Garland Curtis - Seleccion Terror Extra 18 - Morgana
Garland Curtis - Seleccion Terror Extra 18 - Morgana
Garland Curtis - Seleccion Terror Extra 18 - Morgana
Morgana
Bolsilibros: Selección Terror extra - 18
Título original: Morgana
Aún me es posible tener sueños en los que me veo regresando allí de nuevo.
Y empieza una horrenda pesadilla, interminable y oscura, en la que todos y cada
uno de los terribles acontecimientos de aquellos días se repiten de modo
inexorable.
Sí, es un mal sueño, del que acostumbro despertarme con el cuerpo bañado
en sudor, el corazón palpitando con violencia y las sienes martilleándome, casi
febriles.
Ella…
Mis labios modulan roncamente su nombre. Ese nombre que, por mucho que
viva, no olvidaré nunca, nunca:
—Morgana…
—Vete, Morgana, vete… —murmuro entonces con autoridad, casi con rabia
—. Vete para siempre de nuestras vidas. Dios tenga piedad de tu alma…
Aysgardfield…
Para un norteamericano que pisa por primera vez Inglaterra, el país resulta
tan sorprendente como familiar. A fin de cuentas, mi familia procedía de Nueva
Inglaterra y había residido mucho en Boston, y las diferencias no resultan tan
abismales con la vieja Europa que si uno vive en otros lugares de Estados Unidos y
recibe una educación típicamente norteamericana. Tal vez el hecho de que en mi
familia hubiese antepasados británicos impedía que me sintiera como un extraño
en las islas.
Eso me permitió nacer con la esperanza de ser rico a los veintiún años,
cuando mi padre estaba al borde de la ruina, mi madre sufría lo indecible con sus
calaveradas y mis hermanos se exasperaban viendo que iban a quedarse sin nada.
Mis hermanos mayores, claro está, porque mi hermana menor, que nacería cuatro
años después que yo, no podía tener suficiente raciocinio a tan corta edad como
para darse cuenta del drama que se avecinaba sobre todos nosotros cuando yo
alcancé tan sólo los diez años.
En fin, eso a tío Ralph le sentó como un tiro, y pronto se cansó de tener con
él a mis hermanos, que hubieron de buscarse también un modo de vida para
cuidar de Abigail. Yo les ayudé en eso con mis escasos ingresos, pero luego Abigail
al cumplir los dieciséis años, siendo ya una mujercita y cuando yo aún no había
entrado en posesión de mi herencia, aunque faltaban sólo meses para ello, se
escapó con un actor de teatro, y supe que se había dedicado a actriz en compañías
de provincias, allá en la costa oeste de Estados Unidos. Nunca supimos más de
ella, porque ni siquiera cuando ya fui mayor de edad y dueño del dinero del
abuelo Adam pude saber nada de su paradero, ni a través de una agencia de
detectives. Sólo pudieron decirme que se había cambiado su nombre de Abigail
Quincy Powers por el de Abby Miller, al parecer por haberse casado con el tipo con
quien huyó, y que había indicios de que abandonaron el país tras verse metidos en
algún asunto feo.
Pero tener mucho dinero y no servir para llevar negocios, como es mi caso,
me obligó a buscar una profesión, cuando menos un hobby lo bastante apasionante
para mí, que me permitiera tener alguna ilusión además de ser rico en plena
juventud.
Hay quien opina que tengo sensibilidad artística suficiente para haber sido
pintor, pero creo que en la fotografía también se puede dar rienda suelta a esa
sensibilidad cuando uno se apasiona por ella.
Así resolví viajar a Inglaterra, donde el clima y el ambiente de las islas podía
darme materia para obras nuevas y sugerentes. Estaba buscando nuevas formas
fotográficas que enlazasen con la pintura figurista y la arquitectura victoriana, en
una fusión extraña, compleja, difícil de expresar de otro modo que no fuese
contemplando mis obras una vez salidas del laboratorio fotográfico.
Por ello mi primera idea, apenas me aposenté en Londres, fue buscar en las
fuentes de inspiración que la ciudad me facilitaba, con sus vestigios Victorianos
aún indemnes pese a la acción del tiempo y del ritmo de la vida actual. Pero pronto
tuve un archivo de fotografías abundante, y quise más, mucho más.
Tuve que estar de acuerdo con él. Y no sé por qué, la visión de Aysgardfield
me impresionó. Deseé adquirirla. Era un poco cara, y más aún al ver su vendedor
que yo estaba interesado en comprarla. Pero pude conseguir un buen precio y me
quedé con ella.
—La tiene, señor. Y también varios hogares para encender, así como leña
abundante en la leñera. En una ocasión rodaron en ella una película, y nos
ocupamos de acondicionar todo adecuadamente. Encontrará la casa en perfectas
condiciones para vivir en ella… aunque resulte un poco grande para una persona
sola, naturalmente.
—Sí, por favor, háganlo y cárgueme los gastos a mi cuenta —rogué con
alivio—. No me gustaría perder el tiempo en ocuparme de esas cuestiones, que
ustedes conocerán mucho mejor que yo sin duda alguna.
—De eso no esté nunca demasiado seguro, señor Quincy —rió mi vendedor
—. La gente, en el Yorkshire, es muy hospitalaria y le gusta la buena vecindad. Tal
vez se lleve sorpresas en ese sentido. De todos modos, yo le aconsejaría que con un
mozo para cuidar del jardín y las caballerizas y garaje, una cocinera y un criado
para la casa, que hiciera las veces de mayordomo o lacayo, sería suficiente por
ahora.
—Está bien. Hágalo así. Dejo todo en sus manos. Dentro de ocho o diez días
me desplazaré a Aysgardfield. Para entonces, espero que todo esté resuelto.
Y así fue, debo confesarlo en honor suyo. Pero las cosas, ni siquiera
inicialmente, fueron tan fáciles ni agradables como me las había pintado el astuto
vendedor de bienes inmuebles…
***
Tras un recorrido por las dos plantas de la mansión, tan victoriana y sólida
como se veía en la fotografía de la agencia, elegí un cuarto interior del piso alto
para laboratorio fotográfico. Era amplio y recogido y carecía de luz exterior.
Idóneo para mis trabajos especiales de revelado y trucajes.
No lejos de allí estaba mi dormitorio, escogido sin duda por el propio gestor,
ya que la cama, ancha y con dosel como la de un gentilhombre de otros tiempos,
ofrecía limpias sábanas de lino y un cobertor de seda granate, en el que vi unas
iniciales bordadas en letra mayúscula inglesa, en su centro, en una especie de
medallón ovalado. Las iniciales eran DW. Nada más. Me pregunté qué sería, pero
lo olvidé casi de inmediato. Poco podía imaginar entonces lo que esas nefastas
iniciales, bordadas en una colcha lujosa que veía por primera vez, iban a significar
en mi existencia.
Aquel mismo día, tras instalar todas mis cosas, no excesivas por cierto, en
los lugares adecuados con la ayuda de mi flamante mayordomo Jackson, y del
fornido y voluntarioso Fox, un tipo capaz de destripar un oso con la sola ayuda de
sus manazas, me dediqué a pasear por mi nueva propiedad. Aysgardfield se
extendía unos doscientos y pico de acres en redondo alrededor de la casa,
bordeado todo ello con vallas de madera. Alrededor de la propiedad, los prados
eran extensos, llanos y cubiertos de hierba. Y no lejos de allí estaban los moors, los
yermos de Yorkshire.
Empezaba a hacer fresco allí, por lo que opté por regresar a la casa. Había
quedado en estar de vuelta para la hora de la cena, y en estos lugares se
acostumbraba cenar pronto, para después leer o escuchar música al amor de la
lumbre, antes de retirarse a descansar.
Me paré en seco, estremecido. Esta vez sí que estaba seguro. Había oído una
voz. Una voz que venía de alguna parte, a espaldas mías.
Era una voz de mujer, no había duda. Cuando volví a girar mi cabeza, casi
sentí aprensión. Si no veía a nadie, empezaría a pensar en fantasmas. Y yo nunca
había creído en esas cosas.
—¿Quién eres tú? —insistió ella con una voz grave, profunda, fija en mí su
mirada, de un negro fulgurante.
—John Quincy Powers, el nuevo dueño de todo esto —dije con cierta
frialdad—. ¿Y tú quién eres que estás en mi propiedad?
Ella enarcó las cejas. Sus ojos relampaguearon. Tenía los labios muy carnosos
y rojos. Al fruncirlos, había algo de sensual en ello. Se puso con los brazos en
jarras, apoyados en sus ampulosas caderas. Pisaba la hierba con pies descalzos.
—Por ahí —se encogió de hombros—. En ningún sitio concreto. ¿Eres inglés?
—No.
—¿Escocés?
—No.
—¿Irlandés, galés…?
—Bueno, alguna vez tenía que ser la primera. De todos modos, tengo algo
de inglés en mi sangre, Norah. ¿Dijiste que eres pitonisa?
—Sí.
—¿Adivinas el porvenir?
—Entre otras cosas. Sé leer la palma de la mano, echo las cartas… y puedo
ver en la bola de cristal el futuro de las personas. También hablo a veces con los
espíritus.
—Eres una muchacha singular, por lo que veo —me eché a reír y fui hacia
ella, alargando mi mano—. ¿Podrías leerme a mí el porvenir?
—Una libra. Si quieres consultar la bola o hablar con los espíritus, es más
caro.
—Eres hombre rico. Muy rico. Pero ese dinero no lo ganaste tú —recitó—. Te
lo encontraste sin hacer nada por ganarlo.
—Asombroso —tuve que admitir—. Eso es cierto, Norah. Sigue, por favor.
De repente se detuvo. Casi me clavó las uñas en la mano. Alzó los ojos y me
miró muy fija. Vi algo raro en sus oscuras pupilas. Algo que casi parecía miedo.
Se perdió tras unos arbustos distantes, sin dejar de correr. Me quedé solo,
desconcertado, no lejos del panteón. Volví a contemplar aquella mano mía que
seguía siendo un arcano para mí, pero no para Norah Kelly, a lo que parecía.
Terminé encogiéndome de hombros, diciéndome que aquella gitana estaba
chiflada. Recogí mi billete del suelo y me encaminé a la casa decididamente.
Capítulo II
Tuve que admitir que la cocinera adquirida por la agencia inmobiliaria era
todo un acierto, a pesar de su aspecto más bien frívolo. Me preparó una crema de
espárragos realmente deliciosa, unas truchas con mantequilla y un cordero asado
que nada tenían que envidiar al mejor restaurante de Londres. Para completar la
copiosa cena con una macedonia de frutas excelente. Todo ello lo regó mi flamante
mayordomo con un buen vino blanco para el pescado y un tinto de reserva para la
carne, que me resultaron deliciosos.
Al terminar la cena, mientras Jackson retiraba los servicios, tomé uno de los
cubiertos de plata y lo examiné a la luz, curiosamente. En su mango llevaba
grabadas las iniciales DW, en caracteres ingleses.
—Oh, son las iniciales de los antiguos dueños de la casa, señor. Esa
cubertería, lo mismo que cierta vajilla, siguen siendo las originales de la casa.
Espero que no le importe que le haya servido la mesa con ella…
—Al contrario, Jackson, son unos cubiertos muy bellos. Pero ¿cómo se
llamaban los dueños de esta casa?
—¿Quiénes son?
—Casi, señor —Jackson retiró otros platos y cubiertos, y creí notar que su
mano temblaba levemente al hacerlo—. Se cumplirá el centenario dentro de poco
más de dos meses. Ahora, si me disculpa, señor…
—Sí, claro —asentí, dejándole que se retirase con la bandeja llena de platos y
cubiertos. Tomé un sorbo de vino, el último, y me enjugué los labios con la
servilleta de lino suave. Me detuve, contemplando el blanco tejido.
Puse en marcha una radio situada junto al armario de las bebidas. Estaban
dando música bailable, y eso parecía desentonar un poco de aquella atmósfera,
donde al no dar las luces eléctricas uno creía estar inmerso en el pasado, como el
personaje de Balderston en Berkeley Square[1].
Elegí una estantería de la parte baja, para no usar la escalera deslizante que
se adhería al muro de madera de roble para escalar más altos estantes, y mi dedo
corrió el lomo de toda una hilera de libros encuadernados en piel marrón o
granate, con inscripciones en oro.
Sin duda habían sido alguien en el pasado, como dijera Jackson. Aquel
volumen estaba dedicado a los antiguos propietarios de Aysgardfield. Un morboso
sentimiento de curiosidad me dominó. El mayordomo no había sido demasiado
explícito en referirme cosas relativas a los De Wilders. Incluso parecía que el tema
no fuese en absoluto de su agrado. También ignoraba por qué la familia se había
arruinado, perdiendo sus bienes, entre ellos Aysgardfield.
Abrí el volumen por su primera página. Era una edición de 1910. Al menos,
aquel libro no databa de la época victoriana como el resto de los libros en su casi
totalidad. Me arrellané en la butaca, disponiéndome a leerlo…
Eso era todo. Ni una palabra más. Ni una aclaración. Sólo aquel nombre que
no me decía nada aún. Y que, sin embargo, andando el tiempo sería algo más,
mucho más que una obsesión para mí.
EL FINAL DE LA FAMILIA
Volví a la parte mutilada. ¿Por qué faltaban todas aquellas páginas, entre
1875 y 1903? Supuse que era inútil tratar de averiguarlo. Tal vez algún miembro de
la familia no quiso que sus penosos avatares quedaran allí recogidos, y destrozó
una parte importante de la historia familiar.
—No, gracias —rechacé—. Todo está bien así, Jackson. Puede retirarse a
descansar. Yo iré a dormir en breve.
***
Aparte irme habituando a residir en aquel lugar tan distinto a los que
habitualmente habían formado mi entorno, lo cierto es que quería completar una
serie de ensayos fotográficos a base de efectos ópticos y visuales, virajes en color y
composiciones estéticas, para los que necesitaba muchas horas de dura y paciente
labor no sólo con la cámara y los diversos objetivos, sino también encerrado en el
amplio y bien dotado laboratorio que había instalado en mi nueva residencia.
Tal vez por estar durante tantas horas inmerso en esa tarea, me olvidé
totalmente de las demás cosas, secundarias para mí en tales momentos; y el
cansancio físico y psíquico que acumulaba a lo largo de la jornada, recorriendo los
alrededores en busca de escenarios adecuados para mis pruebas, unido a las largas
horas de permanencia en el laboratorio, me hacía caer en la cama realmente
agotado, conciliando rápidamente el sueño.
De ese modo llegué a las últimas semanas de noviembre, sin haber tenido
tiempo material para hacer vida de sociedad ni para pensar con una cierta calma y
sosiego en mi nueva existencia.
—Lo sé, señor. Se trata de nuestros vecinos más importantes, los Random-
Owens.
—Así lo haré, señor. Entre sus visitas se encuentra una dama, por si le
interesa saberlo.
—¿Una dama?
—Una dama muy joven. Y muy bella —incluso Jackson se permitió ahora
una sonrisa, pese a su habitual austeridad—. Se trata de la señorita Mabel
Random-Owens, sobrina de sir Spencer. Su tío la acompaña, naturalmente.
—Así es, señor. Sólo falta la señora Random-Owens, pero no ha venido. Tal
vez tuviera cosas que hacer, o haya preferido que sean ellos quienes vengan.
—Yo me temo haber pasado ante ustedes como un anacoreta o una persona
poco sociable por culpa de mi trabajo, que me ha absorbido durante todo este
tiempo —traté de justificarme, al saludar luego al hombre alto, bronceado, canoso
y de porte arrogante que, con pantalón bombacho, a la moda de otros tiempos,
gorra escocesa y suéter beige bajo su chaqueta tweed, que era su tío, sir Spencer
Random-Owens.
—Será un placer compartir con ustedes esas fechas, sir Spencer —asentí—.
Vivo solo, sin familia, y agradezco profundamente la ocasión que me brinda de
pasar acompañado días tan señalados. Acepto encantado su invitación, aunque
quizá el hecho de tener entre sus invitados habituales a un extranjero poco
habituado a las costumbres locales pueda resultarles algo molesto.
—En los sitios pequeños hay poco de que hablar. Y de modo irremediable,
un forastero joven, atractivo y procedente de Estados Unidos, capaz de adquirir
una propiedad como Aysgardfield, siempre es el motivo de conversación más
socorrido que se puede encontrar —rió Mabel de buen humor.
Tal vez por eso, a partir de ese día trabajé un poco menos de lo que lo hiciera
hasta entonces y frecuenté un poco más las visitas, compartidas a veces por otros
vecinos de la región, y correspondidas, inevitablemente, por las visitas de mis
vecinos a Aysgardfield.
Más alta que su sobrina, no mucho mayor que ella… y tal vez más hermosa
que Mabel, si la hermosura es algo diferente al encanto juvenil de una chica
espontánea, saludable y fresca. Saddie Random-Owens no era nada de eso. Pero
era hermosa. Con una hermosura fría, distante y sofisticada. Una belleza que
inquietaba y casi preocupaba. Pero que también excitaba. Creo que era la mujer
más sexual que había conocido hasta entonces.
—Me encantaría ver alguna de sus obras. Soy una enamorada de la buena
fotografía aunque confieso que no se me da demasiado bien para realizarla yo
misma, con excepción de las típicas imágenes familiares o las instantáneas de
amigos.
—Oh, no hago caso de los críticos, amigo mío —declaró ella con tono
voluble—. Yo he sido artista en mi juventud, ¿sabe? Trabajé en radio y televisión
como cantante y coseché muchas críticas que la mayoría de las veces me parecieron
injustas. Pero pese a ellas tuve éxito. Sólo dejé mi carrera para casarme con
Spencer. Y no me arrepiento de ello, pero a veces echo de menos mi vida artística.
—Ése no es asunto mío, Mabel —objeté seriamente—. Pero admito que tiene
una tía muy joven y atractiva.
—No diga tonterías. Usted es una joven tan encantadora como llena de
atractivos. No tiene nada que envidiar a nadie.
—No esté tan seguro —me miró de un modo especial, entre irónico y
divertido—. Ella, al menos, se siente amada. Muy amada. Tío Spencer la adora, y
es lo natural.
—¿Y usted no se siente amada por nadie? ¿Es eso, acaso? Estoy seguro de
que debe tener mil admiradores.
—En Londres tuve algunos. En este lugar, rara vez hay alguien que pueda
interesar a una chica. Pero no me refería concretamente a eso. Tía Saddie tiene
magnetismo, una fuerza interior que emana de ella de forma irresistible. Es algo
que no se puede imitar, algo que forma parte de sí misma y la hace fascinante a
ojos de todo el mundo. Es algo así lo que yo envidio a veces. Me siento vulgar, una
más, cuando aparece ella y absorbe todo cuanto le rodea con su sola presencia.
—No, por Dios, nada de cumplidos. Le digo la pura verdad. Y usted lo sabe.
Un día nos ocurrió aquel extraño suceso que fue como el auténtico principio
de una serie de acontecimientos a cuál más inquietantes, que iban a constituir algo
así como el prólogo a la oscura tragedia que me esperaba.
Pero durante unos días cesó de nevar, la nieve se derritió bajo un tibio sol, y
el fango formó en algunos puntos verdaderos lodazales intransitables. El cielo
encapotado era hosco e inclemente, y el aire racheado que azotaba los arbustos era
frío y húmedo.
—Le aseguro que hay muy pocos pistoleros ya en el Oeste, si es que queda
alguno —reí de buen humor—. Creo que los últimos anduvieron más por Chicago
y Nueva York que por las praderas.
—Creo que nos ha pillado una buena —dije, tomándola por una mano—.
Corramos a guarecernos en alguna parte, Mabel.
—¿Hay algún sitio por aquí? —dudó ella—. Los árboles están tan
desprovistos de hojas que no son demasiado refugio…
El agua caía con fuerza, como si en vez de una fría lluvia invernal fuese un
simple aguacero de verano. Noté que Mabel estaba aterida, y la rodeé los hombros
con mi brazo, sin que ella opusiera objeción alguna a ese trato afectuoso.
—He pasado algunas veces cerca de esta cripta cuando Aysgardfield estaba
solitario, antes de adquirirlo usted —me dijo Mabel tras un silencio—. La verdad
es que nunca me acerqué demasiado. Los muertos me dan respeto.
MORGANA.
Había pronunciado el nombre. Era la segunda vez que tenía noticia de él.
Pero hasta ahora nadie lo había pronunciado en mi presencia. Sólo lo había visto
escrito en una página impresa de un libro mutilado e incompleto.
Miré a Mabel, que parecía como ausente, preocupada por algo que yo no
entendía, y que ensombrecía su bonito rostro juvenil, más aún que el hosco
nublado que nos servía de palio en esos momentos.
—Saber… ¿qué?
—¿Aquí? —repetí.
—Dije que era el libro con la historia de los De Wilders. Pero faltaban
páginas. Precisamente todas las relativas a Morgana.
—¿Qué quiere decir con eso? —Me irrité—. ¿Por qué se muestra tan rara al
mencionar a esa mujer, Mabel?
—Es largo y difícil de explicar, puesto que usted nada sabe sobre ella, Jack.
Miedo. Era curioso. Tendría que haberme reído de los temores de Mabel en
ese momento. Pero la verdad es que no lo hice. Me limité a apretarla con más
fuerza contra mí, como tratando de inculcarle valor, y ella se acurrucó contra mi
pecho, dócilmente. Era una sensación muy grata tener así a una jovencita como
ella, pero la verdad es que parecía buscar más bien protección que un contacto
puramente físico con una persona del sexo opuesto.
—¿Qué es lo que puede temer, amiga mía? —la conforté—. Es sólo un viejo
panteón familiar. Quienes lo ocupan llevan cien años ahí dentro. No pueden
causarnos el menor daño.
No llegó a darme una respuesta a eso, porque de repente fui yo quien sentí
que se me erizaron los cabellos. Detrás nuestro había sonado algo. Un ruido leve,
un chasquido.
No vi nada de eso. Tampoco la lluvia llegaba hasta allí dentro. Pero el ruido
sólo podía haber provenido del panteón. Y si no era del exterior…
—¿Lo ha oído? —susurró Mabel, abriendo mucho los ojos—. Ese ruido,
Jack…
—Yo no diría que sonó arriba, sino dentro —fue el murmullo preocupado de
mi compañera.
Y forcejeé con las cadenas, el candado y los hierros, produciendo una serie
de chirridos agrios. Se levantó un polvillo cárdeno, pero nada se movió de como
estaba.
—Yo no me refería a que alguien hubiese entrado ahí… sino a alguien que
está ya dentro —jadeó Mabel, bastante pálido su semblante.
Ella tragó saliva. Miraba fijamente la vidriera de colores que daba acceso real
al interior de la cripta. Yo también miré hacia allá, pensativo, sin recibir respuesta
de Mabel.
Y supe por qué estaba tan pálida, por qué de repente notaba rígido su
cuerpo bajo mi brazo y su mirada no se despegaba de la vidriera, como
hipnotizada, sin que pudieran salir sonidos de su garganta.
Respiré hondo, agitando con fuerza a Mabel. Con mi otra mano, forcejeé con
violencia con cadenas y candado, tratando de abrir la puerta a toda costa. Resistió
mis embates sin conmoverse. Detrás de los cristales ya no se veía nada.
—Dios mío —al fin, roncamente, brotaba un hilo de voz entre los resecos
labios de ella—. ¿Has… has visto eso?
Asentí, ceñudo. Tras otro esfuerzo inútil por abrir, moví la cabeza,
señalando al cielo más claro y a la leve llovizna que suplía ahora al aguacero
anterior.
—No. Pero hemos visto y oído algo, Jack. Te dije que no me gustaba este
lugar. Está ella, Morgana, recuérdalo…
—¿Y qué diablos tiene eso que ver? —Me enfurecí—. ¿Qué es lo que pasa
con Morgana?
***
Jackson, solemne como siempre, parecía contrariado por tener que contar
todo aquello que yo acababa de exigirle con cajas destempladas, todavía
malhumorado por el extraño incidente en la cripta de los De Wilders.
—Le aseguro, señor, que a nadie de esta comarca nos gusta nada mencionar
a la señora Morgana de Wilders —fue su comienzo cuando le exigí una explicación
que antes me había negado.
—Eso me tiene sin cuidado, Jackson —le atajé, rotundo—. Quiero saber
cuanto antes quién era esa mujer, que tanto parece asustar a quienes conocen su
nombre por la razón que sea. Le exijo una explicación concreta de todo cuanto
sepa.
—Verá, señor. Se dice que la señora De Wilders era… era una persona muy
especial.
—Quizá, señor. Pero hay gente que asegura haber visto a Morgana
cabalgando en la noche, por las tierras de Aysgardfield, a lomos de su caballo
negro, Luzbel, como hacía entonces, mientras gozaba de la vida.
—Acabemos de una vez, por el amor de Dios —me impacienté—. ¿Qué tiene
eso que ver ahora?
—Jackson tiene razón —susurró Mabel, como si estuviera muy lejos de allí
en ese momento—. El centenario… Todos lo dicen. Parece ser que ella lo aseguró
antes de morir.
—Que volvería.
—¿Cómo?
—Que ella volvería de entre los muertos, para estar entre nosotros, los vivos,
y vengar su horrible muerte —recitó lúgubremente Mabel, la mirada perdida en el
fuego de la chimenea.
Tragué saliva, sin dar crédito a lo que oía. Allí estaba yo, en pleno siglo
Veinte, casi en el veintiuno, oyendo a una joven culta e inteligente, de buena
familia inglesa, sobrina de un noble, y a un criado de aspecto rústico y vulgar,
ambos mencionando cosas de ultratumba como si fuesen ciertas, viviendo una
atmósfera que por momentos se viciaba con una especie de tensión supersticiosa
carente por completo de sentido.
Jackson y Mabel cambiaron una larga mirada. Luego sentí sus pupilas
clavadas en mí, y supe que iban a responderme algo horrible.
—Nadie supo nunca si ella se suicidó o la asesinó su esposo, Jonathan de
Wilders —murmuró mi criado—. Lo cierto es que el marido murió en la horca por
ello, así como por la muerte del amante de su mujer, Will Hawthorne, el reverendo
de Aysgardfield. Morgana de Wilders tenía clavada una daga profundamente en
su corazón, y sus dos manos se crispaban sobre el mango de jade y diamantes del
arma, no se sabe si para impulsarla dentro de su pecho o para intentar arrancársela
cuando su marido la asesinó…
***
—Personalmente, creo que todos en esta comarca se dejan influenciar por los
cuentos de brujerías y de superstición —sonrió Saddie Random, mirándome con
sus profundos ojos color café casi negros, y mostrando una leve mueca desdeñosa
en los carnosos labios.
—Me conforta un poco que alguien habla con sensatez aquí —admití,
sonriente—. Hasta ahora, todo el mundo con quien he hablado menciona cosas
propias de un relato de Allan Poe que de la realidad cotidiana.
Había llevado a Mabel a la casa de sus tíos apenas tuvo secas las ropas y la
vi algo recuperada de su impresión de aquella tarde, pero sir Spencer no estaba en
su domicilio en esta ocasión, y su tía Saddie era quien nos había recibido. Ahora,
Mabel estaba duchándose antes de cambiar de ropas y bajar a tomar el té con
nosotros, y Saddie y yo nos habíamos quedado solos en el living de Random Mews.
—Es una historia macabra y grotesca —señalé yo—. Aunque debo admitir
que sí oímos un ruido dentro de la cripta, e incluso una sombra pareció apoyarse
en la vidriera emplomada del interior.
—¿Eso podría tener alguna explicación convincente? —me preguntó ella, sin
quitar su mano de mi rodilla.
—Oh, sí. Mabel me lo cuenta casi todo. Es una gran chica y nos queremos
mucho, pese a que nuestro parentesco pueda hacer pensar en un mutuo respeto
algo frío y distante, y con más motivo aún habiendo tal diferencia de edad y
condición social en su tío y en mí —apretó mi rodilla significativamente, y me
taladró con sus ojos—. Porque supongo que usted se habrá sorprendido
grandemente al verme…
—Pues hace mal, porque ésa es la verdad —rió ella con cinismo—. ¿Piensa
que una mujer como yo, en plena juventud aún, se casaría con Spencer por amor?
—Me temo que es asunto que no debe ser en absoluto de mi competencia…
Dijo eso con una rara entonación, apartó su mano de mi rodilla, para tomar
mi diestra… y llevarla sin más rodeos hasta su pecho. Apretó su seno izquierdo,
duro y palpitante, de una redondez tibia y estremecedora, contra mi mano.
—No del todo —mi voz sonó ronca—. No soy un mojigato, Saddie. Le
confieso que me encantaría esta situación… si no estuviera Mabel por medio.
—No lo sé. Tal vez sea pronto aún para hablar de cosas así. Pero la respeto
como amiga y la tengo en gran estima. No estaría bien… algo entre nosotros, en
esa situación, Saddie.
—En este lugar no encontrará chicas con quienes tener una relación sexual,
se lo advierto —me espetó ahora con frialdad—. En todo caso una mujer como
Norah Kelly, pero es gitana y poco de fiar. O su cocinera, esa robusta moza, Daisy
Willard… Dicen que se derrite por unos pantalones. Pero supongo que a usted no
le gustarían tal clase de hembras ni siquiera para un desahogo. Tiene otra clase, y
podríamos ambos hacernos tanto bien mutuamente…
Respiraba entrecortada, sibilante su voz entre los labios gruesos y sensuales,
tembloroso su cuerpo joven y vital por un deseo ardiente que sir Spencer en
absoluto podría satisfacer a su edad. Admito que me sentía incómodo y excitado
delante de aquella hembra todo fuego y tentación carnal. Era tan fácil aceptarla…
Se me ofrecía en bandeja, con toda su espléndida exuberancia de mujer en la
plenitud.
—Lo siento. Otro día les veré a todos. Mis respetos a sir Spencer. Buenas
tardes… señora Random —concluí, deliberadamente correcto.
Volví a Aysgardfield bajo una llovizna fina y escasa, pero que a no dudar se
incrementaría antes de caer la noche. Al cruzar el prado, cerca de la hondonada,
me detuve un momento indeciso. Luego me encaminé resueltamente al panteón de
los De Wilders, sin preocuparme que la noche se echara ya encima, ni tampoco los
incidentes ocurridos aquella misma tarde, cuando Mabel y yo nos guarecíamos del
aguacero.
El muro trasero era una lisa superficie de piedra, sólida y sin fisuras. No
había en ella la menor señal de acceso, por secreto que éste hubiera pretendido ser.
El musgo crecía en varios puntos de su superficie, y la hojarasca de unas plantas
silvestres crecía frondosa al pie. Me incliné, tanteando los hierbajos y las raíces. Allí
tampoco había nada.
Me dispuse a regresar.
Algo, una sombra, pasó ante esa claridad, deteniéndose un momento ante la
vidriera. Horrorizado, identifiqué la figura: ¡era una silueta de mujer!
Alta, vistiendo algo largo, como una túnica, con una larga melena al
parecer…
La visión fue rápida, fugaz. Me sorprendí a mí mismo gritando con todas
mis fuerzas, con voz bronca, alterada:
—¡Morgana! ¡Morgana!
Ocurrió algo allí dentro al gritar yo. La silueta pareció erguirse más. Luego,
la luz se extinguió tan súbitamente como se iniciara. La oscuridad más completa
reinó tras la vidriera. La sombra de mujer se borró en las tinieblas. Un silencio de
muerte, sólo alterado por el gotear de la lluvia, reinó en el paraje.
Tal vez por ello, cuando bajé a cenar, le dije a Jackson algo muy rotundo y
autoritario:
—LO lamento, señor. Esa llave no aparece. Dudo incluso de que exista.
—Señor, llevo aquí sólo dos días más que usted —me respondió el criado
serenamente—. No sé mucho de la casa, pero encontré todas las llaves en la
alacena cuando entré aquí con los demás para poner en orden la casa. He buscado
por si había otras llaves en algún lugar. No he encontrado ninguna más. Lo siento
mucho, señor.
Y puso ante mí dos manojos de viejas llaves sujetas a unos aros de alambre.
Contemplé con fijeza aquella serie de piezas, muchas de ellas oxidadas, y otras
mostrando la brillante capa de lubricante recién aplicado.
—Sin duda, señor. Pero quiero recordarle que el señor De Wilders dejó
escrito en su testamento algo relativo a la cripta que se construiría para él y su
esposa, en caso de morir ambos.
—¿Qué es ello?
—Como quiera el señor. Pero hay quien dice que si el señor De Wilders
dispuso eso en su testamento, fue para evitar que Morgana pudiera abandonar la
cripta alguna vez, al ser abierta esa puerta.
***
Bajo un techo inclinado, sin otra abertura que una angosta ventana asomada
al tejado entre dos de las chimeneas, cuya sombra, unida al polvo allí acumulado,
apenas si permitían pasar un poco de claridad diurna al interior, se hacinaban
cosas, objetos, muebles y cachivaches de lo más heterogéneo imaginable, en medio
de una espesa polvareda, y a veces uniéndose entre sí los objetos por medio de
viscosas telarañas. Sin embargo, no oí el peculiar rumor de las pisadas de las ratas,
por lo que deduje que en la limpieza de la casa, antes de vendérmela, habían
intervenido raticidas modernos que dejaron limpio de roedores el edificio. Pero ahí
terminó toda medida de limpieza en lo que se refería al viejo desván.
Desde una vieja mecedora rota hasta un lavabo con espejo, propio de la era
victoriana, pasando por una armadura de caballero medieval oxidada, unos
cuantos baúles vetustos y mohosos, jarrones rotos, orinales y frascos, taburetes y
sillas desventrados, viejas latas policromadas para guardar especias o bisutería,
toda una galería de inutilidades abarcaban el recinto en cuanto dominaba la vista.
Al fondo, contra la pared, una serie de viejos cuadros con marcos dorados,
acribillados por la carcoma, permanecían adosados al muro, mostrando sobre el
reverso del lienzo las huellas de la humedad y el tiempo.
Sorprendido, noté que la costra de polvo y mugre sobre el mismo era tan
enorme que no había duda que llevaba allí casi cien años olvidado. Las telarañas
eran densas, y los arácnidos corrían asustados sobre el lienzo ennegrecido y
verdoso por la humedad.
De pronto, en el fondo del arcón, asomó una nota escarlata, que contemplé
absorto.
Tal vez por estar cubierta por otras prendas, el tiempo había sido menos
cruel con aquella ropa roja, que mantenía una relativa tersura y buena apariencia.
Era terciopelo de color escarlata, de viva tonalidad. Una gran rosa, bordada en
igual tejido pero de color más oscuro, casi granate, adornaba un vuelo de la ancha
y larga falda. Alcé la prenda con mis manos, resultándome vagamente familiar.
Entonces dirigí la mirada al cuadro. No había duda. Era la misma ropa que
lucía la dama del retrato. Reflexioné, limpiando de polvo el ropaje escarlata, y
resolví bajar ambas cosas a la planta inferior, tras comprobar que tampoco en el
fondo del arcón había la menor señal de llave alguna.
No había duda de que era ella. La mujer muerta cien años atrás. La
misteriosa y temida Morgana de Wilders, señora de Aysgardfield hasta 1880, fecha
de su trágica muerte con el corazón partido por una daga.
—De modo que eres tú… —murmuré, hablando con el cuadro como si
hablara con un ser viviente a quien por fin veía cara a cara tras larga búsqueda—.
Morgana…
—¿Se marcha, señor? —preguntó—. ¿A visitar a los señores Random tal vez?
—No —negué—. Dile a Fox que prepare el coche. Voy a Aysgarth. Tengo
algo que hacer allí esta mañana.
—Como quiera, señor. Es posible que llueva fuerte hoy, lo ha dicho el
boletín meteorológico de la radio…
—Oh, ellos sí. Hará cien años que murieron. Pero quedaron sus sobrinos.
—¿Sobrinos?
—El señor De Wilders tenía tres sobrinos. Cerraron la propiedad, pero se
quedaron en el pueblo, y uno de ellos tuvo hijos aquí. Al final tuvieron que
marcharse, porque la gente seguía mirándoles como a gente marcada por algo
diabólico. Ya sabe cómo es el populacho en los pueblos, señor… Creo que
recientemente estuvo uno de los De Wilders por aquí, pero la verdad es que no
llegué a verlo personalmente.
—Poco puedo ofrecerle. Si acaso unas pocas cifras escuetas, como fechas de
fallecimientos, funerales, bodas, nacimientos y cosas así. Pero si en realidad busca
datos exhaustivos, creo que además del constable Latimer, debería buscar al
encargado del Registro Civil local, en el edificio del Juzgado.
—¿Quién es él?
El viejo tuvo toda la razón. Milton Reeves resultó ser un auténtico empollón
en cuestiones históricas de la localidad, pero muy en especial en lo relativo a la
historia de la familia De Wilders en su último período.
Me estrechó cordialmente la mano aquel pelirrojo de frondosas patillas y
ojos tan azules como dos aguamarinas, llevándome de mil amores a su amado
archivo de registro legal, donde figuraban, en lugar preferente, los legajos
correspondientes a dos asesinatos y una ejecución, hechos ocurridos todos ellos en
enero de 1880. También figuraba allí un expediente de procesamiento por prácticas
espirituales, incoado por el propio reverendo William Hawthorne… ¡contra
Morgana de Wilders! Databa justamente de mayo de 1879, sólo ocho meses antes
de la tragedia.
—Como ve, aquí está todo —dijo complacido, situando ante mí una serie
interminable de documentos, certificados, declaraciones y sentencias, todo en
perfecto orden de clasificación cronológica y con los anexos adecuados—. Me
alegra que al fin alguien se preocupe por mi labor de recopilación y archivo.
Muchas veces, de hacer caso a los diversos jueces que pasaron por este villorrio,
señor Quincy, todo este material se hubiese extraviado o destruido, por carecer
según ellos de todo interés. Personalmente creo que todo esto forma parte de la
historia de nuestra localidad y hasta de la propia Inglaterra, y revela no sólo las
torpezas que pudieron cometerse por parte de la ley y la justicia en tiempos de Su
Graciosa Majestad la reina Victoria, sino también de la influencia de la iglesia
protestante en cuestiones que escapaban a su verdadera jurisdicción.
—Supongo que no estarán muy de acuerdo los dos en ese punto —reí de
buen humor.
Por un momento, pensaron todos que la finca iba a ser de nuevo habitada,
pero el nuevo De Wilders estuvo sólo dos días en el pueblo, anunciando finalmente
su propósito de deshacerse de la propiedad si encontraba la inmobiliaria un
comprador, y se ausentó del lugar sin regresar ya más.
Finalmente, había sido yo, John Quincy Powers, de Estados Unidos, quien
adquirió la vieja mansión victoriana, volviendo a ocuparla. Y ahí, al menos de
momento, terminaba la historia de la finca y de sus propietarios, los De Wilders.
***
Jackson tuvo razón. Comenzó a llover con inusitada fuerza antes de las doce
del mediodía. Era un auténtico torrente de agua el que caía y, como Fox no iba a
venir a recogerme con ese tiempo siguiendo instrucciones mías, opté por invitar a
comer al minucioso archivero Reeves y también al constable local, un afable,
gordinflón y cachazudo policía llamado Paul Latimer, cuyos carrillos eran rojos
como amapolas, y la nariz denunciaba su extremada afición a la buena cerveza, e
incluso a licores de mayor graduación.
Almorzamos los tres juntos en una mesa del hotel local, donde la comida era
bastante aceptable, y el buen vino hizo las delicias de mis invitados.
—Oh, el retrato… —Los ojillos claros del pelirrojo Reeves brillaron como
carbones al mirarme—. De modo que aún se conserva…
—Puede creerme que es uno de los temas más apasionantes que hallé en mi
vida —aseguró él con un entusiasmo que no supe si calificar de infantil o de
morboso—. Iré muy gustoso, señor Quincy, es usted sumamente amable conmigo.
Le diré por qué supe de ese retrato. Poseo datos biográficos de los De Wilders. La
boda de Jonathan y Morgana tuvo lugar en 1975, sólo cinco años escasos antes de
la tragedia que aniquiló a la familia. No se sabe a ciencia cierta de dónde provenía
ella, pero hay elementos suficientes de juicio como para sospechar que era
centroeuropea, si bien nacionalizada inglesa. Algunos aseguran que era húngara,
otros se inclinan por un origen eslavo, más bien próximo a las fronteras de Rusia…
A lo que íbamos: ya en 1877 se sospechó que engañaba a Jonathan con ese pintor,
Frank Cavanaugh, mientras él la pintaba. Pero nunca se pudo probar nada al
respecto. Más tarde, Morgana comenzó a frecuentar amistades extrañas, en
particular unos vecinos que moraban en la que hoy es finca de los Random-Owens,
si bien de la primitiva casa poco queda, porque ésa, a diferencia de la suya, señor
Quincy, fue renovada y modernizada en dos ocasiones desde entonces. Pues bien,
una familia algo rara y misteriosa, habitante de esa casa, se supone que fue la que
inició a Morgana en las prácticas espiritistas, y tal vez incluso de ocultismo
satanista, si hemos de hacer caso a otros. Sea como sea, parece ser que la acusación
inicial del reverendo Hawthorne, luego tan sospechosamente retirada, tenía una
base bastante sólida, que las últimas palabras escritas por Morgana no hacen sino
confirmar en gran parte, puesto que se creía capaz de volver de entre los muertos y
vengar su trágico final de alguna forma.
Asentí, preocupado, viendo llover por el ventanal sobre las desiertas calles
del pueblo. Evoqué el panteón, los misteriosos sonidos, la sombra en su interior. Y
sentí un escalofrío.
—Usted no creerá que ella… podría cumplir esa promesa —apunté, mirando
muy fijo a Reeves.
—Yo no creo en fantasmas, señor Quincy. Pero como dijo Hamlet, hay cosas
en este mundo que no siempre puede explicar la razón de los hombres…
—Estamos de acuerdo —acepté—. Pero eso no resuelve nada.
—De eso hace cien años, constable. Sólo quería comprobar algo —sostuve—.
Creí oír ruido y ver una sombra moverse allí dentro.
—Lo sé. Pero puede haber dentro alguien que dé señales de vida.
—No sé. Tal vez… Morgana —dije escuetamente, seguro de que les daba
otro sobresalto. Y llamé al camarero para abonarle la cuenta, sin añadir una
palabra más.
***
Ahora mismo estaba allí, ante ella. Ante su retrato, de nuevo ubicado sobre
una chimenea encendida en el living, allí donde antes colgaba un gran paisaje de
cacería típicamente británica. No me había perdido el gesto de Jackson al
ayudarme a colgar allí el óleo de Cavanaugh. El rostro de mi mayordomo era una
máscara de inquietud y aprensión. Parecía gustarle tanto aquel retrato como si
hubiera decidido situar en el comedor un esqueleto humano como motivo
decorativo.
Seguía lloviendo fuera, otra vez con intensidad, tras haber escampado lo
suficiente como para hacer el viaje de regreso desde el pueblo a mi propiedad, a
media tarde, en bastantes buenas condiciones. Ahora, cerrada la noche, el aguacero
era violento, y el viento ululaba en los yermos del Yorkshire y en los prados que
rodeaban la casa, como el gemido de un ánima en pena.
Tal vez era una locura poner aquel retrato allí, después de tantos años. Situar
a Morgana a la luz otra vez, en toda su esplendorosa y enigmática belleza,
presidiendo el salón. Pero no me arrepentía de ello.
Llené mi copa de brandy por quinta vez. Tomé un sorbo, mirando aquel
pálido rostro enmarcado por los negros cabellos lisos. Sus verdes pupilas parecían
tener vida propia en el lienzo, tal era la fidelidad con que el artista los había
trasladado allí.
—Sí, señor.
—No quiso decirlo, señor. Pero me entregó esto para que se lo pasara.
—Está bien —dije, tras una leve meditación—. Hágala pasar, Jackson.
—Sí, lo sabrá enseguida, señor Quincy —me respondió una voz apagada,
sedosa, escapando de aquellos labios que me era imposible distinguir, en la sombra
de su cuello alzado—. ¿Podemos hablar a solas?
—¿Y por qué motivo? —me sorprendí—. ¿Nos conocemos de algo usted y
yo?
—Vengo por mi propia iniciativa. Tenía que verle cuanto antes. Y para eso
estoy aquí. Señor Quincy, tiene que marcharse de aquí antes de que sea tarde.
—Por supuesto.
—No, claro que no. Al menos dígame qué va a ser ese algo tan espantoso
que me acecha —sonreí irónicamente, mirándola con cierto desafío.
—No puedo decírselo —jadeó—. Lo tengo prohibido. Además, ¿de qué iba a
servir? Usted nunca me creería.
La contemplé, estupefacto.
—Es igual. Perdone la molestia. Hágase la idea de que nadie vino a visitarle
esta noche, y será lo mejor. Ahora me marcho y no le molesto más, señor Quincy.
—Está lloviendo mucho, hace frío y viento —insistí—. Deje que la lleven, se
lo ruego.
MORGANA.
—No, no… —Oí mi propia voz, aunque no tenía conciencia de poder estar
hilvanando ideas, pensamientos y menos aún palabras—. No es posible…
Morgana… La propia mujer del cuadro…
—No sé. Supongo que por desafiar al destino, por demostrarme a mí mismo
que no temo a esa mujer. —La miré, interrumpiéndome—. ¿Cómo sabe que no
estaba ya antes, que lo he puesto yo?
—No es nada difícil, señor Quincy. Sé que llevaba años, décadas enteras
escondido, olvidado. No estaba ahí antes. Usted lo ha rescatado de ese olvido. ¿Por
qué?
—Parece haber bebido mucho esta noche. Sus ojos están enrojecidos. Y veo
ahí una copa y una botella de brandy con menos de la mitad de su contenido —sus
críticos ojos verdes se fijaban en la chimenea al decir eso, contemplando los objetos
mencionados—. ¿Por qué ha bebido tanto, señor Quincy?
—Tampoco lo sé. Escuche, ¿quién es usted para saber tantas cosas, para
hacerme esas preguntas… en mi propia casa?
—Ésta podrá ser ahora su casa. Pero antes fue de ella… —señaló al cuadro—.
No le estoy reprochando nada. No soy quién para ello. Me limitaba a mencionarle
unos hechos que aparecen claros. Usted no sabe por qué hacía todo eso. Pero le
asusta pensar en un motivo cualquiera.
—No le gusta confesar que, en su interior, siente una rara atracción hacia esa
mujer. Ella le fascina, señor Quincy. Ella tiene ese poder de seducción aún más allá
de este mundo. Y ha hecho presa en usted. Se resiste a admitir que una morbosa
pasión necrófila podría apoderarse de usted. Pero por otro lado, teme que sea eso
lo que le está sucediendo.
—¿Y qué, si así fuera? —Me enfurecí, mirándola airado—. ¿Quién es usted
para mezclarse en mi vida? ¿Por qué ha venido?
—Ya se lo dije: quiero evitar que suceda lo peor. Pero usted nunca me iba a
escuchar. Ya me iba cuando me quitó esa boina para ver mi rostro. ¿Quiere
devolvérmela, por favor?
—Dije la verdad.
—Dios mío… —Me pasé una mano por la frente—. ¿Qué significa eso?
—Significa que Morgana Kovacs fue el nombre de soltera de esa mujer que
tanto le preocupa y le fascina.
—¿Entonces, usted…?
—Pues como tal, le ruego perdone mi estupidez de antes y acepte por esta
noche mi hospitalidad. Va a quedarse, tomará algo para refrigerio y tendrá la
alcoba de los invitados para usted. Es un ruego encarecido que le hago. No deseo
que se vaya, con semejante noche. Y menos aún de este modo.
—Sí, gracias —afirmé, sentado frente a ella, tomando una taza de té también
—. No podía irse con semejante tiempo. ¿No oye cómo llueve y silba el viento?
—Sí, es una mala noche —suspiró pensativa—. Supongo que en una noche
así debió ser cuando Morgana de Wilders hizo su famosa experiencia diabólica…
—No tuvo lugar aquí, en Aysgardfield, no tema, sino en otro lugar cercano,
una propiedad vecina llamada por entonces Asthon Manor. Ahora creo que la
llaman Random Mews.
***
Comencé a leer, tras una mirada pensativa a mi visitante sentada frente a mí,
a la espera de que conociese aquella otra oscura parte de la inquietante, tenebrosa
historia de una mujer que empezaba a planear sobre mi finca y sobre mi misma
existencia con rara y agobiante intensidad.
Pero lo intenté, y concentré mi atención en aquel texto con más de cien años
de antigüedad:
Queridos hermanos:
Sigo mi vida en este país tan diferente al mío, donde me siento extraña y a veces
hasta rechazada. Pero soy hermosa, ahora soy también rica, gracias a Jonathan, y me
respetan y desean todos esos malditos y obscenos ingleses a quienes desprecio
profundamente, porque sé que, en el fondo de sus sucias almas, también ellos me
desprecian.
No sé lo que va a suceder, pero tengo malos presentimientos, ignoro por qué
motivos. Algo me dice que las cosas van a terminar pronto bastante mal para mí. Hay
fuerzas ocultas y desconocidas, de las que la gente se ríe, cosas que en este puritano e
hipócrita país están muy perseguidas por la ley, que me dicen todo lo que temo. Pero sea lo
que sea lo que me aguarda, quiero que sepáis que recuerdo siempre con gran amor a mi
pequeño Janos. Y que algún día, si las cosas no son todo lo malas que presiento, podré
volver a su lado, o traerlo conmigo si Jonathan, ese salvaje adinerado, lujurioso y torpe que
me ha dado sus apellidos, acaba aceptando la idea de que su esposa tuvo un hijo natural
siendo soltera. Cualquier día de éstos se lo diré.
También quiero deciros algo más: hace sólo dos noches invoqué a esas fuerzas ocultas
de que os hablo. He descubierto que tengo especial capacidad para invocarlas y dominarlas a
mi antojo. Pero hubo un desgraciado accidente, y una mujer llamada Carol Brand murió en
plena sesión de invocación de los espíritus del Mal. Aunque no todo fue accidental. Era una
mujer ruin y falsa. Adúltera, lesbiana, corrompida hasta la médula, sensual y ambiciosa.
Pero eso sí, aparentemente virtuosa, digna y honorable para la sociedad local.
Temo que esas mismas fuerzas que invoqué mataron a Carol Brand anteanoche, en
la sesión de Ashton Manor. Los Ashton asistieron a ella y ayudaron a presentar la muerte
de esa harpía como algo puramente accidental y sin responsabilidad de nadie, en concreto.
Espero que la estúpida policía local se crea esa historia. Mi buen amigo, el reverendo
Hawthorne, me ha ayudado bastante. Creo que está asustado porque teme por la perdición
de su alma, pobre diablo asustadizo y débil…
Os escribiré de nuevo si no sucede nada de lo que temo. Si no… tal vez ésta sea mi
última carta en este mundo. Pero no temáis por mí aun en ese caso y decidle a Janos,
cuando sea mayor, que sigo viva en alguna parte a la que él no puede llegar. No lo
entenderá posiblemente, pero algún día lo hará. De todos modos, si lo peor llega a suceder y
sabéis más de mí, pensad que eso será sólo el principio de algo muy distinto. Volveré.
Creedme, volveré incluso de entre los muertos. Un día apareceré de nuevo en estas tierras
de Inglaterra donde soy despreciada y odiada. Pero su desprecio y su odio no serán nada al
lado de lo que yo siento por ellos. Y ese día, cuando vuelva de las eternas tinieblas, les
demostraré lo poderosas que son las fuerzas que ahora estoy aprendiendo a dominar.
Os quiere vuestra hermana:
—No aclara mucho sobre la forma que se produjo esa muerte —señalé con
voz ronca, moviendo la cabeza.
—De modo que conoció a ese extraño personajillo que parece obsesionado
por la historia de mi antecesora —sonrió la joven, irónica—. ¿Cómo se llama? Ah,
sí, Milton Reeves. Si sólo examinó los documentos relativos a mi antepasado, es
lógico que así sucediera. Tampoco Reeves recordaba nada en relación con la
muerte de una mujer llamada Carol Brand, hace ahora cien años. Cuando se lo
mencioné, buscó en el legajo de defunciones de ese año y apareció la tal Carol
Brand. Era una mujer casada, de treinta años de edad al morir. Se la enterró en el
cementerio de Aysgarth, y el certificado médico de defunción hacía constar que
murió de una caída accidental que rompió su cuello provocándole la muerte
instantánea, con profunda hemorragia interna. El certificado lo firmaba un tal
Dennis Caine, a fecha 20 de diciembre de 1879.
—Estoy segura. Y también él. Me avisó de que esas personas, si son capaces
de provocar la muerte de alguien durante una sesión, también pueden llegar a
extraños pactos. Conozco bien la leyenda que gira en esta comarca, en torno a mi
antepasada, y también se la mencionaba con todo detalle. Él me dijo que era de
temer algo sumamente grave, coincidiendo con los cien años de la muerte de
Morgana de Wilders. Algo que podía afectar de modo especial a quienes vivieran
ahora en el contorno de los sucesos de entonces. Cuando supe que usted había
adquirido esta casa, temí por su vida. En conciencia, no podía permitir que eso
sucediera, y he venido para tratar de avisarle. Veo, sin embargo, que pese a cuanto
usted ya conoce sobre la historia de Morgana de Wilders no quiere moverse de
aquí y rechaza de plano mis temores. ¿No se da cuenta de que es quizá ella misma,
o acaso sus propios poderes ocultos, lo que está forzándole a usted a rechazar esas
advertencias y enfrentarse de modo suicida y temerario a un peligro del que quizá
no pueda librarse ya jamás, si no reacciona a tiempo?
—Me doy cuenta de eso y de muchas otras cosas, señorita Kovacs —suspiré,
cansadamente, moviendo la cabeza de un lado a otro—. Incluso me sería lícito
pensar que usted me está engañando.
—Tal vez porque usted no sea quien dice… sino la propia Morgana de
Wilders, que ha regresado esta noche desde la Muerte, tal y como prometió.
—Sí, podría ser lo que usted dice —admitió al fin con una vaga sonrisa
enigmática—. ¿Por qué no? Pero hoy no se cumple el centenario de mi muerte, si es
que soy yo quien imagina. Sólo cien años de una cierta invocación de fuerzas
malignas del más allá, que causaron la muerte de otra persona. Faltan aún trece
días para el auténtico regreso anunciado…
—¿Asustado?
—Pero teme que exista realmente —la sonrisa de la joven se hizo triste.
Afirmó lentamente—: Los que me hablaron de ella tenían razón. Poseía un poder
especial de sugestión, de seducción. Incluso después de muerta parece
desprenderse de su imagen. Tal vez sea obra del Diablo, ¿ha pensado en ello?
—Me temo que sí. Quizás en mi vida no hubo nunca nada tan emocionante
como todo esto. América es un país muy distinto. Allí, esta historia resultaría
ridícula, casi cómica. Nadie la aceptaría ni remotamente.
—No. Tan maligna, posiblemente. Sí, eso debe ser. Ese cuadro rebosa
malignidad, quizá por ello resulte Morgana tan extraña y peligrosamente atractiva.
Usted, no. Creo que es realmente quien dice ser. No me haga demasiado caso. He
bebido demasiado esta noche y mis ideas están algo confusas. Buenas noches,
señorita Kovacs.
Sabía ya por Jackson cuál era su alojamiento en la casa. Subió a la planta alta,
mientras yo apagaba las luces de la baja. Luego también subí, encaminándome al
lado opuesto del corredor, donde tenía mi propia alcoba.
Cerré con llave y corrí el pestillo. Pero me dije que eso era ingenuo si
realmente existían fuerzas ocultas liberadas en Aysgardfield. Para los poderes del
Mal una puerta cerrada no sería nunca obstáculo. Si Morgana de Wilders había
podido provocar la muerte de una mujer con su sola voluntad, cien años atrás, en
su posible regreso al mundo de los vivos sería capaz de otras muchas cosas.
¿Quién era en realidad la joven Morgana Kovacs, llegada allí en plena noche
tempestuosa, justo cien años después de la oscura muerte de una mujer llamada
Carol Brand en la actual casa de Mabel y de sus tíos? ¿Era la muchacha emigrante
que afirmaba ser… o algo mucho más siniestro e indefinible, llegado de más allá de
la tumba?
Temí que nunca podría estar completamente seguro de ello, por mucho
tiempo que transcurriese con aquella inquietante mujer cerca de mí.
Y eso, la verdad, sí logró asustarme. Más aún. Empecé a sentir algo muy
parecido al verdadero terror.
Capítulo VII
Traté de agarrar aquel seco smash que venía como un obús hacia mí desde el
otro lado de la pista. Logré golpear la bola, pero sólo para estrellarla contra la red.
Dejé caer la raqueta, con un resoplido, y levanté mis brazos en señal de rendición.
—No puedo más —confesé—. Juego, set y partido para ti. Eres terrible.
—Yo tampoco soy precisamente una campeona. Pero tía Saddie me ha dado
algunas buenas lecciones últimamente. Ella sí juega muy bien. No tiene para
empezar conmigo. Jamás he podido no ya ganarle, sino ni tan siquiera hacer un
digno papel ante ella.
—Sí mucho.
—Es idéntica.
—Oh, es cierto. Tienes que venir a verlo. Así sabrás cómo es ella
exactamente.
—¿Te gusta?
—Oh, por nada —se encogió de hombros yendo al tocadiscos, que puso en
funcionamiento. Admiré su gentil figura, la gracia de sus bellas piernas, realzadas
por los blancos calcetines deportivos y la corta y graciosa falda blanca de su
uniforme de tenista. Comenzó a sonar un bailable suave.
—¿Bailamos, Mabel?
Dejamos los vasos. Rodeé su talle. Ella alzó sus manos para apoyarlas en mis
hombros. Bailamos lentamente por la sala. Me miró. Y yo la miré a ella.
—No sabía que esto se hubiera llamado antes Asthon Manor —me confesó
de repente, sin dejar de bailar.
—Tío Spencer adquirió la propiedad hace diez o doce años. Antes perteneció
a un lord de complicado nombre. Supongo que debe ser muy distinta ahora a como
era en tiempos de Morgana.
—Seguro. Dicen que tuvo dos reformas importantes en ese tiempo. No creo
que haya que preocuparse demasiado por lo que sucedió aquí, hace hoy cien años.
—La verdad, empiezo a pensar que sí —resoplé—. Esa chica tiene raras
teorías. Parece creer a pies juntillas en que es verdad lo que anunció su antepasada,
y que la antigua Morgana volvería un día para su horrible venganza. La gente
eslava es así de supersticiosa y creyente en cosas oscuras y sobrenaturales. Son
tierras donde existen creencias de vampiros, de hombres-lobo, de vurdalaks y de
cosas así. Creo que anoche logró contagiarme una parte de sus propios terrores.
—Pero no vas a abandonar Aysgardfield.
—No, claro que no. Sería ridículo. Puede uno tener aprensiones e incluso
miedo, pero no se puede llegar al grado de cobardía que significa que todo eso le
derrote a uno en toda la línea.
Tenía los labios entreabiertos. Los ojos algo opacos, fijos en mí.
—Una escena muy edificante —dijo una fría voz a mis espaldas.
Nos soltamos. Mabel gimió algo, asustada, abriendo mucho los ojos. Su
rostro se tornó como la grana. Giré la cabeza, contrariado.
—Tío Spencer, deja que opine yo en todo esto —terció Mabel, angustiada—.
No estamos en el siglo pasado, ni lo sucedido es tan grave. La culpa no fue de Jack,
sino mía. O en cualquier caso, ambos somos mayores de edad para sentirnos
atraídos el uno por el otro, si así suceden las cosas.
—Querida Mabel, creo que estás diciendo estupideces, propias de una niña
malcriada —cortó su tío, que me revelaba en esos momentos una faceta agresiva y
dura de su carácter, no sospechada antes—. Termine aquí el incidente. Salga de
Random Mews, señor Quincy, y no vuelva a poner sus pies en esta casa. Y tú,
Mabel, recuerda que, pese a tener veinticinco años ya, conforme al testamento de
tu padre debo tutelar tu fortuna y tu propia persona hasta cumplidos los
veintinueve, como él dispuso. En ningún caso puedes tomar una decisión que yo
no apruebe… y ésta es una de ellas, sin la menor duda.
Y salí tras ese breve y áspero discurso, dando un seco portazo en la vidriera.
Oí a Mabel subir las escaleras entre sollozos y sentí deseos de echarle en cara a su
tía Saddie todo lo sucedido anteriormente entre ella y yo cuando nos quedamos
solos. Pero me consideraba mucho más honesto y correcto que aquella pareja, y
opté por alejarme, dominando mi ira lo mejor posible.
Ese día empecé a comprender que no era tan sencillo llegar al fondo del
carácter y de las tradiciones de la tierra de mis antepasados como imaginara. Algo
así jamás hubiera sucedido hoy en día en Estados Unidos, pero allí parecía casi
normal y ajustado a las normas de una familia de rancia estirpe como los Random-
Owens.
Pero lo cierto es que iba dolido. Muy dolido por lo sucedido con Mabel. Por
lo que ella estaría sufriendo ahora bajo la tutela tiránica de unos tíos como
aquéllos, que acababan de quitarse tan descaradamente la máscara de sus buenos
modales ante mí.
Debo confesar que, aparte mi disgusto por lo ocurrido con sir Spencer y
Saddie Random, una rara sensación hormigueaba en mí. Comprendí que, a fin de
cuentas, yo era un hombre, joven y con vitalidad, y llevaba mucho tiempo ya en
aquella casa victoriana, sin compartir mi soledad con una mujer. El contacto con
Mabel durante el baile y el beso habían excitado inevitablemente mi naturaleza,
cosa harto comprensible.
Tal vez por ello, cuando Daisy, la cocinera de los senos grandes y macizos,
siempre exultante y sensual en su rústica vitalidad, me estaba preparando el lecho,
solos los dos en mi alcoba, me fijé excesivamente en los muslos que me mostraba al
inclinarse sobre la cama en forma exagerada, o en la honda abertura de su escote
revelador, que me permitía apreciar una panorámica exuberante de sus
majestuosos pechos redondos y palpitantes.
Ella debió notar mi peculiar estado de ánimo de aquella fría noche, porque
se rozó en dos o tres ocasiones conmigo, de forma aparentemente involuntaria y
casual. El contacto fugaz con la dureza de aquella carne poderosa y dura me excitó
más aún. No sé cómo sucedió, pero en esta ocasión el instinto venció a toda
voluntad y autocontrol. Sé que la acaricié en una de aquellas ocasiones, aferrándola
por las nalgas y hundiendo luego mis dedos en su carnoso busto.
Daisy rió entre dientes, provocativa, tiró de mí hacia el lecho… y dejó que
siguiera mis exploraciones, colaborando ella entusiastamente por su parte.
Ocurrió lo inevitable, a fin de cuentas. Aquella hembra campestre y ruda
sació sobradamente mis anhelos durante más de una hora. Al terminar me sentí un
poco avergonzado de haberme mostrado tan débil con mi propia cocinera. Pero
ella sonreía muy complacida, sin parecer avergonzarse por nada ni lamentar lo
ocurrido.
—Ahora vete —dije roncamente, con cierta aspereza—. Será lo mejor, Daisy.
Entonces, no sé por qué, recordé que el fatídico día veinte de diciembre iba a
terminar en breves momentos. Por fortuna, nada había sucedido. Los temores de
Morgana Kovacs, y los míos propios, no tenían el menor fundamento, estaba claro.
Todo Aysgarth se volcó para asistir, ávido por conocer detalles sobre el
horrible final de Daisy Willard, mi cocinera. Pero aquellos días se incrementó
notablemente el frío, y a las bajas temperaturas se unió pronto la nieve,
alfombrando de blanco la campiña y las calles de Aysgarth. Los niños iban de un
lado para otro cantando villancicos, y los muñecos de nieve alternaban con la
figura tradicional de Papá Noel, representado por un vecino a la puerta de la
tienda correspondiente, haciendo sonar su campanilla para llamar la atención de
los viandantes.
Tal vez por ello, la misma terminó el mediodía del veinticuatro de diciembre,
apresuradamente y llegando a un veredicto confuso y nada esclarecedor, de
«muerte a manos de persona o personas desconocidas», lo cual no era
precisamente un alarde de imaginación o de método por parte de nadie. El coroner,
sin embargo, quiso añadir algo más, tan poco concreto como lo anterior, quizá para
dar la impresión de que realmente se había trabajado detenidamente en el caso. Y
concretó que el autor de esa muerte «era presumiblemente, según todos los
indicios, algún merodeador nocturno que pudo introducirse en la mansión del
señor Quincy Powers sin ser visto, huyendo después de su crimen».
Y también quizá porque nuestro mozo, Barry Fox, afirmó haber oído, poco
antes del grito terrible que despertara nuestra alarma, un ruido procedente de la
parte trasera, ruido que se repitió instantes más tarde dentro de la cocina, cerca de
la cual él dormía. A pesar de eso, me extrañó recordar que Fox había llegado a la
escena del suceso después que yo, estando mucho más cerca y habiendo oído
tantas cosas. No quise saber si ello se debía a algún terror supersticioso suyo por
acudir pronto al sonido del grito agónico, o alguna otra oculta causa que escapaba
a mi percepción, pero tomé mentalmente nota de ello para no fiarme demasiada en
lo sucesivo de la sinceridad de mi mozo de servicio.
—¿Pero qué está diciendo? —Se enfureció la gitana—. ¡Yo siempre ando por
allí como me viene en gana sin que nadie me lo prohíba!
—Sabemos eso. Pero también sabemos que gustas de ir por ahí de noche, y
te reúnes con personas a quienes lees el porvenir o invocar espíritus y cosas así.
—Verá… Esa noche tenía que asistir a una sesión de espiritismo en casa de
una familia de Aysgarth, no lejos de Aysgardfield y de Random-Mews.
—Brampton Farm… —El coroner hizo una anotación en sus papeles—. Eso
está entre Aysgardfield y el pueblo.
—Sí, señor.
—Y allí habitan los Hathaway.
Otro silencio tenso. Hubo un leve murmullo entre la gente, que se apagó de
inmediato al insistir el coroner:
Esta vez le costó trabajo al coroner imponer orden. Vi muchos rostros que
palidecían. Busqué con rapidez el de Morgana Kovacs. No era una excepción.
Había algo más de palidez de la normal en su rostro de alabastro, pero se mantenía
serena, dueña de sí. Movió las manos sobre su regazo, pero eso fue todo.
Ante mí, el reverendo Moore abrió sus Evangelios y musitó algo en voz baja,
como una plegaria.
El coroner se impacientó.
—Explica eso con detalle. Limítate a contar lo que viste, sin sacar
conclusiones, Norah.
—No podría decirlo. Estaba parada, quieta bajo la lluvia, muy erguida.
Como un fantasma… Me persigné y eché a correr. Cuando volví la cabeza, poco
después, ya no estaba allí. Era Morgana de Wilders, podría jurarlo.
—No necesito saber cómo era. Supe que era ella, eso es todo. Lo supe
enseguida. Ella ha vuelto. Está aquí, entre nosotros. La presiento. Ha venido a
vengarse de la gente de este lugar.
—Retírese la testigo —resopló el coroner, meneando la cabeza—. Es todo
cuanto quería saber.
Abandonamos la sala cuando aún no eran las doce del mediodía de aquel
veinticuatro de diciembre, víspera de la Navidad. Poco antes había caído otra
densa nevada, y el ambiente de las calles era el tradicionalmente navideño, tan
encantador como molesto para moverse en ellas. Traté de alcanzar a Mabel, que
caminaba un corto trecho delante mío, pero cuando estaba a punto de lograrlo,
Saddie y sir Spencer me cerraron hábilmente el paso, bloqueándome la salida.
Capté una angustiada mirada de la muchacha entre sus dos tíos, que se la llevaron
casi a viva fuerza hasta su coche, donde subieron los tres alejándose de regreso a
casa. Los neumáticos dejaron dos hondos surcos en la blanca alfombra callejera.
Por la ventanilla posterior del vehículo, los bellos ojos de Mabel me dirigieron un
poético mensaje mudo de desesperanza. Pero no podía hacer nada por evitar
aquello. Legalmente, yo no era nadie para mezclarme en las intimidades de otra
familia.
—Sí, eso me parece —asentí—. Debe tener usted un arduo trabajo ante sí,
para encontrar a quien asesinó a mi cocinera.
—Para eso supongo que hace falta tener mucha fuerza… —apunté.
—Lo siento, reverendo, pero usted es el hombre más fuerte que recuerdo de
entre todos los de Aygarth, si exceptuamos a Fox, el criado del señor Quincy. Por
cierto, ¿se conocían ustedes?
—Me temo que sea más cierto lo primero que lo segundo, reverendo —
sonreí estrechando aquella mano musculosa y llena de vigor—. Me eduqué en una
familia católica de Nueva Inglaterra, y allí éramos minoría. Pero no soy hombre de
ideas rígidas en cuanto a la religión. No me importaría entrar en una iglesia de otro
credo, si realmente deseara hacerlo.
—Creí que la única definición posible está en creer en Dios como mínimo —
objeté, algo seco.
—Ése es un principio casi moral —admitió con tono grave—. Pero no basta.
—Lo lamento, reverendo. Tendrá que considerarme como una oveja negra
de su redil, en tal caso.
—No me preocupaba por mí, sino por usted —me miró muy fijo—. ¿Cree
que esa gitana dijo la verdad?
—El coroner carece de toda imaginación —terció Reeves—. ¿Por qué no pudo
ver Norah a un aparecido aquella noche?
—En los pueblos se sabe todo, señor Quincy. He llegado a entender que le
preocupa demasiado el recuerdo de Morgana de Wilders, una mujer que vivió y
murió en pecado, condenando su alma para siempre. Aléjese de esas cosas, hágame
caso.
—Habla usted como si realmente aceptara que Norah Kelly vio la sombra o
el espíritu de Morgana de Wilders —sonreí.
—Pienso como usted, esa gitana no es de fiar, pero ello no es obstáculo para
que las fuerzas malignas puedan hacerse presentes cuando tienen terreno abonado
para ello. Créame, acérquese más a la iglesia del Señor y aléjese de almas
condenadas, y todos saldremos ganando.
—No tengo nada concreto que hacer. ¿Me permite que la acompañe y la
invite a ese almuerzo?
Dudó, y temí por un momento que me dijera que no. Pero acabó
encogiéndose de hombros y reduciendo un poco más su ligero paso sobre el
nevado suelo.
—Sería ridículo pensarlo así —rechacé. La miré fijo, sin dejar de caminar a
su lado, y añadí, algo irónico—: ¿Lo hizo?
—¿No cree que diga la verdad al negar mi presencia allí aquella noche?
—No sea tonta, sabe que sí la creo. En ningún momento sospeché de usted.
—Yo siento ya ese miedo desde la noche misma en que encontré el cadáver
de mi cocinera. Poco antes había estado hablando conmigo, llena de vida… y de
repente, estaba allí, con el cuello roto, sangrando por boca y nariz, con un gesto
horrible. Fue pavoroso.
—Le dije que era mejor marcharse antes de que fuese tarde. Morgana debió
pactar con el diablo antes de morir. Son fuerzas que desconocemos, señor Quincy.
—Alguien dijo que si existe el Bien, existe el Mal —sentenció Morgana con
tono amargo—. Si se cree en Dios, se tiene que creer en el Diablo.
—¿Qué otra cosa puedo pensar? ¿Quién podría tener un motivo vulgar para
matar de ese modo a su cocinera? Recuerde su forma de morir: idéntica a la que
causó la muerte de una mujer llamada Carol Brand, hace cien años.
—En estos sitios tan pequeños todo se sabe —rió de buen humor—. Me
contaron que eran buenos amigos, que paseaban juntos… De repente se han
alejado uno de otro y la chica no sale de su casa sin la compañía de alguno de sus
tíos. ¿Ha habido un choque tal vez?
—Quizá. Pero dudo que ella tenga valor para enfrentarse a sus tíos.
Aparentemente son una gente encantadora, pero eso es sólo mientras no se intente
una aproximación excesiva a su sobrina. Entonces muestran su verdadero rostro.
—Pienso lo mismo.
—Ya me preguntó eso otra vez, pero en relación con otra mujer: su
antepasada, Morgana de Wilders.
—Es muy generoso por su parte, gracias. Pero deje de llamarme alguna vez
ese odioso «señor Quincy». Me hace sentirme viejo. Mi nombre es Jack para los
amigos. Y nosotros ya somos amigos, ¿no es cierto?
—De eso puede estar segura —reí—. No creo que la Morgana con quien
comparto ahora mi mesa tenga nada en común con la otra Morgana, salvo en su
aspecto físico y en su origen. Pero eso no significa nada. Sus ojos son los de una
buena muchacha, estoy seguro de ello, a pesar de su aire enigmático.
No sé por qué, sus palabras en ese momento lograron llevar otra vez la
incertidumbre a mi ánimo.
Ella parecía tan real, tan distinta a aquel retrato, a pesar de su semejanza
increíble…
No puedo negar que pensé mucho en Mabel aquellos fríos y aburridos días
de nieve, frío y festividad navideña. Me dediqué a trabajar bastantes horas en mi
estudio, mientras una anciana señora de Aysgarth ocupaba momentáneamente el
puesto que dejara vacante la muerte de Daisy Willard, aunque su modo de cocinar
distaba mucho de ser como el de aquella moza, que sólo unos minutos antes de
morir tan brutal y horriblemente había compartido conmigo el lecho, en un
momento de debilidad carnal por mi parte. Muchas veces me pregunté si todo
habría sido igual de no haberse producido aquella circunstancia, pero lo cierto es
que esa pregunta carecía por completo de respuesta.
Así las cosas, llegó el día de Año Nuevo, con una nevada tan copiosa como
persistente, que duró varias horas y dejó todo casi impracticable, en torno a mi
caserón Victoriano. Logré algunas bellísimas composiciones fotográficas gracias a
aquel blanco elemento y unos juegos ópticos adecuados, pero todo eso dejó de
tener sentido para mí, cuando de nuevo oí una voz en la casa que me hablaba de
forma tan inesperada:
***
Tía Saddie se fue al pueblo a unas diligencias. Ella es la peor de los dos en
cuanto a vigilarme. Con tío Spencer es más fácil evadirse.
La rodeé con mis brazos. Nos besamos. Acaricié sus cabellos color oro viejo,
suaves y aromáticos.
—No puedes seguir así —murmuré—. Tienes que escapar de ellos. La ley te
ayudará. Nadie puede secuestrar a otra persona, y menos a una mayor de edad.
—No, no. No puedo hacer nada. Si me enfrento a mis tíos, debo renunciar a
todo lo que me pertenece. Me dejarían sin nada, con la ley en la mano. El
testamento de papá lo tiene todo previsto.
—Pero por todos los diablos, ¿en qué pensaba tu padre para hacer algo así?
—Me enfurecí—. Te dejó en manos de tu tío totalmente. Y ahora él se casa con una
mujer demasiado joven para él, ambiciosa y dura, que está dispuesta a todo con tal
de seguir siendo dueña de lo que a ti te pertenece en justicia.
—Papá tal vez no pensó en todo eso —suspiró Mabel, bajando la cabeza—.
No me quejo de ellos. Tío Spencer y tía Saddie no parecían tan duros como ahora
se muestran.
—Inténtalo, de todos modos. A veces la libertad vale más que todo el dinero
del mundo. Puedes tomar tus propias decisiones eso nadie puede impedirlo.
—No sé, me siento tan confusa… —Se pasó una mano por la frente,
apoyándose en mí. En ese momento, por encima de mi hombro, clavó los ojos en el
cuadro del fondo—. Ese retrato, ¿es de ella?
—No sé qué pensar —se encogió de hombros con tímida sonrisa, colgándose
de mi brazo—. Tengo problemas suficientes para no poderme ocupar demasiado
de otras cosas. Sin embargo, me dio mucho miedo eso de tu cocinera…
—¿Tú crees? —dudó ella—. Entonces ¿qué pasó aquella tarde en la cripta?
Me estremecí. No había querido pensar en eso. Había muchas cosas en las
que me negaba a pensar, no sé si por miedo o por egoísmo. Lo cierto es que las
palabras de Mabel me hacían afrontar la realidad con cierta crudeza, sin
hipocresías.
—La cripta… —repetí—. No sé. Es algo que convendría aclarar de una vez
por todas. Un día haré abrir esa tumba, pese a quien pese. Y comprobaré si
Morgana sigue allí, embalsamada y sin vida.
Me miró estupefacta. Estoy seguro de que era lo último que esperaba oírme
decir en aquellos momentos.
—Jamás dije nada tan sincero y serio antes de ahora —afirmé—. Mabel, ¿qué
me respondes?
—Oh, Jack, sería tan hermoso… —Sus ojos resplandecían al abrazarse a mí,
llenos de la claridad del día reflejándose en la nieve—. Pero me da miedo…
—¿Miedo? ¿A qué o de quién? Ellos sólo son tus tíos y tutores por culpa de
ese absurdo testamento. Nada más. Pueden disponer de tu herencia, no de tu
persona y de tus decisiones. Respóndeme, Mabel. Podemos ir ahora mismo al
pueblo. O cuando tú digas. El reverendo Moore nos casará encantado, estoy
seguro. El señor Reeves nos dará la licencia, será cuestión de media hora todo eso.
—¿Y que ellos te retengan de nuevo a su lado? —Pegué una patada y levanté
un montón de terrones de blanca nieve—. Piénsalo deprisa, Mabel. Podría ser esta
misma noche… cuando oscurezca.
—Lo sé. Pero siento miedo… más miedo que nunca. Jack —se aferró a mí,
casi desesperadamente, clavando sus uñas en mis brazos a través del tejido de mi
chaqueta—. Ella… me aterra. Hay algo maligno, algo espantoso en esa mujer.
—No temas nada —la apreté contra mí—. ¿Esta noche en Aysgarth? A las
nueve en casa de Reeves. Desde allí iremos a la capilla y el reverendo nos unirá.
¿Qué dices a eso?
—Señor Quincy, no se mezcle en asuntos ajenos —me avisó ella con acritud,
mirándome con un centelleo amenazador—. Mabel es asunto nuestro, no suyo.
—Lo siento. Desde este momento es más mío que suyo —objeté—. Pienso
casarme con su sobrina, pese a quien pese. La ley está de mi parte. Ella acaba de
aceptar ese matrimonio.
—Muy bien. Diré eso a tu tío. A ver qué opina él. No creo que le guste.
—Eso nos tiene sin cuidado —le dije con aspereza—. No queremos ese
dinero, sino ser marido y mujer simplemente. Nadie puede oponerse a eso, bien lo
sabe.
—Eso ya lo veremos, señor Quincy —me desafió ella, glacial—. ¡Lo veremos!
Mabel, vamos ya. No permitiré que estés aquí ni un minuto más.
—Sí, Jack —la oí susurrar—. Lo recuerdo bien. Todo sigue en pie… pero lo
siento. Ahora debo irme.
—No siga adelante con esto, señor Quincy —me avisó, mordiendo casi las
palabras entre sus labios carnosos, sensuales—. Renuncie a Mabel o será peor para
usted. Es un aviso amistoso. Yo que usted, aceptaría este consejo sin más. No me
obligue a ser más dura, llegado el caso.
—¿Por qué hace todo esto, señora? —pregunté—. ¿Por Mabel… o por simple
despecho? ¿Cambiarían quizá las cosas si yo… cambiara de actitud respecto a
usted, a espaldas de su marido?
—No, gracias —negó ella—. Ahí dentro, no. Hay servicio. No tarda en
saberse todo en un sitio como éste. ¿No existe un lugar más discreto para ambos?
Sobre todo, para mí…
—Pero desolado y discreto, sobre todo con esta nevada —sonreí—. ¿Crees
que tu fuego no bastará para sentir calor aquí?
—Estoy segura de que sobrará —rió con acidez—. Puede arder el bosque y
derretirse la nieve. Me gustas, Jack. Me gustas mucho. Me volviste loca desde que
te conocí. Con Spencer lo paso muy mal. Es un viejo incapaz…
—Sabes que sí. Y no renuncio. Si he aceptado venir aquí contigo, sabes por
qué ha sido. ¿Piensas volverte atrás ahora?
—Deja el asunto en mis manos. Sólo necesito tu ayuda, Saddie. Y que Mabel
nunca sepa esto, la forma en que llegamos a un acuerdo…
Celos… Era una locura. Un disparate. Una muerta, sintiendo celos de los
vivos… Ni siquiera nos habíamos visto jamás. Yo no era nadie para Morgana de
Wilders. Yo había nacido mucho después de morir ella. Todo aquello era ridículo,
absurdo. Pero sin embargo…
Sin embargo tenía miedo. Tenía miedo de una muerta, de una sombra, de
alguien que no existía.
Con las primeras horas del día, la policía local había hallado a Saddie.
Estaba junto al panteón de los De Wilders. Tendida boca abajo en la nieve,
totalmente congelada.
Pero no había sido el frío ni la helada lo que acabó con ella. Tenía el cuello
roto, había sufrido una hemorragia interna que brotó por sus fosas nasales. Los
ojos dilatados, reflejaban todo el inmenso, infinito horror de haberse enfrentado
con una muerte horrenda.
Que Morgana de Wilders había vuelto para vengarse. Y que toda mujer que
mantenía conmigo una relación afectiva encontraba una muerte espantosa.
Era cierto. Increíble, pero cierto. Morgana tenía celos. Me había convertido
en su amante a través de la fría oscuridad de la muerte y de la eternidad…
Y ella no permitiría que amase o fuese amado por ninguna otra mujer.
UNA vez más el veredicto de la encuesta había sido tan torpe como
ambiguo: «Muerte accidental producida por posible caída del caballo». Eso fue
todo lo que el coroner resolvió tras unos días de encuesta monótona y aburrida.
Yo sabía que eso no era cierto. No podía serlo. Creo que tampoco se lo creía
nadie en todo Aysgarth. El clima del lugar se había alterado sencillamente. Casi se
palpaba el terror, la superstición, el miedo a lo desconocido. No se les podía
reprochar. El día del centenario de la demoníaca experiencia de Morgana de
Wilders en Asthon Manor, había hallado la muerte la cocinera Daisy Willard. La
noche del centenario de la muerte de Morgana, era Saddie Random quien moría de
igual modo y justamente a dos pasos de la cripta funeraria donde ella y su esposo
Jonathan yacían desde hacía cien años.
Tal vez por todo ello tomé una fría decisión apenas terminada la encuesta. Y
se la expuse al coroner abiertamente:
—¿Exhumar unos restos que llevan cien años sepultados? —me observó
como si dudase de mis facultades mentales—. Eso es imposible. No tiene usted
derecho a ello, aunque sus tierras sean ahora de su propiedad, señor Quincy.
—Por eso se lo consulto a usted. Puede dar esa orden, como juez local.
—¿Y el motivo?
—Sí.
—Lo que rodea a esa mujer. Ni siquiera puedo estar ya seguro de que
Morgana de Wilders esté todavía sepultada allí dentro.
***
Resultaba una ceremonia fúnebre deprimente.
Había vuelto a nevar con fuerza y continuaba nevando aún aquella tarde
gris y plomiza. Los copos blancos llegaban a nosotros empujados con fuerza por
ráfagas de un cierzo helado, que llegaban hasta los huesos a pesar de nuestras
gruesas prendas de abrigo y los recios guantes. Eran como papelitos de un
carnaval siniestro, movidos en remolinos y cuyo contacto ofrecía el mismo frío de
la muerte.
En aquel clima inhóspito y glacial, el juez local y dos hombres del constable
Latimer se ocupaban en probar unas ganzúas en el candado de la puerta enrejada
del panteón de los De Wilders.
—Está bien, constable, utilice el revólver —pidió ceñudo el juez en ese punto
—. Dispare contra el candado, y listo.
Sin embargo, yo estaba seguro de haber oído ruidos allí dentro, de haber
visto una luz… e incluso la sombra de una mujer, singularmente parecida a
Morgana de Wilders.
—Voy, juez —corroboré yo, echando a andar hacia la entrada del recinto
funerario.
—Dios mío —oí gemir a Latimer—. Prefiero enfrentarme a diez rufianes que
pisar un lugar así.
No me hizo sonreír. Estaba de acuerdo con él. Hubiera dado algo por no
cruzar ahora aquel umbral. Pero algo me impelía a hacerlo. Tal vez allí, a d fin de
cuentas, estaba la respuesta de todo, la solución a muchas interrogantes que
atormentaban mi mente desde mucho tiempo atrás. Especialmente desde que
comenzó a morir gente en Aysgardfield.
Había allí solamente dos sepulcros, tal y como ya sabíamos. Pudimos leer la
inscripción de ambos, uno a cada lado del panteón, escrita sobre la piedra: Jonathan
de Wilders, decía en uno, el de la derecha. Y el de la izquierda, naturalmente,
llevaba el otro nombre. Su nombre: Morgana de Wilders. En ambos la misma fecha:
1880.
—Usted está loco —gruñó—. Vamos, constable. Parece ser que habrá que
terminar con todo esto. Hagámoslo lo antes posible.
—Pesa mucho —declaró, tanteando la piedra—. Será mejor que los hombres
vengan a ayudarnos. Esa lápida de arriba podría romperse.
Y así estuve hasta que uno de los policías alzó la tapa de madera, con un
chasquido seco, y se asomó al interior, mirando al féretro, al lugar donde Morgana
había de dormir su sueño eterno, para decir en voz muy alta, que retumbó
lúgubremente en la cripta:
***
El té caliente nos reconfortó a todos. Pero aun así, había un extraño silencio,
una tensión latente en el salón de mi casa, mientras mis invitados degustaban las
pastas y la infusión, recuperándose del frío sufrido durante la exhumación.
—Tal vez nunca estuvo allí —apuntó el juez—. Podría suceder que la
historia que conocemos sobre los De Wilders sea distinta a como fue realmente,
pese a todas las diligencias de por entonces. ¿Quién nos dice que quizás alguna
persona, temerosa de los supuestos poderes ocultos de esa mujer, no logró destruir
su cadáver antes de ser sepultado?
—Es una teoría verosímil, juez —tuve que admitir—. Y, por otro lado, muy
difícil de comprobar después de cien años.
—Lo cierto es que el cuerpo de esa mujer no está, y usted tuvo razón al pedir
la exhumación, señor Quincy —dijo el juez con tono de cansancio—. Voy a abrir
una investigación sobre el caso e informar al condado de lo sucedido. Espero que
podamos resolver lo antes posible este misterio.
—Estaba entre las viejas cosas de esta casa, olvidado en el desván. ¿Por qué
lo pregunta?
—Oh, por nada. Es que, sin saber la razón, me resultó familiar por algún
motivo.
Había sugerido que entre el cuadro y una mujer llena de vida no existía una
simple semejanza física, sino que eran la misma persona.
¿Era eso cierto? ¿Decía la verdad la joven eslava, o se ocultaba algo siniestro
y horrible tras su presencia jovial y encantadora? ¿Era posible que una muerta
saliera de la tumba y apareciese ante los demás como un ser vivo y radiante?
Yo había oído hablar de leyendas tenebrosas en las que los difuntos podían
aparecerse aparentemente llenos de vida y de juventud, y que llegado el momento
se desfiguraban en espantosos seres en estado de putrefacción y de horror. Pero
siempre pensé que eran sólo eso: leyendas.
Pero había llegado a tal punto ya mi temor, mis recelos casi insoportables,
sobre todo después de la excursión al helado y oscuro mundo de la muerte, que
tomé una repentina decisión. Dije a Jackson que no me preparase la cena, que
cenaría en el pueblo, y que Fox no necesitaba conducir el coche esta vez. Yo lo
haría.
Por fin, cuando hube terminado me apoyó una de sus grandes manazas en el
hombro, y sentí su peso y fuerzas casi como una losa.
—Me temo que todo esto ha ido demasiado lejos, señor Quincy —manifestó
con un suspiro—. Esté usted muy cerca del Mal y de sus oscuros poderes si no me
equivoco. Primero fue la muerte de esa muchacha, su cocinera. Luego, la de lady
Owens… Ambas del mismo modo. Ahora, usted hace exhumar los restos de
Morgana de Wilders… y ella no está en la tumba. Me preocupa. Me preocupa y me
inquieta, señor Quincy.
—Creo en el Mal y en sus fuerzas, señor Quincy. Y esa mujer practicó ritos
satánicos, corrompió a un infortunado y débil pastor del Señor, envileciéndole en
el pecado. Murió jurando venganza y anunciando un regreso del mundo de lo
eterno, tal vez porque ésa había sido su petición al Enemigo. Y ahora su cadáver no
aparece, como si nunca hubiera estado en esa tumba.
—Sí, reverendo, así están las cosas —asentí roncamente—. Primero creí que
estaba pensando estupideces. Luego llegué a inquietarme. Ahora… ahora le
confieso que estoy asustado.
—¿Crucifijo? No, ninguno. Creo que los de Wilders nunca debieron ser muy
creyentes. Y yo… bueno, ya sabe. Soy una persona algo escéptica sobre muchas
cosas.
Apreté aquel trozo de metal plateado entre mis dedos. Sentí casi alivio. Era
reconfortante su contacto, pensé.
Asentí. El reverendo tuvo razón. El viaje de regreso lo hice con más alivio y
serenidad de espíritu que el de ida. Antes tomé un refrigerio en el restaurante del
hotel, y pregunté de nuevo por Morgana, apretando la cruz en mi bolsillo. No
había regresado aún.
Por ello volví a casa a través de la nieve. Los copos caían ahora despacio y
sin excesiva abundancia, pero el frío era muy intenso, y el suelo empezaba a
helarse, tornándose resbaladizo bajo los neumáticos.
—Oh, buenas noches, Jack —me saludó con su habitual tono afectuoso y
dulce—. Perdona que me atreviera a hurgar en tus libros. Tenía que entretenerme.
Llevo un largo rato aquí.
—Debimos cruzarnos, sin duda. Fui a verte al pueblo —dije—. Puedes leer
cuanto quieres.
—No, gracias. Ya sabes que no bebo —me miró al resplandor del alegre
fuego que ardía en la chimenea—. ¿Qué querías de mí?
—No puedo saberlo —la miraba con fijeza, pero ella evitaba sostener mi
mirada en esta ocasión—. Imaginé que tú podías saber de eso más que yo.
Morgana.
—Sí, creo que te entiendo —ahora sí me miró y había dolor en sus ojos—.
Sospechas de mí. Crees que soy… un fantasma. Un cadáver viviente, ¿no es cierto,
Jack?
—No sé. A Londres. O tal vez fuera de Inglaterra. Lejos de aquí. Lejos de su
sombra. Y lejos de ti también. Vale más terminar con todo esto de una vez por
todas, o me volveré loca.
—Yo que tú me iría. Te lo dije aquella noche y no quisiste hacerme caso. Tal
vez todo esto no hubiera sucedido si me escucharas.
—No lo sé, Jack. Pero tengo miedo. Todo gira en torno tuyo. Es como si algo
maléfico quisiera apoderarse de ti o hacerte su víctima. Si temo es por ti. Oh, Dios,
¿por qué no dejas todo y te marchas una temporada lejos de Aysgardfield y de la
sombra de Morgana de Wilders?
—No hay tiempo, Jack. Toma tu decisión cuanto antes —había una rara
expresión de súplica en su tono que me inquietó. Me había tomado por los brazos
y me estaba zarandeando, casi imperativa.
—¿Saber? —me soltó como si quemase y se echó atrás, sin mirarme—. Nada,
Jack, nada. Puedes hacer lo que quieras, pero sólo lejos de aquí podrás salvarte, te
lo advierto. Ahora debo irme ya.
—Espera…
—No. Debo irme. Adiós, Jack. Nunca más volveremos a vernos. Eso espero,
al menos.
Y dio media vuelta, corriendo hacia la salida. Fui tras ella, pero cuando salí a
la puerta ya se alejaba hacia el camino del pueblo montada en una bicicleta que sin
duda dejara adosada contra un árbol a su llegada.
¿Qué me ocultó Morgana? ¿Qué sabía ella? ¿Por qué sentía tanto miedo por
mí?
Fue entonces cuando tuve la idea de llamar a Random Mews, sin saber por
qué, esperando encontrarme con la voz de sir Spencer al otro lado, agresiva y dura
como siempre.
Me llevé una sorpresa. La dulce, suave voz que habló por el hilo telefónico,
logró estremecerse de placer:
—Lo es.
—Estoy tan asustada… Sigo pensando que lo de tía Saddie no fue accidental.
No pudo serlo. Es demasiado parecido a lo de… la otra mujer, tu cocinera.
—Tengo que pensarlo, ¿no lo comprendes? Por ti, Jack, por ti sobre todo.
Temo que te ocurra algo si esa horrible mujer…
—No temas nada —sonreí—. Tengo mis propias armas contra ella ahora.
—Sea como sea, tengo miedo. Oh, Jack, si hubiéramos podido casarnos
aquella noche, como pensamos…
—Verás, intenté algo mejor hablando con tu tía. Estaba a punto de ceder, de
ser más comprensiva. Y justamente entonces… tuvo que morir.
—Ten por seguro que voy a intentarlo. Hablaré con él en cuanto esté mejor.
Y si no da su consentimiento… nos casaremos a pesar de todo, como habíamos
convenido. ¿Estás dispuesta?
—Cuando quieras, Jack —se detuvo, y oí un lejano grito ronco y algo que
golpeaba el suelo. La voz de Mabel sonó luego agitada—: ¡Tío! ¡Tío Spencer! Jack,
por favor, tengo que colgar. Arriba… Parece que ocurre algo…
—Ha… ha muerto.
—¡Mabel!
—El doctor llegó cuando estaba ya en la agonía. Fue el corazón. Le falló. Oh,
Jack, ¿qué voy a hacer ahora?
—Iré hacia allá de inmediato. Estaré a tu lado toda la noche, no temas. Creo
que eres demasiado buena con quienes tan mal se portaron contigo.
—Jack, no puedo evitarlo. Yo no supe cómo eran realmente hasta hace poco.
Siempre les quise… —Su voz se quebró.
—Vaya, lo siento. Pero no es sólo sir Spencer quien ha muerto esta noche.
Venga, se lo ruego. Creo que esto puede serle de mucho interés, señor Quincy.
La luz subió hasta la cabeza de aquel cuerpo inmóvil. Lancé un grito ronco
de horror.
Era ella, ciertamente. Algo o alguien le había roto el cuello de tal modo, que
su cabeza colgaba a un lado como la de un muñeco. Una expresión de pánico y de
angustia infinitos crispaba sus facciones morenas, ahora de un lívido tono ocre
ceniciento. Tenía los ojos desorbitados, la sangre fluía de su nariz y por la comisura
de los labios…
Capítulo V
Después otras cosas ocuparon mi atención, como fue revisar las cuentas de
Mabel en compañía del abogado de la familia Random-Owens, y dar algún
consuelo a la muchacha, que pálida y hundida sufría la pérdida familiar con
mucho más dolor del que a mi juicio había merecido jamás su bribón de tío.
Pero Mabel no tenía nada que temer. Nos casamos ante el reverendo Moore
sólo quince días después de la muerte de su tío, pese a que ella se resistía a celebrar
el enlace tan pronto. Había perdido una fortuna, pero había ganado un esposo
mucho más rico de lo que fuera su padre. Y yo había ganado a la mujercita más
encantadora del mundo.
«Me olvidaba, señor, del motivo principal de estas líneas que me permito dirigirle a
uno de los puntos señalados en su itinerario: el señor Milton Reeves, del Registro Civil,
estuvo aquí el otro día con un experto en arte, amigo suyo, venido de Leeds. Querían
examinar el retrato de… quien usted sabe. El señor Reeves me dijo que había recordado al
fin quién tenía en Aysgarth un cuadro de esa dama, y que había ido a verlo, resultando ser
una mujer absolutamente distinta a la de su propio cuadro, señor, sin el menor parecido
con ella. Intrigado por ello, ha llamado a su amigo de Leeds y examinaron el cuadro que
tiene usted en esta casa.
Sus conclusiones han sido sorprendentes. Me rogaron le dijese que dicho cuadro no
es sino una falsificación bastante buena. Un cuadro pintado recientemente, al que se le han
hecho trucos para hacerlo pasar por viejo, se ha creado artificialmente la carcoma del marco,
y se le ha falseado la firma del pintor Cavanaugh.
Por otro lado, señor, el señor Reeves ha recordado también que vio un cuadro
idéntico a ése, pero con otro vestido de color diferente, en un museo de Edimburgo, la
Galería de Arte de Escocia.
Es todo, señor. No entiendo qué significa todo eso, pero se lo digo tal como el señor
Reeves insistió que lo hiciese.
Mark Jackson».
Me quedé helado. No supe qué pensar. Pero de un modo u otro, fue como
sentir de nuevo el frío dogal del miedo en torno a mi garganta, y algo así como la
presencia de unas frías manos del más allá, rozando mi cuello, causándome un
intenso escalofrío.
—Así es —afirmé.
—¿Pero cómo puede ser posible? ¿Hizo ese pintor dos cuadros tan exactos?
***
—¿Azules?
—No, no —rechacé—. No será preciso. Tal vez sea mejor no saber nunca
cómo fue realmente Morgana. Pero entonces, ¿quién hizo aquel cuadro, por qué…
y a qué se debe su parecido con la joven Morgana Kovacs?
—Eso, amigo mío, lo ignoro —me confesó Reeves—. Pero yo diría que hay
algo muy raro en todo esto, la verdad. Muy raro.
—¿Y bien? —Le miré—. ¿Qué tengo que ver yo con eso?
—¿Ah, sí? —El asunto empezó a interesarme ya bastante—. ¿Dijo ella por
qué?
—Bueno, tal vez sea cierto todo eso después de todo —sonreí—. No creo que
tenga mucho que ver conmigo. Si lo que buscan es otro permiso para rodar en mi
casa, no pienso concedérselo.
—No, no me refería a eso, señor Quincy. Cuando recordé quién era supe por
qué me resultaba familiar su rostro. Pero luego caí en la cuenta de que había otro
motivo por el cual veía algo especial en aquella joven, algo que me recordaba a
alguien.
—¿Y era…?
Me detuve. Arrugué el ceño. Iba a decirle: «Pero no supe de ella desde hace
años, y creo que se hizo actriz…».
Esta vez sentí que el suelo se abría bajo mis pies. Todo me dio vueltas.
***
Esperé que estuviera equivocado Reeves en ese punto. Pero no era así. El
conserje me informó de que «la señorita Miller había salido temprano y no había
regresado aún». Un sudor frío me invadió.
—¿Para mí? —me sorprendí. El corazón me dio un vuelco. Tal vez había
pecado de malpensado. Quizá mi hermana me había dejado un mensaje, por si la
localizaba…
Querido Jack:
Todo ha sido una farsa, una gran mentira montada por mi cómplice para
engañarte. Pero me dijo que era una simple estafa… y luego ha habido demasiadas
muertes para creerme eso, aunque Abby me jure y perjure que ella no mató a nadie
y sólo quisiera hacer una pequeña estafa.
No la creo. Tu hermana Abby me asusta. Sí, Jack. Debes saber que Abby
Miller, o Abigail Quincy Powers, es quien me propuso esta estafa monumental: un
cuadro recién pintado, falseado como su marco, para convencerte de que Morgana
de Wilders era idéntica a mí. Yo fui la modelo de esa imitación. Y nunca me llamé
Morgana Kovacs, como te dije, sino Marion Kirk, y soy inglesa por los cuatro
costados.
Perdóname, Jack, pero éste es mi oficio. Soy una vulgar estafadora, una
bribona al margen de la ley. Sin embargo, me he enamorado de ti y sé que no
podría hacerte nada malo ni permitir que te lo hicieran.
Jack, todo lo de la cripta fue planeado. También esa mujer falseó otro
candado, fabricó un moho y un polvo falsos, pudo entrar en la cripta con un
compinche. Creo que robaron el cuerpo de Morgana. Todo esto no creo que fuese
para una vulgar estafa, sino para matarte y justificarlo con la maldición de la
difunta; ahora lo veo claro.
Jack, ahora ya sabes por qué te advertía, por qué huí. No podía seguir más
ese espantoso juego. No puedo ir contra ti, contra tu vida, que ahora amo mucho
más que la mía…
Eso me ha asustado más aún. Algo planea. Sé que no será nada bueno. Es
capaz de todo. Ten cuidado. Mabel es tu mujer. Y si a ella le sucede algo ahora…
Abby volvería a ser tu heredera si luego eres tú quien desapareciera…
Temía llegar demasiado tarde. Abby había tenido toda la tarde para actuar.
Si la persona que había venido a matar a Mabel oía mi voz y tenía ocasión,
acabaría con mi esposa antes de que yo pudiera hacer nada por evitarlo. Y eso era
lo que tenía que impedir a toda costa. El momento de anteponer al cerebro al
corazón había llegado.
No había nadie tampoco en la planta alta, estaba seguro de ello ahora. Miré
desesperado en torno mío, sin entender dónde podían estar. La idea de que tal vez
hubieran abandonado ambas la casa para dirigirse a algún lugar donde mi propia
hermana asesinase a la mujer amada, me causó escalofríos. Pero desgraciadamente
ésa parecía la única solución posible.
Alcé los ojos. Escuché. El crujido se repitió, muy leve. Y supe dónde era.
¡Arriba!
Los peldaños eran peligrosos. Madera vieja. Podían crujir, echarlo todo a
rodar. Lo intenté, descalzo. Subí un peldaño, dos. Evité a tiempo un crujido y salvé
dos escalones de una zancada, para no pisar el escalón ruidoso.
Ahora, sí. Capté voces apagadas, por la rendija de la puerta. Voces de mujer.
Respiré aliviado. ¿Vivía aún Mabel? ¿Le estaba anunciando Abby la muerte atroz
que la esperaba?
Y oí las voces. Oí una voz de mujer en primer lugar. Sentí un horror sin
límites. No era la voz de Mabel. No era, tampoco, la de Abby, mi hermana. Era una
voz que conocía bien, Y sonaba asustada. Muy asustada. ¡Era Morgana Kovacs!
La otra voz que respondió a Morgana fue fría y cortante como una hoja de
acero. Y despejó todas mis dudas:
—Lo siento. Tengo que matarte. Has visto como acabo de matarla a ella.
Conoces toda la verdad sobre mí y sobre mi plan. Eres mi mayor obstáculo.
También tú amas a Jack, lo sé. No va a resultar nada extraño que una vulgar
estafadora aparezca sin vida en Aysgardfield. La venganza de Morgana de Wilders
continuará así implacablemente —soltó una agria, hiriente carcajada que rebosaba
maldad—. Lo siento, Morgana. Vas a morir como todas las demás. Pero serás mi
última víctima. No pienso matar a Jack… todavía. He hecho ya demasiadas cosas
por él.
Porque quien había hablado no era Abby Miller, mi hermana. Era otra
persona cuya voz conocía yo demasiado bien para equivocarme.
Era la voz de ella.
***
—No, no callaré. Ahora lo veo claro. Estás loca. Eres una demente. Por eso tu
padre dispuso ese testamento. Temía que enloquecieras. Tal vez pensó que a mayor
edad el riesgo sería menor.
—Eres una víbora —masculló Mabel, furiosa—. Hablas como ellos: como
papá, como tío Spencer, como los médicos malditos… Ellos decían que mamá
murió loca. Que yo había heredado su locura, pero que si a los veintinueve años no
mostraba síntomas de demencia, estaría a salvo de esa maldita herencia.
—Te dije que callaras, maldita y sucia arpía —jadeó Mabel, convertida en un
monstruo de odio, de maldad, de ira—. Voy a despedazarte con mis propias
manos. Seré feliz cuando sienta crujir tu cuello, como crujieron los de todas las
otras, al rompérselo. Cuando Jack vuelva del pueblo nada podrá saber. Jackson, tú,
su hermana… Todos habréis muerto a manos de Morgana de Wilders. Y yo estaré
ahí, desvanecida, aterrorizada, víctima de una crisis nerviosa. Nadie dudará nunca
de mi palabra. Y menos con esa momia ahí… Con esa momia que tu estúpida
cómplice, Abby Miller, o Abigail Quincy, trajo a esta casa, ocultándola en el desván
sin que nadie lo supiera, salvo su cómplice en todo este juego… ¡el fiel mayordomo
Mark Jackson, que tan útil le fue en todo el plan criminal planeado para deshacerse
de su hermano, a quien yo salvé y protegí de sus garras!
—¡No, no, por el amor de Dios! —rugí yo, exasperado, luchando contra el
aturdimiento y el dolor que sentía para intentar evitar lo peor. Si alcanzaba a
Marion con aquellas manos suyas, crispadas y poderosas, su muerte sería segura.
—Ya veo lo que pretendes, Jack —silabeó con odio profundo—. Amas a esta
mujer y pretendes salvarla… ¡Pero morirá a mis manos y nadie va a impedirlo!
—Dios mío —susurré—. Creo que es lo mejor que pudo ocurrir. Vamos,
salgamos de aquí, Marion.
—No. Tal vez no. El fuego purifica. Hay aquí demasiadas cosas horribles,
dignas de que el fuego las borre para siempre, incluidas Mabel, mi hermana
Abby… y esa momia. Aunque ella, al menos, ha salvado tu vida…
Sabía que nunca podrían combatir aquel fuego. Aysgardfield sería pronto un
montón de ruinas humeantes.
—Sí, lo era. Pero tal vez debía de ser de los De Wilders aún. Es mejor así.
Será como sus antiguos dueños: sólo cenizas.
—Lo pensaré —suspiré—. Creo que tú eras la mejor de todas. Sí, Marion, lo
pensaré. Ahora, no pienses tú en ello.
***
Sí. Lo pensé muy bien.
Hace ya más de dos años de todo aquello. Marion Kirk es ahora la señora
Marion Quincy Powers. Tenemos un hijo. Y somos felices.
Bueno, no todo.
Por eso, a veces aún tengo pesadillas. Y sueño que vuelvo a Aysgardfield, y
que Aysgardfield existe todavía y no es sólo un siniestro recuerdo escondido bajo
un montón de restos ennegrecidos por el fuego.
Algún día sé que olvidaré todo aquello y no volveré a tener malos sueños.
Pero llevará su tiempo, y Marion lo sabe. A ninguno nos importará esperar ese día,
procurando ser, mientras tanto, todo lo felices posible.
FIN
Notas
[1]
Alusión a la obra de Henry James, adaptada por Balderston al teatro,
Berkeley Square. Su protagonista, Pete Standish, es trasladado al pasado,
intercambiándose con un antepasado suyo que viene, en su lugar, al presente, con
todo el conflicto emotivo, psíquico y sentimental que el hecho produce en él. (N.
del A.). <<