Reseña Serna PDF
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º 257
267-322, ISSN: 0034-8341
Nos hallamos ante un libro capital, que explora uno de los ámbitos menos cul-
tivados por la historiografía interesada en los flujos comerciales ultramarinos de la
Monarquía Hispánica. En realidad, cuando los especialistas empiezan a interesarse por
el comercio transpacífico generado a partir de la ocupación de las Filipinas por Miguel
López de Legazpi, las miradas se centran casi exclusivamente en la ruta del Galeón
de Manila, que sigue constituyendo el horizonte clásico de las investigaciones a partir
del libro fundacional de William Lytle Schurz de 1939 hasta las últimas aportaciones
de Carmen Yuste y otros historiadores. En este campo no entrarán solamente las dos
terminales de Manila y Acapulco, sino que se reservará un lugar para el ramal que
unirá el tráfico novohispano con Perú. Sin embargo, esta «primavera del comercio
asiático peruano» durará poco, pues a partir de la primera década del siglo XVII será
taxativamente prohibido por la monarquía española (como puede verse con detalle en
el conocido libro de Fernando Iwasaki de 1992), de modo que el tráfico marítimo del
virreinato quedará reducido a los intercambios con Panamá como desembocadura final
de las remesas llegadas de la metrópoli por la vía de la Carrera de Indias, primero a
Nombre de Dios y después a Portobelo, y transportadas a lomo de mulas a través del
istmo para ser recogidas por la flota peruana y conducidas hasta el puerto del Callao.
Sin embargo, las indagaciones de Mariano Ardash Bonialian van a centrarse
justamente en los espacios vacíos que quedan por cubrir al margen de estos dos flu-
jos principales, para llegar a concluir en una vida propia del comercio del Pacífico
hispanoamericano entre las fechas que le sirven de límites y que justifica (acertada-
mente) por la reactivación del comercio ilegal del Pacífico en la primera data y por
la creación de la compañía de Filipinas en 1785 y el cambio de reglas de juego que
lleva consigo. La deliberada marginación del comercio peruano respecto al tráfico
asiático a favor de su exclusivo papel como prolongación del espacio atlántico no
pudo imponerse sobre las aspiraciones de los cargadores confinados en el Pacífico
sur hispanoamericano. Por una parte, el fraude y el contrabando fueron una constan-
te característica del área y, por otra, el tráfico de productos asiáticos se distribuyó
por el extenso espacio que comprendía «desde los puntos de Cantón y Filipinas
en el noroeste, pasando por Nueva España, hasta el telón del sur de los puertos de
Concepción y El Callao». De ahí la necesidad de contemplar el espacio comercial
del Pacífico hispano en su totalidad. Y de ahí que este sea el objeto concreto y la
aportación principal de este libro.
Así, en su primera parte, la obra no hace sino confirmar la centralidad del Pacífico
de los ibéricos (según la conocida expresión de Pierre Chaunu) en el complejo de
la economía mundial, a través de las remesas de plata de las minas de la América
española, del papel de los europeos como principales importadores y reexportadores de
esta plata y, finalmente, de la capacidad de absorción de dicho metal por la economía
del Extremo Oriente asiático. El libro, en efecto, aporta nuevos datos para decidir
sobre los debates abiertos en torno a la influencia de la plata americana en el primer
proceso de mundialización: los caminos de la plata, la relación entre el monto de
las remesas a Europa y las remesas directas a Asia vía Filipinas, y entre éstas y las
reexportaciones desde Europa al Pacífico, y la permanencia de estos flujos a lo largo
de los tiempos modernos o, lo que es lo mismo, la duración de la hegemonía de la
plata española. A este respecto resultan particularmente interesantes las cifras ofrecidas
(ya en la segunda parte, páginas 207-227) sobre el flujo de plata americana a Manila.
Es en dicha segunda parte donde el autor desarrolla ya extensamente la tesis
fundamental sobre la que gira la investigación, la vida mercantil del Pacífico hispano
durante el periodo considerado, por cuanto el escenario real dista mucho del descrito
por la legislación y del generalmente aceptado por la historiografía. Por un lado, la
taxativa prohibición del comercio asiático a los peruanos no impidió el funcionamiento
temporal de rutas como la que puso en relación El Callao (y otras plazas) con el puerto
chino de Cantón vía Filipinas a partir de la alianza entre los navegantes franceses y
los mercaderes peruanos (con la connivencia de las autoridades virreinales, como ya
había señalado Carlos Malamud) durante las dos primeras décadas del siglo XVIII.
Por otro lado, la famosa controversia sobre la prohibición de exportación de seda
china a Nueva España (recogida ampliamente en el memorial de Antonio Álvarez
de Abreu de 1736 publicado por Carmen Yuste) es inscrita en un contexto que hasta
ahora no se había imaginado: «El problema subyacente era cuál de los dos grandes
ejes, si el transpacífico o el transatlántico, lograba canalizar de forma exclusiva el
comercio oriental en los espacios hispanoamericanos». Se abre así paso a una temática
más amplia y ambiciosa, que no sólo afecta a las fronteras imperiales españoles, sino
que implica a la entera economía mundial.
Esta nueva mirada al Pacífico pone en contraposición la oficial Carrera de Indias
con lo que el autor denomina una alternativa «estructura semiinformal del comercio
hispanoamericano». Entre las piezas demostrativas se ofrecen datos del flujo continuo
que expide los excedentes del tráfico novohispano (españoles, europeos, asiáticos) en
dirección al sur, normalmente a bordo de embarcaciones limeñas, que llevan en sus
bodegas plata, azogue, cacao y vino: ochenta de estas naves son identificadas entre
1670 y 1740 a pesar de las prohibiciones, y a pesar de la fragilidad de los testimonios
disponibles (decomisos, denuncias, etcétera), lo que significa que el total de estas
expediciones comerciales fue sin duda superior a esta cifra. Como consecuencia de
mayor alcance, el autor llega a afirmar que este tráfico a lo largo de las costas occi-
dentales americanas pudo incluso haber incidido significativamente en la coyuntura
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guido generar en esta antología un espacio de encuentro en el que las jergas y los
tópicos de cada disciplina particular queden fuera. Este trabajo de depuración léxica
y desautomatización conceptual que supone el prólogo general y las dieciséis intro-
ducciones a cada uno de los textos no sólo ha de posibilitar, como hemos dicho,
un debate común en el que la comprensión mutua sea inexcusable, sino también la
vivificación de cada una de estas disciplinas, que podrá lanzar una mirada renovadora
sobre cuestiones seguramente envejecidas.
El segundo reto de La conquista del Nuevo Mundo era hallar un registro que
fuese a la vez interesante para los especialistas y accesible para los estudiantes y los
curiosos. Precisamente, la claridad expositiva y la depuración léxica y conceptual,
arriba señaladas, le han permitido a Mercedes Serna hallar ese lugar intermedio en el
que no sólo diferentes especialidades sino también diferentes niveles de competencia
podrán encontrarse. Ciertamente, cada una de los prólogos que incluye este libro
logra hallar un equilibrio prácticamente borgeano entre la divulgación de alto nivel
y la reflexión en profundidad.
El tercero y último reto de esta antología es hacer más matizado y complejo el
debate acerca de la conquista y la colonización americana. Resistiéndose tanto a las
inercias y coacciones de lo políticamente correcto, como al revisionismo histórico de
aquellos que pretenden convertir la conquista en una verdadera mission civilisatrice,
Mercedes Serna se atreve transitar por la zona de fuego cruzado con el único objetivo
de ser fiel al carácter irreductiblemente complejo de la realidad.
Por todas estas razones, considero que La conquista del Nuevo Mundo. Textos y
documentos de la aventura americana está destinada a convertirse en un verdadero
vademecum de los estudios coloniales que especialistas, profesores, estudiantes e
interesados en el tema consultarán con asiduidad.
Revista de Indias, 2013, vol. LXXIII, n.º 257, 267-322, ISSN: 0034-8341
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Si en los dos primeros capítulos Coello centra su interés en las figuras de conquis-
tadores y descubridores, en el tercero lo hace en dos grandes navegantes: Fernando
de Magallanes y Juan Sebastián El Cano. Nuevamente vemos cómo Oviedo acudió a
los mitos de la literatura caballeresca a la hora de relatar en el libro XX las aventuras
de estos dos personajes. Los gigantes patagones a los que tuvieron que enfrentarse
cumplían la función de resaltar la valentía épica de ambos navegantes, del mismo
modo que el endriago o gigante Madarque engrandecía el ideal caballeresco que re-
presentaba Amadís de Gaula o de la misma manera en que las dificultades y peligros
que tuvieron que superar Jasón y sus compañeros los convertían en verdaderos héroes.
En el último de los capítulos, Coello analiza el tratamiento que Oviedo dio al
mito de las amazonas, uno de los más populares en la primera mitad del siglo XVI.
En opinión del autor, aunque Oviedo duda de su existencia en las cinco primeras oca-
siones en que se refiere a las amazonas, en la sexta y última parece aceptarlas como
seres reales. Las amazonas estaban asociadas en el imaginario colectivo a lugares que
escondían grandes riquezas. Así, Oviedo las menciona al describir las expediciones de
algunos conquistadores españoles que acudieron en búsqueda de lugares míticos. Es el
caso de Hernán Cortés y California; de Jerónimo de Ortal en búsqueda del nacimiento
del río Meta; de Jorge Espira y Esteban Martín tras los pasos de las amazonas por
el río Apure; de Gonzalo Jiménez de Quesada en la conquista de Nueva Granada;
o de Orellana en su navegación por el río Amazonas. En esos mismos contextos, la
naturaleza deja de ser aquella suerte de paraíso terrenal descrito por Oviedo en otros
lugares y pasa a ser un espacio lleno de peligros, inhóspito y carente de alimentos,
de modo que todo contribuye a resaltar las hazañas de los españoles. De este modo,
las amazonas sirvieron a Oviedo tanto para exaltar el carácter valeroso de los buenos
españoles en América como la codicia de esos otros malos españoles, verdaderos
villanos y antítesis del héroe caballeresco ovetense.
En definitiva, el libro de Coello nos habla de la relación entre Historia y Lite-
ratura, del recurso de un Gonzalo Fernández de Oviedo, cronista oficial de Indias, a
la historia y la ficción a la hora de construir un discurso narrativo de las hazañas de
los españoles en la conquista y descubrimiento de las Indias Occidentales. Oviedo,
al recurrir a comparaciones con personajes de ficción o incluso al incorporar a su
narración a seres legendarios como los gigantes patagones o las amazonas, no estaría
renunciando a la verdad histórica, sino que estaría creando un espacio comunicativo
que transmitiera con mayor intensidad y eficacia el mensaje imperialista castellano
a su público lector. El recurso a la hipérbole y a seres mitológicos despertaría en los
lectores imágenes que harían comprender mejor la grandeza de los agentes del Im-
perio español. Y al mismo tiempo, la relación existente entre esos seres mitológicos
—como las amazonas— y lugares legendarios de grandes riquezas sirvió al cronista
para denunciar la codicia de aquellos conquistadores españoles que no respondían al
ideal del héroe que Oviedo reivindicaba.
Por último, la procedencia diversa y el carácter cerrado, como unidad en sí
mismos, de cada uno de los capítulos, al tratarse de textos procedentes de artículos
anteriores, hace que el libro contenga en algunos casos pequeñas reiteraciones que
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Álvaro Baraibar
GRISO-Universidad de Navarra
Es bien sabido que en Estados Unidos hay diversas localidades con nombres
de ciudades de habla germana, como algunos Bremen (Alabama, Georgia, Illinois,
Indiana, Kentucky, Maine, Ohio), varios Berlín (Connecticut, Dakota del Norte,
Georgia, Illinois, Kentucky, Maine, Maryland, Massachussets, New Hampshire,
Ohio, Pennsylvania, Virginia Occidental, Wisconsin) o diversos Heidelberg, Dresde,
Zúrich, Viena, Jena, Hamburgo, Fránkfurt o Kiel. Sin embargo, y a diferencia de
expresiones como Chinatown, Little Italy, «afro-americanos» o «ítalo-americanos»,
ya no se habla de «germano-americanos». Esta expresión existió hasta la Primera
Guerra Mundial, lo que no puede sorprender teniendo en cuenta que a principios
del siglo XX un 10% de la población americana, es decir, 8 millones de personas,
eran de origen germano. Sin embargo, en ese momento se produjo una campaña
bastante agresiva en cuanto al lenguaje y en cuanto al compromiso y la pertenencia
a la nación de ultramar. El presidente Theodore Roosevelt llegó a decir: «There is
no room in this country for hyphenated Americanism. When I refer to hyphenated
Americans, I do not refer to naturalized Americans. Some of the very best Ame-
ricans I have ever known were naturalized Americans, Americans born abroad.
But a hyphenated American is not an American at all... There is no such thing as
a hyphenated American who is a good American». Y en ese momento, una gran
mayoría de los germano-americanos decidieron eliminar el guión y obliterar no-
minalmente su germanidad. Muchas calles, plazas y barrios cambiaron de nombre.
Varios platos típicos pasaron a llamarse de otro modo; así el chucrut («Sauerkraut»)
pasó a denominarse «liberty cabbage» y las salchichas tipo Fránkfurt pasaron a
ser «hot dogs». Y, más elocuentemente, muchas personas adaptaron su apellido
al inglés: Schmidt por Smith; Kreissler por Chrysler; Weißhaupt por Whitehead o
Müller por Miller.
Sin embargo, la presencia de alemanes en América es constante desde el siglo
XVII y el doctor Emmerich la repasa en este sintético, conciso y generosísimamente
ilustrado libro.
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privado. Y por último Leandri le responde que el proceso de construcción estatal tuvo
tiempos diferenciados y múltiples actores intervinieron en plantear la agenda política
que habría que abordar y resolver.
La metodología, fuertemente influida por los presupuestos de Castel, que de-
fiende el recurso a la sociología convertida en historia del presente, ha llevado a los
autores a recurrir exitosamente a fuentes institucionales y a revistas especializadas,
profesionales o asociativas, cuya existencia y difusión tuvo mucho que ver con la
creciente institucionalización que se produjo a lo largo del s. XIX. Al mismo tiempo
que se prestaba atención en un esquema de análisis de la pugna capital-trabajo a los
actores, pero sobre todo a los ideólogos que intervinieron en debates y propuestas
para sortear o resolver los problemas sociales planteados en fases previas a la con-
solidación del estado nacional.
El libro opta por centrarse en momentos de crisis, emergencias o en fases de
abiertos cambios sociales e institucionales. Si bien la ciudad sufrió profundos cam-
bios a lo largo del s. XIX, la municipalidad sólo sería creada en 1854, se convertiría
en distrito federal en 1861 y lograría el estatuto de capitalidad en 1881. El rápido
crecimiento urbano, y los subsecuentes problemas de sanidad, salubridad, higiene, o
los profundos cambios y tensiones en el mercado laboral son abordados como temas
en torno a los cuales se dieron una serie de debates, de mayor o menor difusión,
pero que fueron trascendentes en las políticas para abordar la cuestión social que se
tomarían desde distintas instancias de poder a medio y largo plazo.
El primer capítulo analiza los cambios entre el asistencialismo social colonial,
sustentado en el modelo corporativo en manos de órdenes regulares, y los presupuestos
liberales republicanos cuando sus políticas y dirección estuvieron en manos de las
sociedades de beneficencia pública y mujeres de las elites locales.
Será en el segundo capítulo, cuando se caracterice la complejidad del proceso.
Se analiza la dirigencia femenina de la sociedad de Beneficencia, pero sobre todo
se ahonda en los debates abiertos en la prensa periódica especializada la política
educativa que se implementaría desde la ciudad de Buenos Aires. Un personaje es-
tudiado desde múltiples aspectos, emerge como singular. Domingo F. Sarmiento fue
quién diseñó, en un debate constante, el modelo educativo bonaerense. Una vez más
R. González Leandri nos ofrece una mirada poliédrica a la realidad social argentina.
Actores que habíamos asumido como estudiados cabalmente, nos son ofrecidos con
nuevas ópticas y perspectivas. Si del autor podíamos esperar avances significativos,
como el que ofrece en el capítulo sobre la cuestión sanitaria e higiénica, es en realidad
cuando aborda al educación, cuando nos ofrece una mirada sugerente y de hondo
calado en cuanto a las consecuencias de la educación asumida por el municipio, como
eje de la construcción ciudadana y del estado argentino.
El capítulo final asume un tiempo distinto. Buenos Aires era ya el producto de
una acelerada migración, la carencia y precariedad de las viviendas, los problemas
de higiene, alimentación, contaminación del agua o deficiente gestión de los residuos
humanos e industriales, hubo de afrontarlos desde una débil institucionalidad, con
el contrapeso de los gobiernos provincial y estatal que cuestionaron muchas de sus
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Laura González Pujana, Polo de Ondegardo: Un cronista vallisoletano en el Perú, Va-
lladolid, Universidad de Valladolid, 1999. La obra consta de un estudio introductorio de 20
pp. (15-35), seguido de un corpus de 70 documentos (pp. 37-368). Por desgracia no se se
explicitan los criterios de edición, quizá porque varían según los casos.
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nuscritos coloniales conocidos de Polo, así como de las ediciones realizadas y los
títulos que sus diferentes obras han ido asumiendo a lo largo del tiempo (origen
de notables confusiones). Igualmente importante me parece la explicitación de los
criterios seguidos para la edición de los textos en general, y para la de cada obra en
particular (algo que es habitual en otras historiografías, y que debería serlo también
en la que se refiere a la América hispana de la Edad Moderna).
Las obras editadas de Polo son:
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se hacen constar las diferencias críticas principales con respecto al texto contenido
en el Ms. 2821 de la BNM.
8) «Instrucción contra las cerimonias, y Ritos que usan los Indios conforme
al tiempo de su infidelidad», texto publicado en la Doctrina Christiana y catecismo
para instruccion de los Indios (Lima 1584 y 1585). Hoy no es considerada como
una obra de Polo, por lo que no se la incorpora a esta edición.
9) «Relación de los adoratorios de los indios en los cuatro caminos (zeques) que
salían de Cuzco». Texto conocido por la versión que Bernabé Cobo incorporó a su
Historia del Nuevo Mundo (1653, libro 13, caps. 13-16). Rowe (que estudió crítica-
mente el texto y lo editó en 1979 -inglés- y 1981 -castellano- ) llegó a la conclusión
de que el escrito recogido por Cobo no corresponde al que hizo Polo, sino que se
trata de dos textos diferentes sobre el mismo tema y el de Polo no habría llegado a
nosotros (por lo que tampoco puede incluirse en esta edición).
10) «Supersticiones de los Indios, sacadas del segundo Concilio Provincial de
Lima, que se celebró el año de sesenta y siete». Texto conocido por la versión publi-
cada en la Doctrina Christiana y catecismo limense de 1584 (y 1585). Actualmente
tampoco se lo considera obra de Polo.
11) «Relación de las cosas acaecidas en las alteraciones del Perú después que
Blasco Núñez Vela entró en él», conservada en al menos cuatro manuscritos diferen-
tes, todos anónimos. Juan Pérez de Tudela lo atribuyó a Polo, y también Mercedes
de las Casas Grieve (su editoria más reciente: 2003); pero Lohmann-Villena, Rafael
Loredo y Marcel Bataillon disienten (el primero lo supone obra de un religioso, los
segundos lo atribuyen a Rodrigo Lozano). Lamana tampoco acepta la atribución.
12) «Anónimo de Yucay», conocido también como «Verdadero y legítimo do-
minio de los reyes de España sobre el Perú» y «La carta donde se trata el verdadero
y legitimo gobierno de los reyes de España sobre el Perú, y se impugna el parecer
del padre fray Bartolomé de las Casas». Conservado en tres manuscritos distintos,
todos anónimos. Urteaga y Romero lo atribuyeron a Polo, pero hoy nadie parece
seguir esa atribución y se suele preferir la de fray García de Toledo (OP). Lamana
es de esa misma opinión.
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Jesús Bustamante
Instituto de Historia-CCHS, CSIC
Madrid
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pasado −tiempo primordial− es cambiante (no idéntico a lo largo del tiempo) y mu-
chas veces conflictivo, pues su convivencia rara vez es armónica al fundamentarse
dialécticamente frente a terceros. La autora, recogiendo el papel de intermediario
de las comunidades, narra en la parte final de la obra como ayudó personalmente
a la comunidad mixteca de Santa María Cuquila, encontrando y descifrando títulos
primordiales que hablaban de una gran importancia pasada y una gran extensión de
terreno perdida. En dicha comunidad lucen hoy orgullosos los documentos en su
propio museo, apoyando las continuadas reivindicaciones de tierras. Sin embargo,
frente a dicha legitimación, se encuentra la comunidad vecina de San Miguel del
Progreso, con quien existen litigios territoriales. También con su museo, también con
sus documentos, y su incontestable pasado ancestral.
Pero en definitiva, con el correr de las páginas, nos aparece la imagen nítida del
esfuerzo y significación de lo comunitario como medio de defensa en marcos polí-
ticos de lo más hostiles. La posibilidad de convivencia, e incluso necesidad, de una
organización comunitaria frente (y junto a) a los poderes centrales o intermedios. Y
la autodeterminación y reinvención de los individuos –flexibilidad ideológica según
la autora− solos y en comunidad, negándose precisamente a permanecer idénticos
ante el mundo que se les impone. Se niegan por tanto al aquietamiento en la historia,
a la determinación asignada, buscando en lo posible aquella brecha transgresora que
mejore sus posibilidades.
Un libro de historia puede leerse como se han leído siempre las historias, esas
metáforas de un tiempo que comienza, madura y termina. Un libro de ensayos histo-
riográficos puede leerse imponiendo patrones, hilos conectores, intertextualidades. La
pluralidad temática y formal de este libro, El eterno retorno, exiliados republicanos
españoles en Puerto Rico no impide que una mirada diestra en dar forma a las his-
torias, factuales o imaginarias, gravite hacia lo que Henry James llamaba, a propósito
de sus novelas, el dato positivo, la chispa estimulante que pone en movimiento las
acciones posteriores. Un antecedente de estos ensayos sobre los exiliados republicanos
españoles en Puerto Rico remite a la década siguiente a la Guerra Hispano-cubano-
americana de 1898, y destaca como uno de los acontecimientos notables de aquellos
años la fundación de la Junta para la Ampliación de Estudios e Investigaciones Cien-
tíficas y del Centro de Estudios Históricos. Es notable que la pérdida de los restos
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«The Era of Commemoration», Realms of Memory: the Construction of the French
Past, vol. III: Symbols. New York, Columbia University Press, 1998.
4
Routes: Travel and Translation in the Late Twentieth Century, Cambridge, London,
Harvard University Press, 1997.
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que decirnos, es una de las intenciones de El eterno retorno, estas historias de los
exiliados españoles republicanos en Puerto Rico.
Pinzón Ríos, Guadalupe, Acciones y reacciones en los puertos del Mar del Sur.
Desarrollo portuario del Pacífico novohispano a partir de sus políticas defensi
vas, 1713-1789, México, Universidad Nacional Autónoma de México, Instituto
Mora, 2011, 392 pp.
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ocasión y la movilización puntual de las poblaciones del litoral para hacer frente a
amenazas concretas. En este último caso, las disposiciones se repiten en la documen-
tación: «generalmente consistían en retirar ganados, tener correos y caballos listos,
contar con pólvora, balas y lanzas para aquellos que no tuvieran armas y anunciar a
las autoridades inmediatas (Acapulco y Guadalajara) cualquier noticia que se tuviera
De ahí la importancia de la creación del apostadero de San Blas, sin duda alguna
precipitado por determinados hechos bien conocidos (y en parte ya señalados), como
la presencia de la escuadra de George Anson, la ocupación inglesa de Manila, la
irrupción de los rusos en Alaska e incluso las reticencias ante la primera expedición
científica de James Cook. Como muy bien señala la autora, el establecimiento de San
Blas desempeñaría un amplio abanico de funciones en la zona más septentrional del
Pacífico español: mantendría una correspondencia regular con las Californias, sería el
puerto de salida de las numerosas exploraciones españolas en las costas del noroeste,
se convertiría en el punto de partida de las comunicaciones oficiales con Poniente,
es decir con las Marianas y las Filipinas, ampararía militarmente con las naves de
su matrícula al propio Galeón de Manila en ocasión de dificultades, sería un activo
astillero para la construcción de embarcaciones de pequeño y medio porte (cinco
goletas, tres bergantines, tres paquebotes y dos fragatas) y, sobre todo, un carenero
altamente especializado en la reparación de las naves que cada vez en mayor número
iban frecuentando aquellas costas. Esta actividad naval le obligó a una constante im-
portación de pertrechos y a una no menos constante demanda de personal cualificado
(marinería y maestranza), que llegaron de Veracruz, de diversos puertos peruanos, de
las Islas Filipinas e incluso de las poblaciones del interior.
Naturalmente, el despliegue de estas medidas defensivas estaba en buena parte
motivado por el interés primordial de salvaguardar el comercio de la región, sin
duda de gran trascendencia para la economía novohispana y, más allá, a través de
la mediación de Filipinas, incluso para la economía mundial. Hasta el siglo XVIII,
el gran renglón del tráfico en el Pacífico mexicano fue el Galeón de Manila, la nao
que descargaba las sedas de China, más otros productos asiáticos (muebles lacados,
porcelanas) y las cotizadas remesas de especias, aunque estos géneros suntuosos es-
taban dejando paso ya a otros productos menos costosos, como el añil o el algodón.
El Setecientos mantuvo este comercio transpacífico entre Manila y Acapulco, pero a
lo largo de la centuria el mapa de los intercambios se fue complicando en favor de
una progresiva multilateralidad, con participación de otros puertos y de otros géneros.
En primer lugar, se hizo notar con insistencia la presión de los mercaderes pe-
ruanos, que antaño habían tenido acceso incluso al comercio asiático de Acapulco
y que ahora reclamaban un comercio a lo largo de la costa compartida, especial-
mente para dar salida en Nueva España al cacao de Guayaquil, pues su remisión a
la metrópoli por la Carrera de Indias tropezaba con la competencia imbatible del
cacao de Caracas, máxime cuando la plaza ya contaba con notables equipamientos
portuarios y con un considerable número de instalaciones dedicadas a la construc-
ción naval. Finalmente, después de mucho porfiar, los decretos de Libre Comercio
permitieron dar satisfacción a los promotores del nuevo tráfico, al autorizarse en
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1774 los intercambios entre Nueva España, Nueva Granada y Perú, del mismo modo
que en 1789 ocurriría con el comercio del añil guatemalteco desde los puertos de
Realejo y Sonsonate, según la reconstrucción del mapa comercial elaborada por la
autora (figura 9, pág. 225).
En el análisis de los cambios acaecidos en el comercio transpacífico, la cuestión
que recibe un tratamiento más detallado es el papel desempeñado por el puerto de
la Navidad. La arribada del Galeón a este puerto tenía como función esencial el des-
embarco de un oficial o «gentil-hombre» que se ocupaba de llevar al virrey todas las
noticias que interesaba conocer antes de la llegada inminente de la nave a Acapulco.
Sin embargo, hasta una escala tan puntual no dejaba de suscitar los recelos de las
autoridades ante la eventualidad de que se utilizase para la práctica del contraban-
do, un fantasma que siempre rondaba por la mente de los funcionarios virreinales.
Otra novedad fue un mayor control sobre el puerto de Acapulco, a medida que su
rada recibía ya no sólo a los galeones filipinos, sino también a embarcaciones de
otra procedencia, sobre todo a partir de la presencia de los exportadores de cacao
de Guayaquil, aunque el fraude siguió siendo un fenómeno imposible de erradicar.
A finales de siglo, el sistema de intercambios se complicó aún más, ya que las
rutas que partían de Acapulco habían mirado hasta entonces sólo hacia el sur y hacia
poniente, pero ahora hubo otra serie de tráficos que no sólo doblaron en ocasiones
las rutas preexistentes, sino que sobre todo enlazaron la región con las nuevas pla-
zas del norte, singularmente con la Alta California. En este sentido, ofrece un gran
interés el capítulo dedicado a las funciones comerciales del apostadero de San Blas,
un enclave destinado en principio a funciones de defensa militar y, subsidiariamente,
a prestaciones de carácter naval, gracias a sus equipamientos como astillero y como
carenero. Sin embargo, pronto el puerto empezó a desempeñar también funciones de
índole comercial, obteniendo licencias para traficar con Acapulco, sustentando preten-
siones de abrir una ruta hacia los puertos peruanos, admitiendo barcos que alegaban
dificultades de navegación para entrar en San Blas antes de seguir para Acapulco
(hasta el punto de exigir la apertura de una aduana en la plaza) y, naturalmente,
abriendo una línea regular con los puertos californianos en plena expansión. El mapa
elaborado por la autora (figura 11, pág. 262) da perfecta cuenta de la nueva situación:
«Si las derrotas desde San Blas aumentaron, sus actividades comerciales también lo
hicieron, por lo que cada vez fue más difícil para las autoridades limitar las transac-
ciones realizadas por este puerto, lo que hizo necesario establecer regulaciones que
beneficiaran no únicamente a los que participaran en ellas, sino también al erario».
Y el corte cronológico del libro (la fecha de 1789) nos impide ver los nuevos roles
adoptados por San Blas a partir de la supresión del Galeón de Manila, aunque esta
situación sólo se diese durante la última década que precedió a la independencia de
México. Son rotundas las conclusiones sobre el acelerado desarrollo de las activida-
des de Acapulco y San Blas en estos años, aunque una última nota nos previene de
hacernos una idea demasiado halagüeña de las instalaciones de ambos puertos: «su
infraestructura continuó siendo pobre y sus edificaciones, para fines del siglo XVIII,
apenas comenzaban a modificarse».
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Y es que los puertos novohispanos del Pacífico (al igual que ocurría con Veracruz
en la otra banda, como acaba de demostrar Antonio García de León) hubieron de
aceptar su instalación en unas costas tan insalubres como inhóspitas: «...húmedas,
calurosas y plagadas de alimañas y mosquitos que podían convertirse en transmiso-
res de enfermedades, lo cual dio a las zonas costeras fama de ser lugares malsanos
donde la muerte tenía presencia permanente». De ahí que la autora dedique un ca-
pítulo específico a «las políticas sanitarias y religiosas» arbitradas para combatir la
hostilidad del medio, aunque parece algo excesivo llamar «políticas religiosas» a la
celebración de rituales católicos, carentes de toda eficacia real y sólo válidos para
dispensar un cierto consuelo a una población castigada por las epidemias y las ca-
tástrofes naturales. Interesan más las acciones prácticas ensayadas, como fueron la
desecación de pantanos, el suministro de agua potable, la construcción de hospitales
(singularmente el de Acapulco regido por los hipólitos, ya que del de San Blas ni
siquiera sabemos si llegó a edificarse, pese a la confección del detallado reglamento
que debía presidir su funcionamiento) o el alejamiento de los cementerios de los
núcleos de población. Sobre la medicina en alta mar, se insiste en la atención que
le dispensaron las autoridades ilustradas y en las medidas institucionales adoptadas,
como fueron la creación de los Colegios de Cirugía o del Cuerpo de Cirujanos de
Marina, además de ofrecer nuevos datos sobre el conocido avance en el tratamiento
de determinadas enfermedades, como la muy común y temida del escorbuto, quizás
aquella sobre la que se han escrito más páginas en los últimos años.
Finalmente, sobre las prácticas religiosas también se aportan sustanciosas noti-
cias: el novenario al Señor del Tesoro para propiciar la buena travesía del Galeón de
Manila (para «abonanzar el tiempo»), el Te Deum para celebrar las arribadas felices,
la misa cantada por la captura de las naves del corsario inglés John Clipperton (con
la ofrenda de una bandera de Borgoña al crucifijo de la iglesia mayor), la protección
de las naves al ser puestas bajo «la advocación de algún santo o virgen» (aunque
luego el alias laico predominase sobre el nombre religioso). Algunas prácticas resul-
taban todavía más instrumentales: «En 1776 las autoridades virreinales encargaron
a los vicarios que desde los púlpitos y los confesionarios difundieran la noticia de
que quienes practicaban el contrabando incurrían en graves pecados que a la larga
no sólo significarían penas pecuniarias y corporales, sino también daños a sus con-
ciencias y almas». Esto sí que tal vez podía considerarse una decisión política, pues
además provenía de una Real Cédula expedida en San Ildefonso el 15 de septiembre
de aquel año. Finalmente, no deja de resultar sugestiva la nota sobre la utilización de
los distintos cultos como armas para combatir las desgracias: «Esto en gran medida
se debía a que las tres tradiciones (española, negra e indígena) que convivían en la
Nueva España atribuían las enfermedades a orígenes sobrenaturales».
En definitiva, Guadalupe Pinzón nos ha dejado una obra densa, rigurosamente
fundamentada y plena de novedades sobre la historia del litoral novohispano del Mar
del Sur. El libro ofrece incluso más de lo que su título promete, pues en sus páginas
no se tratan solo las cuestiones referentes a la política defensiva de aquellas costas,
sino que se analizan minuciosamente las funciones de los dos puertos principales, se
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Por ello no sólo es de gran importancia para los estudiosos que trabajan el tema
Altamira, sino que este libro es fundamental para todos aquellos que se interesan en
los temas de la historia de la historiografía y la metodología de la historia.
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Carina Lucaioli
CONICET/Facultad de Filosofía y Letras
Universidad de Buenos Aires
Voces que ocultan, silencios que desvelan. Treinta años pasaron para que la so-
ciedad argentina pueda abordar el estudio sobre lo actuado durante el ciclo genocida
cívico militar desde una nueva y compleja perspectiva. Este es el desafío singular
que se plantea esta obra. Y lo logra.
Los medios de comunicación como objeto de estudio plantean dimensiones com-
plejas. Compuestos por diferentes motivaciones, desde la voluntad de sus propie-
tarios hasta el proyecto personal y profesional de cada periodista. La búsqueda de
rentabilidad económica y la relación con los diferentes actores sociales incluido el
Estado. De allí que uno de los puntos a resaltar del trabajo es la aplicación rigurosa
de las herramientas metodológicas históricas, la búsqueda de fuentes primarias y la
posibilidad de analizar los discursos dentro de su contexto de producción.
En sus once artículos, divididos en tres ejes, Voces y Silencios… nos guía cual
dios Hermes para entender algunas claves sobre el rol jugado por los medios de
comunicación. Los tres núcleos remiten a: como actuaron los diarios, las revistas
vinculadas de diferentes formas al pensamiento católico y por último la prensa política.
Revista de Indias, 2013, vol. LXXIII, n.º 257, 267-322, ISSN: 0034-8341
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Como bien señala el autor, más que su impacto mediático, lo perverso de ese pensa-
miento es como penetró a través de textos escolares en la mente de los estudiantes
primarios y secundarios.
Borrelli señala cómo la revista Criterio, vinculada de manera institucional con
la Iglesia católica, trató de sostener una salida institucional ante el caos del gobier-
no constitucional peronista. Pero frente al hecho consumado también su postura se
encolumno a favor del orden y la seguridad…
El último bloque establece el enfoque sobre la prensa política recorriendo las pu-
blicaciones habilitadas por el régimen. En esos medios se transparentaban las fracturas
y tensiones internas de quienes se habían apoderado del Estado y lo convirtieron en
una poderosa máquina de muerte. La autonomía represiva fue más allá aún de los
intereses de clase y así da cuenta el trabajo sobre la revista Confirmado y el asesinato
de su director. Las páginas de las revistas Confirmado, Extra, Redacción, Gente y
Somos son el paradigma indiciario para entender las vías de las relaciones complejas
entre los sectores civiles y militares de aquellos días.
Recorrer estas páginas nos permite aproximarnos también a la perversidad del
lenguaje instalado en una sociedad. Como plantea Diaz, la conformación de las
‘mentiras sociales’ que permitía a los militares en el poder hablar de democracia y
de la republica, y a los medios creerse que conformaban una prensa independiente.
Así como las palabras dichas eran la cristalización de las mentiras, lo omitido y
silenciado eran las verdades escondidas a las cuales el tiempo los obliga a enfrentar.
Para lograr ese sentido esta obra no necesita estigmatizar o caer en el mecanismo de
la denuncia. Si no a través del trabajo de investigación que nos permite acercarnos
a los mismos textos de la época alcanza.
Mientras lo publicado falseaba los hechos y alejaba a la sociedad de la realidad,
lo acallado fundaba las condiciones de sometimiento e injusticia. En relación a ello
como se desprende de distintos trabajos los medios gráficos tienen una responsabilidad
que incluso es anterior al momento del golpe. Durante el período democrático anterior
fueron los medios en su accionar a como actor político (Borrat), quienes instituyeron
el marco de referencia de lo admisible naturalizando el golpe de Estado. Fiel reflejo
de dicha situación fue el título en cadena del día siguiente al 24 de marzo cuando
los diarios titularon «El gobierno ha cesado». Toda una postura.
La importancia de la obra no se detiene en la mirada histórica. Sus planteos
generan nuevas preguntas y futuras líneas de investigación, pero centralmente nos
invita a pensar como ciertas afirmaciones y articulaciones entre la prensa y el poder
se da en estos días.
Glenn Postolski
Universidad de Buenos Aires
Revista de Indias, 2013, vol. LXXIII, n.º 257, 267-322, ISSN: 0034-8341
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cias generales seguidas por los flujos más significativos de inmigrantes tales como
el volumen, ritmo y duración de las entradas.
Los censos periódicos, por su parte, no sólo ofrecen importantes referencias sobre
el número, sexo, lugar de nacimiento, nacionalidad y distribución de los extranjeros
en sus cifras generales, sino que han resultado particularmente útiles, además, para
conocer la preferencia regional de las comunidades foráneas residentes en México,
y, lo más importante, han permitido a la autora confeccionar un conjunto de cuarenta
y cinco mapas ubicados en un apéndice final —tal vez su aportación metodológica
más original y meritoria— que vinculan los datos censales con la división territorial
del país, muestran la distribución de cada grupo y ofrecen, en definitiva, una suerte
de atlas de la presencia extranjera en México en el tránsito del siglo XIX al XX
(pp. 370-415). El hecho de que los datos censales se contrasten de manera constante
con otro tipo de fuentes de carácter cualitativo le da juego a Salazar para analizar
la actividad económica desarrollada por los distintos grupos extranjeros; así, por
ejemplo, encontramos diversas reconstrucciones detalladas por sectores económicos
gracias a los apellidos de empresarios y profesionales, las firmas de casas comerciales,
bancarias y de servicios, transportes, industrias, sociedades agrícolas y extractivas de
las demarcaciones territoriales que mostraron mayor concentración de extranjeros en
los censos de 1895 a 1910.
La importancia que adquiere la variable geográfica se refleja, sin duda, en la
estructura de la obra. Después de tres capítulos de carácter general, en los cuáles
Salazar contextualiza detalladamente el fenómeno de la inmigración transoceánica e
intracontinental en el marco de la historia mundial, latinoamericana y mexicana, así
como su forma y comportamiento en las distintas regiones de origen y destino (y que
suponen, esencialmente, un repaso de lo ya sabido sobre la historia de las migraciones
en esa época a partir de algunas lecturas ya clásicas), los siguientes siete apartados que
conforman el libro (donde se expande verdaderamente la investigación histórica reali-
zada por la autora), se dividen en función de las distintas áreas geográficas de origen
de los inmigrantes, desde aquellos de más larga tradición en México, los españoles,
y culminando con los trasvases de origen americano más novedosos y significativos
regionalmente en el período estudiado. Tal vez el enfoque más interesante desde el
cual se aborda la primera parte del libro descansa en la recurrencia con la que Sa-
lazar se cuestiona el papel de México en cuanto a la atracción de inmigrantes en el
contexto de las naciones receptoras de América Latina, así como su fracaso relativo
frente a otras experiencias continentales y frente a los empeños gubernamentales y
la implantación de políticas públicas de atracción de población foránea.
Cada uno de los siete capítulos centrales, por otra parte, persigue mostrar la
diversidad de flujos y comportamientos de los inmigrantes, clasificados por su na-
ción de origen y procedencia regional, siguiendo en gran medida los indicadores
estadísticos publicados por la Dirección General de Estadística de México y, como
dijimos, las aportaciones de diversos estudiosos. Además, se enfatizan los rasgos
más distintivos de cada grupo y subgrupo en el país y su distribución interna a largo
plazo. Ninguno de estos datos ha sido sometido, y así lo aclara la autora desde un
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como Estados Unidos y Gran Bretaña, que todavía mantenían importantes intereses
económicos en el país.
La cooperación diplomática en el seno de la Sociedad de Naciones entre 1936 y
1939 se vería reforzada durante esos años por la proximidad ideológica y las estrechas
relaciones establecidas entre la elite revolucionaria mexicana e importantes sectores
del republicanismo y del socialismo español. Como se comprueba en el segundo
capítulo, esta circunstancia explicaría el rápido alineamiento del gobierno cardenista
con las autoridades republicanas tras el inicio de la Guerra Civil española, pese a la
fractura que la misma provocó en la propia sociedad mexicana.
El tercer apartado de la obra hace un documentado recuento de la ayuda mexicana
al gobierno republicano, resaltando el importante papel jugado por el régimen carde-
nista no tanto como suministrador de armas procedentes de la modernización de sus
propios arsenales, sino como intermediario en las compras de armas realizadas por
el gobierno de Valencia a diversos países, en un intento desesperado por romper el
bloqueo establecido por el Comité de No Intervención. Ambos autores complementan
lo ya aportado por otros especialistas y –tras una exhaustiva revisión de archivos
mexicanos y españoles– añaden nuevas evidencias documentales en relación con el
alcance y los límites del apoyo prestado por la red diplomática mexicana en Europa
y América Latina al gobierno de la República.
Con todo, la principal aportación de la obra al debate historiográfico en torno a
la política cardenista hacia la Guerra Civil española se encuentra en el cuarto capítulo
del libro, en el que Sánchez Andrés y Herrera hacen un pormenorizado análisis del
apoyo diplomático prestado por el gobierno mexicano a las autoridades republicanas
en la Sociedad de Naciones, siendo este un aspecto de la cuestión que prácticamente
había sido soslayado hasta este momento por la bibliografía especializada, pese a su
evidente importancia.
Para cumplir este empeño, los dos historiadores comienzan estudiando el horizonte
internacional del conflicto español y su impacto sobre el funcionamiento del por en-
tonces precario organismo multilateral, en un momento crítico para la supervivencia
de los mecanismos de seguridad colectiva establecidos tras el final de la Primera
Guerra Mundial. El texto muestra como el fracaso de la estrategia contemporizadora
de las democracias occidentales y la creciente agresividad de las potencias fascistas
condujeron a la creación del Comité de No Intervención, que privaba a la República
de los medios para defenderse.
Este es el contexto en el que, poco a poco, comenzará a definirse la posición
mexicana hacia el conflicto español en el seno de la Sociedad de Naciones. Privado
de la posibilidad de intervenir en los debates iniciales en torno a la política de no
intervención, dada su condición de Estado extraeuropeo, México va a aprovechar
la XVII Asamblea General de la Sociedad de Naciones para realizar una defensa a
ultranza de la República Española.
Los autores certifican como esta política respondió inicialmente a un reflejo de
solidaridad con uno de los pocos Estados con los que el régimen cardenista man-
tenía una alianza diplomática en los foros internacionales, basada, en gran medida,
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Smith, Gene Allen, and Hilton, Sylvia L. (eds.), Nexus of Empire: Negotiating
Loyalty and Identity in the Revolutionary Borderlands, 1760-1820s, Gainesville,
University Press of Florida, 2010, 375 pp.
Nexus of Empire es una colección de catorce ensayos que cubre el «Gulf bor-
derlands» de los Estados Unidos desde Florida Occidental a Tejas durante la edad
de las revoluciones democráticas. Todos, salvo el primero de Sylvia L. Hilton, están
enfocados en los individuos. Cada ensayo examina sus acciones, y utiliza poco las
estadísticas, porque ninguno de los personajes dejó un testamento filosófico o ideoló-
gico. No existe ningún intento de prosopografía, o biografía de grupo: los individuos
históricos son presentados cada uno por sí mismo. Cada uno de los editores escribió
un ensayo, pero ofrecen una «Introducción» única que examina todos los trabajos, y
hace énfasis en la importancia del parentesco, redes de amistades y consideraciones
económicas como claves de identidad y lealtad.
El primer artículo de Hilton habla de los proyectos españoles de colonización y
la política de inmigración con su correspondiente juramentos de fidelidad; proyectos
y política que fallaron en conseguir una lealtad duradera. Los oficiales españoles
venían con una lealtad nacional que era difícil de traspasar a los colonos, igual que
los oficiales americanos mas tarde.
Los siguientes cinco ensayos están agrupados bajo el título ‘Dilemas entre in-
dios y libres de color’. Tres de los escritos hablan de los indios. Kathryn E. Holland
Braund expone las tensiones entre la nación Creek durante la revolución americana,
tensiones introducidas desde fuera de la nación que casi dieron lugar a una guerra
civil entre los Creeks. Gilbert D. Din ofrece un examen de las aventuras de Louis
LeClerc De Milford, o General François Tastanegy como se le conoció mas tarde.
Durante casi una década Milford vivió entre los Creeks. El retrato de señor con su
«lealtad transferible» es muy acertado. El último de los ensayos sobre indios está
escrito por F. Todd Smith sobre el muy astuto jefe de los Kadohadacho, Dehahuit,
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G. Douglas Inglis
The Texas Tech University Center in Sevilla
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Si empezamos por encuadrar el texto, hemos de decir que se trata de una se-
gunda edición de un libro ya convertido en clásico que fue publicado en 1983 y que
ahora Joaquín Varela Suanzes-Carpegna, bien conocido como catedrático de Derecho
Constitucional de la Universidad de Oviedo y muy reconocido por esta y otras obras
esenciales (El Conde de Toreno, Política y Constitución en España, La Constitución de
1876, etc.) ha revisado y corregido detalladamente, ha actualizado con la bibliografía
aparecida en los últimos treinta años y ha enriquecido con un repertorio de fuentes
y bibliografía y con un índice onomástico. En suma, le ha puesto un traje nuevo
para presentarlo como es debido en esta época de celebraciones de la Constitución
de Cádiz, pero manteniendo su fisonomía primera y por tanto todo su valor de obra
pionera por lo novedoso de su perspectiva basada en una reflexión original y en una
irreprochable fundamentación teórica.
En efecto, el libro parte de un enfoque diferente al que hasta entonces (y aun
ahora) era habitual. Los grupos presentes en las Cortes de San Fernando y Cádiz no
se definen por su actitud política, sino esencialmente por su filiación doctrinal, por
los influjos ideológicos que operaban sobre cada uno de ellos. Este punto de partida
desemboca en una clasificación tripartita: los realistas, los americanos y los liberales
metropolitanos. Esta toma de posición lleva al autor a profundizar en las bases ideoló-
gicas de sus argumentos: los realistas se nutrían del escolasticismo español del Siglo
de Oro, del historicismo nacionalista y del rechazo al pensamiento revolucionario
francés, al tiempo que se acogían a la teoría continuista de la translatio imperii para
justificar la obra de las Cortes. Los americanos, por su parte, se amparaban también
en el pensamiento político tradicional español, pero lo combinaban con las fuertes
influencias del iusnaturalismo francés, inglés y alemán. Finalmente, los liberales
metropolitanos bebían su doctrina en las fuentes de la Ilustración, en el iusnatura-
lismo racionalista y en el pensamiento constitucional alumbrado en el siglo XVIII,
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así como finalmente en la filosofía política del abate Sieyès y los constitucionalistas
franceses de 1791.
Aquí debemos decir que el autor, si bien a veces presenta los puntos de vista
doctrinal y político como claramente diferenciados, la realidad es que no puede
sustraerse al hecho de que en realidad son dos perspectivas complementarias y en
absoluto enfrentadas y menos excluyentes. Se trata simplemente de un énfasis en
el primer aspecto sobre el segundo, en una profundización sobre la teoría latente
en los distintos posicionamientos ante las definiciones fundamentales contenidas
en la Constitución de 1812. Porque, en efecto, su análisis tiene que dar cuenta de
que el grupo realista se identifica nítidamente (si bien no absolutamente, porque
es imposible) con una postura conservadora o, al menos, más conservadora que la
del resto. Lo mismo ocurre con los americanos, magistralmente retratados en sus
opciones doctrinales, pero entre los cuales hay un factor determinante (o al menos
fuertemente influyente) que compite con la herencia teórica recibida y que no es
otro sino el «hecho diferencial» de su vivencia ultramarina (virreinal, colonial o
como se quiera decir), que les llevó a permanentes enfrentamientos dialécticos con
los diputados metropolitanos no tanto por la distinta calidad de sus fuentes teóri-
cas como por la conciencia de defender una realidad diferente, que era el fruto de
unos condicionantes geográficos, demográficos, económicos, sociales y políticos,
surgidos de una historia que había sido en parte compartida pero en parte separada,
lo que dotaba al grupo de una evidente alteridad en relación a los parlamentarios
peninsulares. Finalmente, en el tercer grupo confluyen la ascendencia doctrinal y la
actitud política, como el propio autor asevera literalmente (en pág. 29): «Cuando se
trata de los diputados liberales de la metrópoli, la distinción entre grupo doctrinal y
político, o entre comunidad ideológica y afinidad de talantes, cobra mucha menor
relevancia, por no decir que carece de sentido (…): entre los diputados liberales
de la metrópoli no sólo existía una básica identidad doctrinal, sino que presentaban
además una evidente cohesión política».
A partir de estos puntos de vista, que resultan, como ya dije, complementarios
más que opuestos, los siguientes capítulos abordan las cuestiones fundamentales
que sustentaron el edificio la constitución de 1812. Empezando por el artículo 3º,
que declaraba que la soberanía residía esencialmente en la nación, principio al que
el autor se refiere repetidas veces como el «dogma de la soberanía nacional». Los
liberales hubieron de rechazar la fórmula (realista/conservadora) de una soberanía
compartida por el rey y las Cortes, para defender su carácter unitario y su exclusiva
pertenencia a ese ente abstracto que se denominaba la Nación, única instancia que
poseía además el poder constituyente. Era, mírese por donde se mire, una conquista
definitiva y revolucionaria, como ya indica el autor: «A partir de las Cortes de Cádiz
la idea de nación pasaría a engrosar, en un lugar de honor, el acervo terminológico
del naciente Derecho público constitucional».
Sin embargo, este triunfo de la soberanía nacional dejaba en el aire otra discu-
sión provista de un extraordinario interés: la nación como sujeto de la soberanía del
estado (concepto jurídico-positivo) o la nación como entidad histórica real (concepto
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mientras se incluía una alambicada transaccional sobre los «pardos», es decir los
americanos de procedencia africana, que sólo en un futuro y bajo ciertas condiciones
podrían ser admitidos como ciudadanos, siguiendo la conocida fórmula incluida en la
redacción definitiva del citado artículo de dejarles individualmente «abierta la puerta
de la virtud y el merecimiento» (servicios eminentes a la patria, excelencia de sus
talentos, aplicación y conducta). De esta manera se detraían unos cuantos miles de
sujetos del censo de los que podían elegir a los diputados a razón de un parlamen-
tario por cada setenta mil almas (según indicaba el artículo 31 de la Constitución).
A partir de ahora se podía pasar a la imposición (sobre todos los españoles) de un
requisito general (de orden clasista) para gozar de los derechos políticos, el de ser
propietario y, para acceder a las funciones parlamentarias, el de ser rico propietario,
es decir el de «tener una renta anual proporcionada, procedente de bienes propios»,
según establecía el artículo 92 de la misma Constitución.
Si los cuatro primeros capítulos se ocupan (amén de la introducción del encua-
dramiento doctrinal de los diputados gaditanos) de las teorías de la soberanía (como
principio de la máxima trascendencia política) que fueron manejadas por los tres gru-
pos (realistas o conservadores, americanos y liberales metropolitanos), ahora los otros
cuatro (que conforman una segunda parte del libro) tratan de dilucidar los diversos
conceptos de constitución utilizados, desglosados en la distinción entre titularidad y
ejercicio de la soberanía, en la definición de las propias Cortes, en las leyes constitu-
cionales y los límites de la reforma constitucional y, finalmente, en una noción central
que sirve de eje o de leitmotiv a la exposición, la noción de rigidez constitucional,
en la cual se enmarca además la cuestión nada irrelevante del tratamiento que se da
a la Monarquía en el seno de la Constitución.
Muy brillantes resultan así las razones aducidas por el autor para esta rigidez
constitucional impuesta en Cádiz. Por un lado, se consideró necesaria para la pre-
servación de un orden «innovador y amenazado» (como los hechos inmediatamente
posteriores se encargarían de demostrar), es decir como un artilugio defensivo para
garantizar la propia pervivencia de la Constitución. Por otro lado, la rigidez propug-
naba la exclusión del rey de toda participación en el proceso de reforma de la Cons-
titución, naturalmente porque los liberales no tenían ninguna confianza en la actitud
del Deseado, e indeseable, Fernando VII. En ese sentido iba también, finalmente, la
prudente insistencia de Agustín Argüelles en los ocho años de vigencia incuestionable
de que debía disfrutar la Constitución del Doce.
Y es precisamente en esa consagrada supremacía de la Constitución sobre la Mo-
narquía donde reside la radical novedad del sistema político alumbrado en Cádiz. El
autor lleva razón cuando rechaza la trasnochada tesis conservadora de Diego Sevilla
Andrés de un poder compartido entre el rey y la nación, en favor de la tesis de Luis
Sánchez Agesta del carácter de órgano constituido y no constituyente del rey. Esto le
lleva también a teorizar, siguiendo el pensamiento de Georg Jellinek y de Raymond
Carré de Malberg, sobre el carácter de la Monarquía imaginada en Cádiz: no una
Monarquía constitucional sino una Monarquía republicana, hasta el punto de que
ahí residiría principalmente el carácter revolucionario de la carta gaditana, como tan
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acertadamente supo ver Karl Marx, que consideraba este menoscabo del rey como
el «rasgo más combativo de la Constitución de 1812».
El libro se cierra con una recapitulación general, en la que vuelven a aparecer los
tres grupos de diputados individualizados por el autor. Los realistas, pertrechados con
su vieja teoría de la translatio imperii; los americanos (a los que el autor atribuye la
mayor españolidad doctrinal pese a su origen), aferrados a sus originales teorías de
nación y representación y a la necesaria consideración del agregado de individuos
y provincias; los liberales metropolitanos, por el contrario, fieles al dogma de la
soberanía de los individuos. Los liberales metropolitanos acabarían imponiendo sus
ideas de un Estado unitario y uniforme y su control político, pero tal vez a costa de
no ceder suficiente espacio en la patria común a los españoles americanos, como ha
venido sosteniendo en estos últimos años José María Portillo. Por desgracia, como
concluye Joaquín Varela Suances-Carpegna en este espléndido ensayo, en este libro
clásico de historia constitucional, los temores manifestados por los liberales estaban
justificados: el fundamentalismo conservador haría siempre muy difícil la perviven-
cia del constitucionalismo español, que con tan buen pie arrancara en Cádiz hace
doscientos años.
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