Mujer I Colas
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mujerícolas
Ilustraciones
DEISA TREMARIAS
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mujerícolas:
palabra que hace nido
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otras y sabe compartir su emoción, así como la
indignación y la rabia ante la desigualdad siste-
mática y la indolencia campante del mundo que
habitamos.
Entre la crónica periodística, basada en datos
acuciosos y bien documentados, el ensayo poéti-
co y fragmentos de poemas y canciones intercala-
dos, nos encontramos ante un libro que podemos
catalogar de raro, como raras podrían parecer las
vidas de algunas de las mujeres/mujerícolas que
nos muestra. Lo acompañan las ilustraciones y vi-
ñetas realizadas por Deisa Tremarias, quien supo
mezclar color y trazo para ayudarnos a ver el su-
surro de estas mujeres atravesadas de palabras.
La obra recorre la feminidad como síntoma
de esperanza de la humanidad, como respuesta
y alternativa pero también y, sobre todo, como
denuncia. La mujer víctima es también la mujer
réplica, levantisca y contragolpe. Mujeres que no
son esposas ni madres ni hijas, sino mujerícolas,
sobrevivientes habitadas por las voces de tantas
otras que han padecido el mismo asedio. Mujeres
violadas, machacadas, asesinadas, humilladas y
olvidadas se convierten en denuncia activa al sis-
tema capitalista patriarcal, depredador de la vida
y de la ternura. Denuncia al Estado por indolente.
Denuncia al hombre autoritario que por padre se
erige dueño y señor del cuerpo y el espíritu de sus
esposas e hijas. Denuncia a la hipocresía y al si-
lencio de la sociedad. Denuncia que es grito y es
también abrazo solidario.
Dice Indira: “Hay a quien le gusta almibarar
la historia”, definitivamente no es su caso. Una
madre que muere con su bebé al intentar rescatar-
lo de una alcantarilla mal cerrada, las memorias
de mujeres asesinadas por captores violadores
que la justicia luego ignora, una niña desplazada
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por la terrible guerra del Congo, mujeres indíge-
nas golpeadas y violadas por defender la tierra,
una cantante violada y humillada por negra y por
pobre, mujeres torturadas y desaparecidas cuyos
bebés fueron secuestrados por los ejecutores del
Plan Cóndor…
Del horror cotidiano consigue desenfundar
la belleza y apuesta por la vida: “En una de las pa-
lizas que le diera su captor, Eunice lloró hasta que
el ahogo la resucitó, tirada en las escaleras de sus
ojos: muy poco amada, delgada con un mi soste-
nido, rota: vomitaba en la bola de un micrófono el
alma y los parásitos acudíamos a lamerlo”, así nos
habla de Nina Simone y de su voz de piel ardida.
Son parte de sus mujerícolas mujeres lucha-
doras como las hermanas Mirabal, Argelia Laya,
Juana “la Avanzadora”, Berta Cáceres, Ángela
Davis, Simona Manzaneda, entre tantas que hi-
cieron de sus vidas acciones certeras contra el
olvido y la muerte. El rol de las mujeres como
niñas-madres-putas, endilgado por una sociedad
que instrumentaliza su cuerpo y su género, esta-
lla en mil pedazos por medio de la rememoración
de vidas pilares de otra visión de la feminidad.
De las muchas búsquedas de la autora la es-
critura juega un rol persistente. Escribir como
puñal de incisión y defensa. Escribir para conju-
rar el silencio impuesto y la ira escupida. Escribir
para amar. Mujerícolas son Idea Vilariño, Miyó
Vestrini, Clarice Lispector, Forugh Farrojzad,
Violeta Parra, Marguerite Yourcenar, Anaïs Nin,
Alfonsina Storni, Caneo Arguinzones, mujeres
que hicieron de las palabras raíces.
Sobre Alfonsina escribe Indira:
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poesía no es más que el movimiento de las larvas.
Espinaba sí, la cajita y el lazo con el que debían
enmudecer las mujeres.
Entonces, era Alfonsina una ola alzada como ca-
ballo sobre sus patas, y no llegaba a conocer orilla,
una ondulación que tras su paso dejaba flotar los
restos de algunos árboles deshojados y desorien-
tados, que después de ella deseaban podrirse en
su poema.
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Mujerícola 1
BARCO
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Es la matrioska de un sueño. Uno dentro del
otro.
Y me es imposible dormir tranquila cuando
conozco el infierno.
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Algunos fueron recibidos y ya están en suelo
firme, dispuestos a la esclavitud en la que puede
convertirse ser un inmigrante. Otros miles conti-
núan a la deriva.
Antes de que arreciara el éxodo, un barco con
unos trescientos rohinyás fue devuelto del Golfo
de Bengala por el gobierno de Indonesia, que, se-
gún declaraciones, proveyó de lo necesario para
que regresara a Myanmar. A la fecha, no se tienen
noticias del paradero de este navío.
Sí. A veces la humanidad puede ser una pe-
sadilla.
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Mujerícola 2
BOCA DE VISITA
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El hueco fue provisto por la reina de corazo-
nes hace tanto ya, que daba lo mismo si caía una
Alicia o una Sara.
“¿Se podrá por esto enjuiciar a un juez?”, se
preguntó en el mismo instante del “cataplún”.
El golpe de Sara y César les ladeó la peluca y
en la mera rabia escucharon: “Que les corten la
cabeza”.
Habían sido condenados a dejar esta aburrida
realidad.
Ella no despierta, tampoco lo hace su hijo.
eee
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Pregúntese: ¿Puede demandarse al Estado
por la muerte de estas dos personas, producto de
la negligencia?
Aun ganando, lo habrán perdido todo.
eee
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Mujerícola 3
NI UNO MÁS
1. VIOLÁCEA
Casi una semana lleva Marialex sin salir del
cuarto. Tampoco responde las llamadas. No quiere
hablar con nadie. No quiere ver, mucho menos que la
vean. “Debe ser que tiene la regla”, comenta alguno.
“Eso le pasa por llevar minifalda cuando no
conviene”, adelanta otra.
Le pasó a su madre, a la madre de su madre
y a ella.
Antes no hubo ley que la protegiera. Hoy, la
hay... pero como si no.
Ella remonta un miedo ancestral, en lo que
parece una balsa contra un tsunami. Un mapa de
minas sin explotar. Pero Marialex –además– tie-
ne que agradecer. Está viva.
No quiere estarlo.
Y tú apareces en mi ventana,
suave y pequeña, con alas blancas.
Yo ni respiro para que duermas
y no te vayas.
2. ENFERMEDAD HISTÓRICA
Con la puerta cayó sobre ella una madeja de
puños. Los insultos le perforaron un pulmón y
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el alma tanto más. Él había regresado del trabajo
con la rabia contenida, a punto del disparo.
Sobre ella el plato hirviendo. “Demasiado ca-
liente”. Sobre ella el ventilador. “Demasiada frialdad”.
Los hematomas en la cara tienen testigos,
también los del vientre: sus hijos.
Creció él y también su agujero, donde iban a
parar los coscorrones, los pellizcos, las cacheta-
das, los empujones, los gritos, el “cuando llegue
a casa, ya veremos”. La madre, para que el padre
no llegara a su cuarto, “provocaba” la golpiza pri-
mera. Nunca, apretarse los oídos pudo contener el
ruido. Se escapaba mientras la paliza acontecía.
Volvía cuando el odio dormía.
A él, le temía. A su madre, le reclamaba. No
supo nunca la cura.
3. CRIMEN PASIONAL
La mató porque la amaba, decían en el barrio.
Al común le daba tristeza que estuviera embara-
zada. “Él no sabía”, lo excusan. “Si hubiera...”.
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4. MARCHA
Ella iba a marchar contra la violencia de gé-
nero, pero él la encerró. Los golpes no los tapaba
el maquillaje. ¿Dónde estaban todos los que hoy
protestan contra su muerte, cuando se quedó sin
cuerpo, cuando le robaron el alma? ¿Después de
marchar, a cuántas castigarán?
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Mujerícola 4
EME
Eme de Mujer.
Eme de Marta.
Eme de Mocha.
Eme de Minería.
Eme de Margarita.
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Margarita creció en el pueblito vecino. Se em-
peñó en besar el sol, como la flor. Hubo quien se
propusiera deshojarla. Y lo logró. Tenía trece años
cuando la frontera que era su madre no detuvo a
la bestia inconforme.
Cayó el telón y el teatro del absurdo volvió
a ser la pesadilla de una, tantas veces otras: no
existían ni ella ni las cientos de putas caídas en
combate, con menos valor que un polvito de me-
tal. No existen en la memoria hecha y rehecha de
cada gobierno, que llega y se va con el bolsillo pre-
ciado, precioso.
Eme de mierda.
Eme de mentira.
Eme de monstruosidad.
Eme de muerte.
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eee
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Mujerícola 5
OBRERA DE LA PAJA
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Aún debo bañarlas, masajearlas, darles las
gotitas, peinarlas, inspeccionar las uñas, las
orejas, sacarles los moquitos, vestirlas, darles de
comer, sacar los gases, contarles un cuento, dor-
mirlas, y no, para poder escribir, corregir, pu-
blicar, difundir, recorregir. A la más pequeña la
acostumbré a los brazos. Me duelen las bisagras
que sostienen esta hamaca a mi pared. Y entre res-
piro y suspiro, pajita sobre pajita para redondear
el nido: obrera de la paja.
Las madres por puritica definición histórica
podemos enfermar y como si no. ¿Quién se da
cuenta de que las mujeres soportamos un lado
oculto de la economía y que esa mano invisible
sostiene el capitalismo? ¿Cómo le arranco a mis
hijas, que en un par de décadas engrosarán el
ejército de la burocracia propietaria? ¿Las crío
para perpetuar la enfermedad?
En este trabajo no producimos bienes, sino
seres humanos. “Es una extraña mercancía por-
que no es una cosa. La capacidad de trabajar re-
side solo en el ser humano, cuya vida se consume
en el proceso de producción”, dice Marx. Y en esta
espiral no hay poesía.
El delantal no es una extensión de la vagina. Y
en el orden de las cosas no se trata de socializar la
esclavitud, sino de librar los grilletes. No quiero
salir de casa a trabajarle al patrón, pero tampoco
hacerlo desde el hogar. No quiero pago, aunque
el salario “desnaturalizaría” el sinónimo según
el cual ser mujer es igual a ser “ama de casa”, y
rechazo esa igualdad en la que hombre y mujer
podemos ser equivalentemente usados. Una pro-
puesta en contra de la individualidad podría ser
y es la crianza en tribu. No lo propongo yo, hace
rato habló la historia.
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Algunas mujeres en el mundo cobran por lo
que millones y millones hacen de gratis: la econo-
mía del cuidado, la llaman algunos teóricos. Pero
son tan pocas y están tan dispersas, que sus con-
diciones son más una mesada que un reconoci-
miento a una parte del eslabón en la larga cadena
que rodea el cuello de este mundo.
¿Cuántas en Venezuela? ¿Qué pasó con aque-
lla propuesta de la época de Chávez? No llegó a
ser escalofrío.
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Mujerícola 6
CÓNDOR
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grandes concentraciones. La llanura se le parece
al fin. Martita tuvo dos hijas. En el momento en
que se portan mal le provoca abrazarlas con la al-
mohada. No quiere hacerles daño. Quiere dejar
de sufrir.
eee
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y estrecharla hasta que sudaron. Silvana se emba-
razó enseguida. Construyeron una casita. El su-
dor les mojó dos años. Se quisieron para siempre.
Solo estuvieron dos años uno al lado del otro.
eee
Yo no sé dónde nací,
ni sé tampoco quién soy.
No sé de dónde he venío
ni sé para dónde voy.
Soy gajo de árbol caído
que no sé dónde cayó.
¿Dónde estarán mis raíces?
¿De qué árbol soy rama yo?
eee
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entendían. Algunos volvían a llorar y rodeaban a
su maestra. Otros permanecían en silencio.
Es larga la carretera
cuando uno mira atrás
vas cruzando las fronteras
sin darte cuenta quizás.
Tómate del pasamanos
porque antes de llegar
se aferraron mil ancianos
pero se fueron igual.
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no es porque te tenga miedo,
solo me quiero arreglar.
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llegan incluso a médicos, parteras y capellanes
participantes en la represión.
Se estima en más de cincuenta mil los asesi-
nados, treinta mil los desaparecidos y cuatrocien-
tos los encarcelados por la coalición de Estados,
durante la década de los setenta y ochenta en el
Cono Sur.
Se acusa al cóndor.
Memoria y fuego.
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Mujerícola 7
SALLY
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El amo –olvidaba el nombre del hombre
blanco– alzaba por las caderas a su hija en común
y la derribaba sobre la cama como cuando el trigal
le da paso al viento.
Quiso gritar, pero ella misma se tapó la boca.
No quiso ser ni la mínima brisa, no pudo en-
tonar el dolor.
Se devolvió a la oscuridad. Allí, mece su viejo
catre, en el que seis varones le parió al patrón.
Se ha embadurnado las tetas con sábila y cam-
bió su mansedumbre por la libertad de su prole.
Por esos días, cuando la esposa murió, fue
cuando lo supo.
Había fallecido la señora de Thomas Jefferson.
eee
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No fue sino hasta 1998 cuando un estudio
de la revista científica Nature difundiría que las
pruebas genéticas de ADN realizadas a algunos
descendientes de Sally Hemings confirmarían los
nexos.
Jefferson lo negó hasta la tumba. El mismo
hombre que escribiría en la fundación de su nación:
“Consideramos verdades evidentes que todos los
hombres han sido creados iguales y que su Creador
les ha bendecido con determinados derechos ina-
lienables, entre ellos, la vida, la libertad y la búsque-
da de la felicidad”, era el mismo que luego sentenció
que “la amalgama de los blancos con los negros pro-
duce una degradación que ningún amante de este
país, ningún amante del carácter humano puede
consentir inocentemente”.
Se dice que la invisibilización del otro es una
de las formas de imposición de un grupo sobre
otros. ¿Que cómo se puede explicar el odio racial
en EE.UU.? ¿Y cómo no, si el mismo odio fundó
esa nación?
eee
35
ha sido cambiada por la “condición” esta de ser po-
bres, pero mayoritariamente de una misma carne.
Que hayan tenido un presidente negro no es
una casualidad, sino más bien producto de lo que
podríamos definir como un placebo contra el esta-
llido social, como lo fuera Martin Luther King en
su momento. Una simulación de victoria.
Roof es, y coincido plenamente con Brit
Bennett, el terrorista blanco, una díada de extre-
mos: “Humanizado hasta el punto de la simpatía
o (...) tan monstruoso que casi se convierte en un
ser mitológico”, como si él y los cientos como él no
fueran más que la aguja en el pajar que es la historia
racial de EE. UU. Pero negarlo, cercarlo y aislarlo
es más cómodo. Es muy normal que en el pueblo
exista tanto un McDonalds como los “loquitos” del
Ku Klux Klan.
Roof habló en su detención sobre los hombres
negros que supuestamente se están haciendo de
sus mujeres (blancas), “las violan” y eso “hay que
detenerlo”.
Thomas Jefferson puede dar fe.
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Mujerícola 8
ADEUS
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En el momento en que coronaron sintió que
bailaban hormigas de fuego alrededor de sus pe-
queñas cabecitas. Esa danza fue la sensación más
intensa del vientre hacia abajo que pudo vivir
hasta entonces.
La más pequeña tenía cuatro cuando a los
veintitantos Beatriz dejó su casa y con ella al ma-
rido. Se supo desierta.
Se había juntado con Antonio cuando no lle-
gaban a los quince años. La primera de sus hijas la
encargaron a los dieciséis. Toño era el único hom-
bre con el que estuvo y ella –se suponía– era suya
y de nadie más.
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Adeus, palavra tão corriqueira
Que diz-se a semana inteira
A alguém que se conhece
Adeus, logo mais eu telefono
Eu agora estou com sono
Vou dormir pois amanhece
Adeus, uma amiga diz à outra
Vou trocar a minha roupa
Logo mais eu vou voltar
Mas quando este adeus tem outro gosto
Que só nos causa desgosto
Este adeus você não dá
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Mujerícola 9
PINA
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ella apretó la cintura del jabillo con una cinta ne-
gra cada año.
La gente la asumía loca, porque “cómo se
puede vivir con un dolor de ese tamaño”. Y “por
qué le habrá puesto Fidel”, y más aún, por qué le
dejaba la “chiva”.
En enero de ese año, los barbudos habían
irrumpido en Cuba y prometían el comunismo.
A Don Pedro no le gustaba aquella nefasta coinci-
dencia, tanto como a Fidel le aterraban las tijeras.
Estrada sentía un odio sin orillas por los co-
munistas.
Fidel hacía los mandados en el barrio, embol-
saba en la bodega de Carlos y era conocido por las
beradas que llevaba en las manos, porque siempre
podía ser ocasión para volar. Nunca usó pantalo-
nes. Es así como las raíces –del jabillo que fue–
desnudaban las rodillas. En Semana Santa dejaba
caer muchas “orejitas” porque ansiaba oír las ora-
ciones a María.
A Pina le contaron que a “otros comunistas”
los arrojaron de helicópteros, les quemaron su
sexo, incluso les cortaban las extremidades. Los
enviaban a Guasina y cuando crecía el Orinoco
morían ahogados en el islote. Su árbol se hubiese
podrido, pensaba mientras se llevaba las manos a
la cabeza. ¡Bendito!
Alguna vez decidió cambiarle el nombre,
para que no le siguiesen llevando tabacos como
ofrenda. Pero era muy tarde. Y si no le hubiese
llamado así –se daba golpes en el pecho–. Y si lo
hubiese amarrado a la cama para arrancarle el bi-
gote. Y si...
Todos los domingos, el vestido de Pina on-
deaba en los planes. Se hacía de una horqueta
para bajar los papagayos que se atoraban entre
las ramas de Fidel, hasta que hubo un momento
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en que la artritis no le dejó hacerlo más. Una vez
pudo volver a sonreír. Le gustaba pensar que era
su hijo el que enredaba los amarres de trapo que
hacían la cola de las cometas.
La última vez que vimos a Pina, había reuni-
do las orejitas de su árbol, las puso en el mortero
y las amasó con la arepa del día. Se la puso en la
lengua como una hostia. Hubiese querido que el
veneno fuera suficiente.
No saldría más de su cama.
Se dice que emplumó. Se la reconoce por ser
la única papagayo que come del jabillo.
eee
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Mujerícola 10
CLARICE
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Por la tarde tomaba notas. En las mañanas es-
cribía. Metódica.
Soy una persona muy ocupada: cuido del mundo.
Lúcidamente apenas hablo de las miles de cosas y per-
sonas de quienes cuido. Pero no se trata de un empleo,
pues dinero no gano con eso. Quedo apenas sabiendo
cómo es el mundo.
¿Quién puede vivir de lo que escribe, sin un
Nobel, sin la autoayuda, la publicidad, la élite,
y otros monstruos? ¿Quién puede escribir sobre
escribir, enunciar palabra sobre palabra, lanzar-
las como la piedra que rebota en la momentánea
tranquilidad del agua empozada?
Venderse es tomar un frasco de aspirinas sin
agua.
2011. Una editorial con nombre de fruta re-
copila las publicaciones periódicas de Clarice
Lispector, hechas entre 1959 y 1961 para los pe-
riódicos de Río de Janeiro, el Correo da Manhã, en
el que firmaba como Helen Palmer la columna
“Correo femenino-Diario de utilidades”; y otra
como Ilka Soares en el Diário da Noite, que ade-
más le da nombre al conjunto de notas recogidas
recientemente por Siruela: Solo para mujeres.
A pesar de que las escribió letra por letra,
aquellos consejos y secretos, aquellas recetas,
no son leales a su autora. No pueden ser de ella
y por eso no las reconoció. Las escribió con ham-
bre, con la fatídica realidad de quien escribe.
Bastardas, aquellas líneas, son de Helen, son de
Ilka y también de su Frankenstein, en menor me-
dida. De ellas, esto:
Hay mujeres de quienes podríamos decir: no tie-
nen rostro. Realmente es así, pues su fisionomía está
sumergida de tal manera, con rasgos indecisos y colo-
res apagados, que recuerdan un cuadro solo esbozado,
nunca terminado.
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Los pómulos de Clarice se parecen a los míos,
un par de cumbres, para zambullirse en el silen-
cio elegido.
Antes de bajarme de aquel taxi le pregunté
por qué era tan densa su selva, impenetrable. Sus
ojos marrones respondieron con otra pregun-
ta sobre la hoja ajada: “¿Por qué hablas de cosas
difíciles, por qué empujas cosas enormes en un
momento simple?”.
He estado algunos años tratando como Chaya2
de coger con la mano la palabra, pero como Joana,
ha de ser que necesito saber lo que quiero: otra no-
che en Buena Vista y la cadencia de un berimbau,
mientras penetro el Perto do Coração Selvagem.
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que me abra la puerta, me regañe, me alimente,
me quiera severamente como a un perro, eso es lo
que quiero, como a un perro, como a un hijo.
Mujerícola 11
MUJER SALVAJE
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las venas del laurel empalmaron las hojas. Se pre-
gunta cómo el sol pudo adentrarse en el huevo sin
romper la cáscara. Entreabre los ojos, para descu-
brirse los dedos de los pies “como hileras de maíz
dulce”. Se angustia, ¿su piel alimentará a otros?
eee
49
eee
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Norma Jeane (o Jean, como prefería, sin la “e”) ha-
bía cumplido seis y una tartamudez le hacía sali-
var más dolor.
Un año después su abuelo se suicidaría y al
poco tiempo su madre Gladys sería internada por
esquizofrenia. La niña daría las patas a su primer
orfanato. Luego a las manos de sus tutores.
1933. Iba de la cocina al cuarto. Llevaba con-
sigo siete largos giros al sol y un vaso con agua que
alcanzaba a sostener con las dos manos. Él solo
necesitó una garra para empinarla, y la correteó
hasta apretar. “Te alcancé”, mordió la presa. Se
suponía su cuidador. Ella no supo nunca cómo
recoger sus aguas, tampoco pudo nadarlas. Le ha-
bían triturado los huesos de la sonrisa. “¿Puede
un hombre sonreír cuando contempla a la mujer
más triste del mundo?”, se preguntaría más tarde
su galán, Gable, en The Misfits.
Nadie nunca le dijo lo hermosa que fue cuan-
do solo era una niña. Nadie se detuvo a contem-
plar sus huequitos bajo los pómulos, monederos
de la luna. A la Holly de Capote se la pasaron de
mano en mano, hasta que el manoseo constó en
actas, el diecinueve de junio de 1942, casada y
salvada de otro orfanato. Sería el más largo de sus
matrimonios, de cuatro años. El más corto, un fin
de semana.
Durante su cautiverio, el amor acontece.
Norma y un lápiz:
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sus ojos tienen que haber escrutado el exterior
maravillosamente desde la gruta de su
adolescencia
cuando las cosas que no entendía
las olvidaba
pero tendrá este mismo aspecto cuando esté
muerto!
oh hecho insoportable e inevitable!
pero ¿preferiría que llegase la muerte
de su amor antes que la suya propia?
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Mujerícola 13
FORUGH
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levanta y escribe en la pizarra: “La casa de la le-
pra, la casa es negra”. “Cita cuatro cosas bellas”, y
uno contesta: “La Luna, el Sol, las flores, el juego”.
El profesor vuelve a preguntar, esta vez por “tres
cosas feas”, y la pequeña herida responde: “Las
manos, los pies, los ojos”.
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A Forugh la aislaron como a una leprosa y
su oscuro poema coaguló las nubes nocturnas.
Logró engendrar la belleza. No la que se vende
por catálogo, la belleza que es tan delgada que se
pierde de vista, la belleza. Aquella que cuando se
cree entremanos, se apaga como el culo de una lu-
ciérnaga. El mundo está lleno de fealdad. Aun habría
más si el hombre apartara la mirada.
La vida la despidió como quien descorre una
cortina, sin concepto, exigiendo una ventana.
Y ella no se defendió. Tenía treinta y siete años,
cuando fue enterrada –en el jardín– de un beso
por la noche y renació de un beso por la madru-
gada.
Y luego
el sol se enfrió
y la prosperidad abandonó la tierra.
57
se refugiaban en las tumbas.
¡Qué tiempos tan amargos y oscuros!
El pan había derrotado
la impresionante fuerza de la predicación.
Los profetas
huyeron de los lugares divinos.
Ante el estupor de los prados,
los corderos perdidos
no oyeron la voz del pastor.
(...)
El sol había muerto.
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Mujerícola 14
TRINA
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muestra. “Ya ni un hilo se puede comprar”. Sonríe
en cada final de frase y yo le creo el gesto.
Su hermano del medio está a punto de perder
el hígado, porque como a su marido “le gusta más
el ron que al puerco el suero”. Su cruz es una cruz
fabricada con madera de barril.
Es verdad que fui a saber qué comía Araujo,
pero me imaginé que la comida para él era solo
un trámite. En cambio, para ella es un espacio en
el que muñequear sus dotes. “Cocino mucho. Me
gusta y me conocen por hacerlo bien”.
Trina Urbina puede ser el nombre de la prota-
gonista de una novela. Es un azulejo que frente al
Caribe no se distingue, pero se oye incluso cuan-
do una ola choca contra la piedra.
Estudió historia y por comunista estuvo des-
empleada cuantas veces quiso el patrón. Supo
luego apagar las llamas aquí y allá, afuera y aden-
tro, para ser una imprescindible donde quiera
que llegara.
Como en muchas historias, Trina sostuvo la
piedra en la que se talló la figura de Orlando. Pero
entendió y supo que estaba casada con un poeta.
Llevó el pan, fue-es madre (de cinco hijos e in-
cluso de su marido) y padre, y aunque también
fue perseguida –y presa política– pudo torear la
muerte.
Ella surtía de vida a los moribundos que
siempre fueron su marido y sus amigos. Cuando
lo traía del hospital a casa, en el camino se encon-
traba con la mujer de aquel, que lo llevaba con
las mismas razones al saco, para internarlo. Se los
bebió de un solo sorbo, fondo blanco, compañera
de viaje.
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No hay un hueco sin recuerdo en aquella
casa. Podría decirse que es un museo de la pa-
labra, de él y de ella, porque si él escribió, ella lo
habló.
Me echó los cuentos. Me pidió que no dijera
un par de cosas. Yo me permití echarle algunos
míos, y en eso nos pasaron tres horas en un pes-
tañeo.
Como lo hace mi madre con la persona que
por primera vez la visita, Trina me paseó por su
casa y me indicó dónde quedaba qué, para lue-
go adentrarme a su cuarto. Mientras cambiaba a
mi hija en su cuarto, me empacó una bolsa con
cereal, margarina y un litro de aceite, porque “de
eso se trata la vida, tú me traes torta y yo te la tro-
co por algunos ingredientes”.
Andaba triste porque sus nietas habían par-
tido a otra ciudad. “Mira esto”, señala un par de
muñecas de trapo. “Son de ellas”. Las tiene en el
sofá de enfrente como un portarretratos.
En la mesita de noche una torre de libros de
su marido le hacen de cabecera.
No tiene gatos.
Trina perfuma la ausencia.
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Mujerícola 15
MALENA
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Despojada y Deportada. La cogió un amanecer de
esos en los que pagan justos por pecadores.
La hermana de su madre en Caracas sigue la
noticia por el televisor de la patrona. Ha apren-
dido a no hablar, porque con el paso del tiempo
fue descubriendo que su acento asqueaba. Pero al
mirar a hombres, mujeres y niños deslomarse, se
lleva las manos a la boca y se cuela un “¡Bendito!”.
A Malena le tocó jurar que no escondía a na-
die y que ese nadie había huido después de dejarla
embarazada. No quedó catre, tampoco cocinilla.
Solo llegó a armar una bolsa de ropa con una sá-
bana atada de las cuatro puntas. Era una de las
casi mil doscientas personas repatriadas al sálve-
se quien pueda, a través del río Táchira.
Lo único que se lleva de Venezuela es a un
perro que se quedó con ella, del lado de afuera de
su rancho, incluso cuando a la Guardia Nacional
Bolivariana le fue suficiente expandir los brazos
para derrumbarlo.
En el camino, Esnupi José (que así llamó al
perro) se le cayó en el río y en el esfuerzo de sal-
varlo se raspó la rodilla. “Nadie ayuda a nadie”, se
lamenta mientras ensaliva la herida. Dejó caer la
ropa para que se la lleve la corriente. “Estado de
excepción tengo yo”.
Jacinta le prometió una base de paz, la misma
que Chávez, porque a pesar de la mierda en sus
manos, eso encontró en Caracas. Pero no pudo
Malena, ni la circunstancia, terminar de nacer. El
petróleo cayó así como las ganas de hacer revolu-
ción para algunos. A ella que limpiaba, la barrieron.
Del lado colombiano no tiene más esperanza
que las de parir.
No la quieren ni aquí ni allá y lo único que la
mantiene en el camino es el latido de su ombligo.
La esperanza la preñó y huyó.
63
Mujerícola 16
ANA
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La odia el ganadero, el guerrillero, el paraco,
el terrateniente, el cacique que se vende, el Estado
que no logra dar con ella, la odia el watía. Y con
igual fiereza la ama la montaña, el arco, la flecha,
la dignidad.
Cacica kuse, Anita, ronda los cincuenta, pero
la cordillera la hace eterna. Jesús –un wayúu de
por los caminos, que se está quedando ciego–
atraviesa sus aguas. Carmen Fernández Romero
es su nombre de pila, pero prefiere ella llamarse
–y también el watía llamarla– Anita. Su padre fue
wayúu, y ella se asume yukpa, como la matriz que
la enraizó a los bordes del río Yasa y Tukuko.
Del préstamo del Fondas, las vacas que le dan
dos litros de leche diarios que lleva al mercado de
Machiques. A veces las gallinitas le dan huevos o
cultiva ají, yuca y plátanos, que le cambian por un
par de monedas.
El dinero le mediosirve para ir y venir.
Es temprano y llega a Caracas. Trae los pa-
peles que le han ordenado desde la burocracia
para que las mujeres de su comunidad reciban la
mensualidad retrasada desde hace unos meses
de la Misión Madres del Barrio, también es la en-
cargada de que se aceleren los créditos agrícolas y
avance la demarcación de tierras por la que han
pasado por la pólvora a su gente.
En una bolsa de plástico los ordena con pre-
cisión. No puede permitirse errores, porque de
ella depende el alimento de la comunidad. De su
puritica sangre diez hijos la aguardan y treinta y
cinco nietos. Todas y todos se guarecen del agua-
cero bajo las latas de zinc de su rancho de madera
y adobe.
Se la ve serena y no es sino cuando una le
suelta la lengua que se revientan los diques y una
65
cascada de dolor destroza cuanto pecho se atreva
a ponerle frente. Ella no llora.
El Estado le prometió pagar las bienhechu-
rías de las parcelas Las Flores, cuyos terrenos se
pelea con el hacendado de Las Delicias y sus ma-
tones. No lo hizo. Le aseguró resarcir los daños
causados por la aprehensión injusta, durante die-
cinueve meses, de su hijo. No lo hizo. Le garanti-
zó custodia. Tampoco cumplió.
A su hijo Alexander, aquel muchacho de mi-
rada rasgada como pluma en horizonte, que acom-
pañó en presidio a Sabino Romero, lo mataron a
tiros y le arrancaron los ojos con un gancho de
ropa.
La calma de Ana es la de una tragavenados
zigzagueando entre hojas secas, detrás de las pu-
pilas de su hijo.
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Mujerícola 17
LUCÍA
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que le enciende el watía, la bandera que alza el
político, mira cómo unos que se mientan guerri-
lleros se les llevan las vaquitas y el toro. Vio llegar
a su suegro mediomuerto a golpes y terminar de
partir envuelto entre hojas, en posición fetal para
volver al ombligo de la madre.
Podría Lucía venderse, como algunos de sus
vecinos, podría pactar y desaparecer en paz. Pero
la mujer yukpa no conoce la rendición. Prefiere
sangrar sus manos con cada cesta, que ofertar el
alma que todavía le sonríe a Sabino.
Un año después de que los perros de la tierra
lo descuartizaran, el paludismo se llevó a su hija
Mirian, si acaso la única en Chaktapa que tejía
incluso más bonito que la mamá.
Lucía lloró la chicha que todos bebieron,
amarga, aguada.
Alguna vez cerró los dos ojos y pudo regresar
a las manos de su hombre, nuestro Guaicaipuro.
Volvieron a cantar juntos. La canela de los labios
de Sabino se acercó a sus oídos, ordenó sus mechas
azabache detrás de la oreja de Lucía y en un suspiro
le suplicó que siguiera la lucha por la tierra.
El fuego en su ingle lo conjuró a sus estrellas,
un cielo oscuro, espeso. Ella lamió sus cicatrices.
Y Sabino, Sabino fue de Lucía.
Un disparo la devolvió a Tizina, al norte del
Tukuko.
Por la noche le ha tocado zarandear a este que
quiere tocar a su nieta, o guardar una parte de la
pensión de la Misión Madres del Barrio para que
no violen a una hija, o librarse de una mamada
a este sicario, o aquel cuatrero. Tiene que pagar
para que no la obliguen.
Ella intenta ser cacica a solicitud de su co-
munidad, pero no puede costear los dos días de
asamblea en los que debe proveer la atención de
68
las otras comunidades que deben aprobar su li-
derazgo.
Cincuenta años tiene Lucía. Y la sangre –su
sangre, que abona la tierra que la delineó– podría
agitar los ríos que atraviesan la Sierra, porque es-
carban Perijá desde antes de que naciera.
Un siglo completico entre el filo y la pólvora
obligaron a sus ancestros a refugiarse bajo la fron-
da profunda.
Confío. Volverán al verde a saber vivir sin
mendigar la vida.
Mujerícola 18
PATTI SMITH
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Salía del hospital y no tenía fuerza ni para
sostenerse. Después de su más doloroso perfor-
mance extendió sus brazos y sus entrañas se escu-
rrieron en manos extranjeras.
Arthur le susurraría, está acostada en su cuna
de plumas; y el sonajero ruidoso calla, junto a ella, en
el suelo.
Patti envolvió su gargajo en un pañuelo.
Enterró sus mocos en la maleta y los convidó a
desaparecer en Nueva York, la ciudad de la flema.
La gran manzana la recibiría desnuda, y una
serpiente le guiñaría un flashazo en blanco y negro:
Robert Mapplethorpe. Cuando le dolió la cabeza
tijereteó sus cabellos como extensión del daño.
Zigzagueó de acá para allá. Viajó a París, se
paró sobre los restos de Morrison y Rimbaud y con
lo único que volvió fue con la tierra entre sus botas
y con un frío entre las venas. Es ella, la que confesó
que en vez de inyectarse heroína, se masturbaba
catorce veces seguidas. La misma.
Y sedujo al micrófono y voceó su locura.
Alguna vez invitó a la guitarra de Lenny Kaye y
del poema fracturó en rock, en punk y su belleza a
un paso de no ser mujer, tampoco hombre, sentó
de culo a la industria y abrió las ventanas de tan-
tos paisajes, y como Eva introdujo el pecado: la
política en las cosas del decir, aullando.
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abrazo a Eva
y asumo toda responsabilidad
por cada bolsillo que he robado
vil y hábil
cada canción de Johnny Ace
con la que me he divertido
mucho antes de que la Iglesia
lo diera por bueno y limpio.
Así pues, Cristo
te digo adiós
echándote esta noche
yo misma puedo encenderme la luz
y la oscuridad también está bien
te colgaron por mi hermano
pero conmigo no te pases
tu muerte fue por los pecados de alguien
pero no por los míos.
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Mujerícola 19
VIOLETA
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y al son que corto cadena
le solicito a Jesús
que me oscurezca la luz
si esto no vale la pena.
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me lo dijo en una carta
pa’ que el alma se me parta
por no tenerla conmigo.
El mundo será testigo
que hey de pagar esta falta.
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Mujerícola 20
ALFONSINA
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en el cuenco de sus manos. Tasa su redondez y
por cada gramo, un grano de sal en sus pulmones.
Lo mismo en el bar que en la escuela, el mar iba
y venía letra por letra, y algunos cerraban los ojos
para oírla marea alta, luna llena. Los muertos rom-
pían la tierra para volver sobre su voz, seca y tibia,
donde escampar. Tenía la palabra en ella el hogar.
Pero nuestra niña hizo esquina con el agua-
cero. A los veinte queda preñada de un hombre
casado y veinte años mayor que ella y se hace de
otro garfio: ser madre soltera. Lo único que ruega
es que su hijo no nazca mujer, Alejandro.
En ella no hubo desgracia que germinara la
grieta sobre sus piernas, agraciaba la vida que sin
poesía no es más que el movimiento de las larvas.
Espinaba sí, la cajita y el lazo con el que debían
enmudecer las mujeres.
Entonces, era Alfonsina una ola alzada como
caballo sobre sus patas y no llegaba a conocer
bordes, una ondulación que tras su paso dejaba
flotar los restos de algunos árboles deshojados y
desorientados, que después de ella deseaban po-
drirse en su poema.
Y así vendría contra ella la fiereza del mismo
océano a descubrir en su pecho la acumulación
de los venenos.
La vida no pudo despedirla sin desinflarla,
sin estrujarla. Lloró en los bares. En las escuelas.
En las salas de redacción se derramó. Pero murió
antes de suicidarse cuando aquella altanería del
mar le arrancó la teta. La golpeó para derribar sus
puertas, que nunca estuvieron cerradas. Y pasó el
caldo a convertirla en cicatriz.
No quiso mirar, ni mirarse. Se sostuvo una
teta con una mano y la otra la imaginó, como al-
guna vez hizo con sus pómulos gordos y el vacío la
hizo saltar sin miedos, sobre una carta para el final:
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Dientes de flores, cofia de rocío,
manos de hierbas, tú, nodriza fina,
tenme puestas las sábanas terrosas
y el edredón de musgos escardados.
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Mujerícola 21
HOGAR
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a calmar el hambre
a cantar sobre las vainas
a que circule la sangre.
Mi hogar,
el cuenco de tu boca
por donde camina el mar
la leche de la tierra.
Mi lar,
la noche oscura del alma
la piel de la arena, la crin de una ola.
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Mujerícola 22
IDEA
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Eran amarillas las hojas de la libreta en la que
anotaba los nombres de cada corcel que la montó.
Su cuerpo, invasor, no la dejó nadar en la at-
mósfera.
Y no maquilló su corazón, lo estrelló contra la
hoja y lo dio a leer a la jauría.
Vivía en Onetti, calle Durazno, casa La llaga.
Y la esposa de Juan la sabía y sentía por Idea
no más que compasión.
“Pasá”, le abría la puerta la Dolly que había
prometido el escritor de Santa María;
Ya no será,/ ya no viviremos juntos, no criaré a tu
hijo/ no coseré tu ropa, no te tendré de noche/
no te besaré al irme, nunca sabrás quién fui/ por
qué me amaron otros. (...) No me abrazarás
nunca como esa noche, nunca./ No volveré a to-
carte. No te veré morir.
Sus canciones le costaron el desierto
y así la brisa de los médanos le peinó los de-
signios
el Museo de una soledad arenosa
la cresta roja de un gallo, la mar:
De todas partes vienen, sangre y coraje, para sal-
var su suelo los orientales.
Le gustaba hacerse fotos tanto como las plan-
tas y podía almorzar la tarde en un claro del jardín
mirando cómo germina el color verde y arrancar
de una hoja la savia.
Siente la náusea y el suicidio no la conoce,
pero el asma la asfi xia y cualquier roce le hace
moretones en todo el verso. No se estaba
quieta con ninguno, con nadie. Y es cada vez me-
nos explícita:
Como un disco acabado / que gira y gira y gira /
ya sin música / empecinado y mudo / y olvidado.
/ Bueno / así.
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Ella no quiso darse cuenta de que la vida le
sería larga. Ochenta y ocho años y todas las hojas
cayeron a su alrededor, los amores, los dolores.
“—¿Tu sueño de dicha?
—La soledad”.
Antes del fuego final, no podía hablar.
Entonces sujetó en sus ojos la tabla sobre la
que comían en la casa de la calle Inca, alrededor
de la cual su padre se paseaba recitando poemas,
mientras ella hacía llorar el violín y adonde iba a
parar el blanco de las magnolias.
Reclinó la cabeza en el pecho de la historia.
Cabalgó nada más que nueve años del siglo
nuevo. Y en su velatorio solo diez personas (de los
que dos eran funcionarios del gobierno) fueron a
arrojar sobre Idea Vilariño la soledad.
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Mujerícola 23
ARGELIA
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que lo expulsaron del estado Miranda y fueron a
empobrecer los márgenes de la capital.
Alguna vez tuvo que abandonar las clases
porque tenía hambre. Era mujer, negra y pobre,
pero nunca desposeída. Tenía poder, supo parirlo
y pudo criarlo.
Antes de habitar las grietas de la historia
siendo la Comandanta Jacinta, Argelia se convir-
tió en maestra. Poquito después manejaba con
igual experticia chopos y explosivos contra Pérez
Jiménez.
Lo que no le sirvió durante su más temible
pelea. Fue violada y del forcejeo una barriga.
Decidió concebir. Y fue entonces madre sol-
tera, cuando a las maestras les era prohibido y lo
mismo abortaban que se suicidaban. La suspen-
dieron por conducta inmoral, pero volvió por to-
dos los caminos.
Se preparó para traer a Perucho, sin dolor.
Y no fue sino hasta los ocho años que supo que
Argelia Mercedes era su madre, porque era muy
peligroso revelar el vínculo.
Con casi cuarenta años pasó de asistir a ser la
propia guerrilla.
Ocuparía así un renglón en la lista de “próxi-
mos fusilados” políticos.
Y desde el vientre del monte volvió a levan-
tarse contra el macho de izquierda, que creyó que
la mujer iba a la montaña a prepararle el mondon-
go, a lavarle los trapos.
Su credo pasó del evangelio al socialismo
criollo, para todas, para todos.
Argelia Laya vivió en El Valle, en el piso 25
de un superbloque de Inavi. Única propiedad que
heredó a sus hijos. Desde su ventana miró como
la montaña de donde debía bullir la gente nueva
se hacía pesebre de mano de obra barata.
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Su sueldo de maestra lo rindió hasta su muer-
te, para comer, para dar de comer, para hacerse
de retazos de tela con los que mandaba a coser las
batolas bajo las que se le recuerda pateando las
calles de Caracas. También le fue suficiente para
poner en su repisa cremas de Colaped, con las que
ponía a sus nietas a sobarle los pies.
Del bolso negro grande pasó a una pequeña
maleta con ruedas en la que llevaba libros, libri-
tos, panfletos, folletos, todos enseñaban a la mu-
jer cómo extender las alas.
Parió a tres hombres: Pedro, Rafael y Luis
Guillermo. El hijo del medio murió en un ac-
cidente y los otros le regalaron cuatro nietas:
Rosario (engendrada por Pedro y una indígena
jivi cuando apenas tenía catorce años, por lo que
fue criada por su abuela paterna), Flora, Beatrice y
Ananda (única hija de Luis y que vivió con Argelia
hasta su muerte).
A ella, todo partido que le apretó, se lo sacó
de encima, porque le gustó la holgura y la hizo su
casa y su tumba.
eee
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Mujerícola 24
LA AVANZADORA
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Con uno de los violadores de su madre, cono-
ce las ideas de independencia. Así, el general don
Andrés Rojas la convierte en su mano derecha en
los menesteres de la insurrección.
Veinte años y un poco más tenía cuando or-
ganiza a los esclavos del lado de la causa patriota
y participa en cinco de las batallas que explotan
en oriente contra la corona española. Conforma
y lidera la batería de mujeres que ejecuta distintas
tareas en el frente: apertrechar los cañones, aten-
der los heridos, suplir de provisiones a las tropas y
enfrentarse al enemigo.
A las cuatro de la tarde del 25 de mayo de
1813 Juana corre bajo un aguacero de balas hasta
Los Godos, para desenfundar –del pecho de un
general muerto– la espada que ondearía en el cie-
lo patriota. Devuelve en el gesto la fe en la vic-
toria, entre los vencidos. Y entonces, convierte la
derrota en turba y remolino de viento contra la
rama seca. El rey Zamuro se mastica a los colonos.
La Juana enterraría a los realistas caídos y
Maturín ganaría el mote de la “Tumba de los ti-
ranos”.
Un año más tarde le tocará correr entre los
montes, después de que Morales quemara su al-
dea. En las montañas se establecería como guerri-
llera y desde la cumbre la resistencia. Un año de
fuego la transforma en antorcha errante, que por
donde pasa, aluza.
Una vez labrada la independencia, Juana se
siembra en Guacharacas y transforma sus hojas
en flores para ser polinizada. Allí pare una mano
de hijas: dos de nombre Juana, Clara, Josefa y
Victoria.
En 1856, sesenta y seis cardones espigaron
en el lugar exacto donde fue enterrada. El agua
en su tallo goteó. Hizo un hilo de lágrimas de
89
Guacharacas a los cacaotales donde inauguró su
desnudez. Tres pavos reales púrpuras florearon
sus altares y por cada pluma una espada empuña-
da: Juana avanzó.
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Mujerícola 25
MARÍA LIONZA
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Ella habló con un mango y fue hoja que se
tragó el río.
Y cabalgó sobre la muerte de sus enemigos
hasta volver a la crisálida.
Y fue cuando la vieron, sosteniendo los hue-
sos de su pelvis al cielo, porque de su vientre una
legión de gotas se alzarán contra la espada yerma.
La penetró una cascada y parió una liana, de
donde se cuelgan los guerreros.
Su hija la cueva se ha roto porque la pretende
una hebra de luz.
La laguna se queda sin agua, porque la escu-
pe contra el turista.
De vez en cuando nos sueña y se despierta y
tirita.
Se descubre enyesada, en medio de una saba-
na de asfalto.
Y sus ojos ya no conjuran
porque en ellos el cemento la maldice a ella y
a sus hijos.
Y así marchita la flor, se parte en la cintura, se
cae, se descascara, se vuelve al azul inmenso.
Entonces corre hasta la serpiente que la reci-
be con la boca abierta,
agita el monte,
llueve en el copito,
ruge el cunaguaro,
el tronco de la ceiba da una vuelta más
se encienden todas las velas:
alguien cree en la Diosa madre.
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Mujerícola 26
SIMONA
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Con recursos suficientes pudo hacer estudiar
a Simona. La madre fue llamada la recovera y
Simona, la jubonera de Mecapaca.
En el dobladillo del faldón escondía ma-
pas y letras que dibujaban la revolución paceña.
Instruida en el arte del secreto, susurró estrate-
gias al mismo tiempo que presentaba sus pespun-
tes finales.
Su voz, como el atardecer en el altiplano, era
la neblina que abrigaba el cielo violeta. Y caminó
mientras nacían uno por uno los mil ochocientos.
Negociaba armas y perdigones y daba de co-
mer peras verdes al enemigo, con la esperanza de
ganar la independencia en una diarrea o al menos
un día en la batalla.
La mujer que nacía para dar vida estaba an-
siosa por dar muerte.
Mil ochocientos nueve la recibiría como a
otras... “rasgando sus vestidos”, en el Cabildo, “los
daban para que sirvieran de taco a los improvisa-
dos proyectiles”.
Pero también los rellenaron de plomo... “entre
tanto, los americanos advierten serles insignifi-
cantes al armamento sin municiones necesarias...
cincuenta mil cartuchos y doscientos tiros de
cañón se los deben (a las mujeres)... las primeras
balas despedidas a favor de la independencia fue-
ron fabricadas por vuestras delicadas manos. Sois
autores principales de la independencia”.
En septiembre de 1814 estalló un movimien-
to revolucionario en La Paz. Entonces Simona
junto a otras mujeres se vistieron de indias y lle-
varon mensajes a los jefes patriotas. Ella había
formado filas con Vicenta Eguino, quien escondía
en su casa a los hombres, criados y sirvientes que
participaron de la revuelta, y tras una maniobra
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hizo embriagar a los realistas, se puso al mando
de la tropa y tomó la plaza, sin resistencias.
“En la mañana, una explosión arrasó el cuar-
tel y la multitud salió enfurecida:
y las mujeres armadas de puñales y cuchillos
perseguían a cuanto español encontraban en las
calles
y le daban muerte. El cadáver del gobernador
fue el primero en colgarse en la plaza y arrastrado
hasta el cementerio”.
En vida ella vestía, y para su muerte la des-
vistieron.
Era una mañana de 1816. Le colgaron un ju-
bón, una coraza, que la devolvía al dolor origina-
rio, ese de reventar una costilla.
Raparon su melena, como a las putas.
Más adelante, Vicenta diría por todas:
“... Di a los que te han mandado, que cada
pelo serviría para colgar a un tirano”.
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Mujerícola 27
CONCHA
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Cuando me embaracé, a Concha se le dio un
día por negarlo, y al otro simplemente por decla-
rarse abuela. Pensaba que en eso de ser mamá, lo
que le ocurría a la tierra era un buen ejemplo: los
hijos te devoran.
Cuando iba, tenía que avisarle por lo menos
un día antes y llegar con el estómago vacío. Me
preparaba una pasta con salsa, me abría las ma-
nos y dejaba caer sobre ellas una bolsa con cara-
melos de miel.
Fui su niña, también el ímpetu de cuando
muchacha y heme aquí, como ella, madre devora-
da por el dolor de los hijos de los días.
Me cuesta decir que seamos Mujeres libres.
Concepción Liaño vino al mundo en Fran-
cia en 1916, pero nació a los quince años, en
Catalunya, cuando se unió a las Juventudes Liber-
tarias.
Desde entonces, de esa época no se fue nunca
hacia atrás, ni hacia adelante. Fue militante para
hacerse mujer. Alguna vez me dijo que hubiese
querido nacer hombre para gozar de la libertad.
Pero, cuando vio a una mujer parir se hizo femi-
nista.
Los dolores le fueron dados lo mismo que el
aliento, aun así logró sonreír y con ella una fila
de más de veinte mil mujeres del movimiento del
cual fue lugarteniente.
Los primeros días de mayo de 1937, asesina-
rían a Alfredo Martínez Hungría, su compañero
y su amante. Desde entonces, Concha habitaría
las ponientes y detrás de sus ramas la cegaría el
ocaso.
Antes de venirse a Venezuela, pasó por Fran-
cia, pero Francia nunca pasaría por ella. Llegó a
Maracaibo en 1948 y el sol le fue cálido.
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Un par de veces la acompañé a la Embajada
de España en Venezuela. Iba a resolver temas de
su pensión. Cuando llegaba, la recibían con pom-
pa, pero se devolvía íngrima a Capuchinos, don-
de vivió hasta su muerte.
Me resulta doloroso pensar en su partida, en
el infarto que anunciara unos meses antes. Ni el
gato la acompañó. Trece días pasaron de aquella
explosión en el pecho, hasta que supimos final-
mente que su corazón le fue más grande que su
cuerpo.
eee
eee
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Mujerícola 28
MARIPOSAS
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no aburrirse leían a Víctor Hugo, lo mismo que
a Neruda, o corrían como yeguas hasta quedar
sembradas en el copito de alguna montaña.
Del colegio vieron llevarse a varias de sus
compañeritas a la cama de Trujillo, quien se daba
vueltas por el recinto, para elegir a la presa.
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Mujerícola 29
LA SOMBRA
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Las persigue por el piso, las lame. Entonces
no abre los ojos. No quiere encontrarse.
Se sienta. Cruza los brazos por encima de
su pecho. Se abraza. Con la yema de los dedos se
descubre los lunares en la parte alta de la espalda.
Y va de rozarlos a rascarlos, a romperlos. La san-
gre, la sal de la sangre le ha solidificado dientes en
la lengua.
Habla un rato con los pájaros, a quienes en-
marca en un viejo cuadro, en la pared de al lado
de la entrada.
Las flores son el lenguaje entre las aves.
Ella quería devolverse al jardín. En cambio su
carne y sus huesos permanecían anudados, en-
cadenados a la cama. Los eslabones llegaban un
metro a la redonda de aquel lecho. Lo demás era
un pantano bajo el que agonizaban sus rezos, sus
frutas, sus pétalos.
Todos los días antes de que muriera el cielo,
se dejaría caer en el lodazal, primero los pies, des-
pués las caderas y por último la boca, abierta, dis-
puesta a tragarse la tierra.
Es hija de una espina, una nube rosa y una
semilla de auyama.
De sus ramas dos alas negras dan aliento a la
humanidad.
Y cuando despierta, sigue tumbada alrededor
de la ceiba desnuda.
Es una vieja hoja dorada que no sabe cerrar
las puertas.
Un dragón de komodo que caza los huevos de
los que manan los perros de la guerra.
Es un cuarto de muros curvados, con cintu-
rón de cerrojos, de cuyo centro el magma elabora
los más suaves pomos.
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Mujerícola 30
LA DERROTA
No me quiere.
No me mira.
No me toca.
Me dejó.
Pero yo soy fuerte.
Soy su derrota.
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En el mundo no quieren a los tristes, sentenció
el poeta.
En mi planeta, sí.
En mi casa los domingos largos son ha-
maqueados bajo el lucero de la flor del cambur.
Nadie pretende acelerarlos, alumbrarlos, festejar-
los. Le hacemos una sopa y listo. Nos tiramos en
sus horas y andamos
cada segundo, humeando.
El olor tejido de la derrota envuelve mi cuer-
po y el de mi amante en una red de cáñamo que
lo mismo sirve para pescar que para tirarnos a la
arena, bajo una montaña de peces anudados.
Pero este domingo no fue cualquier día del
señor. No.
Este día murió Antonio. Y también algunas
ideas de país.
Y la derrota volvió a quedar desamparada.
Así que la vi, me vio. Y no pude continuar,
como si nada.
Entonces, le hice espacio en la hamaca y re-
forcé el amarre de los bramantes.
eee
La derrota es mía.
Es mía por no sembrar mi comida.
Es mía por no juntarme y luchar la tierra.
Es mía por creer que la revolución debe ha-
cerla un gobierno.
La derrota es mía porque al no ser de nadie es
de todos.
Es mía por pensar que la victoria era casa y no
circunstancia.
Es mía por creer que una ley me ampararía
del hastío de un domingo y su muerte.
Es mía por delegar las rejas para mis miedos,
las alas, también el viento.
106
La derrota es mía, que he puesto mi corazón
y mis ojos en la maleta de un corrupto que se ha
ido y me ha robado los impuestos y desconozco su
cara, también su firma y me ha dejado el hambre y
una patada en la quijada y la derrota renca.
Es mía cuando vislumbro que la gloria ajena
es también una derrota.
Es mi derrota no haber heredado la esperan-
za.
Derrotada vine a perder. No tengo miedo a
comenzar de nuevo, a comer de la manzana, a
agrietar las montañas, a subir lágrima por lágri-
ma hasta encontrar mis ojos.
Mejor si lo hacemos juntos.
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Mujerícola 31
MADRE
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Me decía Adolfo Herrera, mi profesor en la
universidad, que una reproduce o niega a sus pa-
dres. “Hijos sois, padres seréis”, repetía.
Algunas feministas se atreven a proponer: no
se es madre, se tienen hijos, porque “ser madre
–en el fondo– es desaparecer”, o como lo expone
Marcela Lagarde: el descuido para lograr el cuido.
La maternidad como categoría antropófaga, que
nos devora.
Entonces sí tenemos la culpa, pero de ser ma-
dre.
Simone de Beauvoir lo plantea así en El segun-
do sexo: Otra actitud bastante frecuente, y que no es
menos nefasta para el niño es la devoción masoquista:
algunas madres, para compensar el vacío de su co-
razón y castigarse por una hostilidad que no quieren
confesarse, se hacen esclavas de su progenie: cultivan
indefinidamente una ansiedad morbosa, no soportan
que el hijo se aleje de ellas; renuncian a todo placer, a
toda vida personal, lo cual les permite adoptar una
actitud de víctimas; y de estos sacrificios extraen el
derecho a negar al hijo toda independencia; esta re-
nuncia se concilia fácilmente con una voluntad tirá-
nica de dominación; la mater dolorosa hace de sus
sufrimientos un arma que utiliza sádicamente; sus
escenas de resignación engendran en el niño senti-
mientos de culpabilidad que, a menudo, pesarán sobre
él durante toda la vida: esas escenas son aún más no-
civas que las escenas agresivas.
Para Carlos Marx: La tiranía del pater y ma-
ter en la familia burguesa ve en sus hijos medios de
producción material y espiritual. Emma Goldman
lo amplía: Las consecuencias de una maternidad re-
presiva, no pueden ser más que una masa de siervos.
La sociedad da forma a sus propios monstruos, y en
el desierto de la historia la madre es el sol, también la
más fría noche.
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eee
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Mujerícola 32
MARGUERITE
111
El amor entre una mujer y otra exalta su espí-
ritu platónico: el reconocimiento de la igualdad
entre las que se unen, la belleza.
Se fue detrás de la humedad, un hilo que se
dibujaba en el cemento y atravesaba los océanos:
el líquido vaginal de Grace Frick. Lo olió, lo olió
y lo saboreó hasta que ambas montaron a caballo
para dibujar una casa y vivir lo difícil, también lo
simple en las piernas del Tío Sam, en Montes de-
siertos. Era mil novecientos treinta y nueve, tenía
treinta y seis. Le cuesta destetarse de Europa, a
veces rebelde, a veces reconquistada, tanto como
de Dios.
De Michel, su padre, el raro y anárquico bur-
gués, no dejaría de emborracharse jamás.
Siembra en la huerta y de su cosecha elabora
manjares (y registra las recetas) para recibir a sus
amigos. Escribe como cocina: un ágape que nos
remonta a los primeros días, cuando la fruta no
se llagaba.
Grace y ella se envuelven en las mismas sába-
nas, durante cuarenta años, de los cuales, la mi-
tad se los lleva un cáncer de mama que marchita
a su compañera. Y los últimos diez encanecen a
Marguerite, obligada a postrar a su espíritu de nó-
mada. La muerte es el abandono.
Ya en mil novecientos cincuenta y dos: M.
Yourcenar declara odiar irrevocablemente a G.F.
Se deshincha la ola y pierde curvas la volup-
tuosidad. Marguerite le ha robado la sombra al
mundo.
Somos castigados por no haber podido quedarnos
solos, diría en el Tiro de gracia.
Antes de la soledad, Frick le deja a Jerri y Jerri
le abanica las alas. Era mil novecientos setenta y
nueve.
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En mil novecientos ochenta y cinco, un raro
virus contagia a Jerri Wilson. Le cierra los ojos el
sida, en menos de un año.
Poco después, el ocho de noviembre de mil
novecientos ochenta y siete, un ataque cerebral
la sube a Marguerite Yourcenar a la camilla del
hospital y desde allí lega el último de sus libros,
habiendo domesticado al fuego.
Nueve días pasarían para que la noche ence-
gueciera la puerta hacia otra luz: eran las nueve y
media y la luna deshojaría en el cielo.
Extrañaría el silencio, ese antes del nacimiento
del mundo.
Y parte, siendo más necia que como llegó,
como Adriano: Imponer mis planes, ensayar mis re-
medios, restaurar la paz (...) para ser yo mismo antes
de morir.
Dicen que comer su corazón debió devolverle
al mundo el aliento, como se hace con las tortoli-
tas, en un breve diálogo con el tiempo.
Mínima alma mía, tierna y flotante, huésped y
compañera de mi cuerpo, descenderás a esos parajes
pálidos, rígidos y desnudos, donde habrás de renun-
ciar a los juegos de antaño. Todavía un instante mi-
remos juntos las riberas familiares, los objetos que sin
duda no volveremos a ver... Tratemos de entrar en la
muerte con los ojos abiertos...
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Mujerícola 33
JANIS
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no había objeto en que siguiera derritiendo sus
polos. Todas las lunas eran propicias para el viaje:
Las feas nos morimos en cada espejo.
La más hermosa vidriera se cerraba al dolor,
en el azul pacífico de sus ojos vaciaron sus ceni-
zas.
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Mujerícola 34
ÁNGELA
116
Y, cómo decirle a una niña que las cajitas en
las que guarda sus sonrisas son efímeras:
Ángela, tu vida será de lucha y eso la hará
hermosa.
Por cada hilo de tu cabello, un día podrá vi-
vir, y seguirá bailando la tierra.
El destino es ahora, y ahora tu lugar es el ca-
mino, de la Colina Dinamita, en Birmingham,
Alabama a la pequeña isla que llaman Nueva
York. De la capital del mundo a la lengua roman-
ce. De Francia a Alemania. De Alemania al pla-
neta Adorno y de Adorno a Marcuse. De la cárcel
a la academia, otra cárcel. Pero te cuelas por el
espacio ese que hay entre tus dientes frontales y te
permites respirar.
Ángela, serás una pantera que estirará sus ga-
rras y arañará la historia, una pantera que a su
paso delineará surcos de los que nacerán todos
los volcanes.
Serás roja, ya no negra, y las ideas te agrieta-
rán la cabeza.
De tu cabellera, el león aprenderá a imponer
su presencia.
Y con tus ojos se tejió la oscuridad.
Serás peligrosa y sabrás que una reja no te
hará menos libre.
Pero las querrás abajo y morirás y no caerán.
eee
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Reagan o Bush. Cuando tengas un poco más de
setenta años ya no hablarás del comunismo, de-
fenderás la democracia y yo me preguntaré ¿qué
habrás tenido que callar para poder seguir siendo
aquella niña que no sabe por qué se llama como
se llama?
Mujerícola 35
LA MUÑEQUERA
119
Su inseparable Eusebia, otra rellena de trapi-
tos, le susurra al oído cómo se respira a la orilla
de un apamate, cómo se recoge en la palma de la
mano un trompo que baila y que silba canciones
de libertad, le enseñó cómo palpitar cada vez que
entonara su voz como espada en el combate a
quien mientan mundo.
Un día le dijeron que estaba loca y ella se hizo
de la idea. Se puso sus mejores trapos, solo que se
los puso todos y se fue hasta su trabajo. Hacía rato
que no quería seguir bajo las rejas, y entonces le
abrieron las ventanas. Volaron así medias, cami-
sas, faldones, y la muñeca reía y con ella el viento
jugaba.
Alí la reconoció como se reconocen los hijos
de la savia: soldados de la vida.
A Zobeyda le pusieron Candelaria porque na-
ció el día de la Virgen de la Candelaria, un dos
de febrero, mismo día en que nadie vio cuando
se empinó la punta de sus dedos y se tragó a sí
misma, un uroboro que no termina de irse, por-
que siempre está girando como el hula-hula, en la
cintura de un niña que se escapa para siempre en
el recreo.
Todas las almas tienen una muñeca. De tra-
po, de tusa, de piedra, de cabeza ‘e ñema, de palo,
de cera, de madera, de papel, de barro. Las más
lúcidas personas se hacen la suya: Reverón cosió
a Juanita, por ejemplo, y el sol de La Guaira se lo
llevó a él y quedó su muñeca dando tumbos en los
museos. No es justa la ley de los hombres.
Zobeyda Candelaria Jiménez es la muñeca de
un país que se niega a perder el alma, y que por el
contrario la eleva como un papagayo en tempes-
tad, que dibuja círculos en la negritud de los cielos
y conduce los rayos que iluminan el Catatumbo.
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En casa tenemos la tarea de volver a coser a
Zobeyda, y de juntarla con Eusebia, con Juanita,
sobre el caballo de manteca de Aquiles, para que
por fin la poesía cabalgue en los corazones del
pueblo aquel que no se fija en cómo crece el oréga-
no en los ocasos.
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Mujerícola 36
NINA
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Reunía a los más fieles creyentes, que cami-
naban desde otro pueblo a Tryon (donde nació en
mil novecientos treinta y tres) para oírla y verla
acariciar el órgano de su iglesia. Ella atravesaba
suburbios blancos para desarrollar su prodigio. Y
lo mismo, en el banco donde tocaba el piano se
llegaron a sentar a su lado Martin Luther King a la
derecha, y Malcolm X a la izquierda.
Pasó de ser la modosita aprendiz de músi-
ca clásica, a la defensora de los derechos civiles
de los negros afroamericanos: Creo que Estados
Unidos va a morir. ¿Lo matarán o se suicidará? C’est
la même chose!, me dijo una vez.
En una de las palizas que le diera su captor,
Eunice lloró hasta que el ahogo la resucitó, tira-
da en las escaleras de sus ojos: muy poco amada,
delgada con un mi sostenido, rota: vomitaba en la
bola de un micrófono el alma y los parásitos acu-
díamos a lamerlo.
Como a todos sus amantes, Nina terminó por
odiar al piano.
Y se fue sin pagar los impuestos, sin beso de
despedida, y no miró hacia atrás, y a los días su
hija la dejó a merced de sí misma, desnuda en el
pasillo de un hotel con un cuchillo en la mano.
La libertad de ser dos veces Nina era fuego y
gasolina.
Se tropezó con su red y quedó envuelta por el
tejido de nailon.
Quemó Francia y le disparó cuanto pudo al
ruido aquel que no fuera música.
Volvió a los bares a buscar a sus fantasmas,
y se descubrió sola, abrazada al grosor de sus es-
camas.
Ni siquiera África pudo levantarla. Tenía
miedo.
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Tampoco supo dormir más: un gato negro
nunca se cruzó en su camino, y seguía orando to-
das las noches para que la muerte la librara de la
muerte.
Todos caerán como moscas, advirtió en el des-
censo.
La libertad no es cosa de la vida.
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Mujerícola 37
ANAÏS
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La recibe Nueva York.
Antes de que cumpliera los veinte, “faraleó”
la vida, se deshizo de la academia y posó desnuda.
Su tía Antolina le arregló el matrimonio con
Hugh Guiler, en Cuba, antes de que “parara puta”
por su amor al flamenco. Dos años pasaron antes
de que se tocaran.
De Cuba se lleva el jolgorio de la caña burbu-
jeándole en los muslos.
Buscaba a su padre por las ventanas, yén-
dose, y lo halla en todas partes, mientras lame a
Edipo erecto.
Anaïs se bebe a los escritores, y su marido le
limpia las copas. Con Henry Miller conoce a June
Mandsfield, la esposa, y con ambos arma y des-
arma las líneas de un triángulo cojo: y es capaz
de amar todo cuerpo que entre en su cama, y su
cama es todo espacio en el que vuelve a fregar las
almohadas contra su vientre.
A June la penetró. Al sentarse en el sofá de aba-
jo, la abertura de su vestido dejaba al descubierto el
nacimiento de sus pechos; sentí deseos de besarla allí.
Yo me hallaba muy turbada y temblorosa. Tanto la
amó que quiso ser ella y que la amase como aman
las mujeres.
Con Henry, con June, con Artaud, con
Allendy, todos bajo sus faldas, Francia le regresa
al padre. Veinte años después, en el hotel en el que
junta su cuerpo con el de Joaquín: la respiración
sobre su nuca, el gen del deseo también suyo. Lo
consigue, pero no puede el orfebre apagar con ba-
rro el fuego. Sigue ardiendo el hambre y Anaïs es
una boca que se traga a sí misma.
Y sus caricias fueron penetrantes sutiles; pero yo
no podía y quise escapar de él.
De nuevo me eché sobre él y sentí la dureza de su
pene.
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Lo descubrí y lo acaricié con mi mano. Vi cómo se
estremecía de deseo.
Con una extraña violencia, me levanté la negli-
gé‚ y me puse encima de él.
—Toi, Anais Je n’ai plus de Dieu.
Extasiado su rostro, y yo frenética por el deseo de
unirme con él... ondulándome, acariciándolo, pegada
a su cuerpo. Su espasmo fue tremendo, con todo su
ser. Se vació por entero dentro de mí... y mi entrega
fue inmensa, con todo mi ser, solo con aquel rincón de
miedo que me impedía el supremo espasmo.
Nadie quiso publicar aquello.
Anaïs lo contaba todo, con el lujo de la ficción
y la simpleza de la verdad.
Ella se tendía sobre la mesa y se dejaba mas-
ticar.
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Mujerícola 38
BICHO
128
barrer el piso de tierra de la casa de la abuela y
olerlo profundo cuando lo regaba, pronto me lla-
marían “bruja” y ahora estaría envenenada.
Los demás insistían en que (y aunque en esto
no era exclusiva) era pobre, la peor de las insig-
nias. Yo no me daba cuenta. Era tan delgada que
mamá no hacía esfuerzo en cambiarme de ropa
cada año. Tenía árboles de donde colgarme, para
mecerme… yo, mi propia muñeca.
Y, aunque era rara, mi abuela me quería, y
con eso yo tendría suficiente para sobrevivir y po-
der escribirlo.
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Mujerícola 39
FEMICIDIO
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Hubo una época, durante la adolescencia tar-
día que llaman, en la que en la casa se extraviaban
los cuchillos de la cocina. Yo los tenía todos en la
cartera. En el barrio, habían violado y matado a
dos chicas con la que me había criado. Señalaban
–entre otros– al Manguera, un malandrito que
vivía cerca de la cancha, de donde espiaba a sus
víctimas.
Una noche volvía del teatro y me encontró en
un muro de piedras que está en medio de una lar-
ga calle que antecede a mi casa. Me dijo un par de
cosas, me rodeó, y cuando quiso encimarse uno
de mis primos lo detuvo con un grito: “Eeeeeey”.
A mí se me cayeron un par de cuchillos man-
tequilleros cuando saqué uno del bolsillo de mi
cartera. Él se rió. Y continuó “su camino”.
Respetó al hombre que apenas le subió la voz,
a lo lejos. Se burló de mi defensa.
Luego supe que el padre de una de sus vícti-
mas se lo llevó por el pico.
Ariana tiene miedo de ponerse sus “shores”
favoritos. Le han crecido las nalgas y ha crecido
el acoso. Tiene miedo de que le pase “algo”. Tiene
miedo de tener “la culpa”. En el abasto, un tipo
se creyó con el derecho de amasarla y no hubo
alguien capaz de acompañarla en su reclamo. Al
contrario, la miraron de arriba abajo, por encima
del hombro: “¿Para qué se pone falditas, pues?”,
“provocadora”, “atrevida”.
Mariela fue muerta a cuchilladas, delante de
sus hijos. Su esposo la penetró hasta el último es-
calofrío. Después se tiró por la ventana. “Pero, es
que ella le peleaba cuando llegaba tomado. Así no
se hace”, se repite la suegra.
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Hay más. Conozco a más. Seguro usted pue-
de sumar muchos relatos de muerte, cuya aso-
ciación parece lógica: ser mujer es un peligro. La
normalización del acoso es el preludio a la jus-
tificación de las muertes. O, ¿acaso una no vive
muriendo cada vez que un macho nos restriega
su poder?
En dos mil quince en Venezuela, según de-
claraciones de la fiscal general de la República,
Luisa Ortega Díaz, hubo 256 delitos de género,
de los que 121 se consumaron como femicidios,
y el resto, 132, fueron intentos de asesinar a una
mujer, solo por el hecho de serlo.
Y, aunque esas cifras son cuando menos con-
servadoras, dan cuenta de una realidad inoculta-
ble: las mujeres en general, y las venezolanas en
específico, seguimos siendo objetivo para la so-
ciedad patriarcal, y no solamente como esclavas
de la madeja en que se ha convertido la “civiliza-
ción”, sino como presas de la violencia machista.
El femicidio se ubica como el segundo gru-
po de delito que más se comete en Venezuela. ¿Y,
qué pasaría si realmente se denunciaran todos los
casos?
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un hotel–, como si el hecho de parar en una casa
fuera el argumento para asesinarlas.
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Mujerícola 40
BERTA
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Bajó de la montaña al asfalto y puso su cuer-
po y el de su comunidad frente al represor uni-
formado. Por allí no pasó ni medio pensamiento
y fueron las balas a sembrarse en la corteza del
pueblo unido.
Meció en su pecho el cuerpo muerto de
Maycol, un niño de catorce años, cuyo delito fue
sembrar maíz a las márgenes del río.
Se trajo en el lomo uno a uno a sus vecinos,
y los apiló en Tegucigalpa, capital de la inquina y
río de sangre. Se escondía Berta en sus espaldas,
única forma de sobrevivir a las gigantes transna-
cionales.
Y cayeron a su lado sus compañeros y a Berta
le creció el pecho, porque entonces fue responsable
de portar como antorcha sus corazones.
Esta noche se llevaron su cuerpo, para que
fuera su espíritu a poblar las aguas que atraviesan
la profundidad y la injusticia.
Ella supo lo que iba a pasarle, el río trató de
arrastrarla consigo más temprano, pero Berta in-
sistió en su camino: el final de su carne, escrito en
papel moneda en alguna oficina, la burocracia de
la muerte, que se alimenta de los impuestos, que
camina a su lado, que la mira de soslayo. El pobre,
uniformado de bárbaro, defendiendo a los amos,
y Berta con su voz de fuego concediéndole la vida,
a cambio de un ascenso.
“Vamos a investigar”, dicen las autoridades. Y
les queda fácil la verdad y la mentira.
“No la cuidamos lo suficiente”. Y se lavan las
manos donde mismo orinan, el mismo hueco
donde defecan, el plato en el que comen.
“Estados Unidos nos acompañará en la inves-
tigación”. Abren la boca y el tufo a muerte viste la
sala.
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Abren la boca y dos disparos nos dejan sin
vida, cuando a Berta se la lleva el río.
Afuera están las plumas y las flores, y el ase-
rrín y el agua, esperando que el hombre y que la
mujer bailen sus restos.
Afuera late la Luna en el agave: se espesa su
savia... recibe a Berta.
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La paga dependía de la producción, así que no
paraban, si no, no podían pagar el cuartucho y la
comida. Nueve horas mínimo, de lunes a viernes, y
hacían jornadas de siete los fines de semana.
No sabía cómo se llamaba la de al lado. Pero sí
cómo se llamaba su hijo: Américo, como el italia-
no que le dio nombre a esa masa de tierra.
El celador también era de Italia. Les cerró las
puertas, las ventanas, les revisaba los bolsos, les
evaporó las lágrimas.
Si tan solo hubiese podido llorar, algo de
aquel fuego se hubiese apagado.
Los diarios especularon, que si la colilla de
un cigarro en un tarro de basura lleno de retazos,
que si el motor de una de las máquinas. La ver-
dad, ella se hizo cenizas por mujer, niña, inmi-
grante. Ella y ciento veintidós mujeres más.
Era sábado, día veinticinco de marzo de mil
novecientos once. Ese día, unas quinientas tra-
bajadoras volvían a la factoría. Ella no subió por
el ascensor, sino que prefirió ejercitarse por las
escaleras, un túnel de escaso espacio, oscuro, por
el que –más tarde– no habría escapatoria. Sabía
que llegaba al noveno piso por el anuncio que
antecedía la fábrica: “Si no vienes el domingo, ni
pienses en regresar el lunes”. La del sindicato se
lo tradujo.
El día era como otros: sus manos se le entu-
mecían llegadas las doce, la nuca se contraía, y
volvía a Sicilia, a mojar sus pies en el mar que mira
a África.
Retrocedía la silla unos centímetros, se er-
guía y volvía a las cinturas de las camisas para las
señoras.
Esa tarde hubo de coser y descoser la misma
blusa unas tres o cuatro veces. Perdió la cuenta.
Miraba cada tanto el reloj.
138
A las cuatro, volvió a estirarse.
A las cuatro y cincuenta, sintió el humo que le
crecía desde el pedal de la máquina y se alzaba en
las mechas de tela: ¡¡¡FUOCO!!!
La de al lado, que no supo cómo diablos se lla-
mó, se lanzó por la ventana como un papagayo en
llamas. Sobre ella brincó un par, que unos segun-
dos más tarde vio tirarse por las cuerdas del ascen-
sor, otras se apretujaron por las escaleras.
Ella era demasiado pequeña, era el relleno
que hacía falta a los libros de historia.
Fue más útil muerta que viva.
Apenas pudo dar unos pasos, se devolvió a su
lugar de trabajo. No recordaba por qué había ve-
nido a América. Los gritos y las sirenas tampoco
la dejaban hurgar en sus recuerdos.
Recién había puesto suelas nuevas a sus zapa-
tos. Para entonces, el humo le había quebrado el
impulso, y cayó como una bandera sobre su má-
quina.
Se hizo ceniza y el viento que la barrió pro-
vino de la Cascada de las Rocas en Corleone, de
donde saltó al vacío hasta caer en la Estatua de la
Libertad.
Su tío llegó de Nueva Jersey por la noche a
buscar a Vincenza Billota, que murió quemada
viva dentro de la fábrica. Y logra identificarla por-
que sus zapatos habían sido recientemente repa-
rados.
Reconoció el trabajo del zapatero.
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20 cadáveres se consiguieron en el foso del
ascensor.
En total, la muerte de 146 personas calcina-
das (123 mujeres y 23 hombres), despertó la ra-
bia del mundo y reanimó especialmente la de las
mujeres, que lograron cambiar la legislación de
entonces.
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Mujerícola 42
ARTEMISIA
141
agarré su pene con tanta fuerza que incluso le arran-
qué un pedazo de carne, relató Artemisia.
El florentino la desfloró.
Sentí una fuerte quemazón y me dolía mucho,
pero como me estaba tapando la boca no pude gritar...
Y Orazio lo llevó a juicio papal a Agostino
Tassi, y el juicio fue contra su hija, que debió pro-
bar públicamente durante siete meses, que no te-
nía la culpa de ser violada. La torturaron para que
su agresor fuera menos agresor.
Tassi la llamó puta, la acusó de haber practi-
cado incesto con su padre, dijo asimismo que la
casa de su colega era un burdel.
Al final, después de que Tassi estuviera siete
meses en cárcel, el mismo Orazio volvió a ser su
amigo y la rabia le creció como un hongo en el
pecho a Artemisia.
Se convierte así en Judith, hija de Merari,
una viuda judía que decapita al general invasor
Holofernes, después de hacerlo oler sus tetas en
vino, en la sitiada ciudad de Bethulia.
Mi belleza es como la de una flor venenosa –dice
Judith–. Produce la cura y la muerte.
Y se convierte en Judith porque la pinta mi-
rándose al espejo. Y le dibuja los ojos a Agostino
en los de Holofernes. Y allí está, en los museos,
durante cuatrocientos años decapitando a su vio-
lador, haciendo de su cuello un reguero, exorci-
zando el dolor de un sablazo.
Dos metros de sangre, que lo mismo descabe-
za arriba que abajo, la venganza, la única vengan-
za que podía permitirse una mujer durante sus
pasos en la muerte del siglo dieciséis y los albores
del diecisiete, un cuadro (más bien un rectángu-
lo): Judith decapitando a Holofernes.
Artemisia nació en la Roma en la que la lle-
garon a conocer como la Caravaggio mujer. La
142
versión femenina del tenebroso. La “única” mu-
jer en Italia que alguna vez supo algo de pintura,
según Roberto Longhi. Su padre la guardó entre
remiendos y morteros, y creó a su alrededor el
aura de la niña a la que nadie vio, incluso entre
sus amigos de bebida (Tassi, por ejemplo). Fue
Orazio el primero en bautizarla como puta, por-
que Artemisia se mostraba curiosa en su adoles-
cencia.
Barroca, hija del claroscuro, Gentileschi aca-
rició la tela de realismo, con el drama de la luz, y
le dio forma con los callos que le dejó la Sibila, la
tortura que usaron durante el juicio para probar
que decía la verdad: un instrumento que apretaba
progresivamente cuerdas en torno a los dedos de
la pintora.
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143
como cuando él le atapuzó un puño de tela
para ahogar su auxilio.
Y logra aquel infierno correr abajo de los bor-
des de la cama.
Y ella no deja de verlo, mientras sostiene la
cabeza que le cuelga de los cabellos.
La profeta de la verdad, una Sibila se detiene
sobre su pincel:
El mango de su espada es una hermosa ven-
ganza.
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Mujerícola 43
HILDEGARD
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Se llama a sí misma pobre de forma, “igno-
rante porque soy mujer”, y de sus lirios manaba
como científica, naturalista, médica, sexóloga,
mística, filósofa, antropóloga, monja, profeta,
pintora, poeta, compositora, precursora de la eco-
logía, del feminismo, de la ópera, e inventora de la
que podría denominarse como la primera lengua
artificial de la historia con alfabeto propio y posi-
ble antecedente del esperanto: la Lingua Ignota.
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146
veía cómo el cuervo se comía los intestinos de la
iglesia, cada vez que un sacerdote se limpiaba el
semen de sus manos y de la boca del niño de esta
y aquella luna, de fe tan profunda como una laja
evaporan una montaña de piedra. A Hildegar se
le da por esparcir el olor de la lavanda, que aleja
muchísimas cosas malas y los espíritus malignos salen
aterrorizados por ella.
Oh Iglesia,
tus ojos son como el zafiro,
tus oídos como la montaña de Betel,
y tu nariz es
como una montaña de mirra e incienso,
y tu boca como el sonido
de muchas aguas.
Dijeron:
¡Ay! La roja sangre
del Cordero inocente
en sus bodas
ha sido derramada.
Que lo oigan todos los cielos,
y en suprema sinfonía
alaben al Cordero de Dios,
pues la garganta de la serpiente antigua,
en estas perlas
de la materia del Verbo de Dios,
ha sido sofocada.
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147
que la voz fluyera de la grieta lo mismo que una
ola atraviesa las cuevas del continente.
Y murió, murió en el intento de sobrevivir y
miró las fosforescencias desvanecerse con ella.
Antes decretó la licuefacción de la humanidad, un
torbellino de mierda y maldad, nada difícil de di-
bujar en un convento de la Edad Media.
Su principal milagro fue cumplir ochenta y
uno el día antes de que su Diosa María le cerrara
el ojo que escondía sobre el ombligo.
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Mujerícola 44
ANGÉLIQUE
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refugio para los que vuelven de la guerra, con
unos 73.000 habitantes, ubicado en la provincia
Oriental al noreste de la República Democrática
del Congo.
Ella ha transformado su miedo y pone sus
manos como cuencos en los que caen miles de
mujeres secuestradas, violadas, mutiladas, des-
plazadas, refugiadas, mujeres congolesas y tam-
bién sus niños, que aprenden de nuevo a bailar y
a entonar sus penas sobre el pecho de la hermana
Angélique Namaika, un tambor de agua que cal-
ma la sed de tanta alma yerma.
Su nombre no es en vano, le devuelve al nim-
bo de mujeres un claro donde es más azul el cie-
lo: un horno al que van a parar la fuerza de sus
espíritus, el alimento, el pan. Mantiene grupos
de costura, de formación agrícola y de alfabetiza-
ción, de partería y enfermería entre personas que
además son señaladas por el resto de la sociedad
como culpables de haber sido esclavizadas por
los ejércitos irregulares de su país. Ella es el ángel
que les devuelve a la vida y les convida al lugar
común: una misa que acaba en danzas, el campo
donde producen caraotas, maíz, arroz, auyama,
plátanos.
Cuando un niño, que ha visto morir a sus
hermanos, se pone en pie para reconocer las letras
de la pizarra de Angélique, la hermana siente que
acude al alumbramiento de un nuevo ser, como si
le diera la mano para que aprendiera a caminar y
corriera al pecho de su pueblo a dejar en el fuego
un pedacito de su madera, para que arda la espe-
ranza.
Pero lo mismo hace el pan, que la casa del ve-
cino, y levanta la tierra de la que está hecha su piel
y eleva una pared y otra, y las corona con palmas,
para que bajo el techo retorne el descanso y en
150
medio del bahareque la rama seca encuentre la
vida.
A Angélique le dieron un premio, y otro pre-
mio, y otro. Pero seamos claros, para su gente el
premio es ella, su “madre”.
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Mujerícola 45
LILITH
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Entre las hileras de sus cabellos se hallan en-
redadas las venas de hombres y mujeres a los que
enamora su grieta dispuesta al baile.
Yo la vi bañándose en el río, alisando las on-
das rojas de su cabeza con un peine de oro, con
forma de medialuna. La he visto en los partos re-
cibir la vida y en los velorios despedirla, ser cuna
y sepulcro, principio y fin.
Ha sido exilada y ha corrido en los desiertos
con el nombre de Dios en la boca, desafiando olas
de arena y la propia sombra enjaulada.
Se le acusa de matar a los hijos de Adán y
Eva una semana y un día después de nacidos,
por haber dado muerte a cien de los suyos; na-
die ha podido demostrarlo, pero quién se atreve
a contradecir las arcas del miedo, la promesa del
Paraíso.
A Lilith le gusta entonar las olas para dormir
al insomne y caminar desnuda sobre su frente, le
gusta cantar a lo que no nace.
A los nonacidos les da la succión de su cie-
lo, un pecho de hojas verdes, de donde cuelga la
vida, un par de lunas plateadas que brillan de
frente al sol.
Es la mujer primaria, sin culpas, sin miedo,
de voz en cuello, una mujer con cola que podía
elevarse para estar donde quisiera y cuando qui-
siera, aunque ello le costara la historia.
eee
153
Mujerícola 46
MIYÓ
154
boca, y en el dibujo de sus labios me robo sus pa-
labras.
Sus antepasados no la quieren. En el baúl de
los muertos solo su abuelo la cobija, con madera
fresca todas las noches, a los cuatro años, cuando
se escapa de su casa.
Dicen que a los cadáveres les crece el cabe-
llo, pero a Miyó no le creció nada. Su entrepier-
na guarda el sudor de una tarde en las faldas del
Lago. Sí, le crecieron las uñas y lo odia, porque no
puede escribir.
De tanto reunirnos puedo leer su pensamien-
to: un hondo vacío en el que hace eco la desflora-
ción del vientre de un apamate, abrazado por el
esqueleto de lo que parece un pez, sin color, por-
que nunca nadie ha podido “colorear un hueco”.
El barco de Francia la dejó en Trujillo y se
proclamó betijoqueña, dándole una patada a la
madre y a una olla de agua caliente, que le mar-
caría los pasos durante todo el tormento. Antes,
se negó a cantar el himno nacional, porque pedía
a gritos cantar “el suyo”. Escribió desde los dieci-
siete, pero fue cuando se mudó a Maracaibo que el
ardor le hizo conocer la poesía. Fue también pe-
riodista y madre, aunque a François lo vería solo
tres veces de adulto y no lo reconocería y sería
una lágrima en el mundo, una lágrima cayendo
sobre el candil, su primera lágrima parida. Au re-
voir, François.
François prefirió entonces quedarse con su
padre en París, una treta por la que descendió
Miyó al subsuelo.
155
ni agua clara que beber.
Su mundo será de aguaceros infernales
y planicies oscuras.
De gritos y gemidos
de sequedad en los ojos y la garganta
de martirizados cuerpos que no podrán verlo ni
oírlo.
156
bailar solo con ella, sola. No la detuvo ni san Judas
Tadeo, tampoco Rocío Durcal.
Era un 29 de noviembre de mil novecientos
noventa y uno, yo acababa de cumplir siete años y
su casa había sido derrumbada.
Se quejaba de su sequedad en la vagina, por
eso le pagaba a Vallejo para que le dejara laguni-
llas de saliva en la frente de la vulva, justo en la
palma que se le hacía por encima de los labios,
cuando se acostaba boca arriba y se convertía en
un monstruo con cabeza de mujer y garras de ar-
pía, el murmullo de sus pocas virtudes, la des-
heredada de belleza y simetría: ojo caído, bizca,
lentes de pasta gruesa, dientes de paleta, cica-
trices de quemadura, arrugas varias, mi-cuerpo-
es-una-mierda, gordura (se operó para quitarse
veinte kilos), alcohólica, dirritmia cerebral, ata-
ques de furia, era una mujer gastada por su men-
te, con el Mal en los ojos, dos partos, diez abortos,
ningún orgasmo.
Detallo su foto: la frente recta, masculina, un ojo
desviado, uno apagado, dientes flotantes, separados
y salientes, amarillos, como maíces, a causa de la ni-
cotina; el pelo recortado de cualquier forma, las lí-
neas de perro que denuncian la llegada y el paso de los
treinta años. Media boca sonríe. Media lo duda. Posee
al mismo tiempo la frialdad del hombre que se sien-
te ridículo ante la cámara y la fotogenia de la dama
acostumbrada a sonreír cuando la miran. Pruebo a
ocultar la mitad de su rostro con un dedo: la derecha
me sonríe, aunque muestra un atisbo de timidez, una
curva ovalada y calvicie incipiente: rostro de niña
prematura, envejecida a destiempo. Pruebo a ocultar
la otra mitad: mandíbula angular, con risa falsa. Ojo
atento, pero incapaz de parpadear, como el ojo de un
animal muerto o de una lagartija al asecho. Ahí está:
es la cara de un hombre equivocado de cuerpo.
157
Una se tropieza jodida con una misma, can-
tada por la voz dulce de una bestia que no qui-
so conocerte y en cambio se fue a encontrar con
Giovanna “entre el puerto y la montaña, la ribera
y el sur”, donde la muerte nos vigila.
Tantos estudios sobre las maldades del alcohol y
nada sobre sus beneficios. Los latidos se normalizan,
la bola se deshace, los ojos se aclaran, el pulso ya es
firme, la cerrada angustia se desvanece y el pecho se
abre. Clásica crisis de angustia diluida correctamente
en un trago (...).
No te sometas al chantaje de la muerte. La gente
que te habla de dependencia se cepilla los dientes to-
dos los días, a las 8, a las 12 y a las 8 otras vez. Llegan
todos los días al mismo sitio y hacen las mismas cosas.
Le dan cuerda al reloj para que suene, sin falta, a la
hora exacta. Toman un jugo de naranja exactamente
antes de cagar. Van a un parque y corren como aves-
truces. Sudan y quedan vacíos de tripa y cerebro, con
una bruma tan cerrada que solo ven la punta de sus
zapatos Adidas (...) ¿Eso no es dependencia? ¿Eso no
es reducir la vida a unos hábitos estúpidos?
Me asalta el peligro de ser estúpida en silen-
cio, soñándola sin poder obtener de ella tan si-
quiera el saludo, una mujer que no termina por
izar sus pétalos, esclava de la tierra, un maíz or-
namental.
158
Mujerícola 47
DILMA
159
Dilma había llegado por la misma razón que
no se iría: por delación.
La atraparon en un bar de la rua Augusta, en
San Pablo. Ahí se encontraba tres veces por se-
mana con José Olavo Leite Ribeiro, militante de
la Vanguardia Armada Revolucionaria Palmares,
recientemente capturado y torturado. Dijo el
hombre las señas, que harían de ese 16 de enero
de 1970, una herida en la historia de Brasil.
La detuvieron y la azotaron, la ahogaron en
los sótanos de la Operación Bandeirante contra
los comunistas. La colgaron de un palo en po-
sición fetal, con la cabeza hacia abajo, desnuda,
mientras le aplicaban electricidad en los pezones,
en la vagina. Era el pau de arara. Cuando la sen-
taban, caía como un saco de arena sobre la silla
eléctrica, la cadeira do dragão.
La enjuiciaron militarmente y la condenaron
a seis años, de los cuales cumple dos y un mes.
Se vestía con una sudadera azul marino, con
la que pretendía taparse los morados, los rasgu-
ños, la saliva, las manoseadas, el asco.
Hablaba poco, se tragaba las palabras, menos
cuando se dedicaba a formar la célula de las mu-
jeres en la prisión. Su fuerza era del tamaño de su
padre4, también su ternura.
160
Cuando las bisagras de las puertas rechina-
ban, sabían que venían por ellas y entonces se
preparaban. Dilma dirigía el grito, el llanto, la
protesta.
Entonces, esperaba. La peor cosa de la tortura
era esperar (...) Esperar para recibir golpes. Supe allí
que la tarea era pesada, diría cuarenta años des-
pués.
De vuelta, ella le daba la sopa en la boca a su
compañera, o la abrazaba contra su pecho, mien-
tras entonaba alguna canción de cuna, o sintoni-
zaba la radio en una apacible estrofa:
La razón por la que envío una sonrisa ... y no co-
rro, es que he estado tomando la vida ... casi muerto.5
Tenían un gato llamado Brutus y, entre su
mierda, escondían mensajes cifrados, con los que
se estructuraban para no perder la cordura, para
mantener las fuerzas, para continuar, para vivir.
También tuvieron una tortuga.
Dilma se quedaba de vez en cuando obser-
vando aquel caparazón, duro, oscuro, paciente y
ponía sobre él la espesura de sus ojos a reposar. La
vida volvería a sacar la cabeza.
eee
161
Fue juzgada por el Senado de Brasil para la
destitución de su administración, después de ser
sometida a un juicio político por el Congreso.
Treinta y cinco de los sesenta encargados de
redactar el informe en su contra están implicados
en la comisión de diferentes delitos. 60% de los
diputados que votaron a favor del impeachment
contra la gerencia de Dilma tienen abiertos pro-
cedimientos judiciales, en su mayoría por co-
rrupción.
Y, aunque haya explicado lo que ha sucedi-
do económicamente durante su mandato con el
movimiento de cuentas para saldar –dentro de su
misma administración– fisuras, y como no hubo
organismo que le orientara al respecto, la oposi-
ción ha salido a las calles a celebrar el triunfo que
sus diputados celebraron en televisión nacional,
con glorias a Dios y a los torturadores de Dilma.6
A Dilma Rousseff jamás se le acusó de enri-
quecimiento ilícito. Hoy, niega el crimen de res-
ponsabilidad del que la acusa la oposición, ni
delito alguno que legalice el juicio político.
¿Impeachment sin crimen de responsabilidad
qué es? Es golpe, explica.
162
Pablo Gentili, escritor y docente argentino ra-
dicado en Río de Janeiro lo dice en dos platos: Brasil
vive hoy un estado de excepción. No es el combate a
la corrupción, sino su perpetuación, lo que guía la
destitución de Dilma. No es la lucha por la reforma
democrática de Brasil lo que impulsa y promueve el
proceso de impeachment, sino la preservación de
las bases oligárquicas, racistas, discriminadoras y se-
xistas sobre las que se construyó el poder de las élites
brasileñas. No es que algo nuevo está naciendo, es que
lo viejo, lo de siempre, lo repugnante y lo injusto, per-
sisten y seguirán siendo impuestos para disciplinar y
gobernar la vida de los que merecen un futuro mejor.7
A Dilma –sabemos– no la vencen los golpes.
Ahora mismo, observa a la tortuga caminar
por el pasillo de la muerte, llevando su diente bajo
la coraza, al entierro del cielo brasileño. Una des-
carga apaga el sol. Vuelve la noche.
163
Mujerícola 48
MUJER MEDICINA
Es de frío la noche.
Una vecina toca a la puerta. Trae en brazos a
su hija, Victoria. Tiene los ojitos rojos, llora mu-
cho. Está caliente de puritica fiebre.
Me limpio las manos con el paño de la cocina.
Dejo la avena coger el punto, a fuego bajísimo, el
sabor de la breve espiral de la concha de un limón.
164
Soy la matriz: de todos los bosques,
soy la fogata: de todas las colinas,
soy la reina: de todas las colmenas,
soy el escudo: de todas las cabezas,
soy la tumba: de todas las esperanzas.
165
Soy mujer que mira hacia adentro
Soy mujer luz del día
Soy mujer luna
Soy mujer estrella de la mañana
Soy mujer estrella dios
Soy la mujer constelación guarache
Soy la mujer constelación bastón
Porque podemos subir al cielo
Porque soy la mujer pura
Soy la mujer del bien
porque puedo entrar y salir del reino de la muerte.
166
Soy una mujer que sueña mientras la atropella
el hombre
Soy una mujer que siempre vuelve a ser
atropellada
Soy una mujer que no tiene fuerza para levantar
una aguja
Soy una mujer condenada a muerte
Soy una mujer de inclinaciones sencillas
Soy una mujer que cría víboras y gorriones en
el escote
Soy una mujer que cría salamandras y helechos
en el sobaco
Soy una mujer que cría musgo en el pecho y en el
vientre
Soy una mujer a la que nadie besó jamás con
entusiasmo
Soy una mujer que esconde pistolas y rifles en las
arrugas de la nuca.
Soy mujer que hace tronar
Soy mujer que hace soñar
Soy mujer araría, mujer chuparrosa
Soy mujer águila, mujer águila dueña
Soy mujer que gira porque soy mujer remolino
Soy mujer de un lugar encantado, sagrado
Porque soy mujer aerolito
167
Mujerícola 49
MAYO
Quinto mes
A casa llegaron las lluvias de mayo. A la más
pequeña se le salen por todas las bocas, especial-
mente cuando nos cubre la noche.
Tercer trasnocho
No tuve cabeza para vomitar palabras y me
acosté atestada, sin sacármelas antes de entrar a
la cama.
Tres de la madrugada
El grito agudo de mi hija nos salvó del charco
en el que me ahogaba. Ambas sentimos una des-
carga eléctrica. El golpe fue de un instante, pero
me robó el resto de la noche.
168
E
En la cama, me meto debajo de E. Pronto su
calor me tranquiliza. Pero no dejo de mirar en los
pliegues donde la cortina se transparenta. Un pá-
jaro blanco picotea los cristales. Salgo y le hago
frente, “vete”. Pero, traspasa el orificio por donde
mismo debió entrar el rayo. E se voltea y grazna.
Larva
La lluvia de mayo trajo a mi primera hija. La
lluvia de mayo me preñó de la segunda. Mayo se
cuela por la ventana como pájaro de agua y deja su
corazón regado bajo la cama, patas, alas, antenas,
crisálidas rotas antes de la transformación.
Caldos
Me vuelve a levantar la noche. Quiero des-
aguar. Y, en lo que hundo el pie, la mayor de mis
hijas llora entre sus propios caldos. Saco de ella
sus pieles húmedas y la envuelvo entre hojas ca-
lientes, hasta que vuelve al sueño del inocente. Ya
me había mojado.
Abril
Desnuda, me tendí en medio de M y E. Dejé
que el agua nos arropara. Les tapé la nariz, para
quedarnos en la profundidad de mayo. Arriba flo-
taba todo lo que se había tragado el aire, un pája-
ro blanco, los destellos irregulares de la rabia, las
ninfas inacabadas, el frío, abril.
169
Mujerícola 50
CANEO
Acercó labio,
nariz
y su aliento proyectó el sueño de Clara.
170
Soñó Clara su diminuta bestia,
–rasguñaba su panza–
parió entre labios el eco de su nombre.
eee
Es la inercia
y me levanto ojos abiertos
hacia ninguna parte.
Estoy quebrantada
y la noche abre y traga
mi feto
171
minúsculo e incompleto acto de fe.
Camino, ojos cerrados
brazos en par
y el vacío se aloja en mi centro
No es la pausa
No es el parásito
soy yo
la inconforme masa que desborda
el vestido caído y seco
la llaga abierta y nocturna
que parpadea por inercia.
172
con su madre toda mueca y curó todavía más el
mar, un puño de sal sobre la babosa sin caracol.
Quiso la muerte morir, sin luto, ni ceremonia. Era
diciembre, año 2012.
La depresión es la parte de un terreno en que
más se hunde la tierra. Y el piso de un sanatorio
es el de un cementerio para la vida. Una colección
de hoyos, cada uno con su puerta y un cerrojo y
el fierro tejido en un laberinto de pasillos, en los
que Caneo escribe su breve testimonio después
de Clara (d.C.).
5/5/2013 d.C.
Solo habitas este espacio inasible
este falso contento que te dan las noches.
Eres toda luz, un recuerdo grato,
un reclamo inconcluso, un falso abrazo.
No basta soñarte cada noche y caer
en el vértigo vespertino, que me anuncia
tu ausencia.
Soy saeta sin blanco, apuntando
al horizonte, flotando entre dos
astros que no paran de pendular
día a día, noche a noche.
Hecha ceniza estás reducida a la
memoria, materia insolente y espesa
dentro de esta pequeña urna.
Entonces mi cráneo un diminuto refugio
Donde aconteces cuando duermo.
Esa breve pompa que estalla
al alba con sus sesos.
Te guardo, como un grano de arena
perlado de llanto y creciente y
quizá sea el solo o la luna la esfera
que nazca de este silencio continuo, la
rigidez de tus labios.
173
27/06/2014
Y me encontraba en la orilla
encandilada con una tarde
blanca, maravillada de aquel
enorme brote que se imponía
sobre las olas.
Negra y alta su cola
rompía el plato del agua,
tuve que volver los ojos
y saberme afortunada
Cuando…
rompió su carne en dos.
Y la espuma se tornó rosa
bañando mis pasos dentro
del
lamento.
22.08.2013 d.C.
Ancha, extiendo mi plexo
y desfilan mis ganas por el firmamento.
Pero es certera la flecha y en giros vuelvo.
Tengo un ala celeste
tengo carne de cerdo
y mi cabeza se posa como un trofeo.
Nunca despegaré y llenaré de
luz de estos hoyos.
Nunca y la paciencia perra
crucifica las horas.
Soy un bicho
un dios antiguo
174
una espera pesada
que se hunde mar adentro.
Soy y la duda se alza
mirando el cielo.
Índice
Mujerícola 1: Barco 11
Mujerícola 2: Boca de visita 14
Mujerícola 3: Ni uno más 17
Mujerícola 4: Eme 21
Mujerícola 5: Obrera de la paja 24
Mujerícola 6: Cóndor 27
Mujerícola 7: Sally 33
Mujerícola 8: Adeus 38
Mujerícola 9: Pina 41
Mujerícola 10: Clarice 44
Mujerícola 11: Mujer salvaje 48
Mujerícola 12: Norma 51
Mujerícola 13: Forugh 55
Mujerícola 14: Trina 59
Mujerícola 15: Malena 62
Mujerícola 16: Ana 64
Mujerícola 17: Lucía 67
Mujerícola 18: Patti Smith 70
Mujerícola 19: Violeta 73
Mujerícola 20: Alfonsina 77
Mujerícola 21: Hogar 80
Mujerícola 22: Idea 82
Mujerícola 23: Argelia 85
Mujerícola 24: La avanzadora 88
Mujerícola 25: María Lionza 91
Mujerícola 26: Simona 94
Mujerícola 27: Concha 97
Mujerícola 28: Mariposas 100
Mujerícola 29: La sombra 103
Mujerícola 30: La derrota 105
Mujerícola 31: Madre 108
Mujerícola 32: Marguerite 111
Mujerícola 33: Janis 112
Mujerícola 34: Ángela 116
Mujerícola 35: La muñequera 119
Mujerícola 36: Nina 122
Mujerícola 37: Anaïs 125
Mujerícola 38: Bicho 128
Mujerícola 39: Femicidio 130
Mujerícola 40: Berta 134
Mujerícola 41: Vincenza 137
Mujerícola 42: Artemisia 141
Mujerícola 43: Hildegard 145
Mujerícola 44: Angélique 149
Mujerícola 45: Lilith 152
Mujerícola 46: Miyó 154
Mujerícola 47: Dilma 159
Mujerícola 48: Mujer medicina 164
Mujerícola 49: Mayo 168
Mujerícola 50: Caneo 170
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Septiembre de 2017
CARACAS - VENEZUELA