Filosofía de La Obra de Arte - J. O. Cofré
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Juan O. Cofré-Lagos
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FILOSOFÍA DE LA
OBRA DE ARTE
ENFOQUE FENOMENOLÓGICO
EDITORIAL UNIVERSIDAD
UNIVERSITARIA AUSTRAL DE CHILE
1
ÍNDICE
Prefacio
CAPITULO I
ASPECTOS GENERALES DE LA FENOMENOLOGIA HUSSERLIANA COMO
FUNDAMENTO DE LA ESTETICA FENOMENOLOGICA
CAPITULO II
EL DESARROLLO DE LA ESTÉTICA FENOMENOLÓGICA DESPUÉS DE
HUSSERL
CAPITULO III
EL EXAMEN FENOMENOLÓGICO DE LA OBRA DE ARTE LITERARIA, SEGÚN
ROMAN INGARDEN
CAPITULO IV
LA ESENCIA DEL ARTE COMO “PONERSE EN OPERACIÓN LA VERDAD” EN
LA ESTÉTICA DE HEIDEGGER
2
1.1 Heidegger y su teoría del arte: precisiones preliminares
1.2 La obra de arte es una cosa sui generis
1.3 La teoría ontológica de la verdad, según Heidegger
1.4 La esencia del arte como “ponerse en operación la verdad”
1.5 El doble plano de la obra de arte
1.6 Puntos oscuros y discutibles en la doctrina estética de Heidegger
CAPITULO V
LA ESTRUCTURA ÓNTICO-EXISTENCIAL DE LA OBRA DE ARTE EN LA
ESTÉTICA DE SOURIAU
CAPITULO VI
LA OBRA DE ARTE COMO REALIZACIÓN ESPLÉNDIDA DE LO SENSIBLE
CAPITULO VII
LA TEORÍA DE LA CONCIENCIA IMAGINANTE DE SARTRE COMO
FUNDAMENTO PARA UNA TEORÍA DE LA OBRA DE ARTE COMO FICCIÓN
1.1 Problemas que quedan aún por resolver para una nueva teoría del
fenómeno artístico
1.2 La asunción de la fenomenología por Sartre
1.3 Hacia una teoría de la imagen en la obra de Sartre
1.4 La falacia de la “ilusión de inmanencia” y conciencia imaginante, y
conciencia percipiente
1.5 La estructura intencional de la conciencia imaginante según Sartre
1.6 La obra de arte es un irreal
1.7 Algunas observaciones críticas a la teoría sartreana
1.8 Sartre más allá de Sartre: avances para una teoría del fenómeno artístico
1.9 Una distinción final: la emoción ante la obra de arte
3
CAPITULO VIII
ESTRUCTURA ONTOLÓGICA Y FENOMENOLÓGICA DE LOS MUNDOS DE
FICCIÓN: ANÁLISIS DE LA ULTIMA CENA DE DA VINCI
4
AGRADECIMIENTOS
5
PREFACIO
1
En este trabajo, el concepto de “estética” debe ser entendido como filosofía del arte y no como
teoría de lo bello, como suele hacerse tradicionalmente en la estética filosófica.
6
significaciones sea capaz de producir la conciencia. Porque, en efecto, la
conciencia es segregadora de sentido y, en cuanto tal, condición de aparición del
mundo y responsable de su sentido. Tener sentido, o “tener en la mente algo es –
como ha señalado Husserl- el carácter fundamental de toda conciencia”2, en la
medida que la conciencia pueda darse objetos en la percepción, en el
pensamiento o en la mera fantasía, como justamente ocurre en el fenómeno
artístico. En todo hecho se atisba siempre un sentido, un sentido que no es,
naturalmente, contingente o aleatorio, sino necesariamente universal; y universal
es el ser, por donde llegamos a concluir que el sentido se identifica con la esencia
y la esencia con el ser3.
Esta verdad, casi trivial, permanece oculta para el teórico del arte e incluso
para el filósofo. En efecto, ¿no se habla acaso profusamente de las artes
musicales, de las artes plásticas, de las artes literarias, de las artes
cinematográficas, etc., sin caer en la cuenta de que no sería posible siquiera
concebir la idea de arte sin un sustrato inamovible que a todas ellas les dé
unidad? Hay, sin duda, una esencia, un ser común a todas estas manifestaciones,
por muy diversas que ellas puedan ser entre sí. No importa que se trate de una
pintura, de un poema o de una escultura. Es la identidad de la esencia consigo
misma –que impide que la esencia pueda ser a veces esto y otras veces aquello-
lo que hace que necesariamente manifestaciones tan diferentes como un poema o
una pintura sean en definitiva e irreductiblemente obras de arte. Porque, si no
fuese así, ¿con qué derecho llamaríamos con el mismo nombre “arte”, fenómenos
tan distintos cual lo son un poema o una pintura? ¿Qué sería, efectiva y no
aparentemente, lo fundamentalmente mismo que se percibe en el poema o en la
pintura para nombrarlos “obras de arte”, si no fuese una naturaleza ontológica
común, en la que ambos justamente no sólo funden su ser, sino también su
peculiar modo de ser, en un caso “un poema” y en el otro “una pintura”?
2
Ideas relativas a una fenomenología pura y una filosofía fenomenológica, p. 217, F.C.E., 2ª ed.,
México, 1962.
3
“Las esencias son –sostiene, en esta perspectiva, André Dartigues- la racionalidad inmanente del
ser, el sentido a priori en el que debe entrar todo lo real o posible, y fuera del cual nada puede
producirse, puesto que la idea misma de producción o acontecimiento es una esencia y pertenece
por tanto a esa estructura a priori de lo pensable”. La fenomenología, p. 25. Edit. Herder,
Barcelona, 1981.
7
individuos como miembros de una clase común. Y aunque este invariante no
existiera realmente, de todos modos por razones metodológicas es necesario
postularlo4. Ahora bien, este invariante es precisamente lo que constituye la
esencia del fenómeno artístico y lo que en definitiva posibilita concebir la idea de
entidades artísticas.
Ni siquiera la ciencia literaria –que de todas las teorías del arte parece ser
la más desarrollada- ha podido responder con claridad (quizá porque en verdad ni
siquiera ha tenido clara conciencia del problema) a la pregunta que interroga por la
hermandad esencial entre un poema y una novela. Habitualmente las escuelas se
ven en la necesidad de construir teorías ad hoc relativamente apropiadas para la
novela, para la poesía o para el drama, pero incapaces de elaborar un paradigma
capaz de englobar las teorías regionales y de explicar las frecuentes anomalías –
que suelen ser tratadas simplemente como casos especiales- que surgen en el
interior de cada teoría regional5. Pero es indudable que la razón posibilitante que
permite hablar de un poema, de una novela o de un drama como obras literarias
(es decir, artísticas), se encuentra oculta en el ser mismo del fenómeno literario y
más genéricamente, en el ser mismo de la obra de arte. De aquí, entonces, que
adquiera rotundo sentido el imperativo fenomenológico que primera y
fundamentalmente se enfrenta con lo dado, con lo constituido en la conciencia,
con la cosa misma, esto es, con el fenómeno. En este caso con la obra de arte,
con una obra de arte. De aquí arranca la actitud fenomenológica y no de teorías
sobre la cosa. Para averiguar lo que la cosa es, como sugiere Heidegger, hay que
dejar primeramente tranquila a la cosa reposar en sí y preguntarle luego qué es y
cómo es. Indudablemente, repetimos, la obra de arte tiene un ser y es
precisamente ese ser el que hace del poema, de la novela, de la escultura o de la
pintura, obras de arte. Lo demás, si la obra persigue la belleza, la verdad o la
armonía formal (cuestiones teleológicas), o si la obra produce efectos espirituales
de conmiseración o alegría, identificación o extrañeza, o si es un medio de
comunicación de masas, etc., todo eso, con ser muy importante, viene sin
embargo después. En este horizonte la estética, en tanto filosofía del arte, es
primera y radicalmente ontología; ontología del arte. La ontología es la ciencia del
ser y la ontología del arte es la ciencia del tò ón artístico. Pareciera más bien que
con ser ésta una cuestión obvia es, sin embargo, una cuestión olvidada en la
estética tradicional, por lo cual para salir del olvido conviene situar toda la cuestión
en su justo lugar de partida que, por de pronto, no puede ser otro que la obra
misma; o, si se quiere, la obra misma en cuanto tal constituida en la vivencia
íntima, en donde cobra su auténtico sentido y adquiere todo su esplendor. Es
decir, la obra de arte exige un tratamiento fenomenológico.
4
Al respecto Cf. los últimos argumentos de Karl. R. Popper en El universo abierto. Un argumento a
favor del indeterminismo. Tecnos, Madrid, 1986.
5
No pasará inadvertido que al escribir sobre el estado general de indecisión de la teoría literaria
actual, nos inspiramos en el lenguaje y teorías ya clásicas expuestas por Tomas Kuhn por primera
vez en The Structure of Scientific Revolution. Univ. Of Chicago Press, 1962.
8
Empero, tampoco hay que confundir la cuestión del ser con la cuestión del
modo de ser. Naturalmente que el modo de ser se funda en el ser; primero es el
ser y después es el modo como el ser es, lo cual, por lo demás, puede verse con
toda claridad en la obra de arte o, mejor, en las obras de arte. Porque
evidentemente la Gioconda es; es obra de arte, o como preferimos decir en el
horizonte de este trabajo, es fenómeno artístico. Pero qué duda cabe que su modo
de ser artístico es muy diferente del modo de ser artístico del David; y para que la
diferencia sea aún más patente, observemos que ambas obras tienen sus
respectivos modos de ser todavía más radicalmente distintos que el modo de ser
del Hamlet. No obstante, el ser de cada una de estas obras es, esencialmente, el
mismo. De cualquier manera, para comprender el modo de ser de la obra hay que
hacer luz primero y urgentemente sobre el mismo ser que es su fundamento, así
como la construcción se levanta y descansa esencialmente sobre sus cimientos.
Desde luego la obra no es en sí, por sí y nada más que en sí. Una visión
que así la considere dejaría fuera de juego la visión misma que con todo derecho y
autenticidad reclama su lado de paternidad en la instauración de la obra que,
siendo en sí, no puede ser sólo en sí y por sí, sino más bien su ser se debe a que
es en el campo abierto a la y por la experiencia humana. O si se quiere con mayor
precisión: la obra es, pero es para una conciencia y por operación de la
conciencia. Mas, no es en realidad que la obra llegue al ser sólo y sólo porque la
conciencia le da el ser. Este sería un tipo de idealismo subjetivista tan inoportuno
como su opuesto, el extremo objetivismo que cae en el realismo ingenuo cuando
sostiene que la obra es en sí y nada más que en sí. Ciertamente yo no invento la
Gioconda, pero la Gioconda no emerge en toda su riqueza y esplendor artístico
más que para una conciencia atenta que la acoja y recree con amor. Sólo
entonces la Gioconda deja de ser “una tela pintada”, para transformarse en un
campo de luz y de belleza en el cual se establece una profunda y vivificante
relación lúdica entre el lado objetivo o noemático y el lado subjetivo o noético de la
conciencia. Nace así una nueva realidad que no es objetiva como las realidades
del mundo histórico o natural, sino superobjetiva porque está más allá de las
realidades objetivas y porque es irreductible a ellas. Estas realidades
superobjetivas o inobjetivas son accesibles a la sensibilidad estética y son
capaces de fundar y generar toda suerte de goces, alegrías y enigmas
espirituales6.
6
La teoría de la obra de arte como realidad superobjetiva fundadora de ámbitos lúdicos
generadores de creatividad, ha sido desplegada por el filósofo español Alfonso López-Quintás en
varias obras, pero principalmente en su Estética de la creatividad. Cátedra, Madrid, 1977.
9
conciencia, pero es una correlación (y no una simple relación) por el lado interior y
no simplemente por lo exterior, como si el “objeto Gioconda” perteneciese a un
mundo –el mundo objetivo témporo-causal- y la conciencia a un mundo interior,
que a su vez formará parte del mundo así llamado real. Y puesto que la conciencia
es siempre y necesariamente conciencia de un objeto y ese objeto es siempre
objeto para la conciencia, es inconcebible que podamos salir de esa correlación,
ya que fuera de ella no existe ni conciencia ni objeto. En realidad, una postura
fenomenológica considera que precisamente en esa correlación se despliega el
mundo entero, mundo en el cual la esfera de los fenómenos artísticos constituye
una región especial.
I. Pero esto nos resta aún por aclarar –lo que, por lo demás, en el
curso del libro se verá con claridad- en qué consiste la naturaleza
ontológica (el esse) de la obra de arte. Nadie dudaría de que la
Gioconda es; mas, si está claro que no es como es, por ejemplo, la
roca o el árbol, ¿cómo se explica este ser? La respuesta es sencilla y
a más de alguien le podría parecer incluso trivial: la obra de arte es
esencialmente ficción. La ficción constituye justamente el factor
invariante del fenómeno artístico; el rasgo ontológicamente relevante
conditio sine qua non de toda obra de arte.
11
pensante cuando aprehende la relación “a = a”; y es conciencia imaginante
cuando sueña o, mejor aún, cuando se despliega ante ella un universo artístico,
v.gr., el mundo de las aventuras de Don Quijote y su escudero Sancho Panza, o el
mundo plástico de La Última Cena de Leonardo da Vinci.
12
interroga primero y esencialmente por la naturaleza ontológica de la obra de
arte en general, in specie.
ii) También se echa de menos un método general –no estamos hablando de
métodos ad hoc- que pueda acercarse a la obra, respetando su autonomía
e intimidad (evitando todo reduccionismo psicológico, sociológico, idealista
y realista) para comprenderla, analizarla y describirla en propiedad.
J.O.C.
Valdivia, Isla Teja, 1987.
13
Capítulo I
ASPECTOS GENERALES DE LA
FENOMENOLOGÍA HUSSERLIANA COMO
FUNDAMENTO DE LA ESTÉTICA
FENOMENOLÓGICA
Esta última tarea será especialmente significativa porque, como se verá, las
rápidas consideraciones que dedicó Husserl al grabado del pintor alemán fueron,
sin embargo, tan certeras y sugerentes que motivaron y orientaron el análisis
estético posterior, sin que estos nuevos trabajos modificaran, según nuestro
parecer, esencialmente la línea directriz de lo que ya en su día vio y dijo el filósofo
germano.
14
1.1. “ZU DEN SACHEN SELBST”
Este famoso lema husserliano puede servir como punto de partida para
caracterizar la actitud del fenomenólogo y de la fenomenología. Este “ir a las
cosas mismas” implica, como ocurre en la obra de Husserl, abstraer las
consideraciones filosóficas y científicas para ir directo al fenómeno. El término
fenómeno (del griego phainómenon, literalmente “lo que aparece”) puede inducir a
confusión. Desde la filosofía helénica este término ha recibido distintas referencias
semánticas, según las diversas filosofías que en el curso de la historia se han
valido de él. Pero es con Husserl y a partir de él que ha cobrado una significación
propia que no debe confundirse ni con la griega, ni con la kantiana, ni con la
hegeliana, ni siquiera con la heideggeriana8. En efecto, fenómeno vendría a ser
todo lo dado directamente a la conciencia, de manera inmediata, tal cual es en si
mismo, pero por operación de la conciencia. Lo que aparece a la conciencia es el
ser mismo, de modo que no habría una imposibilidad de principio ni de hecho para
acceder al ser que constituye el fenómeno. De esta forma la fenomenología es
también ontología y en este sentido ciencia primera auto y totofundante 9. Es
crucial comprender que la fenomenología husserliana no disocia entre el
fenómeno y el logos. No es ni puede ser que la conciencia esté separada
radicalmente del fenómeno. Por el contrario: la conciencia y el objeto (fenómeno)
son entidades correlacionadas, de tal suerte que la conciencia es siempre
conciencia de algo, y el objeto es siempre objeto para la conciencia. Planteadas
así las cosas es fácil comprender que el fenómeno en tanto fenómeno está
transido de logos, al tiempo que el logos sólo se realiza en tanto logos en el
fenómeno10. Esto es, pues, fenómeno-logía; “le monde, dans l‟attitude
phénoménologique, n‟est pas une existence, mais un simple phenómene”11.
8
Heidegger define fenómeno como “aquello que se hace patente por sí mismo”. Cf. Ser y tiempo,
N° 7, p. 41. F.C.E. 3ª ed., México, 1968.
Para Husserl, en cambio, la actividad instauradora de la conciencia es fundamental. Es
precisamente en la intuición originaria de la vivencia de la conciencia donde se da la relación
conciencia-mundo.
9
“Ontología y fenomenología –sostiene Heidegger siguiendo a Husserl- no son dos distintas
disciplinas pertenecientes con otras a la filosofía. Estos dos nombres caracterizan a la filosofía
misma por su objeto y por su método. Ibíd., p. 49.
10
Según la razonable tesis de Danilo Cruz Vélez, Heidegger lejos de abortar el proyecto
husserliano de la fenomenología trascendental, lo lleva a cabo. El joven Heidegger se habría dado
pronto cuenta que la relación trascendental sujeto-objeto, como único ámbito de la metafísica, era
un supuesto insostenible de la época moderna que había convertido al hombre en el centro y fin
del Universo. Intentando superar esta dificultad, Heidegger sustituye en la relación uno de los
términos, el objeto, por otro nuevo, el ser. Cf. “El porvenir de la fenomenología trascendental” en
Revista de Filosofía de la Univ. de Costa Rica, Vol. XVII; Núm. 46, pp. 161-164.
11
Edmond Husserl. Méditations cartésiennes. Introduction a la Phénoménologie, p. 27. Lib. Phil. J.
Vrin, París, 1953.
15
fenomenólogo a pensar que todo lo que el hombre ha realizado en la historia de
las ideas carece de importancia; no, tan sólo se trata de evitar cualquier
contaminación con el pasado que de algún modo pudiera enturbiar y, por tanto,
poner en peligro la nueva actitud que quiere nacer libre, desprejuiciada, no
comprometida con ninguna tradición por insigne que ésta sea. De esta actitud
puede dar cumplida cuenta la obra del propio Husserl que, en general, va derecho
a los problemas mismos sin demorarse en consideraciones históricas que
pudieran poner en peligro la pureza del método12.
12
Si en algún momento Husserl hace pie en la historia de la filosofía es en el “cogito” cartesiano,
auténtica intuición originaria conseguida al modo fenomenológico. Desgraciadamente, según
Husserl, Descartes, después de este gran descubrimiento, extravió completamente el camino y
hubo de recurrir a Dios –un salto metafísico- para romper el solipsismo al que lo condujo su
descubrimiento. Cf. Méditations cartésiennes.
13
El ejemplo geométrico lo aduce Moritz Geiger en su Estética. Cf. p. 148. Edic. Argos, Buenos
Aires, 1947.
16
1.2. LA ACTITUD NATURAL
Muy diferente de la actitud cauta y vigilante de la fenomenología es la
actitud de la ciencia de hechos. Según Husserl, en virtud de su punto de partida
todas estas ciencias de la actitud natural son ingenuas. Para ellas nada hay más
sencillo; la naturaleza está ahí, a ojos vista, como un dato que se impone con
evidencia y del cual no tiene sentido dudar. La ciencia natural lo percibe, analiza y
lo describe en simples juicios de experiencia.
14
Cf. Edmund Husserl. La idea de la fenomenología: Cinco lecciones. F.C.E., México, 1982.
17
fenómenos irreales15. La tarea especial de la epokhé es la suspensión de aquellas
afirmaciones de realidad que van implícitas en todas las ciencias de la actitud
natural.
Este poner fuera de juego implica desconectar, pero no sólo las cosas del
mundo y el mundo real como un todo, sino también toda clase de productos de la
cultura, las obras técnicas y las artísticas, las ciencias, los valores estéticos y
prácticos, las realidades políticas, jurídicas y religiosas; todo sucumbe a la
desconexión. Sólo ahora el fenomenólogo está en condiciones de emitir sus
juicios, pero estos juicios serán, consecuentemente, no-téticos, es decir, que no
buscan ni proponen existencia real, sino que se agotan en la pura inmanencia de
la conciencia.
15
A diferencia de la psicología, la fenomenología pura no es una ciencia de hechos sino de
esencias y, por tanto, los fenómenos de que se ocupa no son reales sino irreales. Los fenómenos
de la fenomenología trascendental son, dice Husserl, irreales. Cf. Ideas, “Introducción”, p. 10.
“Entre tanto, no debemos confundir irrealidad con inexistencia. Las significaciones son
irreales, pero existen, y sin su existencia no sería posible el proceso real de la comunicación
lingüística”. Félix Martínez Bonati, “La concepción del lenguaje en la filosofía de Husserl” en Anales
de la Universidad de Chile, p. 164 (Número extraordinario, 1959-1960).
16
Ideas, N° 32.
17
Cf. Jorge Millas, Idea de la filosofía. El conocimiento. Vol. I, pp. 42 y ss. Santiago de Chile, 1969.
Esta obra es un excelente balance del estado actual de la gnoseología en la filosofía
contemporánea.
18
es la concepción más conocida de la intencionalidad. Los escolásticos habían
observado que nuestra conciencia está “llena” de contenidos de todo tipo,
imágenes, percepciones, objetos, etc., cuyo estar en la conciencia es un estar
activo, es decir, referido a mentar desde su posición objetos que están en una
esfera extraconciencial. Brentano, como es sabido, extrajo esta fecunda noción de
las doctrinas escolásticas, y Husserl hizo de ella un instrumento imprescindible de
su análisis fenomenológico18. Brentano no dudaba de que la conciencia esté
constituida por vivencias intencionales. Según Husserl, el análisis fenomenológico
no trata únicamente de lo inmanente como ingrediente, sino también de lo
inmanente en sentido intencional. Las vivencias cognoscitivas tienen por esencia
una intentio, mientan algo. Se refieren de uno u otro modo a un objeto. Lo propio
de ellas es referirse a un objeto, aunque el objeto no pertenezca a ellas. Lo
objetivo, según Husserl, puede aparecer, puede tener en su aparecer un cierto
darse, pero lo objetivo no está como ingrediente en el fenómeno cognoscitivo ni es
en ningún otro sentido cognitatio. Perseguir la referencia del acto cognoscitivo es ir
tras la esencia, que es universal. Todos los múltiples y complejos problemas que
tienen lugar en el conocimiento están asociados con el problema de la
intencionalidad. En todo acto hay “conciencia de” y todo acto tiene una
“significación”, “apunta” a algo “objetivo” y este último puede ser descrito desde
cualquier punto de vista –ya sea como “ficción” o “realidad”- como algo, “objetivo
inmanente” y considerado como tal desde tal o cual modo de considerar19.
18
Franz Brentano en su Psichologie von empirischen Standpunkt (1874) propugna un nuevo
método de conocimiento empírico. Según él, los fenómenos psíquicos implican una intencionalidad
de la conciencia y la conciencia misma es un haz de vivencias intencionales. Esta doctrina será
fundamental para Husserl; lejos de olvidarla, se dedicará de un modo constante y reiterado a
explicarla y perfeccionarla. También sostuvo Brentano otra tesis, que sin embargo más tarde en
Klassification der psychischen Phänomene limitó, según la cual el objeto de la intencionalidad
puede ser, indiferentemente, real o irreal, fundamental en la filosofía husserliana.
19
Cf. Ideas, N° 88.
20
La idea de la fenomenología, pp. 69-70.
19
La fenomenología, según Husserl, en todos sus pasos va tras el análisis de
esencias y de la exploración de las situaciones subjetivas genéricas que pueden
constituirse en intuición inmediata. “Toda la investigación es, pues, apriorística en
el sentido de las deducciones naturales”, dice Husserl como buen matemático que
ha sido en sus primeros tiempos. Sin embargo, la fenomenología se diferencia de
la matemática en el método y en el objeto. La matemática es ciencia deductiva, la
fenomenología procede aclarando visualmente, determinando y distinguiendo el
sentido; es exclusividad de ella el proceder intuitivo e ideador dentro de la más
estricta reducción fenomenológica. El propio Husserl pareciera reconocer que tal
método tiene algo de esotérico y de extraño que lo acerca a experiencias no
racionales. A propósito de esto, confiesa: “Nos viene, en efecto, a la memoria el
lenguaje de los místicos cuando describen la intuición intelectual, que no es
ningún saber de entendimiento. Y todo el arte consiste en dejar la palabra
puramente al ojo que ve y desconectar el mentar que, entreverado al ver,
trasciende; desconectar el supuesto tener dado a la vez, lo pensado a la vez y,
eventualmente, lo que es una interpretación introducida por una reflexión que se le
sobreañade”21. Percibiendo el color, si es el caso, y efectuada la reducción,
obtenemos el fenómeno puro “color”. Pero ni siquiera es necesario que se nos dé
la vivencia de color como producto de la presencia real de color “aquí y ahora”,
iguales derechos reivindica la pura fantasía. Las esencias de cualidades acústicas
o cromáticas (o de cualquier otro tipo) fenomenológicas, están dadas ellas mismas
sea por mediación de una percepción, sea sobre la base de una representación de
la fantasía; en ambos casos es absolutamente irrelevante la posición de
existencia. Naturalmente para que la reducción y la captación de esencias se
realicen, debe haber “ejemplos ante los ojos”, pero no necesariamente en el modo
de situaciones objetivas exigidas por la percepción. Tratándose de esencias, están
en pie de igualdad la percepción y la representación de la fantasía, afirma Husserl.
Si llevo a cabo una ficción en la fantasía, dice el filósofo germano, tal vez
imaginando a San Jorge a caballo matando al dragón, resulta de toda evidencia
que el fenómeno de la fantasía representa precisamente a San Jorge que se
puede describir con rasgos precisos. En este caso, como en otros en que no se
trate de una ficción, sino de una percepción empírica –por ejemplo, un torero que
en un tiempo y espacio determinados da muerte a un toro-, se ve con evidencia y,
por tanto, se adquiere pleno conocimiento de esencias que es lo único que
verdaderamente preocupa al fenomenólogo. Si es verdad o no que X percibe la
imagen de San Jorge y el dragón es cuestión de hecho, y por tanto de psicología;
si es verdad o no que A percibe al torero B matando al toro en un tiempo y espacio
reales, es asunto empírico e, igualmente, ajeno a la fenomenología.
21
Ibíd, p. 54.
20
No se puede hablar de la intuición en filosofía sin aclarar desde un principio
a qué tipo de intuición se refiere el discurso porque, en efecto, éste es un término
tan antiguo como la filosofía misma y, por consiguiente, con múltiples acepciones.
22
Suma Teológica I. Iq. 14ª 7 (Art.8). B.A.C., Madrid, MCMLVII.
23
Ibíd, Iq. 14ª 1ª-a.15 (Art.14).
21
esencias (eidética) que postula Husserl con otros tipos de intuiciones y por ello
conviene separarlas cuidadosamente.
Ahora bien, por esencia Husserl entiende “lo que se encuentra en el ser
autárquico de un individuo constituyendo lo que él es; este qué puede y debe
transponerse en idea. De ahí que se habla entonces de intuición eidética (de
eidos, esencia) para referirse a la intuición en sentido más riguroso25.
24
Sobre este problema de la intuición conviene tener presente la clasificación general que hace
Jorge Millas. Cf. La idea de la filosofía. El conocimiento. Vol. II. Cap. III “Los momentos intuitivos
del conocimiento”.
25
Cf. Ideas, N° 3.
22
La intuición esencial tiene cierta relación con la intuición individual –
entendiendo por individual la intuición empírica, conciencia de un objeto individual,
capaz de atrapar originariamente al objeto en su identidad personal –aunque en
definitiva es radicalmente distinta. En efecto, no es posible ninguna intuición
esencial sin la libre posibilidad de volver la mirada a algo individual que le
corresponda. Pero igualmente a partir de una intuición individual existe la
posibilidad de llevar a cabo una ideación, esto es, de dirigir la mirada a lo
nuevamente esencial que aparece en lo individualmente visible, pero con total
prescindencia de este hecho a favor del mero eidos.
Por esta razón la idea de intuición eidética, como forma sui generis de
intuición, resulta completamente adecuada para la comprensión del momento
fundamental del fenómeno artístico, en el cual todo lo dado lo está única y
exclusivamente al modo de la mera ficción o fantasía y no como un darse real y
auténticamente con posición de existencia. Para el pensador germano el poner o
“aprehender intuitivamente esencias no implica en lo más mínimo el poner
existencia individual alguna; las puras verdades esenciales no contienen la menor
afirmación sobre hechos, por lo que tampoco cabe concluir de ellas solas la más
insignificante verdad de hecho”26.
26
La Idea de la Fenomenología, N° 68.
27
Al respecto conviene recordar –y esto podría apoyar la tesis de Husserl- cómo surgió la ciencia
moderna. Si Galileo se hubiera contentado única y exclusivamente con las toscas
experimentaciones de la época y sólo con los datos que le suministraba directamente la
experiencia, no habría pasado de registrar informaciones oscuras y contradictorias. Pero no,
Galileo, y como él todo científico que se precie de cierta originalidad, recurrió al campo de las
experiencias imaginarias. Lo que no podía registrarse con pureza de manera alguna –como, por
ejemplo, el movimiento de un cuerpo en condiciones absolutamente ideales y con total ausencia de
roce y resistencia, imposible de conseguir en la realidad- podía perfectamente realizarse
imaginariamente sin que esto refutara o entrara en conflicto con la realidad, sino que, muy por el
23
Finalmente digamos sobre este punto que aunque pudiera existir alguna
relación o semejanza entre la intuición tal cual se ha descrito aquí, o con las ideas
de intuición de los pensadores antiguos (Platón, Aristóteles), modernos
(Descartes, Leibniz, Locke, Kant) o contemporáneos (Bergson, Croce), la intuición
eidética de Husserl tiene su sello de originalidad y es, precisamente, en esa
originalidad donde es posible encontrar base firme para una comprensión correcta
de la obra de arte.
Lo interesante de todo esto está en que al mismo tiempo que los “hechos”
de pura ficción prestan apoyo a la teoría de Husserl, dan pie para fundar, desde
estas reflexiones, una teoría fenomenológica de la obra de arte. Es cierto que
aunque Husserl no haya tenido a la vista, como asunto central de su meditación,
los problemas derivados de la naturaleza de la obra de arte, se encuentra en su
filosofía el germen de su solución. En las Investigaciones lógicas primero, y en las
Ideas, más tarde, se encuentran las bases para una teoría de las imágenes –tarea
que ocupará a Sartre28- y de la obra de arte completamente nuevas. Sirva de
prueba el siguiente, algo extenso pero iluminador, texto husserliano:
24
contemplación estética (cosa análoga –agrega en una nota- es
aplicable, naturalmente, a las demás ficciones que nos ofrece el
arte, por ejemplo, a la contemplación estética de los productos de
las artes plásticas).
Todas las expresiones son en estos casos, y en tanto en lo
que se refiere a las intenciones significativas, como al cumplimiento
de las mismas, que tiene lugar en la fantasía, sus tentáculos de
actos sin posición, de “imaginaciones”, en el sentido de la
terminología que estamos considerando. Esto alcanza, también,
pues, a los enunciados enteros. Los juicios son llevados a cabo,
indudablemente, en cierto modo; pero no tienen el carácter de
verdaderos juicios. No creemos, pero tampoco negamos ni
ponemos en duda lo que se nos narra. Lo dejamos obrar sobre
nosotros, sin aseverar nada; llevamos a cabo, en lugar de
verdaderos juicios, meramente “imaginaciones”29.
29
Investigaciones lógicas, Vol. II, Cap. 5, N° 40. A renglón seguido agrega Husserl lo siguiente:
“Pero esto que acabamos de decir no debe entenderse, como es fácil hacerlo, como si en vez de
los verdaderos juicios tuviesen lugar juicios de fantasía” (destacamos).
30
Cf. Ideas, N° 111.
25
1.7. LA FICCIÓN ARTÍSTICA COMO TERRENO PROPICIO
PARA LA CAPTACIÓN DE ESENCIAS
Según Husserl, por lo que respecta a la intencionalidad, se puede distinguir
entre los componentes propiamente tales de las vivencias intencionales y los
correlatos intencionales de éstas o de sus componentes. Esto es, por un lado
debemos distinguir las partes y elementos que encontramos mediante un análisis
de los ingredientes de la vivencia, en que tratamos a ésta como a cualquier otro
objeto, y por otro lado la vivencia intencional que es conciencia de algo por su
esencia, como ocurre en el recuerdo en tanto recuerdo, en cuanto juicio, en cuanto
volición. “Y así podemos preguntar –afirma Husserl- qué es lo que hay que decir
esencialmente de este „de algo‟ “31.
31
Cf. Ibíd., N° 88.
32
Ibíd., N° 88.
33
En el parágrafo 88 Husserl nos ofrece una breve “reducción” de una vivencia real: “Supongamos
–dice- que miramos con agrado en un jardín a un manzano en flor, el verde nuevo y fresco del
césped, etc.”. Sin embargo, nosotros preferimos analizar aquí el caso que Husserl trata en el
parágrafo 111 por tratarse de una obra de arte y, por tanto, por estar más cerca de lo que
perseguimos, es decir, comprender la esencia del fenómeno artístico.
26
entreverados entre sí. Husserl intenta evidenciar que en la vivencia
fenomenológica queda al descubierto la esencia de la obra constituida en la
conciencia. Esta esencia es la arquitectura de la obra que en la conciencia
intencional es vivida como objeto estético. En este sentido la obra se distingue de
la constitución de la simple cosa –por ejemplo un árbol- que aparece en su unidad
monolítica y que deja ver su esencia de una manera más directa y sencilla.
34
Cf. Ideas, N° 109.
35
Las ideas relativas al papel fundamental que el receptor juega en el proceso de la reconstrucción
artística, según la actual teoría literaria, arrancan sin duda de las investigaciones de Husserl. Sin
embargo, la crítica literaria –casi totalmente de espaldas a la fenomenología- no advirtió que este
descubrimiento era ya materia patente en Husserl.
27
¿Qué es, pues, concretamente, lo que tiene que decirnos Husserl frente al
grabado de Durero y que Sartre estima de valor clásico para la concepción de
“vivencia estética”? Los rápidos esbozos husserlianos, creemos, nos permiten
“ver” los siguientes estratos de esa obra de arte –y por su intermedio, de cualquier
obra de arte en general:
36
Cf. Ideas, N° 97.
37
Habría un quinto estrato que Husserl no distingue, o se abstiene de distinguir quizá por temor a
una recidiva psicologista, pero que algunos fenomenólogos posteriores reconocen, esto es, el
espiritual. En este último aparecerían los valores –lo bello, lo sublime, lo emocionante, lo trágico, lo
conmovedor, etc.- y el llamado “goce espiritual”. Mas, de él no hablaremos por ahora, sino en el
curso de los análisis que vienen.
En sentido estricto Husserl tampoco distingue explícitamente cuatro estratos en la obra de
arte, ni habla de objeto estético, como nosotros hacemos. En rigor él distingue en primer lugar la
percepción normal y luego la conciencia perceptiva, como reconoce Sartre. Pero creemos que
nada impide, y todo autoriza, esta distinción respaldados en el propio contexto de las Ideas.
28
De modo, pues, que -según Husserl- cuando frente a la obra de arte
asumimos una actitud meramente estética, lo “reproducido” o lo “apercibido” (ya
que el arte no reproduce nada real) lo tomamos como mera ficción, sin imprimirle
el sello del ser o del no-ser (real), ni del ser posible, ni del ser probable. La actitud
fenomenológica no lo niega, no lo postula ni lo refiere a una realidad extraestética.
Todo lo que hay en la obra de arte está en la obra, no fuera de ella.
Queremos igualmente dejar constancia aquí que posteriores estudios de otros fenomenólogos
(Souriau, Heidegger, Dufrenne) siguen estas implícitas distinciones de Husserl, ampliando y
completando la doctrina del maestro pero, a nuestro entender, sin superarla esencialmente.
38
Cf. J.P. Sartre, La imaginación, p. 120.
29
Varias son las consecuencias favorables –para una filosofía
fenomenológica de la obra de arte- que deja como saldo la reflexión husserliana.
Anotaremos aquí las que nos parecen más relevantes:
i) La vivencia es intuición pura del objeto en ella dado, no como objeto, sino
como esencia de objeto, este es un dato originario. Luego, en la obra de
arte no tendremos en cuenta la obra misma que es una cosa, en cuanto
cosa, sino lo que aparece en la vivencia despojada de toda trascendencia
para quedarnos con el fenómeno puro que es el objeto estético. El yo
también desaparece en tanto yo concreto que contempla el mundo
circunstante y circundante desde un aquí y un ahora, para quedar como
conciencia pura sin determinación alguna. Desde esta perspectiva pierde
todo interés para la estética el autor con su mundo espiritual efectivo o
presunto, su entorno social, histórico y vital que, por tanto, estuvieron
íntimamente ligados al estudio de la obra de arte. La obra, qua ente de
ficción, es a lo que debe atender en exclusiva la investigación
fenomenológica, en tanto estética fenomenológica. Esto tampoco excluye –
según pensamos admitiría la obra de Husserl- un destierro sin retorno de la
vivencia psicológica del contemplador. Por el contrario, se puede entrar en
situación por el fenómeno psíquico, pues éste deviene, por la vía de la
reducción fenomenológica, un fenómeno puro que exhibe su esencia en la
inmanencia de la conciencia como dato absoluto, pero entonces ya nada
tiene de psicológico.
ii) “Lo puramente inmanente hay que caracterizarlo aquí, en principio –dice
Husserl- por medio de la reducción fenomenológica; yo miento
precisamente esto que está aquí; no lo que él mienta trascendentemente,
sino lo que es en sí mismo y tal como está dado”39. Esta idea, tal como la
plantea Husserl, será de gran utilidad en la estética fenomenológica. Desde
luego permitirá devolver el ser a la obra de arte y considerarla como mundo
vuelto sobre sí mismo sin conexiones explícitas con la realidad inmediata y
circundante.
39
Ideas, N° 24.
30
Este postulado es hoy día universalmente aceptado, lo que no significa, ni
mucho menos, que no se estudie la obra de arte en relación, por ejemplo,
con su entorno social o psicológico, como hacen justamente la estética
sociológica y psicológica; tan solo que hoy está claro que ésas son sólo
algunas dimensiones más de la obra artística, pero en ningún caso las
determinantes.
40
Cf. La idea de la fenomenología, p. 57.
31
Capítulo II
EL DESARROLLO DE LA ESTÉTICA
FENOMENOLÓGICA DESPUÉS DE HUSSERL
32
1.1. LA ESTÉTICA FENOMENOLÓGICA: UNA NUEVA
ACTITUD DE FILOSOFAR
Si es verdad que el término “fenomenología” no es unívoco porque implica
demasiadas connotaciones diferentes y hasta contrapuestas, entonces otro tanto
puede decirse de la “estética fenomenológica”. Desde luego, no se trata de una
escuela con un programa común y con principios doctrinales unívocos y
mutuamente compartidos por sus cultores. La verdad es que cada autor ha
fundado su propia tendencia y ha encarado el análisis fenomenológico de la obra
de arte según sus propias convicciones.
Por ser la estética psicologista de amplio dominio hacia fines del siglo XIX y
principios del XX y por ser, además, la piedra de toque de la estética
fenomenológica, cobra especial significación dedicar aquí algunas páginas a
caracterizar, aunque sea de manera somera y general, este movimiento que está
constantemente implicado en las investigaciones fenomenológicas que
estudiaremos de aquí en adelante.
41
Otro rasgo característico de la estética fenomenológica es su tendencia a convertir la estética en
investigación ontológica (Ingarden, Heidegger) o en investigación ontológica-existencial (Sartre,
Souriau, Dufrenne) destinada a explicar la naturaleza de la obra de arte.
33
1.2. EL PSICOLOGISMO EN ESTÉTICA
El logicismo y la fenomenología han reaccionado polémicamente contra la
tendencia a reducir la lógica y la teoría del conocimiento a explicaciones
psicológicas, esto es, a considerar que el estudio de las relaciones entre el sujeto
cognoscente y el objeto conocido se reduce por completo a procesos psicológicos.
La fenomenología mostrará que hay una constante confusión entre la génesis
psicológica del conocimiento y su validez lógica. Es, pues, injustificada la
tendencia a considerar explicado el proceso cognoscitivo, cuando sólo se ha
explicado su acontecer mental. Husserl afirmaba en sus Investigaciones lógicas
que toda teoría que considere las leyes lógicas puras como leyes empírico-
psicológicas, adolece de relativismo42. Pero ya Herman Lotze en su Lógica de
1874 hizo valer sistemáticamente el punto de vista antipsicologista, distinguiendo
entre el acto psíquico del pensar –que existe sólo como un determinado hecho
temporal- y el contenido del pensamiento, que tiene otro modo de ser: el de la
validez absoluta. También Frege demostró en forma coherente a partir de Die
Grundlagen der Arithmetik, de 1884, la imposibilidad de la pretensión psicologista,
que intentaba derivar todos los fundamentos de la aritmética y de la lógica de
principios psicológicos43.
42
Recordemos que Husserl comenzó defendiendo el psicologismo. Fue Frege quien lo despertó de
su “sueño psicologista”. En efecto, el punto de partida de Husserl se remonta a Uber den Begriff
der Zahl (1887), reelaborada y ampliada en Philosophie der Arithmetik (1891). En estas obras
Husserl postulaba que los números resultan de una construcción mental y que los conceptos y
leyes aritméticas se fundan en leyes psicológicas. Por entonces uno de los pocos lógicos, muy
desconocido, que se opuso a esta opinión fue Gotlob Frege, quien en una reseña “Zeitschrift für
Philosophie und philosophische Kritik” (1894) sobre el último libro citado de Husserl, demostró que
el intento husserliano de obtener el concepto de número a partir de la multiplicidad empírica, era
insostenible. Sin embargo, aunque Husserl asimiló la crítica y conoció las primeras obras de Frege,
parece que nunca reconoció explícitamente su deuda.
43
“No se tome como definición matemática –afirmaba Frege- la simple descripción del modo por el
cual se forma en nosotros una determinada imagen ni como demostración de un teorema la
recopilación de las condiciones físicas o psíquicas que deben ser satisfechas en nosotros para que
podamos comprender el enunciado. No se confunda la verdad de una proposición con su ser
pensada. Es necesario recordar bien esto: que una proposición no deja de ser verdadera en cuanto
yo no la pienso más, como el sol no deja de existir cuando yo cierro los ojos”. Die Grundlagen der
Arithmetik, citado por Abbagnano, Diccionario de Filosofía, p. 970, col. 2.
34
asuntos que deben estudiarse y resolverse desde la vivencia psicológica de la
obra artística.
44
La obra más importante de Fechner sobre esta materia es Vorschule der Aesthetik, Leipzig,
1876.
45
Raymundo Bayer. Historia de la estética, pp. 356-357, México, 1965.
46
Volkelt desarrolla su teoría especialmente en Aesthetische Zeitfragen, Munich, 1895, y en
System der Aesthetik, 3 vol. Munich, 1905-1914.
35
Sin embargo, para Lipps47 el problema de la estética consiste en reducir la
multiplicidad de experiencias a un factor único. Este fundamento psicológico único
lo constituye una función en la que se basa toda experiencia –también la no
estética- la proyección sentimental (Einfühlung). Al percibir un objeto –según este
autor- indirecta, pero realmente, le atribuimos vida, vida que realizamos por un
acto estético, mediante el cual trasladamos al objeto nuestras sensaciones
orgánicas de carácter cinemático. Por medio de este acto introducimos en el
objeto algo que le es ajeno. El hombre no percibe hechos brutos ni mantiene una
neutralidad frente a las cosas del mundo, sino que de alguna manera proyecta en
los hechos su propia interioridad y tiende a reconocer, inconscientemente, en el
hecho objetivo una serie de rasgos o características que en rigor sólo
corresponden a su subjetividad. Así, cuando juzgamos que un “día está alegre” o
una “tarde triste”, en realidad si examinamos objetivamente el fenómeno “día” o
“tarde”, veríamos que nada puede conducirnos a afirmar con propiedad ni la
“alegría” del día, ni la “tristeza” de la tarde. Este factor animista juega un papel
decisivo en nuestra vida cotidiana que, en cierto grado, es vida estética, porque
donde hay representación emotiva hay experiencia estética; es decir, donde hay
adhesión psicológica encontramos belleza: en una palabra, toda experiencia es en
mayor o menor grado experiencia estética.
47
Cf. Los fundamentos de la estética. La contemplación y las artes plásticas (Versión de Ovejero y
Maury). Daniel Jorro, ed., Madrid, 1924.
48
Estética, p. 83.
36
1.3. LA NUEVA ACTITUD FENOMENOLÓGICA FRENTE A
LA ESTÉTICA PSICOLOGISTA
Como es evidente, a poco de estudiar esta doctrina se observa que esta
concepción general de la estética adolece de tres faltas fundamentales que bien
pronto serán subrayadas por los fenomenólogos: (i) descuido casi completo del
objeto estético o de la obra de arte qua realidad autónoma; (ii) atención exclusiva
al proceso de la creación, contemplación o enjuiciamiento de la obra de arte, y(iii)
incapacidad para distinguir entre obras de arte y obras o cosas no artísticas. En
realidad, no es menester experimentar la vivencia de la obra artística para que
tengan lugar en el sujeto contemplador una serie de actos mentales empáticos
que bien pueden ocurrir ante la presencia de cualquier objeto percibido
estéticamente.
49
Cf. Das Literarische Kunstwerk, N° 7. Max Niemeyer Verlag, Tübingen, 1965.
50
No negamos que pueda existir (además, porque de hecho existe) una estética psicologista que
se ocupe del autor en relación con su obra. Tal es el caso del psicoanálisis del artista. Pensemos,
por ejemplo, en los estudios que se han hecho para explicar la obra tardía de Van Gogh o de
Hölderlin en relación con la locura que afectó a estos artistas (por ejemplo, Karl Jaspers, Strindberg
et Van Gogh. Les Editions de Minuit, París, 1953; Jean Vinchon, El arte y la locura, citado por
Fayad Jamís en Cartas a Theo de Vincent Van Gogh, Barcelona, 1981).
Pero lo que no se puede consentir –y no consienten los fenomenólogos- es confundir el
estudio de los procesos psicológicos que tienen lugar en la percepción estética, con la esencia de
lo percibido en esos procesos.
37
consecuencia queda fuera de la obra de arte el autor con todos sus destinos,
vivencias y estados psíquicos. Por mucho que se pueda afirmar que la obra de
arte es expresión directa surgida de las vivencias del autor, de su choque y
enfrentamiento con el mundo, de sus deseos, anhelos, sufrimientos y
satisfacciones; nada de esto altera el hecho primero y fundamental de que el autor
y su obra constituyen dos objetividades diferentes, que por su propia
heterogeneidad radical deben ser completamente distintas y estudiadas por
separado. Complementariamente, tampoco pertenecen a la estructura ontológica
de la obra de arte las vivencias y estados psíquicos del contemplador. Muchas
teorías estéticas, siguiendo la teoría de la Einfühlung, suponen la obra nada más
que como un motivo externo propicio que desencadena reacciones psicológicas y
fisiológicas, por medio de las cuales el contemplador descarga en la obra su
inmanencia subjetiva, todo ello en desmedro de la única y auténtica realidad
radical, sin la cual no es posible ningún fenómeno estético, esto es, la obra de
arte. En vez de entrar en vivo contacto intuitivo con la obra y de saborearla en ese
característico olvido de sí mismo, que es la vivencia estética, la crítica se enreda
en la vida y experiencia del autor y trata de ver en ésta reflejos de aquél,
desviándose así del verdadero objeto de estudio. La estilística, especialmente, ha
caído reiteradamente en este error que confunde el mundo objetivo de la obra de
ficción con el mundo subjetivo del creador y del lector. Se ha dicho repetidamente
que un perfecto goce y comprensión del poema implica, necesariamente, revivir,
mediante la lectura, los sentimientos y la situación espiritual que el autor vivió
durante la creación. El poema se transforma entonces en un mensaje o en una
comunicación que pone en contacto dos realidades psíquicas, una ausente y otra
presente. El poema, en esta doctrina, no es más que un medio, un puente tendido
entre dos objetividades que se comunican de un modo especial. Todo esto es
erróneo; en primer lugar, porque el poema no es medio sino fin en sí mismo y,
luego, porque el lenguaje ha perdido por completo su carácter referencial y, en
consecuencia, no puede comunicar como si ejerciera su función lingüística con
plena propiedad.
Lo que no se acepta es que se confunda estética, como ciencia de la obra de arte, con
estética psicologista, que se ocupa del autor o del receptor en relación con la obra.
38
objeto pleno de una intuición, de un acto de conciencia en el que se realiza
plenamente la obra de arte como objeto intencional.
Capítulo III
EL EXAMEN FENOMENOLÓGICO DE LA
OBRA DE ARTE LITERARIA SEGÚN ROMAN
INGARDEN
40
Para Ingarden el objeto literario es heterónomo, esto es, depende del
proceso de la lectura en el cual el lector dota de significación y de sentido a las
estructuras lingüísticas que lo componen. La obra literaria no posee un ser
autónomo porque es ante todo un sistema de significaciones. Esta afirmación se
apoya en el argumento de que la obra es siempre un esquema que admite partes
en blanco, puntos indeterminados, alusiones potenciales que en definitiva se
completan en una concreción, es decir, en una lectura. Distingue así desde un
comienzo Ingarden entre la obra de arte y su correspondiente objeto estético51. Si
el objeto representado tiene algo de inacabado es por su carácter imaginario: las
frases de una obra literaria no son auténticos juicios que pretenden dar en lo real y
ser responsables de verdad o de falsedad, como ocurre en obras científicas. Lo
esencial de la solución propuesta por Ingarden consiste, si hemos comprendido
bien, en tres cuestiones fundamentales: superar las teorías realistas e idealistas,
rechazar el psicologismo estético y descubrir el ser (lo óntico) de la obra de arte
literaria. Mencionaremos los dos primeros pasos y nos detendremos brevemente
en el tercero, que es de sumo interés en nuestra investigación.
La obra literaria no puede explicarse ni como mera cosa ni como mera idea,
es su carácter puramente intencional lo que la caracteriza. Según el discípulo de
Husserl, constituye un falso problema la cuestión de si la obra de arte debe ser
clasificada entre los objetos reales o entre los objetos ideales. Aparentemente la
división de los objetos, en reales e ideales, es la más universal y, por supuesto, la
más completa. Pero examinada más de cerca la situación, se ve con claridad que
la obra no puede ser clasificada ni como real ni como ideal. Y esto, debido a que la
distinción entre “objetos reales” y “objetos ideales”, según el modo de ser, no ha
podido realizarse jamás, pues siempre es posible encontrar objetos que se
resistan a esta clasificación y, además, porque si no se sabe qué es la obra
literaria, mal podría clasificársela en uno u otro grupo. Hasta ahora los realistas
han dado por hecho firme que la obra de arte es cosa real, mientras los idealistas
han supuesto lo contrario; mas la cuestión consiste en detenerse ante la obra
misma, considerarla sin prejuicios como un fenómeno en sí, y nada más. Este
examen descriptivo del fenómeno es lo único que podría decir lo que la obra de
arte es.
51
La distinción precisa y completa entre objeto estético y obra de arte, aunque se menciona y
alude a ella en Das Literarische Kunstwerk, no se desarrolla en esta obra, sino en ensayos
posteriores. Cf. En este mismo capítulo el punto 1.3. “Objeto estético” y “concreción” en la teoría de
Ingarden.
52
Nos referimos a Des Streit um die Existenz der Welt (3 vols.) Tübingen, Max Niemayer, 1964.
41
literaria por los aspectos que caracterizan la vida mental y espiritual del autor,
olvidando que la obra literaria constituye de por sí y en sí una realidad intencional,
esto es, que se da en la conciencia, pero que no puede confundirse con ella.
iii) ¿Cómo y cuál es, pues, el ser de la obra literaria? Ingarden sostiene que lo
óntico de la obra de arte literaria consiste esencialmente en ser-estructura.
Siguiendo, probablemente, el breve pero sugerente análisis estructural que, como
hemos visto, Husserl dedica a un grabado de Durero e inspirándose, además,
seguramente, en manuscritos y conversaciones que Ingarden solía tener con su
“venerado maestro” –como él lo llama-, este filósofo formula su teoría de la obra
de arte como estructura multiestratificada y polifónica.
53
Cf. Das Literarische Kunstwerk, N° 7.
42
1.2. LA OBRA DE ARTE COMO ESTRUCTURA
ONTOLÓGICA MULTIESTRATIFICADA Y
POLIFÓNICA
Según Ingarden, la idea central de su teoría –de que la obra literaria es una
estructura ontológica multiestratificada y polifónica- es una trivialidad. Empero, por
grande que ella sea, advierte que ningún estudioso ha caído en la cuenta de que
es justamente en esta idea sencilla en la que reside la explicación de la estructura
fundamental y específica de la obra de arte literaria, aunque reconoce que en la
historia de la estética hubo de vez en cuando algunos atisbos en este sentido;
observa también que en realidad nunca antes se vio que en la obra existen ciertos
estratos heterogéneos que recíprocamente se condicionen y relacionen en sus
múltiples aspectos. Ingarden, en cambio, no sólo distingue esos estratos, sino
demuestra que su interrelación resulta de una estructura que es, justamente, el
modo de ser óntico de la obra literaria. Según él, ha sido, hasta este momento, la
ignorancia de esta realidad la que ha extraviado y desviado los estudios estéticos
y literarios de su verdadero objetivo. Así, por ejemplo, el tan debatido problema de
la forma y del contenido no puede ni siquiera plantearse correctamente sin atender
a la estructura multiestratificada de la obra; y otro tanto ocurre con una serie de
aspectos que, según nos dice, han sido sólo tratados parcialmente. Lo
característico de la obra de arte literaria reside en el hecho de que es una
producción constituida por varios estratos heterogéneos. Cada estrato singular, de
los cuatro que Ingarden distingue, posee una serie de particularidades que lo
diferencian de los otros. Cada estrato posee un material característico y, además,
desempeña una función que lo relaciona con los demás estratos y con el todo de
la obra. De esta suerte, cada estrato encuentra asiento y fundamento en el
anterior y, sumados los unos a los otros, constituyen la realidad ontológica de la
obra de arte. A pesar de la diferencia de material de cada uno de estos estratos, la
obra en su conjunto no constituye un puñado desarticulado de elementos
relacionados al azar, sino que deviene una construcción orgánica que adquiere su
substancia precisamente tanto por su singularidad y unidad interna como por su
relación de oposición con los estratos que la integran.
54
Una sinopsis de la teoría ingarderiana puede verse en Jeff Mitscherling, “Roman Ingarden‟s The
Literary Work of Art: Exposition and Analyses”. Philosophy and Phenomenological Research, Vol.
XLV, N° 1, March, 1985.
44
últimos: cualidades metafísicas, ideas, etc.”55. No existiría –más que como
eventualidad prescindible- un quinto estrato: el de las cualidades estéticas y
metafísicas. A pesar de que Ingarden –en polémica con Wellek y Warren- niega
que estas cualidades constituyan un estrato en sí, fuera de los ya distinguidos, tal
sensación aparece en el curso de la lectura de su obra. En el “Prefacio” a la
tercera edición de 1965, Ingarden se opone vigorosamente a esta interpretación,
pues estima que si las cualidades metafísicas constituyeran un estrato esencial de
la obra, éste debería pertenecer a la estructura ontológica de toda obra literaria,
cosa que no siempre ocurre y que, por tanto, contradice esta pretensión.
Ciertamente que los elementos de orden metafísico y los valores estéticos quedan
implicados en la compleja urdimbre de la obra de arte pero, como no forman parte
de toda obra literaria, es de suponer que sólo existen virtualmente. Cuando existen
en una obra con calidad artística, constituyen algo así –dice Ingarden- como un
“centelleo luminoso que envuelve en sus rayos las objetividades representadas”56,
y que al mismo tiempo vividas por el lector en la fruición estética lo rodean de una
atmósfera especial que sentimentalmente lo transportan y dominan. De esta
suerte, no se produce una oposición entre los estratos formales e imprescindibles
de la obra de arte y estas cualidades metafísicas y estéticas que de algún modo
subyacen en la obra y que se concretan en la lectura, es decir, en la realización de
la obra de arte como objeto estético. Por el contrario, tanto las cualidades formales
o estructurales como las estéticas y metafísicas se combinan armoniosamente en
la obra constituyendo lo que Ingarden denomina una polifonía. Las cualidades de
valor estético y las metafísicas no pueden ser, en consecuencia, desligadas ni
ontológica ni fenomenológicamente de su fundamento constitutivo. Es propio de su
ser que sean características ontológicamente dependientes de alguna entidad que
las sustenta. Para que estas cualidades estéticas y metafísicas puedan emerger
es preciso que se dé o que se viva siempre una cierta combinación de cualidades
subjetivas y de elementos visibles, entonces ellas se pueden dar intuitivamente a
la mirada del lector. “Así, la polifonía de cualidades de valor constituye un todo
íntimamente relacionado con cada uno de los estratos de la obra, y es
precisamente con este todo que nosotros nos encontramos en la contemplación y
fruición estéticas. Este todo es, por tanto, el objeto estético: la obra de arte
literaria”57.
55
Félix Martínez-Bonati. La estructura de la obra literaria, p. 38. Seix Barral, 2ª ed., Barcelona,
1972.
56
Das Literarische Kunstwerk, N° 68.
57
Ibíd., N° 8.
45
la vivencia será siempre unidad que sólo levemente deja transparentar su
complicada estructura. Tiene un ser ónticamente heterónomo que parece
completamente vacío y que sufre inoperante todas las operaciones que sobre él
realizamos, pero que en realidad se actualiza de una manera compleja y riquísima
en el acto de su constitución, en la vivencia intencional de carácter
específicamente estético.
58
Cf. Roman Ingarden. “Valor artístico y valor estético” en Estética, pp. 71-98. Harold Osborne
(ed.), F.C.E., México, 1976.
46
Una misma obra de arte se realiza, pues, en diversas concreciones según,
suponemos, la peculiar y personalísima experiencia de cada contemplador. Es
evidente que dos contempladores ante la misma obra no “captan” ni asimilan de
igual manera lo que la obra entrega. Hay dos circunstancia que, según Ingarden,
contribuyen a abortar un objeto estético. Una, cuando el objeto artístico carece en
sí de valor estético como, por ejemplo, cuando está mal construido –es lo que
llamamos una mala novela o un poema insípido-; en este caso el objeto estético
concretado es precario, imperfecto. Dos, cuando el contemplador carece de
“aptitudes”, como explicábamos anteriormente. “La aparición efectiva de las
concreciones „posibles‟ de una obra de arte –afirma Ingarden- (…) depende
también de la presencia de observadores competentes y de que sea percibida por
ellos de una manera y no de otra”59. Diversas condiciones históricas pueden
favorecer o desfavorecer, también, una concreción. Desde el momento que una
obra, en tanto cosa, es producto histórico, queda sujeta a períodos de esplendor o
decadencia (recordemos que en su día El Quijote no pasó de ser una novela más,
sin auténtico valor artístico para sus contemporáneos). Es decir, para utilizar los
términos de Ingarden, hay períodos en que las “concreciones estéticas son
correctas” y otros en los que el atractivo de la obra se debilita e incluso
desaparece para el público. Pero cuando la obra tiene valor artístico en sí –“valor”
para Ingarden no implica connotaciones estimativas necesariamente, más bien
quiere decir “buena construcción”, “belleza arquitectónica”-, una imperfecta
concreción es responsabilidad del público y no de la obra, razón por la cual no se
puede admitir el relativismo y el subjetivismo estético. Los valores estéticos
permanecen invariables; son las apreciaciones las que cambian.
59
Ibíd., p. 75.
47
surge la diferencia de la que habla Ingarden entre el objeto artístico y el objeto
estético. Todos ellos se enfrentan, de entrada, con el objeto artístico, pero
mientras el filólogo, el gramático y el historiador se quedan en el plano de la “cosa-
poema”, el objeto estético comienza paulatina y gradualmente a configurarse a la
mirada intencional del lector. La actitud científica –pura o preponderantemente
intelectual- que han asumidos los tres primeros personajes ante la “cosa-artística”,
objeto de estudio para ellos, los bloquea para que en sus respectivas
percepciones se presente y constituya la obra de arte como objeto estético.
Por todo esto puede afirmar Ingarden que el objeto estético así constituido
no es ni real ni ideal, sino intencional, es decir, dependiente de las significaciones
que la conciencia asigne a las estructuras lingüísticas.
60
Ibíd., p. 75.
48
Quizá esta limitación provenga de las condiciones que Ingarden cree
necesarias para la adecuada concreción de la obra, ya que entiende esta
“limitación de los objetos estéticos posibles” como consecuencia de
“reconstrucciones fieles a la obra”. Además, agrega que la concreción sólo será la
adecuada “si la terminación de la obra y la actualización de sus momentos de
potencialidad se hallan dentro de los límites indicados por sus cualidades
efectivas”61. Es evidente que esta concepción de las concreciones limitadas de
una obra de arte presenta numerosas dificultades. Si Ingarden entendiera
“concreción” en el sentido que en música se da al término “ejecución” podríamos
estar relativamente de acuerdo. En efecto, sabemos que el “Concierto N° 1 para
piano y orquesta” de Ludwig van Beethoven es, materialmente hablando, un
conjunto organizado y sistemático de signos musicales escritos sobre papel. Bien,
si entregamos la partitura a Herbert von Karajan para que la Orquesta Filarmónica
de Berlín, bajo su conducción, y actuando al piano Vladimir Ashkenazy, ejecute la
obra, es decir, le dé vida, hemos de estar seguros que la ejecución será, si no
perfecta, muy cercana a la perfección. Otro tanto podría ocurrir si la ejecución
corriera a cargo de la Orquesta Sinfónica de Chicago, o de Londres, etc. En estos
casos podríamos hablar, aunque aún así impropiamente, de concreciones
limitadas y felices. Otra cosa ocurriría si entregamos la partitura a un grupo de
aficionados; claro está que en ese caso la “concreción” sería deficiente, incorrecta.
Sin embargo, Ingarden no se está refiriendo a la concreción musical sino a la
literaria. Y es aquí donde su tesis no resulta satisfactoria. Efectivamente, ¿con qué
criterio hemos de determinar cuándo una concreción y, por tanto, un objeto
estético, corresponde o no a una de las concreciones esperadas? ¿Cómo
reconocer las reconstrucciones fieles a la obra y las que no lo son, si el objeto
estético a fin de cuentas es un objeto puramente vivencial? Para asegurar que
tales preguntas tienen respuestas satisfactorias hace falta saber cómo determinar
las cualidades efectivas de la obra de las que nos habla Ingarden, cosa bastante
difícil e incierta que la naturaleza polisémica de la obra artística impide por
principio. Cualquier obra de arte –él mismo nos lo ha dicho- posee una estructura
polifónica, pero sólo algunas un quinto estrato, el metafísico-estético. Por
consiguiente, ¿qué son las “cualidades efectivas”? Es posible que ni aún
tratándose de un objeto “neutro” de la realidad –por oposición a un objeto artístico-
como, por ejemplo, un canelo en flor, podamos determinar con precisión, desde el
punto de vista estético, sus notas características y, por consiguiente, poder decir
qué representaciones del referido canelo son correctas y cuáles no. ¿Qué tiene in
mente Ingarden al propugnar que las concreciones de una obra de arte son
limitadas?
Es evidente que un poema, como una novela (o cualquier otra obra de arte),
puede concretarse de diversas maneras, sin limitaciones posibles, según sean las
lecturas que de la obra se hagan. Un amante enamorado otorgará a la “Égloga” de
Garcilaso un sentido quizá muy distinto de aquel que nunca lo ha estado. Será
también diferente para un joven adolescente que para un anciano; para un hombre
que para una mujer; para un habitante del desierto que jamás ha tenido la
61
Ibíd., p. 74.
49
experiencia de “ríos”, “montes” y “valles sombríos” que para quien conoce y vive
en estos paisajes. En verdad, el sentimiento del amor expresado en imágenes
puede asociarse a infinidad de otras imágenes sugeridas por la lectura, pero sólo
concretadas en la experiencia personal y diferente de cada lector. Algún lector
podría decir, como Lenin, que cuando lee poemas como éstos le dan ganas de
acariciar una hermosa cabeza y decir bagatelas; y otros podrán decir mil cosas
distintas según sus singulares experiencias. La verdad es que no existen dos
vivencias idénticas del mismo poema ni dos valoraciones iguales. Cuando
valoramos de manera diferente, ello no sólo se debe al lenguaje ambiguo y
polisémico, típico del juicio de valor, sino también es síntoma inequívoco de
diferentes experiencias o, como diría Ingarden, concreciones.
En fin, es casi inevitable repetir que la obra de arte es por naturaleza ser
abierto al hombre, lo que posibilita múltiples recorridos de lectura, un número
infinito de interpretaciones y, como consecuencia, muchísimas maneras de darse
y configurarse al objeto estético porque, en definitiva el objeto estético es
precisamente el ejercicio de la libertad de la conciencia imaginante y, por ende, de
la libertad de la conciencia en sentido absoluto. Sólo si el objeto artístico y el
estético fueran mensurables y cuantificables se podría hablar de “concreciones
limitadas” y “correctas”. Pero sabemos que, por ventura, en el caso del arte, al
menos, eso no es así y ni siquiera es posible en principio.
Lo curioso del caso es que Ingarden llama “caprichosa” una actitud de total
libertad frente a la obra, cuando el espectador da rienda suelta a su fantasía, en
cuyo caso cree que la actitud estética se pone al servicio de una preocupación
extrínseca, lo que es del todo discutible. En efecto, si existe la posibilidad de
“controlar” la fantasía frente a la pintura de Velázquez, ¿cómo “controlarla” frente a
la pintura de Dalí? Pongamos por caso la obra Afgana invisible con la aparición
sobre la playa del rostro de García Lorca en forma de frutero con tres higos.
¿Cómo evitar relacionar las imágenes, las formas y los colores, tan
característicamente oníricos en la pintura de Dalí, con las más variables y
caprichosas experiencias? ¿Quién puede controlar sus sueños y evitar que su
fantasía se “dispare” en uno u otro sentido? O lo que es más difícil, ¿cómo fijar
criterios para indicar cuáles son los principios que han de gobernar la
contemplación de la obra de arte? Cualquier lector sabe que nunca un poema, en
diversas lecturas, sugiere las mismas imágenes y configuraciones, lo que prueba
que la dación de sentido en el acto de leer es enteramente libre en el arte literario
y en toda expresión artística en general.
50
será semejante o afín a lo que se hallaba presente en la mente del artista durante
la creación de la obra si la concreción se efectúa con la intención de conformarse
a las características efectivas de la obra” (destacado nuestro)62. ¿Y quién dice qué
es lo que se hallaba presente en la mente del artista durante la creación de la
obra? Sólo una conciencia divina podría dar cuenta de tan magna empresa, pero
debemos contentarnos con esfuerzos humanos y para éstos está fuera de toda
posibilidad real dar cuenta objetiva de los estados de conciencia del artista en un
determinado momento de su historia personal. Existen tantas obras anónimas y
autores que para nosotros son poco más que nombres, que no se ve cómo
afrontar tan difícil y subjetiva tarea. Con seguridad que dos opiniones de expertos
conocedores de Edipo Rey no coincidirían en sus respectivas determinaciones de
lo que pasaba por la mente de Sófocles cuando compuso su insigne tragedia.
Exigirle tales resultados a la estética, y en especial a la ciencia literaria, es ilusorio
y anticientífico. Apelar a la psicología de la creación para explicar el objeto estético
–que habíamos convenido en considerar como fruto de la intuición y del análisis
fenomenológico- y la obra artística (que no es objeto psicológico), es recaer en el
psicologismo; pero en el caso de Ingarden es, además, borrar de un plumazo todo
lo que él mismo avanzó en el terreno de la estética fenomenológica -en dura
pugna con el psicologismo- y abandonar la tarea de la conquista de una ciencia
estética autónoma y de una obra de arte separada y distinta del autor. Estas
declaraciones de Ingarden chocan violentamente con la teoría expuesta en Das
Literarische Kunstwerk, sobre la autonomía de la obra de arte respecto del autor y
constituyen una contradicción inexplicable.
62
Ibíd., p. 74.
51
Ingarden. Es evidente que más allá de los estratos ónticos existe un mundo ficticio
y una estructura de este mundo que es lo que en definitiva determina el carácter
estético de la obra de arte, en tanto fenómeno literario que se da a la visión o
contemplación del lector por virtud de la conciencia intencional.
52
Capítulo IV
63
“Prefacio” (a la 1ª edición). Das Literarische Kunstwerk.
54
no en plena oscuridad. Y, sin embargo, hay puntos de contacto tanto en el
tratamiento como en el resultado a que se llega en ciertos momentos del filosofar.
Aunque Heidegger no menciona la obra de Ingarden es evidente que la conoció y
tomó de ella algunas de sus ideas, aunque les dio un sesgo metafísico que no
tienen en el pensador polaco.
1.1.1. Por un lado tenemos la nueva actitud intelectual con que Heidegger se
enfrenta a la cosa que constituye el fundamento de su meditación: la obra de arte.
64
Cf. por ejemplo, las severas críticas que Alfred Surn hace en su obra La filosofía de Sartre y el
psicoanálisis existencialista (Buenos Aires, Edic. Imán, 1951) a las oscuridades lingüísticas y
conceptuales de la filosofía de Heidegger. Afirma este autor que gracias a Sartre –representante
de la ancestral claridad latina- la filosofía existencialista de Heidegger ha podido ser relativamente
comprensible.
Por su parte, Samuel Ramos, el filósofo mexicano que pone en español los dos ensayos de
Heidegger sobre el arte, afirma: “El último capítulo del ensayo –se refiere al „Origen de la obra de
arte‟- es el de más difícil comprensión y, por lo tanto, de traducción porque vuelve Heidegger a
adoptar su lenguaje oscuro y a hacer juegos de palabras que llegan a lo increíble en esta parte, el
estilo no es el de un filósofo y más parece el de un profeta o un místico que se debate por dar
expresión a lo inefable. En el tratamiento de sus temas se acentúa de modo notable la dirección
francamente irracionalista del pensamiento de Heidegger. Por ello resulta difícil y atrevido hacer
una exégesis de esta parte de la doctrina estética heideggeriana, ¿Puede lo irracional traducirse en
términos que tengan un sentido para nuestra normal comprensión lógica?” “Prólogo” a Arte y
poesía, p. 20. F.C.E., México, 1978.
Cf. también “La superación de la metafísica mediante el análisis lógico del lenguaje” de
Rudolf Carnap (en El positivismo lógico, compilado por A.J. Ayer, F.C.E., México, 1965) en la que
se somete a un duro ataque cierta fraseología de Ser y tiempo. Un análisis parecido aunque no
hiriente y mordaz como el de Carnap puede verse en Jorge Millas. Idea de la filosofía, Vol. I, pp.
61-62.
65
Cf. de Moritz Geiger, La Estética, ya citada.
55
La queja de la fenomenología contra el psicologismo, el idealismo y el realismo
palpita en la obra de Heidegger. La obra de arte fue tratada más como actitud
subjetiva que como producto objetivo; como cosa más que como fenómeno y, por
el idealismo de Croce, Vossler y Collingwood, como un producto esencialmente
espiritual cuya manifestación objetiva o expresión, era secundaria. Heidegger, por
el contrario, partirá de la cosa expresada. Su meditación, al menos de momento66,
pone en el olvido al creador. Se trata de averiguar la esencia de la obra de arte. La
explicación no se puede buscar en el artista sino en la cosa misma. Describir,
simplemente y sin teoría filosófica previa alguna, es la condición de partida. “La
obra, como tal, únicamente pertenece al reino que se abre por medio de ella”67. Lo
que significa no tomar compromisos en la partida. Hay que dejar que el espíritu
hable con soltura y libertad. Este punto de vista, aparentemente ingenuo, es la
actitud fenomenológica. La fenomenología se revela entonces como la reflexión
intelectual que describe al ser que se oculta tras el ente. Como sabemos, para
Heidegger el hecho de que el todo esté oculto es la condición de la revelación de
las partes, como la luz es la condición de la aparición de las cosas: “El ser se
oculta en tanto que se revela el ente”. El ente es siempre mundano, múltiple y
singular.
“La manera cómo el hombre vive el arte debe ser una explicación sobre su
esencia”69; lo que quiere decir que el sujeto contemplador participa en la
constitución de la obra artística. “Dejar que una obra sea obra es lo que llamamos
la contemplación de la obra. Únicamente en la contemplación, la obra se da en su
66
Cf. “El origen de la obra de arte”, especialmente el apartado „La cosa y la obra‟, pp. 41 y ss. Este
ensayo junto a “Hölderlin y la esencia de la poesía” se encuentran publicados bajo el título Arte y
poesía, con prólogo de Samuel Ramos. F.C.E., México, 1978. Seguiremos esta versión.
67
Ibíd., p. 70.
68
Ibíd., p. 50.
69
Ibíd., p. 120.
56
ser-creatura como real”70. Pero no hay que confundir esta actitud participativa del
contemplador que colabora con la constitución de la cosa-artística, con la actitud
simplemente psicológica, pues en la actitud fenomenológica el ponerse en
contacto con la obra acontece en la intuición que busca y encuentra la esencia, es
decir, lo que Heidegger llama la verdad del arte. Así como la obra no puede llegar
a la existencia sin la intervención del creador, tampoco puede despertar de ésta
sin el concurso del sujeto contemplador. “Si una obra no puede ser sin ser creada
–asegura Heidegger-, pues necesita esencialmente los creadores, tampoco puede
lo creado mismo llegar a ser existente sin la contemplación”71. La conciencia
contempladora72, en tanto instancia que posibilita el acaecer de la verdad del arte,
es puesta en primer plano por la investigación fenomenológica de Heidegger,
contribuyendo con ello de una manera muy original a establecer uno de los
principios fundamentales de la estética actual que sólo concibe la obra como
fenómeno que revela toda su riqueza y su sentido en el proceso de recepción. Sin
conciencia no tiene sentido el juego ontológico de la ocultación-desocultación, de
la alétheia como revelación del ser, ni de la claritas como revelación de la belleza.
1.1.2 Por otro lado, resulta igualmente novedoso el ataque intuitivo de Heidegger
hacia la comprensión de la naturaleza ontológica de la cosa artística. Lo primero
que observa es que una obra de arte puede ser considerada como una cosa más,
simplemente como una cosa más de las tantas cosas que existen en el mundo,
pero mientras las restantes cosas continúan siendo cosas en toda circunstancia, la
cosa-artística, en un momento dado, y en una situación adecuada, puede
abandonar la cosa para elevarse a un estrato o a un nivel de existencia espiritual
superior. Este segundo nivel es lo que Heidegger denomina lo artístico. Y es este
segundo nivel de lo artístico donde acaece, donde acontece el revelarse del ser,
es decir, la alétheia, el desocultamiento, la verdad. Luego, la obra de arte no es ni
la cosa, por un lado, ni el objeto artístico, lo que aparece por el otro, sino la
conjunción armónica de estos dos elementos. De ahí, pues, que la intención
primera de Heidegger sea ir al encuentro de la cosa artística en la obra de arte.
¿Dónde más podremos encontrar la esencia del arte –pregunta el filósofo- sino en
las obras artísticas? Heidegger dedica buena parte de su investigación “El origen
de la obra de arte” a averiguar en primer lugar qué es lo cósico de la cosa, es
decir, cuál es la esencia de la cosa que soporta a la cosa-artística, de esa cosa de
la cual surge el fenómeno estético. Se plantea el problema de diversas maneras,
lo ataca una y otra vez y, sin embargo, pareciera que no ha llegado a ninguna
conclusión satisfactoria, pues él mismo al final de su trabajo nos dice lo siguiente:
“Para la determinación de lo cósico de la cosa no basta ni considerarla como
portadora de propiedades, ni como la multiplicidad de lo dado sensiblemente en su
unidad, ni menos aún representarla como la estructura materia-forma que se
70
Ibíd., p. 104. Esta idea es de gran importancia en la llamada estética de la recepción en nuestros
días. Cf. H.R. Jauss, Pour une esthétique de la réception. Traduit de l‟allemand pour Claude
Meillard. Gallimard, Paris, 1978, y Wolfgang Iser The Implied Reader. John Hopkins Univ. Press,
Baltimore, 1974.
71
Ibíd., p. 104.
72
“Contemplativa” implica pasividad; “Contempladora” implica actividad.
57
deriva del carácter del útil”73. Sin embargo, aunque Heidegger no es nada claro en
esto, pareciera que cuando reflexiona sobre lo cósico de la obra de arte se está
refiriendo a la materia, es decir, a los elementos estructurales que soportan y
hacen posible la obra de arte. Es lo que con otros términos denomina la “tierra”74.
Después de desestimar las tres doctrinas ontológicas sobre las cosas77, que
en el curso del pensamiento occidental han dominado en filosofía, Heidegger
anuncia que aún “no sabemos nada de lo cósico de la cosa”, pero a pesar de su
juego lingüístico y filosófico, pareciera que el filósofo distingue lo cósico de la cosa
73
“El origen de la obra de arte” en Arte y poesía, p. 108.
74
“Empero –escribe-, lo que en la obra tomada como objeto parece ser lo cósico en el sentido de
los corrientes conceptos de cosa, y que desde ella experimentamos es lo que tiene de tierra la
obra”. Ibíd., p. 107.
75
Ibíd., p. 39.
76
Ibíd., p. 42.
77
Heidegger no duda de que la obra de arte es algo más que una simple cosa, pero se da, de
todos modos, a la tarea de aclarar en qué medida participa la obra de la naturaleza de la cosa.
Esto lleva a una cuestión ontológica general, porque casi siempre se ha tomado la cosa como
modelo del ente. Tres son las tradicionales teorías sobre la naturaleza de la cosa que han
predominado en Occidente desde los griegos y Heidegger las discute: 1) la teoría substancialista
de acuerdo a la cual la cosa consta de una estructura o sustrato permanente; 2) la teoría
sensualista, que concibe la cosa como un conjunto de sensaciones y, 3) la teoría materia/forma
que explica la cosa como una conjunción entre la forma y el contenido.
58
artística por la capacidad de ésta de crear y fundar mundo. El examen de una obra
de Van Gogh así parece confirmarlo. Un cardo del campo, una hoja de un árbol
son también ciertamente cosas –según implica Heidegger-, pero por mucho que
contemplemos esas cosas, la cosa permanecerá muda. Vive en el silencio y
muere en él. Un par de viejos zuecos de campesino pueden ponernos en la pista
de lo que el sibilino lenguaje de Heidegger quiere desocultar (¿u ocultar?). Un par
de viejos zapatos reales, totalmente cósicos, no nos dirán nada, según él. Mas,
unos zapatos pintados, “representados” en el cuadro de Van Gogh, hablan al
espectador. Mediante un examen de aproximación fenomenológica Heidegger
cree haber descubierto en la sensación de confianza y familiaridad el fondo del
mensaje de la obra del pintor.
Sin embargo, aún no ha quedado claro qué sea lo cósico de la cosa –como
no sea en la obra de arte la materia de que está hecho el objeto artístico y que en
la obra no es simplemente materia, sino materia que habla por sí misma (una
catedral no es arquitectura hecha de roca, sino la roca en la arquitectura)-, pero al
menos hemos adelantado algo: la esencia del arte es “el ponerse en operación la
verdad del ente”.
Aquí entronca la doctrina del arte con los importantes conceptos de “ser”,
“ente” y “verdad”, auténticos pilares que sostienen el edificio metafísico de
Heidegger. “Si la verdad –afirma Heidegger- está con razón en una relación
original con el ser, el fenómeno de la verdad viene a caer dentro del círculo de los
problemas de la ontología fundamental”78. Toda la meditación estética de
Heidegger gira en torno de esta idea esencial: el arte es alétheia, principio que se
deriva, a su vez, de otro postulado central de su metafísica: la verdad es
“alétheia”, no adaequatio. Por esta razón, consideraremos brevemente su teoría
de la verdad para volver después sobre nuestro problema primordial. Digamos, sin
embargo, que la teoría de la alétheia compromete hasta sus raíces a la teoría
artística de Heidegger, tanto que las dificultades de su intento por constituir una
nueva gnoseología, basada sobre el principio ya señalado, se trasladan fácilmente
a su concepción artística.
78
Ser y tiempo, p. 234. F.C.E. México, 1951.
79
Libro IV, N° 7; N° 25-30. Versión trilingüe de Valentín García Yebra. Gredos, 2ª. ed., Madrid,
1982.
59
asumió completamente. En la filosofía medieval la doctrina de la verdad, así
entendida, tomó la forma de veritas est adaequatio rei et intellectus o veritas est
adaequatio, intellectus ad rem según sea que se subraye la adecuación de la cosa
con el entendimiento, o del entendimiento con la cosa. En cualquier caso, una y
otra formulación de la esencia de la verdad mientan siempre un “adecuarse a”.
Aquí el concepto clave sigue siendo el de conformidad, adecuación, coincidencia.
Se supone que existe un estado de cosas y que la proposición mienta. Si lo mienta
acertadamente querrá decir que la proposición coincide con el estado de cosas, o
si se quiere, que el estado de cosas coincide con la proposición. Heidegger cree
que a partir de Aristóteles la tradición filosófica se extravió, porque en buenas
cuentas el término alétheia, y su correspondiente latino “veritas”, no significa en
las primeras formas del filosofar griego “verdad” como adecuación, sino “verdad”
como “desocultación”, “desvelamiento”. En principio el Todo, el ser, está oculto80.
Lo que aparece son los entes mundanos, pero una adecuada operación puede
revelar, hacer aparecer lo ocultado, mediante un proceso de desocultamiento (tal
ocurre en el arte, por ejemplo). Mientras el término “verdad” nos lleva –
equivocadamente- a pensar en la verdad como concordancia, como propiedad del
enunciado (y por último del conocimiento), alétheia nos conduce a la cosa misma
antes de ir al juicio. Rigurosamente hablando, la verdad es prelógica, prejudicativa,
es decir, óntica. No es, pues, la verdad una propiedad del juicio, del conocimiento,
sino del ser. Alétheia es, entonces, des-velar lo que está velado, desocultar lo que
permanece oculto. La verdad (el “estado de descubierto”) –dice Heidegger- tiene
siempre que empezar por serle arrebatada a los entes. Los entes resultan
arrancados al “estado de ocultos”. Desocultar el ente es aparecer el ser. La verdad
como alétheia se relaciona estrechamente con el ser y con el ente. El proceso de
desvelar tiene su sentido. Está encaminado a que el ente se manifieste en lo que
es y cómo es. Pero es imposible que el des-ocultamiento ocurra si previamente no
se vive el ocultamiento. Si la esencia de la verdad es el desocultamiento del ente,
entonces el ocultamiento puede ser comprendido como la no-verdad. Y como la
no-verdad posibilita la verdad, ocurre igualmente que el ocultamiento es condición
del desocultamiento. “El ocultamiento, pues –señala Heidegger-, pensado desde la
verdad como desvelamiento, es el no-desvelamiento y de ese modo, la no-verdad
auténtica y más propia a la esencia de la verdad”81.
80
Cf. “De la esencia del fundamento”, apartado II, en ¿Qué es metafísica? y otros ensayos.
Buenos Aires, 1983.
81
Con la interpretación de la verdad como descubrimiento puede parecer que Heidegger se
enfrenta con toda la tradición filosófica; Heidegger piensa, por el contrario, que su interpretación es
“lo que la más vieja tradición filosófica antigua presintió originariamente y comprendió
prefenomenológicamente”. Aduce textos de Aristóteles y de Heráclito donde aparece la verdad con
el sentido fundamental de descubrir: alétheuein (Entdecktheit, Unverborgenkeit). Heidegger, lejos
de saltarse la tradición, se la apropia (Aneignung) originariamente. Cf. Manuel Olasagasti.
Introducción a Heidegger, p. 36. Madrid, Revista de Occidente, 1967.
El ser para los griegos es “aparición”. La esencia del parecer es el mostrarse, presentarse,
estar enfrente, hallarse delante (sich-zeigen, sich-dar-stellen, an-stehen, vorliegen); pero la
aparición es aparición a partir del ocultamiento, es des-ocultación o des-velación. Efectivamente, lo
que aparece es el ser; pero el ser se revela a los griegos como physis; la fuerza dominante que
brota…; pero el parecer como el nacer lleva implícito el salir del estado de ocultación. Por esa
conexión esencial de physis con alétheia podían decir los griegos: el ente es, en cuanto ente,
60
Aunque Heidegger complica, probablemente de manera innecesaria, la
comprensión de una idea en principio sencilla (que la verdad no es un atributo del
conocimiento, sino una situación originaria del ser), queda claro que la pretensión
heideggeriana va encaminada a desmontar la “equivocada” y dos veces milenaria
teoría de la verdad para, según él, ponernos en el camino correcto: el camino del
ser que de suyo es verdadero, en tanto verdadero ser, y no por operación del
entendimiento.
verdadero; viceversa: lo verdadero como tal es ente; lo desocultado como tal, llega a mostrarse. La
verdad, como estado de desocultación, no es un añadido del ser, sino el ser mismo. Ibíd., p. 273.
82
“De la esencia de la verdad”, apartado IV. “La no-verdad como ocultación” en ¿Qué es
metafísica? y otros ensayos, p. 123.
83
Ser y tiempo, p. 260.
61
Dasein que es existencia abierta, aquí y ahora. La presencia del ser aclara al ente;
el “par de zapatos” queda iluminado. Ya no es meramente un “par de zapatos”
más entre los muchos del mundo, sino un par de zapatos que habla y al hablarnos
nos dice qué es el arte y nos muestra su esencia. La claritas es más que el
resplandor de la forma, es la impresión que queda cuando la cosa se descubre
ante la mirada para revelarnos su ser. En el arte, insistimos, esta revelación es
simultáneamente verdad y belleza.
84
“El origen de la obra de arte”, Arte y poesía, p. 63.
85
Ibíd., p. 110. Heidegger agrega además: “Todo arte es como dejar acontecer el advenimiento de
la verdad del ente en cuanto tal, y por lo mismo es en esencia Poesía”.
86
Cf. Ibíd., p. 115.
62
1.5. EL DOBLE PLANO DE LA OBRA DE ARTE
Heidegger asume que la obra de arte es un proceso de colaboración –un
poco como ocurre con el conocimiento kantiano- entre los elementos primarios de
la obra y otros elementos que, sin ser primarios, son esenciales en ésta: lo primero
es considerar la obra como lo que es entre las demás cosas; una cosa que
comparte la suerte de todas las cosas del mundo. Como tal está sometida a las
leyes del espacio y del tiempo y se comporta en consecuencia. Toda obra de arte
debe extraer una materia prima de la naturaleza, para desde ella sobrepasar la
materia y crear otra cosa. Heidegger llama tierra, metafóricamente, a esa materia
prima. Sin embargo, no es una metáfora baldía. Tierra no quiere decir el suelo que
pisamos; tierra, en un sentido cósmico y metafísico, es la madre de quien todo
proviene y a donde todo va. Es propio de la tierra guardar su secreto. La tierra no
habla fácilmente, mas el artista la hace hablar. Veamos en qué sentido el artista
arranca de la tierra la verdad. La estatua está hecha de mármol, el mármol en la
cantera está ahí como una cosa más. Guarda y oculta su enigma. Pero el mármol
convertido en David ya no es simplemente mármol. Despliega todo su ser dormido
en acción, forma y volumen que llevan al mármol (o la tierra, como diría
Heidegger) infinitamente más allá de sí mismo. Entonces el mármol da paso, por
medio de una colaboración con el contemplador, a un segundo estrato que ya no
es lo cósico, sino lo artístico de la cosa que es justamente la esencia de la obra
donde se pone en operación la verdad. El objeto, en cuanto cosa, se ha superado
a sí mismo y ha posibilitado que aparezca un nuevo ente que antes vivía oculto en
lo más secreto de la materia. Lo artístico se confunde con lo no-artístico en un solo
ser: la obra. Cuando este “milagro” se ha operado la obra está –como los “viejos
zuecos” del cuadro de Van Gogh- en condiciones de hablar. Sólo falta que la
existencia de la obra coincida en un terreno propicio con una existencia humana
abierta, dispuesta a colaborar en la revelación de la verdad. Estos “momentos” del
ser artístico, que nosotros interpretamos como estratos, Heidegger los considera
simplemente como partes.
63
1.6. PUNTOS OSCUROS Y DISCUTIBLES EN LA
DOCTRINA ESTÉTICA DE HEIDEGGER
El primer problema que se nos presenta es examinar si la doctrina estética
que nos ha expuesto el filósofo germano queda o no implicada por su teoría
general de la verdad87. A juzgar por el sentido que en uno y otro respecto adquiere
el concepto de alétheia por él traído, pareciera que efectivamente la implica. La
verdad es un atributo del ser que puede revelarse tanto en una tela de Van Gogh
como en un poema de Hölderlin, o simplemente en una meditación filosófica,
como El origen de la obra de arte, por ejemplo, del propio Heidegger. En todos
estos casos el ser queda desocultado y en consecuencia se nos muestra en lo que
es y cómo es. El arte y la metafísica serían, según este punto de vista, regiones
donde suele operar la verdad. De esta suerte, si se refuta la teoría general de la
alétheia se refutaría también la teoría estética de Heidegger.
Como la teoría de la alétheia –por muy sugerente que sea- no tiene opción
de triunfar habría que examinar si la teoría estética de Heidegger tiene alguna
oportunidad de sobrevivir al margen de la teoría general de la alétheia.
87
“Por más que sus trabajos estéticos tengan cierta autonomía y el propio autor aluda muy
escasamente a su obra anterior, es claro que aquéllos tienen en sus ideas centrales el supuesto de
El ser y el tiempo. A semejanza de este libro que es su ontología, los dos pequeños ensayos
estéticos pueden considerarse como una ontología del arte en su más estricto sentido”. Samuel
Ramos en “Prólogo” a Arte y poesía, p. 8.
88
La idea de la filosofía, Vol. II, p. 475.
64
un obrero que los ha dejado abandonados al regreso del trabajo y… mil cosas
más. ¿Cómo distinguir, entonces, entre la verdad de éste, ése y aquél? Es claro
que en Heidegger no hay ninguna pista que nos permita descifrar este enigma,
porque es claro, además, que el concepto de alétheia concebido como la esencia
de la obra de arte es inadecuado para explicar la esencia del arte.
Por otro lado, Heidegger identifica verdad y belleza, de lo cual se sigue que
toda obra de arte si es verdadera es bella. Pero, ¿qué se entiende por “bella”?
Quizá Heidegger esté identificando el arte con un tipo determinado de arte, con el
realista, por ejemplo. Así lo da a entender su afirmación de que los viejos zapatos
del labriego representan unos zapatos de labriego89. Hay aquí una doble dificultad:
a) el arte es representación, cosa más que discutible, por no decir derechamente
falsa, y b) en caso que así sea, qué ocurre con la pintura abiertamente abstracta,
por ejemplo, ¿qué representa el Cuadro II de Mondrian?, o ¿qué representa la
música o la propia arquitectura que el propio Heidegger toca brevemente? Otra
dificultad adicional se suma a estos problemas: ¿es lícito identificar belleza y arte?
Hay obras que abiertamente rechazan la idea de belleza, al menos tal como se la
concibe –y la concibe Heidegger- en los clásicos cánones estéticos. ¿Qué belleza
puede haber en el cine de terror o en el teatro del absurdo? Y, sin embargo, estas
obras son cabalmente obras de arte. Si se responde diciendo que la belleza de
tales obras radica en el tratamiento de los temas y no en los temas en tanto
tratados, el argumento es débil. Por el contrario, si se argumenta que la belleza es
un sentimiento subjetivo, o que cada cual encuentra belleza donde puede,
entonces, ¿cómo identificar belleza, que es algo subjetivo, con verdad, que se
supone es algo objetivo? La aclaración de este problema no es cosa vana porque
de ello depende el ser distintivo o “la esencia de la esencia” (como dice
Heidegger) del arte.
89
Por lo demás, el propio Heidegger rechaza la idea del arte como mímesis –aunque en el caso
del cuadro de Van Gogh hable siempre de “representar”-, y ve en la teoría de la representación
artística un símil tan erróneo como la teoría de la representación proposicional. En uno y en otro
caso se trata de evitar la teoría de la adaequatio; mas, para eso hace falta considerar el arte como
ficción pura y simplemente y no como una cosa real a través de la cual adviene la verdad. Sin
embargo, Heidegger no piensa ni sospecha nunca que los entes artísticos son entes de ficción
pura y simplemente y que en eso se diferencian de las demás cosas, y no en que nos dan acceso
a la verdad.
65
son algo más. Unos viejos zapatos arrumbados en el trastero guardan también el
secreto encanto de un tiempo vivido, ido y acabado.
Todos sabemos los recuerdos que en nosotros evocan los objetos que
formaban el ambiente de nuestra niñez. Quizá unos viejos zapatos abandonados
podrían traernos a la memoria las escenas que vivimos cuando ellos eran nuestros
“zapatos de confianza” y tal vez, ahora recordando y evocando, nos permitan
comprender mejor lo que entonces pasó inadvertido. Un viejo objeto de uso
doméstico de un lejano día es también algo más que una cosa; guarda, como “el
arpa” del poema de Bécquer, un misterio, ocultan una “verdad” a la que también
podemos acceder mediante una contemplación plena (intuición en el sentido
fenomenológico).
66
Capítulo V
LA ESTRUCTURA ÓNTICO-EXISTENCIAL DE
LA OBRA DE ARTE EN LA ESTÉTICA DE
SOURIAU
En cada obra de arte hay algo que la hace ser lo que es y cómo es. Este
algo es una determinada esencia que puede explicarse como una arquitectura
interna y necesaria que constituye la ley de la correspondencia. Por esta última
idea Souriau implica que cada una y todas las artes en general, a pesar de las
enormes diferencias que pueden separar a una sinfonía de un conjunto
escultórico, por ejemplo, comparten algo que les es común.
67
Lo mismo que Ingarden, Souriau sostiene que estos planos interactúan y se
complementan mutuamente, instalando así la obra como un ser rico y complejo en
la existencia.
90
Etienne Souriau es uno de los primeros estetas franceses del presente siglo que sin ser
fenomenólogo adopta, sin embargo, una orientación fenomenológica en el estudio del fenómeno
artístico. Su obra más conocida es L’instauration philosophique, París, 1939. En esta obra plantea
que el verdadero pensamiento es una construcción, una instauración, concluida con perfección y
belleza. En La correspondence des arts. Elements d’esthetique comparée (1947) que aquí usamos
en su versión española La correspondencia de las artes, F.C.E. México, 1979, aplicando estas
ideas a la obra de arte, sostiene que en ésta –y en todas en general- subyace una arquitectura que
hace posible la existencia misma (bella y perfecta) de todo producto artístico. Souriau ha sido
presidente de la “Sociedad Francesa de Estética” y codirector de la importante revista francesa
Revue d’Esthétique, órgano de expresión de fenomenólogos como R. Bayer, M. Dufrenne y otros
importantes estetas franceses.
91
Etienne Souriau, La correspondencia de las artes, p. 7. México, 1979.
68
organizar un vocabulario común y, si fuere necesario, “inventar medios de
exploración realmente paradójicos”, dice Souriau.
La tarea es bien clara: averiguar lo que hace a las artes distintas entre sí y
al arte permanente. Souriau entiende por “lo permanente” lo estable, el acto, la
“ley de las correspondencias”.
Por otra parte, observa Souriau que la obra de arte se parece a la obra
técnica así como el arte se asemeja a la técnica, pero con una diferencia crucial.
El ser artístico es el medio y el fin al mismo tiempo. La finalidad del artista es
“óntica” en cuanto el ser creado de la obra de arte no es un “ser para” o “al servicio
de”, sino que es ser en sí mismo. No hay en el ser artístico una finalidad que
trascienda lo artístico, así como la hay en el puente que construye el ingeniero,
que es puente, pero es también “lo que cruza el río”. Por eso Souriau define el arte
como “actividad instauradora”. Es decir, como conjunto de procedimientos y
búsquedas orientadas a la producción de un ser. Ahora bien, ¿cómo es este ser?
Hasta ahora hemos visto al artista en relación estrecha con la obra. Conviene
examinar cómo Souriau ve la obra misma ya que, en definitiva, una visión
fenomenológica de la obra artística excluye a su creador.
92
Ibíd., p. 31.
69
1.2. LA OBRA DE ARTE ES INSTAURACIÓN DE
EXISTENCIA INTENSIFICADA Y DESLUMBRANTE
COMPUESTA DE UNA CUÁDRUPLE ESTRUCTURA
ÓNTICO-EXISTENCIAL
“Uno de mis amigos –escribe Souriau- está sentado al piano. Yo aguardo.
Suenan los tres primeros compases de la Patética. Pese a que no se ha abierto la
puerta, alguien ha entrado. Ya somos tres: mi amigo, yo y la Patética”93. El caso,
más poético que filosófico ilustra, sin embargo, de manera adecuada la postura de
Souriau. No hay razón alguna para restar o negar existencia a los entes artísticos
porque ellos, de una manera intuitiva para nuestra conciencia, imponen su ser con
tanta fuerza como cualquier cosa del mundo. Sea cual fuere la forma en que se
quiera concebir el modo de existencia de las obras de arte, no podrá dejar de
reconocerse que son. “Son” quiere decir: existencia real e individual94. La
diferencia entre estos seres artísticos y los no-artísticos radica en que los primeros
agotan en su ser toda su existencia; ésta constituye su finalidad. La cosa artística
posee una finalidad sin fin, como afirmaba Kant. Es importante este
reconocimiento de Souriau (y que hoy nos puede parecer obvio) por dos razones:
1) reconoce autonomía e independencia existencial a la obra de arte, y 2) permite
justificar una disciplina estética autónoma. El siglo XIX, y todavía parte del XX, no
pudo pensar el arte como actividad autónoma ni la obra artística
independientemente de sus circunstancias: siempre se la consideró como una
adherencia del ser, un apéndice de la existencia. El ser artístico era una
proyección, una sombra de su creador. En consecuencia, la estética era también
una prolongación de la psicología o de la metafísica. No tenía un objeto propio de
estudio porque la obra de arte no “era” un objeto estrictamente hablando. Era tan
sólo en cuanto proyección de un estado espiritual, o el lugar donde solía posarse
la belleza, el verdadero objeto de estudio del idealismo hegeliano.
93
Ibíd., p. 39.
94
“Y el hecho es –dice Souriau- que este universo existe, sea cual fuere su modo de existir. Más
aún, por ser obra maestra, dispone de una existencia particularmente intensa y deslumbradora”.
Ibíd., p. 42.
95
“Un mundo –afirma Souriau- podrá ser un breve instante, o una amplia cosmología, la cual nos
ofrecerá incontables riquezas en seres, aventuras, sentimientos, espacio, tiempo y presencias. Un
mundo que, igual que una sinfonía, o una decoración arbitraria, podrá bastarse a sí mismo,
brindando una nueva naturaleza, un ser de un tipo desconocido para la cosmología concreta y
natural; o que podrá, como el cuadro o el poema, recordar la naturaleza y los seres del mundo
usual, a la vez que rivalizar con éste al transfigurar más o menos lo que de él evoca, quizá
simplemente (como mínimo) al iluminarlo con un fulgor, con una como claridad u obligación interior,
70
Emmaús, la Catedral de Salamanca, la Pequeña Serenata Nocturna no son
solamente –podríamos decir, interpretando a Souriau- superficies coloreadas,
torbellino de notas que estremecen el aire o piedras hábilmente ordenadas. Son, y
principalmente, existencia intensificadas deslumbrantes y deslumbradoras. Estas
reflexiones preliminares sobre la naturaleza del arte y de la estética comparada
están encaminadas a despejar el terreno en el cual Souriau pondrá en acción su
teoría artística. La obra de arte es un ser que posee una existencia singular y
completa tal como puede serlo una existencia humana. Souriau observa que ni la
existencia humana ni la artística son existencias planas, es decir, acontecimientos
que agotan su existencia en un solo estrato monolítico. Al revés, únicamente
después de haber reconocido distintos planos existenciales, Souriau cree que se
podrá abordar el estudio de las estructuras arquitectónicas regulares y constantes
que caracterizan y emparentan las diversas artes entre sí. Por modo de caso
paralelo podemos considerar la existencia del hombre, de un hombre cualquiera.
Lo más evidente es reconocer en él una existencia física. Es un algo que se
establece y constituye en un punto del espacio-tiempo. En este sentido es, como
todas las cosas físicas del mundo. Pero detrás, y de inmediato, se nos aparece
una existencia psíquica. El hombre viene a ser así una cosa que siente, que
piensa, que quiere. Y, para culminar, aparece la existencia que corona y
singulariza la existencia humana: la existencia espiritual. “Una persona es por
igual el centro hipotético, el principio original de mil acciones diversas, y la
realización ideal, y como quien dice situada en el infinito, de una unidad que se
busca a sí misma”96.
que lo hace más plausible y más necesario. Que lo justifica más en su presencia, porque ésta
aparece más legítima, más digna de ser que de haber sido olvidada por los dioses cuando
crearon”. Ibíd., p. 337.
96
Ibíd., p. 58.
71
órdenes de realidades, existen mil armonías, mil correspondencias, que hacen
vibrar resonancias interiores en las mil correlaciones de un todo orgánico y
arquitecturado”97.
97
Ibíd., p. 89. Estas palabras –y estas ideas de Souriau- nos recuerdan inevitablemente “la
estructura multiestratificada y polifónica” de la obra de arte literaria de que nos habló Ingarden.
Aunque la coincidencia de esta doctrina con la de Ingarden es muy grande, Souriau no la
menciona para nada.
72
pictórica es instalación en el espacio. Y, sin embargo, la obra musical como la
literaria sigue existiendo en una existencia dormida, esperando una oportunidad
propicia para venir a la existencia en plenitud. Si la obra es de mala calidad viene
a la existencia precariamente, viene mal traída y cobra un cuerpo que, en cierto
modo, es imperfecto. Pero, por muy imperfecto que sea su cuerpo es su única
oportunidad y manera de existir. Y, sin embargo, se pregunta Souriau ¿puede
existir una obra de arte antes de tener un cuerpo?, ¿por qué no podríamos decir
que en el músico o en el poeta existe la poesía en esencia, aunque aún no se
haya presentado con sus vestiduras materiales al mundo?
Souriau –lo mismo que todos los fenomenólogos- sustrae la obra a las
vicisitudes espirituales del creador para instalarla de lleno en la existencia objetiva,
mediante un cuerpo en el cual la existencia se hace “carne”. Los argumentos del
fenomenólogo se hacen fuertes en las artes del espacio porque es evidente que
en la obra arquitectónica y pictórica la existencia espiritual de que nos habla Croce
no puede ser sino muy precaria. Una melodía puede ser creada o recreada en el
espíritu sin el apoyo del papel o de la orquesta, pura y simplemente; pero esto, por
la propia naturaleza tridimensional (volumétrica) de la arquitectura, y aún de la
pintura, es imposible. Pero, además, una obra en el espíritu es una obra individual
y subjetiva a la que jamás obtendremos un acceso intersubjetivo.
98
Camón Aznar, por ejemplo, subraya con la mayor energía el aspecto expresivo de la obra. la
obra es, fundamentalmente, expresión. “La estimación esencial del arte –escribe el esteta español-
nos lleva, como primer postulado, a aislarlo de toda valoración histórica y subjetiva. A eximirlo de
todas las alusiones temporales y de toda simpatía o repulsa del espectador, y a considerarlo en sí
mismo, intuyendo su esencia y describiendo esta esencia con los rasgos más puros y universales”.
El arte desde su esencia, p. 113, Espasa-Calpe, Madrid, 1962.
73
espiritual de la obra artística. “El cuerpo, pues, forma por entero parte del todo de
la obra”99.
Y aunque Souriau parece estar pensando más bien en las artes visuales –
que, impropiamente, a nuestro entender, llama “representativas”-, sus
observaciones también se extienden, aunque más sutilmente, a la música y a la
poesía. Si la orquesta no “suena”, si el piano no “toca”, la obra musical aún no ha
comenzado a existir. Si el poeta no re-cita o no escribe, jamás podremos hablar
sensatamente de la obra poética. Sin un cuerpo material 100 la “obra”, o lo
“espiritual” de la obra, está condenada a vagar en una especie de limbo, como las
almas de los muertos en el infierno de Homero que son pura apariencia, sombras
privadas de cuerpo, inteligencia y sentido. Si no comenzamos por reconocer la
presencia empírica de la obra en cuanto pura cosa del mundo, jamás podría existir
vivencia estética del arte.
99
La correspondencia de las artes, p. 64.
100
En la “Introducción” a sus Rimas, Bécquer escribe lo siguiente: “Por los tenebrosos rincones de
mi cerebro, acurrucados y desnudos, duermen los extravagantes hijos de mi fantasía, esperando
en silencio que el arte los vista de la palabra para poderse presentar decentes en la escena del
mundo”. Rimas y leyendas, p. 9, Aguilar, Madrid, 1983.
101
La correspondencia de las artes, p. 67.
102
Ibíd., pp. 71-72.
74
dicho, a la hora de pintar el pintor tiene todo el arcoíris por delante, infinitas
posibilidades de color que quedarán drásticamente restringidas con el primer
brochazo. La elección de una sensación (de una qualia sensible) señala un
camino que es al mismo tiempo orden y enmarcado. No están ahí todos los
colores del mundo, sino aquellos que se prestan con mayor docilidad a la
consecución de un fin: “representar” un mundo. En pocas palabras, el color, como
el sonido, antes de ser tono y antes de ser acorde, es pura y simplemente
relampagueo de sensaciones que hieren nuestra sensibilidad ocular y auditiva, y
de esta forma se abren paso hacia la conciencia. Ya en la conciencia se organizan
y cobran una tercera existencia.
103
Ibíd., p. 73.
104
Por ejemplo, frente a Un hombre con mandolina, obra del período cubista de Picasso, cuesta
trabajo distinguir una cierta sugerencia de “hombre” y de “mandolina”. Pero en Luz blanca, de
Jackson Pollock, los qualia no nos dan ocasión de configurar apariencia de realidad alguna. Por
esta razón algunos estetas reducen este tercer estrato al segundo, porque en realidad no es
absolutamente “legible” en todos los casos, falla especialmente en el arte contemporáneo. Como
vemos, el arte contemporáneo resulta una realidad díscola que destruye muchas teorías.
75
sólo es un esquema visual. Lo que vemos en la Gioconda es sólo un ángulo y un
medio cuerpo de mujer. Pero es evidente que lo pensamos como totalidad. Nos
quedamos con la ilusión, con la apariencia y rechazamos la realidad. En esto
radica lo característico de la pintura (y del arte en general). “Lo que aquí parece
ser peculiar –dice Souriau-, es únicamente el hecho de que las cosas presentadas
son ilusorias: los fenómenos del color, de la luminosidad, de los dispositivos
formales, evocan una cosa ausente, pero de la cual obligan a formarse una idea, a
medio camino entre la imaginación pura y la presencia concreta. Es una ficción
(destacado nuestro) en la cual penetramos; una ilusión solicitada y consentida,
una alucinación dulce y colectiva”105.
105
La correspondencia de las artes, p. 74.
106
La correspondencia de las artes, p. 311.
76
observar el cuadro y correr a reconocer el paisaje ficticio como una réplica de un
paisaje real. De hecho no hay un paisaje tal cual ése; aunque sí hay paisajes
como ése. No existe una Monna Lisa, aunque sí existen y han existido mujeres
como esa Monna Lisa de Leonardo. Una cosa es que el arte tenga relación con la
realidad, y otra, muy distinta, es que sea reproducción o representación de ella107.
107
Por eso rechazamos el término “representación” que aparece una y otra vez en la obra de
Souriau para caracterizar las artes que él llama “representativas”, por oposición a las “no-
representativas”, como la arquitectura y la música. El término, tal como él y muchísimos estetas lo
usan, no hace más que perturbar y complotar contra su propia teoría de la ficción fenomenológica.
Una cosa es representar (fotografía-persona real) y otra, muy diferente, evocar (arte-realidad).
108
La correspondencia de las artes, p. 85.
109
Ibíd., p. 87.
77
tragedia, los sentimientos de conmiseración y de horror (en el espectador) por la
fortuna aciaga e inmerecida de los personajes.
110
Nosotros pensamos que la existencia de este nuevo estrato requiere como de ningún otro la
colaboración desinteresada y artística del espectador. Una sonata que sea escuchada con la
misma actitud que un noticiero no puede dejar resonancias espirituales. La obra de arte exige una
colaboración espiritual para que su ser se vaya desplegando en toda su magnitud.
111
Cf. La correspondencia de las artes, p. 91. Después de esta descripción Souriau afina su
definición de arte y nos propone la siguiente: “El arte (…) consiste en encaminarnos hacia una
impresión de transparencia con relación a un mundo de seres y de cosas que nos ofrece
únicamente por medio de una acción concertada de „qualia‟ sensibles, sostenidos por un cuerpo
físico dispuesto con vistas a producir tales efectos”. Ibíd., p. 90.
78
1.3. LOGROS Y PROBLEMAS EN LA TEORÍA ESTÉTICA
DE SOURIAU
Finalmente observaremos algunos aspectos que dificultan una aplicación
exclusiva y clara de la teoría estética de Souriau al fenómeno artístico. En efecto,
la estratificación existencial que descubre en la obra de arte, ¿es exclusividad de
la obra artística? No pensemos ya en la Gioconda sino sencillamente en el retrato
fotográfico. Una imagen fotográfica “A” que representa (y ahora utilizamos con
toda propiedad el término) una persona real “B” puede ser objeto del análisis
existencial propuesto por Souriau. Observemos:
Creemos que esta dificultad podría salvarse subrayando de manera más vigorosa
el hecho de que lo que se nos da en la percepción fenomenológica es, en el arte,
pura ficción. Y para que sea considerado como pura ficción hace falta una actitud
previa del contemplador que debe “entrar en situación”, esto es, que esté
dispuesto a considerar lo que se le da qua arte, como fenómeno que pone entre
paréntesis la existencia real y no se interesa por ella. Souriau –como observa
Dufrenne- pone toda la atención en el ser instaurado, llevado a la plenitud de su
existencia por el acto creador112, pero descuida o, mejor aún, desdeña la actividad
112
La obra de arte es para Souriau ex nihilo o creación desde el caos inicial; el artista mediante
técnicas adecuadas le va confiriendo ser, hasta entregarla acabada y dejarla instalada en la
existencia. Entonces la obra de arte llega a existir (a ser) como cualquier otra cosa del mundo.
Souriau compara al artista con Dios. El artista es un pequeño dios que se asemeja a Dios en el
acto de crear. También Dios creó el mundo desde la nada o lo condujo desde el caos al orden, del
desorden, al ser. Pero, además de las obvias diferencias, el artista crea seres que ni Dios ni la
79
radicalmente esencial que en este proceso juega el contemplador. Souriau insiste
en que la obra es un mundo cerrado, acabado y perfecto y achaca a quienes se
preocupan por el proceso de la recreación un olvido de la obra. Sin embargo, el
propio análisis ontológico-existencial que lleva a cabo este autor demuestra que la
obra es siempre “obra-para-una-conciencia”. La simple contemplación de la obra
no nos la da estructurada en estos cuatro planos, sino más bien como una unidad
monolítica. Pero la reflexión sobre la esencia de la obra vivida en la contemplación
(experiencia estética) nos lleva enseguida a pensarla como una estructura múltiple
en la que sus distintos estratos interactúan para conseguir por oficio de la
conciencia su calidad de obra de arte.
Naturaleza formó, pero que una vez instalados en la existencia viven con tanta o más fuerza y
realidad que cualesquiera de las cosas no-artísticas que existen en el mundo.
80
Souriau ha querido mostrarnos cómo en el arte el demiurgo de la
instauración opera siempre, a pesar de la diversidad de sus criaturas, conforme a
algunas leyes instaurativas principales, cuyo secreto espiritual es siempre el
mismo: “un esfuerzo por llevar el dato vislumbrado, esbozado, hacia su propio
resplandor, hacia toda la realización de que es capaz, hacia su presencia más
completa, hacia su plenitud en las condiciones prácticas y concretas en que el arte
opera”113. No se puede negar que este objetivo en gran parte queda cumplido, al
menos, según nuestro parecer, aunque obviamente se puede discutir si son
efectivamente esas leyes y sólo esas que señala Souriau las que constituyen la
esencia de toda obra de arte.
113
La correspondencia de las artes, p. 338.
81
Capítulo VI
Según su tesis más destacada, la obra de arte posee un quid propium que
reside en la “apoteosis de lo sensible” (presencia deslumbrante y plena del ser
estético en el espectáculo); esto es, la más completa manifestación del objeto
estético se realiza en la percepción sensible. Es en el rico y amplio campo de la
experiencia sensible, y sólo en él, donde se nos revela la esencia de lo artístico: el
objeto estético. Éste no tiene una existencia propia, desligada de la percepción
que le permita alcanzar la plenitud de su ser.
114
Cf. Fenomenología de la experiencia estética, (2 vols.). Universidad de Valencia, 1982-83.
82
Reconocemos los logros de Dufrenne, sobre todo el haber llevado a sus
límites la idea de la obra de arte como objeto estético que se realiza en la
percepción del público que la recibe, pero rechazamos su idea del papel pasivo
que asigna a la conciencia en este proceso. Igualmente no logra convencernos su
criterio estipulativo y convencional para distinguir una obra de arte de otro objeto
que no lo es. Echamos de menos la idea de ficción que, con ser capital en el arte,
no aparece por ningún lado en su obra.
83
descubrimiento de la imposibilidad de este objetivo. Esforzarse por suspender la
tesis del mundo, renunciando a la actitud natural y a su realismo espontáneo, es
probar que nadie puede abstraerse del mundo en donde está, y que la relación
con el mundo, tal como la percepción lo comprueba en el modo de lo irreflexivo, es
siempre algo ya dado115. Nosotros estamos en el mundo, la conciencia es principio
de un mundo en donde todo objeto se revela y se articula con arreglo a la
experiencia que se incorpora al mundo. Esto significa que la conciencia se
despierta en un mundo ya arreglado donde se encuentra como heredera de una
tradición, beneficiaria y protagonista de una historia. No hay, pues,
incompatibilidad entre esencia y existencia, antes, por el contrario, es preciso
preparar un campo de encuentro para que efectivamente la esencia sea
aprehendida y comprendida por la conciencia. Este descubrimiento no ocurre
mediante un salto de lo conocido a lo desconocido. La esencia aparece –y en este
Dufrenne sigue a Heidegger- por desvelamiento del ser ante la conciencia. De
suerte que si el objeto se presupone como algo ya dado –“presuponer” no quiere
decir aquí dado de manera absoluta por sí y ante sí, sino de manera relativa y
precaria-, la conciencia ha de entenderse como presente de antemano, de modo
que el objeto será siempre relativo a la conciencia, en tanto ésta será siempre
conciencia relativa al objeto. Ahora, aplicada esta relación al fenómeno estético,
resulta que es posible distinguir entre objeto estético y percepción estética, en
tanto en última instancia esta relación no es más que una relación especial, pero
que comparte las leyes universales de la relación fenomenológica en general.
Objeto y percepción establecen una relación irrenunciable que permite definir el
objeto estético por la experiencia, y la experiencia estética por el objeto estético.
“En este círculo se cataliza todo el problema de la relación objeto-sujeto. La
fenomenología lo asume y lo nomina al definir la intencionalidad y describe
asimismo la solidaridad de la noesis y del nóema”116.
115
Cf. Ibíd., Vol. I, p. 261.
116
Ibíd, Vol. I, pp. 19-20.
84
Un cuadro que cumple una función estética en la pared es sólo una cosa para el
agente de mudanzas. Pero también, y ésta es su gracia en tanto arte, puede dar
paso a una percepción especial cuando cesan las exigencias de la vida cotidiana.
Ese mismo cuadro puede en un momento adecuado dejar de ser un bulto más,
que es preciso embalar y trasladar, para transformarse en un objeto especial, ya
no ante el agente de mudanzas, sino ante el hombre que hay en este agente. En
ese momento se puede decir que la obra de arte ha dejado su estado cósico para
adquirir un estado ontológico nuevo; el de objeto estético, posibilitado por una
recepción adecuada de una conciencia que deja de percibirlo como cosa ordinaria
para comenzar a otorgarle una dimensión estética.
117
Fenomenología de la experiencia estética, Vol. I, p. 43.
118
Ibíd, p. 226.
86
hay sólo una diferencia: que interviene una conciencia, pero una conciencia que
se hace tan discreta y dócil como sea posible y que hace pasar el objeto de la
oscuridad a la luz, del estado de cosa al estado de lo percibido” 119. La percepción
privilegia el objeto, pero éste emerge de la obra. El objeto estético ha quedado de
este modo identificado y determinado. Hay que entenderlo en relación a la obra de
arte y a la percepción estética.
119
Ibid., p. 272.
120
“Pues, el objeto estético –dice Dufrenne- es esencialmente percibido: para su epifanía le es
imprescindible (la ejecución a veces) contar con el testigo o público; de esta manera se manifiesta
lo sensible en todo su apogeo”. Ibíd., p. 264.
121
Revue d’Esthétique, abril, p. 205, 1948.
87
un capítulo decisivo a la contemplación. Es la obra la que solicita la contemplación
para que su ser se revele en ella. “El objeto estético obliga, pues, a mantener dos
proposiciones que desarrollen la fórmula del „en-sí-para-nosotros‟: por una parte
hay un ser del objeto estético que no permite ser reducido al ser de una
representación; por otra parte, este ser es un aparecer”122. ¿Qué pertenece, pues,
a la esencia de Tristán e Isolda cuando la obra en medio de un público, en un
escenario adecuado, con su orquesta, cantantes y actores está siendo ejecutada?
Conviene hacer una distinción de principio para evitar que elementos espúreos
enturbien la claridad del “objeto estético”. Hay que separar entre lo que produce el
espectáculo y lo que se integra al espectáculo. Es la percepción la que distingue,
separa y selecciona lo esencial (estético) de lo eventualmente estético y, por tanto,
prescindible. El modisto, el electricista, el coreógrafo están al margen del
espectáculo; no son percibidos estéticamente. Hay otros elementos como el
director, los músicos, la sala, el público, que se integran al espectáculo, pero que
se separan del objeto estético. Todos ellos son necesarios para que el objeto
estético se muestre y aparezca con su verdadera forma, es decir, con la forma que
le conviene en tanto objeto estético, pero no puede identificarse el espectáculo
con el objeto estético. El espectáculo, naturalmente, es una condición que ayuda a
la perfecta realización de la obra y posibilita la adecuada recepción por parte del
público, pero en rigor en tanto elemento marginal, no es ni esencial al objeto ni a la
percepción. La percepción, en este caso la mirada y el oído, se concentra en la
escena, en lo que vemos y oímos. Y vemos actores que interpretan y cantan.
Empero, los actores, en tanto actores, tampoco son objetos estéticos, prueba de
ello es que la percepción no los ve como actores. De hecho, no decimos que tal
actor finge que se muere, sino que Tristán se está muriendo. El actor, dice
Dufrenne, queda neutralizado, no se le percibe por sí mismo, sino por lo que
representa. En la obra no vemos a actores sino a Tristán e Isolda que viven una
historia de amor que les afecta y que contribuye a conformar el argumento de la
ópera. Pero tampoco podemos identificar la historia que se representa con el
objeto estético. Si éste se redujera a la historia, entonces no sería menester ir al
teatro a escuchar y ver la obra. Bastaría con conocer la historia que puede traer
cualquier enciclopedia para estar en presencia del objeto estético. Mas, no se lee
una historia como se ve una ópera. Quizá podríamos decir que el objeto estético
aparece soportado o conllevado por la historia y los actores, pero no se reduce a
ellos. Seguimos a Tristán e Isolda por medio de los actores, pero no nos dejamos
engañar: “no llamamos al médico cuando vemos a Tristán yaciendo en su lecho”.
La percepción estética dominante nos dice que Tristán se está muriendo, pero las
percepciones marginales no cesan de recordarnos que estamos en el teatro y que
asumimos el papel de espectadores. No somos espectadores, nos hacemos
espectadores en una ocasión como ésta; asumir el rol de espectador significa que
aceptamos considerar como real lo que sólo es una ficción (Dufrenne no utiliza el
término ficción, pero a nosotros nos parece aquí más oportuno). Nadie que se esté
muriendo tiene fuerzas para cantar y, sin embargo, nos parece natural que Tristán
esté cantando. La obra no queda lesionada por ella; por el contrario, adquiere así
más viveza y colorido.
122
Fenomenología de la experiencia estética, Vol. I, p. 264.
88
En otros términos, intervienen aquí dos factores que a fuerza de conjugarse
y oponerse dialécticamente el uno al otro continuamente hacer marchar la obra e
instauran la esencia del espectáculo. Lo irreal es realzado mientras se debilita lo
real y, otro tanto ocurre con lo real respecto de lo irreal. No nos dejamos engañar
ni por lo real ni por lo irreal: los actores, el decorado, la sala, son reales, pero
están al servicio de la irrealidad (ficción). Al revés, la historia representada es
irreal, pero su irrealidad también queda neutralizada. No nos enfrentamos a ella
como a algo meramente irreal; ocurre como en el sueño que, siendo irreal, no deja
de tener su grado de realidad. Es tarea de la imaginación neutralizar la realidad y
permitir que la irrealidad se despliegue. La imaginación toma en serio el
argumento puesto en escena y, por decirlo de algún modo, anula el efecto de la
conciencia racional que no perderá la menor opción para quebrar la irrealidad –por
ejemplo, una falla técnica que produzca un breve apagón, un espectador que llega
atrasado-, para recordarnos que estamos en el teatro asistiendo al desarrollo de
una historia ficticia.
Hasta aquí todo marcha bien en nuestro análisis pero, con saber cómo lo
real neutraliza lo irreal y viceversa, no hemos logrado dar aún con el objeto
estético que al parecer participa tanto de lo irreal como de lo real, pero no se
reduce a ellos. En la escena, ¿qué es lo que percibimos? No percibimos cantores,
ni personajes que cantan, únicamente –dice Dufrenne- “melodías cantadas”.
Percibimos cantos y no voces, a los que la música, y no la orquesta, acompaña.
Lo que nos ha llevado al teatro no ha sido ni Tristán ni Isolda qua personajes, ni la
orquesta, ni los elementos reales e irreales de que hablamos, sino el conjunto
verbal y musical. Es este conjunto –dice Dufrenne- lo que vinimos a escuchar y
esto es lo que nos es real y lo que constituye el objeto estético124. Desde luego se
separa radicalmente de lo sensible ordinario. En el arte aparece lo sensible en sí,
en plenitud, distinguible netamente de lo sensible de los objetos ordinarios en los
cuales lo sensible presenta un desarrollo larvario, pues las sensaciones
123
Ibíd., p. 50.
124
Pero si sólo se trata del conjunto verbal y musical, podemos objetar a Dufrenne, entonces bien
podemos percibirlo en una buena reproducción magnetofónica. Si todo lo que agrada y recrea la
vista puede ser abstraído, es que una ópera no realiza, en tanto obra de arte, su plenitud en una
mera representación. Aquí parece vacilar el pensamiento de Dufrenne y dejarnos entre dos aguas.
Ciertamente el recitado y el canto, como diría Aristóteles, son imprescindibles para conseguir el
efecto de conjunto pero, qué duda cabe que ellos por sí solos no constituyen condiciones
suficientes como para que el objeto estético se presente a la percepción en toda su grandeza y
puridad.
89
provenientes de los objetos ordinarios son pobres, apagadas y fugitivas y se
presentan eclipsadas tras el concepto. La presencia del objeto estético es, en
cambio, plenitud total, ausencia de concepto, pura imagen venida de lo sensible.
Casi se podría decir, interpretando a Dufrenne, que en el arte la percepción
estética acorta de tal manera la distancia entre ella y su objeto, que tiende a
confundirse y quedar secuestrada por aquél. En ese vis-à-vis no hay lugar ni para
el concepto ni para el juicio, eso viene después, cuando la impresión pura de lo
sensible ha cesado, cuando salimos del teatro y nos encontramos nuevamente en
la realidad. Es importante insistir aquí que la iniciativa y el dominio en esta
estrecha relación entre percepción y objeto no corre a cargo de la percepción; por
el contrario, es el objeto el que ejerce un embrujo de manera que se apodera de la
conciencia y expulsa de ella toda otra percepción venida de la realidad que
pudiera poner en peligro el juego de la ficción. En presencia del objeto estético el
ojo y el oído se hacen conciencia, lo sensible arrastra y domina: “me convierto en
la melodía –dice Dufrenne- penetrante del oboe, en la línea pura del violín… estoy
como alienado: lo sensible resuena en mí sin que yo pueda ser nada más que el
lugar de su manifestación y el eco de su potencia”125.
125
Ibíd., p. 267.
90
lo sensible con sentido. De esta unidad resulta la autonomía del objeto estético. La
autonomía implica un autodominio y una separación de los demás objetos del
mundo sensible y, sobre todo, una significación inmanente que le prohíbe jugar el
papel representativo que en la realidad juegan los signos ordinarios. En lugar de
remitirnos al mundo de las cosas, de los entes mundanos, el objeto artístico se
preserva a sí mismo de contaminación y comercio con la realidad, volcándose por
entero en sí, alumbrándose a sí mismo y constituyéndose, por tanto, en objeto y
sujeto de su propia significación. Dufrenne defiende de esta forma la autarquía de
lo estético y cierra así el paso a cualquier teoría “realista” o “mimética” del arte. El
arte es una realidad acabada y cerrada y no menos realidad que cualquier otra del
mundo. La diferencia está en que mientras las cosas del mundo no tienen
significación por sí mismas, el arte lo tiene por sí solo y en grado máximo.
126
Ibíd., p. 53.
91
estético “desde arriba”, y del psicologismo, que lo reduce única y exclusivamente a
un acto de recreación mental, Dufrenne nos ofrece su versión fenomenológica del
objeto estético en donde éste aparece a medio camino entre el ser autónomo y
autárquico y la percepción estética que, estando dispuesta, se abre y lo recibe. No
alcanza a ser, pues, un en sí, como lo es un cenicero o una lámpara, sino más
bien un casi-en-sí-para-nosotros. “Casi”, obviamente, porque no puede vivir sino
en y por virtud de la percepción; “en-sí”, porque una vez percibido su ser se realza
con deslumbramiento y plenitud y; “para-nosotros”, porque es (el objeto estético)
únicamente para una conciencia o, mejor, para un público que lo alberga como el
objeto de sus actos intencionales. Así como Kant había explicado el conocimiento
por una conjunción de lo dado en la experiencia y lo puesto en toda experiencia,
Dufrenne explica el objeto estético, y la percepción de éste, mediante un proceso
en el que toma parte tanto lo dado por el objeto artístico como lo puesto por el
sujeto que percibe. No obstante, Dufrenne concibe la actividad como esencial al
objeto estético, mientras asigna al espectador mediante la percepción sensible un
rol más bien pasivo, cosa que realmente no ocurre porque la percepción es, en
definitiva, conciencia percipiente y ésta es pura actividad.
Por lo que se refiere a los problemas que esta teoría implica, estamos en
condiciones de acotar lo siguiente:
127
Cf. Fernando y J. Ramón Pardo, Esto es televisión. Barcelona, Salvat, 1982.
93
puramente receptor, pero siendo como lo presenta Dufrenne, un objeto sensible, y
sensible en su máxima potencia, no se puede sino concluir que su ser
necesariamente ha de quedar modificado por la sensibilidad en el acto de su
instauración.
Otra cuestión que no logra convencer del todo dice relación con la idea de
la obra de arte que sustenta Dufrenne. Si bien podemos aceptar que al objeto
estético sólo podemos acceder por medio de la obra, cabe preguntar: ¿con qué
criterio se determina y distingue lo que es una obra de arte en medio de tantas
cosas en el mundo que quedan en un terreno fronterizo? ¿Cómo estar seguros de
que estamos en presencia de una obra de arte y no simplemente de objetos con
aristas artísticas? ¿Cómo distinguir una novela realista de un simple informe
situacional? En fin, ¿cómo distinguir un poema de amor de una simple declaración
amorosa? Es cierto que este problema constituye una auténtica aporía y que hasta
ahora no se ha podido determinar un criterio que por modo explícito excluya toda
posibilidad de confusión y señale de una manera recta y precisa lo que es una
obra de arte. Pero hay respuestas mejores que otras. Los teóricos de la literatura
han creído encontrar la respuesta en el carácter peculiar del lenguaje artístico, o
en la estructura particular de la obra de arte; otros, en una función especial y
específica del lenguaje que denominan “poética”, pero Dufrenne se contenta con
mucho menos. La idea según la cual el arte es aquello que todo el mundo sabe lo
que es, vuelve a levantar cabeza en su obra, aunque bien matiza esta concepción
afirmando que “hemos decidido aceptar la tradición cultural” y que una obra de
arte es “un objeto cuya calidad ya es reconocida como tal”128. Fácil le resulta en
consecuencia señalar un caso y en él aplicar el método fenomenológico. La ópera
Tristán e Isolda de Richard Wagner es, sin duda, un buen ejemplo de lo que todos
reconocemos con el título de arte; sin embargo, ¿qué actitud adoptar ante obras
como El Lazarillo de Tormes o Vida de Torres Villarroel o, para seguir con
Wagner, Visita de peregrino a Beethoven?129 Si nos dejamos llevar por lo que dice
la gente –aunque ésta pertenezca a los estratos “cultos” –corremos graves
riesgos, como lo demuestra tan claramente la historia del arte. Es cuestión de
acercarse a una Historia del arte o a una Historia literaria para ver en el terreno la
debilidad de este criterio. Dámaso Alonso se queja amargamente de la ceguera de
los críticos y de las épocas para con sus mejores artistas130. Hasta el propio
Menéndez Pelayo, crítico tan fino y sagaz, según Alonso, ha cometido en este
sentido errores imperdonables. Recordemos, por ejemplo, que al Impresionismo
su época y su culta sociedad negaron carácter artístico. Dufrenne,
lamentablemente, se inclina demasiado aprisa ante este criterio empírico y cultural
poniendo con ello en peligro su teoría del objeto estético, pues si no se
fundamentan bien las bases de la construcción, éstas pueden ceder arrastrando
consigo todo el edificio sobre ellas construido.
128
Fenomenología de la experiencia estética, Vol. I, p. 43.
129
Cf. Richard Wagner, Escritos y confesiones. Cap. II, pp. 61-87. Barcelona, 1975.
130
Cf. Poesía española. Ensayo de métodos y límites estilísticos. 4ª ed., Gredos, Madrid, 1962.
94
Por lo demás, si ya se está en condiciones de señalar de antemano lo que
es una obra de arte es que ya se conoce con anticipación lo que la búsqueda va a
encontrar. ¿No se está deslizando así la doctrina fenomenológica de Dufrenne por
la peligrosa pendiente empirista que justamente la fenomenología se proponía
sortear? En efecto, es innegable que el método se aplica con todo rigor y
rendimiento al objeto-estético, pero bajo el supuesto, débil como hemos visto, de
aceptar de antemano y prejuiciosamente una concepción del arte que bien pudiera
en cualquier momento fracasar. Pareciera, pues, que el viejo problema de la
naturaleza del arte se ha fortalecido con Dufrenne y sale así con nuevos
anticuerpos que incrementan su resistencia.
131
Les voix du silence, p. 605. Paris, 1952.
95
Capítulo VII
96
Husserl había dicho que al producir imágenes o fantasías nosotros
suspendemos la tesis de existencia, pero Sartre observa que lo mismo se puede
decir de la percepción cuando le aplicamos la epokhé; por tanto, Husserl no
ofrecería un criterio demarcativo claro entre imagen y percepción.
132
Solamente Dufrenne se niega a concebir el objeto estético como un cierto tipo de irrealidad para
insistir en el carácter sensible de él.
97
ficticia, pero no por ello menos real, en el sentido que este objeto se impone a
nuestra conciencia como una realidad que afecta o modifica nuestra vida y
existencia.
133
La imaginación (1937), Buenos Aires, 1979; Lo imaginario. Psicología fenomenológica de la
imaginación (1940), Buenos Aires, 1976.
98
1.2. LA ASUNCIÓN DE LA FENOMENOLOGÍA POR
SARTRE
Por de pronto es evidente que Sartre debe –como él mismo explícitamente
lo reconoce- mucho de su filosofía de la imaginación a la fenomenología de
Husserl pero, como Ingarden y Heidegger, no sigue al maestro en la tarea de la
reducción trascendental. Sin embargo, el método que utiliza en sus dos obras
fundamentales sobre la imaginación es auténticamente fenomenológico.
Comparte, además, el postulado capital de la fenomenología según el cual toda
conciencia es conciencia de algo o “si se prefiere –como señala- que la conciencia
no tiene contenido alguno”. Pongamos por caso –y siguiendo a Sartre,
naturalmente- que soy consciente de esta hoja de papel sobre la que escribo. La
hoja no está en mi conciencia como un contenido, pero al pensarla, y mediante
este acto, la pongo como trascendente y no inmanente a mi consciencia. En este
punto Sartre avanza más allá de donde dejó las cosas Husserl.
134
J.P. Sartre, Lo imaginario, p. 36.
99
El método fenomenológico por él adoptado, según dice, es simple: “producir
imágenes en nosotros, reflexionar sobre ellas, describirlas, es decir, tratar de
determinar y de situar sus características distintivas” 135. Pero, ¿no es esto lo que
los psicólogos llaman introspección? Sartre responde: “No hay que confundir
reflexión con introspección. La introspección es un modo especial de reflexión que
procura captar y fijar los hechos empíricos. Para convertir sus resultados en leyes
científicas, se necesita luego un pasaje inductivo a lo general. Ahora bien, existe
otro tipo de reflexión, la que usa el fenomenólogo: ésta procura captar las
esencias. Es decir, que empieza colocándose de un golpe en el terreno de lo
universal136. De suerte que, mientras la matemática y la lógica eligen el camino de
la deducción, y la ciencia de hechos el de la inducción, la fenomenología, ciencia
de esencias, se queda con la descripción de las esencias que se dan a la intuición
intencional. Muy pronto veremos si lo que promete este método lo cumple
realmente en la experiencia fenomenológica.
100
necesario, pero no suficiente, que las intenciones difieran. Es necesario, también,
que las materias sean distintas”139. En Lo imaginario de 1940 afirma lo siguiente:
“Es, pues, necesario –ya que podemos hablar de imágenes, ya que este término
mismo tiene un sentido para nosotros- que la imagen, tomada en ella misma,
encierre en su naturaleza íntima un elemento de distinción radical”140.
139
Ibíd., p. 126.
140
Lo imaginario, p. 25.
141
La imaginación, p. 8.
101
un lugar poblado por pequeños simulacros y esos simulacros eran las imágenes.
Sin duda alguna, el origen de esta ilusión se tiene que buscar en nuestra
costumbre de pensar en el espacio y con términos de espacio. La llamaremos:
ilusión de inmanencia”142. Un ejemplo ilustre de esta falacia lo encontramos en el
Tratado de la naturaleza humana de Hume. En efecto, el filósofo británico afirma:
“Podemos llamar impresiones a las percepciones que penetran con más fuerza y
evidencia en nuestro espíritu…; por ideas entiendo las débiles imágenes de las
primeras en el pensamiento y razonamiento”143. Lo que Hume llama idea es lo que
esta teoría entiende normalmente por imagen, de modo que “formarse la idea de
un objeto y formarse una idea, simplemente es lo mismo”144. Hume, y con él todo
el psicologismo, son víctimas de la ilusión de inmanencia.
142
Lo imaginario, p. 15.
143
Vol. 2. Parte Primera, Sección 1. Edit. Nacional, Madrid, 1981.
144
Ibíd., Cf. también Lo imaginario, p. 15.
145
Cf. F. Moutier. L‟aphasie de Broca. Citada en Lo imaginario, nota a la p. 16. Cf. también Gilbert
Ryle. El concepto de lo mental. Buenos Aires, 1967.
102
de Velásquez, también podemos pensar el Museo del Prado. La conciencia, pues,
sucesivamente, puede ser conciencia imaginante, percipiente o pensante.
Conviene, pues, distinguir –como hace Sartre- entre estos diversos tipos de
conciencia por los cuales nos puede ser dado un mismo objeto. En la percepción
se observan los objetos, esto es “que aunque el objeto entre por entero en mi
percepción, nunca está dado más que de un lado a la vez” 146. En efecto, como la
percepción ocurre aquí y ahora, supone inevitablemente un punto de vista. Si un
sujeto observa un cubo, lo observa siempre en una situación concreta que implica
un ángulo bien determinado de visión. Por ejemplo, ve la cara A, luego, si lo va
haciendo girar lentamente, va viendo sucesivamente cada una de sus seis caras,
pero debido a su posición irrenunciable de ser material ubicado en un tiempo y en
un espacio determinados, nunca podrá ver las seis caras simultáneamente. Mas si
pensamos el cubo, pensamos sus seis lados y ocho ángulos a la vez,
aprehendemos la idea por entero de una sola vez. Podemos, pues, pensar las
esencias concretas en un único acto de conciencia. Ahí radica para Sartre la
diferencia más neta entre pensamiento y percepción.
Ahora bien, la imagen, dice Sartre –acogiendo algunas ideas que ya había
tocado Husserl-, se parece a la percepción, sólo que ya no tenemos que darle
vueltas al cubo para intentar conocerlo en su totalidad, pues el cubo en imagen se
da inmediatamente por lo que es. Si decimos “el objeto que percibimos es un
cubo”, estamos formulando una hipótesis que bien puede probarse como
refutarse. Mas, cuando decimos “el objeto cuya imagen tengo ahora es un cubo”,
formulamos un juicio de evidencia, pues es absolutamente cierto que el objeto de
la imagen es un cubo. De otra manera: la percepción supone un saber que se va
haciendo; en la imagen el saber es inmediato. De aquí deriva Sartre la
observación según la que la imagen es pobre en relaciones frente a la percepción
que es infinitamente rica. En el mundo de la percepción toda cosa mantiene
infinidad de relaciones con las demás cosas del mundo, a tal grado que, según él,
“esta infinidad de relaciones es la que constituye la esencia misma de la cosa”. En
el mundo hay mucho más de lo que podemos ver, imposible de agotar en un
tiempo finito. En la imagen, por el contrario, “hay una especie de pobreza
esencial”, dice Sartre. Las imágenes no mantienen ninguna relación con el resto
del mundo y sus elementos no mantienen entre sí más que relaciones
elementales. “Por ejemplo, dos colores que mantuviesen en la realidad una
relación determinada de discordancia pueden coexistir en imagen sin que
mantengan entre sí ninguna especie de relación”147.
146
Lo imaginario, p. 19. Respecto de la distinción entre “imagen” y “percepción” –como lo reconoce
Sartre-, en las Ideas de Husserl adelanta una respuesta a la que el filósofo galo sacará el máximo
rendimiento. La ficción “centauro toca la flauta” sería producto de una conciencia espontánea,
mientras que en la conciencia perceptiva la espontaneidad está fuera de lugar. Posteriormente, en
Meditaciones cartesianas, Husserl intenta diferenciarlas entre síntesis pasivas (percepción,
recuerdo) y síntesis activas (ficciones).
147
Lo imaginario, p. 181.
103
1.5. LA ESTRUCTURA INTENCIONAL DE LA
CONCIENCIA IMAGINANTE, SEGÚN SARTRE
Toda conciencia propone a su manera su objeto. El cogito lo propone como
esencia universal o como concepto; la percepción propone su objeto como
existiendo aquí y ahora; la imagen encierra un acto de creencia o posicional. Este
último acto, según Sartre, puede tomar cuatro (y sólo cuatro) formas148:
148
En palabras de Sartre: “El objeto intencional de la conciencia imaginante tiene de particular que
no está ahí y que se ha propuesto como tal, o también que no existe y que se ha propuesto como
inexistente, o que no se ha propuesto en absoluto”. Lo imaginario, p. 27.
149
Sartre dedica la “Segunda Parte” de su libro Lo imaginario a distinguir los diversos tipos de
imagen. Distingue: imagen, retrato, caricatura, fotografía. Cf. pp. 32-90.
150
Lo imaginario, p. 36.
104
¿Qué ocurre, pues –de acuerdo a esta teoría-, cuando imaginamos a Ulises
desembarcando en Itaca profundamente dormido? De acuerdo con Sartre la
conciencia propondría su inexistencia. Discutiremos esta última tesis en su
momento, pero entretanto, observemos cómo el propio filósofo francés realiza
(sobre estas bases) un análisis de una obra de ficción.
Supongamos, dice Sartre, que nos las habemos con una obra pictórica,
pongamos por caso el retrato de Carlos VIII que se exhibe en la Galería de los
Oficios, en Florencia. Comienza distinguiendo, tal como ya hizo Husserl, en la obra
el cuadro mismo en tanto que cosa-real de la imagen de Carlos VIII aprehendida
en la cosa-real. Esta es una cosa que “está-en-medio-del-mundo” y como tal
sometida a todas las vicisitudes de las cosas mundanas. Puede ser destruida,
quemada o modificada. Pero la imagen se libera de las determinaciones que
alcanzan a la cosa física que la soporta para llevar una vida independiente. Carlos
VIII, aprehendido como irreal, no puede, por ejemplo, ser sometido a
modificaciones debidas a la luz. “En efecto, la iluminación de esta mejilla ha sido
regulada por el pintor de una vez para todo en lo irreal. Es el sol irreal –o la
lámpara irreal que está puesta por el pintor a tal o cual distancia del rostro pintado-
lo que determina el grado de iluminación de la mejilla”151. De tal suerte que el
objeto irreal aparece de una sola vez fuera de alcance en relación con la realidad.
Para que Carlos VIII pueda aparecer, ha sido necesario negar la realidad del
cuadro; hemos abierto un paréntesis en la realidad para insertar en él este
micromundo de irrealidad.
151
Ibíd., pp. 270-271.
105
turba su gesto, etc. Surge así un estrato espiritual que corresponde a la visión
puramente contempladora. Este tercer estrato será reexaminado y replanteado por
estetas posteriores y constituirá la base de la llamada –y hoy plenamente vigente-
estética de la recepción. Por estas razones se puede decir, pues, con toda
propiedad, que el objeto estético –en este caso Carlos VIII- es un irreal como
postula Sartre. Y lo que es aquí válido para la pintura, lo es también, mutatis
mutandi, para cualquier otra obra de arte, sea una estatua, un retrato o una
novela.
“De tal manera –dice Sartre-, el cuadro tiene que ser concebido como una
cosa material visitada de vez en cuando (cada vez que adopte el espectador la
actitud imaginante) por un irreal que es precisamente el objeto pintado”152. Este
pequeño texto –y en otros que como éste se pueden encontrar en su obra- abre
un horizonte cargado de sugerencias para la estética fenomenológica posterior. Al
parecer, Sartre es uno de los primeros filósofos, y el primero entre todos los que
se han ocupado de la obra de arte, en concebir claramente el objeto estético
desde el lado del espectador. Sartre no ha llegado a esta teoría por azar o
casualidad; por el contrario, es la consecuencia más legítima que se sigue de un
enfoque fenomenológico de la obra de arte. Si sólo a una conciencia pura se
hacen presentes las esencias, es natural que en una consideración
fenomenológica de la obra de arte aparezca la esencia de la obra artística (el
objeto estético), ya que sólo en una conciencia dada de antemano, y en relación
sui generis con ella, debe aparecer la esencia de lo que la conciencia intenciona
como resultado de “ponerse en-el-mundo”.
152
Lo imaginario, p. 280.
106
Claro que si ponemos por caso el estuche de mis anteojos que está ahora
sobre el escritorio, es indudable que esta cosa mantiene –o mejor, yo la hago
mantener- diversas y variadas relaciones: con los propios anteojos, con la cubierta
del escritorio en tanto el estuche está situado en un punto de ella, con los papeles
y libros que ocupan parte del escritorio, con los que están en la estantería, con el
resto de la habitación, con toda la casa… y con todo el mundo en tanto la casa es
una cosa más en el panorama del mundo; mas, para eso hace falta que mi
conciencia realice también infinitos actos de percepción y entre acto y acto
establezca la relación que no es una cosa ni se percibe (como las cosas) en el
mundo de las cosas como una cosa más. La radio está sobre el alféizar de la
ventana a la izquierda de la lámpara. En realidad, tengo sólo dos cosas en la
percepción: “radio” y “lámpara”; “a la izquierda de” evidentemente no es una cosa,
pues basta que cambie de perspectiva para que la radio quede, por ejemplo, a la
derecha de la lámpara, o delante de ella, etc. Por otro lado, si pienso en el
“centauro que toca la flauta”, esta imagen queda aislada porque no la relaciono
con ninguna otra imagen, pero si pienso en el “Rey Midas” inmediatamente surgen
en mi conciencia infinidad de imágenes (además de los elementos imaginativos
que componen la propia imagen). Lo relaciono con las imágenes del dios Pan, con
Apolo, con su barbero, con el cañaveral, con el palacio, con sus cortesanos y,
también, con todo el mundo mitológico griego. De modo, pues, que hemos de
cuidarnos de creer, como hace Sartre, en la “simpleza esencial” de la imagen en
cuanto no guardaría ricas relaciones con el resto del mundo. Incluso hay casos en
que la imagen se revela mucho más rica que la propia percepción. Esto suele
ocurrir con la imagen hipnagógica a la que Sartre también alude, y con las
imágenes soñadas. Muchísimas veces captamos en la imagen del sueño con
absoluta claridad los rasgos de un rostro en el que la percepción apenas si se ha
detenido. En general la imagen soñada suele ser tan vívida que deja recuerdos
indelebles que duran toda una vida. A veces se puede recordar con mayor claridad
una escena soñada que una escena vivida. Sartre afirma que la imagen nunca nos
enseña nada, que no hay novedad en el imaginar, pues la imaginación nunca nos
sorprende. Por el contrario, la percepción –sostiene- está transida de riqueza, es
fuente constante de nuevas experiencias. Siempre aprehenderemos de la
percepción, pero nunca de la imagen. Empero, en verdad ocurre que imaginando
uno puede llegar a resolver problemas que no se resuelven directamente en la
percepción. En la gran mayoría de los problemas que nos propone la realidad
empírica (en la percepción), las soluciones no surgen simplemente con abrir más
los ojos y volver a examinar los hechos. Es cierto que la reconstrucción de la
escena o la experimentación pueden revelarnos, en nuevas observaciones, datos
esenciales que antes ignorábamos, pero también es verdad que en ausencia de la
situación concreta, la traemos a presencia mediante el recurso de la imaginación.
La percepción no nos permite modificar la realidad en lo más mínimo, en cambio
en la imaginación podemos modificar a gusto el curso de los hechos y las cosas
mismas y a veces por este camino aprendemos mucho más de lo que nos dice la
escueta información. Todo investigador científico sabe que una vez examinada la
evidencia, viene un período de meditación e imaginación. Entonces se mezclan
sucesivamente imágenes y conceptos (conciencia imaginante y conciencia
107
pensante) hasta que se hace la luz. Por vía de ejemplo recordemos un par de
casos que parecen darnos la razón, contra la afirmación sartreana.
153
Cf. J.O. Cofré, “Camus, una sensibilidad absurda” en Dilemas. Revista de Ideas, N° 11,
Santiago de Chile, 1974.
108
encontraba sentado junto a la chimenea recreando su mirada en las mil figuras
que describía el fuego, le pareció ver átomos danzando ordenadamente como
formando una serpiente. De pronto vio en su ensueño que una de las serpientes
formó un anillo agarrando su propia cola. Se sobrepuso asombrado de su fantasía.
Había dado con la ahora familiar representación de la estructura molecular del
benceno mediante un anillo hexagonal154.
109
Ulises es desembarcado en Itaca profundamente dormido, lo que haríamos –de
acuerdo con Sartre- sería proponer la inexistencia de Ulises y de todo el mundo
mostrado por Homero en torno a este personaje.
110
1.8. SARTRE MÁS ALLÁ DE SARTRE: AVANCES PARA
UNA TEORÍA DEL FENÓMENO ARTÍSTICO
Son variadas y múltiples las aportaciones sartreanas para una comprensión
fenomenológica de la obra de arte aunque, insistimos, sus dos trabajos
fundamentales sobre la imaginación (La imaginación y Lo imaginario) hayan
estado destinados a construir una nueva teoría psicológica del concepto de
imagen. Más, como la ficción es una forma de conciencia imaginante, la estética
ha salido indirectamente beneficiada con las meditaciones de Sartre. Esto es más
o menos evidente en la filosofía fenomenológica posterior –aunque no siempre se
reconozca este hecho y la poética lo ignore por completo. Mencionaremos, pues,
aquí, algunos de los resultados que a nuestro parecer merecen destacarse y
mostraremos, además, brevemente, cuál es su sentido concreto.
156
Cf. Lo imaginario, p. 266.
111
de acuerdo con Sartre, éste es un falso problema, pues ocurre que no hay paso de
un mundo a otro, sino paso de la actitud imaginante a la actitud realizante.
Por eso podemos decir, el arte no ata ni cautiva sino libera, porque el lector
o contemplador, en el acto mismo y más puro de la lectura o la contemplación,
alcanza también una especie vigorizante de rica libertad. El arte no aliena; sólo el
arte panfletario y tendencioso, pegado a las circunstancias y a la historia –que
justamente por ello no alcanza a conquistar la categoría de arte- aliena,
empobrece el espíritu, corta alas a la imaginación e impide que el hombre, en este
terreno, alcance su libertad.
¿Cuál es, pues, la condición esencial para que una conciencia pueda
imaginar? Para que se produzca conciencia imaginante es necesario que una
conciencia pueda proponer una tesis de irrealidad. Imaginar significa superar lo
real, instaurando lo irreal. Lo real no desaparece en una pura nada, se mantiene
como trasfondo para que lo irreal ocupe el primer plano. Así, para que aparezca el
112
“Rey Midas” ocultando sus orejas de pollino, es preciso que aprehendamos este
mundo como mundo donde no está el Rey Midas como elemento constitutivo de
él. Eso sólo puede ocurrir si distintas motivaciones han llevado a la conciencia a
aprehender el mundo como siendo precisamente tal que el Rey Midas no tenga
lugar en él. Ficción y realidad no son, pues, antagónicas en el sentido que la
irrealidad pretenda invadir el campo de la realidad y quitarle terreno. Desde este
punto de vista las quejas de los filósofos analíticos carecen de sentido. En efecto,
muchos de ellos se oponen a aceptar un mundo cargado con una ontología
indeseable, como lo es la de los entes de ficción, y buscan, mediante
procedimientos lógicos, reducir el “mobiliario” del mundo –según expresión de
Russell- al mínimo posible, donde los entes de ficción no tienen nada que hacer157.
Por el contrario, lo que nosotros quisiéramos mostrar es que la obra de arte, en
cuanto obra de ficción, es un “mobiliario” obligado del mundo, sin el cual la esencia
misma de la vida se marchitaría perdiendo gracia y libertad. Desde una
perspectiva fenomenológica, podríamos decir que en estos casos –cuando se
niega la existencia de los entes imaginarios o de ficción- el mundo sólo ha sido
visto y juzgado desde una conciencia realizante (o percipiente). Mas, si aceptamos
la teoría de una conciencia no sólo realizante sino también imaginante, el
problema del modo de ser de los entes de ficción queda alumbrado desde una
perspectiva nueva y fecunda que bien puede conducir a una solución.
157
Quine, Willard van Orman. Desde un punto de vista lógico. Ariel, Barcelona, 1962.
158
Lo imaginario, p. 14.
113
En efecto, si miramos retrospectivamente el análisis realizado en este
trabajo, podemos preguntarnos: ¿qué es lo que han hecho, en realidad, Husserl,
Ingarden, Heidegger, Souriau, Dufrenne y, por cierto, el propio Sartre?
Metodológicamente nos parece que todos ellos han hecho lo siguiente: primero,
han tenido a la vista, implícita o explícitamente, una vivencia estética de una obra
de arte y, segundo, la han sometido a análisis y descripción fenomenológica
tratando de dar con el objeto estético que se constituye en la vivencia intencional,
que vale tanto como decir la esencia de la obra de arte.
159
Ibíd., p. 49.
114
Pero también podríamos decir que no sólo “toda percepción va
acompañada por una reacción afectiva” sino que, además, toda producción de
imágenes va acompañada de una reacción emotiva. Cuando producimos una
imagen, por ejemplo, un recuerdo de un hecho repugnante, el recuerdo de una
pesadilla, todo el cuerpo colabora con la conciencia imaginante. Sentimos el
desagrado, fruncimos el ceño, apretamos los dientes, desfiguramos el rostro y
hasta gesticulamos. Lo propio ocurre ante un proyecto agradable, imaginamos y
conjeturamos y de cierto modo gozamos por anticipado de la experiencia futura.
160
Citado por Wilhelm Dilthey, en su obra Poética: la imaginación del poeta, las tres épocas de la
estética moderna y su problema actual. Edit. Losada, Buenos Aires, 1945.
116
Capítulo VIII
ESTRUCTURA ONTOLÓGICA Y
FENOMENOLÓGICA DE LOS MUNDOS DE
FICCIÓN: ANÁLISIS DE “LA ÚLTIMA CENA”
DE DA VINCI
Luego distinguimos entre estrato fijo y estrato móvil del fenómeno artístico.
El primero lo concebimos esencialmente como objeto de experiencia sensible y
racional. El segundo lo entendemos como la experiencia estética propiamente tal
en la que se instaura y constituye el objeto estético como objeto intencional. El
primer estrato lo asimilamos al lado óntico del fenómeno artístico; el segundo lo
asimilamos al lado del espectador y más precisamente, a la vivencia estética en el
sentido más estricto. A continuación, reflexionando sobre esta vivencia,
pretendemos describir fenomenológicamente sus momentos esenciales.
117
De este modo, creemos que al tomar como objeto de reflexión nuestra
vivencia estética –que es conciencia imaginante pre-reflexiva-, y describirla
adecuadamente, queda a la vista que la obra de arte es obra de ficción y que
ontológicamente éste es su rasgo esencial, insustituible y decisivo.
1.1.1. La primera verdad que descubrimos por intuición, sin necesidad de ninguna
prueba argumentativa, es que nuestro mundo es una realidad en el espacio y en el
tiempo. No nos vamos a ocupar prolijamente de discutir aquí qué es lo que
entendemos por “espacio” y por “tiempo”, pues parece evidente que tanto el uno
como el otro se prueban en la más íntima vivenci: intuimos el paso del tiempo, nos
consta la existencia del espacio por nuestra propia estructura material. Somos un
cuerpo ocupando un lugar en el espacio y un yo –una conciencia- afectado por el
fenómeno del tiempo. Si nos representamos el espacio por una recta vertical y el
tiempo por otra horizontal, diríamos que nuestra existencia es precisamente el
punto exacto donde se cruzan estas dos rectas. Decir aquí es pronunciar la
palabra más cargada de connotaciones materiales; decir ahora es pronunciar la
palabra más transida de tiempo. Nosotros, como existencias humanas, somos un
aquí y un ahora, primera y fundamentalmente, después podemos ser otras cosas.
Ahora indica el punto del continuum temporal en relación al cual todo nuestro
pasado próximo, lejano o remoto cobra sentido. Sin un ahora viviríamos a la deriva
en el tiempo sin poder ubicar un punto de apoyo desde el cual organizar nuestra
experiencia y nuestra historia privada y colectiva, y sin poder proyectar nuestra
161161
Aunque, como es sabido, en la filosofía contemporánea –especialmente por gestión de
Heidegger- se distingue entre “ontológico” y “óntico”, nosotros usamos ambos términos como
sinónimos.
118
conciencia pensante o imaginante hacia el porvenir. Sin un aquí estaríamos
condenados a vagar en un espacio infinito donde el más allá y el más acá
topológicos, carecerían de sentido. Existir ahora y aquí es el ser propio de la
existencia humana. ¿Qué es el hombre, cada uno de nosotros, sino un ser aquí y
ahora? Nuestra existencia, nuestra vida como realidad radical, es una serie de
sucesos psicológicos, intelectuales, espirituales y corporales que, como la proa del
navío, va cortando el continuum de la realidad para instalar en cada instante
nuestra existencia material. Somos seres temporales y por eso un quiebre en la
línea infinita del tiempo es un quiebre también de nuestra existencia, un dejar de
ser lo que éramos, un morir. Es ciertamente maravilloso que una serie de sucesos
espaciales coincidan siempre y puntualmente con una serie de sucesos
temporales para instaurar nuestra existencia. O, dicho de otra manera, que todo
esté dispuesto siempre de tal modo que nuestro acaecer corporal coincida con
nuestro acaecer conciencial; que el yo, realidad temporal, se instale con
sincronización perfecta en el cuerpo para, entre ambos, constituir una realidad
humana. Este corte transversal y horizontal a la vez en el espacio y el tiempo, es
nuestra vida. Donde está nuestro cuerpo está el peligro, pero también la alegría.
De igual modo el espacio se hace carne en nuestro cuerpo, y por ser entes hechos
de espacio-tiempo podemos movernos con naturalidad en este mundo espacial y
temporal. El morir es justamente el fenómeno por el cual la conciencia se desliga
del tiempo y el cuerpo se retira del espacio. Por eso nos es tan difícil concebir una
existencia al margen del espacio y del tiempo; y por eso, también, es que la fe
irrumpe donde no existe la razón, haciéndonos creer en lo increíble: en una
existencia sustraída a todo espacio y a todo tiempo.
1.1.3. Otro tanto puede decirse respecto del espacio. “Un remoto lugar” indica la
máxima lejanía respecto del aquí, donde soy yo ahora. Entre “un remoto lugar” y el
aquí, hay un puente que los une realmente. Pero el aquí tampoco tendría sentido
si no existiera el allá –así como el ahora cobra sentido en oposición al antes y al
después. Y entre el aquí y el allá hay infinitos puntos medios en los que se ubican
otros cuerpos, y así sucesivamente hasta conformar la densa capa material que
da sentido al espacio. El espacio y el tiempo son como el lado cóncavo y convexo
del ser. Todo está cubierto de entes corporales en diversos grados de densidad, y
sobre ellos el tiempo que todo lo penetra y atraviesa.
162
Cf. José Ferrater Mora. Diccionario de Filosofía, Vol. IV, p. 3245, Alianza Editorial, 4ª ed.,
Madrid, 1982.
120
límites espaciales; la dominamos en la misma medida que dominamos un espacio.
Al salir de nuestra ciudad rompemos el horizonte y el mundo parece más amplio,
más ancho, pero también más ajeno. El paisaje, las personas, los sucesos no son
los mismos.
163
Cf. Estética de la creatividad. Juego, arte, literatura. Cátedra, Madrid, 1977. La estimulante
teoría del arte desarrollada por este filósofo español requiere de un tratamiento detenido, tarea que
esperamos abordar en otro libro dedicado a la obra de arte literaria.
121
1.2.1 Todo mundo posible fundado por la pintura o por la literatura es instauración
de vida o realidad en un mundo donde los entes, los sucesos, el tiempo y el
espacio son de ficción. Un ente corpóreo real necesita de un espacio y de un
tiempo reales. No es concebible un ente corpóreo que exista en un espacio y en
un tiempo de ficción. Del mismo modo, es imposible que un ente de ficción (un
personaje literario o pictórico) exista en el mundo del espacio y tiempo reales.
Estos modos de existencia no pueden confundirse si se tiene presente que en la
realidad los entes son reales, el espacio es real y el tiempo es real, mientras en el
arte todo es ficción. Naturalmente que existe una estrecha relación entre estos
mundos, pero es una clara relación que jamás debe dar lugar a la mezcla y a la
confusión. El mundo de ficción se deriva de la realidad así como el hijo se “deriva”
de los padres, pero una vez derivado y constituido adquiere autonomía óntica y,
por tanto, auténtica existencia y realidad aunque, insistimos, su existencia y su
realidad sean un modo de darse distinto al modo como se da la realidad en la que
nosotros nos movemos como seres corpóreos, en el espacio y el tiempo que
llamamos reales.
122
simultáneamente a otro lugar164. En Cien años de soledad hay personajes que
están muertos y enterrados en un lugar, y viven y actúan al mismo tiempo como si
estuvieran vivos, sin que ello implique problema alguno para la ficción.
164
Probablemente sea el cine la actividad artística que con mayor espectacularidad ha explorado
estas posibilidades que ofrecen los mundos de ficción.
165
Según ha distinguido Karl Bühler (y también Russell) el lenguaje posee una potencia
significativa desde el signo hacia el referente, es decir, una relación externa. Pero también la
fenomenología distingue una dimensión semántica interna: el lenguaje crea su sentido aunque este
sentido no sea trascendente al signo mismo. Esto hace posible, según algunos teóricos de la
literatura, que el discurso literario cree su propia realidad, un mundo sui generis relacionado pero
distinto del mundo real. Cf. K. Bühler, Teoría del Lenguaje, Rev. De Occidente, 3ª ed., Madrid,
1967; E. Husserl, Investigaciones Lógicas, Vol. I. “Investigación Primera: expresión y significación”.
Alianza Universidad, Madrid, 1982; M. Merleau-Ponty, Phénoménologie de la perception, Edit.
Librarie Gallimard, Paris, 1945, y F. Martínez-Bonati, La estructura de la obra literaria, Seix Barral,
2ª ed., Barcelona, 1972.
166
Mientras concluía este libro, casi por azar, tuve ocasión de leer el sugerente ensayo de Mario
Vargas Llosa “El poder de la mentira”. No puedo menos que recoger aquí, a modo de botón de
muestra, algunas breves reflexiones del gran escritor peruano y que tan bien armonizan con
nuestra teoría de la obra de arte como esencial ficción: “Para casi todos los escritores, la memoria
es el punto de partida de la fantasía, el trampolín que dispara la imaginación en su vuelo
impredecible hacia la ficción. Recuerdos e invenciones se mezclan en la literatura de creación de
manera a menudo inextricable para el propio autor, quien, aunque pretenda lo contrario, sabe que
la recuperación del tiempo perdido que puede llevar a cabo la literatura es siempre un simulacro,
una ficción en la que lo recordado se disuelve en lo soñado y viceversa”. (…) “Cuando Johannot
Martorell nos cuenta en la Tirant lo Blanc que la Princesa Carmesina era tan blanca que se veía
pasar el vino por su garganta, nos dice algo técnicamente imposible y que, sin embargo, bajo el
hechizo de la lectura, nos parece una verdad inmarcesible, porque en la realidad fingida de la
novela, la diferencia de lo que ocurre en la nuestra, el exceso no es jamás la excepción, siempre la
regla. Y nada es excesivo si todo lo es”. Cf. El Mercurio, Sección “Artes y Letras”. Santiago, 12 de
julio de 1987.
123
pura irrealidad”. Es irrealidad, es ficción, pero la vivimos como efectiva realidad.
Para darnos cuenta que lo que tenemos ante nuestros ojos es ficción, es menester
pasar de la actividad contemplativa, o si se quiere, de la conciencia pre-reflexiva,
que es lo propio de la vivencia estética, a la reflexiva, que es lo propio de la
conciencia que pone lo vivido o experimentado por la conciencia pre-reflexiva
como objeto de descripción racional.
Antes de comenzar a leer una novela como novela, es decir, como ficción, o
de contemplar una pintura como mundo en el que ocurren acontecimientos, es
necesario que aceptemos, tácitamente, el juego a que se nos invita a participar. Si
alguien se acerca a La Última Cena con afán puramente didáctico, para aprender
y comprender mejor el pasaje bíblico en el que el Señor Jesús denuncia al traidor,
no está en actitud estética. No está aceptando el juego de la ficción que exige un
olvido del mundo y una vivencia profunda de la ficción. Al comenzar a leer Cien
años de soledad, pronto nos percatamos de que el mundo que va constituyéndose
ante nuestros ojos impone sus propias reglas sobre los sucesos, los personajes, el
tiempo y el espacio en que se desarrolla la vida en el imaginario Macondo. Por eso
no nos extraña que el mundo que vamos construyendo como lectores, sobre la
base de lo que va contando el narrador, parezca real y mágico al mismo tiempo;
que los sucesos y personajes se repitan como si vivieran en un tiempo cíclico o
circular.
167
Wolfgang Kayser sostiene que todo relato épico se estructura en torno a uno de estos tres
elementos: tiempo, espacio o personaje. Cf. Análisis e interpretación de la obra literaria,
especialmente Cap. X: “La estructura del género”, pp. 519-585, Gredos, Madrid, 1958.
124
El discurso literario –por ejemplo, en la novela- no puede ser abstracto, en
el sentido filosófico, porque su vocación es hacer mundo. Debe crear personajes y
un ambiente natural, urbano o social para esos personajes. Debe darles o
suponerles una historia colectiva o privada; debe, por decirlo concisamente, darle
color y figura a sus entes de ficción con puro lenguaje.
Desde luego que todo esto también ocurre en la pintura. Por vía de ejemplo
compárese la pintura realista de Velásquez con la onírica de Dalí. ¿Qué puede
haber de común entre ambas? Lo común está en que cada una, a su manera,
instaura un tiempo, un espacio y unos seres de ficción. El mundo de ficción así
creado difiere, entonces, por el modo de su constitución. Los personajes, objetos,
el espacio y el tiempo de Las Meninas de Velásquez tienen un cierto parecido con
la vida histórica y social del siglo XVII en las cortes españolas; en cambio, en las
obras de Dalí el espacio, los entes y el tiempo instauradores de la ficción se
parecen mucho más a nuestras alucinaciones y pesadillas oníricas. Ambos tipos
de pintura, a su modo, se conectan con la realidad, aunque con la total y plena
autonomía que les da su naturaleza esencialmente ficticia.
125
En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme, no ha
mucho tiempo que vivía un hidalgo de los de lanza en astillero, adarga
antigua, rocín flaco y galgo corredor. Una olla de algo más vaca que
carnero, salpicón las más noches, duelos y quebrantos los sábados,
lentejas los viernes, y algún palomino de añadidura los domingos,
consumían las tres partes de su hacienda…
está creando las tres vigas maestras de la ficción literaria de una sola vez: un
espacio imaginario: “En un lugar de la Mancha”. Un tiempo ficticio que el lector
inmediatamente refiere a un pretérito imperfecto: “…no ha mucho tiempo que
vivía…”. Y, un personaje de ficción: “…un hidalgo de los de lanza…”. Se funda de
este modo el mundo en el cual han de acaecer todos los acontecimientos a los
que asistiremos en nuestra condición de lectores de ficción. Y así ha de ocurrir con
toda obra, sin excepción. Sólo un discurso artístico (literario) crea un tiempo y un
espacio que no es ni el tiempo ni el espacio de la realidad en los cuales el hombre
sumerge su existencia corporal. Un discurso histórico, en cambio, vale aquí y
ahora o desde aquí y ahora sólo en relación directa con la realidad efectiva o
presuntamente acaecida o por acaecer en un futuro próximo o lejano.
1.2.7. En pocas palabras: toda obra de arte, como toda cosa mundana, tiene una
edad y un cuerpo; una edad que se profundiza con el tiempo mundano y que deja
huellas en el cuerpo. Pero, además, está el tiempo y el espacio intrínsecos creado
por la narración (o la construcción plástica) en los que todos los acontecimientos
comienzan, transcurren y finalizan, mas en un eterno retorno donde pueden,
virtualmente, siempre volver a empezar si se dan ciertas circunstancias favorables.
Cada lectura (o contemplación) es un revivir, un resucitar acontecimientos y seres
que habitan el limbo y que la lectura (o contemplación) ilumina para que vivan
pasajeramente en la conciencia imaginante del lector o contemplador la plenitud
de su existencia de ficción.
126
1.3. EL FENÓMENO ARTÍSTICO COMO EXISTENCIA
COMPLEJA EN LA QUE SE DAN CITA LO
ONTOLÓGICO Y LO FENOMENOLÓGICO
Llamamos fenómeno artístico al complejo ontológico y fenomenológico
constituido por el objeto artístico (obra de arte material) y el objeto estético (obra
de arte percibida y constituida intencionalmente en la más íntima vivencia
contempladora).
1.3.1. En el fenómeno artístico se dan cita una serie de realidades que íntima y
armoniosamente organizadas contribuyen a que la obra de arte se instale como
una realidad mundana y el objeto estético como construcción intencional. Aunque
el modo físico de existencia de una pintura pueda diferir de una obra musical o
poética, sus modos artísticos o estéticos pueden ser los mismos. Tanto un poema
como una pintura tienen existencia sólo en tanto y en cuanto son experimentados
127
como objetos estéticos. Para comprender bien esta diferencia, como
acertadamente indica Gilson, hay que recordar la moderna distinción de la filosofía
entre ontología y fenomenología. “La ontología trata de los seres, tal como son en
sí mismos, independientemente del hecho de que sean aprehendidos o no, así
como del modo particular en que pudieran serlo”168 . Indudablemente que desde
este punto de vista una obra de arte, al igual que todo otro cuerpo, continuaría
siendo lo que es, independientemente del hecho de ser atendida o no, de ser
experimentada o no. Pero la estética fenomenológica ha puesto el acento del lado
del contemplador y así hemos podido hablar de obra plena y constituida, lo que no
quiere decir que el hecho de experimentar una obra de arte desde la vivencia
estética, cause su existencia169. El fenómeno es un ser en cuanto objeto de
experiencia, y es estético si la experiencia en la que la obra se muestra es
estética, es decir, si la percepción es una especie de contemplación atenta
acompañada de emoción desinteresada. Esta distinción no debe tender tampoco a
desligarnos del objeto ontológico, del ser objetivo, en beneficio del ser puramente
experimentado.
1.3.2. En el mundo fenoménico del aquí y del ahora encontramos objetos cuya
existencia es material. Esta existencia puede ser tenue o sutil, como un suspiro o
un sonido, o maciza y compacta como una roca o un árbol. Entre estos dos
extremos se encuentran diversos grados de existencia reica o cosal. Podemos
percibir estas existencias materiales con el solo auxilio de los sentidos y podemos
comprenderlas con el concurso de la razón. Primero vemos la montaña y después
la explicamos como un accidente geográfico. El botánico primero mira y observa
“con los ojos”, luego medita y organiza con la razón. No hay oposición alguna
entre estos dos tipos de conciencia, la perceptiva y la pensante, sino perfecta
complementación. Un ojo sin conciencia pensante no pasaría de ser una perfecta
máquina fotográfica. Una razón sin sentidos no es posible en el fenómeno
humano. Reconocer que existen entes reales y describirlos tal cual se los percibe
168
Etienne Gilson, Arte y realidad, p. 10. Aguilar, Madrid, 1969.
169
La posición de John Dewey, sin ser en absoluto fenomenólogo, coincide plenamente con esta
doctrina. Según él, una obra de arte, no importa su antigüedad y clasicismo, es efectivamente, y no
potencialmente, una obra de arte, sólo cuando vive una experiencia individualizada. Cf. El arte
como experiencia, F.C.E., México, 1949.
128
y piensa, es adoptar una actitud ontológica. Desde este punto de vista una pintura
es, primera y radicalmente, una tela coloreada; un poema, una serie de caracteres
gráficos trazados sobre papel o vibraciones acústicas que estremecen el aire, pero
también es una serie de palabras y construcciones gramaticales con un sentido
para la razón. Si nos enseñan un poema en caracteres chinos, sólo podrá conocer
el ojo, pero la razón no ejercerá su labor como si, por el contrario, el poema
estuviera escrito en español. Pero ver una pintura y darse cuenta (mediante
operación racional) que se trata de una obra de arte no es aún vivir la experiencia
de la obra de arte. Es sólo reconocer su presencia óntica en el mundo, junto a las
demás cosas con las que cuenta la realidad.
Pero si nos atenemos al segundo caso (ii), es muy posible que las
opiniones varíen en mucho o en poco, pero que varíen. Para algunas personas un
manzano puede ser más agradable de ver que un pino radiata, para otros un
abedul será más hermoso que un castaño. Alguien que guste de las líneas
horizontales se sentirá molesto con las predominantemente verticales de un
eucalipto o de una araucaria.
170
No obstante, cierta tendencia del empirismo no admitiría que el color sea una nota objetiva de la
cosa, sino más bien un cierto modo característico de la percepción. Pero como éste no es nuestro
problema podemos dejarlo perfectamente de lado aquí.
129
1.3.3. Casi todos los filósofos (y los estetas especialmente) están de acuerdo en
separar las cualidades primarias de las secundarias o aún terciarias. Con que
digamos, por ahora, que cualidades o descripciones como compacto, duro, denso,
blanco o verde pertenecen a la estructura óntica de los seres, y cualidades como
elegante, soberbio, delicado, hermoso, no pertenecen a la estructura óntica de los
objetos corpóreos, habremos establecido una distinción muy útil para nuestros
propósitos. Más allá de la existencia física y de las cualidades objetivas y
racionalmente demostrables de los objetos físicos, podemos decir que hay una
“existencia” estética. “Llamaremos existencia estética –dice Gilson- al modo de
existencia (destacamos) que pertenece a las pinturas en cuanto son percibidas
actualmente como obras de arte y como objetos de experiencia estética” 171.
Para continuar con el carácter óntico de la obra, observemos que las notas
de una obra de arte son intersubjetivas, lo que no quiere decir que las notas no-
intersubjetivas sean subjetivas, como implicaría una explicación psicologista. Si se
toma una obra de arte y se analiza su construcción objetiva, a la manera que
explica Frederick Malins en su obra Mirar un cuadro172, considerando el punto, la
línea, la perspectiva, la geometría, el tono, el color, el dibujo o la composición, no
se está hablando todavía de la obra como ser fenomenológico, como objeto
estético, sino más bien de la obra como ente artístico. Todo lo que se pueda decir
respecto de estos elementos pertenece más o menos a un terreno intersubjetivo.
Pero aquí todavía no interviene la emoción ni la conciencia estética, estamos aún
en actitud analítica reflexionando sobre un ser objetivo.
171
Arte y realidad, p. 13.
172
Hernán Blume Editor, Madrid, 1983.
130
alguno”173. Y así comenzamos a desplazarnos desde el objeto hacia el sujeto,
pero no hacia el sujeto que vive la emoción del paisaje simplemente, sino hacia la
conciencia que intenciona ese paisaje y lo experimenta estéticamente. La
conciencia realizante es desplazada por la conciencia imaginante y desde una
descripción ontológica pasamos a una contemplación fenomenológica. El
contemplador interviene activa y esencialmente en la constitución de la obra como
objeto estético. Más allá de la simple aprehensión empírica y de las
consideraciones técnicas de la construcción del ser artístico comienza el trabajo
de la imaginación. Nos desconectamos del mundo y desconectamos al mismo
tiempo lo percibido estéticamente de todo comercio con la realidad y lo vivimos
como pura ficción. En la experiencia estética hay una relación interactiva en la que
el objeto estético aparece como procesalmente constituido. Se entabla, entonces,
entre la obra y el contemplador un proceso dinámico, merced al cual el hombre
queda modificado por la contemplación. El contemplador que ha admirado un
grupo escultórico de Miguel Ángel o leído una novela de Dostoiewsky, nunca más
vuelve a ser el mismo hombre que antes de la contemplación o lectura. Su
espiritualidad queda para siempre, conscientemente o no, modificada, sea para
bien, sea para mal, por la experiencia estética vivida.
173
¿Qué es la literatura?, p. 77. Losada, 7ª ed., Buenos Aires, 1981.
174
Ibíd., p. 69.
131
cosa que no debe ser, se puede decir que el arte sólo tiene una existencia ilusoria
y sus creaciones son únicamente puras ficciones. “Pero en el fondo ¿qué es la
apariencia? –se pregunta Hegel-, ¿cuáles son sus relaciones con la esencia? No
olvidemos que toda esencia, toda verdad, para no quedarse en abstracción pura,
debe aparecer (…) la apariencia misma está lejos de ser cualquier cosa
inesencial; por el contrario, constituye un momento esencial de la esencia (…).
Luego el arte tiene una apariencia que le es propia, pero no una apariencia
simplemente”175. Esta apariencia o ficción tan propia del arte naturalmente que
puede ser considerada engañosa y falaz, comparada con el mundo externo o
interno tal cual nosotros consideramos y vemos desde el punto de vista práctico y
rutinario. Nadie llama ficticios a los objetos del mundo exterior, ni a nuestros
estados psicológicos, ni a nuestros dolores físicos o afectivos. Y por eso al
comparar el arte con esta otra realidad lo llamamos “apariencia” o “ilusión”, dando
a entender así que no tiene ser o que su ser es sólo aparente, mas no verdadero.
Pero con las mismas razones, observa Hegel, se puede argumentar que lo que
nosotros llamamos “realidad” es una ilusión más fuerte, una apariencia más
engañosa que la apariencia del arte. “Llamamos realidad y consideramos como
tal, en la vida empírica y la de nuestras sensaciones, al conjunto de objetos
exteriores y a las sensaciones que nos proporcionan. Y, sin embargo, todo este
conjunto de objetos y sensaciones no es un mundo de verdad, sino un mundo de
ilusiones”176, concluye Hegel. Sin que nosotros lleguemos al extremo de
considerar al mundo externo como un mundo de ilusiones, pensamos sí que en la
vivencia fenomenológica del arte lo estético se vive como una realidad intuida, tan
auténtica como la que percibimos en el mundo exterior y de la cual no tiene
sentido dudar, a no ser que neguemos la esencia misma del arte. Los que sólo se
quedan con la experiencia ontológica de la obra de arte no pueden, por principio,
gozar de la calidad y condición estética de la obra. Para esto hace falta que el
punto de vista ontológico ceda al punto de vista fenomenológico. Así como en el
conocimiento no se puede hablar de cosa percibida o conocida sin una conciencia
percipiente o cognoscente, también en la experiencia estética el objeto es llamado
a constitución por la conciencia imaginante en una relación bilateral en la que no
puede faltar ni la cosa origen y causa de la ficción, ni la conciencia que la
intenciona como tal.
1.3.5 Ilustremos todo esto con un ejemplo: ¿Qué actitud cabe tomar ante el lienzo
La Maja Desnuda de Goya? Al menos dos, y fundamentalmente:
175
Hegel, Introducción a la estética, p. 31. Edic. Península, 3ª. edic. Barcelona, 1979.
176
Ibíd., p. 31.
132
esconda el objeto estético, es que no se puede dar a una conciencia
realizante.
133
su atención; una conciencia sin objeto artístico ante los ojos no puede producir
conciencia imaginante de carácter estético.
177
Los principios del arte, p. 143. F.C.E., México, 1978.
178
Arte y realidad, p. 15.
Isabel Creed Hungerland escribe al respecto lo siguiente: “El problema al que me refiero
surge del hecho de que parece haber dos clases diferentes de características que atribuimos a las
obras de arte y a los objetos estéticos familiares del mundo que nos rodea. Elegante, grácil,
desaliñado, grueso, majestuoso, fláccido, delicado, torpe, son ejemplos de una clase. Bajo,
redondo, siguiente a, mayor que, son ejemplos de la otra”. “Una vez más lo estético y lo no
estético” en Estética, p. 183. F.C.E., México, 1976. Compilado por Harold Osborne. A las primeras
características las llama Isabel Creed, siguiendo a Gilbley, “estéticas” y a las segundas, “no-
estéticas”. Cf. p. 181.
134
1.4.2. Considerada la obra de arte como una cosa, tiene necesariamente que
poseer los mismos atributos de todas las cosas. Naturalmente que hay cosas que
parecen ser más cósicas que otras. Una montaña tiene un ser permanente, una
nube un ser pasajero. Lo mismo se puede decir del arte. La escultura, la
arquitectura y la pintura son más substanciosas que la música y la poesía, pero en
verdad es sólo una cuestión de grados, mas no hay una diferencia de naturaleza.
Ontológicamente hablando una estatua de piedra no es ni más ni menos cosa que
una roca en la cantera. Ambos son objetos tridimensionales, instalados en el
espacio y sujetos a las modificaciones que impone el tiempo, ambos poseen más
o menos la misma solidez, dureza y color. Gilson considera que es en estas artes
donde se da más plenamente el ser, negándoselo a otras, como la música, que lo
suelen tener esporádicamente. Pero, entonces ¿es más, ontológicamente, una
pintura que una sonata? Gilson responde que efectivamente lo es, razón por la
cual sólo se puede hablar de ser auténtico en el primer caso y no en el segundo.
Pero este problema es relativo e implica una paradoja. Se supone que La Ilíada y
la Odisea son anteriores al siglo VII A.d.C. y, sin embargo, conservan su ser
intacto gracias a que pueden sobrevivir en infinitas reproducciones. Aquí, desde el
punto de vista estético, no tiene más preponderancia una copia del siglo I A.d.C.
que una actual. En cambio, no conservamos ninguna de las célebres pinturas de
Apeles o Zexius y muchos otros que conocemos por descripción de los antiguos.
La obra pictórica es única, está indefectiblemente condenada por el tiempo a
deteriorarse y a sufrir una lenta pero segura desintegración. Los entendidos
aseguran que es una ruina lo que hoy se conserva de La Última Cena de
Leonardo; Las Meninas recientemente ha sido sometida a restauración. De modo,
pues, que desde este punto de vista podemos decir que la música y la poesía, en
tanto cosas, tiene incluso –paradojalmente- mayor consistencia óntica que las
obras pictóricas.
1.4.3. Pero desde el punto de vista fenomenológico hay una evidente y profunda
diferencia entre la obra-cosa y lo que se constituye en nuestra conciencia. El
David de Miguel Ángel, que es ónticamente mármol, mientras se lo contempla –y
no solamente mira- comienza a revelar una serie de características (no
perceptibles sensorialmente ni aprehensibles racionalmente) que no es posible
atribuir al objeto material en tanto se lo considere como puro objeto material. De
pronto pareciera que el mármol, transformado en la magnífica figura de un joven
atlético y corporalmente perfecto, comienza a adquirir vida interior, vida propia y ya
dejamos de verlo como una cosa para contemplarlo como ser con cuerpo y alma.
Al contemplador del David le ocurre lo que al narrador de El beso de Bécquer al
contemplar una singular “mujer de mármol”: “Yo no creo, como vosotros –dice el
joven capitán a sus camaradas de armas-, que esas estatuas son un pedazo de
mármol tan inerte hoy como el día en que lo arrancaron de la cantera.
Indudablemente, el artista, que es casi un dios, le da a su obra un soplo de vida
que no logra hacer que ande y se mueva, pero que le infunde una vida
incomprensible y extraña, vida que yo no me explico bien pero que la siento, sobre
todo cuando bebo un poco”179.
179
Gustavo Adolfo Bécquer. Obras Completas, p. 316. Aguilar, Madrid, 1968.
135
Lo que el narrador describe no es, obviamente, el objeto reico, la cosa
estatua-de-mujer, sino más bien la imagen que su conciencia estética forma a
partir de la cosa marmórea con forma de mujer. Tampoco se podría decir que lo
que describimos al contemplar el David (o el citado narrador al contemplar la mujer
marmórea) son características puramente subjetivas reducibles por entero a
experiencias psicológicas; la verdad es que la conciencia que percibe, no percibe
una pura nada ni menos estados psicológicos como el que se imagina que es
Napoleón y actúa, camina y da órdenes como Napoleón, sino que lo descrito es el
resultado concreto de una percepción estética y que puede expresarse como
“bello”, “sublime”, “misterioso”.
Consideremos esta estructura con un ejemplo “ante los ojos” para, de este
modo, mostrar mejor lo que queremos explicar. Supongamos que nos
encontramos en Milán, en el Convento de los Dominicos de Santa Marie delle
Grazie, precisamente en el refectorio en uno de cuyos muros se conserva aún la
inmortal obra de Leonardo da Vinci La Última Cena. Distinguiremos analíticamente
en esta obra cuatro capas o niveles, dos correspondientes a la “obra-cosa”
(estrato fijo) y dos más, surgidos de la contemplación estética (estrato móvil):
136
I
ESTRATO FIJO La cosa –material obra de arte
(correspondiente a la
descripción ontológica
de la “obra- cosa”)
II
Lo percibido en la cosa material
y organizado racionalmente
(conciencia pensante)
FENÓMENO
ARTÍSTICO III
Lo sugerido por la aprehensión
empírico – racional a la
conciencia imaginante
ESTRATO MÓVIL
(correspondiente a la
descripción fenómeno-
lógica del “objeto- IV
estético”) El sentido estético y metafísico
“segregado” por la conciencia
imaginante
Los dos primeros niveles, como llevamos dicho, pertenecen al estrato fijo y se
ahíncan en el ser óntico de la cosa pintada en el muro del refectorio; los dos
últimos corresponden al estrato móvil configurante del objeto estético constituido
en la vivencia intencional180.
180
Nosotros introducimos un necesario relativismo en la constitución de la esencia de un objeto
estético que algunos fenomenólogos no estarían dispuestos a aceptar. Tampoco Sartre, a juzgar
por lo que escribe en Lo imaginario. “El acto de reflexión –dice Sartre- tiene, pues, un contenido
inmediatamente cierto que llamaremos esencia de la imagen. Esta esencia es la misma para
todos”, p. 14. De este modo, cuando configuremos intuitivamente un objeto en la vivencia
intencional de una obra de arte determinada, Sartre pretende que al llevar a cabo la descripción de
lo intuitivamente vivido, la esencia será la misma para todos. Ingarden estaba dispuesto a aceptar
un moderado relativismo al hablar de “concreciones limitadas y correctas” de una obra de arte.
Nosotros, en cambio, acogiendo las teorías semióticas que consideran la obra como signo (o
símbolo) multifacético y abierto sin restricción a cualquier concreción posible, creemos que la
esencia de la vivencia constituida en la contemplación estética sin ser enteramente relativa implica
un relativismo, pues es evidente que la concreción variará de acuerdo a nuestras personales
vicisitudes, experiencia, gustos y fantasía. Pensar, intuir y describir la esencia de 2 + 2 = 4 es una
137
1.6. ANALISIS DE “LA ÚLTIMA CENA”
Antes de entrar a describir nuestra experiencia de La Última Cena es
menester, sin embargo, invocar una nueva distinción que ya hemos visto en el
capítulo anterior, pero que ahora nos será de gran ayuda.
operación que sólo se realiza racionalmente y por esta razón la esencia de esta entidad formal,
siempre será la misma para todos. Pero no es éste el caso del arte.
181
Estética, p. 51. Labor, 2ª ed. Barcelona, 1953.
138
Examinemos ahora estos cuatro niveles del fenómeno artístico comenzando
por el estrato fijo o descripción ontológica de la “cosa-material” y de lo “percibido”
en la “cosa-material”.
1.6.1. La “cosa-material” (i). ¿Qué es, desde este punto de vista, nuestra Última
Cena? Primeramente un conjunto de colores y formas (o formas coloreadas) de
formato rectangular que podemos someter a medición (460 x 880 cms.) y a
comprobaciones empíricas. La vemos, la podemos tocar, si es necesario. Es un
muro coloreado compuesto de diversos materiales: yeso en el sustrato, pigmentos,
aceites, etc. de esta cosa material tiene perfecto sentido decir que es sólida,
áspera y de diversos tonos que van desde el púrpura hasta el gris-azul, el verde
oliva, etc. en resumen, la cosa “Última Cena” es de carácter material. Su realidad
corpórea la comparte con todos los objetos témporo-espaciales: tanto un hombre
concreto, como una roca, como esta pluma, el papel sobre el que escribo, poseen
la misma naturaleza. Es evidente que sin esta capa material, sin este soporte
concreto, la obra no podría ser de ninguna manera. Como es sabido, el ser
material de esta pintura ha estado sometido a numerosos peligros desde el mismo
momento de su creación. Leonardo, que siempre estaba inventando nuevas
técnicas y nuevos procedimientos, pintó sobre un sustrato de yeso. Este
procedimiento resultó inadecuado por la gran capacidad que tiene el yeso para
absorber la humedad. Ya hacia 1517 se consideraba la pintura como muy dañada
y su estado como ruinoso. Fue restaurada en varias ocasiones, modificando con
ello la estructura “inmaterial” de la obra. Clark cree que lo que hoy conservamos
no es más que el conjunto de retoques y modificaciones de incompetentes
restauradores, que muy poco tiene que ver con el original 182. Sabemos también
que la obra se salvó milagrosamente de un bombardeo en la Segunda Guerra
Mundial. Con todo esto queremos decir que este estrato material es la conditio
sine qua non de la obra de arte. Cualquier modificación de este estrato modifica
automáticamente todos los demás. Siendo, pues, el ser material la condición
esencial de la obra, no es en modo alguno la esencia de la obra de arte.
182
Kenneth Clark, Leonardo da Vinci. Edic. Moretón, S.A., Bilbao, 1968.
139
percepciones son organizadas en forma bi y tridimensional. Las cosas que me
rodean (y yo mismo en cuanto res extensa) tienen una estructura, una dimensión,
un color.
Tal es, poco más o menos, lo que podríamos decir de lo que percibimos
empíricamente, haciendo total abstracción del consabido de que se trata de la
Última Cena de Cristo y sus Apóstoles, según se refiere en los Evangelios. ¿Qué
son, entonces, estas figuras (iconos) primera y originariamente? Nadie podrá
negar que percibimos formas y colores. No puede haber un color sin una forma, ni
una forma sin color. Todo color se extiende sobre una superficie. Y más
precisamente podemos decir que en ese mural percibimos con bastante claridad
(a pesar del relativo deterioro del plano material) un conjunto de hombres que
parecen compartir tanto una cena como una gran preocupación. De una
descripción detallada de lo percibido empíricamente, sin que intervenga para nada
la vivencia estética, nos puede dar prueba el famoso grabado en cobre de Rafael
Morghen, quien en varios años de trabajo, y sin haber visto jamás la obra,
basándose exclusivamente en testimonios del pintor Teodoro Matteini, llegó a
reproducir la obra original con un parecido asombroso.
140
Lo mismo que hemos hecho respecto de La Última Cena, es decir, una
descripción minuciosa basada en el testimonio de los sentidos, podemos hacerlo
respecto de cualquier otra cosa del mundo. Muchos viajeros anteriores a la
invención de la fotografía hicieron pormenorizadas descripciones de ciudades y
paisajes de tierras remotas y desconocidas. En las crónicas de la Conquista de
Indias de españoles y portugueses, hay minuciosas y detalladas descripciones de
ciudades, paisajes, personas, costumbres. La novela realista, por ejemplo, se
detiene cuidadosamente en la descripción de personajes, habitaciones, etc.,
dándonos una clara imagen de cómo podrían ser esos personajes imaginarios.
Todo esto pertenece todavía al estrato fijo, a la cosa ontológicamente
considerada.
1.6.3. Pasemos ahora al estrato móvil (iii), es decir, a la instauración del objeto
estético sobre la base del estrato fijo y por intervención de la conciencia
intencional. Nos adentramos ahora en una descripción fenomenológica de los dos
niveles de que está compuesto este estrato183. Estamos en presencia de una
conciencia reflexiva que toma como dato de descripción y análisis la experiencia
pre-reflexiva que es la propia de la vivencia estética. De modo que lo que haremos
ahora es intentar describir la experiencia íntima de lo vivido en la fruición estética,
pero que mientras se vive es habitualmente inefable.
Una aclaración más. Ahora que reflexionamos sobre lo que hemos vivido
como contempladores vemos con toda claridad que aquello es pura ficción. Es
decir, suspendemos la tesis de realidad de nuestra conciencia imaginante para
proponer objetos de nuestra conciencia imaginante como mera ficción, así del
mismo modo que al despertar de un sueño nos damos cuenta de que todo lo
soñado era pura irrealidad. Mas, mientras soñábamos y éramos pura conciencia
imaginante pre-reflexiva, lo soñado lo vivíamos como auténtica realidad. Es el
despertar y el pasar de conciencia imaginante a conciencia pensante lo que nos
convence de la irrealidad de nuestro sueño. Lo mismo ocurre en el arte. La
experiencia estética la vivimos como realidad –si no, no tendría sentido ni
explicación la emoción auténtica que experimentamos en la fruición y
contemplación estética-; es el paso siguiente el que nos permite darnos cuenta de
que eso que la conciencia pre-reflexiva tomaba como real, es puramente ficticio.
183
Conviene insistir que intentamos una descripción fenomenológica de una vivencia
fenomenológica. Una cosa es la vivencia y otra –como ha mostrado reiteradamente Husserl- la
descripción de esa vivencia. O como ha interpretado Sartre: una cosa es la conciencia pre-reflexiva
y otra la conciencia reflexiva (que realiza el cogito).
141
las puertas a la actividad estética. Desde este momento el contemplador interviene
activamente en la reconstrucción o en la resurrección de ese conjunto de formas
coloreadas estáticas que percibimos en la actitud realizante. Para que el “juego”
estético comience, es necesario que el espectador esté enterado de las reglas (y
las dé tácitamente por aceptadas) que impone el arte a la percepción estética.
Estamos dispuestos a ver todo aquello que se nos muestra no sólo como una
mera iconografía, sino como un mundo con su estructura propia. Aprehendemos
estéticamente un mundo con sus personajes inscritos en un tiempo y en un
espacio propios. Ahora comenzamos a construir el objeto estético, superando la
imagen sensible, sustituyendo la percepción por la imaginación. La conciencia
imaginante no sólo sustituye a la actitud realizante sino que además, se empina
sobre ella ocultándola, para así constituir su propio mundo de ficción. Observando
aquellos datos puramente empíricos que están ahí y que constan para cualquiera
que tenga los ojos bien abiertos, comenzamos de pronto a entrever personajes
que se nos van haciendo poco a poco familiares. Aquello no es una aglomeración
más o menos distribuida de unas figuras que representan hombres; aquello no es
simplemente un momento de alboroto en medio de una comida o una cena.
Gradualmente los personajes parecieran abandonar su rigidez icónica para
adquirir mágica vida. No, no están hieráticos; ellos se mueven y gesticulan en un
espacio que no es nuestro espacio, pero que es un espacio inscrito en la obra y,
en ella, de suyo real. Ellos viven, viven en un tiempo que no es nuestro tiempo; es
un tiempo irreal para nosotros, pero real para ellos; es un tiempo que no es de
este mundo. Y se mueven en un espacio que les es propio, pero que, otra vez, no
es como el espacio en el que hundimos nuestro cuerpo, nada tiene que ver con
este espacio tridimensional; y es, sin embargo, un espacio creado por la
necesidad “vital” de esos personajes, que ya no se nos aparecen como sombras
humanas ni como superficies pintadas. Son hombres que hablan, conversan o
gesticulan sobre un asunto al parecer de la mayor importancia. Todo pareciera
girar en torno de la figura central, objeto del momento de confusión. Los
personajes son seres auténticos que viven y sufren un momento de desilusión. En
este momento ya hemos perdido contacto con el mundo real al cual
pertenecemos. Nuestro espíritu ha abierto un paréntesis en el curso de nuestra
existencia, para situarnos como testigos de otra vida, de otra escena, de otro lugar
y de otro tiempo, al cual asistimos plenamente, y con el que comenzamos a
identificarnos, a vivirlo. Esta es la experiencia estética en su primer nivel.
Así como la obra que estaba ahí como una cosa, como una cosa percibida,
ya no es una cosa simplemente, y del plano reico y empírico al cual pueden
acceder todos los sujetos posibles, accedemos a un mundo transempírico en el
cual, como en los cuentos de hadas, todo despierta a un mundo de fantasía con
vida propia, con tiempo propio, con espacio propio, con motivo propio, autónomo,
desligado, desprendido del llamado mundo real. ¿Que no es real? Sí, lo es; se
trata de una realidad en sí misma, una forma distinta de realidad que
indudablemente dura y existe mientras tiene lugar el prodigio, mientras y sólo
mientras mi conciencia toda es conciencia imaginante que pone lo intuido como un
mundo en el que vive intensamente.
142
Pero si ahora tenemos una cultura bíblica suficiente como para reconocer
en la escena y en los personajes una escena decisiva y dramática de los
Evangelios, nuestra percepción estética se enriquece aún más. Se trata de una
versión pictórica de La Última Cena que el Señor Jesús tuvo con sus Apóstoles. El
momento es el de la máxima tensión espiritual. Nos viene a la mente, casi sin
darnos cuenta, el episodio trágico que nos narran los Evangelistas cuando el
Señor, mientras comían, dijo: “En verdad os digo, uno de vosotros me entregará. Y
entristecidos en gran manera, comenzaron cada uno a preguntarle „¿Seré yo,
Señor?‟ Mas, Él respondió y dijo: el que conmigo pone la mano en el plato, ése me
entregará… Entonces Judas, el que le entregaba, tomó la palabra y dijo: „¿Seré
yo, Rabí?‟. Le respondió: „Tú lo has dicho‟” (S .Mat. 26, 21-25)184.
184
El Evangelio de San Juan completa esta descripción. Cf. 13, 21-30.
185
Del ensayo de Goethe, “Joseph Bossi über Leonardo da Vinci Abendmahl zu Mailand” en Kunst
und Altertun, I, 1818. Citado por Ludwig H. Heydenreich en su obra La Última Cena de Leonardo
da Vinci, p. 33. Alianza Edit. Madrid, 1982.
El propio Leonardo intuyó, antes de realizar la obra definitiva, cómo debía ser este mundo
de ficción y así lo describe en su Cuaderno de Notas (II Codice Forster nel Victoria and Albert
Museum, London). A propósito escribe el gran artista: “Uno que bebía ha dejado el vaso y vuelve la
cabeza hacia quien habla. Otro, entrelazando los dedos, se vuelve, frunciendo el ceño, hacia su
compañero. Otro, con las manos abiertas y sus palmas al descubierto, levanta los hombros hasta
las orejas, insinuando un gesto de asombro. Otro habla al oído de su vecino; y el que le escucha, a
él se vuelve y presta atención, sosteniendo un cuchillo en una mano y en la otra una hogaza a
medio cortar. Otro, vuelto con un cuchillo en la mano, derrama con esa mano un vaso sobre la
mesa. Otro, las manos reposando sobre la mesa, observa. Otro resopla con la boca llena. Otro se
inclina por ver quién habla, la mano sobre los ojos a guisa de visera. Otro se retira tras el que se
inclina y, entre aquél y el muro, contempla al que habla”. Citado por Ludwig H. Heydenreich, p. 27.
La descripción que hace aquí Leonardo se desvía ligeramente de la decisión final que tomó sobre
cómo debían disponerse los personajes y la impresión que debían sugerir. Nótese que lo que
escribe Leonardo corresponde precisamente a una descripción fenomenológica de su propia
143
Judas, Andrés levanta las manos como queriendo rechazar o poner una barrera
entre él y el traidor. Parece que ha escuchado o intuido en las palabras del Señor
que la traición vendrá de Judas. Santiago el Mayor, sorprendido, pero consciente
de sí, toca, con su mano izquierda, levemente la espalda de Pedro para que éste
le confirme la infausta noticia, ya que Pedro exige al discípulo amado del Señor,
una confirmación categórica. Bartolomé no ha perdido la calma, pero su
sentimiento de fidelidad lo lleva a ponerse de pie y a dirigir, no sólo la mirada, sino
todo el cuerpo (como una expresión de conjunto de su alma) hacia el centro de
atención.
vivencia. Razonablemente ha sostenido Husserl que grandes pensadores han hecho posible
avanzar el conocimiento, haciendo fenomenología sin saberlo.
144
Todo este mundo de visiones se agolpa en nuestro espíritu; imaginamos,
escuchamos las declaraciones de los Apóstoles, sus disculpas, vemos la tensión
espiritual actuando a través de sus actos. Es un mundo en movimiento; es un
momento en que nuestros sentidos y nuestro espíritu entero cooperan para hacer
realidad la ficción. La magia de la instauración de este mundo ficticio, por lo
intensamente vivido, se ha superpuesto a la realidad, mas o menos como nos
ocurre en nuestros sueños. En el arte, como en el sueño, la conciencia imaginante
va indisolublemente ligada al sentimiento y a la emoción. Sufrimos y lloramos,
gozamos, como si estuviéramos en la realidad. Sólo un elemento espúreo y
externo puede desplazar nuestro “sueño” estético –como en la vida onírica- e
instalarnos nuevamente en la vida rutinaria, para continuar el curso de nuestra
existencia diaria. Si mientras estamos viviendo la ficción alguien se acerca para
hacernos un comentario, preguntarnos la hora o para anunciarnos que es hora de
cerrar, la ficción se rompe bruscamente y volvemos a la realidad. Lo mismo ocurre
si, poco a poco, comenzamos a retirarnos de la sala para volver a nuestras
ocupaciones cotidianas. Pero algo más que la pura transformación de ese
conjunto de iconos en un mundo de ficción acontece y así llegamos a los
contenidos estéticos y espirituales sugeridos por ese mundo de ficción.
1.6.4. El nivel del sentido estético y metafísico (iv). Se ha dicho ya que a toda
conciencia imaginante acompaña un sentimiento peculiar. Si imagino a una
persona cercana, por ejemplo, a mi madre o a un hermano, los imagino con
cariño; si imagino a una persona que me ha hecho daño, junto a la imagen
experimento una sensación de desagrado. Lo mismo ocurre en el sueño y, mejor
que en ninguna parte, en la experiencia estética. Junto a la escena recreada en
nuestra imaginación, sentimos la belleza sublime del momento mezclado con un
sentimiento de dolor, de tristeza y de misterio. La obra es bella porque el pintor
supo elegir el momento más tenso de la Cena y le dio tal vida interior a sus
personajes que los sentimientos de éstos incentivan nuestras propias reacciones
emotivas. No es sólo la belleza de la escena, sino también la trascendencia y los
valores metafísicos los que entran en juego. Pero éste es un plano más subjetivo
que el anterior y aquí los sentimientos varían mucho de un espectador a otro. De
todos modos, aunque no se comparta la fe cristiana, la reflexión fenomenológica
debe dejar al descubierto que hay un cierto contenido espiritual que sobrepasa la
mera ficcionalidad para inscribirse en lo metafísico y lo misterioso.
Por otro lado está la belleza que toma dos formas: la belleza plástica,
producto de la impresión de vida y realidad que emana de la obra, de la perfecta
distribución de los colores y personajes, y la belleza espiritual que surge del
diálogo que imaginamos sostienen los personajes. El heroísmo, la serenidad y
grandeza espiritual del Señor que denuncia sin odio ni rencor. Su serenidad y paz
interior es completa. Por otro lado está la solidaridad humana de sus discípulos
que aman al maestro y al amigo, y que no pueden concebir que justamente uno de
ellos lo haya traicionado. Está también la perturbación y el sentimiento de culpa de
Judas, que su torva faz y sus gestos asustadizos y convulsivos denuncian.
145
Sentimos en nuestro espíritu una profunda lección de amor y de solidaridad,
al tiempo que un sentimiento de trascendencia nos invade y nos domina. Otros
espectadores podrán asociar otros sentimientos y otros estados de ánimo a las
imágenes vividas en la experiencia instauradora de la obra como objeto estético,
pero es seguro que nadie permanecerá indiferente, si ha tenido la suerte, por
cierto, de vivir estéticamente esta obra.
1.6.5. Entonces, ¿qué es lo que existe como ser del fenómeno artístico? Desde
luego no es ninguno de estos estratos por separado, sino todos íntima y
profundamente implicados. Quien utiliza una pintura como un bastidor para cubrir
trastos viejos y no le otorga más función que ésa, no podemos decir que tenga en
sus manos una obra de arte; quien se da cuenta que ese bastidor es una tela
firmada por un artista famoso, pero no se atiene sino a ese dato y enseguida echa
cuentas respecto de los beneficios económicos que le reportará su fausto
descubrimiento, aún no tiene una obra de arte ante sí; pero quien contempla esa
obra desde un punto de vista estético, se interroga, se identifica o se revela ante
ella; quien dialoga con ella, vive y la hace vivir un momento de nueva vida, sólo
ése, que de la obra aquélla ha hecho una vivencia estética profunda, tiene ante sí
una obra de arte. Luego, el proceso de colaboración entre los elementos empíricos
de la obra y la conciencia estética que sabe acoger esas sugerencias para
transformarlas en un mundo recreado, imaginado y vivido, es indispensable para
constituir el auténtico ser del fenómeno artístico. Una pintura de Leonardo no es
una obra de arte porque la haya realizado Leonardo sino porque hay hombres
capaces de contemplarla y vivirla con conciencia estética. Si no hay conciencia
estética (posibilitada e indisolublemente unida a la conciencia imaginante), no hay
ficción y si no hay ficción, no hay obra de arte. La Coral de Beethoven no es sino
cuando una orquesta competente la ejecuta y una conciencia estética la percibe.
Sólo entones vive, existe y se puede gozar espiritualmente de ella en plenitud. En
el papel, como partitura, no es más que existencia precaria, vida incompleta,
posibilidad de ser. Lo mismo ocurre con la Última Cena y con toda obra de arte.
146
Casi no hace falta decir que el contemplador (o lector) no distingue ni
separa en la vivencia estética estos dos estratos con sus respectivos planos según
hemos visto. El contemplador vive el fenómeno estético como un todo, como una
unidad y su “visión” (intuición) se posa directamente sobre lo constituido o
instaurado como objeto estético sin que se percate siquiera de la estructura óntico-
existencial de la que henos hablado. Esto lo hemos podido hacer, por decirlo así,
desde fuera del arte, desde la reflexión estética que nos ha permitido poner como
objeto de meditación esa profunda experiencia vivida por el espectador 186
186
Como se recordará, a lo largo de este trabajo hemos estado mencionando el arte
contemporáneo. Si se consideran las observaciones que hemos hecho sobre este respecto alguien
podría objetar que nuestro análisis fracasa si se aplica ya no a una obra clásica sino, por ejemplo,
a “Composición” (1912) de Roberto Matta o a una obra semejante en la que no es posible
distinguir, como en La Última Cena, determinadas figuras (iconos) percibidas empírica y
configuradas racionalmente, como ciertos objetos semejantes a objetos del mundo real o histórico.
En realidad no es así. Cualquiera sea la obra –clásica o contemporánea- podemos perfectamente
distinguir dos estratos: el fijo (óntico) y el móvil (fenomenológico). La diferencia sólo estará en esto:
en que en este último estrato lo sugerido por la aprehensión empírico-racional a la conciencia
imaginante no es un mundo de imágenes o de iconos, sino tan sólo de colores, líneas, curvas,
figuras extrañas, todo lo cual aunque no represente ni evoque nada en especial tiene de por sí
fuerza estética, ya que nos impresiona de una determinada manera, sugiriendo a la fantasía mil
motivos y a la emoción diferentes sentimientos sea de agrado o de rechazo, de identificación o de
extrañeza.
Sobre este problema confróntese nuestro trabajo “El pensamiento estético de Luis
Oyarzún”. Revista Aisthesis. Universidad Católica de Chile, Santiago, 1980.
147