El Antifaz Veneciano - Rafael Sabatini
El Antifaz Veneciano - Rafael Sabatini
El Antifaz Veneciano - Rafael Sabatini
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Rafael Sabatini
El antifaz veneciano
ePub r1.0
Titivillus 14.02.18
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Título original: Venetian Masque
Rafael Sabatini, 1934
Traducción: Esteban Macragh
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Capítulo I
L viajero que vestía una levita de viaje, de color gris y que se daba a si
mismo el nombre de señor Melville, estaba reflexionando acerca de la
malicia y mala intención de que son capaces los dioses. Condujéronlo sano y
salvo a través de cien peligros, al parecer con la única intención de ponerlo frente a
frente de su destrucción, en el mismo momento en que ya se consideraba seguro.
Aquella engañosa sensación de seguridad, la razonable convicción de que, una
vez llegado a Turín, quedarían ya a su espalda las fronteras del peligro, le permitieron
viajar sin temor alguno. Y así, al anochecer de un día de mayo, se apeó de su silla de
posta y penetró en la trampa que, con toda mala intención, le habían preparado los
dioses.
En el corredor, débilmente alumbrado, el posadero se apresuró a atender a sus
necesidades. La mejor habitación de la posada, la mejor cena y el mejor vino que
pudiese proporcionarle. Dio sus órdenes en muy buen italiano. Su voz era suave y
modulada de agradable modo, aunque también vibrante por la energía que animaba su
naturaleza.
Su estatura era algo superior a la normal y estaba muy bien constituido. Su rostro,
apenas visto por el posadero a la sombra del sombrero de copa alta y cónica, y entre
el cabello negro, que por cada lado del rostro llegaba hasta el cuello, era flaco y bien
formado. Tenía la nariz recta y la barbilla saliente. En cuanto a su edad, no podía
exceder de los treinta años.
Una vez estuvo acomodado en la mejor habitación del primer piso, se sentó a la
luz de las bujías, esperando apaciblemente la cena, cuando ocurrió la catástrofe. Fue
anunciada por una voz desde la escalera; una voz masculina, fuerte y vehemente, que
se expresaba con rudeza en lengua francesa. La puerta de la habitación del señor
Melville estaba entreabierta, de modo que las palabras pronunciadas por aquel
individuo llegaron claramente hasta el lugar en que se hallaba. Y no sólo lo que oyó
le hizo fruncir el ceño, sino que también lo alarmó y le disgustó el timbre de aquella
voz. Estaba seguro de que no la oía por vez primera en su vida.
—¿Sois el maestro de postas y no tenéis caballos? Nom de Dieu! Esas cosas no
suceden más que en Italia. Pero no tardaremos en poner remedio. Aunque os advierto
que tomaré lo que encuentre. Tengo prisa, y de la rapidez de mi marcha depende el
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destino de varias naciones.
Oyó confusamente la respuesta del posadero, desde abajo, y luego la voz
perentoria añadió:
—¿Qué tendréis caballos mañana por la mañana? Muy bien. Ese viajero me
cederá los suyos y mañana por la mañana podrá tomar los que le déis. Es inútil
discutir conmigo. Yo mismo se lo advertiré. Mañana, sin falta, he de hallarme en el
cuartel general del general Bonaparte.
Oyéronse entonces unos pasos vivos que subían por la escalera y cruzaban el
corto descansillo. La puerta del señor Melville recibió un empujón y aquella voz, que
seguía impresionándole, empezó ya a hablar antes de que apareciese su dueño.
—Permitid, señor, que excuse mi intrusión. Viajo por asuntos importantísimos. —
De nuevo pronunció aquella frase pomposa—: De mi rapidez depende el destino de
algunas naciones. Esta casa de postas no tendrá caballos hasta mañana, pero los
vuestros aun se hallan en estado de viajar y vos, según me ha dicho el posadero,
pasaréis aquí una noche. Por consiguiente…
Al llegar aquí, se detuvo en seco. Habíase vuelto para cerrar la puerta mientras
hablaba, y, hecho esto, giró, de nuevo, sobre si mismo, para contemplar al
desconocido, que se había puesto en pie. Entonces el francés interrumpió en seco su
frase; su rostro, de facciones bastas, palideció extraordinariamente. Sus obscuros ojos
se dilataron a causa del asombro que, gradualmente, se convirtió en miedo.
Así permaneció, quizá, por espacio de una docena de latidos de su corazón. Era
un hombre que, aproximadamente, tenía la misma estatura y corpulencia que el señor
Melville e igual cabello negro a cada uno de los lados de su rostro flaco y afeitado.
Como el señor Melville, llevaba un largo levitón gris, de viaje, prenda muy común en
los viajeros. Pero, además, llevaba una faja tricolor; lo más notable de su traje, era el
ancho sombrero negro que cubría su cabeza. En la parte delantera de éste y a lo
Enrique IV se advertía un penacho y una escarapela tricolores.
Lentamente, y en silencio, se recobró del sobresalto que había sufrido. En el
primer momento experimentó el temor de hallarse ante un espectro, pero no tardó en
adoptar la suposición, más razonable, de que se hallaba en presencia de una de las
bromas de la naturaleza, que, a veces, se complace en duplicar unas facciones
determinadas.
Quizá hubiese continuado en tal suposición, si el señor Melville no se hiciera
traición a sí mismo, al quejarse de que el Destino lo llevara tan maliciosamente a
aquel trance.
—Es una extraña casualidad, Lebel —dijo en tono sardónico y en tanto que sus
ojos grises miraban con extraordinaria frialdad—. Una casualidad muy extraña.
El ciudadano representante, Lebel, contuvo el aliento y, en el acto, se repuso. Ya
no podía creer en ilusiones ni en manifestaciones sobrenaturales o en extraordinarios
parecidos.
—¿De modo que sois realmente vos, Monsieur le Vicomte? —preguntó cerrando
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luego sus gruesos labios—. Y en carne y hueso. A fe mía que eso es muy interesante.
Dejó su cartera de viaje en una consola cubierta de mármol y al lado del sombrero
del señor Melville. Se descubrió a su vez y dejó su propio sombrero sobre la cartera.
Debajo del flequillo de su negro cabello veíanse gruesas gotas de sudor.
—Muy interesante —repitió—. No todos los días es posible encontrar a un
hombre que ha sido guillotinado. Porque vos fuisteis guillotinado, ¿no es verdad? En
Tour, el noventa y tres.
—Así parece, a juzgar por los datos oficiales.
—¡Oh, los conozco muy bien!
—Es natural. Después de tantas molestias como os tomasteis para hacerme
condenar, no hay duda de que tendríais buen cuidado de comprobar si se había
cumplido la sentencia. Solamente así, Lebel, podíais tener la seguridad de conservar
la propiedad de mis tierras. Sólo de este modo podíais estar seguro de que cuando
Francia recobre la cordura, no os veréis arrojado a coces hasta el montón de basura a
que pertenecéis.
Lebel no manifestó ninguna emoción. Su rostro astuto y basto continuaba
impasible.
—Al parecer no tomé bastantes precauciones. Será preciso averiguar lo sucedido.
Es posible que, además de la vuestra, eso haga caer algunas cabezas al cesto. Será
interesante descubrir cómo podéis ser ahora, y en dos sentidos, un ci-devant[1].
—¿Quién mejor que vos —replicó, irónicamente, el señor Melville—, puede estar
enterado de lo que el soborno es capaz de conseguir entre los jefes de vuestra podrida
república, y en vuestro reino de sinvergüenzas? Vos, que habéis recurrido muchas
veces al soborno y que, a vuestra vez, os habéis dejado sobornar otras tantas, no
tenéis derecho de extrañaros porque yo continúe vivo.
—Lo que me parece misterioso es que un hombre, en vuestro caso, se atreva a
usar ese tono conmigo.
—No hay ningún misterio en eso, Lebel. Ya no estamos en Francia. Una orden de
prisión de la República Francesa no tiene ningún valor en los dominios del rey de
Cerdeña.
—¿Ah, no? —replicó Lebel con malicioso acento—. ¿Estas ilusiones os hacéis?
Sabed, mi querido ci-devant, que el brazo de la República Francesa llega mucho más
lejos de lo que suponéis. Tenemos en Turín una guarnición suficiente para que Víctor
Amadeo cumpla las condiciones de paz de Cherasco, y para hacer lo que tengamos
por conveniente. Ya veréis cómo el comandante se pone a mis órdenes, y así os daréis
cuenta, cuando os veáis de regreso hacia Tours, de que una orden de prisión francesa
tiene efectividad. De este modo, se podrá reparar la pequeña omisión cometida tres
años atrás.
En aquel momento, al ver destruida, de un modo repentino, toda su confianza, el
señor Melville dióse cuenta de las crueles ironías de que son capaces los dioses.
Aquel hombre que, en otro tiempo, fue el administrador de su padre, era, quizá, el
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único miembro del Gobierno que le conocía personalmente y el único, también,
cuyos intereses se beneficiarían con su muerte. Y entre todos los millones de
franceses que existían en el mundo, el Destino escogió, precisamente, a aquel Lebel,
para que fuese a su encuentro en la Posada de la Cruz Blanca.
Por un momento sintióse penetrado de una oleada de angustia. No sólo se veía
ante su propia perdición, sino que también vio destruida la importantísima misión que
había de llevar a cabo en Venecia y que le confió el señor Pitt, misión relacionada con
el destino de la civilización, que ponían en peligro las actividades jacobinas, más allá
de las fronteras de Francia.
—Un momento, Lebel.
Esta frase contuvo al francés, que se disponía a salir de la estancia. Volvióse, de
nuevo, no para atender la petición, sino al oír un rápido paso a su espalda. Y su mano
derecha se introdujo en el bolsillo del levitón.
—¿Qué hay? —gruñó—. Ya he dicho cuanto quería.
—Pues aun tenemos mucho que hablar —contestó el señor Melville con voz que,
milagrosamente, seguía siendo serena. En sus maneras no se advertía la ansiedad que
lo consumía. Rápidamente dio unos pasos de lado, para situarse entre Lebel y la
puerta—. No saldréis de esta habitación, Lebel. Os agradezco que me hayáis
comunicado vuestras decisiones.
Lebel lo miró con risueño desdén.
—Tal vez, por ser abogado, prefiero que las cosas que me interesan se hagan con
legalidad y en debida forma. Pero si en eso no apelo a la violencia, estoy dispuesto a
valerme de ella para defenderme. ¿Queréis apartaron de ahí y dejarme paso?
Su mano salió del bolsillo empuñando ya la culata de una pistola. Procedía sin
prisa. Quizá le divertía obrar con lentitud; observar las fútiles luchas de una víctima,
caída en la trampa, indefensa, y a tiro de su pistola.
El señor Melville no tenía otras armas que sus puños, pero en su naturaleza había
algo más inglés aún que su apellido. Antes de que la boca de aquella pistola hubiese
salido del bolsillo de Lebel, su puño golpeó con fuerza el ángulo de la barbilla de su
contrario. Tal golpe le obligó a retroceder, tambaleándose a través de la estancia.
Luego, perdido ya el equilibrio, se desplomó cuan largo era, cayéndose, y se oyó al
mismo tiempo el ruido de algunos hierros de la chimenea, sobre los cuales cayó su
cabeza. Luego se quedó inmóvil.
El señor Melville, rápida y suavemente, se acercó a él y se inclinó para recoger la
pistola que se había caído de la mano del ciudadano representante, Lebel.
—Me parece que ahora no harás llamar al comandante —murmuró—. Por lo
menos, no podrás hacerlo hasta que yo esté lejos de Turín. —Con la punta del pie
tocó despectivamente al caído—. ¡Levántate, canaille! —exclamó.
Pero mientras pronunciaba tal orden, le llamó la atención la extraña inmovilidad
de Lebel. Dióse cuenta de que sus ojos estaban entreabiertos y, al mirar con mayor
atención, descubrió un pequeño reguero de sangre en el suelo. En aquel momento la
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punta de hierro de un morillo volcado, estaba teñida de sangre. Entonces comprendió
que la cabeza de Lebel chocó contra ella al caer y que el cráneo de aquel hombre
había sufrido una fractura.
Conteniendo el aliento, el señor Melville hincó una rodilla ante el cuerpo de
Lebel, metió la mano por dentro del pecho de la levita y la puso sobre el corazón.
Aquel hombre estaba muerto.
Púsose en pie, tembloroso y asustado. Por un momento lo dejó anonadado la
dolorosa sorpresa de haber provocado una muerte, aunque sin intención. Y cuando
recobró el uso de sus facultades, el temor físico fue sustituido por el pánico. En
cualquier momento, el posadero u otra persona podría entrar y verlo al lado del
cadáver; y era el cadáver de un hombre que gozaba de gran autoridad entre los
franceses, según le había comunicado el mismo Lebel, quien, virtualmente, si no de
un modo oficial, era el dueño y señor de Turín. No tendría, pues, más remedio que
resignarse a comparecer ante el comandante francés y todavía en peor situación de la
que le anunciara el mismo Lebel. Era imposible encontrar explicaciones capaces de
salvarlo o de excusarlo. La investigación de su identidad, si se molestaban en llevarla
a cabo, sólo serviría para confirmar la presunción de que el asesinato había sido
intencionado.
Únicamente le quedaba el recurso de emprender la fuga inmediata y aun en este
caso sus probabilidades de salvación eran muy pocas. Podría anunciar que había
cambiado de intención, que continuaría su viaje aquella misma noche, en el acto, y
pedir su silla de posta. Pero mientras engancharan los caballos y el postillón hiciese
los preparativos necesarios, no podía pensar siquiera en la posibilidad de que no
entrase nadie en su habitación y de que nadie tampoco, preguntase por el
representante francés que fue a visitarlo. Su mismo acto de pedir la silla de posta,
bastaría para excitar las sospechas y para promover las investigaciones. Más, a pesar
de todo, debía aventurarse a ello. No tenía ninguna alternativa.
Con rapidez se dirigió a la puerta y la abrió. Desde el umbral, mientras extendía la
mano para tomar el sombrero de la consola, sus ojos, aquellos ojos grises que,
normalmente, eran apacibles y firmes, se dirigieron, inseguros, en una última mirada
de horror al cuerpo inmóvil, cuya cabeza estaba en el hogar, en tanto que las puntas
de los pies se dirigían al techo.
Salió tirando maquinalmente de la puerta, hasta que prendió el pestillo. Bajó la
escalera, llamando al posadero con voz cuyo tono brusco le llamó la atención; y, a
causa de la confusión mental que sufría, habló en francés.
Al llegar al pie de la escalera, el posadero salió de una puerta situada a la
izquierda.
—Aquí estoy, ciudadano representante —dijo dando uno o dos pasos e
inclinándose con la mayor deferencia—. Espero que el caballero inglés se habrá
dejado persuadir para complaceros.
—¿Para… complacerme? —preguntó muy asombrado, el señor Melville.
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—Quiero decir que habrá consentido en prestaros sus caballos.
El posadero lo miraba asombrado. De un modo instintivo, y aunque sin darse
cuenta todavía de las consecuencias que podía tener aquel error inexplicable, el señor
Melville volvió ligeramente el rostro. Al hacerlo, pudo contemplar su imagen en un
espejo que había en la pared y entonces se explicó mejor la equivocación del
posadero. Llevaba el sombrero de anchas alas de Lebel, con el penacho y la
escarapela tricolores.
—¡Oh, sí! ¡Sí! —contestó de un modo maquinal y después de hacer un gran
esfuerzo.
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Capítulo II
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hundidos, miraron sin emoción el cadáver que tenía a sus pies. Comprendió muy bien
lo que había de hacer. Y el modo de hacerlo, lo hallaría, según esperaba, en los
documentos que contendría la cartera de viaje del representante.
Empezó por quitar la faja tricolor del cadáver, para ponérsela. Mientras lo hacía,
se miró en el gran espejo de marco dorado, que estaba sobre la consola. Se quitó el
gran sombrero que llevaba, acercó un poco su largo cabello al rostro, con objeto de
acentuar las sombras, más, aparte de eso, no llevó a cabo ninguna tentativa para
cambiar su aspecto. Y en cuanto lo hubo realizado, empezó a trabajar rápidamente,
aunque, en realidad, con una calma sorprendente. No temblaban sus manos al
registrar los bolsillos de Lebel. Encontró en ellos algún dinero: un fajo de asignados
recién impresos y un puñado de monedas de plata de Cerdeña, un cuchillo, un
pañuelo y otros objetos sin importancia. Además, un manojo de cuatro llaves, sujetas
por un cordón de seda, y un pasaporte forrado con tela.
Procediendo con el mayor método, vació sus propios bolsillos y, entre su
contenido, eligió el pasaporte, el librito de notas, algunos asignados bastante sucios y
todo el dinero suelto, un pañuelo y una tabaquera de plata, en la que, en forma de
monograma, estaban grabadas las letras M. A. V. M., que coincidían bastante bien
con el nombre del pasaporte. Y metió todos esos objetos en los bolsillos de Lebel.
A los suyos propios transfirió cuanto tomara de los del cadáver, exceptuando el
manojito de llaves, que dejó sobre la mesa, y el pasaporte forrado de tela, que
desplegó. Al leerlo, centellearon sus ojos.
Llevaba la firma de Barras y estaba refrendado por Carnot. Anunciaba que el
ciudadano Camille Lebel, miembro del Consejo de los Quinientos, viajaba como
representante de la República Francesa, Una e Indivisible, para llevar a cabo una
misión del Estado. Ordenaba a todos los súbditos de la República Francesa que los
auxiliasen al ser requeridos para ello; avisaba que quienes pusieran impedimento a su
misión, lo harían con riesgo de su vida, y terminaba recomendando a todos los
oficiales de cualquier rango o grado, civiles o militares, que pusieran a su disposición
cuantos recursos estuviesen a su alcance.
Aquel documento que no era tan sólo un pasaporte, sino una orden, y,
probablemente, tan formidables como la que más lo fuese, emitida por el Directorio,
demostró al señor Melville las alturas que había alcanzado aquel bribón muerto. Un
hombre a quien se concedían semejantes poderes, debía de estar maduro para su
elección como Director.
Seguía al pasaporte una descripción del portador: estatura 1.75 metros (que, con
la diferencia de un par de centímetros, era, más o menos, la misma del señor
Melville) corpulencia esbelta, porte erguido, rostro flaco, facciones regulares, color
pálido, boca grande, dientes fuertes y blancos, cejas negras, cabello negro y espeso,
ojos negros y señas particulares ninguna.
Todos aquellos detalles, excepto el color de los ojos, coincidían bastante bien con
la descripción del señor Melville. Los ojos, en cambio, constituían un obstáculo
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grave, porque no acabó de comprender cómo podría transformar las palabras noirs[2]
en gris sin dejar evidentes y peligrosas señales de falsificación. Sin embargo, tuvo
una inspiración. En la mesa había recado de escribir. Sentóse y empezó a hacer
experimentos. La tinta era muy espesa y de color demasiado intenso, en comparación
con la del documento, pero la aclaró con un poco de agua, que añadió gota a gota,
hasta quedar satisfecho. Después tomó una pluma de ave, la probó, la cortó para
probarla otra vez y ensayó luego en una hoja de papel. Satisfecho, por fin, se volvió,
confiado, hacia el pasaporte. Era muy sencillo prolongar el primer trazo de la «n»
para convertirla en «p». Dibujó un trazo a la derecha de la o para convertirla en a;
añadió un acento circunflejo, y unió el punto con el cuerpo de la siguiente letra, de
modo que la «i» quedó transformada en «t». Luego, un trazo circular sobre la «r» le
dio el aspecto de «e» y la «s» final quedó intacta. Dejó secar lo que acababa de hacer
y lo examinó. Un cristal de aumento habría podido revelar la falsificación, pero, a
simple vista, la palabra noirs fue muy bien transformada en potes; aquello había
quedado muy bien, pensó el señor Melville.
Para compensar el tiempo empleado, comenzó a trabajar con mayor rapidez.
Abrió la cartera de Lebel. Sólo tenía tiempo para examinar rápidamente su contenido,
pero le acompañó la suerte, porque casi el primer documento que vio le demostró que
Lebel era un protegido de Barras, enviado por él para vigilar a Bonaparte, también
protegido de Barras, a fin de contener la inclinación que manifestaba el joven general
a excederse en la autoridad propia de su cargo, y recordarle, de un modo constante, la
existencia de un gobierno en París, cuyas órdenes había de seguir y ante el cual
habría de responder.
Por el momento, no necesitaba saber más. Metió, de nuevo, los documentos en la
cartera y la cerró. Luego volvió los ojos lentamente, para llevar a cabo el último
examen de la estancia. Satisfecho, por fin, tomó una hola de papel y la pluma,
sumergió la punta de ésta en la tinta y escribió:
Salió al descansillo y, con la voz áspera y perentoria que usó el francés, llamó a
gritos al posadero. En cuanto le ordenó, secamente, que hiciese llevar a su destino
aquella nota, penetró, de nuevo, en la estancia y entornó la puerta, sin molestarse en
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cerrarla con llave.
Transcurrió quizá media hora, antes de que oyese voces, unos pesados pasos en la
escalera y el choque de un sable contra la barandilla, todo lo cual le anunció la
llegada del comandante.
Este oficial era un hombre alto, seco, vigoroso, que tendría unos cuarenta años.
Su arrogancia natural y su suficiencia habíase irritado a causa del tono perentorio y
seco de la nota recibida, de modo que abrió la puerta de un violento empujón y entró
en la estancia sin anunciarse. Detúvose al ver el cadáver en el suelo. Luego, su
mirada interrogadora, se dirigió al hombre que estaba sentado en la mesa, con un
lápiz en la mano, enfrascado en algunos documentos y con tanta indiferencia, como si
estuviese acostumbrado a verse rodeado de cadáveres.
Los ojos truculentos del militar hallaron una mirada aun más severa en los de
aquel individuo sentado a la mesa. Y éste, en tono de censura muy áspero, lo saludó,
diciéndole:
—Os habéis hecho esperar.
—No estoy a las órdenes ni a la disposición de cualquiera —contestó el
comandante, enojado. Y con el desprecio propio de los militares hacia los políticos,
añadió—: Ni siquiera a las de un ciudadano representante.
—¡Ah! —contestó el señor Melville, dejando el lápiz sobre la mesa—. ¿Cómo os
llamáis?
—Soy el coronel Lescure, comandante de plaza en Turín.
El señor Melville tomó una nota. Luego levantó la mirada como si esperase algo
más, pero en vista de que no llegaba, añadió:
—Espero que estaréis completamente a mis órdenes.
—¿A vuestras órdenes? Vamos a ver. Supongamos que empezaréis por decirme
qué significa todo esto. ¿Está muerto ese hombre?
—¿Para qué os sirven los ojos en la cara? Miradlo bien. En cuanto al significado
de eso, quiere decir que aquí ha habido un accidente.
—¡Ya! ¿Un accidente? Es muy sencillo, ¿verdad? Nada más que un accidente —
observó con evidente malicia, en tanto que a su espalda se asomaba el redondo y
pálido rostro del posadero, lleno de miedo.
—Bueno, quizá, en resumidas cuentas, no se trate de un accidente —corrigió el
señor Melville.
El coronel se adelantó para inclinarse sobre el cadáver y, sin abandonar su actitud,
volvió la cabeza para observar en tono burlón:
—¡Ah! ¿De modo que no se trata de un accidente? —Se irguió de nuevo para
volverse—. Me parece que éste es un asunto que compete a la policía. Este hombre
ha sido asesinado. Y ¿qué os parece si me decir la verdad acerca del asunto?
—¿Y para qué, si no, os he hecho llamar? Por lo demás, os aconsejo que no
levantéis la voz, porque no me gusta. Por una casualidad, encontré a ese hombre aquí.
Su aspecto y sus maneras me hicieron desconfiar. En primer lugar era inglés; y bien
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sabe Dios que ningún francés, en nuestros días, puede tener buen concepto de un
miembro de esa raza pérfida. Un inglés en Turín, o en cualquier punto de Italia, ha de
excitar las sospechas de quien no sea idiota. Quizá con alguna precipitación anuncié
mi deseo de haceros llamar, para que en vuestra presencia él pudiese dar cuenta de sí
mismo. Yo le golpeé y él se cayó, mas, por suerte, se rompió la cabeza contra ese
morillo, que, según podréis ver, está manchado de sangre. Eso es cuanto puedo
deciros y ya sabéis lo que ha ocurrido.
—¿Ah, sí? ¿Eso creéis? —preguntó el comandante, en tono irónico—. ¿Y quién
puede confirmar este cuento que acabáis de referirme?
—Si no fueseis tonto de remate, vos mismo podríais convenceros. En el morillo
de la chimenea hay sangre: la naturaleza de la herida, la posición en que se halla el
cadáver. Nadie lo ha tocado desde que cayó. Seguramente tendrá documentos que
demostrarán su identidad y que es un inglés llamado Marcus Melville. Sé que tiene
algunos papeles, porque, ante mi insistencia, me los mostró. Los encontraréis en su
bolsillo. Examinadlos. También nos ahorraremos muchas palabras si queréis ver los
míos —terminó ofreciéndole la hoja de papel forrada de tela.
Aquel documento tuvo la virtud de contener una exclamación inconveniente del
congestionado coronel. Tomó el pasaporte, casi arrancándolo de la mano de su
interlocutor y, al leer aquellas frases formidables, que casi podía decirse que situaban
todos los recursos del Estado a la disposición del portador, sus maneras cambiaron
por completo. Abrió mucho los ojos y el color que tenían sus mejillas desapareció.
—Pe… pero… ciudadano representante. ¿Por qué… por qué no me lo decíais
antes?
—No me lo habéis preguntado, sino que preferisteis darlo todo por supuesto. Al
parecer, no sabéis conduciros. Y debo advertiros, coronel Lescure, que no me habéis
causado ninguna impresión favorable. Ya tendré ocasión de hablar de eso con el
general Bonaparte.
El coronel se quedó aterrado.
—Pero, nom d’un nom[3]! Como no sabía quien erais… Y, al verme ante un
desconocido… naturalmente… yo…
—¡Silencio! Me molestáis. —El señor Melville recobró el pasaporte, que
sostenían los inertes dedos del militar. Luego se puso en pies—. Ya me habéis hecho
perder demasiado tiempo. Aun no he olvidado que me hicisteis esperar más de media
hora.
—No sospechaba la urgencia —contestó el coronel, que sudaba copiosamente.
—En la nota que os mandé bien la recomendaba. Incluso decía que el asunto era
de interés nacional. Para un oficial celoso en el cumplimiento de su deber, eso habría
debido bastar. No hacía falta más.
Volvió a meter sus documentos en la cartera y con su voz dura, fría e inflexible,
añadió:
—Ya sabéis ahora lo que ocurrió aquí. La urgencia de mis asuntos no me permite
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verme detenido por las autoridades locales, ni por las averiguaciones que hayan de
practicar acerca de la muerte de este hombre. Ya debiera estar en el cuartel general de
Milán. Por consiguiente, dejo este asunto en vuestras manos.
—Desde luego… desde luego, ciudadano representante. Naturalmente, no habéis
de sufrir más molestias con respecto a este asunto.
—Así es. —Con el mismo porte severo volvió a cerrar la cartera y se dirigió al
posadero, preguntándole—: ¿Está ya preparada la silla de posta?
—Aguardando desde hace media hora, señor.
—Entonces, precededme. Buenas noches, ciudadano coronel.
Pero, cuando ya estaba en el umbral, el comandante le obligó a detenerse,
diciéndole:
—Ciudadano representante. Supongo… que no seréis muy severo con un soldado
que sólo trataba de cumplir con su deber, aunque, sin saberlo, estaba a oscuras. Si
ahora… el general Bonaparte…
Los ojos claros y duros como ágatas, lo miraron con severidad. Después, una
sonrisa fría, aunque tolerante, animó las facciones del ciudadano representante. Se
encogió de hombros y, saludando al mismo tiempo con una inclinación de cabeza,
contestó:
—Siempre y cuando yo no sufra otras molestias por este asunto, tampoco vos
oiréis hablar más de él.
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Capítulo III
La cartera
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Tours. Supuso que aquello era un antifaz que se había puesto el leal administrador,
para cumplir mejor su cometido. Pero, al fin, lo invadió la desilusión al verse
denunciado, preso y condenado a muerte, gracias a la influencia de Lebel.
Entonces lo comprendió todo.
Marc-Antoine, entre todos los desdichados nobles que se hallaban en un caso tan
desesperado como el suyo, tenía una gran ventaja. Aun era muy rico y sus riquezas
estaban seguras en Inglaterra, de modo que podía utilizarlas. Hizo, con la mayor
astucia, un uso apropiado de esta arma. Había observado cuán corruptibles eran
aquellos hambrientos del nuevo régimen y comprendió todo lo que podría alcanzar
del soborno. Hizo llamar al abogado cuyos servicios utilizó, aunque Lebel le obligó a
guardar silencio, y lo que le dijo indujo al abogado a hacer intervenir en el asunto al
fiscal. Lebel, una vez conseguido su propósito, abandonó Tours, para dirigirse a
Saulx, y eso facilitó el proyecto de Marc-Antoine. A cambio de su promesa solemne
y del documento de crédito por algunos millares de libras esterlinas, en oro,
pagaderas en Londres, su nombre fue comprendido en una lista de nobles
guillotinados y luego lo sacaron de la cárcel, le dieron un pasaporte y así pudo llegar
sano y salvo a Inglaterra.
Hasta su casual encuentro de aquella noche en la Posada de la Cruz Blanca, de
Turín, Lebel estuvo persuadido de que ya no sobrevivía ningún heredero que pudiese
reclamarle las propiedades de Saulx, aun en el caso de que se llegase a restaurar la
monarquía. Pero hasta que Marc-Antoine hubo examinado detalladamente todos los
documentos de Lebel, no pudo formarse una idea de las consecuencias favorables que
aquel encuentro podría tener para sus fines, en vez de la catástrofe que había temido.
En Crescentino pudo llevar a cabo aquel examen. Llegó cerca de las doce de la
noche y como, según manifestara el postillón, los caballos habían llegado al límite de
su resistencia, vióse obligado a parar, hasta la mañana siguiente, en la mala posada
que tenía el maestro de postas. Allí, aunque era tarde y se sentía cansado, se sentó a la
luz de dos velas de sebo, para examinar el contenido de la cartera de Lebel y entonces
descubrió que éste, no solamente se había interpuesto en su camino material, cuando
se encontraron, sino que también iba a dificultar su propia misión en Venecia.
Cuando huyó de Francia el año 93, Marc-Antoine se llevó consigo los frutos de
su astuta observación, y, como resultado de eso, pudo proporcionar al vigilante
gobierno del rey Jorge una multitud de datos de primera mano. La autoridad que le
daba su posición social, la lucidez de la exposición que hizo y la agudeza de sus
deducciones, llamaron la atención del señor Pitt. El ministro lo hizo llamar, no sólo
entonces, sino también en otras ocasiones subsiguientes, en cuanto las noticias,
realmente extraordinarias, del otro lado del Canal, hicieron deseables las opiniones de
una persona tan bien informada de los asuntos franceses, como Marc-Antoine. De
todo eso resultó que cuando, en la primavera del año 1796, el vizconde anunció que
sus propios asuntos le obligaban a marchar a Venecia, el señor Pitt demostró su
confianza en él, invitándole a encargarse de una misión de la mayor gravedad, en
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beneficio del gobierno británico.
Los éxitos de la campaña de Bonaparte en Italia parecieron desalentadores al
señor Pitt, precisamente por ser inesperados. ¿Quién, con los hechos a la vista, podía
haber imaginado que un muchacho sin experiencia en el mando de las tropas, seguido
por una horda hambrienta, desharrapada, inadecuada en número y sin equipo
apropiado, iba a resistir con éxito, la coalición de los piamonteses con el ejército
aguerrido del Imperio, bajo el mando de generales veteranos? Éso era alarmante y
parecía fantástico. Si el joven corso había de continuar como había empezado, el
resultado sería salvar a la República Francesa de la bancarrota hacia la cual rodaba a
toda prisa, según observaba muy satisfecho el señor Pitt. Y no sólo el exhausto tesoro
francés se vigorizaba con estas victorias, sino que la confianza, ya menor, de la
nación en sus gobernantes, se renovaba así, socavando, al propio tiempo, la ya
debilitada voluntad de sostener la lucha.
Un movimiento republicano, que casi tenía la naturaleza de una religión, adquiría,
de este modo, un nuevo plazo de vida y aquel movimiento constituía un peligro
mortal para toda Europa y para aquellas instituciones que la civilización europea
consideraba sagradas y esenciales de su bienestar.
Desde el primer momento, William Pitt trabajó para formar una coalición de
estados europeos que presentase un frente inexpugnable a los ataques de la anarquía.
La retirada de España de esta alianza fue su primer quebranto serio, pero las rápidas
victorias del ejército de Italia, al mando de Bonaparte, tuvieron por resultado el
armisticio de Cherasco, y convirtieron un sencillo desengaño en la mayor alarma. Era
inútil continuar suponiendo que los éxitos del joven corso, quien, como resultado de
un engaño por parte de Barras, había sido puesto al mando del ejército de Italia, se
debiesen solamente al favor de la fortuna. Había surgido un formidable genio militar,
y si Europa debía salvarse de la mortífera pestilencia del jacobinismo, hacíase
necesario arrojar de nuevo toda la fuerza posible en la balanza y contra él.
La neutralidad desarmada que declaró la República de Venecia ya no podía
tolerarse más. No bastaba que Austria estuviese preparada a poner en pie de guerra
nuevos ejércitos más formidables que los destruidos por Bonaparte. Venecia, por muy
decaída que estuviese de su antiguo esplendor y poderío, aun era capaz de poner en
pie de guerra un ejército de cincuenta mil hombres, y era preciso persuadir a Venecia
de que abandonase su neutralidad. Hasta entonces la Serenísima República había
acogido todas las indicaciones de que debía aliarse contra los invasores de Italia, con
la suposición de que las fuerzas ya aliadas contra los franceses eran más que
suficientes para rechazarlos, Y ahora que los hechos habían probado el error de esta
suposición, era preciso darle a entender el peligro que para ella misma existía en
seguir contemporizando y que, por espíritu de conservación, cuando no por un
motivo superior, debía unirse con los que empuñaban las armas contra el peligro
común.
Tal había de ser la misión del vizconde de Saulx. Las leyes de Venecia, que
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prohibían toda conversación particular entre su embajador acreditado y el Dux o
cualquier miembro del Senado, estaban de acuerdo con semejante tentativa.
Virtualmente, pues, el vizconde de Saulx viajaba en calidad de enviado extraordinario
y secreto, y tenía la misión de aconsejar algo que, paradójicamente, resultaba
imposible para el embajador inglés, en virtud de su mismo cargo. Y desde que
emprendió el viaje, la necesidad de llevar a cabo su embajada se hizo más intensa, a
causa de la aplastante derrota que Bonaparte infligió en Lodi a las fuerzas imperiales.
Lebel, según resultaba de los documentos que Marc-Antoine examinó con
creciente interés y atención, tenía el mismo fin y se dirigía a Venecia casi con la
misma autoridad, para representar los intereses franceses. Las notas minuciosas e
íntimas que Barras escribió de su puño y letra, para dar instrucciones a su enviado,
confirmaban la completa confianza que tenía en Lebel, mediante los poderes que le
había otorgado.
El primer cuidado de Lebel debía ser presentarse a Bonaparte para darle a
entender que no se le consentiría ninguna extralimitación. Tal vez pudiese observar, y
de ello ya había indicios, que al general se le habían subido los éxitos a la cabeza. En
caso de que Bonaparte diese muestras de alguna arrogancia inconveniente. Lebel le
recordaría que la mano que lo levantó, cuando estaba hambriento en plena calle,
podría fácilmente devolverlo a su origen. En las notas de Lebel había minuciosas
instrucciones referentes a la dirección futura de la campaña de Italia, pero en ningún
punto era tan minuciosas como en lo que se refería a Venecia. Esta República, según
indicaba Barras, hallábase en un equilibrio peligroso, no sólo entre la neutralidad
armada o desarmada, sino entre la neutralidad y la hostilidad. Era preciso, pues,
ejercer alguna presión en ella. Existían indicios de que Pitt, ese monstruo de perfidia
y de hipocresía, se mostraba muy activo acerca del particular. Una equivocación
podría tener por resultado arrojar a Venecia en los brazos de Austria, con dolorosas
consecuencias para el ejército de Italia.
El significado de eso se aclaraba gracias a un minucioso informe de las fuerzas de
tierra y mar que se hallaban a disposición de Venecia.
La tarea de Lebel consistiría, pues, en insistir con Bonaparte y en convencerse de
que se cumplían las indicaciones que se le hacían, y en cuanto a Venecia, era preciso
adormecerla, con pretextos de amistad, hasta que llegase el momento de hacer
presión en ella, o sea cuando las fuerzas austríacas estuviesen tan quebrantadas, que
la alianza con Venecia, no resultase conveniente para ninguno de los dos países. Las
instrucciones se extendían a otros muchos detalles. Desde el cuartel general de
Bonaparte, en Milán, Lebel había de dirigirse a Venecia, en donde su primer cuidado
habría de consistir en la organización completa de la propaganda revolucionaria.
«En resumen», terminaba diciendo Barras en su voluminosa nota, «dispondréis
las cosas de tal modo, que Venecia pueda ser estrangulada en su sueño. Vuestra
misión consiste en procurar que se adormezca confiada y luego en ver que este sueño
no sea prematuramente interrumpido».
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Había también una carta abierta de Barras al embajador Lallemant, presentándole
al portador y afirmando, en términos inequívocos, los poderes que el Directorio le
había confiado. Y daba a entender muy claramente a Lallemant que él y Lebel no se
conocían personalmente. Este hecho sirvió para nutrir y fertilizar la idea que estaba
ya arraigando en la mente de Marc-Antoine.
Sus velas de sebo estaban ya consumidas y a punto de apagarse, y apuntaba el día
antes de que Marc-Antoine, con los pómulos sonrosados de un modo casi enfermizo
y los ojos resplandecientes de excitación y casi febriles, se arrojara semivestido sobre
el lecho. Y aun no para dormir, sino para examinar las esperanzas que le ofrecía
cuanto acababa de leer.
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Capítulo IV
El embajador de Francia
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tropas austríacas por la comarca, situada al este del Mincio, podrían haberle detenido
o retrasado. Pero, sea como fuere, tuvo la suerte de no encontrarlas, a pesar de que en
su camino no faltaban las señales de su paso. Llegó a Mestre sin ser molestado y
luego, ya en la paz y la dignidad de Venecia, le pareció difícil creer que los estragos
de la guerra se hallasen a menor distancia de un millar de millas. Voces alegres y
risueñas flotaban hasta sus ventanas, desde el canal inferior y, más de una vez,
mientras lo peinaban, percibió, con el acompañamiento producido por el chapoteo de
los remos y el rumor del agua al ser hendida por una roda de hierro, fragmentos de
canciones como si quisieran demostrar cuán libres de cuidados estaban todos los
habitantes de las Lagunas.
El papel del difunto Lebel, que había resuelto apropiarse, le imponía la necesidad
de emprender inmediatamente el viaje a Milán, donde Bonaparte había hecho su
entrada triunfal, estableciendo luego allí su cuartel general. Pero hasta entonces había
seguido un camino lleno de peligros y poco deseoso de correr otros nuevos, se
contentó con escribir al jefe de las fuerzas francesas. Así dio a Barras la impresión de
haber cumplido los deseos del Directorio con respecto a Bonaparte, dándole a
entender que había realizado personalmente aquella gestión.
Cosa de tres horas después de su llegada, en cuanto hubo terminado su cuidadoso
tocado y ya con el brillante cabello negro cuidadosamente peinado y atado, pero sin
empolvar, se dirigió a la planta baja y pidió una góndola, con objeto de ir a la
embajada francesa.
Reclinado a la sombra de la felza[6] fue llevado hacia el Oeste, Gran Canal arriba,
donde en las cercanías del mediodía, se había animado el tránsito acuático y luego,
siguiendo una red de canales de menor importancia, que discurrían a la sombra de
altos y oscuros palacios, llegó a la Fonda Norte. Se apeó en el desembarcadero y por
un estrecho callejón llegó a la Corte del Cavallo, que era una plazuela poco mayor
que un patio. En la esquinas se hallaba la residencia del embajador de Francia, el
Palazzo dalla Vecchia, casa amplia pero relativamente modesta, en una ciudad que
poseía tales esplendores.
El ciudadano embajador Lallemant estaba trabajando en la espaciosa estancia del
primer piso, en que tenía su despacho. Fue interrumpido por Jacob, su secretario,
semita muy despierto, de edad mediana, que llevaba una traje de color de herrumbre,
y que nunca podía olvidar que, en el interregno de los tres años anteriores, fue,
durante una estación, Chargé d’affaires[7].
Jacob tendió una nota doblada al embajador, diciéndole que le había sido
entregada por el portero Philippe.
Lallemant levantó la mirada, que tenía fija en sus papeles. Era un hombre que se
hallaba hacia la mitad de la vida, corpulento y de rostro lleno, bondadoso, algo pálido
y de forma parecida a la de una pera, pues era mucho más ancho en la base que en la
parte superior. Y el aspecto aletargado que le daba su doble papada, se contradecía
por la astuta agudeza de sus ojos oscuros y algo salientes.
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Desdobló la nota y leyó:
«Camille Lebel, representante, encargado de una misión, solicita audiencia».
En silencio frunció un momento las cejas, se encogió de hombros y ordenó:
—Haced entrar a ese caballero.
En el recién llegado, cuando fue introducido, Lallemant pudo ver a un individuo
de estatura algo más que mediana, porte altanero, esbelto, pero muy ancho de
hombros, vestido con elegancia, con una levita larga y negra sobre un pantalón de
piel de gamo, y unas botas altas, dobladas por su parte superior. Llevaba una corbata
blanca, una bicorne debajo del brazo y se conducía de modo autoritario y muy
pagado de sí mismo.
El embajador le dirigió una mirada escrutadora, mientras se ponía en pie para
saludarlo.
—Bien venido, ciudadano Lebel. Esperábamos vuestra llegada, pues ya la
anunciaban las últimas cartas del ciudadano director Barras.
—¿Esperábamos? —repitió ceñudo, el recién llegado—. ¿Decís esperábamos?
¿Puedo preguntaron a quién incluís en este plural?
Lallemant se quedó cortado al oír el tono duro y al ver la mirada fría y autoritaria
de aquellos ojos claros, en los que leyó el disgusto y el reproche. A su momentánea
confusión sucedió el resentimiento, pero, cuando aun estaba confuso, contestó:
—¿El plural? ¡Oh, lo uso oficialmente! Es una forma de dicción. Hasta ahora
nadie ha compartido conmigo el secreto de que erais esperado o de que habéis
llegado.
—Procurad que nadie se entere, pues no tengo ningún interés en que, una mañana
cualquiera, se me encuentre flotando en uno de esos pintorescos canales, con un
estilete clavado en la espalda.
—Tengo la seguridad de que no habéis de temer semejante cosa.
—No temo nada, ciudadano embajador. Únicamente se da el caso de que eso no
forma parte de mis intenciones. —Miró a su alrededor, en busca de un sillón, lo
encontró, lo aproximó al escritorio del embajador y tomó asiento—. No me obliguéis
a permanecer en pie —dijo con tono y acento indicadores de que allí se consideraba
el amo—. Y si os molestáis en mirar eso, podréis daros cuenta exacta de cuáles han
de ser nuestras relaciones.
Diciendo esto, dejó caer la carta de Barras sobre la mesa y ante el embajador.
Aquella carta daba a entender, muy claramente, la formidable autoridad con que el
Directorio había investido a Lebel. Pero no bastó para disipar el disgusto que sentía
Lallemant al observar las maneras autoritarias de su visitante.
—Para ser franco con vos, ciudadano, no puedo darme cuenta de que hayáis
venido a hacer algo de que yo no pudiera encargarme. Si vos…
Vióse interrumpido por la repentina apertura de la puerta. Un joven lozano saltó,
impetuoso, al interior de la estancia, hablando al mismo tiempo.
—Ciudadano embajador. No sé si me permitiréis —se interrumpió al ver al
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forastero y, al parecer, se quedó confuso—. ¡Oh, dispensadme, me figuré que estaríais
solo! Si… tal vez… ¡oh, ya volveré luego!
A pesar de eso, no se marchó sino que continuó donde estaba, meciendo
ligeramente el cuerpo sobre los pies, indeciso, y sin dejar de observar atentamente al
recién llegado.
—Puesto que ya estáis aquí, decidme lo que queréis, Domenico.
—No habría entrado, en caso de figurarme… si…
—Si, sí, ya lo habéis dicho. ¿Que queréis?
—Me preguntaba si me permitiríais llevar a Jean conmigo; hasta San Zuane. Voy
al…
—Desde luego, podéis llevároslo —le interrumpió Lallemant—. No había
necesidad de que vinierais a pedirme eso.
—Tened en cuenta que madame Lallemant no está en casa, y…
—¡Oh, si, si! Ya os he dicho que podéis llevar a Jean. ¡Al diablo con vuestras
explicaciones! Ya veis que estoy muy ocupado. Haced la merced de dejarme.
Mascullando excusas, el joven retrocedió y salió, pero, mientras tanto, sus ojos no
dejaron de examinar al visitante, desde la punta de sus brillantes botas hasta el
cabello muy bien peinado. Cuando, por fin, se hubo cerrado la puerta tras él,
Lallemant comprimió los labios en una leve sonrisa burlona. Miró por encima del
hombro, hacia una puerta abierta y a la habitación de menores dimensiones que
estaba más allá.
—Antes de que tuviésemos esta interrupción, me disponía a rogaros que me
acompañarais a esa habitación. Habéis tenido mucha prisa en sentaros, amigo mío. —
Se puso en pie y luego hizo un ademán hacia aquella puerta, mientras, con sarcasmo,
decía—: Si gustáis.
Extrañado, el visitante obedeció. Lallemant dejó abierta la puerta de
comunicación, de modo que desde la estancia interior podía ver perfectamente la otra
mayor. Luego ofreció un sillón y se explicó:
—Aquí estaremos al abrigo de los curiosos. No tenía la intención de dejaros decir
nada importante en la sala. Ese joven tan agradable y que, con tanta inocencia, se
preocupaba de sacar a mi hijo a dar un paseo, es un espía que el Consejo de los Diez
ha puesto en mi casa. Y esta misma noche los inquisidores del Estado tendrán una
relación detallada de vuestra visita, así como también del aspecto de vuestra persona.
—¿Y vos toleráis su presencia? ¿Y lo dejáis libre de circular en vuestra casa?
—Tiene cierta utilidad. Se encarga de mis mandados. Me ayuda a distraer a mi
hijo, se hace agradable a mi esposa y, con frecuencia, la acompaña cuándo ha de salir.
Y como yo estoy enterado de su verdadera misión, de vez en cuando le hago alguna
confidencia y le descubro secretos políticos acerca de los asuntos que me conviene
hacer creer a los inquisidores del Estado.
—Ya comprendo —dijo Marc-Antoine, modificando sus ideas acerca del
embajador, que tenía aspecto de hombre flemático—. Ya comprendo.
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—Así lo esperaba. Y creedme cuando os aseguro que aquí no puede averiguar
nada capaz de aprovechar a sus jefes. —Lallemant se sentó—. Y ahora, ciudadano
representante, estoy a vuestro servicio…
El falso Lebel empezó a dar cuenta de su misión. Ante todo, se felicitó y expresó
su convicción de que todos los franceses habían de congratularse de las gloriosas
victorias que el valor y las armas francesas habían alcanzado en Italia. Victorias que,
en sí mismas, simplificaban la tarea que le habían encargado. Sin embargo, aun no se
había alcanzado el fin. Austria disponía de enormes recursos y nadie podía dudar de
que los emplearía sin escatimar nada y de que se esforzaría en afirmar nuevamente su
influencia en Lombardía. Los obstáculos contra Francia eran todavía formidables y su
misión consistía en procurar que no fuesen más aún. A toda costa era preciso lograr
que Venecia continuara estrictamente en su neutralidad desarmada.
—A no ser, naturalmente —le interrumpió Lallemant—, que se sintiera inclinada
a aliarse con nosotros contra el Imperio.
—Eso no se puede imaginar siquiera —contestó el supuesto Lebel, mirándolo con
la mayor frialdad.
—Pues no opina así el general Bonaparte.
—¿El general Bonaparte? ¿Y qué tiene que ver él con eso?
Lallemant volvió a sonreír levemente.
—Pues nada más, sino que me ha encargado de hacer esta proposición al Consejo.
—¿Y desde cuándo —preguntó el representante con altanería—, desde cuándo los
militares han de ocuparse en estos asuntos? Yo tenía la impresión de que el general
Bonaparte ejerce el mando de las fuerzas francesas, y me agradará mucho, ciudadano
embajador, saber cómo os proponéis tratar esa proposición.
—Si he de seros franco, me parece muy ajustada a nuestros intereses.
—Ya comprendo. —El representante se puso en pie y, en tono amargo, añadió—:
Y así resulta, ciudadano Lallemant, representante acreditado aquí del gobierno
francés, que os proponéis recibir órdenes del general que está al mando de las
fuerzas. Realmente, señor, me parece que he llegado con la mayor oportunidad.
Lallemant no hizo ninguna tentativa para exteriorizar su irritación.
—No veo la razón de que no pueda obrar de acuerdo con unas órdenes que me
parecen beneficiosas para los Intereses de Francia.
—Vuelvo a decir que he llegado con la mayor oportunidad. Dispensadme si lo
repito. Una alianza, señor embajador, impone obligaciones que el honor y la decencia
impiden eludir. Francia tiene unos puntos de vista claros y definidos con respecto a
Venecia. Ante todo, Venecia ha de ser liberada de su gobierno oligárquico. Nuestra
misión sagrada consiste en llevar a sus territorios la antorcha de la libertad y de la
razón. ¿Habremos de entrar en una alianza con un gobierno que nos proponemos
destruir? Nuestro cometido, el cometido preciso que me ha traído aquí, es procurar
que Venecia observe, rígidamente, su neutralidad desarmada, hasta que llegue el
momento de arrojar al polvo esta oligarquía. ¿Entendéis claramente eso, ciudadano
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embajador?
Lallemant lo miró sin ningún afecto. Luego se encogió de hombros, para
demostrar, sin ambajes[8], su mal humor.
—Puesto que el Directorio os ha enviado aquí para intervenir en todas estas
cosas, mi responsabilidad ha terminado ya. Sin embargo, hacedme la merced de
decirme lo que habré de contestar al general Bonaparte.
—Decidse que me habéis dado cuenta del asunto. Yo trataré con él.
—¿Qué vos trataréis con él? ¡Caramba! ¿Sabéis, acaso, qué hombre es el general?
—Conozco cuál es su posición. Ahora está en peligro de excederse, y ya
encontraré la manera de contenerlo.
—Ya se ve que vuestro temperamento es sanguíneo. El hombre que, con un
ejército de desarrapados, pudo alcanzar las victorias en las batallas que ha dado en los
dos últimos meses contra fuerzas disciplinadas, bien equipadas y doblemente
numerosas, no se deja mandar con mucha facilidad.
El representante contestó con altanería:
—No tengo ningún deseo de disminuir el mérito de que ha dado pruebas como
soldado. Pero, si os parece bien, fijaremos la proporción debida en todo lo que se
refiera a ese joven.
—¿Queréis que os diga una cosa acerca de él? —contestó Lallemant, sonriendo
—. Voy a deciros algo que me ha contado el mismo Berthier. Cuando ese pequeño
corso fue a Niza, con objeto de hacerse cargo del mando que Barras le había
conferido, los generales de división del ejército de Italia estaban rabiosos de ver que
un muchacho de veintisiete años estuviese sobre ellos; lo llamaban un parvenu[9], un
general de las calles, el hombre desdeñosamente conocido en París con el apodo de
mitrailleur, puesto que la única acción que había en su crédito fue el haber dispersado
una multitud con la metralla. Y aun se decía de él, y tened en cuenta que ahora repito
palabras ajenas, que se le dio ese mando como premio por haber convertido en mujer
honrada a una de las queridas de Barras.
»Aquellos generales se dispusieron a darle una acogida que le hiciese reflexionar
dos veces antes de continuar en el ejército de Italia. Augereau, dominante y violento,
era el que más gritaba, explicando cómo haría para humillar a aquel advenedizo.
Bonaparte llegó. Ya sabéis cuál es su aspecto. Tiene una figurita frágil y está pálido
como un tísico. Avanzó hacia ellos y, mientras se abrochaba el cinturón, les dio sus
órdenes secas y perentorias, sin una palabra más de las necesarias. Luego salió,
dejándolos mudos de asombro y atontados por una fuerza que ninguno habría podido
definir, pero que en presencia de ella nadie tuvo el valor de afrontar.
»Éste es Bonaparte. Desde entonces ha ganado una docena de batallas y aplastó el
poderío austríaco en Lodi. Ya podéis imaginaros si será fácil manejar a ese hombre.
Si conseguís dominarlo, os aseguro que tendréis un brillante porvenir.
Pero el representante no quiso dejarse impresionar.
—No seré yo quien lo domine, sino la autoridad de la que yo no soy más que el
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portador. Y, por otra parte, y con respecto a esas proposiciones suyas, haceos cargo de
que el asunto está ya en mis manos y, por consiguiente, no habéis de preocuparos más
de él.
—Con muchísimo gusto, ciudadano representante. Me alegro en gran manera de
verme libre de esta responsabilidad.
Su tono aun era sarcástico, pero su interlocutor le contestó todavía con mayor
sarcasmo.
—Por fin os habéis dado cuenta de una de las razones que justifican mi presencia
en Venecia.
Sentóse nuevamente, cruzó las piernas y, abandonando un tanto su altanería,
empezó a hablar de asuntos que Lallemant halló más asombrosos que todo lo
ocurrido hasta entonces.
Anunció que, de acuerdo con el propósito que le había llevado allí, y para estudiar
directamente las intenciones de Venecia, se proponía penetrar en el campo enemigo,
dándose a conocer como agente de los ingleses. Afirmó tener las condiciones
necesarias para representar este papel en presencia de quien fuese y aun ante los
mismos ingleses.
A pesar de todo, el asombro de Lallemant sólo había desaparecido en parte.
—¿Sabéis lo que será de vos, si os descubren?
—Confío en que no lo conseguirán nunca.
—¡Nom de Dieu! Preciso es que seáis muy valiente.
—Lo seré o no, pero sin duda alguna soy inteligente. Y, ante todo, les informaré
de que estoy en relaciones con vos…
—¿Cómo?
—Les diré que os he engañado, fingiendo ser un agente francés. Les probaré mi
buena fe, obrando con ellos precisamente como vos lo hacéis con su espía instalado
en vuestra casa. Les daré algunos pequeños informes acerca de los franceses, desde
luego sin valor alguno, y aun quizá falsos, pero que tendrán el aspecto de ser valiosos
y verdaderos.
—¿Y os figuráis que así os será posible engañarlos? —preguntó Lallemant con
acento burlón.
—¿Por qué no? ¡No es cosa nueva que un agente secreto finja trabajar para ambas
partes! Un gobierno tan experimentado en el espionaje reconocerá eso mismo, sin
necesidad de explicaciones. Naturalmente, correré un grave peligro. En cuanto
supieran que yo soy Camille Lebel, agente secreto del Directorio, el estilete y el
canal, a los que aludí hace poco, terminarían, probablemente, una carrera de cierta
distinción y de gran utilidad para Francia. —Hizo una pausa para mirar a través de la
puerta abierta de la habitación que había más allá, y añadió con cierto énfasis—: De
eso se deduce, pues, que el secreto de mi identidad, hasta ahora conocido sólo de vos
y de mí, Lallemant, no ha de ser compartido por nadie más en absoluto.
¿Comprendéis? Ni siquiera vuestra esposa ha de sospechar que yo soy Lebel.
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—¡Oh, pero mi secretario, en definitiva…!
—Vuestro secretario será la única excepción —dijo el representante con severo
acento—. Ya comprendo que eso es imposible evitarlo, pero antes le haréis jurar el
secreto.
Lallemant volvió a dar muestras de impaciencia.
—¡Ah, muy bien! Como gustéis.
—Eso es, como yo guste. Estamos tratando de un asunto de vida o muerte y os
ruego que penséis que se trata de mi vida o de mi muerte. Y este asunto, según
convendréis conmigo, tengo el derecho preferente de tratarlo a mi antojo.
—Mi querido ciudadano Lebel…
—Olvidad ya ese nombre —dijo el representante, poniéndose en pie y adoptando
un acento dramático—. Ya no ha de ser empleado en adelante. Ni siquiera cuando
estemos solos. Esto en el supuesto de que podamos considerarnos al abrigo de los
curiosos en una casa en la que circulan libremente los espías del Consejo de los Diez.
Aquí, en Venecia, soy el señor Melville, un flâneur[10], un inglés ocioso. El señor
Melville. ¿Está claro?
—Sin duda, señor Melville. Pero, en caso de que os veáis en alguna dificultad…
—Si me encuentro en alguna dificultad, ya no podrá ayudarme nadie en absoluto.
Procurad no crearme ninguna con vuestra indiscreción.
El derrotado embajador, inclinó, sumiso, su voluminosa cabeza.
—Creo que, por el momento, no hay nada más.
Lallemant se puso, inmediatamente, en pie.
—Quedaos a cenar. Estaremos solos; asistirán madame Lallemant, mi hijo y mi
secretario Jacob.
El señor Melville meneó, negativamente, su bien peinada cabeza.
—Os agradezco la cortesía, pero no quiero daros ninguna molestia. Quizá otro
día.
Ni siquiera el deseo de suavizar la situación pudo dar realidad al acento de
desencanto de Lallemant. Sus expresiones de pesar carecieron de tal modo de
sinceridad, que casi llegó a demostrar su satisfacción por verse libre de aquel
autoritario individuo. El señor Melville se detuvo aun algunos momentos para
averiguar los progresos realizados por los agentes franceses, encargados de hacer
prosélitos para la causa jacobina.
—Nada tengo que añadir —le contestó el embajador—, al último parte enviado al
ciudadano Barras. Estamos bien servidos, especialmente por la vizcondesa. Es muy
diligente y de un modo constante ensancha las esferas de sus actividades. Su última
conquista es la de ese patricio barnabotto[11] Vendramin.
—¡Ah! —exclamó el señor Melville con voz lánguida—. Es importante este
hombre, ¿verdad?
—¿Eso me preguntáis? —dijo el embajador, mirándolo asombrado.
Dándose cuenta de que acababa de pisar en falso, el señor Melville añadió, sin
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titubear:
—¡En fin! El caso es que a veces lo dudo.
—¿Después de lo que he escrito con respecto a él?
—Solamente el Papa es infalible.
—No hay necesidad de ser Papa para conocer la extensión de la influencia de
Vendramin, pero la vizcondesa se lo ha hecho suyo. Todo es cuestión de tiempo. —
Sonrió con cínica expresión y añadió—: El ciudadano Barras tiene el gran don de
emplear a sus amantes abandonadas en beneficio de la nación y del suyo propio.
—No quiero oír esos propósitos escandalosos —contestó el señor Melville,
tomando su sombrero, que estaba sobre la mesa—. Ya os tendré al corriente de lo que
consiga. Mientras tanto, si me necesitáis, estoy alojado, por ahora, en la Posada de las
Espadas.
Dicho esto se despidió y se alejó, preguntándose quién podría ser la vizcondesa y
quién, asimismo, aquel Vendramin, que era un barnabotto.
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Capítulo V
El embajador de Inglaterra
I las maneras del señor Melville irritaron los sentimientos del embajador de
la República Francesa, Una e Indivisible, casi lograron igual resultado con
los del embajador de Su Majestad Británica, a quien visitó aquella misma
tarde. Sin embargo, hubo una diferencia. Así como el tono dominante que asumió con
Lallemant fue una exhibición de histrionismo, aunque llegó a convencer a aquél, el
que empleó con sir Richard Worthington fue una verdadera expresión de sus
sentimientos.
Sir Richard era hombre pomposo, corpulento, de cabello de color de arena, que
hacía ondear las inevitables banderas de una limitada inteligencia: la presunción y el
recelo. Inclinado siempre a suponer lo peor, era de aquellas personas que convierten
las sospechas en convicciones, sin analizar sus propios procesos mentales. Este tipo
es bastante corriente y se reconoce con facilidad. Y, a los cinco minutos de hallarse en
presencia del embajador, el señor Melville comprendió, desalentado, que sir Richard
pertenecía a él.
Presentó al embajador una carta del señor Pitt, que lo acompañó en su viaje desde
Inglaterra, oculta en el forro de su bota.
Sentado a su mesa de escritorio, sir Richard dejó en pie a su visitante, en tanto
que, con el auxilio de una lupa, examinaba cuidadosamente la carta. Por fin levantó la
mirada, entornó sus ojos verdosos, para escrutar aquella figura esbelta y erguida que
tenía delante.
—¿Sois la persona designada aquí? —preguntó con voz aguda, que armonizaba
muy bien con su barbilla fugitiva y la inclinada frente.
—Eso parece evidente, ¿no es así?
Sir Richard, al oír el tono de su voz, abrió un poco más los ojos.
—No os he preguntado lo que parece evidente. Me gustan las respuestas precisas.
Sin embargo… El señor Pitt dice aquí que vos mismo me explicaréis el asunto que os
trae.
—Y os ruega, según creo, que me concedáis todo vuestro auxilio para llevarlo a
cabo.
Sir Richard abrió cuanto pudo sus verdosos ojos. Dejó la carta sobre la mesa y se
reclinó sobre su alto sillón. Y, con voz tajante, preguntó:
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—¿Y cuál es este asunto, señor?
El señor Melville lo expresó con brevedad y calma.
Sir Richard arqueó sus cejas de color de arena, en tanto que sus pómulos
empezaban a enrojecer.
—Su Majestad está ya representado aquí de un modo adecuado. No comprendo la
necesidad de tal misión.
A su vez el señor Melville se sintió apurado. Aquel hombre era un idiota
pomposo.
—Tal observación no es para mí, sino para el señor Pitt. Y, al mismo tiempo,
podéis darle cuenta de todo lo de más que no lleguéis a comprender.
—¿Cómo?
—Algo que le sugirió la necesidad de proporcionaros este auxilio. Las misiones
de la categoría que aconseja ahora la necesaria prisa, han de llevarse a cabo ante los
gobernantes de la Serenísima República y, para que sean eficaces, es preciso que no
se hagan en público.
—Es natural —contestó el embajador, en tono seco y glacial—. Con toda
seguridad no habéis hecho el viaje desde Inglaterra para demostrar lo evidente.
—Pues, sin embargo, así parece, ya que las leyes de Venecia prohíben
expresamente toda conversación particular entre cualquier miembro del gobierno y el
embajador de una potencia extranjera. Vuestro mismo cargo os impide tomar medidas
que solamente son posibles para un individuo que visite Venecia con carácter privado.
Sir Richard hizo un gesto de impaciencia.
—Mi querido señor, siempre hay maneras de hacer las cosas.
—Pues si existen esos medios, al señor Pitt no le parecen convenientes.
El señor Melville díjose que ya había aguantado demasiado. Se acercó un sillón y
se sentó ante el embajador, que se hallaba en el lado opuesto del hermoso escritorio
Luis XV, que armonizaba con los demás muebles y con los dorados y los brocados de
aquella sala de elevado techo.
Sir Richard lo miró, airado, pero siguió tratando el asunto.
—Sin embargo, estos medios son tan manifiestos, que, según ya he dicho, no me
es posible, en absoluto, comprender la necesidad de que intervenga… un agente
secreto. —Su tono era desdeñoso—. Supongo que así se os describe en la carta.
—A no ser que prefiráis llamarme espía —replicó, humildemente, el señor
Melville.
Receloso de que en tales palabras hubiese algún sarcasmo, sir Richard no hizo
caso de la réplica.
—No puedo comprender qué beneficio resultará de ello. En realidad, y en esta
ocasión, más bien opino que eso puede originar daños incalculables.
—Teniendo en cuenta lo sucedido en Lodi, yo me figuraba que la misión que me
han dado es ya de extremada urgencia.
—No admito, señor, que tengáis títulos para juzgar. No lo admito en absoluto.
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Supongo que me haréis la justicia de creer que lo sé mejor que vos. —Su irritada
vanidad le hacía mostrarse obstinado—. La importancia de lo ocurrido en Lodi puede
ser exagerada fácilmente por los que no están bien informados o por los que no
conocen como yo, los recursos del Imperio. Tengo fidedignos informes de que dentro
de tres meses Austria habrá enviado cien mil hombres a Italia. Esto bastará,
sobradamente, para barrer del país a esa chusma francesa. Tal es la respuesta a los
tímidos alarmistas que se asustan de esos éxitos de los franceses, más que nada
debidos a la suerte.
El señor Melville perdió ya la paciencia y replicó:
—¡Y mientras tanto Venecia se verá atraída a una alianza con Francia!
Sir Richard se rió de un modo desagradable.
—Eso, señor, es fantástico, imposible de imaginar.
—¿Aun en el caso de que Francia tiente a la Serenísima con ofrecimientos de
alianza?
—Eso tampoco es concebible.
—¿Estáis seguro?
El señor Melville dio un suspiro de cansancio, sacó su tabaquera y empezó a
agitarla complacido.
—Me quitáis un gran peso de encima. Deseaba conocer vuestras opiniones
gracias a esta pregunta. Y, como ya suponía, observo que no puedo dejarme guiar por
ellas.
—¡Dios mío! ¡Sois un imprudente!
El señor Melville cerró su tabaquera. Con una pulgarada de rapé entre los dedos
índice y pulgar, golpeó la mesa escritorio con el dedo del corazón.
—Las suposiciones de alianza, que, con tanta complacencia, creéis inconcebibles,
han sido ya hechas.
La cara del embajador expresó, momentáneamente, su asombro y su desaliento.
—Pero… ¿cómo podéis saber eso?
—Aceptad, sin reparo, mi afirmación de que el embajador francés en Venecia ha
recibido órdenes de Bonaparte para proponer una alianza a la Serenísima.
Sir Richard expresó, por medio de una risotada, que había recobrado la
tranquilidad.
—Solamente la absoluta ignorancia de los procedimientos puede explicar que os
hayan engañado con tanta facilidad. Mi querido señor; Bonaparte no puede hacer
tales proposiciones. Carece de poder para ellos. Esos asuntos son propios de los
gobiernos y no de los militares.
—Tan convencido como vos mismo, sir Richard, estoy de la irregularidad de este
asunto, pero ello no modifica los hechos. Y éstos consisten en que Bonaparte ha dado
esta orden, según me consta; por otra parte, hemos de presumir que tiene razones para
creer que su gobierno lo apoyará. Los generales que consiguen las victorias
alcanzadas por Bonaparte suelen verse apoyados por sus gobiernos.
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Sir Richard pasó de la ironía al malhumor.
—Aseguráis saberlo positivamente. ¿Cómo es posible?
El señor Melville le contestó inmediatamente:
—Hace un momento, sir Richard, me describisteis como agente secreto. No
debíais haber vacilado en llamarme espía, porque no me habría ofendido. Soy espía
en una causa que dignifica tal apelativo, y se da el caso de que soy un buen espía.
La expresión de sir Richard sugirió la existencia de un olor nauseabundo, pero no
dijo nada. La declaración del señor Melville le dio la sensación de haber sufrido una
derrota. No obstante, y con la tenacidad propia de un estúpido, quiso luchar contra la
razón.
—Aun en tal caso, sigo sin comprender lo que esperáis llevar a cabo.
—¿No os parece que perdemos tiempo? ¿Importa mucho que lo comprendáis
vos? Vos y yo hemos recibido órdenes del señor Pitt. Por consiguiente, debéis obrar
de acuerdo con las vuestras y ponerme en situación de que yo cumpla con las mías.
La suavidad de tono empleado no pudo disimular la aspereza de la reconvención.
Sir Richard, profundamente afrentado, se sonrojó intensamente.
—¡Por Dios, señor; observo que sois muy atrevido!
El señor Melville sonrió, mirando aquellos ojos verdosos, cargados de orgullo.
—De no ser así, señor, no estaría aquí.
Durante unos momentos el ceñudo embajador se quedó pensativo. Por fin,
irritado, habló mientras golpeaba con un dedo la carta que tenía delante.
—En esta carta me ruegan que os apoye y os ayude. También me encargan lo
mismo en otra que me trajo un individuo a quien no conozco. Ahora queda por
averiguar vuestra identidad. Seguramente tendréis documentos, un pasaporte y otros
papeles por el estilo.
—No los tengo, sir Richard —contestó el señor Melville, sin intentar siquiera la
explicación de cómo era posible eso. Sólo podía dar su palabra y, aquel hombre, sin
duda alguna, le haría la afrenta de no aceptarla—. Esa carta ha de ser un pasaporte
suficiente para mí. Ya observaréis que el señor Pitt tomó la precaución de consignar
al pie una descripción de mi persona. Sin embargo, si esto no basta, puedo presentar
personas eminentes, integras y muy respetadas, que, por conocerme personalmente,
responderán por mí.
El señor Melville leyó en la mirada de su interlocutor la torpe satisfacción de
verse, por fin, en estado de exteriorizar el rencor que había despertado en él tal
nombramiento de un enviado extraordinario, rencor que luego creció a causa de la
derrota sufrida en la conversación.
—Hasta que me presentéis a estas personas, señor, y hasta que yo quede
convencido de que son como acabáis de describirlas, no os extrañará que decline la
satisfacción de apoyaros. —Mientras hablaba, agitó una campanilla que había sobre
la mesa—. Estoy seguro de que eso es, precisamente, lo que el señor Pitt espera y
desea de mí. He de estar seguro del terreno que piso, antes de aceptar la
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responsabilidad de responder de vos ante el Serenísimo Dux.
Un ujier abrió la puerta. El embajador inglés no invitó a cenar al señor Melville.
—Tengo el honor, señor, de desearos muy buenos días.
Si el señor Melville se alejó algo conturbado, sólo se debió al hecho de ver que
Inglaterra estaba representada en Venecia, y en aquella época, por semejante hombre.
Y cuando comparó la suave astucia de Lallemant, que había alcanzado su posición
gracias a las pruebas de habilidad que diera, con la engolada estupidez de sir Richard
Worthington, que, sin duda, debía su cargo al nacimiento y a la influencia, se
preguntó si, en definitiva, no habría razón para las doctrinas republicanas, que se
aplicaban en Francia y que estaban en el ambiente de toda Europa; si la casta a que él
pertenecía no era ya, en realidad, un anacronismo estéril, que había de ser barrido por
los hombres de sentido común, del camino de la civilización y del progreso.
Tales reflexiones, sin embargo, no le impresionaron hasta el punto de poner en
peligro el campeonato de la causa aristocrática, a la que estaba unido y que había de
defender. En resumidas cuentas, él mismo pertenecía a aquella causa. La
recuperación de sus propiedades de Saulx dependía de la restauración de la
monarquía en Francia, y esta restauración no podría llevarse a cabo hasta que los
anarquistas se viesen obligados a doblar la rodilla, ya vencidos. Mas, aparte de su
interés personal, él debía lealtad a aquella causa por su nacimiento, y, lealmente, con
razón o sin ella, se emplearía en su servicio.
De la austera lady inglesa, su madre, había heredado un elevado, aunque penoso,
sentimiento del deber, que todavía había hecho arraigar más en él la educación
recibida.
Un ejemplo de ello fue el orden en el cual dedicó su atención a los asuntos
relacionados con su presencia en Venecia. El qué motivó, en primer lugar, su viaje, y
que habría podido justificar su impaciencia, aun no había sido objeto de su actividad.
Y al resolverse a dedicarle su tiempo, quizá lo hizo con mayor deseo todavía, a causa
del altanero trato de sir Richard Worthington, ya que ahora tenía tanta necesidad
política de hacer aquella visita como antes le pareció deseable.
Cuando a la muerte de su padre, Marc-Antoine, obedeciendo a la voz del deber
para con su casa y con su casta, emprendió aquel viaje peligroso y que casi le fue
fatal, en dirección a Francia, el conde Francesco Pizzamano era y fue, unos años,
ministro de Venecia en Londres. Su hijo, Domenico, oficial al servicio de la
Serenísima República, era agregado a la Legación, y entre él y Marc-Antoine se
desarrolló una amistad, extendida a sus respectivas familias. Gradualmente, el interés
de Marc-Antoine por Domenico fue superado por el que le inspiraba su hermana,
Isotta Pizzamano, cuyo retrato pintó Romney y de cuya belleza y gracia se hace tanta
mención en las memorias de aquella época.
Los acontecimientos, primero la excursión de Marc-Antoine a Francia y luego el
regreso del conde Pizzamano a Venecia, interrumpieron aquellas relaciones y sentía
el ardiente deseo de reanudarlas ahora que su camino estaba despejado. Mil veces,
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durante el mes anterior, abrazó, en su fantasía, a Domenico, estrechó la mano del
conde, puso los labios sobre los dedos de la condesa y, con mayor lentitud aún, besó
los dedos de Isotta. Siempre soñaba lo mismo durante los momentos del día en que se
entregaba a sus ensueños. Al mismo tiempo, estos sueños eran mucho más vívidos
que los demás. Siempre veía claramente a la joven alta y esbelta, con cierta majestad
o santidad de que su adoración la rodeaba. En aquella grata visión la joven parecía
suavizar su austeridad virginal, y sus labios llenos de vida, en su rostro parecido al de
una monja, le sonreían dándole una bienvenida que no sólo expresaba su bondad,
sino su contento.
Aquel sueño le impulsaba entonces a su realización, y casi sentía cierta aprensión
al verse tan cerca de la realidad, como siempre ocurre cuando se trata de cosas que se
han deseado con exceso.
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Capítulo VI
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Londres. Y, para vuestra pobre madre, que se censuraba amargamente por haberos
obligado a hacer el viaje, aquello fue el fin del mundo. Nosotros hicimos cuanto nos
fue posible.
—¡Oh, sí! Ya sé cuán bondadosos fuisteis. Y eso ha contribuido a aumentar más
todavía mi cariño por todos vosotros. Pero, ¿y mis cartas? Escribí dos veces. ¡Ah, ya
comprendo! Las cartas, en esta época, son como disparos hechos a la oscuridad. No
sabemos adónde van a parar. Y ésa es una razón más de que yo viniera a dar cuenta
de mis mismo.
Domenico lo examinaba solemnemente.
—¿Y por esto habéis venido? ¿Habéis hecho el viaje hasta Venecia, con objeto de
venir a vernos?
—Tal es la causa que me ha traído. Y si me han encargado otros asuntos, eso no
es más que el efecto.
Aumentó más aún la solemnidad del joven veneciano. Su mirada observó, casi
con inquietud, el rostro sonrosado y sonriente de su amigo y tartamudeó un poco al
contestar:
—Nos hacéis sentirnos muy orgullosos.
Y continuó para indicar la alegría que sentirían sus padres, al recibir aquella visita
y al enterarse del milagro de la salvación de Marc-Antoine.
—¿Isotta? Espero que estará bien.
—¡Oh, sí! Isotta está muy bien. Ella se alegrará, igualmente, de veros.
Marc-Antoine creyó advertir cierto embarazo. ¿Acaso Domenico sospechaba cuál
fue el miembro de la casa de Pizzamano que le hizo recorrer media Europa? Se
acentuó su sonrisa al pensarlo y se mostró muy alegre y exaltado al llegar al salón,
donde estaba congregada la familia. Era una habitación de vastas proporciones, que
ocupaba toda la profundidad del palacio, desde las ventanas góticas de la fachada,
que daba al canal de San Daniele, hasta las delgadas columnas de la loggia[13], desde
la cual se podía contemplar el jardín. Aquella estancia veíase enriquecida por los
tesoros que los Pizzamano pudieron recoger a través de las edades; porque su casa
patricia existía ya antes de la clausura del Gran Consejo y del establecimiento de la
oligarquía, durante el siglo catorce.
Un Pizzamano asistió al saqueo de Constantinopla y algunos de aquellos despojos
los llevó a su casa, donde aun podían ser admirados. Otro luchó en Lepanto, y el
retrato pintado por el Veronés, sobre un fondo de rojas galeras, se exhibía frente a la
entrada de la sala. Había también un retrato, pintado por Giovanni Bellini, de
Caterina Pizzamano, que reinó como Dogaresa en la época de Bellini, y otro por el
Tiziano, de un Pizzamano que fue gobernador de Chipre. Veíase todavía otro retrato
ejecutado por un pincel desconocido y que representaba a Giácomo Pizzamano, que
fue hecho Conde del Imperio, doscientos años atrás, y así legó el título a aquellos
patricios de un estado que no confería títulos nobiliarios.
El techo artesonado, mostraba unos frescos de Tiépolo en marcos noblemente
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esculpidos y dorados; el suelo estaba formado por ricos mosaicos de madera, y acá y
acullá veíase una alfombra de vivos colores, que evocaba los recuerdos del tránsito
levantino de la Serenísima República.
Era aquélla una estancia que, por su esplendor, su arte, su riqueza y su significado
histórico, no habría encontrado semejante en ningún país de Europa, a excepción de
Italia y en ninguna ciudad de Italia, de no ser Venecia. Sus magnificencias apenas
fueron notadas por Marc-Antoine, a la luz suave del candelabro provisto de
numerosas bujías insertadas en grandes ramas doradas de fantástico cincelado y en
cuyas bases se veían engarzadas piedras de gran precio. Fueron el regalo de un Papa
o un Pizzamano, muerto mucho tiempo atrás, juntamente con la Rosa de Oro, y se
creía que el mismo Cellini labró aquellos candelabros.
Pero Marc-Antoine no dirigió la mirada a los tesoros que había en la estancia,
sino que buscó a sus habitantes.
Habían estado sentados en la loggia. El conde, muy alto y flaco, a causa de la
edad, algo anticuado en su traje, desde sus zapatos, de tacones rojos, a su empolvada
peluca, ofrecía, sin embargo, una imagen de aguileño rostro, lleno de energía y de
vigor. La condesa, relativamente joven, graciosa y noble, llevaba con el mayor
donaire su fichü[14] delicadísimo, de Point de Venise; e Isotta, de alta esbeltez, llevaba
un traje de casa, muy ceñido, de una tela tan oscura, que casi parecía negra a la escasa
luz reinante.
En ella fijó los ojos el joven mientras se detuvo al ver que aquellos personajes se
ponían en pie, sobresaltados, por el anuncio de Domenico. La doncella veíase
rodeada por el tono turquesa del cielo de la tarde y se mostraba entre dos esbeltas
columnas de la Zoggia, columnas de mármol a las que el tiempo se encargó de dar
tono marfileño y que parecían tan pálidas como el rostro que, para Marc-Antoine,
constituía la suma de toda la nobleza y de toda la belleza. Los labios de la joven
parecían pálidos y sus oscuros ojos, cuya dulzura normal estaba templada por la
austeridad de sus facciones, aparecían dilatados cuando lo miraron.
Marc-Antoine pudo observar que la joven había madurado en los tres años largos
que transcurrieron desde que la vio por última vez en Londres, la noche antes de
emprender su viaje a Francia. Pero era aquélla una madurez que sólo podía
considerarse como el cumplimiento de la promesa de sus diecinueve años. Entonces
no creyó que la joven pudiera llegar a ser más deseable y, sin embargo, así la halló.
Vio que era una mujer digna de ser amada, adorada y servida, y que, en pago de toda
esta devoción, sería una fuente de inspiración y un manantial de honor para un
hombre. Porque eso significaba el amor para Marc-Antoine.
Tan extasiado quedó en la contemplación material de la mujer a quien, con los
ojos del alma, contempló, sin cesar, a través de las pruebas y tribulaciones de los
últimos dos años, que apenas hizo caso de las exclamaciones, primero de asombro y
luego de alegría, con que lo acogieron el conde y la condesa. Por fin lo despertó el
cordial abrazo del conde, quien lo empujó luego para que fuese a besar las
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temblorosas manos de la condesa, que ella le tendía afectuosamente.
Por fin se vio delante de Isotta. Ella le dio la mano y sus labios temblaron al
sonreír, mientras lo miraba con cierta tristeza. Marc-Antoine tomó la mano, que
estaba muy fría, y mientras la sostenía en la suya, hubo una pausa. Esperó oír alguna
palabra de los labios de la joven y en vista de que continuaba callada, inclinó su
cabeza, oscura y brillante, y besó sus dedos con la mayor reverencia.
Al sentir tal contacto, sus propios labios notaron que la mano temblaba y, por fin,
oyó su voz, aquella voz suave que conoció tan melodiosa y risueña, pero que ahora le
pareció forzada y contenida.
—Prometisteis venir un día a Venecia, Marc.
Él se estremeció de alegría al comprobar que la joven recordaba las que, casi,
fueron sus últimas palabras.
—Dije que vendría, en caso de seguir viviendo, y aquí estoy.
—Sí. Aquí estáis —contestó ella con voz triste, que a él lo dejó helado.
Hubo una pausa y a Marc-Antoine le pareció muy significativo lo que dijo luego:
—Habéis tardado mucho en hacernos esta visita.
Aquello le dio la impresión de que ella quisiera decirle:
«Habéis llegado demasiado tarde, tonto. ¿Por qué habéis venido ya?».
Inquieto, se volvió a medias para observar una preocupación en los ojos de sus
padres. Domenico estaba en pie, algo alejado, con los ojos fijos en el suelo y una
arruga entre las cejas.
Entonces habló la condesa en tono afectuoso, fácil y con voz serena:
—¿Encontráis muy cambiada a Isotta? Naturalmente, tiene unos años más. —Y
antes de que él pudiese manifestar que la belleza de la joven era aun mayor, oyó unas
palabras que le revelaron la causa de aquel embarazo y resolvieron sus dudas, para
sumirlo en la desesperación—. Muy pronto se va a casar.
En el silencio que siguió y en la pausa llena de ansiedad y de inquietud, Marc-
Antoine sintió casi lo mismo que tres años antes, cuando Camille Lebel, presidiendo
el tribunal revolucionario de Tours, lo sentenció a muerte. Y en seguida, ahora como
entonces, la sensación de su mal destino quedó suavizada por el recuerdo de que era
Marc-Antoine Villiers de Melleville, vizconde de Saulx y par de Francia, y que por su
nacimiento y por su sangre estaba obligado a mantener la cabeza alta, contener el
temblor de sus labios y la inseguridad de su mirada.
Se inclinó respetuosamente ante Isotta y dijo:
—Felicito a ese hombre envidiable y el más afortunado de todos. Y deseo
sinceramente que pueda demostrar que es digno de tan grande bendición, como la que
recibirá de vos, mi querida Isotta.
Creyó haber respondido bien. Sus maneras fueron en extremo correctas y sus
palabras muy bien escogidas. ¿Por qué, pues, la joven parecía estar a punto de llorar?
Volvióse entonces al conde y añadió:
—Isotta ha observado muy bien que he demorado mi venida. Pero eso se debe, no
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a mi inclinación, sino a los acontecimientos.
Brevemente refirió cómo, gracias al soborno, pudo escapar de la prisión en Tours
y de cómo luego regresó a Inglaterra, en donde el deber le obligó a dedicarse a la
causa de los emigrés. Cómo estuvo en el desastroso hecho de armas de Quiberon, y
más tarde en otro desastre en Savenay, donde fue herido; de cómo, después, continuó
en la Véndee, con el ejército de Charette, hasta la derrota final infligida por Hoche,
dos meses atrás, y en la qué tuvo la fortuna de escapar vivo, de Francia, por segunda
vez. Regresó a Inglaterra y como la derrota le había liberado ya de todo deber, pensó
en satisfacer sus aspiraciones personales, pero aun le impusieron otros deberes, si
bien éstos, por fortuna, ya no estaban en desacuerdo con sus propias inclinaciones. A
consecuencia del servicio que acababa de aceptar, britanizó su nombre
transformándolo en Melville y rogó a sus interlocutores recordasen que, para todo el
mundo, en Venecia, era el señor Melville, caballero inglés y rico que deseaba ver
mundo.
Maquinalmente hizo este relato en un tono desprovisto de animación y de viveza.
Su mente no estaba allí. Había llegado demasiado tarde. En la proyectada boda de
Isotta desaparecía todo lo que le importó en la vida, y no se le había ocurrido, pobre
tonto, que lo que él consideraba tan divinamente deseable, pudiera ser codiciado por
otros. ¿Qué importaba aquella estúpida charla de misión, de servicio a la causa
monárquica, de oposición a las fuerzas de la anarquía, que iban a difundirse por el
mundo? ¿Qué le importaba el mundo, las monarquías o las anarquías? ¿Qué tenía que
ver en todo eso, puesto que ya, para él, se había apagado la luz del mundo?
No obstante, y aunque su relato careció de vivacidad, el asunto era, por sí mismo,
muy movido y estaba lleno de animación. Era algo parecido a una odisea, que
impulsó a sus oyentes a maravillarse y a simpatizar con él, así como a intensificar la
estimación y el amor que ya le profesaban. Y al terminar su relato, el conde se puso
en pie, impulsado por la intensidad de sus sentimientos, en cuanto se habló de la
misión de Marc-Antoine para con la Serenísima República.
—¡Dios quiera ayudaros en eso! —exclamó apasionado—. Muy necesario es este
esfuerzo, si no hemos de vernos extinguidos, y para que la gloria de Venecia, ya tan
marchita, tan tristemente marchita, no pueda llegar a desaparecer, como si nunca
hubiese existido.
Su rostro, largo y flaco, aparecía sonrosado.
—Hallaréis vuestro paso lleno de obstáculos: la pereza, la pusilanimidad, la
avaricia y el cáncer del jacobinismo, que corroe los cimientos del Estado. Estamos
empobrecidos, y nuestra pobreza ha sido gradual durante los dos últimos siglos,
aunque, últimamente, acelerada gracias a un gobierno incompetente. Nuestras
fronteras, en otro tiempo tan lejanas y extensas, se han contraído notablemente;
nuestro poderío, que en el pasado concitó la Liga de Cambray contra nosotros, de
modo que resistimos a todo el mundo en armas, ha disminuido notablemente. Pero
aun somos Venecia y si defendemos lo que todavía es nuestro, podremos llegar a ser
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una fuerza con la que el mundo habrá de contar. Ahora nos hallamos en la crisis de
nuestro destino. Y si hemos de caer en la ruina o sostenernos para volver a subir hasta
la gloria y ser de nuevo la orgullosa y digna prometida del mar, como éramos en otro
tiempo, todo dependerá del valor de que demos muestras y de la voluntad de
sacrificarse en todo, aquellos que aun tienen algo que poner sobre el altar de la patria.
Entre nosotros se cuentan todavía algunos fuertes corazones los hombres que
aconsejaban la neutralidad armada que ha de obligar a que se respeten nuestras
fronteras. Mas, hasta ahora, se han visto dominados en el Consejo por aquellos que,
en el secreto de sus corazones, son francófilos; por aquellos que prefieren,
supinamente, pensar que éste es un asunto propio del Imperio y también por aquellos
que, Dios los perdone, temerosos del costo de la aventura, se refugian, como avaros
desprovistos de alma, al lado de sus cequíes.
—El mismo Dux es de éstos, a pesar de sus enormes riquezas. Dios me perdone si
hablo mal de nuestro príncipe, pero la verdad ha de prevalecer. Ludovico Manin no es
el Dux que nos habría convenido en esta hora. Necesitábamos un Morosino, un
Dandolo, un Alviane y no ese friulano que carece del ferviente patriotismo,
únicamente propio de un verdadero veneciano. Sin embargo, vuestro mensaje de
Inglaterra y la evidencia de las intenciones francesas, que Dios ha querido revelarnos,
quizá puedan tener todavía algún efecto.
Volvió a sentarse, casi exhausto y estremecido por el apasionamiento que lo
dominaba: el desdén, la desesperación y la cólera, producidas por un patriotismo que
casi llegaba a ser fanático.
La condesa se puso en pie y acudió a su lado para calmarlo y apaciguarlo. Isotta
miró hacia él con extraña solemnidad, como si se viese en un trance, en tanto que
Marc-Antoine, al observarla con ojos de que, virilmente, alejó la expresión del dolor
que lo devoraba, sintió la impresión de que aquellos asuntos acerca de los cuales el
conde Pizzamano se mostraba tan frenético, apenas tenían una pequeñísima
importancia. Entonces lo despertó la voz de Domenico, diciendo:
—Si necesitáis alguna ayuda, bien os consta que podéis contar conmigo.
—Hasta mi último suspiro y hasta mi último cequi[15] —añadió el conde a las
palabras de su hijo.
Marc-Antoine, haciendo un esfuerzo, volvió a fijar su mente en los asuntos
políticos.
—En la actualidad necesito pediros un favor, aunque, por fortuna, no os será
oneroso. Necesito alguien que responda de mí. Una persona que goce de autoridad y
que me proporcione las necesarias credenciales ante Su Serenidad.
Comprendió que debía explicarse, pero estaba demasiado fatigado para ello y
resolvió no hacerlo, si no se lo pedían. Y ellos no pensaron siquiera en eso.
—Yo mismo os presentaré mañana al Dux —le aseguró el conde Pizzamano—.
No os conozco de ayer. Venid a buscarme hacia el mediodía y, después de comer,
iremos allá. Antes avisaré a Su Serenidad para que nos aguarde.
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—Os ruego que recordéis, para el Dux, así como para todos, sin excepción
alguna, que yo soy el señor Melville. Si a causa de una indiscreción cualquiera,
llegase a oídos de Lallemant mi verdadera identidad, ello sería el fin muy
desagradable de mis actividades.
Pero aun en el momento en que decía eso, se daba cuenta de lo muy poco que le
importaba ya.
Luego permaneció largo rato sentado y hablando de otras varias cosas, como de la
madre de Marc-Antoine, de los amigos comunes de Inglaterra, pero, principalmente,
de Bonaparte, aquel portento, desconocido tres meses atrás y que, de un modo
repentino, consiguió enfocar sobre él la atención del mundo entero.
Isotta, en segundo término, con las manos plegadas y la mirada vaga, se limitaba
al papel de oyente, en el supuesto de que, realmente, prestase atención: Y así
continuaron todos, hasta que se vieron interrumpidos por la llegada de Leonardo
Vendramin.
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Capítulo VII
Leonardo Vendramin
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Miró a su alrededor, muy seguro de sí mismo y sonriente, para congraciarse con
todos. Pero sus ojos, de azul intenso, que miraban a Marc-Antoine, mostrábanse muy
vigilantes, de un modo raro. Luego fueron a posarse en Isotta, como si se sintiera
retado por ella. Lo joven dio la explicación que, al parecer, deseaba él.
—El señor Melville ha sido un querido amigo nuestro desde la época que
pasamos en Londres y es demasiado antiguo amigo de la familia, para que vos
continuéis con vuestra excesiva curiosidad.
—¿Curiosidad? ¡Justo cielo! —Ser Leonardo levantó los ojos al techo, fingiendo
un burlón apuro—. ¡Ah! Pero estoy seguro de que el señor Melville no ha
considerado un exceso de curiosidad el profundo interés que despierta en mí. Y si es
antiguo amigo vuestro, ello servirá para establecer entre ambos un nuevo lazo de
simpatía.
—Sois demasiado amable —contestó el señor Melville, con estricta cortesía—.
Me siento muy honrado.
—Observo, monsieur Melville, que, para ser inglés, habláis un francés impecable.
Ello, desde luego, no envuelve ninguna censura para vuestros compatriotas —se
apresuró a añadir—. Únicamente resulta raro oír un acento tan puro en boca de quien
no es francés de nacimiento.
—He gozado de oportunidades excepcionales —contestó el aludido—. Pasé en
Francia una gran parte de mi juventud.
—¡Ah, contádmelo! ¡Es muy interesante, tan extraordinario encontrar a un
hombre…!
—Que hace tantas preguntas —dijo Domenico terminando la frase por él.
El caballero, que así se vio interrumpido, miró molesto, pero sólo por un
momento. Inmediatamente recobró su bonhomie[16].
—Acabo de recibir mi merecido —exclamó riéndose y accionando con la mano
envuelta en una nube de encajes—. Repito que lo merezco. He demostrado tanto
interés por este encantador monsieur Melville, que casi olvidé mis buenas maneras.
No me guardéis rencor, mi querido señor, y consideradme a vuestra servicio. ¡Oh, sí,
por completo… mientras estéis en Venecia!
—Mostradle las bellezas del barrio de San Barnabó —le aconsejó Domenico con
cierto sarcasmo—. Eso le divertirá y le instruirá.
Entonces Marc-Antoine recordó dónde había oído aquel nombre y con qué
motivo. Lallemant dijo que Leonardo Vendramin era un barnabotto, miembro de
aquella numerosa clase de patricios pobres y míseros, llamados barnabotti, por el
nombre del barrio de San Barnabó, en donde se agrupaban. A causa de su cuna
patricia no podían degradarse, emprendiendo un trabajo cualquiera, ni tampoco era
posible permitir que se muriesen de hambre. Así, pues, se habían constituido en unos
parásitos del Estado y poseían todas las faltas y vicios comunes donde la pobreza y la
vanidad están aliadas. Se mantenían, en parte, gracias a un socorro oficial que les
entregaba el gobierno y también, en parte, los que poseían parientes ricos, gracias a
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los donativos que obtenían con el eufemismo de que se trataba de préstamos. Por su
condición de patricios, tenían el derecho de votar en el Gran Consejo y podían
ejercer, en la suerte del Estado, una influencia que se negaba a los mismos
ciudadanos, que no habían sido favorecidos por un elevado nacimiento. Así, pues, a
veces, un barnabotto capaz e inteligente lograba, gracias a los votos de sus hermanos
de mendicidad, la elección de uno de ellos a un alto cargo del Estado,
proporcionándole así ricos emolumentos.
Marc-Antoine recordó lo que Lallemant dijo de aquel Vendramin. Pero le
preocupaba mucho más la circunstancia de que un miembro de tan mísera clase
pudiese lucir la riqueza del traje y del tocado que distinguía a aquél. Preguntábase
cómo pudo ser que Isotta, hija de una de las más grandes familias de la clase
senatorial, que habría honrado y adornado cualquier casa en la que entrara como
esposa, pudiera ser entregada por su orgulloso y aristócrata padre a un simple
barnabotto.
Mientras tanto, Vendramin, que juzgó conveniente acoger como broma el insulto
de su futuro cuñado, replicó con otra chanza a expensas de la pobreza de sus
hermanos barnabotti. Después, rápida y hábilmente, desvió la conversación al terreno
más seguro de la política y a los últimos rumores de Milán, referentes a los franceses
y a aquella campaña. Y demostró el optimismo que, sin duda, era fundamental en su
naturaleza. El pequeño corso no tardaría en recibir una buena paliza del emperador.
—Dios quiera que tengáis razón —contestó, fervorosamente, el conde—. Pero
hasta que demuestren eso los acontecimientos, no podemos abandonar nuestros
esfuerzos en prepararnos para lo peor.
—Tenéis razón, señor conde —contestó ser Leonardo, en tono solemne—. Por mi
parte no ahorro ningún esfuerzo en lo que conviene hacer y puedo anunciaros que he
realizado importantes progresos. En efecto, muy importantes. No tengo ningún temor
ni duda de que, en breve, habré conseguido alinear a todos mis compañeros. Pero ya
hablaremos de eso en otra ocasión.
Cuando, por fin, Marc-Antoine se puso en pie, con objeto de marcharse, creyó
que, por lo menos, merecía alabanza por haber conseguido disimular su disgusto
hasta el punto de que nadie lo sospechara.
Sin embargo, no era así.
El suave rostro de Isotta examinó con gravedad el semblante del señor Melville
cuando éste, en pie ante ella, se disponía a despedirse. La palidez consiguió asomarse
a su fisonomía bajo la laxitud y la tristeza que no podía alejar de sus ojos cuando
miraba a la doncella y todo eso le dijo lo que callaban los labios. Por último, ella se
dio cuenta de que el joven se había marchado y Ser Leonardo, efusivo hasta el fin,
insistió en salir con él y en llevarlo en su propia góndola, hasta su posada.
Domenico, fosco y pensativo, se retiró de repente y su madre lo siguió.
Isotta permaneció aún en la loggia, adonde había regresado, y fijó los ojos en el
jardín, a la sazón iluminado por la luna. Su padre, también pensativo y, al parecer,
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turbado, se acercó a la doncella y, afectuosamente, le puso la mano sobre el hombro.
Luego, con voz cariñosa, dijo:
—Isotta, hija mía, la noche ha refrescado…
Tales palabras eran una indicación para que se retirase al interior de la casa, pero
ella prefirió acogerlas en su sentido literal.
—Si, ha refrescado bastante, padre.
Sintió aumentar la presión de la mano de su padre sobre el hombro y advirtió en
él una expresión silenciosa, de comprensión y de simpatía. Permanecieron callados
unos momentos. Luego él suspiró y, por fin, expresó en voz alta sus ideas.
—Mejor fuera que no hubiese venido.
—Puesto que sigue viviendo, su llegada era inevitable. Me hizo esta promesa en
Londres, la noche antes de marchar a Tours. Y prometió algo más que hacer el viaje.
Yo lo comprendí y me alegré. Y ahora ha venido para cumplir su promesa y para
exigir la mía.
—Ya comprendo —contestó su padre en voz baja y triste—. La vida puede ser
muy cruel.
—¿Y debe ser cruel con él y conmigo? ¿Es preciso, padre?
—¡Querida hija! —replicó él, oprimiéndole nuevamente el hombro.
—Tengo veintidós años y tal vez me aguarda una larga vida. Al creer muerto a
Marc no me costó resignarme. Ahora…
Y extendió las manos, en señal de impotencia.
—Ya lo sé, niña mía, ya lo sé.
La simpatía y el pesar de su voz comunicaron valor a la doncella. De repente
volvió a hablar, apasionada y rebelde.
—¿Es preciso que ocurra eso? ¿Es inevitable que continúe?
—¿Te refieres a tu boda con Leonardo? —dijo su padre, suspirando de nuevo. El
rostro de nobles facciones del patricio parecía esculpido en mármol—. ¿Qué otra cosa
es posible, ateniéndose a las leyes del honor?
—¿Acaso lo es todo el honor?
—No —contestó él levantando la voz—. También existe Venecia.
—¿Y qué ha hecho Venecia por mí, qué hará nunca para que me vea obligada a
sacrificarme por ella?
—Sólo puedo contestarte —replicó el padre con voz afectuosa—, que éste es mi
credo y que también debe ser el tuyo, puesto que eres mi hija. Cuanto tenemos lo
debemos al Estado. Me preguntas, querida niña, qué ha hecho Venecia por ti. La
gloria del nombre que llevas, los honores de tu casa, las riquezas de que gozamos,
son los grandes dones que hemos recibido de Venecia. Estamos en deuda con ella, mi
querida hija, y en la hora en que nuestro país necesita de todos sus hijos, solamente
los villanos pueden retroceder ante la obligación de hacer honor a esa deuda. Todo lo
que poseo está al servicio del Estado. Ya comprenderás la necesidad de que sea así.
—¿Y yo, padre? ¿Yo?
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—Tu misión es muy sencilla y además muy noble. Demasiado, para que sea
posible dejarla a un lado por consideraciones personales, a pesar de lo queridas y
profundas que sean en nosotros. Reflexiona acerca de la situación actual. Ya has oído
que Marc ha podido enterarse de las intenciones de los franceses, con respecto a
nosotros. Aun en el caso de que nuestro amigo pueda, mañana, obligar al Dux a que
tome una decisión, ¿qué podrá hacer Su Serenidad contra un Consejo en el cual sus
miembros temen el sacrificio y no se acuerdan más que de sus intereses personales y
prefieren continuar en la pasividad y atesorar su oro? Maliciosamente se niegan a ver
el peligro, porque el evitarlo sería costoso y, además, porque creen que aun cuando
ese peligro cayese sobre el Estado, tal vez no comprometiera sus propios intereses.
Quedan los barnabotti. En el Consejo llegan a reunir trescientos votos. Como no
tienen nada que perder, quizá consigamos hacerles votar en favor de la política
costosa que ha de salvar a Venecia. Si lo hacen, afirmarán su preponderancia. En la
actualidad, como no poseen nada, se imaginan que, en un trastorno cualquiera,
pueden ganar alguna cosa. Sus filas están corroídas por el jacobinismo, de modo que,
aun sin la invasión de las armas francesas, la Serenísima podría sucumbir ante una
invasión de ideas anárquicas francesas.
—Leonardo es uno de ellos. Ese hombre está dotado de vigor, de carácter
dominante y de elocuencia. Es notoria la influencia que ejerce sobre sus compañeros.
Y también es evidente que cada día parece aumentar. Pronto los tendrá a todos a su
disposición. Ejercerá una influencia decisiva sobre sus votos, lo cual significa, en
pocas palabras, que la suerte de Venecia puede llegar a estar a merced de su voluntad.
—Hizo una pausa momentánea y añadió lentamente—: Y tú eres el precio que
pagamos por su conservadorismo.
—¿Y puedes confiar en el patriotismo de un hombre que lo vende?
—¿Que lo vende? Esto no es justo. Cuando aspiró a tu mano, yo vi la oportunidad
de sumarlo a nuestros intereses, pero ya él se inclinaba hacia nosotros y su
patriotismo firme y puro se demostró claramente, porque, de lo contrario, yo no lo
habría recibido siquiera. Buscaba una orientación. Me expuso sus dudas y yo se las
resolví. Lo demás se ha realizado gracias a su amor por ti. Y así, ahora, se ha sumado
con los que ponen el Estado por encima de todo interés personal. Estoy seguro de que
al fin habría llegado a lo mismo, aun sin nosotros; pero si ahora lo rechazamos,
¿podemos tener la seguridad de que, en su desesperación y en su deseo de venganza,
no arrastraría a todos los barnabotti al campo de los jacobinos? El peligro está en la
condición de la naturaleza humana. Y no nos atrevemos a afrontar esta contingencia.
No obtuvo respuesta a tales palabras y la joven tuvo la sensación de que había
caído en una trampa. Inclinó la cabeza, triste y confusa. Su padre la rodeó con un
brazo y la acercó hacia sí.
—¡Hija mía! Estoy dispuesto a sacrificarlo todo a esta causa. Y a ti y a Domenico
no os pido más que también estéis dispuestos a ello.
Con estas palabras el conde pareció traspasar los límites de lo que ya la joven no
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podía consentir.
—¡Oh! ¡Todo menos eso! —exclamó—. ¿Es eso lo que se me pide? Entregarme a
un hombre que no amo, darle hijos… ¡Dios mío! Hablas de estar dispuesto al
sacrificio. ¿Qué sacrificarás tú, que pueda comprarse con esto? Si dieses el último
cequí y la última gota de tu sangre, nada habrías dado aún, en comparación de lo que
me ordenas dar.
—Tal vez sea como dices. Pero yo, que ya no tengo veintidós años, me permito
dudarlo. Sé sincera contigo misma y conmigo, Isotta. Si te vieses en la alternativa de
elegir entre la muerte y el matrimonio con Leonardo, ¿qué escogerías?
—La muerte, sin titubear —contestó la joven, con la mayor firmeza.
—Te he recomendado la sinceridad —le reprochó, él, con voz suave y
acercándola de nuevo a sí—. Te he preguntado lo que escogerías en caso necesario.
Esta elección ha estado siempre ante ti, y, sin embargo, no has tomado este camino
que tan fácil te parece. Así comprenderás, hija mía, cómo puede engañarnos cualquier
emoción. Esta noche eres la víctima de ella y, además, estás impresionada. Ya verás
cómo tus opiniones se modificarán. En definitiva, Leonardo no puede parecerte
repugnante, porque, de lo contrario, te habrías negado antes de ahora, cuando te
propusieron este enlace. Es hombre de grandes cualidades, que conquistarán tu
estimación y, para sostenerte, podrás tener el orgulloso y alentador pensamiento de
que cumples con un alto deber y de que te conduces con la mayor generosidad. —La
besó tiernamente y añadió—: Es posible, hija mía, que tengas deseo de llorar.
Créeme, en tus lágrimas no habrá la mitad de sal que en las que yo he derramado ya
sobre la tumba de tus esperanzas personales. ¡Valor, Isotta mía! Para vivir dignamente
se necesita valor.
—A veces es necesario, simplemente, para vivir —contestó la joven con voz
entrecortada por los sollozos.
Pero se sintió dominada, como ya supuso desde un principio. Si el fanatismo de
su padre le hubiese inducido a gritar y amenazar, no hay duda de que ella lo recibiera
con abierta rebelión. Pero se mostró tan cariñoso y sincero, razonó con tanta
paciencia y rogó con tal suavidad, que acabó por persuadir, aunque no lograse
convencer, y redujo al silencio la oposición.
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Capítulo VIII
ARC-ANTOINE, cubierto por una bata azul con bordados de oro, tomaba el
chocolate, a la mañana siguiente, en la agradable habitación que ocupaba en
la Posada de las Espadas. Estaba sentado ante el balcón, abierto de par en
par, por el que podía contemplar los dorados rayos del sol de una hermosa mañana de
mayo. Desde el Canal que corría al pie de la casa, llegaba hasta él el chapoteo de un
largo remo, el rumor del agua hendida por la proa, de forma de cisne, de una góndola
que pasaba y percibió también el grito inarticulado de un gondolero, que avisaba su
presencia al dar vuelta a la esquina del Gran Canal; y además, suavizados por la
distancia, oyó los tañidos de las campanas de la iglesia de Santa María della Salute.
Aquella mañana inspiraba la alegría de vivir. Pero Marc-Antoine hallaba poco
contento en ella. El faro que durante tres años brilló para guiarlo, hablase apagado de
repente. Y se sentía a oscuras, sin orientación ninguna.
En aquel momento oyó el leve ruido de una góndola que no pasó de largo. Luego
percibió la llamada ronca de un gondolero ante el portal de la posada.
—Ehi Di casa[17]!
Pocos momentos después el posadero, asomando su calva cabeza por la puerta de
la habitación que ocupaba Marc-Antoine, anunció que una dama preguntaba por el
señor Melville; una dama con antifaz, añadió con leve acento humorístico.
Marc-Antoine se puso inmediatamente en pie. Una dama cubierta con antifaz no
era cosa extraña en Venecia, donde la costumbre de salir enmascarado era muy
corriente entre las personas de calidad, de modo que aquella ciudad única, quizá
debiera a ese detalle una buena parte de su fama romántica, con respecto a los
misterios y a la intriga. Lo notable de aquel caso era que una dama fuese a visitarle.
Resultaba inconcebible que su visitante fuese la única dama en quien pensaba. Mas
resultó así, en cuanto el posadero dejó a aquella señora en compañía de Marc-Antoine
y después de haber cerrado la puerta.
Habíase cubierto con un antifaz tan completo como permitían las costumbres
venecianas. Bajo el sombrerito de tres picos, adornado con galones de oro, una
bauta[18] de seda negra, adornada en su parte inferior con un encaje negro, cubría
todo su rostro y llegaba casi hasta los hombros de un manto, semejante a un dominó,
que disimulaba todas las líneas de su figura. Cuando se quitó el antifaz, Marc-
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Antoine se dirigió a ella profiriendo una exclamación de alarma, más que de alegría
porque el rostro que pudo ver entonces era, por su palidez, más semejante que nunca
al de una monja. Sus oscuros ojos se mostraban llenos de tristeza y a ellos parecía
asomar un alma llena de pesar y de temor. La agitación de su pecho daba cuenta de su
respiración jadeante. Apoyó sobre el corazón la mano cerrada, en torno de un abanico
blanco, cuya armazón dorada se adornaba con piedras preciosas.
—Ya veo que os he sorprendido, Marc. Realmente, llevo a cabo un acto
extraordinario. Pero no podría gozar de paz hasta después de venir aquí. Y aun
después es probable que la paz de que goce no sea mucha.
Aquella visita era mucho más sorprendente de lo que sospechaba el mismo Marc-
Antoine. Bien es verdad que ya habían pasado los tiempos en que, quizá a
consecuencia de sus estrechas relaciones con el Oriente, los venecianos imponían tal
reclusión claustral a sus mujeres, que sólo una cortesana era capaz de mostrarse
libremente en los lugares públicos. La marcha del progreso mitigó, poco a poco, tal
costumbre y últimamente las nuevas ideas que atravesaron los Alpes llegaron a
introducir cierta licencia. Pero ésta, por lo que se refiere a las mujeres patricias, no
era aun suficiente para que el acto llevado a cabo por Isotta no pudiese costarle la
pérdida de su buena fama.
—He de hablaros —dijo en un tono indicador de que ninguna otra cosa del
mundo podía tener tanta importancia para ella—. Y no podía esperar una oportunidad
favorable que, quizá, se hubiese aplazado indefinidamente.
Preocupado por ella, el joven llevó la enguantada mano a sus propios labios y se
esforzó por conservar la serenidad de su voz al decir:
—Sólo existo para serviros.
—¿Queréis que hablemos con formalidad? —preguntó ella, esforzándose en
sonreír—. Dios sabe que la situación no lo justificaría, porque, en realidad, el paso
que acabo de dar no tiene nada de formal.
—A veces nos refugiamos en palabras formales para expresar algo profundo y
sincero.
La condujo a un sillón y con la delicada consideración que le distinguía, la situó
de espalda a la luz, por creer que así tendría una ligera ventaja. Y se quedó en pie ante
ella, esperando.
—Apenas sé por dónde empezar —dijo Isotta. Sus manos estaban en su propio
regazo, sosteniendo el abanico hacia el cual había dirigido los ojos. Y, de repente,
preguntó—: ¿Por qué habéis venido a Venecia?
—¿Por qué? ¿Acaso anoche dejé algo sin explicar? Estoy aquí para llevar a cabo
una misión de Estado.
—¿Y nada más? ¿Nada más? ¡Por Dios, os ruego que seáis franco conmigo! No
contengáis vuestros pensamientos por ninguna causa. Deseo saber la verdad.
Él titubeó. Habíase puesto pálido, lo que, probablemente, ella habría advertido en
caso de que levantara la cabeza.
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—¿Y podrá aprovecharos el conocimiento de la verdad?
—¡Ah! —exclamó ella, esperanzada—. ¿De modo que entonces hay algo más?
Dadme el auxilio que necesito.
—No comprendo cómo podrá ayudaros. Pero, ya que lo exigís, Isotta, vais a saber
la verdad. La misión de Estado me fue confiada en cuanto anuncié mi propósito de
venir a Venecia. Supongo que comprenderíais eso mismo por las palabras que
pronuncié anoche. Pero, sin duda, vuestro corazón os dice ya el verdadero motivo de
mi visita…
—Deseo oírlo de vuestra boca.
—Pues fue mi amor por vos, Isotta. Aunque Dios sabe por qué, en estas
circunstancias, me obligáis a decir lo que nunca hubiese deseado.
—Quería oírlo en favor de mi orgullo —contestó ella, mirándolo al fin— porque
de lo contrario yo misma me hubiese despreciado como tonta vanidosa, que hizo caso
de unas palabras cuyo significado me pareció superior a lo que en sí expresaban. Y
quería oírlo antes de deciros cuán claramente entendí estas palabras, es decir, las que
me dijisteis la noche antes de vuestra salida de Londres para ir a Tours. Y quería
deciros también que si fueron, para vos, una promesa, también lo fue mi silenciosa
aceptación de ellas. Dijisteis que, en caso de seguir viviendo, me seguiríais hasta
Venecia. ¿Os acordáis?
—¿Podría olvidarlo?
—Yo os amaba, Marc. Sabíais eso, ¿verdad?
—Lo esperaba con el mismo deseo con que espero la salvación.
—Pues quiero que lo sepáis. Que tengáis la seguridad de ello. Entonces tenía yo
diecinueve años, pero no era ninguna doncella vanidosa y de cabeza hueca, capaz de
considerar un trofeo la promesa del amor de un hombre. Y quiero que sepáis que he
sido firme en mi amor, que todavía os amo, Marc, y que mi corazón, según creo, está
destrozado.
Él se arrodilló a sus pies, exclamando:
—¡Niña! ¡Niña adorada! No debéis decirme estas cosas.
Ella apoyó su enguantada mano en la cabeza de Marc-Antoine oprimiendo con la
otra el abanico, cual si quisiera romperlo.
—Oídme, amado mío. No sabéis cuán a punto estuve de morir cuando creí que
habíais muerto guillotinado. Mi padre y mi madre, así como Domenico, estaban
enterados de mi amor, y, como ellos también os querían, mostráronse muy tiernos y
compasivos conmigo, en su deseo de ayudarme a recobrar la tranquilidad y cierta paz,
la paz de la resignación. Esta paz que cubre el recuerdo de lo que, cien veces al día,
hace sangrar, en secreto, nuestros corazones. Habíais muerto y, al salir de este mundo,
os llevasteis todas las puras alegrías y todas las dichas que la vida pudiera ofrecerme.
¡Oh, comprendo que soy muy atrevida al hablaras con tanta franqueza! Pero esto,
según creo, me ayuda a vivir. Habíais muerto. Pero mi vida era preciso vivirla, y,
ayudada, como estuve, por mis padres y mi hermano, conseguí, al fin, reunir el valor
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suficiente.
Hizo una pausa momentánea y luego, con la misma voz monótona y desprovista
de toda animación, continuó:
—Entonces se presentó Leopardo Vendramin. Me amaba. En cualquier momento,
a excepción de aquél, la posición de que él goza en la vida habría sido una barrera
que no se habría atrevido a franquear. Pero estaba enterado de las ventajas que le
proporcionaba la influencia que tiene con otros hombres que se hallan en un caso tan
lamentable como el suyo; y se dio cuenta de la opinión que, acerca del particular,
tendría un hombre que sintiese el ardiente patriotismo de mi padre. También supo
cómo presentarle la cuestión, con objeto de impresionarle. Ya comprendéis. Y me
presentaron el caso como si yo pudiese llevar a cabo un gran servicio al vacilante
Estado de Venecia, alistando en defensa de nuestras antiguas y sagradas instituciones
a un hombre de bastante influencia, que pudiese asegurar la victoria, en el caso de
que se llegase a una lucha entre los dos bandos. Al principio rechacé indignada. Yo os
pertenecía. Habíame sostenido hasta entonces con la idea de que la vida no lo es todo;
que la existencia en la tierra no es nada más que una época de aprendizaje, un
noviciado para la vida verdadera que ha de seguir, y que, fuera de aquí, una vez
terminado ya ese noviciado, os encontraría y podría deciros: «Amado mío, aunque no
pudisteis venir a mi lado en la tierra, yo me he guardado, considerándome vuestra
prometida, hasta que llegase este momento en que podríamos reunirnos».
¿Comprendéis, amado mío, la fuerza de resignación que este ensueño me
comunicaba?
No le dio tiempo para responder y continuó diciendo:
—Pero ellos ni siquiera se manifestaron dispuestos a concederme eso. Tal
ensueño quedó, para mí, destrozado como todo lo demás. Ante sus insistentes ruegos,
doblegóse primero y luego se rompió, así como también bajo el argumento,
suavemente expuesto, pero asimismo con la suficiente claridad, de que yo debía
dedicar a una causa digna y sagrada una vida que, de no ser así corría el peligro de
carecer de objeto. Ésa fue una razón especiosa, ¿verdad? Y así, amado mío, acabé por
ceder. Pero no creáis que su victoria fue fácil. Y también os aseguro que por esta
razón derramé en secreto tantas lágrimas como al recibir las nuevas de vuestra
muerte, ya que entonces se trataba del asesinato de mi alma y de las esperanzas que
había albergado.
La joven guardó silencio y dejó silencioso a Marc-Antoine. Éste, en primer lugar,
a causa de su emoción, no podía hallar las palabras apropiadas a su respuesta y,
además se daba cuenta de que la joven no había llegado aún al fin, sino que había de
decirle otras cosas. Ella no lo hizo aguardar largo rato.
—Anoche, después de vuestra marcha, fui en busca de mi padre. Se mostró muy
cariñoso conmigo, porque me ama, Marc, pero todavía ama más a Venecia. No lo
lamento, pues me consta que siente más amor por Venecia que por sí mismo, y, por lo
tanto, es razonable que quiera más a su patria que a su hija. Me dio a entender que si
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ahora retirásemos nuestra promesa, sería un desastre mucho peor que si yo me
hubiese negado en un principio. Que al retroceder ahora, impulsaría a Leonardo, en
su rencor, a dirigir sus fuerzas al campo contrario. ¿Os dais cuenta de la lucha que he
de sostener y de lo indefensa que estoy? Tal vez, si yo fuese valerosa, Marc, si me
mostrase indiferente con mis compromisos de honor, yo os diría: «Amado mío,
tomadme, si me queréis, y que ocurra lo que quiera». Pero no tengo el valor de
destrozar el corazón de mi padre, de ser falsa a una promesa dada y que a él le
importa tanto. La conciencia, en adelante, no me permitiría la tranquilidad, y sus
censuras constantes envenenarían nuestra vida, es decir, la vuestra y la mía, Marc.
¿Me comprendéis?
Arrodillado como estaba, Marc-Antoine le rodeó el cuerpo con un brazo y la
atrajo hacia sí. La joven apoyó la cabeza en su hombro.
—Decidme si me habéis comprendido —rogó.
—Demasiado, adorada mía —contestó él, triste a más no poder—. Tanto os
comprendo, que no teníais ninguna necesidad de haberos causado el dolor de venir
aquí para decírmelo.
—No hay en eso ningún dolor, por lo menos ninguno nuevo, sino más bien cierto
alivio. Si no lo comprendéis, será porque no he podido explicároslo bien. Si no puedo
entregarme a vos, amado mío, por lo menos podré ofreceros todo lo que me resta de
mi mente y de mi alma, diciéndoos que todavía sois para mí lo que habéis sido desde
que cruzamos aquella velada promesa. Para mí hay cierto solaz en saber que no lo
ignoráis; que entre ambos no existe duda ni mala inteligencia alguna; que no
tendremos necesidad de poner nada en claro. Eso me absuelve de lo que he hecho, y
aun hace revivir mis esperanzas en ese futuro, cuando todo haya acabado. Así como
antes este conocimiento estaba encerrado en mí misma, ahora lo compartís vos, y
estáis persuadido de que cualquier cosa que hagan con el resto de mí, la parte
espiritual y eterna de mi ser es y será siempre vuestra; el eterno Yo, que desde hace
algún tiempo, lleva este cuerpo como si fuese un traje y sufre por las molestias que le
impone. —Dejó en el regazo el abanico, que había estado retorciendo en sus manos, y
se volvió para tomar con ellas el rostro de Marc-Antoine—. Seguramente, Marc mío,
creeréis conmigo que esta vida terrena no es lo único que nos espera. Si os he
proporcionado algún dolor, Dios sabe muy bien que yo, igualmente, estoy dolorida
por el destino a que me veo obligada y confío en que también donde yo lo encuentro
hallaréis cierto consuelo para vuestro pesar.
—Así lo haré, si es preciso, Isotta —contestó él—. Pero aun no ha acabado todo.
Todavía no hemos llegado al fin de nuestro viaje.
Sosteniendo aún en sus manos la cabeza del joven y con los ojos a punto de
derramar lágrimas, la doncella meneó la cabeza.
—No os torturéis vos mismo, ni me torturéis a mí con tales esperanzas.
—La esperanza no es ninguna tortura —contestó él—. Es el anodino de la vida.
—¿Y cuando fracasa? ¿Qué es entonces del dolor? ¿Qué es de la agonía?
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—Sí, cuando fracasa es horrible. Pero, hasta entonces, yo lo conservaré en mi
corazón. Lo necesito. Necesito valor. Y vos me lo habéis proporcionado, Isotta, con
una nobleza que sólo podría haber esperado de vos.
—Deseé traeros valor y recibirlo también de vos para mis propias necesidades.
Pero no quería el valor de una esperanza que pueda conducirnos a la desilusión más
cruel. Resignaos, amado mío. Os lo ruego.
—Sí. Me resignaré —dijo él con voz vibrante—. Me resignaré, mientras espero
los acontecimientos. No tengo la costumbre de encargar un réquiem mientras el
paciente vive.
Se puso en pie, estrechó a la joven en sus brazos, de modo que sus cuerpos
estaban en contacto y, en aquel momento, cayeron al suelo, desde el regazo de la
joven, el abanico y el antifaz.
Oyóse una llamada a la puerta y, antes de que Marc-Antoine pudiese hablar, se
abrió.
Frente a él, y mientras aun estrechaba a Isotta en sus brazos, Marc-Antoine vio al
posadero que apareció un momento en el marco de la puerta, aterrado al darse cuenta
de su indiscreción. Y en aquel mismo instante, por encima de su hombro, divisó otro
rostro lozano y floreciente. Luego, y con la misma rapidez con que la abrió, el
posadero volvió a cerrar la puerta, al retirarse. Pero una carcajada que se oyó más
allá, contribuyó a aumentar la confusión de Isotta, que se dio cuenta de haber sido
descubierta.
Separáronse y Marc-Antoine se inclinó para recoger el abanico y el antifaz. La
doncella, en su pánico, se puso este último con temblorosos dedos.
—Alguien está esperando junto a la puerta —murmuró—. ¿Cómo saldré?
—Quienquiera que sea, no se atreverá a molestaros —le prometió él al mismo
tiempo que se dirigía a la puerta y la abría de par en par.
Junto al umbral esperaban el posadero y Vendramin.
—Este caballero no quiso esperar, señor —explicó Battista—. Me dijo que era
vuestro amigo y que quería entrar inmediatamente.
Vendramin sonreía, manifestando una desagradable comprensión.
—Pero, el muy tonto —exclamó—, no me dijo que teníais a una dama en vuestra
habitación. No quiera Dios que yo sea nunca un aguafiestas, para interponerme entre
un hombre y sus placeres.
Marc-Antoine se irguió altanero, ocultando de un modo admirable su intensa
irritación.
—No importa. Madame estaba a punto de marcharse.
Isotta, contestando a su mirada, se dirigía ya a la puerta, pero Vendramin no se
hizo a un lado para dejarle paso, sino que continuó interceptándolo, mientras, con
ojos burlones y curiosos, la observaba atentamente.
—Os ruego que no me consideréis el causante de vuestra salida —dijo con
untuosa galantería—. Nunca fui capaz de expulsar a la belleza, madame. ¿Queréis
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quitaros otra vez el antifaz, para que pueda presentaron mis excusas por la intrusión?
—Las mejores que podéis aducir, señor, será permitir el paso a esta dama.
—No sabéis cuánto lo lamento —contestó, dando un suspiro y haciéndose a un
lado.
La joven pasó rozándolo, de modo que el veneciano no pudo hacer otra cosa sino
aspirar el rastro de perfume que dejó tras ella.
Cuando el posadero se alejó, siguiéndola, Vendramin cerró la puerta y se acercó
cordialmente para golpear un hombro de Marc-Antoine.
—¡Caramba con el inglés! ¡A fe mía que no perdéis el tiempo! Apenas hace
veinticuatro horas que estáis en Venecia, y ya demostráis un conocimiento de sus
costumbres que, usualmente no se adquiere en muchas semanas. Morbleu[19]! En vos
hay algo muy francés, aparte de vuestro acento.
Y Marc-Antoine, para cubrir la retirada de la joven, y a fin de evitar que aquel
hombre pudiese tener la menor sospecha de la verdad, vióse obligado a alimentar las
presunciones desagradables de aquel individuo, fingiendo la misma ligereza que le
atribuía. Se echó a reír e hizo un ademán de indiferencia.
—Cuando se está en el extranjero, se siente uno muy solo, de modo que es
preciso hacer lo que se pueda.
Vendramin, en broma, le dio un metido en las costillas.
—¡Buena mujer, por vida mía! Tenía buen tipo. Pero es inútil que se cubriese el
rostro con tal cuidado, porque tengo ojos capaces de desnudar a una monja.
Marc-Antoine creyó que debía desviar la conversación y preguntó:
—¿Dijisteis al posadero que yo os aguardaba?
—¿Supongo que no vais a decirme que lo habíais olvidado? No me destrozaréis el
corazón asegurando que no os acordabais. Las últimas palabras que os dirigí anoche,
al desembarcar aquí, fue que esta mañana vendría a recogeros para llevaros a casa de
Florian. Y observo que aun no estáis vestido. Este negligé… ¡ah, sí, desde luego! La
dama…
Marc-Antoine volvió la cabeza para ocultar su disgusto.
—Sólo me falta ponerme la casaca y los zapatos. Dentro de un momento estaré a
vuestra disposición.
Cedió, sin resistirse, a fin de tener un momento de libertad para apaciguar las
emociones que le dejó la visita de Isotta y las que le produjo aquella inoportuna
intrusión. Y, abandonando el salón, se dirigió a su dormitorio.
Messer[20] Vendramin, sonriendo e inclinando varias veces la cabeza, complacido
ante la imagen de las cosas que se figuró haber interrumpido, se encaminó lentamente
hacia el balcón. Bajo su pie halló un objeto diminuto. Se inclinó y, al recogerlo, se
percató de que, en tamaño y forma, parecía medio guisante grande. A la luz del sol,
mientras lo tenía en la palma de la mano, lo hacía resplandecer. Miró por encima de
su hombro, vio que estaba cerrada la puerta del dormitorio y continuó avanzando
hacia el balcón. Allí contempló aquella piedra preciosa. En sus labios gruesos se
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dibujó una sonrisa maliciosa, al darse cuenta de que había encontrado un indicio.
Resultarla muy divertido si la casualidad quería ponerlo, algún día, frente a su
indiscreta dueña.
Y la sonrisa se acentuó más aún, cuando guardó el zafiro cabujón en el bolsillo de
su chaleco.
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Capítulo IX
Su Serenidad
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coronada por San Teodoro y el Dragón y la otra por el León y el Libro, emblemas de
San Marcos.
Marc-Antoine estaba en pie en el pavimento de traquita y mármol que se
extendía, como una alfombra, entre las glorias bizantinas de San Marcos. Contuvo el
aliento ante la visión de aquella enorme plaza con sus grandes arcadas y aquel
milagro de gracia, el Campanile, que, como gigantesca lanza, dirigía su punta hacia el
cielo.
Aquél era el corazón de la gran ciudad y allí se sentían más fuertes las
pulsaciones de su intensa vida.
Al lado de los ricos pedestales de bronce de los tres grandes mástiles para las
banderas, un charlatán, que se cubría con un sombrero fantástico, adornado de un
penacho, verdadero arco iris de plumas de gallo teñidas, voceaba con voz ronca sus
ungüentos, perfumes y cosméticos. Junto a San Geminiano, un teatrito ambulante de
fantoches retenía la curiosidad de una multitud, cuyas carcajadas intermitentes
asustaban a los palomos, que volaban describiendo círculos.
Llegaron al establecimiento de Florian y se sentaron a una mesa situada en el lado
sombreado de la Piazza.
Allí, entre los elegantes ociosos de ambos sexos, circulaban los vendedores
ambulantes, ofreciendo cuadros, tapices orientales, joyas de poco valor, de oro y de
plata, pequeñas piedras de cristal Murano y cosas por el estilo.
En el aspecto exterior de las cosas no se advertía ninguna indicación de la
pobreza que, en su decadencia, consumía rápidamente las entrañas del Estado. El
traje y el tocado de todos los hombres y mujeres sentados en torno de aquellas
mesitas, no habría sido excedido en lujo y riqueza en ninguna otra ciudad de Europa,
y el aspecto alegre y ligero de todos ellos no indicaba, tampoco, ninguna triste
preocupación.
Marc-Antoine se dijo que si la Serenísima República estaba, como alguien había
diagnosticado, en su lecho de muerte, moriría como siempre vivió, rodeada de lujo y
de alegría. Así, según nos han contado, perecieron también las repúblicas griegas.
Sorbió su café, escuchó con indiferencia la charla amable de Ser Leonardo y
dedicó su atención a la trama de la tela tejida ante sus ojos por el movimiento de los
paseantes. Vio a numerosos galanes y damas vestidos de seda y de satén, y, a veces,
entre ellos, un rostro cubierto de antifaz; pasaban asimismo los mercaderes, cuyo
traje era más sobrio y serio; también, en determinados momentos, descubría el traje
de un clérigo, el amoratado hábito de un canónigo, o el tono pardo y basto de un sayal
de fraile, que pasaba presuroso y con los ojos fijos en sus propias sandalias; en otras
ocasiones, podía contemplar la toga escarlata de un senador, que avanzaba con aire de
importancia hacia Pregadi, o la casaca blanca y el sombrero empenachado de un
oficial fanfarrón. Grupos de albaneses, que llevaban toneletes, o montenegrinos con
chaquetas y fajas rojas o verdes, y que eran los soldados de las provincias dálmatas
de la Serenísima República.
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De vez en cuando, Ser Leonardo señalaba a una persona distinguida entre las que
pasaban. Pero solamente una logró fijar, por un momento, la deslumbrada atención de
Marc-Antoine. Era un hombre grueso, moreno, bajito, de edad mediana, que llevaba
peluca negra y una casaca de color de herrumbre. Aquel hombre tenía unos ojos
observadores y curiosos, y en su boca, muy bien cerrada, se advertía cierta expresión
burlona. Y no solamente no lo acompañaba nadie, sino que las mesas inmediatas a la
que ocupaba estaban desiertas, como si aquel individuo sufriese alguna enfermedad
contagiosa que los demás quisieran evitar. Y al ser informado de que se trataba de
Cristóforo Cristófoli, conocido agente —confidente, fue la palabra empleada— del
Consejo de los Diez, Marc-Antoine se preguntó qué podría descubrir un espía a quien
conocía todo el mundo.
Pasó una pareja avanzando, desdeñosa, a través de la multitud, la cual, sin mostrar
resentimiento alguno, se apresuraba a abrir paso. El hombre era pequeño y de mísero
aspecto, muy moreno y feo; vestía un traje de astroso camelote, que un artesano
habría desdeñado para las fiestas. Colgada de su brazo veíase a una mujer gorda y
sucia que, quizá, tenía cincuenta años. Seguíanlos dos individuos vestidos de negro,
cada uno de los cuales llevaba una llave dorada en el pecho, para proclamar que eran
chambelanes, y tras esos dos servidores marchaba un gondolero, cuya librea mostraba
ya los hilos de la trama.
—¿Quién es ese espantajo? —preguntó Marc-Antoine.
—¡Buena calificación! —contestó Ser Leonardo, después de proferir una
carcajada—. Realmente, es un espantajo, y no sólo por su aspecto, sino también por
sus hechos. Bien podía tratar mejor a esa pobre gente que lo sirve —exclamó,
señalando a sus criados—. Ese hombre es una advertencia ambulante para toda Italia
y más aun quizá para Venecia. ¡Oh, sí, un espantajo! Es el primo del emperador,
Ercelo Ribaldo d’Este, duque de Módena, últimamente expulsado de sus dominios
por los jacobinos, quienes, uniendo Módena con Reggio, han formado la República
Cispadana. En cuanto a la mujer que lo acompaña es Chiara Marina, según se dice, su
segunda esposa morganática. Ese hombre es un ejemplo magnífico de la poca eficacia
que tiene la égida del emperador para proteger a un hombre.
Marc-Antoine inclinó la cabeza para afirmar, sin hacer ningún comentario,
mostrándose en aquel asunto tan reticente como en otros y lo más evasivo que podía a
las insistentes preguntas capciosas que el veneciano seguía dirigiéndole. E hizo caso
omiso de la repugnancia que Vendramin le causaba, aunque también comprendió que
una buena parte de ella podía deberse al resentimiento celoso que no podía menos de
experimentar, en su calidad de hombre y de enamorado. Así cuando, por fin, se
despidieron, ninguno de los dos había realizado grandes progresos en el conocimiento
del otro, aunque Vendramin le hizo efusivas promesas de que en breve iría a
recogerlo para salir de nuevo.
Marc-Antoine tomó una góndola en los escalones de la Piazzetta y fue llevado a
San Daniele y a casa del conde Pizzamano. Comió con el conde, la condesa y
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Domenico, porque Isotta no salió de sus habitaciones, con la excusa de que estaba
indispuesta. Más tarde el conde lo llevó a la Casa Pesaro, donde residía el Dux.
Ludovico Manin, enterado ya de su llegada, los recibió en la habitación ricamente
tapizada que le servia de cuarto de trabajo.
Marc-Antoine se inclinó ante un hombre de sesenta años, que propendía a la
obesidad, y cuya bata, de color escarlata, estaba ligeramente recogida en torno de sus
abultadas caderas por medio de un cinturón adornado con piedras preciosas, de gran
valor. Cubríase la cabeza con un casquete de terciopelo negro, que substituía la
peluca. Su rostro era grande y pálido, de mejillas colgantes y ojos muy oscuros y
desprovistos de brillo, bajo unas cejas también negras, hirsutas, muy grandes y
espesas. La nariz aguileña se había engrosado a causa de la edad. Su labio superior
era saliente y añadía una expresión peculiar al aspecto general de cansancio de su
rostro poco significativo.
Recibió a sus visitantes con una cortesía que, en lo referente al conde Pizzamano,
demostraba alguna deferencia.
Marc-Antoine fue presentado con el nombre de señor de Melville, caballero
encargado de una misión por el Gobierno de su Majestad Británica. El conde había
tenido ocasión de conocerlo íntimamente en Londres y, de cualquier manera, estaba
dispuesto a responder por él. Fue evidente que ya no necesitaba Marc-Antoine
mejores credenciales, porque Ludovico Manin volvió hacia él sus oscuros ojos, en los
que parecía animar el recelo, y luego replicó que se sentía muy honrado y que estaba
al servicio del señor Melville.
—Es, quizá, irregular que yo reciba aquí con carácter particular a un caballero
que llega a Venecia con el carácter de enviado extraordinario. Pero pueden servirme
de justificación los tiempos tristes y llenos de ansiedades que estamos pasando, así
como la persuasión de mi amigo el conde Pizzamano. No lo sé. Hoy día ocurren
muchas cosas extrañas. No obstante, señor, sentaos y hablemos.
Con la mayor claridad y dando a entender, ante todo, que sus palabras eran las del
señor Pitt, Marc-Antoine habló de la amenaza francesa contra toda Europa y de la
urgente necesidad, en interés de la civilización, de que todos se uniesen contra aquel
enemigo común. Como aviso de lo que podría suceder más tarde, Su Serenidad podía
recordar las recientes revueltas jacobinas, con el auxilio de los franceses, en Módena
y Reggio, que se constituyeron en la República Cispadana, estableciendo el gobierno
anárquico de la Libertad, Igualdad y Fraternidad.
Su Serenidad levantó una mano regordeta, para interrumpirlo.
—Una cosa es lo que ha ocurrido en Módena y otra muy distinta la que podría
suceder en Venecia. Eso, señor, fue un Estado resentido del gobierno de un déspota
extranjero, y, por consiguiente, maduro para la revuelta. Venecia, en cambio, está
gobernada por sus propios patricios y el pueblo se siente feliz bajo su gobierno.
Entonces Marc-Antoine hizo una atrevida pregunta:
—¿Acaso Venecia considera que la felicidad de su pueblo será suficiente garantía
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de que sus fronteras no serán violadas?
—De ninguna manera, señor. Nuestra garantía de eso se apoya en la actitud
amistosa del Directorio francés con respecto a Venecia. Francia hace la guerra contra
Austria, pero no contra Italia. La semana pasada, monsieur Lallemant, hablando en
nombre del general Bonaparte, deseó que el Consejo de los Diez indicara claramente
la línea de nuestra frontera, en la península, con objeto de que fuese respetada. ¿Os
parece, teniendo en cuenta esto último, que debemos compartir las aprensiones que el
señor Pitt nos hace el honor de sentir con respecto a nosotros?
Hizo esta pregunta como quien anuncia un jaque mate.
—No lo parece así, porque los franceses cuidan mucho de las apariencias, y hasta
que estén maduros sus planes, os engañarán con falsedades.
—Eso no pasa de ser vuestra opinión, señor —contestó el Dux con alguna
petulancia.
—Es un hecho, Alteza, del que, gracias a mi buena fortuna, he logrado enterarme
y que puedo demostraros a vuestra satisfacción.
Mostró la carta de Barras dirigida a Lebel, que entregó, desdoblada, al Dux.
El único ruido que, por algunos momentos, se oyó en la estancia, fue la pesada
respiración de Manin y el leve rumor del documento que se estremecía en su mano
blanca y suave. Por fin, desalentado, con triste expresión y trastornado, dio la vuelta a
la hoja de papel.
—¿Sabéis si esta carta es legítima? —preguntó con voz ronca. Sin embargo, tal
pregunta era, simplemente, retórica y apenas requería la clara seguridad que le dio
Marc-Antoine—. En tal caso…
Sus ojos apagados se quedaron mirando con la mayor fijeza.
Marc-Antoine contestó, atrevidamente:
—Significa que, tres meses atrás, lo que habría sido una protección graciosa y
generosa para la Serenísima, es hoy una absoluta necesidad, si quiere salvarse de la
destrucción.
—¡Dios mío! —exclamó el Dux estremecido, poniéndose en pie—. ¡No empleéis
tales palabras!
—Es mucho mejor —observó el conde, interviniendo—, emplear las palabras
adecuadas, porque así no es posible ninguna equivocación y nos damos cuenta del
terreno que pisamos. El único recurso que nos queda es armarnos y concertar una
alianza con Austria contra el enemigo común.
—¡Armarnos! —dijo el Dux horrorizado—. ¿Y el coste de semejante medida?
¿Lo habéis tenido en cuenta? —Parecía haber recobrado la vida y aunque era, quizá,
el hombre más rico de la República y su elección se debió, precisamente, a su gran
riqueza, era, sin duda, un avaro—. ¿Y el coste de armarnos? —agregó—: ¡Virgen
Madre! ¿Cómo subvendríamos a eso?
—Por muy costoso que fuese —replicó Marc-Antoine—, siempre sería menos
caro que la contribución de guerra impuesta por Bonaparte victorioso.
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—¡Bonaparte! ¡Bonaparte! ¡Habláis como si ya estuviese aquí!
—Se halla casi a las puertas de la República, Alteza.
—Y ahora que conocéis las verdaderas intenciones francesas —gruñó el conde—,
no podéis imaginaros que se contente con permanecer en el umbral y con el sombrero
en la mano.
—¿Acaso no existe el Imperio? —gritó, furioso, Su Serenidad—. Aun en el caso
de que el ejército de Beaulieu quedase destruido y reducido a polvo, apenas habrían
disminuido los recursos del Emperador. Austria ha perdido ya Bélgica. ¿Os imagináis
que permitirá seguir igual camino a sus provincias italianas?
—Su pérdida de Bélgica —replicó Marc-Antoine con exagerada calma—, ocurrió
a pesar de sus recursos.
Impaciente, y cediendo a su intenso patriotismo, el conde intervino otra vez.
—Sea como fuere, ¿habremos descendido tanto que nos contentemos viendo
cómo otro lucha en nuestro lugar, mientras lo miramos inactivo? Esta actitud, señor,
es propia de mujeres, mas no de hombres.
—Todavía no ha llegado nuestra batalla. Por ahora es Austria la que ha de
guerrear.
Tales palabras no eran más que una tonta obstinación, y la impaciencia del conde
se demostró en su tono airado.
—Pero queremos aprovecharnos del derramamiento de sangre y del oro de los
austríacos, sin contribuir con nada nuestro. ¿Es esto lo que se busca? ¿Lo tolerará el
Consejo?
El Dux, volvió la cabeza, colérico y desalentado. Inclinó la cabeza y, tembloroso,
abandonó a sus interlocutores para acercarse a la ventana. Marc-Antoine se dirigió a
aquella ancha espalda que se alejaba.
—Con permiso de Vuestra Serenidad…, más importante, ahora, que esas
consideraciones abstractas, es que mientras aguardáis que el Imperio ponga en uso
sus recursos, Venecia puede verse, de un momento a otro, bajo el tacón del
conquistador. ¿Y acaso, tras de no haber hecho nada por Austria y ni siquiera por sí
misma, podrá esperar que Austria le ayude a libertarse?
Transcurrieron varios momentos antes de que Manin se volviese y luego,
lentamente, regresó hacia ellos, antes de hablar. Había recobrado ya el lúgubre
dominio de si mismo.
—Os quedo muy agradecido, señores. Entre nosotros no podemos hacer ya nada
más. Este asunto compete al Consejo y no perderé tiempo en convocarlo. —Pasó, con
ademán fatigado, su mano sobre la húmeda frente—. Y ahora, si me lo permitís… —
Su mirada se fijó en ambos—. Como podéis imaginaros, estoy muy impresionado por
esto.
De nuevo en su góndola, el conde se mostró triste y amargado.
—Ya os dije que fue un día nefasto para Venecia el de la elección de este friulano
para ocupar el cargo de Dux. Ya lo habéis visto. Ahora rezará, hará decir misas y
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quemará cirios, en vez de hacer una leva de hombres y armarlos. Siempre ha puesto
sus esperanzas en el auxilio extranjero, en Austria o en el cielo. Pero aun tenemos
algunos venecianos como Francesco Pesaro, que, desde el primero momento,
pidieron que nos armásemos. Y los barnabotti los reanimarían aún. Éste es un asunto
que compete a Vendramin. Ha llegado el momento de obrar.
En conjunto, Marc-Antoine se sentía tranquilo. En caso de qué le pareciése bien,
podía dar por terminada su misión, mas no pensaba en tal cosa. Por lo tanto, al día
siguiente fue a visitar de nuevo a Lallemant. Anunció que había estado muy ocupado.
En su fingido carácter de señor Melville, visitó al embajador inglés, que desconfió de
él y, por lo tanto, no quiso hacer nada por ayudarle.
—Este hombre —contestó Lallemant—, sería capaz de desconfiar de su propia
madre.
Riéronse los dos y Marc-Antoine continuó hablando. Pudo hallar en el senador
conde Pizzamano, miembro del Consejo de los Diez, a una persona que creía en él lo
bastante para presentarlo al Dux. Había visitado a éste y pudo convencerse de que un
hombre como él no había de causar ningún recelo. El embajador, aunque muy
asombrado por la audacia de Lebel, se manifestó cordialmente de acuerdo con él.
Mostróse desdeñoso con respecto al gobierno y a los patricios venecianos. Vivían con
una ilusión de grandeza pretérita y se negaban a leer el presente. Las industrias
venecianas languidecían, su industria estaba aplastada por los tributos, casi
moribunda. Por consiguiente, el estado de su hacienda era desesperado.
—Como les ocurre siempre a todas las naciones que se hallan en la última fase de
su decadencia, Venecia multiplica los empleos públicos y toma a su cargo el
mantenimiento de sus súbditos empobrecidos, cada vez en número más considerable.
Es como si un hombre se viese, de pronto, arruinado y fundara la esperanza de salir
de tal estado, comprometiéndose a sustentar a sus parientes necesitados.
Eso, naturalmente, le llevó a hablar de los barnabotti y de Vendramin, a quien
describió como hombre de grande influencia en aquel regimiento de pobres.
—Éste, por lo menos —dijo Marc-Antoine—, no muestra ninguna señal de
pobreza.
El ancho rostro de Lallemant se plegó, al sonreír, en multitud de arrugas.
—¡Oh, no! Ya lo procuramos nosotros.
—¿Está a sueldo vuestro? —preguntó Marc-Antoine algo agitado.
—Aun no. Pero solamente es cuestión de tiempo —contestó Lallemant, mientras
sus agudos ojos parecían sonreír—. Ese hombre es muy importante para nosotros. En
caso de que se produzca una lucha en el Consejo, entre nuestros fines y los de los
austrófilos, el resultado, podéis creerme, está en manos del individuo que pueda
dirigir a los barnabotti y contar con sus votos. Vendramin es ese hombre y, por lo
tanto, estoy dispuesto a comprarlo.
—Eso está bien imaginado. Pero, ¿y si él no quiere venderse?
—Hay muchos modos de obligar a tales hombres. Y, a fe mía, yo no tengo
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escrúpulos —añadió en tono desdeñoso—. Esos viciosos y manirrotos que, de otro
modo, son inútiles a la humanidad, existen únicamente para que se haga uso de ellos
cuantas veces se quiere conseguir algún fin digno. La vizcondesa está encargada del
asunto.
—¿La vizcondesa? —exclamó Marc-Antoine algo extrañado.
—Naturalmente; me refiero a vuestra vizcondesa —contestó Lallemant con
alguna, impaciencia, al notar su incomprensión—. Y si no es vuestra, es de Barras.
Supongo que procede de su serrallo. Ahora que su título de vizcondesa os lo debe a
vos. Y habéis tenido la astucia de hacerla pasar por una emigrada. Eso es magnífico.
—¡Oh, sí! —contestó Marc-Antoine, preguntándose quién sería aquella mujer,
aunque sin atreverse a hacer preguntas—. ¡Oh, sí! Es muy ingenioso.
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Capítulo X
Faro
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negros que, por la extremada riqueza de su traje, aventajaba incluso al mismo
Vendramin.
—El más insistente y audaz cortejador de la Fortuna —dijo Ser Leonardo al
presentarlo.
Era aquélla una buena descripción del joven llamado Rocco Terzi, pero él la
rechazó con una carcajada algo amarga.
—Vale más que le presentéis a la Fortuna como la más testaruda e inflexible de
todos los objetos de mi cortejo.
—¿Qué querríais, pues, Rocco? Ya conocéis el proverbio: «Afortunado en
amores…». —Lo cogió por el brazo y añadió—: Volved ahora conmigo. Los hombres
desdichados suelen, muchas veces, atraer la Fortuna sobre los demás. Permaneced a
mi lado por espacio de cinco minutos, mientras yo apunto. ¿Me lo permitís, señor
Melville?
Los cinco minutos se convirtieron en diez, sin que, al parecer, lo hubiese notado
Ser Leonardo. Cuando ya llegaron a veinte, era casi seguro que no recordaba el hecho
de que el señor Melville estuviese aguardándole. Su invitado y el mundo entero
habían desaparecido de su mente, ante la batalla que estaba dando contra sus
continuadas pérdidas.
Rocco Terzi dio un bostezo de aburrimiento. En compañía de Marc-Antoine
ocupaba un diván tapizado de brocado de color de rosa, desde donde veía claramente
a Ser Leopardo, sonrojado y enojado a la mesa del faro.
—Ya veis la suerte que le he traído —gruñó Messer Rocco—. Ni siquiera sirvo
como mascota. La diosa Fortuna, no solamente me odia, sino que hace extensivo su
aborrecimiento a mis amigos. —Se puso en pie, desperezándose un poco, y añadió—:
Mi única compensación por la paliza que he recibido esta tarde, consiste en el placer
de haberos conocido, señor Melville.
Marc-Antoine se puso en pie y luego ambos se estrecharon las manos.
—Espero que volveremos a vernos. Por regla general, se me encuentra siempre
aquí. Y si preguntáis alguna vez por mí, lo consideraré un honor. Rocco Terzi, señor,
siempre a vuestras órdenes.
Se alejó, saludando, al pasar, con un gesto o una palabra, a los que encontraba, y,
mientras tanto, sus ojos inquietos y muy hundidos parecían mirar en todas
direcciones.
Marc-Antoine volvió a sentarse para aguardar.
En torno de la mesa, ovalada y cubierta de bayeta verde, estaban sentados cerca
de una docena de jugadores, la mitad de los cuales eran mujeres. Rodeábanlos, o
circulaban en torno de la mesa algunos curiosos. La banca corría a cargo de un
hombre corpulento, que estaba sentado de espaldas a Marc-Antoine. Inmóvil como un
ídolo, no producía más ruido que un leve silbido o un chasquido de contento, cuando
el croupier anunciaba el resultado de la partida y manejaba la raqueta.
Vendramin perdía continuamente y, a medida que le perseguía la mala suerte,
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jugaba peor. Ni siquiera una vez que ganó, Marc-Antoine pudo ver que retirase sus
ganancias. A cada partida y con voz que, por momentos, iba siendo más ronca y
agresiva, hacía paroli[23] y si ganaba otra vez, su «sept et le va[24]» parecía un reto a
la fortuna. Sólo en una ocasión después de ganar esta puesta llegó a «quinze et le va»
y maldijo a la Fortuna, que lo había tentado, al ver que desaparecían todas sus
ganancias.
Marc-Antoine calculó sus pérdidas entre dos y trescientos ducados, antes de que
la disminución de sus puestas indicara el cercano fin de sus recursos.
Por último hizo retroceder la silla y, con aspecto de fatigado, se puso en pie.
Después de un momento, sus ojos se fijaron en Marc-Antoine y, al parecer, dióse
cuenta, de pronto, de que había olvidado su presencia. Arrastrando los pies, se acercó
a él. Y entonces, ya no se advertía en su aspecto aquel humor alegre y chancero.
—Lo peor de mi suerte maldita es que siempre me veo obligado a abandonar la
partida cuando, de acuerdo con las leyes del azar, debería cambiar la suerte.
—No hay leyes del azar —le contestó Marc-Antoine, aunque, en realidad, no dio
importancia a tales palabras.
Pero Ser Leonardo creyó conveniente ver en ellas un reto.
—Eso es una herejía. Prestadme doscientos ducados, si los tenéis a mano, y os lo
demostraré.
Por casualidad, Marc-Antoine disponía entonces de aquel dinero, pues estaba
abundantemente provisto. Sus banqueros de Londres le abrieron su crédito en casa de
Vivanti, en Venecia, y el conde Pizzamano se hizo responsable de él ante el gran
financiero judío.
Vendramin tomó el cartucho de monedas de oro, dando las gracias con palabras
breves y secas, y un momento después se había sentado de nuevo a la mesa para
reanudar el juego. Diez minutos después, ya pálido y con mirada febril, apostaba por
segunda vez sus últimos diez cequíes. Y también entonces los perdió, de modo que se
quedó sin el dinero que había tomado a préstamo.
Pero antes de que el último naipe fuese vuelto cara arriba, una mujer, que vestía
un traje de color violeta pálido, de cabello dorado, peinado muy alto y casi
desprovisto de polvos, seguramente por estar orgullosa de su brillo natural, fue a
situarse de pie, a espalda de Vendramin. Marc-Antoine no había notado su entrada.
Pero luego la vio, porque era una mujer capaz de atraer las miradas de cualquier
hombre, a causa de la exquisitez de su figura, parecida a una porcelana de Dresde y
quizá tan frágil como ella.
Observó la aparición del último naipe, doblando un poco su esbelto cuello, en
tanto que agitaba suavemente el abanico bajo un rostro apacible y sereno. Incluso
sonrió un poco al oír la blasfemia que masculló Vendramin, al darse cuenta de su
pérdida final. Entonces la mano de la joven se apoyó en su hombro, como para
impedirle que se pusiera en pie.
Él levantó los ojos y pudo contemplar una sonrisa tranquilizadora. De un pequeño
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bolso de brocado, que la joven llevaba, sacó un cartucho de monedas que puso sobre
el tapete verde y al lado de Vendramin.
—¿Para qué? —preguntó él—. No estoy de suerte.
—¡Cobarde! —exclamó ella, riéndose—. ¿Vais a confesar vuestra derrota? La
resistencia es la que consigue, al fin, la victoria.
Vendramin siguió jugando y haciendo fuertes puestas, sin fijarse casi en ello, pero
continuó perdiendo con la mayor constancia, hasta que también aquel dinero
desapareció. Pero aun entonces no quiso permitirle que se levantara.
—Aquí tengo una orden de doscientos ducados contra la banca de Vivanti.
Firmadla y tomad el dinero. Ya me pagaréis con vuestras ganancias.
—¡Angel mío! ¡Mi ángel guardián! —exclamó Vendramin tiernamente; luego, a
gritos, llamó a un lacayo para pedirle tinta y pluma, en tanto que continuaba el juego.
Al principio perdió, pero, al fin, cambió su suerte. Sus ganancias empezaron a
amontonarse ante él, como una trinchera, y el banquero obeso anunció que había
ganado bastante. En aquel momento Vendramin se hubiese embolsado sus ganancias,
pero se lo impidió su tentadora.
—¿Vais a insultar a la Fortuna, cuando os sonríe de este modo? Deberíais
avergonzaros, amigo. Con lo que tenéis quedaos con la banca.
El jugador titubeó un solo instante.
Al encargarse de la banca, la suerte empezó a favorecer a los jugadores.
Rápidamente disminuían los montones de monedas que había ganado y Vendramin,
lívido y febril, sin acordarse ya de su vanidad, jugaba ansioso y con verdadero
salvajismo.
En la dama que impulsaba al jugador hacia la locura, Marc-Antoine creyó poder
reconocer a la vizcondesa de quien le hablara Lallemant, la dama que, según el
embajador francés, recibió de Lebel un título nobiliario para facilitar sus actividades
como agente secreto. La observó con la mayor atención y, ya fuese porque ella notara
su interés o por otra causa que le importase, sus ojos azules como los miosotas y tan
serenos como un cielo de verano, le dedicaron toda la atención que podía concederle,
después de observar a Vendramin.
Y, de no haber sido esperado en la Casa Pizzamano, si no hubiese sido tan tarde,
no hay duda de que allí continuara Marc-Antoine con objeto de trabar conocimiento
con aquella mujer. Mas, al parecer, el juego tenía probabilidades de durar aun varias
horas. Por lo tanto, se puso en pie y se retiró sin ser notado y sin hacer ruido.
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Capítulo XI
El Gran Consejo
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Antoine, que sonrió antes de contestar, no dio a entender las momentáneas
palpitaciones de su corazón.
—Muy fácilmente. Yo se lo dije.
Cualquier respuesta podía haber esperado Lallemant, pero no ésta. Sintióse
desarmado por la afirmación de lo que él mismo sospechaba. Y en su rostro,
agradable y grande, se pintó el más intenso asombro.
—¿Se lo dijisteis?
—Tal fue el objeto de mi visita. ¿No os lo había dicho?
—Con toda seguridad no me dijisteis nada de eso —contestó Lallemant, deseoso
de averiguar la verdad. En aquel momento se reponía de su sorpresa y, según
demostraron sus maneras, sus recelos se disiparon momentáneamente—. ¿Queréis
decirme lo que os proponéis?
—¿No es evidente? Se lo dije para que pudiese repetirlo y, por lo tanto,
adormecer a los venecianos en una falsa seguridad que los hará permanecer inactivos.
Con los ojos entornados, Lallemant lo miró a través de la mesa. Entonces, según
creía, jugó su jaque mate…
—¿Por qué, pues, ya que tenéis esa opinión, me disteis instrucciones para no
hacer caso de la proposición de Bonaparte? Contestadme a eso, Lebel. —Y, con
súbita ferocidad, repitió—: Contestadme.
—¿Qué es eso? —replicó Marc-Antoine, cuyos ojos de ágata miraron con mayor
dureza que nunca—. Supongo que será mejor contestaros, para acabar, de una vez,
con los recelos que sentís. Pero, nom de Dieu!, es fatigoso señalar lo evidente a los
tardos de comprensión. —Apoyó la mano en la mesa y se inclinó hacía el embajador
—. ¿Acaso sois incapaz de daros cuenta, por vos mismo, de que una cosa es hacer
una oferta formal que, probablemente, seria aceptada, y otra muy distinta buscar las
ventajas que puedan derivarse de la circulación de un rumor sin fundamento,
referente a lo mismo? Veo que ahora ya os dais cuenta de ello y me tranquilizo.
Empezaba a perder la esperanza en vos, Lallemant.
El antagonismo del embajador se derrumbó y, confuso, inclinó sus ojos, en tanto
que su voz tartamudeaba:
—Sí, supongo que debiera haberme dado cuenta de eso —confesó—. Os presento
mis excusas, Lebel.
—¿Por qué?
Fue un reto secamente presentado contra una confesión que Lallemant no se
atrevía a hacer.
—¿Por qué?… Por haberos molestado con preguntas innecesarias.
Aquella noche Marc-Antoine escribió una larga carta en clave al señor Pitt, en la
cual no tuvo ninguna consideración a sir Richard Worthington y, a la mañana
siguiente, la llevó en persona, juntamente con una carta para su madre, al capitán de
un buque inglés anclado ante el Puerto de Lido.
No fue aquélla la única carta oficial que escribió por entonces. Su
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correspondencia con Barras era seguida y representa una de las más arduas y hábiles
tareas que llevó a cabo durante su estancia en Venecia.
Tenía la costumbre de escribir de su puño y letra los despachos, como si emplease
un secretario y luego los firmaba imitando el grafismo y la rúbrica del difunto Lebel,
que había practicado infinidad de veces, hasta ser capaz de reproducirla con la mayor
perfección.
Siguieron unos días de espera y de observación, antes que se reuniese el Gran
Consejo que el Dux prometió convocar.
Por fin, en la noche de aquel mismo día, Marc-Antoine se informó en la casa
Pizzamano de lo que había ocurrido.
Encontró allí a Vendramin, aun entusiasmado del triunfo que siguió. Desde la
tribuna de la enorme sala del Gran Consejo, denunció, con la mayor elocuencia, la
negligencia del Senado en poner el país en estado de defensa. Habianse nombrado
gobernadores, un Proveditor[26] de Tierra Firme, un Proveditor de las Lagunas, un
Proveditor de Eso y un Proveditor de Aquello. Multiplicáronse los oficiales, civiles y
militares, y se gastó dinero a manos llenas. Pero, según pudieron advertir, no se tomó
ninguna providencia respecto a los preparativos eficaces.
Apasionadamente, Vendramin formuló, en detalle, su demanda de que se
preparasen las tropas situadas más allá del mar y se las trajera a guarnecer las
ciudades venecianas de la península; que se hiciese acopio de armas y se fabricasen
las necesarias. Que los fuertes del Lido quedaran bien equipados y provistos, y que se
hiciese lo mismo con los barcos de la Serenísima; en una palabra, que se tomasen en
el acto, toda suerte de medidas para ponerse en estado de guerra, pues, a pesar del
laudable y ardiente deseo de paz de la Serenísima República, cabía en lo posible que,
en cualquier momento, se viese obligada a declarar la guerra. Al bajar de la tribuna,
la multitud de patricios, reunidos bajo aquel techo fabuloso, de dorados de oro puro y
cubiertos por las joyas artísticas debidas a los pinceles de Tintoretto y de Paolo
Veronese, aquella multitud de patricios, repetimos, se quedó pasmada. Desde sus
retratos, colgados a lo largo del friso, los ojos de unos setenta Dux, que habían
gobernado en Venecia, desde el año 800, miraban a sus descendientes, en cuyas
débiles manos se hallaban entonces los destinos de una nación que, en otro tiempo,
figuró entre las más poderosas y opulentas de la Tierra.
Habría sido inútil una votación, porque ya se sabía que los barnabotti, que
aplaudían entusiasmados y que figuraban allí en el número de trescientos, estaban
resueltos a apoyar a Vendramin.
Ludovico Manin, temblando, envuelto en su clámide ducal, con el rostro gris bajo
el corno[27] anunció en breves palabras, y con voz tan desprovista de vida, que no
pudo ser oída en el vasto espacio del Senado, que, inmediatamente, se tomarían
medidas para llevar a cabo los deseos del Gran Consejo, y en cuanto a lo demás, él
rogaba a Dios y a Nuestra Señora que quisieran tener a la Serenísima República en su
santa guarda.
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Los pocos patriotas firmes y entusiastas, como el conde Pizzamano, que situaban
las gloria de la Serenísima República por encima de toda otra consideración terrena,
creyeron sentir que, por fin, sus pies hollaban el camino de la acción, que era, al
mismo tiempo, el de la dignidad y el del honor.
Así se explicaban las maneras acariciadoras que aquella noche reservó el conde a
Vendramin. También Domenico lo hizo objeto de extraordinarias amabilidades. El
joven militar había venido del Fuerte de Sant’Andrés di Lido, para asistir al Consejo
y también a esta causa quizá se debiese la mayor tristeza que Marc-Antoine observó
en Isotta.
Después de cenar, cuando todos buscaron en la loggia el fresco de la noche de
verano, la joven se quedó atrás y se dirigió sola, hacia el clavicordio que había debajo
de una ventana, en el extremo opuesto de la larga estancia. Bajo sus dedos resonaron
las notas de un aire dulce y melancólico de Cimarosa, cual si quisiera expresar el
estado de su ánimo. Marc-Antoine, que sentía el intenso deseo de consolarla, se puso
en pie aprovechando un momento en que los demás hablaban, muy entretenidos, de
los sucesos del día y de las consecuencias que podrían tener, y fue a reunirse con ella.
La doncella le dirigió una sonrisa, a la vez triste y tierna. Sus dedos hallaron
maquinalmente las familiares teclas del instrumento y la tonada de Cimarosa no se
interrumpió.
Desde aquella mañana, cuando con tanta audacia, fue a buscarlo a su posada, los
dos jóvenes no habían cambiado más allá de una docena de palabras, y aun en
presencia de los demás. Pero entonces el murmullo de la joven fue una alusión a
aquella entrevista clandestina.
—Ya podéis encargar el réquiem, Marc.
Mirándola a través del instrumento, él sonrió al replicar:
—No lo haré mientras viva el cuerpo, cosa que aun no ha terminado. Yo nunca
hago caso de las apariencias.
—Aquí hay más que apariencias. Leonardo ha hecho lo que se deseaba de él y
pronto reclamará el pago.
—Muy pronto también, no estará ya en situación de reclamarlo.
Las manos de la joven se apoyaron un momento, inactivas, sobre el teclado.
Luego, para que no se notara la interrupción, continuó tocando y con la melodía
cubrió sus palabras al preguntarle:
—¿Qué queréis decir?
Él habló de un modo impulsivo, diciendo más, quizá, de lo que se proponía. Y
como no vio ninguna razón digna de levantar un dedo para frustar el proyecto de
Lallemant, encaminado a seducir al jefe barnabotto, tampoco creyóse en el deber de
hacer nada para alentarlo. Su papel consistía en continuar pasivo y esperando; recoger
el fruto en cuanto otro hubiese sacudido el árbol. Pero, mientras tanto, el honor y
también la prudencia sellaban sus labios aun para Isotta.
—Simplemente, quiero decir que la vida es algo muy incierto. Lo olvidamos con
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mucha frecuencia, y nos preparamos a gozar alegrías que mueren en el camino o nos
echamos a temblar ante unos males que nunca nos alcanzan.
—¿Nada más, Marc? —preguntó la joven con un tono de desengaño que él no
pudo menos de observar—. Este destino horrible… espantoso, está ya en el umbral,
amado mío.
Con frecuencia, la simple expresión de un pensamiento le da una intensidad
irresistible. Así le ocurrió entonces a Isotta. Al manifestar sus intensos temores vióse
desamparada del poco valor que hasta entonces la había sostenido. Sus manos
produjeron unas notas discordantes, inclinó la cabeza, y a pesar de que Isotta se
mostraba orgullosa, serena y dueña de sí, se inclinó sobre el instrumento y empezó a
llorar como una niña dolorida.
Aquello sólo duró unos segundos; pero fueron suficientes para que observaran su
emoción los que se hallaban en la loggia, que ya se habían alarmado al oír aquellas
notas disonantes y explosivas en el clavicordio.
Donna Leocadia acudió presurosa, impulsada por sus sentimientos maternales y,
al mismo tiempo, sospechando la causa de aquel dolor. Los demás la siguieron.
—¿Qué le habéis dicho? —preguntó, enojado, Vendramin.
Marc-Antoine arqueó las cejas.
Domenico se interpuso entre ambos y dijo:
—¿Estáis loco, Leonardo?
Pero antes de que Vendramin pudiera contestar, Isotta se puso en pie.
—Me avergonzáis. Eso se debe a que no me encuentra bien. Ahora deseo
marcharme, madre.
Vendramin se acercó a ella, preocupado.
—Querida niña…
Pero la condesa, suavemente, le hizo un ademán para que retrocediese.
—Ahora no —rogó.
Madre e hija se marcharon y el conde, protestando de la emoción que todos
habían manifestado por la indisposición de la doncella, se llevó a Vendramin a tomar
el fresco en la loggia, dejando que los otros los imitasen. Pero Domenico detuvo a
Marc-Antoine. Al parecer titubeaba.
—Marc, amigo mío, ¿no habéis cometido ninguna imprudencia? Os ruego que os
esforcéis en comprenderme. Bien sabéis que, si pudiese cambiar el curso de los
acontecimientos, no ahorraría ningún esfuerzo.
—Procuraré ser prudente —se limitó a contestar Marc-Antoine.
—Acordaos —le dijo el joven militar—, de que hemos de tener en cuenta a Isotta.
Bastante aciago es ya su destino.
—¡Ah! ¿Lo habéis notado también?
—¿Os figuráis que estoy ciego y que no siento… por vosotros dos?
—De mí no os acordéis. Si tanto os preocupa Isotta, ¿por qué no hacéis nada por
ella?
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—¿Qué puedo hacer? Ya habéis visto cuán entusiasmado está mi padre con
Vendramin porque ha dado pruebas de su influencia. Ésta es la expresión del amor de
mi padre por Venecia. Contra esta pasión patriótica, por la cual sacrificará todo lo que
posee, es inútil la lucha. Hemos de resignarnos —añadió oprimiendo el brazo de su
amigo.
—¡Oh! Ya me resigno, pero mientras tanto, espero.
—¿Qué?
—Un regalo de los dioses.
—Me han dicho —continuó Domenico, sin soltar a su amigo—, que estáis juntos
con mucha frecuencia vos y Vendramin.
—Porque él busca las ocasiones.
—Ya lo suponía. —Y Domenico añadió en tono desdeñoso—: Para Vendramin
todos los ingleses que viajan son ricos. ¿No os ha perdido aún dinero prestado?
—Veo que lo conocéis muy bien —contestó Marc-Antoine.
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Capítulo XII
La vizcondesa
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Saulx.
Navaja en mano, Philibert dio un salto atrás, al mismo tiempo que profería una
exclamación de susto.
—Ah, Dieu de Dieu! —exclamó con voz que nada tenía de suave—. En veinte
años no me había sucedido nada igual. ¡Nunca me perdonaré, monsieur, nunca!
Una mancha carmesí teñía la espuma jabonosa que había en la mejilla del señor
Melville y explicaba, al mismo tiempo, la angustia del criado. Vendramin empezó a
insultar al desgraciado francés:
—¡Torpe! ¡Patán, idiota! Merecerías ser apaleado por eso. ¿Qué demonio eres, un
criado o un carnicero?
El señor Melville miró lánguidamente, aunque con leve expresión severa y, con
un ademán, impuso silencio a Ser Leonardo.
—Hacedme el favor, os lo ruego. —Tomó la punta de la toalla y secó la sangre
del corte—. No tenéis ninguna culpa de eso, Philibert. Únicamente yo merezco
censuras por haber estropeado vuestra historia profesional, de veinte años. Yo estaba
medio dormido y me sobresalté al sentir vuestra mano.
—¡Oh, monsieur! ¡Oh, monsieur! —exclamó Philibert, con voz que expresaba lo
inexpresable.
Vendramin observó en tono burlón:
—Confieso, por Dios, que los ingleses sois incomprensibles.
Philibert iba febrilmente de uno a otro lado, tomó una toalla limpia y mezcló algo
en un recipiente.
—Esta agua, señor, contiene la sangre de un corte casi inmediatamente. En cuanto
os haya peinado ya estará curado. —Se acercó para bañar la diminuta herida y, con
tono de conmovedora gratitud, añadió—: Sois muy bondadoso, señor.
Las palabras del señor Melville dieron a entender que ya estaba olvidado el
incidente.
—Hablabais de una dama, según creo, Ser Leonardo. E incluso pronunciasteis su
nombre. ¿No es así?
—¡Ah, si! La vizcondesa de Saulx. Os alegraréis mucho de conocerla.
—Seguramente nadie me interesaría tanto como ella —contestó el señor Melville,
en tono que excitó la curiosidad de Vendramin.
—¿Habéis oído hablar de ella?
—Su nombre me es extraordinariamente familiar.
—Es una emigrada. La viuda del vizconde de Saulx, guillotinado durante el
Terror.
El señor Melville se asombró. Sin duda aquélla sería la vizcondesa descrita por
Lallemant, creada por Lebel. Eso, por sí mismo, explicaba el título que Lebel eligió
para ella. Y, teniendo en cuenta la relación de aquel bribón muerto, con la familia de
Saulx, tal debió de ser, naturalmente, el primer título que se le ocurrió. En cuanto al
peligro que pudiese tener el hecho de ser presentado a ella, en las circunstancias
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actuales, Marc-Antoine sólo podría juzgarlo cuando la hubiese visto. Y como, en
cualquier caso, su deber consistiría en denunciarla como espía, aquella mujer no
constituiría, durante mucho tiempo, un peligro para él mismo.
Llegaron al casino de Isabella Teotochi, la famosa y hermosa précieuse griega,
que, separada de su primer marido, Carlo Marin, era, entonces, ardientemente
cortejada por el patricio Albrizzi. Aquel casino particular, que regentaba en su
nombre un director francés, no tenía ningún parecido con el Casino del Leone. Allí
no se jugaba. Sus salas, se dedicaban a las reuniones intelectuales. Era, en realidad,
un templo de las artes y de las letras, en el cual la Teotochi era la suma sacerdotisa y
allí las ocurrencias del día proporcionaban los temas de las conversaciones. Allí,
también, las ideas avanzadas acerca de la vida tenían ancho y libre vuelo. Tanto era
así, que ya los embajadores ruso e inglés, que consideraban tales reuniones como
invernáculos de jacobinismo, excitaban a los inquisidores del Estado para que las
vigilasen.
En Marc-Antoine la hermosa Teotochi no vio cosa alguna capaz de excitar su
altanero interés. Le dirigió una bienvenida lánguida e indiferente. En aquel momento,
la dama sentíase absorbida y entusiasmada por un joven de rostro flaco, pálido, de
facciones semitas y ojos ardientes, quien, inclinándose sobre el lugar en que ella
estaba reclinada, le hablaba voluble y vehemente.
Si aquel joven hizo una pausa cuando Vendramin presentó al inglés, sólo sirvió
para expresar, con una mirada ceñuda, su disgusto por la interrupción. Saludó
distraído y con cierto desdén, con una inclinación de cabeza, para corresponder a la
salutación expansiva que le dirigió Vendramin.
—Un cachorro griego sin urbanidad —observó Ser Leonardo, cuando se alejaba.
Más tarde, Marc-Antoine supo que era Ugo Foscolo, joven estudiante de Zara,
convertido en dramaturgo, que ya, a los dieciocho años, asombraba a Italia con su
genio precoz. Pero, en aquel momento, la atención del joven estaba concentrada en
otra cosa. Había descubierto, sentada en un diván, como si fuese un trono, a la dama
de porcelana del Casino del Leone, a quien hacían la corte un grupo de entusiasmados
galanes, entre los cuales reconoció a Rocco Terzi, el de los inquietos ojos. Y al
observar a aquella mujer, díjose que, raras veces, puede un hombre gozar del
privilegio de contemplar a su propia viuda.
La rápida mirada de ella, le demostró que se había dado cuenta de su
aproximación. Luego, mientras se inclinaba ante la dama, ésta le dijo con acento
travieso, que había llegado a tiempo para contener las escandalosas lenguas de los
que le rodeaban y para quienes nada era sagrado.
—Eso es demasiado severo —protestó Terzi—. A las cosas sagradas las dejamos
en paz. Madame Bonaparte apenas es sagrada en los momentos en que la
muchedumbre la aclama como a una divinidad.
Aludía a las noticias que acababan de llegar a Venecia, acerca de la adoración de
que era objeto madame Josephine, después de la llegada de París de las banderas
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austríacas, que envió Bonaparte a la capital, y al título de «Nuestra Señora de la
Victoria» con que la saludaba la gente, cuando se mostraba en público.
Entonces Marc-Antoine encontró la oportunidad que buscaba.
—Según creo, madame, tenemos amigos y conocidos comunes. En Inglaterra tuve
ocasión de conocer a otra vizcondesa de Saulx.
Parpadearon los azules ojos, mas no por eso se interrumpió el suave movimiento
del abanico.
—¡Ah! Debía de ser la vizcondesa viuda. La madre de mi difunto esposo,
guillotinado el noventa y tres.
—Así me han dicho. Pero tenemos otros amigos comunes —añadió, mientras la
observaba atentamente—. Por ejemplo, Camille Lebel.
—¿Lebel? —preguntó ella, arrugando la frente como si se esforzara en recordar
—: ¿Lebel? —Luego meneó despacio la cabeza—. No cuento entre mis amigos a
nadie que lleve ese nombre.
—No me habría atrevido a sugerirlo, pero, sin duda, habréis oído hablar de él,
puesto que Lebel fue, en otro tiempo, el administrador del vizconde de Saulx.
—¡Ah, sí! —contestó ella en tono vago—. Ahora lo recuerdo. Pero, que yo sepa,
nunca he visto a este hombre.
—Eso es raro, porque me parece recordar que él me habló de vos, diciéndome
que estabais en Italia.
Marc-Antoine dio un suspiro y luego, para completar la prueba, arrojó,
inesperadamente, su bomba.
—¡Pobre hombre! Murió hace una o dos semanas.
Hubo una pequeña pausa antes de que ella le contestase:
—En tal caso, no vale la pena de que sigamos ocupándonos de él. Habladme de
los vivos. Sentaos a mi lado, señor Melville, y contadme también algo acerca de vos
mismo.
Tal falta de interés por el destino de Lebel, tranquilizó a Marc-Antoine. Supuso
que el administrador de Saulx debió de ser desconocido para ella. La relación del
difunto con la vizcondesa, no debió de ir más allá de la indicación, por parte del
primero, a Barras, acerca del título que podría adoptar sin ningún inconveniente.
El interés de la vizcondesa en Marc-Antoine, fue bastante para dispersar a la
audiencia que, hasta entonces, había tenido. Solamente se quedaron Terzi y
Vendramin, y el primero ahogaba un bostezo. Ser Leonardo lo cogió del brazo.
—No quiera Dios que seamos un obstáculo para estas confidencias, Rocco.
Vámonos a molestar al levantino Foscolo, alabando a Gozzi ante él.
Una vez solo con la dama que aseguraba ser su viuda, Marc-Antoine se vio sujeto
a un fuego graneado de preguntas. Ante todo, ella deseaba conocer la razón de su
presencia en Venecia y cuál era la naturaleza de sus relaciones con los Pizzamano, En
esto último fue bastante insistente, pero él fingió que no lo advertía. Contestó que
había conocido a los Pizzamano en Londes, cuando el conde era allí ministro de
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Venecia, y que en aquella ocasión contrajo amistad con ellos.
—Y, sin duda, más especialmente con un miembro de la familia —observó la
vizcondesa, fijando disimuladamente la vista en Marc-Antoine, al amparo de su
abanico.
—Con Domenico, en efecto.
—Me habéis dado un desengaño. ¿Habré de creer que Leonardo se preocupa en
vano?
—¿Que Leonardo se preocupa? ¿Por mi causa?
—Ya sabréis, sin duda alguna, que va a casarse con Isotta Pizzamano y cree haber
adivinado un rival en vos.
—Y ahora nos ha dejado solos para que vos averigüéis si tiene o no motivo para
preocuparse.
Tales palabras escandalizaron a la vizcondesa.
—Los ingleses sois brutalmente francos. Mon Dieu! ¡Qué crudeza de expresión!
Pero eso, precisamente, os hace adorables. Además, ¡cuánta severidad sabéis poner
en los ojos, al mirar a una mujer! Si me miraseis así, sería incapaz de deciros una
mentira. Desde luego, no tengo ninguna necesidad de hacerlo. ¿Podéis ser reservado?
—Si lo dudáis, ponedme a prueba.
—Habéis adivinado la verdad. Aunque quien conoce bien a Leonardo, no tendría
ninguna dificultad en adivinar eso mismo. Y podéis estar seguro de que, si no le
hubiese convenido para sus propios fines, no nos habría dejado solos con tanta
facilidad.
—En tal caso, permitidme esperar que, con gran frecuencia, tenga motivos
particulares para ello. ¿Y no sería posible que yo los tuviese para intranquilizarlo por
causa vuestra?
—¿Sois tan poco galante como para sorprenderos de eso?
—Lo que me confunde es la pluralidad de sus celos. ¿Existen en Venecia algunas
damas con quiénes yo pueda contraer amistad, sin correr el peligro de verme
asesinado por monsieur Vendramin?
—Ahora queréis bromear y yo hablo muy en serio. ¡Oh, con mucha seriedad! Ese
hombre es tan celoso como un español y en sus celos es también igualmente
peligroso. ¿Queréis que lo tranquilice con respecto a Monna Isotta?
—Si os intereso lo bastante para que no deseéis mi muerte…
—Nada de eso. Precisamente deseo tener frecuentes ocasiones de veros.
—¿A pesar de los celos españoles de ese celoso veneciano?
—Puesto que sois tan valiente como para tomarlo a broma, id a verme con
frecuencia. Habito en la Casa Gazzola, cerca del Rialto. Vuestro gondolero lo sabrá.
¿Iréis?
—Con la imaginación estoy ya allí.
Ella sonrió de un modo dulce y encantador, según pudo observar Marc-Antoine,
pero, al mismo tiempo, notó que aquella contracción de los músculos faciales
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acentuaba las arrugas en torno de sus brillantes ojos, lo cual ponía de manifiesto una
edad más avanzada de la que, en principio, se suponía en ella.
—Para ser inglés —dilo—, no carecéis de empresa. Pero, sin duda, la habéis
aprendido al mismo tiempo que vuestro excelente francés.
Regresaban ya Vendramin y Terzi. Marc-Antoine se puso en pie y se inclinó sobre
la mano de la joven.
—Os esperaré —dijo ella—. Acordaos.
—Es una recomendación inútil —replicó Marc-Antoine.
Terzi se lo llevó, para presentarlo a otras personas y también, con objeto de
ofrecerle un refresco. Mientras Marc-Antoine bebía a pequeños sorbos una copa de
malvasía y escuchaba la discusión que, acerca de un soneto, sostenían dos
aficionados, vio a Vendramin sentado en el mismo sitio que él ocupara, al lado de
aquella vizcondesa espuria y, al parecer, le hablaba con la mayor vehemencia. La
extensión precisa de las relaciones de Vendramin con aquella mujer, era solamente la
mitad menos importante del problema que había de resolver Marc-Antoine. Como
estaba enterado de que ella era un activo agente secreto de la Embajada francesa,
encargada en aquel mismo instante, de corromper y sobornar a un hombre tan valioso
como Vendramin, para la causa de los enemigos de los jacobinos, su propio deber
consistía en denunciarla. A un hombre ocupado en las mismas tareas que ella, lo
habría destruido sin el menor remordimiento. Pero se trataba de una mujer delicada y
frágil, y la visión de aquel esbelto y blanco cuello en la cuerda de la horca, le
producía extremado horror. La caballerosidad le hacía repugnante el cumplimiento de
tal deber. Y al decirse que la seducción de Vendramin, en el caso de que se
consiguiera, abriría la puerta de escape para Isotta, imposibilitaba por completo tal
acto por su parte, aun en el caso de que no hubiese de reportarle ningún beneficio
personal. Sin embargo, el deber le exigía imperiosamente su cumplimiento.
En aquel conflicto de propósitos personales y políticos, aplazó la solución del
problema, hasta que pudiese ver con mayor claridad. Sometería a su encantadora
viuda a una vigilancia muy estrecha y con no menor atención observaría las medidas
tomadas para la seducción de Vendramin.
Eso lo llevó, pocos días después, a la Legación, en un momento en que Venecia
estaba agitada a consecuencia de la noticia de que los austríacos, aduciendo las
necesidades de la guerra, habían ocupado la fortaleza de Peschiera.
Encontró a Lallemant frotándose las manos de satisfacción por aquella noticia.
—Después de esto —dijo el embajador francés—, me parece que ya podremos
obrar a nuestro antojo. Habiendo tolerado la violación de sus fronteras por parte de
los austríacos, Venecia no podrá quejarse si nosotros hacemos lo mismo. Las
neutralidades desarmadas no tienen derechos o, por lo menos, yo no los veo.
—Si eso evita la necesidad de vuestro gasto imprudente del dinero de la nación
—contestó Marc-Antoine, con acento cáustico—, siempre será algo agradable.
—¿Qué mosca os ha picado? —contestó Lallemant, levantando los ojos de sus
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despachos—. ¿De qué gasto extraordinario soy culpable?
—Pensaba en Vendramin, en cuyo soborno habéis gastado tanto dinero, aunque
en vano.
—¿En vano? ¿Sí? Veo que estáis bien informado.
—Bastante bien. Por todas partes veo una actividad belicosa, donde antes había
pacífica indiferencia. Y sé muy bien cuál es la razón de eso: simplemente la
elocuencia de Vendramin en la última reunión del Consejo, pues en aquella ocasión
fue sostenido por toda la chusma de los barnabotti. Y como habéis gastado mucho
dinero y muchos esfuerzos en corromper a ese hombre, bien podíais haber
completado vuestra tarea a tiempo para evitar eso.
—¡Bah! —exclamó Lallemant, extendiendo su mano a través de la mesa con la
palma hacia arriba y los dedos doblados hacia adentro—. Tendré a ese hombre en la
palma de la mano en cuanto lo necesite.
—Si es así, ¿por qué le permitís que vaya graznando por ahí, acerca de defensa y
de armamentos? ¿Cuánto tiempo le vais a permitir que siga haciendo el caldo gordo a
los austrófilos?
—Todo vendrá a su tiempo, ciudadano representante. Cuanto más penetre en ese
lodazal, más difícil le será salir de él. —Se volvió ligeramente para tomar dos
paquetitos que estaban sobre la mesa—. Aquí hay cartas para vos.
Una de ellas era de Barras. El director le escribía acerca de distintos asuntos y, de
un modo particular, le expresaba la necesidad de cooperar con Bonaparte, a quien
debía proporcionarse toda la ayuda posible. Marc-Antoine observó cierta influencia
del comandante en jefe del ejército de Italia.
La otra carta era del mismo Bonaparte. Estaba redactada en tono frío, seco y
perentorio, y era notable por su mal estilo. Informaba al representante Lebel de que el
general Bonaparte necesitaba que se hiciesen sondeos en los canales que fuese
preciso seguir para llegar a Venecia. Añadía que, por el mismo correo, escribía a
Lallemant en igual sentido y ordenaba, más bien que rogaba, al representante,
cooperar con la mayor diligencia con el embajador.
Puesto que ya el asunto estaba en conocimiento de Lallemant, Marc-Antoine se lo
comunicó cual si le diese una noticia que ignoraba.
—Sí, sí —le interrumpió el embajador—. También he recibido una carta del
general acerca de eso. Pero anda un poco atrasado. Esos militares se figuran ser los
únicos en notar lo evidente. Hace ya algunas semanas que nos ocupamos de eso.
Marc-Antoine demostró entonces el interés adecuado.
—¿Y quién está encargado del asunto?
—Nuestra inapreciable vizcondesa.
—No vais a decirme que ella se ocupa en tomar los sondeos, ¿verdad?
—No seáis tonto. Ella está, simplemente, encargada del asunto. Ha sobornado a
un tuno llamado Rocco Terzi, que es otro barnabotto muerto de hambre, y éste ha
contratado a tres o cuatro tunantes conocidos suyos. Trabajan para él por las noches y
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diariamente le comunican sus resultados, gracias a los cuales él traza un mapa. Y,
teniendo en cuenta lo que ha hecho, ya me propongo informar detalladamente al
general.
—Me evitaréis así esta molestia —contestó Marc-Antoine, encogiéndose de
hombros para expresar su indiferencia.
Y contuvo su excitación hasta que se vio encerrado y a solas con el conde
Pizzamano. Este sentíase exasperado ante la apatía incomprensible en que, según
había observado, habían caído el gobierno y el pueblo, y particularmente estaba
disgustado con el Dux. A lo largo de los canales y por las callejuelas de la ciudad, se
oía ya una nueva canción:
El Doge Manin
dal cuor picenin
L'é streto de man
L'é nato furlan.
Pero ni siquiera aquella copla, que aludía a la avaricia con que Su Serenidad había
contribuido a los fondos de la defensa, y también a su origen friulano, como razón de
su pequeño corazón y de su cerrada mano, ni siquiera eso, repetimos, fue capaz de
excitar al Dux para seguir una conducta enérgica y patriótica.
—En tal caso, mi visita es oportunfsima —dijo Marc-Antoine—. Os traigo algo
que hará comprender a Ludovico Manin cuán seria es la amenaza de los franceses.
Y le dio cuenta de los sondeos.
No supo si el conde se quedó más alarmado que irritado. Pero, ciertamente, muy
excitado, llevó a Marc-Antoine a la Casa Pesaro y a presencia del Dux.
Ante las gracias del palacio había dos barcazas y por el vestíbulo vieron multitud
de baúles y de cajas, que anunciaban la inminente partida de Manin hacia su
residencia veraniega de Passeriano. El príncipe consintió en recibirlos, pero su
acogida fue displicente. Estaba ya vestido para emprender el viaje y sus visitantes
aplazaban una salida ya retrasada, si quería llegar a Mestre antes de anochecer. Y
manifestó su esperanza de que las noticias que le llevaban fueran lo bastante
importantes para justificar su visita.
—Vuestra Serenidad juzgará —dijo el conde, en tono huraño—. Decídselo, Marc.
En cuanto hubo oído la historia, el Dux se retorció las manos, en primer lugar a
causa de su disgusto, pero luego trató de quitar importancia al caso. Su aspecto, sin
embargo, era muy desagradable. ¡Oh, sí! Desde luego admitía eso, pero, en definitiva,
igual carácter tenían los preparativos que hacía la Serenísima. Lo más probable era
que los franceses, así como los mismos venecianos, se preparasen para una remota
eventualidad. Y estaba persuadido, a más no poder, de que era remota, en vista de las
seguridades recibidas de que la paz entre Francia y el Imperio no seria ya cosa de
mucho tiempo. Así terminarían aquellos asuntos tan enojosos.
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—Pero hasta que se haya firmado la paz —se aventuró a decir Marc con atrevida
dureza en su voz—, estas enojosas cuestiones existirían, y es preciso encontrar una
respuesta a ellas.
¡Es preciso! El Dux lo miró fijamente y, al parecer, muy ofendido de que un
extranjero, un hombre que no era veneciano, adoptase aquel tono con el príncipe de
Venecia.
—Vuestra Alteza recordará que mi voz es la del Gobierno Británico. Como si el
señor Pitt, en persona, tuviese el honor de hablaros. Yo no tengo ninguna
importancia. Recordando eso, quizá Vuestra Serenidad podrá perdonar una franqueza
que el deber parece imponerme.
El Dux, malhumorado, empezó a pasear por la estancia.
—¡En un momento tan inconveniente! —murmuraba—: Como veis, Francesco,
estoy a punto de emprender la marcha. Me lo exige la salud. Estoy demasiado gordo
para soportar el calor que hace aquí. Voy a Passeriano. Si me quedo en Venecia,
enfermaré.
—Y, en cambio, si os marcháis, es posible que enferme Venecia —observó el
conde.
—¿Vos también? Siempre se me habla con la mayor exageración, excepto cuando
se trata de mis asuntos personales. ¡Dios mío! Quizá os figuráis que un Dux no es
hombre y que no está constituido de carne y de sangre, como los demás. Y, sin
embargo, su resistencia, como la de todo el mundo, tiene sus límites. Os aseguro que
no estoy bien. Mas he de continuar aquí, con este calor asfixiante, para investigar
todos los rumores que a vos y a los demás os convenga traerme.
—Éste no es un rumor, Alteza —replicó Marc-Antoine—, sino un hecho y del
cual pueden deducirse gravísimas consecuencias.
El Dux interrumpió su paseo. Situóse ante sus visitantes, apoyando las manos en
sus anchas caderas.
—Y, en definitiva, ¿cómo puedo saber yo que esto es verdad? Porque es increíble.
¡Completamente increíble! Todas las circunstancias conocidas lo contradicen. En
resumidas cuentas, a Venecia no le importa nada esta guerra. Sólo interesa a Francia y
al Imperio. La acción de los franceses aquí, consiste, simplemente, en un movimiento
muy amplio, por el flanco, para aliviar la presión contra sus ejércitos del Rhin. Si la
gente tuviese en cuenta esto, no se dirían tantas tonterías alarmistas, ni se hablaría,
tampoco, de este frenesí de los armamentos. Eso es lo que puede ponernos en un
apuro. Cabe en lo posible que se interprete como una provocación y así caiga sobre
nosotros la misma calamidad que los tontos aseguran poder evitar gracias a ellos.
Era inútil discutir contra una obstinación tan arraigada, que, en todas las cosas,
halla su confirmación. Marc-Antoine se abstuvo estrictamente al asunto.
—Hace un momento Vuestra Serenidad pedía pruebas. Pues bien, podrán
hallarlas en casa de Rocco Terzi.
Mas con estas palabras sólo consiguió provocar una impaciencia aun mayor.
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—Así, lo que me traéis, en resumidas cuentas, no es más que una denuncia.
Realmente, Francesco, debierais conocerme mejor, para venir a molestarme con estas
cosas. Las denuncias son para los inquisidores del Estado. A ellos debéis dirigiros. Ya
habrá tiempo bastante para molestarme, cuando hayan encontrado las pruebas de esa
historia increíble. Id a ver a los inquisidores, Francesco. No perdáis tiempo.
Así se libró de ellos, objeto que, al parecer, era el que más le preocupaba, para
verse libre y emprender el viaje a Mestre.
El conde, con el alma cargada de desprecio, llevó a Marc-Antoine a la Piazzetta y
al Palacio Ducal. Encontraron en su oficina al secretario de los inquisidores, y, a
petición de Marc-Antoine, que deseaba no figurar en el asunto más de lo necesario, el
conde formuló la denuncia contra Rocco Terzi.
Aquella misma noche Messer Grande, como capitán de Justicia, y seguido por
una docena de hombres, fue a la casa de San Moisé, donde vivía Rocco Terzi, con un
lujo que, por sí mismo, podía haberle hecho traición. Cristófoli, el despierto
confidente del tribunal secreto, registró cuidadosamente los efectos y los papeles del
preso y, entre ellos, encontró las cartas, aun incompletas.
Un hermano de Terzi, al enterarse de su detención, se presentó, dos días después,
ante los inquisidores del Estado, para ofrecerse, con solicitud fraternal, a fin de
procurar al preso cuanto le fuese necesario para su comodidad. Recibió de labios del
secretario la suave y sibilina respuesta de que el preso no necesitaba nada en
absoluto.
Tal era la verdad, literalmente, porque Rocco Terzi, el de los inquietos ojos,
convicto de alta traición, fue estrangulado en los Plomos.
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Capítulo XIII
El ultimatum
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Entonces fue anunciado Vendramin, que entró casi inmediatamente. Marc-
Antoine observó que aquel individuo no esperaba para saber si querrían recibirle.
Entró con su paso vivo y meciéndose al andar. Al ver a Marc-Antoine, frunció el ceño
y su saludo mostró la indignación que sentía.
—Os aseguro, señor, que protesto de vuestro don de ubicuidad.
—Lo tengo un poco, en efecto —contestó Marc-Antoine sonriendo afablemente
—. Lo estoy desarrollando y hago lo que puedo. —Luego se refirió al asunto del día
—. Me he enterado de noticias muy desagradables, con respecto a vuestro amigo
Terzi.
—¡Por Dios, no es amigo mío! Es un tuno traidor. Tengo la costumbre de escoger
muy bien a mis amigos.
—¡Oh, Leonardo! —exclamó la vizcondesa—. Hacéis muy mal negándolo en
estas circunstancias. Eso no es correcto.
—Ya es hora de negar mi amistad con él. ¡Ya lo creo! ¿Sabéis de lo que le
acusan?
—¿De qué? Decídmelo.
La vehemencia de la vizcondesa se convirtió en desengaño, al darse cuenta de que
él se limitó a repetir lo que ya sabía.
—Me horroriza al pensar que ese hombre pudiese circular libremente entre
nosotros —añadió Vendramin.
—Sin embargo —objetó Marc-Antoine—, únicamente se sabe que ha sido preso.
Todo lo demás son rumores.
—Pues yo no quiero amigos acerca de los cuales sean posibles tales rumores.
—¿Y cómo queréis suprimir esos chismes? Se edifican sobre el terreno más
deleznable. Rocco Terzi, por ejemplo, se dice que vivía con el mayor lujo y, sin
embargo, se sabe que nunca tuvo ninguna fuente de ingresos confesable. ¿No es
corriente que, en tales casos, los rumores de la gente indiquen una procedencia
censurable de esos medios de fortuna? ¿Acaso la sospecha no habrá sido motivo
suficiente para su prisión?
Vendramin había perdido en absoluto su aspecto jovial y amable. Sus ojos
miraban casi con malignidad ante el recuerdo de que el caso de Rocco Terzi, se
parecía mucho al suyo propio. Y se refirió a él, con la vizcondesa, en cuanto Marc-
Antoine se hubo marchado, cosa que hizo poco después, por que Ser Leonardo le
hizo comprender que aquella salita sería mucho más agradable sin su compañía.
—Ya habéis oído, Anne, lo que ha dicho ese maldito inglés. Que Rocco puede
haber sido preso por sospechas, a causa de sus medios de vida. ¿Sabéis de dónde los
obtenía?
—¿Y como puedo saberlo?
Él se puso en pie, abandonando el diván en donde había estado sentado al lado de
ella y empezó a pasear por la pequeña estancia.
—Es muy extraño y muy desagradable. Con toda seguridad será cierto lo que se
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dice. Quizá lo pagaba el gobierno francés. Y, con toda seguridad, le harán hablar o…
—se estremeció y luego añadió—: Los inquisidores no se detienen ante nada. —
Interrumpió sus paseos y miró a la joven—. Suponed, ahora, que yo…
No se atrevió a continuar ni era necesario; por otra parte, ella no le dio la
oportunidad de hacerlo.
—Estáis asustándoos de sombras, Leonardo.
—Todo lo de que se acusa a Rocco también me parece una sombra; la misma que
quizá descubran proyectada por mí. Como Rocco, mis recursos son míseros, y, sin
embargo, también, a semejanza de él, vivo bien y no carezco de nada. Supongamos
que me sometieran al tormento para descubrir el origen de mis medios de vivir. Y
suponed, igualmente, que, al fin, yo cediese y confesara que vos… que vos…
—¿Qué os he prestado dinero? ¿Y qué? Yo no soy el gobierno francés. Pueden
despreciaros quizá por vivir a costa de una mujer, pero no os ahorcarán por ello.
Aquella frase le produjo una impresión muy desagradable. Se sonrojó y, molesto,
miró a su interlocutora.
—Ya sabéis que ese dinero es prestado y nada más. No vivo a vuestra costa,
Anne, y os devolveré hasta el último cequí.
—Supongo que eso será cuando hayáis contraído matrimonio con esa muchacha
tan rica.
—¿Os burláis? ¿Estáis celosa, Anne? Hasta ahora nunca lo habíais demostrado.
—¿Por qué no? Bien os mostráis celoso de mí, aunque quizás tengáis un derecho
exclusivo para los celos. Por lo menos, os conducís como si los sintierais y como si
creyeseis que los demás carecen de sentimientos.
—¡Oh, Anne! —Dobló una rodilla sobre el diván y al lado de ella, rodeándole los
hombros con un brazo—. ¿Cómo podéis decirme eso? Bien sabéis que haré este
casamiento porque no tengo otro remedio; que todo mi porvenir depende de él.
—¡Oh, sí, ya lo sé! Ya lo sé —exclamó ella con acento de fatiga.
Vendramin se inclinó para besarle la mejilla, caricia que ella sufrió con
indiferencia. Y él descubrió que se alejaba de su propósito.
—Vos no sois el gobierno francés, como habéis dicho, pero una buena parte del
dinero que me habéis prestado lo he recibido en letras giradas por Lallemant contra la
Banca de Vivanti.
—¿Y qué? —preguntó ella, impaciente—. ¿Cuántas veces os he dicho ya que
Lallemant es primo mío y está encargado de mis asuntos? Y así es como me da dinero
cuando lo necesito.
—Ya lo sé, amor mío. Pero, ¿y si se descubriese eso? Desde luego, esta desgracia
de Rocco me ha puesto muy nervioso.
—¿Y cómo puede descubrirse? Sois tonto. ¿Qué importa el dinero? ¿Os figuráis
que me preocupa saber si me lo devolveréis o no?
Él fue a sentarse en el diván y estrechó a la joven entre sus brazos.
—¡Cuánto te amo por tu dulce confianza!
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—Y, sin embargo, te casarás con madame Isotta —contestó ella sin emocionarse
por la caricia.
—¿Por qué te esfuerzas en burlarte de mí, ángel mío? Muchas veces me has dicho
que no querrías casarte de nuevo.
—Seguramente no contigo, Leonardo.
—¿Por qué no? —replicó él, frunciendo el ceño.
—¡Dios mío! —exclamó ella rechazándolo—. Nunca hubo un hombre tan
vanidoso y frívolo como tú. Quieres amar a quien te parezca bien, casarte con quien
prefieras, y las mujeres en quienes pones el sagrado sello de tu beso, han de guardarte
fidelidad perpetua. Realmente eres modesto en tus pretensiones. ¿Qué mujer puede
negarse a tu amor? Al parecer, te molesta observar que yo no esté dispuesta a casarme
contigo, si me das la oportunidad, en tanto que tú no quieres ofrecérmela. —Se puso
en pie para expresar su cólera—. Ten en cuenta, Leonardo, que en algunos momentos
me obligas a aborrecerte. Y éste es uno de ellos.
Él se alarmó y, al parecer, estaba arrepentido. Protestó de que era un pobre diablo,
que estaba a merced de un hado cruel, que había de sostener y perpetuar un nombre
glorioso y que solamente podría hacerlo gracias a un matrimonio de conveniencia. Y
estando persuadida de cómo él la amaba, según podía convencerse por las pruebas
que le había dado, era, por parte de ella, una crueldad echarle en cara sus desgracias.
Casi pareció a punto de echarse a llorar antes de que ella consintiera en hacer las
paces. En la dulzura de aquella reconciliación, olvidó el mal destino de Rocco Terzi,
así como también sus propios temores, persuadiéndose de que se había asustado de
unas sombras, según ella le indicara. Pero otras personas no tenían a su disposición
tan agradable modo de olvidar sus temores, al recordar el mal destino de Rocco Terzi.
Y Lallemant era uno de ellos. Muy conturbado e impresionado por el acontecimiento,
acogió con el mayor gusto la llegada de Marc-Antoine.
—Acabo de dejar a la vizcondesa —anunció el fingido ciudadano representante
—. La he encontrado muy impresionada por la noticia de la prisión de un amigo suyo,
un tal Rocco Terzi. —Y bajó la voz al añadir—: ¿No es ese mismo individuo el
encargado de hacer los sondeos de los canales?
—Lo era —dijo Lallemant con acento muy seco.
Estaba sentado a su escritorio y, algo acurrucado, mientras observaba a Marc-
Antoine, tratando de penetrar con sus agudos ojos en el pálido rostro de su visitante.
Aquel tono y la voz avisaron debidamente a Marc-Antoine, quien comprendió que se
hallaba en una situación peligrosa. Pensativo, se acarició la barbilla, en tanto que su
rostro era una máscara malhumorada.
—Eso es muy serio —dijo.
—En efecto, Lebel —contestó el francés con voz incisiva y con el mayor
laconismo.
Marc-Antoine se acercó rápidamente a la mesa. Bajó la voz hasta que sólo fue un
murmullo, pero sibilante a causa del furor.
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—¡Tonto! ¿No os he avisado ya de que no debéis usar ese nombre? —Sus ojos
miraron a su alrededor y en dirección a la puerta, para fijarse, de nuevo, en el rostro
ancho de Lallemant—. A pesar de tener un espía en la casa, habláis sin la menor
circunspección. ¡Dios de Dios! ¿Os figuráis que quiero acabar como Rocco Terzi?
¿Cómo sabéis que Casotto no está más allá de esa puerta, en este mismo instante?
—Sencillamente, porque no está en casa —contestó Lallemant.
Marc-Antoine expresó claramente su satisfacción.
—¿Estaba en casa el otro día, cuando me hablasteis de Terzi?
—Que yo sepa, no.
—¿De modo que ni siquiera sabéis cuando entra y sale? —preguntó Marc-
Antoine, llevando la guerra al territorio enemigo—. Pero tanto si está aquí como en el
caso contrario, prefiero hablar con vos en la estancia interior. No comprendo la razón
de que, últimamente, os hayáis mostrado descuidado.
—No soy descuidado, amigo mío, y sé muy bien lo que hago. Pero, en fin, como
gustéis.
Se levantó, haciendo un esfuerzo, y se encaminó a la habitación inmediata. Eso
dio tiempo a Marc-Antoine para reflexionar, cosa que entonces le era más necesario
que nunca. Comprendió que estaba en peligro de verse descubierto y, sin duda
alguna, se vería derrotado en caso de que no le fuese posible acallar las bien fundadas
sospechas de Lallemant. Y, para lograrlo, tenía necesidad de adoptar inmediatamente
alguna resolución ultra-jacobina. Antes de acomodarse en la habitación interior, el
recuerdo de la última carta de Barras le sugirió un medio. Bien es verdad que parecía
odioso y repelente, pero se veía en la precisión de apelar a él para reanimar y
consolidar su perdido crédito.
—¿Sabéis —exclamó Lallemant atacándolo—, que me parece extraño a más no
poder que, después de tratar de un asunto muy secreto, entre ambos, se haya
publicado casi inmediatamente? En primer lugar, hubo el asunto de sir Richard
Worthington. Lo explicasteis de un modo satisfactorio. Pero ahora aquella
explicación me parece menos plausible que entonces.
—¿Por qué? —preguntó Marc-Antoine en tono seco y altanero, adoptando las
maneras de su primera entrevista.
—A causa del asunto de Rocco Terzi. Hasta que cuatro días ha os hablé de eso,
nadie, en Venecia, estaba enterado del asunto, a excepción del mismo Terzi y yo. Sin
embargo, Rocco fue preso aquella noche, le quitaron sus papeles, y, en la hora actual,
si no me equivoco mucho acerca de los métodos de esa gente, el pobre habrá sido ya
estrangulado.
Era imposible acusar a Marc-Antoine con mayor claridad. Pero él se puso en pie
ante el embajador, tieso y frío.
—Nadie más que Terzi y vos, ¿eh? ¿Y la vizcondesa, a quien empleasteis para
sobornar a Terzi? ¿Acaso no cuenta en el asunto?
¡Caramba, me gusta! ¿De modo que la acusáis?
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—De ninguna manera. Me limito a indicaros la poca consistencia de vuestras
afirmaciones.
—No carecen de ella. La vizcondesa ignoraba en absoluto la misión que yo había
confiado a Terzi. No estaba enterada, ¿comprendéis? ¿Os figuráis, acaso, que voy
contando todos mis asuntos a los espías a quienes empleo? Ella no sabía una palabra.
—¿De modo que vos nunca tenéis ninguna duda?
—No, soy hombre que hace las cosas tomando toda clase de precauciones.
—¿Cómo sabéis que Terzi no se lo dijo a ella?
—Eso es inconcebible.
—¿Por qué? Porque así os lo parece. Buen razonamiento, a fe mía. ¿Y cómo
sabéis que no se fue de la lengua alguno de los hombres empleados por Terzi? Tengo
la certeza de que todos ellos sabían lo que estaban haciendo.
—Se les pagaba muy bien —contestó Lallemant exasperado—. ¿Os figuráis que
estarían dispuestos a interrumpir una corriente de dinero fácilmente ganado?
—Quizá uno de ellos se asustó. Eso no tendría nada de extraño.
—¿Y de quién desconfiáis?
—¿Quién os parece más apropiado, Lallemant? —preguntó Melville con voz dura
como el acero.
Lallemant tragó saliva y, aunque su mirada parecía furiosa, titubeó antes de
hablar.
—¿Qué me decís? —preguntó Marc-Antoine—. Estoy esperando.
El embajador dio una vuelta por la estancia, con la doble papada inclinada sobre
su mano. El aspecto del representante era, realmente, asustador. Lallemant se agitaba,
indeciso, entre varias dudas.
—¿Queréis contestarme francamente a una pregunta? —exclamó al fin.
—Prefiero que sea muy directa.
—¿Queréis decirme a qué fuisteis al Palacio Ducal el lunes por la noche, en
compañía del conde Pizzamano, y a quién fuisteis a ver allí?
—¿Acaso me hacéis espiar, Lallemant?
—Contestad a mi pregunta, y luego yo haré lo mismo con la vuestra. ¿Qué hacíais
en el Palacio Ducal, pocas horas antes de la prisión de Terzi?
—Fui a ver a los Inquisidores, del Estado.
Aquellla franqueza al confesar el motivo de su visita, fue para el embajador algo
parecido a un golpe. Sin embargo, se rehizo y continuó insistiendo, aunque ya había
perdido buena parte de su orgullosa seguridad.
—¿Con qué objeto? —preguntó.
—Precisamente para un asunto que hoy quería discutir con vos. Sentaos,
Lallemant. —Pronunció estas palabras con voz perentoria y autoritaria—. Sentaos —
repitió con acento más dominante todavía, y Lallemant, casi de un modo maquinal, le
obedeció.
—Si cuidarais de obrar con sentido común y os ocupaseis en los verdaderos
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intereses de la nación, en vez de malgastar las energías y los recursos que están en
vuestra mano en trivialidades, lo que yo he llevado a cabo, habría sido objeto de
vuestra atención hace ya tiempo. Cuando estabais solo, Lallemant, y con seguridad
los habéis conocido, porque están en todas partes, pudisteis conocer a unos leguleyos
con sesos de chorlito, que van cacareando en busca de los pequeños granos del detalle
y ello, con tanta diligencia, qué pierden de vista la parte más importante de un asunto.
Vos sois de ellos, Lallemant. Os dedicáis con tanta insistencia a las tontas telarañas de
la intriga, que tejéis con tanta complacencia, que ya no tenéis tiempo ni ocasión de
daros cuenta de las cosas importantes.
—Por ejemplo… —gruñó Lallemant, con el rostro congestionado.
—Pronto me referiré al ejemplo. En Verona hay un individuo, el ci-devant conde
de Provenza, que se atribuye el nombre de Luis XVIII. Este hombre tiene una corte
propia, que, por sí misma, es ya un insulto a la República Francesa; sostiene activa
correspondencia con todos los déspotas de Europa y anuda los hilos de todas las
intrigas que están a su alcance, para minar nuestro crédito. Este hombre es una
amenaza para todos nosotros. Sin embargo, durante varios meses, ha podido verse
libre de toda molestia, mientras goza de la hospitalidad veneciana y en tanto que
abusa de ella en constante detrimento nuestro. Habéis estado, realmente, tan ciego,
que, por fin, no he tenido más remedio que encargarme de la misión que os habría
correspondido.
Su mirada era fija, dura e insistente, casi hipnótica, sobre el embajador, quien
estaba pasmado y algo alarmado.
—Ahí teníais la oportunidad de derribar a dos pájaros de un tiro. Por una parte,
acabar con una interferencia intolerable y, por la otra, demostrar un agravio
importante contra la Serenísima. De este modo habríais creado un pretexto para
justificar las medidas que puedan parecer deseables a nuestras fuerzas militares. Sin
embargo, todo eso no se habría alcanzado con un sencillo ultimátum escrito. Éste ya
vendrá a su tiempo. Saldrá de aquí, hoy mismo. Era necesario, o así me lo pareció, ir
a visitar, ante todo, a los inquisidores para comprobar la extensión de sus informes
acerca de estas actividades monárquicas del llamado Luis XVIII.
—¿Acaso debo entender que fuisteis vos en persona? —preguntó Lallemant—.
¿En vuestra calidad de representante Lebel?
—Puesto que estoy aquí y continúo vivo, ya podéis comprender que no lo hice
así. Fui allá con el carácter de mediador amistoso, que había sido informado por vos
del asunto, y añadí que vos también me habíais rogado que fuese a ver a los
inquisidores, con objeto de mitigar el golpe. Ésta es la razón de que yo solicitara la
ayuda del conde Pizzamano. ¿Comprendéis?
—No. Es decir, todavía no. Hacedme el favor de continuar.
—Los inquisidores me recibieron con la afirmación de que el caballero a quien
concedieron asilo en Verona, era conocido por ellos con el nombre de Lille. Con la
mayor política que me fue posible, les indiqué que el cambio de un nombre no
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implica, necesariamente, el cambio de una identidad. Y les indiqué asimismo,
hablando como curioso, inspirado por sentimientos amistosos, que el gobierno inglés
me había encargado de varias misiones y que, gracias a sus intrigas, ese desdichado
desterrado los había dejado en una situación en extremo falsa. Les informé de que,
según estaba bien enterado, recibirían casi inmediatamente un ultimátum de Francia.
Y, en su propio interés, les recomendé atender los deseos de esta nación, cumpliendo
en el acto, las condiciones de aquel ultimátum en cuanto llegase a sus manos.
Hizo una pausa y con expresión desdeñosa contempló el asombro y la agitación
de Lallemant.
—Ahora que ya sabéis el motivo de mi visita al Palacio Ducal, comprenderéis
que vos mismo debierais haber hecho eso unos meses atrás.
La indignación dominó al asombro que sentía el embajador.
—¿Y cómo podía yo haber dado un paso de tal gravedad, sin órdenes expresas de
París?
—Un embajador plenamente acreditado —contestó Marc-Antoine en tono
sentencioso—, no necesita órdenes especiales para llevar a cabo lo que,
evidentemente, interesa tanto a su gobierno.
—No admito que eso sea tan evidente como decís. Y tampoco puedo darme
cuenta de que eso favorezca nuestros intereses. Con toda seguridad provocaremos un
intenso resentimiento. Un resentimiento amargo a más no poder. El gobierno
veneciano no puede cumplir nuestra indicación sin cubrirse de oprobio.
—¿Y qué nos importa eso?
—Quizá nos importará en caso de que se inclinen hacia la resistencia. ¿Cuál será
entonces nuestra situación?
—El único objeto de ese paso preliminar mío, fue averiguar la posibilidad de una
resistencia activa. No tengo ningún motivo para suponer que haya de manifestarse.
Pero, de todos modos, estoy decidido. El ultimátum ha de mandarse inmediatamente.
Hoy mismo. Lallemant se puso en pie, muy agitado. Su ancha cara de campesino
estaba enrojecida. Ya no pensaba siquiera en los recelos que había sentido. En
realidad se hallaba muy lejos de ellos y más que persuadido de su inutilidad. Aquel
hombre, Lebel, demostraba ser un extremista, un revolucionario de la escuela
intransigente, que desapareció con Robespierre. Sospechar del celo de un republicano
capaz de concebir tal ultimátum, era ya algo fantástico. Quizá no comprendiese aún
muy bien la explicación de Lebel con respecto de su visita a los inquisidores, pero ya
no se preocupaba en comprenderla, en vista de los frutos que había producido. Éstos
bastaban ampliamente para su digestión.
—¿Y me pedís que envíe este ultimátum? —preguntó.
—¿No me he expresado con bastante claridad?
La corpulenta figura del embajador se puso en pie ante Marc-Antoine.
—Excusadme, ciudadano, pero no puedo recibir órdenes vuestras.
—Ya conocéis los poderes que me ha otorgado el Directorio —replicó Marc-
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Antoine en tono frío y digno.
—Los conozco perfectamente. Pero no puedo violentar así mi propio criterio.
Considero que este ultimátum es un acto temerario y provocativo, y por completo
opuesto a las instrucciones que tengo, de mantener, a todo trance, la paz con la
Serenísima. Exigiría una humillación innecesaria al gobierno veneciano. Y, sin
órdenes expresas del Directorio, no puedo aceptar la responsabilidad de tal
documento.
Marc-Antoine lo miró un instante a los ojos y luego se encogió de hombros.
—Muy bien. No trataré de violentar vuestros sentimientos. Tomaré a mi cargo la
responsabilidad que vos queréis eludir. —Empezó a quitarse los guantes y añadió—:
Tened la bondad de llamar a Jacob.
Lallemant se quedó asombrado al comprender la intención de su interlocutor.
—Eso, desde luego, es de vuestra incumbencia —contestó, al fin—. Pero os digo,
francamente, que si yo tuviese la facultad de oponerme, no haríais eso.
—El Directorio se felicitará de que no tengáis tales atribuciones. Jacob, hacedme
el favor.
En cuanto se presentó el moreno y diminuto secretario, le dictó las secas frases de
su comunicación, en tanto que Lallemant paseaba por la estancia ardiendo, al mismo
tiempo, de indignación. El documento fue dirigido al Dux y al Senado de la
Serenísima República de Venecia, y decía así:
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—Haced de modo que se entregue en el Palacio Ducal sin la menor demora.
¿Comprendéis, Lallemant?
—¡Oh, sí, desde luego! —contestó el embajador, con gesto malhumorado. Y
repitió—: La responsabilidad es vuestra.
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Capítulo XIV
Justificación
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Venecia, por causa de él mismo, no estuviese dispuesta a desafiar los cañones de
Bonaparte. Pidió que el nombre de Borbón fuese borrado del Libro de Oro de la
Serenísima y que se le devolviese una armadura que su antecesor, Enrique IV, había
regalado a Venecia. Tales peticiones eran realmente infantiles y en este aspecto
fueron tratadas. Mas, a pesar de todo, sirvieron para aumentar la sensación de
vergüenza y de humillación que ya sufría el Senado.
Una semana después, Marc-Antoine vióse aliviado de sus preocupaciones al
recibir órdenes de presentar aquel ultimátum. El Directorio lo ordenaba así a
Lallemant, y, por consiguiente, las impresiones del embajador con respecto al
ardiente jacobinismo de Lebel viéronse aumentadas por un respeto intenso hacia su
agudeza y previsión.
También Marc-Antoine tuvo la satisfacción de observar que el problema que le
presentaba la vizcondesa quedaba resuelto por los acontecimientos. En primer lugar,
denunciarla ahora, sería una medida en alto grado imprudente, en vista de las
sospechas que el embajador sintió contra él con respecto al asunto de Terzi. Y, en
segundo lugar, parecía conveniente dejarla en libertad, a causa de sus actividades,
pues, observándolas, podría obtener numerosos informes.
A medida que avanzaba el verano, se acentuaba el desprecio hacia los derechos de
los venecianos por parte de los bandos beligerantes. Sin embargo, Manin refrenaba la
impaciencia de la opinión pública, con las noticias de que un nuevo ejército austríaco,
al mando del general Wurmser, se disponía a penetrar en Italia. Llegó a fines de julio
y, al descender por las vertientes del monte Baldo, infligió una derrota a los franceses.
Hubo grande alegría en Venecia y, gracias a ello, subsistió la fe en el Imperio, aun
cuando, a mediados de agosto, Wurmser, derrotado, se retiró a toda prisa hacia el
Tirol. Los partidarios de la inacción podían señalar todavía las victorias austríacas en
el Rhin, así como el hecho de que Mantua seguía resistiendo, y no sin razón insistían
en que mientras Mantua no hubiera sido vencida, Bonaparte se vería, relativamente,
inmovilizado.
Así, aparte de las alarmas y de los entusiasmos intermitentes, la vida en la
apacible y confiada Venecia, seguía casi como de costumbre y Marc-Antoine apenas
hacía en ella más que representar el papel de ocioso inglés que había asumido. En
aquellos meses, su única actividad en beneficio de la causa que servía, consistió en
hacer otra denuncia. Averiguó por Lallemant, que había encontrado un sucesor a
Terzi y que se continuaban los sondeos. Y cuando preguntó a Lallemant por el
nombre de aquel sucesor, el embajador francés meneó la cabeza.
—Permitidme que me reserve este nombre. Así, en caso de que ocurra algún
accidente, ya no podré cometer la locura de sospechar alguna indiscreción en vos.
Y el accidente ocurrió, en efecto. Los inquisidores del Estado, gracias a los
informes proporcionados por Marc-Antoine, por medio del conde de Pizzamano, se
valieron de los Signori di Notte, como se llamaba a la policía nocturna de Venecia,
para vigilar con la mayor atención todas las embarcaciones a las que sorprendieran
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pescando en aguas poco apropiadas, entre Venecia y la península, para seguirlas
cuidadosamente. Después de unas semanas de paciente vigilancia, los Señores de la
Noche consiguieron, por fin, encontrar una embarcación sospechosa. Después de
determinadas operaciones, que no podían tener ningún objeto legítimo, aquel bote fue
a guarecerse en una casa de la Giudecca. La persona con quien se comunicaron los
tripulantes del bote era un caballero pobre, llamado Sartoni.
Aquella vez, no sólo este último fue preso, por orden de los inquisidores, y una
vez convicto, suprimido como Terzi lo había sido, sino que también los dos remeros
fueron aprisionados y compartieron su mal fin.
Para Lallemant aquel desagradable suceso, con el cual ya no podía relacionar a
Lebel, fue la confirmación de la injusticia con que había procedido al sospechar del
representante.
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Capítulo XV
La elección
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un modo tan claro, le obligó a reflexionar en busca del modo de no tener aquel
cuidado.
Obsesionado así, se dirigió una tarde de los últimos días de septiembre a la Casa
Pizzamano, en donde el portero le informó de que su excelencia el conde, estaba en el
piso superior y que Madonna Isotta se hallaba en el jardín. Por instinto natural, el
enamorado escogió este último y en él encontró, no solamente a Isotta, sino también a
Marc-Antoine, que pasaba en su compañía.
Los celos tienen la facultad de aceptar toda circunstancia como confirmación de
sus temores. Como el cielo estaba gris y empezaba a soplar un poco de viento otoñal,
Vendramin se extrañó de que los dos hubiesen preferido pasear al aire libre; vio en
ello la demostración del imperioso deseo de estar solos y uno al lado de otro, para
eludir la vigilancia de que, naturalmente, podrían haber sido objeto dentro de la casa,
y, sin acordarse de las relaciones íntimas que Marc-Antoine sostenía con los
Pizzamano, vio en ello algo que no era muy correcto.
En menor grado, quizá, Isotta, a pesar de su inocencia, acaso pensara algo
parecido. Había salido con objeto de cortar algunas rosas que aun quedaban al
amparo de un recinto rodeado de bojes. Marc-Antoine, que la vio desde arriba, se
apresuró a bajar la escalera, dejando al conde y a la condesa hablando con Domenico
que, casualmente, había llegado aquel día del fuerte con permiso.
La joven lo saludó con una mirada tan tímida, que casi pareció llena de aprensión.
Con cierto embarazo hablaron de las rosas, del jardín, del aroma de la verbena, que
abundaba allí, del verano, ya moribundo, y de otras cosas muy remotas de cuanto
llenaba la mente de cada cual. Luego, llevando su pequeña cosecha de rosas rojas y
blancas, que sostenía una mano cubierta de gruesos guantes adecuados para aquella
tarea, la joven se volvió para entrar de nuevo en la casa.
—¡Qué prisa tenéis, Isotta! —exclamó él, en son de reproche.
Ella lo miró a los ojos, con la serenidad que aprendiera a imprimir en todos sus
actos y que ya había recobrado.
—Lo hago con buena intención, Marc.
—¿Buena intención? ¿Para evitarme? ¿Cuándo tan pocas veces se me presenta
ocasión de pasar un momento con vos?
—¿Y para qué hemos de darnos innecesarias penas? Mirad; me hacéis siempre
decir cosas que no quisiera. Ya las conocemos, y las hemos situado entre nuestros
recuerdos, pero no ganaremos nada con seguir tratando del mismo asunto.
—Sí, por lo menos, consintierais en tener un poco de esperanza —suspiró.
—¿Para hacer mayor mi definitiva desesperación? —preguntó la joven, sonriendo
al mismo tiempo.
—¿Por qué os figuráis que continúo en Venecia? —replicó él, para atacar por otro
lado—. Mi misión está ya cumplida, es decir, que no he logrado nada porque no es
posible lograrlo. No tengo ninguna ilusión acerca del particular. La caída o la
permanencia de Venecia dependen, actualmente, no de los que la gobiernan, sino de
El encuentro
También escribió cartas a su madre y a Isotta, que dejó, dando instrucciones muy
claras, en manos de Philibert.
De lo que ocurrió a la mañana siguiente, Vendramin dio la culpa a la escasez de la
luz y a lo resbaladizo del suelo; la mañana, en efecto, era gris y durante la noche
anterior llovió un poco. Tales fueron las excusas que dio para disculparse. La luz, no
sólo era abundante, sino, además, muy apropiada, porque no daba reflejos. Y la
hierba, en aquel espacio de terreno, en donde sólo había un melancólico sicomoro tras
de la construcción de ladrillos, larga y baja, perteneciente a la escuela de equitación,
si bien estaba húmeda, no era resbaladiza.
Vendramin acudió al lugar del encuentro con la confianza de su maestría, por
todas reconocida. Y, a los primeros pases, con los cuales los dos adversarios se
probaron mutuamente, dio pruebas de ser un esgrimista elegante, cumplido en todo,
aunque, tal vez, algo académico.
La escuela de Marc-Antoine indicaba una flexibilidad mucho mayor; pero ni
Sanfermo ni Androvitch, que estaban cerca de los combatientes y observaban
atentamente sus movimientos, pues ambos se habían adiestrado en la escuela italiana,
pudieron aprobar los métodos del joven inglés. Sanfermo estaba temeroso y
Androvitch muy confiado en el resultado final. Ninguno de los dos tenía en gran
estimación la escuela francesa. Quizá eso se debiese a que no habían tenido ocasión
de ver a un esgrimista de primera categoría. El brazo tendido, propio de la escuela
italiana, con sus paradas consiguientes, muy precisas y la punta siempre
amenazadora, les parecía infinitamente superior, porque, en primer lugar, imponía un
esfuerzo menor que el brazo doblado, del método francés, que obligaba a mantener el
codo cerca del cuerpo. Y para Marc-Antoine, que nunca se había medido con un
esgrimista italiano, aquella espada tendida, siempre amenazadora, le pareció, al
principio, tan desconcertante, que, de momento, no pudo hacerse justicia a sí mismo.
N una reunión tempestuosa del Gran Consejo del último lunes de octubre,
Leonardo Vendramin probó una vez más, de un modo muy señalado, que si
bien él no era nadie y aun todos los patricios dignos podían mirarlo con
cierto desdén, a pesar de todo, y por extraña ironía, que hacía posible el sistema
oligárquico, gozaba de un poder que le permitía dirigir a su antojo los destino del
Estado.
Abrió la discusión Francesco Pesaro, uno de los miembros del Senado, que, desde
el principio, abogó enérgicamente por la neutralidad armada. Dirigió severas
acusaciones contra la política de gastos excesivos, que se continuaba a pesar de las
concesiones arrancadas al Dux en la última reunión. Señaló los frutos de esta
conducta suicida, gracias al desprecio con que los ejércitos franceses invadían las
provincias venecianas, pisoteando impunemente todos sus derechos. Luego
pronunció un apasionado ruego de que aun en aquella hora tardía, la República se
armase para poder pedir cuentas a los que se disponían a violar la neutralidad
veneciana.
Le contestaron con unos argumentos financieros, ya gastados, afirmándole
nuevamente que aquella guerra no era, en manera alguna, de la incumbencia de
Venecia; y con exhortaciones de que era mucho mejor soportar, resignadamente, los
males resultantes de que las provincias venecianas hubiesen sido víctimas de aquella
campaña, en vez de sembrar la semilla de mayores desastres en el futuro, gracias a un
gasto imprudente de los escasos recursos del Estado.
Vendramin contestó a quienes exponían estos argumentos pusilánimes e influidos
por la avaricia. Pálido, a causa de la sangre que había perdido, con las facciones
refinadas por aquella palidez que le daba expresión ascética, y con el brazo herido tan
hábilmente dispuesto bajo su toga patricia, que nadie podía darse cuenta del estado de
aquel miembro, se puso en pie, en la tribuna, alto y dominante, ante sus hermanos de
oligarquía. Empezó hablando lenta y enfáticamente, para anunciar el fatal error de
suponer que no estaba amenazada la independencia de Venecia. Algunos estaban ya
persuadidos, y tenían razones para creer que el Serenísimo Dux se contaba en este
número, de que si las franceses saliesen victoriosos de aquella contienda con el
Imperio, la independencia de Venecia se vería muy comprometida. Después de tratar
El escudo
La mujer acosada
Los diplomáticos
Arcola y Rívoli
El ciudadano Villetard
Emancipación
El aviso
Los perseguidores
El honor vengado
Corréis gran peligro. Los Inquisidores del Estado creen tener pruebas de
que vos sois un individuo llamado «Labelle» o algo parecido; que sois un
espía y quieren prenderos esta noche. Me moriré de terror si caéis en sus
garras espantosas. Si me amáis, haced caso de este aviso y abandonad
Inmediatamente Venecia. No perdáis un momento. Ruego a Dios y a la Virgen
que este aviso llegue a tiempo.
Renzo, que os lo entregará, es digno de confianza. Utilizadlo si lo
necesitáis. Dios os guarde, amado mío. Y, si podéis, enviadme aviso por
Renzo para tranquilizarme.
Isotta.
—Eso es para vuestra ama, Renzo. Y esto por vuestras molestias —dijo dándole
un cequí de oro y despidiéndolo.
Cuando el señor Melville echó a andar, del brazo de la vicomtesse, Renzo apenas
se veía ya en la clara noche, pues desaparecía por el estrecho paso, que llevaba desde
la Corte del Cavallo a las gradas donde esperaba la góndola. La vizcondesa, al seguir
con la mirada su imprecisa figura, vio otra sombra vaga, que se desprendía de las
sombras de un edificio situado al extremo de la callejuela y que, después de acercarse
a Renzo, se ocultó de nuevo. Eso la preocupó.
—Habéis permanecido mucho rato abajo, con Lallemant y Villetard —dijo por
ver si averiguaba algo—. Durante toda la cena habéis estado silencioso y pensativo.
Algo os preocupa. Espero que recordaréis mi aviso, Marc. Ese Villetard me da miedo.
Es horrible.
—No tengáis cuidado —contestó él—. Pero tenéis razón en vuestras sospechas,
porque algo me preocupa. —Y se preguntó si la joven, que tan bien dispuesta parecía,
podría ayudarle en cuanto supiera que, gracias al acto de Lallemant, ya no estaba
protegido de Vendramin—. Hablaremos de eso en Casa Gazzola. Quizá necesite
vuestra ayuda.
—Os la daré con el mayor gusto —contestó la joven apoyándose mejor en su
brazo.
Penetraron en el callejón que conducía al desembarcadero y pudieron ver el brillo
del agua en el extremo opuesto.
—Me será muy agradable… —empezó a decir ella. Pero se detuvo en seco,
mirando por encima del hombro y exclamó alarmada—: ¿Qué es eso?
Resonaban unos pasos a su espalda. Vieron que se acercaban dos hombres,
corriendo, desde la Corte del Cavallo, y que uno de ellos llevaba la espada
desenvainada. No se podía dudar de sus intenciones.
La vizcondesa dio un agudo grito, pidiendo socorro, antes de que aquellos dos
hombres llegasen a su lado. Marc-Antoine creyó, de momento, que tendría que
habérselas con los corchetes de los inquisidores. Pero el siniestro silencio de aquel
Dudas
OS tres individuos que acudieron sin eficacia, pero con muy buena
intención, procedentes del muelle, eran Renzo, su gondolero y Philibert, el
criado, que llegaba con el deseo de avisar a su amo. Llegaron al lugar del
suceso un momento antes que el grupo portador de la linterna y que procedía del lado
opuesto. Se componía del portero de la embajada, de su hijo y del secretario Jacob. El
portero empuñaba un arcabuz y Jacob blandía un sable de terrible aspecto.
De rodillas en el barro de la calle, la vizcondesa lloraba dolorosamente sobre el
cuerpo de Marc-Antoine, rogándole, como loca, que le hablase. No notó la presencia
de Jacob hasta que éste se arrodilló al otro lado de Marc-Antoine, mientras Jacques,
el hijo del portero, sostenía la linterna.
Entonces la joven sintió unas manos sobre su hombro y su brazo, que intentaban
levantarla, y Coupri, el portero de la embajada, le rogó cariñosamente:
—Madame! Madame! Madame la Vicomtesse!
—¡Dejadme! ¡Dejadme! —contestó ella, sollozando, y con los ojos fijos en
Jacob, que se ocupaba en socorrer al herido.
Volvió suavemente a Marc-Antoine sobre sí mismo y vio que yacía en un charco
de sangre. Cuando ella se dio cuenta de la naturaleza de aquella mancha oscura, que
brillaba a la luz de la linterna, profirió un grito de horror.
El rostro de Jacob estaba muy cerca del de Marc-Antoine. Le puso la mano sobre
el corazón y le examinó los labios.
—¿Está… está…? —preguntó ella con ahogada voz, sin atreverse a terminar la
pregunta.
—No está muerto, ciudadana —contestó el joven.
Ella no contestó. Cesaron sus gemidos, pero no por eso se atrevió a manifestar
alegría por aquella noticia quizá infundada.
Jacob se puso en pie y dio algunas órdenes.
Extendieron en el suelo la capa de Marc-Antoine y lo pusieron sobre ella. Luego,
Coupri, su hijo, Philibert y Renzo tomaron cada uno una punta de la prenda. Con el
mayor cuidado recorrieron el callejón, atravesaron la Corte del Cavallo y regresaron a
la embajada. La vizcondesa les seguía, arrastrando los pies y apoyándose en Jacob.
En cuanto hubieron dejado a Marc-Antoine en la casilla del portero, Renzo y su
Nubes de tempestad
Violencia
El pretexto
Casus Belli[38]
ERIDA Isotta, ¿te dijo alguna vez Marc que estaba casado?
El conde estaba sentado a la mesa, en compañía de su esposa y de su hija.
Terminaba ya la cena y los criados habían abandonado la estancia. Isotta
levantó los ojos, sonriendo; en los últimos días la joven parecía haber perdido el arte
de sonreír.
—Sin duda se olvidó de decírmelo —contestó en tono de burla, que advirtió muy
bien su padre.
—Ya lo suponía —contestó con voz grave, porque él tampoco solía sonreír.
La condesa miró a su marido y luego a su hija, y supuso que ambos se referían a
una broma que ella no podía comprender. Rogó que le diesen detalles y el conde le
contestó con tal claridad y de un modo tan asombroso, que la madre y la hija se
quedaron pasmadas. Luego. Isotta, al rehacerse, meneó su morena cabeza y habló
confiada.
—En vuestros informes, padre, hay algún error.
Francesco Pizzamano, con mirada grave, negó la posibilidad de un error. Explicó
el origen de aquella noticia, de modo que al fin Isotta perdió su confianza.
—Es increíble —exclamó con los ojos muy abiertos y muy negros, que se
destacaban en la intensa palidez de su rostro.
—Muchas veces lo es la realidad —le contestó su padre—. Al principio no pude
darle crédito. No lo creí hasta que lo confesó el mismo Marc. Desde entonces, al
pensar en eso, creo que debe de haber tenido algún motivo poderoso para guardar el
secreto.
—¿Y qué razón podía tener? —preguntó la joven con temblorosa voz.
—En estos tiempos —contestó el conde, encogiéndose de hombros y escondiendo
las manos—, cuando un hombre tiene las preocupaciones y los cuidados de Marc, las
razones no faltan. Los inquisidores han descubierto una, muy especiosa, que es
desfavorable para él. La verdadera razón, aunque dé al asunto un aspecto distinto,
quizá anda muy cerca de aquélla. Pero lo que más respeto me inspira en Marc es ver
que lo sacrifica todo a la causa que sirve.
—Pero si los inquisidores… —empezó a decir la joven. Se interrumpió y luego,
de repente, preguntó—: ¿Está en peligro?
QUELLA orden de prisión contra el héroe del Lido, que, pocos días atrás,
había sido objeto de la gratitud del Senado por su valor, era una de las
últimas sumisiones que la moribunda República se veía obligada a llevar a
cabo. Era muy propio de la conducta irresoluta de los gobernantes de Venecia que
mientras, por una parte, ponían en las nubes la patriótica fidelidad al deber de
Domenico Pizzamano, por la otra presentasen sus abyectas excusas al general en jefe
francés por el hecho en el cual se expresó aquella fidelidad.
Mandáronse inmediatamente a los dos enviados las instrucciones necesarias para
apaciguar a Bonaparte. Aquellos emisarios partieron llevando la dócil respuesta del
Senado y solicitaron una audiencia. Su petición fue contestada por una carta, en la
que Bonaparte describía la muerte de Laugier como si fuese un asesinato; y en el
lenguaje ampuloso que los revolucionarios hicieron muy corriente, añadió la frase:
«Suceso que no tiene paralelo en la historia de las naciones modernas». Con igual
lenguaje, en la misma carta los apostrofaba, diciendo: «Vosotros y vuestro Senado
estáis bañados en sangre francesa». Después consentía en recibirlos, únicamente en
el caso de que tuviesen algo que comunicarles con respecto a Laugier.
Con la mayor humildad, aquellos representantes de los antiguos patricios se
presentaron ante el joven genio, que mandaba el ejército de Italia. Vieron a un
hombre de poca edad, bajito, flaco y, al parecer, muy fatigado, cuyo cabello negro
parecía húmedo y despeinado, en torno de su pálido rostro, cuyos ojos, de color
castaño, grandes y luminosos, los miraron con expresión hostil. Con la mayor rudeza
interrumpió el discurso mesurado con que uno de ellos quiso expresar la amistad
veneciana.
Luego prorrumpió en violentas invectivas contra la perfidia de la Serenísima
República. Se había derramado sangre francesa y el ejército exigía venganza. Paseaba
inquieto por la estancia, mientras hablaba con la mayor facilidad el italiano del Sur y,
al mismo tiempo, se entregó a una cólera, real o fingida, gesticulando vigorosamente
con los brazos.
Habló de la crueldad de la muerte de Laugier y exigió la prisión y la entrega del
oficial que dio la orden de disparar contra «Le Libérateur». Luego reclamó que
pusieran inmediatamente en libertad a todos los presos políticos que hubiera en
Liberación
LOS Inquisidores del Estado, presos por orden del Dux y del Consejo, que
arrojaban a los leones a cuantas víctimas les pedían, fueron llevados a su
encierro de San Giorgio Maggiore. El mismo decreto, promulgado en
obediencia al restallido del látigo del amo francés, abrió las cárceles a los que, entre
otros, tenían su suerte en manos de los Tres. Para muchos de ellos debió de ser tal
libertad una repentina transición de las tinieblas a la luz, que los dejó deslumbrados e
indecisos. Y de nadie podría decirse mejor que de Marc-Antoine.
Bajando con otros la Escalera Gigante, al oscurecer, le fue permitido el paso por
los guardias que había en la Porta della Carta; más allá vio montadas dos piezas de
artillería. Luego permaneció en la Piazzetta, entre la agitada, curiosa y clamorosa
multitud, sin saber adónde encaminar sus pasos.
Para decidirse, tuvo antes necesidad de orientarse; debía enterarse de lo ocurrido
durante las semanas de su encierro, pues había estado aislado de toda noticia exterior.
Ante sus ojos; y en los cañones de la Porta della Carta, así como en la doble fila de
soldados en armas que había a lo largo del Palacio Ducal, se hallaba la evidencia de
sucesos portentosos.
Después de interrogarse a sí mismo, decidió que el único lugar seguro para
adquirir noticias era la Casa Pizzamano. El estado de su persona y de su traje era
deplorable, pero eso no importaba gran cosa, gracias a la oscuridad de la hora. Aun le
quedaba algún dinero, a pesar de lo que le hiciera pagar su carcelero por la comida.
Abrióse paso por entre la turba y, llamando una góndola en el desembarcadero de
la Piazzetta, se hizo llevar a San Daniele.
Ello ocurría algunas horas después de la salida de Domenico, en calidad de preso,
de manera que Marc-Antoine llegó a una casa sumida en el dolor. Lo advirtió desde
el momento en que sus pies hollaron las gradas de mármol y penetró en el notable
vestíbulo, en donde, a pesar de que había cerrado ya la noche, el portero se ocupaba
entonces en encender la gran linterna dorada, que perteneció a una galera y que
alumbraba aquella estancia.
Aquel hombre miró dos veces a Marc-Antoine antes de reconocerlo; luego llamó
a un criado, tan lúgubre como él, para que lo acompañase a presencia de su
excelencia.
La orden de libertad
L portero del Palazzo della Vecchia, muy asombrado por la llegada de Marc-
Antoine, le asombró a su vez manifestándole que el ciudadano Lallemant ya
no estaba en la Embajada; y no se tranquilizó Marc-Antoine al enterarse de
que el ciudadano Villetard estaba encargado del despacho. Supuso que en aquel
agente de Bonaparte hallaría mayor oposición que en Lallemant. Por eso, cuando se
vio en presencia del asombrado Villetard y del secretario Jacob, que trabajaban
juntos, avanzó por la estancia sin descubrirse y con la mayor truculencia que logró
fingir.
—¡Lebel! —exclamó Villetard, asombrado, poniéndose en pie—. ¿Dónde
demonio habéis estado durante estas semanas?
Tal pregunta fue muy oportuna para devolver el valor a Marc-Antoine. Resolvió
la única duda que tenía. Y le aseguró también de que no había de temer cosa alguna al
meterse en la boca del lobo.
Fríamente miró a Villetard, como si aquella pregunta fuese insólita.
—Desde luego he estado donde era necesario —contestó secamente.
—¿Dónde erais necesario? ¿Acaso os figuráis que no lo habríais sido aquí? —
Abrió una caja de documentos y sacó un montón de ellos—. Mirad esas cartas que os
ha expedido el Directorio y que aguardan vuestra atención. Lallemant me dijo que no
os había visto desde el día en que marché a Klagenfurt. Empezaba a temer que
hubieseis sido asesinado. —Dejó, malhumorado, los pliegos sobre la mesa, al alcance
de Marc-Antoine—. ¿Queréis explicaros?
Marc-Antoine, lánguidamente, empezó a examinar las cartas. Eran cinco, estaban
todas selladas y dirigidas al ciudadano representante Camille Lebel, y arqueó las
cejas al mirar con sus fríos ojos a Villetard.
—¿Explicarme? ¿A quién os dirigís, Villetard?
—Además… Sacré nom d’un nom! ¿Qué demonio hace con esta escarapela en
vuestro sombrero?
—Si en el cumplimiento de mis deberes creo necesario adoptar los colores
venecianos, del mismo modo como me hago llamar señor Melville, ¿qué os importa
eso? ¿Sabéis que os encuentro muy atrevido?
—Me parece que os dais mucha importancia.
Después de leerla, guardó aquella carta con las demás y las metió todas en un
bolsillo interior. Le importaba que Villetard no viese aquella carta, porque la frase
que leyó en voz alta había sido casi improvisada por él.
—En todas esas cartas —añadió—; no hay nada que justifique vuestra excitación
por el retraso con que las he recibido. No me dicen nada que no sepa, ni me dan
instrucciones que no haya llevado a cabo. —Miró luego a Villetard y sonriendo,
sardónicamente, preguntó—: ¿Queréis saber dónde he estado?
Villetard, impresionado por lo que acababa de oír, se apresuró a replicar:
Descubrimiento
La partida
FIN
de Dieu (en el nombre de Dios) como un improperio. (N. del Ed.) <<
<<
o una actividad que no le corresponde por capacidad. (N. del Ed.) <<
palabra flânerie se refiere a la actividad propia del flâneur: vagar por las calles,
callejear sin rumbo, sin objetivo, abierto a todas las vicisitudes y las impresiones que
le salen al paso. (N. del Ed.) <<
1798 en el Día de la Ascensión para llevar al dux hasta el mar Adriático y celebrar la
ceremonia de la boda de Venecia con el mar. (N. del Ed.) <<
significa que el ganador recibirá siete veces la apuesta inicial además de su apuesta.
(N. del Ed.) <<
públicos y el gobierno de las provincias o actúa como asesor militar. (N. del Ed.) <<
y una gorra puntiaguda en la parte posterior. Con el tiempo, los diversos cornos
ducales se embellecían con inserciones en damasco, perlas y piedras preciosas. (N.
del Ed.) <<
llevar gelatina, crema inglesa y nata montada. (N. del Ed.) <<
hace referencia a la circunstancia que supone causa o pretexto para iniciar una acción
bélica. (N. del Ed.) <<
Ed.) <<