Don Camilo
Don Camilo
Don Camilo
DON CAMILO
En un mundo pequeño donde se mueven pocos centenares de personas, afanadas en la
diaria rutina de subsistir, ocurren acontecimientos que no adquieren trascendencia uni-
versal, pero que, sin embargo, reflejan las pasiones, los anhelos, las inquietudes de todos
los hombres y de todos los lugares de la tierra. En ese pequeño mundo que desarrolla la
novela, destácanse dos personajes, cuyas sombras podrían cubrir muy vastos territorios: el
cura don Camilo, consejero espiritual de la pacífica grey aldeana, y el comunista Pepón,
alcalde de la villa, en virtud de una victoria comicial de los "rojos". Este hecho trastorna la
existencia de la aldea y plantea problemas nunca sospechados. Imagine el lector los anta-
gonismos que surgen de semejante oposición. Pero el líder comunista es hijo del pueblo,
criado en la reverencia al credo de sus mayores, y la nueva ideología social no alcanza a
destruir en él la fe religiosa. Es, en consecuencia, un comunista católico, pero anticlerical,
Este singular estado de conciencia provoca regocijantes soluciones en los actos del
alcalde. El autor ha sabido explotarlos con decoroso humorismo, el que da a este libro una
fisonomía en extremo simpática, además de la llaneza de las sugestiones que son
profundamente humanas. Porque, en verdad, remueven aquel ínfimo espacio de la tierra,
las mismas querellas que gravitan sobre el alma de los hombres de todas las latitudes.
2
Giovanni Guareschi
Don Camilo
(Un mundo pequeño)
Traducción de
FERNANDO ANSELMI
CON 39 DIBUJOS DEL AUTOR
Título original:
M O N D O P I C C O L O "DON CAMILO" Editores: PIZZOLI y Cia, MILÁN
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historias, el cual está situado en aquella lonja de llanura que se asienta entre el Po y los
Apeninos.
" ... el cielo es a menudo de un hermoso color azul, como doquiera en Italia, salvo en la
estación menos buena en que se levantan espesísimas nieblas. El suelo en su mayor parte
es amable, arenoso y fresco, algo duro yendo hacia el norte y a veces francamente arcilloso.
Una lujuriante vegetación tapiza el territorio, que no presenta un palmo despojado de
verdura, la cual procura extender su dominio hasta sobre los anchos arenales del Po.
"Los campos de ondulantes mieses, rayados doquiera por las hileras de vides casadas con
los álamos, coronados en sus términos por crinadas moreras, muestran la feracidad el
suelo... Trigo, maíz, copia de uvas, gusanos de seda, cáñamo, trébol, son los principales
productos. Crece bien cualquier linaje de plantas, y mucho prosperaban antaño los robles y
toda suerte de frutos. Tupidos mimbrerales erizan las riberas del río, a lo largo del cual,
más en el pasado que ahora, verdeaban anchos y ricos bosques de álamos, aquí y allá
intercalados de alisos y sauces, o hermoseados por la olorosa madreselva, que abrazando las
plantas forman chocitas y pináculos salpicados de coloridas campanillas.
"Hay muchos bueyes, ganado porcino y aves de corral, acechadas éstas por la marta y la
garduña. El cazador descubre no pocas liebres, presa frecuente de los zorros; y en su
tiempo, hienden el aire codornices, tórtolas, perdices de plumaje entrecano, becadas que
picotean el terreno convirtiéndolo en criba, y otros volátiles transeúntes. Sueles ver en el
espacio bandadas de estorninos y de ánades, que en invierno se extienden sobre el Po. La
gaviota blanquecina centellea atenta sobre sus alas; luego se precipita y atrapa el pez.
Entre los juncos se esconde el multicolor alción, la canastita, la polla de agua y la astuta
fúlica. Sobre el río oyes pinzones, divisas garzas reales, choritos, avesfrías y otras aves
ribereñas ; rapaces halcones y gigantescos cernícalos, terror de las cluecas, nocturnos
mochuelos y silenciosos buhos. Algunas veces fueron admiradas y cazadas aves mayores,
traídas por los vientos de extrañas regiones, por encima del Po o aquende
los Alpes. En aquella cuenca te punzan los mosquitos ("de fangosas - charcas sus antiguos
layes cantan las ranas"), pero en las luminosas noches del estío el hechicero ruiseñor
acompaña con su canto suavísimo la divina armonía del universo, lamentando quizá que
otra semejante no venga a endulzar los libres corazones de los hombres.
"En el río, rico en peces, culebrean los barbos, las tencas, los voraces lucios, las
argentadas carpas, exquisitas percas de rojas aletas, lúbricas anguilas y grandes esturiones
-que, a veces, atormentados por pequeñas lampreas, remontan el río-, de un peso hasta de
ciento cincuenta y más kilogramos cada uno.
“... Sobre las playas del río yacen los restos de la villa de Stagno, un día muy extensa,
ahora casi enteramente tragada por las aguas. En el ángulo donde la comuna toca Stirone,
cerca del Taro, está la aldea de Fontanelle, soleada y esparcida. Allá donde la carretera
provincial se cruza con el dique del Po está el caserío de Ragazzola. Hacia el oriente, donde
la tierra es más baja, se alza el pueblecillo de Fossa y la apartada aldehuela de Rigosa,
humilde y arrinconada entre olmos y álamos y otros árboles, no lejos del lugar donde el
arroyo Rigosa desagua en el Taro. Entre estas aldeas se ve Roccabianca ... "1
Cuando releo esta página del notario Francisco Luis Campari, me parece verme
convertido en un personaje de la conseja que él relata, porque yo he nacido en esa aldea
"soleada y esparcida".
El pequeño mundo de Un Mundo Pequeño no vive ,allí, sin embargo; no está en ningún
sitio fijo. El pueblo de Un Mundo Pequeño es un puntito negro que se mueve con sus
Pepones y sus Flacos a lo largo del río en aquella lonja de tierra que se halla entre el Po y
los Apeninos; pero éste es el clima, el paisaje es éste. Y en un pueblo como éste basta
pararse en el camino a mirar una casa campesina, ahogada entre el maíz y el cáñamo, y en
seguida nace una historia.
.
Primera historia
Yo vivía en Bosque Grande, en la Basa( Así llaman, la Bassa (la Baja), a la llanura del
valle del Po descrita en el capítulo anterior. Tierra baja le llamaremos en adelante en esta
t r a d u c c i ó n ) , con mi padre, mi madre y once hermanos. Yo, que era el mayor, tocaba
apenas los doce años, y Quico, que era el menor, apenas contaba dos. Mi madre me
daba todas las mañanas una cesta de pan y un saquito de miel de castañas dulces; mi
padre nos ponía en fila en la era y nos hacía decir en voz alta el Padrenuestro; luego
marchábamos con Dios y regresábamos al anochecer
Nuestros campos no acababan nunca y habríamos podido correr todo el día sin salir de
sus lindes. Mi padre no hubiera dicho una palabra si le hubiésemos pisoteado una hectárea
de trigo en brote o si le hubiésemos arrancado una hilera de vides. Sin embargo, siempre
salíamos fuera, y no nos sobraba el tiempo para nuestras fechorías. También Quico, que
tenía dos años, la boca pequeñita y rosada, los ojos grandes, de largas cejas, y ricitos que le
caían sobre la frente como a un angelito, no se dejaba escapar un ansarón cuando lo tenía
a tiro.
Todas las mañanas, a poco de haber partido nosotros, llegaban a nuestra granja
viejas con canastos llenos de anserinos, pollas y pollitos asesinados, y mi madre por
cada cabeza muerta daba una viva. Teníamos mil gallinas escarbando por nuestros
campos, pero cuando queríamos poner algún pollo a hervir en la olla, era preciso
comprarlo.
Mi madre, entre tanto, seguía cambiando ansarones vivos por ansarones muertos.
Mi padre ponía cara seria, se ensortijaba los largos bigotes e interrogaba rudamente a
las mujerucas para saber si recordaban quién de los doce había sido el culpable.
Cuando alguna le decía que había sido Quico, el más pequeñín, mi padre se hacía
contar tres o cuatro veces la historia, y cómo había hecho para tirar la piedra, y si era
una piedra grande, y si había acertado el ansarón al primer tiro.
Estas cosas las supe mucho tiempo después: entonces no nos preocupaban.
Recuerdo que una vez, mientras yo, después de haber lanzado a Quico contra un ganso
que se paseaba como un estúpido por un pradecito pelado, estaba apostado con mis
otros diez hermanos detrás de unas matas, vi a mi padre a veinte pasos de distancia,
fumando su pipa a la sombra de una gruesa encina.
Cuando Quico hubo despachado el ganso, mi padre se marchó tranquilamente con
las manos en los bolsillos, y yo y mis hermanos dimos gracias al buen Dios.
-No se ha dado cuenta -dije en voz baja a mis hermanos. Pero entonces yo no podía
comprender que mi padre nos había seguido toda la mañana, ocultándose como un
ladrón, nada más que para ver cómo mataba Quico los gansos.
Pero me estoy saliendo del sembrado. Es el defecto de quien tiene demasiados
recuerdos.
Debo decir que Bosque Grande era un pueblo donde nadie moría, por virtud del aire
extraordinario que allí se respiraba. En Bosque Grande, por lo tanto, parecía imposible
que un niño de dos años pudiera enfermarse. Sin embargo, Quico enfermó seriamente.
Una tarde, a tiempo ya de regresar a casa, Quico se echó repentinamente al suelo y
comenzó a llorar. Al cabo de un rato dejó de llorar y se quedó dormido. No hubo modo
de despertarlo. Lo alcé en brazos y sentí que ardía. Parecía de fuego. Todos entonces
tuvimos un miedo terrible. Caía el sol, y el cielo estaba negro y rojo; las sombras se
hacían largas. Abandonamos a Quico entre los pastos y huimos gritando y llorando
como si algo terrible y misterioso nos persiguiera.
-¡Quico duerme y quema!... ¡ Quico tiene fuego en la cabeza! -sollocé cuando llegué
donde estaba mi padre.
Mi padre, lo recuerdo bien, descolgó la escopeta de doble caño de la pared, la cargó,
se la puso bajo el brazo y nos siguió sin hablar. Nosotros íbamos apretados alrededor
suyo, ya sin miedo, porque nuestro padre era capaz de fulminar un lebrato a ochenta
metros. Quico, abandonado en medio de las oscuras hierbas con su largo vestidito claro
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y sus bucles sobre la frente, parecía un ángel del buen Dios al que se le hubiese
estropeado una alita y hubiera caído en el trebolar.
En Bosque Grande nunca moría nadie, y cuando la gente supo que Quico estaba mal,
todos experimentaron una enorme ansiedad. En las casas se hablaba en voz baja. Por el
pueblo merodeaba un forastero peligroso y nadie de noche se atrevía a abrir la ventana
por miedo de ver, en la era blanqueada por la luna, rondar la vieja vestida de negro con
la guadaña en la mano.
Mi padre mandó la calesa en busca de tres o cuatro doctores famosos. Todos
palparon a Quico, le apoyaron el oído en la espalda y luego miraron en silencio a mi
padre.
Quico seguía dormido y ardiendo; su cara habiase vuelto más blanca que un pañuelo.
Mi madre lloraba entre nosotros y se negaba a comer. Mi padre no se sentaba nunca y
seguía rizándose el bigote, sin hablar. El cuarto día, los tres últimos doctores que
habían llegado juntos abrieron los brazos y dijeron a mi padre:
-Solamente el buen Dios puede salvar a su hijo. Recuerdo que era de mañana: mi
padre hizo una seña con la cabeza y lo seguimos a la era. Luego, con un silbido llamó a
los domésticos, cincuenta personas entre hombres, mujeres y niños.
Mi padre era alto, flaco y fuerte, de largos bigotes, gran sombrero, chaqueta ajustada
y corta, pantalones ceñidos a los muslos y botas altas. (De joven mi padre había estado
en América, y vestía a la americana). Daba miedo cuando se plantaba con las piernas
abiertas delante de alguno. Así se plantó ese día mi padre frente a los domésticos y les
dijo:
-Sólo el buen Dios puede salvar a Quico. De rodillas: es preciso rogar al buen Dios
que salve a Quico.
Nos arrodillamos todos y empezamos a rogar en voz alta al buen Dios. Por turno las
mujeres decían algo y nosotros y los hombres respondíamos: "Amén".
Mi padre, cruzado de brazos, permaneció delante de nosotros, quieto como una
estatua, hasta las siete, de la tarde, y todos oraban porque tenían miedo a mi padre y
porque querían a Quico.
A las siete, cuando el sol bajaba a su ocaso, vino una mujer en busca de mi padre.
Yo lo seguí.
Los tres doctores estaban sentados, pálidos, en torno de la camita de Quico.
-Empeora -dijo el más anciano-. No llegará a mañana.
Mi padre nada contestó, pero sentí que su mano apretaba fuertemente la mía.
Salimos: mi padre tomó la escopeta, la cargó a bala, se la puso en bandolera, alzó
un paquete grande, me lo entregó y dijo: "Vamos".
Caminamos a través de los campos. El sol se había escondido tras el último
boscaje. Saltamos el pequeño muro de un jardín y llamamos a una puerta.
El cura estaba solo en su casa, cenando a la luz de un candil. Mi padre entró sin
quitarse el sombrero. --Reverendo --dijo---, Quico está mal y solamente el buen Dios
puede salvarlo. Hoy, durante doce horas, sesenta personas han rogado al buen Dios,
pero Quico empeora y no llegará al día de mañana.
El cura miraba a mi padre asombrado. -Reverendo -prosiguió mi padre-, tú sólo
puedes hablarle al buen Dios y hacerle saber cómo están las cosas. Hazle comprender
que si Quico no sana, yo le hago volar todo. En ese paquete traigo cinco kilos de
dinamita. No quedará en pie un ladrillo de toda la iglesia. ¡Vamos!
El cura no dijo palabra; salió seguido de mi padre, entró en la iglesia y fué a
arrodillarse ante el altar, juntando las manos.
Mi padre permaneció en medio de la iglesia con el fusil bajo el brazo, abiertas las
piernas, plantado como una roca. Sobre el altar ardía una sola vela y el resto estaba
oscuro.
Hacia medianoche mi padre me llamó
-Anda a ver cómo sigue Quico y vuelve enseguida.
Volé por los campos y llegué a casa con el corazón en la boca. Luego volví corriendo
todavía más ligero. Mi padre estaba todavía allí, quieto, con el fusil bajo el brazo, y el
cura rezaba de bruces sobre las gradas del altar.
-¡Papá! -grité con el último aliento.- ¡ Quico ha mejorado! ¡El doctor ha dicho que
está fuera de peligro! ¡ Un milagro! ¡ Todos ríen y están contentos !
El cura se levantó: sudaba y tenía el rostro deshecho.
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Esta es la tierra baja, donde hay gente que no bautiza a los hijos y blasfema, no para
negar a Dios, sino para contrariar a Dios. Distará unos cuarenta kilómetros o menos de
la ciudad; pero, en la llanura quebrada por los diques, donde no se ve más allá de un
cerco o del recodo, cada kilómetro vale por diez. Y la ciudad es cosa de otro mundo.
Yo me acuerdo:
SEGUNDA HISTORIA
Una vez, sentados delante del poyo de la era, mirábamos a nuestro padre sacar con
un, hacha de un tranco de álamo una pala para el trigo, cuando llegó Quico a toda
carrera.
-!Uh ! ¡ Uh ! -dijo Quico, que tenía dos años no podía hacer largos discursos. Yo no
alcanzo a comprender cómo hacía mi padre para entender siempre lo que farfullaba
Quico.
-Hay algún forastero o alguna mala bestia -dijo mi padre, y haciéndose traer la
escopeta se dirigió llevado por Quico, hacia el prado que empezaba en el primer fresno.
encontramos allí a seis malditos de la ciudad, con trípodes y estacas pintadas de blanco
y de rojo, que medían no sé qué mientras pisoteaban el trébol.
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-¿Qué hacen aquí? --preguntó mi padre al más cercano, que sostenía una de las
estacas.
-Hago mi oficio -explicó el imbécil sin darse vuelta---, y si usted hiciera lo mismo, nos
ahorraríamos aliento.
-¡Salga de ahí! -gritaron los otros que estaban en medio del trébol, alrededor del
trípode.
-¡Fuera! -dijo mi padre apuntando la escopeta contra-los seis imbéciles de la ciudad.
Cuándo lo vieron alto como un álamo, plantado medio del sendero, recogieron sus
instrumentos y escaparon como liebres.
Por la tarde, mientras, sentados en torno del poyo de la era, estábamos mirando a
nuestro padre dar los últimos toques de hacha a la pala, volvieron los seis de la ciudad,
acompañados por dos guardias a los que habían ido a desanidar en la estación de
Gazzola.
-Es ése -dijo uno de los seis miserables, indicando a mi padre.
Mi padre continuó su trabajo sin levantar siquiera la cabeza. El cabo manifestó que
no entendía cómo había podido suceder eso.
-Sucedió que he visto a seis extraños arruinarme el trébol y los he echado fuera de
mi campo -explicó mi padre.
El cabo le dijo que se trataba del ingeniero y de sus ayudantes, que venían a tomar
las medidas para colocar los rieles del tranvía de vapor.
Debieron decirlo. Quien entra en mi casa debe pedir permiso -dijo mi padre,
contemplando satisfecho su trabajo-. Además, a través de mis campos no pasará
ningún tranvía de vapor.
-Si nos conviene, el tranvía pasará -dijo riendo con rabia el ingeniero. Pero mi padre
en ese momento había notado que la pala tenía de un lado una joroba y se había
aplicado a alisarla.
El cabo afirmó que mi padre debía dejar pasar al ingeniero y a sus ayudantes.
-Es cosa gubernativa -concluyó.
-Cuando tenga un papel con los sellos del gobierno, dejaré entrar a esa gente -
barbotó mi padre-. Conozco mis derechos.
El cabo convino en que mi padre tenía razón y que el ingeniero habría traído el
papel con los sellos. El ingeniero y los cinco de la ciudad volvieron al día siguiente.
Entraron en la era con los sombreros echados atrás y las gorras sobre la oreja.
-Esta es la nota -dijo el ingeniero presentando un pliego a mi padre.
Mi padre tomó el pliego y se encaminó a casa. Todos lo seguimos .
-Léelo despacio -me ordenó cuando estuvimos en la cocina. Y yo leí y releí.
Ve, a decirles que entren -concluyó finalmente, sombrío.
De regreso seguí a mi padre y a los demás al granero y todos nos ubicamos ante la
ventana redonda que daba sobre los campos.
Los seis imbéciles caminaron canturreando por el sendero hasta el fresno. De
improviso los vimos gesticular rabiosos. Uno hizo ademán de correr hacia nuestra
casa, pero los otros lo sujetaron.
Los de la ciudad, aun ahora, se conducen siempre así: hacen el aspaviento de
echarse encima de alguien, pero los demás los sujetan.
Discutieron cierto tiempo en el sendero, luego se quitaron los zapatos y las medias
y se arremangaron los pantalones, después de lo cual entraron a saltitos en el
trebolar.
Había sido duro el trabajo desde la medianoche hasta las cinco de la mañana.
Cuatro arados de profundas rejas, tirados por ochenta bueyes habían revuelto todo el
trebolar. Luego habíamos debido obstruir fosos y abrir otros para inundar la tierra
arada. Finalmente tuvimos que acarrear diez tanques de inmundicias extraídas del
pozo negro del establo y vaciarlos en el agua.
Mi padre quedó con nosotros en la ventana del granero hasta mediodía, mirando
hacer gambetas a los hombres de la ciudad.
Quico soltaba chillidos de pajarito cada vez que veía alguno de los seis vacilar, y mi
madre, que había subido para avisarnos que la sopa estaba lista, se mostraba
contenta.
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Cuando lo vieron aparecer ante ellos, alto como un álamo, con los bigotes enhiestos,
con el ancho sombrero, la chaqueta corta y los pantalones ceñidos metidos en las botas,
todos dieron un paso atrás y lo contemplaron mudos, apretando el mango de sus herra-
mientas.
Mi padre llegó hasta Gringo, se inclinó, lo aferró por el collar y se lo llevó arrastrando
como un trapo. Lo enterramos al pie del dique y cuando hube aplastado la tierra y todo quedó
como antes, mi padre se quitó el sombrero.
Yo también me lo quité.
El tranvía no llegó nunca a Gazzola. Era otoño, e l río se había hinchado y corría
amarillo y fangoso. U n a noche se rompió el dique y el agua se desbordó por los campos,
anegando toda la parte baja de la heredad: el trebolar y la carretera se convirtieron en
un lago.
Entonces suspendieron los trabajos y para evitar cualquier peligro futuro detuvieron
la línea en Bosque Grande, a ocho kilómetros de nuestra casa. Y cuando el río bajó y
fuimos con los hombres a reparar el dique, mi padre me apretó la mano con fuerza: el
dique se había roto justamente allí donde habíamos enterrado a Gringo.
Que tanto puede la pobre alma de un perro.
TERCERA HISTORIA
-Sí, pero yo puedo arrancarlas cuando quiero. La planta es mía: yo vivo allí -me
dijo.
Yo tenía entonces catorce años y llevaba los pantalones cortos, pero trabajaba de
peón de albañil y no tenía miedo a nadie. Ella era mucho más alta que yo y formada
como una mujer.
-Tú tomas el pelo a la gente -exclamé mirándola enojado-; pero yo soy capaz de
romperte la cara, larguirucha.
No dijo palabra.
La encontré dos tardes después siempre en el camino.
-¡Adiós, larguirucha! -le grité. Luego le hice una fea mueca con la boca. Ahora no
podría hacerla, pero entonces las hacía mejor que el capataz, que ha aprendido en
Nápoles. La encontré otras veces, pero ya no le dije nada. Finalmente una tarde perdí
la paciencia, salté de la bicicleta y le atajé el paso.
-¿ Se podría saber por qué me miras así ? –le pregunté echándome a un lado la
visera de la gorra. La muchacha abrió dos ojos claros como el agua, d o s ojos como
jamás había visto.
-Yo no te miro -contestó tímidamente. Subí a mi bicicleta.
-¡Cuídate, larguirucha! -le grité-. Yo no bromeo.
Una semana después la vi de lejos, que iba caminando acompañada por un mozo, y
me dio una tremenda rabia. Me alcé en pie sobre los pedales y empecé a correr como
un condenado. A dos metros del muchacho viré y al pasarle cerca le di un empujón y
lo dejé en el suelo aplastado como una cáscara de higo.
Oí que de atrás me gritaba hijo de mala mujer y entonces desmonté y apoyé la
bicicleta en un poste telegráfico cerca de un montón de grava. Vi que corría a mi
encuentro como un condenado: era un mozo de unos veinte años, y de un puñetazo
me habría descalabrado. Pero yo trabajaba de peón de albañil y no tenía miedo a
nadie. Cuando lo tuve a tiro le disparé una pedrada que le dio justo en la cara.
Mi padre era un mecánico extraordinario y cuando tenía una llave inglesa en la
mano hacía escapar a un pueblo entero; pero también mi padre, si veía que yo
conseguía levantar una piedra, daba media vuelta y para pegarme esperaba que me
durmiese. ¡Y era mi padre! ¡ Imagínense ese bobo! Le llené la cara de sangre, y luego,
cuando me dio la gana, salté en mi bicicleta y me marché.
Dos tardes anduve dando rodeos, hasta que la tercera volví por el camino de la
Fábrica y apenas vi a la muchacha, la alcancé y desmonté a la americana, saltando
del asiento hacia atrás.
Los muchachos de hoy hacen reír cuando van en bicicleta: guardabarros,
campanillas, frenos, faroles eléctricos, cambios de velocidad, ¿y después? Yo tenía
una Frera cubierta de herrumbre; pero para bajar los dieciséis peldaños de la plaza
jamás desmontaba: tomaba el manubrio a lo Gerbi y volaba hacia abajo como un rayo.
Desmonté y me encontré frente a la muchacha. Yo llevaba la cesta colgada del
manubrio y saqué una piquetilla.
-Si te vuelvo a encontrar con otro, te parto la cabeza a ti y a él -dije.
La muchacha me miró con aquellos sus ojos malditos, claros como el agua.
-¿Por qué hablas así? -me preguntó en voz baja.
Yo no lo sabía, pero ¿qué importa?
-Porque sí -contesté-. Tú debes ir de paseo sola o si no, conmigo.
-Yo tengo diecinueve años y tú catorce cuando m á s -dijo-. Si al menos tuvieras
dieciocho, ya sería otra cosa. Ahora soy una mujer y tú eres un muchacho.
-Pues espera a que yo tenga dieciocho años -grité-. Y cuidado con verte en
compañía de alguno, porque entonces estás frita.
Yo era entonces peón de albañil y no tenía miedo de nada: cuando sentía hablar de
mujeres, me mandaba a mudar. Se me importaban un pito las mujeres, p e ro ésa no
debía hacer la estúpida con los demás.
Vi a la muchacha durante casi cuatro años todas las tardes, menos los domingos.
Estaba siempre allí, apoyada en el tercer poste del telégrafo, en el camino d e la
Fábrica. Si llovía tenía su buen paraguas abierto. No me paré ni una sola vez.
-Adiós -le decía al pasar.
-Adiós -me contestaba.
El día que cumplí los dieciocho años desmonté de l a bicicleta.
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-Tengo dieciocho años -le dije-. Ahora pued e s salir de paseo conmigo. Si te haces la
estúpida, te rompo la cabeza.
Ella tenía entonces veintitrés y se había hecho una mujer completa. Pero tenía
siempre los mismos ojos claros como el agua y hablaba siempre en voz baja, como
antes.
-Tú tienes dieciocho años -me contestó-, pero yo tengo veintitrés. Los muchachos
me tomarían a pedradas si me viesen ir en compañía de uno tan joven.
Dejé caer la bicicleta al suelo, recogí un guijarro chato y le dije:
-¿Ves aquel aislador, el primero del tercer poste?
Con la cabeza me hizo seña que sí.
Le apunté al centro y quedó solamente el gancho de hierro, desnudo como un
gusano.
-Los muchachos -exclamé-, antes de tomarnos a pedradas deberán saber trabajar
así.
-Decía por decir -explicó la muchacha-. No está bien que una mujer vaya de paseo
con un menor. Si al menos hubieses hecho el servicio militar! ... Ladeé a la izquierda
la visera de la gorra.
-¿Querida mía, por casualidad me has tomado por un tonto? Cuando haya hecho el
servicio militar, yo tendré veintiún años y tú tendrás veintiséis, y entonces empezarás
de nuevo la historia.
-No -contestó la muchacha- entre dieciocho años y veintitrés es una cosa y entre
veintiuno y veintiséis es otra. Más se vive, menos cuentan las diferencias de edades.
Que un hombre tenga veintiuno o veintiséis es lo mismo.
Me parecía un razonamiento justo, pero yo no era tipo que se dejase llevar de la
nariz.
-En ese caso volveremos a hablar cuando haya hecho el servicio militar -dije
saltando en la bicicleta-. Pero mira que si cuando vuelvo no te encuentro, vengo a
romperte la cabeza aunque sea bajo la cama de tu padre.
Todas las tardes la veía parada junto al tercer poste de la luz; pero yo nunca
descendí. Le daba las buenas tardes y ella me contestaba buenas tardes. Cuando me
llamaron a las filas, le grité:
-Mañana parto para la conscripción.
-Hasta la vista -contestó la muchacha.
-Ahora no es el caso de recordar toda mi vida militar. Soporté dieciocho meses de
fajina y en el regimiento no cambié. Habré hecho tres meses de ejercicios; puede
decirse que todas las tardes me mandaban arrestado o estaba preso.
Apenas pasaron los dieciocho meses me devolvieron a casa. Llegué al atardecer y
sin vestirme de civil, salté en la bicicleta y me dirigí al camino de la Fábrica. Si ésa me
salía de nuevo con historias, la mataba a golpes con la bicicleta.
Lentamente empezaba a caer la noche y yo corría como un rayo pensando dónde
diablos la encontraría. Pero no tuve que buscarla: la muchacha estaba allí,
esperándome puntualmente bajo el tercer poste del telégrafo. Era tal cual la había
dejado y los ojos eran los mismos, idénticos.
Desmonté delante de ella.
-Concluí -le dije, enseñándole la papeleta de licenciamiento. La Italia sentada
quiere decir licencia sin término. Cuando Italia está de pie significa licencia provisoria
-Es muy linda -contestó la muchacha.
-Yo había corrido como un alma que lleva el diablo y tenía la garganta seca.
-¿Podría tomar un par de aquellas ciruelas amarillas de la otra vez? -pregunté.
La muchacha suspiró.
-Lo siento, pero el árbol se quemó.
-¿Se quemó? -dije con asombro-. ¿De cuando aquí los ciruelos se queman?
-Hace seis meses -contestó la muchacha. -Una noche prendió el fuego en el pajar y
la casa se incendió y todas las plantas del huerto ardieron como fósforos.
Todo se ha quemado. Al cabo de dos horas sólo quedaban las puertas. ¿Las ves?
Miré al fondo y vi un trozo de muro negro, con una ventana que se abría sobre el
cielo rojo.
-¿Y tú? -le pregunté.
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PECADO CONFESADO
D ON C A M I L O era uno de esos tipos que no tienen pelos en la lengua. Aquella vez que
en el pueblo había ocurrido un sucio lío en el cual estaban mezclados viejos propietarios
y muchachas, don Camilo durante la misa había empezado un discursito genérico y
cuidado; mas de pronto, notando justamente en primera fila a uno de los disolutos,
había perdido los estribos, e interrumpiendo el discurso, después de arrojar un paño
sobre la cabeza del Jesús crucificado del altar mayor, para que no oyese, plantándose
los puños en las caderas había acabado el sermón a su modo, y tronaba tanto la voz
que salía de la boca de ese hombrazo, y decía cosas de tal calibre que el techo de la
iglesiuca temblaba.
Naturalmente, don Camilo, llegado el tiempo de las elecciones, habíase expresado en
forma tan explícita con respecto a los representantes locales de las izquierdas que, un
atardecer, entre dos luces, mientras volvía a la casa parroquial, un hombrachón
embozado habíale llegado por detrás, saliendo del escondite de un cerco y,
aprovechando la ocasión que don Camilo estaba embarazado por la bicicleta, de cuyo
manubrio pendía un bulto con setenta huevos, habíale dado un robusto garrotazo,
desapareciendo enseguida como tragado por la tierra.
Don Camilo no había dicho nada a nadie. Llegado a la rectoral y puestos a salvo
los huevos, había ido a la iglesia a aconsejarse con Jesús, como lo hacía siempre en
los momentos de duda.
-¿Qué debo hacer? -había preguntado don Camilo.
-Pincélate la espalda con un poco de aceite batido en agua y cállate -había
contestado Jesús de lo alto del altar-. Se debe perdonar al que nos ofende. Esta es la
regla.
-Bueno -había objetado don Camilo-; pero aquí se trata de palos, no de ofensas.
-¿ Y con eso? -le había susurrado Jesús-. ¿ Por ventura las ofensas inferidas al
cuerpo son más dolorosas que las inferidas al espíritu?
-De acuerdo, Señor. Pero debéis tener presente que apaleándome a mí, que soy
vuestro ministro, os han ofendido a vos. Yo lo hago más por vos que por mí.
-¿Y yo acaso no era más ministro de Dios que tú? ¿ Y no he perdonado a quien me
clavó en la cruz ?
-Con vos no se puede razonar -había concluido don Camilo. Siempre tenéis razón.
Hágase vuestra voluntad. Perdonaré. Pero recordad que si esos tales, envalentonados
por mi silencio, me parten la cabeza, la responsabilidad será vuestra. Os podría citar
pasos del Viejo Testamento...
-Don Camilo: ¡vienes a hablarme a mí del Viejo Testamento! Por cuanto ocurra
asumo cualquier responsabilidad. Ahora, dicho entre nosotros, una zurra te viene
bien; así aprendes a no hacer política en mi casa.
Don Camilo había perdonado. Sin embargo, algo se le había atravesado en la
garganta como una espina de merluza: la curiosidad de saber quién lo había
felpeado.
15
EL BAUTIZO
LA PROCLAMA
UNA tarde llegó a la rectoral Barchini, el papelero del pueblo, Quien, poseyendo
sólo dos cajas de tipos de imprenta y una minerva de 1870, había escrito en el frente
de su negocio: "Tipografía". Debía de tener cosas gordas que contar porque
permaneció largo rato en el pequeño despacho de don Camilo.
Cuando Barchini se retiró, don Camilo corrió al altar a abrirse con Jesús.
-¡Importantes novedades! -exclamó-. Mañana el enemigo lanzará un manifiesto; lo
imprime Barchini, que me ha traído la prueba. Y don Camilo sacó del bolsillo una
hoja, con la tinta fresca aún, que leyó en voz alta:
corromperse.
Pero el Cristo no pareció convencido.
-Yo digo que en el caso de Pepón no se debe reparar en la forma, sino indagar la
sustancia. O sea, ver si Pepón se mueve empujado por un mal ánimo natural o si lo
hace bajo el impulso de una provocación. ¿Contra quién apunta, a tu parecer?
Don Camilo abrió los brazos. ¿Y quién podía saberlo?
-Bastaría saber de qué especie es la ofensa -insistió el Cristo-. Él habla de un insulto
que alguien ha escrito anoche en su cartel mural. Cuando tú fuiste a la cigarrería, ¿no
pasaste por casualidad ante ese cartel? Procura recordarlo.
-En efecto, sí he pasado -admitió francamente don Camilo.
-Bien; ¿y no se te ha ocurrido detenerte un momento a leerlo?
-Leer verdaderamente, no; a lo sumo le eché un vistazo. ¿Hice mal?
-De ningún modo, don Camilo. Es necesario estar siempre al corriente de lo que dice,
escribe y posiblemente piensa nuestra grey. Te preguntaba solamente para saber si no
has notado alguna escritura extraña en el cartel, cuando te detuviste a leerla.
Don Camilo meneó la cabeza.
-Puedo asegurar que cuando me detuve no advertí nada extraño.
El Cristo quedose un rato meditando.
- ¿ Y cuando te retiraste, don Camilo, no viste tampoco alguna escritura extraña
al manifiesto?
Don Camilo se reconcentró.
-¡Ah, sí! -dijo-. Haciendo memoria, me parece que cuando me retiraba vi en la hoja
algo garabateado con lápiz rojo... Con permiso... Creo que hay gente en la
parroquial.
Don Camilo se inclinó rapidísimamente y por salir del aprieto quiso escurrirse en
la sacristía, pero la voz del Cristo lo paró:
-¡Don Camilo!
Don Camilo retrocedió lentamente y se detuvo enfurruñado ante el altar.
-¿Y entonces? -preguntó el Cristo.
-Ahora -masculló don Camilo- recuerdo que se me escapó escribir alguna cosa. Se
me fue la mano y estampé: "Pepón asno"... Si hubierais leído esa circular, estoy
seguro de que vos también...
-¡Don Camilo! ¿No sabes lo que haces y pretendes saber lo que haría el hijo de
Dios?
-Disculpadme; he cometido una tontería, lo reconozco. Pero ahora Pepón comete
otra publicando manifiestos con amenazas y así quedamos a mano.
-¿Cómo que a mano? -exclamó el Cristo-. Pepón ha sido ayer blanco del "asno"
tuyo y todavía mañana le dirán asno en todo el pueblo. Figúrate la gente que lloverá
aquí de todas partes para reírse a carcajadas de los disparates del caudillo Pepón, a
quien todos temen. Y será por tu culpa. ¿Te parece lindo?
Don Camilo se recobró.
-De acuerdo... Pero a los fines políticos generales...
-No me interesan los fines políticos generales. A los fines de la caridad cristiana
ofrecer motivos de risa a la gente, a costillas de un hombre porque ese hombre no
pasó del tercer grado, es una gran porquería, don Camilo.
-Señor -suspiró don Camilo-, decidme: ¿qué debo hacer?
-No fui yo el que escribió "Pepón asno". Quien cometió el pecado sufra la
penitencia. Arréglatelas, don Camilo.
Don Camilo se refugió en su casa y se puso a caminar de arriba abajo por la
habitación. Ya le parecía oír las carcajadas de la gente parada ante el manifiesto de
Pepón.
-¡Imbéciles! -exclamó con rabia, y se volvió a la estatuilla de la Virgen-. Señora -le
rogó- ¡ayudadme ! '
-Es una cuestión de estricta incumbencia de mi hijo -susurró la Virgencita-. No
puedo intervenir.
-Al menos dadle un buen consejo.
-Ensayaré.
Y he aquí que de improviso entró Pepón.
-Oiga -dijo Pepón-, no me traen asuntos políticos. Se trata de un cristiano que se
20
PERSECUCION
DON C A M I L O se había dejado llevar un poco por su celo durante una jaculatoria de
asunto local en que no faltó algún pinchacito más bien fuerte para esos tales, y
sucedió que, la noche siguiente, cuando tiró de las cuerdas de las campanas porque al
campanero lo habían llamado quién sabe dónde, se produjo el infierno. Un alma
condenada había atado petardos al badajo de las campanas. No hubo daño alguno,
pero se produjo una batahola de explosiones como para matar de un síncope.
Don Camilo no había abierto la boca. Había celebrado la función de la tarde en
perfecta calma, con la iglesia repleta. No faltaba ninguno de aquellos. Pepón en
primera fila, y todos mostraban caras tan compungidas como para poner frenético a
un santo. Pero don Camilo era un aguantador formidable y la gente se había retirado
desilusionada.
Cerrada la puerta grande, don Camilo se había echado encima la capa, y antes de
salir, había ido a hacer, una corta reverencia ante el altar.
-¡Don Camilo! -le dijo el Cristo-. ¡Deja eso!
-No entiendo -había protestado don Camilo.
-¡Deja eso!
Don Camilo había sacado de debajo la capa un garrote y lo había depositado ante
el altar.
-Una cosa muy fea, don Camilo.
-Jesús, no es de roble: es de álamo, madera liviana, flexible... -habíase justificado
don Camilo.
-Vete a la cama, don Camilo, y no pienses más en Pepón.
Don Camilo había abierto los brazos e ido a la cama con fiebre. Así, la noche
siguiente, cuando se le presentó la mujer de Pepón, dio un salto como si le hubiese
estallado un petardo bajo los pies.
-Don Camilo -empezó la mujer, que estaba muy agitada.
Pero él la interrumpió
-¡Márchate de aquí, raza sacrílega!
-Don Camilo, olvide estas estupideces... En Castellino está aquel maldito que
intentó matar a Pepón... Lo han soltado.
Don Camilo había encendido el cigarro.
-Compañera, ¿a mí vienes a contármelo? No la hice yo la amnistía. Por lo demás,
¿qué te importa? La mujer se puso a gritar.
22
-Me importa porque han venido a decírselo a Pepón y Pepón ha salido para
Castellino como un endemoniado, llevándose el ametrallador. ( En el original se lee la mitra,
apócope de mitragliatrice (ametralladora). Arma difundida en Italia desde la última guerra, es un fusil ametralladora más corto que
el ordinario. Se lleva generalmente bajo el brazo. Llamado también mitragliatore (ametrallador), así lo denominaremos
invariablemente en esta traducción, en género masculino, distinguiéndolo de la ametralladora).
-¡Ajá! ¿Así que tenemos armas escondidas, verdad ?
-Don Camilo, ¡deje tranquila la política! ¿No comprende que él lo mata? Si usted
no me ayuda, él se pierde!
Don Camilo rió pérfidamente:
-Así aprenderá a atar petardos al badajo de las campanas. ¡En presidio quisiera
verlo morir! ¡Fuera de aquí!
Tres minutos después, don Camilo, con la sotana atada en torno del cuello, partía
como un obseso hacia Castellino en la "Wolsit" de carrera del hijo del sacristán.
Alumbraba una espléndida luna y a cuatro kilómetros de Castellino vio don Camilo a
un hombre sentado en el parapeto del puentecito del Foso Grande. Allí moderó la
marcha, pues hay que ser prudentes cuando se viaja de noche. Detúvose a diez
metros del puente, teniendo al alcance de la mano un chisme que se había hallado
en el bolsillo.
-Joven -preguntó-, ¿ha visto pasar a un hombre grande en bicicleta, derecho
hacia Castellino?
-No, don Camilo- contestó tranquilamente el otro.
Don Camilo se acercó.
-¿Has estado ya en Castellino? -inquirió.
-No; he pensado que no valía la pena. ¿Ha sido la estúpida de mi mujer la que lo
ha hecho incomodarse?
-¿Incomodarme? Figúrate... Un paseíto.
-Pero ¡qué pinta ofrece un cura en bicicleta de carrera! -dijo Pepón soltando una
carcajada.
Don Camilo se le sentó al lado.
-Hijo mío, es preciso estar preparado para ver cosas de todos los colores en este
mundo.
ESCUELA NOCTURNA
-Por eso estamos aquí -dijo Expedito-. Nosotros no podemos acudir sino a usted
porque solamente en usted podemos confiar. Debe ayudarnos. Se comprende que
pagando.
-¿Ayudar?
-Aquí está todo el concejo municipal. Vendremos tarde, al anochecer, para que
usted nos haga un repaso. Nos revisa los informes que debemos leer y nos explica
las palabras que no podemos comprender. Nosotros sabemos lo que queremos y no
necesitamos de tanta poesía, pero con esas dos inmundicias es preciso hablar en
punta de tenedor o nos harán pasar por estúpidos ante el pueblo.
La señora Cristina movió gravemente la cabeza.
-Si ustedes en vez de andar de vagos hubieran estudiado cuando era tiempo,
ahora. . .
-Señora, cosas de treinta años atrás ...
La señora Cristina volvió a calarse los anteojos y quedó con el busto erguido,
como rejuvenecida en treinta años. También los visitantes se sentían rejuvenecidos
en treinta años.
-Siéntense -dijo la maestra. Y todos se acomodaron en sillas y banquetas.
La señora Cristina alzó la llama del candil y pasó revista a los diez. Evocación sin
palabras. Cada cara un nombre y el recuerdo de una niñez.
Pepón estaba en un ángulo oscuro, medio de perfil; la señora Cristina levantó el
candil, luego lo bajó rápidamente, y apuntando con el dedo huesudo dijo con voz dura:
-¡Tú, márchate
Expedito intentó decir algo, pero la señora Cristina meneó la cabeza.
-¡En mi casa Pepón no debe entrar ni en fotografía!- -exclamó-. Bastantes juderías
me hiciste, muchacho. ¡Bastante y demasiado gordas! ¡Fuera de aquí y que no te vea
más!
Expedito abrió los brazos desolado.
-Señora Cristina, ¿cómo hacemos? ¡Pepón es el alcalde
La señora Cristina se levantó y blandió amenazadora una baqueta.
-¡Alcalde o no, sal de aquí o te pelo a golpes la calabaza!
Pepón se alzó.
-¿No les había dicho? -dijo saliendo-. Demasiadas fechorías le hice.
-Y acuérdate de que aquí no pones más los pies aunque llegaras a ministro de
Educación. -Y volviendo a sentarse, exclamó-: ¡Asno!
En la iglesia desierta, iluminada solamente por dos cirios, don Camilo estaba
platicando con el Cristo.
-No es ciertamente por criticar vuestra obra -concluyó en cierto momento-; pero yo
no hubiese permitido que un Pepón llegara a alcalde en un concejo donde sólo hay dos
personas que saben leer y escribir correctamente.
-La cultura no cuenta nada, don Camilo -contestó sonriendo el Cristo-. Lo que vale
son las ideas. Con los lindos discursos no se llega a ninguna parte si debajo de las
hermosas palabras no hay ideas practicas. Antes de emitir un juicio, pongámoslo a
prueba.
-Justísimo -aprobó don Camilo-. Yo decía esto simplemente porque si hubiese
triunfado la lista del abogado, tendría ya la seguridad de que el campanario sería
reparado. De todos modos, si la torre se derrumba, en compensación se levantará en
el pueblo una magnífica Casa del Pueblo, con salas de baile, despacho de bebidas,
salones para juegos de azar, teatro para espectáculos de variedades ...
-Y una casa de fieras para encerrar las serpientes venenosas como don Camilo -
concluyó el Cristo.
Don Camilo bajó la cabeza. Le desagradaba haberse mostrado tan maligno. Luego la
levantó y dijo:
-Me juzgáis mal. Sabéis lo que significa para mí un cigarro. Bien; éste es el último
que tengo y ved lo que hago.
Sacó del bolsillo un cigarro y lo hizo trizas en la enorme mano.
-Bravo -dijo el Cristo-. Bravo, don Camilo: acepto tu penitencia. Pero ahora hazme
el favor de arrojar al suelo esos restos, porque tú eres capaz de guardarlos en el
bolsillo y fumarlos luego en pipa.
25
EN VEDADO
TODAS las mañanas don Camilo iba a medir la famosa grieta de la torre y siempre era
la misma historia: la grieta no se agrandaba, pero tampoco se achicaba. Perdió
entonces la calma y un día envió al sacristán a la Municipalidad.
-Ve a decirle al alcalde que venga en seguida a ver este horror. Explícale que es una
cosa grave.
El sacristán fue y volvió.
-Ha dicho el alcalde Pepón que confía en su palabra de que la cosa es grave, pero
que si usted quiere mostrarle la grieta le lleve la torre a la Municipalidad. El recibe
hasta las cinco.
Don Camilo no parpadeó. Se limitó a decir después del oficio vespertino:
-Si mañana Pepón o alguno de su banda tiene el coraje de hacerse ver en la misa,
asistiremos a un espectáculo de cinematógrafo. Pero lo saben, tienen miedo y no se
harán ver.
La mañana siguiente no había ni la sombra de un "rojo" en la iglesia, pero cinco
minutos antes de empezar la misa se sintió resonar en el atrio el paso cadencioso de
una formación en marcha.
En perfecta escuadra, todos los rojos, no sólo del pueblo, sino también de las
secciones vecinas, todos, incluso Bilo el zapatero, que tenía una pierna de palo, y Roldo
de los Prados, que venía con una fiebre de caballo, marchaban fieramente hacia la
iglesia con Pepón al frente, quien iba marcando el un, dos. Con toda compostura
tomaron sitio en el templo, juntos como un bloque granítico y con un aspecto feroz de
acorazado Potemkin.
Llegado al instante del pequeño sermón, don Camilo ilustró con gracia la parábola del
buen Samaritano, y terminó espetando una breve reprensión a los fieles
-Como todos saben, menos aquellos que deberían saberlo, una quiebra peligrosa está
minando la solidez de la torre. Me dirijo, pues, a vosotros, mis queridos feligreses, para
que vengáis en ayuda de la casa de Dios. Al decir "feligreses" entiendo referirme a los
hombres honrados que vienen aquí para acercarse a Dios, no a los facciosos que vienen
para hacer alarde de su preparación militar. A éstos bien poco puede importarles que la
torre se derrumbe.
Terminada la misa, don Camilo se sentó junto a una mesita, cerca de la puerta de la
rectoral y la gente desfiló delante de él. Empero ninguno se retiró; hecha la limosna,
todos permanecieron en la plazoleta para ver cómo acababa aquello. Y acabó con que
Pepón, seguido de su batallón perfectamente encuadrado, hizo un formidable ¡alto!
frente a la mesita. Pepón avanzó fiero.
-Desde esta torre, estas campanas saludaron ayer el alba de la liberación, y desde
esta torre, estas mismas campanas deberán saludar mañana él alba radiosa de la
revolución proletaria -dijo, y puso bajo las narices de don Camilo tres grandes pañuelos
rojos llenos de monedas. Luego se retiró, erguida la cabeza, seguido de su banda. Roldo
de los Prados reventaba de fiebre y costábale trabajo mantenerse en pie; pero el
también llevaba la cabeza erguida; y Bilo, el rengo, cuando pasó delante de la mesita
marcó altivamente el paso con la pata de palo.
27
Cuando don Camilo fue a mostrarle al Cristo la cesta llena de dinero, diciéndole que
sobraba para refaccionar la torre, el Cristo sonrió asombrado.
-Tenías razón, don Camilo.
-Es natural -contestó don Camilo-. Porque vos conocéis a la humanidad, pero yo
conozco a los italianos.
Hasta aquí don Camilo se había portado bien. Erró en cambio cuando mandó decir a
Pepón haber apreciado mucho la preparación militar de los suyos, pero que, según el,
debería ejercitarlos mejor en "retaguardia, carrera march", que les haría mucha falta el
día de la revolución proletaria.
Esto le cayó mal a Pepón y lo esperó al paso.
Don Camilo era un perfecto hombre de bien, pero junto con una formidable pasión
por la caza tenía una espléndida escopeta con admirables cartuchos "Walsrode".
Además, el coto del barón Stocco distaba solamente cinco kilómetros del pueblo y
constituía una verdadera tentación, no sólo por la caza que encerraba, sino también
porque las gallinas de la comarca sabían que bastaba refugiarse detrás del alambrado
para poder reírseles en la cara a quienes pretendían retorcerles el pescuezo.
Nada de extraño, por consiguiente, que una tarde don Camilo, con sotana, anchos
pantalones de fustán y un sombrerote de fieltro en la cabeza, se encontrara dentro del
coto del barón. La carne es débil y aun más débil la carne de los cazadores. Y tampoco
es de extrañar que a don Camilo se le escapara un tiro que fulminó a una liebre de un
metro de largo. La vio en tierra, la colocó en el morral y ya se disponía a batirse en
retirada cuando topó de improviso con alguien. Entonces calóse el sombrero hasta las
cejas y le disparó al bulto un cabezazo en el estómago para derribarlo boca arriba,
pues no era propio que en el pueblo se supiera que el párroco había sido sorprendido
por el guardabosque cazando furtivamente en vedado.
El lío fue que el otro había tenido la misma idea del cabezazo, y así, las dos
calabazas se encontraron a medio camino. Fue tan potente el encontronazo que
los mandó de rebote a sentarse en el suelo con un terremoto en la cabeza.
-Un melón tan duro no puede pertenecer sino a nuestro bien amado señor alcalde -
refunfuñó don Camilo apenas se le hubo despejado la vista.
-Una calabaza de esta especie no puede pertenecer sino a nuestro bien amado
arcipreste -repuso Pepón rascándose la cabeza.
El caso es que también Pepón cazaba furtivamente en el lugar y tenía, también él,
una gruesa liebre en el morral. Ahora miraba burlón a don Camilo.
-No Habría creído jamás que aquel que predica el respeto de la cosa ajena -dijo
Pepón- entrara en el cercado ajeno para cazar de contrabando.
-Yo no hubiera creído jamás que el propio primer ciudadano, el compañero
alcalde...
-Alcalde, pero compañero -lo interrumpió Pepón-. Alcalde perdido por las teorías
infernales que quieren la distribución equitativa de los bienes y por lo tanto coherente
con sus ideas mucho más que el reverendo don Camilo, el cual en cambio ...
Alguien se acercaba, estaba ya a pocos pasos y era imposible huir esquivando el
riesgo de recibir un escopetazo, pues esta vez se trataba de un verdadero guardián del
coto.
-Es preciso hacer algo -susurró don Camilo-. Si nos encuentran aquí ocurrirá un
escándalo.
-No me interesa -contestó Pepón tranquilo-. Yo respondo siempre de mis actos.
Los pasos se acercaban y don Camilo se arrimó a un grueso tronco. Pepón no se
movió; al contrario, cuando apareció el guardián con la escopeta abrazada, lo saludó.
-Buenas tardes.
-¿Qué hace usted aquí? -preguntó el guardián.
-Recojo hongos.
-¿Con la escopeta?
-Es un sistema como cualquier otro.
El modo de neutralizar a un guardabosque no es muy complicado. Hallándose á
espaldas de uno de éstos, basta cubrirle de improviso la cabeza con una manta, darle
un puñetazo y aprovechar en seguida el momentáneo aturdimiento del sujeto para
alcanzar el vallado y saltarlo. Una vez fuera, todo queda en regla.
28
INCENDIO DOLOSO
U NA noche lluviosa, repentinamente la casa vieja empezó a arder. La casa vieja era
una antigua tapera abandonada en la cima de un montículo escarpado. Aun de día la
gente dudaba acercarse porque decían que estaba llena de víboras y de fantasmas. Lo
extraño del caso era que la casa vieja consistía en una gran pila de piedras, pues hasta
las más pequeñas astillas que habían quedado cuando la habían abandonado después
de llevarse toda la madera que pudieron, el aire se las había comido. Y ahora la tapera
ardía como una fogata.
Mucha gente bajó a la calle y salió del pueblo para contemplar el espectáculo, y no
había persona que no se maravillara del suceso.
Llegó también don Camilo, quien se situó en el corrillo que miraba desde el sendero
que conducía a la casa vieja.
-Habrá sido una hermosa cabeza revolucionaria la que ha llenado de paja la barraca
y luego le ha prendido fuego para festejar alguna fecha importante -dijo en voz alta don
Camilo, abriéndose paso a empujones hasta quedar a la cabeza del montón-. ¿Qué
dice de esto el señor alcalde?
Pepón ni siquiera se volvió.
-¿Qué quiere que sepa? -rezongó.
-¡Vaya! Como alcalde deberías saberlo, todo -repuso don Camilo, que se divertía
extraordinariamente-. ¿Se festeja acaso algún acontecimiento histórico ?
-No lo diga ni en broma, que mañana se difundirá en el pueblo que nosotros hemos
organizado este mal negocio -interrumpió el Brusco que, junto con todos los cabecillas
rojos, marchaba al lado de Pepón.
El sendero, al terminar los dos vallados que lo flanqueaban, desembocaba en una
ancha meseta pelada como la miseria, en cuyo centro estaba el áspero montículo que
servía de basamento a la casa vieja. La distancia a la tapera era de trescientos metros
y se la veía llamear como una antorcha.
Pepón se paró y la gente se abrió a su derecha y a su izquierda.
Una ráfaga de viento trajo una nube de humo hacia el grupo.
-Paja ... ¡Cómo no! ... Esto es petróleo.
La gente empezó a comentar el hecho curioso y algunos se movieron para acercarse
más, pero fuertes gritos los detuvieron.
-¡No hagan estupideces!
Algunas tropas se habían detenido en el pueblo y en sus alrededores al final de la
guerra; en consecuencia podía tratarse de un depósito de nafta o de bencina colocadas
allí por alguna sección, o tal vez escondidas por alguien que las hubiera robado.
Nunca se sabe.
Don Camilo se echó a reír.
-¡No hagamos novelas! A mí este asunto no me convence y quiero ver con mis
propios ojos de qué se trata.
Y decididamente se separó de la grey y se dirigió a la tapera a pasos rápidos. No
había andado cien metros cuando Pepón en dos zancadas lo alcanzó.
-¡ Vuélvase usted!
-¿Y con qué derecho te mezclas en mis asuntos? -contestó bruscamente don
30
EL TESORO
Libertad.
El Secretario del Comité, compañero Bottazzi Alcalde José.
Al día siguiente don Camilo fue a buscar en su taller a Pepón, a quien encontró
trabajando echado bajo un automóvil.
-Buen día, compañero alcalde. He venido para decirte que desde hace dos días estoy
pensando en la descripción de tu Casa del Pueblo.
-¿Qué le parece? -preguntó Pepón riendo maliciosamente.
-Magnífica. Me he decidido a edificar ese pequeño local con piscina, jardín, campo
de juegos, teatrito, etcétera, que como sabes, tengo en la cabeza desde hace tantos
años. Pondré la piedra fundamental el próximo domingo y estimaré mucho que tú,
como alcalde, estés presente.
-Con mucho gusto; cortesía por cortesía.
-Bien. Entre tanto, procura achicar un poquito el plano de tu casa. Es demasiado
grande, en mi opinión.
Pepón lo miró asombrado.
-Don Camilo, ¿desvaría?
-No mucho más de aquella vez que oficié una función fúnebre con discurso
patriótico ante un cajón de muerto que no debía estar bien cerrado porque ayer
encontré el cadáver de paseo por la ciudad.
Pepón rechinó los dientes.
-¿Qué quiere usted insinuar?
-Nada; ese ataúd al que los ingleses presentaron armas y que yo bendije, estaba
lleno de objetos hallados por ti en la villa Dottí, donde antes estuvo el comando
alemán. Y el muerto estaba vivo y escondido en el desván.
-¡Ah! -gritó Pepón-. ¡Volvemos a la vieja a historia! ¡Se trata de difamar el
movimiento de la Resistencia!
-Deja en paz la Resistencia, Pepón. A mí no me engañas.
Pepón mascullaba oscuras amenazas.
Esa misma tarde don Camilo lo vio llegar a la casa parroquial acompañado por el
Brusco y otros dos tipos, los mismos que habían alzado el ataúd.
-Usted -dijo ceñudo Pepón- tiene poco que insinuar. Todas eran cosas robadas por
los alemanes: platería, máquinas fotográficas, instrumentos, oro, etcétera.
Si no las tomábamos nosotros, lo mismo lo habrían hecho los ingleses. Era el único
modo de sacarlas de allí. Aquí tengo recibos y testimonios: nadie ha tocado una lira.
Se han logrado diez millones de provecho, y diez millones serán gastados en beneficio
del pueblo.
El Brusco, que era fogoso, se puso a gritar que tal era la verdad y que él por las
dudas sabía muy bien cómo tratar a cierta gente.
-Yo también -repuso don Camilo con calma. Y dejó caer el diario que tenía
extendido ante sí, y entonces se vio que bajo el brazo derecho llevaba el famoso
ametrallador que un tiempo fuera de Pepón.
El Brusco palideció y dio un salto atrás, mientras Pepón abría los brazos.
-Don Camilo, me parece que no es del caso reñir.
-Lo mismo me parece a mí -dijo don Camilo-. Tanto más cuanto que estoy de
acuerdo con ustedes: diez millones se han reunido y diez millones deben ir a
beneficiar al pueblo. Siete para vuestra Casa del Pueblo y tres para mi recreo-jardín
para los hijos del pueblo. Sinite parvulos venire ad me. Yo exijo solamente mi parte.
Los cuatro se consultaron en voz baja.
-Si usted no tuviese esa maldita herramienta en las manos, le responderíamos que
éste es el más vil chantaje del universo.
El domingo siguiente el alcalde Pepón presenció con todas las autoridades la
colocación de la piedra fundamental del recreo-jardín de don Camilo. Y hasta
pronunció un discursito. Pero encontró la oportunidad de susurrar a don Camilo
-Esta primera piedra tal vez habría sido mejor empleada atándosela al cuello y
después arrojándolo al Po.
Al atardecer don Camilo fue a referir lo ocurrido al Cristo del altar.
-¿Qué me decís? -preguntó al fin.
-Eso que te dijo Pepón: si tú no tuvieses esa maldita herramienta en las manos
diría que éste es el más vil chantaje del mundo.
-Pero yo en la mano no tengo más que el cheque que me ha entregado Pepón
-protestó don Camilo.
35
-Justamente -susurró el Cristo-. Con estos tres millones harás demasiadas cosas
buenas y hermosas, don Camilo, para que yo pueda maltratarte.
Don Camilo se inclinó y fue a dormir y a soñar con un jardín lleno de chicos, un
jardín con calesita y columpio, y en el columpio el hijo menor de Pepón, que gorjeaba
como un pajarito.
RIVALIDAD
( 1 ) (Alusión a un dicho famoso atribuido a Piero Capponi, gonfaloniero de la República de Florencia, quien se opuso altivamente a las
pretensiones de Carlos VIII, rey de Francia, cuando descendió en Italia el año 1498. Capponi, rompiendo los papeles que contenían las
pretensiones del rey, les gritó a sus emisarios: "Podéis sonar vuestras trompetas; nosotros sonaremos nuestras campanas". (N. del T.))
37
La casa parroquial estaba a treinta metros de la iglesia y su frente daba sobre la plaza. Y
justamente bajo la ventana habían instalado una máquina que despertó en seguida la
curiosidad de don Camilo. Era una pequeña columna de un metro de alto, con una especie
de hongo tapizado de cuero, encajado en la cima. Detrás, otra columnita más delgada y más
alta sostenía un gran cuadrante marcado de 1 a 1.000: un medidor de fuerzas. Se daba un
puñetazo en el hongo y la aguja señalaba los grados. Espiando a través de las celosías, don
Camilo empezó a divertirse. A las once de la noche el punto máximo alcanzado era 750 y lo
marcó Badil, el vaquero de los Gretti, que tenía unos puños que parecían bolsas de papas.
Luego, de improviso y rodeado de su estado mayor, llegó el compañero Pepón. La
gente corrió a verlo y todos gritaban "¡Fuerza, fuerza!" Pepón entonces se quitó el saco,
se arremangó y se plantó frente a la máquina midiendo con el puño la distancia. Se
hizo un silencio y aun a don Camilo se le saltó el corazón.
El puño fulguró en el aire y se abatió sobre el hongo.
-¡Novecientos cincuenta! -gritó el dueño del aparato-. ¡Solamente en 1939 vi en
Génova alcanzar esta marca por un descargador del puerto!
La muchedumbre aulló entusiasmada.
Pepón volvió a ponerse el saco, después alzó la cabeza y miró a la ventana detrás de
la cual estaba escondido don Camilo.
-¡Si a alguno le interesa -dijo Pepón en voz alta-, sepa que en la altura 950 soplan
malos vientos! Todos miraron la ventana de don Camilo y rieron burlonamente.
Don Camilo fue a acostarse temblando de ira. La noche siguiente estaba otra vez
allí, escondido detrás de la ventana y esperando ansioso las once. Y nuevamente llegó
Pepón con su estado mayor, se quitó el saco, se arremangó y disparó el puñetazo
sobre el hongo.
-¡Novecientos cincuenta y uno! -aulló la muchedumbre. Y todos volvieron a mirar
hacia la ventana de don Camilo, con aires de burla. También lo hizo Pepón.
-Si a alguno le interesa -dijo alzando la voz tenga presente que en la altura 951
soplan malos vientos.
Don Camilo se metió en cama con fiebre. El día siguiente fue a arrodillarse ante el
Cristo:
-Jesús -suspiró-, esto me arroja al precipicio.
-Sé fuerte y resiste, don Camilo.
Por la noche, éste enderezó a la ventana como si marchara al patíbulo. Ya la noticia
había corrido por el pueblo y todos se preparaban para presenciar el espectáculo. Y
cuando apareció Pepón, se oyó serpear un murmullo: "¡Ya vino!”
Pepón miró hacia arriba, burlón, se quitó el saco, alzó el puño y la gente
enmudeció.
-¡Novecientos cincuenta y dos!
Don Camilo vio millones de ojos fijos en su ventana y entonces perdió la luz de la
razón y se abalanzó fuera de la casa.
-Si a alguno...
Pepón no pudo terminar de decir que en la altura 952 soplan malos vientos, pues
ya don Camilo estaba ante él. La multitud gruñó, luego guardó silencio.
Don Camilo hinchó el pecho, se plantó firmemente sobre los pies, arrojó al suelo el
sombrero y se persignó. Luego levantó el formidable puño y descargó un mazazo sobre
el hongo.
-¡Mil! -aulló la muchedumbre.
-Si a alguno le interesa, sepa que en la altura mil soplan malos vientos -dijo don
Camilo.
Pepón se había puesto pálido y los hombres de su estado mayor lo miraban de reojo
entre desilusionados y ofendidos.
Otros reían contentos.
Pepón miró en los ojos a don Camilo, se quitó de nuevo el saco, se plantó delante de
la máquina y alzó el puño.
-Jesús -susurró de prisa don Camilo.
El puño de Pepón hendió el aire.
-¡Mil! -gritó el gentío. Y el estado mayor de Pepón brincó de júbilo.
-A la altura mil soplan malos vientos para todos -concluyó el Tuerto-. Es mejor
quedarse en el llano.
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Pepón se alejó triunfante por su lado y don Camilo también triunfante por el otro.
-Jesús -dijo don Camilo cuando estuvo delante del Cristo-. Te agradezco. He
tenido un miedo bárbaro.
-¿De no hacer mil?
-No; de que no hiciese mil también ese testarudo. Me habría pesado en la
conciencia.
-Lo sabía y yo lo he ayudado -respondió sonriendo el Cristo-. Por lo demás,
apenas te ha visto, también Pepón tuvo miedo de que no pudieras llegar a 952.
-Quizás -rezongó don Camilo, a quien de tanto en tanto le agradaba mostrarse
escéptico.
EXPEDICIÓN PUNITIVA
-Tú debes hablar, no sólo por el daño material y moral que significa la destrucción
de treinta vides. Es como un punto que se corre en una malla: o lo detienes en seguida
o mañana la malla estará rota. Si sabiendo, tú no intervienes, te pareces al hombre
que ve la colilla encendida en el pajar y no la apaga. ¡En poco más toda la casa estará
destruida por culpa tuya! No por culpa de quien ha arrojado la colilla, así lo haya
hecho dolosamente.
Pepón insistió en que nada sabía, pero don Camilo lo acosaba y le quitaba el aliento
hasta que al fin se rindió.
-¡No hablaré aunque me degüellen! Los de mi partido son personas decentes, y por
tres sinvergüenzas...
-He comprendido -lo interrumpió don Camilo.
-Si mañana se supiese la cosa, los otros se volverían tan agresivos y descarados que
sería el caso de andar a los balazos.
Don Camilo se paseó de arriba abajo y de pronto sé detuvo.
-¿Admites cuando menos que esos sinvergüenzas merecen un castigo? ¿Admites
que es preciso proceder de manera que no repitan el crimen que han cometido ?
-Sería un cerdo si no lo admitiese.
-Perfectamente -concluyó don Camilo-. Espérame.
Veinte minutos después regresó vestido de fustán, a lo cazador, con botas y una
gorra en la cabeza.
-Vamos -dijo poniéndose la capa.
-Adónde?
-A la casa del primero de los tres. Te explicaré por el camino.
La noche era oscura y ventosa; no transitaba un alma por las calles. Llegado a las
inmediaciones de una casa apartada, don Camilo se embozó hasta los ojos y se
ocultó en la zanja. Entre tanto Pepón llamó a la puerta, entró y al rato salió con un
hombre. Instantáneamente don Camilo saltó de la zanja y "¡manos arriba!", gritó,
sacando el ametrallador. Los dos levantaron los brazos. Don Camilo los enfocó con la
linterna.
-Tú sigue sin volver la cabeza -dijo a Pepón, y éste se fue sin decir palabra.
Don Camilo empujó al otro en medio de un campo, lo hizo tenderse en el suelo
boca abajo y le arrimó diez latigazos en las asentaderas, capaces de erizar el pelo a
un hipopótamo.
-Primer aviso -explicó-. ¿Has comprendido?
El hombre asintió con la cabeza.
Don Camilo encontró a Pepón en el sitio convenido.
Al segundo fue más fácil atraparlo porque mientras don Camilo, escondido tras la
choza del horno, planeaba con Pepón un plan diverso del primero, el hombre salió
con un balde en busca de agua, y el cura lo cazó al vuelo. Terminado el trabajo,
también el segundo tomó buena nota de que se trataba del primer aviso y dijo que
había comprendido.
Don Camilo tenía el brazo dolorido porque había hecho las cosas a conciencia y
fue a sentarse a fumar su medio toscano junto a Pepón detrás de un matorral.
Luego, el sentido del deber volvió a ganarlo, y apagando el cigarro contra la corteza
de un árbol, dijo:
-Ahora el tercero.
-El tercero soy yo -dijo Pepón.
Don Camilo se sintió desfallecer.
-¿Tú? -balbuceó-. ¿ Y por qué?
-¿Si no lo sabe usted que tiene relaciones con el Padre Eterno, cómo quiere que lo
sepa yo? -gritó Pepón.
Luego arrojó la capa, se escupió en las manos y abrazó con rabia el tronco de un
árbol.
-¡Pega, cura maldito! -gritó rechinando los dientes-. ¡Pega, o pego yo!
Don Camilo meneó la cabeza y se alejó sin hablar.
-Jesús -dijo don Camilo consternado cuando se presentó delante del altar-. Jamás
hubiera imaginado que Pepón...
-Don Camilo: lo que has hecho esta noche es horrendo -lo interrumpió el Cristo-:
Yo no admito que un sacerdote mío llevé a cabo expediciones punitivas.
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-Jesús, perdonad a vuestro indigno hijo -susurró don Camilo-. Perdonadme como
el Padre Eterno os perdonó cuando sacasteis a latigazos del templo a los mercaderes
que lo deshonraban.
-Don Camilo -dijo el Cristo serenado-, quiero esperar que no me reprocharás un
pasado de escuadrista ( Traducimos literalmente el "squadrista" del original, con referencia a los miembros de la
organización fascista de las escuadras de acción.)
Don Camilo se puso a caminar sombrío por la iglesia desierta. Estaba ofendido,
humillado. El asunto de Pepón asesino de vides no lo podía tragar.
-Don Camilo -lo llamó el Cristo-. ¿Por, qué te mortificas? Pepón ha confesado y se
ha arrepentido. El malo eres tú que no lo absuelves. Cumple tu deber, don Camilo.
Solo en su taller desierto, Pepón estaba metido bajo el capot del camión ajustando
con rabia un tornillo, cuando entró don Camilo. Pepón permaneció inclinado sobre el
motor y don Camilo le aplicó diez latigazos en el trasero.
- E g o t e absolvo -dijo acomodándole un puntapié extra-. Esto va por lo de cura
maldito.
-Serán agradecidos -dijo Pepón, apretando los dientes, siempre con la cabeza
metida dentro del camión.
-El porvenir está en las manos de Dios -suspiró don Camilo.
Al retirarse arrojó lejos el azote y durante la noche soñó que el látigo arraigaba en
la tierra y le brotaban hojas, flores y pámpanos y seguidamente se cargaba de racimos
de uva dorada.
LA BOMBA
E RAN los días que en el Parlamento y en los diarios los políticos se agarraban de los
pelos por causa de aquel famoso artículo 4 ° que luego resultó ser el 7 ° (1), y como
entraban en danza la Iglesia y la religión, don Camilo no había vacilado en meterse
hasta el pescuezo en la tormenta.
Cuando estaba seguro de trabajar por una causa justa, don Camilo procedía como
un carro blindado, y de ese modo, como los otros hacían de la cuestión sobre todo un
problema partidario y veían en la aprobación del artículo una victoria del más
poderoso adversario político, las relaciones entre don Camilo y los rojos eran muy
tirantes y soplaban vientos de garrotazos.
-Nosotros queremos que el día en que sea rechazado el artículo sea de regocijo para
todos -había dicho Pepón a los suyos, en una reunión-. Por lo tanto, participará
también en los festejos nuestro reverendo arcipreste.
(1) Se refiere al artículo 79 de la nueva Constitución italiana, relativo a los Pactos de Letrán firmados por la Santa Sede y
Mussolini, e incorporados a la Constitución de 1947 como reguladores de las relaciones entre el Estado y la Iglesia católica. La
aprobación o el rechazo del concordato dio origen a una áspera polémica. Los comunistas, después de haberse opuesto, votaron en la
Constituyente por la aprobación. (N. del T.)
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-¡No desperdicies los fósforos! -le previno el Cristo-. Toma un pedacito de papel y
enciéndelo en la llama del otro cirio que está detrás de ti.
-Hallar ahora un pedazo de papel es un poco difícil...
-Pero, don Camilo -exclamó el Cristo sonriendo-, ¡estás perdiendo la memoria! ¿No
recuerdas ya que tienes en el bolsillo una carta que quisiste romper? Más bien
quémala: matas dos pájaros de un tiro.
-Es cierto -reconoció don Camilo de mala gana. Y sacó del bolsillo una carta, la
acercó al cirio y al punto el papel llameó. La carta estaba dirigida a Pepón, y decía
que, puesto que los rojos de la extrema izquierda habían aprobado por unanimidad el
artículo 7 9 , el compañero Pepón podría constituir un consejo de gestiones para la
iglesia con el objeto de administrar los pecados de la parroquia, y establecer, de
común acuerdo con el titular don Camilo, las penitencias que en cada caso
correspondiesen a los pecadores. Que él, don Camilo, estaba dispuesto a escuchar.
cualquier pedido suyo y se sentiría muy dichoso si el compañero Pepón o el compañero
brusco consintieran en ofrecer algún sermón a los fieles en ocasión de la Santa Pas-
cua. Para retribuir la cortesía, él, don Camilo, explicaría a los compañeros el secreto y
profundo sentido religioso y cristiano de las teorías marxistas.
-Ahora puedes marcharte, don Camilo -dijo el Cristo cuando la carta quedó
reducida a cenizas-. Así evitas el peligro de que, al encontrarte en la cigarrería, en un
momento de distracción se te ocurra pegar un sello en el sobre y echar luego la carta
al buzón.
En cambio don Camilo debió acostarse rezongando que así era peor que cuando
existía el ministerio de la cultura popular.
Entre tanto se avecinaba la Pascua. Reunidos en sesión todos los cabecillas de la
capital del distrito y de las seccionales, Pepón estaba sudando como un condenado
para explicar cómo los compañeros diputados habían procedido muy bien al votar por
la aprobación del articulo 7°.
-Ante todo, para no perturbar la paz religiosa del pueblo, como ha dicho el jefe, que
sabe muy bien lo que dice y no tiene necesidad de que se lo enseñemos nosotros.
Secundariamente, para evitar que la reacción explote el asunto lloriqueando sobre la
triste suerte del Papa, ese pobre viejo que nosotros, malvados, queremos mandar
errante por el mundo, como ha dicho el secretario del partido, que es un hombre que
tiene la cabeza bien puesta sobre los hombros y dentro de la cabeza un cerebro así de
grande. Tercero, porque el fin justifica los medios, como digo yo, que no soy un
estúpido y afirmo que, para alcanzar el poder, todo sirve. Y cuando lo hayamos
alcanzado, los reaccionarios clericales del artículo 7 ° sentirán el sabor del artículo 8°.
Así terminó Pepón, y tomando de sobre el escritorio un aro de hierro que oficiaba de
pisapapel, lo torció con sus manazas convirtiéndolo en un 8, y todos entendieron lo
que quería decir Pepón y rugieron de entusiasmo(Alusión a la cuerda del ahorcado. (N del T.)).
Pepón se enjugó el sudor: la idea de poner sobre la mesa el aro de hierro y de
emplearlo a los fines del golpe de efecto del artículo 8° había sido excelente. Estaba
satisfecho y concluyó:
-Por el momento, calma perfecta. Pero entiéndase bien, que con el articulo 7' o sin
él, nosotros continuaremos por nuestro camino sin desviarnos ni un millonésimo de
milímetro y no toleraremos ninguna, aunque fuese mínima, interferencia extraña.
¡Ninguna!
En aquel preciso instante se abrió la puerta de la habitación y entró don Camilo
con el hisopo en la mano, seguido por dos acólitos que llevaban el calderillo del agua
bendita y la cesta para los huevos.
Se produjo un silencio de hielo. Sin decir palabra, don Camilo avanzó unos pasos y
asperjó con el agua bendita a todos los presentes. Luego entregó el hisopo a un
monaguillo y dando una vuelta en torno fue dejando en la mano de cada uno de los
presentes una imagen.
-No, a ti una de Santa Lucía -dijo don Camilo al llegar a Pepón-, para que te
conserve la vista, compañero.
Luego roció abundantemente con agua bendita el gran retrato del jefe, haciéndole
una corta reverencia, y salió cerrando la puerta. Y fue como si hubiese pasado el
viento embrujado que convierte en piedra a la gente.
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Con la boca abierta Pepón contempló aturdido la estampa que tenía en la mano,
luego miró hacia la puerta y explotó en un alarido casi animal:
-¡Agárrenme o lo mato!
Lo agarraron, y así don Camilo pudo volver a su casa con el pecho hinchado como
un globo, tanto le rebosaba de alegría.
El Cristo del altar estaba cubierto aún con el triángulo de terciopelo, pero
igualmente vio a don Camilo cuando entró en la iglesia.
-¡Don Camilo! -llamó con voz severa.
-Jesús -respondió con calma don Camilo-, si bendigo las gallinas y los terneros,
¿por qué no podría bendecir a Pepón y sus hombres? ¿Tal vez he errado?
-No, don Camilo, tienes razón. Pero eso no quita que seas un pícaro.
Tres días después sucedió que una cabra bajó a la cantera y se puso a pacer las
hierbas al pie del arbusto. Fue así como tocó la bomba, la cual volvió a rodar, y
hechos dos metros chocó con una piedra y estalló con espantoso fragor. En el pueblo,
que, sin embargo, estaba lejos, se hicieron trizas los vidrios de treinta casas.
Pepón llegó poco después a la casa parroquial, jadeante, y encontró a don Camilo
que subía la escalera.
-¡Y yo -barbotó Pepón-, y yo que he martillado toda una tarde para quitarle las
aletas!...
-¡Y yo que. . . ! -contestó gimiendo don Camilo. Y no pudo proseguir al representarse
la escena de la plaza.
-Me voy a la cama.. . -jadeó Pepón.
-Yo estaba a punto de hacerlo -jadeó don Camilo.
Se hizo traer luego al dormitorio el Crucifijo del altar mayor.
-Disculpadme si os incomodo -susurró don Camilo, que tenía una fiebre de caballo-.
Quería daros las gracias en nombre de todo el pueblo.
-No hay de qué, don Camilo -contestó sonriendo el Cristo-. No hay de qué.
EL HUEVO Y LA GALLINA
con el artículo 7° las cosas han cambiado, que él no puede absolverme y que debes
hacerlo tú, que eres el jefe del comité
Pepón, dando un puñetazo en la mesa hizo callar a los otros, que se reían a
carcajadas.
-Ve a decirle a don Camilo que se vaya al infierno -gritó.
-Voy, jefe -dijo Bólido-; pero primeramente me debes absolver.
Pepón empezó a gritar, pero Bólido, sacudiendo la cabezota, gruñó:
-Yo no me muevo de aquí si no me absuelves. Y si dentro de dos horas no me has
absuelto, empiezo a romper todo, porque eso significa que la tienes conmigo.
La alternativa era, o matar a Bólido o ceder.
-¡Te absuelvo! -gritó Pepón.
-No, así no vale -rezongó Bólido-; tienes que absolverme en latín como hace el
cura.
-¡Ego te absolvio! -dijo Pepón que reventaba de rabia.
-¿Qué penitencia debo cumplir? -preguntó Bólido.
-Ninguna.
-Bien -dijo Bólido complacido, iniciando la retirada-. Ahora voy a decirle a don
Camilo que se vaya al infierno, y si hace cuestión, se la doy.
-Si hace cuestión, quédate quieto, si no quieres que te dé él la paliza -le dijo a
gritos Pepón.
-Bueno -aprobó Bólido-; pero si me ordenas dársela, yo se la doy lo mismo,
aunque después la reciba también.
Don Camilo esperaba ver llegar esa misma noche a Pepón hecho una fiera. En
cambio no se dejó ver. Apareció la tarde siguiente con su estado mayor, y todos se
pusieron a charlar, comentando un diario, sentados en los bancos situados delante
de la casa parroquial.
En ciertas cosas don Camilo tenía algo de Bólido y mordió la carnada como una
mojarrita. Salió a la puerta de la rectoral, con las manos detrás y el cigarro en la
boca.
-¡Buenas tardes, reverendo! -lo saludaron todos con mucha cordialidad, tocando
el ala de sus sombreros.
-¿Ha visto, reverendo? -dijo el Brusco, dando un manotón al diario-. ¡Cosas
extraordinarias! Contábase en él la historia de la famosa gallina de Ancona, la cual,
bendecida por el párroco; había puesto un extrañísimo huevo en el que se veía
dibujado en relieve un emblema sacro.
-¡Aquí está clara la mano de Dios! -exclamó serio Pepón-. ¡Es todo un señor
milagro!
-Despacio con los milagros, muchachos. Antes de declarar que un suceso es
milagroso es preciso indagar y ver si no se trata de un simple fenómeno natural.
Pepón aprobó con gravedad, moviendo la cabezota.
-Se comprende, se comprende. Pero, a mi parecer, un huevo de esta clase habría
sido mejor soltarlo en vísperas de elecciones. Todavía estamos demasiado lejos.
El Brusco se echó a reír.
-¡Qué ingenuo! Todo es asunto de organización. Cuando se tiene una prensa bien
organizada se puede hacer poner huevos milagrosos en cualquier momento.
-¡Buenas tardes! -cortó secamente don Camilo.
Pasando al otro día delante del comité, don Camilo vio pegado en la cartelera mural
el recorte del diario con el suceso de Ancora y la fotografía del huevo.
Debajo había un cartel:
"Por orden de la oficina de prensa de la Democracia Cristiana las gallinas católi-
cas trabajan en la propaganda electoral. ¡Admirable ejemplo de disciplina!"
La tarde siguiente estaba en la ventana cuando aparecieron Pepón y su estado
mayor delante de la casa parroquial.
-¡Es verdaderamente milagroso! -decía Pepón agitando un diario-. Aquí dice que en
Milán otra gallina ha puesto un huevo igualito al de Ancora! ¡Venga a verlo, reverendo!
Don Camilo bajó, miró la fotografía del huevo y de la gallina y leyó el artículo.
-¡Qué idea nos hemos dejado escapar! -suspiró Pepón-. Figúrese si la hubiésemos
tenido nosotros antes: "Una gallina se inscribe en el partido y al día siguiente da a
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sellados que no se trata de un engaño? ¿Dirán ustedes que es una invención de los
periodistas? Ya verán al día siguiente caerles encima las mujeres de la comuna, que
los llamarán sacrílegos y les arrancarán los ojos.
Don Camilo había extendido el brazo, y el huevo, herido por el sol, brillaba en la
palma de la manaza como si fuera de plata.
Pepón abrió los brazos.
-Ante un milagro de esta especie -refunfuñó-, ¿qué quiere que podamos decir?
Don Camilo estiró más el brazo y habló con voz solemne
-Dios, que ha hecho el cielo y la tierra y el universo y todo lo que hay dentro del
universo, incluso ustedes, cuatro infelices, para demostrar su omnipotencia no precisa
ponerse de acuerdo con una gallina -dijo lentamente. -
Y apretando el puño, trituró el huevo.
-Y para hacer comprender a la gente la grandeza de Dios, yo no tengo necesidad de
hacerme ayudar por una estúpida gallina -prosiguió,
Seguidamente salió del cuarto como una saeta y regresó trayendo apretada por el
pescuezo a la Negra.
-Toma -dijo retorciéndoselo-. ¡Toma, gallina sacrílega, que te permites mezclarte
en los sagrados ministerios del culto!
Don Camilo arrojó la gallina en un rincón y, todo agitado aún, se dirigió hacia
Pepón con los puños cerrados.
-Un momento, don Camilo -balbuceó Pepón retrocediendo y defendiéndose el
cuello con las manos-. No lo he puesto yo el huevo ...
La brigada salió de la rectoral y atravesó la plaza llena de sol.
-¡Bah! -dijo el Brusco deteniéndose de pronto-. Yo no sé explicarme porque no he
estudiado; pero ése es un tipo que aunque me cargara de trompadas, yo no me
enojaría.
-¡Hum ! -murmuró Pepón, que en otra ocasión había recibido su carga y en el
fondo no se había enojado.
Entre tanto don Camilo había ido a referir el suceso al Cristo del altar.
-En fin -concluyó-, ¿he hecho bien o mal?
-Has hecho bien -contestó el Cristo-, has hecho bien, don Camilo. Tal vez has
exagerado un poco irritándote contra esa pobre e inocente gallina.
-Jesús! -suspiró don Camilo-. Hacía dos meses que me moría del deseo de
comérmela frita.
El Cristo sonrió.
-Si es así, tienes razón, pobre don Camilo.
DELITO Y CASTIGO
SALIENDO al atrio, una mañana don Camilo vio que, durante la noche, alguien
había escrito en rojo sobre el muro cándido de la casa parroquial un Don Camalo (e n
diale ct o ge nové s, de scar gador de pue r t o, y por e xt e nsión, hombr e zaf io, or dinar io) , alto medio
metro.
49
Don Camilo, con un balde de cal y una brocha se empeñó en tapar la escritura,
pero el color era de anilina y cubrir con cal la anilina es como invitarla a unas
bodas: siempre aparece a la superficie aunque la capa tenga tres dedos de espesor.
En vista de ello, don Camilo se proveyó de un raspador y empleó media jornada de
trabajo en borrar la leyenda.
Se presentó después al Cristo del altar, blanco como un molinero, pero con un
humor negro.
-Si yo sé quien ha sido . -dijo-, le doy tal paliza que el palo se vuelve estopa.
-No dramatices, don Camilo -le aconsejó el Cristo-. Es cosa de muchachones. En
fin de cuentas no te han dicho nada grave.
-No está bien llamar descargador de puerto a un sacerdote -protestó don Camilo-.
Además, es un apodo acertado y si la gente descubre esto, me lo pega en la espalda
por toda la vida.
Tienes buena espalda, don Camilo -lo consoló el Cristo sonriendo-. Yo no la tenía
como la tuya y debí llevar la cruz; sin embargo no he apaleado a nadie.
Don Camilo dijo que el Cristo tenía razón, pero no estaba convencido del todo, y
por la noche, en vez de ir a la cama, se escondió en un sitio bien disimulado y aguardó
pacientemente. Hacia las dos de la madrugada apareció en el atrio un sujeto que,
poniendo un balde en el suelo, se puso cautelosamente a trabajar de pintor en el muro
de la casa parroquial, Don Camilo no lo dejó terminar siquiera la D, y encajándole el
balde en la cabeza, lo largó zumbando con un fulminante puntapié.
El color de la anilina es terrible, y Jigote (uno de los hombres de choque de Pepón),
que había recibido la ducha de tinta en la cabeza, debió permanecer tres días
encerrado en su casa, fregándose la cara con todos los solventes del universo; pero
alguna vez debió salir para ir a su trabajo. El hecho ya se había divulgado y le
aplicaron en seguida el apodo de Piel roja. Como don Camilo soplaba en el fuego, la
rabia hacía que el pobre Jigote, de rojo se pusiera verde. Hasta que una noche, don
Camilo, regresando de una visita hecha al médico, advirtió que alguien le había
embadurnado con inmundicias la manija de la puerta; pero lo advirtió demasiado
tarde. Entonces sin más dilación salió en busca de Jigote, a quien pescó en la
hostería, y con una bofetada capaz de nublarle la vista a un elefante, le plantó en la
cara el barniz de la manija. Naturalmente, estas cosas resbalan enseguida al campo
político, y como Jigote estaba en compañía de cinco o seis de los suyos, don Camilo se
vió precisado a echar mano de un banco.
Esa misma noche un desconocido dió una serenata a don Camilo arrojando un
petardo en la puerta de su casa.
Los seis que habían sido cepillados por el banco de don Camilo reventaban de rabia
y en la hostería gritaban como endemoniados y poco había faltado para que estallase
un incendio. La gente estaba preocupada.
Así fué como una mañana don Camilo debió ir urgentemente a la ciudad porque el
obispo quería hablarle.
El obispo era viejo y encorvado, y para mirarle la cara a don Camilo tenía que
levantar la cabeza. -Don Camilo -dijo el obispo-, tú estás enfermo. Tienes necesidad de
pasarte tranquilo unos meses en un lindo pueblecito de la montaña. Sí, sí; ha muerto
el cura de Puntarroja y por tanto haces un viaje y -dos servicios: me reorganizas bien
la parroquia y recuperas la salud. Luego vuelves fresco como una rosa. Te sustituirá
don Pedro, un mozo que no te causará ninguna molestia. ¿Estás contento, don
Camilo?
-No, monseñor, pero partiré cuando monseñor ordene.
-Bravo -repuso el obispo-. Tu disciplina es tanto más meritoria cuanto que aceptas
sin discutir una cosa que no te agrada.
-Monseñor, ¿no os desagradará si luego en el pueblo se dice que he huído de miedo
-No -contestó el anciano sonriendo-. Nadie en el mundo podrá pensar jamás que
don Camilo tenga miedo. Vete con Dios, don Camilo, y deja quietos los bancos.
Nunca han sido un argumento cristiano.
Pronto corrió por el pueblo L noticia y fué el mismo Pepón el que la llevó a una
junta extraordinaria.
-Don Camilo se va -anunció Pepón-. Va transferido por castigo a un pueblo de la
montaña, qué sé yo dónde. Parte mañana a las tres.
50
LA VUELTA AL REDIL
precaución de carácter social y político, para evitar que Pielroja le arrojara una
bomba a la cabeza.
-¡Pielroja serás tú! -replicó resentido Jigote, el hombre a quien don Camilo había
teñido la cara con anilina y le había sacudido el polvo con el banco-. Yo no quería
tirarle bombas. Le he tirado nada más que un petardo delante de la casa, para
hacerle saber que no estaba dispuesto a dejarme sacudir bancos por la cabeza,
aunque él sea el reverendo arcipreste.
-¿Ah, fuiste tú, hijo mío, quien arrojó el petardo? -preguntó con indiferencia el
anciano obispo.
-Bueno, Excelencia -masculló Jigote-; usted sabe cómo suceden las cosas.
Cuando a uno le han sacudido un banco por la cabeza, hace fácilmente cualquier
zoncera.
-Comprendo perfectamente -respondió el obispo, que era anciano y sabía cómo
tratar a la gente.
Don Camilo tenía una bolsa de noticias pára referir al Cristo del altar. Al terminar
la plática, preguntó al Cristo con fingida indiferencia:
-¿Qué tipo era mi reemplazante?
-Un buen muchacho, educado, de ánimo gentil, que cuando alguien le hacía un
favor, no lo agradecía con la fanfarronada de romperle en la nariz un mazo de cartas.
-¡Jesús! -dijo don Camilo abriendo los brazos-, creo que nadie le ha hecho aquí un
favor. Además, a cierta gente es preciso darle las gracias por este sistema.
¿Apostamos a que en este momento Pepón está diciendo a los de su banda:
"¿Entiendes? ¡Un mazo de cartas ha partido, así, ¡zas! ¡zas!, ese hijo de perra!" ¡Y lo
dice con satisfacción íntima! ¿Queréis apostar?
-No -repuso el Cristo suspirando-. No, porque Pepón está justamente diciendo eso.
55
LA DERROTA
E L duelo a cuchillo que venía durando ya casi un año, terminó con el triunfo de don
Camilo, quien llegó a concluir su "Recreatorio Popular" cuando a la "Casa de Pueblo" de
Pepón le faltaba aún toda la carpintería.
El "Recreatorio Popular" resultó una obra de primera: salón de tertulia para
representaciones, conferencias y demás actos públicos; pequeña biblioteca con sala de
lectura y escritura; superficie cubierta para ejercicios deportivos y juegos invernales.
Además, una magnífica extensión cercada, con campo de gimnasia, pista, piscina,
jardín de infantes, calesita, columpios, etcétera. Cosas en su mayor parte en estado
embrionario, pero lo importante en todo es empezar.
Para la fiesta de la inauguración don Camilo había preparado un programa en forma:
cantos corales, justas atléticas y partido de fútbol. Porque don Camilo había organizado
un equipo sencillamente formidable, y fué éste un trabajo al que dedicó tanto
entusiasmo que, echadas las cuentas, al cabo de ocho meses de adiestramiento, los
puntapiés que don Camilo había dado a los once jugadores habían sido muchos más
que los puntapiés dados por los once jugadores juntos a la pelota.
Pepón sabía todo y tragaba bilis. No podía soportar que el partido que representaba
verdaderamente al pueblo, resultara segundo en el torneo iniciado con don Camilo, a
favor del pueblo. Y cuando don Camilo le había hecho saber que para demostrar "su
simpatía por las más ignorantes capas sociales del pueblo", había generosamente
concedido al equipo "Dynamos" la ocasión de medirse con el suyo, el "Gallardo", Pepón
palideció, y haciendo llamar a los once muchachos del equipo seccional los puso en fila
contra el muro y les espetó este discurso
"Jugarán con el equipo del cura. ¡O vencen o le rompo la cara a todos! ¡Es el partido
el que lo ordena, por el honor del pueblo vilipendiado!"
-¡Venceremos! -contestaron los once, que sudaban de miedo.
Cuando lo supo, don Camilo reunió a los hombres del Gallardo y refirió la cosa.
-No estamos aquí entre gente grosera y salvaje como esos tales -concluyó sonriendo-.
Podemos así reaccionar como caballeros juiciosos. Con la ayuda de Dios les meteremos
seis goles a cero. No hago amenazas: digo sencillamente que el honor de la parroquia
está en las manos de ustedes. Quiero decir, en los pies. Cumpla cada uno su deber de
buen ciudadano. Ahora, naturalmente, si hay algún bribón que no se emplea a fondo, yo
no haré tragedias como Pepón, que rompe las caras. ¡Yo les pulverizo el trasero a
puntapiés!
Todo el pueblo acudió a la fiesta de la inauguración. Pepón, a la cabeza de sus
secuaces, de pañuelo rojo encendido. En calidad de alcalde genérico, se complugo con la
iniciativa, y como representante del pueblo en particular, afirmó serenamente su
confianza en que la iniciativa no serviría para finalidades indignas de propaganda
política, como algún maligno ya susurraba.
Durante la ejecución de los coros, Pepón halló la manera de observar con el Brusco
que, en el fondo, aún el canto es un deporte en cuanto desarrolla los pulmones. Con
señoril sosiego el Brusco le contestó que, según él, sería más eficaz a los efectos del
mejoramiento físico de la juventud católica que los jóvenes acompañasen el canto con
ademanes adecuados, a fin de desarrollar, además de los pulmones, también los
músculos de los brazos.
Durante el partido de pelota al cesto, Pepón dijo con convicción sincera, que también
el aro tiene, además de un indudable valor atlético, una finísima gracia y se asombró de
que en el programa no se hubiese incluído un torneo del mismo.
Como estas observaciones eran expresadas con tal discreción que se podían oír
cómodamente a setecientos metros de distancia, don Camilo tenía las venas del cuello
como dos estacas de aromo. Y esperaba por lo tanto con ansia indescriptible, que llegara
el momento del partido de fútbol. Entonces hablaría él.
Y llegó ese momento. Malla blanca con una gran G en negro sobre el pecho de los,
once jugadores del Gallardo. Malla roja con la hoz, el martillo y la estrella, entrelazados
56
-Me cuesta, pero lo encuentro -respondió don Camilo-. No pretendía que vos
administrarais personalmente las piernas de mis muchachos, tanto más que son mejores
que las de los otros. Digo solamente que no habéis impedido que la deshonestidad de un
hombre castigase a los míos por una falta no cometida.
-Se equivoca el cura al decir la misa, don Camilo ¿por qué no admites que otro
pueda equivocarse, aun sin mala fe?
-Se puede admitir que uno se equivoque en todos los terrenos. ¡Pero no cuando se
trata de un arbitraje deportivo! Cuando está de por medio una pelota. . .
-Don Camilo razona, también él, no peor que Pepón, sino peor que Bólido, el que no
razona absolutamente -prosiguió el Cristo.
-También esto es verdad -admitió don Camilo-. Pero Binella es un sinvergüenza.
No pudo continuar porque oyó avecinarse un vocerío tremendo y de allí a poco entró
un hombre, deshecho, jadeante, con el terror pintado en el rostro.
-Quieren matarme -sollozó-. ¡ Sálveme !
La turba estaba en la puerta a punto de entrar. Don Camilo aferró un candelabro
de medio quintal y lo blandió amenazante.
-¡En el nombre de Dios -gritó-, atrás o les parto la cabeza! ¡Recuerden que quien
entra aquí es sagrado e intocable!
La gente se detuvo.
-¡Avergüénzate, jauría desatada! Vuelve a tu cubil a rogar a Dios que te perdone tu
bestialidad.
La gente bajó la cabeza confundida y silenciosa y se volvió para marcharse.
-¡Persígnense! -ordenó don Camilo. Y con el candelabro blandido por la mano
ciclópea, alto como una montaña; parecía Sansón.
Todos se persignaron.
-Entre vosotros y el objeto de vuestro odio bestial está la cruz que cada uno de
vosotros ha trazado con su mano. Quien trata de violar esta sagrada barrera es un
sacrílego. ¡Vade retro!
Entró y corrió el pestillo de la puerta; pero no era necesario. El hombre estaba
abatido en un banco y todavía jadeaba.
-Gracias, don Camilo -susurró.
Don Camilo no respondió. Se puso a pasear de un extremo al otro y finalmente se
paró delante del hombre.
-¡Binella ! -dijo vibrante don Camilo-. Binella ¡aquí, delante de mí y de Dios, no
puedes mentir! ¡No hubo falta! ¿Cuánto te ha dado ese bellaco de Pepón para obligarte
a sancionar un penal en caso de empate?
-Dos mil quinientas liras.
- ¡ H u m ! -mugió don Camilo, poniéndole los puños bajo la nariz.
-Pero. . . -gimió Binella.
-¡Fuera! -vociferó don Cainilo, señalándole la puerta.
Cuando quedó solo se volvió hacia el Cristo.
-¿No os había dicho que éste era un infame vendido? ¿Tengo o no razón de estar
enojado?
-No, don Camilo -contestó el Cristo-. La culpa es tuya que por el mismo servicio has
ofrecido a Binella dos mil liras. Cuando Pepón le ofreció quinientas más, el aceptó la
oferta de Pepón.
Don Camilo abrió los brazos.
-Jesús -dijo-, si razonamos así va a resultar que el culpable soy yo.
-Así es justamente, don Camilo. Proponiéndole tú, sacerdote, el primero, la trampa,
él ha pensado que se trataba de un negocio lícito, y en consecuencia, negocio lícito por
negocio lícito, uno se queda con el que da mayor beneficio.
Don Camilo bajó la cabeza.
-¿Queréis decir que si aquel desgraciado recibía una carrada de leña de los míos,
mía habría sido la culpa?
-En cierto sentido sí, porque tú has sido el primero en inducir al hombre en
tentación. Pero tu culpa habría sido mayor si aceptando tu oferta, Binella hubiese
fallado en favor de los tuyos. Porque en tal caso lo habrían apaleado los rojos y tú no
hubieras podido detenerlos.
Don Camilo reflexionó un poco.
58
EL VENGADOR
Por la tarde don Camilo quedóse charlando con el Cristo una horita; luego solicitó
licencia para retirarse.
-Tengo sueño, voy a la cama. Y os agradezco por haber hecho llover a cántaros. En
mi opinión eso hará mucho bien al trigo.
-Y sobre todo impedirá, en tu opinión, que mucha gente que vive lejos pueda asistir
a la fiesta -agregó el Cristo-. ¿No es así?
Don Camilo meneó la cabeza.
La lluvia, aunque torrencial, no había aguado absolutamente la fiesta de Pepón. De
todas las fracciones de la comuna y de las comunas más próximas había acudido
gente, y la gran palestra de la Casa del Pueblo estaba llena como un huevo. El
campeón de la Federación era un hombre acreditado y Bagotti gozaba en la zona de
indudable popularidad. Además, en cierto modo era un encuentro entre la ciudad y la
campaña, lo que daba mayor interés al asalto.
Pepón, en primera fila, junto al "ring'", exultaba por aquella afluencia. Además
estaba seguro de que Bagotti en el peor de los casos perdería por puntos, lo que en la
ocasión habría representado una victoria. A las cuatro en punto, después de una
batahola de aplausos y gritos capaces de hacer desplomarse el techo, sonó el primer
"gong" y la hinchada empezó a envenenarse el hígado.
Pronto se vió que el campeón provincial tenía un estilo superior al de Bagotti, pero
éste era más ágil y el primer "round" fue algo como para cortar el aliento.
Pepón estaba bañado en sudor y parecía que hubiese comido dinamita.
El segundo "round" comenzó bien para Bagotti, que inició el ataque, pero de
improviso Bagotti cayó como una roca. El árbitro empezó a contar los segundos.
-¡No! -gritó Pepón poniéndose de pie en la silla-. ¡Golpe bajo!
El campeón federal se volvió hacia Pepón sonriendo sarcásticamente. Negó con la
cabeza y se tocó el mentón con el puño.
-¡No! -volvió a gritar Pepón exasperado, mientras la gente se alborotaba-. ¡Lo han
visto todos! ¡Primero le has dado un golpe bajo y cuando él por el dolor se ha agachado
le has asestado el puñetazo en el mentón! ¡No vale!
El campeón federal se encogió de hombros riendo. Entre tanto el árbitro había
contado hasta diez y ya tomaba la mano del púgil para alzarla cuando ocurrió la
tragedia.
Pepón arrojó el sombrero y de un salto subió al "ring" y avanzó con los puños
apretados contra el campeón federal.
-¡Ya verás! -gritó.
-¡Cáscalo, Pepón! -gritó la gente enloquecida.
Mientras el púgil se ponía en guardia, Pepón se le echó encima como un "Panzer" y le
disparó un puñetazo. Pero estaba demasiado enfurecido para razonar y el otro esquivó
fácilmente el golpe y le envió un directo a la mandíbula. Y no se fatigó mucho en ases-
tarlo fuerte y justo, porque Pepón estaba inmóvil, completamente descubierto, fue como
pegar en la bolsa de aserrín. Se derrumbó como un peñasco y en la multitud corrió algo
así como un viento de angustia que heló las palabras en todas las gargantas. Mas he
aquí que mientras el campeón federal sonríe de conmiseración mirando al gigante
tendido en la lona, la multitud levanta un tremendo alarido: un hombre ha subido a la
pista. No se cuida siquiera de quitarse el impermeable mojado y la gorra. Aferra dos
guantes que están sobre un banco en un ángulo de las cuerdas, los calza sin tiempo de
atarlos, se planta en guardia delante del campeón y le larga un trompis.
61
Fue el campanero el que llevó la noticia a la rectoral, y don Camilo debió saltar de la
cama para abrirle la puerta, porque el sacristán parecía enloquecido, y si no le contaba
todo de la a a la zeta habría reventado.
Don Camilo bajó para hacer su relación al Cristo.
-¿Y? -preguntó el Cristo-. ¿Cómo anduvo eso?
-¡Un escándalo vergonzoso, un espectáculo de desorden e inmoralidad que no puede
imaginarse! -¿Como la tentativa de linchamiento de tu árbitro? -preguntó el Cristo con
indiferencia.
Don Camilo rió burlón.
-¡Qué árbitro! Al segundo "round" el campeón de aquí cayó como una bolsa de
papas. Entonces Pepón en persona subió al "ring" a trompearse con el vencedor. Pepón
es fuerte como un buey, pero es tan cabezudo que avanza en masa como un pelotón de
zulúes o de rusos; entonces el otro le encaja un directo al mentón y lo acuesta seco
como un clavo.
-¿Así que fueron dos las derrotas sufridas por el comité?
-Sí, dos del comité y una de la federación -dijo don Camilo riendo-. Porque la cosa
no terminó ahí. Apenas cayó Pepón, saltó otro al "ring". Uno de los venidos de las
comunas vecinas, parece, un pedazo de hombre de barba y bigotes: éste también se
pone en guardia y sacude una trompada al campeón federal.
-Y el campeón esquiva y contesta, y el hombre de la barba también rueda por tierra
para completar ese espectáculo brutal -interrumpió el Cristo.
-¡No! El hombre está más defendido que una caja metálica. Entonces el campeón
federal empieza a dar saltitos para tomarlo por sorpresa. De pronto, ¡zas!, dispara un
directo con la derecha. Entonces, yo desvío con la izquierda y lo fulmino con la
derecha. ¡Fuera del "ring"!
-¿Y tú que tienes que ver en esto?
-No entiendo.
-Has dicho: yo desvío con la izquierda y lo fulmino con la derecha.
-La verdad es que no sé cómo he podido decir tal cosa.
El Cristo meneó la cabeza.
-¿Tal vez porque el hombre que castigó al campeón fuiste tú?
-No me parece -respondió gravemente don Camilo-; yo no tengo barba ni bigote.
-Uno puede disfrazarse para no hacer ver a la gente que el arcipreste halla
interesante el espectáculo de dos hombres que se estropean públicamente a
puñetazos.
Don Camilo abrió los brazos.
-Jesús, todo puede suceder. Debe tenerse presente también que los arciprestes
están hechos de carne.
El Cristo suspiró.
-Lo recordamos; pero también tenemos presente que los arciprestes, aun cuando
hechos de carne, jamás deberían olvidar que tienen cerebro. Porque si el arcipreste de
carne se disfraza para ir a presenciar un pugilato, el formado de cerebro debe
impedirle dar un espectáculo de violencia.
Don Camilo meneó la cabeza.
-Así es; pero también debería tenerse presente que los arciprestes, además que de
carne y de cerebro están hechos de otra cosa. Y por eso cuando esa otra cosa ve que
un alcalde es acostado en el piso ante la vista de todos sus administrados por un
tramposo de la ciudad que vence tirando golpes bajos (bellaquería que pide la
venganza de Dios), esa otra cosa toma al arcipreste de carne y al arcipreste de cerebro
y los obligà a subir al "ring".
El Cristo meneó la cabeza.
62
-¿Querrías decir que yo debiera tener en cuenta que los arciprestes están hechos
también de corazón?
-Por el amor del cielo -exclamó don Camilo-, jamás me permitiré daros consejos.
Cuando más puedo deciros que nadie sabe quién es el hombre de la barba.
-Tampoco lo sé yo -dijo el Cristo suspirando-. Entre tanto, ¿tienes una idea de lo
que quiere decir punching-ball? .
-Mis conocimientos de la lengua inglesa no han aumentado, Señor.
-Renunciemos a querer saber también esto -dijo -el Cristo-. En el fondo, la cultura
es a veces más un mal que un bien. ¡Adiós, campeón federal!
DESDE cierto tiempo don Camilo se sentía constantemente vigilado por dos ojos.
Cuando andaba por el camino o a través de los campos y se volvía repentinamente,
aunque no veía a nadie estaba seguro de que si hubiese revisado detrás del seto o
entre las matas, habría encontrado los ojos y lo demás.
Habiendo salido de noche dos veces de s u casa, al sentir un crujido detrás de la
puerta llegó a entrever u n a sombra.
-Déjalo hacer -le había contestado el Cristo del altar, cuando don Camilo le había
pedido consejo-. Dos ojos nunca hiceron mal a nadie.
-Convendría saber si los dos ojos viajan solos o acompañados de un tercero de
calibre 9, por ejemplo -Suspiró don Camilo-. Es un detalle que tiene su importancia.
-Nada puede turbar una conciencia tranquila, d o n Camilo.
-Lo sé, Jesús -dijo suspirando nuevamente don Camilo-. Lo malo es que
habitualmente el que se comporta así no dispara contra la conciencia sino contra la
espalda.
Don Camilo, sin embargo, no adoptó ninguna actitud. Transcurrió todavía algún
tiempo y una noche, estando solo en su casa, leyendo, "sintió" repentinamente los
ojos.
Y eran tres. Levantó lentamente la cabeza y vió en primer término el ojo negro de
una pistola y luego los ojos del Rubio.
-¿Debo levantar las manos? -le preguntó tranquilamente don Camilo.
-No quiero hacerle daño -contestó el Rubio guardando el arma en el bolsillo del
saco-. Temía que se asustara viéndome de repente y que se pusiera a gritar.
-Entiendo -repuso don Camilo-. ¿No se te ha ocurrido que llamando a la puerta te
hubieras ahorrado todo este trabajo?
El Rubio no contestó y fue a apoyarse en el alféizar de la ventana. Luego, de
pronto se volvió y se sentó junto a la mesa de don Camilo.
Tenía el pelo revuelto, los ojos cavados en profundas ojeras y la frente llena de
sudor.
-Don Camilo -dijo el Rubio entre dientes-, al de la casa del dique lo despaché yo.
63
un cura eche a volar festivamente las campanas a las once de la noche es realmente
cosa del otro mundo.
HOMBRES Y ANIMALES
-Cálmate, don Camilo -lo amonestó el Cristo dulcemente. Nada puede obtenerse con
la violencia. Es preciso calmar a la gente con el razonamiento, y no exasperarla con
actos de violencia.
-Así es -suspiró don Camilo-. Hay que inducir a la gente a razonar. Lástima que
mientras los inducimos a razonar, las vacas revientan.
El Cristo sonrió.
-Si empleando la violencia, que llama a la violencia, logramos salvar cien animales
pero perdemos un hombre, y si usando la persuasión perdemos cien animales pero
evitamos la pérdida de ese hombre ¿a tu juicio es mejor la violencia o la persuasión?
Don Camilo, que no quería renunciar a la idea de la marcha sobre Roma, tanta era su
indignación, meneó la cabeza.
-Vos, Jesús, me sacáis la cuestión de su terreno. No se trata aquí de cien animales,
sino del patrimonio público. La muerte de cien animales no representa únicamente un
daño para aquel cabeza dura de Pasotti, sino un perjuicio para todos, buenos y malos. Y
el caso puede tener tal repercusión que llegue a exacerbar más aun las discordias
existentes y originar un conflicto de proporciones, en el cual, en vez de uno tengamos
veinte muertos.
El Cristo no estaba de acuerdo.
-Si razonando hoy evitas un muerto, ¿por qué razonando no podrías evitar los
muertos de mañana? Don Camilo, ¿has perdido la fe?
Don Camilo salió a caminar por los campos, llevado por sus nervios, y, mira qué
casualidad, de pronto empezó a oír cerquita los mugidos de las cien vacas de la Grande.
Luego oyó la charla de los hombres del puesto de asedio y diez minutos después se
halló metido en el grueso caño de cemento del canal de riego, que pasaba bajo la red
metálica y que por fortuna estaba sin agua.
-Ahora -pensó don Camilo- yo estaría arreglado si alguno estuviese esperándome en
el fondo del caño para recibirme con un garrotazo en la cabeza.
Pero dentro no había nadie, y don Camilo pudo encaminarse cautamente por el
canal, hacia la alquería.
-¡Alto ahí! -dijo poco después una voz; pero don Camilo de un salto estuvo fuera del
canal y se ocultó detrás de un grueso tronco.
-¡Alto o disparo! -repitió la voz, que ahora partía de atrás de otro grueso tronco del
lado opuesto del canal.
Era la noche de las casualidades y don Camilo se encontró casualmente con una
herramienta de acero respetable entre las manos. Tiró hacia atrás algo que se movía y
contestó:
-Cuidado, Pepón, porque yo también disparo.
-¡Ah! -rezongó el otro-. ¡Raro hubiese sido que no se me pusiera delante también en
este asunto!
-Tregua de Dios -dijo don Camilo-. Quien falte a la palabra será carne del demonio.
Ahora cuento y cuando diga "tres", los dos saltamos dentro del foso.
-No sería usted cura si no fuese tan desconfiado -dijo Pepón. Y a las "tres" saltó y
los dos se encontraron en el fondo del canal.
Llegaba del establo el infernal mugido de las vacas, tan lastimero que daba un
sudor frío.
-Me figuro cómo debes divertirte con esta música -susurró don Camilo-. Lástima
que cuando las vacas Hayan Muerto, la música se acabará. Hacen bien en mantenerse
firmes. Más aún, tendrás que explicarles a los trabajadores que deben quemar los
graneros, los heniles y también las casas que habitan. Piensa qué rabia para el pobre
Pasotti, obligado a refugiarse en un hotelito suizo y a gastar los pocos millones que
tiene allá depositados.
-¡Habrá que ver si podrá llegar a Suiza! -contestó Pepón amenazador.
-¡Justamente! -exclamó don Camilo- Tienes razón. Ya es tiempo de acabar con la
vieja historia del quinto mandamiento que ordena no matar. Y cuando te veas ante el
Padre Eterno, le hablarás claramente "Pocas historias, querido señor Padre Eterno, o
bien Pepón declara la huelga general y pone a todos de brazos cruzados". A propósito,
¿cómo harás, Pepón, para hacer cruzar de brazos a los querubines? ¿Lo has pensado?
Pepón mugió peor que la vaca que estaba por tener el ternerito y se quejaba como para
partir el corazón.
66
Pepón, refunfuñando, empezó a bajar fardos y más fardos y cuando don Camilo
descendió al establo, cortó los dos alambres, esparció el pasto y lo echó delante de las
vacas.
-Tú ocúpate del pesebre de la izquierda -dijo a Pepón.
-¡Ni aunque me degüelle! -gritó Pepón tomando un fardo y llevándolo al pesebre.
Trabajaron como un ejército de boyeros. Luego se presentó el problema de dar de
beber a los animales y como se trataba de un establo moderno, con los comederos a lo
largo del corredor y los bebederos dispuestos junto a los muros, fué preciso hacerles
dar media vuelta a cien vacas y luego romperse los brazos apaleándolas en los cuernos
para que dejasen el agua y no reventasen de un atracón.
Cuando hubieron terminado, el establo seguía permaneciendo oscuro, debido a que
los postigos de todas las ventanas habían sido clavados por el lado de afuera.
-Son las tres de la tarde -dijo don Camilo mirando el reloj-. Para salir debemos
esperar que se haga noche.
Pepón empezó a morderse las manos de rabia, pero después tuvo que serenarse.
Era ya de noche, y en un ángulo del establo Pepón y don Camilo todavía jugaban a las
cartas a la luz de un farol a petróleo.
-¡Tengo un hambre que me comería un obispo crudo! -exclamó Pepón furioso.
-Es cosa difícil de digerir, ciudadano alcalde -contestó don Camilo con calma,
aunque también él estaba viendo todo verde y se habría comido a un cardenal-. Para
decir que tienes hambre espera a ayunar los días que han ayunado las vacas.
Antes de salir echaron más pasto en los comederos. Pepón no quería de ningún
modo, pues decía que era hacerle traición al pueblo; pero don Camilo fué inflexible.
Así, durante la noche, hubo un silencio de tumba en el establo y el viejo Pasotti, al
no oír más el mugido de las vacas, se asustó pensando que habrían llegado al extre-
mo, si no tenían ya fuerza ni para mugir. Por la mañana bajó entonces a parlamentar
con Pepón y, aflojando un poco por ambas partes, el conflicto quedó solucionado.
Por la tarde Pepón llegó a la rectoral.
-¡Eh! -dijo con voz dulcísima don Camilo-. Ustedes los revolucionarios deberían
escuchar siempre los consejos del viejo arcipreste. Justamente es así, querido hijos.
Pepón quedó contemplando de brazos cruzados esa admirable desvergüenza.
-Reverendo -dijo Pepón-. ¡Mi ametrallador!
-¿Tu ametrallador? - preguntó sonriendo don Camilo-. No entiendo. ¿Tú tenías un
fusil?
-Sí, lo tenía, pero cuando salimos del establo, usted aprovechó descaradamente la
confusión que yo tenía en la cabeza para birlármelo.
-Ahora que me haces acordar, me parece que si -respondió don Camilo con delicioso
candor-. Discúlpame, Pepón. Lo malo es que, sabes, me vuelvo viejo y no puedo
recordar donde lo he metido.
-Reverendo -exclamó Pepón con voz sorda-, es el segundo que me ha birlado.
-¡Bah! No te inquietes, hijo. Tú puedes hacerte de otro. ¡ Quién sabe cuántos tienes
todavía escondidos en tu casa!
- ¡ Usted es uno de esos curas que, dale que dale, obligan a un hombre de bien
cristiano a convertirse en mahometano!
-Quizás -repuso don Camilo-; pero tú no corres ese peligro. Tú no eres un
hombre de bien.
Pepón tiró el sombrero al suelo.
-Si lo fueses, deberías agradecerme lo que hice por ti y por el pueblo.
Pepón recogió el sombrero, se lo encasquetó e hizo ademán de salir. Ya en la
puerta, volvióse
-Usted puede birlarme no dos, sino doscientos mil fusiles ametralladores. El día
de la recuperación siempre encontraré una pieza de 75 para abrir el fuego contra
estas casas del diablo.
-Y yo encontraré siempre un mortero de 81 para responderte -repuso don
Camilo tranquilamente.
LA PROCESION
T ODOS los años, al celebrarse la feria del pueblo, se llevaba en procesión al Cristo
crucificado del altar. El cortejo llegaba hasta el dique y allí se efectuaba la
bendición de las aguas para que el río no hiciera locuras y se comportara
decentemente.
Como en otras ocasiones parecía que también en ésta las cosas funcionarían con
la acostumbrada regularidad, y don Camilo estaba dando los últimos toques al
programa de la fiesta, cuando apareció el Brusco en la rectoral.
-El secretario del comité -dijo el Brusco- me manda a hacerle saber que el
comité participara en la procesión en pleno con bandera.
-Agradezco al secretario Pepón -contestó don Camilo-. Me alegraré de que todos
los hombres del comité estén presentes. Sin embargo, es necesario que tengan la
amabilidad de dejar la bandera en casa. No debe haber banderas políticas en
cortejos sacros. Estas son las órdenes que tengo.
El Brusco se marchó y poco después llegó P e p ó n con la cara congestionada y
los ojos fuera de las órbitas. -¡Somos cristianos como todos los demás! gritó Pepón
entrando en la rectoral sin pedir siquiera, permiso-. ¿En qué somos distintos de los
otros?
-En que cuando entran en casa ajena ustedes ni se quitan el sombrero -
respondió don Camilo tranquilamente.
Pepón se quitó el sombrero con rabia.
69
EL MITIN
La gente enmudeció.
El hombre no se había movido y con la mano procuraba limpiarse la cara. Pepón
era un instintivo y, sin saberlo, era capaz de actitudes grandiosas. Sacó el pañuelo
del bolsillo, luego volvió a guardarlo, desanudó el gran pañuelo rojo que llevaba al
cuello y se lo ofreció al hombre.
-Lo llevaba cuando estuve en los montes -dijo-. Límpiese.
-¡Bravo, Pepón! -gritó una voz tonante desde una ventana del primer piso de una
casa vecina.
-No necesito la aprobación del clero -contestó con orgullo Pepón, mientras don
Camilo se mordía la lengua por haberse dejado escapar ese grito.
El hombre sacudió la cabeza, se inclinó y se acercó al micrófono.
-Demasiada historia está encerrada en este pañuelo para que la manche un vulgar
episodio que pertenece a la crónica menos heroica del mundo -dijo-. Para limpiar esta
mancha basta un pañuelo común.
Pepón enrojeció y se inclinó también él, y entonces mucha gente se conmovió y
prorrumpió en un formidable aplauso, mientras el muchachón que había arrojado el
tomate partía a puntapiés en las asentaderas hacia la salida de la plaza.
El hombre volvió a hablar calmosamente, sin acritud, suavizando aristas, evitando
argumentos duros, pues había comprendido que aun cuando se desbocase, nadie le
habría dicho nada y habría sido una vileza, aprovecharse de la impunidad.
Al finalizar lo aplaudieron y cuando bajó de la tribuna le abrieron paso.
Llegado al fondo de la plaza se encontró bajo el pórtico de la municipalidad y quedó
allí turbado con su valijita en la mano, pues no sabía hacia dónde ir ni qué hacer. En
ese momento apareció don Camilo y encaró a Pepón, que se hallaba detrás del
hombrecito, a dos pasos de distancia.
-¡Se ponen pronto de acuerdo ustedes, gente sin Dios, con los tragafrailes liberales!
-exclamó en voz alta don Camilo.
- ¿ Q u é ? -dijo Pepón estupefacto, dirigiéndose al hombrecito-. ¿Usted entonces es
un tragafrailes?
-Pero. . . -balbuceó el hombre.
-¡Cállese! -lo interrumpió don Camilo-. Averguencese, usted que quiere la Iglesia
libre en el Estado libre!
El hombre iba a protestar, pero Pepón no lo dejó comenzar.
-¡Bravo! -gritó-. ¡Venga esa mano! ¡Cuando se trata de tragafrailes, yo soy amigo
hasta de los liberales reaccionarios!
-¡Muy bien! -respondieron los hombres de Pepón.
-¡Usted es mi huésped! -dijo Pepón al hombre.
-¡Ni por sueños! -rebatió don Camilo-. El señor es mi huésped. Yo no soy un villano
que tira tomates a la cara de los adversarios.
Pepón se plantó amenazante delante de don Camilo.
-He dicho que es mi huésped -dijo con voz bronca.
-Y como también lo he dicho yo -repuso don Camilo- significa que si quieres,
resolvemos el asunto a trompadas, y así recibes también las que debían recibir los
papanatas de tu descalabrado Dynamos.
Pepón apretó los puños.
-Vámonos -dijo el Brusco-. ¿Vas a ponerte ahora a trompearte en la plaza con los
curas? Finalmente se resolvió realizar un encuentro en campo neutral. Los tres fueron
a comer al merendero de Luisón, hostelero completamente apolítico, y de esa manera
el torneo de la democracia terminó con resultado cero.
74
ENTRE la una y las tres de la tarde en agosto, el calor, en los pueblos ahogados
entre los maizales y el cáñamo, es algo que se ve y toca. Se diría que uno tiene ante
los ojos, a un Palmo de la nariz, un extenso velo ondulante de vidrio hirviente.
Atraviesas un puente, miras abajo, en el canal, y ves el fondo seco y
resquebrajado, y aquí y allá algún pescado muerto. Y cuando del camino que corre
sobre el terraplén miras dentro de un cementerio, te parece sentir crepitar bajo el sol
ardiente los huesos de los muertos.
Por la carretera provincial marcha lentamente algún carrito de ruedas altas, lleno
de arena. El carretero duerme boca arriba sobre la carga, con la panza al aire y el
dorso abrasado; o bien, sentado en el cabezal pesca con una pequeña podadera
dentro de media sandía sostenida entre las piernas como una jofaina.
Al llegar al dique grande se ve el río, vasto, desierto, inmóvil y silencioso: antes
que un río parece un cementerio de aguas muertas.
Don Camilo se encaminaba al dique grande con un pañolón blanco metido entre el
sombrero y el cráneo, a la una y media de una tarde de aosto, y viéndolo así bajo el
sol, en medio de la blanca carretera, no hubiera podido imaginarse nada más negro
ni más clerical,
"Si en este momento existe en el radio de veinte kilómetros uno solo que no
duerma, me dejo cortar la cabeza" -dijo para sí don Camilo.
Saltó el dique y fué a sentarse a la sombra de un montecillo de aromos. A través
del follaje se veía centellar el agua. Se desvistió, dobló cuidadosamente las ropas y
haciendo de ellas un atado lo ocultó entre las l;ojas de un arbusto. Luego se metió
en el río en calzoncillos.
Estaba tranquilísimo, seguro de que nadie podía verlo, pues aparte de la hora
solitaria, había elegido un lugar completamente a trasmano. De todos modos fue
discreto y al cabo de media hora salió del agua y caminando debajo de los aromos
llegó al arbusto, pero su vestido no estaba.
Don Camilo sintió faltarle el aliento.
Un robo no podía ser, pues a nadie podía apetecerle una sotana vieja y desteñida.
Sin duda se trataba de una diablura. Y en efecto, no pasó mucho tiempo sin que se
oyesen llegar de la orilla voces que se acercaban. Cuando don Camilo pudo
distinguir algo y vio una compacta brigada de mozos y mozas y cuando reconoció al
Flaco en el sujeto que marchaba a la cabeza, comprendió la maniobra y le entraron
ganas de quebrar una rama y empezar a repartir garrotazos. Pero eso era
precisamente lo que esperaban esos malditos: sorprender a don Camilo en
calzoncillos y regocijarse con el espectáculo.
Entonces don Camilo se arrojó al agua y nadando con la cabeza sumergida fué a
refugiarse en una islita situada en medio del río, y allí tomó tierra desapareciendo
entre los juncos.
Aunque no lo vieron, pues había subido por la parte opuesta del juncal, habían
advertido su retirada; entonces se desplegaron a lo largo del río y esperaron,
cantando y riendo. Don Camilo éstas sitiado.
¡Cuán débil es el hombre fuerte cuando se siente ridículo!
Don Camilo se tendió entre los juncos y esperó. Sin ser visto, él veía, de modo que
75
pudo advertir la llegada de Pepón seguido del Brusco, del Pardo y de todo el estado
mayor. El Flaco explicaba con grandes aspavientos el caso y todos reían. Después
llegó más gente y don Camilo se dió cuenta de que los rojos se disponían a hacerle
pagar todos las cuentas viejas y nuevas, habiendo encontrado esta vez el mejor
sistema, porque cuando uno cae en ridículo ya no produce miedo a nadie, así tenga
puños de una tonelada y aunque represente al Padre Eterno. En verdad había un
grande equívoco, pues don Camilo nunca había querido infundir miedo a nadie,
excepto al Diablo. Pero ahora la política se había complicado de tal manera que los
rojos consideraban al párroco un enemigo y decían que si las cosas no marchaban
bien era por culpa de los curas. Cuando los negocios van mal lo importante no es en-
contrar el modo de hacerlos marchar mejor, sino a quién echarle la culpa.
-Jesús -dijo don Camilo-, me da vergüenza dirigirme a vos en calzoncillos, pero la
situación es grave y si no es pecado mortal que un pobre párroco que muere de calor
se meta en el agua, ayudadme porque con mis propias fuerzas no saldré del paso.
Habían traído frascos de vino, barajas y una armónica. La ribera parecía una playa
veraniega y se veía que ni remotamente pensaban abandonar el bloqueo; al contrario, lo
iban extendiendo y para ello habían ocupado medio kilómetro de la ribera aguas arriba,
más allá de la zona famosa del vado, doscientos metros de orilla cubierta de maleza y
zarzas, porque desde 1945 nadie había puesto allí los pies.
Al retirarse los alemanes habían derribado los puentes y minado una amplia zona de
la ribera en los dos extremos de los lugares vadeables, de modo que aquel sitio y su
correspondiente de la orilla opuesta, estaban sembrados de minas colocadas tan
arteramente que después de dos desastrosas tentativas los desmontadores habían
resuelto aislar la zona con estacas y alambres de púas.
Los rojos de Pepón no vigilaban esta parte ni era necesario, pues sólo un loco habría
osado descender en aquel semillero de minas. No había, pues, modo de zafarse, porque
si don Camilo hubiese intentado salir aun más arriba habría acabado justo en el
pueblo, y si hubiera intentado hacerlo aguas abajo, habría ido a dar en el bosque. Y un
párroco en calzoncillos no puede permitirse estos lujos.
Don Camilo no se movió: permaneció echado en el suelo húmedo, limitándose a
masticar un junco y a seguir un complejo razonamiento.
-¡Bah! -concluyó-. Un hombre respetable puede seguir siéndolo aun en calzoncillos.
Lo importante es que haga algo respetable. Entonces el vestido no cuenta.
La noche caía y en la orilla se encendieron antorchas y linternas. Aquello parecía de
veras un sarao mundano en una playa. Cuando el verde de las hierbas ennegreció, don
Camilo se dejó deslizar al agua y se abandonó cautamente a la corriente basta que tocó
el bajo fondo del vado, donde hizo pie. Entonces marchó decidido hacia la orilla. No
podían verlo, porque más que nadar caminaba bajo el agua, sacando de vez en cuando
la boca para respirar.
Ya estaba en la orilla: lo difícil era salir del agua sin ser notado. Si lograba ganar las
malezas, fácilmente habría llegado al dique y saltándolo a toda carrera, habría podido
alcanzar los maizales y los viñedos y allí el huerto de la casa parroquial. Se asió de una
mata y se izó lentamente, pero cuando casi había llegado, la mata se desarraigó y don
Camilo cayó de nuevo al agua. El ruido fué oído por la gente, pero con otro salto don
Camilo alcanzó la orilla y desapareció entre los matorrales.
Hubo un griterío y todos se apiñaron en la orilla a tiempo que la luna iluminaba el
paisaje.
-¡Don Camilo! -gritó Pepón adelantándose a los demás-. ¡Don Camilo!
Nadie contestó y el silencio heló a la gente.
-¡Don Camilo! -volvió a gritar Pepón-. ¡No se mueva, en nombre de Dios! ¡Está en la
zona minada!
-Lo sé -contestó tranquila la voz de don Camilo desde un matorral situado en el
centro de la zona maldita.
El Flaco avanzó con un atado en la mano.
-Don Camilo -gritó-. ¡No se mueva, que si llega a tocar una mina con la punta de un
dedo, salta!
-Ya lo sé-contestó tranquila la voz de don Camilo.
El Flaco tenía la cara llena de sudor.
76
-¡Don Camilo! -gritó-. Ha sido una broma estúpida. Párese: aquí tengo su ropa.
-Mi ropa. Gracias, Flaco. Si me la quieres traer, aquí estoy.
Una rama se agitó en el centro del matorral. El Flaco abrió la boca y se volvió
para mirar a los demás. En el silencio se oyó la risita irónica de don Camilo.
Pepón arrebató las ropas de las manos del Flaco.
-Se las alcanzo yo, don Camilo -dijo, encaminándose lentamente hacia el
alambrado de púas. Y ya estaba por saltarlo cuando el Flaco lo alcanzó rápida-
mente y lo tiró hacia atrás.
-No, jefe -dijo, aferrando el atado y entrando en el recinto-. Quien rompe paga.
La gente retrocedió. Todos tenían la frente empapada en sudor y se tocaban
nerviosamente la boca con las manos.
El Flaco avanzaba hacia el centro del matorral pisando con prudencia. El
silencio pesaba como plomo.
-Aquí la tiene -dijo el Flaco con un hilo de voz, cuando llegó a la espesura.
-Bien -murmuró don Camilo-. Entra. Tú tienes derecho a verme en calzoncillos.
El Flaco rodeó la espesura.
-Y ahora, ¿qué efecto te hace un arcipreste en calzoncillos? -preguntó don
Camilo.
-No lo sé -balbuceó el Flaco-. Veo todo negro con puntitos rojos. También la
luna.
Jadeaba.
-Yo -balbuceó el Flaco- he robado algunas chucherías, he soltado algunas
bofetadas, pero nunca hice mal a nadie.
-Ego te absolvo -le respondió don Camilo, signándole una cruz en la frente.
Se encaminaron luego despacio hacia el dique, donde la gente esperaba la
explosión conteniendo el aliento. Pasaron el alambrado de púas y tomaron el
camino, yendo delante don Camilo, seguido por el Flaco, que caminaba en puntas
de pie como si aun estuviese en el campo minado. Iba con la mente nublada y de
pronto cayó al suelo sin sentido. Pepón, que marchaba veinte metros detrás al
frente del resto de la tropa, se inclinó sin apartar la vista de la espalda de don
Camilo, levantó al Flaco por el cuello de la chaqueta y lo arrastró consigo como si
fuera un fardo de trapos. En la puerta de la iglesia volvióse don Camilo un
instante, saludó a la muchedumbre con una grave reverencia y entró.
Los demás se retiraron en silencio y en el atrio quedó solo Pepón, plantado
sobre las piernas abiertas, mirando fijamente la puerta cerrada y sosteniendo por
la solapa al Flaco desmayado. Luego meneó la cabeza y se marchó él también
llevándose detrás de si el paquete.
-Jesús -susurró don Camilo al Cristo crucificado-, a la Iglesia se la sirve
también tutelando la dignidad de un párroco en calzoncillos.
El Cristo no contestó.
-Jesús -susurró por segunda vez don Camilo-, ¿he cometido acaso un pecado
mortal yéndome a tomar un baño?
-No -contestó el Cristo-; has cometido un pecado mortal cuando desafiaste al
Flaco a que te trajera la ropa.
-No creía que me la trajese. He sido incauto, no maligno.
En ese momento se oyó un trueno lejano hacia el río.
-De vez en cuando pasa una liebre por la zona minada y hace estallar una
mina -explicó don Camilo más con la intención que con palabras-. Y ahora es
necesario concluir que vos...
-No discurras más, don Camilo -lo interrumpió el Cristo sonriendo-. Con la
fiebre que tienes es imposible sacar conclusiones serenas.
Entre tanto Pepón había llegado a la puerta de la casa del Flaco. Llamó y salió a
abrirle un viejo que, sin hablar, tomó el paquete que Pepón le entregó. Y fué en ese
instante cuando él también oyó el trueno que le hizo menear la cabeza y pensar en
un montón de cosas. Entonces se hizo devolver un momento al Flaco y le soltó un
pescozón que le erizó los cabellos.
-¡Adelante! -dijo con voz lejana el Flaco, mientras el viejo volvía a hacerse cargo
de él.
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LOS BRUTOS
HACÍA una semana que don Camilo andaba en permanente agitación, corriendo
atareado a diestra y siniestra y olvidándose hasta de comer. Una tarde, regresando
del pueblo vecino, apenas llegado al suyo, debió descender de la bicicleta porque
algunos hombres estaban cavando una zanja nuevecita que cruzaba la carretera.
-Ponemos una cañería para un nuevo desagüe -explicó un obrero-. Orden del
alcalde.
Don Camilo se encaminó derecho a la Municipalidad, donde, enojado, le espetó a
Pepón esta andanada:
-¡Aquí todos nos volvemos locos! ¿Precisamente ahora se ponen a cavar esa
porquería de zanja? ¿No saben que hoy es viernes?
-¿Y con eso? -contestó Pepón, haciéndose el sorprendido-. ¿Está prohibido cavar
una zanja en viernes ?
Don Camilo rugió:
-¿Pero no comprendes que apenas faltan dos dias para el domingo?
Pepón mostróse preocupado. Tocó un timbre y apareció el Brusco.
-Oye-lo interpeló Pepón-. El reverendo dice que como hoy es viernes no faltan más
que dos días para el domingo. ¿Qué te parece?
El Brusco tomó seriamente en consideración el asunto, sacó el lápiz y se puso a
echar cuentas en un papel.
-Efectivamente, -dijo luego- teniendo presente que son las cuatro de la tarde y que
de aquí a medianoche hay ocho horas, para llegar al domingo faltan solamente treinta
y dos.
Don Camilo había seguido esta farsa echando espuma y finalmente perdió la
paciencia.
-He comprendido -gritó-. ¡Es una maniobra estudiada para boicotear la visita del
obispo!
-Reverendo -preguntó Pepón-, ¿qué tiene que ver el canal de la cloaca con la visita
del obispo? Además, y discúlpeme, ¿quién es este obispo? ¿ Y a qué viene?
-¡A llevarse al infierno tu alma condenada! -gritó don Camilo-. Es preciso cerrar
enseguida la zanja, que de otro modo el obispo el domingo no podrá pasar.
Pepón puso cara de zonzo.
-¿No podrá pasar? ¿ Y cómo pasó usted? Si no me equivoco, sobre la zanja hay una
buena pasarela.
-¡Pero el obispo viene en automóvil! -exclamó don Camilo-. ¡No se puede hacer
descender del coche al obispo!
-Disculpe, no sabía que los obispos no pudiesen caminar a pie -replicó Pepón-. Si
eso es así, la cuestión cambia de aspecto. Brusco, telefonea a la ciudad y pide que
manden sin demora una grúa. La tendremos junto a la zanja y cuando llegue el
automóvil del obispo, lo levantamos con la grúa y lo transportamos del otro lado.
¿Entendido?
-Entendido, jefe. ¿De qué color desea la grúa?
-Que sea niquelada o cromada; lucirá mejor.
En circunstancias como ésta, aun quien no hubiese tenido los puños blindados de
don Camilo hubiera empezado a repartir bofetadas. Pero precisamente en casos como
éste don Camilo en cambio tenía la virtud de recobrar inmediatamente la calma.
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Porque entonces su razonamiento era de una sencillez formidable "Si éste me provoca
tan desfachatadamente, tan sin disimulo, significa que espera mi reacción. Luego, si
yo le doy un puñetazo en la cara le presto un servicio. En efecto, aquí pegaría, no a un
Pepón sino a un alcalde en funciones y esto produciría un escándalo mayúsculo,
creándome una atmósfera hostil a mí y por consiguiente al obispo".
-No importa -dijo-. También los obispos pueden caminar a pie.
Esa misma tarde habló en la iglesia con acento casi plañidero, suplicando a todos
que se mantuvieran tranquilos, limitándose a rogar a Dios que iluminara la mente del
señor alcalde para que la ceremonia no sufriera desmedro con trasbordos o se
descompaginara la procesión al verse obligada la multitud de los fieles a cruzar, una
persona por vez, la mal segura pasarela. Y era preciso también rogar a Dios para que
impidiera que el puentecillo se rompiese durante el paso y evitar que un día de júbilo
se convirtiese en una jornada de luto.
Este perfidísimo discurso tuvo el poder de enardecer a las mujeres, las cuales, al
abandonar la iglesia, se agolparon ante la casa de Pepón y le dijeron tantos
improperios que Pepón tuvo que asomarse para vociferar que fueran todas al
infierno y que la zanja sería rellenada.
Las cosas parecieron arreglarse, pero la mañana del domingo todas las calles
aparecieron empapeladas con el siguiente manifiesto impreso
Compañeros:
Tomando como pretexto la iniciación de una obra de utilidad pública la reacción
ha organizado una indigna algarada que ofende nuestro sentido democrático.
Mañana será huésped de nuestro pueblo el representante de un estado extranjero, el
mismo representante que indirectamentehza dado origen a la indigna algarada.
Teniendo en cuenta vuestro resentimiento y vuestra indignación, debemos evitar
mañana cualquier demostración que pueda complicar las relaciones con los
extranjeros y en consecuencia os invitamos categóricamente a limitaros a acoger al
representante del estado extranjero con una decorosa indiferencia.
¡Viva la República democrática! ¡Viva el proletariado! ¡Viva Rusia!
Todo ello fué alegrado por una movilización general de los rojos, los cuales,
según se vio en seguida, tenían la misión específica de caminar de arriba abajo
con decorosa indiferencia, ostentando corbatas y pañuelos colorados.
Don Camilo, palidísimo, atravesó la iglesia y se apresuró a salir.
-¡Don Camilo! -lo llamó el Cristo-. ¿Por qué tanta prisa ?
-Debo ir a recibir al obispo en la carretera -explicó don Camilo- y es un poco
lejos. Además, el camino está lleno de gente de pañuelo rojo y si el obispo no me ve
creerá encontrarse en Stalingrado.
-¿Y esos de pañuelo rojo son extranjeros o de otra religión? -se informó el Cristo.
-No, son los habituales canallas que de vez en cuando veis aquí ante vos en la
iglesia.
-Si eso es así, don Camilo, será mejor que dejes en el armario de la sacristía ese
chisme que te has atado bajo la sotana.
Don Camilo sacó el ametrallador y volvió a guardarlo en la sacristía.
-Lo volverás a tomar cuando yo te diga -ordenó el Cristo.
Don Camilo se encogió de hombros.
-Si espero que me lo digáis vos, estamos frescos -exclamó-. No me lo diréis
nunca. Os confieso: en muchísimos casos el Viejo "Testamento ...
-¡Fuera, reaccionario! -dijo sonriendo el Cristo-. ¡Mientras pierdes el tiempo
charlando, tu pobre anciano e indefenso obispo está a la merced de la endemoniada
furia roja!
una marcha frontal de medio kilómetro, de tal manera que cuando el obispo llegó,
encontró la calle repleta de una turba de pañuelos rojos. De gente que se paseaba
de un lado al otro o se detenía formando grupos, ostentando el más sublime
desinterés por el automóvil que estaba llegando y que debió adelantar a paso de
hombre y abrirse camino a toques de bocina.
Era realmente la demostración de decorosa indiferencia que quería el estado
mayor. Pepón y sus secuaces, andando entre los grupos, no cabían en sí de gozo.
El obispo (aquel famoso, viejo como Matusalem, todo blanco y encorvado, que,
cuando hablaba, no parecía que fuese él quien lo hacía sino una voz procedente de
otros siglos), advirtió al punto esa decorosa indiferencia y ordenó al chofer que
parase el automóvil. Y cuando el coche se detuvo (era un coche descubierto), y él
intentó girar la manija de la portezuela, se vio que le faltaban las fuerzas, pero el
Brusco que estaba allí cayó en la trampa, y cuando se dió cuenta, pues Pepón le
propinó un puntapié en las canillas, era demasiado tarde y ya había abierto la
portezuela.
-Gracias, hijo -dijo el obispo-. Será mejor que llegue al pueblo a pie.
-Pero queda lejos -se le escapó al Pardo, recibiendo él también en las canillas el
puntapié.
-No importa -contestó riendo el obispo-, No deseo perturbar de ningún modo
vuestras reuniones políticas.
-No es una reunión política -explicó sombrío Pepón-. Son trabajadores que
charlan tranquilamente de sus asuntos. Quédese no más en su automóvil.
Pero el viejo obispo había descendido ya y el Brusco recibió el segundo puntapié
porque viéndolo tan inseguro le había ofrecido el apoyo de su brazo.
-Gracias, gracias, hijo -dijo el obispo. Y se puso en marcha después de hacerle
señas a su secretario que se apartase, que él quería andar solo. Así llegó a la zona
ocupada por los partidarios de don Camilo, al frente de la horda roja que lo seguía
hosca y silenciosa; y en primera fila y al flanco del obispo iban Pepón, el estado
mayor y la escuadra de los más leales pues como había dicho Pepón, justamente
habría bastado que un cretino hiciese alguna tontería contra "ese tal" para que la
reacción la aprovechara e hiciera sobre ella la más puerca especulación del
universo.
-La orden no cambia ni debe cambiar -concluuyó-. "Decorosa indiferencia".
Apenas lo vió llegar, don Camilo se abalanzó al obispo.
-Monseñor -exclamó agitadísimo-, ¡perdóneme, pero la culpa no es mía! Yo lo
esperaba aquí con todos los fieles y a último momento ...
-No te preocupes -dijo el obispo sonriendo-. La culpa solamente es mía, que
quise bajar para hacer un paseíto a pie. Los obispos cuando envejecen se vuelven
todos un tanto locos.
Los fieles aplaudieron, sonaron las bandas y el obispo miró en torno complacido.
-Grande y hermoso pueblo -dijo, emprendiendo la marcha-. Realmente hermoso,
alegre y muy bien cuidado. Debe tener una administración muy capaz.
-Se hace lo que se puede por el bien del pueblo -dijo el Brusco recibiendo el
tercer puntapié de Pepón.
Llegado a la plaza, el obispo vió la fuente nueva y se detuvo.
-¡Una fuente en un pueblo de la tierra baja! -exclamó-. Ello quiere decir que hay
agua.
-Basta saberla buscar, Eminencia -advirtió el Pardo, que tenía el mérito
principal de la obra-. Hemos colocado trescientos metros de caño y el agua ha
surgido con la ayuda de Dios.
El Pardo recibió el puntapié reglamentario; luego, como la fuente estaba delante
de la Casa del Pueblo, el obispo vió el edificio amplio y nuevo y se interesó por él.
-¿Y ese hermoso palacio, qué es?
-¡La Casa del Pueblo! -contestó Pepón orgulloso.
-¡Magnífica de veras! -exclamó el obispo.
-¿Quiere verla? -dijo Pepón impulsivamente al tiempo que un terrible puntapié
en las canillas lo hacía brincar.
Se lo había dado don Camilo.
El secretario del obispo, un mozo flaco, de gran nariz y de anteojos, se había
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debajo un niño tan chiquito, tan hermoso, tan rizadito y tan bien vestido que las
mujeres parecían haberse enloquecido.
Se hizo un gran silencio y el niñito, de corrido y sin turbarse recitó con voz clara
y fina como un hilo de agua una poesía dedicada al obispo. Al terminar, la
concurrencia gritó entusiasmada y decía que había estado maravilloso.
Pepón se acercó a Don Camilo.
-¡Miserable! -le dijo al oído-. Usted se ha aprovechado de la inocencia de un niño
para ponerme en ridículo ante todo el inundo. Le romperé los huesos. En cuanto a
ése, le haré ver quién soy yo. ¡Ustedes me lo han contaminado y voy a echarlo en el
Po!
-Buen viaje -le contestó clon Camilo-. Es tu hijo y puedes hacer con él lo que
quieras.
Y aquello fué realmente un episodio repugnante de brutalidad, porque Pepón,
habiéndose llevado al pobre niño como un paquete a la orilla del río, lo obligó con
amenazas de una violencia brutal a recitarle tres veces la poesía del obispo, el
pobre viejo, débil e ingenuo, representante de un Estado extranjero, recibido,
según los planes preestablecidos con decorosa indiferencia.
LA CAMPANA
DESPUÉS de don Camilo haber agredido al Pardo durante una semana, a razón de
tres veces por día, dondequiera lo encontraba, gritándole que tanto él como los
demás maestros albañiles eran unos bandidos que querían enriquecerse a expensas
del pueblo, había llegado a ponerse de acuerdo sobre el precio y logrado renovar el
revoque del frente de la casa parroquial. Y ahora, de vez en cuando, don Camilo iba
a sentarse en el banco del atrio para gozar como de un espectáculo, mientras
fumaba su medio toscano, aquella blancura de cal que, con el verde de las persianas
recién barnizadas y el jazmín que engalanaba la puerta, resultaba una
magnificencia.
Sin embargo, al término de la contemplación, don Camilo volvíase a mirar el
campanario y suspiraba pensando en la Gertrudis.
Se la habían llevado los alemanes a la Gertrudis, y ello le roía el hígado a don
Camilo desde hacía tres años. Porque la Gertrudis era la campana más grande y más
gruesa y para obtener el dinero necesario con que adquirir otra semejante,
necesitábase la mano de Dios.
-No te hagas mala sangre, don Camilo -le dijo un día el Cristo del altar-. Una
parroquia no sufre menoscabo aunque en la torre de su iglesia haya una campana de
menos. Dios tiene un oído muy fino y oye perfectamente aun cuando lo llamen con
una campanillita del tamaño de una avellana.
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-De acuerdo -repuso suspirando don Camilo-. Pero los hombres son duros de oído y
las campanas sirven principalmente para llamar a los hombres. Con ellos es preciso
hablar fuerte: la masa escucha al que hace bulla.
-Insiste, don Camilo, y tendrás éxito.
-He ensayado todo, Jesús. Quien estaría dispuesto a dar dinero no lo tiene y los
ricos no sueltan una lira aunque los degüellen. Con los billetes de la Sisal casi acierto
dos veces (Se refiere al concurso oficializado de ganadores de fútbol, también llamado "Totoealcio".) (Ar. del T.).
¡Es lástima! Habría bastado que alguien me hubiera dicho solamente una palabra, un
nombre, y con eso habría podido comprar diez campanas.
El Cristo sonrió.
-Perdóname, don Camilo, mi negligencia; por lo que has dicho, el año próximo
seguiré con atención el campeonato de fútbol. ¿Te interesa también la lotería? Don
Camilo se sonrojó.
-Me habéis interpretado mal -protestó-. ¡Al decir "alguien" no quise ni remotamente
aludiros ! Hablaba en sentido genérico.
-Me place, don Camilo -aprobó gravemente el Cristo-. Es prudente, cuando se trata
de cosas como éstas, hablar siempre en sentido genérico.
Algunos días después don Camilo fue llamado a la villa de la señora Cristina, la
dueña del Soto, y cuando regresó rebosaba de felicidad.
-Jesús! -exclamó deteniéndose jadeante ante el altar-. Mañana veréis arder aquí
ante vos un cirio de diez kilos. Iré yo mismo a la ciudad a comprarlo y si no lo tienen,
lo mandaré fabricar.
-¿Y quién te da el dinero, don Camilo?
-No os preocupéis: ¡aunque tenga que vender el colchón vos tendréis el cirio!
¡Bastante habéis hecho por mí!
Luego don Camilo se calmó.
-La señora Cristina ofrece a la iglesia el dinero necesario para reponer la Gertrudis.
-¿Y cómo le ha venido esa idea?
-Dice que hizo un voto -explicó don Camilo-. "Si Jesús me ayuda a combinar cierto
negocio, ofreceré la campana a la iglesia". El negocio ha salido bien y, gracias a
vuestra ayuda, dentro de un mes la Gertrudis alzará de nuevo su voz al cielo. ¡ Voy a
ordenar el cirio!
El Cristo volvió a llamar a don Camilo, que había partido a todo vapor.
-Nada de cirios, don Cainilo -dijo el Cristo severamente-. Nada de cirios.
-¿Y por qué? -dijo don Camilo estupefacto. -No tengo ningún mérito en el suceso -
contestó el Cristo-. Yo no ayudé a la señora Cristina a concertar su negocio. No me
ocupo de concursos con premios ni de comercio. Si yo me ocupara del comercio, quien
gana en un negocio tendría razón para bendecirme, y el que pierde, para maldecirme.
Si tú encuentras una cartera con dinero, no soy yo quien te la ha hecho hallar, como
no he sido yo quien la hizo perder a tu prójimo. El cirio enciéndeselo al intermediario
que ayudó a la señora Cristina a ganar nueve millones. Yo no soy un agente de
negocios.
La voz del Cristo era desacostumbradamente dura y don Camilo sentíase
avergonzado.
-Perdonadme -balbuceó-. Soy un pobre cura de campaña, rudo e ignorante, y mi
cerebro está lleno de niebla.
El Cristo sonrió.
-No calumnies a don Camilo -dijo el Cristo-. Don Camilo entiende siempre mi voz
y ello significa que no tiene el cerebro lleno de niebla. A menudo es la cultura la
que pone niebla en la mente. No eres tú quien ha pecado; más bien tu
reconocimiento me conmueve, porque tú, en toda pequeña cosa que te causa
alegría siempre estás dispuesto a ver la benevolencia de Dios. Tu alegría es siempre
honesta, como lo es la de pensar ahora en recuperar la campana. Y eres honesto
cuando quieres agradecerme esta recuperación. Deshonesta es la señora Cristina
creyendo poder obtener con dinero la complicidad de Dios en sus sucios negocios.
Don Camilo había escuchado en silencio y con la cabeza gacha. Alzó luego la
frente.
-Os agradezco, Jesús. ¡Voy a decirle a aquella usurera que guarde su dinero!
-exclamó-. ¡Mis campanas deben ser todas campanas decentes! ¡ Prefiero morir sin
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ese momento sintió bajo los dedos un brazo enflaquecido como el del muchacho y
soltó la presa.
Más tarde fué a protestar ante el Cristo.
-Jesús! -exclamó-, ¿es posible que yo me encuentre siempre entre las manos
bolsas de huesos?
-Todo es posible en un país afligido por tantas guerras y tantos odios -respondió
suspirando el Cristo-. Más bien, procura tener quietas las manos. Don Camilo se
dirigió al taller de Pepón, donde lo halló trabajando en un torno.
-Es necesario que tú como alcalde hagas algo por el hijo de ese desgraciado de
Tormento -dijo don Camilo.
-Con los recursos que la Municipalidad tiene en caja, puedo darle viento con el
cartón del almanaque -contestó Pepón.
-Entonces haz algo como jefe del comité de tu sucio partido. Tormento es uno de
tus más bravos pillastres, si no me equivoco.
-Idem, puedo darle viento con la carpeta de mi escritorio.
-¡Por favor! ¿Y todo el dinero que les manda Rusia ?
Pepón siguió limando.
-El correo del zar rojo se ha retrasado -contestó-. ¿Por qué no me presta usted un
poco del dinero que le manda la América ?
Don Camilo se encogió de hombros.
-Si no te haces cargo de la situación como alcalde o como cabeza de la recua,
deberías cuando menos comprender, como padre de un hijo, la necesidad de ayudar a
ese infeliz que viene a ensuciarme con carbón el muro de mi casa. Precisamente dile al
Pardo que si no me lo limpia, y gratis, yo atacaré al partido de ustedes en el diario
mural de los demócratas cristianos.
Pepón siguió limando y luego dijo:
-El hijo de Tormento no es el único de la comuna que tiene necesidad de mar o de
montaña. Si yo hubiera encontrado dinero, habría fundado ya una colonia.
-¡Pues ponte a la obra! -exclamó don Camilo-. Mientras estés aquí haciendo de
alcalde limando bulones no te vendrá el dinero. Los campesinos están llenos de plata.
-Los campesinos no descosen una puntada, reverendo, a sus bolsas. Darían dinero
solamente si se tratara de organizar una colonia para engordar sus terneros. ¿Por qué
no recurre usted al Papa o a Truman?
Riñeron dos horas y estuvieron a punto de tornarse a puñetazos por lo menos
treinta veces. Don Camilo regresó tardísimo.
-¿Qué hay de nuevo? -preguntó el Cristo-. Me pareces agitado.
-Por fuerza -contestó don Camilo-. Cuando un pobre cura ha debido altercar dos
horas con un alcalde proletario para hacerle comprender la necesidad de establecer
una colonia marítima, y luego ha debido discutir otras dos para convencer a una
usurera capitalista, que suelte los cobres destinados a instalar la colonia, no puede
estar alegre.
-No comprendo -contestó el Cristo.
Don Camilo titubeó.
-Jesús -dijo finalmente-, debéis excusarme si os he metido en danza en este asunto
del dinero.
-¿También a mí?
-Sí, para convencer a esa usurera de que debía aflojar los centavos he debido
decirle que esta noche me habéis aparecido en sueños y me habéis dicho que sería de
vuestro agrado que ella lo diese más bien para una obra benéfica que para comprar la
nueva campana.
-Don Camilo, ¿después de haber hecho semejante cosa, tienes aún el coraje de
mirarme?
-Sí -contestó sereno don Camilo-. El fin justifica los medios.
-No creo que Maquiavelo sea uno de esos textos sagrados sobre los cuales te está
permitido fundarte -exclamó el Cristo.
-Jesús -respondió don Camilo-, será una blasfemia, pero a veces él también resulta
cómodo.
-También esto es verdad -admitió el Cristo.
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Diez días más tarde, cuando delante de la iglesia pasaron cantando los niños que
iban a la estación para marchar a la colonia, don Camilo corrió a saludarlos y a
rellenarlos de estampitas. Y cuando se vió delante al hijo de Tormento, que era el
último de la fila, le puso cara enojada.
-¡Cuando te hayas repuesto, ajustaremos cuentas! -amenazó.
Y cuando vió que Tormento seguía un poco apartado la fila de los niños, tuvo un
gesto de disgusto.
-¡Familia de criminales! -barbotó, volviendo las espaldas y dirigiéndose a la
iglesia.
Después, durante la noche, soñó que Jesús se le aparecía y le decía que habría
preferido que el dinero de la señora Cristina fuese empleado en una obra de bien
antes que en comprar una campana.
-Ya está hecho -susurró don Camilo en sueños.
UN VIEJO TESTARUDO
C UANDO en 1922 rondaban por la tierra baja, los 18 BL, con las escuadras que
iban a quemar las cooperativas socialistas, Maguggia era ya "el viejo Maguggia" ;
alto, delgado como un clavo y con la barba larga.
Y cuando de improviso también llegó al pueblo el camión con la escuadra, todos
se encerraron en sus casas o escaparon hacia las orillas del río; pero el viejo
Maguggia permaneció en su puesto. Así, cuando los destructores entraron en la
cooperativa, lo encontraron de pie tras el mostrador del almacén.
-Aquí no entra la política -dijo el viejo Maguggia al que parecía jefe de la banda-.
Esta es una cuestión administrativa. Esta cooperativa la he fundado yo, la he
administrado siempre yo, las cuentas están en regla y quiero que siga así hasta el
fin. En esta hoja está el inventario de las existencias del almacén; dénme el
descargo y después quemen lo que les parezca.
Eran todos cabezas sin sentimiento, porque solamente las cabezas sin
sentimiento pueden hacer política quemando los quesos de rallar, el tocino, los
salames, la harina, rompiendo a golpes de hacha las calderas de cobre de las
queserías y matando a tiros a los cerdos, como entonces se hacía en las
cooperativas socialistas de la tierra baja. Con todo, después de haberle contestado
que le darían, no un descargo, sino una descarga de palos, se rascaron la cabeza,
contaron los quesos parmesanos y demás artículos principales y escribieron al pie
de la nota: "Está bien".
-Si desea ser indemnizado, presente la lista a la administración -le dijeron con
sorna.
-No tengo prisa, hay tiempo. Hagan su comodidad -contestó el viejo Maguggia,
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alejándose del lugar. Pero se detuvo en la plaza para ver arder la cooperativa, y
cuando de todo el edificio no quedó sino uno que otro tizón, se quitó el sombrero y
marchó a su casa.
Nadie lo molestó, y el viejo Maguggia vivió encerrado en su pedazo de tierra, sin
que nadie volviese a verlo en el pueblo.
Una tarde de 1944, don Camilo lo vió aparecer delante de la casa parroquial.
-Me han propuesto nombrarme podestá (Este título, que fué el del jefe de las antiguas comunas
italianas, fué también el de los alcaldes bajo el régimen fascista.) -explicó-. Yo me he rehusado y ahora
quieren vengarse enviando a mi hijo a Alemania. ¿Puede ayudarme?
Don Camilo contestó que sí.
-Un momento, don Camilo -prosiguió el viejo Maguggia-. Quede bien claro que yo
pido la ayuda de don Camilo, hombre a quien estimo, no la del cura don Camilo,
que, por el solo hecho de ser cura, no puedo estimar.
El viejo Maguggia era un “socialista histórico", de aquellos que esperan
ansiosamente morir para poder contrariar al cura rehusando los auxilios religiosos
y disponiendo que los funerales se celebren al son de La Internacional.
Don Camilo llevó las manos detrás y rogó mentalmente a Dios que se las
cuidase.
-Está bien -repuso-. Como hombre lo sacaría a usted con gusto de aquí a
puntapiés, pero como sacerdote debo ayudarlo. Quede, sin embargo, bien claro
que lo ayudo por ser un hombre de bien y no por anticlerical.
otro modo no hubiera podido vivir obedeciendo a todos sus mandamientos. Pero no
me confesaré para que usted no piense que el vicio Maguggia ha hecho el gallito
con los curas hasta que se sintió bien, y luego, cuando la ha visto negra, le ha
entrado el chucho y ha aflojado. ¡Prefiero ir al infierno!
Don Camilo jadeaba.
-Pero si usted cree en Dios y en el infierno, ¿por qué no quiere morir como un
buen cristiano? -¡Para no darle el gusto a un cura! -contestó porfiado el viejo -
Maguggia.
Don Camilo regreso a su casa agitadísimo y fue a contarle todo al Cristo del
altar.
-¿Será posible que un hombre de bien -concluyó- deba condenarse a morir como
un perro por causa de un estúpido orgullo de esta especie?
-Don Camilo -contestó el Cristo suspirando-, todo es posible cuando interviene
la política. En la guerra el hombre puede perdonar al enemigo que poco antes
trataba de matarlo y puede partir con él su pan, pero en la lucha política, el
hombre odia a su adversario y el hijo puede matar al padre y el padre matar al hijo
por una palabra.
Don Camilo caminó de arriba abajo, luego se detuvo y abriendo los brazos dijo:
-Jesús, si está escrito que Maguggia muera como un perro, es inútil insistir. Sea
hecha la voluntad de Dios.
-Don Camilo, no llevemos la cuestión al terreno político -lo amonestó
severamente el Cristo.
Dos días después corrió la noticia por el pueblo de que el viejo Maguggia había
sido operado y que todo había salido magníficamente bien. Y, transcurrido un mes,
don Camilo lo vió aparecer en la rectoral, ágil y vivaz.
-Ahora es distinto de entonces -dijo Maguggia-. Y como deseo agradecer al
Padre Eterno, siguiendo la vía ordinaria, quiero comulgar. Dado, sin embargo,
que se trata de un asunto entre yo y el Padre Eterno y no entre mi partido y el
suyo, me sería grato que usted no convocara para presenciar la ceremonia a todos
los clericales de la provincia, con gallardetes y banda de música.
-Está bien -contestó don Camilo-. Mañana a las cinco. Estará sólo presente el
jefe de mi partido.
Cuando Maguggia hubo salido, el Cristo preguntó a don Camilo quién era ese
jefe de su partido.
-Vos -contestó don Camilo.
-Don Camilo, no lleves la cuestión al terreno político -reprochó el Cristo
sonriendo-. Y antes de decir que la voluntad de Dios es la de dejar morir como un
perro a un hombre honrado, piénsalo dos veces.
-No hagáis caso -contestó don Camilo-. ¡Se dicen tantas cosas!
88
LA HUELGA GENERAL
-¿Y las vacas? -dijo el Brusco-. Será necesario darles de comer y ordeñarlas. Y si
las ordeñas no puedes tirar la leche; habrá que hacer queso.
Pepón bufó.
-¡Esta es la maldición de los países eminentemente agrícolas! -exclamó-. ¡En la
ciudad se organiza pronto una huelga general! Cierras las fábricas y las oficinas, y
buenas noches. No es preciso ordeñar las máquinas y al cabo de quince días de
huelga no ha sucedido nada, pues basta poner en movimiento la maquinaria.
Mientras que aquí, si dejas morir una vaca, nadie es capaz de ponerla de nuevo en
movimiento. Sea como sea, tenemos la suerte de hallarnos sobre un camino
importante, y por lo tanto, podemos bloquearlo y retrasar el tránsito de toda la
provincia. Además, podríamos muy bien dar a la huelga una importancia nacional,
levantando cincuenta metros de rieles e interrumpiendo la línea ferroviaria.
El Pardo se encogió de hombros.
-Tú los levantas y dos horas después llean tres carros blindados y cuando han
reconstruído la vía, no la levantas más.
Pepón rebatió que a él le importaban un pepino los carros blindados; sin
embargo, quedó pensativo. Pero se consoló pronto.
-Bueno, la huelga resultará lo que resulte; lo importante es que la sentencia de
desalojo no sea cumplida. Este es el punto básico. ¡Organizaremos escuadras de
defensa y si es necesario hacer fuego, lo haremos.
El Pardo se echó a reír.
-Si quieren ejecutar el desalojo, lo harán -dijo-; ocurrirá como con los rieles:
llegan cinco carros blindados y tú estás frito.
Pepón quedó más pensativo aún.
-Tú piensa en organizar barricadas, mensajeros y puestos de observación en uno
y otro extremo de la carretera provincial. El Flaco y Sufrimiento que se encarguen
de los cohetes. Que alguien vigile las orillas del río. Eso no es de cuidado: donde
hay agua y terraplenes los carros blindados no van. Del resto me encargo yo.
En los tres días que siguieron hubo mitines y manifestaciones, pero no sucedió
nada de extraordinario. El blodueo de la carretera provincial funcionaba a la
perfección: los automóviles llegaban, se detenían, los conductores renegaban,
volvíanse atrás ocho o nueve kilómetros, tomaban caminos secundarios y dando un
rodeo seguían adelante.
Don Camilo no asomó la nariz ni un segundo, pero sabía todo porque era como
si se hubiese ordenado la movilización general de las viejas y desde la mañana
hasta la noche era un continuo ir y venir de abuelas y bisabuelas. Pero,
generalmente, llevaban noticias de escasísima importancia. La única importante le
llegó al fin del tercer día y el mensajero fué la viuda de Gipelli.
-Pepón ha celebrado una gran asamblea y yo he escuchado todo -explicó la
mujer-. Estaba negro, se ve que las cosas andan mal. Gritaba como un condenado.
Ha dicho que los de la ciudad pueden decidir cuanto quieran, pero que el desalojo
no se hará. Ha dicho que el pueblo defenderá sus derechos a toda costa.
-¿Y el pueblo qué decía?
-Eran casi todos rojos. Gente venida también de las otras fracciones y gritaban
como malditos. Don Camilo abrió los brazos.
-¡Qué Dios les ilumine las mentes -suspiró. Hacia las tres de la madrugada don
Camilo se despertó. Alguien estaba tirando piedritas contra su ventana.
Don Camilo sabía dónde le apretaba el zapato y se cuidó de asomarse. Bajó
cautelosamente al piso bajo, y no con las manos vacías, y fué a espiar desde una
ventanita medio escondida entre los sarmientos de la vid que trepaba por la
fachada de la casa. Desde allí, como la noche era clara, vió quién tiraba las pie-
dritas y le abrió la puerta.
-¿Qué te sucede, Brusco?
El Brusco entró y pidió que no encendiese la luz. Antes de decidirse a hablar
pasaron algunos minutos. Luego empezó en voz baja
-Don Camilo, estamos listos. Llegan mañana.
-¿Quiénes?
-Carabineros y policías con carros blindados, para hacer ejecutar el desalojo
de Polini.
90
-¡Don Camilo, salga de ahí! -gritó Pepón-. ¡Déjese caer! ¡Salga que va a saltar
todo!
-Saltaremos juntos -contestó clon Camilo.
-¡Salga de ahí! -vociferó Pepón con la mano en la palanca de la pila-. ¡Voy a
hacer saltar el puente y usted quedará debajo!
-Te arreglarás después con el Padre Eterno -contestó don Camilo abrazándose
con mayor fuerza al pilar.
Se oía acercarse los carros blindados. Pepón vociferó otra vez y parecía mil veces
loco; al fin dejó la palanca y se sentó sobre el terraplén.
Los carros pasaron retumbando sobre el puente.
Transcurrió algún tiempo. Pepón se levantó, pero don Camilo permanecía
aferrado a su pilar.
-¡Salga de ahí, cura de mil demonios! -gritó Pepón con furia.
-Si no desprendes los hilos y tiras la pila al agua, yo me quedo aquí hasta el año
próximo. Le he tomado cariño a este pilar.
Pepón desprendió los alambres y arrojó la pila al río. Don Camilo le dijo que
tirase también los hilos y pepón obedeció.
-Ahora ven a darme una mano -concluyó don Camilo.
-Si me espera a mí, echará raíces -contestó Pepón, acostándose detrás de un
bosquecito de aromos. Allí se le juntó don Camilo.
-Estoy deshonrado -dijo Pepón-. Renunciaré a todo.
-A mí me parece que te habrías deshonrado si hubieses hecho saltar el puente.
-¿Y qué le digo ahora al pueblo? ¡Había prometido impedir el desalojo!
-Dile que te pareció estúpido haber combatido para libertar a Italia y luego
declararle la guerra a Italia.
Pepón aprobó.
-Esto también es cierto -murmuró-. Lo de Italia me va bien como alcalde; ¿pero
como jefe de la sección? ¡He rebajado el prestigio de mi partido!
-¿Por qué? ¿Manda el estatuto de tu partido que debes hacer armas contra los
carabineros? Y si no lo manda, explícales a esos melones que, en el fondo, también
los carabineros son hijos del pueblo, explotados por el capitalismo.
-Sí señor: ¡por el capitalismo y por los curas -aprobó Pepón-. También los
carabineros son hijos del pueblo, explotados por el capitalismo y por los curas
clericales!
Don Camilo estaba mojado como un pollito y no tenía ganas de reñir. Se limitó a
decirle a Pepón que no dijera necedades.
-Cura clerical no quiere decir nada.
-Sí señor, algo significa -rebatió Pepón-. Usted, por ejemplo, es un cura, pero no
es un cura clerical.
Desde ese momento todo volvió a su quicio, pues, para compensar el desalojo de
Polini, fueron concedidos finalmente a la comuna los fondos destinados a la
construcción en piedra del puente provisorio de madera sobre el Canal y de este
modo se remedió la desocupación. ("Por el beneficio de la masa hemos creído conve-
niente sacrificar la utilidad del individuo Polini Artemio, aparcero. De todos modos,
el pagaré ha sido simplemente renovado, no pagado: ¡la cuenta con el gobierno
queda abierta, compañeros!")
Más tarde clon Camilo dijo en la iglesia que había sido hallada por un feligrés una
rueda de bicicleta y que quien la había perdido podía ir a retirarla a la casa
parroquial. Esa misma tarde llegó el Flaco y se llevó la rueda, y además un puntapié
de dos toneladas en el trasero.
-Nosotros ajustaremos las cuentas después -dijo el Flaco-. Cuando venga la
segunda ola.
-Mira que sé nadar -le advirtió don Camilo.
92
LA GENTE DE CIUDAD
A los que don Camilo verdaderamente no podía tragar era a los "rojos" de la ciudad. Los
proletarios de la ciudad funcionan bien mientras no salgan de allí, mas apenas franquean
sus puertas se creen obligados a ostentar que son de la ciudad y entonces se vuelven
odiosos como el humo en los ojos.
Se comprende que esto sucede cuando viajan en grupos y especialmente si lo
hacen en camión, porque entonces empiezan a gritar "campesino cuadrado" a todos
los infelices que encuentran a lo largo de la carretera, y al que es gordo le gritan
"panzudo", y si por acaso se meten con una muchacha, no hablemos.
Cuando han llegado y bajan del camión, comienza el verdadero espectáculo;
adoptan en seguida un paso de perdonavidas y con el cigarrillo metido en la boca
torcida, como si se lo hubiesen flechado adentro, caminan contoneándose, a caballo
de sus pantalones, y muestran una figura que va entre Za la Mort y un marinero
neocelandés franco. Luego se despatarran en la hostería junto a una mesa, se
arremangan la camisa mostrando los brazos blancos tatuados por las pulgas, se
desgañitan y dan puñetazos sobre la madera, gritando como si sacaran la voz de las
tripas. Al regreso, si en el camino se encuentran con una gallina errante, con
seguridad no se les escapa.
La tarde de un domingo llegó un camión cargado de "rojos" de la ciudad, con la
excusa de escoltar a un personaje de campanillas de la Federación, que venía a
hablarles a los pequeños propietarios. Terminado el mitin, antes de dirigirse al
comité para informar al importante personaje sobre la situación local, Pepón dijo a
los de la ciudad que eran huéspedes del comité y que podían ir libremente a la
hostería del Molinillo, donde había una damajuana de agrillo a disposición suya.
Eran unos treinta, más cinco o seis muchachas ataviadas con trapos rojos. Una
de ellas de pronto gritaba: "¡Eh, Luisito, 1argá!" Y entonces el tal Luisito se sacaba el
cigarrillo de la boca y lo arrojaba a la muchacha, que lo cazaba al vuelo y se ponía a
fumar a largas bocanadas, echando el humo por todos los agujeros, hasta por los
oídos. Se sentaron en el frente de la hostería y se pusieron a beber y a cantar, y no
cantaban mal, especialmente cosas de ópera. Al fin se cansaron y empezaron a
criticar a los que pasaban por la calle. Así, cuando apareció don Camilo en bicicleta,
al ver a un tipo tan grande rieron como locos y gritaron:
-¡Miren! ¡Un cura de carrera!
Don Camilo pasó tranquilo entre las carcajadas como un Panzer sobre un montón
de paja. Luego, llegado que hubo al término de la calle, en vez de doblar hacia su
casa, volvió atrás.
El segundo pasaje tuvo mayor éxito aún que el primero, pues la masa de los rojos
de la ciudad le gritó a coro:
-¡Fuerza, panzudo !
Don Camilo siguió imperturbable, sin pestañear. Después, naturalmente, llegado
al término del pueblo, debió detenerse y volver atrás. Este tercer pasaje fue
memorable, pues de "panzudo", la masa pasó fácilmente a la imagen de la "bolsa", y
saliendo de lo genérico, halló el modo de especificar también el contenido.
93
El obispo miró la mesa, tocó con el bastón las tablas rotas, luego, volviéndose
hacia don Camilo suspiró, meneando la cabeza
-¡Pobre don Camilo! ¡Qué lástima! Tú no llegarás nunca a obispo.
Suspiró otra vez y luego abrió los brazos.
-Si yo hubiera sido capaz de enarbolar así una mesa, probablemente todavía
sería párroco en mi aldea.
Alarmada por el estruendo, la gente de la casa se asomó a la puerta del salón
con los ojos fuera de las órbitas.
-¿Qué ha sucedido, monseñor?
-Nada.
La gente contemplaba la mesa astillada.
-¡Ah! -dijo el obispo-. Nada. He sido yo. Don Camilo me ha enfadado un poco y
he perdido la paciencia. Es cosa fea dejarse dominar por la ira, hijos míos. El
Señor me perdone. Deo gracias.
Se marcharon y el obispo tocó la cabeza de don Camilo, que se había arrodillado
ante él.
-Vete en paz, mosquetero del Reino de los Cielos -dijo sonriendo-. Y gracias por
haberte fatigado tanto para divertir un poco a un pobre viejo.
Don Camilo regresó a su casa y refirió todo al Cristo.
Este, sacudiendo la cabeza, dijo con un suspiro:
-¡Banda de chiflados!
FILOSOFIA CAMPESTRE
SE produjo la huelga de los jornaleros y mensuales en plena cosecha y los cultivos en los
fundos grandes comenzaron a desmedrarse.
Era éste un bocado que don Camilo no podía tragar y cuando llegó la orden de
disminuir la ración a los animales para reducir la producción de leche, fue a
encararse con Pepón, quien andaba continuamente de recorrida, inspeccionando
los puestos de vigilancia.
-Oye -le dijo-, si una mujer cría a su hijo juntamente con el de otro y si le pagan
poco por su servicio de nodriza, ¿qué hace para que la retribuyan mejor?
Pepón se echó a reír.
-Le dice al padre de la criatura: "O me das más o lo crías tú".
-Bien -exclamó don Camilo-. Pero esa nodriza, en cambio, es una mujer singular
y para hacerse pagar más, ¿sabes qué hace? Toma una medicina que poco a poco le
disminuye la leche y luego le dice al padre del crío: "O me pagas mejor o sigo hasta
que no tenga una gota de leche". De esa manera quedan sin alimento los dos: su
hijo y el hijo del otro. ¿Te parece que sea una mujer inteligente?
Pepón torció la boca.
97
armonía de esta matemática se vuelve su Dios y olvida que es Dios el creador de esa
matemática y esa armonía. Pero tu Dios no está hecho de números, don Camilo, y en
el cielo de tu Paraíso vuelan los ángeles buenos. El progreso torna el mundo cada vez
más pequeño para los hombres: algún día, cuando las máquinas corran a cien millas
por minuto, el mundo parecerá a los hombres microscópico y entonces el hombre se
hallará como un gorrión en el ápice de un altísimo mástil, asomado sobre el infinito,
y en este infinito volverá a encontrar a Dios y la fe en la verdadera vida. Entonces
odiará las máquinas que han reducido el mundo a un puñado de números y las
destruirá con sus propias manos. Pero aun se necesitará tiempo, don Camilo. Por el
momento no temas: tu bicicleta y tu motorcito no corren ningún peligro.
El Cristo sonrió y don Camilo le agradeció por haberlo hecho nacer.
La "Volante proletaria", capitaneada por el Flaco, avistó una mañana a uno que
estaba trabajando bajo un hilera de vides en casa de Verola y lo capturó con-
duciéndolo casi en peso a la plaza donde los jornaleros y mensuales esperaban
sentados en el suelo.
Lo rodearon: era un hombre cuarentón y protestaba con vehemencia.
-Esto es un secuestro de persona -gritaba.
-¿Secuestro de persona? -dijo Pepón que acababa de llegar-. ¿Y por qué? Nadie te
detiene aquí. Si quieres irte, márchate.
El Flaco y los demás de la "Volante proletaria" lo soltaron. El hombre miró en
torno y vio una muralla de personas que, inmóviles, con los brazos cruzados, lo
miraban hoscas y silenciosas.
-En fin, ¿qué quieren de mí? -exclamó el hombre.
-Y tú, ¿qué has venido a buscar aquí? -replicó Pepón.
E1 hombre no contestó.
-¡Puerco carnero! -exclamó Pepón, tomándolo por la delantera de la blusa y
sacudiéndolo-. ¡Traidor!
-A nadie traiciono -contestó el otro-. Tengo necesidad de ganar y trabajo.
-¡También toda esta gente tiene necesidad de ganar y no trabaja!
-¡No nada tengo que ver con ellos! -exclamó el hombre.
-¡Te lo haré ver yo! -gritó Pepón. Y, soltándolo, le aplicó un revés con la mano,
que lo arrojó al suelo como un trapo.
-Nada tengo que ver -balbuceó el hombre levantándose con la boca llena de
sangre.
Un puntapié del Pardo lo devolvió a Pepón.
-¡Revísalo! -ordenó Pepón al Flaco. Y mientras éste hurgaba en los bolsillos del
hombre, Pepón lo tenía sujeto por los brazos, sin que le valiera forcejear.
-¡Al río! -vociferó la turba.
-¡Ahórquenlo! -gritó una mujer despeinada.
-¡Un momento! -dijo Pepón-. Primeramente debemos saber con qué raza de
canalla hemos tropezado.
El Flaco le había pasado la cartera encontrada en un bolsillo del hombre, y
Pepón, después de entregar el hombre al Brusco, revisó lo, papeles y leyó atenta-
mente los documentos personales. Luego, volvió a guardar todo en la cartera y la
devolvió a su dueño.
-Déjenlo -ordenó con la cabeza gacha-, hay un error.
-¿Por qué? -gritó la mujer desgreñada.
-Porque sí -contestó Pepón, duro y agresivo. La mujer retrocedió.
Hicieron subir al hombre al camioncito de la "Volante proletaria" y lo
acompañaron hasta la entrada del cerco por donde lo habían sacado.
-Puede volver a trabajar -dilo Pepón.
-No, no -dijo el hombre-. Vuelvo a casa. Debe haber un tren dentro de una hora.
Hubo algunos minutos de silencio. Entre tanto el hombre se había lavado la cara
en la acequia y se la secaba con el pañuelo.
-Lo siento -dijo Pepón-. Pero usted, un profesor, un diplomado, no puede
meterse contra los pobres trabajadores de la tierra.
-E1 sueldo de los profesores es menor que el del último de sus labriegos.
Además yo estoy sin empleo. Pepón meneó la cabeza.
99
-Lo sé, pero aquí no se trata de eso. Aun cuando el labriego y usted necesiten la
misma cantidad de alimentos, el hambre del labriego es distinta de la suya.El
labriego, cuando tiene hambre la siente como la sentiría un caballo y no puede
dominar su hambre porque nadie le ha enseñado a hacerlo. En cambio usted sabe.
-Pero mi hijo no lo sabe.
Pepón abrió los brazos.
-Si es su destino que haga lo que hace usted, aprenderá.
-¿Le parece justo todo esto?
-No lo sé -dijo Pepón-. La cuestión es que no se comprende cómo nosotros y
ustedes, encontrándonos en el fondo en iguales condiciones, no podemos nunca
hacer causa común contra los que tienen demasiado.
-Usted lo ha dicho: porque, aun teniendo necesidad de los mismos alimentos,
nuestra hambre es distinta de la de ustedes.
Pepón meneó la cabeza.
-Si no lo hubiese dicho yo, parecería que aquí hay algo de filosofía -murmuró.
Se marcharon, cada uno por su camino, y el asunto concluyó allí. Y el problema
de la clase media quedó sin solución.
JULIETA Y ROMEO
CUANDO se decía “Es uno de la Quemada", estaba todo dicho, y si en algún suceso
entraba uno de la Quemada, significaba que habían volado trompadas capaces de
encrespar el pelo. La Quemada era una larga faja de tierra entre el Bosque Grande y
el dique mayor, y la finca era llamada así por ser la tierra tan pelada como si por allí
hubiese pasado Atila. Únicamente sembrando dinamita se habría obtenido algo,
porque debajo todo eran guijarros y probablemente tratábase de un antiguo lecho del
río. La había comprado Ciro cuando regresó de la Argentina, en días lejanos, y sobre
ella se había roto los riñones; pero mientras él continuaba sembrando trigo, sólo le
nacían hijos. Hallándose así con un ejército al que debía matar el hambre, había
empleado los últimos centavos traídos de la Argentina en adquirir un tractor, una
trilladora y un prensa-forrajes, y como eran las primeras máquinas llegadas a esa
zona en 1908, no solamente se había rehecho, sino que poseía tantas máquinas que
podía trillar en las eras mayores de tres o cuatro comunas. E n 1 9 0 8 ya lo llamaban
"el viejo de la Quemada" pues aunque apenas rayaba en los cuarenta años, tenía seis
hijos, de los cuales el primero ya había cumplido dieciocho y era un animalote como
un hombre.
Limitando c o n la Quemada, saliendo del Bosque Grande, estaba el fundo de la
Torrecita, cuyo dueño era Filotti, quien en 1908 tenía treinta animales y cinco hijos,
yéndole muy bien, pues en su tierra bastaba escupir para que brotasen maíz y trigo
dignos de una exposición internacional.
Para pintar como estaban las cosas, es preciso decir que a Filotti en ese tiempo,
aunque hinchado de dinero, para sacarle una lira se necesitaba el auxilio del Padre
100
Eterno. Con todo, antes que utilizar las máquinas de la Quemada, gastaba tres veces
más haciendo venir un tractor de los quintos infiernos. Estupideces: una gallina
muerta a cascotazos, un perro apaleado. Pero en la tierra baja, donde el sol, en
verano, raja la cabeza a la gente y estruja las casas, y donde, en invierno, no se sabe
cuál sea el cementerio y cuál el pueblo, basta una tontería como ésas para llevar a
dos familias a una perpetua guerra.
Filotti era tan hombre de iglesia que, antes que perder una misa habría dejado
morir a toda su familia; y para contrariarlo, el viejo de la Quemada descansaba el
sábado y trabajaba el domingo. Además, tenía siempre un muchacho de centinela
alrededor d e la casa para avisarle cuando aparecía Filotti en 1a vecindad del cerco
lindero. Entonces salía y empezaba a vocear blasfemias capaces de descortezar un
roble. Filotti aguantaba tragando hiel y capitalizando el veneno para tiempos
mejores. Estando así las cosas llega la huelga de 1908. La gente parecía loca, de tan
decidida a hacer las cosas en serio. Naturalmente, la emprendieron también con el
cura, parcial de los señores, y escribieron en las paredes que si alguien tenía el valor
de ir a misa, se arrepentiría.
Llegó el domingo y Filotti, poniendo a sus hijos y parientes de guardia en el
establo, tomó su escopeta y fue tranquilo a misa. Encontró al viejo cura en la casa
parroquial.
-Me han dejado solo -dijo el cura-. Todos se han escapado, incluso la criada y el
sacristán. Se morían de miedo.
-No importa -dijo Filotti-. La haremos lo mismo.
-¿Y quién me ayuda a misa?
-Eso va por mi cuenta.
Fue así como el viejo cura empezó a celebrar la misa sirviéndole de monaguillo
Filotti, quien estaba arrodillado en la grada del altar, pero con la escopeta bajo el
brazo.
No había un alma en la iglesia y afuera parecía que todos hubiesen muerto.
En el momento de la Elevación, cuando el sacerdote alzó la Hostia consagrada, la
puerta de la iglesia se abrió de par en par con estrépito. El sacerdote instintivamente
se volvió y vio en el atrio a la gente congregada y muda.
Ciro de la Quemada apareció en la puerta. Tenía puesto el sombrero y el cigarro
en la boca.
El cura quedó con la Hostia en alto, petrificado. Ciro echó una bocanada de
humo, se hundió más el sombrero, metió las manos en los bolsillos y entró en la
iglesia.
Filotti, primero tocó la campanilla, luego apuntó con la escopeta y lo fulminó con
una descarga. Volvió a cargar, tocó nuevamente la campanilla, y el cura,
recobrándose, prosiguió la misa tranquilamente.
En el atrio no habían quedado tampoco las moscas. Ciro no estaba muerto ni
siquiera gravemente herido. Había quedado tendido en tierra porque tenía miedo de
recibir otra perdigonada. Se levantó cuando la misa hubo acabado, fué a casa del
médico, hacerse sacar los perdigones que le habían convertido un costado en un
cedazo y no dijo ni pío.
Cuando al cabo de un mes estuvo completamente restablecido, una tarde llamó a
sus cuatro hijos mayores, dio a cada uno una escopeta y salió. La “Caminera” estaba
en presión y los cuatro hijos hicieron escolta a la máquina. Ciro subió, movió la llave,
tomó el volante e inició la marcha.
Las “camineras" ya no existen hoy porque el tractor a petróleo las ha desalojado.
Eran maravillosas, semejantes a las aplanadoras de vapor, pero sin el rodillo
delantero. Eran lentas, potentes, silenciosas. Servían para trillar Y para roturar los
terrenos vírgenes.
Empezó la marcha a través de los campos hacia la casa de Filotti. Salió un perro,
pero no tuvo tiempo ni de ladrar porque un garrotazo ya lo había dejado seco. Soplaba
un fuerte viento y la máquina pudo llegar a cuarenta metros de la casa sin que nadie
la sintiese. Ciro hizo una maniobra, el hijo mayor tomó el extremo de un cabo de acero
del árgano y mientrael viejo aflojaba la palanca avanzó lento e inexorable hacia la era
negra y silenciosa. Los otros muchachos lo seguían con las escopetas embrazadas.
Llegó al pi1ar más grueso de la "puerta muerta", enganchó el cable y retrocedió
101
corriendo.
-Listo.
Ciro puso en marcha la maquina y sucedió el terremoto. Enrolló luego el cable, dió
un silbido y regresó a su casa.
No murió ninguno de los Filotti, pero sí tres vacas, y media barraca se vino abajo.
Filotti no chistó.
Cuenta privada entre ellos: la justicia no tenía nada que ver.
No ocurrieron otros hechos de igual violencia. Cuando acontecía algún pequeño
incidente entre los chicos, los dos asnos salían lentamente de sus casas y se
encaminaban hacia el cerco lindero, allí donde había un peral salvaje. Las familias en
pleno los seguían en silencio. A veinte metros del límite se detenían silenciosas
mientras los dos hombres se salían al encuentro hasta el peral. Allí se quitaban el
saco, se arremangaban y empezaban a trompearse sin decir palabra. Cada puñetazo
era de una tonelada, y caían lentos e implacables como mazazos sobre un yunque.
Cuando se habían molido bien los huesos regresaban a sus bases seguidos de sus
familias.
Después los chicos crecieron, no hubo va ocasión de incidentes y los dos viejos
dejaron de cascarse. Y más tarde vino la guerra que se llevó a un par de hijos del
uno y del otro. La siguieron los líos de posguerra, etcétera, y así pasaron cerca de
veinte años sin que ninguno de ellos al parecer pensara más en el pasado. Pero en
1929, Mariolino, el primer nieto del viejo Ciro, entendió que a los dos años de edad un
hombre tiene el deber moral de recorrer el mundo para formarse un concepto de la
vida, y se puso en camino tambaleándose. Llegado que hubo al cerco lindero, bajo el
histórico peral, se sentó. Al poco rato llegó de improviso una mocosa del mismo
tonelaje: era cierta Gina, también de dos años, la primera nietecita de Filotti.
Allí sucedió que los dos habrían querido tener derecho exclusivo sobre una pera
medio podrida caída del árbol, y el resultado fué que empezaron a arañarse y
arrancarse los pelos. Después, cuando se cansaron, se escupieron en la cara y
volvieron a la base.
No fué necesaria ninguna explicación: todo el ejército estaba en la mesa y cuando
entró Mariolino con la cara llena de rasguños, el padre quiso levantare, pero el viejo
Ciro con un gesto lo clavó en la silla. Luego se levantó él y seguido a la distancia por
toda la tribu se encaminó al peral.
Allí lo esperaba el viejo Filotti. Los dos andaban por los cincuenta y cinco años,
pero se trompearon como cuando eran jóvenes. Sin embargo, como después se dieron
cuenta de que para componer los huesos necesitaron cosa de un mes o más, sucedió
que una mañana el viejo Ciro, llegado al cerco encontró que alguien lo había cerrado
a medias con un alambrado. Entonces él hizo otro tanto con la otra mitad y no se
habló más del asunto.
(1) Uno de los dos protagonistas de Los Novios, la famosa novela de Manzoni. Lucía y Renzo sorprenden al párroco don
Abundio exigiéndole que los case. (N. del T.) (2) El hidalgo prepotente que en Los Novios quiere impedir el easamiento de
Lucía. (N. del T.)
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-¡El noventa por ciento un cuerno, preciosa! Aquí el sesenta por ciento está con
nosotros -afirmó Pepón.
- ¡ Veremos en las próximas elecciones ! -replicó la muchacha.
Pepón abrevió el diálogo.
-De todos modos son cosas de ustedes y yo no entro ni quiero entrar en ellas.
Soy el secretario del comité y no el secretario galante.
-Usted es el alcalde -dijo la muchacha.
- E s sabido, ¡y a mucha honra! ¿ Y qué hay con e s o ?
-Hay que debe casarnos en seguida -exclamó la muchacha.
-¡Ustedes están locos de atar! Yo aquí soy un mecánico -dijo riendo Pepón, luego
de un instante de perplejidad, metiendo la cabeza dentro de la caja del tractor y
volviendo a martillar.
La muchacha se dirigió burlona a Mariolino.
-¿Así que -exclamó en voz alta- éste es el famoso Pepón, que no le tiene miedo a
nadie?
Pepón sacó la cabeza de la caja.
-Aquí no se trata de tener o no miedo, sino de la ley, y yo no puedo casar en un
taller. Además, ciertas formalidades no las recuerdo. Lo arreglaremos todo. Vengan
mañana a la Municipalidad. No comprendo qué necesidad tienen de casarse a las
diez y media de la noche. ¡Nunca he visto un amor tan urgente!
-No es cuestión de amor -explicó Mariolino-, sino de necesidad. Nos hemos
escapado de casa y no volveremos; pero no podemos dejar el pueblo si no estamos
casados. Cuando estemos a mano con la ley y con la conciencia, tomaremos el tren
y adiós. Donde llegamos, llegamos, y siempre andaremos bien, pues se trata de
empezar una cosa de la nada.
Pepón se rascó la cabeza.
-Comprendo -murmuró-. Todo esto es justo, Pero es preciso esperar siquiera
hasta mañana. Procuraré remediarlo. Por esta noche tú duermes aquí en el camión y
ella puede ir a dormir en casa de mi madre.
-Yo no duermo fuera de casa si no estoy casada -dijo la muchacha.
-Nadie la obliga a dormir -contestó Pepón-. Puede quedarse despierta para recitar
el rosario y rezar por la América. Sí, porque ahora, si no le sienta mal, la bomba
atómica también la tenemos nosotros.
Sacó del bolsillo un diario y lo abrió. Mariolino tomó a la muchacha de un brazo.
-Gracias, jefe; volveremos mañana -dijo.
Y salieron dejando a Pepón con el diario en la mano.
-¡Vaya al infierno también la bomba atómica -exclamó manoseando el diario y
arrojándolo lejos.
Cien años antes, la crecida del río había roto el dique grande, y el agua había
llegado hasta los Alamos, reconquistando en un minuto el pedazo de tierra que
los hombres le habían robado durante tres siglos y quedándose en ella.
Entre el dique y los Alamos, en un bajo, estaba el viejo oratorio, una iglesita con
un pequeño torreón, y el agua la había cubierto toda entera con el viejo sacristán
adentro. Al cabo de unos meses alguien pensó en recuperar la campana que había
quedado en el campanario sumergido, y se había zambullido en el agua arrastrando
detrás de sí una larga cuerda provista de un gancho. Como tardaba en subir a la
superficie, los que estaban en la orilla empezaron a tirar la soga, tira que te tira,
nunca terminaba, como si hubiese sido echada en medio del océano. Finalmente
salió el gancho, que no traía nada enganchado. Y en aquel preciso instante se oyó
venir del fondo del río un apagado repique de campana.
La campana sumergida se oyó sonar algunos años más tarde la noche en que
cierto Tolli se suicidó ahogándose en el río. Luego se la volvió a oir cuando la hija
del hostelero del puente se arrojó al agua. Probablemente nadie oyó nunca nada,
puesto que es imposible oír el repique de una campana sepultada en el agua, pero la
leyenda quedó.
En los campos de la tierra baja las leyendas vienen con el agua: de vez en cuando
la corriente trae un fantasma y lo lanza a la deriva.
Cuatrocientos años antes, durante otra crecida, uno de esos molinos flotantes que
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aun hoy se ven anclados en medio del río (pintados a cuadros negros y blancos con
la leyenda "Dios me salve" en el frente de la chocita de madera montada en dos
barcas unidas, se hundió. Estaba a bordo el molinero cojo, un viejo maligno al que
Dios se sirvió mandar al demonio. Pero quedó su fantasma vagando sobre las aguas,
y en ciertos grises atardeceres de invierno el molino aparecía y anclaba delante de
este o de aquel pueblo y el molinero cojo descendía e iba por los campos a extraer
uno por uno los granos de trigo sembrados, llenando bolsas y más bolsas. Luego
molía el grano y echaba la harina al viento, formando una niebla que se podía cortar
con el cuchillo y ese año la tierra no producía trigo.
Estupideces en las que nadie creía, pero en las que todos pensaban cuando en las
noches invernales se sentía rugir el viento y aullar un perro lejano.
La noche de los novios era justamente una de aquellas en que se recordaba al
molinero cojo y la campana sumergida.
Hacia las once llamaron a la puerta de don Camilo y éste se tiró de la cama. Era
uno de los Filotti.
-¡Gina ha desaparecido! -dijo agitado-. ¡E1 viejo lo necesita en seguida!
E1 birloche rodó por las calles oscuras y don Camilo halló a todos los Filotti
reunidos en la gran cocina, comprendidos los niños, en camisa y con los ojos
abiertos del tamaño de una moneda grande de cobre.
-Oímos golpear la ventana de la pieza de Gina. Antonio fue a ver qué pasaba y
encontró el cuarto vacío -explicó Filotti-. Se ha escapado por la ventana; sobre la
cómoda estaba esta carta.
Don Camilo leyó la hoja, que contenía pocas palabras: "Nos vamos. O nos
casamos en la iglesia como todos los cristianos o nos casaremos en el Oratorio viejo,
y entonces oirán tocar la campana".
-No debe hacer más de una hora -exclamó el viejo-. A las nueve y cuarenta,
cuando la mujer de Santiago le llevó una bujía, todavía estaba en su cuarto.
-En una hora se hacen bastantes cosas -gruñó don Camilo.
-Don Camilo, ¿usted no sabe nada?
-Y ¿qué puedo saber?
-Menos mal. Temía que aquellos desgraciados hubiesen ido a verlo y que usted
se hubiera apiadado. ¡Que vayan al infierno, malditos sean! -gritó el viejo.
Volvamos a la cama.
Don Camilo asestó un puñetazo de media tonelada sobre la mesa.
-¡A la cama un cuerno! -gritó-. Y al infierno irá usted, viejo reblandecido. ¡Es
necesario encontrarlos!
Sobre el dique grande soplaba el viento con fuerza, pero allá en la faja de tierra
entre el dique y el agua, el aire parecía quieto, como si se hubiese detenido entre
las ramas desnudas de los aromos. El mozo y la muchacha caminaron en silencio y
se pararon solamente cuando estuvieron en la orilla del río.
-El Oratorio Viejo está allá abajo -indicó Mariolino.
-Sentirán sonar la campana -murmuró la muchacha.
-¡Malditos sean todos! -rezongó el mozo.
-No hay que maldecir a nadie -suspiró la muchacha-. Cuando uno va a morir no
debe maldecir. Malditos somos nosotros que nos quitamos la vida. Es un delito
enorme.
-¡Mi vida es mía y yo hago de ella lo que quiero! -contestó el joven con aspereza.
-Quizás tengamos por testigos al viejo sacristán del Oratorio y al molinero cojo –
suspiró la joven. Una ola breve llegó a la playa y les mojó los pies.
-Es fría como la muerte -suspiró la muchacha estremeciéndose.
-Es cosa de un momento -dijo el mozo-. Nadaremos hasta lo hondo, luego nos
abrazaremos fuerte y nos dejaremos resbalar hacia abajo.
-Oirán sonar la campana susurró la muchacha- tan fuerte como nunca ha
sonado, porque ahora somos dos que vamos al mismo tiempo a buscar al viejo
campanero. Nos abrazaremos estrechamente y nadie podrá decir nada.
-La muerte une más que el cura y que el alcalde- dijo el mozo.
La muchacha no respondió. De noche el río atrae como el abismo. Millares de
muchachas en todos los siglos se han encontrado a orillas de un río y de pronto han
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empezado a caminar lentamente hacia el agua y han seguido caminando lentamente hasta
que las aguas las cubrieron.
-Caminaremos tomados de las manos -susurró la muchacha-. Cuando la tierra falte de
pronto bajo nuestros pies, habremos llegado al hondón del Oratorïo y entonces nos
abrazaremos.
En efecto, se tomaron de las manos y comenzó marcha horrenda e inexorable.
Don Camilo, seguido por la tropa de los Filotti había salido del fundo y llegado al camino
que conduce al río.
-En la cabina de la luz nos dividiremos: la mitad de esta parte del dique y la otra mitad
de la otra. Luego unos se encaminarán río arriba y otros río abajo. Si aún no han llegado al
agua, se lo impediremos.
Linternas eléctricas, bujías, candiles, lámparas de aceite y hasta los faroles de las
bicicletas proyectaban las luces que guiaban en la búsqueda silenciosa.
Y he aquí que, andados cien metros, llegaron la punto donde en el camino principal
desemboca una callejuela lateral, y casi toparon con otra tropa: los de la Quemada. Se
comprende que todos, menos el viejo. Pepón, comandaba la banda, lo que no tenía nada de
milagroso, pues don Camilo, antes de salir de su casa y subir a la calesa de los Filotti,
habíale dicho a la vieja criada que corriese a contarle al alcalde lo que estaba ocurriendo
para que él avisase a los bolcheviques de la Quemada.
Los dos cabecillas se enfrentaron y se miraron fieramente. Pepón se quitó el sombrero y
saludó. Don Camilo respondió quitándose el sombrero y luego 1as dos tropas marcharon
juntas. Con todas esas lucecitas en medio de la noche aquello parecía una escena de.
novela.
-Subimos y aquí nos dividimos -dijo, llegado al dique, el comandante supremo don
Camilo.
-Sí, Duce, -respondió Pepón. Y don Camilo lo miró con malos ojos.
Uno, dos, tres pasos: el agua llega ya a las rodillas de los jóvenes. Ya no está fría. Y la
marcha horrenda continúa implacable, cuando de improviso parten voces de la orilla,
ambos se vuelven y ven el dique lleno de luces.
-Nos buscan -dijo la muchacha.
-Si nos agarran nos matan -exclamó el mozo.
Diez pasos más y llegarían al talud del hondón. Pero ya el río y la muerte habían perdido
su fascinación. Las luces y la gente volvían a unirlos violentamente con la vida.
De un salto regresaron a la orilla y subieron al terraplén. Más allá divisábanse los
campos desiertos y los bosques.
Pero fueron vistos en seguida y comenzó la caza. Los dos corrían sobre el terraplén, y
más abajo, a uno y otro lado, las dos tropas los perseguían encarnizadas.
Fueron sobrepasados y a un grito de Pepón, el cual marchaba jadeando como un rebaño
de toros a la cabeza de la columna que procedía a lo largo del río, las dos escuadras se
juntaron sobre el terraplén.
Cuando llegó don Camilo, que navegaba a todo vapor con la sotana alzada hasta el
estómago, la maniobra de tenaza había terminado.
-¡Desgraciada! -gritó una mujer de los Filotti, avanzando hacia Gina.
- ¡ Sinvergüenza! -gritó una mujer de la Quemada, arrojándose amenazadora sobre
Mariolino.
Los Filotti asieron a su muchacha, los otros su muchacho y levantáronse gritos
iracundos de mujeres. Pero aparecieron Pepón y don Camilo, que traían en las
manos, cada uno, una inquietante vara de roble.
-¡En nombre de Dios! -dijo don Camilo.
-¡En nombre de la ley ! -gritó Pepón.
Todos callaron y el largo cortejo se ordenó y así marchó hacia las casas. Delante
Julieta y Romeo, los novios. Detrás de ellos don Camilo y Pepón con sus garrotes de
roble. Más atrás, y apareadas, las dos tropas silenciosas.
En cuanto descendieron del terraplén el cortejo tuvo que detenerse porque halló el
camino bloqueado por el viejo Filotti, el cual, al ver a su nieta levantó sus puños al
cielo. Naturalmente en ese instante llegó el viejo de la Quemada, el cual pretendía
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arrojarse sobre su nieto. Y de este modo se encontraron como por milagro uno junto
al otro. Se miraron ferozmente aunque sumaban ciento sesenta y seis años, estaban
llenos de encono como en la juventud.
Las dos tropas se abrieron silenciosas a cada lado del camino y todos levantaron
las luces.
Los dos viejos se enfrentaron, apretaron los p u ñ os y empezaron a aporrearse,
pero la animosidad era mayor que las fuerzas, y después de un asalto volvieron a
mirarse recelosos y a estudiarse apretando los puños. Aún más: Filotti tenía el valor
de soplarse los nudillos como hacen los muchachos para dar fuerza al puño.
Don Camilo se volvió a Pepón diciéndole
-Procede.
-No puedo, soy el alcalde. Además mi intervención tendría un significado político.
Entonces don Camilo se adelantó, apoyó delicadamente la mano derecha en la
nuca de Filotti y la izquierda en la del otro, y luego, con un golpe seco y preciso,
mandó la cabeza del uno a chocar con la del otro.
No se vieron chispas porque los huesos eran viejos, pero el ruido del topetazo se
oyó lejos.
-Amén -dijo Pepón reiniciando la marcha.
Y así terminó esta historia como todas las historias. Pasaron los años y ahora en
el alambrado que separa el fundo de la Torrecita del de la Quemada sigue viéndose el
agujero famoso, que un niño pequeñito se divierte en atravesar de uno a otro lado. Y
el viejo Filotti y el viejo de la Quemada finalmente están vecinos y no litigan; más
aún: el sepulturero dice que nunca ha visto a dos muertos marchar tan de acuerdo.
EL PINTOR
LA Gilselda era una mujer como de cuarenta años, una de esas mujeres que apenas
tropiezan con un grupo de gente reunida en una plaza, ponen en tercera, bajan la cabeza y
atropellan gritando : "¡Dale, dale!", ¡Fusílalo!, ¡Ahórcalo ! ¡Destrípalo!" Todo ello sin pre-
ocuparse mínimamente por saber si esa gente se ha juntado allí porque ha sido capturado
un criminal o si está simplemente escuchando las bolas de algún vendedor de pomada para
los zapatos.
Una de aquellas mujeres que en los desfiles marchan siempre a la cabeza del
rebaño con muchos trapos rojos encima y cantando con voz enfurecida, y que, cuando
hay un mitin con discurso de alguien de campanillas, de tanto en tanto chillan
brincando: "¡Qué hermosura! ¡Qué divino!"
Y aunque le hablan a él solo, es tanto su furor amoroso que bastaría para satisfacer
al Ejecutivo entero y la sección anexa de Agitación y Propaganda.
La Giselda era en el pueblo la revolución proletaria en persona y tan pronto como se
enteraba de que en algún fundo se había producido un enredo chico o grande entre
trabajadores y patronos, allá corría a “galvanizar las masas”. Y si el fundo estaba lejos,
se enhorquetaba en la bicicleta de carrera de su marido, y a quien en la carretera le
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su significado.
Pepón lo miró en los ojos.
-Yo -dijo don Camilo- me he limitado a ponerle la bolsa en la cabeza, maniatarla
y arrastrarla detrás del cerco. Luego me retiré a mis quehaceres.
-¿Y detrás del cerco quién estaba?
Don Camilo se echó a reír.
Pepón habló gravemente.
-Cuando arriesgábamos la piel, yo me fiaba de usted y usted se fiaba de mí.
Procedamos como entonces; el secreto quedará entre nosotros dos.
Don Camilo abrió los brazos.
-Pepón: una pobre criatura oprimida y vejada, una infeliz criatura que desde
hace años sufre en silencio las penas del infierno, recurre a su párroco en de-
manda de ayuda. ¿Cómo no escuchar la lastimera súplica? Detrás del cerco estaba
el marido de la Giselda.
Pepón pensó en el marido de la Giselda, en ese hombrecito magro y sufrido que
debía remendarse los pantalones, y hacerse la comida mientras su mujer andaba
de un lado para otro "activizando a las masas", y se encogió de hombros. Luego
pensó que el marido de Giselda era uno de los "blanca flor", y frunció el ceño.
-Don Camilo -dijo con voz dura-, ¿lo ha hecho como demócrata cristiano?
-No, Pepón, como marido; nada más que como marido.
Pepón se marchó a ordenar la vuelta al trabajo
-¡Pero usted! -exclamó cuando estaba ya en la puerta de la torre, amenazando a
don Camilo el dedo.
-También lo hice para estimular la pintura -explicó don Camilo abriendo los
brazos.
LA FIESTA
PEPÓN envió algo tarde el texto del manifiesto al viejo Barchini, el papelero-tipógrafo,
quien empleó cinco horas en componerlo. Aunque estaba muerto de cansancio y se caía de
sueño, encontró todavía fuerzas para ir hasta la rectoral con la primera prueba de im-
prenta.
-¿Qué es? -preguntó don Camilo, mirando con desconfianza la hoja que Barchini había
extendido sobre la mesa.
-Cosa fina, dijo Barchini con picardía.
Lo primero que saltó a los ojos de don Camilo fue un democraccia con dos ces, que
parecían tres de tantas que eran. Hizo notar que no necesitaba más de una.
-Bien -dijo satisfecho el viejo Barchini-. Apenas regreso la saco y la meto en la palabra
sedición, de la penúltima línea, que he debido componer con dos eses porque me faltaron
las ces.
112
-No vale la pena -barbotó don Camilo-. Deja tal como está; siempre es mejor dar
incremento a la democracia y no andar pensando en la sedición.
Comenzó a leer atentamente el manifiesto; se trataba en definitiva del programa de
la fiesta de la prensa del partido, con consideraciones anexas de carácter político-
social.
-¿Qué significa aquí, en el número 6 esto: Competición ciclístico-artístico-patriótica
por parejas mixtas con las ciudades de Italia ambisexualmente alegóricas
-¡Ah! -explicó Barchini-; se trata de una carrera de bicicletas en la que todo
concurrente masculino llevará una muchacha sentada en el caño y cada muchacha
figurará una ciudad italiana. Una representa a Milán, otra a Venecia, otra a Bolonia,
otra a Roma, etcétera. Y cada ciclista irá vestido según el traje típico de la ciudad.
Por ejemplo, aquel que lleva en el caño a Milán, viste el "overall" del obrero para
significar la industria; el que lleva a Bolonia viste de campesino para significar la
familia agrícola; el que lleva a Génova viste de marinero, y así los demás.
Don Camilo pidió otras aclaraciones.
-¿Y esto? Tiro al blanco político satírico popular.
-No lo sé, don Camilo. Es un kiosko que levantarán en la plaza a último momento.
Dicen que eso será, después de la carrera de las ciudades, lo más interesante del
día.
Don Camilo había permanecido frío Hasta ese momento, pero llegado a las últimas
líneas del manifiesto, lanzó un grito:
-¡Pero no!
Barchini sonrió.
-Pues sí, don Camilo. Justamente es así. El domingo por la mañana Pepón y los
otros dirigentes de la sección recorrerán las calles principales del pueblo pregonando
el diario del partido.
-¡Es una broma! -exclamó don Camilo. -¡Qué broma! Lo han hecho en todas las
principales ciudades de Italia. Y como pregoneros se desempeñaron no solamente
dirigentes de federaciones y directores de diarios, sino también diputados. ¿No ha
leído?
Cuando se fue Barchini, don Camilo, después de haber caminado un buen rato
por su habitación, fue a arrodillarse ante el Cristo del altar.
-Jesús -dijo-, haced venir pronto la mañana del domingo.
-¿Y para qué, don Camilo? ¿No te parece que el tiempo sea suficientemente
rápido?
-Sí, pero hay ocasiones en que los minutos parecen horas.
Luego reflexionó un poco.
-Es cierto -agregó- que en otras circunstancias las horas parecen minutos y esta
es una compensación. Dejad, pues, que todo quede como está; esperaré el domingo
por la vía normal.
El Cristo suspiró.
-¿Qué pensamiento perverso te pasea por el cerebro ?
-¿Pensamientos perversos yo.? Si la inocencia pudiera tener un rostro Humano, yo
no tendría sino que mirarme en el espejo y decir: "He aquí la Inocencia".
-Quizá sería mejor que dijeses: "He aquí la Mentira".
Don Camilo se persignó y se levantó.
-No me miraré en el espejo -dijo marchándose precipitadamente.
Llegó por fin la mañana del domingo y después de la primera misa don Camilo vistió su
mejor sotana, se lustró los zapatos, cepilló con cuidado el sombrero y haciendo un esfuerzo
para no echar a correr, llegó despacito a la calle principal del pueblo.
Estaba repleta de gente y todos paseaban con indiferencia, pero se notaba que esperaban
algo.
Y en un momento dado se oyó a lo lejos la gruesa voz de Pepón.
-¡El alcalde que vende los diarios! -exclamaron todos poseídos de súbita agitación. Y se
apiñaron a lo largo de las aceras como si estuviese por pasar un cortejo. Don Camilo se
plantó en primera fila y sacó el pecho para parecer más alto aún.
Apareció Pepón con un gran fajo de diarios bajo el brazo y de tanto en tanto alguno de
los suyos, diseminados a lo largo del recorrido, se separaba del gentío e iba a comprar un
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periódico. El resto del público estaba mudo porque Pepón vociferaba como un verdadero
vendedor de diarios y esto daba ganas de reír, pero como miraba a diestra y siniestra con
muy fea cara la gana de reír pasaba en seguida. El espectáculo, con aquel alarido que
resonaba en el silencio, con esa gente inmóvil apretada contra las paredes y ese hombrote
que caminaba solo en medio de la calle desierta, no era ridículo sino trágico.
Pepón pasó delante de don Camilo y don Camilo lo dejó pasar. Luego, repentinamente, se
oyó el vozarrón de don Camilo como un cañonazo
-¡Diariero!
Pepón volviose lentamente y fulminó a don Camilo con una mirada de Comintern. Pero
don Camilo no se turbó. Avanzó tranquilo hacia Pepón, mientras hurgaba en el bolsillo para
sacar el portamonedas.
-Por favor, el Observador Romano -dijo con indiferencia, aunque de tal modo que lo
oyeran hasta fuera de la provincia.
Pepón, que tenía vuelta la cabeza, giró lo demás del cuerpo hacia don Camilo. No habló,
pero en sus ojos se leía un discurso entero de Lenin. Entonces don Camilo pareció
sobresaltarse y abrió los brazos sonriendo.
-Oh, discúlpeme, señor alcalde -exclamó-. Estaba distraído y lo había tomado por el
vendedor de diarios. Comprendo, comprendo: deme, sí, un ejemplar de su diario.
Pepón apretó aún más los dientes y con lentitud entregó un ejemplar del diario a don
Camilo que, puesta la hoja bajo el brazo se puso a hurgar en su billetera. Sacó un billete de
cinco mil liras y se lo ofreció a Pepón. Este miró el billete, luego volvió a mirar fijamente a
don Camilo en los ojos e hinchó el pecho.
-Comprendo, comprendo -dijo don Camilo retirando la mano con el billete-. Es estúpido
de mi parte pensar que usted pueda darme el vuelto.
Señaló el fajo de diarios que Pepón sostenía bajo el brazo y continuó
-No debe tener muchas monedas sueltas. ¡Pobrecito! Veo que todavía no ha vendido
ninguno.
Pepón no ejecutó el menor acto de violencia. Apretó entre las piernas el fajo de diarios,
metió una mano en el bolsillo, sacó un grueso manojo de billetes y empezó a entregar a don
Camilo el vuelto de las cinco mil liras.
-Si no le parece mal, es ya el cuarto paquete de diarios que vendo -silbó Pepón mientras
seguía desembolsando los billetes.
Don Camilo sonrió complacido.
-Me causa satisfacción saberlo. Pero me bastan cuatro mil quinientas. Quédese con el
resto. El honor de haber comprado un diario al señor alcalde vale mucho más de quinientas
liras. Además, deme el gusto de ayudar a un diario que, no obstante sus nobles esfuerzos,
no alcanza a tener suficiente difusión como para seguir viviendo. . .
Pepón sudaba.
-¡Cuatro mil novecientos ochenta y cinco! -gritó--. ¡ Ni un céntimo menos, reverendo! ¡ No
tenemos necesidad de su dinero!
-Oh, lo sé, lo sé -dijo don Camilo con ambigüedad guardando el vuelto.
-¿Qué quiere decir? -aulló Pepón apretando los puños.
-Por el amor del cielo, no quiero decir nada. Abrió el diario mientras Pepón se recobraba.
-¡U-ni-dad! -silabeó don Camilo-. ¡Qué raro! Está escrito en italiano.
Pepón, después de mugir brevemente, se marchó volviendo a vocear con tal rabia que
parecía la declaración de guerra a las potencias occidentales.
-Discúlpeme -le gritó don Camilo como confundido-. No se enoje. Creía de buena fe que
estuviese escrito en ruso.
Por la tarde, cuando vinieron a avisarle que el discurso había concluido y que habían
comenzado los festejos populares, don Camilo salió de su casa y fue a pasear sus anchas
espaldas por la plaza. La carrera alegórica en bicicleta resultó un espectáculo verdade-
ramente de primera. Llegó en primer término Trieste, sentada en el caño de la bicicleta del
Flaco. Y desde la mañana circulaba precisamente la historia de Trieste, pues durante la
sesión del comité algunos habían dicho que no convenía poner en danza a Trieste, a causa
del fondo político del asunto; pero Pepón se había desgañitado diciendo que un hermano
suyo había muerto por libertar a Trieste y que no admitir a Trieste en la prueba era como
decir que su hermano había sido un traidor del pueblo. Así que incluyeron a Trieste, la cua!
estaba representada por la compañera Carola, la novia del Taco, vestida de tricolor, con la
alabarda sobre el apreciable pecho. El Flaco llevaba el uniforme de los soldados de
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LA VIEJA MAESTRA
EL monumento nacional del pueblo era la vieja maestra, una mujercita pequeña y flaca
conocida de todos por cuanto había enseñado el abecé a los padres, a los hijos y a los hijos
de los hijos. Ahora vivía sola en una casita un tanto alejada del poblado e iba tirando
adelante con nada más que la pensión, porque cuando enviaba a comprar cincuenta
gramos de manteca, o de carne o cualquier otro alimento, le cobraban por los cincuenta,
pero siempre le daban doscientos o trescientos.
Con los huevos el piadoso engaño no resultaba porque, aunque una maestra tenga dos o
tres mil años de edad y haya perdido la noción del peso, la vez que pide un par de huevos y
le dan seis, se da cuenta. Resolvió el problema el médico un día que la encontró y viéndola
muy desmejorada le ordenó que eliminara los huevos de su alimentación, pues por lo que le
dijo no le sentaban.
La vieja maestra infundía respeto a todos y el mismo don Camilo procuraba pasar de
largo, pues desde el día en que desgraciadamente su perro había saltado en el huerto de la
señora Josefina y le había roto una maceta de geranios, todas las veces que la vieja
encontraba a don Camilo lo amenazaba con el bastón y le gritaba que existe un Dios
también para los curas bolcheviques.
No podía tragar a Pepón, quien, de niño, iba a la escuela con los bolsillos llenos de ranas,
pajaritos y otras porquerías, y que una mañana llegó cabalgando en una vaca junto con
aquel otro melón del Brusco, que le hacía de palafrenero. Poquísimas veces salía de su casa
y no hablaba nunca con nadie, pues siempre había odiado la chismería, pero cuando le
dijeron que Pepón había sido elegido alcalde y escribía manifiestos, entonces salió. Se
dirigió a la plaza, se detuvo delante de un manifiesto pegado en el muro, se caló los
anteojos y lo leyó de cabo a rabo ceñudamente. Luego abrió su bolso, sacó un lápiz rojo y
azul, corrigió los errores y escribió al pie del manifiesto: 4. ¡Asno!
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Detrás de ella estaban los más poderosos "rojos" del pueblo, que miraban pensativos,
cruzados de brazos y apretando las mandíbulas. Pero ninguno tuvo el valor de decir nada.
La leñera de la señora Josefina estaba en el huerto, detrás de la casa, y siempre la tenía
bien provista, porque de noche no faltaba quien saltase el cerco y fuera a echar en el
montón dos o tres leños o un haz. Pero ese invierno fue crudo y la maestra tenía dema-
siados años sobre sus pequeñas espaldas encorvadas como para no salir vencida. Así, no se
la vió más por ninguna parte, ni tampoco se daba ya cuenta de que cuando mandaba a
comprar dos huevos le enviaban ocho. Y una noche, mientras Pepón estaba en la sesión
del Concejo, alguien vino a decirle que la señora Josefina lo hacía llamar y que se diese
prisa porque ella para morir no tenía tiempo de esperar que hiciese su comodidad.
Don Camilo había sido llamado antes y había corrido enseguida, sabiendo que se trataba
de horas. Había encontrado una gran cama blanca y en ella una viejecita tan pequeña y tan
flaca que parecía un niño. Pero no había perdido del todo los sentidos la vieja maestra y
apenas vió la gruesa mole negra de don Camilo, soltó una risita.
-¿Le gustaría, eh, que ahora yo le confesara que he hecho un montón de indecencias? En
cambio, nada de eso, querido señor párroco. Lo he llamado porque quiero morir con el alma
limpia, sin rencores. Por lo tanto le perdono haberme roto la maceta de geranios.
-Y yo le perdono haberme llamado cura bolchevique -susurró don Camilo.
-Gracias, pero no era necesario -contestó la viejecita-. Pues lo que vale es la intención
con que se obra, y yo lo llamé cura bolchevique como llamaba asno a Pepón, sin ánimo de
ofender.
Don Camilo, con dulzura, empezó un largo discurso para hacer comprender a la señora
Josefina que ése era el momento de despojarse de toda humana prosopopeya, hasta de la
más pequeña, para tener la esperanza de ir al Paraíso ...
-¿La esperanza?-lo interrumpió la señora Josefina-. ¡Yo tengo la seguridad de ir al Pa-
raíso!
-Este es un pecado de presunción -dijo don Camilo dulcemente-. Ningún mortal puede
tener la seguridad de haber vivido siempre conforme a las leyes de Dios.
La señora Josefina sonrió.
-Ningún mortal, excepto la señora Josefina -respondió-. ¡Porque a la señora Josefina esta
noche Jesucristo ha venido a decirle que irá al Paraíso! ¡Así, pues, la señora Josefina está
segura, a menos que usted no sepa más que Jesucristo!
Ante una fe tan formidable, tan precisa e inequívoca, don Camilo quedó sin aliento y se
retiró en un ángulo a decir sus plegarias.
Después llegó Pepón.
-Te perdono lo de las ranas y demás inmundicias -dijo la vieja maestra. -Te conozco y sé
que en el fondo no eres malo. Rogaré a Dios para que te perdone tus grandes delitos.
Pepón abrió los brazos.
-Señora -balbuceó-; yo no he cometido nunca un delito.
-¡No mientas! -replicó severamente la señora Josefina-. Tú y los demás bolcheviques de
tu raza habéis echado al rey, desterrándolo en una isla lejana para dejarlo morir de hambre
junto con sus hijitos. La maestra se echó a llorar, y Pepón, viendo llorar una viejecita tan
pequeña, sintió deseos de ponerse a gritar.
-No es cierto -exclamó.
-Es cierto -repuso la maestra-, me lo ha dicho el señor Biletti, que oye la radio y lee los
diarios.
-¡Mañana le rompo la cara a ese reaccionario inmundo! -mugió Pepón-. Don Camilo, ¡
dígale usted que no es cierto!
Don Camilo se acercó.
-La han informado mal -explicó suavemente-. Son todas mentiras. Ni isla desierta ni
muertos de hambre. Todas mentiras, se lo aseguro.
-Menos mal -suspiró la viejecita tranquilizada.
-Además -dijo Pepón-, no fuimos solamente nosotros los que lo echamos. Hubo la
votación y resultó que los que no lo querían eran más que los que lo querían, y entonces se
ha ido, pero nadie le ha dicho ni hecho nada. ¡Así funciona la democracia!
-¡Qué democracia! -dijo severamente la señora Josefina-. A los reyes no se los echa.
-Disculpe -dijo a su vez Pepón, turbado. ¿Qué podía contestar?
Luego la señora Josefina, algo más tranquila, habló.
-Tú eres el alcalde -dijo- y éste es mi testamento: la casa no es mía y mis pocos trapos
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debes darlos al que los necesite. Quédate con mis libros, que te hacen falta. Debes hacer
muchos ejercicios de composición y estudiar los verbos.
-Sí, señora -respondió Pepón.
-Quiero un funeral sin música porque no es una cosa seria. Quiero un funeral sin coche
fúnebre. Quiero que lleven el ataúd en hombros como se usaba en los tiempos civilizados, y
sobre el ataúd quiero la bandera.
-Sí, señora -contestó Pepón.
-Mi bandera -prosiguió la señora Josefina-. La que está allí junto al armario. Mi bandera,
con el escudo.
Y esto fue todo, porque después la señora Josefina susurró: "Dios te bendiga, aunque
seas bolchevique, niño mío". Y cerró los ojos y no los reabrió más.
La mañana siguiente Pepón convocó en la Municipalidad a los representantes de todos
los partidos, y cuando estuvieron presentes les dijo que la señora Josefina había muerto y
que la comuna, para expresarles el reconocimiento del pueblo, le tributaría solemnes
funerales.
-Esto lo digo como alcalde y como tal e intérprete de la voluntad popular los he llamado
para que después no me reprochen haber procedido por mi sola cuenta. El hecho es que la
señora Josefina ha manífestado ser su última voluntad que se conduzca el ataúd en
hombros y sobre el ataúd quiere la bandera con el escudo. Diga aquí cada cual su opinión.
Los representantes de los partidos reaccionarios hagan el favor de quedarse callados, pues
de todos modos sabemos muy bien que serían dichosísimos si además trajéramos la banda
para tocar la así llamada marcha real. .
Habló en primer término el representante del Partido de Acción; y hablaba bien porque
era un diplomado.
-¡Por consideración a un solo difunto no podemos agraviar a los cien mil muertos con
cuyo sacrificio el pueblo ha conquistado la república!
Y siguió por este estilo, argumentando con mucho calor y concluyendo que la señora
Josefina había trabajado con la monarquía, pero por la patria, y por lo tanto nada era más
justo que sobre el féretro fuese desplegada la bandera que hoy representa a la patria.
-¡Bien! -aprobó Begollini, el socialista, que era más marxista que Marx-. ¡Ha terminado la
era de los sentimentalismos y de las nostalgias: ¡si quería la bandera con el escudo debió
morir antes !
-¡Bah, ésa es una estupidez! -exclamó el boticario, jefe de los republicanos históricos-. Se
debe decir más bien que hoy la ostentación pública de dicho emblema en un funeral podría
suscitar resentimientos que desnaturalizarían la ceremonia, convirtiéndola en una
manifestación política y disminuyendo, si no destruyendo, su noble significado.
Tocóle el turno luego al representante de los demócratas cristianos.
-La voluntad de los muertos es sagrada -dijo con voz solemne-. Y la voluntad de la
difunta es particularmente sagrada para nosotros, puesto que todos la amamos, la
veneramos y contemplamos. su actividad prodigiosa como un apostolado. Precisamente por
esta veneración y este respeto a su memoria, somos del parecer que debe evitarse cualquier
acto irrespetuoso, aunque mínimo, el cual, si bien enderezado a otro propósito, sonaría
como una ofensa a la sagrada memoria de la extinta. Por eso, también nosotros nos
asociamos a quienes desaconsejan el uso de la vieja bandera.
Pepón aprobó gravemente estas palabras con un movimiento de cabeza. Volvióse luego
hacia don Camilo, que también había sido convocado. Y don Camilo estaba pálido.
-¿Qué opina el señor párroco?
-El señor párroco, antes de hablar espera escuchar el parecer del señor alcalde.
Pepón se compuso la garganta y habló.
-En mi condición de alcalde -dijo- les agradezco la colaboración y como alcalde apruebo
la idea de evitar la bandera pedida por la difunta. Pero, como en este pueblo no gobierna el
alcalde sino los comunistas, yo, como jefe de los comunistas digo que me importa un
comino el parecer de ustedes y mañana la señora Josefina irá al cementerio con la bandera
que ella quiere porque yo respeto más a la finada que a todos ustedes vivos, ¡y si alguno
tiene algo que objetar lo hago volar por la ventana! ¿Tiene el señor cura algo que decir?
-Cedo a la violencia -contestó don Camilo, sintiéndose volver a la gracia de Dios.
Y así el día siguiente la señora Josefina marchó al cementerio en su féretro, cargado por
Pepón, el Brusco, el Pardo y Bólido. Los cuatro llevaban al cuello pañuelos rojos como el
fuego, pero sobre el ataúd iba la bandera de la señora maestra.
118
Cosas que suceden allá, en ese pueblo extravagante donde el sol martillea en la cabeza
de la gente y donde la gente razona más a palos que con el cerebro, pero donde por lo
menos se respeta a los muertos.
L A situación se había puesto tirante por causa de la política, y si bien no había ocurrido
nada de particular, cuando Pepón encontraba a don Camilo hacía una mueca de disgusto y
volvía la cara hacia otro lado.
Más adelante, en un discurso dicho en la plaza, había hecho alusiones ofensivas a don
Camilo, llamándolo "el cuervo del canciller".
Como don Camilo le retrucó en el mismo tono en el periódico de la parroquia, una noche
descargaron en la puerta de su casa una carrada de estiércol, por lo que la mañana
siguiente debió salir por la ventana utilizando una escalera. Sobre el montón de estiércol
habían puesto un cartel: "Don Camilo, abónate la calabaza".
Y aquí comenzó una polémica periodística y mural tan encendida y violenta que difundía
siempre más un desagradable olor de garrotazos. Y tras la última réplica de don Camilo en
su periodiquito, la gente dijo: "Si los de Pepón no responden, ya se armó".
Y los de Pepón no respondieron; por el contrario se encerraron en un silencio inquietante
como el minuto que precede al temporal.
Una noche don Camilo se hallaba en la iglesia, absorto en sus plegarias, cuando oyó
rechinar la portezuela del campanario y no tuvo tiempo siquiera de ponerse en pie cuando
ya Pepón estaba delante de él. Pepón tenía la cara sombría y llevaba una mano detrás.
Parecía ebrio y el cabello le colgaba sobre la frente.
Con el rabo del ojo don Camilo miró un candelabro que estaba a su lado y calculando
bien la distancia, se alzó saltando hacia atrás y se encontró blandiendo el pesado artefacto
de bronce.
Pepón apretó las mandíbulas y miró en los ojos a don Camilo, que tenía todos los nervios
en tensión, seguro de que apenas Pepón mostrase lo que escondía a su espalda, el
candelabro habría partido como una saeta.
Pepón retiró lentamente la mano de la espalda y alargó a don Camilo un grueso paquete
largo y estrecho.
Lleno de desconfianza, don Camilo no hizo señal de adelantar la mano, y entonces
Pepón, colocando el paquete sobre la barandilla del altar, rasgó el papel azul y aparecieron
cinco largos cirios, gruesos como rodrigones de viña.
-Está muriendo -explicó con voz profunda Pepón.
En ese momento don Camilo recordó que alguien le había dicho que el hijo de Pepón
estaba enfermo desde hacia cuatro o cinco días, pero don Camilo no había prestado mayor
atención creyendo que fuese cosa de poca importancia. Ahora comprendía el silencio de
Pepón y la ausencia de su réplica.
119
EL PERRO
LA historia del perro fué un suceso que trastornó un poco todas las cabezas. Una noche se
oyó venir de lejos, de la ribera del río, un lamento largo y profundo, y la gente, escalofriada,
dijo: "¡Es él!"
Remontando el río contra la corriente, después del pueblo de don Camilo se extendían a
lo largo del díque tres pequeñas aldeas: la Roca, Casaquemada y los Rastrojos, y cuando
muchos meses antes se oyó decir que en los Rastrojos todas las noches un perro imitaba al
lobo sin que nadie consiguiera verlo, se creyó qne eran patrañas de borrachos. Cuando
luego la historia navegó río abajo y se dijo que el perro aullaba de noche sobre el dique de
Casaquemada, la patraña empezó a fastidiar. Más tarde se supo que el perro ponía miedo a
los de la Roca, y, entonces todos creyeron, de modo que cuando se oyeron llegar del lado del
dique los aullidos, la gente se incorporó en la cama y muchos sufrieron frío.
La noche siguiente ocurrió lo mismo y muchos se santiguaron, porque aquello más que
el aullido de una bestia era un lamento humano.
La gente se acostaba con el corazón en la boca y no lograba tomar el sueño, aguardando
el aullido, y como esto continuaba se decidió efectuar una batida. Por consiguiente, una
mañana, veinte hombres tomaron sus escopetas, rastrearon el dique y sus vecindades,
dispararon sus armas contra todas las matas que se movían, pero no encontraron nada.
Por la noche recomenzó la historia.
La segunda batida fué igualmente inútil. No hicieron una tercera porque la gente con
todo aquel misterio tenía miedo aun de día.
Corrieron las mujeres a rogar a don Camilo que fuera a bendecir el dique, pero don
Camilo se negó. Cuando se trata de perros se va al mataperros y no al cura.
-También el Vaticano sabe lo que es miedo -dijo una flor de muchacha llamada Carola,
que era la novia del Flaco.
Entonces don Camilo sacó una estaca del huerto y se puso en marcha seguido a
distancia por las mujeres, que al llegar a cierto punto se detuvieron, mientras él seguía a lo
largo del dique. Buscó a diestra y siniestra, sacudió garrotazos sobre todas las matas y al
fin reapareció.
-No hay nada -dijo.
-Ya que estaba allí, pudo sacudirle también una bendición -dijo Carola-. ¡Le habría
costado tan poco!
-Si no miras como hablas, te sacudo la bendición a ti y a toda la unión democrática
femenina -le previno don Camilo-. Si les molesta el perro métanse algodón en los oídos y
dormirán como duermo yo. La broma es que para poder dormir de noche se necesita tener
la conciencia tranquila, y muchas de ustedes no la tienen. Mejor será que se hagan ver en
la iglesia más a menudo.
Carola se puso a cantar Bandera Roja, que tuvo un final muy rápido porque don Camilo
le arrojó el palo por detrás. Luego, durante la noche se oyó aullar el perro, y hasta don
Camilo, que tenía, sin embargo, la conciencia limpia, no consiguió dormir.
con la frente helada, porque oyen aullar el perro y lo oirán aullar durante toda la vida.
OTOÑO
salido mal. Si usted ha creído poder divertirse junto con toda su clerigalla de saco haciendo
el análisis lógico de mis errores gramaticales, se ha equivocado.
-Te equivocas -protestó con calma don Camilo-. No tengo ninguna intención de
divertirme buscando errores gramaticales en el escrito del mecánico Pepón. Quiero
simplemente aclararles a mis niños qué piensa la más alta autoridad del pueblo sobre el 4
de noviembre. Yo, párroco, hablando del 4 de noviembre, quiero estar de acuerdo contigo,
alcalde. Y esto porque existen algunas cosas sobre las cuales todos debemos estar de
acuerdo. Aquí no entra la política.
Pepón conocía perfectamente a don Camilo y se le plantó delante con los puños en las
caderas.
-Don Camilo, démosle un corte a la poesía y vayamos al grano. Deje en paz el cuento del
manifiesto en la cartelera y dígame qué quiere de mí.
-No quiero nada. Deseo saber si el manifiesto para el 4 de noviembre lo has hecho o no.
Si no lo hiciste, aquí estoy yo para ayudarte a redactarlo.
-¡Gracias por el pensamiento tan gentil! ¡Pero el manifiesto no lo hice ni lo haré!
-¿Orden de Agitación y Propaganda?
-¡Orden de nadie! -gritó Pepón-. ¡Orden de mi conciencia, y basta! El pueblo está harto de
guerras y de victorias. El pueblo sabe muy bien qué son las guerras sin necesidad de
exaltarlas con discursos y proclamas.
Don Camilo meneó la cabeza.
-Has errado el camino, Pepón. No se trata aquí de exaltar una guerra, sino de rendir un
homenaje de reconocimiento a aquellos que en esa guerra sufrieron y dejaron el pellejo.
-¡Valiente cosa! ¡Con la excusa de recordar a los muertos y los sufrimientos, se hace la
sucia propaganda militarista, guerrera y monárquica! El heroísmo, el sacrificio, el que
muere arrojando la muleta detrás del enemigo en fuga, las campanas de San justo, Trento y
Trieste, el Grappa, la conmemoración de Santa Gorizia, el Piave que murmuraba, el boletín
de la victoria, los indefectibles destinos: todo eso huele a monarquía y a ejército real y sirve
solamente para engreír a los jóvenes, hacer propaganda de nacionalismo y concitar el odio
contra el proletariado. Para esto aparecen Istria, la Dalmacia, Tito, Stalin, el Comintern,
América, el Vaticano, Cristo, los enemigos de la religión, etcétera, hasta concluir en que el
proletariado es el enemigo de la Patria y por lo tanto es necesario rehacer el imperio.
A medida que hablaba Pepón se iba acalorando y gesticulaba corno si lo hiciese en un
mitin. Cuando terminó, don Camilo dijo con calma:
-Bravo, Pepón: pareces un artículo completo de Unidad. De todos modos, contesta a mi
pregunta: ¿No haces nada por la victoria?
-¡Por la victoria hice ya un montón de fajina y eso basta! Me sacaron del lado de mi
madre cuando era todavía un muchacho, me metieron en una trinchera, me llenaron de
piojos, de hambre y de suciedad. Luego me hicieron marchar de noche, bajo el agua, con
una tonelada de cosas sobre el lomo; me empujaron al asalto mientras llovían las balas
como granizo y me dijeron que me las arreglase cuando caí herido. He sido peón,
enterrador, cocinero, artillero, enfermero, mulo, perro, lobo y hiena. Después me dieron un
pañuelo con Italia estampada, un traje de algodón ordinario, un certificado de haber
cumplido mi deber, y regresé a casa para ir a implorar trabajo de aquellos que se habían
hecho millonarios a mi costa y a la de todos los otros desgraciados.
Pepón se interrumpió y levantó solemnemente el índice.
-He aquí mi proclama -concluyó-. Y si quiere usted terminarla con una frase histórica
póngale en letras rojas que el compañero Pepón se avergüenza de haber combatido para
enriquecer a estos puercos y que hoy se sentiría orgulloso si pudiera decir: "¡ He sido un
desertor!"
-Y entonces -observó don Camilo-, ¿por qué en el 43 fuiste a los montes?
-¿Y eso qué tiene que ver? -gritó Pepón-. Se trata de otra cosa. ¡No me ordenó Su
Majestad que fuera! Fuí por mi espontánea voluntad. Y sobre todo, ¡hay guerras y guerras!
-Entiendo -dijo don Camilo-. Para un italiano combatir contra adversarios políticos
italianos es siempre más simpático.
-No diga zonceras, don Camilo -gritó Pepón-. Cuando estaba allá arriba no hacía política.
¡Defendía a la patria!
-¿Cómo? -exclamó don Camilo-. Me parece haberte oído hablar de la patria.
-Hay patria y patria -explicó Pepón-. La del 15 al 18 era una patria; la del 43 al 45 era
otra.
124
La misa por el sufragio de los caídos en la guerra había llenado de gente la iglesia. No
hubo discurso. Don Camilo dijo simplemente: "Al terminar la misa los niños del recreo irán
a depositar una corona en el monumento". Así, al terminar la misa, todos se formaron en
columna detrás de los niños y el cortejo silencioso desfiló por el pueblo hasta la plaza.
Estaba desierta, pero al pie del pequeño monumento a los caídos, alguien había depositado
dos grandes coronas de flores, una de ellas con cinta tricolor y con esta leyenda: "La
Municipalidad"; la otra, toda de claveles rojos, que llevaba escrito en la cinta: "E1 Pueblo".
-La ha traído "la escuadra" mientras usted estaba diciendo la misa -explicó
despectivamente el dueño del café de la plaza-. Estaban todos, menos Pepón.
La corona de los niños fué colocada, y sin discurso la concurrencia se disolvió.
Volviendo a su casa don Camilo encontró a Pepón. Casi no lo reconoció porque garuaba y
Pepón iba arrebujado en su gabán.
-He visto las coronas -dijo don Camilo.
-¿Qué Coronas? ¿Cuáles? -preguntó con indiferencia Pepón.
-Las del monumento. Lindas. Pepón se encogió de hombros.
-Ah, debe haber sido una idea de los muchachos. ¿Le disgusta ?
-¡ Figúrate!
Delante de la casa parroquial Pepón hizo ademán de marcharse, pero don Camilo lo
retuvo.
-Ven a beber una copa. Puedes estar seguro de que no tiene veneno.
-Otra vez -dijo Pepón-. Quiero ir a casa. No me siento bien; ni siquiera he podido
trabajar. Tengo frío y me corren escalofríos por todo el cuerpo.
-¿Escalofríos? La acostumbrada influenza de la estación. La única medicina es un vaso
de vino. Además tengo unas magníficas tabletas de aspirina: entra. Pepón entró.
-Siéntate; voy a traer la botella -dijo don Camilo.
Cuando de allí a poco volvió con el vino y los vasos, -halló a Pepón sentado, sin haberse
quitado el gabán.
-Tengo un frío del demonio -explicó Pepón-, prefiero permanecer cubierto.
-Haz tu comodidad.
Sirvió a Pepón un vaso lleno y le dio dos pastillas blancas.
-Trágalas.
Pepón tragó la aspirina y bebió el vino. Don Camilo salió un momento y regresó con una
brazada de leña, que echó .en la chimenea.
-Un poco de fuego me hará bien también a mí -manifestó encendiendo la hoguera-. He
meditado en tus palabras de ayer -dijo cuando la llama se levantó-. Desde tu punto de vista
tienes razón. Para mí la guerra fué cosa muy diversa. Yo era un curita recién salido del
seminario cuando me encontré metido en ella. Piojos, hambre, fajina, balas, sufrimientos
iguales a los tuyos. Yo no iba a los asaltos, se entiende, pero iba a recoger a los heridos.
Cierto que para mí la cosa era distinta: era mi oficio y este oficio lo había elegido yo. Para ti
la cosa variaba: tu oficio no era el del soldado. Por fortuna, pues los que eligen el oficio de
soldados son de veras toda mala gente.
-No siempre esto es cierto -murmuró Pepón-. También entre los oficiales efectivos hay
gente buena. Y luego, hay que reconocerlo, serán unos presumidos que se pasean de
monóculo, pero cuando hay que arriesgar el pellejo lo hacen sin tantas historias.
-Sea como sea -continuó don Camilo--, mientras que para mí quedarme bajo las balas a
curar heridos y dar el óleo santo a los moribundos representaba mi oficio de cura, para ti
aquello era solamente una joroba. El oficio del cura consiste en acaparar almas para
enviarlas al Paraíso por la vía del Vaticano. Por eso, para un cura, hallarse en medio de una
epidemia de cólera, en un terremoto o en una guerra, es una ganga. Para el que se gana la
vida salvando almas, es la cucaña. Pero uno como tú, ¿qué tiene que salvar en una guerra?
La piel.
Pepón hizo ademán de cambiar de sitio porque las llamas de la chimenea eran infernales
y con las dos aspirinas en el cuerpo y encima el gabán, reventaba de calor.
-No, Pepón -dijo don Camilo-. Si te apartas arruinas el juego. La aspirina se toma para
sudar; cuanto más sudes más pronto te curas. Más bien bebe otro vaso. El vino está fresco
y te quitará la sed.
Pepón bebió dos vasos más y se secó el sudor.
125
MIEDO
PEPÓN, después de leer el diario llegado por el correo de la tarde, dijo al Flaco, que en un
ángulo del taller aguardaba órdenes sentado en un tronco:
-Toma el camión y trae la escuadra dentro de una hora.
-¿Algo grave? -preguntó el Flaco.
-¡Vamos! -gritó Pepón.
El Flaco puso en movimiento el Dodge y partió. Al cabo de tres cuartos de hora estaba de
regreso con los veinticinco hombres de la escuadra. Pepón se les unió y llegaron
rápidamente a la Casa del Pueblo.
-Quédate de guardia junto al camión -ordenó Pepón al Flaco-. Si ves algo poco claro,
avisa. Ubicados en la sala de sesiones, Pepón hizo una relación de hechos.
-Aquí -dijo, golpeando la manaza en la hoja, que ostentaba grandes títulos- las cosas han
llegado a los extremos. La reacción se ha desencadenado; se dispara contra los
compañeros; se arrojan bombas contra todas las sedes del partido.
Leyó en voz alta algunos párrafos del diario vespertino de Milán.
-¡Y noten que el que dice estas cosas no es un diario de nuestro partido, sino un
periódico independiente! ¡ Y no son cuentos, porque está escrito claramente bajo los títulos!
-¡Figurémonos! -rezongó el Brusco-. Si se han visto obligados a expresarse así también
los diarios independientes, que toman siempre, los malditos, hacia la derecha y nos hacen
oposición todas las veces que pueden, es de figurarse que en la realidad los hechos son más
graves. No veo la hora de leer mañana la Unidad. El Pardo se encogió de hombros.
-Tal vez encuentres menos noticias -dijo--. En la Unidad hay compañeros muy listos,
pero todos literatos, gente de cultura que hace mucha filosofía y tiende siempre a restar
importancia a estas cosas para no excitar al pueblo.
-Gente instruída que se preocupa de no perder la línea y no salir de la legalidad -agregó
Pielroja.
-¡Poetas, más que todo! -concluyó Pepón-. Pero es gente que cuando toma la pluma en la
mano sabe repartir tales palizas que son capaces de acogotar hasta al Padre Eterno.
Volvieron a hablar de la situación y fueron releídos y comentados los párrafos principales
del periódico milanés.
-Aquí la revolución fascista está actuando -dijo Pepón-. De un momento a otro saldrán de
nuevo las escuadras de acción, quemarán las cooperativas y las Casas del Pueblo y
empezarán a apalear y a purgar a la gente. El diario habla de "sedes fascistas" y de
"escuadristas" : no hay como equivocarse. Si se tratara de capitalismo, de monarquía o de
cualquier otra cosa, hablarían de "reaccionarios", de "nostálgicos", etcétera. Aquí se habla
redondamente de fascismo y de escuadras de acción. Y pensemos que es un diario
independiente. Debemos estar listos para afrontar cualquier contingencia.
El Largo expresó que, a su parecer, antes que se movieran los otros, debían ponerse en
movimiento ellos: conocía uno por uno a todos los reaccionarios y a los ex de la comuna.
-Los visitamos uno por uno, les damos una paliza y se acabó.
-¡Bah! -objetó el Brusco-. Me parece que de esa manera nos pondríamos inmediatamente
en la posición falsa. E1 diario dice que es preciso contestar a las provocaciones y no
provocar las provocaciones. Porque si provocamos, son ellos los que tienen derecho a
contestar a las provocaciones.
127
Pepón aprobó.
-Si es necesario zurrar a alguno, debemos hacerlo con justicia y democracia.
La tarde había caído. En la ribera del río, en otoño, empieza a atardecer a las diez de la
mañana y el aire toma el color del agua. Discutieron en calma durante otra media hora
cuando de pronto se oyó un estallido que hizo temblar los vidrios.
Salieron y encontraron al Flaco tendido en el suelo, detrás del camión, como un muerto,
con la cara bañada en sangre. Confiaron el cuerpo exánime del Flaco a la mujer del
guardián y saltaron al camión.
-¡Vamos! -gritó Pepón mientras el Largo tomaba el volante.
Partieron echando chispas y cuando habían hecho dos o tres kilómetros, el Largo se
volvió hacia Pepón para preguntarle:
-¿Adónde vamos?
-¡Eso! -barbotó Pepón-. ¿Adónde vamos? Pararon y consideraron la situación. Dieron
marcha atrás y regresaron al pueblo, deteniéndose delante del comite demócrata cristiano.
Encontraron una mesa, dos sillas y un retrato del Papa, y arrojaron todo por la ventana.
Luego subieron de nuevo al camión y enderezaron decididamente hacia La Huerta.
-No ha podido ser sino ese cobarde de Pizzi el que ha tirado la bomba que ha matado al
Flaco -dijo Pielroja-. Ese nos odia a muerte desde cuando discutimos con él en ocasión de la
huelga de los braceros. "Nos volveremos a ver", dijo entonces.
Rodearon la casa, que estaba aislada. Entró Pepón. Pizzi estaba en la cocina revolviendo
la polenta. La mujer preparaba la mesa, y el hijo, arrodillado delante del hogar, echaba leña
al fuego.
Pizzi alzó la vista, vió a Pepón y comprendió en seguida que algo andaba mal.
Miró al pequeño que jugaba a sus pies.
-¿Qué quieres? -preguntó.
-¡Han tirado una bomba delante del comité y han matado al Flaco! -gritó Pepón.
-Yo nada tengo que ver -contestó Pizzi.
La mujer se adelantó.
-Llévate al chico -dijo Pizzi a su mujer. Ésta se apartó con el muchacho.
-Dijiste que te la pagaríamos, cuando discutimos con motivo de la huelga general de los
braceros. Eres un puerco reaccionario.
Pepón avanzó amenazador, pero Pizzi hizo un paso atrás y empuñando un revólver que
estaba sobre la repisa del hogar, lo apuntó contra Pepón.
-Quieto, Pepón, o te fulmino.
En ese momento, alguien que estaba afuera en acecho, abrió la ventana, disparó un tiro
de revólver y Pizzi cayó a tierra. Al caer se le escapó a su revólver un tiro que fué a perderse
entre las cenizas del fogón. La mujer bajó los ojos sobre el cuerpo del marido y se llevó la
mano a la boca. El muchacho se arrojó sobre el padre y empezó a llorar.
Subieron precipitadamente al camión y se alejaron en silencio. Antes de llegar al poblado
pararon, bajaron y se dispersaron. Delante de la Casa del Pueblo había gente y Pepón
encontró a don Camilo, que salía en ese momento.
-¿Murió? -preguntó Pepón.
-¡Se necesita algo más para matar a un perdido semejante! -dijo riendo don Camilo-.
Linda figura han hecho ustedes quemando la mesa del comité demócrata cristiano. ¡Habrá
para reírse!
Pepón lo miró hostilmente.
-¡Hay poco que reír, caro reverendo, cuando se tiran bombas! !Don Camilo lo miró con
curiosidad.
-Pepón -le dijo-, las posibilidades son dos: o eres un pillo o un cretino.
Pepón, en cambio, no era ni lo uno ni lo otro. Simplemente: no sabía aún que no había
estallado una bomba, sino la goma del Dodge, una que, después de reparada, había, sido
puesta debajo del camión en la parte trasera. Un trozo de la goma había golpeado la cabeza
del pobre Flaco. Pepón fué a mirar debajo del camión, vió la goma destripada y entonces
recordó a Pizzi tendido en el piso de la cocina, a la mujer que se había tapado la boca para
no gritar, y al muchacho que gritaba.
Mientras tanto la gente se reía, pero a la hora dejó de reír cuando se esparció por el
pueblo la voz de que Pizzi había sido herido.
De la mujer misma de Pizzi, que tiene miedo, no por ella sino por su hijo, y calla para
defenderle la vida.
La portezuela de la entrada lateral chirrió, don Camilo dióse vuelta y vió llegar al hijo de
Pizzi.
El muchacho se paró delante de don Camilo.
-Le estoy agradecido en nombre de mi padre -dijo con voz grave y dura de hombre
maduro. Luego se marchó silencioso como una sombra.
-He ahí -dijo el Cristo-, he ahí uno que no te aborrece.
-Pero su corazón está lleno de odio contra quien le mató al padre, y es una cadena
maldita que nadie consigue romper. Ni vos, que os habéis dejado colgar en la cruz por culpa
de estos condenados perros rabiosos.
-El mundo no ha acabado -dijo serenamente el Cristo-. El mundo apenas ha comenzado,
y allá arriba, el tiempo se mide por millones de siglos. No debe perderse la fe, don Camilo.
Hay tiempo, hay tiempo.
SIGUE EL MIEDO
-Pero han tirado desde la ventana. ¡Alguien sabrá quién estaba apostado allí!
-De noche todos los gatos son pardos y si alguno ha visto se cuidará de haber visto.
Uno solo vió la cara del que disparó el arma. Y es el muchacho. Si no fuera así, la madre
no habría dicho que estaba en la cama. Y si el muchacho lo sabe, lo sabe también don
Camilo. Si no lo supiera con seguridad, no hubiese dicho ni hecho lo que dijo e hizo.
-¡Maldito sea quien lo ha traído aquí! -gritó Pepón.
Mientras tanto el cerco se estrechaba, y el oficial, todas las tardes iba
disciplinadamente a informar al alcalde sobre la marcha de la pesquisa.
-No puedo decir más, señor alcalde -dijo una noche-; pero estamos en la pista. Parece
que hay de por medio una mujer.
Pepón exclamó: "¡Pero no!", con un gran deseo de estrangularlo.
Era ya noche y don Camilo se hallaba atareado en la iglesia desierta. Había parado
una escalerita en el último peldaño del altar. En un brazo de la cruz se había abierto
una hendidura a lo largo de la veta de la madera, y don Camilo, después de haberla es-
tucado, estaba pintando con un poco de barniz el yeso blanco. De pronto suspiró, y el
Cristo le habló quedo:
-¡Qué tienes, don Camilo? Desde hace unos días me pareces fatigado. ¿Te sientes
mal? ¿Acaso un poco de influenza?
-No, Jesús -confesó don Camilo sin alzar la cabeza-. Es miedo.
-¿Tú tienes hiedo? ¿Y de qué?
-No lo sé: si supiese de qué tengo miedo, ya no tendría miedo. Hay algo que no
anda, algo suspendido en el aire, ante lo cual me siento sin defensa. Veinte
hombres que me acometan con la escopeta empuñada no me atemorizan; me
fastidian porque son veinte y yo uno solo y sin escopeta. Si me encuentro en medio
del mar y no sé nadar, pienso: dentro de un minuto me ahogaré como un pollito,
cosa que me desagrada, pero no me da miedo. Cuando se puede razonar sobre un
peligro, no se siente miedo. Este procede de los peligros, que se sienten, pero que
no se conocen. Es como caminar con los ojos vendados por un camino desconocido.
Feo negocio.
-¿No tienes ya fe en tu Dios, don Camilo?
-Da mihi animan, caetera tolle. El alma es de Dios; los cuerpos, de la tierra. La
fe es grande, pero éste es un miedo físico. Inmensa puede ser mi fe, mas si estoy
diez días sin beber, siento sed. La fe consiste en soportar esta sed, aceptándola con
corazón sereno, como prueba impuesta por Dios. Jesús: yo estoy dispuesto a
soportar mil miedos como éste por amor a vos. Pero tengo miedo.
El Cristo sonrió.
-¿Me despreciáis?
-No, don Camilo. Si no tuvieras miedo, ¿qué mérito tendría tu valor?
AMARILLO Y ROSA
-Adiós, Brusco.
-Siento haberle errado -masculló Pepón-. Pero estaba demasiado lejos y había de
por medio los cerezos.
Don Camilo paró de pintar.
-Desde hacía tres noches -explicó Pepón- el Brusco daba vueltas alrededor de la
casa de Pizzi para impedir que el otro matase al muchacho. El muchacho debe
haber visto al que disparó desde la ventana contra su padre, y el otro lo sabe. Yo,
mientras tanto, daba vueltas alrededor de su casa. Porque yo estaba seguro de que
el otro sabía que también usted conoce al matador de Pizzi.
-¿Quién, el otro?
-No lo conozco -respondió Pepón-. Lo he visto de lejos acercarse a la ventana de
la capillita. Pero no podía tirarle antes de que hiciese algo. Apenas disparó, disparé
también yo. Le erré.
-Agradezcamos al Señor -dijo don Camilo-. Sé cómo tiras, y entonces puedo decir
que los milagros han sido dos.
-¿Quién será? Sólo usted lo sabe y el muchacho.
Don Camilo habló lentamente:
-Sí, Pepón, lo sé; pero no hay cosa en el mundo que pueda hacerme violar el
secreto de la confesión.
Pepón suspiró y siguió pintando.
-Hay algo que no marcha -dijo parece que todos ahora me miran con ojos
distintos. Todos, también el Brusco.
-A1 Brusco le parecerá lo mismo, y a los demás también -respondió don Camilo-.
Cada cual tiene miedo del otro, y cuando habla parece que cada cual se sintiera
siempre obligado a defenderse.
-Y eso, ¿por qué ?
-No hagamos política, Pepón. Pepón suspiró de nuevo.
-Me siento como en la C a r c e l - d i j o s o m b r í a m e n t e .
-Siempre hay una puerta para escapar de cualquier cárcel de esta tierra
-sentenció don Camilo-. Las prisiones son solamente para el cuerpo. Y el cuerpo
cuenta poco.
Ya el Niño estaba concluído, y así, frescamente pintado, rosa y claro, parecía
resplandecer en medio de la enorme mano oscura de Pepón.
Pepón lo miró y tuvo la impresión de sentir en la palma la tibieza del cuerpecito.
Y se olvidó de la cárcel.
Depositó con delicadeza al Niño rosado sobre la mesa y don Camilo lo puso al
lado de la Virgen.
-Mi hijo está aprendiendo el villancico de Navidad -anunció con orgullo Pepón-.
Oigo todas las noches a la madre hacérselo repetir antes de que se duerma. Es un
fenómeno.
-Lo sé -admitió don Camilo-. También la poesía para el obispo la había
aprendido maravillosamente.
Pepón se crispó.
-¡Esa fué una de sus mayores bribonadas! -exclamó-. Esa, usted me la paga.
-Para pagar y para morir siempre hay tiempo. Después, junto a la Virgen
inclinada sobre el Niño, puso la estatuita del asnillo.
-Este es el hijo de Pepón, ésta la mujer de Pepón y éste es Pepón -dijo don
Camilo, tocando por último al asno.
-¡Y éste es don Camilo! -exclamó Pepón, tomando la estatuita del buey y
poniéndola en el grupo.
-¡Bah! Entre animales siempre nos entendemos -concluyó don Camilo.
Saliendo, Pepón volvió a hallarse en la noche oscura del valle del Po, pero ahora
estaba tranquilo porque aun sentía en la palma de la mano la tibieza del Niño
rosado.
Luego oyó resonarse en los oídos las palabras del villancico, que ya sabía de
memoria.
"!Cuando, la noche de la víspera, me lo diga, será algo magnífico", se dijo regocijado.
"También cuando mande la democracia proletaria, los villancicos habrá que respetarlos.
¡Más bien, hacerlos obligatorios!".
137
El río corría plácido y lento, a dos palmos, bajo el dique, y también él era una poesía:
una poesía empezada cuando había empezado el mundo y que todavía continuaba. Y
para redondear y pulir el más pequeño de los miles de millones de guijarros del lecho
del río, se habían requerido mil años.
Y solamente dentro de veinte generaciones el agua habrá pulido una nueva
piedrecita.
Y dentro de mil años la gente correrá a seis mil kilómetros por hora sobre
automóviles a propulsión superatómica. ¿Y para qué? Para llegar a fin de año y quedar
con la boca abierta delante del mismo Niño de yeso que, una de las noches pasadas, el
compañero Pepón repintó con su pincelito.
INDICE
Aqui, con tres historias y una referencia, se explica el mundo de "Un mundo pequeño"........
Primera Historia ..............................
Segunda Historia . . - ...........................
Tercera Historia ...............................
Pecado confesado .................................
El bautizo .......................................
La proclama ......................................
Persecución .......................................
Escuela nocturna ..................................
En vedado .................................... ...
Incendio doloso ...................................
El tesoro ..........................................
Rivalidad .........................................
Expedición punitiva ..............................
La bomba ........................................
El huevo y la gallina...............................
Delito y castigo ..... ..............................
L a vuelta al redil..................................
La derrota .......................................
El vengador ......................................
Nocturno con campanas ...........................
Hombres y animales ...............................
La procesión ......................................
El mitin ..........................................
A orillas del río ...................................
Los brutos ........................................
La campana ................................. ......
Un viejo testarudo .................................
La huelga general .................................
L a gente de ciudad .................................
Filosofía campestre ................................
Julieta y Romeo ...................................
El pintor .........................................
La fiesta ..........................................
La vieja maestra .......................... ......
Cinco más cinco ...................................
El perro ..........................................
138
Otoño ............................................
Miedo ............................. ............
Sigue el miedo ....................................
Amarillo y rosa ....................................