el parlante Ilamándo-
nos uno a uno, grupos de trece, formar en el centro de la cancha,
cada grupo asignado a Caracol A, a Baño Uno, qué sé yo. Ese día
golpearon a Razeto; maltrataron a Rosales, de la Federación de Estu-
diantes; a Boris; a tantos otros cuyos nombres olvidé o nunca supe.
A mí no me pegaron; el más gordo de los dos oficiales, ambos de
la Fuerza Aérea, me mira desde detrás de sus anteojos oscuros, me
apunta con su revólver, hace varias veces ademán de gatillarlo, pero
no llega a hacerlo; me entierra el cañón en las costillas, me obliga
a ponerme de cara a la muralla afirmado en ella con las manos en
alto, los pies a medio metro, las piernas separadas, tiene un gesto
como cuando a uno van a patearle los testículos, alude a las fotos
de mis hijos diciendo que no los voy a ver más, los recursos se
repiten durante una hora y, al final, no sé por qué me sorprendo a
mí mismo sintiendo una absurda frustración porque los fieros ofi-
ciales deben ser torturadores eficaces, pero como interrogadores son
decididamente incompetentes. Ese día hubo un llamado especial para
Ricardo Núñez, tememos lo peor, pero sólo fue una falsa alarma O
una calculada alarma. Al final de la jornada, muchas horas después,
separaron de la masa de interrogados a Barría, a Manuel Estay, los
85
dos de la imprenta Horizonte; a otro que no conozco, y a un cuartc
que llevaron semidesnudo, arrastrado por dos soldados, tenía el cuer
PO amoratado, la cara llena de sangre, y cuando llegó la hora de
comer -porque nos dieron de comer- un soldado lo sostenía
mientras el otro le abría la boca para meterle la cuchara con len.
tejas. Ese mismo día, al atardecer, ya oscuro, hubo que echarse vio.
lentamente al suelo, porque las balas empezaron a llover; vimos
cómo se desplegaban los pelotones de tropa en posición de combate
más allá de nuestra reja. Disparaban, parece, en dirección de la Villa
Olímpica; pasaban los tanques también disparando. Ese día -esa
noche, muchas noches- tronaron invariablemente las descargas en
algún punto indeterminado del exterior del estadio, imposible saber
qué pasaba, cuántos muertos cada vez. El carabinero me dijo esa
madrugada acercándose a la reja, necesitaría comunicarse con al-
guien, se aproximó sin prisa, una lentitud de paquidermo; la mañana
estaba helada y solitaria, se detuvo entonces, y mirándome, los ojos
sanguíneos y súbitamente inmóviles, de mandril u orangután, mz
dijo: anoche nos echamos a sesenta.
Ese día iba, en fin, a comenzar; salí el primero de la escotilla, y
me enfrenté de golpe a un espectáculo asombroso.
La mole maciza del estadio, las tribunas y galerías desiertas, no
hay representación, no hay drama, ningún actor o testigo; sólo un
enorme escenario silencioso y vacío. Las cumbres nevadas de la cordi-
llera, el cielo azulísimo, una de las mañanas de primavera más trans-
parentes que recuerde. En la cancha, un movimiento, un rumor
inesperado: el estremecimiento de una veintena de mangueras cris-
pándose como serpientes; de sus bocas surge un chorro de agua que
crece, se hace más y más potente, se eleva, se entrecruzan unos
con otros; una masa de espuma blanca enceguecedora, una bandada
de garzas gigantes sorprendidas cuando están a punto de emprender
el vuelo.
* * *
86
l un parecido notable, dice alguien, con Corvalán. Es minero de oficio;
sin embargo, vive y trabaja en la Argentina, y ese 11 de septiembre
volvía a Chile después de muchos años. Lo detuvieron en la esta-
ción Mapocho, al mediodía, y de allí lo condujeron directamente al
estadio.
¿Quiénes son los demás, de dónde vienen esos doscientos cua-
renta y seis reclusos de la escotilla número seis? No tenemos sino
signos exteriores: una sesentena son obreros de Hirmas, los cogieron
en la fábrica y los trajeron con sus overoles y sus zapatillas de tra-
bajo; otros son de Yarur; hay decenas de pobladores, comerciantes
ambulantes, una veintena de estudiantes; un grupo grande de em-
pleados del Ministerio de Educación, uno de ellos desapareció el día
de la experiencia del encapuchado y fueron muchos los que afir-
maron entonces que era él el tenebroso personaje. Mi grupo es pe-
queño, somos once de la Universidad Técnica; en el Estadio Chile
éramos doce, hasta el momento en que vinieron por Víctor y se lo
llevaron.
Difícil saber quién es quién entre gente de tan variada proce-
dencia; imposible profundizar relaciones, mostrarse demasiado con-
fiado, hablar de las cosas anteriores al golpe, salvo entre quienes
se conocían previamente. Con todo, aunque la confianza verdadera
rara vez rompe los límites del pequeño grupo, a pesar de la cautela,
de las suspicacias, de las aprensiones, en el curso de los días va
cobrando vigor l a conciencia de nuestra común condición de prisio-
neros, un sentimiento de solidaridad que se desarrolla, va remontando
en una suerte de espiral, en círculos concéntricos cada vez mayores:
el grupo inicial, los otros grupos con los que de algún modo se va
produciendo el reconocimiento, la escotilla, los miembros de la esco-
tilla, en torno a los cuales se tiende un hilo sutil, persistente, que
nos envuelve y nos confiere poco a poco el aire de una comunidad
cerrada; el conjunto, en fin, de los presos del estadio, muchos miles
de rostros que uno no conoció antes, que quizá nunca verá, con
los cuales, sin embargo, uno está fundido -ojos, gestos, ansiedad,
esperanza- en una entidad indivisible y única.
Ocupados de esto o lo otro, o no dedicados a nada, a todos nos
roe la misma tenaz obsesión. L a hora del almuerzo. O del desayuno,
como quiera llamársela. Porque lo dan en un momento de la mañana
que permite hablar por igual de desayuno tardío o de almuerzo
prematuro. No son argucias gratuitas, las han ideado seguramente
expertos en tortura psicológica, porque junto con enajenarnos la
oportunidad de una alimentación verdadera nos venden la ilusión
de que hemos desayunado y, simultáneamente, almorzado.
A menudo meditamos sobre esto. Conversamos con Boris, César,
Cortés. Nuestra vida se ha tornado extremadamente simple. Unica-
mente extremos polares: miedo, angustia, hambre. Hambre sobre
todo. Y en pocos días han logrado convertirnos -porque no cabe
duda que se trata de un objetivo deliberado- primero en niños y
lentamente en seres que se van acercando a la condición de bestias.
87
En los días vacíos, sin objetivo y en ese instante sin esperanzas, el
hambre nos lleva, desde el principio de la jornada hasta su fin, a una
preocupación loca y minuciosa por su satisfacción. Pensamos en
comida, soñamos con comida, jugamos al juego masoquista de evocar
comidas, imaginar banquetes suculentos, platos sofisticados hasta la
exasperación. Pero paralelamente hay sentimientos que nos corroen y
que no quisiéramos tener: una envidia malsana si alguien en el re-
parto recibe una ración mayor, rencores y egoísmos soterrados, un
espíritu de competencia despiadada y por momentos feroz.
Pero ahora no pienso en nada de eso. Puesto que la hora de la
comida ha llegado, nada puede apartarme del placer incomparable de
calcular cada cucharada, sorber lenta, deleitosamente, prolongar la
alegría, alargarla, procurar que dure una eternidad; una eternidad
ambivalente, que se mueve también hacia atrás, hacia la raíz del
tiempo, donde mi terror secreto me dice que no soy sino una bestia;
pero hacia adelante sobre todo, porque en mi gozo primitivo, en mi
júbilo animal alcanzo y asumo sin proponérmelo una condición infi-
nitamente noble y humana.
* * *
88
« i vavalo por asegurar ec oraen pu~cz-
CO.» Pinochet, discurso del 18 dt
de 1978
1 1 22 de agosto de 1976.
93
revivir -sostienen-, aunque sea en pequeño:
de O’Higgins, pues el país necesita una fuerzs
1
iovilice y que empuje al desprendimiento de los
ciuaaaanos. JX peor error actual es que giramos demasiado a cuenta
de la disciplina, la paciencia y la solidez de las fuerzas armadas, comc
si esas solas virtudes fueran a mantener indemne a la república,
mientras grupos y partidos tratan de obstaculizar la labor de ordena-
miento nacional» ’.
Están seguros de que porque murió hace mucho tiempo no puede
levantarse de la tumba e increparles el empleo espurio que dan a su
nombre y a su figura, a su pensamiento y a su obra. Lo usan como
un elefante blanco portátil. No importa que dicha interpretación no
calce con el modelo original. A fin de cuentas estiman pecado venial
el tráfico con los héroes.
M á s allá de la melodía apócrifa y en tono menor que ejecptan
dichos exégetas desaprensivos, <cuál fue y es, en síntesis, el rostro
real de este desaparecido que sigue invocándose a través de los
tiempos?
2 ibid.
3 O’Higgins, en carta a Juan Martín Pueyrredón, Lima, 18 de noviembre
de 1823.
4 «El Mercurio», 24 de agosto de 1976.
94
ciones simplemente humanas. Nunca recibió de Dios ningún encarno.
La Divina- Providencia no le confió misión alguna. <<ESmodestg y
simple -dice María Graham 5-, de modales sencillos, sin preten-
siones de ninguna clase. Si ha realizado grandes hechos lo atribuye
a la influencia de ese amor al país, que, como dice, puede inspirar
grandes sentimientos en un hombre común.» O’Higgins, un hombre
común; Pinochet, un enviado del cielo. He aquí la gran diferencia.
El engreimiento que engorda la egolatría de Pinochet es un
ingrediente del fascismo personalista. Se proclama el vencedor de
un nuevo Lepanto, donde el adversario - e l pueblo chileno- no
dismne de ejército ni de armas. Cuán distinta resulta en O’Hignins
la lucha: jamás contra su pueblo, pero sí contra su amor propio. No,
“V
95
designación como gobernador de Chile, en mérito a su talento eje-
cutivo y organizador. Su gestión fue fecunda, incluso en fundaciones
de pueblos. Comprobó personalmente en el Norte Chico la decadencia
de las encomiendas. Las juzgaba rémoras de un sistema esclavista.
Se seguía explotando en ellas sin piedad a los indios. Ordenó su
abolición en un año de grandes y sorprendentes noticias, cuando l a
vieja sociedad sentía una crujidera de huesos: 1789.
Ambrosio O’Higgins, barón de Ballenary y marqués de Osorno
(no lo enloquecen los títulos nobiliarios, pero al final de su vida le
llegan), profesó el apego al régimen tradicional. Trató de conjugarlo
con el impulso progresista de la Ilustración. Veía en ella el camino
de liberación del ser humano de su culpable incapacidad sirviéndose,
al decir de Kant, de su razón. La manifestación más poderosa y la
prueba irrefutable de su efectividad es la ciencia, aupada en hom
bros de la curiosidad espiritual. El 6 de septiembre de 1795, Car-
los 111 lo designa virrey, gobernador, capitán general del Perú y
presidente de la Real Audiencia de Lima. «Alter nos» del rey, la
coronación de una carrera. ¿Una ascensión vertiginosa? Medio siglo
de estudios y trabajos en España y América lo convierten, en la
hora de la madurez creadora, en uno de esos individuos resueltos
que intentan actualizar el imperio español en América, modernizarlo,
soñando que así se podrán evitar brusquedades, violencias, el quiebre
del sistema colonial. Para mantener en pie esa creación «cósmica»
había que trasplantarle comercio, industria, de algún modo burguesía
y capitalismo. Su evangelio era el del trabajo. Bernardo O’Higgins
recordaba que su padre al llegar al país se ocupó como falte. Todo
pareció deberlo a sí mismo, a su inteligencia, a un carácter extre-
madamente activo. No fue el tipo de europeo en América descrito
por Humboldt, ese «blanco que, aunque monte descalzo a caballo,
se imagina ser la nobleza del país». A pesar de ello, como se sabe,
le tocó ocupar el puesto de virrey de Lima, ciudad con una aristo-
cracia muy orgullosa de sus abolengos.
Un día, más bien en la noche donde se mueve el espionaje y la
intriga, alguien viene a rememorar -ya que no a revelar- ante las
altas esferas de la Corte el secreto a medias guardado, las actividades
sediciosas del hijo ilegítimo, mantenido en la penumbra. Un delator
de origen cubano, Pedro José Caro, pone en manos de la policía de
Madrid los planes para abatir el imperio español en América, urdidos
en las reuniones londinenses dirigidas por Miranda, donde figura
entusiasta el hijo del virrey del Perú. No se trata de una mixtifica-
ción. La identidad y el parentesco están al descubierto. El delito
también. Indignado ordena al tutor De la Cerda arrojar al muchacho
a la calle. Lo deshereda. Este trata de serenarlo. El 18 de abril de
1800 le escribe desde Cádiz una carta patética sobre sus sentimientos:
«Al presente no sé qué hacerme. Me han abandonado todas las espe-
ranzas de ver a mi padre, madre y mi patria. Frustradas en los ma-
yores peligros, mis angustias eran si moría sin ver lo que tanto es-
timo. Más aún: no pierdo las esperanzas.» La carrera del virrey
96
queda pulverizada. El Decreto Real del 19 de junio de 1800 lo cesa
en el cargo. Poco después, cuando está entregándolo, muere, el 18
de marzo de 1801. Antes ha tenido tiempo de rectificar su decisión.
El insurgente será el sucesor universal de sus bienes. Ese patrimonio
del gobernador y del virrey, el joven heredero lo destinará a financiar
en parte la guerra de la Independencia.
97
Iafirmando que «aquellos ingenios, así como amanecen más temprano,
también se anochecen más presto».
Lo que sí tiene visos de seriedad es que Bernardo O’Higgins se
crió en un ambiente que comprueba la observación de Jorge Juan y
Antonio Ulloa: «Desde que los hijos de los europeos nacen y sienten
en ellos las luces endebles de la razón.. ., principia su oposición a los
europeos.» Son antagonismos dentro de una misma clase, algo más
que conflictos entre padres e hijos, abuelos y nietos, antepasados y
descendientes. Pues no se trata de una simple querella de genera-
ciones; es el inconformismo donde alientan ya las primeras manifes-
taciones de un sentimiento nacional en ciernes. A la mayor parte de
los nacidos en suelo americano los va amargando gradualmente el
hecho de que se les repute inferiores para la conducción del Estado.
Durante el período colonial hubo ciento sesenta y seis virreyes penin-
sulares y cuatro criollos; quinientos ochenta y ocho capitanes gene-
rales españoles y sólo catorce nacidos en América.
Los escasos establecimientos educacionales o universidades ame-
ricanas se convierten poco a poco, y más definidamente a fines del
siglo XVIII, en focos de conciencia criolla, la cual comienza a mirar
más hacia París y Londres que hacia Madrid o Salamanca. Los enci-
clopedistas empiezan a ser descubiertos. Algunos discuten, con fervor
de neófitos, sobre las leyes de la naturaleza y de la razón, postulan
el racionalismo, ideas todas que fueron minando el respeto por lo
español. Pero sólo después, en el suelo abonado por el descontento,
vino a aparecer la idea de la rebelión política contra la corona, aunque
inconscientemente y por excepción no faltó quien desde un principio
la tuvo en germen.
El sector de los propietarios marginados de los sillones de la
burocracia superior lamenta esa humillante puerta cerrada a la admi-
nistración de las Indias, reales audiencias, jefatura de los ejércitos
y elevadas dignidades eclesiásticas. Tal hecho ofende su conciencia
de clase, su sentido quisquilloso del honor y su orgullo de latifun-
distas, la capa más poderosa, económicamente hablando. Se sienten
rechazados en la conducción de los negocios públicos, parte del poder
político que, a su juicio, les corresponde como un corolario derivado
de su riqueza y de su condición de oriundos de estas tierras.
La rivalidad española-criolla fue un elemento crucial en la sepa-
ración de la corona. Hubo quienes lo pensaron en términos de «quí-
tate tú para ponerme yo». Muchos señores nativos -la mayoría-
no eran ideológicamente más avanzados que ciertos funcionarios
peninsulares. Una minoría criolla -y dentro de ella O’Higgins-
ligó esta antítesis a la noción de la independencia, a una modifica-
ción de estructuras políticas y, en cierto sentido más limitado, a un
cambio social. Pero, desde luego, las motivaciones económicas gravi-
taron como causas de primer orden. Los poderosos criollos del apar-
tado Reino de Chile se sentían asfixiados por una tenaza de dos
brazos, por dos monopolios: el de España y el de Lima: Los exce-
dentes exportables de la producción agrícola nativa eran cotizados
98
a bajo precio en dichos mercados obligatorios. Los envíos de granos,
charqui, vino, aguardiente, cobre no amonedado distaban de com-
pensar la importación de productos manufacturados: armas, papel,
yerba del Paraguay, azúcar, cacao, arroz. Para cubrir el déficit había
que sacrificar las existencias de oro y plata. E n Chile un grupo de
mercaderes de Valparaíso, de propietarios mineros, terratenientes
vinculados al comercio y a la exportación, capitalistas relacionados
con la Casa de Moneda que pretendía penetrar en los circuitos del
contrabando de numerario entre Lima y Buenos Aires, trazaba planes
aún más ambiciosos. Hasta hubo gente que quería establecer cierta
1 corriente de comercio con China; pero Madrid echó por tierra estos
y otros propósitos. Los navíos balleneros norteamericanos que atra-
caban en las últimas décadas del siglo XVIII en los puertos de Chile
constituían una invitación que esbozaba las posibilidades de opera-
ciones mercantiles en ultramar. Las ilusiones seguían encerradas tras
los barrotes de la prohibición. Podrían producir más y a precios mó-
dicos. Se pagaba muy poco al trabajador. «Un observador destacaba
que Chile era un país en que no había interés por tener esclavos,
puesto que la mano de obra “libre” era más barata y los esclavos
existentes eran más bien expresión de una vanidad social que de
una necesidad real de fuerza de trabajo» ‘.
E l Real Tribunal del Consulado, establecido en la última década
del siglo XVIII y derivado de las tradiciones gremiales de la Edad
Media, tenía el carácter de reunión de los grandes comerciantes y
estrado de pleitos mercantiles. También estaba encargado de pro-
mover iniciativas para el desarrollo del comercio, la agricultura y la
industria. Los magnates criollos se inclinaban por el proteccionismo
económico. Pero los planes proteccionistas chocaban con los intereses
de España, con la política de desarrollo de la industria peninsular,
asignando a las colonias el rol de simples mercados consumidores de
manufactura y productores de materias primas. Los documentados
diagnósticos que, sirviendo sus funciones en el Consulado, formuló
Manuel de Salas, sus precisas observaciones, interpretaciones y conclu-
siones contenían el núcleo original de una reforma económica. Polí-
ticamente éste no iba tan lejos como otro acaudalado vecino, José
Antonio de Rojas, quien vio en España que ser indiano era «un
pecado territorial». Las más reputadas y linajudas familias de San-
tiago, esa «ciudad de parientes», se sentían heridas por dicha actitud
excluyente.
Ciertos débiles atisbos de mentalidad burguesa se esbozaban tími-
damente a fines del siglo XVIII en unos cuantos miembros del sector
criollo. Se abrió una brecha en el monopolio comercial de Lima, que
se extendía desde Guayaquil, Alto Perú, hasta Chile, en 1774, al
decretarse la libertad de comercio entre Perú, Nueva España, Nueva
99
Granada y Guatemala, y al extenderse en 1776 a Buenos Aires y
Chile, con posibilidad de acceso por la vía del Estrecho de Maga-
ilanes. En verdad esto impulsa no sólo el tráfico mercantil. Llegan
también los denominados «navíos de la ilustración». Traen, aparte
j e mercancías, libros, ideas; son vehículos de agitación clandestina.
Ambrosio O’Higgins encarnó un tipo de gobernante posible de
Ese momento, cuando las exigencias y presiones comerciales se vieron
favorecidas por las medidas liberales dictadas bajo el reinado de
Carlos 111. Dicha tendencia se vinculó a la legalización del contra-
bando internacional con los «navíos de permiso», que facilitaron a
los ingleses el intercambio con esta parte del mundo.
A través de la monarquía afrancesada, los enemigos del tradi-
zionalismo español se dieron a veces inclusive entre gobernantes que
soñaban con el arquetipo del déspota ilustrado. Es una hora en que
se comienza a charlar en las tertulias herméticas de la buena sociedad
de reformas institucionales, ideológicas, políticas. Entonces entre los
:riollos torna forma más concisa la conciencia de pertenecer al Nuevo
Mundo, lo cual es un paso hacia la formulación posterior de la idea
filosófica del «ser americano». A ello contribuye la literatura europea.
Llegarán a fines del siglo XVIII los libros de Voltaire, Bacon, Des-
:artes, Copérnico, Gassendi, Leibnitz, Locke, Montesquieu, Rous-
seau, Buffon, que circulan secretamente. Unos pocos hombres cultos
no sólo leen en castellano y latín, sino en francés, inglés e italiano.
Se inicia la circulación subrepticia de libelos políticos. La masone-
ría, que penetró en España en 1726, se extiende a las colonias. De
allí a las conspiraciones no demoraría demasiado. Surge el patriota,
hombre de ideas nuevas, que personifica a alguien que aspira a
liberar su país y que en algunos casos actúa con la. intención de
independizar todo el imperio americano de España. Su paradigma es
el venezolano Francisco de Miranda, vinculado a la masonería mun-
dial, cuyo centro funciona en Inglaterra. Los fermentos de la re-
belión reciben allí su primer impulso. Se van a gestar sublevaciones
y conjuras, algunas de las cuales estallan sin éxito a través del
siglo XVIII. Pero cristalizan con el triunfo a comienzos del XIX. Los
revolucionarios diseñan una teoría de la emancipación. Consiguen
plasmar una conciencia de grupo, que plantea erigirse en conciencia
nacional. Estos adelantados son criollos y no indígenas. Las insurrec-
ciones aborígenes del siglo XVIII, de las cuales la de Tupac Amaru
es la más amplia, profunda y significativa, no fueron excepcionales
en América. Sin embargo, la emancipación de España no la dirigieron
caudillos indios, sino generalmente criollos, que reclutaron masas
indígenas para sus ejércitos, así como los ejércitos españoles también
lo hicieron. Pero la lucha misma por la emancipación no se expre-
sará abiertamente mientras no se produzca la coylintura histórica.
L a invasión de España por Napoleón va a brindarles la gran opor-
tunidad.
1O?
La vocación de la Libertad
102
Londres lo había atraído por sus críticos sociales y sus pensadores.
Su visión le resultó subyugante. Era distinta de todas las ciudades
conocidas. Percibió asombrado la gran metrópoli con su mezcla de
miseria y esplendor, esa urbe macroscópica, el Londres negro y el
Londres brillante, la marea atlántica del movimiento entrando por
el Támesis. El abismo profundo de las clases, los contrastes sociales
le eran apreciables, aunque su espíritu se embebía, deslumbrado, en
el propósito principal de su vida, que le resultaba el más fascinante
y absorbente de todos: liberar su patria. Comprendió que su forma-
ción de conspirador no podría ser radiante y exhibicionista, sino
misteriosa, desarrollarse en el sigilo. Allí, en la ciudad ruidosa y
universal, estudiaría en silencio la forma de participar en esa tarea
que cobraba contornos internacionales. En la capital de ese imperio
se adiestraría para trabajar por la ruina de otro imperio: el que
oprimía a su patria. Londres era un hervidero de políticos extran-
jeros, donde se agitaban todas las ideas, una humanidad compleja y
múltiple de emigrados y desterrados. Allí bullía una inteligencia
reformadora que lo sucedía.
O’Higgins vivió en Inglaterra el comienzo de su juventud, de los
diecisiete a los veintiún años. Cuando desembarcó, hacía seis que
había estallado la Revolución Francesa. En Chile, sin entenderlo bien,
había oído a un compatriota expresar su admiración por el progreso
industrial. Pues bien, aquí estaban los pioneros. Hacía poco, en 1784,
James Watt lanzó el invento de la máquina giratoria de vapor.
Cuando abandona Gran Bretaña, haciéndose a la vela en el puerto de
Falmouth, en los últimos días de 1799, ya había comenzado allí la
Revolución Industrial. O’Higgins estaba de acuerdo con la propo-
sición de Saint-Just: «El siglo XVIII debe ser colocado en el panteón.»
Su estancia británica coincide con una etapa en que adopta reso-
luciones personales de trascendencia. Avido lector de la Gran Enci-
clopedia de Diderot y D’Alembert, la cual admiró como compendio
del pensamiento político y social, científico y técnico de la ópera,
abraza el credo del progreso como guía del conocimiento humano.
Considera el racionalismo, la filosofía más apta para comprender e
impulsar la civilización, el dominio de la naturaleza y procurar con
paso más firme el avance y la prosperidad de los pueblos. Empieza
a mirar a Chile desde Europa con una perspectiva distinta, insertán-
dolo en el contexto de una historia universal que juzga con ojos
nuevos. En ciertos círculos londinenses conoce a ingleses que, aban-
donando todo tono flemático, disertan sobre la futura e inevitable
emancipación de las colonias americanas en España. Estudia las lec-
ciones de esa Inglaterra de «tories» y «whigs» que había hecho su
revolución, quizá de sesgo conservador. Allí descubrió en libros y
conversaciones de iniciados que la clase a la cual él mismo perte-
necía, según el análisis y el léxico de la Ilustración, pertenecía al
añejo feudalismo, un tipo de sociedad abolido hacía tiempo en las
Islas Británicas y que los ejércitos de la Revolución Francesa estaban
barriendo a paso de carga en buena parte de Europa.
104
O’Higgins percibió durante su residencia europea el rumor trepi-
dznte y mecánico de la Revolución Industrial inglesa, que anunciaba
ur a nueva era en la economía; pero más que nada le llegaban con
fi erza electrizante los efluvios ideológicos de la Revolución Francesa,
oJe de paso enriqueció el diccionario con nuevos y atrevidos vocablos
t,olíticos y sugería al mundo entero osados programas revoluciona-
rios y democráticos. La Revolución soñada subrayaba con un trazo
desacostumbrado el papel de la nación, los ideales de patria, patrio-
tismo. Francia incitaba a los pueblos a derribar las tiranías y a
conquistar la libertad, a lo cual se oponían los elementos conserva-
dores de cada país. Allí supo O’Higgins que la Revolución también
exigía un cambio en el orden militar. <No decía Saint-Just que «en
época de innovación todo lo que no es nuevo es pernicioso»? Lo
que acontecía en Europa le daba nuevas esperanzas respecto de su
país. Descubría ciertas relaciones de causa y efecto. Efectivamente,
Chile no hubiera sido libre cuando lo fue de no mediar el proceso
desencadenado por la Revolución Francesa. E n el fondo la liberación
de las colonias españolas en América es una consecuencia en segundo
o tercer grado de dicha Revolución, descrita por el bando realista
como obra del demonio.
En Londres, O’Higgins ingresó a la logia. E n ella definió su
ideología filosófica y política. Allí conoció a Francisco Miranda, y
este encuentro le fue decisivo. Quería que el venezolano le enseñara
matemáticas, pero aprendió con él a luchar por la libertad de su
tierra y de América. «Cuando yo oí aquellas revelaciones y me
posesioné del cuadro de aquellas operaciones, me arrojé en los
brazos de Miranda, bañado en lágrimas, y besé sus manos.» La
organización fue fundada en 1798. Se alistó en una causa que debía
diseminarse por todas las provincias de la América Hispana. Se
adentró en los clubs revolucionarios, caracterizados por una enérgica
e intensa resolución de no darse pausa mientras sus patrias no fueran
libres. De allí salió convertidc en un opositor absoluto al régimen
y a la política que servía su -adre. No era un asunto personal o
Eamiliar. Respondía a una conv.cción política y a una decisión ética.
En vísperas de la partida de O’Higgins, Francisco Miranda lo
insta a no desanimarse ante las dificultades. En los «Consejos de un
viejo sudamericano a un joven compatriota al regresar de Inglaterra
a su país» le recomienda persistir en el empeño contra viento y
marea: << ¡Amáis a vuestra patria! Acariciad ese sentimiento constan-
temente, fortificadlo por todos los medios posibles, porque sólo a
su duración y a su energía deberéis hacer el bien. Los obstáculos
para servir a vuestro país son tan numerosos, tan formidables, tan
invencibles, llegaré a decir, que sólo el más ardiente amor por
vuestra patria podrá sosteneror en vuestros esfuerzos por su felicidad.»
O’Higgins retorna a su patria como un agente revolucionario. Viene
a trabajar por la independencía. Todo lo demás es accesorio del fin
principal.
105
Piensa en cambios más radicales
106
¡I
I
i
1
berar su país, cosa que le valió perder su hacienda por represalia
durante el período de la Reconquista. Los gañanes y peones, a su
llamado, blandieron las armas, a veces los arados de palo y las pi-
canas de coligüe con que acicateaban el paso de los bueyes. Si su
condición de rico propietario le confirió representación social y pres.
tancia económica, él la convirtió, llegado el momento, en fuerza polí-
tica y militar.
Su interés mayor no se concentra en las labores del campo. Du-
rante esos siete años, hasta 1810, teje en la sombra la llegada de1
alba. Mantiene correspondencia conspirativa con otros discípulos de
Miranda, como Juan Florencia Terrada y Juan Pablo Fretes, que
vivían en Buenos Aires. E s una época de sondeos y conversaciones
sostenidas al amparo de la oscuridad. Forma parte de un club revo-
lucionario secreto que sesiona en Concepción, en casa del abogado
don José Antonio Prieto, ligado a Juan Martínez de Rozas.
La invasión de Portugal, que no acataba el bloqueo contra Ingla-
terra, Napoleón debía hacerla a través de España. Aprovechó el
hecho o lo pretextó para consumar el golpe contra la monarquía
borbónica. Cuando los motines de Aranjuez en 1808 obligaron a
Carlos IV a abdicar y Fernando V I 1 quedó prisionero en Francia,
surgieron voces en América que hablaron de Junta, argumentando
que los criollos constituían reinos aparte, unidos a España sólo por
la persona del soberano.
No tardó en Chile el inflamado «Catecismo Político Cristiano»,
firmado por José Amor de la Patria, pseudónimo que ha oscurecido
la real paternidad de su autor según el historiador Ricardo Donoso,
en afirmar que «por un procedimiento malvado y de eterna injusti-
cia, la autoridad, los honores y las rentas han sido el patrimonio de
los europeos españoles.. .». «La metrópoli abandona los pueblos de
América a la más espantosa ignorancia, ni cuida de su ilustración, ni
de los establecimientos útiles para su prosperidad.. .»
Cuando el 18 de septiembre de 1810 el pacato Conde de la Con-
quista hace saber, por voz del secreiario José Gregorio Argomedo,
al Cabildo de Santiago, ante la mayoría de regidores criollos y en
presencia de cuatrocientos vecinos «de los más distinguidos», que
decidiesen los medios de «quedar seguros, defendidos y eternamente
fieles vasallos del más adorable monarca, Fernando», pretende fijar
los deslindes de la réplica y el sentido estrecho de la asamblea. José
Zapiola la califica de reunión «goda». En ese momento, O’Higgins
era subdelegado de la isla de la Laja. No tardó en formar con sus
huasos e inquilinos un regimiento. E1 doctor Rozas, que encabezó el
movimiento en Concepción, lo nombró teniente coronel y segundo
comandante.
Todavía en el Primer Congreso Nacional, instalado el 4 de julio
de 1811, la mayoría se declara leal al rey. Sólo un grupo reducido,
en que figuraban Bernardo O’Higgins y Camilo Henríquez, piensa
en cambios más radicales.
108
El ejército como retoño de la hueste indiana
1o9
mundo nuevo. En pocas palabras, desciende, por consanguinidad
directa, política e institucionalmente de la hueste conquistadora his-
pánica.
Así, la teoría juntista oculta el torrente aportado a la naciona-
lidad chilena por el indígena y silencia que se trataba de un aborigen
notablemente guerrero. Por lo menos desde el punto de vista profe-
sional esto debería interesarle. Sólo le entusiasma el invasor. No le
importa que el nativo sea objeto de admiración universal por sus
virtudes heroicas. No le impresiona tampoco que hasta en el campo
de los conquistadores su incomparable espíritu de resistencia inspire
a Ercilla el poema épico más importante de la literatura clásica espa-
ñola. No le interesa la historia, la bravura del aborigen. Ni menos
la poesía. Simplemente desprecian al indio. No tienen nada que
ver con él. Es un ejército descendiente del conquistador. Tal es su
doctrina. Y a mucho honor.
Los emancipadores sustentaron al respecto la actitud inversa. El
espíritu de los dirigentes de la Independencia se empapó hasta las
lágrimas con la conmovida lectura de «La Araucana». O’Higgins
visualizó en el indígena la imagen más acendradamente chilena. Sub-
rayó como un modelo su fiera voluntad de no vivir sometido. A juicio
de los libertadores, siendo el indio el primer chileno cronológica-
mente hablando el que dio el ejemplo en la lucha por la libertad,
dehía ser igual entre los iguales. Un decreto de Carrera ordenaba la
abolición «por todos modos de la diferencia de castas en un pueblo
de hermanos». Por otra parte, tal era una convicción comun entre
los líderes de la independencia continental. Bolívar decidió que «se
devolverán a los naturales, como propietarios legítimos, todas las
tierras que formaban los resguardos, cualquiera que sea el título que
aleguen para poseerlas los actuales poseedores». O’Higgins dispuso
la libertad de los aborígenes. Debían ser llamados y considerados
ciudadanos chilenos. Luego vino un decreto para garantizarles la
propiedad perpetua de su suelo. Cuando se dirigió a los peruanos
explicándoles la misión del Ejército Libertador, invocó sugestiva-
mente los nombres de los grandes jefes nativos, denominó a sus
destinatarios «hijos de Manco Capac, Yupanqui y Pachacutec», no
de Pizarro o Almagro. Los invocó como precursores en la guerra por
la libertad, no de una libertad reducida a los confines de su país,
sino abarcadora del continente.
El creador del ejército chileno se sintió personalmente imbricado
en la historia como un producto mixto, de tres sangres. María Gra-
ham lo presenta: «Es bajo y grueso, pero muy activo y ágil; sus
ojos azules, sus cabellos rubios, su tez encendida y sus facciones algo
toscas no desmienten su origen irlandés, al par que la pequeñez de
sus manos y pies son signos de su pedigrée araucano» 13. La viajera
británica omite su incuestionable dosis de sangre española. A me-
nudo en sus discursos o conversaciones O’Higgins se refiere a sí
L a casa dividida
113
1 .. . . 1 ._ . . . . _
Ilero, pronto nimbado por historias y anecdotario copioso, Manue
Rodríguez, actúa muy fundido al pueblo, si se toma en cuenta 1:
naturaleza misma de su estilo de combate. Lo secunda bien el rotc
ladino. Impresiona la imaginación popular. Parece inspirarse en 1:
astucia de Lautaro y el arrojo de los toquis araucanos. Saca partidc
de la picardía campesina y aplica las estratagemas del pueblo.
Generalmente, los jefes de la independencia son militares impro
visados. Al revés de O’Higgins, Carrera, por excepción, ha recibidc
instrucción militar en el ejército español. Independentistas intransi
gentes, ambos difieren en concepciones estratégicas y tácticas, er
ciertas ideas políticas respecto a la organización del nuevo Estado;
pero sobre todo discrepan en cuanto a su propio rol. Chile se hs
hecho chico para ambos. Personifican la lucha de corrientes y de
hombres dentro del sector más avanzado de las filas patrióticas, que
anticipa otras divergencias suicidas en la futura historia del país.
El campo patriota está barrido por los vientos de la división. E
desastre de Rancagua, que sepulta en 1814 la patria vieja y escribe
la inicial de la reconquista española -la cual dura tres años-, es
más que nada el fruto amargo de la discordia. Escribe un drama de
los libertadores. Claman por unidad y cosechan escisiones. La requi-
sitoria de Bolívar al Congreso de Angostura tipifica la angustia de
la época en el alma de los grandes. Araron en el mar. No hubo unidad
para acrüar dentro ni fuera del país. Y todos ellos fueron sacrifi-
cados.
114
a la proscripción de todos los partidos, incluso de aquellos que cele-
braron el golpe en su momento. El ataque al caído y la exaltación
servil del vencedor, los vítores a las muertes y la demanda de nue-
vos baños de sangre fueron también los coros de fieras entonados en
esos días de octubre de 1814, a través de los altoparlantes del restau-
rado régimen colonial, cuando la «Gazeta del Gobierno de Chile»,
tras el consabido «Viva el rey», se hacía lenguas para proclamar las
maravillas del antiguo sistema.
Con cambios de metrópoli, de formas y fechas, la Junta tam-
bién quiere el retorno al paraíso colonial; es, mejor dicho, un adepto
del neocolonialismo. Filosofías y procedimientos de entonces y ahora
guardan una nada extraña analogía. Pinochet comenzó, en el acto
del 11 de septiembre, las matanzas y las proscripciones. El general
Mariano Osorio y el capitán Vicente San Bruno, jefe del Regimiento
Talavera y de la represión, no se mostraron tan expeditivos. Son
comedidos precursores del jefe de la Junta o del coronel Manuel
Contreras. San Bruno demoró hasta el 7 de noviembre de 1814 los
encarcelamientos masivos. Si después enviaba cuarenta y dos confina-
dos «distinguidos» -y luego otras partidas- a la isla Juan Fer-
nández, sin miramiento de ninguna especie («Encerrado bajo las
escotillas del bergantín “Potrillo”, tendido con grillos y esposas,
cubierto y devorado de insectos que no puedo apartar de mí por las
esposas, dándome de comer por mano ajena, moviéndome del mismo
modo para las más urgentes necesidades.. .D 15), Pinochet, a su turno,
despacha rápido a la mayoría de los dirigentes políticos de la Unidad
Popular, ministros y altos funcionarios del gobierno de Allende
hasta la isla Dawson, cuyo clima, por cierto, es bastante más incle-
mente que el de la isla de Robinson Crusoe.
Ambos regímenes justifican las matanzas pretextando alzamientos
o inventando planes zetas. El ejercicio de métodos afines por la Junta
no habla prodigios de su originalidad. Unos y otros actúan a través
de bandos de guerra. El bando del 9 de enero de 1816, la pena de
muerte para cualquier acto opositor, ilustra un eslabón en la larga
cadena de precedentes espectrales. Debemos reconocer, eso sí, que
antes respetaban más el formulismo de las penas de muerte. Bajo la
Junta, las víctimas apresadas bajo el toque de queda ingresan al
espacio inédito y en blanco de los «desaparecidos», de los cuales no
se vuelve a saber nunca más. Los furores de la reconquista no Ile-
garon tan lejos.
Cincuenta días después de la victoria del Ejército Libertador
en Chacabuco, el 31 de marzo de 1817, desembarcan en Valparaíso
los desterrados en Juan Fernández. Llegan a tiempo para presenciar
en la Plaza Pública de Santiago -ocho días después del triunfo
definitivo de Maipú- el fusilamiento del sargento mayor de Tala-
vera, Vicente San Bruno, y de su lugarteniente del mismo regi-
miento, Francisco Villalobos.
La Patria Mayor
116
I
Pensó alguna vez que desde México hasta nuestro país podría surgir
una ancha confederación de Dueblos con una sola lengua, un solo tras-
V I
118
blica debe estar fundado ... s(3bre nuestro origen y sobre nuestra
historia.»
Todo esto fue rechazado airadamente por las aristocracias loca-
les, las cuales animaron el proceso de carioquinesis y feudalización
en cada antiguo virreinato o capitanía en su propio beneficio y luego
aceptaron con sumisión cada vez más desvergonzada una nueva domi-
nación, asumiendo dichas oligarquías el papel de regentes de repú-
blicas mediatizadas. Sin depender de España mantendrán en los
hechos el antiguo régimen. Podrán tolerar el transformismo externo
de las instituciones; pero nunca la modificación a fondo del régimen
de propiedad y la pérdida de su dominio sin contrapeso sobre la
sociedad y el gobierno. Todo ello aconsejaba el paso lento; anular,
refrenar los anhelos de cambio, y apartar de la dirección del Estado
a hombres como Bolívar, O’Higgins, Morales, Artigas, a tantos otros
libertadores deseosos de transformaciones más profundas. Después
de consolidar la independencia deberán partir al exilio o a la muerte.
En la pugna por el dominio político del naciente Estado, el con-
trato de la institución militar constituye el requisito previo por antono-
masia. El caudillo cabalga sobre el horizonte. Los libertadores se
estrellaron rápidamente con los caudillos, que surgen en aquella
época casi por toda América Latina. A su juicio, la disciplina vale para
los de abajo, no para ellos. El pueblo ha de limitarse a obedecer y
a trabajar.
Bolívar no sustentaba una opinión muy benigna de los caudillos
armados, sean civilizados o bárbaros, de su época, prefiguraciones
funestas de los dictadores del siglo XIX y xx. En carta a Pedro Gual,
en 1821, afirmaba: «No pueden formarse ustedes idea exacta del
espíritu que anima a nuestros militares. Estos no son los que ustedes
conocen; son los que ustedes no conocen: hombres que han comba-
tido largo tiempo, que se creen muy beneméritos, y humillados y
miserables, y sin esperanza de coger el fruto de las adquisiciones de
sus lanzas ... Estamos sobre un abismo o más bien sobre un volcán
pronto a hacer explosión. Yo temo más la paz que la guerra, y con
esto doy a ustedes la idea de todo lo que no digo ni puede decirse.»
En la hora del neofascismo latinoamericano, Pinochet y sus capo-
rales oficializan, como hemos visto, la doctrina del ejército de Chile
como retoño de la hueste colonial. Son bolivarianos u ohigginistas
al revés. Son los caudillos de la hora nona, de una época que ha vi-
vido el fascismo y lo adoptan, trasnochados, bajo la dirección de la
Agencia Central de Inteligencia y las empresas transnacionales.
Dicho embobamiento por la colonia de ayer ensambla con su
actual búsqueda ansiosa del neofascismo y del neocolonialismo. Están
siglos más atrás que los libertadores. No faltaron hasta españoles
clarividentes que columbraron, tras el ocaso del imperio hispánico en
América, el sol peligroso de una nueva dominación. En 1783 lo
auguraba en Madrid un ministro influyente, el Conde de Aranda,
previendo los designios que venían de unos Estados Unidos que
tenían entonces siete años, pero era un niño al cual ya le habían
119
salido los dientes: «El primer paso de esta potencia -pronosticó-
será apoderarse de La Florida, a fin de dominar el golfo de México.
Después ... aspirará a la conquista de este vasto imperio, que no
podremos defender contra su potencia formidable establecida en el
mismo continente y vecina suya.»
Tampoco criollos avizores callaron sus advertencias sobre la ame-
naza que venía de la República Bostonesa: Fray Melchor Martínez
lo predijo casi en los mismos términos.
Bolívar lanzó oportunamente su conocida profecía alertadora.
Diferente por el gracejo criollo, pero coincidente con el fondo,
resulta el escepticismo y la desconfianza zumbona con que Portales
puso en guardia frente al súbito y sospechoso interés del gobierno de
Estados Unidos por la suerte de nuestros países.
La Junta se injerta, en cambio, en el tronco histórico del antiguo
bando realista. Hoy se autocalifica y se ofrece gozosamente como
pieza en el Pacífico Sur para servir en el engranaje de la estrategia
continental y mundial del Pentágono.
Su summa filosófica o vademécum, la llamada «Doctrina de la
Seguridad Nacional», no nació, desde luego, en el caletre de Pinochet.
La copió a José Alfredo Amara1 Gurgel, quien la sintetizó ya como
un calco en su exposición «Seguranca e Democracia», ante la Escuela
Superior de Guerra de Brasil. Que esta entidad la adopte como su
ideología oficial a partir de 1964 no quiere decir que sea planta ori-
ginaria de dicho país. Los jerarcas brasileños reconocieron que la
habían importado del National War College, donde conocieron la
Doctrina de la Seguridad Nacional de Estados Unidos, especialmente
a través del contacto de los generales Golbery de Couto e Silva,
Juárez Távora, Cordeiro de Farías y Augusto Fragoso. Tampoco re-
clama el National War College derechos de propiedad intelectual
sobre ella. Este saquea sus elementos cardinales en las cuevas de la
geopolítica. Imitando a los pangermanistas del siglo XIX, sobre todo
a Ratzel, el sueco Rudolph Kjellen la ha explicado en su obra El Es-
tado como organismo (1916). El mayor general Haushofer expone
esas ideas en la primigenia Escuela de Munich, fundada en 1923, año
del primer «putsch» de Hitler. Este proclama dichas ideas como base
de la ideología nazi. Pinochet reproduce esas nociones, un refrito que
ha pasado por lo menos por cuatro copias anteriores, como texto
propio sobre geopolítica, como creación de su cerebro privilegiado y
de su dantesca originalidad. Ello no es óbice para que publique el
quinto calco. La susodicha teoría gira en torno al eje de la triada
Estado-poder-seguridad. Postula la guerra total. La sociedad debe ser
transformada en un campo militar y sometida a los módulos rígidos
del cuartel.
El enemigo no es otro que el pueblo. Contra él debe hacerse la
guerra. Si la Iglesia chilena la calificó de concepción anticristiana,
se puede decir también que nada hay más antiohigginiano que la
aberración bautizada con el falso nombre de «Doctrina de la Segu-
ridad Nacional».
120
blo chileno. Todos los individuos encar-
gados del gobierno, todos los funcionarios
pdblicos reciben del pueblo la jurisdicción
que tienen. Ellos son sus mandatarios y
servidores y le deben responder de su
conducta y operaciones.»
( O’HIGGINS, 1812.)
,
«No es tan fácil gobernar cuando la
autoridad vive de la gracia, de la muni-
ficencia de la multitud, que alza y depone
a sus jefes sin otra norma qüe su arbitra-
riedad.»
(«El Mercurio», ¿Los más
o los mejores?, 12-111-
1975.)
121
’
(julio de 1822). Pinochet devolvió su sitio de privilegio a la aristocra 1
cia del dinero. Instauró por la espada el reino de la más absoluta des-
igualdad, hizo más ricos a los muy ricos y más pobres a todos los
demás. En cambio, O’Higgins declaró sin ambages: «Detesto por
naturaleza a la aristocracia y la adorada igualdad es mi ídolo» (fe-
brero de 1812). ¿Qué tienen que ver estos dos hombres entre sí?
Nada. Representan políticas, actitudes, personalidades antípodas.
O’Higgins era un héroe, un símbolo, pero el desagrado de la aris-
tocracia quiso descubrir en él los errores del hombre común. Era
ciertamente un hombre común, aunque también algo más. No fue
un genio militar ni político, pero lo animaban dotes superiores. Anhe-
laba forjar la grandeza del país dentro de su pequeñez, no obstante
su lejanía de los centros rectores. En esa tarea concentró su capa-
cidad y su energía. Un estadista que se adelantó a su época, como
muchos libertadores. Realizó lo factible e intentó a veces lo que
no estaba aún maduro, María Graham anota que O’Higgins le «con-
versó libremente sobre el estado de Chile, y me dijo que no dudaba
que yo debiera estar sorprendida ante el atraso del país en muchos
, aspectos, y en particular mencionó la falta de tolerancia religiosa o,
más bien, la pequeñísima medida en que, considerando el estado de
cosas, le había sido posible garantizarla sin perturbar la tranquilidad
pública» 1 8 . Agrega: «... Conversó bastante también de la necesidad
122
repitió en 1973. Recuérdense los días de la caza del hombre, cuando
el hecho de ser un refugiado político constituía un pasaporte espe-
cial con visa para el estadio, la tortura o la muerte.
O’Higgins resulta, además, el maligno fomentador de las peli-
grosas luces del conocimiento y de la preparación de cuadros téc-
nicos como lo es toda república nueva, toda revolución. Es cierto
que, como otros de sus contemporáneos criollos que han pasado y
se han educado en el viejo continente, O’Higgins sueña con una polí-
tica, una economía, una sociedad dinámica a nivel europeo. Quiere
definir una estrategia en los diversos órdenes de la existencia colec-
tiva. Requiere el país hombres ilustrados que fijen objetivos rea-
listas, en una tierra donde todo está por hacerse. En su mensaje de
1822 insiste sobre el tema: «Necesitamos formar hombres de Es-
tado, legisladores, economistas, jueces, negociadores, ingenieros, ar-
quitectos, marinos, constructores, hidráulicos, maquinistas, quími-
cos, mineros, artistas, agricultores, comerciantes.» («Sesiones de los
cuerpos legislativos», t. V, p. 28.)
Por añadidura, no le perdonan al director supremo, que se siente
partícipe de un movimiento por la liberación del hombre, su aversión
hacia la llamada «alta sociedad». Lo aborrecen también porque re-
chaza los mayorazgos y los títulos de nobleza. «En una república
es intolerable el uso de aquellos jeroglíficos», dice refiriéndose a los
escudos nobiliarios; «el mérito es lo que vale».
Todo esto sonó para el enemigo casi como una declaración de
guerra. Prefería atenerse a lo antiguo. Sospechar de lo nuevo. ¿Para
qué explorar en lo desconocido? Desconfía de las aplicaciones de la
ciencia y del arte. En el fondo advierte en el10 una conspiración
política apenas encubierta, destinada a pulverizar su modo de vida
y el régimen establecido.
La conspiración de la aristocracia
124
Se reinicia el trabajo de zapa de la aristocracia dentro del ejér-
cito. Actúa bajo la dirección de un comité encabezado por Fernando
Errázuriz, José Miguel Infante y José María Guzmán. Buscan el
instrumento militar que sirva a sus propósitos. Lo encuentran, se
valen de él. Más tarde esa misma clase destruirá el ejército.
Así como sucedió durante el gobierno de Allende, no ahorran
a O’Higgins los epítetos ni la suposición de perversas intenciones.
Si Craso sustenta que César debe morir, del mismo modo piensa
más de algún conjurado contra O’Higgins. Toman el asesinato de
125
:omo Salvador Allende.
IOS, sus palabras finales
:ntesco político y espi-
El último exilio
126
particular Bernardo O’Higgins. Después de Ayacucho mi misión ame-
I ricana está concluida.»
Soñaba con regresar a su tierra natal. Desde Lima, el 12 de fe-
brero de 1841, escribe a su amigo Casimiro Albano: «Espero del
favor de Dios Nuestro Señor me conceda saludar a usted y a mi patria
nativa en el aniversario el próximo año.» La aristocracia de los gran-
des señores territoriales, junto a sus hombres en el mando del ejér-
cito, que arrojaron al libertador al destierro, no le permitieron re-
tornar jamás.
Una vez fallecido en el Perú en 1842, los mismos grupos sociales
y castrenses que lo derribaron y lo expatriaron comenzaron a usar su
figura con gran prosopopeya ceremonial. Le levantaron muchas es-
tatuas. Bautizaron con si1 nombre la Escuela Miitar. Ahora, aprove-
chando que murió hace dempo, explotan su memoria a cada vuelta
de esquina para encubrir con una bandera limpia la guerra contra el
pueblo, que es también la guerra contra O’Higgins.
127
TEMAS
TESTIMONIOS
DE LA LUCHA
ANTIFASCISTA
JAIME CONCHA
129
’.
del Canto general Todavía me acuerdo, en días de septiembre de
1973, de haber visto y palpado un papel arrugado, escrito a máquina
velozmente, pues debía circular hasta otras manos. «Nixon, Frei,
Pinochet», empezaba el poema, formidable diatriba contra las dic-
taduras endémicas de América Latina ( jendemia de virus foráneo,
por cierto! ). Los nombres habían cambiado, los tiempos también;
pero la opresión permanecía, se renovaba una vez más, profundi-
zando ahora hasta un extremo delirante la destrucción entera de un
país. Que el poema ese de 1948 («Las Satrapías», de La arena trai-
cionada, 1 del Canto general, V) haya podido ser considerado uno de
los últimos escritos por Neruda’ antes de su muerte, ocurrida el
23 de octubre de 1973, habla de la vitalidad incontrarrestable de su
voz. E n efecto, el poeta bajo tierra no descansa en paz, seguía traba-
jando sin descanso, daba una vez más el impulso para que el pueblo
reiniciara su lucha de liberación. Por otra parte, así como en 1948
sus poemas habían circulado «bajo las alas clandestinas de mi patria»,
reemprendían de nuevo el vuelo épico, en los labios mudos de los
oprimidos de ahora, con vigor profético para 1973.
Había, pues, una vinculación con la literatura chilena precedente,
como lo prueba asimismo la circunstancia de que importantes escri-
tores participaran muy pronto en denunciar los crímenes de la dicta-
dura. Armando Uribe Arce y Hernán Valdés, de quienes hablaremos
en seguida, son los casos más obvios. Pero junto a ello había tam-
bién una corte, una ruptura, en que gente muy distinta, no venida
precisamente de los dominios de la literatura, pasaba a integrar esta
labor creciente de denuncia.
Aprehender el género testimonial no es cosa fácil. Las incursio-
nes en la tradición literaria permiten situar obras señeras en un
grupo al cual es inherente una función testimonial, como la Apologia
platónica sobre el juicio y la muerte de Sócrates o los mismos Evm-
gelios. Lo esencial parece ser aquí el elemento de testigo, del sujeto
que ve y testifica; y no hay que olvidar que testigo, en el griego
’.
clásico o en koiné, se decía «matyr» La simple mención de estas
obras de duradera gravitación en la historia espiritual de la huma-
nidad pone a la vista otro elemento constitutivo en esta serie de
escritos: el que se refieran a un suceso que provoca una profunda
conmoción en el ánimo del testigo, ya por su fuerza dramática, ya
en virtud del efecto de revelación sobre la fe o la ideología de quien
130
contempla y comunica su mensaje. En este sentido tal vez el testi-
monio más profundo y poderoso de la Antigüedad no sea otro que
el Libro de la Revelmióiz, ese Apocalipsis que cierra la Biblia y que
se convertirá en instrumento de utopía para todos los revolucionarios
pre-modernos '.
Nazca de la conmoción ante la masacre de cristianos desatada por
Nerón, como quería E. Renán'; sea efecto de la destrucción del
templo de Jerusalén por las armas de Tito, o de los incendios de la
ciudad de Lyon, como otros quieren; o haya sido escrito más bien
hacia fines del siglo 1, como reacción ante las persecuciones de Domi-
ciano, según parecen probar las investigaciones más recientes, lo
cierto es que la visión de Patmos resulta ser una de las primeras
grandes cristalizaciones del horror y de la esperanza. No por nada el
joven Engels, en una de sus tempranas cartas a Marx, comparaba la
situación de los primeros grupos obreros, perseguidos implacable-
mente por los gobiernos europeos, con la condición de los primitivos
cristianos en las catacumbas romanas '.
Vale la pena señalar que las más importantes obras con aspectos
testimoniales de la Antigüedad o de la Edad Media se orientan en
sentido ético o religioso, pues incluso cuando San Agustín reflexiona
en La ciudad de Dios sobre la invasión de Roma por los bárbaros del
Norte, lo hace integrando los hechos en el esquema providencialista
que caracteriza su filosofía o, más bien, su teología de la historia.
A medida que se instaure y desarrolle la época moderna, el núcleo
histórico de aquello sobre lo cual se atestigua irá independizándose,
tenderá a cobrar relieve, destacará sus duras y crueles aristas, de-
jando aL testigo indefenso y a veces desesperado ante la brutal y
avasallante «fuerza de las cosas».
En nuestra área continental, la de América Latina, esto se evi-
dencia desde muy pronto y en colosales magnitudes. Dos de las
grandes figuras &l siglo XVI, el siglo de la conquista española, mues-
tran hasta qué punto este fenómeno histórico condicionó el ánimo
y la sensibilidad de sus mejores protagonistas. Alonso de Ercilla y
Zúsiga, el autor de La Araucana (1569, 1578 y 1589), describe
horsorizado las matanzas que producen en el campo de los indios las
armas genocidas del caballo y de la artillería. La experiencia de este
caballero cristiano que ve su propia arma alejarse del ideal de la
guerra cortés y ser instrumento sin igual de masacre posee en su
epopeya un pathos incomparable:
131
Aún no eran bien los tiros disparados
cuando, por verse fuera en campo raso,
los caballos a un tiempo espoleados
rompen la entrada y ocupado paso,
y en los segundos indios que, ovillados
estaban como atónitos del caso,
hacen riza y mayor carnicería
que pudiera hacer la artillería. (...)
Con mayor fuerza aún, con un celo que impregnará toda su vida
haciendo de ella un solo propósito tenaz en defensa del indio ameri-
:ano, Las Casas será el testigo por excelencia del drama de la con-
quista. En todas sus obras, pero especialmente en la Historia de las
lndias (que empezó a redactar en 1527) y, más que nada, en SU
Brevísima relación de la destrucción de las Indias (empezada en 1542
y publicada en Sevilla en 1552), el Apóstol entablará una intensa
acusación al colonialismo español. Panfleto anticolonialista, la Breví-
rima relación será por ello el primer documento sobre la tortura,
sobre la violencia sádica y brutal contra el indígena. Con cifras de
pesadilla, que poseen una fluctuación como de delirio, la pupila
horrorizada del testigo describe el sufrimiento inflingido a los indios
de la isla La Española: «Una vez vide que, teniendo en las parrillas
quemándose cuatro o cinco principales y señores (y aun pienso que
había dos o tres pares de parrillas donde quemaban a otros), y porque
daban muy grandes gritos, y daban pena al capitán o le impedían el
sueño, mandó que los ahogasen; y el alguacil, que era peor que
verdugo que los quemaba (y sé cómo se llamaba, y aun sus parientes
:onozco en Sevilla), no quiso ahogarlos; antes les metió con sus
manos palos en las bocas para que no sonasen, y atizóles el fuego
132
hasta que se asaron despacio, como 61 quería. Yo vide todas estas
cosas arriba dichas, y muchas otras infinitas» ’.
Diálogo platónico, relatos evangélicos, visión apocalíptica, di-
seño épico, crónica anticolonialista: se ve que la función testimonial
puede coexistir con diversos géneros, en ropajes y envolturas dife-
rentes. El contenido testimonial es así una energía que puede crista-
lizarse en manifestaciones variadas, aunque resulte en ciertos casos
constreñida por las limitaciones del género. En este respecto es muy
característico que sólo a partir del siglo XIX, en esa zona de transi-
ción situada entre las grandes revoluciones burguesas y las nuevas
revoluciones proletarias, el género del testimonio comience a perfi-
larse con rostro propio, no pleno ni completo sin duda, pero sí con
rasgos más vigentes y contemporáneos. Desde este punto de vista,
las obras de Marx sobre la revolución de 1848 y sobre la Comuna
de París poseen, además de su incuestionable riqueza analítica, un
fuerte costado testimonial. Es en Marx donde de modo ejemplar y
definitivo la claridad política y el puthos denunciador se entremez-
clan fecundamente, produciendo un modelo nunca igualado, pero
que operará como guía y norma de ulteriores actitudes testimoniales.
Y es también significativo el hecho de que los dos máximos escri-
tores latinoamericanos del siglo XIX: Sarmiento y Martí, hayan es-
crito, uno, un texto como el Fucundo (1845), en que denuncia la
dictadura de Rosas, y, otro, el primer testimonio latinoamericano
en sentido estricto y actual. En efecto, El presidio politico en Cuba,
escrito por Martí, luego de su encarcelamiento por parte de las auto-
ridades coloniales de la isla y publicado con posterioridad en España,
es un documegto de aire muy moderno, por tratarse casi de un es-
tudio psicológico y social destinado a comprender la situación del
grupo de prisioneros. Por lo mismo, y con perfecta secuencia histó-
rica, hay que enfatizar el que haya sido la revolución cubana, a
través de su organismo cultural «Casa de las Américas», la que
definiera el testimonio como una nueva modalidad político-literaria,
apta para captar las condiciones histórico-sociales de América Latina
en su etapa más reciente; precisamente la etapa que inaugura ella
misma, con su triunfo de 1959.
Esta fase del testimonio contemporáneo, o testimonio propia-
mente tal, como convendremos en llamarlo, supone la existencia del
periodismo como actividad institucionalizada y el impacto profundo
del marxismo en la conciencia colectiva de la humanidad. Son Ics
instrumentos práctico e intelectual, sin los cuales no es posible la
constitución y la difusión del testimonio. Los primeros testimonios
-y el caso parcial del Fucundo sarmientino lo muestra muy bien-
necesitan de la prensa libre, de la verdadera prensa libre, que es la
que lucha, por ejemplo, contra las dictaduras. E implica no la
«objetividad» de la falsa prensa libre, sino un compromiso activo y
133
abnegado en pro de la verdad, de la razón, una identificación con el
lado concreto de la justicia. Muchos testimonios contemporáneos,
surgidos al calor de los más decisivos acontecimientos históricos que
ha visto nuestro siglo, son reportajes comprometidos, hechos por
militantes o por hombres dotados de conciencia social. Mencionemos
solamente, entre los más conocidos, el de John Reed sobre la revo-
lución soviética: Diez dias que conmovieron al mundo; el de Julius
Fucik, comunista checo víctima del fascismo alemán: Reportaje al
pie del patibulo (ambos libros fueron reeditados por la Editorial
Quimantú durante el gobierno de la Unidad Popular), y ahora, muy
recientemente, el admirable reportaje sobre los hechos de Etiopía,
de que es autor el escritor y periodista cubano Raúl Valdés Vivó:
Etiopia, la revolución desconocida (La Habana, Editorial de Ciencias
Sociales, 1977).
135
Militar intenta imponer a sangre y fuego ya no existen más las dife-
rencias entre lo político y lo literario (esas diferencias que en los
buenos tiempos democráticos eran materia de infinitas controversias
escolásticas). El simple hecho de escribir es ahora literario y político
a la vez. Todo retorna a la raíz común, a la raíz común del lenguaje,
la de ser expresión; es decir, lo opuesto y lo que está en los antí-
podas de la opresión. Quien se expresa en Chile, a partir del 11 de
septiembre, a condición de que se trate de una expresión real, comete
ya un acto político; y esta expresión clandestina, entre los allana-
mientos, los helicópteros y la quema de libros, es la cuna indiferen-
ciada de la protesta en medio del cementerio colectivo que la re-
presión instaura por dondequiera.
La primera forma de testimonio será entonces la noticia de lo
que está ocurriendo. El simple y difícil acto de hacer salir una no-
ticia del país, que dé cuenta de los abusos de la Junta, se convierte
en un testimonio de inmensa valía. Hernán Valdés nos cuenta en
Tejas verdes’ su afán por hacer llegar elementos de información al
Tribunal Russell. Claude Laugénie, amigo francés, profesor de Geo-
grafía en la Universidad de Concepción -hombre que se jugó en-
tero, atravesando muchas provincias del país, para trasladar a los
perseguidos hasta la Embajada de Francia-, enviaba regularmente,
desde octubre de 1973, informaciones al diario «Le Monde». Daban
cuenta, por ejemplo, del asesinato de los dirigentes populares de la
zona del carbón: el minero Isidoro Carrillo; el alcalde de Lota,
Danilo González; los trabajadores Bernabé Cabrera y Mario Ara-
neda.. . El hecho era escueto: nombres, funciones, edades cuando
se las conocía; fecha y hora del fusilamiento ... Nada más. Que la
noticia saliera hasta la opinión pública internacional era en sí ya algo
político; que la noticia fuera sin adornos, seca y precisa era el Único
posible aspecto «literario» de la información.
Otras veces la experiencia sólo pudo ser narrada más tarde, en
las condiciones de libertad que en Chile no regían, Tal, por ejemplo,
el admirable y emotivo recuerdo leído por Hernán Loyola en una
sesión plenaria del Congreso de Hispanistas de Bordeaux (septiembre
de 1974), donde el crítico literario del diario «El Siglo» narró con
detalle el entierro de Pablo Neruda, primer acto de la resistencia chi-
lena contra la dictadura.
Uno de los primeros escritos que pude conocer durante mi es-
tancia en Francia fue la traducción francesa del libro de Carlos
Cerda: Genocide au Chdi (París, F. Maspero, 1974), publicado un
poco antes en Colombia (Bogotá, Ediciones Sudamericana, 1974).
El diputado y miembro del Comité Central del Partido Comunista
de Chile había podido evitar la persecución asilándose en la Emba-
jada de Colombia. Luego de describir en forma rápida y sintética,
pero muy precisa, las terribles condiciones generadas por la dicta-
136
dura, el autor echa una última mirada al país que tiene que dejar.
Escribe:
137
en el Estadio Nacional, y el poema de Pablo Neruda, al que ya nos
hemos referido.
No he podido consultar hasta la fecha, sino por citas parciales,
el libro de Rodrigo Rojas: Nunca de rodillas, publicado en Moscú
en 1974. Se trata, al parecer, de una vibrante requisitoria contra la
1 11 Para poesías del interior de Chile, véase Chili: une culture, un cornbat,
«Europe», núm. 570, octubre 1976, pp. 139 ss.
138
el gobierno legítimo de la Unidad Popular, la obra de Alegría se
alza como un alto documento sobre los mejores hombres que cayeron
en esas jornadas. Y también como denuncia de los esbirros que trai-
cionaron y masacraron a un pueblo completamente indefenso.
El autor estaba en Chile cuando sobrevino el pzltsch. En este
sentido, sus páginas poseen un innegable valor de testimonio per-
sonal. Refugiado en un convento católico (como si la barbarie fas-
cista hubiera hecho retroceder la historia a tiempos medievales),
pudo ir siguiendo de cerca, por las noticias que escuchaba y la gente
que allí llegaba en análoga condición de perseguida, lo que a su alre-
dedor estaba pasando y que se configuraba ya como uno de los
peores genocidios cometidos durante este siglo en América Latina.
E l testimonio personal se convierte entonces en un documento de
ancha significación, pues va recogiendo la angustia y el suf.rimiento
de seres muy distintos y se eleva así a constancia de su incomparable
dignidad.
Las paradojas del Alegría-escritor no son escasas. Este profesor
de Berkeley y Stanford, que ha vivido gran parte de su vida en los
Estados Unidos del Norte, es al mismo tiempo un tenaz habitador
de su patria, un buceador de lo que él mismo ha llamado las «esen-
cias populares» de Chile. No ha debido transformarse en un hombre
ajeno a su país, si se tiene en cuenta que durante la campaña presi-
dencial de 1964 uno de los discos más oídos en los locales políticos
de los partidos populares era su poema Viva ChiZe, mierda ... Los
asistentes lo escuchaban siempre con visible interés y emoción. E n
ese poema estaban contenidos los mejores aspectos del arte de
Alegría, su firme elemento de perduración: el olor íntegro de la
miseria de nuestro pueblo, su heroísmo cotidiano ante la explotación
y la desgracia. Esa voz que junta los terremotos con el vino hosco
de los borrachos, las poblaciones callampas y los temporales de un
cielo siempre enemigo capta en plenitud, sin duda, la tragedia de
tantas vidas sepultadas en una tierra sin aire y sin luz.
Pero este poeta de excepción es, sobre todo y constantemente,
un narrador. Vinculado al grupo literario del 38, su trayectoria como
novelista empieza cuando asoma al mundo el Chile moderno, el
Chile nacido en los años del Frente Popular. Este país, que ensaya
a fines de la década del 30 una fórmula política que sólo tuvo
lugar, con resultados diversos, en la España republicana y en la
Francia de pre-guerra, genera una literatura que refleja bien la alianza
establecida entre las capas intelectuales y las posiciones de la clase
obrera. Por primera vez puede hablarse en Chile de un autor real-
mente proletario, pues Nicomedes Guzmán lo fue en verdad y sus
obras expresan, por encima de sus mismas limitaciones estéticas, la
presencia de una nueva clase en el espacio cultural del país. En
esos años surgen también dos valiosos escritores: Carlos Droguett
y Fernando Alegría, con instancias ideológicas cristianas el primero
y la presencia en el último de un marcado populismo social.
140
Las dificultades para otorgar a El paso de los gansos un encasi-
llamiento genérico, para determinar la forma y la naturaleza de esta
obra, brotan de sus variadas componentes. Incluso las fotografías del
Einal no parecen ser un agregado adventicio, sino pertenecer a su
cuerpo narrativo, hablar el mismo lenguaje de desesperación y de de-
nuncia. Reportaje, memorias, entrevistas, fragmentos líricos, todo
cabe dentro de las fronteras de este lenguaje multidimensional. Por
la altura de los tiempos en que la obra se inserta, ella desarrolla una
amplia reflexión sobre el destino de Chile, sobre el sentido de una
vida colectiva cegada temporalmente en septiembre del 73. Vasta
mirada retrospectiva a una historia que se hunde, sin sortear a veces
el comentario político directo, El paso de los gansos avanza esa otra
línea de actividad intelectual de Alegría: la del ensayista y el crí-
tico que también es.
Lo que predomina en la crónica (llamémosla así) de Alegría es
una visión a medio filo. Me explico. No son sólo las brumas del
aterrizaje, que pone todavía un suelo móvil y movedizo bajo los pies
del recién llegado; no es sólo la agitación y el dinamismo de una
historia que se hace vertiginosa. Es también el trazado fragmentario
de las figuras, esbozos que se insinúan y se borran; es la congruencia
y la muerte, en suma. Galería viva de personajes muertos; cemente-
rios y calles habitados por la misma muchedumbre ... Fin de un
período de profunda libertad, preámbulo de la dictadura:
Desde esta historia que desciende bajo tierra y que se borra por
un largo día doloroso, Alegría comenzará a rescatar jirones, man-
chones casi, de conciencia y de vida. Es a un continente hundido de
otra época al que el autor se asoma, trayéndonos, «como un ramo
de verdades sumergidas», la presencia intermitente de Salvador
Allende. Momentos sólo, escenas antes del desenlace.
Por un montaje rápido e impredecible, siempre hábil, Alegría va
superponiendo un mediodía en l a calle de la Guardia Vieja, la antigua
residencia privada de Allende, a una mañana en el palacio presi-
dencial de Viña del Mar. Los niños que pasaban allí sus vacaciones,
en la casa del presidente que moriría por ellos, ponen un destello
de luz que se junta con el viento y la frescura del mar. Son retazos,
vestigios de contactos y conversaciones, a través de los cuales va
141
emergiendo el rostro y la silueta de Allende. Crecido interiormente,
más maduro, sabiendo paso a paso la dirección de su destino. Desde
el político va naciendo el héroe, pero éste ya estaba en él, es aupado
por aquél. Es el mismo y es otro, desde 1964 a 1973, ese hombre
que buscó desde 1938, y aun antes, desde 1933, contribuir a liberar
a Chile de la miseria, la explotación y la dependencia.
Alegría va rodeando los hechos, recurre a diarios y noticias, va
presionando las mentiras para sacar a flote la verdad. Por eso el
cuerpo de Allende no resulta en su novela-testimonio un artificio
estatuario ni un cadáver embalsamado... Y es que con los restos de
la Moneda se reconstituye la figura íntegra que Allende siempre fue.
Sólo a veces vemos, en el cielo que estas páginas describen, «el
paso de los gansos». ¿Qué representan ellos en realidad? <Helicóp-
teros destructores de la Fuerza Aérea, que pulveriza para siempre
un símbolo y un mito? <Torpe desfile militar en que la voz hu-
mana es ahogada por el ruido de las botas? <O más bien otra cosa,
aves que auguran un tiempo diferente para el país?
El enigma es posible que se resuelva más pronto que tarde, pues
ya comienzan los chacales de la Junta a devorarse entre sí. El fas-
cista Leigh, que declaró en la reunión constitutiva de la Junta Mi-
litar «extirpar el cáncer del marxismo» de Chile, ha debido confor-
marse con ser extirpado de la Junta. Ha amenazado con quejarse,
pero todavía no da orden de bombardear el edificio «Diego Por-
tales», sede de su compinche Pinochet. Y este mismo no ha dudado
en sacrificar a los suyos, encarcelando a su compinche Manuel Con-
treras, el ex jefe de la Dina, directo responsable y planificador del
asesinato de Orlando Letelier en Washington, D. C.
111
142
tiembre de 1973, estuvo en el campo de concentración de la isla
Quiriquina, en la prisión militar de la Base Naval de Talcahuano, en
la prisión pública del Estadio Regional de Concepción y, finalmente,
en el siniestro campo de concentración de Chacabuco, en medio del
norte helado y ardiente de Chile. Fue liberado el 6 de septiembre
de 1974 -¡casi un año justo de cautiverio!-, en virtud de la
presión llevada a cabo por la solidaridad internacional. Ahora está
en México, gracias a la fraternal hospitalidad que siempre ha brin-
dado el pueblo mexicano a los refugiados políticos de las dicta-
duras y fascismos en el presente siglo.
Así como O'Higgins y Carrera, en sus campañas por la inde-
pendencia, fueron conociendo palmo a palmo la tierra de la patria
que comenzaban a fundar; así como Recabarren fue extendiendo la
conciencia de la clase obrera por todos los rincones del territorio
nacional, así también este recorrido de cárceles que Witker y mi-
llares de chilenos han debido soportar es un modo de contacto, real
y profundo, con la vida de nuestro pueblo. «Larga era la caravana
humana que en 1973 y 1974 recorrió casi Chile entero, en autobús,
avión, barco, tren, a pie.. .», escribe Galo Gómez, ex vicerrector de
la Universidad de Concepción, quien prologa el libro, prisionero
también por largo tiempo de la Junta fascista. A esas cárceles, a esas
prisiones llega -junto a los intelectuales perseguidos- lo más digno
y lo mejor de nuestro pueblo, sus hombres más conscientes y politi-
zados. Campesinos que traen pegado a los ojos el horror de la re-
presión desatada por los dueños de fundo, esa veedée sórdida y
cobarde cuyo «héroe máximo» llegó a ser el hacendado Rolando
Matus, muerto de un ataque al corazón cuando sus peones tomaban
pacíficamente posesión de las tierras que les pertenecian por trabajo
hereditario; obreros que han visto el bombardeo de las poblaciones
y centros de trabajo en Santiago y en el sur del país.. .
Gran parte de la claridad que el libro posee proviene de que
Witker recusa el análisis institucional de algunos sectores sociales
y asume una estricta perspectiva de clase. Es lo que ocurre en' los
casos de las Fuerzas Armadas y de la Iglesia Católica. Uno de los
episodios más conmovedores de este testimonio es el momento en
que los presos de Chacabuco atienden y tratan de salvar la vida a
un joven soldado que había sido herido con su propia arma (p. 123).
Ese soldado, ese carcelero -los presos lo saben- pertenece también
al pueblo, y no hay que dejar que el enemigo de cIase que arrebató
su conciencia se apodere también de su muerte. Finalmente, pese a
los esfuerzos desplegados, el muchacho muere, pero muere en los
brazos de sus hermanos de clase. De este modo, por una curiosa
ironía que habla muy alto de la moral de los condenados al infierno
de Chacabuco, las propias víctimas salvan y ennoblecen, en su muerte,
a quien en vida fue un inocente e irresponsable verdugo. Salvan su
alma, no en términos cristianos, sino en sentido social, pues rescatan
su cuerpo -desnudo ya y sin el uniforme avergonzante- para la
clase que le dio ser y existencia en el mundo.
t 43
El libro aporta igualmente lecciones de unidad con las fuerzas
zristianas reprimidas por la Junta Militar. Y a Recabarren comprendió,
con inimitable claridad, que la división por las ideas religiosas sólo
podía favorecer a las clases explotadoras. Por lo demás, no debe olvi-
darse que el cristianismo social fue un factor tempranamente influ-
yente entre las capas artesanales de Chile durante el siglo XIX. E n la
sociedad de la igualdad, fundada por Francisco Bilbao y Santiago
Arcos, junto a elementos de socialismo utópico, están presentes las
ideas de Felicité de Lammenais, que se difunden también, a fines
de siglo, en las faenas salitreras del desierto nortino. Sólo después
de 1891, derrotada la política nacionalista del presidente Balmaceda,
la iglesia comienza una labor divisionista en el movimiento obrero,
creando organizaciones paralelas para contener el avance de las clases
trabajadoras. De ahí que el análisis que Witker hace sea justo y
responda al sano precepto evangélico: «Por sus frutos los conoce-
réis.» Pues así como hubo, en la persona del cura Hasbún, un fari-
saico teólogo del golpe, hay también el esfuerzo y el sacrificio de
tanto sacerdote católico, dignamente representados, en lo alto de la
jerarquía eclesiástica, por el cardenal Raúl Silva Henríquez.
Hay muertes en este libro, hay mucho sufrimiento; aunque siem-
pre asoma un filón de optimismo, la esperanza cierta de que, por
voluntad del pueblo, llegará muy pronto la hora de un nuevo Chile.
Sí, hay sangre, hay quemaduras en esta Prisión en Chile, pero hay
también un cauce de agua fresca, que es la sombra y la luz para un
futuro cercano. Hay momentos que, por su gracia popular y por el
manejo del lenguaje criollo, pueden analogarse a hallazgos de García
Márquez. Tal, por ejemplo, ese personaje que en el campamento
andaba siempre «dateado», pero que no «apuntaba» una (p. 87).
O el estupendo retrato de Juanito, retrato dignísimo y sincero de un
hombre del pueblo indígena:
144
pelear contra el imperialismo norteamericano ( ...). No, com-
pañero, esta pelea recién comienza ( ...).
Juanito daba clases de lengua mapuche y leía con extraordi-
nario interés cuando la cosa relacionada con su raza salía de la
prensa, en algún libro que circulaba; siempre con el som-
brero puesto, alegre y firme como un roble» (pp. 94-95).
De este modo, Witker comprueba una vez más que para escribir
bien se necesita apenas dos cosas sencillas: sentir hondo y pensar
claro. Pero, como el socialismo según Brecht, esto es lo más fácil
y lo más difícil de realizar. En sus mejores momentos, que se dan
a cada paso, este documento de la represión alcanza una profunda
transparencia, amarga e iracunda sin duda, pero también segura en el
triunfo inevitable del pueblo de Chile.
Por su temple vital, duro y optimista a la vez; por el vigor con
que el autor condena la brutal tiranía a Pinochet; por la energía y
pasión con que su testimonio baja -y sube- a los cauces más hon-
dos de nuestro pueblo; por el humor sano, esa gracia saludable que
el libro exhala aun en los momentos más terribles; porque la muerte
innumerable de sus amigos no entenebrece su voz, sino que la forti-
fica, engrandeciéndola. Por todo ello, este libro es ya un testimonio
perdurable de la sangrienta represión que ha vivido y sigue viviendo
la sociedad chilena. En un tiempo más («más temprano que tarde»,
dijo Salvador Allende), cuando Chile, por necesidad de la historia
y por voluntad de su gente, sea ya un país democrático, entonces
estas páginas serán leídas por los jóvenes felices y serenos que
aprenderán así a conocer estos años amargos de su país. Será en-
tonces el de Witker un clásico cierto de nuestra cultura, un clásico
ligado al filo más doloroso de la historia, no escrito por mero
prurito estético, sino para ser un arma de claridad, un instrumento
eficaz y percutiente de denuncia. Y es que Witker ha sentido hondo
la tragedia de su pueblo, la ha vivido en su carne y en su espíritu.
De ese hondón de experiencias ha surgido este manifiesto de unidad
que llama sencillamente, pero con firme convicción, a que los sobre-
vivientes respeten el legado de los muertos, creando un amplio frente
antifascista que termine y eche abajo a la dictadura.
Muy distinto, lo hemos dicho, es el testimonio de Hernán Valdés
Obra de un escritor profesional, que se declara explícitamente como
no militante político, aunque con simpatías por la izquierda, y como
allendista, que no oculta sus problemas sentimentales y la crisis psi-
cológica, en medio de la cual lo sorprende la detención por la Dina,
Tejas verdes se revela como un testimonio eminentemente subjetivo,
con las ventajas y las limitaciones que ello implica. Subjetivo incluso
en el sentido extremo de restricción a lo más material del sujeto,
el cuerpo y sus compulsiones. En este sentido domina en todo el
documento de Valdés una fuerte, casi obsesiva, focalización en el
cuerpo, como espacio de suciedad y como objeto de la tortura. Pese
a esta cerrazón de la mirada y de la atención hay, sin embargo, como
145
una fraternidad animal, pre-política, que se impone muchas veces.
He aquí un instante privilegiado de apertura:
146
la función testimonial; la clave de su energía ética, de su persuasión
artística y de su valor histórico.
Cuando arrecia la desgracia, cuando el sufrimiento de un pueblo
se hace general, cuando se ve morir a amigos y a seres queridos,
cuando uno es mutilado de su propio país, convirtiéndose en una
arruga seca y miserable, sin tierra y sin horizonte, entonces es di-
fícil no aceptar un sentimiento de catástrofe, no ver el presente con
tono y con ropaje apocalíptico. Pero la lucha continúa, debe conti-
nuar, se impone necesariamente. Y acaso para las almas estrictamente
laicas, que han suprimido de verdad los reinos de consolación y de
ilusiones que son la religión y las creencias trascendentes, acaso para
esas almas la literatura y el arte cumplan un rol compensatorio, de
equilibrio emocional. Justamente porque la literatura y el arte en
general son los depositarios de los deseos más nobles del hombre,
de sus deseos más «humanos», es posible que ellas, en estas grandes
ocasiones funerales, alienten e impulsen una vez más al trabajo pou-
tico. Es sugestivo, por ello mismo, que Luis Corvalán, en su discurso
de Argel, pronunciado en ocasión de la 5.a Sesión Plenaria de la
Comisión Internacional de Investigación sobre los Crímenes de la
Junta Militar de Chile (enero de 1978), recoja muy centralmente un
poema escrito por un compañero de prisión en Ritoque, que en 41
expresaba su firme confianza en el destino de su pueblo:
147
TEMAS
NARRATIVA CHILENA
DESPUES DEL GOLPE
ANTONIO SKARMETA
I
A ocho años del comienzo del gobierno de la Unidad Popular y a
cinco del golpe militar que puso fin a aquella intensa y esperanzada
experiencia, la narrativa chilena no presenta un perfil unívoco. Ya
durante los días de Allende, los escritores habían incursionado ma-
gramente en motivos vinculados al proceso que vivían, ya sea porque
las tareas del momento político los consumían o bien porque les fal-
taba la perspectiva necesaria para que sus páginas no fueran dañadas
por el tráfago periodístico, la excesiva contingencia y la parcialidad
inevitable en momento de alta tensión histórica. El brutal carácter
del golpe echó de lado todo tipo de escrúpulos y consideraciones, y a
partir del trágico final, la literatura se ordena temática y emotiva-
mente en torno a los años de la IJnidad Popular y sus consecuencias.
Al menos éste es el rasgo más salicnte de los escritores que desarrollan
su obra en el exilio. En cambio, quienes permanecieron en Chile optan
por ignorar prácticamente la experiencia social, incluso como un
marco referencia1 para sus personajes. Abundan los episodios ahistó-
ricos, la evocación lírica de un ser humano o de la infancia y la acción
entre murallas, incontaminada por el mundo exterior. Sólo en el
género de la subliteratura un autor se ocupa consecuentemente de
los motivos políticos, pero, por cierto, con las distorsiones propias
de quien pretende marcar con realidades trágicas desde una perspec-
tiva estética folletinesca y un punto de vista reaccionario '.
149
Esta llamativa diferencia me permite sugerir la consideración de
la narrativa chilena en un bloque externo y otro interno. Prescin-
diendo en estas páginas de considerar las obras que por su estructura
eminentemente informativa sobre una experiencia personal no ela-
borada con intención ficticia, y que bajo el género «Testimonio»,
constituye una de las manifestaciones más recurridas e interesantes
de la literatura post-golpe.
En el interior
150
que expresar. La expresión puede provocar una mala interpretación
y devolver al hablante a un silencio más hondo, menos comunicativo.
Así es explicable que como en Coronación, de José Donoso, la lo-
cura como liberación obscena de frustraciones sea un antecedente y
una pesadilla en la vida de estas señoras. La tónica habitual del
relato y la acción, brillantemente homologados por Blanco, consiste en
ir acumulando tedio mientras se diseña la violencia que quebrará la
atmósfera. Cuando ésta estalla, los participantes van a las raíces de
los traumas con la precisión que da una vida entera destinada a pa-
decer al prójimo. En el capítulo 16 quizá se define exactamente la
novela en boca de uno de sus personajes: «Esto es la opresión:
sentir que lo intangible aprieta.» Alusiones a la realidad política
sólo aparecen a partir de la figura de Eugenio, hijo de una de las
mujeres, personaje idealizado que cultiva un tipo de cristianismo
modelo que lo lleva hasta el intento de redimir una prostituta. Otra
alusión parabólica podría verse también en la actitud de Elena, que
por su dogmatismo ve cortada la relación con sus dos hijos. Un
último rasgo dramático se da en la vida de la empleada doméstica,
Benicia, quien pierde su contacto con el mundo al carecer de la
capacidad de lectura y, en general, de comunicación verbal. La diná-
mica que el primo Ramiro propone a las mujeres («La vida se hace.
<Por qué dejar que ocurra simplemente?») no es viable. Cualquier
paso adelante hunde más a cada vida. Su lucidez no les sirve para
resolver sus vidas.
Radical en su falta de presiones sociales y de diálogo contextual
es la fina novela de Adolfo Couve: El picadero (Universitaria, 1975).
Aquí prima la viscontiana fascinación por relaciones sentimentales
de manierista irresolución, el gusto por la inmovilidad de la vieja
postal como paradigma estético y el placer de mover personajes en
tradiciones literarias más que reales. (A ratos da la sensación de que
Couve está más cerca de Flaubert o Musil que de Chile.) El núcleo
anecdótico básico es la relación llena de inescrutables matices entre
el narrador y Blanca, cuyo hijo ha muerto en un accidente de equi-
tación y cuya vida evocan y despliegan. De algún modo, el narrador
reemplaza en la vida de Blanca a Angelino, el hijo muerto; pero
también al burdo marido de la mujer, el señor de Souza. El relato es
sensible a esta línea de la narrativa chilena, en que se exploran
espacios cerrados, en que se cubren los matices de apropiación de
unos seres por otros y se destacan personajes desatentos a todo lo
que no sea las relaciones sentimentales, sumamente complejas, que
los ligan a otras figuras.
Couve trabaja bien con la noción de límite e incompletitud como
elemento dramatizador del relato. Las vidas se presentan en dosis
pequeñas, pero esencialmente elocuentes. Así se perfila el mundo de
convenciones en que habitan y su degradada vida en él. Sólo hay un
ser en la novela que escapa a la simpatía con que el narrador se
ocupa de sus héroes: el burdo señor Souza, que es ironizado en una
readecuación de la perspectiva. Couve atisba a sus héroes y los sigue
151
1 hasta hacerlos carnales, pero no los desarrolla. Semeiante indiscre-
I cion atentaría contra el logrado carácter fragmentario de esta obra,
la fuerza insinuante que surge de su incompletitud.
~ Aunque escrita fuera de Chile, por su prescindencia absoluta de
toda referencia a la realidad espacial y temporal chilena, cabe señalar
aquí la intensa novela de amor Paréntesis, de Mauricio Wacquez
(Barral, 1974). Las complicadas alternativas de dos hombres y dos
mujeres que se relacionan sentimentalmente y angustiosamente en
escenarios europeos acotan el mundo al movimiento de sus obse-
siones. La textura de todo el texto consiste de un lírico paréntesis
en que la prosa se arrebata con sagaces rasgos románticos. En verdad,
está precisamente descrita por José Donoso en el prólogo cuando
celebra la habilidad de Wacquez para crear una zona sagrada con
personajes enclavados estrictamente en el presente literario. Este
autor rechaza programáticamente el mundo exterior e incluso no le
interesa crear personajes con verosimilitud psicológica. Es aquí el
amor lo que se narra y éste cobra forma en cuatro figuras, que a su
vez se deshacen y rearman en la tráfago-lírico de la palabra.
Extremadamente autónoma es también la escritura de Enrique
Lihn en La orquesta de cristal (Sudamericana, 1976). El extrava-
gante discurso de un informante que cuenta las características de una
probable orquesta de cristal a comienzos de siglo y analiza los pasos
por los cuales se llega a su único e hipotético concierto, es, en defi-
nitiva, un divertimento donde el humor surge de las meras conven-
ciones que el autor propone antes de que un comentario o recreación
de un aspecto de la realidad, como no sea el vacuo discurso enciclo-
pédico.
Si el texto fuera además propuesto como una eventual sátira
cuyos efectos y significaciones aludieran a una realidad extraescritu-
ral, habría que decir que ese nivel no se epifaniza, no al menos en
la privadísima gracia que habría asumido el narrador.
Un salto en el tiempo propone la novela EL caudillo de Copiapó,
de Mario Bahamondes (Nascimento, 1976), que cubre el alzamiento
de Pedro León Gallo contra la autoridad central santiaguina en 1859,
que agobiaba a los centros mineros nortinos con impuestos desme-
didos y prácticas sociales injustas, la batalla triunfal contra el ex-
intendente en Piedra Colgada, los éxitos hasta la toma de La Serena,
y luego, tras el desembarco de Vidaurre en Tongoy, la derrota y su
exilio en Argentina. Después la amnistía, elección como diputado y
senador y su muerte. La desordenada narración parece querer cantar
bucólicamente un modo de ser nortino, destacando anécdotas que
muestren su valor. Como parábola no es posible discernir su impor-
tancia en el momento chileno, ya que los términos históricos difícil-
mente muestran equivalencias. La novela parece encontrar su interés
con el retorno del exilio de Olegario Carvallo, camarada de Gallo y
sus líricos y pintorescos sueños de retomar la revolución constitu-
yente, vistiendo de uniforme heroico y proscrito ante las puertas de
la iglesia. Este interesante personaje cobra relevancia hacia el final
152
y casi da la impresión de que toda la novela hasta ese momento fuese
un ejercicio para encontrarlo en su perfil garciamarquiano. E n esos
momentos, prematuramente, la obra termina con su acelerada muerte.
Su descripción debió haber marcado el tono que la novela exigía:
«Siempre solo, enlutado en sus huesos y en SUS pensamientos.»
Tres novelas tienen como tema la vida y el paraje sureño. Lu
úZtima canoa, de Osvaldo Wegmann, narra la formación de un mu-
chacho alacalufe, sus anhelos de ser cosmopolita, que consigue cuando
trabaja como mecánico en la capital, y luego el contraste entre lo
experimentado fuera de lo atávico y la naturaleza materna a la cual
retorna, y que intenta recuperar. O demasiado lírica o excesivamente
discursiva, L a ÚZtima canou tiene sus momentos en la documentada
presentación de lo mítico y primitivo sureño.
Factura más rigurosa, mayor contención y técnica tiene la novela
sureña de Enrique Valdés: Ventana al sur (Zig-Zag, í974), que se
propone como una exaltación de la figura del padre en un marco
rural chileno, deshabitado y primitivo, cuyo principal mérito es el
desbroche de esas anécdotas triviales y poeticoides que suelen abun-
dar en estas novelas regionalistas, para atenerse a lo esencial de vidas
rudimentarias, que a la perspectiva poética del narrador no dejan de
ofrecérsele como ricas de humanidad.
E n la narración prima la interpelación al padre hecha por el hijo
que ha abandonado los escenarios primitivos en el extremo sur de
Chile y que se ha educado en el norte (que, joh relatividad!, es
para ellos Valdivia), quien retorna a los pagos cuando una enferme-
dad de su padre, que éste ha intentado autocurarse con medios bár-
baros, hace crisis y se anuncia su final. Este es el núcleo que organiza
el relato, y a partir de él busca el hijo rastrear en la vida juerguera
y pionera del padre, y en su testarudez -que es amor a la vida ele-
mental- que lo hace permanecer en ámbitos inhóspitos a los cuales
arrastra a su familia. El narrador construye un punto de vista en que
funde distanciamiento crítico hacia la vida del padre con una más
generosa, disposición en que permite que fluya la vida del personaje
y la de la población local en sus mejores aspectos. En esta ambi-
güedad, que se va resolviendo en favor del padre como consecuencia
de los seductores hechos narrados, se integran las vidas de otros per-
sonajes rurales, entre los que destacan Maiga y Moroco. Maiga es
una muchacha de pocas luces y de rápido corazón que ameniza la
vida sexual de la zona donde las mujeres escasean. Moroco la rescata
de esa vida, llevándola a vivir con él. No tarda en perderla en manos
de un traficante de animales, Panza Negra, que la seduce, la lleva a
la ciudad y luego la abandona. E n el retrato de Maiga, el narrador
acierta también abandonar la descripción externa, pintoresquista, y
al darle salida directa como narradora, donde cobra una dimensión
más penetrante. Así acontece con el resto de las figuras. Un mode-
rado fragmentarismo y leves desincronizaciones aportan a la novela
cierto efecto de relajación que se complementa bien con el indiscreto
lirismo del lenguaje.
153
\
A la altura del capítulo 10 aparece un epígraíe de Jorge Teillier
(«Sólo es mío el pueblo que está en mi alma») que no viene sino a
confirmar el acento de fascinación rural que tan eximiamente maneja
Teillier y del cual, sin duda, arrancan las emociones matrices de
Ventana al sur, ésta buenísima primera novela de un violoncelista
de la Orquesta Sinfónica de Chile.
Considerándola es casi imposible no traer a colación una eventual
buena lectura de Don Segundo Sombra.
Interesante es también Catalán de Punta Arenas, de Roberto M.
Garay (Nascimento, 1977); otra novela que traslada la acción a mo-
mentos pasados, menos apremiantes. Con un engañoso comienzo de
novela policial, Garay traza la figura del profesor de filosofía Ca-
talán que aparece asesinado una mañana en Magallanes. El hecho
auténtico es sólo el arranque para introducir el más relevante aspecto
de Catalán: su obsesión por la historia de la zona Austral. A través
del filtro policial se construye una novela de espacio donde el diálogo
geografía-gente pasa a ser el protagonista.
Garay tiene buen ojo para descubrir lo dramático en la anécdota
y buen gusto para no excederse en loas líricas.
Con La Beatriz Ovalle, de Jorge Marchant Lezcano (Orión, Buenos
Aires, 1977), se incorpora en un tono menor ciertos .hallazgos de la
más joven narrativa latinoamericana al acervo chileno. Al modo de
Gustavo Sainz en La princesa del Palacio de Hierro, Gudiño Kieffer
en Guía de pecadores, pero sobre todo Manuel Puig en Boquitas pin-
tada, Marchant, con la textura de un relato trivial, comunica en su
propio código una visión crítica de las banalidades y fantasmas que
consumen a la burguesía chilena que con sus obsesiones y valores,
fanatismos y mitos proporcionó activas masas al fascismo en Chile. Es
sorprendente también que, desde este ángulo y desde este tipo de
escritor, provenga, aunque sea como mero marco, una de las escasas
referencias a la situación concreta chilena y quizá más notablemente
a un lenguaje reconocible: ese argot de la burguesía juvenil que
hasta ahora sólo tenía manoseos periodísticos y sátiras vulgares.
Beatriz Ovalle es una chica veinteañera. Su vida se reconstruye
con cartas, diarios de vida, trozos de conversaciones. Casada, tras
escandalitos familiares, con un hombre separado, termina en la no-
vela como una mujer liberada en un departamento bonaerense. Como
en los autores citados, también es posible con Marchant una lectura
~ dual: ingenua, para quien se complazca en la reproducción exacta de
la trivialidad, y crítica, para aquellos que atiendan a la composición.
Entremedio de banalidades, amoríos, envidias y celos por sus posi-
ciones de clase, los nimios seres que pueblan estas amenas páginas
enfrentan marginalmente el trastorno que les significa los avances
del gobierno de la Unidad Popular. Citas de prensa de «Visión» de
junio de 1970, colocada sin comentarios, anuncian cínicamente el
desenlace de la experiencia chilena.
La novela se entrama fundamentalmente en torno a situaciones
sentimentales y eróticas, cuyo menguado nivel adquiere interés por
155
el ingenioso distanciamiento irónico de Marchant. Hacia el fina
crece un personaje, tal vez superior al protagónico, en la figura dc
Francisca Aguayo, empleada de banco cuya familia se ha venidc
abajo, que ve en Beatriz un modelo de éxito, y que se sacrifica poi
la educación de sus alienadas hermanas mientras éstas aprenden tem.
pranamente la vida fácil. La asomada a la otra clase típicamente
aparece en la figura de un «hombrecito» que trae flores para la boda
de Beatriz. El contraste no excede una nota de piedad.
Un ejemplo de responsabilidad, de ética en un escritor lo da Fer-
nando Jerez en los cuentos de Asi es la cosu (México, 1977), donde
prueba que no es necesario hacer literatura política, ni siquiera vela-
damente, para hacerse cargo de la objetivamente difícil realidad chi-
lena después del golpe. Su notable cuento Las calles describe la
situación de jóvenes cesantes que recorren las calles de Santiago en
vanas jornadas de búsqueda de trabajo. Cuando finalmente encuen-
tran algo ocasional, venta de libros, terminan engañados por el distri-
buidor. E l cuento culmina cuando desmoralizados tras vacilaciones
deciden visitar a una amiga «buena gente», donde quizá hallarán algo
de tomar, comer y un poco de amistad, Cuando la puerta de su depar-
tamento se abre, los amigos cesantes alcanzan a vislumbrar que el
living ya está repleto de gente.
Jerez es un narrador que se mueve en la realidad atento a sus
matices. Sea en una historia de amor o en una disparada ilógica de
alusiones secretas, se ve, se siente y se aprecia a Chile y su gente,
las humillaciones mostradas en hechos reales sin comentarios paté-
ticos ni intencionados. La sobriedad de Jerez es consecuencia de una
adecuada moderación de sus recursos, donde se atiende más a desta-
car lo común de una experiencia humana que su singularidad anec-
dótica.
Esta es una muestra de las direcciones que ha asumido la narra-
tiva en el interior de Chile, cuya nota más destacada es la suspensión
casi total de la contingencia histórica. Como validando estas eva-
siones que en ningún caso son eufemismos, y cuyo alcance verda-
dero un narrador que vive fuera del país no debe juzgar, edita tam-
bién María Luisa Bomba1 La historia de Maria Griselda, que a años
de la Amortajada es un pálido remedo de los recursos válidos para
aquel momento y que ahora compite en cursilería con el epílogo de
Sara Vial. También surge el primer volumen póstumo de la obra de
Juan Emar con el título de Umbral, que ha despertado entusiasmo
en los críticos chilenos y cuya complejidad estructural y temática
hace prudente esperar ver la obra globalmente antes de desatarse en
generalidades vacuas. Miguel Arteche, conocido hasta ahora como
poeta, publica cuentos de humor en Mapas de otro mundo (Acon-
cagua, 1977), con extraños animales que comen los sustantivos que
se les indican, desde «alfombra» hasta «coño», de viejos judíos que
tienen el secreto para hacer desaparecer maridos y trucos semejantes
de liviano esparcimiento que suceden, por ejemplo, en Africa y
España. José Rosasco, en El intercesor (Aconcagua, 1977), crea un
156
poeticoide profeta que viene a anunciar a la humanidad un mundo
mejor. El pintoresco personaje lleva a su vez al epilogista Claudio
Orrego a lírica emoción. Los llamados a cierta ingenua boqdad que
trae el intercesor son vacuos, retóricos, improbables, y están muy
por debajo y por detrás de lo que la concreta iglesia del cardenal
chileno han hecho por los hombres, y que autor y epilogista harían
mejor en tomar como tema. Desde el punto de vista narrativo signi-
fica un retroceso de ciertos buenos momentos de Rosasco en Mira?
también a los ojos.
En el exterior
157
asumir la forma de la aventura. Los matices de ésta son variantes
sobre dos temas: el amor (desamor) y la intensificación de las re-
laciones humanas en la amistad, la naturaleza, el alcohol. Su galería
de antihéroes a los cuales suele acceder en la forma narrativa confe-
sional aparta del lector mediaciones marcadas, y destaca el valor de
personajes y acciones en su pureza dramática. La historia del músico
llamado a ser genio en Nueva York y su declinante trayectoria en
Area pava la cuerda del sol, el retrato del gusano en Bajo la ducha,
la erótica, violenta tragedia del desamor en Dos lagartos en una bo-
tella pueden figurar entre los mejores relatos latinoamericanos. En
la inmediatez de la presentación y en la fría y sugerente textura
del fracaso se advierte en Délano la fecunda marca de los narra-
dores norteamericanos contemporáneos.
Con Este lugar sagrado (Grijalbo, 1977), Délano establece un
interesante correlato entre la historia chilena desde el segundo go-
bierno de Ibáñez, Alessandri, la derrota de la izquierda el 64,
cuando triunfa Frei y el protagonista decide ingresar al partido co-
munista y casarse con una militante, hasta los años de Allende, el
clima dramático de la ciudad y los días posteriores al golpe, que
culminan con el personaje central afeitado, alerta, cargando un re-
vólver en las calles y con su mujer presa en el estadio.
La anécdota básica está marcada en el folklore de los graffitis.
Gabriel Canales se queda encerrado en el baño de un cine en la
noche del 10 de septiembre. El 11 se produce el golpe, el teatro no
abre, y durante varios días el héroe revisa su vida, escribe cartas a
sus amigos, le cede imaginariamente la palabra a otros personajes.
El repertorio de técnicas es variado, maestro y, por suerte, nunca
Exuberante. Poli Délano tiene el don de la discreción y rehuye el
jugueteo virtuosista. Su héroe, Gabriel Canales, lleva a lo largo de
s u historia surtida vida erótica, actividad en torno a la cual se ordena
3 disipa. La variedad del objeto de sus amores permite además un
verosímil ingreso a distintos estratos de la realidad chilena y le pro-
pone a su existencia diversos modelos. La Mariela de la pensión
Estudiantil le hace conocer los límites del amor en la contundencia
Jel rechazo, la noviecita burguesa Claudia proyecta el tedioso es-
panto de una vida convencional, a la cual Canales escapa, luego de
isesinar en defensa propia al fascista don Alex. Las viejas ávidas de
sexo joven le procuran la carrera de gigoló, y Teresa, con quien ter-
mina casándose, el compañerismo y la apertura a la acción política.
La característica de su Canales, central, es la de un antihéroe
:on rasgos de pícaro que al mostrar sus límites y deficiencias nos
procura una imagen directa y crítica de la sociedad chilena en un
largo período. Este hombre pobre, que fracasa en su amor más
grande, buscavidas, relativamente cínico, al que su propia, dura expe-
riencia lo va llevando a la acción política, provoca en el lector una
comunicativa sensación de verosimilitud. Este antiheroísmo se pro-
yecta en la propia admisión final de Canales de haber sido un mili-
tante, inadecuado para los intensos tiempos de Chile. En la página 132,
158
en carta a su amigo Mamerto, Canales se define a sí mismo, y de
paso el temple básico del narrador Délano: «Tú sabes que aun a
estas alturas no he llegado a ser un cínico. A menos que quieras
llamar cínico a quien ve las cosas como son y no como le gustaría
que fueran, es decir, a un realista.»
La primera novela importante que tuvo directa relación con el
golpe fue El paso de los gansos, de Fernando Alegría (Puelche, Nueva
York, 1975). La inquieta estructura de la novela, su abrupta hetero-
geneidad tiene, sin embargo, un principio unitario que va con la
técnica del zoom desde lo externo hasta lo íntimo y privado en un
personaje: Cristián.
Parte con un movido collage de la situación en septiembre del 7 3 ,
que incluye una variedad de puntos de vista -incluido el del presi-
dente Allende-, una fría y precisa sátira del lenguaje de los comu-
nicados militares, un intermedio irónico sobre un desfile que da el
título del libro, aborda el diario de un joven en forma documental
y concluye en la elaboración de la pequeña novela que es El Evan-
gelio según Cvistián.
Durante la primera parte destacan los elementos informativos
sobre el golpe, pero con ágiles y dramáticas interiorizaciones. Un
narrador personal hace un retrato del presidente Allende -uno de
los más exactos que se conocen-, junto con sagaces observaciones
sobre las clases sociales y sus hábitos y diferencias, para quienes
siempre Alegría ha mostrado un mordaz ojo. La composición de esta
parte es también afectada por el inevitable problema de trabajar
materiales netamente periodísticos mediante técnicas literarias que
van conduciendo el relato con vaivenes entre lo externo-épico y lo
interno-lírico en la valoración de los hechos. E n este movimiento de
variadas voces y perspectivas hay un tono a ratos ensayístico que
acentúa la heterogeneidad del conjunto.
Lo que legitima el término novela para el libro es la concen-
tración que el texto va tomando hasta el relato de Cristián, que re-
mite en otra dimensión a la primera parte y hace que éstas ya no
se lean sólo como crónica, sino también como el referente concreto
y general de la vida íntima del protagonista.
Cristián es un hombre de veintisiete años que ha vuelto de Vir-
ginia, separado de su mujer, Luz María, a quien ha abandonado
tras una serie de depresiones de ella que la han conducido casi a la
locura. E n el retorno está dispuesto a enfrentar su vida, a resolver
su tensión y desdicha, y somete su experiencia al análisis y a una
activa memoria interpretativa. Esta actitud la matiza con una prác-
tica de cierta religiosidad mística que su hermano define como «una
especie de búsqueda directa de Dios en cada ser que debía convivir
con él».
El espacio físico e histórico en que debe resolver su existencia
está severamente acotado: Chile vive las tensiones pre-golpe y es
en función de esa urgencia social compulsiva que la meditación in-
trospectiva y sus acciones se encauzan. Va tomando fotos de la rea-
160
lidad, junto con su hermano Marcelo, y continuará en este oficio
hasta después del golpe. El encuadramiento social afina la sensibi-
lidad de Cristián hacia el otro, consigue enfocar mejor su relación
con su ex mujer y logra finalmente con ella una suerte de encuentro
en una acción solidaria con la izquierda perseguida que logra su cabal
desenmismamiento.
Alegría aborda un campo temático que tendrá que ser reiterado
en la narrativa chilena por su importancia: la evolución de capas
1 burguesas cristianas desde una vivencia formal o anárquicamente
mística del cristianismo a un modo de experimentarlo vitalmente
asumiendo la filosofía social y política que los evangelios proponen.
El diario de Cristián despliega todos los matices de ese tránsito y,
por cierto, no de manera abstracta. La enfermedad de su mujer, en
esta perspectiva, recuerda el poema de Cardenal sobre Marylin
Monroe: «Para la tristeza de no ser santos, le dimos tranquilizantes.»
Es, por cierto, el cristiano tránsito hacia el prójimo el respiradero
de su obsesiva inconformidad.
El montaje de la situación privada en el contexto histórico, la
hondura de la meditación, el minucioso escarbar en recuerdos y
gestos le dan a esta sección de la novela una impresionante seriedad
que se logra, ocasionalmente, al precio de dañar los eventuales focos
de dinamización anecdótica que nutre a la historia.
En el epílogo, Alegría reparte la narración entre los seres más
próximos a Cristián, quien muere asesinado por los militares, luego
de ser arrestado ante los propios ojos de su padre reaccionario. El
final decanta el esperanzado anuncio de los evangelios: «Uno solo
murió y la familia del difunto creció por el mundo y multiplicó las
cruces, los años y los siglos.»
Le sang dans la rue (Editions Rupture, Francia, 1978), de Gui-
llermo Atías, es el más sereno reportaje a los días de la Unidad
Popular de todas las obras que han optado por novelar los aconteci-
mientos. La estructura narrativa de carácter levemente policíaco es
tenue en relación al caudal de información e interpretación que nutre
cada página, pero el mayor acierto de Atías es la construcción del
narrador: un periodista argentino que con sus virtudes de curio-
sidad, avidez por informaciones y análisis, impulsividad, simpatía por
el proceso, pasión, ingenuidad, modela la abundante masa de la no-
vela en sectores de tensión narrativa. El hecho, además de no ser
impermeable a los encantos de las señoritas chilenas, lo faculta para
enganchar enredos.
No es extraño que Atías haya optado por semejante narrador.
Un periodista extranjero, como es él, cumple la función de instalarse
en la realidad chilena en un estado casi virginal, que, por cierto, es
en cierto sentido la situación del lector europeo que frecuentará
este libro.
El periodista no sólo asiste, analiza e interpreta los acontecimien-
tos, sino que los padece con peculiar intensidad en el plano donde
toda novela convence: el privado. Si el relato destaca la enorme
161
contradicción y originalidad de la Unidad Popular -su destino lega-
lista y enfrentamiento de una oposición implacable donde germina el
fascismo-, no es en el modo de la teoría política y de la reflexión
donde predomina lo novelesco, sino que en cada paso de la lucha de
clases en Chile se produce un hecho público que afecta directamente
la prívacidad del narrador. El recurso es a veces algo mecánico y un
poco excesivo, pero da cuenta de la angustia que vivía Chile y los
partidarios de Allende. Es la repercusión en los protagonistas de la
corta vida de la Unión Popular desde la marcha de las cacerolas
hasta el refugio del protagonista en la Embajada de Venezuela, lo
medular en esta obra. El periodista ha conocido a su colega chilena
Marta, activa militante de la izquierda, quien es víctima de un asalto
fascista donde la vejan fotografiándola desnuda para desacreditarla
ante la opinión pública. A partir de este temprano momento, la vio-
lencia comienza a deteriorar el promisorio amor que el protagonista
establece con Marta. Desde allí en adelante, éste se transforma en
improvisado detective y es víctima junto con su amiga de la diná-
mica de una atmósfera acechante que va penetrando la intimidad,
dañándola, llevando a la gente a la crisis nerviosa, al miedo, a la
depresión y, en el caso de Marta, al suicidio.
El periodista, un cazador de hechos, es atrapado por ellos: pa-
dece un cuchillazo de un lumpen al servicio de los fascistas, es humi-
llado en un restaurante público por su simpatía izquierdista, es
expulsado violentamente de un taxi el mismo día que los fascistas
derrocan a Allende, y en el macro y micro escenario transmite la co-
rriente interna de una tensión intolerable.
Por cierto, el lector nacional se impacientará ante la serenidad
copiosa del análisis y la información. Pero es precisamente este rasgo
obligatorio de la novela pionera sobre el golpe del 73 que las obliga
a trabajar a texto y contexto paralelamente el que tiene absurda
culminación en el caso de Atías: La sangre en las calles ha sido
publicada en francés y ruso, y aún no en español.
Inéditas, por su excesiva fantasía, son las dos novelas que ha
ofrecido Ariel Dorfman. Con Moros en Za costa (Sudamericana, 1973),
se recogen las experiencias vitales del proceso chileno, se profetiza
sobre sus posibilidades y se da cuenta casi minuciosa de sus contra-
dicciones bajo la sorprendente forma de una serie de informes, re-
señas, críticas a novelas sobre el proceso chileno que no han sido
escritas, guiones de cine que no se filmarán. Decenas de anécdotas
de novelas aparecen contadas por lectores de editoriales que se pro-
nuncian por o en contra de su publicación. Con este despliegue ima-
ginativo -que bien suple, en su humor, la escasez de literatura que
caracterizó los tres años de la Unidad Popular- nos asomamos a
múltiples problemas reales en Chile: entre otros, de las relaciones
humanas en las distintas capas sociales y los conflictos que estas
reubicaciones iban motivando. E n ejercicios satíricos de preciso
perfil se escriben falsos editoriales de «El Mercurio», cuentos ente-
ros (y ya no su mera anécdota), en que destaca el relato del mu-
162
chacho que traslada en bicicleta los rollos de un film de un cine a
otro y que nunca puede ver el final porque el sistema no lo permite,
y otro que presenta el pavoroso clima pre-fascista de chilenos que
esperan la caída de Allende en Mendoza. Otro elemento reiterado en
la novela es la propia angustia del autor Dorfman, su emotiva soli-
daridad con el proceso, sus temores de estar realizando una novela
intelectual en los momentos en que la realidad exigía al escritor mili-
tante una visión más plena; en buenas cuentas, la incorporación de
su biografía, que es al mismo tiempo el itinerario del libro que se
escribe. Entre toda esta fantasmagoría, hecha en el fondo con pro-
blemas concretos, Dorfman comenta textos en verdad existentes, como
los de José Donoso o Adolfo Couve. En su novela Chilex (Bogard,
Londres, 1978), Dorfman acomete una sátira de fuerte calibre sobre
un país que sigue los modelos de economía de mercado que señalan
sus gobernantes. Descrito como una utopía (al revés), en él todo
florece: la exportación de chileno, el arte, que tiene su máxima
culminación con un espectáculo colectivo en que participa el pueblo
que se llama «Mendigos» y que se representa en todas las ciudades,
prospera la alta costura y se habilita una vanguardia de la moda:
«Jironex»; se descubre el remedio ideal para el exceso de obesidad:
«Hambrex», y hasta el deporte cobra matices clásicos que evocan la
lucha de cristianos contra leones: un equipo de torturadores en-
frenta a algunos presos para sacarle la confesión ante el relato entu-
siasta de locutores de fútbol que describen las alternativas y los
métodos de los rivales con un lenguaje profesional. L a novela imitn
la construcción de una guía turística donde paso a paso se van CU-
briendo, para los futuros visitantes de Chilex, las señeras posibilida-
des de trabajo y esparcimiento que el pais les procurará. El método
es eminentemente simple y consiste en llevar a sus excesos una idea
motriz satírica de algunos aspectos del Chile fascista con gran ima-
ginería verbal y anecdótica. A ratos los capítulos producen el bus-
cado efecto del espanto por la vía del humor negro, otras veces la
situación se vuelve demasiado tentacular a partir de un núcleo inge-
nioso y el humor termina diluido en sus propios excesos.
A su modo, y desde una liviana perspectiva, aborda tangencíal-
mente la historia contemporánea de Chile Jorge Edwards en Los
convidados de piedra (Seix-Barral, 1978). Un grupo de amigos de
proveniencia común geográfica (La Punta) y social (alta burguesía)
se reúnen en casa de uno de ellos, Sebastián Agüero, para celebrar
su cumpleaños que esta vez tiene un sello especial: los militares
fascistas han derrocado a Allende, y para ellos es causa de alegría.
La comida se prolonga hasta el día siguiente en los marcos del toque
de queda, y ese es el tiempo en que a través de las conversaciones
entre ellos se convoca el pasado de cada uno y el de algunos amigos
ausentes -en especial el de sus desclasados-. La historia del clan
aquí reunido se amplifica a través de un nutrido anecdotario hasta
las de sus ancestros, donde en torno a la travesura de la destruc-
ción de la estatua de un patriarca en la Punta -otro elemento que
163
estructura el relato- surgen otros personajes, entre ellos: el Gringo
Williams, inglés timador y juerguero que explota el filoanglicismo
de una de las familias puntinas para seducir a una de sus hijas, ca-
sarse con ella y huir, para reaparecer hacia el final del libro reci-
biendo a su ilusionado hijo, Guillermo, en una Inglaterra donde
ejerce vida prostibularia y de bares. El episodio bien puede ser el
mejor de la novela. Este surtido de conversaciones, bajo la vigilancia
de un helicóptero que ronda el elegante barrio, permite exponer un
conjunto de vidas, y sobre todo la de Silverio Molina, a través de
la cual se atrae la historia política chilena y, en especial, el tiempo
de la Unidad Popular. Silverio es un comunista que, en las versiones
de sus amigos de infancia reaccionarios, ha sentido inquietudes iz-
quierdistas en la cárcel, a donde ha sido detenido por haber acu-
chillado a un hombre porque sintió que éste ofendía a su madre.
Luego tiene contacto con amistades que lo influyen, un matrimonio
con una militante, trabajos en los que hay momentos ascendentes
hasta que se narra su descomposición (separación, soledad, pérdida
de influencia y, finalmente, su muerte anónima, después del golpe).
La presencia de Silverio permite al grupo hacer su ridículo cuadro de
la izquierda chilena y sus organizaciones que se inscribe en el carica-
turismo desenfrenado que es todo el texto de Los convidados de
piedra. La mirada de Edwards y su tramado de cronistas sobre la
realidad nacional está cargada de intención degradadora, de distancia,
donde las vidas y las muertes (tan reales en la historia de Chile) se
ven como un espectáculo de rasgos groseros que se ofrece a un ojo
altivo, inconmovible, que juzga todo como consecuencia de hábitos
desordenados, donde se pierde el sentido de las proporciones, se
incurre en fanatismos y, sobre todo, el tacto y la clase.
Ayuda a este tono liviano el hecho mismo de que la perspectiva
básica de la narración de 363 páginas está determinada por una ante-
mesa, cena y sobremesa, lo que no sólo contribuye a acentuar la
frialdad de la narración, sino que la tiñe de una frivolidad incómoda.
Privilegfados en el grado de degradación son los izquierdistas
chilenos, que en la visión del grupo aparecen como seres que se
agrupan ligados por intereses egoístas o por limar rasgos enfermizos
de su personalidad. La izquierda de los comensales de Edwards no
tiene campesinos, ni obreros y, para decirlo en rigor, izquierdistas.
Esos izquierdistas que aquí aparecen son una proyección degradada
de hábitos que Edwards conoce de la burguesía con reacciones emo-
tivas que vienen de compensaciones psíquicas, producto de los exce-
sos de una clase. Así, hasta la casa donde se reúnen es (pp. 121-122)
e . . . un pequeño departamento en el segundo piso de un edificio viejo,
en un callejón sórdido que debía encontrarse por la quinta o sexta
cuadra de la calle San Pablo, un callejón maloliente, lleno de basura,
de inscripciones en que la obscenidad y la política, los primeros
finteos de la elección presidencial siguiente, se repartían equitativa-
mente el espacio...».
164
El recurso de elegir representantes de la izquierda que provie-
nen de la alta burguesía y de presentarlos mediatizados por el plural
relato de sus ex amigos que los desprecian por desclasados y por sus
posiciones antagónicas a sus intereses, tal vez debió haber conducido
al autor a haber buscado un juego dialéctico para leer las opiniones
y las vidas de sus comensales también en una perspectiva que los
mediatizara. Quizá pensó Edwards que su mirada degradatoria y la
mera exposición de la vida y diálogos de los burgueses opinantes
bastaría para inducir en el lector una mirada crítica. La práctica indi-
ferenciación de ellos del narrador básico (<<... El Gordo, que con los
años había empezado a transformarse en el rapsoda, en el intérprete
de nuestra generación, yo era el cronista secreto» (p. 126), agota el
texto en la remitencia de una anécdota a otra y de allí que la no-
table estructura narrativa que Edwards había conseguido en su exce-
lente volumen Las máscaras, caracterizada por un dramático rigor,
no aparece aquí conseguida. Procedimientos de diálogos y situacio-
nes montadas, desincronizaciones, pluralidad de perspectivas son al-
gunos de los recursos que la novela contemporánea emplea para ac-
ceder a dimensiones más secretas, y relevantes iluminadoras o sim-
plemente a zonas oscuras que el narrador siente la compulsión de
buscar poéticamente. En Los convidados de piedra los recursos sólo
remiten el relato a nuevos niveles anecdóticos y, en especial, carica-
turescos. Así, el desorden carece de justificación y estos medios
narrativos parecen a la larga excesivos para los alcances de estos
comensales-narradores. Todos ellos, en distintos grados, comparten el
tono y distancia que se propone el cronista y que él mismo acota
como rasgo del grupo y de la clase: <<... la crueldad a menor escala,
el espíritu excluyente y a la vez destructivo eran consubstanciales
con nuestro mundo, parte esencial de nuestro código ...» (p. 241).
De este modo, los personajes surgen y viven en el relato, hom-
bres o mujeres (la Olga, Lucha, la Gorda, etc.), casi ritualmente
para ser sometidos a la ironía. En buenas cuentas es el pelambre
elevado a categoría estética. El mérito mayor de la novela es que
en este festín de copuchas se muestra la vacuidad e insignificancia
humana de los grupos de la burguesía que hoy se benefician con
el gobierno fascista.
Un punto de vista original y ejemplo de buena elaboración narra-
tiva de un testimonio es la novela de Carlos Cerda P m de Pascua
(Weihnachtsbrot, Aufbau, 1978). Basada en el relato de Viviana Cor-
valán, hija del secretario del Partido Comunista de Chile, Luis Cor-
valán, la obra pinta en concisos cuadros la vida de Chile después del
golpe de septiembre, tal como lo captó la muchacha visitando dis-
tintos escenarios para vender pan de pascua, recurso que la familia
Corvalán ingenia para solucionar problemas económicos, y que a POCO
andar se transforma en excelente coartada para establecer contactos,
captar la situación nacional y dar atisbos de los gérmenes del trabajo
de resistencia.
165
Del mismo Cerda se publicó Begegnung mit der Seit (Aufbau,
1976), una colección de cuentos aún inéditos en español y que cons-
tituye uno de los altos momentos de la narrativa joven chilena. Con
gran capacidad mimética para jugar con estilos de grandes autores
(Borges, Cortázar) y siendo también personalísimo cuando se lo
propone, caracteriza a Cerda una intensificación de la anécdota hacia
la expansión lírica, la fantasía o el absurdo. En Dialéctica del perse-
guido ahonda con creciente dramatismo en el desorden psicológico
que se produce en un individuo en una sociedad dominada por el
terror. La simple anécdota de un prisionero recién liberado que avanza
hacia su casa, luego de ser torturado en el estadio que teme ser
perseguido por los mismos que lo han librado, es de una intensidad
angustiante. Las consecuencias del golpe y su exilio lo lleva también
a temas fantásticos y absurdos en El estudiante de Leipzig, una
fantasía sobre el tema de Fausto, y en Manolu, exposición de los
equívocos que acechan al ser humano cuando el exilio crea dis-
tancias y confusos correos.
Los cuentos de Leandro Urbina en Las mulas juntas (Asociación
de Chilenos en Toronto, 1978) se caracterizan por una técnica de
concentración de la anécdota, buscando en pocas frase su final im-
pactante: sea dramático o humorístico. En ambos casos, Urbina
traerá un compromiso de simpatía y de compañerismo. El viejo comu-
nista que canta boleros en la prisión del estadio Nacional y que per-
derá allí mismo a su hijo fusilado por un pelotón, la dama que
enfrenta con altivez el degradante interrogatorio de un fascista, la
esperanzada estampa del narrador que se hace tomar una foto con su
cuerpo, pero con la cara de Frank Sinatra, y que participa en la
resistencia, tienen en común cierta curiosa integridad que las circuns-
tancias políticas tan adversas no rompen. En un modesto nivel sin
héroes, y a partir de esta constatación, el narrador se muestra espe-
ranzado, lo que lo autoriza a un leve humor y a una cierta confianza
de que el enemigo brutal es transitorio y burlable. Urbina crea esta
sensación con el uso de situaciones cotidianas y con un modo directo
y poco enfático, que le otorga una juvenil originalidad en el con-
junto de la prosa post-golpe.
Una excesiva novelización afecta el tratamiento del Chile post-
golpe en dos narradores debutantes: Leonardo Carvajal (Definición
del olvido, Casa de las Américas, 1975) y Miguel Cabezas (Una ven-
tana batida por el viento, Crisis, 1974). Sus mejores logros están
cuando rebajan el tono épico, en que saludan un literario modo de
hacer resistencia y se atienen al retrato de acciones y personajes iden-
tificables en el estilo político nacional.
Como literatura que tiene un grado de vinculación con los días
de la Unidad Popular y los posteriores al golpe podrían mencionarse
mi novela Soñé que la nieve ardia (Planeta, 1975) y Novios y soli-
tarios (Losada, 1975). En la primera se expresan estratos de la
juventud proletaria que contrastan con la figura de Arturo, un futbo-
lista provinciano que viene al Santiago convulsionado y transido por
166
la solidaridad dispuesto a triunfar confiado en sus valores individua-
les. Paralela a esta historia de la evolución de un personaje en un
medio radicalmente ajeno, se narra la de dos artistas de variedades
que pasan por la historia como suspendidos en una relativamente
absurda intemporalidad.
En Novios y solitarios hay un grupo de cuentos recientes que se
refieren a la amenaza fascista sobre un profesor comprometido en la
resistencia ( L a llamada) y a un acto de solidaridad en el extranjero
(Hombre con el clavel en la boca).
Mirada en conjunto, la narrativa chilena de estos últimos cinco
años se ocupa predominantemente del movimiento político y sus
personajes centrales son de la burguesía o de la pequeña burguesía.
El proletariado, protagonista y víctima de la historia, aparece margi-
nalmente falseado en la visión de los escritores no revolucionarios
o excesivamente idealizados en aquellos más comprometidos donde
abundan poetizaciones voluntaristas. Los artistas de izquierda asumen
masivamente temas vinculados a la historia urgente de su patria y
abandonan asuntos sutiles y temporales. Los que no lo son se re-
pliegan a un mundo donde se ignora olímpicamente el esfuerzo que
hizo un país por independizarse y la brutal represión que acabó con
miles de patriotas y vendió el país a un grupo de especuladores.
Como muchos de ellos viven en el país, tal vez la opción por la
fuga pueda explicarse por el grosor del aparato represivo.
Finalmente cabe destacar «Revista de Literatura Chilena en el
Exilio», en California, y «Araucaria», donde se han venido conocien-
do interesantes materiales narrativos en etapa de elaboración que
hace pensar en una buena reserva para la literatura nacional. Lo mis-
mo podría decirse de las antologías de cuentos y testimonios chilenos
publicados en Europa, donde algunos autores nuevos asoman pro-
misoriamente.
167
TEXTOS
HACE DENTRO
DE VEINTE AÑOS
ROBERTO FERNANDEZ RETAMAR
Agosto 1978.
172
TEXTOS
NO CUALQUIERA
ALICIA GAMBOA
Y es que no cualquiera
pueda hacer de la noche un día tímido,
pero día al fin.
Tampoco que cualquiera
se haga un buen avioncito de papel
y se mande a cambiar a un planeta con menos brujas
no es cosa,
digo,
de llegar y decir que ya está amaneciendo,
y, izas! ,mandarse a cambiar
sabiendo que por acá por el sur
tenemos bastante propensión a las catástrofes,
como los terremotos, por ejemplo,
o los temporales,
aunque este año la sequía ha sido cosa seria.
No es que cualquiera se plante en una esquina
a pedir limosnas para alimentar palomas muertas.
No es cosa de que nos pongamos a pensar,
así no más,
en que la tierra se nos está hundiendo bajo los pies
y que, en realidad, el smog es un problema,
aunque no tanto,
si nos fijamos que no es el aire el contaminado,
sino nuestra propia pielcita podrida,
y que el desequilibrio no es otra cosa que el nuestro.
Y no es que cualquiera,
como iba diciendo,
se ponga la soga al cuello, así no más,
echando la última puteada a este mundo cabrón.
175
En realidad, no es cosa fácil saber
que ya a estas alturas
tenemos bastantes órganos atrofiados
y que cada día nos estamos clavando un alfiler
en el muñequito que hemos hecho de nosotros mismos.
E n fin,
como decía,
no cualquiera aguanta esto de que la piel se nos esté cay
de a pedazos,
aunque de repente se escuchan gritos,
gritos anónimos.
Se grita todavía por estos lados,
¿sabía usted?
Fíjese que anoche
unos soniditos
de esos bien progresivos,
ultra modernos,
que hacen unos aparatitos que llaman,
bueno, usted sabe,
esos que usa James Bond en las películas,
esos fantásticos productos del progreso
que salen del bolsillo
justo en el momento preciso,
cuando el malo se aparece por atrás
y resulta que ya no tiran agua,
como yo pensaba antes,
cuando tenía menos pena,
sino que hacen clic y listo,
se acabó el problema.
Pero usted sabe
que tampoco es cosa de ponerse manos arriba
ni nada de eso.
Simplemente le contaba que hace ya algún tiempo,
bueno,
un tiempo considerable,
por aquí se han venido repitiendo los clic, clic, clic.
Y por cada clic y ay
y por cada ay otro ay,
y los ay se van poniendo,
ayayai, cómo se van poniendo,
si usted supiera.
Porque, la verdad,
no cualquiera se imagina todo lo que pasa
entre las paredes del edificio caracol
y más abajo del metro,
donde también se escuchan los grititos.
Pero, en fin,
como iba diciendo, no cualquiera
176
aguanta cuatro horas frente a la cajita mágica
esa que prendo y, ¡listo!, todo ha pasado.
iOh! , respetable televisión,
te ve todo el mundo,
pero no cualquiera se cree esto de la vida a colores,
esto de que Santiago está lindo,
pues mija oye
con metro y todo;
fíjate que nos estamos pareciendo a París.
No cualquiera se cree cualquier cosa
a estas alturas,
a no ser que esté bastante Knock out
Con tanto color en la tele,
tanta buena noticia,
tanto que solos salimos;
a no ser por eso,
por ese bichito que hace harto
nos está haciendo pucheros,
lindos pechochos,
guagui, guagui;
mientras el huequito ese de los aparatitos,
antes mencionados,
que, por supuesto, no tiran agua,
nos están quis, quis
por la parte trasera más o menos característica.
En fin,
es cosa de mirar la naranja un rato;
el primer concepto de que el mundo se le parecía.
Desde entonces sé que el mundo es un conjunto de gajos
con dos polos como puntitos en la verde rama universal
Pero y que
no cualquiera se sabe las palabras mágicas
para que de un kilo salgan mil,
ni para sacar los conejos del sombrero,
si es que usted todavía usa sombrero
que no sea el de baño.
Y es que no cualquiera le apuesta al año exacto del Apocalipsis,
no cualquiera, como iba diciendo,
más bien
no cualquiera
es más.
No cualquiera podría tener una certeza en estos tiempos,
cuando la muerte siempre es un fantasma disfrazado.
Y uno es tan chiquitito
en el fondo,
aunque el fondo sea un poco oscuro.
Y la tierra esté harto seca,
tanto que el estado
177
va tener que ingeniárselas
~ para hacer un plan de lluvia artificial,
porque no han crecido los arbolitos del paseo Ahumada.
Y uno tan chiquitito y pobrecito,
tan carita desconocida
para los miles que pasan por la calle.
tan vergüencita,
tan rojitos cuando le tenemos que hablar a los otros
sobre nosotros mismos,
muertitos de miedo,
achicaditos en un rincón de la micro diaria
queriendo decirle al de al lado
que hola, viejo,
tanto tiempo.
Y ahí vamos viendo,
típico tuyo
y te estoy sintiendo como adentrito,
y ni siquiera te conozco,
y ya se me pasó lo rojo de la cara.
Y, en fin,
tan grande el mundo,
y nosotros tan carnita y hueso,
tan carnita y hueso que las cosas duelen,
tan carnita y hueso que me acuesto contigo
y tú te acuestas conmigo,
y todos nos acostamos.
Y nos tapamos la cara de vergüenza.
Y ya sólo queremos que el día llegue
tímido,
pero día al fin.
Día grande mañana.
Y gritamos mundo perro por las calles,
pos los autos que suenan,
por ti que pasas y no me saludas,
por el pobre quiltro subdesarrollado que anda por ahí.
Y cantamos un tango.
Charlemos un poco. La humanidad se viene encima.
Por t i qiue no te conozco y te están matando a fi-~er~sl;
por ti que tienes un nombre,
un apellido;
por ti que te borran el nombre;
por ti que tus hijos no tienen tu apellido.
Y seguimos cantando el tango por las calles.
Vení, charlemos. Sentáte un poco; no ves que sos mi semejante.
Por ti que enumeras tarros vacíos en la esquina,
por ti que tienes un reloj Seiko en la muñeca,
en la muñeca rubia que te regalaron cuando chica.
178
las lágrimas nos empiezan a correr por la cara,
por el cuello
y se meten en nuestra ropa interior,
haciéndonos cosquillas en los testículos.
Mundo perro,
mundo perro, vamos gritando en cada paso que damos
en cada bocina.
Mundo perro, que te reviento la bolsa de aire en la cara,
te reviento las luces paralíticas,
te reviento,
y junto contigo yo,
nosotros,
cualquiera.
Y es que, como iba diciendo,
no cualquiera tiene el hígado sano,
no cualquiera se come la naranja
sabiendo que en algunos países
existe una naranja denominada sanguínea.
Por el evidente color de su jugo
aquí nos llega bastante más que el olor.
Sanguínea, palabra esdrújula
derivada de sangre,
líquido del cual se alimentan algunas especies
que tiene buenos radares, y no sólo eso.
No
.. cualquiera sabe,
digo,
cuándo caerá la lluvia
y si acaso caerá,
o es que definitivamente
los arbolitos del paseo Ahumada
se quedarán bien sequitos,
porque el super imported plan del estado
no fue capaz de reventar la nube
para que saltara el chorro.
179
TEXTOS
DIALOGO
PABLO NERUDA y ALMA AKMADULINA
182
ampuloso pedaleo (efecto de sus ínfulas y no de sus cortas piernas,
como algunos humanitariamente piensan), el hazmerreír de la calle.
Poseen, quién podría discutirlo, una portentosa habilidad para
aprender, pero es sin duda mucho más portentosa su facilidad para
olvidar. E n el mundo de la delincuencia nadie ignora que consti-
tuyen un instrumento ideal para la transmisión de mensajes ver-
bales, en la comprensión de que sus cabezas se transforman con ra-
pidez en simples papeles en blanco. Nada puede frente a ellos el
interrogatorio policial. ¿Debemos suponer que en materia tan simple
de psicología tienen más perspicacia ciertos grandes hampones del
puerto que los genios de la docencia ministerial? He visto chimpancés
repetir completa una lección de historia medieval, o describir con
lujo de detalles un combate entre normandos y vikingos, imitando
en forma notable incluso el humor descriptivo algo grueso del
maestro. Pues bien, una hora después, señor director, ese chim-
pancé no era otra cosa que un par de ojos inquietos, transparentes,
en los que podía verse hasta el fondo un alma animal pura y simple,
un ser que daba chillidos, que de historia medieval sabía tanto
como un mono cualquiera arriba de un árbol.
Pero mientras tanto el señor Sala y Angulema publica un opti-
mista ensayo: L a incorporación del Ancestro; la prensa habla de
«abrir el diálogo hacia la selva», y un conocido filósofo de la antro-
pología, con criterio más científico, aboga por «soldar con suavidad
la fisura entre el pasado y el presente de la especie», confundiendo
en su magnánima miopía fisuras con abismos. Pero hay otros que
van más allá y aprovechando el generoso entusiasmo general pre-
tenden extender a los simios algunos derechos cívicos que nos es-
taban estrictamente reservados, con lo que se advierte tras toda esta
baraúnda el propósito inequívoco de utilizar a unos pobres animales,
animales, digámoslo sin prejuicios, con respetuosa objetividad, para
afirmar la tambaleante monarquía y, de este modo, sus vergonzosos
privilegios.
Lo saluda
O. B.
Señor director:
Soy chimpancé. Desde hace ocho años atiendo importantes fun-
ciones en la Biblioteca Central y nadie se ha quejado jamás de mi
competencia funcionaria. Para escribir esta carta no he debido tomar
piridolina y no me considero, como tan ofensivamente dice el se-
ñor O. B. en su carta, «un mono cualquiera arriba de un árbol». Me
hice el tratamiento hace quince años y hasta ahora todo ha andado
en orden (salvo unas pequeñas alucinaciones traumáticas que no
querrá el señor O. B. echarme en cara). Es un ultraje gratuito a una
raza modesta, pero digna.
Lo saluda
M. N.
186
Señor director:
Señor director:
Señor director:
M. N.
188
esquinas, más que sonreír o reírse piense que va ahí un ser vivo y
casi humano soportando toda clase de sufrimientos por la simple
necesidad de ganarse la vida.
No es mi propósito helarle la risa a nadie, pero me veo obligado
a decir con franqueza lo que pienso.
Lo saluda
S. B.
Señor director:
189
~ guna muchacha estuvo una tarde en mi taller, pero seguramente
asustada, pienso yo, por la forma penetrante en que mis ojos tra-
taban de fijar formas y colores, el conjunto de esa belleza magnífica
que se abría desde el busto como una flor de morbidez e incitación,
de inocencia y temor, no sé, con algo de fugitivo en la mirada, no
volvió más.
Mi vacío taller, mi ex cuartito de estudiante, comenzó a hacér-
seme odioso y di en la costumbre de vagar. Hablé una vez con el
funcionario que me trajo de la selva. Quiso buscarme provisoria-
mente un puesto en la Facultad, algo de tipo administrativo que me
dejara tiempo. Estaba todo dispuesto y habría resultado, tal vez, de
.
no mediar el Decano, que se mostró horrorizado ante la idea.
Alguien me propuso pintar paisajes y naturalezas muertas, que
tienen mercado fácil, pero me excusé. Rechazo el comercio del arte.
Llegué al último grado de la miseria. No tenía un centavo. En
cierta ocasión, desesperado por el hambre, cogí una fruta de un
puesto callejero y me la eché a la boca. Cogí otra, otra y una cuarta
aún. Me sentía insaciable. Desde el primer instante, los timbres
sonaron a rebato. Vinieron cuatro, cinco vigilantes, no sé de dónde,
me tomaron con rudeza de los brazos y así, como si fuera un ele-
mento altamente peligroso, me condujeron por las calles. Iban rá-
pido para dar la impresión de que debían arrastrarme y apelar a todas
sus fuerzas. No sé con qué objeto, porque yo reconocía mi falta y
aceptaba las consecuencias.
Me llevaron a la cárcel y me tuvieron diez días a pan y agua
(lo que mi estómago no dejó de agradecer). Luego me echaron a la
calle sin blue jean y sin camiseta, haciéndome probar la vergüenza
terrible de un puntapié final, el puntapié de desprecio y de adver-
tencia, señor director, que se da a los ladrones.
Cuando me alejaba entre la multitud de curiosos, gente del ba-
rrio, alguien salió de la casa policial y me arrojó por la espalda las
prendas requisadas. No olvidaré el silencio casi amistoso de esa gente
simple que me rodeaba, ni la forma cuidadosa con que una muchacha
se inclinó, recogió las cosas y las puso en mis manos.
Acaso fue eso, señor director, lo que me dio fuerzas para vencer
el desánimo total, un sentimiento de derrota sin remedio, de desilu-
sión, sin esperanzas que se apoderaba de mí.
Con el dinero que los amigos me reunieron solidariamente pasé
algunos días tranquilo. Echado en mi cuarto, comí buenas frutas,
pinté algo por distracción, escuché discos y, en suma, descansé. Mi
novia estuvo dos o tres veces a verme y se portó gentil conmigo.
Comprendía. Pero, sin duda, algo se había roto en mi interior.
Un día, vagando por el muelle, un hombre me dijo:
-«Ora», 2te quieres ganar unos pesos?
L e dije que sí, andaba de nuevo con hambres atrasadas y ganas
de hacer algo concreto.
Y me puse a cargar sacos. Hasta hoy. Y en eso estoy en el
momento de escribirle estas líneas.
191
Así, pues, va uno rodando, perdiendo todo lo aprendido, desli-
zándose por la pendiente. Hace unos días tomé los pinceles y no me
obedeció ni la mano ni el ánimo. A veces mi pensamiento, que se
había acostumbrado a los silencios fecundos de la disciplina interior
(no es mía la frase, señor director) adquiere otra vez un discurrir
gutural. Me sorprendo hablando solo en la calle, en el trabajo o
en mi cuarto. «Refunfuñando cosas de monos», dicen mis compa-
ñeros, sin adivinar cuán hondamente me tocan con sus bromas. A ve-
ces los malos instintos se me agolpan, no sé, unas negras ideas que
rondan roncas por el pecho, pero me contengo.
¿Qué va a ser de mí? ¿Me voy a convertir en uno de esos oran-
gutanes carne de horca que se arruinan por delitos miserables?
Más de una vez, parado en un lanchón que cabecea, mirando la
espesura verde que se extiende más allá de la bahía, me pregunto si
no hice mal en salir un día de ahí lleno de absurdos sueños dejando
atrás tantas cosas que, después de todo, me eran entrañablemente
queridas.
Señor director, me daría mucha pena que estas pobres palabras se
interpretaran como un reproche a los hombres. Nada más lejos de
nuestra intención. Los hombres nos han ofrecido una oportunidad
que no podremos olvidar en tanto tenga memoria nuestra especie.
Si algún reproche cabe es al sistema, al modo de vida vigente, que
-hasta donde nuestras pobres cabezas selváticas pueden entender-
adolece de defectos graves.
Lo saluda respetuosamente este gran mono, este cargador del
puerto, este pintor sin porvenir que no pierde aún la esperanza, a
pesar de todo, en el generoso experimento de los hombres.
Lo saluda
M. C. S.
Señor director:
Lo saluda
N. O.
192
Señor director:
193
un paisaje bueno para el hombre, pero no para el temperamento
erizado y luchador de un gran mono, sobre todo si ese gran mono
-sin proponérselo él, desde luego- se ha mantenido lejos del baño
tranquilizador de la cultura.
194
cómo era. Después nos dejamos de esa ridiculez, una porque los
monos no servíamos para el baile y otra porque lueguito empezaron
los problemas y todo el mundo prefería sentarse en cualquier parte
a conversar, a quejarse o a hacer recuerdos. Por ahí comenzó la
afición a la cerveza.
-Después el mono comenzó a descubrir la verdad.
-Te diré, a pesar de todo, lindos tiempos ...
LOS LIBROS
LECTURA DE
«ALGO DE MI VIDA»,
DE LUIS CORVALAN
LUIS BOCAZ
199
nacimiento, y 1956, año de su elección como secretario general
del Partido Comunista. Utilizando como referencia su propia tra-
yectoria vital, Corvalán confía reconstruir el «itinerario de miles de
compañeros». ¿Desconfianza ante una teorización que pueda alejar
de lo concreto? Para esta opción podrían allegarse causas valederas
derivadas de las condiciones de detención del autor, pero quizá
no sea desdeñable la hipótesis de estar frente a un pensamiento
que se siente más cómodo en un terreno diferente al de la formu-
lación teórica sistemática.
Independientemente de los límites que el variado origen del
actual movimiento revolucionario chileno pudiera imponer a sus
intenciones, la elección del vehículo expresivo invita a pensar en uno
de los rasgos perceptibles en la producción teórica chilena desde los
días de Recabarren. Volcada, desde muy temprano, hacia los pro-
blemas de la praxis política, el observador distingue una modalidad
de reflexión que difiere de la producción de un Mariátegui, por
ejemplo. Seria justificado el paralelo que ve en el marxista chileno
y en el marxista peruano dos figuras que laboran la misma cantera,
con herramientas similares pero en veta diferentes. Recabarren, el
gran organizador cuya obra vive en el poderoso movimiento de los
trabajadores chilenos; Mariátegui, el gran intelectual cuya inter-
xetación del Perú conserva plena validez.
En un género en el que las efusiones del yo suelen oscurecer
la escena sorprende el equilibrio de un texto dedicado a los jóvenes
y al que el autor despoja, con premura, de pretensiones literarias.
La historia de la literatura chilena nos entrega algunos ejemplos
ilustres que suministran carne y latido a la conceptualización his-
tórica. Se nos excusará la alusión obligada a Recuerdos del pasado,
de Vicente Pérez Rosales -irónico desde el mismo título- y a
su inestimable valor para revivir la etapa de organización de una
joven república desde el punto de vista de quien se plantea con
decisión y humor robustecer lo’s elementos de superación de ese
pasado. Las vivencias de Corvalán forman parte de un acervo de
informaciones acumuladas por personalidades que han comprome-
tido su existencia con la obtención de cambios fundamentales en
la estructura del país. A menudo, un pudor lamentable que juzgó
inútil registrarlas por escrito, o la falta de tiempo, privó de estas
valiosas fuentes a una concepción de la historia centrada en la elu-
cidación de procesos que afectan a mayorías nacionales por encima
de modificaciones acaecidas en frágiles instituciones políticas.
El libro se abre con una magnífica pintura de género que nos
introduce a la intimidad de un hogar provinciano en el Chile de
los años veinte. La narración se complace en los zig-zags del pro-
ceso de urbanización que altera la fisonomía rural del país estragada
por el secular dominio de la oligarquía liberal-conservadora :
200
apenas estaban poblados Frutillares, Estanque y Cerro Ale-
gre. No había alcantarillado y el agua no era potable. En
casa había una piedra porosa para destilarla, pero muy
poco la usábamos. Era más práctico hervir el agua turbia
que pasarla por esa piedra. Sólo algunas calles estaban
adoquinadas: Portales, Manuel Montt, y Nogueira. En el
verano abundaba el polvo y en el invierno el barro. Este
era tan hondo y espeso que a veces se quedaban pegadas
las carretas. Había que tener una doña yunta para salir
del fango. Los carretones que tenía la Sociedad Vitivinícola
para sus repartos eran tirados por percherones. Pero tam-
bién quedaban atascados. Carreteros y carretoneros echa-
ban chispas; los primeros, picaneando los bueyos; los se-
gundos, chicoteando los caballos. Rabiaban a más no poder.
Los chiquillos del barrio gozábamos del espectáculo» (p. 28).
201
el eco de los grandes acontecimientos mundiales, ni del movimien-
to obrero del Norte, y, es significativo, tampoco del núcleo prole-
tario de la cercana región de Lota.
203
Oriente para culminar con amplias referencias a la edifica-
ción del socialismo en la URSS. El informante se detenía
especialmente en las luchas de los trabajadores de Francia
y España. Después saltaba a América Latina. Cuando lle-
gaba el momento de entrar al análisis de las cosas de Chile,
ya casi no le quedaba voz y a sus auditores muy poca ca-
pacidad de retención. Sin embargo, recuerdo muy bien
que, en lo tocante al país, se diseñaba un cuadro bastante
optimista de la lucha social y de las perspectivas que ella
ofrecía» (p. 57),
204
1 como tal el 4 de junio de 1912 cuando Recabarren había fundado,
en Iquique, el Partido Obrero Socialista:
206
5
rr
CRONICA
políticas y económicas de la Junta
sólo cada cierto tiempo logran to.
mar vida y agitar la opinión públi.
ca, la resistencia cultural, más lar.
vada, menos rutilante y más su.
til, está siempre presente. Una can-
ción, un libro que circula de mano
en mano, un grabado clandestina.
mente editado están continuamente
clarificando la atmósfera negra que
el gobierno militar quisiera para
nuestro país. No es extraño que el
fascismo no haya logrado nunca
avasallar la vida cultural de un
pueblo: ella es el sitio de su iden-
tidad profunda y de la creación
constante de su propia autoconse-
cuencia.
Desgraciadamente, una cultura ni
puede nutrirse de sus ‘propias raí-
Un grupo de chilenos obligados ces ni vive en la sobrevivencia de
a residir fuera de nuestro país, y su aislamiento. Universalidad y des-
que hemos desempeñado en él ac- arrollo constante son sus caracte
tividades ligadas con la cultura, h e rísticas más propias. Y es, justa-
mos firmado una carta en que ex- mente, para ahogarla en su mera
presamos nuestra preocupación por sobrevivencia o para deformarla me-
el desarrollo cultural chileno y rea- diante estilos periclitados o impor-
firmamos el derecho de nuestra pa- tados que el fascismo ha enviado al
tria a continuar construyendo su exilio a buena parte de sus univer-
cultura con el aporte de todos sus sitarios, sus artistas, sus profesio-
intelectuales. Este documento, di- nales y ha erigido una frontera in-
rigido a todos los universitarios chi- terior que hace de la gran mayoría
enos de dentro y fuera del país y de los chilenos, exiliados en su pro-
inviado a organismos internaciona- pia patria.
les -entre otros, Unesco-, s e in- Quienes estamos del lado de acá
serta en la lucha constante que de dicha frontera, artificiosa pero
ibran artistas, escritores, científicos, tenaz, sabemos bien que nuestra
sstudiantes y ,profesionales por man- común tarea es mantener vivos los
ener viva esa realidad tan clara, trazos de madurez, originalidad y
a n propia y tan indefinible que de- democracia que siempre caracte-
iominamos cultura chilena. rizaron nuestra cultura. Pero hay al-
El proceso de destrucción de la gunos a los que las fronteras na-
xonomía, de la política, de la cul- turales y la distancia añaden otras
ura y sociedad chilenas que lleva a responsabilidades.
Sfecto la Junta Militar para hacer de La primera es no dar jamás cabi-
iuestro país una entidad de de- da a lo que, por resonancias his-
)endencia absoluta del imperialis- tóricas, podría llamarse “cultura de
no supranacional de raigambre nor- la emigración”. La mantención de
eamericana cumple inexorablemen- la identidad nacional (en todas las
e sus etapas, con el despiadado generaciones) y la referencia cons-
:osto que todos sabemos. Sin em- tante al proceso cultural chileno
)argo, el fascismo no podría vana- constituyen las condiciones concre-
aloriarse de haber avasallado de tas de esta responsabilidad.
nodo total la vida cultural chilena, La segunda, la más importante de
:omo piensa haberlo hecho con todas, es la exigencia de regresar
stros aspectos de lo que, hasta sep- a nuestro país no como autómatas
iembre de 1973, constituía nuestro del saber o la ciencia ni para per-
nodo de ser más genuino. E n efec- manecer inactivos, sino para termi-
o. si la resistencia a las medidas nar como termina nuestra carta,
208
para hacer valer el derecho d e *Quienes suscribimos esta carta
Chile de disponer de sus intelec- en representación de todos los
tuales, a fin de llevar a cabo su académicos, científicos, artistas,
propio desarrollo. profesionales y estudiantes chile-
nos privados de vivir y trabajar en
Pedro MIRAS su patria afirmamos, más allá de
nuestros propios derechos indivi-
duales, el derecho de Chile a con-
tar con el capital de sus intelec-
tuales para emprender y llevar a
TEXTO DE LA CARTA cabo su propio desarrollo..
209
CRON ICA
lectuales latinoamericanos y unc
que otro solitario en exilio polí.
tico, ha cedido paso un exilio PO.
Iítico masivo en el que cantidades
de individuos han debido abandonar
sus países, forzados por regímenes
que reprimen radicalmente toda ma.
nifestación política y cultural que
no dé apoyo ideológico al poder
en plaza. Así, grupos de intelectua-
les exiliados han debido situarse
frente a la realidad europea desde
una perspectiva diferente a la del
intelectual latinoamericano tradi-
cional.
Este interés genuino por parte de
muchos franceses, estimulado, co-
mo hemos dicho, por la presencia
Durante diez días -del 29 de ju- de numerosos intelectuales, artis-
nio al 9 de julio de 1978- se rea- tas y escritores de América Latina
lizó en el castillo de Cérisy-la Sa- en París, no ha sido ignorado por
He, centro cultural internacional, si- aquellos que controlan los circui-
tuado en la Normandía, un coloquio tos de comercialización y distribu-
sobre Literatura Latínoamericana ción de mercancías culturales.
Contemporánea, dirigido por Jac- Mientras los países latinoamerica-
ques Leenhardt, profesor de la Eco- nos han servido desde la época
le des Hautes Etudes en Sciences colonial de fuente de materias pri-
Sociales, París. mas para los países dominantes, en
Este suceso nos incita a refle- los Últimos años se ha presentado
xionar sobre las condiciones socio- a la América Latina también como
culturales que han propiciado el una fuente de producción cultural.
interés por parte del público fran- Las editoriales más grandes de Pa-
cés y europeo en general por la rís, después de las norteamerica-
literatura latinoamericana de las nas, han sabido aprovechar esa
últimas dos décadas, y sobre la po- oportunidad: todas tienen su ~ c o -
sibilidad de que los estereotipos lección. de literatura latinoameri-
culturales sobre Latinoamérica, que cana en donde a menudo trabajan
han dominado durante tanto tiem- escritores latinoamericanos de pres-
po. estén sufriendo un proceso de tigio. La cantidad de traducciones
transformación al producirse un de novelas latinoamericanas ha
wevo interés por el continente de- crecido de manera sorprendente
2ido a los problemas que lo sacu- en los últimos cinco años. Este fe-
Jen. nómeno se produce significativa-
Los acontecimientos de los últi- mente en el momento en que la no-
nos años -la instauración de regí- vela francesa es considerada en
nenes represivos que ejercen su -crisis.. Los intentos de experi-
2oder a través de la práctica sis- mentación, tales como .la nueva
:emática de la censura, las arres- novela. han permanecido circuns-
taciones, la tortura- ya son he- critos a grupos literarios y élites
:hos conocidos por muchos fran- intelectuales sin llegar a tocar de
:eses que han mostrado su soli- manera importante al lector fran-
jaridad a través de una serie de cés. Este vacío aparece llenado,
nanifestaciones públicas. En este en parte, por la producción nove-
>roceso de concientización, los in- lesca de América Latina. Un ejem-
:electuales latinoamericanos han plo de esto podría ser Cien Años
:enido un papel importante, lo que de Soledad, la novela más leída
i a llevado a una evolución de su en Francia desde hace algunos
.o1 tradicional. Al consabido viaje años.
1 las fuentes de la civilización oc- Ahora bien, sin querer restar im-
:idental de generaciones de inte- portancia al interés genuino que
210