Vias Cruzadas - James Patterson
Vias Cruzadas - James Patterson
Vias Cruzadas - James Patterson
CROSS
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James Patterson
Vías cruzadas
Alex Cross-23
ePub r1.0
fenikz 28.08.16
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Título original: Cross Justice
James Patterson, 2015
Traducción: Josep Escarré Reig
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COCO DEJÓ EL CADÁVER sumergido en la bañera y entró en el enorme vestidor.
Llevaba unas bragas de seda negra, unos guantes negros que le llegaban hasta los
codos, y nada más. Sus entrenados ojos parpadearon y echaron un vistazo a la ropa
informal: era de calidad, sin duda alguna, pero no era lo que Coco quería.
Vestidos de alta costura. Trajes de noche brillantes. El atractivo y el carácter
seductor de la ropa elegante atraían a Coco como un imán atrae al hierro. Unos ojos
expertos y unos hábiles dedos enguantados examinaron un vestido de color gris ratón
con escote de barco de Christian Dior y luego un traje blanco de Gucci con la espalda
al aire.
Coco pensó que los diseños eran magníficos, aunque la mano de obra no era tan
precisa ni la ejecución todo lo firme que cabría esperar en vestidos cuyas etiquetas
marcaban precios de diez mil dólares o más. Actualmente, incluso en sus modelos
más lujosos, el arte de la confección estaba en crisis y las habilidades de antaño casi
se habían perdido. Una lástima. Una vergüenza. Un ultraje, como habría dicho la
madre de Coco, fallecida hacía ya mucho tiempo.
Aun así, ambos vestidos acabaron metidos en una funda de ropa, para más
adelante.
Coco empujó más vestidos hacia un lado, buscando uno que impactara, que
despertara una profunda emoción, ese que hacía exclamar: «¡Ohhh, sí! Este es mi
sueño. Mi fantasía. ¡Esto es lo que voy a ser esta noche!».
Un vestido de cóctel de Elie Saab puso fin a su búsqueda. Talla 6. Perfecto. De
color índigo oscuro, de seda, sin mangas, muy escotado, con tiras en la espalda en
forma de diamante, era espectacularmente retro… Finales de los años cincuenta y
principios de los sesenta, sacado directamente del vestuario de Mad Men.
Estoy llamando al Sr. Draper; ya podéis empezar a babear.
Coco se echó a reír, aunque aquel vestido no tenía nada de gracioso. Era un
vestido de leyenda, de esos que pueden silenciar todas las conversaciones en un
restaurante con tres estrellas Michelin o en un salón de baile lleno de gente rica,
poderosa y famosa; esa extraña clase de vestido que parecía tener su propio campo
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gravitatorio y que era capaz de despertar la lujuria en todos los hombres y la envidia
en todas las mujeres en cien metros a la redonda.
Coco cogió el vestido, se dirigió a los espejos de cuerpo entero que había en el
extremo más alejado del vestidor y se detuvo un momento frente a ellos para echarse
un vistazo. Una buena estatura, una figura esbelta, la cara de una modelo de portada y
la majestuosa actitud de una bailarina. Coco se fijó en sus ojos ovalados de color
avellana y en sus juveniles caderas. Si el mundo no fuera tan cruel, aquella sensual
criatura habría sido la estrella de todas las pasarelas, de París a Milán.
Por un momento, Coco se quedó mirando, con frustración, lo único que le había
impedido llevar una vida de ensueño como glamurosa supermodelo. A pesar de la
cinta que había pegado debajo de las bragas negras, seguía siendo evidente que Coco
era un hombre.
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Con cuidado de no estropear el maquillaje, Coco pasó el Elie Saab por su lisa cabeza
calva y sus femeninos hombros, rezando para que la caída del vestido ocultara
cualquier evidencia externa de su masculinidad.
Sus oraciones fueron escuchadas. Cuando Coco alisó la tela para que se aferrara a
las caderas y a los muslos, incluso con la calva era, en apariencia, una mujer
impresionante.
Coco encontró unas medias negras transparentes que llegaban hasta los muslos y
se las puso con mucho cuidado, sensualmente, antes de dirigirse a las estanterías de
zapatos que había al lado de los espejos. Dejó de contar cuando llegó a los doscientos
pares.
¿Quién era Lisa? ¿La reencarnación de Imelda Marcos?
Se echó a reír y escogió un par de zapatos negros de tacón de aguja de Sergio
Rossi. Le apretaban un poco en los dedos, pero, cuando se trataba de seguir la moda,
una chica tenía que sacrificarse.
Después de apretar las correas de estilo gladiador y conseguir mantenerse en
equilibrio, Coco salió del vestidor y entró en la gigantesca suite. Ignorando la
exquisita decoración, fue directamente hacia el enorme joyero que había en el
tocador.
Tras descartar varias piezas, encontró unos pendientes de perlas de Tahití y un
collar a juego de Cartier que complementaban pero en ningún caso anulaban el
vestido. Como solía decir su madre: Concéntrate en lo importante, y luego adórnalo.
Se puso las perlas y cogió la bolsa de Fendi que había dejado antes junto al
tocador. Apartó el papel de seda, ignorando la camiseta tipo polo doblada, los
vaqueros y los náuticos, y sacó una caja ovalada.
Coco quitó la tapa de la caja: dentro había una peluca. Tenía más de cincuenta
años, pero estaba en perfecto estado. El pelo, abundante, era humano, y no estaba
teñido; era de un color rubio ceniza. Cada hebra de cabello conservaba su brillo y su
textura natural.
Se sentó en el tocador, se inclinó sobre la bolsa y encontró un poco de cinta
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adhesiva de doble cara. Con unas tijeras que había en un cajón, cortó la cinta en
cuatro trozos de unos dos centímetros de longitud. Con los dientes, tiró de uno de los
largos guantes negros.
Arrancó la tira de cada trozo de cinta y lanzó los papeles en la bolsa de Fendi.
Luego fijó los trozos de cinta en su cráneo: uno en la coronilla, otro a unos seis
centímetros del centro y uno más encima de cada oreja.
Después de volver a ponerse el guante, Coco sacó la peluca de la caja, se miró en
el espejo y se la colocó en la cabeza, sobre los trozos de cinta. Impecable. Suspiró
con satisfacción.
A los ojos de Coco, la peluca parecía tan impresionante como la primera vez que
la había visto, décadas atrás. La había diseñado un maestro de París que había
dividido el pelo por la mitad, lo había cortado por detrás y luego había ajustado la
longitud para que, a ambos lados, los rizos fueran más largos. El cabello enmarcaba
el rostro de Coco en una lágrima que terminaba justo debajo del perfil de la
mandíbula y encima del collar de perlas.
Entusiasmado por el conjunto, Coco se retocó con el lápiz de labios y sonrió
seductoramente a la mujer que lo contemplaba.
—Esta noche estás preciosa, querida —dijo, encantado—. Una obra de arte.
Guiñándole el ojo a su reflejo, Coco se levantó del tocador y se puso a cantar.
—«Me siento guapa, ¡oh, tan guapa! Me siento guapa y divertida y…».
Mientras cantaba, su experta mirada se posó de nuevo en el joyero, del que sacó
varias prometedoras piezas con enormes esmeraldas. Las metió en la bolsa de Fendi y
volvió al vestidor. Despejó un estante lleno de camisas de hombre almidonadas, que
dejaron al descubierto una caja fuerte con teclado digital.
Coco tecleó el código de memoria y abrió la caja fuerte; se sintió satisfecho al ver
que había diez fajos de billetes de cincuenta dólares. Los metió todos en la bolsa de
Fendi, cerró la caja fuerte y puso la bolsa, con lo que había dentro, en la parte inferior
de la funda para ropa, subió la cremallera y la cargó en el hombro.
Cuando salía del vestidor, Coco cogió un juego de llaves. Vio un bolso de mano
de Badgley Mischka Alba negro y dorado, de forma geométrica, y lo sacó del estante.
¡Qué suerte!
Metió las llaves dentro.
Cuando entró en la suite, dudó, entró de nuevo en el cuarto de baño, cuyo tamaño
era el de una casa pequeña, y gritó:
—¡Lisa, querida, me temo que ya es hora de que me vaya!
Coco inclinó la cabeza sobre su hombro izquierdo y miró atentamente y con
tristeza a la mujer morena que había en la bañera. Los ojos sin vida de color turquesa
de Lisa estaban fuera de sus órbitas y sus labios inyectados de colágeno se habían
ensanchado, como si su mandíbula se hubiera fundido cuando la radio Bose, que
estaba enchufada, entró en contacto con el agua de la bañera. Era increíble que
actualmente, con tecnologías tan sofisticadas, disyuntores y todo eso, la electricidad y
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el agua de una bañera aún pudieran producir una descarga tan fuerte que fuera capaz
de parar un corazón.
—Debo reconocer, amiga mía, que tenías mucho mejor gusto del que creía —le
dijo Coco al cadáver—. Pensándolo bien, después de haber hecho un breve inventario
de tu guardarropa, veo que tenías dinero y que lo gastabas razonablemente bien. Y,
desde el fondo de mi corazón, debo decir que eres guapa incluso estando muerta.
¡Maravillosa, querida! Maravillosa.
Le lanzó un beso, se dio la vuelta y salió del baño.
Coco se movió con seguridad por la mansión y bajó por la escalera de caracol
hasta el vestíbulo. Era tarde, casi había anochecido; la puesta de sol en Florida
proyectaba un brillo dorado a través de las ventanas, iluminando una pintura al óleo
en la pared del fondo.
Coco pensó que el artista había plasmado a Lisa en todo su esplendor,
representándola en el apogeo de su poderosa feminidad, su elegancia y su madurez.
Nadie podría cambiar eso. Jamás. A partir de aquel día, Lisa sería la mujer del cuadro
y no el cuerpo sin vida que estaba arriba.
Salió por la puerta principal a la rotonda que había frente a la casa. Era finales de
junio y tierra adentro el calor era insoportable. Sin embargo, allí, tan cerca del
océano, soplaba la brisa y el aire resultaba muy agradable.
Coco avanzó por el camino de entrada, junto a los jardines perfectamente
cuidados de Lisa, llenos de exuberantes colores tropicales y perfumados con
florecientes orquídeas. Los loros salvajes se carcajearon en las perchas instaladas en
las palmeras cuando pulsó el botón de la verja y esta se abrió.
Caminó una manzana por una calle de césped muy bien cuidado y bonitas casas,
deleitándose con el repiqueteo de los tacones de aguja en la acera y el roce del
vestido de seda contra sus muslos.
Un coche deportivo antiguo y poco común, un Aston Martin DB5 descapotable
de color verde oscuro, estaba aparcado allí. Aquel Aston había conocido tiempos
mejores y había que arreglarlo, pero a Coco seguía gustándole, igual que a un niño
miedoso le gusta y necesita su manta favorita hasta que acaba hecha jirones.
Se subió al biplaza, dejó la bolsa en el asiento del pasajero e introdujo la llave en
el contacto. El vehículo rugió con fuerza. Después de bajar la capota, metió la marcha
y se perdió entre las luces del tráfico nocturno.
«Hoy estoy guapa —pensó Coco—. Y hace una noche espectacular en mi paraíso,
Palm Beach. El amor y las oportunidades están ahí. Puedo sentir cómo vienen hacia
mí. Como me decía siempre mi madre, si una chica tiene clase, amor y una pequeña
oportunidad en la vida, lo demás no importa».
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CUANDO VI LA SEÑAL DE TRÁFICO indicando que faltaban dieciséis kilómetros
para llegar a Starksville, Carolina del Norte, mi respiración se volvió pesada, los
latidos de mi corazón se aceleraron y una sensación irracionalmente sombría y
agobiante se apoderó de mí.
Bree, mi mujer, iba sentada en el asiento del pasajero de nuestro Ford Explorer y
debió de notarlo.
—¿Estás bien, Alex? —me preguntó.
Tratando de no hacer caso de esa sensación, dije:
—Thomas Wolfe, un gran novelista de Carolina del Norte, dijo que no se puede
volver a casa. Me pregunto si será verdad.
—¿Por qué no podemos volver a casa, papá? —me preguntó desde el asiento de
atrás mi hijo Alex, de casi siete años.
—Es solo una forma de hablar —le aclaré—. Si creces en una ciudad pequeña y
luego te trasladas a una gran ciudad, las cosas nunca son lo mismo cuando vuelves.
Eso es todo.
—Ah —dijo Ali, concentrándose de nuevo en el juego de su iPad.
Mi hija Jannie, de quince años, que había permanecido en silencio durante la
mayor parte del largo viaje desde Washington D. C., me dijo:
—¿Nunca has vuelto, papá? ¿Ni siquiera una vez?
—No —contesté mirando por el espejo retrovisor—. No desde… ¿Cuánto tiempo
hace, Nana?
—Treinta y cinco años —dijo mi diminuta abuela de noventa y tantos años,
Regina Cross. Iba sentada en el asiento trasero, entre mis dos hijos, haciendo un
esfuerzo por mirar el paisaje—. Nos hemos mantenido en contacto con la extensa
familia, pero nunca era un buen momento para volver.
—Hasta ahora —dijo Bree. Podía sentir su mirada posada en mí.
Mi mujer y yo somos detectives de la policía metropolitana de Washington D. C.,
y sabía que estaba siendo examinado por una profesional.
Sin ganas de retomar la «discusión» que habíamos tenido durante los últimos
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días, dije, con firmeza:
—El capitán nos ordenó tomarnos unos días libres para viajar, y la sangre tira.
—Podríamos haber ido a la playa. —Bree lanzó un suspiro—. A Jamaica, otra
vez.
—Me gusta Jamaica —dijo Ali.
—Pero vamos a la montaña —dije.
—¿Cuánto tiempo vamos a quedarnos? —preguntó Jannie en tono de queja.
—El tiempo que dure el juicio de mi primo —le contesté.
—¡Eso podría ser algo así como un mes! —exclamó.
—Probablemente no —le dije—. Pero es posible.
—Por Dios, papá, ¿cómo quieres que esté mínimamente en forma para la
temporada de otoño?
Mi hija, una corredora con talento, se había convertido en una obsesa de sus
entrenamientos desde que ganó una carrera importante a principios de verano.
—Entrenarás dos veces por semana con un equipo de la Unión Atlética Amateur
en Raleigh —le dije—. Van a la pista del instituto para entrenar a cierta altitud. Tu
entrenador dijo que sería bueno para ti correr a cierta altitud, de modo que, por favor,
olvídate de tus entrenamientos. Lo tenemos controlado.
—¿A qué actitud está Starksville? —preguntó Ali.
—Altitud —le corrigió Nana Mama, que había sido profesora de inglés y
subdirectora de instituto—. Significa la altura a la que está algo sobre el nivel del
mar.
—Estaremos por lo menos a unos seiscientos metros sobre el nivel del mar —le
dije, y a continuación señalé en dirección a las vagas siluetas de unas montañas—.
Allí, detrás de aquellas crestas.
Jannie se calló unos instantes y luego preguntó:
—¿Stefan es inocente?
Pensé en los cargos. Stefan Tate era profesor de gimnasia y había sido acusado de
torturar y matar a Rashawn Turnbull, un muchacho de trece años de edad. También
era el hijo de la hermana de mi difunta madre y…
—¿Papá? —me dijo Ali—. ¿Es inocente?
—Scootchie cree que sí —le respondí.
—Scootchie me cae bien —dijo Jannie.
—A mí también —le dije, mirando a Bree—. Por eso, si me llama, yo voy.
Naomi «Scootchie» Cross es la hija de mi difunto hermano Aaron. Hace unos
años, cuando Naomi estaba en la Facultad de Derecho, en la Universidad de Duke, la
secuestró un sádico asesino que se hacía llamar Casanova. Tuve la suerte suficiente
como para dar con ella y rescatarla, y aquella terrible experiencia forjó un vínculo
entre nosotros que nunca se rompió.
Pasamos junto a un estrecho campo de maíz a nuestra derecha y un pinar a
nuestra izquierda.
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En un rincón de mi memoria, reconocí aquel lugar y me sentí mareado, porque
sabía que en la otra punta del campo de maíz habría una señal dándome la bienvenida
a una ciudad que me había roto el corazón, un lugar que me había pasado la vida
tratando de olvidar.
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RECORDABA QUE LA SEÑAL que marcaba los límites de mi agitada infancia era
de madera y estaba descolorida y envuelta en kudzu. Sin embargo, ahora estaba
grabada en metal, era bastante nueva y junto a ella no crecían las malas hierbas.
BIENVENIDOS A STARKSVILLE, CN
POBLACIÓN 21 010
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—¿Cómo podría olvidarlo?
Mi abuela lanzó un suspiro.
—¿Os dais cuenta de que ninguno de los dos utiliza nunca sus nombres? —dijo
Bree.
—Christina y Jason —dijo Nana Mama, en voz baja. Volví a mirarla por el
retrovisor y vi lo triste que se había puesto de repente.
—¿Cómo eran? —preguntó Ali, sin apartar la vista de su iPad.
Por primera vez en décadas, sentí el dolor y la tristeza por la pérdida de mis
padres. Permanecí en silencio. Sin embargo, mi abuela dijo:
—Eran dos almas hermosas y afligidas, Ali.
—Está a punto de pasar un tren, Alex —me dijo Bree.
Aparté los ojos del retrovisor y vi las luces parpadeando y las barreras bajando.
Reduje la velocidad hasta detenernos detrás de dos coches y una camioneta y vimos
los vagones de un tren de mercancías que avanzaban lentamente y retumbaban al
pasar.
Me vi a mí mismo —¿con ocho, nueve años?— corriendo junto a esas mismas
vías por donde cruzaban un bosque que estaba cerca de mi casa. Era una noche
lluviosa y, por alguna razón, yo estaba muy asustado. ¿A qué se debía?
—¡Mirad a esos tipos del tren! —exclamó Ali, interrumpiendo mis pensamientos.
Dos chicos viajaban en uno de los vagones; uno era afroamericano y el otro
caucásico, ambos jóvenes, de veintipocos años. Cuando se estaban acercando al paso
a nivel, se sentaron, con las piernas colgando por la parte delantera del vagón, como
si se estuvieran preparando para un largo viaje.
—A los hombres que viajaban así en tren los llamábamos vagabundos —dijo
Nana Mama.
—Visten demasiado bien para ser vagabundos —dijo Bree.
Cuando el vagón en el que viajaban aquellos chicos cruzó el paso a nivel,
comprendí a qué se refería Bree. Llevaban gorras de béisbol con las viseras hacia
atrás, gafas de sol, auriculares, bermudas, camisetas negras y unas brillantes
zapatillas de deporte de caña alta. Parecían haber reconocido a alguien en el coche
que estaba delante del nuestro, y ambos saludaron levantando tres dedos. De la
ventanilla del conductor del coche emergió un brazo que les devolvió el saludo.
Y entonces los chicos desaparecieron de nuestra vista y poco después también el
furgón de cola, en dirección al norte. Las barreras se levantaron. Las luces dejaron de
parpadear. Cruzamos las vías. Los dos coches giraron a la derecha y tuve que frenar
para dejar que la camioneta girara a la izquierda, siguiendo una señal que rezaba:
FERTILIZANTES CAINE CO.
—¡Puf! —exclamó Ali—. ¿Qué es ese olor?
A mí también me llegó.
—Urea —dije.
—¿Te refieres a lo que hay en el pis? —me preguntó Jannie, con cara de asco.
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—Pis de animales —dije—. Y probablemente también caca de animales.
—¡Dios! ¿Qué estamos haciendo aquí? —dijo Jannie, lanzando un gemido.
—¿Dónde vamos a quedarnos? —preguntó Ali.
—Naomi se ha ocupado de todo —contestó Bree—. Solo rezo para que haya aire
acondicionado. Estamos a treinta y dos grados, y si vamos a favor del viento, ese
olor…
—La temperatura es de veintiséis grados —dije, mirando el tablero—. Ahora
estamos a más altura.
Seguí conduciendo por instinto. Aunque no recordaba los nombres de las calles,
de alguna forma sabía llegar al centro de Starksville como si hubiese estado allí el día
anterior y no treinta y cinco años antes.
El centro de la ciudad se había construido a principios del siglo XIX en torno a una
plaza rectangular en la que ahora había una estatua del coronel Francis Stark, un
héroe local de la Confederación, hijo del homónimo fundador de la ciudad.
Starksville debió de ser un lugar que podría describirse como pintoresco. Muchos de
los edificios eran antiguos, algunos anteriores a la guerra de Secesión y otros con
fachadas de ladrillo, como las fábricas de las afueras.
Sin embargo, la crisis económica había golpeado Starksville. Por cada
establecimiento que estaba abierto aquel jueves —una enorme tienda de ropa, una
librería, una casa de empeños, una armería y dos licorerías—, había dos que estaban
vacíos, con los escaparates pintados de blanco. Había carteles de «Se vende» por
todas partes.
—Me acuerdo de cuando Starksville no era un lugar tan malo donde vivir, incluso
con las leyes de Jim Crow —dijo Nana Mama con nostalgia.
—¿Qué son las leyes de Crow? —preguntó Ali, arrugando la nariz.
—Había leyes contra la gente como nosotros —contestó ella, y luego señaló con
un huesudo dedo una farmacia cerrada y un bar llamado Lords—. Recuerdo que allí
mismo había carteles que decían: «Prohibida la entrada a los negros».
—¿Fue el doctor King quien los quitó? —preguntó mi hijo.
—En última instancia, él fue el responsable —dije—. Pero, que yo sepa, nunca
llegó a…
—¡Eh, ahí está Scootchie! —gritó Jannie.
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MI SOBRINA ESTABA EN LA ACERA, delante del tribunal del condado,
discutiendo con un hombre afroamericano de aspecto serio vestido con un traje gris
de corte muy elegante. Naomi llevaba una falda azul marino y una chaqueta; apretaba
un archivo de acordeón de color marrón y tamaño oficio contra el pecho mientras
sacudía firmemente la cabeza.
Detuve el coche y aparqué.
—Parece ocupada. ¿Por qué no esperáis aquí? Le preguntaré la dirección del sitio
donde vamos a quedarnos.
Bajé del coche. Hacía lo que en Washington D. C. se consideraría un maravilloso
día de verano. La humedad era sorprendentemente baja y soplaba una brisa que
arrastraba la voz de mi sobrina.
—Matt, ¿vas a discutir cada uno de mis movimientos? —preguntó Naomi.
—Por supuesto que sí —dijo él—. Es mi trabajo, ¿recuerdas?
—Tu trabajo debería ser descubrir la verdad —le espetó ella.
—Creo que todos sabemos la verdad —respondió él, que, acto seguido, me miró
por encima del hombro de Naomi.
—¿Naomi? —la llamé.
Ella se dio la vuelta y, al verme, su postura se relajó.
—¡Alex!
Sonriendo, se acercó trotando hasta mí, me rodeó con los brazos y, en voz baja,
me dijo:
—Gracias a Dios que estás aquí. Esta ciudad me está volviendo loca.
—He venido en cuanto he podido —le dije—. ¿Dónde está Stefan?
—Sigue en la cárcel —contestó—. El juez no ha querido fijar ninguna fianza.
Matt estaba estudiándonos —o, mejor dicho, estaba estudiándome a mí—
atentamente.
—¿Tu amigo es el fiscal del distrito? —le pregunté a Naomi, en voz baja.
—Voy a presentarte —dijo ella—. Ponle nervioso.
—Eso está hecho —dije.
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Naomi me llevó hasta él.
—Ayudante de la fiscal del condado Matthew Brady, este es mi tío y primo de
Stefan, el doctor Alex Cross, ex agente de la Unidad de Ciencias del Comportamiento
del FBI y actualmente investigador especial de la policía metropolitana de Washington
D. C.
Si Brady estaba impresionado, no lo demostró. Me dio la mano con poco
entusiasmo.
—¿Y por qué está aquí exactamente?
—Mi familia y yo hemos atravesado momentos difíciles últimamente. Hemos
venido para descansar un poco, relajarnos, visitar el lugar donde nací y darle un poco
de apoyo moral a mi primo —le dije.
—Bueno. —Brady resopló y miró a Naomi—. Creo que deberías pensar en llegar
a un acuerdo con la fiscal si queréis darle apoyo moral al señor Tate.
Naomi sonrió.
—Puedes meterte esa idea por donde te quepa.
Brady sonrió cordialmente y levantó las manos con las palmas hacia fuera.
—Tú verás, pero, a mi modo de ver, Naomi, si llegas a un acuerdo, tu cliente se
pasará la vida entre rejas. Pero si vas a juicio, lo más seguro es que la sentencia sea
pena de muerte.
—Adiós —le dijo Naomi tranquilamente, tomándome del brazo—. Tenemos que
irnos.
—Encantado de conocerle —le dije.
—Lo mismo digo, doctor Cross —me contestó Brady, y se fue.
—Un tipo bastante frío —le dije a Naomi cuando Brady ya no podía oírnos y nos
dirigíamos a mi coche.
—Se ha vuelto así desde la Facultad de Derecho —dijo Naomi.
—¿Hubo algo entre vosotros?
—No, solo éramos compañeros de clase —me explicó Naomi, que chilló de
alegría cuando Jannie abrió la puerta del Explorer y salió del coche.
Al cabo de un momento, todo el mundo estaba en la acera abrazando a Naomi,
que no podía creer lo alta y fuerte que estaba Jannie. Se le llenaron los ojos de
lágrimas cuando mi abuela le dio un beso.
—Para usted no pasan los años, Nana —le dijo Naomi con asombro—. ¿Acaso
tiene un cuadro en el desván que muestre su verdadera edad?
—El retrato de Regina Cross —dijo Nana Mama, riéndose.
—Es genial volver a veros a todos —dijo Naomi. Luego puso cara larga—. Solo
desearía que fuera en otras circunstancias.
—Vamos a descubrir la verdad, Stefan saldrá en libertad y disfrutaremos de unas
merecidas vacaciones —dijo mi mujer.
Naomi puso una cara aún más larga.
—Eso es más fácil decirlo que hacerlo, Bree. Sé que las tías están esperándonos.
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¿Por qué no me seguís?
—¿Puedo ir contigo, Scootchie? —preguntó Jannie.
—Por supuesto —contestó Naomi. Señaló el otro lado de la calle—: Mi coche es
ese Chevy rojo.
Nos alejamos del centro y nos dirigimos a unos barrios más residenciales y llenos
de contrastes. Algunas casas estaban casi en ruinas y otras recién pintadas. Y la gente
que se veía por las calles iba muy desaliñada o vestía a la última moda.
Vimos el viejo puente con arcos que se extendía sobre la garganta del río Stark.
Las paredes de granito de la garganta tenían altura de seis pisos y flanqueaban el río,
que bajaba con fuerza y revuelto sobre enormes rocas. Ali vio que había kayakistas
en las aguas bravas.
—¿Puedo hacer eso? —preguntó.
—Ni hablar —le contestó Nana Mama, con firmeza.
—¿Por qué no?
—Porque ese desfiladero es mortal —le explicó—. Hay muchas corrientes
traicioneras, troncos y lechos de rocas bajo esas aguas. Si te atrapan, ya no te sueltan.
Cuando era pequeña, me enteré de que al menos cinco niños murieron allí, incluido
mi hermano menor. Nunca encontraron sus cuerpos.
—¿De verdad? —preguntó Ali.
—De verdad —le dijo Nana Mama.
Naomi siguió recto por el puente. Las vías del tren reaparecieron en Birney, un
barrio muy deteriorado de la ciudad. La mayoría de las casas adosadas de las calles
de Birney necesitaban urgentemente una reforma. Los niños jugaban en los patios
delanteros de arcilla roja. Los perros ladraban al vernos pasar. Las gallinas y las
cabras vagaban por la calle. Y los adultos que estaban sentados en las escaleras de la
entrada nos miraban con desconfianza, como si conocieran a todos los que venían a la
zona más degradada de Starksville y supieran que éramos forasteros.
La sensación de agobio que había sentido al ver la señal que indicaba la ciudad se
apoderó nuevamente de mí y se hizo casi insoportable cuando Naomi giró por Loupe
Street, una calle llena de grietas y baches que terminaba en un callejón sin salida
frente a las tres únicas casas del barrio que parecían bien conservadas. Las tres eran
idénticas y la pintura parecía reciente. Cada una de ellas tenía una valla baja de color
verde alrededor de un césped que había sido regado y parterres de flores junto a un
porche acristalado.
Aparqué detrás de Naomi y vacilé en mi asiento cuando mi mujer y mi hijo
bajaron del coche. Nana Mama tampoco tenía ninguna prisa; vi la sombría expresión
de su rostro por el retrovisor.
—¿Alex? —me dijo Bree, mirando a través de la puerta del pasajero.
—Ya voy —le dije.
Me bajé y ayudé a mi abuela a salir.
Rodeamos el coche lentamente y luego nos detuvimos, mirando la casa más
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cercana como si en ella hubiera fantasmas, algo que para los dos era cierto.
—¿Has estado antes aquí, papá? —me preguntó Ali.
Solté el aire despacio, asentí y le dije:
—Esta es la casa donde se crio papá, hijo.
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—¡DIOS MÍO! ¿ERES TÚ, TÍA REGINA? —gritó una mujer antes de que Ali o
cualquier otro miembro de la familia pudiera decir nada.
Aparté la vista de la casa donde había pasado mi niñez y vi a una mujer que,
como un caballo desbocado, ataviada con un vestido de estilo hawaiano con un
estampado de flores rojo y unas brillantes playeras de color verde, salía corriendo del
porche de la casa de al lado. Sonreía enseñando todos los dientes y movía las manos
por encima de la cabeza, como si estuviera en una de esas carpas donde se profesaban
religiones de otros tiempos.
—¿Connie Lou? —exclamó Nana Mama—. Señorita, ¡creo que ha adelgazado
usted desde que vino a verme hace dos veranos!
Connie Lou Parks era la viuda del hermano de mi madre. La tía Connie había
perdido peso desde que la habíamos visto por última vez, pero seguía teniendo la
constitución de un jugador de fútbol americano. Sin embargo, al oír el cumplido de
mi abuela, su corpachón empezó a temblar de satisfacción y rodeó a Nana Mama con
sus brazos mientras le daba un sonoro beso en la mejilla.
—¡Dios mío, Connie! —exclamó Nana Mama—. No es necesario que babees.
Mi tía pensó que el comentario era hilarante y volvió a besarla.
Mi abuela la detuvo con una pregunta:
—¿Cómo has perdido peso?
—Seguí la dieta de la mujer de las cavernas y empecé a andar todos los días —
explicó con orgullo la tía Connie, y se echó a reír otra vez—. He perdido veintidós
kilos, y los controles de mi diabetes han mejorado mucho. Alex Cross, ¡ven aquí
ahora mismo! ¡Dame un achuchón!
Extendió los brazos y me dio un abrazo de oso. Luego me miró con las lágrimas
asomando a sus ojos.
—Gracias por venir a echarle una mano a Stefan. Significa mucho para nosotros.
—Faltaría más. No tuve que pensármelo dos veces —le dije.
—Pues claro que lo hiciste, y es comprensible —me dijo con toda naturalidad;
luego abrazó a Bree y a los niños, diciendo maravillas de ambos. Nana Mama decía
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que la tía Connie trataba a la gente como si la conociera de siempre. Y mi abuela
estaba en lo cierto. Todos mis recuerdos de ella estaban llenos de sonrisas y de risas
contagiosas.
Después de los saludos, la tía Connie me miró y señaló la casa con un gesto de la
cabeza.
—¿Te parece bien que os quedéis aquí? Todo ha sido reformado. No reconocerás
ni un solo rincón.
Vacilante, le dije:
—¿Ahora no vive nadie en la casa?
—Mi Karen y su familia, pero ahora están en la costa del golfo de México.
Pasarán allí el resto del verano, cuidando de la madre de Pete, que está bastante
enferma. He hablado con ellos y quieren que te quedes siempre que no te sientas
incómodo.
Miré a Bree y me di cuenta de que estaba pensando si pagar varias semanas de
hotel o alojarse allí gratis.
—No me siento incómodo —le dije.
La tía Connie sonrió y me dio un abrazo.
—Muy bien. Os ayudaremos a instalaros en cuanto hayáis comido. ¿Quién tiene
hambre?
—Yo —dijo Ali.
—Hattie está preparándolo todo en su casa —dijo Connie Lou—. Primero
buscaremos un lugar donde podáis asearos y luego nos pondremos al día.
Mi tía era una fuerza de la naturaleza tal que Ali, Jannie y Naomi fueron tras ella
en cuanto se fue. Bree le tendió una mano a Nana Mama para ayudarla y me miró,
expectante.
—Estaré bien —le dije—. Pero creo que primero debo entrar ahí yo solo.
Me pareció que mi mujer no me había entendido. Evidentemente, había muchas
cosas sobre mi niñez que no le había contado, porque, en realidad, mi vida empezó el
día que Nana Mama nos acogió a mis hermanos y a mí.
—Haz lo que tengas que hacer —me dijo Bree.
Mirándome serenamente, mi abuela me dijo:
—No tuviste nada que ver con lo ocurrido, ¿me oyes? Fue algo que no podías
controlar, Alex Cross.
Nana Mama solía hablarme así durante los primeros años que viví con ella,
enseñándome a distanciarme de la autodestrucción de los demás y enseñándome que
podía haber un camino mejor para seguir.
—Lo sé, Nana —le dije, y abrí la puerta.
Al entrar en el porche, sin embargo, me sentí extraño y desconectado como nunca
me había sentido en mi vida. Era como si fuera dos personas a la vez: un hombre que
era un detective competente, un marido enamorado y un buen padre que se dirigía a
una pequeña y tranquila casa en el sur, y un niño inseguro y miedoso de ocho años
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entrando en una casa que podía llenarse de música, amor y alegría o, con la misma
facilidad, de gritos, confusión y locura.
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LA TÍA CONNIE TENÍA RAZÓN. No reconocí el lugar.
En algún momento de las últimas décadas, lo habían destripado, y la distribución
de la casa había cambiado por completo. El porche era la única parte que fui capaz de
reconocer. El zaguán donde solíamos dejar los zapatos había desaparecido. Y también
la media pared que separaba la cocina de la sala de estar, donde mis hermanos
Charlie, Blake, Aaron y yo acostumbrábamos a jugar y a ver la televisión cuando
teníamos una que funcionaba.
El mobiliario nuevo era agradable, y la televisión de pantalla plana enorme. La
cocina también tenía muebles, fogones, nevera y lavavajillas nuevos. Había más
ventanas, y el lugar oscuro donde comíamos, con una deprimente mesa de formica,
era ahora un sitio luminoso y alegre con una barra de desayuno incorporada.
Estando allí, de pie, casi pude ver a mi madre en una de sus mejores mañanas,
vestida con una bata raída pero resplandeciente como una reina de la belleza,
fumándose un Kent con filtro mientras nos preparaba gofres con huevos fritos y
cantando con Sam Cooke la canción que la WAAA 980 AM emitía desde Winston-
Salem.
… ha tardado mucho tiempo, pero sé que un cambio está por llegar…
Era su canción favorita, y tenía una increíble y rasposa voz de góspel que había
cultivado en la iglesia baptista de su padre. Al oír cantar a mi madre en mi cabeza
mientras estaba en la cocina donde ella solía cantarnos sentí que me ahogaba. Luego
me eché a llorar.
Nunca hubiera imaginado que podría ocurrir.
Supongo que llevaba tanto tiempo escondiendo a mi madre en una de esas cajas
que mantengo encerradas en mi mente que pensé que hacía ya mucho tiempo que
había superado la tragedia de su vida. Pero, obviamente, no era así. Era una mujer
inteligente, sensible y muy divertida. Le había sido concedido el don de la palabra y
el de la música. Era capaz de inventarse canciones en un santiamén, y en las raras
ocasiones en que la vi cantando en la iglesia, juro que era como si estuviera poseída
por un ángel.
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Sin embargo, había otros momentos, demasiados, en que los demonios se
apoderaban de ella. Cuando tenía doce años, vio cómo su padre se suicidó delante de
ella, y eso la dejó emocionalmente marcada el resto de su corta existencia. Encontró
consuelo en el vodka y la heroína, y los últimos años de su vida apenas la recuerdo
completamente sobria.
He dicho que los demonios se apoderaban de ella, pero, en realidad, eran los
enconados recuerdos de su mente enturbiada por las drogas y el alcohol lo que creaba
el monstruo que a veces la mantenía despierta de madrugada. Desde nuestras camas
la oíamos llorando o gritando a su difunto padre. Esas noches se ponía violenta,
rompía cosas y maldecía a Dios y también a todos nosotros.
Los niños de una familia con un adicto juegan diferentes papeles y se enfrentan al
problema de diferentes maneras. Mis hermanos se encerraban en sí mismos cuando
mi madre consumía y era un peligro para nosotros. Mi misión era impedir que se
hiciera daño y, luego, levantarla del suelo y acostarla. En el lenguaje de la
recuperación, he interpretado los papeles de héroe y cuidador.
Estando allí, de pie, recordando todos esos momentos que había tratado de
olvidar, vi claramente que mi madre me había creado, y no solo físicamente. Desde
muy temprana edad tuve que enfrentarme al caos y a gente caótica, y para sobrevivir
tuve que tragarme mis miedos y obligarme a comprender y a tratar con mentes
enfermas. Esas habilidades que tantos esfuerzos me costaron me habían conducido
inevitablemente a mi vocación, a la Universidad Johns Hopkins para doctorarme en
Psicología y luego a ser policía. Y por esas y otras razones, me di cuenta de que, a
pesar de la locura y la pérdida, le estaba agradecido a mi madre y me sentía
afortunado de ser su hijo.
Mientras me secaba las lágrimas salí de la cocina y avancé por el pasillo que
conducía a los dormitorios. Cuando era niño, la casa solo tenía dos y un mísero baño.
Recientemente, habían añadido otro. La enorme habitación donde dormíamos mis
hermanos y yo se había dividido en dos. Ahora en ambas había literas.
Mirando hacia mi lejano pasado, ajeno a cualquier ruido, me acordé de mi padre
en una de sus mejores noches; estaba sobrio y divertido, y nos hablaba a mis
hermanos y a mí del viaje que haríamos para ir a escuchar jazz a Bourbon Street, en
Nueva Orleans.
«Hay que tener sueños, muchachos —decía siempre antes de apagar las luces—.
Hay que tener sueños y debéis…».
—¡Quieto! —gritó un hombre—. ¡Las manos arriba, donde pueda verlas!
Me asusté, pero levanté las manos, mirando por encima del hombro y
retrocediendo por el pasillo hasta la cocina. Dos hombres vestidos de paisano con
insignias de la policía colgando del cuello me apuntaban con sendas pistolas.
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—¡DE RODILLAS! —GRUÑÓ el más alto y más joven de los dos policías, un
afroamericano flaco y fibroso de treinta y pocos años.
El otro policía de paisano era caucásico, de unos cincuenta y tantos años, un tipo
pálido, con la cara picada por la viruela, el pelo teñido de castaño y expresión
sombría.
—¿Qué está ocurriendo? —pregunté, sin moverme—. ¿Detectives?
—Ha irrumpido en casa de un buen amigo mío —me dijo el policía
afroamericano.
—Esta casa pertenece a Connie Lou Parks, mi tía, que es quien me ha dejado
entrar y la tiene alquilada a su hija, mi prima Karen, y, supongo, que a su amigo Pete
—le dije—. Viví aquí cuando era pequeño y, por cierto, yo también soy policía.
—Seguro que sí —me dijo el policía de más edad.
—¿Puedo enseñarle mi credencial?
—Con cuidado —me contestó.
Extendí la mano para abrirme la chaqueta, dejando al descubierto la funda de la
pistola que llevaba colgada del hombro.
—¡Lleva un arma! —gritó el oficial afroamericano, doblando el cuerpo en
posición de ataque.
Estaba seguro de que me iban a disparar si intentaba sacar mi identificación, de
modo que retiré la mano y dije:
—Por supuesto que llevo un arma. Soy detective de homicidios del departamento
de policía de Washington D. C. De hecho, llevo dos armas encima. Además de la
Glock del calibre 40, llevo una pequeña Ruger LC9 de 9 milímetros en el tobillo
derecho.
—¿Nombre? —me preguntó el policía de más edad.
—Alex Cross. ¿Y ustedes?
—Detectives Frost y Carmichael. Yo soy Frost —dijo, mientras él y su
compañero se erguían—. Bueno, esto es lo que va a hacer, Alex Cross. Quítese la
chaqueta, primero la manga derecha, y tírela aquí.
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No merecía la pena discutir, de modo que hice lo que me pedían y lancé mi
chaqueta deportiva al suelo del pasillo.
—Cúbreme, Carmichael —dijo Frost, agachándose para que su compañero me
tuviera en su punto de mira.
Estaban siguiendo el manual de instrucciones. No me conocían de nada, y estaban
manejando la situación como lo hubiera hecho cualquier policía veterano de
Washington D. C., incluido yo.
Cuando Frost cogió mi chaqueta, dije:
—Bolsillo delantero izquierdo.
Me miró de soslayo mientras retrocedía unos centímetros, aún en cuclillas, y
sacaba mi placa y mi identificación.
—Baja el arma, Lou —le dijo Frost—. Es quien dice ser. El doctor Alex Cross,
departamento de homicidios de Washington D. C.
Carmichael vaciló. Luego bajó ligeramente el arma y me preguntó:
—¿Tiene usted licencia para llevar armas en el estado de Carolina del Norte,
doctor Cross?
—Tengo la licencia federal —le dije—. Antes era del FBI. Está ahí, detrás de la
identificación.
Frost la encontró y le hizo un gesto de asentimiento a su compañero.
Carmichael parecía irritado, pero enfundó el arma. Frost lo imitó, recogió la
chaqueta, la sacudió para quitarle el polvo y me la tendió junto con mis credenciales.
—¿Le importaría decirnos qué está haciendo aquí? —me preguntó Carmichael.
—Estoy investigando el caso de Stefan Tate. Es mi primo.
Carmichael se quedó de piedra. En cuanto a Frost, parecía como si algo amargo
se le hubiera quedado pegado en la garganta.
—Puede que Starksville no sea una gran ciudad, detective Cross —me dijo Frost
—, pero somos profesionales bien preparados. ¿Su primo Stefan Tate? Ese hijo de
puta es culpable, y fin de la historia.
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MIENTRAS CRUZABA EL CALLEJÓN sin salida de Loupe Street hasta la tercera
casa, era consciente de que había un vehículo de policía camuflado que arrancaba
detrás de mí. Me pregunté sobre la solidez del caso contra mi joven primo. Tendría
que pedirle a Naomi que me enseñara las pruebas y…
La animada voz de la tía Connie me llegó a través de la puerta con tela metálica,
seguida del ruido de mujeres riéndose a carcajadas y de hombres gruñendo sobre algo
que había dicho. La brisa soplaba, arrastrando los misteriosos y deliciosos olores
desde la cocina de mi tía, Hattie Parks Tate, la hermana menor de mi difunta madre.
No disfrutaba de esos olores desde hacía treinta y cinco años, pero despertaron mis
recuerdos de infancia, en los que subía esos mismos escalones, aspirando esos
mismos aromas, y llegaba a la puerta con tela metálica, ansioso por entrar.
Pensé que esa casa había sido uno de mis refugios, recordando lo tranquila y
ordenada que era comparada con el habitual caos que reinaba en la calle. Eso no
había cambiado, me dije, tras asomarme a la puerta y ver a mi familia sentada en la
impecable casa de Hattie, con los platos rebosantes de deliciosa comida y los rostros
llenos de felicidad.
—¡Toc, toc! —dije al abrir la puerta y entrar.
—¡Papá! —gritó Ali desde un sofá de mimbre, agitando un hueso ante mí—.
¡Tienes que probar el conejo frito de la tía Hattie!
—Y su ensalada de patatas —dijo Jannie, poniendo los ojos en blanco de puro
placer.
Hattie Tate salió apresuradamente de la cocina, secándose las manos en el
delantal y sonriendo de oreja a oreja.
—¡Por Dios, Alex! ¿Por qué has tardado tanto en venir a verme?
Llevaba casi diez años sin ver a la hermana de mi madre, pero la tía Hattie no
había envejecido nada. A sus sesenta y pocos años seguía siendo alta y delgada, con
un hermoso rostro ovalado y unos grandes ojos en forma de almendra. Había
olvidado lo mucho que se parecía a mi madre. Un dolor que llevaba mucho tiempo
enterrado me inundó de nuevo.
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—Lo siento, tía Hattie —le dije—. Yo…
—No importa —dijo ella, con los ojos húmedos. Vino corriendo hacia mí y me
rodeó con sus brazos—. El mero hecho de que estés aquí me llena de esperanza.
—Haremos todo lo que podamos para ayudar a Stefan —le prometí.
Hattie sonrió a través de las lágrimas.
—Sabía que vendrías —me dijo—. Y Stefan también lo sabía.
—¿Cómo está?
Antes de que mi tía pudiera contestar, un hombre de unos setenta y cinco años
con un andador entró en la habitación arrastrando los pies. Iba en zapatillas y vestía
unos pantalones de chándal marrones y una holgada camiseta blanca. Miró a su
alrededor, desconcertado, y se puso nervioso.
—¡Hattie! —exclamó—. ¡Hay extraños en la casa!
Mi tía cruzó la habitación como un rayo y, con voz dulce, le dijo:
—No pasa nada, Cliff. Solo es la familia. La familia de Alex.
—¿Alex? —dijo él.
—Soy yo, tío Cliff —le dije, dirigiéndome hacia él—. Alex Cross.
Mi tío se quedó mirándome fijamente durante unos instantes mientras Hattie,
agarrándole por el codo y frotándole la espalda, le dijo:
—Alex, el hijo de Christina y Jason. Te acuerdas, ¿verdad?
El tío Cliff parpadeó como si hubiera detectado algo que brillara en lo más
profundo de su deteriorada mente.
—No —dijo—. Ese Alex era tan solo un niño asustado.
Sonriendo tímidamente, le dije:
—Ese niño se ha hecho mayor.
El tío Cliff se humedeció los labios, me estudió un poco más y me dijo:
—Eres tan alto como ella, pero tienes la cara de él. ¿Dónde está tu papá?
La expresión de Hattie se tensó dolorosamente.
—Jason murió hace mucho tiempo, Cliff.
—¿De veras? —me preguntó con los ojos llorosos.
Hattie apoyó la cara en el brazo del tío Cliff y le dijo:
—Cliff quería a tu padre, Alex. Tu padre era su mejor amigo, ¿no es así, Cliff?
—¿Cuándo murió Jason?
—Hace treinta y cinco años —le contesté.
Mi tío frunció el ceño y dijo:
—No, eso… Oh… Christina está al lado de Brock, pero Jason está…
Mi tía ladeó la cabeza.
—¿Cliff?
Su marido parecía estar nuevamente desconcertado.
—A Jason le gustaba el blues.
—Y el jazz —dijo Nana Mama.
—Pero el blues más —insistió Cliff—. ¿Te lo demuestro?
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Hattie se ablandó.
—¿Quieres tu guitarra, cielo?
—La de seis cuerdas —dijo. Arrastrando los pies, se dirigió sin ayuda hasta una
silla, comportándose como si estuviera solo.
La tía Hattie desapareció y volvió enseguida con una guitarra de acero de seis
cuerdas que yo recordaba vagamente de mi niñez. Cuando mi tío cogió la guitarra, la
apoyó en su pecho y empezó a tocar una vieja melodía de blues con toda el alma, fue
como si el tiempo hubiera empezado a correr hacia atrás y me vi como un niño de
cinco o seis años, sentado en el regazo de mi padre, escuchando a Clifford mientras
tocaba aquella misma estridente melodía.
Mi madre también formaba parte de ese recuerdo. Tenía una copa en la mano y
estaba sentada con mis hermanos, riendo y animando a Clifford. Ese recuerdo era tan
real que por un segundo habría jurado que mis padres estaban allí conmigo.
Mi tío interpretó la canción entera, terminando con una floritura que demostró lo
bueno que había sido en otros tiempos. Cuando dejó de tocar, todo el mundo
aplaudió. Su rostro se iluminó y dijo:
—Si os ha gustado, venid al concierto de esta noche, ¿de acuerdo?
—¿Qué concierto? —preguntó Ali.
—Cliff and the Midnights —respondió mi tío, como si Ali tuviera que saberlo—.
Tocamos en…
Su voz se apagó, y la confusión se apoderó nuevamente de él. Miró a su
alrededor, buscando a su mujer.
—¿Hattie? —dijo—. ¿Dónde tocamos esta noche? Sabes que no puedo llegar
tarde.
—Y no lo harás —le dijo ella, cogiéndole la guitarra—. Yo me encargo.
Antes de hablar, mi tío pensó un momento en lo que ella acababa de decir.
—Ahora todos a bordo, Hattie.
—Todos a bordo, Cliff —dijo ella, dejando a un lado la guitarra—. El almuerzo
se sirve en el vagón restaurante. ¿Tienes hambre, Cliff?
—¿Ha terminado mi turno? —preguntó él, sorprendido.
Mi tía me miró y dijo:
—Ahora tienes un descanso, querido. Te serviré un plato; te lo llevarán al vagón
restaurante. ¿Connie? ¿Puedes llevártelo?
—¿Dónde está Pinkie? —preguntó Cliff mientras Connie Lou se dirigía hacia él.
—Ya sabes que está en Florida —contestó ella—. Y ahora vámonos. Y utiliza el
andador. El tren es un sitio horrible para caerse.
—¡Eh! —exclamó Cliff, poniéndose de pie—. Llevo veintitrés años trabajando en
este tren y nunca me he caído.
—Da igual —dijo la tía Connie, siguiéndolo mientras arrastraba los pies por el
pasillo.
—Lo lamento —dijo la tía Hattie, dirigiéndose a todos.
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—No hay nada que lamentar —dijo Nana Mama.
La tía Hattie se retorció las manos y asintió, emocionada. Luego se volvió y se
dirigió a la cocina. Me quedé allí, sintiéndome culpable por no haber vuelto antes y
haber visto a mi tío en tiempos mejores.
—Alex, ve a por un poco de comida para que Ali y yo podamos repetir —dijo
Bree.
—Deja algo para mí —dijo Jannie.
Seguí a la tía Hattie hasta la cocina. Estaba de pie delante del fregadero, con la
mano en la boca, como si estuviera haciendo un esfuerzo para no derrumbarse.
Pero entonces me vio y me dedicó una valiente sonrisa.
—Sírvete tú mismo, Alex.
Cogí un plato de la mesa de la cocina y empecé a servirme conejo frito, ensalada
de patatas, habas y judías verdes y unas gruesas rebanadas de pan casero, el origen de
uno de los deliciosos olores que habían llegado hasta mí.
—¿Desde cuándo lo sabes? —le pregunté.
—¿Que Cliff tenía demencia? —me dijo Hattie—. Se la diagnosticaron hace
cinco años, pero hará unos nueve que empezó a olvidar cosas.
—¿Te encargas tú sola de él?
—Connie Lou me ayuda. Y Stefan este último año, cuando estuvo en casa.
—¿Cómo salís adelante?
—Con la pensión del ferrocarril de Cliff y la seguridad social.
—¿Es suficiente?
—Nos las apañamos.
—Debe de ser duro.
—Mucho —dijo ella, echándose el pelo hacia atrás—. Y ahora lo de Stefan… —
Hattie se interrumpió, levantó las manos y se atragantó—. Él es mi bebé milagroso.
¿Cómo podría un bebé milagroso…?
Recordé que Nana Mama me había contado que los médicos decían que Hattie y
Cliff nunca podrían tener hijos, y entonces, de repente, cuando ella ya había entrado
en la treintena, se quedó embarazada de Stefan.
Dejé el plato sobre la mesa. Estaba a punto de consolarla cuando Ali entró
corriendo.
—¡Papá! —exclamó—. ¡Te juro que hay como tropecientas luciérnagas ahí fuera!
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CUANDO SALÍ AL PORCHE, hacía rato que había anochecido. A través de la tela
metálica vi que había luciérnagas por todas partes, a miles; no recordaba haberlas
visto desde que era un niño. Me vinieron imágenes del tío Clifford enseñándonos a
mis hermanos y a mí cómo atraparlas en frascos de cristal. Recordé lo asombrado que
me quedé al ver la luz que dos o tres eran capaces de generar.
Como si me estuviera leyendo el pensamiento, la tía Hattie me dijo:
—¿Quieres que le dé un frasco, Alex?
—Eso sería genial.
—Tengo un frasco grande de Skippy para reciclar —me dijo, y se volvió para ir a
buscarlo.
Salimos todos al patio de la tía Hattie para ver cómo las luciérnagas bailaban y
parpadeaban como las estrellas lejanas. Me emocionó ver a Ali aprendiendo a
cazarlas, fascinado por algo que yo creía haber perdido hacía muchos años.
Bree enganchó su brazo al mío y me dijo:
—¿Qué te hace sonreír?
—Los buenos recuerdos —le contesté, señalando las luciérnagas con un gesto—.
En verano siempre estaban ahí. Resulta… No sé.
—¿Reconfortante? —dijo Nana Mama.
—Más bien eterno —le dije.
Antes de que mi mujer pudiera responder, se oyeron gritos en la calle.
—¡Si nos jodes, esto es lo que te espera!
Me di la vuelta y vi una espeluznante escena que me dejó de piedra.
A cierta distancia, bajo una de las pocas farolas de Loupe Street, dos chicos
afroamericanos adolescentes tenían las muñecas atadas con una cuerda de la que
tiraban tres muchachos mayores vestidos con ropa de estilo hip-hop. Los dos que iban
delante eran blancos y el de atrás negro. Los tres parecían disfrutar con sadismo
arrastrando a los muchachos más jóvenes, burlándose de ellos y diciéndoles que se
movieran si sabían lo que les convenía. Aquello parecía una cadena de presos. Me
sulfuré.
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Miré a Bree, que parecía tan molesta como yo.
—No se te ocurra meter la nariz, Alex —me advirtió la tía Connie—. Eso es un
nido de avispas, eso es lo que es. Pregúntaselo a Stefan.
Mi instinto me decía que la ignorara, corriera hacia la calle y pusiera fin a aquella
salvajada.
—Hazle caso —dijo la tía Hattie—. Son una especie de pandilla, y los chicos más
jóvenes están siendo iniciados.
Para entonces ya habían girado por Dogwood Road y habían desaparecido.
—Pero llevaban a esos chicos atados a una cuerda, papá —se quejó Jannie—.
¿Eso no es ilegal?
Así es como yo lo veía. Aquellos chicos debían de ser menores de edad. Sin
embargo, me tragué la bilis y me obligué a quedarme en el patio de mi tía, rodeado de
luciérnagas y de los sonidos nocturnos de Carolina del Norte: las ranas arborícoras,
las cigarras y los búhos, todos tan increíblemente familiares como amenazadores.
—Dijiste que había que preguntar a Stefan sobre la pandilla —dijo Bree.
La tía Connie miró a la tía Hattie, que dijo:
—No conozco los detalles, pero creo que tuvo algunos problemas con ellos en la
escuela. Y Patty también.
—¿Quién es Patty? —preguntó Bree.
—La novia de Stefan —dijo la tía Hattie—. También da clases de gimnasia en la
escuela.
—¿Qué clase de problemas tuvo Stefan en la escuela? —le pregunté a Naomi.
Después de bostezar, mi sobrina dijo:
—Será mejor que te lo cuente él por la mañana.
Ali también estaba bostezando. Y Nana Mama parecía estar a punto de quedarse
dormida.
—Muy bien, es todo por hoy —dije—. Vamos.
Le di un abrazo a la tía Connie y luego me volví para darle otro a la tía Hattie,
que parecía estar nerviosa. En voz baja, me dijo:
—Quiero que tengas cuidado, Alex.
Le sonreí.
—Ahora ya soy mayor —le dije—. Incluso tengo una placa y una pistola.
—Lo sé —me contestó—. Has estado fuera mucho tiempo, y puede que hayas
tratado de olvidar, pero esta ciudad puede ser un lugar cruel.
Era consciente de que las viejas emociones estaban haciendo mella en mí, como
la lava que empieza a moverse en un volcán que está inactivo desde hace muchos
años.
—No lo he olvidado —le dije, y la besé en la mejilla—. ¿Cómo podría hacerlo?
La tía Connie y Naomi se quedaron para ayudar a limpiar a la tía Hattie. Llevé a
mi familia al otro lado del callejón sin salida hasta nuestra casa y nuestros dolores de
cabeza.
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—Son amables —dijo Bree—. Y cariñosas.
—Así son ellas —dijo Nana Mama—. Aquí el aire es fresco, ¿no?
Todos estuvimos de acuerdo en que el clima de Starksville no tenía nada que ver
con el verano de Washington D. C.
—Qué triste lo de tu tío —dijo Jannie—. Creo que nunca había visto a nadie…,
ya sabes, que no fuera como Nana.
—¿Cómo yo? —dijo mi abuela.
—Aguda como tú, ya sabes —dijo Jannie.
—¿En posesión de todas mis facultades? —dijo Nana Mama—. Eso puede ser
una bendición y también una maldición.
—¿Una maldición? ¿Por qué? —preguntó Ali cuando llegamos al coche.
—En una vida larga hay cosas que es mejor dejar de lado, jovencito, sobre todo
por la noche —le dijo ella, en voz baja—. Y ahora esta vieja dama necesita irse a la
cama.
Jannie la acompañó hasta la casa y yo empecé a descargar el coche. Mi hija
volvió para echarme una mano mientras Bree acostaba a Ali.
—Papá, ¿a qué se debe que la gente envejezca de formas diferentes? —me
preguntó Jannie.
—A muchas cosas —le dije—. A la genética, sin duda. Y a la dieta. Y a si eres
activo, física y mentalmente.
—Nana lo es. Siempre está leyendo o haciendo algo para echar una mano. Y
además da largos paseos.
—Seguramente por eso llegará a los cien —le dije.
—¿Tú crees?
—Apuesto por ella —le dije, sacando la última bolsa del maletero.
—Entonces, yo también —me dijo Jannie, cruzando detrás de mí la puerta con
tela metálica hasta el porche—. ¿Papá?
—¿Sí? —le dije, parándome para darme la vuelta y mirarla.
—Siento haber sido un fastidio durante el viaje —me dijo.
—No has sido un fastidio. Solo estabas un poco de mal humor.
Se echó a reír.
—Eres muy amable.
—Lo intento —le dije.
—¿Cómo es? Ya sabes, volver aquí después de tanto tiempo.
Dejé la maleta en el suelo y miré a través de la tela de la puerta del porche las
luciérnagas y las ventanas iluminadas de las casas de mis tías. Noté un olor dulce en
el aire.
—En cierto modo, parece que nada haya cambiado realmente, como si me
hubiese ido ayer —le dije—. Pero también es como si la vida aquí fuera otra, y mis
recuerdos no encajaran en absoluto, como si fueran los de otra persona.
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A PESAR DEL ZUMBIDO del ventilador que colgaba del techo sobre la cama, me
moví casi cada hora, cuando los trenes retumbaban al pasar por Starksville. Poco
después del amanecer, me despertó definitivamente el canto de los arrendajos azules
en los pinos que había detrás de la casa.
Tumbado al lado de Bree, escuchando aquellos estridentes trinos, me asaltó un
recuerdo de cuando era muy pequeño; no tendría más de cuatro o cinco años. Estaba
en la cama, con la cabeza bajo las mantas, pero despierto, mientras mis hermanos
dormían. Recordé que la ventana estaba abierta y que los pájaros cantaban. También
recordé que me daban miedo los pájaros, como si su canto fuera lo que había hecho
que me escondiera bajo las mantas.
Aquella sensación me acompañó incluso después de que Bree se diera la vuelta y,
colocando un brazo sobre mi pecho, emitiera un gemido.
—¿Qué hora es? —me preguntó.
—Casi las siete.
—Tenemos que conseguir tapones para los oídos.
—También figuran entre mis prioridades. ¿Aún lamentas no haber ido a Jamaica?
—Muchísimo —me dijo ella, sin abrir aún los ojos—. Pero tus tías me caen bien,
y a ti te quiero más que muchísimo. Además, creo que a Jannie y Ali les sentará bien
estar un tiempo en una ciudad pequeña.
—Eso lo vive Damon en su instituto —dije.
Damon, mi hijo mayor, había aceptado un empleo como consejero juvenil en el
campamento de verano de baloncesto de Kraft, el instituto de Berkshires en el que
estudiaba. Había sido ese mismo campamento el que le había llevado allí y a
conseguir una beca. La posibilidad de volver al programa había sido razón suficiente
para que Damon se perdiera este viaje, aunque yo esperaba que viniera a visitarnos al
menos un fin de semana.
—Voy a darme una ducha —le dije, tirando de las sábanas.
—Espera un momento, amigo —me dijo Bree.
—¿Amigo?
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—No sé, me pareció apropiado —me dijo ella, sonriendo.
—¿Qué estás tramando? —le pregunté, acurrucándome a su lado.
—Nada de eso —protestó, de buen humor.
—El amigo se siente frustrado.
Bree me hizo cosquillas y se echó a reír.
—No, yo solo quería que me contaras algunas cosas.
—¿Por ejemplo?
—El árbol genealógico. ¿Nana Mama nació en Starksville?
Asentí.
—Se crio aquí. Y los Hope, su familia, llevaban aquí desde siempre. La abuela de
Nana Mama fue esclava en algún lugar de esta zona.
—Muy bien. O sea que conoció a su marido aquí.
—Reggie Cross. Mi abuelo estaba en la marina mercante. Se casaron jóvenes y
tuvieron a mi padre. Tendrías que preguntárselo a Nana, pero por culpa de las largas
temporadas que él pasaba en alta mar, el matrimonio no acabó bien. Ella se divorció
de Reggie cuando mi padre tenía siete u ocho años y se lo llevó a Washington.
Trabajó para poder estudiar en la Universidad de Howard y ser maestra, pero el
tiempo que dedicó a ello le costó su hijo. Cuando él tenía quince años, se rebeló y
regresó a Starksville para vivir con mi abuelo.
—Reggie.
—Correcto —dije, mirando el ventilador, que daba vueltas en el techo—.
Supongo que no le vigilarían mucho, lo cual llevó a mi padre a cometer toda clase de
excesos. Creo que Nana Mama se sentía muy mal por no haber tenido nunca una
buena relación con su hijo después de eso. Y que por eso, cuando él murió, en cierto
modo quiso arreglarlo cuidando de mis hermanos y de mí.
—Hizo un buen trabajo —dijo Bree.
—Me gusta pensar que así es. ¿Algún otro misterio genealógico que pueda
ayudarte a resolver?
—Solo uno. ¿Quién es Pinkie?
Sonreí.
—Pinkie Parks. El único hijo de la tía Connie. Vive en Florida y trabaja en
plataformas petrolíferas en alta mar. Evidentemente, gana mucho dinero.
—¿Es ese su verdadero nombre? ¿Pinkie?
—No, Brock. Brock Jr. —dije—. Pinkie es un apodo.
—¿Por qué Pinkie?
—Porque cuando era un niño se pilló el dedo meñique de la mano derecha con la
puerta de un coche y lo perdió[1].
Bree se apoyó en el codo y se quedó mirándome.
—¿Y por eso lo apodaron Pinkie?
Me eché a reír.
—Sabía que dirías eso. Así es como funcionan las ciudades pequeñas. Recuerdo
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que había un tipo llamado Barry, un amigo de mi padre, que corrió en dirección
contraria en un partido de fútbol muy importante, por lo que todo el mundo le
llamaba Cabeza Hueca.
—¿Cabeza Hueca Barry?
Bree resopló.
—¿No es horrible?
—¿Y cómo te llamaban a ti?
—Alex.
—Muy aburrido para ser un apodo de una ciudad pequeña —dijo.
—Ese soy yo —le dije, levantándome de la cama—. El aburrido Alex Cross.
—Ni por asomo.
Me detuve frente a la puerta del baño y le dije:
—Gracias.
—Te estoy diciendo que yo te quiero a mi manera.
—Lo sé, mi hermosa Bree —dije, y le lancé un beso.
—Mucho mejor que Cabeza Hueca Bree —dijo ella, riéndose y lanzándome
también un beso.
Era agradable reírse y volver a bromear de esa manera. En primavera habíamos
atravesado un mal momento y nos había costado volver a ver el lado divertido de las
cosas.
Me afeité y me di una ducha. Me sentía bien en mi primera mañana en
Starksville, como si, para la familia Cross, la vida hubiera cambiado para bien. ¿No
es curioso que la perspectiva cambie con solo cambiar de sitio? Los dos últimos
meses en Washington D. C. habían sido claustrofóbicos, pero al estar de nuevo en
Loupe Street me sentía como si estuviera en un país que me resultaba familiar pero
que había que explorar.
Entonces pensé en Stefan Tate, mi primo, y en los cargos presentados contra él. Y,
de pronto, una vez más, el camino que se extendía ante mí me pareció oscuro.
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UNA HORA MÁS TARDE dejé a Bree y Nana Mama organizando la casa y fui con
Naomi a la cárcel donde tenían detenido a Stefan Tate. Mientras nos dirigíamos en
coche hasta allí, revisé los aspectos más importantes de las dieciocho páginas de la
acusación contra mi primo redactada por el gran jurado.
Un año y medio antes de ser arrestado, Stefan Tate se había unido al distrito
escolar de Starksville como profesor de gimnasia de una escuela secundaria y de un
instituto. Tenía un historial de consumo de drogas y alcohol que no había hecho
constar en su solicitud. Tenía un alumno de secundaria, Rashawn Turnbull, de quien
acabó siendo tutor. Mi primo tenía una vida secreta: vendía drogas, incluida la
heroína que, al parecer, provocó dos sobredosis antes de la Navidad del año pasado.
El consumo de drogas de Stefan estaba fuera de control. Violó a una estudiante y
amenazó con matarla si se lo contaba a alguien. Luego se insinuó a Rashawn
Turnbull y fue rechazado. En respuesta, mi primo violó, torturó y asesinó al
muchacho.
Al menos, según la acusación. Tuve que hacer un esfuerzo para recordarme que
una acusación no era una condena. Solo era la versión de los hechos del Estado, una
parte de la historia.
Aun así, cuando acabé de leerla, miré a Naomi y le dije:
—Aquí hay pruebas contundentes.
—Lo sé —me dijo mi sobrina.
—Dime, ¿Stefan lo hizo?
—Él jura que no. Y yo le creo.
—Está siendo víctima de un montaje.
—¿Por parte de quién?
—Ahora mismo acepto cualquier sugerencia —dije, y entré en un aparcamiento
público que estaba cerca del ayuntamiento, el juzgado y la cárcel, tres edificios cuyas
fachadas, de ladrillo, necesitaban una urgente restauración.
Al otro lado de la calle, la comisaría de policía y el parque de bomberos parecían
mucho más nuevos. Se lo comenté a mi sobrina al bajar del coche.
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—Los construyeron con subvenciones estatales y federales hace unos años —me
explicó Naomi—. La familia Caine donó los terrenos.
—¿Caine, como la empresa de fertilizantes?
—Y el apellido de soltera de la madre del chico, Cece Caine Turnbull.
Nos dirigimos hacia la cárcel.
—¿Es de fiar? La madre, digo.
—Es todo un personaje —contestó mi sobrina—. Tiene un historial delictivo de
más de diez años. Una mujer realmente problemática y, sin duda alguna, la oveja
negra de la familia. Sin embargo, en este caso resulta más que creíble. El asesinato la
ha destrozado, eso es innegable.
—¿Y el padre?
—Va y viene. Aunque últimamente más bien no pinta nada —dijo Naomi—. Y
tiene la mejor coartada que puedas imaginarte.
—¿Estaba en prisión?
—En Biloxi. Cumpliendo ocho semanas por asalto.
—O sea que no era ningún modelo para el chico.
—No. Se suponía que ese era el papel de Stefan.
Llegamos a la cárcel y entramos. La ayudante del sheriff echó un vistazo a través
de un cristal a prueba de balas.
—Naomi Cross, abogada, y Alex Cross. Queremos ver a Stefan Tate, por favor —
dijo mi sobrina, hurgando en su bolso para sacar su identificación. Yo ya lo había
hecho.
—Creo que hoy no será posible —dijo la ayudante del sheriff.
—¿Qué significa eso de que hoy no será posible? —le preguntó Naomi.
—Significa que, por lo que me han dicho, su cliente no es precisamente un preso
dispuesto a cooperar… En realidad, es bastante agresivo, por lo que se le ha
prohibido recibir visitas durante cuarenta y ocho horas.
—¿Cuarenta y ocho horas? —dijo mi sobrina—. ¡El juicio empieza dentro de tres
días! Tengo que ver a mi cliente.
—Lo siento, abogada —contestó la ayudante—. Yo no dicto las normas. Solo las
cumplo.
—¿Quién ha dado la orden? —pregunté—. ¿El jefe de policía o el fiscal del
distrito?
—Ninguno de los dos. Ha sido el juez Varney quien ha tomado la decisión.
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ESPERAMOS CON IMPACIENCIA dos horas en la segunda planta del juzgado de
Starksville, sentados en un banco frente al despacho del juez Erasmus P. Varney hasta
que su secretaria nos dijo que podía recibirnos.
El juez Varney nos miró desde detrás de varias pilas de archivos y de unas gafas
para leer de montura de concha. Llevaba el pelo de color gris peinado hacia atrás con
un tupé bajo y la barba plateada casi rapada. Lucía una corbata de rayas y unos
tirantes de cuero fino sobre una almidonada camisa blanca. Nos estudió con una
mirada inteligente.
—Juez Varney, este es el doctor Cross, mi tío y primo de Stefan —dijo Naomi,
tratando de refrenar su furia—. Está ayudándome en el caso.
—Un asunto familiar —dijo Varney antes de dejar sus gafas para leer encima de
la mesa y levantarse para estrecharme la mano con firmeza—. Encantado de
conocerlo, doctor Cross. Su fama le precede. Leí un artículo en el Washington Post
sobre la terrible experiencia que vivió su familia con ese maníaco, Marcus Sunday.
Fue algo terrible. Es un milagro que consiguieran sobrevivir.
—Así es, señoría —respondí—. Y doy gracias a Dios todos los días por ese
milagro.
—Estoy seguro de ello —me dijo el juez Varney, sosteniéndome la mirada. Luego
se volvió hacia Naomi—. Dígame, ¿qué puedo hacer por usted, abogada?
—Permítame ver a mi cliente, señoría.
—Me temo que no puedo hacerlo.
—Con el debido respeto, señoría —dijo Naomi—, faltan menos de setenta y dos
horas para que empiece el juicio. No puede limitar así mi tiempo sin poner en peligro
su derecho a una buena defensa.
La puerta que había detrás de nosotros se abrió. Miré y vi que entraban cuatro
personas: un hombre corpulento de unos sesenta años, de piel clara, vestido con el
uniforme de color azul del departamento de policía de Starksville; un tipo
desgarbado, también de unos sesenta años, vestido con el uniforme de color caqui de
la oficina del sheriff del condado de Stark; una mujer alta y delgada vestida con un
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traje chaqueta gris, y Matt Brady, el ayudante de la fiscal del distrito que me había
presentado Naomi el día antes.
—Mis hombres también tienen derechos —dijo el hombre del uniforme caqui.
—El sheriff Nathan Bean —me susurró Naomi.
—Y el señor Tate los ha infringido —dijo la mujer, que resultó ser la fiscal del
condado, Delilah Strong—. No creemos que atacar a dos guardias sea algo que
merezca ser recompensado.
—¿Desde cuándo un juicio justo es una recompensa? —preguntó Naomi—. Es un
derecho garantizado a todos los ciudadanos por la cuarta, la quinta y la decimocuarta
enmienda.
El hombre del uniforme azul —«Randy Sherman, el jefe de policía», me informó
Naomi— dijo:
—Su cliente mandó a dos guardias a urgencias.
—Pues pónganle cadenas o aíslenlo —dije—, pero tiene usted la obligación de
dejar que vea a su abogada.
—Sabemos quién es usted, doctor Cross —contestó Strong—, pero aquí está
fuera de su jurisdicción.
—Sí, así es —dije—. He venido como ciudadano para echarle una mano a un
familiar. Sin embargo, desde el día que empecé como oficial de policía y durante
todos los años que trabajé en la Unidad de Ciencias del Comportamiento del FBI, he
sabido que no se puede negar a nadie el derecho a un juicio justo. Si insiste en esto,
será mejor que envíe este caso directamente a un tribunal de apelación. O sea que
póngale las cadenas y una camisa de fuerza y deje que lo veamos, o, como ciudadano,
me pondré en contacto con algunos amigos míos del departamento que investigan
violaciones de los derechos civiles.
El sheriff Bean parecía a punto de estallar y empezó a balbucear, pero Varney lo
interrumpió.
—Hágalo —dijo.
—Señoría —dijo el sheriff—, esto…
—Esto es lo que hay que hacer —dijo el juez—. Aunque al principio no lo vi así,
el doctor y la señorita Cross tienen razón. El derecho del señor Tate a un juicio justo
está por encima del derecho a la seguridad de su cárcel. Conténgalo como mejor le
parezca, pero quiero que dentro de una hora pueda ver a su abogada.
—¿Sabe lo que ese hijo de puta le hizo a ese muchacho? —me espetó el jefe
Sherman antes de salir—. En lo que a mí respecta, su primo perdió todos sus
derechos esa noche.
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LA PRECIOSA NIÑA DE CUATRO AÑOS con rizos de oro, vestida con un traje de
princesa de color rosa, se arrodilló al lado de una mesa baja y cogió la tetera.
—¿Quieres un poco de té con las pastas? —le preguntó con dulzura al anciano
que estaba sentado en el suelo con las piernas cruzadas, delante de ella.
—¿Cómo podría rechazar tan amable ofrecimiento viniendo de una señorita tan
encantadora?
Sabía que tenía un aspecto ridículo con la corona que ella le había obligado a
ponerse. Sin embargo, estaba tan fascinado con la niña que no le importaba. Tenía la
piel del color de la crema y sus ojos brillaban como dos zafiros pulidos. La observó
mientras le servía la taza de té; lo hacía con tanta delicadeza que le entraron ganas de
echarse a llorar.
—¿Azúcar? —le preguntó ella, dejando la tetera sobre la mesa.
—Dos terrones —dijo él.
La niña puso dos terrones en la taza del anciano y uno en la suya.
—¿Leche?
—Hoy no, Lizzie —dijo él, cogiendo su taza.
Lizzie cogió una varita rosa, extendió el brazo y tocó la mano del hombre con
ella.
—Un momento. Tengo que asegurarme de que no hay malos espíritus por aquí.
Frunció el ceño y retiró la mano. La niña cerró los ojos, sonrió y agitó la varita. El
corazón del hombre se derritió al verla vivir aquella fantasía como solo un niño de
cuatro años es capaz de hacerlo.
Lizzie abrió la boca… para pronunciar un hechizo, naturalmente.
Sin embargo, antes de que pudiera hacerlo, se escuchó un ruido detrás del
anciano.
Irritado por la interrupción, el hombre se dio la vuelta; al hacerlo, se le cayó la
corona, cosa que le irritó más aún. Un tipo blanco de unos treinta años, calvo y
musculoso, estaba junto a la puerta, tratando de no echarse a reír.
—¿Puedes esperar, Meeks? —dijo el hombre—. Lizzie y yo estamos tomando el
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té.
—Ya lo veo, jefe, pero tiene una llamada —dijo Meeks—. Es urgente.
—Abuelo, no te has tomado el té ni te has comido las pastas —protestó la niña.
—El abuelo volverá en cuanto se haya ocupado de un asunto —dijo él, lanzando
un gemido mientras se ponía de pie.
—¿Y cuándo será eso? —preguntó ella, cruzando los brazos y haciendo pucheros.
—Lo antes posible —le prometió él.
El anciano se acercó a Meeks, que seguía sonriendo, y dijo:
—Sustitúyeme.
La sonrisa desapareció del rostro de Meeks.
—¿Qué?
—Siéntate, tómate el té y cómete una pasta con mi nieta. Pero no te pongas la
corona.
—Está bromeando, ¿no?
—¿Tengo cara de estar bromeando?
Actuando como si le hubiesen atravesado el dedo pulgar con un anzuelo, Meeks
asintió y se acercó a la mesa. Lizzie sonreía de oreja a oreja.
—Siéntese, señor Meeks —dijo ella, amablemente—. Tome un poco de té
mientras espera a que regrese el abuelo.
El abuelo de Lizzie sonrió satisfecho mientras recorría el largo pasillo hasta la
biblioteca-despacho lujosamente amueblada. Él ignoraba los libros que llenaban las
estanterías. Eso había sido idea de su mujer. Apenas había leído una décima parte de
los que había, pero quedaban bien cuando tenían invitados.
Cogió el teléfono móvil barato que estaba encima de la mesa y dijo:
—Dime.
—Tenemos problemas —dijo un hombre de voz grave y ronca.
—Cuéntame.
—Ella no atiende a razones. Está hablando.
El abuelo de Lizzie entornó los ojos, meditabundo.
—¿Estás seguro?
—Sí.
—¿Qué quieres hacer?
—Nosotros nos ocuparemos.
Eso lo sorprendió.
—¿Estás seguro? Podemos recurrir a otros.
—La cagada es nuestra, así que nos ocuparemos nosotros.
El abuelo aceptó la decisión y, cambiando de tema, dijo:
—¿Algún otro problema?
—Naomi Cross se ha sacado un as de la manga. Se ha traído a su tío, Alex Cross.
Puede buscarlo en Google. Ex analista de conducta del FBI. Ahora es detective de
homicidios en Washington D. C.
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—¿Qué reputación tiene?
—Excelente.
El abuelo archivó la información en su cabeza.
—Por lo demás, ¿estamos limpios?
—Ahora mismo sí.
—Entonces no tenemos elección. Encárgate de la situación como mejor te
parezca.
Pasó un momento antes de que el hombre que estaba al otro lado del teléfono
hablara.
—De acuerdo —dijo.
El abuelo colgó y destruyó el móvil. Luego salió de la biblioteca y avanzó por el
pasillo, ansioso por tomar el té con la pequeña Lizzie.
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Palm Beach, Florida
«ME SIENTO GUAPA, ¡oh, tan guapa!», cantaba Coco en voz baja mientras se
miraba en el espejo, consciente de la mujer muerta vestida con un camisón negro que
colgaba del cuello de la lámpara de araña que había detrás de él, aunque más atento a
la evaluación de su nuevo conjunto.
La falda de lino de color mandarina se ajustaba a sus caderas de una forma
sublime. La chaqueta a juego era muy apretada en los hombros, pero no le quedaba
mal. Los zapatos de tacón de aguja y talón descubierto de Dries van Noten le
apretaban un poco los dedos. La blusa de tafetán de seda de Carolina Herrera era
sencillamente exquisita. ¿Y los pendientes de perlas y la gargantilla? Le daban el
toque perfecto de sofisticación.
Ahora solo necesitaba el peinado adecuado.
Coco metió la mano en la caja y sacó una exuberante y reluciente peluca de color
ámbar larga hasta los hombros. Era antigua, de principios de los años setenta, si no
recordaba mal. Su madre habría sabido la fecha exacta, por supuesto, pero daba igual.
Una vez colocada sobre los trozos de cinta adhesiva de doble cara, con las últimas
hebras de pelo en su sitio, la peluca consiguió que Coco pareciera alguien
completamente distinto.
Alguien misterioso. Sexy. Seductor. Inalcanzable.
—Yo te bautizo con el nombre de Sueño de Mandarina, reina de la fiesta del
jardín. —Coco se quedó embobado con la mujer que lo estaba mirando—. La imagen
de…
Se dio la vuelta y miró a la mujer muerta, de poca estatura, que colgaba de un
cordón de cortina de la lámpara de araña.
—¿Ruth? ¿Qué podría decir? Estoy pensando en un cruce entre Julianne Moore
en Boogie Nights y Ginger en La isla de Gilligan. Bueno, el corte de pelo… ¿Estoy
en lo cierto o solo soy una niña tonta?
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Coco soltó una risita antes de coger la bolsa de Prada y otros valiosos objetos
robados de la colección de Ruth. Estaba a punto de salir del dormitorio principal,
pero se detuvo a escuchar. Aunque sabía que el servicio tenía el día libre y que el
marido de Ruth, el doctor Stanley Abrams —conocido como «el rey de las tetas de
West Palm»—, estaba en Zúrich para asistir a un congreso médico, había que andarse
con cuidado.
Acto seguido, con seguridad, recorrió una galería llena de valiosas obras de arte,
aunque la única pieza ante la que se detuvo fue un retrato al óleo de la fallecida.
«Aquí estás —pensó, examinando la belleza de Ruth—. Capturada en tu madurez,
querida, un regalo para el universo».
La casa de Ruth y Stanley era enorme y, para el gusto de Coco, demasiado
moderna. Pero ¿qué cabía esperar de una casa construida gracias a las tetas falsas?
Según él, el estilo clásico aún tenía mucho que decir.
Como decía su madre: «Cuando se trata de tu arte, Coco, y la moda es arte, lleva
tu diseño hasta el límite y luego da unos pasos atrás».
Coco entró en una cocina lo bastante grande como para grabar un episodio de
Iron Chef y luego recorrió un pasillo que conducía a una puerta de acero. Comprobó
el sistema de seguridad, sacó de la bolsa un trapo de color blanco para limpiar el
polvo y se cubrió los dedos con él antes de teclear el código. Cinco segundos
después, cerró la puerta del garaje y esperó a que la voz electrónica le confirmara que
el sistema estaba activado.
El garaje tenía cuatro plazas. La más cercana estaba vacía. En la segunda estaba
el Mercedes de Ruth, y en la tercera el Maserati de su marido. El entrañable Aston
Martin de Coco ocupaba la cuarta. Sin embargo, antes de dirigirse a él, metió la mano
en el Mercedes y cogió el mando a distancia de la puerta del garaje.
Coco se dirigió marcha atrás con el Aston hasta una zona pintada del suelo de
cemento, pulsó el mando a distancia y lo limpió con el trapo. Cuando la puerta del
garaje empezó a bajar, lanzó el mando a su interior y comprobó satisfecho que
aterrizaba a unos pasos del Mercedes.
«Alguien que tuviera intención de suicidarse no se molestaría en recogerlo,
¿verdad?». Coco confiaba en que así fuera. Cruzó las puertas de seguridad de la
enorme mansión con vistas al mar de Ruth y Stanley Abrams. Entonces pensó que las
damas de Palm Beach ya se habrían reunido para tomar un cóctel. Quizás se dejara
caer por Oli’s Fashion Cuisine.
¿Le reconocería alguien en Oli’s? Le excitó aquella audacia, su gusto por los
juegos arriesgados.
«Hagámoslo, amiga. Vamos a divertirnos de lo lindo».
Diez minutos más tarde, Coco aparcó el Aston Martin a pocas manzanas de su
objetivo. El coche deportivo vintage era un riesgo, y él lo sabía, pero lo adoraba; a
menudo eso lo llevaba a actuar de forma impulsiva, exigiendo su atención, cuando
con el Lexus se las habría arreglado.
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«La próxima vez te quedarás en casa», pensó Coco, poniéndose unas gafas de sol
retro ovaladas de montura blanca. Caminó por la acera como su madre le había
enseñado: con los hombros hacia atrás, la cabeza alta y balanceando las caderas como
un péndulo.
El primer hombre con el que se cruzó tendría unos cincuenta años y estaba
haciendo jogging. Coco pudo sentir su mirada fija en Sueño de Mandarina. El
segundo, un europeo vestido de sport, se bajó las gafas para mirar descaradamente.
«Eso es, chica», pensó Coco, moviendo un poco más el trasero para el europeo,
que no dudó en volverse para observarla por detrás. Delante de Coco, una multitud
llenaba las mesas amarillas de Oli’s en la hora feliz.
Después de coger aire, se dijo: «Misteriosa. Sexy. Seductora. Inalcanzable.
»Eso es, Coco. Lo tienes todo.
»Ahora presume de ello».
Hizo que sus movimientos resultaran aún más insinuantes, balanceando las
caderas de un lado a otro.
Coco levantó ligeramente la barbilla al pasar por delante del restaurante,
ignorando el sitio pero consciente de los clientes que se daban la vuelta para mirarlo.
Estuvo a punto de echarse a reír al ver la envidia y el equívoco deseo que provocaba.
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Starksville, Carolina del Norte
AUNQUE TODO EL MUNDO había oído la orden del juez alto y claro, ya era bien
entrada la tarde cuando dos oficiales acompañaron a una sala de interrogatorios a mi
primo, que llevaba los grilletes de los pies y las esposas sujetados a un cinturón de
cuero que ceñía su cintura. A pesar de los moretones y la hinchazón, pude ver que
Stefan Tate se parecía más a la familia de mi madre. Tenía treinta y pocos años, era
alto y corpulento, como Damon y yo. Y todos teníamos la misma línea de la
mandíbula.
Me vino a la cabeza una imagen suya siendo un niño, corriendo por el patio de la
casa de Nana Mama durante uno de los raros viajes a Washington de la tía Hattie.
Tenía una risa contagiosa, y parecía que, para él, todo estuviera lleno de misterio y
aventura.
—Alex —me dijo Stefan con voz ronca, tomando asiento—. Me alegro de que
hayas venido.
Asentí sin decir nada.
—Dejen sus muñecas esposadas, pero no las mantengan sujetadas al cinturón —
dijo Naomi—. Puede que tenga que utilizar las manos. Ah, y desconecten todos los
micrófonos y las cámaras.
—Ya hemos desconectado las cámaras y los micros —dijo uno de los oficiales—.
Pero me temo que no podemos permitirle utilizar las manos.
Ignorando las protestas de Naomi, encadenaron las piernas de Stefan y el cinturón
a una resistente argolla que había en el suelo de cemento y se fueron.
Inclinándose hacia nosotros, Stefan, en voz baja, nos dijo:
—Yo echaría un vistazo para ver si hay micrófonos ocultos.
Me pregunté si hablaba en serio o si solo estaba siendo melodramático. Sin
embargo, Naomi debió de pensar que era una posibilidad. Así pues, sacó su iPhone
para conectar una aplicación que emitía ruido de fondo y subió el volumen.
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—Eso bastará —dijo Stefan—. Y gracias de nuevo por venir, Alex. No sabes lo
que significa para mí que creas que no he hecho nada de lo que dicen.
—Yo no creo ni dejo de creer —le dije, estudiándolo en busca de señales de que
era capaz de hacer las cosas de las que se le acusaba.
—Soy víctima de un montaje.
—Escúchame con atención —le dije—. Soy tu primo, pero no te represento. En
última instancia, estoy aquí en representación de Rashawn Turnbull. Existen pruebas
de que mataste a ese muchacho y ayudaré a la acusación a llevarte a la silla eléctrica
o a lo que sea que usen aquí.
—La inyección letal —dijo Stefan—. No te mentiré. Yo no maté a Rashawn.
—¿Por qué atacaste a los guardias? —preguntó Naomi.
—Fue al revés, abogada. Ellos me atacaron a mí.
—Luego volvemos sobre eso —dije—. ¿Te has leído la acusación?
—Más veces de las que eres capaz de contar. Ya te lo he dicho. ¿Este caso? ¿Las
circunstancias? Son un montaje, Alex.
—¿No hiciste nada de lo que dicen?
—Algo sí —admitió—. Pero nada ilegal. Lo han amañado, sacándolo totalmente
de contexto.
—Convénceme del mismo modo que convenciste a Naomi —le dije, cruzando los
brazos—. Empieza por el principio.
—Así es como hay que empezar —canturreó Stefan, tratando de sonreír[2].
Según los detalles de la acusación, dos meses atrás Rashawn Turnbull fue hallado
muerto en una cantera de piedra caliza abandonada, un terreno anexionado a la
ciudad de Starksville. El adolescente había sido drogado y sodomizado a la fuerza, y
le habían cortado el cuello con una sierra. En la escena del crimen se encontraron
semen y otras pruebas que señalaban a Stefan Tate, profesor de gimnasia de octavo
curso de Rashawn, como su asesino. Las pruebas de ADN también acusaron a Stefan
de haber drogado y violado a Sharon Lawrence, una joven de diecisiete años, alumna
del instituto de Starksville, que había accedido a testificar contra él.
Así, pues, no sonreí cuando mi primo canturreó «Do-Re-Mi».
Durante los siguientes noventa minutos escuché atentamente su versión de los
horribles crímenes descritos en la acusación, interrumpiéndolo solo para aclarar
hechos verificables, nombres y horas. Por lo demás, seguí el consejo del dicho que
dice que si quieres descubrir algo sobre alguien, debes limitarte a callar y escuchar.
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—EL DÍA DESPUÉS de que descubrieran el cadáver de Rashawn me esposaron,
Alex —dijo mi primo cuando terminó de contar su versión de los hechos—. Y desde
entonces estoy aquí. Sin fianza. Con visitas limitadas. Incluso las de Patty y Naomi.
Como ya te he dicho, Alex, están haciéndome la cama.
No dije nada. Aún estaba tratando de asimilar su historia teniendo en cuenta la
información contenida en la acusación.
Stefan se inclinó hacia delante.
—Me crees, ¿verdad?
—Hay muchos hechos que deben ser demostrados.
—Te juro sobre la Biblia de mi madre que se demostrarán.
—Pongamos que tu versión de los hechos sea cierta. ¿Quién está detrás de todo
esto?
Stefan vaciló y luego dijo:
—No lo sé. Esperaba que tú lo descubrieras.
—Pero tendrás sospechas…
—Así es, pero preferiría no hablar de ellas.
—Stefan, tu vida está en juego —le dijo Naomi—. Necesitamos saberlo todo.
—Lo que no necesitáis son conjeturas —dijo Stefan—. Se dice así, ¿verdad?
—Sí, pero…
Stefan me hizo un gesto con las manos esposadas.
—Me gustaría que Alex abordara el caso sin ideas preconcebidas. Dejemos que lo
que le he contado lo lleve adonde tenga que llevarlo. Así, cuando diga que me cree,
sabré que está diciéndome la verdad.
—Me parece bien —le dije.
Consulté el reloj. Eran más de las seis.
Naomi se acercó a la puerta y la golpeó dos veces. Los guardias vinieron para
llevarse a Stefan.
—Decidles a Patty, a mi madre y a mi padre que los quiero y que soy inocente —
dijo.
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—Por supuesto —contestó Naomi.
—¿Cuándo volveré a veros? —preguntó Stefan mientras lo levantaban y abrían la
cerradura de la argolla a la que habían sujetado las cadenas.
—Mañana —respondió mi sobrina.
—Cuando tenga algo de lo que hablar contigo —dije.
—Me parece bien —dijo mi primo, y se lo llevaron.
Naomi esperó hasta que salimos de la cárcel y nos dirigíamos al coche para
preguntar:
—¿Qué es lo que no te crees?
—Me lo creo todo hasta que se demuestre lo contrario —dije.
—Pero ahí dentro parecías escéptico.
—Soy escéptico con todo cuando se trata de la violación, tortura y asesinato de un
muchacho inocente —dije, impasible.
Aquello pareció molestarla.
—¿Me equivoco al pensar así? —le pregunté.
—No. Lo que ocurre es que Stefan necesita gente que esté de su parte —dijo
Naomi—. Yo necesito gente que esté de su parte.
—Lo sé, pero, como ya he dicho, en última instancia estoy de parte de Rashawn
Turnbull. Es mi única forma de trabajar.
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Cuando aparcamos en Dogwood Road, en Birney, a solo tres calles al este de Loupe,
ya había atardecido. Caminamos una manzana hasta una casa de dos plantas que
necesitaba una reforma —pintura, sobre todo— pero cuyo césped estaba recién
regado. Olía a hierba por todas partes.
Una de las luces del porche estaba parpadeando cuando una mujer caucásica de
mediana edad teñida de rubio y vestida con unos pantalones cortos y una camiseta de
los Charlotte Bobcats salió por la puerta de la derecha. Tras echarnos un vistazo
mientras entrábamos en el porche, dijo:
—¿Amigos o enemigos?
—Amigos —dijo Naomi—. Soy la abogada de Stefan.
—Sydney Fox —dijo la mujer, estrechándole la mano a Naomi—. Vecina y
propietaria de la casa.
Me presenté y le expliqué mi parentesco con Stefan.
—Dios, ¿no es horrible? —dijo Sydney en voz baja y con expresión triste—. Ese
chico me cae bien. De veras. Stefan es apasionado, ¿saben? Solo rezo para que lo que
dicen de él no sea cierto. Me rompería el corazón que lo fuera, y no quiero ni pensar
lo que supondría para Patty. Pero será mejor que empiece a correr ya; me gusta
hacerlo cuando hace frío, como ahora. Encantada de conocerlos, y si hay algo que yo
pueda hacer, llámenme. Patty tiene mi número.
La luz parpadeante del porche se fundió, dejando a oscuras a Sydney.
—Mierda —dijo, buscando a tientas la cerradura para introducir la llave—. Creo
que mi carrera tendrá que esperar un par de minutos.
Mi sobrina pulsó el timbre de la puerta de al lado. Momentos después, la cortina
de la ventana se movió.
—Soy yo, Patty. He venido con mi tío —dijo Naomi.
La puerta se abrió. Entramos en una sencilla y pulcra sala de estar con un futón a
modo de sofá, un baúl que servía de mesa de café y una televisión de pantalla plana
en la pared. Cuando la puerta se cerró, vi a una atractiva mujer blanca, de pelo rubio,
de unos treinta años. Parecía agotada.
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Me echó un breve vistazo antes de tenderme la mano.
—Patty Converse. He oído hablar mucho de usted, doctor Cross.
Mirando su pequeño anillo de compromiso de diamantes, dije:
—Y yo sé muy poco de ti salvo lo que Stefan me ha contado.
Enarcó las cejas y su voz se llenó de anhelo.
—¿Habéis visto a Stefan? Llevan días sin dejar que lo vea. ¿Cómo está?
—Hinchado y magullado, pero bien —contestó Naomi—. Fue atacado, sin que él
provocara a nadie; primero por unos internos y luego por los guardias.
La preocupación de Patty se convirtió en rabia.
—Debe de haber cámaras de seguridad, grabaciones…
—Lo comprobaré —prometió Naomi.
Me dije que debía comprobar si el hecho de que Patty y Stefan fueran una pareja
interracial tenía algo que ver con el caso. Patty nos ofreció una taza de café; Naomi la
rechazó, pero yo se la acepté. La seguimos hasta la cocina, estrecha y alargada.
Mientras preparaba el café con una cafetera de émbolo, Patty contestó a las preguntas
que le hice.
—Stefan me ha dicho que os conocisteis el primer día de clase —dije—. Eras
nueva, como él.
—Así es —dijo ella, mientras cogía café de una lata con una cuchara.
—¿Amor a primera vista?
Patty se sonrojó.
—Bueno, en mi caso sí. Tendría que preguntárselo a Stefan.
—En su caso también —dijo Naomi.
A Patty se le humedecieron los ojos. Su mano temblaba cuando se cubrió los
labios.
—Él no lo hizo. Apreciaba a Rashawn. Los dos lo apreciábamos.
—Lo sé —dijo mi sobrina.
—¿Cómo conseguiste un empleo en Starksville? —le pregunté.
Patty explicó que se había criado en una pequeña ciudad de Kansas y que
consiguió una beca para jugar a softball en la Universidad de Oklahoma, donde se
especializó en educación física y también se sacó el título de maestra. Cuando se
graduó, decidió mudarse cerca de Raleigh, donde vivía su hermana, y buscar un
empleo.
—Y las plazas vacantes más cercanas salieron aquí —dijo—. Necesitaban dos
profesores de gimnasia para el instituto y la escuela secundaria.
—Parece cosa del destino que Stefan y tú consiguierais esas plazas —dije.
Los ojos de Patty volvieron a humedecerse.
—Me gusta pensar que así fue —dijo, llorando.
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ANTES DE HABLAR, esperé a que Patty se calmara.
—Háblame de Rashawn Turnbull y Stefan —le dije.
—Se cayeron bien desde el principio —me dijo, mientras me servía el café—. Y
debo admitir que me molestó, porque nuestra relación estaba en sus inicios, y Stefan
parecía dedicar tanto tiempo a Rashawn y a otros alumnos por los que demostró
interés como a mí.
El tercer o cuarto día de curso, explicó Patty, Stefan encontró a Rashawn sentado
en el vestuario, negándose a cambiarse para la clase de gimnasia. El muchacho era
tímido y bajito para su edad. Tanto los chicos blancos como los negros se metían con
él porque su madre era blanca y una drogadicta en fase de rehabilitación y su padre
afroamericano y un ladrón.
—Rashawn se sentía solo, pensaba que no encajaba —dijo Patty—. Stefan decía
que también se había sentido así cuando era pequeño, ¿sabe?
—Comprendo —dije—. ¿Stefan se drogó alguna vez en tu presencia?
—Nunca. Sabía que no se lo permitiría.
—Pero estabas al corriente de su pasado.
Patty asintió.
—Él nunca vendería drogas. Odia lo que las drogas le han arrebatado y lo que
podría arrebatarles a esos niños.
—¿Alguna vez encontraste drogas en su casa?
—Nunca.
—¿Alguna vez desapareció durante horas sin decirte adónde iba?
Mirando su regazo, dijo:
—Nos queremos, pero no estamos juntos todo el día.
—Eso no contesta a mi pregunta.
—No sé —dijo ella, agitada—. Sí. A veces salía; decía que tenía cosas que hacer.
—Y cuando volvía, ¿te decía dónde había estado?
Patty se pensó la respuesta.
—Normalmente decía que había salido a caminar o a correr. Le gusta un sendero
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que discurre paralelo a las vías del tren. A mí me parece muy ruidoso. En otras
ocasiones se quedaba cerca de lugares donde solían reunirse grupos de chicos.
—¿Por qué hacía eso?
Patty explicó que hacia finales del curso pasado se habían producido una serie de
incidentes relacionados con la heroína y la metanfetamina en el instituto de
Starksville, incluidas las dos sobredosis que se mencionaban en la acusación del gran
jurado.
—El director del instituto y la junta escolar presionaron para averiguar de dónde
salían las drogas —continuó—. No creo que hubiera otro profesor que se lo tomara
tan en serio como Stefan. Estaba obsesionado con descubrir de dónde procedían.
—Él dice que salió a buscar a Rashawn la noche en que este fue asesinado.
Patty asintió.
—Cece, la madre de Rashawn, nos llamó alrededor de las ocho. Nos dijo que no
había llegado a casa y nos preguntó si estaba en la escuela.
—Stefan me dijo que aquella noche estaba preocupado por muchas cosas —dijo
Naomi—. Por primera vez en muchos años, cogió una botella, se fue a las pistas, se la
bebió y se desmayó.
La novia de mi primo asintió.
—Dijo que se sentía frustrado por no descubrir de dónde salían las drogas y
porque aquel mismo día Rashawn le había dicho que ya no lo quería como amigo —
dijo Patty—. Por eso se emborrachó.
—¿Por qué Rashawn ya no quería ser su amigo? —le pregunté.
—Rashawn no dijo por qué, y Stefan estaba…
En la calle se oyó un portazo y luego una voz de hombre que gritaba:
—¡Puta novia de un asesino! ¡Puta novia de un negrata! ¡Espero que te pudras en
el infierno!
Los disparos de un rifle de alta potencia resonaron en la oscuridad.
Al escuchar el primer disparo me levanté y desenfundé la Glock. Hubo otros tres
disparos más que alcanzaron las ventanas del salón, salpicándome de cristales.
Al oír el chirrido de unos neumáticos me dirigí a la puerta y me puse en cuclillas
en el porche. Las luces del coche estaban apagadas, pero me pareció que era un
Impala blanco, viejo y destartalado, con unos horribles silenciadores. Una figura con
la cabeza cubierta con una capucha negra y las manos enguantadas asomaba por la
ventanilla, apuntándome con un rifle de caza. Disparó.
La sexta bala impactó en el revestimiento de madera de cedro que tenía a pocos
centímetros de mí. Cuando intenté apuntarlo con el arma, el coche ya había
desaparecido.
Me disponía a levantarme, respirando entrecortadamente a causa de la adrenalina,
cuando vi una figura de pelo rubio vestida con ropa deportiva tendida a los pies de las
escaleras del porche. La sangre brotaba de una herida en la cabeza. No habría servido
de nada acercarse para comprobar si tenía pulso. No me cabía ninguna duda de que…
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—¡Sydney! —gritó Patty, detrás de mí—. ¡No! ¡No!
Cuando estaba a punto de desmayarse, me di la vuelta y la cogí en brazos.
—¿Por qué? —preguntó Patty, sollozando contra mi pecho—. ¿Por qué Sydney?
En aquel momento no tuve valor para decirle que era evidente que se habían
equivocado de objetivo.
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QUINCE MINUTOS DESPUÉS habían cortado Dogwood Road con unos conos y
precintado la casa con cinta amarilla. Los técnicos de la escena del crimen estaban
sacando fotografías del cadáver de Sydney Fox. Una multitud llenaba la calle. Un
vehículo camuflado de la policía se detuvo junto al perímetro y de él bajaron los
detectives Frost y Carmichael.
—Genial —murmuró Naomi.
—¿Tú también los conoces?
—Frost y Carmichael —dijo—. Se ocuparon de investigar el asesinato de
Rashawn Turnbull.
—¿Son buenos policías? —pregunté, dejando de lado la primera impresión que
tuve de ellos.
—Razonablemente inteligentes, con una formación adecuada para un detective de
una ciudad pequeña —dijo Naomi—. Ellos afirman seguir las normas al pie de la
letra, pero yo sospecho que a veces toman atajos y son poco rigurosos con los hechos.
Además, tienen tendencia a sacar conclusiones precipitadas.
—Lo tendré en cuenta —dije, esperando a que examinaran el cadáver.
Frost se rascó la nariz, llena de cicatrices de acné, y le hizo un gesto con la cabeza
a Naomi.
—Abogada.
—Detective Frost —respondió Naomi—. Este es Alex Cross, mi tío.
—Ya nos conocemos —repuso él, sin ningún entusiasmo. Volviéndose hacia mí,
añadió—. Este caso es mío.
—Estoy de vacaciones —dije.
—Lo que quiero decir es que usted no tiene nada que ver con este asesinato, salvo
como testigo —insistió el detective—. ¿Estamos de acuerdo en eso a partir de este
momento?
—Esta es su ciudad, detective Frost. Aquí manda usted.
—¿Qué ha ocurrido? —preguntó Carmichael.
Naomi, Patty y yo les contamos nuestra versión de todo lo ocurrido aquella
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noche, incluida la bombilla fundida del porche y los insultos racistas que habíamos
oído antes de que empezara el tiroteo.
La expresión de Frost se agrió.
—¿Sydney también tenía una relación interracial? —preguntó.
—No, que yo sepa —dijo Patty, frunciendo el ceño.
—Entonces, lo que querían era matarla a usted y dispararon a Sydney por error —
dijo Carmichael, liberándome de la carga de ser yo quien se lo contara—. Las dos
tienen el pelo rubio.
La novia de Stefan encajó mal la información. Parecía mareada.
—¡Oh, Dios mío! Ojalá nunca hubiese venido a esta ciudad.
—Mañana por la mañana tendrán que presentarse en la comisaría para que les
tomen declaración —dijo Frost—. Mientras tanto, deben abandonar este sitio. Hay
más técnicos de la escena del crimen en camino.
—¿No puedo quedarme aquí, en mi casa? —preguntó Patty.
—No creo que consiga dormir mucho —dijo el más veterano de los dos
detectives.
—Puedes quedarte en casa de mi tía Connie. Hay dos habitaciones libres —dije.
La novia de Stefan parecía demasiado cansada para discutir.
—Voy a por algunas cosas.
—¿Pondrán vigilancia en casa de mi tía? —les pregunté a los detectives cuando
Patty y Naomi entraron.
—Puedo solicitarla, aunque eso no significa que la consiga.
—Los recortes de presupuesto —explicó Carmichael.
Eso significaría que Bree y yo tendríamos que turnarnos para vigilar el callejón
sin salida. Después de que Patty metiera algunas cosas en una bolsa, pasamos junto al
cadáver de Sydney Fox. Un médico forense lo examinaba con una potente linterna y
un técnico le estaba sacando fotos. No fue hasta entonces cuando vi que le habían
disparado dos veces en la frente: dos heridas separadas por unos siete centímetros.
Recordé la cadencia de los disparos, lo rápidos y nítidos que…
—¿Doctor Cross? —gritó una voz de hombre.
Me detuve cerca del coche de Naomi y vi a un tipo alto y atlético vestido con
unos vaqueros y una sudadera con capucha negra bajando de una camioneta Dodge
de color gris. De su cuello colgaba una placa. Se acercó corriendo hasta nosotros.
—Soy el detective Guy Pedelini —dijo, sonriendo y tendiéndome la mano—. De
la oficina del sheriff del condado de Stark. Es un honor conocerlo, señor.
—Lo mismo digo, detective Pedelini —contesté, estrechándole la mano.
—Está un poco fuera de su jurisdicción, ¿no, Guy? —preguntó Naomi, con
frialdad.
Pedelini se puso serio.
—Solo quiero presentarle mis respetos a su famoso tío, abogada —dijo—. Pero,
ya que estoy aquí, ¿pueden decirme qué ha pasado?
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—Un tirador profesional ha matado a la mujer equivocada desde un viejo Impala
blanco —dije, y le conté lo que habíamos oído antes de que empezaran los disparos.
El detective Pedelini adoptó una expresión grave, dedicándome toda su atención.
—¿Por qué ha dicho que era un tirador profesional?
—Porque ha usado un rifle de repetición, no un semiautomático o de aire
comprimido, y se las ha arreglado para dispararle dos balas en la frente a la señorita
Fox antes de que se desplomara —dije.
—Un cazador —dijo Pedelini.
—O un militar entrenado —dije—. ¿Conoce a algún racista que encaje con la
descripción y que tenga un Impala muy viejo?
El detective reflexionó antes de negar con la cabeza.
—Hay un par de racistas reconocidos que conducen coches blancos viejos y
destartalados, y un buen número de cazadores decentes y ex militares, pero ninguno
de ellos sería capaz de disparar así. Me refiero a que deberían haberse preparado para
ser francotiradores.
—Tiene sentido —dije.
—¿Por qué le interesa tanto este caso, Guy? —preguntó Naomi.
—Alguien intenta matar a una testigo esencial en un caso de asesinato atroz
cometido dentro de mi jurisdicción. Por eso me interesa, abogada —dijo Pedelini.
—¿Por qué iba a importarle que dispararan contra mí? —preguntó Patty Converse
—. Soy testigo de la defensa, y usted cree que Stefan es culpable.
—Así es —admitió Pedelini—. Creo que es culpable de todo, aunque eso no
impide que me preocupe la seguridad de la gente. Ya ve, señorita Converse, no quiero
que haya ninguna duda con respecto a ese juicio. Quiero que el juez y el jurado
escuchen a las dos partes y que luego deliberen y condenen a su novio para que sea
trasladado a la Prisión Central de Raleigh y le suministren la inyección letal.
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ERAN MÁS DE LAS ONCE cuando Naomi aparcó delante de la casa de la tía
Connie. Bajé del coche con la intención de dirigirme al que había sido mi antiguo
hogar y el de mi familia. Sin embargo, vi que las luces estaban apagadas. Bree abrió
la puerta de la casa de mi tía.
Había llamado a Bree pocos minutos después del asesinato de Sydney, pero
decidimos que era mejor que se quedara en casa mientras yo hablaba con la policía.
Bree me abrazó y me dio un beso.
—Tu tía ha pensado que estaríais hambrientos —dijo—. Ha estado cocinando y
dando consuelo.
—¿Dando consuelo? ¿A quién?
—A Ethel Fox —dijo Bree—. La madre de Sydney. Ella y Connie son amigas.
—¿Cómo se lo ha tomado la madre?
—No se lo cree. Está destrozada y en estado de shock. Sydney era su única hija.
Su marido murió hace diez años, y su hijo vive en California. No sé lo que habría
hecho si tus tías no hubiesen estado aquí.
La rodeé con el brazo y seguimos a Naomi y a Patty hasta la puerta. La tía Connie
tenía la casa impecable, pero no era un lugar frío ni aséptico. Los muebles eran
cálidos y acogedores, y por todas partes había fotos de ella, de sus amigos y de sus
hijos, Pinkie y Karen. No vi ni una sola en la que mi tía no estuviera sonriendo o
abrazando a alguien.
Como ya he dicho, ella siempre trataba a la gente como si los conociera de toda la
vida.
Vi a la tía Connie en la cocina, con unas zapatillas de conejo rosas y un albornoz
a juego, batiendo huevos en un bol metálico. El ambiente olía a tocino, ajo, cebolla y
café. De repente, me sentí famélico y muy cansado. Lo único que quería era comer y
luego acostarme enseguida.
Patty, Naomi, Bree y yo entramos en la cocina. También estaba la tía Hattie,
sentada a la mesa, cogiéndole las manos a una mujer blanca de fino pelo gris, mayor
que ella. En sus mejillas había rastros de lágrimas secas. Parecía mirar al vacío, ajena
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a nuestra presencia.
—Sydney era la cosa más dulce, Connie —dijo la anciana con voz quebrada—.
De pequeña era un encanto.
—Lo recuerdo —dijo la tía Connie, dedicándonos un gesto con la cabeza.
—Creo que después del divorcio estaba encontrándose a sí misma —continuó la
madre de Sydney—. Era feliz y miraba hacia el futuro.
—Es verdad —dijo la tía Hattie—. Era muy buena, una hija de la que sentirse
orgullosa.
Patty tragó saliva.
—Siento mucho su pérdida, señora Fox. Sydney era una gran persona… Yo…
La madre de la fallecida pareció salir de su trance. Volvió la cabeza lentamente
para mirar a la novia de Stefan, que estaba conteniendo las lágrimas.
—La policía ha dicho que le dispararon por tu culpa —dijo Ethel Fox con voz
afligida.
Patty se llevó las manos a la boca y se atragantó.
—Ojalá hubiese sido yo. Le juro que… Yo quería a su hija. Era la mejor amiga
que tenía aquí. Mi única amiga.
Ethel Fox se levantó, miró fijamente a Patty y, por un segundo, pensé que iba a
golpearla. Sin embargo, lo que hizo fue abrir los brazos y abrazar a la novia de
Stefan, que lloró en su hombro.
—Sé que tú también la querías —dijo Ethel Fox, dándole palmaditas en la
espalda a Patty.
—¿No me culpa? ¿Y a Stefan?
La anciana se apartó de Patty y sacudió la cabeza.
—Sydney creía en su inocencia tanto como tú. El otro día estuvimos hablando de
ello. Me dijo que Stefan no era capaz de hacerle algo tan horrible a alguien, y mucho
menos a un chico por el que tanto se preocupaba.
La tía Hattie hizo un esfuerzo por no venirse abajo. La tía Connie se secó las
lágrimas con el antebrazo.
—Ahora escúchame, Ethel —dijo—. Alex, nuestro sobrino, encontrará al asesino
de Sydney, y hará lo mismo con el de Rashawn. Recuerda bien lo que te digo: les
hará pagar por lo que han hecho. ¿No es así, Alex?
Todos los ojos me miraron fijamente. En el poco tiempo que llevaba en
Starksville, la ciudad había mostrado una cara más siniestra de lo que recordaba. En
el fondo, me preguntaba si estaba preparado para averiguar quién había matado al
joven Turnbull y, ahora, a Sydney Fox. Sin embargo, todos me miraban tan llenos de
esperanza que dije:
—Prometo que alguien pagará por ello.
La tía Connie mostró su amplia sonrisa y luego vertió los huevos batidos en una
sartén de color negro que crepitó.
—Sentaos. Enseguida termino.
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—Sydney tenía razón —dijo la tía Hattie—. Quienquiera que matara a ese chico
no tiene corazón, y mi Stefan sí lo tiene.
Me di cuenta de que su comentario iba dirigido a mí. ¿Le habría contado Naomi
lo que había dicho hacía unas horas sobre mi lealtad a las víctimas?
Antes de que yo pudiera responder con delicadeza, Ethel Fox dijo:
—Si me preguntan a mí, creo que por aquí solo hay alguien sin corazón y capaz
de matar así a un muchacho. Si me preguntan a mí, creo que Marvin Bell tiene algo
que ver con ello.
El nombre me sonaba, sin embargo no era capaz de ubicarlo.
Sin embargo, era evidente que mis tías sí eran capaces de hacerlo.
Hattie tenía la mirada afligida y volvió la cabeza.
Connie rascó con fuerza el borde de la sartén con una cuchara de madera, me
miró y vio la confusión en mi cara. Luego miró a la madre de Sidney y, en voz baja,
le advirtió:
—Ethel, sé que no quieres acusar a Marvin Bell de algo a menos que detrás de ti
tengas a cincuenta cristianos temerosos de Dios diciendo que vieron lo mismo con
sus propios ojos y a plena luz del día.
—¿Quién es Marvin Bell? —preguntó Bree.
Mis tías guardaron silencio.
—Alguien escurridizo que siempre está en la sombra y nunca da la cara —dijo
Ethel Fox. Luego me señaló con un dedo huesudo—. ¿Sabes por qué tus tías no te
cuentan nada de él?
Mis tías no me miraban. Negué con la cabeza.
—¿Marvin Bell? —preguntó Ethel Fox—. Hace mucho tiempo, antes de que
fuera un tipo decente, fue el amo de tu padre. Tu padre fue uno de sus negratas.
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LA PALABRA SILENCIÓ la habitación. La expresión del rostro de Bree se
endureció. La de Patty y Naomi también.
Es una palabra que se oye todos los días en las calles de Washington D. C., entre
la gente de color. Pero al escucharla de labios de una anciana blanca del sur
refiriéndose a mi difunto padre sentí como si aquella mujer me hubiese cruzado la
cara con algo indescriptible.
Su hija estaba muerta. Ella estaba consternada. No sabía lo que decía. Aquello fue
lo primero que pensé. Luego me di cuenta de que mis tías no estaban tan
conmocionadas como el resto de nosotros.
—¿Tía Hattie? —dije.
Sin mirarme, la tía Hattie dijo:
—Ethel no pretendía deshonrar el nombre de tu padre ni el tuyo, Alex. Solo ha
descrito las cosas tal y como eran.
Incómoda, la tía Connie dijo:
—En aquella época, tu padre era el esclavo de Marvin Bell. Bell era su dueño. Y
también el de tu madre. Hacían todo lo que él les pedía.
—Por culpa de las drogas —dijo Ethel Fox.
De repente me sentí tan hambriento que me mareé.
—¿No recuerdas que Bell iba a tu casa cuando eras niño para darles algo a tu
padre o a tu madre? —preguntó la tía Connie, mientras servía los huevos en una
fuente—. Un tipo blanco, alto, de rasgos angulosos, y escurridizo, como ha dicho
Ethel.
—Podía ser encantador, y un segundo después peor que un perro rabioso —
añadió la tía Hattie.
Aunque una imagen borrosa e inquietante inundó mi mente, dije:
—No, no lo recuerdo.
—¿Y si…? —empezó la tía Hattie, pero luego se interrumpió.
La tía Connie sirvió tortitas de patata, bacon de arce crujiente, tostadas recién
sacadas del horno y los huevos revueltos recién hechos en platos que fue dejando
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encima de la mesa. Naomi y yo atacamos la comida. La novia de Stefan apartó su
plato de huevos con bacon y mordisqueó una tostada.
Comí en silencio. Sin embargo, Bree hizo toda clase de preguntas sobre Marvin
Bell, y cuando dejé el tenedor sobre el plato después de haber comido hasta casi
reventar, sintiéndome mucho menos mareado y dolorido, mi mente había asimilado
una breve biografía suya; aunque parte de ella eran hechos, mayormente se trataba de
opiniones, rumores, conjeturas y suposiciones.
La palabra escurridizo describía a Bell perfectamente.
De los que se sentaban a la mesa, nadie fue capaz de precisar exactamente cuándo
empezó a controlar Bell la vida de mis padres. Decían que se había introducido en
Starksville como un cáncer silencioso cuando mi madre tenía veinte años. Llegó
cargado de heroína y cocaína, y ofrecía dosis gratuitas para que la gente las probara.
Se apoderó de mi madre y de una docena de mujeres que, como ella, se colocaban y
estaban desesperadas. También engatusó a mi padre, aunque no solo con las drogas.
—Tu padre necesitaba dinero para vosotros —dijo la tía Connie—. Y lo consiguió
vendiendo y trapicheando para Bell. Y como ha dicho Ethel, Bell los tenía tan bien
agarrados que era como si fuesen sus esclavos.
—En una ocasión —dijo Ethel Fox—, Bell sacó a tu padre de su casa, lo ató con
una cuerda a la parte de atrás de su coche y lo arrastró por la calle. Nadie hizo nada
por detenerlo.
Recordando a los chicos a los que el día antes habían arrastrado con una cuerda,
la miré, boquiabierto y horrorizado.
—¿No lo recuerdas, Alex? —me preguntó la tía Hattie, en voz baja—. Tú estabas
allí.
—No —dije, inmediata e inequívocamente—. No lo recuerdo. Yo… me acordaría
de algo así.
El mero hecho de pensar en ello hizo que mi cabeza empezara a dar vueltas; solo
quería tumbarme en la oscuridad y dormir. Mis tías y la madre de Sydney Fox me
miraron, preocupadas.
—¿Qué? —dije—. Simplemente no recuerdo que las cosas fueran así de malas.
Con voz triste, la tía Connie dijo:
—Alex, las cosas se pusieron tan mal que la única forma de escapar que tenían tu
padre y tu madre era la muerte.
Al oír eso después de un día tan largo, bajé la cabeza, afligido.
Bree me frotó la espalda y el cuello.
—¿Bell sigue traficando? —preguntó.
Discutieron sobre si seguía haciéndolo. La tía Hattie dijo que poco después de
que muriera mi padre, Bell se marchó con el dinero que había ganado a treinta
kilómetros al norte y se construyó una mansión en Pleasant Lake. Compró negocios
en la ciudad y, aparentemente, parecía que hubiera enderezado su vida.
—¡No me creo eso ni por un instante! —exclamó Ethel Fox—. La gente no se
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muda por las buenas, sobre todo cuando se puede ganar dinero fácil. Yo creo que
controla los bajos fondos de esta ciudad y de las ciudades de los alrededores. Incluso
puede que los de Raleigh.
Levanté la cabeza.
—¿Nunca lo han investigado? —pregunté.
—Oh, estoy segura de que alguien lo habrá hecho —dijo Connie.
—Pero, por lo que yo sé, Marvin Bell nunca ha sido detenido —dijo Hattie—. De
vez en cuando se lo ve por Starksville, y es como si estuviera mirando a través de ti.
—¿Qué quieres decir con eso? —preguntó Bree.
Hattie se movió en su silla.
—El mero hecho de tenerlo cerca te hace sentir incómodo. Como si fuera a
amenazarte de un momento a otro, aunque esté sonriéndote.
—Entonces, ¿sabe quiénes sois? ¿Y lo que habéis visto? —preguntó Bree.
—Oh, espero que lo sepa —dijo Connie—. Aunque a él no le importa. En el reino
de Bell, no somos nada. Del mismo modo que los padres de Alex no eran nada para
él.
—¿Hay alguna prueba que relacione a Bell con Rashawn Turnbull? —preguntó
Bree.
Naomi negó con la cabeza.
Patty Converse parecía perdida en sus pensamientos.
—¿Stefan lo ha mencionado alguna vez? —le pregunté.
La novia de mi primo se sobresaltó cuando se dio cuenta de que estaba
dirigiéndome a ella.
—A decir verdad, nunca he oído hablar de Marvin Bell.
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A LA MAÑANA SIGUIENTE, cuando me desperté, vi a mi hija junto a la cama,
zarandeándome. Llevaba un chándal azul y sostenía una bolsa de deporte.
—Son las seis de la mañana —susurró—. Hay que irse.
Asentí, adormilado, y me levanté de la cama, intentando no despertar a Bree.
Cogí unos bermudas, unas zapatillas deportivas, una camiseta de los Georgetown
Hoyas y una sudadera con capucha de Johns Hopkins y me metí en el baño.
Me eché agua fría en la cara y me vestí, dispuesto a no pensar en el día anterior,
en Marvin Bell y en lo que mis tías me contaron que les había hecho a mis padres.
¿Nana Mama lo sabía? Dejé de lado aquella y otras preguntas. Al menos durante unas
horas, quería concentrarme en mi hija y en sus sueños.
Nana Mama ya se había levantado.
—Café con achicoria —dijo, tendiéndome una taza para llevar y una pequeña
nevera portátil—. Aquí dentro hay plátanos, agua y los batidos de proteínas de tu hija.
Y también unos cuantos muffins de semillas de amapola; sé que te gustan.
—¿Me estás cebando?
—Solo quiero añadir un poco de carne a tus huesos —dijo, echándose a reír.
Yo también me reí.
—Me acuerdo de eso —dije.
Cuando era un adolescente, más o menos de la edad de Jannie, ya había alcanzado
mi estatura máxima, pero pesaba setenta y dos kilos. Entonces soñaba con jugar al
fútbol y al baloncesto en la universidad. De modo que, durante dos años, Nana Mama
estuvo preparándome más comida de la cuenta para añadir un poco de carne a mis
huesos. Cuando me gradué en el instituto, pesaba casi noventa kilos.
—¡Papá! —protestó Jannie.
—Dile a Bree que estaremos de vuelta antes de la diez —dije, y salí corriendo de
casa con mi hija.
Jannie no estaba nerviosa por la carrera en el instituto de Starksville. Y no me
extrañó. Es increíblemente competitiva y resistente cuando se trata de correr. A veces
está un poco irritable antes de afrontar un reto en la pista. Y otras, como aquella
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mañana, está tranquila, muy concentrada.
—Se supone que esa entrenadora es dura —dije.
Jannie asintió.
—Es segunda entrenadora en Duke.
Podía adivinar lo que estaba pensando. Una de las ayudantes de la entrenadora de
atletismo de la Universidad de Duke se ocupaba del equipo de la Unión Atlética
Amateur en Raleigh durante el verano. Sin duda, alguna de sus atletas estaría en la
pista. Jannie estaba dispuesta a impresionarlas a todas.
Entré en el aparcamiento casi vacío que había al lado del instituto. A las seis y
cuarto de un sábado por la mañana solo había unos pocos coches, incluidas dos
furgonetas blancas. Detrás de ellas, de una valla de tela metálica y de unas gradas,
había gente haciendo jogging y calentando.
—Has venido aquí a entrenar, ¿verdad? —dije, mientras Jannie se desabrochaba
el cinturón de seguridad.
Ella sacudió la cabeza y sonrió.
—No, papá —me contestó—. He venido a correr.
Cruzamos una puerta que había debajo de las gradas y nos acercamos a la pista.
Había quince, puede que veinte atletas, algunas haciendo estiramientos en el frío aire
de la mañana y otras precalentando.
—¿Jannie Cross? —Una mujer vestida con pantalones cortos, zapatillas de
deporte y un brillante anorak de color turquesa se acercó corriendo hacia nosotros.
Llevaba una tabla para sujetar papeles y mostró una amplia sonrisa cuando,
extendiendo la mano, dijo—: Melanie Greene.
—Encantado de conocerla, entrenadora Greene —dije, estrechándole la mano y
percibiendo su sincero entusiasmo.
—El placer es mío, doctor Cross —dijo la entrenadora.
Luego, volviéndose hacia Jannie, dijo:
—Y usted, señorita, ha causado mucho revuelo.
Jannie sonrió, inclinando la cabeza.
—¿Ha visto el vídeo de la competición?
—Igual que el resto de entrenadores de primera división del país —dijo—. Y aquí
estás, en mi pista.
—Así es, señora —contestó Jannie.
—Solo por curiosidad: ¿en otoño solo estarás en segundo año de secundaria?
—Sí, señora.
La entrenadora Greene sacudió la cabeza con incredulidad y luego me entregó la
tabla para sujetar papeles.
—Necesito que firme unos impresos —dijo—. Son para confirmar que, bajo
ningún concepto, consideramos esto como una reunión para un fichaje. Esto es solo
un entrenamiento de verano. En la parte inferior hay una autorización del
departamento de educación de Starksville.
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Eché un vistazo a los documentos y empecé a firmarlos.
—¿Por qué no das una vuelta para calentar? —le dijo la entrenadora Greene a
Jannie—. Esta mañana entrenaremos los doscientos metros.
—De acuerdo, entrenadora —dijo Jannie, adoptando una expresión grave
mientras dejaba la bolsa encima de una de las gradas bajas y corría hacia la pista.
Firmé el último impreso y le devolví la tabla a la entrenadora.
—¿Cuánto tiempo se van a quedar? —preguntó ella.
—No lo sé —dije—. Estamos aquí por un problema familiar.
—Lo siento y al mismo tiempo me alegra oírlo.
Volvió a estrecharme la mano antes de acercarse corriendo a varias chicas
vestidas con sudaderas de la Unión Atlética Amateur y de Duke.
Estaban llegando más atletas, chicos y chicas, más jóvenes que los del grupo de la
universidad que ya estaba en la pista, y algunos que debían de tener más o menos la
edad de Jannie. Tres de ellos llevaban sudaderas de Starksville. Me senté en las
gradas, sorbí un poco de café y me comí unos muffins de semillas de amapola
mientras Jannie llevaba a cabo su rutina de calentamiento: una vuelta lenta y luego
una serie de enérgicos estiramientos y ejercicios que iban aumentando en intensidad y
cuyo objetivo era tonificar los músculos.
El resto de atletas no le quitaba la vista de encima, estudiándola, sobre todo las
alumnas de instituto, y especialmente las de Starksville. En el caso de que Jannie se
hubiera dado cuenta, no lo parecía. La expresión de su rostro daba a entender que
solo pensaba en su carrera.
La entrenadora Greene llamó a los atletas y los dividió en grupos. Jannie estaba
en el de las chicas locales. En el caso de que le importara, no lo demostró. Lo único
que importaba era el tiempo.
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GREENE LES PIDIÓ que se esforzaran al sesenta por ciento. Los chicos salieron en
primer lugar, corrieron los doscientos metros y después aminoraron la marcha. Luego
Greene fue mandando lo mismo al resto de los grupos por turnos. Las siete
universitarias eran atletas de verdad, fuertes y rápidas. En la pista, parecían estar
bailando; apenas tocaban el suelo y movían las piernas a toda velocidad, con una
poderosa cadencia.
Jannie las observaba con atención, pero no se la veía preocupada. Cuando le llegó
el turno a su grupo, el de las alumnas de instituto, ella se quedó en la calle exterior,
dejándoles las calles más fáciles a sus compañeras. Greene le dijo algo que no pude
escuchar. Jannie asintió y se colocó en su posición.
Todos corriendo a intervalos sin tacos de salida cada vez que Greene tocaba el
silbato. Algunas de las otras chicas, sobre todo las tres de Starksville, tenían agallas y
se mantuvieron a la altura de Jannie durante la desaceleración. Sin embargo, saltaba a
la vista que no poseían su natural elasticidad ni su zancada.
La diferencia fue más evidente en la tercera carrera, en la que Greene exigió un
esfuerzo del ochenta por ciento. Cuando sonó el silbato, Jannie salió con un
movimiento suave y cortante, que enseguida dio paso a las largas y explosivas
zancadas de una especialista en los cuatrocientos metros al tomar la curva. Redujo la
marcha cuando le quedaban diez metros, y aun así superó a las alumnas de instituto
en más de cinco metros.
—¡Eh! —le gritó una de las chicas de Starksville a Jannie, enfadada y respirando
entrecortadamente—. ¡Ochenta por ciento!
Jannie sonrió y dijo:
—No, setenta.
Lo dijo sin mala intención, pero la chica pensó que estaba siendo
condescendiente. Su rostro se endureció y, dándose la vuelta, se acercó a sus amigas.
La entrenadora Greene debió de oír a Jannie diciendo que había alcanzado un
setenta por ciento, porque fue corriendo hacia ella y le dijo algo. Jannie asintió y
corrió para unirse a las atletas mayores.
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—Formad grupos de cuatro, chicas —les gritó Greene.
Las universitarias saludaron con un gesto de la cabeza a Jannie cuando se unió a
ellas, pero aquellas chicas eran atletas de primera división, y al cabo de un momento
se concentraron en la carrera.
—Ahora, ochenta y cinco por ciento —gritó Greene mientras las chicas se
colocaban en sus puestos de salida.
A sus quince años y medio, mi hija era tan alta o más que la mayoría de sus
compañeras, aunque no tenía su fuerza ni su constitución. A su lado, se la veía
delgada.
Jannie corrió junto a las dos chicas más fuertes durante los primeros ciento
cincuenta metros. Luego se puso de manifiesto su experiencia y su condición. Se
fueron alejando de ella y cruzaron la meta diez metros por delante.
—Noventa —gritó Greene, y todas las chicas del grupo, incluida Jannie,
asintieron con la cabeza, jadeando.
Corrieron otras dos carreras iguales, y Jannie quedó tercera en ambas. Entonces
Greene les ordenó que hicieran ejercicios suaves de recuperación y estiramientos. Las
dos chicas más rápidas se acercaron a hablar con Jannie, pero las de Starksville la
ignoraron.
La entrenadora Greene se acercó a la valla. Bajé a hablar con ella.
—¿Ha corrido los doscientos metros en alguna competición? —preguntó.
—No —dije—. Solo los cuatrocientos. ¿Por qué?
—Las dos chicas que la han ganado, Layla y Nichole, son velocistas natas. Su
prueba son los doscientos. Layla quedó segunda en los campeonatos del Atlántico y
duodécima en los nacionales de la NCAA.
No sabía qué decir.
—Creo que ella prefiere los cuatrocientos.
—Lo sé —dijo Greene—. Aún está verde, pero es impresionante, doctor Cross.
—Gracias, eso creo.
—Es un gran cumplido —dijo la entrenadora—. Yo… —Hizo una pausa—. Creo
que el próximo sábado por la mañana podría llevarla a Duke.
—¿Para?
—Hay un grupo de Chapel Hill, Duke y Auburn. Todo son chicas que corren los
cuatrocientos y entrenan allí. Me gustaría que la jefa que tengo en mi otro trabajo
viera correr a Jannie.
—Pensaba que esto no tenía nada que ver con los fichajes.
—Es solo una sugerencia amistosa. Creo que Jannie se aburrirá corriendo con
estas chicas, mientras que allí, a solo una hora de distancia, hay chicas con las que
entrenaría más a gusto.
—Tendremos que hablarlo —dije—. Y dependerá de mi situación familiar.
—Solo quería que supiera que Jannie tiene las puertas abiertas —dijo la
entrenadora antes de alejarse corriendo.
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Las tres chicas de Starksville se acercaban por la pista. Greene chocó los cinco
con ellas al pasar y les dijo:
—El martes por la tarde.
Las chicas me dedicaron una mirada hostil cuando pasaron junto a mí y luego
siguieron charlando. Jannie se puso las sandalias de goma y se cargó la bolsa al
hombro. Cada uno de sus movimientos era eficaz y natural; incluso cuando andaba
sin prisas lo hacía con fluidez, con los hombros, las caderas, las rodillas y los tobillos
relajados y perfectamente sincronizados.
Soy consciente de que estoy presumiendo de mi hija, pero, dejando de lado el
orgullo de padre, sabía lo suficiente sobre atletismo para comprender que el don que
Jannie tenía era algo que no se podía enseñar. Era algo genético, una bendición de
Dios, un nivel de conciencia física que estaba más allá de mi comprensión. Por eso,
en aquel momento, levanté los ojos hacia el cielo, pidiendo consejo.
Jannie se acercó a mí y, protegiéndose los ojos, también miró al cielo.
—¿Qué ocurre allí arriba?
Rodeándola con el brazo, dije:
—Todo.
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LLEGAMOS A CASA alrededor de las ocho y veinte. Ali se había levantado, pero
aún iba en pijama. Estaba sentado en el sofá viendo un programa de pesca en Outdour
Channel, uno de los pocos canales que se veían bien.
—Esto es genial, papá —dijo Ali—. Enganchan ese enorme pez espada y se
pasan horas recogiendo el sedal para poder etiquetarlo y seguirle la pista.
—Increíble —dije, mirando las aguas de color turquesa—. ¿Qué lugar es ese?
—Las islas Canarias. ¿Dónde están?
—Cerca de África, creo.
Bree y Nana Mama estaban en la cocina, preparando el desayuno.
—¿Por qué no me has despertado? —me preguntó Bree cuando entré—. Quería ir
con vosotros.
—Lo siento —dije—. Quería dejarte descansar.
—Ya descansaré cuando esté en Jamaica —dijo ella, con firmeza.
Llevándome la mano a la frente para saludarla, dije:
—Detective Stone.
—Descanse —dijo Bree, sonriendo tímidamente—. ¿Podemos ir a dar una vuelta
después de desayunar? Me refiero a una vuelta de verdad.
—Te voy a hacer un recorrido turístico —dije—. Sí, eso estaría bien.
—Llevadme con vosotros —dijo Nana Mama—. Voy a volverme loca en esta
casa si todo lo que puede verse en televisión son programas de caza y pesca. Y no me
importa que Connie diga que Starksville ha cambiado mucho. Si cierro los ojos, sigo
viéndola como era.
Curiosamente, yo no. Me di cuenta de que no había pensado en la casa como el
lugar donde había pasado mi infancia o en el hogar de mis padres desde esa primera
noche en la ciudad. El psicólogo que llevo dentro se preguntaba por qué. ¿Y por qué
mis tías insistían en que había visto a mi padre siendo arrastrado con una cuerda?
¿Acaso había bloqueado ese recuerdo? Y, si así era, ¿por qué?
—¿Te encuentras bien, Alex? —me preguntó Bree, tendiéndome un plato.
—¿Eh?
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—Estás dándole vueltas a algo —dijo.
—Parece que es un día para reflexionar.
Me encogí de hombros y me senté a la mesa a comer.
Entonces apareció Naomi.
—¿No fue aquí donde lo dejamos ayer?
—No tiene nada de malo desayunar dos veces en ocho horas —dijo Nana Mama
—. ¿Quieres comer algo, querida?
—Apenas puedo moverme después de la bomba de colesterol de anoche —dijo
Naomi. Luego me miró—. ¿Quieres ver dónde lo encontraron? Me refiero a
Rashawn.
—Sí, si podemos disfrutar de las vistas durante el trayecto —dije.
Una hora más tarde, la temperatura superaba los treinta grados y el calor era cada
vez más pegajoso. Puse el aire acondicionado del Explorar a niveles árticos. Bree iba
sentada a mi lado y Naomi y Nana Mama en la parte de atrás.
Nos dirigimos a poca velocidad hacia el norte, zigzagueando por Birney, que aún
estaba como lo recordaba: en mal estado y habitado por negros y unos cuantos
blancos pobres. En el extremo este del barrio, Naomi señaló una vivienda de dos
plantas y dijo:
—Rashawn vivía allí. Esa es la casa de Cece Caine Turnbull.
—¿Cuándo lo vio vivo por última vez su madre? —preguntó Bree.
—Esa mañana, cuando se fue a la escuela —contestó Naomi—. Formaba parte de
un programa extraescolar de YMCA; por eso no se preocupó al ver que no llegaba a
casa a las seis. Pero a las siete, Cece empezó a llamarlo al móvil. Él no contestó. Sus
amigos dijeron que no lo habían visto. Entonces Cece llamó a Stefan y a la policía.
—¿La policía salió en su busca? —preguntó Bree.
—Sí, pero con poco entusiasmo. Le dijeron a Cece que seguramente estaría por
ahí con alguna chica o fumándose un porro.
—¿A los trece años? —preguntó Bree.
—Aquí es bastante normal —dijo mi sobrina—. Incluso antes de esa edad.
Me dirigí al norte cruzando las vías, el puente con arcos y los barrios, hacia el
centro de la ciudad. Pasamos junto a una licorería y me fijé en el nombre: Bebidas
Bell. Me pregunté si sería uno de los negocios supuestamente legales que Marvin
Bell había adquirido con el dinero de la droga.
Recorrimos el centro de la ciudad y los barrios ricos. No eran ricos en el mismo
sentido que en Nueva York o en Washington D. C., pero estaba claro que allí vivía la
clase media, las casas eran más grandes que las de Birney y con patios más amplios y
mejor cuidados.
—Cuando era joven era igual —dijo Nana Mama—. Los negros pobres vivían en
Birney y los blancos con sus grandes empresas aquí.
—¿Quién es ahora el mayor empresario? —preguntó Bree.
Naomi señaló a través de la ventanilla una colina cubierta de hierba con barrios
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de clase media y una larga pared de ladrillo y hierro forjado. Al otro lado de la pared,
el césped, recortado como si fuera un campo de golf parecía vibrar bajo el sol y se
extendía por la colina hasta la única construcción de Starksville que podía definirse
legítimamente como una mansión. Versión moderna de un diseño anterior a la guerra
de Secesión, la casa tenía una fachada de ladrillo con muchas ventanas blancas con
forma de arco y un porche. Ocupaba toda la cresta de la colina y estaba rodeada de
arbustos y árboles frutales.
—Esa es la casa de la familia Caine —dijo Naomi—. Son los propietarios de la
empresa de fertilizantes.
—¿Los abuelos de Rashawn? —preguntó Bree.
—Harold y Virginia Caine —dijo Naomi.
—Un gran paso atrás para Cece, entonces —dije—, teniendo en cuenta dónde
vive ahora.
—Así pues, Rashawn era una víctima inocente incluso antes de morir —dijo
Nana Mama, en un tono disgustado—. Hace cincuenta años no soportaba este lugar, y
tengo la sensación de que nada ha cambiado. Por eso tuve que irme después de
abandonar a Reggie. Por eso quería sacar a Jason de aquí.
Miré por el retrovisor y vi a mi abuela retorciéndose las manos y mirando por la
ventanilla. Reggie. Fue una de las pocas veces que la oí pronunciar el nombre de mi
abuelo. Raramente solía hablar de su juventud, de su matrimonio fracasado o de mi
padre. Su historia siempre parecía empezar cuando se fue a Washington y a Howard.
Evitaba hablar de mi padre, como si fuera una costra que no se quisiera rascar.
—Gira a la derecha —dijo Naomi.
Rodeamos la colina, por debajo de la mansión de los Caine, y luego nos dirigimos
hacia el oeste, donde había menos casas. Pasamos junto a una iglesia católica en la
que un jardinero estaba cortando el césped.
—St. John —dijo Nana Mama, con cariño—. Aquí hice la primera comunión.
Volví a mirar por el retrovisor y me di cuenta de que la habían asaltado algunos
recuerdos de Starksville más agradables. Más allá de la iglesia, la carretera se
adentraba en el bosque.
—Más adelante hay un área de descanso. A la derecha, después del cementerio —
dijo Naomi—. Hay un mirador.
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PASAMOS JUNTO AL CEMENTERIO de St. John, cuyas puertas estaban abiertas.
Desde lo alto de la colina vi el área de descanso.
—Una vista muy bonita —dijo Nana Mama. Miré por tercera vez por el retrovisor
y vi a mi abuela contemplando el cementerio—. Tu tío Brock está enterrado ahí.
Podría estar en Arlington, pero Connie Lou quiso que estuviera aquí, con la familia.
—Murió en la guerra del Golfo, ¿verdad? —preguntó Bree.
—Estaba en los Boinas Verdes —explicó Naomi—. A título póstumo, le
concedieron la Estrella de Plata por su valor en Faluya. Está en una estantería del
salón.
—¿Connie nunca se volvió a casar? —preguntó Bree.
—Nunca vio la necesidad —contestó Nana Mama—. Brock era su alma gemela;
comparados con él, todos los amigos que tenía salían perdiendo.
—¿Amigos? —pregunté.
—No es asunto tuyo.
Sabía que era mejor no insistir, y lo que hice fue seguir subiendo hasta el área de
descanso. A unos trescientos metros había peñascos irregulares de color blanco.
Árboles de madera dura, como el arce y la pacana, salpicaban el terreno en el otro
extremo de los riscos. Sin embargo, en el más cercano, habían talado los árboles para
fabricar madera; sus tocones casi habían sido engullidos por zarzas y retoños de
matorrales.
Bree, Naomi y yo bajamos del coche, conscientes del calor que debía hacer en el
edificio y del zumbido de los insectos. Mi abuela bajó la ventanilla y se quedó donde
estaba.
—Esperaré aquí, gracias —dijo—. He dado clases a muchos chicos de trece años;
no quiero escuchar lo que vais a decir.
—No tardaremos mucho —prometió Naomi, y, dirigiéndose a mí, dijo—: Sería
genial tener unos prismáticos.
—Tengo unos —dije.
Del maletero del Explorer saqué los prismáticos Leupold que compré cuando aún
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estaba en el FBI.
Naomi nos condujo hasta una barandilla alta. Vimos una enorme y profunda
cantera de piedra caliza abandonada que hizo que mi corazón se acelerara. Una vez
más me vi a mí mismo de niño, corriendo de noche bajo la lluvia. No sabía adónde
iba ni por qué. O quizás era incapaz de recordarlo.
O no quería hacerlo.
Sea como fuere, hice un esfuerzo por calmarme y estudiar a fondo la cantera antes
de que Naomi dijera nada. Tenía unos ochenta, quizás noventa metros de
profundidad. En algunas zonas, el suelo estaba cubierto por la maleza, mientras que
en otras era de piedra. Un arroyo lo cruzaba y desaparecía por un hueco de la pared
situada a nuestra izquierda.
Los grafitis de las pandillas callejeras cubrían la parte inferior de las paredes de
piedra caliza. En la parte superior, los riscos eran irregulares y estaban escalonados
en las partes donde los mineros habían cortado grandes bloques de piedra. En algunos
puntos había agujeros dentados en la roca… Entradas de cuevas. El agua goteaba de
las cuevas y caía hasta el arroyo.
Naomi señaló hacia abajo, indicando la zona de la cantera que quedaba más
desprotegida, un campo de escombros quemado por el sol que me recordó a unas
ruinas griegas que había visto en unas fotografías. Había trozos de piedra caliza por
todas partes. Los bloques más cuadrados estaban amontonados sin orden ni concierto,
y los que estaban rotos lo cubrían todo.
—¿Ves la pila más alta? —dijo mi sobrina—. A lo lejos, un poco hacia la derecha.
Pues ve hacia la izquierda y fíjate en esa más baja, hacia el centro, más cerca de
nosotros.
—La veo —dije, mientras enfocaba con los prismáticos cinco bloques de roca
agrietada del tamaño de una puerta. Había una especie de sendero que conducía desde
allí hasta un agujero en la pared situado a nuestra izquierda.
—Allí fue donde encontraron a Rashawn —dijo Naomi—. Luego te enseñaré las
fotografías de la escena del crimen, pero estaba boca abajo sobre el bloque de piedra
más alto, con los vaqueros alrededor del tobillo derecho y la pierna izquierda
colgando. No creo que desde aquí puedas ver la decoloración de la roca, pero cuando
Pedelini lo encontró, hacía menos de una hora que había estado lloviendo y…
—Un momento —dije, bajando los prismáticos—. ¿Pedelini? ¿El detective de la
oficina del sheriff?
—Exacto —dijo Naomi—. Pedelini vio el cuerpo desde aquí arriba. Dijo que, a
pesar de la lluvia, cuando llegó hasta donde se encontraba Rashawn había un círculo
rosado de sangre alrededor de su cuerpo.
—La acusación decía que le habían cortado el cuello —dije.
Naomi asintió.
—Podrás leer el informe completo de la autopsia.
—¿Tienen el arma? —preguntó Bree.
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Mi sobrina se aclaró la garganta.
—Una sierra de bolsillo hallada en el sótano de la casa que compartían Stefan,
Patty y Sydney Fox.
—¿La sierra de bolsillo de Stefan?
—Sí —contestó Naomi—. Él dijo que la compró porque le había dado por cazar
pavos, y otro profesor de la escuela que los cazaba le dijo que era una buena
herramienta para ello.
—¿Tenía sus huellas? —preguntó Bree.
—Y el ADN de Rashawn —dijo Naomi.
Bree nos miraba con escepticismo.
—¿Y cómo lo explica?
—No lo ha hecho —repuso Naomi—. Stefan dice que compró la sierra, la sacó de
su embalaje en casa y la dejó en el sótano junto con el resto del equipo que había
comprado para salir de caza.
—¿Cuántas entradas tiene ese sótano? —preguntó Bree.
—Tres —contestó Naomi—. Desde el apartamento de Stefan, desde el de Sydney
Fox y una puerta en el suelo, en la parte de atrás. No había señales de que esta última
hubiese sido forzada.
Levanté los prismáticos y volví a enfocar la antigua cantera, centrándome en el
lugar donde un muchacho de trece años había sido torturado y asesinado.
—Quiero bajar para verlo más de cerca —dije.
—El viejo camino que sale de la iglesia está cerrado con unas cadenas, y a pie es
un buen paseo —explicó Naomi—. Al menos veinte minutos desde la carretera
principal. Necesitarás repelente de insectos, pantalones largos y manga larga para
evitar las niguas. También hay zumaques venenosos.
—Con este calor no podemos dejar tanto tiempo a una mujer de noventa años en
el coche —dijo Bree—. Llevamos a casa a Nana Mama, cogemos todo lo que
necesitamos y volvemos.
Me llevé la mano a la frente y saludé a mi mujer. Era la segunda vez que lo hacía
aquella mañana.
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QUINCE MINUTOS DESPUÉS estábamos de vuelta en Loupe Street. Ali seguía
viendo la televisión, un programa de caza y aventura presentado por un afable
grandullón con un sombrero vaquero negro.
—¿Te suena de algo Jim Shockey? —preguntó Ali.
—Me temo que no.
—Viaja a lugares desconocidos y caza cabras montesas en Turquía y ovejas en
Mongolia Exterior.
—¿Mongolia Exterior? —dije, acercándome a la pantalla para ver lo que supuse
que eran mongoles cargados con mochilas escalando alguna remota montaña con
Shockey, el grandullón del sombrero vaquero negro.
—Sí, es genial —dijo Ali, con los ojos fijos en la pantalla—. No sabía que se
podían hacer cosas como esas.
—¿Te interesa Mongolia Exterior?
—Claro. ¿Por qué no?
—Eso es cierto, ¿por qué no? —dije, y subí a cambiarme de ropa.
Naomi decidió quedarse para trabajar en la presentación del caso. Cuando Bree y
yo nos fuimos, Nana Mama se estaba preparando algo de comer y Ali estaba
gratinando sándwiches de tomates verdes y queso.
Llevábamos con nosotros los informes y las fotografías de la escena del crimen
cuando nos dirigimos de nuevo hacia la iglesia. El jardinero había terminado y estaba
cargando el cortacésped en un remolque. Yo buscaba el camino abandonado y cerrado
con cadenas que Naomi nos había mostrado cuando volvíamos a casa.
—Nana Mama tiene razón —dijo Bree—. El cementerio es muy bonito.
Miré hacia la colina, más allá de la iglesia, y vi las filas de lápidas y tumbas.
Recordé algo que había dicho mi tío Clifford hacía dos noches y algo que mi abuela
había dicho aquella misma mañana.
Giré y metí el Explorer en el aparcamiento.
—Espera un segundo —dije.
Me acerqué al jardinero, me presenté y le hice varias preguntas. Sus respuestas
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me estremecieron y un escalofrío recorrió mi espina dorsal.
Volví al coche.
—Antes de ir a la cantera haremos una breve parada —dije.
—¿Adónde vamos?
—Al cementerio —contesté, tragándome las emociones y poniendo el coche en
marcha—. Creo que mis padres están enterrados allí.
Bree estuvo pensando un momento en silencio y luego dijo:
—¿De verdad?
—La otra noche, el marido de Hattie dijo: «Christina está al lado de Brock».
Brock era el hermano de mi madre, el esposo de la tía Connie, y Nana Mama dijo que
estaba enterrado aquí. Y mi madre fue enterrada junto a su hermano. El jardinero me
ha dicho que también hay una parcela de la familia Cross.
Crucé la entrada y seguí por la colina de suaves ondulaciones, buscando las
tumbas que el jardinero me había descrito.
—Alex —dijo Bree en voz baja—. ¿Nunca has visitado la tumba de tus padres?
Negué con la cabeza.
—Pensaban que era demasiado pequeño para asistir al funeral de mi madre, e
inmediatamente después de que muriera mi padre nos mandaron con Nana Mama.
Teniendo en cuenta todo lo que habíamos pasado, quiso ahorrarnos el dolor de un
funeral.
Bree pensó en lo que acababa de decirle.
—Entonces, tus padres murieron con poco tiempo de diferencia.
—Un año —dije—. Después de que mi madre muriera, mi padre estaba tan
afligido que empezó a beber mucho y a tomar drogas.
—Eso es horrible, Alex —dijo ella, frunciendo el ceño—. ¿Por qué no me lo
habías contado?
Me encogí de hombros.
—Cuando te conocí, mi pasado era… mi pasado.
—¿Y quién cuidó de ti y de tus hermanos mientras ocurría todo eso?
Pensé en ello, conduciendo despacio, sin dejar de examinar la ladera.
—No me acuerdo —dije—. Probablemente la tía Hattie. Siempre íbamos a su
casa cuando las cosas se ponían…
La tumba era de granito gris, y estaba un poco más abajo de una fila de sepulturas
parecidas. En la parte delantera habían grabado el apellido CROSS.
Detuve el coche, lo dejé en marcha para que siguiera funcionando el aire
acondicionado y miré a Bree. La expresión de su rostro estaba llena de dolor y
compasión.
—Ve —dijo en voz baja—. Estaré aquí si me necesitas.
Le di un beso antes de salir del coche. Hacía calor y se escuchaba el zumbido de
los insectos procedente del bosque. Pasé por delante del Explorer y me dirigí hacia la
hilera de tumbas, centrando mi atención en la que tenía el apellido Cross. Sentí que
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todo mi cuerpo se entumecía cuando estuve delante de la tumba, muy descuidada. La
hierba crecía a su alrededor. Tuve que agacharme y apartarla para ver tres pequeñas
lápidas de granito con unas iniciales grabadas. De izquierda a derecha, rezaban:
ALEXANDER CROSS
HERRERO
12 DE ENERO DE 1890
8 DE SEPTIEMBRE DE 1947
GLORIA CROSS
MADRE Y ESPOSA
23 DE JUNIO DE 1897
12 DE OCTUBRE DE 1967
REGINALD CROSS
MARINO MERCANTE
6 DE NOVIEMBRE DE 1919
12 DE MARZO DE 1993
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—Siento no haber venido antes, mamá. Lo siento… por todo.
Me quedé allí de pie, tratando de recordar la última vez que había visto a mi
madre, y no pude. Había muerto en casa. Estaba seguro de ello porque mis tías
estaban allí a todas horas, cuidando de ella, pero no fui capaz de recordarla.
Angustiado por eso, me limpié las lágrimas y caminé hasta la parte de atrás para
leer las inscripciones.
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Palm Beach, Florida
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Uno de los agentes de uniforme les enseñó la casa, un castillo, en realidad, con
tantos pasillos y habitaciones que el detective Johnson pronto se perdió. Subieron una
majestuosa escalera y pasaron por delante del retrato de una mujer muy guapa con un
vestido de noche. Oyeron a un hombre que estaba llorando.
Entraron en un enorme dormitorio y vieron en la entrada a un hombre delgado,
cabizbajo, sentado en un banco acolchado.
—¿Doctor Abrams? —dijo Drummond.
El cirujano plástico levantó la vista. Tenía un rostro de rasgos delicados y una
cabeza con una abundante mata de cabello. Johnson pensó que, entre otras muchas
cosas, se habría hecho implantes de pelo.
Drummond se presentó y le dijo a Abrams que lamentaba su pérdida.
—No lo entiendo —dijo Abrams, tratando de calmarse—. Ruth era la mujer más
feliz que he conocido. ¿Por qué haría algo así?
—¿No hay indicios de que pudiera haber estado pensando en suicidarse? —
preguntó Drummond.
—Ninguno —respondió el médico.
—¿Había algo que le preocupara últimamente? —preguntó Johnson.
El cirujano plástico empezó a negar con la cabeza, pero de repente dejó de
hacerlo.
—Bueno, la muerte de Lisa Martin, la semana pasada. Eran amigas íntimas y se
movían en los mismos círculos.
Ambos detectives asintieron. También se habían ocupado del caso, pero la muerte
de Lisa Martin, otra mujer que residía en Ocean Boulevard, se había considerado un
accidente. Una radio Bose que estaba enchufada se cayó a la bañera mientras ella se
daba un baño.
—Entonces, ¿su esposa estaba triste por la muerte de la señora Martin? —
preguntó Drummond.
—Sí, triste y preocupada —dijo Abrams—. Aunque no tanto como para… Ruth
tenía muchos motivos por los que vivir, y amaba la vida. ¡Dios mío! ¡Era la única
persona de esta ciudad, además de mí, que nunca había tomado antidepresivos!
—¿Fue usted quien la encontró, señor? —preguntó Johnson.
Los ojos del cirujano se humedecieron y asintió.
—Ruth había dado el fin de semana libre al personal de servicio. Yo volé de
noche desde Zúrich.
—Vamos a echar un vistazo —dijo Drummond—. ¿Ha tocado algo?
—Quería cortar la cuerda —dijo Abrams mirándose las manos—, pero no lo he
hecho. Solo… les he llamado a ustedes.
Parecía solo y perdido.
—¿Tiene familia, señor? —le preguntó Johnson.
Abrams asintió.
—Mis hijas. Sara está en Londres y Judy en Nueva York. Ellas van a…
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El médico suspiró y se echó a llorar otra vez.
Drummond entró en el dormitorio, y Johnson le siguió. El sargento se detuvo,
estudiando el cuerpo in situ.
Ruth Abrams colgaba de un cordón de cortina, enrollado alrededor de su cuello,
atado a una lámpara de araña que había en el techo, encima de la cama. Era una mujer
bajita que no debía de pesar más de cincuenta kilos, vestida con un camisón negro.
Tenía la cara hinchada y con manchas de color púrpura. Sus piernas y sus pies tenían
un color rojo oscuro debido a la sangre coagulada.
—¿Tienen la hora de la muerte? —le preguntó Drummond a la forense, una joven
de origen asiático que estaba tomando notas.
—De momento solo puedo decir que la muerte se produjo hace entre dieciocho y
veinte horas —dijo la forense—. El aire acondicionado dificulta las cosas, pero para
mí está claro. Se ahorcó.
Drummond asintió sin hacer ningún comentario, con la mirada fija en el cuerpo.
Se acercó a la cama y se detuvo a unos centímetros de distancia de ella. Johnson hizo
lo mismo en el otro lado.
A Drummond también le parecía que estaba claro. Aparentemente, la mujer había
colocado una papelera boca abajo encima de la cama para subirse a ella mientras se
ataba el cordón al cuello y luego le dio una patada. Allí estaba, sobre la alfombra, en
el lado derecho de la cama. Se había ahorcado. Fin de la historia.
Sin embargo, el sargento se había puesto las gafas para leer y estaba examinando
la colcha, que había sido colocada, formando un montón, en el lado izquierdo de la
cama. Observó el cuello de la mujer, lívido y con las marcas del cordón. Luego se
quitó las gafas para examinar los nudos que sujetaban la cuerda a la lámpara de araña.
—Precinte la casa, Johnson —dijo Drummond, finalmente—. Esto no ha sido un
suicidio.
—¿Qué? —dijo el joven detective—. ¿Cómo lo sabe?
El sargento hizo un gesto, señalando la colcha y alrededor de la cama.
—A mí me parece que aquí hubo un forcejeo.
—La gente suele forcejear cuando se ahorca.
—Es cierto, pero las sábanas fueron desplazadas hacia la izquierda, lo que
significa que el cuerpo fue arrastrado desde el lado derecho; luego la papelera fue
colocada a la derecha para sugerir un suicidio —dijo Drummond.
Johnson vio lo que el sargento quería decir, pero no estaba convencido.
Drummond señaló las manos de la mujer.
—Tiene las uñas rotas —dijo—. Hay un poco de esmalte en el cordón de la
cortina. Eso y los arañazos verticales por encima del cuello indican que estaba
rasgando el cordón al principio del forcejeo, que tuvo lugar en el suelo. Fíjate en
cómo las marcas rojas se entrecruzan por encima y por debajo del cordón.
Johnson frunció el ceño.
—Es verdad.
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—No deberían estar ahí —dijo el sargento—. Si ella le hubiera dado una patada a
la papelera, el cordón habría soportado todo su peso casi de inmediato. Habría una
marca detrás y a lo largo del cordón, y veríamos alguna señal del cable rozando la
piel al deslizarse. Sin embargo, estas dos marcas tan claras sugieren que el asesino
rodeó la cabeza de la señora Abrams con el cordón desde atrás y la estranguló. Ella
forcejeó, se arañó la garganta con los dedos y puede que le diera una patada a su
asesino. En cualquier caso, aflojó el nudo. El cordón se deslizó y el asesino tuvo que
volver a apretarlo. Ella ya estaba muerta cuando la colgaron ahí. Fíjate en las marcas
que hay en el cordón en la parte que está sujetada a la lámpara de araña. Eso lo hizo
el asesino al subir el cuerpo.
El joven detective sacudió admirado la cabeza. La leyenda de Drummond era
cierta, y todo estaba muy claro después de que él lo hubiese explicado.
—¿Quiere que llame a un equipo forense completo? —preguntó Johnson.
—Creo que sería una excelente idea.
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Starksville, Carolina del Norte
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obligado, lo cual significa que conocía a su asesino.
La policía era de la misma opinión. Así constaba en la acusación.
—Estoy de acuerdo —dije—. ¿Qué más?
Bree sonrió.
—Te lo haré saber cuando lo descubra.
Nos acercamos al montón de bloques de piedra y nos detuvimos cuando tuvimos
una buena perspectiva. Saqué las fotografías de la escena del crimen, miré al cielo
para armarme de valor y dejé de lado mi condición de padre, marido y ser humano.
Es la única forma que me permite estar por encima de las cosas que tengo que ver y
hacer mi trabajo.
Sin embargo, cuando miré la primera fotografía, me estremecí. El cuerpo,
pequeño y casi desnudo, yacía boca abajo sobre el primer bloque de piedra, con las
manos atadas a la espalda con un cinturón de lona. Los brazos parecían dislocados.
Los vaqueros estaban enrollados alrededor del tobillo derecho; en la parte superior de
la pierna izquierda sobresalía un hueso que había perforado la piel. La cabeza estaba
tan hinchada y magullada que no parecía la de un chico.
—¡Dios mío! —exclamó Bree—. ¿Quién es capaz de hacer algo así a un
muchacho indefenso?
—Alguien con mucha rabia contenida —dije, mirando hacia la pila de bloques de
piedra.
—Que la acusación atribuye a la reacción de Stefan ante el rechazo de Rashawn
—dijo Bree.
—Eso no me lo creo —le contesté—. Este nivel de maldad sugiere un odio
patológico o una sádica demencia, pero no una agresión producto de la venganza.
Nos quedamos allí, a unos diez metros de la pila de bloques de piedra, y tuvimos
que hacer un esfuerzo para mirar las fotografías. Cubrían toda la gama: desde
primeros planos de las pruebas en el orden en que fueron encontradas hasta una
docena de fotos del cuerpo torturado de Rashawn, incluido el cuello cortado con la
sierra de bolsillo.
En las imágenes, la superficie de la piedra alrededor de Rashawn era de un color
rosa pálido, porque la lluvia había diluido la sangre. Se había derramado y deslizado
por las otras piedras hasta el suelo. A dos metros de la pila de bloques, el rastro de
sangre desaparecía en un terreno —cuyo tamaño oscilaba entre el de un campo de
béisbol y uno de fútbol— lleno de escombros de piedra caliza que terminaba en el
arroyo, a unos doce metros de distancia.
Las zapatillas de deporte de Rashawn, una camiseta desgarrada de los Duke Blue
Devils y su ropa interior fueron encontradas en un radio de unos ocho metros
alrededor de la pila de bloques. Y también la prueba más incriminatoria de la
acusación. Una foto mostraba el dorso de una tarjeta blanca manchada de barro, entre
dos trozos de piedra, a cuatro metros del cuerpo; en la siguiente fotografía le habían
dado la vuelta: era una tarjeta de identificación del distrito escolar de Starksville con
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una foto de mi primo, Stefan Tate.
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EN LA CONVERSACIÓN QUE MANTUVIMOS el día antes en la cárcel, Stefan
me había dicho que la última vez que recordaba claramente haber estado en posesión
de su tarjeta de identificación fue tres días antes del asesinato. Dijo que mientras
estaba dando la clase de gimnasia en el patio a los alumnos de décimo curso la había
metido en el bolsillo de una cazadora que dejó en las gradas. Olvidó que había
guardado allí la tarjeta hasta el día siguiente. Cuando fue a buscarla, no la encontró.
Patty Converse, su novia, había estado dando una clase a la misma hora y en el
mismo sitio, por lo que unos sesenta alumnos tuvieron a su alcance la cazadora y la
tarjeta de identificación. Sin embargo, las únicas huellas dactilares que había en la
tarjeta pertenecían a Stefan, que no había informado de su desaparición.
Las huellas dactilares de mi primo estaban también en una bolsa de plástico para
bocadillos encontrada a cinco metros de la tarjeta, hacia el este. La bolsa para
bocadillos estaba enrollada y la habían metido en otra bolsa de plástico más grande
con autocierre. En la bolsa para bocadillos había drogas preparadas para su venta
envueltas en papel de celofán: seis gramos de heroína de alquitrán negro, tres gramos
de cocaína y nueve gramos de metanfetamina en cristal machacado.
Mi primo no tenía ninguna explicación para las huellas de la bolsa; pensó que
alguien podía haber hurgado en su papelera de la escuela y cogido una bolsa que él
hubiese tirado después de comer. Era muy posible, aunque endeble como defensa.
Las pruebas demostraban de manera irrefutable que Stefan había estado allí esa
noche.
—Acerquémonos un poco más para verificarlo todo otra vez —dije—. La
posición de las pruebas, las mediciones, el ángulo de las fotografías, cualquier cosa
que se nos ocurra.
—En dos meses pueden haber cambiado muchas cosas, Alex —dijo Bree poco
convencida, mientras nos dirigíamos hacia la pila de bloques de piedra donde
Rashawn Turnbull había sido torturado y asesinado—. Aquí no hay nada que parezca
remotamente sangre. De hecho, da la impresión de que hubiesen fregado.
Vi a qué se refería. Había marcas en forma de círculo y muescas en la superficie y
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en un lado del primer bloque de piedra, como si alguien lo hubiera limpiado todo con
un estropajo con un producto abrasivo y un cepillo de acero. Miré a mi alrededor,
preguntándome qué más podrían haber desinfectado después de que la policía hubiera
reunido las pruebas.
Para complicar un poco más las cosas, la zona estaba llena de botellas de cerveza
y whisky rotas, casquillos de escopeta y de rifle del calibre 22, envoltorios de comida
rápida, utensilios de plástico rotos y varias latas vacías de Mountain Dew.
—¿Han arrojado aquí toda esta basura después de la muerte de Rashawn? —
preguntó Bree.
Me encogí de hombros.
—Tendremos que comparar las fotografías con lo que hay ahora.
—Pero no fotografiarían cada centímetro más allá de un perímetro de ocho
metros, ¿verdad?
—Por lo que se ve, no —dije—. Tendremos que arreglárnoslas con lo que
tenemos.
Empecé comprobando las mediciones y comparando las fotos con lo que había en
aquel momento. Los diagramas de la escena del crimen situaban el agujero de entrada
a unos veinte metros de la pila de bloques. Utilicé un telémetro láser de bolsillo y vi
que la distancia se acercaba más a los veintiún metros. El dato no era muy
importante, pero daba a entender que el resto del trabajo forense también podía ser
una chapuza.
Volví a utilizar el telémetro láser para determinar dónde habían hallado la tarjeta
de identificación y las drogas. Comparadas con las de las fotos, las ubicaciones
también estarían unos treinta centímetros más lejos. Además, muchas de las rocas se
habían caído o movido ligeramente con respecto a la posición que mostraban las
fotografías.
Aun así, me fijé en la trayectoria que formaban la pila de bloques de piedra, la
tarjeta y las drogas: la posición de las tres sugería que alguien había ido desde la pila
hacia el este, en dirección al arroyo. Esto encajaba con la teoría de la policía, según la
cual el asesino había escapado a través de las rocas y seguido el curso del agua para
abandonar la cantera.
Seguí esa trayectoria, y comprobé en las fotos que ninguna piedra, en los veinte
metros que separaban las drogas del agua, se había movido. Según el informe, la
policía no había encontrado más pruebas a lo largo de ese recorrido, pero, de todos
modos, seguí caminando hasta llegar al arroyo.
La corriente, con rocas en el fondo y llena de algas, no tendría más de veinte
centímetros de profundidad y cuarenta de ancho. Discurría perezosamente desde mi
izquierda hacia mi derecha, junto y por debajo de las zarzas que había visto por la
mañana desde el mirador.
Me metí en el agua y empecé a caminar, contemplando los sauces que se cernían
sobre el riachuelo. Si las cosas no habían cambiado demasiado en los últimos meses,
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un hombre tendría que haber avanzado reptando por allí. Y una mujer también.
¿Por qué hacer algo así? ¿Por qué se metió en el agua en plena noche? ¿Por qué
no se fue por el mismo lugar por donde había venido?
Pensé que alguien podría argumentar que Stefan escaparía siguiendo el curso del
arroyo para borrar el rastro de su olor. Sin embargo, había llovido cuando el autor del
crimen se fue. ¿Y qué había pasado para que el asesino huyera dejando caer la tarjeta
y las drogas? ¿Se había desgarrado un bolsillo durante el forcejeo?
Me agaché para mirar a través de las ramas y los matorrales y vi el lugar donde el
arroyo desaparecía, a unos doce metros de distancia, cerca del agujero practicado en
la pared de la mina. En las orillas, atrapado entre las raíces, había un montón de
basura: latas de cerveza, una botella de leche de plástico a la que parecía que
hubiesen disparado con una escopeta y un trozo de cordel naranja descolorido
enredado en las raíces, como en el juego de las cunitas.
En el extremo más alejado había algo que parecía el manillar oxidado de una
bicicleta y…
Detrás de mí, cerca de Bree, una bala rebotó en una piedra una fracción de
segundo antes de que yo oyera, a lo lejos, la detonación de un rifle de alta potencia.
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ME ECHÉ HACIA ATRÁS, sobre el agua, y sacando mi pistola grité:
—¡Bree!
Oí la segunda bala impactando contra la piedra caliza antes de la detonación, y
entonces ella gritó:
—¡Estoy bien, Alex! ¡El francotirador está en el flanco noroeste, a la izquierda
del mirador!
Con la pistola de repuesto en la mano, levanté la cabeza, encontré el boscoso
flanco noroeste y vi algo brillando entre los árboles un segundo antes del tercer
disparo. Este iba dirigido a mí.
La bala impactó en una roca, a poco más de un metro de donde me encontraba;
trozos de piedra y arena salpicaron mi cara antes de que pudiera apartarme.
Bree abrió fuego con su nueve milímetros, tres disparos rápidos y luego otros dos,
tiros a la desesperada a casi doscientos metros de distancia. En cualquier caso, el
contraataque consiguió que el francotirador se lo pensara dos veces antes de seguir
disparándonos.
Durante casi un minuto no ocurrió nada. Metí la cabeza en el agua, manteniendo
los ojos abiertos para que se limpiaran. Levanté la cabeza y parpadeé antes de oír el
sonido de un motor arrancando y de unos neumáticos levantando la grava del suelo.
Me puse en pie y miré hacia arriba. Aunque veía borroso, vislumbré un destello
blanco cuando el francotirador salió huyendo.
—¿Era un Impala? —grité.
—¡No sabría decirlo! —contestó Bree, también a gritos—. ¿Estás bien?
—Mejor de lo que podría estar —dije, parpadeando y limpiándome los ojos hasta
que pude ver razonablemente bien.
Bree estaba de pie al otro lado de la pila de bloques de piedra, examinando el
extremo del bosque por si había alguien más dispuesto a disparar.
—¿Dónde han impactado las dos primeras balas? —pregunté, cuando estuve
junto a ella.
—Con el primer disparo me tenía a tiro de cintura para arriba. Ha dado aquí —
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dijo, señalando una marca reciente en la piedra caliza, a un metro y medio a su
derecha. Luego señaló una segunda marca en la superficie del primer bloque de
piedra, a unos cincuenta centímetros delante de ella—. Cuando ha hecho este disparo
ya me había escondido detrás de la pila de bloques.
Me protegí los ojos con la mano, mirando hacia el lugar donde había visto el
reflejo del sol en la mira telescópica del rifle.
—Tiene que haber más de doscientos cincuenta metros de distancia —dije—.
Pero no hay viento.
—¿Qué estás diciendo?
—El tipo que disparó a Sydney Fox era un tirador experto en distancias cortas —
dije—. Si el de hoy es el mismo hombre, se trata de alguien que ha realizado
entrenamiento militar o es un cazador experto. Si hubiera estado en buenas
condiciones, nos habría alcanzado fácilmente.
—O quizás se trata de un cazador que es bueno disparando entre la maleza pero
no cuando lo hace desde grandes distancias —dijo Bree.
—Quizás la mira estaba rota —dije—. O ha fallado a propósito.
—¿Para asustarnos?
—Y para que sepamos que están vigilándonos y probablemente siguiendo.
Bree miró a su alrededor.
—Aquí me siento una presa fácil —dijo.
Yo también, y no podía quitarme de encima esa sensación. Decidimos irnos,
llamar a la oficina del sheriff y averiguar adónde se había dirigido el francotirador.
Sin embargo, me metí por el resbaladizo agujero que había en la pared, pensando que
quizás descubriría algo más en la cantera. Me propuse volver al día siguiente.
En cuanto tuve cobertura, llamé al único policía de Starksville que conocía y que
me parecía algo más que simplemente competente. El detective Pedelini contestó
después del segundo tono. Le conté lo ocurrido. Me dijo que estaba a menos de veinte
minutos de allí y que lo esperáramos en el puesto de observación.
—No se adentren en ese bosque sin mí —dijo Pedelini.
No lo hicimos. Llegó cinco minutos después que nosotros en un Jeep Cherokee de
color blanco sin distintivo de la policía. Nos acercamos a él y le señalamos el lugar
donde nos encontrábamos cuando empezó el tiroteo, explicándole dónde
estimábamos que podía haber estado el francotirador.
Pedelini asintió.
—Síganme —dijo.
El detective empezó a abrirse camino a través del kudzu con un machete que sacó
de una caja que llevaba en el maletero del Cherokee. Desde nuestra posición parecía
que el francotirador estuviera muy cerca del extremo del bosque, pero pronto
descubrimos que a quince o veinte metros de allí el terreno era demasiado empinado
para que alguien pudiera caminar sin ponerse en peligro.
Pedelini se detuvo en un lugar donde el suelo era traicionero. Tuvimos que
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agarrarnos a los árboles para mantener el equilibrio.
—Aquí es donde estaba el francotirador —dijo, señalando con el machete las
marcas de unas hojas—. Aquí ha apoyado las patas del bípode.
Me acerqué y vi dos agujeros en el suelo. Le mostré a Bree el sitio donde se veían
los helechos aplastados.
—Estaba sentado, con los pies apoyados en esas raíces.
Pedelini escuchó nuestras teorías sobre por qué un buen disparo con el arma
sostenida por un bípode no nos había alcanzado a campo abierto, y todas le
parecieron razonables aunque ninguna de ellas concluyente. Peinamos la zona y no
encontramos cartuchos vacíos; eso significaba que el francotirador se había tomado
tiempo para recogerlos, hecho que daba a entender que era un tipo listo, pero nada
más.
Pedelini nos guio para salir del bosque. Estábamos empapados en sudor y
subimos al coche con aire acondicionado del detective.
—¿Qué estaban haciendo aquí? —preguntó Pedelini.
—Diligencia policial —dije—. Si puedo, me gusta examinar la escena del crimen.
—¿Han descubierto algo?
—En los diagramas hay algunas mediciones incorrectas —dije.
El detective parecía disgustado.
—Las mediciones. Eso es asunto de Frost y Carmichael. ¿Algún otro fallo?
No lo dijo en un tono defensivo, como si lo único que quisiera fuese la opinión de
investigadores con más experiencia.
—Da la impresión de que alguien hubiese fregado esos bloques de piedra con un
cepillo de acero y un producto de limpieza abrasivo.
Pedelini parecía afligido.
—Lo hizo Cece Turnbull unas seis semanas después de la muerte de Rashawn. Le
contaron que algunos chicos habían ido a ver el sitio donde su hijo había sido violado
y asesinado. Como si fuera un puto santuario. ¿Se lo imaginan?
La mejilla de Pedelini se contrajo y su mandíbula se desencajó antes de decir:
—De todos modos, para entonces Cece ya había vuelto a beber y a drogarse, y se
le iba la olla. Se trajo con ella cinco botellas de Jack Daniel’s y un poco de
metanfetamina y se dirigió a ese bloque de piedra con un cepillo de barbacoa y un
producto para limpiar grafitis. A la mañana siguiente la encontré aquí, llorando y
borracha como una cuba.
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PEDELINI NOS PIDIÓ que lo acompañáramos a la oficina del sheriff para declarar.
Cuando llegamos, eran más de las tres de la tarde y los agentes estaban haciendo el
cambio de turno. El detective nos hizo pasar a las oficinas y nos señaló dos sillas
cerca de su mesa, en la que había una foto reciente en la que aparecía él en una
lancha, sonriendo y pescando junto a dos encantadoras niñas pequeñas.
—¿Son sus hijas? —le preguntó Bree.
El detective sonrió y dijo:
—Dos de las alegrías de mi vida.
—Son preciosas —le dije—. ¿Cuándo murió su mujer?
Mi mujer me miró con el ceño fruncido, pero Pedelini ladeó la cabeza.
—¿Cómo lo ha sabido? —me preguntó.
—Por la forma en que se ha frotado el dedo anular de la mano izquierda. Sin
darme cuenta, yo también lo hacía después de la muerte de mi primera esposa.
Pedelini se miró la mano.
—Recuérdeme que no juegue al póker con usted, doctor Cross —me dijo—. En
septiembre hará siete años que murió mi Ellen. De parto.
—Siento oír eso, detective —le dije—. Es muy duro.
—Gracias —me dijo Pedelini—. De verdad. Pero mis hijas y mi trabajo me
ayudan a seguir. ¿Puedo ofrecerles algo de beber? ¿Café? ¿Té? ¿Una Coca-Cola? ¿Un
Mr. Pibb?
—Tomaré un café —dijo Bree—. Con leche y sin azúcar.
—Un Mr. Pibb —dije—. Hace mucho tiempo que no me he tomado uno.
—A mí también me gusta —dijo Pedelini, antes de alejarse por un pasillo.
—Me cae bien —dijo mi mujer.
—A mí también —dije—. Un tipo responsable.
Una agente entró en la sala cargada con una pila de expedientes y el correo, que
distribuyó entre todas las mesas. Cuando llegó a la de Pedelini, dijo:
—¿Guy está aquí?
—Ha ido a por algo de beber —dijo Bree.
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La agente asintió y dejó varios expedientes antiguos y llenos de polvo sobre la
mesa.
—Díganle que estos se los manda la recepcionista. Ha estado preguntando por
ellos.
—Lo haremos —le prometí.
La agente se alejó.
De repente, me dio un calambre en la zona lumbar y me levanté para estirarme.
Cuando lo hice, se me ocurrió echar un vistazo a los expedientes. Vi las etiquetas
descoloridas de las fichas y mi cabeza empezó a dar vueltas.
La etiqueta del expediente que estaba encima de todo rezaba Cross, Christina.
La que estaba debajo, Cross, Jason.
Cogí el expediente de mi madre y estaba a punto de abrirlo cuando Bree,
alarmada, dijo:
—Alex, no puedes empezar a…
—¡Oh, Dios mío! —exclamó Pedelini.
Levanté los ojos y vi al detective tratando de mantener en equilibrio la taza de
café y los dos Mr. Pibb que había en una bandeja. Se había puesto pálido.
—Lo siento mucho, doctor Cross —dijo, desazonado—. Yo… Escribí su apellido
en nuestra base de datos y aparecieron estos informes. Así que… los pedí.
—¿Mi apellido? —dije—. ¿Qué es esto?
Pedelini tragó saliva y dejó la bandeja encima de la mesa.
—Los informes de una antigua investigación.
—¿Sobre qué? —preguntó Bree, poniéndose de pie para echar un vistazo.
Tras vacilar, el detective dijo:
—El asesinato de su madre, doctor Cross.
Por un momento pensé que lo había entendido mal. Entornando los ojos, dije:
—Querrá decir la muerte de mi madre.
—No —contestó Pedelini—. Estaban archivados en homicidios.
—Mi madre murió de cáncer —dije.
El detective parecía desconcertado.
—No, eso no es correcto. La base de datos dice «asesinato por asfixia», aunque el
caso se cerró debido a la muerte del principal sospechoso, que recibió un disparo
cuando intentaba huir de la policía y se cayó por un precipicio.
Totalmente conmocionado, dije:
—¿Y quién era el principal sospechoso?
—Su padre, doctor Cross. ¿No lo sabía?
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TRES HORAS MÁS TARDE, Bree conducía por las calles de Birney, camino a casa.
El dolor que me había provocado la lectura de esos informes aún estaba en carne
viva, quemándome por dentro.
Bree puso su mano sobre la mía.
—No me puedo ni imaginar por lo que estás pasando en este momento, Alex —
dijo—. Pero estoy contigo, cielo. Estoy contigo para lo que necesites.
—Gracias. Yo… Lo que pasa es que esto lo cambia todo, ¿comprendes?
—Lo comprendo, cariño.
Bree aparcó delante de la casa donde, según aquellos informes, mi padre había
asfixiado a mi madre con una almohada.
Bajé del coche con la sensación de que acababa de salir del hospital después de
una enfermedad que había puesto mi vida en peligro, sin fuerzas y tambaleándome.
Anduve hacia el porche mientras en mi cabeza veía destellos de fragmentos de
recuerdos inconexos: yo, de pequeño, corriendo junto a las vías del tren bajo la lluvia,
viendo a mi padre mientras era arrastrado con una cuerda, y, por último, mirando el
cuerpo sin vida de mi madre en su cama, frágil, pequeña y vacía.
No recuerdo el momento en que me caí, solo que me golpeé lo bastante fuerte
contra el suelo como para que todo diera vueltas a mí alrededor.
—¿Alex? —gritó Bree, corriendo hacia mí.
—Estoy bien —contesté, jadeando—. Debo de haber tropezado o… ¿Dónde está
Nana?
—Seguramente estará dentro —dijo Bree.
—Tengo que hablar con ella —dije.
—Lo sé, pero…
—¡Papá! —gritó Ali, empujando la puerta con tela metálica y saltando las
escaleras de la entrada.
—Estoy bien, hijo —dije, poniéndome de pie—. He comido poco, eso es todo.
La puerta se abrió de nuevo. Era Naomi, con expresión preocupada.
—Se ha mareado un poco —explicó Bree.
UNA HORA MÁS TARDE estaba totalmente despierto en mi cama del Hampton Inn,
hablando por teléfono.
—Esos tipos que iban montados en el tren, el día que llegamos a Starksville,
hicieron el mismo saludo.
—Así es —dijo Bree, desde Carolina del Norte.
Me quité las telarañas que cubrían mi mente.
—¿Cuántos hombres has visto?
—Seis en total.
—¿Estaban en algunos vagones en concreto o al azar?
—Todos estaban en vagones de carga, mezclados con vagones cisterna.
—¿Y qué ha hecho Davis después de que el tren se alejara?
—Ha subido al Bronco, ha dado media vuelta y se ha dirigido al norte,
probablemente a Pleasant Lake —respondió Bree—. He abandonado la vigilancia en
ese punto.
—Aún me sorprende lo de Guy Pedelini. Pensaba que era un buen chico.
—Y yo también —repuso Bree—. Pero me estoy pasando a la opinión de Pinkie.
—¿Y cuál es?
—No te fíes de nadie en Starksville salvo de la familia.
—Cínico, aunque puede que de momento sea una buena idea.
—Estoy monopolizando la conversación. ¿Has tenido suerte por ahí?
—Es lo único que he tenido —dije, y a continuación le conté lo ocurrido a lo
largo del día.
—Vaya, ha sido rápido —dijo Bree cuando hube terminado—. ¿Quién es esa
mujer a la que vas a ver?
—Es la reverenda Maya y supuestamente conoció a Paul Brown. Los tipos de la
funeraria se acordaban de ella.
PAUL BROWN
DEVOTO SIERVO DEL SEÑOR JESUCRISTO
Sentí que mis hombros se hundían ligeramente al leer esas palabras y luego la
HEPTATLÓN FEMENINO
2018-Campeona de Estados Unidos.
2020-Cinco primeras en los Juegos Olímpicos.
2021-Pódium en el Campeonato del Mundo.
2022-Campeona del Mundo.
2024-Medalla de Oro en Los Juegos Olímpicos.
¿Era eso posible? McDonald dijo que sí. Dijo que Jannie podía ganar cualquiera
de los títulos que había escrito solo corriendo, pero que había visto tales condiciones
físicas en mi hija que pensaba que sería más indicada para una extenuante prueba
multidisciplinar como el heptatlón.
—El heptatlón femenino elige a la mejor atleta del mundo —explicó McDonald
—. ¿Quieres ser esa atleta, Jannie? ¿La que puede hacer cualquier cosa?
¿Superwoman?
En el mismo instante en que McDonald había hecho la propuesta, Jannie ardió en
deseos de aceptarla.
—¿Qué se necesita? —preguntó.
Yo también te quiero.