Muchos Gatos para Un Solo Crimen

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Muchos gatos para un solo crimen

¿H Heredia? –preguntó el extraño luego de acercarse al


escritorio metálico que ocupaba un rincón de la habitación y
de evaluar el aspecto del detective; su rostro sin afeitar, sus
dedos amarillos por la nicotina, y sobre todo, el desgano que
se le acumulaba en los párpados.

–Yo soy –confirmó el detective–. ¿Qué necesita?

–Pensé que sería de otra forma –dijo el hombre, sin precisar


si se refería al aspecto de Heredia o al de la oficina.

–¿Quiere explicarse? No tengo mucho tiempo –mintió


Heredia, algo confundido con el comentario del visitante.

–No sé si será lo que desea la señora. –se preguntó a sí mismo


el hombre.

Más tarde, Heredia se enteró que el hombre se refería a su


patrona, una ricachona poco dada a gastar en cosas tan
inusuales como los honorarios de un detective privado.
Heredia sabía que en la ciudad existían tres o cuatro
agencias de investigadores de buen nivel. Tipos altos y

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rubios, lindas secretarias y muchos aparatos electrónicos.


Pero todo eso costaba su peso en oro, y para quien no podía,
o no deseaba pagar ese precio, no cabía otra opción que
contratar los servicios del detective mapochino.

–¿Quiere explicarse? –volvió a preguntar Heredia.

El hombre pulcro siguió sin darse por aludido. Examinó una


reproducción de Hopper colgada junto a la puerta, y
siempre tieso y resuelto, salió de la oficina sin agregar una
palabra.

“Hoy es el día libre de los locos”, pensó el detective.

Cinco minutos más tarde, el misterioso visitante regresó


acompañado de una mujer gorda, recubierta de pieles y
cremas. Colocó una silla frente al escritorio del detective, y
luego de limpiarla con un pañuelo, se la ofreció a la mujer.

–La señora de Arizmendi –dijo el hombre.

Heredia se sintió abofeteado por el dulzón perfume de la


gorda e intentó sin éxito abrocharse el cuello de su camisa.

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Necesitaba hacer algo de ejercicio o comprarse camisas de


una talla superior. Pensó que la segunda alternativa era la
más cuerda y que tendría que darse un tiempo para recorrer
las tiendas de ropa americana del barrio.

–Necesito que investigue a una persona –dijo la mujer.

Su voz era fuerte y seca. Voz acostumbrada a mandar y ser


obedecida. A Heredia le recordó los graznidos de su
profesora de matemáticas en el liceo. La había odiado tanto
que, aun después de treinta años, seguía sintiendo deseos de
estrangularla. Por eso, o porque la mujer olisqueaba, no le
resultó simpática.

–Se trata del marido de la señora –intervino el hombre


pulcro. Las palabras le brotaron con dificultad, como si la
sola mención del esposo le provocara una arcada
irreprimible.

–El típico engañito –comentó Heredia, feliz de conocer un


punto débil en la mujerona y su acompañante.

–Existen razones fundadas para creer que el esposo de la

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señora mantiene relaciones ilícitas con otra persona –agregó


el secretario.

Heredia solía negarse a recibir casos de adulterios. Seguir las


huellas de tipos calientes y olisquear calzoncillos le parecían
actividades reñidas con el molde de investigador privado que
solía encontrar en las novelas. Pero como aquello no era una
ley y los casos importantes ni siquiera rozaban la puerta de
su oficina, aceptaba que las referencias literarias eran una
cosa y la necesidad de parar la olla, otra. Las normas rígidas
no pagaban ni un puto bocadillo y estaba bien que se
quedaran aprisionadas en los textos de los leguleyos.

–Veinte mil por día más los gastos –dijo el detective y pensó
que de inmediato vendría el habitual regateo y que si
conseguía la mitad de lo pedido haría un buen negocio.

–Conforme –dijo el hombre pulcro, y Heredia no pudo evitar


que una mueca de asombro apareciera en su rostro.

–¿Será discreto? –preguntó la mujer.

–Como una piedra.

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–¿Y rápido?

–Todo lo que pueda, señora. Aunque le advierto que en mi


oficio la eficiencia está relacionada con la buena suerte.

*** Fin del extracto

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Vi morir a Hank Quilan

E n aquellos días Santiago mostraba el aspecto


abandonado y tranquilo que adquiere cuando la mayoría de
la gente toma sus vacaciones veraniegas y sale en avalancha
hacia la playa o el campo. Había terminado un trabajo
relacionado con la muerte de un crítico literario y tenía
dinero para sobrevivir hasta el fin del verano, sin
preocuparme por el arriendo de mi departamento ni de la
comida diaria de Simenon.

Una tarde fui al Cine Liberty a ver una copia remozada de


Sed de Mal , película de Orson Welles que había visto años
atrás y de la que recordaba la escena donde Hank Quilan,
gordo, alcohólico y derrotado, luchaba contra el deseo de
beber una copa, mientras enfrentaba a Marlene Dietrich, su
bella amante de otra época. En la sala había quince
espectadores y un gato dormitando en medio del pasillo. Al
término de la exhibición entré a un bar y bebí una cerveza
tan gélida como la sonrisa de Boris Karloff. Después regresé
a mi departamento con la tristeza del que se ha visto en un
espejo implacable. Me acosté, oí a Chet Baker y me dormí
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arrullado por el calor de la noche.

Semanas después vino a verme la madre de Elisa Campos.


Era una mujer joven, ojerosa y pálida. Cuando entró a la
oficina no parecía muy convencida de los pasos que estaba
dando. Advertí su nerviosismo y esperé a que se armara de
valor para explicarme el motivo de su visita. Observó el
interior de la oficina y se detuvo frente al afiche de Laurel y
Hardy que colgaba en uno de los muros.

–¿Le gusta el cine? –preguntó, esbozando una sonrisa


atravesada por la tristeza.

–Desde que vi a Chaplin por primera vez. Me eduqué en un


orfanato donde nos llevaban, dos o tres veces al año, a un
cine de barrio en el que exhibían programas triples. Mis
favoritas eran las cintas de vaqueros protagonizadas por
Randolph Scott y Gary Cooper. En ese tiempo tenía fe ciega
en los jovencitos de las películas. Ahora ya no.

–Mi hija Elisa era fanática del cine. Su dormitorio aún está
lleno de fotos de artistas famosos.

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–¿Por qué habla de ella en tiempo pasado?

–Mi hija está muerta. La asesinaron a la salida de un cine.

–Lo siento –dije y desvié la mirada hacia la ventana, sin saber


qué más decir.

El día estaba caluroso y el sol entraba en la oficina con


entusiasmo. La madre de Elisa se acomodó en una silla y
extrajo de su cartera un pañuelo con el que secó sus
lágrimas. –¿En qué puedo ser útil? –pregunté.

–Atrape al que mató a Elisa.

–¿Fue a la policía? –pregunté sin muchas ganas de


inmiscuirme en un nuevo caso.

–Una y otra vez. Siempre dicen que están investigando y que


no debo perder la esperanza de encontrar al culpable. Estoy
harta de sus excusas. Por eso seguí los consejos de una
amiga y busqué un detective privado en las páginas
amarillas.

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La mujer volvió a hurgar en la cartera y del interior sacó


unos recortes de prensa que dejó a mi alcance, sobre el
escritorio. Algunos ya los había leído, porque el caso del
“psicópata de Hollywood” –como le llamaban los periodistas–
ocupaba profusamente las crónicas rojas de los diarios.

–Cuatro mujeres en los últimos ocho meses –comentó.

–¿Cuándo y dónde asesinaron a su hija?

–La noche anterior al día de San Valentín; a la salida del Cine


Liberty.

–¡La misma noche que vi morir a Hank Quilan!

Cuatro mujeres, de veinte a treinta años, habían sido


ultimadas sin una razón aparente. Tres de ellas tenían la
costumbre de ir solas al cine y las cuatro habían muerto en
los alrededores de las salas de exhibición, mientras
regresaban a sus casas. La prensa daba cuenta detallada de
los asesinatos, recogía los vagos testimonios de los testigos…

*** Fin del extracto

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