Ferrer Christian La Curva Pornografica

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Publicado en Revista Artefacto #5 Pensamientos sobre la técnica. Buenos Aires. Verano 2003-2004.

ISSN 0328-9249

La curva pornográfica
El sufrimiento sin sentido y la tecnología

Christian Ferrer

Dolor

Arthur Schopenhauer podría haber condensado sus objetivos filosóficos en estas dos
vigas maestras: “verdades implacables” y “máximas curativas”. Leerlo, aún hoy, desploma la
idea que nos hacemos de la existencia; y las dosis de tonicidad anímica que se destilan de sus
enseñanzas no alcanzan a disolver el pesar –o el pavor– comprimido en ellas. En 1820
Schopenhauer dio a conocer un sistema de pensamiento sostenido en la convicción de que la
palabra vida es un eufemismo por sufrimiento, y que tal condición es inmutable e ineliminable
de la existencia. El dolor puede cambiar de forma, pueden transformarse los contextos que lo
estimulan, puede trastocarse la jerarquía de los problemas que se descargan sobre la humanidad,
pero el eje doliente que hace rotar los paisajes y eventos que dan forma a una época, y que
aguijonea al cuerpo humano, se mantiene en constante vibración. Los deseos, expectativas y
proyecciones que animan a la vida cotidiana resultan ser, a fin de cuentas, instrumentos de
tortura. Quien codicia objetos, sucesos o personas saca un pasaporte a la frustración, porque la
lucha por conseguirlos hace padecer, y una vez acaparados no redimen el sufrimiento.
Schopenhauer acepta que el cuerpo también absorbe alegrías y placeres, pero concluye,
inflexible, que la densidad de padecimiento es siempre superior a los breves e inciertos goces
conseguidos. Y siendo la voluntad encarnada el nudo antropológico fundamental, cualquier
intento de desovillarlo a través de mecanismos ajenos a esa encarnación conduce al fracaso, o
incluso al agravamiento de la condición sufriente de la especie humana. Sea la acción estatal, o
la adhesión a la religión, o la voluntad de transformar al mundo mediante enroques políticos, o
la industrialización acelerada, o el suicidio, ningún esfuerzo fructificará. Lo único aconsejable,
en su sistema filosófico, es desear lo menos posible; algo imposible, pues la voluntad de vivir es
ciega y solo puede pujar en forma radial.
Cuando Schopenhauer publica estas ideas descarnadas en El mundo como voluntad y
como representación, la época moderna estaba aún en su infancia. El paisaje al que llegaba todo
recién nacido era áspero: la revolución industrial y la guerra omnipresente conformaban un
juego de pinzas que ponía sitio al cuerpo y lo sometía a pruebas desgastantes. La industria
farmacéutica estaba en pañales; no existía un sistema de seguros contra riesgos; no se había
descubierto la anestesia ni nada se sabía sobre las virtudes de la asepsia hospitalaria; las
operaciones quirúrgicas eran poco menos que batallas campales entre médico y paciente; no
había vacunas; tampoco sesiones psicoanalíticas; los servicios higiénicos urbanos eran el sueño
de algunos reformadores públicos; en fin, la desprotección del cuerpo era inmensa y la
incertidumbre vital enorme. El “tedio vital” se suma a la enumeración. La “intemperie”, no
obstante, era más “natural” y tolerable que su versión actual. Se dirá que era por entonces inútil
imaginar un estado de ánimo carente de sufrimiento, ni siquiera teniendo en cuenta las
crecientes invenciones técnicas que ya hacían retroceder los palazos que la naturaleza, el
desinterés estatal y la fatalidad descargaban sobre el frágil cuerpo humano. A la vez, ahora que
han pasado casi doscientos años, los voceros de época insisten en que los avances médicos y
asistenciales ya pueden ser descontados de las deudas que la ciencia y la técnica tenían con el
dolor colectivo. Pero las miradas arrojadas desde la barandilla de popa del progreso continúan
empañadas por prejuicios y expectativas que provienen de un futuro no verificado todavía.
Una curiosa frase de Friedrich Nietzsche escrita sesenta años después de la publicación
del libro de Schopenhauer permite precisar la cuestión. En Genealogía de la moral se lee “en los
tiempos antiguos se sufría menos que ahora, aún cuando las condiciones de vida hayan sido más
violentas y los castigos físicos más crueles”. No se propone aquí una paradoja o un capricho
conceptual, sino una puntualización ontológica: una definición de la sensibilidad moderna. A la
personalidad que se corresponde con los siglos XIX y XX se la podría definir, siguiendo a
Nietzsche, como “sentimental”. Sentimental significa que durante el proceso de formación del
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carácter del hombre moderno no se le proporcionan herramientas internas aptas para reforzar su
espiritualidad ante la perspectiva de desastres existenciales o de bombardeos en profundidad a
su dote psíquica. No se crearon instituciones, contextos pedagógicos o lenguajes en común
destinados a sostener a la personalidad en caso de tragedia o de vulneración subjetiva. De modo
que los dilemas y problemas causados por la vida urbana, la jornada laboral o los desajustes
familiares, descargados sobre el cuerpo y sobre una personalidad sentimentalizada, solo pueden
ser insuficientemente “encajados” o digeridos, transformándose entonces en la nutrición del
desaliento, el resentimiento o la depresión.
Espiritualidad y dolor, en otros tiempos, se encastraban en forma diferente. En el
cosmos vital de los pueblos antiguos se permanecía en constante intimidad con el sufrimiento a
la vez que la causa del mismo era identificada en un “afuera” nítidamente reconocible:
invasores, poderosos, la ira de Dios. Hasta no hace demasiado tiempo, se disponía plenamente
de una serie de tecnologías de la subjetividad destinadas a disciplinar el alma a fin de
“pertrecharla” para el inevitable encuentro con el dolor. La disciplina de los guerreros o bien la
ascética religiosa preparaban el alma para que no se desoriente ni desespere en caso de que
combatiente o creyente quedaran atrapados en territorio enemigo. La forja del carácter permitía
“retomar control” sobre la vida descalabrada: la resistencia espiritual luego de lo inevitable, en
aquellos tiempos, era considerada un bien. El cuerpo era el “paragolpes” del alma, pero el alma
encajaba el impacto, regulaba la desesperación y administraba los estragos que la experiencia
del cuerpo mortificado o humillado pudieran hacer infiltrar en el ánimo. La ascética religiosa, a
su vez, consiste de una serie de técnicas espirituales destinadas a preparar al creyente para la
proximidad del peligro. Ellas promovían una cierta impasibilidad frente a las tentaciones, los
infortunios o las peripecias: la “rueda de la fortuna” tanto puede favorecernos como sernos
esquiva. O bien las tentaciones provocadas por el “demonio” acechan diariamente a la “carne”.
Se trata, entonces, de retomar control sobre el cuerpo “tentado”, de arrepentirse, de volver a sí
mismo, en definitiva, se trata de tener “poder sobre sí”.
Pero el síntoma subjetivo actual se revela en la voluntad de huir del dolor, que se
corresponde al temperamento adictivo de esta época. Esa fuga se vuelve desorganizada y
contraproducente en tanto y en cuanto no se ha pertrechado al alma para que esté preparada para
la experiencia del sufrimiento. Para que esta negligencia espiritual se hiciera posible fue
necesario no establecer una amortiguación entre alma y cuerpo como lo hacían los antiguos: el
cuerpo devino un valor mercantil de primera importancia, sea como fuerza de trabajo en al
ámbito laboral o como apariencia en el mundo de las relaciones diplomáticas, ya sea como
mercancía carnal o como cuerpo performativo destinado a protagonizar todo tipo de tramites
sociales. Pero se carece de defensas eficaces ante el sufrimiento. El cuerpo, en vez de servir de
“escudo”, recibe el impacto del dolor en todos sus poros a la vez, y la subjetividad dañada solo
puede aspirar a la ayuda que pueda ser proporcionada por asistentes tecnológicos. La mutación
de significado sufrida por la palabra “confortación” hace más evidente el problema. Dos siglos
atrás, consolar y amparar a una persona devastada por la tragedia o entristecida por un revés de
fortuna suponía que otros estuvieran formados espiritualmente para asistirla, y toda una serie de
tecnologías afectivas y espirituales obraban desde muy temprana edad a fin de dar forma al alma
caritativa. Un siglo después, y en una línea de evolución que llega hasta la actualidad, la idea de
“confortación” cedió lugar a la palabra “confort”, que se refiere menos a una actitud espiritual
que a una serie de comodidades domésticas o urbanas. La importancia del confort en la época
moderna no debe ser minimizada, pues ha sido investido con la misión de resguardar a la
personalidad de las inclemencias de la vida industrial y urbana, escenarios donde el sufrimiento
opera como una suerte de “arma arrojadiza”, destinada a cualquiera. Pues el dolor solo culpa a
uno mismo, en tanto se es incapaz de gestionar una subjetividad satisfactoria. Como la lucha por
abrirse paso y acumular es la contraparte y copartícipe de la época sentimental, solamente el
refugio de la intimidad permite eludir momentáneamente los mandatos despiadados de los
procesos laborales o de la soledad o del tedio o del pas de deux en el que hay que vender la
“apariencia”. La tecnología ofrece confort a este ser asediado y le concede esparcimiento,
excitación planificable y narcotización hogareña en un mundo inclemente. La costumbre y
anhelo del confort asume la función que en una época anterior correspondía a las prácticas
consolatorias, cuando al dolor se le ofrecía un sentido religioso. En tanto la modernidad supone
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un tipo de vida que acopla cuerpo y máquina bajo exigencias equivalentes, el tipo
caracterológico de ser humano que ha sido necesario definir y construir a fin de poner en
marcha la maquinaria social tecnificada debió corresponderse, a la vez y en un mismo
movimiento antinómico, tanto con el temperamento sentimental como con las intensas
contradicciones en que se hacía ingresar a esos cuerpos comprables y vendibles, la carne de
cañón de la sociedad industrial. Pero en su época, la esencia de la confortación no residía en
nada técnico. No podía ser sustituida por comodidades, entretenimientos, juguetes industriales o
saberes científicos que presumen de su cientificidad. Era un movimiento del ánimo, no una
cápsula blindada.
El potente inicio de la industrialización del mundo no sólo dispersó vapor y electricidad;
también millones abandonados a la buena de Dios, es decir, del Mercado. Pero en el siglo XX
esas multitudes serían insertadas masivamente en organismos de rango estadístico: sindicatos,
empresas de seguros de vida, tarjetas de crédito, jubilación garantizada por el Estado, obras
sociales, vacaciones pagas; o bien serían vinculadas orgánicamente con la industria
farmacéutica, con terapias intensivas que prolongan artificialmente la vida o con hipotecas
bancarias que proyectan una forma del habitar. Cuando ya no se hacen diferencias estratégicas y
operativas entre alma y cuerpo, solo los “acolchonadores artificiales” permiten tolerar el
contacto con el dolor. Los cuerpos que experimentaron la “máquina de excitación” urbana se
“blindaban” a fin de eludir las experiencias vitales que podrían generar sufrimiento. Y cuando
evitarlas se revelaba imposible, los placebos y amortiguadores que la evolución científico-
técnica ofrecía eran el recurso más a mano. Esa es la causa de que la ideología del confort se
transformara en el espacio de comprensión de la tecnología. Operaba a modo de pase mágico.
Esta idea es propia de la sensibilidad actual, para la cual la casa es un “estuche” protector de la
personalidad. Como pliegue personal, la privacidad protege o acomoda a la personalidad a lo
largo de la “lucha por la existencia”, y en su espacio la tecnología se transforma en puerta de
acceso al esparcimiento y en garantía de vida confortable, es decir, en “acolchonador” del
sufrimiento. Los artefactos tecnológicos, especialmente los domésticos, deben ser considerados
menos como aparatos funcionales que como organizadores “psicofísicos” de la existencia
amenazada, como superficies somáticas que reorganizan la experiencia sensorial y psíquica.

Técnica

La asunción de que el cuerpo es la última y radical verdad de la existencia, y de que la


satisfacción sensorial es un imperativo y no una opción, da forma a la idea actual de la felicidad.
En ausencia de un ideal de bienaventuranza eterna, dos modos de conectar subjetividad y
felicidad lo sustituyeron. Por un lado, la codicia y consecución de bienes. Como la energía y
movimiento del capitalismo tienden a transformar cada vez mayores cantidades de bienes en
mercancías intercambiables, también el cuerpo humano es arrastrado por la pasarela. La
mercancía devino tasa de medida de las dosis de felicidad de que se dispone en un momento
dado de la vida, y por eso deben ser sustituibles unas por otras, accesibles a cualquiera que
disponga del dinero para adquirirlas y, además, presentadas a la mirada ávida de modo que
posibilite imaginar experiencias equivalentes a las de un sueño idílico. El otro modelo de
felicidad concierne a los placeres sensoriales, siempre sometidos a restricciones específicas. Las
reglas de mesa, de urbanidad, de comportamiento “civilizado”, de acercamiento y distancia
espacial, de experimentación erótica, establecían fronteras e instrucciones de uso que serían
fuente de frustración, y que por su parte colisionaban contradictoriamente con los impulsos
hedonistas que el propio capitalismo fomenta. Ahora, la demanda de mayores placeres para el
cuerpo es pregnante, generando nuevas necesidades, conflictos psicológicos y políticos,
industrias emergentes y un mayor escepticismo con respecto a la ascética “protestante”. Las
ansías de felicidad ya no están lanzadas hacia un eventual progreso civilizatorio, hacia las
promesas de la política –rueca ovilladora de la comunidad–, o hacia la economía personal
planificada y acumulativa. La exigencia de felicidad está cronometrada por el minutero, y entre
sus consignas se cuentan la detención del deterioro corporal y de la extenuación cotidiana. Se
diría que se intenta invisibilizar a la muerte. Justamente, la tecnología del siglo XX tuvo como
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misión impedir el desplome físico y emocional de la población. Los artefactos del confort
doméstico, la mejora en el instrumental quirúrgico en los hospitales, el establecimiento de
derechos laborales y jubilatorios en los estados benefactores, y el desarrollo de la industria del
seguro personal son algunos de sus logros. Sin embargo, esos sostenes de la vida amenazada ya
eran sucedáneos decididamente insuficientes para la década de 1960.
Como lógica consecuencia de la confianza que desde antes se depositó en la ciencia,
ahora las industrias formateadoras del cuerpo absorben la expectativa de anulación del
sufrimiento. Las utopías sociales del siglo XIX se propusieron eliminar, en lo posible, el dolor.
La ciencia pretendió doblegar el poder de la naturaleza sobre la vida humana. El ejemplo más
banal lo expone la consulta diaria al pronóstico del tiempo; y el más actual, la medición del
grado de abertura del agujero de ozono. También las ciencias sociales –y la política–
ambicionaron reducir el sufrimiento causado por el orden laboral y la desatención estatal. Dos
pretensiones utópicas: reducción del poder del azar; reducción del rango de la injusticia social.
Ambiciones que se abrían paso a fuerza de promesas. A medida que otras ilusiones de cura de la
infelicidad de desvanecían (la política revolucionaria, el psicoanálisis, las filosofías
existencialistas) las innovaciones científico-técnicas se volvían más y más esperadas, y también
más “amigables”, tanto más cuando se pierde el equilibrio entre los campos de acción posibles.
Un rasgo central que diferencia al siglo XX de su inmediato anterior es el desfasaje abierto entre
la técnica y la ética. La evolución de la tecnología es hoy mucho más rápida que las obras y las
novedades producidas por el arte, la moral y la política. Se ha invertido la ecuación del siglo
XIX. Entonces, la máquina de vapor, el tren, el telégrafo y el “Zeppelín” fueron considerados
poco menos que frutos de una inagotable cornucopia mecánica. Sin embargo, las innovaciones
estéticas y políticas eran, en el siglo XIX, mucho más veloces aún. Basta recordar que entre
1830 y 1905 el realismo, el impresionismo, el puntillismo, el simbolismo y el fauvismo,
renovaron rápida y sucesivamente modos de ver. En el siglo XIX aparecen y se despliegan por
Occidente el liberalismo, el sindicalismo, el antiesclavismo, el socialismo utópico, el
republicanismo, el marxismo, la socialdemocracia, el nacionalismo, el anarquismo y el
sufragismo feminista. El siglo XXI aún vive de la usura de los inventos políticos del siglo XIX.
Pero en el siglo XX los saberes científicos y las innovaciones tecnológicas avanzaron a un paso
mucho más acelerado, y la política, la ética e incluso el arte apenas pudieron seguir sus huellas.
Por eso mismo, la experiencia del confort sigue siendo el ideograma con que se tamiza la
comprensión de la tecnología, tanto en el espacio hogareño como en el laboral, tanto en lo que
se refiere a nuestra consideración de las comodidades comunicacionales como a la
inteligibilidad de los alimentos genéticamente modificados. Recurriendo a una vieja idea de
Trotsky, se diría que el mundo experimenta actualmente una agudización del desarrollo desigual
y combinado entre moral y técnica.
Una brecha tal promueve mutaciones en la imaginación técnica mundial. En las últimas
décadas la imaginación tecnológica desplazó a la vez que fragmentó el vínculo entre
colectividad y ciencia. La energía atómica y la conquista del espacio cedieron su privilegio a
otra configuración imaginaria organizada en torno a la informática y la biotecnología. Todavía
hasta el final de la guerra fría la “bomba” atómica y el “cohete” lanzado al cielo eran los
símbolos de época. La “llegada del hombre a la luna” consumó un trayecto largamente
ambicionado, y hasta las potencias regionales menores pretendían enriquecer uranio a granel. El
impulso que conducía a la investigación y producción de arsenales atómicos y de cohetes
espaciales se potenciaba merced a ideas encarnadas en estados poderosos, y movilizaba la
imaginación tecnológica mundial a favor o en contra de una de las dos mitades en que había
sido repartido el planeta. Pero en 1967, por primera vez, el corazón de una mujer fue
transplantado a un hombre que sobreviviría por poco tiempo. Veinte años después, las
computadoras personales estarían esparcidas por todos los ámbitos de acción humana. En el
cruce de épocas se muestra la clausura de un tipo de imaginación motivada por la guerra y el
inicio de nuevos vínculos entre cuerpo, ética y tecnología en la imaginación popular. Los
transplantes de órganos y las cirugías estéticas, o bien el acceso a Internet, a diferencia de
emprendimientos tan costosos y dirigidos estatalmente como la fabricación de bombas de
hidrógeno o de cápsulas espaciales son experimentados como satisfacciones personales. El viaje
a la luna y la amenaza atómica total fueron los frutos de la guerra fría, del gigantismo social y
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de la competencia ideológica, pero el ansía actual de perfeccionamiento estético-tecnológico


resulta ser un sueño banal, aunque el malestar que pretende apaciguar nada tenga de superficial.
Una costumbre bastante reciente expone el problema. Los transplantes de órganos eran,
hasta una década atrás, complicados en ejecución, escasos en número, y demasiadas veces
fatales en sus resultados. Eran tarea de pioneros, y cada logro conseguido, poco menos que una
proeza. Quienes ofrecían sus cuerpos a la ciencia ingresaban al quirófano inevitablemente
conscientes de su destino de rata de laboratorio, o de prototipo industrial. Fue a mediados de los
años ochenta cuando nuevas generaciones de inmunodepresores permitieron alcanzar un grado
mucho mayor de aceptación corporal del órgano injertado. Se había superado el problema de la
“amortiguación”. Desde entonces, crece la cantidad de operaciones quirúrgicas, se abre el
abanico de injertos a todo tipo de órganos, la investigación científica sobre el tema humea a toda
velocidad, y la numerosa cantidad de casos exitosos hace que esos enroques no sean ya
tipografía de primera plana. Sin embargo, la oferta de donantes de órganos es insuficiente. La
mayoría de los habitantes del mundo siguen siendo sepultados tal cual llegaron al mundo. No
son pocas las tradiciones religiosas que prohíben alterar, ni en vida ni en la muerte, al cuerpo.
Algunas religiones son tan estrictas que un mero tatuaje impide el ascenso al reino de los cielos.
Las tradiciones atávicas y los temores encarnados acerca de la extirpación de partes de un todo
corporal explican el resto del bajo porcentaje de la beneficencia carnal. Así las cosas, las listas
de espera de órganos son ahora el equivalente del “pasillo de la muerte” de las cárceles
norteamericanas. La coexistencia de medios técnicos que posibilitan la extensión de la vida y la
escasez de órganos disponibles acentúan una paradoja. Pero el desfasaje no necesariamente
conduce a la aceptación resignada. Se sabe que pudientes del primer mundo compran órganos a
indigentes del tercero a fin de saltearse la lista de espera. Como las leyes sobre transplantes en
los países “ricos” son duras y rigurosas, se viaja a los países de origen del “donante” con equipo
médico incluido a fin de evitar las molestas consecuencias de un acto ilegal y la precariedad
sanitaria del subdesarrollo. Dada la posibilidad técnica de resolver un asunto de vida o muerte,
la ética se vuelve una variante de ajuste. Una variante de ajuste económica. Son prácticas de las
que poco se sabe aún pero a las que se sospecha extendidas. A su contraparte necesaria se la
encuentra en la circulación de leyendas sobre el robo de órganos a personas, particularmente
niños, del tercer mundo. No es un detalle menor que las personas en listas de espera de
donantes, o bien sus familiares, probablemente deseen la muerte de otro ser humano. Es
entendible e inevitable que estos sentimientos afloren. Como se dice en estos casos: es humano.
Errar también.
La insatisfacción existencial con respecto al cuerpo es el irritador que más estimula la
progresión del desfasaje. La pregunta por los valores deseables exige hoy analizar en qué
medida se trata al cuerpo como un objeto, como “algo” sobre lo cual es lícito intervenir
técnicamente. Desvanecido o deslegitimado el orden sagrado que dio sentido a animaciones y
padecimientos durante siglos y, más adelante, perdida la centralidad de que disfrutaron las
filosofías de la historia y de la conciencia, el sentido del sufrimiento corporal y de la desdicha
subjetiva quedó en suspenso, o mejor dicho, buscó un nuevo sostén, ya no aferrado
primordialmente a la construcción o indagación de una “interioridad”. La obsesión por la
belleza, el cuerpo saludable, la postergación del envejecimiento, en fin, la aspiración fantasiosa
a mantener a raya a la muerte indefinidamente, responde a causas hoy irresolubles. La sensación
de futuro incierto, las presiones económicas y culturales y la intensa desprotección se descargan
sobre el cuerpo, antes tratado como “fuerza de trabajo” y ahora obligado a dar pruebas continuas
de su performatividad emocional. De allí que la metamorfosis de la cirugía reconstructiva de la
piel en intervención estética exponga el desvío que va de un saber asociado al accidente laboral
o a la herida de guerra hacia la sofisticación cosmética, así como la evolución que llevó del
transplante de corazón y el implante de un marcapasos al injerto de siliconas y el recetario de
antidepresivos revele la mutación de la necesidad de sobrevivir en ansias de performatividad
social. Si, por un lado, la articulación entre afán de belleza y tecnología quirúrgica evidencia los
temores actuales a la carne corruptible y resulta un índice analizador del desarrollo desigual de
las experiencias colectivas en asuntos de tecnología y moral, por el otro revela la preocupante
emergencia de “biomercados” y de incipientes disputas comerciales acerca de la “propiedad”
del material genético. El capitalismo ya reclama, en sentido estricto, su “libra de carne”.
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Pornografia

Abundan tanto que ya no sorprende el rápido despliegue y exitosa implantación de las


industrias del cuerpo. La farmacopea de la felicidad, las sucesivas generaciones de
antidepresivos, las mareas de pornografía y los enclaves urbanos en los que se formatea el
cuerpo son reveladores de síntomas a la vez que experiencias bienvenidas. Su profusión
adquiere sentido en sociedades altamente tecnificadas que promueven el valor de intercambio
del cuerpo: cumplen tareas de amortiguación. El origen de estas industrias de la metamorfosis
carnal puede ser rastreado en efectos no-previstos nutridos al rescoldo de las rebeliones de la
década de 1960. Vietnam, Che Guevara, batallas por los derechos civiles de las minorías,
descolonización del África. Pero también época de desobediencias culturales cuya resonancia
sería duradera, y que harían lugar al reclamo de experimentación en temas de libertad sexual,
uso del cuerpo y placer cotidiano. Una vez que los programas políticos maximalistas de
entonces se marchitaron o fueron absorbidos por agencias gubernamentales, quedó en pie,
rampante y acuciante, la demanda de cambio de costumbres. El “juvenilismo” licuó a las
filosofías de la historia, y huir del dolor se transformó en anhelo urgente.
Una opinión corriente supone que aquellas amplitudes libertarias condujeron al actual
“libertinaje” y a una obscenidad pornográfica digna de emperadores romanos. Los voceros de la
iglesia católica y de grupos conservadores peticionan por mayores restricciones al desenfreno.
Otro discurso, aparentemente contrastante pero en verdad simétrico, enfatiza que el “libertinaje
obsceno” es un efecto desagradable aunque disculpable causado por la ampliación de las
libertades de elección, y promueve el uso responsable de la libertad en temas sexuales y
equivalentes. Ambos comparten el eje alrededor del cual polemizan. El proceso puede ser
invertido: como hace décadas que las costumbres se han vuelto obscenas, entonces se hace
necesario un género específico que las represente. Ese género es la pornografía, y su evolución
difícilmente sea comprendida si únicamente se presupone una época permisiva. La esencia de la
pornografía no se evidencia tanto en el primer plano anatómico como en su promesa de
felicidad perfecta. En tanto la demanda de goce se vuelve creciente y pregnante tanto más se
hacen imprescindibles las ortopedias y amortiguaciones garantizadoras de placer. Se ha pasado
de la relajación selectiva de los umbrales del pudor, que en la década de 1960 estuvo
condensada en grupos juveniles, bohemios o de izquierda, a una amplia porosidad que desdibuja
los tabúes establecidos sobre el uso del cuerpo.
Tradicionalmente, el diferenciador social por excelencia era el dinero, a su vez
reemplazo del honor estamental. En una coordenada vertical en la que eran arrojados todos los
recién nacidos, la posesión o desposesión de riqueza regía el destino vital. Quien disponía de
fortuna pasaba por la vida pertrechado de placeres y comodidad. Quienes subsistían en la parte
inferior de la coordenada solo podían esperar, luego de una lucha intensa y de resultado incierto
en el campo de batalla definido por la economía, ascender unos escalones de la pirámide. Pero
en los últimos cuarenta años otra coordenada que recién comienza a desplegarse inserta a las
personas en otro diferenciador social, que cruza al anterior: la coordenada que contiene valores
definidos por la belleza y el cuerpo joven. Quien dispone de esos atributos y de un mínimo de
audacia puede ascender socialmente con inusitada celeridad, posibilidad que antes estaba
sometida a variadas restricciones. El mundo de la prostitución de lujo y algunas facetas de
subculturas gay podrían ser considerados laboratorios que apuntalan y extienden esta
coordenada. Pero quien está ubicado en el otro extremo de esta nueva coordenada, y mucho más
si carece de otros recursos, se encuentra sometido a intensas presiones que sólo pueden agravar
su malestar existencial. Pero justamente las industrias del cuerpo se dedican a compensar la
posición desfavorecida de quienes están ubicados en el extremo débil de la nueva coordenada.
Antidepresivo, viagra, cirugía estética, turismo sexual, diagnóstico de preimplantación seguido
de anhelos de remodelación de la dote genética de quien aún no ha nacido: tales son las ofertas
actuales de amortiguación del sufrimiento. Flujos de capital se encuentra con flujos libidinales
sobre una mesa de disección del cuerpo.
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La pornografía es un género, antes literario y ahora audiovisual e informático, que ha


recorrido una larga marcha. De la vieja literatura “sicalíptica” destinada a ser leída en retretes a
la fotografía y peep-show en blanco y negro a la revista arropada en celofán en kioscos al video
alquilado o comprado por correspondencia a los canales codificados de televisión paga a los
sitios gratis proliferantes en la red informática. La emancipación de la pornografía no fue obra
de sus aficionados sino de la necesidad colectiva de identificar un género que diera cuenta de
nuevas experiencias y expectativas sensoriales. Y la esencia de éste género se condensa en un
mensaje de felicidad compartida. Habitualmente, y si se dejan de lado algunos extremos
criminales, los personajes del género pornográfico son felices, o más bien, a todos se les
garantiza el derecho igualitario al orgasmo. Sin distinción de sexos, razas, clases sociales. Más
específicamente, la pornografía puede ser englobada en un género mayor, al cual podemos
llamar “idílico”. En la tradición del idilio, el vínculo entre los enamorados, o entre un héroe
popular y sus seguidores, no podía ser amenazada por ninguna peripecia, por ningún conflicto
interno. Curiosamente, la pornografía comparte esta ambición armónica con los programas
infantiles, en los cuales el conflicto está prohibido, o bien con las antiguas visiones del jardín
del Edén. Sin embargo, la mayor parte de la población mundial carece de acceso a la
pornografía, o bien intima con ella en dosis poco significativas. Millones son interpelados de un
modo indirecto por ese género antes vituperado y ahora motivo de atracción. La pornografía se
presenta en sociedad promoviendo una curvatura, haciendo presión sobre costumbres y
expectativas sociales: sobre la dieta alimenticia, el trabajo de gimnasio, el consumo de apliques
eróticos, el diseño de moda y sobre otros géneros mediáticos, en cuyos bordes proliferan
decenas de industrias para un mercado emergente: del sexshop a la cirugía estética, de la
liposucción a la prostitución de lujo, del rastreo biotecnológico de los genes del placer a la
selección de promotoras, de la autoproducción de la apariencia para el orden laboral o para
animar fiestas de quinceañeras. El etcétera es largo; y las molestias e inconvenientes que estas
gimnasias suponen son sobrellevadas porque se las percibe como sufrimientos dotados de
sentido. Desde 1960, cuando se lanzó al mercado la píldora anticonceptiva, esas industrias han
tomado al cuerpo de la mujer como campo estratégico de experimentación, y quizás como
efecto del proceso ahora la curvatura pornográfica intima preferentemente con la imaginación
erótica femenina. Pronto llega el momento en que el orden masculino demanda amparo a fin de
eludir la calamidad subjetiva. Así como el proyecto “genoma humano” pretende alcanzar la
última e infinitesimal célula del cuerpo humano, así la pornografía indaga los confines de las
nervaduras del placer. En ambos casos, se promete felicidad garantizada: descubrir y anular el
gen de la gordura o la calvicie; actualizar y perfeccionar el kamasutra.
Una serie de acontecimientos brotados en torno a las rebeliones subjetivas de la década
de 1960 hacen confluir ahora a la informática y la biotecnología con demandas acuciantes de
felicidad. Placer, sufrimiento, políticas de la vida y tecnología se constituyen en las piezas de
una maquina social aún no ensamblada del todo. No sólo la “libertad de cátedra”, sino también
la “curvatura pornográfica” y la necesidad de “acolchonamiento subjetivo” ante la intemperie
del mundo movilizan la investigación y producción de prótesis biotecnológicas. Las
consecuencias de esas presiones recaen sobre distintas instituciones y costumbres. A modo de
ejemplo: algunas innovaciones jurídicas de los últimos años promovidas por problemas de
coexistencia en ciertos espacios se vinculan a esa presión, entre ellas, las figuras jurídicas del
acoso sexual en el orden laboral. El crecimiento de la casuística y regulación judicial no sólo
lanza amarras hacia la voluntad política y cultural del feminismo por evidenciar ultrajes de vieja
data y por resguardar a la víctima; también hacia la promoción de una logística amortiguadora
de los estragos subjetivos que la curvatura pornográfica descarga sobre “espacios cerrados”.
Próximamente seremos informados de normativas regulatorias del turismo sexual europeo y
norteamericano a los países del tercer mundo. Por el momento, esa práctica disfruta de los
beneficios propios de los períodos de emergencia de una “industria salvaje”.
La voluntad de huir del dolor y la producción seriada de amortiguación tecnológica son
clima y símbolo de los tiempos. Sólo cuando la ola se retire, el inventario de la resaca
acumulada revelará si se trataba del umbral de un terreno ontológico en el cual se formatea una
nueva configuración del ser humano, o si estas prevenciones conceptuales han sido un ejercicio
alarmista e inútil. Lo que parece incontestable es el marchitamiento de los proyectos políticos de
Publicado en Revista Artefacto #5 Pensamientos sobre la técnica. Buenos Aires. Verano 2003-2004.
ISSN 0328-9249

subjetivación de índole existencialista. La meditación moral sobre la relación entre técnica y


sufrimiento sólo puede abrirse espacio en un mundo que considere que la “interioridad”, el
cuidado del alma, el cultivo de la curiosidad, la forja de la conciencia, el ideal del “conócete y
ayúdate a ti mismo”, sean vigorizadores de la idea colectiva de dignidad. Pero difícilmente en
un mundo en donde cada persona prefiere sostenerse a base de píldoras, implantes y emparches.
Son formas de apuntalar el laberinto, más que al Minotauro. Y si bien esas fórmulas y apuestas
han probado ser eficaces, no dejan de estar amenazadas por el plazo fijo. Que todos soñemos
con salir indemnes de nuestro paso por la existencia es comprensible. Pero al despertar de esta
ilusión Arthur Schopenhauer la llamaba “dolor”.

Publicado en Revista Artefacto #5 Pensamientos sobre la técnica. Buenos Aires. Verano 2003-
2004. ISSN 0328-9249

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