El Doctor Cadaver - Lene Kaaberbol
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El Doctor Cadaver - Lene Kaaberbol
Lene Kaaberbøl
Portada
Portadilla
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Agradecimientos
Créditos
I
23 de febrero-20 de marzo
1894
El Instituto Forchhammer se
hallaba cerca de la biblioteca
universitaria de Heidelberg, en el
barrio detrás de la iglesia de San
Pedro. Era un edificio de ladrillo
amarillo recién construido, cuyo
sencillo aspecto general hacía que
las columnas clásicas que recorrían
la fachada parecieran extrañamente
sobrepuestas.
—El profesor lleva un tiempo
esperándola —dijo la aterradora
portera que me guio, y no cabía
duda de que en la elección de sus
palabras y en el tono de voz se
escondía un reproche, pues no dijo:
«El profesor la espera», sino: «El
profesor lleva un tiempo
esperándola.» Vestía enteramente
de negro, y a pesar de su edad, no
demasiado avanzada, pues debía de
tener unos treinta y pocos años,
saltaba a la vista que guardaba luto.
Tal vez su aspereza se debiera a
que yo era francesa. A pesar de que
los últimos disparos en la guerra
Franco-Prusiana habían sonado
varios años antes de que yo naciera,
las dos partes seguían albergando
mucho resentimiento, y hacía
apenas siete años el incidente
Schnaebelé estuvo a punto de llevar
a los dos países a nuevas
hostilidades.
—Lo siento —dije con mi más
esmerado acento alemán—. Nos
retrasamos en la salida de
Estrasburgo.
Contuve las ganas de atusarme
el pelo y arreglarme la ropa,
esperando que el profesor se
mostrara menos quisquilloso e
irritable que la Viuda Negra.
Hablo un alemán bastante
correcto —al fin y al cabo
Varburgo es más o menos bilingüe a
pesar de que las autoridades
francesas son bastante reacias a
reconocerlo—, pero tenía que
buscar las palabras, y en ese
momento me hubiera gustado poder
prescindir de esta desventaja. Ya
de por sí me sentía bastante
inhibida por ser mujer, por mi edad,
por mi vestido de viaje, no
especialmente elegante, y por el
hecho de estar aquí para pedirle un
favor a aquel prócer.
—Por aquí —dijo la Viuda, y
se adelantó por un largo pasillo que
gracias a una construcción
abovedada de luz cenital aparecía
luminoso y moderno. Se detuvo
frente a la última de las altas
puertas negras y llamó
discretamente.
—Avanti —se oyó decir
jovialmente desde el interior de la
estancia, a pesar de que, hasta
donde yo sé, el profesor no era ni
mucho menos italiano. La Viuda
apretó levemente los labios y
presentí que no aprobaba el tono
ligero que había empleado.
—Fräulein Karno —dijo, y me
invitó a pasar. Pronunció mi
apellido con el acento en la primera
sílaba, Kárno, y no en la segunda,
Karnó, lo que a mis oídos le
confería un exótico timbre.
No sé exactamente qué había
esperado de un profesor en
parasitología, y encima de
Heidelberg. Sin duda unas gafas y
unas sienes plateadas. Posiblemente
también cierto abultamiento
torácico, o tal vez una delgadez
ascética, como la de mi padre.
El profesor Dreyfuss no poseía
ninguna de estas particularidades.
Era joven de una manera indefinida
que cubría el territorio entre los
veinticinco y los treinta y cinco
años, su marcado mentón quedaba
acentuado por una barba corta y
sumamente elegante, sin el más
pequeño rastro de cabellos
plateados, y el pelo oscuro cubría
su frente con una impetuosidad
juvenil que no conseguía relacionar
con su título. Llevaba pantalones
bombachos, camisa y un chaleco
guateado, todo ello de un blanco
inmaculado, y sostenía una fina
espada en la mano. Jadeaba
ligeramente y estaba algo sudoroso,
y el gran ventanal que daba al atrio
del instituto estaba abierto de par
en par.
—Debo pedirle a la señorita
que disculpe mi aspecto —dijo en
un francés perfecto—. Cuando
hayamos terminado me espera el
club de esgrima. —Era evidente
que había aprovechado la espera
para calentar un poco. Cambió la
espada de la mano derecha a la
izquierda con un movimiento
elástico, agarró mi mano y la besó
levemente de una manera que me
resultó a la vez galante y formal—.
Bienvenida a Heidelberg,
mademoiselle Karno.
De no haber llevado guantes
habría notado sus labios, pensé
instintivamente, y sentí cómo un
ridículo rubor se extendía por mis
mejillas solo con pensarlo.
—Gracias por recibirme,
profesor —dije.
—¿Cómo no? —dijo él—. He
leído varios de los artículos de su
padre. ¿Parece ser que ha sufrido un
pequeño accidente?
—¿Pequeño? ¿Eso le escribió?
Se rompió un brazo y una pierna,
señor profesor, en un terrible
accidente que podía fácilmente
haberle costado la vida.
—Lo siento mucho. Por favor,
transmítale mis mejores deseos de
una pronta y completa recuperación.
—Gracias.
—Y ahora, mademoiselle
Karno, enséñeme el fascinante
ejemplar que me ha traído.
—Un ácaro. —De mi pequeño
bolso de mano saqué el tubo de
ensayo que contenía uno de los dos
ácaros que papá había conseguido
rescatar, así como la descripción y
el dibujo—.
Creemos que debe de
pertenecer a la familia de los
argásidos, pero mi padre nunca
había visto nada parecido.
—Bueno, veamos.
Dejó la espada
despreocupadamente en un sillón y
cogió el material con curiosidad
indisimulada. Su formidable
escritorio rebosaba de una
mezcolanza de libros, papeles y
equipamiento deportivo. Entre otras
cosas, observé una raqueta de tenis,
unas espuelas y una gorra de las que
utilizan los regatistas. Sin embargo,
frente a la ventana, sobre una mesa
de laboratorio extrañamente
despejada, había un microscopio.
No pude evitar fijarme, era el
último modelo de Zeiss, y solo a
duras penas conseguí reprimir una
oleada de envidia. Colocó el
portamuestras bajo la lente Zeiss y
se inclinó sobre el instrumento. En
ese mismo instante desapareció
todo rastro del aire de joven
estudiante y fue sustituido por una
magnética intensidad; de pronto
parecía lo que era: un científico
serio. Le sentaba bien.
Examinó el ácaro
detalladamente durante varios
minutos. Luego alisó el dibujo y le
echó un vistazo. Volvió al
microscopio. Le echó un nuevo
vistazo al dibujo. Realizó estas
comparaciones a lo mejor unas diez
veces antes de incorporarse.
—Interesante —dijo, y miró por
la ventana durante unos segundos.
De pronto se volvió hacia mí con un
semblante muy distinto al que había
mostrado cuando me había dado la
bienvenida. La comicidad y la
galantería habían desaparecido. En
general, me miraba con la misma
intensidad escrutadora que le había
dedicado al ácaro. Me sentía
atrapada por su examen, apresada y
estudiada hasta tal punto que me
resultaba incluso difícil respirar.
—¿Es usted quien ha realizado
el dibujo? —preguntó. —Sí.
Asintió brevemente con la
cabeza.
—Es muy exacto. De hecho,
extremadamente exacto. Tiene el
ojo de un científico para los
detalles, mademoiselle Karno.
¿Hace falta que diga que mi
corazón se hinchió de orgullo? No
podía haberme dedicado un
cumplido más maravilloso.
—¿Y el profesor podrá
identificar el ácaro? —pregunté.
—No así de pronto, pero me
imagino que seré capaz de
clasificarlo mediante algunos
estudios adicionales. ¿De dónde ha
salido?
—Mi padre lo encontró durante
la exploración del cadáver de una
joven. Por lo visto salió de su nariz.
—¡Vaya! —Volvió a mirar a
través del microscopio—. ¿Puedo
quedármelo? Me gustaría realizar
unos cuantos estudios comparativos
con diferentes especies de ácaros
de la colección del instituto.
—Por supuesto. —Reflexioné
un rato—. Pero ¿tal vez a estas
alturas el profesor ya pueda
determinar si la infestación
parasitaria causó la muerte de la
joven?
El profesor negó con la cabeza.
—Todavía no dispongo de
suficiente base para esta clase de
conjeturas. Si vuelve en un par de
días podré ofrecerle una respuesta
más clara y satisfactoria.
¿Volver? No había considerado
la posibilidad de realizar dos
viajes a Heidelberg en una misma
semana. Al fin y al cabo, cada
trayecto, incluso en tren, duraba
más de seis horas, y los gastos
suponían una carga considerable
para una economía doméstica tan
humilde como la nuestra. Supongo
que me había imaginado que el
resto podría efectuarse a través del
correo ordinario o por telegrama.
El profesor percibió mi titubeo.
—Sí, porque si usted no viene
tendré que desplazarme yo —dijo, y
sonrió levemente.
De pronto fui completamente
consciente de que estaba sola con
un hombre al que no conocía. Bien
es verdad que había dejado la
puerta abierta, probablemente por
respeto a mi reputación, pero aun
así.
—No sé si mi padre podrá
prescindir de mí —dije,
embarazosamente consciente de que
sonaba como lo que era: la excusa
de una colegiala.
En ese mismo instante se oyeron
pasos en el corredor. El profesor
alzó la cabeza y escuchó.
—Será mejor que lo discuta con
su padre —dijo entonces—. Como
ya le he dicho, cuento con que
tendré los resultados en unos días.
Un joven espigado de pelo
rubio irrumpió en la estancia,
también él sudoroso, despeinado y
en traje de esgrima.
—¿Qué haces, Gussi? —dijo—.
¡No podemos prescindir de ti! Se
han traído a Von Hahn, y Grahwitch
está cagado de miedo... —Se atascó
al verme—. ¡Vaya! —dijo entonces
—. He aquí el motivo del retraso.
Mis disculpas, señorita, no sabía
que había damas presentes.
—Justo me disponía a irme —
me apresuré a decir—. Señor
profesor, mi padre está
profundamente agradecido por su
ayuda. Aguardamos los resultados
de su examen.
—Permítame que la acompañe
hasta la puerta —dijo el profesor.
—Me temo que ya le he
causado demasiados retrasos —
protesté—. Adiós.
Me fui antes de que le diera
tiempo a objetar nada. Me fui a
pasos ligeros que retumbaron entre
las lustrosas paredes del pasillo.
Era plenamente consciente de que
mi retirada tenía cierto aire de
huida.
La densa oscuridad,
inusitadamente cálida, se ceñía
sobre las calles de la ciudad
cuando el cochero se detuvo frente
a la casa de la calle de las
Carmelitas.
—Ffff...
Mi padre inspiró fuertemente en
el mismo instante en que apoyó la
muleta en los adoquines y trasladó
el peso del asiento del coche de
punto a sus piernas. O mejor dicho,
a su pierna, en singular. Todavía no
podía, ni debía apoyarse en la
pierna fracturada.
—Deja que te ayude.
—No, Maddie, puedo solo.
Solo te pido que te encargues del
bolso.
La puerta principal se abrió y
apareció el comisario.
—Élise me dijo que pronto
estarían de vuelta, así que decidí
esperar aquí —dijo.
—¿Alguna novedad? —dijo mi
padre.
—Sí —contestó el comisario—.
Ya puede volver a subirse al coche
de punto. Hemos encontrado al
padre Abigore.
La nevera no se encontraba
debajo de la elegante casa de estilo
Imperio del fabricante Ponti, sino
detrás, como una prolongación de la
puerta cochera y los establos, y
completamente oculta debajo del
suelo, de manera que únicamente se
apreciaba la empinada caja de la
escalera. Me apresuré a coger a mi
padre del brazo, no solo porque
sabía que necesitaba ayuda para
bajar las escaleras, sino también
porque así yo podría acompañarles
hasta el estrecho sótano.
Hacía frío, naturalmente. Los
bloques de hielo estaban dispuestos
en unos grandes compartimentos de
madera recubiertos de zinc, y en
esta época del año estaban todos
llenos, así que fue como volver
atrás en el reloj de las estaciones:
de la primavera a un repentino
invierno. Mi corta chaquetilla de
seda era del todo insuficiente, y
pronto empecé a temblar de frío.
Los restos mortales del padre
Abigore se hallaban en uno de estos
compartimentos, directamente
encima de un bloque de hielo y
encajonados entre dos de las
robustas vigas que apuntalaban el
techo. Uno de sus brazos había
resbalado y despuntaba en el aire, y
de no haber sido así nadie habría
reparado en el cadáver a simple
vista.
El comisario cogió una de las
dos linternas que estaban colgadas
en la pared e intentó iluminar el
lugar un poco mejor, pero no
resultaba fácil.
—No hay forma de ver nada —
dijo—. Será mejor que lo bajemos
inmediatamente.
Por entonces hacía casi doce
días que se había producido la
muerte y naturalmente la
descomposición ya había
empezado. Sin embargo, el olor no
era tan fuerte como tal vez cabría
esperar. Cuando conseguimos dejar
el cadáver en el suelo, el
termómetro de mercurio de mi
padre indicaba que el cuerpo estaba
a una temperatura entre los cero y
los tres grados Celsius,
dependiendo de si las zonas habían
estado directamente en contacto con
los bloques de hielo o no.
No estaba preparada para ello.
Es la única excusa que se me
ocurre.
La mitad de su rostro era el
suyo: ceja y cuenca, mejilla y
mandíbula cubiertas de barba, y un
ojo cuidadosamente cerrado entre
las sombras de la cuenca. La muerte
había eliminado gran parte de su
personalidad, pero la humanidad
seguía allí.
Pero nadie había podido
cerrarle el otro ojo. El golpe había
sido tan fuerte que tanto la ceja
como el pómulo estaban aplastados,
y ya no había una cavidad ocular en
la que pudiera descansar el ojo. Se
había salido y colgaba a lo largo de
lo que quedaba del hueso nasal, y
eso fue lo que me impresionó.
Acababa de asistir en una
operación de un ser humano que
estaba casi tan maltrecho sin que
por ello hubiera estado a punto de
desmayarme ni me hubiera
temblado la mano. Para mí era un
enigma que pudiera reaccionar de
aquella manera tan violenta. A estas
alturas, no creía que los muertos
pudieran asustarme.
Pero los muertos suelen ser
extraños. Nunca había visto a una
persona asesinada que había
conocido mientras todavía estaba
viva.
De pronto me quedé sin aliento.
O al menos el oxígeno no me
llegaba a los pulmones. La
oscuridad del sótano empezó a girar
vertiginosamente a mi alrededor y
alargué la mano para agarrarme a
algo y no caerme. Fue el brazo
izquierdo del comisario.
—Pero Madeleine...
Sus palabras retumbaron, a la
vez lejanas y demasiado cerca. Y
ya era demasiado tarde para fingir
que no me afectaba, aunque lo
intenté.
—He resbalado, eso es todo —
dije entre dientes—. No me ha
pasado nada.
Pero volvía a ser visible, me
había delatado. Mujer. Joven.
Frágil. Todo lo que yo no quería
ser.
—Será mejor que subas,
Maddie —dijo mi padre.
De nada me sirvió protestar.
Tuve que abandonar el sótano y
sentarme a esperar en el coche de
punto mientras se encargaban de
bajar una camilla y de trasladar el
cadáver a la ambulancia que hacía
las veces de coche fúnebre mientras
reparaban el del comisario.
Mientras tanto, un grupo de
curiosos se había congregado frente
a la alta verja de hierro fundido que
separaba el inmueble de la calle.
Dos niñeras, cada una de ellas con
su cochecito, miraban sin ningún
reparo. Un poco más allá, un
matrimonio de ancianos había
interrumpido su paseo vespertino y
observaba la escena con un poco
más de discreción, y al otro lado de
la calle se había detenido un
hombre de anchos hombros en traje
d e tweed a pesar de que el perro
que había sacado a pasear
gimoteaba y quería seguir
avanzando. Un vendedor de
periódicos anunciaba
desapasionadamente que la edición
vespertina de la Gazette Varbourg
podía adquirirse por tan solo diez
céntimos, pero era evidente que
tenía todo su interés puesto en lo
que estaba sucediendo al otro lado
de la verja. Supongo que por eso
me descubrió.
—Mademoiselle —gritó—.
¡Hola! S’il vous plaît.
—¿Qué hay? —pregunté.
—¿Es el viejo Ponti? ¿Se ha
pegado un tiro?
¿Pegarse un tiro?
—¿Por qué demonios iba a
hacerlo? —no pude evitar
responder.
—¿Es él?
—No —dije—. No es nadie de
la casa.
Por lo visto, el molino de los
rumores ya había empezado a
moler. Sin duda madame Ponti
estaría encantada, pensé. Pero
seguramente ya estaba
acostumbrada.
En el camino de vuelta al
convento mi sangre ardía de cierto
resentimiento. ¿Por qué no había
estudiado yo allí? Mi padre había
elegido la Academia de madame
Aubry porque prefería una
educación que no concediera tanto
peso a la religión, sobre todo a la
católica, de la que desconfiaba
profundamente. Cuando asistíamos
a la iglesia siempre era a la
Reformada, y eso en muy contadas
ocasiones. Sin embargo, yo habría
estado dispuesta a tragarme una
buena porción de agua bendita y de
culto de dulía si eso me hubiera
dado acceso a la institución de
enseñanza que acabábamos de
abandonar. Bancos de trabajo bien
iluminados, quemadores Bunsen,
microscopios, bobinas de cobre e
imanes, y, por encima de todo,
conocimiento. Conocimiento en
lugar de la susodicha educación. No
pude reprimir un suspiro.
La madre Filippa me lanzó una
mirada de soslayo.
—¿Está cansada? ¿Quiere
descansar un rato antes de seguir?
—No, no, no es eso.
Simplemente tengo un poco de
envidia a sus alumnas.
—¿En qué sentido?
—Me temo que a la Academia
para Señoritas de madame Aubry la
inteligencia femenina le parecía
bastante más prescindible que a
usted —dije, y deseé para mis
adentros que hubiéramos dedicado
más tiempo a discutir lo que decían
los libros y menos a pasearnos con
ellos sobre la cabeza.
—¿Imogène? —La madre
Filippa abrió la puerta del comedor
de las hermanas—. Imogène,
tenemos visita...
—¡No! —La mujer en el traje
de postulante levantó la cabeza
bruscamente, y el miedo que
vislumbré en su mirada me llevó a
detenerme y quedarme quieta—.
¡No quiero verle! Yo... —Entonces
me vio y cayó en la cuenta de que
había malinterpretado la situación
—. ¡Oh, disculpe! Buenos días.
Cuando entramos había estado
fregando la larga mesa del comedor
con agua y jabón y todavía tenía el
cepillo en la mano. Su cuello y su
rostro ardían irregularmente a causa
del nerviosismo o del esfuerzo, y
entre sus cejas había un profundo
surco de preocupación que parecía
ser más o menos permanente. ¿A
quién le tendría tanto miedo?
—Mademoiselle Karno está
realizando un chequeo a las
alumnas y profesoras del colegio.
Nos ha parecido que lo mejor sería
que usted también se sometiera a él.
Al fin y al cabo, todavía pertenece
oficialmente al cuerpo docente.
La madre Filippa hablaba con
una autoridad tranquilizante que
habría calmado a cualquier animal
o niño y lo habría convencido para
que se echara. Sin embargo, no tuvo
ni el más mínimo efecto sobre
Imogène Leblanc.
—¿Un chequeo? —dijo,
recelosa—. ¿Cómo es eso?
—Me gustaría poderle examinar
las fosas nasales y la faringe —dije
—. Solo será un minuto.
Su semblante no cambió. Sus
ojos eran muy claros, grises o tal
vez de un azul pálido, resultaba
difícil determinarlo. Lo poco que se
veía de su pelo indicaba que era
rizado, castaño oscuro y sin brillo,
como el pelaje de un animal muerto.
Se me quedó mirando durante tanto
rato que empecé a preguntarme si se
negaría y, en tal caso, qué debería
hacer.
—Si realmente piensa que es
necesario —dijo finalmente—.
Pero tengo un trabajo que atender.
—Gracias, Imogène —dijo la
madre Filippa—. Significa mucho
para la fiabilidad del estudio que
este sea completo.
No había electricidad en esta
parte del convento y el comedor era
tan oscuro que era imposible
realizar la exploración allí. Así
pues, la madre Filippa nos condujo
a través de una puerta lateral hasta
un pequeño patio cerrado donde la
luz del sol caía blanca y fuerte
sobre las viejas baldosas amarillas
de gres. Le pedí a Imogène que se
sentara en uno de los cuatro bancos
y echara la cabeza atrás. Se movía
de una manera algo rígida y tenía
los dedos algo deformados por el
reumatismo, a pesar de que
probablemente solo tenía
veintipocos años. El rubor tampoco
se debía únicamente al
nerviosismo, descubrí. Tenía
manchas de antiguos eccemas en las
mejillas y el cuello. Pero las fosas
nasales y la faringe estaban
normales, y tampoco había señales
de infestación por ácaros. Le di las
gracias, y ella volvió al comedor
para retomar sus tareas.
Sin embargo, no pude resistirme
a preguntar a la madre Filippa con
quién había temido tanto
encontrarse.
—Su padre no aprueba su
decisión de consagrase a la vida
monacal —dijo la madre Filippa—.
Ha intentado impedirle volver al
convento en varias ocasiones, y por
lo que tengo entendido,
recientemente incluso llegó a
recluirla contra su voluntad. Estuvo
muy mal durante largo tiempo
después, tanto física como
mentalmente. Como habrá podido
apreciar tiene una salud frágil. Creo
que fue el miedo a su padre lo que
al final la llevó a abandonar la
docencia y solicitar permiso para
profesar el voto monástico. Es muy
probable que ahora mismo tuviera
miedo a que hubiera venido para
obligarla a dejarnos.
—¿Puede hacerlo?
—No sin sacar la espada. Pero
al fin y al cabo es su padre. Hasta
que no haya profesado su voto
monástico, seguirá estando
sometida a su autoridad. Venga,
podemos cruzar por aquí. Creo que
encontraremos a las últimas dos
hermanas en el ala oeste.
Encontramos a sor Bernadette y
a sor Béatrice en un patio que a
grandes rasgos era idéntico al del
comedor, salvo porque aquí crecía
un viejo serbal entre las baldosas
de gres. Resultó que las dos
hermanas eran de edad muy
avanzada. Una de ellas estaba casi
ciega, pero hacía ganchillo con unas
manos que veían más que sus ojos;
la otra había entrado a todas vistas
en una segunda infancia y estrujaba
una muñeca de trapo contra el
pecho mientras cantaba una nana
con una voz alta y clara y
sorprendentemente bella.
—Aquí tenemos a sor
Bernadette —dijo la madre Filippa,
y señaló la labor de ganchillo—. Y
aquí a Béatrice.
—Hoy está contenta —dijo sor
Bernadette—. Cuando está triste me
toca escuchar los salmos fúnebres,
y eso de la mañana a la noche. ¡Ay!
—Sor Bernadette fue la guía
espiritual más directa de Cécile —
dijo la madre Filippa—. Creo que
deberían conocerse mejor. ¿Quizás
a través de un paseíto por el jardín?
Ya me quedo yo con Béatrice
mientras tanto.
Bernadette se apresuró a
levantarse y dejó la labor de
ganchillo sobre el banco.
—Gracias. Es la criatura más
dulce del mundo, ¿verdad que sí,
Béatrice? Pero un paseíto me
sentará bien.
coge bayas,
coge bayas.
Papá Lobo en el oscuro
bosque
se escurre por aquí,
se escurre por allá.
Primero pierde un
zapato,
luego pierde el otro,
luego desata una cinta,
luego la otra.
Papá Lobo en el oscuro
bosque
tiene hambre y quiere
devorar.
Cuando la chica no
vuelve a casa,
ay, su madre tiene que
llorar.
Pim pam pum.
En la panza del lobo
estás.
De pronto recordé con toda
claridad el cosquilleo que sentía al
atravesar «el bosque» —por regla
general, dos chicas mayores que se
colocaban con los brazos en alto y
hacían de árboles—, solo pendiente
de si sería yo finalmente quien
quedaría atrapada en «la panza del
lobo». Si te atrapaban, las chicas te
pellizcaban con sus duros dedos, en
los brazos y las piernas, y sobre
todo en el costado y el vientre, y las
más despiadadas lo hacían con tanta
fuerza que te dejaban morados. Y,
sin embargo, había sido uno de
nuestros juegos preferidos.
Examiné a las dos ancianas
hermanas en el banco, a la luz del
sol, y como ya empezaba a suponer
a esas alturas, con resultado
negativo.
—Ahora me parece que ya solo
falta usted —le dije a la madre
Filippa.
—Volvamos a mi despacho —
dijo la abadesa—. Está al lado de
la entrada.
Esta vez estaba preparada, y así
pues no me llevé el mismo susto
cuando el lobo se acercó para
saludar a la madre Filippa con la
cabeza y la cola bajadas. No hizo
nada tan sumiso e infantil como
menear la cola, y seguía
pareciéndome imposible
confundirlo con un perro. A mí me
ignoró por completo.
Le pedí a la madre Filippa que
echara la cabeza hacia atrás y dirigí
el haz de luz de la lámpara hacia
sus fosas nasales, no sin cierto
alivio al saber que por esta vez era
la última nariz que tendría que
examinar. Tal como había
esperado, sus mucosas estaban
sanas y normales, sin señales de
inflamación ni de infestación por
ácaros.
—Pues me parece que esto es
todo —dije, y me incorporé. Me
dolía la zona lumbar después de
inclinarme tantas horas sobre
alumnas y demás habitantes del
convento—. Volveré en cuanto
hayamos examinado las muestras en
el microscopio, pero me alegra
poder confirmar que parece que
tanto la escuela como el convento
están libres de infección.
—¿Quiere que nuestro cochero
la lleve de vuelta a la ciudad? —
preguntó la madre Filippa.
—No, gracias, el comisario me
pasará a recoger en cuanto él haya
concluido sus investigaciones.
Aquella misma mañana, él y mi
padre habían tomado muestras de
todos los miembros de la familia
Montaine y de la servidumbre, y en
aquel momento seguramente
estarían examinando al círculo del
padre Abigore para ver si había
alguien infectado. La tarea de
rastreo era inmensa pero necesaria,
y el temor a que no lo hubiéramos
hecho lo suficientemente bien y con
la requerida minuciosidad me
revolvía el estómago.
La abadesa me contemplaba con
ojos claros y serenos.
—Usted no profesa la fe
católica, ¿verdad?
—No —dije, algo sorprendida
por el repentino cambio de tema—.
Pertenecemos a la comunidad de la
Iglesia Reformada.
—No querría ofenderla —dijo
—, pero me gustaría que me
permitiera bendecirla.
Obvié las primeras frases que
se me ocurrieron: «¿Por qué?», y
«Supongo que no me hará ningún
daño», y me limité a decir
«Gracias» y me quedé esperando,
ligeramente incómoda.
—¿Podría arrodillarse? —
preguntó—. No es necesario, pero...
es así como se suele hacer.
Me subí un poco la falda del
vestido de viaje y me puse de
rodillas. De pronto me pareció
tremendamente natural, como si
llevara toda la vida haciendo esta
clase de cosas. La madre superiora
rozó mi frente ligeramente mientras
pronunciaba en voz baja las
antiguas plegarias en latín y
terminaba con un «Amén», aún más
suave.
En ese mismo instante el lobo
estornudó y se frotó el hocico entre
las dos patas. Y entonces caí en la
cuenta de que, a pesar de todo, las
fosas nasales de la madre Filippa
no eran las últimas que tendría que
examinar aquel día.
NO NO NO QUIERO
CREERLO
MORIRÁN MORIRÁN
—¿Hola?
La llamada del comisario
retumbó entre los edificios. No
hubo respuesta. Ningún perro que
ladrara, ningún mozo que saliera
para hacerse cargo del caballo. En
suma, Les Merises transmitían un
aire de abandono y dejadez. Las
malas hierbas crecían libremente
entre el empedrado del patio, y una
de las puertas del establo
golpeteaba al viento. En algún lugar
se oyó el solitario relincho de un
caballo, y nuestro caballo
alquilado, no mucho más que un
poni, levantó la cabeza y soltó un
único y estridente berrido a modo
de respuesta.
—Quédese en el carruaje —
dijo el comisario—. Voy a echar un
vistazo.
—Vaya con cuidado —dije, y
pensé en Jago, el gran demonio de
perro al que no le gustaban los
caballos, y que probablemente
tampoco se mostraría demasiado
amable con un comisario
desconocido. Aunque de haber
estado allí, lo más seguro es que lo
hubiéramos oído ladrar, ¿o tal vez
no?
—Tranquila, estimada
Madeleine. Me llevaré este
conmigo.
Agitó su robusto bastón con un
ademán casi diría que gallardo, se
dirigió con paso firme hacia la
entrada principal y utilizó también
el bastón para llamar a la puerta.
Como ya esperábamos a estas
alturas, no salió nadie a recibirlo.
Parecía que el lugar estaba
completamente abandonado.
El comisario dobló la esquina
de la casa y desapareció. Yo me
quedé esperando en el cabriolé. Por
lo visto, el poni estaba contento de
que le dejáramos quedarse quieto,
pues no se movió ni se molestó en
contestar cuando el otro caballo
volvió a relinchar. ¡Quién pudiera
mostrarse tan flemático!, pensé. Yo
no estaba ni mucho menos tan
serena. Ojalá la puerta del establo
dejara de golpetear. Ojalá volviera
el comisario. Ojalá el otro caballo
dejara de relinchar tan
penosamente.
Ninguna de estas cosas sucedió.
No sé exactamente cuánto tiempo
pasó, pero en cualquier caso las
sombras se alargaron
considerablemente. Y al final ya no
pude soportarlo más. Me aseguré de
que el freno estuviera echado, de
atar las riendas alrededor de la
barandilla del carruaje y me bajé.
El poni mantenía la cabeza baja y
una de las patas traseras recogida
bajo el abdomen, y apenas meneó
las orejas cuando me alejé.
—¿Señor comisario?
No le llamé demasiado alto,
influida como estaba por dos
instintos contrapuestos: por un lado
quería que me oyera, por otro no
quería que lo hiciera nadie más.
El jardín trasero de la casa
estaba tan descuidado como el
patio. Las hojas caídas en otoño
todavía cubrían el césped como una
gruesa alfombra parda, ahora a
media descomposición. Las plantas
perennes no habían sido recortadas,
los tallos amarillentos y pardos
sobresalían tristemente en medio de
las nuevas y tiernas plantas verdes.
A mis espaldas estaba la casa, una
pesada caja marrón con las
ventanas de cristales opacos
cerradas. No se veía al comisario
por ninguna parte, pero en el fondo
del jardín, entre unos altos
castaños, divisé una valla de
piedras y una cancilla que en ese
momento estaba entreabierta.
—¿Señor comisario?
Abrí la verja y seguí el sendero
para adentrarme en algo que
seguramente alguna vez fue un
huerto frutal, pero que se había
asilvestrado hasta tal punto que más
bien parecía una jungla. La hierba
alta y amarillenta, las ortigas y las
zarzas se extendían bajo unos
manzanos y perales podridos, y los
sauces, los chopos y los abedulillos
brotaban entre las hileras,
desdibujando la simetría que antaño
reinaba. Tan solo el sendero
revelaba que alguien seguía
viniendo por aquí, pues la hierba
había sido segada con una guadaña
y las zarzas, recortadas para que
fuera transitable.
Otra valla de piedras, y otra
cancilla. Y al otro lado del cerco el
contorno de algo que parecía una
antigua capilla. Un frontis
almenado, un pequeño campanario,
una cruz de hierro oxidada que
atrapaba los últimos rayos de sol en
lo alto del perfil puntiagudo de la
torre. Unos setos de tejo recortados
destacaban como un oscuro muro
contra el verdadero bosque que
empezaba inmediatamente detrás de
la capilla.
La puerta de la capilla estaba
abierta, pero vacilé en entrar.
Aquel lugar transmitía una increíble
sensación de privacidad, estaba
destinado al silencio y al
recogimiento, no a la manifestación
pública de devoción.
—¿Señor comisario?
—¿Madeleine?
Allí estaba. Parte del
desasosiego que había intentado
reprimir fue sustituido por una
sensación de alivio. Subí los
gastados peldaños de piedra y entré
en la pequeña estancia abovedada.
—Tardaba mucho —dije—. Al
final empecé a...
Me detuve en seco. No estaba
solo. Estaba sentado en cuclillas al
lado de un niño de unos siete u ocho
años que yacía en el suelo,
demasiado quieto.
—Está vivo —dijo el comisario
—. Pero no me atreví a moverlo.
No sé qué lesiones puede tener.
El niño estaba muy sucio. Su
pelo, casi negro, se pegaba al
cráneo de una manera poco
saludable, y parecía que se había
orinado en los pantalones repetidas
veces. En el nacimiento del pelo
había restos de sangre coagulada.
Me arrodillé a su lado y le busqué
el pulso. Parecía respirar sin
dificultad, pero el pulso era
acelerado y palpable bajo mi dedo
índice, y la palidez debajo de la
mugre resultaba alarmante. Tenía
los labios agrietados y un plastrón
grumoso de pus pegado a la
comisura de los labios.
Palpé su cráneo con gran
cautela, primero alrededor de la
herida en la sien, y luego de las
vértebras del cuello y de la
columna dorsal, pero no encontré
signos evidentes de fractura.
—La herida es antigua —dije
—. Ha empezado a cicatrizar. No
creo que esté inconsciente por eso.
Pero ¿quién es, y qué hace aquí?
—No puedo decirlo con
seguridad —dijo el comisario—.
Pero creo que se trata de Louis
Charles Napoléon Mercier.
Bautizado con los nombres de dos
reyes y de un emperador.
Poco a poco había ido
oscureciendo en el interior de la
capilla, salvo por algunas manchas
de luz de luna y sombras de hojas
sobre el liso suelo de piedra. Las
estrechas ventanas eran tan altas
que resultaba imposible mirar a
través de ellas, pero tampoco había
mucho más que ver, más allá de
distintos grados de oscuridad.
No había resultado agradable
quedarse a solas con el niño, pero
alguien tenía que pedir ayuda, y el
comisario sería más rápido y eficaz
que yo. Pronto estaría de vuelta, me
tranquilicé, me había prometido que
no tardaría más de hora y media, y
ya había pasado cerca de una hora,
poco más o menos. Además, ya no
podía entrar nadie. Yo me había
encargado de cerrar la puerta de la
capilla con llave, y sentía el perfil
de la pesada llave de hierro entre
mis pechos. No me había atrevido a
soltarla, por miedo a no volverla a
encontrar en cuanto cayera la noche.
Quedaba del todo descartado
encender una luz. Sería lo mismo
que enviar el destello de un faro en
medio de la oscuridad: aquí...
aquí... aquí... Un riesgo innecesario,
por mucho que la puerta estuviera
cerrada con llave.
Había doblado dos de las
mantas de la cabaña de caza un par
de veces para así formar una
especie de colchón sobre el que
pudiera descansar el niño y lo había
tapado con la tercera. Yo me senté
encima de la chaqueta del
comisario, pero no bastaba para
evitar que el frío se colara en mi
cuerpo desde abajo. De haber sido
una noche de verano las piedras
habrían desprendido el calor
acumulado durante el día, pero en
esta época del año la humedad del
invierno todavía impregnaba los
muros y la temperatura descendió
abruptamente en la estancia en
cuanto se puso el sol. No era bueno
para el niño. Sus manos y sus pies
estaban helados, y mis intentos de
devolverle la vida frotándolos solo
fueron eficaces a medias.
—¿Qué te ha hecho? —
murmuré, y me llevé un susto al oír
mi propia voz en aquel lugar de
recogimiento. Era una cárcel
tenebrosa y solitaria para un niño,
pensé. Al lado de la puerta había un
orinal, un plato de hojalata y una
jarra de agua, y alguien le había
dado un ejemplar ilustrado de los
cuentos de Perrault para que se
entretuviera. Por lo demás, nadie
había hecho nada por endulzar su
cautiverio.
Y sin embargo lo más
remarcable no era que el niño
estuviera herido, desfallecido y
encerrado, sino que siguiera con
vida. Si realmente era Louis
Mercier, y parecía bastante factible,
entonces la ineludible conclusión
era que el hombre que le había
dado el mensaje falso al padre
Abigore era Antoine Leblanc. Lo
que lo convertía, de manera casi
igualmente ineludible en el hombre
que más tarde asesinaría a Abigore
de un solo golpe certero con una
pala de carbón. Si un hombre está
tan embrutecido que es capaz de
quitarle la vida a un sacerdote
católico de esta manera, ¿qué le
impide asesinar a un molesto testigo
que tiene en su poder de forma tan
absoluta?
—No tengas miedo —dije al
niño inconsciente—. Estoy contigo,
y no te abandonaré.
Mis palabras sonaban vacías en
medio de la oscuridad, a pesar de
su sinceridad. Oí a un búho ulular,
un sonido estridente y solitario, y
me sorprendí a mí misma prestando
oídos no solo al búho y al viento
que sonaban allí fuera, sino también
a los latidos de mi corazón. Había
empezado a temblar. «Es el frío»,
me dije a mí misma. «Hace
demasiado frío aquí.» En un intento
de conservar el calor un poco mejor
me envolví los hombros con el
vestido verde marchito de Cécile a
modo de chal.
La tela crujió.
Me olvidé del búho y del frío
por un instante y volví a palparlo.
Sí, efectivamente. En el dobladillo
del vestido había una zona donde el
pliegue era más grueso. Los puntos
estaban parcialmente deshechos de
manera que se formaba una especie
de bolsa, y en aquella pequeña
bolsa mis dedos inquisidores
encontraron unos folios doblados
varias veces.
Cécile había escrito algo. Y lo
había escondido lo mejor que había
podido. Se me hizo casi
insoportable quedarme sentada en
la oscuridad con los folios entre las
manos sin poder leerlos. Había
cirios frente a la imagen de la
Virgen, y seguramente también
fósforos, pero ¿me atrevía? Al fin y
al cabo ya había decidido que era
demasiado peligroso encender una
luz. No, debía tener paciencia. El
comisario no podía tardar mucho en
volver.
Un sonido interrumpió mis
reflexiones, un débil ruido cerca de
la puerta que al principio me colmó
de esperanzas. Pero en lugar de la
voz imperturbable del comisario se
oyó un resoplido y un breve y agudo
ladrido.
—¡Jago, aquí!
Eran Leblanc y su perro.
Agarré instintivamente la llave
que descansaba fría y pesada contra
mi pecho. De pronto caí en la
cuenta de que habíamos dado por
supuesto que era la única, y que la
puerta cerrada nos protegería del
hombre que estaba al otro lado.
Pero ¿y si resultaba que no era así?
Oí un ruido sordo de piedras
rascando contra piedras. Leblanc
estaba levantando el ladrillo debajo
del cual el comisario había
encontrado la llave de la capilla.
En ese preciso momento Leblanc
descubrió que no todo estaba tal
como lo había dejado. Probó la
puerta y se dio cuenta de que estaba
cerrada con llave.
—¿Imogène? —llamó—. ¿Eres
tú?
Por un instante de locura
consideré la posibilidad de fingir
que era Imogène, y pedirle que se
marchara. Pero naturalmente nunca
lograría engañarlo. Por mucho que
a menudo oigamos lo que
esperamos oír él conocía la voz de
su hija demasiado bien y yo
demasiado mal. No sería capaz de
imitarla.
Y de haber sido capaz, pensé de
pronto, él de todos modos no habría
obedecido. Recordé el miedo que
había detectado en los ojos de
Imogène cuando creyó que su padre
había venido para convencerla de
abandonar el convento.
Metí los folios de Cécile al
lado de la llave y esperé.
—¡Imogène! ¡Abre! —Golpeó
la puerta fuertemente con el puño
—. ¡Sé que estás ahí dentro!
Siguió martilleando la puerta
unas cuantas veces más y tiró del
pomo como si creyera que así
conseguiría que la cerradura
cediera.
¿Dónde se había metido el
comisario? ¿Dónde estaba la ayuda
que se suponía que tenía que traer?
Máximo una hora y media. Ya
debería haber llegado.
Un chirrido.
Estaba golpeando la puerta con
un objeto. Algo que era más duro
que un puño.
Chirrido. Chirrido. Chirrido.
¡Oh, Dios mío! ¿Podía ser un
hacha?
No, me dije. No había oído
nada que se astillara.
—Imogène, voy a contar hasta
diez. Si cuando llegue a diez esta
puerta no está abierta, haré saltar la
cerradura de un tiro.
Empezó a contar, lenta pero
implacablemente. Yo no sabía qué
hacer. ¿Realmente utilizaría la
escopeta y se arriesgaría a que la
bala atravesara la puerta y
alcanzara a su propia hija?
—Tres, cuatro, cinco...
Y el niño. También se
arriesgaba a alcanzar al niño.
—Seis. Siete. Ocho. Imogène,
última oportunidad. Abre, o échate
a un lado.
Lo haría.
—Nueve.
—¡Espere! —grité.
—Entonces abre.
Creo que en aquel momento
seguía convencido de que era su
hija quien se había encerrado en la
capilla junto con el niño.
—No tengo la llave —dije—.
No puedo abrirle.
¿Me creería? ¿Y eso cambiaría
algo?
El único aviso que me dio fue el
sonido al cargar la escopeta. Me
arrojé al suelo al lado del niño, y
poco después retumbaron los
disparos. Dos, tan seguidos que el
primero todavía retumbaba entre
los muros de piedra cuando el
último reventó la puerta, la
cerradura y el pomo en mil
pedazos.
—Imogène, es el doctor
Fleischer.
Acudió mucho después de que
ella se hubiera rendido. Mucho
después de haberse convencido de
que sería la presa del Lobo para
siempre y que nunca se liberaría. El
Otro Médico. Así solía pensar en
él, a pesar de que había habido
médicos a montones antes que él. Él
era El Otro, el que era diferente a
los demás. Se llamaba doctor
Wilhelm Fleischer, era calvo y solo
un centímetro más alto que ella.
Pero había trabajado con los
médicos e investigadores más
prestigiosos de Europa: Fehleisen,
Koch, Pasteur, sí, incluso había
pasado dos años en Estados
Unidos. Y tenía una cura, dijo.
—¿Supongo que habrás oído el
refrán? ¿Que el fuego se combate
con fuego? —preguntó.
Imogène asintió con la cabeza.
Sí, lo conocía.
—Esto es casi lo mismo.
Combatiremos una enfermedad con
otra. ¿También sabes lo que son las
bacterias?
—Saqué las mejores notas en
química y biología —dijo Imogène,
ligeramente indignada. Tenía
diecisiete años, y ya no era una
niña.
—Estupendo, así entenderás
mejor lo que pretendo explicarte.
Y entonces el doctor describió
cómo se tomaba una pequeña
muestra de tejido infectado de un
paciente con erisipela y se metía en
una mezcla de agar y suero para así
favorecer el rápido crecimiento de
las bacterias durante unos cuantos
días. Luego él le inocularía a ella
esas bacterias. Y enfermaría...
—Te pondrás muy enferma.
¡Cuanto más enferma mejor
funcionará! —dijo el doctor—.
Fiebre alta, terribles dolores de
cabeza, celulitis infecciosa en
grandes partes del cuerpo. Tienes
que ser valiente, pero te prometo
que en cuanto te suba la fiebre
también sentirás alivio. ¡Es el fuego
con el que expulsaremos al lobo!
—¿No es demasiado peligroso?
—preguntó papá—. ¿Con una fiebre
tan alta, y teniendo en cuenta que
Imogène ya es frágil de por sí?
—Es un riesgo —dijo el doctor
Fleischer—. Pero hay que valorar
también la posibilidad de una
curación completa.
Imogène miró al pequeño y
calvo doctor de la mirada serena y
comprendió. Lo comprendió todo.
Sintió que estaba en lo cierto, que
el fuego de la fiebre la abrasaría y
la purificaría, de la misma manera
en que el fuego del purgatorio
purifica las almas de aquellos que
de otro modo estarían perdidos.
—Sí —suplicó—. Hágalo.
Fuego contra fuego.
Le detectaron una temperatura
de cuarenta y un grados en la escala
Celsius cuando la fiebre estaba en
su punto máximo. Nada de lo que el
Lobo le había hecho hasta entonces
podía medirse, ni por asomo, con
aquel dolor. Pero el fuego del
purgatorio tiene que doler, susurró
para sí, y permitió que le ataran las
muñecas a la cama para que no
pudiera despellejarse y rascarse las
heridas. Fue como si su piel se
hubiera quemado hasta desaparecer,
pero al bajar la mirada descubrió
que la piel seguía allí, aunque
abrasada, tumefacta y purulenta. Sus
sueños estaban llenos de fuego.
Luchaba por cada bocanada de aire
que inspiraba.
Pero al final la fiebre remitió.
El fuego se extinguió y se llevó al
Lobo.
—Ya ve —dijo el doctor
Fleischer a su padre el día que la
visitó por última vez—. Las fuerzas
de la naturaleza son prodigiosas.
—Creo que debemos
agradecérselo al Señor —dijo su
padre—. Y a usted y a sus
bacterias, señor doctor.
Estuvo bien durante cinco años,
y creyó que Dios la había
perdonado. Dormía sin problemas
por la noche, y ya no necesitaba
barrear su puerta ni su mente contra
aquello que quería entrar. La fiebre
había sido su prueba, y la había
superado, purificada e inmaculada.
O eso creyó. Hasta el día en que
la madre Filippa la envió al establo
de los lobos con un recado para
Émile, y se lo encontró junto a
Cécile.
Si Imogène no lo hubiera
contado y explicado todo, sin
considerar culpa alguna, sí, diríase
incluso sin ser consciente de culpa
alguna, es posible que, a pesar de
todo, hubiéramos conseguido que la
juzgaran por el asesinato de la
madre Filippa, pero nunca por el
asesinato a sangre fría de Cécile
Montaine.
Mi padre estuvo presente
durante el largo interrogatorio
porque tanto el comisario como el
inspector Marot comprendieron
pronto que sus conocimientos y su
experiencia serían necesarios.
Ella estaba sentada con la
espalda erguida y serena en la silla
en que la habían sentado, y a pesar
de que la prefectura había insistido
en que estuviera encadenada
consiguió que sus cadenas
parecieran irrelevantes, como una
ocurrencia infantil que simplemente
tendría que tolerar si no podía ser
de otra manera. Mis esfuerzos por
dejarla fuera de combate le habían
dejado una ancha excoriación sobre
el ojo y a lo largo del pómulo, pero
si le dolía desde luego no se le
notó.
El cometido de Imogène no era
ni mucho menos fácil, explicó. La
misión que Dios le había
encomendado era la siguiente:
demostrar la humanidad de la
humanidad. Ella no era su verdugo,
sino su armero. Lo único que debía
hacer era crear la espada flamígera,
después el Señor la blandiría.
Los ácaros eran el hierro con el
que forjaría la espada. Eran
sumamente idóneos para ello,
precisamente porque habitaban en
los animales y no infestarían a un
ser humano puro, pensó Imogène.
Aunque Imogène no supo de dónde
saldría la hoja afilada de la espada
hasta que enfermó la vieja Lisette.
La enfermedad de Lisette estaba
provocada por una bacteria,
estableció Imogène durante el
tiempo en que estuvo cuidando a la
moribunda cocinera. En la
mucosidad que expectoraba Lisette
encontró microorganismos que
estaban emparentados con la
bacteria de la erisipela, la misma
que había sido su purgatorio cinco
años atrás, cuando creyó que estaba
curada y que Dios había dejado de
ponerla a prueba. Era una señal
imposible de malinterpretar.
Lisette no concibió sospechas
cuando Imogène empezó a echarle
gotas en la nariz con una pipeta. Se
lo tomó como una prueba más de
los grandes conocimientos y del
gran cariño de la joven señorita.
Imogène dejó que los ácaros
vivieran unos días en la faringe de
Lisette antes de devolver algunos a
Jago. Luego aguardó expectante,
pero Jago no enfermó, y con ello se
convenció de que la Espada de
Dios sería capaz de distinguir entre
los puros y los impuros. Las
personas y los animales puros no
tendrían nada que temer,
únicamente afectaría a aquellos que
contaminaban lo uno con lo otro.
Imogène apenas lloró en el
funeral de Lisette. Sus sufrimientos
habían tenido un fin, al igual que los
que había padecido Imogène.
La mayor dificultad a la que
entonces se tuvo que enfrentar fue
conseguir contagiar los ácaros a la
manada de lobos del convento. Por
entonces todavía no conseguía
dominar por completo su miedo a
los lobos, por mucho que supiera
que era una debilidad indigna.
Primero intentó atrapar a uno de
ellos en un cepo para zorros, pero
todavía era muy salvaje e intentó
morderla para evitar que se le
acercara.
Luego se le ocurrió lo del
cachorro. Pertenecía a la última
camada del viejo Bijou, y no
parecía estar bien. No sabía si se
debía a que Jago lo había
contagiado con las bacterias de los
ácaros, pero en cualquier caso tenía
ácaros, y con eso le bastaba. Se lo
llevó de vuelta al convento la noche
de un domingo y lo dejó en el redil
de los lobos sin que nadie se diera
cuenta. Más tarde supo que el nuevo
macho lo había matado, y que nadie
entendía de dónde había salido.
Ya estaba todo listo, o eso
creyó. Sin duda, los ácaros
infestarían a Émile primero, pues él
era quien más cerca estaba de la
Bestia. Después le llegaría el turno
a Cécile. Y luego a la madre
Filippa, que todavía tenía al viejo
macho consigo durante la mayor
parte del día. El resto estaba en
manos de Dios. El fuego del
purgatorio los alcanzaría para
purificarlos o para matarlos.
Pero pasaron los meses.
Noviembre, diciembre. El día del
Nacimiento del Niño Jesús, y
seguía sin haber señales de la
eficacia de la espada de Dios.
Imogène se recordó a sí misma que
el Señor mide el tiempo en
eternidades, no en breves semanas
humanas, y se aprestó a que tal vez
sería necesario encontrar un nuevo
modo de transmitir los ácaros. No
conseguía que su padre
comprendiera la misión que Dios le
había encomendado. Él intentó
impedirle volver a la escuela y al
convento, pero ella se rebeló. No
podía permitirse ser débil ahora
mismo. Fue cuando Cécile decidió
fugarse con Émile y le pidió su
ayuda que Imogène empezó a dudar
seriamente. Si huían del convento,
lejos de los lobos, ¿cómo iba a
poder alcanzarles la espada de
Dios? Y al mismo tiempo aquella
fuga era precisamente la prueba
más clara de que estaban sometidos
al poder de la Bestia. Intentó
tranquilizar a Cécile, pero la
muchacha estaba fuera de sí y no
quiso escucharla. Como última
salida recurrió a la cabaña de caza,
pues así al menos sabría dónde
estaban.
Estuvo reflexionando durante
tres días. Entonces supo lo que
debía hacer.
—Yo no he matado a nadie —
sostuvo, incluso después de haber
expuesto con gran detalle cómo
había sedado a Cécile con
cloroformo y luego le había
transmitido los ácaros mediante una
pipeta—. Tan solo he posibilitado
la prueba del Señor.
—¿Y el padre Abigore? Por lo
que tengo entendido su único delito
fue que rezó por el alma de Cécile
durante toda una noche —dijo mi
padre.
Por un instante la mirada de
Imogène pareció vacilar.
—Debía de estar contaminado
—dijo—. De haber sido puro no
habría ocurrido.
—¿Le habló a su padre de... de
la espada de Dios? —preguntó el
comisario.
Imogène suspiró.
—Sí. Él ya sospechaba después
de lo del cachorro. Al fin y al cabo
sabía que debí de ser yo quien se lo
llevó al convento, aunque no
entendía el motivo. Y luego, tras el
funeral de Cécile, cuando vi que el
párroco también había contraído la
enfermedad... En aquel momento
sentí una terrible necesidad de
hablar con alguien. Pero papá no lo
entendió. Estaba muy enfadada con
él. Mató al pobre párroco sin darle
la oportunidad de liberarse a través
del sufrimiento del purgatorio. Y se
interpuso a la espada de Dios, al
impedir que esta pusiera a prueba a
más gente.
—¿Por qué evitó que se
propagara el contagio?
—Fue un acto impío por su
parte, pero nunca conseguí que lo
comprendiera.
—¿Y la madre Filippa? ¿Por
qué debía morir?
Por primera vez Imogène
pareció afectada.
—Habían incinerado a los
viejos lobos —dijo—. Tenía
pensado sedar a los nuevos e
inocularles los ácaros. Tenía a
Jago conmigo, y una botella de éter.
Pero entonces apareció la madre
Filippa, y yo... utilicé el éter con
ella. Pero dejó de respirar. Se
murió. Sin haberse confesado, sin
haber purificado su alma eterna. Sin
haber pasado la prueba. Tenía que
hacer algo para liberarla.
Entonces fue cuando mi padre
finalmente comprendió por qué
Imogène había intentado partir a la
madre Filippa en dos con una sierra
para leña.
—¿Realmente creyó que así su
alma se separaría de su cuerpo ante
sus ojos? —dijo, absolutamente
estupefacto.
—Eso fue lo que ocurrió en el
sueño de la espada. ¡Y ella me dio
las gracias! Porque la había
liberado.
—Y cuando no sucedió, ¿qué
pensó usted entonces?
—Que la madre Filippa había
vendido su alma a la Bestia, y que a
pesar de todo yo había llegado
tarde.
ISBN: 9788466653831
Conversión a formato digital: El poeta
(edición digital) S. L.