Buck Pearl S - La Buena Tierra (Doc)
Buck Pearl S - La Buena Tierra (Doc)
Buck Pearl S - La Buena Tierra (Doc)
EDITORIAL JUVENTUD, S. A.
Titulo original: THE GOOD EARTH
Traducción de Elisabeth Mulder
Décima edición, julio 1977
Impreso en España
Era el día de las bodas de Wang Lung. Por el momento, al abrir los ojos
en la sombra de las cortinas que rodeaban su cama, no acertaba a ex-
plicarse por qué razón aquel amanecer le parecía distinto de los otros.
La casa permanecía silenciosa. Únicamente turbaba su quietud la tos
del padre anciano, cuya habitación estaba frente por frente de la de
Wang Lung, al otro lado del cuarto central. La tos del viejo era el primer
ruido que se oía en la casa cada mañana. Generalmente, Wang Lung la
escuchaba acostado en la cama y así permanecía hasta que la tos iba
acercándose y la puerta del cuarto de su padre giraba sobre los goznes
de madera. Pero esta mañana no se entretuvo esperando. Dio un salto
y apartó las cortinas del lecho.
Aurora sombría y bermeja. A través de un agujero cuadrado, que hacía
las veces de ventana, y en el que tremolaba un papel en jirones, se en-
treveía una parcela de cielo broncíneo. Wang Lung se acercó al agujero
y arrancó el papel.
–Es primavera, y no necesito esto –murmuró.
Le daba vergüenza expresar en alta voz su deseo de que la casa estu-
viera hoy arreglada y limpia.
El agujero permitía apenas el paso de la mano, que sacó por él para
sentir el contacto del aire. Un viento leve soplaba blandamente del
Este, un viento suave y murmurante, grávido de lluvia. Era un buen au-
gurio. Los campos necesitaban lluvia para fructificar, y aunque no la hu-
biera hoy, la habría dentro de unos días si aquel viento continuaba.
Bien, bien... Ayer le había dicho su padre que si este sol bronceado y
refulgente persistía, el trigo no iba a cuajar en la espiga. Y ahora era
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como si el cielo hubiese escogido este día precisamente para derramar
sus bendiciones. La tierra daría fruto.
Se apresuró a entrar en el cuarto central poniéndose los pantalones
mientras andaba, y atándose alrededor de la cintura su cinturón azul de
tela de algodón. De la cintura arriba quedóse desnudo mientras calenta-
ba el agua para bañarse.
Dirigióse a la cocina, que era un cobertizo apoyado contra la casa.
Emergiendo de la sombra, un buey, que se hallaba en el rincón junto a
la puerta, volvió la cabeza, y al ver a su amo comenzó a mugir profun-
damente.
La cocina de Wang Lung, como la casa, estaba construida de ladrillos de
tierra, grandes cuadriláteros de tierra de sus propios campos, y techada
con paja de su propio trigo. De la misma tierra, el padre había construi-
do el horno en su juventud, un horno que ahora estaba tostado y negro
por los muchos años de uso. Sobre el horno posábase un caldero de
hierro, redondo y profundo.
Wang Lung llenó parte de este caldero del agua que iba sacando con
una calabaza, de una tinaja de tierra cercana al fogón. Pero la sacaba
con cuidado, porque el agua era una cosa de máximo valor. Luego, tras
una corta vacilación, levantó la tinaja y vertió todo su contenido en el
caldero. En un día así iba a bañarse íntegramente. Nadie, desde los
tiempos en que era un chiquillo a quien la madre sentaba en sus rodi-
llas, había visto el cuerpo de Wang Lung. Hoy, alguien lo vería, y para
esa persona quería tenerlo limpio.
Dio la vuelta al horno, cogió un puñado de ramas y de hierbas secas
que se hallaban en un rincón de la cocina y las arregló con esmero en la
boca del horno, procurando sacar el mayor partido posible de cada briz-
na. Luego, con un viejo pedernal y un hierro, prendió una chispa, que
introdujo en la paja, y una llamarada alzóse en seguida del combusti-
ble.
Esta era la última mañana en que tendría que encender el fuego. Lo ha-
bía encendido diariamente desde que murió su madre, hacía seis años.
Una vez encendido el fuego, hervía el agua y se la llevaba a su padre en
una escudilla. El viejo tosía, sentado en la cama, y tanteaba en busca
de sus zapatos. Así había esperado cada mañana, durante estos seis
años, la llegada del hijo con el agua caliente para aliviarle la tos. Pero
ahora, padre e hijo podrían descansar, pues en la casa habría una mu-
jer. Ya nunca más tendría Wang Lung que levantarse al amanecer, in-
vierno y verano, para encender el fuego. Se quedaría en la cama espe-
rando: y a el también le traerían una escudilla con agua, y, si la tierra
daba fruto, en el agua habría hojas de te. Algunos años, así ocurría.
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Y si la mujer se agotaba, ahí estarían sus hijos para encender el fuego.
Muchos, muchos hijos le daría esta mujer a Wang Lung.
Se detuvo de pronto, pensando en los niños que correrían por las tres
habitaciones de la casa. Siempre le había parecido que eran demasia-
das habitaciones para ellos dos. La casa estaba medio vacía desde que
murió la madre y continuamente tenían que resistir a los intentos de in-
vasión de parientes que vivían más apurados que ellos. Su tío, con sus
incontables vástagos, exclamaba:
–¿Como pueden dos hombres solos necesitar tanto sitio? ¿No puede el
hijo dormir con el padre? El calor del joven haría bien a la tos del viejo.
Pero el padre replicaba:
Reservo mi cama para mi nieto. El me calentará los huesos en mi ancia-
nidad.
Y ahora los nietos iban a venir. ¡Nietos y más nietos! Tendrían que po-
ner camas a lo largo de las paredes y en el cuarto central. La casa ente-
ra estaría llena de camas.
Las llamaradas del horno se extinguieron y el agua del caldero empezó
a enfriarse mientras Wang Lung pensaba en todos los lechos que habría
en aquella casa medio vacía. Y en el umbral de la puerta apareció bo-
rrosamente la figura del viejo que se sujetaba sus ropas sin abrochar y
tosía, escupía.
–¿Por qué –suspiró el anciano– no tengo todavía el agua para calentar
mis pulmones?
Wang Lung se le quedó mirando, volvió en sí y se sintió avergonzado.
–El combustible está húmedo –murmuró tras el fogón–. Este viento mo-
jado...
El viejo continuó tosiendo perseverantemente y no cesó hasta que el
agua empezó a hervir. Wang Lung vertió parte del agua en una escudi-
lla, cogió un frasco barnizado que había en un borde del fogón, sacó de
el aproximadamente una docena de hojas secas y retorcidas y las echó
en el agua. Los ojos del viejo se abrieron glotonamente, pero en segui-
da comenzó a lamentarse:
–¿Por qué derrochas así? Beber té es como comer plata.
–Un día es un día replicó Wang Lung con una risa breve. Bebe y recon-
fórtate
Murmurando, dando pequeños gruñidos, el viejo cogió el tazón con sus
dedos arrugados y quedóse mirando cómo las hojas diminutas se desri-
zaban sobre la superficie del agua. Y no se atrevía a beber el preciado
líquido.
Se va a enfriar dijo Wang Lung.
–Cierto, cierto, repuso el viejo, alarmado.
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Comenzó a tragar el té caliente a grandes sorbos, con una satisfacción
animal, lo mismo que un niño fascinado por la comida. Pero no se abs-
trajo tanto que no viera a Wang Lung echar temerariamente el agua del
caldero en una honda tina de madera. Levanto la cabeza y contempló a
su hijo.
–Aquí hay agua suficiente para hacer madurar una cosecha dijo de re-
pente.
Wang Lung continuó echando el agua hasta la última gota y no contes-
to.
–¡Vaya, vaya! gritó el padre.
–No me he lavado el cuerpo, todo de una vez, desde el Año Nuevo dijo
Wang Lung en voz baja.
Le daba vergüenza decirle a su padre que deseaba estar limpio para
que la mujer pudiese verle. Cogió la tina de madera y se la llevó a su
cuarto. La puerta, ligeramente afianzada en un torcido marco de made-
ra, no se cerró herméticamente, y el viejo entró bamboleándose en el
cuarto central, acercó la boca al espacio abierto y chillo:
–¡Mala cosa si acostumbramos a la mujer así: té en el agua matinal y
todos estos lavajes!
–Un día es un día -gritó Wang Lung. Y añadió: Cuando termine, echaré
el agua en la tierra y así no se habrá desperdiciado todo.
El viejo se calló al oír esto, y Wang Lung, desabrochándose el cinturón,
se quitó las ropas. A la luz del foco cuadrado que penetraba por el agu-
jero de la pared, empapó una toalla en el agua humeante y comenzó a
frotarse vigorosamente el cuerpo oscuro y delgado. A pesar de que el
aire le había parecido tibio, al estar mojado sentía frío y se movía con
rapidez, metiendo y sacando la toalla del agua hasta que de todo el
cuerpo se escapó una leve nube de vapor. Entonces se dirigió a un arca
que había sido de su madre y sacó de ella un traje limpio de algodón
azul. Tal vez sentiría un poco de fresco sin sus ropas de invierno, pero
súbitamente se daba cuenta de que no podría sufrirlas ahora, sobre su
carne limpia. Aquellas ropas estaban rotas, sucias, y la entretela aso-
maba por los agujeros mugrienta y gris. No quería que la mujer le viese
así por primera vez. Más tarde tendría que lavar, que remendar, pero
no el primer día. Sobre los pantalones de algodón azul se echó una tú-
nica larga confeccionada con el mismo material, su sola túnica larga,
que usaba únicamente en los días de fiesta, o sea diez o doce veces al
año. Luego, con dedos ágiles, deshizo la larga trenza de cabello que le
colgaba a la espalda y comenzó a peinarla con un peine que cogió del
cajón de una pequeña mesa vacilante.
Su padre se acercó y gritó por la abertura de la puerta:
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–¿Es que no he de comer hoy? A mi edad, los huesos se hacen agua por
las mañanas hasta que se les alimenta.
–Ya voy –dijo Wang Lung, trenzándose el cabello lisa y rápidamente y
tejiendo entre los cabos un cordón de seda negra. Luego se quitó la tú-
nica y, enroscándose la trenza alrededor de la cabeza, cogió la tina de
agua y salió afuera. Se había olvidado por completo del desayuno. Haría
una papilla de harina de maíz y se la daría a su padre, porque lo que es
él no podía comer. Avanzó con la tina hasta la entrada y vertió el agua
sobre la tierra más próxima a la puerta; pero mientras lo hacía recordó
que había empleado toda el agua del caldero para el baño y que tendría
que encender el fuego otra vez. Y sintió una oleada de cólera hacia su
padre.
Esa vieja cabeza no piensa más que en su comida y en su bebida –
murmuró a la boca del horno.
Pero en voz alta no dijo nada. Era la última mañana en que tendría que
preparar la comida para el viejo. Puso en el caldero un poco de agua,
que llevó, en un cubo, del pozo cercano a la puerta, preparó la comida
y se la dio al viejo.
–Padre mío –dijo-, esta noche comeremos arroz. Mientras tanto, aquí
está el maíz.
–No queda más que un poco de arroz en el cesto –exclamó el viejo sen-
tándose a la mesa del cuarto central y removiendo con los palillos la
pasta amarillenta.
–Entonces, comeremos un poco menos en la fiesta de la primavera –
dijo Wang Lung.
Pero el viejo, ocupado en comer ruidosamente de la escudilla, no le oía.
Wang Lung regreso a su cuarto, se puso otra vez la larga túnica azul y
se soltó la trenza. Pasándose la mano por las sienes rasuradas y por las
mejillas, se preguntó si no le convendría afeitarse. Apenas había salido
el sol. Podría pasar por la calle de los Barberos y hacerse afeitar antes
de ir a la casa donde la mujer le esperaba. De tener bastante dinero,
así lo haría.
Saco del cinturón un bolsillo pequeño y grasiento, de tela gris, y contó
el dinero que poseía. Seis dólares de plata y dos puñados de monedas
de cobre.
Todavía no le había dicho a su padre que había invitado a unos amigos
a cenar aquella noche. Los invitados eran: su primo, el hijo menor de
su tío; su tío, en atención a su padre, y tres labradores vecinos que vi-
vían con él en el pueblo. Había pensado traer aquella mañana de la ciu-
dad carne de cerdo, un pescado pequeño, de pantano, y un puñado de
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castañas. Y quizá comprara hasta unos brotes de bambú del sur y un
poco de buey para hervir con las coles que él mismo había cultivado en
su huerto. Pero esto únicamente si le quedaba algún dinero después de
adquirido el aceite y la salsa de las judías. Si se afeitaba, tal vez no po-
dría comprar la carne de buey... Súbitamente, decidió afeitarse.
Dejó al viejo sin decir palabra y salió a la luz de la mañana naciente. A
pesar del rojo oscuro de la aurora, el sol ascendía por las nubes del ho-
rizonte y brillaba sobre el rocío del trigo tierno y de la cebada. Wang
Lung, que tenía verdaderamente alma de campesino, se recreó un mo-
mento contemplando las pequeñas cabezas en formación. Aún estaban
vacías y en espera de la lluvia. Olió el aire y miró ansiosamente al cielo.
Allí, en el vientre de aquellas nubes negras que pasaban sobre el vien-
to, se encerraba la lluvia. Y Wang Lung se dijo que compraría un bas-
toncito de incienso para ofrecerlo al dios de la tierra. En un día así, ha-
ría esta ofrenda.
Siguió adelante, por el camino estrecho que se retorcía entre los cam-
pos. No muy lejos se alzaba la muralla gris de la ciudad. Al otro lado de
la puerta por la que él debía pasar se hallaba la Casa Grande, la casa
de los Hwang. En ella había servido de esclava, desde niña, la mujer
que iba a ser suya. Había quien decía: "Más vale vivir solo que casarse
con un mujer que ha sido esclava de una casa grande". Pero cuando
Wang Lung le preguntó a su padre: "¿He de estar sin mujer toda mi
vida?", éste había contestado: "Las bodas cuestan caras en estos tiem-
pos, y las mujeres exigen anillos de oro y vestidos de seda. Lo único
que queda para las pobres son las esclavas".
Su padre se había movido entonces y había ido a la Casa de Hwang a
preguntar si no les sobraba alguna esclava.
–Una que no sea muy joven –había dicho–. Y, sobre todo, que no sea
bonita.
A Wang Lung le mortificaba que la esclava no hubiera de ser bonita. Le
habría gustado tener una linda esposa, por la que los otros hombres
pudieran felicitarle. Pero su padre, al ver la expresión rebelde del ros-
tro, le había dicho:
–¿Y qué es lo que vamos a hacer con una mujer bonita? Necesitamos
una mujer que cuide la casa y produzca hijos mientras trabaja en los
campos. ¿Hará estas cosas una mujer bonita? ¡Se pasará el tiempo
pensando en vestidos que hagan juego con su cara! No; de ninguna
manera ha de haber una mujer así en nuestro hogar. Nosotros somos
gente labradora. Además, ¿quién ha oído hablar de una esclava hermo-
sa y perteneciente a una gran casa, que fuera virgen? Todos los jóvenes
señores se habrían servido ya de ella, y mejor es ser el primero con una
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mujer fea que el centésimo con una beldad. ¿Te imaginas que a una
mujer bonita le parecerían tus manos de campesino tan agradables
como las manos suaves del hijo de un rico, y tu cara, negra del sol, tan
hermosa como la piel dorada de los otros que antes que tú han buscado
en ella su placer?
Wang Lung comprendió que su padre tenía razón, pero, así y todo, tuvo
que luchar consigo mismo antes de contestar. Y al hacerlo, dijo violen-
tamente:
–Al menos, no quiero una mujer picada de viruelas o que tenga el labio
superior hendido.
–Veremos lo que hay para escoger –replico el padre.
Bien, la mujer no era picada de viruelas ni tenía el labio superior hendi-
do. Es todo lo que sabía de ella. Su padre y él habían comprado dos
anillos de plata con baño de oro, y unos pendientes, también de plata,
que su padre había entregado al dueño de la esclava en señal de es-
ponsales. Aparte esto, nada más sabía de aquella mujer que iba a ser
suya, excepto que hoy podía ir a buscarla.
Atravesó la puerta de la ciudad y su fresca penumbra. Los aguadores
acababan de aparecer, con sus angarillas cargadas de grandes tinajas
de agua: iban y venían todo el día, y el agua saltaba de las tinajas sal-
picando las piedras. Se estaba siempre húmedo y fresco en el túnel que
formaba la puerta bajo la gruesa muralla de tierra y ladrillos. Se estaba
fresco hasta en un día de verano, tanto, que los vendedores de melones
colocaban sus frutos sobre las piedras, abiertos, para que absorbiesen
la frescura húmeda del túnel. Como la estación no estaba suficiente-
mente adelantada, aún no había melones, pero a lo largo de las pare-
des se veían cestos con unos melocotones pequeños, duros y verdes.
Los vendedores gritaban:
–¡Los primeros melocotones de la primavera, los primeros! ¡Comprad,
comed, limpiad vuestro intestino de los venenos del invierno!
Wang Lung se dijo:
–Si a la mujer le gustan, le compraré un puñado de melocotones cuan-
do regresemos.
Apenas podía darse cuenta de que, cuando regresara, una mujer cami-
naría tras él.
Al traspasar la puerta, dobló a la derecha y no tardó en encontrarse en
la calle de los Barberos. Había pocos clientes antes que él: sólo unos la-
bradores que habían llevado sus productos a la ciudad la noche anterior,
con el fin de vender los vegetales en los mercados al amanecer y poder
estar de regreso en los campos a tiempo para el trabajo del día. Habían
dormido, encogidos y temblorosos, sobre sus cestos, aquellos cestos
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que estaban ahora vacíos a sus pies. Wang Lung los esquivó para evitar
que alguno de los labradores le reconociera. No quería que le gastasen
bromas en un día como éste. En línea, a lo largo de la calle, se hallaban
los barberos, en pie tras los mostradores. Wang Lung se dirigió al más
lejano, se sentó en el taburete y le hizo seña al oficial, que estaba de
charla con un vecino. El barbero acudió presuroso, cogió un pote de so-
bre el hornillo de carbón y comenzó a llenar de agua caliente una pa-
langana de lata.
–¿Afeitado completo? –preguntó, profesionalmente.
–Cara y cabeza –replicó Wang Lung.
–¿Limpiar nariz y orejas? –preguntó el barbero.
–¿Cuánto más costará eso? –quiso saber Wang Lung.
–Cuatro peniques –respondió el barbero, comenzando a meter y sacar
del agua un paño negro.
–Le doy dos –dijo Wang Lung.
–Entonces limpiaré una oreja y media nariz –replicó el otro prontamen-
te–. ¿Que lado de la cara prefiere?
Y le hizo una mueca al barbero vecino, que soltó una risotada. Wang
Lung comprendió que había caído en manos de un guasón, y sintiéndo-
se inferior, como de costumbre, a estos habitantes de la ciudad, a pesar
de que eran sólo barberos y gente de la más baja, dijo prestamente:
–Como quiera..., como quiera...
Y cedió al barbero, que le enjabonó, frotó y afeitó, y que siendo, a pe-
sar de todo, un buen hombre, y generoso, le hizo gratis unas cuantas
manipulaciones hábiles en los hombros y en la espalda para dar elastici-
dad a los músculos. Mientras le afeitaba la cabeza a Wang Lung, co-
mentó:
–Este labrador no estaría mal si se cortase el pelo. La nueva moda
manda suprimir la trenza.
Y la navaja pasó tan cerca del círculo de cabello en la coronilla de Wang
Lung, que éste gritó:
–¡Sin el permiso de mi padre no puedo cortarme el pelo!
El barbero se echó a reír y orilló el circulo de cabello.
Cuando la operación hubo terminado, Wang Lung contó el dinero en la
mano arrugada y húmeda del barbero. Y tuvo un momento de pánico:
¡tanto dinero! Pero, al echar a andar calle abajo, sintiendo la fresca ca-
ricia del aire sobre la piel afeitada, se dijo:
–Un día es un día.
Se fue al mercado y compró dos libras de carne de cerdo, mirando
cómo el carnicero la envolvía en una hoja de loto seca. Dudó un ins-
tante y compró también media libra de buey y unas porciones de re-
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quesón fresco que temblaba como gelatina sobre las hojas. Luego fue a
una cerería, adquirió dos bastones de incienso, y se dirigió, tímidamen-
te, hacia la Casa de Hwang.
En la entrada, sintió que un terror invencible se apoderaba de el.
¿Cómo había venido solo? Debía haberle pedido a su padre, a su tao, o
hasta a Ching, su vecino más próximo, que le acompañase. Nunca ha-
bía estado en una gran casa. ¿Cómo iba a entrar en ésta, con su festín
de bodas al brazo, y decir: "Vengo a buscar una mujer"?
Durante un rato se quedó a la puerta, mirándola. Estaba bien cerrada;
los dos grandes batientes de madera, pintados de negro, asegurados y
tachonados de hierro, firmemente ajustados uno sobre otro. Dos leones
de piedra montaban la guardia, uno a cada lado. No había nadie más.
Wang Lung retrocedió. ¡Imposible decidirse! Sentía una súbita debilidad
y decidió comprar primeramente algo que comer. No había tomado
nada aún; había olvidado su comida.
Fue a un pequeño restaurante callejero y, poniendo dos peniques sobre
una mesa, se sentó. Un chico sucio, con un delantal negro y lustroso, se
acercó a él, y Wang Lung le pidió: "¡Dos escudillas de fideos!", y cuando
se las trajo se las comió glotonamente, empujando los fideos boca
adentro con los palillos de bambú mientras el chico hacía girar los co-
bres entre sus dedos negruzcos.
–¿Quiere más? –preguntó el chico indiferentemente.
Wang Lung movió la cabeza, se enderezó y miró alrededor. No había
nadie conocido suyo en aquella habitación pequeña, oscura, llena de
mesas. Sólo se hallaban sentados unos cuantos hombres, que comían o
bebían té. Era un lugar para pobres, y entra ellos Wang Lung se veía
pulcro, limpio y casi rico, tanto, que un mendigo que pasaba se dirigió a
él.
–¡Tenga corazón, maestro, y déme una monedita! ¡Tengo hambre! –se
lamentó.
Jamás un mendigo le había pedido limosna a Wang Lung, jamás nadie
le había llamado "maestro". Se sintió satisfecho y echó en el platillo del
mendigo dos moneditas, que valían la quinta parte de un penique. El
pobre alargó con prontitud su mano ennegrecida, semejante a una ga-
rra, y, cogiendo la limosna, la escondió entre sus harapos.
Wang Lung continuaba sentado, mientras el sol iba ascendiendo. El chi-
co, daba vueltas impacientemente, y por fin le dijo a Wang Lung, con
descaro:
–Si es que no compra nada más, tendrá que pagar alquiler por el tabu-
rete.
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A Wang Lung le irritó esta impertinencia, y de buena gana se habría le-
vantado y hubiera partido; pero cuando pensaba que tenía que ir a la
gran Casa de Hwang, a preguntar por una mujer, rompía a sudar por
todo el cuerpo como si estuviera trabajando en los campos.
–Tráeme té –le dijo débilmente al chico.
Y antes de que tuviera tiempo de volver la cabeza, allí estaba el té, y el
chico preguntaba con viveza:
–¿Y el penique?
Wang se dio cuenta, con horror, de que no tenía más remedio que sa-
car de su cinturón otro penique más.
–Es un robo –murmuró de mal talante.
Pero en esto vio entrar a su vecino, al que había invitado para la fiesta
de la noche, y puso rápidamente el penique sobre la mesa, se tragó el
té y se fue muy aprisa por la puerta lateral. Se hallaba en la calle una
vez más.
–Hay que hacerlo –se dijo con desesperación. Y, lentamente, dirigió sus
pasos hacia la gran entrada.
Esta vez, como era ya plena mañana, la puerta estaba entreabierta y el
guardián, después del almuerzo, vagaba por la entrada, limpiándose los
dientes con una astilla de bambú. Este guardián era un hombre alto,
con un gran lunar en la mejilla izquierda, del que colgaban tres pelos
largos y negros que jamás habían sido cortados. Al ver a Wang Lung, le
gritó ásperamente, creyendo, por el cesto que llevaba, que había veni-
do a vender algo:
–¿Qué hay?
Wang Lung replicó con gran dificultad:
–Soy Wang Lung, el labrador.
–Bueno, y Wang Lung, el labrador, ¿qué hay? –replicó el guardián, que
sólo era atento con los opulentos amigos de sus señores.
–He venido..., he venido... –tartamudeó Wang Lung.
–Eso ya lo veo –replicó el portero con deliberada paciencia, retorciéndo-
se los tres pelos del lunar.
–Es por una mujer –dijo Wang Lung.
Y, a pesar de sus esfuerzos, la voz se le iba apagando hasta convertirse
en un murmullo. A la luz del sol, la cara le brillaba, húmeda. El guardián
se echó a reír.
–¡De modo que eres tú! –exclamó él–. Me habían avisado que hoy ven-
dría el novio, pero no te hubiera reconocido, con ese cesto al brazo...
–Son sólo unos manjares –dijo Wang Lung excusándose, y creyó que el
guardián le iba a conducir ahora al interior de la casa.
Pero el hombre no se movió, y al fin Wang Lung preguntó con ansiedad:
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–¿He de entrar solo?
El guardián hizo ver que se sobrecogía de horror.
–¡El Venerable Señor te mataría!
Y, viendo la inocencia del rústico, insinuó:
–Un poco de plata es una buena llave...
Wang Lung acabó por ver que lo que el hombre quería era dinero.
–Soy un pobre –dijo suplicante.
–A ver lo que llevas en el cinturón –contestó el guardián.
Y sonrió al ver la simplicidad de Wang Lung, que puso el cesto sobre las
piedras y, levantándose la túnica, sacó el bolsillo que llevaba en el cin-
turón y echó en su mano izquierda cuanto dinero le había quedado des-
pués de efectuadas sus compras. Había sólo una pieza de plata y cator-
ce peniques de cobre.
–Cogeré la plata –dijo el guardián tranquilamente, y, antes de que
Wang Lung pudiera protestar, se había metido la moneda en la manga y
se adentraba hacia la casa gritando:
–¡El novio, el novio!
Wang Lung, a pesar de su cólera por lo ocurrido y de su horror al ser
anunciado de tan estentórea manera, no pudo hacer otra cosa que co-
ger el cesto y seguir al guardián. Iba derecho, sin mirar a un lado ni a
otro.
Aunque era la primera vez que había entrado en una gran casa, des-
pués no podía acordarse de nada. Con la cara ardiendo y la cabeza in-
clinada, atravesó patio tras patio, oyendo los gritos del guardián prece-
diéndole, escuchando el retiñir de risas por todos lados. Y, de pronto,
cuando le parecía que había atravesado cien estancias, el guardián le
empujó a un saloncito de espera y desapareció hacia alguna habitación
interior, regresando al cabo de un momento para anunciar:
–La Venerable Señora dice que puedes aparecer ante ella. Wang Lung
dio un paso hacia delante, pero el guardián le gritó:
–¡No puedes presentarte ante una gran señora con ese cesto al brazo!
¡Un cesto lleno de cerdo y de requesón! ¿Cómo vas a hacer la reveren-
cia?
–Cierto, cierto... –dijo Wang Lung muy agitado.
Pero no se atrevía a dejar el cesto en el suelo, por miedo a que le roba-
sen algo. Wang Lung no podía comprender que no todo el mundo no
deseara cosas tan exquisitas como dos libras de cerdo, media libra de
buey y un pequeño pescado de pantano.
El guardián vio su temor y gritó con desprecio:
–¡En una casa como ésta alimentamos a los perros con esas carnes!
Y, cogiendo el cesto, lo echó detrás de la puerta y empujó a Wang Lung
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hacia delante.
Descendieron por una galería larga y angosta, de techo sostenido por
columnas delicadamente talladas, y penetraron en un salón cual jamás
había visto Wang Lung. Una docena de casas como la suya se hubieran
perdido en él, tanta capacidad tenía y tanta altura. Levantando la cabe-
za para contemplar las vigas talladas y pintadas, tropezó en el umbral
de la puerta, y se hubiera caído si el guardián no le hubiese cogido por
un brazo, exclamando:
–Bueno, a ver si sabrás hacer la reverencia ante la Venerable Señora.
Y Wang Lung, volviendo en si, y muy avergonzado, miró adelante, y en
el centro de la habitación, sobre un estrado, vio a una señora muy vie-
ja, pequeña y fina, vestida de satén gris muy brillante; a su lado, en
una banqueta baja, quemaba, sobre la lamparilla, una pipa de opio. La
señora miró a Wang Lung con sus ojillos negros, penetrantes, tan vivos
y hundidos en el rostro delgado y lleno de arrugas como los de un si-
mio. La piel de la mano que sujetaba el extremo de la pipa aparecía ti-
rante sobre los huesos menudos, lisa y amarilla como el oro de un ído-
lo. Wang Lung cayó de rodillas y golpeó con la cabeza el suelo.
–Levántalo –dijo gravemente la señora al guardián–. Estas reverencias
no son necesarias. ¿Ha venido a buscar la mujer?
–Si, Venerable Señora –replicó el guardián.
–¿Y por qué no habla? –preguntó la dama.
–Porque es un imbécil, Venerable Señora –respondió el guardián, retor-
ciéndose los pelos del lunar.
Estas palabras sublevaron a Wang Lung, que miró al guardián con in-
dignación.
–Soy solamente un rústico, Alta y Venerable Señora –dijo–, y no sé qué
palabras emplear ante vuestra presencia.
La señora se le quedó mirando con intensa gravedad; hizo como si fue-
ra a hablar, pero su mano se cerró sobre la pipa, que una esclava había
estado atendiendo, y pareció olvidarlo. Se inclinó un poco, fumando con
glotonería durante unos momentos; la viveza desapareció de sus ojos
y una niebla de olvido se extendió sobre ellos. Wang Lung permaneció
en pie ante ella, hasta que su mirada lo advirtió de nuevo.
–¿Qué hace aquí este hombre? –preguntó la señora con un enfado súbi-
to.
Diríase que se había olvidado de todo. El guardián no decía nada y su
rostro continuaba impasible.
–Estoy esperando la mujer, Alta Señora –dijo Wang Lung asombrado.
–¡La mujer! ¿Qué mujer...? –comenzó a decir la señora, pero la esclava
se inclinó y le dijo algo que la hizo recordar–. ¡Ah, si! Me había olvida-
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do... Una nimiedad... Vienes por la esclava llamada O–lan. Recuerdo
ahora que se la habíamos prometido en matrimonio a un labrador. ¿Eres
tú?
–Yo soy –replicó Wang Lung.
–Llama a O–lan en seguida –ordenó la señora a la esclava.
Parecía, de pronto, impaciente por concluir aquel asunto y porque la de-
jaran sola con su pipa de opio en la quietud del salón.
La esclava regresó trayendo de la mano una figura cuadrada, bastante
alta, vestida con pantalones y casaca de algodón azul, muy limpia.
Wang Lung le dio una ojeada rápida y en seguida miró a otro sitio. El
corazón le palpitaba aceleradamente. ¡Esta era su mujer!
–Ven aquí, esclava –dijo la señora con ligereza–. Este hombre ha venido
a buscarte.
La mujer se adelantó y quedó en pie ante la señora, con la cabeza baja
y las manos juntas.
–¿Estás preparada? –preguntó la dama.
La mujer respondió, lentamente y como un eco:
–Estoy preparada.
Wang Lung tenía a la mujer delante, y al oír por primera vez su voz,
que era agradable: ni aguda, ni melosa, ni áspera, la miró de nuevo.
Llevaba el cabello bien peinado y liso, y la casaca pulcra. Vio con cierta
desilusión que no tenía los pies prensados, pero no pudo reflexionar
sobre esto, porque la señora le decía al guardián:
–Llévale el cofre a la puerta y que se vayan. –Y volviéndose hacia Wang
Lung, exclamó–: Ponte junto a ella mientras hablo.
Cuando Wang Lung se adelantó, la señora le dijo:
–Esta mujer entró en nuestra casa cuando era una niña de diez años, y
aquí ha vivido hasta ahora, que tiene veinte. La compré en un año de
hambre, cuando sus padres bajaron hacia el Sur porque no tenían qué
comer. Eran gente del Norte, de Shantung, y allá se volvieron. No he
vuelto a saber de ellos. Como ves, O–lan tiene el cuerpo vigoroso y el
rostro cuadrado de su raza. Trabajará bien en los campos y sacando
agua, y en todo lo que quieras. No es bonita, pero eso no te hace falta;
sólo los ricos necesitan mujeres hermosas para que les diviertan. Tam-
poco es inteligente, pero hace bien lo que se le manda y tiene buen ca-
rácter. Que yo sepa, es virgen. Aunque no hubiera estado siempre en la
cocina, no posee suficiente belleza para haber tentado a mis hijos y nie-
tos. Si algo le ha pasado, ha tenido que ser con un criado, aunque, ha-
biendo en la casa tantas esclavas bonitas, dudo mucho que nadie se
haya fijado en ésta. Llévatela y empléala bien. Es una buena esclava, y
si yo no hubiese deseado hacer méritos para mi existencia futura, tra-
14
yendo al mundo vida nueva, la hubiera conservado. Pero siempre caso a
mis esclavas, si alguien las quiere y los señores no las desean.
Y a la mujer le dijo:
–Obedécele y dale hijos y más hijos. Tráeme la primera criatura para
que yo la vea.
–Si, Venerable Señora –respondió la mujer sumisamente. Y se queda-
ron allí, dudando; Wang Lung estaba muy confuso y sin saber si tenía
que hablar o no.
–¡Bueno, marchaos! –dijo la señora, irritada, y Wang Lung saludó rápi-
damente, volvióse y salió.
La mujer le seguía, y tras la mujer, el guardián con el cofre. Pero al lle-
gar a la habitación donde estaba el cesto de Wang Lung, se negó a lle-
varlo más tiempo, lo dejó en el suelo y desapareció sin decir palabra.
Entonces, Wang Lung volvióse y se encaró con la mujer por primera
vez. Tenía un rostro cuadrado y franco, la nariz corta, ancha, con las
fosas nasales grandes y oscuras; la boca dilatada y semejante a una in-
cisión. Los ojos, pequeños, de un negro sin brillo, tenían una tristeza
velada, no expresada claramente. Producía aquel rostro una impresión
de hermetismo y silencio, como si no pudiera hablar aunque quisiese.
La mujer soportó la mirada de Wang Lung con paciencia, sin mostrarse
confusa ni, a su vez, curiosa. Esperó simplemente a que él la hubiera
mirado.
Y Wang Lung pudo comprobar que, en efecto, no era bonito aquel ros-
tro moreno, vulgar y paciente. Pero en la piel oscura no había señales
de viruelas, ni tenía la boca un labio partido. Advirtió luego que la mu-
jer llevaba puestos sus pendientes, los pendientes con un baño de oro
que él le había comprado, y los anillos. Se volvió con una secreta satis-
facción. ¡Bien, ya tenía mujer!
–Ahí están ese cofre y ese cesto –le dijo rudamente.
Ella se inclinó en silencio, cogió el cofre por un extremo y se lo cargó a
la espalda, tambaleándose bajo su peso al tratar de incorporarse. Wang
Lung, que la miraba, exclamó de pronto:
–Yo cogeré el cofre. Toma el cesto.
Y cargó el cofre sobre su propia espalda, sin cuidarse de que llevaba
puesta su mejor túnica, mientras la mujer, siempre silenciosa, cogía el
asa del cesto.
Pensando en las cien estancias que debían atravesar y en su figura ab-
surda bajo aquella carga, Wang Lung dijo:
–Si hubiera alguna salida lateral...
La mujer asintió, tras unos instantes de meditación, como si no hubiera
entendido de pronto las palabras de Wang Lung. Luego le condujo a un
15
patio pequeño, adonde se iba poco, lleno de hierbas y con un estanque
cegado; allí, bajo las ramas de un pino inclinado, había una puerta vieja
y redonda. Levantó la aldaba, abrió la puerta y se encontraron en la ca-
lle.
Una o dos veces, Wang Lung volvióse para mirar a la mujer, cuyos
grandes pies la conducían tras él firme y segura como si en toda su vida
no hubiera hecho otra cosa. Su rostro conservaba su impenetrabilidad
característica.
Al llegar a la puerta de la muralla, Wang Lung se detuvo, irresoluto. Con
una mano sostenía el cofre sobre los hombros y con la otra comenzó a
tantear en su cinturón, buscando las monedas que le habían quedado.
Sacó dos peniques y compró seis melocotoncitos verdes.
–Para ti –le dijo a la mujer con aspereza–. Cómetelos.
Como una niña, ella alargó la mano ansiosamente y los cogió, apretán-
dolos en silencio. Cuando Wang Lung volvió a mirarla, mientras bordea-
ban un campo de trigo, vio que mordisqueaba uno de los melocotones,
lenta, cautamente, y en cuanto advirtió que era observada, lo escondió
de nuevo en la mano y mantuvo las mandíbulas en perfecta inmovili-
dad.
Y así anduvieron hasta que llegaron al campo del Oeste, donde se halla-
ba el templo a la tierra. Este templo era un edificio pequeño, no más
alto que los hombros de un individuo; estaba construido de ladrillos gri-
ses y tenía el techo embaldosado. El abuelo de Wang Lung, que cultivó
los campos donde ahora Wang Lung pasaba la vida, había edificado
aquel templo, llevando los ladrillos, desde la ciudad, en una carretilla.
Exteriormente, las paredes estaban cubiertas con yeso sobre el que un
artista de pueblo, contratado para el caso, había pintado un paisaje de
colinas y bambúes. Pero la lluvia que había caído durante generaciones
esfumó el paisaje, y ya no quedaba de él más que los bambúes, reduci-
dos a sombras con apariencia de plumas. Las colinas habían desapare-
cido casi por completo.
Dentro del templo, bien acomodadas bajo el techo, se encontraban dos
figuras pequeñas y solemnes, hechas de tierra, de la tierra que circun-
daba el templo. Estas figuras representaban al propio dios y su compa-
ñera, y estaban vestidas con unas túnicas de papel rojo dorado. El dios
ostentaba un bigote escaso y caído, de cabello auténtico. Cada año, por
Año Nuevo, el padre de Wang Lung compraba hojas de papel rojo y,
cuidadosamente, cortaba y pegaba un traje nuevo para la pareja. Y
cada año, la lluvia, la nieve, el sol, se los estropeaban.
Actualmente, sin embargo, los trajes estaban en buen estado, ya que el
año era joven aún, y Wang Lung se sintió satisfecho de su elegancia.
16
Cogió el cesto de manos de la mujer y buscó, bajo la carne de cerdo,
los dos bastones de incienso que había comprado. Sentía cierta inquie-
tud, miedo de que se hubieran roto, lo cual sería de mal augurio. Pero
estaban enteros, y cuando los encontró los puso, uno junto a otro, en-
tre la ceniza de otros bastones de incienso amontonados ante los dio-
ses, pues todo el vecindario reverenciaba a las dos figurillas de tierra.
Luego, cogiendo su hierro y pedernal, y sirviéndose de una hoja seca
como mecha, prendió una llama y encendió el incienso.
Hombre y mujer permanecían juntos ante los dioses de sus campos. Mi-
raba la mujer cómo los extremos del incienso se volvían rojos, y luego
grises; cuando la ceniza fue formando una cabeza, se acercó y, con el
dedo, la hizo caer. En seguida, como asustada de lo que había hecho,
dirigió a Wang Lung una rápida mirada, con sus ojos inexpresivos. Pero
había algo en el gesto de la mujer que a Wang Lung le fue grato. Era
como si considerase que el incienso les pertenecía a los dos; era un
gesto matrimonial.
Y así permanecieron, uno al lado del otro, mirando cómo los bastones
se convertían en ceniza, hasta que, al advertir que el sol declinaba ya,
Wang Lung se echó el cofre al hombro y tomó el camino de la casa.
El viejo estaba a la puerta, tomando los últimos rayos del sol. No hizo el
menor movimiento al ver acercarse a Wang Lung con su mujer, pues
hubiera sido impropio descender a notar su presencia. En lugar de esto,
aparentó un gran interés en las nubes y exclamó:
–Ese nubarrón que cuelga sobre el cuerno izquierdo de la luna creciente
anuncia lluvia. No pasará de mañana sin que llueva.
Y al ver que Wang Lung cogía el cesto que llevaba la mujer, exclamó:
–¿Has gastado dinero?
–Habrá invitados esta noche –dijo Wang Lung brevemente, y, dejando
el cesto sobre la mesa, llevó el cofre al cuarto donde él dormía y lo
puso en el suelo, junto al cofre dentro del que guardaba su propia ropa,
y se lo quedó mirando con extrañeza. Pero el viejo se acercó a la puerta
y gritó:
–¡No se hace más que gastar dinero en esta casa!
Íntimamente, estaba contento de que su hijo tuviera invitados, pero,
delante de su nuera, no quería dejar escapar la ocasión de quejarse,
pues no era cosa de acostumbrarla al derroche.
Wang Lung no contestó. Fue en busca del cesto y lo llevó a la cocina,
adonde la mujer le siguió, y, sacando los comestibles pieza por pieza,
los colocó en el borde del fogón apagado y dijo a la mujer:
–Aquí hay cerdo, buey y pescado. Seremos siete a comer. ¿Sabes coci-
nar?
17
Mientras hablaba, evitaba mirar a la mujer, lo cual no hubiera sido de-
coroso. Ella contestó, con voz llana:
–Estuve en la cocina, de esclava, desde que entré en la Casa de Hwang.
Y se guisaban carnes para todas las comidas.
Wang Lung movió la cabeza y salió de la cocina. Ya no volvió a ver a la
mujer hasta que llegaron los invitados: su tío, jovial, socarrón y ham-
briento; el hijo de su tío, un muchacho de quince años, muy descarado,
y los labradores, torpes, cohibidos y sonriendo con timidez. Dos de ellos
eran hombres del pueblo con los que a veces, en tiempos de cosecha,
Wang Lung permutaba semillas y labor. El otro era su vecino Ching, un
hombre pequeño, quieto, que no hablaba como no le obligasen a ello.
Cuando estuvieron instalados en el cuarto central, titubeantes y sin pri-
sa en tomar asiento, por educación, Wang Lung entró en la cocina y or-
denó a la mujer que sirviera. Y se sintió halagado cuando ella le dijo:
–Te pasaré los platos si quieres colocarlos tú en la mesa. No me gusta
aparecer ante los hombres.
Wang Lung pensó con orgullo que esta mujer era suya, que no temía
presentarse ante él, pero si ante los otros.
Cogió las escudillas que ella le tendía, las puso en la mesa del cuarto
central y exclamó:
–Comed, tío; comed, hermanos.
El tío, que era muy bromista, le preguntó:
–¿Es que no vamos a ver a la novia?
Wang Lung contestó con firmeza:
–Todavía no somos uno. No es decente que otros hombres la vean has-
ta que el matrimonio esté consumado.
Y les instó a que comieran, y ellos comieron, con buen apetito y en si-
lencio. Y uno alabó la rica salsa negra del pescado, y otro el cerdo, bien
condimentado y sabroso. Wang Lung repetía:
–La comida no vale nada. Y está mal hecha...
Pero se sentía muy satisfecho de aquellos platos, pues con las viandas
que había entregado a la mujer, ella combinó azúcar, vinagre y un poco
de vino, confeccionando una salsa que hacía la carne doblemente deli-
ciosa. Wang Lung jamás había probado nada parecido en las mesas de
sus amigos.
Aquella noche, mientras los invitados se entretenían tomando té y ha-
ciendo bromas, la mujer permanecía tras el fogón. Pero más tarde,
cuando el último invitado se despidió y Wang Lung entró en la cocina, la
encontró agazapada en un montón de paja, dormida junto al buey. En
el cabello tenía briznas de paja. Cuando Wang Lung la llamó, se cubrió
rápidamente la cara con el brazo, como para defenderse de un golpe, y,
18
al fin, al abrir los ojos, se le quedó mirando con una mirada tan vaga y
callada que Wang Lung tuvo la sensación de hallarse ante una niña.
Cogiéndola por la mano, la condujo a la habitación en donde aquella
misma mañana se había bañado para ella, y encendió una vela roja que
había sobre la mesa. A la luz de esta vela se sintió de pronto cohibido,
intimidado al verse allí solo con su mujer. Tuvo que aconsejarse a si
mismo:
"Bueno, aquí está esta mujer, y he de hacerla mía."
Y comenzó a desvestirse con obstinada decisión, mientras silenciosa-
mente ella se preparaba para el lecho tras la cortina. Wang Lung le or-
denó con rudeza:
–Antes de acostarte, apaga la luz.
Y se metió en la cama, cubriéndose los hombros con la gruesa colcha, e
hizo ver que dormía. Pero no dormía. Estaba estremecido, con los ner-
vios vibrantes.
Después de un momento interminable, el cuarto quedó a oscuras y, con
una exaltación capaz de romperle todas las fibras del cuerpo, sintió el
movimiento silencioso, lento, rastreante, de la mujer que se tendía a su
lado. Wang Lung rió en la oscuridad, con una risa áspera, y le echó los
brazos.
II
En los meses siguientes, le pareció a Wang Lung que no hacía otra cosa
que observar a esta mujer suya, aunque en realidad trabajaba como
siempre había trabajado. Azada al hombro, partía hacia sus parcelas de
tierra, cultivaba las hileras de legumbres, uncía el buey al arado y la-
braba el campo del Oeste, donde debían cosecharse las cebollas y los
ajos. Pero el trabajo resultaba ahora un lujo, pues cuando el sol llegaba
al cenit, podía ir a su casa y encontrar la comida a punto; la mesa, lim-
pia, y las escudillas y los palillos, colocados ordenadamente sobre ella.
Hasta entonces, el mismo tenía que confeccionarse el yantar al regresar
del trabajo, cansado como estaba, a menos que el viejo sintiese ham-
bre antes de tiempo y preparase un poco de comida u hornease un tro-
zo de pan raso y sin levadura para acompañar unas cabezas de ajos.
Ahora, lo que hubiese que comer estaba dispuesto y no tenía más que
sentarse en el banco junto a la mesa y servírselo. El suelo de tierra se
hallaba barrido; la pila del combustible, bien alta. Cuando él se marcha-
ba por las mañanas, la mujer cogía el rastrillo de bambú y una cuerda y
rondaba con ellos por los contornos, segando aquí un poco de hierba,
allá una ramita o un puñado de hojas, y regresaba al mediodía con sufi-
ciente combustible para hacer la comida. Le placía a Wang Lung que ya
no tuviesen que comprar más leña.
Por la tarde, la mujer se echaba al hombro una azada y un cesto y mar-
chaba al camino principal, que conducía a la ciudad y por el que pasa-
ban continuamente mulas, burros y caballos acarreando cosas de una
parte a otra, allí recogía los excrementos de los animales y los llevaba
a la casa, amontonando el estiércol en el patio para fertilizar con él los
campos. Estas cosas las hacía en silencio y sin que nadie le ordenase
hacerlas; y al terminar el día no descansaba hasta haber dado de comer
al buey, en la cocina, y sacado agua, que le acercaba al hocico, para
que el animal bebiese cuanto tuviera gana.
Remendó y arregló las ropas harapientas de los dos hombres con hilo
que ella misma había hilado –aprovechando un copo de algodón con un
huso de bambú–. Así quedaron adecentados los vestidos de invierno.
Las ropas de cama las sacó a la entrada, las puso al sol y, descosiendo
la cobertura de los cubrecamas acolchados, los lavo y colgó de un bam-
bú para que se secaran, sacudiendo y aireando el algodón, limpiándolo
de los insectos que habían anidado entre sus pliegues y soleándolo
todo.
Día tras día se ocupaba en una cosa o en otra, hasta que las tres habi-
21
taciones tuvieron una apariencia pulcra y casi próspera.
La tos del viejo mejoró, y el anciano tomaba apaciblemente el sol junto
a la pared de la casa orientada al Sur, siempre medio dormido, caliente
y feliz.
Pero esta mujer jamás hablaba, excepto en ocasiones de estricta nece-
sidad. Wang Lung, observando cómo se movía, firme y lentamente, por
las habitaciones de la casa, al paso seguro de sus grandes pies, obser-
vando su rostro cuadrado y estólido y la inexpresiva y medio temerosa
mirada de sus ojos, no sabía qué pensar de ella. De noche, conocía bien
la suave firmeza de su cuerpo, pero de día, vestida, la túnica y los pan-
talones de basto algodón azul cubrían cuanto el conocía y la mujer era
entonces como una criada muda, una criada y nada más. Pero no esta-
ba bien que él le dijera: "¿Por qué no hablas?" Bastaba que cumpliera
con su deber.
A veces, trabajando los terrones del campo, ocurría que Wang Lung co-
menzaba a divagar sobre ella. ¿Qué habría visto en aquellas cien estan-
cias? ¿Qué había sido de su vida, aquella vida que nunca compartía con
él? No sabía qué pensar. Y en seguida se sentía avergonzado de su in-
terés y curiosidad por O–lan. Al fin y al cabo, era sólo una mujer.
III
IV
Y ocurrió que, antes de que pudiera darse cuenta del nuevo estado de
cosas, la mujer se hallaba otra vez a su lado, trabajando en los campos.
Ya habían recogido la cosecha y batían el grano en la era, que constituía
asimismo el patio de entrada de la casa. Lo batían con mayates, él y la
mujer a un tiempo. Una vez, batido, lo cernían, echándolo al aire desde
los planos cestos de bambú, recogiendo el grano al caer, mientras la
broza volaba al viento como una nube. Y había también que plantar
nuevamente los campos con el trigo de invierno, y cuando Wang Lung
hubo uncido el buey y labrado la tierra, la mujer siguió tras él con una
azada, deshaciendo los terrones de los surcos.
Trabajaba ahora todo el día. El niño, entre tanto, dormía sobre una vie-
ja colcha, en el suelo. Cuando se despertaba, la mujer interrumpía su
labor y le daba el pecho, sentada en el suelo, mientras el sol caía sobre
ellos, ese recalcitrante sol de otoño que conserva el ardor del verano
hasta que los primeros fríos invernales le fuerzan a soltarlo. La mujer y
el niño estaban tan morenos como la arcilla y parecían dos figuras de
tierra. El polvo de los campos se posaba sobre el cabello de la madre y
29
en la cabeza negra y suave de la criatura.
Pero del seno amplio y oscuro, la leche que alimentaba al hijo fluía tan
blanca como la nieve. Y cuando la criatura succionaba un pecho, mana-
ba del otro, y la mujer dejábale manar. Tenía más de la necesaria para
el sustento del niño, a pesar de su glotonería, y descuidadamente la de-
jaba perderse, segura de su abundancia. Había siempre más y más. A
veces levantaba el seno y, para no mancharse, lo dejaba fluir sobre la
tierra, que se empapaba, formándose en ella una mancha oscura y sua-
ve. La criatura estaba gorda, tenía buen carácter y su vida se nutría
abundantemente del alimento inextinguible que la madre le daba.
Llegó el invierno y los halló preparados contra él. Las cosechas habían
sido espléndidas como nunca, y las tres habitaciones de la casa estaban
repletas. Del techo de paja colgaban, atadas a las vigas, ristras de ajos
y cebollas, y en el cuarto central, y en el del viejo, y en el de ellos mis-
mos, había esterillas de juncos trabajadas en forma de grandes tinajas
y llenas de trigo y de arroz. Parte del grano sería vendido, pero Wang
Lung era un hombre frugal y no gastaba su dinero, como muchos luga-
reños, en jugar o en comidas demasiado delicadas para ellos, de modo
que no se veía obligado, como los otros, a vender en tiempo de cose-
cha, cuando los precios eran bajos, sino que almacenaba el grano y lo
vendía cuando había nieve, o por Año Nuevo, época en que la gente de
las ciudades pagaba los comestibles a cualquier precio.
Su tío estaba siempre vendiendo el grano aun antes de que madurara.
A veces, por obtener un poco de dinero contante, lo vendía en el mismo
campo, para ahorrarse la molestia de desgranar y rastrillar. Pero la es-
posa de su tío era una mujer tonta, gorda y holgazana, eternamente pi-
diendo exquisiteces, comida de esta y de esa otra clase y zapatos nue-
vos comprados en la ciudad. La mujer de Wang Lung se hacía ella mis-
ma los zapatos, y los de su marido, del viejo y del niño. ¡Wang Lung se
habría quedado atónito si O–lan hubiese querido comprar zapatos!
En la vieja y ruinosa casa de su tío no colgaba jamás cosa alguna de las
vigas, pero en la suya había hasta una pierna de cerdo que comprara a
Ching, su vecino, cuando éste mató el cerdo porque le pareció que el
animal presentaba síntomas de enfermedad. Muerto el cerdo antes de
que perdiera carnes, la pierna era gorda, y O–lan la saló bien y la colgó
para que se secase. Tenían también dos de sus propios pollos, muertos
y secados sin desplumar y dentro rellenos de sal.
En medio, pues, de esta abundancia permanecieron en casa cuando los
vientos invernales llegaron del desierto situado al Noroeste, vientos ás-
peros y mordientes.
Pronto el niño pudo sentarse. Cuando cumplió un mes y tuvo de exis-
30
tencia una luna entera, lo festejaron con un plato de fideos, que signifi-
ca larga vida. Y Wang Lung invitó a todos los que habían acudido a su
boda y les dio huevos de los que había teñido, y también a la gente del
pueblo que venía a felicitarle: dos huevos a cada uno. Y todos le envi-
diaban su hijo, una criatura enorme, con cara de luna y los altos pómu-
los de su madre. Ahora, mientras el invierno avanzaba, el niño se sen-
taba sobre la colcha, en el suelo de tierra, en lugar de permanecer en
los campos. Abrían la puerta al Sur para que entrase la luz, y el aire del
Norte batía en vano contra los gruesos muros de tierra de la casa. El ár-
bol que crecía a la entrada quedó desnudo de hojas, y lo mismo los
sauces y los perales cercanos a los campos. Únicamente los bambúes
que crecían formando un grupo de verdura hacia el lado este de la casa
conservaban sus hojas, agarradas fuertemente a los tallos que doblega-
ba el viento.
Pero aquel viento seco no dejaba germinar la semilla de trigo que yacía
en la tierra, y Wang Lung esperaba la lluvia ansiosamente. De pronto,
un día apacible y gris, en que el viento había cedido a un aire quieto y
tibio, la lluvia hizo su aparición, y Wang Lung y los suyos permanecie-
ron en la casa pletórica de bienestar, viendo caer el agua sobre los
campos cercanos a la entrada, empapándolos, mirándola gotear de los
extremos del techo de paja que sobresalían de la puerta. El niño estaba
asombrado y extendía la mano para coger los hilos plateados de la llu-
via, y se reía, y con el se reían los demás. El viejo se agazapó en el
suelo, junto al niño, y dijo:
–No hay otra criatura como ésta en doce pueblos a la redonda. Esos crí-
os de mi hermano no se dan cuenta de nada hasta que andan.
Y en los campos el trigo germinaba y echaba briznas de un verde deli-
cado sobre la tierra morena y húmeda.
En épocas como ésta había mucho visiteo, porque cada labrador veía
que, por una vez, el cielo se cuidaba del trabajo del campo y las cose-
chas eran regadas sin que ellos tuvieran que romperse la espalda efec-
tuándolo, cargando de un lado a otro cubos suspendidos de los extre-
mos de un palo que llevaban atravesado sobre los hombros. Y se reuní-
an por las mañanas en una casa o en otra, bebiendo té aquí y allí y
yendo de un sitio al otro con los pies desnudos por el angosto camino
que cruzaba los campos, bajo grandes sombrillas de papel aceitado. Las
mujeres se quedaban en casa y hacían zapatos o remendaban la ropa,
si eran económicas, y pensaban en los preparativos para la fiesta de
Año Nuevo.
Pero Wang Lung y su esposa no visitaban con frecuencia. En aquel pue-
blecillo de media docena de casas, pequeñas y diseminadas, ninguna ha-
31
bía tan llena de calor y abundancia como la de ellos, y Wang Lung se
daba cuenta de que si intimaba demasiado con los otros pronto vendrí-
an las peticiones de préstamos. El Año Nuevo se aproximaba y ¿quién
tenía suficiente dinero para la nueva ropa y para las fiestas? Se quedó
en su casa, y mientras la mujer cosía y remendaba, él sacó sus rastri-
llos de bambú y los examinó detenidamente: donde hallaba una fibra
deshecha tejía otra nueva, confeccionada del cáñamo que él mismo cul-
tivaba, y cuando hallaba un diente roto lo sustituía hábilmente con un
nuevo trozo de bambú.
Y esto que él hacía con sus utensilios de labranza, lo hacía la mujer con
los utensilios domésticos. Si uno de los potes de barro goteaba, no lo
arrojaba y pedía uno nuevo, como hacían otras mujeres, sino que mez-
claba arcilla y yeso, soldaba la hendidura, la ponía a calentar lenta-
mente y el pote quedaba como nuevo.
Se quedaban en casa, pues, y complacíanse en la mutua aprobación,
aunque sus conversaciones no eran nunca mucho más que palabras
sueltas, como éstas:
"¿Reservaste la semilla de la calabaza grande para el nuevo plantío?" O:
"Venderemos la paja del trigo y emplearemos la broza de las habichue-
las para quemar en la cocina". O, en raras ocasiones, Wang Lung decía:
"Este plato de fideos está bueno". Y O–lan contestaba: "Este año tene-
mos buena harina de los campos".
Del producto de este año afortunado le quedaba a Wang Lung, cubier-
tas sus necesidades, un puñado de dólares de plata, que no se atrevía a
llevar en el cinturón, ni a decir a nadie, excepto a su mujer, que los po-
seía. Buscaron un lugar donde esconder el dinero, y al fin a la mujer se
le ocurrió hacer un agujero en la pared interior, detrás de la cama, y lo
metieron en el. Luego con un terrón de tierra tapó el agujero. Nadie hu-
biera dicho que hubiese allí cosa alguna, pero tanto a Wang como a O–
lan aquello les daba una secreta sensación de riqueza y de reserva.
Wang Lung, consciente de que poseía más dinero del que necesitaba
gastar, caminaba entre sus compañeros en paz consigo mismo y con el
mundo.
VI
Este trozo de tierra que ahora pertenecía a Wang Lung cambió notable-
mente su vida. Al principio, después que hubo sacado la plata de la pa-
red para llevarla a la casa grande, después del honor de hablar como un
igual con el Anciano Señor, se sintió invadido de una depresión de espí-
ritu que era casi como un arrepentimiento. Cuando pensaba en el agu-
jero de la pared, vacío ahora y antes lleno de plata, deseaba volver a
tener aquel dinero. Al fin y al cabo, aquella tierra requeriría horas de la-
bor, y, como O–lan había dicho, se hallaba a una li de distancia, que es
un tercio de milla. Sin contar que el momento de la compra no había te-
nido la gloria que él esperaba. Había llegado demasiado pronto a la
casa grande y el Anciano Señor estaba todavía durmiendo. Y aunque
era ya mediodía cuando le dijo al portero en voz alta:
–Decidle al Honorable Anciano que tengo importantes negocios que dis-
cutir con él..., que se trata de dinero... –el portero había respondido
con aplomo:
–Todo el dinero del mundo no me haría despertar al viejo tigre. Está
durmiendo con su nueva concubina, Flor de Melocotón, que posee sola-
mente desde hace tres días. Despertarle me costaría la vida.
Y luego añadió maliciosamente, tirándose de los pelos del lunar:
–No te creas que el dinero le haría moverse. Tiene plata en las manos
desde que nació.
Al final, el asunto tuvo que ser ventilado con el agente del Anciano Se-
ñor, un bribón aceitoso a cuyas manos se pegaba el dinero que pasaba
por ellas. Y le pareció a Wang Lung que, al fin y al cabo, la plata era
más valiosa que la tierra. A la plata se la podía ver brillar.
¡Bueno, pero la tierra era suya! Y un día gris del segundo mes se dirigió
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a inspeccionarla. Nadie sabía aún que le pertenecía a él, y se fue solo
a verla. Era un largo cuadrilátero de negra arcilla que se extendía junto
al foso que rodeaba a la ciudad. Recorrió esta tierra cuidadosamente:
trescientos pies de largo y ciento veinte de ancho. Cuatro piedras mar-
caban todavía los límites, cuatro piedras con la marca de la Casa de
Hwang. Las cambiaría más tarde y pondría en su lugar su propio nom-
bre. Pero todavía no; aún no estaba preparado para que la gente supie-
ra que era lo bastante rico para comprar tierra a la gran casa; lo haría
más tarde, cuando fuese más rico aún y no importase lo que hiciera. Y
mirando hacia su nueva propiedad, se dijo:
"Para los de la casa grande no tiene ninguna importancia este puñado
de tierra, pero para mí su valor es enorme."
Entonces se produjo un brusco cambio en su espíritu y se sintió lleno de
desprecio hacia si mismo, porque un pequeño trozo de tierra como aquél
le parecía tan importante. Recordó que cuando, orgullosamente, hizo entre-
ga de la plata al agente, éste se limitó a decir con descuido:
–Bueno, aquí hay por lo menos con qué comprarle opio a la señora du-
rante unos días...
Y la enorme diferencia que aún existía entre él y la casa grande le pare-
ció súbitamente insalvable. Se sintió entonces poseído de una rabiosa
determinación, y se dijo que llenaría de plata el agujero de la pared una
vez, y otra, y otra, y otra, hasta que hubiera comprado tanta tierra de
la Casa de Hwang que la suya propia no pareciese a sus ojos mayor que
una pulgada.
Y así este trozo de tierra se convirtió para Wang Lung en una meta y un
símbolo.
Llegó la primavera con sus vientos agudos y sus nubes desgarradas por
la lluvia, y para Wang Lung las fáciles horas del invierno se vieron con-
vertidas en largos días de labor desesperada en las tierras. El viejo cui-
daba ahora del niño y la mujer trabajaba con Wang Lung desde la auro-
ra hasta que el crepúsculo caía sobre los campos, de manera que cuan-
do un día Wang Lung descubrió en ella un nuevo embarazo, el primer
pensamiento que cruzó su mente fue el de que no podría trabajar du-
rante la cosecha.
–De manera que has escogido esta ocasión para criar nuevamente,
¿eh? –le preguntó con irritación.
–Esta vez no es nada –contestó ella resueltamente–. Solamente es duro
la primera vez.
Aparte esto, nada más se dijo sobre la segunda criatura desde que
Wang Lung notó su forma al hincharse el vientre de la madre hasta un
día de otoño en que O–lan dejó su arado y se dirigió pesadamente hacia
39
la casa. Aquel día, Wang Lung no regresó, ni siquiera para la comida del
mediodía, porque el cielo estaba aturbonado y el arroz se hallaba ma-
duro y listo para ser recogido en gavillas. Más tarde, antes de que el sol
se pusiera, O–lan regresó a su lado, con el cuerpo afinado, exhausta,
pero con el rostro silencioso e impasible. Wang Lung sintió el impulso
de gritarle: "Por hoy ya has hecho bastante", pero el dolor de su propio
cuerpo rendido le hacía cruel, y se dijo a si mismo que él había sufrido
tanto con la labor de aquel día como ella con su alumbramiento, de ma-
nera que sólo preguntó entre dos golpes de hoz:
–¿Es varón o hembra?
Ella contestó con calma:
–Es otro varón.
No se dijeron nada más, pero él se sintió contento y el incesante bajar-
se y doblarse le pareció menos arduo. Trabajaron hasta que la luna se
elevó sobre un hacinamiento de nubes moradas; entonces terminaron
el campo y se dirigieron a la casa.
Después de la cena y tras de haberse lavado el cuerpo quemado por el
sol con agua fresca y enjuagado la boca con té, Wang Lung fue a ver a
su segundo hijo. O–lan se había echado en la cama después de haber
hecho la cena y tenía a la criatura a su lado. Era un niño gordo, pláci-
do, sano, aunque no tan grande como el primero. Wang Lung le con-
templó y luego regresó al otro cuarto muy satisfecho. Otro hijo; y otro,
y otro; uno cada año. Pero cada año no podría procurarse huevos en-
carnados. Era suficiente haberlo hecho por el primero. Hijos cada año;
la casa estaba habitada por la buena suerte. Esta mujer no le había tra-
ído más que buena suerte... Le gritó a su padre:
–Ahora, anciano, con otro nieto, tendremos que ponerle el grande en su
cama.
El viejo estaba encantado. Durante mucho tiempo había querido que el
niño durmiese con él y le calentase sus viejos huesos, pero la criatura
no quería separarse de su madre. Ahora, sin embargo, parecía com-
prender, al mirar aquella otra criatura junto a su madre, que tenía que
ceder su puesto y se dejó llevar sin protesta al lecho de su abuelo.
Y otra vez las cosechas fueron abundantes, y Wang Lung cambió sus
productos por plata y nuevamente la escondió en el agujero de la pa-
red. Pero el arroz que segó de la tierra de Hwang le valió el doble de lo
que le produjo el de sus propios terrenos arrocíferos. El suelo de ese
campo era húmedo y rico y el arroz crecía en él como la hierba donde
no es deseada. Y ahora todo el mundo sabía que aquel campo pertene-
cía a Wang Lung y en el pueblo se hablaba de hacerle jefe.
40
VII
En este tiempo, el tío de Wang Lung comenzó a dar la guerra que Wang
Lung había previsto desde un principio que daría. Este tío era el herma-
no menor de su padre, y por todos los derechos del parentesco podía
depender de Wang Lung si sus propios medios le eran insuficientes para
si y para los suyos. Mientras Wang Lung y su padre fueron pobres y an-
duvieron mal nutridos, el tío hizo un esfuerzo para arrancar de su tierra
lo necesario para alimentar a sus siete hijos, a su esposa y a sí mismo;
pero una vez habían comido, nadie trabajaba. La mujer no se movía
para barrer el suelo de la choza, ni los chiquillos para lavarse la cara.
Era una vergüenza que según las niñas crecían, llegando hasta la edad
de contraer matrimonio, continuasen correteando por las calles del pue-
blo, y en ocasiones incluso hablasen con hombres. Habiendo encontrado
así un día a la mayor de sus primas, Wang Lung se sintió tan ofendido
por la afrenta infligida a su familia, que se atrevió a ir ante la mujer de
su tío y decirle:
–¿Quien se va a casar con una muchacha como mi prima, a quien cual-
quier hombre puede hablar? Está en edad de contraer matrimonio des-
de hace tres años, y todavía corretea por ahí, y hoy he visto un holga-
zán del pueblo que le ponía la mano sobre el brazo, a lo que ella con-
testó con risotadas.
La mujer de su tío no tenía en el cuerpo más que una cosa activa: la
lengua, y ahora la dejó ir con viveza atacando a Wang Lung:
–¡Muy bien! ¿Y quién pagará la dote, y la boda, y el intermediario? Les
es muy fácil hablar a los que tienen más tierra de la que pueden culti-
var y aún pueden ir y comprar terrenos de las grandes familias con el
dinero que les sobra, pero tu tío es un hombre de poca fortuna y siem-
pre lo ha sido. Tiene un destino avieso, aunque sin culpa suya. El cielo
lo quiere así. Donde otros pueden recolectar buen grano, a él se le
muere la semilla en el surco y no germina más que la mala hierba. ¡Y
eso aunque se rompa el espinazo labrando!
Empezó a gimotear con un llanto fácil y ruidoso, y se fue exaltando has-
ta convertirse en una furia.
–¡Ah, tú no sabes lo que es un destino avieso! Mientras los campos de
los demás producen buen trigo y buen arroz, los nuestros no dan más
que hierbajos; mientras las casas de los demás aguantan cien años, la
nuestra se tambalea como si la misma tierra se agitase bajo ella para
destruirla; mientras otras mujeres tienen hijos, yo, aunque conciba un
varón, doy a luz una hembra. ¡Ah, destino avieso!
41
Gritó tanto que las vecinas corrieron a las puertas de sus casas para ver
y oír lo que pasaba. Wang Lung, sin embargo, se mantuvo firme, decidi-
do a terminar lo que había venido a decir.
–De todas maneras –dijo–, y aunque no soy yo quién para pretender
aconsejar al hermano de mi padre, voy a decir esto: que es mejor casar
a una muchacha mientras es virgen, y que nunca se ha oído hablar de
que una perra a la que se permite vagar por las calles no alumbrara un
cachorro.
Habiendo hablado claramente, se alejó en dirección a su casa y dejó a
la mujer de su tío vociferando. Tenía la intención de comprar este año
más tierra de la Casa de Hwang, y más tierra año tras año según sus
medios se lo permitieran; además soñaba con añadir otro cuarto a su
casa y le indignaba que, –pues el y sus hijos se convertían en una fami-
lia rica–, esta descastada estirpe de sus primos fuese dando tumbos por
ahí, llevando su mismo nombre.
Al día siguiente, su tío vino al campo donde él se hallaba trabajando.
O–lan estaba ausente, porque diez lunas habían pasado desde que na-
ciera el segundo hijo y ya tenía próxima una tercera maternidad. Esta
vez no se encontraba muy bien y había estado unos días sin ir a los
campos, donde Wang Lung trabajaba solo. Su tío se acercó caminando
a lo largo de un surco. Siempre llevaba la ropa desabrochada y mal su-
jeta con el cinturón. Llegó donde Wang Lung trabajaba y se le quedó
mirando mientras labraba una estrecha cinta de tierra junto a las judías
que se hallaba cultivando. Al fin, Wang Lung dijo maliciosamente y sin
levantar la cabeza:
–Le pido perdón, tío, por no detenerme en mi trabajo. Si estas judías
han de dar rendimiento hay que cultivarlas, como usted sabe, dos y
tres veces. Las suyas, indudablemente, están ya terminadas, pero yo
soy lento..., un mal labrador... Nunca termino mi trabajo a tiempo para
poder descansar.
El tío entendió perfectamente la ironía. Y dijo suavemente:
–Yo soy un hombre de destino avieso. Este año, de cada veinte judías
sólo una ha germinado, y tan esmirriada que no vale la pena cultivarla.
Tendremos que comprar judías este año si queremos comerlas.
Y suspiró profundamente.
Wang Lung se acorazó la sensibilidad. Sabía que su tío había venido a
pedirle algo, y continuó trabajando en silencio. Finalmente, el tío empe-
zó a hablar:
–Aquélla me explicó que tú te habías interesado por mi despreciable es-
clava mayor. Eres sabio para tus años. Todo lo que dijiste es cierto. Ten-
dría que casarse. Cuenta ya quince años y hace tres o cuatro que puede
42
concebir. Vivo en un eterno terror de que esto ocurra y traiga la ver-
güenza a nuestro nombre. ¡Imagínate que una desgracia así nos ocu-
rriese a nosotros, a mí, el hermano de tu propio padre!
Wang Lung dejó caer el azadón con fuerza en la tierra. Le hubiera gus-
tado poder hablar claramente. Le habría gustado poder decir:
–¿Y por qué no la sujetáis, entonces? ¿Por qué no la obligáis a perma-
necer decentemente en la casa y limpiar, barrer, cocinar y hacer ropas
para la familia?
Pero estas cosas no se podían decir a una persona de la vieja genera-
ción.
Guardó, pues, silencio, labró cuidadosamente en torno a una pequeña
planta y esperó.
–Si hubiera sido mi feliz destino –continuó su tío fúnebremente– haber-
me casado con una mujer parecida a la de tu padre, que podía trabajar
y al mismo tiempo concebir hijos, como hace tu propia mujer, y no con
una como la mía, que no produce nada más que grasa ni da a luz otra
cosa que hembras, con la sola excepción del holgazán de mi hijo, que
es menos que un hombre por su holgazanería, entonces yo también se-
ría ahora un hombre rico, como lo eres tú. Y entonces sería para mí un
placer dividir mis bienes contigo. Casaría bien a tus hijas y colocaría a
tu hijo como aprendiz en la tienda de un mercader, pagando la cuota de
garantía. Y me encantaría hacer reparaciones en tu casa y alimentarte
con lo mejor que tuviera; a ti, a tu padre y a tus hijos, porque para eso
somos de la misma sangre.
Wang Lung contestó brevemente:
–Sabéis que no soy rico. Tengo cinco bocas que mantener y mi padre es
viejo y no trabaja, pero come, y otra boca está naciendo en mi casa en
estos mismos instantes.
Su tío replicó agriamente:
–¡Eres rico, eres rico! Has comprado la tierra de la casa grande a sabe
Dios qué elevado precio. ¿Existe otro hombre en el pueblo que pudiese
hacer lo mismo?
Al oír esto, Wang Lung se enfureció. Tiró el azadón al suelo y empezó a
gritarle a su tío:
–¡Si tengo un puñado de plata es porque trabajo y mi mujer trabaja, y
no perdemos el tiempo, como hacen algunos, en las mesas de juego y
chismorreando a la puerta de nuestra casa mientras la maleza invade
los campos y los hijos van a medio alimentar!
La sangre afluyó al rostro amarillo del tío, que se abalanzó contra Wang
Lung y le abofeteó vigorosamente en ambas mejillas.
–¡Eso por hablar así a la generación de tu padre! ¿Es que no tienes reli-
43
gión, ni moral, que tan abominable es tu conducta filial? ¿No has oído
nunca decir que los Sagrados Edictos prohíben que un hombre corrija a
sus mayores?
Wang Lung permaneció silencioso e inmóvil, consciente de su falta,
pero furioso hasta el fondo de su alma contra este hombre que era su
tío.
–¡Repetiré tus palabras al pueblo entero! –exclamó el viejo con una voz
aguda y rota por la rabia–. ¡Ayer atacaste mi casa y gritaste en la calle
que mi hija no es virgen; y hoy me haces reproches a mí, a mí que, si
tu padre muere, debo ser como un padre para ti! ¡Mis hijas podrían no
ser vírgenes, pero de ninguna de ellas soportaría tal lenguaje!
Y repitió otras veces:
–¡Se lo diré a todo el pueblo! ¡Se lo diré a todo el pueblo! Al fin, Wang
Lung preguntó de mala gana:
–¿Qué queréis que haga?
Hería su orgullo que este asunto fuese discutido en el pueblo. Al fin y
al cabo, se trataba de su propia sangre.
Su tío cambió inmediatamente y su indignación desapareció. Sonriendo,
puso una mano en el brazo de Wang Lung diciéndole:
–Buen muchacho... Buen muchacho... Tu tío te conoce... Tú eres mi
hijo. Hijo, pon un poco de plata en esta vieja palma:.. Diez piezas, o
aunque sean nueve, y podré empezar a hacer tratos con un agente ma-
trimonial para casar a mi esclava. ¡Ah, tienes razón! ¡Ya es tiempo, ya
es tiempo!
Dio un suspiro, movió la cabeza y miró devotamente hacia el cielo.
Wang Lung recogió el azadón y lo volvió a lanzar.
–Venid a casa –dijo–. Yo no llevo plata encima, como un príncipe.
Y comenzó a andar; iba con una amargura en el alma que le dejaba sin
palabras. Parte de la plata con la que había pensado comprar más tierra
tenía que pasar a las manos de su tío, de donde caería en las mesas de
juego.
Penetró en la casa, apartando de su paso a sus dos hijitos, que jugaban
desnudos en la entrada. El tío acarició a los dos pequeñitos con fácil
afecto.
–Sois dos hombrecitos –les dijo cogiendo a uno en cada brazo.
Pero Wang Lung no se detuvo. Entró en la habitación donde dormía con
su mujer y la tercera criatura. La habitación estaba muy oscura y, ex-
cepto por la estría de luz que penetraba por el agujero, no podía ver
nada. Pero el olor de sangre caliente, que tan bien recordaba, le salió al
encuentro y gritó vivamente:
–¿Qué es esto? ¿Te llegó la hora?
44
La voz de su mujer le contestó desde la cama con una debilidad que no
le conocía:
–Ya pasó todo otra vez. Ahora sólo ha sido una esclava. No vale la pena
mencionarla.
Wang Lung se quedó inmóvil. Un mal presentimiento cruzó su mente.
¡Una chica! Por una chica había ahora aquellas preocupaciones en casa
de su tío.
Se dirigió sin replicar a la pared y tanteó buscando la aspereza que era
la marca del escondite donde guardaba la plata. Sacó de el nueve pie-
zas.
–¿Para qué estas sacando la plata? –preguntó su mujer súbitamente en
la oscuridad.
–Me veo obligado a prestársela a mi tío –replicó brevemente.
–Más vale no decir "prestar" cuando se trata de esa casa.
–Bien lo sé –contestó Wang Lung con amargura. Me destroza el corazón
tener que dársela, y sin otra razón que el ser de la misma sangre.
Cuando le hubo entregado el dinero a su tío se dirigió de nuevo hacia el
campo y se puso a trabajar con verdadero furor. Por un momento, sólo
pensó en la plata: la vio lanzada descuidadamente sobre la mesa de
juego, arrebatada por alguna mano holgazana. Su plata, la plata que
tan penosamente había arrancado de su tierra para convertirla en más
tierra.
Llegó la noche cuando su ira comenzó a calmarse, y se acordó de su
casa y de su cena. Y entonces también se le ocurrió pensar en la nueva
boca que acababa de nacer, que era una niña, y las niñas no pertenecen
a los padres, sino que son dedicadas a otras familias. Ni siquiera había
pensado, en su cólera contra su tío, en detenerse a mirar esta nueva
criatura.
Permaneció apoyado contra el azadón y se sintió invadido de tristeza.
Tendría ahora que pasar otra cosecha hasta que pudiese comprar la tie-
rra, un trozo colindante con el que ya tenía. Y ahora había una boca
más en la casa.
A través del cielo pardo del atardecer pasó una bandada de cuervos y
revolotearon en torno a él graznando ruidosamente. Los vio desapare-
cer en unos árboles cercanos a su casa y corrió tras ellos gritando y
agitando el azadón. Los cuervos se elevaron nuevamente formando cír-
culos sobre su cabeza, burlándose con sus graznidos, y al fin se perdie-
ron en el cielo ya oscurecido.
Wang Lung gimió. Aquello era un mal presagio.
45
VIII
48
Si alguien le hubiera preguntado a Wang Lung cómo se alimentaban
aquel otoño, la respuesta hubiera sido:
–No sé... Un poco de comida de vez en cuando.
Pero nadie le preguntaba tal cosa. En toda la comarca, nadie le pregun-
taba a nadie: "¿Cómo te alimentas?", sino que cada cual se interrogaba
a si mismo: "¿Cómo me alimentaré hoy?" Y los padres decían: "¿Cómo
nos alimentaremos hoy, nosotros y nuestros hijos?"
Wang Lung había cuidado de su buey hasta donde le fue posible. Le ha-
bía dado a la bestia un puñado de hierba y de paja de judías mientras la
hubo, y, al terminarse ésta, salió a coger hojas de los árboles y se las
fue dando hasta que vino el invierno y las hojas desaparecieron. Enton-
ces, ya que no había campos que arar; ya que la semilla, si se plantaba,
secábase en la tierra, y ya que, además, se habían comido todas sus
semillas, hizo que el buey fuese a pacer por si mismo. Le mandaba fue-
ra, con el chico mayor todo el día montado sobre él, sujetando la cuer-
da que pasaba por las narices del animal, para que no lo robaran. Pero
últimamente ni aun esto se había atrevido a hacer, pues temía que los
hombres del pueblo, y aun sus mismos vecinos, pudieran atacar al mu-
chacho y llevarse al buey para matarlo y comérselo. De manera que lo
tenía en el portal hasta que la bestia enflaqueció tanto que no era más
que un esqueleto.
Pero llegó un día en que el arroz se acabó, y el trigo se acabó, y única-
mente quedaban unas cuantas judías y una magra provisión de maíz. El
buey bramaba de hambre y el padre de Wang Lung dijo:
–Nos comeremos el buey después.
Entonces, Wang Lung protestó, porque para él era como si alguien hu-
biera dicho: "Nos comeremos un hombre después". El buey era su com-
pañero de los campos, había andado tras sus hijos. Y un hombre puede
comprar otro buey con más facilidad que su propia existencia.
Pero Wang Lung no quiso permitir que se le matase aquel día. Y pasó el
siguiente, y el otro, y los niños lloraban pidiendo comida y no había ma-
nera de consolarlos. O–lan miraba a su marido, suplicándole por los ni-
ños, y al fin Wang Lung vio que no había más remedio que hacer lo que
le pedían. Y exclamó ásperamente.
–¡Que se le mate, pues! Pero yo no puedo hacerlo.
Fue al dormitorio, se echó sobre la cama y se tapó la cabeza con la col-
cha para no oír los bramidos de la bestia cuando muriese.
Entonces O–lan deslizóse afuera, cogió un gran cuchillo que empleaba
en la cocina y dio un tajo formidable en el cuello del animal, hiriéndole
de muerte. En una palangana recogió la sangre, para hacer con ella un
budín, y degolló y cortó en pedazos el enorme esqueleto, mientras
49
Wang Lung se negaba a salir hasta que todo hubiera sido consumado, y
la carne, cocida y llevada a la mesa. Pero cuando trató de comer aque-
lla carne de su buey, se le hinchó la garganta y no pudo tragarla. Tomó
únicamente un poco de la sopa, y O–lan le dijo:
–Un buey no es más que un buey, y éste se hacía viejo. Come, que al-
gún día tendrás otro y mejor que éste.
Con lo cual, Wang Lung se sintió algo confortado, y comió un bocado, y
luego un poco más, y todos comieron en paz.
Pero el buey fue consumido, y sus huesos, cascados para sacarles el
tuétano, y de él no quedó nada más que la piel, seca y dura, tensa so-
bre el potro de bambú que O–lan había hecho para mantenerla estira-
da.
Al principio había habido en el pueblo cierta hostilidad contra Wang
Lung porque decían que tenía plata escondida y alimentos almacena-
dos. Su tío, que fue uno de los primeros hambrientos, llegó a su puerta
importunándole, pues en realidad él, su mujer y sus siete hijos no tení-
an nada que comer. Wang Lung midió de mala gana, en el halda de la
túnica de su tío, un montoncito de judías y un precioso puñado de maíz,
diciendo con energía:
–Es todo cuanto puedo daros. Antes que nada, y aunque no tuviera hi-
jos, he de tener en cuenta a mi anciano padre.
Y cuando su tío volvió otra vez, Wang Lung exclamó:
–¡Ni la piedad filial me permitirá sostener mi casa!
Y dejó partir al hermano de su padre con las manos vacías.
Desde aquel día, su tío volvióse contra él como un perro apaleado y
empezó a murmurar por las casas del pueblo:
–Mi sobrino tiene plata y alimentos, pero no quiere darnos nada a noso-
tros, ni siquiera a mí y a mis hijos, que somos de su misma sangre. No
nos queda más remedio que morirnos de hambre.
Y cuando familia tras familia consumió sus provisiones en el pueblo y
gastó su última moneda en el pobre mercado de la ciudad, y soplaron
los vientos del invierno, fríos como un cuchillo de acero, secos y estéri-
les, el corazón de los lugareños ensombrecióse por la propia hambre y
el hambre de sus esqueléticas esposas y quejumbrosos chiquillos. Y
cuando el tío de Wang Lung, temblando por las calles como un perro fa-
mélico, repitió: "Hay quien tiene comida; hay un hombre cuyos hijos
están gordos todavía", los hombres se armaron de estacas una noche,
fueron a la casa de Wang Lung y aporrearon la puerta. Cuando él abrió,
a las voces de sus vecinos, le hicieron a un lado de un empujón, saca-
ron fuera a los aterrorizados niños y cayeron como una plaga. sobre
cada rincón, arañaron cada saliente con las manos en busca de los ali-
50
mentos escondidos. Y entonces, al encontrar su miserable provisión de
judías secas y su escudilla de granos de maíz, dieron un gran aullido de
desesperanza, de desesperación, y cogieron los muebles, la mesa, los
bancos, la cama donde yacía el viejo asustado y lloroso.
Entonces O–lan se adelantó y su voz, oscura y lenta, alzóse entre los
hombres.
–Eso no..., eso todavía no –gritó–. Aún no ha llegado el momento de
coger la mesa, los bancos y la cama de nuestra casa. Tenéis toda nues-
tra comida, pero de vuestros propios hogares aún no habéis vendido el
mobiliario. Dejadnos el nuestro. Estamos iguales. No tenemos ni una
judía ni un grano de maíz más que vosotros... No, vosotros tenéis más
ahora, porque os habéis llevado lo nuestro. El castigo del cielo caerá so-
bre vosotros si os lleváis más. Ahora saldremos juntos y buscaremos
hierbas y cortezas de árbol que comer, vosotros para vuestros hijos y
nosotros para nuestras tres criaturas y para esta cuarta que ha de na-
cer a su tiempo.
Oprimió la mano contra su vientre mientras hablaba, y los hombres se
sintieron avergonzados ante ella y fueron saliendo uno por uno, pues no
eran mala gente y sólo el hambre les había arrastrado a tales extremos.
Uno, llamado Ching, quedó rezagado; era un hombre pequeño, silencio-
so, con un rostro amarillo que en sus mejores tiempos parecía de simio
y que estaba ahora chupado y ansioso. De buena gana hubiera pronun-
ciado alguna palabra de excusa, pues era un hombre honrado y única-
mente el llanto de su criatura le había echo cometer aquella mala ac-
ción, pero oculto en su seno llevaba un puñado de judías que había co-
gido cuando fue hallada la provisión y temía tener que devolverlas si
hablaba, de manera que sólo miró a Wang Lung con ojos macilentos y
silenciosos y salió de la casa.
Allí, en aquel patio en el que año tras año había trillado sus buenas co-
sechas, quedó Wang Lung; en aquel patio que desde hacía tantos me-
ses no servía de nada. Ni una brizna quedaba en la casa con que ali-
mentar a su padre y a sus hijos, nada con que alimentar a aquella mu-
jer suya que además del alimento de su propio cuerpo necesitaba el de
aquel otro que, con la crueldad de la vida nueva y ardiente, se nutriría
de la carne y de la sangre de su madre. Y Wang Lung tuvo instantes de
pánico. Luego, como un vino calmante, fluyó por sus venas un íntimo
consuelo, y se dijo:
"La tierra no pueden quitármela. He puesto el sudor de mi frente y el
fruto de mis campos en algo que perdura. Si tuviera plata, se la habrían
llevado. Si con la plata hubiese comprado provisiones para almacenar-
las, se las habrían llevado. Pero la tierra es mía aún."
51
IX
No había nada más que hacer, sino cerrar bien la puerta y ajustar el pa-
sador de hierro. Cuanta ropa tenían la llevaban encima. O–lan dio a
cada niño una escudilla y dos pares de palillos y ellos lo cogieron todo
con avidez y lo llevaban bien apretado en las manos como una promesa
de los alimentos que habían de venir; así partieron a través de los cam-
pos, en una pequeña procesión, tan patética, que parecía que nunca al-
canzaría, al tardo paso en que avanzaba, las murallas de la ciudad.
Wang Lung llevaba en brazos a la niña, hasta que vio que el viejo se
tambaleaba; entonces se la dio a O–lan y se cargó al anciano sobre las
espaldas.
Siguieron así, en absoluto silencio, hasta pasar frente a los dos dioseci-
llos que nunca se enteraban de lo que ocurría, Wang Lung sudaba de
debilidad a pesar del aire helado y cortante. Este aire no cesaba de so-
60
plar contra ellos, y los dos niños empezaron a llorar de frío. Pero Wang
Lung los consoló diciendo:
–Sois dos hombres grandes y vais de viaje hacia el Sur, allí hace calor y
hay comida todos los días; todos los días buen arroz blanco. Y podréis
comer... y comer...
Al fin, descansando continuamente, parándose de trecho en trecho, lle-
garon a la puerta de la muralla. Y donde, en otros tiempos, Wang Lung
hallara deleitosa sombra, encontró ahora una corriente helada, que pa-
saba por el túnel furiosamente, como un brazo de agua fría entre dos
escollos. Los pies se le hundían en un barro espeso y el frío les punzaba
como agujas de hielo; los dos chiquillos no podían andar y O–lan se
tambaleaba con el peso de la niña y con el de su propio cuerpo. Wang
Lung se adelantó vacilante, con el anciano a cuestas, le posó en el suelo
y regresó a buscar a los chiquillos, pasándolos en hombros uno cada
vez. Y cuando hubo concluido, el sudor se desprendía de su cuerpo
como lluvia, robándole toda la fuerza, de manera que hubo de apoyarse
contra la pared durante largo tiempo, con los ojos cerrados, respirando
fatigosamente. En torno a él, su familia se agrupaba temblando.
Estaban ahora frente a la puerta de la casa grande, que se hallaba ce-
rrada. Algunas formas miserables de hombres y mujeres se hacinaban
en los escalones de entrada, y cuando Wang Lung pasó junto a ella, con
su triste acompañamiento, oyó a alguien exclamar con voz rota:
–El corazón de esos ricos es duro como el corazón de los dioses. Toda-
vía tienen arroz que comer y del que les sobra hacen vino, mientras no-
sotros nos morimos de hambre.
Y otro murmuró:
–Oh, si por un instante estas manos mías tuvieran fuerza, le pegaría
fuego a esa casa aunque yo tuviera que arder con ella!
Pero Wang Lung no contestó nada a todo esto y siguió con su pequeña
procesión hacia el Sur.
Cuando hubieron atravesado toda la ciudad, lo que hicieron tan lenta-
mente que cuando salieron al lado sur era ya anochecido, se encontra-
ron con una multitud que iba en la misma dirección que ellos. Wang
Lung estaba empezando a pensar contra qué rincón de la pared se haci-
narían para dormir él y su familia, cuando se vio envuelto en aquella
muchedumbre y le preguntó a un hombre que le empujaba:
–¿Adónde va toda esta gente!
Y el hombre contestó:
–Somos una caravana de hambrientos y vamos a coger el vagón de
fuego que se dirige al Sur. Sale de aquella casa; hay vagones, para
gente como nosotros, por un precio menor que una pequeña pieza de
61
plata.
¡Vagones de fuego! Wang Lung había oído hablar de ellos. En la casa de
té, unos hombres habían hablado de estos vagones que iban encadena-
dos unos a otros y que no eran conducidos por hombre ni animal, sino
por una máquina que echaba fuego y agua como un dragón. Y a menu-
do se había dicho que algún día iría a verlos, pero entre unas cosas y
otras los campos no dejaban tiempo libre. Además, existía siempre la
desconfianza de lo que no se conoce. No está bien que un hombre sepa
más de lo necesario para su existencia cotidiana.
Ahora, sin embargo, se volvió hacia la mujer y dijo dudosamente:
–¿Vámonos también nosotros en ese vagón de fuego?
Apartaron un poco a los niños y al anciano de la muchedumbre que
avanzaba y se miraron unos a otros, ansiosos y asustados. Y en ese
instante de respiro el anciano se dejó caer al suelo y los niños se ten-
dieron en el polvo, indiferentes al peligro de ser pisoteados. O–lan lle-
vaba a la pequeña, pero la cabecita le colgaba de tal modo sobre su
brazo, y había en ella tal expresión de muerte, que Wang Lung, olvidán-
dose de todo, gritó:
–¿Se ha muerto ya la pequeña esclava?
O–lan movió la cabeza.
–Todavía no. Aún respira. Pero morirá esta noche, y todos nosotros, si
no...
Y como si no encontrara nada más que decir, miró a Wang Lung, alzan-
do su rostro macilento y exhausto. Wang Lung no contestó, pero se dijo
a sí mismo que otro día de camino como éste y morirían todos. Y con
cuanto buen humor le fue posible simular, dijo a los suyos:
–Arriba, hijos míos, y ayudad al abuelo. Vamos a subir al vagón de fue-
go y marcharemos sentados hacia el Sur.
Nadie sabe si les hubiera sido posible moverse voluntariamente de no
haber salido de la oscuridad un tronar imponente, como la voz de un
dragón, y dos ojos que echaban fuego. Al oír y ver esto, todo el mundo
se puso a gritar y a correr. Y arrastrados en la confusión del momento,
Wang Lung y los suyos, empujados hacia aquí y hacia allá, pero siem-
pre manteniéndose desesperadamente juntos, fueron llevados, en me-
dio de la oscuridad y del escándalo de muchas voces aterradas, a través
de una pequeña puerta y dentro de una habitación que parecía una
caja. Y entonces aquella casa en la que se encontraban comenzó a mo-
verse. roncando espantosamente, y avanzó llevándoselos a todos en
sus entrañas.
62
XI
Con sus dos piezas de plata, Wang Lung pagó cien millas de trayecto, y
con las monedas que le devolvieron al darle el cambio compró a los
vendedores que metían sus mercancías por las ventanillas del tren a
cada parada cuatro panecillos y una escudilla de arroz tierno para la
niña. Era más de lo que habían comido, de una sola vez, en muchos
días, pero ahora, aunque consumidos por el hambre, habían perdido el
deseo de comer, parecían no poder tragar, y sólo a fuerza de mimos
consiguieron al fin que las dos criaturas comiesen el pan.
Pero el viejo chupaba el suyo insistentemente, con sus despobladas en-
cías.
–Hay que comer –decía a cuantos se hallaban junto a él, mientras el
vagón de fuego avanzaba meciéndose y resoplando–. Me importa poco
que mi estúpido vientre se haya vuelto perezoso después de estos días
de no hacer nada. Tiene que alimentarse. No quiero morirme porque a
él le dé la gana de no trabajar.
Y la gente se reía oyendo al anciano.
Pero Wang Lung no gastó en comida todas sus monedas de cobre.
Guardó cuanto pudo para comprar esterillas con que hacerse un refugio
cuando llegasen al Sur.
En el vagón de fuego había hombres y mujeres que ya estuvieron allá
en otro tiempo; algunos iban cada año a las ciudades ricas, a trabajar o
a mendigar. Y Wang Lung, cuando se hubo acostumbrado un poco a lo
extraordinario del ambiente que le rodeaba y a la maravilla de ver el
paisaje huir por los agujeros del vagón, prestó intensa atención a lo que
decían estas gentes, que hablaban con la sabiduría de la experiencia.
–Primero tienes que comprar seis esterillas –dijo uno, un hombre cuyos
labios ásperos colgaban como el belfo de un camello–. Valen dos piezas
de cobre cada una, si eres listo y no te dejas engañar como un idiota de
pueblo; en este caso te costarían tres, lo que es innecesario, como yo
sé muy bien. A mi no me pueden burlar los hombres de la ciudad, aun-
que sean ricos.
Torció la cabeza y miró a los que le rodeaban en espera de admiración.
Wang Lung escuchaba ansiosamente.
–¿Y después? –preguntó.
Estaba sentado en el fondo del vagón, que no era más que una estancia
de madera, sin nada en que uno pudiera sentarse y lleno de rendijas
que dejaban pasar el aire y el polvo.
–Después –dijo el hombre con más suficiencia todavía, alzando la voz
sobre el estrépito de las ruedas– hacéis con las esterillas una cabaña y
63
salís a mendigar, después de haberos manchado bien con barro y basu-
ra para dar más lástima.
Pero Wang Lung no había pedido nada a nadie en su vida y le desagra-
daba tener que hacerlo ahora a estos forasteros del Sur.
–¿Hay que mendigar? –repitió.
–Naturalmente, pero no hasta que hayáis comido. Esa gente del Sur
tiene tanto arroz que cada mañana uno puede ir a una cocina pública y
comer por un penique tanto arroz como le quepa en la barriga. Enton-
ces se puede mendigar confortablemente y comprar judías, coles y
ajos.
Wang Lung se separó un poco de los demás, se volvió hacia la pared y
en secreto se puso a contar los peniques que aún le quedaban en el cin-
turón. Tenía suficiente para las seis esterillas y para un penique de
arroz para cada uno, y aún le sobraban tres peniques. Sintió cierto con-
suelo al pensar que con esto podrían empezar una nueva vida. Pero la
idea de tener que mendigar continuaba atormentándole. Eso estaba
bien para las criaturas y para el anciano, y aun para la mujer. Pero él
tenía sus dos manos.
–¿No hay trabajo para las manos de un hombre? –preguntó de pronto
al que había hablado antes.
–¡Si, trabajo! –dijo el otro con desprecio, y escupió en el suelo–. Puedes
arrastrar a algún rico en un rickshaw1 amarillo y sudar hasta tu propia
sangre mientras corres y convertirte en un témpano de hielo mientras
esperas. ¡Yo prefiero pedir limosna!
Soltó una maldición redonda, y Wang Lung no quiso hacerle más pre-
guntas.
Pero de todos modos, de algo habían de servirle las informaciones reci-
bidas, pues cuando el vagón de fuego llegó a su destino y los dejó en
tierra extraña, Wang Lung tenía ya formado un pequeño plan. Dejó al
anciano y a los niños junto a la pardusca pared de una casa, dijo a la
mujer que tuviese cuidado de ellos y él partió a comprar las esterillas,
preguntando de cuando en cuando por el camino de los mercados. Al
principio apenas podía entender lo que le decían, tan rápida y aguda
era la lengua de aquellas gentes del Sur. A menudo, cuando él hablaba
y ellos no le entendían, se impacientaban tanto que Wang Lung apren-
dió a observarlos atentamente y a dirigirse sólo hacia aquellos en cuyos
rostros creía leer cierta bondad.
Pero al fin encontró la tienda de esteras, y puso sus peniques sobre el
mostrador, como persona que sabe el precio de lo que compra.
1
Cochecillo chino tirado por un hombre.
64
Cuando llegó, con su rollo de esterillas bajo el brazo, al sitio donde le
esperaba su familia, los chiquillos gritaron de alegría al verle, y Wang
Lung comprendió que habían tenido miedo durante su ausencia, solos
en aquel lugar extraño. Únicamente el anciano lo miraba todo con pla-
cer, y le dijo a Wang Lung:
–Fíjate qué gordas están estas gentes del Sur, y qué pálida y aceitosa
tienen la piel. Seguramente que comen cerdo todos los días.
Pero nadie miraba a Wang Lung ni a los suyos. Los hombres iban y ve-
nían atareados, sin mirar nunca a los pordioseros. De vez en cuando
pasaba una caravana de asnos cargados con cestos llenos de ladrillos
para edificar casas y con sacos de grano que llevaban cruzados sobre
los lomos. En el último asno de la caravana montaba el arriero: éste lle-
vaba un látigo muy largo con el que hacía un ruido terrorífico cada vez
que fustigaba los lomos de los animales, gritando al mismo tiempo. Y
según pasaban frente a Wang Lung, los arrieros le echaban una mirada
desdeñosa y altiva; ni un príncipe miraría con más desdén que estos
arrieros vestidos toscamente con sus ropas de trabajo. Y todos parecían
experimentar un especial placer, al ver la extraña apariencia de Wang
Lung y su familia, en restallar el látigo ante ellos; el rápido y explosivo
corte del aire les hacía saltar de susto, al ver lo cual los arrieros se mo-
rían de risa. Wang Lung se indignó al ocurrir esto dos o tres veces, y se
separó de allí para ver dónde podía plantar su choza.
Había ya otras cabañas a lo largo de la pared que tenían a sus espal-
das, pero todos ignoraban qué es lo que había al otro lado de la pared,
contra cuya base se hacinaban las pequeñas barracas como pulgas en
la espalda de un perro. Wang Lung observó las chozas y comenzó a
construir la suya, pero las esterillas se negaban a adquirir la forma que
él quería darles; comenzaba a desesperarse, cuando O–lan le dijo:
–Yo sé hacer eso. Lo aprendí en mi niñez.
Y dejando a la niña en el suelo cogió las esterillas y las estiró de un lado
y de otro, hasta hacer con ellas una caseta dentro de la cual podía estar
sentado un hombre sin tocar el techo con la cabeza. Los bordes de las
esteras los sujetó al suelo con ladrillos que ordenó a los niños le traje-
ran. Cuando hubo concluido, todos entraron dentro de la choza y exten-
dieron en el suelo una esterilla que O–lan había apartado y se sentaron
en ella.
Así reunidos, mirándose unos a otros, les parecía imposible que el día
antes hubieran dejado su propia casa y su tierra y que ésta estuviera
ahora a una distancia de cien millas. Tal distancia era lo suficientemente
larga para que el salvarla a pie les hubiera costado semanas de camino,
en el que algunos de ellos habrían muerto antes de llegar a la meta.
65
Entonces, la general sensación de abundancia que producía aquella rica
tierra, donde nadie parecía tener hambre, les llenó de esperanza, y
Wang Lung dijo:
–Salgamos y busquemos las cocinas públicas.
Se levantaron todos, casi con alegría, y salieron nuevamente. Y esta
vez los dos niños iban tamborileando con los palillos en sus escudillas,
porque pronto habría algo que poner en ellas.
No tardaron en saber por qué las chozas habían sido levantadas a lo
largo de aquella pared, pues a una pequeña distancia, más allá de su
extremo norte, había una calle y por aquella calle pasaba la gente lle-
vando cubos, escudillas y vasijas de hojalata, todos vacíos. Estas gen-
tes iban a las cocinas de los pobres, que estaban al final de la calle, no
lejos de allí. De manera que Wang Lung y su familia se unieron a los
otros y juntos llegaron a dos grandes edificios hechos de esteras. Todo
el mundo se agrupó en el espacio que se abría ante ellos.
En la trasera de cada edificio había grandes cocinas de tierra, y en ellas
unos calderos enormes en los que hervía el blanco arroz y de los que se
escapaba un vapor fragante y apetitoso. Cuando la gente percibía este
olorcillo del arroz, el mejor de la tierra para ellos, se prensaban unos a
otros en su impaciencia por avanzar, y las madres gritaban encoleriza-
das, temerosas de que sus hijos fuesen aplastados, y la criaturitas pe-
queñas rompían a llorar, y los hombres de los calderos vociferaban es-
tentóreamente:
–¡Hay para todos! ¡Cada cual en su turno!
Pero nada podía detener a aquella masa de hombres y mujeres ham-
brientos y luchaban como fieras hasta haber comido. Wang Lung, arras-
trado con ellos, no podía hacer otra cosa que agarrarse a su padre y a
sus dos hijos, y cuando se encontró ante el enorme caldero, tendió su
escudilla y, una vez llena, entregó el penique.
Luego, cuando se encontraron nuevamente en la calle, empezó a comer
el arroz hasta sentirse satisfecho, y viendo que le quedaba un poco,
dijo.
–Guardaré éste para la noche.
Pero un hombre que estaba cerca de él, y que debía de ser una especie
de guardia de aquel lugar, pues llevaba un uniforme azul y rojo, le ad-
virtió:
–No; sólo puedes llevarte lo que te quepa en la barriga. Y Wang Lung
se asombró al oír esto y dijo:
–Buena, y si he pagado mi penique, ¿qué importa que me coma el arroz
aquí o en casa?
Entonces el hombre se explicó así:
66
–Tenemos que hacer observar esta regla, porque hay hombres de cora-
zón tan duro que vienen aquí, cogen este arroz que se destina a los po-
bres, pues por un penique no se podría comprar una cantidad así, se lo
llevan a su casa y lo echan a los cerdos. Y el arroz es para los hombres
y no para los cerdos.
Wang Lung escuchó esto estupefacto, y gritó:
–¿Pueden existir hombres así?
Y luego dijo:
–Pero ¿por qué se da esto a los pobres y quién lo da? El hombre del
uniforme le contestó:
–Los ricos y la nobleza de la ciudad. Algunos lo hacen para contar con
una buena obra en el futuro y hacer méritos para el cielo, y otros por-
que se hable bien de ellos.
–Sea por la razón que sea –repuso Wang Lung–, es una obra caritativa,
y algunos la harán simplemente por buen corazón.
Y viendo que el hombre no le contestaba, añadió en defensa de su idea:
–Por lo menos habrá algunos de éstos, ¿verdad?
Pero el guardia se había cansado de hablar con él y, volviéndole la es-
palda, se alejó silbando una canción. Entonces los chiquillos rodearon a
Wang Lung y éste condujo a su familia a la choza que habían construido
y se echaron en el suelo, durmiendo hasta la mañana siguiente, pues
era la primera vez desde el verano que habían comido verdaderamente,
y el sueño les rendía después de haber saciado el hambre.
Al día siguiente se hacía preciso encontrar más dinero, pues habían
gastado su último penique comprando el arroz para la mañana. Wang
Lung miró a O-lan sin saber qué hacer. Pero no había en su mirada la
desesperación que reflejaban sus ojos cuando la miraba allá, en su
casa, ante los campos resecos y desnudos; aquí, entre el ir y venir de
gentes bien nutridas, con los mercados llenos de carne, verduras y pes-
cado, era imposible que un hombre y sus hijos pudieran morir de ham-
bre. Aquí no era como en su propia tierra, donde ni aun con dinero se
podía conseguir comida, porque no la había. Y O–lan contestó con
aplomo, como si ésta fuese la vida que siempre hubiera conocido:
–Yo puedo pedir limosna, y los niños, y también el anciano. Sus cabellos
grises conmoverán a muchos que no me darían nada a mi.
Y llamó a los dos niños, que, con la curiosidad de las criaturas. habían
salido a la calle y lo miraban todo con asombro:
–Traed vuestras escudillas y cogedlas así y gritad así...
Y cogiendo su escudilla vacía la tendió en la mano, exclamando desola-
damente:
67
–Tened compasión, buen señor..., tened compasión, buena señora...
¡Tened compasión! Una buena obra, por el cielo... Una monedita, la más
pequeña, la que no queráis... ¡Alimentad a una criatura que se muere
de hambre!
Los dos niños la contemplaban extrañados, lo mismo que Wang Lung,
que se preguntaba dónde habría aprendido O–lan a pedir así. ¿Cuánto
había en esta mujer que le era a el desconocido? O–lan contestó a su
mirada diciendo:
–Así pedía cuando era niña, y así comía. En un año como éste me ven-
dieron como esclava.
El anciano, que había estado durmiendo, se despertó entonces, y le die-
ron una escudilla y los cuatro salieron al camino a mendigar. La mujer
empezó la primera a pedir, sacudiendo su escudilla ante todos los tran-
seúntes. Se había metido a la pequeña en su seno desnudo y la criatura
dormía, agitando lastimosamente la cabeza mientras su madre corría
de un lado a otro tendiendo la escudilla. Mientras mendigaba señalaba a
la niña y decía:
–Si no dais, buen señor, buena señora, esta criatura se muere. Nos mo-
rimos de hambre, nos morimos....
Y así lo parecía, en realidad, pues diríase que la niña estuviera ya muer-
ta, y algunas gentes echaban de mala gana una monedita en la escudi-
lla.
Pero los dos chicos empezaron a tomar aquello como un juego, y el an-
ciano estaba avergonzado y sonreía estúpidamente mientras mendiga-
ba. Entonces la madre arrastró a los dos chiquillos dentro de la choza y
los abofeteó a más y mejor, riñéndoles furiosamente:
–¡Y habláis de morir de hambre, riendo al mismo tiempo! ¡Idiotas!
Y los abofeteó otra vez hasta que las manos le dolieron y hasta que los
niños se pusieron a llorar desoladamente, con grandes lagrimones que
les rodaban por las mejillas. Entonces les mandó otra vez a la calle, ex-
clamando:
–¡Ahora estáis en condición de pedir! ¡Eso y más os daré si volvéis a re-
íros!
En cuanto a Wang Lung, vagó por las calles preguntando aquí y allá
hasta que dio con un puesto donde se alquilaban rickshaws. Y entró, al-
quiló uno por media moneda de plata, que debía ser abonada a la no-
che, y salió de nuevo a la calle arrastrando el cochecillo tras él.
Se sentía cohibido y en ridículo y le parecía que todo el mundo se bur-
laba de él. Entre las dos varas del cochecillo se sentía tan torpe como
un buey que es uncido por vez primera al arado; apenas sabía cómo
caminar. Y, sin embargo, tenía que hacerlo para ganarse la vida, pues
68
aquí y allá, por todas partes de esta ciudad corrían hombres arrastran-
do a otros en cochecillos. Wang Lung se fue a una calle lateral donde no
había tiendas, sino domicilios privados. casas silenciosas y cerradas, y
empezó a andar arriba y abajo, tirando del rickshaw para acostumbrar-
se, y en el preciso momento en que se decía a si mismo, desesperado,
que le valdría más ir a pedir, se abrió una puerta y un hombre viejo,
con lentes y ataviado como un profesor, le hizo seña.
Wang Lung comenzó a explicarle que era demasiado nuevo en el oficio
para poder correr, pero el anciano era sordo y no se enteró de lo que
Wang Lung le decía, y así se limitó a indicarle que bajase las varas del
coche para poder subir. Wang Lung obedeció, no sabiendo qué hacer y
sintiéndose obligado por la sordera y por la apariencia señorial del an-
ciano. Este, una vez estuvo sentado, ordenó:
–Llévame al templo de Confucio.
Su calma y su superioridad no admitían réplica, y Wang Lung echó a
andar hacia delante, como veía hacer a los otros, aunque no tenía la
menor idea de dónde se hallaba el templo de Confucio.
Pero según avanzaba iba preguntando aquí y allá, y como las calles es-
taban llenas de vendedores que pasaban con sus cestos, de mujeres
que iban al mercado, de coches tirados por caballos y de muchos otros
vehículos como éste del que tiraba Wang Lung, la aglomeración hacía
completamente imposible todo intento de correr, así es que se limitaba
a andar con tanta ligereza como le era posible y consciente siempre del
peso que iba tras él. A llevar cargas sobre los hombros estaba acostum-
brado, pero no a arrastrarlas, y antes de que llegara a los muros del
templo le dolían los brazos, y las manos se le habían llenado de ampo-
llas, pues las varas del cochechillo rozaban partes que el azadón dejaba
sin tocar. El viejo profesor bajó del vehículo cuando Wang Lung se detu-
vo, y, buscando en las profundidades de su bolso, sacó una monedita
de plata y se la dio, diciendo:
–No tengo costumbre de pagar nunca más de esto. Es inútil protestar.
Wang Lung no había pensado en protestar, pues era la primera vez que
veía una moneda como aquélla e ignoraba cuántos peniques valía. En-
tró en una tienda de arroz cercana que era a la vez casa de cambio y le
dieron por la monedita veintiséis peniques, maravillándose Wang Lung
de la facilidad con que se ganaba el dinero en el Sur. Pero otro conduc-
tor de rickshaw que se hallaba junto a él se inclinó para verle contar el
dinero y le dijo:
–Sólo veintiséis. ¿Hasta dónde llevaste al viejo?
Y cuando Wang Lung se lo dijo, el hombre exclamó:
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–¡Qué mal alma! Te ha dado solamente la mitad de lo que debía. ¿Qué
precio fijaste antes de empezar la carrera?
–Ninguno –contestó Wang Lung–. El me hizo seña y yo fui. El otro le
lanzó una mirada de lástima y exclamó, dirigiéndose a cuantos les rode-
aban:
–¡Fijaos en este patán! Alguien le hace seña de que vaya, y el grandísi-
mo tonto va sin fijar el precio. "¿Cuánto por la carrera?” Has de saber
esto. idiota: que sólo a los hombres blancos se les puede tomar sin
ajustar el precio, y cuando te dicen: "¡Ven!", puedes ir con toda con-
fianza, porque son tan imbéciles que no saben el precio de nada y la
plata les afluye de los bolsillos como agua.
Y la gente escuchaba y se reía.
Pero Wang Lung no dijo nada. Se sentía muy ignorante y humilde entre
estas gentes ciudadanas, y cogiendo su vehículo se alejó de allí sin res-
ponder nada.
"No importa: con esto tengo para que coman mis hijos mañana", se
dijo tercamente, y entonces se acordó de que tenía que pagar por la
noche el alquiler del cochecillo y que con lo que había ganado no tenía
ni con que abonar la mitad.
Tuvo otro pasajero durante la mañana y dos más durante la tarde, y
con éstos si discutió hasta ponerse de acuerdo sobre el precio. Pero por
la noche, cuando contó todo el dinero que tenía, encontróse con que
una vez pagado el vehículo, le quedaba únicamente un penique para él.
Con esto regresó a su choza, amargado hasta el fondo de su alma y di-
ciéndose que después de un día de labor mucho más duro que un día
de siega, sólo había ganado aquella miseria. Entonces, como un alud le
pasaron por la memoria los recuerdos de su tierra. No había pensado en
ella ni una vez durante todo aquel extraño día, mas al imaginarla ahora,
lejana, pero suya y aguardándole, sentía que una calma y una dulzura
infinitas le invadían.
Y así siguió andando y llegó a su choza.
Al entrar encontróse con que O–lan había reunido, con las limosnas del
día, cuarenta piezas pequeñas, o sea menos de cinco peniques; y de los
muchachos, el mayor había recogido ocho piezas, y el pequeño, trece.
Reuniéndolo todo había con que comprar arroz por la mañana. Pero
cuando quisieron juntar el dinero del niño menor al de los demás, el pe-
queño comenzó a chillar reclamando su propiedad. El amaba aquel di-
nero que había mendigado y que era suyo, y no hubo manera de quitár-
selo. Aquella noche durmió con el bien apretado en la mano y no lo sol-
tó hasta la mañana siguiente, para pagar su propio arroz.
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Pero al anciano no le habían dado nada. Todo el día permaneció sentado
en la calle, obedientemente, pero sin mendigar. Se dormía, se desperta-
ba y fijaba los ojos asombrados en los transeúntes, volviendo a dormir-
se cuando se cansaba. Y, como era de la vieja generación, no se le po-
día reprender.
Al ver que tenía vacías las manos dijo con simplicidad:
–He labrado la tierra, sembrado el grano y recogido la cosecha; y así he
llenado de arroz mi escudilla. Y además he engendrado un hijo que ha
engendrado hijos a su vez.
Confiaba así, como un niño, en que no le faltaría qué comer, puesto que
tenía un hijo y nietos.
XII
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lado azul del cierzo matinal, a las cocinas públicas, donde, por un peni-
que, se podía comprar una escudilla de pasta de arroz.
Porque a pesar de lo que él ganaba corriendo y tirando de su rickshaw y
O–lan mendigando, no llegaban a poder cocer el arroz diariamente en
su propia choza. Si les sobraba un penique sobre lo que tenían que en-
tregar en las cocinas públicas, compraban un poco de col. Pero la col les
resultaba cara de cualquier modo, pues los dos muchachos tenían que ir
a buscar combustible para cocerla entre los dos ladrillos que O–lan ha-
bía convertido en horno, y este combustible tenían que cogerlo, a puña-
dos y como podían, de los haces de junco y de hierba que los labrado-
res llevaban al mercado. Algunas veces, los muchachos eran sorprendi-
dos y abofeteados duramente, y una vez el mayorcito, que era más tí-
mido que el pequeño, volvió a casa con un ojo hinchado por el sopapo
de un labrador. Pero el menor se había vuelto más listo; era, en reali-
dad, mucho más hábil robando que mendigando.
Para O–lan, esto no tenía importancia. Si los chicos no sabían mendi-
gar sin jugar y reír, que robasen, pues, para llenar el estómago. Pero
Wang Lung aunque no encontraba qué contestar a esto, sentía hervirle
la sangre ante este latrocinio de sus hijos, y no reñía al mayor por su
torpeza en las operaciones. Aquella vida a la sombra de los grandes
muros no era la vida que Wang Lung amaba. Allá lejos le esperaba su
tierra.
Una noche llegó tarde y encontró que en el guisado de col hervía un
buen trozo de carne de cerdo. Era la primera vez que tenían carne para
comer desde que mataron su propio buey, y los ojos de Wang Lung se
dilataron de asombro.
Debes de haber pedido a un extranjero hoy –le dijo a O–lan, pero ella,
según su costumbre, no contestó nada.
Entonces el chico menor, demasiado pequeño para callar a tiempo y lle-
no además de orgullo por su destreza, exclamó:
–¡Yo la cogí! Esa carne es mía. Cuando el carnicero se volvió, después
de haberla cortado, me metí corriendo por debajo del brazo de una vie-
ja que había ido a comprarla, la cogí y eché a correr con ella. y me es-
condí en una tinaja vacía que había junto a una puerta hasta que llegó
mi hermano.
–¡No comeremos esta carne! –gritó Wang Lung enfurecido–. ¡No come-
remos ninguna carne que no hayamos comprado o pedido! Seremos
mendigos, pero no somos ladrones.
Y cogiendo el trozo de cerdo lo sacó de la olla con dos dedos y lo tiró al
suelo sin hacer caso de los berridos del pequeño.
75
Entonces O–lan se adelantó estoicamente, recogió la carne, la lavó y la
echó a la olla de nuevo.
–La carne es carne –dijo tranquilamente.
Wang Lung ya no dijo nada más, pero estaba furioso y asustado porque
sus hijos se estaban convirtiendo en ladrones en aquella ciudad. Y aun-
que no protestó cuando O–lan desgarró la carne tierna con los palillos y
dio grandes trozos al anciano, a los chicos, y hasta le llenó la boca a la
niña y se reservó algo para si misma, él se negó rotundamente a tocar-
la, contentándose con la col que había comprado.
Pero después de la comida cogió al menor de sus hijos, se lo llevó a la
calle, donde su madre no le pudiera oír, y agarrándole fuertemente con
una mano, con la otra le dio de bofetadas hasta cansarse, sin hacer
caso de los chillidos del muchacho.
–iToma, toma y toma! –le gritaba–. ¡Eso, por ladrón!
Cuando soltó al niño, que se fue a su casa gimoteando, se dijo para si:
"Hemos de volver a la tierra."
XIII
Día tras día, bajo la opulencia de esta ciudad, Wang Lung vivía en sus
cimientos de miseria, sobre los que la ciudad se levantaba. Con los co-
mestibles rebosando de los mercados; con las calles donde se hallaban
los almacenes de seda llenas de tiendas engalanadas de vistosos estan-
dartes multicolores que anunciaban las mercancías: con tantos hombres
ricos vestidos de satén y de terciopelo, cubiertos de seda y con la piel
suave y las manos perfumadas y tiernas como flores de delicadeza y de
ocio; con tanta cosa para esplendor y belleza de la ciudad, en aquella
parte de la misma donde vivía Wang Lung no había comida suficiente
para calmar un hambre salvaje ni la ropa necesaria para cubrirse los
huesos.
Los hombres trabajaban todo el día haciendo pan y dulces destinados a
las fiestas de los ricos; los niños se entregaban a una u otra labor des-
de el alba hasta la medianoche, y luego se echaban a dormir tal como
estaban, sucios y grasientos, sobre ásperos camastros tendidos en el
suelo, hasta que, al siguiente día, tambaleándose aún de cansancio,
volvían a los hornos donde jamás se ganaba con que poder comprar
uno de aquellos ricos panes que elaboraban para otros. Y hombres y
mujeres trabajaban en el corte y la confección de gruesas pieles para el
invierno, y de telas ligeras para el verano, y de espesos brocados de
seda que se convertían en trajes suntuosos para aquellas gentes que se
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surtían de comestibles en la profusión de los mercados, mientras ellos,
los que los vestían, tenían que contentarse con un trozo de áspero algo-
dón azul que recosían rápidamente para cubrir sus desnudeces.
Wang Lung, que vivía entre estas gentes ocupadas en el bienestar de
los otros, oía a menudo cosas extrañas, de las que hacia poco caso.
Cierto que los más viejos, hombres y mujeres, hablaban poco. Hombres
de barba gris tiraban de las rickshaws, arrastraban carretones de car-
bón y leña hacia los hornos y los palacios, forzando sus espaldas hasta
que los músculos estaban tirantes como cuerdas. Empujaban los pesa-
dos carretones de mercancías por las calles implacables, comían frugal-
mente su escaso condumio, dormían sus breves noches y callaban. Sus
rostros eran, como el rostro de O–lan, inarticulados y mudos. Nadie sa-
bía lo que pensaban. Si alguna vez hablaban era de comida o de peni-
ques. La palabra plata se hallaba tan raramente en sus labios como
este metal en sus manos.
Sus caras en reposo se hallaban crispadas como en un acceso de cóle-
ra, pero no era cólera: eran los años de esfuerzo y de tensión, cargando
pesos superiores a sus fuerzas, que habían descubierto sus dientes en
lo que parecía un gesto de amenaza y arado arrugas profundas en tor-
no de sus ojos y de sus bocas. Ellos mismos no tenían idea de la clase
de hombres que eran. Una vez se vio uno de ellos en el espejo de un
carro de mudanzas que pasaba cargado de muebles, y gritó señalándo-
se: "¡Qué hombre más feo!" Y cuando los otros se echaron a reír, sonrió
dolorosamente, sin saber de qué se reían, y miró a un lado y otro rápi-
damente para ver si había ofendido a alguien.
En casa, dentro de los pequeños chamizos donde vivían amontonados,
junto al de Wang Lung, las mujeres remendaban trapos para cubrir a
las criaturas que daban a luz incesantemente, y robaban pedacitos de
col de los huertos y puñados de arroz de los mercados y andaban todo
el año por las colinas a la rebusca de hierbas. Durante las cosechas se-
guían a los segadores como una bandada de aves, con los ojos acera-
dos y agudos puestos sobre el grano o el brote que cayera al suelo. Y
por aquellos chamizos pasaban los hijos; los niños nacían, morían, nací-
an otros y volvían a morir hasta que ni el padre ni la madre sabían
cuántos habían nacido y cuántos habían muerto, y casi ni cuántos viví-
an, pues pensaban en ellos únicamente como bocas que había que ali-
mentar y no como criaturas.
Estos hombres, estas mujeres, éstos niños, entraban y salían de los
mercados, de las tiendas de telas, y vagaban por el campo que rodeaba
a la ciudad, los hombres trabajando en lo que podían por unos cuantos
peniques, las mujeres y los niños mendigando y robando. Y entre esta
77
gente se hallaba Wang Lung, su mujer y sus hijos.
Los viejos aceptaban aquella vida, pero los hijos varones, llegados a
esa edad en que la infancia se ha esfumado y la vejez está lejos, sentí-
anse descontentos. Hablaban entre si estos jóvenes, y sus conversacio-
nes estaban llenas de excitación y de cólera. Más tarde, cuando eran
plenamente hombres y se casaban y veían amargamente su rápida
multiplicación, la cólera disipada de su juventud cuajaba en una fiera
desesperación y en una rebeldía demasiado profunda para expresarse
en palabras, porque durante toda su vida veíanse forzados a trabajar
más duramente que las bestias, y todo por un puñado de restos para
llenar sus vientres. Oyendo una de estas conversaciones, Wang Lung se
enteró un día, por primera vez, de lo que sucedía al otro lado del gran
muro contra el que las hileras de chozas se adosaban.
Era al morir de uno de esos largos largos días de invierno que permiten
creer en la vuelta de la primavera. Frente a las chozas, la tierra estaba
todavía enlodada por la nieve fundida, y como el agua entraba en las
viviendas, cada familia había tenido que procurarse ladrillos sobre los
que poder dormir. A pesar de la incomodidad de la tierra mojada, notá-
base esta noche una suavidad que se respiraba en el aire, y esta suavi-
dad había despertado en Wang Lung una extraordinaria agitación que le
hizo salir a la calle después de cenar, pues se le hacía imposible dormir,
como hubiera deseado.
Allí estaba su anciano padre, en cuclillas y apoyado contra la pared, con
su tazón de comida en la mano, pues se la había llevado fuera para ce-
nar tranquilamente, ya que los chiquillos llenaban la choza de clamores
y ruidos. El anciano sostenía en una mano el extremo de una tira de
tela que O–lan había desgarrado de su cinturón, y de esta tira sujetaba
a la niña, que iba tambaleándose de un lado a otro. Así pasaba sus días
el anciano: cuidando de esta criatura que ahora protestaba de tener
que estar en brazos de su madre mientras pedía limosna. Además O–
lan estaba otra vez encinta y la presión que hacía el peso de la niña so-
bre ella era demasiado dolorosa para que pudiera soportarla.
Wang Lung permaneció observando a la pequeña, que daba tumbos, se
caía, se levantaba, se volvía a caer, y al anciano, que tiraba de los ex-
tremos de la cinta de tela. Y mientras los observaba sentía que la dul-
zura del aire nocturno despertaba en él una nostalgia infinita de sus
campos.
–En un día así –dijo a su padre en voz alta– hay que trabajar los cam-
pos y cultivar el trigo.
–¡Ah! –dijo el anciano tranquilamente–. Ya sé lo que estás pensando.
Cuatro veces en mi vida he tenido que hacer lo que hemos hecho este
78
año: abandonar los campos y saber que no quedaba en ellos simiente
para otras cosechas.
–Pero siempre regresasteis, padre.
–Quedaba la tierra, hijo –contestó el viejo con simplicidad.
Bien; pues también ahora regresarían, si no este año, el próximo, se
dijo Wang Lung. ¡Mientras quedase la tierra! Y el recuerdo de ella, que
le esperaba enriquecida por las lluvias primaverales, llenaba su corazón
de deseo. Entrando en la choza le dijo bruscamente a su mujer:
–Si tuviera algo que vender, lo vendería y regresaría a la tierra. O, si
no fuese por el anciano, iríamos a pie, aunque nos muriésemos de ham-
bre. ¿Pero cómo podrían él y la criatura pequeña andar cien millas? ¡Y
tú con tu carga!
O–lan se hallaba lavando las escudillas de arroz, y después de apilarlas
en un rincón de la choza, miró a Wang Lung y dijo:
–No tenemos nada que vender, excepto la niña.
Wang Lung se quedó atónito y gritó:
–¡Yo no venderé una criatura!
–A mí me vendieron –contestó O–lan muy despacio–. Me vendieron a
una gran casa para que mis padres pudieran regresar a la de ellos.
–¿Y por eso venderías tú a la niña?
–Si no se tratase más que de mi, antes preferiría matarla que vender-
la... ¡La esclava de esclavas fui yo! Pero la muerte de una niña no pro-
duce nada. Sí, yo la vendería para que tú pudieses regresar a la tierra.
–Nunca –contestó Wang Lung rotundamente–. Nunca, aunque tuviera
que pasar mi vida en este páramo.
Pero cuando volvió a salir, aquel pensamiento, que jamás hubiera veni-
do a él espontáneamente, le tentó contra su voluntad. Miró a la niña,
que se bamboleaba persistentemente al extremo de la tira que su abue-
lo sostenía. Había crecido bastante con la ayuda de la comida que se le
daba diariamente, y aunque todavía no había hablado una palabra, es-
taba rolliza, como en realidad lo está cualquier niño por poco que se le
cuide. Sus labios, que habían parecido los de una vieja, estaban ahora
rojos, y, como antes, la niña se alegraba al ver a su padre y sonreía.
"Tal vez lo habría hecho –se dijo Wang Lung– si no la hubiera tenido
contra mi pecho y no me hubiese sonreído así"
Y entonces pensó nuevamente en su tierra y exclamó arrebatadamente:
–¡No habré de verla nunca más! ¡Con tanto trabajar y tanto pedir, nun-
ca tenemos más que lo justo para comer! Entonces, una voz le contestó
en la oscuridad:
–No eres tú el único. Como tú hay miles en esta ciudad.
79
El hombre se acercó fumando una como pipa de bambú. Era el padre de
una familia que vivía dos chozas más allá de la de Wang Lung. A la luz
del sol se le veía raramente. Dormía de día, pues trabajaba toda la no-
che tirando de pesados carros de mercancías que eran demasiado gran-
des para circular por las calles en las horas de tráfico. Pero algunas ve-
ces Wang Lung le había visto regresar de madrugada jadeante y exh-
austo, con sus nudosos hombros abatidos. A veces, Wang Lung lo en-
contraba así al amanecer, cuando él se dirigía hacia su rickshaw, y en
ocasiones el hombre salía al crepúsculo, antes del trabajo nocturno, y
se mezclaba con los otros hombres que se disponían a ir a dormir a sus
chamizos.
–Bueno, ¿y esto ha de durar siempre? –preguntó Wang Lung. El hombre
dio tres chupadas a su pipa y escupió al suelo. Luego dijo:
–No, no siempre. Cuando los ricos son demasiado ricos hay recursos, y
cuando los pobres son demasiado pobres hay recursos. El invierno pa-
sado vendimos dos niñas y pudimos resistirlo; y este invierno, si la cria-
tura que lleva mi mujer en el vientre es una niña, la venderemos tam-
bién. No he conservado más que una esclava: la primera. Las otras es
mejor venderlas que matarlas, aunque hay quien prefiere matarlas al
nacer. Este es uno de los recursos cuando los pobres son demasiado po-
bres. Cuando las ricos son demasiado ricos hay otro recurso, y, si no
me equivoco, no ha de pasar mucho tiempo sin que se acuda a él.
Movió la cabeza y señaló con la pipa la pared que se elevaba tras ellos,
preguntando:
–¿Has visto lo que hay al otro lado de esa pared?
Wang Lung negó con la cabeza y abrió mucho los ojos. El hombre conti-
nuó:
–Llevé ahí a una de mis esclavas para venderla y vi muchas cosas. No
me creerías si te contase cómo corre el dinero en esa casa. Te diré
esto: incluso los criados comen con palillos de marfil y plata y hasta las
esclavas llevan pendientes de jade y perlas; también se cosen perlas en
los zapatos, y cuando éstos tienen un poquitín de barro o una rotura
que ni tú ni yo la llamaríamos así, los tiran, con perlas y todo.
El hombre dio una fuerte chupada a su pipa. Wang Lung, con la boca
abierta, le escuchaba. ¡Al otro lado de la pared ocurrían, pues, tales co-
sas!
–Hay recursos cuando los ricos son demasiado ricos –dijo de nuevo el
hombre, y guardó silencio durante un rato.
Luego, como si no hubiera dicho nada, añadió indiferentemente:
–Bueno, al trabajo otra vez,
Pero Wang Lung no pudo dormir aquella noche pensando en la plata,
80
oro y perlas que se hallaban al otra lado de la pared contra la que su
cuerpo descansaba vestido, con la ropa que llevaba día tras día, porque
no tenía colcha con que cubrirse, y echado sobre unos ladrillos y una
esterilla por todo lecho. Y de nuevo sintió la tentación de vender a la
niña y se dijo:
"Quizá sería mejor venderla a una casa rica para que pudiese comer
exquisiteces y llevar joyas si tiene la suerte de ser bonita y gustarle a
un gran señor."
Pero, contra su voluntad, se contestó a si mismo y pensó de nuevo:
"Bueno, y aunque la vendiese, no vale lo que pesa en oro y rubíes. Si
nos diesen lo necesario para regresar a la tierra, ¿de dónde saldrá lo
preciso para comprar un buey y la mesa, y camas y bancos nuevamen-
te? ¿Voy a vender una criatura para que podamos morirnos de hambre
allá en lugar de aquí? No tenemos ni simiente para sembrar los cam-
pos."
Y no lograba comprender a qué podía referirse aquel hombre cuando
decía: "Hay un recurso cuando los ricos son demasiado ricos."
XIV
XV
Antes de que hubieran pasado muchos días, ya tenía Wang Lung la im-
presión de no haber salido nunca de su tierra. En realidad, espiritual-
mente al menos, no se había separado jamás de sus campos.
Con tres piezas de oro compró en el Sur buena simiente: grano de tri-
go, de arroz y de maíz, y, como alarde de lujo, semillas que nunca ha-
bía plantado antes: lotos y apio para su estanque, y grandes rábanos
encarnados de esos que, rellenos de cerdo, constituyen un plato exqui-
sito en las festividades, y pequeñas judías rojas y fragantes.
Con cinco piezas de oro le compró un buey a un labrador que encontra-
ron arando los campos, antes de llegar a su propia tierra. Wang Lung se
detuvo al verle, y con él el anciano, los niños y la mujer, a pesar del an-
sia que todos sentían por llegar a su casa y a su tierra, y se quedaron
mirando al buey. A Wang Lung le llamó la atención su cuello robusto y
vigoroso y el empuje de su espalda contra el yugo de madera. Y le gritó
al labrador:
–¡Ese buey no vale nada! ¿Por cuánto lo venderías en oro o plata? Estoy
sin animal y como lo necesito tomaría cualquier cosa.
El labrador contestó:
–Antes vendería a mi mujer que a este buey, que no tiene más que tres
años y está en todo su vigor.
Y continuó arando sin hacer más caso de Wang Lung. A éste le pareció
entonces que de todos los bueyes del mundo era sólo aquél el que ha-
bría de ser suyo, y le dijo a O–lan y a su padre:
–¿Qué tal ese buey?
El anciano lo miró y dijo:
94
–Parece una bestia bien castrada. Y O–lan exclamó:
XVI
Una noche, cuando Wang Lung se hallaba acostado con su esposa, notó
que ésta tenía algo del tamaño de un puño de hombre entre los senos,
y le preguntó:
–¿Qué es esto que llevas encima?
Lo cogió y vio que era algo envuelto en un trozo de trapo, algo duro,
aunque movible al tacto. O–lan se echó hacia atrás violentamente, pero
luego, al ver que Wang Lung se disponía a tirar del bulto y arrancárse-
lo, se sometió y dijo:
–Bueno, míralo si quieres.
Y rompiendo el cordel que lo sujetaba a su cuello, se lo entregó a Wang
Lung.
Este desgarró el trozo de trapo y, de pronto, cayo en sus manos tal can-
tidad de joyas que se quedó estupefacto. Eran joyas como él no había
nunca soñado, joyas rojas como la carne de la sandia, doradas como el
trigo, verdes como las hojas tiernas de primavera, transparentes como
el agua que brota de la tierra. Qué nombres tenían, Wang lo ignoraba,
pues nunca había visto joyas en su vida ni oído cómo se llamaban, pero
al apresarlas en su mano morena y dura comprendió, por el brillo y los
destellos que despedían en la habitación medio a oscuras, que tenía en
sus manos una fortuna. Y la agarraba inmóvil, ebrio de color y de for-
ma, en silencio; y ni él ni la mujer apartaban de ella los ojos.
–¿Dónde...? ¿Dónde...?
Y O–lan murmuró suavemente:
–En la casa del hombre rico. Debió de ser el tesoro de alguna favorita.
98
Vi un ladrillo suelto en la pared y me escurrí hacia allí negligentemente
para que nadie más se diera cuenta del hallazgo y exigiese una parte.
Tiré del ladrillo, cogí lo que brillaba y me lo escondí en la manga.
–¿Pero como sabias...? –murmuro Wang Lung nuevamente lleno de ad-
miración, y ella contesto sonriendo con aquella sonrisa que no subía
nunca a sus ojos:
–¿Crees que yo no he vivido en una casa rica? Los ricos siempre tienen
miedo. Un año los ladrones saltaron las tapias de la casa grande. Yo vi a
las esclavas y a las concubinas, y hasta a la misma Anciana Señora. co-
rrer de aquí para allá: y cada una llevaba un tesoro que metía en algún
escondite planeado de antemano. Por eso sabía el significado de un la-
drillo desprendido.
Y otra vez se callaron, contemplando la maravilla de las piedras precio-
sas.
Al cabo de un rato, Wang Lung hizo una profunda aspiración y exclamó
decididamente:
–No se debe conservar un tesoro así. Hay que venderlo invertirlo en
algo seguro, en tierras pues nada más ofrece seguridad. Si esto llegara
a saberse, nos matarían y un ladrón se llevaría las joyas. Tengo que
convertirlas en tierra hoy mismo o no podría dormir esta noche.
Mientras hablaba, envolvió otra vez las joyas con el trozo de trapo, las
ató fuertemente con el cordel y, al abrirse la túnica para esconderlas en
el pecho, su mirada se fijó casualmente en el rostro de la mujer. Estaba
sentada con las piernas cruzadas sobre la cama, y su faz hermética, en
la que nunca se reflejaba nada, hallábase animada por un oscuro anhe-
lo que expresaban sus labios entreabiertos y su rostro ansiosamente
echado hacia delante.
–Bueno, ¿y que hay? –preguntó Wang Lung asombrado.
–¿Las vas a vender todas? –inquirió ella con un sordo murmullo.
–¿Y por qué no? –le contestó él atónito. ¿Qué íbamos a hacer con joyas
como éstas en una casa de tierra?
–Me gustaría poder quedarme con dos para mi –dijo O–lan. con la de-
sesperada ansiedad de quien no espera nada; y él se sintió conmovido
como por el deseo de alguno de sus hijos de un juguete o de un dulce.
–¡Bueno, bueno! –exclamó estupefacto.
–Si pudiera quedarme con dos –continuó O–lan con banalidad– , sólo
dos de las más pequeñas, aunque fueran las dos perlas chiquititas...
–¡Perlas! –repitió él boquiabierto.
–Las guardaría... No las usaría –repitió ella–, solamente las guardaría.
Y bajó los ojos y se puso a torcer un trozo del cobertor de la cama,
donde se había soltado un hilo, y aguardó pacientemente. como quien
99
apenas espera una respuesta.
Entonces, Wang Lung, sin comprenderla, miró por un instante a esta
opaca y fiel criatura que había trabajado toda su vida en tareas por las
que no recibía compensación alguna y que, en la casa grande, había
visto a otras mujeres adornadas con joyas que ella ni siquiera tocó ja-
más.
–Algunas veces las podría tener en la mano –añadió O–lan consigo
misma.
Y Wang Lung se sintió enternecido por algo que no comprendía, y, sa-
cándose las joyas del pecho, las desenvolvió y se las tendió a O–lan en
silencio. Ella buscó entre los vivos colores, y su mano dura y morena
daba vueltas delicadamente a las piedras, demorándose hasta que en-
contró las dos perlas blancas, que cogió, atando nuevamente las demás
y devolviéndolas a Wang Lung. Entonces rasgó un trocito de tela de su
túnica, envolvió en él las perlas y se las escondió entre los senos.
Pero Wang Lung la observaba estupefacto, comprendiendo sólo a me-
dias, y más tarde, durante aquel día y en los dias siguientes, se detenía
a veces a mirarla, diciéndose para sus adentros:
"
¡Bueno, bueno! Esta mujer mía supongo que aún llevará las dos perlas
entre sus pechos..."
Pero nunca se las vio sacar ni la sorprendió contemplándolas, y la cues-
tión de las perlas no volvió a ser discutida.
En cuanto a las otras joyas, estuvo reflexionando sobre ellas y al fin de-
cidió ir a la casa grande a ver si le vendían más tierra.
Se dirigió, pues, hacia allí, pero esta vez no encontró al guardián a la
puerta, retorciéndose los largos pelos del lunar y despreciando a los
que no podían pasar de largo ante él al entrar en la Casa de Hwang. La
puerta se hallaba cerrada y Wang Lung golpeó contra ella con el puño
una vez y otra, sin que nadie llegase a abrir. Unos hombres que pasa-
ban por la calle le miraron y dijeron:
–Si, llama, llama.
–Si el Anciano Señor está despierto, tal vez venga ver quién hay, y si
anda por ahí alguna perra esclava, tal vez abra. si le viene en gana.
Pero al fin Wang Lung oyó pasos, unos pasos lentos y errantes, que se
detenían y avanzaban a intervalos; luego, el cauteloso tirar de la barra
de hierro que aseguraba la puerta. el chirriar de esta y una voz cascada
que inquiría:
–¿Quien es?
Entonces Wang Lung contestó muy alto, aunque estaba pasmado:
–¡Soy yo, Wang Lung!
La voz respondió con impertinencia:
100
–¿Y quien es ese maldito Wang Lung?
Wang Lung comprendió, por la calidad de la imprecación, que se trataba
del Anciano Señor en persona, porque maldecía cono uno acostumbrado
a tratar con sirvientes y esclavas. Así, pues, repuso con más humildad
que antes:
–Dueño y señor, no he venido para molestaros, sino para tratar de un
pequeño negocio con el agente que sirve a vuestra señoría.
Entonces, el Anciano Señor contestó, sin abrir más la rendija por la que
asomaba los labios:
–Ese perro maldito me dejó hace muchos meses. Ya no está aquí.
Después de esta respuesta, Wang Lung se quedó sin saber que hacer.
Era imposible hablar de la compra de tierra directamente con el Anciano
Señor, sin mediador alguno, y, sin embargo, las joyas colgaban en su
pecho, ardientes como fuego, y quería verse libre de ellas y, más aún,
quería la buena tierra de la Casa de Hwang.
–Vine por cuestión de dinero –exclamó, dudando.
Inmediatamente, el Anciano Señor cerró la puerta.
–No hay dinero en esta casa –dijo en voz más alta de la que usara has-
ta entonces–. Aquel ladrón de agente (y maldita sea por él su madre y
la madre de su madre) se llevó todo lo mío. Ninguna deuda puede ser
pagada.
–No... no, exclamó Wang Lung precipitadamente. Yo he venido a pagar,
no a que se me pague.
Entonces, una voz que Wang Lung no había oído todavía dio un grito
agudo, y una mujer sacó la cabeza por la puerta.
–¡Eso es una cosa que no he oído desde hace tiempo! –chilló la mujer, y
Wang Lung hallose frente, a un rostro sagaz y vivamente coloreado que
le clavaba los ojos . ¡Entra!
Abrió la puerta lo suficiente para permitir el paso a Wang Lung y, mien-
tras éste permanecía atónito en el patio, la cerró tras él, asegurándola
firmemente con la barra.
El Anciano Señor tosía y miraba con asombro. Iba envuelto en una túni-
ca de satén gris, de la que pendía un colgajo de piel cubierta de man-
chas. Primitivamente había sido un lujoso vest¡do, lo que aun podía
verse por el espesor y la suavidad del satén, aun cuando estuviese
manchado y sucio y lleno de arrugas como si le hubiese utilizado como
prenda de dormir. Wang Lung se quedo mirando al Anciano Señor con
cierto miedo, pues toda su vida había temido un poco a la gente de la
casa grande: y le parecía imposible que el Anciano Señor, de quien tan-
to había oído hablar, fuese esta vieja figurilla, no más temible que su
propio padre y en realidad menos aún que él, pues su padre era un vie-
101
jo pulcro y sonriente, y el Anciano Señor, que había sido grueso, era
ahora flaco y la piel le colgaba en pliegues sucios. Iba sin afeitar, y su
mano amarillenta le temblaba al pasarla por la barbilla y al tirar de sus
labios decaídos y fláccidos.
La mujer parecía bastante pulcra. Tenía un rostro duro y agudo, her-
moso, pero de una hermosura de ave de rapiña, debida tal vez a su na-
riz aguileña, a sus ojos acerados, negros y brillantes, y a su piel pálida
y demasiado tirante sobre los huesos. Sus labios y sus mejillas eran ro-
jos y duros; su negro cabello, liso y brillante como un espejo; pero por
su manera de hablar se descubría que no era de la familia del señor,
sino una esclava, de voz aguda y lengua mordaz. Y aparte estos dos, la
mujer y el Anciano Señor, nadie más se veía en el patio donde antes
hombres, mujeres y niños iban y venían ocupados en los múltiples que-
haceres que requería el cuidado de la gran casa.
–Ahora, a lo del dinero –dijo la mujer con viveza.
Pero Wang Lung vacilaba. No le era posible hablar delante del Anciano
Señor. La mujer se percato de esto, como se percataba de todo, antes
de que se expresase con palabras, y volviéndose hacia el viejo le dijo
con voz penetrante:
–¡Ahora, fuera de aquí!
Y, sin responder nada, él partió en silencio, tosiendo mientras se aleja-
ba, con sus viejos zapatos de terciopelo batiéndole los talones.
Al quedarse solo con la mujer, Wang Lung no supo qué hacer ni qué de-
cir. Se hallaba estupefacto por el silencio que reinaba en la casa. Miró
hacia el otro patio y allí tampoco vio a persona alguna, sino montones
de desperdicios y basuras, paja, ramas de bambú, agujas de pino des-
perdigadas y tallos de flores muertas, como si durante mucho tiempo
nadie hubiera cogido una escoba para barrerlas.
–;Bueno, cabeza dura! –exclamó la mujer con excesiva acritud, y Wang
Lung saltó al oír la voz, tan inesperada era su penetración–. ¿De qué se
trata? Si traes dinero, déjame verlo.
–No –repuso Wang Lung con cautela–, yo no dije que traía dinero, sino
un negocio...
–Un negocio significa dinero –contestó la mujer–; dinero que entra o di-
nero que sale, y de esta casa no puede salir dinero alguno.
–Bueno, pero yo no puedo hablar con una mujer objetó Wang Lung
mansamente.
No sabía qué pensar de la situación en que se hallaba y todavía miraba
en derredor con asombro.
–¿Y por qué no? –inquirió la mujer con ira, y de pronto le gritó a Wang
Lung–: ¿No has oído, imbécil, que no hay nadie aquí?
102
Wang Lung se la quedó mirando, dudando todavía, y la mujer le gritó
de nuevo:
–Yo y el Anciano Señor... ¡No hay nadie más!
–¿Dónde, entonces? –preguntó Wang Lung, demasiado atónito para dar
sentido a sus palabras.
–La Anciana Señora ha muerto –replicó la mujer–. ¿No te has enterado
en la ciudad de que los bandidos asaltaron la casa y se llevaron lo que
quisieron en bienes y en esclavas? Y colgaron al Anciano Señor por los
pulgares y lo apalearon, y ataron a la Anciana Señora a una silla y la
amordazaron, y todo el mundo huyó. Pero yo me quedé. Me escondí en
un estanque medio lleno de agua, bajo una tapa de madera. Y cuando
salí, todos se habían marchado y la Anciana Señora estaba muerta en
su silla, no porque le hubieran hecho algo, sino de espanto. A fuerza de
fumar opio, su cuerpo no pudo soportar el susto.
–¿Y los sirvientes? ¿Y las esclavas? –murmuró Wang Lung–. ¿Y el guar-
dián?
–Oh, ésos –contestó ella negligentemente– ya se habían ido mucho an-
tes. Todos los que tenían piernas para huir se fueron marchando, pues
a mediados del invierno ya no había comida ni dinero. En realidad –y su
voz se hizo un murmullo–, había muchos de los criados entre los bandi-
dos. Yo misma vi a aquel perro de guardián de guía; y aunque volvió la
cabeza en presencia del Anciano Señor, reconocí los tres pelos de su lu-
nar. Y, además, había otros de la casa, pues ¿quién, sino los que la co-
nocían bien, podían saber en qué lugar secreto se guardaban las joyas y
el escondite de los tesoros, de las cosas que no eran para vender? No
creería ajeno a ello al mismo agente, aunque él consideraría impropio
de su dignidad aparecer públicamente en el asunto, pues es un pariente
lejano de la familia.
La mujer se calló, y el silencio de la mansión pesó en el aire como pesa
el silencio después que la vida se ha apagado. Luego la mujer continuó:
–Pero todo eso no ocurrió de pronto. Durante toda la vida del Anciano
Señor y de su padre, el desmoronamiento de esta casa se ha venido
preparando. En la última generación, los señores cesaron de ver la tie-
rra, cogían el dinero que les entregaban los agentes y lo gastaban como
agua. Y en estas generaciones la fuerza de la tierra ha huido de ellos y,
pedazo a pedazo, también la tierra ha empezado a huir.
–¿Dónde están los jóvenes señores? –inquirió Wang Lung, todavía mi-
rando en torno de él, tan increibles le parecían estas cosas.
–Aquí y allá –contestó la mujer con indiferencia–. Fue una suerte que
las dos muchachas se casaran antes de que ocurriese lo que ha ocurri-
do. El mayor de los jóvenes señores, al enterarse de lo que les había
103
pasado a sus padres, envió a un mensajero para que se llevase al An-
ciano Señor, su padre, pero yo persuadí al viejo de que no se marchara.
"¿Quién se quedará en la mansión?", le dije. "Es impropio que me que-
de yo, que soy sólo una mujer."
Frunció virtuosamente los labios rojos y delgados al pronunciar estas
palabras, y bajó sus ojos insolentes, continuando tras una breve pausa:
Además, yo he sido la esclava leal de mi señor durante estos últimos
años y no tengo ninguna otra casa.
Wang Lung la miró entonces fijamente y apartó en seguida la vista de
ella. Empezaba a darse cuenta de lo que era aquello: una mujer que se
asía a un hombre viejo y moribundo por lo último que pudiese sacar de
él. Y le dijo con desprecio:
–No siendo, pues, más que una esclava, ¿cómo he de tratar el negocio
contigo?
Al oír lo cual la mujer exclamó:
–¡El hará todo lo que yo le diga!
Wang Lung meditó esta respuesta. Bueno, y ahí estaba la tierra. Si el
no la compraba, otros la comprarían por medio de esta mujer.
–¿Cuánta tierra queda? –le pregunto involuntariamente, y ella vio en
seguida cuál era su intención.
–Si has venido a comprar tierra dijo rápidamente, hay tierra que com-
prar. Posee cien acres al Oeste y doscientos al Sur que estaría dispuesto
a vender. No es todo un solo pedazo, pero las parcelas son grandes.
Pueden ser vendidas hasta el último acre.
Dijo esto tan prontamente que Wang Lung se dio cuenta de que sabía
cuánto le quedaba al viejo, hasta el último pie de tierra. Pero todavía
se sentía incrédulo y reacio a entablar el negocio con ella.
–No es probable que el Anciano Señor pueda vender toda la tierra de su
familia sin la conformidad de sus hijos –objetó Wang Lung.
Pero la mujer le salió al paso ávidamente:
–En cuanto a eso, los hijos siempre le han dicho que vendiera lo que
pudiese. La tierra se halla donde ninguno de los hijos quiere vivir; el
país está plagado de bandidos en estos tiempos de hambre, y todos
han dicho: "No podemos vivir en un sitio así. Mejor es vender y repar-
tirnos el dinero
–Pero, ¿en la mano de quién he de dejar el dinero? –preguntó Wang
Lung, dudando todavía.
–En la del Anciano Señor. ¿En cuál ha de ser? –replicó la mujer con sua-
vidad.
Pero Wang Lung sabía que la mano del Anciano Señor se abría en la de
ella. Por lo tanto, no hablaría más con la mujer. Y se dio vuelta dicien-
104
do: "Otro día..., otro día", y se dirigió a la salida seguido por la mujer,
que le gritó hasta la misma calle:
–¡A esta hora, mañana! Mañana o esta tarde..., todas las horas son
iguales.
Wang Lung se alejó calle abajo sin contestarle, intrigado y necesitando
pensar sobre lo que había oído. Entró en la pequeña casa de té, pidió
una infusión, y cuando el chico se la hubo servido cogiendo con descaro
el penique con que se la pagaban y sacudiéndolo, Wang Lung se puso a
reflexionar, y cuanto más reflexionaba, más monstruoso le parecía que
aquella grande y rica familia que durante toda su vida, y la de su padre,
y la de su abuelo, había sido un poder y una gloria en la ciudad, estu-
viera ahora caída y desperdigada.
Eso les ha ocurrido por dejar la tierra, se dijo apesadumbrado, y pensó
en sus dos hijos, que crecían como dos brotes de bambú en la primave-
ra, y decidió hacerles abandonar sus juegos al sol aquel mismo día y
ponerlos a trabajar en el campo, donde empezasen pronto a sentir en
los huesos y en la sangre el hábito de la tierra bajo sus pies y la presión
de la azada en sus manos.
Bien, pero entre tanto aquí estaban las joyas, ardientes y pesadas con-
tra su cuerpo, llenándole de continuo temor. Le parecía que iban a lan-
zar destellos a través de sus harapos y que alguien iba a gritar de pron-
to:
–"¡Ah¡ va ese pobretón llevando encima el tesoro de un emperador!"
Y no hallaría descanso mientras las joyas no fueran convertidas en di-
nero.
Observó, pues, al tendero, y cuando le vio ocioso un momento lo llamó
y dijo:
–Ven y bebe un tazón por mi cuenta y dime las noticias de la ciudad,
pues he estado un invierno ausente.
El tendero se hallaba siempre dispuesto a esta clase de conversación,
especialmente si podía beber su propio té a expensas de otras perso-
nas, y se sentó en seguida junto a Wang Lung. Era un hombre menudo,
con una cara que recordaba la de una comadreja y el ojo izquierdo re-
torcido y desviado. Sus vestidos estaban negros de grasa por delante,
hasta el extremo del pantalón, pues además de té vendía también co-
mida. y era aficionado a decir:
"Hay un proverbio que dice: Un buen cocinero no lleva nunca el traje
limpio”. Se consideraba, pues, que iba justa y necesariamente mugrien-
to.
Apenas se hubo sentado empezó a relatar:
105
–Bueno, después de los que murieron de hambre, que no es nada nue-
vo, la noticia más importante es el robo de la Casa de Hwang.
Era, precisamente, lo que Wang Lung esperaba oír. Y el hombre iba con-
tando con verdadero placer, describiendo cómo las pocas esclavas que
quedaban en la casa habían sido arrancadas de ella en medio de una
confusión de gritos, y las concubinas, descubiertas y violadas, y algunas
de ellas raptadas, de manera que ahora nadie quería vivir en aquella
casa.
–Nadie en absoluto –concluyó el hombre–, excepto el Anciano Señor,
que ahora está en las manos de una esclava llamada Cuckoo. Esta es-
clava se ha mantenido, por su talento, muchos años en la alcoba del
Anciano Señor, mientras otras llegaban y volvían a partir.
–Entonces, ¿esta mujer puede ordenar? –preguntó Wang Lung, escu-
chando ávidamente.
–Por el momento, puede hacer lo que quiera –replicó el hombre–. Por lo
tanto, le echa mano a todo lo que puede y traga todo lo que le es posi-
ble. Algún día, claro está, cuando los jóvenes señores hayan arreglado
sus asuntos en otros lugares, regresarán y no podrá engañarles con sus
pretensiones de servidora fiel que debe ser recompensada, y la echarán
fuera. Pero ya tiene su vida asegurada ahora, aunque viva hasta los
cien años.
–¿Y la tierra? –preguntó al fin Wang Lung temblando de ansiedad.
–¿La tierra? –exclamó el hombre, desconcertado, pues para este tende-
ro la tierra no significaba nada.
–¿Está en venta? –dijo Wang Lung con impaciencia.
–¡Ah, la tierra! –contestó el hombre indiferentemente. Y como en aquel
momento llegaba un cliente, se levantó y dijo mientras se alejaba–: He
oído decir que está en venta, excepto el trozo donde está enterrada la
familia desde hace seis generaciones.
Entonces Wang Lung se levantó también, habiendo oído lo que había
venido a oír, y salió fuera, se acercó nuevamente a la casa grande y, sin
entrar, le dijo a la mujer, que salió a abrirle: –Dime primero: ¿sellará el
Anciano Señor con su propio sello el acta de la venta?
Y la mujer contestó vehementemente, con los ojos fijos en él: –¡Lo
hará, lo hará! ¡Por mi vida!
Entonces Wang Lung le preguntó simplemente:
–¿Venderás la tierra por plata, o por oro, o por joyas? Y los ojos de la
mujer brillaron mientras respondía: –¡La venderé por joyas!
XVII
106
Poseía ahora Wang Lung más tierra que la que un hombre podía traba-
jar con un solo buey y más cosechas de las que un hombre podía reco-
lectar, así es que compró un asno, añadió otro cuarto a la casa y le dijo
a su vecino Ching:
–Véndeme el pedacito de tierra que posees, deja tu solitaria casa y ven
a la mía, para ayudarme a trabajar mi tierra.
Y Ching lo hizo así, contento de hacerlo.
Aquella temporada los cielos fueron pródigos en lluvia y el arroz se dio
bien, y cuando el trigo fue segado y recogido en pesados haces, los dos
hombres plantaron el arroz nuevo en los campos inundados; más arroz
plantó Wang Lung aquel año del que había plantado en su vida entera,
pues las lluvias eran copiosas y las antes tierras secas eran ahora tie-
rras arrocíferas. Pero cuando llegó el momento de recoger esta cosecha,
Wang Lung y Ching solos eran insuficientes, de manera que Wang Lung
alquiló dos trabajadores de los que vivían en el pueblo y cosecharon el
arroz.
Wang Lung, recordando también, mientras trabajaba la tierra, a los
ociosos señores de la caída Casa de Hwang. cada mañana traía consigo
al campo a sus dos hijos, obligándoles a trabajar en las labores que sus
pequeñas manos podían hacer, guiando al buey y al asno, y, aunque no
realizaban gran trabajo, haciéndoles al menos sentir el calor del sol so-
bre sus cuerpos y el cansancio de andar arriba y abajo a lo largo de los
surcos.
Pero a O–lan no le permitía trabajar en los campos, pues ya no era un
pobretón, sino un hombre que podía alquilar jornaleros si lo deseaba; y
nunca había dado la tierra cosechas como las de este año. Habíase visto
obligado a añadir otra habitación a la casa para almacenarlas, pues de
lo contrario no les habría quedado espacio en que poder moverse. Y
compró tres cerdos y un averío de aves de corral para alimentarlos con
los granos caídos de la siega.
O–lan, mientras tanto, trabajaba en la casa. Hizo vestidos y zapatos
nuevos para todos, cobertores de tela floreada para las camas, rellenos
de algodón nuevo y caliente, y, cuando hubo concluido todo, la familia
era más rica en ropa de lo que jamás había sido. Entonces, O–lan se
echó sobre su cama y dio a luz otra vez, pero tampoco quiso tener a
nadie a su lado; aunque hubiera podido alquilar a quien quisiese, no
quiso a nadie.
Esta vez, el parto fue largo, y cuando Wang Lung regresó de los cam-
pos, al anochecer, se encontró a su padre a la puerta, riendo y dicien-
do:
107
–¡Un huevo con doble yema esta vez!
Y, al entrar en la habitación interior, encontró a O–lan en la cama con
los dos recién nacidos, un niño y una n¡ña, tan semejantes entre si
como dos granos de arroz. Wang Lung se echó a reír ruidosamente por
lo que O–lan había hecho, y luego pensó en algo alegre que decir y
dijo:
–¡De modo que por eso llevabas dos joyas en el pecho!
Y se rió de nuevo por lo que había dicho, y O–lan, viendo su alegría,
sonrió con su sonrisa lenta y dolorosa.
Wang Lung no tenía, pues, en este tiempo ninguna pena de ninguna
clase, como no fuera la que le causaba su hija mayor, que no hablaba ni
hacía las travesuras que correspondían a su edad, sino que aún sonreía
con su sonrisa de bebé cuando su padre fijaba los ojos en ella. Fuese
por el primer año desesperado de su vida, por el hambre o por lo que
fuera, el caso es que pasaban los meses y Wang Lung esperaba en vano
"
oír las primeras palabras de sus labios, o aun el "dada por el que los
niños le llamaban. Pero ningún sonido salía de ellos: sólo la dulce son-
risa vacía, y cuando miraba a la niña, Wang Lung gemía:
–¡Pequeña tonta..., mi pequeña tonta!
Y para si mismo se decía:
"¡Si hubiera vendido a esta pobrecita, la habrían matado al encontrarla
así!"
Y, como para desagraviar a la criatura, hacía gran caso de ella y a veces
se la llevaba al campo con él. La niña le seguía silenciosamente, son-
riendo cuando él la miraba o le dirigía la palabra.
En aquella parte donde Wang Lung había vivido toda la vida, y su pa-
dre, y el padre de su padre, trabajando la tierra, venían épocas de
hambre cada cinco años, o, si los dioses eran clementes, cada siete,
ocho o hasta diez años. Esto ocurría porque las lluvias eran excesivas o
faltaban por completo, o porque el río del Norte, debido a las lluvias in-
vernales y a las nieves de lejanas montañas, se hinchaba e invadía los
campos, pasando sobre los diques que durante centurias habían cons-
truido los hombres para confinar las aguas.
Vez tras vez, los hombres huían de la tierra y volvían a ella, pero Wang
Lung se dedicó ahora a asegurar sus bienes de tal manera que no le
fuera preciso jamás abandonar su tierra nuevamente, sino que pudiera
subsistir en ella, con el producto de los años buenos, hasta que el malo
hubiera pasado. Se dedicó por entero a esta tarea y los dioses le ayu-
daron; durante siete años hubo cosechas, y cada año Wang Lung y sus
hombres trillaron mucho más de lo que podía comerse. Cada año con-
trataba más jornaleros para sus campos, hasta tener seis; construyó
108
otra casa tras la primera, con una vasta habitación detrás de un patio y
dos cuartos pequeños a cada lado de éste, junto al cuarto grande. La
casa fue cubierta con tejas, pero las paredes eran aún de tierra dura de
los campos, sólo que las hizo encalar y aparecían limpias y blancas.
Wang Lung y su familia se trasladaron a esta casa, y Ching y los traba-
jadores habitaron la vieja.
Por este tiempo, Wang Lung había tenido pruebas sobradas de la honra-
dez y lealtad de Ching y lo hizo capataz, pagándole bien: dos piezas de
plata al mes, además de la comida. Pero a pesar de la insistencia de
Wang Lung en que Ching comiese, y comiese bien, éste no echaba car-
nes sobre los huesos y continuaba siendo un hombrecillo flaco y enjuto,
siempre grave. Sin embargo trabajaba a gusto, laborando silenciosa-
mente desde el amanecer hasta el anochecer, hablando con su débil vo-
cecilla si había algo que decir, pero más contento si no lo hacía y podía
estar callado. Y, hora tras hora, levantaba la azada y volvía a dejarla
caer, y ya anochecido cargaba los cubos de agua o de abonos y los lle-
vaba a los campos para vaciarlos sobre las hileras de vegetales.
Pero Wang Lung sabía, además, que si alguno de los jornaleros dormía
demasiado cada día a la sombra de los árboles, o comía más de lo que
le correspondía del plato común, o si hacía venir secretamente a su
mujer o a su hijo durante la siega a robar puñados del grano que se ba-
tía bajo el mayal, al final del año, Ching le diría:
–Aquél y aquél no necesitan volver el año que viene.
Y parecía que el puñado de guisantes y de simiente que se cruzó entre
estos dos hombres los había hecho hermanos, sólo que Wang Lung, que
era el más joven, ocupaba el puesto del mayor y que Ching no olvidaba
nunca que estaba asalariado y que vivía en una casa que era de otro.
Al finalizar el quinto año, Wang Lung trabajaba poco en los campos,
pues tenía que invertir casi todo su tiempo, tanto era el aumento de sus
tierras, en el negocio y mercado de sus productos y en la dirección de
sus trabajadores. Veíase grandemente entorpecido por su falta de cono-
cimiento de los libros y del significado de la escritura, de aquellos carac-
teres trazados sobre papel con tinta y un pincel de pelo de camello.
Además, cuando se hallaba en las tiendas de grano, donde éste era
comprado para ser vendido después, era para él motivo de vergüenza
que, al escribirse un contrato por tanto y cuanto de su trigo y de su
arroz, se viese obligado a decir humildemente a los negociantes de la
ciudad:
–Señor, ¿queréis leérmelo?, pues yo soy demasiado estúpido.
Y era para él una vergüenza que, cuando debía firmar un contrato, otro
hombre, aunque sólo fuera un miserable escribiente, alzase las cejas
109
despreciativamente y, con su pincel mojado en la tinta, escribiese el
nombre de Wang Lung; y más vergüenza todavía cuando el hombre de-
cía bromeando:
–¿Es el signo Lung del dragón, o el Lung sordo, o qué? Y Wang Lung te-
nía que contestar con humildad:
–Es lo que queráis, pues yo soy demasiado ignorante para conocer mi
propio nombre.
Fue en un día así, durante la época de la cosecha, cuando, después de
haber oído la risotada de los escribientes, ociosos a aquella hora del
mediodía y pendientes todos de cualquier cosa que ocurriese, al regre-
sar a casa colérico y disgustado, se dijo a si mismo mientras atravesaba
su propia tierra:
"Ninguno de esos imbéciles tiene un palmo de tierra y, sin embargo, to-
dos se creen con derecho a reírse de mi porque no sé descifrar los sig-
nos del pincel sobre el papel."
Y luego, cuando su indignación fue calmándose, se dijo:
"En verdad, es para mi una vergüenza que no sepa leer ni escribir. Sa-
caré a mi hijo mayor de los campos y lo mandaré a un colegio de la ciu-
dad para que aprenda, y cuando yo vaya a los mercados de grano, él
leerá y escribirá por mi, y así pondré fin a todas esas risas y burlas a
costa mía, que soy dueño de tierras”.
Este arreglo le pareció conveniente y aquel mismo día llamó a su hijo
mayor, que era ahora un muchacho de doce años, alto y derecho, con
los grandes pómulos, manos y pies de su madre, pero con la viveza de
su padre, y cuando tuvo al chico delante, le dijo:
–Vas a dejar los campos hoy mismo, pues necesito un estudiante en la
familia para que lea los contratos y escriba mi nombre, de modo que yo
no tenga que avergonzarme en la ciudad.
El muchacho tornóse de un rojo subido y sus ojos brillaron.
–Padre mío –dijo–, así lo he deseado yo desde hace dos años, pero no
me atrevía a pedirlo.
Entonces, el hijo segundo, al enterarse de ello, se presentó ante su pa-
dre gimiendo y protestando, cosa que hacía con frecuencia, pues desde
que empezó a hablar era un muchacho ruidoso y parlanchín, siempre
dispuesto a clamar que su porción era menor que la de los otros.
Y ahora se lamentó:
–¡Bueno, yo tampoco quiero trabajar en los campos, y no es justo que
mi hermano se siente con comodidad y aprenda cosas, y yo, que soy
vuestro hijo igualmente, tenga que trabajar como un patán!
110
Y Wang Lung, sin poder sufrir sus lamentaciones, se dispuso a conce-
derle lo que quería, como se lo concedía siempre si los lloros del chico
se le hacían insoportables, y le dijo rápidamente:
–Bueno, pues id los dos, y si el cielo, en sus malos designios, se lleva a
uno de vosotros, quedará el otro con conocimiento para atender mi ne-
gocio por mi.
Entonces mandó a la madre de sus hijos a la ciudad para comprar tela
con que hacer dos largas túnicas a los muchachos, y él mismo se fue a
una papelería y compró papel y pinceles y dos tinteros; aunque no en-
tendía nada de esas cosas, le daba vergüenza confesar su ignorancia y
no lo hacia, viéndose perdido en dudas cada vez que el tendero traía
algo y se lo enseñaba. Pero al fin estuvo todo preparado y hechos los
arreglos necesarios para enviar a los dos muchachos a un colegio cerca-
no a las puertas de la ciudad, dirigido por un viejo que en años pretéri-
tos había intentado pasar los exámenes oficiales, pero fracasó. Había,
pues, colocado unos cuantos bancos y mesas en el cuarto central de su
casa, y por una pequeña suma entregada cada día festivo del año ense-
ñaba los clásicos a los niños, pegándoles con su enorme abanico cerra-
do si holgazaneaban o si no sabían repetirle el contenido de las páginas
que hojeaban desde el amanecer hasta la noche.
Sólo en los días calurosos de la primavera y del verano hallaban los dis-
cípulos algún respiro, pues entonces el viejo cabeceaba y se dormía
después del almuerzo, y la pequeña y oscura habitación se llenaba toda
con el susurro de su dormir. Entonces, los muchachos cuchicheaban y
jugaban, hacían dibujos maliciosos que se mostraban unos a otros y
disputábanse al ver una mosca zumbar en torno a la mandíbula abierta
y caída del profesor, haciendo apuestas sobre si el insecto entraría en
la caverna de la boca o no. Pero cuando el viejo maestro abría de pron-
to los ojos y no se sabía nunca cuándo iba a abrirlos, tan rápida y se-
cretamente como si no hubiera dormido– y veía a los muchachos, antes
de que ellos se dieran cuenta alzábase con su abanico y lo dejaba caer
sobre esta cabeza y sobre aquélla.
Y al oír los crujidos y los gritos de los discípulos, los vecinos decían:
–Es un buen maestro, a pesar de todo.
Y por eso Wang Lung escogió este colegio para sus hijos.
El primer día, cuando los acompañó al colegio, fue andando delante de
ellos, pues no es propio que padre e hijos vayan uno junto al otro, y lle-
vando un pañuelo azul lleno de huevos frescos que entregó al maestro
cuando llegaron. Wang Lung se sintió atemorizado por los grandes len-
tes de latón del profesor, por su larga túnica negra y flotante, y por su
111
inmenso abanico, que aun en invierno llevaba en la mano, e inclinándo-
se ante él, dijo:
–Señor, aquí están mis dos indignos hijos. Si es posible meterles algo
en sus densos meollos de latón, es sólo pegándoles; así, pues, si que-
réis contentarme, pegadles para que aprendan.
Y los dos chicos contemplaban en pie a los otros de los bancos, y éstos
a aquéllos.
Pero al volver solo a casa después de haber dejado en el colegio a sus
hijos, Wang Lung sintió que su corazón estallaba de orgullo y le pareció
que, de todos los muchachos que había visto en la escuela, ninguno po-
día igualarse a los suyos en desarrollo y robustez. Y pasado el pueblo,
al atravesar las puertas de la ciudad, encontróse con uno de sus veci-
nos y dijo, contestando a su pregunta:
–Vengo del colegio de mis hijos.
Y, con gran sorpresa del hombre, añadió indiferentemente: –Ahora no
los necesito en el campo y más vale que aprendan unas cuantas letras.
Pero al continuar su camino se dijo a si mismo:
"¡No me sorprendería que el mayor se convirtiese en prefecto con todo
este estudio!"
Desde entonces los chicos dejaron de llamarse Mayor y Segundo y les
dieron nombres apropiados por el viejo profesor, quien, después de en-
terarse de la ocupación de su padre, llamó al mayor Nung En y al se-
gundo Nung Weng, pues la primera palabra de cada nombre significa
persona cuyo caudal viene de la tierra.
XVIII
Si, Wang Lung fue edificando los bienes de su casa; y al llegar al sépti-
mo año, el enorme río del Norte, hinchado por las lluvias y las nieves
excesivas del Noroeste, donde tenía su nacimiento, se salió de madre e
inundó las tierras de aquella región. Pero Wang Lung no tenía miedo. A
pesar de que dos quintas partes de su tierra estaban convertidas en un
lago que llegaba a la altura de los hombros de un hombre, Wang Lung
no tenía miedo.
Durante el fin de la primavera y el comienzo del verano, las aguas fue-
ron elevándose, y al final extendíanse como un vasto mar, encantador e
inútil, que reflejaba las nubes y la luna, los sauces y los bambúes, cu-
yos troncos estaban sumergidos. Aquí y allá, alguna casa de tierra.
abandonada por sus moradores, surgía durante algunos días de entre
las aguas, hasta deshacerse y desmoronarse lentamente, volviendo al
112
agua y a la tierra. Y así sucedía con todas las casas que no estaban,
como la de Wang Lung, edificadas sobre una colina, pues estas colinas
emergían como islas. La gente iba de ellas a la ciudad en barca y en
balsa, y había gente que moría de hambre, como siempre sucediera.
Pero Wang Lung no tenía miedo. Los mercados de grano le debían di-
nero y sus almacenes estaban todavía repletos con cosechas de los úl-
timos años, y sus casas se hallaban a una altura de la que el agua se
mantenía a distancia y no tenía nada que temer.
Pero, puesto que gran parte de la tierra no podía ser plantada, el en-
contrábase más ocioso de lo que jamás había estado en su vida, y es-
tando ocioso y bien comido, después de haber hecho cuanto podía ha-
cer y de dormir cuanto podía dormir, hallóse presa de una gran impa-
ciencia. Además, ahí estaban sus jornaleros, a los que contrataba siem-
pre por un año, y era tonto que él trabajase cuando aquellos que comí-
an su arroz apenas tenían quehacer mientras esperaban el retroceso de
las aguas. Así, pues, luego que les hubo ordenado remendar el techo de
la casa vieja y las goteras del de la casa nueva, y después de mandar-
les arreglar las azadas, los rastrillos y los arados, alimentar el ganado y
comprar patos para tenerlos en manada sobre las aguas, y retorcer el
cáñamo con que hacer cuerdas –todas estas cosas que en otros tiem-
pos había hecho él mismo, cuando labraba su tierra él solo–, una vez
dispuesto todo, sus propias manos quedaban inertes y no sabía qué
hacer consigo mismo.
Ahora bien, un hombre no puede permanecer sentado todo el día con-
templando el lago de agua que cubre sus campos, ni puede comer más
de lo que es posible cada vez, ni dormir cuando ya no tiene sueño. En-
contraba la casa, según vagaba por ella, silenciosa, demasiado silencio-
sa para el ímpetu de su sangre. El anciano tornábase muy débil ahora,
medio ciego y totalmente sordo, y no podía entablar conversación con
él excepto preguntarle si estaba caliente y alimentado y si quería beber
té. Y Wang Lung se impacientaba de que el anciano no pudiese ver que
su hijo era rico y que murmurase siempre que hallaba hojas de té en su
tazón y dijese:
–Un poco de agua da lo mismo; el té es como la plata.
Pero no había manera de explicarle nada al anciano, pues lo olvidaba en
seguida y vivía recluido en su propio mundo, soñando muchas veces
que aún era joven y estaba en pleno vigor. Apenas se daba cuenta aho-
ra de lo que le sucedía.
El anciano y la hija mayor, que jamás hablaba y que pasaba horas tras
hora sentada junto a su abuelo, retorciendo un trocito de tela, doblán-
dolo y volviéndolo a doblar y sonriendo, estos dos no tenían nada que
113
decir a un hombre vigoroso y próspero. Después que Wang Lung había
servido un tazón de té a su padre y pasado la mano por la mejilla de su
hija, recibiendo la dulce y vacua sonrisa que con tan triste rapidez se
borraba de su rostro y dejaba vacíos los ojos oscuros y apagados, no
quedaba más que hacer. Siempre se alejaba de ella con una momentá-
nea quietud, que era la marca de tristeza que su hija dejaba en él, y se
volvía a mirar a sus dos hijos pequeños, el niño y la niña que O–lan ha-
bía tenido juntos y que ahora corrían alegremente por la entrada de la
casa.
Pero un hombre no puede satisfacerse con las tonterías de unas criatu-
ras, y tras un rato de risas y bromas, los niños se iban a sus juegos y
Wang Lung se quedaba solo y lleno de desasosiego. Y entonces fue
cuando miró a O–lan, su esposa, como un hombre mira a una mujer a
quien conoce plenamente y hasta la saciedad, habiendo vivido en su
compañía tan íntimamente que no hay nada de ella que conocer ni
nada que esperar.
Y le pareció a Wang Lung que miraba a O–lan por primera vez en su
vida, y por primera vez vio que era una mujer a la cual ningún hombre
podría llamar otra cosa que lo que era: una criatura común y opaca que
trajinaba en silencio sin preocuparse de cómo aparecía a los ojos de los
demás. Vio por primera vez que su cabello era basto, seco y descolori-
do; que su cara era ancha, grande y ordinaria de cutis, y sus facciones
carecían de belleza y de encanto. Sus cejas eran anchas y raquíticas de
pelo; sus labios, demasiado dilatados, y sus manos y sus pies, muy
grandes. Y al mirarla así con una mirada extraña, le gritó:
–¡Cualquiera que te viese diría que eres la mujer de un hombre común
y no la de un propietario que tiene trabajadores para labrar su tierra!
Era la primera vez que hablaba de cómo O–lan aparecía ante sus ojos,
y ella contestó con una mirada lenta y dolorosa. Estaba sentada en un
banco, metiendo y sacando una larga aguja en la suela de un zapato, y
se detuvo en su tarea, con la aguja en el aire y la boca abierta, mos-
trando los dientes ennegrecidos. Luego, como si comprendiese al fin
que él la miraba como un hombre mira a una mujer, un rubor intenso
subió por sus mejillas y murmuró:
–Desde que esos dos últimos nacieron juntos, no he estado bien. Tengo
un fuego en las entrañas.
Y él vio que, en su simplicidad, O–lan creía que él la acusaba porque
durante más de siete años no había concebido. Y contestó con más as-
pereza de la que deseaba:
–¡Lo que quiero decir es si no puedes comprarte un poco de aceite para
el pelo, como hacen otras mujeres, y hacerte una túnica nueva de tela
114
negra! ¡Y esos zapatos que llevas son impropios de la mujer de un ha-
cendado, como eres ahora!
Pero ella no contestó nada, sólo le miraba humildemente y sin saber lo
que hacía, y escondió los pies bajo el banco en que estaba sentada. En-
tonces, y aunque en el fondo de su corazón Wang Lung se avergonzaba
de reprochar a esta criatura, que durante años le había seguido con la
fidelidad de un perro, y aunque no olvidaba que cuando él era pobre y
tenía que labrar sus propios campos, ella abandonaba el lecho aún
después del nacimiento de un hijo y venía a ayudarle en la cosecha. a
pesar de esto, no le fue posible contener la irritación y continuó dicien-
do despiadadamente, aunque contra su intima voluntad:
–He trabajado y me he enriquecido, y me gustaría que mi esposa no
pareciese tanto una pobretona. Y esos pies tuyos...
Se detuvo. Le parecía completamente repugnante su mujer, y lo más
repugnante de todo sus grandes pies dentro de aquellos sueltos zapatos
de algodón. Los miró con tal cólera que ella los escondió todavía más
bajo el banco, y al fin murmuró quedamente:
–Mi madre no me ciñó los pies porque me vendieron tan joven... Pero
los pies de la más pequeña los ceñiré...
Pero Wang Lung se lanzó fuera, porque se avergonzaba de encolerizar-
se con ella y porque ella, a su vez, no se encolerizaba con él. Y se puso
su nueva túnica negra, diciendo:
–Bueno, me iré a la casa de té a ver si oigo algo nuevo. En mi casa no
hay nada más que tontos, y un anciano chocho y dos niños.
Su mal humor creció según se dirigía a la ciudad, pues recordó de
pronto que no habría podido comprar nunca todas aquellas tierras si
O–lan no hubiese cogido el puñado de joyas de la casa del hombre rico
y si no se las hubiera entregado a él cuando le ordenó hacerlo. Pero al
recordar esto se encolerizó todavía más y dijo, como para contestarse
a sí mismo, con rebeldía:
–Bueno, y ella no supo lo que hacía. Cogió las joyas por placer, como
una criatura coge un puñado de dulces rojos y verdes; aún las tendría
ocultas en el seno si yo no las hubiese encontrado.
Entonces se preguntó si O–lan aún tendría las dos perlas entre sus pe-
chos, pero lo que antes le parecía una cosa extraña y en la que a veces
le gustaba pensar, era ahora algo que recordaba con desdén, pues sus
pechos se habían vuelto fláccidos y colgantes con tantos hijos, no tení-
an belleza alguna, y perlas entre ellos no significaban más que una ton-
tería y un derroche.
Todo esto no habría tenido la menor importancia si Wang Lung hubiera
sido todavía un hombre pobre o si el agua no hubiese invadido sus
115
campos. Pero tenía dinero. En las paredes de su casa había plata es-
condida, y plata en un saco que ocultaba bajo una loseta del suelo de
su nueva casa, y plata envuelta en un paño y guardada en el cofre de la
habitación donde dormía con su esposa, y plata cosida en el colchón de
su cama, y plata en su cinturón. No le hacía falta plata, por lo que aho-
ra, en lugar de salir de él como sangre manando de una herida, yacía
en su cinturón quemándole los dedos cuando la tocaba, y sentía ansia
de gastarla en esto y en aquello, y empezó a ser descuidado con ella y
a pensar qué podría hacer para gozar los días de su edad viril.
Nada le parecía tan bueno como antes. La casa de té en la que solía
entrar tímidamente, sintiéndose un vulgar hombre del campo, ahora le
parecía sucia y sórdida. En los viejos tiempos, nadie le conocía y los
chicos que servían el té se insolentaban con él, pero ahora las gentes se
hacían señas cuando él entraba y podía oír a un hombre murmurarle a
otro:
–Ahí está ese hombre Wang, del pueblo Wang, el que compró la tierra
de la Casa de Hwang aquel invierno en que el Anciano Señor se murió
durante la época de hambre. Ahora es rico.
Y al oír esto, Wang Lung se sentó con aparente displicencia, pero su co-
razón hinchóse de orgullo por todo lo que era.
Mas este día, en que había reprochado a su esposa, ni la deferencia con
que le recibieron le satisfizo, y se sentó a beber su té sombríamente,
sintiendo que nada era tan bueno en su vida como creyera. Y, de pron-
to, se preguntó:
"¿Por qué he de estar yo bebiendo té en esta casa, cuyo propietario es
una bizca comadreja con menos ganancia que uno de mis trabajadores,
yo, que tengo tierra e hijos que estudian?
Se levantó rápidamente, arrojó el dinero sobre la mesa y salió antes de
que nadie pudiera hablarle. Vagó por las calles de la ciudad sin saber lo
que quería, y una vez se detuvo ante la barraca de un narrador de his-
torias y durante un rato permaneció sentado en el extremo de un banco
atestado de oyentes escuchando lo que contaba el hombre, de los vie-
jos tiempos, de la época de los Tres Reinos, cuando los soldados eran
valientes y astutos. Pero estaba todavía desasosegado y no podía en-
tregarse al encanto de la narración, como los otros, y el ruido del pe-
queño gong de latón que el hombre hacía sonar le fatigaba, así que se
levantó y siguió su camino.
Ahora bien, se alzaba en la ciudad una gran casa de té recientemente
abierta por un hombre del Sur, muy entendido en esta clase de nego-
cios, y Wang Lung había en una ocasión pasado ante ella sintiéndose
horrorizado al pensar en el dinero que se gastaba ahí en el juego, en di-
116
versiones, y en malas mujeres. Pero ahora. conducido por su inquietud
y su ociosidad, y tratando de huir de los reproches de su corazón cuan-
do pensaba que había sido injusto con su esposa, se dirigió hacia aquel
lugar. Su desasosiego le obligaba a ver o a oír algo nuevo. Así, pues,
atravesó el umbral de la nueva casa de té y entró en la estancia amplia
y reluciente llena de mesas y abierta hacia la calle. Entró con suficiente
valentía en el porte, tanto más cuanto en verdad se sentía muy tímido
y recordaba que pocos años atrás era solamente un pobre hombre po-
seedor de un par de piezas de plata a lo mas, y un miserable que había
trabajado hasta tirando de un rickshaw por las calles de una ciudad del
Sur.
Al principio de hallarse en la casa de té no habló una sola palabra, pago
su té, lo bebió en silencio y miró en torno maravillado. La gran sala te-
nía el techo dorado con purpurina, y de las paredes colgaban unos ro-
llos de seda en los que había pintados retratos de mujeres. Wang Lung
miró a estas mujeres secreta e intensamente, y le pareció que eran
mujeres de ensueño, porque nunca había visto ninguna igual a ellas en
la realidad. Y el primer día las miro, bebió el té rápidamente y se mar-
cho.
Pero, día tras día, mientras las aguas no se retiraban de sus tierras.
Wang Lung regresó a la casa de té, bebió solitario la infusión y contem-
pló los retratos de las bellas mujeres. Y cada día permaneció allí un
poco más ya que no tenía nada que hacer en su tierra o en su casa; así
hubiera podido continuar indefinidamente, pues a pesar de la plata que
tenía escondida en varios lugares, era todavía un simple pueblerino y
el único hombre en aquella rica casa de té que llevaba ropas de algodón
y una trenza colgándole a la espalda, como ningún hombre de la ciudad
llevaría. Pero una noche, cuando, sentado a una mesa del fondo de la
sala, bebía su té y contemplaba las cosas silenciosamente, alguien des-
cendió la estrecha escalera adosada a la pared más lejana y que condu-
cía al piso superior.
Esta casa de té era el único edificio en toda la ciudad con dos pisos, ex-
cepto la Pagoda del Oeste, situada fuera de la Puerta del Oeste, que te-
nía cinco. Pero la Pagoda se iba estrechando hacia arriba, mientras que
el segundo piso de esta casa de té tenía las mismas dimensiones que el
primero. Por la noche, las voces agudas de los cantos de las mujeres
flotaban desde las ventanas superiores junto con el dulce son de los la-
údes que pulsaban delicadamente las muchachas. Y podía oírse aquella
música fluyendo hacia la calle, especialmente después de medianoche,
aunque donde Wang Lung se sentaba las voces y el ruido de muchos
hombres y el seco golpear de los dados y los dominós apagaba todo
117
otro sonido.
Por eso Wang Lung no oyó aquella noche tras él los pasos de una mujer
que descendía la estrecha escalera, y por eso, no esperando que nadie
le conociese en aquel lugar, se estremeció violentamente al sentir que
alguien le tocaba en el hombro. Cuando alzó la mirada vio un estrecho
y hermoso rostro femenino, el rostro de Cuckoo, la mujer a quien había
entregado las joyas el día que compró las tierras y cuya mano sostuvo
firmemente la mano temblorosa del Anciano Señor, ayudándole a es-
tampar bien su sello en el contrato de venta. Cuckoo rióse al ver a
Wang Lung, y su risa era una especie de murmullo agudo.
¡Bien, Wang Lung el labrador! dijo, recalcando con malicia la palabra
“labrador” ¿Quién había de pensar encontraros aquí!
Le pareció entonces a Wang Lung que, a toda costa, debía demostrar a
esta mujer que era algo más que un simple labrador del campo, y se
rió, diciendo en tono alto:
¿No sirve mi dinero tanto como el de otro? Y no es dinero lo que necesi-
to ahora. He hecho fortuna.
Cuckoo se detuvo al oír esto, y con los ojos estrechos y brillantes como
los de una serpiente y la voz suave como aceite fluyendo de una vasija,
exclamó:
- ¿Y quién no ha oído hablar de ello? ¿Y dónde mejor puede un hombre
gastar el dinero que le sobre, que en un sitio como éste, adonde acuden
los ricos y los elegantes a divertirse y gozar? No hay vino como el nues-
tro, ¿lo habéis probado, Wang Lung?
Hasta ahora no he bebido más que té replicó Wang Lung, medio aver-
gonzado. No he tocado el vino ni los dados.
¡Té! -exclamó ella con una risa penetrante. -¡Pero si tenemos vinos
magníficos y vino fragante, de arroz! ¿Qué necesidad tenéis de beber
té?
Y como Wang Lung inclinaba la cabeza, continuó suave, insidiosamente:
–Y supongo que tampoco habréis puesto la vista en nada más. ¿eh? En
ninguna linda manita, en ninguna mejilla perfumada.
Wang Lung bajó la cabeza todavía más y la sangre le fluyó al rostro y
se sintió como si todo el mundo le mirase con burla, mientras escucha-
ba la voz de esta mujer. Pero cuando tuvo el valor de levantar los ojos
vio que nadie se ocupaba de él y que el ruido de los dados estallaba de
nuevo, así es que dijo, lleno de confusión:
–No.... no… Solamente té...
Entonces la mujer se rió otra vez y, señalando los rollos de seda pinta-
da, exclamó:
–Ahí están sus retratos. Escoged a la que deseáis ver, ponedme el dine-
118
ro en la mano y la traeré a vuestra presencia.
¡Esas! -dijo Wang Lung asombrado- ¡Pero yo creí que eso eran retratos
de mujeres de ensueño, de diosas de la montaña de Kwen Lwen, como
las que describen los narradores de historias!
–Y mujeres de ensueño son –repuso Cuckoo con burlón buen humor–
pero de ensueños que un poco de plata puede convertir en realidad.
Y se alejó haciendo señas y guiños a los criados, mostrándoles a Wang
Lung como si dijese:
"¡Ahí tenéis a esa calabaza pueblerina!"
Pero Wang Lung permaneció sentado contemplando los retratos con un
nuevo interés: ¡subiendo por esa estrecha escalera, en las habitaciones
de encima de él, se hallaban aquellas mujeres en carne y hueso y los
hombres subían a verlas, otros hombres que él, claro está, pero hom-
bres! Bueno, y si él no fuese quien era: un hombre bueno y trabajador,
con esposa e hijos..., ¿qué retrato escogería él, usando el símil del niño
que imagina a veces que hace una cosa dada, digo, qué retrato preten-
dería escoger? Y miro todos los rostros, uno por uno, intensa y atenta-
mente, como si fueran de verdad. Hasta ahora, todos le habían pareci-
do igualmente hermosos, pero hasta ahora no había tratado nunca de
escoger uno. Ahora, en cambio, veía claramente que había unos más
hermosos que otros, y entre todos escogió los tres más bonitos, y vol-
vió a escoger y de los tres seleccionó uno, el más bello, el retrato de
una mujer leve y pequeña con un cuerpo ligero como un bambú y una
carita aguda como la de un gato chiquitín. Esta mujer tenía en una de
sus manos delicadas y tiernas, como un helecho joven, el tallo de un
loto en capullo.
Wang Lung la contempló y según la contemplaba, un ardor como de
vino corría por sus venas.
–Es como una flor de membrillo –dijo de pronto en voz alta, y al oir su
propia voz sintióse lleno de alarma y vergüenza, se levantó rápidamen-
te, puso el dinero sobre la mesa y salió a la sombra nocturna que ahora
había caído y se dirigió a su casa.
Pero sobre los campos y las aguas, la luz lunar colgaba como una niebla
plateada, y en sus venas la sangre corría secreta, rápida y ardiente-
mente.
XIX
XX
XXI
XXII
XXIII
Wang Lung fue hasta esa puerta y llamó a ella. Una voz irritada contes-
tó:
–¡Marchaos! He terminado mi trabajo por esta noche y ahora tengo que
dormir.
Pero él volvió a llamar y la voz preguntó:
–¿Quien es?
Wang Lung no contestó, pero repitió la llamada porque estaba decidido
a entrar.
Al fin oyó ruido y una mujer abrió la puerta, una mujer que ya no era
joven, que tenía un rostro cansado, labios gruesos y caídos, y que lle-
vaba una espesa capa de pintura blanca en la frente y otra de pintura
roja en los labios y en la cara, que aun no se había lavado. La mujer le
miró y dijo vivamente:
–No, no puedo antes de esta noche, por la noche puedes venir tan
pronto como quieras, pero ahora es preciso que duerma.
Pero Wang Lung la interrumpió bruscamente, porque la vista de esta
mujer le daba náuseas y la idea de su hijo en este lugar se le hacía in-
soportable, y le dijo:
–No vengo por mí... Yo no necesito una como tú. Es por mi hijo.
Y sintió de pronto que la garganta se le hinchaba de sollozos por su
hijo.
La mujer preguntó:
–Bueno, ¿y qué pasa con tu hijo?
Y Wang Lung contestó con voz temblorosa:
–Anoche estuvo aquí.
–Anoche estuvieron aquí los hijos de muchos hombres –replicó la mu-
jer– y no sé cuál era el tuyo.
Entonces Wang Lung dijo suplicante:
–¿No recuerdas a un muchacho muy joven, alto para sus años, pero no
un hombre todavía?
Y ella, recordando, exclamó:
–¿Eran dos, y uno de ellos un mozo con la nariz respingada y una ex-
presión en los ojos de saberlo todo, y con el sombrero ladeado sobre
una oreja? ¿Y el otro, como tú dices, un muchacho espigado, ansioso de
ser hombre?
Wang Lung dijo:
–Sí, sí, ése... ¡Ése es mi hijo!
153
–¿Y qué pasa con tu hijo? –inquirió la mujer.
–Esto: si alguna vez vuelve por aquí, recházalo..., dile que sólo quieres
hombres..., dile lo que quieras, pero cada vez que lo rechaces te daré el
doble de tu paga en buena plata.
La mujer se rió entonces y dijo con súbito buen humor:
–¿Y quién no diría que sí a esto, a ser pagada sin trabajar? Yo también
digo que sí. Además es cierto que prefiero hombres; estos muchachitos
proporcionan escaso placer.
Asintió con la cabeza y miró de soslayo a Wang Lung, que sintió otra
vez náuseas al mirar su rostro y dijo rápidamente:
–Que así sea entonces.
Se dio vuelta apresuradamente y se encaminó a su casa, y mientras an-
daba iba escupiendo para librarse de las náuseas que le producía el re-
cuerdo de esa mujer.
Aquel mismo día, pues, le dijo a Cuckoo:
–Que se haga lo que dijiste. Ve al negociante en granos y arregla el
asunto. Y que la dote sea buena, pero no demasiado importante si la
muchacha conviene y las cosas pueden arreglarse.
Cuando le hubo dicho esto a Cuckoo regresó a la habitación donde esta-
ba su hijo dormido y se sentó a su lado, atormentándose al ver lo joven
que era y su rostro puro y suave en el sueño. Entonces pensó en aque-
lla mujer cansada y pintarrajeada, y en sus gruesos labios; su corazón
se llenó de asco y de cólera, y permaneció allí sentado, murmurando en
voz baja.
Mientras estaba allí entró O-lan y contempló al muchacho, y al ver el
sudor que le empañaba la piel trajo agua caliente con vinagre y lo lavó
suavemente, como solían lavar a los jóvenes señores en la casa grande
cuando habían bebido demasiado. Y entonces, mirando aquel rostro de-
licado e infantil, sumido en el sueño de la borrachera del que ni siquiera
el lavaje podía hacerle despertar, Wang Lung se levantó y, llevado por
su cólera, fue al cuarto de su tío, olvidó que era el hermano de su padre
y sólo recordó que este hombre era el padre del holgazán y desvergon-
zado mozo que había echado a perder a su hijo, y fue a él y gritó:
–¡He dado protección a un nido de sierpes desagradecidas y ahora me
han picado!
Su tío, que estaba inclinado sobre la mesa, tomando el desayuno, pues
nunca se levantaba antes del mediodía, ya que no tenía trabajo alguno
que hacer, alzó los ojos al oír estas palabras y dijo indolentemente:
–¿Cómo es eso?
Entonces Wang Lung le contó, medio ahogándose, lo que había pasado,
y su tío se rió y dijo:
154
–Bueno, ¿y es que se puede impedir que un chico se convierta en hom-
bre? ¿Y es que se puede evitar que un perro joven se acerque a una pe-
rra perdida?
Al oír su risa, Wang Lung recordó, acumulado en un breve instante,
todo lo que había tenido que sufrir por causa de su tío: cómo, tiempo
atrás, su tío había intentado obligarle a que vendiera su tierra; cómo se
habían instalado aquí los tres, bebiendo, comiendo y holgazaneando;
cómo su mujer se atracaba de los platos caros que Cuckoo compraba
para Loto, y cómo ahora el hijo de su tío había estropeado a su propio
hijo, que era sano y decente, y se apretó la lengua entre los dientes al
decir:
–¡Fuera de mi casa con los vuestros! ¡Ya no hay más arroz para ningu-
no de vosotros desde este momento, y antes prenderé fuego a la casa
que dar cobijo en ella a vosotros, que no sabéis tener gratitud ni en la
ociosidad!
Pero su tío permaneció sentado donde estaba y continuó comiendo, y
Wang Lung, con la sangre hirviéndole en las venas, al ver que su tío no
le hacía caso se adelantó a él con el brazo en alto.
Entonces su tío volvióse y dijo:
–Échame si te atreves.
Y cuando Wang Lung, sin comprender, tartamudeó enfurecido: "Bueno,
y qué...; bueno, y qué...", su tío se abrió la túnica y le mostró lo que
llevaba en el forro.
Wang Lung se quedó helado y rígido al instante, pues había visto una
barba postiza de pelo rojo y una franja de tela roja también, y la cólera
huyó de él como por ensalmo y se puso a temblar, porque se había que-
dado sin fuerzas.
Ahora bien, estas cosas, la barba y la tela roja, eran signo y símbolo de
una banda de ladrones que vivían y merodeaban hacia el Noroeste, los
cuales quemaron muchas casas, raptaron a muchas mujeres e incluso
dejaron atados a muchos labradores con sogas a la puerta de sus ca-
sas, y los hombres los habían encontrado al día siguiente, locos furiosos
si vivían y tostados como carne asada si habían muerto. Y Wang Lung
abrió los ojos hasta salírsele de las cuencas, se volvió y se fue sin decir
palabra. Y, según se iba, oyó la risa susurrante de su tío, que se inclina-
ba nuevamente sobre su plato de arroz.
XXIV
Cierto día, cuando Wang Lung se había dicho que por fin tenía paz en la
casa, su primogénito se le acercó al atardecer, cuando él regresaba de
la tierra, y le dijo:
–Padre, si he de ser un estudiante, ya no hay nada más que ese viejo
cabezota de la ciudad pueda enseñarme.
Wang Lung había sacado del caldero de la cocina una palangana llena
de agua caliente, mojó en ella una toalla, la exprimió y se la aplicó hu-
meante al rostro, diciendo:
–Bueno, ¿y ahora qué?
El muchacho dudó y luego dijo:
–Bueno; pues que si he de ser un estudiante me gustaría ir a una ciu-
dad del Sur, entrar en un gran colegio y aprender lo que haya que
aprender.
Wang Lung se frotó los ojos y las orejas con la toalla, y con la cara sa-
turada de vapor le contestó a su hijo ásperamente, pues el cuerpo le
dolía de trabajar la tierra:
–Bueno, ¿qué tontería es ésta? Yo digo que no irás y es inútil que insis-
tas, porque no irás. Ya sabes suficiente para estos lugares.
Y hundió nuevamente la toalla en el agua caliente y la exprimió.
Pero el joven permaneció allí, mirando a su padre con odio, y murmuró
algo que encolerizó a Wang Lung porque no pudo oír lo que era, así es
que le gritó a su hijo:
–¡Dí claro lo que tengas que decir!
Entonces el joven se encendió al oír la voz de su padre y dijo:
159
–¡Muy bien, pues lo diré! ¡Estoy decidido a marcharme al Sur, no quiero
quedarme en esta estúpida casa donde se me vigila como a un niño, ni
en esta mezquina ciudad que no es mayor que un pueblo! ¡Me marcha-
ré y aprenderé algo y veré otros lugares!
Wang Lung miró a su hijo y se miró a sí mismo. Su hijo llevaba una lar-
ga túnica de hilo color gris plata, una túnica fina y fresca a propósito
para el verano. En los labios de su hijo aparecían los primeros pelos ne-
gros de la edad viril, y su piel era suave y dorada y las manos que aso-
maban de las largas mangas eran tersas y finas como las de una mujer.
Entonces Wang Lung se vio a sí mismo como estaba, manchado de tie-
rra, vestido únicamente con unos pantalones de algodón azul y desnudo
el torso. Más que el padre parecía el criado de su hijo. Este pensamien-
to le hizo desdeñar la esbeltez y el refinamiento de su hijo, y exclamó
con una vehemencia brutal y colérica:
–¡Ahora mismo te vas a los campos y te frotas un poco de tierra contra
el cuerpo, no sea que te tomen por una mujer, y trabajas un poco para
ganarte el arroz que comes!
Y Wang Lung olvidó haberse enorgullecido antes de los conocimientos
de su hijo, y de su inteligencia en lo referente a los libros, y salió como
un vendaval, pisando fuerte con sus pies desnudos y escupiendo furio-
samente, porque la finura de su hijo le encolerizaba en aquel momento.
Y el muchacho vio salir a su padre mirándole con odio, pero Wang Lung
no volvió la cabeza para mirar lo que el joven hacía.
Aquella noche, cuando entró a ver a Loto, que estaba tendida en su le-
cho mientras Cuckoo la abanicaba, Loto le dijo indolentemente, como
hablando por hablar y sin darle importancia a la cuestión:
–Ese muchacho tuyo está ardiendo por marcharse. Entonces Wang
Lung, recordando su enojo con el joven, dijo vivamente:
–Bueno, ¿y a ti qué te importa? No quiero que ande por estas habitacio-
nes a su edad..
Pero Loto se apresuró a replicar:
–No..., no... Es Cuckoo quien lo dice.
Y Cuckoo dijo en seguida:
–Eso lo puede ver cualquiera. Y el muchacho es demasiado guapo para
vivir ocioso y anhelante.
Esto distrajo a Wang Lung, que pensó únicamente en la escena con su
hijo, y exclamó:
–No; no le dejaré ir. No quiero gastar mi dinero estúpidamente.
Y no quiso hablar más del asunto. Loto comprendió que estaba irritado
por alguna cólera secreta y mandó salir a Cuckoo, sufriéndole ella sola.
Durante muchos días no se habló más de la cuestión. El muchacho pa-
160
reció contento otra vez y, aunque se negó a volver al colegio, Wang
Lung se lo permitió, pues ya tenía cerca de dieciocho años y era desa-
rrollado y fuerte de huesos como su madre. Wang Lung encontraba a su
hijo leyendo en su cuarto cuando él venía de su trabajo, y pensó con ín-
tima satisfacción:
"Bueno, aquello fue solamente un capricho de juventud. El muchacho
no sabe lo que quiere. Pero faltan solamente tres años... y tal vez con
la ayuda de un poco de plata, solamente dos... o uno... Un día de éstos,
terminada la recolección, cuando se haya plantado el trigo de invierno y
cultivado las judías, me ocuparé de eso."
Entonces Wang Lung se olvidó de su hijo, pues la cosecha, a excepción
de lo que la langosta había devorado, se presentaba bien y con ella
Wang Lung ganó cuanto había gastado en Loto.
Su oro y su plata le eran otra vez algo querido y se maravillaba de que
en una ocasión hubiera podido gastarlos tan libremente en una mujer.
Sin embargo, había momentos en que esta mujer le conmovía dulce-
mente, aunque no con tanta intensidad como al principio, y estaba or-
gulloso de poseerla, si bien veía que lo que la mujer de su tío había di-
cho era verdad: que no era tan joven como parecía. Tampoco le dio un
hijo ni concibió nunca, pero esto no le preocupaba a Wang Lung, puesto
que tenía hijos e hijas, y estaba contento de tener a Loto por el mero
placer que su posesión le producía.
En cuanto a Loto, embelleció al iniciarse la madurez de sus años, ya
que si algún defecto tenía antes era su excesiva delgadez, que hacía
demasiado agudas las líneas de su rostro y demasiado hundidas las
cuencas de sus sienes. Pero ahora, gracias a la comida que Cuckoo gui-
saba y a su existencia ociosa, con sólo un hombre a quien satisfacer,
tornóse suave y redonda de líneas, llenáronsele las mejillas y las sienes
y con sus grandes ojos y boca menuda producía más que nunca la im-
presión de un gatito rechoncho. Si ya no era el capullo de Loto, tampo-
co era más que una flor plenamente abierta; si no era joven, tampoco
parecía vieja, y la juventud y la vejez se hallaban igualmente lejos de
ella.
Con su vida plácida nuevamente y el muchacho contento, Wang Lung se
hubiera considerado satisfecho si una noche, mientras se hallaba solo,
contando con los dedos lo que vendería de trigo y lo que vendería de
arroz, O-lan no hubiese entrado silenciosamente en el cuarto. O-lan,
con el transcurso de los años, habíase tornado flaca y descarnada, sus
grandes pómulos sobresalían como rocas y sus ojos estaban hundidos.
Si alguien le preguntaba cómo estaba, respondía solamente:
–Tengo un fuego en las entrañas.
161
Durante los tres últimos años, su vientre había tenido un volumen de
preñez, aunque no había ocurrido nacimiento alguno. Pero se levantaba
al amanecer, hacía su trabajo y Wang Lung la veía únicamente como a
una mesa, una silla o un árbol del patio, y ni siquiera como vería a uno
de los bueyes que bajase la cabeza o a un cerdo que no quisiera comer.
Y O-lan hacía su trabajo sola, hablando únicamente lo imprescindible
con la mujer del tío de Wang Lung y nunca una palabra con Cuckoo. Ni
una sola vez entró en las habitaciones de Loto, y en las raras ocasiones
en que ésta salía de ellas para pasear un poco por la casa, O-lan se me-
tía en su cuarto y permanecía allí hasta que alguien decía: "Se ha ido."
Y así, en silencio, O-lan trabajaba, guisando y lavando en el estanque
hasta en el invierno, cuando hacía tanto frío que tenía que romper el
hielo. Pero a Wang Lung jamás se le ocurría decir:
–Bueno, ¿y por qué no alquilas una criada, con la plata que me sobra, o
compras una esclava?
No se le ocurría que hubiese ninguna necesidad de eso, aunque él asa-
lariaba trabajadores para los campos y para el cuidado de los bueyes,
asnos y cerdos que poseía, y en los veranos en que el río estaba creci-
do, para los patos y ocas que alimentaba sobre las aguas.
Aquella noche, pues, mientras se hallaba sentado solo, con las velas ro-
jas encendidas, O-lan apareció ante él y miró a un lado y a otro y al fi-
nal dijo:
–Tengo algo que decir.
Wang Lung se la quedó mirando y al ver sus mejillas hundidas pensó en
cuán lejos de la belleza se hallaba esta mujer y en cuántos años hacía
que no la había deseado.
Entonces O-lan dijo con un murmullo áspero:
–El hijo mayor frecuenta demasiado el segundo patio. Cuando tú estás
ausente, entra allí.
Al principio, Wang Lung no comprendía lo que quería decir, y se adelan-
tó con la boca abierta:
–¿Qué dices, mujer?
Ella señaló con la boca fruncida hacia el cuarto de su hijo y luego hacia
las habitaciones de Loto. Pero Wang Lung la miraba atónito e incrédulo.
–¡Tú sueñas! –dijo al fin.
Ella movió la cabeza al oír esto y, hablando con dificultad, exclamó:
–Bueno, mi señor, pues ven a casa un día inesperadamente. Y después
de un silencio, añadió:
–Es mejor mandarle fuera, aunque sea al Sur.
Acercándose a la mesa, cogió el tazón y arrojó el té frío sobre el suelo
de ladrillo; luego volvió a llenarlo con té caliente de la tetera, y tal
162
como había venido, así se fue, lenta y silenciosa, dejando a Wang Lung
boquiabierto.
"Bueno, esta mujer lo que tiene son celos", se dijo Wang Lung. Y deci-
dió no hacerle caso ni preocuparse, ahora que el muchacho estaba con-
tento y leía tranquilamente en su cuarto todo el día.
Y levantándose de la silla se rió de nuevo pensando en las ideas peque-
ñas de las mujeres.
Pero aquella noche, mientras estaba en el lecho con Loto, cada vez que
se daba vuelta, ella se quejaba, protestaba irritada y le apartaba, di-
ciendo:
–Hace calor, y apestas, y bien podrías lavarte antes de dormir conmigo.
Sentóse en la cama luego y se apartó el cabello del rostro con un ade-
mán irritado, encogiéndose de hombros cuando Wang Lung quiso atra-
erla a sí, indiferente a sus mimos. Entonces Wang Lung se quedó inmó-
vil, recordando que desde hacía muchas noches Loto se le había entre-
gado de mala gana. Él lo había atribuido a un pasajero antojo y a que el
aire caliente y denso del final del verano la deprimía, pero ahora las pa-
labras de O-lan cruzaron su mente y, levantándose con rapidez, excla-
mó:
–¡Bueno, pues duerme sola y que me corten el cuello si me importa!
Salió del cuarto y, en la habitación central de su propia casa, juntó dos
sillas y se tendió en ellas. Pero no podía conciliar el sueño y pronto se
levantó de nuevo y salió fuera. Se puso a pasear arriba y abajo entre
los bambúes que crecían junto a la pared de su casa y notó que el aire
fresco que acariciaba su rostro ardiente traía una sospecha de otoño.
Entonces recordó que Loto había sabido el deseo de partir que sentía su
hijo, y, ¿quién se lo había dicho? Y recordó que últimamente su hijo no
había vuelto a hablar de marcharse y que estaba contento, pero ¿por
qué estaba contento? Y Wang Lung se dijo con fiereza:
–¡Me enteraré de esto yo mismo!"
Y permaneció allí mirando cómo el alba se extendía sobre sus campos a
través de una cortina de niebla.
Cuando el sol del amanecer formó una orilla de oro en el margen de sus
tierras, Wang Lung entró en la casa y comió, y luego volvió a salir y fue
a inspeccionar a los trabajadores, como era su costumbre durante las
cosechas y la siembra. Anduvo un largo rato y al fin gritó muy alto para
que le oyeran desde la casa:
–¡Ahora me marcho al campo junto al foso de la ciudad, y no volveré
hasta muy tarde!
Y hacia la ciudad dirigió sus pasos.
Pero cuando había llegado a medio camino y alcanzado el pequeño tem-
163
plo, sentóse al borde de la senda, sobre una breve eminencia llena de
hierba que era una vieja tumba olvidada, y cogiendo un hierbajo y re-
torciéndolo entre los dedos se quedó un rato meditando. Frente a él es-
taban los dos pequeños dioses, y recordó cómo le miraban y cómo an-
tes sentíase atemorizado ante ellos; pero ahora ya no le amedrentaban;
habiéndose enriquecido y prosperado y no teniendo necesidad de dio-
ses, tornóse indiferente y apenas los veía. Mientras tanto, bajo estos
pensamientos vibraba otro:
–"¿Debo regresar?"
Entonces recordó súbitamente la noche anterior, cuando Loto le había
rechazado, y se encolerizó porque había hecho tanto por ella. Al fin se
dijo:
"Bien se que no hubiera durado mucho en la casa de té, y en la mía
está alimentada y vestida ricamente."
Y, conducido por su cólera, se levantó y regresó a su casa por otro ca-
mino. Entró en la casa secretamente y fue hacia la cortina que colgaba
de la entrada del segundo patio, permaneciendo allí un momento y es-
cuchando. Y oyó la voz, baja como un murmullo, de un hombre, y esta
voz era la de su hijo.
Entonces se despertó en Wang Lung un furor como jamás había sentido
en su vida, a pesar de que, desde que había prosperado, a menudo de-
jábase llevar por iras pequeñas y mostrábase orgulloso hasta en la mis-
ma ciudad. Pero este furor de ahora era el de un hombre contra otro
hombre que intenta robarle una mujer amada, y cuando Wang Lung re-
cordó que aquel otro hombre era su hijo, sintió náuseas.
Apretó los dientes, salió fuera y escogiendo un bambú delgado y flexible
le cortó las ramas, excepto unas cuantas de la punta, donde era fino y
duro como una cuerda, y le arrancó las hojas. Entonces volvió a entrar
sin hacer ruido y de pronto descorrió la cortina. Allí, en el patio, estaba
su hijo, en pie junto a Loto, que se hallaba sentada en un pequeño ta-
burete al borde del estanque y vestida con la túnica color de melocotón
que Wang Lung no le había visto nunca a la luz del día.
Los dos charlaban juntos, y la mujer miraba al joven con el rabillo del
ojo, la cabeza vuelta hacia el otro lado, por lo que no vieron ni oyeron a
Wang Lung, que los contemplaba con el rostro lívido, la boca contraída
enseñando los dientes y las manos crispadas en el bambú. Y quizás hu-
bieran tardado en percibir su presencia si Cuckoo no hubiese entrado en
aquel momento y dado un grito que les hizo volverse rápidamente y
verle.
Entonces Wang Lung dio un brinco hacia delante y cayó sobre su hijo a
latigazos, y aunque el joven era más alto, él era más fuerte por el tra-
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bajo de la tierra y por la potencia de su cuerpo maduro, y azotó al mu-
chacho hasta que saltó la sangre. Cuando Loto, dando gritos, quiso su-
jetarle el brazo, la echó fuera de un empujón, y como ella persistiese,
también con ella la emprendió a latigazos, haciéndola huir, y continuó
pegándole a su hijo hasta que este se agachó acobardado y se cubrió la
cara con las manos desgarradas y sangrientas.
Entonces Wang Lung se detuvo. El aliento le silbaba entre los labios en-
treabiertos, el sudor le corría por el cuerpo y se sentía débil y agotado
como presa de una enfermedad. Tiró el bambú y, jadeante, murmuró al
joven:
–¡Ahora vete a tu cuarto y no te atrevas a salir de él hasta que me libre
de ti, no sea que te mate!
El muchacho se levantó y se fue sin decir palabra.
Wang Lung sentóse en el taburete donde había estado Loto, escondió la
cabeza entre las manos y cerró los ojos, respirando entrecortadamente.
Nadie se acercó a él y permaneció así, solo, hasta que se calmó y cesó
su cólera.
Entonces, con infinito cansancio, se levantó y fue al cuarto donde esta-
ba Loto, tendida en la cama y sollozando, y cogiéndola por los hombros
la hizo volverse. Loto se le quedó mirando sin cesar de gemir, y Wang
Lung observó que en la mejilla tenía hinchada la marca de un latigazo.
Y le dijo tristemente:
–¿De modo que tienes que ser toda tu vida una ramera y tentar hasta a
mis propios hijos?
Ella se puso a llorar con más fuerza al oír esto y protestó:
–¡No, no es verdad! ¡El muchacho se sentía solo y entró en el patio,
pero pregúntale a Cuckoo si jamás ha estado más cerca de mi lecho de
lo que tú le viste!
Le miró, asustada y llorosa, y cogiéndole una mano la llevó a la hincha-
zón que cruzaba su mejilla, exclamando:
–¡Mira lo que has hecho a tu Loto! Y si él es tu hijo, para mí no es más
que tu hijo y nada me importa de él!
Volvió a mirarle, con sus lindos ojos arrasados en lágrimas transparen-
tes, y Wang Lung gimió porque la belleza de esta mujer era más fuerte
que él y la amaba contra su voluntad. Le parecía de pronto que le sería
insoportable saber lo que había pasado entre los dos y deseó no saber-
lo nunca, porque era mejor que no lo supiera. Y gimiendo de nuevo, sa-
lió de la habitación. Al pasar frente al cuarto de su hijo gritó sin entrar
en él:
–¡Ahora pon tus cosas en el cofre y vete al Sur a hacer lo que te plazca
y no regreses hasta que yo te mande a buscar!
165
Siguió adelante y pasó frente a O-lan, que estaba cosiéndole unas ro-
pas; pero O-lan no dijo nada, y si había oído los gritos y los golpes no
dio muestras de ello.
Wang Lung siguió en dirección a sus campos y permaneció en ellos has-
ta el mediodía. sintiéndose agotado y rendido como después de todo un
día de labor.
XXV
Cuando el hijo mayor hubo partido, Wang Lung sintió que la casa había
sido purgada de un exceso de inquietud y esto le sirvió de alivio. Se dijo
también que era mejor para el muchacho haber partido y que ahora él
podría ocuparse de sus otros hijos, pues, con las propias tribulaciones y
las exigencias de la tierra, que debía ser sembrada y cosechada a su
debido tiempo, ocurriese lo que ocurriese fuera de ella, apenas si pres-
taba atención a sus hijos, con excepción del mayor. Decidió, además,
sacar pronto de la escuela al hijo segundo e iniciarle en el comercio, sin
esperar a que la turbulencia de la juventud se apoderase de él y le con-
virtiera en una plaga, como había ocurrido con el mayor.
Ahora bien, el hijo segundo de Wang Lung era tan diferente del mayor
como pueden serlo dos hermanos. Mientras el primogénito era alto, de
grandes huesos y rostro encendido, como los hombres del Norte y como
su madre, el otro era de pequeña estatura, ligero y amarillo de piel; ha-
bía algo en este muchacho que le recordaba a Wang Lung a su propio
padre: la mirada astuta, aguda y humorística, y cierta disposición para
la malicia si el caso lo requería.
Y Wang Lung se dijo:
"Bueno, este muchacho hará un buen comerciante. Lo sacaré del cole-
gio y veré si puede entrar como aprendiz en el mercado de granos. Se-
ría conveniente que yo tuviese un hijo donde vendo mis cosechas, y
que pudiera vigilar la balanza e inclinarla un poco a mi favor.
De modo que cierto día le dijo a Cuckoo:
–Ve a decirle al padre de la prometida de mi hijo que tengo que hablar
con él. Podemos tomar un vaso de vino juntos, ya que hemos de ser
vertidos en un mismo cuenco, su sangre y mi sangre.
Cuckoo fue y regresó diciendo:
–Os verá cuando queráis, y si podéis ir a beber vino con él esta misma
tarde, bien está, y si lo deseáis de otro modo, él vendrá aquí.
Pero Wang Lung no deseaba que el comerciante fuera a su casa porque
temía verse obligado a hacer preparativos especiales, así es que se lavó
166
cuidadosamente, se puso la túnica de seda y echó a andar a través de
los campos. Fue primeramente a la calle de los Puentes, como Cuckoo
le había indicado, y una vez en ella detúvose ante una puerta que lleva-
ba el nombre de Liu. No es que pudiera leerlo, pero dio con la puerta
contando, pues sabía que era la segunda a la derecha del puente. Ade-
más preguntó a uno que pasaba y la letra era, en electo, la letra de Liu.
Era una puerta respetable, construida sencillamente de madera, y llamó
a ella con la palma de la mano.
Inmediatamente se abrió y una servidora apareció en ella secándose las
manos en el delantal mientras preguntaba el nombre del visitante, y
cuando éste lo dijo se le quedó mirando, pues sabía que era el padre
del prometido de la hija de la casa. Luego se fue a llamar a su amo.
Wang Lung miró en torno atentamente, alzó y palpó la tela de las corti-
nas y examinó la madera de la mesa, sintiéndose contento porque era
evidente que en aquella casa se vivía bien, pero sin exagerada opulen-
cia. Él no quería una nuera rica, para que no fuese altiva y desobedien-
te, llena de caprichos y dada a apartar de sus padres el corazón de su
marido. Hecha la inspección, Wang Lung sentóse nuevamente y esperó.
De pronto se oyeron unos pasos pesados y un hombre grueso y de cier-
ta edad penetró en la estancia. Wang Lung se levantó y saludó y los dos
se saludaron de nuevo, mirándose a hurtadillas con mutua satisfacción
y respetando el uno al otro por lo que cada cual era: un hombre prós-
pero y de provecho. Luego se sentaron los dos y bebieron el vino ca-
liente que la criada les sirvió, y hablaron despacio de esto y de lo otro,
de cosechas, de precio y de lo que valdría el arroz aquel año si la reco-
lección era buena. Y al final Wang, Lung dijo:
Bueno, yo he venido a una cosa, aunque, si vuestro deseo lo quiere así,
hablaremos de otros asuntos. Pero si tenéis necesidad de un servidor
en el mercado, ahí está mi hijo segundo, que es muy listo, pero si no
tenéis necesidad de él hablaremos de otras cosas.
Entonces el comerciante dijo placenteramente:
–Sí tengo necesidad de un joven que sea listo, si sabe leer y escribir.
Y Wang Lung repuso con orgullo:
–Mis dos hijos son buenos estudiantes y los dos saben cuándo una letra
está mal escrita y si es aplicada correctamente la radical de la madera o
la del agua.
Pues bien exclamó Liu, hacedle venir cuando queráis. Al principio no
tendrá más salario que la comida, hasta que aprenda el oficio, y, si sir-
ve, al cabo de un año cobrará una pieza de plata al final de cada luna, y
al cabo de tres años, tres piezas. Después de esto habrá terminado su
aprendizaje y podrá abrirse paso en el negocio como sepa. Además de
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su salario, las gratificaciones que pueda sacar de este vendedor y aquel
comprador son suyas, y si sabe conseguirlas yo no tengo nada que de-
cir. Y porque nuestras dos familias están unidas no os pido por él depó-
sito de garantía.
Entonces Wang Lung se levantó satisfecho, sonrió y dijo: Ahora somos
amigos. Y decidme, ¿no tenéis un hijo para mi hija segunda?
El comerciante, que era un hombre gordo y bien alimentado, se rió con
fuerza y repuso:
–Tengo un hijo de diez años al que aún no he prometido. ¿Qué edad tie-
ne la niña?
–Cumplirá diez en su próximo cumpleaños, y es linda como una flor.
Entonces los dos hombres se rieron juntos y el comerciante exclamó:
¿Vamos a ligarnos con doble lazo?
Y Wang Lung ya no dijo nada más, pues no era una cosa que pudiera
ser discutida ahora más allá de lo que lo había sido. Pero después de
haber saludado y partido satisfecho, se dijo para sus adentros: "La cosa
puede hacerse", y cuando llegó a su casa miró a su hija y vio de nuevo
que era linda y que, como su madre le había ceñido los pies, se movía
graciosamente a pasitos menudos. Pero al mirarla atentamente, Wang
Lung descubrió en su rostro señales de llanto y cierta palidez impropia
de sus años, así es que cogiéndola por la mano y acercándola a él pre-
guntó:
–¿Por qué has llorado?
Entonces la niña bajó la cabeza, jugó con un botón de su vestido y dijo
en voz baja:
–Porque mi madre ciñe una tela en torno a mis pies, más apretada cada
día, y por las noches no puedo dormir.
–Pues yo no te he oído llorar dijo Wang Lung asombrado.
–No contestó ella simplemente–; mi madre me dijo que no tenía que
llorar alto porque, como sois demasiado bueno y débil para ver sufrir,
podríais decir que me dejasen como estoy y entonces mi esposo no me
querría, como vos no la queréis a ella.
Dijo esto con la simplicidad de una criatura que recita un cuento, y
Wang Lung se sintió herido al oírlo, al saber que O-lan le había dicho a
la niña que él no amaba a la madre de su hija. Y exclamó rápidamente:
Bueno, hoy he sabido de un guapo esposo para ti, y ya veremos si Cuc-
koo puede arreglar las cosas.
Entonces la niña sonrió y bajó la cabeza, sintiéndose de pronto una
doncella y no una criatura.
Aquella misma noche. Wang Lung le dijo a Cuckoo cuando entró en el
segundo patio:
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Ve y mira si puede hacerse.
Pero durmió inquietamente junto a Loto, despertándose varias veces y
pensando en su vida y en cómo O–lan había sido siempre una leal ser-
vidora para él. Pensó también en lo que la niña había dicho y se sintió
triste porque a pesar de sus oscuras luces, O–lan había leído en él la
verdad.
Pocos días después de esto, Wang Lung envió a su segundo hijo a la
ciudad y firmó los papeles para los esponsales de la hija menor y se de-
cidió la dote y los regalos de joyas y ropas para su matrimonio.
Entonces Wang Lung descansó y se dijo:
"Bueno, ahora todos mis hijos están colocados. Mi pobre tonta no puede
hacer otra cosa que sentarse al sol con su trocito de tela, y al hijo me-
nor lo dedicaré a la tierra y no irá a la escuela, ya que es suficiente que
dos sepan leer y escribir."
Sentíase orgulloso porque tenía tres hijos y uno era estudiante, otro co-
merciante y el otro labrador. Estaba, pues, contento y cesó de pensar
en sus hijos. Pero, quisiera o no quisiera, no podía dejar de pensar en la
mujer que se los había dado.
Por primera vez en todos los años que había vivido con ella, Wang Lung
empezó a pensar en O–lan ahora. Aun en los días de su llegada a la
casa no había pensado en ella por ella misma, ni más allá del hecho de
que era una mujer y la primera que había conocido. Y le parecía a Wang
Lung que con unas cosas y otras había estado siempre ocupado y sin
tiempo que perder, y sólo ahora, cuando sus hijos estaban colocados y
sus campos cuidados y en reposo bajo la proximidad del invierno, su
vida con Loto regulada y Loto sumisa desde que le había pegado, sólo
ahora le parecía a Wang Lung que podía pensar en lo que quisiera, y
pensó en O–lan.
La miró, pues, atentamente, pero esta vez no como a una mujer y no
porque fuera fea, descarnada y macilenta, sino con un extraño remordi-
miento al ver como había enflaquecido y como su piel se había tornado
amarillenta y marchita. O–lan siempre había sido morena y su piel era
tostada y encendida cuando trabajaba en la tierra. Pero desde hacía
muchos años no había salido a los campos, excepto tal vez durante las
recolecciones, y ni aun eso en los dos últimos años, pues Wang Lung no
la dejaba, temeroso de que la gente dijera:
¿Todavía trabaja tu mujer en la tierra, siendo tú rico?
Sin embargo, nunca llegó a pensar por qué O–lan había querido al fin
permanecer siempre en la casa, ni por qué se movía cada vez más des-
pacio; y recordaba ahora que a veces la oía quejarse, cuando se levan-
taba del lecho por las mañanas y cuando se bajaba a encender el fuego,
169
y sólo cuando él inquiría: Bueno, ¿y qué pasa?, ella se callaba súbita-
mente. Ahora, mirándola y viendo la extraña hinchazón de su cuerpo.
Wang Lung sentía remordimientos y discutía así consigo mismo:
"Al fin y al cabo, yo no tengo la culpa de no haberla querido como se
quiere a una concubina, ya que los hombres no suelen hacerlo."
Y añadió para consolarse:
"No le he pegado nunca y le he dado plata cuando me la ha pedido."
Pero no podía olvidar lo que la niña había dicho, y le dolía sin saber por
qué, ya que, si analizaba la cuestión, había sido un buen esposo y me-
jor que otros.
Y porque no podía librarse de pensar en ella la miraba continuamente,
observándola cuando le traía la comida o cuando andaba por la casa. Y
un día, mientras se inclinaba para barrer el suelo, la vio ponerse gris,
como bajo un agudo dolor interno; abrió los labios, jadeante, y se llevó
la mano al vientre, inclinada todavía como si fuera a barrer, entonces
Wang Lung le preguntó vivamente:
¿Qué te pasa?
Pero ella apartó el rostro y repuso humildemente:
–Es el viejo dolor que tengo en las entrañas.
Y Wang Lung la miró de nuevo y le dijo a su hija menor: Coge la escoba
y barre, pues tu madre está enferma.
Y a O–lan le dijo con más bondad de la que le había hablado en mucho
tiempo:
Ve y acuéstate, y yo le diré a la niña que te lleve agua caliente. No te
levantes.
Ella obedeció lentamente y sin replicar, entró en su cuarto y Wang Lung
la oyó andar por él y luego tenderse en la cama y quejarse bajito. En-
tonces el se sentó y estuvo escuchando estos quejidos basta que no
pudo soportarlos más y se fue a la ciudad a preguntar por un médico.
Encontró uno que le había sido recomendado por un escribiente del
mercado de granos donde ahora se hallaba su hijo segundo, y fue a
verle. El médico estaba sentado ociosamente ante una tetera. Era un
hombre viejo, de larga barba cenicienta y lentes que semejaban los
ojos de un mochuelo, y vestíase con una sucia túnica gris cuyas largas
mangas le cubrían las manos por completo. Cuando Wang Lung le dijo
cuáles eran los síntomas de su esposa, frunció los labios y abriendo un
cajón de la mesa ante la que se hallaba sentado, sacó un paquete y
dijo:
–Iré ahora mismo.
Cuando se acercaron a su cama, encontraron a O–lan dormida con un
sueño ligero; el sudor le perlaba la frente y el labio superior, y al verlo
170
el médico movió la cabeza con pesimismo. Alargando una mano tan
seca y amarilla como la de un mono, le tomó el pulso durante un largo
rato, y luego movió otra vez la cabeza gravemente y dijo:
–El bazo está dilatado y el hígado enfermo. Tiene una piedra tan grande
como la cabeza de un hombre en la matriz; el estómago está desinte-
grado; el corazón no se mueve apenas y seguramente hay gusanos en
él.
Al oír estas palabras, Wang Lung sintió que su propio corazón se dete-
nía, y tuvo miedo, gritando con ira:
–Buena, pues dadle medicina. ¿No podéis hacerlo?
O–lan abrió entonces los ojos y miró a los hombres sin comprender,
embotada de dolor.
El médico habló de nuevo:
–Es un caso difícil. Si no queréis garantía de curación, mis honorarios
serán diez piezas de plata y le recetará unas hierbas, el corazón seco de
un tigre y un diente de perro, todo esto hervido junto y que beba el cal-
do. Pero si queréis garantía de curación completa, entonces son qui-
nientas piezas de plata.
Cuando O–lan oyó las palabras "quinientas piezas de plata" salió de
pronto de su modorra y dijo débilmente:
–No, mi vida no vale tanto. Por ese precio se puede comprar un buen
trozo de tierra.
Al oír esto, Wang Lung sintió que todos sus remordimientos le herían de
nuevo, y contestó furiosamente:
–¡No quiero muertes en mi casa y puedo pagar la plata!
Cuando el médico le oyó decir: "Puedo pagar la plata", sus ojos brilla-
ron codiciosamente, pero había la pena que infligía la ley si no cumplía
su palabra y la mujer se moría, de modo que exclamó, aunque con sen-
timiento:
–No; mirándole el blanco de los ojos veo que me he equivocado. Nece-
sito cinco mil piezas de plata para garantizar su curación.
Entonces, comprendiendo, Wang Lung miró al médico silenciosa y tris-
temente. El no poseía tantas piezas de plata a menos que vendiese la
tierra, y aun si hiciera esto no serviría de nada, porque era simplemen-
te lo que el médico decía: "Esta mujer se muere."
Le acompañó, pues, hasta la puerta, entregándole las diez piezas de
plata, y cuando hubo partido entró en la oscura cocina donde O–lan ha-
bía pasado la mayor parte de su vida y donde, ahora que ella no estaba
allí, nadie podía verle, y volviendo el rostro hacia la pared ennegrecida,
se echó a llorar.
171
XXVI
XXVII
XXVIII
Después que hubo partido la hija segunda y Wang Lung se sintió libre
de su ansiedad por ella, le dijo un día a su tío:
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–Ya que sois el hermano de mi padre, aquí tenéis un buen tabaco.
Abrió el frasco del opio y el viejo cogió la odorífera substancia, la olió,
se rió complacido y dijo:
–Alguna vez he fumado un poco de opio, aunque raramente, pues es
demasiado caro. Pero me gusta mucho.
Y Wang Lung le respondió con fingida indiferencia:
–Esto es solamente un poco que compré para mi padre cuando se hizo
viejo y no podía dormir por las noches. Pero no llegó a utilizarlo y hoy lo
encontré y me dije: "Ahí está el hermano de mi padre, y ¿por qué no ha
de emplearlo él antes que yo, que soy más joven, y no lo necesito aún? "
Tomadlo, pues, y fumadlo cuando lo deseéis o cuando tengáis dolor.
Entonces el tío de Wang Lung lo tomó codiciosamente, pues era cosa
grata de oler y algo que solamente los ricos usaban, y se compró una
pipa y fumó el opio tendido todo el día sobre su cama. Entonces Wang
Lung se ocupó de que se comprasen pipas y fueran dejadas aquí y allá,
y fingió que él mismo fumaba, aunque sólo se llevaba una pipa a su
cuarto y la dejaba allí hasta que se enfriaba. Y a sus dos hijos y a Loto
no les permitía tocar el opio, diciendo como excusa que era demasiado
caro, pero lo procuró liberalmente para su tío y para la mujer y el hijo
de su tío, y la casa se llenó del dulzón aroma. Pero Wang Lung no esca-
timó la plata para esto, porque le traía la paz.
Ocurrió un día, cuando el invierno finalizaba y las aguas empezaban a
retroceder, de manera que Wang Lung podía andar por su tierra, que el
mayor de sus hijos le siguió y le dijo orgullosamente:
–Bueno, pronto habrá otra boca en la casa y será la boca de vuestro
nieto.
Al oír esto, Wang Lung volvióse, se rió frotándose las manos y dijo:
–¡Este es en verdad un gran día!
Y riéndose nuevamente fue a buscar a Ching y le dio orden de ir a la
ciudad a comprar pescado y buenos manjares que envió a la esposa de
su hijo, diciéndole:
Come y haz fuerte el cuerpo de mi nieto.
Durante toda la primavera, Wang Lung tuvo, para su consuelo, la idea
de este nacimiento que se preparaba. Y cuando estaba ocupado en
otras cosas pensaba en ello y se sentía confortado.
Según la primavera se convertía en verano, las gentes que habían huido
de la inundación regresaban. Uno por uno y grupo por grupo regresa-
ban, consumidos y exhaustos por el duro invierno y felices de volver a
sus lares, a pesar de que donde se habían levantado sus casas no había
ahora nada más que el barro amarillento de la tierra empapada en
agua. Pero de este barro se podían construir las casas otra vez y se po-
190
dían traer esterillas para cubrirlas. Mucha gente fue a Wang Lung a pe-
dirle dinero prestado, y él lo prestó a un interés alto, ya que la deman-
da era tan grande; y la garantía que exigía siempre era tierra. Con el
dinero prestado compraban semilla para sembrar la tierra rica con la
fuerza que había dejado en ella el agua, y si necesitaban bueyes y más
simientes y arados, y no conseguían más dinero a préstamo, algunos
vendían tierras y parte de sus campos para poder plantar lo que resta-
ba. Y de éstos Wang Lung adquiría tierra y más tierra, y la adquiría ba-
rata porque necesitaban dinero. Pero había algunos que no querían ven-
der su tierra, y cuando no tenían con qué comprar simiente, bueyes y
arados, vendían a sus hijas; muchos fueron los que se dirigieron a
Wang Lung para venderlas, porque se sabía que era rico y poderoso y
hombre de buen corazón.
Y él, pensando constantemente en la criatura que iba a nacer y en las
otras que nacerían de sus hijos cuando se casaran, compró cinco escla-
vas, dos de unos doce años de edad, con grandes pies y cuerpos vigo-
rosos; dos más jóvenes para servirles y llevar y traer cosas, y otra para
el servicio personal de Loto, pues Cuckoo se hacía vieja y desde que la
segunda hija partió no hacía habido nadie más para trabajar en la casa.
Estas cinco esclavas, Wang Lung las compró en el mismo día, pues era
hombre suficientemente rico para poder cumplir en seguida sus decisio-
nes.
Y un día, mucho después de esto, llegó un hombre trayendo una donce-
llita pequeña y delicada, de unos siete años de edad y deseando ven-
derla. Al principio, Wang Lung dijo que no, pues le parecía demasiado
pequeña y débil, pero a Loto le cayó en gracia la niña y dijo caprichosa-
mente:
–Quiero quedarme ésta porque es tan bonita, y la otra es basta y huele
a carne de cabra y no me gusta.
Wang Lung miró a la niña y vio sus lindos ojos asustados y la delgadez
de su cuerpecillo: y, en parte por complacer a Loto y en parte por ver a
la niña alimentada y gruesa, dijo:
–Bueno, pues así sea si tú lo quieres.
La compró, pues, por veinte piezas de plata y la pequeña fue a vivir a
las habitaciones de Loto y dormía a los pies de su cama.
Ahora le parecía a Wang Lung que podría tener paz en su casa. Cuando
retrocedieron las aguas, llegó el verano y la tierra estuvo preparada
para recibir la buena semilla, Wang Lung fue de aquí para allí mirando
campo por campo y discutiendo con Ching la calidad de cada suelo y los
cambios que debería haber en las cosechas para la fertilidad de la tie-
rra. Y dondequiera que iba se llevaba con él a su hijo menor, que había
191
de seguir con la tierra después de él, para que el muchacho aprendiera.
Y Wang Lung nunca veía si prestaba atención o no, pues caminaba con
la cabeza baja y tenía la expresión hosca y nadie sabía lo que pensaba.
Pero Wang Lung no se enteraba de lo que el muchacho hacia; sólo sabía
que estaba allí, caminando en silencio detrás de su padre. Y cuando
todo estuvo planeado. Wang Lung regresó a su casa satisfecho y se
dijo:
"Ya no soy joven y no es necesario que trabaje con mis propias manos,
puesto que tengo hombres en mi tierra y tengo hijos y paz en mi casa."
Y, sin embargo, cuando entraba en su casa no había paz en ella. A pe-
sar de que le había dado una esposa al hijo, y a pesar de que había
comprado esclavas suficientes para servirlos a todos, y a pesar de que
a su tío y a la mujer de su tío les daba todo el opio que necesitaban
para su placer, no había paz en su casa. Y de nuevo era por el hijo de
su tío y por su propio hijo primogénito.
Parecía como si el hijo de Wang Lung no pudiese cesar en el odio que
sentía por su primo y en su sospecha de las malas intenciones que le
animaban. Bien había visto, con sus propios ojos, en los días de su ado-
lescencia, las malas artes de su primo, y las cosas habían llegado a tal
extremo que se negaba a abandonar la casa para ir a la ciudad, salien-
do sólo cuando el otro lo hacia, y sospechaba de sus intenciones con las
esclavas y aun con Loto, lo cual era innecesario, pues Loto engordaba y
envejecía cada día más y desde hacía mucho tiempo no le importaba
nada más que sus comidas y sus vinos, y no se hubiera tomado la mo-
lestia de hacerle caso aun cuando él la hubiese solicitado. Loto se ale-
graba ahora hasta de que Wang Lung viniese a ella cada vez menos se-
gún pasaban los años.
Aquel día, cuando, acompañado por su hijo menor, Wang
Lung entró en la casa, su primogénito le llevó aparte y le dijo:
–No quiero sufrir más a mi primo en la casa, y estoy cansado de sus
miradas furtivas y de su continuo haraganear con las ropas desabrocha-
das, y de que no quite los ojos de las esclavas.
No se atrevía a decir: "Y hasta se atreve a mirar a vuestra propia mu-
jer", porque recordaba, con asco, que hubo un tiempo en que él mismo
andaba tras esta mujer de su padre, y ahora, viéndola gorda y más vie-
ja, no podía soñar que hubiera hecho tal cosa y sentíase amargamente
avergonzado y por nada del mundo lo hubiera traído a la memoria de su
padre. Guardó, pues, silencio sobre esto y tan sólo se refirió a las escla-
vas.
Wang Lung había llegado del mejor humor de sus campos, porque el
agua se iba alejando de la tierra y el aire era seco y caliente; y también
192
porque estaba contento de que su hijo menor hubiera ido con él. Así es
que contestó coléricamente a esta nueva complicación que surgía en su
casa:
–Bueno, y tú eres un chiquillo necio por pasarte la vida pensando en
esto. Te has encariñado con tu mujer y te has encariñado excesivamen-
te, pues un hombre no ha de preocuparse tanto por la esposa que sus
padres le dieron. No es propio ni está bien que un hombre ame a su es-
posa con un amor bobo y presuntuoso, como si fuese una ramera.
El joven se sintió herido por esto, pues lo que más temía era que al-
guien le pudiera acusar de conducta incorrecta, como si fuera él un
hombre vulgar e ignorante, y repuso apresuradamente:
–No es por mi esposa. Es que su manera de portarse es impropia en la
casa de mi padre.
Wang Lung no le oyó. Estaba musitando enojadamente y dijo otra vez:
–¿Es que no terminarán nunca en mi casa estas guerras entre macho y
hembra? ¡Aquí estoy yo, envejecido; mi sangre se enfría y al fin me veo
libre de deseos! ¿Tendré que soportar los deseos y los celos de mis hi-
jos?
Y al cabo de un rato gritó de nuevo:
–Bueno, ¿y qué quieres que haga?
El joven había esperado pacientemente que pasase el enojo de su pa-
dre, pues tenía algo que decirle, y Wang Lung comprendió esto clara-
mente cuando le preguntó: "¿Qué quieres que haga?"
El joven contestó entonces firmemente:
–Quisiera que dejásemos esta casa y que nos fuéramos a vivir a la ciu-
dad. No está bien que continuemos viviendo en el campo como pata-
nes; podríamos dejar aquí a mi tío, su mujer y su hijo, y nosotros vivir
seguros tras las murallas de la ciudad.
Wang Lung se rió con una risa hiriente y breve al oír esto, y desechó el
deseo del joven como algo sin valor e indigno de tenerse en cuenta.
–Esta es mi casa –respondió enérgicamente, sentándose a la mesa y
cogiendo la pipa de agua de donde se hallaba–, y puedes vivir en ella o
no, según te plazca. Es mi casa y mi tierra, y si no fuera por la tierra
nos habríamos muerto de hambre, como les ha pasado a otros, y tú no
podrías pasearte con tus hermosas túnicas, descansado y ocioso como
un estudiante. Gracias a la buena tierra eres algo más que el hijo de un
labrador.
Y Wang Lung se levantó y comenzó a dar zancadas por el cuarto central
comportándose zafiamente y escupiendo en el suelo como haría un
campesino, pues aunque por un lado se complacía en el refinamiento de
su hijo, por otro lado lo desdeñaba, y esto a pesar de que sabía que,
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secretamente, estaba orgulloso de él, y orgulloso porque nadie que le
viera creería que sólo una generación le separaba de la tierra.
Pero el hijo mayor no estaba dispuesto a ceder y siguió a su padre, di-
ciéndole:
–Bueno, y ahí está esa vieja casa, la gran Casa de los Hwang. La parte
delantera está llena de gentuza, pero las habitaciones interiores están
cerradas y silenciosas. Podríamos alquilar algunas y vivir en paz, y vos
y mi hermano menor podríais ir y venir a la tierra y yo no viviría enfure-
cido por ese perro de mi primo.
Y entonces, para persuadir a su padre, dejó que las lágrimas asomaran
a sus ojos, las forzó a caer sobre las mejillas, sin enjugarlas, y dijo de
nuevo:
–Yo trato de ser un buen hijo; no juego ni fumo opio y me contentó con
la mujer que me habéis dado; os pido un poco de ayuda y eso es todo.
Wang Lung ignoraba si las lágrimas le habían o no conmovido, pero si le
conmovieron las palabras de su primogénito cuando dijo: "la gran Casa
de Hwang".
Wang Lung no había olvidado nunca que una vez había entrado humil-
demente en aquella casa y llegado lleno de vergüenza a la presencia de
sus moradores, asustándose incluso del guardián. Esto había sido para
él un recuerdo de oprobio durante toda su vida, y lo detestaba. Durante
toda su vida había sentido que a los ojos de los demás hombres era in-
ferior a los que habitaban en la ciudad, y cuando permaneció en pie
ante la Anciana Señora de la casa grande, esta sensación alcanzó su
crisis. Así es que cuando su primogénito dijo: "Podríamos vivir en la
casa grande", esta posibilidad saltó con tanta fuerza en su imaginación
que le pareció verla ya realizada. "Podría sentarme donde se sentaba la
anciana, y desde donde me ordenó levantarme como si fuera un siervo.
Si, podría sentarme allí ahora y llamar así a otro hombre a mi presen-
cia." Y musitó unas palabras y se dijo de nuevo: "Si quisiera, podría ha-
cer eso".
Dándole vueltas a este pensamiento, se volvió a sentar en silencio, sin
contestarle nada a su hijo; llenó la pipa de tabaco, y la encendió, fu-
mando y soñando en lo que podría hacer si quisiera.
Así, pues, aunque al principio no quería decir que tal vez consintiera ni
que haría cambio alguno, desde aquel momento se sintió más disgusta-
do que nunca con la haraganería del hijo de su tío, y le observó atenta-
mente, viendo que era verdad que ponía los ojos en las esclavas; y
Wang Lung musitó y se dijo:
"Yo no puedo vivir con ese perro lujurioso en mi casa."
Miró a su tío y vio que adelgazaba a fuerza de fumar opio, que tenía la
194
piel amarilla, que estaba viejo y encorvado y que echaba sangre cuando
escupía. Y miró a su tía y la vio arrugada como una col, entregada al
opio y contenta y amodorrada con él. Estos dos, poco trabajo le daban
ahora, pues el opio había surtido el efecto que Wang Lung deseara.
Pero aún quedaba el hijo de su tío, hombre sin casar todavía. lleno de
deseos como una bestia salvaje y reacio a caer a merced del opio, como
habían hecho los dos viejos, y a gastar su lascivia en sueños. Y Wang
Lung no deseaba casarle en la casa por miedo a la prole que creara, ya
que uno como él era suficiente. Tampoco se ocupaba en trabajo alguno,
pues no había necesidad ni nadie le obligaba a ello, como no pudiera
llamarse trabajo las horas que, por las noches, pasaba fuera de casa.
Pero aun esto ocurría con menos frecuencia, pues según los hombres
regresaban a la tierra, el orden volvía a reinar en los pueblos y en la
ciudad, y los ladrones se retiraron a las montañas, hacia el Noroeste,
adonde el joven no quiso seguirles, prefiriendo vivir de la bondad de
Wang Lung. Era, pues, una espina en la casa, por donde vagaba ociosa-
mente, charlando, bostezando y a medio vestir hasta el mediodía.
Por lo tanto, cuando Wang Lung fue un día a la ciudad a ver a su hijo
segundo en el mercado de granos, le preguntó:
–¿Qué te parece lo que desea tu hermano: que nos traslademos a la
ciudad y habitemos la casa grande, si es posible alquilar parte de ella?
Y el hijo segundo contestó:
–Que me convendría, pues entonces podría casarme y tener allí a mi
esposa, viviendo todos bajo un mismo techo como hacen las grandes
familias.
Wang Lung no se había ocupado nunca de la boda de su segundo hijo,
ya que éste era un muchacho frío y austero y jamás había mostrado se-
ñales de lujuria. Además, Wang Lung había tenido otras preocupacio-
nes. Sin embargo, ahora dijo con cierta vergüenza, pues sabía que no
había obrado como era preciso con su hijo segundo:
–Hace mucho tiempo que vengo pensando en que habría que casarte,
pero con unas cosas y otras no he tenido tiempo, y con el hambre que
ha habido últimamente y la necesidad de evitar toda fiesta... Pero ahora
que los hombres pueden comer otra vez, se hará la boda.
Y secretamente buscó con el pensamiento una doncella. El hijo segundo
dijo entonces:
–Bueno, pues me casaré, ya que es una buena cosa y mejor que gastar
el dinero en una ramera cuando la necesidad obliga. Además, está bien
que un hombre tenga hijos. Pero no me deis una esposa que pertenezca
a una casa de la ciudad, pues estará siempre hablando de lo que había
en casa de su padre, como la mujer de mi hermano, y me hará gastar
195
dinero y será un disgusto para mi.
Wang Lung oyó esto con asombro, pues no sabía que su nuera fuese
así, viendo únicamente que era una mujer bastante bonita y cuidadosa
de ser siempre correcta en su comportamiento. Pero le parecía muy
sensato lo que decía su hijo, y se alegró de que fuese avisado e inteli-
gente en la economía. En realidad, apenas conocía a este muchacho,
pues había crecido débilmente junto al vigor de su hermano, y excepto
por sus cuentos y chismes no fue nunca un niño ni un joven a quien se
hiciese gran caso, de manera que, cuando partió para el mercado,
Wang Lung se olvidó de él, excepto para decir cuando alguien le pre-
guntaba cuántos hijos tenía: "Tengo tres hijos".
Ahora miró a este joven, su hijo segundo, y vio su cabello bien cortado,
liso y brillante, y su túnica de inmaculada seda gris, y vio que los movi-
mientos del joven eran agradables y sus pupilas enérgicas y discretas.
Y se dijo, lleno de sorpresa:
"¡Bueno, y éste también es mi hijo!"
Y en voz alta exclamó:
–¿Qué clase de doncella te gustaría, pues?
Entonces el joven contestó tan simple y decididamente como si lo hu-
biera pensado de antemano:
–Deseo una doncella de pueblo, de buena familia terrateniente y sin pa-
rientes pobres; una doncella que no sea ni fea ni hermosa, que traiga
una buena dote y que sepa cocinar, para que, aunque haya sirvientes
en la cocina, ella los vigile. Y ha de ser mujer que, si compra arroz,
compre lo suficiente y no un puñado de más, y si compra tela, el vesti-
do esté bien cortado y los retales que le sobren le quepan en la mano.
Quiero una doncella así.
Wang Lung se asombró todavía más al oírle hablar de esta manera,
pues no conocía la vida de este joven, aunque fuera su hijo. No era una
sangre así la que corría por su propio cuerpo lujurioso cuando era jo-
ven, ni por el cuerpo de su hijo primogénito; sin embargo, admiraba su
sabiduría y le dijo riéndose:
–Bueno, pues buscaré una muchacha como ésta; Ching se encargará de
buscarla por los pueblos.
Y todavía riendo, se marchó; descendió por la calle de la casa grande y
dudó junto a los leones de piedra y luego, como no había nadie para
detenerle, entró en la casa. Las habitaciones delanteras estaban como
las recordaba de cuando fue a buscar a la ramera a quien temía por su
hijo. De los árboles colgaban piezas de ropa puestas a secar y por todos
sitios había mujeres sentadas y parloteando mientras metían y sacaban
la aguja de las suelas de zapatos que estaban haciendo, y los chiquillos
196
rodaban desnudos y polvorientos sobre las losetas de los patios. El lu-
gar apestaba al olor de la chusma que invade la casa de los grandes
cuando los grandes desaparecen. Y Wang Lung miró hacia la puerta del
cuarto donde había vivido la ramera, pero la puerta estaba abierta y
otra persona vivía ahora allí: un viejo; Wang Lung se alegró de esto y
siguió adelante.
En los tiempos pasados, cuando la opulenta familia vivía en la mansión,
Wang Lung se hubiera sentido igual a toda aquella chusma y enemigo
de los poderosos, odiándolos y temiéndolos a un tiempo. Pero desde
que tenía plata y oro escondidos despreciaba a ésta gentuza que pulu-
laba por dondequiera y se abrió camino entre ella con la cabeza levan-
tada y respirando ligeramente por la peste que despedía. Y la despreció
y sintió rencor contra ella como si él mismo perteneciese a la casa gran-
de.
Atravesó los patios y habitaciones dirigiéndose hacia la parte de atrás,
aunque por pura curiosidad y no porque hubiera decidido nada todavía;
al fin llegó a una puerta cerrada junto a la cual dormitaba una mujer y
la miró y vio que era la esposa picada de viruelas del antiguo guardián.
Esto le sorprendió, pues la recordaba como una mujer de mediana
edad, fresca y rolliza, y ahora era una vieja macilenta, llena de arrugas,
con el pelo blanco y los dientes sueltos en sus quijadas como raigones
amarillos. Mirándola, Wang Lung se dio cuenta de cuántos y que rápi-
dos eran los años que habían transcurrido desde que él llegó aquí con
su primer hijo en los brazos, y por vez primera sintió el peso de la vejez
cayéndole encima. Entonces le dijo a la mujer con tristeza:
–Despertad y abridme la puerta.
La vieja se despertó, parpadeando y pasándose la lengua por sus labios
resecos, y repuso:
–No debo abrir para nadie, excepto para los que quieran alquilar toda la
parte interior de la casa.
Y Wang Lung dijo de pronto:
–Bueno, tal vez la alquile yo si me gusta.
Pero no le dijo a la mujer quién era, y la siguió en silencio recordando el
camino. Allí estaban los patios y estancias, allí el pequeño cuarto donde
dejó el cesto, aquí las largas balconadas sostenidas por frágiles colum-
nas rojas. La siguió hasta el mismo gran salón y su imaginación dio un
salto atrás hacia el pasado cuando estuvo aquí en pie, esperando que le
diesen como esposa a una esclava de la casa. Y ante él tenía ahora la
gran tarima labrada sobre la que se había sentado la Anciana Señora,
envuelto su frágil cuerpo en plateado satén.
Y movido por un extraño impulso, Wang Lung se adelantó, fue a sentar-
197
se donde ella se había sentado y puso la mano sobre la mesa. Desde
aquella eminencia contempló a la vieja bruja que le miraba parpadean-
do, en espera silenciosa de lo que él decidiera. Entonces, una satisfac-
ción que había deseado toda su vida sin saberlo, inundó como una ma-
rejada el corazón de Wang Lung, y dando con la mano sobre la mesa
exclamó de pronto:
–¡Me quedo con esta casa!
XXIX
199
Entonces le pareció a Wang Lung que, como Ching tornábase cada día
más débil por la edad, y el cada día más pesado y soñoliento por la
edad y la comida, y como su hijo menor era demasiado joven todavía
para llenarle de responsabilidades, lo mejor sería dar en arriendo algu-
nos de sus campos más lejanos a otros hombres del pueblo. Así lo hizo
en efecto, y muchos fueron los que llegaron a Wang Lung de los pue-
blos cercanos para arrendarle sus tierras, quedando decidido que el
pago sería: la mitad del beneficio para Wang Lung porque era el dueño
de la tierra y la otra mitad para el que la arrendaba, por su trabajo. Ra-
bia, además, otras cosas que cada uno debía proveer: Wang Lung cier-
tos abonos y residuos de ajonjolí, que traería de su molino de aceite
después de que el ajonjolí hubiera sido molido; y el arrendatario, cier-
tas cosechas para uso de la casa del propietario.
Entonces, y ya que su administración no era necesaria, Wang Lung iba
a la ciudad algunas veces y dormía en la habitación que tenía dispues-
ta, pero al hacerse de día regresaba a la tierra, atravesando la puerta
de la ciudad tan pronto como la abrían al llegar el alba. Y aspiraba el
fresco olor de los campos, y cuando llegaba a su propia tierra se sentía
feliz.
Entonces, y como si los dioses fueran bondadosos por una vez y quisie-
ran darle paz en su ancianidad, el hijo de su tío, que andaba inquieto y
aburrido por la casa, silenciosa ahora y sin más mujeres que la robusta
mujer de servicio, casada con uno de los trabajadores, el hijo de su tío
oyó hablar de una guerra que había en el Norte y le dijo a Wang Lung:
–Dicen que hay guerra al norte de nosotros y quiero ir y tomar parte en
ella para tener algo que hacer y para ver algo. Haré esto si me dais pla-
ta para comprarme más ropas y cobertores de cama y un fusil extranje-
ro que llevar al hombro.
Al oír esto, a Wang Lung le saltó el corazón de gozo, pero lo disimuló
astutamente y, pretendiendo que dudaba, exclamó:
–Tú eres el único hijo de mi tío y después de ti no hay nadie más para
continuar su sangre. ¿Qué pasará si te vas a la guerra?
Pero el joven contestó riéndose:
–Yo no soy ningún tonto y no me he de colocar donde mi vida peligre.
Lo que deseo es un cambio, y viajar, y ver otros lugares antes de que
sea demasiado viejo.
Wang Lung, pues, le dio la plata y tampoco esta vez le dolió despren-
derse de ella, diciéndose:
"Bueno, y si lo que quiere es eso, habré terminado con esta maldición
en mi casa."
Y pensó de nuevo:
200
"Bueno, y quizá lo maten, si mi buena suerte continúa, pues a veces
hay quienes mueren en la guerra."
Entonces se sintió del mejor humor, aunque no lo demostraba, y conso-
ló a la esposa de su tío cuando ésta lloró un poco al saber que su hijo
se marchaba. Le dio también un poco más de opio y le encendió la pipa,
diciéndole:
–Bueno, seguramente llegará a ser un oficial militar y todos nos cubri-
remos de honor por él.
Y por fin hubo paz. En la casa de campo ya no quedaban más que los
dos durmientes, y en la de la ciudad se acercaba la hora en que el nieto
de Wang Lung debía venir al mundo.
Según esta hora se acercaba, Wang Lung permanecía más y más en su
residencia de la ciudad, y paseaba por las estancias con perpetuo
asombro, maravillándose de que en esta casa, que había albergado a la
poderosa familia de Hwang, vivieran ahora él y su mujer, y sus hijos y
las esposas de sus hijos. Y ahora iba a nacer un nieto de la tercera ge-
neración.
Su corazón rebosaba contento y ahora le parecía a Wang Lung que
nada era suficiente para su riqueza. Compró metros de seda y de satén
para cada uno de ellos, pues parecía mal que sobre las sillas labradas y
junto a las mesas de ébano del Sur se vieran túnicas ordinarias de algo-
dón; de éstas compró para las esclavas, buenas túnicas de algodón azul
para que ninguna tuviera que llevar nada en mal uso. Hizo esto y se
sentía contento cuando las amistades que su primogénito había adquiri-
do en la ciudad venían a la casa, y orgulloso de que vieran lo que en
ella había.
Y Wang Lung quiso ahora comer manjares delicados, y él, que se había
sentido satisfecho con buen pan de trigo y unas cabezas de ajos, ahora
que dormía hasta tarde y no trabajaba en la tierra no se contentaba fá-
cilmente con según qué platos y probaba retoños de bambú de invierno
y huevos de langostinos, pescados del Sur y mariscos de los mares del
Norte, y cuantas exquisiteces son servidas únicamente a la mesa de los
ricos para estimularles el apetito. Y sus hijos comían de todo esto y
Loto también, y al ver a lo que habían llegado las cosas, Cuckoo rió y
dijo:
–Bueno, pues es lo mismo que en los viejos días, cuando yo estaba en
estas salas, sólo que ahora mi cuerpo está macilento y seco y no sirve
para un anciano señor.
Al decir esto miró a Wang Lung maliciosamente y se rió de nuevo, y él
pretendió no enterarse de su impudicia, pero se sintió halagado porque
le había comparado al Anciano Señor.
201
Así pues, dentro de esta existencia lujosa, durmiendo cuando querían y
levantándose cuando querían, Wang Lung esperaba a su nieto. Y una
mañana oyó los lamentos de una mujer y al dirigirse a las habitaciones
de su hijo mayor éste le salió al encuentro y le dijo:
–La hora ha llegado, pero Cuckoo dice que será lento, porque la mujer
es muy estrecha. Será un parto difícil.
Wang Lung regresó, pues, a su cuarto y se sentó, escuchando los gritos
y sintiéndose por primera vez en muchos años asustado y necesitado
de alguna ayuda espiritual. No tardó en levantarse, y dirigiéndose a la
tienda de incienso compró un poco, y lo llevó al templo de la ciudad,
donde mora la diosa de la misericordia en su alcoba dorada. Allí llamó a
un sacerdote desocupado, le dio dinero y le rogó que pusiera incienso
ante la diosa, diciendo:
–Esta mal que sea yo, un hombre, quien haga esto, pero mi nieto está
a punto de nacer, y la labor es dura para la madre, que es una mujer de
ciudad y demasiado estrecha, y la madre de mi hijo ha muerto y no hay
ni una mujer para ofrecer el incienso.
Entonces, y mientras contemplaba al sacerdote arrojarlo dentro de la
urna que ardía ante la diosa, pensó con súbito horror: "¿Y si en lugar de
un nieto es una niña?" Y exclamó:
–Bueno, y si es un nieto pagaré una nueva túnica roja para la diosa,
¡pero no daré nada en absoluto si es una niña!
Salió del templo presa de gran agitación, pues no se le había ocurrido
esto: que podía no ser un nieto, sino una niña, y fue a la tienda y com-
pró más incienso. Aunque el día era caluroso y por las calles había un
palmo de polvo, encaminó sus pasos hacia el pequeño templo rural
donde estaban los dos que protegían los campos y la tierra y les encen-
dió el incienso diciéndoles:
–¡Bueno, hemos cuidado de vosotros mi padre, yo y mi hijo, y ahora
llega el fruto de mi hijo y si no es un nieto no habrá nada para vosotros
dos!
Y habiendo hecho cuanto estaba en su mano, regresó a sus habitacio-
nes, sumamente cansado, y se sentó ante su mesa. Hubiera deseado
que una esclava le trajese té y que otra le trajese una toalla mojada en
agua caliente y luego exprimida para limpiarse el rostro, pero a pesar
de sus palmadas no acudía nadie. No se ocupaban de él, y aunque la
gente de la casa no cesaba de correr de aquí para allá, no se atrevía a
detener a nadie y preguntar qué clase de criatura había nacido si es que
había nacido ya. Permaneció allí sentado, rendido y polvoriento, sin que
nadie le hablara.
Al fin, cuando había esperado tanto tiempo que le parecía que ya debía
202
empezar a anochecer, entró Loto oscilando sobre sus menudos pies, de-
bido a su peso excesivo, y apoyándose en Cuckoo. Y Loto rió y le dijo
ruidosamente:
–Bueno, ya hay un hijo en la casa de tu hijo, y tanto la madre como la
criatura viven. Yo he visto al recién nacido y es hermoso y robusto.
Entonces Wang Lung se levantó, frotó las manos una contra otra, volvió
a reírse y exclamó:
–Bueno, y yo he permanecido aquí sentado como un hombre con su
propio primogénito a punto de venir al mundo, y sin saber qué hacer y
asustado de todo.
Y cuando Loto se hubo marchado a sus habitaciones empezó a musitar
y se dijo:
"Bueno, yo no me asusté así cuando aquella otra tuvo su primer hijo,
mi primogénito."
Se quedó silencioso y recordó aquel día, y cómo O–lan había entrado
sola en el cuartito oscuro y cómo sola y silenciosamente había dado a
luz hijos, y otra vez hijos, e hijas, y cómo luego regresaba a los campos
a trabajar junto a él. Y aquí estaba ésta, la mujer de su hijo, que grita-
ba con los dolores como una criatura y tenía a todas las esclavas co-
rriendo de aquí para allí por la casa y a su esposo junto a su puerta.
Y recordó, como uno recuerda un sueño ha largo tiempo soñado, cómo
O–lan descansaba un poco de su trabajo y se sentaba a amamantar al
niño, y la leche rica y blanca corría de su pecho y salpicaba la tierra. Y
todo esto parecía tan lejano que diríase que nunca había ocurrido.
Entonces entró su hijo sonriente y lleno de importancia, y dijo ruidosa-
mente:
–El hombre niño ha nacido, padre mío, y ahora tenemos que buscar una
mujer para que lo amamante con sus pechos, pues yo no quiero que mi
esposa estropee su belleza y agote sus fuerzas criando.
Y Wang Lung contestó tristemente, aunque no sabía la causa de su tris-
teza:
–Bueno, pues si ha de ser así, que así sea, ya que no puede criar a su
propio hijo.
Cuando el niño cumplió un mes, su padre, el hijo de Wang Lung, dio la
fiesta del nacimiento invitando a mucha gente, al padre y a la madre de
su esposa y a todos los grandes de la ciudad. Y mandó teñir de escarla-
ta muchos de cientos de huevos, que se dieron a los invitados y a todos
los que mandaban invitados, y en la casa todo eran festejos y alegría
porque la criatura era un hermoso niño, había pasado su décimo día y
estaba vivo, y esto era un temor descartado y todos se alegraban de
ello.
203
Y cuando la fiesta del nacimiento hubo terminado, el hijo de Wang Lung
se acercó a su padre y le dijo:
–Ahora que hay tres generaciones en esta casa, deberíamos tener las
tablas de los antepasados que poseen las grandes familias para adorar-
las en las festividades, pues ahora somos también nosotros una familia
establecida.
Esto agradó a Wang Lung en extremo y dio orden de que la proposición
de su hijo se llevara a cabo. No tardaron, pues, en verse las tablas en el
salón, puestas en línea; en una tabla, el nombre del abuelo de Wang
Lung y el de su padre, y libres los otros espacios para Wang Lung y sus
hijos cuando muriesen. Y el primogénito compró una urna de quemar
incienso y la puso ante ellas.
Cuando esto quedó hecho, Wang Lung recordó la túnica roja que había
prometido a la diosa de la misericordia, y se dirigió al templo a entregar
el dinero para adquirirla.
Y al regresar de él y como los dioses no pudieran dar sin cobrarlo de al-
guna manera, llegó corriendo un hombre de los campos a decirle que
de pronto Ching se estaba muriendo y había preguntado si Wang Lung
querría ir a verlo morir. Y Wang Lung, al escuchar al jadeante mensaje-
ro, gritó coléricamente:
–¡Bueno, supongo que ese maldito par del templo tiene celos ahora
porque le he regalado una túnica roja a la diosa de la ciudad, y supongo
que no se han enterado de que el poder de ellos es sobre la tierra y no
sobre los nacimientos!
Y aunque tenía ya servida la comida del mediodía, se negó a comer, y
aunque Loto insistía en que no saliera hasta que el sol comenzara a po-
nerse, no le hizo caso y salió. Entonces, viendo que no lograba detener-
le, Loto envió tras él una esclava llevando una sombrilla de papel acei-
tado, pero Wang Lung corría tanto que la robusta muchacha tenía difi-
cultad en cubrirle la cabeza.
Wang Lung entró inmediatamente en la habitación donde Ching yacía,
gritándoles a todos:
–¿Cómo ha ocurrido esto?
El cuarto estaba lleno de obreros agrupados, que respondieron con pri-
sa y confusión:
–Se empeñó en trabajar en la trilla... Le dijimos que no debía hacerlo, a
su edad... Hay un trabajador que es nuevo... y no sabía sujetar el ma-
yal... Ching quiso enseñarle... Es trabajo duro para un hombre viejo...
Entonces Wang Lung gritó con voz terrible:
–¡Traedme a ese trabajador!
Empujaron a éste a la presencia de Wang Lung y allí aguardó, temblan-
204
do y chocando sus desnudas rodillas una contra otra. Era un tosco mozo
de campo, robusto y colorado, con los dientes sobresaliéndole por enci-
ma del labio inferior y con los ojos redondos y apáticos como los de un
buey. Pero Wang Lung no le tuvo lástima. Le abofeteó en ambas meji-
llas y luego cogió la sombrilla de manos de la esclava y golpeó al mu-
chacho en la cabeza, sin que nadie se atreviera a detenerle, no fuese
que la cólera se le subiera a la cabeza y, a su edad, le envenenara. Y el
patán aguantó la rociada humildemente, gimoteando y chupándose los
dientes.
Entonces Ching se quejó desde la cama donde yacía y Wang Lung tiró la
sombrilla y gritó:
¡Ahora éste se va a morir mientras yo golpeo a un imbécil!
Y se sentó al lado de Ching, tomándole una mano. Era una mano tan li-
gera, seca y pequeña como una hoja de roble marchita, y era imposible
creer que la sangre circulase por ella, tan seca y ligera estaba. Pero el
rostro de Ching, que era siempre pálido y amarillo, tenía ahora un color
oscuro y se hallaba salpicado de su escasa sangre; y sus ojos medio ce-
rrados estaban ciegos, y empañados, y su respiración iba y venía por
accesos. Wang Lung se inclinó sobre él y le dijo alto al oído:
–¡Aquí estoy yo, y te compraré un ataúd inferior únicamente al de mi
padre!
Pero los oídos de Ching estaban llenos de sangre, y si oyó a Wang Lung
no dio señales de ello, sino que siguió jadeando y muriéndose, y así se
murió.
Cuando hubo muerto, Wang Lung se inclinó sobre él y lloró como no ha-
bía llorado al morir su padre; y encargó un ataúd de la mejor clase, lla-
mó sacerdotes para el entierro y siguió tras él a pie y vestido de blanco
en señal de luto. Hizo incluso que su hijo primogénito se pusiera bandas
blancas en los tobillos como si hubiera muerto un pariente, a pesar de
que su hijo protestó:
–Era solamente un servidor de confianza, y no está bien ponerse luto
por un criado.
Pero Wang Lung le obligó a ello durante tres días. Y si Wang Lung hu-
biera podido hacer enteramente como era su deseo, habría enterrado a
Ching dentro de la muralla de tierra donde reposaban su padre y O–lan.
Pero sus hijos se negaron y protestaron diciendo:
–¿Deben nuestra madre y nuestro abuelo yacer con un criado? ¿Y noso-
tros también, cuando llegue nuestra hora?
Y entonces Wang Lung, porque no podía contender con ellos y porque a
su edad quería paz en la casa, enterró a Ching en la entrada de la mu-
ralla y se sintió consolado con lo que había hecho y se dijo:
205
"Bueno, ya está bien así, porque siempre ha sido para mí un guardián
contra el mal."
Y dio orden a sus hijos de que cuando él muriera le enterrasen lo más
cerca posible de Ching.
Entonces Wang Lung fue con menos frecuencia que nunca a sus tierras,
porque ahora que Ching no estaba le abrumaba tener que ir solo, y
además estaba cansado del trabajo y los huesos le dolían cuando cruza-
ba solo los duros campos. De manera que dio en arriendo toda la tierra
que pudo y la gente la tomó con avidez, porque se sabía que era buena
tierra. Pero Wang Lung no quiso hablar nunca de vender un solo palmo
de ningún campo y únicamente la arrendaba a un precio dado y por un
año cada vez. Así sentía que la tierra era suya todavía y que estaba en
sus manos.
Designó a uno de los trabajadores con su esposa y sus hijos para que
vivieran en la casa de campo y cuidasen de los dos fumadores de opio.
Y entonces, viendo los ojos pensativos de su hijo menor, exclamó:
–Bueno, puedes venir conmigo a la ciudad, y me llevaré también a mi
tonta y vivirá conmigo en mi departamento. Esto es demasiado solitario
para ti ahora que Ching no está, y sin él aquí no estoy muy seguro de
que tratarán bien a la pobre tonta, ya que no hay nadie para decirme si
le pegan o si le dan mal de comer. Y tampoco hay nadie para enseñarte
a ti en lo que concierne a la tierra, ahora que Ching no está.
Así es que Wang Lung se llevó a su hijo menor y a su tonta y a partir de
entonces apenas volvió, durante mucho tiempo, a su casa de campo.
XXX
Ahora le parecía a Wang Lung que no existía nada que pudiera desear
en su actual condición; ahora podría sentarse al sol junto a su tonta y
fumar en paz su pipa de agua, ya que la tierra estaba atendida y el di-
nero llegaba de ella a sus manos sin que él tuviera que preocuparse por
nada.
Y así hubiera sucedido, en efecto, de no ser por aquel hijo suyo primo-
génito, que no estaba nunca satisfecho con lo que tenía, sino que siem-
pre estaba esperando más; y por fin tuvo que ir a su padre y decirle:
–En la casa hacen falta muchas cosas; no debemos creer que somos
una gran familia por el hecho de que vivamos en estas habitaciones in-
teriores. Antes de seis meses debe tener lugar la boda de mi hermano y
no tenemos sillas suficientes para sentar a los invitados, y no tenemos
bastantes mesas ni bastantes platos ni bastante nada en estos cuartos.
206
Además es una vergüenza invitar gente y que se vea obligada a cruzar
las grandes puertas y entrar en la casa pasando entre toda esa chusma
ruidosa y apestosa del exterior. Sin contar con que debiendo casarse mi
hermano y con sus hijos y los míos por venir, necesitamos también las
habitaciones delanteras.
Entonces Wang Lung miró a su hijo, que iba lujosamente ataviado, y
cerró los ojos, dio una fuerte chupada a la pipa y gruñó:
–Bueno, y otra vez ¿qué es lo que pasa?
El joven vio que su padre estaba cansado de él, pero dijo tercamente y
levantando un poco la voz:
–Yo digo que deberíamos tener también las habitaciones exteriores y
todo lo que conviene a una familia tan rica como la nuestra y con buena
tierra.
Entonces Wang Lung murmuró dentro de su pipa:
–Bueno, la tierra es mía y tú no has puesto nunca una mano en ella.
–Bueno, padre mío –exclamó el joven al oír esto–, fuiste tú quien quiso
que yo estudiara, y ahora, cuando quiero ser digno hijo de un hombre
de tierras, me desdeñas a mí y a mi esposa y querrías convertirnos en
patanes.
Y el joven se volvió como un torbellino e hizo como si fuera a saltarse
los sesos contra un retorcido pino que crecía en el patio. Esto asustó a
Wang Lung, temeroso de que el joven se hiciese daño, pues había sido
siempre muy violento, y gritó:
–¡Haz lo que quieras..., haz lo que quieras...! ¡Pero no me molestes!
Al oír esto, el primogénito salió apresuradamente, antes de que su pa-
dre cambiase de opinión, y se fue satisfecho. Tan pronto como le fue
posible compró, pues, mesas y sillas labradas de Soochow y cortinajes
de seda roja para las puertas, y rollos para colgar de las paredes tantos
como pudo, pintados de hermosas mujeres, y rocas extrañas para con-
vertir algunos patios en jardines rocosos, como había visto en el Sur, y
así ocupado pasó muchos días.
Con tanto ir y venir tenía que pasar muchas veces por los patios exte-
riores, a veces cada día, y jamás cruzaba entre aquellas gentes ordina-
rias sin levantar la nariz altivamente, pues no podía sufrirlas; así es que
los habitantes de aquella parte de la casa se reían de él cuando había
pasado y decían:
–¡Se ha olvidado del olor del estiércol a la puerta de la granja paterna!
Pero nadie se atrevía a hablar así en su presencia, pues era el hijo de
un hombre rico.
Cuando llegó la fiesta en que se decide el precio de los alquileres, aque-
llas gentes se encontraron con que habían sido aumentados excesiva-
207
mente, pues debía haber quien pagara mucho más que ellos, y se vie-
ron obligados a marchase. Entonces se enteraron de que el primogénito
de Wang Lung había hecho esto, aunque inteligentemente, pues no dijo
nunca nada, llevándolo todo a cabo por medio de cartas al hijo del viejo
Señor Hwang, que estaba en lugares remotos, y a este hijo del Anciano
Señor no le importaba nada, excepto cómo y de quién sacaría más di-
nero por la vieja mansión.
La chusma, pues, tuvo que irse, y lo hizo protestando y maldiciendo
porque un hombre rico podía hacer lo que quisiera; y empaquetó sus
andrajosos bienes y partió colérica y amenazante, murmurando que al-
gún día habría de regresar, como regresan los pobres cuando los ricos
son demasiado ricos.
Pero de todo esto Wang Lung no se enteró, ya que él salía raramente de
las habitaciones interiores, pues, según se hacía viejo, comía, dormía y
llevaba una vida fácil, dejando aquel asunto en manos de su hijo mayor.
Y su hijo llamó a carpinteros y hábiles albañiles y empezaron en segui-
da a hacer reparaciones en los cuartos y en los portillos que separaban
los patios, deteriorados por la chusma; y construyó de nuevo los estan-
ques y compró peces dorados y de abigarrado colorido para poner en
ellos. Y después que todo estuvo terminado y embellecido hasta donde
él conocía la belleza, plantó lotos y lirios en los estanques, y bambúes
de la India, de rojas bayas, y todo cuanto recordaba haber visto en el
Sur. Su esposa salió a ver lo que había hecho y juntos fueron de un
lado a otro, a través de cada habitación y de cada patio, ella indicando
las cosas que aún faltaban y él escuchándola atentamente para procu-
rarlas.
La gente de las calles de la ciudad oyeron hablar de las obras que hacía
el primogénito de Wang Lung y de lo que se estaba llevando a cabo en
la casa grande ahora que nuevamente la habitaba un hombre rico. Y
personas que se habían referido a Wang Lung como a Wang Lung el La-
brador, ahora le llamaban Wang Lung el Grande Hombre o Wang Lung el
Rico.
El dinero para todas estas cosas salía de sus manos poco a poco, de
manera que apenas se daba cuenta de cómo se iba, pues su hijo mayor
venía y le decía: "Necesito cien piezas de plata para esto", o: "Hay una
estancia donde haría falta una mesa larga".
Y Wang Lung le daba el dinero poco a poco y se quedaba fumando y
descansando en sus habitaciones, pues la plata llegaba fácilmente de la
tierra después de las cosechas y siempre que la necesitaba. No se ha-
bría enterado de cuánto era lo que daba si su hijo segundo no hubiese
entrado una mañana a verle, cuando el sol apenas había pasado sobre
208
la muralla, y le hubiera dicho:
–Padre mío, ¿es que no ha de tener fin este continuo despilfarro? ¿Y es
que tenemos necesidad de vivir en un palacio? Todo ese dinero, presta-
do al veinte por ciento, nos habría producido muchas libras de plata. ¿Y
qué utilidad tienen todos estos estanques, y esas flores y esos árboles
que ni siquiera dan frutos?
Wang Lung vio que los dos hermanos disputarían aun sobre esto, y dijo
apresuradamente, temeroso de no tener nunca paz:
–Bueno, todo se hace en honor de tu boda.
Entonces el joven respondió sonriendo torcidamente y sin ninguna ex-
presión de regocijo:
–Es una cosa muy rara que la boda valga diez veces más que la novia.
¡Aquí está nuestra herencia, que debe ser repartida entre nosotros
cuando vos muráis, en camino de ser dilapidada sin ninguna otra razón
que el orgullo de mi hermano!
Wang Lung conocía la determinación de su hijo segundo y sabía que
nunca terminaría de discutir con él si empezaba a hablar; así es que le
dijo vivamente:
–Bueno..., bueno... Yo daré fin a eso... Hablaré con tu hermano mayor
y cerraré la mano. Basta. ¡Tienes razón!
El joven había traído un papel donde estaba escrito todo el dinero que
su hermano llevaba gastado, y Wang Lung vio la extensión de la lista y
se apresuró a decir:
–Todavía no he comido y a mi edad me siento débil hasta que no lo
haga. Otra vez me ocuparé de eso.
Y volviéndose entró en su cuarto, despidiendo así a su hijo. Pero aquella
misma noche le habló al primogénito, diciéndole:
–Acaba con todo ese pintar y ese pulir. Ya es suficiente. Al fin y al cabo,
somos gente del campo.
Pero el joven contestó orgullosamente:
–No somos tal cosa. Los hombres de la ciudad empiezan a llamarnos la
gran familia Wang. Lo propio es que vivamos de una manera digna de
ese nombre, y si mi hermano segundo no sabe ver más allá del valor de
la plata, yo y mi esposa mantendremos el honor de nuestro nombre.
Wang Lung no sabía que los hombres llamasen así a su casa, pues se-
gún envejecía salía cada vez menos e iba raramente a las casas de té y
nunca a los mercados de grano, ya que tenía allí a su hijo para llevar el
negocio por él, pero le halagó y dijo:
–Bueno, aun grandes familias provienen de la tierra y tienen raíces en
la tierra.
Pero el joven contestó agudamente:
209
–Si, pero no se quedan en ella. Echan ramas y dan flores y frutos.
Wang Lung no aceptaba que su hijo le contestase tan fácil y ordenada-
mente, y exclamó:
–He dicho lo que he dicho. Que termine este despilfarro de plata. Y en
cuanto a las raíces, si han de dar fruto alguno tienen que estar bien
hundidas en el suelo de la tierra.
Entonces, y como estaba ya oscureciendo, deseó que su hijo se mar-
chase, que saliese de aquellas habitaciones y se fuera a las suyas, de-
jándole a él solo y en paz en el crepúsculo. Pero no había manera de
que este hijo le dejase en paz.
Ahora estaba dispuesto a obedecer a su padre, pues se hallaba satisfe-
cho con los cuartos y los patios, por lo menos de momento, pero tuvo
que decir de nuevo:
Bueno, pues que sea suficiente; pero hay otra cosa. Entonces Wang
Lung arrojó la pipa al suelo y gritó:
–¿No voy a tener nunca paz?
Y el joven continuó tercamente:
–No es por mi, ni por mi hijo, sino por mi hermano pequeño, que es
vuestro hijo. No está bien que crezca tan ignorante. Debería aprender
algo.
Wang Lung abrió los ojos asombrado, porque esto era nuevo. Desde ha-
cía mucho tiempo tenía decidido lo que había de ser la vida del hijo me-
nor, y replicó:
–No hay ninguna necesidad de más indigestiones de letras en esta
casa. Con dos que sepan escribir basta, y el tercero tiene que cuidar de
la tierra cuando yo muera.
–Si, y por eso llora por las noches, y por eso es un muchacho tan pálido
y tan flaco –contestó el mayor.
A Wang Lung no se le había ocurrido nunca preguntarle a su hijo pe-
queño lo que deseaba ser, ya que había decidido que uno de sus hijos
tenía que cuidarse de la tierra, y esto que su primogénito acababa de
decirle le había dejado atónito y silencioso. Lentamente se inclinó a re-
coger la pipa del suelo y meditó un rato sobre su hijo tercero. Este mu-
chacho no se parecía a ninguno de sus dos hermanos: era silencioso
como su madre, y porque callaba siempre, nadie le prestaba atención.
–¿Le has oído decir eso? –le preguntó Wang Lung a su primogénito con
incertidumbre.
–Preguntádselo vos mismo, padre mío.
–Bueno, pero uno de vosotros ha de estar en la tierra –dijo Wang Lung,
argumentando de pronto y levantando mucho la voz.
¿Pero por qué, padre mío? –insistió el joven–. Vos sois un hombre que
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no necesita tener a sus hijos como siervos. No está bien. La gente dirá
que tenéis un corazón mezquino. "Hay un hombre que convierte a su
hijo en un patán mientras él vive como un príncipe." Eso es lo que diría
la gente.
El joven habló así inteligentemente, pues sabía que su padre daba gran
importancia a lo que la gente dijese de él, y continuó:
–Podríamos llamar a un preceptor para que le enseñase, y luego man-
darle a un colegio del Sur y allí podría aprender. Y ya que estoy yo en la
casa para ayudaros y mi hermano segundo en el comercio, dejad que el
muchacho escoja lo que quiera.
Entonces Wang Lung dijo al fin:
–Hazle venir aquí.
De todas las personas que habitaban aquella casa, parecía que no había
nadie que estuviese en paz, excepto el pequeño nieto de Wang Lung. El
propio Wang Lung, despertándose en la penumbra del gran lecho labra-
do de su cuarto, vecino a las habitaciones donde Loto vivía, soñaba con
hallarse en la oscura y sencilla casa de tierra, donde un hombre podía
tirar al suelo el té frío sin miedo a salpicar un trozo de madera labrada y
donde se hallaba a un paso de sus campos.
En cuanto a los hijos de Wang Lung, vivían en continua agitación, el
mayor por miedo a que no se gastara bastante dinero y disminuyese su
prestigio a los ojos de la gente, y por miedo a que los lugareños atrave-
saran la gran puerta de entrada mientras en la casa se hallaba de visita
algún hombre de la ciudad y hubieran de avergonzarse ante él. Y el hijo
segundo, por miedo a que el dinero se despilfarrase y perdiese; y el pe-
queño, luchando por recuperar los años que había perdido como hijo de
labrador.
Pero había uno que corría vacilante de aquí para allí, contento de la
vida, y éste era el hijo del primogénito de Wang Lung. Este pequeño
nunca pensaba en ningún otro lugar que en esta gran casa, y allí estaba
su madre y su padre y su abuelo y todos los que sólo vivían para servir-
le, y en este niño, Wang Lung buscaba la paz, no cansándose nunca de
observarle, de reírse de él y de levantarle cuando se caía. Se acordó
también de lo que su propio padre había hecho y le encantaba coger su
cinturón, ceñido en torno a la criatura y, evitando así que se cayera, al
andar con él de patio en patio; y la criatura señalaba a los rápidos pe-
ces de los estanques, charlaba incesantemente, arrancaba alguna flor y
se encontraba a gusto en medio de todo. Y sólo así Wang Lung hallaba
la paz.
Pero este niño no fue el único. La esposa de su hijo mayor era fiel, y
concebía y paría, concebía y paría fiel y regularmente, y cada criatura
tenía una esclava a su servicio apenas nacía. Así cada año veía Wang
Lung más niños y más esclavas en la casa, y cuando alguien le anuncia-
213
ba: "Va a haber otra boca más en el departamento de vuestro primogé-
nito", él reía solamente y decía:
–Eh, eh... Bueno, hay arroz para todos, pues tenemos buena tierra.
Y se alegró cuando la esposa de su hijo segundo dio a luz a su debido
tiempo, y la criatura fue una niña, aparentemente en señal de respeto a
su cuñada. En el espacio de cinco años, Wang Lung, tuvo, pues, cuatro
nietos y tres nietas, y las estancias se llenaron de sus risas y de sus
llantos.
Cinco años no es nada en la vida de un hombre, excepto cuando es
muy joven y cuando es muy viejo, y aquel transcurso de tiempo, si au-
mentó por un lado la familia de Wang Lung, se llevó por otro lado a
aquel viejo soñador: su tío, al que él casi había olvidado, excepto para
cuidar de que estuviese bien alimentado y vestido y que no le faltase,
como a su vieja mujer, todo el opio que quisiera.
El invierno del quinto año fue excesivamente frío, más frío de lo que ha-
bía sido invierno alguno en treinta años, y, por primera vez en la me-
moria de Wang Lung, el foso se heló junto a las paredes de la ciudad y
la gente podía cruzar sobre él. Del Norte soplaba continuamente un
viento penetrante, y no había nada, abrigos de cuero de cabra o de piel,
que lograse calentar a un hombre. En cada habitación de la casa se co-
locaron braseros de carbón, pero así y todo hacía en ella tanto frío que
cuando se echaba el aliento podía verse.
Ahora bien, el tío de Wang Lung y su mujer se habían consumido fu-
mando y no tenían carne con que cubrir sus huesos. Día tras día yacían
en sus lechos, como dos viejas estacas, y no había calor en ellos. Wang
Lung oyó decir que su tío ya no podía ni sentarse en la cama y que es-
cupía sangre en cuanto se movía. Fue a verle en seguida y vio que al
anciano no le quedaban muchas horas de existencia.
Entonces Wang Lung compró dos ataúdes de madera buena, pero no
demasiado buena, y los mandó llevar al cuarto donde su tío yacía, para
que los viese y pudiera morir confortado sabiendo que había un lugar
para sus huesos. Y su tío exclamó con la voz como un susurro temblo-
roso:
Bueno, tú eres un hijo para mí, y mucho más que el vagabundo de mi
propio hijo.
Y su anciana mujer exclamó con más fuerza:
–Si me muero antes de que ese hijo vuelva, prométeme que le busca-
rás una buena doncella para que aun pueda darnos nietos. Y Wang
Lung lo prometió.
A qué hora murió su tío no lo supo, pues lo encontró muerto una noche
la mujer que le servía, al ir a entrarle un tazón de sopa. Wang Lung le
214
enterró en un día de frío intensísimo, cuando el viento soplaba la nieve
sobre la tierra en blancas nubes, y colocó su ataúd en el recinto fami-
liar, al lado de la tumba de su padre, pero un poco más abajo, aunque
encima del lugar donde el suyo propio debía hallarse.
Entonces ordenó que la familia llevara luto durante un año, cosa que hi-
cieron, no porque verdaderamente lamentasen la muerte de este viejo
que nunca les había dado otra cosa que trabajo, sino porque era conve-
niente que así se hiciese en una gran familia al morir un pariente.
Entonces Wang Lung trasladó a la mujer de su tío a la ciudad para que
no estuviera sola, le dio una habitación al final de un patio apartado, or-
denó a Cuckoo que pusiera una esclava a su servicio y la anciana chu-
paba su opio y yacía en el lecho satisfecha y contenta, durmiendo día
tras día. Y su ataúd fue colocado cerca de ella, donde pudiera verlo,
confortándola con su presencia.
Y Wang Lung se maravilló al pensar que hubo un tiempo en que había
temido a aquella campesina gorda, ociosa y chillona que ahora yacía
allí, callada y amarilla, tan amarilla y tan encogida como lo había estado
la Anciana Señora de la caída Casa de Hwang.
XXXI
Durante toda su vida, Wang Lung oyó decir que la guerra estallaba aquí
y allá, pero nunca la había visto, excepto en aquel invierno que pasó en
una ciudad del Sur, cuando era joven. Nunca había estado más cerca de
la guerra de lo que estuvo entonces, a pesar de que desde su infancia
oyera decir a las gentes: "Este año hay guerra hacia el Oeste", o: "La
guerra está hacia el Este, o hacia el Nordeste."
Y para él la guerra era una cosa como la tierra, y el cielo, y el agua,
algo cuya razón de ser nadie conocía, pero cuya existencia era induda-
ble. Una y otra vez había oído a los hombres decir: "lremos a la
guerra". Esto lo decían cuando se morían de hambre y preferían ser sol-
dados que mendigos, y algunas veces cuando estaban desasosegados
en casa, como el hijo de su tío, pero, fuese como fuese, la guerra siem-
pre se hallaba fuera y en un punto lejano. Pero de pronto, como un
viento caprichoso, la guerra se alzó cerca. Wang Lung lo supo primera-
mente por su hijo segundo, que un mediodía llegó del mercado, a la
hora de comer, y le dijo a padre:
–El precio del arroz se ha alzado súbitamente porque la guerra está ha-
cia el sur de nosotros y se acerca más cada día; tenemos que retener
nuestras provisiones de grano, pues los precios subirán más y más se-
215
gún los ejércitos adelanten, y podremos vender con mucho beneficio.
Wang Lung escuchó mientras comía y dijo:
–Bueno, la guerra es una cosa muy rara y yo me alegraré de poderla
ver al fin, porque he oído hablar de ella toda mi vida, pero nunca la he
visto.
Entonces recordó que cierta vez había tenido miedo de que se lo lleva-
ran a la guerra contra su voluntad; pero ahora era demasiado viejo
para que pudieran utilizarlo, y era rico, y los ricos no tienen nada que
temer. Así es que no le prestó gran atención al suceso ni se sintió movi-
do por otra cosa que por algo de curiosidad. Y le dijo a su hijo:
–Haz como creas conveniente con el cereal. Está en tus manos.
Y en los días que siguieron, Wang Lung jugó con sus nietos, cuando es-
taba de humor para ello, y comió, durmió y fumó y a veces fue a ver a
su pobre tonta, que estaba sentada en un rincón apartado de su patio.
Y de pronto, como una plaga de langosta que cayera del cielo, cierto
día, a principios del verano, llegó una horda de hombres. El pequeño
nieto de Wang Lung, acompañado por un servidor, se hallaba una her-
mosa mañana a la puerta de la casa viendo lo que pasaba, y al ver las
largas filas de hombres vestidos de gris corrió a buscar a su abuelo y le
dijo:
–¡Mirad lo que viene, anciano!
Entonces Wang Lung fue con él hasta la entrada, para darle gusto, y vio
que los hombres invadían la calle, invadían la ciudad, y que diríase que
el aire y el sol habían sido cortados de repente por aquella nube de
hombres grises que marchaban pesadamente y al unísono a través de
la ciudad. Wang Lung se los quedó mirando y vio que cada hombre lle-
vaba un instrumento de cuyo extremo salía un cuchillo, y que el rostro
de cada hombre era brutal y feroz; aunque algunos de ellos eran sólo
muchachos, todos tenían esos rostros. Al verlo, Wang Lung acercó la
criatura hacia él apresuradamente y murmuró:
–Vámonos y cerremos la puerta. No son hombres agradables de ver, co-
razoncito.
Pero de pronto, y antes de que pudiera volverse, uno de ellos le vio,
gritándole:
–¡Eh, ahí, el sobrino de mi padre!
Wang Lung levantó los ojos al oír este grito y vio al hijo de su tío, que
iba vestido de gris como los otros hombres, y lleno de polvo, pero su
rostro era más feroz y más salvaje que ningún otro. Y su primo se rió
ásperamente, gritando a sus compañeros:
–¡Aquí podremos pararnos, camaradas, pues este hombre es rico y pa-
riente mío!
216
Y antes de que Wang Lung, paralizado de horror y sin fuerzas junto a
aquella nube, pudiera moverse, la horda de soldados pasó ante él y
atravesó las puertas, penetrando en las estancias de su casa como una
corriente sucia y maligna, invadiendo cada rincón y cada recodo. Y se
tendieron en el suelo, hundieron las manos en los estanques y bebie-
ron, lanzaron sus cuchillos sobre las mesas labradas, escupieron donde
bien les pareció y se dieron gritos unos a otros.
Entonces Wang Lung, desesperado por lo que había ocurrido, corrió con
el niño en busca de su hijo primogénito, hallándole en sus habitaciones,
donde estaba leyendo un libro. El hijo se levantó al ver entrar a su pa-
dre y, cuando oyó de sus labios lo sucedido, empezó a lamentarse y sa-
lió fuera.
Pero cuando vio a su primo no supo si maldecirle o ser cortés con él, y
volviéndose le dijo a su padre, que estaba tras él:
–¡Cada hombre con un cuchillo!
Así es que decidió ser cortés y exclamó:
–Bienvenido a tu casa, primo.
El primo sonrió torcidamente y dijo:
–He traído unos cuantos invitados.
–Bienvenidos, siendo tuyos –dijo el primogénito de Wang Lung–. Prepa-
raremos una comida para que puedan comer antes de seguir su cami-
no.
Entonces el primo contestó, sin dejar de sonreír:
–Hazlo, pero luego no te apresures, porque descansaremos aquí un pu-
ñado de días, o una luna, o un año o dos, porque hemos de ser acuar-
telados en la ciudad hasta que la guerra nos llame.
Cuando Wang Lung y su hijo oyeron esto, apenas lograron ocultar su
consternación, pero fue forzoso disimular, por los cuchillos que brillaban
dondequiera en todos los patios, así es que esbozaron una sonrisa como
bien pudieron y exclamaron:
–Somos afortunados..., somos afortunados...
El hijo mayor pretendió que tenía que ir a hacer preparativos, y cogien-
do a su padre por la mano corrieron a las habitaciones interiores y el
primogénito cerró firmemente la puerta. Entonces padre e hijo se mira-
ron consternados, sin saber ninguno de los dos lo que debían hacer. A
poco llegó precipitadamente el hijo segundo, golpeó la puerta, y cuando
le abrieron entró en la estancia como un vendaval y exclamó jadeando:
–¡Hay soldados por todos sitios..., en cada casa..., hasta en las de los
pobres! Yo he venido corriendo a deciros que no debéis protestar, pues
hoy un empleado de mi tienda, al que yo conocía bien, pues cada día
estaba a mi lado junto al mostrador, al oír lo que sucedía corrió inme-
217
diatamente a su casa. Allí encontró que había soldados hasta en el mis-
mo cuarto donde su esposa yacía enferma..., y al protestar de esa inva-
sión le atravesaron con un cuchillo de parte a parte... ¡tan fácilmente
como si hubiera sido de manteca! ¡Tenemos que entregarles todo lo que
quieran, y esperemos solamente que la guerra se vaya pronto hacia
otros lugares!
Entonces los tres hombres se miraron abrumados, y pensaron en sus
mujeres y en aquellos hombres lujuriosos y hambrientos que habían
asaltado la casa. Y el hijo mayor pensó en su linda y correcta esposa, y
exclamó:
–Tenemos que instalar juntas a las mujeres en uno de los últimos de-
partamentos y cerrar bien las puertas y montar allí una guardia día y
noche. Y la puerta de atrás, la puerta de la paz, ha de estar a punto
para ser abierta en cualquier instante.
Así lo hicieron. Cogieron a las mujeres y los niños y los metieron en el
departamento interior donde Loto había vivido sola con Cuckoo y sus
esclavas. Y allí, agrupados e incómodos, hubieron de instalarse. El hijo
primogénito y Wang Lung guardaban la puerta día y noche, y el hijo se-
gundo venía cuando le era posible y vigilaban todos tan cuidadosamen-
te de día como de noche.
Pero en la casa estaba el primo, y porque era de la familia nadie podía
legalmente prohibirle el paso, y si encontraba una puerta cerrada la gol-
peaba hasta que se abría, y entraba y paseaba por las estancias a su
capricho, siempre con un cuchillo abierto brillándole en la mano. El hijo
primogénito lo seguía con el rostro amargado y rencoroso, pero sin
atreverse a decirle nada a causa del cuchillo abierto y reluciente; y el
primo miraba aquí y allá y valuaba a cada mujer.
Contempló a la esposa del hijo primogénito y se rió con su risa ronca,
exclamando después:
–Bueno, es una pieza delicada y fina la que tienes tú, primo. ¡Una seño-
ra de ciudad, y con los pies tan pequeños como capullos de loto!
Y a la esposa del hijo segundo le dijo:
–¡Bueno, y aquí hay un robusto y colorado rábano de campo!
Dijo esto porque la mujer era gruesa, encendida de faz y recia de hue-
sos, pero no mal parecida. Y mientras la esposa del hijo mayor retroce-
dió cuando el primo se la quedó mirando, y ocultó el rostro tras el bra-
zo, la del segundo se echó a reír, placentera y jocosa, y contestó con vi-
veza:
–Bueno, pues a algunos hombres les agrada un gustillo de rábano pi-
cante, o un bocado de carne roja.
Y el primo replicó prontamente:
218
–¡Y yo soy de ésos!
E hizo como si fuera a cogerle la mano.
Durante todo este tiempo, el primogénito estaba en una agonía de ver-
güenza por este jugueteo entre un hombre y una mujer que no deberí-
an ni hablarse, y miraba de soslayo a su esposa, avergonzado del com-
portamiento de su primo y de su cuñada ante ella, que había sido edu-
cada más refinadamente que él. Y el primo descubrió la timidez del otro
ante su mujer y dijo con malicia:
–¡Bueno, pues lo que es yo, prefiero cualquier día comer carne roja que
una tajada fría de pescado insípido como esa otra!
Al oír esto, la mujer del primogénito se levantó con dignidad y se retiró
a otro cuarto. Entonces el primo se rió con su risa ronca y le dijo a
Loto:
–Estas mujeres de ciudad son demasiado remilgadas, ¿no es cierto, An-
ciana Señora?
Y mirando a Loto atentamente añadió:
–Bueno, y Anciana Señora sois en verdad, pues si yo no supiera que mi
primo Wang Lung es hombre rico, lo sabría con solo miraros, en tal
montaña de carne os habéis convertido. ¡Bien habéis comido y qué rica-
mente! ¡Solo las esposas de los ricos pueden tener vuestra apariencia!
Loto se sintió muy halagada de que la llamara Anciana Señora, pues es
un título que sólo pueden tener las damas de grandes familias, y se rió
con una risa profunda y borboteante que hervía en su gruesa garganta.
Luego sopló la ceniza de la pipa y la entregó a una esclava para que la
llenase de nuevo. Volviéndose hacia Cuckoo, exclamó:
–¡Bueno, este hombre rudo es un buen bromista!
Y al decir esto le dio al primo una mirada llena de coquetería, a pesar
de que tales miradas ahora que sus ojos no eran anchos y de forma de
albaricoque, resultaban menos acariciadoras de lo que habían sido;
pero, al ver que le miraba así, el primo se echó a reír ruidosamente y
exclamó:
–¡Bueno, y es una vieja ramera todavía! –volviendo a reírse escandalo-
samente.
Y durante todo este tiempo, el hijo mayor permaneció allí, iracundo y
silencioso.
Cuando el primo lo hubo visto todo fue a ver a su madre, acompañado
de Wang Lung, que le condujo a su presencia. La encontraron tendida
en la cama, tan profundamente dormida que, para lograr despertarla,
su hijo tuvo que golpear el suelo, junto a la cabecera del lecho, con el
extremo grueso de su fusil. Entonces despertó y se le quedó mirando
con los ojos cargados de sueño, y él exclamó impaciente:
219
–¡Bueno, aquí está vuestro hijo y, sin embargo, continuáis durmiendo!
La mujer se incorporó entonces en el lecho, le miró de nuevo y dijo
asombrada:
–¡Mi hijo..., mi hijo...!
Le contempló largamente y luego le tendió la pipa de opio, como si no
supiera qué otra cosa hacer y como si no se le ocurriera cosa mejor que
ofrecerle; y le dijo a la esclava que la servía:
–Prepara opio para él.
Pero él lo rechazó.
–No, no quiero –dijo mirando a su madre.
Wang Lung, en pie junto al lecho, tuvo miedo de pronto de que este
hombre se volviese hacia él y le dijera: "¿Qué le habéis hecho a mi ma-
dre, que está así de amarilla y de seca y ha perdido todas sus buenas
carnes?", y se apresuró a decir:
–Desearía que se contentase con menos opio, pues el opio que fuma
cuesta un puñado de plata cada día, pero a su edad no nos atrevemos a
contradecirla y le damos lo que quiere.
Y suspiró mientras hablaba y le dio una mirada de soslayo al primo.
Pero éste no dijo nada, sólo contempló a su madre para ver en lo que
se había convertido, y al ver que de nuevo se dejaba caer en el lecho y
el sueño volvía a apoderarse de ella, se levantó y salió de la estancia
ruidosamente, apoyando el fusil en el suelo a modo de bastón.
XXXII
Una vez que hubieron partido los soldados, Wang Lung y sus hijos se
pusieron de acuerdo por primera vez y decidieron que debería borrarse
toda huella de lo que había pasado. Llamaron, pues, a albañiles y car-
pinteros nuevamente, y los criados limpiaron los patios y los carpinteros
arreglaron hábilmente las rotas esculturas de las sillas y otra vez el hijo
primogénito compró abigarrados y dorados peces, plantó arbustos de
flor y podó los árboles que habían quedado. Y al cabo de un año el lugar
estaba embellecido y como nuevo otra vez, cada hijo se había traslada-
do a su propio departamento y en la casa volvía a reinar el orden.
A la esclava que había concebido del hijo de su tío, Wang Lung la desti-
nó a cuidar de la madre de aquél mientras viviese, que ya no podía ser
mucho, y le dio el encargo de colocarla dentro de su ataúd cuando mu-
riera. Y fue para él una alegría que la moza diera a luz una niña, pues si
hubiese sido un niño hubiera estado orgullosa de ello y habría reclama-
do un lugar en la familia, pero habiendo dado a luz a una esclava no
dejaba de ser ella esclava y su situación era la misma de antes.
Sin embargo, Wang Lung fue justo con ella, como era con todos, y le
dijo que, si lo deseaba, podría ocupar la habitación de la anciana cuan-
do ésta muriese, y su lecho, pues un cuarto y una cama no se echaría a
faltar en aquella casa de sesenta habitaciones. También le dio a la es-
clava un poco de plata que la mujer aceptó con alegría, la cual le dijo
cuando se la entregó:
–Guardad la plata como dote para mí, mi amo, y si no es molestaros
demasiado, casadme con un labrador o con un hombre pobre y bueno.
Para vos será un mérito, y para mí, habiendo vivido con un hombre, es
223
duro tener que ir sola a mi lecho.
Entonces Wang Lung le prometió hacer lo que quería, y al prometerlo se
sintió sobrecogido por este pensamiento: aquí estaba él prometiendo
una mujer a un hombre pobre, y antaño él mismo había sido un hom-
bre pobre y vino a esta casa en busca de una mujer. Durante media
vida no había pensado en O-lan, y ahora pensaba en ella con tristeza
que no era dolor, sino brumas del recuerdo y de las cosas largamente
pasadas, tan distante de ella estaba ahora. Y dijo lentamente:
–Cuando la vieja fumadora de opio muera, y ya no puede tardar, busca-
ré un hombre para ti.
Y Wang Lung cumplió su palabra. Una mañana, la esclava llegó a él y le
dijo:
–Ahora redimid vuestra palabra, mi amo, pues la anciana murió hoy
temprano y la he colocado en su ataúd.
Entonces Wang Lung se puso a pensar en un hombre de sus tierras
para esta mujer y se acordó del muchacho gimoteante que había causa-
do la muerte de Ching, aquel muchacho con los dientes sobresaliéndole
por encima del labio inferior, y dijo:
–Bueno, al fin y al cabo no tuvo intención de hacer lo que hizo, y ese
mozo es tan bueno como otro y el único del que me acuerdo ahora.
Así es que le mandó venir y él vino, pero aquel muchacho era ahora un
hombre, aunque todavía basto y todavía con los dientes como antes. Y
Wang Lung tuvo el capricho de sentarse sobre la tarima que se alzaba
en el gran salón, y llamando a los dos a su presencia dijo lentamente,
para saborear el extraño momento:
–Hombre, he aquí esta mujer que es tuya si la quieres. Y nadie la ha
conocido excepto el hijo de mi propio tío.
El hombre la aceptó con gratitud porque era una moza robusta y ama-
ble, y él demasiado pobre para poder casarse con otra que no fuera una
como ella.
Al descender Wang Lung de la tarima le pareció que ahora su vida esta-
ba redondeada y que había hecho todo cuanto dijo que haría en su vida
y más de lo que nunca pudo soñar que haría, sin que él mismo supiera
cómo había sucedido todo. Y sólo ahora le parecía que podría en verdad
tener paz y dormir al sol. Tiempo era también de ello, pues se acercaba
a los sesenta y cinco años, y los nietos que le rodeaban eran ya como
jóvenes bambúes. Tres eran los hijos de su primogénito, el mayor de
los cuales iba a cumplir diez años, y dos los del hijo segundo. Al hijo
tercero habría que casarle pronto, y hecho esto ya no podría inquietarle
nada en la vida y tendría paz.
Pero no la tenía. Parecía como si la llegada de los soldados hubiera sido
224
una invasión de abejas salvajes que dejan los aguijones donde pueden.
La esposa del hijo mayor y la del segundo, que se habían tratado con
cortesía hasta que hubieron de vivir juntas en un mismo departamento,
ahora se odiaban intensamente. Aquel odio había nacido de pequeñas
disputas, las disputas de las mujeres cuyos hijos han de vivir y jugar
juntos y riñen unos con otros como perros y gatos. Cada madre corría
en defensa de su criatura, y abofeteaba a los otros chiquillos, pero sin
tocar a los propios, y para cada una los de ella tenían razón en cual-
quier riña que surgiese. Así las dos mujeres se tornaron hostiles la una
para la otra.
Y luego, aquel día en que el primo había alabado a la esposa pueblerina
y se había reído de la ciudadana, ocurrió algo que no podía ser perdo-
nado. La esposa del hijo primogénito levantó la cabeza altivamente y
dijo en voz alta a su esposo, al pasar junto a su cuñada:
–Es cosa dura tener en la familia una mujer atrevida y mal educada que
se ríe en la cara de un hombre que la llama carne roja.
Y la esposa del hijo segundo respondió rápida y ruidosamente:
–¡Ahora mi cuñada tiene celos porque un hombre la ha llamado sola-
mente trozo de pescado frío!
Y así las dos empezaron a lanzarse miradas de cólera y de odio, aunque
la mayor, orgullosa de su corrección, se encerraba en un silencio desde-
ñoso, cuidando de ignorar la presencia de la otra. Pero cuando sus hijos
querían salir de su departamento, exclamaba:
–¡Os prohíbo que os mezcléis con chiquillos mal educados!
Decía esto en presencia de su cuñada, a la que podía ver en el departa-
mento vecino, y aquélla les gritaba a sus propios hijos:
–¡No juguéis con serpientes porque seréis mordidos!
Así es que el odio de las dos mujeres aumentaba de día en día, y la
cosa era más amarga porque tampoco los dos hermanos se querían
bien, el mayor siempre temeroso de que su nacimiento y su familia pa-
recieran bajos a los ojos de su esposa, mejor nacida que él y educada
en la ciudad, y el segundo, de que el deseo de gasto y de posición del
primogénito derrochara la herencia antes de que fuera dividida. Ade-
más, era una vergüenza para el mayor que el segundo supiera cuánto
dinero tenía su padre y cuánto se gastaba, pues todo pasaba por sus
manos, de manera que, aunque Wang Lung recibía y repartía el dinero
de sus tierras, el segundo sabía cuánto era y el mayor no, y cuando
quería algo tenía que pedírselo a su padre como si fuera un niño. Así es
que cuando las esposas se odiaron mutuamente, su odio se extendió
hasta los hombres y los departamentos de ambos rebosaban cólera, y
Wang Lung gemía porque no hallaba paz en su casa.
225
Wang Lung tenía además su propia y secreta tribulación con Loto desde
el día en que protegió a su esclava contra el hijo de su tío. Desde en-
tonces la muchachita se hallaba en desgracia con Loto, y a pesar de
que la servía silenciosa y abnegadamente, y permanecía en pie junto a
ella todo el día, llenándole la pipa y trayendo esto y lo otro, y levantán-
dose por la noche cuando Loto se quejaba de que no podía dormir y
friccionándole las piernas y el cuerpo para calmarla, aún Loto no estaba
satisfecha.
Tenía celos de la doncella, y cuando Wang Lung entraba, la hacía salir
de su cuarto y a él le acusaba de haberla mirado.
Ahora bien, Wang Lung no había pensado en la muchacha de otra ma-
nera que como en una pobre niña asustada, y sentía por ella como ha-
bría podido sentir por su pobre tonta y nada más. Pero al acusarle Loto
pensó en mirarla, y vio que, en efecto, era muy bonita y tan pálida
como una flor de peral; y algo se agitó en su vieja sangre que había es-
tado tranquilo en sus últimos diez años.
Así es que mientras se reía de Loto, diciendo: "¡Cómo! ¿Me crees sen-
sual todavía, cuando no entro en tu cuarto más de tres veces al año?",
miraba, sin embargo, de reojo a la muchacha y se sentía agitado.
Loto, a pesar de su ignorancia en todas las cosas menos una, conocía
bien las maneras de los hombres con las mujeres, y sabía que los viejos
despiertan a veces a una breve juventud, de manera que estaba furiosa
con la doncella y hablaba de venderla a la casa de té. Pero Loto amaba
su comodidad, y Cuckoo tornábase vieja y perezosa, mientras la donce-
lla era viva y estaba tan acostumbrada a la persona de Loto que veía lo
que su ama deseaba antes de que ella misma lo supiese. Por esta ra-
zón, Loto se resistía a separarse de ella, aunque estaba decidida a ha-
cerlo, y bajo la presión de este desacostumbrado conflicto estaba más
enfurecida por la incomodidad que le causaba, y era más difícil que
nunca vivir con ella. Wang Lung se mantuvo varias veces ausente de
sus habitaciones por muchos días, pues su genio era imposible de so-
portar, y se decía que esperaría, pensando que habría de pasar, pero,
mientras tanto, pensaba en la doncellita pálida mucho más de lo que él
mismo creía.
Entonces, y como si no hubiera bastantes tribulaciones en la casa, con
todas las mujeres alteradas, las hubo también con el hijo menor de
Wang Lung.
Este mozo había sido un muchacho tan quieto, tan absorto por sus tar-
díos estudios, que nadie pensaba en él excepto como en un adolescente
espigado, con los libros siempre bajo el brazo y un viejo preceptor si-
226
guiéndole doquiera como un perro.
Pero el muchacho había vivido entre soldados cuando éstos ocuparon la
casa, y pudo oír sus historias de batallas y pillaje, escuchándolas exta-
siado sin decir nada. Entonces le pidió a su viejo preceptor novelas, his-
torias de las guerras de los tres reinos y de los bandidos que vivían an-
tiguamente en los alrededores del lago Swei; por ello, su cabeza estaba
llena de sueños.
Así es que ahora fue a su padre y le dijo:
–Ya sé qué haré. Seré soldado y marcharé a las guerras.
Cuando Wang Lung oyó esto pensó consternado que era lo peor que po-
día sucederle todavía, y gritó a toda voz:
–¿Qué locura es ésta? ¿Es que no he de tener nunca paz con mis hijos?
Y discutió con el muchacho y trató de ser suave y bondadoso cuando
vio que sus cejas se juntaban en una línea, y le dijo:
–Hijo mío, desde tiempos remotos se dice que los hombres no emplean
buen hierro para hacer un clavo ni una buena persona para hacer un
soldado. Y tú eres mi hijo, tú eres mi hijito pequeño, y, ¿cómo he de
dormir por las noches cuando sepa que estás vagando por la tierra,
guerreando aquí y allí?
Pero el muchacho estaba decidido y miró a su padre, echó hacia atrás
las cejas y exclamó solamente:
–Iré.
Entonces Wang Lung acudió a los mimos y dijo:
–Podrás ir a la escuela que desees y si quieres te mandaré a los gran-
des colegios del Sur y aun a los del extranjero para que aprendas cosas
interesantes, y podrás ir a estudiar a donde te parezca, si no quieres
ser soldado. Es una deshonra para un hombre como yo, un hombre de
plata y de tierras, tener un hijo soldado.
Y al ver que el muchacho permanecía callado, exclamó otra vez mimo-
samente:
–Dile a tu viejo padre por qué quieres ser soldado.
Y el muchacho dijo, con los ojos brillándole bajo las cejas:
–¡Ha de haber una guerra como jamás ha existido otra semejante, y ha
de haber una revolución, y lucha, y guerra, y nuestra tierra será libre!
Wang Lung oyó esto con el mayor asombro que hasta entonces le habí-
an causado sus tres hijos.
–Yo no sé qué historias son éstas... –dijo pensativo–. Nuestra tierra es
libre ahora. Yo la arriendo a quien deseo y me trae plata y buen grano y
tú te vistes y comes y vives de ella, y no sé qué libertad quieres mayor
de la que tienes.
Pero el muchacho murmuró amargamente:
227
–No comprendéis..., sois muy viejo... No comprendéis nada... Y Wang
Lung se quedó meditando y mirando a este hijo suyo, y vio su rostro jo-
ven y torturado, y se dijo:
"Le he dado todo a este hijo, hasta la vida. Le he permitido abandonar
la tierra, aunque ahora ya no tengo un hijo que cuide de ella después
de mí, y le he permitido leer y escribir, por más que no era necesario,
con dos en la familia que saben hacerlo."
Y pensó y se dijo a sí mismo todavía, mirando al muchacho:
"Todo lo ha tenido de mí este hijo..."
Y entonces se fijó en él con atención y vio que ya era un hombre, aun-
que todavía espigado como un junco tierno, y dijo con duda, musitando
y a media voz, pues no veía en el muchacho signo alguno de lujuria:
–Bueno, puede que necesite algo todavía.
Y exclamó en voz alta y lentamente:
–Bueno, y pronto te casaremos, hijo mío.
Pero él lanzó a su padre una mirada de fuego bajo la línea espesa de las
cejas, y contestó desdeñosamente:
–¡Entonces me escaparé, pues para mi una mujer no es una respuesta
a todo, como para mi hermano mayor!
Wang Lung vio en seguida que se había equivocado y se apresuró a de-
cir excusándose:
–No..., no... No te casaremos..., pero quiero decir... si hay alguna escla-
va que desees...
Y el muchacho contestó con una expresión elevada y con gran dignidad,
cruzando los brazos sobre el pecho:
–Yo no soy un joven vulgar. Yo tengo sueños. Yo quiero la gloria. Y mu-
jeres las hay en todos lados.
Entonces, y como si de pronto recordase algo que había olvidado, per-
dió su altiva dignidad, dejó caer los brazos y dijo con su voz natural:
–Además, nunca ha habido una colección de esclavas más fea que la
nuestra. Claro que a mí no me importa poco ni nada, pero no hay ni
una sola belleza en la casa, excepto quizá la doncellita pálida que sirve
a la que está en el departamento interior.
Entonces Wang Lung comprendió que hablaba de Flor de Peral y se sin-
tió poseído de unos celos extraños. De pronto se sintió más viejo de lo
que era, un hombre viejo y demasiado grueso de cintura y con el pelo
blanquecino; y vio a su hijo, que era un hombre esbelto y mozo, y por
un momento no fueron padre e hijo, sino dos hombres, uno viejo y otro
joven, y Wang Lung exclamó iracundo:
–¡Cuidado con acercarte a las esclavas! No estoy dispuesto a tolerar en
mi casa las malas costumbres de los jóvenes señores. Nosotros somos
228
buena gente del campo, sana y decente. ¡Nada de eso en mi casa!
Entonces el muchacho abrió los ojos. levantó sus negras cejas, se enco-
gió de hombros y le dijo a su padre:
–¡Vos hablasteis de ello antes!
Y, volviéndose, salió de la habitación.
Wang Lung se quedó solo en el cuarto, sentado junto a su mesa, y se
sintió triste y solo, y murmuró para sí mismo:
–Bueno, no tengo paz en sitio alguno de mi casa.
Se sentía perdido confusamente en muchas iras, pero aunque no le era
posible comprender por qué, ésta sobresalía entre todas con mayor cla-
ridad: que su hijo había mirado a una doncellita pálida de la casa y la
encontraba hermosa.
XXXIII
No podía Wang Lung dejar de pensar en lo que su hijo había dicho so-
bre Flor de Peral, y observaba incesantemente a la muchacha en sus
idas y venidas, sin darse cuenta de que su recuerdo llenaba por entero
su imaginación. Pero no dijo nada a nadie.
Un noche, a principios del verano de aquel año, en la época en que el
aire es denso y suave, lleno de cálidas oleadas y de fragancia, Wang
Lung sentóse en su patio bajo un árbol florido y aspiraba el perfume de
las flores y su sangre circulaba plena y ardiente como la de un hombre
joven. Durante todo el día había sentido la sangre así, y estuvo a punto
de ir a dar un paseo por sus campos y sentir la buena tierra bajo sus
pies, quitándose los zapatos y medias para sentirla mejor contra su
piel.
Le hubiera gustado hacer esto, pero sentíase avergonzado de que los
hombres le vieran así, a él que ya no era un labrador dentro de las mu-
rallas de la ciudad, sino un terrateniente y un hombre rico. Así es que
vagó inquietamente por las estancias, manteniéndose alejado del patio
donde se hallaba Loto, sentada a la sombra y fumando su pipa de agua,
pues a Loto no se le escapaba el desasosiego de un hombre y bien sa-
bía conocer lo que le pasaba. Permaneció, pues, aislado, sin querer ver
a ninguna de sus querellosas nueras ni aun a sus nietos, en los que con
frecuencia se deleitaba.
Así es que el día transcurrió lenta y solitariamente, y durante todo el
tiempo él sentía cómo la sangre le corría locamente bajo la piel.
No podía olvidar cómo había aparecido su hijo menor ante él, alto y er-
guido, las cejas apretadas en una línea, con la gravedad de su juven-
229
tud. Y no podía olvidar a la doncella.
"Supongo que deben de ser de la misma edad... –se decía–. Mi hijo ten-
drá unos dieciocho años cumplidos y ella dieciocho años justos."
Y entonces se acordó de que él tendría setenta dentro de pocos días y
se sintió avergonzado de su sangre ardiente y pensó:
"Sería una buena cosa darle la doncella al muchacho."
Se repitió esto una y otra vez, y cada vez le dolía como un aguijonazo
en una llaga y no podía, sin embargo, ni dejar de herirse ni de sentir el
dolor.
Cuando llegó la noche, todavía estaba solo, y solo se sentó en su patio
porque no había nadie en la casa a quien pudiera ir como amigo. Y el
aire de la noche era denso, suave y caliente, con el perfume del árbol
en flor.
Mientras estaba sentado bajo el árbol, en la oscuridad, alguien pasó
junto a la puerta del patio y cerca de él; alzó rápidamente la cabeza y
vio que era Flor de Peral.
–¡Flor de Peral! –la llamó, y su voz fue como un murmullo. Ella se detu-
vo de pronto, escuchando con la cabeza inclinada.
Y él la llamó de nuevo, esta vez con voz que apenas le salía de la gar-
ganta:
–¡Ven aquí!
Entonces, al oírle, ella atravesó medrosamente la puerta y se acercó a
él, que casi no podía verla en la penumbra del patio, pero que podía
sentirla, y tendiendo la mano cogió su breve túnica y dijo medio aho-
gándose:
–Niña...
Se detuvo al pronunciar esta palabra, diciéndose que era una cosa ver-
gonzosa para un hombre viejo como él, con nietos y nietas más cerca
de la edad de esta criatura de lo que él estaba; y sus dedos rozaron la
pequeña túnica.
Entonces la doncella, en espera ante él, captó el ardor de su sangre, e
inclinándose como una flor que se dobla sobre el tallo, se deslizó al sue-
lo y allí permaneció asida a los pies de Wang Lung. Y él dijo lentamen-
te:
–Niña... Yo soy un hombre viejo..., un hombre muy viejo... Cuando ella
habló, su voz fue en la noche como el propio aliento del árbol florido:
–A mí me gustan los hombres viejos..., me gustan los hombres viejos...
Son bondadosos...
Y él dijo de nuevo, tiernamente, inclinándose un poco hacia ella:
–Una doncellita como tú debería tener un joven alto y apuesto... ¡Una
doncellita como tú!
230
Y para sí añadía: "Como mi hijo", pero no lo decía en voz alta, porque
podría sugerirle a ella tal pensamiento y eso se le hacía insoportable.
Pero ella exclamó:
–Los hombres jóvenes no son buenos..., sólo son feroces.
Y al oír su vocecita infantil y temblorosa, su corazón se llenó de un gran
amor por esta doncella, y, levantándola suavemente, la condujo a sus
habitaciones.
Cuando estuvo consumado, aquel amor de su vejez le produjo más
asombro que ninguna de sus lujurias anteriores, pues, a pesar de su
amor por Flor de Peral, no se apoderó de ella como se había apoderado
de las otras mujeres que había conocido.
No, a esta la asía con dulzura y se sentía satisfecho al notar la tibieza
de su juventud contra su vieja carne, y satisfecho sólo con su presencia
durante el día, con el roce de su túnica aleteante y con el tranquilo re-
poso de su cuerpo contra el de él durante la noche. Y se asombraba de
este amor de la vejez, tan devoto y tan fácilmente satisfecho. En cuan-
to a ella, era una muchacha sin pasión, que se acercaba a él como a un
padre, y para él era en verdad más bien una niña y apenas una mujer.
Ahora bien; lo que Wang Lung había hecho no se supo pronto, pues él
no dijo nada. ¿Para qué tenía que decirlo siendo amo de su propia casa?
Pero el ojo de Cuckoo fue el primero en descubrirlo, y al ver a la mu-
chacha deslizarse de su departamento, a la madrugada, la detuvo y se
echó a reír, y brillándole sus viejas pupilas de halcón exclamó:
–¡Bueno! ¡Pues ya tenemos lo del Anciano Señor nuevamente!
Y Wang Lung, que estaba en su cuarto, al oírla salió ciñéndose las ropas
apresuradamente, y murmuró sonriendo, medio avergonzado y medio
orgulloso:
–¡Bueno, y yo le dije que lo que le convenía era un muchacho, pero ella
prefirió al viejo!
–Será una bonita historia que contarle al ama –dijo Cuckoo, y los ojos
le brillaron de malicia.
–Yo mismo no sé cómo ha ocurrido –contestó Wang Lung lentamente–.
No tenía intención de tomar otra mujer y esto ha pasado sin que sepa
cómo.
Entonces Cuckoo dijo:
–Bueno, pues hay que decírselo al ama.
Y Wang Lung, temiendo la cólera de Loto más que ninguna otra cosa, le
suplicó a Cuckoo:
–Díselo tú, si quieres, y si te es posible arreglar el asunto sin disgustos
para mí, te daré un puñado de plata como recompensa.
Así es que Cuckoo, riéndose todavía y moviendo la cabeza, prometió a
231
Wang Lung ocuparse de la cuestión y él regresó a su cuarto y no quiso
salir de él hasta que Cuckoo regresó diciendo:
–Bueno, ya se lo he dicho, y se encolerizó mucho hasta que le recordé
que había deseado y deseaba todavía el reloj extranjero que vos le te-
néis prometido; además, quiere un par de sortijas de rubíes, una para
cada mano, y otras cosas que ya irá diciendo según se le ocurran, y una
esclava para ocupar el sitio de Flor de Peral; y Flor de Peral no ha de
presentarse más ante ella, y vos tampoco durante algún tiempo, porque
vuestra presencia le da náuseas.
Y Wang Lung prometió ansiosamente y dijo:
–Procúrale lo que pide; no le escatimaré nada.
Y se sintió contento de no tener que ver a Loto en seguida, sino cuando
su cólera se hubiera calmado con la realización de sus deseos.
Pero todavía quedaban sus tres hijos, y ante ellos se sentía extraña-
mente avergonzado de lo que había hecho, aunque se repetía una y
otra vez:
"¿No soy el amo de mi propia casa, y no he de poder tomar a mi propia
esclava que compré con mi dinero?"
Pero estaba avergonzado y, sin embargo, medio orgulloso también,
como lo está el que todavía es un hombre cuando los demás lo creen
sólo un abuelo. Y esperó a que sus hijos vinieran a su departamento.
Llegaron uno tras otro, separadamente, y el que llegó primero fue el
hijo segundo. Este habló de la tierra y de las cosechas y de la sequía
del verano, que este año reduciría la cosecha a una tercera parte. Pero
a Wang Lung no le interesaban ahora las lluvias o las sequías, pues si la
cosecha de este año le daba poco rendimiento, le sobraba plata del año
anterior; sus habitaciones estaban llenas de plata, en los mercados de
grano le debían dinero, tenía grandes sumas en préstamos a interés
crecido, que su hijo segundo cobraba por él regularmente, y ya no mi-
raba hacia la promesa del cielo sobre sus tierras.
Pero el hijo segundo continuó hablando así, y según hablaba miraba ha-
cia aquí y hacia allá escudriñando los cuartos con los ojos velados y se-
cretos, y Wang Lung comprendió que estaba buscando a la muchacha,
para ver si lo que había oído era verdad, y entonces la hizo venir del
dormitorio donde estaba escondida, exclamando:
–¡Tráeme té, hija mía, para mí y para mi hijo!
Y ella apareció con su delicado rostro pálido matizado de rosa, y con la
cabeza inclinada; sus pies menudos la llevaron por la habitación a pa-
sos silenciosos y el hijo segundo se la quedó mirando atónito, como si
hasta ahora no hubiera podido creer lo que había oído.
Pero no dijo nada, excepto que la tierra estaba así y así, y que este y
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aquel arrendador habían de ser sustituidos al finalizar el año, y aquel
otro, porque fumaba opio y no sacaba de la tierra el provecho que de-
bía. Y Wang Lung le preguntó a su hijo cómo estaban sus niños, y él
contestó que habían tenido la tos de los cien días, pero que era una
cosa ligera ahora que llegaba el buen tiempo.
Así estuvieron hablando mientras bebían té, y el hijo segundo diose
buena cuenta de lo que veía y se marchó, dejando a Wang Lung tran-
quilo respecto a este hijo.
Entonces llegó el primogénito, antes de que la mitad de aquel mismo
día hubiera pasado, y entró en la estancia de su padre, alto, apuesto y
orgulloso con los años de su madurez. Wang Lung tuvo miedo de su or-
gullo y no llamó en seguida a Flor de Peral, sino que esperó un rato fu-
mando su pipa. El primogénito permaneció allí sentado, rígido dentro de
su orgullo y de su dignidad, y le preguntó a su padre, como era debido,
por su salud y su bienestar. Entonces Wang Lung contestó rápida y se-
renamente que estaba bien, y al mirar a su hijo su temor desapareció.
Pues vio a su primogénito tal como era: un hombre corpulento, pero te-
meroso de su propia esposa, y más que nada de no parecer nacido no-
blemente. Y la robustez de la tierra, que se mantenía fuerte en Wang
Lung, aun cuando él mismo no lo sabía, triunfó ahora en él, y sintióse
tranquilo y descuidado ante su hijo mayor como antes lo había estado,
indiferente ante su corrección y su digna apariencia, y de pronto gritó a
Flor de Peral:
–¡Ven hija, y sirve té para otro hijo mío!
Esta vez la muchacha entró muy fría y silenciosa, y su pequeño rostro
ovalado estaba tan blanco como la flor de su nombre.
Al entrar en la habitación bajó los ojos, se movió calladamente haciendo
lo que le mandaban y volvió a salir en seguida.
Los dos hombres permanecieron silenciosos mientras les servía el té,
pero cuando abandonó la habitación, y levantaron las tazas, Wang Lung
miró a los ojos de su hijo y descubrió en ellos una expresión admirativa,
la mirada de un hombre que admira a otro secretamente. Bebieron el té
y al fin el primogénito exclamó con voz gruesa y desigual:
–No creí que fuera así.
–¿Por qué no? –explicó Wang Lung tranquilamente–. Estoy en mi propia
casa.
El hijo suspiró entonces, y al cabo de un tiempo contestó: –Sois rico y
podéis hacer lo que gustéis. –Y, volviendo a suspirar, añadió–: Bueno,
supongo que una mujer no es siempre suficiente para un hombre, y lle-
ga un momento...
Se detuvo, pero en su mirada brillaba el matiz del hombre que envidia a
233
otro contra su voluntad, y Wang Lung lo vio y se rió para sus adentros,
pues bien conocía la naturaleza sensual de su hijo y sabía que la correc-
ta esposa ciudadana no podía dominarle siempre y algún día el hombre
aparecería en él.
El hijo mayor no dijo nada, pero salió absorto, como un hombre al que
se le ha ocurrido un nuevo pensamiento. Y Wang Lung se quedó senta-
do fumando su pipa y orgulloso que siendo viejo había hecho lo que era
su voluntad.
Pero ya era de noche cuando llegó el hijo menor, y también él vino solo.
Wang Lung se hallaba sentado en el cuarto central de su departamento;
sentado ante la mesa donde lucían, encendidas, las rojas candelas, y
fumando: Frente a él, al otro lado de la mesa, sentábase en silencio
Flor de Peral, con las manos cruzadas quietamente sobre su falda. A ve-
ces, Flor de Peral miraba a Wang Lung, plenamente y sin coquetería,
como una criatura, y él la observaba y se sentía orgulloso de lo que ha-
bía hecho.
De pronto, su hijo menor apareció ante él, brotando de la oscuridad del
patio, pues nadie le había visto entrar. Pero permaneció allí en pie, pro-
duciendo una extraña impresión de estar agazapado; y como un relám-
pago cruzó la memoria de Wang Lung el recuerdo de una pantera que
había visto traer cierta vez a unos hombres de las montañas, donde la
habían cazado, y la bestia estaba atada, pero se agazapaba como para
saltar y los ojos le brillaban. También brillaban ahora las pupilas del
muchacho, fijas en su padre, y aquellas cejas suyas, que eran demasia-
do espesas y demasiado negras para su juventud, estaban apretadas
ferozmente sobre sus ojos, así permaneció un rato y al fin dijo con voz
baja y cargada:
–Ahora me iré a ser soldado... Ahora me iré a ser soldado...
Pero no miró a la muchacha, sólo a su padre, y Wang Lung, que no ha-
bía temido a su hijo segundo y a su primogénito, ahora tuvo miedo de
éste, al que apenas había prestado atención desde su nacimiento.
Y Wang Lung murmuró y tartamudeó, y hubiera querido hablar, pero al
sacarse la pipa de la boca no se oyó sonido alguno y se quedó mirando
a su hijo, que repetía una y otra vez:
–Ahora me iré... Ahora me iré...
De repente volvióse y miró a la muchacha, y ella le miró a él, encogién-
dose y poniéndose las dos manos ante el rostro para no verle. Entonces
el joven apartó de ella los ojos y salió de la habitación de un salto.
Wang Lung miró hacia el cuadro de luz que proyectaba la puerta, abier-
ta a la oscura noche de verano, pero el joven había desaparecido y sólo
se notaba silencio por doquiera.
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Al fin se volvió hacia la muchacha y dijo humilde y dulcemente, con una
gran tristeza y todo su orgullo desvanecido:
–Yo soy demasiado viejo para tí, corazón mío, y bien lo sé. Yo soy un
hombre viejo, muy viejo.
Pero la muchacha se apartó las manos de la cara y dijo con más pasión
de la que Wang Lung había oído jamás poner en cosa alguna:
–Los jóvenes son crueles... ¡Yo prefiero los viejos!
Cuando amaneció el día siguiente, el hijo menor de Wang Lung se había
ido, y todos ignoraban adónde se dirigiera.
XXXIV
Pero un día vio con claridad por breves momentos. Era un día en que
sus dos hijos habían venido, y después de saludarle cortésmente, vol-
vieron a salir, andando en torno a la casa y luego hacia las tierras.
Wang Lung les siguió lentamente, y, cuando se detuvieron, lentamente
se les fue acercando. Ellos no oyeron sus pasos ni el sonido de su bas-
tón sobre la tierra blanda, y Wang Lung percibió la voz afectada de su
hijo segundo, que decía:
–Venderemos este campo y aquel otro y dividiremos el dinero entre no-
sotros por igual. Tomaré a préstamo tu parte con un buen interés, ya
que ahora, con el ferrocarril directo, puedo expedir arroz directamente
a los barcos y...
Pero el anciano oyó únicamente estas palabras: "vender la tierra", y gri-
tó con voz rota y temblorosa de cólera:
–¿Qué es esto..., hijos malos, hijos ociosos? ¿Vender la tierra?
Se ahogaba y se habría caído de no cogerle a tiempo sus hijos, soste-
niéndole, mientras él se echaba a llorar.
Entonces le calmaron y le dijeron, consolándole:
–No..., no... No venderemos nunca la tierra...
–Es el fin de una familia... cuando empiezan a vender la tierra... –dijo
él, interrumpidamente–. De la tierra salimos y a la tierra hemos de ir...,
y si sabéis conservar vuestra tierra, podréis vivir..., nadie puede robaros
la tierra...
Y el anciano dejó que sus escasas lágrimas se le secaran en las mejillas,
donde dejaron unas manchitas saladas. Y luego se bajó, y cogiendo un
puñado de tierra la retuvo en la mano, murmurando:
–Si vendéis la tierra, es el fin.
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Y sus dos hijos le sostuvieron, uno por cada lado, cogiéndole por los
brazos, y él apretó en la mano el puñado de tierra suelta y caliente. Y
sus hijos le calmaron, su hijo mayor y su hijo segundo, y le repitieron
una y otra vez:
–Estad tranquilo, padre nuestro, estad tranquilo. La tierra no se vende-
rá.
Pero, por encima de la cabeza del anciano, se miraron y sonrieron.
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