Ferrer Christian La Curva Pornografica
Ferrer Christian La Curva Pornografica
Ferrer Christian La Curva Pornografica
ISSN 0328-9249
La curva pornográfica
El sufrimiento sin sentido y la tecnología
Christian Ferrer
Dolor
Arthur Schopenhauer podría haber condensado sus objetivos filosóficos en estas dos
vigas maestras: “verdades implacables” y “máximas curativas”. Leerlo, aún hoy, desploma la
idea que nos hacemos de la existencia; y las dosis de tonicidad anímica que se destilan de sus
enseñanzas no alcanzan a disolver el pesar –o el pavor– comprimido en ellas. En 1820
Schopenhauer dio a conocer un sistema de pensamiento sostenido en la convicción de que la
palabra vida es un eufemismo por sufrimiento, y que tal condición es inmutable e ineliminable
de la existencia. El dolor puede cambiar de forma, pueden transformarse los contextos que lo
estimulan, puede trastocarse la jerarquía de los problemas que se descargan sobre la humanidad,
pero el eje doliente que hace rotar los paisajes y eventos que dan forma a una época, y que
aguijonea al cuerpo humano, se mantiene en constante vibración. Los deseos, expectativas y
proyecciones que animan a la vida cotidiana resultan ser, a fin de cuentas, instrumentos de
tortura. Quien codicia objetos, sucesos o personas saca un pasaporte a la frustración, porque la
lucha por conseguirlos hace padecer, y una vez acaparados no redimen el sufrimiento.
Schopenhauer acepta que el cuerpo también absorbe alegrías y placeres, pero concluye,
inflexible, que la densidad de padecimiento es siempre superior a los breves e inciertos goces
conseguidos. Y siendo la voluntad encarnada el nudo antropológico fundamental, cualquier
intento de desovillarlo a través de mecanismos ajenos a esa encarnación conduce al fracaso, o
incluso al agravamiento de la condición sufriente de la especie humana. Sea la acción estatal, o
la adhesión a la religión, o la voluntad de transformar al mundo mediante enroques políticos, o
la industrialización acelerada, o el suicidio, ningún esfuerzo fructificará. Lo único aconsejable,
en su sistema filosófico, es desear lo menos posible; algo imposible, pues la voluntad de vivir es
ciega y solo puede pujar en forma radial.
Cuando Schopenhauer publica estas ideas descarnadas en El mundo como voluntad y
como representación, la época moderna estaba aún en su infancia. El paisaje al que llegaba todo
recién nacido era áspero: la revolución industrial y la guerra omnipresente conformaban un
juego de pinzas que ponía sitio al cuerpo y lo sometía a pruebas desgastantes. La industria
farmacéutica estaba en pañales; no existía un sistema de seguros contra riesgos; no se había
descubierto la anestesia ni nada se sabía sobre las virtudes de la asepsia hospitalaria; las
operaciones quirúrgicas eran poco menos que batallas campales entre médico y paciente; no
había vacunas; tampoco sesiones psicoanalíticas; los servicios higiénicos urbanos eran el sueño
de algunos reformadores públicos; en fin, la desprotección del cuerpo era inmensa y la
incertidumbre vital enorme. El “tedio vital” se suma a la enumeración. La “intemperie”, no
obstante, era más “natural” y tolerable que su versión actual. Se dirá que era por entonces inútil
imaginar un estado de ánimo carente de sufrimiento, ni siquiera teniendo en cuenta las
crecientes invenciones técnicas que ya hacían retroceder los palazos que la naturaleza, el
desinterés estatal y la fatalidad descargaban sobre el frágil cuerpo humano. A la vez, ahora que
han pasado casi doscientos años, los voceros de época insisten en que los avances médicos y
asistenciales ya pueden ser descontados de las deudas que la ciencia y la técnica tenían con el
dolor colectivo. Pero las miradas arrojadas desde la barandilla de popa del progreso continúan
empañadas por prejuicios y expectativas que provienen de un futuro no verificado todavía.
Una curiosa frase de Friedrich Nietzsche escrita sesenta años después de la publicación
del libro de Schopenhauer permite precisar la cuestión. En Genealogía de la moral se lee “en los
tiempos antiguos se sufría menos que ahora, aún cuando las condiciones de vida hayan sido más
violentas y los castigos físicos más crueles”. No se propone aquí una paradoja o un capricho
conceptual, sino una puntualización ontológica: una definición de la sensibilidad moderna. A la
personalidad que se corresponde con los siglos XIX y XX se la podría definir, siguiendo a
Nietzsche, como “sentimental”. Sentimental significa que durante el proceso de formación del
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carácter del hombre moderno no se le proporcionan herramientas internas aptas para reforzar su
espiritualidad ante la perspectiva de desastres existenciales o de bombardeos en profundidad a
su dote psíquica. No se crearon instituciones, contextos pedagógicos o lenguajes en común
destinados a sostener a la personalidad en caso de tragedia o de vulneración subjetiva. De modo
que los dilemas y problemas causados por la vida urbana, la jornada laboral o los desajustes
familiares, descargados sobre el cuerpo y sobre una personalidad sentimentalizada, solo pueden
ser insuficientemente “encajados” o digeridos, transformándose entonces en la nutrición del
desaliento, el resentimiento o la depresión.
Espiritualidad y dolor, en otros tiempos, se encastraban en forma diferente. En el
cosmos vital de los pueblos antiguos se permanecía en constante intimidad con el sufrimiento a
la vez que la causa del mismo era identificada en un “afuera” nítidamente reconocible:
invasores, poderosos, la ira de Dios. Hasta no hace demasiado tiempo, se disponía plenamente
de una serie de tecnologías de la subjetividad destinadas a disciplinar el alma a fin de
“pertrecharla” para el inevitable encuentro con el dolor. La disciplina de los guerreros o bien la
ascética religiosa preparaban el alma para que no se desoriente ni desespere en caso de que
combatiente o creyente quedaran atrapados en territorio enemigo. La forja del carácter permitía
“retomar control” sobre la vida descalabrada: la resistencia espiritual luego de lo inevitable, en
aquellos tiempos, era considerada un bien. El cuerpo era el “paragolpes” del alma, pero el alma
encajaba el impacto, regulaba la desesperación y administraba los estragos que la experiencia
del cuerpo mortificado o humillado pudieran hacer infiltrar en el ánimo. La ascética religiosa, a
su vez, consiste de una serie de técnicas espirituales destinadas a preparar al creyente para la
proximidad del peligro. Ellas promovían una cierta impasibilidad frente a las tentaciones, los
infortunios o las peripecias: la “rueda de la fortuna” tanto puede favorecernos como sernos
esquiva. O bien las tentaciones provocadas por el “demonio” acechan diariamente a la “carne”.
Se trata, entonces, de retomar control sobre el cuerpo “tentado”, de arrepentirse, de volver a sí
mismo, en definitiva, se trata de tener “poder sobre sí”.
Pero el síntoma subjetivo actual se revela en la voluntad de huir del dolor, que se
corresponde al temperamento adictivo de esta época. Esa fuga se vuelve desorganizada y
contraproducente en tanto y en cuanto no se ha pertrechado al alma para que esté preparada para
la experiencia del sufrimiento. Para que esta negligencia espiritual se hiciera posible fue
necesario no establecer una amortiguación entre alma y cuerpo como lo hacían los antiguos: el
cuerpo devino un valor mercantil de primera importancia, sea como fuerza de trabajo en al
ámbito laboral o como apariencia en el mundo de las relaciones diplomáticas, ya sea como
mercancía carnal o como cuerpo performativo destinado a protagonizar todo tipo de tramites
sociales. Pero se carece de defensas eficaces ante el sufrimiento. El cuerpo, en vez de servir de
“escudo”, recibe el impacto del dolor en todos sus poros a la vez, y la subjetividad dañada solo
puede aspirar a la ayuda que pueda ser proporcionada por asistentes tecnológicos. La mutación
de significado sufrida por la palabra “confortación” hace más evidente el problema. Dos siglos
atrás, consolar y amparar a una persona devastada por la tragedia o entristecida por un revés de
fortuna suponía que otros estuvieran formados espiritualmente para asistirla, y toda una serie de
tecnologías afectivas y espirituales obraban desde muy temprana edad a fin de dar forma al alma
caritativa. Un siglo después, y en una línea de evolución que llega hasta la actualidad, la idea de
“confortación” cedió lugar a la palabra “confort”, que se refiere menos a una actitud espiritual
que a una serie de comodidades domésticas o urbanas. La importancia del confort en la época
moderna no debe ser minimizada, pues ha sido investido con la misión de resguardar a la
personalidad de las inclemencias de la vida industrial y urbana, escenarios donde el sufrimiento
opera como una suerte de “arma arrojadiza”, destinada a cualquiera. Pues el dolor solo culpa a
uno mismo, en tanto se es incapaz de gestionar una subjetividad satisfactoria. Como la lucha por
abrirse paso y acumular es la contraparte y copartícipe de la época sentimental, solamente el
refugio de la intimidad permite eludir momentáneamente los mandatos despiadados de los
procesos laborales o de la soledad o del tedio o del pas de deux en el que hay que vender la
“apariencia”. La tecnología ofrece confort a este ser asediado y le concede esparcimiento,
excitación planificable y narcotización hogareña en un mundo inclemente. La costumbre y
anhelo del confort asume la función que en una época anterior correspondía a las prácticas
consolatorias, cuando al dolor se le ofrecía un sentido religioso. En tanto la modernidad supone
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un tipo de vida que acopla cuerpo y máquina bajo exigencias equivalentes, el tipo
caracterológico de ser humano que ha sido necesario definir y construir a fin de poner en
marcha la maquinaria social tecnificada debió corresponderse, a la vez y en un mismo
movimiento antinómico, tanto con el temperamento sentimental como con las intensas
contradicciones en que se hacía ingresar a esos cuerpos comprables y vendibles, la carne de
cañón de la sociedad industrial. Pero en su época, la esencia de la confortación no residía en
nada técnico. No podía ser sustituida por comodidades, entretenimientos, juguetes industriales o
saberes científicos que presumen de su cientificidad. Era un movimiento del ánimo, no una
cápsula blindada.
El potente inicio de la industrialización del mundo no sólo dispersó vapor y electricidad;
también millones abandonados a la buena de Dios, es decir, del Mercado. Pero en el siglo XX
esas multitudes serían insertadas masivamente en organismos de rango estadístico: sindicatos,
empresas de seguros de vida, tarjetas de crédito, jubilación garantizada por el Estado, obras
sociales, vacaciones pagas; o bien serían vinculadas orgánicamente con la industria
farmacéutica, con terapias intensivas que prolongan artificialmente la vida o con hipotecas
bancarias que proyectan una forma del habitar. Cuando ya no se hacen diferencias estratégicas y
operativas entre alma y cuerpo, solo los “acolchonadores artificiales” permiten tolerar el
contacto con el dolor. Los cuerpos que experimentaron la “máquina de excitación” urbana se
“blindaban” a fin de eludir las experiencias vitales que podrían generar sufrimiento. Y cuando
evitarlas se revelaba imposible, los placebos y amortiguadores que la evolución científico-
técnica ofrecía eran el recurso más a mano. Esa es la causa de que la ideología del confort se
transformara en el espacio de comprensión de la tecnología. Operaba a modo de pase mágico.
Esta idea es propia de la sensibilidad actual, para la cual la casa es un “estuche” protector de la
personalidad. Como pliegue personal, la privacidad protege o acomoda a la personalidad a lo
largo de la “lucha por la existencia”, y en su espacio la tecnología se transforma en puerta de
acceso al esparcimiento y en garantía de vida confortable, es decir, en “acolchonador” del
sufrimiento. Los artefactos tecnológicos, especialmente los domésticos, deben ser considerados
menos como aparatos funcionales que como organizadores “psicofísicos” de la existencia
amenazada, como superficies somáticas que reorganizan la experiencia sensorial y psíquica.
Técnica
misión impedir el desplome físico y emocional de la población. Los artefactos del confort
doméstico, la mejora en el instrumental quirúrgico en los hospitales, el establecimiento de
derechos laborales y jubilatorios en los estados benefactores, y el desarrollo de la industria del
seguro personal son algunos de sus logros. Sin embargo, esos sostenes de la vida amenazada ya
eran sucedáneos decididamente insuficientes para la década de 1960.
Como lógica consecuencia de la confianza que desde antes se depositó en la ciencia,
ahora las industrias formateadoras del cuerpo absorben la expectativa de anulación del
sufrimiento. Las utopías sociales del siglo XIX se propusieron eliminar, en lo posible, el dolor.
La ciencia pretendió doblegar el poder de la naturaleza sobre la vida humana. El ejemplo más
banal lo expone la consulta diaria al pronóstico del tiempo; y el más actual, la medición del
grado de abertura del agujero de ozono. También las ciencias sociales –y la política–
ambicionaron reducir el sufrimiento causado por el orden laboral y la desatención estatal. Dos
pretensiones utópicas: reducción del poder del azar; reducción del rango de la injusticia social.
Ambiciones que se abrían paso a fuerza de promesas. A medida que otras ilusiones de cura de la
infelicidad de desvanecían (la política revolucionaria, el psicoanálisis, las filosofías
existencialistas) las innovaciones científico-técnicas se volvían más y más esperadas, y también
más “amigables”, tanto más cuando se pierde el equilibrio entre los campos de acción posibles.
Un rasgo central que diferencia al siglo XX de su inmediato anterior es el desfasaje abierto entre
la técnica y la ética. La evolución de la tecnología es hoy mucho más rápida que las obras y las
novedades producidas por el arte, la moral y la política. Se ha invertido la ecuación del siglo
XIX. Entonces, la máquina de vapor, el tren, el telégrafo y el “Zeppelín” fueron considerados
poco menos que frutos de una inagotable cornucopia mecánica. Sin embargo, las innovaciones
estéticas y políticas eran, en el siglo XIX, mucho más veloces aún. Basta recordar que entre
1830 y 1905 el realismo, el impresionismo, el puntillismo, el simbolismo y el fauvismo,
renovaron rápida y sucesivamente modos de ver. En el siglo XIX aparecen y se despliegan por
Occidente el liberalismo, el sindicalismo, el antiesclavismo, el socialismo utópico, el
republicanismo, el marxismo, la socialdemocracia, el nacionalismo, el anarquismo y el
sufragismo feminista. El siglo XXI aún vive de la usura de los inventos políticos del siglo XIX.
Pero en el siglo XX los saberes científicos y las innovaciones tecnológicas avanzaron a un paso
mucho más acelerado, y la política, la ética e incluso el arte apenas pudieron seguir sus huellas.
Por eso mismo, la experiencia del confort sigue siendo el ideograma con que se tamiza la
comprensión de la tecnología, tanto en el espacio hogareño como en el laboral, tanto en lo que
se refiere a nuestra consideración de las comodidades comunicacionales como a la
inteligibilidad de los alimentos genéticamente modificados. Recurriendo a una vieja idea de
Trotsky, se diría que el mundo experimenta actualmente una agudización del desarrollo desigual
y combinado entre moral y técnica.
Una brecha tal promueve mutaciones en la imaginación técnica mundial. En las últimas
décadas la imaginación tecnológica desplazó a la vez que fragmentó el vínculo entre
colectividad y ciencia. La energía atómica y la conquista del espacio cedieron su privilegio a
otra configuración imaginaria organizada en torno a la informática y la biotecnología. Todavía
hasta el final de la guerra fría la “bomba” atómica y el “cohete” lanzado al cielo eran los
símbolos de época. La “llegada del hombre a la luna” consumó un trayecto largamente
ambicionado, y hasta las potencias regionales menores pretendían enriquecer uranio a granel. El
impulso que conducía a la investigación y producción de arsenales atómicos y de cohetes
espaciales se potenciaba merced a ideas encarnadas en estados poderosos, y movilizaba la
imaginación tecnológica mundial a favor o en contra de una de las dos mitades en que había
sido repartido el planeta. Pero en 1967, por primera vez, el corazón de una mujer fue
transplantado a un hombre que sobreviviría por poco tiempo. Veinte años después, las
computadoras personales estarían esparcidas por todos los ámbitos de acción humana. En el
cruce de épocas se muestra la clausura de un tipo de imaginación motivada por la guerra y el
inicio de nuevos vínculos entre cuerpo, ética y tecnología en la imaginación popular. Los
transplantes de órganos y las cirugías estéticas, o bien el acceso a Internet, a diferencia de
emprendimientos tan costosos y dirigidos estatalmente como la fabricación de bombas de
hidrógeno o de cápsulas espaciales son experimentados como satisfacciones personales. El viaje
a la luna y la amenaza atómica total fueron los frutos de la guerra fría, del gigantismo social y
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