La Princesa Que Hablaba Con El Viento - Shannon Hale
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Shannon Hale
ePub r1.0
Titivillus 26.05.18
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Título original: The Goose Girl
Shannon Hale, 2003
Traducción: Noemí Mateo Risco
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Para Dean, mi mejor amigo, mi compañero
y el que cuida de Squeeter. Tú eres mi hogar.
Y para mamá y papá, os deseo días felices.
Os quiere, Shannon.
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PRIMERA PARTE
La princesa heredera
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Capítulo 1
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vestida de verde poseía algún método antinatural para hacer que los bebés hablaran.
La reina se sintió incómoda al enterarse de aquellas habladurías y tuvo cuidado de
no llamar «hermana» a la nueva niñera. Sin embargo, el rey era demasiado testarudo
como para darle importancia.
—¿Por qué no puede aprender rápido? Es nuestra hija, tiene la sangre más pura
que jamás se haya visto en este mundo y tiene todo el derecho a hablar antes de
tiempo.
Pero el rey vio poco a su primogénita, y la reina incluso menos, pues nació Calib-
Loncris, el primer hijo varón, y después Napralina-Victery, que desde su nacimiento
se pareció tanto a su madre que hasta las niñeras hacían reverencias ante la cuna. Así,
puesto que sus padres no le dedicaban toda su atención, la tía se convirtió en la
compañera constante de Ani.
Cuando hacía frío o llovía en primavera, la tía se sentaba en el suelo de la
habitación de los niños y le contaba a Ani historias fantásticas y lejanas acerca de un
país donde había yeguas que recogían pepitas de oro de la tierra con las patas y las
masticaban para exhalar música; de un panadero que horneaba la masa en forma de
pájaros y luego los sacaba por la ventana para que buscaran un preciado tarro de
mermelada de albaricoque; o de una madre que quería tanto a su hijo que le ciñó con
fuerza un relicario alrededor del cuello para que no pudiera crecer. La tía cantaba
canciones una vez tras otra hasta que Ani se aprendía la letra, con una voz de niña tan
seca y delicada como el reclamo de un gorrión.
Un día a principios de verano, cuando Ani tenía cinco años, las dos se sentaron a
la sombra de un álamo temblón en la orilla del estanque con cisnes que había en el
jardín. A Ani le encantaron aquellas aves tan grandes como ella y les pidió que
comieran pan de su mano. Cuando se acabó el pan, encogieron las alas y le
graznaron.
—¿Qué han dicho?
—Quieren saber —dijo la tía— si van a comer más pan o si ya pueden volver al
estanque.
Ani miró directamente a los ojos del cisne que tenía más cerca.
—No, no hay más pan. Os podéis marchar.
El cisne volvió a encoger las alas.
—¿Qué significa?
—Me parece que no habla tu idioma, patito. —La tía se colocó de perfil, miró al
cisne a los ojos y emitió un sonido como el del animal, sin llegar a ser un graznido,
sino casi un gemido; y el cisne se fue caminando hacia el estanque.
Ani lo observó con una expresión solemne, y tras unos instantes repitió el sonido
que había oído.
—¿Lo he hecho bien?
—Perfecto —dijo la tía—. Dilo otra vez.
Repitió el ruido y sonrió. La tía se la quedó mirando meditabunda con los labios
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apretados, conteniendo su entusiasmo.
—¿Estás contenta? —preguntó la tía.
—Sí —contestó Ani con la seguridad de una niña pequeña.
La tía asintió y puso a Ani en su regazo para contarle una historia sobre el origen
del mundo. Ani apoyó la cabeza contra su pecho y escuchó al mismo tiempo la
historia en sí y su sonido.
—El Creador pronunció la primera palabra y todo lo que vivía sobre la tierra se
despertó, se estiró y abrió la boca y la mente para hablar. A través de las estrellas se
comunicaron unos con otros, el viento con el halcón, el caracol con la piedra y la rana
con los juncos. Pero después de muchos cambios y de muchas muertes, las lenguas se
olvidaron. Sin embargo, el sol todavía sale y se pone, las estrellas aún cambian en el
cielo, y mientras siga habiendo movimiento y armonía, habrá palabras.
Ani echó la cabeza hacia atrás y entrecerró los ojos para intentar mirar el sol. Era
muy joven y aún no había aprendido que algunas cosas como ver el sol eran
imposibles.
—Algunas personas nacen con la primera palabra posada en la lengua, aunque
puede que pase algún tiempo hasta que la saboreen. Hay tres tipos, tres dones.
¿Sabías que tu madre tiene el primero? El don de comunicarse con la gente. Muchos
gobernantes lo tienen, ¿sabes? Las personas los escuchan, los creen y los adoran. Me
acuerdo de que cuando éramos pequeñas era difícil discutir con tu madre, pues sus
palabras me confundían y nuestros padres siempre la creían a ella. Eso es lo que hace
el poder de comunicarse con la gente.
»El primer don es el único motivo por el que este pequeño país lleva mucho
tiempo sin ser absorbido por otros reinos, ya que los gobernantes como tu madre han
estado en contra de la guerra durante siglos. Este don puede ser poderoso y bueno,
pero también peligroso. Yo, por desgracia, no nací con esa habilidad. —La tía se rió y
los ojos brillaron con el recuerdo.
—¿Lo tengo yo, tía?
—No lo sé —contestó—, tal vez no. Pero hay otros dones. El segundo es la
habilidad de comunicarse con los animales. He conocido a unos cuantos que saben
sus idiomas pero, como yo, esas personas se encuentran más a gusto cerca de las
montañas, entre los árboles y en los lugares donde los animales no están en jaulas.
Esa vida no es siempre agradable, gorrión; además, algunos desconfían de los que
pueden hablar con las bestias. Antes éramos muchos en Kildenree, creo, pero ahora
sólo unos pocos recuerdan la lengua de los animales.
»El tercero se ha perdido o es muy raro de encontrar. Nunca he conocido a nadie
que posea el don de comunicarse con la naturaleza, aunque hay historias que
aseguran que una vez existió. He forzado el oído y mi interior —se dio unos
golpecitos suaves en la sien—, pero no conozco la lengua del fuego, del viento o del
árbol. Aunque creo que un día alguien descubrirá de nuevo cómo escucharlos.
La tía suspiró y alisó el pelo rubio y liso de su sobrina.
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—No hay muchos que conozcan la historia de los tres dones, Ani. Tienes que
recordarla. Es importante conocer estos relatos. Sentí cómo se movía la tierra para
hacerte sitio cuando naciste y por eso vine a contarte cuentos hasta que dejes de ser
pequeña. Como yo, naciste con una palabra en la lengua. No sé cuál fue; pero cuando
crezcas, lo descubrirás sin mi ayuda.
—¿Quizás es la del fuego, la del viento o la del árbol? —dijo Ani.
—Quizá —dijo la tía—. No conozco esos idiomas. No puedo ayudarte a
encontrarlos.
Ani le dio unas palmaditas a su tía en las mejillas, como si ella fuera la mayor de
las dos.
—Pero puedes enseñarme a hablar con los cisnes.
Todos los días iban al estanque, y cuando no había ningún jardinero a la vista ni
caminaba por allí ningún cortesano, Ani practicaba los sonidos que oía.
—No tienen un mundo tan complicado como el nuestro y necesitan muy pocas
palabras —dijo la tía—. ¿Lo has oído? Aquel alto está saludando al que le faltan
plumas en la cola. Son hermanos. Si fueran hermanas, el sonido se elevaría al final.
Ani escuchó.
—Lo acabo de oír. Es así.
Imitó el saludo mientras arrastraba el sonido hacia arriba un poco.
—Muy bien —dijo la tía—. ¿Sabes? La mayoría de la gente no se daría cuenta.
Tú, en cambio, puedes oír las pequeñas diferencias e imitarlas; ése es tu talento. Pero
también requiere esfuerzo. Tienes que aprender qué significa todo, como si estudiaras
cualquier lengua extranjera; no se trata sólo de sonidos. Mira cómo aquella de allí
inclina la cabeza y mueve la cola. Y se queda quieta. Todo eso tiene un significado.
Mientras caminaban la tía llamaba a los pajarillos que había posados sobre los
fresnos y las hayas, pero eran criaturas inquietas y atareadas que no permanecían
mucho tiempo en los árboles. Ani aprendió cómo se quejaban los pollos en el
gallinero y los pichones en las cornisas y se arrullaban unos a otros. Visitaron a los
pequeños halcones grises y a los dorados cuando el cazador estaba fuera, y a las
lechuzas de grandes ojos en las vigas del establo.
Un día, al volver de su paseo por el jardín silvestre, pasaron por delante de los
corrales. El cálido olor a tierra atrajo a Ani, que se quedó detrás de la verja mientras
observaba cómo el mozo de cuadra montaba un grácil caballo rucio.
—Quiero hablar con ése. Con el caballo —le señaló Ani.
—¡Qué niña tan educada, qué bien lo ha pedido! —Se agachó detrás de Ani y
apoyó la mejilla contra la de su sobrina mientras miraba cómo corría el animal—. He
intentado hablar con muchos animales, Ani. Los salvajes como los lobos y los ciervos
no se quedan quietos para escucharte o que les escuchen. Es posible que los lagartos,
los sapos, las ratas y todos los animales pequeños tengan una lengua demasiado
simple para que los animales más grandes les entendamos. Las criaturas domésticas
como los perros, las vacas y los gatos están aletargados por la comodidad y suelen
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comunicarse con las personas a nuestra manera. Y los pájaros, como has visto, son
perfectos para hablar. Son salvajes y sin embargo siempre escuchan; en especial los
grandes, pues hablan más despacio.
»Pero el caballo, ah, Ani… Te contaré una historia. Hace muchos años ayudé a un
amigo en el parto de una yegua y un potrillo cayó en mis brazos. Le oí justo cuando
salió y emitió un ruidito lastimero, algo parecido a Yuli. Su nombre. Los caballos
nacen con su nombre en la lengua, ¿sabes? Lo repetí y él me oyó y desde entonces los
dos nos oímos mutuamente. Los caballos te dan la clave para descifrar su idioma una
sola vez y luego nunca más la vuelven a repetir. Intenté lo mismo con una ternera,
una carnada de gatitos y un cabritillo, pero sólo el potro respondió. ¿Qué opinas?
—Me gustaría tener como amigo a un caballo —dijo Ani—. Mucho.
A lo mejor un caballo no le pegaría con espadas de juguete, como su hermano
pequeño, ni la trataría como un jarrón de cristal y luego cuchichearía a sus espaldas,
como hacían otros niños de palacio.
La tía negó con la cabeza.
—Eres demasiado joven. Llegará un día, un año, cuando seas mayor, que podrás
ir a los establos sin que tu madre ponga pegas. Pero por ahora debes escuchar a tus
amigos alados.
Ani estaba ansiosa por aprender la voz de todos los pájaros que anidaban en las
tierras de palacio, pero el estanque de los cisnes la hacía volver todos los días. Le
encantaba verlos nadar tan despacio que el agua apenas se ondulaba, con aquellos
movimientos silenciosos que tenían significado. No tardó en imitar todos los sonidos
de los cisnes con la garganta y la lengua, y lo pregonó a los cuatro vientos
alegremente.
—Calla un momento, Ani —dijo la tía.
El ama de llaves y su hija, Selia, pasaron junto al estanque mientras paseaban por
los jardines. La tía las saludó y el ama de llaves le hizo un gesto con la cabeza. Su
hija era guapa y desenvuelta, y el pelo ya le llegaba por la cintura. Caminaba con las
manos cogidas por delante y la vista fija en el sendero. Cuando era pequeña tenía
continuos berrinches, que se caracterizaban por ponerla de todos los tonos rosáceos y
morados, y por hacerle dar patadas en el suelo como un pez dando coletazos sobre la
tierra. Pero ahora tenía siete años y era tan remilgada como cualquier dama de la
corte.
—Hola, princesa —dijo Selia—. Vamos a pasear por los jardines. Venid un día a
tomar té con nosotras.
—Mmm, sí, gracias.
Ani no estaba acostumbrada a que otros niños se dirigieran a ella, y además,
aquella extraña muchachita siempre la había puesto nerviosa, pues acababa
accediendo a todo lo que Selia le pedía, cuando en realidad lo que más deseaba era
pasar desapercibida. De hecho, sentía lo mismo por su madre. Su tía levantó una ceja
bajo la sombra azul de su sombrero y observó cómo las dos se marchaban.
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—Ésa tiene el don de comunicarse con la gente —dijo—. Puede ser muy
poderosa. Recuerda lo que te acabo de decir y vigílala.
Ani vio cómo se alejaba aquella muchachita seria y trató de memorizar. «Se
comunica con la gente. Ella lo tiene».
Aquel año, cuando las hojas de los árboles aún refulgían por el sol de finales de
verano y la niebla se convertía en el fantasma del río, largo, mojado y frío, la tía miró
desde su ventana los muros que la rodeaban e imaginó otro invierno entre aquellas
paredes. Empezaba a ver el mundo como ve el pájaro los barrotes de una jaula y se
rascó los brazos bajo las mangas.
La tía llevó a Ani a la orilla del estanque de los cisnes, donde las ramas perezosas
de los árboles se convertían en su propio reflejo y las pequeñas y recias hojas del
álamo temblón se agitaban por el viento con un ruido parecido al de chascar los
dedos. La tía señaló al norte, donde vivía muy poca gente y los árboles crecían
frondosos, verdes y espinosos todo el año, y adonde la niña no podía acompañarla.
—Me voy a casa —dijo. Besó a Ani en la frente sin apartar la vista del horizonte
púrpura—. No olvides todo lo que has aprendido. Si tu madre descubre todo lo que te
he enseñado, te lo quitará; la conozco. Lo único que ha querido durante toda su vida
es llevar una brillante corona sobre la cabeza. Aun así, estás mejor con ella, ansarina.
No te deseo mi soledad. Quédate y aprende a ser feliz.
La princesa se sentó en una piedra, apoyó el brazo en el lomo de un cisne y notó
su pecho como la cáscara de una nuez vacía mientras se preguntaba si aquella
sensación duraría para siempre. Vio cómo su tía se marchaba y desaparecía hasta
convertirse en un diminuto punto verde que se confundió con la sombra de una roca
en la distancia.
* * *
A la mañana siguiente, Ani se sintió consternada al ver que le habían puesto una
nueva dama de compañía, una niñera pusilánime con la piel como la leche agria. No
iban a ir al estanque porque «la joven princesa podría caerse dentro, ahogarse y
acabar con la cara hinchada y morada como una ciruela en conserva, ¿te gustaría
eso?».
A pesar de las advertencias de su tía, Ani estaba segura de que si le explicaba a la
niñera que sólo quería ir allí para hablar con los cisnes, entonces la dejaría. Cuando
aquella mujer abrió los ojos de par en par, Ani lo confundió con un signo de
entusiasmo.
—Entiendo lo que dicen —dijo Ani—. Si quieres, te enseñaré a hacerlo.
La niñera se levantó del banco del jardín con un grito ahogado y esparció en el
aire unos trocitos de hierba ante ella para liberarla del mal.
—Te maldecirás a ti misma. La gente no habla con los animales, y no es muy
inteligente por tu parte decir que tú sí lo haces.
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Ani oyó cómo la niñera se lo contaba enseguida a la reina en voz muy baja, lo
cual le hizo sentir que había hecho algo malísimo. A partir de entonces las salidas se
limitaron a los jardines y al porche del cuarto de los niños. Ahora su madre la miraba
distante, con desaprobación, con el entrecejo fruncido, por lo que Ani decidió ser
muy reservada hasta que volviera su tía y se la llevara a la libertad de las montañas.
Se pasaba largas horas observando el horizonte púrpura, esperando que apareciera su
tía con los brazos abiertos.
Añoraba el sonido de las palabras de los pájaros y la sensación que le producía,
como si un grillo le saltara dentro del pecho al entenderlas y oírlas. En un mundo de
suelos de frío mármol, profesores ancianos y niños que cuchicheaban, lo único que
sentía como propio era el habla de los animales y el estanque, el lugar al que
pertenecía. En una o dos ocasiones, cuando la niñera tuvo que guardar cama por un
resfriado, Ani se escapó corriendo del porche del cuarto de los niños para practicar
con los cisnes. Cuando ya estaba cerca, dos jardineros se interpusieron entre ella y el
estanque.
—No podéis venir por aquí, princesa —le dijo un hombre de piel curtida—. Es
peligroso.
Cuando intentó colarse en las caballerizas para conversar con los halcones, el
cazador se cuidó de acompañarla hasta la salida mientras la agarraba con firmeza por
el cuello del vestido.
—Lo siento, princesa —dijo—. La reina fue muy clara respecto a que no jugarais
cerca de mis pájaros.
Lo intentó muchas veces durante los dos años que estuvo esperando a que su tía
regresara, pero siempre había alguien que se lo impedía. Era como cuando en los
sueños quería correr y no podía moverse. A veces, cuando nadie la veía, se tumbaba
boca abajo y trataba de imitar los aullidos y gruñidos de Lindy, su cachorro.
—Escúchame —decía—. ¿Me entiendes, Lindy?
La niñera debió de oírla, porque una tarde, cuando volvió de la alcoba de su
profesor, el perrito ya no estaba y su madre la esperaba en medio de la habitación.
—Está en la perrera —dijo la reina—. Creo que es mejor que ya no tengas más
mascotas.
—Quiero que vuelva Lindy. —Ani estaba enfadada y herida, gritó como nunca—.
¡Devuélvemelo!
La reina le dio una bofetada en la boca.
—Ese tono de voz es inaceptable. Esta fantasía lleva mucho tiempo sin
controlarse. Si llego a saber que esa mujer te estaba enseñando las tonterías que decía
cuando éramos pequeñas, la hubiera sacado de esta ciudad antes de que pudiera
recoger su equipaje. Es hora de que conozcas cuál es tu lugar, princesa heredera.
Serás la próxima reina y tu pueblo no creerá en alguien que se inventa historias y cree
hablar con las bestias salvajes.
Ani no contestó. Se tocó la boca dolorida y miró fijamente al horizonte púrpura.
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La reina se dio la vuelta para marcharse, pero se detuvo ante la puerta.
—He venido a decirte que hemos recibido la noticia de que tu tía falleció este
invierno. Lo siento mucho.
Ani observó a su madre mientras se marchaba y sintió cómo, a los siete años de
edad, su mundo se venía abajo igual que un pajarillo recién nacido cae de un árbol.
Aquella noche sus padres dieron un baile. Las niñeras se quedaron en la puerta
del cuarto de los niños y sonrieron al oír la música que llegaba por el pasillo como un
suspiro. La nodriza sujetaba contra su pecho a la nueva princesa, Susena-Ofelienna, y
le hablaba de faldas y zapatillas. Una niñera joven y guapa tenía a Napralina-Victery
sujeta del hombro y le susurraba secretos sobre los hombres.
Cada palabra que decían parecía vaciar más a Ani, como si sacaran el agua a
cubos de un pozo poco profundo. Fingió tener un gran interés en la construcción de
una ciudad con muchas torres mientras jugaba con sus ladrillos de madera clara, y
cuando las niñeras caminaron por el pasillo para echar un vistazo más de cerca, Ani
se escabulló por el porche del cuarto de los niños y se marchó corriendo.
La luz que tenía a sus espaldas proyectó su sombra hacia delante, una giganta
muy delgada que se extendía por el césped con la cabeza apuntando al lago. Corrió
sobre la mojada hierba nocturna y sintió que la brisa le atravesaba el camisón. La
primavera acababa de empezar y todavía hacía frío por la noche.
Llegó al estanque y volvió la mirada hacia el salón de baile de mármol rosa que
brillaba en la noche, mientras el cristal y las paredes atrapaban la música en el
interior. Las personas que había dentro eran hermosas, elegantes, y parecían estar
muy a gusto en aquel lugar, lo cual le hizo darse cuenta de que ella no tenía nada que
ver con ellos. Pero cuando le dio la espalda a la luz, vio que la noche era muy oscura
y que los establos no existían. No podía ver las estrellas. El mundo era tan alto como
aquel cielo nocturno sin fondo y más profundo de lo que ella sabía. De repente fue
consciente de que aún era muy pequeña para salir corriendo y se sentó a llorar en el
suelo húmedo.
El agua rozaba la orilla arenosa del estanque. Los cisnes dormían, azules y
plateados bajo el color de la noche. Uno de ellos se despertó al oír el sollozo de Ani y
la saludó; luego se acurrucó en la arena, a sus pies.
—Estoy cansada —le dijo Ani— y he perdido a mi manada.
La lengua que hablaba el cisne sonaba en sus oídos humanos como el triste
lamento de un niño.
—Duerme aquí —fue la simple respuesta del ave.
Ani se tumbó con una mano sobre la cara como si fuera un ala e intentara
apartarse de aquel mundo al que no pertenecía.
Se despertó cuando dos fuertes manos la levantaban.
—Princesa, ¿estáis bien?
Se preguntó por qué el mundo estaba tan negro, y entonces se dio cuenta de que
aún tenía los ojos cerrados. Se notaba los párpados demasiado gruesos como para
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abrirlos. Dejó caer la cabeza sobre el hombro de aquel hombre y olió el fuerte aroma
a jabón de leche de cabra que desprendían sus ropas. Se la estaba llevando.
—¿Quién eres?
—Soy Talone, el vigilante de la puerta este. Estabais dormida con los cisnes y no
os despertabais.
Ani hizo un esfuerzo para abrir uno de sus párpados y vio que por encima de las
montañas el cielo era blanco como la cascara de un huevo. Miró al hombre y estuvo a
punto de preguntarle algo, cuando un nuevo escalofrío la sacudió de pies a cabeza.
—¿Estáis herida, princesa?
—Tengo frío.
Se quitó la capa de los hombros, la envolvió en ella y el calor hizo que cayera otra
vez en un sueño febril.
Pasaron tres semanas antes de que estuviera lo bastante bien para que las líneas de
las caras de los médicos se relajaran hasta transformarse en arrugas, y de que la más
joven de las niñeras no se exclamara cada vez que Ani abría los ojos. Incluso mucho
después de la fiebre, solían sustituir su nombre por el de «la niña delicada». No la
dejaban salir y nunca estaba sola. Desayunaba en la cama, cenaba en un sofá y nunca
se ataba las botas. El incidente de los cisnes sólo se mencionaba en secreto.
—Casi perdemos a una futura reina.
—Y no sólo por la muerte, sino por las bestias.
—¿Qué vamos a hacer con ella? —dijo un día la nodriza real.
La reina miró a Ani, que estaba medio dormida, con los ojos entreabiertos y los
oídos atentos para recibir la sentencia que surgiría de la poderosa boca de su madre y
habría de recaer en su cabeza. Al ponerse enferma, de algún modo sabía que había
traicionado a aquella mujer, y el remordimiento la reconcomió con los escalofríos de
la fiebre. La reina era como un pájaro precioso cuyo idioma no entendía, y Ani sintió
que todo su cuerpo se llenaba del deseo de poder hacerlo para complacerla.
La reina entornó los ojos y durante unos breves instantes en su contorno se
formaron unas diminutas arrugas, como patas de araña. Posó una mano fría sobre la
frente de Ani. Aquel gesto fue casi maternal.
—Que siga descansando —dijo la reina— y mantenedla alejada de los pájaros.
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Capítulo 2
Ani dejó los posos fríos del té con menta, esperando que su boca aún dibujara una
sonrisa. La vista desde la ventana atraía su atención; unos movimientos apenas
distinguibles en dirección a los establos la fastidiaban, unos puntos marrones que
podrían haber sido caballos corriendo. No obstante, concentró su mirada en la peca
marrón que el ama de llaves lucía sobre la mejilla derecha.
—Permitidme que os diga otra vez, princesa, lo honradas que nos sentimos por
haber aceptado nuestra invitación esta tarde. Espero que la comida sea de vuestro
agrado.
—Sí, gracias —dijo Ani.
—Llevaba meses pidiéndole a mi hija que os invitara a nuestros aposentos. Ya
sois tan alta como vuestra madre, Dios la tenga en su gloria, aunque no tan guapa, y
me preguntaba, puesto que siempre parecéis estar tan ocupada, si habríais aprendido
cuáles son las obligaciones más importantes que vuestro cargo os impone.
—Eeeh, sí, gracias. —Ani hizo una mueca de dolor.
El ama de llaves llevaba meses esperando aquella tarde, pues Ani había hecho
todo lo posible por librarse de ella. Por lo visto, se suponía que ese tipo de cosas eran
relajantes y propias de la vida social, pero tal como había sucedido en todas las
fiestas y en los tés a los que había asistido, era consciente de que los demás esperaban
que la princesa heredera del trono actuara, hablara y pensara como una reina, como
su madre, una proeza que para ella —Ani estaba segura de ello— resultaba tan fácil
de realizar como derribar el viento.
—Sí —repitió, y volvió a hacer una mueca, consciente de la vaguedad de su
respuesta.
El silencio merodeaba entre ellas como una polilla cansada. No cabía duda de que
esperaba que añadiera algo más, pero el pánico que le producía tener que hablar
ahuyentaba los pensamientos de su cabeza. Miró a Selia, pero su sereno
comportamiento de dama de compañía no le dio ninguna pista sobre cómo debía
responder. A veces, Selia le recordaba a una gata: pese a su aspecto aparentemente
aburrido lo captaba todo con su vaga mirada. A los dieciocho, Selia tenía dos años
más que Ani, era cuatro dedos más baja y su largo pelo rubio tenía una tonalidad más
oscura que el de la princesa. Podrían haber pasado por hermanas.
Se quedó mirando un momento a Selia y pensó: «Haría mejor que yo el papel de
princesa». Aquella idea la hirió profundamente. Ani trataba de hacerlo bien con todas
sus fuerzas, de ser fuerte, inteligente y majestuosa; pero la mayoría de las veces, los
únicos momentos en los que era realmente feliz era cuando disfrutaba de libertad en
las tardes robadas a lomos de su caballo, los impresionantes y breves paseos más allá
de los establos, donde los jardines se volvían silvestres, los pulmones le dolían del
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frío y los músculos le temblaban por la velocidad a la que cabalgaba. Habían pasado
casi diez años desde la última vez que había pensado en escaparse, cuando se quedó
mirando fijamente aquella noche tan extensa desde la orilla del estanque de los
cisnes. No lo volvería a intentar. Era la princesa heredera del trono y estaba decidida
a convertirse algún día en una buena reina.
El ama de llaves se aclaró la garganta y Ani miró hacia atrás, agradecida porque
su anfitriona había asumido la responsabilidad de romper el silencio.
—Espero que no sea un atrevimiento decir que habéis sido más que la señora de
mi Selia, ya que la reina, vuestra madre, la escogió por ser la primera (me atrevería a
decir, la más honrada) de vuestro séquito, pero también ha sido vuestra amiga.
—Sí. —Ani cambió la posición de las manos en el regazo y trató de decir algo,
pero sólo sonrió de nuevo y añadió—: Gracias.
—Princesa, parece como si quisierais decir algo —dijo Selia. Ani se volvió hacia
ella con gratitud y asintió con la cabeza. Selia alzó la tetera—. ¿Más té?
—Ah, sí, eeeh, gracias.
Selia le llenó la taza y el ama de llaves miró la suya mientras farfullaba:
—Té, sí.
—En realidad —dijo Ani, y el corazón empezó a latirle con fuerza al hablar claro
—, en realidad, si no os importa, hoy mi padre y yo iremos a montar a caballo y,
bueno, veréis, será mejor que me vaya pronto.
—Ah. —El ama de llaves miró a su hija y le hizo un gesto con la cabeza.
Selia le tocó la mano a Ani.
—Princesa, mi madre lleva dos semanas esperando esta visita.
Ani notó inmediatamente que las palabras de Selia la habían ruborizado, y bajó la
mirada. «Lo he vuelto a estropear», pensó Ani.
—Lo siento.
Dio un sorbo a su té. Estaba caliente y sintió cómo el corazón le latía en la lengua
quemada.
—Montar a caballo —musitó el ama de llaves.
—Sí, madre, se lo dije. Encuentra tiempo para cabalgar casi cada día.
—Sí, creo que monta un semental. Princesa, ¿no creéis que es inapropiado para
una princesa montar un semental? ¿No deberíais montar una bonita y dulce yegua o
un caballo castrado? ¿No teméis romperos la coronilla? —El ama de llaves se volvió
hacia su hija—. Eso ha sido un juego de palabras, querida. Romperse la coronilla.
Selia se rió con su sonora y encantadora risa.
A Ani, aquel intercambio de palabras le quemó el orgullo, además de la lengua.
Dejó la taza y respondió incómoda, tartamudeando:
—Sí, bueno, sí que monto un semental y si mi padre, el rey, creyera que es
inapropiado, me lo diría. De todas formas, gracias por el té y la comida. He de irme.
Lo siento. Gracias.
Se levantó. Selia alzó la vista para mirarla y parpadeó: al parecer no estaba
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acostumbrada a que su señora perdiera los estribos de aquella manera. El ama de
llaves tardó unos instantes en recuperar el habla.
—Sí, sí, por supuesto, princesa. Es lo mejor. Ya sabéis que es inapropiado hacer
esperar al rey.
Abandonaron los aposentos del ama de llaves y caminaron con brío por el pasillo.
Los tacones de Selia la hacían casi tan alta como Ani y sonaban sobre las baldosas
como las uñas sin cortar de un gato.
—¿Estáis bien? —preguntó Selia.
Ani dejó escapar un suspiro y esbozó una sonrisa.
—No sé por qué me dejo llevar por el pánico de esa manera.
—Ya, pero pensé que practicar os haría bien.
—Tienes razón, Selia, sé que la tienes. Odio hacerme un lío, decirlo y entenderlo
todo al revés.
—Y como un día seréis la reina, ahora os toca aprender a conversar
amigablemente con la gente que no os importa.
—Ah, no es que no me importe ella o cualquier otra persona.
Ani pensó que tal vez le importaban demasiado. Se preocupaba a todas horas de
lo que los demás pensaban de ella y era como si cada palabra que pronunciaba la
condenara aún más. Ani pensó en cómo explicarle aquello a Selia y llegó a la
conclusión de que no podía hacerlo. Estaba segura de que no lo entendería, a juzgar
por la desenvoltura que exhibía la dama de honor, tanto con los amigos como con los
extraños. Además, Ani se había propuesto no volver a pasar por las sensaciones
desagradables de otro fracaso.
Se sintió un poco más relajada cuando pasaron por debajo de un arco y salieron
fuera. Era una tarde de invierno, el sol brillaba y el aire era limpio y húmedo como si
fuera primera hora de la mañana, señal de que se avecinaba una nevada. Cuando ya
estaban cerca de los establos, Selia hizo una reverencia y fue a dar un paseo por los
jardines como solía hacer cuando Ani iba a montar. La dama de compañía era
alérgica a los caballos. O al menos eso decía. Una vez, desde lejos, Ani había sido
testigo de cómo Selia había entrado de buen grado a los establos de la mano de un
hombre desconocido. Pero no había querido preguntarle nada. Ella también tenía sus
secretos.
Ani entró en la primera cuadra. El olor familiar del calor de los cuerpos y del
heno limpio la recibió como una caricia agradable. Pasó por delante de los mozos que
se inclinaron ante su presencia hasta llegar a la casilla que mejor conocía.
—Falada —dijo Ani.
Un caballo blanco levantó la cabeza sin emitir ningún sonido.
La primera vez que Ani había pronunciado aquel nombre tenía once años. El
primer ministro de Baviera, el reino al otro lado de las montañas, les había visitado
por aquella época y todos aquellos ojos siempre vigilantes estuvieron tan ocupados
atendiendo a los dignatarios agotados por el viaje, que Ani pudo escaparse a los
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establos un par de veces para cumplir el sueño de su infancia. La princesa estaba al
lado del mozo de cuadra cuando una yegua a punto de dar a luz parió un potro blanco
de largas patas. Ani ayudó a romper la membrana y le limpió los orificios nasales. Le
sujetó por en medio cuando trató de incorporarse por primera vez y aquel cuerpo
largo se balanceó sobre unas patas como palos mientras miraba fijamente el mundo
iluminado con sus descomunales ojos. Ella lo escuchó al decir su nombre, aquella
palabra que tenía en la lengua cuando aún dormía en el útero. Y cuando Ani la
repitió, él la oyó. Después de su primera conexión no tardó mucho en descubrir que
podían hablar entre ellos sin que los demás oyeran nada.
Ani lo agradeció. Se acordó de cómo su padre tuvo que emplearse a fondo para
lograr convencer a la reina de que le permitiera quedarse con el caballo. Sin duda lo
expulsarían a las provincias si la reina sospechaba que existía aquel vínculo entre Ani
y Falada.
—Falada, llego tarde. Tirean ya no está en su casilla. Mi padre ya debe de estar
cabalgando.
—El mozo no me ha dado suficiente avena —dijo Falada.
Su voz penetró en la mente de la joven con tanta naturalidad como sus propios
pensamientos, y a la vez tan nítida como el aroma de un cítrico. Ahora, Ani sonreía
con sinceridad, y a medida que iba cepillando vigorosamente el pelo blanco del
caballo, fue desapareciendo el malhumor que le había provocado su cita para tomar el
té.
—A veces me pregunto cuánto es suficiente para ti.
—Tú siempre me das bastante.
—Porque te quiero demasiado y no puedo decir que no, pero esta vez sí, mi padre
está esperando.
Lo ensilló y Falada le tomó el pelo al contener el aliento mientras le apretaba la
cincha.
—¿Qué, quieres que la silla y yo nos caigamos de tu lomo en la primera valla?
Y con una rienda suelta salieron de la cuadra hacia la tarde resplandeciente. Una
capa de nieve fina y dura crujía bajo sus pies y reflejaba con fuerza la luz del sol en
sus ojos. Ani los entrecerró para ver en la radiante distancia, donde su padre montaba
su yegua negra. Tirean. La saludó y se acercó hasta su hija. Era un hombre alto y
delgado, con el pelo tan claro que Ani no podía diferenciar el color original de las
canas en la barba a menos que estuviera cerca para tocarlas.
—Llegas tarde —dijo.
—Estaba comportándome como una princesa heredera —respondió Ani.
Desmontó y le dio una palmadita cariñosa a Falada.
—Sin duda estabas jugando con tus hermanos a bolos. Los he oído en la sala
oeste.
—Venga, padre, ya sabes que la reina no permitiría que hiciera esas tonterías.
«Anidori, una princesa heredera, como una reina, sólo puede triunfar si se mantiene
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al margen. Separación, elevación, delegación».
El rey hizo una mueca. Hacía mucho tiempo que había dejado de discutir aquellas
cuestiones con su esposa.
—Entonces, dime, ¿de qué se trataba esta mañana, de separación, de elevación o
de delegación? —Dio un par de palmas como si fuera una canción.
—Las tres. Desayuné sola mientras hacía un bosquejo de un mapa de Kildenree
de memoria para mi profesor, estuve rodeada durante toda la mañana por mis
«inferiores» mientras recibía a los mendigos y a los cortesanos, y luego resolví todos
sus problemas al asignarlos a otras personas. Ah, también hice una visita social a la
madre de Selia como remate. —Asintió e hizo una reverencia.
—Es maravilloso, Anidori —dijo con todo el entusiasmo de un padre orgulloso
—. ¿Y qué tal te ha ido?
—Bien.
La verdad es que desde el alba hasta aquel momento había sido un día horrible
lleno de visitas, tartamudeos y estupideces. Notó cómo le temblaba la barbilla un
poco y se la tapó con la mano. La convicción de su padre de que era maravillosa
suponía una puñalada para su amarga sensación de inseguridad. Él, más que nadie,
sabía cómo se esforzaba por ser como su madre y cuan a menudo fracasaba. Fue él
mismo quien, unos años atrás, la sujetó contra su pecho mientras lloraba y le dijo que
lo hacía bien, que era su niña preferida. Hacía mucho tiempo que no había vuelto a
buscar su consuelo, pues trataba de hacerse mayor, de ser lo bastante independiente y
majestuosa para que no la hirieran, pero ahora ansiaba su ayuda.
—Bueno, lo hice bastante bien.
Se le quebró un poco la voz y se dio la vuelta para montar a Falada, pero su padre
la cogió por los hombros y la abrazó. Entonces surgió la niña que llevaba dentro y
lloró unos instantes refugiada en su pecho.
—Ya está, tranquila —dijo como si estuviera calmando a un caballo inquieto.
—Estuve fatal, padre. Me preocupaba tanto decir alguna inconveniencia, que
pensaran que soy una niña tonta, enclenque, alguien que habla con los pájaros, que
me puse a temblar, me quedé en blanco y sólo quería echar a correr.
Le acarició el pelo y la besó en la cabeza.
—Pero no lo hiciste, Anidori, ¿a que no? Te quedaste y lo intentaste. Eres más
valiente que yo. Y mientras lo sigas intentando, el resto vendrá por sí solo.
Asintió, y durante unos momentos se dejó embargar en silencio por aquel
consuelo.
Falada le dio con el morro en el hombro.
—Creía que íbamos a correr.
Ani sonrió y se limpió las lágrimas de las mejillas.
—Creo que mi caballo está ansioso por dar un paseo.
—Sí, un paseo. —La cara se le iluminó mientras colocaba las manos sobre los
hombros de su hija y le daba un beso en la frente—. Y como te quiero tanto, cariño,
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me temo que Tirean y yo vamos a daros una lección de velocidad.
—¿Ah, sí? —dijo entre risas, pues sabía que la yegua del rey casi nunca superaba
a Falada.
—Sí, sí, vámonos.
El rey montó y enseguida pasó del medio galope a correr como un rayo. Se dirigía
hacia una valla que separaba el final de la zona de entrenamiento del bosque silvestre
y cabalgaba rapidísimo. Aquella velocidad empezó a inquietar a la muchacha, que
llamó a su padre. Él saludó con la mano y continuó la marcha hacia la valla.
—Es demasiado alta —le gritó, pero ya no podía oírla.
Montó a Falada y le pidió que los siguiera. Ya estaban a poca distancia cuando el
rey alcanzó la cerca y Tirean saltó.
—¡Padre! —dijo Ani.
Se oyó algo parecido al sonido de unos huesos frotándose entre sí cuando los
cascos de la yegua rozaron el poste. Tirean vaciló un momento y el rey miró hacia
abajo mientras se caía su montura. A Ani no le pareció bien que dos criaturas
elegantes, un caballo de largas patas y un hombre alto, que deberían de estar erguidos
y corriendo, hubieran caído al suelo como desechos. Cuando Tirean se levantó, el rey
continuó tumbado.
Ani descabalgó dando un salto y corrió hasta la verja. Algunas personas de los
establos llegaron allí antes que ella. «Calma, tranquilo», oyó que decía más de una
voz. Cuando trataron de acercarse al rey postrado, la yegua soltó un relincho, pasó
por encima de él y se sentó a horcajadas para protegerlo. Avanzaron despacio, Tirean
los fulminó con sus ojos negros y redondos al tiempo que relinchaba enfadada a
modo de advertencia, mientras resoplaba por sus anchos orificios nasales. Los mozos
de las cuadras retrocedieron por miedo a que el caballo pisoteara al rey.
Ani se deslizó por la verja y extendió una mano.
—Por favor, Tirean, apártate.
No podía hablar realmente con ese caballo ni con ningún otro como lo hacía con
Falada, pues él era el único al que había oído pronunciar su nombre cuando nació.
Tirean hizo oídos sordos a sus palabras y sacudió la cabeza al ver la mano de Ani. La
princesa trató de sujetar el ronzal de la yegua, pero el animal no paraba de mover la
cabeza arriba y abajo, dando con las riendas en la nieve. Ani estaba demasiado
cansada para moverse. Su padre estaba bocabajo, con un brazo extendido y el otro
debajo del pecho. No sabía si estaba muerto o dormido, sólo que tenía los ojos
cerrados. Ani se volvió hacia Falada, que estaba al otro lado de la valla.
—Falada, se tiene que mover.
Falada dio la vuelta, empezó a galopar y saltó la verja. La yegua se sobresaltó al
verlo saltar, pero no se movió de encima del rey. Falada sacudió la crin y se acercó a
la yegua para rozar su morro contra el de ella. La empujó suavemente con la mejilla y
le susurró en el cuello. Tirean pareció suspirar y una ráfaga de aliento cálido rozó la
crin de Falada. La yegua retrocedió con cuidado y se arrimó a un árbol con el cuello y
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la crin temblando y la cabeza inclinada hacia el suelo.
Ani corrió hasta él y al acercarse a su pecho oyó que su respiración hacía un ruido
extraño. Pidió a los mozos de cuadra que llevaran al rey a la cama del señor de las
caballerizas, donde durmió durante tres días. La reina se sentó a su lado, serena y sin
dormir. Calib, Napralina, Susena-Ofelienna y el hermano pequeño, Rianno-Hancery,
se turnaron para cogerle la mano. Ani estaba sentada en una silla, no apartaba la
mirada de aquella cara inmóvil, y de nuevo se sintió como aquella niña que se había
quedado mirando cómo se marchaba su tía hacia el horizonte púrpura; le pareció que
su pecho era como el caparazón vacío de un caracol.
Al cuarto día el rey se despertó un momento para sonreír a Susena, que en aquel
instante le estaba sujetando la mano. Se le cerraron los ojos, giró la cabeza a un lado
y ya no volvió a respirar.
La Gran Ciudad se vistió de blanco el día de su funeral. Los miembros de la
familia real, con el traje blanco de luto, caminaban como fantasmas tras el carruaje
fúnebre. Ani se sujetaba las faldas y se concentraba en la única nota que tocaba el
flautista y en los fuertes sollozos de Rianno-Hancery, que se solapaban componiendo
una dolorosa armonía. Levantó la mirada hacia el Palacio de Piedra Blanca que
extendía sus paredes como unas alas en descenso y alzaba la cabeza de su única torre
alta hacia el cielo azul de invierno como un cisne, el ave del luto. Sintió una pizca de
consuelo al imaginarse que hasta el palacio lloraba. Su madre caminaba a la cabeza
de lo que le quedaba de familia, elegante y con aplomo a pesar de su dolor. Ani
pensó: «Toda esta gente me mira, soy su futura reina y tengo que parecer fuerte». Se
enderezó y dejó de llorar, pero al lado de su madre sentía que aún no estaba
preparada.
Después del entierro y los ceremoniales, la reina se situó ante la tumba y habló a
las personas que estaban allí reunidas. Recordó los triunfos diplomáticos y militares
del rey, las alianzas que había conseguido y la paz de la que Kildenree había
disfrutado desde su coronación. Ani se acordó de otras cosas, de cómo su sonrisa se
dibujaba más en la parte derecha de su rostro, del aroma a aceite de oveja que
desprendía su barba y de cómo en los últimos años había empezado a oler menos a
cera de pergamino y más a establos. Aquello hizo que sonriera.
Luego la reina dijo:
—No temáis por que este día signifique algo más que la muerte del rey.
Seguiremos adelante. Continuaré siendo vuestra reina y protegeré el reino. Y en el
lejano día en que llevéis mi cuerpo hasta este lugar, mi noble y competente hijo
Calib-Loncris estará preparado para llevar el cetro y la corona.
—¿Habéis oído eso, princesa?
Ani negó con la cabeza, despacio.
—Se ha equivocado. Debe de haberse… se ha confundido por la pena, eso es
todo.
—Calib no parece confundido —dijo Selia.
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Ani vio a su hermano de quince años a la derecha de la reina. «¿Cuándo ha
crecido tanto?», se preguntó. Era tan alto como su madre y tenía la cara igual de
impertérrita y autoritaria.
La reina finalizó su discurso y descendió los escalones de la tumba. Calib miró a
Ani por primera vez, vaciló y luego se le acercó.
—Lo siento —dijo. Arrugó la frente y sus ojos delataron la incertidumbre propia
de un chico inseguro.
—¿Desde cuándo sabías que iba a hacer esto? —preguntó Ani.
Calib se encogió de hombros. Hubo un atisbo de suficiencia en su actitud al
negarse a sonreír antes de darse la vuelta y seguir a su madre con aire majestuoso.
* * *
Selia le dio un codazo, pero Ani no quiso decirle nada a su madre hasta que pasaran
las seis semanas de luto blanco.
—Es vuestra madre y os debe una explicación.
Ani suspiró.
—En primer lugar, es la reina y no me debe nada. Además, no quiero manchar el
luto de mi padre con pensamientos codiciosos u ofensivos.
Ani admitió para sus adentros que también temía la respuesta. ¿De verdad era su
madre capaz de quitarle a su capricho todo aquello por lo que se había preocupado,
todo aquello por lo que había trabajado, estudiado y sudado tanto? Ani cogió a Selia
de la mano y se recostaron en un banco del patio con las cabezas pegadas.
—Vale, cuando pasen las seis semanas —dijo Selia—. Pero no permitiré que
dejéis de hacerlo. Está jugando con vuestro futuro.
—Gracias, Selia. Ahora me sentiría muy sola si no estuvieras conmigo.
Selia le dio unas palmaditas en la mano. Ani estaba pensativa y observaba cómo
el cielo invernal iba adoptando un tono turquesa. El punzante dolor tras la muerte de
su padre remitió hasta convertirse en una molestia desagradable, pero Ani todavía no
estaba lista.
—Selia, ¿por qué te preocupa tanto lo que dijo mi madre?
De repente a Ani le pareció que la reacción de enfado que aquel tema había
provocado en Selia iba más allá de los sentimientos propios de la amistad. Pero no le
contestó. Se sentaron en silencio y la pregunta quedó en el aire de aquella tarde fría
como un aliento congelado.
* * *
Al cumplirse las seis semanas, Ani se dirigió al estudio de la reina, que ya se había
recuperado de su depresión. Selia la animó desde el otro lado del pasillo y se marchó
hacia sus aposentos para esperar el resultado.
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—Entra —dijo la reina.
Ani respiró hondo. La reina tenía el don de comunicarse con las personas y Ani
sabía que razonar contra los poderes de persuasión de su madre era difícil, casi tan
difícil como explicárselo a Selia si no se lo preguntaba.
—Madre, os pido perdón por importunaros tan pronto tras el periodo de luto, pero
debo preguntaros acerca de vuestra declaración de hace unas semanas…
—Sí, sí, hija, sobre Calib-Loncris. Siéntate.
La reina estaba en su escritorio mirando un pergamino. No alzó la vista. Aquélla
era una de sus tácticas. Ani, que estaba mentalizada y había entrado con
determinación, ahora tenía que sentarse y esperar por capricho de la reina.
Cuando por fin dejó el pergamino y miró a su hija a los ojos, Ani esperaba una
mirada acusadora y se sorprendió al ver la pena dibujada en sus rasgos. No supo si
aquel sentimiento era por su padre o por ella. A Ani se le pasó una idea por la cabeza:
«No conozco en absoluto a esta mujer». El estómago se le revolvió de los nervios.
La reina la miró fijamente con sus ojos azules.
—Como recordarás, hace cinco años recibimos la visita de Odaccar, el primer
ministro de Baviera. —Ani asintió. Había sido el año en que nació Falada—. No fue
una visita de cortesía. El primer ministro no viaja durante tres meses para tomar el té
con la reina y el rey de Kildenree. Vino por asuntos que atañían al país.
La reina se puso de pie frente a un mapa que había en la pared y colocó la mano
izquierda con los dedos extendidos sobre las Montañas Bávaras y el gran Bosque que
separaban ambos reinos. Se miró la mano un instante antes de hablar.
—Baviera es desde hace tiempo un país rico, pues ha mantenido su riqueza
durante siglos tras ganar muchas guerras. El actual soberano es menos beligerante
que sus antepasados. Su padre y sus dos hermanos murieron en el campo de batalla
cuando tan sólo era un niño, por lo que tiene otra manera de gobernar. Pero ellos
vivían de la guerra, y para sustituir ese tipo de ingresos, el rey pasó años financiando
la explotación de minas en sus montañas. Tuvo éxito. Trabajan en un gran yacimiento
de oro que cada año les acerca más a Kildenree. En este momento, cinco años
después de la visita de Odaccar, deben de estar muy cerca. Nunca ha habido caminos
que atravesaran estas montañas, así que nunca se delimitaron fronteras oficiales.
La reina miró a Ani con el rostro impertérrito.
—El rey de Baviera se estaba volviendo codicioso. Reclamaba el gran territorio
que ocupan las montañas para su reino y pretendía dejarnos una fina línea de débil
protección para separar nuestro país de uno mucho más grande. Y más fuerte. Tu
padre, al igual que yo, temía que estuvieran maquinando algo, pero no hizo nada, se
limitó a temerlo. Yo actué.
La magia de las palabras de su madre se introducía en la mente de Ani, que ya
estaba pensando: «Sí, muy bien, hicieras lo que hicieras, seguro que estuvo bien». Se
recriminó por su actitud, y se dijo a sí misma que no volvería a interpretar el papel de
público displicente.
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La reina se sentó y presionó con los dedos las comisuras de sus ojos.
—He hecho lo que una reina debe hacer y lo que es mejor para Kildenree. La gran
cadena montañosa y la inmensidad del Bosque nos han mantenido alejados de
nuestros peligrosos vecinos. En el pasado un ejército tardaba cuatro meses en llegar
aquí por el camino del Bosque, el único que había. ¿Qué nos defenderá cuando atajen
por el paso? ¿Qué impedirá que ese monstruoso ejército entre en el valle? Casi una
generación de hombres murió en la guerra civil, antes de que tu padre y yo
subiéramos al trono. Nuestros ejércitos no son suficientes.
Ahora parecía que hablaba para sí misma y su tono de voz se acercaba a una
súplica. Ani notó cómo el terror le punzaba la piel. Su madre nunca suplicaba.
—Tú eres la princesa heredera. Si tenía que ser uno de mis hijos, debería haber
sido Napralina, lo sé. Ella es la tercera, la segunda hija, justo el premio que requeriría
este acuerdo. Pero es demasiado joven y tú, tú eras distinta. Después del incidente
con tu tía me preocupaba que la gente no volviera a confiar en ti, que hubieran calado
los rumores de que te comunicabas con las bestias.
—¿Qué habéis hecho, madre? —preguntó Ani.
La reina ignoró la pregunta. La voz le vibró en actitud defensiva.
—Una reina nunca está segura de que pueda ignorar lo que la gente piensa de
ella, Anidori.
—¿Qué habéis hecho?
—¿No pasaste tu decimosexto cumpleaños durante el periodo de luto?
Ani asintió con la cabeza.
La reina respiró con fuerza y se volvió hacia el mapa.
—La verdad es que tuvimos suerte de que Odaccar deseara la paz tanto como yo.
En privado acordamos tu matrimonio con el primer hijo del rey después de tu
decimosexto cumpleaños.
Ani se levantó y la silla chirrió contra las baldosas del suelo. Aquel sonido la
despertó y se dio cuenta de que tenía fuerzas para discutir con ella.
—¿Qué? Pero… No podéis.
—No quiero que me digas que lo que he hecho no es justo. Ya sé que no lo es.
—Pero yo soy la princesa heredera. Se supone que iba a ser la próxima reina. Las
leyes dictan que soy la reina sucesora.
—Siempre has parecido más motivada por el deber que por el deseo. Imaginé que
hasta te sentirías aliviada.
—No finjáis hacerme un favor, madre. No podéis quitarme lo que soy. Aunque no
penséis que soy… que soy lo bastante buena para ser la reina de Kildenree, para eso
me habéis educado y para eso he trabajado toda mi vida. —Ani entrecerró los ojos al
darse cuenta de que le hervía la sangre y bajó la voz ante el dolor de la traición—.
¿Es por eso por lo que me habéis apartado de mis hermanos todos estos años? ¿No
porque estuvierais preparándome para convertirme en la reina, sino más bien para
protegerlos, porque ya sabíais que me enviaríais lejos? Separación, elevación,
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delegación, todo era una artimaña.
—Seguirás siendo una reina, Anidori.
Ani negó con la cabeza.
—Sabéis que no es lo mismo. No será mi corona, no será mi hogar. Seré una
extraña, la esposa extranjera de su rey.
Su madre la fulminó con la mirada.
—¿Y qué quieres? ¿Quieres que te haga carantoñas y me apiade de ti?
—Yo sólo…
—¡No permitiré que me cuestiones!
La reina levantó la mano y Ani se tapó la boca instintivamente con gesto
tembloroso.
—Es comprensible que estés enfadada, pero eso no cambiará las promesas que he
hecho ni lo que tú tendrás que hacer.
Los ojos le escocieron por las lágrimas y Ani retiró despacio la mano de la boca.
—¿Lo sabía mi padre?
—No, no lo sabía —contestó la reina con cierto desdén—. No lo quería saber. Le
dije que había concertado el matrimonio de Napralina, que se lo comunicaríamos
cuando cumpliera los quince años, y cuando descubriera que eras tú ya sería
demasiado tarde para cambiarlo. Si lo hubiera sabido, hubiera querido protegerte.
¡Proteger a una futura reina! Deberías de haber sido lo suficientemente fuerte para no
necesitar protección.
—Sólo era una niña.
La reina negó con la cabeza.
—Nunca deberías haber sido una niña, siempre deberías haber sido la princesa
heredera del trono.
—Muy bien, ya basta —dijo Ani, que estaba demasiado herida para soportar otra
palabra, pero para su sorpresa, su madre no respondió.
Los latidos de su corazón sacudían su cuerpo; permaneció un rato en silencio,
tratando de pensar qué otras cosas le gustaría decir. Enfrentarse a su madre la
agotaba, y la desesperación absorbía su ira.
El mapa la miraba desde la pared. El valle de la Gran Ciudad se apoyaba en una
curva de la cordillera bávara. Las tierras de labranza se extendían al sur y al oeste
como los dedos de la palma de una mano. Al norte y al noroeste, un gran número de
puntas de flecha representaba las montañas. Al este y al sureste, un conjunto de líneas
cruzadas indicaba el bosque. Pasadas esas grandes barreras había un espacio en
blanco, y en el centro, con una letra tan diminuta que parecía escrita con la pata de un
grillo, se leía BAVIERA.
Siguió con la mirada el largo camino que empezaba en el sur de la Gran Ciudad y
se dirigía al este, giraba al noreste y luego al norte para terminar formando los tres
cuartos de un círculo. Serpenteaba durante semanas a través del bosque y acababa en
aquel espacio blanco, aquel lugar desconocido. Se miró las líneas de las manos.
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Todas eran rectas, no tenían curvas ni eran tan largas como las que trazaban aquel
camino.
—Baviera —dijo Ani.
—Lo siento, Anidori —dijo la reina.
Era la primera vez que oía a su madre pronunciar esas palabras. No la consolaron.
En ellas oyó que su madre decía: «Siento haber tenido que elegir esto para ti, y lo
siento porque sé que harás lo que he escogido». En aquel momento, Ani se vio a sí
misma con toda claridad, como la cara que en la oscuridad adquiere unas
dimensiones inesperadas bajo un relámpago; una joven, una tonta, un perrito faldero,
una yegua domada. Hacía lo que le ordenaban. Casi nunca se planteaba sus
obligaciones, o no les daba mucha importancia o bien actuaba sola. Se dio cuenta de
que nunca hubiera sido capaz de ocupar el lugar de su madre. El hecho de
comprenderlo no le produjo alivio alguno; es más, al pensar en el viaje y en su futuro
incierto, un escalofrío recorrió su cuerpo y sintió una punzada de miedo en el
estómago.
—Iré, pero seguro que ya lo sabíais, ¿no? —Ani miró por la ventana; las ramas
peladas de un cerezo no dejaban apreciar la vista—. Iré.
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Capítulo 3
La primavera acabó con las últimas nieves y el polen de comienzos de estación hasta
que el calor se asentó, con ganas de que llegara el verano. Para Ani, la súbita
destitución de sus responsabilidades fue desconcertante. Selia y ella pasaban los días
dando vueltas por los pasillos mientras buscaban algo que hacer. Los cortesanos la
saludaban con la cabeza, pero no miraban a los ojos a aquella princesa que no habían
considerado digna para gobernar. Quienes se dirigían a ella le recortaron el título y
pasaron a llamarla «princesa», puesto que el de «heredero del trono» le correspondía
a su hermano. Todos excepto Selia. Leal hasta la tozudez, la dama de compañía
todavía insistía en usar su título completo original.
Selia, por supuesto, se enfureció al oír lo que la reina había hecho.
—No podéis permitir que os quite lo que os corresponde por legítimo derecho.
—Y yo no puedo retractarme. Aquí no tengo poder, Selia.
Pero Selia enseguida pareció darse cuenta de cuan inútil resultaba lamentar lo
inevitable. Cuando menos dejó de reprender a Ani su pasividad, e incluso empezó a
mostrar entusiasmo por el viaje.
—Pensadlo, princesa heredera, podréis comenzar una nueva vida con nuevas
posibilidades. Decidiréis quién sois.
En aquel momento no era un gran consuelo, pues sabía que iba a dejar todo lo que
conocía para casarse con un príncipe extranjero del que nadie sabía demasiado. Y la
traición todavía la hería profundamente, así como el hecho de saber que si hubiera
sido lo bastante buena aún sería la princesa heredera del trono, y Napralina estaría
esperando ilusionada el largo viaje que emprendería al cumplir los dieciséis años.
Selia le pidió pasar la mayoría del tiempo que le quedaba allí junto a su madre, y
de repente Ani halló el modo de malgastar aquellas horas del estío. Fue un alivio
estar con Falada, que nunca se había preocupado del título de Ani. Calib estaba
inmerso en sus nuevas obligaciones; parecía sentirse culpable, y en la medida de lo
posible evitaba la presencia de su hermana. Ani, en cambio, pasaba las tardes con
Napralina y Susena, y se arrepintió de no haber pasado más tiempo con ellas antes.
Los días transcurrieron y no tardó en llegar la hora del viaje.
* * *
La mañana que partieron, Ani se despertó con un grito ahogado. La oscuridad total la
inquietó y se incorporó enseguida, se tocó los ojos y comprobó que aún seguían allí.
Unos rayos de luna se filtraron a través de las cortinas y la reconfortaron. Aún era
temprano.
Aquella pesadilla seguía adherida a ella como el olor a humo en la ropa.
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Anunciados por trompetas, los sirvientes la llevaban hasta la sala de banquetes,
arrodillada sobre una fuente adornada con hojas de lombarda y nenúfares. Vestía su
camisón blanco. Unas cerezas moradas que rezumaban sirope reemplazaban sus ojos
y tenía los brazos hacia atrás, como si quisiera echar a volar. La dejaron en el suelo,
enfrente de su madre, que alzó un cuchillo y dijo:
—Es tu obligación, hija, por el bien del festín.
Al recordar el sueño, esbozó una sonrisa.
«No seas tan exagerada —se dijo a sí misma—. No es que me envíe a la muerte».
Sin duda, el banquete de despedida de la noche anterior había estimulado aquel
sueño. El plato principal había sido cisne blanco asado en sus plumas.
Ani abrió las cortinas y respiró el aire cálido de la madrugada. Las voces de los
grillos luchaban por alargar la noche, y a ella le hubiera gustado concederles ese
deseo. Su vestido marrón de viaje con la falda blanca colgaba encima de una silla.
Cuando saliera el sol, se marcharía.
Desde la ventana no podía ver qué dirección tomarían, así que se sentó de cara al
norte y contempló el paisaje familiar. No más lloros, dijo para sus adentros. No era
difícil. Tenían los ojos secos e irritados. Se concentró en transformar en un cuerpo las
imágenes y las sensaciones de la vida en Kildenree, y en su mente enterró aquel
cadáver con tranquilidad, al lado de la tumba de su padre, en la suave tierra estival.
Ani seguía en la ventana, observando cómo el sol conquistaba el cielo azul a
primera hora de la mañana con una cálida luz dorada, cuando entró su camarera. Se
exclamó al ver lo tarde que era, la ayudó a vestirse y la peinó con una larga trenza sin
adornos que descendía por su espalda. Ani se sintió como si no perteneciera a la
realeza, como un muchacho, y tenía el estómago revuelto.
La escolta la estaba esperando en las puertas principales. La reina había dispuesto
cuarenta hombres dirigidos por Talone, el antiguo vigilante de la Puerta Este, para
acompañar a Ani en su viaje de casi tres meses a Baviera. Una quinta parte de sus
acompañantes llevaban carros repletos de provisiones, así como vestidos, capas y
objetos dorados, los últimos obsequios que había recibido Ani. Sus hermanos estaban
delante de los carromatos con los ojos entrecerrados por el sol naciente. Napralina y
Susena lloraban medio dormidas. Calib parecía distante, aunque cuando volvió la
vista vio que sus ojos brillaban de emoción.
Ani abrazó a sus hermanas, y a continuación, cuando estuvo frente a Calib, puso
las manos sobre los hombros de su hermano; él bajó la mirada.
—No pasa nada, Calib —dijo—. Al principio estaba disgustada, pero ahora me he
resignado. La corona es tuya. Disfrútala y hazlo mejor de lo que yo lo hubiera hecho.
Empezó a temblarle la barbilla y se dio la vuelta antes de ponerse a llorar.
Selia, que estaba junto a Calib, sonrió y montó en su caballo gris. Falada estaba
solo. Su nueva silla era de un color rojo pálido dorado que destacaba contra su pelaje
blanco. «Al menos él parece de la realeza», pensó Ani. Estaba agradecida porque su
madre había tenido la consideración de respetar sus deseos, no iban a obligarla a
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viajar durante aquellas semanas interminables dentro de un carruaje como si fuera un
pájaro enjaulado.
—Es temprano —dijo Falada.
—Sí, pero llego tarde —contestó Ani—. No quiero irme.
—Ni yo. Mi cuadra era agradable y la comida era buena. Pero el sitio donde
vamos también tendrá cuadras bonitas y comida buena.
Imaginó que así sería y deseó consolarse tan fácilmente como un caballo, pero el
largo camino la intimidaba y la incapacidad de imaginarse siquiera una parte de su
nueva vida la dejó a oscuras y sobrecogida al pensar en aquel lejano lugar, con un
pueblo partidario de la guerra y un marido sombrío con una cara que no lograba
imaginarse. En su cabeza visualizaba con denuedo historias de jóvenes ingenuas que
se casaban con hombres asesinos. Ani rodeó con los brazos el cuello de Falada y por
un instante ocultó la cara en su crin. El calor que desprendía la animaba.
—Mira, hija mía —dijo la reina.
Ani alzó la vista. Los cuarenta hombres de la escolta, la familia real y un pequeño
grupo de personas que habían ido a despedirse centraron su atención en la reina, que
levantó una copa de oro fino. La luz del sol resplandeciente hizo que Ani cerrara los
ojos y Falada bajara la cabeza. «Ah —pensó Ani—, ahora toca mostrar afecto».
—El camino es largo y caminará sobre hojas de abeto en vez de alfombras de
terciopelo. Así pues, que siempre beba de este cáliz para que los labios de nuestra
honorable hija nunca rocen lo vulgar.
Ingras, el encargado del campamento asintió con seriedad y cogió la copa que
sujetaba la reina.
—Y que todos los que la vean la identifiquen como hija de nuestra realeza y
princesa.
Entonces la reina ciñó en la cabeza de Ani un aro de oro con tres pequeños rubíes
que encajó en su frente. El oro estaba frío y en el cuello se le puso la piel de gallina.
La reina contempló a Ani con amor de madre y ella la miró fríamente. No estaba
de humor para fingir que se querían. Ya no tenía más obligaciones con aquellas
personas salvo la de dejarlas. La reina se estremeció ante su mirada hostil, y la suya
reflejó culpabilidad y tristeza. Una esperanza infantil emocionó a Ani: «¿Está triste
por mí? ¿Lamenta perderme?».
La reina sacó de la manga un pañuelo doblado y lo desplegó. Estaba hecho de una
fina tela de color marfil con los bordes de encaje en tonos verdes, amarillos y marrón
rojizo.
—El bordado lo hizo mi abuela —dijo en voz baja, como si quisiera convencer a
Ani de que aquellas palabras eran sólo para ella y que no se trataba de una
representación para el gran público. Se desabrochó un broche del pecho con forma de
cabeza de caballo—. Lo llevaba mi madre y luego me lo dio a mí antes de morir.
Siempre he sentido que había una parte de ella en él. Cuando lo llevo, noto sus ojos
sobre mí, que me da su aprobación, me guía y me protege. Ahora yo te doy mi
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protección.
Tras un gesto inicial de dolor, la reina se pinchó el tercer dedo con la aguja del
broche. Lo presionó hasta que brotaron tres gotas de sangre que mancharon el
pañuelo. Le temblaban las manos.
—He tenido pesadillas en las que el Bosque, como una bestia de grandes fauces,
se tragaba el camino enfrente de ti y luego te engullía. Si te ocurriera algo, se me
rompería el corazón. —Puso el pañuelo manchado en la mano de Ani y la sujetó
durante un momento mientras la sinceridad le tensaba la frente—. Somos de la misma
sangre. Te protegeré.
Ani se sintió abrumada por todo aquel repentino afecto. ¿Deberían abrazarse
ahora? ¿Debería besarla en la mejilla? Se quedaron allí de pie, su madre
extremadamente seria, Ani incómoda, hasta que la reina se volvió hacia los más de
cincuenta espectadores allí congregados e hizo un gesto con la mano para llamar su
atención.
—La princesa Anidori-Kiladra Talianna Isilee, la joya de Kildenree. Que el
camino la trate con indulgencia, pues es mi hija.
Ani notó cómo la multitud se estremeció por la fuerza de la voz de la reina.
«Ojalá me acompañara su voz, pensó Ani, y no un pañuelo manchado». Tenía un
tacto fino y cálido. Lo apretó y deseó que fuera más que un obsequio, deseó que de
verdad pudiera darle seguridad y el amor de una madre.
La escolta ya había montado y la estaba esperando. Ani se metió el pañuelo en el
corpiño y montó sobre Falada. La princesa, que nunca había atravesado a caballo las
puertas principales de palacio, iba a ir delante. Su madre estaba de pie a su lado, tan
recta como los postes de piedra. Ani volvió a pensar: «Qué hermosa es», y pensó de
nuevo: «Qué poco me parezco a ella». Pero por primera vez también sintió un anhelo,
como el principio de un bostezo que se arqueaba en su pecho al separarse y por fin
convertirse en lo que habría de ser.
Al sudoeste comenzaba el camino del Bosque, y allí estaría cualquier respuesta
que pudiera encontrar. Apretó las piernas contra los costados de Falada y empezaron
a cabalgar rápido. Pudo oír el llanto del ama de llaves como el canto de una
plañidera. Les siguió hasta que el séquito dobló una esquina y la canción se apagó tan
rápido como la llama de una vela entre unos dedos mojados.
Era temprano. Con dos carromatos llenos de tesoros, Ani se sentía más como un
ladrón que se escapaba con un botín que como una princesa que iba al encuentro de
su prometido. Se sentía desprotegida, sola a la cabeza del grupo, estaba enfadada, se
sentía vulnerable fuera de los muros de palacio.
Una vez atravesaron los muros exteriores y pasaron por todos los edificios de la
vía principal, Ani y Falada se quedaron atrás y dejaron que Talone les guiara. La
guardia formó un triángulo a su alrededor y la sensación de pared que transmitían sus
monturas la reconfortó. Selia se colocó junto a ella, en el centro. Su caballo era tres
palmos más bajo que Falada, lo cual la obligaba a levantar la cabeza cada vez que se
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dirigía a su señora.
—Alcanzaremos los límites de la ciudad al atardecer, princesa, y podremos cenar
y dormir en una taberna que hay justo al otro lado de la entrada a la ciudad. El Ratón
Azul. Ungolad recomienda sobre todo su pastel de cerdo. Dice que nos moriremos
por la buena comida de taberna cuando sólo tengamos las provisiones para el viaje.
—¿Ungolad?
Selia señaló a un guardia que cabalgaba justo detrás de Talone. Tenía el pelo más
largo que la mayoría y lo llevaba recogido a la espalda en dos trenzas rubias. No
parecía alto, incluso a lomos del caballo, pero aquellos hombros anchos y los grandes
músculos de los brazos y el pecho que se adivinaban a través de la túnica y del
chaleco eran los de un guerrero. Giró la cabeza como si hubiera oído que
pronunciaban su nombre y Ani enseguida apartó la mirada.
—Uf, estoy muy contenta de haber dejado por fin todo atrás y habernos puesto en
marcha, ¿vos no? —dijo Selia.
Selia estaba impaciente y fue haciendo algunas observaciones mientras
avanzaban. Una o dos veces consiguió hacer reír a Ani. La mañana casi fue
agradable. La princesa contempló todas las maravillas de la ciudad, la gran avenida y
el ramal de calles estrechas, el estruendo de los herreros, las voces de los vendedores
ambulantes, el ruido de las herraduras de los caballos sobre los adoquines y toda la
gente que levantaba la vista de su trabajo o se asomaba a la ventana para verla pasar.
¿Por qué nunca le había insistido a su madre para que la dejara ir a la ciudad? La vida
que había llevado encerrada en el interior de los muros de palacio parecía atrofiada y
aburrida.
Llegaron al Ratón Azul justo antes del anochecer. Ingras dispuso para Ani una
sala privada donde podría cenar sola. Mientras Selia, Ingras y Talone la escoltaban
por la sala principal, Ani miró con nostalgia el enorme fuego, a la cantante de la
taberna y a toda aquella gente desconocida. Pensó en pedir que la dejasen comer
abajo con el resto del séquito, pero sabía que Ingras, un hombre leal a la reina hasta el
extremo, no lo consentiría.
Selia también parecía desear el alboroto de la sala pública. Durante toda la cena
miró hacia la puerta y repiqueteó con los dedos al ritmo de la canción de la taberna
que se filtraba a través de las paredes.
—Puedes ir abajo si quieres, Selia —dijo Ani.
La dama de honor sonrió.
—Ah, estoy demasiado dolorida por la silla de montar para sentarme en un banco
de madera, y de todas formas no quiero dejaros sola.
—Eres una buena amiga.
—Mmm —dijo sin dejar de llevar el ritmo con los pies.
Ani notó que Selia parecía inquieta aquella noche, y todas las que se alojaron en
la taberna. Durante el día estaba animada y tenía muchas ganas de hablar, pero luego
era como si le diera rabia que se detuvieran.
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—Caminaría hasta allí sin parar si pudiera —dijo una vez.
Ani no entendía aquel entusiasmo por llegar. Para ella el viaje representaba la
libertad y ver nuevos paisajes, pero el final del camino significaba volver a actuar y a
fracasar como princesa, además de casarse con… con alguien.
—Seguro que es un potro de patas temblorosas —dijo Ani—, o un viejo caballo
castrado que babea y al que se le tiene que dar la avena con la mano.
Falada le dio con la cola en los talones confirmando de forma burlona lo que
acababa de decir, pero no respondió. Ani sabía que no le importaba con quién se
casara mientras siguiera cepillándolo, alimentándolo y sacándolo a dar maravillosos
paseos para estirar las patas.
A tres días del palacio, la comitiva dejó atrás la ciudad y entró en las ondulantes
tierras bajas de campos de trigo, maíz y heno, salpicadas de granjas y pueblecitos. El
aire era agradable y seco, y el séquito estaba de buen humor.
Paraban todas las noches que encontraban una posada, y cuando, de tanto en
tanto, eran los únicos ocupantes, Ingras permitía que Ani comiera con los demás en la
sala pública. Yulan, Uril y algunos otros eran muy escandalosos y cantaban
bulliciosas canciones para suplir la ausencia de un trovador. Ingras lo toleraba
sonrojado, y hasta dejaba que Ani tomara un sorbito de cerveza, aunque a la princesa
pareció no gustarle nada. Talone, el capitán de la guardia, no les hacía callar hasta
que, como haría un padre con sus hijos revoltosos, presentía que los muebles corrían
peligro o que era demasiado tarde. Durante aquellas noches Ani se dio cuenta de que
Selia y Ungolad solían compartir momentos de conversación en voz baja, y en una
ocasión incluso vio cómo le rozaba el brazo a la dama de compañía, tomándose
demasiadas confianzas.
Al cabo de dos semanas el paisaje empezó a suavizarse y vieron los primeros
pinos y abetos dispersos junto a los abedules. No pasaron por más granjas. El terreno
era silvestre y estaba lleno de pastos y trozos de brezos de color púrpura, como
moratones recientes. Un punto oscuro surgió en el horizonte, un gran mar verde y sin
luz que inundaba su camino. A la izquierda, las montañas se alzaban y los árboles
trepaban por las cumbres dejando tan sólo los picos como grises rocas peladas.
A la derecha, la gran extensión de las tierras bajas alcanzaba el sur. Pero delante
de ellos, al norte y al este, el terreno se perdía por completo en la grandeza del
Bosque.
A medida que se acercaban al linde del bosque, el grupo permanecía cada vez más
en silencio. Ani echó un último vistazo a las agradables tierras bajas que dejaba a sus
espaldas y respiró hondo antes de sumergirse bajo el agua. Notó la sombra fría de los
árboles pasando por encima de ella y se estremeció.
Aquel primer día en el bosque se estaba haciendo tan largo como el camino que
tenían delante, lleno de ruidos, de nuevos olores, transmitiendo una sensación de
proximidad que no era tan confortable como los lisos muros de palacio o las
habitaciones de piedra de la taberna. La mayoría de la comitiva nunca había estado
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dentro de un bosque y lanzaban miradas incómodas hacia la oscuridad desigual,
mientras dejaban que en sus cabezas el intenso y dulce olor a pino se mezclara con
las historias de hechos oscuros y presencias antinaturales. Mientras la negrura se
espesaba poco a poco hasta transformarse en un atardecer, Ani observó que cada vez
con más frecuencia los guardias aferraban instintivamente las empuñaduras de sus
espadas.
Aquélla fue la primera noche que durmieron a la intemperie. Ingras pidió una
tienda pequeña, la única privada en el campamento, que montaron para la princesa.
Incluso bajo el alero de las hojas perennes insistía en tratar a Ani como la madre que
le hubiera gustado tener. El hecho de beber en una copa de oro en medio de aquella
zona virgen a Ani le parecía ridículo y pensó que lo mismo opinaría el séquito, pero
estaba acostumbrada a que la sirvieran y no protestó. Selia la ayudó a desvestirse en
la intimidad de la tienda y después colocó fuera su petate.
—Hay sitio para otra persona —dijo Ani, aunque apenas había espacio.
—No, estoy bien aquí fuera, princesa —respondió Selia.
Ani se tumbó en la extraña soledad de su tienda, rodeada por unas paredes
delgadísimas, y oyó que Falada se movía por allí cerca.
—Falada, el encargado del campamento quería que te atara con los otros
caballos.
—No me escaparé.
—Ya lo sé —dijo Ani—. Ni yo tampoco.
Era una noche fría. Durante el día era verano, pero la noche todavía metía el cazo
en el pozo del aire primaveral. Incluso a través de la esterilla, Ani podía sentir la
tierra pedregosa y el frío que le endurecía los huesos. Los árboles hacían ruidos que
nunca había oído, silbaban y susurraban como un animal de una nueva especie. El
viento atravesó el faldón de la tienda, le rozó la mejilla y la despertó con palabras que
no comprendía.
* * *
Durante los primeros días Selia y la mayoría de sus acompañantes parecían acallados
por las sombras del bosque. Pero a Falada no le asustaba el Bosque y Ani no tardó en
sentirse como él. Le gustaba estar rodeada de árboles, era una sensación semejante a
sentirse segura, disponiendo al mismo tiempo de un amplio abanico de posibilidades.
El rocío alimentaba al musgo y al liquen, los árboles crujían y se quejaban al crecer, y
los pájaros conversaban en las ramas espinosas. Ani trató de escuchar su parloteo y
sonrió al descubrir que los entendía. No sabía qué clase de pájaros eran, pero su
lengua era tan parecida a la de los gorriones que conocía de los jardines de palacio
que fue como oír hablar a alguien en su mismo idioma, pero con un acento diferente.
Aparte de los pájaros aparecieron otros animales del bosque, y de forma esporádica
vio zorros, ciervos, jabalís, y en una ocasión, lobos.
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Justo cuando llevaban una semana en el bosque, Falada despertó a Ani y le dijo:
—Estos lobos locos… Ya vienen al campamento.
—¡Lobos! ¡Lobos feroces! —gritó Ani al salir a gatas de la tienda.
El vigilante nocturno despertó a patadas a los mejores arqueros, que se frotaron
los ojos y cogieron sus arcos.
—¿Dónde? —dijo el adormilado guardia con incredulidad.
Falada se lo dijo y ella los señaló. Otros caballos estaban brincando y ponían a
prueba las cuerdas que los sujetaban. Aquel alboroto despertó al campamento, todos
se quedaron sentados en sus petates, mirando hacia una distancia que no se sabía si
era próxima o lejana en medio de aquella oscuridad absoluta. Allí fuera se movía
algo, unas sombras se deslizaban sobre otras.
Saltó. El fuego mortecino destacó sus ojos y sus dientes. Luego, como si fuese
una sacudida del viento, un asta luminosa le atravesó el gaznate. Cayó al suelo, a los
pies del primer arquero. Sus dos compañeros fueron derribados de forma similar bajo
el poderoso sonido del azote de las flechas en la oscuridad, y en el largo silencio que
hubo a continuación alguien suspiró aliviado.
A la mañana siguiente Ani notó que muchos de los guardias la miraban con el
mismo recelo que albergaban sus propios ojos al contemplar la negra profundidad del
bosque.
—Creí que estarían agradecidos —dijo Ani.
La princesa se reprendió a sí misma. Sólo porque se hubieran marchado de
Kildenree no significaba que aquella compañía estuviera más predispuesta a aceptar
sus aptitudes para la comunicación que su avinagrada niñera. Un pájaro con motitas
marrones silbó al pasar. Ani bajó la mirada y se negó a escucharle.
* * *
Algunos días más tarde, Ani notó que la tensión por fin se había mitigado. Volvieron
las conversaciones animadas y las risas, la mayoría en torno a Selia. Muchos guardias
trataban de ponerse a su lado, sobre todo Ungolad. Ani se dio cuenta de que a
menudo él cabalgaba junto a su amiga y encontraba cualquier excusa para tocarla,
alargaba la mano para quitarle una hoja de pino de la falda o le examinaba un rasguño
que se había hecho en la mano. Ani esperó que al menos para su fiel dama de honor
aquel romance hiciera que el viaje mereciese la pena.
La princesa se había quedado atrás hablando con Falada, pero al oír unas
carcajadas trotó para unirse a aquel grupo risueño. En cuanto se acercó, dejaron de
reír. Nadie la miró.
—¿Me he perdido un buen chiste? —preguntó Ani.
—No, la verdad es que no —contestó Selia.
Uno de los guardias le dijo a Ungolad algo que Ani no pudo oír. Nadie más habló.
—Ahora hace mucho más calor —apuntó.
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—Sí, princesa —dijo el guardia Uril.
—Esta brisa es agradable, ¿no?
—Si vos lo decís, princesa.
—Mmm.
Ani, confundida, miró a Selia. Su dama de honor alzó la mirada durante un
instante e hizo un gesto sutil, se encogió de hombros como diciendo «¿Qué quieres
que te diga?». Clavó los ojos en los árboles que veían al pasar con total frialdad,
como si Ani no existiera.
La princesa frunció el entrecejo y se devanó los sesos para saber qué había dicho
o hecho aquel día. ¿Había ofendido a Selia y a la mitad de los miembros de la escolta
sin darse cuenta? Era imposible que aún estuvieran disgustados sólo porque supo que
se acercaban los lobos antes de que llegaran. No halló ninguna razón que tuviera
sentido y el silencio se hizo insoportable. Al final salió al galope con Falada. En
cuanto abandonó el grupo, retomaron la conversación a sus espaldas y volvió a oírse
la encantadora risa de Selia. A Ani se le hizo un nudo en la garganta y empezó a
tararear en voz baja para calmarse.
Como siempre, Talone iba al frente de la compañía recorriendo el paisaje con la
mirada, como si esperara que un bandido los atacara en cualquier momento. Ani le
pidió a Falada que aminorara el paso para pasear detrás de él. Su silencio le hizo
preguntarse si entre los ofendidos también se encontraba Talone, pero no tardó en
hablar.
—No sé si os acordaréis, princesa, pero ya habíamos estado solos antes.
Su rostro estoico se relajó un poco cuando levantó las cejas al hacerle aquella
curiosa pregunta. Ani trató de recordar, pero casi nunca había estado sola.
—Creo que fue hace unos diez años.
—Ah —dijo Ani—, ¿fuiste tú el que me recogió en la orilla del estanque de los
cisnes?
—Muy bien. Erais muy pequeña y me asusté al ver cómo los escalofríos
provocados por la fiebre sacudían vuestro diminuto cuerpo. Sabed, princesa, que para
un valiente soldado no resulta fácil reconocer que alguna vez se ha asustado.
—Lo recordaré si es que algún día necesito a un soldado valiente —dijo Ani en
broma.
—Sí, bueno, si es posible hacer frente al peligro con una espada, yo soy vuestro
hombre.
Le dedicó una sonrisa y enseguida volvió a vigilar el camino.
—Estás siempre alerta —señaló.
—Mmm. Para un viaje tan largo, el terreno es peligroso. Si hubiera un atajo a
través de las Montañas Bávaras, seguramente podríamos llegar a Baviera en cuestión
de quince días. Pero el camino del Bosque las rodea. El mismo Bosque está lleno de
barrancos y para evitarlos hay que recorrer el doble de camino. Un trayecto más recto
nos resolvería muchos problemas.
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Mientras hablaba, Ani vio cómo de pronto el camino frente de ellos empezaba a
serpentear hacia arriba y a la izquierda, cortaba por la larga divisoria de la montaña y
entre aquella parte y la siguiente el suelo se convertía en un profundo y angosto
barranco.
—A la derecha hay un desfiladero y a la izquierda está la montaña —señaló Ani.
—El terreno es más llano en el bosque, pero las subidas y las bajadas son
imprevisibles.
El Bosque no le parecía peligroso, sólo oscuro y más bien inquietante. Ani
envidiaba la altura de los abetos y aquellos gruesos troncos que permanecían en el
mismo lugar desde hacía generaciones. Su propia familia siempre había vivido en el
valle de la Gran Ciudad. Era la primera de su linaje que había nacido princesa
heredera, la primera que se había ido del valle y la primera que había visto el Bosque.
Le hubiera gustado que hubiese sido por propia elección, haber sido el tipo de
persona que roba un caballo y se marcha por la noche en busca de aventuras, en vez
de ser alguien a quien imponen una obligación y la cumple indiferente.
—Es un camino largo —dijo Falada—. ¿Cuánto falta para llegar?
—Aún quedan semanas —contestó Ani.
Una brisa cálida se alzó por el desfiladero de abajo y les revolvió el pelo. Falada
dio un coletazo y empezó a caminar un poco más deprisa.
* * *
Aquella tarde pasaron cerca de un riachuelo y Talone les pidió que acamparan antes
de lo previsto. Hacía una semana que no encontraban agua en movimiento; tenían los
barriles casi vacíos y el séquito estaba irritable por el polvo, el mal olor y el pelo de
los caballos. Ingras colocó una tina de metal en la tienda de Ani y ordenó que
calentaran agua para que se diera un baño. Mientras la princesa permanecía en
remojo en el agua caliente disfrutando de tan precaria privacidad, el resto subió el
trecho restante de montaña para lavar sus ropas y sus cuerpos; Selia río arriba, y los
hombres río abajo. Talone le pidió a Ishta, un hombre delgado con una larga nariz,
que protegiera a Ani, a quien no parecía preocuparle mucho el hecho de darse un
baño.
Ya había oscurecido antes de que los otros regresaran. Ani se secaba el cabello
junto al fuego y aguardaba. Ishta estaba al otro lado de la hoguera, tenía la cara de
color naranja por la luz y los hoyuelos de sus mejillas aún permanecían a la sombra.
La princesa oyó cómo se quitaba la suciedad de las uñas con un cuchillo.
—Princesa, ¿qué se siente al bañarse en agua caliente en vuestra propia tienda?
—le preguntó con una voz suave, con una cadencia casi femenina.
—Es agradable, gracias —contestó Ani algo incómoda.
—Mmm. —Dio un paso hacia delante—. ¿Os gusta ser princesa?
—No lo sé. Es lo que soy. ¿Te gusta a ti ser hombre?
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Caminó hacia Ani, rompiendo a su paso la pinaza como si fuera cristal bajo sus
botas, se agachó a su lado y se inclinó hacia ella. La princesa notó cómo el pulso le
golpeaba en la garganta.
—¿Te gusta a ti que yo sea un hombre? —Sonrió. Tenía los dientes podridos
hasta las raíces.
—Apártate —susurró.
No se movió. Desde tan cerca su mirada era lasciva, la expresión de su rostro era
inhumana, sus rasgos eran tan afilados como un arma y su aliento sólo albergaba
cosas desagradables. Ani agarró su cepillo con las dos manos y no parecía que fuera a
soltarlo, ni a apartar a aquel hombre o a incorporarse. Nunca se había sentido así,
indefensa, sola, sin ningún sirviente al que poder llamar, sin ningún guardia al otro
lado de la puerta. No había puertas. Y un hombre se le estaba acercando demasiado.
—Apártate, Ishta —repitió, pero aquella voz no tenía la autoridad de su madre,
sino que sonaba como la de una cotorra. Él se mofó.
Se oyó crujir la maleza y unas risas lejanas. Ishta se levantó y se marchó con toda
tranquilidad cuando un grupo de guardias entró en el campamento con las caras rojas
y radiantes por el baño. Talone echó una rama a la hoguera y se sentó junto a la
muchacha. Ani bajó la mirada y vio sus manos temblorosas.
—Princesa, ¿ocurre algo?
Dejó el cepillo en un tronco y cruzó las manos.
—Estoy bien.
Nunca antes había sentido que alguien pudiera hacerle daño y además lo
encontrara divertido. En cuanto fue consciente de ese hecho, miró a Talone con
desconfianza. Él había sido quien le había pedido a Ishta que la vigilara. ¿Sabía que
iba a reaccionar así? ¿Podía confiar en él? ¿Quién la protegería de los guardias?
Ani se fue a la tienda a ciegas, tropezándose con piedras y raíces por culpa de
aquellas pantuflas. Selia se preparó el petate junto a la tienda; tenía el pelo mojado,
luminiscente en aquella oscuridad casi total.
Ani se sentó en una esquina de la manta de Selia y puso las rodillas contra su
pecho con la esperanza de entablar conversación. «Acaba de pasarme algo —quería
decirle—. Ha sucedido algo extraño que te quería comentar», le diría, si Selia tuviera
ganas de hablar como solían hacer durante horas en su balcón, mientras la doncella le
cepillaba sus largos cabellos con aceites y le contaba chismorreos que había oído por
las escaleras de la cocina o en boca de las ociosas damas de compañía, cuya promesa
de secreto rompían de puro aburrimiento mientras bordaban. Ani anhelaba aquellos
momentos, el consuelo de una charla informal y una manta blanca sobre los hombros
para mantener alejada la profunda oscuridad de aquel espacio tan amplio que tenían a
sus espaldas. Esperó a que empezara Selia, pues a ella le gustaba iniciar las
conversaciones, pero la dama de honor acabó de arreglarse el petate, se quedó junto a
la almohada y no dijo nada.
—¿Cómo ha estado tu baño? —dijo Ani.
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—Frío.
—Vaya, qué desconsiderada he sido, Selia. Claro, deberías haberte bañado en
agua caliente.
—¿Os referís a que debería haberme bañado en vuestra agua tibia y usada?
¿Quién iba a calentar agua para una dama de honor? No, gracias, prefiero usar el
arroyo.
—Selia, ¿estás enfadada?
Selia se volvió hacia ella y en la oscuridad de la noche, ante la luna y demasiado
alejada del fuego, todo lo que Ani pudo ver fue el pálido contorno de sus mejillas y el
brillo de un ojo.
—No, por supuesto que no, princesa —contestó Selia. Volvía a tener la voz
normal, con un tono cantarín, agradable e ingenuo.
—En cuanto lleguemos a Baviera —dijo Ani— si Dios quiere volveremos a tener
camas y agua caliente.
—Una observación muy acertada, princesa. —Su voz continuaba siendo correcta
y uniforme—. No obstante, creo que en Baviera me espera mucho más que agua y
plumas de ganso.
—¿A qué te refieres?
Selia no contestó. Alguien añadió más leña al fuego y en aquella luz repentina
distinguió la cara de Selia. Miraba hacia el otro lado del campamento. Ani se dio la
vuelta. Ungolad estaba junto al fuego, miraba fijamente a Ani y le dedicó una sonrisa
sin mostrarle los dientes.
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Capítulo 4
Las primeras cuatro semanas del viaje a través del bosque se habían encadenado unas
con otras en el perpetuo paisaje de pinos y abetos. A pesar de la tensión, Ani estaba
disfrutando del trayecto. Una ráfaga de brisa le rozó la cara y se imaginó que era el
aliento de los árboles, que los pinos que había a cada lado del camino inhalaban y
exhalaban.
—Los cuentos que los árboles narran, las historias que el viento canta —dijo Ani
para sus adentros.
Era el fragmento de una rima, una de las que pedía a las niñeras que le cantaran
cuando era pequeña. La llenaba de asombro y misterio, y la empujaba a quitarse los
zapatos y el sombrero, a echarse a correr para llegar a la zona virgen que había al otro
lado de los cristales cerrados. Su tía le había hablado una vez de la capacidad de
comunicarse no con los animales, sino con los elementos de la naturaleza; y pensó en
la historia de su nacimiento, cuando tardó tres días en abrir los ojos. Su tía le había
dicho que había nacido con una primera palabra en la lengua y que no se despertaba
porque trataba de saborearla. «¿Qué palabra?», se preguntó.
«Las historias que el viento canta». En ese preciso instante no recordaba cómo
continuaba la rima.
Ani observó que Talone recorría con la vista el borde del camino en busca de un
indicador y se acercó a él al trote.
—Debería haber un árbol marcado con una muesca a mano derecha para señalar
que estamos a mitad de camino, princesa —dijo—. O al menos eso fue lo que me dijo
el último comerciante que nos cruzamos. Puesto que ninguno de nosotros ha pasado
antes por este camino, estamos en desventaja. Excepto Ungolad.
—¿Qué puedes contarme de él?
—Durante un tiempo escoltó a un comerciante en sus viajes, pero no atraviesa el
Bosque desde hace diez años. No obstante, me imagino que encontrará más atractivo
este trayecto que cualquier otro. Se ofreció voluntario, ¿sabéis? Todos. —Ani alzó las
cejas y Talone asintió—. La reina no tuvo que ordenar a nadie que os acompañara.
—Pero ¿por qué? —dijo Ani—. Creía que la perspectiva de cabalgar durante
semanas a través de un bosque sería desalentadora para cualquiera.
—Ah, no creo que lo sea para muchos de nosotros. Al fin y al cabo somos
guerreros corpulentos. —Se golpeó el pecho y sonrió.
—Desde luego. Por eso será mejor que me olvide de todos los guerreros
corpulentos que he visto durante nuestra primera semana aquí, empuñando sus
espadas con vigor y forzando la vista entre los árboles hasta que les dolía la cabeza.
Talone lanzó una mirada de terror fingido hacia la espesura del bosque. A la
princesa le hizo reír aquella cara y se dio cuenta de lo mucho que deseaba confiar en
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él.
—¿Pero qué interés tendría un hombre como Ungolad en pertenecer a esta
escolta?
—No lo sé. Si os digo la verdad, princesa, tuve mis dudas al aceptar la compañía
de Ungolad cuando se ofreció voluntario. Siempre ha sido un poco imprevisible, y la
escolta de los comerciantes a menudo es digna de tan poco respeto como los
mercenarios. Pero ahora es miembro del ejército real, y además ya ha estado antes en
Baviera. Mirad, ahí está.
A mano derecha, en el tronco de un abeto aparecía tallado el símbolo del sol y la
corona de Baviera.
—Estamos a mitad de camino —confirmó Talone.
—Ese símbolo… ¿Significa que Baviera reclama también estas tierras?
—Kildenree no. Técnicamente es territorio neutral. Pero si los kildenreanos no
viven aquí, ¿qué impide que se queden con esta zona si así lo desean? —Bajó la voz
—. Si un país como Baviera decidiera que le gusta el valle de la Gran Ciudad, podría
hacerse con él sin mucho esfuerzo.
Ingras se acercó a ellos.
—Capitán, es hora de hacer un alto para almorzar.
—¡Parad!
Mientras desensillaba a Falada, Ani oyó que los soldados se decían unos a otros
con alegría:
—Estamos a medio camino, ya hemos recorrido medio camino.
—Ya falta poco, muchachos. —La voz de Ungolad era alentadora y repartió
algunos golpecitos en la espalda de los hombres. Advirtió que Ani les miraba y
añadió—: Ya falta poco, princesa.
Después de comer Ani fue a buscar otro cepillo para Falada al carromato de
provisiones. Selia estaba en el tercer carro y se estaba probando por encima el vestido
verde de Ani.
—Selia —dijo Ani.
Selia se sobresaltó y dejó caer el vestido.
—Ay, hola, princesa —la saludó haciéndose la despreocupada.
Ani no entendía por qué Selia se había puesto tan nerviosa y esperó que le diera
una explicación.
—Sólo estaba mirando lo bonitas que son vuestras cosas. —Selia se desprendió
de aquella expresión de sorpresa, sonrió y volvió a coger el vestido—. Sé que no
tengo vuestros ojos, pero ¿no creéis que estaría guapa con este vestido? Tenemos casi
la misma talla.
Ani no respondió.
Selia ladeó la cabeza.
—Estáis enfadada, princesa. Sois celosa de vuestros tesoros y no queréis que los
mancille una sirvienta.
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—Por supuesto que no me importa, pero… Selia, estás actuando de un modo
extraño. No creo que sean sólo cosas mías.
—Lo siento —dijo Selia.
—No, soy yo la que lo siento. No te hace feliz ir a Baviera, ¿verdad?
—No se trata de eso.
—Entonces, ¿de qué se trata? Espero que todavía seamos amigas…
—Sí, vuestra condescendencia resulta de lo más divertida, princesa. —Selia se
bajó del carro—. Deberíais felicitaros por haberme tratado mejor de lo que cualquier
criada se merece.
El tono de voz de Selia enfrió los dedos de Ani. Tragó saliva, inquieta.
—Una criada —repitió Selia. Bajó la mirada mientras se le enrojecía el rostro y la
barbilla le empezaba a temblar—. Todo lo que siempre he deseado es lo que vos
tenéis y he tenido que serviros y llamaros señora, y esperar, esperar y esperar. —Se
tapó los ojos con la mano y comenzó a sacudir los hombros—. ¡Qué título más
horrible! Dama de compañía. Os he estado haciendo compañía hasta que pensaba que
se me romperían los huesos, se me inmovilizarían los músculos y se me arrugaría el
cerebro como una pasa. Y vos, ahí, con caballos y profesores, vestidos y sirvientes, y
lo único que hacíais era esconderos en vuestra habitación.
Ani notó cómo la boca se le abría de asombro. ¿Cómo había estado tan ciega
todos aquellos años?
—Selia, lo siento mucho, no me di cuenta. —Le puso una mano sobre el hombro,
pero la dama de honor la apartó de un manotazo.
—Eso es porque ya me encargué yo de que no os dierais cuenta —respondió. Se
secó los ojos—. Llevo esperando mi oportunidad durante años y ahora la tengo
delante de mí. No me toquéis ni me vayáis a buscar. Ya no soy vuestra criada. Y vos,
¿qué sois vos? La niña mimada de unos padres afortunados que eran parientes de un
rey sin hijos. No existe la sangre real. Creo que somos aquello en lo que nos
convertimos y los que son como vos, princesa, no son nada.
Selia hablaba como si hubiera guardado en su interior aquellas palabras durante
demasiado tiempo, y ahora que las expulsaba le quemaban la boca.
—Pero… dijiste… pensaba que querías venir.
Ani sabía que no era justo, pero le resultó difícil protestar. Sus pensamientos
daban vueltas y chocaban unos con otros, como niños mareados. ¿Era ése el efecto
que provocaban los que poseían el don de comunicarse con las personas? Todo lo que
decía Selia parecía ser la pura verdad. «No eres nada. Te has convertido en nada».
Retrocedió un paso, se preparó para echarse hacia atrás, como siempre, para
disculparse y esperar a que se le bajaran los humos.
Una brisa cálida salió de entre los árboles y acarició el cuello de Ani. Una esquina
del pañuelo de su madre se asomó por el corpiño y el viento hizo que le rozara el
esternón. Al sentir el roce, se le aceleró el corazón, notó un hormigueo en la piel y se
le calentó la sangre de los pies y de las manos. «Un regalo de mi madre», pensó Ani.
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«Protección», había dicho.
Ani miró a Selia a los ojos y enderezó el cuello.
—Suelta el vestido, Selia —dijo. Selia se detuvo, pues Ani nunca le había
ordenado nada—. Suelta mi vestido —repitió.
Selia lo tiró en el carro. Tenía la cara colorada y echaba humo por las orejas.
—Id a decírselo a los guardias, princesa heredera. Id a avisar al ejército. Id a
reclamar vuestro trono, dadme una lección, ¡haced algo! Atreveos.
—Ya no soy la princesa heredera —dijo Ani, y la propia firmeza y seguridad de
su tono la animó—. Te burlas de mí con ese título. A partir de ahora, te dirigirás a mí
como princesa o señora, si lo prefieres, ya que nunca te has dignado a llamarme por
mi nombre. Mis amigos me llaman por mi nombre.
—Vos no tenéis amigos.
—No quiero que seas mi amiga, Selia, ni mi criada, ahora ya no. Me has dicho
que obré mal. Pues si crees que vas a tratarme así, te equivocas.
—Ay, Su Real Majestad, no sabéis ni la mitad.
Selia empezó a sonreír, pero apartó la mirada de Ani y se marchó.
Ani no se movió hasta que recuperó el aliento. Le temblaban las piernas, y la ira,
que había enrojecido su cara de repente y había dado porte a su voz, ahora la había
dejado extenuada y con sensación de frío. Pero por un momento casi había sonado tan
segura de sí misma como su madre, y se imaginó de dónde había surgido el valor para
enfrentarse a Selia.
Ani sacó el pañuelo del corpiño. La tela era vieja y el blanco original había
desaparecido con el paso de los años. La sangre de su madre destacaba con claridad,
eran tres manchas de color marrón oscuro. Tocó el delicado encaje de alrededor.
«Quizá —pensó—, es magia. Quizá la sangre de mi madre renovó su poder».
Se acordó de los cuentos que le contaban antes de irse a dormir sobre las madres
y la sangre. La historia de una madre que amamantaba a su bebé con un pecho de
leche y otro de sangre y el niño crecía hasta convertirse en un poderoso guerrero. En
otro relato, a una niña le echaban una maldición para que nunca pudiera llegar a ser
una mujer, y cuando su madre anciana estaba agonizando, se cortó las muñecas y lavó
a su hija en esa sangre para que la maldición se rompiera. Aquellos cuentos la habían
intrigado por esa extraña mezcla de amor y violencia, tan diferente del distante afecto
y el escaso apasionamiento de su propia madre.
Pensó, deseó que el pañuelo fuera algo fantástico, como el fragmento de un
relato, pero real y sólo para ella, un símbolo del verdadero amor oculto de su madre.
Deseaba con tantas fuerzas que fuera algo mágico, algo poderoso, algo que
significara que su madre no la había apartado de su lado, sino que la amaba tan
profundamente como a su propio corazón. Ani se volvió a guardar el pañuelo en el
corpiño y se convenció a sí misma de que desde aquel día a las puertas de palacio, en
cierta medida el pañuelo la había estado protegiendo.
Aquella noche Ani se preparó ella sola el petate. Ingras manifestó su indignación
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al ver que Selia se negaba a servirla, pero Ani no iba a ordenar que nadie fuera su
criada o su amiga. En la privacidad de la tienda la princesa se desató como pudo los
cordones del corpiño y se dijo para sus adentros lo idiota que había sido al mostrarse
tan confiada. A través de la rendija de la entrada de la tienda vio a Talone dando
instrucciones al vigilante nocturno. Quería confiar en él, pero el encontronazo con
Ingras y la traición de Selia eran dos dolorosas espinas que no podía sacarse de
encima. «Al menos me queda Falada, que sí que es un amigo de verdad —pensó—, y
tengo el pañuelo como protección».
* * *
Dos semanas después de la señal que marcaba la mitad del trayecto, en el camino
surgió un riachuelo que se había desbordado y había inundado el puente. Talone
recomendó que se detuvieran a una distancia prudencial y que comprobaran, antes de
cruzarlo al día siguiente, si la madera estaba tan mojada como para haberse podrido.
Ungolad parecía estar contento con aquel cambio de planes y comentó que a unas
leguas río arriba había una cascada.
—Es un panorama digno de ver, hay innumerables árboles —dijo—. Un
panorama que incluso la realeza consideraría que merece la pena contemplar.
Le hizo un gesto a Ani con la cabeza.
La mayor parte de la escolta siguió a Ungolad tras el rastro que había dejado un
ciervo junto al río. Ani se quedó atrás, lo cual, al parecer, decepcionó al guardia. Pero
mientras cepillaba a Falada, una brisa se alzó desde el arroyo, impregnó con su
húmeda esencia los cabellos de la muchacha y envolvió de frescura su rostro; durante
un instante la princesa vio la imagen de una cascada que brillaba ante sus ojos.
Decidió que se trataba de su imaginación y se propuso dejar de prestar atención a
aquella brisa.
Sin embargo, nunca había visto una cascada y pensó que sería una lástima dejar
pasar aquella oportunidad. Mientras Talone y los demás examinaban el puente, Ani
siguió el rastro que había dejado el ciervo.
El suelo del bosque era mullido, y le resultaba agradable después de tantas
semanas a caballo. Le gustaba la sensación de caminar por un terreno ahuecado por
profundas raíces que amortiguaba el ruido de sus pasos. El olor a pino y a agua limpia
refrescaban el ambiente y Ani se sentía entusiasmada.
Aquellos últimos días habían estado cargados de tensión y de extrañas
sensaciones: la frialdad que mostraban la mayoría de los guardias, la cara enrojecida
y los ojos brillantes de Selia a causa del odio y la rabia acumulados, y la carga que
suponía aquel pañuelo que latía misteriosamente junto a su corazón. Pero ahora, fuera
del camino, el bosque era agradable, verde como el trigo en primavera, y sin embargo
antiguo y denso como los libros de la biblioteca de palacio. Las ramas más altas
luchaban contra el viento de la parte superior. Abajo, el rumor del río contestaba. Ani
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sintió que se movía en medio de una gran conversación entre el cielo y la tierra.
El estrépito del agua no tardó en inundar todo lo demás. Ani se acercó al sonido y
se agachó bajo las ramas de un abeto. A sus pies estallaba la blanca erupción del río,
que hacía temblar la tierra y expulsaba una niebla que le humedecía el cabello. El
agua caía desde la altura exacta de tres hombres, luego se arremolinaba alrededor de
las rocas y creaba cascadas más pequeñas, hasta que el terreno se allanaba más
adelante, río abajo. Vio al grupo de Ungolad moverse por allí arriba, pero decidió no
unirse a ellos para disfrutar de aquella soledad a la que no estaba acostumbrada.
Detrás de ella oyó el apagado aviso de un pájaro a su compañero.
—Vete volando, peligro.
Era el grito común entre las aves del bosque que tantas veces había escuchado de
pequeña, y el sonido familiar en aquel lugar extraño le hizo sentir que las palabras
iban dirigidas a ella.
—Peligro. Vete.
Alzó la mirada, cogió una rama y comenzó a alejarse de la orilla.
En ese preciso instante algo la golpeó detrás de los tobillos y resbaló. Ani se
agarró al árbol, volvió a poner los pies sobre la tierra y se quedó observando la piedra
que la había golpeado y había rodado hasta caer al río.
El suelo estaba húmedo y era resbaladizo. Si no se hubiera sujetado a la rama
justo en aquel momento, hubiera seguido el mismo camino que la piedra y
posiblemente se hubiera roto la cabeza con una roca o hubiera sido tragada por la
fuerte corriente y se hubiera ahogado. Miró a su alrededor para ver qué había movido
una piedra tan grande. Nada. Pero, tal vez, pensó durante un segundo, había visto un
destello de oro. Tal vez era la punta amarilla de una trenza que desapareció entre los
troncos y las sombras.
Ani volvió corriendo al campamento, sus tobillos lastimados le arrancaban gestos
de dolor a cada paso que daba; y mientras cepillaba a Falada, los exploradores
regresaron. Ungolad la vio y por un instante pareció sorprendido al verla viva y seca,
pero la expresión de su rostro volvió a cambiar tan rápidamente que Ani no podía
asegurar que todo fuese fruto de su imaginación.
Pasó por su lado, le dio unos golpecitos en el hombro y dijo:
—Os habéis perdido una cascada magnífica, princesa.
No estaba segura de si fue otra persona o él mismo quien había tirado la piedra.
«Pero aunque fuera él —pensó—, estoy protegida. No tengo por qué tener miedo».
Dio unas palmaditas al pañuelo que llevaba en el pecho y creyó incluso con más
fervor que la protegía, que podía oír la voz de la sangre de su madre, al igual que oía
hablar a las aves.
* * *
Una semana después del incidente de la cascada, el séquito se topó con un árbol tan
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grueso como cinco hombres, caído en medio del sendero. Mientras algunos de los
guardias y los caballos trataban de mover el obstáculo para que pasaran los carros, el
resto de la comitiva se abrió paso por el bosque. Ani y Falada sorteaban los árboles,
un poco apartados de los demás.
—Algo no va bien —dijo Falada.
—¿Qué ocurre?
—No lo sé. —Giró las orejas para escuchar atrás y a un lado, pero siguió
caminando.
—Detente un momento —dijo Ani. Se inclinó hacia delante para darle unas
palmaditas en el cuello.
De repente Falada gimió y se puso a dos patas. Ani se agarró con firmeza a la crin
y se sujetó al lomo con las piernas mientras intentaba tranquilizarlo:
—Tranquilo, Falada, no pasa nada, tranquilo.
Falada volvió a posar las cuatro patas sobre el suelo y se calmó. Le temblaba la
piel bajo la silla de montar.
—Algo me ha golpeado —dijo.
Ani se dio la vuelta, pero no vio a nadie. Justo a la derecha había un gran
desfiladero, un precipicio tan empinado que alguien podría romperse el cuello.
Ani y Falada alcanzaron a los demás en el camino y se colocaron junto a
Ungolad, que iba al final de la escolta. La princesa se quedó mirando al guardia. Sus
trenzas le colgaban por la espalda como una presa muerta al hombro de un cazador.
Llevaba una larga espada a un lado. Miraba hacia delante con los ojos entrecerrados
por el sol. En su interior empezaba a concentrarse el valor, un valor que reclamaba
acción; observó el caballo que llevaba Ungolad, un caballo zaino tan alto como
Falada.
—Falada, ¿puedes decirme algo sobre ese caballo y qué piensa de su jinete?
Falada agitó la cola y echó un vistazo al caballo que tenía detrás de él. Cambió el
ritmo de su paso y bajó la cabeza. El zaino sacudió la cabeza y levantó aún más los
cascos. Gracias a la larga experiencia acumulada con Falada, Ani tuvo la impresión
de que había detectado la respuesta del caballo, pero esperó a que sus palabras se lo
confirmaran. Ungolad notó que la princesa le observaba y le sonrió.
—¿Admiráis mi animal, princesa? —le preguntó.
Ella asintió.
—Es un caballo muy bonito y lo montas bien. Parece más bien dócil, pero ya me
he dado cuenta de que te gusta tener el control absoluto.
Ungolad parpadeó lleno de asombro. Ella misma se sorprendió y sonrió con
simpatía.
—Así que estudiáis a los hombres y a los caballos —señaló—. Y eso que había
oído que para lo único que os habían preparado era para casaros y tener principitos.
El comentario de Ungolad la hubiera herido, pero su falta de tacto sugería que lo
había sobresaltado y se sintió con ganas de continuar.
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—Gracias a la observación de los caballos puedo decir un par de cosas del tuyo
—dijo mientras Falada le contaba en silencio todo cuanto había averiguado—. Era un
potro salvaje al que capturaron y amaestraron más tarde de lo habitual. Tuvieron que
someterlo a conciencia para poder ser montado, lo cual provocó que su carácter
también fuera muy sumiso. Ha tenido muchos dueños, y lo han fustigado tantas veces
para que obedeciera que llegó a tus manos tan dócil como una vaca. Cree que eres
imprevisible, que pesas más que antes y hueles mal. Además, tiene una piedra en el
casco delantero derecho.
Ungolad se rió de un modo claramente forzado.
—Bueno, princesa, tenéis más espíritu de juego del que creía.
Sonrió, y la punta de los dientes asomó por la abertura de la boca.
—Gracias —contestó, sonrió gentilmente y salió con Falada al trote para situarse
al frente del grupo. Le temblaban las manos y la sangre fluía con fuerza por las yemas
de sus dedos; estuvo a punto de soltar una carcajada, pero tocó una esquina del
pañuelo. «La sangre de mi madre me protege —pensó—. No tengo nada que temer».
En la siguiente parada vio cómo Ungolad, con el entrecejo fruncido, sacaba una
piedrecita del casco delantero derecho de su caballo.
* * *
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Talone advirtió su presencia y se acercó a la muchacha.
—Princesa, parecéis preocupada.
Tenía la cara surcada por las arrugas de la edad y canas en las sienes. Había sido
fiel a su madre durante muchos años, ¿pero eso significaba que también le era fiel a
ella?
—¿Qué ocurre? —le preguntó.
Ani retorció el pañuelo entre sus dedos y se obligó a mirarlo directamente a los
ojos.
—Talone, ¿puedo confiar en ti?
El hombre parpadeó y la miró como si le hubiera arrancado una flecha del
costado.
—Os he fallado si me hacéis esa pregunta. —Puso su puño sobre el pecho y dijo
con voz fuerte y firme—: Os juré fidelidad, princesa Anidori-Kiladra, prometí
protegeros para garantizar vuestra seguridad y seguiré siendo vuestro guardia
personal hasta la muerte si así lo deseáis.
La muchacha parpadeó ante la intensidad de su compromiso y notó que la
envolvía una sensación de alivio y agradecimiento. Al ver que el juramento requería
una señal de aprobación por su parte, miró a su alrededor en busca de algo que
entregarle. Todo cuanto tenía de valor eran dos anillos. Se quitó el del dedo índice,
que tenía un pequeño rubí, y se lo puso en la mano.
—Gracias, Talone.
El guardia parecía conmovido y bajó la cabeza durante un instante para que la
princesa no le viera los ojos; a continuación se guardó el anillo en el bolsillo de su
chaleco.
—Gracias, princesa.
La llevó hasta su hoguera, donde la conversación desprendía inquietud por la
separación del grupo.
—No me gusta su actitud —dijo Adon, el segundo al mando a las órdenes de
Talone. Era un hombre joven con ganas de acción—. Los amigos de Ungolad han
dejado bien claro que lo siguen a él y no a ti, capitán. Juraría que a medida que nos
acercamos a Baviera, se vuelven cada vez más insubordinados. Me huele a motín.
—Ungolad estaba interesado en saber cuánto faltaba para llegar a la primera
ciudad —dijo Ani.
—Debe de tener amigos allí —añadió Radal.
—O planea hacer algo antes de encontrarse con algún testigo —sugirió Adon.
—Quizá sólo tenga ganas de dormir en una cama y volver a comer comida de
verdad —dijo Radal—. ¿No es lo que nos pasa a todos?
—Mmm. —Talone miró a la princesa—. No sé lo que significa. Puede que tengan
la intención de quedarse en Baviera y no regresar a Kildenree la siguiente primavera.
Pero, princesa, si surge cualquier problema, debéis saltar sobre el caballo más
próximo y huir. No paréis hasta llegar al rey sana y salva.
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Ani notó que la piel del brazo se le ponía de carne de gallina.
—¿Sana y salva? ¿Qué crees que van a hacer?
—Nada. Sólo soy prudente.
Talone se incorporó y se acercó al grupo de Ungolad. La frivolidad fue
amainando y no tardaron en separarse. Talone nombró como vigilantes nocturnos a
sus hombres de más confianza, pero Ani apenas durmió, y aquella noche la pasó
sujetando con fuerza el pañuelo contra su pecho.
A la mañana siguiente lucía un sol radiante que picaba en la piel. La escolta
cabalgaba en fila, pegada a los árboles con la esperanza de que les acariciase la brisa
del bosque o les protegiese alguna rama aislada. Cuando se detuvieron para acampar,
dos horas después del ocaso, todos estaban mareados por el calor y les dolía la cabeza
por haber marchado de cara al sol. El aire caliente y viciado bajo el manto de los
árboles creaba un ambiente bochornoso, tan cargado que hacía difícil respirar.
La compañía acampó en un pequeño claro, justo fuera del camino. Al ver que
Falada estaba sediento, Ani descargó su equipaje y se dirigió con el caballo a través
de unos matorrales hacia el sonido de un arroyo. Desmontó, se quitó el sombrero
empapado en sudor y se acercó para llenar su copa de oro. Mientras la introducía en
el río, la impresión del agua fría al tocar su piel sofocada hizo que dejase caer la copa.
Antes de que la corriente lo hundiera, el oro se volvió verde a través del agua; ella
pensó: «Una cosa menos que me diferencia de los demás», y se tumbó bocabajo para
beber con las manos. Las mangas se le empaparon hasta los codos y notó cómo el
agua fría le bajaba por la garganta y el pecho. Se estremeció y siguió bebiendo.
—Princesa, has perdido algo en el río —dijo Falada, que estaba a su lado.
—Sí, mi copa —contestó.
—Princesa —repitió Falada.
Pero se oyó un grito que provenía del campamento y Ani se levantó y se dio la
vuelta.
—Algo pasa —dijo.
Aún podía oír la última palabra de Falada retumbando en su cabeza, «Princesa».
Pero caminó hacia el campamento, en dirección al alboroto. Ani sentía vergüenza,
pues la parte delantera de su vestido estaba empapada, de modo que se escondió tras
unos árboles que la mantenían apartada de la comitiva e impedían que la vieran, y
observó a través de una abertura en el follaje. Yulan estaba gritando. Se había quitado
la camisa a causa del calor. Talone estaba junto a él, con la mano apoyada en un
costado, justo en la empuñadura de su espada.
Había problemas. Ani se volvió hacia Falada, que seguía bebiendo en el río, y se
sintió incómoda por tenerlo tan lejos. Sin embargo, estaba convencida de que no
podía haber ningún peligro, de lo contrario hubiera recibido un aviso. Se tocó el
pecho, justo donde guardaba el pañuelo, y empujada por la curiosidad, se arrastró
entre los árboles acercándose lo suficiente para poder oír, aunque siguió
manteniéndose prudentemente fuera de la vista.
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—Mientras haya señoritas en este campamento, Yulan, te vestirás como un
caballero —dijo Talone.
—A Selia no le importa, ¿a que no, señorita? —dijo un guardia que estaba junto a
Yulan, provocando risas.
—Déjalos en paz, capitán —oyó Ani que Selia le decía, aunque no podía verla.
—Entonces corrijo mi afirmación —hablaba con la mandíbula apretada—.
Mientras haya una señorita en este campamento, te vestirás y te comportarás como un
caballero. Somos la guardia real de la princesa y actuaremos como tal.
—La guardia real de la princesa —repitió Terne y se rió—. Ella no es una
princesa, al menos aquí. Kildenree no la reclama y aún no hemos llegado a Baviera.
Talone ignoró a Terne.
—Como capitán de la guardia, Yulan, éstas son mis órdenes, y desobedecerlas se
considerará traición.
Los hombres que apoyaban a Yulan se movieron inquietos. Yulan miró a
Ungolad, que estaba sentado sobre un tronco a unos pasos de distancia.
—Portaos bien, chicos. —Ungolad se levantó—. Así no se hacen las cosas, pero
creo que el tiempo lo pondrá todo en su sitio.
—Ahora no —dijo Selia.
Ungolad le guiñó el ojo.
—No te preocupes, mi señora. —Miró a Talone con los ojos entrecerrados,
aunque Ani no supo distinguir si se trataba de un efecto o era por aquel día abrasador
—. No queremos pelea, pero las cosas van a cambiar.
—Sí, Dios salve a la princesa Selia —dijo Yulan.
—¡A la princesa Selia! —gritaron varios hombres y alzaron las espadas sobre sus
cabezas.
—Silencio —ordenó Ungolad. Su tono de voz reflejaba que estaba realmente
enfadado.
Talone se acercó a Ungolad. Ani vio que eran los únicos que no habían levantado
sus espadas. Ambas partes estaban preparadas y esperaban la señal de ataque de sus
líderes.
—¿Se trata de eso, mercenario? —Talone no parecía ser consciente de que
sacudía la cabeza—. ¿Pretendes deshacerte de una princesa legítima y sustituirla por
una impostora?
Ani se agarró con fuerza a una rama para mantenerse firme. Se iban a deshacer de
una princesa. Una impostora. Tenían la intención de matarla. Hasta aquel momento
no se lo había tomado en serio. ¿Por qué iban a tratar de asesinarla? Para que Selia
fuera la princesa. Se acordó de las instrucciones de Talone, de que debía salir
corriendo al primer indicio de peligro. «Pero siguen sin avisarme —pensó—. El
pañuelo de mi madre me protegerá».
Sin embargo, decidió que sería mejor acercarse a Falada. Lo llamó por su
nombre, pero estaba lejos, pastando junto al río, y no respondió. Despacio,
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procurando no hacer el menor ruido, se dispuso a caminar hacia él.
—¿Una impostora? —dijo Selia—. La realeza no es un derecho, capitán. La
voluntad del pueblo de seguir a un gobernante es lo que le da poder. Yo he sido
elegida, aquí, en este lugar y por estas personas. Estos hombres están hartos de que se
les diga a quién tienen que obedecer. Ahora pueden escoger y aprovechan esa
oportunidad para nombrarme princesa.
Las palabras de Selia sonaban seductoramente convincentes. Incluso Ani, que
escudriñaba entre las ramas de los pinos, tuvo que reprimir un asentimiento. Pero
Adon se colocó junto a Talone y la desafió.
—Pretendes convertirte en la princesa Anidori-Kiladra, ¿verdad? No sólo quieres
quitarle el título, sino el nombre, su nombre.
—Supongo que sí, aprendiz de guerrero, pero es el título lo que más me interesa.
Ani alcanzó a ver cómo Ungolad sonreía a Selia. Un par de hombres que estaban
cerca de Talone se rieron al imaginarse a Selia como princesa, pero la otra mitad
permanecía muy seria y aquellas risas fueron como agua contra un muro de piedra.
—Falada —repitió.
No respondió.
—Estáis locos —dijo Talone como si acabara de tener una revelación.
—Si estamos locos —dijo Ungolad—, entonces somos muchos locos, al menos
somos más que vosotros.
—¿Dónde está la princesa? —preguntó Selia.
Ani se tapó la boca para reprimir un grito ahogado. Ahora comenzarían a
buscarla. La matarían como habían tratado de hacer antes, desde el incidente de la
cascada. ¿Por qué no la protegía el pañuelo, por qué no le susurraban las aves o la
advertían para que se pusiera a salvo?
—Está junto al arroyo —respondió alguien.
Ani vio a Terne, uno de los hombres de Ungolad, que se alejaba del grupo a todo
correr y se dirigía hacia donde Falada estaba pastando. Terne ya se encontraba entre
ella y su caballo. Con los dedos fríos, buscó a tientas el pañuelo entre la tela mojada
del pecho. ¿Dónde estaba? Ani trató de encontrarlo por el vestido y miró a su
alrededor en el suelo, pero no estaba. Se dio cuenta de que lo debió de perder en el
río. Ahora ya estaría muy lejos. ¿Quién la protegería?
—Falada, ¿puedes venir? —dijo.
No respondió.
Talone gritó hacia donde estaba Falada:
—¡Princesa, haced lo que os dije!
Ungolad hizo una señal a otro soldado para que siguiera al primero en dirección
al río. «Haced lo que os dije —había gritado—. Huid». Como no era capaz de llegar
hasta Falada sin ser vista, Ani se volvió hacia el oscuro bosque y empezó a caminar
con cuidado por miedo a que crujieran las agujas de abeto bajo sus pies, por miedo a
caerse si echaba a correr con aquellas piernas temblorosas. «Sólo un poco más —
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pensó—, hasta llegar a la siguiente arboleda, y luego corre».
—¡Allí está! —dijo Selia.
Ani se dio la vuelta. Hul se apartó del lado de Ungolad y corrió hacia ella. Adon
gritó y salió tras él. No había dado más que un paso cuando una espada
ensangrentada le atravesó el centro del pecho. La cara se le contrajo de dolor para a
continuación relajarse cuando cayó muerto. Ishta arrancó la espada de la espalda del
cadáver y sonrió con sus dientes de animal. Ani profirió un grito ahogado y de
repente todo le pareció muy real. Tropezó, se dio la vuelta y echó a correr.
A sus espaldas oyó el estruendo del choque de espadas, el relinche de los caballos
y los gritos de los hombres que caían. Se tropezó con un espino y sus cabellos se
enredaron en las ramas dentadas. Se soltó. Había un hombre cerca de ella. Ahora
quien la perseguía era Ungolad y corría más rápido que la muchacha. Oía cómo sus
botas surcaban el suelo hueco del bosque como un latido ansioso tras sus pasos. Se
estaba acercando.
—Falada —dijo—. Falada, por favor.
Estaba demasiado lejos, o tal vez ya lo habían matado.
—¡Falada!
Oyó que Ungolad gruñía, se volvió y vio que se había tropezado con una de las
raíces que se interponían en su camino.
A su derecha se oía el sonido de unos cascos. Era el caballo pardo de Radal, sin
ningún jinete, a medio galope, con las riendas a rastras. Tenía un corte largo y
superficial en la grupa. Ani corrió hacia él.
El caballo se detuvo frente a unos abetos que le cortaban el paso y se sobresaltó
cuando Ani quiso hacerse con las riendas. No estaban sujetas, de modo que la chica
se las apañó para asir una de ellas y montar el caballo. A continuación, se inclinó
hacia el cuello del animal para coger la otra rienda. En ese momento Ungolad la
alcanzó y saltó sobre ella lanzando un gruñido. Ani se puso en marcha a lomos del
caballo, pero se tambaleó hacia delante cuando Ungolad la agarró por el talón. Ani
tiró fuerte de las riendas y se sujetó a la crin para mantenerse en la silla. El caballo se
encabritó y Ungolad la soltó. La muchacha se pegó con fuerza al animal con las
rodillas, y cuando las patas delanteras volvieron a tocar el suelo salió al galope.
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SEGUNDA PARTE
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Capítulo 5
Ani cabalgaba. No veía los árboles que pasaban a toda velocidad ni las ramas que se
movían como hachas de verdugo justo por encima de su cabeza agachada. El caballo
corría sin rumbo, se limitaba a huir. Por lo que sabía, podía estar cabalgando en
círculos y de repente encontrarse ante el campamento; si eso sucedía, saltaría con el
caballo por encima de los guardias muertos y esquivaría las manos de los
supervivientes. En cuanto el caballo parecía querer aflojar el paso, Ani lo espoleaba
con un fuerte golpe de talón, a la espera de oír en cualquier momento los cascos del
caballo zaino de Ungolad detrás de ella. A veces creía ver unas trenzas rubias a su
alrededor.
Cabalgó durante mucho rato, hasta el punto de que el cuello del caballo estaba
apelmazado por el sudor. Cada paso de su intenso galope le hacía brotar espuma de la
boca. Las sudorosas manos de la chica habían empapado las riendas, así que se agarró
a la crin. Relajó las piernas, y cuando los cascos empezaron a pisar césped, logró
sentarse en la silla de montar. Fue entonces cuando se golpeó el hombro con una
rama baja, cayó de la silla y no se dio cuenta de que estaba en el suelo hasta que el
caballo salió al galope sin ella.
Permaneció sentada durante un buen rato, recobrando la respiración. Si Ungolad
aún la perseguía la encontraría y la mataría al instante, pues no podía moverse. Creyó
oír el chasquido de una ramita, como si se hubiera roto bajo una pisada, y se puso de
pie de un salto, pero al primer paso volvió a desplomarse. Se quedó tumbada, quieta,
pegada a la tierra, a la espera de su destino.
Ani se despertó mucho más tarde y notó que estaba fría, que tenía hojas de abeto
clavadas en la mejilla y que estaba aturdida.
—Falada —dijo.
Se incorporó. El bosque era tan oscuro que sabía que tenía los ojos abiertos sólo
porque parpadeaba. Un búho ululó y la sobresaltó. Volvió a ulular, y ella se rodeó con
sus propios brazos, intentando concentrarse. Debió de quedarse dormida, pero ¿qué
había ocurrido después? Estaba corriendo. Trató de recordar más y vio a Adon que
echaba a correr para protegerla, y cómo la punta de una espada ensangrentada le
partía en dos el pecho. Se estremeció y se tumbó de nuevo. Se cubrió la cara con los
brazos e intentó dormir en la oscuridad.
Al amanecer Ani empezó a andar. El bosque parecía igual en todas direcciones y
se dio cuenta de que podía estar a sólo unas leguas de una ciudad y aun así vagar
entre la maleza durante días. La luz del sol que se filtraba a través del manto de los
árboles no ayudaba a orientarse, así que se dirigió hacia donde suponía que se
encontraba el este y comenzó a avanzar.
Le dolía el estómago de hambre; nunca en toda su vida, rodeada de blanco
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mármol y bandejas para el desayuno, se había saltado una comida. Pero la mayor
parte del tiempo tenía tanta sed que empezó a considerar la posibilidad de cavar en
las raíces de los árboles para ver de dónde bebían.
Horas más tarde Ani oyó agua y pensó que aquél podría ser el sonido más
hermoso de toda la creación. El ruido resonaba entre los troncos y confundía sus
sentidos, hasta que al final encontró el riachuelo y se zambulló en él. Bebió hasta que
tuvo la barriga a punto de estallar y luego siguió el cauce, pues pensó que debía de
alejarse de las montañas y en algún momento se toparía con el camino. El camino
sería un indicio de que seguía un rumbo.
Ani bordeó el río durante dos días y sólo se alejó un poco de la orilla para buscar
setas. Las comió con cautela y aplicó lo poco que recordaba de las breves lecciones
sobre plantas comestibles que su tía le había enseñado cuando era niña. Unas cebollas
silvestres crecían a la orilla del río, en la negra tierra húmeda, y se las comió crudas:
su sabor era tan fuerte que la boca le ardía y le lloraban los ojos.
Al tercer día, el río se paró. Se había estrechado hasta convertirse en una serpiente
de agua y al final se detenía en un estanque verde rodeado de aneas. Ani bordeó el
estanque con la esperanza de que el riachuelo continuara, y al cabo de un rato se
apoyó en un árbol y pensó en llorar. No sabía dónde estaba, no tenía un odre con que
recoger agua y ya no había ningún río que seguir. Se quedó el resto de aquel día y
toda la noche junto a la última gota de agua corriente. La sed continuaba en sus
sueños, se unía al sonido de las pesadas botas de Ungolad que corría tras ella. Se
despertó sobresaltada y su corazón se le aceleraba cada vez que oía el grito de un
búho.
Por la mañana Ani se sentó durante un rato junto al río y jugueteó con el agua
entre sus dedos. «Me pregunto —pensó— si este arroyo alcanzó alguna vez el río
donde perdí mi pañuelo. Si no lo hubiera perdido, nada de esto habría pasado». No
había acabado de pensarlo cuando la idea ya le parecía absurda, un cuento, una
mentira. Casi se rió de sí misma, pero se contuvo, pues estaba a punto de que se le
saltaran las lágrimas.
«Pensaba que era magia. Pensaba que estaba segura. Un pájaro me avisó en la
cascada. Y Falada. E incluso mi débil sentido común lo hizo». Negó con la cabeza y
se golpeó el pecho con el puño. «Fui yo la que le hizo frente a Selia y fui yo la que no
se echó a correr a tiempo, a tiempo para salvar a Adon, a Talone, a Falada».
Echó la cabeza hacia atrás para evitar echarse a llorar de nuevo y vio un búho
marrón en el pino de enfrente que contemplaba la mañana con sus vidriosos ojos
amarillos.
—¿Eres el que me despierta continuamente? —susurró—. No sé por qué tu
ridículo ulular me hace temblar por la noche. Pareces inofensivo.
Antes sabía cómo hablar a los búhos que observaban desde las vigas del establo.
Había pasado mucho tiempo y el recuerdo despertó un sentimiento de añoranza en su
vana confusión. Se deshizo de aquel pensamiento y trató de ulular. El búho no
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reaccionó. «Ojalá fuera un cisne», pensó. El lenguaje de las aves constituía un único
idioma para ella, aunque con dialectos muy diferentes, algunos más distintos que
otros, y el de los cisnes era el que mejor recordaba.
Intentó saludarlo de nuevo y el búho giró ligeramente la cabeza hacia ella, como
si advirtiera su presencia por primera vez. Tras unos instantes sin parpadear, la
saludó, y la muchacha se apoyó sobre sus manos con un atisbo de esperanza. A
continuación, Ani le preguntó qué comía, con la intención de mantener lo más
parecido a una conversación correcta entre dos búhos, y él le respondió que se
alimentaba de sabrosos ratones calentitos. Le quiso preguntar cómo se salía del
bosque, pero se hizo un lío al expresarlo.
—¿Dónde está el lugar donde terminan árboles? —dijo.
El búho no lo sabía o no lo entendía. Tal vez conocía algún lugar donde vivía
gente, pero la princesa no tenía ni idea de cómo hablarle de calles o edificios.
—¿Dónde está el lugar donde hay humo?
—A un vuelo de cara al sol de la mañana —respondió.
Luego voló desde su árbol a otro, y después a otro, hasta crear una línea recta en
esa dirección. Ani le dio las gracias, bebió un gran trago del riachuelo y se marchó
mientras rezaba por que un vuelo no durara más que un día a pie.
Ani se esforzaba por seguir en línea recta, se centraba en un árbol a lo lejos hasta
que lo alcanzaba, y después escogía otro más adelante. Aquello le irritó los ojos. El
aire estaba estancado y se le pegaba a la piel, mientras que el suelo estaba seco y no
había señales de ningún río o manantial.
Al principio no vio la casa. Las paredes estaban hechas de madera rugosa y el
tejado estaba lleno de ramas con las hojas todavía verdes. Al lado había un pequeño
huerto cercado con una empalizada. Ani vio las manzanas maduras en los árboles y
las bonitas matas verdes con las puntas naranjas de las zanahorias que asomaban
entre la tierra. Su estómago protestó. Había una cabra marrón atada a un poste fuera
del jardín. Se volvió hacia ella y pronunció un balido malhumorado.
—¿Qué has visto, Poppo?
Una mujer surgió de un lado de la casa. Llevaba un pañuelo rojo atado encima de
la cabeza, una túnica larga y una falda que le llegaba por los tobillos, hecha de una
tela resistente de color azul. Al ver a Ani, frunció el entrecejo.
—Bueno, Poppo, no es un tejón ni un lobo, aunque tal vez quiera comer de mi
huerto como una liebre común.
El acento de la mujer, gutural y parco en vocales, le recordó a Ani que se hallaba
en Baviera o en sus proximidades. La muchacha se aclaró la garganta y la mujer
esperó a que hablara.
—Hola —dijo Ani.
Hacía días que no hablaba mucho y la voz le subió por la garganta como un puño.
Se aclaró la garganta de nuevo.
—¿Mmm? —dijo la mujer.
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—Hola. Me he perdido.
—Sí, ya lo veo. —Cruzó los brazos y echó un vistazo al vestido mugriento y
andrajoso de Ani. Parpadeó y esperó a que le diera más información—. Me ayudaría
saber desde dónde te has perdido o hacia dónde te dirigías, si me entiendes, y así
podría orientarte en la dirección correcta.
Ani abrió la boca y la cerró al momento. «Soy, o era, la princesa heredera de
Kildenree, prometida en matrimonio al hijo de tu rey, sea cual sea su nombre, no me
acuerdo, oh, Dios mío, y la mitad de los guardias de mi escolta atacó a la otra mitad y
trató de asesinarme y sustituirme por mi dama de honor». Sonaba absurdo. Deseó
poder contar con el consuelo del pañuelo que guardaba en el corpiño, pero recordó
que ya no lo tenía, y aunque así fuera, no la ayudaría en nada, pues ahora debía
confiar en sí misma. Aquel pensamiento la asustaba tanto como haberse perdido en
un bosque extraño.
—Bueno, niña, estoy esperando —dijo la mujer.
Ani se dio cuenta de que tenía muchísima sed, de que habían pasado horas desde
que había dejado el riachuelo y de que lo más seguro era que se desmayara por el
pánico, el hambre y el agotamiento; mientras lo pensaba, miles de puntitos negros le
nublaron la vista y, por suerte, la mujer, la casa y la cabra fueron sustituidos por la
oscuridad.
* * *
Ani se despertó enfrente de la ventana de una casa que miraba con un ojo negro hacia
fuera, a la noche. Descubrió con un cómodo suspiro que se encontraba dentro,
tumbada sobre un colchón de heno.
—Ah, ya estás despierta.
La mujer se había quitado el pañuelo de la cabeza y Ani vio que tenía una espesa
melena negra que le caía hasta los hombros. Estaba sentada en un taburete y hacía
punto a la luz de la lumbre.
—Podrías haberme dicho que tenías sed y así mi hijo Finn se hubiera ahorrado
tener que llevarte en brazos. Sospeché que te habías desmayado aposta sólo para
meterte en mi casa y en una cama. Puf. —Ani sonrió con educación porque creyó que
la mujer lo decía en broma—. Supongo que también te quedarás esta noche.
Continuó haciendo punto y la princesa observó cómo el hilo iba formando filas
anudadas, una tras otra, a una velocidad que nunca antes había presenciado. La mujer
señaló con la cabeza un plato que había a sus pies, lleno de caldo de zanahoria, y una
taza de cerámica con agua. Ani bebió sin pensarlo dos veces y comió en silencio.
Sintió el agua y el caldo bajándole por el pecho hasta la barriga con un cálido
hormigueo.
—Bueno, chica —dijo la mujer al cabo de unos minutos—, cuéntame algo de ti.
—Me he perdido en el bosque y necesito volver al camino que va hasta Baviera.
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Mientras hablaba, Ani era consciente de que pronunciaba largas vocales y
marcadas consonantes, propias de su acento kildenreano, y pensó que hubiera sido
mejor imitar la forma de hablar de los bávaros. Creyó que podría aprenderlo con la
misma facilidad que había aprendido a imitar los sonidos de los cisnes, pero ahora era
demasiado tarde para intentarlo.
La mujer dejó su labor en el regazo, cruzó las manos y miró con atención a Ani.
—No eres de aquí —observó. Ani negó con la cabeza—. ¿Tienes problemas?
—Sí, creo que sí.
—Bueno, no los quiero oír —se apresuró a decir—. Cuanto menos sepa, más feliz
seré, ¿no? Pero por tu aspecto, algo no va bien. Tienes el pelo rubio y largo, ¿verdad?
Es demasiado largo para ser de una temporera. Sin duda no eres de Baviera y, por
supuesto, eres noble. Mira qué manitas tan suaves. —Ani se tapó las manos—. Y tu
acento… pché, niña, tienes toda la pinta de tener problemas y yo tengo que hacer
muchos jerséis para venderlos en el mercado. ¿Entiendes?
Ani asintió.
—¿Por qué no hablas más?
La mujer se inclinó hacia delante y esperó una respuesta.
—Me avergüenzo de mi acento —contestó Ani—. Y estoy tan confundida… No
sé qué hacer…
Ani suspiró, pero no pudo evitar que se le escapara un sollozo, al que siguió otro,
y otro. Se le tensó el estómago, se echó hacia delante y lloró con ganas. El pelo le
cayó sobre la cara y notó que la mujer le daba unas palmaditas en el hombro.
—Ya está, ya. No llores más. No es más que agua que no produce ningún
consuelo.
Ani pensó que tenía razón, puesto que se sentía peor que antes, así que se tapó los
ojos con las manos y trató de contenerse. No respiraba con normalidad, se parecía al
pequeño Rianno-Hancery tras una rabieta.
—Lo siento —dijo—. No lloraré más. Lo siento.
—Bien, niña, bien. Bueno, dime qué puedo hacer para ayudarte, siempre y
cuando no me vea involucrada.
Ani asintió, y entonces se dio cuenta de que la mujer le estaba pidiendo que
tomara una decisión. Echaba de menos a Talone, a su padre, a Selia (no, no, a Selia
no), a Falada, al pañuelo perdido (no, eso tampoco), a alguno de sus antiguos
consejeros. «Estoy hecha una niña», pensó. Se enderezó, puso las manos sobre el
regazo y se quedó mirando el fuego. Incluso a aquella distancia, el calor le quemaba
los ojos.
«Crece. Piensa». ¿Qué le hacía falta? Encontrar el camino. ¿Pero el camino hacia
dónde? La idea de volver sola a Kildenree era absurda. No tenía provisiones ni
caballo, a pie tardaría meses, y las nieves llegarían antes. Talone le había dicho que
fuera a Baviera en busca del rey. Cabía la posibilidad de que Talone y sus hombres
hubieran derrotado a Ungolad, y en ese caso ya estarían con él. Además del rey,
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también estaba el primer ministro. La había visto una vez cuando era pequeña y a lo
mejor se acordaba de su cara y podría testificar en su favor. ¿Y si Selia y los traidores
estaban allí esperando a la princesa fugitiva? Oía cómo el latido del corazón le
traspasaba las costillas, como las rápidas pisadas de las botas de Ungolad cuando la
perseguía.
Aun así, si le ofrecieran un carruaje para volver a Kildenree con los gastos
pagados, no podría aceptarlo hasta encontrar a Falada y saber cuál había sido la suerte
de Talone y de sus pocos fieles. Baviera. Ésa sería su elección.
—¿A qué distancia está la capital?
—A un día y medio en carro, pero ni se te ocurra ir caminando y perderte otra vez
en nuestro bosque para que dentro de una semana te encuentre de nuevo bocabajo en
mi huerto de zanahorias, y con el mismo sentido común que tenías cuando te fuiste.
—¿Puedo ir contigo al mercado semanal de la ciudad?
La mujer se lo pensó.
—Sí, vale, y supongo que querrás un disfraz para no llamar la atención. Finn te
llevará a finales de la semana que viene, y no se hable más.
Asintió y recogió el punto.
Un adolescente entró en la casa y se acercó a la chimenea para darle un beso a su
madre. La lumbre iluminó unos trozos de lana blanca que llevaba pegados a las
mangas y a los pelos del brazo. Extendió la mano a Ani y la saludó.
—Hola, Finn —dijo Ani.
El chico sonrió y desapareció por una esquina oscura donde tenía su cama.
—Me voy a dormir ya —dijo la mujer levantándose.
—Sí, mmm, señora…
—Gilsa —contestó la mujer—. Yo no soy una señora.
—Gilsa, ¿cuándo será el final de la semana que viene?
—Faltan ocho días, mmm… niña.
Ani se tumbó de lado y mientras observaba cómo los troncos negros palpitaban de
tonalidades naranja con el último aliento de vida del fuego, pensaba que nunca se
quedaría dormida, pero cuando volvió a abrir los ojos estaba en una habitación
plateada por la luz del alba. La puerta se abrió y entró Gilsa con un puñado de huevos
y despeinada, con el pelo lleno de trocitos de heno y briznas de lana.
—Ah —dijo Ani al enderezarse—, ésta es tu cama.
—Por supuesto. ¿Crees que duermo en el cobertizo todas las noches?
—Ni siquiera me detuve a pensarlo.
Ani se levantó y alisó las mantas sobre la almohada. Nunca se había preocupado
por dónde dormía la otra gente, pues en el palacio todo el mundo tenía un sitio. En su
ignorancia se dio cuenta de que era desconsiderada y egoísta.
—Lo siento —se disculpó Ani—. Gracias. No tienes que dormir ahí fuera esta
noche.
—Eso es cierto. Mi caridad dura una noche sobre el fino heno, y luego me vuelvo
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cascarrabias.
Ani decidió que durante el resto de su estancia no sería una carga. El primer día,
mientras Gilsa hacía punto como una fiera sentada en la silla, Ani intentó preparar la
comida de mediodía. Tras los cuestionables resultados de aquel almuerzo, Finn
volvió a encargarse de la cocina y una decepcionada Ani se dedicó a observar con
atención.
Gilsa descubrió que a la muchacha se le daba bastante bien encontrar las raíces
que necesitaba para teñir el hilo, por lo que cada vez la enviaba con más frecuencia a
hacer recados al bosque y así, según sospechaba la princesa, mantenerla alejada del
trabajo delicado. Un día, de regreso, cruzaba el aseado patio con el delantal lleno de
raíces cuando oyó a los pollos que piaban molestos en el gallinero. Unas plumitas se
alzaban en el aire cada vez que entraban y salían del corral.
—Una rata, una rata —cacarearon—. No nos quedaremos, la rata todavía está
ahí dentro, debajo, debajo.
—No sé qué pasa —dijo Gilsa con la mano en la puerta del gallinero—. Están
asustados como si hubiera un nido de serpientes o les acechara un zorro, pero he
limpiado el gallinero dos veces y no he encontrado nada.
—Hay una rata —señaló Ani—. Hay una rata muerta debajo del suelo y las
gallinas la sienten.
Ani llevó las raíces adentro y empezó a separarlas, hasta que se dio cuenta de que
debía aclarar su comentario. Cuando volvió a salir, Gilsa le estaba diciendo a Finn
que retirara la tabla del suelo que Ani había indicado, y debajo encontraron el cadáver
reciente de una rata.
—¿Cómo lo…? —Gilsa la miró detenidamente.
—Mis padres criaban pollos —contestó Ani.
Después de la primera noche, la muchacha pasó las horas de sueño sobre la lana
picante y el heno que había en el cobertizo. Al principio estaba inquieta, se
despertaba al oír el crujido de una tabla o el gemido de los árboles. ¿La encontraría
Ungolad allí? No lo sabía, pero tras su primera noche en el cobertizo, Ani pidió una
tabla para encerrarse desde dentro. Finn se la consiguió sin hacer preguntas.
* * *
La noche anterior a su partida, Ani estaba sentada junto al fuego, enrollando los
jerséis de Gilsa en fardos bien apretados y metiéndolos en paquetes. Finn preparaba
la comida para el viaje. Gilsa estaba acabando una manga del último suéter, de un
color naranja vibrante con soles y pájaros que flotaban en el pecho y en la espalda.
Tarareaba una canción tranquila y muy adecuada para dormir, una nana, que a Ani le
trajo recuerdos. La muchacha dejó de empaquetar y se quedó mirando a la mujer.
—Todavía no has terminado —dijo Gilsa.
—Conozco esa canción. ¿Aquí le ponéis letra? ¿Dice «Los cuentos que los
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árboles narran, las historias que el viento canta»?
—«Oíd a los árboles escuchando, al fuego susurrando. Mirad cómo el viento me
cuenta todos los sueños del bosque». Es una vieja canción. Se la cantaba a mi hijo.
—¿Qué significa? —preguntó Ani.
Cuando las agujas de metal de Gilsa se juntaban sonaban como el ruido de una
extraña bestia al alimentarse.
—Trata de antiguos relatos, supongo. De lugares remotos en los que hay gente
que habla a cosas que no son personas, sino que se comunica con el viento, los
árboles y todo eso. «El halcón oye al marrano y el niño le habla al verano». Y creo
que con los animales también. Siempre me he preguntado si es posible. —Gilsa miró
a Ani por encima del hombro—. ¿Habías oído hablar de estas cosas, niña?
Ani continuó empaquetando.
—Puede que sí. Me… han contado historias sobre la era posterior a la creación,
cuando se conocían todas las lenguas, y también sé historias de gente que aún se
acuerda de cómo comunicarse con las bestias. Pero pensaba que lo del viento, los
árboles y las estaciones no era más que un cuento infantil.
—Puede. Pero ¿es que acaso no lo son todas esas cosas?
—Supongo. No lo tengo muy claro.
Gilsa examinó a Ani como si se tratara de una niña problemática.
—De vez en cuando todos hablamos con algo que tenemos al lado. Yo misma le
hablo a mi cabra, a mis pollos y a mi manzano. No sé si me oyen, creo que nunca me
han contestado, pero no le hace daño a nadie. Ahora bien, ¿qué pasaría si una persona
le hablara al fuego o a una cabra, y el fuego y la cabra le pudieran responder?
—¿Existe eso en Baviera? ¿La magia?
—Hay magos, hechiceros y brujas —contestó Finn, y se echó hacia atrás en el
taburete, arrancándole un crujido.
—Sólo hacen trucos, hijo —apuntó Gilsa—. Ella no se refiere a eso.
—Los he visto —dijo Finn en voz baja— en el mercado. Una bruja puede mirarte
y decirte qué mal te aqueja, y un hechicero convierte los objetos en lo que no son.
—Sí, sí, niño. —Gilsa le quitó importancia con un ademán—. Tienen un don
especial para ver y mostrar, pero no es más que comedia y trucos para llamar la
atención, para ganar unas monedas a cambio de decirte lo que ya sabes. Ella se refiere
a la vieja usanza, ¿verdad, pequeña?
—Creo que sí. Son muchas las historias extrañas, bonitas y perfectas que no
muestran la realidad tal como es, sino una realidad mejor. Una vez creí tener algo
mágico, pero lo perdí y ahora ya no creo que lo posea. —Se tocó el pecho, allí donde
guardaba el pañuelo, y frunció el ceño—. Ojalá existiera la magia. Si todos los
cuentos fueran realidad, tal vez podrían decirme qué estoy haciendo y qué debo hacer
a partir de ahora.
—Venga, no llores por los años perdidos y los descuidos. Los cuentos dicen lo
que pueden. El resto lo debemos aprender nosotros. La pregunta es: ¿somos lo
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bastante inteligentes como para descubrirlo solos? Eso es lo que me gustaría saber.
Ani no respondió. Por la chimenea entraba el débil gemido del viento. Durante un
instante el sonido se hizo más fuerte que el chisporroteo del fuego, tan triste como un
pájaro afligido.
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Capítulo 6
A primera hora de la mañana siguiente Ani se atavió con una túnica amarilla y una
falda de lana azul cielo. Se puso un par de botas viejas de Finn y se ató la suave piel
bien fuerte a las pantorrillas. Cuando Gilsa le dijo a Ani que ningún habitante de
Baviera era tan rubio como ella, la muchacha le pidió que le prestaran un trozo de tela
como el que llevaba la mujer para esconder sus largos cabellos. Ani pensó que
vestida como una bávara tendría más oportunidades de llegar al rey antes de que la
descubrieran los hombres de Ungolad. Cuando estuviera a salvo en presencia del
monarca, bastaría con quitarse el pañuelo de la cabeza y mostrar sus cabellos para
probar su linaje.
Gilsa acabó de atarle el pañuelo en la frente y le dio unas palmaditas en la mejilla,
como las que le daba a la cabra en el cuello después de ordeñarla.
—Ésta es tu ropa —dijo Ani.
—Era —dijo Gilsa.
Ani se quitó el último anillo de oro del meñique.
—Quiero agradecerte tu amabilidad. Me gustaría que te quedaras con este anillo.
Gilsa miró el pedacito de oro brillante.
—¿Y qué voy a hacer yo con eso, ponérselo a Poppo en la nariz? —Sonrió, y Ani
se dio cuenta de que no sabía que la mujer supiera sonreír—. Lo necesitarás, preciosa,
antes de que termines el viaje. Ya encontrarás otro modo de agradecérmelo, eso
seguro.
Ani no estaba acostumbrada a discutir, así que se volvió a poner el anillo,
decepcionada. Se sentía incómoda por todo lo que había comido aquellos días y por
la noche que había pasado en la cama de Gilsa.
Todavía era temprano cuando Finn y Ani se echaron su fardo al hombro y se
marcharon. El bosque estaba mojado y murmuraba en el azul de la mañana antes de
que acabara de salir el sol. Al parecer, al chico le gustaba marchar en silencio, así que
Ani caminó una legua escuchando el parloteo alentador de los pájaros del bosque y su
propia respiración, que era cada vez más fuerte y entrecortada a medida que
avanzaban a grandes zancadas. Cuando al cabo de un buen rato Finn hizo una seña
para que se detuvieran a descansar, creía que el peso del fardo ya le habría arrancado
por completo la piel de los hombros.
Aquella tarde volvieron a hacer un alto donde el sendero se convertía en un
camino verde formado por los surcos de unas ruedas. Allí los árboles estaban más
dispersos. Ani se dio la vuelta y le sorprendió añorar el auténtico bosque. La casa de
Gilsa, pequeña y perdida en un gran océano de árboles, se parecía más a un hogar que
todos los recuerdos del palacio de su madre. Se dio cuenta de que no tenía ningunas
ganas de volver al palacio, salvo por la comodidad de una cama, por la comida y
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porque conocía el lugar. «Pero —se recordó a sí misma— Kildenree ya no es mi
hogar. Ni tampoco la casa de Gilsa». Miró hacia el camino que había dejado atrás.
Entre los ruidos del bosque susurrante se distinguió el sonido de los cascos de un
caballo. Finn se levantó y forzó la vista para ver si veía algo mientras que Ani se
retiró para esconderse detrás de una arboleda. El corazón le aceleró la respiración y ni
siquiera se atrevió a llamar a Finn, pero al escuchar con detenimiento el ritmo de los
cascos se dio cuenta de que se trataba de un caballo solo con un modo de andar muy
distinto del de sus perseguidores. Cuando el morro marrón de la jaca apareció en el
recodo, por la cara que puso Finn supo que la había reconocido.
—Hola, hola —dijo el carretero, un muchacho más joven que Finn.
En el carro iba sentado otro chico y una chica con el pelo envuelto en un pañuelo
rojo. Toda su ropa estaba teñida con colores tan vivos como los de Ani, lo cual hizo
que se sintiera aliviada, pues creía que llamaba demasiado la atención con aquel
amarillo y aquel azul tan chillón, en comparación con los habituales verdes y
marrones del bosque. El carro se paró junto a ellos y el jinete se levantó. Ani se tocó
la cabeza para asegurarse de que llevaba el pañuelo bien calado para tapar aquellas
cejas rubias.
—Hola —dijo el carretero—. Finn, ¿quién es?
—Mi madre la ha enviado conmigo para que me ayude en el mercado —contestó
Finn.
Los otros la miraron y esperaron. Ani había decidido usar el nombre de su abuela
hasta asegurarse de que estaba a salvo de Ungolad, pero allí, en el bosque, delante de
aquella carreta ajada, Isilee parecía demasiado ostentoso.
—Soy Isi —respondió Ani—. Encantada de conoceros.
Finn se volvió para mirarla. Ani había pronunciado las vocales cortas con el
acento típico de los bávaros, después de practicar durante días mientras se agachaba a
recoger raíces cerca de la casa de Gilsa. Finn frunció el entrecejo pero no dijo nada, y
ella le sonrió agradecida.
Los del carro siguieron mirándola.
—Bueno, cuéntame otra —dijo el carretero.
—¿De qué va esto? —dijo el otro chico—. Habla como si fuera de Darkpond,
pero no es de Darkpond porque la conoceríamos. ¿Me oyes, Finn?
—Sí, será mejor que nos digas de dónde ha salido.
—Del bosque —contestó Finn.
El carretero negó con la cabeza.
—Bueno, pues no me gusta, y a Nod tampoco. Nod no está acostumbrado a llevar
a cinco y nosotros no estamos acostumbrados a tratar bien a los extraños. Podemos
llevar su fardo, pero ella no te sirve para nada, así que lo mejor será que siga su
camino.
Ani no estaba sorprendida. Esperaba que Finn le quitara el fardo de los hombros y
la dejara sola en medio de aquel bosque que ya empezaba a conocer.
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—Muy bien —dijo Finn. Tocó el codo de Ani y empezó a caminar por el sendero.
—Puedes ir con ellos —dijo Ani en voz baja—. No me importa, Finn, no puedes
perder un día de mercado.
Finn se encogió de hombros y siguió caminando. Ani oía el crujido del carro
mientras Nod lo llevaba junto a ellos a ritmo lento.
—No seas tozudo, Finn —dijo el carretero.
—Sí, sube, chico de Gilsa.
—Mirad, imbéciles —dijo la chica—. Seguro que Finn lleva una torta de
alcaravea de Gilsa y por vuestra culpa no comeremos ni una miga.
—Venga, Finn —dijo el muchacho—, sólo queremos saber quién es.
Finn siguió andando. El carretero frenó y gruñó.
—Subid, los dos, tontos.
Ani y Finn se subieron a la parte trasera del carro. No había mucho espacio, pues
los grandes sacos que transportaban lo llenaban casi todo, pero Ani siguió el ejemplo
de su amigo y se sentó sobre uno, como unos niños que hubieran ganado cada uno su
juego del rey de la montaña.
Finn buscó en su fardo y sacó un pastelillo envuelto en un trozo de esterilla.
—Es de ayer —dijo Finn, y se lo dio a la chica para que lo repartiera. Ani le
sonrió, pues estaba segura de que había protestado por amabilidad, pero la muchacha
no la miró a la cara.
—Arre, Nod —dijo el carretero al tiempo que miraba con recelo a Finn y le daba
un ligero azote al caballo.
* * *
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que Selia se hubiera negado a ayudarla en la segunda parte del trayecto por el
Bosque. Al menos había practicado para preparar su propio petate. Finn, como ya
conocía la torpeza de Ani con la comida, enseguida se dispuso a hacer la de los dos
para evitar que pasara vergüenza. Ani se lo agradeció con acento bávaro.
A la mañana siguiente la princesa se despertó antes que los demás. Miró sus caras
iluminadas por la palidez del alba y se sintió muy sola. Mientras dormía, hasta la
relativa familiaridad del rostro de Finn se apagaba. Parecían completos extraños con
aquel pelo oscuro, las uñas desgastadas por el trabajo, las manos sucias y los ruidos
de su sueño tranquilo, que la convencían de la paz que respiraban en aquel gran
mundo boscoso.
Se incorporó, se estiró y sintió que aún se agudizaba más aquella tensa soledad
que habitaba en su pecho. El caballo relinchó medio dormido. Aquel sonido fue como
si se abriera una herida, ansiaba la compañía de Falada. Los cepillos y los accesorios
del caballo estaban cerca de ella, en una roca, y se dispuso a arreglarle aquel pelaje
marrón mate.
Ani susurraba mientras lo cepillaba, le tarareó en voz baja mientras el animal
movía las orejas, imitó el relincho de las yeguas a sus potros y trató de percibir dónde
le gustaba más que le frotaran. Aunque no podía hablar con aquel caballo, aunque sus
palabras no le entraran en la cabeza como las de Falada, aquella carne bajo sus dedos
le resultaba familiar, y sus movimientos tenían sentido para ella.
—Por lo visto a Nod le gustas.
Ani se sobresaltó y se dio la vuelta para ver al carretero bostezando y
restregándose los ojos. Alargó la mano para darle unas palmaditas en el cuello a su
caballo.
—Y dime, ¿se te dan bien las bestias?
—Creo que sí.
No sabía qué opinaban los bávaros de las personas hábiles con los animales, pero
el muchacho no parecía suspicaz.
Le dio unas palmaditas a Nod en la grupa.
—Ya puedes dejar de arreglarlo, si quieres.
Los compañeros se levantaron y desayunaron en un perezoso silencio. Mientras
los demás subían al carro, Ani cogió de la hoguera un trozo de carbón frío y se lo
metió en el bolsillo de la falda, pues pensó que le ayudaría a oscurecerse las cejas
para completar su disfraz de bávara.
Viajaron durante casi todo el día. El paisaje se extendió aún más, y cuando el sol
ya había empezado a deslizarse hacia el oeste, al pequeño grupo se le unieron cientos
de carros que bajaban por una amplia avenida. Delante se alzaba la gran ciudad.
Una vez fuera del bosque, Baviera era una tierra de colinas ondulantes y llanuras
en pendiente. La misma capital estaba construida sobre la montaña más espléndida y
ascendía ligeramente. Estaba rodeada por una muralla tan alta como cinco hombres, y
seguía subiendo entre casas altas y estrechas, calles sinuosas, torres y abundantes
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chapiteles; la ciudad era como un enorme pastel con velas encendidas por los tejados
de tejas rojas. Todo el esplendor confluía en la cima, donde estaba situado el palacio
y sus innumerables torrecillas con estandartes rojos y naranjas acosados por un fuerte
viento, como si fueran las llamas de una vela. A su lado, el ilustre palacio de su
madre era como una casa en el campo.
A Ani le sobresaltó aquel ruido, y se entretuvo mirando los colores, el mar de
cabezas con sombreros y pañuelos, los rostros marcados con cejas y pestañas
morenas, y los soldados que llevaban jabalinas con puntas de hierro y escudos
pintados con vivos colores.
Entre todos ellos había alguien con el pelo claro.
Lo vio antes de que él la viera, y la muchacha apartó la mirada inmediatamente.
Era Yulan. Estaba sentado en una piedra de frente a la muralla de la ciudad mientras
observaba todas las caras detenidamente, con los ojos entrecerrados por la luz de la
puesta de sol y una mano en la empuñadura de su espada.
Ani se escondió detrás de su fardo, sentada en el suelo de la carreta. Notaba los
latidos del corazón en los oídos, mezclados con el ruido de los otros carros; en
cambio, la gente parecía distante, casi imperceptible. Yulan estaba en la ciudad.
Ungolad y Selia debían de estar allí también. Se preguntó si eso significaría que
habían vencido a Talone, que estaban todos muertos, que no estaba a salvo. Se frotó
la nuca intentando aliviar la tensión y mantuvo la cabeza gacha.
Tenía que encontrar el modo de llegar a palacio. En Kildenree pasaban días hasta
que alguien de la familia real recibía a los solicitantes del pueblo, y ahora Ani estaba
en las mismas condiciones que la plebe. Si pudiese entrar en el palacio sin que ni
Yulan ni los otros la reconocieran, podría presentar su caso al rey, y si éste no la creía,
entonces acudiría al primer ministro. Esperaba que a pesar de que habían transcurrido
más de cinco años desde que visitó Kildenree, aún pudiera reconocer su rostro.
Todos aquellos carros atravesaron las puertas y cubrieron la explanada de la
plaza. Los compañeros de Finn se colocaron detrás de un edificio de tres pisos que
daba al mercado. Ani puso el petate junto a una rueda y se acurrucó con la esperanza
de que la noche la ocultara. Finn se sentó junto a ella y en silencio le ofreció pan y
queso que los otros compartieron para cenar.
—Finn, ¿se puede ir a hablar con el rey, la reina o el príncipe?
—Ya no hay reina. —Masticó despacio un trozo de pan, sin saber que la chica se
moría de frío mientras esperaba su respuesta.
—El día de mercado he visto a gente haciendo cola para ir a hablar con el rey.
—¿Eso es mañana?
Asintió y comieron en silencio.
—Tendrás que ir temprano.
Señaló una calle estrecha que salía de la plaza y ascendía.
Aquella mañana gris Ani se despertó en medio de un mercado lleno de
comerciantes adormilados que sacaban de bolsas cubiertas por el rocío envoltorios
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diversos, mantas y cajas de madera grabadas. Plegó sus mantas, le hizo una seña a
Finn para despedirse y comenzó a subir la calle.
Cuando aún no había andado mucho trecho, Ani se detuvo en un rincón vacío
para ajustarse correctamente el pañuelo en la cabeza, justo debajo del nacimiento del
pelo. Sacó el carbón que guardaba en el bolsillo, se inclinó para verse reflejada en
una ventana con cortinas y se entretuvo en oscurecerse las cejas hasta que quedaron
cubiertas por el polvo negro. Si los kildenreanos buscaban entre la multitud a una
chica con el pelo rubio, no repararían en ella. Ani no podía permitirse que la
reconocieran antes de conseguir la protección del rey. No le cabía la menor duda de
que si a Ungolad se le presentaba la oportunidad se la llevaría a rastras y le cortaría el
cuello en privado.
Cuanto más avanzaba, más personas caminaban junto a ella, algunos vestidos con
colores llamativos, con la ropa humilde de los de las afueras, y otros, de la ciudad,
con telas mejores. Llegó a los muros de palacio justo cuando el sol asomaba por
encima de la muralla. Ya había una cola de peticionarios que partía de las grandes
puertas de la casa real y atravesaba el patio. Se colocó detrás de la última persona y
deseó no desentonar con el resto para no llamar la atención de los compinches de
Yulan.
Aunque la fila se movía rápido, era larga, y Ani no tardó en pensar que podía
haber traído un poco del desayuno que había en la bolsa que Gilsa les había reparado.
El hambre la puso de mal humor y refunfuñó para sus adentros: «No es justo, no es
justo. Tengo que comer lo que otros me dan, esperar que sean bondadosos y
caritativos, pues no tengo ni un céntimo ni un lugar a donde ir. Este palacio tenía que
ser mi hogar». Echó la cabeza hacia atrás para mirar la altura escarpada de los
chapiteles de palacio, que relumbraban con las ventanas y los estandartes agitados por
el viento.
Al bajar la mirada se vio a sí misma, apoyada contra la pared, vestida con ropas
arrugadas a consecuencia del viaje, casi la última de una fila de pacientes
campesinos, hambrienta, con los pies doloridos sobre las finas suelas de las botas de
Finn. «Yo no soy esto —pensó—. Entonces, ¿quién soy?». No contestó a su propia
pregunta. Tenía la cabeza llena de la comida del desayuno, panecillos de melaza,
manzanas asadas, huevos duros con queso, pan de nueces y salchichas frescas. Tragó
saliva con el estómago vacío y esperó. La fila avanzaba lentamente.
Por fin llegó a la fría sombra de las puertas de palacio. Ani dio un paso hacia
delante y casi notó el azote del olor real. El estómago le dio un vuelco, como si le
hubiera saltado hasta la garganta y se le atragantase hasta hacerla llorar. El jabón del
suelo, la cera del suelo, el perfume de las cortinas, el viejo metal, la piedra cara, el
agua potable, las rosas del jardín, la pasta reparadora, el aceite de las armaduras, el
jabón para la piel, el agua de rosas… Un reino de aromas le trajo recuerdos de su
padre, de cuando se sentía a gusto y estaba limpia. Sólo habían pasado unos meses
desde que se había marchado de casa, pero los olores le llegaron como si vinieran de
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muy lejos, eran un eco de la memoria, como el recuerdo de un ser querido ya
fallecido reencarnado en la cara de un desconocido.
Apenas se daba cuenta de que avanzaba cada vez que se movía la fila, absorta en
sus recuerdos. El hombre que tenía delante acababa de entrar en la sala del rey justo
cuando Ani vio a Selia.
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Capítulo 7
El cabello rubio de Selia llamaba muchísimo la atención entre todas aquellas cabezas
oscuras; lo llevaba recogido formando unos tirabuzones metidos en una redecilla
enjoyada. Llevaba puesto uno de los vestidos nuevos de Ani, el de color marrón
rojizo con un sencillo corpiño. Se paseaba con parsimoniosa seguridad, tan pagada de
sí misma que casi traspasaba la petulancia, acompañada por otras dos mujeres con
atuendos propios de la moda bávara, con túnicas de manga larga y faldas anchas
confeccionadas con una tela distinta. Se reían.
Ani no se movió. Los pies le pesaban como adoquines. Inclinó la cabeza y se
puso tensa por temor a que la descubriera mientras oía el suave balanceo de las faldas
de Selia y el susurro de los solicitantes al apartarse, sin saber si tenían que hacer una
reverencia.
Cuando las mujeres se dirigieron por otro pasillo, Ani alzó la vista para ver que la
camarera real de la cámara le hacía una seña para que entrara.
«Selia está aquí, en el palacio, con mi vestido».
—Vamos, eres la siguiente —dijo la señora.
«Selia está aquí, y eso significa que los ha matado a todos, a Talone, a Adon, a
Dano, a Radal, a Ingras, a todos».
—Rápido, chica, que hay cola hasta mañana.
Ani contuvo la respiración y entró en la sala. Era larga y estrecha, con una
ventana en el techo por la que entraba la cálida luz del sol, que caía sobre el blanco
suelo de mármol. Ani entrecerró los ojos por el resplandor, la imagen de Selia aún le
quemaba los ojos, como cuando se mira a la oscuridad después de haber fijado la
vista en el fuego, y caminó hacia delante a ciegas.
Sabía que había guardias en los rincones y detrás de cada una de las
resplandecientes columnas. No levantó la mirada para observarlos. Ungolad estaría
en algún lugar cerca de Selia. Sus hombres la buscaban en la ciudad y allí estaba ella,
en el palacio, como el ratón que va al queso, para anunciar su presencia e invitarles a
que la matasen como a sus compañeros. Ani se detuvo: temía que si seguía
avanzando se echaría a correr.
—Acércate —dijo el rey.
Era un hombre corpulento, hasta sentado parecía alto. Las manos, que reposaban
en los brazos de una silla bien tallada, eran grandes y fuertes, y se imaginó que si
fuese necesario aún podría empuñar una espada en la batalla. Parecía cansado y
entretenido a la vez, quizá por su poca predisposición a acercarse. Ani dio unos
cuantos dolorosos pasos más e hizo su mejor reverencia, la que su tutor le había dicho
hacía años que sólo era para la realeza. Ningún profesor la había preparado para
presentarse ante un rey sin ser Anidori-Kiladra de Kildenree, sino una muchacha del
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bosque, con las botas prestadas de un chico, las cejas ennegrecidas por el carbón y un
acento imitado.
—¿Cuál es tu petición? —dijo la camarera real.
—Yo… no sé —dijo empleando el fuerte acento del bosque.
«Estúpida, estúpida», se dijo a sí misma. No podía darse a conocer al rey ahora
que sabía que Selia había podido entrar al palacio. ¿Qué pruebas tenía? Al oír su
alegación, llamaría a Selia para pedirle explicaciones. Selia y todos los guardias
negarían la historia y la encarcelarían por impostora, o peor, dejarían que se marchase
considerándola una boba inofensiva, y caería directamente en las manos de Ungolad.
No tenía ninguna petición que hacer. Ani estaba perdida.
El rey suspiró.
—¿Eres nueva en la ciudad?
—Sí, señor.
—¿Tienes donde vivir?
—No —admitió.
—¿Qué sabes hacer?
Pensando en encontrar a Falada, Ani respondió con renovadas esperanzas:
—Se me dan bien los caballos.
El rey le hizo una seña a un consejero que estaba a su derecha.
—En estos momentos no hace falta nadie en los establos, señor.
El consejero era un hombre alto, con la cara delgada, y a todas luces era muy
consciente de su propia importancia. Revisó un pergamino que descansaba en una
fina tabla y añadió:
—Sin embargo, el chico de los gansos está solo para hacer frente a una bandada
de cincuenta.
—Bien —dijo el rey y le hizo un gesto a Ani para que siguiera al consejero fuera
de la sala.
—Espere, ¡eh, señor!, ¿puedo pedirle un favor? ¿Podría hablar un momento con
su primer ministro?
El rey le hizo una señal al consejero que esperaba con impaciencia.
—Lo harás.
Ani parpadeó, asombrada de que le hubiera concedido su deseo con tal rapidez, le
dio las gracias y le hizo otra reverencia mientras el nuevo peticionario ya estaba
esperando. Cuando se incorporó, el rey tenía otra expresión en el rostro. Era como si
la viera por primera vez, y se le acentuaron las arrugas alrededor de la boca. Mientras
la miraba era como si le ordenase que se quedara quieta para inspeccionarla, y ella se
puso colorada de la cabeza a los pies.
—Bien —repitió el rey, dedicándole una sonrisa antes de que la camarera real
reclamara su atención.
Tras la claridad de la sala de recepciones, las paredes de madera oscura, las
alfombras de tonos subidos y los tapices del pasillo fueron un alivio para los ojos. Iba
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a ver al primer ministro, y aquello también era un alivio. Esperó que el consejero le
mostrara el camino, pero éste llamó a un paje, le ordenó que llevara a Ani al ala
oeste, donde estaban los trabajadores y luego se dio la vuelta para volver a la cámara
del rey.
—Esperad, eh, señor… El rey ha dicho que podía hablar con el primer ministro.
—Soy yo.
—No sois vos. Bueno, yo lo conocí cuando era más joven.
El primer ministro suspiró enfadado.
—Pues entonces sería otro. Yo soy Thiaddag, el primer ministro de Baviera, y lo
he sido durante los últimos cuatro años. Siento no poder abandonar mis
responsabilidades para que te reencuentres con tu viejo amigo.
Se despidió con un gesto de la mano y volvió con el rey.
—Bueno, vamos —dijo el muchacho.
Ani vaciló. Ponerse a trabajar con el chico de los gansos no entraba dentro de sus
planes. Pero su plan era tan endeble que se había desmoronado al ver a Selia y al
nuevo primer ministro. De momento necesitaba quedarse en la ciudad hasta que
pudiera rescatar a Falada.
—Sí, muy bien —dijo, y siguió al paje.
Cuando salieron a la luz resplandeciente del patio, el chico se detuvo a estirar los
brazos y a inflar el pecho mientras sonreía a aquel día tan caluroso. Ani pensó que se
parecía a un petirrojo con aquella túnica roja y el pelo rebelde, como si tuviera
plumas sueltas.
—Me llamo Tatto. Soy el hijo del capitán de veinte hombres, por eso ya soy paje
con tan sólo doce años.
—Ah —dijo Ani—. Felicidades.
La miró con los ojos entrecerrados para ver si se lo decía en tono de burla. La
princesa se encogió de hombros como si no supiera si era algo bueno o no ser paje a
los doce. El niño sacudió la cabeza y masculló:
—Estos del bosque…
Le estuvo hablando todo el rato sobre la ciudad mientras bajaban por las calles
empinadas y le informó de todas las complicadas funciones que tenía que ejercer en
su condición de paje. Por fin llegaron al muro más alto de la ciudad y comenzaron a
bordearlo.
—Al otro lado de la muralla están los pastos, las vacas, las ovejas, los gansos y
todo eso. Trabajarás allí.
—¿Y dónde se guardan los caballos? —preguntó Ani.
—Ah, están detrás del palacio. Tendrás que correr mucho hasta llegar allí antes
del desayuno.
«Detrás de los muros de palacio», pensó Ani, desalentada. Eso iba a ser un
problema.
Al final Tatto la llevó hasta una gran casa de dos pisos pintada de un amarillo tan
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llamativo como el de la túnica de Ani. La mujer que había dentro era delgada y tenía
unos ojos sin brillo que no captaban todo lo que veían. Al hablar, la voz le salía de la
garganta a regañadientes, salpicada de pausas y quejidos. Se presentó como Ideca, la
dueña de los trabajadores del oeste, y echó a Tatto con la advertencia de que no se
entretuviera en el camino de vuelta, como a buen seguro había hecho a la ida, o su
capitán lo devolvería a la grasienta cocina. Tatto la miró con mala cara por haber
arruinado su imagen y desapareció por la puerta.
Ideca le echó un vistazo a Ani.
—Mmm, no echarás de menos a tu familia del Bosque y te marcharás a la primera
helada, ¿no?
—No —contestó la muchacha.
—No sé por qué fuiste a ver al rey en vez de venir aquí directamente. Supongo
que te pensarás que has hecho una entrada triunfal, pero ni se te pase por la cabeza
que te vamos a tratar de forma diferente. Todos trabajamos. Es lo que hacemos aquí,
trabajar.
Ani asintió y esperó que bastara con eso.
Ideca frunció los labios.
—Aquí será donde comerás por la mañana y por la noche, así que ya puedes
empezar.
Le puso un cuenco con sopa de judías y un vaso alto de agua. Ani se bebió de un
trago el agua y luego se arrepintió de no haberse guardado un par de tragos para bajar
la sopa fría.
Ideca llevó a Ani hasta un armario desordenado que había arriba y le dio una
falda y una túnica sobrante para que hiciera la colada, ambos de color naranja claro
como un melocotón, una vara con la punta curvada para arrear a los gansos y un
sombrero de paja con una cinta que, convenientemente atado por debajo de la
barbilla, ocultaría perfectamente, estaba segura de ello, cualquier mechón de pelo.
—Vivirás en la tercera casa del sur, al lado de la muralla. El resto del día lo tienes
libre. Vuelve aquí para desayunar a primera hora. —Le dijo que se fuera y cerró la
puerta.
Enfrente de la casa de la dueña había una serie de viviendas bajitas, cada una con
una ventana y una puerta diferente. Ani fue hasta la tercera y entró. La casa no era
más que una habitación, una habitación muy pequeña. Con los brazos extendidos casi
podía tocar las dos paredes a la vez. Las paredes laterales de madera lindaban con las
de sus vecinos y la muralla oeste era la pared trasera. Olía a la ciudad, a basura, a
humo, a comida, a gente y animales que vivían demasiado juntos. La casa se había
construido justo encima de los adoquines cuadrados de la calle. Ani se sentía como si
todavía estuviera ahí fuera y en cualquier momento pudiera aparecer por la puerta
algún vendedor ambulante, o que los niños que jugaban a atrapar la mosca fueran a
entrar por la ventana y a saltar encima de su cama para trepar por las rugosas piedras
de la pared trasera.
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Los únicos muebles de la estancia eran una cama pequeña, una mesita de noche y
tres ganchos de hierro clavados en una pared. La princesa se acordó de los aposentos
del Palacio de Piedra Blanca, donde sólo en la primera habitación cabían quince
como aquélla. Se imaginó que las paredes se extendían y resplandecían al caer la
pintura blanca sobre la superficie sin adornos como agua espesada por la luz. Se
desenrollaron tapices de niños y pájaros, de montañas otoñales; las alfombras
aparecieron bajo sus pies como un río que baña sus orillas, y la cama se expandió
hasta convertirse en una montaña de almohadas y mantas, como la masa se convierte
en pan. Había libros en las paredes, gatos a sus pies, comida en la mesa, una sirvienta
en la puerta que le decía «¿Os ayudo con el vestido, princesa heredera?». No,
princesa heredera, no. Ya no era la princesa heredera. El rostro de la sirvienta no era
más que una piedra redonda de la pared. Aquel mezquino desánimo volvió, y se
estrelló contra sí mismo, duro y sombrío. Ani se sentó sobre la cama y se quedó
mirando aquellas manos suaves sin callos.
* * *
Después de pasearse por callejones sin salida y tener que retroceder, de oler a su paso
el acre hedor de los riñones de vaca proveniente de las carnicerías y las mareantes
emanaciones de las flores que las floristas acarreaban en cientos de cestas, finalmente
Ani encontró la plaza del mercado guiándose por el ruido. Las personas tranquilas de
las carretas de la noche anterior se habían transformado en descarados vendedores
urbanos que agitaban sus mercancías a los transeúntes y gritaban de pie desde los
asientos de sus carros, «¡Manzanas! ¡Hierbas! ¡Botes de conservas, frutos secos,
piñas! ¡Mantas para el frío, para el frío, compren mantas para combatir el frío!».
Ani encontró a sus compañeros de viaje igual de animados, con la mitad de sus
bolsas vacías, y un grupo de compradores que tocaba el hilo teñido a conciencia y el
apretado punto de Gilsa. Hasta Finn decía una o dos palabras y agitaba un suéter en el
aire. Se dio cuenta de que la estaba saludando a ella y fue corriendo hasta él, algo
aturdida todavía por el ruido y la agitación de la plaza.
—Hola, Isi —la saludó, y entonces la princesa se acordó de que por el momento
aquél era su nombre.
El grupo había vendido un montón de mercancía, aunque todavía les quedaba la
mitad y tendría que quedarse el resto de la semana.
—Será mejor el mes que viene —comentó la chica que llevaba el pañuelo rojo—,
cuando refresque y todo el mundo tema la llegada del invierno.
—Finn, me han dado trabajo —trató de hablar en voz baja, pero casi chilló para
que la oyera por encima del barullo—. Voy a ocuparme de los gansos del rey.
Sonrió, pues a pesar de que se trataba de una tarea sencilla, le sonaba majestuosa,
como si hablara la satisfecha voz de Tatto cuando se pavoneaba.
—Es un buen trabajo —dijo Finn.
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—Sólo quería avisarte para que no te preguntaras dónde me había metido.
Le dio una palmadita en el hombro y luego la miró burlonamente. Se tocó las
cejas y le sonrió con la energía propia de un buen chiste secreto. La muchacha se
preguntó en qué estado estarían y esperó que el carbón no se le hubiera corrido.
—Bueno, me tengo que ir. Gracias por ser tan amable.
Se dio la vuelta para marcharse, pero enseguida volvió para hablarle al oído:
—Finn, si alguien descubre que me conoces y, haciéndose pasar por mi amigo, te
pregunta a ti o a tu madre dónde estoy, no se lo digas, por favor. —Sonrió con dolor
—. Vosotros dos sois los únicos amigos que tengo en este reino.
El muchacho asintió.
—Te he guardado un poco de comida. —Fue al carro y sacó una manzana grande
y verde, que olía como los húmedos pastos de los riachuelos del bosque—. Suerte —
dijo, le dio la manzana y siguió vendiendo.
Ani se abrió paso entre los puestos, las carretas, los carros, los comerciantes y los
vendedores foráneos y los habitantes de la ciudad que salían para ganarse unas
monedas. Había un grupo de gente alrededor de un hombre que hacía malabarismos
con unas pelotas rojas. Una de las pelotas se convirtió en una paloma y voló en
círculos. Ani se quedó mirando con la boca abierta.
—Trucos.
Una mujer con un pañuelo verde señaló con un dedo a Ani. Estaba sentada sobre
una manta tan cubierta de raíces, racimos de bayas y manojos de hojas secas que no
se podía mover.
—Son todo trucos. —La mujer hizo un gesto hacia el malabarista—. No es
magia.
—Ah, por supuesto —dijo Ani.
La mujer la miró con los ojos entrecerrados y tosió, o tal vez se rió.
—Tú tienes algo, ¿verdad?
Ani arrugó la frente.
—Tienes palabras, joven. En tu interior. Creo que más de las que piensas.
—¿Lo que tengo es magia?
—¿Sabes lo que tienes?
Ani se encogió de hombros.
—También pienso que quieres algo de aquí. —Pasó una mano sucia sobre sus
productos.
—Sí, la verdad es que quiero raíz de espino —respondió Ani. Le pedía una planta
que había conocido durante los días que recogía raíces para Gilsa—, pero no tengo
dinero.
La mujer se sorbió la nariz.
—Te lo cambio por la manzana. —Sacó de un montón más bien mohoso una raíz
del tamaño de un dedo meñique—. Es todo lo que tengo. No hay mucha demanda.
Intercambiaron los artículos y antes de que Ani pudiera hacerle otra pregunta, la
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mujer la echó de allí.
Ani se abrió camino entre el tumulto para llegar a la muralla de la ciudad y
después seguir el muro oeste con la mano izquierda rozando las piedras. El ruido del
mercado todavía no había quedado muy atrás cuando alcanzó a ver unos largos
objetos que colgaban de la pared que tenía encima. Parpadeó y trató de ver qué eran.
Antes de que pudiera verlos con claridad, los olió.
Los cadáveres emanaban muerte bajo la feroz mirada del sol. Era el penetrante
hedor de la carne y la sangre fresca que le rozaba la parte de atrás de la garganta
como si fuera un dedo. Le tembló el cuerpo, sintió náuseas y pasó a toda prisa dando
un traspié. Se detuvo unos pasos más adelante. Había un hombre apoyado en el muro,
masticando un bocadillo de salchicha y mirando lo que colgaba de la pared.
—Perdone, señor —dijo.
El hombre escupió un trozo correoso de carne y bajó la vista para mirarla.
—No soy un señor, chica del Bosque, soy Arnout.
—Arnout, ¿sabrías decirme por qué están ahí arriba esos cadáveres?
Se encogió de hombros.
—Son criminales. Lo más seguro es que mataran a alguien o que robaran un
animal o que secuestraran a una chica. Fechorías. Aunque no cometieron un acto de
cobardía. Si lo hubieran hecho miembros del ejército del rey, los hubieran enterrado
en lodo hasta ocultarlos. Eso es traición. —Al sonreír mostró una boca llena de
comida masticada y se dio una palmada en la cabeza—. La ciudad no es como tu
bosquecito, ¿eh? Ya te acostumbrarás.
Ani se marchó sin echar la vista atrás. Se dio cuenta de que no sabía si en
Kildenree también mataban a los delincuentes.
Tal vez sí. Tal vez se los ocultaban como le habían ocultado la mayor parte de lo
que había en el mundo. Tal vez su madre había creído que era demasiado débil para
conocer el mundo.
Después de caminar durante mucho rato, Ani llegó a las casas de los trabajadores.
Llamó a la puerta de Ideca para pedir un poco de vinagre, que le entregó en una taza
prestada después de dar rienda suelta a una queja y a una suave reprimenda.
Ani entró en la tercera casa de la fila de viviendas, y para no pensar en la
oscuridad de la madera gris y en el poco espacio de que disponía, se puso a trabajar.
La raíz de espino marrón que había conseguido en el mercado suponía todo un
hallazgo, tan oscura e invisible entre las bayas, las raíces y los órganos que usaban los
bávaros para obtener aquellos colores llamativos.
Con una piedra que se había desprendido cortó la raíz en tiras jugosas y oscuras,
las puso en el hueco de un adoquín y a continuación las machacó con unas gotitas de
vinagre. Usó un manojo de césped a modo de brocha, y cubrió cuidadosamente el
pelo rubio de las cejas con el tinte. Para teñirse los cabellos necesitaría más raíz de
espino de la que podía encontrar en todo el mercado, aparte de que en el proceso se le
pondrían las manos negras hasta las muñecas. Pero tenía que hacerlo.
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Limpió el tinte seco con la parte inferior de la falda y se acurrucó en la cama.
Incluso mientras dormía notaba las tablillas de madera que atravesaban el fino
colchón, como moratones en la espalda.
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Capítulo 8
Cuando rompió el alba y abrió su resplandeciente ojo, Ani oyó con toda claridad el
movimiento del armazón de madera de las camas de sus vecinos gimiendo su
verdadera edad, y también cómo arrastraban sus botas por el suelo. Se puso la túnica
amarilla y la falda azul que descolgó de la percha en lugar de la nueva ropa de color
naranja, pues aquella mañana prefería vestirse con algo conocido. Se recogió el pelo
en una trenza y lo ocultó debajo del sombrero. Esperó que nadie le preguntara por
qué llevaba un gorro para el sol, ya que acababa de amanecer y el sol apenas se
filtraba entre los edificios rozando los adoquines. Se ató la cinta con un nudo por
debajo de la barbilla y sujetó bien los mechones que quedaron sueltos. Armada con la
vara, Ani salió de la pequeña habitación para enfrentarse con determinación a las
mesas del desayuno de la dueña, Ideca.
Ani abrió la puerta y le llegó el aroma de la comida caliente mezclado con el olor
de las vacas, del pan y de los cuerpos que pasaban demasiado tiempo con los
animales y muy poco tiempo en el baño. Ani se preguntó si podría comer con todo
aquel hedor, pese a que las casi tres docenas de trabajadores que estaban sentados en
los bancos comían como si estuvieran muertos de hambre.
Eran jóvenes, algunos de la edad de Tatto, algunas chicas mayores que Ani, y
todos tenían diferentes tonos de pelo castaño, desde el marrón corteza de arce hasta el
color del lodo negro. La casa temblaba con la cháchara, el sonido metálico de las
cucharas sobre los platos de cerámica, los golpes de la puerta de la cocina mientras
las chicas de Ideca entraban con fuentes llenas y se marchaban con los platos sucios,
y con los gritos que se dirigían los amigos de una mesa a otra. Ani advirtió que
ninguna de las otras chicas llevaba puesto el sombrero. Tocó el ala con nerviosismo y
buscó un sitio donde sentarse y permanecer callada.
No tardaron mucho en notar su presencia.
—Conrad, ahí está tu chica —gritó alguien.
—Ahí está la nueva.
—Vamos, Conrad, dale un beso —dijo un muchacho mientras empujaba a otro
chico con una gorra naranja que estaba sentado al final del banco y lo tiraba al suelo.
El joven se puso de pie inmediatamente y cogió un puñado de huevos duros.
Antes de que su mano pegajosa alcanzara la cara del chico que lo había ofendido,
Ideca le había agarrado de la muñeca con una mano y del gorro y los pelos con la
otra.
—Conrad, te pondré a limpiar huevos del suelo a la hora de irte a dormir, créeme
que lo haré, así que ve a presentarte a Isi y siéntate.
Conrad se sorbió la nariz. Con toda tranquilidad, puso el puñado de huevos en el
plato, se limpió la mano pringosa en el pantalón y se la tendió a Ani. Tenía unos ojos
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grises sin brillo y las pecas de su cara estaban tan juntas como escamas.
—Me llamo Conrad —dijo— y me encargo de los gansos.
—Bésala —gritó alguien por encima del barullo del desayuno.
Conrad volvió la cabeza hacia el que le había hablado y le gritó:
—Cállate o te meteré el desayuno por la nariz y estaré limpiando el suelo contigo
encima hasta mañana si hace falta.
Volvió a su actitud de bienvenida, Ani le dio la mano y a escondidas se limpió el
huevo en la espalda.
—Encantada de conocerte —dijo la princesa.
—¿De dónde eres? —dijo una chica que tenían detrás.
—Del Bosque —respondió.
—Ya lo creo, gorrioncito —dijo la chica—, pero ¿de qué parte?
Ani se dio cuenta de que la mayoría debía de haber venido del bosque para
trabajar en la ciudad y enviar dinero a sus familias.
—De cerca de Darkpond —nombró el lugar del que había oído hablar a los
vecinos de Finn.
—Habla como alguien que conozco de Darkpond —oyó Ani que decía una chica.
Alguien asintió y dejaron de centrarse en ella para seguir desayunando. Ani comía
despacio, se concentraba en tragar la comida que parecía demasiado pesada y caliente
para aquella hora tan temprana. Observó a Conrad y a sus amigos, sorprendida al ver
los platos llenos de huevos, judías, trozos de cordero y bollos de avena calientes y
grasientos que consumían a una velocidad pasmosa. Cuando vaciaron los platos, se
limpiaron la boca con el dorso de la mano, las manos en sus pantalones o en los de
otro, provocando una breve trifulca, y se levantaron de los bancos haciendo chirriar la
madera contra el suelo de piedra.
—Coge tu bastón —dijo Conrad mientras cogía el suyo que estaba junto a los
otros, al lado de la puerta.
Al marcharse se oyó un coro que iba de boca en boca:
—Conrad tiene una chica, Conrad tiene una chica.
—Vamos, muchacha de los gansos —dijo Conrad con irritación, y subieron por
una calle estrecha.
Ani apoyaba la base del bastón entre las piedras para ayudarse a subir. Conrad no
esperaba, y sólo lograba alcanzarlo cuando la cuesta no era tan pendiente. La princesa
no tardó en oír los gruñidos de los animales (de las ovejas, de los cerdos, de los pollos
y de las cabras) que perdían su singularidad con aquella mezcla. Conrad abrió la
cerradura de un edificio bajo. El parloteo de los gansos que albergaba los recibió en
la entrada y Ani se dio cuenta enseguida de que su lengua era muy diferente a la de
los cisnes. Era incapaz de captar una sola palabra.
—¿Te has encargado antes de gansos? —dijo Conrad. Ani negó con la cabeza y él
puso los ojos en blanco—. Tómatelo con calma al principio, ¿vale? Déjame a mí y
quédate atrás para asegurarte de que no se escapa ninguno. A los gansos no les gusta
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la gente nueva, pero prefieren a una chica que a un chico. Los machos casi le
arrancan las rodillas a picotazos a un muchacho que vino arrastrándose del bosque en
busca de un trabajo en la ciudad. No duró mucho conmigo. Ahora está con los cerdos.
—Gracias por avisarme —dijo.
—No me importa si te muerden la rótula, chica de los gansos, sólo te aviso. —Se
encogió de hombros y abrió el corral.
Los gansos eran mucho más pequeños y mucho menos distinguidos que los cisnes
que conocía. Aunque tenían una forma parecida, los gansos quedaban reducidos a una
cabeza más grande, un cuello más pequeño y las patas y el pico de color naranja,
como una fruta exótica.
Los terrenos del palacio de Kildenree no tenían un corral de gansos y Ani sólo
había visto aquellas aves desde lejos. A veces desde la ventana de la biblioteca veía a
una campesina descalza, con el pelo corto, una vara y un sombrero hecho de papel
grueso enrollado sobre sí mismo, como un trozo de madera tallado. Acostumbraba a
pasear con doce gansos por un sendero a orillas del río hacia los pastos despejados
que lindaban con la ciudad. Entonces le pareció bastante despreocupada y le daba la
impresión de que estaba contenta consigo misma, con los gansos a sus pies,
representando el pálido revuelo de sus pensamientos.
Los pensamientos de Ani volvieron al presente al oír un fuerte y desagradable
graznido. Un macho de cabeza ancha había salido del corral y le picoteaba la pierna.
Se cayó de culo, sorprendida. Cuando volvió a levantar la vista, el ganso tenía el
cuello y la cabeza encorvados hacia el suelo, hacia delante, como si su cuerpo
sostuviera una espada preparada para atacar. Empezó a correr con el pico abierto y
sibilante apuntando a su cara. Se puso los brazos encima de la cabeza y se preparó
para el dolor que se avecinaba, pero al no pasar nada, se destapó y vio que Conrad
había agarrado al macho por el pescuezo con su bastón.
—Levántate —dijo—. Menuda estupidez.
Ani se puso de pie y se apoyó en la vara sin perder de vista a los gansos.
—Lo siento —se disculpó.
—Ya. Vamos.
Pasaron por varias calles durísimas antes de llegar a la verja de los pastos.
Cincuenta gansos eran demasiados para un chico, y mucho más para un chico cuya
acompañante no tenía ni idea de esas aves y cada dos por tres se encontraba en medio
de la bandada, que le picoteaba las pantorrillas enérgicamente. Conrad se mantuvo en
la retaguardia para guiar al grupo con sus silbidos y darles empujoncitos con el
bastón. De vez en cuando gritaba:
—Muchacha, que se escapan. —Y la enviaba a correr detrás de unos cuantos.
Ani prestaba atención en vano a sus sonidos para ver si captaba alguno que le
resultase familiar. Probó con la lengua de los cisnes, pero parecía que se reían de ella
y le picoteaban en las piernas un poco más fuerte.
Por fin llegaron a una puerta estrecha y en forma de arco que se abría en la
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muralla de la ciudad. Cruzándola se llegaba a los verdes prados que lindaban con la
muralla de la ciudad en la parte más cercana, y en la más lejana, con altos árboles de
agua y un riachuelo. El panorama de los pastos atrajo la atención de los gansos como
el olor de la comida después de un ayuno. Estiraron los cuellos y centraron sus ojillos
en la hierba y el reluciente arroyo que había más allá.
Ani atravesó el arco antes que ellos para contarlos mientras pasaba la gran oleada
blanca entre la que destacaban los picos naranjas y los ojos azules.
—Cuarenta y siete —dijo Ani—. Tendría que haber cincuenta, pero pondría la
mano en el fuego porque no hemos dejado que se escape ninguno.
Conrad se encogió de hombros.
—¿No estás preocupado? —le preguntó—. ¿No tendríamos que dar la vuelta para
comprobarlo?
La miró a los ojos de un modo desafiante.
—Ya faltaban antes. He estado solo con todos éstos durante más de una semana.
¿Qué iba a hacer si tres desaparecían cuando hay cuarenta y siete marchando cada
uno en una dirección? Ya me gustaría verte a ti.
El día se movía despacio al compás del sol, y Ani permaneció a la sombra de una
solitaria haya que había en medio del prado. No muy lejos de sus pies estaba el borde
de un estanque que se llenaba con el agua del arroyo. Los gansos deambulaban cerca
del estanque en grupos de unos cinco para pastar donde la hierba crecía más alta o
para escarbar en busca de larvas en la orilla embarrada. No eran unos pastos muy
extensos, sino más bien alargados, y estaban cercados por setos a ambos lados que
hacían las veces de vallas, detrás de los cuales Ani alcanzó a ver unas ovejas a un
lado y otros animales, quizá vacas, al otro.
Ani se quedó mirando en la distancia con la esperanza de ver caballos pastando, y
a Falada entre ellos. Pero Tatto le había dicho que los caballos estaban en los pastos
de la ciudad, detrás del palacio. Para mitigar su culpa, pensó que Falada
probablemente estaba mejor que ella, comiendo montañas de avena y durmiendo con
satisfacción en los establos reales. Eso si no estaba muerto. Aquel pensamiento se le
clavó en lo más profundo. Y si lo estaba, ¿cómo lo descubriría sin que la mataran?
Especular no servía de nada. No había ninguna oportunidad de abandonar los
campos durante el día. «¿Qué esperabas —pensó Ani—, que te dejaran una hora libre
para tomar el té?». Unas horas después del mediodía, un vendedor ambulante se
asomó por el arco para anunciar con voz clara y experta que tenía bocadillos calientes
de carne. Conrad, decepcionado, le hizo una señal para que se marchara, pues ni la
chica ni el chico de los gansos tenían dinero.
Cuando el intenso naranja del atardecer quemó el horizonte, Conrad la avisó de
que tenían que marcharse. Se había mantenido alejado de Ani todo el día, a la sombra
de los abedules que crecían a lo largo del arroyo, mientras tiraba piedras río arriba y
seguía perezosamente a los gansos para oírles graznar.
La vuelta a casa fue más sencilla. Los gansos estaban agotados de todo el día y
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preparados para descansar. Sólo se usó el bastón una vez, cuando un par de machos se
alejó del grupo para fastidiar a un gato callejero con los dientes rotos que se había
acercado demasiado a una de las hembras.
Cuando guardaron los gansos en el corral y entraron a trompicones en el comedor,
Ani por fin comprendió por qué devoraban sin tregua el desayuno. Al oler la comida,
se le abrió el apetito y el estómago empezó a protestar antes de tiempo.
La cena estuvo tan animada como el desayuno a pesar del hecho, observó Ani, de
que les dieron pastel de judías, patatas sin mantequilla y judías verdes que habían
hervido hasta convertirse en papilla. El grupo comió con ganas y la muchacha se
sintió dispuesta a hacer lo mismo. El olor de animal que impregnaba a la gente aún
resultaba más acre, pero Ani comió igualmente.
Un ruido atrajo la atención hacia la puerta. Se abrió y apareció una chica de la
edad de Ani con la cara roja, que resoplaba. Tenía el pelo suelto hasta los hombros y
unos ojos tan grandes que a Ani le recordaron los de un búho. Se apoyó en la jamba
de la puerta, hizo señas a un grupo de chicos que estaban cerca, tragó aire y dejó que
la voz fluyera libre en su garganta.
—Rápido. Razo, Beier. Ese carnero malhumorado… ha hecho un agujero en el
redil… se ha metido en el gallinero… he intentado detenerlo, pero…
Sin pronunciar palabra, dos de los chicos cogieron las varas que tenían más cerca
y salieron de la casa. De inmediato Ani se dio cuenta de que la expresión de la chica
había cambiado. Ya no jadeaba, y una sonrisita hizo aparecer unos hoyuelos en sus
mejillas.
—… pero no lo pude detener porque estaba demasiado ocupada poniendo un
cubo de papilla de avena encima de la puerta.
Las carcajadas inundaron todos los rincones de la sala y aumentaron conforme los
otros trabajadores fueron entendiendo lo que ocurría. Ani sonrió también y sacudió la
cabeza mientras se imaginaba el gallinero y a aquellos chicos abriendo la puerta. La
bromista hizo una reverencia y se sentó en el banco de Ani.
—Se la debía —dijo mientras cogía un trozo de pastel de judías frío—. Durante
una semana estuvieron poniendo huevos pintados en uno de los nidos de mis pollos.
Les di todas las medicinas que conocía a mis pobres gallinas y hasta hice algún
encantamiento que me vendió una bruja, hasta que al final descubrí un poco de
pintura sobre el heno. Son diabólicos.
La chica sonrió de buen humor y Ani hizo lo mismo hasta que se sintió
avergonzada por la belleza y la seguridad de la muchacha, y bajó la mirada.
—¿Eres de Darkpond? —le preguntó—. Soy Enna, de la zona de Sprucegrove, ya
sabes, justo pasado el río.
Ani asintió.
—No te preocupes. No es que Conrad sea muy divertido, pero no es mal chico.
Le cuesta acostumbrarse a los nuevos, como a cualquier animal.
—Acabo de llegar a la ciudad —dijo Ani—. De hecho, es la primera vez que
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vengo. —Enna levantó las cejas y Ani asintió agradecida por poder contar alguna
verdad—. ¿Puedes contarme algo? ¿Qué es lo que pasa por aquí?
Un joven al otro lado de la mesa oyó la pregunta y resopló.
—No mucho, al menos a nosotros, como ya has visto. No tenemos ningún día
libre…
—A excepción del día del mercado —dijo uno.
—Sí, el día del mercado y quizás una fiesta o dos, pero ya no habrá más fiestas
hasta la luna de invierno, y entonces, quién sabe.
No habría ningún descanso hasta el próximo día de mercado. Ani se dio cuenta de
que tendría que esperar un mes para tener la oportunidad de encontrar a Falada. Pero
seguro que estaba bien, se convenció a sí misma. «Si está vivo, tiene que estar bien».
—¿Cuándo se casa el príncipe? —preguntó una chica de un banco más allá.
Ani, como si tal cosa, se puso la mano en el cuello para ocultar los picotazos que
le habían dado los gansos, que ahora le escocían.
—Ay, no me lo recuerdes —dijo un chico—. Al menos ahora no.
—Entonces será festivo, ya verás. A los miembros de la familia real les gusta que
se note su realeza. Esa semana se trabajará poco y habrá tartas de manzana gratis.
Ani ladeó la cabeza y trató de hablar como si la respuesta no le importara lo más
mínimo.
—¿El príncipe se casa? —dijo—. ¿Con quién?
—Con una rubia de Kildenree. Una princesa, supongo. No me puedo imaginar a
Su Realeza casado con nadie inferior.
—Es una princesa —confirmó Enna—. Vi con mis propios ojos su piel tan clara.
Los que estaban comiendo levantaron la cabeza y se callaron.
—¿Por qué no lo habías contado antes, Enna?
—Sí, ¿es que acaso guardas secretos más oscuros que tu pelo?
—Se lo estaba contando a los que se callan y escuchan, así que callaos y os lo
contaré ahora. Fue hace un par de semanas, me dirigía al boticario que hay cerca de la
entrada de la ciudad con lo que pensaba que era un pollo enfermo y vi que había
gente a ambos lados de la calle. Todos hablaban de ella. Nadie sabía cuándo iban a
llegar, pues venían de muy lejos y le oí decir a alguien que ni siquiera habían enviado
a un mensajero para avisar de su llegada.
—Y supongo que esos kildenrenses o kildenreanos, o como se llamen, llegaron
con su pequeño ejército.
—La verdad es que no. Sólo eran unos veinte hombres y había más caballos. La
princesa iba a lomos de un gran caballo blanco con todos los arreos.
Ani notó el corazón en el estómago. Falada. Así que estaba vivo. Quiso coger a
Enna por los brazos y pedirle que le contara todos los detalles, pero se sentó sobre las
manos.
—Y yo no sé mucho de caballos, pero unos hombres que hablaban junto a mí
decían que se trataba de uno rematadamente bueno, que ella no sabía montarlo bien,
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que lo más seguro era que en el bosque montara un potrillo dócil y que en el último
momento se subió a aquel corcel para el gran espectáculo.
Ani sonrió.
—Típico de las princesas —soltó Conrad—. Pero basta de caballos, ¿qué aspecto
tenía ella?
—No es tu tipo, Conrad —dijo el muchacho que tenía al lado y que no tardó en
recibir un codazo en las costillas.
—Supongo que es guapa —contestó Enna—. Tiene el pelo claro, pero no es muy
rubia, es como un pelo castaño limpio, como cuando Conrad se lo lava. Llevaba un
vestido lo bastante vistoso para una princesa, plateado y brillante, con un escote hasta
aquí. —Enna se señaló a unos cuatro dedos del cuello. Una chica se rió y otra suspiró.
Ani se puso una mano sobre el pecho y notó cómo se le calentaban las mejillas. A ella
el traje le quedaba un poco más bajo.
Una chica se rió y señaló a Ani.
—Me da que la muchacha de los gansos se cree que es la princesa.
Enna le rodeó el hombro con el brazo y la zarandeó amablemente.
—¿Quién querría ser una estirada con el cuello lleno de encajes pudiendo
ocuparse de los gansos? ¿Verdad, hermanita?
—No, es verdad, no pensaba en eso —respondió Ani—. Eeeh… ¿oíste algo de lo
que dijeron los guardias o la princesa?
—Mmm, no, creo que no. Había un guardia, un hombre corpulento con dos
trenzas del color de la leche agria que le caían sobre los hombros. Cabalgaba junto a
ella, se acercaban el uno al otro y hablaban. Nos miraban, a nosotros y a la ciudad,
supongo que juzgando todo cuanto veían. Un poco groseros. Me imagino que las
princesas tienen que sentarse bien rectas y tener un aspecto estoico, ya sabes a lo que
me refiero.
Ani asintió.
—Y eso es todo. Había un montón de caballos, unos pocos carros, veinte guardias
desaliñados y una princesa con un vestido chillón que enseñaba los pechos como si
fuese una tabernera.
Una joven alta refunfuñó:
—Tatto dice que siempre va con uno de sus guardias a todas partes, cuando va a
comer y cuando pasea por los jardines, como si no confiara en los guardias de
palacio. Y nunca sale de la fortaleza, no vaya a ser que se ensucie sus diminutos pies
con nuestras piedras bávaras.
—He oído que ha mandado hacer diez vestidos nuevos desde que llegó —
comentó otra chica— y eso es cierto, porque la amiga de mi tía es costurera en la
ciudad y conoce a la costurera real.
—Dicen que nunca sale a montar a caballo o a pasear por la ciudad, sino que se
queda escondida con sus amigos kildenreanos, cuchicheando con ese acento suyo tan
ñoño.
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Unos cuantos asintieron.
—Así son los kildenreanos —dijo uno.
Ani empezó a asentir y luego se contuvo. «Si estuviera donde se supone que
debería estar, nunca hubiera conocido a los trabajadores del oeste. Yo sería la rubia de
Kildenree con el acento ñoño y la actitud pedante». En ese momento le pareció un
destino lamentable.
La puerta se abrió con fuerza y el pomo rebotó en la pared. Razo, un muchacho
bajo con el pelo oscuro y rebelde y la expresión de la cara seria y adusta estaba de pie
con los puños cerrados. Beier estaba detrás de él con los bastones que no habían
usado en la mano y a ambos les goteaba una porquería gris del pelo y los hombros.
—¡Enna! —le espetó Razo con voz temblorosa.
Enna se limitó a reír.
—Bienvenidos, chicos. —Alzó la taza de agua para saludarlos.
Los demás también levantaron las suyas y no pararon de carcajearse hasta que
llegó la hora de irse a la cama.
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Capítulo 9
Los días amanecían con un ligero fresco matutino y se completaban con suaves
brisas. La novedad del otoño zumbaba en el aire. Los gansos notaban que se
avecinaba un cambio y caminaban en parejas dejando solas a las crías ya crecidas. De
vez en cuando, un ave dejaba de comer y se quedaba mirando la brisa para oler las
noticias que traía, y les decía a sus hermanos y hermanas:
—La primera ráfaga de otoño ha llegado.
O al menos así se lo imaginaba Ani. Pasaba la mayoría del día debajo del haya,
con la bandada a una distancia prudencial. Observaba y escuchaba. Los gansos hacían
mucho más ruido que los cisnes y se preguntaba si algún día sería capaz de distinguir
los sonidos, y ya no digamos darles un significado. Esta vez no estaba su tía para
guiarla. La lengua de algunas aves era tan similar que ir de una a otra era como
cambiar del acento bávaro al kildenreano. Pero la lengua de los gansos no se parecía
a ninguna de las otras que había aprendido. Se inclinó hacia delante y ladeó la cabeza
como cuando un petirrojo coge un gusano del suelo. Cotorreo, cotorreo, graznido,
siseo; aquellos sonidos tenían menos sentido que el susurro de las hojas secas.
Por la noche Ani estaba agotada, pero a menudo no podía dormir durante horas,
con la oscuridad detrás de los párpados, prometiéndole sueños. «Adon partido en dos
por la punta de una espada. Talone gritando, gritando. La mano de Ungolad en su
bota».
Tumbada en la cama podía ver un oscuro atisbo del chapitel situado más al sur de
palacio, y algunas noches, la tenue luz de la llama de una vela que parpadeaba en una
ventana. Se quedaba observándola hasta que se dormía. Aquel punto de luz
significaba que alguien más estaba despierto, pensativo, solo. A veces, su mente
vagaba en sueños por aquellos extraños pasillos de palacio, se tropezaba con unas
alfombras demasiado buenas para que las pisaran sus botas sucias y se perdía por
unos pasadizos demasiado intrincados para el cerebro de una chica que cuidaba
gansos. A menudo buscaba algo. A Falada o a Selia, y cuando los encontraba, se
quedaba allí parada como una tonta, sin saber qué hacer. Otras veces, en vez de
buscar, corría, y una mano la agarraba por el tobillo.
Por la mañana Ani vestía aquel cuerpo magullado y picoteado por los gansos y
desayunaba en silencio. La muchacha llamada Enna la iba a buscar de vez en cuando
y trataba de llevarse bien con ella. Ani se sentía como una boba cuando hablaban,
como ya le sucedió con la olla de Gilsa cuando intentó preparar la comida aquel día:
el contenido se iba volviendo más negro cada vez y el olor se hacía más nauseabundo
por momentos, y eso que había puesto todo su empeño. No tenía práctica a la hora de
hacer amigos y descubrió que se le había agotado la confianza.
Una mañana de otoño, una semana después de que Ani llegara a la ciudad,
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encontraron uno de los gansos perdidos de Conrad. Ani lo vio primero, no era más
que una marca blanca detrás del estanque. Al principio creyó que era un trozo de
madera de color claro que las aguas nocturnas habían llevado hasta la orilla, o una
camisa olvidada, aunque aún no había visto a ningún bávaro que llevase algo
totalmente blanco. Cuando hubo atravesado la puerta de los pastos, Ani se hallaba tan
absorta en la distante figura que no se preparó para defenderse del ataque de un
macho dispuesto a alargar su fino cuello y a pellizcarle el trasero.
—Para. Ay, parad ya, todos. —Ani se frotó con la base de la mano la zona donde
la habían atacado mientras Conrad se reía.
—Creo que te has echado unos amigos gansos muy simpáticos —se burló.
Ani lo fulminó con la mirada.
—Sí, creo que sí.
El macho que estaba solo no se movió cuando la bandada llegó a la orilla del río.
Saludó con un chillido, algunos gansos se colocaron a su alrededor y se pusieron a
cotorrear unos con otros y a darse en el costado con el pico.
—Uno de los tres —dijo Conrad—. Hace dos semanas que se fue.
El macho alzó la cabeza para mirar a Conrad, pero parecía demasiado cansado. Se
le habían caído unas cuantas plumas, lo que le daba el aspecto de una almohada sin
mucho relleno. Ani dio un paso hacia delante para tratar de examinar si le habían
mordido o arañado. Un ganso enorme se puso de espaldas al macho y silbó a Ani, la
punta del pico se elevó en posición amenazadora y su lengua rosa empezó a temblar.
Los moratones de la muchacha latieron con fuerza al percibir aquel ruido.
—Muy bien —dijo—, no me acercaré. Cuidaos vosotros solos porque a mí ya no
me queda piel intacta sobre la que podáis hacerme más cardenales.
Ani se sentó bajo su árbol y se quedó mirando el palacio. El calor de la mañana la
adormecía, apoyó la cabeza en el haya, trató de imaginarse cómo liberar a Falada de
los establos reales y después cómo volver a casa.
El ruido de unos cascos interrumpió su fantasía. Un grupo de jinetes vestidos para
cazar avanzaba a medio galope por donde pastaban los gansos. Algunos cambiaron de
dirección para pasar aposta entre la bandada y obligar a los gansos a salir
despavoridos entre cacofónicos graznidos, agitando las alas para imprimir mayor
velocidad a sus pies planos. Ani agachó la cabeza y miró prudentemente a los jinetes
por debajo del ala de su sombrero, no fuera a ser que encontrara alguna cara familiar
o a alguien con el pelo claro. No hizo falta. Los nobles que montaban aquellos
magníficos caballos ni siquiera hicieron el amago de mirar a la muchacha de los
gansos. Saltaron sobre el arroyo de los pastos y entraron al bosque por el otro lado.
Ninguno de sus caballos era blanco.
La sombra del haya se había movido y el sol calentaba las mejillas de Ani, así que
se situó más al norte. Allí seguía el macho, en el mismo lugar, aunque ahora estaba
solo, los otros se habían marchado para escapar de los caballos. Alzó la cabeza con
un poco más de energía para mirarla y abrió ligeramente el pico. Ani no estaba segura
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de que fuese a emitir un silbido.
El macho se puso de pie, despacio, y dio un paso torpe. Luego se detuvo. Inclinó
el cuerpo hacia delante y dejó que su propio empuje lo llevara unas zancadas más
allá.
—¿Vas a usar tus últimas fuerzas antes de morir para atacarme? —le preguntó—.
Eso sería una tontería.
El ganso todavía caminaba hacia delante a trompicones y con una pierna doblada,
Ani se sentó encima con el cuerpo bien pegado a los tobillos. Se quedó muy quieta.
—¿Has recorrido un largo viaje? —Cogió un manojo de hierba replantada y se lo
acercó a la cabeza. El animal se lo quedó mirando, bajó el pico y comió de la palma
de su mano. Hacía cosquillas, pero Ani se concentró en no moverse.
—Ah, ya veo, quieres que te mimen. Mmm. Bueno, como no estoy haciendo nada
más, te complaceré. Pero eso significa que tengo derecho a ponerte un nombre, y te
llamaré Jok, por aquella vieja historia del trotamundos que siempre volvía.
Cogió más hierba sin hacer ruido. La princesa creyó que podía oír su dificultosa
respiración.
—Pobre gansito, es horrible perderse, y aún es peor volver a casa sin que te den la
bienvenida. Eres mi ave de la suerte, Jok. Seré afortunada si acabo tan bien como tú
cuando todo esto termine; si sólo tengo una ligera dificultad al respirar, un par de
morados y algunos rasguños, si me vuelvo algo más prudente y estoy un poco más
triste por todo lo que he pasado.
El ave comió de la palma la última brizna de hierba y antes de que la muchacha
fuera a coger otro manojo, Jok la miró y emitió un suave graznido. Al arrancar otro
puñado y dejar que fuera picando de su mano se dio cuenta de que lo había
comprendido. Le había pedido más.
Aquella tarde, Ani se llevó a Jok a casa debajo del brazo. Después de guardar el
resto de gansos en el corral, examinó al animal y descubrió que tenía tres arañazos en
el muslo; uno de ellos era más profundo, con la carne rosa hinchada alrededor de la
herida.
—Se lo llevo a Ideca, a ver si le pone un ungüento.
—Como quieras —contestó Conrad.
Ideca tenía un bálsamo acre y oscuro, «lo bastante bueno para el arañazo de
cualquiera, ya fuera un ganso, una vaca o una niña». Ani sujetó a Jok bien firme
mientras Ideca se lo aplicaba debajo de las plumas, en el corte más profundo.
Aquellos ojos lánguidos brillaron al tocar al animal.
—Debería estar ayudándote Conrad. No se puede obligar al chico a que mueva un
dedo cuando ya ha metido los gansos en el corral. No debería decirte lo que pienso,
mmm, puesto que los que os encargáis de los gansos sin duda ya vais más apretados
que unos cordones.
—No habla mucho —dijo Ani.
—Lo más seguro es que contigo se corte. —Ideca la examinó con la misma
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atención que prestaba al ganso—. Eres guapa. Supongo que ya lo sabías, puesto que
llevas ese sombrero desde que amanece para protegerte la piel incluso de la débil luz
de la luna. Hay gente del Bosque que quiere que sus hijos se queden en la ciudad.
Supongo que los tuyos esperan que te cases con un noble, ¿eh?
Cuando Ani se llevó a Jok a su habitación aún tenía la cara sonrojada por los
comentarios de Ideca.
Aquella noche, Jok durmió en la cama, entre los pies de Ani. Por la mañana
parloteó con él, el ganso le respondió y algunas de las cosas que decían tenían
sentido. Le dio de comer pan integral que cogió de la mesa del desayuno. Razo
bromeó diciendo que la muchacha de los gansos había encontrado novio, y le
preguntó a Conrad si le había echado el ojo a alguna gansa, lo cual le valió una
colleja, por chistoso. Aquella conversación tan típica la hizo sonreír. Por la noche
llevó a Jok a casa de Ideca para que le pusiera más ungüento, y volvió a llevarlo a la
siguiente, hasta que se le curó el corte. Ani no tardó en darse cuenta de que permitía
que el ganso durmiera en la cama no por su propio bien, sino por el consuelo que le
brindaba aquella criatura mientras corría a través de la oscuridad de sus sueños.
* * *
Ani se despertó cuando Jok le graznó en la oreja para avisarla de que el sol había
salido y de que había llegado la hora de comer. Imitó su sonido y él lo repitió para
practicar aquel juego de intercambio de ruidos. Al final le contestó un tanto insegura,
con algo parecido a una afirmación: sí, ciertamente era la hora de comer. Ani supuso
que lo había entendido mejor de lo que podía expresar, y al no recibir respuesta de
Jok, refunfuñó. El ganso hizo un ruido más fuerte, que Ani interpretó como la
imitación del suyo, y fueron emitiéndose gruñidos sin sentido el uno al otro de
camino al desayuno.
No cabía duda de que aquella mañana, para conducir a los gansos por la avenida
se hubiera necesitado un batallón de muchachas. Había más tráfico del habitual. Un
grupo de niños que jugaba a pillapilla se mezcló con la bandada de gansos y Ani tuvo
que dejar su puesto a la cabeza para ir tras los que se habían extraviado. Había
empezado a ensayar algunas palabras y ellos le contestaban. Al menos, cuando
intentaba hablar su lengua se mostraban menos predispuestos a morderle las piernas.
Ani cloqueaba y graznaba a los gansos desperdigados mientras Conrad ponía los
ojos en blanco.
—Se cree que es uno de ellos —dijo.
—Al menos funciona —replicó la muchacha.
Conrad también imitaba los ruidos de los gansos, hasta que se fijó en algo que
había delante y que le hizo callarse. La expresión de su cara cambió; parecía
impaciente, y Ani también miró, tratando de averiguar qué sucedía.
Había dos gatos callejeros agazapados, moviendo la cola. Uno estaba sentado en
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el borde de un carro y el otro debajo, con los músculos en posición de ataque y los
ojos fijos en el ganso que tenían más cerca. Ani estaba demasiado lejos para obligar
al ave a retroceder con el bastón.
Imitó uno de los sonidos que ya había oído otras veces, una palabra de
advertencia que según ella podía significar «perro». Los gansos se replegaron y se
apiñaron instintivamente, mientras los veinte machos, con sus fuertes alas levantadas
y sus cabezas apuntando al suelo se pusieron a silbar todos a una para ahuyentar a las
bestias. Los gatos retrajeron las uñas, soltaron un bufido y desaparecieron entre la
suciedad de las calles.
Ani y Conrad agruparon a los gansos sanos y salvos y los llevaron a través del
arco pendiente abajo. En cuanto el ganso que encabezaba el grupo cruzó la entrada,
Ani, que seguía enfadada, se encaró con Conrad:
—Podías haber avisado —le recriminó—. Querías ver cómo fracasaba, estabas
dispuesto a sacrificar un ganso para hacerme quedar como una imbécil.
—Si eres tan buena con los gansos, hazlo tú sola.
Conrad se marchó, cruzó el arroyo y se estuvo todo el día al otro lado, fuera de la
vista.
Más tarde, aquel mismo día, Ani divisó un jinete. Cuando atravesó el arco, la
muchacha vio que el caballo era zaino y volvió a centrar su atención en los dos
gansos que se habían acercado a Jok. Necesitaba concentrarse, porque aquellas aves
hablaban entre sí como ancianos sordos, y aunque su idioma no requería tantos
movimientos como el de los cisnes, algunos gestos como menear la cabeza, levantar
el pico o mover la cola añadían nuevos significados a su lenguaje. Ani se imaginó
que le preguntaban a Jok sobre su viaje y que él les contaba todas las aventuras que
había vivido aquel ganso solitario.
Tras unos instantes se acordó del jinete, miró hacia la entrada y se sorprendió al
ver que había desaparecido. No estaba en ninguno de los setos que delimitaban los
pastos, y si hubiera pasado por delante de ella para cruzar el río, se habría dado
cuenta.
El inarticulado golpeteo de unos cascos la hizo levantarse, provocando que Jok se
cayese de su regazo y lanzase un graznido de resentimiento. El hombre había saltado
con el caballo por encima de los setos en dirección norte y corría a campo traviesa.
Tiró de las riendas, pero el caballo no se detuvo. El hombre tiró más fuerte y el
caballo se retorció por la tensión, arqueó el lomo y bajó el cuello. El animal se
encabritó, intentó arrojar al jinete de la silla, siguió resistiéndose, salió al trote y por
fin se detuvo.
El hombre se puso en pie de un salto, agarró las riendas y se balanceó en la silla.
Al parecer, el zaino estaba considerando la posibilidad de volver a resistirse, pero
finalmente se quedó quieto, con su recio cuerpo inamovible y las patas rígidas. Ani
reconoció aquella postura. En las caballerizas había visto a Falada comportarse del
mismo modo cuando alguien había intentado montarlo. En ese preciso instante se le
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escapó una risita.
—Mula —dijo el hombre mientras se apeaba del implacable caballo.
En cuanto puso el pie en el suelo, el animal se volvió a embravecer, se alzó sobre
sus dos poderosas patas traseras, agitó la cabeza como un estandarte azotado por el
viento y le arrebató las riendas al jinete. El caballo lo alejó con una repentina
sacudida y salió corriendo por el prado hasta que se detuvo ante la hilera de setos que
se extendían al sur. El hombre arrancó un puñado de hierba y lo arrojó al suelo.
Ani corrió por la pendiente en dirección al zaino.
—Quieto —le dijo al hombre mientras pasaba junto a él con la mano extendida,
como si le diera una orden a un perro.
Era la primera vez que notaba su presencia, y se sonrojó.
—Ah, mmm, señorita, yo no lo haría, sea lo que sea lo que tenga en mente.
Ella lo ignoró. El caballo caminaba junto a los setos, con las orejas pegadas al
cuello y el paso largo y forzado. Al acercarse la muchacha, giró una oreja hacia ella y
los músculos del cuello se retrajeron ante aquella nueva molestia.
Ani avanzó con los hombros rectos, la cabeza alta y los ojos clavados en los del
animal.
—Mírame —dijo en voz baja—. Algunos jinetes no te merecen, ¿verdad? Yo
quiero estar a tu altura. Quiero conocerte.
El caballo hizo una cabriola. Mantuvo la cola en alto y describió un semicírculo
alrededor de la chica, pues a un lado estaba la muralla, al otro, el seto, y a lo lejos
estaba sentado aquel irritante jinete. Al zaino le pareció más interesante Ani y se paró
junto a ella. La muchacha sonrió. Podría decirse que guardaba cierto parecido con
Falada, con una oreja tiesa y otra relajada, y una de las patas traseras doblada como si
quisiera darle a entender que no le importaba lo más mínimo. Ani le dio la espalda y
bajó la vista para jugar al mismo juego.
No tardó mucho en oír unas lentas pisadas detrás de ella y notar un cálido
resoplido con olor a trébol en la nuca.
Se dio la vuelta lentamente al sentir una exhalación más fuerte, que la hizo
parpadear, en primer lugar por aquel olor tan intenso, y también porque volvió a
recordarle a Falada. Se dio cuenta de que tenía los ojos tan llorosos que no podría
volver a ver bien si no pestañeaba de nuevo para despejarlos. Le colocó la palma de
la mano en la frente y le acarició. El caballo apoyó el hocico y la olfateó
pausadamente.
—Hola, amigo —dijo—. ¿Puedes percibir tu idioma en mí? Yo hablaba con un
caballo. Aunque no puedo oír lo que piensas, cuando me tocas es casi igual de
reconfortante. Gracias por dejar que te acaricie, así recuerdo lo mucho que lo echo de
menos.
Le hablaba con voz tranquilizadora mientras le acariciaba el cuello, los costados,
las patas de la parte derecha, y a continuación hizo lo mismo con el flanco izquierdo.
Se puso tenso cuando se acercó a la silla de montar y Ani empezó a emitir los
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sonidos suaves que las yeguas les susurran a sus potros. El caballo respondió con un
tono más grave que salió directamente de su garganta; no se trataba de palabras, sino
de algo semejante a los murmullos o a la risa, ruidos cargados de emoción,
fundamentales para comunicarse.
Siguió acariciándolo hasta que llegó a los hombros, donde las riendas colgaban a
un lado. Las sujetó por los extremos, colocó una bota en el estribo y se encaramó a su
grupa de un salto. El caballo cambió de postura, pero sus músculos no estaban
agarrotados. Al montar, la falda de Ani se deslizó hacia arriba, pero como tenía
mucho vuelo, en cuanto pudo ajustársela correctamente le quedó por encima de la
bota. Se sentía cómoda al subirse de nuevo a un caballo, como cuando alguien
encuentra el lugar del jardín que prefería cuando era niño. Miró a la bandada
picoteando tranquilamente alrededor del estanque que había pendiente abajo y al otro
lado del arroyo, donde los árboles eran más densos, e intentó localizar la gorra
naranja de Conrad.
—Muy bien —dijo el jinete.
Se había acercado y la observaba con una expresión confusa. La muchacha se dio
la vuelta y clavó los talones. El caballo empezó a correr a medio galope.
Los pastos eran de un color verde intenso, la velocidad suavizaba las sombras y
las imperfecciones transformándolo todo en un único color. El gris de la muralla se
desplazaba constantemente a su derecha, el resplandor del arroyo, a su izquierda; y
dejó que el corazón se elevara a través del viento, tan denso que podría atravesar su
cuerpo y hacerlo tan ligero como el mismo viento. El caballo se alegraba de correr, y
la presión de las piernas de la chica lo incitaba a galopar cada vez más rápido. El
viento luchaba contra el ala de su sombrero y le llenaba los oídos con palabras que
casi podía oír; cada vez iba más rápido, quería aproximarse a su origen, entrar dentro
del viento y ver lo que él veía. Se acercaron al seto que estaba situado más al norte,
Ani se inclinó sobre el cuello del caballo, se sujetó bien con las rodillas para sentirse
parte del ruido de los cascos y cuando saltó levantó un montón de tierra. El cuerpo se
elevó hacia el cielo, libre.
Aunque se sentía culpable, Ani ya estaba dando unos pasos cortos para volver a
situarse y saltar el seto una vez más cuando vio que el hombre corría hacia ella. El
viento fue desapareciendo a medida que el caballo aminoraba la marcha y notó cómo
aquellas palabras abandonaban su piel sin decir nada. Se detuvo junto al hombre y
desmontó.
—¿Qué pretendías marchándote a lomos de mi caballo? —La respiración se le
había acelerado por la carrera—. No puedes… no puedes hacer eso.
—Lo siento —se disculpó—. No debería haberlo montado sin tu permiso. Me
dejé llevar. —En realidad no se arrepentía, más bien se alegraba.
El hombre se enderezó y trató de permanecer serio a pesar de la sonrisa de la
muchacha.
—Sí, no tenías que haberlo hecho; bueno, es mi caballo.
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—Pero dejando eso a un lado, no podía quedarme al margen sin echar una mano.
Se veía que la montura no confiaba en el jinete.
El hombre abrió la boca e hizo el amago de reírse, pero se limitó a sacudir la
cabeza.
—Para acabar escuchando este tipo de comentarios mordaces, habría sido mejor
que me quedase en los jardines. Sé que no soy un experto en domar caballos, pero
hago lo que haría cualquier encargado de las caballerizas.
«Debería dejar de atosigarlo», pensó, pero su propio descaro le resultaba
embriagador, y no se contuvo:
—Anda, di la verdad, seguro que notas lo inquieto que está cuando lo montas. Ya
ves cómo pone los ojos en blanco, como si quisiera estar en cualquier otro sitio antes
que aquí, contigo. No está amaestrado, es un animal salvaje y se ha vuelto medio loco
por el miedo que ha sentido cuando lo han dejado al alcance de los depredadores y se
ha visto expuesto a todo tipo de situaciones desagradables. Tienes que lograr que
confíe en ti antes de hacer que salte un seto y que galope por un prado desconocido.
—Mira, te estás pasando de la raya. Me parece que esta situación empieza a
resultar un poco desagradable, y a mí sí que me están entrando ganas de poner los
ojos en blanco.
—Supongo que me he pasado, y tienes derecho a estar enfadado conmigo, si es
que lo estás, aunque no me lo parece, pues diría que te estás riendo… Conmigo no
tienes por qué hacerte el ingenuo. Bueno, si eres tan buen domador de caballos, ¿por
qué te has refugiado en la presunta intimidad de los pastos de los gansos en vez de
quedarte en los jardines de palacio? Vives allí, ¿no?
El hombre levantó las cejas y asintió. «Está sorprendido, de eso estoy segura —
pensó Ani—, aunque cualquier tonto puede ver que el caballo lleva la insignia real en
el sudadero de la silla de montar». Observó que no se trataba del hijo de ningún
noble, si se atenía a la falta de indulgencia y de seguridad en sí mismo que, según
recordaba, caracterizaba a sus primos, de modo que el caballo seguramente no era
suyo. Tenía unas manos endurecidas por el trabajo, grandes y fuertes, y unos hombros
apropiados para cargar. Ani creyó que más bien sería un guardia de palacio o un
vigilante.
El hombre miró la punta sucia de su bota. Una repentina tranquilidad había
inundado los pastos cuando la muchacha oyó la llamada silenciosa de Jok en la
distancia: Vuelve, vuelve.
Miró con más detenimiento a aquel hombre. Era mayor que ella, aunque no
mucho más. Tenía mucho pelo, de color oscuro, le llegaba hasta los hombros y lo
llevaba recogido en una cola de caballo; tenía ese tipo de mandíbula y de barbilla
prominente que se conservan para siempre. Los hombros eran anchos, y no porque el
corte de la túnica los resaltase, pues ésta era de algodón muy fino y estaba mal
cosida. Ani pensaba en cómo lo había tratado, en cómo lo había insultado y cómo se
había montado en su caballo y había bajado por el prado como una ladrona
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enloquecida. El anonimato de su disfraz de cuidadora de gansos le otorgaba una
libertad que nunca se había atrevido a disfrutar cuando era la princesa heredera,
siempre temblando a la sombra de su madre. Notó la garganta seca. Tosió y se dio
cuenta de que estaba muerta de vergüenza.
—Así que, ya ves, eso fue lo que vi —dijo Ani, y volvió a toser.
El hombre sacudió la cabeza y entonces pudo comprobar que se estaba riendo de
verdad.
—Y aquí estoy yo —dijo—, más serio que un ajo porque no he podido hacerlo
solo. Tienes razón, huía de aquellos malditos campos de adiestramiento, siempre
abarrotados, para poder domar a esta bestia sin que me viera el encargado de las
caballerizas y toda esa multitud que lleva riéndose de mis inútiles intentos toda la
semana. Así que vengo aquí para tener intimidad, y resulta que una chica acaba
instruyéndome en la doma de caballos.
Ani se rió desconcertada.
—Bueno, no quiero decir que no sepas más de caballos que un hombre —
rectificó—. Hoy no hago más que meter la pata. Lo que quiero decir es que a ti se te
da mejor este zaino de lo que jamás se me dará a mí, y además parece que disfrutas
montándolo. Cuando eres su jinete, parece no necesitar que lo domestiquen. No te lo
puedo dar porque en realidad no es mío, pero no veo por qué no puedes llevártelo a
casa hasta que quieras o hasta que me digan que lo necesitan. Así que, en serio, ¿por
qué no te lo llevas para que alguien lo monte como es debido?
Ani se ruborizó al instante, bajó la mirada y esperó a que se diera cuenta de que
cometía un error. Arrastró los pies en busca de un árbol donde apoyarse.
—No seas tímida. ¿Acaso he de recordarte, señorita, que hace un rato no te ha
dado tanta vergüenza? Venga, es tuyo.
Ani notó que la humillación le calaba los huesos y negó con la cabeza.
—Ah, puede que pienses que intento quitarme el trabajo de encima al hacer que
lo domes tú por mí, pero puedo pagarte. Creo. No sé mucho de esto, ¿cuánto me
cobrarías? —Ani se cubrió la cara con una mano y el hombre gruñó y se dijo
malhumorado—: Maldita sea, ya lo he vuelto a hacer otra vez. A las señoritas no se
les paga. La has vuelto a insultar, tonto. Qué bruto eres.
—No, eres muy amable. No es eso, es que no tengo donde guardarlo.
El hombre pareció darse cuenta por primera vez de las ropas que llevaba y miró
detrás de ella, donde la bandada paseaba y graznaba al sol, que ya se escondía por el
oeste. Ahora le tocaba a él ponerse colorado.
—No eres… Lo siento. Pensaba que estabas, que habías salido a comer algo por
aquí. Soy un inconsciente, perdóname.
Ani se rió.
—Una cuidadora de gansos debería sentirse honrada de que la confundan con una
dama que posee tierras donde guardar un caballo, señor.
—No me llamaste «señor» cuando robaste mi caballo. Me llamo Geric.
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Dicho lo cual se levantó expectante, tal vez a la espera de que ella le dijera su
nombre; pero como había agotado todo su descaro, se limitó a asentir y se marchó.
Conrad vadeaba el riachuelo y ya era casi la hora de llevar a los gansos a casa.
Cuando se dio la vuelta, el hombre y el caballo ya se habían ido. Ani sintió que la
decepción la embargaba, en el mismo lugar donde el viento la había liberado. Negó
con la cabeza y trató de deshacerse de aquella sensación adoptando una actitud de
forzada indiferencia.
—Ya no eres la de antes —se dijo—. No eres más que la muchacha de los gansos.
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Capítulo 10
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tiempo mostrándose impertérrito ante la lluvia. Cogieron hierba húmeda del huerto,
trigo seco de los barriles donde guardaban el alimento y recogieron agua del pozo a
fin de tener provisiones para todo el día. Ani dejó a Jok allí y regresó corriendo con
Conrad para que otros dos pudieran aprovechar sus chubasqueros.
La lluvia no cesaba. El día no aclaró, la única luz que había era la de los
relámpagos, aparte de una tonalidad gris tenue que no acababa de filtrarse ni por el
este ni por el oeste. Ani se sentó a un lado, separada de los demás y se quedó
contemplando aquella noche diurna mientras pensaba en tumbarse en el suelo y dejar
que el agua la empapara, que bajara por su cuerpo y la atravesara hasta que lo único
que quedara de ella fuera su corazón. Se imaginaba cómo sería aquella sensación.
Al día siguiente había mercado. Le sorprendía llevar ya cerca de un mes en la
ciudad y seguir siendo la chica de los gansos. El día anterior se había mostrado tan
atrevida como una reina con aquel jinete, el tal Geric, pero ahora no podía ser tan
fuerte.
Al pensar en Geric le vino a la mente la imagen de cuando sujetó las riendas, de
aquellas correas tan finas en contraste con unas manos tan enormes; y se acordó de
las arrugas que se le formaron alrededor de los ojos al sonreír. Y de cuando ella
montó a caballo, cuando la falda se le subió hasta la rodilla. Antes de que se la
estirara, él debió de verle la enagua, o tal vez incluso la pierna.
Ani se puso de pie para ahuyentar aquella sensación de bochorno. La luz del
exterior era pálida y lluviosa, pero la sala estaba llena de velas. La mayoría de los
trabajadores estaban presentes, jugaban y reían con voces vacacionales,
ensombrecidas por la persistente lluvia que caía sobre el tejado. Las capas grasientas
colgaban de la pared, ahora ya nadie las necesitaba. A Ani le entraron ganas de coger
una e ir a ver a los gansos, de hablar con ellos en aquella lengua tan simpática y
críptica, de cotorrear con las arañas y de quejarse por lo apretujados que estaban. O
también podía volver corriendo a su habitación, tumbarse en el catre y observar cómo
la lluvia desdibujaba el mundo de su ventana.
Ani se dio cuenta de que se escondía. Siempre quería esconderse. «Ya basta».
Para acercarse de nuevo al rey necesitaría ir acompañada de una multitud y así
asegurarse de que no le clavarían un puñal en un oscuro pasillo antes de llegar
siquiera a contarle su historia. ¿En qué otro lugar iba a conocer gente que la ayudara?
Respiró hondo y se unió al gentío.
Enna estaba sentada junto al fuego mientras observaba cómo se fundía el queso
sobre una rebanada de pan que había colocado en la solera de la chimenea. Un poco
de queso naranja chorreó de la corteza, la chica lo recogió con el dedo y se lo limpió
con la lengua antes de que pudiera notar lo caliente que estaba.
—Siéntate —dijo cuando vio a Ani. Le dio una rebanada de pan y una porción de
queso que cortó con el cuchillo y volvió al hogar.
—¿Por qué no estás jugando? —preguntó Ani, y señaló al montón de juegos de
cartas y palillos que había por toda la habitación.
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—Ah, el fuego —respondió. Aquellas ondas anaranjadas se agitaban como
espectros en los ojos negros de Enna—. Me pongo a mirarlo y no puedo apartar la
vista. ¿No has tenido alguna vez la sensación de que el fuego es tu amigo? ¿De que te
señala con las llamas para ofrecerte algo?
En lugar del fuego, Ani se quedó observando el juego de luces que se reflejaba en
la cara de Enna. Se sintió aliviada de que hubiera otros que escucharan un idioma
supuestamente mudo y que buscaran un significado en lo que era hermoso.
—Enna, hoy tenemos el día libre. ¿Por qué nadie va a la ciudad? Todos se quedan
aquí apiñados como si no hubiera otro sitio en el mundo.
—Ya sabes que para nosotros, los del Bosque, no lo hay; sobre todo para los
chicos.
—¿Por qué?
Enna miró a Ani con curiosidad.
—Entonces, es verdad que ésta es la primera vez que sales del Bosque, ¿no? Si le
preguntas a cualquiera de por aquí, te dirá que no pertenecemos a este sitio. Nuestro
lugar está con nuestras familias, la ciudad sólo es para vivir. Cuidamos a sus
animales. Para ellos somos casi como animales.
Enna miró a Razo, que estaba sentado al otro lado de la sala y perdía a los palillos
chinos.
—Cuando estos chicos se hacen hombres, no celebran sus rituales, no reciben la
jabalina y el escudo de su jefe para convertirse en parte de la comunidad como los
otros muchachos de la ciudad. Los padres de nuestros chicos nunca recibieron una
jabalina. No hay jefes en el Bosque y el rey no piensa mucho en nosotros. La verdad
es que no importa, supongo, hasta que las familias más pobres envían a sus hijos e
hijas a ganar unas monedas a la ciudad. Sé que mis padres no tienen ni idea de cómo
nos tratan aquí. —Enna se volvió otra vez hacia el fuego—. Somos tan ignorantes
detrás de los árboles, Isi. No sabemos que el mundo va más allá del camino que lleva
a los pastos, al pie de la montaña.
Ani asintió.
—Ya sabes que perteneces a tu familia y si te casas con un hombre del Bosque os
perteneceréis el uno al otro, pero nunca formaréis parte de una comunidad, nunca
seréis de esta ciudad. Me siento como si me arrastrara a vivir como una araña en la
muralla oeste mientras soy joven y soltera, para luego volver a ocultarme en las
sombras del Bosque. Yo prefiero quedarme allí, pero algunos de estos chicos se
cortarían los dedos de la mano con tal de que les dieran una jabalina para pertenecer a
esta ciudad.
Ani echó un vistazo a la sala. Conrad y Razo jugaban a los palillos frente a ella,
con sus caras juveniles en tensión por el juego. «Pero ya casi son hombres —pensó
—. Tendrían que ir a las tabernas para conocer a las hijas de los carniceros y los
sastres». Sin embargo, todas las noches, hiciera frío o calor, todos los muchachos
dejaban sus puestos de trabajo para volver a la seguridad de aquella sala.
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—No me parece muy justo. —Ani se arrepintió durante un momento de no ser la
reina de aquel país, pues ahora no tenía la oportunidad de poner fin a tal injusticia.
—A mí nunca me lo ha parecido —dijo Enna—, pero no sé mucho. Sólo veo
cómo funcionan las cosas y hace mucho tiempo que son así, según las historias que
cuentan. ¿Quién soy yo para cuestionar la ley y al rey?
—Tú eres Enna —respondió Ani—. Eres alguien.
Enna sonrió.
—Isi también.
«¿Lo es? —pensó Ani—. Pues me gustaría ser ella. Me gustaría ser alguien».
—Lo es, tú lo eres —dijo Enna, como si hubiera oído la duda de Ani. Le tocó la
mano—. Gracias por no burlarte de mí por lo que he dicho sobre el fuego. Sé que es
una tontería. Razo se hubiera reído.
—Bueno, yo hago algo parecido, pero con el viento. ¿También es una tontería?
Siento que siempre me tira de las orejas y me habla como desesperado, pero no puedo
oírle.
—Sí, exacto —dijo Enna—, eso es lo que yo siento.
—Mi tía me solía contar una historia que trata de eso, bueno, trata de muchas
cosas, pero para mí casi toda iba del viento.
Enna se irguió frente a Ani y apoyó las manos en el regazo.
—Será mejor que me la cuentes ahora o te estaré dando la lata hasta el próximo
día de mercado. Eh, Bettin —Enna llamó a otra chica—, acércate. Isi va a contar una
historia.
Ani por poco se ruboriza al sentirse el centro de atención cuando la otra chica se
sentó con ellas, pero bajó la mirada y pensó en las palabras que iba a utilizar.
—Dice así: en un pueblo muy lejano había una doncella con el pelo como las
manzanas amarillas, que trabajaba en el campo todo el día con la cabeza gacha y los
cabellos colgando a un lado, y por eso tenía las puntas tan negras como el pico de un
cuervo. A veces el viento le cogía el pelo y lo levantaba al aire. La doncella alzaba la
vista en esa dirección, hacia los pastos donde corrían los caballos salvajes.
Razo se acercó desanimado porque había perdido la partida y le preguntó a Enna
qué estaban haciendo.
—Isi está contando un cuento —le contestó Bettin—. Siéntate y escucha.
—Un día su madre le dijo: «Ve a los pastos de arriba, holgazana. Ve y trae leña
seca para cocinar». Así que la doncella salió corriendo de los campos que conocía,
subió al prado que había más arriba y arrancó las raíces muertas de un árbol al que le
había caído un rayo. Pero debajo, muy hondo, en la tierra oscura, ¿sabéis lo que
encontró? Una pepita de oro que crecía como una patata. La doncella sabía que tenía
que desenterrarla y llevársela a su madre, pero oyó el misterio de los caballos salvajes
y se agachó a esperar mientras se acercaban.
—¿Qué caballos? —preguntó Razo—. ¿Qué misterio?
—Cállate, Razo, y escucha —dijo Enna.
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Ani deseó no haber comenzado porque ahora la sala entera estaba en silencio y
muchos de los trabajadores que estaban cerca se dieron la vuelta para mirarla. Enna le
dio un golpecito en la rodilla, sonrió y la animó a que continuara. Respiró hondo y se
esforzó por recordar las palabras de su tía, pero sólo se acordaba de imágenes. Las
palabras eran suyas, le salían por sí solas.
—Los caballos salvajes eran blancos como la luz sobre el agua y tan altos como
cerezos. Les encantaba correr tan rápido que creían que se convertirían en viento si
seguían corriendo. Trotaban al lado de la doncella y el viento que levantaron al pasar
junto a ella soplaba alrededor de sus cabellos.
»Entonces uno de los caballos vio un destello de oro y se detuvo. Retiró la tierra
con la pata, cogió la pepita del suelo y la masticó como si fuera una zanahoria. De su
barbilla chorreó una baba dorada, los ojos se le pusieron más brillantes, sacudió la
crin y cuando expulsó el aire, salió música. Ésa es la razón por la que la muchacha se
quedó esperando.
—¿Qué tipo de música? —preguntó Bettin.
—Una música más hermosa que una mujer, más bonita que un árbol. Casi tan
preciosa como los caballos que corren tan rápido y tan libres porque quieren
transformarse en viento. La canción era el sonido de aquel deseo de soltar la crin, de
que los cascos no tocaran al suelo y de que aquel soplo no acabara nunca.
Bettin sonrió y Ani alzó la cabeza para mirar a los ojos de los que estaban
escuchando.
—La doncella volvía todos los días para arrancar raíces, desenterrar oro y oír a
los caballos exhalar la música del viento. Todas las noches regresaba a casa y su
madre le pegaba con un palo por no haber trabajado en el campo hasta que la espalda
se le doblara como los abedules en el invierno, mientras pensaba en aquellos caballos
a los que nunca domarían como hacían con ella. Pero como había escuchado aquella
canción, desobedecía a su madre y volvía allí todos los días. La canción era tan bonita
que no sentía el dolor.
—Creo que sé lo que significa —susurró alguien.
—Pero llegó un día en el que el oro se agotó. La doncella arrancó raíces hasta que
le sangraron los dedos y cavó en la tierra con las uñas, pero el suelo estaba vacío.
Cuando los caballos pasaron corriendo a su lado, no se detuvieron y la muchacha
hundió la cabeza en el suelo para llorar.
»Las lágrimas le aclararon las ideas y se sentó. «Mis cabellos —pensó—. Ya sé
qué hacer». Así que fue a sacarse la suciedad del pelo en el agua del deshielo hasta
que le brilló como el amanecer sobre un estanque en calma. Luego cogió un cuchillo
y se lo cortó todo, desde la raíz y lo puso en el suelo. Durmió junto a él una noche y
no tuvo frío.
»Al día siguiente los caballos pasaron corriendo con gran estruendo, como si
hubiera un terremoto, y no se pararon al ver el oro que había cortado con sus propias
manos. Pero antes de que su corazón se rompiera, el último caballo se detuvo, tocó
El sol del alba se abría camino entre el aire que la lluvia había limpiado, y parecía
atravesar los ojos y la piel, rápido e impaciente. Ani llevaba puesta la túnica y la falda
rosa anaranjada y el sombrero con una cinta del mismo color. Se sentía como los
lagartos y las ranas resplandecientes del sur que los hombres venden en pequeñas
jaulas a los compradores ricos del mercado. Razo decía que si pasabas la lengua por
la carne pegajosa de las ranas, veías los colores tan brillantes como su piel. «Qué
ciudad tan rara». Ani pensó en los lagartos, en los comerciantes y en el aire limpio
para olvidarse de hacia dónde se dirigía.
«Hacia una trampa», pensó. Pero no quería esperar a que resultase más seguro
visitar al rey. Tenía que encontrar un modo de ver a Falada. Hoy.
Aquella mañana el palacio parecía una enorme bestia pesada sentada a la sombra.
A medida que se acercaba, se hacía cada vez más alto, más ancho, y ganaba en
belleza y complejidad conforme el sol iluminaba los detalles de sus piedras. Ya se
había formado una serpenteante cola de peticionarios que llegaba casi a la puerta. Ani
se colocó detrás de la última persona, tal como había hecho aquel día de un mes atrás,
pero esta vez cuando la fila avanzó, la muchacha se escabulló hacia el interior del
edificio. Bajo la fría sombra de los muros, pasó junto a varios guardias y a unos
recaderos que la saludaron con la cabeza por su condición de encargada de los gansos
y por ser su compañera. La muchacha también les saludó, y mientras se acercaba a
los establos, en sus labios se dibujó una sonrisa cuando pensó en lo fácil que era
colarse.
Los pastos de las caballerizas estaban situados en la parte de atrás de la montaña y
se extendían varias hectáreas. Al este, la grandiosidad de los jardines de palacio
competía en primor con los rosales de otoño, las fuentes de hielo azul y los árboles de
frondosas copas que colgaban hacia abajo como si fueran damas de honor de pelo
largo secándose el cabello junto al fuego. Pero a los ojos de Ani el terreno de las
caballerizas era más hermoso.
La princesa se escabulló en la cuadra más cercana y se escondió. Un trabajador
pasó junto a ella sin alzar la vista y ella recorrió deprisa todas las casillas en busca de
una cabeza y una crin blanca. No hubo suerte. Corrió hasta el siguiente edificio: allí
no había trabajadores y las cuadras estaban casi vacías. Las comprobó todas mientras
lo llamaba —Falada, Falada— mentalmente. Cuando vio una yegua blanca el
corazón casi le dio un vuelco, hasta que comprendió que no era el caballo que
buscaba.
Ani había acabado de revisar las últimas casillas cuando el tono casi silencioso de
un acento familiar la dejó inmóvil.
—Por aquí, canalla —dijo.
Unos días más tarde Jok continuaba enfadado con Ani por haberlo dejado encerrado
en el corral durante dos noches. La muchacha estaba a la entrada de los pastos
contando los picos naranjas mientras los gansos atravesaban el arco cuando oyó el
familiar graznido de Jok al otro lado de la bandada para hacerle saber que aquel día
no se iba a sentar en su regazo. Era un ganso de palabra y Ani se sentía muy sola bajo
el haya mientras pasaba el rato captando algunas frases que decían las aves y
practicando nuevas expresiones con el viento.
A mediodía, cuando Conrad cruzó el seto para ir a ver al chico de las ovejas en
sus andanzas matutinas, Ani oyó el ruido de unos cascos. Era un hombre a lomos de
un caballo negro que se dirigía directamente hacia su árbol. Le entró un ligero
temblor, pero se quedó quieta, observando el movimiento de la sombra que el
sombrero proyectaba en el rostro del jinete, hasta que lo reconoció.
—Chica de los gansos —dijo Geric a modo de saludo.
Salió de detrás del árbol y se apoyó contra el tronco liso y gris. Geric desmontó y
le acercó el caballo, que sujetaba con una mano sobre el cuello y la otra en la crin.
—No sé cómo te llamas —dijo el muchacho.
—Me llamo Isi —contestó.
—Isi. Te queda mejor que chica de los gansos, ¿no?
—Sí —dijo.
—Sí, perdona, es que no sabía tu nombre. Isi.
—No pasa nada. Yo no te lo había dicho.
—No, no me lo dijiste, ¿verdad?
—No.
—Miran —musitó, mientras Ani tosía.
Guardaron silencio. Geric se quedó mirando la huella que había dejado su bota en
el suelo todavía mojado y Ani apartó la vista hacia los gansos, como si se fueran a
escapar al bosque si no los miraba constantemente. Él se aclaró la garganta y
comenzó a pronunciar una palabra, pero luego se detuvo y bajó la frente. Ani observó
que tenía una cara muy expresiva y unos ojos cálidos, de color miel. Volvió a apartar
la vista y esta vez miró al caballo.
—No es el caballo zaino —señaló la muchacha, y al oír sus palabras Geric alzó la
cabeza agradecido.
—No —dijo—, lo cambié por uno un poco más dócil. Después de mi vergonzosa
demostración, estaba claro que el animal necesitaba que lo manejara alguien experto.
¿Hice bien?
—Desde luego —respondió sorprendida de que buscara su aprobación.
Se calló de nuevo y Ani esperó.
* * *
Geric regresó al día siguiente, al otro y al otro. Se sentaban bajo la sombra del árbol o
caminaban juntos por la blanda orilla del estanque de los gansos, con las aves
moviéndose a sus pies como encarnaciones de las brillantes y luminosas palabras que
salían de sus bocas.
—¿Por qué te escapas tan a menudo? —preguntó Ani.
—Cuando el príncipe no sale, no tengo nada que hacer. Yo soy su guardia.
—Ah. ¿Cómo es?
Geric sonrió burlonamente.
—Bueno, es un chico majo, pero no es ni la mitad de encantador que yo.
«Sí —pensó—, estoy segura de que tienes razón».
No tenía ni idea de cómo se cuidaban los gansos, y la escuchó con interés
mientras Ani le explicaba todo cuanto sabía al respecto. Tras haberle mencionado
cuánto tiempo pasaba sola, al día siguiente Geric le trajo libros sobre la historia de
Baviera y algunos relatos sobre el amor cortés, el mal y la justicia. Al principio temía
haber metido la pata de nuevo y que la muchacha no supiera leer, pero se sintió
aliviado al ver que sí sabía.
Ani, por su parte, quería saber más cosas sobre el palacio, y al cabo de unos días
se atrevió a preguntarle por los miembros más recientes.
—Los kildenreanos —dijo—, son callados, reservados, unos hombres muy serios.
El jefe, el que lleva el pelo trenzado, suele vencer a los guardias de palacio en los
duelos a espada que tienen lugar en los entrenamientos.
Se rascó con fruición la parte superior del brazo, justo donde Jok le había
* * *
Aquella noche, Ani les contó a los trabajadores la historia de una mujer que estaba
enamorada de un hombre, y cuando él se casó con otra, ella se convirtió en un pájaro
que cantaba en su ventana unas canciones tan tristes que la novia se murió al oír
aquel sonido tan desgarrador. La sala se quedó en silencio al escuchar el relato, y
cuando Ani se marchó a su habitación, Razo, con la cabeza gacha, le dio unas
palmaditas en el hombro.
* * *
El atardecer del día siguiente, Ani esperaba la visita de Geric tan concentrada en
captar el menor ruido de cascos sobre el adoquinado, por remoto que fuese, que no
oyó a Jok reclamando su atención hasta que ya estuvo a su lado. Arrancó un poco de
hierba y se la dio, le quitó un par de plumas sueltas de la cola y las colocó en el
montón que Tatto pasaría a recoger aquella misma semana. «Tal vez —pensó—, el
rey, o el mismo príncipe, usa las plumas que recojo», y otra vez se preguntó cómo
sería el príncipe, aunque no le resultase ni la mitad de interesante que pensar en
Geric.
Había decidido contárselo todo. Enna la había creído, así que tal vez habría otros
que la creyeran. Geric podría ayudarla con Falada, y si gozaba de la confianza del
príncipe tal vez podría convencerlo de su verdadera identidad. Empezó a darle vueltas
a aquella idea. ¿Era eso lo que quería? ¿Casarse con el príncipe y vivir el resto de su
vida con Geric a su lado, trabajando de escolta de su marido? «No, tiene que haber
una solución mejor».
Cuando por fin llegó, Ani lo estaba esperando junto al árbol; observó cómo se
acercaba. Geric era apuesto, y montaba su yegua con un porte y una soltura que la
enorgullecían. A menudo le parecía un poco infantil, por el modo en que le tomaba el
pelo, por cómo perseguía a los gansos o se entusiasmaba con los postres que traía
para después de la comida. Pero en aquel momento no le pareció nada infantil. «De
hecho, —pensó—, de hecho es bastante guapo». Le sonrió, pero cuando estuvo más
cerca notó que su rostro reflejaba preocupación.
—¿Qué ocurre?
—Nada. —Geric se limpió la frente, como si tratara de alejar algún pensamiento
desagradable—. Nada que deba perturbar la paz de este otoño. —Trató de sonreír.
Caminaron junto al río. Geric no quería hablar de los acontecimientos que habían
torcido su humor, se limitó a decir que no eran más que chismorreos palaciegos. Se
volvió hacia donde pastaba su caballo y renegó al advertir que no se había acordado
de recoger la comida en las cocinas.
—Por mí no te preocupes —dijo Ani.
Pero estaba enfadado consigo mismo, apenas hablaba; además, cuando Ani
insistió en que confesara la causa de su pesar, aún se puso de peor humor. Al poco
rato se sentaron junto a un silencioso remanso del arroyo y contemplaron las
amarillentas hojas de los abedules otoñales que cubrían la superficie. Ani miró al otro
lado del riachuelo y tuvo la tentación de vadear aquellas aguas frías y poco profundas
para recoger nueces tardías. Conrad solía volver con los bolsillos llenos, y aquel
pensamiento hizo que su estómago ronroneara.
—Lo siento —dijo Geric—. He venido aquí para escapar de la melancolía, y sin
* * *
Después de que la oscuridad confirmara que estaban en mitad de la noche, Ani dejó a
Jok dormido sobre la cama, se recogió el pelo con el pañuelo azul de Gilsa y salió
afuera. Hacía poco que había engrasado las bisagras de la puerta, que se cerró en
silencio detrás de ella. El palacio estaba lejos y de noche parecía aún más distante al
no ver otra cosa que gatos callejeros y ventanas cerradas. A cada paso que daba el frío
de los adoquines le atravesaba las suelas de las botas y le calaba los huesos. Llevaba
el jersey de Gilsa. Aquel estampado de colores vivos llamaba tanto la atención como
un ganso en un nido de cuervos.
Los guardias nocturnos la detuvieron en la puerta, aunque eso ya lo esperaba.
—Me requieren en los establos —dijo. Le picaba la frente del sudor y el frío, pero
no se rascó.
El guardia que estaba al mando le echó un vistazo e hizo una seña para que
pasara. Se trataba de una chica, de una chica del Bosque por el pañuelo que llevaba
en la cabeza y no podía ser alguien lo bastante importante como para estar mintiendo
o tramando algo. Ani sabía que un guardia confiado dejaría entrar sola a una
muchacha inofensiva, pero llevarse un magnífico caballo enloquecido ya era otra
cosa. De todos modos, tenía que intentarlo.
Había más gente en las caballerizas, guardias, trabajadores rezagados y mozos de
cuadra desvelados. Saludaba con la cabeza a todos aquéllos con quienes se cruzaba, y
ellos le devolvían el saludo. El establo donde vio por última vez a Falada estaba al
otro extremo, por lo que tuvo que recorrer un largo camino que cada vez se hacía más
extenso, y a cada paso que daba tenía la sensación de que la distancia no disminuía.
Cuando por fin atravesó la cerca y entró en el gran edificio, Ani supo que algo iba
mal. Apestaba a heno viejo y a estiércol, pero no notaba el fuerte y cálido olor de un
animal. Corrió hacia la otra punta, pero todas las cuadras estaban vacías. Se secó la
frente con la punta de un pañuelo y respiró hondo. Ahora tendría que comprobar
todos los establos y sintió la desesperanza a flor de piel.
Atravesó el ruedo y cruzó la verja. Algo, un clavo suelto o un gancho, se le
prendió en el pañuelo que le envolvía la cabeza. Pese a tener los dedos entumecidos
por el frío, trató de tantearlo a ciegas. No distinguía si era metal, tela o madera.
—¿Quién anda ahí? —preguntó un mozo de cuadra—. ¿Qué estás haciendo?
—Me he quedado enganchada —respondió.
—No deberías estar aquí —le dijo.
Ani tiró con fuerza. El mozo hablaba muy alto, otros miraron en aquella dirección
* * *
Ese día Geric no se presentó. Ani lo esperaba para que le diera la noticia de que el
caballo había muerto. Se imaginaba el aspecto que tendría, lo que le diría, lo veía
caminando más despacio, abatido, con los pies renuentes a dar otro paso y sin apenas
atreverse a mirarla. Pero sí que la miraría a la cara, la cogería otra vez de la mano y
todo iría bien.
No apareció.
Cuando el sol ya había comenzado a descender por el oeste, Tatto atravesó el
arco.
—Tengo botas nuevas —le dijo para justificar por qué daba saltitos en la hierba,
sorteando cuidadosamente los excrementos de los gansos.
Ani lo miró con ojos de sueño y con una expresión de temor resignado.
—Mi señor me ha mandado para entregarte un mensaje —dijo Tatto en tono
solemne, y levantó una mano con la palma extendida, como en un rígido gesto de
oración.
—Sí, adelante —dijo Ani.
El chico tendía a hacer pausas dramáticas.
—Aquí tienes, es una carta de alguien de palacio.
El pergamino estaba sellado con cera. Lo rompió y leyó.
Isi:
Geric
Había una posdata garabateada al final: «Te he fallado dos veces. Ya se habían
llevado al caballo cuando llegué ayer».
Ani dobló la carta y se la guardó en el bolsillo. Tatto observaba su cara. Por
* * *
Una mañana, cuatro días más tarde, Ani y Conrad arreaban la bandada de gansos
hacia los prados, ansiosos porque pastaran mientras el tiempo siguiera despejado y
mantuviera la lluvia y la nieve en suspenso. Ani prefería darse prisa para aprovechar
el sol y entretenerse lo mínimo en las calles a la sombra.
Aquel día, en cambio, se detuvo. Levantó la vista hacia la curva del arco y allí,
con el cuello sujeto a una pulida tabla redonda de madera oscura, estaba la cabeza de
Falada. Ani se agarró a las piedras de la pared para no caerse.
Le habían lavado la crin y la habían peinado hacia el cuello sin cuerpo. Le habían
limpiado la sangre y la marca del hacha. Tenía la cabeza imponente, de un blanco
Por fin llegó el invierno. El frío transformaba la lluvia en cuchillos que rasgaban la
piel. La nieve cubría la cima de las montañas desde hacía semanas, presagiando los
meses blancos que se avecinaban, y luego empezaron a caer los primeros copos
cenicientos en las calles de la ciudad. Los gansos se quedaban en los corrales y los
cuidadores retiraban la nieve de las calles del oeste. Aunque dejase de nevar, como la
nieve se empecinaba en no abandonar los campos, los trabajadores se quedaban en
casa.
Durante aquella estación no podían atravesar el bosque con facilidad para visitar a
sus familias. Los más inquietos paseaban por la ciudad sin abrigo y merodeaban por
fuera de las tabernas porque no se les permitía la entrada, donde oían noticias frescas
que más tarde contaban en la cena. Hablaban de la fiesta de la luna de invierno y de
las preparaciones para la boda real que se celebraría en primavera. Tatto cenaba con
ellos de vez en cuando y llevaba muchas novedades de palacio que los demás
escuchaban con entusiasmo, cuando no con cierta incredulidad sana.
—En la compañía de soldados de mi padre hay el doble de hombres desde la luna
llena de otoño. En invierno no hacen tanta instrucción, pero están todos en la ciudad.
Vamos a entrar en guerra.
Razo resopló.
—Porque su compañía se haya duplicado, no significa que vaya a haber una
guerra.
—Habrá guerra en primavera, eso es lo que he oído.
Las noticias que trajo Ideca unos días después de la primera nevada fueron
peores.
—Esta tarde han venido dos de esos extraños guerreros que llegaron con la chica
rubia. Me han dicho que buscan a otra joven rubia, una de los suyos que se perdió por
el camino. —Ideca frunció el entrecejo como si pensara que tantas muchachas rubias
podían arruinar el día a cualquiera—. Pues eso, que hay una segunda chica con su
pelo, su acento y todo lo demás. Por supuesto, les dije que se marcharan porque aquí
no tenemos extranjeros.
—Menuda estupidez —soltó Razo—. ¿Por qué iba a estar aquí una de las
acompañantes de la princesa? Yo le hubiera dicho que sólo había dos sitios donde
buscar: en el palacio y en el cementerio.
Razo miró a Ani para que lo apoyase.
—Dos muchachas rubias —dijo Ani—, ¿quién lo hubiera dicho?
De repente la cabeza le dio vueltas, estaba contenta por su secreto y por el disfraz.
Ungolad la había visto en el palacio, pero ya no volvería. Habían matado a Falada. Ya
no podían hacer nada peor. Por extraño que pareciera, se sentía liberada.
* * *
Era como si el día del mercado hubiera estallado. Las celebraciones empezaban en la
plaza y de allí se expandían por las calles colindantes, inundándolas de color y
revuelo. Las puertas y las ventanas estaban adornadas con flores gigantes de papel y
habían colgado tiras coloridas de un edificio a otro. En la punta de cada torrecilla
resplandecía un sol de papel del que salían cintas a modo de rayos.
Todos iban vestidos con sus mejores galas y deslumbraban con sus sartas de
diamantes. Grupos improvisados de flauta, arpa y lira tocaban por las calles. Los
niños encendían ruidosos petardos y ristras de estrellas de espejo púrpuras. Los
magos hacían dibujos en el aire con el movimiento de sus bolas. Los tamborileros,
sentados a los pies de los hechiceros, ponían ritmo a sus trucos cuando se sacaban
manzanas de las botas o cuando una paloma se convertía en una llama.
—Ya verás —dijo Bettin, una de las chicas que se encargaba de las ovejas—,
hasta los del Bosque son bien recibidos en la fiesta de la luna de invierno.
Razo se adelantó y tiró a Ani de la manga.
—Vamos, Isi, te enseñaremos las brujas.
Ani nunca había visto a un hechicero ni había oído un tambor, por lo que se
quedó como hipnotizada al escuchar los golpes que daban aquellas manos y el sonido
del tambor que insistía en seguir los latidos del corazón. «¿Será magia? —se
* * *
Los días de invierno eran cortos y se los pasaba limpiando el corral de los gansos,
llevándoles grano, cambiándoles el agua y sacando la nieve de las calles cuando el
cielo desataba su pasión invernal antes de que volviera a reinar un frío apacible. Por
las tardes Ani asaba frutos secos, queso o piel de cerdo en la chimenea de la gran sala
y aprendía a jugar a los palillos y a los disparates. «Es como tener una familia»,
pensó Ani. Fuera hacía frío, y dentro, calor. La comida de siempre estaba en la mesa,
se hacían las mismas bromas y la conversación era tan familiar como mirarse las
manos.
Cuando Ani ganó a Razo por primera vez a los palillos chinos todos los que
miraban la partida la aclamaron. La muchacha levantó las manos contenta y se rió
tanto que la soledad que sentía se apagó y se desvaneció como si nunca la hubiera
notado.
Por la noche les contaba historias de madres cuya sangre convertía a sus hijos en
guerreros y cuyo amor mantenía a los bebés encerrados en relicarios; pero al
contarlas, ya no visualizaba a su madre, sino que pensaba en Gilsa y en las madres de
los trabajadores, y así los relatos ganaron en fuerza y veracidad.
Luego, cuando el ambiente se tranquilizaba y se quedaban mirando a la chimenea
para ver cómo las llamas se reproducían sobre los leños, cuando cantaban canciones
del Bosque que los sumían en el silencio y despertaban su nostalgia, Ani se iba a la
ventana. Se veía reflejada en el espejo que la luz de la vela y la chimenea habían
creado en el cristal. Se acercaba y miraba la profundidad que se abría al otro lado del
vidrio. Cuando protegía la luz interior con sus manos y pegaba la frente al cristal
helado, el mundo exterior se fundía y pasaba de ser una sombra negra a convertirse
en una piedra azul. La piedra azul de los adoquines nocturnos, las piedras de las casas
y las de la muralla. El cielo oscuro era tan liso como un guijarro del río. Algo se
estaba moviendo.
Empezó a notarlo con más intensidad desde principios de invierno. El frío
insensibilizaba el mundo. Congelaba las piedras, vaciaba las calles, enterraba los
pastos y helaba el río. Los árboles pelados contrastaban con la blancura como trazos
rígidos que se extendían hacia arriba, hacia el cielo de papel gris claro. En aquella
quietud había espacio para percibir que algo más se movía, algo que se le había
escapado con el ajetreo del verano y del otoño. Estaba ahí fuera, al otro lado del
arroyo, bien hondo bajo sus pies o dentro de su pecho. No sabría decir de qué se
trataba.
Una tarde aquella sensación se apoderó de ella. Estaba junto a la ventana de la
gran sala escuchando, segura de que si se concentraba mucho al final lo entendería.
Era la misma sensación que le había dicho que podía hacer algo más cuando huyó de
* * *
Ani iba cada día. Conrad pensaba que visitaba aquel lugar para comprobar que ya no
quedaba tanta nieve y que podían llevar los gansos a pastar. Pero la muchacha se
quedaba delante del portal sin advertir el mundo invernal que había al otro lado.
Alzaba la vista, pronunciaba el nombre del caballo y se esforzaba por oír una
respuesta.
—Falada.
—Princesa.
Luego, cuando la brisa le rozaba la piel, en lugar del recuerdo de la última palabra
de Falada, oía al viento llamarla princesa.
Echaba de menos hablar con Falada de verdad, quería decirle que se había
perdido en el Bosque y que no pretendía abandonarlo. Que había intentado salvarlo.
Quería contarle que los guardias la habían descubierto, que la habían perseguido por
todo el palacio y también durante las fiestas, pero había escapado al pedir ayuda a
unos desconocidos, a los pájaros y a una amiga. Ani sonrió para sus adentros al
recordar que Falada, cuando estaba vivo, nunca se había preocupado demasiado por
lo que hacía la gente. De todas formas la habría escuchado, le habría dado un coletazo
y le habría mordisqueado el pelo para animarla.
Quería contarle cómo resonaba su última palabra en aquel animal muerto, y que
cuando todas las cosas vivas se debilitaban por el invierno, era capaz de oírla; y al
oírla otra vez aprendió a escuchar el viento.
Quería preguntarle si los caballos entendían al viento.
No miraba a nada con aquel ojo de cristal. La crin estaba tiesa, se la había pegado
el matarife para que se mantuviera lisa tanto si hacia viento como si no. Sabía que ya
no estaba, que lo que oía no era más que el eco; pero aquel eco le había hecho
recordar cómo escuchar más allá de los huesos, cómo escuchar lo que nadie más oye.
Y conforme transcurrían los días y la muchacha aprendía a escuchar, cuando el viento
* * *
Sucedió unas semanas después de la luna de invierno, cuando los días comenzaban a
estirarse como un gato cansado de dormir. El sol formaba agujeros en la escarcha y
en el hielo durante los últimos resquicios de invierno, y durante unos días las
manchas de hierba gris se volvieron verdes. Por la tarde, Conrad y Ani aprovecharon
aquel respiro para llevar los gansos a pastar. Las aves agitaron las alas bajo el sol,
cruzaron el arco y bajaron corriendo temerariamente por el prado mientras graznaban
alegres porque al menos había algo verde que comer, aunque el invierno aún no se
hubiese acabado. Ani se volvió hacia Conrad para reírse, pero la expresión del chico
la dejó muda.
Conrad últimamente no estaba de muy buen humor. Una noche de invierno les
había dicho a otros trabajadores en tono de burla que Ani creía que podía hablar con
los gansos. Pero en lugar de reírse de ella, Enna y los demás cuidadores de pollos
empezaron a pedirle consejo, y pronto hasta Razo le pidió que le ayudara con la
desagradable urraca que molestaba a su preciado carnero. Ani se dio cuenta de que
cuando cualquiera de los cuidadores iba a hacerle una pregunta, Conrad se cruzaba de
brazos y la miraba con mala cara.
—No te preocupes por Conrad —decía Enna—. En casa era el más pequeño de
siete hermanos. Supongo que los gansos son lo único que ha tenido, y está celoso. No
es más que un chico, tiene quince años. Necesita crecer. Dale tiempo.
Cuando los gansos ya habían pasado por debajo del arco, Ani se detuvo y levantó
la vista. Pronunció el nombre de Falada, oyó el suyo, y el viento que venía del arroyo
la rozó.
—Arroyo —dijo—. El frío, el hielo, los gansos van hacia el río. Piedras.
Princesa.
Estaba llena del maravilloso y evocador misterio que le transmitía aquel lenguaje,
y allí se quedó, cautivada al percibir sus palabras.
—Puedo oír el viento, pero no sé cómo hablarle.
—¿Qué? —Conrad la estaba observando con el ceño fruncido, a la defensiva.
Ani apartó la mirada con timidez.
—No hablaba contigo.
—¿Con quién entonces? ¿Con la cabeza del caballo?
La princesa se encogió de hombros y atravesó el umbral. Conrad la siguió sin
pronunciar palabra. No era raro que estuviera en silencio, pero aquel día ni siquiera
fue a ver a sus amigos de los pastos de al lado ni paseó por el bosque. Se quedó cerca
de ella, observando. Cuando por la tarde se nubló, se levantó y empezó a arrear a los
gansos, pero se detuvo de pronto.
—¿Para qué me molesto? Es a tus ruiditos y a ti a quien contestan, como si fueras
* * *
Conrad continuaba hosco. Los días en que se filtraba suficiente sol para salir, se
sentaba cerca del haya para que Ani lo viera, y aunque la muchacha ansiaba escuchar
al viento y tratar de contestarle, la continua vigilancia del chico se lo impedía.
—No es normal —oyó Ani que Conrad le decía a Razo mientras pasaba por
delante de la puerta abierta de su habitación de camino al comedor—. Se pone debajo
de la cabeza de ese caballo como si la estuviera mirando, y no es que se le den mal
los gansos, pero es que se cree que puede hablar realmente con ellos. No deberían
permitir que alguien así cuidara los animales del rey.
—Ay, calla ya, Conrad —dijo Razo—. Todos creen que le tienes envidia porque
cuida mejor que tú a los gansos.
—Yo no le tengo envidia. —Parecía un niño pequeño a punto de coger una
rabieta.
A la mañana siguiente todo amaneció cubierto de hielo. A Ani le había tocado
bañarse la noche anterior, por lo que se despertó temblando con el pelo todavía
mojado sobre la almohada. Se quedó en la habitación toda la mañana para tratar de
quitarse el frío de los cabellos con el peine. Cuando llegó el mediodía lucía bastante
sol para sacar a los gansos, de modo que Ani se recogió los mechones húmedos en el
sombrero y se fue a buscar a Conrad.
Se quedó cerca de su árbol la mayor parte del día, caminando en círculos para
calentar la sangre y escuchando el viento mientras hablaba entre las ramas del haya
sobre el frío que aún quedaba por llegar antes de que floreciera la primavera en el
mundo.
Ani se maravillaba de las palabras que ya comenzaba a oír con tanta claridad. No
tenía nada que ver con el aprendizaje del lenguaje de las aves, para lo cual escuchaba
los sonidos, observaba los movimientos y practicaba una y otra vez hasta que le salía
bien. Tampoco era como el lenguaje de los caballos, que aparecía despacio y con
facilidad a medida que el potro iba creciendo, en el que las palabras eran como una
voz dentro de la mente, claras como sus propios pensamientos. El viento se hacía
entender con un soplo. Hablaba en imágenes, y con cada roce repetía dónde había
estado. Oírlo requería concentración para poder convertir las imágenes en
significados.
En el haya se levantó una brisa proveniente del bosque de más allá del arroyo, un
susurro de los árboles, de los búhos, de los ciervos y de un lugar privado no muy
lejano donde la luz del sol se filtraba entre la maleza. Ani se estremeció, echó un
vistazo a Conrad, que estaba sentado en una piedra, abatido, contemplando las nubes,
y les dijo a los gansos que se quedaran en el estanque. Esperó que la obedecieran.
* * *
Aquella noche cayó una nieve suave. En el comedor había un ambiente sombrío, los
trabajadores contemplaban las patatas como si fueran rocas calientes, ponían mala
cara a la leche desnatada y a las manzanas invernales tan secas como el corcho. No
había queso, ni azúcar para los bollos y ya no habría más fiestas de invierno. El
viento agitaba los cristales de las ventanas y la primavera parecía tan lejana como el
océano.
* * *
Al día siguiente, y al otro, hizo sol, y Ani llevó los gansos a pastar. Conrad la seguía
unos pasos por detrás y la animaba irónicamente a voz en grito:
—Muy bien, chica de los gansos.
—Ahí, bien juntos.
—Cuidado con el macho, chica de los gansos, que no te muerda tu hermoso
trasero.
Ani paseó por los prados para buscar los huevos que los gansos ponían sin previo
aviso cerca del estanque, o que escondían entre las raíces de los abedules del río. De
repente, el joven se colocó delante de ella y la muchacha se protegió con el bastón.
—Déjame en paz —le dijo—. Siento no haberle dicho la verdad a los demás, pero
no puedo. Ojalá pudiera.
—Dame un mechón de tu pelo.
Caminó hacia ella con los brazos extendidos.
—No me toques —le advirtió.
Una ligera brisa se deslizó por la cinta del sombrero, rozó la barbilla del
muchacho y entonces vio los golpes que los gansos le habían propinado en el cuello.
—Si me dejas en paz, te prometo que dentro de poco ya no me volverás a ver.
Negó con la cabeza, pero se echó hacia atrás.
Al día siguiente por la tarde Ani alzó la vista de uno de los libros de Geric y se
dio cuenta de que estaba sola. No había ni rastro de Conrad. Notó que la tranquilidad
la embargaba, de un modo parecido a como el haya absorbía la lluvia. «Por fin —
Dos meses después de la luna de invierno, amaneció con un sol espléndido y los
trabajadores, que llevaban más de una semana enclaustrados por la lluvia y el viento,
salieron de sus habitaciones y se estiraron bajo la luz del sol, contentos porque
aquella mañana podrían sacar otra vez a sus animales al campo. Los gansos estaban
tan ansiosos como Ani por abandonar el refugio y sentir la tierra bajo los pies, por lo
que fueron graznando alegres todo el camino.
La muchacha se detuvo en el oscuro rincón de la muralla y saludó a Falada. Aún
tenía la crin mojada, aunque aquel clima tormentoso era bueno para su piel, y los ojos
de cristal miraban con indiferencia las piedras de la ciudad.
—Falada —dijo.
—Princesa.
Conrad todavía ignoraba su presencia. De vez en cuando abandonaba su
abatimiento para fastidiar a los gansos, los perseguía para arrancarles plumas de la
cola o hacerles graznar sin sentido. Aquella mañana se quedó junto a la muralla,
apoyado en la entrada mientras se peinaba con los dedos el pelo desgreñado, que se
había cortado él mismo.
Ani se sentó bajo el haya y escuchó el viento. Buscaba los árboles, corría entre los
troncos y se metía entre las ramas, como los gatos cuando se arquean bajo una mano
para que los rasquen. Cuando le rozó la piel, sintió aquella voz tenue y retumbante
que susurraba imágenes de sus andanzas. No se dirigía a ella, tan sólo hablaba, pues
su misma existencia ya constituía un lenguaje.
—Una tela de araña —cantaba el viento—, el arroyo, el arroyo, las aneas
destrozadas de otoño, los troncos delgados de los abedules, la madera. Unos
hombres en el bosque. Cinco hombres en el bosque. Se dirigen hacia el río, hacia los
gansos, hacia el haya y la princesa.
Ani se levantó y se apoyó en una fría rama gris para no caerse. Había cinco
hombres en el bosque. Con el viento no había llegado ninguna imagen de caballos,
así que no serían nobles que volvían de un paseo matutino. Cinco eran demasiados
para tratarse de trabajadores alejados de sus responsabilidades. Forzó la vista en
busca de algún movimiento entre la oscuridad de la vegetación y la claridad del
riachuelo. Un faisán salvaje batió las alas y produjo un sonido angustioso en aquel
silencio tenso. Nada más.
Luego vio unas figuras oscuras agachadas, que se movían de una sombra a otra.
Se detuvieron.
—Conrad —dijo en voz baja por miedo a que la oyeran. No levantó la vista, le
seguía con sus reflexiones en la entrada de los pastos—. Conrad. —No sabía si no la
oía o la estaba ignorando.
* * *
Al abrir la puerta del comedor recibió una gran ovación a modo de bienvenida, y
todos golpearon las mesas con los puños. Sifrid levantó los trozos de su bastón roto
como un símbolo de la batalla. La dueña Ideca le examinó el cuello y le recomendó
que se pusiera una compresa fría. Aunque Ideca no sonreía, en esa ocasión tampoco
gruñó. Ani rehusó contar lo que había sucedido, de modo que los chicos de las vacas
y las ovejas se ofrecieron a dar su versión, adornando los episodios que no habían
presenciado.
—Entonces la muchacha de los gansos tumbó a uno con su bastón de un buen
golpe en la cabeza. Pum, crac. El tercero era un gigante que se crió en las Montañas
Bávaras a base de carne de oso y huevos crudos, por eso le partió el bastón en dos.
La audiencia reaccionó con fingidos y joviales gritos de terror. Ani se rió con las
manos en la boca. Cuando alzó otra vez la vista vio que Conrad estaba en un rincón al
otro lado de la sala, con la cara seria y triste.
—Así que la chica de los gansos —dijo Sifrid— tiró el arma rota, agarró a su
oponente por el pelo grasiento y le propinó un cabezazo justo entre los ojos. Pum. Se
cayó y sacudió el suelo como un árbol recién cortado. Con una palabra ordenó a su
ejército de gansos que sacaran de allí aquella escoria, y éstos siguieron a su líder,
pregonando la victoria a los cuatro vientos.
Se rieron y aplaudieron y enviaron a cuatro chavales a los pastos para que
recogieran los palos y los sacos de los villanos como recuerdo. Dos de ellos no
regresaron hasta más tarde, y en vez de entrar con los palos, llegaron acompañados de
Tatto, el paje.
—El rey se ha enterado de la trifulca que se organizó por defender a sus gansos
—dijo Tatto—; le gustaría oír la historia y darle las gracias a los implicados.
Los trabajadores gritaron con entusiasmo. Ani se quedó sentada con la cara
helada.
—Yo… no puedo ir —dijo.
—Vamos, Isi —la animó Sifrid—, ve a fanfarronear un poco.
* * *
Ani se tumbó en la cama a leer el final de la historia de Baviera bajo la luz del
atardecer. Cerró el libro y apoyó la mejilla contra la cubierta. Todavía conservaba
cierto aroma a biblioteca, a polvo, a piel, al pegamento de la tapa y a papel viejo; un
libro que acumulaba el olor de otros cientos. Al abrirlo vio el nombre de Geric
garabateado en la primera página con una tinta demasiado aguada; era la firma de un
niño pequeño. Sonrió para sus adentros al imaginarse a Geric con ocho años, con la
cara redonda de la infancia y una curiosidad impaciente. Pasó los dedos sobre la
marca de su nombre.
Enna llamó a su puerta y entró. Ani cerró el libro con aire de culpabilidad.
—Pensé que estarías aquí. Los chicos han vuelto. —Examinó el rostro de Ani—.
¿Qué te pasa? ¿Estás disgustada?
—¿Eh? Ah, no. Bueno, supongo que un poco. Tengo mal de amores.
—Ah.
—Pero ya me he recuperado. —Dejó el libro enérgicamente—. No era mío, nunca
lo fue. Bueno, durante un tiempo me trajo comida y libros para pasar el rato, y una
vez flores, aunque perdieron los pétalos bajo la lluvia. Hasta me ofreció un caballo,
uno muy bonito, de verdad, porque me confundió con una dama.
—Tú eres una dama —dijo Enna.
—Pero eso no viene al caso, porque entonces no lo era y ahora tampoco; sin
embargo, él me veía de aquella manera, como si me viera a mí, y no las botas de la
cuidadora de gansos ni la corona de la princesa. Era… es guapísimo, hasta el punto
de hacerme suspirar como una niñera enamorada. Es un guardia, en realidad es el
guardia del mismo príncipe, y está demasiado cerca de Selia para mi gusto; además,
no me quiere, así que…
Ani se encogió de hombros con resignación e hizo un movimiento rápido con la
cabeza, como si quisiera aparcar el tema. Enna trató de dedicarle una sonrisa, pero
tenía sus oscuras cejas fruncidas.
—Enna, estás preocupada.
Enna asintió.
—Creo que deberías venir a escuchar lo que Tatto les está contando a los otros.
Cuando entraron en el comedor, Tatto estaba sentado en actitud solemne al final
de la mesa y, sorprendentemente, todos los trabajadores sin excepción estaban
pendientes de él.
—… ya está todo preparado para primavera, en cuanto se derritan las nieves.
* * *
Aquella noche Ani no pudo dormir, ni siquiera tumbarse. Caminaba impaciente por
su diminuta habitación mientras urdía inquieta un nuevo plan. En una ocasión, Ani le
había dicho a Enna que aunque los trabajadores quisieran ir a luchar, no creía que
estuviera bien poner en peligro sus vidas para restituir su nombre. Pero ahora había
una guerra. Ya no era su batalla, ni siquiera una rencilla entre dos viejos amigos o
entre campesinos resentidos. Ahora Selia empujaba a todos los bávaros hacia aquella
salvajada. La masacre en el Bosque no había sido un hecho brutal aislado: constituía
la primera batalla de la guerra particular de Selia por hacerse con el poder. Y Ani era
la única persona que lo sabía y podía detenerla.
Al día siguiente les contaría a los trabajadores la verdad y les pediría ayuda. Con
un regimiento de amigos lograría llegar viva hasta el rey y entonces le contaría todo
lo sucedido. Se asustaba sólo de pensar que tendría que exponerse de aquella manera.
No tenía pruebas, sólo sus cabellos rubios y su historia. Pero Selia también tenía su
versión, sus falsos testigos, y además poseía el don de convencer a las personas. Los
pinchazos que notaba en el estómago no la dejarían dormir aquella noche, así que,
presa de la ansiedad, se fue hasta el corral de los gansos. Jok y su compañera estaban
recostados junto a la puerta, y el animal levantó la cabeza cuando la vio entrar.
Ani lo saludó y se sentó un rato para contemplar la belleza de aquellas aves
blancas en la oscuridad. Jok, que estaba adormecido, acarició a su compañera y ésta
le rozó las plumas con el pico.
—Estoy sola —le dijo Ani a Jok—. Venid a dormir esta noche a mi habitación.
Los dos gansos la siguieron en silencio, salvo por aquellos ligeros e
inconfundibles aletazos sobre los adoquines. No estaban muy lejos, de modo que no
tardaron en acurrucarse sobre las mantas revueltas con sus robustos cuerpos
ocupando casi todo el espacio. Ani se sentó junto a ellos durante un rato con una
mano sobre aquellas cálidas plumas, y después se puso a caminar otra vez de un lado
a otro de la habitación. No le quedaba sitio en la cama, aunque no le importaba, y
murmuró para sus adentros: «Guerra, Selia, viento, el rey y la guerra».
Tenía las mejillas calientes por la preocupación y el ajetreo, así que se sentó
debajo de la ventana, de espaldas a la calle y dejó que el aire que entraba por la
rendija inferior de la puerta le subiera a través de la mano hacia la cara.
Habría pasado una hora cuando se despertó. Estaba tumbada sobre los duros
adoquines del suelo, con la cabeza apoyada en el brazo estirado y el pelo suelto sobre
la cara. Fuera se oía un ruido, el que la había despertado. Se quedó muy quieta y
escuchó.
Un crujido de la suela de una bota. Una piedrecilla que se había salido de la
argamasa por culpa de un pie descuidado. Una respiración fuerte y silenciosa. Ani
La dama rubia
Ani caminó durante tres días. La luz le reveló que tenía la espalda de color marrón,
manchada de sangre seca, y cuando tocó el corte con los dedos, volvió a salir más
sangre roja; pero continuó caminando.
Las ideas claras parecían haberla abandonado desde que atravesó el arco de los
pastos, donde Falada la había llamado «princesa» por última vez y donde el cuchillo
de Ungolad la había alcanzado. Llevaba la melena suelta, lo cual la inquietaba, y
evitaba a cualquier persona que se le acercase en el sendero. Se acordó de que existía
un lugar seguro y se esforzó en llegar hasta allí mientras escuchaba el viento para
averiguar de dónde procedía aquel fresco murmullo de agua y dónde había un camino
alejado de la gente.
Pasó cuatro noches en el suelo. Salvo la primera vez, cuando la pérdida de sangre
y el agotamiento le cerraron los ojos, Ani estaba lo bastante consciente para notar el
frío nocturno de principios de primavera. Incluso cuando estaba más profundamente
dormida, la conciencia del frío la perseguía, le estropeaba los sueños y a menudo la
despertaba con aquellos dedos como carámbanos sobre su piel. El día era una
prolongación de la pesadilla. Caminaba, se caía, seguía caminando. En cuanto se
topaba con alguna planta o alguna seta que identificaba como comestible, dejaba caer
la mano izquierda y la recogía al pasar. Pero apenas pensaba en la comida, tan sólo
procuraba que alguna brisa errante le dijera dónde encontrar agua cuando la sed le
presionaba la garganta. En una ocasión se despertó sobresaltada, con la cara hundida
en el agua, después de haberse detenido a beber en un arroyo y perder la conciencia.
Había gente en el Bosque, aunque no sabía si eran buenos o malos. No se
apartaba demasiado del camino principal que llevaba a la ciudad y casi siempre
procuraba tenerlo a la vista, a su izquierda, pero en cuanto las brisas le traían
imágenes de humanos, se veía obligada a desviarse hacia el interior.
A primera hora de la mañana, transcurrida la cuarta noche, Ani encontró un
pequeño sendero que le resultó conocido, y que conducía a uno de los muchos
caminos serpenteantes del Bosque. Casi se desmayó de alivio al reconocer los lugares
por donde había caminado hacía tantos meses en busca de raíces y bayas, y dio las
gracias a la Creación por su buena memoria, por su suerte y por las pistas que le
había proporcionado el viento.
Al principio se sobresaltó al volver a ver la casa y temió haberse equivocado,
pues no tenía el mismo aspecto, pero más tarde comprendió que no podía fiarse de lo
que veía, de la imagen de aquellas dos casas cambiantes. Tal vez en el bosque no
había tantos árboles como ella había creído ver.
* * *
* * *
Ani se despertó tumbada bocabajo en el camastro de Gilsa, junto a un fuego que ardía
alegremente con el chisporroteo de la savia de la madera, acompañado por el
agradable chasquido de las agujas de hacer punto. La débil luz del atardecer se
filtraba a través de las grietas de las contraventanas.
—He dormido todo el día —dijo Ani.
El ruido de las agujas cesó, y Gilsa acercó la silla con un ligero resoplido.
—Has dormido todo un día, una noche y otro día. Pero ahora ya no tienes fiebre y
ya no hay tanto peligro.
Ani hizo una mueca de dolor sin estar segura de que lo que acababa de oír fuera
del todo cierto. Gilsa la observó y luego negó con la cabeza como si rechazara su
opinión.
—¡Cielo santo, niña! —exclamó—. Agradezco que esta vez me avisaras de que te
ibas a desmayar, pero podrías haberme dicho que estabas herida, y dónde, antes de
caerte al suelo. Me llevó mucho tiempo cortarte la ropa y más aún lavarte y encontrar
la herida. Es una manera muy poco considerada de pedir hospitalidad.
—Ay —se lamentó Ani—, era la túnica azul que me diste y la he estropeado.
Gilsa frunció el entrecejo.
—Llora más bien por la cuchillada que tienes en la espalda y no por una vieja
túnica azul, ansarina. Ni siquiera te despertaste cuando te lavé el corte y lo vendé bien
fuerte. Finn creyó que estabas muerta.
Ani vio a Finn al otro lado de la habitación, sentado en su cama con las manos
cruzadas sobre las rodillas. La saludó con un gesto de la cabeza, luego se levantó y le
llevó un gran cuenco de judías calientes y caldo de cebolla. La muchacha se lo comió
todo con ansia mientras ellos la contemplaban en silencio.
—Gracias —dijo.
—Le dije a mi madre —comentó Finn— que unos fulanos…
—Unas personas —le corrigió Gilsa.
—Que unas personas intentaban matarte y que podían venir por aquí. No se lo
creía.
* * *
Ani tuvo que quedarse en casa de Gilsa para curarse. Se preocupaba por cada hora
que pasaba, y observaba el tiempo que hacía mientras se preguntaba si ya había
comenzado el deshielo, si el ejército ya se habría puesto en marcha y si el príncipe ya
se habría casado con su novia falsa.
—Tengo que volver pronto para contárselo al resto de trabajadores, conseguir su
ayuda y dirigirnos al palacio para pedir audiencia y convencer al rey…
—Paciencia —dijo Gilsa mientras la llevaba de vuelta a la cama desde la ventana.
El corte era profundo, había perdido mucha sangre y mientras anduvo por el
bosque la herida no cicatrizó bien. Estaba tumbada bocabajo día y noche, inquieta
cuando no dormía. Dos días más tarde Gilsa dejó que se levantara un rato y la siguió
por el patio, aunque casi no podía levantar ni un huevo. Pero cuando Ani se acercó al
gallinero, Gilsa le dio un cachete en las manos para que dejara de hacerlo, y a
continuación le preguntó qué decían los pollos.
—La gente viene aquí a coger huevos, y eso hace que los pollos no sean grandes
conversadores.
—Me alegro —dijo Gilsa—, así no me sentiré tan mal cuando me los coma.
Aquella tarde los visitó la vecina más cercana de Gilsa, una mujer corpulenta que
se llamaba Frigart y que solía frecuentar la casa cuando hacía buen tiempo. Estaba
sentada junto a la chimenea y se quejaba de su marido y de su hijo mientras Gilsa,
que la escuchaba a medias, hacía gorras de punto. Ani, cansada de estar acostada,
estaba en la mesa, inclinada hacia delante para evitar que la herida tocara el respaldo
de la silla. La luz entró de medio lado por la ventana y cuando la mano gesticulante
de Frigart la rozó, brilló.
—Ese anillo —dijo Ani. Se levantó y le cogió la mano. Era un anillo de oro con
un rubí, que conocía tanto como la cara de su propietario. Se ruborizó—. ¿De dónde
lo has sacado?
Frigart retiró la mano.
—Eso no es asunto tuyo.
—Era de un hombre que fue asesinado en estos bosques —dijo Ani—. ¿Se lo
arrancaste de la mano? ¿Lo enterraste?
—No hice tal cosa. —Frigart escupió las palabras llena de agitación—. ¡Qué
cosas dices! Me lo dieron como pago.
—¿Qué ocurre, Ani? —preguntó Gilsa.
—Éste era mi anillo. —Recordó a Talone aquella última noche en el Bosque con
el puño sobre el corazón mientras le juraba lealtad—. Se lo di a un amigo al que
mataron.
—Bueno, pues aunque fuera tuyo no te lo puedo devolver —dijo Frigart—. No sé
* * *
* * *
Aquella noche los chicos se quedaron a dormir en casa de Frigart, y volvieron al día
siguiente con Talone, que ayudó a Finn a llevar a Ani durante el camino. Después de
la excursión, la muchacha durmió durante un día y una noche, y Gilsa le dijo que ya
se lo había advertido.
Talone iba todos los días a casa de Gilsa, les llevaba algún tronco que encontraba
por el bosque y lo cortaba en trozos más pequeños con el hacha de Finn para la
chimenea. Finalizadas las tareas habituales, se sentaba con Ani junto al fuego o en un
taburete, en el jardín, y hacían planes o hablaban y hablaban sobre todo cuanto había
sucedido en aquel Bosque y de todo lo que sabían de sus enemigos. Los dos estaban
de acuerdo en que volver a Kildenree en aquel momento era imposible, pues recorrer
un camino tan largo les llevaría meses.
—Está el paso de la montaña —sugirió Talone—. Será difícil pasar
desapercibidos con los dos bandos en conflicto allí reunidos, pero puede que sea
nuestra mejor opción.
Ani negó con la cabeza.
—Aunque lo consigamos, lo único que podríamos hacer sería alertar a la reina
para que preparara sus ejércitos. Seguiría habiendo guerra. No, creo que lo mejor que
podemos hacer es regresar a la ciudad. Allí tengo amigos que pueden acompañarnos
y actuar como testigos en caso de que nos mataran, y si tú apoyas mi testimonio,
tendremos alguna posibilidad de convencer al rey.
Los días pasaban demasiado lentos para Ani. Todo a su alrededor emanaba
acción: los blancos brotes de las flores de los manzanos a punto de abrirse, los verdes
tallos inclinados del jardín de Gilsa, dispuestos a enderezarse y a revelar aquellas
cabezas llenas de hojas, y los pájaros que escarbaban la tierra en busca de semillas y
cantaban canciones sobre el presente. Cada vez que Gilsa descubría a Ani caminando
* * *
Gilsa les dio el beso de buena suerte propio de una viuda y emprendieron el camino.
El aire estaba limpio y olía a cosas nuevas en pleno crecimiento. Ani escuchó las
brisas y todas sus noticias sobre la primavera, lo cual le hizo sentirse segura de sí
misma. Los hombres no le dejaban llevar ni un paquete, así que caminaba con soltura,
aunque algo más despacio que antes.
Pasaron dos noches bajo el manto del bosque antes de llegar a los árboles menos
frondosos de las proximidades de la ciudad. Una vez allí, Ani y Talone esperaron
mientras Finn, con la cabeza llena de minuciosas descripciones, se adelantaba
sigilosamente e inspeccionaba la entrada y el camino principal para cerciorarse de
que no hubiera ningún hombre de Ungolad por los alrededores. Volvió un poco más
tarde, convencido de que no había moros en la costa. Ani notó que el viento de la
ciudad se lo confirmaba, el discurso estaba libre de imágenes de hombres con el pelo
claro, así que avanzaron.
Aquella semana no había mercado y el tráfico de la entrada era escaso. Al entrar,
se sintió expuesta cuando pasó entre los dos postes gigantes de piedra, dos enormes
centinelas a cada lado que la miraban con recelo. Nadie les obstaculizó el paso.
La ancha avenida estaba engalanada para la celebración de la boda inminente. Los
troncos de los altos robles que bordeaban la calle estaban envueltos en papel amarillo,
azul, naranja y blanco, como si fueran gruesas mujeres con vestidos de primavera.
Sobre ellos había tendidas unas largas cintas que surcaban el cielo al aire libre y
convertían las copas de los árboles en arcos. La fiesta continuaba debajo de ellos,
unas sombras rectas los envolvían y se retiraban una y otra vez, una repetición
constante como el golpeteo del tambor de un hechicero. En la plaza del mercado
había más adornos de papel que personas. La ciudad entera estaba en silencio,
cubierta de colores llamativos, pero Ani la veía extraña y triste, como un pájaro
resplandeciente que había perdido su canción. Todo se estremecía de tensión y
expectación.
Ani los llevó por las calles estrechas para evitar las vías principales. Llegaron al
muro oeste de la ciudad y lo bordearon hasta llegar a las viviendas de los
trabajadores. Los edificios bajos se encorvaban apoyados contra la muralla como un
gato callejero que quiere cazar su sombra.
El sol aún estaba bien alto y el cielo estaba completamente azul; los empleados
aún estarían en los pastos y en los establos aprovechando los últimos rayos de sol,
dejando que sus animales se recuperaran del invierno y saborearan los brotes verdes
que aparecían en los campos. La hierba reventaba los adoquines bajo los pies. La
primavera estallaba, incluso en la ciudad.
Cuando llegaron a la casa amarilla de Ideca, Talone insistió en entrar el primero.
* * *
Nadie les preguntó qué hacían en el palacio, a pesar de que el paje se secaba las
manos sudadas en la túnica y se ponía tenso cada vez que pasaban ante un centinela,
* * *
Ani se levantó antes del alba y se escabulló de los trabajadores, unas simples formas
grises e inmóviles bajo las mantas compartidas. Los vientos susurraron algo sobre un
arroyo cercano, y ella buscó entre aquellas imágenes hasta encontrar un lugar
resguardado, que halló detrás de unos zarzales de frambuesas. Caminó hasta allí
desnuda y usó las zarzas como cortina de baño. «Me baño —dijo para sus adentros—,
porque necesito ver mi parte de princesa, no porque Geric esté entre la guardia del
príncipe».
El grupo cabalgó a paso ligero la mitad del día, sólo se detuvieron para que los
caballos bebieran agua y para que aquellos que no estaban acostumbrados a montar
pisaran tierra firme y pudiesen estirar sus doloridas extremidades. Pasaron por varias
granjas y poblados desperdigados hasta que las casas aisladas se agruparon para
formar aldeas, y los pueblos se transformaron en una ciudad que se distinguía desde
el camino, un conjunto de tejados y torres con los puntiagudos tejados de color
naranja y las campanas tañendo al mediodía. Ya no volvieron a perder de vista las
casas.
Cuando la tarde deslumbró el oeste, el camino se convirtió en un valle extenso
flanqueado por un amplio río gris. Sobre una pendiente vieron el punto donde el río
se transformaba en un lago de aguas tan mansas como un cordero en la quietud de la
tarde. La finca que había en sus proximidades era de piedra amarilla, los estandartes
ondeaban al viento como manos alzadas, las chimeneas y las torrecillas, altas y finas
como dedos de damas que señalaban al sol… toda la estructura revelaba a gritos las
palabras «¡Gloria, gloria!».
Se oían voces por el valle. Era una amplia hondonada sin árboles, cubierta de un
extremo a otro por el resplandeciente océano viviente del ejército. El ejército real y
los grupos de cien soldados de todas las aldeas del reino habían acampado en grandes
círculos abiertos alrededor de la casa, y en el centro de cada uno había una tienda de
color llamativo para los líderes con el estandarte de tonalidades chillonas de sus
escudos. Ani vio que no cesaba aquel movimiento de cabezas de pelo oscuro, de
armas y armaduras de metal deslumbrante, aquel continuo juego de colores de las
tiendas, de los estandartes y los escudos pintados. Al entrar en los campamentos,
algunos grupos hacían círculos dentro del círculo mientras giraban al caminar, y las
líneas se tambaleaban cuando jugaban a avanzar y a retroceder.
Entre el alboroto se oyeron las notas de una canción, altas y perfectas. No muy
lejos de donde se habían detenido, un grupo de cien soldados estaba en posición de
firmes. Apoyaron los redondos escudos en el hombro derecho con el borde contra la
mejilla y el centro hueco girado hacia la boca. Encarados a aquel cuenco de metal,
cantaron una canción de guerra. Otros grupos de cien soldados no tardaron en unirse
a ellos. El sonido salió del hierro y se le elevó en el aire por encima de la finca, hasta
llegar donde estaba el grupo de Ani. Aquel sonido contra el metal era alto y extraño;
las notas eran como una bandada de violentos pájaros desperdigados que entonaban
la melodía de la guerra.
—Ah —dijo Ani, como si por fin lo hubiera entendido—. Creo que les encanta
ese ruido, pero a mí me hiela los huesos.
—Es cierto —afirmó Talone.
La puerta estaba cerrada y las pocas ventanas altas que había no dejaban pasar el
viento. Ani cerró los ojos. No había ningún soplo de aire que le levantara el vello del
dorso de la mano ni que le rozara el cuello. No notó ningún movimiento, salvo los
latidos de su corazón en las yemas de los dedos que apretaba contra la puerta, un
ritmo rápido, como el de los tambores de los hechiceros cuando el truco alcanzaba su
clímax. Finalmente optó por darse la vuelta.
Todos la estaban observando, como si fueran cornejas posadas sobre una valla y
Selia un gato salvaje al acecho, vestido de amarillo; extendió un dedo y señaló a Ani.
—Apártate de la puerta —dijo en voz baja—. Preferiría que nadie nos oyera
ahora.
Ani se dio la vuelta y apoyó la espalda contra la dura pared para dejar que su
cuerpo se empapara de aquella última sensación de seguridad. Selia dio una orden y
Redmon y Uril la sujetaron por los codos para llevarla al otro extremo de la estancia.
Ani gritó, pero no albergaba muchas esperanzas de que hubiera alguien en el pasillo
que la oyera o le preocupara lo más mínimo. La dejaron junto a los peldaños del
estrado.
Selia estaba encima de ella, y Ani observó que un rayo de sol que se filtraba por
una de las altas ventanas incidía en el bajo de su vestido. Era de un amarillo tan
brillante que casi costaba mirarlo, de modo que entrecerró los ojos para que sus
pestañas los protegiesen de aquel resplandor. Se preguntó si Selia hablaría otra vez, y
se llenó la mente de palabras. Oyó que alguien susurraba algo y levantó la vista.
Ungolad estaba al lado de Selia con el brazo bien pegado a la cintura y los labios
unidos a los de la dama de compañía.
—Hemos ganado —dijo Selia, y volvió a besarlo.
Ungolad vio que Ani los miraba, se inclinó hacia ella y una de sus trenzas le rozó
la mejilla.
—Pajarillo —dijo Ungolad—, el rey parecía convencido, ¿eh? ¿No estás
orgullosa de que a Selia se le haya ocurrido tan rápido una ejecución tan amena?
—Por lo visto necesitas el ejército de un rey para matarme, ya que te intimidaron
con tanta facilidad un par de gansos dormidos.
Ungolad la sujetó por los brazos, tiró de ella para levantarla y entonces notó un
agudo dolor en su herida a medio curar. No le iba a mirar a los ojos. Podía notar el
calor de su aliento y de su ira en las mejillas.
—¿Por qué no te arrastras, princesita? ¿Por qué no suplicas?
—He oído que te has hecho pasar por una cuidadora de gansos todos estos meses
—dijo Selia—. Es una pena que hayas tenido que rebajarte tanto para que ahora te
acaben matando.
Geric se sentó en los escalones del estrado y dejó caer la espada y el escudo. El eco
fue más débil que el que provocó Ungolad pues aquel ruido ya no retumbó en las
paredes desnudas, sino que quedó amortiguado por toda la gente congregada en la
sala. El rey le puso una mano en el hombro.
—Levántate, hijo.
El rey recogió una jabalina del suelo, la partió con un fuerte chasquido en su
rodilla y arrojó las dos mitades a los pies de Geric.
—La espada —dijo el rey.
Geric le entregó su espada con la punta manchada de sangre, y un soldado situado
a la derecha del rey la limpió con su propia túnica y la ofreció al monarca.
—Te la devuelvo para que defiendas a tu pueblo, a tu país y a tu soberano. Puede
que con la sangre de tus enemigos sea más rápida y fuerte.
Enna se situó al lado de Ani.
—¿Estás bien?
—Sí —contestó—. ¿Qué significa todo esto?
—Ha sido la primera vez que ha matado —respondió Enna—. La jabalina vincula
a un chico a una comunidad, pero la espada lo convierte en hombre.
—Yo creo que ya era un hombre —dijo Ani mientras se frotaba los ojos cansados.
Los otros trabajadores estaban cerca de Enna. Al cesar el enfrentamiento, se
habían puesto detrás de Ani, que ahora los estaba mirando. Razo estaba aturdido y
agotado, por lo visto, después de clavarle una jabalina a Terne en la espalda, se había
quedado sumido en sus pensamientos. Ratger tenía un rasguño en una mejilla y Offo
se sostenía el brazo con una mano ligeramente ensangrentada. Habían decidido entre
todos que no se inmiscuirían, pero finalmente se enzarzaron en la lucha.
—El panorama es bastante desalentador. —Enna echó un vistazo a la sala, donde
había cuerpos desplomados por todas partes, desangrándose sobre las piedras y las
alfombras.
—¿Dónde está Selia? —preguntó Ani.
El rey la oyó y miró a su alrededor. Geric enfundó la espada en su costado y se
incorporó con una mano en la herida.
—Perfecto —resopló Razo.
—¿Cómo habéis dejado que se escape esa asesina? —exclamó el rey con la voz
temblándole de ira.
—Se ha marchado por la puerta secreta —dijo Ani.
En aquel momento recordó la corriente que había utilizado como una flecha
contra Ungolad. Le había traído imágenes de una piedra fría, de ropa mohosa, de
rabia y de una chica vestida de amarillo.
* * *
Les acompañaron a una habitación que, para satisfacción de Ani, tenía un colchón de
verdad y suficientes almohadas para que su cuerpo se olvidara de las duras tablillas
de aquella pequeña cama de las viviendas del oeste.
Cuando la mañana declaró su plenitud a través de la ventana que había a la
derecha de Ani, se levantó, se bañó, se sentó en una silla muy cómoda, de espaldas a
la luz, y dejó que el calor le secara el cabello recién lavado mientras bebía un zumo
helado de uva de una jarra interminable. Estaba pensando en escabullirse por el
pasillo e ir a buscar a los otros, justo cuando llamaron a la puerta y apareció Enna.
—¿Puedo entrar? —preguntó.
—Enna, ahora no te pongas formal conmigo. Ayer por la noche Ratger me hizo
una reverencia y Razo me preguntó si podía retirarse a sus aposentos.
—Al menos Conrad nunca se inclina ante ti —dijo Enna, sentándose al lado de
Ani—. Nunca lo había visto tan contento como ayer por la noche, hasta con las
manos ensangrentadas. Casi parecía petulante.
Ani sonrió.
—Se aburría mucho cuidando de los gansos. Sería un buen pacificador.
—Sí, creo que se quedará en la ciudad, a diferencia de Finn y algunos otros, que
están muy arraigados al Bosque.
—Sí, Finn nunca dejará el Bosque, sobre todo si puede volver acompañado de
cierta señorita.
Enna sonrió y estiró los pies hasta que alcanzaron un rayo de sol que calentaba el
suelo. Se aclaró la garganta antes de hablar.
—Isi, ¿has hablado con el príncipe? ¿Con Geric?
—Él… yo… no. —Ani suspiró—. Está escondido en vete a saber qué enfermería
de por aquí, para que le curen la herida del puñal, y a mí me da miedo preguntar si
puedo verlo, no vaya a ser que, ya sabes… no vaya a ser que no me quiera ver.
—Por supuesto que quiere —dijo Enna.
—Bueno, no sé, éramos amigos, pero nos mentimos. ¿Y si le hacía feliz casarse
con Selia?
—No lo creo —contestó Enna.
* * *
Una hora después, Geric la encontró sentada en las escaleras de la cocina, a la sombra
de la chimenea más alta. Su enfado se había convertido en justa indignación, que
derivó en vergüenza cuando vio que el príncipe se acercaba. Reconoció desde lejos a
Geric y notó cómo se le subían los colores, por lo que ocultó el rostro entre las
manos. Él le sonrió, y las arrugas que se le formaron en el rostro revelaron que estaba
de buen humor. Se sentó junto a ella y tras un instante soltó una risotada.
—Vaya —dijo—, nunca había visto a nadie que hiciera sentir al rey y a todo su
consejo como unos completos idiotas.
—¿Me escucharon? —preguntó.
—Por supuesto, a conciencia. Mi señora, habéis detenido una guerra innecesaria.
—Bajó la vista y tragó saliva—. ¿Puedo pedirte perdón? Me he portado muy mal
contigo y deseaba explicártelo.
—¿Te refieres a lo de «no puedo quererte como un hombre ama a una mujer»?
Geric hizo una mueca de dolor.
—Ajá, sí, justo a eso. Yo, bueno, aquel último día en los pastos de los gansos, me
di cuenta de que empezaba a sentir algo por ti que no podía permitirme, ya que estaba
prometido y todo eso, y pensé que sería mejor dejar de verte. Me sentía muy mal por
traicionar tus sentimientos, además de haberte mentido acerca de mi verdadera
Fin