Joseph Ratzinger La Nueva Evangelizacion
Joseph Ratzinger La Nueva Evangelizacion
Joseph Ratzinger La Nueva Evangelizacion
1. La estructura
Por esto buscamos, más allá de la evangelización permanente, una nueva evangelización,
capaz de hacerse escuchar por aquel mundo que no encuentra acceso a la evangelización
“clásica”. El Evangelio está hecho para todos y no sólo para un sector determinado de personas,
por esto estamos obligados a buscar nuevas vías para llevar el Evangelio a todos.
En otras palabras: las realidades grandes empiezan con humildad. “No te elegí porque
eres grande, por el contrario, eres el más pequeño de los pueblos; te he elegido porque te amo”,
dice Dios al pueblo de Israel en el Antiguo Testamento y expresa, de esta manera, la paradoja
fundamental de la historia de la salvación.
Dios no cuenta con los grandes números; el poder exterior no es el signo de su presencia.
Gran parte de las parábolas de Jesús indican esta estructura del actuar divino y responden así a
las preocupaciones de los discípulos, los cuales se esperaban más bien, otros éxitos y signos del
Mesías, éxitos similares a los ofrecidos por Satanás al Señor: “Todo esto, todos los reinos del
mundo, te lo doy” (Mt 4,9). En efecto, Pablo al final de su vida tuvo la impresión de haber
llevado el Evangelio a los confines de la tierra, pero los cristianos eran pequeñas comunidades
dispersas en el mundo, insignificantes según los criterios seculares. En realidad fueron la semilla
que penetra desde el interior de la masa, portando en sí el futuro del mundo (ver Mt 13,33). Un
viejo proverbio dice “el éxito no es un nombre de Dios”. La nueva evangelización debe
someterse al misterio del grano de mostaza y no pretender producir rápidamente el gran árbol.
2. El método
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dicho: hacer accesible y comprensible la voz del Señor... No es que busquemos ser escuchados
nosotros, no queremos aumentar el poder y la extensión de nuestras instituciones, sino queremos
servir al bien de las personas y de la humanidad dando espacio a Aquél que es la Vida. Esta
expropiación del propio yo que se ofrece a Cristo para la salvación de los hombres, es la
condición fundamental para un verdadero empeño por el Evangelio. “Porque he venido en
nombre de mi Padre, y vosotros no me recibís. Si algún otro viniera en su propio nombre, a éste
si lo acogeríais”, dice el Señor (Jn 5,43).
A esta ley de la expropiación le siguen consecuencias muy prácticas. Todos los métodos
razonables y moralmente aceptables deben ser estudiados, es un deber utilizar estas
posibilidades de la comunicación. Pero las palabras y todo el arte de la comunicación no pueden
ganar a la persona humana en esa profundidad, a la que debe llegar el Evangelio. Hace algunos
años leí la biografía de un óptimo sacerdote de nuestro siglo. En sus palabras se encuentran
palabras de oro, fruto de una vida de oración y de meditación. Sobre nuestro tema, Don Dídimo
dice, por ejemplo: “Jesús predicaba durante el día y de noche rezaba”. Con esta breve reflexión
quería decir: Jesús debía adquirir de Dios a los discípulos. Esto mismo es siempre válido. No
podemos ganar nosotros los hombres. Debemos obtenerlos de Dios para Dios. Todos los
métodos están vacíos si no tienen en su base la oración. La palabra del anuncio siempre debe
recubrir una vida de oración.
Debemos agregar todavía otro paso. Jesús predicaba durante el día y de noche rezaba,
pero esto no es todo. Su vida entera fue —como lo muestra con gran belleza el Evangelio de San
Lucas— un camino hacia la cruz, una ascensión hacia Jerusalén. Jesús no ha redimido el mundo
con bellas palabras, sino con su sufrimiento y con su muerte. Es ésta, su pasión, la fuente
inagotable de vida por el mundo; la pasión da fuerza a su palabra.
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San Agustín dice lo mismo con palabras muy bellas, comentando el texto “apacienta mis
corderos” (Jn 21,16), es decir, sufre por mis corderos (Sermo Guelf. 32 PLS 2, 640). Una madre
no puede dar vida a un niño sin sufrimiento. Todo parto exige sufrimiento, es sufrimiento, y el
devenir cristiano es un parto. Digámoslo todavía una vez con las palabras del Señor: “El reino
de Dios exige violencia” (Mt 11,12; Lc 16,16), pero la violencia de Dios es el sufrimiento, es la
cruz. No podemos dar vida a otros sin dar nuestras vida. El proceso de expropiación, antes
mencionado, es la forma concreta (expresada de diferente manera) de dar la propia vida. Y
pensamos a las palabras del Salvador: “el que sacrifique su vida por mí y por el Evangelio, la
salvará” (Mc 8,35).
1. Conversión
En relación a los contenidos de la nueva evangelización, antes que nada se debe tener
presente que no se puede escindir el Antiguo del Nuevo Testamento. El contenido fundamental
del Antiguo Testamento está resumido en el mensaje de Juan Bautista: μετανοειτε, ¡convertíos!
No hay acceso a Jesús sin el Bautista; no hay posibilidad de alcanzar a Jesús sin dar respuesta al
llamado del precursor, mas bien: Jesús ha asumido el mensaje de Juan el Bautista en la síntesis
de su propio predicar: “convertíos y creed en la Buena Nueva” (Mc 1,15).
La palabra griega usada para “convertirse” significa: volver a pensar, poner en discusión
el propio y el común modo de vivir; dejar entrar a Dios en los criterios de la propia vida; no
juzgar más simplemente según las opiniones corrientes. Convertirse significa, por lo tanto, no
vivir como viven todos, no hacer como hacen todos, no sentirse justificados en acciones
dudosas, ambiguas, malvadas por el hecho que otros hacen lo mismo; comenzar a ver la propia
vida con los ojos de Dios; buscar, por lo tanto, el bien, aún cuando es incómodo; no hacerlo
pensando en el juicio de la mayoría, de los hombres, sino en el juicio de Dios. Con otras
palabras: buscar un nuevo estilo de vida, una vida nueva. Todo esto no implica un moralismo, la
reducción del cristianismo a la moralidad pierde de vista la esencia del mensaje de Cristo: el don
de una nueva amistad, el don de la comunión con Jesús y, por lo tanto, con Dios. Quien se
convierte a Cristo no entiende crearse una autarquía moral suya, no pretende reconstruir con sus
propias fuerzas su propia bondad. “Conversión” (metanoia) significa justamente lo contrario:
salir de la propia suficiencia, descubrir y aceptar la propia indigencia, indigencia de los otros y
del Otro, de su perdón, de su amistad. La vida no convertida es autojustificación (yo no soy peor
de los demás); la conversión es la humildad de confiarse al amor del Otro, amor que se vuelve
medida y criterio de mi propia vida.
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2. El Reino de Dios
También aquí debe tenerse presente el aspecto práctico. Dios no puede hacerse conocido
sólo con las palabras. No se conoce una persona si se sabe de esta persona sólo a través de otra.
Anunciar a Dios es introducir en la relación con Dios: enseñar a rezar. La oración es fe en acto.
Y sólo en la experiencia de la vida con Dios aparece también la evidencia de su existencia. Por
esto son importantes las escuelas de oración, de comunidad de oración. Hay complementariedad
entre la oración personal (“en el propio dormitorio”, sólo delante de los ojos de Dios), oración
común “paralitúrgica” (“religiosidad popular”) y oración litúrgica. Sí, la liturgia es, antes que
nada, oración; su especificidad consiste en el hecho que su sujeto primario no somos nosotros
(como en la oración privada y en la religiosidad popular), sino Dios mismo: la liturgia es actio
divina, Dios actúa y nosotros respondemos a la acción divina.
Hablar de Dios y hablar con Dios siempre deben marchar conjuntamente. El anuncio de
Dios es guía para la comunión con Dios en la comunión fraterna, fundada y vivificada por
Cristo. Por esto la liturgia (los sacramentos) no es un tema junto a la predicación del Dios
viviente, sino la puesta en práctica de nuestra relación con Dios. En este contexto quisiera hacer
una observación general sobre la cuestión litúrgica. Muchas veces nuestro modo de celebrar la
liturgia es demasiado racionalista. La liturgia se vuelve enseñanza, cuyo criterio es: hacerse
entender; la consecuencia es con frecuencia hacer banal el misterio, la preponderancia de
nuestras palabras, la repetición de la fraseología que parece más accesible y más agradable a la
gente. Pero esto es un error no solamente teológico, sino también psicológico y pastoral. La
moda del esoterismo, la difusión de técnicas asiáticas de distensión y de auto-vaciamiento
demuestran que en nuestras liturgias falta algo. Justamente en nuestro mundo actual tenemos
necesidad del silencio, del misterio por encima del individuo, de la belleza. La liturgia no es la
invención del sacerdote que celebra o de un grupo de especialistas; la liturgia (“el rito”) ha
crecido en un proceso orgánico durante los siglos, porta consigo el fruto de la experiencia de la
fe de todas las generaciones. Aunque si los participantes no entienden quizá cada una de las
palabras, perciben el significado profundo, la presencia del misterio, que trasciende todas las
palabras. No es el celebrante el centro de la acción litúrgica; el celebrante no está delante del
pueblo en su nombre: no habla de sí y para sí, sino “in persona Cristi”. No cuenta la capacidad
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personal del celebrante, sino sólo su fe, en la que se hace transparente Cristo. “Es necesario que
Él crezca y que yo disminuya” (Jn 3,30).
3. Jesucristo
4. La vida eterna
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la verdad del juicio. De esta manera, el artículo de fe del juicio, su fuerza de formación de las
conciencias, es un contenido central del Evangelio y es verdaderamente una buena nueva. Lo es
para todos aquellos que sufren por la injusticia del mundo y buscan la justicia. De este modo se
comprende también la conexión entre el “Reino de Dios” y los “pobres”, los que sufren y todos
aquellos de los cuales hablan las bienaventuranzas del discurso de la montaña. Estos están
protegidos por la certeza del juicio, por la certeza de que hay justicia. Este es el verdadero
contenido del artículo sobre el juicio, sobre Dios Juez: hay justicia.
Las injusticias del mundo no son la última palabra de la historia. Hay justicia. Sólo quien
no quiere que haya justicia puede oponerse a esta verdad. Si tomamos en serio el juicio y la
seriedad de la responsabilidad que nos implica, comprenderemos bien el otro aspecto de este
anuncio, es decir, la redención, el hecho que Jesús en la cruz asume nuestros pecados; que Dios
mismo en la pasión del Hijo se hace abogado de nosotros, pecadores, haciendo así posible la
penitencia, dando esperanza al pecador arrepentido, esperanza expresada de manera maravillosa
en las palabras de San Juan: delante de Dios, tranquilizaremos nuestro corazón, cualquier cosa
éste nos reproche. “Dios es más grande que nuestra conciencia, y todo lo conoce” (1Jn 3,19s).
La bondad de Dios es infinita, pero no debemos reducir esta bondad a una cosa melindrosa sin
verdad. Sólo creyendo al justo juicio de Dios, sólo teniendo hambre y sed de justicia (ver Mt
5,6) abrimos nuestro corazón y nuestra vida a la misericordia divina. Se ve: no es verdad que la
fe en la vida eterna hace insignificante la vida terrestre. Por el contrario. Sólo si la medida de
nuestra vida es la eternidad, también esta vida sobre la tierra es grande y su valor inmenso. Dios
no es el otro concursante de nuestra vida, sino quien garantiza nuestra grandeza. De esta manera
volvemos a nuestro punto de partida: Dios. Si consideramos bien el mensaje cristiano, no
hablamos de muchas cosas. El mensaje cristiano es en realidad muy simple. Hablemos de Dios y
del hombre, y así decimos todo.