JACKSON P. - Haz Que Tus Dones Fructifiquen
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Enseñanzas Implícitas
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JACKSON Philip
Enseñanzas Implícitas
Durante cada uno de los dos años que duraron nuestras visitas, la clase de
la señora Martin estuvo compuesta por veintiocho alumnos. La composición
racial, que también permaneció prácticamente constante durante ese período,
era la siguiente: una cantidad casi igual de alumnos caucásicos y
afronorteamericanos y cuatro o cinco niños con ascendencia asiática.
La escuela Howe, en la que trabaja la señora Martin, ocupa un edificio de
tres pisos, una estructura de ladrillos construida a fines del siglo XIX, con un
edificio anexo de una sola planta, también de ladrillos, construido mucho más
recientemente, en el que se hallan los primeros grados. La construcción anexa,
donde está situada el aula de la señora Martin, está separada del edificio
principal por un patio cubierto con piso de cemento que contiene toboganes y
subibajas y algunos otros juegos. Allí es donde se reúnen los niños antes de
comenzar las clases y durante los recreos.
Estructuralmente, el aula de la señora Martin es rectangular con forma de
caja. Las paredes interiores son de bloques de cemento con ventanas que dan
a una galería que corre por casi todo uno de los muros laterales. El suelo está
cubierto con revestimiento plástico de un color indefinido y los artefactos de
iluminación, que cuelgan de delgados cordeles blancos desde un cielo raso
situado a algo más de tres metros de altura, son fluorescentes. En la pared del
frente están las pizarras; la pared opuesta a las ventanas está cubierta por ta -
bleros de anuncios que se extienden desde el nivel de la cintura hasta la altura
que puede alcanzar una persona adulta. Finalmente, en la pared del fondo se
alinean los armarios metálicos destinados a que los niños guarden sus abrigos
y pertenencias personales. Junto a las paredes de los costados se han ubicado
estantes para libros y unas pocas mesas bajas. En el fondo del salón hay una o
dos mesas adicionales. Los escritorios y las sillas de los niños ocupan el centro
del aula. El escritorio de la señora Martin está situado en un ángulo, al frente,
junto a la ventana. También en el frente, en el ángulo opuesto, junto a la pizarra
y con una pequeña alfombra a los pies, hay una silla de las dimensiones
apropiadas para una persona adulta donde se sienta la señora Martin cuando
trabaja con los grupos de lectura, una actividad que ocupa una parte importante
de la jornada escolar.
Es casi imposible catalogar de una manera completa los elementos de
trabajo adicionales del aula de la señora Martin -los contenidos de los tableros
de anuncios, los objetos que están sobre las mesas y los estantes, los
mensajes de la pizarra, etc.-, en parte porque son demasiado numerosos y en
parte porque cambian de una semana a otra y a veces de un día para el
siguiente. Baste decir que el aula, como la mayor parte de las au las de la
escuela elemental, ofrece un entorno visual muy estimulante. Hay mucho para
observar y mucho para descubrir, aparte de la actividad de los ocupantes del
salón. Algunos de los objetos en exhibición parecen ser puramente decorativos,
como la reproducción de una pintura abstracta que cuelga sobre la pizarra o el
marco decorado que rodea los tableros de anuncios, pero la mayor parte de lo
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firmemente. A fin de compartir con los lectores las bases de nuestra convicción
y transmitir al mismo tiempo una sensación de su desarrollo gradual, debo
volver brevemente al desorden que desencadenó mis reflexiones desde el
fondo del salón.
¿Qué ocurrió con aquellas inquietudes iniciales? Me complace decir que
desaparecieron pronto. Téngase en cuenta que, como ya lo mencioné, el
desorden persistió. Lo que desapareció fue mi preocupación por él. Amedida
que empecé a interesarme más en otras cosas que sucedían en el aula,
comencé a pasarlo por alto. Finalmente, lo olvidé por completo, o casi. Lo que
en verdad ocurrió, en un nivel más emocional, fue que perdoné a la señora
Martin por su falta de pulcritud, al modo en que uno podría perdonar a un
profesor por ser distraído o a un luchador por ser poco agraciado. Y lo hice
porque comencé a reconocer lo que, en el contexto de nuestro proyecto, no
puedo llamar de otro modo que «las virtudes redentoras» de la señora Martin.
Pero ni siquiera esto pinta exactamente la secuencia de eventos. Lo
primero que ocurrió fue que mi asistente y yo empezamos a disfrutar de
nuestras visitas al aula de la señora Martin sin siquiera saber por qué ..
Simplemente nos gustaba estar allí. Lo que sigue es un extracto del cuaderno
de notas de campo de mi asistente, escritas un día en el que no tenía ganas
de abandonar la comodidad de su estudio. El párrafo refleja también mi
pensamiento.
No tenía ganas de visitar ninguna clase; prefería permanecer en mi claustro
y escribir, pero tan pronto como crucé el vano de la puerta del aula de
Elaine, me sentí encantado de estar allí. El efecto fue instantáneo y
sorprendente. De pie en el pasillo ante la puerta de entrada consideré la
posibilidad de no entrar, pero en cuanto lo hice me invadió la vitalidad que
irradiaba el salón.
Pasados algunos meses, tras no visitar el aula de la señora Martin durante un
tiempo, mi asistente escribió:
Siempre abandono el aula de Elaine -incluso ahora que ha pasado un buen
tiempo desde la última vez que la visité- con una sensación de placer y
luminosidad... Tengo que estar consciente de ese sentimiento y prestar
atención al modo en que puede teñir mis percepciones de lo que ocurre en
el salón de Elaine.
Encantado de estar allí. Placer y luminosidad. Instantáneo y sorprendente.
Me invadió la vitalidad. Yo mismo compartí todas esas reacciones. ¿Cómo es
posible? ¿Qué las provocó? Tengo dos respuestas rápidas para esas
preguntas, una positiva y otra negativa, pero, desgraciadamente, ninguna de
ellas es satisfactoria. La respuesta negativa dice que sea lo que fuere lo que
hacía del aula de la señora Martin un sitio atractivo, es algo que no puede
señalarse concretamente. La respuesta positiva llama a ese efecto el «clima
del aula», y atribuye sentido a esa expresión basándose en el uso ampliamente
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difundido que tiene entre los docentes. Por supuesto, ambas respuestas son
correctas, pero ninguna de ellas nos lleva muy lejos. Lo que tienen de cierto es
que reconocen que las cualidades morales de una persona o de una situación
parecen flotar en el aire. Forman parte de la atmósfera. Uno las intuye antes de
poder expresarlas. Por ello es de vital importancia que, en nuestra condición de
observadores del aula, permanezcamos en contacto con los propios
sentimientos. Pero aun habiendo captado sensiblemente tales cualidades, la
tarea de expresión continúa siendo difícil. Y así lo fue en el caso de nuestra
reacción compartida ante lo que sucedía en el aula de la señora Martin.
Una vez más, pues, ¿qué tenían el salón o la propia señora Martin que
provocaban esa atracción? Mi primera suposición fue que aquello tenía algo
que ver con la manera en que la maestra interactuaba con los niños (y quizá
también con nosotros), algo relacionado con su franqueza y candor al vérselas
en situaciones que otros podrían haber manejado de un modo más
circunspecto y hasta reservado. Daré aquí dos ejemplos.
Después del recreo, los días en que la maestra no debe cumplir además
tareas de supervisión y por lo tanto permanece adentro, los niños que
estuvieron afuera regresan al aula con diferentes disposiciones para reanudar
sus tareas escolares. Algunos están excitados, otros cansados, unos pocos se
sientan naturalmente en su silla y, casi invariablemente, uno o dos tienen
alguna historia que contar a la maestra, a veces llorando, sobre lo que sucedió
en el patio de juegos. Muchos de los relatos tienen que ver con injusticias y
crueldades. A menudo incluyen acusaciones. Martha le quitó con violencia su
pelota a Sarah. Freddy empujó a Billy y luego lo pateó cuando este estaba en
el suelo. Un agresor desconocido golpeó a Inez por la espalda mientras ella se
colgaba en los juegos. Y así una calamidad detrás de otra. No siempre queda
claro qué esperan los niños que haga la señora Martin en relación con sus
relatos de infortunios. A veces todo lo que parecen desear es un poco de
simpatía, pero en otras ocasiones es evidente que piden alguna venganza y
esperan que sea la señora Martin quien la administre, en forma de castigo o de
reprimenda, tal vez.
La señora Martin siempre toma muy en serio estos incidentes, pero casi
nunca los trata en privado. Aun cuando se inclina para reconfortar a un niño
que llora, rara vez se dirige a él en un tono bajo. Por el contrario, discute lo
ocurrido en un tono de voz que transmite simpatía y preocupación y que
además habitualmente puede oírse desde varios metros a la redonda, incluso
con frecuencia desde la otra punta del salón. Como resultado de ello, lo que
podría haber sido un téte-a-téte se convierte en realidad en un intercambio
semipúblico que puede ser presenciado y oído por todos.
La franqueza que caracteriza a estas conversaciones produce un extraño
efecto. En lugar de aguijonear la curiosidad de los demás niños e impulsarlos a
acercarse para saber más sobre lo que sucedió, como se podría suponer que
ocurriría, la manera natural de manejar la situación que tiene la señora Martin
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parece ejercer un efecto calmante. Como pueden oír fácilmente lo que se dice
sin tener que pararse junto a la señora Martin y el niño que se queja, los
alumnos permanecen en sus asientos o continúan haciendo lo habitual: se
quitan los abrigos, toman un libro, sacan punta a los lápices, etc. Muchos
prestan obvia atención a lo que se dice, pero son muy pocos los que parecen
morbosamente curiosos en relación con el episodio.
Me parece que la conducción de estos breves intercambios, además de
expresar la preocupación de la maestra, transmite algo más a la clase en su
conjunto. La naturaleza semipública de esas conversaciones anuncia a todos y
cada uno de los alumnos que en esa aula hay muy pocos secretos, pocos
temas de los cuales no se pueda hablar con la franqueza y el volumen de voz
suficientes para que todos puedan oídos. No hace falta andar murmurando a
espaldas de la gente, acusándola de esto o de aquello. ¿Tienes algo de qué
quejarte? Pues bien, discútelo en voz alta y trátalo a cielo abierto, del mismo
modo en que podrías hablar de una dificultad que tienes en aritmética o en
lectura. Prácticamente resulta imposible distinguir la voz de consuelo de la voz
de enseñanza.
Veamos otro ejemplo de un fenómeno similar. Lo tomo del cuaderno de
notas de mi asistente. La situación que se señala allí es la siguiente: una o dos
veces por semana, la señora Evans, voluntaria que además es jubilada, visita
el aula de la señora Martin para ayudar a los niños con la ortografía. La señora
Evans trabaja con un grupo pequeño de niños en una de las mesas bajas
situadas al fondo del aula mientras la señora Martin trabaja con grupos de
lectura en el rincón del frente junto a la pizarra. Ese día en particular, los niños
que estaban con la señora Evans hacían algo más de alboroto de lo que ambas
mujeres consideraban aceptable. Esta situación dio lugar a una conversación
que mi asistente describió del modo siguiente:
La señora Evans dijo: «Esto no me gusta. No me gusta que los niños no
hagan más que jugar». Aparentemente se dirigía a Elaine (la señora Martin).
Entonces Elaine le respondió que si los niños no se comportaban como
debían o no hacían lo que debían hacer, la señora Evans podía enviarlos a
sus asientos. «Me encanta ayudarlas», continuó la señora Evans, «pero
ellos deben trabajar». El contenido de la conversación era menos
interesante que su naturaleza. Eran dos mujeres que charlaban entre sí de
una punta a la otra del salón y actuaban como si estuvieran sentadas una
junto a la otra. Hablaban entre sí cuando en realidad quedaba claro que que-
rían hablarles a los niños. Comunicaban un mensaje a los alumnos [que se
hallaban en la mesa de la señora Evans] pero lo hacían hablando entre
ellas, permitiendo en cierto sentido que los niños oyeran casualmente sus
pensamientos y quizá ... sacaran sus propias conclusiones.
La frase «permitiendo que los niños oyeran casualmente sus pensamientos»
ciertamente resume lo que sucedía en esa situación, pero yo interpreto que
hacía algo más. Para mí esa frase evoca el trabajo de un mago o de alguna
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otra persona con poderes mágicos, tal vez como un maestro, a los ojos de un
niño de primer grado. Después de todo, los pensamientos no pueden oírse al
pasar, salvo que se los exprese en voz alta y en ese caso ya no son meros
pensamientos. ¿O lo son? ¿Cuál es la diferencia entre lo que pensamos y lo
que decimos? ¿Hay alguna diferencia? ¿Debe necesariamente haberla?
Tengo mis dudas de que los pensamientos de los niños se orientaran en
realidad en esas direcciones cuando oían por casualidad lo que decían las dos
mujeres, pero no me sorprendería descubrir que pensaban cosas que
rebasaban mucho el contenido de la conversación misma. Porque estoy
convencido de que detrás de los comentarios casuales, aparentemente
inocentes de la señora Martin y la señora Evans, se esconden cuestiones de
una significación más profunda, como ocurría en el caso de las conversaciones
mantenidas después del recreo. Esta vez como aquella, una de las cosas que
se desdibujaban -que se borraban temporalmente, podríamos decir- era la línea
entre lo público y lo privado, entre lo que está destinado a ser oído por todos y
lo que uno podría confiar a un compañero. ¿Qué importancia adquiere la
eliminación de esa línea? ¿Es sólo un truco pedagógico, una manera astuta de
transmitir una advertencia que de otro modo se desoiría? Ciertamente, esta es
una lectura posible. En verdad, tal vez eso era todo lo que las mujeres
pretendían conseguir en ese momento. Sin embargo, no puedo evitar suponer
que se lograba algo más, aunque no necesariamente de manera deliberada, y
tal vez sin que nadie tuviera conciencia real de ello.
En primer lugar, sospecho que sucesos minúsculos, como el que acabo de
referir, contribuyen, aunque sólo sea infinitesimalmente, a esa calidad de
franqueza y candor que mi asistente y yo hallábamos tan atractiva. Lo que se
transmite en ese breve intercambio es una variación del mensaje implícito que
comentábamos antes, es decir, que este es un salón en el que hay muy pocos
secretos, en él los canales de comunicación están habitualmente abiertos y el
volumen del habla -por lo menos cuando aquello de lo que se habla se refiere a
cuestiones de conducta- es lo suficientemente alto para que todos puedan
oírlo. Los intercambios semipúblicos como este invitan a quienes los
presencian a sacar una variedad de conclusiones sobre las personas que
hablan y sobre las relaciones entre lo que se dice y las propias opiniones y
juicios personales. En suma, alientan a quienes los escuchan a situarse en
relación con el contenido de la conversación y, si es necesario, a tomar partido
respecto de lo que se dice. Cuando durante un período extenso se nos ofrecen
repetidamente tales invitaciones breves a formar nuestros propios juicios,
nuestras relaciones con los que hablan comienzan a cristalizarse. Descubrimos
que tal persona empieza a agradarnos y que tal otra nos desagrada, que
confiamos en una y desconfiamos de otra y así sucesivamente. También, de a
poco, vamos viendo que nosotros mismos ocupamos una posición en relación
con aquellas personas que nos agradan o nos desagradan, aquellas en
quienes confiamos y aquellas que nos despiertan recelos. Algunas no sólo nos
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adultos-, lo cual significa que el juicio de uno puede cotejarse con los de los de-
más, pero también implica que existe la posibilidad de que los otros lo discutan,
lo pongan en tela de juicio o se manifiesten en desacuerdo. La naturaleza
pública del proceso, el hecho de que se les pida a los niños, no sólo que
juzguen, sino también que manifiesten sus juicios en voz suficientemente alta
para que todos puedan oírlos, por un lado, da lugar a que uno falsifique su res-
puesta, pero por el otro, implica un acto de compromiso, una forma de
respaldar con la palabra lo que se piensa. En suma, requiere que los niños se
vean, si no ya como los ven los demás, al menos como ellos decidan, en esa
circunstancia en particular, que los vean los demás.
¿Qué efecto podría producir semejante proceso en aquellos que lo
observan, los estudiantes que asisten como espectadores y los investigadores
adultos? Evidentemente, yo no puedo hablar por los estudiantes, pero me
resulta dificil imaginar que el hecho de ser testigos día a día de estos pequeños
intercambios no ejerza ningún efecto en ellos. ¿Advierten ellos en las pregun-
tas que formula la señora Martin el mismo respeto por sus puntos de vista que
tanto mi asistente como yo mismo percibimos? Insisto, yo no puedo afirmarlo,
pero la responsabilidad de la conducta con que respondían los alumnos
ciertamente indicaba que tomaban muy seriamente las preguntas de la
maestra, y tal vez esto es todo lo que podamos llegar a saber sobre el impacto
real de esos intercambios.
¿Y qué puedo decir de los dos observadores? ¿Qué efecto nos produjeron
aquellos episodios? En nombre de los dos puedo ciertamente afirmar que nos
llevaron a incursionar en líneas de pensamiento que resultaron provechosas.
En mi caso personal, lo que más me impresionó en aquella época y que
continúa llamándome poderosamente la atención aun ahora, pasados varios
meses, es la naturaleza multifacética de cada una de las situaciones que
describí y de muchas otras de las que mi asistente y yo tomamos nota y que no
he comentado aquí. Cada una de ellas, al ser sometida a escrutinio, adquiere
una profundidad psicológica cuya complejidad es a veces pasmosa. En este
sentido, podría decirse que los pequeños episodios del aula de la señora
Martin son como esos guijarros que uno recoge en la playa y que una vez
sumergidos en agua clara revelan colores y complejidades en estratos que
maravillan el ojo y estimulan la imaginación. Pero estos sucesos de aula
difieren de los guijarros por el hecho de que sus complejidades siempre
incluyen dimensiones morales de algún tipo, o por lo menos eso me pareció a
mí.
Consideremos, por ejemplo, el pequeño drama moral encerrado en el breve
intercambio mantenido entre Kevin, Judith y la señora Martin. Kevin dijo que
estaba trabajando, en tanto que Judith prefirió definir su actitud como la de
estar charlando. Kevin dijo que creía que podía trabajar tranquilamente en el
futuro, mientras que Judith reconoció que la tentación de hablar sería
demasiado grande y que por lo tanto le convenía cambiarse de sitio. Unos
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