Nuestro Hombre en La Habana

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Jim

Wormold, un simple vendedor inglés de aspiradoras que habita en la Cuba de


Batista sin más ambiciones en la vida, decide servir de espía a los servicios secretos
británicos para costearle los estudios a su hija.
No obstante, y ante la falta de habilidades y vocación como espía, Wormold decide
inventarse los informes que les envía a sus superiores. Entre otras cosas, les manda a
sus jefes en Londres, en lugar de planos de bombas, planos de sus propias
aspiradoras, que sin embargo, «cuelan» en el servicio secreto de Su Majestad,
servicio que tiene en gran consideración sus informes.

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Graham Greene

Nuestro hombre en La Habana


ePub r1.3
Titivillus 09.09.2019

ebookelo.com - Página 3
Título original: Our Man in Havana
Graham Greene, 1958
Traducción: Ana Goldar

Editor digital: Titivillus
ePub base r2.1

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«Y el hombre triste es víctima
de todas sus bromas».
GEORGE HERBERT

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PRIMERA PARTE

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Capítulo 1

1
—Ese negro que va por la calle —dijo el doctor Hasselbacher, de pie en el
Wonder Bar— me hace pensar en usted, señor Wormold.
Era típico del doctor Hasselbacher que todavía utilizara la forma «señor» después
de quince años de amistad, una amistad que seguía su curso con la lentitud y
seguridad de una diagnosis cuidadosa. Cuando Wormold estuviera en su lecho de
muerte y el doctor Hasselbacher acudiese a tomarle el pulso claudicante, quizá el
moribundo se convertiría en Jim.
El negro era tuerto y tenía una pierna más corta que la otra. Llevaba un raído
sombrero de fieltro, y su camisa desgarrada dejaba ver unas costillas que parecían las
cuadernas de un barco desguazado. Andaba por el borde de la acera, al otro lado de
los pilares amarillos y rosas de una columnata, bajo el sol caluroso de enero y
contando cada uno de los pasos que daba. Al pasar frente al Wonder Bar, Virtudes
arriba, había llegado al «1369».
Tenía que avanzar con lentitud para poder decir un número tan largo.
—Mil trescientos setenta.
Era una figura conocida en las cercanías de la Plaza Nacional, donde a veces se
detenía e interrumpía su cómputo el tiempo suficiente para vender un paquete de
fotografías pornográficas a algún turista. Después reanudaba su cuenta a partir de
donde la había dejado. Al final del día, como el pasajero activo de un transatlántico,
debía de saber hasta el centímetro cuánto había caminado.
—¿Joe? —preguntó Wormold—. No veo ningún parecido. Si se exceptúa la
cojera, claro —pero arrojó una ojeada instintiva y rápida a su propia imagen en el
espejo que anunciaba «Cerveza Tropical», como si de verdad hubiera podido
estropearse y oscurecerse en el trayecto desde la tienda, situada en el barrio viejo de
la ciudad. Sin embargo, la cara reflejada en el cristal sólo estaba un poco descolorida
por el polvo de las faenas del puerto; seguía siendo la misma, inquieta, llena de
arrugas entrecruzadas, cuarentona, mucho más joven que la del doctor Hasselbacher,
y, no obstante, hasta un desconocido abrigaría la convicción de que iba a extinguirse
antes. Ya estaban marcadas en ella la sombra y las ansiedades que escapan al efecto

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de los tranquilizantes. El negro, cojeando, desapareció de su vista al doblar la esquina
del Paseo. El día estaba lleno de limpiabotas.
—No me refería a la cojera. ¿No nota el parecido?
—No.
—Tiene dos ideas en la cabeza —explicó el doctor Hasselbacher—, hacer su
trabajo y llevar la cuenta. Y, desde luego, es inglés.
—Sigo sin ver…
Wormold se refrescó la boca con el daiquiri matinal. Siete minutos para llegar al
Wonder Bar; siete minutos para regresar a la tienda; seis minutos para dedicar a la
compañía. Miró su reloj. Recordó que iba un minuto retrasado.
—Es de fiar, se puede contar con él, esto es todo lo que quería decir —respondió
el doctor Hasselbacher con impaciencia—. ¿Cómo está Milly?
—Estupenda —replicó Wormold. La respuesta era invariable, pero dicha de
corazón.
—Diecisiete el diecisiete, ¿no?
—Eso es.
Miró rápidamente por encima del hombro, como si alguien le acechara, y después
echó otra ojeada a su reloj.
—¿Vendrá a compartir una botella con nosotros?
—Hasta ahora nunca he faltado, señor Wormold. ¿Quién más irá?
—He pensado que sólo estaremos nosotros tres. Verá, Cooper se ha ido a
Inglaterra, el pobrecito Marlowe sigue en el hospital y, al parecer, a Milly no le cae
bien la gente nueva del Consulado. Por eso he pensado en una celebración tranquila,
en familia.
—Me honra ser de la familia, señor Wormold.
—Tal vez una mesa en el Nacional… ¿o diría usted que no es del todo…
digamos, apropiado?
—Esto no es Inglaterra ni Alemania, señor Wormold. Las chicas crecen muy
pronto en los Trópicos.
Al otro lado de la calle un postigo se abrió con un crujido y después se meció
regularmente, al ritmo de la brisa suave del mar, con el clic-clac de un reloj antiguo.
Wormold dijo:
—Tengo que irme.
—Phastkleaners seguirá existiendo sin usted, señor Wormold. —Era un día de
verdades enojosas—. Lo mismo que mis pacientes —agregó, amable, el doctor
Hasselbacher.
—La gente se enferma por fuerza, pero no está obligada a comprar aspiradoras.
—Pero usted les cobra más.
—Y sólo me queda el veinte por ciento. No se puede ahorrar mucho con un veinte
por ciento.
—Los tiempos no están para ahorros, señor Wormold.

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—Tengo que hacerlo… por Milly. Si me ocurriera algo…
—Hoy día nadie tiene grandes esperanzas de vida, así que ¿para qué preocuparse?
—Todos estos disturbios hacen mucho daño al negocio. ¿Para qué sirve una
aspiradora si cortan la corriente?
—Podría hacerle un pequeño préstamo, señor Wormold.
—No, no. No se trata de eso. No me preocupan ni este año ni el próximo. Es una
preocupación a largo plazo.
—Entonces no merece el nombre de preocupación. Vivimos en la era atómica,
señor Wormold. Se aprieta un botón… piff bang… ¿y dónde estamos? Otro whisky,
por favor.
—Ésa es otra cosa. ¿Sabe lo que ha hecho la empresa ahora? Me han mandado
una aspiradora de Pila Atómica.
—¿De verdad? No tenía idea de que la ciencia hubiera llegado tan lejos.
—Naturalmente no tiene nada de atómica, no es más que un nombre. El año
pasado fue la Turbo Jet, este año la atómica. Pero funciona con la corriente, como la
otra.
—Entonces, ¿por qué preocuparse? —repitió el doctor Hasselbacher, como un
estribillo, mientras se inclinaba sobre el vaso de whisky.
—No se dan cuenta de que ese nombre quizá tenga éxito en Estados Unidos, pero
no aquí, donde el clero no hace más que predicar contra el mal uso de la ciencia.
Milly y yo fuimos a la Catedral el domingo pasado, ya sabe usted cómo es ella para
eso de la misa, cree que me va a convertir y no me sorprendería que lo hiciera. Pues
bien, el padre Méndez se pasó media hora describiendo los efectos de la bomba de
hidrógeno. Los que sostienen la idea de que es posible un cielo en la tierra, afirmó,
están creando un infierno; y tal como lo dijo, sonaba así. Fue un sermón muy lúcido.
¿Cómo cree usted que me sentía el lunes por la mañana, cuando tuve que montar el
escaparate para exponer la nueva Aspiradora de Pila Atómica? No me hubiera
sorprendido nada que alguno de esos chicos salvajes de por allí me hubiese roto el
cristal del escaparate. Los de Acción Católica, Cristo Rey y todas esas cosas. No sé
qué hacer, Hasselbacher.
—Véndale una al padre Méndez para el Palacio Episcopal.
—Pero si él está muy contento con la Turbo. Era un buen aparato. Naturalmente
que ésta también lo es. Es mejor para quitar el polvo de las estanterías. Y usted ya
sabe que yo no vendería a nadie una aspiradora que no fuera buena.
—Lo sé, señor Wormold. ¿No puede cambiarle el nombre?
—No me lo permitirían. Están orgullosos de él. Se creen que es la mejor frase que
se les ha ocurrido desde aquello de «sacude y barre mientras limpia a fondo». En la
Turbo había una cosa que llamaban filtro purificador. A nadie le importaba, era un
buen aparato, pero ayer una mujer entró, miró con atención la Pila Atómica y me
preguntó si un filtro de ese tamaño podía absorber toda la radiactividad. «¿Y qué me
dice del estroncio 90?» —preguntó.

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—Podría extenderle un certificado médico —dijo el doctor Hasselbacher.
—¿A usted nunca le preocupa nada?
—Tengo una defensa secreta, señor Wormold. Me interesa la vida.
—A mí también, pero…
—Usted se interesa por una persona, no por la vida, y las personas mueren o nos
abandonan. Lo siento. No me refería a su mujer. Pero si se interesa por la vida, la vida
nunca decepciona. A mí me interesa el azul del queso. Usted no hace crucigramas,
¿verdad, señor Wormold? Yo sí, y los crucigramas son como las personas: uno llega
al final. Puedo terminar cualquier crucigrama en una hora, pero he hecho un
descubrimiento acerca del azul del queso: nunca llegaré al final, aunque, por
supuesto, uno sueña con el día en que quizá… Alguna vez le enseñaré mi laboratorio.
—Tengo que irme, Hasselbacher.
—Usted debería soñar más, señor Wormold. La realidad de nuestro siglo no es
como para enfrentarse con ella.

2
Cuando Wormold llegó a su tienda de la calle Lamparilla, Milly no había
regresado aún del colegio americano, y, a pesar de las dos figuras que vio a través de
la puerta, la tienda le pareció vacía. ¡Qué vacía! Y así habría de seguir hasta que
Milly regresara. Cada vez que entraba en el establecimiento notaba un vacío que no
tenía nada que ver con sus aspiradoras. Ningún cliente podía llenarlo y menos aún el
que se hallaba en ese momento de pie allí, con un aspecto demasiado elegante para
La Habana, leyendo un prospecto en inglés sobre la Pila Atómica y haciendo
ostensiblemente caso omiso del asistente de Wormold. López era un hombre
impaciente que no gustaba de perder el tiempo lejos de la edición española de
Confidential. Envolvía al desconocido en una mirada de indignación, sin hacer
ningún intento por ganárselo.
—Buenos días[*] —dijo Wormold. Miraba a todos los desconocidos que llegaban
a la tienda con un recelo que era hábito. Diez años antes había llegado a la tienda uno
que se hizo pasar por cliente y que, valiéndose de ese engaño, le había vendido un
paño de lana de oveja para sacar brillo a la carrocería del coche. Aquél había sido un
impostor plausible, pero nadie tenía menos aspecto de comprador de aspiradoras que
este hombre. Alto y elegante, llevaba un traje tropical color piedra y una corbata cara
y traía consigo el aliento de las playas y el olor a tafilete de un club elegante. Uno
esperaba oírle decir: «el señor embajador le recibirá en seguida». El problema de la
limpieza le sería resuelto siempre: por el mar o por un ayuda de cámara.
—Me temo que no hablo esa jerigonza —contestó el desconocido. Aquella
palabra de argot era como una mácula en su traje, como una mancha de huevo
después del desayuno—. Usted es inglés, ¿no?

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—Sí.
—Quiero decir de verdad. Con pasaporte inglés y todo.
—Sí, ¿por qué?
—Es preferible hacer negocios con una firma británica. Uno sabe a qué atenerse,
ya me comprende.
—¿En qué puedo servirle?
—Bueno, primero quiero echar una mirada. —Hablaba como si estuviera en una
librería—. No he podido hacérselo entender a su ayudante.
—¿Busca una aspiradora?
—No la busco exactamente.
—Quiero decir si está pensando en comprarse una.
—Eso es, amigo. Ha dado en el clavo. —Wormold tenía la impresión de que el
hombre había elegido ese tono porque pensaba que era el que le iba a la tienda: una
coloración protectora en la calle Lamparilla; la actitud de familiaridad, sin duda, no
se avenía con su atuendo. No es fácil conseguir el éxito siguiendo la técnica de San
Pablo de ser todo para todos sin cambiar de traje.
Wormold replicó con vivacidad:
—No encontrará nada mejor que la Pila Atómica.
—Aquí he visto una que se llama Turbo.
—Ésa también es una buena aspiradora. ¿Tiene un apartamento muy grande?
—Bueno, muy grande no es.
—Vea usted, tiene dos juegos de cepillos; éste es para encerar y éste para sacar
brillo. ¡Ah, no! Creo que es al contrario. La Turbo es aeropropulsada.
—¿Qué significa eso?
—Naturalmente… lo que la frase indica, que funciona a base de aire.
—¿Y este chisme tan gracioso para qué sirve?
—Es una boquilla para alfombras, de doble dirección.
—No me diga. ¡Qué interesante! ¿Por qué de doble dirección?
—Se empuja y se tira.
—Las cosas que se inventan —observó el desconocido—. Supongo que venderá
muchas de éstas.
—Soy el representante exclusivo aquí.
—Toda la gente importante se considerará obligada a tener una Pila Atómica,
supongo.
—O una Turbo Jet.
—¿También las oficinas del gobierno?
—Desde luego, ¿por qué?
—Lo que es bueno para una oficina del gobierno debería de ser bueno para mí.
—Puede que usted prefiera nuestra Simplificadora Enana.
—¿Qué simplifica?

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—El nombre completo es Aspiradora Pequeña de Succión Aeropropulsada
Simplificadora Enana.
—Otra vez la palabra aeropropulsada.
—Yo no soy el responsable.
—No se pique, hombre.
—Personalmente odio las palabras Pila Atómica —dijo Wormold con
apasionamiento repentino. Estaba muy alterado. Había supuesto que ese desconocido
podía ser un inspector enviado por la oficina central de Londres o de Nueva York. Y
en ese caso debían oír tan sólo la verdad.
—Lo entiendo. No es una elección muy feliz. Dígame, ¿usted hace el servicio de
mantenimiento para estos cacharros?
—Trimestralmente. Y gratis durante el período de garantía.
—Le pregunto si lo hace usted en persona.
—Mando a López.
—¿Ese cascarrabias?
—Yo no soy buen mecánico. Cuando toco uno de estos trastos, parece que
renuncia a seguir funcionando.
—¿Conduce usted?
—Sí, pero si hay alguna avería, mi hija se ocupa de eso.
—Ah, sí, su hija. ¿Dónde está?
—En el colegio. Permítame que le muestre cómo se acoplan estas piezas —pero,
naturalmente, cuando trató de hacer la demostración, las piezas no se acoplaron.
Forzó y atornilló—. Es una pieza defectuosa —dijo con desesperación.
—Deje que lo intente yo —pidió el desconocido y el acoplamiento automático
salió a pedir de boca—. ¿Qué edad tiene su hija?
—Dieciséis años —respondió, enfurecido consigo mismo por contestar.
—Bueno —dijo el desconocido—, tengo que irme. Ha sido una charla muy
agradable.
—¿Quiere ver cómo funciona una de las aspiradoras? López puede hacerle una
demostración.
—Por el momento no. Pero volveré a verle. Aquí o allá —afirmó el desconocido
con una seguridad vaga e insolente, y antes de que Wormold hubiera podido darle una
tarjeta, había salido por la puerta. En la plaza situada en la parte alta de la calle
Lamparilla, lo tragaron los chulos y vendedores de lotería del mediodía habanero.
López dijo:
—No pensaba comprar nada.
—¿Qué quería, entonces?
—Quién sabe. Me miró mucho tiempo a través del escaparate. Creo que si usted
no hubiera entrado, me habría pedido que le buscara una chica.
—¿Una chica?

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Pensó en aquel día de hacía diez años, y después, con intranquilidad, en Milly, y
deseó no haber respondido a tantas preguntas. También deseó que el acoplamiento a
presión hubiera funcionado, por una vez, con un solo chasquido.

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Capítulo 2

Mucho antes de que llegara, sabía que Milly se acercaba, del mismo modo que sabía
cuándo se aproximaba un coche de la policía. Silbidos en vez de sirenas anunciaban
su llegada. En general, Milly tenía la costumbre de venir andando desde la parada de
la Avenida de Bélgica, pero hoy los lobos parecían operar desde Compostela. No se
trataba de lobos peligrosos, y así se veía obligado a reconocerlo, no sin resistencia.
Aquel saludo, que había comenzado alrededor de la fecha en que su hija cumpliera
trece años, denotaba un auténtico respeto, porque, incluso para las grandes exigencias
de La Habana, Milly era hermosa. Tenía el cabello del color de la miel clara, las cejas
oscuras y una cola de caballo recortada por el mejor peluquero de la ciudad. No
prestaba una atención abierta a los silbidos, que sólo le hacían levantar el paso. Al
verla andar, uno casi podía creer en la levitación. Ahora, el silencio le habría parecido
a Milly un insulto.
A diferencia de Wormold, que no creía en nada, ella era católica; así tuvo que
prometérselo él a la madre, antes de casarse. Ahora Wormold suponía que la madre
no tenía religión ninguna, pero le había dejado en las manos una católica. Esa
práctica religiosa había hecho que Milly se acercara a Cuba más de lo que su padre se
había acercado jamás. Wormold creía que entre las familias ricas seguía existiendo la
costumbre de tener una dama de compañía, y a veces tenía la impresión de que
también Milly llevaba una consigo, invisible a todas las miradas con excepción de las
de la niña. En la iglesia, donde parecía más guapa que en ninguna otra parte, con su
leve mantilla bordada de hojas tan transparentes como el invierno, la dueña siempre
estaba sentada junto a Milly, para observar que su espalda estuviera bien erguida, que
se tapara la cara en el momento indicado, que hiciera la señal de la cruz a la
perfección. A su alrededor los niños podían chupar piruletas con impunidad, o reír
tras las columnas: ella permanecía sentada con la rigidez de una monja, siguiendo el
oficio en su misal de cantos de oro, encuadernado en un cuero del color de su pelo
(ella misma lo había elegido). Esa misma dama invisible se ocupaba de que la niña
comiera pescado los viernes, ayunara durante la Cuaresma y asistiese a misa no sólo
los domingos y los días de festividades religiosas especiales, sino también en el día
de su santo. Milly era el sobrenombre que le daban en casa: su nombre de pila era

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Serafina, en Cuba «un doblete de segunda», frase misteriosa que a Wormold le hacía
pensar en las carreras de caballos.
Había transcurrido un largo tiempo antes de que Wormold advirtiera que la dama
de compañía no siempre estaba junto a la niña. Milly era meticulosa en su
comportamiento durante las comidas y jamás olvidaba sus oraciones de la noche; eso
él lo sabía muy bien, ya que, incluso cuando era niña, le hacía esperar delante de la
puerta del dormitorio hasta que había terminado sus rezos, para señalarle su carácter
de no católico. Una luz brillaba continuamente ante la imagen de Nuestra Señora de
Guadalupe. El padre recordaba haberla oído, a los cuatro años, rezando: «Dios te
salve María, llena eres de rebeldía».
Sin embargo, un día, cuando Milly tenía trece años, le habían llamado al convento
de las Clarisas Americanas, situado en el barrio residencial blanco de Vedado. Allí,
por primera vez, supo que la dama de compañía abandonaba a Milly bajo la placa
religiosa que se hallaba junto a la puerta enrejada del colegio. La queja era seria: la
niña había pegado fuego a un pequeño llamado Thomas Earl Parkman. Era verdad,
admitió la reverenda Madre, que Earl, como le llamaban en el colegio, había tirado
del pelo a Milly antes, pero aun así la Madre creía que la acción de la niña no tenía
justificación, toda vez que podía haber tenido consecuencias terribles si otra niña no
hubiera acertado a empujar a Earl dentro de una fuente. La única defensa de Milly
había sido declarar que Earl era protestante y que, en el caso de una persecución, los
católicos siempre iban a ganar a los protestantes en ese juego.
—¿Pero cómo le prendió fuego a Earl?
—Le echó gasolina en el faldón de la camisa.
—¡Gasolina!
—Sí, de la más inflamable, y después encendió una cerilla. Creemos que ha
estado fumando a escondidas.
—Es una historia increíble.
—Tengo la impresión de que usted no conoce bien a Milly. Debo decirle, señor
Wormold, que nuestra paciencia se ha visto tristemente sometida a duras pruebas.
Al parecer, seis meses antes de pegarle fuego a Earl, Milly había hecho circular
en la clase de arte un sobre con postales que reproducían las grandes obras maestras
de la pintura universal.
—No veo que haya nada malo en eso.
—A la edad de doce años, señor Wormold, una niña no tendría que limitar sus
gustos al desnudo, por muy clásicas que sean las obras.
—¿Todas eran desnudos?
—Todas, con excepción de «La maja vestida» de Goya. Pero también tenía la
versión desnuda.
Wormold se había visto obligado a apelar a la clemencia de la reverenda Madre:
él era un pobre padre no creyente con una hija católica, el convento americano era el
único colegio católico no español de La Habana, y no se encontraba en condiciones

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de pagar una institutriz. Las Clarisas no querrían que enviara a su hija a la Hiram
C. Truman School, ¿verdad? Además, eso implicaría quebrantar la promesa que había
hecho a su mujer. En su fuero interno se preguntaba si no sería su deber buscar una
nueva esposa, pero quizá las monjas no tolerarían eso y, en todo caso, aún estaba
enamorado de la madre de Milly.
Como era natural, habló con Milly y su explicación tuvo la virtud de la
simplicidad.
—¿Por qué le pegaste fuego a Earl?
—Me tentó el demonio —respondió la niña.
—Milly, por favor, sé razonable.
—A los santos también les tentaba el demonio.
—Tú no eres una santa.
—Exactamente. Por eso caí en la tentación. —El capítulo se cerró así y, de todas
maneras, se cerraría esa tarde entre las cuatro y las seis en el confesionario. La dama
de compañía estaba otra vez junto a ella y miraría por que así fuese. Si yo pudiera
saber con certeza, pensó, qué día libra la dama de compañía…
También hubo preguntas acerca de aquello de fumar a escondidas.
—¿Fumas cigarrillos? —preguntó el padre.
—No.
Algo en la actitud de su hija le obligó a formular de otra manera la pregunta.
—¿Has fumado alguna vez, Milly?
—Sólo puros —respondió.
En ese momento, al oír los silbidos que le advertían de la llegada de su hija, se
preguntó por qué Milly subía por Lamparilla desde el puerto, en lugar de venir desde
la Avenida de Bélgica. Pero cuando la vio, supo también el motivo. Llegaba seguida
por un joven dependiente de tienda portador de un enorme paquete que le tapaba la
cara. Wormold comprendió con tristeza que Milly había ido de compras una vez más.
Subió al apartamento que ocupaban, sobre la tienda, y al cabo de unos segundos la
oyó dar órdenes, en el cuarto contiguo, acerca de lo que había comprado. Se oyó un
golpe, un castañeteo y un sonido metálico.
—Ponlo aquí —ordenó Milly y agregó—: No, allí.
Se abrieron y cerraron cajones. La chica comenzó a clavar clavos en la pared. Un
trozo del enlucido se desprendió de la pared, junto a Wormold, y cayó dentro de la
ensalada; la señora que atendía la casa había preparado una comida fría.
Milly se presentó a la hora exacta. Siempre le había sido difícil encubrir su
admiración por la belleza de su hija, pero la dueña invisible lo traspasaba con una
mirada fría, como si se tratara de un pretendiente indeseable. Hacía mucho tiempo
que la dueña no se tomaba unas vacaciones; casi se sentía apesadumbrado por la
presencia asidua de esa mujer, y algunas veces hasta se habría alegrado de ver a Earl
otra vez envuelto en llamas. Milly bendijo la mesa y se hizo la señal de la cruz,
mientras él permaneció sentado, respetuoso, con la cabeza baja, hasta que ella hubo

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terminado. Fue una de sus acciones de gracias más largas, lo que tal vez significara
que no tenía apetito o que estaba tratando de ganar tiempo.
—¿Has pasado un buen día, papá? —preguntó la joven con cortesía. Era el tipo
de pregunta que habría podido hacer una esposa después de muchos años de
matrimonio.
—No del todo malo. ¿Y tú? —Cuando la miraba se acobardaba; detestaba
contrariarla en cualquier cosa y trataba de evitar durante el mayor tiempo posible el
tema de las compras. Sabía que la asignación mensual de Milly se había agotado
hacía dos semanas con la compra de unos pendientes con los que ella se había
encaprichado y de una estatua pequeña de Santa Serafina.
—Hoy me han puesto sobresaliente en Dogma y Moral.
—Muy bien, muy bien. ¿Cuáles eran los temas?
—El que mejor desarrollé fue el del pecado venial.
—Estuve con el doctor Hasselbacher esta mañana —dijo el padre, con actitud de
no dar importancia al asunto.
Milly respondió con cortesía:
—Espero que se encuentre bien.
La dama de compañía, estimó Wormold, se estaba excediendo. La gente hablaba
maravillas de los colegios católicos, porque en ellos se enseñaban buenos modales,
pero sin duda que con ellos sólo pretendían impresionar a los extraños. Y pensó con
tristeza: «pero yo soy un extraño». Era incapaz de seguirla en ese mundo, ajeno a él,
de velas, encajes y genuflexiones. A veces, experimentaba la sensación de no tener
una hija.
—Vendrá a tomar una copa el día de tu cumpleaños. He pensado que después
podríamos ir a una sala de fiestas.
—¡A una sala de fiestas! —La dama de compañía en ese instante debió mirar a
otra parte, mientras Milly exclamaba—: ¡Oh, Gloria Patri!
—Antes solías decir Aleluya.
—Eso era cuando estaba en cuarto de básica. ¿A qué sala de fiestas?
—Pensaba que podría ser el Nacional.
—¿No el Teatro Shanghai?
—Por supuesto que no. No entiendo cómo has oído hablar de ese sitio.
—En los colegios se saben esas cosas.
Wormold prosiguió:
—Todavía no hemos hablado de tu regalo. Cumplir diecisiete años no es cosa de
todos los días. Me estaba preguntando…
—Mira, de verdad —interrumpió Milly— que no hay nada en el mundo que
quiera.
Wormold recordó con aprensión aquel enorme paquete. Y si de verdad Milly se
había comprado todo lo que deseaba… Insistió:
—Seguro que todavía hay algo que quieres tener.

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—Nada, nada, de verdad.
—Un bañador nuevo —sugirió, desesperado.
—Bueno, hay una cosa… Pero he pensado que podría contar también como
regalo de esta Navidad y la del año próximo y la del siguiente…
—Cielo santo, ¿qué es?
—A partir de éste ya no tendrás que preocuparte por los regalos durante muchos
años.
—No me digas que quieres un Jaguar.
—Oh, no, es un regalo muy pequeño. No se trata de un coche. Esto durará
muchos años. Es una idea muy económica. Y además, en cierto sentido, hasta nos
ahorraría gasolina.
—¿Ahorraría gasolina?
—Hoy he comprado el resto de las cosas necesarias con mi dinero.
—Ya no tenías dinero. Tuve que prestarte tres pesos para la Santa Serafina.
—Pero tengo crédito.
—Milly, ya te he dicho y repetido que no quiero que compres a crédito. De todas
maneras, se trata del mío, no del tuyo, y mi crédito está en baja continua.
—Pobre papá. ¿Estamos al borde de la ruina?
—Espero que las cosas mejoren cuando hayan pasado estos disturbios.
—Creía que siempre había disturbios en Cuba. Si llegara a pasar lo peor, podría
ponerme a trabajar, ¿no es verdad?
—¿En qué?
—Podría ser institutriz, como Jane Eyre.
—¿Quién te tomaría?
—El señor Pérez.
—¿Milly, de qué estás hablando? Él vive con su cuarta esposa, tú eres católica…
—Quizá tenga una vocación especial para convertir pecadores —respondió Milly.
—Milly, estás diciendo tonterías. En todo caso no estoy arruinado. Al menos
todavía no, que yo sepa. ¿Qué has comprado, Milly?
—Ven a ver. —La siguió a su cuarto. Sobre la cama descansaba una silla de
montar; un freno y un bocado colgaban en la pared de los clavos que Milly había
clavado (para hacerlo había roto el tacón de un zapato del mejor par que tenía); las
riendas pendían de los apliques de luz; un látigo estaba apoyado junto a la cómoda.
Sin esperanzas ya, preguntó:
—¿Dónde está el caballo? —Esperaba, a medias, verlo salir del cuarto de baño.
—En una cuadra cerca del Club de Campo. Adivina cómo se llama ella.
—¿Cómo quieres que adivine?
—Serafina. ¿No es como si fuera la mano de Dios?
—Pero Milly, me es totalmente imposible pagar…
—No tienes que pagarla ahora mismo. Es de color castaño.
—¿Qué importa el color?

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—Está inscrita en el registro de caballos de pura sangre. Desciende de Santa
Teresa y de Fernando de Castilla. Podría haber costado el doble de lo que cuesta, pero
se lastimó una articulación al saltar un alambrado. No es nada, pero le ha quedado un
bulto y no pueden exhibirla.
—No me importa que esté a la cuarta parte de su precio. Los negocios marchan
mal, Milly.
—Pero ya te he explicado que no tienes que pagar todo ahora mismo. Puedes
hacerlo en varios años.
—Y seguiré pagando ese animal cuando esté muerto.
—No es un animal, es una yegua y durará mucho más que un coche. Es probable
que viva más tiempo que tú.
—Pero Milly, sólo tus viajes a las cuadras, la pensión que habrá que pagar…
—Ya he hablado de eso con el capitán Segura. Me ofrece un precio bajísimo.
Quería dejármelo gratis, pero yo sé que a ti no te gusta que acepte esa clase de
favores.
—¿Quién es el capitán Segura, Milly?
—El jefe de policía de Vedado.
—¿Se puede saber dónde le has conocido?
—Oh, a veces me trae hasta Lamparilla en su coche.
—¿La reverenda Madre está al corriente de eso?
Milly respondió rígida:
—Una necesita tener vida privada.
—Oye, Milly, ni yo puedo comprar un caballo ni tú puedes comprar todas estas
cosas. Tendrás que devolverlas. —Y agregó con furia—: Y no admito que el capitán
Segura te lleve en su coche.
—No te preocupes. Jamás me toca —respondió Milly—. Sólo canta canciones
mexicanas tristes mientras conduce. Acerca de las flores y de la muerte. Y una de un
toro.
—No lo toleraré, Milly. Hablaré con la reverenda Madre y tienes que
prometerme… —Bajo las cejas oscuras vio los ojos verdes y ambarinos contener el
flujo de lágrimas. Wormold sintió que le invadía el pánico; exactamente de aquella
misma forma le había mirado su mujer una tarde bochornosa de octubre, cuando de
pronto acabaron seis años de vida; así que dijo—: No estarás enamorada de ese
capitán Segura, ¿verdad?
Dos lágrimas se persiguieron con cierta elegancia sobre la curva de un pómulo y
centellearon como los arreos de la pared; formaban parte de su equipo.
—Me importa un comino el capitán Segura —afirmó Milly—. Sólo me importa
Serafina. Tiene un metro cincuenta de alzada y una boca como de terciopelo, todo el
mundo lo dice.
—Milly, cariño, tú sabes que si pudiera…

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—Oh, ya sabía yo que te lo tomarías así —exclamó Milly—. Lo sabía en el fondo
de mi corazón. Recé dos novenas para que la cosa saliese bien, pero no han surtido
efecto. Y eso que tuve mucho cuidado. Permanecí en estado de gracia todo el tiempo
que me llevó rezarlas. Jamás volveré a creer en una novena. Jamás, jamás. —Su voz
tenía la prolongada resonancia de El cuervo de Poe. Wormold no era creyente, pero
no quería que una acción suya debilitara la fe de su hija. En ese momento sentía una
responsabilidad aterradora; en cualquier momento Milly comenzaría a negar la
existencia de Dios. Antiguas promesas que había hecho surgieron del pasado para
debilitarle.
Empezó a decir:
—Lo siento, Milly…
—También asistí a dos misas extra. —Arrojaba a paletadas sobre sus hombros
todo su desengaño juvenil ante la ineficacia de la antigua magia familiar. Nada
costaba hablar de las lágrimas fáciles de una niña, pero cuando uno es padre no puede
arriesgarse igual que un maestro o una institutriz. ¿Quién puede decir que no hay un
momento en la niñez en que el mundo cambia para siempre, como si hiciera una
mueca en el instante en que el reloj deja oír sus campanadas?
—Milly, te prometo que si es posible el año que viene… Escucha, Milly, puedes
guardar la silla hasta entonces, junto con las otras cosas.
—¿De qué vale una silla sin un caballo? Y yo que le dije al capitán Segura…
—Maldito capitán Segura… ¿Qué le dijiste?
—Le dije que sólo tenía que pedirte a Serafina para que tú me la compraras. Le
dije que eres estupendo. Pero no le hablé de las novenas.
—¿Cuánto cuesta?
—Trescientos pesos.
—Oh, Milly, Milly. —Lo único que podía hacer era rendirse—. La cuadra tendrás
que pagarla tú misma.
—Claro que sí —le besó en una oreja—. Comenzaré el mes que viene. —Los dos
sabían muy bien que no empezaría jamás. Milly dijo—: Ya lo ves, al final han hecho
efecto. Me refiero a las novenas. Mañana empezaré otra, para que tus negocios
marchen bien. Me pregunto cuál será el mejor santo para eso.
—Dicen que San Judas es el abogado de las causas perdidas —comentó
Wormold.

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Capítulo 3

1
El sueño de Wormold consistía en pensar que algún día se despertaría y se
encontraría con que había reunido ahorros, bonos al portador, títulos y acciones con
los que recibiría un flujo estable de dividendos, como los habitantes del barrio
residencial de Vedado; entonces se retiraría con Milly a Inglaterra, donde no habría
capitanes Segura ni silbidos de lobos. Pero el sueño se desvanecía en cuanto ponía los
pies en el gran banco americano de Obispo. Al pasar por los amplios portales de
piedra, decorados con tréboles de cuatro hojas, se convertía nuevamente en el
modesto comerciante que en realidad era, un hombre cuyos medios jamás bastarían
para llevar a Milly a la región de la seguridad.
Retirar fondos de un banco americano no es, ni con mucho, una operación tan
sencilla como puede serlo en un banco inglés. Los banqueros americanos creen en el
toque personal; el empleado del mostrador tiene el aire de hallarse allí por casualidad
y sentirse lleno de júbilo ante aquel encuentro casual.
«Vaya —parece decir con el calor soleado de su sonrisa— ¿quién iba a pensar que
me encontraría precisamente con usted y nada menos que en un banco?». Después de
intercambiar con él algunas noticias acerca de sus respectivos estados de salud, y
después de coincidir ambos en las apreciaciones favorables acerca de la templanza
del invierno, el cliente desliza el cheque tímidamente hacia el empleado (qué asunto
tan aburrido e insustancial), pero éste apenas si ha tenido tiempo para echarle una
mirada, cuando suena el teléfono junto a su codo.
—Hola, Henry —exclama asombrado, por teléfono, como si Henry fuera también
la última persona en el mundo con la que esperaba hablar ese día—, ¿qué hay? —Las
noticias tardan mucho en ser absorbidas; el empleado sonríe al cliente que espera con
un gesto de simpatía: los negocios son los negocios.
—Edith estaba guapísima anoche —dijo el empleado.
Wormold cambiaba de posición sin cesar.
—Fue una noche estupenda, sí. ¿Yo? Oh, muy bien. Bueno, ¿en qué puedo
servirte?
—…

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—No hay inconveniente, Henry, ya sabes que… Ciento cincuenta mil dólares a
tres años… no, por supuesto que no habrá dificultades tratándose de una firma como
la tuya. Tendremos que esperar la aprobación de Nueva York, pero se trata sólo de
una formalidad. Pasa en cualquier momento por aquí, para hablar con el director.
¿Pagos mensuales? No serán necesarios siendo una firma americana. Yo diría que un
cinco por ciento. ¿Doscientos mil a cuatro años? Por supuesto, Henry.
El cheque de Wormold se redujo a una insignificancia entre sus dedos.
«Trescientos cincuenta dólares», la escritura le pareció tan débil como sus propios
recursos.
—¿Nos veremos en casa de la señora Slater, mañana? Espero que haya partida.
No traigas ningún as metido en la manga, Henry. ¿Qué cuánto tardaremos en tener la
aprobación? Un par de días si enviamos un cable. ¿Mañana a las once? Cuando
quieras, Henry. Vente sin avisar. Se lo diré al director. Se alegrará mucho de verte.
—Siento haberle hecho esperar, señor Wormold —otra vez el apellido. Tal vez no
valga la pena cultivar mi amistad, pensó Wormold, o quizá es la nacionalidad lo que
nos mantiene apartados—. ¿Trescientos cincuenta dólares? —El empleado echó una
ojeada desprovista de curiosidad a unas fichas antes de contar los billetes. Apenas
había comenzado cuando el teléfono sonó por segunda vez.
—Hombre, señora Ashworth, ¿dónde se había metido? ¿En Miami? ¿De verdad?
—Pasaron varios minutos antes de que terminara con la señora Ashworth; con los
billetes que entregó a Wormold deslizó un trozo de papel—. Espero que no le
moleste, señor Wormold. Usted me pidió que le tuviera al corriente. —El trozo de
papel indicaba un saldo en descubierto de cincuenta dólares.
—No, desde luego. Es muy amable de su parte —dijo Wormold—. Pero no hay
motivos para preocuparse.
—Oh, el banco no se preocupa, señor Wormold. Usted me lo pidió, eso es todo.
Wormold pensó: si el saldo hubiera sido de cincuenta mil dólares, me habría
llamado Jim.

2
Por alguna causa esa mañana no tenía deseos de encontrarse con el doctor
Hasselbacher para el daiquiri matinal. Algunas veces el doctor se mostraba un tanto
demasiado alegre, de modo que se detuvo un momento en el Sloppy Joe’s en lugar de
ir al Wonder Bar. Ningún residente de La Habana iba jamás al Sloppy Joe’s porque
era el lugar de cita de los turistas, pero en esos tiempos el número de visitantes
desgraciadamente se había reducido, porque el régimen del presidente crujía
peligrosamente anunciando el final. Hechos desagradables se habían producido
siempre a espaldas de todos, en los cuartos interiores de la Jefatura, hechos que no
habían perturbado a los turistas del Nacional ni del Seville-Biltmore, pero hacía poco

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tiempo que uno había muerto a causa de una bala perdida mientras tomaba una
fotografía de un pintoresco mendigo bajo un balcón del palacio, y su muerte había
sido como un mal presagio para todo el grupo llegado en una excursión que incluía
«una visita a la playa de Varadero y una muestra de la vida nocturna de La Habana».
La Leica de la víctima también había resultado destruida, cosa que había
impresionado a sus compañeros más que cualquier otro de los efectos destructivos de
la bala. Wormold los había oído hablar después en el bar del Nacional.
—Lo destripó pasando a través de la cámara —decía uno de ellos—. Quinientos
dólares desaparecidos así, sin más.
—¿Murió de inmediato?
—Sí, claro. Y la lente… se podían recoger los trozos en cincuenta metros a la
redonda. Mire. Me llevo un trocito para mostrárselo al señor Humpelnicker.
Esa mañana el amplio bar estaba vacío, si se exceptuaba al elegante desconocido,
sentado en un extremo, y a un corpulento agente de la policía secreta, que fumaba un
puro en el otro extremo. El inglés permanecía absorto en la contemplación de tantas
botellas y pasó un largo rato antes de que advirtiera la presencia de Wormold.
—Si parece increíble… —comentó— ¿el señor Wormold, verdad? —Wormold se
preguntó cómo sabía su nombre, porque se había olvidado de darle una tarjeta—.
Dieciocho marcas distintas de whisky —continuó el desconocido—, incluido el Black
Label. Y no he contado los bourbons. Es una vista maravillosa. Maravillosa —repitió,
bajando la voz con respeto—. ¿Había visto usted antes tantos whiskys?
—A decir verdad, sí. Colecciono botellas en miniatura y tengo noventa y nueve
en casa.
—Muy interesante. ¿Y qué va a tomar hoy? ¿Un Dimpled Haig?
—Gracias, ya he pedido un daiquiri.
—No puedo beber esas cosas, me relajan.
—¿No se ha decidido todavía por ninguna aspiradora? —preguntó Wormold para
mantener la conversación.
—¿Aspiradora?
—Aspiradora al vacío. Las cosas que vendo yo.
—Ah, una aspiradora. Ja, ja. Tire esa mezcla y beba un whisky.
—Nunca bebo whisky antes de la noche.
—¡Ustedes los del sur!
—No veo la relación.
—Debilita la sangre. Me refiero al sol. Usted nació en Niza, ¿no es verdad?
—¿Cómo lo sabe?
—Bueno, uno se entera. Por aquí y por allá. Hablando con unos y con otros.
Estaba pensando en hablar con usted, la verdad.
—Bueno, pues aquí estoy.
—Me gustaría que fuera en privado, ya sabe. La gente entra y sale.

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Ninguna descripción podía haber sido menos adecuada. Nadie había pasado ni
siquiera por delante de la puerta, bajo la luz vertical y violenta de la calle. El oficial
de la policía dedicado a la vigilancia de turistas se había quedado tranquilamente
dormido después de depositar su cigarro en un cenicero; a esas horas no había turistas
para proteger o controlar. Wormold dijo:
—Si se trata de una aspiradora, venga a la tienda.
—Preferiría no hacerlo, ¿sabe? No quiero que me vean merodeando por ahí. Un
bar no es un mal sitio, después de todo. Uno se encuentra con un compatriota, los dos
echan un trago juntos, ¿qué puede ser más natural?
—No comprendo.
—Bueno, ya sabe cómo son las cosas.
—No lo sé.
—Vaya, ¿no diría usted que era natural?
Wormold se dio por vencido. Dejó ochenta centavos sobre la barra y dijo:
—Tengo que volver a la tienda.
—¿Por qué?
—No me gusta dejar a López solo mucho tiempo.
—Ah, López. Quiero hablarle de López. —Una vez más la explicación que le
pareció más lógica a Wormold fue que el desconocido era un excéntrico inspector de
la casa central, pero sin duda había llegado al límite de la excentricidad cuando
agregó en voz baja—: Vaya al lavabo y yo le seguiré.
—¿Al lavabo? ¿Por qué?
—Porque yo no sé dónde está.
En un mundo loco siempre parece más sencillo obedecer. Wormold condujo al
desconocido a través de una puerta hasta la parte trasera, descendió por un pasillo y
señaló el lavabo.
—Es allí.
—Usted primero.
—Pero si no necesito ir.
—No se ponga difícil —dijo el desconocido. Puso una mano sobre el hombro de
Wormold y le empujó hacia la puerta. Dentro había dos lavabos, una silla de respaldo
roto y los habituales inodoros y urinarios—. Siéntese en uno, amigo —ordenó el
desconocido—, mientras yo abro un grifo. —Pero cuando el agua comenzó a correr
no hizo ningún gesto para lavarse—. Así parecerá más natural —explicó (la palabra
«natural» parecía ser su adjetivo favorito)— si alguien entra aquí de pronto. Y, desde
luego, confunde a cualquier micrófono.
—¿Un micrófono?
—Hace bien en dudarlo. Muy bien. Es posible que no haya micrófonos en un
lugar como éste, pero lo que cuenta es la disciplina, ya sabe. Comprenderá usted que
siempre tiene sus ventajas atenerse a la disciplina. Es una suerte que en La Habana no
usen tapones en el desagüe. Podemos dejar que corra el agua.

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—Por favor, ¿podría explicarme…?
—Nunca se es lo bastante precavido, ni siquiera en los lavabos, si lo piensa uno
bien. Uno de los nuestros, en Dinamarca, en el año 1940, vio desde su propia ventana
a la flota alemana avanzando por el Kattegat.
—¿Qué gato?
—El Kattegat. Naturalmente se dio cuenta. Comenzó a quemar sus papeles. Echó
las cenizas al inodoro y tiró de la cadena. El problema fue… el hielo tardío. Las
tuberías se habían congelado. Todas las cenizas flotaron hasta llegar al baño del piso
inferior. El piso era de una solterona… Baronin o algo parecido se llamaba. La vieja
estaba a punto de tomar un baño. Fue una catástrofe para nuestro amigo.
—Parece cosa del Servicio Secreto.
—Es cosa del Servicio Secreto, amigo, o al menos así lo llaman los novelistas.
Por eso quería hablarle de su empleado, López. ¿Es de fiar o tendrá que despedirle?
—¿Usted está en el Servicio Secreto?
—Si quiere llamarlo así.
—¿Y por qué demonios tengo yo que echar a López? Lleva conmigo diez años.
—Podríamos encontrarle a un hombre que sepa todo acerca de aspiradoras. Pero,
naturalmente, le dejaremos que tome la decisión usted.
—Pero yo no estoy en el Servicio.
—A eso llegaremos dentro de un momento, amigo. De todas formas ya hemos
investigado a López y parece de fiar. Pero respecto a su amigo Hasselbacher, yo me
andaría con ojo.
—¿Cómo ha sabido de Hasselbacher?
—He andado por ahí, un par de días, reuniendo datos. En estas ocasiones hay que
hacerlo.
—¿En qué ocasiones?
—¿Dónde nació Hasselbacher?
—En Berlín, creo.
—¿Simpatías por el Este o por el Oeste?
—Nunca hablamos de política.
—No es que importe demasiado… Tanto el Este como el Oeste hacen el juego a
Alemania. Recuerde el pacto Ribbentrop. No nos dejaremos coger otra vez de esa
forma.
—Hasselbacher no es un político. Es un médico viejo y ha vivido aquí treinta
años.
—Se sorprendería si yo le contase… Pero estoy de acuerdo con usted, sería
demasiado evidente si dejara de tratarle. Sólo ándese con cuidado, eso es todo.
Incluso podría llegar a ser útil, si le manejara como corresponde.
—No tengo la menor intención de manejarle.
—Le será imprescindible para este trabajo.
—No quiero ningún trabajo. ¿Por qué me ha elegido a mí?

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—Súbdito inglés patriota; lleva viviendo aquí muchos años; miembro respetado
de la Asociación Europea de Comerciantes. Necesitamos tener nuestro hombre en La
Habana, ya sabe. Los submarinos necesitan combustible. Los dictadores se unen entre
sí. Los grandes embaucan a los pequeños.
—Los submarinos atómicos no necesitan combustible.
—Exactamente, amigo, exactamente. Pero las guerras siempre comienzan con un
poco de retraso. Es necesario estar preparados para las armas convencionales
también. Luego, está el espionaje económico: el azúcar, el café, el tabaco.
—Todo eso se puede encontrar en los informes anuales del gobierno.
—No nos fiamos de ellos, amigo. Y, luego, la Inteligencia política. Con sus
aspiradoras tiene usted entrada libre en todas partes.
—¿Espera que analice las pelusas?
—Quizá le parezca un chiste, pero la fuente principal de la Inteligencia francesa
en tiempos de Dreyfus era una mujer de la limpieza, que juntaba los papeles rotos que
encontraba en las papeleras de la embajada alemana.
—Ni siquiera sé cómo se llama usted.
—Hawthorne.
—Pero ¿quién es?
—Bueno, podría decirse que estoy organizando la red del Caribe. Un momento.
Viene alguien. Me lavaré. Métase en un retrete. No deben vernos juntos.
—Ya nos han visto juntos.
—Un encuentro casual. De compatriotas. —Empujó a Wormold hacia uno de los
compartimientos y él se precipitó hacia un lavabo—. La disciplina, ya sabe —y reinó
el silencio, con excepción del ruido del agua. Wormold se sentó. No podía hacer otra
cosa. Cuando estuvo sentado todavía quedaban a la vista sus piernas, por debajo de la
media puerta. Giró un picaporte. Unos pies cruzaron el piso de mosaico en dirección
a un urinario. El agua seguía corriendo. Wormold experimentaba una enorme
perplejidad. Se preguntaba por qué no había acabado con aquella tontería desde un
principio. No era extraño que Mary le hubiera abandonado. Recordó una de sus
peleas. «¿Por qué no haces algo? ¿Por qué no te comportas de algún modo, de alguna
forma cualquiera? Todo lo que haces es quedarte ahí, de pie…». Al menos, pensó,
esta vez no estoy de pie, estoy sentado. Pero, de todos modos, ¿qué podía haber
dicho? No le habían dado oportunidad de decir una palabra. Los minutos pasaban.
Qué enormes vejigas tenían los cubanos y qué limpias debían de estar a esas alturas
las manos de Hawthorne. El agua dejó de correr. Probablemente se estaba secando,
pero Wormold recordó que allí no había toallas. Ése era otro problema para
Hawthorne, pero sin duda lo solucionaría. Era parte de la disciplina. Por fin pasaron
los pies en dirección a la puerta. La puerta se cerró.
—¿Puedo salir? —preguntó Wormold. Era como una rendición. Ahora estaba
bajo las órdenes del otro.
Oyó que Hawthorne se acercaba de puntillas.

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—Deme unos minutos para marcharme, amigo. ¿Sabe quién era? El policía. Un
poco sospechoso, ¿no?
—Quizá haya reconocido mis piernas por debajo de la puerta. ¿Cree que
deberíamos intercambiar pantalones?
—No resultaría natural —respondió Hawthorne—, pero veo que ya va cogiendo
la idea. Le dejo la llave de mi habitación en el lavabo. Quinto piso, Seville-Biltmore.
Suba directamente. A las diez esta noche. Hay cosas que discutir. Dinero y demás.
Asuntos sórdidos. No pregunte por mí en recepción.
—¿No necesita su llave?
—Tengo una llave maestra. Nos veremos.
Wormold se puso de pie a tiempo para ver cómo se cerraba la puerta detrás de la
figura elegante y el asombroso argot. La llave estaba en uno de los lavabos:
habitación 501.

3
A las nueve y media, Wormold se dirigió al cuarto de Milly para darle las buenas
noches. Allí, donde la dama de compañía estaba a cargo de todo, reinaba el orden: la
vela estaba encendida delante de la estatuilla de Santa Serafina, el misal de color miel
reposaba junto a la cama, las ropas habían sido eliminadas como si nunca hubieran
existido, y un débil aroma de agua de colonia flotaba en el aire, como incienso.
—Tienes algo metido en la cabeza —dijo Milly—. ¿No estarás preocupado
todavía por el capitán Segura?
—Tú nunca me tomas el pelo, ¿verdad, Milly?
—No, ¿por qué?
—Parece que todos los demás lo hacen.
—¿Lo hacía mamá?
—Creo que sí. Al principio.
—¿Y el doctor Hasselbacher?
Recordó al negro, cojeando con lentitud. Y respondió:
—Quizá, algunas veces.
—Es una muestra de afecto, ¿no?
—No siempre. Recuerdo que en el colegio… —Se interrumpió.
—¿De qué te acuerdas, papá?
—Oh, de tantas cosas.
En la niñez estaba el germen de todos los recelos. Se burlaban de uno con
crueldad y después uno hacía lo mismo con los otros. Se perdía el recuerdo de los
sufrimientos causando dolor a los demás. Pero de alguna manera, aunque no hubiese
sido por virtud propia, él jamás había seguido ese camino. Por falta de carácter, tal
vez. Se decía que el colegio forjaba caracteres limando las aristas. Habían limado sus

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aristas, pero el resultado, pensaba Wormold, no había sido un carácter: sólo la
carencia de forma, como esas piezas que se exhiben en el Museo de Arte Moderno.
—¿Eres feliz, Milly? —preguntó.
—Sí.
—¿También en el colegio?
—Sí, ¿por qué?
—¿Ahora ya nadie te tira del pelo?
—Por supuesto que no.
—¿Y no le prendes fuego a nadie?
—Eso fue cuando tenía trece años —dijo la chica con desdén—. ¿Qué te
preocupa, papá?
Se sentó en la cama. Llevaba un camisón blanco de nailon. Wormold la quería
entrañablemente cuando la dama de compañía estaba con ella y la quería aún más
cuando la dama estaba ausente: no podía perder el tiempo no queriéndola. Era como
si hubiera hecho con Milly una pequeña parte de un viaje que ella terminaría sola.
Los años que les separaban los acercaban aún más, como estaciones del trayecto,
todos ganancia para ella y pérdida para él. Esa hora de la noche era real, pero no lo
era Hawthorne, misterioso y absurdo, ni las crueldades de la jefatura de policía de los
gobiernos, ni los científicos que probaban la nueva bomba de hidrógeno en la isla de
Navidad, ni Kruschev que escribía notas de advertencia: todo eso le parecía menos
real que las torturas ineficaces de un dormitorio de colegio. El niño, con la toalla
húmeda que acababa de recordar, ¿dónde estaría ahora? Los crueles pasan y
desaparecen, como las ciudades, los reinos y los poderes, dejando ruinas tras de sí.
Carecen de permanencia. Pero aquel payaso que el año anterior había visto en el
circo, junto con Milly, ese payaso era permanente, porque su número nunca
cambiaba. Así había que vivir; el payaso no se sentía afectado por las extravagancias
de los políticos ni por los descubrimientos importantes de los grandes hombres.
Wormold empezó a hacer muecas delante del espejo.
—¿Pero qué estás haciendo, papá?
—Quería hacerme reír.
Milly dejó escapar una risita.
—Me parecía que estabas triste y serio.
—Por eso quería reír. ¿Te acuerdas del payaso del año pasado, Milly?
—Bajaba por una escalera y caía dentro de un cubo de cal.
—Cae dentro de ese cubo cada noche a las diez en punto. Todos tendríamos que
ser payasos, Milly. Jamás aprendas por experiencia.
—La reverenda Madre dice…
—No hagas caso de lo que te diga. Dios nunca aprendió nada por experiencia,
¿no? De lo contrario, ¿cómo podría esperar algo del hombre? Son los científicos los
que agregan dígitos y hacen las sumas que causan los problemas. Newton descubrió
la gravedad; aprendió por experiencia y después de eso…

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—Creí que había sido por una manzana.
—Es igual. Fue sólo cuestión de tiempo que llegase después lord Rutherford y
dividiera el átomo. También él había aprendido por experiencia y otro tanto les ha
ocurrido a los hombres de Hiroshima. Si hubiéramos nacido payasos, nada malo nos
habría sucedido, excepto algunos rasguños y unas cuantas manchas de cal. No
aprendas nada por experiencia, Milly. Eso acaba con nuestra paz y con nuestras vidas.
—¿Qué haces ahora?
—Trato de mover las orejas. Antes podía hacerlo. Pero ya no me sale el truco.
—¿Todavía sientes lo de mamá?
—A veces.
—¿Sigues enamorado de ella?
—Quizá. De vez en cuando.
—Supongo que era muy guapa de joven.
—Ahora no puede ser vieja. Treinta y seis.
—Son muchos años.
—¿Tú no te acuerdas de ella?
—No muy bien. Siempre estaba fuera de casa, ¿no?
—Sí, mucho.
—Desde luego rezo por ella.
—¿Qué pides? ¿Que vuelva?
—No, eso no. Podemos pasarnos sin ella. Rezo para que vuelva a ser una buena
católica.
—Yo no soy un buen católico.
—Eso es otra cosa. Tú eres de una ignorancia invencible.
—Sí, supongo que sí.
—No es un insulto, papá. Es pura teología. Tú te salvarás como los buenos
paganos. Sócrates, ya sabes, y Cetewayo.
—¿Quién era Cetewayo?
—Un rey de los zulúes.
—¿Por qué más rezas?
—Bueno, últimamente me he concentrado en el caballo.
Le dio el beso de buenas noches. Milly preguntó:
—¿Adónde vas?
—Tengo que resolver algunos asuntos por lo del caballo.
—Te causo demasiados problemas —dijo la joven, sin ninguna convicción.
Luego dio un suspiro de satisfacción, mientras se tapaba con la sábana hasta el cuello
—. Es maravilloso, ¿verdad?, conseguir siempre lo que uno pide en sus oraciones.

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Capítulo 4

1
De cada rincón salía un hombre que le ofrecía un taxi, como si se tratara de un
forastero, y, todo a lo largo del paseo, a intervalos de unos pocos metros, los chulos se
le acercaron automáticamente, sin verdadera esperanza.
—¿Puedo ayudarle en algo, señor?
—Conozco a todas las chicas guapas.
—Lo que desea es una hermosa mujer.
—¿Postales?
—¿Quiere ver una película pornográfica?
Cuando él había llegado a La Habana todos ellos no eran más que niños; le habían
cuidado el coche por cinco centavos y, aunque habían envejecido junto con él, jamás
se habían acostumbrado a su persona. A los ojos de esos hombres nunca había llegado
a ser residente del país, sino que había continuado siendo un turista permanente y por
eso seguían afanándose así: más tarde o más temprano, estaban seguros, querría ver a
Superman actuando en el burdel San Francisco. Al menos, como el payaso, ellos
tenían la ventaja de no aprender por experiencia.
Junto a la esquina de Virtudes, el doctor Hasselbacher le saludó desde el interior
del Wonder Bar.
—Señor Wormold, ¿adónde va con tanta prisa?
—Tengo una cita.
—Siempre hay tiempo para un whisky. —Por la manera en que había pronunciado
la palabra whisky era evidente que el doctor Hasselbacher había tenido tiempo para
muchos.
—Voy con retraso.
—En esta ciudad no existe el retraso, señor Wormold. Y tengo un regalo para
usted.
Wormold abandonó el Paseo y se metió en el bar. Sonrió sin alegría ante un
pensamiento.
—Doctor Hasselbacher, ¿sus simpatías están con el Este o con el Oeste?
—¿Con el este o el oeste de qué? ¡Ah!, se refiere a eso. Que se pudran los dos.

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—¿Qué regalo tiene para mí?
—Le pedí a uno de mis pacientes que me las trajera de Miami —respondió el
doctor Hasselbacher. Sacó de un bolsillo dos botellas en miniatura de whisky: una era
de Lord Calvert, la otra de Old Taylor—. ¿Las tiene? —preguntó con ansiedad.
—Tengo la de Calvert, pero la de Taylor no. Ha sido muy amable de su parte
acordarse de mi colección, Hasselbacher. —Siempre le había parecido extraño a
Wormold seguir existiendo para los demás cuando no estaba con ellos.
—¿Cuántas tiene ya?
—Cien, contando las de bourbon y las de whisky irlandés. De escocés tengo
setenta y seis.
—¿Cuándo se las beberá?
—Quizá cuando llegue a las doscientas.
—¿Sabe qué haría yo con esas botellitas, si fueran mías? —preguntó
Hasselbacher—. Jugar a las damas con ellas. Cada vez que come una, se la bebe.
—Es una idea excelente.
—Una ventaja natural —comentó Hasselbacher—. Ahí está la gracia. El mejor
jugador es el que tiene que beber más. Piense en la sutileza. Tómese otro whisky.
—Sí, quizá.
—Necesito su ayuda. Esta mañana me ha picado una avispa.
—El médico es usted, no yo.
—No se trata de eso. Una hora más tarde, mientras iba a visitar a un enfermo, al
otro lado del aeropuerto, atropellé a una gallina.
—Sigo sin entenderlo.
—Señor Wormold, señor Wormold, usted tiene la cabeza en otra cosa. Vuelva a la
tierra. Tenemos que encontrar un billete de lotería ahora mismo, antes del sorteo. El
veintisiete es la avispa. El treinta y siete, una gallina.
—Pero yo tengo una cita.
—Las citas pueden esperar. Bébase ese whisky. Tenemos que buscar ese número
en el mercado. —Wormold lo siguió hasta el coche. Al igual que Milly, el doctor
Hasselbacher tenía fe. A él le controlaban los números y a ella los santos.
Por todo el mercado los números importantes colgaban en rojo y azul. Los
llamados feos yacían bajo los mostradores; quedaban para la gente menuda y para los
vendedores callejeros. No tenían importancia, no contenían ninguna cifra
significativa, ningún número que representara a una monja o a un gato, a una avispa o
a una gallina.
—Mire, allí está el 27 483 —señaló Wormold.
—La avispa sin la gallina no vale —respondió el doctor Hasselbacher.
Aparcaron el coche y fueron andando. No había chulos en ese mercado; la lotería
era un comercio digno, no corrompido por los turistas. Una vez a la semana una
oficina del gobierno distribuía los números asignando billetes a los políticos según el
valor de su apoyo. Éstos pagaban dieciocho dólares por cada billete al organismo

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gubernamental y lo revendían a los vendedores al por mayor por veintiún dólares.
Aunque no les tocaran más que veinte billetes, podían contar con una ganancia de
sesenta dólares a la semana. Un número bonito, augurio de buena suerte en la mente
popular, podía ser vendido por los loteros a cualquier precio, hasta por treinta dólares.
Esa clase de ganancias, desde luego, no estaban al alcance del vendedor callejero.
Con números feos, únicamente, a su disposición, por los que había pagado hasta
veintitrés dólares, tenía que trabajar de verdad para ganarse la vida. Tenía que dividir
cada entero en cien partes para venderlas a veinticinco centavos cada una; tenía que
revisar todos los coches aparcados, hasta encontrar uno que tuviera el mismo número
de matrícula que alguno de sus billetes (ningún propietario podía resistirse a
semejante coincidencia), e incluso buscaba los números en la guía telefónica y
arriesgaba una moneda en la llamada:
—Señora, tengo un billete de lotería con el mismo número de su teléfono.
Wormold dijo:
—Mire, allí hay un 37 con un 72.
—No es bastante —replicó el doctor con tono tajante.
El doctor Hasselbacher repasó las tiras de números que no eran considerados lo
bastante bonitos como para exhibirlos. Nunca se sabe; la belleza no es igual para
todos los hombres; bien podía haber alguien para quien una avispa fuera
insignificante. La sirena de la policía llegó hasta ellos aullando por los tres lados
oscuros del mercado y un coche pasó bamboleándose. Un hombre estaba sentado en
el bordillo, con un solo número sobre su camisa, como un presidiario. El hombre dijo:
—El Buitre Rojo.
—¿Quién es el Buitre Rojo?
—El capitán Segura, naturalmente —respondió el doctor Hasselbacher—. Qué
vida más retirada lleva usted.
—¿Por qué le llaman así?
—Está especializado en torturas y mutilaciones.
—¿Torturas?
—Aquí no hay nada —anunció el doctor Hasselbacher—. Será mejor que
probemos en Obispo.
—¿Por qué no esperamos hasta mañana?
—Es el último día antes del sorteo. Además, ¿qué clase de sangre fría le corre por
las venas, señor Wormold? Cuando el destino le brinda a uno una señal como ésta —
una avispa y una gallina— hay que seguirla sin pérdida de tiempo. La buena suerte
hay que merecerla.
Subieron otra vez al coche y se encaminaron hacia Obispo.
—Ese capitán Segura… —comenzó a decir Wormold.
—¿Sí?
—Nada.

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Dieron las once antes de que encontraran un billete que respondiera a los
requisitos del doctor Hasselbacher, y, en vista de que la tienda que lo exhibía estaría
cerrada hasta la mañana siguiente, no había más que hacer sino tomar otra copa.
—¿Dónde tiene la cita?
Wormold respondió:
—En el Seville-Biltmore.
—Lo mismo da un sitio que otro —dijo el doctor Hasselbacher.
—¿No cree que el Wonder Bar…?
—No, no, vendría bien un cambio. Cuando uno se siente incapaz de cambiar de
bar, es que se ha vuelto viejo.
A tientas se abrieron paso entre las tinieblas del bar del Seville-Biltmore. Apenas
si advertían las figuras de los demás parroquianos, sentados y acurrucados en silencio
en la penumbra, como paracaidistas que esperasen con aire lúgubre la señal para
saltar. Sólo la alta gradación del optimismo del doctor Hasselbacher podía resistir sin
extinguirse.
—Todavía no ha ganado el premio —susurró Wormold, que trataba de frenarle,
pero hasta los susurros hacían que alguna cabeza se volviera a mirarlos, con reproche,
entre las sombras.
—Esta noche he ganado —respondió el doctor Hasselbacher en voz alta y firme
—. Quizá mañana pierda, pero nada puede arrebatarme mi victoria de esta noche.
Ciento cuarenta mil dólares, señor Wormold. Es una lástima que sea demasiado viejo
para las mujeres… podría haber hecho feliz a una hermosa mujer con un collar de
rubíes. Ahora no sé qué hacer. ¿Cómo podré gastar mi dinero, señor Wormold?
¿Fundando un hospital?
—Perdón —susurró una voz entre las sombras—, ¿es verdad que este tío ha
ganado ciento cuarenta mil pavos?
—Sí, señor, los he ganado —respondió el doctor Hasselbacher con firmeza, antes
de que Wormold pudiera replicar—, los he ganado, tan cierto como que usted existe,
mi casi invisible amigo. Usted no existiría si yo no creyera que existe, y tampoco esos
dólares. Lo creo, y por lo tanto usted existe.
—¿Qué quiere decir con eso de que yo no existiría?
—Usted existe sólo en mis pensamientos, amigo mío. Si yo abandonara este
bar…
—Está chalado.
—Demuéstreme que existe, entonces.
—¿Cómo que se lo demuestre? Por supuesto que existo. Tengo una compañía
inmobiliaria de primera clase, una mujer y un par de críos que están en Miami, llegué
esta mañana en un avión de Delta y estoy tomando este whisky, ¿no? —había en su
voz un atisbo de lágrimas.
—Pobre hombre —dijo el doctor Hasselbacher—, usted se merece un creador
más fantástico que yo. ¿Por qué no le he buscado algo mejor que Miami y una

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compañía inmobiliaria? Algo más imaginativo. Un nombre digno de ser recordado.
—¿Qué tiene de malo mi nombre?
Los paracaidistas de ambos extremos de la barra estaban tensos de censura; no se
debe dejar traslucir los nervios antes de saltar.
—Nada que yo no pueda remediar si pienso un poco en ello.
—Pregúntele a cualquiera en Miami quién es Harry Morgan…
—De verdad que tendría que haberlo hecho mejor. Pero le diré lo que voy a hacer
—replicó el doctor Hasselbacher—: saldré del bar unos minutos y le eliminaré.
Después entraré de nuevo con una versión mejorada.
—¿Qué quiere decir versión mejorada?
—Si mi amigo, el señor Wormold, le hubiera inventado, usted sería un hombre
más feliz. Él le hubiera adjudicado una educación en Oxford, un nombre como
Pennyfeather…
—¿Qué significa eso de Pennyfeather? Usted está borracho, ha bebido.
—Sí, desde luego, he bebido. La bebida nubla la imaginación. Por eso le he
pensado a usted de un modo tan trivial: Miami, una inmobiliaria, viajando en Delta.
Pennyfeather hubiera venido de Europa en KLM y estaría bebiendo su bebida
nacional, una ginebra con bitter.
—Yo estoy bebiendo whisky y me gusta.
—Cree que está bebiendo whisky. O más bien, para ser más exacto, yo le he
imaginado a usted bebiendo whisky. Pero vamos a cambiar todo eso —dijo el doctor
Hasselbacher con el mejor de los talantes—. Iré hasta la recepción unos minutos y
pensaré algunas auténticas mejoras.
—Usted no puede jugar conmigo —dijo el hombre con ansiedad.
El doctor Hasselbacher apuró su copa, dejó un dólar sobre la barra y se puso de
pie con dignidad insegura.
—Ya me lo agradecerá —replicó—. ¿Qué será? Fíese de mí y de mi amigo el
señor Wormold. Un pintor, un poeta… ¿o preferiría una vida de aventuras, ser
contrabandista de armas o agente del Servicio Secreto?
Desde la puerta hizo una reverencia en dirección a la agitada sombra.
—Le pido disculpas por lo de la inmobiliaria.
Nerviosa, buscando seguridad, la voz dijo:
—Está borracho o chalado —pero los paracaidistas no respondieron.
Wormold explicó:
—Buenas noches, Hasselbacher, voy retrasado.
—Lo menos que puedo hacer, señor Wormold, es acompañarle y explicar cómo le
he hecho retrasarse. Estoy seguro de que cuando le hable a su amigo de mi buena
suerte, él lo comprenderá.
—No es necesario. De verdad, no es necesario —replicó Wormold. Hawthorne, lo
sabía muy bien, sacaría de inmediato sus propias conclusiones. Un Hawthorne

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razonable, si existía tal persona, ya era bastante malo, pero un Hawthorne suspicaz…
su mente retrocedió ante la idea.
Se dirigió hacia el ascensor, con el doctor Hasselbacher a remolque, a sus
espaldas. Sin hacer caso de una luz roja y de la advertencia «Cuidado con el escalón»,
el doctor Hasselbacher tropezó:
—¡Mi tobillo! —dijo.
—Váyase a su casa, Hasselbacher —ordenó Wormold con desesperación. Se
metió dentro del ascensor, pero el doctor Hasselbacher cambió de marcha y a buena
velocidad se metió también dentro y declaró:
—No hay dolor que no se cure con dinero. Hacía mucho tiempo que no pasaba
una velada tan agradable.
—Sexto piso —dijo Wormold—. Quiero estar solo, Hasselbacher.
—¿Por qué? Perdón, me ha dado hipo.
—Se trata de una reunión privada.
—¿Una mujer bonita, señor Wormold? Le daré una parte de mis ganancias que le
ayudarán en sus locuras.
—Desde luego que no se trata de una mujer. Negocios, eso es todo.
—¿Negocios privados?
—Ya se lo he dicho.
—¿Qué puede tener de privado una aspiradora, señor Wormold?
—Se trata de una nueva agencia —replicó Wormold y el ascensorista anunció:
—Sexto piso.
Wormold llevaba una buena delantera y su cerebro estaba más claro que el de
Hasselbacher. Las habitaciones se hallaban dispuestas como celdas de una prisión en
torno a una galería rectangular; en el piso bajo dos cabezas calvas arrojaban luz hacia
arriba, como señales de tráfico. Cojeó hasta el rincón de la galería donde estaba la
escalera, y el doctor Hasselbacher cojeó detrás de él, pero Wormold tenía práctica en
cojear.
—Señor Wormold —llamó el doctor Hasselbacher—, señor Wormold, me
gustaría invertir unos cien mil dólares de los míos.
Wormold llegó al fin de la escalera mientras el doctor Hasselbacher todavía
maniobraba en el primer escalón; el 501 estaba cerrado. Abrió la puerta. Una pequeña
lámpara le dejó ver un salón vacío. Cerró la puerta con mucha suavidad: el doctor
Hasselbacher aún no había llegado al último escalón. Se quedó escuchando: el pie
sano, el pie que cojeaba y el hipo del doctor Hasselbacher pasaron frente a la puerta y
se perdieron. Wormold pensó: me siento como un espía y me comporto como un
espía. Esto es ridículo. ¿Qué le diré a Hasselbacher mañana por la mañana?
La puerta del dormitorio estaba cerrada y comenzó a moverse hacia ella. Después
se detuvo. Deja que los perros sigan durmiendo. Si Hawthorne le necesitaba, que le
buscara sin su ayuda, pero la curiosidad le indujo a efectuar una inspección final de la
habitación.

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Sobre el escritorio había dos libros, dos ejemplares idénticos de los Cuentos de
Shakespeare, de Lamb, y un block de notas, en el que quizá Hawthorne había escrito
algunas cosas para la reunión; ponía: «1. Paga. 2. Gastos. 3. Transmisión. 4. Charles
Lamb. 5. Tinta». Estaba a punto de abrir el libro de Lamb cuando una voz dijo:
—Arriba los manos.[*]
—Las manos[*] —corrigió Wormold. Se sintió aliviado al ver que se trataba de
Hawthorne.
—¡Ah, es usted! —dijo Hawthorne.
—Me he retrasado un poco, lo siento. Estuve con Hasselbacher.
Hawthorne llevaba un pijama de seda color malva con el monograma H. R. H.
bordado en el bolsillo. Eso le daba un aire de realeza. A su vez, explicó:
—Me quedé dormido y después le oí moviéndose en este cuarto —parecía haber
sido sorprendido sin su argot; no había tenido tiempo de ponérselo junto con sus
ropas. Agregó—: Ha movido el libro de Lamb —con tono acusador, como si
estuviera a cargo de una capilla del Ejército de Salvación.
—Lo siento. Sólo estaba echando una mirada.
—No importa. Eso demuestra que tiene buen instinto.
—Parece que tiene cariño a ese libro.
—Un ejemplar es para usted.
—Ya lo he leído, hace muchos años —dijo Wormold—, no me gusta Lamb.
—No es para que lo lea. ¿Ha oído hablar alguna vez de un libro-código?
—A decir verdad… no.
—Dentro de un momento le enseñaré cómo funciona. Yo me quedo con otro
ejemplar. Cuando quiera comunicarse conmigo, todo lo que tiene que hacer es indicar
la página y la línea en las que comienza usted la codificación. Desde luego que no es
tan difícil de descubrir como una clave inventada por una máquina, pero es bastante
difícil para los simples Hasselbacher.
—Me gustaría que se quitara de la cabeza a Hasselbacher.
—Cuando tengamos aquí su oficina organizada como corresponde, con la
seguridad suficiente, una caja fuerte con cerradura de combinación, un equipo de
gente entrenada y todos los chismes necesarios, podremos abandonar una clave
primitiva como ésta, pero aun para un criptólogo experto sería difícil descifrarla sin
conocer el título y la edición del libro.
—¿Por qué eligió el libro de Lamb?
—Porque es el único del que encontré dos ejemplares, además de La cabaña del
Tío Tom. Iba deprisa y tenía que comprar algo en la librería C. T. S., en Kingston,
antes de marcharme. Ah, también había un libro que se titula La lámpara encendida:
manual de devociones nocturnas, pero pensé que quizá resultaría un poco llamativo
en los estantes de su biblioteca, si no es persona religiosa.
—No lo soy.
—También le he traído un poco de tinta. ¿Tiene una tetera eléctrica?

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—Sí, ¿por qué?
—Para abrir cartas. Queremos que nuestros hombres estén bien equipados para
caso de emergencia.
—¿Para qué es la tinta? Tengo mucha en casa.
—Es tinta invisible, por supuesto. Para el caso de que tenga que enviar algo por
correo ordinario. Su hija tendrá una aguja de hacer punto, ¿no?
—No hace punto.
—Pues tendrá que comprarse una. Las de plástico son las mejores. El acero a
veces deja marca.
—¿Una marca en dónde?
—En los sobres que usted abra.
—¿Por qué voy yo a querer abrir sobres?
—Tal vez le resulte imprescindible examinar la correspondencia del doctor
Hasselbacher. Desde luego, tendrá que encontrar un subagente en la oficina de
correos.
—Me niego terminantemente…
—No se ponga difícil. He pedido a Londres que manden un informe sobre él. Ya
decidiremos acerca de su correspondencia después de que lo haya leído. Una
sugerencia: si se queda sin tinta, use caca de pájaro, ¿voy demasiado deprisa?
—Todavía no he dicho si estoy dispuesto a…
—Londres está de acuerdo en ciento cincuenta dólares mensuales, con otros
ciento cincuenta para gastos… que tendrá que justificar, desde luego. Pagos a los
subagentes, etcétera. Cualquier cifra por encima de esa cantidad tendrá que ser
especialmente autorizada.
—Va usted demasiado deprisa.
—Libres de impuestos, ya sabe —agregó Hawthorne y guiñó un ojo con astucia.
El guiño, en cierto sentido, no armonizaba con el monograma real.
—Tiene que darme tiempo…
—Su número de código es 59 200 barra 5. —Y agregó con orgullo—: Por
supuesto que yo soy 59 200. Usted numerará a sus subagentes 59 200 barra 5 barra 1
y así sucesivamente. ¿Comprende el procedimiento?
—No veo que pueda servirle de nada.
—Usted es inglés, ¿no? —dijo Hawthorne con brusquedad.
—Sí, claro que soy inglés.
—¿Y se niega a servir a su patria?
—No he dicho eso. Pero las aspiradoras exigen mucho tiempo.
—Son una tapadera excelente —replicó Hawthorne—. Muy bien pensado. Su
profesión tiene un aire natural.
—Pero es que es natural…
—Ahora, si no le importa —prosiguió con firmeza Hawthorne—, tenemos que
dedicarnos a nuestro Lamb.

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2
—Milly —dijo Wormold—, no has tomado cereales.
—He dejado de comer cereales.
—Sólo te has puesto un terrón de azúcar en el café. No irás a ponerte a régimen,
¿no?
—No.
—¿O estás cumpliendo una penitencia?
—No.
—Estarás hambrienta a la hora de la comida.
—Ya he pensado en eso. Comeré un montón enorme de patatas.
—Milly, ¿qué ocurre?
—Voy a ahorrar. De pronto, en la vigilia de la noche, comprendí el gasto que
represento para ti. Era como si me hablara una voz. Estuve a punto de preguntar
«¿Quién eres?», pero tuve miedo de que me respondiera «Tu Señor y tu Dios». Ya
estoy en edad, ¿sabes?
—¿En edad de qué?
—De oír voces. Soy mayor que Santa Teresa cuando ingresó en el convento.
—Oh, Milly, no me digas que estás pensando en…
—No, no estoy pensando en nada, creo que el capitán Segura tiene razón. Me ha
dicho que no soy materia prima para el convento.
—Milly, ¿sabes cómo llaman por ahí al capitán Segura?
—Sí. El Buitre Rojo. Tortura a los prisioneros.
—¿Él lo admite?
—Conmigo, naturalmente, adopta la mejor de las conductas, pero tiene una
pitillera hecha de piel humana. Y dice que es piel de becerro… como si yo no supiera
reconocer la piel de becerro.
—Tienes que dejar de verle, Milly.
—Dejaré de verle, pero poco a poco; tengo que arreglar antes lo de la cuadra. Y
eso me recuerda la voz.
—¿Qué dijo la voz?
—Dijo… sólo que en medio de la noche sonaba mucho más apocalíptica: «Has
mordido mucho más de lo que puedes masticar, hija mía. ¿Qué pasa con el Club de
Campo?».
—¿Qué pasa con el Club de Campo?
—Es el único lugar en el que se puede practicar equitación de verdad y no somos
socios. ¿De qué vale tener un caballo en una cuadra? Por supuesto que el capitán
Segura es socio, pero yo sé que tú no permitirás que dependa de él. De modo que he
pensado que si pudiera ayudarte a economizar en casa ayunando…

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—¿Para qué?
—En ese caso podrías pagar una cuota familiar. Me inscribirías con el nombre de
Serafina, que suena mejor que Milly.
A Wormold le parecía que en todo lo que decía la joven había cierta sensatez; era
Hawthorne el que pertenecía al mundo cruel e inexplicable de la infancia.

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Interludio en Londres

En el sótano de un enorme edificio de acero y hormigón, cerca de Maida Vale, una


luz cambió de rojo a verde sobre el dintel de una puerta y Hawthorne traspuso el
umbral. Había dejado su elegancia atrás, en el Caribe, y llevaba un traje de franela
gris, que había visto días mejores. En su propia tierra no tenía que guardar las
apariencias; formaba parte del Londres gris de enero.
El Jefe estaba sentado tras un escritorio, sobre el cual un enorme pisapapeles de
mármol verde sujetaba un único trozo de papel. Un vaso de leche a medio beber, un
frasquito lleno de píldoras grises y una caja de Kleenex se erguían junto al teléfono
negro. (El rojo era de frecuencia alterada). La chaqueta negra, de mañana, la corbata
negra y el monóculo negro, que ocultaba el ojo izquierdo, le daban una apariencia de
empresario de pompas fúnebres, del mismo modo que ese cuarto del sótano tenía un
aire de cripta, de mausoleo, de tumba.
—¿Me ha mandado llamar, señor?
—Sólo para charlar, Hawthorne, sólo para charlar. —Era como si un mudo
comenzara a soltar la lengua lúgubremente después de haber finalizado los entierros
del día—. ¿Cuándo ha vuelto, Hawthorne?
—Hace una semana, señor. Volveré a Jamaica el viernes.
—¿Todo va bien?
—Creo que ya hemos cubierto todo el Caribe, señor —respondió Hawthorne.
—¿La Martinica?
—Allí no hay dificultades, señor. Recordará que en Fort de France trabajamos en
contacto con el Deuxième Bureau.
—¿Sólo hasta cierto punto?
—Sí, desde luego, sólo hasta cierto punto. Haití fue más problemático, pero
59 200 barra 2 está demostrando ser muy activo. De quien estaba menos seguro era
de 59 200 barra 5.
—¿Barra cinco?
—Nuestro hombre en La Habana, señor. Allí sí que no tenía muchas
oportunidades de elección y en un primer momento él no se mostró muy interesado
por el trabajo. Es un poquito terco.
—Ésos a veces resultan los mejores.

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—Sí, señor. También estaba un tanto preocupado por sus contactos (hay un
alemán que se llama Hasselbacher, pero todavía no hemos averiguado nada acerca de
él). Sin embargo, parece que la cosa comienza a marchar bien. Recibimos una
petición para gastos suplementarios en el momento en que salía de Kingston.
—Siempre es buena señal.
—Sí, señor.
—Eso indica que la imaginación ha comenzado a trabajar.
—Sí. Quería hacerse socio del Club de Campo. Es la guarida de los millonarios,
ya sabe usted. La mejor fuente para conseguir información política y económica. La
cuota es muy cara, casi unas diez veces la del White, pero autoricé el envío del
dinero.
—Ha hecho bien. ¿Qué tal son sus informes?
—Bueno, en realidad, todavía no hemos recibido ninguno, pero naturalmente le
llevará algún tiempo organizar sus contactos. Quizá yo exageré algo la necesidad de
tomar precauciones.
—No pudo haber exagerado. Un cable es inútil si se funde la luz.
—Casualmente, es un hombre muy bien situado. Tiene buenos contactos
comerciales… muchos funcionarios del gobierno y los ministros más importantes.
—Ah —dijo el Jefe. Se quitó el monóculo negro y comenzó a pulirlo con un trozo
de Kleenex. El ojo que había quedado al descubierto era de cristal; azul pálido y poco
convincente: podría haber pertenecido a una muñeca que dijera «mamá».
—¿A qué se dedica?
—Importaciones, ya sabe. Maquinarias, ese tipo de cosas. —Era muy importante
para la propia carrera emplear agentes que disfrutasen de buena posición social. Los
detalles menudos, anotados en el expediente secreto y referentes a la tienda de la calle
Lamparilla, jamás llegarían, en circunstancias normales, a entrar en esa habitación del
sótano.
—¿Y cómo es que no era socio del Club de Campo?
—Bueno, creo que ha vivido casi como un recluso estos últimos años. Problemas
domésticos.
—No irá tras las mujeres, ¿verdad?
—Oh, no, señor, nada de eso. Su mujer lo abandonó. Se marchó con un
americano.
—Supongo que no será antiamericano. La Habana no es lugar adecuado para
prejuicios de esa clase. Tenemos que trabajar con ellos… sólo hasta cierto punto, por
supuesto.
—No, señor, no es así en absoluto. Es un hombre de mentalidad abierta, muy
equilibrado. Tomó el divorcio muy bien y lleva a su hija a un colegio católico, de
acuerdo con los deseos de su mujer. Me han dicho que le envía telegramas de
felicitación en Navidad. Creo que sus informes, cuando comiencen a llegar, nos
resultarán cien por cien dignos de confianza.

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—Muy conmovedor eso de la niña, Hawthorne. Pínchele un poco, para que
podamos juzgar su utilidad. Si ese hombre es como usted dice, podremos pensar en
ampliar su equipo. La Habana quizá llegue a ser un punto clave. Los comunistas
siempre van a donde hay problemas. ¿Cómo se comunican?
—He arreglado todo para que pueda enviar los informes a Kingston, por
duplicado, en la valija semanal. Yo guardo la copia y envío el original a Londres. Le
he dado el libro para codificar los cables. Los despacha a través del Consulado.
—No les gustará.
—Ya les he dicho que es un arreglo temporal.
—Si demuestra valer, yo estaría a favor de establecer allá una emisora de radio.
Supongo que podrá aumentar la plantilla de su oficina, ¿no?
—Sí, desde luego. Al menos…, entiéndalo, no se trata de una gran oficina, señor.
Es un poco chapado a la antigua. Ya sabe cómo se apañan esos comerciantes
aventureros.
—Conozco el tipo, Hawthorne. Un escritorio pequeño y mísero. Media docena de
personas en un antedespacho donde sólo caben dos. Máquinas calculadoras
anticuadas. Una secretaria que está a punto de cumplir sus cuarenta años con la firma.
Hawthorne comprendió en ese instante que podía descansar; el Jefe se había
hecho cargo de la situación. Aun cuando algún día leyera el expediente secreto, las
palabras no significarían nada para él. La pequeña tienda de aspiradoras había
naufragado sin posibilidad de recuperación bajo la marea de la imaginación literaria
del Jefe. El agente 59 200/5 había quedado tipificado.
—Todo eso forma parte de la personalidad de ese hombre —explicaba el Jefe a
Hawthorne, como si hubiera sido él y no su subordinado el que había abierto la puerta
de la calle Lamparilla—. Un hombre que ha aprendido a contar las monedas y
arriesgar los billetes. Por eso no es socio del Club de Campo… no tiene nada que ver
con el fracaso de su matrimonio. Usted es un romántico, Hawthorne. Las mujeres han
sido en su vida cosas pasajeras; sospecho que jamás significaron tanto como el
trabajo. El secreto de utilizar con éxito a un agente estriba en comprenderlo. Nuestro
hombre en La Habana pertenece, podríamos decir, a la época de Kipling. Caminar
con los reyes… ¿cómo sigue?… y mantener la virtud, las compañías y el sentido
común. Me figuro que en algún rincón de los cajones de su escritorio manchado de
tinta hay una vieja libreta de piel negra, en la que están anotadas sus primeras
operaciones… un cuarto de gruesa de bandas elásticas, seis cajas de plumillas de
acero…
—No creo que sea tan anticuado que use todavía plumillas de acero, señor.
El Jefe suspiró y volvió a colocar en su sitio el monóculo negro. El ojo inocente
había vuelto a esconderse al primer indicio de oposición.
—Poco importan los detalles, Hawthorne —replicó el Jefe con irritación—. Pero
si quiere usted manejarle con éxito, tendrá que encontrar esa libreta negra. Hablo
metafóricamente.

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—Sí, señor.
—Eso de que ha vivido como un recluso porque perdió a su mujer es una
apreciación errónea, Hawthorne. Un hombre así reacciona de manera muy distinta.
No demuestra su desgracia, no expone su corazón a la vista de cualquiera. Si lo que
usted dice fuera cierto, ¿por qué no se hizo socio de ese club antes de que muriera su
esposa?
—Ella le abandonó.
—¿Le abandonó? ¿Está seguro?
—Completamente, señor.
—Ella jamás encontró esa libreta de piel negra. Encuéntrela, Hawthorne, y ese
hombre será suyo de por vida. ¿De qué estábamos hablando?
—Del tamaño de su oficina, señor. No le resultará fácil absorber muchos nuevos
empleados.
—Nos libraremos gradualmente de los más viejos. Concédale el retiro a esa
secretaria vieja…
—En realidad…
—Claro que todo esto no son más que especulaciones, Hawthorne. Quizá,
después de todo, no sea el hombre adecuado. Estos viejos comerciantes son plata de
ley, pero a veces no son capaces de ver lo bastante más allá de la oficina de
contabilidad como para sernos útiles a gente como nosotros. Le juzgaremos por sus
primeros informes, pero siempre conviene planearlo todo con un poco de
anticipación. Hable con la señorita Jenkinson y vea si hay alguna de entre sus chicas
que hable español.
Hawthorne subió en el ascensor piso por piso desde el sótano: una visión del
mundo desde un cohete. Europa Occidental se hundía a sus pies, el Oriente próximo,
América Latina. Los ficheros del archivo se erguían alrededor de la señorita
Jenkinson como los pilares de un templo en torno a una pitonisa envejecida. Sólo se
la conocía por su apellido. Por alguna inescrutable razón de seguridad a cada uno de
los otros habitantes del edificio se les llamaba por su nombre de pila. Cuando
Hawthorne entró, dictaba a una secretaria: «Memorándum para la Oficina de
Administración. Angélica ha sido trasladada a. C. 5 con un aumento salarial de ocho
libras por semana. Por favor, ocúpese de que dicho aumento se haga efectivo
inmediatamente. Para anticiparme a sus objeciones, podría indicarle que Angélica se
está acercando al nivel financiero de un conductor de autobús».
—¿Sí? —preguntó la señorita Jenkinson con tono cortante—. ¿Sí?
—El Jefe me ha dicho que la viera.
—No tengo personal disponible.
—Por el momento no queremos a nadie. Sólo hemos discutido algunas
posibilidades.
—Ethel, querida, telefonea a D. 2 y dile que no permitiré que mis secretarias
sigan trabajando después de las siete de la tarde, excepto en caso de emergencia

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nacional. Dile que si estallara una guerra o hubiera probabilidades de que estallara, el
cuerpo de secretarias debería ser informado.
—Quizá necesitemos una secretaria que hable español, para el Caribe.
—No tengo a nadie disponible —repitió mecánicamente la señorita Jenkinson.
—La Habana… una agencia pequeña, clima agradable.
—¿Cuántos en el equipo?
—De momento un hombre solo.
—No soy una agencia matrimonial —dijo la señorita Jenkinson.
—Un hombre de edad madura con una hija de dieciséis años.
—¿Casado?
—Se podría decir que sí —respondió Hawthorne con vaguedad.
—¿Es persona estable?
—¿Estable?
—¿Digno de confianza, serio, emocionalmente seguro?
—Oh, sí, sí, de eso puede estar convencida. Es uno de esos comerciantes
chapados a la antigua —respondió Hawthorne, continuando lo que el Jefe había
comenzado—. Hizo su empresa de la nada. No le interesan las mujeres. Se podría
decir que está más allá del sexo.
—Nadie está más allá del sexo —dijo la señorita Jenkinson—. Soy responsable
de las chicas que envío al extranjero.
—Creía que no tenía a nadie disponible.
—Bueno —respondió la señorita Jenkinson—, tal vez podría, bajo ciertas
circunstancias, permitirle que se llevara a Beatrice.
—¡A Beatrice, señorita Jenkinson! —exclamó una voz desde detrás de los
ficheros.
—He dicho Beatrice, Ethel, y me refiero a Beatrice.
—Pero señorita Jenkinson…
—Beatrice necesita algo de experiencia práctica… eso es lo único malo. La plaza
es perfecta para ella. No es demasiado joven. Le gustan los niños.
—Lo que la agencia necesitará —aseguró Hawthorne— es una persona que hable
español. El amor a los niños no es esencial.
—Beatrice es medio francesa. En realidad habla el francés mejor que el inglés.
—He dicho español.
—Es lo mismo. Las dos son lenguas románicas.
—Tal vez podría verla y hablar un poco con ella. ¿Está bien preparada?
—Es muy buena codificadora y ha hecho un curso de microfotografía en Ashley
Park. Su taquigrafía no es muy buena, pero como mecanógrafa es excelente. Tiene
buenos conocimientos de electrodinámica.
—¿Qué es eso?
—No estoy segura, pero no siente ningún terror ante una caja de fusibles.
—¿O sea que entenderá de aspiradoras?

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—Es una secretaria, no una sirvienta.
Un cajón de fichero se cerró con estrépito.
—La toma o la deja —dijo la señorita Jenkinson. Hawthorne tuvo la impresión de
que la mujer se habría referido a Beatrice muy a gusto como a un objeto.
—¿Es la única que puede sugerir?
—La única.
Otra vez se cerró un cajón ruidosamente.
—Ethel —dijo la señorita Jenkinson—, si no es capaz de desahogarse de una
manera más silenciosa, la devolveré a D. 3.
Hawthorne se alejó pensativo; tenía la impresión de que la señorita Jenkinson,
con considerable agilidad, le había vendido algo en lo que ella no creía: le había dado
gato por liebre, o un perrito… o, mejor dicho, una perrita.

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SEGUNDA PARTE

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Capítulo 1

1
Wormold salió del consulado con un cable en el bolsillo superior de la chaqueta.
Se lo habían arrojado con rudeza y cuando trató de hablar le habían interrumpido:
—No queremos saber nada de esto. Se trata de una medida temporal. Cuanto
antes acabe, mejor para nosotros.
—El señor Hawthorne dijo…
—No conocemos a ningún señor Hawthorne. Por favor, recuérdelo bien. Aquí no
hay ningún empleado con ese nombre. Buenos días.
Se marchó andando hasta su casa. La amplia ciudad se tendía junto al Atlántico
inmenso; las olas rompían sobre la Avenida de Maceo y salpicaban los parabrisas de
los coches. Los pilares rosas, grises y amarillos de lo que fuera en su día el barrio
aristocrático estaban erosionados como rocas; un antiguo blasón, cubierto de tizne y
casi sin forma, estaba incrustado sobre la puerta de un mísero hotel y los postigos de
una sala de fiestas se veían pintados de colores brillantes y crudos, para protegerlos
de la humedad y la sal del océano. En el oeste, los edificios de acero de la ciudad
nueva se erguían más altos que faros, hasta hundirse en el claro cielo de febrero. Era
una ciudad para visitar, no para vivir en ella, pero era la ciudad en que Wormold se
había enamorado por primera vez y se sentía aferrado a ella como al escenario de un
desastre. El tiempo otorga poesía a un campo de batalla y quizá Milly se asemejara
un poco a la flor que nace en una muralla vieja, donde ha sido rechazado algún ataque
cruento, con pérdida de gran número de vidas, muchos años antes. En la calle
pasaban a su lado las mujeres, con una marca de ceniza en la frente, como si hubieran
llegado a la superficie desde el subsuelo. Recordó que era miércoles de ceniza.
A pesar de hallarse en vacaciones, Milly no estaba en casa cuando él llegó; quizá
estuviera aún en misa o montando a caballo en el Club de Campo. López estaba
haciendo una demostración con la aspiradora de turbosucción para el ama de llaves
de un sacerdote que había rechazado la de Pila Atómica. Los peores miedos de
Wormold respecto al nuevo modelo se habían visto confirmados, porque no había
logrado vender ni un solo ejemplar. Subió a su apartamento y abrió el telegrama;
estaba dirigido a uno de los departamentos del Consulado Británico y las cifras que

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seguían tenía un aspecto feo, como los números de lotería que han quedado sin
vender en el día del sorteo. Había un 2674 y después una larga fila de numerales de
cinco cifras: 42 811 79 145 72 312 59 200 80 947 62 533 10 605 y otros más. Era el
primer telegrama que recibía y advirtió que estaba remitido desde Londres. No estaba
seguro de poder descifrarlo (tan lejana parecía aquella lección), pero reconoció un
grupo aislado, 59 200, que tenía un aire abrupto y admonitorio, como si Hawthorne
hubiera subido en aquel momento, acusador, por la escalera. Con aire lúgubre cogió
los Cuentos de Shakespeare de Lamb; cuánto había detestado siempre a Elia y el
ensayo sobre el cerdo asado. El primer grupo de cifras, recordó, indicaba la página, la
línea y la palabra con la que comenzaba la codificación. «Dionisia, la malvada mujer
de Cleón», leyó, «se encontró con un fin adecuado a sus merecimientos». Comenzó a
descifrar a partir de «merecimientos». Para su sorpresa, realmente surgió algo en el
papel. Era como si un extraño loro heredado hubiera roto de pronto a hablar. «N.º 1
del 24 de enero lo que sigue procede de 59 200 comienza párrafo A».
Después de haber trabajado durante tres cuartos de hora sumando y restando,
había descifrado el mensaje, exceptuado el párrafo final donde algo no marchaba
bien, quizá por culpa suya, de 59 200, o quizá de Charles Lamb. «Lo que sigue
procede de 59 200 comienza párrafo A casi un mes desde la aprobación de su ingreso
en el Club de Campo y no hemos recibido ninguna repito ninguna información
referente a subagentes propuestos punto confío repito confío no reclutará ningún
subagente antes haberle investigado bien punto comienza párrafo B informe
económico y político de acuerdo con cuestionario entregado a usted ha de ser
despachado inmediatamente a 59 200 punto comienza párrafo C galón maldito debe
ser remitido a Kingston termina primer mensaje tubercular».
El último párrafo tenía un aire de incoherencia airada que preocupó a Wormold.
Por primera vez se le ocurrió que a los ojos de ellos —fueran ellos quienes fuesen—
había aceptado dinero sin dar nada a cambio. Esto le inquietó. Hasta ese momento
había pensado que era el destinatario de un excéntrico regalo que había permitido a
Milly practicar equitación en el Club de Campo y a él pedir a Inglaterra algunos
libros que siempre había deseado. El resto del dinero estaba ahora depositado en el
banco; creía a medias que algún día estaría en condiciones de devolvérselo a
Hawthorne.
Wormold pensó: tengo que hacer algo, darles algunos nombres para que los
investiguen, reclutar algún agente, tenerles contentos. Recordó cuando Milly jugaba a
las tiendas y le daba su dinero para que hiciera compras imaginarias. Había que
seguir el juego, pero antes o después Milly siempre le pedía que le devolviera el
dinero.
Se preguntó cómo se reclutaría un agente. Le resultaba difícil recordar con
exactitud lo que había hecho Hawthorne para reclutarle a él; sólo se acordaba de que
todo el asunto había empezado en un lavabo, pero seguramente que esa circunstancia
no era esencial. Decidió comenzar con un caso razonablemente sencillo.

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—¿Me ha llamado, señor Vormell? —Por alguna razón el apellido Wormold
excedía en mucho las posibilidades de pronunciación de López, pero dado que, al
parecer, tampoco era capaz de decidirse por un sustituto satisfactorio, era muy raro
que llamara a Wormold dos veces de la misma manera.
—Quiero hablar con usted, López.
—Sí, señor[*] Vormell.
Wormold comenzó:
—Lleva usted muchos años conmigo. Nos fiamos el uno del otro.
López expresó la totalidad de su confianza llevándose la mano al corazón.
—¿Le gustaría ganar algo más de dinero mensualmente?
—Naturalmente… Estaba a punto de hablarle de ese asunto, señor Ommel. Voy a
tener otro hijo. ¿Quizá veinte pesos?
—Esto no tiene nada que ver con la tienda. Las ventas van muy mal, López. Le
propongo un trabajo confidencial, para mí, personalmente, ya me entiende.
—Ah, sí, señor.[*] Servicios personales, ya comprendo. Puede fiarse de mí. Soy
discreto. Desde luego que no le diré nada a la señorita.[*].
—Creo que no lo ha entendido.
—Cuando un hombre llega a cierta edad —dijo López—, ya no quiere buscarse
una mujer él mismo, quiere olvidar los problemas. Sólo desea ordenar: «esta noche sí,
mañana no». Dar instrucciones a alguien en quien confía…
—No me refería a nada de eso. Lo que trataba de decirle… bueno, no tiene nada
que ver…
—No es necesario que se sienta incómodo al hablar conmigo, señor[*] Vormole.
Llevo con usted muchos años.
—Está cometiendo un error —dijo Wormold—, no tengo ninguna intención de…
—Comprendo que para un caballero inglés en su posición lugares como el San
Francisco no son adecuados. Ni siquiera el Mamba Club.
Wormold sabía que nada de lo que pudiera decir frenaría la elocuencia de su
dependiente, que ya se había embarcado en el importante tema de La Habana; la
«bolsa» sexual no sólo era el comercio primordial de la ciudad, sino también la única
raison d’être de la vida de un hombre. El sexo se compraba o se vendía, eso no
importaba, pero jamás se regalaba.
—Los jóvenes necesitan variedad —decía López—, pero también los hombres de
cierta edad. En el caso de la juventud es la curiosidad de la ignorancia, en el caso de
los viejos lo que necesitan es refrescar el apetito. Nadie puede servirle mejor que yo,
porque he estudiado su carácter, señor[*] Venell. Usted no es cubano: para usted la
forma del trasero de una chica tiene menos importancia que cierta suavidad en el
comportamiento…
—Me ha interpretado mal —advirtió Wormold.
—Esta noche la señorita[*] irá a un concierto.
—¿Cómo lo sabe?

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López hizo caso omiso de la pregunta.
—Mientras ella esté fuera, le traeré una joven, para que la vea. Si no le gusta, le
traeré otra.
—No hará nada de eso. No son esos los servicios que deseo, López. Quiero…
verá, quiero que mantenga abiertos los ojos y los oídos y que me informe…
—¿Acerca de la señorita?
—¡Cielos, no!
—¿Que le informe de qué, señor Vommold?
Wormold empezó:
—Bueno, de cosas como… —pero no sabía de qué podía informarle López.
Recordaba solamente unos cuantos puntos del largo cuestionario, y ninguno de ellos
le pareció adecuado. «Posible infiltración comunista en las fuerzas armadas. Cifras
reales de la producción de azúcar y tabaco del año pasado». Por supuesto que estaba
el contenido de las papeleras de las oficinas a las que acudía López para el servicio de
mantenimiento de las aspiradoras, pero seguro que Hawthorne bromeaba al hablar del
caso Dreyfus… si es que esos hombres bromeaban alguna vez en su vida.
—¿Cómo qué, señor?
Wormold dijo:
—Luego se lo explicaré. Ahora vuelva a la tienda —dijo Wormold.

2
Era la hora del daiquiri y en el Wonder Bar el doctor Hasselbacher se sentía feliz
con su segundo whisky.
—¿Sigue usted preocupado, señor Wormold? —preguntó.
—Sí, estoy preocupado.
—¿Por la aspiradora, esa aspiradora atómica?
—No se trata de la aspiradora —bebió su daiquiri y pidió otro.
—Hoy está bebiendo muy de prisa.
—Usted jamás ha necesitado dinero, ¿verdad, Hasselbacher? Pero claro, es que
usted no tiene una hija.
—Dentro de poco, usted tampoco la tendrá.
—Supongo que no. —El consuelo era tan frío como el daiquiri—. Cuando llegue
ese momento, Hasselbacher, quiero que los dos estemos lejos de aquí. No quiero que
despierte a Milly ningún capitán Segura.
—Eso me parece comprensible.
—El otro día me ofrecieron dinero.
—¿Sí?
—Para que consiguiera información.
—¿Qué clase de información?

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—Información secreta.
El doctor Hasselbacher suspiró. Después dijo:
—Es usted hombre de suerte, señor Wormold. Esa información se puede dar con
facilidad.
—¿Con facilidad?
—Si es lo bastante secreta, sólo la tiene usted. Todo lo que necesita es un poco de
imaginación, señor Wormold.
—Quieren que reclute agentes. ¿Cómo se recluta un agente, Hasselbacher?
—También puede inventarlos, señor Wormold.
—Habla como si tuviera experiencia.
—La medicina es mi experiencia, señor Wormold. ¿Ha leído alguna vez los
anuncios de remedios secretos? Un tónico para el cabello, cuya fórmula fue revelada
por el jefe de una tribu de pieles rojas en el momento de morir. Cuando se trata de un
remedio secreto no hay que imprimir la fórmula. Y hay algo en lo secreto que
impulsa a creer a la gente… quizá un vestigio de magia. ¿Ha leído a sir James
Frazer?
—¿Sabe lo que es un libro-código?
—No me diga demasiado, señor Wormold, se trate de lo que se trate. Los secretos
no son cosa mía… no tengo hijos. Por favor, no me invente como agente suyo.
—No, no puedo hacerlo. A esta gente no le gusta nuestra amistad, Hasselbacher.
No quieren que me acerque a usted. Le están investigando. ¿Cómo cree que se
investiga a un hombre?
—No lo sé. Tenga cuidado, señor Wormold. Coja el dinero, pero no les dé nada a
cambio. Es usted vulnerable a los Segura. Mienta y mantenga su libertad. Ellos no se
merecen la verdad.
—¿A quiénes se refiere cuando dice ellos?
—A las monarquías, a las repúblicas, al poder. —Vació su vaso—. Tengo que ir a
ver mi cultivo, señor Wormold.
—¿Ha ocurrido ya algo?
—No, gracias a Dios. Mientras no pasa nada, todo es posible, ¿no cree? Es una
pena que haya sorteos de lotería. Pierdo ciento cuarenta mil dólares cada semana y
soy hombre pobre.
—¿No olvidará el cumpleaños de Milly?
—Tal vez la investigación se vuelva en contra mía y usted no quiera que vaya.
Pero recuerde: mientras mienta no hará ningún daño.
—Cogeré el dinero.
—No tienen más dinero que el que nos quitan a hombres como usted y como yo.
Abrió la puerta y se marchó. El doctor Hasselbacher jamás hablaba en términos
de moralidad; eso quedaba fuera de la incumbencia de un médico.

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3
Wormold halló una lista de los socios del Club de Campo en la habitación de
Milly. Sabía dónde buscarla; entre el último volumen del Anuario de la amazona y
una novela titulada Yegua blanca, escrita por la señorita «Pony» Traggers. Se había
hecho socio del Club de Campo con el fin de encontrar agentes adecuados y allí
estaban, en doble columna, a lo largo de unas veinte páginas. Su mirada fue a dar en
un nombre anglosajón: Vincent C. Parkman quizá fuera el padre de Earl. A Wormold
le parecía que tenía todo el derecho del mundo a mantener a los Parkman dentro de la
misma familia.
Cuando se sentó para cifrar el mensaje, ya había elegido otros dos nombres: el de
un ingeniero, un tal Cifuentes y el de un profesor, Luis Sánchez. El profesor, fuera
quien fuese, le parecía un candidato razonable para el espionaje económico, el
ingeniero podía proporcionar información técnica, y el señor Parkman sería el
encargado de la política. Con los Cuentos de Shakespeare abiertos ante él (había
elegido como pasaje clave la frase «que lo que venga sea feliz»), cifró su mensaje:
«Número 1 del 25 de enero comienza párrafo he reclutado a mi dependiente y le he
asignado el símbolo 59 200/5/1 punto pago propuesto quince pesos al mes punto
comienza párrafo B por favor investigar a las siguientes…».
Toda esa división en párrafos le parecía a Wormold una pérdida extravagante de
tiempo y de dinero, pero Hawthorne le había dicho que era parte de la disciplina, del
mismo modo que Milly había insistido en que todo lo que comprara en su tienda
estuviera envuelto en papel, aunque se tratara de una única cuenta de cristal.
«Comienza párrafo C el informe económico solicitado seguirá muy pronto por
valija».
No tenía más que esperar las respuestas y preparar el informe económico. Eso le
preocupaba. Había enviado a López a comprar todos los periódicos del gobierno que
pudiera encontrar con datos acerca de las industrias del azúcar y del tabaco; ésa había
sido la primera misión de López, y ahora cada día pasaba varias horas leyendo los
periódicos locales con el propósito de marcar cualquier pasaje que pudieran utilizar el
profesor o el ingeniero; no era probable que nadie en Kingston o en Londres estudiara
los periódicos de La Habana. Él mismo encontró un mundo nuevo en esas páginas
malamente impresas; quizá en el pasado había dependido en exceso del New York
Times o del Herald Tribune para hacerse una visión del mundo. A la vuelta de la
esquina del Wonder Bar una muchacha había sido acuchillada: «mártir del amor». La
Habana estaba llena de mártires de una clase u otra. Un hombre había perdido su
fortuna en el Tropicana en una sola noche; había subido al escenario, había abrazado
a una cantante de color y después se había precipitado con su coche al mar y había
muerto ahogado. Otro hombre se había ahorcado con cuidadosa precisión sirviéndose

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de unos tirantes. También había milagros: una virgen había llorado lágrimas saladas y
una vela encendida ante la imagen de Nuestra Señora de Guadalupe había ardido
inexplicablemente, sin extinguirse, durante una semana, de viernes a viernes. De este
cuadro de violencia y pasión y amor, las únicas excluidas eran las víctimas del
capitán Segura: sufrían y morían sin el valimiento de la Prensa.
El informe económico resultó ser una tarea tediosa, porque Wormold jamás había
aprendido a escribir a máquina con más de dos dedos y tampoco sabía usar el
tabulador. Era necesario alterar las estadísticas oficiales, para el caso de que alguien
en la oficina central tuviera la idea de comparar los dos informes, y a veces Wormold
se olvidaba de que había modificado una cifra. Sumar y restar jamás habían sido su
fuerte. Un decimal quedó mal situado y tuvo que buscarlo, recorriendo arriba y abajo
una docena de columnas. Era como dirigir un coche miniatura en la pantalla de un
juego electrónico.
Después de una semana comenzó a preocuparse por la falta de respuesta. ¿Se
habría olido algo Hawthorne? Pero recibió un estímulo temporal cuando le citó el
consulado; el empleado agrio le entregó un sobre sellado dirigido, por alguna razón
inexplicable para él, al «señor Luke Penny». Dentro del sobre había otro, en el que se
leía «Henry Leadbetter. Servicios de Investigación Civil»; un tercer sobre tenía el
número 59 200/5 y contenía el total de tres meses de sueldo y dinero para gastos en
billetes cubanos. Los llevó al banco de Obispo.
—¿Para la cuenta de la tienda, señor Wormold?
—No, para la personal. —Pero experimentó una sensación de culpabilidad
mientras el cajero contaba; sintió como si hubiera estafado a la compañía.

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Capítulo 2

1
Pasaron diez días sin que recibiera ninguna noticia. Ni siquiera podía enviar el
informe económico hasta que el agente imaginario que lo había escrito no fuese
investigado y aprobado. Llegó la época de su visita anual a los representantes con
tiendas fuera de La Habana, en Matanzas, Cienfuegos, Santa Clara y Santiago. Tenía
por costumbre visitar esas ciudades yendo por carretera, en su viejo «Hillman». Antes
de partir envió un cable a Hawthorne. «Bajo pretexto de visitar representantes de
aspiradoras propongo investigar posibilidades de reclutamiento en puerto de
Matanzas, centro industrial de Santa Clara, centro operaciones de Marina en
Cienfuegos y centro disidente de Santiago. Calculados gastos diarios de viaje en
cincuenta dólares». Besó a Milly, le hizo prometer que en su ausencia no subiría al
coche del capitán Segura, y cojeando se encaminó hacia el Wonder Bar para echar un
trago estimulante con el doctor Hasselbacher.

2
Una vez al año, y siempre durante su gira, Wormold escribía a su hermana
pequeña que vivía en Northampton. (Escribiendo a Mary se curaba
momentáneamente de la soledad que sentía cuando no estaba con Milly).
Invariablemente, también, incluía los últimos sellos cubanos para su sobrino. El chico
había empezado a coleccionarlos a los seis años de edad y, con el rápido y rutinario
pasar del tiempo, se había borrado de la memoria de Wormold el hecho de que su
sobrino ya había pasado de los diecisiete, y probablemente había dejado de
coleccionar sellos hacía años. En todo caso, tenía que ser demasiado mayor para la
nota que Wormold escribió en el papel que envolvía los sellos; era un texto
demasiado infantil incluso para Milly, y su sobrino le llevaba varios años.
«Querido Mark», escribió Wormold, «aquí van unos sellos para tu colección. Ya
debe ser bastante grande; me temo que éstos no sean muy interesantes. Me gustaría
que tuviéramos aquí en Cuba sellos de pájaros, animales o mariposas como aquéllos

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tan bonitos que me enseñaste de Guatemala. Con mucho cariño, tu tío. P. S.: estoy
sentado frente al mar y hace mucho calor».
A su hermana le escribió de modo más explícito: «Estoy sentado frente a la bahía
de Cienfuegos y la temperatura pasa de los treinta grados, aunque ya hace una hora
que se ha puesto el sol. En el cine anuncian una película de Marilyn Monroe y en el
puerto está anclado un barco que lleva un nombre bastante exótico: es el Juan
Belmonte. (¿Recuerdas aquel invierno, en Madrid, cuando fuimos a una corrida de
toros?). El jefe de máquinas del barco —creo que es el jefe— está sentado junto a una
mesa contigua, bebiendo coñac español. No tiene nada que hacer, como no sea ir al
cine. Éste debe de ser uno de los puertos más tranquilos del mundo. Sólo la calle
rosada y amarilla y unas pocas cantinas y la gran chimenea de una refinería de azúcar
y, al final de un camino cubierto de maleza, el Juan Belmonte. Me gustaría viajar con
Milly en ese barco, pero no sé. Las aspiradoras no se venden bien; la corriente
eléctrica es poco segura en estos días inciertos. Anoche, en Matanzas, se fue la luz
tres veces; la primera, yo estaba bañándome. En fin, estas noticias son muy tontas
para enviarlas por escrito a Northampton.
No creas que soy desdichado. Se pueden decir muchas cosas buenas de estos
lugares. A veces temo volver a nuestra tierra, ir a Boots y a Woolworths y a las
cafeterías y encontrarme con que soy un extraño incluso en el White Horse. El jefe de
máquinas está con una chica: supongo que tendrá otra en Matanzas; le está dando
coñac en la boca como se le da medicina a un gato enfermo. Aquí, cuando se pone el
sol, la luz es maravillosa: una amplia franja dorada y las aves marinas como puntos
negros sobre las olas de peltre. La mole blanca de la estatua del Paseo, que a la luz
del día parece la Reina Victoria, ahora es una masa de ectoplasma. Los limpiabotas
ya han colocado sus cajas al pie de los sillones instalados bajo la columna de color
rosa: te sientas muy arriba, por encima de la calzada, como en una escalerilla de
biblioteca y dejas los pies apoyados sobre dos pequeños caballos de mar, de bronce,
que bien podría haber traído hasta aquí un fenicio. ¿Por qué estoy tan nostálgico?
Supongo que es porque he ahorrado algo de dinero y pronto tendré que decidir si me
marcharé para siempre. Me pregunto si Milly estará en condiciones de adaptarse a
una academia de secretariado en alguna calle gris del norte de Londres.
¿Cómo están la tía Alice y su famosa cera de los oídos? ¿Y cómo está el tío
Edward? ¿O ya ha muerto? He llegado a ese período de la vida en el que los
familiares mueren sin que te des cuenta».
Pagó y preguntó cómo se llamaba el jefe de maquinas; se le había ocurrido
llevarse algunos nombres, para justificar sus gastos.

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En Santa Clara su viejo Hillman se quedó inmóvil bajo él como una mula
cansada; algo grave le ocurría en las entrañas y sólo Milly podría haber sabido de qué
se trataba. El hombre del taller le dijo que la reparación llevaría varios días y
Wormold decidió ir a Santiago en autobús. En cualquier caso, tal vez eso era lo más
seguro y lo más rápido, porque en la Provincia de Oriente, donde los rebeldes de
siempre ocupaban las montañas y las tropas del gobierno las carreteras y las ciudades,
eran frecuentes los bloqueos, y los autobuses sufrían a menudo menos retrasos que
los coches privados.
Llegó a Santiago por la noche, durante las horas peligrosas y vacías de un toque
de queda extraoficial. Todas las tiendas de la plaza que se abría junto a la fachada de
la Catedral estaban cerradas. Un sola pareja pasó de prisa ante el hotel; la noche era
cálida y húmeda y el follaje pendía oscuro y pesado a la pálida luz de los faroles
callejeros encendidos a media potencia. En recepción le saludaron con aire de
sospecha, como si dieran por sentado que era un espía de una u otra clase. Se sentía
un impostor, porque aquél era un hotel de auténticos espías, de soplones y agentes
rebeldes verdaderos. Un borracho hablaba sin cesar en el bar mortecino, como
diciendo, al estilo de Gertrude Stein, «Cuba es Cuba es Cuba».
Wormold comió, por toda cena, una tortilla francesa, manchada y con los bordes
levantados, como un viejo manuscrito, y bebió un vaso de vino agrio. Mientras
comía, escribió unas líneas al doctor Hasselbacher en una postal. Cada vez que salía
de La Habana, enviaba a Milly y al doctor Hasselbacher, y algunas veces también a
López, malas fotografías de malos hoteles, con una cruz sobre una ventana, como
esas cruces de las novelas policíacas, que indican dónde se cometió el crimen. «El
coche averiado. Todo en calma. Espero estar de regreso el jueves». Una postal es
síntoma de soledad.
A las nueve en punto Wormold salió para ir a ver a su representante. Había
olvidado lo desoladas que quedaban las calles de Santiago después de la caída de la
noche. Detrás de las rejas de hierro, los postigos estaban cerrados y, como en una
ciudad ocupada, las casas volvían la espalda a quienes pasaban por la calle. Un cine
arrojaba un poco de luz, pero no había espectadores que entraran en él; por ley tenía
que permanecer abierto, pero no era probable que nadie, exceptuando los soldados y
los policías, se animara a frecuentarlo después de la caída del sol. Al fondo de una
bocacalle Wormold vio pasar una patrulla militar.
Wormold se sentó con su representante en una pequeña habitación calurosa. Una
puerta abierta daba a un patio, a una palmera y a una fuente de hierro forjado, pero el
aire de fuera era tan caliente como el de dentro. Se sentaron frente a frente en sendas
mecedoras, meciéndose el uno hacia delante y el otro hacia atrás y produciendo
mínimas corrientes de aire.
Las ventas iban mal —tris, tras—, nadie compraba electrodomésticos en Santiago
—tris, tras—, ¿para qué? —tris, tras—. Como si deseara ilustrar el tema, la luz

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eléctrica se extinguió y los dos hombres continuaron meciéndose en la oscuridad.
Perdieron el ritmo y sus cabezas chocaron ligeramente.
—Perdón.
—Ha sido culpa mía.
Tris, tras, tris, tras.
Alguien arrastró una silla en el patio.
—¿Su mujer? —preguntó Wormold.
—No, no hay nadie. Estamos solos.
Wormold se meció hacia delante, se meció hacia atrás, hacia delante otra vez,
escuchando los movimientos furtivos en el patio.
—Sí, claro. —Así era Santiago. Cualquier casa podía ser el refugio de un hombre
que vivía en la clandestinidad. Lo mejor era no oír nada; no ver nada no constituía el
menor problema, aun cuando la luz había vuelto a alimentar a medias un delgado
filamento que brillaba apenas con un resplandor amarillo.
En su camino de regreso hacia el hotel, fue detenido por dos policías. Querían
saber qué estaba haciendo en la calle a hora tan avanzada.
—Si sólo son las diez —respondió.
—¿Qué está haciendo en la calle a las diez?
—No hay toque de queda, ¿verdad?
De pronto, sin advertencia previa, uno de los policías le dio una bofetada. Más
que ira sintió un gran desconcierto. Pertenecía a la clase de los que respetan la ley: los
policías eran sus protectores naturales. Se llevó una mano a la mejilla y dijo:
—Pero, oiga usted, ¿qué se ha creído…? —El otro policía, de un golpe en la
espalda, le mandó dando traspiés acera abajo. Su sombrero cayó a la suciedad
acumulada junto al bordillo. Dijo—: Deme mi sombrero —y sintió que volvían a
empujarle. Comenzó a decir algo acerca del cónsul británico y le arrojaron de
costado, girando sobre sí mismo, hacia una puerta al otro lado de la calle. Esta vez
aterrizó dentro de un portal, frente a un escritorio sobre el que un hombre dormía con
la cabeza apoyada en los brazos. El hombre se despertó y empezó a gritarle: la
expresión más suave que pronunció fue «cerdo».
Wormold dijo:
—Soy un súbdito británico, mi apellido es Wormold, mis señas: Lamparilla, 37,
La Habana. Edad, cuarenta y cinco, divorciado y quiero telefonear al cónsul.
El hombre que le había llamado cerdo y que tenía en la manga los galones de
sargento le pidió que mostrara su pasaporte.
—No puedo. Está en mi cartera, en el hotel.
Uno de sus policías dijo, satisfecho:
—Encontrado en la calle sin documentos.
—Vacía sus bolsillos —ordenó el sargento. Le sacaron el billetero y la postal para
el doctor Hasselbacher, que se había olvidado de echar en un buzón, y una botella en

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miniatura de whisky Old Granddad, que había comprado en el bar del hotel. El
sargento estudió la botella y la postal.
—¿Por qué lleva esta botella? ¿Qué contiene? —preguntó.
—¿Usted qué cree?
—Los rebeldes hacen granadas con botellas.
—Seguro que no serán tan pequeñas.
El sargento quitó el corcho, olió y vertió un poco de líquido en la palma de la
mano.
—Parece whisky —dijo y dirigió su atención a la postal; preguntó—: ¿Por qué ha
hecho una cruz en esta fotografía?
—Es la ventana de mi habitación.
—¿Por qué quiere indicar la ventana de su habitación?
—¿Por qué no? Sólo es… bueno, una de esas cosas que hace uno cuando sale de
viaje.
—¿Espera que entre algún visitante por esa ventana?
—Desde luego que no.
—¿Quién es el doctor Hasselbacher?
—Un viejo amigo.
—¿Va a venir a Santiago?
—No.
—¿Para qué quiere mostrarle dónde está su habitación?
Comenzaba a comprender eso que sabe tan bien la clase criminal, la
imposibilidad de explicar nada a un hombre que tiene poder.
Replicó con petulancia:
—El doctor Hasselbacher es una mujer.
—¡Una mujer médico! —exclamó el sargento en tono de censura.
—Es doctora en filosofía. Una mujer muy hermosa —hizo dos curvas en el aire.
—¿Y va a venir a reunirse con usted en Santiago?
—No, no. Pero ya conoce a las mujeres, sargento. Les gusta saber dónde duerme
su hombre.
—¿Es usted su amante? —la atmósfera había mejorado—. Eso no explica que
ande por las calles de noche.
—No hay ninguna ley…
—No hay ninguna ley, pero las personas prudentes se quedan en su casa. Sólo los
perturbadores del orden salen a la calle.
—No podía dormir pensando en Emma.
—¿Quién es Emma?
—La doctora Hasselbacher.
El sargento dijo con lentitud:
—Aquí hay algo que no marcha. Lo huelo. No me está diciendo la verdad. Si está
enamorado de Emma, ¿por qué está usted en Santiago?

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—Su marido sospecha.
—¿Tiene marido? No es muy agradable.[*] ¿Es usted católico?
—No.
El sargento cogió la postal y volvió a estudiarla.
—Una cruz en la ventana de un dormitorio. Tampoco eso está muy bien. ¿Cómo
se lo explicará ella a su marido?
Wormold pensó con rapidez.
—El marido es ciego.
—Eso no está bien. No está nada bien.
—¿Le pego otra vez? —preguntó uno de los policías.
—No hay prisa. Antes debo interrogarle. ¿Cuánto tiempo hace que conoce a esa
mujer, Emma Hasselbacher?
—Una semana.
—¿Una semana? Nada de lo que dice está bien. Es usted protestante y adúltero.
¿Cuándo conoció a esa mujer?
—Me la presentó el capitán Segura.
El sargento sostuvo la postal en el aire. Wormold oyó que a sus espaldas uno de
los policías tragaba con dificultad. Nadie dijo nada durante largo rato.
—¿El capitán Segura?
—Sí.
—¿Conoce usted al capitán Segura?
—Es amigo de mi hija.
—De modo que tiene usted una hija. Está casado. —Comenzó a decir
nuevamente—: Eso no está muy bien —cuando uno de los policías le interrumpió.
—Conoce al capitán Segura.
—¿Cómo puedo saber si dice usted la verdad?
—Llame por teléfono y pregúntele.
—Nos llevaría varias horas conseguir una conferencia con La Habana.
—No puedo irme de Santiago por la noche. Esperaré en el hotel.
—O en una celda de la comisaría.
—No creo que eso le gustara al capitán Segura.
El sargento meditó el asunto durante largo rato; mientras pensaba, revisó el
contenido del billetero. Después ordenó a uno de sus hombres que acompañara a
Wormold hasta el hotel y que allí examinara su pasaporte (de esta manera el sargento
pensaba poner a salvo su dignidad). Los dos hombres caminaron en medio de un
silencio incómodo, y sólo cuando se hubo acostado recordó Wormold que la postal
para el doctor Hasselbacher había quedado sobre el escritorio del sargento. Pensó que
no tenía importancia; le mandaría otra por la mañana. Cuánto cuesta comprender en
la vida los intrincados esquemas de los que cada cosa —incluso una postal— puede
formar parte, y la temeridad que significa desdeñar algo por poco importante. Tres

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días después Wormold cogió el autobús de vuelta a Santa Clara; su Hillman estaba
arreglado; la carretera de La Habana no le ofreció problemas.

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Capítulo 3

Una buena cantidad de telegramas le esperaba a su llegada a La Habana a última hora


de la tarde. También había una nota de Milly. «¿En qué te has metido? Quien-ya-
sabes (pero no lo sabía) no deja de acosarme, pero en forma aceptable. El doctor
Hasselbacher quiere hablar contigo urgentemente. Un beso. P. S.: Estoy montando a
caballo en el Club de Campo. Un fotógrafo de la prensa ha hecho una foto a Serafina.
¿Es esto la fama? Ve y ordena que abran fuego los soldados».
El doctor Hasselbacher podía esperar. Dos telegramas iban marcados con la
palabra «urgente».
«Número 2 del 5 de marzo comienza párrafo A la investigación de Hasselbacher
ambigua punto adopte gran precaución en contactos y redúzcalos al mínimo fin del
mensaje».
Vincent C. Parkman había sido rechazado como agente, así, sin más. «No se
relacionará repito no se relacionará con él punto probabilidad de que haya sido
reclutado por Servicio americano».
El siguiente telegrama —número 1 del 4 de marzo— decía fríamente: «Por favor,
en el futuro de acuerdo con instrucciones limite cada telegrama a un asunto».
El número 1 del 5 de marzo era más alentador. «No hay antecedentes profesor
Sánchez e ingeniero Cifuentes punto puede reclutarles punto probablemente personas
de esa condición no pidan más que para gastos menores».
El último telegrama representaba la distensión. «De acuerdo con ordenanzas
militares reclutamiento de 59 200/5/1 —ése era López— aceptado pero por favor
advierta pago propuesto por debajo de escala europea reconocida deberá aumentar a
25 repito a 25 pesos[*] mensuales termina el mensaje».
López le llamaba a gritos desde la tienda:
—El doctor Hasselbacher al teléfono.
—Dígale que estoy ocupado. Le llamaré más tarde.
—Dice que venga en seguida. Suena muy raro.
Wormold bajó a coger el teléfono. Antes de poder hablar oyó una voz agitada y
vieja. Jamás se le había ocurrido que el doctor Hasselbacher fuera viejo.
—Por favor, señor Wormold…
—Sí, ¿qué hay?

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—Venga a mi casa, por favor. Ha ocurrido algo.
—¿Dónde está usted?
—En mi apartamento.
—¿Qué ha pasado, Hasselbacher?
—No puedo decírselo por teléfono.
—¿Está enfermo… herido?
—Si no fuera más que eso —respondió Hasselbacher—. Venga, por favor. —En
todos los años desde que se conocían, Wormold nunca había visitado al doctor
Hasselbacher en su casa. Se habían visto en el Wonder Bar y, los días de cumpleaños
de Milly, en un restaurante; una vez el doctor Hasselbacher le había visitado en
Lamparilla, porque tenía fiebre muy alta. En una ocasión, él había llorado en
presencia de Hasselbacher, sentado en un asiento del Paseo, mientras le decía que la
madre de Milly se había marchado en el avión de esa mañana a Miami; pero su
amistad se mantenía a salvo, fundamentada en la distancia: las amistades estrechas
eran las que más fácilmente podían quebrantarse. Ahora, hasta tuvo que preguntarle a
Hasselbacher dónde vivía.
—¿No lo sabe? —preguntó Hasselbacher con asombro.
—No.
—Venga ahora mismo, por favor —pidió Hasselbacher—, no quiero estar solo.
Pero era imposible darse prisa a esa hora de la tarde. Obispo era un atasco macizo
de tráfico y transcurrió media hora antes de que Wormold llegara hasta el edificio
impersonal en el que vivía Hasselbacher, doce pisos de piedra lívida. Veinte años
antes había sido moderno, pero la nueva arquitectura de acero del barrio Oeste lo
había desplazado y le había quitado brillo. Pertenecía a la época de las sillas tubulares
y lo primero que Wormold vio cuando el doctor Hasselbacher le franqueó la entrada
fue una silla tubular. Eso y un antiguo grabado en colores de un antiguo castillo del
Rin.
El doctor Hasselbacher, igual que su voz, había envejecido de pronto. No era
cuestión de color. Esa piel agrietada y surcada de venillas no podía cambiar más que
la de una tortuga y nada podía blanquear su pelo más que los años, que ya se habían
ocupado de hacerlo. Su expresión era lo que había cambiado. Toda una actitud vital
se había violentado; el doctor Hasselbacher ya no era un optimista. Dijo con
humildad:
—Ha sido muy amable al venir, señor Wormold.
Wormold recordó el día en que el viejo se lo había llevado del Paseo y le había
llenado de copas en el Wonder Bar, hablando incesantemente, cauterizando el dolor
con alcohol, con risas y con una esperanza irresistible. Preguntó:
—¿Qué ha ocurrido, Hasselbacher?
—Entre —respondió el médico.
La sala estaba revuelta por completo; parecía como si un niño malévolo hubiera
puesto manos a la obra entre las sillas tubulares, abriendo esto, desordenando aquello,

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rompiendo unas cosas sí y otras no, según los dictados de un impulso irracional. La
fotografía de un grupo de jóvenes que blandían jarras de cerveza había sido sacada de
su marco y rasgada en cuatro partes; una reproducción en colores de «El caballero
risueño» todavía colgaba en la pared, encima del sofá donde uno de los tres cojines
había sido destripado. El contenido de un armario —cartas viejas y facturas— estaba
esparcido por el suelo y un mechón de pelo muy rubio, atado con un lazo negro, yacía
entre los escombros como un pez extenuado.
—¿Por qué? —preguntó Wormold.
—Esto importa poco —respondió Hasselbacher—, pero venga aquí.
Una habitación pequeña, convertida en laboratorio, había sido convertida una vez
más, ahora en un caos. Un mechero de gas ardía aún entre las ruinas. El doctor
Hasselbacher lo apagó. Cogió un tubo de ensayo; el contenido había sido volcado en
un fregadero. El viejo explicó:
—Usted no podría entenderlo. Estaba tratando de hacer un cultivo de… no
importa. Yo sabía que de esto no saldría nada. Sólo era un sueño. —Se sentó
pesadamente en una alta silla tubular y graduable, que se acortó de improviso bajo su
peso y le dejó caer al suelo. Siempre hay alguien que deja una cáscara de plátano en
el lugar de la tragedia. El doctor Hasselbacher se puso de pie y se sacudió el polvo de
los pantalones.
—¿Cuándo ocurrió?
—Me llamaron por teléfono, un aviso para ir a visitar a un enfermo. Intuí que
había algo equívoco, pero tuve que ir. No podía arriesgarme a no hacerlo. Cuando
regresé, encontré esto.
—¿Quién ha sido?
—No lo sé. Hace una semana me llamó una persona. Un extranjero. Quería que le
ayudara. No se trataba de un trabajo para un médico. Le dije que no. Me preguntó si
mis simpatías estaban con el Este o con el Oeste. Traté de bromear con él. Le dije que
estaban con el centro. —El doctor Hasselbacher agregó, acusador—: Hace unas
semanas usted me hizo la misma pregunta.
—Sólo era una broma, Hasselbacher.
—Lo sé. Perdóneme. Lo peor que hacen es generar todas estas sospechas. —Echó
una mirada al fregadero—. Un sueño infantil. Por supuesto que lo sé. Fleming
descubrió la penicilina gracias a un accidente inspirado. Pero un accidente tiene que
ser inspirado. Un médico viejo de segunda categoría jamás habría tenido un accidente
así, pero no era asunto de ellos, ¿no es verdad?, que yo quisiera soñar.
—No lo entiendo. ¿Qué hay detrás de esto? ¿Algo político? ¿De qué nacionalidad
era ese hombre?
—Hablaba inglés como yo, con un acento extraño. Hoy día en todo el mundo la
gente habla con acentos extraños.
—¿Ha llamado a la policía?
—Que yo sepa —replicó el doctor Hasselbacher— ese hombre era la policía.

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—¿Se llevaron algo?
—Sí. Algunos papeles.
—¿Importantes?
—No tendría que haberlos guardado jamás. Eran viejos, de hace más de treinta
años. Cuando uno es joven se compromete. Nadie tiene una vida totalmente limpia,
señor Wormold. Pero yo pensaba que el pasado era el pasado. Fui demasiado
optimista. Usted y yo no somos como la gente de aquí, no tenemos un confesionario
en el que enterrar un mal pasado.
—Tiene que tener usted alguna idea… ¿Qué harán ahora?
—Incluirme en algún fichero, quizá —respondió el doctor Hasselbacher—.
Tienen que darse importancia. Tal vez en esa ficha me asciendan a sabio atómico.
—¿No puede iniciar de nuevo su experimento?
—Oh, sí. Sí, supongo que sí. Pero, verá usted, nunca creí en esto y ahora se ha ido
por el desagüe. —Abrió el grifo para que un chorro de agua limpiara el fregadero—.
Sólo recordaría toda esta… suciedad. Eso era un sueño, esto es la realidad. —Algo
que parecía un trozo de hongo se atascó en el fregadero; Hasselbacher lo empujó con
sus dedos—. Gracias por haber venido, señor Wormold. Usted es un amigo de
verdad.
—Es tan poco lo que puedo hacer…
—Me ha dejado hablar. Ahora me encuentro mejor. Sólo tengo algo de miedo por
esos papeles. Quizá hayan desaparecido por accidente. Tal vez me hayan pasado
desapercibidos en medio de este desbarajuste.
—Le ayudaré a buscarlos.
—No, señor Wormold. No querría que viera usted nada de lo que pueda
avergonzarme.
Tomaron dos copas juntos entre las ruinas de la sala, y cuando Wormold se
marchó, el doctor Hasselbacher estaba arrodillado a los pies de «El caballero
risueño», barriendo debajo del sofá. Encerrado en su coche, Wormold sintió el
remordimiento mordisqueando en torno a él como un ratón en la celda de una cárcel.
Tal vez muy pronto los dos se acostumbraran el uno al otro y el remordimiento
viniera a comer de su mano. Otras personas parecidas a él habían hecho cosas
semejantes, hombres que permitían que les reclutaran mientras estaban sentados en
un inodoro, que abrían puertas de habitaciones de hotel con llaves ajenas y que
recibían lecciones sobre tinta invisible y sobre usos desconocidos de los Cuentos de
Shakespeare de Lamb. Las bromas siempre tenían otra cara: la cara de la víctima.
Las campanas repicaban en Santo Cristo y las palomas se remontaban desde el
tejado, en la tarde dorada, para describir círculos sobre las tiendas de lotería de la
calle O’Reilley y sobre los bancos de Obispo; niños y niñas pequeños, de sexo casi
tan imposible de diferenciar como los pájaros, salían como un río del Colegio de los
Santos Inocentes, vestidos con sus uniformes negros y blancos y llevando sus
carteritas negras. Su edad los apartaba del mundo adulto de 59 200, y su credulidad

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era de distinta clase. Wormold pensó con ternura: Milly llegará a casa dentro de un
momento. Le alegraba que ella aún fuera capaz de creer cuentos de hadas: una virgen
que daba a luz un niño, un cuadro que lloraba o que decía palabras de amor en la
oscuridad. Hawthorne y todos los de su ralea también eran gente crédula, pero lo que
ellos se tragaban eran pesadillas, historias grotescas de ciencia ficción.
¿Qué sentido tenía participar a medias en el juego? Al menos debía darles algo
que compensara el dinero que le entregaban, algo que pudieran incluir en sus
archivos y que fuera mejor que un informe económico. Escribió un borrador a toda
prisa «Número 1 del 8 de marzo comienza párrafo A en mi último viaje a Santiago he
recibido informes de distintas fuentes acerca de instalaciones militares importantes,
que se construyen en las montañas de Provincia de Oriente punto construcciones
también susceptibles de ser utilizadas contra bandas pequeñas de rebeldes que operan
en la zona punto informes de operaciones de limpieza bajo cobertura de incendios
forestales punto labriegos de varias aldeas reclutados para transportar grandes cargas
de piedras comienza párrafo B en bar de hotel en Santiago conocí piloto Aerolíneas
Cubanas en avanzado estado de ebriedad punto dijo haber observado durante vuelo
La Habana-Santiago amplias plataformas de hormigón demasiado amplias para
tratarse de un edificio párrafo C 59 200/5/3 que me acompañó en viaje a Santiago
llevó a cabo misión peligrosa cerca cuarteles militares en Bayamo e hizo dibujos de
extraña maquinaria que transportaban hacia la selva punto estos dibujos saldrán por
valija párrafo D tengo autorización para pagarle cantidad extra en vista de riesgos
serios de su misión y para suspender por un tiempo trabajo de informe económico,
dada naturaleza inquietante vital de estos informes de Oriente párrafo E tienen datos
acerca Raúl Domínguez piloto Aerolíneas Cubanas a quien propongo reclutar como
59 200/5/4».
Wormold cifró el mensaje con regocijo. Se dijo: «Jamás habría creído que lo
llevaba en la sangre». Pensó con orgullo: 59 200/5 conoce su oficio. Su buen humor
abarcó incluso a Charles Lamb. Eligió para su mensaje la página 217, línea 12: «Pero
correré el telón y mostraré el caso. ¿No está bien hecho?».
Wormold llamó a López, que estaba en la tienda. Le entregó veinticinco pesos y
le dijo:
—Éste es el sueldo del primer mes, por adelantado.
Conocía muy bien a su empleado, de modo que no esperaba su gratitud por los
cinco pesos suplementarios, pero de todas formas se sintió un tanto desconcertado
cuando López le dijo:
—Treinta pesos sería un salario de subsistencia.
—¿Qué significa eso? La agencia ya le paga muy bien.
—Esto va a representar mucho trabajo —dijo López.
—Conque sí, ¿eh? ¿Qué trabajo?
—Servicios personales.
—¿Qué servicios personales?

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—Tiene que haber mucho trabajo por medio o usted no me pagaría estos
veinticinco pesos.
Nunca podía sacar ventaja a López cuando se trataba de una discusión financiera.
—Quiero que me suba una Pila Atómica de las que hay en la tienda —dijo
Wormold.
—No tenemos más que una en el almacén.
—Súbamela.
López suspiró.
—¿Se trata de un servicio personal?
—Sí.
Cuando estuvo a solas, Wormold desarmó la aspiradora en sus distintas partes.
Después se sentó ante su escritorio y comenzó a hacer una serie de dibujos
minuciosos. Se echó atrás en su sillón y contempló sus esbozos del pulverizador
separado del mango flexible de la aspiradora, de la boquilla estrecha, de la boquilla
normal y del tubo telescópico mientras se preguntaba: ¿estaré yendo demasiado lejos?
Se percató de que había olvidado indicar la escala. Trazó un línea y la numeró: una
pulgada equivalía a tres pies. Después, para poder calcular mejor, dibujó un
hombrecito de dos pulgadas de altura bajo la boquilla. Lo vistió púlcramente con un
traje oscuro, un sombrero hongo y un paraguas.
Cuando Milly regresó esa tarde, todavía estaba ocupado, escribiendo su primer
informe con un gran mapa de Cuba extendido sobre el escritorio.
—¿Qué haces, papá?
—Estoy dando el primer paso en una nueva profesión.
Ella miró por encima de su hombro.
—¿Vas a ser autor?
—Sí, de obras de ficción.
—¿Ganarás mucho dinero con eso?
—Una cantidad moderada, Milly, si me aplico al trabajo y escribo con
regularidad. Me propongo escribir un ensayo como éste cada sábado por la tarde.
—¿Serás famoso?
—Lo dudo. A diferencia de la mayoría de los autores, todo el mérito irá a parar a
mis negros.
—¿Tus negros?
—Así es como llaman a los que escriben de verdad mientras el autor se queda con
el dinero. En mi caso, yo haré el trabajo y los negros se llevarán el mérito.
—¿Pero tú tendrás el dinero?
—¡Claro!
—¿O sea que puedo comprarme unas espuelas?
—Sí, desde luego.
—¿Te encuentras bien, papá?

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—¡Jamás he estado mejor! Qué sensación de liberación debiste experimentar al
prender fuego a Thomas Earl Parkman, junior.
—¿Por qué sigues sacando aquello a colación, papá? Ocurrió hace muchos años.
—Porque te admiro por ello. ¿Podrías volver a hacerlo?
—Claro que no. Soy demasiado mayor. Además, no hay chicos en los cursos
superiores. Papá, otra cosa. ¿Puedo comprarme una cantimplora?
—Todo lo que quieras. Espera. ¿Qué vas a poner dentro?
—Limonada.
—Sé una buena chica y alcánzame otro folio. El ingeniero Cifuentes es hombre
de muchas palabras.

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Interludio en Londres

—¿Fue bueno el vuelo? —preguntó el Jefe.


—Un poco de turbulencia sobre las Azores —respondió Hawthorne. En esta
ocasión no había tenido tiempo de quitarse su traje tropical gris pálido; la llamada
urgente le había sorprendido en Kingston y un coche le esperaba en el aeropuerto de
Londres. Se sentó lo más cerca que pudo del radiador, pero de cuando en cuando no
pudo evitar un escalofrío.
—¿Qué extraña flor es ésa que lleva?
Hawthorne se había olvidado de ella. Alzó la mano hasta la solapa.
—Parece como si hubiera sido una orquídea —dijo el Jefe con tono de censura.
—La Pan American nos la dio anoche con la cena —explicó Hawthorne. Se quitó
el lacio harapo color malva y lo puso en el cenicero.
—¿Con la cena? ¡Qué cosa tan rara! —dijo el Jefe—. No sería para mejorar la
calidad de la comida. Personalmente detesto las orquídeas. Son decadentes. Había
alguien, ¿no es verdad?, que las llevaba verdes.
—Me la puse en el ojal sólo para despejar un poco la bandeja. Había tan poco
espacio que entre los panecillos, el champán, la macedonia, la sopa de tomate, el
pollo a la Maryland y el helado…
—Qué horrible mezcla. Tendría usted que viajar en la BOAC.
—No me dio tiempo de hacer una reserva, señor.
—Verá, el asunto es bastante urgente. Usted sabe que nuestro hombre en La
Habana nos ha estado enviando en estos últimos tiempos un material bastante
inquietante.
—Es un buen agente —dijo Hawthorne.
—No lo niego. Querría tener más gente como él. Lo que no alcanzo a comprender
es cómo los americanos no han tropezado con nada de eso todavía.
—¿Les ha preguntado, señor?
—Desde luego que no, no me fío de su discreción.
—Quizá ellos tampoco se fíen de la nuestra.
El Jefe prosiguió:
—Esos dibujos… ¿los ha examinado?

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—No tengo conocimiento del asunto, señor. Los despaché hacia aquí de
inmediato.
—Bien, écheles un vistazo.
El Jefe esparció los dibujos sobre su escritorio. Hawthorne se separó con disgusto
del radiador e inmediatamente se sintió sacudido por un escalofrío.
—¿Se encuentra mal?
—Ayer, en Kingston, la temperatura llegaba a los treinta grados.
—Se le está debilitando la sangre. Una temporada de frío le sentará bien. ¿Qué
piensa de esto?
Hawthorne fijó la mirada en los dibujos. Le recordaban… algo. Se sintió
invadido, sin saber por qué, por una extraña desazón.
—Recordará los informes que llegaron junto con los dibujos —dijo el Jefe—. La
fuente era barra tres. ¿Quién es?
—Creo que el ingeniero Cifuentes, señor.
—Bueno, incluso él quedó desconcertado. A pesar de todos sus conocimientos
técnicos. Transportaban esas máquinas en carros especiales desde los cuarteles del
ejército en Bayamo hasta el límite de la selva. Desde allí seguían con mulas. La
dirección de la marcha: hacia esas inexplicables plataformas de hormigón.
—¿Qué dice el Ministerio del Aire, señor?
—Todos ellos están preocupados, muy preocupados. E interesados, claro.
—¿Qué dicen los de investigación atómica?
—No les hemos mostrado aún los dibujos. Ya sabe usted cómo son esos tipos.
Criticarán los detalles nimios, dirán que todo eso es increíble, que un tubo es
desproporcionado o que apunta en dirección equivocada. No se puede esperar que un
agente que trabaja de memoria reproduzca todos los detalles con exactitud. Quiero
fotografías, Hawthorne.
—Eso es mucho pedir, señor.
—Tenemos que obtenerlas. A cualquier precio. ¿Sabe lo que me ha dicho Savage?
Se lo aseguro, me ha producido una horrible pesadilla. Ha dicho que uno de los
dibujos le hace pensar en una aspiradora gigantesca.
—¡Una aspiradora! —Hawthorne se inclinó y volvió a examinar los dibujos y el
frío le hizo temblar una vez más.
—Le da escalofríos, ¿verdad?
—Pero eso es imposible, señor —se sentía como si estuviera suplicando por
salvar su carrera—. No puede ser una aspiradora, señor. Una aspiradora, no.
—Diabólico, ¿no? —dijo el Jefe—. La inventiva, la simplicidad, la imaginación
demoníaca que supone este trasto —se quitó el monóculo negro y su ojo, de un azul
infantil, captó un rayo de luz y lo hizo bailotear en la pared, por encima del radiador
—. Vea esto, aquí, de un tamaño seis veces mayor que el de un hombre. Como un
pulverizador gigantesco. Y esto… ¿qué le recuerda esto?
Hawthorne dijo desconsolado:

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—Una boquilla para alfombras, de doble dirección.
—¿Qué es eso?
—A veces la traen las aspiradoras.
—Otra vez la aspiradora. Hawthorne, creo que quizá estamos sobre la pista de
algo tan importante que la bomba H puede quedar convertida en una mera arma
convencional.
—¿Y es de desear una cosa así, señor?
—Por supuesto que sí. Nadie se preocupa por las armas convencionales.
—¿Usted qué opina, señor?
—No soy un científico —respondió el Jefe—, pero mire este enorme depósito.
Tiene que ser de la misma altura que los árboles de la selva. Con una enorme boca
abierta en el extremo superior y esta manguera… apenas si la ha indicado. Por lo que
se puede decir, tal vez mida kilómetros… quizá llegue desde las montañas hasta el
mar. Ya sabe usted que según se dice los rusos están trabajando sobre cierta idea, algo
relacionado con la energía solar, con la evaporación del mar. No sé de qué se trata,
pero sé que esto es Algo Grande. Comuníquele a nuestro hombre que necesitamos
fotografías.
—No sé cómo va a poder acercarse lo suficiente…
—Dígale que alquile un avión y que se pierda sobre esa zona. Que no lo haga él,
personalmente, por supuesto, que envíe a barra tres o a barra dos. ¿Quién es barra
dos?
—El profesor Sánchez, señor. Pero le derribarían. Tienen aviones de las fuerzas
aéreas patrullando la zona.
—Sí, ¿eh?
—Para localizar a los rebeldes.
—Eso dicen ellos. Sabe usted, Hawthorne, tengo un presentimiento.
—¿Cuál, señor?
—Creo que los rebeldes no existen. Que son imaginarios. Eso le da al gobierno la
excusa que necesita para imponer una censura sobre la información relativa a esa
zona.
—Espero que esté en lo cierto, señor.
—Sería lo mejor para todos nosotros —dijo el Jefe con excitación— que nos
hubiéramos equivocado. Tengo miedo de estas cosas; las temo, Hawthorne. —Volvió
a ponerse el monóculo y el reflejo se retiró de la pared—. Hawthorne, cuando estuvo
aquí por última vez, ¿habló con la señorita Jenkinson acerca de una secretaria para
59 200 barra 5?
—Sí, señor. No tenía ninguna candidatura especial, pero creía que una chica que
se llama Beatrice podría ser útil.
—¿Beatrice? Detesto eso de los nombres de pila. ¿Está totalmente preparada?
—Sí.

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—Ha llegado el momento de brindar ayuda a nuestro hombre en La Habana. Esto
es demasiado importante para un agente sin entrenamiento y, además, sin ninguna
asistencia. Será mejor que envíe a un radiotelegrafista con ella.
—¿No sería conveniente que fuera yo antes y le viera? Podría ver cómo van las
cosas y hablar con él.
—Malo para la seguridad, Hawthorne. No podemos arriesgarnos a ponerle en
evidencia ahora. Con una radio se podrá comunicar directamente con Londres. No me
gusta esa conexión con el Consulado y a ellos tampoco.
—¿Qué haremos con los informes, señor?
—Tendrá que organizar algún tipo de enlace con Kingston por medio de un
mensajero. Alguno de sus representantes. Envíe instrucciones con la secretaria. ¿La
ha visto ya?
—No, señor.
—Vaya a verla ahora mismo. Asegúrese de que es la persona indicada. Capaz de
entender el aspecto técnico de la cuestión. Tendrá usted que ponerla au fait[**] en
cuanto a su nuevo trabajo. La secretaria vieja tendrá que marcharse. Hable con
administración para que le pasen una pensión razonable hasta que llegue a la edad del
retiro.
—Sí, señor —respondió Hawthorne—. ¿Puedo echar otra mirada a esos dibujos?
—Ah, veo que le interesan. ¿Qué opina usted?
—Esto parece —respondió Hawthorne con tono miserable— un acoplamiento
automático.
Cuando llegó a la puerta, el Jefe volvió a hablarle:
—¿Sabe, Hawthorne?, mucho de esto se lo debemos a usted. Una vez me dijeron
que no sabía usted calibrar a las personas, pero yo mantuve mi propia opinión. Buen
trabajo, Hawthorne.
—Gracias, señor —puso la mano sobre el tirador de la puerta.
—Hawthorne.
—¿Sí, señor?
—¿Encontró aquella vieja libreta de piel negra?
—No, señor.
—Quizá la encuentre Beatrice.

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TERCERA PARTE

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Capítulo 1

Fue una noche que probablemente Wormold no olvidaría jamás. Había decidido
llevar a Milly al Tropicana para celebrar su decimoséptimo cumpleaños. Era un lugar
más inocente que el Nacional, a pesar de los salones de juego por los que tenían que
pasar los visitantes antes de llegar al cabaret. El escenario y la pista de baile estaban
al aire libre. Las chicas del coro desfilaban a una altura de veinte pies, entre las
grandes palmeras, mientras unos focos de luces rosadas y malvas barrían el suelo. Un
hombre, que llevaba un esmoquin azul brillante, cantaba a «Pají» en angloamericano.
Después hicieron desaparecer el piano entre los matorrales y las bailarinas bajaron
como pájaros extraños que surgieran de entre el follaje.
—Parece el Bosque de Arden —dijo Milly, extasiada. La dama de compañía no
estaba: se había marchado a la primera copa de champán.
—Creo que en el bosque de Arden no había palmeras ni tampoco bailarinas.
—Papá, no seas tan literal.
—¿Te gusta Shakespeare? —preguntó el doctor Hasselbacher.
—Shakespeare no… tiene demasiada poesía. Ya sabe, aquello de: «Entra un
mensajero. “Mi señor el Duque avanza por la derecha”. Avancemos con corazón
animoso hacia la brecha».
—¿Es eso de Shakespeare?
—Es parecido a Shakespeare.
—Qué tonterías dices, Milly.
—De todas maneras el bosque de Arden es Shakespeare también, me parece —
dijo el doctor Hasselbacher.
—Sí, pero yo sólo lo he leído en los Cuentos de Shakespeare de Lamb. Le ha
quitado todos los mensajeros y los subduques y la poesía.
—¿Te hacen leer eso en el colegio?
—No, no. He encontrado un ejemplar en la habitación de papá.
—¿Usted lee Shakespeare de esa forma, señor Wormold? —preguntó el doctor
Hasselbacher, con cierta sorpresa.
—No, no. Claro que no. En realidad había comprado ese libro para Milly.
—Entonces, ¿por qué te enfadaste tanto el otro día, cuando te lo cogí?

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—No me enfadé. Es que no me gusta que fisgues por ahí… entre cosas que no te
importan.
—Hablas como si fueras un espía —replicó Milly.
—Milly, querida, no discutamos en el día de tu cumpleaños. Estás descuidando al
doctor Hasselbacher.
—¿Por qué está tan silencioso, doctor Hasselbacher? —preguntó Milly, antes de
beberse su segunda copa de champán.
—Un día tendrás que prestarme los Cuentos de Lamb, Milly. Yo también
encuentro difícil a Shakespeare.
Un hombre de poca estatura, vestido con un uniforme muy estrecho, agitó su
mano en dirección a la mesa de Wormold.
—¿Está preocupado, doctor Hasselbacher?
—¿Por qué iba a preocuparme, Milly querida, el día de tu cumpleaños? Sólo por
tus años, por supuesto.
—¿Son tantos diecisiete?
—Para mí han pasado demasiado deprisa.
El hombre del uniforme estrecho se paró junto a la mesa y saludó con una
inclinación. Tenía la cara picada de viruelas y erosionada como las columnas del
paseo marítimo. Traía una silla que era casi tan grande como él.
—El capitán Segura, papá.
—¿Puedo sentarme? —Se insertó entre Milly y el doctor Hasselbacher sin esperar
la respuesta de Wormold. Agregó—: Me alegro mucho de conocer al padre de Milly.
—Tenía una insolencia fácil y rápida que no daba tiempo de rechazar antes de que se
hubiera producido un nuevo motivo de contrariedad—. Preséntame a tu amigo, Milly.
—El doctor Hasselbacher.
El capitán Segura no prestó la menor atención al doctor Hasselbacher y llenó la
copa de Milly. Llamó a un camarero.
—Tráigame otra botella.
—Estamos a punto de marcharnos, capitán Segura —dijo Wormold.
—Tonterías. Es usted mi invitado. Apenas si han dado las doce.
La manga de Wormold se enredó con una copa. Ésta cayó y se hizo añicos, como
la fiesta del cumpleaños.
—Camarero, otra copa. —Segura comenzó a cantar suavemente «La rosa que
cogí en mi jardín», inclinado hacia Milly dándole la espalda al doctor Hasselbacher.
Milly dijo:
—Te estás portando muy mal.
—¿Muy mal? ¿Contigo?
—Con todos nosotros. Es la fiesta de mi cumpleaños y la da mi padre, no tú.
—¿Tu cumpleaños? Pues entonces tenéis que ser mis invitados. Invitaré a la mesa
a algunas de las bailarinas.
—No queremos bailarinas aquí —replicó Milly.

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—¿He caído en desgracia?
—Sí.
—Ah —exclamó Segura complacido—, eso es porque no he ido a recogerte a la
salida del colegio. Lo que pasa, Milly, es que a veces tengo que poner mi trabajo en
primer lugar. Camarero, dígale al director de la orquesta que toque Cumpleaños feliz.
—No haga eso —ordenó Milly—. ¿Cómo puedes ser tan… ordinario?
—¿Yo? ¿Ordinario? —el capitán Segura se echó a reír con aire de felicidad—. Es
una bromista sin igual —comentó a Wormold—. A mí también me gustan las bromas.
Por eso nos llevamos tan bien.
—Milly me ha dicho que tiene usted una pitillera de piel humana.
—Suele tomarme el pelo con eso. Y yo le digo que con su piel se podría hacer un
bonito…
El doctor Hasselbacher se puso de pie bruscamente y dijo:
—Voy a mirar la ruleta.
—¿Le caigo mal? —preguntó el capitán Segura—. Quizá es un viejo admirador,
¿no, Milly? Un admirador muy viejo, ¡ja!, ¡ja!
—Es un viejo amigo —respondió Wormold.
—Pero usted y yo, señor Wormold, sabemos que no existe la amistad entre un
hombre y una mujer.
—Milly no es aún una mujer.
—Habla usted como un padre, señor Wormold. Ningún padre conoce a su hija.
Wormold miró la botella de champán y la cabeza del capitán Segura. Estaba
malignamente tentado de hacer que ambas se unieran. En una mesa a espaldas del
capitán, una mujer a la que Wormold nunca había visto le dio ánimos con una señal
de grave asentimiento. Tocó la botella de champán y la mujer asintió una vez más.
Tiene que ser tan inteligente como bonita, pensó, para haber leído mi pensamiento
con tanta exactitud. Tuvo envidia a sus acompañantes, dos pilotos de la KLM y una
azafata.
—Ven a bailar, Milly —dijo el capitán Segura—, y demuéstrame que me has
perdonado.
—No quiero bailar.
—Juro que mañana te esperaré a la puerta del convento.
Wormold hizo un pequeño gesto, como si dijera: «no tengo valor; ayúdeme». La
muchacha le miraba con aire serio; le pareció que estaba considerando la situación en
su conjunto y que cualquier decisión que adoptara sería final y exigiría acción
inmediata. La mujer echó soda en su whisky.
—Ven, Milly. No estropees mi fiesta.
—Esta fiesta no es tuya, es de mi padre.
—No sé por qué estás enfadada tanto tiempo. Tienes que comprender que de
cuándo en cuándo debo poner mi trabajo aun por encima de mi pequeña y querida
Milly.

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La muchacha que estaba a espaldas del capitán Segura alteró el ángulo del sifón.
—No —dijo Wormold instintivamente—, no. —El pico del sifón apuntaba hacia
el cuello del capitán Segura. El dedo de la muchacha estaba listo para la acción. Se
sintió herido al pensar que una joven tan bonita le miraba con desdén. Y dijo—: Sí.
Por favor. Sí —y ella disparó el sifón. El chorro de soda se desprendió siseando del
pelo de la nuca del capitán Segura y le bajó por el cuello. Entre las mesas, la voz del
doctor Hasselbacher gritó «bravo». El capitán Segura exclamó:
—¡Coño![*].
—Lo siento —dijo la muchacha—, quería echarle soda a mi whisky.
—¡A su whisky!
—Dimpled Haig —respondió la muchacha. Milly soltó una risita.
El capitán Segura se inclinó con rigidez. De su talla no se podía deducir su
peligrosidad, del mismo modo que no se puede deducir el efecto de una bebida fuerte.
El doctor Hasselbacher dijo:
—Se le ha vaciado el sifón, señora, permítame que le traiga otro. —Los
holandeses de la mesa susurraron algo entre sí, incómodos.
—Creo que no se me debería confiar otro —dijo la joven.
El capitán Segura logró esbozar una sonrisa, que parecía salir de donde no
correspondía, como la pasta de dientes cuando se rompe el tubo. El capitán dijo:
—Es la primera vez que me disparan por la espalda. Estoy contento de que haya
sido una mujer. —Se había recuperado admirablemente; el agua goteaba todavía de
su cabello y tenía el cuello de la camisa empapado. Agregó—: En otras
circunstancias le habría ofrecido un partido de desquite, pero es tarde y debo ir a la
jefatura. ¿Volveré a verla?
—He venido a quedarme en La Habana.
—¿De vacaciones?
—No. A trabajar.
—Si tiene alguna dificultad con su permiso —replicó el policía con tono ambiguo
—, venga a verme. Buenas noches, Milly. Buenas noches, señor Wormold. Le diré al
camarero que son mis invitados. Pidan lo que les apetezca.
—Ha hecho una salida digna —comentó la muchacha.
—Fue un digno disparo.
—Pegarle con una botella de champán hubiera sido un poco exagerado. ¿Quién
es?
—Mucha gente le llama el Buitre Rojo.
—Tortura a los presos —agregó Milly.
—Al parecer me he hecho buena amiga suya.
—Yo no estaría tan seguro —comentó el doctor Hasselbacher.
Unieron las dos mesas. Los dos pilotos saludaron con una inclinación de la
cabeza y dieron unos nombres imposibles de pronunciar. El doctor Hasselbacher,
lleno de espanto, dijo a los holandeses:

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—Están bebiendo Coca-Cola.
—Es el reglamento. Salimos a las 3:30 para Montreal.
Wormold dijo:
—Si va a pagar el capitán Segura, bebamos más champán. Y Coca-Cola.
—Creo que no puedo tomar más Coca-Cola, ¿y tú, Hans?
—Yo me tomaría una ginebra Bols —respondió el piloto más joven.
—No podéis beber Bols hasta que estéis en Amsterdam —dijo con tono firme la
azafata.
El piloto joven susurró al oído de Wormold:
—Quiero casarme con ella.
—¿Con quién?
—Con la señorita Pfunk —por lo menos así fue como sonó el nombre.
—¿Ella no quiere?
—No.
El holandés de más edad declaró:
—Tengo mujer y tres hijos. —Se desabrochó el bolsillo del pecho—. Aquí tengo
sus fotos.
Tendió a Wormold una tarjeta en colores de una chica con un jersey amarillo muy
ceñido y unos pantaloncitos cortos, que se ajustaba unos patines a los pies. El jersey
llevaba la inscripción «Mamba Club», y debajo de la fotografía Wormold leyó:
«Diversión garantizada. Cincuenta preciosas chicas. No estará solo».
—Creo que se ha equivocado de foto —dijo Wormold.
La muchacha, que tenía el cabello castaño y, según parecía a la luz incierta del
Tropicana, ojos color avellana, dijo:
—Vamos a bailar.
—No se me da muy bien.
—No importa, ¿no?
La arrastró por la pista. La chica comentó:
—Ya veo lo que quería decir. Se supone que esto es una rumba. ¿Es ésa su hija?
—Sí.
—Es muy guapa.
—¿Acaba de llegar?
—La tripulación del avión decidió divertirse esta noche y me vine con ellos. No
conozco a nadie aquí. —La cabeza de la joven le llegaba al mentón y podía oler su
cabello, que le tocaba los labios cuando se movían. Sintió una vaga decepción al ver
que llevaba anillo de casada.
—Me llamo Severn, Beatrice Severn.
—Yo me llamo Wormold.
—Entonces soy su secretaria —respondió la muchacha.
—¿Qué dice? Yo no tengo secretaria.
—Sí. ¿No le avisaron de que estaba en camino?

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—No. —No preguntó a quiénes se refería.
—Yo misma le envíe un telegrama.
—Recibí uno la semana pasada… pero no logré entender lo que decía.
—¿Qué edición tiene de los Cuentos de Lamb?
—La de Everyman.
—¡Maldita sea! Se equivocaron al darme la edición. Supongo que ese telegrama
fue una catástrofe. De todas maneras, estoy contenta de haberle encontrado.
—Yo también. Y un poco sorprendido, desde luego. ¿Dónde se aloja usted?
—Esta noche en el Inglaterra y luego pensé que me mudaría.
—¿Adónde?
—A su oficina, por supuesto. No me importa dormir en cualquier sitio. Siempre
podré echar un sueñecito en alguno de los despachos.
—No hay ninguno. Es una oficina muy pequeña.
—Pero tendrá un despacho para su secretaria.
—Nunca he tenido secretaria, señora Severn.
—Llámeme Beatrice. Se supone que es conveniente para la seguridad.
—¿La seguridad?
—Es un problema que no haya despacho para una secretaria. Vamos a sentarnos.
Un hombre, que llevaba un esmoquin negro normal, en medio de los árboles
selváticos, como un funcionario inglés, cantaba:

«Hombres cuerdos os rodean,


viejos amigos de la familia.
Dicen que la Tierra es redonda
y a mi locura ofenden.
La naranja tiene pipas, dicen,
y la manzana piel.
Yo digo que la noche es día
y no me empeño en la porfía.
Por favor, no creáis…».

Se sentaron a una mesa vacía, al fondo del salón de juego. Se oía el hipar de las
bolas de las ruletas. La joven tenía otra vez la mirada seria, un poco tímida, como una
muchachita con su primer vestido largo. De pronto dijo:
—Si hubiera sabido que era su secretaria, no le habría echado ese chorro de sifón
al policía… sin que usted me lo ordenara.
—No se preocupe.
—Me han mandado para que le haga las cosas más fáciles. No más difíciles.
—El capitán Segura no importa.
—Verá usted, he tenido una preparación muy completa. He hecho los cursos de
codificación y de microfotografía. Puedo hacerme cargo del contacto con sus agentes.
—¡Oh!

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—Ha trabajado tan bien que están ansiosos de que no se arriesgue a caer en flor.
No importaría mucho que cayera yo.
—No quiero que usted caiga en flor. Con que florezca a medias ya estaría bien.
—No le entiendo.
—Pensaba en las rosas.
Beatrice prosiguió:
—Como el telegrama estaba mutilado, usted ni siquiera tiene idea de la existencia
del radiotelegrafista.
—No.
—También está en el Inglaterra. Mareado. Tendremos que buscarle un sitio
también.
—Si se encuentra mal quizá…
—Puede hacerle ayudante del contable. También está preparado para eso.
—Pero si no necesito un ayudante de contable. Ni siquiera tengo contable.
—No se preocupe. Yo lo arreglaré todo mañana por la mañana. Para eso he
venido.
—Hay algo en usted —comentó Wormold— que me recuerda a mi hija. ¿Hace
novenas?
—¿Qué es eso?
—¿No lo sabe? ¡Gracias a Dios!
El hombre vestido de esmoquin terminaba su canción:

«Digo que el invierno es mayo


y no me empeño en la porfía».

Las luces cambiaron de azul a rosa y las bailarinas reaparecieron para situarse allá
arriba entre las palmeras. Los dados resonaban en las mesas de juego y Milly y el
doctor Hasselbacher se abrieron paso, felices, hacia la pista de baile. Era como si su
cumpleaños se hubiera reconstituido a base de fragmentos rotos.

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Capítulo 2

1
A la mañana siguiente Wormold se levantó temprano. Tenía algo de resaca, a
causa del champán, y la irrealidad de la noche en el Tropicana abarcaba la mañana en
la oficina. Beatrice le había dicho que estaba trabajando bien y ella era el vocero de
Hawthorne y de «esa gente». Sentía cierta decepción al pensar que, como Hawthorne,
pertenecía al mundo imaginario de sus agentes. Sus agentes…
Se sentó ante su fichero. Tenía que hacer que sus fichas parecieran lo más
verosímiles posible antes de que llegara Beatrice. Algunos de los agentes, ahora, le
parecían estar en el límite de lo improbable. El profesor Sánchez y el ingeniero
Cifuentes estaban muy comprometidos y no podría deshacerse de ellos; se habían
llevado casi doscientos pesos para gastos. López también era inamovible. El piloto
borracho de las Aerolíneas Cubanas había recibido una bonita bonificación de
quinientos pesos por la historia de la construcción en las montañas, pero quizá
pudiera deshacerse de él aduciendo que era poco seguro. Estaba el ingeniero del Juan
Belmonte al que había visto bebiendo en Cienfuegos: era un personaje bastante
verosímil y sólo se llevaba setenta y cinco pesos al mes. Pero de otros temía que no
superaran una inspección atenta: Rodríguez, por ejemplo, descrito en su ficha como
un rey de los night-clubs, y Teresa, una bailarina del teatro Shanghai a la que había
fichado como amante a la vez del ministro de Defensa y del director de Correos y
Telégrafos (no era extraño que Londres no hubiera hallado antecedentes de Rodríguez
ni de Teresa). Estaba en condiciones de hacer desaparecer a Rodríguez, porque
cualquiera que llegara a conocer bien La Habana cuestionaría, sin duda, su existencia
antes o después. Pero no toleraba la idea de deshacerse de Teresa. Era su única espía
femenina, su Mata Hari. Resultaba poco probable que su nueva secretaria visitara el
Shanghai, donde se exhibían cada noche tres películas pornográficas, entre números
de baile con intérpretes desnudos.
Milly se sentó a su lado.
—¿Qué fichas son ésas? —preguntó.
—Clientes.
—¿Quién era esa chica de anoche?

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—Va a ser mi secretaria.
—Te estás volviendo muy importante.
—¿Te gusta?
—No lo sé. No me diste oportunidad de hablar con ella. Estabas demasiado
ocupado bailando y ligando.
—Yo no ligaba.
—¿Quiere casarse contigo?
—¡No, por Dios!
—¿Y tú quieres casarte con ella?
—Milly, un poco de sensatez. Apenas si la conocí anoche.
—Marie, una niña francesa que está en el convento, dice que todos los amores
verdaderos son un coup de foudre.
—¿Ésas son las cosas de que habláis en el convento?
—Naturalmente. Es el futuro, ¿no? Aún no tenemos un pasado para hablar,
aunque sor Agnes sí lo tenga.
—¿Quién es sor Agnes?
—Ya te he hablado de ella. Es la que siempre está triste y es encantadora. Marie
dice que cuando era joven tuvo un coup de foudre desdichado.
—¿Ella le dijo eso a Marie?
—No, claro que no. Pero Marie lo sabe. Ella misma ha tenido dos coups de
foudre. Se producen así, de pronto, como caídos del cielo.
—Soy lo bastante viejo como para estar a cubierto.
—No. Un señor mayor, casi de cincuenta años, tuvo un coup de foudre por la
madre de Marie. Estaba casado, como tú.
—Vaya, mi secretaria también está casada, o sea que no pasará nada.
—¿Está casada de verdad o es una viuda encantadora?
—No lo sé. No se lo he preguntado. ¿Piensas que es encantadora?
—Mucho, en cierto sentido.
López gritó desde el pie de la escalera.
—Aquí está una señora. Dice que la está esperando.
—Que suba.
—Pienso quedarme —advirtió Milly.
—Beatrice, le presento a Milly.
Sus ojos, observó, tenían el mismo color que la noche anterior y otro tanto ocurría
con el cabello; después de todo, no había sido el efecto del champán y de las
palmeras. Wormold pensó: parece una mujer real.
—Buenos días. Espero que haya pasado bien la noche —dijo Milly, con la voz de
la dama de compañía.
—He tenido sueños terribles —echó una mirada a Wormold, al fichero y a Milly.
Agregó—: Anoche lo pasé muy bien.
—Estuvo estupenda con el sifón —respondió Milly, generosa—, señorita…

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—Señora Severn. Pero llámeme, Beatrice, por favor.
—¿Está casada? —preguntó Milly con fingida curiosidad.
—Estuve casada.
—¿Murió?
—No, que yo sepa. Digamos que se esfumó.
—Oh.
—Suele ocurrir con esa clase de hombres.
—¿Qué clase de hombre era?
—Milly, ya tenías que haberte ido. No está bien que preguntes a la señora
Severn… Beatrice…
—A mi edad —replicó Milly—, hay que aprender de la experiencia ajena.
—Tienes razón. Supongo que tú definirías su tipo como intelectual y sensible. A
mí me parecía muy guapo; tenía la cara de esos pichoncitos que miran fuera del nido
en una de esas películas de naturaleza, con las plumas esponjadas en torno a la nuez
de Adán, una nuez de Adán bastante grande. Lo malo fue que a los cuarenta todavía
conservaba el aspecto de pichoncito. Las chicas se enamoraban de él. Solía ir a las
conferencias de la UNESCO en Venecia, Viena y sitios así. ¿Tiene una caja fuerte,
señor Wormold?
—No.
—¿Qué ocurrió? —preguntó Milly.
—Oh, tuve que calarle bien. Lo digo en el sentido literal, sin ninguna mala
intención. Era muy delgado y cóncavo y se volvió algo así como transparente.
Cuando le miraba podía ver a todos los delegados sentados allí dentro, entre sus
costillas, y al orador principal levantándose y diciendo: «la libertad es importante
para los escritores de ficción». A la hora del desayuno resultaba extraño.
—¿Y no sabe si sigue vivo?
—El año pasado aún vivía, porque vi en los periódicos que había presentado una
ponencia sobre «El intelectual y la bomba de hidrógeno», en Taormina. Tendría que
tener una caja fuerte, señor Wormold.
—¿Por qué?
—No puede dejar las cosas por ahí. Además, es lo que se espera de un
comerciante chapado a la antigua, como usted.
—¿Quién ha dicho que soy un comerciante chapado a la antigua?
—Es la impresión que tienen en Londres. Iré a comprarle una caja fuerte ahora
mismo.
—Me marcho —dijo Milly—. ¿Te portarás bien, verdad papá? Ya sabes lo que
quiero decir.

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Aquel resultó ser un día agotador. Primero, Beatrice salió y compró una caja
fuerte muy grande y con cierre de seguridad, que exigió un camión y seis hombres
para transportarla. Rompieron el pasamanos y un cuadro mientras la subían por la
escalera. En la calle se agolpó una muchedumbre que incluía varios niños novilleros
de la escuela contigua a la tienda, dos hermosas negras y un policía. Cuando
Wormold se quejó de que aquello le ponía en evidencia, Beatrice le replicó que la
mejor manera de hacerse notar era tratar de pasar desapercibido.
—Por ejemplo, ese sifonazo —explicó—. Todos me recordarán como la mujer
que le echó el sifón al policía. Ya nadie preguntará quién soy. Saben la respuesta.
Mientras luchaban con la caja fuerte, aparcó frente a la tienda un taxi y un joven
descendió para descargar la maleta más grande que Wormold había visto en su vida.
—Es Rudy —dijo Beatrice.
—¿Quién es Rudy?
—Su ayudante de contable. Le hablé de él anoche.
—Gracias a Dios parece que he olvidado algo de lo de anoche —comentó
Wormold.
—Pasa, Rudy, y siéntate.
—Es inútil decirle que pase —dijo Wormold—. ¿Qué pase adónde? No tenemos
habitación para él.
—Puede dormir en el despacho —respondió Beatrice.
—No hay espacio suficiente para una cama, la caja fuerte y mi escritorio.
—Compraré un escritorio más pequeño. ¿Cómo estás del mareo, Rudy? Éste es el
señor Wormold, el jefe.
Rudy era muy joven y muy pálido y tenía los dedos manchados de amarillo por la
nicotina o algún ácido. A modo de saludo dijo:
—Anoche vomité dos veces, Beatrice. Han roto una lámpara Roentgen.
—Eso no importa ahora. Nos ocuparemos de arreglar los detalles preliminares. Ve
a comprar una cama plegable.
—Ahora mismo —respondió Rudy antes de desaparecer.
Una de las negras se acercó a Beatrice y anunció:
—Soy inglesa.
—Yo también —le respondió Beatrice—. Me alegro de conocerla.
—Tú eres la chica que le echó agua al capitán Segura, ¿no?
—Más o menos. En realidad le solté un chorro de sifón.
La negra se volvió y explicó eso a la muchedumbre, en español. Varias personas
aplaudieron. El policía se apartó, con aspecto de encontrarse incómodo. La negra
declaró:
—Eres estupenda, chica.
—Tú también —respondió Beatrice—. Échame una mano con esta maleta. —
Lucharon con la maleta de Rudy, empujándola y arrastrándola.

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—Perdón —dijo un hombre, en medio del grupo, abriéndose paso a codazos—,
perdón, señorita, escúcheme.
—¿Qué quiere? —le preguntó Beatrice—. ¿No ve que estamos ocupados? Pida
hora.
—Sólo quiero comprar una aspiradora.
—Ah, una aspiradora. Será mejor que entre en la tienda. ¿Puede pasar por encima
de la maleta?
Wormold llamó a López:
—Atiéndale. Y por el amor de Dios, trate de venderle una Pila Atómica. Aún no
hemos vendido ni una.
—¿Vas a vivir aquí? —preguntó la negra.
—Voy a trabajar aquí. Gracias por tu ayuda.
—Los ingleses tenemos que ser solidarios —afirmó la negra.
Los hombres que habían instalado la caja fuerte bajaron escupiéndose las manos y
restregándoselas en los tejanos para demostrar cuánto habían trabajado. Wormold les
dio una propina. Después subió y arrojó una mirada lúgubre a su despacho. El
problema principal era que había espacio suficiente para una cama plegable, cosa que
le impedía esgrimir ninguna excusa. De modo que dijo:
—Aquí no hay sitio para que Rudy guarde su ropa.
—Rudy está acostumbrado a vivir sin comodidades. En todo caso, está su
escritorio. Puede ponerse el contenido de los cajones en la caja fuerte y así Rudy
guardará en ellos su ropa.
—Nunca he usado una caja fuerte con combinación.
—Es facilísimo. Tiene que elegir tres cifras que luego pueda recordar. ¿Cuál es el
número de su casa?
—No lo sé.
—Bueno, entonces su número de teléfono… No, no es seguro. Eso es lo que
probaría un ladrón. ¿En qué año nació?
—En 1914.
—¿Y el día?
—Seis de diciembre.
—Bueno, entonces digamos 19-6-14.
—No me acordaré.
—Claro que sí. No puede olvidarse de su cumpleaños. Ahora mire lo que tiene
que hacer. Da vueltas al botón en dirección contraria a las agujas del reloj, cuatro
veces; después hacia adelante hasta el 19, en dirección de las agujas del reloj tres
veces, sigue hasta el 6, en dirección contraria a las agujas del reloj dos veces,
adelante hasta el 14, la hace girar y ya está cerrada. Luego la abre de la misma
manera… 19-6-14 y ¡ya está! —Dentro de la caja fuerte había un ratón muerto.
Beatrice dijo—: Viene mal de fábrica. Debían haberme hecho una rebaja.

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Comenzó a deshacer la maleta de Rudy; sacó recambios y piezas de un equipo de
radio, baterías, equipo de filmación y misteriosas lámparas envueltas en calcetines.
Wormold preguntó:
—¿Cómo pudieron pasar todo eso por la aduana?
—No pasamos por la aduana. 59 200 barra cuatro barra cinco nos lo trajo desde
Kingston.
—¿Quién es?
—Un contrabandista. Hace contrabando de cocaína, opio y marihuana. Tiene
untados a todos los aduaneros. Esta vez creyeron que llevaba la mercancía habitual.
—Mucha droga se necesitaría para llenar esa maleta.
—Sí. Tuvimos que pagar una buena cantidad.
Acomodó todo con rapidez y pulcritud después de vaciar los cajones del
escritorio dentro de la caja. Y comentó:
—Las camisas de Rudy se arrugarán un poco. Pero no importa.
—A mí no.
—¿Qué es esto? —preguntó mientras cogía las fichas que Wormold había estado
examinando.
—Mis agentes.
—¿Usted las deja aquí, sobre el escritorio?
—No, de noche las guardo bajo llave.
—No tiene usted mucha idea de lo que es seguridad, ¿verdad? —Echó una ojeada
a una de las fichas—. ¿Quién es Teresa?
—Baila desnuda.
—¿Totalmente desnuda?
—Sí.
—Muy interesante para usted. Londres quiere que me haga cargo del contacto con
sus agentes. ¿Me presentará a Teresa en algún momento en que esté vestida?
Wormold dijo:
—Creo que no querrá trabajar para una mujer. Ya sabe usted cómo son estas
chicas.
—Yo no lo sé. Usted sí. Ah, el ingeniero Cifuentes. Londres tiene muy buen
concepto de él. No me dirá que no quiere trabajar para una mujer.
—No habla inglés.
—Tal vez yo pueda aprender español. Sería una buena cosa para despistar, tomar
clases de español. ¿Es tan guapo como Teresa?
—Está casado con una mujer muy celosa.
—Creo que sabría cómo tratarla.
—La idea es absurda, por la edad de él.
—¿Cuántos años tiene?
—Sesenta y cinco. Además, las mujeres ni le miran por la tripa que tiene. Le
preguntaré acerca de las clases de español, si usted quiere.

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—No hay prisa. De momento lo dejaremos. Podría comenzar con este otro. El
profesor Sánchez. Me acostumbré a los intelectuales con mi marido.
—Tampoco habla inglés.
—Quizá hable francés. Mi madre era francesa. Yo soy bilingüe.
—No sé si habla o no francés. Se lo preguntaré.
—Mire, no debería tener todos estos nombres escritos así, en clair, en las fichas.
Suponga que el capitán Segura le investigara. Me espanta la idea de que despellejaran
la tripa del ingeniero Cifuentes para hacer una pitillera. Sólo tiene que anotar los
detalles suficientes debajo de su símbolo para recordarlos: 59 200 barra 5 barra 3,
mujer celosa y tripa. Yo se las escribiré y después quemaré las suyas. Maldita sea.
¿Dónde están los trozos de celuloide?
—¿Trozos de celuloide?
—Para poder quemar papeles a toda prisa. Ah, supongo que Rudy los habrá
metido entre sus camisas.
—Qué cantidad de chucherías llevan ustedes a todas partes.
—Ahora tendremos que preparar el cuarto oscuro.
—No tengo un cuarto oscuro.
—Nadie lo tiene en estos tiempos. Pero he venido preparada. Cortinas para
producir una oscuridad total y una bombilla roja. Y un microscopio, desde luego.
—¿Para qué quiere un microscopio?
—Para la microfotografía. Ya sabe usted, si hay algo urgente de verdad, que no
pueda poner en un telegrama, Londres quiere que nos comuniquemos directamente
para ahorrar el tiempo que lleva la correspondencia por vía Kingston. Podemos enviar
una microfotografía en una carta normal. Usted la pega en el lugar de un punto y ellos
sumergen la carta en agua hasta que ese punto se despega. Supongo que usted
escribirá cartas a Inglaterra alguna vez. ¿Cartas de negocios…?
—Ésas las envío a Nueva York.
—¿A sus amigos, a sus parientes?
—He perdido el contacto en los últimos diez años. Con excepción de mi hermana.
Envío tarjetas de Navidad, eso sí.
—Quizá no podamos esperar hasta las Navidades.
—Algunas veces envío sellos de correo a mi sobrino.
—Eso está muy bien. Podremos poner una microfotografía en la parte posterior
de alguno de esos sellos.
Rudy subía pesadamente por la escalera, cargado con su cama plegable y el
cuadro volvió a caer y a romperse. Beatrice y Wormold se retiraron a la habitación
contigua para dejar espacio libre a Rudy; se sentaron sobre la cama de Wormold. Se
oyeron ruidos de cosas que chocaban y golpeaban y algo se rompió.
—Rudy no es muy mañoso —comentó Beatrice. Su mirada vagó por la habitación
—. Ni una sola fotografía. ¿No tiene vida privada?
—Creo que no mucha. Excepto Milly y el doctor Hasselbacher.

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—A Londres no le gusta el Hasselbacher.
—Londres puede irse al diablo —respondió Wormold. De pronto sintió el deseo
de describirle las ruinas del piso del doctor Hasselbacher y la destrucción de sus
inútiles experimentos. Pero dijo—: La gente como sus compañeros de Londres es la
que… Lo siento. Usted es uno de ellos.
—También usted.
—Sí, claro, también yo.
Rudy anunció desde la habitación contigua:
—Ya lo he arreglado.
—Ojalá usted no fuera uno de ellos —afirmó Wormold.
—Es una forma de ganarse la vida —respondió Beatrice.
—No es una forma real de ganarse la vida. Tanto espionaje. ¿Qué espían? Unos
agentes secretos que descubren lo que ya saben todos…
—O que lo inventan —agregó Beatrice. Wormold contuvo la respiración y ella
prosiguió con su tono normal de voz—. Hay muchos otros trabajos que no son reales.
Diseñar una nueva caja de plástico para el jabón, hacer pirograbados humorísticos
para las tabernas, inventar slogans publicitarios, ser miembro del Parlamento, hablar
en las conferencias de la UNESCO… Pero el dinero es real. Lo que ocurre después
del trabajo sí es real. Quiero decir que su hija es real y que su cumpleaños es real.
—¿Qué hace usted después del trabajo?
—Poca cosa ahora, pero cuando estaba enamorada… íbamos al cine y tomábamos
café en los bares, y en las noches de verano nos sentábamos en el parque.
—¿Qué ocurrió?
—Para que algo sea real hacen falta dos personas. Él representaba todo el tiempo.
Pensaba que era un amante excepcional. A veces yo casi deseaba que fuera impotente
una temporada, para que perdiera esa confianza. No se puede estar enamorado y estar
tan seguro como estaba él. Si se está enamorado se teme perderlo todo, ¿verdad? —
Se detuvo y agregó—: Diablos, ¿por qué le estaré contando todo esto? Será mejor que
empecemos a hacer microfotografías y a codificar cables. —Echó una mirada a través
del vano de la puerta—. Rudy se ha echado en la cama. Debe estar mareado otra vez.
—¿Puede uno estar mareado tanto tiempo? ¿No tiene una habitación donde no
haya una cama? Las camas siempre hacen hablar. —Beatrice abrió otra puerta—. La
mesa puesta para la comida. Carne fría y ensalada. Dos cubiertos. ¿Quién prepara
todo esto? ¿Un hada?
—Viene una mujer dos horas todas las mañanas.
—¿Y ese otro cuarto?
—Es la habitación de Milly. También tiene una cama.

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Capítulo 3

1
La mirara por donde la mirase, la situación era incómoda. Wormold había
adquirido la costumbre de cobrar ciertos gastos ocasionales a nombre del ingeniero
Cifuentes y del profesor y un sueldo mensual para sí mismo, para el ingeniero del
Juan Belmonte y para Teresa, la que bailaba desnuda. Al piloto borracho, en general,
le pagaba en whisky. El dinero que Wormold acumulaba iba a dar a una cuenta de
ahorros: algún día se convertiría en la dote de Milly. Para justificar esas pagas,
naturalmente, tenía que redactar un número regular de informes. Con ayuda de un
mapa detallado, el número semanal del Time, que dedicaba un generoso espacio a
Cuba en su sección sobre el hemisferio occidental, varias publicaciones económicas
distribuidas por el gobierno y, sobre todo, con ayuda de su imaginación, había podido
pergeñar al menos un informe semanal y, hasta la llegada de Beatrice, había
reservado las tardes de los sábados para esta tarea. El profesor era la autoridad en
economía, el ingeniero Cifuentes se ocupaba de las misteriosas construcciones de las
montañas de la Provincia de Oriente (sus informes unas veces eran confirmados y
otras desmentidos por el piloto de la Cubana, contradicción que les daba sabor de
autenticidad). El ingeniero jefe proporcionaba descripciones de las condiciones de
trabajo en Santiago, Matanzas y Cienfuegos e informaba acerca de una creciente
inquietud en el seno de la Marina. En cuanto a la bailarina, brindaba unos detalles
picantes de las vidas privadas y de las excentricidades sexuales del ministro de la
Defensa y del director de Correos y Telégrafos. Sus informes eran muy similares a los
artículos acerca de las estrellas del cine publicados en Confidential, porque en ese
campo la imaginación de Wormold no era demasiado fuerte.
Ahora que Beatrice estaba allí, Wormold tenía otros motivos de preocupación,
además de sus ejercicios de las tardes de los sábados. No sólo estaba el curso básico
en microfotografía, que Beatrice insistía en darle; también estaban los cables que
tenía que inventarse para mantener contento a Rudy; y cuantos más cables enviaba,
más cables recibía. Ahora, cada semana, Londres le fastidiaba pidiéndole fotografías
de las instalaciones en Oriente y cada semana Beatrice se mostraba más impaciente
por hacerse cargo del contacto con sus agentes. Iba contra todas las reglas, aseguraba

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ella, que el jefe de una sección se entrevistara con sus propias fuentes. Un día la llevó
a cenar al Club de Campo y la mala suerte quiso que llamaran al ingeniero Cifuentes
en voz alta. Un hombre muy alto, delgado y bizco se levantó en una mesa cercana.
—¿Es ése Cifuentes? —preguntó Beatrice con tono cortante.
—Sí.
—Pero usted me dijo que tenía sesenta y cinco años.
—Está muy joven para su edad.
—Y me dijo que tenía tripa.
—Tripa no, «trizca». Es como llaman aquí a la bizquera —se había salvado por
un pelo.
Después de aquello, Beatrice comenzó a interesarse por un personaje más
romántico, producto de la imaginación de Wormold: el piloto de la Cubana. Trabajó
con entusiasmo para completar la ficha personal del piloto y preguntó hasta los
detalles más mínimos. Raúl Domínguez, por cierto, era un caso patético. Su mujer
había muerto en una masacre durante la guerra civil española y había perdido la fe en
ambos bandos, sobre todo en sus amigos, los comunistas. Cuantas más preguntas
hacía Beatrice, más se desarrollaba la personalidad del piloto y más ansiosa se
mostraba por conocerle. Algunas veces Wormold sentía el aguijonazo de los celos y
trataba de ennegrecer la figura de Raúl.
—Se bebe una botella de whisky diaria —afirmaba.
—Es su forma de escapar de la soledad y los recuerdos —replicaba Beatrice—.
¿Usted nunca ha querido escapar?
—Supongo que todos lo hacemos alguna vez.
—Yo sé lo que es esa soledad —replicaba Beatrice, compasiva—. ¿Bebe todo el
día?
—No. La peor hora es las dos de la madrugada. Cuando se despierta, no puede
dormir de tanto pensar, y se pone a beber. —Wormold estaba asombrado de ver con
cuánta presteza podía responder a cualquier pregunta acerca de sus personajes;
parecían vivir en el umbral de su conciencia: sólo tenía que encender una luz y allí
estaban, congelados en alguna de sus actitudes características. Poco después de la
llegada de Beatrice fue el cumpleaños de Raúl y Beatrice sugirió que le enviaran una
caja de champán.
—No la tocaría —dijo Wormold, sin saber por qué—. Sufre de acidez. Si bebe
champán le salen manchas en la piel. En cambio, el profesor no bebe otra cosa.
—Tiene gustos caros.
—Tiene gustos corrompidos —replicó Wormold sin reflexionar—. Prefiere el
champán español —algunas veces le daba miedo comprobar cómo crecían esas
personas, en la oscuridad, sin su conocimiento. ¿Qué hacía Teresa allí, fuera de su
vista? No quería pensarlo. Sus descripciones desvergonzadas de lo que era su vida
con dos amantes a veces le escandalizaban. Pero su problema inmediato era Raúl.

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Había momentos en que Wormold pensaba que todo habría sido más fácil si hubiera
reclutado agentes verdaderos.
Wormold siempre pensaba mejor durante el baño. Una mañana, mientras se
concentraba con todas sus fuerzas, oyó unos ruidos indignados, un puño que golpeaba
en la puerta muchas veces y alguien que bajaba a toda velocidad por la escalera, pero
había llegado uno de sus momentos de creación y no prestó atención al mundo que se
abría más allá del vapor de agua de la bañera. La Cubana de Aviación había
despedido a Raúl por borracho. Estaba desesperado y sin trabajo; se había producido
una entrevista desagradable entre él y el capitán Segura, que le había amenazado…
—¿Se encuentra usted bien? —gritó Beatrice desde fuera—. ¿Se está muriendo?
¿Tengo que derribar la puerta?
Él se lió una toalla a la cintura y salió a su habitación, que ahora hacía las veces
de despacho.
—Milly se ha marchado furiosa —le explicó Beatrice—. No ha podido bañarse.
—Éste es uno de esos momentos —anunció Wormold— que pueden cambiar el
curso de la historia. ¿Dónde está Rudy?
—Ya sabe que le dio libre el fin de semana.
—No importa. Tendremos que enviar el cable a través del Consulado. Traiga el
código.
—Está en la caja fuerte. ¿Cuál es la combinación? Su cumpleaños…, ¿no? ¿El 6
de diciembre?
—Lo cambié.
—¿Su cumpleaños?
—No, no. El número de la combinación, desde luego —y agregó con tono
sentencioso—: Cuantas menos personas conozcan la combinación tanto mejor para
todos nosotros. Con Rudy y conmigo basta. Es la disciplina, ya sabe usted, lo que
cuenta. —Fue hasta la habitación de Rudy y empezó a hacer girar la cerradura de la
caja: cuatro veces a la izquierda, tres veces pensativamente hacia la derecha. La toalla
se deslizaba a cada instante—. Además, cualquiera podría descubrir la fecha de mi
cumpleaños en mi carnet de identidad. Es poco seguro. El tipo de número que
primero se les ocurriría probar.
—Adelante —dijo Beatrice—, otra vuelta más.
—Éste es un número que nadie podría descubrir. Absolutamente seguro.
—¿A qué está esperando?
—Debo de haber cometido algún error. Tendré que empezar de nuevo.
—Desde luego que esta combinación parece muy segura.
—Por favor, no me mire. Me pone nervioso. —Beatrice se alejó, se puso de cara a
la pared y dijo:
—Dígame cuándo puedo volverme.
—¡Qué raro! Este maldito cacharro debe estar averiado. Llame por teléfono a
Rudy.

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—No puedo. No sé dónde se aloja. Se fue a Varadero, a la playa.
—¡Maldita sea!
—Quizá si me dijera cómo se le ocurrió el número, si pudiera decirlo
recordando…
—Era el número de teléfono de mi tía abuela.
—¿Dónde vive?
—En el 95 de Woodstock Road, en Oxford.
—¿Por qué el número de su tía abuela?
—¿Por qué no el número de mi tía abuela?
—Supongo que lo podremos pedir a la información de Oxford.
—Dudo de que puedan ayudarnos.
—¿Cómo se llama?
—También eso se me ha olvidado.
—Hay que reconocer que la combinación es muy segura, ¿verdad?
—Siempre la conocimos como la tía abuela Kate. Por otra parte, murió hace
quince años y el número puede haber cambiado.
—No entiendo por qué eligió ese número.
—¿No hay algunos números que se le han quedado metidos en la cabeza durante
toda la vida, sin motivo especial?
—Se ve que éste no estaba muy metido.
—Lo recordaré dentro de unos momentos. Es algo así como 7, 7, 5, 3, 9.
—¡Vaya por Dios! Tenían que tener cinco números en Oxford…
—Podemos probar todas las combinaciones del 77 539.
—¿Sabe cuántas son? Algo así como seiscientas, supongo. Espero que el cable no
sea urgente.
—Estoy seguro de todos, con excepción del 7.
—Muy bien. ¿Qué siete? Creo que entonces tendremos que probar unas seis mil
probabilidades. En realidad no soy matemática.
—Rudy tiene que tenerla escrita en alguna parte.
—Quizá en un trozo de papel a prueba de agua, para poder llevarlo encima
mientras se baña. Somos muy eficientes.
—Tal vez —dijo Wormold— sea mejor que utilicemos el código viejo.
—No es muy seguro. Sin embargo… —Encontraron el Charles Lamb, por fin,
junto a la cama de Milly; una página doblada les indicó que iba por la mitad de Dos
caballeros de Verona.
Wormold comenzó a dictar:
—Tome nota. Espacio, marzo, espacio.
—¿No sabe siquiera el día del mes?
—Remitido por 59 200 barra 5 comienza párrafo A 59 200 barra 5 barra 4
despedido por ebriedad en horas de servicio punto teme deportación a España donde
su vida peligra punto.

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—Pobrecito Raúl.
—Comienza párrafo. B 59 200 barra 5 barra 4…
—¿No podría decir «él»?
—De acuerdo. Él. Dadas las circunstancias, por una suma razonable y contando
con un refugio asegurado en Jamaica, podría pilotar avión privado sobre las
construcciones secretas con el fin de obtener fotografías punto comienza párrafo C
podría volar desde Santiago y aterrizar en Kingston si 59 200 puede hacer los
preparativos para recibirle punto.
—Por fin vamos a hacer algo, ¿no? —comentó Beatrice.
—Comienza párrafo D punto ¿autorizarían quinientos dólares para alquilar avión
59 200 barra 5 barra 4 punto más doscientos dólares que pueden necesitarse para
sobornar a controladores del aeropuerto en La Habana?, punto comienza párrafo E la
bonificación para 59 200 barra 5 barra 4 ha de ser generosa dado el riesgo que corre
de ser interceptado por los aviones que patrullan en las montañas de Oriente punto
sugiero mil dólares punto.
—Una bonita cantidad —dijo Beatrice.
—Fin del mensaje. Vamos. ¿A qué espera?
—Estoy tratando de encontrar una frase adecuada. No me gustan mucho los
Cuentos de Lamb, ¿y a usted?
—Mil setecientos dólares —dijo Wormold, pensativo.
—Tendría que haber pedido dos mil en total. A la oficina de administración le
gustan los números redondos.
—No quiero parecer un manirroto —replicó Wormold. Mil setecientos dólares
bastarían para pagar un año en un internado de Suiza.
—Se le ve satisfecho de sí mismo —comentó Beatrice—. ¿No se le ha ocurrido
pensar que puede estar enviando a un hombre a la muerte?
Wormold pensó: «Eso es exactamente lo que voy a hacer». Pero dijo:
—Diga a los del Consulado que este cable tiene prioridad absoluta.
—Es un cable muy largo —respondió Beatrice—. ¿Cree usted que esta frase
valdrá?: «Presentó a Polidoro y a Cadwal al rey diciéndole que eran sus dos hijos
perdidos, Guiderius y Arviragus». De cuando en cuando Shakespeare resulta un poco
aburrido.

2
Una semana después llevó a Beatrice a cenar a un restaurante especializado en
pescado, cerca del puerto. La autorización había llegado, aunque habían rebajado la
cifra en doscientos dólares de modo que la oficina de administración tuviera su
número redondo. Wormold pensó en Raúl dirigiéndose al aeropuerto, para
embarcarse en su peligroso vuelo. La historia no estaba completa todavía. Igual que

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en la vida real, podían producirse accidentes; un personaje puede asumir el control de
la situación. Quizá Raúl fuera interceptado antes de embarcar, quizá fuera detenido
por un coche patrulla en el camino. Podía desaparecer en las cámaras de tortura del
capitán Segura. En la prensa no aparecería la noticia. Wormold advertiría a Londres
que dejaría de utilizar la radio en el caso de que obligaran a hablar a Raúl. El equipo
de radio sería desmantelado y escondido después de enviado el último mensaje, los
trozos de celuloide quedarían a la mano para el caso de una conflagración final… O
quizá Raúl despegaría sin inconvenientes y ellos jamás llegarían a saber con exactitud
qué le había sucedido en las montañas de Oriente. Sólo una cosa era cierta en esa
historia: Raúl no llegaría nunca a Jamaica y no habría fotografías.
—¿En qué piensa? —preguntó Beatrice. Wormold no había probado la langosta
rellena.
—Pensaba en Raúl. —El viento soplaba desde el Atlántico. El Morro se erguía
como un barco impulsado por el viento al otro lado del puerto.
—¿Preocupado?
—Claro que estoy preocupado. —Si Raúl había despegado a medianoche,
repostaría antes del amanecer en Santiago, donde los empleados de tierra eran gente
amiga, porque en la provincia de Oriente todos eran rebeldes en el fondo de su
corazón. Después, cuando hubiera bastante luz para hacer las fotografías y aún fuera
demasiado temprano para los aviones-patrulla, comenzaría su reconocimiento sobre
las montañas y la selva.
—¿No ha estado bebiendo?
—Prometió que no lo haría. Pero no se puede asegurar.
—Pobre Raúl.
—Pobre Raúl.
—Nunca se ha podido divertir mucho, ¿verdad? Tendría que haberle presentado a
Teresa.
Wormold alzó la vista y la miró con suspicacia, pero ella parecía muy ocupada
con su langosta.
—Habría sido poco seguro, ¿no?
—¡Maldita seguridad! —respondió ella.
Después de cenar caminaron por la acera del lado de tierra de la Avenida de
Maceo. Había unas pocas personas por allí, en medio de la noche húmeda y ventosa,
y muy poco tráfico. Las olas llegaban desde el Atlántico y se estrellaban contra el
malecón. El agua pulverizada cruzaba la avenida, por encima de los cuatro carriles de
la calzada, y caía como lluvia bajo la columnata picada de viruelas por la que
caminaban. Las nubes se precipitaban a la carrera desde el este y Wormold sintió que
él tomaba parte en la lenta erosión de La Habana. Quince años eran mucho tiempo.
Observó:
—Una de esas luces de allí arriba puede ser él. Qué solo debe de sentirse.
—Habla usted como un novelista —dijo Beatrice.

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Wormold se detuvo bajo una columna y la miró con ansiedad y sospecha.
—¿Qué quiere decir?
—Nada en particular. Algunas veces pienso que trata a sus agentes como si fueran
figuras estáticas, personajes de un libro. Allí arriba hay un hombre real, ¿no?
—No es muy halagador lo que me dice.
—No me haga caso. Hábleme de alguien que le importe de verdad. De su mujer.
Hábleme de ella.
—Era guapa.
—¿La echa de menos?
—Sí, naturalmente. Cuando pienso en ella.
—Yo no echo de menos a Peter.
—¿Peter?
—Mi marido. El de la UNESCO.
—Entonces tiene suerte. Es libre. —Miró su reloj y observó el cielo—. A estas
horas estará sobre Matanzas. A menos que le hayan retrasado.
—¿Le envió usted por esa ruta?
—Él es quien decide la ruta que quiere seguir.
—¿Y también su fin?
Algo en la voz de Beatrice —cierto matiz de antagonismo— le sobresaltó una vez
más. ¿Sería posible que hubiera empezado a sospechar de él? Apretó el paso. Pasaron
el Carmen Bar y el Cha-Cha Club: letreros de colores brillantes pintados en los viejos
postigos de la fachada del siglo XVIII. Caras bonitas miraban desde los interiores en
penumbra, ojos castaños, pelo oscuro, lo español y lo mulato: bonitos traseros
apoyados contra las barras, aguardando a que algo de animación llegara desde la calle
mojada por el mar. Vivir en La Habana equivalía a vivir en una fábrica que produjera
belleza humana en una cinta de producción. Wormold no quería belleza. Se detuvo
bajo un farol y miró directamente a los ojos que también le miraban directos. Quería
sinceridad.
—¿Adónde vamos?
—¿No lo sabe? ¿No está planeado también esto, como el vuelo de Raúl?
—Sólo estaba caminando.
—¿No quiere sentarse junto a la radio? Rudy está de servicio.
—No recibiremos noticias antes de primera hora de la mañana.
—Es decir, que no ha planeado un último mensaje… el accidente en Santiago.
Tenía los labios secos de sal y de recelo. Le parecía que Beatrice tenía que
haberlo adivinado todo. ¿Le denunciaría a Hawthorne? ¿Cuál sería el próximo
movimiento de ellos? No podían imponerle ningún castigo legalmente, pero supuso
que sí podrían impedirle que regresara a Inglaterra. Pensó: ella volverá con el primer
avión y la vida volverá a ser como antes. Por supuesto que era mejor así; su vida
pertenecía a Milly. Y dijo:

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—No comprendo lo que quiere decir. —Una ola enorme se había precipitado
contra el malecón de la Avenida y ahora se alzaba como un árbol de Navidad cubierto
de nieve de plástico. Al cabo de un instante se hundió, fuera de su vista, y otro árbol
de Navidad se alzó calle abajo, cerca del Nacional. Agregó—: Se ha estado
comportando de una manera muy rara toda la noche. —No tenía sentido retrasarlo
más; si el juego estaba llegando a su fin, era mejor acabarlo cuanto antes. Preguntó
—: ¿Qué sugiere?
—¿Quiere decir que no habrá accidente en el aeropuerto… ni en el camino?
—¿Cómo quiere que lo sepa?
—Durante toda la noche se ha portado como si lo supiera. No ha hablado de Raúl
como de un hombre vivo. Ha escrito una elegía de él, como un mal novelista que
prepara un golpe de efecto.
El viento les acercó el uno al otro. Beatrice prosiguió:
—¿Jamás se cansa de que otras personas asuman los riesgos? ¿Para qué? ¿Para el
juego del Periódico de los chicos?
—Ése es el juego que juega usted.
—No creo en ello, como Hawthorne. —Y agregó con furia—: Preferiría ser
delincuente, antes que tonta o adolescente. ¿No gana bastante dinero con las
aspiradoras para mantenerse apartado de todo esto?
—No. Está Milly de por medio.
—¿Y si Hawthorne no le hubiera elegido a usted?
Bromeó tristemente:
—Quizá me habría casado otra vez, por dinero.
—¿Piensa volver a casarse alguna vez? —Parecía decidida a ponerse seria.
—Bueno —respondió él—, no sé si lo haría. Milly no lo consideraría un
matrimonio y no está bien plantearle problemas a una hija. ¿Vamos a casa a oír la
radio?
—Pero usted ha dicho que no espera ningún mensaje. ¿No es eso lo que dijo?
Respondió con una evasiva:
—No hasta dentro de tres horas. Pero supongo que radiará algún mensaje antes de
aterrizar. —Lo curioso era que comenzaba a sentir la tensión. Casi esperaba que le
llegara una voz desde el cielo barrido por el viento.
Beatrice preguntó:
—¿Me asegura que no ha preparado… nada?
Evitó la respuesta volviéndose hacia el palacio del presidente con sus ventanas
oscuras, detrás de las cuales no había vuelto a dormir el presidente desde el día del
último atentado contra su vida, y vio al doctor Hasselbacher, andando calle abajo, con
la cabeza inclinada para evitar la llovizna del mar. Tal vez regresaba a su casa desde
el Wonder Bar.
—Doctor Hasselbacher —llamó Wormold.

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El viejo alzó la cabeza. Por un instante Wormold pensó que iba a volverse sin
decir una palabra.
—¿Qué hay, Hasselbacher?
—Ah, señor Wormold. Estaba pensando en usted. Hablando del rey de Roma…
—dijo, en tono de broma, pero Wormold podría haber jurado que el rey de Roma le
había dado un susto mayúsculo.
—¿Se acuerda de la señora Severn, mi secretaria?
—La fiesta del cumpleaños, sí, y el sifón. ¿Qué hace levantado a estas horas,
señor Wormold?
—Hemos ido a cenar… y a dar un paseo…, ¿y usted?
—Lo mismo.
Desde el cielo profundo y ventoso llegó el sonido espasmódico de un motor,
aumentó de intensidad y decreció después para morir entre el ruido del viento y del
mar. El doctor Hasselbacher dijo:
—El avión de Santiago. Pero lleva mucho retraso. El tiempo debe de ser muy
malo en Oriente.
—¿Espera a alguien? —preguntó Wormold.
—No, no. A nadie. ¿Aceptarían usted y la señora Severn tomar una copa en mi
apartamento?
La violencia había llegado y había pasado. Los cuadros estaban otra vez en su
sitio, las sillas tubulares se alzaban como huéspedes extraños. El apartamento había
sido reconstruido, como un hombre para su funeral. El doctor Hasselbacher sirvió el
whisky.
—Qué bien que el señor Wormold tenga secretaria —observó el médico—. Hace
muy poco tiempo estaba usted preocupado, lo recuerdo bien. El negocio no marchaba
bien. Esa nueva aspiradora…
—Las cosas cambian sin motivo.
Por primera vez advirtió una fotografía del doctor Hasselbacher de joven, vestido
con el antiguo uniforme de oficial de la primera guerra mundial; quizá había sido una
de las fotos que los intrusos habían arrancado de la pared.
—No sabía que hubiera estado en el ejército, Hasselbacher.
—No había terminado mis prácticas de medicina, señor Wormold, en el momento
en que se declaró la guerra. Me parecía una tontería eso de curar hombres para que
los mataran cuanto antes. Lo que uno quiere es curar a la gente para que puedan vivir
más tiempo.
—¿Cuándo se fue de Alemania, doctor Hasselbacher? —preguntó Beatrice.
—En 1934. O sea que puedo declararme inocente respecto a lo que está pensando,
jovencita.
—No me refería a eso.
—En ese caso, discúlpeme. Pregúntele al señor Wormold: hubo un tiempo en el
que yo no era tan suspicaz. ¿Oímos un poco de música?

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Puso un disco de Tristán. Wormold pensó en su mujer; era aún menos real que
Raúl. No tenía nada que ver con el amor y la muerte, sólo con la Revista del Hogar,
con un anillo de diamantes, con la somnolencia cotidiana. Miró a Beatrice Severn,
sentada al otro lado del salón, y le pareció que pertenecía al mismo mundo de la
bebida fatal, del viaje desesperanzado desde Irlanda, de la rendición en el bosque.
Con un gesto brusco el doctor Hasselbacher se puso de pie y desenchufó el
tocadiscos. Explicó:
—Perdón. Estoy esperando una llamada. La música está demasiado fuerte.
—¿Una llamada de un enfermo?
—No exactamente. —Se sirvió otro whisky.
—¿Ha vuelto a comenzar sus experimentos, Hasselbacher?
—No. —Arrojó una mirada desesperanzada a su alrededor—. Lo siento. No tengo
más soda.
—Lo prefiero solo —dijo Beatrice. Se acercó a la estantería—. ¿Sólo lee libros de
medicina, doctor Hasselbacher?
—Algunos, pocos, de poesía: Heine, Goethe. Todos en alemán. ¿Lee alemán,
señora Severn?
—No. Pero usted tiene algunos libros en inglés.
—Me los dio un paciente que no podía pagar. Me temo que no los he leído. Aquí
está su whisky, señora Severn.
Beatrice se apartó de la estantería y cogió el vaso.
—¿Es ésa su casa, doctor Hasselbacher? —estaba mirando una litografía
victoriana colgada junto al retrato del joven capitán Hasselbacher.
—Nací allí. Sí. Es un pueblo muy pequeño, murallas antiguas, un castillo en
ruinas…
—Estuve allí —comentó Beatrice—, antes de la guerra. Nos llevó mi padre. Está
cerca de Leipzig, ¿verdad?
—Sí, señora Severn —respondió el doctor Hasselbacher, mirándola con
desolación—, está cerca de Leipzig.
—Espero que los rusos no lo tocaran.
En el vestíbulo empezó a sonar el teléfono. El doctor dudó un instante.
—Perdón, señora Severn —se excusó; cuando entró en el vestíbulo, cerró la
puerta tras de sí.
—En el Este o en el Oeste, el hogar es lo que cuenta —dijo Beatrice.
—Supongo que querrá informar a Londres de esto, pero le conozco desde hace
quince años y vive aquí desde hace más de veinte. Es un viejo excelente, el mejor
amigo que… —La puerta se abrió y reapareció el doctor Hasselbacher, que dijo:
—Lo siento. No me encuentro bien. Quizá puedan venir a oír música alguna otra
noche. —Se sentó pesadamente, cogió el vaso de whisky y lo dejó otra vez en su
lugar. El sudor le brillaba en la frente, pero, después de todo, era una noche muy
húmeda.

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—¿Malas noticias? —preguntó Wormold.
—Sí.
—¿Puedo ayudarle en algo?
—¡Usted! —exclamó el doctor Hasselbacher—. No. Usted no puede ayudarme.
La señora Severn tampoco.
—¿Un paciente? —el doctor Hasselbacher negó con la cabeza. Sacó un pañuelo
del bolsillo y se secó la frente. Después preguntó:
—¿Quién no es un paciente?
—Será mejor que nos marchemos.
—Sí, márchense. Como le he dicho, habría que curar a la gente para que pudiera
vivir más.
—No le entiendo.
—¿Ha existido alguna vez la paz? —preguntó el doctor Hasselbacher—. Lo
siento. Se supone que los médicos tienen que estar acostumbrados a la muerte. Pero
no soy un buen médico.
—¿Quién ha muerto?
—Ha habido un accidente —dijo el doctor Hasselbacher—. Sólo un accidente. Un
accidente, por supuesto. Se ha estrellado un coche cerca del aeropuerto. Un hombre
joven… —Fuera de sí, se interrumpió—: Siempre se producen accidentes, ¿no?, en
todas partes. Y esto, seguramente, tiene que haber sido un accidente. Le gustaba
demasiado la bebida.
Beatrice preguntó:
—¿Por casualidad se llamaba Raúl?
—Sí —respondió el doctor Hasselbacher—. Así se llamaba.

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CUARTA PARTE

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Capítulo 1

1
Wormold abrió la puerta. La luz de la farola de la calle apenas si descubría las
aspiradoras alineadas como tumbas. Se encaminó hacia la escalera. Beatrice susurró:
—Quieto, quieto. Creo que he oído…
Eran las primeras palabras que pronunciaba uno de ellos desde que Wormold
cerrara la puerta del apartamento del doctor Hasselbacher.
—¿Qué pasa?
Beatrice alargó la mano y cogió una pieza metálica que había sobre el mostrador;
la blandió a modo de porra y dijo:
—Tengo miedo.
Ni la mitad del que tengo yo, pensó Wormold. ¿Se puede crear un ser humano con
sólo escribir sobre él? ¿Qué clase de existencia es ésa? ¿Habría oído Shakespeare la
noticia de la muerte de Duncan en una taberna, o habría escuchado golpes en la
puerta de su habitación después de escribir Macbeth? Se detuvo en la tienda y tarareó
una melodía para darse ánimos.

«Dicen que la Tierra es redonda,


y a mi locura ofenden».

—Silencio —ordenó Beatrice—. Alguien se mueve allá arriba.


Pensó que tenía miedo de sus personajes imaginarios, no de una persona viva que
pudiera hacer crujir una madera del suelo. Corrió escaleras arriba y una sombra le
detuvo bruscamente. Estuvo tentado de llamar a gritos a todas sus criaturas a la vez y
terminar con todas ellas: Teresa, el jefe, el profesor, el ingeniero.
—Qué tarde habéis venido —dijo la voz de Milly. Era Milly, que estaba de pie en
el pasillo, entre el lavabo y su dormitorio.
—Hemos ido a dar un paseo.
—¿La has traído a casa? —preguntó Milly—. ¿Por qué?
Beatrice subió con cautela, empuñando la porra improvisada y lista para el
ataque.

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—¿Está despierto Rudy?
—Creo que no.
Beatrice dijo:
—Si ha habido un mensaje, él habrá tomado nota.
Si sus personajes estaban tan vivos como para morir, sin duda que eran también lo
bastante reales como para enviar mensajes. Wormold abrió la puerta de su despacho.
Rudy se desperezó.
—¿Algún mensaje, Rudy?
—No.
Milly interrumpió:
—Te has perdido todo el jaleo.
—¿Qué jaleo?
—La policía corriendo por todas partes. Tendrías que haber oído las sirenas.
Pensé que había estallado una revolución, así que llamé al capitán Segura.
—¿Sí?
—Alguien trató de asesinar a un hombre cuando salía del Ministerio del Interior.
Debió tomarle por el ministro, pero no era. Disparó desde la ventanilla de un coche y
se escapó.
—¿Quién ha sido?
—Todavía no le han cogido.
—Quiero decir… el asesinado.
—Nadie importante. Pero se parecía al ministro. ¿Dónde habéis cenado?
—En el Victoria.
—¿Has pedido langosta rellena?
—Sí.
—Estoy muy contenta de que no te parezcas al presidente. El capitán Segura dice
que el pobre doctor Cifuentes estaba tan asustado que se orinó en los pantalones y
después se fue al Club de Campo y se emborrachó.
—¿El doctor Cifuentes?
—Ya le conoces… el ingeniero.
—¿Dispararon contra él?
—Ya te he dicho que fue un error.
—Será mejor que nos sentemos —dijo Beatrice. Hablaba en nombre de los dos.
Wormold sugirió:
—En el comedor…
—No quiero una silla dura. Quiero algo blando. Quizá quiera llorar.
—Bueno, si no le importa ir a mi habitación —respondió Wormold, con tono de
duda, mirando a Milly.
—¿Conocía usted al doctor Cifuentes? —preguntó Milly a Beatrice con simpatía.
—No. Sólo sé que tenía «trizca».
—¿Qué es una «trizca»?

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—Tu padre dijo que es como llaman aquí a la bizquera.
—¿Él le dijo eso? Pobre papá —comentó Milly—. Se mete en lo que no sabe.
—Oye, Milly, ¿quieres irte a la cama, por favor? Beatrice y yo tenemos que
trabajar.
—¿Trabajar?
—Sí, trabajar.
—Es tardísimo para trabajar.
—Me paga horas extraordinarias —intervino Beatrice.
—¿Está aprendiendo todo lo que hay que saber sobre aspiradoras? —preguntó
Milly—. Eso que tiene en la mano es un pulverizador.
—¿Ah, sí? Lo cogí por si tenía que darle un golpe a alguien.
—No vale para eso —explicó Milly—, porque tiene un tubo telescópico.
—¿Y qué?
—Podría plegarse en el momento menos oportuno.
—Milly, por favor… —pidió Wormold—, son casi las dos.
—No te preocupes. Me largo. Rezaré por el doctor Cifuentes. No es ninguna
broma que disparen contra uno. La bala se incrustó en una pared de ladrillo. Piensa en
lo que podría haberle hecho al doctor Cifuentes.
—Reza también por un hombre que se llamaba Raúl —pidió Beatrice—. A él sí le
mataron.
Wormold se echó en la cama y cerró los ojos.
—No comprendo nada —dijo—. Nada. Es una coincidencia. Tiene que serlo.
—Están recurriendo a la violencia… sean quienes sean.
—¿Pero por qué?
—La profesión de espía es peligrosa.
—Pero en rigor Cifuentes no había… Quiero decir que no era importante.
—Esas construcciones de Oriente sí son importantes. Al parecer sus agentes
tienen la costumbre de dejarse descubrir. Me pregunto cómo. Creo que tendrá que
prevenir al profesor Sánchez y a la chica.
—¿La chica?
—La que baila desnuda.
—Pero ¿cómo? —No podía explicarle que no tenía agentes, que jamás había
hablado ni con Cifuentes ni con el doctor Sánchez, que ni Teresa ni Raúl existían
siquiera. Raúl había irrumpido en el mundo de los vivos sólo para ser asesinado.
—¿Cómo ha dicho Milly que se llama esto?
—Pulverizador.
—He visto algo parecido antes, en alguna parte.
—Supongo que sí. La mayoría de las aspiradoras lo llevan —le quitó la
improvisada porra. No recordaba si la había incluido en los planos que enviara a
Hawthorne.
—¿Qué debo hacer ahora, Beatrice?

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—Creo que sus agentes tendrán que ocultarse durante una temporada. Aquí no,
desde luego. Seríamos muchos y, de todas formas, no es seguro. ¿Qué hay de ese
ingeniero naval amigo suyo? ¿Les podría esconder a bordo de su barco?
—Está en alta mar, en ruta hacia Cienfuegos.
—De todas maneras es probable que también le liquiden —dijo Beatrice,
pensativa—. Me pregunto por qué nos permitieron regresar aquí.
—¿Qué dice usted?
—Podrían habernos matado fácilmente en la Avenida, junto al malecón. O quizá
es que nos utilizan como señuelo. Por supuesto que el señuelo se tira si no sirve de
nada.
—Qué mujer tan macabra es usted.
—Oh, no. Estamos en el mundo del Periódico de los chicos, eso es todo. Puede
considerarse afortunado.
—¿Por qué?
—Podría haber sido el mundo del Sunday Mirror. El mundo, hoy en día, está
hecho a la imagen de las revistas populares. Mi marido salió de las páginas de
Encounter. El problema que debemos resolver es a qué periódico pertenecen ellos.
—¿Ellos?
—Supongamos que también pertenecen a nuestro periódico infantil. ¿Son agentes
rusos, alemanes, americanos o qué? Es muy posible que sean cubanos. Esas
plataformas de hormigón han de ser algo oficial, ¿no cree usted? Pobre Raúl. Espero
que muriera pronto.
Sintió la tentación de decírselo todo, pero ¿qué era «todo»? Ya no lo sabía. Raúl
había sido asesinado. Eso había dicho Hasselbacher.
—Primero, al Shanghai —dijo Beatrice—. ¿Estará abierto?
—Aún no habrá terminado la segunda función.
—Si es que la policía no ha ido allí antes que nosotros. Naturalmente que no
habrán utilizado a la policía contra Cifuentes. Quizá él era demasiado importante.
Cuando se mata a alguien, hay que evitar el escándalo.
—No lo había pensado desde ese punto de vista.
Beatrice apagó la lámpara de la mesilla de noche y se acercó a la ventana.
Preguntó:
—¿No hay una puerta trasera?
—No.
—Tendremos que modificar todo esto —replicó Beatrice, con entusiasmo, como
si también fuera arquitecto—. ¿Conoce usted a un negro cojo?
—Debe ser Joe.
—Está pasando lentamente.
—Vende postales pornográficas. Va a su casa. Eso es todo.
—No creo que le hayan enviado a seguirle a usted, con esa cojera. Puede que lo
utilicen para hacerles señales. De todas formas debemos arriesgarnos. Es evidente

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que están haciendo una batida esta noche. Las mujeres y los niños primero. El
profesor puede esperar.
—Pero si jamás he visto a Teresa en el teatro. Es probable que allí use otro
nombre.
—Podrá reconocerla, ¿no?, a pesar de que no lleve ropa. Aunque supongo que
todas nos parecemos un poco cuando estamos desnudas, como los japoneses.
—No creo que deba venir usted.
—Sí debo. Si cogen a uno de los dos el otro puede salir huyendo.
—Me refería al Shanghai. No es exactamente el Periódico de los chicos.
—Tampoco el matrimonio —fue la respuesta—, ni siquiera en la UNESCO.

2
El Shanghai estaba en una bocacalle estrecha de la Zanja, rodeado de bares
profundos. Un cartel anunciaba Posiciones[*] y las entradas, por alguna razón, se
vendían en la acera, quizá porque no había sitio para una taquilla, dado que el
vestíbulo estaba ocupado por una librería pornográfica destinada a quienes buscaban
algún entretenimiento durante el entr’acte. Los chulos negros que estaban en la calle
les miraron con curiosidad. No estaban habituados a ver por allí a mujeres europeas.
—Me siento muy lejos de casa —dijo Beatrice.
Todas las butacas costaban un peso veinticinco centavos y sólo quedaban unas
pocas vacías en la amplia sala. El hombre que les llevó hasta ellas ofreció a Wormold
un paquete de postales pornográficas por un peso. Cuando Wormold las rechazó, el
hombre se sacó otro sobre del bolsillo.
—Cómprelas si quiere —intervino Beatrice—. Si le da vergüenza no apartaré los
ojos del espectáculo.
—Entre el espectáculo y las postales —explicó Wormold— no hay mucha
diferencia.
El acomodador preguntó si la señora quería fumar marihuana.
—Nein, danke —respondió Beatrice, ya confundida de lengua.
A ambos lados del escenario había carteles que anunciaban ciertos clubs del
vecindario, donde, se decía, las chicas eran muy bonitas. Un cartel escrito en español
y en mal inglés prohibía a los espectadores molestar a las bailarinas.
—¿Cuál es Teresa? —preguntó Beatrice.
—Debe ser la gorda del antifaz —respondió Wormold al azar.
La mujer abandonaba en ese momento la escena entre el oleaje de sus enormes
nalgas desnudas, y los presentes aplaudían y silbaban. Luego se apagaron las luces y
bajó una pantalla. Comenzó una película, bastante apaciblemente. Salía un ciclista, un
paisaje boscoso, una rueda pinchada, un encuentro casual, un caballero alzando su
sombrero de paja; hubo una buena cantidad de movimientos veloces y borrosos.

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Beatrice permanecía sentada en silencio. Una extraña intimidad les unió mientras
miraban, juntos, aquella imagen triste del amor. Movimientos corporales semejantes
habían representado para ellos tiempo atrás más que cualquier otra cosa que el mundo
pudiera ofrecer. El acto de la lujuria y el acto del amor son el mismo; no se puede
falsear como un sentimiento.
Se encendieron las luces. Siguieron sentados en silencio:
—Tengo los labios secos —dijo Wormold.
—A mí no me queda saliva. ¿No podemos pasar a ver a Teresa ahora?
—Ahora hay otra película y luego vuelven las bailarinas.
—No tengo energías para soportar otra película —anunció Beatrice.
—No nos dejarán pasar hasta que haya terminado el espectáculo.
—Podemos esperar en la calle, ¿no? Al menos así sabremos si nos han seguido.
Salieron en el momento en que comenzaba la segunda película. Fueron los únicos
que salieron, de modo que si alguien les había seguido tenía que estar esperándoles en
la calle, pero no había ningún candidato evidente entre los conductores de taxi y los
chulos. Un hombre dormía contra una farola, con un billete de lotería colgado,
oblicuo, del cuello. Wormold recordó aquella noche con el doctor Hasselbacher.
Aquella noche en que aprendió el nuevo uso de los Cuentos de Shakespeare de Lamb.
El pobre Hasselbacher había estado muy borracho en aquella ocasión. Wormold
recordó que le había encontrado convertido en un ovillo en la sala, cuando bajó del
cuarto de Hawthorne. Preguntó a Beatrice:
—¿Es muy sencillo descifrar un código, una vez que se conoce el libro a que
corresponde?
—No es difícil para un entendido —respondió ella—, sólo es cuestión de
paciencia. —Se acercó al vendedor de lotería y enderezó el billete. El hombre no
despertó. Beatrice explicó—: Era difícil leerlo así, de lado.
¿Llevaba esa noche el Lamb bajo el brazo, en el bolsillo, o en su cartera? ¿Había
dejado el libro a un lado cuando ayudó al doctor Hasselbacher a ponerse de pie? No
podía recordar nada, y esas sospechas eran poco generosas.
—He pensado en una curiosa coincidencia —comentó Beatrice—, el doctor
Hasselbacher está leyendo los Cuentos de Lamb en la edición nuestra. —Era como si
en su aprendizaje básico hubiera entrado la telepatía.
—¿Vio el libro en su apartamento?
—Sí.
—Pero lo habría escondido —protestó— si significara algo especial.
—Quizá quería advertirle. Recuerde que él nos llevó allí. Él nos habló de Raúl.
—No podía saber que iba a encontrarnos.
—¿Cómo lo sabe?
Quiso protestar, decirle que nada de eso tenía sentido, que Raúl no existía, que
Teresa no existía, y después pensó que Beatrice haría sus maletas y se marcharía y
que todo habría sido como una historia sin sentido.

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—Ya sale la gente —anunció Beatrice.
Encontraron una puerta lateral que daba al único y enorme camerino. El pasillo
estaba iluminado por una bombilla desnuda que había alumbrado durante demasiados
días y noches. Estaba casi bloqueado por cubos de basura y un negro con un cepillo
que barría restos de algodones manchados de polvos faciales, carmín y cosas
ambiguas; el lugar olía a caramelos de pera. Quizá, después de todo, allí no hubiera
nadie que se llamara Teresa, pero Wormold deseó no haber elegido una santa tan
popular. Abrió una puerta y se enfrentó con un infierno medieval, lleno de humo y de
mujeres desnudas.
Preguntó a Beatrice:
—¿No cree que sería mejor que se fuera a casa?
—Usted es quien necesita protección aquí —fue la respuesta.
Nadie advirtió su presencia. El antifaz de la mujer gorda se bamboleaba, colgado
de una oreja, mientras ella bebía un vaso de vino con una pierna estirada sobre una
silla. Una chica muy delgada, con unas costillas que parecían teclas de piano, se
estaba poniendo las medias. Pechos oscilantes, nalgas caídas, cigarrillos a medio
fumar tirados en platos sucios; en el aire flotaba un olor espeso a papel quemado. Un
hombre, de pie en una escalera, ajustaba algo con destornillador.
—¿Dónde está? —preguntó Beatrice.
—Creo que no está aquí. Tal vez esté enferma o con su amante.
El aire se movió tibio en torno a ellos cuando una de las mujeres se puso un
vestido. Las partículas de polvo se asentaron como cenizas.
—Llámela por su nombre, pruebe.
Wormold llamó:
—Teresa —la voz le salió débil y enronquecida. Nadie prestó atención. Wormold
repitió su intento y el hombre del destornillador le miró desde la escalera.
—¿Pasa algo?[*] —preguntó.
Wormold respondió en español que buscaba a una chica llamada Teresa. El
hombre sugirió que María sabía hacerlo igual de bien. Con el destornillador señaló a
la mujer gorda.
—¿Qué dice?
—Al parecer, no conoce a Teresa.
El hombre del destornillador se sentó en el escalón superior de la escalera y
comenzó a soltar un discurso. Dijo que María era la mujer mejor que podía
encontrarse en La Habana. Pesaba cien kilos desnuda.
—Es evidente que Teresa no está aquí —explicó Wormold con alivio.
—Teresa. Teresa. ¿Para qué busca a Teresa?
—Eso. ¿Qué quiere? —preguntó la chica delgada, adelantándose, con una media
en la mano. Sus pechos pequeños tenían el tamaño de una pera.
—¿Quién es usted?
—Soy Teresa.[*]

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Beatrice exclamó:
—¿Es Teresa?… Usted dijo que era gorda, como la mujer del antifaz.
—No, no —respondió Wormold—. Ésta no es Teresa. Es la hermana de Teresa.
Soy significa hermana —afirmó—. Le enviaré un recado con ella.
Cogió de un brazo a la chica delgada y se apartó con ella. Trató de explicarle en
español que debía tener cuidado.
—¿Quién es usted? No entiendo nada.
—Ha habido un error. Es una historia demasiado larga. Ciertas personas podrían
intentar hacerle daño. Por favor, quédese en su casa unos días. No venga al teatro.
—No me queda otro remedio. Mis clientes vienen a verme aquí.
Wormold sacó un fajo de billetes.
—¿Tiene familia? —preguntó.
—Tengo a mi madre.
—Váyase con ella.
—Pero si está en Cienfuegos.
—Aquí hay dinero bastante para ir a Cienfuegos. —Ahora todo el mundo estaba
escuchando. Se habían agrupado en torno a ellos. El hombre del destornillador se
había bajado de la escalera. Wormold vio que Beatrice estaba fuera del círculo y
trataba de acercarse para escuchar y comprender lo que decían.
El hombre del destornillador declaró:
—Esta chica es de Pedro. No puede llevársela así, sin más. Tiene que hablar antes
con Pedro.
—No quiero ir a Cienfuegos —dijo la chica.
—Allí se encontrará a salvo.
La muchacha recurrió al hombre del destornillador.
—Quiere meterme miedo. No entiendo lo que quiere. —Mostró el fajo de billetes
—. Es demasiado dinero —se volvió hacia los demás—: Soy una chica decente.
—Una buena cosecha hace buen año —dijo con solemnidad la mujer gorda.
—¿Dónde está tu Pedro? —preguntó el hombre.
—Está enfermo. ¿Por qué me ha dado este hombre todo este dinero? Soy una
chica decente. Todos saben que cobro quince pesos. No soy una buscona.
—A perro flaco todo son pulgas —dijo la mujer gorda. Al parecer tenía un refrán
apropiado para cada ocasión.
—¿Qué pasa? —preguntó Beatrice.
Una voz chistó pidiendo silencio:
—¡Chist, chist! —Era el negro que había estado barriendo el pasillo—. ¡Policía!
[*] —dijo.

—¡Demonios! —exclamó Wormold—. No hay tiempo. Tengo que sacarla de


aquí. —Nadie se alteró demasiado. La gorda terminó su vino y se puso unas bragas;
la chica que se llamaba Teresa se puso la segunda media.
—No se preocupe por mí —dijo Beatrice—. Tiene que llevársela a ella.

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—¿Qué quiere la policía? —preguntó Wormold al hombre que había vuelto a la
escalera.
—Buscan a una chica —respondió con cinismo.
—Quiero sacar a ésta de aquí —dijo Wormold—. ¿No hay una puerta trasera?
—Con la policía por medio siempre hay una puerta trasera.
—¿Dónde?
—¿Le sobran cincuenta pesos?
—Sí.
—Déselos. Eh, Miguel —llamó al negro—, diles que se duerman tres minutos.
¿Quién quiere comprar su libertad?
—Prefiero la comisaría —dijo la gorda—. Pero tengo que estar vestida como
corresponde —y se puso el sostén.
—Venga conmigo —ordenó Wormold a Teresa.
—¿Por qué?
—No lo entiende… vienen a buscarla a usted.
—No lo creo —dijo el hombre del destornillador—, es demasiado delgada. Será
mejor que se den prisa. Cincuenta pesos no duran una eternidad.
—Toma, ten mi abrigo —ofreció Beatrice. Envolvió con él los hombros de la
chica, que ahora llevaba puestas las dos medias, pero nada más. La muchacha
protestó:
—Quiero quedarme.
El hombre le propinó una nalgada y la empujó.
—Has aceptado el dinero —sentenció—, pues ahora te vas con él.
Como si fueran ovejas les empujó hacia un lavabo pequeño y siniestro, y después
les hizo salir por una ventana. Se encontraron en la calle. Un policía que montaba
guardia fuera del teatro miró ostensiblemente hacia otro lado. Un chulo silbó y señaló
el coche de Wormold. La chica repitió:
—Quiero quedarme.
Pero Beatrice la empujó hacia el asiento trasero y la siguió al interior del coche.
La muchacha anunció:
—Gritaré —y se inclinó hacia la ventanilla.
—No seas tonta —dijo Beatrice, mientras la atraía al interior. Wormold arrancó.
La muchacha gritó, pero sólo a manera de prueba. El policía se volvió y miró en
dirección opuesta. Los cincuenta pesos seguían dando resultado. Doblaron a la
derecha y se dirigieron al paseo marítimo. Ningún coche les seguía. Todo había sido
sencillo. La chica, al ver que no tenía alternativa, se ajustó el abrigo por pudor y se
echó cómodamente hacia atrás.
—Hay mucha corriente[*] —dijo.
—¿Qué dice?
—Se queja de la corriente —respondió Wormold.
—No parece una chica muy agradecida. ¿Dónde está su hermana?

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—Con el director de correos y telégrafos, en Cienfuegos. Podría llevarla hasta
allí. Llegaríamos a la hora del desayuno. Pero está Milly por medio.
—Hay algo además de Milly. Se olvida del profesor Sánchez.
—El profesor Sánchez puede esperar.
—Parece que quienes sean están actuando con rapidez.
—No sé dónde vive el profesor.
—Yo sí. Lo he mirado en la lista del Club de Campo antes de salir.
—Llévese usted a la chica y espéreme allí.
Llegaron al paseo marítimo.
—Doble a la izquierda —ordenó Beatrice.
—La llevaré a casa.
—Será mejor que sigamos juntos.
—Milly…
—No querrá comprometerla a ella, ¿verdad?
A su pesar Wormold dobló hacia la izquierda.
—¿Adónde vamos?
—A Vedado —respondió Beatrice.

3
Los rascacielos de la ciudad moderna se erguían ante ellos como carámbanos a la
luz de la luna. Un enorme H. H. estaba estampado en el cielo como el monograma del
bolsillo de Hawthorne, pero no era tampoco un emblema real: sólo anunciaba al señor
Hilton. El viento mecía el coche y la llovizna marina cruzaba la calzada y humedecía
los cristales que daban hacia el mar. La noche caliente sabía a sal. Wormold apartó el
coche del mar. La chica dijo:
—Hace demasiado calor.[*]
—¿Y ahora qué dice?
—Que hace demasiado calor.
—Es una chica difícil —comentó Beatrice—. Será mejor que vuelva a bajar ese
cristal.
—¿Y si grita?
—Le daré una bofetada.
Estaban en el barrio nuevo de Vedado: casas bajas de color crema y blanco,
propiedad de hombres de dinero. Se podía adivinar el grado de riqueza de un hombre
de acuerdo con el menor número de pisos de la casa. Sólo un millonario podía
permitirse construir un bungalow donde se hubiera podido edificar un rascacielos.
Cuando bajó el cristal de la ventanilla un aroma de flores invadió el coche. Beatrice
le hizo detenerse junto a un portal, que se abría en una elevada pared blanca, y dijo:

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—Veo luces en el patio. Todo está en calma. Vigilaré a este precioso trozo de
carne mientras usted entra.
—Parece muy rico, para ser profesor.
—No demasiado rico para cobrar dietas, según sus cuentas.
—Deme unos minutos. No se marche —dijo Wormold.
—¿Le parezco capaz de hacer una cosa así? Será mejor que se apresure. Hasta
ahora sólo han metido un gol y casi meten otro.
Tocó la cancela de hierro. No estaba cerrada. La situación era absurda. ¿Cómo
explicaría su presencia? «Es usted uno de mis agentes sin saberlo. Y está en peligro.
Tiene que esconderse». Ni siquiera sabía de qué era profesor Sánchez.
Un corto sendero entre dos palmeras conducía a una segunda puerta de hierro
forjado y, más allá, se abría un patio pequeño en el que había luces encendidas. Un
gramófono sonaba con suavidad y dos figuras altas giraban en silencio, mejilla contra
mejilla. Cuando Wormold avanzaba cojeando por el sendero, sonó una alarma oculta.
Los bailarines se detuvieron y uno de ellos se dirigió a su encuentro por el sendero.
—¿Quién es?
—¿El profesor Sánchez?
—Sí.
Llegaron a un tiempo a la zona de luz. El profesor llevaba un esmoquin blanco,
tenía el cabello blanco y la barba que, a esas horas, ya le asomaba en el mentón,
también era blanca. Llevaba en la mano un revólver con el que apuntaba a Wormold.
La mujer que caminaba detrás del profesor era muy joven y bonita, advirtió
Wormold. La chica se inclinó y apagó el gramófono.
—Discúlpeme por venir a estas horas —dijo Wormold; no tenía idea de por dónde
empezar y el revólver le llenaba de inquietud. Los profesores no tenían por qué llevar
revólver.
—Me temo que no recuerdo su cara —el profesor habló con cortesía y mantuvo el
revólver apuntando al estómago de Wormold.
—No hay razón para que la recuerde. A menos que tenga una aspiradora.
—¿Una aspiradora? Supongo que sí. ¿Por qué? Mi esposa lo sabrá. —La
muchacha atravesó el patio y se acercó a ellos. No llevaba zapatos. Los zapatos
abandonados estaban junto al gramófono como trampas de ratones.
—¿Qué quiere? —preguntó con tono desagradable.
—Lamento molestarla, señora Sánchez.
—Dile que no soy la señora Sánchez —dijo la joven.
—Dice que tiene algo que ver con aspiradoras —explicó el profesor—. ¿Tú crees
que María, antes de marcharse…?
—¿Por qué viene a la una de la madrugada?
—Debe perdonarme —dijo molesto el profesor—, pero es una hora poco
corriente. —Dejó que el revólver se desviara un poco del blanco—. En principio no
espera uno visitas…

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—Al parecer usted sí las espera.
—Ah, se refiere a esto… hay que tomar precauciones. Verá, tengo algunos Renoir
muy buenos.
—No ha venido por los cuadros. Le ha enviado María. Es usted un espía, ¿no? —
preguntó la muchacha con fiereza.
—En cierto modo.
La mujer empezó a gimotear, golpeándose los muslos elegantes y finos. Las
pulseras sonaban y brillaban en sus muñecas.
—No te pongas así, cariño. Estoy seguro de que esto tiene una explicación.
—Nos envidia nuestra felicidad —dijo la joven—. Primero mandó al cardenal,
¿no es verdad?, y ahora a este hombre… ¿Es usted sacerdote? —preguntó.
—Cariño, no es un sacerdote. Mira sus ropas.
—Eres profesor de educación comparada —replicó la muchacha—, pero te puede
engañar cualquiera. ¿Es usted sacerdote? —volvió a preguntar.
—No.
—¿Qué es usted?
—La verdad es que vendo aspiradoras.
—Pero ha dicho que era un espía.
—Bueno, sí, creo que en cierto sentido…
—¿A qué ha venido aquí?
—A avisarles.
La muchacha soltó un alarido de bruja.
—Ya lo ves —dijo al profesor—, esa mujer nos amenaza. Primero el cardenal y
ahora…
—El cardenal sólo cumplía con su deber. Después de todo es el primo de María.
—Le tienes miedo. Quieres abandonarme.
—Querida, sabes que eso no es verdad. —Se volvió hacia Wormold—: ¿Dónde
está María ahora?
—No lo sé.
—¿Cuándo la vio por última vez?
—Pero si no la he visto nunca.
—Usted se contradice, ¿no?
—Miente como un perro —dijo la muchacha.
—No necesariamente, cariño. Quizá sea un empleado de alguna agencia. Será
mejor que nos sentemos tranquilamente y escuchemos lo que tenga que decirnos.
Enfadarse es siempre un error. Este hombre está cumpliendo con su deber… cosa que
no puede decirse de nosotros. —El profesor se encaminó hacia el patio. Se metió el
revólver en el bolsillo. La mujer esperó a que Wormold comenzara a caminar tras el
profesor y después cerró la marcha, como un perro guardián. Casi esperaba que le
mordiera un tobillo. Pensó: como no hable en seguida, no hablaré jamás.
—Siéntese —le invitó el profesor. ¿Qué era la educación comparada?

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—¿Puedo servirle una copa?
—No se moleste, por favor.
—¿No bebe cuando está de servicio?
—¡De servicio! —exclamó la muchacha—. Le tratas como a un ser humano.
¿Qué servicio presta sino el que le exigen sus despreciables jefes?
—He venido para advertirle que la policía…
—Vamos, vamos, el adulterio no es un delito —interrumpió el profesor—. Creo
que pocas veces se le ha considerado como tal, excepto en las colonias americanas
durante el siglo diecisiete. Y en la ley mosaica, desde luego.
—El adulterio no tiene nada que ver con esto —dijo la mujer—. A ella no le
importa que nos acostemos juntos; sólo le importa que estemos juntos.
—No es posible una cosa sin la otra, a menos que pienses en las palabras del
Nuevo Testamento —replicó el profesor—. El adulterio en el corazón.
—Tú no tienes corazón si no echas a este hombre. Estamos sentados aquí,
hablando, como si estuviéramos casados hace años. Si lo que quieres hacer es pasarte
toda la noche hablando, ¿por qué no te quedaste con María?
—Cariño, fue idea tuya bailar antes de acostarnos.
—¿Llamas bailar a lo que has hecho?
—Ya te he dicho que daré clase.
—Claro, para estar con las chicas de la escuela de baile.
Wormold pensó que la conversación se perdía de vista girando y girando. Con
desesperación dijo:
—Han disparado contra el ingeniero Cifuentes. Y usted corre el mismo peligro.
—Si quisiera chicas, cariño, hay muchas en la universidad. Vienen a oír mis
clases. Lo sabes muy bien, porque tú misma venías.
—¿Te burlas de mí por eso?
—Nos estamos alejando del tema, cariño. El tema es qué piensa hacer María
ahora.
—Tendría que haber dejado de comer féculas hace un par de años —dijo la
muchacha con un tono bastante ordinario—, conociéndote como te conoce. A ti sólo
te interesa el cuerpo. Debería darte vergüenza, a tu edad.
—Si no quieres que te ame…
—Amor. Amor —la muchacha empezó a dar zancadas por el patio. Hizo gestos
en el aire, como si estuviera descuartizando al amor.
Wormold dijo:
—No tiene que preocuparse por María.
—Perro mentiroso —chilló la joven—. Dijo que jamás la había visto.
—Y no la he visto.
—¿Por qué la llama María, entonces? —gritó la chica y comenzó a dar unos
pasos de baile triunfantes junto con un compañero imaginario.
—¿Ha dicho algo acerca de Cifuentes?

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—Dispararon sobre él esta tarde.
—¿Quién?
—No lo sé con exactitud, pero es parte de una misma batida. Es difícil de
explicar, pero al parecer corre usted un gran peligro, profesor Sánchez. Se trata de un
error, por supuesto. La policía ha ido también al teatro Shanghai.
—¿Qué tengo yo que ver con el teatro Shanghai?
—¡Eso! ¿Qué tiene que ver? —gritó la muchacha con tono melodramático—.
¡Los hombres! —exclamó—. ¡Los hombres! Pobre María. No va a tener que
entendérselas con una sola mujer. Tendrá que planear una matanza.
—Jamás he tenido nada que ver con nadie del teatro Shanghai.
—María está mejor informada. Supongo que vas a decir que eres sonámbulo.
—Ya has oído lo que ha dicho él. Es un error. Después de todo, dispararon sobre
Cifuentes. No puedes culpar a ella de eso.
—¿Cifuentes? ¿Ha dicho Cifuentes? ¡Bruto español! Sólo porque habló conmigo
un día en el Club mientras estabas duchándote; vas y pagas a unos matones para que
le liquiden.
—Por favor, cariño, sé razonable. La primera noticia la he tenido cuando este
caballero…
—No es un caballero. Es un perro mentiroso —ya habían cumplido un ciclo
completo de la conversación.
—Si es un mentiroso, no tenemos que prestar atención a lo que dice. Es probable
que esté difamando también a María.
—Conque la defiendes…
Wormold habló desesperado. Era su último intento.
—Esto no tiene nada que ver con María… con la señora Sánchez, quiero decir —
dijo.
—¿Qué demonios tiene que ver con todo esto la señora Sánchez? —preguntó el
profesor.
—Pensé que usted pensaba que María…
—Joven, no me estará diciendo en serio que María piensa hacer algo contra mi
mujer y contra mi… mi amiga, ¿verdad? Sería demasiado absurdo.
Hasta ese momento, Wormold había pensado que no sería difícil habérselas con
aquel equívoco. Pero ahora parecía que hubiese tirado de un hilillo suelto y todo un
traje se hubiera empezado a deshacer. ¿Sería eso la Educación Comparada? Se dirigió
a Sánchez:
—Pensé que le hacía un favor al venir a advertirle, pero creo que la mejor
solución para usted es la muerte.
—Es usted un joven desconcertante.
—No tan joven. Usted, profesor, es el joven, a juzgar por cómo se presentan las
cosas. —Los nervios le impulsaron a hablar en voz alta—: Si Beatrice estuviera
aquí…

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El profesor aseguró precipitadamente:
—Te prometo, cariño, te prometo de verdad que no conozco a ninguna mujer que
se llame Beatrice, a ninguna.
La muchacha soltó una risita de tigre.
—Al parecer ha venido usted aquí —dijo el profesor— con el único propósito de
crear inconvenientes —era su primera queja, y parecía bastante leve, dadas las
circunstancias—. No puedo comprender qué es lo que piensa ganar con esto —
declaró; echó a andar hacia la casa, entró y cerró la puerta.
—Es un monstruo —dijo la chica—. Un monstruo. Un monstruo sexual. Un
sátiro.
—No lo entiende.
—Conozco el dicho: saberlo todo es perdonarlo todo. Pero en este caso, no, en
este caso, no. —Al parecer su hostilidad hacia Wormold se había desvanecido—.
María, yo, Beatrice… sin contar a su esposa, pobre mujer. No tengo nada contra su
esposa. ¿Lleva revólver?
—Desde luego que no. Sólo vine a salvarle —respondió Wormold.
—Que le maten —dijo la joven—, un tiro en el vientre, bien abajo. —Y también
ella entró en la casa con aire decidido.
Lo único que podía hacer ya Wormold era marcharse. La alarma invisible volvió a
emitir su advertencia mientras él avanzaba hacia la salida, pero nadie se movió dentro
de la pequeña casa blanca. He hecho todo lo que podía hacer, pensó Wormold. El
profesor parecía estar bien preparado para cualquier peligro y quizá la llegada de la
policía le resultara un alivio. Le sería más fácil entenderse con la policía, que con
aquella muchacha.

4
Mientras se alejaba andando a través del aroma de los dondiegos de noche sentía
un único deseo: contárselo todo a Beatrice. No soy un agente secreto, soy un fraude,
ninguna de esas personas es agente mío y no sé lo que está pasando. No entiendo
nada. Tengo miedo. Sin duda que ella se haría cargo de la situación; después de todo
ella era profesional. Pero sabía que no apelaría a Beatrice. Eso significaría renunciar a
la seguridad de Milly. Prefería que le eliminaran como a Raúl. En ese trabajo, ¿darían
pensiones a los descendientes? ¿Pero quién era Raúl?
Antes de llegar a la segunda verja, Beatrice le llamó:
—Jim, cuidado. No se acerque.
Aun en aquella circunstancia apremiante se le ocurrió pensar: mi nombre es
Wormold, señor Wormold, señor Vormell, nadie me llama Jim. Después corrió,
cojeando, hacia la voz y llegó a la calle donde vio un coche-patrulla provisto de radio,
tres oficiales de policía y un nuevo revólver apuntando a su vientre. Beatrice estaba

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de pie en la acera y la chica se hallaba a su lado, tratando de mantener cerrado el
abrigo, aunque era un modelo que no había sido diseñado para eso.
—¿Qué pasa?
—No entiendo ni una palabra de lo que dicen.
Uno de los oficiales le ordenó que se metiera dentro del automóvil.
—¿Qué pasará con mi coche?
—Lo llevarán a la jefatura. —Antes de que pudiera obedecer, le sometieron a un
cacheo. Mientras le palpaban el pecho y los costados, dijo a Beatrice:
—No sé qué pasa, pero parece ser el final de una brillante carrera.
El oficial volvió a hablar.
—Quiere que usted también venga.
—Dígale —respondió Beatrice— que me quedaré con la hermana de Teresa, no
me fío de ellos.
Los dos coches se alejaron silenciosamente entre las casitas de los millonarios
para no molestar a nadie, como si se encontraran en una calle de hospitales; los ricos
necesitan dormir. No tuvieron que andar mucho: un patio y una reja se cerró tras ellos
y después el olor de una comisaría, igual al olor a amoniaco de los «zoos» de todo el
mundo. A lo largo de un pasillo encalado, colgaban las fotografías de hombres
buscados por la policía con el aspecto espúreo de viejos maestros barbados. En la
habitación del extremo del pasillo, el capitán Segura, sentado, jugaba a las damas.
—Sopladas —dijo y cogió dos piezas. Después alzó la vista para mirar a los
recién llegados—. Señor Wormold —exclamó sorprendido, y se puso de pie como
una pequeña serpiente verde y tensa al ver a Beatrice. Echó una ojeada a Teresa, de
pie a espaldas de la otra mujer; llevaba el abrigo abierto, una vez más, quizá
intencionadamente. Comenzó a preguntar—: Pero ¿quién…? —y después se dirigió
al policía con el que estaba jugando la partida de damas—:… ¡Anda![*]
—¿Qué significa esto, capitán Segura?
—¿Y usted me lo pregunta, señor Wormold?
—Sí.
—Me gustaría que me lo explicara usted. No tenía idea de que lo vería a usted…
al padre de Milly. Señor Wormold, hemos recibido una llamada de un tal profesor
Sánchez. Un hombre irrumpió en su casa con vagas amenazas. Pensaba que el hecho
estaba relacionado con sus cuadros; tiene pinturas de mucho valor. Envié un coche-
patrulla en seguida y le han cogido a usted, con la señorita[*] (ya nos conocemos) y
una golfa desnuda. —Igual que el sargento de policía de Santiago, agregó—: Esto no
está nada bien, señor Wormold.
—Estábamos en el Shanghai.
—Eso tampoco está bien.
—Estoy harto de que la policía me diga que no hago nada bien.
—¿Por qué fue a visitar al profesor Sánchez?
—Fue un error.

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—¿Por qué lleva a una golfa desnuda en su coche?
—La llevábamos a su casa.
—No tiene derecho a andar desnuda por las calles. —El oficial de policía se
inclinó por encima del escritorio y susurró algo—. Ah —dijo el capitán Segura—,
empiezo a comprender. Hubo una inspección esta noche en el Shanghai. Supongo que
la chica se había olvidado sus documentos y quería evitarse una noche en la cárcel. O
sea, que apeló a usted…
—No, no ha sido eso.
—Sería mejor que hubiera sido así, señor Wormold. —Se volvió hacia la chica y
le habló en español—: Tus documentos. No tienes documentos.
Indignada, la muchacha respondió:
—Sí, yo tengo.[*] —Se inclinó y extrajo de sus medias unos trozos de papeles
arrugados. El capitán Segura los cogió y los examinó. Exhaló un profundo suspiro.
—Ah, señor Wormold, señor Wormold, los papeles de la chica están en orden.
¿Por qué va por las calles con una chica desnuda? ¿Por qué irrumpe en la casa del
profesor Sánchez y le habla de su mujer y le amenaza? ¿Qué relación tiene usted con
la mujer de Sánchez? —Con tono seco ordenó a la muchacha—: Márchate. —La
chica dudó un instante y empezó a quitarse el abrigo.
—Será mejor que se lo lleve —dijo Beatrice.
El capitán Segura se sentó, con aire preocupado, frente al tablero de damas.
—Señor Wormold, por su bien he de decirle esto: no se mezcle con la mujer del
profesor Sánchez. No es una persona a la que pueda usted tratar con ligereza.
—No estoy mezclado…
—¿Juega a las damas, señor Wormold?
—Sí. Pero me temo que no muy bien.
—Mejor que estos cerdos de la comisaría, supongo. Tenemos que jugar alguna
vez, usted y yo. Pero en una partida de damas hay que cuidar mucho los
movimientos, como con la mujer del profesor Sánchez. —Movió una pieza al azar
sobre el tablero y dijo—: Esta noche estuvo usted con el doctor Hasselbacher.
—Sí.
—¿Le parece sensato, señor Wormold? —No alzó la vista; siguió moviendo las
piezas hacia uno y otro lado, jugando consigo mismo.
—¿Sensato?
—El doctor Hasselbacher ha empezado a frecuentar extrañas compañías.
—No sé nada de eso.
—¿Por qué le envió una postal desde Santiago con una señal en la ventana de su
habitación?
—Cuántas cosas sin importancia sabe usted, capitán Segura.
—Tengo un buen motivo para interesarme por usted, señor Wormold. No quiero
verle comprometido. ¿Qué quería decirle esta noche el doctor Hasselbacher? Su
teléfono está intervenido, como se imaginará.

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—Quería hacernos oír un disco, Tristán.
—¿Y tal vez hablarle de esto? —el capitán Segura dio vuelta a una fotografía que
descansaba sobre su escritorio: una foto tomada con luz de flash, que mostraba el
brillo característico de las caras blancas reunidas en torno a un montón de metales
retorcidos que alguna vez habían sido un coche—. ¿Y esto? —inmóvil bajo la luz del
flash, la cara de un hombre joven, una cajetilla de cigarrillos aplastada como su vida,
el pie de un hombre tocándole el hombro.
—¿Le conoce?
—No.
El capitán Segura oprimió un botón y una voz habló en inglés desde una caja que
descansaba sobre el escritorio.
—Diga. Diga. Soy Hasselbacher.
—¿Hay alguien con usted, H-Hasselbacher?
—Sí. Unos amigos.
—¿Qué amigos?
—Ya que insiste en saberlo, está aquí el señor Wormold.
—Dígale que Raúl ha muerto.
—¿Muerto? Pero me prometieron…
—No siempre se puede controlar un accidente, H-Hasselbacher. —La voz
vacilaba apenas delante de la H aspirada.
—Me dieron palabra…
—El coche dio demasiadas vueltas de campana.
—Dijeron que sólo sería un aviso.
—Y lo es. Vaya y dígale que Raúl ha muerto, H-Hasselbacher.
El zumbido de la cinta se siguió oyendo durante un momento; luego se escuchó el
ruido de una puerta al cerrarse.
—¿Insiste en que no sabe nada de Raúl? —preguntó Segura.
Wormold miró a Beatrice. La joven hizo un ligero movimiento negativo con la
cabeza. Wormold respondió:
—Le doy mi palabra de honor, Segura: ni sabía que existiera ese hombre hasta
esta noche.
Segura movió una pieza.
—¿Su palabra de honor?
—Mi palabra de honor.
—Es el padre de Milly. Tengo que aceptar su palabra. Pero no se acerque a
mujeres desnudas ni a la mujer del profesor. Buenas noches, señor Wormold.
—Buenas noches.
Habían llegado a la puerta cuando Segura volvió a hablar:
—Y nuestra partida de damas, señor Wormold, no nos olvidemos de eso.
El viejo Hillman esperaba junto a la acera.
—La dejaré con Milly —dijo Wormold.

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—¿No va a ir a casa?
—Es demasiado tarde para dormir.
—¿Adónde va? ¿No puedo ir con usted?
—Quiero que se quede con Milly, por si ocurre algún accidente. ¿Vio esa foto?
—Sí.
No volvieron a hablar hasta llegar a la calle Lamparilla. Beatrice dijo:
—Hubiera preferido que no empeñara su palabra de honor. No tenía necesidad de
ir tan lejos.
—¿No?
—Fue un rasgo de profesionalismo de su parte, comprendo. Lo siento. Soy una
tonta. Pero usted es mucho más profesional de lo que jamás hubiera imaginado.
Wormold le abrió la puerta y la vio alejarse entre las aspiradoras como una
plañidera entre las tumbas de un cementerio.

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Capítulo 2

Al llegar al portal de la casa de apartamentos del doctor Hasselbacher, tocó el timbre


de un desconocido del segundo piso, que tenía la luz encendida. Se oyó un zumbido y
se abrió la puerta. El ascensor estaba en el bajo y le llevó hasta el rellano del doctor
Hasselbacher. Al parecer tampoco el doctor había podido conciliar el sueño. Una luz
brillaba por debajo de la puerta. ¿Estaba solo o conferenciaba con la voz grabada?
Wormold estaba empezando a aprender la cautela y los trucos de su irreal
profesión. Había una ventana alta en el rellano, que conducía a un balcón sin sentido,
demasiado estrecho para ser utilizado. Desde allí pudo ver una luz encendida en el
apartamento del doctor; sólo mediaba un paso largo entre uno y otro balcón. Salvó el
espacio intermedio sin mirar hacia abajo. Las cortinas no estaban totalmente echadas.
Miró hacia el interior.
El doctor Hasselbacher estaba sentado frente a él; llevaba un viejo casco
pickelhaube, peto metálico, botas, guantes blancos: lo que sólo podía ser el antiguo
uniforme de un ulano. Tenía los ojos cerrados y parecía dormido. Llevaba ceñida una
espada y tenía el aspecto de un extra en unos estudios de cine. Wormold golpeó la
ventana. El doctor Hasselbacher abrió los ojos y le miró con fijeza.
—Hasselbacher.
El doctor hizo un leve movimiento que bien podía deberse al pánico. Trató de
quitarse el casco, pero el barboquejo se lo impidió.
—Soy yo, Wormold.
El doctor se acercó, vacilante, a la ventana. Los pantalones le estaban demasiado
estrechos. Habían sido confeccionados para un hombre más joven.
—¿Qué hace usted aquí, señor Wormold?
—¿Qué hace usted aquí, Hasselbacher?
El doctor abrió la ventana e hizo pasar a Wormold. La habitación era su
dormitorio. Un gran armario abierto dejaba ver dos trajes blancos, como los dos
últimos dientes de una boca vieja. Hasselbacher empezó a quitarse los guantes.
—¿Ha ido a un baile de disfraces, Hasselbacher?
El doctor Hasselbacher, con la voz temblando de vergüenza, respondió:
—No lo entendería. —Pieza por pieza, siguió despojándose de su parafernalia:
primero los guantes, después el casco, el peto que reflejaba a Wormold y los muebles

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de la habitación deformándolos como figuras en una galería de espejos—. ¿Por qué
ha vuelto? ¿Por qué no ha llamado al timbre?
—Quiero saber quién es Raúl.
—Ya lo sabe.
—No tengo ni idea.
El doctor Hasselbacher se sentó y empezó a quitarse las botas.
—¿Es usted admirador de Charles Lamb, doctor Hasselbacher?
—Me lo prestó Milly. ¿No recuerda que habló del libro…? —Se sentó con aire de
desamparo, dentro de sus pantalones estrechos; Wormold vio que una de las costuras
había sido alterada para dar cabida al Hasselbacher contemporáneo. Sí, se acordaba
ahora de la noche en el Tropicana.
—Supongo —dijo Hasselbacher— que este uniforme requiere una explicación.
—Otras cosas la requieren mucho más.
—Fui oficial de los ulanos… hace cuarenta y cinco años.
—Recuerdo una fotografía suya en el salón. No iba vestido así. Tenía un aspecto
más… práctico.
—Eso fue después de empezar la guerra. Mire allí, junto a la cómoda… 1913, las
maniobras de junio, el Kaiser nos pasaba revista. —La fotografía vieja y marrón, con
el sello del fotógrafo en un ángulo, mostraba las largas filas de la caballería, con las
espadas desenvainadas. Una pequeña figura imperial con su brazo seco, sobre un
caballo blanco, pasaba entre las filas—. Todo era tan pacífico —murmuró
Hasselbacher— en aquellos días.
—¿Pacífico?
—Hasta que estalló la guerra.
—Pero yo creí que usted era médico.
—Lo fui más tarde. Cuando terminó la guerra. Después de haber matado a un
hombre. Matar a un hombre… es tan sencillo —prosiguió el doctor Hasselbacher—,
no se necesita ninguna habilidad especial. Puede estar seguro de lo que ha hecho,
puede determinar que ha muerto; pero salvar a un hombre… eso exige algo más de
seis años de aprendizaje, y al fin nunca llega a estar completamente seguro de que ha
sido usted quien le ha salvado. Los gérmenes son destruidos por otros gérmenes. La
gente sólo sobrevive. No tengo un solo paciente del que pueda decir con certeza que
le he salvado, pero el hombre al que maté… Lo sé muy bien. Era ruso y muy delgado.
Rocé un hueso cuando le clavé el sable. Me dio dentera. Alrededor sólo había
pantanos, era un sitio al que llamaban Tannenberg. Odio la guerra, señor Wormold.
—¿Entonces, por qué se viste de soldado?
—No iba vestido así cuando maté a ese hombre. Este uniforme era de paz. Quiero
a esto —tocó el peto metálico que tenía al lado, sobre la cama—. Pero allí teníamos
el fango de los pantanos sobre nosotros. —Agregó—: ¿Nunca ha experimentado el
deseo de volver a los tiempos de paz, señor Wormold? Oh, no, me olvidaba, usted es

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joven, usted no ha conocido eso. Aquella fue la última paz para nosotros. Los
pantalones ya no me caben.
—¿Qué le ha hecho vestirse así esta noche, Hasselbacher?
—La muerte de un hombre.
—¿Raúl?
—Sí.
—¿Le conocía?
—Sí.
—Hábleme de él.
—No quiero hablar.
—Sería mejor que hablara.
—Ambos somos responsables de su muerte, usted y yo —afirmó Hasselbacher—.
No sé quién le ha atrapado a usted ni cómo lo hizo, pero si yo me hubiera negado a
ayudarles, me habrían deportado. ¿Qué puedo hacer ahora fuera de Cuba? Le dije a
usted que había perdido algunos papeles.
—¿Qué papeles?
—Eso no importa. ¿Acaso no tenemos todos en el pasado algo de qué
preocuparnos? Ahora sé por qué entraron por la fuerza en mi piso. Porque era amigo
suyo. Por favor, márchese, señor Wormold. ¿Quién sabe qué esperarían de mí, si
supieran que está usted aquí?
—¿Quiénes son ellos?
—Eso lo sabe usted mejor que yo, señor Wormold. No se presentan con tarjetas.
—Algo se movió velozmente en el cuarto contiguo.
—No es más que un ratón, señor Wormold. Le dejo un poco de queso por la
noche.
—De modo que Milly le prestó los Cuentos de Lamb.
—Estoy contento de que haya cambiado su código —dijo el doctor Hasselbacher
—. Quizá ahora me dejen en paz. Ya no puedo ayudarles. Uno comienza con
acrósticos, crucigramas y juegos matemáticos, y cuando se quiere dar cuenta, le han
reclutado… Hoy en día hay que tener cuidado hasta con las aficiones.
—Pero Raúl… ni siquiera existía. Usted me aconsejó que mintiera y mentí. No
han sido más que invenciones, todos ellos, Hasselbacher.
—¿Y Cifuentes? ¿Quiere decir que tampoco él existe?
—Era diferente. A Raúl le inventé.
—Pues le inventó demasiado bien, señor Wormold. Ahora existe todo un
expediente sobre él.
—No tenía más realidad que la del personaje de una novela.
—¿Siempre son inventados esos personajes? No sé cómo trabaja un novelista,
señor Wormold. Jamás he conocido a ninguno hasta que le conocí a usted.
—No había ningún piloto borracho en la línea aérea Cubana.
—En eso estoy de acuerdo; debe haber inventado ese detalle. No sé por qué.

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—Si ha estado descifrando mis cables, tiene que haber comprendido que no había
nada verdadero en ellos; usted conoce esta ciudad. Un piloto despedido por borracho,
un amigo que tenía un avión, todo eso era pura invención.
—No conozco sus motivos, señor Wormold. Quizá quería usted disfrazar su
identidad, para el caso de que descifráramos su código. Quizá si sus amigos hubieran
sabido que él tenía dinero y era propietario de un avión, no le habrían pagado tanto
dinero. Me pregunto cuánto dinero habrá ido a dar al bolsillo de ese hombre y cuánto
al suyo, señor Wormold.
—No comprendo una sola palabra de lo que está diciendo.
—Usted lee los periódicos, señor Wormold. Sabe que le quitaron la licencia de
vuelo hace un mes, cuando aterrizó borracho en un parque de juegos infantiles.
—Nunca leo los periódicos cubanos.
—¿Nunca? Desde luego, él negó que trabajara para usted. Le ofrecieron mucho
dinero para que trabajara para ellos. Querían fotografías, señor Wormold, también
ellos querían fotografías de esas plataformas que usted descubrió en las montañas de
Oriente.
—No existen plataformas de ninguna clase.
—No espere que le crea, señor Wormold. En un cable que envió a Londres
hablaba de eso. Ellos también necesitan fotografías.
—Tiene que saber quiénes son Ellos.
—¿Cui bono?
—¿Y qué piensan hacer conmigo?
—En un principio me aseguraron que no pensaban hacer nada. Usted les ha sido
muy útil. Saben de sus actividades desde el comienzo mismo, señor Wormold. Pero
no le tomaron en serio. Incluso pensaban que inventaba sus informes. Pero entonces
cambió sus códigos y amplió su personal. El Servicio Secreto Británico no podía
dejarse engañar tan fácilmente, ¿no? —Una especie de lealtad hacia Hawthorne
mantuvo a Wormold en silencio—. Señor Wormold, señor Wormold, ¿por qué se
metió en esto?
—Ya lo sabe. Necesitaba el dinero. —Se encontró recurriendo a la verdad como a
un tranquilizante.
—Yo le habría prestado dinero, se lo ofrecí incluso.
—Necesitaba más del que usted podía prestarme.
—¿Para Milly?
—Sí.
—Cuídela bien, señor Wormold. Tiene usted una profesión en la que resulta poco
seguro amar a nada ni a nadie. Ahí es donde ellos atacan. ¿Recuerda el cultivo con
que estaba experimentando?
—Sí.
—Tal vez si no hubieran destruido mi voluntad de vivir, no me habrían
persuadido con tanta facilidad.

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—¿Cree usted realmente…?
—Sólo le he pedido que tenga cuidado.
—¿Puedo llamar por teléfono?
—Sí.
Wormold llamó a su casa. ¿Imaginó tan sólo ese suave «clic» que indicaba que la
grabadora había comenzado a funcionar? Beatrice cogió el teléfono. Le preguntó:
—¿Todo tranquilo?
—Sí.
—Espéreme hasta que llegue. ¿Milly está bien?
—Duerme profundamente.
—Salgo ahora mismo para allá.
El doctor Hasselbacher le previno:
—No tendría que haber dejado que el amor se trasluciera en su voz. ¿Quién sabe
quién estaba escuchando? —Se encaminó con dificultad hacia la puerta; los
pantalones le quedaban demasiado estrechos—. Buenas noches, señor Wormold.
Aquí tiene su ejemplar de Lamb.
—Ya no lo necesito.
—Quizá Milly quiera recuperarlo. ¿Le importaría no decir nada a nadie acerca de
este… este… traje? Sé que estoy absurdo, pero amo el recuerdo de aquellos días. Una
vez el Kaiser me habló.
—¿Qué le dijo?
—Dijo: «Le recuerdo a usted. Es el capitán Müller».

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Interludio en Londres

Cuando el Jefe tenía invitados cenaba en su casa y él mismo hacía la cena, porque
ningún restaurante satisfacía sus requisitos de meticulosidad y romanticismo. Se
decía que en cierta ocasión en que se encontraba enfermo, se había negado a cancelar
una invitación hecha a un viejo amigo y había cocinado la comida desde su cama, por
teléfono. Con un reloj sobre la mesilla de noche ante sus ojos, interrumpía la
conversación en el momento adecuado para dar indicaciones a su criado.
—Oiga, oiga, Brewer, oiga, ahora retire el pollo y vuelva a echarle grasa por
encima.
También se decía que en otra oportunidad, en que tuvo que quedarse en su
despacho hasta muy tarde, había tratado de hacer la cena desde allí, pero la comida se
había estropeado porque, por la fuerza de la costumbre, había usado el teléfono rojo,
el de frecuencia alterada, de modo que a los oídos del criado sólo llegaron ruidos
extraños, como si hablara japonés a toda velocidad.
La comida que sirvió al Subsecretario Permanente fue sencilla y deliciosa: asado
con un toque de ajo. Un queso Wensleydale descansaba sobre el aparador y la paz de
Albany les rodeaba como una capa profunda de nieve. Después de sus esfuerzos en la
cocina, el Jefe exhalaba un suave olor a salsa.
—Está excelente. De verdad, excelente.
—Una antigua receta de Norfolk. Ternera de Ipswich al modo de la Abuela
Brown.
—Y la carne… se deshace, de verdad…
—He enseñado a Brewer a hacer la compra, pero jamás será buen cocinero.
Necesita supervisión constante.
Comieron reverentemente en silencio un largo rato; el taconeo de los zapatos de
una mujer en el Rope Walk fue la única distracción.
—Buen vino —dijo, por fin, el Subsecretario Permanente.
—La del 55 está resultando ser una buena cosecha. ¿No está aún un poco verde?
—Casi nada.
Con el queso, el Jefe volvió a hablar.
—Esa nota de los rusos… ¿qué piensa el Foreign Office?

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—Estamos un poco perplejos por la referencia a las bases del Caribe. —Hubo un
crujir de galletas Romary—. No pueden referirse a las Bahamas. Éstas no valen más
de lo que los yanquis nos pagaron: unos pocos destructores viejos. Y, sin embargo,
nosotros suponíamos que esas construcciones de Cuba tenían origen comunista.
¿Cree usted que pueden ser de origen americano, después de todo?
—¿No nos habrían informado?
—Me temo que no necesariamente. Desde la época del caso Fuchs. Dicen que
nosotros también nos guardamos varias cartas en la manga. ¿Qué dice su hombre en
La Habana?
—Le pediré una evaluación total del caso. ¿Qué le parece el Wensleydale?
—Perfecto.
—Sírvase usted mismo el Oporto.
—Cockburn del 35, ¿verdad?
—Del 27.
—¿Cree que finalmente se decidirán por la guerra? —preguntó el Jefe.
—Su opinión vale tanto como la mía.
—Están desplegando una gran actividad en Cuba… al parecer con la ayuda de la
policía. Nuestro hombre en La Habana ha pasado momentos muy malos. Su mejor
agente, como usted sabe, ha muerto; en un accidente, desde luego, mientras se dirigía
a tomar fotografías aéreas de las construcciones… Ha sido una importante pérdida
para nosotros. Pero yo daría mucho más que la vida de un hombre por esas
fotografías. Tal como están las cosas, hemos entregado mil quinientos dólares.
Dispararon contra otro de nuestros agentes en la calle y el hombre está aterrado. Otro
ha pasado a la clandestinidad. Había también una mujer, a la que han interrogado, aun
cuando era la amante del director de Correos y Telégrafos. De momento nuestro
hombre ha quedado solo. Quizá lo hayan hecho para vigilarle. Pero él es un pájaro
astuto.
—¿No habrá sido un tanto descuidado? Porque perder todos esos agentes…
—Al principio tenemos que contar con que habrá bajas. Descubrieron su libro-
código. Nunca me han gustado esos libros-código. Allá vive un alemán, al parecer el
principal agente de ellos, un experto en criptografía. Hawthorne advirtió a nuestro
hombre, pero ya sabe usted cómo son esos comerciantes a la antigua; profesan una
lealtad obstinada. Quizá las bajas hayan servido para abrirle los ojos. ¿Un puro?
—Gracias. ¿Podrá comenzar de nuevo si le descubren?
—Tiene un recurso que vale por dos. Ha plantado sus reales en medio del campo
enemigo. Ha reclutado un doble agente en la misma Jefatura de policía.
—¿Los agentes dobles no resultan siempre un tanto… ambiguos? Nunca se sabe
por dónde van a salir.
—Confío en que nuestro hombre siempre podrá comérselo —respondió el Jefe—.
Y digo comérselo porque a ambos les gusta mucho jugar a las damas. Damas les

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llaman allí. En realidad, la excusa de echar una partida les vale para hacer los
contactos.
—No se imagina lo preocupados que estamos por esas construcciones, J. Si
consiguiera esas fotos antes de que liquidaran a su hombre… El Primer Ministro está
presionando para informar a los yanquis y pedirles ayuda.
—No se lo permitan. No puede usted fiarse de su sistema de seguridad.

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QUINTA PARTE

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Capítulo 1

—Otra pieza soplada —dijo el capitán Segura. Se habían citado en el Havana Club.
En el Havana Club; que no era un club y cuyo propietario era rival de Baccardi, todos
los combinados de ron eran gratis lo que permitía a Wormold aumentar sus ahorros,
porque naturalmente seguía anotando en sus cuentas los gastos de bebidas: hubiera
sido difícil, si no imposible, explicar a Londres el carácter gratuito del alcohol en ese
lugar. El bar estaba instalado en la primera planta de una casa del siglo XVII y las
ventanas daban a la catedral, donde en tiempos descansara el cuerpo de Cristóbal
Colón. Una estatua de Colón, de piedra gris, se alzaba ante la catedral. Tenía el
aspecto de haberse formado durante siglos bajo el agua, como un arrecife coralino,
por la acción de los insectos.
—¿Sabe? —dijo el capitán Segura—, hubo un tiempo en que pensé que no le caía
bien.
—Se puede jugar a las damas por más motivos que por el placer de la compañía
de una persona.
—Sí, yo también lo creo —respondió Segura—. ¡Mire! Meto dama.
—Y yo le soplo tres piezas.
—Usted cree que yo no había visto esa posibilidad, pero ahora verá cómo esa
jugada resultará a mi favor. Ahora le como su única dama. ¿Por qué fue a Santiago,
Santa Clara y Cienfuegos hace dos semanas?
—Siempre voy por esta época del año, a visitar a mis representantes.
—Parece como si de verdad hubiera sido ésa la razón. Se alojó en el hotel nuevo
de Cienfuegos. Cenó solo en un restaurante del puerto. Fue a un cine y después a su
hotel. A la mañana siguiente…
—¿Cree usted de verdad que soy agente secreto?
—Estoy empezando a dudarlo. Creo que nuestros amigos han cometido un error.
—¿Quiénes son nuestros amigos?
—Digamos los amigos del doctor Hasselbacher.
—¿Y quiénes son?
—Mi trabajo consiste en estar al tanto de lo que ocurre en La Habana —dijo el
capitán Segura—, no en tomar partido o dar información. —Movía su dama tablero
adelante, sin ningún peligro.

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—¿Hay algo en Cuba tan importante que pueda interesar a un servicio secreto?
—Desde luego que somos un país pequeño, pero estamos muy cerca de la costa
americana. Y apuntamos a la base británica de Jamaica. Si un país está rodeado,
como lo está Rusia, tratará de abrir brecha desde dentro.
—¿De qué podría servir yo, o el doctor Hasselbacher, en una estrategia global?
Un hombre que vende aspiradoras. Un médico retirado.
—En todos los juegos hay piezas sin importancia —respondió el capitán Segura
—. Como ésta. Yo la como y a usted no le importa perderla. Al doctor Hasselbacher,
por supuesto, se le dan muy bien los crucigramas.
—¿Qué tienen que ver los crucigramas?
—Un hombre así resulta ser un buen criptógrafo. Alguien me mostró un día un
cable enviado por usted, con la interpretación o, más bien, me dejaron descubrirla.
Quizá pensaron que yo le echaría de Cuba —soltó una carcajada—. Al padre de
Milly. ¡Qué poco sabían!
—¿Qué decía?
—Afirmaba usted haber reclutado al ingeniero Cifuentes. Desde luego eso era
absurdo. Yo le conozco bien. Quizá dispararon contra Cifuentes para que el cable
pareciera más convincente. Quizá lo escribieron ellos, porque querían librarse de
usted. O quizá son más crédulos que yo.
—Qué historia tan extraordinaria —movió una pieza—. ¿Por qué está tan seguro
de que Cifuentes no es agente mío?
—Por su modo de jugar a las damas, señor Wormold, y porque interrogué a
Cifuentes.
—¿Le torturó?
El capitán Segura se echó a reír.
—No. No pertenece a la clase torturable.
—No sabía que hubiera distinciones de clase en la tortura.
—Mi querido señor Wormold, usted debe saber que hay personas que esperan ser
torturadas y otras que se sentirían ultrajadas ante la mera idea de ello. Nunca se
somete a nadie a tortura sino por una especie de acuerdo mutuo.
—Hay torturas y torturas. Cuando entraron en el laboratorio del doctor
Hasselbacher, ¿estaban torturando…?
—Nunca se sabe qué son capaces de hacer los aficionados. La policía no tiene
responsabilidad en esos casos. El doctor Hasselbacher no pertenece a la clase
susceptible de tortura.
—¿Quién pertenece a esa clase?
—Los pobres de mi país, los de cualquier país de América Latina. Los pobres de
Europa Central y del Oriente. Naturalmente, en sus países desarrollados ustedes no
tienen pobres, de modo que no se les puede torturar. La policía de Cuba puede tratar
con toda la rudeza que le apetezca a los emigrados de América Latina y de los
Estados bálticos, pero no puede hacerlo con los visitantes de su país ni de las

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naciones escandinavas. Es algo instintivo por ambas partes. Los católicos son más
susceptibles de tortura que los protestantes, porque son más criminales. Ya lo ve, hice
bien en meter esa dama; ahora le soplaré sus últimas piezas.
—Usted gana siempre, ¿verdad? Esa teoría suya es muy interesante.
—Uno de los motivos por los que el Oeste odia a los grandes Estados comunistas
es que éstos no reconocen la distinción de clases. Algunas veces torturan a las
personas que no deben. Así también lo hizo Hitler y escandalizó al mundo. Nadie se
preocupa por lo que ocurre en nuestras cárceles o en las cárceles de Lisboa o Caracas,
pero Hitler fue demasiado promiscuo. Es como si en su país un chófer se hubiera
acostado con una duquesa.
—Eso ya no nos escandaliza.
—Cuando cambian los motivos de escándalo todos corren un peligro muy grande.
Ambos tomaron otro daiquiri gratis, tan helado que tenían que beberlo a sorbitos,
para evitar que se les congelara el paladar.
—¿Cómo está Milly? —preguntó el capitán Segura.
—Bien.
—Le tengo mucho afecto a la niña. Ha sido educada como corresponde.
—Me alegro de que piense así.
—Éste es otro motivo por el que no quisiera yo que usted se viera envuelto en
ningún problema, señor Wormold, que significara la cancelación de su permiso de
residencia. La Habana perdería sin su hija.
—Supongo que no me cree, capitán, pero Cifuentes no era agente mío.
—Le creo. Pienso que quizá alguien ha querido utilizarle como señuelo, como
uno de esos patos pintados con los que se atrae a los gansos salvajes —terminó de
beber su daiquiri—. Eso, por supuesto, va bien para mis intereses. Yo también quiero
vigilar al ganso salvaje que venga aquí, desde Rusia, América, Inglaterra o Alemania
una vez más. Ellos desprecian al pobre cazador latino, pero un día, cuando todos
estén asentados en esta tierra, yo haré diana.
—Es un mundo muy complicado. Me parece más sencillo vender aspiradoras.
—La tienda prospera, ¿verdad?
—Oh, sí, sí.
—Me pareció muy interesante que ampliara la plantilla. Esa secretaria suya, tan
encantadora, del sifón y ese abrigo que no se puede abrochar. Y, ese otro joven.
—Necesito que alguien lleve las cuentas. López no es muy formal.
—Ah, López. Otro de sus agentes —el capitán Segura se echó a reír—. Así me lo
dijeron.
—Sí. Me proporciona información secreta acerca de la jefatura de policía.
—Tenga cuidado, señor Wormold. López pertenece a la clase susceptible de
tortura. —Ambos se echaron a reír, mientras bebían sus daiquiris. Es muy fácil reír
ante la idea de la tortura en un día de sol—. Tengo que irme, señor Wormold.
—Supongo que las celdas están llenas de espías míos.

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—Podemos hacer sitio para algunos más, con unas cuantas ejecuciones.
—Un día, capitán, le ganaré a las damas.
—Lo dudo, señor Wormold.
Desde la ventana observó al capitán Segura, mientras pasaba junto a la figura gris
de Colón, la que hacía pensar en un trozo de piedra pómez, camino de su despacho de
la jefatura. Después pidió otro daiquiri gratuito. El Havana Club y el capitán Segura
habían reemplazado, al parecer, al Wonder Bar y al doctor Hasselbacher: era como un
cambio de vida y tenía que sacar de ello el mayor provecho posible. No se puede
hacer retroceder al tiempo. El doctor Hasselbacher había sido humillado ante
Wormold y la amistad no tolera la humillación. No había vuelto a ver al doctor
Hasselbacher. En el club, como en el Wonder Bar, se sentía un ciudadano de La
Habana; el elegante joven que le sirvió la copa no intentó venderle una botella de ron,
entre las varias que estaban colocadas sobre la mesa. Un hombre de barba gris leía su
periódico de la mañana, como siempre a esa hora; como de costumbre el cartero
había interrumpido su camino cotidiano para tomar una copa gratis: también ellos
eran ciudadanos. Cuatro turistas abandonaron el bar llevando cestos de mimbre que
contenían botellas de ron; estaban arrebolados y contentos y abrigaban la ilusión de
que las copas no les habían costado nada. Pensó: son forasteros y, por supuesto, no
susceptibles de tortura.
Wormold bebió su daiquiri demasiado deprisa y salió del Havana Club doliéndole
los ojos. Los turistas estaban inclinados sobre el pozo del siglo XVII; habían echado
dentro una cantidad de monedas que bastaba para pagar el doble de lo que habían
bebido: así se aseguraban un feliz regreso. Una voz de mujer pronunció su nombre y
vio a Beatrice, de pie entre los pilares de la columnata, rodeada de las calabazas, las
maracas y las muñecas negras de la tienda de objetos típicos.
—¿Qué hace usted aquí?
La muchacha explicó:
—Siempre me siento triste cuando está usted con el capitán Segura. Esta vez
quería asegurarme…
—¿Asegurarse de qué? —Se preguntó si ella, al fin, había comenzado a sospechar
que no tenía agentes. Quizá había recibido instrucciones de vigilarle, de Londres o de
59 200 en Kingston. Echaron a andar hacia la tienda.
—Asegurarme de que no era una trampa, de que la policía no le estaba esperando.
Un doble agente no se maneja con facilidad.
—Se preocupa usted demasiado.
—Y usted tiene tan poca experiencia… Mire lo que le ha ocurrido a Raúl, y a
Cifuentes.
—Cifuentes ha sido interrogado por la policía. —Y agregó con alivio—: Le han
descubierto, de modo que ya no nos vale de nada.
—¿Y no le han descubierto a usted también?

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—Él no reveló nada. El capitán Segura llevó a cabo el interrogatorio y Segura es
uno de los nuestros. Creo que quizá sea hora de darle una gratificación. Está tratando
de compilar una lista completa de los agentes extranjeros que operan aquí, tanto
americanos como rusos. Él los denomina gansos salvajes.
—Sería un buen golpe. ¿Y las construcciones?
—Tendremos que olvidarlas por un tiempo. No puedo obligarle a actuar en contra
de su propio país.
Al pasar por la catedral, como cada día, dio una moneda al mendigo ciego que
estaba sentado en la escalinata. Beatrice comentó:
—Casi vale la pena ser ciego con este sol.
El instinto creador se agitó dentro de Wormold. Dijo:
—¿Sabe?, no es ciego de verdad. Ve todo lo que ocurre a su alrededor.
—Debe de ser un buen actor. Le he observado durante todo el tiempo que estuvo
usted con Segura.
—Y él la ha observado a usted. De hecho, es uno de mis mejores informantes.
Siempre que voy a ver a Segura le pido que se quede aquí. Una precaución elemental.
No soy tan descuidado como usted cree.
—Jamás ha hablado de él en sus informes a la Central.
—No tenía sentido. Era difícil que pudieran investigar a un mendigo ciego y no lo
uso para la información. De todas maneras, si me hubieran detenido, usted lo habría
sabido al cabo de diez minutos. ¿Qué haría en ese caso?
—Quemaría todos los papeles y llevaría a Milly a la Embajada.
—¿Y Rudy?
—Le diría que enviara un mensaje por radio a Londres, informando que
interrumpíamos comunicación, y que después pasara a la clandestinidad.
—¿Cómo se pasa a la clandestinidad? —No esperó la respuesta. Con lentitud,
mientras la historia tomaba forma en su mente, dijo—: El nombre del mendigo es
Miguel. En realidad, hace todo esto por amor. Una vez yo le salvé la vida.
—¿Cómo?
—Fue una tontería. Un accidente en el transbordador. Sólo que yo sé nadar y él
no.
—¿Le dieron una medalla? —La miró con ojos incisivos, pero en la cara de la
mujer sólo pudo advertir un interés inocente.
—No. No hubo gloria. Y, a decir verdad, me aplicaron una multa por llevarle a
tierra en zona prohibida.
—Qué historia tan romántica. Y ahora, por supuesto, él daría la vida por usted.
—Yo no diría tanto.
—Dígame: ¿tiene alguna libreta vieja con tapas de piel negra?
—Creo que no, ¿por qué?
—Una libreta en la que haya anotado su primera compra de plumillas de acero y
bandas elásticas.

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—¿Cómo iba a usar yo plumillas de acero, por Dios?
—Era una suposición, nada más.
—Ya no hay libretas con tapas de piel negra. Ni plumillas de acero… en estos
tiempos ya nadie usa plumillas de acero.
—No haga caso. Es algo que me dijo Henry. Una equivocación natural.
—¿Quién es Henry? —preguntó Wormold.
—59 200 —respondió Beatrice. Sintió que le invadía una extraña oleada de celos,
porque a pesar de las normas de seguridad ella le había llamado Jim sólo una vez.
Cuando llegaron, la casa estaba vacía como siempre; Wormold advirtió que ya no
echaba de menos a Milly y experimentó la sensación melancólica de alivio del
hombre que comprende que al menos existe un amor que ya no le hace daño.
—Rudy ha salido —dijo Beatrice—. Habrá ido a comprar dulces, supongo. Come
demasiado. Debe eliminar una cantidad enorme de calorías, porque no engorda, pero
no entiendo cómo lo hace.
—Será mejor que nos dediquemos a trabajar. Hay que enviar un cable. Segura me
ha dado una información valiosa acerca de la infiltración comunista en la policía. No
va a creérselo…
—Yo me creo cualquier cosa. Mire esto. He descubierto algo fascinante en el
libro código. ¿Sabía que hay un cifrado especial para la palabra «eunuco»? ¿Le
parece que la pondrán en muchos cables?
—Me figuro que en la agencia de Estambul lo necesitarán.
—Me gustaría usarlo. ¿No podemos?
—¿Ha pensado en volver a casarse?
Beatrice replicó:
—Sus asociaciones libres son a veces demasiado evidentes. ¿Cree usted que Rudy
tiene una vida secreta? No puede eliminar tantas energías en esta oficina.
—¿Qué dicen las normas acerca de una vida secreta? ¿Tiene que pedir permiso a
Londres antes de embarcarse en ella?
—Verá, desde luego que tendría que solicitar una investigación antes de ir
demasiado lejos. Londres prefiere mantener la cosa sexual dentro del departamento.

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Capítulo 2

1
—Debo de estar empezando a ser importante —dijo Wormold—. Me invitan a dar
un discurso.
—¿Dónde? —preguntó Milly, alzando la mirada, cortésmente, de las páginas del
Anuario de las Amazonas. Era la hora de la tarde en que ya había terminado la tarea
del día; la última luz dorada se tendía horizontal sobre los tejados y tocaba el cabello
color de la miel y el whisky de su vaso.
—En la comida anual de la Asociación de Comerciantes Europeos. El doctor
Braun, el presidente, me ha pedido que pronuncie ese discurso… en mi calidad de
socio más antiguo. El invitado de honor es el cónsul general americano —agregó con
orgullo. Le parecía que hacía muy poco tiempo que había llegado a La Habana y se
había encontrado en el Floridita Bar, junto con su familia, a la chica que habría de ser
la madre de Milly; ahora era el comerciante más antiguo de la ciudad. Muchos se
habían retirado: otros habían vuelto a la patria, para alistarse durante la última guerra:
ingleses, alemanes, franceses, pero él había sido rechazado, por su cojera. Ninguno de
aquéllos había vuelto a Cuba.
—¿De qué hablarás?
—No hablaré. No sabría qué decir.
—Apuesto a que hablarías mejor que cualquiera de ellos.
—No. Puede que yo sea el socio más antiguo, Milly, pero también soy el menos
importante. Los exportadores de ron y los de puros… ésas son las personas
importantes de verdad.
—Tú eres tú.
—Desearía que hubieras elegido un padre más inteligente.
—El capitán Segura dice que juegas muy bien a las damas.
—No tanto como él.
—Por favor, acepta, papá —pidió Milly—. Estaría tan orgullosa de ti.
—Me pondría en ridículo.
—No, no es verdad. Acepta, por mí.
—Por ti aguantaría carros y carretas. Está bien. Aceptaré.

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Rudy golpeó a la puerta. A esa hora escuchaba por última vez. En Londres sería la
medianoche. El muchacho anunció:
—Hay un cable urgente de Kingston. ¿Localizo a Beatrice?
—No, puedo hacerlo yo mismo. Ella se va al cine.
—Parece que el negocio marcha bien —comentó Milly.
—Sí.
—Pero no veo que vendas más aspiradoras que antes.
—Es una promoción a largo plazo —respondió Wormold.
Fue a su habitación y descifró el cable. Era de Hawthorne. Wormold debía ir a
Kingston en el primer avión que pudiera tomar, para informar. Pensó: o sea, que por
fin lo saben.

2
El lugar de la cita era el Myrtle Bank Hotel. Hacía muchos años que Wormold no
iba a Jamaica y le sorprendieron la suciedad y el calor. ¿A qué se debía la sordidez de
las posesiones británicas? Los españoles, los franceses y los portugueses construían
ciudades en los lugares donde se establecían, pero el inglés se limitaba a dejar que las
ciudades crecieran. La calle más pobre de La Habana era digna comparada con la
vida miserable de Kingston: chozas construidas con viejos barriles de petróleo y
techadas con pedazos oxidados de metal robados de algún cementerio de coches
abandonados.
Hawthorne estaba sentado en una tumbona en la terraza del Myrtle Bank,
bebiendo un ponche de ron y frutas con una paja. Su traje era tan inmaculado como el
que llevaba cuando se entrevistó con Wormold por primera vez; sólo delataba el
enorme calor un poco de polvo aglutinado bajo su oreja izquierda.
—Coja y siéntese. —También el argot había vuelto.
—Gracias.
—¿Tuvo buen viaje?
—Sí, gracias.
—Estará contento de estar en su tierra.
—¿En mi tierra?
—Bueno, me refiero a este país… a tomarse unas vacaciones lejos de los latinos.
Otra vez en territorio británico. —Wormold pensó en las chozas que había visto
alrededor del puerto, y en el viejo sin esperanzas dormido en un trozo de sombra y en
la pequeña andrajosa que acunaba un trozo de madera casi podrida. Y dijo:
—La Habana no está tan mal.
—Tome un ponche. Aquí los preparan bien.
—Gracias.
Hawthorne explicó:

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—Le pedí que viniera porque hay un poco de jaleo.
—¿Sí? —Supuso que la verdad salía a relucir al fin. ¿Podrían detenerlo ahora que
se hallaba en territorio británico? ¿Acusado de qué? ¿Por obtener dinero con engaños
o por algún otro cargo más oscuro, que oiría in camera, bajo el Acta de Secretos
Oficiales?
—Acerca de esas construcciones.
Quiso explicar que Beatrice no sabía nada de todo eso; no tenía más cómplice que
la credulidad ajena.
—¿Qué pasa con ellas? —preguntó.
—Ojalá hubiese podido conseguir esas fotos.
—Lo intenté. Ya sabe lo que ocurrió.
—Sí. Los dibujos son un tanto confusos.
—No están hechos por un delineante de primera.
—No me interprete mal, amigo. Ha hecho usted maravillas, pero, ya sabe, hubo
un momento en que tuve… tuve mis sospechas.
—¿De qué?
—Bueno, algunos dibujos me hacían pensar en… para ser francos, me hacían
pensar en las piezas de una aspiradora.
—Sí, también se me ocurrió a mí.
—Y además, verá, me acordé de todos esos cacharros que había en su tienda.
—¿Creyó que le había tomado el pelo al Servicio Secreto?
—Desde luego que eso ahora suena increíble, lo sé. De todas maneras, en cierto
sentido me ha tranquilizado saber que los otros piensan asesinarle.
—¿Asesinarme?
—Verá, eso prueba que los dibujos son auténticos.
—¿Quiénes son los otros?
—El otro bando. Por suerte, me guardé para mí esas sospechas absurdas.
—¿Cómo piensan asesinarme?
—Ya llegaremos a eso… Se trata de envenenarle. Lo que quiero decirle es que sin
esas fotos no podemos conseguir una confirmación mejor de sus informes. Hasta
ahora no hemos hecho nada acerca de ellos, pero ya han circulado por todos los
departamentos del Servicio. También los han visto los de Investigación Atómica. No
nos prestaron mucha ayuda que digamos. Dijeron que no tienen relación con la fisión
nuclear. El problema es que nos han encandilado los chicos del átomo y casi hemos
olvidado que puede haber otras formas de guerra científica tan peligrosas como ésa.
—¿Cómo piensan envenenarme?
—Lo primero es lo primero, amigo. No hay que olvidar la cuestión económica de
la guerra. Cuba no puede iniciar la fabricación de bombas H, pero ¿han encontrado
algo efectivo a corto alcance y barato? Esta palabra es la que importa: barato.
—Por favor, ¿le importaría decirme cómo van a asesinarme? Comprenderá que
tengo interés personal en el asunto.

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—Naturalmente que se lo diré. Sólo quería pintarle la situación primero y decirle
que todos estamos muy contentos… ante la confirmación de sus informes, quiero
decir. Han planeado envenenarle en una especie de comida de negocios.
—¿La de la Asociación de Comerciantes Europeos?
—Creo que ése es el nombre.
—¿Cómo lo sabe?
—Hemos infiltrado la organización enemiga en Kingston. Se sorprendería si le
dijéramos cuánto sabemos de lo que está pasando en su territorio. Por ejemplo, puedo
decirle que la muerte de barra cuatro fue un accidente. Sólo querían meterle miedo,
como lo hicieron con barra tres cuando dispararon contra él. Usted es el primero al
que han decidido matar de verdad.
—Es reconfortante.
—En cierto modo, ya me entiende, es un cumplido. Ahora usted es peligroso. —
Hawthorne produjo un fuerte ruido de succión al sorber hasta las últimas gotas del
líquido que quedaban entre las capas de hielo, naranjas y piña y la cereza que
coronaba todo.
—Supongo —dijo Wormold— que será mejor que no asista a la comida —sintió
una desilusión sorprendente—. Será la primera que me pierda en diez años. Incluso
me han pedido que hable. La firma siempre espera que yo asista. Como para ondear
la bandera.
—Pero tiene que ir, desde luego.
—¿Y dejar que me envenenen?
—No tiene por qué comer nada, ¿no?
—¿Ha probado alguna vez ir a un banquete y no comer nada? Luego está la
cuestión de las bebidas.
—No pueden envenenar una botella de vino. Puede fingir que es un alcohólico,
una persona que no come, que sólo bebe.
—Gracias. Eso beneficiará mucho a mi tienda.
—La gente tiene debilidad por los alcohólicos —dijo Hawthorne—. Además, si
no va a la comida empezarán a sospechar, lo que pondrá en peligro mi fuente de
información. Debemos proteger a nuestros informantes.
—Cuestión de disciplina, supongo.
—Exactamente, amigo. Otra cosa: sabemos que hay un plan pero no sabemos
quiénes son los autores, sólo conocemos sus símbolos. Si descubrimos quiénes son,
podremos insistir para que les encierren. Destruiremos la organización.
—Sí, claro, no hay asesinatos perfectos, ¿verdad? Me arriesgaría a afirmar que
saldrá algo en la autopsia con lo cual podrán convencer a Segura para que haga algo.
—¿No tendrá miedo, verdad? Éste es un trabajo peligroso. No debía haber
aceptado si no estaba dispuesto a…
—Habla usted como una madre de Esparta, Hawthorne: vuelve victorioso o
quédate debajo de la mesa.

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—Ésa es buena idea, ¿sabe? Podría deslizarse bajo la mesa en el momento
oportuno. Los asesinos pensarían que había muerto y los otros que estaba borracho.
—No se trata de una conferencia de los Cuatro Grandes en Moscú. Los
comerciantes europeos no se caen bajo la mesa.
—¿Nunca?
—Nunca. ¿Cree usted que mi preocupación está fuera de lugar?
—Creo que no hay necesidad de preocuparse, todavía. Después de todo no le
servirá nadie. Se servirá usted.
—Sí, claro. Sólo que en el Nacional siempre sirven cangrejo Morro de primer
plato. Y eso está preparado con anticipación.
—No lo coma. Hay mucha gente que no come cangrejo. Cuando sirvan el otro
plato no se sirva de lo que tenga más cerca. Es como si un adivino le forzara a elegir
una carta. Tendría que rechazarla.
—Pero el adivino, en general, se las ingenia para que uno coja la carta que él
quiere.
—Le diré… ¿Me ha dicho que la comida se servirá en el Nacional?
—Sí.
—¿Y por qué no hace uso de barra siete?
—¿Quién es barra siete?
—¿No recuerda a sus propios agentes? ¿No recuerda que es el jefe de camareros
del Nacional? Él puede ocuparse de que nadie toque su plato. Ya es hora de que
justifique lo que gana. No recuerdo que usted haya enviado un sólo informe de él.
—¿No puede darme una idea de quién será el hombre? Quiero decir, el hombre
que piensa… —vaciló espantado ante la palabra «matarme»—… hacerlo.
—Ni la más remota idea, amigo. Sólo le digo que no se fíe de nadie. Tome otro
ponche.

3
El avión del regreso a Cuba llevaba pocos pasajeros: una señora española con un
rebaño de niños, parte de los cuales chillaron tan pronto como despegó el avión
mientras los otros se mareaban; una negra con un gallo vivo envuelto en su chal; un
exportador cubano de puros cuya relación con Wormold se limitaba a inclinar la
cabeza cuando se encontraban y un inglés que llevaba una chaqueta de tweed y que
fumó su pipa hasta que la azafata le dijo que la apagara. A partir de aquel momento,
durante todo el resto del viaje chupó ostensiblemente la pipa vacía y sudó
copiosamente dentro de su chaqueta de tweed. Tenía la cara malhumorada del hombre
que siempre tiene razón.
Cuando les sirvieron la comida, el inglés retrocedió varios asientos para ir a
sentarse junto a Wormold. Y dijo:

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—No puedo soportar a esos chicos mal criados. ¿Le importa? —echó una mirada
a los papeles que descansaban sobre las rodillas de Wormold—. ¿Trabaja usted para
Phastkleaners? —preguntó.
—Sí.
—Yo trabajo para Nucleaners. Mi nombre es Carter.
—Ah.
—Éste es sólo mi segundo viaje a Cuba. Un sitio muy alegre, dicen —dijo
mientras dejaba la pipa a un lado para comer.
—Puede serlo —respondió Wormold—, para quien le guste la ruleta o los
burdeles.
Carter palmeó su bolsa de tabaco como si se tratara de la cabeza de un perro,
como si dijera «mi fiel mastín me hará compañía».
—No me refería concretamente… aunque no soy un puritano, ¿sabe usted?
Supongo que debe de ser interesante. Donde fueres, haz lo que vieres. —Cambió de
tema—: ¿Vende muchas aspiradoras?
—Las ventas no van del todo mal.
—Nosotros tenemos un modelo nuevo que acaparará el mercado —se metió en la
boca un buen trozo de tarta color malva y después cortó un trozo de pollo.
—Sí, ¿eh?
—Tiene un motor semejante al de las cortadoras de césped. Las mujercitas no
tendrán que hacer el mínimo esfuerzo. Ni arrastrar tubos por toda la casa.
—¿Y el ruido?
—Especialmente silenciosa. Hace menos ruido que el modelo de ustedes. La
llamamos «La Esposa-Susurro» —después de tragar una cucharada de sopa de
tortuga, atacó la macedonia de frutas, triturando las pepitas de las uvas con los
dientes; al cabo de un momento dijo—: Vamos a abrir una agencia en Cuba. ¿Conoce
al doctor Braun?
—Sí, me lo han presentado. En la Asociación de Comerciantes Europeos. Es
nuestro presidente. Importa instrumentos de precisión de Ginebra.
—Sí, ése es. Nos ha proporcionado datos muy útiles. De hecho, voy a asistir a su
fiesta anual como invitado del doctor Braun. ¿Es buena la comida que sirven?
—Ya sabe usted lo que son esas comidas de hotel.
—Será mejor que ésta, de todas formas —respondió mientras escupía un trozo de
piel de uva; había pasado por alto los espárragos con mayonesa que empezó a comer
en ese momento. Al cabo de unos minutos metió la mano en un bolsillo—: Aquí está
mi tarjeta. —La tarjeta decía: «William Carter B. Tech (Nottwich)» y en el ángulo
inferior: «Nucleaners Ltd». Después agregó—: Me alojaré en el Seville-Biltmore
durante una semana.
—Lo lamento, pero no llevo tarjetas encima. Me llamo Wormold.
—¿Conoce a un tipo que se llama Davis?
—Creo que no.

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—Compartimos la habitación en el colegio. El trabaja para Gripfix y ha venido a
dar a esta parte del mundo. Es gracioso: se encuentra uno con gente de Nottwich en
todas partes. ¿Estudió usted allí?
—No.
—¿En Reading?
—No he ido a la universidad.
—Jamás lo hubiera dicho —comentó Carter con magnanimidad—. Yo hubiera
ido a Oxford, sabe usted, pero están muy retrasados en materia de tecnología. Para
maestros de escuela vale, supongo. —Comenzó a chupar otra vez la pipa vacía, como
un niño su chupete, hasta que empezó a silbar entre sus dientes. De pronto volvió a
hablar, como si algunos restos de tanino le hubieran dejado en la lengua un sabor
amargo—. Están anticuadas —exclamó—, son reliquias que viven en el pasado. Yo
las aboliría.
—¿Qué aboliría?
—Oxford y Cambridge —cogió el único comestible que quedaba en su bandeja,
un trozo de pan, y lo desmenuzó como lo harían los años o una hiedra que trepara por
una roca.
En la aduana Wormold le perdió de vista. Tenía algunos inconvenientes con su
muestrario de Nucleaners y Wormold no vio ninguna razón por la cual el
representante de la Phastkleaners tuviera que auxiliarle para que entrara al país.
Beatrice había ido a buscarle en el Hillman. Hacía muchos años que no iba a
esperarle ninguna mujer.
—¿Todo bien? —preguntó ella.
—Sí. Oh, sí. Parecen contentos conmigo —observó las manos sobre el volante;
no llevaba guantes en esa tarde calurosa; tenía unas manos bonitas y eficientes. Le
dijo—: No lleva el anillo.
Beatrice respondió:
—No creí que lo notara nadie. Milly también lo advirtió. Son ustedes una familia
muy observadora.
—¿No lo habrá perdido?
—Me lo quité ayer para lavarme y me olvidé de ponérmelo. ¿Qué sentido tiene,
verdad, un anillo que uno se deja olvidado?
Fue entonces cuando le habló de la comida.
—¿No va a ir? —preguntó Beatrice.
—Hawthorne espera que vaya. Para proteger a su informante.
—Al diablo su informante.
—Hay otro motivo más importante. Algo que me dijo el doctor Hasselbacher. A
ellos les gusta destruir lo que uno ama. Si no asisto a esa comida, inventarán otra
cosa. Algo peor. Y no sabremos qué será. La próxima vez podría no ser yo… no creo
que me quiera a mí mismo lo bastante como para satisfacerles… podría ser Milly. O
usted.

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No se dio cuenta del alcance de lo que había dicho hasta que Beatrice le dejó a la
puerta de la tienda y se marchó en el coche.

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Capítulo 3

1
Milly dijo:
—Sólo has tomado una taza de café. Ni siquiera un trozo de tostada.
—No estoy de humor.
—Hoy irás a la comida de los comerciantes, comerás en exceso y sabes
perfectamente que el cangrejo Morro no le va nada bien a tu estómago.
—Te prometo que tendré mucho cuidado.
—Sería mejor que desayunaras como es debido. Necesitas comer cereal para que
absorba todo el alcohol que vas a beber —era uno de sus días de dama de compañía.
—Lo siento, Milly. No puedo. Tengo muchas cosas en que pensar. Por favor, no
me des la lata. Hoy no.
—¿Has preparado tu discurso?
—He hecho lo que he podido, pero no soy orador, Milly. No sé por qué me
pidieron que hablara —pero tenía la incómoda sensación de que quizá sí sabía por
qué. Alguien debía de haberse valido de alguna influencia para presionar al doctor
Braun, y esa persona tenía que ser identificada a cualquier precio. Pensó: yo soy el
precio.
—Apuesto a que causarás sensación.
—Estoy tratando con todas mis fuerzas de no ser la sensación de esta comida.
Milly se marchó al colegio, y él siguió sentado a la mesa. La firma de cereales
Weatbrix, que Milly compraba, había impreso en el paquete la última aventura del
enanito Dudú. El diminuto enano Dudú encontraba, en un episodio de muy breve
duración, a una rata del tamaño de un perro San Bernardo a la que asustaba
haciéndose pasar por gato y diciendo miau. Era una historia muy sencilla. Mal se
podía decir que fuera una preparación para la vida. La firma también regalaba una
escopeta de aire comprimido a cambio de doce tapas de paquetes. Como aquél estaba
casi vacío, Wormold empezó a recortar la tapa, siguiendo con el cuchillo,
cuidadosamente, la línea de puntos. Había llegado al último ángulo cuando entró
Beatrice.
—¿Qué está haciendo? —preguntó.

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—He pensado que no nos vendría mal en la oficina una escopeta de aire
comprimido. Sólo necesitamos once cupones más.
—Anoche no pude dormir.
—¿Demasiado café?
—No. Fue lo que usted me contó que le había dicho el doctor Hasselbacher.
Acerca de Milly. Por favor, no vaya a esa comida.
—Es lo menos que puedo hacer.
—Ya ha hecho demasiado. En Londres están contentos con usted. Lo sé por la
forma en que redactan los cables que le envían. Diga lo que diga Henry, Londres no
querrá que corra usted un riesgo inútil.
—Lo que él dijo es muy cierto: si no voy, intentarán alguna otra cosa.
—No se preocupe por Milly. Seré un lince para vigilarla.
—¿Y quién la vigilará a usted?
—Éste es mi trabajo; lo he elegido yo. No tiene que sentirse responsable por mí.
—¿Ha estado metida alguna vez en un lío así?
—No, pero jamás había tenido tampoco un jefe así. Parece ser que usted les
solivianta. Mire, este trabajo por lo general consiste en un escritorio de oficina,
ficheros y cables aburridos; no nos enfrentamos con asesinatos. Y yo no quiero que
usted sea asesinado. Compréndame: usted es real. No es el Periódico de los chicos.
Por el amor de Dios, deje ese estúpido paquete y escúcheme.
—Estaba releyendo la historia del enanito Dudú.
—Entonces quédese con él, en casa, toda la mañana. Saldré a comprarle los
paquetes que traen el resto de la historia, para que pueda ponerse al día.
—Todo lo que dijo Hawthorne tenía sentido. Sólo he de tener cuidado con lo que
coma. Es importante averiguar quiénes son ellos. Así justificaré lo que me pagan.
—Ya ha hecho bastante. No hay motivo para que asista a esa maldita comida.
—Sí, hay un motivo. Mi orgullo.
—¿Ante quién quiere lucirse?
—Ante usted.

2
En el salón del Hotel Nacional se abrió paso entre las vitrinas llenas de zapatos
italianos, ceniceros daneses, cristales suecos y prendas de lana británicas, de color
malva. El comedor privado en el que se celebraban siempre las reuniones de la
Asociación de Comerciantes Europeos se hallaba justo detrás de la silla en que estaba
sentado el doctor Hasselbacher, que, evidentemente, esperaba a alguien. Wormold se
aproximó con paso indeciso; era la primera vez que veía al doctor desde la noche en
que, vestido con su uniforme de ulano y sentado en su cama, le hablara del pasado.

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Los miembros de la Asociación que entraban al comedor, se detenían al pasar para
saludar al doctor Hasselbacher; el médico no les prestaba atención.
Wormold llegó junto a la silla y el doctor Hasselbacher le dijo:
—No entre ahí, señor Wormold. —Hablaba sin bajar la voz; las palabras vibraron
entre las vitrinas, atrayendo la atención de otros.
—¿Cómo está, Hasselbacher?
—Le he dicho que no entre ahí.
—Le he oído a la primera.
—Van a matarle, señor Wormold.
—¿Cómo lo sabe, Hasselbacher?
—Piensan envenenarle.
Varios invitados se detuvieron, les miraron y sonrieron. Uno de ellos, un
americano, dijo:
—¿Tan mala es la comida? —todos se echaron a reír.
—No se quede aquí, Hasselbacher. Está llamando la atención.
—¿Va a entrar?
—Desde luego, soy uno de los oradores.
—Está Milly. No se olvide de ella.
—No se preocupe por Milly. Saldré de aquí por mis propios medios,
Hasselbacher; por favor, márchese a casa.
—Muy bien, pero tenía que intentarlo —dijo el doctor Hasselbacher—. Estaré
esperando junto al teléfono.
—Le llamaré en cuanto salga.
—Adiós, Jim.
—Adiós, doctor. —Oír su nombre de pila cogió a Wormold de sorpresa. Se
acordó de lo que siempre había pensado, casi en broma: que el doctor Hasselbacher
sólo le llamaría por su nombre junto a su lecho de muerte, cuando le considerara
desahuciado. De pronto se sintió solo y asustado, muy lejos de casa.
—Wormold —dijo una voz, y al volverse vio que se trataba de Carter de
Nucleaners, pero en ese momento ese hombre representó para Wormold las Midlands
de Inglaterra, del esnobismo inglés, la vulgaridad inglesa, todo el sentimiento de
afinidad y seguridad que implicaba para él la palabra Inglaterra.
—¡Carter! —exclamó, como si Carter fuera el hombre que más deseaba ver de
toda La Habana; y, en ese momento, lo era.
—¡Qué alegría verle! —replicó Carter—. No conozco a nadie en esta comida. Ni
siquiera a mi… ni siquiera al doctor Braun. En su bolsillo abultaban la bolsa del
tabaco y la pipa; los palmeó como si buscara un apoyo, como si también él se sintiera
demasiado lejos de casa.
—Carter, le presento al doctor Hasselbacher, un viejo amigo mío.
—Buenos días, doctor. —Dirigiéndose a Wormold agregó—: Anoche le busqué
por todas partes. Pero parece que no soy capaz de encontrar los sitios apropiados.

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Entraron juntos al comedor privado. Era totalmente irracional la confianza que le
inspiraba su compatriota, pero junto a Carter se sentía protegido.

3
El comedor había sido decorado con dos grandes banderas de los Estados Unidos
en honor del cónsul general, y unas banderitas de papel, como las que hay en los
aeropuertos internacionales, indicaban dónde debía sentarse cada uno de los
miembros de la Asociación. En la cabecera de la mesa había una bandera suiza, para
el doctor Braun, el presidente; había hasta una bandera de Mónaco, para el cónsul
monegasco, que era uno de los mayores exportadores de cigarros de La Habana. Iba a
sentarse a la derecha del cónsul general, en reconocimiento de la real alianza.
Circulaban ya los cócteles cuando Wormold y Carter entraron y un camarero se les
acercó de inmediato. ¿Fue la imaginación de Wormold o de verdad el camarero
movió la bandeja de modo que el último daiquiri quedara junto a él?
—No. No, gracias.
Carter alargó la mano, pero el camarero ya avanzaba hacia la puerta de servicio.
—¿Quizá prefiera un Martini seco, señor? —dijo una voz.
Se volvió: era el jefe de camareros.
—No, no me gustan.
—¿Un whisky, señor? ¿Un jerez? ¿Un Old-Fashioned? Le serviré lo que prefiera.
—No voy a tomar nada —respondió Wormold y el jefe de camareros le dejó para
acercarse a otro invitado. Quizá fuera barra siete; sería extraño que, por una ironía del
destino fuera también el asesino en potencia. Wormold buscó a Carter, pero éste se
había alejado para hablar con su anfitrión.
—Le aconsejo que beba todo lo que pueda —dijo una voz con acento escocés—.
Me llamo MacDougall. Parece que vamos a sentarnos al lado.
—Es la primera vez que le veo por aquí, ¿verdad?
—He venido en lugar de McIntyre. Le habrá conocido, seguramente.
—Oh, sí, sí. —El doctor Braun, que se había quitado de encima con unas
palmaditas al insignificante Carter para atender a otro suizo que comerciaba en
relojes, conducía ahora al cónsul general americano por la habitación, presentándole a
los socios más importantes. Los alemanes formaban un grupo aparte, apropiadamente
situados junto a la pared oeste; llevaban la superioridad de lo germano impresa en sus
facciones como cicatrices desafiantes: el honor nacional que había sobrevivido a
Belsen ahora dependía del nivel del cambio de divisas. Wormold se preguntó si
habría sido uno de ellos el que había revelado el secreto de aquella comida al doctor
Hasselbacher. ¿Revelado? No necesariamente. Quizá habían chantajeado al doctor
para que proporcionara el veneno. De todas maneras, él habría elegido, en razón de su

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antigua amistad, algo que no resultara doloroso, si es que existía un veneno que no
fuera doloroso.
—Le decía —proseguía el señor MacDougall con la energía de una pieza de
danza escocesa— que será mejor que beba ahora. Después no nos darán nada.
—Servirán vino, ¿no?
—Mire la mesa —junto a cada plato se erguían sendos botellines de leche—. ¿No
ha leído su invitación? Una comida de platos combinados a la americana, en honor de
nuestros grandes aliados americanos.
—¿Platos combinados?
—¿Sabe lo que es un plato combinado, amigo? Le meten bajo las narices toda la
comida completa, ya preparada en raciones en su plato: pavo asado, salsa de
arándanos, salchichas, zanahorias y patatas fritas. No aguanto las patatas fritas a la
francesa, pero no se puede elegir con esto del plato combinado.
—¿No se puede elegir?
—Se come uno lo que le pongan. Es la democracia, amigo.
El doctor Braun les llamaba a todos a la mesa. Wormold tenía la esperanza de que
todos los de su nacionalidad se sentaran juntos y de que Carter estuviera a su lado,
pero fue un escandinavo desconocido quien se sentó a su izquierda, mirando con una
mueca de disgusto al botellín de leche. Wormold pensó: alguien ha preparado esto
muy bien. Nada ofrece seguridad, ni siquiera la leche. Los camareros ya se afanaban
en torno a la mesa con los platos de cangrejo Morro. Entonces advirtió con alivio que
Carter se hallaba sentado frente a él, al otro lado de la mesa. Había algo que inspiraba
seguridad en sus modales vulgares. Se podía apelar a él así como se podía apelar a un
policía inglés, porque se sabía lo que estaba pensando.
—No —dijo al camarero—, no quiero cangrejo.
—Muy sensato por su parte no comer esas cosas —comentó el señor MacDougall
—. Yo tampoco voy a comerlo. No va bien con el whisky. Si quiere, bébase parte del
agua con hielo y sostenga el vaso debajo de la mesa. Tengo en el bolsillo una petaca
de whisky, que bastará para los dos.
Sin pensarlo, Wormold alargó la mano en dirección a su vaso, pero en ese instante
le asaltó la duda. ¿Quién era MacDougall? No le había visto nunca y jamás, hasta ese
momento, había tenido noticias de la partida de McIntyre. ¿Sería posible que el agua
estuviera envenenada, o que, incluso, lo estuviera el whisky de la petaca?
—¿Por qué se marchó McIntyre? —preguntó con la mano ya en torno al vaso.
—Cosas que pasan… —respondió el señor MacDougall—, ya sabe lo que ocurre
en estos casos. Tire el agua. No querrá usted ahogar el whisky. Éste es de la mejor
malta de Escocia.
—Demasiado temprano para mí. Gracias, de todas maneras.
—Hace bien en no fiarse del agua —dijo con ambigüedad MacDougall—. Yo
también lo bebo solo. Si no le importa beber del tapón… directamente…
—No, de verdad, no bebo a estas horas.

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—Fueron los ingleses los que fijaron horas para beber, no los escoceses. Llegarán
a fijar horas para morir.
Carter intervino desde el otro lado de la mesa:
—A mí no me importa beber a estas horas. Me llamo Carter —y Wormold vio
con alivio que el señor MacDougall servía el whisky; un sospechoso menos, porque
sin duda nadie querría envenenar a Carter. De todos modos, pensó, hay algo raro que
hacía dudar de que MacDougall fuera realmente escocés. Olía a fraude, como Ossian.
—Svenson —dijo el escandinavo melancólico con voz seca, desde detrás de su
pequeña bandera sueca; al menos Wormold creía que era sueca: jamás había podido
diferenciar con toda seguridad los colores escandinavos.
—Wormold —afirmó.
—¿Qué tontería es ésta de la leche?
—Creo que el doctor Braun —dijo Wormold— se ha pasado de literal.
—O de gracioso —intervino Carter.
—No creo que el doctor Braun tenga mucho sentido del humor.
—¿A qué se dedica usted, señor Wormold? —preguntó el sueco—. No creo que
nos hayan presentado nunca, pero le conozco de vista.
—Vendo aspiradoras. ¿Y usted?
—Cristal. Como usted sabe, el cristal sueco es el mejor del mundo. Este pan es
muy bueno. ¿No come usted pan? —quizá se había preparado la conversación de
antemano con un librito de frases para extranjeros.
—He renunciado a él. Para no engordar, ya sabe.
—Yo diría que no le vendría a usted mal que le cebaran un poco —el señor
Svenson soltó una carcajada lóbrega, como una fiesta en medio de la larga noche
nórdica—. Perdóneme, hablo de usted como si fuera una oca.
Al extremo de la mesa donde estaba sentado el cónsul general, ya habían
empezado a servir los platos combinados. El señor MacDougall se había equivocado
en cuanto al pavo; el plato fuerte era pollo a la Maryland. Pero había acertado en
cuanto a las zanahorias y a las patatas fritas a la francesa y las salchichas. El doctor
Braun estaba un poco atrasado con respecto a los demás: todavía picaba su plato de
cangrejo Morro. El cónsul general debía haberle retrasado con la seriedad de su
conversación y la fijeza de sus lentes convexos. Dos camareros iban pasando a lo
largo de la mesa, apartando uno los restos de cangrejo y sirviendo el otro los platos
combinados. Sólo el cónsul general había decidido abrir su botellín de leche. La
palabra «Dulles» se deslizó, opaca, hasta el lugar en que se hallaba Wormold. El
camarero se acercó con dos platos; puso uno delante del escandinavo: el otro era el
suyo. De pronto le invadió la idea de que toda aquella amenaza contra su vida podía
ser una broma pesada y descabellada. Quizá Hawthorne fuera un humorista, y el
doctor Hasselbacher… Recordó el día que Milly le preguntó si el doctor
Hasselbacher le había gastado alguna vez una broma. A veces parece más sencillo
arriesgarse a morir que a hacer el ridículo. Quería confiar su problema a Carter y oír

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su respuesta dictada por el sentido común; después, al mirar su plato, advirtió algo
extraño. No había zanahorias. Rápidamente dijo:
—Usted lo prefiere sin zanahorias —y pasó el plato a MacDougall.
—Son patatas fritas las que no me gustan —replicó el señor MacDougall muy de
prisa pasando el plato al cónsul de Luxemburgo. El cónsul de Luxemburgo, que se
hallaba sumido en profunda conversación con un alemán sentado al otro lado de la
mesa, pasó el plato con distraída cortesía a su vecino. La cortesía se apoderó, como
una infección, de todos los que aún no habían sido servidos y el plato llegó hasta el
doctor Braun, a quien acababan de retirar los restos de cangrejo Morro. El jefe de
camareros vio lo que estaba ocurriendo y comenzó a perseguir el plato por toda la
mesa, pero éste seguía llevándole delantera. El camarero, que volvía con más platos
combinados, fue interceptado por Wormold, que tomó uno dejándole desconcertado.
Wormold comenzó a comer con apetito.
—Las zanahorias están deliciosas —dijo.
El jefe de camareros revoloteó en torno al doctor Braun.
—Permítame, doctor Braun —explicó—, no le han puesto zanahorias.
—No me gustan las zanahorias —respondió el doctor Braun, mientras cortaba un
trozo de pollo.
—Lo siento —dijo el jefe de camareros y cogió el plato del doctor Braun—. Ha
sido un error del cocinero. —Con el plato en la mano, como lleva el sacristán la
colecta de la misa, recorrió todo el comedor en dirección a la puerta de servicio. El
señor MacDougall bebía un sorbo de su whisky.
—Creo que ahora puedo arriesgarme —dijo Wormold—. A modo de celebración.
—Buen chico. ¿Con agua o solo?
—¿Puedo beberme su agua? En la mía hay una mosca.
—Desde luego. —Wormold bebió dos tercios del agua y tendió el vaso hacia la
botella del señor MacDougall, que le sirvió un generoso doble—. Venga, ponga el
vaso. Se ha quedado atrás —dijo y Wormold se sintió de nuevo en la zona de
confianza. Experimentó una cierta ternura hacia el vecino del que había sospechado y
dijo:
—Tenemos que volver a vernos.
—Un acto como éste sería inútil si no sirviera para acercar a la gente.
—De no ser por esta comida, no les habría conocido ni a usted ni a Carter.
Bebieron los tres.
—Tienen que conocer a mi hija —aseguró Wormold, con el corazón tibio de
whisky.
—¿Cómo le va el negocio?
—No muy mal. Estamos ampliando la oficina.
El doctor dio unos golpes en la mesa para pedir silencio.
—Seguro —dijo Carter con esa voz potente e indomable de Nottwich, tan
alentadora como el whisky— que servirán alguna bebida para el brindis.

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—Amigo mío —respondió el señor MacDougall—, habrá discursos, pero nada de
brindis. Tendremos que oír a estos idiotas sin la ayuda del alcohol.
—Yo soy uno de los idiotas —anunció Wormold.
—¿Va a hablar usted?
—En mi calidad de socio más antiguo.
—Me alegro de haber sobrevivido lo bastante como para oír esto —declaró el
señor MacDougall.
El cónsul general americano, a petición del doctor Braun, comenzó a hablar.
Habló de los lazos espirituales que unían a las democracias: al parecer, contaba entre
ellas a Cuba. El comercio era importante porque sin él no existirían lazos espirituales,
o quizá fuera a la inversa. Habló de la ayuda americana a los países pobres que
permitiría a éstos adquirir mayor cantidad de bienes de consumo con cuya compra se
estrecharían los lazos espirituales… Un perro aulló en algún lugar, en los yermos del
hotel, y el jefe de camareros hizo una señal para que cerraran la puerta. Había sido un
gran placer para el cónsul general americano el haber sido invitado a esa comida y
haber conocido así a los representantes del comercio europeo y con lo que se
estrechaban aún más los lazos espirituales… Wormold se bebió otros dos whiskys.
—Y ahora —anunció el doctor Braun—, voy a invitar al miembro de más solera
de nuestra Asociación para que haga uso de la palabra. No me refiero a su edad,
naturalmente, sino al número de años durante los cuales ha estado al servicio de la
causa del comercio europeo en esta bonita ciudad donde, señor ministro —se inclinó
hacia su otro vecino, un hombre de piel oscura y bizco—, hemos tenido el privilegio
y la satisfacción de ser sus huéspedes. Como saben todos ustedes, me refiero al señor
Wormold —echó una rápida ojeada a sus notas—, al señor James Wormold,
representante de Phastkleaners en La Habana.
—Hemos acabado con el whisky —dijo el señor MacDougall—. ¡Qué lástima!
Carter intervino:
—Yo también vine armado, pero me bebí casi todo en el avión. Sólo me queda un
vaso.
—Es evidente que le corresponde a nuestro amigo —replicó el señor MacDougall
—. Lo necesita más que nosotros.
El doctor Braun decía:
—Debemos ver en el señor Wormold un símbolo de todo lo que significa nuestro
trabajo: modestia, discreción, perseverancia y eficiencia. Nuestros enemigos suelen
presentar al comerciante como un bravucón vociferante cuyo único propósito es
imponer un producto inservible, innecesario o incluso dañino. Ésa no es la realidad…
—Es muy amable, Carter. No me vendría mal una copa —dijo Wormold.
—¿No está acostumbrado a hablar?
—No se trata sólo del discurso. —Se inclinó por encima de la mesa hacia esa cara
de Nottwich común y corriente en la que creía ver incredulidad, certidumbre o el
buen humor basado en la inexperiencia: con Carter estaba a salvo—. Sé que no va a

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creer una palabra de lo que voy a decirle —dijo. Pero no quería que Carter le creyera.
Sólo quería aprender de él cómo no creer. Algo le rozó una pierna; miró hacia abajo y
vio la cara negra y suplicante de un dachsund cuyos ojos, entre las orejas largas y
caídas, mendigaban alguna migaja; el perro debía de haberse deslizado a través de la
puerta de servicio, sin que los camareros lo viesen y ahora se escondía, oculto a
medias por el mantel.
Desde el otro lado de la mesa, Carter le tendió una botella pequeña.
—No hay bastante para los dos. Bébaselo todo.
—Muchas gracias, Carter. —Desenroscó el tapón y vertió en su vaso el líquido
que quedaba.
—Es sólo Johnnie Walker. Nada especial.
El doctor Braun dijo:
—Si hay uno entre los presente que puede hablar en nombre de todos acerca de
los largos años de servicio que el comerciante entrega pacientemente al público, estoy
seguro de que esa persona es el señor Wormold, a quien ahora invito…
Carter hizo un guiño y alzó un vaso imaginario.
—Qué j-jaleo —dijo—. Tiene que darse prisa.
Wormold bajó el vaso.
—¿Qué ha dicho, Carter?
—Que se dé prisa.
—No, Carter. —¿Cómo no había advertido antes ese sonido emitido martillando?
¿Sería Carter consciente de ello y por eso evitaba la jota inicial, excepto cuando le
acuciaban por el temor o la esperanza?
—¿Qué le pasa, Wormold?
Wormold alargó la mano para acariciar la cabeza del perro y, como por accidente,
tiró el vaso de la mesa.
—Hizo como que no conocía al doctor.
—¿Qué doctor?
—Usted lo llamaría H-Hasselbacher.
—Señor Wormold —invitó el doctor Braun, desde la cabecera de la mesa.
Se puso de pie con un movimiento inseguro. El perro, a falta de mejor alimento,
lamía el whisky del suelo.
Wormold comenzó a decir:
—Le agradezco mucho que me haya invitado a hablar, cualesquiera que hayan
sido sus motivos —unas risitas corteses le cogieron por sorpresa: no había querido
decir nada gracioso. Prosiguió—: Ésta es mi primera intervención pública y en
determinado momento he pensado que podía ser también la última. —Echó una
ojeada a Carter que tenía el ceño fruncido. Se sintió culpable de un solecismo por
haber sobrevivido, como si estuviera borracho en público. Quizá lo estaba. Continuó
—: No sé si tengo amigos aquí. Pero sin duda tengo algunos enemigos —alguien dijo
«qué vergüenza» y varias personas rieron. Si eso continuaba así, adquiriría la

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reputación de ser un orador sarcástico. Prosiguió—: Hoy en día se habla mucho de la
guerra fría, pero cualquier comerciante podrá decirles a ustedes que la guerra entre
dos fabricantes del mismo producto puede ser bastante caliente. Tomemos el ejemplo
de Phastkleaners y Nucleaners. No hay mucha diferencia entre las dos aspiradoras,
como tampoco la hay entre dos seres humanos, uno ruso (o alemán) y británico el
otro. No habría competencia ni guerra de no ser por la ambición de unos cuantos
hombres de ambas firmas; son unos pocos hombres los que controlan la competencia,
inventan las necesidades y nos lanzan al señor Carter y a mí a atacarnos el uno al
otro.
Ya nadie reía. El doctor Braun susurró algo al oído del cónsul general. Wormold
esgrimió la botella de whisky de Carter y continuó:
—No creo que el señor Carter conozca siquiera el nombre de la persona que le ha
enviado a envenenarme en aras del bien de su firma. —Otra vez se dejaron oír
algunas carcajadas, mezcladas con una nota de alivio. El señor MacDougall exclamó:
—No nos vendría mal otro poco de veneno —y de pronto el perro comenzó a
gemir. Salió de su escondrijo y corrió hacia la puerta de servicio.
—Max —exclamó el jefe de camareros—. Max.
Se produjo un silencio y luego unas pocas risas incómodas. El perro apenas podía
tenerse en pie. Aulló y trató de morderse el pecho. El jefe de camareros lo alcanzó
junto a la puerta y lo cogió, pero el animal dio un aullido de dolor y se libró de los
brazos que lo sujetaban.
—Ha bebido un par de copas —dijo el señor MacDougall, incómodo.
—Le ruego que me disculpe, doctor Braun —dijo Wormold—, la función ha
terminado. —Siguió al jefe de camareros por la puerta de servicio—. Un momento.
—¿Qué quiere?
—Quiero saber qué ha pasado con mi plato.
—¿Cómo dice, señor? ¿Su plato?
—Usted estaba ansioso de que no dieran mi plato a ningún otro comensal.
—No comprendo.
—¿Sabía usted que estaba envenenado?
—¿Quiere decir que la comida era mala, señor?
—Quiero decir que estaba envenenada y que usted tuvo muy buen cuidado de
salvar la vida del doctor Braun… no la mía.
—Me temo, señor, que no le entiendo. Estoy ocupado. Le pido que me disculpe.
—El sonido del aullido de un perro llegó por el largo pasillo desde la cocina, un
aullido lastimero, interrumpido por una expresión aún más aguda de dolor. El jefe de
camareros gritó—: ¡Max! —y corrió por el pasillo como un ser humano. Abrió la
puerta de la cocina de un empujón—. ¡Max!
El dachsund levantó la melancólica cabeza en el sitio en que se había acurrucado,
bajo la mesa, y después comenzó a arrastrar penosamente su cuerpo hacia el jefe. Un
hombre que llevaba un gorro de cocinero dijo:

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—Aquí no ha comido nada. Tiramos lo que había en el plato.
El perro se desmoronó a los pies del jefe de camareros y quedó allí, tendido como
un despojo.
El camarero se arrodilló junto al perro. Murmuró:
—Max mein Kind. Mein Kind.
El negro cuerpo del perro parecía una prolongación del traje negro del hombre.
Los empleados de la cocina se agrupaban en torno a ellos.
El tubo negro hizo un leve movimiento y una lengua rosada salió como pasta de
dientes y quedó tendida sobre el piso de la cocina. El jefe de camareros puso una
mano sobre el perro y después levantó la mirada hacia Wormold. Aquellos ojos llenos
de lágrimas le acusaban de tal modo por estar allí, de pie y vivo, mientras el perro
había muerto, que Wormold estuvo a punto de pedir disculpas, pero en lugar de ello
giró sobre sí mismo y se fue. Al llegar al final del pasillo se volvió para mirar hacia
atrás: la negra figura seguía arrodillada junto al perro negro, el cocinero blanco
seguía de pie, y los empleados de la cocina esperaban, como los familiares en torno a
una tumba, con cazos, estropajos y platos en la mano como coronas mortuorias. Mi
muerte, pensó, hubiera sido más discreta que ésta.

4
—He vuelto —anunció a Beatrice—. No estoy bajo la mesa. He regresado
victorioso. El perro es el que ha muerto.

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Capítulo 4

1
El capitán Segura dijo:
—Me alegro de encontrarle solo. ¿Está solo, verdad?
—Completamente.
—Estoy seguro de que no le importará. He apostado dos hombres en la puerta
para que nadie nos moleste.
—¿Estoy detenido?
—Desde luego que no.
—Milly y Beatrice han ido al cine. Se sorprenderán si no las dejan entrar.
—No le entretendré mucho tiempo. He venido a verle por dos cosas. Una es
importante. La otra no es más que rutina. ¿Puedo empezar por la importante?
—Sí, por favor.
—Señor Wormold, quiero pedirle la mano de su hija.
—¿Exige eso que haya dos policías a la puerta?
—Es conveniente que no nos molesten.
—¿Ha hablado ya con Milly?
—No soñaría, siquiera, con hacerlo antes de hablar con usted.
—Supongo que aun aquí necesita legalmente mi consentimiento.
—No se trata de una cuestión legal, sino de cortesía común y corriente. ¿Puedo
fumar?
—¿Por qué no? Esa pitillera, ¿está hecha de verdad de piel humana?
El capitán Segura se echó a reír.
—Esta Milly. ¡Qué bromista es! —en tono ambiguo agregó—: ¿Cree usted
verdadera esa historia, señor Wormold? —quizá no se atrevía a mentir directamente;
podía ser un buen católico.
—Milly es demasiado joven para casarse, capitán Segura.
—En este país no.
—Estoy seguro de que ella no quiere casarse todavía.
—Pero usted podría influenciarla, señor Wormold.
—A usted le llaman el Buitre Rojo, ¿verdad?

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—Eso en Cuba es una especie de cumplido.
—¿No lleva usted una vida bastante insegura? Al parecer, tiene muchos
enemigos.
—He ahorrado bastante para asegurar el futuro de mi viuda. En ese sentido, señor
Wormold, soy un apoyo más interesante que usted. Esta tienda… no puede darle
mucho dinero y por otra parte pueden cerrársela en cualquier momento.
—¿Cerrármela?
—Estoy seguro de que usted no intenta causar problemas, pero el caso es que se
están produciendo muchos problemas a su alrededor. Si tuviera que abandonar este
país, ¿no preferiría que su hija quedara aquí bien establecida?
—¿Qué clase de problemas, capitán Segura?
—Un coche tuvo un accidente… no importa por qué. Atacaron al pobre ingeniero
Cifuentes, un amigo del ministro del Interior. El profesor Sánchez se ha quejado de
que usted irrumpió en su casa para amenazarle. Hasta se dice por ahí que usted ha
envenenado a un perro.
—¿Que yo he envenenado a un perro?
—Naturalmente que es absurdo. Pero el jefe de camareros del Hotel Nacional
dice que usted le dio whisky envenenado a su perro. ¿Por qué iba usted a dar whisky a
un perro? No lo comprendo. Ni él tampoco. Piensa que quizá lo haya hecho porque se
trataba de un perro alemán. ¿No dice nada, señor Wormold?
—He perdido el habla.
—Se encontraba en un estado lamentable, el pobre hombre. De no haber sido así,
lo habría echado de mi despacho por decir tonterías. Dijo que fue usted a la cocina
para regodearse con lo que había hecho, lo que no parece muy propio de usted, señor
Wormold. Siempre le he considerado un hombre muy humano. Dígame solamente
que no hay nada de cierto en eso…
—El perro fue envenenado. El whisky era el de mi vaso. Pero lo habían preparado
para mí, no para el perro.
—¿Por qué iba nadie a querer envenenarlo?
—No lo sé.
—Dos historias extrañas… y que se invalidan mutuamente. Tal vez no hubiera
veneno y el perro murió, sin más. Me figuro que sería un perro viejo. Pero usted,
señor Wormold, tiene que admitir que son muchos los problemas que parecen
relacionados con su persona. Quizá sea usted como uno de esos niños inocentes que
hay en su país, de los que, según he leído, sirven de intermediarios de los poltergeists.
—Quizá lo sea. ¿Sabe los nombres de los poltergeists?
—De la mayoría. Creo que ha llegado el momento de exorcizarles. Estoy
redactando un informe para el presidente.
—¿Figuro en él?
—No necesita figurar. Debo decirle, señor Wormold, que he ahorrado dinero, lo
suficiente para dejar a Milly en buena situación, si algo me ocurriera. Y, desde luego,

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lo bastante para instalarnos en Miami, en el caso de que estallara una revolución.
—No es necesario que me diga todo eso. No estoy cuestionando su capacidad
financiera.
—Es lo habitual, señor Wormold. En cuanto a mi salud… es buena. Puedo
mostrarle los certificados. No habrá inconveniente alguno en cuanto a los niños. Eso
está ampliamente demostrado.
—Comprendo.
—Pero eso no tiene por qué preocupar a su hija. Los niños tienen lo que
necesitan. Mis presentes cargas no son demasiado importantes. Sé que los
protestantes son muy particulares respecto a estas cosas.
—No soy exactamente protestante.
—Y por fortuna su hija es católica. Este matrimonio sería muy deseable, señor
Wormold.
—Milly sólo tiene diecisiete años.
—Es la mejor edad para tener hijos, cuando resulta más sencillo, señor Wormold.
¿Cuento con su permiso para hablar con ella?
—¿Lo necesita?
—Es más correcto.
—Y si yo dijera que no…
—Trataría de persuadirle, desde luego.
—Una vez me dijo usted que yo no pertenecía a la clase susceptible de tortura.
El capitán Segura posó una mano afectuosa en el hombro de Wormold.
—Tiene el mismo sentido del humor de Milly. Pero, hablando en serio, siempre se
puede considerar su permiso de residencia.
—Al parecer usted está muy decidido. Muy bien. Puede hablar con ella. No le
faltará oportunidad cuando vuelva del colegio. Pero Milly es una chica sensata. No
creo que tenga usted ninguna probabilidad.
—En ese caso, quizá le pida que ponga en juego su influencia paterna.
—Qué victoriano es usted, capitán Segura. Los padres de hoy no tienen ninguna
influencia. Usted me dijo que había algo importante…
Con tono de reproche, el capitán Segura respondió:
—Éste era el tema importante. El otro es una mera cuestión de rutina. ¿Quiere
acompañarme al Wonder Bar?
—¿Por qué?
—Se trata de un asunto policial. Nada que deba preocuparle. Sólo le pido un
favor, eso es todo, señor Wormold.
Se trasladaron en el coche deportivo color escarlata del capitán Segura, con un
policía motorizado delante y otro detrás. Todos los limpiabotas del Paseo parecían
estar apiñados en Virtudes. Había varios policías a cada lado de las puertas de vaivén
del Wonder Bar y el sol caía a plomo sobre todos ellos.

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Los policías de las motocicletas saltaron de sus vehículos y comenzaron a apartar
a los limpiabotas. Otros policías salieron corriendo del interior del bar y formaron
una escolta para el capitán Segura. Wormold le siguió. Como siempre a esa hora del
día, los postigos que se abrían por encima de la columnata crujían con la ligera brisa
marítima. El barman estaba del otro lado de la barra, del de los clientes. Tenía
aspecto de estar enfermo y aterrorizado. Unas cuantas botellas rotas todavía goteaban
detrás de él, pero la mayor parte de su contenido se había derramado mucho antes.
Había una persona en el suelo oculta por los cuerpos de los policías, pero se veían sus
botas, las botas rústicas, arregladas demasiadas veces, de un hombre viejo que no
había sido rico.
—Sólo se trata de una identificación formal —dijo el capitán Segura.
Wormold casi no necesitaba ver la cara, pero le abrieron paso para que pudiera
echar una mirada al doctor Hasselbacher.
—Es el doctor Hasselbacher —dijo—. Usted le conoce tan bien como yo.
—En estos casos hay que cumplir con las formalidades —respondió Segura—.
Una identificación independiente.
—¿Quién ha sido?
Segura replicó:
—¿Quién sabe? Será mejor que tome un whisky. ¡Barman!
—No. Sírvame un daiquiri. Siempre bebía un daiquiri con él.
—Alguien entró con un revólver. Falló dos disparos. Naturalmente diremos que
han sido los rebeldes de la Provincia de Oriente. Será útil para influir en la opinión
extranjera. Y quizá hayan sido los rebeldes.
Desde el suelo, la cara miraba hacia arriba, sin expresión. No se podía describir
esa impavidez en términos de paz o angustia. Era como si nada jamás le hubiera
acontecido: una cara que nunca había nacido.
—Cuando le entierren, pongan su casco sobre el ataúd.
—¿Un casco?
—En su piso encontrará un viejo uniforme. Era un hombre sentimental. —Parecía
extraño que el doctor Hasselbacher hubiera sobrevivido a dos guerras mundiales para
morir después en tiempo de lo que llamaban paz, del mismo modo que hubiera
muerto en el Somme.
—Usted sabe muy bien que esto no tiene nada que ver con los rebeldes —dijo
Wormold.
—Pero conviene decir eso.
—Los poltergeists una vez más.
—Usted se culpa demasiado.
—Él me advirtió que no fuera a aquella comida. Carter le oyó, le oyeron todos,
por eso le han asesinado.
—¿Quiénes?
—Usted tiene la lista.

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—El nombre de Carter no estaba en ella.
—Pregunte entonces al camarero del perro. A él puede torturarle. No protestaré
por eso.
—Es súbdito alemán y tiene amigos en las altas esferas políticas. ¿Por qué iba a
querer envenenarle a usted?
—Porque piensan que soy peligroso. ¡Yo! ¡Qué poco saben! Póngame otro
daiquiri. Siempre tomaba dos antes de volver a la tienda. ¿Me dejará ver su lista,
Segura?
—Tal vez se la dejaría ver a un suegro, porque podría fiarme de él.
Pueden imprimir estadísticas y contar la población en cientos de miles, pero para
cada hombre una ciudad consiste solamente en unas pocas calles, unas pocas casas y
unas pocas personas. Si desaparecen éstas, la ciudad no existe ya, excepto como un
dolor en el recuerdo, como el dolor de una pierna amputada que ya no está donde
estaba. Era hora, pensó Wormold, de hacer el equipaje, marcharse y dejar atrás las
ruinas de La Habana.
—Mire usted —decía el capitán Segura—, esto viene a corroborar lo que le he
dicho. Podría haber sido usted. Milly debería estar a salvo de accidentes como éste.
—Sí —respondió Wormold—, tendré que ocuparme de eso.

2
Los policías se habían marchado de la tienda cuando él volvió. López había
salido, no sabía adónde. Oía a Rudy afanándose con sus lámparas y de vez en cuando
un ruido de descarga atmosférica resonaba en el apartamento. Se sentó en la cama.
Tres muertes: un desconocido llamado Raúl, un dachsund negro llamado Max y un
viejo doctor llamado Hasselbacher; él era la causa… y Carter. Carter no había
planeado la muerte de Raúl ni la del perro, pero el doctor Hasselbacher no había
tenido escapatoria. Había sido una represalia: una muerte a cambio de una vida, al
revés de la Ley Mosaica. Oyó a Milly y a Beatrice hablando en la habitación
contigua. Aunque la puerta estaba entreabierta sólo tomó conciencia a medias de lo
que decían. Se hallaba en la frontera de la violencia, una tierra extraña que nunca
había visitado; tenía su pasaporte en la mano. «Profesión: espía». «Rasgos
característicos: amabilidad». «Propósito de la visita: asesinato». No se exigía visado.
Sus papeles estaban en regla.
Y a este lado de la frontera oía las voces que hablaban en un lenguaje que él
conocía.
Beatrice decía:
—No, no te recomiendo un rojo oscuro. A tu edad, no.
Milly respondía:

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—Deberían darnos lecciones de maquillaje en el último curso. Me parece oír a
Sor Agnes diciendo: «una gota de Nuit d’Amour detrás de las orejas».
—Prueba este rojo más claro. No, que no se te corra por el borde de los labios.
Deja que te enseñe.
Wormold pensó: no tengo arsénico ni cianuro. Además no tendré la oportunidad
de beber con él. Tendría que haberle hecho tragar ese whisky. Es más fácil decirlo que
hacerlo fuera del escenario isabelino y, aun en él, habría necesitado además una
espada envenenada.
—Así. ¿Ves lo que quería decirte?
—¿Y el colorete?
—Tú no necesitas colorete.
—¿Qué perfume llevas, Beatrice?
—Sous le Vent.
Han disparado sobre Hasselbacher, pero yo no tengo revólver, pensó Wormold.
Tendría que haber un arma de fuego entre el material de la oficina, como la caja
fuerte y los trozos de celuloide y el microscopio y la tetera eléctrica. Jamás en su vida
había empuñado un revólver, pero esa objeción no era insuperable. Tenía que estar
tan cerca de Carter como lo estaba de la puerta a través de la cual le llegaban las
voces.
—Iremos juntas de compras. Creo que te gustará Indiscret. Es de Lelong.
—No suena muy apasionado —dijo Milly.
—Eres joven. No tienes que ponerte pasión detrás de las orejas.
—Hay que animar un poco a los hombres —adujo Milly.
—Basta con mirarlos.
—¿Así? —Wormold oyó la risa de Beatrice. Miró hacia la puerta con asombro.
Se había adentrado tanto mentalmente en ese otro territorio que había olvidado que
todavía se hallaba a este lado de la frontera, con ellas.
—No es necesario que les animes tanto —dijo Beatrice.
—¿He languidecido?
—Yo diría que has ardido de pasión.
—¿Echas de menos la vida matrimonial? —preguntó Milly.
—Si lo que quieres saber es si echo de menos a Peter, la respuesta es no.
—Si él muriera, ¿te volverías a casar?
—No creo que espere tanto. Sólo tiene cuarenta años.
—Claro. Supongo que tú podrías casarte otra vez, si es que llamas a eso
matrimonio.
—Así lo llamo.
—Pero es terrible, ¿no? Yo tengo que casarme para siempre.
—Es lo que pensamos la mayoría… cuando lo hacemos.
—A mí me iría mejor ser amante de alguien.
—No creo que a tu padre le gustara mucho eso.

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—No sé por qué. Si él volviera a casarse, sería lo mismo; ella sería su amante,
¿no? Él quería vivir con mamá para siempre. Lo sé. Él me lo dijo. Fue un matrimonio
de verdad. Ni un buen pagano puede evitarlo.
—Yo pensaba lo mismo acerca de Peter. Milly, Milly, no permitas que ellas te
endurezcan.
—¿Ellas?
—Las monjas.
—¡Ah! Ellas no me dicen estas cosas. Así no, en absoluto.
Siempre existía la posibilidad de un cuchillo, por supuesto; pero para usar un
cuchillo tenía que estar tan cerca de Carter como jamás podría llegar a estarlo.
Milly preguntó:
—¿Estás enamorada de mi padre?
Un día puedo volver y poner en orden todo esto, pero ahora hay problemas más
importantes. Tengo que descubrir cómo se mata a un hombre. ¿Debe haber manuales
que expliquen eso? Tiene que haber tratados sobre lucha sin armas. Se miró las
manos, pero no confiaba en ellas.
Beatrice preguntó:
—¿Por qué me lo preguntas?
—Porque vi cómo le mirabas.
—¿Cuándo?
—Cuando volvió de aquella comida. ¿O sólo estabas contenta porque había
pronunciado el discurso?
—Sí.
—No estaría bien —prosiguió Milly—. Me refiero a que le quisieras.
Wormold se dijo: si pudiera matarlo, al menos mataría por un motivo limpio. Le
mataría para demostrar que uno no puede matar sin que alguien le mate a su vez. No
le mataría por mi país. No le mataría por el capitalismo, ni por el comunismo, ni por
la socialdemocracia, ni por un Estado benefactor —¿qué beneficiaría a quién?—, sino
que mataría a Carter porque ha asesinado a Hasselbacher. Una venganza familiar
había sido mejor razón para un asesinato que el patriotismo o la preferencia de un
sistema económico en lugar de otro. Si amo u odio, dejadme que ame u odie como
individuo. No seré 59 200/5 en la guerra total de nadie.
—Si le quisiera, ¿por qué no debería hacerlo?
—Está casado.
—Milly, querida Milly. Ten cuidado con las fórmulas. Si existe un Dios, no es un
Dios de fórmulas.
—¿Le quieres?
—No he dicho eso.
Un revólver es el único medio. ¿De dónde puedo sacar un revólver?
Alguien entró en la habitación; no alzó la mirada. Las lámparas de Rudy emitían
sus agudos chillidos en la habitación contigua. La voz de Milly dijo:

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—No te oímos llegar.
Wormold replicó:
—Quiero que me hagas un favor, Milly.
—¿Estabas escuchando?
Oyó a Beatrice:
—¿Ha pasado algo malo? ¿Qué ha ocurrido?
—Ha ocurrido un accidente, una especie de accidente.
—¿Quién?
—El doctor Hasselbacher.
—¿Serio?
—Sí.
—Es una mala noticia, ¿verdad? —dijo Milly.
—Sí.
—Pobre doctor Hasselbacher.
—Sí.
—Le pediré al capellán que diga una misa por cada uno de los años que le
conocimos. —No había habido necesidad, pensó, de dar la noticia de la muerte con
demasiado tacto, al menos en lo que a Milly concernía. Para ella, todas las muertes
eran muertes felices. La venganza no es necesaria cuando se cree en el cielo. Pero él
no abrigaba esa creencia. La misericordia y el perdón apenas si eran virtudes en un
cristiano; se producían con excesiva facilidad.
Siguió hablando:
—El capitán Segura estuvo aquí. Quiere que te cases con él.
—Ese viejo. Jamás volveré a subir a su coche.
—Yo querría que lo hicieras una vez más, mañana. Dile que yo quiero verle.
—¿Por qué?
—Para jugar a las damas. A las diez en punto. Tú y Beatrice tendréis que despejar
el campo.
—¿Me dará la lata?
—No. Dile solamente que venga a hablar conmigo. Dile que traiga su lista. Él
entenderá.
—¿Y después?
—Nos iremos a casa. A Inglaterra.
Cuando estuvo a solas con Beatrice, le dijo:
—Se acabó. Es el fin de esta agencia.
—¿Qué quiere decir?
—Quizá nos hundamos gloriosamente con un buen informe: la lista de los agentes
secretos que operan aquí.
—¿Incluidos nosotros?
—No. Jamás hemos operado.
—No comprendo.

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—No tengo agentes, Beatrice. Ni uno. Hasselbacher fue asesinado sin motivo. No
existen esas construcciones de las montañas de Oriente.
Era característico en ella no demostrar incredulidad. Ese dato, como cualquier
otro, debía ser archivado para servir como punto de referencia. Sería evaluado, pensó
Wormold, por la oficina central.
Después dijo:
—Desde luego, su deber es informar de esto a Londres inmediatamente, pero le
estaré muy agradecido si espera hasta después de mañana. Quizá entonces estemos en
condiciones de agregar algo auténtico.
—Si sigue usted con vida, quiere decir.
—Por supuesto que seguiré con vida.
—Usted planea algo.
—Segura tiene la lista de los agentes.
—No es eso lo que planea. Pero si usted muere —dijo con un tono que parecía de
indignación—, de mortuis… supongo.
—Si algo me ocurriera, no querría que usted se enterase del fraude que he sido
leyéndolo en esos ficheros falsos.
—Pero Raúl… tiene que haber habido un Raúl.
—Pobre hombre. Se habrá preguntado qué le estaba sucediendo. Iría conduciendo
como un loco, igual que siempre. Quizá estaba borracho, también como siempre.
Espero que fuera así.
—Pero existía.
—Un nombre se saca de cualquier parte. Debí elegir el suyo y recordarlo después.
—¿Y esos dibujos?
—Los hice yo mismo: la aspiradora de Pila Atómica. Ahora la broma ha
terminado. ¿Quiere escribir una confesión para que la firme? Estoy contento de que
no le haya ocurrido nada grave a Teresa.
Beatrice se echó a reír. Se cogió la cabeza con las manos y rió. Al cabo de un
momento dijo:
—Cuánto te quiero.
—Debo parecerte bastante tonto.
—Londres me parece bastante tonto. Y Henry Hawthorne. ¿Crees que habría
abandonado a Peter si alguna vez, sólo una vez, se hubiera burlado de la UNESCO?
Pero la UNESCO era sagrada. Las conferencias culturales eran sagradas. Jamás se
reía… Préstame tu pañuelo.
—Estás llorando.
—Me río. Esos dibujos…
—Uno era una boquilla de pulverizador y el otro era un acoplamiento doble
automático. Jamás hubiera creído que pudiesen engañar a los expertos.
—Los expertos nunca los vieron. Te olvidas… esto es un Servicio Secreto.
Tenemos que proteger a nuestros informantes. No podemos permitir que esa clase de

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documentos llegue a manos de nadie que de verdad entienda. Cariño…
—Has dicho cariño.
—Es un modo de hablar. ¿Te acuerdas del Tropicana y del hombre que cantaba?
Yo no sabía que tú eras mi jefe ni tú que yo era tu secretaria; no eras más que un
hombre guapo con una hija encantadora, y supe que querías hacer una locura con una
botella de champán y estaba tan harta de sentido común…
—Pero no soy un chiflado.

—Dicen que la Tierra es redonda


y a mi locura ofenden.

—No sería vendedor de aspiradoras si fuera un chiflado.

—Yo digo que la noche es día


y no me empeño en la porfía.

—¿No eres más leal que yo?


—Tú eres leal.
—¿A quién?
—A Milly. Me importan un comino los hombres que son leales a la gente que les
paga, a las organizaciones… No creo que ni siquiera mi país signifique tanto.
Llevamos muchos países en la sangre, ¿no?, pero sólo una persona. ¿Sería el mundo
el lío que es si fuéramos leales al amor y no a un país?
Wormold repuso:
—Supongo que podrían quitarme el pasaporte.
—Que lo intenten.
—De todas maneras —afirmó él—, esto es para los dos el final de un trabajo.

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Capítulo 5

1
—Pase, capitán Segura.
El capitán Segura estaba resplandeciente. Resplandecían sus correajes,
resplandecían sus botones y acababa de ponerse brillantina en el pelo. Era como un
arma bien cuidada. Al entrar dijo:
—Me alegré mucho cuando Milly me dio su recado.
—Tenemos que hablar de muchas cosas. ¿Echamos una partida antes? Esta noche
pienso derrotarle.
—Lo dudo, señor Wormold. Todavía no tengo que demostrarle respeto filial.
Wormold desplegó el tablero de damas. Después colocó sobre él veinticuatro
botellas en miniatura de whisky: doce de Bourbon enfrentadas con doce de whisky
escocés.
—¿Qué es esto, señor Wormold?
—Una idea del doctor Hasselbacher. He pensado que podíamos echar una partida
en recuerdo suyo. Cuando uno come una pieza, se la bebe.
—Una idea muy astuta, señor Wormold. Como soy el que juega mejor, beberé
más.
—Y después yo le daré alcance… también con lo que beba.
—Me parece que preferiría jugar con las piezas normales.
—¿Tiene miedo de que le derrote, Segura? Quizá no tenga la cabeza muy firme.
—Mi cabeza es tan firme como la de cualquiera, pero algunas veces, con la
bebida, pierdo los estribos. Y no quiero perder los estribos con mi futuro padre.
—Milly no se casará con usted, Segura.
—Eso es lo que tenemos que discutir.
—Usted jugará con el Bourbon, que es más fuerte que el escocés. O sea que
estaré en desventaja.
—Eso no es necesario. Jugaré con el escocés.
Segura hizo girar el tablero y se sentó.
—¿Por qué no se quita el cinturón, Segura? Estará más cómodo.
Segura dejó el cinturón y la pistola en el suelo, a su lado.

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—Lucharé contra usted desarmado —anunció con jovialidad.
—¿Siempre lleva el revólver cargado?
—Por supuesto. La clase de enemigos que tengo no me daría oportunidad de
cargar.
—¿Ha descubierto al asesino de Hasselbacher?
—No. No pertenece a la clase criminal.
—¿Carter?
—Después de lo que usted me dijo, investigué, como es natural. Estaba con el
doctor Braun en ese momento. Y no podemos poner en duda la palabra del Presidente
de la Asociación de Comerciantes Europeos, ¿verdad?
—¿Es decir, que el doctor Braun está en su lista?
—Naturalmente. Ahora, a jugar.
En el juego de damas hay una línea imaginaria, como sabe todo jugador, que
atraviesa el tablero en diagonal de un extremo al otro. Es la línea de defensa. Quien
consigue el control de esa línea tiene la iniciativa; cuando se atraviesa la línea,
comienza el ataque. Con seguridad insolente Segura se hizo con la situación mediante
una apertura de «Desafío», después cruzó con una botella el centro del tablero. No
dudaba entre un movimiento y otro; apenas si echaba una mirada al tablero. Era
Wormold quien se detenía y pensaba.
—¿Dónde está Milly? —preguntó Segura.
—Ha salido.
—¿Y su encantadora secretaria?
—Con Milly.
—Ya está usted en posición difícil —anunció el capitán Segura. Atacó contra la
base de la defensa de Wormold y capturó una botella de Old Taylor—. El primer
trago —dijo, y vació la botellita. Wormold inició temerariamente un movimiento de
pinzas a modo de respuesta y casi en seguida perdió otra botella; esta vez de Old
Forester. Unas gotas de sudor aparecieron en la frente de Segura, que se aclaró la
garganta después de beber, para decir:
—Juega usted descuidadamente, señor Wormold —señaló el tablero—. Tendría
que haberme comido esa ficha.
—Puede soplarme la mía —respondió Wormold.
Por primera vez Segura vaciló antes de decir:
—No. Prefiero que me coma la pieza. —Era un whisky poco conocido,
Cairngorm, que encontró papilas gustativas vírgenes en la lengua de Wormold.
Durante un rato jugaron con cautela exagerada, sin comer ninguna pieza.
—¿Carter todavía se aloja en el Seville-Biltmore? —preguntó Wormold.
—Sí.
—¿Le tiene bajo vigilancia?
—No. ¿Para qué?

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Wormold se resistía a abandonar el borde del tablero con lo que le quedaba de su
movimiento de pinzas frustrado, pero había perdido su base. Hizo un movimiento en
falso, cosa que permitió a Segura empujar una de sus piezas protegidas al cuadro
número 22; ya no podía salvar la ficha del cuadrado 25 ni impedir a Segura la entrada
en la línea trasera para coronar dama.
—Descuidado —comentó Segura.
—Puedo hacer un cambio.
—Pero yo tengo la dama.
Segura bebió un Four Roses y Wormold, al otro extremo del tablero se tomó un
Dimpled Haig. Segura dijo:
—Hace calor esta noche. —Coronó la dama con un trozo de papel.
Wormold replicó:
—Si me como la dama tendré que beber dos botellas. Tengo otras más en el
armario.
—Lo tiene todo pensado —fueron las palabras de Segura. ¿Había en ellas
acritud?
Ahora el capitán jugaba con gran precaución. Se había hecho difícil tentarle para
que comiera una pieza y Wormold comenzó a advertir el punto débil fundamental de
su plan: un buen jugador puede derrotar a su contrincante sin comerse sus piezas.
Wormold comió otra y quedó atrapado. No tenía posibilidad de mover.
El capitán se secó el sudor de la frente.
—Ya lo ve —dijo—, no puede ganarme.
—Tiene que darme la revancha.
—Este Bourbon es fuerte. 85 grados.
—Cambiaremos de whisky.
Esta vez le correspondieron a Wormold las negras y el whisky escocés. Había
reemplazado las tres botellas de escocés que había bebido él y las tres de Bourbon.
Empezó con una apertura Decimocuarta Antigua, la adecuada para llevar adelante
una partida de larga duración; lo hacía porque había entendido que su única esperanza
estribaba en lograr que Segura perdiese su cautela y jugara para comer piezas. Una
vez más trató de que el capitán soplara alguna ficha, pero Segura no aceptó el
movimiento. Parecía que el capitán se había dado cuenta de que su verdadero
contrincante no era Wormold, sino su propia cabeza. Incluso llegó a desechar una
pieza sin importancia táctica y obligó a Wormold a comerla: un Hiram Walker.
Wormold se percató de que su propia cabeza peligraba; la mezcla de escocés y
Bourbon era mortal.
—Deme un cigarrillo —dijo.
Segura se inclinó hacia delante para encendérselo y Wormold advirtió el esfuerzo
que tuvo que hacer para mantener firme el encendedor. Al primer intento la chispa no
saltó y el capitán maldijo con violencia innecesaria. Otras dos copas y es mío, pensó
Wormold.

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Pero era difícil perder una pieza a manos de un antagonista que se negaba a ello;
tan difícil como comerle alguna. Contra sus propios deseos, la batalla se decidía a su
favor. Bebió un Harper’s y coronó una dama. Con falsa jovialidad observó:
—La partida es mía, Segura. ¿Quiere entregarse?
Segura frunció el ceño ante el tablero. Era evidente que se sentía dividido entre el
deseo de ganar y el deseo de no perder la cabeza, pero ésta la tenía nublada por la
indignación y por el whisky. Exclamó:
—¡Qué forma tan cochina de jugar a las damas! —ahora que su contrincante tenía
una dama no podía pretender lograr una victoria sin sangre, porque la dama tenía
libertad de movimientos. Esta vez, cuando tuvo que sacrificar un Kentucky Tavern, el
sacrificio fue auténtico y lanzó un juramento contra las piezas.
—¡Esta maldita forma que tienen! —exclamó—. Son todas distintas. ¡Cristal
tallado! ¿Quién ha oído hablar jamás de una ficha de damas de cristal tallado?
Wormold sentía su propio cerebro nublado por el Bourbon, pero el momento de la
victoria —y de la derrota— había llegado.
Segura protestó:
—Ha movido mi ficha.
—No, es Red Label. Es mía.
—¿Cómo quiere que sepa yo qué diferencia hay entre el escocés y el Bourbon?
Son todas botellas, ¿no?
—Se enfada porque está perdiendo.
—Yo nunca pierdo.
Entonces Wormold, con un error premeditado, expuso su dama. Por un instante
creyó que Segura no lo había advertido; luego pensó que el capitán, para no tener que
bebérsela, dejaría pasar la oportunidad deliberadamente. Pero la tentación de comer la
dama era grande y lo que se vislumbraba detrás de aquel movimiento era una victoria
aplastante. Podría coronar su pieza a lo que seguiría una matanza. Sin embargo,
dudaba. El calor del whisky y la pesadez de la noche derretían su cara como la de un
muñeco de cera; le costaba enfocar la mirada. Por fin preguntó:
—¿Por qué ha hecho eso?
—¿Qué?
—Perder la dama y el juego.
—Maldita sea. No me había dado cuenta. Debo de estar borracho.
—¿Borracho usted?
—Un poco.
—Yo también estoy borracho. Y usted lo sabe. Quiere emborracharme, ¿no? ¿Por
qué?
—No diga tonterías, Segura. ¿Por qué iba a querer emborracharle? Suspendamos
la partida, digamos que queda en tablas.
—¡Un cuerno! Ya sé por qué quiere emborracharme. Quiere enseñarme esa
lista… quiero decir, que le enseñe esa lista.

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—¿Qué lista?
—Les tengo a todos en la red. ¿Dónde está Milly?
—Ya se lo he dicho, ha salido.
—Esta noche iré a ver al Jefe de la policía. Recogeremos la red.
—¿Con Carter dentro?
—¿Quién es Carter? —movió un dedo en dirección a Wormold—. También usted
está en la red… pero sé que no es un agente. Usted es un fraude.
—¿Por qué no duerme un rato, Segura? La partida queda en tablas.
—Nada de tablas. Mire. Me como su dama —abrió la botellita de Red Label y la
bebió.
—Dos botellas por una reina —dijo Wormold y le pasó un Dunosdale Cream.
Segura estaba sentado pesadamente en su silla; su barbilla se mecía. Dijo con
dificultad:
—Admita que está derrotado. No juego por las piezas.
—No admito nada. Tengo la cabeza más firme y mire, soplo. Lo que usted no
quiso comer. —Un whisky de centeno canadiense, un Lord Calvert, se había
mezclado con el Bourbon, y Wormold se lo bebió sin vacilar. Pensó: tiene que ser el
último. Si ahora no se duerme, estoy liquidado. No estaré bastante sobrio para apretar
el gatillo. ¿Dijo que estaba cargado?
—Eso no importa —respondió Segura con un susurro—. De todos modos está
liquidado. —Movió la mano con lentitud, por encima del tablero, como si llevara un
huevo en una cuchara—. ¿Lo ve? —comió una pieza, dos piezas, tres…
—Bébase esto, Segura —un George IV, un Queen Anne, la partida terminaba con
una guirnalda de nombres reales, un Highland Queen.
—Todavía puede seguir, Segura. ¿O quiere que le sople otra vez? Bébasela
—Vat 69—. Otra, beba, Segura —un Grant’s Standfast. Old Argyll—. Bébaselas,
Segura. Ahora me rindo.
Pero era el capitán quien se había rendido. Wormold le desabrochó el cuello de la
guerrera para que pudiera respirar y le acomodó la cabeza en el respaldo del asiento,
pero sus propias piernas no estaban firmes mientras se encaminaba hacia la puerta.
En el bolsillo llevaba el revólver de Segura.

2
En el Seville-Biltmore entró en una cabina telefónica y llamó a la habitación de
Carter. Tenía que admitir que los nervios de Carter eran templados, mucho más que
los suyos. No había terminado de cumplir su misión en Cuba y, no obstante,
permanecía en el país, como tirador o como señuelo.
—Buenas noches, Carter —dijo Wormold.

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—¡Hombre, buenas noches, Wormold! —la voz tenía la frialdad exacta del
orgullo herido.
—Quiero pedirle disculpas, Carter. Esa tontería del whisky. Estaba borracho, creo.
También lo estoy un poco ahora. No estoy acostumbrado a disculparme.
—No se preocupe, Wormold. Váyase a la cama.
—Me burlé de su tartamudeo. Y un tipo no debe hacer eso —se sorprendió a sí
mismo hablando como Hawthorne. La falsedad era un mal profesional.
—No entendí ni jo-jota de lo que dijo.
—Dispué… después entendí que me había equivocado. No tenía nada que ver con
usted. Ese maldito camarero envenenó a su perro. Era muy viejo, claro, pero darle
comida envenenada… no es la mejor manera de hacerlo pasar a la otra vida.
—¿Eso fue todo el ja-jaleo? Gracias por decírmelo, pero es muy tarde. Estaba a
punto de acostarme, Wormold.
—El mejor amigo del hombre.
—¿Qué dice? No le oigo.
—César, el amigo del rey, y también aquel otro, peludo, que se hundió en
Jutlandia. Le vieron por última vez en el puente, junto a su amo.
—Está usted borracho —era muy sencillo, según comprobaba Wormold, hacerse
pasar por ebrio después de… ¿cuántos escoceses y Bourbons? Uno puede fiarse de
los borrachos: in vino veritas. También es posible eliminar con gran facilidad a los
borrachos. Carter sería un estúpido si no aprovechaba la ocasión. Wormold prosiguió:
—Hoy me apetece ir a todos esos sitios.
—¿Qué sitios?
—Los que quería usted ver en La Habana.
—Es tarde.
—Es la hora exacta —la vacilación de Carter le llegó a través del teléfono—:
Traiga un revólver —dijo. Sentía una extraña resistencia ante la idea de matar a un
asesino desarmado… si es que Carter se arriesgaba a salir desarmado.
—¿Un revólver? ¿Por qué?
—En algunos de esos sitios tratan de robarle a uno.
—¿No puede llevarlo usted?
—Es que no tengo.
—Tampoco yo —le pareció oír a través del teléfono el sonido metálico que se
produce al revisar una recámara. El diamante corta al diamante, pensó mientras
sonreía. Pero una sonrisa es tan peligrosa en el acto del odio como en el acto del
amor. Tenía que recordarse a sí mismo a Hasselbacher, mirando hacia arriba desde el
suelo del bar. No le habían dado ni siquiera una oportunidad al pobre viejo y él le
estaba dando muchas a Carter. Comenzó a arrepentirse de haber bebido tanto.
—Nos veremos en el bar —dijo Carter.
—No tarde.
—Tengo que vestirme.

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Wormold se alegraba ahora de la oscuridad del bar. Carter, supuso, estaba
telefoneando a sus amigos y quizá concertando una cita, pero en cualquier caso no
podrían sorprenderle antes de que él les viera. Había una entrada desde la calle y otra
desde el hotel, y en la parte trasera una especie de balcón con barandilla que le
permitiría apoyar el revólver, si era necesario. Cualquiera que entrara quedaría
cegado un momento por la oscuridad, como a él le había ocurrido. Al llegar, no pudo
ver durante unos segundos si en el bar había una persona o dos, porque la pareja
estaba sentada, muy juntos los dos, en un sillón cerca de la puerta que daba a la calle.
Pidió un whisky, pero no lo tocó, se sentó en el balcón observando las dos puertas.
Al cabo de unos instantes entró un hombre; no pudo verle la cara y fue la mano que
palmeaba el bolsillo de la pipa lo que identificó a Carter.
—Carter.
El hombre se acercó.
—Vámonos —dijo Wormold.
—Beba su copa primero y yo pediré otra, para hacerle compañía.
—Ya he bebido demasiado, Carter. Necesito un poco de aire. Tomaremos algo en
una de esas casas.
Carter se sentó.
—Dígame adónde piensa llevarme.
—Hay una docena de casas de putas; a cualquiera de ellas. Son todas iguales,
Carter. Habrá una docena de chicas para elegir. Montarán una exhibición para usted.
Venga, vamos. Después de medianoche hay demasiada gente.
Carter dijo nerviosamente:
—Antes querría tomar un trago. No puedo ir a un sitio de esos completamente
sobrio.
—No espera a nadie, ¿verdad Carter?
—No, ¿por qué?
—Pensaba… por la forma en que ha mirado hacia la puerta…
—No conozco a nadie en esta ciudad. Ya se lo he dicho.
—Excepto al doctor Braun.
—Ah, sí, desde luego, el doctor Braun. Pero no es la clase de compañía que uno
busca para salir de ju-juerga, ¿no?
—Usted primero, Carter.
Vacilante, Carter se puso en movimiento. Era evidente que buscaba una excusa
para quedarse en el bar.
—Sólo quiero dej-jar un recado en la conserje-jería. Espero una llamada —dijo.
—¿Del doctor Braun?
—Sí —vaciló—. Me parece poco ge-gentil salir antes de que él llame. ¿No
podemos esperar cinco minutos, Wormold?
—Diga que estará de regreso sobre la una. A menos que se decida a pasar la
noche fuera.

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—Sería mejor esperar.
—Pues me iré sin usted. ¡Maldita sea, Carter! Creí que quería ver la ciudad. —Se
alejó con rapidez. Tenía el coche aparcado al otro lado de la calle. No miró hacia
atrás, pero oyó unos pasos que le seguían. Carter no quería perderle de vista, como él
tampoco quería perder de vista a Carter.
—Qué ge-genio tiene usted, Wormold.
—Lo siento. La bebida me pone así.
—Espero que esté lo bastante sobrio como para conducir en línea recta.
—Será mejor que conduzca usted, Carter.
Así no podrá meter las manos en los bolsillos, pensó.
—La primera a la derecha y luego la primera a la izquierda, Carter.
Desembocaron en el Paseo Atlántico: un barco esbelto y elegante abandonaba el
puerto. Probablemente un crucero de turistas que se dirigía a Kingston o a Port au
Prince. Podían ver a las parejas inclinadas sobre la borda, románticas a la luz de la
luna, en tanto que una orquesta interpretaba una melodía que había empezado a dejar
de ser favorita del público: I could have danced all night.
—Eso me llena de nostalgia —murmuró Carter.
—¿De Nottwich?
—Sí.
—En Nottwich no hay mar.
—Los barquitos del río parecían tan grandes como ése, cuando yo era joven.
Un asesino no tiene derecho a sentir nostalgia; un asesino tendría que ser una
máquina, y yo también tengo que convertirme en una máquina, pensó Wormold
mientras tocaba en el interior de su bolsillo el pañuelo que usaría para borrar las
huellas dactilares cuando llegara el momento. ¿Pero cómo elegir el momento? ¿En
qué callejón, en qué portal?, ¿y si el otro disparaba primero…?
—Sus amigos, ¿son rusos, Carter? ¿Alemanes? ¿Americanos?
—¿Qué amigos? —y agregó sencillamente—: No tengo amigos.
—¿Ninguno?
—No.
—Otra vez a la izquierda, Carter, y luego a la derecha.
Ahora avanzaban muy despacio por una callejuela estrecha, flanqueada de clubs;
las orquestas hablaban desde bajo tierra, como el fantasma del padre de Hamlet o
como aquella música que surgía de entre las piedras en Alejandría, cuando el dios
Hércules abandonó a Antonio. Dos hombres vestidos con el uniforme de las salas de
fiesta cubanas les gritaron, compitiendo entre ellos, desde el otro lado de la calzada.
Wormold ordenó:
—Paremos aquí. Necesito beber algo antes de seguir.
—¿Son éstas las casas de putas?
—No. Después iremos a una de esas casas —y pensó: si Carter, al dejar el
volante, hubiera hecho un gesto para coger su revólver, habría sido tan sencillo

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disparar…
Carter preguntó:
—¿Conoce este sitio?
—No, pero conozco esa música —era curioso, estaban tocando aquello de… mi
locura ofende.
Había fotos en colores de chicas desnudas a la puerta de la sala de fiestas
Esperanto, donde una palabra escrita con tubos de neón anunciaba: Striptease. Unos
escalones pintados a rayas, como un pijama barato, les condujeron a un sótano lleno
del humo de puros habanos. Era un lugar tan adecuado como cualquier otro para una
ejecución. Pero antes quería tomar una copa.
—Baje usted primero, Carter.
Carter vacilaba. Abrió la boca y luchó con una jota; Wormold nunca le había visto
pelear durante tanto tiempo.
—Ju-ju-ju-justo esperaba…
—¿Qué esperaba?
—Nada.
Se sentaron, miraron el espectáculo y bebieron coñac con soda. Una chica iba de
mesa en mesa quitándose la ropa. Comenzó por los guantes. Un espectador los cogió
con resignación, como quien coge el contenido de una bandeja de correspondencia
interna. Después la chica presentó la espalda a Carter y le dijo que le desabrochara
los corchetes de su corsé de encaje. Carter se afanó en vano entre los corchetes,
sonrojado, mientras la muchacha reía y se meneaba bajo sus dedos. Por fin, se
disculpó:
—Lo siento, no puedo encontrar…
En torno a la pista, unos hombres lúgubres permanecían sentados a sus mesas,
observando a Carter. Ninguno sonrió.
—No ha tenido mucha práctica en Nottwich, Carter. Déjeme a mí.
—Déjeme en paz, ¿quiere?
Por fin logró desabrochar el corsé y la chica le alborotó el cabello fino y escaso
antes de pasar a otra mesa. Carter se volvió a alisar el pelo con un peine de bolsillo.
—No me gusta este sitio —dijo.
—Es tímido con las mujeres, Carter —¿cómo se podía disparar sobre un hombre
del que tan fácil era reírse?
—No me gustan las payasadas —replicó Carter.
Subieron por la escalera. El bolsillo de Carter se notaba abultado sobre la cadera.
Naturalmente podía ser su pipa. Se sentó otra vez al volante y farfulló:
—Esa clase de espectáculo se puede ver en cualquier parte. Unas cuantas furcias
desnudándose.
—Usted no la ayudó demasiado.
—Buscaba una cremallera.
—Yo necesitaba beber algo.

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—El coñac era pésimo también. No me asombraría que estuviera drogado.
—Su whisky estaba más que drogado, Carter. —Trataba de caldear su indignación
y no recordar a su ineficiente víctima mientras luchaba con el corsé y se sonrojaba
ante el fracaso.
—¿Qué ha dicho?
—Pare aquí.
—¿Por qué?
—Quería que le llevara a una casa de putas. Aquí hay una.
—Por aquí no hay nadie.
—Estas casas siempre parecen cerradas. Baje y toque el timbre.
—¿Qué quiso decir cuando habló del whisky?
—Eso ahora no importa. Baje y toque el timbre.
Era un sitio tan apropiado como un sótano (también se habían utilizado
frecuentemente paredes desnudas con ese propósito): una fachada gris en una calle a
la que nadie iba sino por un motivo poco agradable. Carter deslizó las piernas,
lentamente, por debajo del volante y Wormold vigiló sus manos de cerca, aquellas
manos torpes. Es un duelo equilibrado, se dijo; él está más acostumbrado que yo a
matar, las probabilidades son bastante similares; ni siquiera estoy seguro de que mi
revólver esté cargado. Tiene más posibilidades que las que tuvo nunca Hasselbacher.
Con la mano en la puerta, Carter se detuvo otra vez. Empezó a decir:
—Quizá fuera más sensato… alguna otra noche. Sabe, yo ja-ja-ja…
—Tiene miedo, Carter.
—Yo jamás he estado en una casa de ésas. La verdad, Wormold, es que no tengo
mucha necesidad de mujeres.
—Parece que lleva una vida muy solitaria.
—Puedo pasarme sin ellas —respondió, desafiante—. Para un hombre hay cosas
más importantes que correr tras…
—Entonces, ¿para qué quería venir a una casa de éstas?
Una vez más dejó perplejo a Wormold con la verdad escueta:
—Trato de desearlas, pero cuando llega el momento… —osciló al borde de la
confesión y al fin se zambulló—: No funciona, Wormold. No puedo hacer lo que ellas
quieren.
—Bájese del coche.
Tengo que hacerlo, pensó Wormold, antes de que me confiese algo más. A cada
segundo el hombre se tornaba más humano, una criatura igual a uno mismo, a la cual
uno podía consolar o compadecer, pero no matar. ¿Quién sabe qué excusas yacen
enterradas bajo cada acto violento? Sacó el revólver de Segura.
—¿Qué?
—Bájese.
Con un aire que revelaba una contrariedad adusta más que temor, Carter se apoyó
en la puerta de la casa de putas. Tenía miedo a las mujeres, no a la violencia. Al cabo

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de un segundo habló:
—Está cometiendo un error. Fue Braun quien me dio el whisky. Yo no soy
importante.
—No me interesa lo del whisky. Pero usted ha asesinado a Hasselbacher, ¿no?
Nuevamente Wormold se vio sorprendido por la verdad. Había una especie de
honestidad en aquel hombre.
—Me lo ordenaron, Wormold. Yo ja-ja-ja-ja… —había maniobrado de modo que
pudiera tocar el timbre con el codo y, en ese instante, se echó hacia atrás: en las
profundidades de la casa el timbre sonó y sonó llamando al trabajo.
—No es una enemistad personal, Wormold. Se ha vuelto usted demasiado
peligroso, eso es todo. Tanto usted como yo somos sólo soldados rasos.
—¿Yo peligroso? Qué estúpidos deben ser ustedes. No tengo agentes, Carter.
—Sí, sí que tiene age-gentes. Aquellas construcciones en las montañas. Tenemos
copias de sus dibujos.
—Son las piezas de una aspiradora. —¿Quién se los habrá proporcionado?, se
dijo. ¿López? ¿O el correo de Hawthorne, o tal vez algún hombre del Consulado?
La mano de Carter se precipitó hacia el bolsillo y Wormold disparó. Carter soltó
un chillido agudo. Exclamó indignado:
—Casi me mata —y sacó del bolsillo una mano cerrada en torno a una pipa hecha
añicos—: Mi pipa. Me ha destrozado la pipa, mi Dunhill —se lamentó.
—Suerte de principiante —dijo Wormold. Se había armado de valor para matar,
pero le era imposible disparar una segunda vez. La puerta que estaba a espaldas de
Carter comenzó a abrirse. Hubo un vago eco de música de plástico.
—Ahí dentro cuidarán de usted. Puede que ahora necesite a una mujer, Carter.
—Usted… usted es un payaso.
Cuánta razón tenía Carter. Dejó el revólver, a su lado, y se deslizó hacia el asiento
del conductor. De pronto se sintió feliz. Podía haber matado a un hombre. Se había
demostrado a sí mismo, sin lugar a dudas, que no era uno de los jueces; no tenía
vocación por la violencia. Entonces Carter disparó.

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Capítulo 6

1
Beatrice le escuchaba:
—Me había inclinado hacia delante para poner en marcha el motor. Eso me salvó,
creo. Por supuesto que él tenía derecho a disparar a su vez. Era un verdadero duelo.
Pero el tercer disparo fue el mío.
—¿Qué pasó después?
—Tuve el tiempo justo de alejarme antes de vomitar.
—¿Vomitar?
—Me figuro que si hubiera estado en la guerra, me habría parecido menos grave
matar a un hombre. Pobre Carter.
—¿Por qué te compadeces de él?
—Era un hombre. Y sabía muchas cosas de él. Que no era capaz de desabrochar
el corsé de una chica. Tenía miedo a las mujeres. Le tenía cariño a su pipa, y cuando
era joven las barcas del río de su pueblo le parecían transatlánticos. Quizá fuera un
romántico. Un romántico siempre tiene miedo de que la realidad no colme sus
expectativas, ¿no es verdad? Todos los románticos esperan demasiado.
—¿Y después?
—Borré mis huellas dactilares del revólver y lo traje a casa. Naturalmente Segura
advertirá que faltan dos balas. Pero no creo que las busque. Le resultaría un poco
difícil explicarlo. Todavía estaba dormido cuando llegué. Me aterra pensar cómo
tendrá la cabeza ahora. La mía no está nada bien. Pero traté de seguir tus
instrucciones al hacer la fotografía.
—¿Qué fotografía?
—Llevaba encima una lista de agentes extranjeros que iba a entregar al jefe de
policía. La fotografié y se la volví a meter en el bolsillo. Estoy contento de haber
enviado un informe auténtico antes de dimitir.
—Debías haberme esperado.
—Era imposible. Podía despertarse en cualquier momento. Pero ese asunto de la
microfotografía es complicado.
—¿Por qué demonios hiciste una microfotografía?

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—Porque no nos podemos fiar de ningún correo de Kingston. La gente de Carter,
sean quienes fueren, tiene copias de los planos de Oriente. Eso significa que hay un
doble agente en alguna parte. Quizá sea ese hombre que hace contrabando de drogas.
De modo que hice una microfotografía tal como me explicaste, y la pegué a la parte
posterior de un sello que mezclé con una selección de quinientos sellos coloniales
británicos. Es lo que habíamos dicho que haríamos en caso de emergencia.
—Tendremos que ponerles un cable diciéndoles en qué sello la has pegado.
—¿En cuál?
—No supondrás que van a mirar en los quinientos sellos para encontrar ese punto
negro.
—No pensé en ese detalle. Qué torpeza.
—Tienes que saber en qué sello…
—No se me ocurrió mirarlo. Creo que era un sello de Jorge V y era rojo… o
verde.
—Eso es algo. ¿Recuerdas alguno de los nombres de la lista?
—No, no tuve tiempo de leerla. Sé que soy muy tonto para este juego, Beatrice.
—No. Los tontos son ellos.
—Me pregunto de quién tendremos noticias antes. Del doctor Braun… de
Segura…
Pero no fue de ninguno de los dos.

2
El desdeñoso empleado del Consulado apareció en la tienda a las cinco en punto
de la tarde siguiente. Permaneció tenso, de pie entre las aspiradoras, como un turista
puritano en un museo de objetos fálicos. Le dijo a Wormold que el embajador quería
verlo.
—¿Mañana por la mañana? —estaba redactando su último informe sobre la
muerte de Carter y su dimisión.
—No. Me ha llamado desde su casa. Tiene que ir ahora mismo.
—No soy un empleado —replicó Wormold.
—¿No?
Wormold condujo el coche hasta Vedado, hasta las casas blancas y bajas y las
buganvillas de los ricos. Parecía haber pasado mucho tiempo desde que visitara al
profesor Sánchez. Pasó ante la casa. ¿Qué discusiones seguían produciéndose entre
esas paredes de casa de muñecas?
Tuvo la sensación de que en la casa del embajador todos esperaban su llegada y
de que el recibidor y las escaleras habían sido cuidadosamente despejados de
espectadores. En el primer rellano una mujer le dio la espalda y se encerró en un
cuarto; pensó que debía ser la embajadora. Dos niños espiaron fugazmente entre los

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barrotes de la escalera, en el segundo piso, y salieron corriendo con un taconear de
sus pies diminutos sobre las baldosas. El mayordomo le condujo hasta un salón vacío
y cerró la puerta a sus espaldas con cautela. A través de los ventanales vio una
pradera de césped verde y unos altos árboles subtropicales. Aun allí alguien se
alejaba deprisa.
La estancia era como muchos otros salones de embajada, una mezcla de
importantes piezas heredadas y pequeños objetos personales adquiridos en destinos
anteriores. Wormold creyó detectar un pasado en Teherán (una pipa de forma extraña,
un mosaico) y en Atenas (un icono o dos), pero quedó perplejo un segundo ante una
máscara africana: ¿Monrovia quizá?
El embajador entró; era un hombre frío, alto, con una corbata de la Guardia Real,
un hombre que tenía algo de lo que a Hawthorne le hubiera gustado ser.
—Siéntese, señor Wormold —dijo—. ¿Un cigarrillo?
—No, gracias, señor.
—Estará más cómodo en ese sillón. No tiene sentido que vayamos por las ramas,
Wormold. Está usted metido en un lío.
—Sí.
—Naturalmente yo no sé nada, absolutamente nada, de lo que hace usted aquí.
—Vendo aspiradoras, señor.
El embajador le miró con evidente disgusto.
—¿Aspiradoras? No me refería a eso —apartó la vista de la figura de Wormold
para fijarla en la pipa persa, el icono griego y la máscara de Liberia. Eran como una
autobiografía en la que el autor, para sentirse más seguro, sólo hubiera escrito acerca
de sus días mejores. Prosiguió—: Ayer por la mañana el capitán Segura vino a verme.
Mire usted, yo no sé cómo logró esa información la policía, eso no es asunto mío,
pero Segura me dijo que usted había enviado una buena cantidad de informes a
Londres y que todos ellos eran falsos. No sé a quién los ha enviado usted: tampoco
eso es asunto mío. Segura me dijo, en fin, que usted había estado cobrando dinero y
que había dicho poseer fuentes de información que, sencillamente, no existen.
Consideré mi deber informar inmediatamente al Foreign Office. Supongo que recibirá
usted órdenes de volver a Inglaterra y presentarse ante alguien, no sé quién, porque
eso tampoco tiene nada que ver conmigo.
Wormold vio dos cabecitas que espiaban desde detrás de uno de los árboles. Las
miró y ellas le dirigieron una mirada que juzgó comprensiva.
—Sí, señor —dijo.
—Tengo la impresión de que el capitán Segura considera que ha ocasionado usted
muchos problemas aquí. Creo que si se negara a volver a Inglaterra podría hallarse en
graves dificultades con las autoridades cubanas y, dadas las circunstancias, yo, desde
luego, no podría hacer nada para ayudarle. Absolutamente nada. El capitán Segura le
acusa, incluso, de haber falsificado cierto documento que usted dice que halló en su
poder. Todo este asunto me resulta muy desagradable, Wormold. No podría decirle

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hasta qué punto. Quienes deben dar propiamente información sobre el extranjero son
las embajadas. Para eso tenemos a nuestros agregados. Esta pretendida información
secreta resulta un problema para todos los embajadores.
—Sí, señor.
—No sé si sabe algo del asunto, porque los periódicos no lo han publicado, pero
un súbdito inglés fue asesinado anteanoche. El capitán Segura dio a entender que ese
hombre tenía algo que ver con usted.
—Le conocí en una comida, señor.
—Será mejor que vuelva a nuestro país, Wormold, en el primer avión que pueda
encontrar… cuanto antes, será mejor para mí… y hable de todo esto con su gente,
sean quienes sean.
—Sí, señor.

3
El avión de la KLM debía despegar a las tres y media de la madrugada con
destino a Amsterdam, vía Montreal. Wormold no tenía el menor deseo de ir a
Kingston, donde Hawthorne quizá tuviera instrucciones de verle. Había cerrado la
agencia con un último cable y había enviado a Rudy con su maleta a Jamaica.
Quemaron los libros-código con la ayuda de los trozos de celuloide. Beatrice debía ir
con Rudy. López quedaba a cargo de la tienda de aspiradoras. Wormold embaló todo
lo que para él tenía algún valor en un cajón que envió por barco. La yegua fue
vendida… al capitán Segura.
Beatrice le ayudó a hacer el equipaje. El último objeto que entró en el cajón fue la
estatua de Santa Serafina.
—Milly debe estar muy triste —comentó Beatrice.
—Se ha resignado maravillosamente. Dice, como sir Humphrey Gilbert, que Dios
está tan cerca de ella en Inglaterra como en Cuba.
—Eso no fue lo que dijo Gilbert exactamente.
Un montón de basuras no secretas se acumulaba en espera de ser quemadas.
—Cuántas fotos tenías guardadas… de ella —dijo Beatrice.
—Antes me parecía que romper una foto era como matar a alguien. Ahora sé que
es algo muy distinto.
—¿Qué es ese estuche rojo?
—Ella me regaló una vez unos gemelos. Me los robaron, pero yo guardé la caja.
No sé por qué. En cierto sentido me alegro de que todas estas cosas desaparezcan.
—El final de una vida.
—De dos vidas.
—¿Qué es esto?
—Un viejo programa.

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—No es tan viejo. El Tropicana. ¿Puedo quedarme con él?
—Eres demasiado joven para guardar cosas —dijo Wormold—. Se acumulan en
seguida. De pronto descubre uno que no le queda espacio para vivir entre tantas cajas
de trastos.
—Correré el riesgo. Aquella noche fue magnífica.
Milly y Wormold la despidieron en el aeropuerto. Rudy desapareció
discretamente, siguiendo al mozo que llevaba su enorme maleta. Era una tarde
calurosa y la gente, instalada alrededor del bar, bebía daiquiris. Desde la propuesta
matrimonial del capitán Segura, la dama de compañía de Milly había desaparecido,
pero desde aquella desaparición, la niña que el padre había deseado volver a ver, la
que había pegado fuego a Thomas Earl Parkman, hijo, no había regresado. Era como
si Milly hubiera superado ambos personajes simultáneamente. Con el tacto de una
persona madura dijo:
—Voy a buscar unas revistas para Beatrice —y se dedicó a mirar las que estaban
en un puesto de periódicos, de espaldas a ellos.
—Lo siento —se disculpó Wormold—. Cuando llegue les diré que tú no sabes
nada. Me pregunto adónde te enviarán ahora.
—Al Golfo Pérsico quizá. A Basra.
—¿Por qué al Golfo Pérsico?
—Es la idea que ellos tienen del purgatorio. La regeneración mediante el sudor y
las lágrimas. ¿Tiene Phastkleaners representante en Basra?
—Me temo que Phastkleaners no volverá a darme trabajo.
—¿Qué harás?
—Gracias al pobre Raúl, tengo bastante dinero para mandar a Milly a un colegio
suizo durante un año. Después de eso, no sé.
—Podrías abrir una tienda de artículos de bromas, ya sabes: el dedo manchado de
sangre, la tinta derramada y la mosca en el terrón de azúcar. Qué horribles son las
despedidas. Por favor, no esperes más.
—¿Volveré a verte?
—Trataré de no ir a Basra. Trataré de quedarme en el equipo de las mecanógrafas,
con Angélica, Ethel y la señorita Jenkinson. Cuando esté de suerte saldré a las seis y
podremos encontrarnos en la taberna de la esquina para comer algo barato y después
ir al cine. Una de esas vidas horribles, ¿no?, como las de la UNESCO y los escritores
modernos reunidos en conferencia. Aquí me he divertido mucho contigo.
—Sí.
—Ahora vete.
Wormold se acercó al puesto de periódicos y encontró a Milly.
—Nos vamos —le dijo.
—Pero Beatrice… no le he dado las revistas.
—No las quiere.
—No me he despedido de ella.

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—Demasiado tarde, ya ha pasado por el control de la policía. La verás en
Londres. Quizá.

4
Era como si tuvieran que pasar en un aeropuerto u otro todo el tiempo que les
quedaba. Había llegado la hora del vuelo de KLM; eran las tres de la madrugada, y el
cielo estaba rosáceo, por el reflejo de las luces de neón de las tiendas y los focos de
las pistas de aterrizaje. Ahora era el capitán Segura el que había ido a «despedirles».
Trataba de dar a ese acto oficial la apariencia más particular posible, pero la marcha
seguía teniendo el aire de una deportación.
—Usted me ha obligado a esto —dijo Segura en tono de reproche.
—Sus métodos son más moderados que los de Carter o los del doctor Braun.
¿Qué va a hacer con el doctor Braun?
—Me ha dicho que tiene que regresar a Suiza por un asunto relacionado con sus
instrumentos de precisión.
—¿Con un billete vía Moscú?
—No necesariamente. Quizá vía Bonn. O Washington. O incluso Bucarest. No lo
sé. Sean quienes sean, están muy contentos, creo, con los planos que usted envió.
—¿Qué planos?
—Los de las construcciones en Oriente. También se adjudicará el mérito de
haberse librado de un agente peligroso.
—¿Quién? ¿Yo?
—Sí. Cuba estará un poco más tranquila sin ustedes dos, pero echaré de menos a
Milly.
—Milly nunca se habría casado con usted, Segura. No le gustan las pitilleras de
piel humana.
—¿Sabe de quién es esa piel?
—No.
—De un oficial de la policía que torturó a mi padre hasta matarlo. Verá, mi padre
era un hombre pobre. Pertenecía a la clase susceptible de tortura.
Milly se acercó a ellos llevando Time, Life, París-Match y Quick. Eran casi las
tres y cuarto y había una franja gris en el cielo, por encima de la pista iluminada,
donde había comenzado la falsa aurora. Los pilotos salían, hacia el avión, y las
azafatas les seguían. Wormold conocía a los tres de vista. Eran los que habían estado
con Beatrice en el Tropicana unas semanas antes. Un altavoz anunció en inglés y en
español la partida del vuelo 396 a Montreal y Amsterdam.
—Tengo un regalo para cada uno de ustedes —anunció Segura.
Les entregó dos paquetitos. Los abrieron mientras el avión sobrevolaba La
Habana. La cadena de luces a lo largo del paseo marítimo osciló hasta quedar fuera

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de su vista, y el mar cayó como una cortina sobre todo aquel pasado. En el paquete
destinado a Wormold había una botella en miniatura de Grant’s Standfast y una bala
disparada por un revólver de la policía. En el de Milly, una pequeña herradura de
plata con las iniciales de la muchacha.
—¿Por qué te ha puesto esa bala? —preguntó Milly.
—Es una broma de bastante mal gusto. De todas formas, no era mal tipo —dijo
Wormold.
—Pero jamás hubiera sido un buen marido —replicó la Milly adulta.

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Epílogo en Londres

1
Le habían mirado con curiosidad al decir su nombre; luego le habían metido en
un ascensor y, para su sorpresa, le habían mandado hacia abajo y no hacia arriba.
Ahora estaba sentado en un largo pasillo del sótano mirando una luz roja encendida
sobre una puerta; cuando se pusiera verde, le habían dicho, podía entrar, pero no
antes. Los que no prestaban atención a la luz entraban y salían; unos llevaban
papeles, otros carteras y uno iba de uniforme: un coronel. Nadie le miraba; sentía que
su presencia les incomodaba. Todos hacían caso omiso de él como se hace caso
omiso de un hombre deforme. Pero muy probablemente no se debía a su cojera.
Hawthorne venía por el pasillo, desde el ascensor. Tenía aspecto desaliñado,
como si hubiera dormido con la ropa puesta; quizá había llegado en el vuelo nocturno
desde Jamaica. Él también habría hecho caso omiso de Wormold si Wormold no le
hubiera hablado.
—Hola, Hawthorne.
—Ah, es usted, Wormold.
—¿Llegó Beatrice sin inconvenientes?
—Sí. Desde luego.
—¿Dónde está, Hawthorne?
—No tengo ni idea.
—¿Qué pasa aquí? Esto parece un consejo de guerra.
—Es un consejo de guerra —respondió Hawthorne fríamente y traspuso la puerta
de la luz. El reloj marcaba las 11:25. Le habían citado para las once.
Se preguntó si podían hacerle algo más que despojarle de todo, cosa que, tal vez,
ya habían hecho. Eso era probablemente lo que estaban tratando de decidir allí
dentro. No podían acusarle según el Acta de Secretos Oficiales. Había inventado
secretos, pero no los había divulgado. Probablemente le pondrían dificultades si
trataba de conseguir un trabajo en el extranjero, y no era fácil para un hombre de su
edad encontrar empleo dentro del país, pero no tenía intención de devolverles el
dinero. Era para Milly; se lo había ganado al actuar de blanco para el veneno y el
disparo de Carter.

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A las 11:35 salió el coronel; se le veía acalorado e iracundo mientras avanzaba
hacia el ascensor. Ahí va un juez capaz de pronunciar una sentencia de muerte, pensó
Wormold. Un hombre vestido con una chaqueta de tweed apareció después. Tenía
unos ojos azules muy hundidos y no necesitaba uniforme que le definiera como
marino. Su vista se posó en Wormold accidentalmente e inmediatamente la desvió
como hubiera hecho un hombre íntegro.
—Espéreme, coronel —dijo, y se fue por el pasillo con un leve balanceo, como si
estuviera otra vez en el puente de un barco con mar gruesa. Después apareció
Hawthorne, hablando con un hombre muy joven, y en ese momento sintió Wormold
que se quedaba sin aliento: la luz se había puesto verde y Beatrice estaba allí.
—Tienes que entrar —dijo ella.
—¿Cuál es el veredicto?
—Ahora no puedo hablar contigo. ¿Dónde te alojas?
Se lo dijo.
—Iré a verte a las seis. Si puedo.
—¿Me fusilarán al amanecer?
—No te preocupes. Pasa. No le gusta que le hagan esperar.
—¿Qué van a hacer contigo?
Beatrice respondió:
—Yakarta.
—¿Qué es eso?
—El fin del mundo —explicó Beatrice—. Más lejos que Basra. Pasa, por favor.
Un hombre con monóculo negro estaba sentado, solo, detrás de un escritorio.
—Siéntese, Wormold —dijo.
—Prefiero quedarme de pie.
—Eso es una cita, ¿no?
—¿Una cita?
—Estoy seguro de que lo he oído en alguna obra de teatro… algún grupo de
aficionados. Hace ya muchos años, por supuesto.
Wormold se sentó, antes de decir:
—No tiene derecho a enviarla a Yakarta.
—¿Enviar a Yakarta a quién?
—A Beatrice.
—¿A quién? Ah, esa secretaria suya. Cómo detesto eso de los nombres de pila.
Tendrá que hablar con la señorita Jenkinson al respecto. Es ella la encargada de la
oficina de personal, no yo, por fortuna.
—Ella no tiene que ver con nada.
—¿Con nada? Oiga, Wormold. Hemos decidido cerrar su agencia y se plantea el
problema de que hacer con usted.
Llegó el momento. A juzgar por la cara del coronel que había sido uno de sus
jefes, pensó que lo que iba a escuchar no le resultaría agradable. El Jefe se quitó su

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monóculo negro y Wormold se sorprendió ante el ojo azul celeste. El Jefe prosiguió:
—Hemos pensado que lo mejor para usted, dadas las circunstancias, será
permanecer en el país, en nuestro equipo de adiestramiento. Dará cursos. Cómo
manejar una agencia en el extranjero. Ese tipo de cosas —parecía estar tragando algo
muy desagradable. Agregó—: Desde luego, como lo hacemos siempre que un hombre
se retira de una plaza en el extranjero, le hemos propuesto para una condecoración.
Creo que en su caso, dado que no ha estado mucho tiempo en el servicio, apenas si
podremos solicitar algo más importante que la de Oficial de la Orden del Imperio
Británico.

2
Se saludaron formalmente en medio de una selva de sillas verde salvia en un hotel
barato, cercano a Gower Street, llamado Pendennis.
—No creo que pueda invitarte a una copa —le anunció—. En este hotel no sirven
bebidas alcohólicas.
—¿Y por qué has venido aquí entonces?
—Porque solía venir con mis padres cuando era niño. No me había dado cuenta
de que está prohibido el alcohol. En esa época no me interesaba la cuestión. Beatrice,
¿qué ha ocurrido? ¿Están locos?
—Están muy furiosos con nosotros. Piensan que yo tendría que haber advertido lo
que sucedía. El Jefe convocó una reunión por todo lo alto. Estaban allí todos los
enlaces, el de la Secretaría de Guerra, el del Almirantazgo, el del Ministerio del Aire.
Tenían todos tus informes delante y los analizaron uno por uno. Infiltración
comunista en el gobierno: nadie puso reparo a enviar un memorándum al Foreign
Office, cancelando el informe. Luego informes económicos: todos admitieron que
también debían ser desautorizados. Sólo podía oponerse la Secretaría de Comercio.
Nadie parecía molesto hasta que aparecieron los informes sobre las cuestiones
militares. Había uno acerca del descontento en el seno de las fuerzas navales y otro
sobre bases de reabastecimiento de submarinos. El comandante dijo: «En eso tiene
que haber algo de cierto».
«Mire el informante. No existe» —dije yo.
«Pasaremos por estúpidos», replicó el comandante. «Los de Inteligencia Naval se
divertirán tanto con esto como con las páginas de Punch».
Pero aquello no fue nada, comparado con lo que dijeron cuando se discutió lo de
las construcciones.
—¿Se tragaron de verdad esos dibujos?
—En ese momento se volvieron contra el pobre Henry.
—Me gustaría que no le llamaras Henry.

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—Antes que nada le dijeron que jamás había informado de que vendías
aspiradoras y que había asegurado que eras una especie de rey del comercio. El Jefe
no siguió a los demás en esa cacería. Parecía incómodo, por algún motivo, y de todas
maneras Henry, quiero decir Hawthorne, sacó el fichero donde estaban todos los
detalles. Desde luego ese expediente jamás había salido de las oficinas de la señorita
Jenkinson. Después le dijeron que tendría que haber reconocido las piezas de una
aspiradora al verlas. Él respondió que así había sido, pero que no había motivo para
que el principio en que se basan las aspiradoras no pudiera ser aplicado a un arma.
Después, todos pidieron tu cabeza a gritos, todos con excepción del Jefe. Hubo
momentos en los que pensé que veía el lado gracioso del asunto, y cuando habló les
dijo: «Lo que tenemos que hacer es muy sencillo. Tenemos que notificar al
Almirantazgo, a la Secretaría de Guerra y al Ministerio del Aire que todos los
informes recibidos de La Habana durante los últimos seis meses no son dignos de
confianza».
—Pero Beatrice, si me han ofrecido un trabajo…
—Eso tiene fácil explicación. El comandante fue el primero en desmoronarse.
Quizá en el mar se adquiere una mejor visión de conjunto. Dijo que eso sería la ruina
de la Marina, en lo que se refería al Almirantazgo. En el futuro sólo se fiarían de la
Inteligencia Naval. Entonces el coronel dijo: «Si yo lo comunicara a la Secretaría de
Guerra, ya podríamos ir haciendo las maletas». Aquello era un callejón sin salida,
hasta que el Jefe sugirió que quizá el plan más sencillo fuera hacer circular un último
informe de 59 200/5, que dijera que las construcciones habían resultado ser un
fracaso y habían sido desmanteladas. Quedabas tú, desde luego. El Jefe considera que
tienes una experiencia valiosa que debería ser utilizada y aprovechada por el
departamento y no por la prensa sensacionalista. Son ya demasiadas personas las que
han escrito sus memorias en estos últimos tiempos después de abandonar el Servicio
Secreto. Alguien habló del Acta de Secretos Oficiales, pero el Jefe consideró que no
podía aplicarse a tu caso. Tendrías que haberles visto cuando se encontraron sin
víctima entre las manos. Por supuesto que se lanzaron contra mí, pero yo no estaba
dispuesta a tolerar que esa pandilla me interrogara. De modo que les solté un
discurso.
—¿Qué demonios les dijiste?
—Les dije que aunque hubiera sabido todo te habría dejado continuar. Les dije
que trabajabas por algo importante, no por la idea que alguien tenga acerca de una
guerra total que quizá nunca llegue a producirse. Ese estúpido que va vestido de
coronel farfulló algo acerca de «su país». Yo le pregunté: «¿Qué quiere decir con eso
de “su país”? ¿Se refiere a una bandera que alguien inventó hace doscientos años?
¿Al Concilio de Obispos que discute la ley del divorcio y a la Cámara de los
Comunes donde todos se gritan “escuchen, escuchen” unos a otros? ¿O se refiere al
Trade Union Congress, a los Ferrocarriles Ingleses, o la Cooperative Society? Usted
quizá piense, si alguna vez se detiene a pensar, que el país es su regimiento, pero

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nosotros… él y yo… no hemos tenido un regimiento». Intentaron interrumpirme y les
dije: «Ah, me olvidaba. Hay algo más importante que nuestro propio país, ¿no? Eso
es lo que ustedes nos han enseñado con su Liga de las Naciones y su Pacto Atlántico,
con la OTAN, la UNO y la SEATO. Pero eso, para la mayoría de nosotros, no
significa más que las otras siglas USA y URSS. Y ya no les creemos a ustedes cuando
dicen que quieren paz, justicia y libertad. ¿Qué clase de libertad? Lo que les interesa
a ustedes es su propia carrera». Les dije que simpatizaba con los oficiales franceses
de 1940, que miraban por sus familias, que no habían antepuesto a todo sus carreras.
Un país es más una familia que un sistema parlamentario.
—Dios mío, ¿todo eso les dijiste?
—Sí. Fue un verdadero discurso.
—¿Y lo creías?
—No todo. No nos han dejado mucho en qué creer, ¿verdad? Ni mucho de qué
desconfiar. No puedo creer en nada más importante que un hogar ni en nada más
impreciso que un ser humano.
—¿Cualquier ser humano?
Beatrice se alejó de prisa, sin contestar, por entre las sillas verde salvia, y
Wormold advirtió que estaba a punto de echarse a llorar. Diez años antes la habría
seguido. Pero la madurez es el período de la cautela melancólica. La vio alejarse a
través del lúgubre salón y pensó: «cariño» es sólo una palabra, nos llevamos catorce
años, Milly… no se debe hacer nada que escandalice a los hijos ni se debe ofender la
fe que no se comparte. Beatrice había llegado a la puerta antes de que él le diera
alcance.
—He leído lo que dicen de Yakarta todos los libros de consulta. No puedes ir allí.
Es un sitio horrible —dijo.
—No puedo elegir. He intentado quedarme en el equipo de mecanógrafas.
—¿Era eso lo que querías?
—Hubiéramos podido vernos de cuando en cuando en la taberna de la esquina y
después ir al cine.
—Una vida horrible… tú misma lo dijiste.
—Tú habrías sido parte de ella.
—Beatrice, tengo catorce años más que tú.
—¿Qué demonios importa eso? Yo sé qué es lo que te preocupa realmente. No es
la edad, es Milly.
—Ella tiene que aprender que su padre es también un ser humano.
—Un día me dijo que no estaría bien que te quisiera.
—Tendrá que estarlo. No quiero que nuestro amor sea de sentido único.
—No será fácil decírselo.
—Quizá tampoco sea fácil vivir conmigo después de unos años.
—Cariño, no sigas preocupándote por eso. No serás abandonado dos veces.

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Mientras se besaban, llegó Milly, que llevaba una gran cesta de costura a una
señora anciana. Ofrecía un aspecto particularmente virtuoso; probablemente le había
dado la racha de hacer buenas obras. La anciana los vio primero y se apoyó en el
brazo de Milly.
—Ven, querida, vámonos —dijo—. ¡Qué idea! ¡Donde todos pueden verles!
—No se preocupe —respondió Milly—. Es mi padre.
El sonido de su voz les separó.
La anciana preguntaba:
—¿Es ésa tu madre?
—No. Es su secretaria.
—Dame mi cesta —exigió la anciana con indignación.
—Bueno —dijo Beatrice—. ¡Qué le vamos a hacer!
—Lo siento, Milly —dijo Wormold.
—Bueno —respondió la joven—, ya era hora de que aprendiera un poco de la
vida.
—No pensaba en la señora. Sé que esto no te parecerá un verdadero
matrimonio…
—Me alegro de que os caséis. En La Habana pensé que sólo era una aventura.
Desde luego que a fin de cuentas es lo mismo, ¿no?, porque los dos estáis ya casados,
pero aun así quedaría más digno. Papá, ¿sabes dónde está Tattersall?
—Creo que en Knightsbridge, pero estará cerrado.
—Sólo quería explorar el camino.
—¿De verdad no te importa, Milly?
—Los paganos pueden hacer casi todo lo que quieren y vosotros sois paganos.
Suerte que tenéis. Volveré a la hora de la cena.
—Ya lo has visto —comentó Beatrice—. Después de todo no pasaba nada.
—Sí. La he criado bien, ¿no te parece? Algunas cosas puedo hacerlas como se
debe. A propósito, el informe acerca de los agentes enemigos… tiene que haberles
gustado.
—No exactamente. Verás, cariño, en el laboratorio pasaron una hora y media
sumergiendo cada sello en agua para encontrar ese punto. Creo que estaba en el sello
número cuatrocientos ochenta y dos, y cuando trataron de ampliarlo… en fin, allí no
había nada. O te equivocaste en la exposición o utilizaste el otro extremo del
microscopio.
—¿Y aun así van a darme esa condecoración?
—Sí.
—¿Y un trabajo?
—Me pregunto si lo conservarás mucho tiempo.
—No pienso hacerlo, Beatrice, ¿cuándo empezaste a pensar que estabas…?
Le puso una mano sobre el hombro y le obligó a arrastrar los pies en medio de las
sillas lúgubres. Después Beatrice comenzó a cantar, un poco desafinadamente, como

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si hubiera corrido una larga carrera para alcanzarle:

Hombres cuerdos os rodean,


viejos amigos de la familia.
Dicen que la Tierra es redonda
y a mi locura ofenden.
La naranja tiene pipas, dicen,
y la manzana piel…

—¿De qué vamos a vivir? —preguntó Wormold.


—Los dos encontraremos el modo.
—Somos tres —replicó Wormold y Beatrice comprendió entonces cuál sería el
principal problema en el futuro de ambos: que él jamás estaría lo bastante loco.

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GRAHAM GREENE. Henry Graham Greene (Berkhamsted, Hertfordshire, 2 de
octubre de 1904 - Vevey, Suiza, 3 de abril de 1991), fue un escritor, guionista y
crítico británico, cuya obra explora la confusión del hombre moderno y trata asuntos
política o moralmente ambiguos en un trasfondo contemporáneo. Fue galardonado
con la Orden de Mérito del Reino Unido.
Greene consiguió tanto los elogios de la crítica como los del público. Aunque estaba
en contra de que lo llamaran un «novelista católico», su fe da forma a la mayoría de
sus novelas, y gran parte de sus obras más relevantes (Brighton Rock, The Heart of
the Matter y The Power and the Glory), tanto en el contenido como en las
preocupaciones que contienen, son explícitamente católicas.
Graham Greene estudió en la Universidad de Oxford y se formó como periodista
trabajando para el diario The Times. Como novelista, si bien debutó en 1929, su
madurez no llegó hasta los años cuarenta.
Aficionado a las tramas policíacas o de espionaje en países exóticos, sus historias
analizan con frecuencia dilemas morales del ser humano. Entre sus obras, clásicos del
siglo XX, destacan títulos como El poder y la gloria (1940), El tercer hombre (1950),
El americano impasible (1955), Nuestro hombre en La Habana (1958), El cónsul
honorario (1973) o El factor humano (1978). También escribió ensayos, crítica
literaria y obras de teatro.

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Notas

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[*] Todas las palabras marcadas con un asterisco figuran en español en el original. <<

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[**] En francés en el original. <<

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