6-Montevideo en La Literatura y El Arte
6-Montevideo en La Literatura y El Arte
6-Montevideo en La Literatura y El Arte
111
I ea
lA LITER U YEN EL ARTE
carlos martinez moreno
2
4
6
12 La irrupcin del siglo XX
Muchos temas dentro de un tema
Las ceremonias del consumo
Paseos par la Nueva Troya
-----------'-------------------
Montevideo de las vanguardias y los ismos: el Centenario
En qu sentido un arte puede ser' referido a una ciudad
22
26
La ciudad en que vivimos 32
Dos dcadas, dos hechos
l. El regreso de Torres - Gorda
46
46
11. La afirmacin del teatro 48
La experiencia de un chasco: La TV "nacional" 52
Estos tiempos de crisis 56
Bibliografa
MUCHOS TEMAS
DENTRO DE UN TEMA
Tambin el cronista, el poeta, el narrador, el dramaturgo reclaman, desde
la actitud creadora o recreadora, el derecho a iluminar la noche del
pasado, a penetrar en la tierna y montona cotidianidad de 105
a exaltar la gracia familiar de las esquinas, a cantar la saga herOica
o la balada melanclica de las calles y sus personajes. Es. que el Montevi-
deo multidimensional que a un tiempo nos acongoja y cautiva, que nos
minimiza y persuade, que nos enajena y confirma, no es solamente ar-
quitectura congelada, exterioridad de escenario tumultuoso o recoleto:
es en mayor medida aun, el espejo de nuestra memoria, y nuestra
moria misma, la dimensin material de nuestra cultura y nuestra propia
cultura, el campo de maniobras de nuestra sociedad.
Daniel Vidart, El gran Montevideo.
Montevideo en la literatura y en
el arte?: hay muchos temas dentro
de este tema. 0, mejor dicho, un
tema enunciado as se convierte en
un surtidor de pel'{llejidades.
Alguien podra pretender que em-
prendisemos la historia de la lite-
ratura y el arte desde la fundacin
de Montevideo (1724 1726) hasta
hoy mismo. Sera demasiado vasto
y al mismo tiempo, demasiado
un largo catlogo de lite-
ratos, de pintores, de escultore.s,
de msicos. Es cierto que habna
un modo ms inteligente, y sutil-
mente ms ambicioso: dar con otra
'forma de escribir la historia del
pas, refirindola a sus creadores
artisticos, no todos ocupados en
dar la imagen de esta cabeza dema-
siado aplastante sobre el cuerpo de
la Repblica.
Una segunda posibilidad, ya ms
factible seria la de proponerse a
Montevideo como tema, como inspi-
racin, como provocacin y no
mente como sede o como escenano
o como mbito; como soporte y co-
mo mercado -al mismo tiempo-
de una literatura, de un teatro, de
una pintura, de. una escultura, de
una msica. El protagonista de tal
versin sera entonces Montevideo y
no los creadores. La' ventaja de
hacer de Montevideo el protago-
nista actuante sera la de obviar
el papel pasivo,. ninteresante,
le correspondera si nos limitra-
mos a' censar cmo ha sido vista,
descripta o cantada la ciudad, su-
ponindola fija, quieta, inmvil,
siempre igual a s misma a travs
del tiempo.
y queda una tercera (como de-
ben quedar una cuarta, una quin-
ta, quin sabe cuntas posibilida-
des), que es la ms tentadora.
2
pero resulta irrealizable en los
liniites de esta serie de NUESTRA
TIERRA: la de utilizar la creacin
artstica como un inventario de
manners and morals, de usos y
costumbres de una ciudad o, por
mejr precisarlo, de una socieda'd
humana que vive, a lo largo de las
edades, en una ciudad: cul es la
verdadera faz de Montevideo, in-
dagada por debajo de cosmticos,
recabada en la obra de sus artistas,
descifrada en las insatisfacciones o
rechazos qUe subyagan a esa obra.
Seria inevitablemente, un libro
y de denuncias
(asi, en plural) al modo de Lima
la honible, de Sebastin Salazar
Bondy. .
Hemos abrazado, finalmente, un
plan que de algn modo aluda
a este designio provisionalmente
inalcanzable, que prepare a l, como
la primera prueba de un traje a
un traje hecho. Nos proponemos
apUItar, as sea de pasada, algo
de lo que Montevideo import como
terna y tambin como escenario;
algo de lo que cre y mucho de
lo que consumi como mercado de
esa misma creacin y, en grado
de cotejo variable al cambio de los
aos tambin de la creacin ex-
tranjera. Lo que Montevideo dej
hacer y lo que Montevideo impidi
que se hiciera, en el terreno de la
creacin. Veremos si hay ms de
un Montevideo en el tiempo y ms
de un Montevideo simultneo en
cada poca, desde las quintas del
Prado a los prostbulos del Bajo,
en cuanto unas y otros, claro est,
hayan motivado alguna forma de
creacin artistica, en toda una ga-
ma que puede ir desde Herrera y
Reissig, Mendilaharsu o Carlos Ma.
Herrera, hasta el tango. Montevi-
deo con sus cenculos y con sus
boliches Y tambin el Montevideo
de las distintas edade,s; el Monte-
Blancos techos son tu espalda I y tu cintura la mar.
video de los viajeros, "Montevideo
visto desde la rada", como ha di-
cho Argul; el Montevideo de los
sitios histricos, el Montevideo que
crece hasta estallar en la gran
crisis del 90, el Montevideo del 900
y la belle poque, el Montevideo an
optimista de los Centenarios, el
Montevideo de las revisiones y las
crisis, que se abre en 1933 Y sigue
todavia sujeto a examen.
Si se quisiera considerarlo por
clases sociales -y no seria muy
dificil una trasposicin de barrios
a clases sociales (pero el tema
de los barrios figura en otras en-
tregas de esta serie)- el Mon-
tevideo del patriciado que se res-
quebraja hacia 1890 y empieza
alli su proceso de deterioro; el
Montevideo de la clase media. en
que cuaja --dentro delperimetro
de la capital, y oponindose a un
campo intocado en las estructuras
de su latifundio- el ideal de la
era batllista, con sus absorbentes
centralismos, con sus cndidos opti-
. mismos, con el irrealismo y el in-
movilismo de las instituciones en
reposo; y luego el Montevideo de
estos aos de crisis, de violencia.
de cegueras en 10 alto, de impreci-
sas inquietudes de cambiar en una
poblacin desorientada, despistada,
desinformada pero ya ahora irre-
versiblemente escptica y descon-
fiada, tras la quiebra irreparable
del modelo batllista, ruptura que
se gesta en 1933 pero se profun-
diza en estos dias criticas, llenos
de destino. y tambin en una visin
de superficie, el Montevideo de las
lites y el Montevideo de la cin-
tura, el Montevideo de los nights
y el de los cantegriles, el Monte-
video de las orillas y el Montevi-
deo del ftbol (otro mito en caidaJ.
Todo eso, repetimos, en la medida
en que estas indagaciones, en que
estas desacomodaciones Y estas as-
piraciones estn ya apareciendo en
la obra de los aristas. Porque los
artistas suelen ser rebeldes a
cumplir las citas de la Historia
con la misma puntualidad que 1m;
gobernantes o los "ejecutivos". Los
artistas, en todo caso, no como mi-
noria esclarecida y conductora, sino
como fragmento sensible de un to-
do. Los artistas como testigos, no
como profetas ni como guias.
3
LAS CEREMONIAS DEL
CONSUMO
Montevideo no gust mucho del arte verdaderame.nte clsico en sus
autores maestros o en sus secuaces hbiles... Lamentablemente,' pre-
firi las parodias anacrnicas de un neo-veneciano... a un Ticiano o
a un Longhi; a los paisajistas del siglo XVII anteponan las Lagunas
Pontinas de Enrique Serra. Este pblico querl'a brillos en vez de. luces,
los objetos bonitos en vez de las formas bellas, los desnudos en paz con
la anatoma, las flores de una jardinera de se,leccin ...
El mal gusto ha tenido un largo
tiempo el sello de la preferencia
--yen cierto modo an sigue te-
nindolo- en esta capital cultural
y poltica del pas.
Habr quien lo disculpe llamn-
dolo democrtico, habr quien sec-
tarice llamndolo batllista; y ha
habido efectivamente una forma de
mal gusto liberal y laico, que de-
fine a Montevideo ms que a otras
ciudades del continente Es un mal
gusto que en su hora fue anti-
tradicional y novelero, hijo de la in-
suficiente cultura, del mal aleccio-
namiento educativo que se ha im-
partido a una clase media urbana
llamada a dar el tono de vida de
la ciudad: ese mal gusto explica
histricamente al retrato ilumina-
do de los abuelos, a la garza de
una sola pata sobre el estanque
de lotos, a las horribles naturale-
zas muertas (liebres, patos, per-
dices) de comedor. Y por un tiem-
po arrincona al mal gusto hagio-
grfico de las estampas de santos
o de las llagas de Cristo. Es lo que
alguen ha llamado con propiedad
el sub-arte, artculo de consumo
que ha sido ncontrastablemente
mayoritario en las preferencias del
montevideano.
Porque si una oligarquia culta,
porque si un patriciado bien aper-
cibido de novedades europeas, por-
que si una lite afrancesada die-
ron alguna vez el tono del gusto
de la ciudad, eso ocurri en los
tiempos de la ciudad pequea, ape-
nas saliendo de sus pretensiones
y platitudes de aldea. Despus, co-
mo conductora, esa minora desa-
pareci; se dej estar, 'decay, di-
miti en los hechos.
El Montevideo que emergi de
la Guerra Grande, ctm el recuerdo
4
J. P. Argul,
de sus franceses, con el aporte in-
migratorio de sus italianos, comul-
g en las ceremonias de la pera
y el drama. Consumi en mucho
mayor medida de lo qUe produjo,
de lo que cre y -lo que es ms
grave- de lo que consinti que
algunos, dentro de casa, crearan.
Pasaron los divos del bel canto,
recalaron algunas veces los ilustres
directores de orquesta, los mejores
comediantes, casi nunca los grandes
pintores; llegaron en ediciones es-
paolas baratas, las novedades fi-
losficas y literarias de Europa.
La creacin cultural, la creacin
artstica locales fueron ralas o es-
tuvieron limitadas a crculos. La
aldea que ya crecia fue, como co-
lectividad humana, un tanto est-
lida. Sus formas de diversin (los
toros, de los qUe casi no ha que-
dado testimonio de creacin ar-
tistica que los atestige) no crearon
arte. Si ahora la mentalidad con-
sumidora prosigue -y toda ciudad
ha de tener miles y miles de con-
sumidores, so pena de no alimen-
tar creadores- ella se advierte al
menos activa, ms enterada, ms
acuciosamente inquieta: el teatro
independiente en nuestro siglo (y
Las artes plsticas en el Uruguay.
desde fines de los aos 40), el
cine, la msica (la clsica, el jazz
y sus derivaciones, las sucesivas
nuevas olas y el inmarcesible pero
ya retorizado tango), y por supues-
to las artes plsticas, tienen hoy
pblicos preocupados, competentes,
exigentes, contrados y serios. Exis-
te eso que alguien llam "filate-
lia cultural", que es el estigma ine-
vitable del esnobismo en las ciu-
dades y, ms aun en aquellas cuyo
crecimiento ha sido apresurado y
dispar; existen exageraciones de
consumo, de la mentalidad consumi-
dora: los filmes y las obras de tea-
tro reciben cuantitativamente ms
crtica y exgesis que en los p r o ~
pios lugares en que -con ms
poderosos estimulos- se crean; pe-
ro aun esas demasias han venido
creando ,expectativas, ofreciendo ca-
minos, abriendo posibilidades: hay
ahora escenarios dispuestos a mon-
tar obras nacionales, editores pro-
pensos a publicarlas, revistas incli-
nadas a comentarlas, pblico deci-
dido a leerlas, compradores y co-
leccionistas m,, fciles para la
plstica nacional qUe para las gran-
des firmas extranjeras. Es el revs
bienhechor de una realidad incierta
y oscura: al sentirse vacilante en
su porvenir y expuesta a sus difi-
cultades presentes, hay una socie-
dad volcada afirmativamente a in-
dagarse, a averiguarse, a conocerse
mejor. Le importa hacerlo ahora,
como no le importaba en tiempos
bonancibles. El montevideano culto
del siglo XIX sacaba patente de
culto leyendo la ltima novela
francesa que le traian los paquetes
de ultramar; el montevideano cul-
to de estos das alardea de leer a
Onetti, de tener en sU casa un Vi-
cente Martin. Signos de un proceso
complejo y dificil, al que no po-
demos sino aludir aqu. Un pro-
ceso por el cual el mal gusto o el
irresponsable anonimato de los gus-
tos standard est retrocediendo,
replegndose y enquistndose en un
lumpen cultural, que por desgra-
cia es todava demasiado extenso.
Argul recuerda que Carlos Maveroff
present en Montevideo de fines
del siglo una exposicin permanen-
te, que concedia lugar de privilegio
al cuadro antiguo; y anota que
aquella proposicin fracas.
No podemos estar seguros de
que, a escala, hoy no ocurriese
algo semejante. Pero en una mejor
apertura de gustos y grados cultu-
rales, en un ms ancho abanico
de preferencias y gustos, acaso
existiria en mayor medida un mer-
cado para lo mejor, para lo au-
tntico.
Inocultablemente, quedan formas
multitudinarias y decadentes de la
propensin colectiva: un ftbol co-
rrodo por sus contradicciones in-
ternas, vegetando en sus antiguos
mitos irrenovables, abocado a es-
cndalos tan tristes como los de
una poltica en crisis de ciV5mo,
sigue an distrayendo muchedum-
bres, bien que ya no tan jvenes.
Pero, fuera de que no sea, en s
mismo, un pasatiempo condenable
(y slo nocivo si se asume como
una mstica desplazada, como ne-
pente o como sucedneo, al modo
en que suele ofrecerlo la gran
prensa), tambin l puede generar
formas de creacin artistica, en
una dimensin popular y legitima;
algunos periodistas del ftbol estn
yendo, en ese sentido, ms all
de la presente cscara picoteada
del ftbol profesional de nuestros
das.
LA CIUDAD DE LOS DUELOS Y LOS LUTOS
Montevideo era una ciudad que
estaba siempre pronta a condolerse
y a llorar, y resultaba frecuente que
en una calle animada se recibiera,
como un golpe que paralizaba el
espritu, la impresin que daba un
lazo de crespn en una puerta.
Era un tazo que iba desde lo
alto hasta el suelo para anunciar que
se estaba velando a alguno. Y la
gente, llena de inquietudes, pregun-
taba. .. Entonces, el hombre ttrico
que cuidaba la puerta iba infor-
mando.
y la noticia corra por la calle.
Entonces se modificaban todas las
actividades del da, se suspendan
los recibos, se olvidaban las fiestas
y se pasaban las gentes la tarde, la
noche y acaso dos tardes y dos no-
ches en velorio ...
Un circulo de sillas vacias, junto
a las paredes de la sala y de la
antesala, era 'colocado apresurada-
. mente para cuando empezaran a lle-
gar las relaciones, ataviadas de ne-
gro, dispuestaS a formar la rueda in-
mvil y silenciosa. Y eran all horas
de congoja, con los ojos bajos, en
una seriedad respetllQsa, cortada a
tleces por algn lloro o por una
oracin.
y despus; cuando aquellas pri-
meras horas pasaban y la ciudad se
iba desentumeciendo, la casa del do-
lor permaneca como aparte de todo,
cerradas las ventanas, entornada la
puerta, el piano con llave; todos
hablaban en voz baja; los nios
no jugaban ...
La costumbre exiga que los hom-
bres, igual que las mujeres vistie-
ran de negro, con corbata negra,
fumo negro opaco en el sombrero
y guardas negras en los pauelos
y en las tarjetas. Pero el verdadero
peso del luto lo llevaban las mujeres;
el rigor del mismo se ensaaba con
ellas y les paralizaba toda actividad.
Tenan que ponerse obligatoriamen-
te un manto de pesado merino opa-
co, caliente en verano y helado en
invierno, prendido al cuello por un
alfiler negro y una gorra diminuta
de crespn con velos que deban
llegar hasta el suelo: uno para ta-
par la cara, otro para cubrir la
figura. .. Yesos velos eran como
muros que se alzaban entre la mujer'
y el mundo y que la hacian salir a
la calle como si no anduviera por
ella.
J. L. A. de Blixen: Novecientos
pp. 96/7.
5
PASEOS POR LA
NUEVA TROYA
Los primeros VIaJeros describen y
disean el casco de la plaza fuer-
te: susileta coronada por la
Matriz, vista desde la baha. Son
cronstas, son dbujantes. Se exta-
san (o fngen, por cortesa, exta-
siarse) ante el Cerro y sus atarde-
ceres; presentan a la poblacin de
Montevideo como clta, homog-
nea, morigerada y alegre. Es una
vsin arcdica que hoy.. pertenece
irremediablemente al pasado, que
es meramente tpica y queda en-
clavada en lo ms superficial y
somero de nuestra chata confor-
macin colonial. Los esparcimien-
tos, la acendrada aficin ldica,
los ncipientes rasgos de una idio-
sincrasa montevideana, son ano-
tados a veces con perspicacia, casi
siempre con malicia. Son Pernety,
Brambila, William Gregory, Pallie-
re, Bouganville, Malaspna, Sto Hi-
laire; y ya en tiempos de la Guerra
Grande, sern D'Hastrel y otros.
Pero nada de eso se erea pro-
piamente dentro de los muros de
Montevideo. A poco, sn embargo,
la vicistud blica producir en
Montevideo un tipo sui gneris de
literatura comprometida.
Francisco cua de Fgueroa
--que, a la vuelta de unos aos,
sera el autor de la letra del Him-
no Nacional- queda encerrado en
el recinto de Montevideo cuando
artguistas y porteos ponen stio
a la plaza realista. "Nuestro pr-
mer escritor cabal ser durante
medo siglo la voz montevideana",
escribe Real de Aza. Y, en efecto,
el Diario Histrico del Sitio de
Montevideo relata, con prolijidad
cotidana, con nextrpables pro-
sasmos de circunstanca, las pe-
ripecias de sitiados y sitiadores, las
omisiones del Viga, los silencios
6
de la Gaceta, los episodios menu-
dos: un fratricidio culposo, la muer-
te de un ladrn de gallinas des-
pedazado por los perros, la falta
de raciones de carne en el hospital,
las actuaciones del cmco Estre-
mera, el degilellopasional de una
mujer, el carnaval, el Judas en
que Sarratea es quemado en efigie
y, claro est, el detalle de las es-
caramuzas de todos los das, con
el apndice mensual del recuento
de muertos. Y; mencionado a pro-
psito de emboscadas, desencuen-
tros y refriegas, aparece por pri-
mera vez en nuestra literatura
un Montevideo fisico que ha con-
.servado parte de su toponimia.
Acua de Figueroa estampa en sus
versos los nombres del Cerro, del
Cerrito, de la Fortaleza, del Omb
(y otras veces, Omb de Grandal
o Quinta de Grandal), del Cristo,
de la Figurita, del Cordn, de la
Aguada, de las Tres Cruces, del
Buceo, del Arroyo Seco, de El
Molno, del Saladero de Zamora,
de la Capilla de Prez, de la Qun-
ta de Artecona, de "lo de Batlle",
de la: casa de Sotilla, de la Qunta
de Sostoa, de la Quinta de Serra,
Oliendo a Montevideo
y del Ce....ito al Buseo
y del Buseo al Ce....ito
Ascasubi, Paulno Lucero.
de Pearol, de la Quinta de Pa-
lacios, de la Casa de Roteo o
Monte de Roteo, de la Estanzuela,
de las tierras de Propios, de la
Casa de Ortega, de la playa de
Prez, del Horno del Porteo, del
Saladero de Silva, de "lo de Llam-
bi"; adems -por supuesto-- de
las referencias centrales a la Ma-
triz y al Cabildo. Toda una confi-
guracin del MOl).tevideo de 1812-14
aparece, as, a la consideracin
del estudioso actual, en aquel texto
defnitiviunente olvidado. No es un
acta de nacimiento en lo literaro
sno, en mayor medda, un do-
cumento agenciado por la facilidad
de versificacin de un testigo im-
plicado. En algunos versos, Acua
de Fgueroa aparece como enemigo
declarado de los patriotas: tal vez
a eso se deba su flaca posteridad
hstrca.
Treinta aos despus, la Guerra
Grande promover a Montevideo
"la cual sitiada ocho aos, culmn
la notoriedad. universal que le
acompa desde sus origenes", se-
gn dice Pivel Devoto en el prlo-
go a Montevideo Antiguo, de Is-
doro De Mara; obra que. aunque
t
publicada por: primera vez en 1887,
refleja la vida cotidiana del Mon-
tevideo de fines del siglo xvm
y principios del XIX, recogida en
testimonio de sitios, personajes po-
pulares, ancdotas, lugares, rinco-
nes, oficios y costumbres, por un
autor ya senil, que en su juventud
ha consultado a las gentes y es-
tudiado la Historia.
El Montevideo de la Guerra
Grande es, adems, una encruci-
jada internacional. Lo ms grana-
do de la inteligentsia argentina
unitaria, perseguida por Juan Ma-
nuel de Rosas, se refugia entre los
muros de la plaza asediada, donde
Fig'lraos no una mujer, sino una
horca bautizada con ese nombre por
el vulgo, ya sabris por qu, que
dej que contar, pero no plata.
All por el ao 23, surgi la gue
rra entre lusitanos e imperiales. Don
lvaro Da Costa estaba al frente
de los primeros y con l el Cabildo.
El Barn de la Laguna era el jefe
superior de los segundos en campaa.
El capitn Pedro Amigo, hijo del
pas, haba marchado al campo, co-
misionado por el Cabildo, a promo
ver reuniones contra los imperiales.
Quiso su mala estrella que lo too
masen prisionero, acusndole de esto
y aquello. Lo condenaron a la pena
de horca, a pesar de la valiente de.
fensa que hizo de l don Joaqun
Surez, nombrado defensor, y alen
tado secretamente por un personaje
de la llamada Logia de San Jos.
Para ejecutarlo, mandaron construir
una horca o rollo, como la llamaban.
acampan tambin las legiones de
italianos y franceses. Hay un auge
cultural que ilustran nombres co-
mo los de Esteban Echeverra, Hi-
lario Ascasubi, Jos Marmol, Ri-
vera Indarte, Florencia Varela;
Isidoro De Mara dio forma, por
esos aos, a los Anales de la
Defensa de Montevideo que, aun-
que pedestres, minuciosos y admi-
nistrativos, cumplen una funcin
afn a la del Diario potico de
Acua de Figueroa con relacin
al sitio de 1812-14. Los Anales ve-
rn recin la luz en 1883 pero
documentan, en cuatro tomos y un
total de ochenta y dos captulos
"LA MARIQUITA"
La probaron con un perro, y como
la hallasen buena, ejecutaron en ella
a un portugus trado de la Colonia
clasificado de bandido. A esa eje
cucin sigui la de Pedro Amigo,
en Canelones. Despus no se hizo
ms uso del rollo.
Lo trajeron a la plaza a su en
trada el ao 24, arrinconndolo en
el Cabildo, haciendo compaa a la
escalera de las azotainas de la escla
vatura.
Sucedi por ese tiempo, la perpe-
tracin de un crimen alevoso, come-
tido en la persona de una respetable
seora -doa Celedonia Wich de
Salvaach- por dos de sus criadas,
que impresion profundamente a la
sociedad de Montevideo. La ultima-
ron con tenedores y luego arrojaron
el cuerpo desde el mirador del patio.
Juzgdas, fueron condenadas a la
pena de horca, y a presenciar la eje
cucin un mulatillo menor de edad,
. que ocupan mil doscientas cuaren-
ta pginas, el proceso de aquellos
aos decisivos (1842-51L
se es el Montevideo que, t.'omo
escenario implcito y aveces expl-
cito (alguna media caa gaucha
menciona tambin al Cerro, el Ce-
rrito, el Miguelete y la Figurita)
ocupa los versos del Faulino Lu-
cero de Hilario Ascasubi -ms
inspirado y odiador, ms enconado
y zafado que el Diario de Acua
de Figueroa-; es el Montevideo
o Una Nueva Troya que Alejandro
Dumas escribe por encargo de Fa-
checo y Obes; es el que --bien
que pasada ya aquella larga ges-
cmplice del c r i ~ l e n . Se trepidaba
en ejecutar la sentencia, por recaer
en mujeres. Se fue hasta el Empera
dor, en solicitud de ello, y obtenido
el beneplcito imperial, se ejecut
al fin la sentencia que recordamos
con pelos y seales.
Las dos homicidas marcharon al
suplicio. Una de ellas, la principal,
se llamaba Mariquita, y de ah el
nombre que le qued al rollo, en
el dicho popular.
Consumada la justicia, flleron .sus
pendidos los cuerpos de las ajusti-
ciadas en la cruz de la horca, que
dando as colgadas a la expectacin
pblica por algunas horas.
sa fue la mentada Mariquita, que
no volvi a funcionar despl/f's de
ese espectculo.
Se haria lea.
De Mara: Montevideo Antiguo 1'. I [
pp. 250/51.
7
ESTA MONTAA SE LLAMA EL CERRO
Aca de Figueroa: versificador
del sitio, visto desde el lado
espaol.
ta- aparece referido como "esta
ciudad de luchas, asesinatos y s-
bita muerte" que "tambin se lla-
ma a si misma La Reina del Pla-
ta", en las pginas de La tierra
prpurea, de W. H. Hudson.
Por aquellos aos, los primeros
retratistas han empezado a pintar
a la gente acomodada de la poca
Cayetano Gallino, maestro de Bla-
nes, permanece en el pas entre
1833 y 1848 Y pinta a la sociedad
8
montevideana de su tiempo, que
es "la del pleno romanticismo".
Hay un retrato de Garibaldi, entre
otros no menos buenos. El francs
Goulu ya habia estado para en-
tonces por Montevideo, aunque sin
dejar la honda huella y la fecunda
simiente del maestro genovs.
"Menos significacin tienen en
ese tiempo --dice Argul- los nom-
Cuando el viajero llega de Eu-
ropa en una de esas naves que los
primeros habitantes del pas toma-
ron por casas volantes, lo primero
que divisa, una vez que el vigia
ha gritado tierra!, son dos mon-
tans: una de ladrillos, que es la
catedral, la iglesia madre -la ma-
triz como all se dic-; y otra
de piedra, salpicada de algunas
manchas de verdura y culminada
por un faro: esta montarza se lla-
ma el Cerro.
Luego, a medida que se va apro-
ximando, por ,las torres de la ca-
tedral cuyas cpulas de porcelana
brillan al sol; a la derecha el
fanal colocado .sobre el montculo
que domina la vasta llanura, dis-
tingue los miradores innumerables
y de variadas formas que coronan
casi todas las casas; luego, esas
mismas casas, rojas y blancas, con
sus terrazas, frescos refugios en la
noche; luego, al pie del Cerro,
los saladeros, vastas construcciones
donde se sala la carne; y despus,
en fin, al fondo de la baha y
bordeando la mar, las encantadoras
quintas, delicia y orgullo de los
habitantes y que hacen que, los
das de fiesta, no se oigan por las
bres de los pintores uruguayos:
cita a Diego Furriol (1803-41>, a
Juan Secunamo Odojherty (1807-
59) y a Juan lldefonso Blanco
(1812-1889) "autores de retratos al
leo y miniaturas de prceres de
la poca colonial y de patriotas de
la independencia". Esos nombres,
como los de Manuel Mendoza o
los Ximnez, interesan hoy ms a
calles ms que estas palabras:
"Vamos al Miguelete!", "Vamos
a la Aguada!", " Vamos al arroyo
Seco!"
Luego, si echis el ancla entre
el Cerro y la ciudad, dominada,
de cualquier punto que la miris,
por su gigantesca catedral, Levia
tn de ladrillo que parece hendie
ra las olas de casas; si la canoa
os lleva rpidamente, con el es-
fuerzo de sus seis remeros, hasta
la playa; si, de da, observis por
los caminos de esas hermosas quin-
tas grupos de mujeres ataviadas
de amazonas y caballeros en traje
de montar; si, por la Roche, a
travs de las ventanas abiertas qlte
derraman en las calles torrentes de
luz y de armona, os el canto de
los pianos o los gemidos del arpa,
los trinos alegres de las cuadrillas
o las notas melanclicas de las ro-
manzas, es que estis en Montevi-
deo, la virreina de este gran rio
de la Plata del cual Buenos Aires
pretende ser 'la reina, y que se
vierte en el Atlntico por una
desembocadu;a de,ochenta leguas.
Dumas: "Montevideo o una Nueva
Troya" - pp. 35 y 36.
Garibaldi por Gallino: los i ~ a l i a n o s en nuestro siglo XIX.
los Museos de Historia que a las
pinacotecas. No sucede as con Ga-
llino, aunque sus obras se conser-
ven en el Museo Histrico; n su-
ceder con el ilustre fundador de
nuestra pintura, Juan Manuel Bla-
nes.
Extranjeros y nacionales ven la
ciudad: extranjeros son Palliere y
D'Hastrel; extranjeros son quienes
dotan a Montevdeo de algunas de
sus principales obras arqutectni-
cas: Andreon har el Hospital Ita-
liano, el Club Uruguay y la Esta-
cin del Ferrocarril, Gaetano Mo-
rett el Palacio Legislativo; ex-
tranjeros son los autores de algu-
nos de sus principales monumen-
tos: Zanelli el de Artigas, Cullant
Varela el del fundador de la ciu-
dad, un olvidado forjador francs
nos har la broma flica de la
verja de la Plaza Zabala; extran-
jeros delinean sus parques; ex-
tranjeros la describen, desde la
aproximacin romntica de Dumas
hasta esa apcrifa relacin del Ba-
rrio Sur en Rayuela de Cort-
zar. Ciudad martima, abierta a
todos los vientos, lo est tambin
al paso de la atencin de todos
los hombres. Y si en la escuela,
leyendo los libros de Figueira,
aprendimos de memoria "Ah es-
ts Montevideo ; Extendida sobre
el ro / Como virgen que en estio /
Se ve en el lago nadar; La Matriz
es tu cabeza; Es la Aguada tu
guirnalda / Blancos techos son tu
espalda / Y tu cintura la mar",
tambin en seguida supimos que
el autor de esos versos (que nues-
tra memoria sentimental disputa
al juicio crtico que los tacha de
malos) haba sido Luis Dominguez,
un argentino. Reproducciones de
Miguel Angel, Verrocchio y Dona-
tello compiten ventajosamente con
nuestros escultores vernculos. Y si
en la tarea de llenar las plazas de
la ciudad con lo que alguna vez
Borges llam "guarangos de bronce"
ha habido mucha mano (y no poca
mala mano) de escultores urugua-
yos, todo indica que el Montevideo
artstico no padece ciertamente de
xenofobia. Y por aos de aos han
alternado con los nuestros pinto-
res extranjeros (como M. BartholdJ
en la pinge tarea semi artstica
de pasar a la inmortalidad del
leo a nuestra alta burguesa, a
veces tan poco memorable.
A cambio de tanta hospitalidad,
Montevideo ha sido siempre una
ciudad desaprensiva de sus glorias
autnticas: Lautramont y Lafor-
gUe nacen aqu pero desaparecen,
el primero sin dejar casi huella;
lo mismo ocurrir con Nicanor Bla-
nes, ben que medie una causa fa-
miliar en su misterioso ostracismo.
Rod se ir a morir a Palermo co-
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Carlota Ferreira: de Juan Manuel Blanes, cum amore.