Naciones y Nacionalismos Desde - Eric Hobsbawm
Naciones y Nacionalismos Desde - Eric Hobsbawm
Naciones y Nacionalismos Desde - Eric Hobsbawm
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Titivillus 22.01.15
Libro proporcionado por el equipo
Le Libros
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El presente libro se basa en las Conferencias Wiles que tuve el honor de dar en
la Queen’s University de Belfast en mayo de 1985. El lugar sugirió el tema. El
contenido de las cuatro conferencias que como profesor visitante me comprometí
a dar es un tanto concentrado y, para mayor comodidad, aparece ahora en cinco
capítulos de extensión desigual, una introducción y algunas reflexiones a modo de
conclusión. También se ha revisado el manuscrito, en parte para tener en cuenta
material posterior, pero principalmente en vista de los debates sostenidos con el
grupo de expertos invitados, lo cual es uno de los principales atractivos de las
Conferencias Wiles para los que tienen la suerte de darlas. Estoy agradecido a
todos los que organizaron las conferencias y a los que participaron en los debates,
y, en especial, a Perry Anderson, John Breuilly, Judith Brown, Ronan Fanning,
Miroslav Hroch, Víctor Kieman, Joe Lee, Shula Marks, Terence Ranger y Góran
Therbom, por sus críticas y su estímulo y especialmente por hacerme pensar más
en el nacionalismo no europeo. Sin embargo, me he concentrado principalmente
en el siglo XIX y comienzos del XX, período en que el tema es más bien
eurocéntrico o, en todo caso, se centra en las regiones «desarrolladas». Como
llevo algún tiempo hablando y haciendo preguntas acerca de naciones y
nacionalismo, hay muchos otros que me han dado ideas, información o referencias
bibliográficas que, de no ser por ellos, se me hubieran pasado por alto.
Arriesgándome a ser injusto, señalaré a Kumari Jayawardene y los otros
estudiosos del sur de Asia que colaboran con el World Institute for Development
Economics Research en Helsinki, así como a mis colegas y alumnos de la New
School for Social Research de Nueva York, que han oído y comentado una parte de
este material. La preparación del libro fue en gran medida posible gracias a una
Leverhulme Emeritus Fellowship, y quisiera expresar mi aprecio por esta
generosa ayuda que me prestó el Leverhulme Trust.
Esa visión desde abajo, es decir, la nación tal como la ven, no los gobiernos y
los portavoces y activistas de movimientos nacionalistas (o no nacionalistas), sino
las personas normales y corrientes que son objeto de los actos y la propaganda
de aquellos, es dificilísima de descubrir. Por suerte, los historiadores sociales han
aprendido a investigar la historia de las ideas, las opiniones y los sentimientos en
el nivel subliterario, por lo que hoy día es menos probable que confundamos los
editoriales de periódicos selectos con la opinión pública, como en otro tiempo les
ocurría habitualmente a los historiadores. No sabemos muchas cosas a ciencia
cierta. Con todo, tres cosas están claras.
La primera es que las ideologías oficiales de los estados y los movimientos no
nos dicen lo que hay en el cerebro de sus ciudadanos o partidarios, ni siquiera de
los más leales. En segundo lugar, y de modo más específico, no podemos dar por
sentado que para la may oría de las personas la identificación nacional —cuando
existe— excluy e el resto de identificaciones que constituy en el ser social o es
siempre superior a ellas. De hecho, se combina siempre con identificaciones de
otra clase, incluso cuando se opina que es superior a ellas. En tercer lugar, la
identificación nacional y lo que se cree que significa implícitamente pueden
cambiar y desplazarse con el tiempo, incluso en el transcurso de períodos
bastantes breves. A mi juicio, este es el campo de los estudios nacionales en el
cual el pensamiento y la investigación se necesitan con la may or urgencia hoy
día.
5. La evolución de las naciones y el nacionalismo dentro de estados que
existen desde hace tiempo como, por ejemplo, Gran Bretaña y Francia no se ha
estudiado muy intensivamente, aunque en la actualidad es objeto de
atención[18] . La existencia de esta laguna queda demostrada por la escasa
atención que se presta en Gran Bretaña a los problemas relacionados con el
nacionalismo inglés —término que en sí mismo suena raro a muchos oídos— en
comparación con la que se ha prestado al nacionalismo escocés, al galés, y no
digamos al irlandés. Por otra parte, en años recientes se ha avanzado mucho en el
estudio de los movimientos nacionales que aspiran a ser estados, principalmente a
raíz de los innovadores estudios comparados de pequeños movimientos
nacionales europeos que efectuó Hroch. Dos observaciones del análisis de este
excelente autor quedan englobadas en el mío. En primer lugar, la « conciencia
nacional» se desarrolla desigualmente entre los agrupamientos sociales y las
regiones de un país; esta diversidad regional y sus razones han sido muy
descuidadas en el pasado. A propósito, la may oría de los estudiosos estarían de
acuerdo en que, cualquiera que sea la naturaleza de los primeros grupos sociales
que la « conciencia nacional» capte, las masas populares —los trabajadores, los
sirvientes, los campesinos— son las últimas en verse afectadas por ella. En
segundo lugar, y por consiguiente, sigo su útil división de la historia de los
movimientos nacionales en tres fases. En la Europa decimonónica, para la cual
fue creada, la fase A era puramente cultural, literaria y folclórica, y no tenía
ninguna implicación política, o siquiera nacional, determinada, del mismo modo
que las investigaciones (por parte de no gitanos) de la Gy psy Lore Society no la
tienen para los objetos de las mismas. En la fase B encontramos un conjunto de
precursores y militantes de « la idea nacional» y los comienzos de campañas
políticas a favor de esta idea. El grueso de la obra de Hroch se ocupa de esta fase
y del análisis de los orígenes, la composición y la distribución de esta minorité
agissante. En mi propio caso, en el presente libro me ocupo más de la fase C,
cuando —y no antes— los programas nacionalistas obtienen el apoy o de las
masas, o al menos parte del apoy o de las masas que los nacionalistas siempre
afirman que representan. La transición de la fase B a la fase C es evidentemente
un momento crucial en la cronología de los movimientos nacionales. A veces,
como en Irlanda, ocurre antes de la creación de un estado nacional;
probablemente es mucho más frecuente que ocurra después, como consecuencia
de dicha creación. A veces, como en el llamado Tercer Mundo, no ocurre ni
siquiera entonces.
Finalmente, no puedo por menos de añadir que ningún historiador serio de las
naciones y el nacionalismo puede ser un nacionalista político comprometido,
excepto en el mismo sentido en que los que creen en la veracidad literal de las
Escrituras, al mismo tiempo que son incapaces de aportar algo a la teoría
evolucionista, no por ello no pueden aportar algo a la arqueología y a la filología
semítica. El nacionalismo requiere creer demasiado en lo que es evidente que no
es como se pretende. Como dijo Renán: « Interpretar mal la propia historia
forma parte de ser una nación» [19] . Los historiadores están profesionalmente
obligados a no interpretarla mal, o, cuando menos, a esforzarse en no
interpretarla mal. Ser irlandés y estar apegado orgullosamente a Irlanda —
incluso enorgullecerse de ser irlandés católico o irlandés protestante del Ulster—
no es en sí mismo incompatible con el estudio en serio de la historia de Irlanda.
No tan compatible, diría y o, es ser un feniano o un orangista; no lo es más que el
ser sionista es compatible con escribir una historia verdaderamente seria de los
judíos; a menos que el historiador se olvide de sus convicciones al entrar en la
biblioteca o el estudio. Algunos historiadores nacionalistas no han podido hacerlo.
Por suerte, al disponerme a escribir el presente libro, no he necesitado olvidar
mis convicciones no históricas.
1. LA NACIÓN COMO NOVEDAD: DE LA REVOLUCIÓN AL LIBERALISMO
O, como diría lord Robbins, una vez más en relación con los economistas
políticos clásicos, « hay pocos indicios de que a menudo fuesen más allá de la
prueba del provecho nacional como criterio de la política, menos todavía de que
estuvieran dispuestos a pensar en la disolución de los lazos nacionales» [52] . En
resumen, no podían ni querían escaparse de « la nación» , cuy os progresos siguió
Porter, satisfecho de sí mismo, a partir de 1835 porque, según pensaba, uno
deseaba « descubrir los medios que ha empleado alguna comunidad para
alcanzar la eminencia entre las naciones» . Apenas hace falta añadir que, al
hablar de « alguna comunidad» , quería decir « la comunidad propia de uno
mismo» [53] .
¿Cómo, de hecho, podían negarse las funciones económicas e incluso las
ventajas del estado-nación? La existencia de estados con un monopolio de la
moneda y con finanzas públicas y, por consiguiente, normas y actividades
fiscales era un hecho. Estas actividades económicas no podían abolirse, ni
siquiera podían abolirlas los que deseaban eliminar sus intervenciones
perjudiciales en la economía. Asimismo, hasta los libertarios extremados podían
aceptar, con Molinari, que « la división de la humanidad en naciones autónomas
es esencialmente económica» [54] . Porque el estado —el estado-nación en la era
posrevolucionaria—, después de todo, garantizaba la seguridad de la propiedad y
los contratos y, como dijo J. B. Say —que no era precisamente amigo de la
empresa pública—, « ninguna nación ha alcanzado jamás un nivel de riqueza sin
estar bajo un gobierno regular» [55] . Los economistas liberales incluso podían
racionalizar las funciones del gobierno en términos de la libre competencia. Así,
Molinari arguy ó que « la fragmentación de la humanidad en naciones es útil, por
cuanto desarrolla un principio poderosísimo de emulación económica» [56] . A
modo de prueba, citó la gran exposición de 1851. Pero incluso sin semejantes
justificaciones, la función del gobierno en el desarrollo económico se daba por
sentada. J. B. Say, que no veía más diferencia entre una nación y sus vecinas que
entre dos provincias vecinas, a pesar de ello acusó a Francia —es decir, al estado
y al gobierno franceses— de olvidarse de desarrollar los recursos nacionales del
país y, en vez de ello, dedicarse a las conquistas en el extranjero. En pocas
palabras, ningún economista, ni siquiera el de convicciones liberales más
extremas, podía pasar por alto o no tener en cuenta la economía nacional. Los
economistas liberales tan sólo no gustaban de hablar de ella, o no sabían cómo
hablar de ella.
Pero en los países que iban detrás del desarrollo económico nacional frente a
la economía superior de Inglaterra, el libre cambio de Smith parecía menos
atractivo. Allí no encontramos ninguna escasez de hombres que deseaban
vivamente hablar de la economía nacional en conjunto. Ya hemos mencionado a
Rae, el olvidado canadiense de origen escocés. Propuso teorías que parecen
anticiparse a las doctrinas de sustitución de importaciones e importación de
tecnología que la Comisión Económica para América Latina de las Naciones
Unidas formularía en el decenio de 1950. De modo más obvio, el gran federalista
Alexander Hamilton en los Estados Unidos vinculó la nación, el estado y la
economía, utilizando este vínculo para justificar su preferencia por un gobierno
nacional fuerte frente a políticos menos centralizadores. La lista de sus « grandes
medidas nacionales» que redactó el autor del artículo « nación» en una posterior
obra de consulta norteamericana es exclusivamente económica: la fundación de
un banco nacional, responsabilidad pública de las deudas del estado, la creación
de una deuda nacional, la protección de las manufacturas nacionales por medio
de aranceles elevados y la obligatoriedad de la contribución indirecta [57] . Puede
ser que, como el autor sugiere con admiración, todas estas medidas « fueran
destinadas a desarrollar el germen de la nacionalidad» , o cabe que, como en el
caso de otros federalistas que hablaban poco de la nación y mucho en las
discusiones económicas, crey era que la nación cuidaría de sí misma si el
gobierno federal cuidaba del desarrollo económico: en todo caso, la nación
significaba implícitamente economía nacional y su fomento sistemático por el
estado, lo cual en el siglo XIX quería decir proteccionismo.
En la Norteamérica decimonónica, los economistas del desarrollo eran, en
general, demasiado mediocres para formular teorías convincentes a favor del
« hamiltonismo» , como intentaron hacer el desdichado Carey y otros[58] . Sin
embargo, esas teorías las formularon con lucidez y elocuencia unos economistas
alemanes, encabezados por Friedrich List, que había adquirido sus ideas,
inspiradas francamente en Hamilton, durante su estancia en los Estados Unidos
en el decenio de 1820, lo que, de hecho, había permitido a este participar en los
debates nacionales en torno a la economía de aquel período[59] . A juicio de List,
la tarea de la ciencia económica, que en lo sucesivo los alemanes tenderían a
llamar « economía nacional» (Nationaloekonomie) o « economía del pueblo»
(Volkswirtschaft) con preferencia a « economía política» , era « conseguir el
desarrollo económico de la nación y preparar su entrada en la sociedad universal
del futuro» [60] . Apenas hace falta añadir que este desarrollo tomaría la forma
de la industrialización capitalista impulsada por una burguesía vigorosa.
Con todo, lo que resulta interesante desde nuestro punto de vista relativo a List,
y a la posterior « escuela histórica» de economistas alemanes que se inspiraron
en él —igual que hicieron nacionalistas económicos de otros países, como, por
ejemplo, Arthur Griffith de Irlanda [61] —, es que formuló claramente una
característica del concepto « liberal» de la nación a la que normalmente no se
prestaba la debida atención. Tenía que ser del tamaño suficiente para formar una
unidad de desarrollo que fuese viable. Si quedaba muy por debajo de este
umbral, no tenía ninguna justificación histórica. Esto parecía demasiado obvio
para requerir argumentos y raramente se razonaba. El Dictionnaire politique de
Gamier-Pagés en 1843 juzgaba « ridículo» que Bélgica y Portugal fuesen
naciones independientes, porque eran evidentemente demasiado pequeñas[62] .
John Stuart Mill justificó el nacionalismo de todo punto innegable de los irlandeses
diciendo que, después de todo, teniendo en cuenta todas las circunstancias, eran
« suficientemente numerosos para ser capaces de constituir una nacionalidad
respetable» [63] . Otros, entre ellos Mazzini y Cavour, aun siendo apóstoles del
principio de nacionalidad, no estaban de acuerdo. De hecho, el propio New
English Dictionary definía la palabra « nación» , no sólo del modo habitual y
divulgado en Gran Bretaña por J. S. Mill, sino como « un conjunto extenso de
personas» con las características requeridas (la cursiva es mía) [64] . Ahora bien,
List afirmó claramente que
Una vez se hubo aceptado que una nación independiente o « real» también
tenía que ser una nación viable según los criterios vigentes en aquel tiempo,
también se concluy ó que algunas de las nacionalidades y lenguas menores
estaban condenadas a desaparecer como tales. Friedrich Engels ha sido criticado
amargamente como chauvinista de la gran Alemania por predecir la
desaparición de los checos como pueblo y por hacer comentarios poco amables
acerca del futuro de bastantes otros pueblos[72] . Es verdad que se enorgullecía
de ser alemán y era dado a comparar favorablemente a su gente con otros
pueblos excepto en lo que se refería a la tradición revolucionaria. También, no
cabe la menor duda, estaba totalmente equivocado en relación con los checos y
algunos otros pueblos. No obstante, criticarle por su postura esencial, que era
compartida por todos los observadores imparciales de mediados del siglo XIX, es
puro anacronismo. Algunas nacionalidades y lenguas pequeñas no tenían ningún
futuro independiente. Esto era aceptado de forma general, incluso por gentes que
distaban mucho de ser hostiles a la liberación nacional en principio, o en la
práctica.
Nada chauvinista había en semejante actitud general. No significaba
implícitamente ninguna hostilidad para con las lenguas y la cultura de tales
víctimas colectivas de las ley es del progreso (como es seguro que las habrían
llamado entonces). Al contrario, allí donde la supremacía de la nacionalidad
estatal y la lengua del estado no constituían un problema, la nación principal
podía proteger y fomentar los dialectos y las lenguas menores que había dentro
de ella, las tradiciones históricas y folclóricas de las comunidades menores que
contenía, aunque fuese sólo como prueba de la gama de colores de su paleta
macronacional. Asimismo, las pequeñas nacionalidades o incluso estados-nación
que aceptaban su integración dentro de la nación may or como algo positivo —o,
si se prefiere, que aceptaban las ley es del progreso— no reconocían tampoco
ninguna diferencia inconciliable entre microcultura y macrocultura, o incluso
estaban resignadas a la pérdida de lo que no pudiera adaptarse a la era moderna.
Fueron los escoceses y no los ingleses quienes inventaron el concepto del
« británico del norte» después de la unión de 1707[73] . Fueron los hablantes y
paladines del galés en el Gales decimonónico quienes dudaban que su propia
lengua, tan poderosa como vehículo de la religión y la poesía, pudiese servir a
modo de lengua universal de cultura en el mundo del siglo XIX, es decir, quienes
daban por sentadas la necesidad y las ventajas del bilingüismo[74] . Sin duda no
eran inconscientes de las posibilidades de seguir carreras esencialmente
británicas que se ofrecían al galés que hablará inglés, pero esto no disminuía su
lazo emotivo con la tradición antigua. Esto resulta evidente hasta entre los que se
resignaban a que la lengua galesa acabara desapareciendo, cual es el caso del
reverendo Griffiths del Dissenting College, en Brecknock, que se limitó a pedir
que dejaran que la evolución natural siguiese su curso:
Pero estos eran problemas de las nacionalidades más pequeñas cuy o futuro
independiente parecía problemático. Los ingleses apenas se paraban a pensar en
las preocupaciones de los escoceses y galeses mientras se gloriaban de los
exotismos de cosecha propia de las islas Británicas. A decir verdad, como pronto
descubrirían los irlandeses del mundo escénico, daban la bienvenida a las
nacionalidades menores que no lanzaran un desafío a las may ores, tanto más,
cuanto menos inglesa fuera su forma de comportarse: cuanto más exagerasen su
condición irlandesa o escocesa. De modo parecido, los nacionalistas
pangermanistas estimulaban, de hecho, la producción de literatura en bajo
alemán o en frisón, toda vez que estas lenguas no representaban ningún peligro
porque estaban reducidas a la condición de apéndices del alto alemán en vez de
competidoras del mismo; y los italianos nacionalistas se enorgullecían de Belli,
Goldoni y las canciones en napolitano. Puestos a decir, la Bélgica francófona no
ponía reparos a los belgas que hablaban y escribían en flamenco. Eran los
flamingants quienes se resistían al francés. Ciertamente hubo casos en que la
nación principal o Staatsvolk intentó activamente suprimir las lenguas y culturas
menores, pero hasta finales del siglo XIX estos casos fueron raros salvo en
Francia.
Así pues, algunos pueblos y algunas nacionalidades estaban destinadas a no
ser nunca naciones del todo. Otros lo habían conseguido o lo conseguirían en el
futuro. Pero ¿cuáles tenían futuro y cuáles no lo tenían? Los debates en torno a lo
que constituía las características de una nacionalidad —territoriales, lingüísticas,
étnicas, etcétera— no ay udaron mucho. El « principio del umbral» era más útil,
naturalmente, toda vez que eliminaba una serie de pueblos pequeños, pero, como
hemos visto, tampoco fue decisivo, y a que existían « naciones» incontestables de
tamaño muy modesto, por no hablar de movimientos nacionales como el
irlandés, acerca de cuy a capacidad de formar estados-nación viables las
opiniones estaban divididas. La intención inmediata de la pregunta de Renán
acerca de Hannover y el Gran Ducado de Parma era, después de todo,
contrastarlos, no con cualquier nación, sino con otros estados-nación del mismo
orden modesto de magnitud, con los Países Bajos o Suiza. Como veremos, la
aparición de movimientos nacionales que contaban con el apoy o de las masas,
que exigían que se les prestara atención, haría necesarias importantes revisiones
de juicio, pero en la era clásica del liberalismo pocas de ellas, salvo las del
imperio otomano, parecían exigir aún que se las reconociera como estados
soberanos independientes, en contraposición a exigir diversas clases de
autonomía. Como de costumbre, también en este sentido el caso irlandés era
anómalo: al menos se volvió anómalo con la aparición de los fenianos, que
exigían una República de Irlanda que por fuerza sería independiente de Gran
Bretaña.
En la práctica había sólo tres criterios que permitían que un pueblo fuera
clasificado firmemente como nación, siempre con la condición de que fuera
suficientemente grande para cruzar el umbral. El primero era su asociación
histórica con un estado que existiese en aquellos momentos o un estado con un
pasado bastante largo y reciente. De ahí que hubiese pocas discusiones acerca de
la existencia de una nación-pueblo inglesa o francesa, de un pueblo ruso (de la
Gran Rusia) o de los polacos, así como que fuera de España se discutiera poco en
torno a una nación española con características nacionales bien
comprendidas[77] . Porque, dada la identificación de la nación con el estado, era
natural que los extranjeros diesen por sentado que las únicas gentes que había en
un país eran las que pertenecían al estado-pueblo, costumbre que todavía irrita a
los escoceses.
El segundo criterio era la existencia de una antigua elite cultural, poseedora
de una lengua vernácula literaria y administrativa nacional y escrita. Esta era la
base de las pretensiones de nacionalidad italiana y alemana, aunque los
« pueblos» respectivos no tenían un solo estado con el que pudieran identificarse.
En ambos casos la identificación nacional era, por consiguiente, fuertemente
lingüística, aun cuando en ninguno de ellos la lengua nacional era hablada para
fines cotidianos por más que una pequeña minoría —se ha calculado que en Italia
era el 2,5 por 100 en el momento de la unificación[78] mientras que el resto
hablaba varios idiomas que solían ser mutuamente incomprensibles.[79] —,
El tercer criterio, y es lamentable tener que decirlo, era una probada
capacidad de conquista. No hay como ser un pueblo imperial para hacer que una
población sea consciente de su existencia colectiva como tal, como bien sabía
Friedrich List. Además, para el siglo XIX la conquista proporcionaba la prueba
darviniana del éxito evolucionista como especie social.
Es obvio que otros candidatos a la condición de nación no eran excluidos a
priori, pero tampoco había ninguna suposición apriorística a su favor. El método
más seguro era probablemente pertenecer a alguna entidad política que,
comparada con las pautas del liberalismo decimonónico, fuese anómala,
periclitada y condenada por la historia y el progreso. El imperio otomano era el
fósil evolucionista más obvio de su género, pero, como se hacía cada vez más
evidente, lo mismo le ocurría al imperio Habsburgo.
Estas eran, pues, las concepciones de la nación y el estado-nación tal como
las veían los ideólogos de la era del liberalismo burgués triunfante: digamos que
de 1830 a 1880. Formaban parte de la ideología liberal de dos maneras. En
primer lugar, porque el desarrollo de las naciones era indiscutiblemente una fase
de la evolución o el progreso humano desde el grupo pequeño hacia el grupo
may or, de la familia a la tribu y la región, a la nación y, finalmente, al mundo
unificado del futuro, en el cual, citando al superficial y por ende típico G. Lowes
Dickinson, « las barreras de la nacionalidad que pertenecen a la infancia de la
raza se fundirán y disolverán bajo el sol de la ciencia y el arte» [80] .
Ese mundo estaría unificado incluso lingüísticamente. Una sola lengua
mundial, que sin duda coexistiría con lenguas nacionales reducidas al papel
doméstico y sentimental de los dialectos, estaba en el pensamiento tanto del
presidente Uly sses S. Grant como de Karl Kautsky [81] . Tales predicciones, como
sabemos ahora, no eran totalmente desacertadas. Los intentos de construir
lenguas mundiales artificiales que se hicieron a partir del decenio de 1880, a raíz
de los códigos telegráficos y de señales del decenio de 1870, no tuvieron éxito,
aunque uno de ellos, el esperanto, perdura todavía entre reducidos grupos de
entusiastas y bajo la protección de algunos regímenes derivados del
internacionalismo socialista del período. Por otro lado, el escepticismo sensato
que tales esfuerzos inspiraban a Kautsky y su predicción de que una de las
grandes lenguas estatales se transformaría en un lenguaje mundial de facto han
resultado correctos. El inglés se ha convertido en esa lengua mundial, aun cuando
complementa a las lenguas nacionales en lugar de sustituirlas.
Así pues, vista con la perspectiva de la ideología liberal, la nación (es decir, la
nación grande y viable) fue la etapa de la evolución que se alcanzó a mediados
del siglo XIX. Como hemos visto, la otra cara de la moneda, « la nación como
progreso» , era, por lo tanto, lógicamente, la asimilación de comunidades y
pueblos más pequeños en otros may ores. Esto no significaba necesariamente el
abandono de lealtades y sentimientos antiguos, aunque, por supuesto, podía
significarlo. Las personas geográfica y socialmente móviles, en cuy o pasado no
había nada muy deseable que contemplar, podían mostrarse muy dispuestas a
ello. Un buen ejemplo de ello eran los judíos de clase media en los países que
ofrecían igualdad total por medio de la asimilación —París bien valía una misa
no sólo para el rey Enrique IV— hasta que descubrieron, a partir de finales de
siglo, que la disposición ilimitada a asimilarse no era suficiente si la nación
receptora no estaba dispuesta a aceptar plenamente al asimilado. Por otro lado,
no hay que olvidar que los Estados Unidos en modo alguno eran el único estado
que ofrecía libremente la pertenencia a una « nación» a cualquiera que quisiese
ingresar en ella, y las « naciones» aceptaban la entrada libre más fácilmente que
las clases. Las generaciones anteriores a 1914 están llenas de chauvinistas de la
nación grande cuy os padres, y no digamos sus madres, no hablaban la lengua del
pueblo elegido por sus hijos, y cuy os nombres eslavos o alemanes, o eslavos
« magiarizados» , daban testimonio de su elección. Las recompensas de la
asimilación podían ser sustanciosas.
Pero la nación moderna formaba parte de la ideología liberal de otra manera.
Estaba vinculada al resto de las grandes consignas liberales por la larga
asociación con ellas más que por necesidad lógica: del mismo modo que la
libertad y la igualdad lo están a la fraternidad. Por decirlo de otro modo, debido a
que la nación misma era una novedad desde el punto de vista histórico, era
blanco de la oposición de los conservadores y los tradicionalistas y, por
consiguiente, atraía a sus adversarios. La asociación entre las dos líneas de
pensamiento quizá la ilustre el ejemplo de un típico pangermano de Austria,
nacido en esa región de agudos conflictos nacionales que es Moravia. Amold
Pichler [82] , que sirvió en la policía de Viena con una devoción que las
transformaciones políticas no rompieron de 1901 a 1938, era y, en cierta medida,
siguió siendo durante toda su vida un apasionado nacionalista germano, anticheco
y antisemita, aunque no era partidario de meter a todos los judíos en campos de
concentración, como sugerían sus correligionarios antisemitas[83] . Al mismo
tiempo era un anticlerical apasionado e incluso un liberal en política; en todo
caso, colaboró con los diarios más liberales de Viena durante la primera
república. En sus escritos el nacionalismo y los razonamientos eugenésicos
aparecen unidos a un entusiasmo por la revolución industrial y, cosa más
sorprendente, por la creación de un conjunto de « ciudadanos del mundo
(Weltbürger)… el cual… alejado del provincianismo de las ciudades pequeñas y
de los horizontes limitados por el campanario de la iglesia» abría el globo entero
a los que antes estaban aprisionados en sus rincones regionales[84] .
Así era, pues, el concepto de « nación» y « nacionalismo» tal como lo veían
los pensadores liberales en el apogeo del liberalismo burgués, que fue también la
época en que el « principio de nacionalidad» pasó por primera vez a ser
importante en la política internacional. Como veremos, difería en un aspecto
fundamental del principio « wilsoniano» de la autodeterminación nacional, que
es también, en teoría, el leninista, y que dominó el debate en torno a estas
cuestiones a partir de finales del siglo XIX y continúa dominándolo. No era
incondicional. En este sentido también difería del punto de vista radical-
democrático, tal como se expresaba en la declaración de derechos de la
Revolución francesa que citábamos anteriormente y que de forma específica
rechazaba el « principio del umbral» . Sin embargo, en la práctica los
minipueblos cuy o derecho a la soberanía y a la autodeterminación era
garantizado así, generalmente no podían ejercerlo porque sus vecinos may ores y
más rapaces no se lo permitían: y tampoco en la may oría de ellos había muchas
personas que simpatizaran con los principios de 1795. Uno piensa en los cantones
libres (conservadores) de las montañas de Suiza, que difícilmente podían estar
lejos del pensamiento de los lectores de Rousseau que redactaron la declaración
de los derechos del hombre en aquella era. Aún no habían llegado los tiempos del
autonomismo de izquierdas o de los movimientos proindependencia en tales
comunidades.
Desde el punto de vista del liberalismo —y, como demuestra el ejemplo de
Marx y Engels, no sólo del liberalismo—, los argumentos favorables a « la
nación» decían que representaban una etapa en el devenir histórico de la
sociedad humana, y los argumentos a favor de la fundación de un estado-nación
determinado, prescindiendo de los sentimientos subjetivos de los miembros de la
nacionalidad interesada, o de las simpatías personales del observador, dependían
de que pudiera demostrarse que encajaba en la evolución y el progreso históricos
o los fomentaba [85] . La admiración burguesa universal por los escoceses de las
Highlands no empujó a un solo autor, que y o sepa, a pedir una nación para ellos,
ni siquiera a los sentimentales que lloraron el fracaso de la restauración de los
Estuardo bajo el príncipe Carlos, cuy os principales partidarios habían sido los
clanes de la región citada.
Pero si el único nacionalismo históricamente justificable era el que encajaba
en el progreso, es decir, ampliaba, en vez de restringirla, la escala en que
funcionaban las economías, sociedades y cultura humanas, ¿cuál podría ser la
defensa de los pueblos pequeños, las lenguas pequeñas y las tradiciones
pequeñas, en la inmensa may oría de los casos, sino una expresión de resistencia
conservadora al avance inevitable de la historia? La gente, la lengua o la cultura
pequeña encajaba en el progreso sólo en la medida en que aceptara la condición
de subordinada de alguna unidad may or o se retirase de la batalla para
convertirse en depositaría de nostalgia y otros sentimientos: en pocas palabras, si
aceptaba la condición de viejo mueble de la familia que le asignó Kautsky. Y
que, por supuesto, tantas de las pequeñas comunidades y culturas del mundo
parecían dispuestas a aceptar. El observador liberal educado podía razonar
preguntándose por qué la gente que hablaba en gaélico se comportaba de forma
diferente de la que hablaba el dialecto de Northumberland. Nada les impedía ser
bilingües. Los escritores ingleses que usaban un dialecto escogían su idioma no
contra la lengua nacional estándar, sino con la conciencia de que ambos tenían su
valor y su sitio. Y si, andando el tiempo, el idioma local se retiraba ante el
nacional, o incluso se desvanecía, como y a les había ocurrido al algunas lenguas
célticas marginales (la de Cornualles y la de la isla de Man dejaron de hablarse
en el siglo XVIII), entonces, sin duda, era lamentable, pero quizá no podía
evitarse. No morían sin que nadie las llorase, pero una generación que inventó el
concepto y el término de « folclore» podía distinguir la diferencia entre lo
presente y vivo y las reliquias del pasado.
Por lo tanto, para comprender la « nación» de la era liberal clásica es
esencial tener presente que la « edificación de naciones» , por central que fuese
para la historia del siglo XIX, era aplicable a sólo algunas naciones. Y, a decir
verdad, la exigencia de que se aplicara el « principio de nacionalidad» tampoco
era universal. Como problema internacional y como problema político nacional
afectaba únicamente a un número limitado de pueblos o regiones, incluso dentro
de estados multilingües y multiétnicos tales como el imperio Habsburgo, donde
y a dominaba claramente la política. No sería exagerado decir que, después de
1871 —siempre con la excepción del imperio otomano, que iba desintegrándose
lentamente— pocas personas esperaban que se produjeran más cambios
importantes en el mapa de Europa, y reconocían pocos problemas nacionales
con probabilidades de causar tales cambios, dejando aparte la perenne cuestión
polaca. Y, de hecho, fuera de los Balcanes, el único cambio que experimentó el
mapa de Europa entre la creación del imperio alemán y la primera guerra
mundial fue la separación de Noruega de Suecia. Lo que es más, después de los
rebatos y las correrías nacionales de los años comprendidos entre 1848 y 1867,
no era demasiado suponer que incluso en Austria-Hungría se enfriarían los
ánimos. Eso, en todo caso, es lo que esperaban los funcionarios del imperio
Habsburgo cuando (más bien a regañadientes) decidieron aceptar una resolución
del Congreso Estadístico Internacional de San Petersburgo en 1873, en el sentido
de incluir una pregunta sobre la lengua en los futuros censos, pero propusieron
que se aplazara su aplicación hasta después de 1880, para dar a la opinión tiempo
de calmarse [86] . No podían haber cometido un error más espectacular al hacer
su pronóstico.
Sucede también que, por regla general, en este período las naciones y los
nacionalismos no eran problemas interiores importantes para las entidades
políticas que habían alcanzado la condición de « estados-nación» , por
heterogéneas que fuesen comparadas con las pautas modernas, aunque causaban
grandes molestias a los imperios no nacionales que no fueran clasificables
(anacrónicamente) como « multinacionales» . Ninguno de los estados europeos
situados al oeste del Rin se encontraba aún ante complicaciones serias en este
sentido, exceptuando Gran Bretaña a causa de los irlandeses, esa anomalía
permanente. Con esto no quiero decir que los políticos no se percataran de la
existencia de los catalanes o los vascos, los bretones o los flamencos, los
escoceses y los galeses, pero los veían principalmente como factores que
añadían o restaban vigor a alguna fuerza política de alcance nacional. Los
escoceses y los galeses funcionaban a modo de refuerzos del liberalismo; los
bretones y los flamencos, del catolicismo tradicionalista. Por supuesto, los
sistemas políticos de los estados-nación seguían beneficiándose de la falta de
democracia electoral, que en el futuro perjudicaría la teoría y la práctica
liberales de la nación, como perjudicaría tantas otras cosas del liberalismo
decimonónico.
Quizá por esto la era liberal produjo poca literatura teórica que se ocupara en
serio del nacionalismo y esa poca tiene un aire superficial. Observadores como
Mill y Renán se mostraron bastante ecuánimes al tratar de los elementos que
constituían el « sentimiento nacional» —la etnicidad—, a pesar de la
preocupación apasionada de los Victorianos por la « raza» —la lengua, la
religión, el territorio, la historia, la cultura y el resto— porque, desde el punto de
vista político, no importaba mucho, todavía, que a uno de estos elementos, el que
fuera, se le considerase más importante que el resto. Pero a partir del decenio de
1880 el debate en torno a « la cuestión nacional» se vuelve serio e intenso,
especialmente entre los socialistas, porque el atractivo político de las consignas
nacionales para las masas de votantes reales o en potencia o los partidarios de
movimientos políticos de masas era un asunto de verdadero interés práctico. Y el
debate en torno a cuestiones tales como los criterios teóricos de la condición de
nación se hizo apasionado, toda vez que ahora se creía que cualquier respuesta
dada llevaba implícita una forma concreta de estrategia, lucha y programa
políticos. La cuestión tenía importancia, no sólo para los gobiernos que hacían
frente a varias clases de agitación o exigencia nacional, sino también para los
partidos políticos que pretendían movilizar al electorado basándose en
llamamientos nacionales, no nacionales o de alternativa nacional. Para los
socialistas de la Europa central y la Europa oriental la base teórica sobre la cual
se definían la nación y su futuro tenía mucha importancia. Marx y Engels, al
igual que Mill y Renán, habían considerado que estas cuestiones eran marginales.
En la segunda internacional estos debates ocuparon un lugar central, y una
constelación de figuras eminentes, o figuras con un futuro eminente, aportaron a
ellos escritos importantes: Kautsky, Luxemburg, Bauer, Lenin y Stalin. Pero
aunque tales cuestiones interesaban a los teóricos marxistas, también revestía
gran importancia práctica para, pongamos por caso, los croatas y los serbios, los
macedonios y los búlgaros, la definición que se hiciera de los eslavos
meridionales[87] .
El « principio de nacionalidad» que debatían los diplomáticos y que cambió
el mapa de Europa en el período que va de 1830 a 1878 era, pues, diferente del
fenómeno político del nacionalismo que fue haciéndose cada vez más central en
la era de la democratización y la política de masas de Europa. En tiempos de
Mazzini no importaba que para el grueso de los italianos el Risorgimento no
existiera, tal como reconoció Massimo d’Azeglio en la famosa frase: « Hemos
hecho Italia, ahora tenemos que hacer los italianos» [88] . Ni siquiera importaba a
los que consideraban « la cuestión polaca» que probablemente la may oría de los
campesinos de habla polaca (por no citar el tercio de la población de la antigua
Rzecspopolita de antes de 1772 que hablaba otros idiomas) todavía no se sintieran
nacionalistas polacos; como el futuro liberador de Polonia, el coronel Pilsudski,
reconoció en su frase: « Es el estado el que hace la nación y no la nación el
estado» [89] . Pero después de 1880 fue cobrando importancia lo que los hombres
y las mujeres normales y corrientes sentían en relación con la nacionalidad. Por
lo tanto, es importante considerar los sentimientos y las actitudes entre personas
preindustriales de esta clase, sobre las que podía edificarse el novedoso atractivo
del nacionalismo político. A ello se dedicará el capítulo siguiente.
2. PROTONACIONALISMO POPULAR
Desde finales del siglo XII los pastores y funcionarios locales podían
leer las obras de los que ilustraban acerca de la conquista de Estonia (los
campesinos no leían tales libros) y se inclinaban a interpretar las palabras
de los campesinos de manera que armonizasen con su propia forma de
pensar [91] .
Así pues, la santa tierra rusa la definen los santos iconos, la fe, el zar, el
estado. Es una combinación poderosa y no sólo porque los iconos, es decir,
símbolos visibles como las banderas, son todavía los métodos que más se usan
para imaginar lo que no puede imaginarse. Y la santa Rusia es indiscutiblemente
una fuerza popular, extraoficial, no es una fuerza creada des-de arriba.
Considérese, como hace Cherniavsky, con qué capacidad de percepción y
delicadeza aprendió de su maestro Ernst Kantorowicz[95] la palabra « Rusia» . El
imperio de los zares, la unidad política, era Rossiya, neologismo de los siglos XVI
y XVII que pasó a ser oficial a partir de Pedro el Grande. La tierra santa de
Rusia fue siempre la antigua Rus. Ser ruso es todavía, en nuestros días, ser russky.
Ninguna palabra derivada de la oficial Rossiy a —y en el siglo XVIII se
ensay aron unas cuantas— logró hacerse aceptar como descripción del pueblo o
la nación rusa, o sus miembros. Ser russky, como nos recuerda Chemiavsky, era
intercambiable con ser miembro del curioso doblete krestianin-christianin
(campesino-cristiano) y con ser un « verdadero crey ente» u ortodoxo. Este
sentido popular y populista esencial de la santa condición de ser ruso puede
corresponderse con la nación moderna o no. En Rusia su identificación con el
jefe tanto de la Iglesia como del estado obviamente facilitaba tal
correspondencia. Naturalmente no ocurría lo mismo en la santa tierra del Tirol,
toda vez que la combinación postridentina de tierra-iconos-fe-emperador-estado
favorecía a la Iglesia católica y al emperador Habsburgo (y a fuera como tal o
como conde del Tirol) contra el nuevo concepto dé « nación» alemana, austríaca
o lo que fuese. Conviene recordar que los campesinos tiroleses de 1809 se
sublevaron tanto contra los franceses como contra los vecinos bávaros. Sin
embargo, tanto si « el pueblo de la tierra santa» puede identificarse con la nación
posterior como si no, está claro que el concepto lo precede.
Y, pese a ello, observamos la omisión, en los criterios de la santa Rusia, el
santo Tirol y quizá la santa Irlanda, de dos elementos que hoy día asociamos
estrechamente, si no de forma crucial, con definiciones de la nación: la lengua y
la etnicidad.
¿Qué cabe decir de la lengua? ¿Acaso no es la esencia misma de lo que
distingue a un pueblo de otro, a « nosotros» de « ellos» , a los seres humanos
reales de los bárbaros que no saben hablar una lengua auténtica y se limitan a
emitir ruidos incomprensibles? ¿Acaso todo lector de la Biblia no tiene noticia de
la torre de Babel, y de cómo el amigo se distinguía del enemigo por la
pronunciación correcta de la palabra shibboleth[96] ? ¿Acaso los griegos no se
definieron a sí mismos protonacionalmente de esta manera frente al resto de la
humanidad, los « bárbaros» ? ¿Acaso la ignorancia de la lengua de otro grupo no
constituy e la barrera más obvia que impide comunicarse y, por ende, la
definidora más obvia de las líneas que separan a los grupos: de tal modo que
crear o hablar una jerga especial continúa sirviendo para señalar a las personas
como miembros de una subcultura que desea separarse de otras subculturas o de
la comunidad en general?
Difícilmente puede negarse que las personas que hablan lenguas mutuamente
incomprensibles y viven unas al lado de otras se identificarán a sí mismas como
hablantes de una de ellas, y a los miembros de otras comunidades como
hablantes de otras lenguas o, como mínimo, no hablantes de la suy a (como
barbaroi, o como nemci según la terminología de los eslavos). Sin embargo, el
problema no es este. La cuestión es si se cree que tales barreras lingüísticas
separan a entidades que pueden considerarse como nacionalidades o naciones en
potencia y no sólo grupos que casualmente tienen dificultad para entenderse
mutuamente. Este interrogante nos lleva al terreno de las investigaciones de la
naturaleza de las lenguas vernáculas y su utilización como criterios de
pertenencia a un grupo. Y al investigar ambas cosas, debemos, una vez más,
poner cuidado en no confundir los debates de los alfabetizados, que casualmente
son casi nuestra única fuente, con los debates de los analfabetos, así como no leer
anacrónicamente el sentido del siglo XX en el pasado.
Las lenguas vernáculas no cultas son siempre un complejo de variantes o
dialectos locales que se intercomunican con diversos grados de facilidad o
dificultad, según la proximidad geográfica o la accesibilidad. Algunas, sobre todo
en las regiones montañosas que facilitan la segregación, pueden resultar tan
ininteligibles como si pertenecieran a una familia lingüística diferente. Circulan
chistes, en los respectivos países, sobre las dificultades de los galeses del norte
para entender a los galeses del sur, o las de los albaneses que hablan el dialecto
guego para entender a los que hablan el dialecto tosco. Para los filólogos el hecho
de que el catalán esté más cerca del francés que el vasco puede ser crucial, pero
para un marinero normando que se encontrara en Bay ona o en Port Bou la
lengua local le resultaría, al oírla por primera vez, igualmente impenetrable.
Incluso en la actualidad a los alemanes cultos de Kiel, pongamos por caso, puede
costarles muchísimo entender incluso a los suizos alemanes cultos que hablan el
dialecto claramente germano que es su medio habitual de comunicación oral.
Así pues, en la época anterior a la enseñanza primaria general, no había ni
podía haber ninguna lengua « nacional» hablada exceptuando los idiomas
literarios o administrativos tal como se escribían, inventaban o adaptaban para su
uso oral, y a fuera a modo de lengua franca que permitía que los hablantes de
dialectos se comunicaran, o —lo que tal vez venía más al caso— para dirigirse a
oy entes populares salvando las fronteras dialectales, por ejemplo los
predicadores o los recitadores de canciones y poemas comunes a un campo
cultural más amplio[97] . El tamaño de este campo de comunicabilidad potencial
común podía variar considerablemente. Es casi seguro que sería may or para las
elites, cuy os campos de acción y horizontes estaban menos localizados, que,
pongamos por caso, para los campesinos. Una « lengua nacional» genuinamente
hablada que evolucionara sobre una base puramente oral, que no fuese una
lengua franca (la cual, por supuesto, puede acabar convirtiéndose en una lengua
para todo uso), es difícil de concebir para una región cuy a extensión geográfica
tenga cierta importancia. Dicho de otro modo, la « lengua materna» real o
literal, esto es, el idioma que los niños aprendían de sus madres analfabetas y
hablaban en la vida cotidiana ciertamente no era, en ningún sentido, una « lengua
nacional» .
Como y a he dado a entender, esto no excluy e cierta identificación cultural
popular con una lengua, o un complejo de dialectos patentemente relacionados,
propios de un conjunto de comunidades, a las que distingue de sus vecinos, como
en el caso de los hablantes de la lengua magiar. Y en la medida en que esto puede
ser así, cabe que el nacionalismo de un período posterior tuviera raíces
protonacionales lingüísticas auténticamente populares. Es muy posible que este
fuera el caso entre los albaneses, que viven bajo influencias culturales rivales
desde la antigüedad clásica y están divididos entre tres o (si incluimos el culto
islámico de los bektasis, centrado localmente) incluso cuatro religiones rivales: la
islámica, la ortodoxa y la católica. Era natural que los pioneros del nacionalismo
albanés buscasen una identidad cultural albanesa en la lengua, dado que la
religión y, de hecho, casi todo lo demás en Albania parecía dividir en vez de
unificar [98] . Sin embargo, hasta en un caso que parece tan claro no debemos
fiarnos demasiado de los alfabetizados. Dista mucho de estar claro en qué
sentido, o incluso hasta qué punto, los albaneses normales y corrientes de finales
del siglo XIX y principios del XX se consideraban a sí mismos como tales o
reconocían una afinidad mutua. El guía de Edith Durham, un joven de las
montañas del norte, al decirle que los albaneses del sur tenían iglesias ortodoxas,
comentó: « No son cristianos, sino toscos» , lo cual no induce a pensar en un
arraigado sentido de identidad colectiva, y « no es posible saber el número exacto
de albaneses que llegaron a los Estados Unidos porque los primeros inmigrantes
no solían identificarse como albaneses» [99] . Asimismo, incluso los pioneros de
la condición de nación en esa tierra de clanes y señores enfrentados recurrían a
argumentos más convincentes para pedir solidaridad antes que apelar a la lengua.
Como dijo Naím Frashéri (1846-1900): « Todos nosotros somos sólo una única
tribu, una única familia; somos de una misma sangre y una misma
lengua» [100] . La lengua, aunque no estaba ausente, ocupaba el último lugar.
Las lenguas nacionales son, pues, casi siempre conceptos semiartificiales y
de vez en cuando, como el hebreo moderno, virtualmente inventadas. Son lo
contrario de lo que la mitología nacionalista supone que son, a saber, los
cimientos primordiales de la cultura nacional y las matrices de la mente
nacional. Suelen ser intentos de inventar un idioma estandarizado partiendo de
una multiplicidad de idiomas que realmente se hablan, y que en lo sucesivo
quedan degradados a la condición de dialectos, y el problema principal de su
construcción acostumbra a ser cuál de los dialectos se escogerá para que sirva de
base de la lengua estandarizada y homogeneizada. Los problemas subsiguientes
de estandarizar y homogeneizar una gramática y una ortografía nacionales, así
como de añadir nuevos elementos al vocabulario, son secundarios[101] . Las
historias de prácticamente todas las lenguas europeas insisten en esta base
regional: el búlgaro literario se basa en el idioma búlgaro occidental; el ucranio
literario, en sus dialectos del sureste; el húngaro literario nace en el siglo XVI de
la combinación de varios dialectos; el letón literario se basa en la intermedia de
tres variantes; el lituano, en una de dos; y así sucesivamente. Cuando se conocen
los nombres de los arquitectos de la lengua, como suele suceder en el caso de las
lenguas que alcanzaron la categoría de literarias en el siglo XVIII o entre el XIX
y el XX, puede que la elección sea arbitraria (aunque justificada mediante
argumentos).
A veces esta elección es política o tiene obvias implicaciones políticas. Así, los
croatas hablaban tres dialectos (cakavio, kajkavio, stokavio), uno de los cuales
era también el dialecto principal de los serbios. Dos de ellos (el kajkavio y el
stokavio) llegarían a tener versiones literarias. El gran apóstol croata del
movimiento ilirio, Ljudevit Gaj (1809-1872), aunque hablaba y escribía el croata
kajkavio como lengua natal, dejó este dialecto por el stokavio, para redactar sus
propios escritos, en 1838, con lo cual pretendía subray ar la unidad básica de los
eslavos del sur y garantizar (a) que el serbocroata se desarrollara más o menos
como una lengua literaria (aunque escrito con caracteres romanos por los
croatas, que eran católicos, y con caracteres cirílicos por los serbios, que eran
ortodoxos), (b) privar al nacionalismo croata de la oportuna justificación
lingüística, y (c) proporcionar tanto a los serbios como, más adelante, a los
croatas una excusa para el expansionismo[102] . En cambio, a veces se
equivocan al juzgar. Bemolák escogió un dialecto como base de lo que él quería
que fuese el eslovaco literario hacia 1790, pero el citado dialecto no consiguió
arraigar; al cabo de unos decenios, Ludovit Stur eligió una base que resultó más
viable. En Noruega el nacionalista Wergeland (1808-1845) exigió un noruego que
fuese más puramente noruego, en contraposición a la lengua escrita con su
excesiva influencia del danés, y rápidamente se inventó tal lengua (la landsmal,
conocida hoy día por el nombre de ny norsk). A pesar del apoy o oficial que
recibe desde que Noruega es independiente, nunca ha logrado ser algo más que
una lengua minoritaria del país, que desde 1947 es bilingüe de facto en lo que se
refiere a la escritura. El ny norsk lo usan solamente un 20 por 100 de los noruegos,
especialmente los que viven en la Noruega occidental y central[103] . Desde
luego, en varias de las lenguas literarias más antiguas la historia hizo la elección
requerida: por ejemplo, cuando los dialectos asociados con el campo de la
administración real se convirtieron en el fundamento del idioma literario en
Francia e Inglaterra, o cuando la combinación de usos comerciales-marítimos,
prestigio cultural y apoy o macedonio contribuy ó a que el ático pasara a ser el
fundamento del koiné helenístico o idioma griego común.
Podemos dejar a un lado, de momento, el problema secundario, pero
también apremiante, de cómo se modernizan incluso estos antiguos idiomas
literarios « nacionales» con el fin de adaptarlos a una vida contemporánea que la
Academia francesa o el doctor Johnson no tuvieron en cuenta. El problema es
universal, aunque en muchos casos —sobre todo entre los holandeses, los
alemanes, los checos, los islandeses y otros— se ve complicado por lo que
podríamos denominar el « nacionalismo filológico» , es decir, la insistencia en la
pureza lingüística del vocabulario nacional, que obligó a los científicos alemanes
a traducir « oxígeno» por Sauerstoff, y hoy día está inspirando una desesperada
acción de retaguardia en Francia contra los estragos del franglais. Con todo, es
inevitable que el problema sea más agudo en las lenguas que no hay an sido las
portadoras principales de cultura, pero que desean convertirse en vehículos
apropiados para, pongamos por caso, la educación superior y la moderna
comunicación tecnoeconómica. No subestimemos la gravedad de tales
problemas. Así, el galés afirma, posiblemente con alguna justificación, ser la
lengua literaria viva más antigua, pues data del siglo VI aproximadamente. No
obstante, en 1847 se señaló que
Así, excepto para los gobernantes y los alfabetizados, difícilmente podía ser la
lengua un criterio de condición de nación, e incluso para estos era necesario
escoger una lengua vernácula nacional (en una forma literaria estandarizada) por
encima de las lenguas más prestigiosas, santas o clásicas o ambas cosas, que
eran, para la reducida elite, un medio perfectamente utilizable de comunicación
administrativa o intelectual, debate público o incluso —uno piensa en el persa
clásico en el imperio mogol, el chino clásico en el Japón de Heian— de
composición literaria. Hay que reconocer que esa elección se hizo antes o
después en todas partes, excepto quizás en China, donde la lengua franca de las
personas de educación clásica se convirtió en el único medio de comunicación
entre dialectos por lo demás mutuamente incomprensibles en el vasto imperio, y
se encuentra en proceso de transformarse en algo parecido a una lengua hablada.
¿Por qué, de hecho, iba la lengua a ser tal criterio de pertenencia a un grupo,
excepto, tal vez, donde la diferenciación lingüística coincidiera con alguna otra
razón para distinguirse de alguna otra comunidad? El matrimonio mismo, como
institución, no da por sentada una comunidad de lengua, de lo contrario
difícilmente podría haber exogamia institucionalizada. Uno no ve ninguna razón
para disentir del docto historiador de las opiniones relativas a la multiplicidad de
lenguas y pueblos que afirma que « sólo la generalización tardía hace que los
seres humanos de la misma lengua sean amigos y los de lenguas extranjeras,
enemigos» [105] . Donde no se oy en otras lenguas, el idioma propio no tienen
tanto de criterio de grupo, sino que es algo que tienen todas las personas como las
piernas. Donde coexisten varias lenguas, el multilingüismo puede ser normal
hasta el punto de hacer que la identificación exclusiva con un idioma
determinado sea arbitraria. (Debido a esto, los censos que exigen semejante
elección exclusiva son poco fiables como fuentes de información lingüística.)
[106] En tales regiones cabe que las estadísticas lingüísticas presenten grandes
oscilaciones de un censo a otro, toda vez que la identificación con un idioma no
depende del conocimiento, sino de algún otro factor cambiante, como ocurría en
algunas regiones de Eslovenia y Moravia bajo los Habsburgo; o puede que la
gente hable tanto su propia lengua como una lengua franca oficialmente no
reconocida, como ocurre en partes de Istria [107] . Por otro lado, estas lenguas no
son intercambiables. Los habitantes de Mauricio no eligen arbitrariamente entre
hablar criollo y la que sea su propia lengua nacional, porque las utilizan para fines
diferentes, como hacen los suizos alemanes, que escriben alto alemán y hablan
Schwyzerdütsch, o el padre esloveno en la conmovedora novela La marcha de
Radetzky, de Josef Roth, que se dirige a su hijo, ascendido a oficial, no en la
lengua natal de los dos, como espera el hijo, sino utilizando « el alemán áspero y
corriente de los eslavos del ejército» [108] , empujado por el respeto que le
merece la condición de oficial de los Habsburgo. De hecho, la identificación
mística de la nacionalidad con una especie de idea platónica de la lengua, que
existe detrás y por encima de todas sus versiones variantes e imperfectas, es
mucho más característica de la construcción ideológica de los intelectuales
nacionalistas, cuy o profeta es Herder, que de las masas que utilizan el idioma. Es
un concepto literario y no un concepto existencial.
Esto no equivale a negar que las lenguas, o incluso las familias lingüísticas, no
formen parte de la realidad popular. Para la may oría de los pueblos de lenguas
germánicas, la may oría de los extranjeros que vivían al oeste y al sur de ellos —
de lenguas romances, aunque también había celtas— son galeses, mientras que la
may oría de la gente de habla finlandesa y más tarde eslavona que vivían al este
y al sureste de ellos eran vendos; y a la inversa, para la may oría de los eslavos,
todos los que hablaban alemán son nemci. Sin embargo, siempre fue evidente
para todos que la lengua y el pueblo (fuera cual fuese la definición de una y otro)
no coincidían. En el Sudán los fur asentados viven en simbiosis con los baggara
nómadas, pero a un campamento vecino de nómadas fur que hablan fur lo
trataban como si fuera baggara, toda vez que la distinción crucial entre los dos
pueblos no está en la lengua, sino en la función. El hecho de que estos nómadas
hablen el fur « sencillamente hace que las transacciones normales de comprar
leche, asignar sitios para campamentos u obtener estiércol que se tengan con
otros baggara resulten un poco más fluidas» [109] .
En términos más « teóricos» , cada una de las famosas setenta y dos lenguas
en que se dividió la raza humana después de la torre de Babel (al menos así la
dividieron los comentaristas medievales del libro del Génesis) abarcaba varias
nationes o tribus, según Anselmo de Laon, discípulo del gran Anselmo de
Canterbury. Guillermo de Alton, dominico inglés, siguió especulando en este
sentido a mediados del siglo XIII y trazó distinciones entre grupos lingüísticos
(según el idioma que hablaran), entre generationes (según el origen), entre los
habitantes de territorios determinados, y entre gentes que eran definidas por
diferencias en las costumbres y las conversaciones. Estas clasificaciones no
coincidían necesariamente y no debían confundirse con un populus o pueblo, al
que definía la voluntad de obedecer una ley común y, por consiguiente, era una
comunidad histórico-política en vez de « natural» [110] . En este análisis
Guillermo de Alton demostró una perspicacia y un realismo admirables, que, sin
embargo, no eran infrecuentes hasta finales del siglo XIX.
Pues la lengua no era más que un modo, y no necesariamente el principal, de
distinguir entre comunidades culturales. Herodoto afirmaba que los griegos
formaban un solo pueblo, a pesar de su fragmentación geográfica y política,
porque tenían una descendencia común, una lengua común, dioses y lugares
sagrados comunes, y también eran comunes sus fiestas con sacrificios y sus
costumbres, tradiciones o formas de vida [111] . Sin duda la lengua sería
importantísima para personas alfabetizadas como Herodoto. ¿Sería un criterio de
la condición de griego igualmente importante para los beodos o los tesalienses
normales y corrientes? No lo sabemos. Lo que sí sabemos es que a veces las
luchas nacionalistas de los tiempos modernos se han visto complicadas por la
negativa de fracciones de grupos lingüísticos a aceptar la unidad política con sus
hermanos de lengua. Tales casos (los llamados Wasserpolacken en Silesia durante
su período alemán, los llamados Windische en la región fronteriza entre lo que
sería Austria y la parte eslovena de Yugoslavia) empujaron a polacos y
eslovenos a hacer amargas acusaciones en el sentido de que tales categorías las
habían inventado los chauvinistas de la gran Alemania para justificar su
expansionismo territorial, y no cabe duda de que había algo de verdad en tales
acusaciones. A pesar de ello, no puede negarse por completo la existencia de
grupos de polacos y eslovenos lingüísticos que, por la razón que fuera, preferían
considerarse a sí mismos alemanes o austríacos desde el punto de vista político.
Así pues, es evidente que la lengua en el sentido « herderiano» de la lengua
hablada por el Volk no era un elemento central en la formación del
protonacionalismo directamente, aunque no era necesariamente ajena a ella. Sin
embargo, indirectamente llegaría a ser central para la definición moderna de la
nacionalidad y, por ende, también para su percepción popular. Porque donde
existe una lengua literaria o administrativa de elite, por pequeño que sea el
número de los que la usan, puede convertirse en un elemento importante de
cohesión protonacional por tres razones que Benedict Anderson indica
acertadamente [112] .
En primer lugar, crea una comunidad de esta elite intercomunicante que, si
coincide o es posible hacerla coincidir con determinada zona de estado territorial
o vernácula, puede ser una especie de modelo o proy ecto piloto para la
comunidad intercomunicante más amplia de « la nación» , que todavía no existe.
Hasta este punto los idiomas hablados no son ajenos a la nacionalidad futura. Las
lenguas « clásicas» o rituales muertas, por prestigiosas que sean, no son
apropiadas para convertirse en lenguas nacionales, como se descubrió en Grecia,
donde había continuidad lingüística real entre el griego antiguo y el griego
hablado moderno. Vuk Karadzic (1787-1864), el gran reformador y, de hecho,
virtual fundador del serbocroata literario moderno, tuvo indudablemente razón al
resistirse a los primeros intentos de crear tal lengua literaria partiendo del eslavón
de la Iglesia, como hicieron los que se anticiparon a la creación del hebreo
moderno a partir de un hebreo antiguo adaptado, y al edificarlo sobre los
dialectos que hablaba el pueblo serbio[113] . Tanto el impulso que llevó a la
creación del moderno hebreo hablado como las circunstancias que propiciaron su
instauración se apartan demasiado de la norma para que puedan servir de
ejemplo general.
Sin embargo, dado que el dialecto que forma la base de una lengua nacional
se habla realmente, no importa que quienes lo hablan sean una minoría, siempre
y cuando sea una minoría con suficiente peso político. En este sentido el francés
fue esencial para el concepto de Francia, aun cuando en 1789 el 50 por 100 de los
franceses no lo hablaran en absoluto y sólo entre el 12 y el 13 por 100 lo hablasen
« correctamente» ; y, de hecho, fuera de la región central no se hablaba de
forma habitual ni siquiera en la región de la langue d’oui, excepto en las
poblaciones, y no siempre en los barrios periféricos de estas. En el norte y el sur
de Francia virtualmente nadie hablaba francés[114] . Si el francés tenía al menos
un estado cuy a « lengua nacional» era él, la única base para la unificación
italiana era la lengua italiana, que unía a la elite educada de la península como
lectores y escritores, aun cuando se ha calculado que en el momento de la
unificación (1860) sólo el 2,5 por 100 de la población usaba la lengua para fines
cotidianos[115] . Porque este grupo minúsculo era, en un sentido real, un pueblo
italiano y, por ende, el pueblo italiano en potencia. Nadie más lo era. Del mismo
modo, la Alemania del siglo XVIII era un concepto puramente cultural y, pese a
ello, el único en el cual « Alemania existía, en contraposición a múltiples
principados y estados, grandes y pequeños, administrados y divididos por la
religión y los horizontes políticos, que eran administrados por medio de la lengua
alemana» . Consistía, a lo sumo, en 300 000 o 500 000 lectores[116] de obras
escritas en la lengua vernácula literaria y el número, es casi seguro que mucho
más pequeño, de los que realmente hablaban el Hochsprache o lengua de cultura
en la vida cotidiana [117] , en particular los actores que representaban las obras
(nuevas) que se convirtieron en los clásicos vernáculos. Porque a falta de una
pauta estatal de lo que era correcto (el « inglés del rey » ), en Alemania la pauta
de corrección se instauró en los teatros.
La segunda razón es que una lengua común, justamente porque no se forma
de modo natural, sino que se construy e, y en especial cuando se publica
forzadamente, adquiría una fijeza nueva que la hacía parecer más permanente y,
por ende (en virtud de una ilusión óptica), más « eterna» de lo que realmente
era. De ahí la importancia, no sólo de la invención de la imprenta, sobre todo
cuando una versión en lengua vernácula de un libro sagrado proporcionó la base
de la lengua literaria, como ha ocurrido con frecuencia, sino también de los
grandes correctores y normalizadores que aparecen en la historia literaria de
toda lengua de cultura, en todo caso después de la aparición del libro impreso. En
esencia esta era se sitúa entre las postrimerías del siglo XVIII y los comienzos
del XX en el caso de todas las lenguas europeas exceptuando un puñado de ellas.
En tercer lugar, la lengua oficial o de cultura de los gobernantes y la elite
generalmente llegó a ser la lengua real de los estados modernos mediante la
educación pública y otros mecanismos administrativos.
No obstante, todos estos fenómenos son posteriores. Apenas afectan a la
lengua del pueblo llano en la era prenacionalista y, desde luego, en la
prealfabetizada. Sin duda el mandarín mantenía unido un vasto imperio chino
muchos de cuy os pueblos no podían entender la lengua de los demás, pero no lo
hacía directamente por medio de la lengua, sino mediante la administración de
un imperio centralizado que casualmente funcionaba por medio de una serie de
ideogramas comunes y un medio de comunicación de la elite. A la may oría de
los chinos no les hubiese importado que los mandarines se comunicaran en latín,
del mismo modo que a la may oría de los habitantes de la India no les importó
que en el decenio de 1830 la Compañía de las Indias Orientales sustituy era la
lengua persa, que había sido el idioma administrativo del imperio mogol, por el
inglés. Ambas lenguas eran igualmente extranjeras para ellos y, como no
escribían o siquiera leían, ajenas a ellos. Para desdicha de los posteriores
historiadores nacionalistas, los habitantes flamencos de lo que más adelante sería
Bélgica no se movilizaron contra los franceses a causa del despiadado
afrancesamiento de la vida pública y oficial durante los años revolucionarios y
napoleónicos, y tampoco Waterloo condujo a un « pronunciado movimiento en
Flandes a favor de la lengua flamenca o la cultura flamenca» [118] ¿Por qué
iban a movilizarse? Para los que no entendían el francés incluso un régimen de
fanáticos lingüísticos tuvo que hacer concesiones administrativas de tipo práctico.
Es mucho menos sorprendente que la afluencia de extranjeros francófonos a las
comunas rurales de Flandes fuera vista con malos ojos más porque se negaban a
asistir a misa los domingos que por motivos lingüísticos.[119] . En pocas palabras,
dejando aparte casos especiales, no hay razón alguna para suponer que la lengua
fuese algo más que uno entre varios criterios por medio de los cuales se indicaba
la pertenencia a una colectividad humana. Y es absolutamente cierto que la
lengua aún no tenía ningún potencial político. Como dijo un comentarista francés
en 1536, refiriéndose a la torre de Babel:
Hay ahora más de LXXII lenguas, porque hay ahora más naciones
diferentes en la tierra de las que había en aquellos tiempos[120] .
Dejemos ahora la base y pasemos a los elevados picos desde los cuales los
gobernantes de estados y sociedades posteriores a la Revolución francesa
estudiaban los problemas de la nación y la nacionalidad.
El estado moderno característico, que recibió su forma sistemática en la era
de la Revolución francesa, aunque en muchos aspectos se anticiparon a él los
principados europeos que evolucionaron en los siglos XVI y XVII, constituía una
novedad por diversas razones. Era definido como un territorio (preferiblemente
continuo e ininterrumpido) sobre la totalidad de cuy os habitantes gobernaba, y
que fronteras o límites muy claros separaban de otros territorios parecidos.
Políticamente gobernaba y administraba a estos habitantes de modo directo en
lugar de mediante sistemas intermedios de gobernantes y corporaciones
autónomas. Pretendía, si ello era posible, imponer los mismos sistemas
administrativos e institucionales y las mismas ley es en todo su territorio, aunque
después de la edad de las revoluciones, y a no intentó imponer los mismos
sistemas religiosos o seculares e ideológicos. Y se encontró de forma creciente
con que debía tomar nota de la opinión de sus súbditos o ciudadanos, porque sus
sistemas políticos les daban voz —generalmente por medio de diversas clases de
representantes elegidos— y porque el estado necesitaba su consentimiento
práctico o su actividad en otros sentidos, por ejemplo en calidad de
contribuy entes o de reclutas en potencia. En pocas palabras, el estado gobernaba
a un « pueblo» definido territorialmente y lo hacía en calidad de suprema
agencia « nacional» de gobierno sobre su territorio, y sus agentes llegaban cada
vez más hasta el más humilde de los habitantes de sus pueblos más pequeños.
Durante el siglo XIX estas intervenciones se hicieron tan universales y tan
normales en los estados « modernos» , que una familia hubiera tenido que vivir
en algún lugar muy inaccesible para librarse del contacto regular con el estado
nacional y sus agentes: por medio del cartero, el policía o gendarme, y,
finalmente, el maestro de escuela; por medio de los empleados en los
ferrocarriles, donde estos fueran propiedad del estado; por no citar las
guarniciones de soldados y las bandas militares, que eran todavía más audibles.
De forma creciente, el estado recopilaba datos sobre sus súbditos y ciudadanos,
mediante los censos periódicos (que no se generalizaron hasta mediados del
siglo XIX), la asistencia teóricamente obligatoria a la escuela primaria y, según
el país, el servicio militar obligatorio. En los estados burocráticos y dotados de un
buen aparato policial, un sistema de documentación y registro personales hacía
que los habitantes tuvieran un contacto todavía más directo con la maquinaria de
gobierno y administración, especialmente si se desplazaban de un lugar a otro. En
los estados que aportaban una alternativa civil a la celebración eclesiástica de los
grandes ritos humanos, como hacía la may oría, los habitantes podían encontrarse
con los representantes del estado en estas ocasiones de gran carga emocional; y
siempre eran apuntados por la maquinaria de registro de nacimientos,
matrimonios y defunciones, que complementaba la maquinaria de los censos. El
gobierno y el súbdito o ciudadano se veían vinculados inevitablemente por lazos
cotidianos como nunca antes había ocurrido. Y las revoluciones decimonónicas
en el campo del transporte y las comunicaciones tipificadas por el ferrocarril y
el telégrafo reafirmaron y normalizaron los vínculos entre la autoridad central y
sus puestos avanzados más remotos.
Desde el punto de vista de los estados y las clases gobernantes, esta
transformación planteaba dos tipos principales de problemas políticos, si dejamos
a un lado la relación cambiante entre el gobierno central y las elites locales,
relación que —en Europa, donde el federalismo era muy poco típico y cada vez
más raro— se desplazaba constantemente a favor del centro nacional[146] . En
primer lugar, planteaba interrogantes técnico-administrativos acerca de la mejor
manera de llevar a cabo la nueva forma de gobierno en la cual todos los
habitantes (masculinos) adultos, y, de hecho, como súbditos de la administración,
todos los habitantes, con independencia de su sexo y su edad, se encontraban
vinculados directamente al gobierno del estado. De momento esto nos interesa
sólo en la medida en que entrañaba la construcción de una máquina de
administración e intervención, integrada por un conjunto muy numeroso de
agentes, y que suscitaba automáticamente la cuestión de la lengua o las lenguas
escritas o incluso habladas para la comunicación dentro del estado, que la
aspiración a la alfabetización universal podía convertir en un asunto políticamente
delicado. Aunque el porcentaje de estos agentes del gobierno era bastante
modesto comparado con las pautas actuales —hacia 1910 era, a lo sumo, del
orden de 1 de cada 20 miembros de la población activa nacional—, iba en
aumento, a veces con gran rapidez, y representaba un número importante de
empleados: unos 700 000 en Austria Cisleitana (1910), más de medio millón en
Francia (1906), cerca de 1,5 millones en Alemania (1907), 700 000 en Italia
(1907), por poner sólo unos ejemplos[147] . Señalaremos de paso que en los
países respectivos probablemente constituía el may or conjunto de empleos para
los que se exigía saber leer y escribir.
En segundo lugar, planteaba dos problemas que, desde el punto de vista
político, eran mucho más delicados: el de la lealtad al estado y al sistema
gobernante y el de la identificación con ellos. En los tiempos en que el ciudadano
y los gobernantes nacionales secularizados todavía no se encontraban
directamente cara a cara, la lealtad y la identificación con el estado o bien no se
le exigían al hombre corriente —por no mencionar a la mujer corriente— o se
obtenían por medio de todas aquellas instancias autónomas o intermedias que la
edad de las revoluciones desmanteló o rebajó de categoría: por medio de la
religión y la jerarquía social (« Dios bendiga al hacendado y sus parientes / y nos
mantenga a nosotros en el sitio que nos corresponde» ), o incluso mediante las
autoridades constituidas autónomas que eran inferiores al gobernante último o las
comunidades y corporaciones que se gobernaban a sí mismas y formaban como
una pantalla entre el súbdito y el emperador o rey, dejando a la monarquía libre
para representar la virtud y la justicia. Del mismo modo que la lealtad de los
niños iba dirigida a sus padres, la de las mujeres a sus hombres, que actuaban
« en su nombre» . El liberalismo clásico que halló expresión en los regímenes de
las revoluciones francesa y belga de 1830, y en la era reformista de después de
1832 en Gran Bretaña, esquivó el problema de las convicciones políticas del
ciudadano limitando los derechos políticos a los hombres que poseían propiedades
y educación.
Con todo, en el último tercio del siglo XIX se hizo cada vez más manifiesto
que la democratización, o al menos la electoralización cada vez más ilimitada de
la política eran inevitables. Empezó a ser igualmente obvio, al menos a partir del
decenio de 1880, que dondequiera que al hombre corriente se le permitía
participar en política, aunque fuese del modo más nominal, en calidad de
ciudadano —con rarísimas excepciones la mujer corriente continuó excluida—,
y a no podía contarse con que daría lealtad y apoy o automáticos a sus superiores
o al estado. Especialmente no se los daría cuando las clases a las que pertenecía
eran nuevas desde el punto de vista histórico y, por ende, carecían de un lugar
tradicional en el esquema general. Por lo tanto, se agudizó la necesidad de que el
estado y las clases gobernantes compitieran con rivales por la lealtad de las
clases inferiores.
Y de forma simultánea, como ilustra la guerra moderna, los intereses del
estado pasaron a depender de la participación del ciudadano corriente en una
medida que nunca se había imaginado. Tanto si los ejércitos se componían de
reclutas o de voluntarios, la disposición de los hombres a servir era ahora una
variable esencial en los cálculos del gobierno; y, de hecho, también lo era su
capacidad física y mental para luchar, lo cual empujó a los gobiernos a
investigarla de modo sistemático, como en la famosa investigación del
« deterioro físico» que se hizo en Gran Bretaña después de la guerra de los bóers.
El grado de sacrificio que podía imponerse a los civiles tuvo que entrar en los
planes de los estrategas: basándose en ello, los británicos, antes de 1914, eran
reacios a debilitar la marina, guardiana de los alimentos que Gran Bretaña
importaba, reforzando la participación del país en la guerra de masas que se
hacía en tierra. Las actitudes políticas de los ciudadanos, y en particular de los
trabajadores, eran factores de muchísimo interés, dado el auge de los
movimientos obreros y socialistas. Obviamente, la democratización de la política,
es decir, por un lado la creciente ampliación del derecho (masculino) al voto, por
otro lado la creación del estado moderno, administrativo, que movilizaba a los
ciudadanos e influía en ellos, colocaba tanto el asunto de la « nación» como los
sentimientos del ciudadano para con lo que considerase su « nación» ,
« nacionalidad» u otro centro de lealtad, en el primer lugar del orden del día
político.
Por consiguiente, para los gobernantes el problema no consistía sencillamente
en adquirir una nueva legitimidad, aunque los estados nuevos tenían que resolver
este particular, y la identificación con un « pueblo» o « nación» , fuese cual
fuere su definición, era una forma cómoda y elegante de resolverlo, y, por
definición, la única forma en los estados que insistían en la soberanía popular.
¿Qué otra cosa podía legitimar a las monarquías de estados que nunca habían
existido como tales, por ejemplo Grecia, Italia o Bélgica, o cuy a existencia
rompía todos los precedentes históricos, como el imperio alemán de 1871? La
necesidad de adaptación surgió incluso en regímenes antiguos, por tres razones.
Entre 1789 y 1815 pocos de ellos no habían sido transformados: hasta la Suiza
posnapoleónica era, en algunos aspectos importantes, una nueva entidad política.
Garantes tradicionales de la lealtad tales como la legitimidad dinástica, la
ordenación divina, el derecho histórico y la continuidad de gobierno, o la
cohesión religiosa, resultaron seriamente debilitados. Finalmente, pero no por ser
menos importante, todas estas legitimaciones tradicionales de la autoridad
detestado se encontraban bajo un desafío permanente desde 1789.
Esto es claro en el caso de la monarquía. La necesidad de proporcionar un
fundamento « nacional» nuevo, o al menos complementario, para esta institución
se hacía sentir en estados tan a salvo de revoluciones como la Gran Bretaña de
Jorge III y la Rusia de Nicolás I.[148] Y no cabe duda de que las monarquías
trataron de adaptarse.
Sin embargo, aunque los ajustes del monarca a « la nación» son un útil
indicador de la medida en que las instituciones tradicionales tuvieron que
adaptarse o morir después del siglo de las revoluciones, la institución del gobierno
hereditario por los príncipes, tal como se creó en la Europa de los siglos XVI y
XVII, no tenía necesariamente ninguna relación con ello. De hecho, la may oría
de los monarcas de Europa en 1914 —momento en que la monarquía seguía
siendo casi universal en dicho continente— provenían de una serie de familias
relacionadas entre sí cuy a nacionalidad personal (si experimentaban la sensación
de tener una) no tenía nada que ver con su función de jefes de estado. El príncipe
Alberto, consorte de Victoria, escribía al rey de Prusia como alemán,
consideraba a Alemania como su patria personal, y, pese a ello, la política que
representaba con firmeza era, de modo todavía más inequívoco, la de Gran
Bretaña [149] . Las compañías transnacionales de finales del siglo XX se
inclinaban mucho más a escoger a sus ejecutivos principales en la nación donde
tuvieron su origen, o donde se encuentra su sede central, que los estados-nación
del siglo XIX a elegir rey es con conexiones locales.
En cambio, el estado posrevolucionario, estuviera encabezado por un
gobernante hereditario o no, tenía una relación orgánica necesaria con « la
nación» , es decir, con los habitantes de su territorio considerados, en algún
sentido, como una colectividad, un « pueblo» , tanto, según hemos visto, en virtud
de su estructura como en virtud de las transformaciones políticas que lo estaban
convirtiendo en un conjunto de ciudadanos que podían movilizarse de diversas
maneras y tenían derechos o reivindicaciones de índole política. Incluso cuando
el estado todavía no se enfrentaba a ningún desafío serio a su legitimidad o
cohesión, ni a fuerzas de subversión realmente poderosas, el simple declive de los
antiguos lazos sociopolíticos habría hecho imperativo formular e inculcar nuevas
formas de lealtad cívica (una « religión cívica» , según la expresión de
Rousseau), y a que otras lealtades potenciales disponían ahora de la posibilidad de
expresión política. Porque, ¿qué estado, en la edad de las revoluciones, del
liberalismo, del nacionalismo, de la democratización y del auge de los
movimientos obreros, podía sentirse absolutamente seguro?
La sociología que surgió en los últimos años del siglo era principalmente una
sociología política, y en su núcleo estaba el problema de la cohesión sociopolítica
en los estados. Pero los estados necesitaban una religión cívica (el
« patriotismo» ) tanto más cuanto que cada vez requerían algo más que pasividad
de sus ciudadanos. « Inglaterra —como decía Nelson a sus marineros en la
canción patriótica mientras se preparaban para la batalla de Trafalgar— espera
que en este día todos los hombres cumplirán con su deber» .
Y si, por casualidad, el estado no lograba convertir a sus ciudadanos a la
nueva religión antes de que escucharan a evangelistas rivales, perdido estaba.
Irlanda, como comprendió Gladstone, se perdió para el Reino Unido tan pronto
como la democratización del voto en 1884-1885 demostró que la virtual totalidad
de los escaños parlamentarios católicos de esa isla pertenecerían en lo sucesivo a
un partido irlandés (es decir, nacionalista); sin embargo, siguió siendo un Reino
Unido porque sus demás componentes nacionales aceptaban el nacionalismo
centrado en el estado de « Gran Bretaña» , que se había creado, en gran parte en
beneficio de ellos, en el siglo XVIII y que todavía desconcierta a los teóricos que
representan un nacionalismo más ortodoxo[150] . El imperio Habsburgo, conjunto
de Irlandas, no tuvo tanta suerte. Hay aquí una diferencia crucial entre lo que el
novelista austríaco Robert Musil llamó Kakania (por las letras « k» y « k» ,
abreviaturas de « imperial y real» en alemán), y lo que Tom Naim, siguiendo su
ejemplo, llama Ukania (de las iniciales de United Kingdom).
Un patriotismo que se basa puramente en el estado no es por fuerza ineficaz,
y a que la existencia misma y las funciones del moderno estado territorial de
ciudadanos hacen que sus habitantes participen de modo constante en sus asuntos,
e inevitablemente proporcionan un « paisaje» institucional o de procedimiento
que es diferente de cualquier otro paisaje de estos y constituy e el marco de su
vida, que determina en gran parte. El simple hecho de existir durante unos
decenios, menos de la duración de una sola vida humana, puede ser suficiente
para determinar al menos una identificación pasiva con un estado-nación nuevo
de esta manera. Si no fuera así, deberíamos haber previsto que el auge del
fundamentalismo shií en Irán hubiese tenido repercusiones tan significativas en
Irak como entre los shiíes del Líbano dividido, pues la may or parte de la
población musulmana no kurda de ese estado, que, dicho sea de paso, contiene los
principales lugares santos de la secta, pertenece a la misma fe que los
iraníes[151] . Pese a ello, la idea misma de un estado-nación secular y soberano
en Mesopotamia es todavía más reciente que la idea de un estado territorial judío.
Un ejemplo extremo de la eficacia potencial del patriotismo estatal puro es la
lealtad de los finlandeses al imperio zarista durante gran parte del siglo XIX, de
hecho hasta que a partir del decenio de 1880 la política de rusificación provocó
una reacción antirrusa. Así, mientras que en la Rusia propiamente dicha no es
fácil encontrar monumentos a la memoria de la dinastía Romanov, una estatua
del zar Alejandro II, el Libertador, se alza todavía orgullosamente en la plaza
may or de Helsinki.
Podríamos ir más lejos. La idea original, revolucionario-popular del
patriotismo se basaba en el estado en lugar de ser nacionalista, toda vez que
estaba relacionada con el pueblo soberano mismo, es decir, con el estado que
ejercía el poder en su nombre. La etnicidad u otros elementos de continuidad
histórica eran ajenos a « la nación» en este sentido, y la lengua tenía que ver con
ella sólo o principalmente por motivos pragmáticos. Los « patriotas» , en el
sentido original de la palabra, eran lo contrario de quienes creían en « mi país,
haga bien o haga mal» , a saber —como dijo el doctor Johnson, citando el uso
irónico de la palabra—: « facciosos perturbadores del gobierno» [152] . De forma
más seria, la Revolución francesa, que, al parecer, utilizaba el término del modo
que habían usado por primera vez los norteamericanos y más especialmente la
Revolución holandesa de 1783[153] , tenía por patriotas a quienes demostraban el
amor a su país deseando renovarlo por medio de la reforma o la revolución. Y la
patrie a la que iba dirigida su lealtad era lo contrario de una unidad preexistente,
existencial, y en vez de ello era una nación creada por la elección política de sus
miembros, los cuales, al crearla, rompieron con sus anteriores lealtades, o al
menos rebajaron su categoría. Los 1200 guardias nacionales del Languedoc, el
Delfinado y Provenza que se reunieron cerca de Valence el 19 de noviembre de
1789 prestaron juramento de lealtad a la nación, la ley y el rey, y declararon que
en lo sucesivo y a no serían delfineses, provenzales o languedocianos, sino
únicamente franceses; como hicieron también, y ello es más significativo, los
guardias nacionales de Alsacia, Lorena y el Franco Condado en una reunión
parecida en 1790, con lo que transformaron en franceses auténticos a los
habitantes de provincias que Francia se había anexionado hacía apenas un
siglo[154] Como dijo Lavisse:[155] . « La Nation consentie, voulue par
elle-méme» fue la aportación de Francia a la historia. Por supuesto, el concepto
revolucionario de la nación tal como era constituida por la opción política
deliberada de sus ciudadanos potenciales todavía se conserva en forma pura en
los Estados Unidos. Los norteamericanos son los que quieren serlo. Tampoco el
concepto francés de la « nación» como análoga al plebiscito (« un plébiscite de
tous les jours» , como lo expresó Renán) perdió su carácter esencialmente
político. La nacionalidad francesa era la ciudadanía francesa: la etnicidad, la
historia, la lengua o la jerga que se hablara en el hogar no tenían nada que ver
con la definición de « la nación» .
Por otra parte, la nación en este sentido —como el conjunto de ciudadanos
cuy os derechos como tales les daban un interés en el país y con ello hacían que
el estado hasta cierto punto fuese « nuestro» — no era sólo un fenómeno
exclusivo de regímenes revolucionarios y democráticos, aunque los regímenes
antirrevolucionarios y reacios a democratizarse tardaron muchísimo en
reconocerlo. Por esto los gobiernos beligerantes en 1914 se llevaron una gran
sorpresa al ver cómo sus pueblos se apresuraban a tomar las armas, aunque
fuese brevemente, en un acceso de patriotismo[156] .
El acto mismo de democratizar la política, es decir, de convertir los súbditos
en ciudadanos, tiende a producir una conciencia populista que, según como se
mire, es difícil de distinguir de un patriotismo nacional, incluso chauvinista,
porque si « el país» es de algún modo « mío» , entonces es más fácil considerarlo
preferible a los países de los extranjeros, especialmente si estos carecen de los
derechos y la libertad del verdadero ciudadano. El « inglés nacido libre» de E. P.
Thompson, los ingleses del siglo XVIII que jamás serán esclavos, estaban prontos
a compararse con los franceses. Esto no significaba necesariamente simpatía
alguna con las clases gobernantes o sus gobiernos, y era muy posible que, a su
vez, estos sospecharan de la lealtad de los militantes de clase baja, para los cuales
la gente rica y los aristócratas que explotaban al pueblo llano estaban presentes
de modo más inmediato y constante que los extranjeros más odiados. La
conciencia de clase que las clases trabajadoras de numerosos países estaban
adquiriendo en los últimos decenios que precedieron a 1914 daba a entender,
mejor dicho, afirmaba la pretensión a los derechos del hombre y del ciudadano
y, por ende, un patriotismo potencial. La conciencia política de las masas o
conciencia de clase entrañaba un concepto de la « patrie» o « patria» , como
demuestra la historia tanto del jacobinismo como de movimientos por el estilo del
cartismo. Porque la may oría de los cartistas eran tan contrarios a los ricos como
a los franceses.
Lo que hacía que este patriotismo populista-democrático y jacobino fuese
sumamente vulnerable era el carácter subalterno, tanto objetivo como —entre
las clases trabajadoras— subjetivo, de estas masas-ciudadanas. Porque en los
estados en los cuales se desarrolló, el orden del día político del patriotismo lo
formularon los gobiernos y las clases gobernantes. El desarrollo de la conciencia
política y de clase entre los trabajadores enseñó a estos a exigir y ejercer
derechos de ciudadano. Su trágica paradoja fue que, donde habían aprendido a
hacerlos valer, ay udaron a hundirlos de buen grado en la matanza mutua de la
primera guerra mundial. Pero es significativo que los gobiernos beligerantes
hicieran llamamientos pidiendo apoy o a esa guerra basándose no sólo en el
patriotismo ciego, y todavía menos en la gloria y el heroísmo machistas, sino en
una propaganda que iba dirigida fundamentalmente a civiles y ciudadanos. Todos
los beligerantes principales presentaron la contienda como una guerra defensiva.
Todos la presentaron como una amenaza procedente del exterior, una amenaza
que se cernía sobre ventajas cívicas propias de su propio país o bando; todos
aprendieron a presentar sus objetivos bélicos (con cierta inconsecuencia), no sólo
como la eliminación de tales amenazas, sino como, en cierto modo, la
transformación social del país en beneficio de sus ciudadanos más pobres
(« hogares para héroes» ).
Vemos, pues, que la democratización podía ay udar automáticamente a
resolver los problemas de cómo los estados y los regímenes podían adquirir
legitimidad a ojos de sus ciudadanos, aunque estos fueran desafectos. Reforzaba
el patriotismo de estado, incluso podía crearla A pesar de todo, tenía sus límites,
en especial cuando se enfrentaba a fuerzas alternativas que ahora eran más
fáciles de movilizar y atraían la lealtad cuy o único depositario legítimo era el
estado, según él mismo. Los nacionalismos independientes del estado eran las
más formidables de tales fuerzas. Como veremos, iban en aumento tanto en
número como en la escala de su atractivo y, en el último tercio del siglo XIX,
formulaban ambiciones que incrementaban su amenaza potencial a los estados.
Se ha sugerido con frecuencia que la propia modernización de los estados
estimuló estas fuerzas, si no las creó. De hecho, las teorías del nacionalismo
como función de la modernización ocupan un lugar destacadísimo en la literatura
reciente [157] . No obstante, sea cual sea la relación del nacionalismo con la
modernización de los estados decimonónicos, el estado hacía frente al
nacionalismo como fuerza política ajena a él, muy distinta del « patriotismo de
estado» , y con la cual tenía que llegar a un acuerdo. Sin embargo, podía
convertirse en un recurso poderosísimo para el gobierno si se lograba integrarlo
en el patriotismo de estado, para que hiciera de componente emocional central
del mismo.
Desde luego, a menudo esto era posible mediante la simple proy ección de los
sentimientos de identificación auténtica, existencial, con la patria « chica» de uno
sobre la patria grande, proceso que registra la expansión filológica del alcance de
palabras tales como pays, paese, pueblo o, de hecho, patrie, vocablo que en 1776
la Academia francesa todavía definía en términos locales. « El país de un francés
era meramente la parte del mismo donde casualmente había nacido.» [158]
Simplemente a fuerza de convertirse en un « pueblo» , los ciudadanos de un país
pasaban a ser una especie de comunidad, aunque era una comunidad imaginada,
y, por lo tanto, sus miembros buscaban y, por ende, encontraban cosas en común,
lugares, costumbres, personajes, recuerdos, señales y símbolos. O bien la
herencia de secciones, regiones y localidades de lo que había pasado a ser « la
nación» podía combinarse para formar una herencia completamente nacional,
de tal modo que incluso los conflictos antiguos llegaran a simbolizar su
reconciliación en un plano más elevado y comprensivo. De esta manera Walter
Scott edificó una Escocia única en el territorio empapado en sangre por las
guerras de los habitantes de las Highlands y las Lowlands, los rey es y los
firmantes del pacto de los presbiterianos escoceses, y lo hizo poniendo de relieve
sus antiguas divisiones. En un sentido más general, el problema teórico, tan bien
resumido en el gran Tableau de la géographie de la France (1903), de Vidal de la
Blache [159] , tuvo que resolverse para prácticamente todos los estados-nación, a
saber: « cómo un fragmento de la superficie de la tierra que no es ni isla ni
península, y que la geografía física no puede considerar apropiadamente como
una sola unidad, se ha elevado a la condición de país político y finalmente se
convirtió en una patria (patrie)» . Porque todas las naciones, incluso las de
extensión mediana, tuvieron que construir su unidad basándose en la disparidad
evidente.
Los estados y los regímenes tenían todos los motivos para reforzar, si podían,
el patriotismo de estado con los sentimientos y los símbolos de « comunidad
imaginada» , dondequiera y comoquiera que naciesen, y concentrarlos sobre sí
mismos. Sucedió que el momento en que la democratización de la política hizo
que fuera esencial « educar a nuestros amos» , « hacer italianos» , convertir
« campesinos en franceses» y unirlo todo a la nación y la bandera, fue también
el momento en que los sentimientos nacionalistas populares o, en todo caso, de
xenofobia, así como los de superioridad nacional que predicaba la nueva
pseudociencia del racismo, empezaron a ser más fáciles de movilizar. Porque el
período comprendido entre 1880 y 1914 fue también el de las may ores
migraciones de masas conocidas hasta entonces, dentro de los estados y de unos
estados a otros, del imperialismo y de crecientes rivalidades internacionales que
culminarían con la guerra mundial. Todo esto subray aba las diferencias entre
« nosotros» y « ellos» . Y para unir a secciones dispares de pueblos inquietos no
hay forma más eficaz que unirlos contra los de fuera. No es necesario aceptar el
absoluto Primat der Innenpolitik para reconocer que los gobiernos tenían mucho
interés nacional en movilizar el nacionalismo entre sus ciudadanos. A la inversa,
nada superaba el conflicto internacional en lo que se refiere a estimular el
nacionalismo en ambos bandos. Es conocido el papel que la disputa en torno al
Rin en 1840 desempeñó en la formación de estereotipos nacionalistas así
franceses como alemanes[160] .
Naturalmente, los estados usarían la maquinaria, que era cada vez más
poderosa, para comunicarse con sus habitantes, sobre todo las escuelas primarias,
con el objeto de propagar la imagen y la herencia de la « nación» e inculcar
apego a ella y unirlo todo al país y la bandera, a menudo « inventando
tradiciones» o incluso naciones para tal fin[161] . Este autor recuerda que fue
sometido a un ejemplo de tal invención política (infructuosamente) en una
escuela primaria de Austria a mediados del decenio de 1920, bajo la forma de un
nuevo himno nacional que trataba desesperadamente de convencer a los niños de
que unas cuantas provincias que habían quedado cuando el resto de un extenso
imperio Habsburgo se separó o les fue arrebatado formaban un conjunto
coherente, merecedor de amor y devoción patriótica; no hacía más fácil la tarea
el hecho de que la única cosa que tenían en común era lo que hacía que la
may oría abrumadora de sus habitantes quisieran unirse a Alemania. « Austria
alemana» , empezaba el curioso y efímero himno, « tú, tierra magnífica
(herrliches), te amamos» , y continuaba, como cabía esperar, con una especie de
charla turística o lección de geografía que seguía los arroy os alpinos que bajaban
de los glaciares al valle del Danubio y Viena y concluía con la afirmación de que
esta nueva Austria residual era « mi patria» (mein Heimatland) [162] .
Si bien es obvio que los gobiernos se encontraban ocupados en practicar una
ingeniería ideológica consciente y deliberada, sería un error ver en estos
ejercicios una pura manipulación desde arriba. A decir verdad, sus mejores
resultados los daban cuando era posible edificar sobre sentimientos nacionalistas
extraoficiales que y a existían, fuesen de xenofobia demótica o chauvinismo —la
palabra-raíz, al igual que « jingoísmo» aparece por primera vez en el
demagógico music-hall o vodevil[163] —, o, más probablemente, en el
nacionalismo de la clase media y media baja. En la medida en que tales
sentimientos no fueron creados, sino únicamente tomados en préstamo y
fomentados por los gobiernos, los que así obraban se convirtieron en una especie
de aprendiz de brujo. En el mejor de los casos no podían controlar por completo
las fuerzas que habían dejado en libertad; en el peor, pasaban a ser prisioneros de
las mismas. Así, no es concebible que el gobierno británico de 1914 o, a decir
verdad, la clase gobernante británica, deseara organizar la orgía de xenofobia
antialemana que barrió el país tras la declaración de guerra y que, dicho sea de
paso, obligó a la familia real británica a cambiar el venerable nombre dinástico
de Guelph, por el de Windsor, que suena menos alemán. Porque, como veremos,
el tipo de nacionalismo que apareció en las postrimerías del siglo XIX no tenía
ningún parecido fundamental con el patriotismo de estado, ni siquiera cuando se
pegaba a él. Paradójicamente, su lealtad básica no iba dirigida « al país» , sino
sólo a su versión particular de ese país: a un concepto ideológico.
La fusión del patriotismo de estado con el nacionalismo no estatal fue
arriesgada desde el punto de vista político, toda vez que los criterios de aquel eran
comprensivos, por ejemplo todos los ciudadanos de la república francesa,
mientras que los criterios de este eran exclusivos, por ejemplo sólo los
ciudadanos de la república francesa que hablaran la lengua francesa y, en casos
extremos, que fueran rubios y dolicocéfalos[164] . Por consiguiente, el coste
potencial de fundir uno con otro era elevado allí donde la identificación con una
nacionalidad alineaba a quienes rehusaban asimilarse a ella y ser eliminados por
ella. Había, en Europa, pocas naciones-estado auténticamente homogéneas
como, pongamos por caso, Portugal, aunque a mediados e incluso en las
postrimerías del siglo XIX, existían aún gran número de grupos potencialmente
clasificables como « nacionalidades» que no competían con las pretensiones de
la « nación» oficialmente dominante, así como un número inmenso de individuos
que buscaban activamente la asimilación a alguna de las nacionalidades y
lenguas de cultura dominantes.
Sin embargo, si la identificación del estado con una nación comportaba el
riesgo de crear un contranacionalismo, el proceso mismo de su modernización
hacía que esto fuese mucho más probable, toda vez que entrañaba una
homogeneización y estandarización de sus habitantes, esencialmente por medio
de una « lengua nacional» escrita. Tanto la administración directa de un número
inmenso de ciudadanos por parte de los gobiernos modernos, como el desarrollo
técnico y económico, requieren esto, porque hacen que la alfabetización
universal sea deseable y el desarrollo masivo de la educación secundaria, casi
obligatoria. La escala en que actúa el estado y la necesidad de contactos directos
con sus ciudadanos son los que crean el problema. Por consiguiente, y para
efectos prácticos, la educación de la masa debe llevarse a cabo en una lengua
vernácula, mientras que la educación de una elite reducida puede efectuarse en
una lengua que el grueso de la población no entienda ni hable o, en el caso de las
lenguas « clásicas» como el latín, el persa clásico o el chino escrito clásico, que
no las entienda ni hable nadie en absoluto. Las transacciones administrativas o
políticas en el ápice pueden hacerse en una lengua que resulte incomprensible
para la masa del pueblo, que es como la nobleza húngara llevaba a cabo sus
asuntos parlamentarios antes de 1840, en latín, o —todavía— en inglés, en la
India, pero una campaña electoral donde exista el sufragio universal debe
efectuarse en la lengua vernácula. De hecho, la economía, la tecnología y la
política hacen que cada vez sea más esencial una lengua de comunicación
hablada para las masas —necesidad que se ha visto intensificada por el auge del
cine, la radio y la televisión—, de tal modo que lenguas que en un principio
fueron pensadas como lenguas francas para personas que hablaban lenguas
vernáculas mutuamente incomprensibles o como idiomas culturales para las
gentes educadas, o que funcionaban como tales, pasan a ser la lengua nacional: el
chino mandarín, el bahasa en Indonesia, el tagalo[165] .
Si la elección de la lengua nacional « oficial» se hiciera sólo por comodidad
pragmática, sería relativamente sencilla. Bastaría con escoger el idioma con más
probabilidades de ser hablado y comprendido por el may or número posible de
ciudadanos, o el que más facilitara la comunicación entre ellos. La elección por
José II del alemán como lengua administrativa de su imperio multinacional fue
muy pragmática en este sentido, como lo fue la del hindi por Gandhi como
lengua de la futura India independiente —la lengua natal de Gandhi era el
gujarati— y, desde 1947, la elección del inglés como medio de comunicación
nacional que fuese menos inaceptable para los indios. En los estados
multinacionales el problema podía resolverse en teoría, como trataron de
resolverlo los Habsburgo a partir de 1848, dando a la « lengua de uso común»
(Umgangsprache) cierto reconocimiento oficial en un nivel administrativo
apropiado. Cuando más localizado e inculto, es decir, más cerca de la vida rural
tradicional, menos ocasiones de conflicto entre un nivel lingüístico, una entidad
geográfica y otra. Incluso en los momentos culminantes del conflicto entre
alemanes y checos en el imperio Habsburgo todavía era posible escribir:
Así pues, de una forma u otra, los estados se vieron obligados a llegar a un
acuerdo con el nuevo « principio de nacionalidad» y sus síntomas, pudieran o no
utilizarlo para sus propios fines. La mejor manera de concluir el presente capítulo
es examinar brevemente la evolución de las actitudes de los estados ante el
problema de la nación y la lengua a mediados del siglo XIX. La cuestión puede
seguirse por medio de los debates de expertos técnicos, a saber: los estadísticos
del gobierno que intentaron coordinar y estandarizar los censos nacionales
periódicos que, a partir de mediados de siglo, pasaron a ser una parte normal de
la maquinaria de documentación que necesitaban todos los estados « avanzados»
o modernos. El problema que se planteó en el Primer Congreso Estadístico
Internacional, celebrado en 1853, era si en tales censos debía incluirse una
pregunta relativa a la « lengua hablada» y la relación que tuviera, si tenía alguna,
con la nación y la nacionalidad.
No tiene nada de extraño que el primero en abordar el asunto fuese el belga
Quetelet, que no sólo era el fundador de las estadísticas sociales, sino que
procedía de un estado donde la relación entre el francés y el flamenco y a era un
asunto de cierta importancia política. El Congreso Estadístico Internacional de
1860 decidió que la pregunta sobre la lengua fuese optativa en los censos, que
cada estado decidiera si tenía importancia « nacional» o no la tenía. El congreso
de 1873, sin embargo, recomendó que en lo sucesivo dicha pregunta se incluy era
en todos los censos.
El punto de vista inicial de los expertos era que la « nacionalidad» de un
individuo no la determinarían las preguntas de los censos, excepto en el sentido
que los franceses daban a la palabra, a saber: la condición de ciudadano de tal o
cual estado. En este sentido la lengua no tenía nada que ver con la
« nacionalidad» , aunque en la práctica esto significaba sencillamente que los
franceses, y quienquiera que aceptase esta definición, cual era el caso de los
magiares, reconocían oficialmente una sola lengua dentro de sus fronteras. Los
franceses sencillamente descuidaban las demás reglas; los magiares, que
difícilmente podían hacer lo mismo, y a que menos de la mitad de los habitantes
de su reino hablaban esa lengua, se veían obligados a calificarlos jurídicamente
de « magiares que no hablan magiar» [171] , del mismo modo que más adelante
los griegos llamarían « griegos eslavófonos» a los habitantes de las partes de
Macedonia que se anexionaron. En resumen, un monopolio lingüístico disfrazado
de definición no lingüística de la nación.
Parecía evidente que la nacionalidad era demasiado compleja para que de
ella se apoderase la lengua sola. Los estadísticos de los Habsburgo, que tenían
más experiencia de ella que nadie, opinaban (a) que no era un atributo de
individuos, sino de comunidades, y (b) que requería el estudio de « la situación, la
demarcación y las condiciones climáticas, así como estudios antropológicos y
etnológicos de las características físicas e intelectuales, externas e internas de un
pueblo, de sus costumbres, moralidad, etcétera» [172] . El doctor Glatter,
exdirector del Instituto Estadístico de Viena, fue todavía más lejos y, como era
propio del espíritu decimonónico, decidió que lo que determinaba la nacionalidad
no era la lengua, sino la raza.
Con todo, la nacionalidad era un asunto político demasiado importante para
que los encargados de confeccionar los censos la pasaran por alto.
Era claro que tenía alguna relación con la lengua hablada, aunque sólo fuese
porque desde el decenio de 1840 la lengua había empezado a desempeñar un
papel significativo en los conflictos territoriales internacionales, de forma muy
destacada en el asunto Schleswig-Holstein, que se disputaban daneses y
alemanes[173] aun cuando antes del siglo XIX los estados no habían utilizado
argumentos lingüísticos para respaldar sus pretensiones territoriales.[174] , Pero
en 1842 la Revue des Deux Mondes y a señalaba que « las verdaderas fronteras
naturales no eran determinadas por montañas y ríos, sino más bien por la lengua,
las costumbres, los recuerdos, todo lo que distingue una nación de otra» ,
argumento que, forzoso es reconocerlo, se usaba para explicar por qué Francia
no debía aspirar necesariamente a la frontera del Rin; del mismo modo que el
argumento de que « el idioma que se habla en Niza sólo tiene un parecido lejano
con el italiano» dio a Cavour una excusa oficial para ceder esa parte del reino de
Saboy a a Napoleón III [175] . El hecho innegable es que la lengua se había
convertido en un factor de la diplomacia internacional. Obviamente, y a era un
factor de la política interior de algunos estados. Asimismo, como señaló el
Congreso de San Petersburgo, era el único aspecto de la nacionalidad que al
menos podía contarse y disponerse objetivamente en forma de cuadro[176] .
Al aceptar la lengua como indicador de nacionalidad, el congreso no sólo
adoptó un punto de vista administrativo, sino que también siguió los argumentos
de un estadístico alemán que afirmó, en publicaciones influy entes de 1866 y
1869, que la lengua era el único indicador adecuado para la nacionalidad[177] .
Este era el concepto de la nacionalidad que desde hacía tiempo predominaba
entre los intelectuales y nacionalistas alemanes, dada la falta de un estado-nación
alemán único y la dispersión a lo largo y ancho de Europa de comunidades que
hablaban dialectos germanos y cuy os miembros educados escribían y leían el
alemán estándar. Esto no significaba forzosamente la demanda de un solo estado-
nación alemán que incluy era a todos estos alemanes —tal demanda era y siguió
siendo totalmente huérfana de realismo[178] —, y en la versión puramente
filológica de Bóckh no está nada claro qué grado de conciencia y cultura
comunes entrañaba; porque, como hemos visto, por motivos lingüísticos
lógicamente incluía entre los alemanes a los hablantes de y iddish, el dialecto
germano medieval que había sido modificado hasta convertirse en la lengua
universal de los judíos orientales. A pesar de ello, como también hemos visto, las
reivindicaciones territoriales basadas en argumentos lingüísticos ahora eran
posibles —la campaña alemana de 1840 había rechazado la demanda francesa
de una frontera en el Rin precisamente por este motivo— y, fuesen cuales fuesen
exactamente las implicaciones de la lengua, y a no podían pasarse por alto desde
el punto de vista político.
Pero ¿qué era exactamente lo que había que contar? Al llegar a este punto se
disolvió la aparente analogía censal de la lengua con el lugar de nacimiento, la
edad o el estado civil. La lengua suponía implícitamente una elección política. En
calidad de erudito, Ficker, el estadístico austríaco, rechazaba la elección de la
lengua de la vida pública, que el estado o el partido podía imponer a los
individuos, aunque sus colegas franceses y húngaros lo juzgaban totalmente
aceptable. Por la misma razón rechazaba la lengua de la iglesia y la escuela. Sin
embargo, los estadísticos de los Habsburgo, guiándose por el espíritu del
liberalismo del siglo XIX, trataron de dejar espacio para el flujo y los cambios
de la lengua, y, sobre todo, para la asimilación lingüística, preguntando a los
ciudadanos cuál era, no su Muttersprache o (en sentido literal) la primera lengua
aprendida de su madre, sino la « lengua familiar» , es decir, la lengua que se
hablaba habitualmente en el hogar, que podía ser diferente [179] .
Esta ecuación de la lengua y la nacionalidad no satisfacía a nadie: a los
nacionalistas, porque impedía a los individuos que hablaban una lengua en casa
optar por otra nacionalidad; a los gobiernos —ciertamente al gobierno Habsburgo
— porque sabían reconocer un asunto espinoso sin necesidad de tocarlo. De todos
modos, subvaloraron su capacidad de resultar espinoso. Los Habsburgo aplazaron
la cuestión de la lengua hasta después de que se enfriaran los ánimos nacionales,
que tan visiblemente se habían calentado en el decenio de 1860. Empezarían a
contar en 1880. En lo que nadie reparó fue que hacer semejante pregunta
bastaría en sí mismo para generar nacionalismo lingüístico. Cada censo sería un
campo de batalla entre nacionalidades y los intentos cada vez más complicados
de satisfacer a las partes enfrentadas que hacían las autoridades no lograron su
objetivo. Lo único que produjeron fueron monumentos de erudición
desinteresada, como los censos austríacos y belgas de 1910, que satisfacen a los
historiadores. En verdad, al hacer la pregunta sobre la lengua, los censos
obligaron por primera vez a todo el mundo a elegir, no sólo una nacionalidad, sino
una nacionalidad lingüística [180] . Los requisitos técnicos del moderno estado
administrativo una vez más ay udaron a fomentar la aparición del nacionalismo,
cuy as transformaciones estudiaremos a continuación.
4. LA TRANSFORMACIÓN DEL NACIONALISMO, 1870-1918
Desde que la edición inglesa de este libro se publicó por primera vez a
comienzos de 1990 se han formado, o se encuentran en proceso de formación,
más estados-nación nuevos que en cualquier otra época del siglo en curso. El
desmembramiento de la URSS y de Yugoslavia ha añadido hasta ahora dieciséis
de ellos al número de entidades soberanas reconocidas internacionalmente, y no
parece que nada vay a a frenar los avances de la separación nacional en un
futuro inmediato. Hoy día todos los estados son oficialmente « naciones» , todas
las agitaciones políticas tienden a ser contra extranjeros, a quienes todos los
estados hostigan y pretenden excluir prácticamente. Por consiguiente, puede
parecer un ejemplo de ceguera voluntaria concluir el presente libro con algunas
reflexiones sobre la decadencia del nacionalismo como vector del cambio
histórico, comparado con el papel que desempeñó durante el siglo comprendido
entre el decenio de 1830 y el fin de la segunda guerra mundial.
Sería en verdad absurdo negar que el derrumbamiento de la Unión Soviética
y del sistema regional e internacional del cual, en su calidad de una de las dos
superpotencias, fue columna durante unos cuarenta años representa un cambio
histórico profundo y tal vez permanente, un cambio cuy as consecuencias no
están nada claras en el momento de escribir este capítulo. Sin embargo, introduce
elementos nuevos en la historia del nacionalismo sólo en la medida en que la
desintegración de la URSS en 1991 fue mucho más allá que la desintegración
(temporal) de la Rusia zarista en 1918-1920, la cual quedó en gran parte limitada
a sus regiones europeas y transcaucasianas[254] . Porque, básicamente, las
« cuestiones nacionales» de 1988-1992 no son nuevas. Pertenecen
decididamente al hogar tradicional de las causas nacionales: Europa. Por ahora
no se advierte ninguna señal de separatismo político serio en América, por lo
menos al sur de la frontera entre Estados Unidos y el Canadá. Pocos indicios hay
de que el mundo islámico, o al menos los crecientes movimientos
fundamentalistas que hay en él, esté interesado en multiplicar las fronteras
estatales. Lo que quieren es volver a la fe verdadera de los fundadores. De
hecho, es difícil ver de qué modo el separatismo como tal podría interesarles. Es
obvio que agitaciones separatistas (en gran parte terroristas) sacuden algunos
rincones del subcontinente del sur de Asia, pero hasta ahora (exceptuando la
secesión de Bangladesh) los estados sucesores han conservado su unidad. De
hecho, los regímenes nacionales poscoloniales, no sólo de esta región, continúan
aceptando de forma may oritaria las tradiciones decimonónicas de nacionalismo,
tanto liberal como revolucionario-democrático. Gandhi y los Nehru, Mandela y
Mugabe, los y a desaparecidos Zulfiqar Bhutto y Bandaranaike, e incluso diría que
la líder cautiva de Birmania (My anmar), Aung-San Su Xi, no eran o no son
nacionalistas en el sentido en que Landsbergis y Tudjman lo son. Estaban o están
en la misma longitud de onda que Massimo d’Azeglio: constructores en vez de
destructores de naciones. (Véase anteriormente, p. 53).
Puede que muchos más estados africanos poscoloniales se hundan en el caos
y el desorden, como les ha ocurrido recientemente a algunos de ellos, incluy endo
—aunque esperamos que no sea así— la República de Suráfrica. Sin embargo,
considerar que la causa del derrumbamiento de Etiopía o Somalia fue el derecho
inalienable de los pueblos a formar estados-nación soberanos representa forzar el
sentido de las palabras. Las fricciones y los conflictos, a menudo sangrientos,
entre grupos étnicos son más antiguos que el programa político del nacionalismo
y seguirán existiendo cuando este hay a desaparecido.
En Europa el brote de nacionalismo separatista tiene raíces históricas todavía
más específicas en el siglo XX. Los huevos de Versalles y Brest-Litovsk todavía
se están incubando. En esencia, el derrumbamiento permanente de los imperios
Habsburgo y otomano y la efímera caída del imperio ruso de los zares
produjeron la misma serie de estados sucesores nacionales con la misma clase
de problemas, insolubles a la larga, excepto recurriendo al asesinato en masa o a
la migración forzosa e igualmente en masa. Los explosivos problemas de
1988-1992 fueron los que se crearon en 1918-1921. En aquel tiempo los checos
fueron uncidos con los eslovacos por primera vez, y los eslovenos (que antes eran
austríacos) con los croatas (otrora la frontera militar contra los turcos) y, al cabo
de un milenio de historia divergente, con los serbios, que pertenecían a la
ortodoxia y al imperio otomano. La duplicación del tamaño de Rumania causó
fricciones entre las nacionalidades que la componían. Los alemanes victoriosos
crearon tres pequeños estados-nación a orillas del Báltico que no tenían
absolutamente ningún precedente histórico y —al menos en Estonia y Letonia—
ninguna exigencia nacional discernible [255] . Los aliados las mantuvieron con
vida como parte del « cordón sanitario» frente a la Rusia bolchevique. En el
momento de may or debilidad de Rusia, la influencia alemana fomentó la
creación de un estado independiente georgiano y otro armenio, y los ingleses
apoy aron la autonomía de Azerbaiján, región donde abunda el petróleo. El
nacionalismo transcaucasiano (si semejante término no resulta demasiado fuerte
para los sentimientos antiarmenios de los turcos azeríes) no había sido un
problema polínico serio antes de 1917: por razones obvias, a los armenios les
preocupaba Turquía más que Moscú, los georgianos apoy aban a un partido ruso
nominalmente marxista (los mencheviques) como partido nacional. Sin embargo,
a diferencia de los Habsburgo y del imperio otomano, el imperio multinacional
ruso resistió durante otras tres generaciones, gracias a la Revolución de Octubre
y a Hitler. La victoria en la guerra civil hizo imposible el separatismo ucraniano,
y la recuperación del Transcáucaso eliminó los separatismos locales, aunque —
como se logró en parte por medio de negociaciones con la Turquía de Mustafá
Kemal— dejó sin resolver algunos asuntos delicados que darían pie a futuros
resquemores nacionalistas, en particular el problema del enclave armenio de
Nagomo-Karabaj en Azerbaiján[256] . En 1939-1940 la URSS recuperó
prácticamente todo lo que la Rusia zarista había perdido, exceptuando Finlandia
(a la que Lenin había permitido separarse pacíficamente) y la Polonia exrusa.
Así pues, la forma más sencilla de describir la aparente explosión de
separatismo en 1988-1992 es decir que se trata « de un asunto pendiente que data
de 1918-1921» . A la inversa, antiguas y arraigadas cuestiones nacionales que
realmente parecían peligrosas a ojos de las cancillerías europeas antes de 1914
no han resultado explosivas. Lo que provocó el derrumbamiento de Yugoslavia no
fue la « cuestión de Macedonia» , que bien saben los eruditos que dio origen a
batallas entre expertos rivales en media docena de campos en los congresos
internacionales. Al contrario, la República Popular de Macedonia hizo cuanto
pudo por permanecer ajena al conflicto entre serbios y croatas, hasta que la
propia Yugoslavia empezó a derrumbarse y todos sus componentes tuvieron que
cuidar de sí mismos para defenderse, pura y simplemente. (Es característico que
su reconocimiento oficial hay a sido saboteado hasta ahora por Grecia, que se
había anexionado extensas partes de territorio macedónico en 1913). De modo
parecido, la única parte de la Rusia zarista que contenía un auténtico movimiento
nacional antes de 1917, aunque no se trataba de un movimiento separatista, era
Ucrania. Pese a ello, Ucrania permaneció relativamente tranquila mientras las
repúblicas bálticas y caucasianas exigían la secesión, siguió bajo el control del
partido comunista local y no se resignó a la separación hasta después de que el
fracasado golpe de agosto de 1991 destruy era la URSS.
Asimismo, la definición de « la nación» y sus aspiraciones, que,
paradójicamente, Lenin compartía con Woodrow Wilson, creó de forma
automática las líneas de fractura a lo largo de las cuales se romperían las
unidades multinacionales construidas por los estados comunistas, del mismo
modo que las fronteras coloniales de 1880-1950 formarían las fronteras de los
estados poscoloniales, toda vez que no había otras. (La may oría de sus habitantes
no sabían qué eran las fronteras, o no les hacían caso). En la Unión Soviética
podemos ir más lejos: fue el régimen comunista quien deliberadamente se
propuso crear « unidades administrativas nacionales» de signo etno-lingüístico y
territorial, es decir, « naciones» en el sentido moderno de la palabra, donde antes
no existían o no se pensaba en ellas, como entre los pueblos musulmanes de Asia
o, para el caso, los bielorrusos. La idea de repúblicas soviéticas basadas en
« naciones» kazaj, quirguiz, uzbeca, tay ik y turcomana fue un invento teórico de
los intelectuales soviéticos más que una aspiración primordial de estos pueblos del
Asia central[257] .
La idea de que estos pueblos, y a fuera por la « opresión nacional» o la
conciencia islámica, estaban ejerciendo sobre el sistema soviético la presión
intolerable que causaría su derrumbamiento parece ser meramente otra
expresión del horror justificado que el sistema soviético causaba en algunos
observadores occidentales y de la creencia de estos de que dicho sistema no
podía durar mucho. En realidad, el Asia central permaneció políticamente inerte
hasta la caída de la Unión Soviética, exceptuando algunos pogromos contra las
minorías nacionales a las que Stalin había tendido a desterrar en aquellas regiones
remotas. El nacionalismo que se esté formando en estas repúblicas es un
fenómeno posterior a los soviéticos.
Por consiguiente, los cambios habidos en 1989 y después no se debieron en
esencia a tensiones nacionales —que permanecieron bien controladas incluso allí
donde realmente existían, como en Polonia y entre los pueblos y ugoslavos,
mientras funcionó el poder del partido central— sino que nacieron
principalmente de la decisión del régimen soviético de reformarse a sí mismo y
al hacerlo, a) retirar el apoy o militar que prestaba a los regímenes satélites, b)
mermar el mando central y la estructura de autoridad que le permitía funcionar
y, por lo tanto, también c) dañar los cimientos incluso de los regímenes
comunistas independientes de la Europa balcánica. El nacionalismo fue el
beneficiario de estos fenómenos, pero no puede decirse seriamente que fuera
una causa importante de los mismos. De ahí, a decir verdad, el asombro
universal que provocó el repentino derrumbamiento de los regímenes del este,
que fue totalmente inesperado, incluso en Polonia, donde un régimen
profundamente impopular había demostrado que era capaz de tener controlado
durante casi un decenio a un movimiento de oposición organizado masivamente.
Basta con comparar las unificaciones alemanas de 1871 y 1990 para ver las
diferencias. La primera fue recibida como la esperada consecución de un
objetivo que, de una forma u otra, era la preocupación central de todas las
personas interesadas en la política en los Länder alemanes, incluso las que
querían resistirse a ella. Incluso Marx y Engels opinaron que Bismark « (tut) jetzt,
wie im 1866, ein Stück von unserer Arbeit in seiner Weise» [258] . Pero hasta el
otoño de 1989 ninguno de los principales partidos de la República Federal había
ido más allá, durante muchos años, de dedicar palabras sin sustancia a la
creación de un estado alemán único. Esto no se debió sólo a que dicha creación
era obviamente imposible antes de que Gorbachev la hiciera factible, sino que
también fue debido a que las organizaciones y las agitaciones nacionalistas eran
marginales desde el punto de vista político. Y tampoco el deseo de unidad
alemana motivaba a la oposición política en la República Democrática Alemana,
o a sus ciudadanos corrientes, cuy o éxodo en masa precipitó la caída del
régimen. Es seguro que entre todas sus dudas e incertidumbres acerca del futuro,
la may oría de los alemanes ven con buenos ojos la unificación de las dos
Alemanias, pero su carácter repentino y la patente falta de preparación para ella
demuestran que, diga lo que diga la retórica pública, fue fruto de acontecimientos
inesperados que tuvieron lugar fuera de Alemania.
En cuanto a la URSS, a diferencia de lo que habían predicho algunos
sovietólogos, no se derrumbó bajo el peso de sus tensiones nacionales
internas[259] , aunque estas eran innegables, sino que la causa fueron sus
dificultades económicas. La glasnost, que los líderes comunistas-reformistas del
país consideraban como condición necesaria de la perestroika, reintrodujo la
libertad de debate y agitación y también debilitó el sistema de mando
centralizado en que se apoy aban tanto el régimen como la sociedad. El fracaso
de la perestroika, es decir, el creciente empeoramiento de las condiciones de
vida de los ciudadanos corrientes, mermó la fe en el gobierno de toda la Unión
Soviética, al que se hizo responsable de dicho empeoramiento, y, de hecho,
fomentó o incluso impuso soluciones regionales y locales de los problemas.
Puede decirse con confianza que antes de Gorbachev ninguna república soviética
pensaba en separarse de la URSS, excepto los estados bálticos, e incluso en ellos
la independencia era obviamente un sueño en aquel tiempo. Tampoco puede
argüirse que sólo el miedo y la coacción mantenían la unidad de la URSS, aunque
es indudable que contribuían a impedir que las tensiones entre etnias y
comunidades degenerasen en violencia mutua, como ha ocurrido posteriormente.
De hecho, durante la larga era de Brezhnev la autonomía local y regional en
modo alguno era ilusoria. Además, como los rusos nunca dejaban de decir en son
de queja, la may oría de las otras repúblicas estaban en bastante mejor situación,
que los habitantes de la RFSSR. Es obvio que la desintegración nacional de la
URSS, e incidentalmente de las repúblicas que la constituían, casi todas ellas
multinacionales, fue más la consecuencia que la causa de los acontecimientos de
Moscú.
Paradójicamente, las razones de los movimientos nacionalistas capaces de
perjudicar a los regímenes existentes son bastante más fuertes en Occidente,
donde semejantes agitaciones causan trastornos a algunos de los estados-nación
más antiguos: el Reino Unido, España, Francia, incluso, de un modo más
modesto, Suiza, por no hablar del Canadá. En la actualidad (1992) sólo cabe
hacer especulaciones sobre si realmente se producirá la secesión total de
Quebec, Escocia o alguna otra región. Fuera del antiguo cinturón rojo
eurosoviético, son rarísimas las secesiones que han podido efectuarse desde la
segunda guerra mundial, y virtualmente no ha habido separaciones pacíficas. No
obstante, hoy día puede hablarse de la eventual secesión de Escocia o Quebec
como de una posibilidad realista, cosa que no era hace veinticinco años.
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