Tlacaelel, El Azteca Entre Los Aztecas - Antonio Velasco Pina
Tlacaelel, El Azteca Entre Los Aztecas - Antonio Velasco Pina
Tlacaelel, El Azteca Entre Los Aztecas - Antonio Velasco Pina
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Antonio Velasco Pia
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Ttulo original: Tlacalel, el azteca entre los aztecas
Antonio Velasco Pia, 1979
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A la memoria de mi hermano Miguel
A Gaby mi esposa
A Carlos Miguel mi hijo
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Captulo I
EL EMBLEMA SAGRADO DE QUETZALCATL
Tlacalel recorri lentamente con la mirada el fascinante espectculo que se
ofreca ante su vista:
En el amplio patio interior del templo principal de Chololan, al pie de la
gigantesca y antiqusima pirmide, estaba celebrndose la ceremonia de iniciacin de
los nuevos sacerdotes de Quetzalcatl.
La luz de ms de un centenar de antorchas, en las que ardan aromticas esencias,
iluminaba el recinto con cambiantes tonalidades. Una doble hilera de sacerdotes,
alineados en ambos costados del patio, entonaban con rtmico acento antiguos himnos
sagrados. Centeotl, el anciano sumo sacerdote, oficiaba la ceremonia ostentando
sobre su pecho el mximo smbolo de la jerarqua religiosa: el Emblema Sagrado de
Quetzalcatl. En el centro del patio, dentro de un enorme crculo de pintura blanca, se
encontraba el pequeo grupo de jvenes entre los cuales estaba el propio Tlacalel
que recibiran en aquella ocasin el alto honor de entrar a formar parte del
denominado sacerdocio blanco, consagrado al culto de Quetzalcatl.
Para los jvenes que en medio del complicado ceremonial iban siendo ungidos
por el sumo sacerdote, aquel acto constitua la culminacin de una meta largamente
soada, y lograda a travs de varios aos de incesantes esfuerzos.
De entre varios miles de adolescentes que en todas las comunidades nhuatl
aspiraban a ser admitidos en el templo de Chololan, se escoga cada cinco aos a
cincuenta y dos candidatos. El criterio selectivo resultaba riguroso en extremo; no
slo era necesario poseer una conducta ejemplar desde la infancia y contar con
amplias recomendaciones de los principales sacerdotes de la comunidad donde
habitaban, sino que adems, deban salir airosos de las difciles pruebas que los
sacerdotes de Quetzalcatl imponan para valorar la capacidad de los aspirantes.
La extrema dureza de los sistemas de enseanza utilizados en el templo de
Chololan, motivaba una considerable desercin a lo largo de los cinco aos del
noviciado, por lo que rara vez lograban ingresar como nuevos miembros de la
Hermandad Blanca ms de media docena de jvenes.
Una vez investidos con la prestigiada dignidad de sacerdotes de Quetzalcatl, los
as ungidos regresaban a sus lugares de origen, donde muy pronto ocupaban puestos
relevantes, ya fuera como jefes militares y dirigentes eclesisticos, o incluso como
reyes de los mltiples y pequeos seoros en que haba quedado fragmentado el
mundo nhuatl tras la desaparicin, ocurrida varios siglos atrs, del poderoso Imperio
Tolteca.
Diversas circunstancias singularizaban al grupo de novicios que en aquella
ocasin estaban siendo ordenados como sacerdotes de Quetzalcatl. Una de ellas era
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la de que por vez primera figuraban en dicho grupo dos jvenes aztecas: Tlacalel y
Moctezuma, hijos de Huitzilhuitl que fuera segundo rey de los tenochcas y
hermanos de Chimalpopoca, quien gobernaba bajo difciles condiciones al pueblo
azteca, pues ste se hallaba sujeto a un vasallaje cada vez ms oprobioso por parte del
Reino de Azcapotzalco. Otro de los motivos que singularizaba a la nueva generacin
de sacerdotes, era el hecho de que formaba parte de ella Nezahualcyotl, el
desdichado prncipe de Texcoco, quien a raz del asesinato de su padre y de la
conquista de su reino por los tecpanecas, se haba visto obligado a vivir siempre en
constante fuga, acosado en todas partes por asesinos a sueldo, deseosos de cobrar la
cuantiosa recompensa ofrecida a cambio de su vida.
La admisin en el templo de Chololan, tanto de los jvenes aztecas como del
prncipe Nezahualcyotl, haba producido desde el primer momento un profundo
disgusto en Maxtla, el desptico rey de Azcapotzalco, sin embargo, el monarca
tecpaneca se haba cuidado muy bien de no hacer nada que pusiera de manifiesto sus
sentimientos. Centeotl, el sumo sacerdote poseedor del Emblema Sagrado de
Quetzalcatl, era ya un anciano de ms de noventa aos cuya muerte no poda estar
lejana; el sacerdote que le segua en jerarqua dentro de la Hermandad Blanca era
Mazatzin, un tecpaneca incondicional de Maxtla. Si, como era lo ms probable, al
percatarse Centeotl de que su fin estaba prximo, entregaba a Mazatzin el Emblema
Sagrado, Maxtla vera aumentar el prestigio de su Reino hasta un grado jams
imaginado, lo que le facilitara enormemente la conquista de nuevos pueblos y
territorios. As pues, a pesar del odio que profesaba a Nezahualcyotl y de la
posibilidad de que el honor de contar con miembros dentro de la Hermandad Blanca
pudiese envanecer a los aztecas y despertar en ellos peligrosos sentimientos de
rebelda, el monarca tecpaneca se guard muy bien de cometer cualquier acto que
pudiese disminuir las probabilidades de que Mazatzin se convirtiese en depositario
del Emblema Sagrado.
La ceremonia de admisin de los nuevos sacerdotes haba concluido. Tras
formular las ltimas palabras rituales, Centeotl se dirigi hacia el enorme incensario
que arda al pie del altar central, en donde figuraba una impresionante representacin
de Quetzalcatl en piedra basltica; todos los concurrentes supusieron que Centeotl
iba a extinguir las llamas del brasero para dar as por concluida la ceremonia, pero en
lugar de ello, al llegar frente al incensario el sacerdote arroj en l una nueva porcin
de resinas, producindose con esto una fuerte llamarada que ilumin vivamente el
recinto. Enmarcado en el resplandor de las llamas, Centeotl se dio media vuelta
quedando de frente ante todos los participantes, despus, con un movimiento
repentino y en medio del asombro general, se quit del cuello la fina cadena de oro de
la cual penda el Emblema Sagrado de Quetzalcatl.
El hecho de despojarse en una ceremonia del smbolo de su poder, slo poda
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significar una cosa: Centeotl juzgaba llegado el momento de transmitir a un sucesor
la pesada responsabilidad de ser el depositario humano de todos los secretos y
conocimientos acumulados al travs de milenios por la larga serie de civilizaciones
que haban existido desde los orgenes de la humanidad.
Una paralizante expectacin dominaba a todos los que contemplaban el
trascendental suceso y todos se formulaban una misma pregunta: Quin sera el
nuevo poseedor del mximo smbolo sagrado?
Los orgenes del Emblema Sagrado de Quetzalcatl se perdan en el pasado ms
remoto. Segn los informes proporcionados por las antiguas tradiciones, existi
mucho tiempo atrs un Primer Imperio Tolteca, cuya capital, la maravillosa e
imponente ciudad de Tollan[1], haba constituido a lo largo de incontables siglos el
mximo centro cultural del gnero humano. Durante todo este perodo, los
gobernantes toltecas haban ostentado sobre su pecho, como smbolo de la
legitimidad de su poder, un pequeo caracol marino que le fuera entregado al primer
Emperador por el propio Quetzalcatl, venerada Deidad tutelar del Imperio.
Al sobrevenir primero la decadencia y posteriormente la aniquilacin y
desaparicin del Imperio, la unidad poltica que agrupaba a la gran diversidad de
pueblos que lo habitaban tambin haba quedado destruida, dividindose stos en
pequeos seoros que vivan en medio de luchas incesantes, sin que prosperasen ni
el saber ni las artes. Escondida en alguna regin montaosa, una mstica orden
sacerdotal la Hermandad Blanca de Quetzalcatl haba logrado preservar durante
todos esos largos aos de oscurantismo, tanto el Emblema Sagrado, como una buena
parte de los antiguos conocimientos.
Ms tarde y teniendo como capital a la bella ciudad de Tula, se haba constituido
un Segundo Imperio Tolteca, el que aunque no posea el grandioso esplendor que
caracterizara al primero, logr importantes realizaciones, como el unificar bajo un
solo mando a un vasto conjunto de poblaciones heterogneas y el promover en ellas
un renacimiento cultural basado en una elevada espiritualidad.
Complacidos por lo que ocurra, los guardianes del Emblema Sagrado haban
hecho entrega de su preciado depsito a Mixcoamazatzin, forjador del Segundo
Imperio y, a partir de entonces, los Emperadores Toltecas ostentaron nuevamente,
como smbolo mximo de su autoridad, el pequeo caracol marino.
Toda obra humana es perecedera, y finalmente, el Segundo Imperio corri la
misma suerte que el primero. Minado por luchas intestinas y por incesantes oleadas
de pueblos brbaros provenientes del norte, el Imperio comenz a desintegrarse y el
Emperador Ce Acatl Topiltzin Quetzalcatl se vio obligado a huir al sur acompaado
de algunos miles de sus ms fieles vasallos. Al pasar por la ciudad de Chololan
centro ceremonial de mxima importancia desde antes de la poca del Primer Imperio
Tolteca los fugitivos fueron amistosamente recibidos y pudieron as interrumpir
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por algn tiempo su penosa retirada.
Una tarde, agobiado por la tristeza y el abatimiento que le producan los males
que afligan al Imperio, Ce Acatl Topiltzin Quetzalcatl se despoj del Emblema
Sagrado y lo arroj con furia contra el piso, partindolo en dos pedazos. A pesar de
que los prestigiados orfebres de Chololan lograron reparar el dao, injertando en
ambas partes pequeos rebordes de oro que encajaban a la perfeccin y unan las dos
piezas en una sola, el Emperador se empe en ver en aquella rotura un smbolo de la
divisin que reinaba entre los pueblos y prefiri encomendar a la custodia de los
sacerdotes del templo mayor de Chololan una de las dos mitades del caracol. Al
llegar a territorio maya, Ce Acatl Topiltzin Quetzalcatl hizo entrega de la segunda
mitad del emblema al mximo representante del sacerdocio maya, encomendndole
que lo conservara hasta que surgiese un hombre capaz de fundar un nuevo Imperio y
de unir en l a los distintos pueblos que habitaban la tierra.
A partir de entonces, las dos mitades del caracol sagrado haban constituido el
ms prestigiado emblema de los sumos sacerdotes del rea nhuatl y de la regin
maya, los cuales aguardaban ansiosos las seales que indicasen la llegada del hombre
que lograra dar fin a la anarqua y a la decadencia en que se debatan todas las
comunidades.
Portando en sus manos la cadena de oro de la cual penda el Emblema Sagrado,
Centeotl descendi lentamente por la escalinata que conduca al altar mayor y se
encamin directamente a la fila de sacerdotes situados en el costado derecho del
patio.
Una extraa fuerza, pareca haber transformado sbitamente al anciano sumo
sacerdote: su viejo y cansado rostro reflejaba una energa poderosa y desconocida,
sus ojos eran dos hogueras de intensidad abrasadora y su andar, comnmente torpe y
dificultoso, pareca ahora el elstico desplazamiento de un felino.
Al llegar frente a Mazatzin, Centeotl se detuvo. Todos los que contemplaban la
escena dejaron momentneamente de respirar. Tlacalel pens que estaban a punto de
realizarse sus temores y los de todo el pueblo azteca: un incremento an mayor en la
pesada carga que tenan que soportar como vasallos de los tecpanecas, lo que
ocurrira fatalmente en cuanto Maxtla contase con el apoyo del nuevo Portador del
Emblema Sagrado.
Las miradas de los dos sacerdotes se enfrentaron. Durante un primer momento
Mazatzin se mantuvo aparentemente impasible, contemplando sin pestaear aquella
manifestacin desbordante de las ms furiosas fuerzas de la naturaleza que pareca
emanar de las pupilas de Centeotl, pero despus, repentinamente, todo su ser
comenz a verse sacudido por un temblor incontrolable, mientras se reflejaban en su
rostro, como en el ms claro espejo, sentimientos que de seguro haba logrado
mantener siempre ocultos en lo ms profundo del alma: una anhelante expresin de
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ambiciosa codicia contraa sus facciones, los labios se movan en una splica
desesperada que no alcanzaba a ser articulada en palabras y las manos se extendieron
en un intento de apoderarse del emblema, pero sus dedos slo llegaron a tocar la
cadena, pues en ese instante las fuerzas le abandonaron y cay al suelo, en donde
permaneci sollozando como un nio.
Imperturbable ante el evidente fracaso del sacerdote que le segua en rango,
Centeotl dio dos pasos y qued frente a Cuauhtexpetlatzin, el tercer sacerdote dentro
de la jerarqua de la Hermandad Blanca.
Cuauhtexpetlatzin era el ms querido de los sacerdotes de Chololan. Su espritu
bondadoso y comprensivo era bien conocido no slo por sus compaeros y por los
novicios, en cuya formacin pona siempre un particular empeo, sino por todos los
habitantes de la comarca, que acudan ante l en gran nmero, en busca de consejo y
de ayuda.
Un brusco estremecimiento sacudi a Cuauhtexpetlatzin al ver frente a s a
Centeotl sosteniendo a cercana distancia de su cuello el caracol sagrado; cayendo de
rodillas, suplic angustiado que no se le hiciese depositario de semejante honor, pues
se consideraba indigno de ello.
Dando media vuelta, Centeotl se alej de la fila de sacerdotes y se dirigi en lnea
recta hacia el crculo blanco donde se encontraba el grupo de jvenes a los que haba
ungido momentos antes.
Un murmullo de asombro brot de los labios de la mayor parte de los presentes.
Aquello no poda significar otra cosa, sino que el sumo sacerdote juzgaba que entre
los sacerdotes recin ordenados haba uno merecedor de convertirse en su heredero.
En medio de una expectacin que creca a cada instante, Centeotl traspuso el
crculo de pintura blanca y se detuvo frente a Nezahualcyotl. La mirada del sumo
sacerdote segua siendo una hoguera de poder irresistible; sus manos, fuertemente
apretadas a la cadena de la que penda el venerado emblema, parecan las garras de
una fiera sujetando a su presa. Tlacalel pens que si l se encontrara en el lugar de
Centeotl, no vacilara un instante en escoger a Nezahualcyotl como la persona ms
adecuada para sucederle en el cargo. La inteligencia superior del prncipe texcocano,
as como su profunda sabidura y elevada espiritualidad, hacan de l un ser
verdaderamente excepcional, merecedor incluso de convertirse en el depositario del
legendario emblema.
Las manos de Centeotl se movan ya en un ademn tendiente a colocar sobre el
cuello del prncipe la cadena de oro, cuando ste, tras reflejar en su rostro un sbito
desconcierto, dio un paso atrs indicando as su rechazo ante la elevada dignidad que
estaba por conferrsele. Tal pareca que en el ltimo instante, y como resultado de un
temor incontrolable surgido en lo ms profundo de su ser, Nezahualcyotl haba
llegado a la conclusin de que la tarea a la cual tena consagrada la existencia
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liberar a su pueblo y reconquistar el trono perdido era ya en s misma una misin
suficientemente difcil y llena de peligros, y que el aadir a esta carga an mayores
responsabilidades, constitua una labor superior a sus fuerzas.
Manteniendo una actitud de impersonal indiferencia, como si actuase en
representacin de fuerzas que le trascendieran como individuo y de las cuales fuese
tan slo un instrumento, Centeotl desvi la mirada del prncipe de Texcoco y
avanzando dos pasos qued frente a Moctezuma.
Una sonrisa de regocijo estuvo a punto de aflorar en el rostro de Tlacalel. Nada
poda producirle mayor alegra que la probabilidad de que su hermano quedase
investido con la alta jerarqua de Sumo Sacerdote de la Hermandad Blanca, sin
embargo, no alcanzaba a vislumbrar la posibilidad de que el carcter de Moctezuma
pudiese compaginarse con las funciones propias de semejante cargo. Moctezuma era
la encarnacin misma del espritu guerrero. Un apasionado amor al combate y
relevantes cualidades de estratego nato, constituan los principales rasgos de su
personalidad.
Moctezuma contempl con asombro la imponente figura de refulgente mirada que
tena ante s y en cuyas manos se balanceaba la cadena de la que penda el Emblema
Sagrado. Haciendo un esfuerzo sobrehumano trat de permanecer sereno, pero un
sentimiento hasta entonces desconocido por su espritu rompi en un instante toda
resistencia consciente y se adue por completo de su voluntad. Siguiendo el ejemplo
de Nezahualcyotl, Moctezuma dio un paso atrs. El ms valiente de los guerreros
aztecas, acababa de conocer el miedo.
En las facciones generalmente inescrutables de Centeotl, pareci dibujarse una
mueca de complacencia, como si en contra de lo que pudiese suponerse, el viejo
sacerdote se encontrase preparado de antemano para presenciar todo lo que ocurra en
aquellos momentos trascendentales.
Centeotl dio un paso hacia la derecha y qued frente a Tlacalel, sus miradas se
cruzaron y los dos rostros permanecieron en muda contemplacin durante un largo
rato, despus el sumo sacerdote, muy lentamente, fue extendiendo las manos, hasta
dejar colocado en el cuello del joven azteca la fina cadena de oro con su preciado
pendiente.
Con la misma tranquila naturalidad con que poda llevarse el ms sencillo adorno,
Tlacalel portaba ahora sobre su pecho el Emblema Sagrado de Quetzalcatl.
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Captulo II
CONMOCIN EN EL VALLE
El cambio de depositario del Emblema Sagrado de Quetzalcatl dio origen a toda
una serie de acontecimientos importantes que afectaron radicalmente a las diversas
comunidades que habitaban en el Valle del Anhuac.
Al da siguiente de aqul en que tuviera lugar la transmisin del venerado
smbolo, fue hallado, colgado de una cuerda atada al techo de su propia habitacin, el
cadver de Mazatzin. La frustracin derivada de no lograr alcanzar el objetivo al cual
consagrara toda su existencia, haba resultado intolerable para el ambicioso sacerdote
tecpaneca. Antes de ahorcarse en un ltimo gesto de lealtad hacia su monarca
Mazatzin haba enviado un mensaje a Maxtla, informndole con detalle de los
recientes sucesos ocurridos en el santuario de la Hermandad Blanca.
El enviado de Mazatzin no era el nico mensajero que, portando idnticas
noticias, se alejaba de la ciudad de Chololan.
Guiado por esa intuicin que caracteriza a los autnticos guerreros y que les
permite presentir la existencia de algn posible peligro antes de que ste comience a
manifestarse Moctezuma se haba percatado de que el alto honor conferido a su
hermano entraaba tambin una grave amenaza para el pueblo azteca, pues el
disgusto que este suceso producira a los tecpanecas poda muy bien impulsarles a
tomar represalias en contra de los tenochcas.
As que, aprovechando los lazos de amistad que le unan con varios de los jefes
militares de Chololan, el guerrero azteca se apresur a enviar un mensajero a
Tenochtitlan, que informara a Chimalpopoca del inesperado acontecimiento que
haba convertido a Tlacalel en el Heredero de Quetzalcatl y lo previniera sobre la
posibilidad de alguna reaccin violenta por parte de los tecpanecas.
Cubierto de polvo y desfallecido a causa de la agotadora caminata, el mensajero
de Mazatzin atraves la ciudad de Azcapotzalco y penetr en el ostentoso y recin
construido palacio de Maxtla. En cuanto tuvo conocimiento de su presencia, el
monarca acudi personalmente a escucharle.
Al conocer lo sucedido en la ceremonia de transmisin del Emblema Sagrado, la
furia de Maxtla se desbord en forma incontenible: orden dar muerte al portador de
tan malas nuevas, azot a sus numerosas esposas y mand destruir todas las bellas
obras de fina cermica de Chololan que adornaban el palacio.
Una vez ligeramente desahogada su ira, Maxtla convoc a una reunin de sus
principales consejeros, para determinar el castigo que habra de imponerse a los
aztecas, pues deseaba aprovechar la ocasin para dejar sentado un claro precedente de
lo que poda esperar a cualquiera que, voluntaria o involuntariamente, actuase en
contra de los intereses tecpanecas.
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Al inicio de la reunin, Maxtla se mostr inclinado a adoptar el castigo ms
drstico: la destruccin total del pueblo azteca. Los consejeros del monarca, haciendo
gala de una gran prudencia que les permita no aparecer en ningn momento como
abiertamente contrarios a la voluntad de su colrico gobernante, le hicieron ver que
esa decisin resultara contraproducente para los propios intereses tecpanecas: los
aztecas pagaban importantes y crecientes tributos y, por otra parte, su empleo como
soldados mercenarios estaba rindiendo magnficos frutos, pues los tenochcas haban
demostrado poseer admirables cualidades como combatientes.
Despus de una larga deliberacin, uno de los consejeros encontr la que pareca
ms adecuada solucin al problema, pues permitira a un mismo tiempo darle el
debido escarmiento a los tenochcas y conservar intacta su capacidad productiva, que
tan buenas ganancias vena reportando para Azcapotzalco. Se trataba de dar muerte al
monarca azteca ante la vista de todo su pueblo.
El mensajero enviado por Moctezuma, remando vigorosamente, cruz el enorme
lago en cuyo interior mediante increble y sobrehumana proeza los aztecas
edificaran su capital. Saltando a tierra, el mensajero recorri a toda prisa la ciudad,
detenindose ante la modesta construccin que constitua la sede del gobierno azteca.
La noticia de que su hermano Tlacalel era ahora el depositario del Emblema
Sagrado constituy para Chimalpopoca una agradable y desconcertante sorpresa.
Despus de ordenar que colmaran al mensajero de valiosos presentes, mand llamar a
las principales personalidades de su gobierno para comunicarles la inesperada noticia.
Los tenochcas convocados por el Soberano manifestaron al unsono su asombro y
alegra.
Tozcuecuetzin, supremo sacerdote del pueblo azteca, sufri de una emocin tan
grande que perdi momentneamente el conocimiento; al recuperarlo, alz los brazos
al cielo y, con el rostro baado en lgrimas, bendijo a los dioses con grandes voces,
agradecindoles que le hubiesen permitido vivir hasta aquel venturoso instante, cuya
dicha borraba todos los sufrimientos de su larga existencia.
La reunin de los gobernantes tenochcas concluy con la decisin unnime de
participar inmediatamente a todo el pueblo el feliz acontecimiento, as como de
organizar una gran fiesta para celebrarlo.
Abstrado en los preparativos del festejo y embargado por la intensa emocin que
lo dominaba, Chimalpopoca no tom en cuenta las advertencias de Moctezuma
respecto a una posible represalia tecpaneca, atribuyndolas a un exceso de suspicacia,
muy propia del carcter receloso de su hermano.
La mayor parte de los integrantes del pueblo azteca posean nicamente una
nocin vaga y un tanto deformada respecto a lo que en verdad significaba la
posesin del Emblema Sagrado de Quetzalcatl; sin embargo, en cuanto se tuvo
conocimiento de que un miembro de la comunidad tenochca haba alcanzado tan alta
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distincin, se produjo un estallido de regocijo popular como jams se haba visto en
toda la historia del pequeo Reino.
Hileras de canoas adornadas con flores llegaban sin cesar a Tenochtitlan,
provenientes de los mltiples sembrados en tierra firme que posean los pobladores
de origen azteca en las riberas del lago. Las construcciones de la capital, incluso las
ms modestas, fueron bellamente engalanadas con tejidos de flores de los ms
variados diseos y sus habitantes rivalizaban en poner de manifiesto su alegra. Todo
era bullicio, msica y canciones.
Se celebraron el mismo da dos solemnes actos religiosos. Uno en el Teocalli
Mayor, situado en el centro de la ciudad, y otro en el templo que le segua en
importancia, ubicado frente al mercado del barrio de Tlatelolco. Al concluir la
primera de las ceremonias, Tozcuecuetzin habl largamente ante la nutrida
concurrencia, en un esfuerzo por tratar de explicar, con lenguaje sencillo y popular, la
gran trascendencia de lo ocurrido en Chololan y el inconmensurable privilegio que de
ello se derivaba para el pueblo tenochca.
En medio de la desbordante alegra que se haba posesionado de Tenochtitlan, una
joven azteca era al mismo tiempo el ser ms feliz y el ms desdichado de todos los
mortales: Citlalmina, la prometida de Tlacalel.
Citlalmina era uno de esos raros ejemplares en los que la naturaleza parece volcar
al mismo tiempo todas las cualidades que puede poseer un ser humano, hacindolo
excepcional.
La resplandeciente belleza de la prometida de Tlacalel era conocida no slo
entre los aztecas, sino incluso entre los nobles tecpanecas, varios de los cuales haban
hecho tentadoras ofertas de matrimonio siempre rechazadas a los padres de la
joven.
Las facciones armoniosas de Citlalmina posean una exquisita delicadeza y un
encanto misterioso e indescriptible. Sus grandes ojos negros relampagueaban de
continuo en miradas cargadas de entusiasta energa y toda su figura tena una gracia
encantadora e incomparable, que se manifestaba en cada uno de sus actos.
Pese a que los atributos fsicos de Citlalmina eran tan relevantes, constituan algo
secundario al ser comparados con los rasgos distintivos de su carismtica
personalidad. Una voluntad firme y poderosa, unida a una inteligencia superior y a
una gran nobleza de espritu, haban hecho de ella la representante ms destacada del
movimiento de inconformidad que, en contra del vasallaje que padeca el Reino
Tenochca, comenzaba a surgir entre la juventud azteca.
Ni Tlacalel ni Citlalmina recordaban el momento en que sus vidas se haban
cruzado. Las casas de los padres de ambos eran vecinas, y siendo an nios, surgi
entre ellos una mutua atraccin y una slida camaradera infantil. Al llegar la
pubertad, estos sentimientos fueron trocndose en un amor que creca da con da;
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muy pronto los dos se convirtieron en una especie de pareja modelo de la juventud
tenochca. La profunda y permanente comunin espiritual en que vivan, produca en
todos la enigmtica sensacin de que trataban con un solo ser, que por algn
incomprensible motivo haba nacido dividido en dos cuerpos.
Cuando Tlacalel march a Chololan como aspirante a sacerdote de la
Hermandad Blanca, Citlalmina no vio en ello sino una simple separacin transitoria,
pues el hecho de formar parte de esta orden sacerdotal representaba una honrosa
distincin, que comnmente no requera de la renuncia de sus miembros a la vida
matrimonial; sin embargo, el caso del Portador del Emblema Sagrado de Quetzalcatl
era muy distinto, ya que constitua un cargo que por su altsima responsabilidad
exiga de quien lo ejerca una entrega total y absoluta.
Sublimando la dolorosa frustracin de ver deshechos sus proyectos
matrimoniales, Citlalmina enfrent los acontecimientos con un regocijo generoso y
sincero. El inesperado honor conferido a Tlacalel le enorgulleca como algo propio;
y ante la trascendencia que este suceso tena para todo el pueblo azteca, sus
sentimientos personales quedaron voluntariamente relegados a un segundo trmino.
El festejo popular se encontraba en su apogeo, cuando arribaron a Tenochtitlan
varias canoas transportando a un centenar de guerreros provenientes de Azcapotzalco.
Su llegada no ocasion alarma alguna en la capital azteca, ni siquiera sorpresa; sus
moradores estaban acostumbrados a la continua presencia de soldados del poderoso
ejrcito tecpaneca. Ingenuamente, una buena parte del pueblo pens que los recin
llegados constituan una delegacin enviada por Maxtla, que portaba una felicitacin
al gobierno tenochca con motivo del venturoso acontecimiento que todos celebraban.
Cruzando los canales de la ciudad y marchando a travs de sus congestionadas
calles, los tecpanecas llegaron ante el edificio donde se encontraba Chimalpopoca,
que en unin de los principales personajes del Reino, estaba por concluir un
banquete. Mientras el resto de los guerreros permanecan aguardando en la calle, el
capitn que los conduca, con algunos de sus mejores arqueros, penetr al interior del
edificio y anunci sus deseos de transmitir al rey tenochca un mensaje del mandatario
de Azcapotzalco.
Al enterarse de la presencia de los enviados de Maxtla, Chimalpopoca orden que
fuesen conducidos a un saln cercano, en el cual se celebraban las audiencias
pblicas. Al terminar de comer, el monarca azteca, acompaado nicamente de un
ayudante, se dirigi al encuentro de los tecpanecas. Mientras se aproximaba al saln
de audiencias, Chimalpopoca record las advertencias de Moctezuma y un funesto
presentimiento cruz por su espritu, pero lo desech al instante, pensando que era
imposible que un pequeo puado de soldados, rodeados como se encontraban de
todo el pueblo azteca, se atreviera a perpetrar una agresin en su contra.
En cuanto el capitn tecpaneca vio aproximarse a Chimalpopoca orden a sus
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guerreros disponer los arcos para el ataque. La actitud que asuman ante su presencia
los soldados de Azcapotzalco hizo comprender a Chimalpopoca la suerte que le
esperaba. Reflexionando con la celeridad que alcanza la mente en los momentos de
peligro, el monarca sopes las probabilidades que tendra de sobrevivir si dando
media vuelta emprenda una veloz huida; pero desech enseguida tal pensamiento
ante la sola idea de recibir las flechas por la espalda y morir de forma tan
ignominiosa.
Asumiendo una actitud a la vez digna y despectiva, Chimalpopoca aguard
erguido frente a sus verdugos el fin de su destino. El capitn tecpaneca dio una nueva
orden y las flechas salieron disparadas de los arcos de los soldados. El ayudante de
Chimalpopoca profiri un alarido y trat de cubrir con su cuerpo el del rey azteca, lo
que logr slo parcialmente, pues recibi la mayor parte de los proyectiles
desplomndose en medio de terribles gemidos, mientras que Chimalpopoca
permaneca en pie, al parecer insensible a las heridas de los dardos que atravesaban
sus brazos. Una segunda andanada de flechas dio de lleno en el cuerpo del monarca,
hacindole caer por tierra, siempre en silencio.
Los gritos del ayudante de Chimalpopoca atrajeron la curiosidad de varios
sirvientes, que al entrar en la habitacin y contemplar horrorizados lo ocurrido,
salieron corriendo en todas direcciones, dando grandes voces de alarma.
Actuando con una sorprendente serenidad y sangre fra, los tecpanecas salieron
del edificio con toda calma, cruzndose a su paso con innumerables personas que
acudan presurosas y desconcertadas a tratar de averiguar lo que pasaba. Ya en el
exterior, el capitn y los arqueros se unieron a sus compaeros y huyeron hacia el
lugar donde dejaran sus canoas.
En el edificio que albergaba al gobierno tenochca se cre una pavorosa confusin;
los esfuerzos de aqullos que trataban de restablecer el orden e iniciar la persecucin
de los tecpanecas resultaban intiles, pues se vean entorpecidos por los centenares de
personas que sin cesar acudan al edificio y, que no pudiendo dar crdito a lo que
escuchaban, deseaban corroborar por sus propios ojos la muerte de Chimalpopoca.
Una vez cumplido su propsito, trataban de lanzarse a la calle en persecucin de los
asesinos, pero se vean a su vez obstaculizados por los nuevos recin llegados, cuyo
nmero siempre creciente nulificaba todos los intentos de una accin coordinada.
Los soldados tecpanecas se encontraban ya sobre sus lanchas, cuando
comenzaron a escucharse gritos airados en su contra y algunas flechas cruzaron los
aires para luego caer en el agua sin lograr alcanzarlos.
Siempre en medio del ms completo desorden, varios grupos de enfurecidos
aztecas, muchos de ellos an sin armas, abordaron canoas y se lanzaron en
persecucin de los tecpanecas. Aqullos que lograron darles alcance fueron recibidos
por certeras andanadas de flechas, que les ocasionaron varias bajas. Poco despus, al
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caer la noche, fue imposible cualquier accin efectiva de persecucin.
Maxtla poda sentirse orgulloso de la eficacia de sus guerreros, un centenar de los
cuales haba dado muerte al rey azteca en medio de su pueblo, sin que ninguno de
ellos hubiese sufrido el ms leve rasguo.
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Captulo III
LA REBELIN JUVENIL
Acompaado de dos jvenes tenochcas Moctezuma recorra, con presuroso andar,
el ltimo trecho del camino central que comunicaba a la ciudad de Chololan con las
riberas del lago que albergaba la capital azteca.
Los cansados caminantes se encontraban ya prximos al inmenso espejo de agua,
cuando se cruzaron con un grupo de campesinos que vivan en un pequeo poblado
situado en las proximidades del lago, quienes los enteraron de los trgicos sucesos
ocurridos en Tenochtitlan el da anterior. Sus informantes haban estado presentes en
la ciudad durante los festejos organizados para celebrar la designacin de Tlacalel
como Portador del Emblema Sagrado, y por lo tanto, haban sido testigos del violento
acontecimiento que dio fin a la alegre celebracin.
Al escuchar el relato de los hechos, Moctezuma comprendi al instante la
trascendencia del dao inferido a todo el pueblo azteca con el asesinato de
Chimalpopoca, pues no slo se le privaba inesperadamente de su legtimo
gobernante, sino lo que era mucho ms grave, se le haca objeto de una intolerable
humillacin que pona de manifiesto su incapacidad para defenderse del ataque
sorpresivo de un insignificante nmero de agresores. Nada bueno poda esperarse de
semejante debilidad, que de seguro impulsara a Maxtla a exigir de los aztecas
condiciones de vasallaje an ms severas que las que haban venido soportando.
Caminando en medio de un opresivo silencio, los jvenes recorrieron la escasa
distancia que les separaba del embarcadero ms prximo; al llegar a ste, Moctezuma
rompi su silencio para afirmar en tono lacnico:
No retornar a Tenochtitlan; si el rey fue muerto por nuestros enemigos, ello
significa que de seguro antes perecieron defendindolo todos los hombres de la
ciudad y al no haber ya quien la resguarde, preciso es que alguien vele por ella.
Despus de pronunciar estas palabras, coloc una flecha en su arco y adopt la
posicin del arquero que espera la prxima aparicin del enemigo.
Sus acompaantes se miraron, sorprendidos ante la inesperada conducta del
guerrero; despus, temerosos de contradecirle y provocar su clera, optaron por
abordar una canoa. Muy pronto se alejaron remando con todas sus fuerzas, deseosos
de llegar a la ciudad antes del anochecer.
En la orilla del lago slo qued Moctezuma, esperando la llegada de un
adversario al cual hacer frente.
Las palabras pronunciadas por Moctezuma en las cuales se contena una clara
acusacin a todos los hombres de Tenochtitlan por no haber sabido defender a su
monarca se propalaron por toda la ciudad en cuanto llegaron a sta los
acompaantes del guerrero.
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Los habitantes de la capital azteca se encontraban an inmersos en el dolor y la
confusin a causa de los infaustos acontecimientos del da anterior, y las lacerantes
frases de Moctezuma, repetidas de boca en boca por los cuatro rumbos de la ciudad,
produjeron en todos un profundo sentimiento de culpa, que les hizo enrojecer de
vergenza.
Pero aquellas palabras no originaron nicamente pasivos sentimientos de culpa y
frustracin; en la ciudad hubo una persona que supo recoger el reto contenido en las
afirmaciones de Moctezuma a todos los hombres de Tenochtitlan; paradjicamente,
no fue un hombre sino una mujer.
Desde tiempo atrs, la casa donde habitaba Citlalmina constitua el eje central de
las ms variadas actividades, lo mismo se celebraban en ella reuniones conspirativas
para urdir planes contra la tirana tecpaneca, que funcionaban permanentemente una
escuela para mujeres de condicin humilde y un taller donde se confeccionaban los
mejores escudos y armaduras de algodn compacto de la ciudad.
Aquella noche Citlalmina imparta su clase acostumbrada a un numeroso grupo
de modestas jovencitas, cuando una muchacha que viva en las orillas de la ciudad
lleg comentando lo que haba escuchado sobre las afirmaciones hechas por
Moctezuma. Al conocer las palabras mordaces del hermano del hombre a quien
amaba, se oper en ella una sbita transformacin: con el bello rostro contrado por la
ira y poseda por la ms viva emocin, se encaram sobre un montn de escudos de
guerra recin terminados y desde aquel improvisado estrado, dirigi a sus alumnas
una breve y encendida arenga:
Tiene razn, est en lo justo Moctezuma cuando afirma que ya no hay hombres en
Tenochtitlan. Si los hubiera, si de verdad existiesen, hace tiempo que Maxtla y su
corte de sanguijuelas habran dejado de enriquecerse a costa del trabajo de los
aztecas. Pero se equivoca el valiente guerrero al creer que la sagrada ciudad de
Huitzilopchtli no tiene ya quien la proteja, quien cuide de ella. Las mujeres
sabremos defender a nuestros dioses, a nuestras casas y a nuestros cultivos, tomemos
las armas de las manos de aqullos que no han sabido utilizarlas y vayamos con
Moctezuma, a organizar de inmediato la defensa de la ciudad.
Citlalmina posea un magnetismo irresistible que le permita impulsar a los dems
a llevar a cabo acciones que hubieran sido consideradas comnmente como
descabelladas. La pretensin de que fuesen las mujeres quienes se erigieran en
defensoras de la ciudad, adoptando con ello una postura de franca rebelda ante el
podero tecpaneca, resultaba a todas luces la ms disparatada de las proposiciones, sin
embargo, en cuanto la joven termin de hablar, todas sus discpulas se
comprometieron a secundarla en sus propsitos. Despus de darse cita en la
explanada frente al Templo Mayor, las jvenes se dispersaron con objeto de
abastecerse en sus casas del armamento necesario y de invitar a sus familiares y
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amigas a colaborar en aquel naciente movimiento de juvenil insurgencia femenina.
Muy pronto la actitud de las jvenes tenochcas produjo las ms variadas
reacciones en toda la ciudad. Aun cuando en muchas casas los padres lograron
oponerse a los propsitos de sus hijas utilizando incluso la violencia, la conducta
adoptada por las mujeres desencaden de inmediato una reaccin de los hombres
jvenes que habitaban la capital, los cuales se lanzaron a las calles y, reunidos en
grupos cada vez ms numerosos, discutieron acaloradamente, bajo la luz de las
antorchas, los recientes sucesos. Los improvisados oradores expresaban los
sentimientos que los dominaban planteando preguntas, procedimiento muy
generalizado en la oratoria nhuatl:
Qu es esto que contemplan nuestros ojos? Hasta dnde ha llegado la
degradacin de los tenochcas? Vamos a permitir que sean las mujeres las que
tengan que encargarse de la defensa de la ciudad, mientras nosotros preparamos la
comida y cuidamos a los nios? Somos acaso tan cobardes que tendremos que vivir
temblando, escondidos bajo las faldas de nuestras hermanas?:
Cada vez ms enardecidos por las preguntas hirientes que sobre su propia
conducta se formulaban, los diferentes grupos de jvenes fueron coincidiendo en una
misma conclusin: era necesario armarse y acudir ante Moctezuma para organizar de
inmediato, bajo su direccin, la adecuada defensa de la ciudad. Al igual que sus
hermanas, los varones se dieron cita en la Plaza Mayor, que se iba poblando
rpidamente de jvenes de ambos sexos, armados de un heterogneo arsenal y
posedos de un belicoso e incontenible entusiasmo. Sus cantos de guerra,
incesantemente repetidos, parecan cimbrar a la ciudad entera.
Los integrantes del Consejo del Reino organismo de facultades vagas e
indeterminadas, pero al fin y al cabo la nica autoridad importante que exista en esos
momentos a causa del reciente asesinato del monarca no podan permanecer
inactivos ante los desbordados cauces de la actuacin juvenil. Presionados por los
acontecimientos, sus miembros se reunieron apresuradamente y comenzaron a
deliberar.
Al enterarse de que estaba celebrndose una reunin de los integrantes del
Consejo del Reino, surgi entre los jvenes la esperanza de que tal vez las propias
autoridades se haran cargo de dirigir las labores tendientes a dotar a la ciudad de
apropiados sistemas de defensa. As pues, decidieron esperar a que concluyera la
reunin del Consejo, antes de lanzarse a la bsqueda de Moctezuma.
Las esperanzas juveniles carecan en realidad de todo fundamento. El Consejo
estaba constituido en su gran mayora por individuos acostumbrados a utilizar su
posicin dentro del gobierno para la obtencin de privilegios y el acrecentamiento de
sus muy particulares intereses, y con tal de preservar su ventajosa situacin, estaban
dispuestos a soportar cualquier incremento de las formas de vasallaje que les
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sujetaban a los tecpanecas, pues en ltima instancia, siempre encontraran la manera
de eludirlas transfirindolas directamente sobre las espaldas del pueblo. Por otra
parte, la conducta adoptada esa noche por la juventud tenochca haba suscitado en los
representantes de la autoridad profundos sentimientos de alarma y disgusto,
convencindolos de que deba precederse, cuanto antes, a atacar a todos aqullos que
desobedeciesen la orden de desalojar las calles y retornar tranquilamente a sus
hogares.
Las represivas intenciones del Consejo tropezaron con la resistencia de uno de sus
miembros: Tozcuecuetzin, el sumo sacerdote tenochca cuyo proceder se rega
comnmente por un criterio en extremo rigorista y autoritario, se opuso
terminantemente a que se adoptase la decisin de disolver por la fuerza a la creciente
multitud de jvenes que vociferaban en la Plaza Mayor.
Al parecer la inexplicable actitud de Tozcuecuetzin era resultado de la profunda
impresin que haba dejado en l la reciente designacin de Tlacalel como Portador
del Emblema Sagrado. El anciano sacerdote consideraba ser el nico de entre los
aztecas que en verdad se haba percatado de los alcances que tena aquella
designacin. A su juicio, el hecho de que se hubiese roto la tradicin de escoger para
este cargo a un alto dignatario de la Hermandad Blanca (otorgndolo en cambio a un
joven prcticamente desconocido, perteneciente a un pueblo dbil y oprimido) slo
poda ser comprendido sobre la base de que el Supremo Dirigente de dicha
Hermandad hubiese encontrado en Tlacalel atributos suficientes para llevar a cabo la
anhelada restauracin del Imperio. De ser as conclua el sacerdote resultaba
evidente que a partir de aquel instante no exista ya ninguna otra autoridad legtima
sobre la tierra sino la de Tlacalel, el cual deba ser reconocido por todos como
Emperador y Heredero de Quetzalcatl.
Aun cuando los razonamientos de Tozcuecuetzin resultaban confusos e
incomprensibles para los restantes miembros del Consejo, stos no se atrevieron a
contradecir abiertamente al respetado sacerdote y, por lo tanto, se vieron
imposibilitados para llevar adelante sus propsitos de castigar drsticamente a la
alborotada juventud tenochca. La reunin del Consejo concluy sin que se llegase a
ningn acuerdo, como no fuese el de volverse a reunir al da siguiente para continuar
deliberando.
En cuanto la muchedumbre de jvenes que se hallaba congregada en la Plaza
Mayor tuvo conocimiento de que los integrantes del Consejo no haban adoptado
ninguna determinacin, decidi no esperar ms y como un solo y gigantesco ser,
comenz a marchar entre cantos y gritos de guerra en direccin a los
desembarcaderos.
Los ramos de flores todava frescos que lucan las canoas, adornadas con motivo
de la festividad popular organizada el da anterior, fueron arrojados al agua y en su
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lugar se colocaron escudos y estandartes guerreros.
Sobre la negra superficie de las aguas resplandecan las luces de innumerables
antorchas, portadas por jvenes que desde sus canoas miraban ansiosamente el
horizonte, intentando descubrir en las orillas del lago la silueta del recin surgido
caudillo, el valeroso Moctezuma.
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Captulo IV
EL FLECHADOR DEL CIELO
Las primeras luces del amanecer comenzaban a reflejarse en las aguas del lago,
cuando Citlalmina, desde la lancha que la conduca, avist en la cercana ribera la
musculosa figura de Moctezuma.
El guerrero haba permanecido toda la noche montando su solitaria guardia, con
el arco tenso y listo a lanzar sus flechas, slo cambiando de vez en cuando el arma de
un brazo a otro para evitar el cansancio.
La figura del arquero azteca, apuntando su saeta a las ltimas estrellas que
brillaban en el firmamento, constitua la representacin misma del espritu guerrero y
su gesto aparentemente absurdo, de hacer frente a un enemigo en esos momentos
inexistente, era todo un smbolo que pona de manifiesto la indomable voluntad que
animaba a la juventud tenochca, firmemente decidida a no tolerar por ms tiempo la
opresin de su pueblo.
Al contemplar la retadora imagen de Moctezuma, Citlalmina y las jvenes que la
acompaaban guardaron un respetuoso silencio. Despus, condensando el
pensamiento y los sentimientos de cuantos presenciaban la escena, Citlalmina
exclam:
Ilhuicamina![2]
Roto el silencio, las acompaantes de Citlalmina profirieron vtores en favor de
Moctezuma y llamaron con grandes voces a los ocupantes de las canoas ms
prximas.
En pocos instantes el lugar se vio pletrico de jvenes, que posedos de un
desbordante entusiasmo acudan presurosos a ponerse bajo las rdenes de
Moctezuma. El guerrero abandon su esttica posicin y comenz a concertar una
serie de medidas, tendientes a lograr el establecimiento de un slido sistema de
defensa en torno a la capital azteca.
La primera disposicin de Moctezuma fue que se procediese a concentrar, en
unos cuantos embarcaderos, todas las canoas que se encontraban en el lago. De
acuerdo con una antigua costumbre que tenia por objeto facilitar al mximo la
movilizacin de personas y mercancas en la regin del Anhuac, la mayor parte de
las canoas que transitaban por el lago no eran de propiedad personal, sino que
pertenecan en forma comunal a las distintas poblaciones asentadas junto a las aguas,
cuyos moradores contaban entre sus obligaciones la de construir y mantener en buen
estado un determinado nmero de lanchas, las cuales se hallaban diseminadas en los
sitios ms diversos, destinadas para el uso comn de viajeros y mercaderes. Esta
situacin haba contribuido enormemente a facilitar la ejecucin del sorpresivo
ataque que costara la vida a Chimalpopoca y mientras subsistiese, continuara
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nulificando la natural ventaja defensiva que daba a Tenochtitlan el hecho de estar
rodeada de agua por los cuatro costados.
En segundo lugar, Moctezuma orden que se diese comienzo a la construccin de
slidas fortificaciones en torno a cada uno de los sitios seleccionados como
embarcaderos. Finalmente, dispuso el establecimiento de un sistema permanente de
vigilancia en derredor de la ciudad, realizado por jvenes fuertemente armados a
bordo de veloces canoas.
Una vez convencido de haber sentado las bases de una organizacin que
terminara por dotar a la capital azteca de efectivas defensas, Moctezuma reuni por
la tarde a varios de los jvenes que consideraba ms capacitados para el mando
militar y tras de exhortarlos a seguir adelante en la realizacin de las tareas que les
encomendara, les particip su decisin de retornar a la ciudad y presentarse a las
autoridades.
Todos sus amigos aconsejaron reiteradamente a Moctezuma que no fuese a
Tenochtitlan, ya que se expona a ser juzgado como instigador de un movimiento de
rebelin y a sufrir por ello la muerte como castigo; sin embargo, el guerrero insisti
en acudir de inmediato ante las autoridades, pues deseaba presionarlas para que
terminasen por desenmascararse, exhibindose como lo que en realidad eran: las
encargadas de mantener subyugado al pueblo tenochca al vasallaje tecpaneca. Solo y
desarmado, Moctezuma abord una canoa y se alej remando en direccin a la
ciudad.
En Tenochtitlan continuaba imperando la ms completa confusin. La segunda
reunin del Consejo del Reino haba tenido que celebrarse sin contar con la presencia
de Tozcuecuetzin. El sumo sacerdote tenochca confirm a travs de un mensajero el
criterio expuesto el da anterior: el Consejo no posea ya ninguna autoridad, pues sta
se hallaba concentrada en Tlacalel, y por tanto, cualquier resolucin que adoptasen
sus miembros careca de validez.
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destruir el orden establecido e instaurar el caos y la anarqua.
La mayor parte de quienes escuchaban tan encendida arenga eran padres de los
jvenes cuyo castigo se solicitaba y si bien se inclinaban por desaprobar la conducta
adoptada por sus vstagos, se resistan a secundar la drstica proposicin que les
conminaba a luchar contra sus propios hijos.
La reunin se prolongaba sin que los oradores del Consejo lograsen sus
propsitos de impulsar al pueblo a la accin, cuando repentinamente, provenientes de
uno de los costados del Templo Mayor, hicieron su aparicin en la plaza un numeroso
grupo de sacerdotes encabezados por Tozcuecuetzin. Los recin llegados comenzaron
a injuriar a los miembros del Consejo, acusndolos de pretender seguir fungiendo
como gobernantes sin poseer ya autoridad alguna para ello.
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ocultos temores.
Engredo rebelde! Cmo os atrevis a erigiros en juez? Habis introducido la
discordia en el Reino, enfrentado a los hijos contra sus padres y provocado la clera
de nuestros poderosos protectores. Qu pretendis con semejantes locuras?
Buscis acaso la destruccin de todos nosotros, con vuestros actos de insensata
soberbia?
Imperturbable ante las acusaciones de que era objeto, Moctezuma se limit a
responder lacnicamente:
Slo deseo, nicamente ambiciono resguardar a nuestro Reino de los ataques de
sus enemigos; mas si esto es un delito me declaro culpable y entrar a la crcel;
pido, tan slo, que ruando los tecpanecas inicien la destruccin de Tenochtitlan, se
me permita, al menos, morir combatiendo en esta ciudad cuya construccin
ordenaron los dioses y que nosotros no hemos sabido defender.
Sin detenerse a esperar la resolucin que respecto de su persona pudiesen adoptar
las autoridades, Moctezuma descendi de las escalinatas y encaminse en direccin a
la pequea construccin que se utilizaba para mantener recluidos a los reos. Una gran
mayora del pueblo, conmovida por la evidente sinceridad contenida en las palabras
del guerrero, lo acompa hasta la entrada de la prisin, vitorendolo incesantemente.
En la plaza permanecieron los miembros del Consejo con un reducido nmero de
sus partidarios, as como Tozcuecuetzin y los sacerdotes, rodeados estos ltimos de
una considerable cantidad de gente, que repeta una y otra vez con fuertes gritos:
Tlacalel Emperador!
Una furiosa tormenta que se desat intempestivamente sobre la ciudad oblig a
todos a dispersarse y puso trmino a la tumultuosa reunin.
La situacin en que se encontraban los miembros del Consejo del Reino (con su
autoridad puesta en tela de juicio por el sacerdocio y por una abrumadora mayora del
pueblo) comenzaba a tornarse insostenible, razn por la cual, sus integrantes
decidieron llevar a cabo una astuta maniobra que les permitiese nulificar la creciente
oposicin en su contra y entronizar a Cuetlaxtlan como nuevo monarca: acordaron la
incorporacin al Consejo de Tlacalel y Moctezuma.
El propsito de los integrantes del Consejo de adoptar una resolucin que al
parecer resultaba contraria a sus intereses, no era sino el de lograr neutralizar la
fuerza que estaba adquiriendo el movimiento de rebelda juvenil, mediante el ingreso
al gobierno de las dos personalidades varoniles ms destacadas de la juventud azteca.
Al ser informado en la prisin de la inesperada resolucin del Consejo,
Moctezuma rechaz el nombramiento que se le ofreca, manifestando que no se
hallaba dispuesto a perder el tiempo prestando atencin a ninguna otra cuestin que
no fuese la organizacin de la defensa militar de Tenochtitlan.
Los integrantes del Consejo fingieron una gran indignacin al conocer la
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respuesta de Moctezuma y clamando a voz en cuello, afirmaron que la intransigente
actitud del guerrero no dejaba ya ninguna duda sobre sus intenciones de provocar una
guerra que acarreara la destruccin del Reino. Asimismo, y con objeto de completar
la farsa tendiente a tratar de hacer creer al pueblo que la opinin de Tlacalel para la
designacin del nuevo rey sera tomada en cuenta, las autoridades enviaron un
mensajero a Chololan, informando al Portador del Emblema Sagrado que haba sido
incorporado al Consejo del Reino y pidindole uniese su decisin a lo acordado por
dicho organismo, en el sentido de que fuese Cuetlaxtlan quien asumiese las insignias
reales de los tenochcas.
Adems del mensajero que partiera rumbo a Chololan por disposicin del
Consejo, otro mensajero, cumpliendo rdenes de Tozcuecuetzin, haba salido el
mismo da de la capital azteca con idntica meta. A travs de su enviado, el sumo
sacerdote tenochca se pona incondicionalmente bajo las rdenes de Tlacalel y
solicitaba su autorizacin para iniciar de inmediato una revuelta popular que
permitiese al Portador del Emblema Sagrado entronizarse como Emperador.
La creciente pugna entre los distintos sectores que integraban la sociedad azteca
tenda a transformarse en un sangriento conflicto. Evitar la lucha entre los propios
tenochcas para estar as en posibilidad de hacer frente con mayores probabilidades
de xito a los enemigos externos constitua el primer problema al que Tlacalel
deba encontrar una adecuada solucin.
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Captulo V
LA ELECCIN DE UN REY
La milenaria pirmide de Chololan, baada por los ltimos resplandores del
atardecer, pareca una gigantesca escalera de piedra destinada a servir de slido
puente entre el cielo y la tierra.
Centeotl, el sacerdote que durante tantos aos y en las ms adversas condiciones
rigiera los destinos de la Hermandad Blanca, yaca gravemente enfermo. Cumplida su
misin, la poderosa energa que le caracterizara pareca haberle abandonado y los
rasgos de la muerte comenzaban a dibujarse ntidamente en su rostro. Con voz de
tenue y apagado acento, el anciano solicit la presencia de su sucesor.
Tlacalel acudi de inmediato al llamado del enfermo. Recuperando
momentneamente un asomo de su vigor perdido, Centeotl explic al joven azteca,
con palabras saturadas de profunda esperanza, los motivos por los cuales le haba
escogido como depositario del preciado emblema. La larga y angustiosa espera haba
concluido, afirm Centeotl con segura conviccin, Tlacalel era el hombre
predestinado que aguardaban los pueblos para dar comienzo a una nueva etapa de
superacin espiritual. Su labor, por tanto, no sera la de un mero guardin del saber
sagrado, deba reunificar a todos los habitantes de la tierra en un grandioso Imperio,
destinado a dotar a los seres humanos de los antiguos poderes que les permitan
coadyuvar con los dioses en la obra de sostener y engrandecer al Universo entero.
Una vez pronunciadas tan categricas aseveraciones, Centeotl perdi hasta el
ltimo resto de sus cansadas fuerzas, adquiriendo rpidamente todo el aspecto de los
agonizantes. A la medianoche, en ese preciso instante en que las sombras han
alcanzado el mximo predominio y se ven obligadas a iniciar un lento retroceso, el
corazn del sacerdote dej de palpitar.
Al da siguiente, cuando Tlacalel se dispona a dirigirse a Teotihuacan (con
objeto de efectuar el entierro de Centeotl y llevar a cabo el retiro a que estaba
obligado antes de iniciar sus actividades) fue informado de la llegada de los
mensajeros provenientes de Tenochtitlan.
Tlacalel escuch con atencin el relato de los trascendentales acontecimientos
que haban tenido lugar en la capital azteca, as como las contradictorias
proposiciones que le hacan los integrantes del Consejo del Reino y el anciano
Tozcuecuetzin. Despus, sin pronunciar palabra alguna, se encamin al cercano sitio
donde le fuera conferido su alto cargo (el bello patio bordeado por construcciones de
simtricos contornos situado al pie de la pirmide) y a solas con su propia
responsabilidad, reflexion detenidamente sobre las cuestiones que le haban sido
planteadas.
El Portador del Emblema Sagrado comprendi de inmediato el grave error de
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apreciacin en que estaba incurriendo el Consejo al pretender entronizar a
Cuetlaxtlan. La valiente actitud asumida por la juventud azteca entraaba un reto al
podero tecpaneca que Maxtla jams perdonara. La guerra entre ambos pueblos
constitua un hecho inevitable. Y en semejantes circunstancias, la designacin de un
monarca que hasta el ltimo instante intentara evadir la dura realidad que le tocara
en suerte afrontar, slo podra acarrear fatales consecuencias para los tenochcas.
La proposicin de Tozcuecuetzin, en el sentido de que Tlacalel asumiese
personalmente la direccin del gobierno tenochca, implicaba, al menos, evidentes
ventajas: ninguno de los habitantes del Reino incluyendo a los integrantes del
Consejo que se mostraban ms serviles a los dictados de la tirana tecpaneca osara
desafiar abiertamente a la autoridad del Heredero de Quetzalcatl; todo el pueblo se
unira en forma entusiasta en torno suyo, desapareciendo al instante las distintas
facciones en que se haba escindido la sociedad azteca.
Sin embargo, Tlacalel desech de inmediato la posibilidad de erigirse
Emperador. No slo porque estimaba que resultara absurdo ostentar este cargo sin la
previa existencia de un autntico Imperio, sino tambin a causa de su particular
interpretacin de los acontecimientos que haban precedido al desplome del Segundo
Imperio Tolteca. A su juicio, la centralizacin en una sola persona de las funciones de
Emperador y Sumo Sacerdote de la Hermandad Blanca haba resultado igualmente
perjudicial para ambas dignidades. Con su atencin centrada en la gran variedad y
complejidad de los problemas derivados de la administracin de tan vastos dominios,
los Emperadores Toltecas haban terminado por desatender las obligaciones
inherentes a sus funciones de Portadores del Emblema Sagrado. El relato de los
ltimos aos del gobierno de Ce Acatl Topiltzin Quetzalcatl, dividido internamente
entre su preocupacin por los graves conflictos que presagiaban el desmoronamiento
del Imperio y su afn de continuar la tarea de lograr una autntica superacin
espiritual de la humanidad, constitua el mejor ejemplo de la dificultad que
representaba, en la prctica, tratar de realizar ambas funciones.
Tlacalel no deseaba incurrir en el mismo error cometido por su afamado
antecesor y si bien estaba firmemente decidido a llevar a cabo la restauracin del
Imperio, juzgaba que sera mucho ms conveniente que fuese otra persona y no l
quien ostentase el cargo de Emperador, para as poder dedicar lo mejor de su esfuerzo
a las labores propias de su sacerdocio.
Dejando para el futuro todo lo tocante a la cuestin de la posible designacin de
un Emperador, Tlacalel se concret a tratar de resolver el problema de encontrar a la
persona que en aquellas circunstancias pudiese resultar ms apropiada para
desempear el cargo de rey de los aztecas.
Mientras repasaba mentalmente las cualidades y defectos de las principales
personalidades tenochcas, acudi a la memoria de Tlacalel la figura de Itzcatl,
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quien gozaba de una bien ganada fama de hombre sabio y prudente.[3] Su carcter
amable y reservado enemigo de toda ostentacin le haba granjeado
innumerables amigos, tanto entre el pueblo como entre los integrantes de las clases
dirigentes. Itzcatl no era dado a entrometerse en asuntos ajenos, pero cuando las
partes de algn conflicto acudan de comn acuerdo en su busca, lograba en casi
todos los casos avenir a los contendientes mediante soluciones que entraaban
siempre un profundo sentido de justicia.
Entre ms lo pensaba, ms se afirmaba en Tlacalel la conviccin de que Itzcatl
era la persona indicada para restablecer la concordia en el agitado pueblo azteca. A
causa de la reconocida prudencia del hijo de Acamapichtli, los miembros del Consejo
no podran acusarle de estar propiciando un conflicto que en verdad pudiese ser
evitado, pero asimismo y como resultado de esa misma prudencia resultaba fcil
prever que Itzcatl no cometera la torpeza de dejar a la ciudad sin salvaguardia, sino
que sabra encontrar la forma de mantener la organizacin defensiva surgida bajo la
direccin de Moctezuma.
Retornando al sitio donde le aguardaban los mensajeros, Tlacalel expres ante
stos la respuesta que deban memorizar para luego repetir ante quien les haba
enviado.
En su mensaje dirigido a los integrantes del Consejo del Reino, el Portador del
Emblema Sagrado les reprenda severamente por la ofensa que le haban inferido al
pretender otorgarle un cargo dentro de dicho organismo. Con frases speras y
cortantes, Tlacalel record a los gobernantes tenochcas que l era ahora el legtimo
Heredero de Quetzalcatl y, por tanto, toda autntica autoridad slo poda provenir de
su persona, resultando por ello absurdo que intentasen igualarse con l
incorporndolo como un simple miembro ms del Consejo. Sin embargo, conclua,
estaba dispuesto a pasar por alto el agravio que se le haba inferido estimando que
haba sido motivado por ignorancia y no por un deliberado propsito de injuriarle
siempre y cuando acatasen de inmediato su determinacin de que se entronizase a
Itzcatl.
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Captulo VI
PROYECTANDO UN IMPERIO
El entierro del pequeo envoltorio conteniendo los calcinados restos de Centeotl
haba concluido. Con excepcin de Tlacalel y de dos modestos sirvientes, nadie ms
haba acompaado los despojos del otrora poderoso sacerdote en su recorrido de
Chololan a Teotihuacan, como tampoco nadie haba visto a las tres solitarias figuras
excavar una fosa junto a uno de los numerosos montculos existentes en las cercanas
de las derruidas e imponentes pirmides.
De acuerdo con la tradicin, la trascendental importancia del cargo de Sumo
Sacerdote de la Hermandad Blanca superaba con mucho a la siempre transitoria
figura humana que lo ocupaba. Era el cargo y no la persona el merecedor del mximo
respeto. Las personas moran, pero el cargo subsista inalterable a lo largo del tiempo.
Esta distincin entre el cargo y la persona se haca particularmente evidente en el
momento de la muerte del Portador del Emblema Sagrado: no se guardaba luto por l,
ni siquiera se celebraba alguna ceremonia especial con motivo de sus funerales. El
nuevo Sumo Sacerdote preparaba personalmente la hoguera donde se efectuaba la
cremacin del cadver de su antecesor y posteriormente, acompaado de los
sirvientes estrictamente indispensables para el transporte de los restos, conduca stos
hasta el lugar donde se hallaban las ruinas de la primera metrpoli imperial de los
toltecas y ah, sin mediar mayores formalidades, proceda a darles sepultura.
Cumplida su ltima obligacin con su predecesor, Tlacalel, ayudado por la
pareja de sirvientes que le acompaaba, se dio a la tarea de construir dos
improvisados albergues bajo la sombra de la mayor de las pirmides. El primero de
aquellos refugios estaba destinado a servir de morada al Portador del Emblema
Sagrado. El segundo lo ocuparan sus sirvientes, los cuales tenan la obligacin de
suministrarle la escasa racin de alimentos que habra de requerir mientras durase su
retiro.
Rodeado por vestigios que denotaban la existencia de un grandioso pasado,
Tlacalel dio comienzo a la difcil tarea de proyectar los cimientos sobre los cuales
deba estructurarse el Imperio que pensaba forjar, as como los medios de que habra
de valerse para lograr que la humanidad renovase su impulso hacia una siempre
mayor elevacin espiritual.
Durante los largos das de incesante meditacin transcurridos entre las ruinas de
la abandonada Teotihuacan, el Portador del Emblema Sagrado fue repasando
mentalmente, una y otra vez, los conceptos fundamentales de la Cultura Nhuatl, con
objeto de fundar sobre stos sus futuras actividades.
Segn los antiguos conocimientos, exista por encima y ms all de todo lo
manifestado, un Principio Supremo, un Dios primordial, increado y nico. Pero esta
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deidad o energa suma, aun cuando es el cimiento mismo del Cosmos, resulta por su
misma superioridad incognoscible en su verdadera esencia.
Ahora bien, al comenzar a manifestarse en los distintos planos de la existencia, el
Principio Supremo se expresa siempre, ante la humana observacin, como una
dualidad. Esto es, como una lucha de fuerzas aparentemente antagnicas que a travs
de su perenne oposicin dan origen a todos los seres. Los dioses y las plantas, al igual
que los astros y los hombres, son productos de esta interminable contienda creadora
que abarca al Universo entero.
Poder captar el ritmo conforme el cual van predominando alternativamente las
diferentes energas contenidas en todas las cosas constitua uno de los objetivos
fundamentales de la sabidura de los antiguos. Para lograrlo, se haban valido de una
paciente y metdica observacin de los astros, hasta llegar a precisar, con minuciosa
exactitud, las diferentes influencias que los cuerpos celestes ejercen sobre la tierra,
adquiriendo asimismo suficientes conocimientos para poder aprovechar
adecuadamente estas influencias.
Estar en posibilidad de conocer y aprovechar los influjos celestes representaba un
elevado logro, pero no era el ms alto de los conquistados por los sabios de antao,
los cuales haban alcanzado el mximo ideal al que ser alguno pudiese aspirar:
colaborar conscientemente al armnico funcionamiento del Universo.
Devolver a la humana naturaleza su olvidada misin de coadyuvar al
engrandecimiento del Universo representaba el principal propsito al que Tlacalel
pensaba encaminar su empeo, y mientras meditaba sobre los medios de que habra
de valerse para ello, su atencin se vio atrada por los rojizos rayos de luz del
amanecer, que al proyectarse sobre los costados de la pirmide mayor, parecan
resaltar an ms las prodigiosas dimensiones de la milenaria construccin.
Sbitamente, una idea que entraaba una empresa de colosal magnitud cruz por el
cerebro de Tlacalel: ya que el sol era la fuente central de donde dimana la energa
que permite la vida, si se lograba contribuir a su sustentacin e incrementar su
desarrollo ello se traducira en un generalizado beneficio para todos los seres que
pueblan la tierra.
Desde tiempos remotos, aqullos que se haban dedicado a observar con
detenimiento el proceso que tiene lugar en los seres vivientes a lo largo de su
existencia, haban llegado a la conclusin de que los seres humanos, en el instante de
ocurrir su muerte, generaban una cierta cantidad de energa que era de inmediato
absorbida por la luna y utilizada por sta para proseguir su crecimiento. Con base en
ello, Tlacalel concluy que si en un determinado momento el nmero de personas
que moran era en extremo abundante, la luna se vera incapacitada para aprovechar
este exceso de energa, la cual pasara a ser absorbida por el sol, pues ste, en virtud
de sus proporciones, resultara ser el nico cuerpo celeste capaz de utilizar la
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sobreabundancia de energa intempestivamente generada desde la tierra.
Resultaba evidente que tan ambicioso proyecto colaborar al mantenimiento y
engrandecimiento del sol slo podra llevarse a cabo tras la previa unificacin de la
humanidad en un Imperio que nicamente reconociese como fronteras los cuatro
confines del mundo: los dos mares insondables cuyas aguas flanqueaban la tierra, los
calcinantes y lejanos desiertos del norte y las impenetrables selvas situadas ms all
de las regiones habitadas por los mayas.
Una vez fijados los objetivos fundamentales del Imperio cuya creacin
proyectaba, Tlacalel resolvi dar por concluido su retiro y retornar a Tenochtitlan.
As pues, orden a uno de los sirvientes que le acompaaban se encaminase de
inmediato rumbo a la capital azteca, con la misin de informar a las autoridades
tenochcas de la fecha en que habra de arribar a la ciudad el Heredero de
Quetzalcatl.
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Captulo VII
DOS HOMBRES BUSCAN UNA CANOA
La elevacin de Itzcatl a la dignidad real, propuesta por Tlacalel, se llev a
cabo sin que se produjese en su contra una franca oposicin de los integrantes del
Consejo del Reino, pues stos, temerosos de contradecir abiertamente la
determinacin del Portador del Emblema Sagrado y desatar con ello una revuelta
popular de imprevisibles consecuencias, optaron por aceptar la designacin del nuevo
gobernante, sin cejar por ello en su empeo de procurar congraciarse a toda costa con
los tecpanecas.
La sencilla pero emotiva ceremonia de coronacin, presidida por Tozcuecuetzin,
suscit en la poblacin azteca generalizados sentimientos de optimismo y confianza.
Todos deseaban ver en el ascenso de Itzcatl el feliz presagio de una pronta
restauracin de la concordia interior y de la desaparicin del grave conflicto externo
que les amenazaba. Sin embargo, los ms conscientes de entre los tenochcas, se
percataban claramente de que ello no era posible y que ambos peligros continuaban
latentes y oscurecan el porvenir del Reino.
A los pocos das de celebrada la coronacin, una embajada proveniente de
Azcapotzalco solicit permiso para arribar a Tenochtitlan. Sus integrantes afirmaban
venir en son de paz y ser portadores de un mensaje de salutacin para el nuevo
monarca. Itzcatl dio rdenes para que se permitiese a los embajadores llegar a la
ciudad, ya que los jvenes tenochcas que custodiaban el lago les haban impedido
cruzarlo, disponiendo, asimismo, se les rindiesen los honores y atenciones
acostumbrados.
Los embajadores comenzaron por expresar ante Itzcatl el saludo que le enviaba
Maxtla con motivo de su reciente entronizacin, pero acto seguido, cambiaron de
tono para transmitirle las duras exigencias acordadas por el soberano de
Azcapotzalco: todos los jvenes que haban secundado a Moctezuma deban ser
considerados como rebeldes, siendo obligacin de las autoridades tenochcas
reducirlos por la fuerza, para luego entregarlos maniatados a los tecpanecas, los
cuales les aplicaran el castigo que estimasen pertinente. Finalmente, Maxtla
decretaba un considerable aumento en los tributos ya de por s elevados que
deban pagar los aztecas.
Al conocerse las pretensiones tecpanecas, renacieron de inmediato las diferencias
de criterio entre los dirigentes tenochcas. Tozcuecuetzin las calific de inadmisibles y
otro tanto hizo Moctezuma a quien Itzcatl haba liberado el mismo da de su
ascenso al poder pero en cambio, los miembros del Consejo del Reino vieron en el
cumplimiento de dichas pretensiones la ltima posibilidad de lograr preservar la paz,
e iniciaron una campaa de rumores tendientes a convencer al pueblo de que las
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condiciones impuestas por Maxtla no eran tan severas como pudiera esperarse, y que
los nicos obstculos que impedan lograr un acuerdo con sus poderosos vecinos
provenan del orgullo de Moctezuma y de la senilidad de Tozcuecuetzin.
Corresponda a Itzcatl decir la ltima palabra, pero ste haba resuelto no tomar
ninguna determinacin sobre tan importante cuestin hasta no conocer la opinin de
Tlacalel. As pues, se limit a responder con evasivas a los requerimientos de los
embajadores.
Percatndose de la inutilidad de sus esfuerzos para determinar cul sera la
conducta que asumira en lo futuro el gobierno azteca, los emisarios de Maxtla dieron
por concluida su misin en la corte de Itzcatl y anunciaron su prximo regreso a
Azcapotzalco.
Las elegantes canoas que transportaban a los funcionarios tecpanecas se cruzaron
en su viaje de retorno con una modesta embarcacin tripulada por un solitario
individuo. Ninguno de los orgullosos personajes prest mayor atencin a la figura de
aquel sujeto, cuyo humilde atuendo revelaba su condicin de sirviente.
En cuanto hubo llegado a Tenochtitlan, el cansado viajero se present ante las
autoridades para darles a conocer el mensaje del cual era portador: el informe que
desde Teotihuacan enviaba Tlacalel respecto de la fecha en que proyectaba llegar a
la capital azteca.
A travs de la nica abertura que haca las veces de ventana en su pauprrima
choza, la anciana Izquixchitl contemplaba con nimo entristecido las cercanas aguas
del lago.
Una completa y anormal quietud prevaleca en el ambiente. No se escuchaba voz
alguna ni se vea una sola figura humana en las restantes casas que integraban la
aldea donde moraba Izquixchitl. Todos los habitantes del pequeo poblado se haban
marchado muy de maana rumbo a Tenochtitlan, a participar en la recepcin que se
haba organizado en honor del primer azteca que alcanzaba el ms alto privilegio a
que poda aspirar hombre alguno sobre la tierra: portar sobre el pecho el Emblema
Sagrado de Quetzalcatl.
Al recordar que ninguno de sus vecinos se haba ofrecido para llevarla a la ciudad
a presenciar los festejos, un amargo resentimiento hizo brotar gruesas lgrimas de los
cansados ojos de la anciana. Jams Izquixchitl haba sentido tan cruelmente el peso
de su invalidez como en aquellos instantes, en que de buena gana habra dado lo que
le restaba de vida a cambio de poder estar presente en Tenochtitlan, asistiendo con
todo el pueblo azteca a la recepcin que se haba preparado a Tlacalel.
La existencia de Izquixchitl se hallaba marcada por un trgico destino. Siendo
an muy pequea haba perdido a sus padres y a la mayor parte de su familia a
resultas de la grave epidemia de una misteriosa enfermedad que asolara, aos atrs,
las tierras de Anhuac. Felizmente casada con el hombre a quien amaba (un pescador
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de muy modesta condicin, poseedor de un carcter en extremo bondadoso), su
matrimonio se haba visto tan slo ensombrecido por la carencia de anhelados
vstagos. Cuando ya en edad madura Izquixchitl sinti al fin los primeros sntomas
del embarazo, tuvo por cierto que estaba prximo el da en que habra de completarse
su dicha. Pero el alumbramiento tuvo fatales consecuencias, produciendo la muerte
del hijo tan largamente esperado y ocasionando en la madre una extraa dolencia que
paraliz casi todo su organismo, preservando tan slo su capacidad de raciocinio y
sus funciones vegetativas.
Los constantes cuidados que prodigaba a Izquixchitl su devoto esposo, unidos al
lento transcurrir del tiempo, fueron devolviendo a la enferma algunas de sus perdidas
facultades: recuper el habla, as como el movimiento en la mitad superior de su
cuerpo.
Todos los das, tras de concluir sus cotidianas faenas, el esposo de Izquixchitl
acomodaba a sta en una amplia y slida canoa que personalmente haba construido
para el transporte de la invlida y efectuaba con ella largos paseos por alguno de los
bellos parajes del lago. Mientras la balsa se mova pausadamente a travs de las
aguas, la pareja acostumbraba entonar con alegre acento antiguas canciones.
Al morir su esposo, Izquixchitl se vio reducida a subsistir gracias a la caridad de
los habitantes de la aldea. Nadie volvi ya a pasear a la anciana por las riberas del
lago y sta tuvo que resignarse a contemplar el mismo paisaje a travs de la angosta
ventana de su choza. La pesada canoa en que efectuara antao sus gratos recorridos
lustres fue llevada al interior de su habitacin y su contemplacin llenaba de
recuerdos el lento transcurrir de sus solitarios das.
Cuando los juveniles y entusiastas seguidores de Moctezuma se dieron a la tarea
de establecer un sistema defensivo en torno a la capital azteca, comenzaron por
concentrar en unos cuantos embarcaderos, debidamente fortificados, las canoas
dispersas por las distintas orillas del lago. Los encargados de llevar a cabo esta
concentracin, tras previa inspeccin de la aldea donde habitaba Izquixchitl,
decidieron que un poblado tan pequeo no ameritaba la construccin de obras de
defensa, y por tanto, resolvieron trasladar a otro sitio las escasas lanchas existentes en
aquel lugar.
Al percatarse que intentaban despojarla de su querida canoa, Izquixchitl se haba
aferrado a ella, implorando lastimeramente le permitiesen conservarla. Conmovidos
por las splicas de la anciana, los jvenes que tenan a su cargo efectuar la requisa de
lanchas haban terminado por acceder a sus ruegos, contentndose con ocultar
ingeniosamente la canoa, convirtindola en una especie de aparente refuerzo del
endeble techo de la choza.
Ante la imposibilidad de asistir a Tenochtitlan a contemplar la llegada del
Portador del Emblema Sagrado, Izquixchitl trat de compensar, mediante un
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esfuerzo de su imaginacin, la incapacidad fsica que la mantena inmovilizada. En su
gil mente fue trazando una completa representacin de todo lo que supona deba
estar ocurriendo en aquellos instantes en la capital del Reino: centenares de
sirvientes, ricamente vestidos, precedan al Heredero de Quetzalcatl anunciando su
proximidad con rtmico toque de tambores y atabales. A continuacin, veinte altivos
guerreros marchaban sosteniendo con fornidos brazos una ancha plataforma
elaborada con maderas preciosas. Sobre la plataforma, en un sitial bellamente
adornado con incrustaciones de oro y jade, luca imponente la figura de Tlecalel,
ataviado con lujosos y vistosos ropajes. Pendiente de su cuello y sostenido por una
gruesa cadena de oro, portaba el reverenciado emblema que ostentaran en el pasado
los poderosos Emperadores Toltecas: el enorme caracol marino de Quetzalcatl.
Izquixchitl haba odo decir que Tlacalel era un hombre joven, pero ella se
negaba terminantemente a conceder la menor validez a semejante absurdo. Sin duda
alguna el Heredero de Quetzalcatl era un anciano de larga cabellera blanca y de
rostro hiertico, desprovisto de toda pasin y emocin humanas, con la vista perdida
en el infinito, atento slo a las voces superiores de los dioses.
La sbita aparicin de dos figuras humanas que avanzaban directamente hacia la
aldea vino a interrumpir bruscamente las ensoaciones de la anciana.
La presencia de extraos en aquella maana resultaba del todo inusitada, pues de
seguro ya toda la gente de los alrededores se encontraba en esos momentos en
Tenochtitlan, participando en la recepcin a Tlacalel. Un sentimiento de temor
sobrecogi el nimo de Izquixchitl, quien supuso que muy bien poda tratarse de
ladrones deseosos de aprovechar la ausencia de los moradores de la aldea para
saquear las casas.
Bajo el creciente impulso del miedo y la curiosidad, Izquixchitl trat de
dilucidar, a travs de un atento examen, la clase de personas que podran ser aquellos
dos sujetos que se aproximaban.
A juzgar por el vestido y la actitud de uno de los recin llegados, la anciana no
tuvo mayor dificultad para concluir que deba tratarse de algn modesto sirviente de
un centro religioso. Sin embargo, a pesar de su profundo sentido de observacin
desarrollado a travs de largos aos de obligada inmovilidad, le result imposible
emitir juicio alguno sobre la otra persona.
El sujeto que atraa la atencin de Izquixchitl era un joven de no ms de
veintitrs aos, de estatura ordinaria y de recia figura y bien proporcionados
miembros. Su atuendo, sencillo en extremo, constaba tan slo de un maxtlatl y de un
tilmatli.[4]
No era por tanto su indumentaria, idntica a la de cualquier campesino, la que
desconcertaba a la invlida, sino la poderosa y extraa energa que pareca emanar de
aquel individuo en cada uno de sus firmes y elsticos movimientos.
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Aparentemente los dos recin llegados conocan de antemano que Izquixchitl era
en esos momentos la nica habitante presente en la aldea, pues sin vacilacin alguna
se encaminaron hacia su desvencijada choza. Al llegar frente al umbral de la
vivienda, una voz de firme y modulado acento solicit autorizacin para penetrar al
interior.
Sin superar an los cautelosos temores que le dominaban, Izquixchitl otorg el
permiso que se le peda. Al instante, los dos desconocidos se introdujeron en la
habitacin y la anciana pudo contemplar, a escasa distancia de su propio rostro, las
facciones del joven y enigmtico visitante: su firme mandbula de barbilla
vigorosamente redondeada, su amplia y despejada frente, sus labios de expresin a un
mismo tiempo severa y amable, y resaltando de entre todos aquellos singulares
rasgos, los ojos, negros y profundos, en los que se pona de manifiesto una voluntad
indomable y una incontrastable energa, que pareca gritar su ansia por transformarse
de inmediato en acciones de fuerza avasalladora.
Apartando la vista de aquella irresistible mirada, Izquixchitl observ que el
desconocido portaba sobre el pecho la mitad de un pequeo caracol marino pendiente
de una delgada cadena de oro. Al contemplar aquel objeto, la invlida se sinti
sacudida en el fondo mismo de su ser, percatndose repentinamente de la identidad
del personaje que se hallaba frente a ella: Tlacalel, el Heredero de Quetzalcatl.
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propio Portador del Emblema Sagrado confirm sus suposiciones, dos lgrimas
resbalaron por el agrietado rostro de la anciana.
Dando por concluidas las aoranzas, Tlacalel expres con toda franqueza el
motivo de su presencia: necesitaba una canoa para llegar a Tenochtitlan, y aun
cuando estaba al tanto de la requisa y concentracin de lanchas llevada a cabo por
rdenes de Moctezuma, supona que esta disposicin no haba surtido efecto en lo
concerniente a la canoa propiedad de Izquixchitl, pues conociendo la generosa
condicin de sentimientos que animaba a los jvenes que haban efectuado esta tarea,
daba por seguro que no habran sido capaces de despojarla de un objeto que para ella
era tan preciado.
Izquixchitl manifest de inmediato su consentimiento a lo que se le solicitaba,
sin embargo, no dej de expresar la extraeza que le produca aquella peticin. La
capital del Reino esperaba presa de emocin la llegada del primer azteca a quien se
haba confiado la custodia del Caracol Sagrado. Por qu escoga Tlacalel una forma
casi subrepticia para retornar a su ciudad? En el embarcadero central le aguardaba, de
seguro, una numerosa escolta con la misin de conducirle a travs del lago.
Una expresin de dureza cubri la faz de Tlacalel mientras responda a la
pregunta de la anciana: ningn motivo, y mucho menos un simple festejo, constitua
causa suficiente para que los aztecas descuidasen la vigilancia que deban mantener
siempre en torno de su ciudad. Si buscaba llegar a Tenochtitlan sin ser visto, era
precisamente para comprobar la efectividad de las defensas que la protegan.
Tras de bajar de su hbil escondrijo la pesada canoa, Tlacalel y su acompaante
la condujeron con todo cuidado hasta las cercanas aguas del lago y subiendo en ella,
comenzaron a remar con vigoroso esfuerzo.
Dominada an por la intensa impresin que dejara en ella la inesperada visita del
Portador del Emblema Sagrado, Izquixchitl contempl alejarse lentamente la canoa
en direccin a la capital azteca.
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Captulo VIII
PUEBLO DE TENOCH, HABLA TLACALEL!
Los luminosos rayos del sol se reflejaban con perfecta claridad en las tranquilas
aguas del lago. Con excepcin de la lancha en que viajaban Tlacalel y su sirviente,
ningn observador habra alcanzado a contemplar una sola embarcacin en aquel
inmenso espejo de agua. Todo pareca indicar que ante el atractivo de participar en
una alegre recepcin, los aztecas haban descuidado una vez ms la vigilancia de su
ciudad capital. Repentinamente, surgidas de entre un tupido conjunto de lirios y
juncos, tres rpidas canoas comenzaron a maniobrar con la clara intencin de cerrar
el paso a la embarcacin de Tlacalel. Las canoas eran tripuladas por jvenes
guerreros tenochcas fuertemente armados que hacan sonar insistentemente sus
caracoles de guerra. Sin atender a las voces que les ordenaban detenerse, Tlacalel y
su acompaante continuaron avanzando, muy pronto una andanada de flechas pas
silbando sobre sus cabezas, obligndolos a cambiar de decisin.
En breves instantes las tres veloces canoas rodearon la lenta embarcacin. Una
expresin de indescriptible asombro reflejse en los juveniles semblantes al
reconocer a Tlacalel y percatarse de que acababan de lanzar sus flechas nada menos
que al Sumo Sacerdote de Quetzalcatl.
La cordial sonrisa contenida en el rostro del Portador del Emblema Sagrado
disip de inmediato el temeroso asombro de los guerreros. Con amables frases
Tlacalel elogi su conducta:
Nos congratulamos, nos alegramos. He aqu que la ciudad de Huitzilopchtli no
est ya ms a merced de sus enemigos. Ahora est prevenida, ahora est alerta. Ya
llega el da en que seremos nosotros, ya llega el da en que viviremos.
Tras de dialogar brevemente con los vigilantes defensores de la capital, Tlacalel
prosigui su interrumpido viaje. Dos de las canoas que le interceptaron retornaron a
su escondrijo entre los juncos, mientras la otra daba escolta a su embarcacin.
Muy pronto Tlacalel termin de corroborar la eficaz organizacin defensiva
existente en derredor de Tenochtitlan: estratgicamente distribuidas en diferentes
lugares del lago, y casi siempre ocultas en los sitios en que la vegetacin acutica
adquira caractersticas de mayor concentracin, numerosas embarcaciones tripuladas
por bien pertrechados guerreros mantenan una incesante vigilancia que eliminaba
cualquier posibilidad de un ataque por sorpresa contra la ciudad.
Rodeada de una creciente escolta de canoas, conducidas por entusiastas jvenes
que hacan sonar sin cesar sus caracoles y tambores de guerra, la embarcacin que
transportaba a Tlacalel se iba aproximando cada vez ms a Tenochtitlan.
En la capital azteca el nerviosismo y la expectacin crecan a cada instante. Desde
muy temprano las calles y canales de la ciudad se hallaban abarrotados por una
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multitud que aguardaba impaciente la llegada del Heredero de Quetzalcatl. Al
transcurrir buena parte de la maana sin que el Portador del Caracol Sagrado hiciera
su aparicin, comenzaron a circular los ms alarmantes rumores, segn los cuales, los
tecpanecas haban apresado a Tlacalel y pretendan utilizarlo como rehn para
obligar al pueblo azteca a pagar tributos an ms onerosos.
En medio del creciente temor, nicamente Moctezuma mantena un confiado
optimismo que procuraba transmitir a los dems, repitiendo sin cesar que su hermano
era amigo de actuar siempre en forma imprevista y que de seguro se haba apartado
de las rutas ms transitadas, en donde le aguardaban escoltas enviadas en su
bsqueda, e intentara llegar sin ser visto, para as poder verificar por s mismo la
efectividad de los sistemas de defensa con que contaba la ciudad.
No pas mucho tiempo sin que las sospechas de Moctezuma fueran confirmadas
por los hechos. Una de las embarcaciones que escoltaban a Tlacalel se adelant a las
dems para llevar a la ciudad la tan esperada noticia: el Portador del Emblema
Sagrado se encontraba ya en el lago y se diriga en lnea recta al embarcadero central
de Tenochtitlan. Un grito de contenido jbilo brot en incontables gargantas, al
tiempo que idnticas preguntas cruzaban por la mente de todos los presentes: En qu
forma deba manifestarse el profundo respeto de que era merecedor el Sumo
Sacerdote de Quetzalcatl? Llegaba Tlacalel para erigirse como Emperador? Era
partidario de la colaboracin con los tecpanecas o intentara sacudir el yugo que
oprima al pueblo azteca?
La ruidosa algaraba con que los acompaantes de Tlacalel anunciaban su
avance muy pronto lleg a los odos de los inquietos tenochcas. Miles de manos
sealaron hacia el lejano sitio en el horizonte en donde un conjunto de pequeos
puntos negros se iban agrandando rpidamente, hasta transformarse en veloces
canoas que rodeaban a una lancha de pausado avance.
Al llegar junto a la orilla, Tlacalel abandon la embarcacin de un gil salto,
pisando con pie firme el suelo de la capital azteca.
A partir del momento en que las autoridades tenochcas haban tenido
conocimiento de la fecha en que retornara Tlacalel, se haban dado a la tarea de
tratar de organizar los festejos ms adecuados para recibirlo. Los problemas que
dicho recibimiento implicaba no eran de fcil solucin. En primer trmino porque en
el pasado ningn Portador del Emblema Sagrado se haba dignado visitar a
Tenochtitlan, y por ende los aztecas no contaban con un precedente que resultase
aplicable a la organizacin de una recepcin de esta ndole. Y en segundo lugar, a
causa de la gran confusin que privaba entre el pueblo y dignatarios tenochcas
respecto del papel que llegaba a desempear en un modesto y sojuzgado reino como
el azteca un personaje a quien muchos calificaban de autntica deidad.
Contrastando con el paralizante desconcierto que dominaba a las autoridades,
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Citlalmina y los grupos de jvenes que la secundaban haban elaborado un programa
integral de festejos que inclua las ms variadas actividades. Al conocer los planes
proyectados por la juventud tenochca, Itzcatl les haba otorgado su aprobacin,
dejando prcticamente en sus manos la organizacin del recibimiento.
Para los juveniles organizadores no represent mayor problema conseguir la
colaboracin popular que la realizacin de su proyecto de festejos requera. Posedo
de un febril entusiasmo, el pueblo entero haba participado en las mltiples tareas
encaminadas a dar el mximo realce a la llegada del Portador del Emblema Sagrado,
desde engalanar las casas con sencillos pero bellos adornos, hasta elaborar una
gigantesca alfombra de flores a lo largo del recorrido que haba de efectuar Tlacalel
dentro de la ciudad.
As pues, ningn tenochca se senta ajeno al trascendental acontecimiento que
tendra lugar aquel da en la capital azteca.
Lo primero que contempl Tlacalel al arribar a Tenochtitlan fue la bella figura
de Citlalmina rodeada de un numeroso grupo de pequeas nias ataviadas en forma
por dems extraa, pues portaban toda clase de armas que a duras penas lograban
sostener con sus dbiles fuerzas. Las miradas de Tlacalel y Citlalmina se cruzaron.
La compenetracin que exista entre ellos era tan grande, que bast slo una breve
mirada tan fugaz que pas inadvertida a la observacin de los presentes para que
sin mediar palabra alguna resolviesen de comn acuerdo el proceder que adoptaran
en el futuro.
El menor incumplimiento de los sagrados deberes a que Tlacalel habra de
consagrarse constitua, ante la recta mente y superior espiritualidad de ambos
jvenes, una incalificable traicin que ni siquiera poda ser imaginada, por tanto
comprendan muy bien que la nueva situacin les obligaba al sacrificio de sus
pensamientos personales. Sin embargo, saban tambin que aun cuando quiz no
volviesen a verse nunca ms, continuaran siendo siempre un solo y nico ser
encarnado en dos cuerpos.
Alzando un brazo con grcil y firme ademn, Citlalmina seal al portador del
Emblema Sagrado al tiempo que exclamaba con fuerte acento:
Qu Huitzilopchtli est siempre contigo Tlacalel, Azteca entre los Aztecas!
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Superando la tensa inmovilidad que hasta ese momento haba dominado a la
multitud, las nias ataviadas con armas de guerra se acercaron hasta Tlacalel. Las
pequeas se haban apoderado de todo aquel armamento la noche que Citlalmina,
aduciendo la aparente inexistencia de hombres en el Reino, haba exhortado a las
mujeres tenochcas a hacerse cargo de la defensa de la ciudad. Posteriormente las
nias haban ocultado las armas, negndose a devolverlas a sus familiares a pesar de
las reprimendas y castigos sufridos. Con frases entre cortadas de la emocin que les
dominaba, las chiquillas expresaron a Tlacalel que venan a entregarle sus armas,
pues estaban seguras de que l s sabra utilizarlas adecuadamente.
El Azteca entre los Aztecas esboz una amplia sonrisa al percatarse de la decidida
actitud de las pequeas, dialog brevemente con ellas y despus tom varias de las
armas que le ofrecan: cruz sobre su pecho un largo arco, acomod en sus hombros
un carcaj rebosante de flechas, embraz un bello escudo decorado con la imagen de
Huitzilopchtli y en su diestra esgrimi un macuahuitl[5] de cortantes filos. Una vez
ataviado con las armas tradicionales de los guerreros nhualt, Tlacalel dio comienzo
a su triunfal recorrido por la capital azteca. La acertada salutacin de Citlalmina y la
confiada actitud de las pequeas haban troncado en breves instantes los sentimientos
populares: abandonado su actitud inicial, nerviosa e insegura, la multitud desbordase
en un creciente y frentico entusiasmo.
La inmensa muchedumbre que ovacionaba a Tlacalel se fue haciendo ms
compacta al irse acercado ste al centro de la ciudad. Desde las azoteas de las casas
caa una incesante lluvia de flores, lanzada por grupo de mujeres que entonan alegres
canciones. Un elevado nmero de tecnochas vesta atuendos de guerreros,
manifestando as su forma de sentir ante el conflicto que afrontaba el Reino, sus
estruendosos cantos de guerra impregnaban el mbito con blicos acentos; sin
embargo, Tlacalel pudo percatarse de que entre la multitud haba tambin muchas
personas, todas ellas de muy modesta condicin, que cargaban canastillas
conteniendo algunos de los productos con los cuales se cubran los tributos a los
tecpanecas. Los portadores de las canastillas no cesaban de expresar a grandes voces
sus deseos de que la paz se mantuviese a cualquier precio: No queremos guerra.
Paguemos los tributos a Maxtla y salvemos nuestras vidas y nuestras cosechas.
Esta, al parecer sincera exteriorizacin de sentimientos pacifistas, era en realidad
producto de una nueva maniobra de los integrantes del Concejo del Reino.
Convencidos de que la actitud que adoptase Tlacalel resultara determinante para los
futuros acontecimientos, haban distribuido entre la poblacin ms pobre generosos
donativos, incitndola a que manifestase ante el Portador del Emblema Sagrado
fervientes anhelos de paz, con objeto de presionarlo a que asumiese una actitud
conciliadora ante las pretensiones de Maxtla.
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avance, Tlacalel lleg finalmente a la Plaza Mayor de la ciudad; ah le aguardaban,
sobre un adornado templete de madera construido al pie del Gran Teocalli, las
personalidades ms destacadas del Reino.
Tlacalel ascendi las gradas del entarimado y se dirigi en lnea recta hacia
Tozcuecuetzin, el sumo sacerdote del culto tenochca. Al ver frente a l a su antiguo
discpulo portando el Sagrado Emblema de Quetzalcatl, el anciano sacerdote fue
presa de la ms viva emocin. Con el rostro baado en lgrimas intent arrodillarse
ante los pies de Tlacalel, al impedrselo ste, se despoj del smbolo de su poder, el
pectoral de jade de Tenochca, y con humilde ademn hizo entrega del mismo a
Tlacalel. El Azteca entre los Aztecas rechaz amablemente el ofrecimiento y coloc
de nuevo el pectoral sobre el pecho de Tozcuecuetzin, despus de lo cual avanz
hasta quedar frente a Itzcatl.
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Oh Tenochcas! A qu hablar ms de nuestras rencillas y mezquindades?
Estamos ciertos de que stas han cumplido su tiempo y hoy, finalmente, merecemos,
alcanzamos nuestro deseo. El sucesor de Quetzalcatl, el legtimo heredero de los
Emperadores Toltecas, el Sumo Sacerdote de la Hermandad Blanca, se encuentra ya
entre nosotros Pueblo de Tenoch, habla Tlacalel!
Un impresionante silencio extendise por la enorme plaza. La gigantesca multitud
congregada en ella qued esttica, como si repentinamente algn conjuro la hubiese
petrificado. Hasta el aire mismo pareci detenerse para escuchar, expectante, el
trascendental mensaje que ah iba a pronunciarse. El opresor silencio y la antinatural
inmovilidad produjeron una insoportable tensin en el ambiente, y en el instante
mismo en que sta lleg al mximo, escuchse una voz con sonoridades de trueno:
Qu es esto tenochcas? Qu hacis vosotros? Cmo ha podido llegar a existir
cobarda en el pueblo de Huitzilopchtli? Aguardad, meditad un momento,
busquemos todos juntos un medio para nuestra defensa y honor y no nos
entreguemos afrentosamente en manos de nuestros enemigos. A dnde iris? Este es
nuestro centro. Este es el lugar donde el guila despliega sus alas y destroza a la
serpiente. Este es nuestro Reino. Quin no lo defender? Quin pondr reposo a su
escudo? Qu resuenen los cascabeles entre el polvo de la contienda, anunciando al
mundo nuestras voces!
Las palabras de Tlacalel, pronunciadas con indescriptible energa, comenzaron a
operar desde el primer momento un misterioso efecto en la multitud. Bajo su influjo,
las incontables conciencias personales parecieron fundirse en una sola alma, alerta y
poderosa, que aguardaba ansiosa encontrar una finalidad a su existencia.
El verbo arrebatador del Azteca entre los Aztecas continuaba haciendo vibrar a su
pueblo y hasta a las mismas piedras de los edificios:
El tiempo de la ignominia y la degradacin ha concluido. Lleg el tiempo de
nuestro orgullo y nuestra gloria. Ya se ensancha el rbol Florido. Flores de guerra
abren sus corolas. Ya se extiende la hoguera haciendo hervir a la llanura de agua. Ya
estn enhiestas las banderas de plumas de quetzal y en los aires se escuchan nuestros
cantos sagrados.
Elevando an ms el tono de su voz, el Portador del Emblema Sagrado concluy:
Qu se levante la aurora! Sean nuestros pechos murallas de escudos. Sean
nuestras voluntades lluvia de dardos contra nuestros enemigos. Qu tiemble la
tierra y se estremezcan los cielos, los aztecas han despertado y se yerguen para el
combate!
La vibrante alocucin de Tlacalel haba llegado a su trmino. El Heredero de
Quetzalcatl qued inmvil y silencioso, su rostro tornse impasible e inescrutable,
slo sus ojos continuaban despidiendo desafiantes fulgores.
Durante breves instantes, la multitud guard el mismo respetuoso y absoluto
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silencio con que escuchara la encendida arenga, despus, la enorme plaza pareci
estallar a resultas del ensordecedor estruendo que desatse en su interior: retumbar de
tambores, incesantes y enardecidos vtores, retadores cantos de guerra, llanto
emocionado de mujeres y nios. Los portadores de canastillas conteniendo tributos
para los tecpanecas las estrellaban contra el suelo y luego las pateaban con furia,
haciendo patente su radical cambio de opinin.
Al igual que todos los seres, los pueblos tienen tambin sus correspondientes
periodos de nacimiento, infancia, adolescencia, juventud, madurez, vejez y muerte. El
pueblo azteca haba nacido en Aztln y los sabios de superior visin y elevada
espiritualidad que moraban en aquellas lejanas tierras le haban profetizado un
glorioso destino. Vino luego la azarosa etapa de su infancia, transcurrida en un
continuo deambular por regiones hostiles, buscando sin cesar la anhelada seal del
guila devorando a la serpiente, cuyo hallazgo marcara a un mismo tiempo el inicio
de su adolescencia y su definitivo asentamiento en un territorio robado a las aguas.
Pero todo esto constitua va en esos momentos un pasado superado, pues aun cuando
el futuro se vislumbraba obscuro y cargado de amenazas, la superior personalidad de
Tlacalel haba logrado imprimir un nuevo impulso al progresivo desarrollo de su
pueblo, hacindole concluir bruscamente la poca de una adolescencia inmadura y
titubeante, para dar comienzo a una etapa juvenil que se iniciaba pictrica de un
vigoroso entusiasmo.
Durante toda la noche continuaron resonando en Tenochtitlan los vtores y
cnticos del pueblo azteca.
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Captulo IX
TENOCHTITLAN EN ARMAS
Al da siguiente de su llegada a Tenochtitlan, Tlacalel inici la inspeccin de los
efectivos militares con que contaban los aztecas para hacer frente a la inminente
guerra que se avecinaba. Al pasar revista a los juveniles batallones que comandaba
Moctezuma, el Azteca entre los Aztecas, tras de elogiarlos por su decidida voluntad
de lucha y evidente entusiasmo, aprovech la ocasin para hacerles ver el grave error
en que haban incurrido al pretender efectuar la defensa del Reino actuando en forma
separada del resto de la sociedad. Resultaba imprescindible, afirm, lograr cuanto
antes la efectiva participacin de todo el pueblo en el esfuerzo blico que habra de
realizarse, pues de ello dependa el que se pudiese contar con algunas posibilidades
de xito en el grave conflicto al que se enfrentaban.
Una vez concluida la revisin de las fuerzas militares del Reino, Tlacalel llev a
cabo un segundo acto pblico: se dirigi a la poblacin donde moraba Izquixchitl,
con objeto de devolver personalmente a la invlida la canoa que sta le prestara para
cruzar el lago y hacer su arribo a la ciudad.
La visita de Tlacalel a la pequea aldea fue motivo de una verdadera conmocin,
no slo entre sus habitantes, sino en todos los pobladores de la comarca, los cuales
acudieron de inmediato en cuanto se corri la noticia de la presencia del Portador del
Emblema Sagrado en aquel sitio.
As pues, ante una concurrencia de regulares dimensiones, Tlacalel hizo la
devolucin de la vieja canoa a una emocionada Izquixchitl, no sin antes pronunciar
un breve discurso en el cual puso de manifiesto su agradecimiento por la ayuda
recibida y su segura conviccin de que para el futuro la bondadosa anciana sera
objeto de mayores y mejores atenciones por parte de sus vecinos.
Tlacalel dedic el resto del da a conversar informalmente con las numerosas
personas que se haban reunido en la aldea, escuchando con atencin los
planteamientos que se le hacan acerca de los problemas que afectaban a las pequeas
comunidades en donde estas personas residan.
Al igual que ocurra en todas las poblaciones tenochcas que da con da se
multiplicaban en las riberas del enorme lago, la mayor parte de las dificultades a que
tenan que hacer frente los moradores de la regin que visitaba Tlacalel provenan de
la total carencia de coordinacin en las actividades que cada una de las distintas
poblaciones realizaba, lo cual se traduca en una incesante duplicacin de esfuerzos y
en la consiguiente pobreza de resultados.
Con frases sencillas pero impregnadas de un criterio prctico y realista, Tlacalel
explic pacientemente a sus atentos interlocutores que jams veran resueltos sus
problemas mientras no lograsen conjugar esfuerzos y actuar en forma unificada. Era
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preciso, por ejemplo, constituir asociaciones que agrupasen a los componentes de las
distintas actividades productivas que se desarrollaban dentro de la sociedad azteca.
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desproporcin existente entre los ejrcitos contendientes. Los tecpanecas contaban
con un numeroso ejrcito profesional, aguerrido y disciplinado, poseedor de una gran
confianza en s mismo como resultado de una interrumpida secuela de triunfos. Por si
esto fuera poco, la prosperidad econmica de que disfrutaba el Reino de Maxtla
permita a ste la posibilidad de incrementar considerablemente su ejrcito en el
momento que lo juzgase conveniente mediante la contratacin de tropas mercenarias
provenientes de las ms apartadas regiones.
En muy diferente situacin se encontraba el ejrcito azteca. Con la excepcin de
aquellos que haban militado como mercenarios en las huestes tecpanecas, los dems
integrantes de las fuerzas tenochcas posean escasa o nula experiencia militar. Por
otra parte, al ingresar al ejrcito la totalidad de los hombres con capacidad para
empuar las armas, las actividades productivas haban quedado sbitamente
abandonadas, originndose con ello no slo la ominosa perspectiva de una inminente
carencia de alimentos, sino tambin la insuficiencia de material blico con el cual
equipar debidamente a los guerreros.
Para contrarrestar al mximo posible la carencia de un ejrcito profesional,
Moctezuma oblig a todos los integrantes de los recin formados contingentes
aztecas a un intenso entrenamiento y a la realizacin incesante de complicadas
maniobras. El diario adiestramiento a que someta Moctezuma a sus tropas resultaba
a tal grado agotador, que muy pronto stas comenzaron a desear que los verdaderos
combates se iniciasen cuanto antes, pues haban llegado a la conclusin de que la
guerra resultara un descanso en comparacin con los rigurosos entrenamientos a que
se encontraban sujetas.
La difcil tarea de organizar a la poblacin no combatiente para que sta se hiciese
cargo de todas las actividades productivas, principalmente las relacionadas con la
urgente necesidad de dotar de armamento a las tropas tenochcas, fue afrontada con
nimo resuelto por Citlalmina. Muy pronto la joven logr crear una vasta
organizacin que abarcaba a la totalidad de la poblacin civil, cuyos integrantes,
haciendo gala de un enorme entusiasmo y de una [9] increble imaginacin creadora,
generaban sin cesar ingeniosas soluciones para resolver cuantos problemas se les
planteaban. Mujeres, nios y ancianos, trabajaban sin descanso elaborando
implementos guerreros y llevando a cabo las faenas agrcolas y de pesca
indispensables para la diaria subsistencia.
En el breve lapso de unas cuantas semanas contadas a partir de la llegada de
Tlacalel a Tenochtitlan, el Reino Azteca se haba transformado en una especie de
enorme campamento armado en donde todos sus componentes se aprestaban
febrilmente para la contienda.
Los acontecimientos que tenan lugar en Tenochtitlan eran objeto de profunda
atencin por parte de los tecpanecas. Hasta el ltimo instante, Maxtla haba sido de la
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opinin que las rivalidades existentes entre los dirigentes tenochcas terminaran por
desatar una guerra intestina que le facilitara enormemente recuperar el perdido
control del Reino Azteca. Al ver definitivamente frustradas sus esperanzas en este
sentido, resolvi que no deba intentarse ya lograr de nueva cuenta el sometimiento
de los rebeldes, sino proceder a su completo exterminio. Plenamente consciente de la
superioridad de recursos de que dispona en comparacin con los de sus enemigos,
Maxtla decidi no correr riesgo alguno, y por ende, opt por no precipitar el inicio de
las hostilidades, sino que primeramente se dio a la tarea de concentrar en
Azcapotzalco la suficiente cantidad de fuerzas que le garantizasen la total destruccin
de sus rivales en un nico y demoledor ataque.
La situacin geogrfica de Tenochtitlan, rodeada por doquier de poblaciones
tributarias de los tecpanecas, volva prcticamente imposible la probabilidad de
concertar con ellas una alianza defensiva, pues a pesar de que sus habitantes
soportaban a duras nenas el yugo que les imponan los de Azcapotzalco, no estaban
dispuestos a tomar parte en una riesgosa aventura que contaba con muy pocas
probabilidades de xito y en cambio poda acarrearles su total destruccin.
Exista, sin embargo, un Reino que era la excepcin a la regla anteriormente
enunciada: el Reino de Texcoco, cuyos habitantes no se haban resignado nunca a la
prdida de su independencia y mantenan un indomable espritu de rebelda siempre a
punto de estallar, fortalecido por el hecho de que el prncipe Nezahualcyotl, a quien
todos los texcocanos consideraban como su legtimo gobernante, haba logrado
sobrevivir a la incesante persecucin de que era objeto por los secuaces de Maxtla.
Al percatarse los aztecas que los ejrcitos tecpanecas estaban desguarneciendo las
poblaciones que ocupaban para proceder a concentrarse en Azcapotzalco, enviaron
mensajeros al escondite donde se encontraba Nezahualcyotl, alentndolo a que
aprovechase esta circunstancia e intentase promover una rebelin en Texcoco.
En un golpe de audacia, Nezahualcyotl, acompaado tan slo de media docena
de sus ms leales partidarios, se present de improviso en la que fuera antao capital
del Reino de su padre. La simple vista del ya legendario prncipe poeta despert en el
pueblo una reaccin incontenible. La gente se lanz a la calle a vitorearlo y a proferir
toda clase de improperios contra sus opresores. Cuando los soldados que integraban
el reducido contingente de tropas tecpanecas que permanecan en la ciudad intentaron
apoderarse de Nezahualcyotl, fueron atacados por el enfurecido pueblo de Texcoco;
suscitse una sangrienta refriega en la que la aplastante superioridad numrica de los
habitantes de la ciudad no tard en imponerse. Rodeado de una eufrica multitud que
no cesaba de aclamarle, Nezahualcyot penetr en el palacio construido por
Ixtlilxchitl y del cual haba tenido que salir huyendo la noche en que sus enemigos
tomaran por asalto la ciudad. Su primer acto de gobierno consisti en enviar
emisarios a Tenochtitlan, informando a los aztecas que podan considerar al Reino de
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Texcoco como un firme alado en su lucha contra los tecpanecas.
La noticia de la rebelin de Texcoco produjo en Maxtla el mayor ataque de ira de
toda su existencia; solamente exista sobre la tierra una persona a quien odiara ms
que a Tlacalel y a Moctezuma, y sta era precisamente Nezahualcyotl. La inasible
figura del prncipe texcocano haca largo tiempo que constitua una permanente
pesadilla para los gobernantes de Azcapotzalco. Primero Tezozmoc y despus
Maxtla haban urdido incontables celadas en contra del joven prncipe, pero tal
pareca que ste gozaba de una particular proteccin de los dioses, pues lograba
siempre burlar todas las acechanzas y eludir una y otra vez a sus perseguidores.
A pesar del desbordante furor que le dominaba, Maxtla no dej que sus
sentimientos le cegasen al punto de impedir analizar la situacin con fro realismo. Si
pretenda castigar de inmediato a los texcocanos se vera obligado a dividir sus
fuerzas, con los consiguientes riesgos y desventajas que esta clase de campaas traen
siempre consigo. La rebelin de Texcoco haba sido posible merced a una
circunstancia muy particular: el indestructible afecto que una al pueblo de este Reino
con su prncipe. Al no existir en el resto de los pueblos vasallos de los tecpanecas
condiciones similares, no se corra mayor peligro de que pudiese cundir el ejemplo de
los rebeldes. As pues, en virtud de la proximidad y mayor podero de Tenochtitlan,
los aztecas continuaban siendo el enemigo cuya destruccin deba obtenerse en
primer trmino, ya se tomaran despus las debidas represalias en contra de los
engredos texcocanos. Por otra parte concluy Maxtla resultaba evidente que el
tiempo estaba actuando en favor de la causa de Azcapotzalco: atrados por la
generosa paga que se les otorgaba, cada da era mayor el nmero de tropas
mercenarias que acudan de todos los rumbos a ofrecer sus servicios. Esto permita
suponer que cuando llegase el momento de medir sus fuerzas, aun en el lgico
supuesto de que aztecas y texcocanos se aliasen, resultaran fcilmente derrotados por
el numeroso y bien pertrechado ejrcito que los tecpanecas lograran armar en su
contra.
Las noticias acerca de la incesante concentracin de tropas mercenarias que tena
lugar en Azcapotzalco llev a, los dirigentes aztecas a la decisin de apresurar el
inicio de la contienda, aun cuando esto significase el tener que prescindir de las
ventajas estratgicas que para una guerra defensiva otorgaba la ubicacin de
Tenochtitlan.
Moctezuma traz un audaz plan de operaciones que fue aprobado ntegramente
por Tlacalel e Itzcatl. Informado Nezahualcyotl acerca del mismo, estuvo de
acuerdo en efectuar la guerra conforme al proyecto azteca.
La lucha que habra de decidir el futuro de tres Reinos estaba por iniciarse.
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Captulo X
QUIN PODRA DORMIR ESTA NOCHE?
El Flechador del Cielo, el prototipo azteca de valor y nobleza, el siempre sereno e
inmutable Moctezuma, se revolva nervioso en su estera sin lograr conciliar el sueo.
La clara luminosidad de una luna llena, seoreando un cielo despejado, permita al
guerrero abarcar con su mirada a todo el campamento tenochca. Con la excepcin de
las dbiles estelas de humo que an surgan de las apagadas fogatas y cuyo acre olor
impregnaba el ambiente, el paisaje que se extenda ante su vista pona de manifiesto
la calma y la quietud ms completas; sin embargo, fuerzas indefinibles parecan haber
envuelto el campamento, produciendo dentro de sus bien marcados contornos una
tensin angustiosa y opresiva.
Entrecerrando los ojos, Moctezuma volvi a repasar mentalmente, por ensima
vez, el plan de combate que trataran de ejecutar las fuerzas aliadas bajo su mando en
la decisiva batalla que habra de librarse al da siguiente.
A partir de la primera reunin celebrada entre los jefes militares de Texcoco y
Tenochtitlan, el Flechador del Cielo haba sido designado general en jefe de ambos
ejrcitos. La centralizacin del mando militar en una sola persona haba evitado el
peligro de falta de coordinacin que se presenta siempre en la actuacin de ejrcitos
aliados cuando obedecen a jefes de igual jerarqua. Asimismo, y como resultado de la
relevante personalidad del guerrero azteca, su designacin haba despertado en las
tropas un gran optimismo en alcanzar el triunfo sobre sus poderosos oponentes.
Resultaba evidente, por tanto, que aztecas y texcocanos se presentaran en el
campo de batalla posedos de un elevado espritu de lucha y plenamente confiados en
la acertada direccin del mando supremo a cargo de Moctezuma; pero en aquella
interminable noche que preceda al decisivo encuentro, inesperados sentimientos de
desconfianza e incertidumbre luchaban por dominar el nimo tradicionalmente
imperturbable del Flechador del Cielo.
Despus de repasar mentalmente el plan de combate, Moctezuma fij la mirada
en el sector del campamento donde se encontraba concentrada la poblacin civil. Aun
cuando en un principio el guerrero azteca se haba opuesto a que las mujeres, los
nios y las personas de edad avanzada, acompaasen al ejrcito y estuviesen
presentes en las cercanas del campo de batalla, haba terminado por ceder ante la
aplastante lgica de los argumentos expuestos por Citlalmina: de nada valdra que la
poblacin no combatiente permaneciese oculta en sus casas mientras se desarrollaba
la contienda; de sobrevenir la derrota de las fuerzas aliadas, las enfurecidas huestes
de Maxtla acudiran de inmediato a Tenochtitlan para arrasarla hasta sus cimientos y
borrar toda huella de su existencia. Ms vala que todos los integrantes del pueblo
azteca estuviesen presentes en el lugar donde habra de decidirse su destino, pues la
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cercana proximidad de sus familiares estimulara al mximo a los guerreros, que en
esta forma, no podran ni por un instante dejar de tener presente la suerte que
aguardara a los suyos sino rendan el mximo de su esfuerzo. Por otra parte, en
virtud del alto grado de organizacin y disciplina alcanzado por la poblacin
tenochca, los civiles estaran en posibilidad de prestar valiosos servicios auxiliares a
las tropas, desde los concernientes a la asistencia mdica de los heridos, hasta los
relativos a sanidad, alimentacin y transporte de armas.
Mientras la mirada del guerrero permaneca fija en el amplio sector del
campamento ocupado por el pueblo, la lucha que se libraba en lo ms profundo de su
espritu entre la zozobra que le invada y la firmeza de su carcter, termin por
decidirse con una amplia victoria por parte de la primera. La clara conciencia de que
la supervivencia del Reino Tenochca dependa ntegramente de que tuviese xito el
plan de combate ideado por l y cuya ejecucin deba dirigir al da siguiente, termin
por doblegar, tras de larga y hasta entonces indecisa batalla, al poderoso espritu de
Moctezuma. Un amargo resentimiento en contra de las circunstancias, que le
imponan la pesada carga de ser el responsable directo de la muerte o sobre vivencia
de su propio pueblo se adue del nimo del Flechador del Cielo, paralizando su
hasta entonces invencible voluntad.
En lo ms profundo del alma del abatido guerrero, se formul en una interrogante
no expresada en palabras la pregunta que pona de manifiesto los sentimientos que le
embargaban: Exista acaso sobre la tierra un ser humano que en aquellos momentos
sobrellevase una responsabilidad mayor a la suya?
Apenas terminaba Moctezuma de formularse aquella pregunta, cuando en su
interior surgi al instante la correspondiente respuesta: si bien su responsabilidad
como general en jefe era de gran consideracin, no poda ni remotamente compararse
con la de Tlacalel, mximo e indiscutido dirigente del movimiento que haba puesto
en pie de lucha al hasta entonces oprimido pueblo tenochca.
Arrepentido de haberse dejado vencer por la debilidad y el desaliento, el
Flechador del Cielo se olvid de sus propias preocupaciones, para reflexionar en cul
podra ser el estado de nimo que privara en aquellos instantes en el espritu de
Tlacalel. A pesar de que se apreciaba de ser la persona que mejor conoca el carcter
de su hermano, Moctezuma no supo hallar una respuesta adecuada para semejante
pregunta.
El Rey de Azcapotzalco, famoso en todo el Anhuac por su voluntad desptica e
implacable, su inteligencia fra y calculadora y su total insensibilidad ante las
desgracias ajenas, aguardaba en vigilante espera el final de aquella noche cargada de
impredecibles presagios.
Tratando vanamente de aquietar su agitado espritu, Maxtla record una a una las
frases rebosantes de optimismo que ante l haban pronunciado los generales
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tecpanecas antes de retirarse a descansar. Todos ellos parecan estar sinceramente
convencidos de que la superioridad numrica y el mayor profesionalismo de las
tropas bajo su mando, les permitiran alcanzar una aplastante victoria en la batalla
que habra de desarrollarse al da siguiente.
Sin embargo, a pesar de la evidente lgica en que se sustentaban todas las
predicciones favorables a su causa, Maxtla no lograba evitar que en su interior la
duda y el temor cobrasen a cada instante mayores proporciones. No slo senta que
peligraba la subsistencia de su autoridad personal, alcanzada a resultas de toda una
vida dedicada a conquistar el poder y a mantenerse en l por cualquier medio, sino
que comprenda tambin que la hegemona del seoro de Azcapotzalco sobre un
heterogneo conjunto de pueblos, lograda a base de tremendos esfuerzos por su padre
y continuada por l con idntico empeo, corra el riesgo de derrumbarse
estrepitosamente.
Al tiempo que por la mente de Maxtla desfilaban toda una larga serie de
recuerdos relativos a las grandes dificultades que haba tenido que vencer para
alcanzar el trono,[8] acudan tambin a su memoria los relatos que escuchara desde su
infancia sobre la situacin que haba prevalecido en el Anhuac en los aos
comprendidos entre la desaparicin del Segundo Imperio Tolteca y la consolidacin
de la hegemona de Azcapotzalco. La carencia en este perodo de un poder central
capaz de imponer el orden y propiciar la cultura haba llevado a todos los pueblos a la
anarqua. Guerras inacabables, hambres, epidemias, inseguridad en los caminos y una
virtual paralizacin de las actividades superiores de la mente y el espritu, haban sido
el pavoroso saldo de aquel sombro periodo.
Esta catica situacin haba ido desapareciendo lentamente al irse afianzando el
predominio del seoro de Azcapotzalco sobre un creciente nmero de poblaciones.
El podero del ejrcito tecpaneca constitua una segura salvaguardia de la paz y el
orden en todos los territorios conquistados. Por otra parte, eran innegables los
esfuerzos realizados por los gobernantes de Azcapotzalco para preservar los restos de
la antigua herencia cultural tolteca. Artistas y filsofos eran siempre protegidos y
recompensados con largueza por las autoridades tecpanecas, sinceramente interesadas
por incrementar al mximo posible las actividades educativas y culturales.
Al meditar en la particular misin que poltica y culturalmente haba venido
desempeando en los ltimos aos el Reino de Azcapotzalco, Maxtla se percat
repentinamente de que su innata ambicin de poder, eje central de toda su conducta,
haba sido utilizada como un simple instrumento por ese instinto poderoso que
subyace en toda sociedad y que anhela como suprema finalidad la preservacin del
orden y la paz, instinto que mantiene una permanente lucha en contra de la tendencia
igualmente poderosa y arraigada en lo ms profundo de la naturaleza humana
que busca promover el desorden y la anarqua.
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En esta forma, al cobrar plena conciencia de que la supremaca tecpaneca era al
mismo tiempo la mejor garanta de la subsistencia pacfica entre mltiples pueblos y
de la continuidad de una cierta manera de vivir, fundada en los vestigios de una
herencia cultural proveniente de un remotsimo pasado, Maxtla se vio invadido, con
gran sorpresa de su parte, de un desconocido sentimiento de responsabilidad. Qu
ocurrira se pregunt con sincera preocupacin si desapareciese repentinamente
el predominio tecpaneca? Podran acaso los pueblos de Tenochtitlan y Texcoco,
recin salidos de una larga servidumbre, reemplazar en su funcin pacificadora y
civilizadora al prestigiado seoro de Azcapotzalco? Despus de un anlisis en el que
procur ser del todo imparcial, Maxtla concluy que ninguna de las dos ciudades
rebeldes posea ni la fuerza militar ni la tradicin cultural suficientes para convertirse
en dignas sucesoras de la capital tecpaneca, y por tanto, en el supuesto de que
lograsen salir triunfantes en el combate del da siguiente, su victoria constituira un
seguro presagio del pronto retorno a la anarqua y de un retroceso cultural de
incalculables consecuencias.
Agobiado bajo la doble carga que significaba ver en peligro su permanencia como
gobernante y saberse responsable directo de la preservacin de la paz y de la antigua
herencia cultural, Maxtla calific de injustos a los dioses por haber depositado en un
solo hombre tan desmedida ambicin y tan enormes obligaciones.
Al percatarse de su desfallecimiento, Maxtla trat de justificar su debilidad
preguntndose: Exista acaso sobre la tierra un ser humano que en aquellos
momentos sobrellevase una responsabilidad mayor a la suya?
En lo ms profundo de la mente de Maxtla surgi la figura de Tlacalel. Si bien el
rey de Azcapotzalco no se distingua por un espritu religioso particularmente
acendrado, no poda dejar de admitir que la misin que desde tiempo inmemorial
vena desempeando la Hermandad Blanca de Quetzalcatl revesta una particular
importancia para todo el gnero humano. Qu sucedera si esta labor se
interrumpiese bruscamente por la osada del nuevo Portador del Emblema Sagrado,
quien al romper la tradicional abstencin que en materia poltica caracterizaba a la
Hermandad, la haba expuesto a las contingencias de una contienda en la que tena
muy pocas probabilidades de salir triunfante?
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lograra siempre burlar las acechanzas de sus enemigos, vencido por el insomnio y la
incertidumbre contemplaba absorto a las estrellas, tratando intilmente de descifrar
sus ocultos mensajes.
Los trgicos recuerdos de dos noches igualmente angustiosas volvan una y otra
vez a la memoria de Nezahualcyotl. La primera de ellas era aqulla en que las tropas
tecpanecas de Tezozmoc haban tomado por asalto la ciudad de Texcoco, capital del
Reino de igual nombre regido por Ixtlilxchitl, padre de Nezahualcyotl. Como si
recordase una pesadilla, el prncipe revivi en su mente los mltiples horrores que
presenciara en esa ocasin: las altas llamas que envolvan gran parte de la ciudad, los
gritos aterrorizados de las mujeres y los nios, los cuerpos de los soldados muertos y
las quejas lastimeras de incontables heridos que se arrastraban por doquier sin que
nadie pudiese auxiliarlos.
nicamente unos cuantos das separaban aquella noche de otra todava ms
fatdica en la memoria de Nezahualcyotl. Durante la toma de Texcoco, Ixtlilxchitl
haba logrado abrirse paso y salir de la ciudad, combatiendo en unin de un nmero
cada vez ms reducido de sus leales y teniendo a su lado a Nezahualcyotl, quien a
pesar de su an temprana juventud saba ya manejar las armas con singular destreza.
El pequeo grupo de texcocanos fue pronto objeto de una implacable cacera por
parte de las victoriosas tropas tecpanecas. Tras de deambular sin descanso
escondindose en grutas y barrancos, fueron finalmente localizados y cercados por
sus enemigos. Antes de iniciar el que habra de ser su ltimo combate, Ixtlilxchitl
habl con Nezahualcyotl y le hizo ver que por encima de los sentimientos
personales de los gobernantes deben prevalecer siempre los intereses del pueblo cuyo
destino encarnan transitoriamente. Con base en esto, le orden permanecer oculto
mientras se libraba el encuentro, ya que de la supervivencia del heredero del trono
dependa que subsistiese la esperanza de un futuro renacimiento del Reino de
Texcoco. Por ltimo, le hizo jurar solemnemente que consagrara su existencia a
liberar a su pueblo del dominio tecpaneca.
Escondido entre las ramas de un capuln y teniendo como aliada la obscuridad de
la noche, Nezahualcyotl haba permanecido oculto mientras que a su alrededor tena
lugar el fiero enfrentamiento entre tecpanecas y texcocanos. Muy pronto la
superioridad numrica de los primeros logr imponerse sobre el valor de los
segundos e Ixtlilxchitl y sus guerreros fueron cayendo aniquilados. Concluido el
combate, los tecpanecas se percataron de la ausencia del prncipe heredero e iniciaron
al instante una meticulosa bsqueda de su persona. En dos ocasiones grupos de
soldados enemigos llegaron a estar tan cerca de Nezahualcyotl, que ste consider
inevitable su descubrimiento, sin embargo, en ambos casos los soldados desviaron su
atencin hacia los arbustos prximos al que le serva de escondrijo, revisndolos
minuciosamente para luego alejarse y proseguir la bsqueda en otras direcciones. Al
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no encontrarlo, los tecpanecas llegaron a la conclusin de que Nezahualcyotl haba
logrado huir de la zona donde se desarrollara el encuentro y que lo ms conveniente
era iniciar cuanto antes su persecucin en lugar de seguir perdiendo el tiempo en
aquel sitio.
Una vez que el prncipe vio alejarse las ltimas antorchas baj de su escondrijo, y
con suma cautela, pues tema que los tecpanecas hubiesen dejado algunos guardias,
comenz a buscar el cuerpo de su padre entre los innumerables cadveres esparcidos
por la maleza.
Nezahualcyotl no pudo hallar el cadver de Ixtlilxchitl, pues los soldados
tecpanecas lo haban llevado consigo para mostrarlo a Tezozmoc como prueba
irrefutable de la muerte del gobernante de Texcoco; sin embargo, el joven prncipe
encontr y reconoci al instante el escudo que su padre portaba en el brazo izquierdo
siempre que participaba en algn combate. Tomando entre sus manos aquel preciado
recuerdo, Nezahualcyotl se alej tan rpido como le fue posible, encaminndose en
direccin contraria a la que haban tomado sus perseguidores.
Al tiempo que interrumpa sus tristes recuerdos, Nezahualcyotl dej de
contemplar el firmamento para observar con atencin el espectculo que le rodeaba.
Una tensa inmovilidad predominaba en el improvisado campamento donde se
hallaban concentradas las tropas texcocanas. A pesar de lo avanzado de la noche los
guerreros no dorman, sino que aguardaban la aurora presos de un incontrolable
nerviosismo. Haban esperado durante tantos aos la llegada del da en que se
enfrentaran cara a cara con sus odiados opresores!
El prncipe poeta profesaba un sincero agradecimiento a su pueblo por la
inconmovible lealtad y la confianza sin lmites que en l haban depositado, sin
embargo, en aquella noche cargada de zozobra, dichos sentimientos constituan una
responsabilidad insoportable, pues hacan an ms evidente ante su conciencia el
hecho de que la sobrevivencia o la extincin del Reino de Texcoco dependan de que
hubiese adoptado una resolucin correcta al juzgar llegado el momento de iniciar la
lucha contra la tirana tecpaneca.
Apesadumbrado y abatido, Nezahualcyotl fij una vez ms su mirada en las
lejanas estrellas, a la vez que una amarga pregunta cruzaba por su mente: Exista
acaso sobre la tierra un ser humano que en aquellos momentos sobrellevase una
responsabilidad mayor a la suya?
Al parecer, las cintilantes y enigmticas estrellas haban optado por contestar a las
incgnitas que ante ellas formulaba el angustiado Nezahualcyotl, pues al instante
mismo de plantearse la pregunta vino a su mente con toda precisin la figura de
Tlacalel.
En virtud de su sobresaliente inteligencia Nezahualcyotl se daba cuenta, mejor
que nadie, de las causas que podan haber inducido a Tlacalel a romper la conducta
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de abstencionismo en cuestiones polticas mantenida en los ltimos tiempos por los
Sumos Sacerdotes de la Hermandad Blanca de Quetzalcatl. A su juicio, ello indicaba
que el nuevo Portador del Emblema Sagrado pretenda iniciar la reconstruccin del
desaparecido Imperio Tolteca, y junto con ello, propiciar un poderoso movimiento de
renovacin espiritual que abarcase al mundo entero. Qu sentimientos
predominaran en aquellos momentos en el alma de la persona que se haba fijado en
la vida una misin de tan enormes proporciones? Nezahualcyotl se juzg a s mismo
incapaz de responder a tan difcil interrogante.
Advirtiendo el manifiesto desasosiego que dominaba a Nezahualcyotl, uno de
sus ms fieles soldados se aproxim hasta el lugar donde se encontraba el prncipe,
inquiriendo con tono respetuoso:
Es que an no dorms, seor?
Tras de meditar un instante, Nezahualcyotl respondi con grave acento:
Quin podra dormir esta noche?
El sirviente que vena acompaando al Portador del Emblema Sagrado desde que
saliera de Chololan se acerc cauteloso a la estera donde ste reposaba y contempl
con atencin la faz del Azteca entre los Aztecas. El rostro de Tlacalel revelaba una
serena confianza. Su sueo era tranquilo y reposado.
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Captulo XI
LA BATALLA DECISIVA
Rompiendo el tenso silencio nocturno, el rtmico sonido de un tambor dio
comienzo a una larga serie de transformaciones tanto en el cielo como en la tierra.
Como si las luces del amanecer hubiesen estado aguardando aquel ronco sonido para
hacer su aparicin, comenzaron al instante a desgarrar las tinieblas, dejando ver un
horizonte sin nubes y anticipando un da claro y despejado. Mientras tanto, el hasta
entonces paralizado campamento tenochca transformse en incontenible mar humano
presto a desbordarse. Innumerables guerreros, ataviados con vistosos uniformes de
combate y portando sus armas, acudan presurosos ante sus respectivos capitanes. Los
estandartes de cada batalln haban sido izados en vilo, poblando el paisaje de
variadas figuras bellamente bordadas en grandes cuadros de algodn. Un nmero
cada vez ms elevado de tambores retumbaban sin cesar, estremeciendo el aire con su
acompasado acento.
A pesar del incesante movimiento de personas prevaleciente en el campamento
azteca, los preparativos para iniciar la marcha rumbo al campo de batalla se
realizaban sin que nadie profiriese palabra alguna. Los guerreros se integraban a sus
batallones con los puos crispados y la mirada llameante, los capitanes indicaban con
enrgicos movimientos a los soldados el lugar que les corresponda en las filas, y al
completarse stas, iniciaban de inmediato la marcha con paso firme y decidido, pero
todo ello en medio de una extraa carencia de voces humanas, sin que se escuchase
un solo comentario o alguna orden de mando. Tal pareca que los guerreros aztecas,
al unificar en tan alto grado su voluntad de lucha, se haban transformado
sbitamente en un solo organismo de poderosa cohesin interna, para el cual salan
sobrando todas las palabras.
Guiado tan slo por el incesante retumbar de los tambores de guerra y por el
ritmo acompasado de sus propios pasos, el ejrcito tenochca se encamin al campo de
batalla. Detrs del ejrcito vena la poblacin azteca en masa. Ancianos, mujeres y
nios, marchaban tambin en silencio, con los rostros encendidos y los cuerpos
tensos. Un pueblo entero acuda puntual a la cita que decidira su libertad o su
muerte.
Muy pronto los tenochcas pudieron observar a un ejrcito que se aproximaba
hacia ellos avanzando en cerrada formacin. Entre los dibujos que adornaban los
pendones de los recin llegados, sobresala un motivo insistentemente repetido: la
cabeza de un coyote, cuyas abiertas fauces denotaban un intenso sufrimiento
producto de una prolongada privacin de alimento. Nezahualcyotl,[9] designacin
acertada y proftica, para el hombre que durante tantos aos haba padecido
persecuciones y carencias de toda ndole.
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Al mismo tiempo que los aztecas contemplaban con ntima satisfaccin la llegada
de sus aliados, comenzaron a escuchar con toda claridad la cancin que, con recia voz
y como un solo hombre, vena entonando el ejrcito de Texcoco mientras marchaba
rumbo al campo de batalla. Se trataba de un popular poema del prncipe poeta:
Guerreros de Texcoco recuperad el rostro resuenen albales, que vibren vuestros
pechos y en estruendosa guerra recuperad el rostro.
Aguardan impacientes los dardos y las flechas las insignias floridas, los tambores
de guerra los antiguos escudos con plumas de Quetzal.
Guerreros de Texcoco recuperad el rostro.
En medio de una dilatada llanura los dos ejrcitos hicieron alto a escasa distancia
uno del otro. Itzcatl y Nezahualcyotl avanzaron con pausado andar y al quedar
frente a frente se estrecharon con fuerte abrazo. Tras de dialogar brevemente, los dos
monarcas hicieron entrega a Moctezuma de sus correspondientes bastones de mando,
simbolizando con ello que era el guerrero azteca quien poseera la autoridad mxima
durante la batalla. El Flechador del Cielo convoc de inmediato a los capitanes de
ambos ejrcitos. Con lacnicas frases Moctezuma dio sus ltimas instrucciones, e
instantes despus los batallones aliados se desplazaban con presteza para adoptar sus
posiciones en el campo de batalla.
El frente qued ocupado por largas y cerradas lneas de arqueros. Moctezuma
conoca de sobra la bien ganada fama de los arqueros tecpanecas, cuya certera
puntera desbarataba a distancia los contingentes enemigos decidiendo con ello la
victoria aun antes del ataque del grueso de las tropas. Con objeto de contrarrestar a
los peligrosos flecheros de Maxtla, Moctezuma haba puesto un especial empeo en
el entrenamiento de los arqueros aliados, elevando su nmero al mximo posible.
Atrs de las compactas filas de arqueros, y a una regular distancia de las mismas,
se encontraba el agrupamiento principal de las tropas aliadas, constituido por
alternados batallones de tenochcas y texcocanos, armados con filosos macuahuimeh,
cortas lanzas y gruesos escudos. Los guerreros estaban distribuidos en un amplio
cuerpo central y en dos cortas alas colocadas verticalmente a ambos lados. A escasa
distancia de las tropas se encontraba la numerosa poblacin civil que haba venido
acompaando a los combatientes, su presencia en los confines del campo de batalla
estaba incluida dentro del plan de combate trazado por Moctezuma.
En el extremo derecho de la lnea de arqueros, ligeramente adelante de la posicin
ocupada por los flecheros, sobresala un pequeo promontorio rocoso. Al percatarse
de la existencia de aquella saliente del terreno, Moctezuma juzg que sta le
proporcionara un magnfico lugar de observacin mientras llegaba el momento de
combatir al frente de sus tropas. Acompaado de unos cuantos oficiales, el guerrero
se parapeto tras de las rocas y se dispuso a esperar con calma la llegada de sus
contrarios.
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El ejrcito tecpaneca no se hizo aguardar. El primer anuncio de su proximidad fue
un leve e ininterrumpido estremecimiento del suelo, resultado del rtmico caminar de
muchos miles de pies. Una ensordecedora sinfona en la que se entremezclaba el
incesante batir de innumerables tambores, el agudo taer de largas flautas y el seco
chasquido de los cascabeles con que los soldados tecpanecas acostumbraban adornar
su calzado, anunci a los cuatro vientos la llegada de los dueos del Anhuac al
campo de batalla.
AZCAPOTZALCO
MOCTEZUMA
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Posicin de las tropas antes del inicio de la batalla.
Las tropas aliadas combaten cercadas por el ejrcito tecpaneca.
Ruptura del frente y toma de Azcapotzalco.
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continu dirigiendo la accin de los arqueros aliados, pero la sangre que manaba
abundantemente de su herida le ahogaba, impidindole una adecuada pronunciacin
de las voces de mando. Y en esta forma, mientras los proyectiles tecpanecas eran
lanzados con creciente vigor y tino cada vez ms certero, la actuacin de los arqueros
aliados comenz a fallar ostensiblemente por falta de coordinacin.
Desde su cercana atalaya tras las rocas, Moctezuma comprendi que el recin
iniciado combate estaba a punto de convertirse en una catastrfica derrota para su
ejrcito. Al ser incapaces de dar una adecuada respuesta al ataque de sus enemigos,
las semiparalizadas lneas de arqueros no tardaran en desbandarse o en ser
aniquiladas por la ininterrumpida lluvia de flechas que se abata sobre ellas. De
sobrevenir la derrota de los flechadores aliados, los tecpanecas contaran con una
ventaja insuperable que garantizara plenamente su victoria.
Aun cuando el Flechador del Cielo tena planeado encabezar a sus tropas durante
la fase central y ms importante del combate, motivo por el cual haba juzgado
conveniente no participar personalmente en la etapa inicial del mismo, al observar el
adverso cariz que estaban tomando los acontecimientos cambi rpidamente su
determinacin y decidi hacerse cargo personalmente de la direccin de los arqueros.
El promontorio donde se encontraba Moctezuma situado al frente y un poco a
la derecha de las lneas aliadas, que le resultara tan til hasta ese momento como
lugar de observacin, planteaba ahora al guerrero azteca un serio problema para su
movilizacin, ya que si se encaminaba directamente hacia donde se encontraban sus
tropas, en cuanto abandonase su seguro refugio sera un fcil blanco para cuanto
proyectil descasen lanzarle los cercanos flecheros tecpanecas, por el contrario, si para
evitar los proyectiles enemigos efectuaba un largo rodeo, perdera un tiempo que muy
bien poda resultar decisivo.
Tras de impartir algunas rdenes a los oficiales que le acompaaban, tendientes a
evitar que cundiese la desorganizacin en el ejrcito aliado si ocurra su muerte, el
Flechador del Ciclo sali del refugio y con paso tranquilo y firme se dirigi en lnea
recta haca el lugar donde se encontraban sus abatidos arqueros. Una andanada de
flechas pas silbando por arriba de su cabeza casi en el instante mismo de iniciar la
marcha. Era evidente que la orden de lanzar aquellos proyectiles haba sido dada
antes de que los tecpanecas vieran a Moctezuma, pues la trayectoria seguida por las
flechas no inclua todava a la figura del guerrero.
El primero en darse cuenta de la inesperada aparicin de Moctezuma fue el herido
capitn de Texcoco, que con sobrehumanos esfuerzos y patticos ademanes
continuaba tratando de dirigir a los arqueros aliados. Comprendiendo que la llegada
de Moctezuma lo liberaba de una responsabilidad que haba sabido sobrellevar por
encima de la ms rigurosa exigencia, el ensangrentado rostro del texcocano reflej
una profunda expresin de alivio en el momento mismo en que rodaba por tierra entre
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estertores de agona.
Mientras el Flechador del Cielo continuaba su solitaria marcha, su bien adiestrado
odo percibi con toda claridad lo que ocurra a sus espaldas, escuch el ruido
producido por las cuerdas de los arcos tecpanecas al ser tendidos al mximo,
enseguida oy el caracterstico vibrar que se produce en las cuerdas en el momento
de lanzar las flechas, as como el agudo silbar de innumerables proyectiles que
cruzaban velozmente el aire en direccin a su persona.
Sin acelerar el paso, Moctezuma rog a los dioses que la compacta armadura
laboriosamente tejida para l por la bella Citlalmina resultase eficaz. El impacto de
numerosos proyectiles golpeando e incrustndose en las ms diversas regiones de
su armadura le hizo tambalearse y estuvo a punto de derribarle, sinti un ligero
escozor en varias partes del cuerpo y supuso que aun cuando varias flechas haban
traspasado la armadura, slo haban llegado a araar superficialmente la piel pero no
a herirle de gravedad.
Con incontables flechas clavadas en su armadura, semejando una especie de
extrao y gigantesco erizo, Moctezuma concluy su recorrido y lleg ante los
paralizados flechadores aliados. Aqullos de entre stos que pudieron observar de
cerca su rostro, se sorprendieron ante la expresin de serena tranquilidad contenida en
las facciones del guerrero; nada en l, salvo las flechas que, cual singular adorno,
sobresalan de su armadura, denotaba que acababa de burlar a la muerte mediante
espectacular hazaa.
Al mismo tiempo que sobre tenochcas y texcocanos se abata una nueva andanada
de flechas enemigas, lleg hasta ellos la enrgica voz de Moctezuma dando rdenes
para la continuacin del combate; bajo su influjo, los desmoralizados guerreros se
sintieron infundidos de un nuevo vigor, recuperando rpidamente la confianza
perdida. Muy pronto la coordinacin de los arqueros aliados qued restablecida, sus
proyectiles partan con tanto mpetu y con tan buena puntera como los que arrojaban
los tecpanecas.
El reido duelo entre los arqueros prosigui largamente, ocasionando fuertes
bajas en ambas partes. El equilibrio logrado en la lucha no permita predecir ninguna
otra posibilidad que no fuera el completo exterminio de los respectivos contingentes
de arqueros; en vista de lo cual, Maxtla orden que entrase en accin el grupo central
y ms numeroso de su ejrcito.
Acatando de inmediato las rdenes recibidas, las diezmadas filas de flecheros
tecpanecas se retiraron en buen orden del campo de batalla, pasando a incorporarse a
las fuerzas de reserva. Por su parte, el grueso del ejrcito de Maxtla inici un avance
en masa con la evidente intencin de envolver a sus contrarios.
La actitud de las tropas aliadas pareca propiciar en forma inexplicable los
propsitos tecpanecas, pues alejndose de la cercana zona boscosa y adentrndose
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cada vez ms en la dilatada llanura, tenochcas y texcocanos marchaban en lnea recta
al encuentro de sus enemigos.
Los veloces espas de Maxtla, que a riesgo de ser capturados observaban desde
las cercanas de las tropas aliadas los movimientos ejecutados por stas, se
sorprendieron cuando se dieron cuenta de que marchando en pos de los guerreros, el
pueblo azteca se adentraba tambin en la llanura, lo que obviamente lo expona a
quedar cercado y sin ninguna posibilidad de escapatoria en cuanto los tecpanecas
concluyesen su amplia maniobra envolvente.
Al continuar su avance, los batallones aliados encabezados por Itzcatl y
Nezahualcyotl llegaron al lugar donde acababa de desarrollarse el feroz encuentro
entre los arqueros. Sin interrumpir su marcha, las tropas vitorearon en forma
entusiasta a los maltrechos flechadores, testimonindoles as su admiracin por el
esfuerzo y valor desplegados en su recin terminado enfrentamiento con los diestros
arqueros tecpanecas.
Mientras Moctezuma reorganizaba a los arqueros que an se encontraban en
situacin de continuar combatiendo, la poblacin civil se encargaba, con gran
celeridad y presteza, de recoger a los heridos y a los muertos y de sustituir los arcos y
flechas de los guerreros por lanzas y escudos. Una vez concluidas sus labores de
asistencia a los guerreros, los civiles iniciaron una maniobra al parecer absurda: con
largas escobas de recias varas comenzaron a barrer el suelo, levantando con ello
enormes polvaredas.
Instantes despus se inici una doble marcha en direcciones opuestas. La mayor
parte de las reorganizadas tropas de arqueros aliados, portando sus nuevos pertrechos
y bajo la direccin de Moctezuma, se dirigieron al frente en seguimiento del resto del
ejrcito.
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marcha, para luego, con mpetu similar al de un huracn devastador, lanzarse con
desatada furia sobre sus oponentes.
El choque fue terrible. Incontables guerreros fueron puestos fuera de combate
desde el primer momento. Muertos y heridos quedaban tendidos en el lugar donde se
desplomaban y eran pisoteados sin misericordia por el resto de los combatientes,
atentos tan slo a inferirse el mayor dao posible unos a otros, poniendo en ello una
frentica ferocidad que produca estragos en ambos bandos.
El campo de batalla se transform al instante en un gigantesco remolino cuyo
centro atraa y devoraba a los guerreros con increble velocidad. Ninguno de los
participantes en la lucha recordaba haber presenciado un encuentro tan implacable y
despiadado. El combate se prolongaba sin que se produjese una sola captura de
prisioneros. Era obvio que se luchaba buscando no la rendicin, sino el exterminio
del adversario.
Combatiendo siempre en los lugares de mayor peligro y animando de continuo a
sus tropas con su esforzado ejemplo, Itzcatl y Nezahualcyotl eran la encarnacin
misma del arrojo y la valenta. En varias ocasiones estuvieron a punto de sucumbir
ante el nmero arrollador de sus contrarios, quedando, incluso, ms de una vez
cercados por enemigos que les atacaban por doquier, pero en todos los casos, la
reaccin desesperada de sus leales ms prximos haba venido a rescatarlos de una
muerte que, momentos antes, pareca inevitable.
La inconfundible figura de Moctezuma, con su armadura erizada de saetas,
pareca multiplicarse y estar en todas partes infundiendo determinacin y confianza
con su sola presencia. Dando rdenes e indicaciones siempre oportunas y
combatiendo sin cesar con insuperable destreza, el Flechador del Cielo era a un
mismo tiempo el cerebro y el alma del ejrcito aliado.
Un guerrero tecpaneca llamado Mzatl, famoso por su invencible fortaleza y
descomunal corpulencia, logr llegar hasta el sitio donde el Flechador del Cielo
sembraba el suelo de oponentes. El duelo de los dos colosos se entabl al instante.
Ante la inmensa mole del tecpaneca, la recia y compacta figura de Moctezuma
semejaba un jaguar luchando contra una enorme y movediza roca. Un golpe
demoledor del enorme macuahuitl que cual ligero carrizo empuaba Mzatl hizo
volar en pedazos el escudo de Moctezuma. Haciendo gala de su gran agilidad y de su
experimentada pericia en los combates cuerpo a cuerpo, el Flechador del Cielo fue
cansando lentamente a su peligroso contrincante a base de incesantes ataques y de
rpidas retiradas, logrando evadir siempre, en ocasiones por un mnimo margen, los
fuertes golpes de su adversario. Tras de un ltimo y desesperado intento por acabar
con su inasible rival de un solo y mortfero golpe, el gigantesco tecpaneca rod por
tierra, sangrando de incontables heridas.
El tiempo transcurra y la batalla continuaba con gran intensidad. Los ejrcitos
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aliados, cercados por todos lados, se mantenan tenazmente aferrados al terreno,
rechazando asalto tras asalto de sus enemigos. Tal pareca que aquel reido encuentro
podra prolongarse indefinidamente sin que ninguno de los contendientes lograse la
victoria; sin embargo, al comenzar a declinar la tarde, la superioridad numrica de las
huestes de Maxtla empez a rendir sus frutos. Mientras los huecos dejados en las filas
tecpanecas a causa de los guerreros muertos, heridos, o simplemente extenuados por
la incesante lucha, eran de inmediato llenados por nuevas y descansadas tropas, los
aliados se vean obligados, para evitar la ruptura de sus posiciones, a estrechar
continuamente sus lneas, nica medida de que disponan para llenar el vaco dejado
en ellas por el siempre creciente nmero de bajas. Por otra parte, no slo el espacio
de que disponan las tropas aliadas era cada vez menor, sino que conforme avanzaba
el tiempo, una gran parte de sus componentes comenzaban a dar seales de un
completo agotamiento, debido al tremendo esfuerzo que haban venido realizando a
lo largo de toda la jornada.
Los generales tecpanecas que con atenta mirada contemplaban el desarrollo del
encuentro, se percataron del cansancio que comenzaba a hacer presa del ejrcito
aliado y solicitaron a Maxtla que ordenase la intervencin de las fuerzas de reserva
an disponibles, con objeto de acelerar la destruccin del enemigo y garantizar
plenamente el triunfo tecpaneca.
El Rey de Azcapotzalco, desconfiado y receloso por naturaleza, no se decida a
lanzar sus ltimas tropas al combate. Las nubes de polvo levantadas por la poblacin
tenochca al abandonar el campo de batalla, le hacan temer la posibilidad de una
maniobra tendiente a ocultar la retirada de tropas que muy bien podan retornar en
cualquier momento. Sus generales opinaban lo contrario, para ellos aquella extraa
conducta slo persegua el propsito de causar desconcierto y de obligarles a
mantener paralizadas buena parte de sus fuerzas a la espera de unas tropas
inexistentes, pero an en el supuesto, concluan, de que los aliados mantuviesen
escondidas algunas fuerzas de reserva, el nmero de stas deba ser en extremo
reducido a juzgar por la totalidad de los combatientes aliados enzarzados en la
lucha de manera que su posible intervencin en la ltima fase de la batalla no
podra cambiar el ya predecible resultado final de la misma.
Con objeto de vencer la oposicin de Maxtla al empleo de sus reservas, los
generales le hicieron notar que no estaba ya lejana la llegada de la noche: si el
ejrcito aliado no era aniquilado antes de que concluyese el da, se corra el riesgo de
que bajo el amparo de las tinieblas aztecas y texcocanos lograsen romper el cerco
tecpaneca y refugiarse en Tenochtitlan, prolongando con ello un conflicto que muy
bien poda quedar plenamente resuelto en aquellos momentos. A regaadientes, el
tirano orden la entrada en accin de sus ltimas tropas de reserva.
La llegada al campo de batalla de importantes contingentes de refresco se dej
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sentir de inmediato en el desarrollo del combate. El ejrcito tecpaneca percibi con
toda claridad que tena la victoria al alcance de la mano, e infundido de nuevos y
renovados bros increment su ataque. Las tropas aliadas, sobrepasado el lmite de
sus fuerzas, comenzaron a resultar impotentes para resistir la incesante avalancha que
pesaba sobre ellas. De poco serva ya que Itzcatl, Nezahualcyotl y Moctezuma,
continuasen dando ejemplo de una sobrehumana resistencia, hilvanando una tras otra
increbles proezas de valor y conservando la vida en forma del todo inexplicable, sus
guerreros iban siendo implacablemente vencidos, no por carencia de arrojo, sino por
sobra de agotamiento. La total destruccin del ejrcito aliado era ya slo cuestin de
tiempo.
En el cercano claro del bosque en donde se encontraba el pueblo azteca en
unin de Tlacalel y de setecientos guerreros prevaleca una enorme tensin y una
angustiosa incertidumbre. En virtud de la disposicin de los ejrcitos combatientes
los aliados en el centro y los tecpanecas acosndolos por todos lados resultaba
imposible para los observadores ubicados en el bosque poder percatarse del
desenvolvimiento de la lucha, ya que lo nico que alcanzaban a contemplar eran los
incesantes movimientos que tenan lugar en la retaguardia de las tropas tecpanecas.
El nerviosismo motivado por el desconocimiento de lo que ocurra en el campo de
batalla era de tal grado, que de no ser por la presencia de Tlacalel, tanto el pueblo
como el pequeo contingente de soldados habran abandonado gustosos su escondite
en el bosque para lanzarse hacia el lugar donde tena lugar el encuentro. En medio de
aquel ambiente de mal reprimida zozobra, la imperturbable presencia de nimo de
que haca gala el Portador del Emblema Sagrado constitua la base inconmovible a la
que se asan las esperanzas de liberacin de todo el pueblo tenochca. Alrededor del
medioda, Tlacalel anunci que antes de retornar al campo de batalla transmitira un
mensaje de trascendental importancia. Sus palabras provocaron una gran expectacin,
e incrementaron an ms el ya casi irresistible anhelo comn de marchar cuanto ante
al sitio donde se desarrollaba el encuentro.
En el improvisado campamento tenochca, la esposa del capitn azteca muerto al
frente de los arqueros aliados al iniciarse el combate se debata en dolorosos
espasmos que presagiaban un prximo y difcil alumbramiento. Las parteras que le
acompaaban, tras de reprenderle por no haberse quedado en Tenochtitlan,
procuraron desentenderse del asunto convencidas de que su intervencin resultara
intil, pues el nacimiento se anunciaba con problemas que juzgaban insuperables. Por
otra parte, ninguna de ellas quera dejar de participar en el ya inminente retorno de
todo el pueblo azteca al campo de batalla. Al lado de la infeliz mujer permaneca tan
slo Citlalmina, brincndole la ayuda que le era posible en aquellas difciles
circunstancias.
Provenientes de distintos rumbos, dos jadeantes y sudorosos adolescentes
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integrantes de los grupos encargados de vigilar desde cerca lo que ocurra en el
campamento enemigo llegaron casi simultneamente ante Tlacalel, sus informes
eran coincidentes: los tecpanecas haban lanzado a la batalla sus tropas de reserva. De
inmediato Tlacalel orden a pueblo y guerreros que se aprestasen para la marcha.
Los soldados se agruparon en tres cerrados batallones. El pueblo se form
ordenadamente detrs de los guerreros.
La insoportable tensin que dominaba a todos los tenochcas aumento an ms,
cuando observaron al Azteca entre los Aztecas encaminarse a una ligera
protuberancia del terreno con la evidente intencin de dirigir desde aquella eminencia
su anunciado mensaje.
Al igual que en la primera ocasin en que hablara ante su pueblo, el Portador del
Emblema Sagrado pareca haber sufrido una misteriosa y profunda transformacin:
su ser constitua una especie de vibrante energa cuyas emanaciones se esparcan por
doquier. La presencia de fuerzas superiores a punto de manifestarse se perciba
claramente en el ambiente. En forma intuitiva, todos los presentes comprendan que
estaban a punto de participar en un hecho de inusitada trascendencia.
Tlacalel levant el brazo sealando hacia el campo de batalla, mientras de sus
labios sala una sola palabra tres veces repetida:
Me-xhc-co. Me-xhc-co. Me-xhc-co!
El heredero de Quetzalcatl acababa de pronunciar en pblico, por vez primera en
la historia, el nombre secreto del territorio en donde a travs del tiempo haban
surgido una y otra vez prodigiosas civilizaciones. Aquel vocablo era tenido como el
ms sagrado de todos los conjuros pronunciados por los Sumos Sacerdotes de
Quetzalcatl en ceremonias religiosas cuya celebracin ignoraba el comn del
pueblo. El significado de aquella palabra era doble, por una parte simbolizaba la
expresin del principio de dualidad existente en todo lo creado manifestado por la
presencia en el cielo del sol y la luna y por otra, el ideal de alcanzar la unidad y la
superacin de la humanidad, mediante la integracin de una sola y armnica sociedad
en la cual quedasen superadas las contradicciones que separan a los diferentes grupos
humanos. La sabidura y los anhelos de varios milenios de cultura, sintetizados en
una sola palabra.[10]
A pesar de que nadie de entre los que escuchaban a Tlacalel conoca el profundo
significado de aquel misterioso y ancestral vocablo, presintieron al instante que se
trataba de un conjuro, de una palabra smbolo, capaz de permitir la creacin de un
puente espiritual entre el ser humano y las fuerzas superiores que lo trascienden.
Todava vibraba en el aire el eco de la palabra triplemente pronunciada por la
poderosa voz de Tlacalel, cuando pueblo y guerreros, impulsados por un irresistible
anhelo surgido de lo ms profundo de su ser, comenzaron a su vez a repetir con recio
acento:
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Me-xihc-co. Me-xhc-co. Me-xhc-co!
La incesante repeticin de la enigmtica palabra, resonando en cada nueva
ocasin con mayor vigor, pareca ir borrando rpidamente en quienes la pronunciaban
no slo su sentido de individualidad en relacin con los dems, sino tambin su
conciencia de diferenciacin con los restantes elementos del Universo: la tierra y los
rboles, el agua y la luz, las rocas y los dioses, no eran ya algo ajeno y distinto a ellos
mismos, sino que todos formaban parte de un poderoso espritu nico, del cual eran
voluntad y expresin consciente en aquellos momentos.
Sin dejar de pronunciar la palabra-smbolo, los aztecas salieron del bosque y
penetraron en la dilatada llanura donde se libraba el combate. Una vez ms, mujeres,
nios y ancianos, hicieron uso de las enormes escobas que portaban levantando con
ellas densas nubes de polvo mientras se aproximaban al campo de batalla.
En el interior del cada vez ms estrecho crculo tendido por las tropas tecpanecas
en torno a las fuerzas aliadas, la lucha comenzaba a transformarse en simple
carnicera. A pesar de su indeclinable valenta, las agotados guerreros de Tenochtitlan
y Texcoco iban siendo exterminados con creciente rapidez por las descansadas tropas
de reserva que los tecpanecas haban lanzado al combate.
Cuando todo pareca indicar la inminente derrota del ejrcito bajo su mando,
Moctezuma comenz a escuchar en la lejana, primero en forma apenas audible pero
luego con clara precisin, la afirmacin insistente de una misma palabra:
Me-xhc-co. Me-xhc-co. Me-xhc-co!
El Flechador del Cielo concluy que los dueos de aquellas voces no podan ser
otros sino el pueblo y los guerreros bajo el mando de Tlacalel, que de acuerdo con lo
convenido, retornaban al campo de batalla a intentar un sbito cambio en el
desarrollo del encuentro. Sin dejar de combatir un solo instante, Moctezuma elev su
voz por sobre el fragor de la lucha, para afirmar con recio y desesperado acento:
Me-xhc-co. Me-xhc-co. Me-xhc-co!
Los desfallecientes guerreros aliados parecieron presentir que la enunciacin de
aquella misteriosa y desconocida palabra entraaba la nica perspectiva de salvacin;
y con voces que denotaban entremezclados sentimientos de angustia y esperanza,
clamaron al unsono:
Me-xhc-co. Me-xhc-co. Me-xhc-co!
Por sobre encima de la barrera de fuerzas enemigas que les separaban, las voces
de los sitiados se unieron a las de los recin llegados, formando un solo y gigantesco
coro:
Me-xhc-co. Me-xhc-co. Me-xhc-co!
El ancestral conjuro, pronunciado una y otra vez con tan ferviente emotividad que
impeda la ms leve monotona, pareca a un mismo tiempo descender de lo alto de
los cielos y brotar de las profundidades de la tierra. Su retumbante acento impregnaba
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el campo de batalla, transformndolo en una especie de recinto en donde tena lugar
una sagrada ceremonia:
Me-xhc-co. Me-xhc-co. Me-xhc-co!
Las tropas tecpanecas, sorprendidas ante la inesperada aparicin de contingentes
contrarios cuya existencia ignoraban, detuvieron su avasallador avance sin abandonar
por ello su ordenada formacin. Ante el inminente ataque de que iban a ser objeto, los
soldados de Maxtla situados en la retaguardia dieron una apresurada media vuelta
para hacer frente a las nuevas fuerzas surgidas a sus espaldas.
Envueltos entre densas nubes de polvo que impedan a cualquier observador
percatarse de lo escaso de su nmero, los setecientos guerreros aztecas encabezados
por Tlacalel atacaron con furia incontenible la retaguardia del ejrcito tecpaneca. El
pueblo tenochca, arrastrando siempre sus largas escobas, volvi a alejarse del campo
de batalla, dirigindose en lnea recta a la cercana ciudad de Azcapotzalco.
Abrindose paso por entre las filas de sus confundidos oponentes, las tropas bajo
el mando de Tlacalel traspasaron el cerco tecpaneca y llegaron hasta el lugar donde
se encontraba el ejrcito aliado. Los diezmados batallones de tenochcas y texcocanos
abrieron momentneamente su cerrada formacin defensiva para formar un largo
pasadizo interno por el cual avanzaron a todo correr los recin llegados. Tras de
atravesar su propio campo, Tlacalel y los guerreros que le acompaaban chocaron
con las tropas tecpanecas situadas en la delantera. Los soldados de Maxtla eran presa
del desconcierto producto de la sorpresa y la desilusin: cuando crean tener ya la
victoria al alcance de la mano y slo restaba terminar de liquidar a sus desfallecidos
oponentes, aparecan surgidos quin sabe de dnde nuevos batallones de descansados
y aguerridos combatientes que les atacaban por todos lados.
Aprovechando el transitorio descontrol que paralizaba a sus adversarios, las
tropas del Portador del Emblema Sagrado lograron de nueva cuenta perforar el cerco
tecpaneca, arrollando a todo aquel que se opona a su avance. Una vez transpuestas
las lneas enemigas, Tlacalel y sus acompaantes comenzaron a alejarse del campo
de batalla encaminndose rumbo a la Ciudad de Azcapotzalco. Muy pronto dieron
alcance al pueblo azteca que marchaba con idntica direccin, y unidos pueblo y
guerreros, continuaron avanzando con gran prisa.
La repentina irrupcin en el campo de batalla de las fuerzas bajo el mando de
Tlacalel, seguida de su inmediata desaparicin, pareci ser la esperada seal que
aguardaban todos los integrantes del ejrcito aliado para iniciar una generalizada
contraofensiva. Superando el agotamiento que les dominaba a base de voluntad y
entusiasmo, tenochcas y texcocanos contraatacaron con renovado mpetu, en un claro
y desesperado esfuerzo tendiente a romper el apretado cerco mantenido por los
tecpanecas a lo largo del encuentro.
La inesperada reaccin aliada cambi rpidamente la faz del combate. En
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incontables sitios el cerco qued roto, y en lugar de dos ejrcitos combatiendo en un
bien delimitado frente, la lucha se transform en un sin fin de pequeos encuentros,
sostenidos por grupos reducidos que en medio del ms completo desorden se
destrozaban unos a otros, sin que nadie pudiese determinar cul de los dos bandos
estaba logrando sacar la mejor parte en aquella lucha catica y feroz.
Si bien la ruptura del cerco significaba que la estrategia tecpaneca tendiente a
lograr la destruccin total de las fuerzas aliadas haba fracasado, de ello no se infera
la necesaria derrota del ejrcito de Maxtla, cuyos contingentes, por el hecho de
continuar siendo ms numerosos que los aliados, seguan contando con una decisiva
ventaja que muy bien podra permitirles terminar imponindose. As lo entendan los
oficiales tecpanecas que continuaban arengando a sus tropas a seguir luchando sin
desmayo, y as lo entenda tambin el comn de los soldados bajo su mando, que
gracias a la disciplina y al espritu de lucha que caracteriza a los combatientes
profesionales, lograron pronto recuperarse parcialmente del desaliento que les
dominara al ver frustradas sus esperanzas de una cercana victoria y continuaron
peleando con denuedo.
Mientras la lucha en el campo de batalla segua desarrollndose en medio de una
creciente anarqua, Tlacalel y sus seguidores llegaban a las afueras de la Ciudad de
Azcapotzalco. En la capital tecpaneca reinaba un confiado optimismo sobre el
resultado del combate que se libraba en las cercanas de la ciudad. Acostumbrados a
los reiterados triunfos de su ejrcito, los habitantes de Azcapotzalco daban por segura
la derrota de los rebeldes. Los numerosos mensajeros llegados del frente a lo largo
del da, no haban hecho sino confirmar lo que todos suponan: a pesar de la
desesperada resistencia que estaban presentando las fuerzas enemigas, stas iban
siendo vencidas en forma lenta pero segura.
Repentinamente, los vigas apostados en las entradas de Azcapotzalco observaron
con extraeza la proximidad de un contingente humano que rpidamente se acercaba
a la ciudad. La larga estela de polvo dejada en su avance por los desconocidos
indicaba muy claramente su elevado nmero. En cuanto los vigas se dieron cuenta
que los recin llegados eran tenochcas, comenzaron a esparcir la voz de alarma,
sembrando el temor y la confusin entre los moradores de la capital tecpaneca.
Al marchar Maxtla con sus tropas al combate, haba dejado para proteger
Azcapotzalco tan slo unos cuantos batallones de guerreros, los cuales, sorprendidos
ante la inesperada aparicin de sus enemigos, concluyeron que se hallaban frente a la
totalidad de las fuerzas aliadas, que tras de aniquilar al ejrcito tecpaneca en el campo
de batalla se disponan a ocupar la ciudad.
En vista de la, al parecer, aplastante superioridad de sus adversarios, los oficiales
tecpanecas que mandaban la guarnicin consideraron intil tratar de impedirles la
entrada a la ciudad y optaron por ordenar a sus fuerzas se replegaran al cuartel
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central, con objeto de fortificarse en su interior mientras analizaban las propuestas de
rendicin. Ni siquiera esta maniobra pudo efectuarse en forma organizada, pues a la
entrada del cuartel aguardaban varios sacerdotes de elevada jerarqua, que a grandes
voces exigieron a las tropas dirigirse al Templo Mayor para hacerse cargo de su
defensa. Despus de una violenta discusin entre sacerdotes y militares, la mayor
parte de los guerreros se introdujeron en el cuartel, mientras el resto de sus
compaeros se encaminaba, en unin de los sacerdotes, hacia la alta pirmide en cuya
cima estaba edificado el templo principal de la ciudad. Aterrorizada y presagiando lo
peor, la poblacin civil se mantena oculta dentro de sus casas.
En tanto que el pueblo azteca detena su marcha y aguardaba en las afueras de
Azcapotzalco, Tlacalel y sus guerreros penetraban en la ciudad y tras de recorrer sus
desrticas calles llegaban ante las escalinatas del Templo Mayor. Los soldados y los
sacerdotes tecpanecas, ubicados en la parte superior del edificio, comenzaron de
inmediato a lanzar una furiosa lluvia de proyectiles en contra de los tenochcas, pero
stos, haciendo caso omiso de las bajas que sufran, ascendieron a toda prisa los
empinados peldaos de la elevada escalera y trabaron combate cuerpo a cuerpo con
los defensores del templo. El encuentro fue breve y feroz. Los tecpanecas combatan
posedos por una frentica desesperacin, varios de sus sacerdotes, al darse cuenta de
la inminencia de la derrota, se arrojaron al vaco. Tras de rodar por los inclinados
muros de la pirmide, sus cuerpos quedaron inertes al pie de la gigantesca
construccin.
Una vez que lograron terminar con todos sus enemigos, los aztecas incendiaron el
templo, prendindole fuego por los cuatro costados. Al impulso del viento las llamas
se extendieron rpidamente y muy pronto toda la parte superior de la pirmide era
presa de enormes llamaradas.
Conseguido su empeo, Tlacalel y sus acompaantes se dirigieron sin prdida de
tiempo al cuartel central de la ciudad. Dado lo reducido de su nmero, era obvio que
resultara contraproducente cualquier intento de asalto a la fortificacin, as pues, los
aztecas se contentaron con lanzar peridicamente certeras andanadas de flechas
contra las ventanas del edificio, maniobrando de continuo en su contorno, para hacer
creer a sus ocupantes que se encontraban cercados por fuerzas considerables.
Las enormes llamas que envolvan al Templo Mayor de Azcapotzalco iban a
producir repercusiones de trascendentales consecuencias en el desarrollo del
prolongado combate que se libraba en las cercanas de la ciudad. Al percatarse del
incendio que consuma al templo, todos los integrantes del ejrcito de Maxtla
llegaron a la conclusin de que fuerzas enemigas se haban apoderado de la ciudad.
El abatimiento y el desaliento ms completos cundieron de inmediato tanto entre los
tecpanecas como entre los diversos contingentes de tropas mercenarias que luchaban
en su compaa, cuyos jefes, convencidos de que la prdida de la ciudad
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imposibilitara a Maxtla el poder cumplir los compromisos con ellos adquiridos, se
dieron a la tarea de organizar cuanto antes la retirada de sus respectivas fuerzas, labor
nada fcil, dada la caracterstica de batalla campal que haba adquirido e] encuentro.
Mientras las tropas mercenarias iban abandonando el campo de batalla en
medio de una gran desorganizacin y acosadas continuamente por sus contrarios
los guerreros aliados se agruparon con gran celeridad en dos nutridos contingentes.
Los tenochcas, bajo la direccin de Moctezuma y de Itzcatl, se dirigieron en lnea
recta a la ciudad de Azcapotzalco, en donde se unieron a las reducidas fuerzas de
Tlacalel y en rpido asalto se apoderaron del cuartel central enemigo. Los
texcocanos, a cuyo frente continuaba el prncipe poeta con su armadura hecha
girones, iniciaron un incontenible avance en direccin al lugar en donde se
encontraban Maxtla y su guardia personal. Al ver avanzar a su temido rival
arrollando a todo aquel que se atreva a interponerse en su camino, el tirano opt por
emprender una veloz huida, actitud que muy pronto fue secundada por los restos de
su derrotado ejrcito.
Las sombras de la noche, al descender sobre el campo de batalla, dieron fin al
combate impidiendo la persecucin de los vencidos y facilitando a stos su fuga.
Desde el cercano bosque prximo al campo de batalla, Citlalmina contemplaba la
desordenada retirada de las tropas tecpanecas y el triunfal avance de los tenochcas
rumbo a la capital enemiga. El difcil parto que atendiera sin la ayuda de nadie haba
concluido y una robusta criatura comenzaba a llorar entre sus brazos, sin embargo, y
a pesar de todos sus esfuerzos por impedirlo, la madre se desangraba y era evidente
que estaba a punto de perecer.
Qu fue? inquiri la infeliz mujer con dbil voz cargada de ternura.
Es un nio respondi Citlalmina.
Quiero que vea cmo triunfan nuestras tropas afirm la madre mientras
senta que la vida se le escapaba rpidamente.
Citlalmina se puso de pie y dirigi el sollozante rostro del pequeo hacia el
campo de batalla, semicubierto ya por las tinieblas de la noche, despus, con recia
voz que reson con acentos profticos, habl as al recin nacido:
Llegars a ser un guerrero ejemplar y tus ojos no vern nunca la derrota de los
tenochcas.
Contemplando a su hijo con plcida expresin de maternal alegra, la madre
expir vctima de incontenible hemorragia. Citlalmina ocult el cadver lo mejor que
pudo entre el denso follaje y emprendi enseguida el camino de retorno a
Tenochtitlan, en unin de su pequea carga.
Mientras cruzaba el solitario y silencioso bosque a travs de estrechas veredas
que le eran familiares desde su infancia, Citlalmina iba meditando sobre los
importantes cambios que para el mundo nhuatl habran de derivarse de la victoria
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obtenida por su pueblo en aquella decisiva jornada. En el vigoroso llanto del recin
nacido, cuyos padres haban muerto el mismo da en diferentes clases de combate
contra el enemigo y en la lucha por traer un nuevo ser al mundo, la joven tenochca
vea simbolizados los primeros balbuceos del poderoso espritu encarnado en el
pueblo azteca, espritu que ahora, en virtud del triunfo logrado en el campo de batalla,
podra al fin comenzar a manifestarse plenamente.
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Captulo XII
CIMENTANDO UN IMPERIO
El ejrcito de Maxtla constitua la base sobre la cual se sustentaba el podero
tecpaneca; al ser derrotado, el predominio de Azcapotzalco lleg a su fin.
Acompaado de las escasas fuerzas que an le continuaban siendo leales en la
desgracia, el antao poderoso monarca tecpaneca se refugi en la ciudad de
Coyohucan e intent entablar plticas de paz con sus vencedores; pero stos no
estaban dispuestos a perder en negociaciones lo ganado en el campo de batalla.
Despus de ocupar Azcapotzalco la misma noche del encuentro, tenochcas y
texcocanos dirigieron sus combinados ejrcitos a Coyohucan, posesionndose de la
ciudad mediante un rpido y bien coordinado asalto.
Sabedor de la suerte que le aguardaba, Maxtla trat intilmente de evadir su
destino escondindose en un abandonado bao de temazcal, pero fue descubierto y
perdi la vida al pretender oponerse a sus captores.
La sbita desaparicin de la hegemona tecpaneca, que era el lazo por el que se
mantena integrada dentro de una misma organizacin poltica a una gran parte de los
pueblos de Anhuac, motiv de inmediato mltiples reacciones entre las poblaciones
sojuzgadas. Primero una oleada de jbilo sacudi a todos los pueblos vasallos al
enterarse de lo ocurrido, pero enseguida se produjeron en diversos lugares
expresiones de un mismo y generalizado deseo: constituir una gran variedad de
pequeos Reinos dotados de plena autonoma. La tarea de fijar los lmites que
habran de abarcar cada una de estas entidades comenz a causar graves
discrepancias entre las distintas poblaciones, muchas de las cuales se aprestaban ya a
dirimir sus divergencias mediante el uso de la fuerza. Al parecer, estaba por iniciarse
un nuevo periodo de generalizadas contiendas dentro del mundo nhuatl, con la
consiguiente anarqua devastadora que estas luchas haban trado consigo en el
pasado.
La llegada de embajadores de la capital azteca a todos los pueblos que haban
sido tributarios de los tecpanecas produjo un nuevo giro en los acontecimientos. Los
embajadores eran portadores de un doble mensaje. Itzcatl, Rey de los Tenochcas,
haca saber a los habitantes de estas poblaciones que como consecuencia de la
victoria obtenida sobre el Reino de Azcapotzalco, Tenochtitlan se consideraba la
natural heredera de todos los dominios que antao poseyeran los tecpanecas. Por su
parte, el Portador del Emblema Sagrado respaldaba con la autoridad moral de su alta
investidura las pretensiones del monarca azteca.
Los mensajes de Tlacalel y de Itzcatl suscitaron reacciones diferentes entre los
pueblos a los que iban dirigidos. Algunos de ellos consideraron que lo ms
conveniente era aceptar desde un principio la existencia de un nuevo centro
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hegemnico de poder y optaron por acatar la autoridad tenochca, otros, por el
contrario, se negaron rotundamente a reconocer la substitucin de autoridad que
intentaban llevar a cabo los aztecas y se prepararon para la lucha; pero ambos
extremos constituan en realidad una minora, ya que la mayor parte de las
poblaciones optaron por no dar respuesta a los mensajes recibidos, mantenindose
atentas al desarrollo de los futuros sucesos con el evidente propsito de normar su
conducta conforme a stos.
Actuando con la celeridad del relmpago, las tropas aztecas bajo el mando de
Moctezuma atacaron una tras otra las poblaciones rebeldes, derrotando en todos los
casos los desorganizados intentos de resistencia en su contra. Atemorizados por el
empuje aparentemente irresistible del ejrcito tenochca, todos los exvasallos de
Azcapotzalco, que hasta esos momentos haban mantenido una actitud vacilante ante
las pretensiones aztecas, optaron por acatar de inmediato la supremaca de
Tenochtitlan.
Una vez logrado el reconocimiento de la autoridad del Reino Azteca en los
antiguos dominios tecpanecas, Tlacalel juzg llegado el momento de iniciar algunas
de las importantes reformas que tena proyectadas.
La guerra contra Azcapotzalco, as como los combates librados posteriormente
con distintos pueblos, haban constituido una valiosa experiencia militar para los
tenochcas partcipes en dichos encuentros. Con base en ello y en el hecho de que los
nuevos tributos pagados por los pueblos recin conquistados eran ya de regular
cuanta, Tlacalel juzg factible lograr en poco tiempo que una buena parte de la
poblacin masculina del pueblo azteca, abandonando sus anteriores trabajos, se
consagrase exclusivamente a prepararse para el combate, con objeto de constituir un
ejrcito profesional y permanente, que sustituyese el sistema de organizacin militar
seguido hasta entonces por los tenochcas, segn el cual, todos los hombres que
estaban en posibilidad de empuar las armas deban hacerlo al sobrevenir un
conflicto, pero durante las pocas de paz podan dedicarse al desempeo de
actividades que nada tenan que ver con la guerra. As pues, aquellos jvenes aztecas
que se hallaban convencidos de poseer una decidida vocacin guerrera, ingresaron al
ejrcito que bajo la direccin de Moctezuma comenzaba rpidamente a integrarse.
Deseoso de comenzar a definir la ndole de sus atribuciones dentro del gobierno,
Tlacalel reinstituy la existencia de un antiguo carg creado desde la poca de los
primeros toltecas: el de Cihuacatl.[11] Tambin dej establecido que la autoridad
del soberano azteca no tendra nunca un carcter absoluto, sino que debera tomar en
cuenta la opinin de los miembros de un Consejo Consultivo integrado por cuatro
personas. Este organismo del cual Tlacalel sera el miembro ms prominente
estaba facultado para privar al monarca de toda autoridad cuando ste adoptase una
conducta contraria a los intereses del Reino.
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Acontecimientos imprevistos interrumpieron, transitoriamente, la labor
reformadora de Tlacalel. Dentro de los confines del Valle del Anhuac exista un
seoro, el de Xochimilco, que a pesar de su proximidad con la capital del Reino
Tecpaneca no haba sido nunca sojuzgado por Azcapotzalco, pues su riqueza y el
valor de sus habitantes haba despertado el respeto de sus poderosos vecinos, quienes
se haban contentado con tenerlo de aliado en varias de sus empresas guerreras.
Recelosos los xochimilcas de la fuerza creciente que iba adquiriendo
Tenochtitlan, decidieron constituir una alianza en su contra. Los seoros de Chalco,
Cuitlhuac y Mizquic situados ya fuera de los contornos del valle se sumaron a
la empresa de intentar poner un dique al avance azteca.
La guerra contra los xochimilcas y sus aliados fue una contienda larga y difcil,
sin embargo, la superior direccin militar de Moctezuma y la cada vez mayor
capacidad combativa de las tropas aztecas resultado de su incesante adiestramiento
fueron poco a poco minando la moral de sus adversarios. Tras de ser derrotados en
varios importantes y sangrientos encuentros, los coaligados perdieron toda esperanza
de lograr la destruccin de Tenochtitlan, y desbaratando el mando unificado que
haban creado para la direccin de sus tropas, optaron por una guerra estrictamente
defensiva, en la que cada uno de los antiguos aliados actuaba por su propia cuenta,
mientras intentaban entablar negociaciones que les permitieran abandonar cuanto
antes la funesta aventura en que se haban embarcado.
La falta de coordinacin en las acciones enemigas facilit de inmediato la labor
del ejrcito tenochca. Rechazando sistemticamente cualquier posibilidad de un
arreglo negociado, los aztecas sitiaron y tomaron por asalto las capitales de los cuatro
seoros que haban pretendido contener su expansin.
La conquista de Xochimilco constituy un triunfo que trajo consigo
consecuencias particularmente favorables. Tanto por la fertilidad de su suelo como
por la laboriosidad de sus habitantes, dicha regin era considerada desde tiempo atrs
como la productora de verduras ms importante en todo el valle, su incorporacin a
los dominios de Tenochtitlan dotaba a sta de una gran autosuficiencia en materia de
alimentos. Con miras a facilitar el transporte de mercancas entre ambas regiones, los
aztecas dispusieron la construccin de una amplia calzada que comunicaba a
Xochimilco con la capital azteca.
En cuanto Tlacalel juzg suficientemente consolidado el dominio tenochca sobre
los territorios recin adquiridos, volvi de nueva cuenta a concentrar su atencin en
las reformas que se haba propuesto llevar a cabo. En esta ocasin, el Portador del
Emblema Sagrado consider llegado el momento de poner las bases sobre las cuales
habra de cimentarse la organizacin poltica del futuro Imperio.
Segn se desprenda de la lectura de los cdices y de los informes transmitidos
por la tradicin, los sistemas de organizacin poltica adoptados hasta entonces
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podan reducirse a tres.
El primero, y ms elemental, era el de seoro o pequeo Reino, y consista en
una entidad integrada por una poblacin poco numerosa y de caractersticas
homogneas, en lo referente a idioma, religin y costumbres, asentada en un territorio
de no muy extensas dimensiones.
El sistema de pequeos Reinos era el rgimen de gobierno ms antiguo de que se
tena memoria. Las comunidades tendan de modo natural a retornar a esta forma de
organizacin en cuanto desapareca el lazo unificador creado por un fuerte poder
central que controlase extensas regiones. Si bien en los momentos en que Tlacalel
intentaba iniciar sus reformas este rgimen poltico era el predominante, perduraba en
la memoria de los pueblos de Anhuac y de todas las regiones circunvecinas el
recuerdo de los poderosos Imperios Toltecas.
La organizacin imperial representaba la anttesis misma del rgimen anterior, su
caracterstica fundamental la constitua la existencia de una fuerte autoridad central,
cuya hegemona abarcaba enormes territorios habitados por pueblos de muy diversas
peculiaridades, que conjuntaban sus esfuerzos y energas en forma coordinada para la
realizacin de metas comunes.
La arraigada certidumbre prevaleciente en todos los moradores de las
diferentes poblaciones de que haba sido durante los Imperios Toltecas cuando los
seres humanos haban alcanzado su ms plena realizacin, tanto en lo individual
como en lo colectivo, originaba una permanente aoranza de esas pocas felices y un
comn anhelo, hasta entonces frustrado, de retornar a un sistema de gobierno
semejante al que haba contribuido a la consecucin de tan elevados logros. En su
calidad de Portador del Emblema Sagrado de Quetzalcatl y por lo tanto de
heredero directo de la autoridad de los Emperadores Toltecas Tlacalel era el
lgico representante de todas las tendencias que propugnaban por el restablecimiento
de la Autoridad Imperial; sin embargo, el Azteca entre los Aztecas no deseaba que el
nuevo Imperio que proyectaba fuese tan slo una simple copia de los anteriores, sino
que intentaba aprovechar las experiencias del pasado para constituir un Imperio de
cimientos an ms slidos y duraderos.
Al analizar las diferentes formas de gobierno existentes en la antigedad,
Tlacalel prest particular atencin al sistema de Confederacin de Reinos,
desarrollado por los pueblos de la lejana rea maya; en dicho sistema, los Reinos, aun
cuando conservaban plena independencia para efectos internos, se mantenan
voluntariamente vinculados entre s colaborando estrechamente en la resolucin de
una gran variedad de problemas, que iban desde el intercambio de conocimientos en
asuntos relacionados con la observacin celeste, hasta la edificacin de templos y
centros ceremoniales comunes.
La evidente efectividad del sistema de Confederacin de Reinos puesta de
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manifiesto por la larga supervivencia de esta forma de gobierno y por las altas
realizaciones alcanzadas por los pueblos mayas motiv que Tlacalel optase por
intentar la creacin de una nueva frmula de organizacin poltica que conjugase las
ventajas de este sistema con las derivadas de la existencia de un poderoso Imperio,
esto es, decidi que antes de que Tenochtitlan se convirtiese en el centro de la
Autoridad Imperial, deba primeramente aliarse con otros Reinos para constituir una
Confederacin.
Una vez adoptada esta determinacin, quedaba por resolver el problema de cules
podran ser los aliados ms convenientes para los tenochcas. Los beneficios obtenidos
como resultado de la reciente alianza guerrera con Texcoco eran obvios, como lo eran
tambin las ventajas que podran alcanzarse a travs de una colaboracin entre ambos
Reinos que no se limitase a los asuntos puramente militares, sino que incluyese las
ms diversas cuestiones. As pues, la inclusin de Texcoco en la proyectada alianza
resultaba un hecho natural y lgico.
En contra de lo que cualquiera hubiera podido suponer, Tlacalel decidi elegir
como tercer miembro integrante de la Confederacin al Reino de Tlacpan;
constituido por poblacin de origen tecpaneca, y por consiguiente, enemiga reciente
de Tenochtitlan. La eleccin de tan inesperado aliado no obedeca a un simple
capricho del Portador del Emblema Sagrado, sino a una bien calculada poltica de
reconciliacin con los tecpanecas, o ms exactamente, con los mltiples sabios y
artistas con que este pueblo contaba debido a los esfuerzos realizados por sus
autoridades para preservar la valiosa herencia tolteca. La existencia de un Reino
tecpaneca dotado de un alto grado de independencia al impedir la emigracin y
consiguiente dispersin de la clase culta de este pueblo garantizaba la colaboracin
de importantes sabios y artistas en la realizacin de toda clase de labores culturales.
A travs de largas plticas sostenidas entre los principales consejeros de Itzcatl,
Nezahualcyotl y Totoquihutzin rey de Tlacpan, fue quedando establecida la
forma en que habra de funcionar la alianza que estaba por pactarse. Concluidas las
conversaciones, tuvieron lugar en diferentes poblaciones animados festejos populares
para celebrar tan importante acontecimiento y, finalmente, la Triple Alianza qued
plenamente formalizada por medio de una impresionante ceremonia religiosa
efectuada en la capital azteca, en la que participaron los tres monarcas ante la
presencia del pueblo y de las ms importantes personalidades de Tenochtitlan,
Texcoco y Tlacpan.
El Azteca entre los Aztecas poda estar satisfecho de los slidos cimientos que
haba construido como asiento del futuro Imperio. La Triple Alianza garantizaba a los
tenochcas la amistad de dos importantes pueblos cercanos a su capital, los cuales, por
el hecho de ser aliados y no vasallos, habran de proporcionarles una valiosa
colaboracin.
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Apenas concluidos los festejos celebrados con motivo de la concertacin de la
Triple Alianza, Tlacalel se propuso iniciar la tarea que calificaba como la ms alta
misin que intentara realizar en su vida superior incluso a la construccin de un
Imperio, o sea la creacin de un vigoroso movimiento de renovacin espiritual, que
permitiese nuevamente a los seres humanos participar activamente en la labor de
colaborar a un mejor desarrollo del Universo.
Para dar cumplimiento a tan difcil tarea, el Portador del Emblema Sagrado
decidi solicitar la ayuda de los dirigentes de las diferentes organizaciones religioso-
culturales existentes en el mundo nhuatl y en las regiones prximas al mismo.
Convocados por medio de los eficaces mensajeros tenochcas y procedentes de las
ms diversas regiones, importantes dirigentes de una gran variedad de organizaciones
religioso-culturales comenzaron a concentrarse en Tenochtitlan. La mayor parte de
los recin llegados pertenecan a instituciones surgidas en donde antao florecieran
los Imperios Toltecas, sin embargo, haba tambin representantes de organizaciones
existentes en las frtiles tierras del hule prximas al mar, as como destacados
dignatarios que habitaban en lejanas y montaosas regiones. En esta forma,
congregados por el Heredero de Quetzalcatl, una autntica asamblea de hombres
ilustres por su saber y experiencia inici sus deliberaciones en la capital azteca.
Una vez transcurridas las sesiones preliminares, durante las cuales se puso de
manifiesto el generalizado sentir de todos los participantes en cuanto a la necesidad
de intentar romper el paralizante estancamiento espiritual en que la humanidad se
debata, el Portador del Emblema Sagrado expuso, con el vigor y la energa que le
eran caractersticos, las bases y lineamientos fundamentales de su ambicioso
proyecto: la unificacin del gnero humano con el objeto de lograr un desarrollo ms
acelerado y armnico del sol, mediante la prctica en gran escala de los sacrificios
humanos.
Los planteamientos de Tlacalel entraaban la ms drstica ruptura con las
antiguas formas del pensamiento nhuatl, su osado proyecto, presentado ante una
asamblea integrada por individuos consagrados a la preservacin del saber
tradicional, produjo en los que le escuchaban una gran sorpresa y la ms completa
confusin.
A solicitud de una gran mayora de los integrantes de la Asamblea,
Nezahualcyotl dio respuesta en la siguiente sesin a la proposicin de Tlacalel.
Haciendo gala de un elegante dominio de los ms refinados giros del idioma de sus
mayores y manifestando a lo largo de su exposicin no slo un profundo
conocimiento de las bases fundamentales sobre las que se estructuraba la Cultura
Nhuatl, sino tambin un entraable amor hacia dicha cultura, el gobernante poeta
manifest un parecer del todo contrario al sustentado por Tlacalel. Nezahualcyotl
estaba de acuerdo en que deba intentarse un gigantesco esfuerzo tendiente a lograr
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que la humanidad superase el pesado letargo que la dominaba, pero difera en cuanto
al medio propuesto para alcanzar este fin. A su juicio, el mejor camino para alcanzar
la elevacin espiritual que todos anhelaban, consista en el desarrollo de una corriente
de pensamiento que subrayase la unidad de la Divinidad, retornando con ello a la
base misma de la ms antigua tradicin religiosa, oscurecida desde haca largo tiempo
por la preferente atencin que los humanos solan prestar a manifestaciones
importantes pero secundarias del Ser Divino, como lo eran los cuerpos celestes que
poblaban el Universo.
Tras de afirmar que slo el Ser Supremo era real e inmutable y que el movimiento
de renovacin espiritual que se intentaba crear debera sustentarse en una mejor y
mayor comprensin de su esencia, Nezahualcyotl concluy su brillante exposicin
con una potica enunciacin de algunos de los atributos del Dios nico: Dador de la
Vida, Dueo de la Cercana y la Proximidad, Inventor de S Mismo, Ser Invisible e
Impalpable, Seor de la Regin de los Muertos y Autor del Libro en cuyas pinturas
existimos todos.
La contraproposicin de Nezahualcyotl vino a incrementar la confusin
prevaleciente en la Asamblea. Aun cuando efectivamente el concepto de un Dios
superior y nico formaba parte de una inmemorial tradicin religiosa, los ms
destacados pensadores de todos los tiempos haban coincidido en sealar la inutilidad
de los esfuerzos humanos encaminados a tratar de comprender su naturaleza,
concluyendo que lo nico que poda afirmarse acerca del mismo era la existencia de
su realidad, pero que todo lo relativo a su ntima esencia y a sus posibles
motivaciones constitua un misterio impenetrable e irresoluble.
Ante la encrucijada planteada por las contradictorias propuestas de Tlacalel y
Nezahualcyotl, los integrantes de la Asamblea, por acuerdo unnime, decidieron
consultar al Cdice que responde a todas las preguntas, o sea indagar cules eran
en esos momentos las influencias celestes dominantes sobre la tierra, para as estar en
posibilidad de adoptar la resolucin que estuviese ms acorde con dichas influencias.
Los complejos conocimientos requeridos para averiguar cul era el influjo
predominante de los astros en un determinado momento, constituan una de las ms
valiosas herencias culturales que sabios y sacerdotes haban logrado preservar tras el
colapso sufrido por las antiguas civilizaciones. De entre los distintos medios
empleados para indagar los designios trazados por los astros, exista uno considerado
por todos como el ms certero: el Ollama,[12] que partiendo del principio filosfico
que postulaba la ntima conexin de todo lo existente en el Universo, buscaba
reproducir en un pequeo escenario sobre la tierra lo que aconteca en la vasta
inmensidad del cosmos. Cada uno de los individuos que participaba en esta
ceremonia actuaba en ella como representante de un determinado planeta.[13] En igual
forma, la determinacin del sitio y de las dimensiones del recinto donde deba tener
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lugar la ceremonia, as como del da y momento ms adecuados para la celebracin
de la misma, se fijaban mediante complicados clculos astronmicos.
En Tenochtitlan no se haba celebrado jams una ceremonia de esta ndole, razn
por la cual no exista el recinto apropiado para llevarla a cabo. As pues, los
integrantes de la Asamblea primero tuvieron que realizar los estudios encaminados a
la construccin de un Tlachtli,[14] para posteriormente, dirigir su edificacin y
efectuar la eleccin de las personas que habran de participar en el ritual destinado a
obtener informacin sobre los dictados de los astros.
Una vez concluidos todos los preparativos, tuvo lugar el legendario ritual ante la
presencia de la totalidad de los integrantes de la Asamblea y de los reyes de
Tenochtitlan, Texcoco y Tlacpan. Una intensa emocin dominaba a los
espectadores, mientras contemplaban el incesante ir y venir de la compacta pelota de
hule dentro de los bien marcados lmites del pequeo terreno que en aquellos
momentos simbolizaba el Universo entero.
Al finalizar la segunda y ltima parte de la ceremonia,[15] ninguno de los
presentes en la misma ignoraba ya cul era la conclusin que poda inferirse como
resultado de la indagacin que acerca de las influencias de los astros acababan de
realizar: el predominio de Huitzilopchtli era incontrastable,[16] la hegemona que
ejerca en esos momentos sobre los seres que poblaban la Tierra misma que al
parecer se prolongara durante un largo perodo era muy superior a la procedente
de cualquier otro cuerpo celeste.
Al da siguiente de celebrada la ceremonia la Asamblea prosigui sus
deliberaciones. Una vez ms, Tlacalel hizo uso de la palabra para insistir en su
proposicin inicial, apoyndose en los resultados aportados por la reciente
investigacin csmica. La supremaca de Huitzilopchtli sentenci el Portador del
Emblema Sagrado impregnaba a la Tierra de evidentes y poderosas influencias
blicas, bajo cuyo dictado se generaran incesantes enfrentamientos entre los seres
humanos. En su proyecto, las guerras que habran de producirse en el futuro debido a
las influencias csmicas tendran un concreto y elevado propsito: impulsar el
crecimiento del astro del cual dependa primordialmente el desarrollo de todos los
seres.
En esta ocasin, los argumentos del Azteca entre los Aztecas terminaron por
convencer a los integrantes de la Asamblea. El resultado de la reciente ceremonia les
haba llevado a la conclusin de que se aproximaba para la humanidad una larga
poca de contiendas como inevitable consecuencia de las fuerzas prevalecientes en el
cosmos, por lo que consideraron que la implantacin del sistema propuesto por
Tlacalel en el que al menos se pretenda canalizar la energa derivada de las
guerras hacia un propsito especfico constitua un mal menor a la simple
realizacin anrquica y sin sentido, que de otra forma tendran dichas contiendas.
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nicamente Nezahualcyotl mantuvo una inalterable oposicin al proyecto de su
mejor amigo, pero dado que no slo el sentir general de la Asamblea sino al parecer
hasta el de la Bveda Celeste eran contrarios a sus personales puntos de vista, se
content con lograr para los texcocanos una situacin de exclusin: a cambio de su
promesa de no oponerse a la realizacin de los planes trazados por Tlacalel, ste se
comprometi a su vez a no pretender implantar, dentro de los confines del Reino de
Texcoco, los nuevos conceptos y prcticas con los que se propona reorganizar a
todos los pueblos de la Tierra.
Con objeto de lograr una ms rpida aceptacin de los conceptos y sistemas cuyo
establecimiento proyectaba, Tlacalel consider que resultara conveniente tratar de
borrar de la memoria colectiva de las distintas poblaciones aquellos conocimientos
del pasado que implicasen una oposicin a las ideas que intentaba poner en vigor.
Para lograr esto, previno a sus oyentes que en un futuro cercano ordenara que en
todas aquellas regiones que fuesen quedando bajo el dominio tenochca se procedera
a la inmediata destruccin de los antiguos cdices. El Azteca entre los Aztecas
comprenda muy bien que si bien esta drstica medida era necesaria para facilitar la
difusin de los nuevos conceptos, la destruccin de aquellos venerados documentos
constituira una prdida irreparable; as pues, aconsej a los integrantes de la
Asamblea pertenecientes todos ellos a las diferentes organizaciones religioso-
culturales en cuyo poder se encontraban la mayor parte de los cdices que
seleccionasen de entre el sinnmero de documentos que posean aqullos que en
verdad representasen un autntico legado de sabidura y que los ocultasen
cuidadosamente en lo ms profundo de recnditas cavernas. En esta forma, la valiosa
herencia cultural contenida en aquellos cdices se salvara y podra ser utilizada en
algn futuro remoto, sin que por el momento su existencia representase un obstculo
a la realizacin de los planes tenochcas.
Finalmente, los participantes en la Asamblea elaboraron un extenso proyecto con
objeto de lograr la mxima colaboracin de cada una de las diferentes instituciones
religioso-culturales representadas en aquella reunin, cuyos componentes se
comprometan a realizar un gigantesco esfuerzo tendiente a superar la decadencia
cultural imperante, para lo cual se reimplantaran en todas partes los antiguos
procedimientos de enseanza que propiciaban un armnico desenvolvimiento de la
personalidad, incluyendo el desarrollo de facultades que comnmente permanecan
dormidas en la mayor parte de los seres humanos.
Las bases sobre las cuales se edificara todo el movimiento ideolgico y cultural
propiciado por el advenimiento de la hegemona tenochca haban quedado
slidamente establecidas.
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Captulo XIII
LA REBELIN DE LOS FALSOS ARTISTAS
Atrados por los importantes privilegios que las autoridades aztecas otorgaban a
quienes se dedicaban al ejercicio de las bellas artes, un creciente nmero de artistas y
artesanos comenz a concentrarse en la capital azteca.
Siempre que se creaba una nueva corporacin de artistas o artesanos, Tlacalel
formalizaba el acontecimiento con su presencia y aprovechaba la ocasin para
exhortarlos a que intentasen propiciar un renacimiento artstico que no fuese una
simple repeticin de lo efectuado en el pasado, sino que innovase radicalmente esta
clase de actividades.
No transcurri mucho tiempo sin que Tlacalel llegase a la conclusin de que sus
exhortaciones en favor de una autntica renovacin artstica estaban cayendo en el
vaco. Tanto artistas como artesanos se contentaban con reproducir, una y otra vez,
los modelos creados durante la existencia del Segundo Imperio Tolteca. Las plazas y
los templos de la capital azteca, al igual que el interior de las casas de sus moradores,
iban llenndose rpidamente de los ms diversos objetos de diseo tolteca.
Tenochtitlan estaba en camino de convertirse en una copia de la antigua Tula, pero en
una mala copia conclua Tlacalel pues resultaba evidente que las
reproducciones de obras toltecas que por doquier se efectuaban, estaban muy lejos de
poseer la elevada calidad artstica que caracterizaba a los modelos originales.
A pesar de su disgusto por la forma en que se desarrollaba todo lo relacionado con
las actividades artsticas, el Portador del Emblema Sagrado se cuidaba mucho de
intervenir en esta clase de asuntos, pues comprenda que el nacimiento de un nuevo
arte jams puede lograrse mediante disposiciones emitidas por las autoridades y que
la misin de stas consiste nicamente en colaborar indirectamente en tan delicada
gestin, respetando escrupulosamente la libertad creativa de los artistas y
proporcionndoles toda clase de ayuda para el desempeo de su trabajo. No quedaba,
por lo tanto, sino esperar a que los artistas que surgiesen en las nuevas generaciones
educados ya en un ambiente que tenda a la bsqueda de la superacin personal y
colectiva fuesen capaces de llevar a cabo una empresa que, al parecer, sus padres
no eran capaces ni siquiera de imaginar.
De entre las distintas corporaciones artsticas y artesanales que haban surgido en
Tenochtitlan, la que agrupaba a los escultores comenz muy pronto a cobrar especial
relevancia, a resultas de las astutas maniobras de su dirigente principal, el culhuacano
Cohuatzin.
Cohuatzin era un sujeto singularmente dotado para el empleo de la insidia y la
intriga. A pesar de que como artista era menos que mediocre, haba sabido siempre
obtener un provecho considerable por su trabajo, utilizando para ello procedimientos
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que iban desde el ms abyecto servilismo con los poderosos, hasta la hbil direccin
de prfidas campaas de calumnias, con las cuales acostumbraba desprestigiar a
cuanta persona osaba interponerse en su camino.
Durante el apogeo de Azcapotzalco, Cohuatzin haba figurado destacadamente en
la corte tecpaneca, dirigiendo la ejecucin de un gran nmero de esculturas y
organizando frecuentes homenajes al mximo gobernante en turno primero
Tezozmoc y posteriormente a Maxtla, a los que gustaba comparar en sus elogios
con los ms grandes Emperadores Toltecas.
Al sobrevenir la derrota de Maxtla y con ella el brusco final de la hegemona
tecpaneca, Cohuatzin comprendi que en lo futuro el asiento del poder radicara en
Tenochtitlan y se traslad de inmediato a la capital azteca, presentndose ante sus
autoridades con un elaborado plan para incrementar las actividades artsticas.
Maniobrando hbilmente en favor de sus intereses, Cohuatzin sobresali
rpidamente en Tenochtitlan. No slo obtuvo la direccin de su propia corporacin
la de escultores sino que de hecho fue logrando controlar a casi todas las
asociaciones artsticas y artesanales, valindose para ello de sus numerosos
incondicionales, sujetos que al igual que l eran psimos artistas pero excelentes
intrigantes.
Las continuas maquinaciones del falso artista no pasaban desapercibidas ante la
vigilante mirada de Tlacalel. Poseedor de un certero conocimiento de los seres
humanos, el Azteca entre los Aztecas haba valorado desde un principio a Cohuatzin
y comprendido que nada bueno para el desarrollo del verdadero arte poda derivarse
de la actuacin de aquel ambicioso y siniestro personaje; sin embargo, dominando su
natural inclinacin que le impela siempre a la accin, mantuvo inalterable la poltica
de no intervenir en los asuntos internos de los gremios artsticos y artesanales.
Un inesperado acontecimiento vendra a devolver a Tlacalel su perdida
confianza en un cercano resurgimiento artstico. Cierto da, en una reunin a la que
asistan las principales autoridades del Reino con la finalidad de trazar los planes
tendientes a lograr la anexin del seoro de Cuauhnhuac, el monarca azteca orden
se sirviese a sus acompaantes chocolate recin preparado. La espumeante bebida fue
servida mientras el Portador del Emblema Sagrado apremiaba a los presentes a iniciar
cuanto antes las operaciones militares; de pronto, al observar el recipiente que le era
ofrecido a Moctezuma, Tlacalel interrumpi bruscamente su exposicin, y tras de
solicitar a su hermano la pequea vasija rebosante de chocolate que ste tena ya
prxima a los labios, procedi a examinarla cuidadosamente ensimismndose en su
contemplacin a tal grado, que pareca del todo abstrado de cuanto le rodeaba. Los
dems asistentes a la reunin observaban a Tlacalel con curiosa expectacin, sin
alcanzar a comprender la causa de tan inusitado inters por un objeto del uso comn,
similar a cualquiera de las vasijas que cada uno de ellos sostena en esos momentos
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entre las manos.
Y en efecto, el utensilio que tan poderosamente haba llamado la atencin de
Tlacalel no posea al parecer ninguna cualidad sobresaliente; se trataba de un
producto de cermica tpico de la poca: una vasija de barro de forma sencilla,
decorada con hileras de delgadas lneas de color negro, paralelas y ondulantes,
siguiendo el modelo del estilo tradicional establecido largo tiempo atrs por los
alfareros toltecas. Sin embargo, la penetrante mirada del Azteca entre los Aztecas
haba descubierto desde el primer vistazo notables singularidades en aquel objeto:
cada una de las lneas de ntidos contornos que lo rodeaban posea una ondulacin
levemente acentuada, circunstancia que resultaba imposible de captar cuando la
vasija estaba en reposo, pero al desplazar sta de un lugar a otro, se produca una
fugaz ilusin ptica, perceptible tan slo a un sagaz observador, consistente en que la
vasija pareca cobrar vida y palpitar levemente entre las manos que la movan.
Tlacalel concluy, para sus adentros, que aquel objeto constitua una especie de
sarcstico reto lanzado por un desconocido artfice a la venerada memoria de los
alfareros toltecas, pues stos haban tratado siempre de transmitir a travs de sus
obras un sentimiento de inmutable serenidad, mientras que por el contrario, aquella
vasija era la expresin misma del cambio y de la tensa lucha de encontradas fuerzas
que genera el movimiento, pero todo ello ingeniosamente oculto tras un aparente
respeto a la forma y al diseo convencionales imperantes en la alfarera.
Una vez finalizado el anlisis del recipiente y sin proporcionar explicacin alguna
que permitiese a sus sorprendidos compaeros de reunin dilucidar las causas de su
extraa conducta, Tlacalel plante de nuevo las principales cuestiones que deban
tomarse en cuenta para garantizar el xito de la proyectada campaa militar en el Sur.
Concluida la reunin, Tlacalel convers a solas con Itzcatl, comunicndole su
asombro ante las peculiaridades contenidas en la vasija ofrecida a Moctezuma. En
vista del inters manifestado por Tlacalel hacia aquella pieza de cermica, Itzcatl se
la obsequi gustoso, sin explicarse del todo la desmedida importancia que el
Heredero de Quetzalcatl atribua a las casi imperceptibles singularidades de aquel
sencillo utensilio. As mismo, le inform que el origen de aquella vasija era idntico
al de todos los objetos de cermica que se utilizaban diariamente en sus aposentos:
provena del taller de Yoyontzin, el ms prestigiado de los alfareros aztecas.
Aun cuando Tlacalel estaba seguro de que Yoyontzin no poda ser el alfarero que
haba modelado tan excepcional recipiente, pues si bien se trataba de un artfice que
produca obras de gran calidad, careca de originalidad y sus trabajos eran siempre
reproducciones fieles de antiguos modelos toltecas, envi de inmediato un mensajero
al taller del alfarero, invitndolo a comparecer ante l.
Tan rpidamente como se lo permitan sus cansadas piernas, Yoyontzin se
encamin a la residencia de Tlacalel, [17] interrogndose intilmente a lo largo del
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camino sobre los posibles motivos que pudiera tener el Portador del Emblema
Sagrado para desear entrevistarse con el modesto propietario de un taller de alfarera.
Tlacalel recibi afablemente al artesano, logrando en poco tiempo disipar la
paralizante timidez del anciano mediante la amable naturalidad de su trato. Una vez
captada la confianza del alfarero, mostr a ste la vasija que Itzcatl le obsequiara
aquella misma tarde, preguntndole si saba quin era el autor de aquel objeto.
Yoyontzin casi no necesit mirar la vasija para dar una respuesta a la pregunta que se
le haba formulado: se trataba de una pieza elaborada en su taller por un joven de
nombre Tcpatl. La historia de aquel joven, relat el anciano, era triste en extremo:
hurfano desde muy pequeo, haba logrado sobrevivir a duras penas merced a la
escasa ayuda brindada por los habitantes de la poblacin en que naciera, una pequea
aldea azteca semiperdida en la regin ms pobre e insalubre de todas las que
bordeaban al lago. Cuando tena doce aos de edad, Tcpatl se haba trasladado a
Tenochtitlan, e ingresado como sirviente en un taller de escultura. Al poco tiempo de
trabajar en dicho lugar, y en vista de que revelaba excepcionales facultades para el
tallado en piedra, se le haba ascendido al rango de aprendiz. Todo pareca indicar el
inicio de un brusco y favorable cambio en el destino hasta entonces adverso del joven
hurfano, sin embargo, su buena suerte se prolong menos de un ao;
repentinamente, y sin que mediara para ello explicacin alguna del propietario del
taller, fue arrojado a la calle. Desesperado haba recorrido los talleres de escultura
que existan en la ciudad y en las poblaciones vecinas en busca de trabajo, bien fuera
de aprendiz o de simple sirviente. Todo fue en vano, misteriosamente todos los
escultores parecan haberse puesto de acuerdo para impedirle el menor contacto con
la actividad a la que haba decidido consagrar su existencia.
Acosado por el hambre y las enfermedades propias de la desnutricin, Tcpatl
haba deambulado varios meses en el mercado de Tlatelolco, trabajando como
cargador a pesar de su frgil condicin fsica. Fue ah, en medio del incesante bullicio
del prspero y creciente mercado, donde Yoyontzin lo conoci. El extremo cuidado
utilizado por el endeble cargador al manipular las piezas de cermica que el alfarero
llevaba para ofrecer en venta a los comerciantes haba llamado la atencin del
anciano. Una breve pltica entre ambos bast a Yoyontzin para darse cuenta de la
innata sensibilidad artstica de aquel joven, as como del total desamparo en que se
encontraba. El bondadoso alfarero ofreci a Tcpatl un trabajo de aprendiz en su
taller, ofrecimiento que ste acept en el acto, naciendo a partir de aquel instante un
estrecho vnculo entre ambos personajes. Yoyontzin haba llegado a la ancianidad sin
haber formado nunca una familia y toda su frustrada paternidad se volc muy pronto
en el joven hurfano, en quien vea no slo al hijo que siempre haba anhelado tener,
sino tambin al artista que l mismo hubiera deseado llegar a ser, capaz de convertir
en realidad los propios sueos y no slo dedicarse a reproducir los modelos creados
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por otros.
Apenas haba comenzado a trabajar Tcpatl en el taller de Yoyontzin, cuando el
dirigente principal de la corporacin que agrupaba a los productores de cermica
un sujeto del todo incondicional a Cohuatzin mand llamar al anciano artesano
para aconsejarle que despidiera cuanto antes a su nuevo aprendiz, ya que, segn l, se
trataba de un individuo de psimos antecedentes e indigno de formar parte del gremio
de los alfareros. Las acusaciones en contra de Tcpatl iban desde la de haber
cometido diversos hurtos en su antiguo trabajo, hasta la de llevar una vida consagrada
a la prctica de toda clase de vicios.
Yoyontzin haba rechazado indignado todas las acusaciones que se hacan a
Tcpatl, pero muy pronto comprendi que aquello no era sino el principio de una
interminable campaa de calumnias en contra de su protegido. Los comerciantes del
mercado de Tlatelolco, a los cuales venda la mayor parte de su produccin artesanal,
comenzaron repentinamente a presionarlo, amenazndolo con dejar de comprar sus
productos si no prescinda de los servicios de su ayudante. Extraado ante la
inexplicable animadversin manifestada en contra de un ser noble y generoso que no
haba hecho jams el menor dao a nadie, Yoyontzin se propuso averiguar quin era
el promotor de tan feroz hostigamiento. Muy pronto indag toda la verdad:
Cohuatzin, temeroso de que la aparicin de un artista de genio viniese a significar el
momento de su ocaso, y presintiendo que tras la dbil apariencia de Tcpatl lata un
poderoso espritu creativo, era quien vena intrigando en contra del joven hurfano.
Al culhuacano se deba tanto la expulsin de Tcpatl del taller a donde ste ingresara
inicialmente, como los posteriores rechazos en los restantes talleres de escultura
existentes en la ciudad. En igual forma, era Cohuatzin quien ahora intentaba
amedrentar a Yoyontzin para obligarlo a retirar la proteccin que brindaba a su
desvalido aprendiz.
Una vez que Yoyontzin concluy de narrar la vida de su joven ayudante ante el
Portador del Emblema Sagrado, ste manifest un vivo inters por conocer a Tcpatl
y anunci que efectuara a la maana siguiente una visita oficial al taller del alfarero.
La resolucin de Tlacalel de efectuar dicha visita en lugar de simplemente mandar
llamar a Tcpatl al Templo Mayor, tena el propsito de manifestar pblicamente el
afecto que profesaba al viejo artesano, pues esperaba que esto constituyese una clara
advertencia para Cohuatzin de que deba suspender de inmediato la campaa de
intrigas que vena realizando en contra de Yoyontzin.
Ataviado con un largo manto blanco, luciendo sobre el pecho el caracol sagrado
pendiente de una delgada cadena de oro y acompaado de varios importantes
sacerdotes, Tlacalel se encamin ceremoniosamente al taller de Yoyontzin. El
artesano, presa de una enorme emocin ante aquella visita jams imaginada, lo
aguardaba ante la entrada de su engalanado taller.
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Tlacalel haba dado instrucciones a Yoyontzin de que su visita no deba ser
motivo para la interrupcin de las labores propias del taller, pues deseaba observarlo
en pleno funcionamiento; as pues, los distintos operarios que integraban el taller de
alfarera laboraban nerviosos en sus lugares de costumbre a la llegada del Cihuacatl
Azteca.
El Heredero de Quetzalcatl salud afectuosamente a Yoyontzin e inici en su
compaa el recorrido del taller, detenindose ante cada uno de los operarios para
examinar su trabajo e interrogarles brevemente sobre la ndole del mismo. Al llegar
junto a un joven de larga cabellera, Yoyontzin confirm a Tlacalel lo que ste ya
presenta: que aquel operario no era otro sino Tcpatl. El Azteca entre los Aztecas
permaneci un buen rato en silencio, observando con suma atencin al novel artista.
A travs de todo su ser, Tcpatl manifestaba una perceptible contradiccin entre los
elementos fsicos y espirituales que lo integraban. Los periodos de privaciones haban
dejado su huella: la delgadez de su cuerpo era de tal grado que permita observar
claramente cada uno de sus huesos, firmemente adheridos a la piel y como queriendo
perforarla y salir de ella; toda su figura era la ms clara imagen de un adolescente
endeble y desvalido. Su ovalado rostro de finas facciones reflejaba, igualmente, una
perenne expresin de angustia y desconcierto. Sin embargo, de aquel organismo dbil
y an no del todo formado, un espritu increblemente poderoso pareca querer
emerger y manifestarse con fuerza irresistible: cada uno de los movimientos de sus
manos ocupadas en esos momentos en modelar una vasija de barro revelaban
una pasmosa habilidad y un pleno dominio de la materia sobre la cual trabajaban. En
igual forma, de lo ms profundo de su mirada provenan destellos de una energa
desafiante y poderosa que contrastaba radicalmente con su frgil aspecto exterior.
Tlacalel cruz tan slo unas cuantas frases convencionales con Tcpatl, pero
despus, una vez concluido el recorrido del taller, pidi a Yoyontzin que llamase a su
aprendiz, y a solas con ambos, mantuvo una larga pltica con el joven artista.
A pesar de que Tcpatl era por naturaleza retrado e introvertido, en esta ocasin
no le result difcil aprovechar la oportunidad que se le brindaba para expresar su
opinin sobre cuestiones que le eran tan vitales. Con voz entrecortada por la emocin,
critic acervamente la forma como haban venido desenvolvindose las actividades
artsticas en los ltimos tiempos. Calific a los ms prestigiados artistas
particularmente a Cohuatzin de ser unos consumados farsantes que no buscaban
otra cosa sino el enriquecimiento personal, valindose para ello de las buenas
intenciones de las autoridades aztecas, deseosas de promover al mximo el
florecimiento artstico dentro del Reino. Finalmente, se lament de que todo esto
estuviese ocasionando una verdadera atrofia en la sensibilidad popular, ya que la
gente terminaba por aceptar como algo digno de admiracin las psimas
reproducciones de arte tolteca que se estaban produciendo en Tenochtitlan,
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reducindose con ello las probabilidades de que pudiesen surgir y desarrollarse en el
futuro nuevas corrientes de expresin artstica.
Tlacalel manifest estar del todo acorde con los planteamientos de Tcpatl, sin
embargo, le externo a su vez su tradicional punto de vista sobre el particular,
consistente en que era obligacin de las autoridades fomentar el desarrollo del arte
mediante la ayuda que proporcionaban a los artistas, pero que no corresponda a stas
dictar las normas conforme a las cuales aqullos deban desarrollar su trabajo. A
continuacin, Tlacalel pregunt al joven cul era segn su criterio la frmula ms
conveniente para ayudarle. La respuesta de Tcpatl no se hizo esperar: deseaba
recorrer las apartadas regiones en donde antao haban florecido importantes
civilizaciones con objeto de poder estudiar detenidamente las diferentes formas de
escultura desarrolladas en esos lugares. El Portador del Emblema Sagrado prometi
acceder a lo solicitado y despus de felicitar a Yoyontzin por la eficaz organizacin
del taller y la calidad de los productos que en l se elaboraban, regres al Templo
Mayor, en medio de la respetuosa expectacin que despertaba siempre en el pueblo su
presencia.
An no transcurra una semana de la visita de Tlacalel al taller de Yoyontzin,
cuando ya Tcpatl abandonaba Tenochtitlan en unin de una delegacin diplomtica
de regulares proporciones. Unos das antes Itzcatl haba dado a conocer los nombres
de los primeros embajadores tenochcas. Por intervencin de Tlacalel, Tcpatl haba
sido designado ayudante del embajador que representara los intereses del Reino
Azteca ante los distantes seoros zapotecas. Tanto Itzcatl como el propio Tlacalel
haban hecho saber al embajador en dicha regin que el nombramiento otorgado al
joven artista tena por objeto dotarlo de la debida proteccin oficial, as como
permitirle la obtencin de ingresos suficientes para subsistir decorosamente, pero que
sus funciones eran de ndole especial y deba dejrsele en la ms completa libertad
para desempearlas, no estando obligado a prestar servicios diplomticos de ninguna
clase.
Desde lo alto del camino y antes de iniciar el descenso que lo alejara del valle,
Tcpatl se detuvo a contemplar el espectculo siempre fascinante que constitua la
ciudad de Tenochtitlan. La capital azteca estaba formada por dos grandes islas
artificiales construidas en el centro de la enorme laguna. Un sinnmero de canales
atravesaban por doquier la ciudad, confirindole un aspecto singular y fantstico. Sus
anchas avenidas, al igual que sus incontables calles, eran de una perfecta simetra, lo
que produca en el observador una clara impresin de orden y concierto, as como un
sentimiento de admiracin hacia aquella asombrosa obra humana, producto del
continuado esfuerzo de sucesivas generaciones.
Tcpatl ech un ltimo vistazo a la ciudad y dando media vuelta prosigui con
decidido andar su camino, repitindose a s mismo la firme promesa de no retornar a
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Tenochtitlan mientras no lograse desarrollar su propio estilo escultrico.
A travs del servicio de los mensajeros aztecas, que da con da iba extendindose
a lugares ms apartados, Tlacalel no dejaba nunca de recibir informes peridicos
sobre las actividades de Tcpatl. Despus de permanecer cerca de dos aos en la zona
zapoteca, el joven escultor haba solicitado permiso para dirigirse a los territorios
habitados por los mayas; posteriormente y una vez obtenida una nueva autorizacin,
se haba trasladado a la frtil regin totonaca. En cierta ocasin, un embajador
tenochca procedente de la lejana Chi Chen Itz, haba manifestado a Tlacalel la
sorpresa que le causara un acto del todo incomprensible cometido por Tcpatl:
despus de trabajar arduamente en una enorme escultura de piedra cuya elaboracin
vena suscitando los ms elogiosos comentarios de los artistas de la localidad, haba
procedido a demolerla en cuanto la hubo terminado.
Cuando faltaban escasas semanas para que se cumplieran cinco aos contados a
partir de la fecha en que Tcpatl partiera de Tenochtitlan, un mensajero llegado desde
el Tajn inform a Tlacalel que el artista marchaba ya de retorno rumbo a la capital
azteca y que arribara a sta en pocos das. La noticia produjo un profundo regocijo
en el Portador del Emblema Sagrado. Aun cuando durante la ausencia de Tcpatl no
haba tenido muchas oportunidades para detenerse a reflexionar sobre cuestiones
artsticas, le molestaba sobremanera contemplar el fatuo orgullo que embargaba al
pueblo y a las autoridades tenochcas con motivo de la creciente produccin de
supuestas obras de arte que en forma incontenible brotaban de los talleres controlados
por Cohuatzin y su camarilla. Desde lo ms profundo de su ser, el Azteca entre los
Aztecas anhelaba que el regreso de Tcpatl constituye una especie de feliz augurio de
que aquella deplorable situacin tocara pronto a su fin.
Tlacalel orden que se introdujese a Tcpatl ante su presencia en cuanto tuvo
conocimiento de que el artista solicitaba verle. Un sorprendente y notorio cambio se
haba operado en la persona del joven hurfano. En las finas pero firmes facciones del
escultor, al igual que en cada uno de sus gestos y movimientos que antao fueran la
imagen misma de la incertidumbre y el desconcierto se evidenciaba ahora una
vigorosa voluntad y una serena confianza en s mismo. Resultaba evidente que el
antiguo conflicto interior que caracterizara a Tcpatl, entre su poderoso espritu y su
dbil organismo, haba concluido con una clara victoria para el primero.
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que se le proporcionase la ayuda necesaria para transportar aquella piedra hasta el
taller de Yoyontzin. El Portador del Emblema Sagrado se comprometi a enviarle a la
maana siguiente un buen nmero de cargadores para que efectuasen dicho trabajo;
despus de esto dio por concluida la entrevista.
El retorno de Tcpatl a Tenochtitlan, as como su entrevista con Tlacalel, fueron
motivo de prolongados comentarios por toda la ciudad y despertaron de inmediato la
recelosa suspicacia de Cohuatzin y de su floreciente corte de amigos.
La labor que a los pocos das de su llegada realiz Tcpatl, consistente en dirigir
el traslado hasta el taller de Yoyontzin de una gran piedra, constituy la voz de alerta
para Cohuatzin y su grupo, pues al ver aquello, dieron por cierto que el propio
Tlacalel haba encomendado al escultor la realizacin de una obra. No atrevindose
a presentar directamente sus quejas al Portador del Emblema Sagrado, acudieron ante
el rey para lamentarse de la ruptura de la norma fundamental que tradicionalmente
rega las relaciones entre artistas y autoridades, de acuerdo con la cual, stas
encomendaban a las diferentes asociaciones de artistas y artesanos la elaboracin de
los diferentes objetos que necesitaban desde una imagen destinada al culto hasta
los utensilios de uso comn que se requeran en los templos y en los aposentos reales
y dichas asociaciones a su vez determinaban, con plena autonoma, quin de sus
miembros deba llevar a cabo cada uno de los diferentes trabajos.
Itzcatl neg rotundamente que se hubiese roto o se intentase romper la forma
tradicional de operar entre autoridades y artistas: nadie haba encomendado a Tcpatl
la ejecucin de una obra, como tampoco se le haba otorgado o prometido
emolumento alguno; si Tlacalel haba dispuesto que se le brindase cierta ayuda para
transportar una piedra, ello constitua un favor como otro cualquiera de los que
diariamente conceda el Portador del Emblema Sagrado a las mltiples personas que
acudan ante l en demanda de ayuda.
El hecho de saber que sus ganancias no se veran mermadas por las actividades de
Tcpatl, tranquiliz momentneamente a Cohuatzin y a sus allegados, sin embargo,
muy pronto tuvieron un nuevo motivo de inquietud, pues al poco tiempo se
comenzaron a producir una serie de deserciones en diferentes talleres de escultura de
la ciudad: varios de los jvenes que trabajaban en esos lugares como aprendices o
ayudantes de escultor, abandonaron su trabajo para ingresar como aprendices de
alfarero al taller de Yoyontzin.
La actividad de escultor otorgaba una superior posicin social y era ms lucrativa
que la de alfarero, as pues, resultaba aparentemente absurda la conducta asumida por
aquellos jvenes, los cuales, tras de avanzar un buen trecho por el camino que
conduca a una envidiable posicin, lo abandonaban repentinamente para recomenzar
desde el principio una actividad que, aun a la larga, habra de resultarles menos
provechosa.
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Tomando en cuenta que en la mayora de los casos los jvenes que haban
abandonado los talleres eran precisamente quienes venan manifestando mayores
facultades para el ejercicio de la escultura, Cohuatzin lleg a la conclusin de que la
explicacin de tan extraa paradoja era que aquellos jvenes deseaban aprender
directamente de Tcpatl los secretos del arte de esculpir, pero en vista de que ste no
posea su propio taller, pues era nicamente un simple ayudante de alfarero, haban
optado por laborar en su compaa, pese a que ello significase sacrificar los frutos de
sus anteriores esfuerzos y enfrentarse a un incierto porvenir, ya que el gremio de
escultores que Cohuatzin presida y controlaba jams otorgara a ninguno de
ellos la necesaria autorizacin para establecer un taller.
Acompaado de un buen nmero de sus incondicionales, Cohuatzin acudi una
vez ms ante Itzcatl para exponerle todo lo relativo a las deserciones de personal de
los talleres y pedirle su intervencin en contra de Tcpatl. Con palabras que al
parecer denotaban una intensa preocupacin por el problema que se le planteaba, pero
en las cuales era fcil percibir un dejo de sorna, el monarca respondi que le era
imposible intervenir en aquel conflicto, pues de hacerlo, violara la autonoma de los
gremios y rompera las tradicionales formas de relacin existentes entre autoridades y
artistas.
Comprendiendo que las autoridades no habran de brindarles ninguna clase de
ayuda en su lucha contra Tcpatl y decididos ms que nunca a impedir que ste
lograse darse a conocer como escultor, Cohuatzin y sus secuaces tomaron la
determinacin de movilizar a la opinin pblica en su contra, para lo cual urdieron
una hbil maniobra: dos jvenes que les eran adictos hicieron el simulacro de unirse a
los disidentes; abandonando los talleres donde trabajaban fueron aceptados en el de
Yoyontzin, y al igual que sus dems compaeros, comenzaron a recibir lecciones de
Tcpatl y a laborar con l en la ejecucin de la obra escultrica que ste haba
iniciado. Apenas haban cumplido una semana en su nuevo trabajo, cuando los dos
traidores solicitaron ser readmitidos en sus antiguos talleres, y a la vez que simulaban
un profundo arrepentimiento por su pasajero desvaro, comenzaron a propalar a los
cuatro vientos la versin de que Tcpatl proyectaba destruir la fe del pueblo en los
dioses, para cuyo propsito estaba esculpiendo una obra indescriptiblemente grotesca,
una burlesca representacin de la mxima deidad femenina, la venerada Coatlicue. El
propsito de Tcpatl al realizar dicha obra afirmaban sus detractores no era slo
mofarse de los sentimientos del pueblo, sino hacer patente el profundo desprecio que
profesaba hacia la Deidad misma. Finalmente, se repeta en contra del artista el
mismo cargo de que se le acusara aos atrs, o sea el de llevar una vida consagrada al
vicio, aadiendo a ello el de haber convertido el taller de Yoyontzin en un antro de
corrupcin en donde se practicaban toda clase de excesos.
Aun cuando la verdad de las cosas era que la vida privada de Tcpatl no slo
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poda calificarse de irreprochable sino incluso de asctica, y que en materia religiosa
su personalidad estiba muy prxima al misticismo, un creciente nmero de personas,
desconocedoras de la autntica forma de ser del joven escultor, aceptaban como
vlidas las calumnias que da con da difundan los secuaces de Cohuatzin. Los
familiares de los numerosos jvenes que haban abandonado sus trabajos para
convertirse en discpulos y colaboradores de Tcpatl, molestos de que stos hubiesen
trocado un prometedor futuro para tomar parte en algo que a sus ojos no tena sentido
alguno, dolidos por la actitud de rebelde intransigencia que caracterizaba a todos los
seguidores de Tcpatl y sin creer que en verdad fuesen las intensas jornadas de
trabajo y no la prctica de toda clase de vicios lo que haba convertido a dichos
jvenes en unos extraos en sus propias casas, contribuan en forma importante, con
sus incesantes peroratas en contra del artista, a que la opinin pblica comenzase a
ver en Tcpatl a una autntica amenaza social.
Cuando Cohuatzin juzg que la animadversin de los habitantes de Tenochtitlan
por Tcpatl haba llegado a un punto tal que ya podra impulsarles fcilmente a la
accin, urdi un plan para solucionar, de una vez por todas, aquel espinoso asunto.
Mientras sus enemigos se preparaban a poner en prctica sus siniestros
propsitos, Tcpatl trabajaba sin descanso en la doble misin que para esa etapa de su
vida se haba impuesto: realizar una obra escultrica diametralmente distinta a todas
las producidas en el pasado y formar a un alto nmero de artistas que, dejando a un
lado la labor de simples copistas de las obras de arte toltecas, fuesen capaces de
iniciar un autntico movimiento de renovacin artstica. Asimismo, procuraba en
unin de sus seguidores incrementar al mximo posible la produccin artesanal del
taller de Yoyontzin, con objeto de no convertirse en una carga demasiado pesada para
la modesta economa del generoso anciano.
El engao sufrido por Tcpatl a manos de los dos jvenes espas al servicio de
Cohuatzin haba constituido un duro revs para los propsitos del escultor, quien
deseaba mantener en secreto la ejecucin de la obra que estaba llevando a cabo hasta
que no estuviese del todo terminada, pues de acuerdo con su inveterada costumbre, se
haba propuesto demolerla una vez concluida si no resultaba de su entera satisfaccin,
como haba hecho con todas sus anteriores creaciones.
Ignorantes de que haba llegado la fecha fijada para la celada tendida en su contra,
Yoyontzin y Tcpatl, acompaados de varios de sus ayudantes y de algunos
porteadores, se dirigieron al igual que todos los das primeros de cada mes al mercado
de Tlatelolco. El propsito que les guiaba era el de vender a los comerciantes del
mercado los productos de cermica elaborados en el taller durante los veinte das
anteriores. Las canoas que transportaban la mercanca se deslizaban muy lentamente
sobre las calzadas de agua a causa del excesivo peso depositado en ellas.
Apenas haban traspasado los lmites del mercado, cuando Yoyontzin y sus
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acompaantes comenzaron a ser insultados soezmente por numerosas personas. Sin
hacer caso de la creciente lluvia de injurias, los integrantes del pequeo grupo se
encaminaron hacia los locales donde operaban los mercaderes con los que
habitualmente celebraban sus transacciones, pero stos se negaron a adquirir la
mercanca que les llevaban, aduciendo que no deseaban tener ninguna clase de tratos
con individuos viciosos y degenerados.
Desconcertados ante la hostilidad de que eran objeto, el anciano alfarero y sus
jvenes amigos optaron por retirarse cuanto antes del mercado, pero al retornar sobre
sus pasos, los insultos de la multitud se hicieron an mayores, e intempestivamente
un sujeto lleg hasta Yoyontzin y con rpido ademn le propin una bofetada en el
rostro. Ante el cobarde ataque a su generoso protector, Tcpatl perdi la serenidad y
lanzndose sobre el agresor lo derrib al suelo de un solo golpe. Se inici al instante
una furiosa zacapela. Incontables personas se arrojaron en contra de Tcpatl y de sus
amigos agredindoles a golpes y puntapis, y a pesar de que stos se defendieron
bravamente, la incontrastable superioridad numrica de sus adversarios no tard en
imponerse. Los jvenes fueron salvajemente golpeados hasta dejarlos inconscientes,
despus, los agentes provocadores al servicio de Cohuatzin que eran los que haban
azuzado y dirigido a la multitud durante todo el zafarrancho apartaron al maltrecho
cuerpo de Tcpatl y sin hacer caso de las splicas de Yoyontzin, procedieron a
recostarlo contra un muro y comenzaron a repartir entre la gente canastillas llenas de
piedras, invitando a todos los presentes a que las lanzasen contra el joven escultor.
El hbil plan trazado por Cohuatzin para eliminar a Tcpatl propiciando un motn
popular que diese fin a la vida del artista estaba por cumplirse. Algunas piedras
volaban ya por los aires y rebotaban junto a Tcpatl, cuando una grcil figura
femenina se abri paso entre la enardecida muchedumbre y atravesando con paso
firme el espacio vaco existente entre la turba y el desfallecido cuerpo del escultor
lleg junto a ste, y le tendi los brazos, ayudndolo a reincorporarse. Un murmullo
de asombro se extendi entre la multitud al reconocer a la recin llegada, cuyo
nombre comenz a correr de boca en boca. Se trataba de Citlalmina, la iniciadora de
la rebelin juvenil con la que haba dado comienzo la lucha libertaria del pueblo
azteca. Citlalmina haba llegado al mercado justo en el momento en que los
provocadores repartan las canastillas de piedras e incitaban a la gente a lapidar a
Tcpatl. Un solo vistazo a lo que ocurra le haba bastado para formarse un juicio
acerca de la situacin, as como para tomar la determinacin de intentar salvar la vida
del escultor.
Haciendo un esfuerzo sobrehumano Tcpatl se mantena en pie esbozando una
dolorida sonrisa a travs de sus ensangrentadas facciones. Airadas voces surgan de la
muchedumbre pidiendo a Citlalmina que se apartase para dar comienzo a la
lapidacin, pero ella permaneca inmvil, sosteniendo con su cuerpo buena parte del
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peso de Tcpatl y evidenciando con su actitud la inquebrantable decisin de
compartir la suerte del artista, fuese sta la que fuere. El rostro de Citlalmina
famoso en todo el Anhuac por su resplandeciente belleza reflejaba con toda
claridad los sentimientos que la dominaban en aquel instante: no haba en su interior
el menor asomo de temor por lo que pudiera ocurrirle, sus grandes ojos negros
relampagueaban con ira reprochando con la mirada a la multitud su cobarda en
forma mucho ms elocuente que el ms conmovedor de los discursos. Lentamente, el
ensordecedor gritero de la gente comenz a disminuir de tono hasta extinguirse por
completo, sobreviniendo un pesado y tenso silencio. La superior presencia de nimo
de Citlalmina haba terminado por imponerse sobre los desatados impulsos de furia
de la muchedumbre.
Sin dejar de sostener a Tcpatl, que se mova con gran dificultad a causa de los
innumerables golpes recibidos, Citlalmina inici un lento avance hacia la salida del
mercado. Las compactas filas de gente se iban abriendo a su paso sin presentar
resistencia alguna. Un cambio brusco se haba operado en el nimo de la multitud,
trocando sus agresivos sentimientos en una mezcla de profundo arrepentimiento y de
vergenza colectiva por su reciente proceder.
Citlalmina y Tcpatl se encontraban ya en los confines del mercado, cuando hizo
su aparicin un pelotn de soldados comandados por un oficial. Ante la presencia de
las tropas, la multitud opt por desbandarse con gran rapidez. En la gran plaza
quedaron tan slo Yoyontzin y los jvenes discpulos de Tcpatl, en cuyos cansados y
doloridos rostros podan verse con toda claridad las huellas dejadas por el desigual
combate que acababan de librar. A pesar de todo lo ocurrido, sus amigos rodearon
alborozados a Tcpatl, felicitndolo por haber logrado salvar la vida. El oficial
traslad a todos los integrantes del maltrecho grupo hasta el cuartel ms cercano, en
donde sus heridas fueron atendidas. A la maana siguiente, y de acuerdo con las
instrucciones dictadas expresamente por el propio Itzcatl, una fuerte escolta
acompa hasta el taller de Yoyontzin tanto al anciano alfarero como al escultor y a
sus amigos, concluyendo as el azaroso episodio.[18]
El grave altercado ocurrido en el mercado de Tlatelolco, que tan cerca estuviera
de originar la muerte de Tcpatl, constituy en realidad un acontecimiento en
extremo venturoso para el escultor, pues debido al mismo habra de sumarse a su
causa un nuevo aliado de incalculable valor, poseedor de la fuerza de un huracn
desencadenado: Citlalmina.
Cuando al da siguiente de aqul en que ocurrieran los disturbios, Tcpatl y sus
amigos retornaron al taller de Yoyontzin en compaa de la escolta, Citlalmina los
aguardaba ya al frente de un numeroso grupo de mujeres. Citlalmina no se limit a
manifestar su buena disposicin y la de sus acompaantes para colaborar con los
artistas en aquello en que stos considerasen les podra resultar de utilidad, sino que
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de inmediato puso en marcha un vasto plan de accin tendiente a contrarrestar las
aviesas maniobras de Cohuatzin. En primer trmino, las mujeres aztecas tomaron por
su cuenta la distribucin de los productos de alfarera que se elaboraban en el taller de
Yoyontzin, utilizando para ello el sistema de ventas directas de casa en casa,
nulificando en esta forma el bloqueo econmico con el cual merced a la
complicidad de los mercaderes los enemigos de Tcpatl y Yoyontzin pensaban
doblegarlos. Acto seguido Citlalmina pas a la ofensiva. Su penetrante inteligencia le
haba hecho entender con toda claridad el verdadero motivo de aquel conflicto: el
temor de un grupo de artistas mediocres a perder sus jugosas ganancias, lo que
ocurrira fatalmente en cuanto la poblacin comenzase a valorar las obras realizadas
por artistas de verdadero genio. As pues, era indispensable, si en verdad se quera
obtener la victoria en aquella nueva lucha, lograr la elevacin de la conciencia crtica
de la sociedad tenochca en lo relativo a cuestiones artsticas.
En todo el Valle del Anhuac existan restos fcilmente localizables de las
antiguas ciudades toltecas. Numerosos grupos organizados por Citlalmina se dieron a
la tarea de escarbar en ellos, para obtener objetos que fuesen representativos del arte
desarrollado en esos tiempos. Una vez extrados, se proceda a estudiarlos y a
compararlos con aquellos objetos similares que se elaboraban en los talleres de
Tenochtitlan. En todos los casos, el resultado de la comparacin resultaba altamente
desfavorable para los nuevos productos, pues su calidad era de un grado de
inferioridad tal, que no poda pasar desapercibido ni ante el ser menos dotado de
sensibilidad artstica.
Noche tras noche comenzaron a celebrarse reuniones cada vez ms numerosas en
diversos sitios de la ciudad, en ellas, Citlalmina y sus colaboradores exponan la
ndole de las investigaciones que venan realizando, presentaban ante la
consideracin de los asistentes toda clase de objetos antiguos y modernos, promovan
apasionadas discusiones entre los participantes, y generaban con ello un creciente
inters sobre cualquier tema relacionado con las actividades artsticas y artesanales
que se desarrollaban en la comunidad tenochca.
A pesar de que en un principio Tcpatl se neg reiteradamente a participar en esta
clase de reuniones tanto porque la reserva de su carcter era contraria a toda
actividad pblica, como por el hecho de que no le agradaba desatender ni un solo
instante el trabajo que estaba realizando, termin por acceder a ello, ante la
indoblegable insistencia de Citlalmina.
La presencia de Tcpatl en las reuniones originaba invariablemente las mismas
reacciones; al iniciarse stas, era claramente perceptible que privaba en el ambiente
un abierto sentimiento de animadversin en contra del escultor eran tantas las
calumnias que se haban propalado acerca de su persona! pero en cuanto ste
comenzaba a exponer sus ideas acerca de la necesidad de crear un arte nuevo y
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vigoroso, que en verdad constituyese una autntica expresin de los sentimientos y
anhelos del pueblo azteca, la actitud de sus oyentes iba variando rpidamente,
primero le escuchaban con curiosidad, despus con profundo inters y finalmente con
apasionado entusiasmo. Sin poseer dotes oratorias de ninguna especie, la fuerza de
sus convicciones y la nobleza de su espritu eran de tal grado, que Tcpatl lograba
comunicar, a travs de sus palabras, una buena parte del afn que lo dominaba por
llevar al cabo sus elevados ideales. Como resultado de aquellas reuniones, el nmero
de personas que comprendan y compartan las tesis que en materia de renovacin
artstica propugnaba el escultor, era cada vez mayor.
El cambio que en contra de sus intereses comenzaba a operarse en la opinin
pblica no pasaba desapercibido para Cohuatzin y su camarilla; sin embargo, cuanto
intento efectuaban con miras a impedirlo, se estrellaba invariablemente ante una
conciencia popular cada vez ms despierta, que conducida bajo la acertada direccin
de Citlalmina y de un numeroso grupo de jvenes entusiastas e inteligentes, pareca
adivinar con suficiente anticipacin las maniobras del culhuacano, impidiendo su
realizacin a travs de una eficaz organizacin. Los provocadores enviados a las
reuniones donde se debatan temas artsticos eran siempre localizados y expulsados a
golpes. En torno al taller de Yoyontzin se form un constante servicio de vigilancia
armada, realizada por gente del pueblo, que impeda tanto la posibilidad de una
agresin a quienes ah laboraban, como cualquier intento de destruccin de la ya casi
terminada obra escultrica realizada por Tcpatl. Finalmente, la tan temida
posibilidad de que sus intereses econmicos se vieran afectados, comenzaba a
convertirse en una realidad para el grupo de Cohuatzin, pues la venta de sus
productos haba empezado a disminuir en forma ostensible, indicando con ello que se
estaba operando una profunda transformacin en el gusto artstico de la poblacin
azteca.
Una vez que Tcpatl hubo concluido la escultura en que haba venido laborando,
y habiendo quedado satisfecho con la realizacin de la misma, se dirigi nuevamente
al Templo Mayor para comunicar a Tlacalel que deseaba obsequiar su obra a la
Hermandad Blanca de Quetzalcatl. En su carcter de Sumo Sacerdote de la
respetada y milenaria Institucin, Tlacalel acept el ofrecimiento de Tcpatl y fij la
fecha en la que, acompaado de las ms altas autoridades del Reino, acudira al taller
de Yoyontzin a recibir personalmente la escultura.
Una enorme expectacin se despert en todo el pueblo azteca en cuanto tuvo
conocimiento de estos hechos. Hasta esos momentos nadie que no fuesen los propios
ayudantes de Tcpatl (con la excepcin de Yoyontzin y de los dos espas enviados por
Cohuatzin) haba tenido oportunidad de contemplar la escultura, razn por la cual,
seguan corriendo los ms disparatados rumores acerca de la misma. Un incesante
afluir de gentes deseosas de asistir al acto de la entrega de la obra de Tcpatl
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comenz a efectuarse desde los ms diversos rumbos hacia la capital azteca. Al
aproximarse el da en que haba de tener lugar este acto, eran ya verdaderas
multitudes las que diariamente hacan su arribo a Tenochtitlan.
Aterrorizado ante el cariz que estaban tomando los acontecimientos, Cohuatzin
perdi la nocin de las proporciones y urdi una nueva maniobra que entraaba ya la
realizacin de actos que podan calificarse de abierta rebelin en contra de las
autoridades aztecas. Contratados por Cohuatzin, numerosos soldados tecpanecas que
haban combatido en las filas del desaparecido ejrcito de Maxtla comenzaron a
concentrarse en Tenochtitlan. Confundidos entre el torrente humano que en nmero
siempre creciente acuda a la capital del Reino, los mercenarios penetraron en la
ciudad y fueron alojados en los talleres pertenecientes al culhuacano y a sus secuaces.
Cohuatzin proyectaba utilizar estas tropas para dar muerte a Tcpatl y a sus
ayudantes. El momento escogido para ello sera durante la ceremonia en la cual, ante
la presencia del pueblo y de las autoridades, el joven escultor hara entrega de su
recin terminada escultura al Portador del Emblema Sagrado. Un grupo de
provocadores realizara primeramente un ltimo intento tendiente a promover una
revuelta popular: vociferando en contra de la escultura, a la que calificaran de
imperdonable sacrilegio cometido en contra de la Deidad que pretenda representar,
incitaran al pueblo a que exterminase de inmediato al autor de aquella profanacin.
Si el pueblo no secundaba a los provocadores, entraran en accin las tropas
mercenarias; su actuacin haba sido planeada para producir un impacto paralizante
de efectos definitivos: tras de vencer cualquier posible resistencia procederan al
asesinato de Tcpatl, de Yoyontzin y de sus respectivos ayudantes, finalmente,
demoleran la escultura hasta convertirla en un montn de escombros. El hecho de
que todo esto pretendiese realizarse ante la presencia de las ms altas autoridades del
Reino, haca del atentado un acto de imprevisibles consecuencias, ya que resultaba
imposible anticipar la actitud que asumiran frente a semejantes acontecimientos los
dirigentes tenochcas, as como los extremos a que podra llegar, una vez iniciada su
accin, el contingente de tropas mercenarias, integrado por antiguos soldados
tecpanecas posedos de un ciego afn de venganza.
La noche anterior al da en que habra de tener lugar la tan esperada entrega de la
obra de Tcpatl, Tlacalel recibi un aviso de Itzcatl solicitndole acudiese de
inmediato a una reunin de emergencia del Consejo Consultivo del Reino. La
intempestiva reunin haba sido convocada a instancias de Moctezuma. El
comandante en jefe de los ejrcitos aztecas tena informes confirmados de que un
nmero an no precisado de tropas mercenarias haba penetrado en Tenochtitlan y se
hallaban alojadas en diversos talleres de la ciudad, listas para tratar de impedir, por la
fuerza, la celebracin de la ceremonia que habra de efectuarse a la maana siguiente.
El Flechador del Cielo haba acuartelado ya a sus tropas y solicitaba se le autorizase
AXAYCATL-AHUIZOTL
TLECATZIN
EJERCITO EJERCITO
Las fortificaciones escogidas por los purpechas para hacer frente a los invasores
no constituan un simple conjunto de construcciones. En realidad se trataba de una
extensa regin en la que existan tres estratgicos valles, los cuales haban sido
debidamente acondicionados para permitir que en su interior pudiese vivir un elevado
nmero de defensores.
En las montaas que rodeaban a cada uno de estos valles se haban realizado
complicadas obras tendientes a convertirlos en slidas fortificaciones.
Particularmente el valle central, que era el ms grande de los tres, presentaba un
aspecto por dems impresionante. Todas las laderas de las montaas haban sido
recortadas y reforzadas con elevados muros de piedra. En lo alto, largas barreras
construidas con troncos de rbol protegan a interminables filas de arqueros, que en
cualquier momento podan comenzar a lanzar una mortfera lluvia de flechas contra
aqullos que intentasen escalar los muros. Un manantial que brotaba en el centro del
valle y el hecho de que se hubiesen almacenado con toda oportunidad considerables
reservas de alimentos, garantizaban la subsistencia de los defensores durante un largo
perodo.
Los tenochcas no tenan ningunos deseos de permanecer meses enteros asediando
los baluartes tarascos hasta que sus defensores se rindiesen por hambre, as pues y
contando con la seguridad que les daba el saber que no podan ser atacados por la
retaguardia, pues sus rivales se encontraban al frente y encerrados en sus propias
defensas decidieron utilizar la totalidad de sus tropas en un ataque demoledor,
encaminado a conquistar por asalto las fortificaciones enemigas; con este objeto
procedieron a dividir sus fuerzas en tres secciones. La primera, bajo el mando directo
del Emperador, tendra como misin atacar el valle central. La segunda, comandada
por Tlecatzin, se encargara del asalto al valle situado a la izquierda del ejrcito
azteca. Finalmente, una tercera seccin encabezada por Zacuantzin ocupara los
baluartes ubicados en el valle de la derecha.
Con objeto de impedir que los purpechas se percatasen anticipadamente de la
de una mujer de muy modesta condicin pero famosa por su astucia y belleza. <<
del podero tecpaneca) Maxtla contaba al nacer con muy escasas probabilidades de
heredar el Reino de su padre, sin embargo, haciendo gala de una astucia y capacidad
de intriga poco comunes, haba logrado imponerse a todos sus hermanos dando
muerte a varios de ellos y aduearse del poder. <<
una guardia especial para la vigilancia del mercado y crearon un tribunal que tena
por objeto dirimir cualquier controversia que se suscitase dentro del mismo. <<
que en la poca de los aztecas ya haba sido objeto por lo menos de dos terribles
devastaciones debido a las invasiones de pueblos brbaros provenientes del norte
se explica en buena medida por los profundos y en verdad asombrosos sistemas de
enseanza que le eran propios, los cuales tenan como objetivo fomentar al mximo
la potencialidad creativa de los educandos, hasta lograr dotarlos, segn potica
expresin, de un rostro y un corazn. <<
los grandes volmenes de agua existentes en los lagos del Valle, fue para los
espaoles motivo de particular admiracin. Durante el sitio de la Gran Tenochtitlan
los diques quedaron inutilizables al ser perforados en incontables sitios con el fin de
permitir la movilidad de los pequeos bergantines artillados utilizados por los
conquistadores para caonear la ciudad. La destruccin de los diques habra de
convertirse en el origen de graves vicisitudes para la capital de la Nueva Espaa, que
en varias ocasiones padeci de terribles inundaciones.
Tanto en la etapa Colonial como en el Porfiriato y en la poca Actual, se han venido
realizando importantes obras de ingeniera a un costo increblemente elevado
tendientes a combatir la amenaza de las inundaciones que pende sobre la Ciudad de
Mxico; en todos los casos, el sistema utilizado para ello ha sido el de construir
canales de superficie o profundos tneles a travs de los cuales poder sacar el agua
fuera del Valle. El empleo continuado de este procedimiento ha ocasionado un
trastorno total en el equilibrio ecolgico del Valle: los grandes lagos se han secado y
de sus secos lechos de tierra se levantan insalubres polvaredas, una gran parte de la
vegetacin ha desaparecido, incluyendo vastas extensiones boscosas, el subsuelo se
ha resecado provocando un incontenible hundimiento del terreno, numerosas especies
de animales se han extinguido, e incluso el clima se ha visto alterado.
As pues, y con base en los hechos anteriormente mencionados, puede afirmarse que
la solucin que para resolver el Problema de las inundaciones en el Valle de Mxico
adoptaron en su tiempo Nezahualcyotl y los Aztecas, fue mucho ms acertada e
inteligente que las que posteriormente han venido aplicndose, con idntico fin, a
partir de entonces. <<
sus hermanos, haba dado muestras desde pequea de una superior inteligencia. Una
peridica y virulenta infeccin en las encas haba afeado su rostro imprimindole un
aspecto de prematura vejez. A pesar de lo desfavorable de su apariencia,
Chalchiuhnenetzin haba celebrado un buen matrimonio a juicio de todos, pues se
hallaba casada con Moquhuix, personaje de indiscutible talento que desempeaba el
cargo de gobernador de Tlatelolco. <<
propuesto para Caballero guila no se le haba otorgado dicho grado, pues varios de
los dirigentes de la Orden incluyendo al propio Tlacalel opinaban que si bien le
sobraban valor e inteligencia, estaba an muy lejos de poseer la elevada espiritualidad
que se requera para ostentar tan alta distincin. <<
Caracol Sagrado de la cual era depositario. (Ver Cap. I de esta obra). <<