Metrofago

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Título original: Metrophage

Traducción: Domingo Santos


Cubierta: Antoni Garcés
Primera edición: Marzo de 1992

© 1988 by Richard Kadrey


© de esta edición, Ediciones Júcar, 1992
Fernández de los Ríos 20. 28015 Madrid.
Alto Atocha 7. 33201 Gijón
I.S.B.N.: 84-334-4047-X
Depósito Legal: B. 9.595 - 1992
Producción: Fénix Servicios Editoriales
Impreso en Romanyà/Valls. Verdaguer, 1. Capellades (Barcelona)
Printed in Spain
La legendaria Ace Books, fundada en 1953 por A. A. Wyn y Donald A. Wollheim, destacó
desde un principio dentro del mundo de la ciencia ficción por su talante innovador, puesto
de manifiesto desde su constante lanzamiento de nuevos valores que hoy son clásicos
indiscutidos del género hasta sus famosos «Ace Doubles», dos novelas en un solo volumen,
con portadas en ambos lados y sus característicos lomos azules y rojos, que crearon escuela
y recientemente han sido resucitados por otro editor.
Dentro de su serie «Science Fiction Specials», que pretendía recoger obras de un valor
especial, Ace dio a conocer novelas tan importantes y multipremiadas como La mano
izquierda de la oscuridad de Ursula K. LeGuin y La isla de los muertos de Roger Zelazny.
En su etapa más reciente, y bajo la exigente batuta literaria de Terry Carr, los «Ace
Specials» se han especializado en dar a conocer primeras novelas de nuevos autores que
reunieran a la vez calidad y cualidades innovadoras, y así, dentro de esa etiqueta, han visto la
luz obras tan importantes como Neuromante de William Gibson, o La playa salvaje de Kim
Stanley Robinson, Ojos verdes de Lucius Shepard y En la deriva de Michael Swanwick, estas
últimas publicadas en esta misma colección.
Metrófago es uno de los últimos «Ace Specials». Richard Kadrey, nacido en 1957, es un
amante del surrealismo, y aunque ha publicado ya un cierto número de relatos cortos esta es
su primera novela. Una novela que, según Rudy Rucker en su prólogo a su edición
norteamericana, es un impresionante collage de literatura, historia del arte, y la muy
personal e impactante visión de Kadrey de un mundo en degradación «lleno de maravillosas
drogas y hermosas armas».
Metrófago es también el testamento literario de Terry Carr dentro de los «Ace Specials»:
fue su última selección, puesto que murió en la primavera de 1987, cuando el libro estaba ya
en proceso de edición, pero sin darle la oportunidad de escribir su acostumbrada
presentación.

DOMINGO SANTOS
Este libro está dedicado a Pat,
predeciblemente, con amor.
Ahora dejad que me eche a dormir,
oigo las sirenas en la calle.
Todos mis sueños están hechos de cromo,
no tengo forma de volver a casa 1.
TOM WAITS

1Now I lay me down to sleep / I hear the sirens in the street / All my dreams are made of chrome / I have
no way to get back home. Tom Waits. A Sweet Little Bullet from a Pretty Blue Gun.
1
La ciudad petrificada
Un tipo llamado Dinero Fácil controlaba las HoloPutas en un lugar llamado el Pozo de
Carnaby. Al menos las había estado controlando la última vez que Jonny Qabbala, traficante
de drogas, ex cazador del Comité para el Bienestar Público y autoconfesado perdedor, le
había hecho una visita. Jonny esperaba que Fácil estuviera trabajando aún en el Pozo. Tenía
un regalo para él de un amigo muerto.
El feo y poco oportuno asesinato de Raquin, el farmacéutico, había dejado un lugar
vacío en la boca del estómago de Jonny. No porque Raquin fuera la conexión de Jonny
(puesto que era un asunto sencillo para Jonny conseguir su droga directamente del jefe de
Raquin, el lord contrabandista Conover), sino porque, a lo largo del año o así que se
conocían, Raquin se había convertido, para Jonny, en algo muy próximo a un amigo. Y «algo
muy próximo a un amigo» era lo máximo a lo que Jonny se permitía generalmente llegar.
Era el miedo a la pérdida más que una falta de sentimientos por su parte lo que mantenía a
Jonny distanciado de la mayoría de los demás perdedores y unoporcientos que atestaban
Los Ángeles.
La luna estaba baja en el este, una hoz color blanco hueso. Jonny se preguntó,
ociosamente, si las Ratas de Alfa estarían vigilando Los Ángeles esta noche. ¿Qué pensarían
los extraterrestres, a través de cuatrocientos mil kilómetros, cuando le vieran meter una
bala en el cerebro a Dinero Fácil?

Jonny vio el Pozo de Carnaby a unas cuantas manzanas de distancia, prismas de cuarzo que
proyectaban vídeos de atrocidades captadas en las Guerras de la Frontera Lunar. En una
extensión plana de pared encima de la entrada del club, un soldado de la Nueva Palestina
en un traje de vacío aplastaba a culatazos el visor de un centinela mishima. La sangre del
centinela burbujeaba fuera de su casco, y las gotitas hervían hasta convertirse en joyas
negras mientras la banda sonora de un antiguo musical de la MGM sonaba como fondo:
«Quiero ser amado por ti, solo por ti, y por nadie más que por ti…» Las palabras POZO DE
CARNABY se sobreimprimían periódicamente sobre la escena en caracteres kanz y román.
Jonny se abrió camino por entre un grupo de trabajadores Pemex-US que negociaban
vino de arroz en el mercadillo semanal que cubría la calle cerca de la avenida Fountain. El
aire era denso con los olores de desechos animales, sudor, carne asada y hachís. Los pollos
batían las alas contra el alambre de las jaulas mientras ovejas sin patas desarrolladas en
cubas permanecían dócilmente tendidas en los puestos de los matarifes, aguardando su
turno en el pincho. Viejas en hipils hicieron señas a Jonny, mostrándole brillantes rollos de
tela, chips ROM de procedencia ilegal y brillantes navajas de resorte. Jonny no dejaba de
agitar la cabeza.
—No, gracias… Ima ja naku… Nein…
Hermosos alemanes jóvenes, seis de ellos, todos a la última moda en botas de cowboy
de piel de anguila y monos de seda (marcados con el logo de algún estudio cinematográfico
europeo), cargados con holograbadoras, recorrían los puestos, filmando otra de sus
interminables series de documentales para la Red Mundial sobre la muerte de la cultura de
la calle. Esos documentales hechos rápidamente y los paneles de discusión sobre las Ratas
de Alfa (quiénes eran, cuáles eran sus intenciones, su peso en la economía occidental)
parecían formar la mayor parte de las emisiones de la Mundial estos días. Jonny maldijo,
pensando que, si oía a un nuevo experto erudito discutir fríamente la lógica de la droga y el
racionamiento de comida, iba a enterrar personalmente cincuenta kilos de plástico C-4 bajo
la emisora Mundial local y efectuar su propia contribución a la cultura de la calle liberando
unas cuantas hectáreas de paisaje urbano de primera.
En un puesto cerca del fondo de la plaza, una vieja curandera vendía sus pociones de
mal de ojo y una colección de centinelas robots de deficiente funcionamiento: milanos y
pumas, simples dispositivos de rastrea-y-mata controlados por un enlace a microondas de
sobremesa. Los centinelas habían sido muy populares entre los nuevos ricos hacia finales
del siglo anterior, pero la electrónica y el mantenimiento de los animales había demostrado
ser muy poco de fiar. Finalmente, como mucha parte de la mercancía del mercadillo, fueron
colina abajo por entre los rígidos estratos sociales de L.A. hasta aterrizar en la calle, el
último paso antes de la chatarrería.
Allá, junto a los retorcientes y medio gruñentes animales, el equipo de filmación
preparó sus luces. Jonny se entretuvo unos instantes por allí y les observó tomar sus
planos. Los filmadores le enfurecían pero, a su propia manera, Jonny sabía que tenían
razón.
El mercadillo se estaba muriendo. Cuando era un muchacho, recordaba Jonny, se
extendía a lo largo de una docena de manzanas en ambas direcciones. Ahora apenas
conseguía ocupar dos. Y la mayor parte de la mercancía era pura chatarra. La pintura al
cromo se caía en escamas de los componentes electrónicos, revelando una antigua
superficie oxidada. Las frutas y verduras desarrolladas hidropónicamente crecían más
pequeñas y menos sabrosas a cada estación. Todo lo que parecía mantener en
funcionamiento el mercado eran los bancos de agrietadas baterías solares de propiedad
comunal. Durante los cortes de suministro rotatorios, solo ellas mantenían calientes los
hornos de tortillas, parpadeantes los fluorescentes, medio en funcionamiento los vídeos.
—¿No es hora ya de que tus chicos estén en la cama? —preguntó Jonny, pisando los
dedos de un pie a un larguirucho cámara rubio—. ¿Sprechen sie «parasite»?
Acurrucados en los portales de clubs y salones recreativos, grupos de cambiadores de
huellas dactilares, comerciantes de tejidos nerviosos y ladrones de células cerebrales
observaban la multitud con ojos huecos, como si evaluaran su valor en dinero líquido a
cada momento. Las pandillas estaban también fuera en gran número esta cálida noche: los
Lagartos Imperiales (botas de piel de serpiente y lenguas quirúrgicamente bífidas), los
Zombis Analíticos (pixels subcutáneos que ofrecían parpadeantes imágenes en la carne de
estrellas del vídeo y del rock muertas), los médico-anarquistas Matasanos, los Rebeldes
Yakuza y los Titanes Gitanos. Incluso las Hermanas Naginata estaban fuera, esgrimiendo
sus afiladas hojas y bebiendo en un rincón frente a la Orquídea de Hierro.
Mientras Jonny cruzaba Sunset, unas cuantas de las Hermanas le hicieron señas. Cuando
respondió, un soplo de viento entreabrió su chaqueta, revelando su automática Futukoro.
Las Hermanas aullaron y rieron a la vista del arma, fingiendo terror. Una Hermana alta con
tatuajes faciales maoríes curvó sus dedos y empezó a dispararle con una imaginaria pistola.
Avanzando hacia él en dirección opuesta había un anillo de enormes Chicos Rudos Niku
Yaro, uniformemente feos gigantes acromegálicos, cada uno de fácilmente tres metros. En
el centro del anillo protector, un viejo oyabun Yakuza miró abiertamente y señaló a la
gente. Era lo suficientemente raro ver a un japonés pura sangre en la calle como para que la
gente se detuviera para mirar, hasta que los Chicos Rudos los apartaron. Jonny pensó
entonces en una palabra.
Gaijin. Extranjero. Alienígena.
Ese soy yo. Soy gaijin, pensó Jonny. Podía hallar poco consuelo en la familiaridad de las
calles. Jonny se dio cuenta de que, al aceptar su deseo de matar a Dinero Fácil, se había
desgajado completamente de todo el mundo a su alrededor. Caminó más lentamente. Dos
veces casi se dio la vuelta.
Una diminuta muchacha nisei intentó venderle una peculiar variación local de sushi —
habichuelas refritas y atún crudo envueltos en perfolla de maíz—, conocido comúnmente
como Rollo Salmonella. Jonny lo rechazó y se metió en un callejón. Allí tragó dos tabletas de
desoxín hurtadas de un almacén del Comité.
Era buena sustancia. Muy pronto empezó a notar un cosquilleo en la punta de los dedos
que fue ascendiendo por sus brazos, llenándole con una agradablemente tensa energía, casi
sexual. Gotitas de sudor perlaron sus manos y su rostro, resbalaron por su pecho. Pensó en
Sumi.

—Puede que no vuelva esta noche —le había dicho a Sumi, antes de abandonar el lugar
que compartían—. Uno tareja. Tengo que hacer algunos encargos —mintió—. Cosas de
rutina.
—Entonces, ¿por qué te llevas esa artillería? —preguntó Sumi, y señaló la pistola
Futukoro.
Jonny ignoró la pregunta e intentó parecer muy interesado en el proceso de atarse los
cordones de sus botas con puntera de acero. Sumi le aterraba. A veces, en sus momentos
más insensibles, la consideraba una equivocación, un residuo del abandono por su parte a
los lazos emocionales. Ocasionalmente, cuando se sentía fuerte, se admitía a sí mismo que
la amaba.
—Tendré que pasar por el territorio de una docena de pandillas esta noche, y luego, si
tengo suerte, aterrizaré en el Pozo de Carnaby. Por eso la artillería —dijo—. En realidad
debería llevarme conmigo un batallón del Comité.
—Apuesto a que se emocionarían si les llamaras.
—Apuesto a que sí.
Sumi la de los ojos de almendra acarició su pelo con delicadas y callosas manos. La
había conocido en el zendo de una vieja monja budista. El estudio del zen no había cuajado,
pero Sumi sí. Su nombre completo, Sumimasen, significaba diversamente «gracias», «lo
siento» y «esto no termina nunca». Había estado abandonada a sus propios medios casi
tanto tiempo como Jonny. Por el camino había acumulado la electrónica suficiente como
para ganarse la vida como chupavatios: por una cantidad, conectaba directamente a las
líneas eléctricas del gobierno que pasaban por debajo de la ciudad y sorbía energía para sus
clientes.
Jonny se levantó y Sumí le rodeó con sus brazos, apretando su vientre contra la pistola
en el cinto de él.
—¿Es tu pistola, o es simplemente que te alegras de verme? —preguntó. Lo convirtió en
toda una actuación, haciendo girar los ojos y ronroneando con su mejor voz de vampiresa.
Pero su nerviosismo era obvio.
Jonny se inclinó y besó la base de su cuello, la retuvo lo suficiente como para
tranquilizarla, luego un poco más. La sintió tensa de nuevo bajo sus manos.
—Volveré —dijo.
Durante los últimos meses, Jonny había empezado a preocuparse por dejar a Sumi sola.
Oficialmente, las líneas de energía del gobierno no existían. Una razón más por la que el
Estado deseaba eliminar los chupavatios. Todas las pandillas estaban fuera de la ley,
técnicamente. Los elementos de la ecuación eran simples: sus componentes eran el precio
de la supervivencia dividido por los riesgos que exigía esa supervivencia. Y, en una era de
racionamiento y carestías manufacturadas, la supervivencia significaba el mercado negro.
Las pandillas producían todo lo que los lores contrabandistas no podían proporcionar. Y los
camellos lo vendían en las calles.
Jonny había elegido su propio camino de supervivencia cuando se había alejado del
Comité para el Bienestar Público y metido con los camellos. Era una simple cuestión de
karma. Ahora trabajaba el mercado negro, vendiendo todo tipo de medicamentos y drogas
que los lores contrabandistas podían proporcionar: antibióticos, análogos del LSD, beta-
endorfinas, MDMA, peinando las calles con un alto compuesto de adrenalina y paranoia
afilado como una navaja.
En sus momentos más filosóficos, Jonny tenía la impresión de que todos estaban
simplemente enzarzados en una extraña batalla de símbolos. Lo que los lores
contrabandistas y pandillas proporcionaban —comida, energía y drogas— se había
convertido en los símbolos definitivos de control en su mundo. Los federales no podían
permitirse relajar su racionamiento de tratamientos médicos, acceso a los servicios
públicos y distribución de comida. Habían aprendido hacía mucho lo fácil que era controlar
un enorme número de gente simplemente preocupándola lo suficiente como para que se
sometiera, manteniéndola lo bastante atareada en permanecer con vida.
Los Ángeles, como tales, habían dejado de existir. L.A., sin embargo —el corazón y el
alma metafóricos de la ciudad— estaba vivo y pataleando. Un L.A. mental, patio de juegos
del comercio y el intercambio: la Ciudad de la Noche. Conocida en el argot local como Loca
Acojonante, Leniente Arribista, Lisiada Asquerosa, Los Ángeles existía en el mismo
rarificado estado de muchas ciudades portuarias, funcionando principalmente como un
punto de intercambio para un constante flujo de datos, moneda extranjera, droga y armas
que llegaban al continente procedentes de todo el mundo.
Era el secreto peor mantenido en la calle que la Legislatura del Estado tenía los dedos
profundamente metidos en el pastel del mercado negro. Como alguna frágil especie de
orquídea de invernadero, la ciudad existía tan solo mientras tuviera el respaldo de los
políticos. Sin eso, el Comité caería sobre ellos como perros rabiosos. Por el momento, sin
embargo, el equilibrio estaba ahí. La mercancía fluía hacia fuera y el dinero fluía hacia
dentro, sangre y aliento de la ciudad.
Jonny comprendía todo esto y aceptaba la existencia en la cuerda floja. Sabía también
que algún día todo el asunto iba a estrellarse. Era su karma colectivo. Más pronto o más
tarde algún político iba a mostrarse codicioso, intentaría socavar una de las pandillas o
simplemente venderla por un voto. Y el Comité se lanzaría. Jonny sabía que este
conocimiento debería significar una diferencia, pero no lo hacía.

En el callejón, el speed se convirtió en algo parecido a un viejo amigo, un zumbido eléctrico


que subía y bajaba por su espina dorsal. De pronto todas las cosas fueron posibles. El
resplandor nervioso de los carteles de neón y el halógeno de las farolas de la calle cubría
Sunset con la cúpula de un pulsante nimbo de colores señuelo. Cuando salió del callejón,
Jonny apenas oyó sus botas sobre el pavimento. Dinero Fácil podía considerarse muerto.
Había cinco o seis leprosos arracimados en torno a la entrada del Pozo de Carnaby,
pidiendo caridad y exhibiendo sus llagas a aquellos dispuestos a pagar por echar una
mirada. Un Stetson vuelto boca abajo ante ellos mostraba un surtido de monedas,
arrugados billetes de dólares y pesos y píldoras de alegres colores. Desde hacía un tiempo
el número de los leprosos se había hecho demasiado grande para ignorarlo, y habían
brotado extraños rumores a su alrededor. Mucha gente juraba que el Comité estaba
poniendo algo en el agua, mientras que otros sospechaban de los árabes. Algunos culpaban
a las Ratas de Alfa, afirmando que estaban intentando destruir la Tierra con «rayos de
lepra» desde la Luna. La opinión de Jonny era que la mayoría de la gente era idiota.
Un leproso con un raído uniforme del espacio estaba recitando con una voz baja llena
de whisky:
Las calles respiran, fluyen y refluyen
como los mares bajo un empapado ojo crepuscular.
El cielo aparece desde unas fauces de tejados.
Calles oscuras, fuentes secas crean un cementerio de estrellas.
Jonny extrajo unas cuantas cápsulas de dapsone y tetrahidrocannibol de su bolsillo y las
dejó caer en el maltratado Stetson. El leproso que había estado recitando, con la cabeza y el
rostro tremendamente vendados, abrió su chaqueta.
—Gracias, amigo —dijo por entre unos labios rotos, y señaló sus más frescas cicatrices.
Con una educada inclinación de cabeza, Jonny se alejó de los leprosos y entró en el Pozo.
La línea del cielo se inclinó, adoptó un pronunciado ángulo hacia abajo, luego hacia
arriba, se convirtió en una mancha vertical de espejeantes ventanas, rascacielos que
conducían a un campo de estrellas holográmico. Jonny estaba en la sala de juegos del Pozo,
separada del bar por una sucia cortina con un loto pintado en ella. En torno a las esquinas
de la habitación, antiguas máquinas de millón zumbaban y campanilleaban prosaicamente
mientras el aire en el centro de la sala ardía con la luz fantasmal de los juegos
holográmicos. Jonny cruzó la sala y fue atrapado en medio de un chorro de estallidos láser
intensamente azules procedentes del Comando Suborbital, bañado por fragmentos de
galaxias del tamaño de cabezas de alfiler que brotaban girando de las manos de Vishnu y
Shiva. Desnudos del tamaño de ratones formaron un enjambre sobre su cabeza,
tanteándose frenéticamente unos a otros en busca de Diversión a Cero G.
Un furioso jugador de una máquina de millón lanzó un vaso que se estrelló contra la
pared del fondo. Jonny se echó hacia atrás cuando dos miembros de los Chicos Rudos del
Pozo avanzaron suavemente desde lados opuestos de la sala para interceptar al hombre
que protestaba.
—¡Maldita sea, esta máquina acaba de tragarse mi último dólar! —gritó el hombre del
millón.
Estaba gritando todavía cuando los dos musculosos monstruos lo agarraron cada uno
por un brazo y lo condujeron fuera a través de las puertas delanteras. Volvieron solos.
Jonny esperó a medias verlos regresar con los brazos del tipo como trofeo.
—¡Paz! ¿No podemos tener un poco de paz aquí dentro? —murmuró un sudoroso
hombre que alineaba a Jacqueline Kennedy en el punto de mira de una reproducción en
fibra de vidrio de un rifle Mannlicher-Carcano. Era Dedos de Humo, el ratero, gordo y
nervioso, conectado al juego de Cita Con El Destino por un trozo de cable del grueso de un
lápiz que se extendía desde la consola de juegos hasta una miniconexión de 24 agujas
implantada en la base de su cráneo. La mayoría de los jugadores en la sala estaban
conectados a varios juegos mediante conexiones similares. El estómago de Jonny se agitó
ante aquello. La cirugía electiva, había decidido hacía años, no se extendía a tener pequeñas
bolitas de platino permanentemente encajadas en su cráneo, no, gracias. Podía contemplar
la Red Mundial en un monitor, y en cuanto a los juegos, parecían ya bastante reales sin
necesidad de enchufarse a ellos.
Dedos de Humo siguió el fantasmal holograma de la limusina presidencial con su arma
mientras una serie de números carmesíes parpadeaban en el cielo azul metálico de Dallas,
anotando su puntuación.
Jonny se acercó al oído del ratero y dijo:
—¿Cómo van las cosas, Humo? —Dedos de Humo le ignoró y siguió moviendo el rifle de
juguete con firme concentración insectoide—. Hey, Humo —dijo Jonny, y agitó los dedos
ante los ojos del otro justo en el momento en que el hombre gordo apretaba el gatillo.
Ningún punto.
—Mierda —murmuró el ratero, ignorando aún a Jonny. Había acertado al chófer.
Esto no va a ser divertido en absoluto, decidió Jonny. Pulsó el botón que soltaba la
conexión en la parte de atrás de la cabeza de Dedos de Humo. El cable cayó, y un
mecanismo de resorte lo recuperó al interior de la consola de juegos.
—Qué demonios… —aulló Dedos de Humo, y se llevó la mano a la nuca. Miró a Jonny,
aturdido, mientras sus ojos se reenfocaban lentamente. Al cabo de un momento dijo, en
español—: Hey, Jonny, ¿qué pasa?
—No mucho —respondió Jonny, en inglés—. No puedo creer que aún sigas jugando a
este juego. ¿No has matado ya a todo el mundo en Dallas?
Dedos de Humo se encogió de hombros.
—Me los cargo, pero ellos siguen volviendo. —El sudor se encharcaba en las gafas del
ratero allá donde su montura tocaba sus mejillas.
Jonny sonrió y miró la sala a su alrededor, con la esperanza de que hubiera alguien más
de quien pudiera obtener información. Sin embargo, en el resplandor pastel de lluvias de
meteoros y fuego de láser, ninguno de los rostros parecía familiar.
—¿Has visto a Dinero Fácil por los alrededores? —preguntó a Dedos de Humo—. Tengo
que hablar con él.
—De acuerdo, habla. Tú y todos los demás. —Dedos de Humo clavó la vista en la vacía
cámara del holograma y maldijo—. Casi batí mi propio récord, ¿sabes? —dijo. Miró a Jonny
con ojos acusadores—. No, no he visto a Fácil. Aleatorio se encarga del bar esta noche.
Quizá debieras hablar con él. Si quieres que te diga la verdad, me estás distrayendo. —
Dedos de Humo no había apartado ni un momento el dedo del gatillo del rifle de fibra de
vidrio. Jonny extrajo algunas monedas de a yen de su bolsillo y las metió en la ranura de la
máquina.
—Gracias por toda tu ayuda, asesino —dijo. Pero Dedos de Humo no le oyó: ya estaba
conectado de nuevo. Jonny le dejó, deseoso de poder hallar la paz de una manera tan fácil
como esa, y se dirigió al bar.
Jonny siempre había hallado un poco desconcertante que la sala principal nunca
pareciera cambiar. La imaginaba congelada en el tiempo, como un disco rayado repitiendo
el mismo trozo de canción una y otra y otra vez. La multitud habitual de fin de semana de
contrabandistas insignificantes, actores de series B y aburridas prostitutas le miraron
desde el velo azul de humo que rodeaba la barra. El mismo aburrido porno llenaba la gran
pantalla para beneficio de aquellos desafortunados que no estaban equipados con
conexiones craneales. Incluso la banda, la Taking Tiger Mountain, dejaba escuchar los
mismos viejos riffs, deteniéndose a la mitad de su propia «Guernica insurrecta» cuando la
multitud les gritó que se callaran. Cambiaron a un inconexo «Azúcar moreno», una canción
que había estado pasada de moda mucho antes de que cualquiera de los que estaban ahora
en el club hubiera nacido. Los bailarines ondulaban bajo las luces estroboscópicas y los
animadores subsónicos, mientras los proyectores arrojaban hologramas de atrocidades
lunares a sus calientes cuerpos.
De hecho, la única auténtica diferencia que Jonny podía ver en el lugar era la oscuridad
en las cabinas de las HoloPutas.
Se abrió camino a través de la apretada multitud y probó la puerta de la sala de control
de Fácil. Estaba cerrada con llave, y el bar se hallaba demasiado lleno para forzar la puerta.
Tendría que esperar. Sintió alivio, y culpabilidad ante ese alivio, y se abrió camino hasta la
barra para una copa y algunas preguntas.
Aleatorio, el camarero, estaba secando vasos detrás de una barra construida con
guardabarros de coches viejos. Alto y delgado, con la piel arrugada como hojas secas,
Aleatorio ofreció a Jonny la misma semisonrisa que ofrecía a todo el mundo. Jonny pidió
una Asahi negra con ginebra; puso un billete de a veinte sobre la barra. Aleatorio depositó
la cerveza y deslizó el billete en su bolsillo en un mismo y suave movimiento.
El camarero inclinó la cabeza hacia la pista de baile.
—Necrófilos —dijo, por encima del rugir de la banda—. No pueden soportar la nueva
música. Como si fuera mortífera para ellos o algo así. Caterva de tontos del culo. —Se
encogió de hombros, como un hombre ciego, con los ojos desenfocados—. Acaban de hacer
estallar una nuclear en Kansas City. El Ejército de Reunificación Jordana, un grupo
escindido de la Nueva Palestina. Han llamado a la emisora local de la Red Mundial. Han
dicho que Houston sería la próxima —informó. Agitó la cabeza—. Esos chicos deben de
odiar realmente las vacas. —Aleatorio sentía pasión hacia las noticias morbosas, y
permanecía conectado constantemente a las líneas de datos de la Mundial, y retransmitía
las noticias más interesantes a sus clientes. Jonny pensó que era una de sus cualidades más
encantadoras.
Se volvió hacia Jonny como si anticipara su pregunta.
—Fácil no está. Estará fuera durante un par de días. Se fue muy aprisa, además. Ni
siquiera tocó sus holos.
—Supongo que no tienes ninguna idea de adónde fue —dijo Jonny.
—Me temo que olvidó dejar una dirección donde enviarle las cosas. Una vergüenza
también, tan cerca del Día de Acción de Gracias y todo eso.
El volumen de la banda saltó bruscamente cuando cambiaron de la canción a un tenso y
rítmico jam. San Pedro, el guitarrista, estaba de pie en el borde del escenario entre hileras
de flotantes altavoces Krupp-Verwandlungsinhalt. Con los ojos prietamente cerrados, los
hombros relajados, San Pedro bombeaba muros de sonido, mientras su mano izquierda
mioeléctrica se movía como una frenética araña plateada arriba y abajo de los trastes.
Mientras tocaba, un esquema de luz brilló en su mano cromada, señalando sus progresos
en el aire. Luego, justo en el momento en que el jam alcanzaba su cima, la canción murió; el
porno se desvaneció y las luces disminuyeron de intensidad.
—Corte de suministro —dijo Aleatorio. Accionó casualmente un interruptor debajo de
la barra, y la energía regresó—. Dale a Sumi las gracias por los vatios —murmuró.
Jonny asintió.
—¿Has oído que Fácil celebró otra Fiesta de las Pistolas Llameantes?
—No. ¿Quién resultó quemado?
—Raquin.
Aleatorio alzó una ceja en un gesto de simpatía.
—Lo siento, hombre —dijo—. Aunque debo admitir que no me sorprende demasiado
oír que ha estado metido en algo. —Dio una larga chupada de un narguile cerca de la caja
registradora—. Buscar a Dinero Fácil parece ser el nuevo juego más caliente de la ciudad.
La otra noche la multitud era tan grande que les hizo ponerse en fila y tomar números. Por
supuesto, Fácil no es el único que parece haber capturado la imaginación del público. —
Aleatorio le sonrió a Jonny—. Tú pareces haber desarrollado también un poco de
celebridad.
—¿Yo? —preguntó Jonny precavidamente—. ¿Quién ha estado preguntando por mí?
Aleatorio se encogió de hombros.
—Nadie, que yo sepa. —Hizo un guiño conspirador—. Vamos, amigo. ¿Qué tobillos has
estado mordisqueando?
—Estoy patéticamente limpio —dijo Jonny—. Háblame de ellos. Todo lo que puedas
recordar.
Aleatorio se metió dos dedos amarillos por la nicotina en el bolsillo de su camisa y
extrajo un sobre de glicene con un polvo blanco.
—Pura como la Madre María y dos veces más hermosa —dijo, y le dio al sobre un ligero
beso—. Unos tipos interesantes. No intentaron pagar con vulgar dinero. —Volvió a meterse
el sobre en el bolsillo.
—¿Contrabandistas? —preguntó Jonny.
—Es posible, solo que, ¿por qué un lord contrabandista estaría buscando con una
pistola a una pequeña mierda como Dinero Fácil? O tú, por cierto.
—Quién sabe —murmuró Jonny. Dio un largo sorbo de su bebida—. Quizá decidieron
que se había metido en el negocio equivocado.
—Demonios —dijo el camarero—, todo el mundo en la Lisiada Asquerosa está metido
en el negocio equivocado. —Dejó el vaso que había estado limpiando y prosiguió—: El
clima. —Sus ojos se agitaron hacia uno y otro lado—. El nuevo senador en el Comité de
Control Atmosférico anunció que pueden limpiar la mierda dejada por las Guerras del
Clima. Dice que deberían de conseguir estabilizar los esquemas climáticos sobre la mayor
parte de Norteamérica en tres a cinco días.
—¿No anunciaron el mismo programa hace entre tres y cinco años? —preguntó Jonny.
—Como mínimo. —Y, con esto, Aleatorio le lanzó a Jonny la otra mitad de su sonrisa y
se dirigió hacia otros clientes.
Jonny agitó en su vaso los restos de su cerveza, se volvió y estudió la ruidosa multitud
que se movía por el bar. Escrutó las cabezas en busca de alguna señal de cuernos caprinos
injertados sobre un delgado rostro provisto de unos inquietos y suspicaces ojos. O unos
brazos llenos de serpientes tatuadas, como el estigma de algún dios yonqui. Dinero Fácil
siempre destacaba en medio de una multitud…, lo cual, suponía Jonny, era precisamente la
idea. Si Fácil estaba por ahí, no debería de ser difícil de divisar.
Jonny había conocido a Fácil mientras ambos estaban empleados con el lord
contrabandista Conover. Eso había sido justo antes de que Fácil se hubiera hecho un
nombre con su primera Fiesta de las Pistolas Llameantes.
La fiesta se había convertido en una especie de leyenda entre los camellos. Había ido
así: Dinero Fácil, un parásito humano con la infalible habilidad de detectar la parte más
blanda, más vulnerable de su presa, había adquirido un contrato para matar al líder de la
pandilla de Los Santos Atómicos. Adoptando una filosofía que más tarde se convirtió en su
marca de fábrica (como el reloj de arena en la barriga de una araña), Fácil razonó, siendo
como eran las represalias de las pandillas algo rápido y más bien feo, que eliminar a toda la
pandilla de un solo golpe le reportaría menos problemas que la extirpación de un solo
miembro.
Era bien conocido por todos aquellos que, como Fácil, siempre mantenían una oreja
metafórica pegada al suelo, que el vicio particular de la pandilla de Los Santos Atómicos era
la cocaína en cantidades liberales. Fácil localizó su refugio a través de la información de una
pandilla rival. También descubrió que a Los Santos Atómicos les gustaba comprar en
grande la coca que usaban o trataban para vender. Mantenían grandes contenedores de ella
ocultos bajo el suelo.
Como le gustaba decir siempre, a partir de ahí todo era dinero fácil.
Como algún Prometeo cargado, Fácil prendió fuego a Los Santos Atómicos mediante una
bengala roja de señales de la Marina colocada en el tejado de una misión católica al otro
lado de la calle que disparó desde su laboratorio. La explosión arrancó literalmente el techo
del edificio lleno de éter. La bola de fuego pasó a varios de los edificios adyacentes,
incendiándolos también.
Además de Los Santos Atómicos, al menos una docena de otras personas,
principalmente yonkies y prostitutas, murieron en los incendios que envolvieron el tétrico
vecindario. Y Dinero Fácil subió un escalón en la jerarquía de los que hacen cosas en su
pequeño mundo.
En retrospectiva, nada de aquello le pareció importante a Jonny en su momento. Cuando
supo de las muertes le parecieron algo normal, tan solo un nuevo acto insensato en la larga
serie de actos insensatos que formaban sus vidas. Sin embargo, la muerte de Raquin había
trasladado los acontecimientos de lo abstracto a la afrenta personal. Conocía a Raquin. Y
sabía que Fácil lo había matado. Jonny acabaría con Dinero Fácil simplemente porque nadie
más lo haría y porque el pequeño imbécil se lo merecía.
Jonny frenó su aliento, contó cada inspiración, se centró en sí mismo tal como su roshi
le había enseñado. Visiones del cornudo y tatuado Fácil hormiguearon ante él mientras
perseguía aquella parte salvaje de sí mismo que había buscado antes cada vez que había
tenido que matar.
Pero la pasión había desaparecido, parecía inútil ahora. El speed había sido cortado con
algo desagradable. Sus efectos estaban desapareciendo ya, dejándole con una sensación
aturdida y estúpida, Jonny bebió el resto de su cerveza e intentó volver a ponerse a tono
con el alcohol.
Se preguntó si quizás habría imaginado mal las cosas. Si los lores contrabandistas
estaban realmente tras Fácil, quizás él no tuviera necesidad de hacer nada después de todo.
Siempre había trabajo que hacer, dinero que ganar. Pero algo inquietaba a Jonny. No podía
imaginar quién, aparte del Comité, podía estarle buscando a él. ¿Había pisado a alguien en
los últimos días de búsqueda de Fácil? No podía recordarlo.
El bar pareció inclinarse ligeramente cuando Jonny apuró su segunda Asahi con
ginebra. Cuando se pasó una mano por la frente la retiró fría y cubierta de sudor. Abandonó
el bar y se abrió camino descuidadamente por entre un denso nudo de nerviosos
quinceañeros del Valle que pretendían parecer como si tuvieran conexiones e implantes.
Cerca de los servicios, una Zombi Analítica llameó a Jonny en rápida sucesión: Marilyn
Monroe, Jim Morrison y Aoki Vega. La ignoró.
Dentro de los servicios, Jonny se aplicó mohosa agua al rostro. La habitación olía a
desechos humanos, y el dispensador de toallitas de papel estaba vacío. En el suelo halló los
restos de un ejemplar de El ocaso de los dioses. El wáter estaba lleno de Nietzsche. Jonny se
secó las manos con las pocas páginas que quedaban. El agua hizo que se sintiera un poco
mejor. Sin embargo, el hundimiento del speed le había dejado excitado y nervioso.
Cuando abandonó los servicios, una mano se cerró sobre su brazo.
—¿Cómo vamos, Jonny? —preguntó un hombre bajo que Jonny no reconoció. La sonrisa
del hombre era amplia y dentuda, como si quisiera dar la impresión de que era un
personaje muy peligroso. Llevaba gafas oscuras cuyos cristales eran hologramas
dicromáticos que reflejaban alguna caverna. Donde hubieran debido estar sus ojos había
dos pozos gemelos sin fondo.
—Esa es una buena forma de perder algunos dientes o un ojo —dijo Jonny con voz
llana.
La sonrisa del hombre disminuyó solo ligeramente. Relajó la presa sobre el brazo de
Jonny, pero no lo soltó.
—Lo siento, Jonny —dijo—. Mire, ¿puedo invitarle a alguna copa o algo?
—No.
Se sacudió de encima la mano del hombrecillo y se encaminó de vuelta a la barra para
emborracharse. Pero unos fuertes dedos lo sujetaron de nuevo.
—¿Por qué tiene tanta prisa? —preguntó el hombrecillo—. Hablemos. Tengo un
negocio para usted.
Jonny clavó su codo en el diafragma del hombre, giró y apretó el cañón de la Futukoro
contra su garganta.
—Si vuelves a cogerme así, te mato. ¿Lo has entendido? —susurró.
El hombrecillo soltó el brazo de Jonny y retrocedió un paso, con las manos levantadas
ante su pecho, las palmas hacia fuera.
—Tranquilo —dijo—. Tranquilo.
Jonny apartó bruscamente al hombre y lo dejó charlando consigo mismo.
Sudaba de nuevo. Regresó a la barra y bebió un vodka barato japonés que sabía a
pescado, mientras pensaba en lo malo que era y en lo que le gustaría permitirse el
auténtico. Apartó al hombrecillo de su mente. Se preguntó si debía llamar a Sumi, pero eso
parecía una mala idea. Ella le haría preguntas que no deseaba responder. Finalmente, sus
pensamientos derivaron hasta Raquin. Se preguntó cómo sería arder hasta morir. Recordó
que alguien le había dicho en una ocasión que no se sentía nada, que el fuego consumía
enseguida todo el oxígeno y que te asfixiabas antes incluso de sentir las llamas. Eso parecía
un consuelo más bien pequeño. ¿Acaso era mejor asfixiarse que arder?
Siguió bebiendo vasito tras vasito del vodka de pescado hasta que el sabor desapareció
por completo. Tomó seis de ellos y construyó una pequeña pirámide con los vasos, pero
Aleatorio se los llevó y a Jonny se le acabó pronto el dinero. Mientras rebuscaba más droga
en el bolsillo, notó un ligero tirón en su brazo. De alguna forma, mientras se volvía, supo
que el hombrecillo estaría de pie allí. Se había quitado las gafas oscuras y tenía las manos
alzadas ante él como para parar un golpe.
—Una tregua, ¿de acuerdo? No le he cogido del brazo —dijo el hombrecillo—.
Simplemente le di unos golpecitos en el hombro.
Jonny asintió.
—Puedo decir que fuiste rápido. ¿Qué es lo que quieres?
El hombre se inclinó ansiosamente hacia delante.
—Mire, Jonny, no quise decírselo antes…, trabajo para el señor Conover. Me envió a
buscarle. Si no viene usted conmigo, me va a partir el culo.
—Siento oír eso. Dile al señor Conover que estaré en contacto con él tan pronto como
haya terminado con el asunto en el que estoy trabajando ahora.
—No puedo hacer eso. Le quiere ahora —dijo el hombrecillo. Esperanzado, añadió—:
Ya sabe usted que, sea lo que sea en lo que esté trabajando ahora, el señor Conover hará
que valga la pena el que lo deje de lado.
Jonny negó con la cabeza.
—No, gracias: esto es personal.
El hombrecillo se inclinó un poco más.
—No estará buscando a Dinero Fácil, ¿verdad?
—¿Y qué si es así?
—Bueno, entonces sería estupendo —dijo el hombrecillo—. Porque ese es
precisamente el trabajo… Dinero Fácil cogió algo que pertenece al señor Conover. Y el
señor Conover desea que usted le ayude a hacer que se lo devuelva.
Jonny asintió, tomó un cubito de hielo del vaso vacío de alguien y se lo frotó por la
frente.
—Mi problema, amigo, es que conozco muy bien al señor Conover y sé que es un
profesional. No te ofendas, pero ¿por qué enviaría a un tipo duro como tú a buscarme?
El hombrecillo miró a su alrededor, al parecer para asegurarse de que nadie estaba
escuchando.
—En realidad este no es mi trabajo —susurró.
Jonny sonrió.
—No jodas —dijo.
—Soy más bien un contable. Es solo que el señor Conover tiene a todos sus hombres
musculosos buscando a Dinero Fácil —aclaró. Miró a Jonny gravemente—. Ya sabe usted
cómo es.
—Sí, sé cómo es —dijo Jonny, genuinamente divertido.
—Me dijo que usted siempre andaba por el Pozo de Carnaby —siguió el hombrecillo.
Hizo una mueca, como si hubiera olido algo asqueroso—. Si quiere que le diga la verdad,
esto es un poco demasiado para mí.
Jonny se echó a reír.
—A veces es un poco demasiado para mí también —dijo.
El hombrecillo sonrió…, de veras esta vez.
—Entonces, ¿vendrá conmigo? —preguntó.
Jonny se encogió de hombros.
—Ese asunto acerca de buscar a Fácil…, supongo que no te estarás haciendo el listo de
nuevo, ¿verdad?
—No, todo es la pura verdad —respondió el hombrecillo.
—Bien.
—Entonces, ¿vendrá?
—No estoy seguro. No me gusta remachar algo demasiado, pero ¿cómo sé que trabajas
para el señor Conover?
—Oh, sí —dijo el hombrecillo, y su rostro se iluminó. Rebuscó en el bolsillo de su
chaqueta—. El señor Conover me dijo que le entregara esto.
Le tendió a Jonny una bolsita de plástico que contenía dos cápsulas azules gelatinosas.
La marca del fabricante era suiza, las cápsulas pertenecían a la OTAN, y estaban etiquetadas
con una franja naranja de advertencia que indicaba que se trataba de miotoxinas. Jonny
había visto aquel producto en el Comité. Escarchado, el Hombre de las Nieves. Era un
necrótico, una variación sintética del veneno de la serpiente de cascabel que mataba
rompiendo las fibras de colágeno, disolviendo con toda efectividad la piel y el tejido de los
músculos. La variación de la OTAN, había oído, estaba construida con ciertos segmentos
«abiertos» a lo largo de la cadena de su ADN, lo cual permitía a la toxina unirse con los
polipéptidos en el colágeno de la víctima y reproducirse allí. Los rumores decían que el
Escarchado podía destruir la piel y el tejido muscular de un hombre de setenta kilos en
poco menos de catorce horas. No era el tipo de droga al que mucha gente tuviera acceso.
Jonny se metió la bolsita en el bolsillo.
—Bien, estoy convencido —dijo.
—Entonces, ¿vendrá?
—¿Por qué no? Ya no hago nada aquí.
El hombrecillo le miró radiante. Jonny pensó que podía ser amor.
—Por cierto, ¿tienes algún nombre? —preguntó.
—Cyrano. Bender Cyrano, como el tipo del antiguo libro, ¿sabe? Solo que no tengo su
nariz. —Cyrano se echó a reír ante el chiste.
Jonny no sabía de quién demonios estaba hablando Cyrano, pero sonrió para no herir
los sentimientos del hombrecillo. Cuando Cyrano tendió su mano, se la estrechó.
—Encantado de conocerte, Cyrano. Salgamos de aquí.
Cuando llegaron a la sucia cortina, Jonny se volvió y echó una última ojeada a la banda.
Estaban tocando una de las mejores melodías de San Pedro, «Príncipe de la calle». La
multitud la ignoraba por completo.
Aleatorio tenía razón, decidió Jonny. Un puñado de tontos del culo.

Fuera, la bochornosa noche había refrescado un poco. Eso normalmente significaba que la
gente de la calle recorrería el Sunset Boulevard hasta el amanecer, pero un inquieto
silencio se había aposentado de la calle. Un trozo de papel, arrastrado por el viento, trazó
una indiferente pirueta antes de alejarse. Una silenciosa multitud se había reunido al otro
lado de la calle, observando el club. Jonny dio un paso atrás. Cyrano caminó unos pocos
pasos antes de darse cuenta de que Jonny ya no estaba a su lado.
—¿Qué ocurre? —preguntó.
Jonny tenía apenas seis años cuando se produjo la primera de las Rebeliones de la
Proteína. Eso fue cuando los ciudadanos de Los Ángeles, inspirados por los levantamientos
en otras ciudades, se alzaron y asaltaron el zoológico del parque Griffith en busca de carne
fresca. Los disturbios fueron finalmente dominados, pero no hasta después de que diez días
de luchas dejaran la ciudad convertida en poco más que una herida abierta. Las cifras
oficiales fueron de unos diez mil muertos, entre civiles y militares.
Las autoridades, sin embargo, no fueron pilladas totalmente desprevenidas. Muchas
personas en lugares de poder habían visto lo que se estaba avecinando. Fueron preparados
planes, esbozados horarios, y unos pocos seleccionados, lo bastante ricos como para
comprar su entrada o lo bastante poderosos como para exigirla, iniciaron su silencioso
peregrinaje hacia el desierto, a paraísos patrocinados por el gobierno como Nueva
Esperanza.
El resto de la ciudad había permanecido detrás con el resto de la solución. El resto de la
solución, en este caso, era una organización paramilitar conocida, sin aparente ironía, como
el Comité para el Bienestar Público. Y varios miembros armados de esa organización
aguardaban a Jonny cuando abandonó el Pozo de Carnaby.
Los focos golpearon a Jonny y a Cyrano desde el otro lado de la calle.
Una voz adolescente gritó a través de un altoparlante:
—¡No se muevan! ¡Quedan los dos arrestados!
Jonny se dejó caer al suelo y extrajo su arma. Cyrano sacó torpemente una Barretta
mexicana de su cinturón y disparó una vez antes de que el restallar de una Futukoro
reventara su pecho. El hombrecillo cayó encima de Jonny, sangrando por todas partes, con
una expresión horrorizada en su rostro. Se aferró la herida, como si manteniéndola cerrada
pudiera impedir que se le escapara la vida. Jonny alzó la vista a tiempo de ver al leproso
con el uniforme del espacio mirarle desde la esquina del bar.
El fuego de las armas automáticas mordió la fachada del Pozo cuando el Comité abrió
fuego. Cristales rotos y trozos de cemento llovieron sobre Jonny mientras se aplastaba
contra el suelo. Detrás suyo, la puerta del bar se abrió de golpe y una falange de Chicos
Rudos del Pozo emergió, armados hasta los dientes. Jonny sintió unos deseos desesperados
de desaparecer.
Al otro lado de Sunset, las multitudes del atardecer estaban clavadas en puertas y
ventanas, contemplando el fuego cruzado. Ocasionalmente, uno o dos chicos con los colores
de sus pandillas se abrían camino y cruzaban corriendo Sunset, agitando las manos y
gritando cuando llegaban al otro lado vivos. Un joven y gordo Titán Gitano empezó a cruzar
detrás de su amigo más rápido. Pareció que iba a conseguirlo cuando un disparo le hizo
girar en redondo. Se arrancó el pañuelo que llevaba anudado en su garganta antes de
derrumbarse entre dos coches aparcados.
Jonny oyó órdenes ladradas desde alguna parte en la oscuridad y el sonido de arrastrar
de pies. Los Chicos Rudos se estaban abriendo en abanico, cubriendo la entrada del Pozo.
No había escapatoria por aquel lado. ¿Por qué demonios estaban luchando los Chicos Rudos
contra el Comité?, se preguntó Jonny. Debían de creer que alguna pandilla errante
intentaba echarles.
Jonny se apretó contra el edificio en busca de protección. Sonidos como truenos,
cristales rotos y madera astillada le envolvían. Intentó arrastrarse detrás de los Chicos
Rudos, pero se estaban moviendo por toda la calle.
Al lado del bar, Jonny vio al leproso de nuevo, haciéndole un gesto obsceno con el dedo
de una sucia mano. En aquel instante Jonny le reconoció. Incluso con los vendajes y el
uniforme, supo que el leproso era Dinero Fácil. Jonny disparó contra él, pero Fácil se agachó
detrás del edificio.
La puerta del Pozo de Carnaby se abrió de nuevo y Dedos de Humo salió a la carrera.
Gritaba lo que sonaba como «Jodidosmamoneshijosdeputa» a pleno pulmón. Su brazo
derecho era una masa de empapada carne sanguinolenta. Cuando llegó en medio de la calle
fue hecho pedazos por los disparos del Comité.
Jonny se lanzó hacia el callejón detrás del Pozo. Moviéndose rápidamente, muy
agachado, se arrastró alrededor del perímetro del edificio. Ya casi lo había conseguido
cuando sintió como una terrible patada en su hombro. Sus músculos se convirtieron en
agua.

Algún tiempo más tarde, no estaba seguro de cuánto, Jonny despertó en el callejón. No tenía
la menor idea de cómo había llegado hasta allí.
Todavía podía oír el ocasional restallar de armas automáticas. Cuando intentó ponerse
en pie descubrió que todo su brazo derecho estaba entumecido.
Sujetó con el izquierdo el borde de un cubo de basura lleno a rebosar y se izó en pie. Le
tomó unos cuantos segundos hallar el equilibrio, pero cuando lo consiguió echó a correr
hacia la salida del fondo del callejón.
En algún momento en el camino, una bota surgió de la oscuridad y lo envió de bruces al
suelo.
Oh, mierda, pensó Jonny.
Esta vez no se levantó.
2
Historia, restitución, y una reunión infeliz
en el vientre de la bestia
Las instalaciones de detención de la Gran California del Sur: un hormiguero; una fábrica
donde las almas eran procesadas, empaquetadas y enviadas a lo que algunos llamaban
riendo la justicia. Al menos, muchos de los de dentro (guardias y prisioneros a la vez)
habían oído rumores acerca de ello. Rumores acerca de la búsqueda de la justicia.
Circulaban memorándums sobre este asunto. Eran firmadas peticiones al respecto.
Estatuas de diosas griegas blandiendo balanzas eran erigidas a tal efecto. Sin embargo, muy
pocos habían visto signo de ello.
La prisión se asentaba, fría y enorme, junto al puerto, en lo que quedaba del viejo
distrito de los almacenes portuarios. Construida sobre los huesos de una vieja planta de gas
natural, había sido prevista originalmente como la ubicación del laboratorio insignia de los
notorios programas de guerra genética del Pentágono a finales de los mil novecientos
noventa. El edificio había quedado sin usar cuando los planes de guerra del gobierno se
quedaron sin vapor que los alimentara y sin dinero al mismo tiempo. No fue hasta
dieciocho meses más tarde, con unos cuantos miles de millones de yens para respaldarla,
que llegó la orden de retirar los medio acabados laboratorios y empezar a compartimentar
los viejos tanques de almacenamiento, adaptándolos para contener las celdas de las nuevas
instalaciones.
La mayor parte de la masa de la prisión quedaba oculta, enterrada bajo los antiguos
pozos de desechos de hierro en bruto. Estriados de líquenes, grandes y sólidos planos de
cuarteado cemento se alzaban a distintos ángulos hasta un techo plano salpicado de
sellados conductos de refrigeración y antenas de plato. Una húmeda brisa del océano
mantenía las paredes de la prisión perpetuamente brillantes, y el cemento olía a miles de
aromas portuarios: el ozono residual de los combustibles sintéticos, frutas demasiado
maduras, maquinaria oxidada, peces muertos.
Un chiste común era que el prisionero medio tenía unas probabilidades de cinco a diez,
mientras que los guardias las tenían de nueve a cinco. Ellos, como los prisioneros,
simplemente intentaban salirse. En su mayoría eran hombres jóvenes, de la edad de Jonny
y un poco mayores. Principalmente reclutas del Comité para el Bienestar Público, a los
veinte años los muchachos eran considerados ya demasiado mayores para tareas en la
calle, agotados por la continuada dieta del Comité de speed y esteroides anabólicos.
Dos años antes, por motivos tan misteriosos para sí mismo como para todos los demás,
Jonny se había unido al Comité. La indiferencia y el aburrimiento parecieron ser sus
principales razones. Unos cuantos años como ladrón insignificante y correo para los
contrabandistas le habían vuelto veloz con los pies y rápido con el cuchillo y la pistola. Sin
embargo, seguía siendo lo suficientemente ingenuo como para sorprenderse cuando esas
mismas cualidades criminales eran las que le habían ayudado a aterrizar en un trabajo bien
pagado con el Comité.
Tras su entrenamiento, Jonny fue asignado a lo que se llamaba «Perímetro de
mantenimiento». La mecánica del trabajo no era demasiado distinta de la que había estado
haciendo toda su vida: reunirse con ladrones, rastrear almacenes de drogas y comida
robadas. Sin embargo, el Comité tenía poca paciencia con los prisioneros: le habían pagado
una comisión por cada contrabandista muerto por encima de su cuota. Se animaba a los
reclutas a competir. La cuenta de cadáveres era exhibida en el cuartel general del Comité;
había bonificaciones y premios al final de cada mes.
Jonny había intentado hacerlo lo mejor posible, diciéndose a sí mismo lo mucho mejor
que era estar en las calles y del lado del poder, aunque solo fuera para cambiar. Pero matar
para el Comité no tenía más sentido que matar para los contrabandistas. A veces, mientras
ayudaba a cargar cadáveres en los transportes después de una redada, Jonny veía algún
rostro conocido: un yonqui del Strip, un mendigo, un músico callejero. Más de una vez, en la
bruma alucinatoria de los humos del combustible sintético y las lámparas halógenas, creía
ver su propio rostro entre los muertos.
Y se había vuelto cada vez más dependiente del speed. Simplemente, no podía
abandonarlo; el mono resultaba demasiado horrible. Sin el speed empezaría a pensar de
nuevo.
Jonny nunca había conocido el odio a sí mismo antes, pero ahí estaba ahora. Sufría
repentinos accesos de vértigo, úlceras en la boca, calambres en la mano de la pistola. Se
había dado cuenta de que simpatizaba cada vez más con la causa de los contrabandistas; al
menos comprendía sus motivos. Al final, todo se volvió simplemente demasiado feo, los
autoengaños demasiado obvios, como para seguir.
La forma de su deserción, sin embargo, fue más complicada. Se sabía en general que
había devuelto su uniforme, limpio y planchado, y que había recogido sus últimas
comisiones. Pero nunca había devuelto su pistola. Eso resultó significativo más tarde,
cuando su inmediato superior, un bruto tuerto llamado Cawfly, fue hallado muerto con su
ojo bueno atravesado por una bala.
Y Jonny, recién cumplidos los veintiún años, en su inevitable búsqueda del punto de
menor resistencia, había derivado de vuelta a las calles. Sin resistirse ya al fluir de los
acontecimientos ni pretender establecer un rumbo a través de ellos, existía por pura suerte.
Pero eso era antes; ahora parecía que incluso esa le había abandonado.

Despertó, con un pequeño grito, al olor de vómito y antiséptico, en una húmeda y gris celda
de detención. Cuando el sonido de su grito murió, Jonny rodó hacia un lado, para descubrir
inquieto que el vómito que había olido era suyo. Su mano izquierda descansaba sobre el
pequeño charco. Su boca ardía con bilis.
Estaba tendido en un desnudo camastro de aluminio; la cabeza le daba vueltas, y se
preguntaba dónde estaba. Finalmente consiguió enfocar sus ojos en la pared. A un lado
alguien había garabateado GAMMA AMA A RAMON y DEZ, y más allá EL CADÁVER EXQUISITO BEBERÁ
EL VINO NUEVO. Muchas de las pintadas estaban en español y japonés. Estaba demasiado
cansado para traducirlas, pero no necesitaba hacerlo. Ya sabía lo que decían. «¡Jódete!» o
«Yo no lo hice» o simplemente «¡Dejadme salir!». El lenguaje internacional de los
desposeídos. Sonrió; era casi reconfortante. Ahora sabía dónde estaba.
Cuando intentó sentarse descubrió que su hombro derecho estaba envuelto en una gasa
y un caparazón termoplástico. Por un terrible instante se sumió en el pánico, pero se relajó
cuando sintió el tranquilizador bulto de su brazo, intacto bajo el caparazón.
Mientras se frotaba el brazo herido intentó imaginar cómo había ido todo.
Evidentemente, no era una coincidencia que el Comité le hubiera estado aguardando fuera
del Pozo de Carnaby. Era posible, pensó, que hubiera sido una redada de rutina contra
todos los camellos, pero no parecía probable.
—Mierda profunda —dijo a la vacía celda—. Mierda extremadamente profunda.
Casi se había dormido cuando el panel de cristal polarizado de la puerta de su celda
parpadeó a la transparencia, luego se oscureció. Jonny seguía tendido en el camastro de
aluminio cuando la puerta de la celda se abrió con un chirrido. Había oído susurros…, tres o
cuatro voces distintas. Irritación y nerviosismo. Mantuvo los ojos cerrados. La puerta se
abrió un poco más, luego se cerró rápidamente. Las voces se detuvieron. Jonny fue
consciente de que había alguien de pie junto a él.
—¿Es él? —le llegó una baja voz adolescente.
—Sí, creo que sí —respondió una voz distinta.
—Es un asqueroso hijo de madre. Se parece a mi hermana pequeña —le llegó una
tercera voz, más ronca; dijo las dos últimas palabras en español.
—¿Te da eso algunas ideas, hombre?
—Ya lo creo… Siento deseos de cortarle un poco.
—Hey, no…
Jonny oyó el metálico snick de la hoja retráctil de una navaja al abrirse. No se movió.
—Tócalo y estamos muertos. Está fichado, hombre.
—No parece especial.
—He visto su dossier. Interrogatorio especial.
—No voy a matarle, hombre —dijo la voz ronca—. Solo rebanarle un nudillo, o la oreja.
—¡No!
—¿Quién va a detenerme?
Jonny clavó un pie con puntera de acero en las tripas de un muchacho rubio y el otro en
el suelo, gritando como un lunático, y dejó que su impulso lo lanzara hacia la puerta. Los
otros dos muchachos cayeron hacia atrás sin que nadie les tocara, demasiado sorprendidos
para detenerle.
Casi había abierto la puerta antes de que se recobraran y le agarraran. Pero siguió
moviéndose, mordiendo dedos, pateando espinillas, sin permitirles que le agarraran.
Finalmente, un muchacho con una especie de cicatrices en sus manos y cuello le conectó un
limpio gancho a la mandíbula. Jonny se derrumbó de bruces. El muchacho de las cicatrices
le hizo dar la vuelta, se dejó caer sobre su pecho, y llevó la navaja retráctil al nivel de su
garganta. Los otros muchachos se apiñaron tras él, gruñendo y sacudiendo sus dañadas
manos y piernas. Jonny se dio cuenta de que las manos del muchacho que sujetaba el
cuchillo estaban cubiertas de cicatrices de viejas úlceras, similares a las lesiones de un
leproso.
—¿Te diviertes, amigo? —preguntó el muchacho con el cuchillo—. ¿Cuál es tu historia?
—Que te jodan, la chinga —respondió Jonny.
El muchacho hizo un corte en la mejilla de Jonny.
—Estás muerto, amigo. No me importa quién seas —dijo.
—No tienes los cojones. —Dijo la última palabra en español, para que el otro la
entendiera bien.
—Apriétale un poco ahora —dijo el chico rubio—. Te lo dirá.
Jonny se retorció y pateó de nuevo al chico rubio. El muchacho sentado sobre su pecho
pinchó su garganta.
—¿Qué estáis haciendo? —llegó de pronto una nueva voz.
Los muchachos se echaron bruscamente hacia atrás y miraron culpables hacia la puerta.
El muchacho con el cuchillo se puso en pie y observó a sus nerviosos cómplices, luego de
nuevo a la puerta. Todo lo que Jonny pudo ver desde el suelo fue un par de botas muy
brillantes y una manga con el distintivo de teniente.
—He preguntado qué estabais haciendo —dijo el teniente.
El muchacho con las lesiones en las manos señaló a Jonny.
—Intentaba escapar. Le detuvimos.
El teniente asintió.
—¿Qué estabais haciendo en esta celda?
El muchacho miró a sus amigos en busca de apoyo. Estos no le devolvieron la mirada.
—Ya se lo he dicho, hombre. Intentaba escapar —dijo.
—No me mientas.
Los muchachos en la parte de atrás de la celda, el rubio y un alto mestizo con mala
dentadura, miraron al suelo. Jonny supuso que debían de tener unos dieciséis años. El
muchacho con el cuchillo parecía uno o dos años mayor. La insignia en su uniforme del
Comité indicaba que era cabo. Eso lo explicaba todo, entonces. Simplemente se habían
estado divirtiendo. Un muchacho mayor mostrándoles a sus amigos más jóvenes una forma
de pasárselo bien.
El teniente hizo un corto gesto con la mano.
—Levantadlo —dijo.
Los dos muchachos más jóvenes se movieron aprisa. Deslizaron sus brazos por debajo
de los sobacos de Jonny y lo alzaron con facilidad, sin que sus músculos reforzados con
esferoides se tensaran apenas. Lo depositaron gentilmente sobre el marco del camastro y
se apoyaron contra la pared, intentando desesperadamente fundirse con la desconchada
pintura.
El muchacho mayor sujetaba todavía su cuchillo, y lo pasaba inseguro de mano a
infectada mano. El teniente se enfrentó a él.
—Voy a dar parte de todos vosotros —dijo—. Volved a vuestros deberes.
—Se lo repito, este hombre intentó escapar —insistió el cabo.
—Entiendo —dijo el teniente, un joven negro de nariz chata que, pudo ver ahora Jonny,
no era mucho mayor que el muchacho con las manos llenas de cicatrices. Así eran las cosas
en el Comité. Trabajaban principalmente con muchachos que aún no habían cumplido los
veinte años. Bastaba con darles los estimulantes correctos y armas, e irían a cualquier
parte, se arriesgarían a cualquier cosa. Muchachos de rango superior los mantenían en
línea, mientras hombres ya mayores tras escritorios dirigían el resto del espectáculo. Era
barato y eficiente. El Comité nunca tenía que pagar mucho en lo que a beneficios de retiro
se refería—. Salid de aquí —dijo.
—Pero…
—Una palabra más, y tendréis que explicárselo todo al coronel.
Eso cerró la boca al muchacho. Reluctante, retrajo la hoja de la navaja y se metió esta en
la bota. Mientras se ajustaba el uniforme lanzó a Jonny una rápida mirada acusadora, y
siguió a sus amigos fuera de la celda.
—Hasta luego, chicos —les dijo Jonny—. Estaremos en contacto. —Se echó a reír y
asintió con la cabeza al teniente. La tarjeta de identificación del joven decía TAUSSIG—.
Gracias por su ayuda. Pensé que iba a convertirme en comida para perros…
—De pie, camello —dijo con voz seca el teniente Taussig.
Jonny inspiró profundamente y se reclinó contra la pared.
—¿Le importa si primero recobro un poco el aliento? —preguntó.
Taussig se inclinó para examinar el rostro de Jonny, volviéndolo de un lado y del otro a
la luz. No pareció complacido.
—Si alguien te pregunta, les dirás que el anestésico no había desaparecido por completo
aún y te caíste por las escaleras —indicó.
—¿Por qué? ¿Qué le importan a usted esos payasos? —preguntó Jonny.
—Tú simplemente hazlo.
Jonny sonrió.
—Oh, entiendo. ¿Teme que alguien descubra que no puede manejar a sus tropas?
Taussig tiró de Jonny de su brazo bueno y le hizo ponerse en pie.
—Vámonos —dijo.
El teniente condujo a Jonny, en un oxidado montacargas, a través de un laberinto de
tuberías y viejas válvulas de transferencia, al suelo de la vieja planta de procesado
convertida en prisión. Vagas brisas y corrientes de convección agitaban trozos de papel,
haciéndolos revolotear en torno de las columnas de quince metros de los tanques
criogénicos.
El suelo se inclinó hacia abajo; el aire se hizo más frío. Entraron en un destartalado
ascensor de servicio de hidroinmersión cuyas bruñidas paredes reflejaban las luces duras
industriales en irregulares manchas y bucles. Mientras descendían, Jonny observó que
Taussig había pulsado un botón en el Sector Amarillo. Se sintió impresionado. Él nunca
había recibido la acreditación para entrar en ninguna de las áreas restringidas.
Cuando las puertas del ascensor se abrieron, Taussig empujó a Jonny a un improvisado
escritorio (una plancha horizontal de revestimiento de un tanque remachada de través a
dos enormes cilindros amortiguadores) y tendió un fajo de documentos a un muchacho
pálido cuyos ojos parecían no tener pupilas. El muchacho pálido hizo un gesto a un par de
guardias preadolescentes de que les siguieran, y condujo a Jonny y al teniente por un corto
pasillo. Al final, abrió para ellos una arañada puerta amarilla.
Dentro era otro mundo.
La luz procedía de bombillas de incandescencia, un difuso resplandor no industrial.
Estaban en una pequeña antesala cuyas paredes Jonny estaba seguro que eran de auténtica
madera, no de plastiforma. Entre dos puertas cerradas al fondo de la habitación había una
mesa baja, estilo Kamakura. Sobre la mesa se veía un pequeño cuenco que contenía un
único bonsai. Jonny tosió a su puño un par de veces. El sonido fue plano, engullido por las
paredes como agua sobre arena. A prueba de sonidos, pensó.
Taussig caminó hacia la puerta a la derecha de la mesa y se inclinó sobre el ocular de un
escáner retinal Haag-Streit. Un momento más tarde sonó un zumbador. El teniente sujetó el
ornamentado picaporte de bronce, abrió la puerta y le hizo seña a Jonny de que entrara.
Taussig no entró. Cuando Jonny se volvió para mirarle, el teniente cerró la puerta en su
cara.
—¿Qué demonios te ha ocurrido? —le llegó una voz paternal y familiar.
Jonny se enfrentó a la habitación y solo vio un terminal de ordenador en el lado más
alejado de una mesa de caoba con cuatro sillas a juego a su alrededor. Dragones tallados en
alguna madera más clara se enroscaban en batalla o juego en la superficie de la mesa. A la
escasa luz, Jonny no podía ver el rostro del hombre que estaba sentado en el lado opuesto
de la mesa. Pero aquella voz. Hizo que Jonny se sintiera ligeramente mareado.
—Pensé que te habían curado y limpiado en la enfermería —dijo el hombre. Jonny solo
podía distinguir su silueta. Hizo un gesto a Jonny de que tomara asiento.
—Me caí en la escalera —dijo Jonny—. El… esto… anestésico. —Se sentó en la silla como
el otro le había indicado.
—¿Qué pasa, Gordon? ¿Ni siquiera un «hola» para tu viejo jefe? —El oficial, el coronel
Brigidio Zamora, depositó un pequeño montón de arrugados billetes cerca de una colección
de píldoras y la etiquetada Futukoro de Jonny.
—Capitán Zamora… —empezó Jonny.
—Coronel.
—Felicidades —dijo Jonny. Se frotó reflexivamente el hombro herido—. Mire, coronel,
llega usted demasiado tarde. Ya sé que esta habitación y el trayecto hasta aquí abajo se
supone que estaban previstos para joderme un poco, pero olvídelo. Tres de sus cachorros
entraron en mi celda hace un momento y trataron de cortarme a rodajas. Estoy agotado y
mi hombro me duele como el infierno. —Apoyó su codo bueno sobre la mesa—. Así que
dígame, coronel, ¿qué tipo de trato está preparando ofrecerme?
Por un momento Zamora no hizo nada, y Jonny se preguntó si habría elegido la táctica
equivocada. Al coronel, recordó, le gustaba pasárselo bien. Al cabo de un momento, sin
embargo, Zamora se relajó y exhaló pequeñas bocanadas de aire de su garganta. Su versión
de la risa.
—Te lo diré, Gordon: me matas —dijo el coronel con buen humor—. Lo suplicas; eso es
lo que haces. Suplicas que la gente te aplaste. No me extraña que tu vida sea un lío tan
grande.
—¿Qué le pasa a mi vida? —preguntó Jonny.
—Bueno, para empezar, mira dónde estás.
Jonny no pudo discutir aquello.
El coronel, observó Jonny, había ganado algo de peso. La chaqueta de su uniforme le
tiraba en su barriga. Las arrugas en torno a su boca y ojos habían adquirido la exagerada
profundidad de las estatuas baratas. El coronel Zamora no parecía estar envejeciendo, sino
más bien fosilizándose. En su presencia, Jonny siempre recordaba los reptiles…, lentos y
sólidos animales de antiguos linajes, todos ellos músculos y dientes.
—¿Es por eso por lo que estoy aquí? —preguntó Jonny—. ¿Ahora es asistente social?
¿Me va a solucionar la vida?
Zamora negó con la cabeza.
—No, Gordon; tú vas a solucionar la mía.
—¿Qué quiere decir eso?
—Realmente no tienes ninguna noción, ¿verdad? —preguntó Zamora. Habló
lentamente, como si se dirigiera a alguien con una inteligencia menor que la media—.
Veamos si puedes captar esto: tú mataste al capitán Cawfly, uno de mis agentes…, y luego
simplemente te largaste bailando. ¿No sabes qué me hace parecer esto? Y luego apareces
con esos contrabandistas…, vendiendo sus drogas, pasándoles los secretos del Comité.
Trabajando para terroristas, Gordon, quiero decir. ¿Cuánto crees que puedo soportar?
Jonny empezó a decir algo, luego sus ojos se cruzaron con los cansados ojos grises de
Zamora. Hielo quebradizo.
—Tal como veo yo las cosas, me lo debes —dijo el coronel.
—Yo no le debo nada —respondió Jonny rápidamente.
Aquello pareció divertir a Zamora.
—Vamos, lo estás haciendo de nuevo.
Jonny miró impaciente la habitación a su alrededor.
—Mire, coronel. Ya tuve bastante de esa mierda cuando estuve en el Comité. Por eso me
fui a dar un paseo.
—Oh, ¿esa fue la razón? —preguntó el coronel. Alzó una ceja—. Solo un caso de
inquietud juvenil, ¿no es eso? ¿No hubo gestos implicados? ¿Gestos obscenos con el dedo a
mí, al Comité?
—Ni siquiera pensé en ello.
—Bueno, hubieras debido hacerlo —dijo Zamora.
—Que lo jodan a usted y su desgracia —estalló Jonny—. Si quiere usted un trato,
estupendo. Si no, acúseme de algo y déjeme llamar a mi abogado.
Por segunda vez, Jonny hizo reír al coronel.
—¿Crees que voy a molestarme con los tribunales? No soy tan sutil como tú, Gordon. O
juegas esto a mi manera o estás muerto. Ese es mi gesto hacia ti.
—Bueno —dijo Jonny, en español. Ni siquiera conocía a ningún abogado, pero al menos
sabía dónde estaba. Su garganta estaba seca y como en carne viva—. ¿Puedo tomar un poco
de agua?
—Más tarde —dijo el coronel—. Primero vas a ayudarme con cierta información.
—¿Qué puedo decirle que sus agentes ya no sepan? Raquin era mi conexión, y está
muerto.
—Lo sé todo sobre Raquin. Trabajaba para el Comité.
Jonny miró fijamente al coronel. Me está tendiendo un cebo, pensó. Sin embargo,
funcionó.
—Eso es una tontería —dijo.
Zamora sonrió.
—Es un mercado de compradores, Gordon.
—¿Le ofreció un trato como el mío? ¿Juega o muere?
—No —dijo el coronel con gran satisfacción—. Fue él quien vino a nosotros.
—Mentiroso.
—Crece, Gordon. Esta ciudad está llena de trogloditas que venderían tu culo al primer
tratante de órganos tan pronto como te echaran la primera mirada. A eso es a lo que
volviste.
—No le creo —dijo Jonny.
Zamora se encogió de hombros.
—Puedes creer lo que quieras. No cambiará en absoluto nuestra situación. Lo que
quiero de ti es información acerca del lord contrabandista Conover —dijo Zamora. Tecleó
algo en el terminal del ordenador y activó la unidad de grabación de la habitación—. Quiero
que me hables de Conover y de su conexión con las Ratas de Alfa.
Por un momento el alivio bañó a Jonny como una ola limpiadora. Señaló el montón de
píldoras y dijo:
—¿Sus dedos en la caja de las galletas, coronel? ¿Ha estado tomando algunas muestras?
Zamora lanzó a Jonny una mirada de absoluto desagrado.
—¿Qué es lo que eres, un animal? Te estoy dando una oportunidad de seguir con vida.
—¿Cómo se supone que puedo tomarme en serio una cuestión así? —preguntó Jonny—.
No sé nada acerca de Conover, y estoy seguro de que no mantiene relaciones con piratas
del espacio.
—Eres un mentiroso, Gordon —dijo el coronel—. ¿Recuerdas? Tu amigo Raquin
trabajaba para mí. Tengo vídeos de ti con todo tipo de gente desagradable, incluido
Conover.
Jonny apartó la vista del coronel y se preguntó cuánto tiempo llevaba dentro de la
prisión. A aquellas alturas Sumi estaría preocupada. Todo lo que habría oído era que le
habían disparado y el Comité se lo había llevado. Temía que Sumi no sobreviviría mucho
tiempo por sí misma. No se protegía lo suficiente; se abría demasiado, estaba demasiado
dispuesta a confiar y ser herida. Era esa calma interior lo que originalmente había atraído a
Jonny. En este momento, sin embargo, helaba su sangre.
—Está bien, así que conozco a Conover —dijo—. Muevo mercancía para él. Ayudo a sus
camiones a pasar los puntos de control del Comité, pero usted ya sabe todo esto, ¿no? En
cuanto a esta cosa de las Ratas de Alfa, sin embargo, no tengo absolutamente la menor idea.
—¿De veras? Yo no lo creo así.
—No puedo darle lo que no tengo.
—No, pero puedes conseguirlo para mí.
—¿Qué es lo que quiere?
—A Conover —dijo Zamora.
—Oh, hombre —exclamó Jonny—. ¿Por qué no me pide simplemente que baje hasta
aquí a las Ratas de Alfa también? Tengo más o menos las mismas posibilidades.
—No puedes simplemente largarte bailando de esta, Gordon —dijo el coronel—. Este
enlace entre Conover y las Ratas de Alfa convierte el asunto en algo demasiado grande.
Jonny dio una fuerte palmada contra la mesa.
—¿Quiere olvidar ese maldito «Gordon»? Ya nadie me llama así.
—No me digas lo que debo hacer, muchacho. Me perteneces.
Jonny se reclinó hacia atrás en su silla.
—¿Qué es lo que hay exactamente entre usted y esos hombres del espacio?
El coronel Zamora inclinó ligeramente la cabeza hacia atrás y escrutó a Jonny.
Los dedos de Jonny siguieron ligeramente el trazado de los dragones sobre la mesa. En
realidad, deseaba tener algo que poder darle a Zamora. Algún inocuo fragmento de
información o rumor que pudiera satisfacerle. Jonny sentía la cabeza ligera. Ni siquiera
podía pensar en una buena mentira.
Finalmente, el coronel asintió. Tecleó algo en el ordenador y desconectó la grabadora.
—De acuerdo, quizá seas tan ignorante como eso —dijo—. Probemos algo distinto.
Cuéntame todo lo que sepas de las Ratas de Alfa.
Jonny inspiró profundamente y dejó escapar con lentitud el aliento. Su mente actuaba
aún al ralentí a causa de las drogas que le habían dado en la enfermería. Halló difícil
concentrarse en algo que no fuera su irritación, que se sentía ansioso por mostrar, y su
miedo, que se guardaba para sí mismo. Se dio cuenta de que le tenía miedo al coronel
Zamora, de que siempre se lo había tenido…, de que su miedo a Zamora había sido otra de
las razones por las que había desertado del Comité. Y que su confrontación había sido, en
un cierto sentido, algo preordenado. Había despojado a Zamora de algo cuando se había
marchado. De qué no estaba seguro, pero comprendía que, fuera lo que fuese, el coronel
había venido a reclamarlo.
—¿Y bien? —dijo el coronel Zamora.
—Las Ratas de Alfa —dijo Jonny—. Sí, lo vi en las noticias. Grandes naves del espacio
profundo, ¿no? Se posaron en la Luna y destrozaron todas las bases, nuestras y de la Nueva
Palestina. Lo arrasaron todo. Quemaron a todos los técnicos.
—¿Y tienes alguna idea de lo que estaba ocurriendo ahí arriba por aquel entonces?
Jonny intentó recordar. Había sido hacía mucho tiempo.
—Algo relativo a ingeniería. Sobre todo cosas mineras y genéticas, ¿no?
El coronel pareció impresionado.
—Correcto, pero había otra cosa en marcha también, algo más importante. Una guerra.
Una guerra económica entre la Federación de la Nueva Palestina y la Alianza de Tokio. Los
árabes siempre han tenido el petróleo, los minerales, la maquinaria pesada. Han estado
explorando mineramente el cinturón de asteroides durante décadas con esas grandes
naves solares de hidrógeno.
»Pero piensa…, ¿qué es lo que tiene la Alianza de Tokio? Tenemos software y hardware,
por supuesto, pero se trata de artículos especialmente delicados: almacenamiento de datos
basado en proteínas, genética, microelectrónica. Ahí es donde reside nuestra fuerza,
Gordon. Y perdimos una gran pieza de todo ello.
»Puedes darles las gracias a las Ratas de Alfa de que aún sigas en el negocio. Un montón
de las drogas que vendéis ilegalmente eran producidas en la Luna o en esos laboratorios
circunlunares. Se necesitaba ese entorno, condiciones estériles que no se conseguían en la
Tierra y, por encima de todo, ingravidez, o algo muy parecido a ella, para producir algunos
de esos artículos.
»Los árabes controlan más de la mitad de las masas emergidas de la Tierra. África sola
los mantendrá provistos de materias primas durante siglos. ¿Ves adónde voy a parar?
—Seguro, la Alianza de Tokio perdió sus ventajas económicas cuando los Alfa se
aposentaron en la Luna. Pero no veo que nada de esto tenga que ver conmigo. —Abrió
mucho los ojos—. Sinceramente, agente, yo no estaba en ninguna parte cerca de la Luna
aquel día.
Zamora le ignoró y tecleó algo en el terminal del ordenador. Un rectángulo de cristal
encajado en la mesa brilló. Alzándose de la placa de proyección, un caos tridimensional de
puntos fractales y líneas conectoras azul hielo llamearon como un sistema vascular
cristalino. Los ángulos del holograma se llenaron de colores…, primarios, luego
secundarios. Jonny creyó reconocer un desierto.
—Mira esto —dijo Zamora.
Jonny se inclinó hacia delante, observó fijamente el paisaje en miniatura.
—¿Qué es? —preguntó—. Parece como un rollo de primavera demasiado quemado.
—Es una lanzadera —explicó Zamora—. Las bases lunares las usaban para enviar
muestras de vuelta a los laboratorios de las corporaciones aquí en la Tierra. Recogimos esta
en el desierto, cerca de Anza Borego. Hasta hace un par de meses, todo lo que las Ratas de
Alfa hacían era radiar un constante haz de señales al espacio profundo; un técnico francés
de la universidad de Tokio piensa que a la constelación de Pegaso. Hay un sistema binario
aquí llamado «Ratalpha». Así es como obtuvieron su nombre.
Jonny asintió.
—Me siento estremecido —dijo.
—De todos modos, hace unos meses, las señales cambiaron. Los Alfa empezaron a
radiar a la Tierra. No es broma. Al desierto al sudeste de aquí. ¿Y sabes una cosa? —
preguntó Zamora, con algo más que un toque de regocijo—. Alguien radió de vuelta. ¿Qué te
parece? Bueno, tenemos parte del mejor software descifrador disponible. Solo hemos
conseguido descifrar fragmentos aislados, pero lo que hemos obtenido, Gordon, es sabroso.
Realmente sabroso.
—Está bien, me ha enganchado. ¿De qué se trata?
Zamora pareció encantado.
—De un trato —dijo—. De un trato entre tu compañero Conover y las Ratas de Alfa.
Pero no dejes de escuchar todavía, porque aún falta lo mejor. Parece que tú estás implicado
en ello.
—Cristo —exclamó Jonny—. Es usted demasiado. —Se puso en pie y se dirigió hacia el
fondo de la habitación. Zamora no pareció muy preocupado; simplemente siguió sonriendo.
La puerta, vio Jonny, tenía una cerradura magnética, un dispositivo que la Comisión usaba
mucho. Podías volar toda la pared y no conseguir que una de esas cerraduras se moviera ni
un milímetro, pensó. Permaneció allí, sin embargo, consolándose con la pequeña distancia
que podía poner entre él y el coronel.
—Tranquilo, Gordon. He dicho que estabas implicado. No he dicho que fueras un
participante.
—¿Cuál es la diferencia?
—La voluntad —dijo Zamora—. Te digo una cosa, muchacho: si yo estuviera trabajando
en un negocio de esta magnitud, puede que te dejara afilar mis lápices; demonios, incluso
tal vez te usara como correo; pero estoy seguro de que no dejaría que te acercaras a nada
importante. En consecuencia, estoy dispuesto a aceptar que no eres un participante
consciente en todo esto.
—Gracias.
—Pero tú tienes algo que yo deseo: acceso a Conover. Si él dispone de una conexión con
las Ratas de Alfa, no importa cuál sea la naturaleza de su trato, solo puede terminar
beneficiando a los árabes.
Jonny se reclinó contra la pared, siguiendo automáticamente con una uña el hueco de la
junta entre dos paneles.
—Curioso, nunca lo hubiera tomado a usted por un patriotero, coronel.
—No lo soy. Esto es un asunto simplemente económico. Queremos lo que ellos tienen.
Cuando hallamos esa lanzadera, su sección de carga había sido vaciada. Sea cual sea el
trato, ya se halla en movimiento.
Jonny le sonrió.
—¿Sabe?, no creo ni una sola palabra de esto.
El coronel Zamora miró su reloj.
—Bueno, cree esto: desde este mismo momento, tienes cuarenta y ocho horas para
entregarme a Conover. Si lo haces, tú y yo quedaremos en paz. Engáñame de alguna forma,
y te devolveré a esos chicos de arriba las escaleras. Algunos de ellos tienen una imaginación
muy vívida. Supongo que empezarán con tus ojos.
Jonny volvió junto a la mesa, haciendo un esfuerzo por dominar los estremecimientos
de sus piernas. Le temblaban las manos, así que se metió la izquierda en el bolsillo.
—Si acepto, ¿cuándo podré salir de aquí? —preguntó.
—Ahora mismo —respondió Zamora—. ¿Aceptas mis condiciones?
Jonny sonrió.
—Coronel, soy un feliz hijo del Nuevo Sol Naciente. Ningún camellero va a empujarme.
Zamora miró a Jonny con los ojos entrecerrados.
—Deberías tomarte esto más en serio —advirtió.
—Si me lo tomo más en serio, me caeré muerto.
—Bien. Considera eso tu nuevo koan, Gordon. —Zamora se levantó, cogió un saquito de
piel, y empujó a Jonny con él hacia la puerta—. Medita sobre ello. Al menos durante las
próximas cuarenta y ocho horas.
Extrajo un octágono metálico plano de su bolsillo y lo aplicó contra la cerradura
magnética. La puerta se abrió con un clic, y Jonny le siguió fuera.
Jonny y el coronel Zamora aguardaron en el vestíbulo del Sector Amarillo a que llegara un
ascensor. Al otro lado de la planta, un recluta con implantes córneos polarizados estaba
conectado a un tablero maestro de construcción y dirigía una bancada de soldadores a
plasma. Atiborrado de estimulantes alcaloides, aún era capaz de mover una docena de
soldadores en una suave danza de marea, como una anémona mecánica, cortando
simultáneamente los cuatro lados de un horno a fisión desventrado.
—Eso es un limpio truco —dijo Jonny.
Zamora asintió.
—Tenemos que eliminar parte de este viejo equipo. Pronto necesitaremos el espacio
para nuevas celdas.
—Vamos, coronel, nadie nos está grabando ahora —dijo Jonny—. Todo eso que dijo
antes…, supongo que no se tragará esa mierda de los piratas del espacio, ¿verdad?
El coronel Zamora suspiró.
—Verte me ha deprimido, Gordon. Me recuerdas demasiado el triste estado del mundo.
Paranoia. Egoísmo. Todos los síntomas de sobrecarga de información. La Red Mundial es el
auténtico enemigo. Hace treinta años no teníamos la Red, ni enchufes en nuestras cabezas.
Teníamos que confiar solamente en las noticias de los periódicos y la televisión. Los árabes
eran el enemigo, y aún teníamos la posibilidad de darles una patada a Japón y a México en
sus pelotas industriales. Ahora tenemos la Luna, y las Ratas de Alfa colgando sobre
nuestras cabezas como una espada de Damocles. La Red nunca hubiera debido difundir
esta historia. Te lo digo: esta ciudad, este país, hubieran sido un lugar diferente si lo
hubieran mantenido todo en sordina. Es demasiado extraño de asimilar. Demasiado
alienante. Ese tipo de información invita a la paranoia y destruye la confianza.
—Resulta difícil confiar, coronel —dijo Jonny—, cuando tienes algo como el Comité
echándote constantemente el aliento en la nuca.
—Tonterías. En un mundo cuerdo, nuestra presencia no causaría ni la menor agitación.
Como nación, se nos permite comportamos como animales cogidos en una trampa, royendo
su pata para liberarse.
—No estará intentando convencerme diciéndome que esto es una especie de cruzada,
¿verdad?
—Por supuesto que no —dijo Zamora—. Eso sería esperar demasiado de ti. —El
coronel apretó de nuevo el botón del ascensor. El muchacho que dirigía los soldadores los
apuntó a la base del horno y empezó a cortar los apoyos de la estructura con largos y
fluidos golpes que le recordaron a Jonny los golpes kendo—. Estamos en una encrucijada —
dijo Zamora—. ¿Sabes una cosa? Los próximos años contarán la historia. Ya terminemos
como otro desecho poscolonial como Gran Bretaña o Francia, o podamos recuperar el
predominio que cedimos tan fácilmente. Para conseguir eso tenemos que librarnos de las
Ratas de Alfa. Hasta que hayan desaparecido no podremos empezar a ocuparnos de los
árabes. —El coronel sonrió—. Todo se reduce a un asunto puramente económico. Siempre
lo hace.
A unos pocos metros de distancia sonó una campanilla, y las puertas del ascensor se
abrieron. Virtud Ingeniosa, una escurridiza comerciante y uno de los lores de la ciudad en
quien menos podía confiarse, salió de la cabina. Se apoyaba fuertemente en el brazo de uno
de sus apuestos y jóvenes «sobrinos». Cuando vio a Jonny le dirigió una ligera inclinación
de cabeza, indicando así que no tenía tiempo para hablar. Luego ella y su joven
acompañante echaron a andar pasillo adelante, envueltos en los ecos del insectoide
cliquetear del exoesqueleto que Virtud Ingeniosa llevaba debajo de su quimono. Al extremo
del pasillo, una puerta siseó al abrirse para ellos, y desaparecieron.
Un momento más tarde, Jonny fue empujado a la cabina del ascensor que Virtud
Ingeniosa acababa de abandonar. Él y Zamora subieron en silencio. Jonny sintió una
perversa satisfacción ante el pensamiento de que había pillado al coronel con los snitches
bajados. La expresión del rostro de Virtud Ingeniosa lo había dicho todo. Ella era la que
había vendido a Jonny.
—Bueno, eso sí puedo creerlo —dijo—. Virtud Ingeniosa vendería el pulmón de acero
de su abuela si creyera que la vieja dama no iba a decir nada.
—No dejes que ella te preocupe.
Jonny olió el aire con expresión de desagrado.
—Esa mujer huele más bien a porro, ¿no cree?
Zamora le dio un revés con la mano en su hombro herido. Algo azul y ardiente estalló en
los ojos de Jonny, fragmentos que se arrastraron por una caverna sin fondo. Se deslizó por
la pared hasta el suelo.
—Ni se te ocurra ir detrás de Virtud Ingeniosa —dijo Zamora—. No tienes tiempo.
El ascensor se estremeció y se detuvo, y se abrieron las puertas. Taussig aguardaba allí,
y una ligera sonrisa se abrió en su rostro cuando vio a Jonny de rodillas.
—Ayúdale a levantarse —ordenó Zamora.
El teniente tiró de Jonny para ponerle en pie y lo sacó de la cabina. Cuando se pusieron a
la altura de Zamora, el coronel se volvió a Taussig y dijo:
—Después, tú y yo vamos a hablar de lo que ocurrió en la celda de este hombre. —Jonny
tuvo la satisfacción de ver cómo la sangre huía del rostro del teniente.
Zamora condujo a Jonny a una salida lateral y le dejó allí con las rodillas débiles, de pie
en medio de un aceitoso charco. El coronel extrajo una Futukoro de su saquito y la lanzó
detrás de Jonny.
—Llévate eso contigo. No querrás que te sorprendan, ahora que estás de nuevo en
servicio. Estaré disponible para ti en cualquier momento durante las próximas cuarenta y
ocho horas, Gordon. Después de eso, el trato queda sin efecto. Ya nos veremos.
La puerta se cerró con suavidad, con un silbido al sellarse.
Jonny estaba solo en el callejón. Se irguió y, dando unos pocos pasos de borracho hacia
delante, pateó con furia salvaje el pesado rostro remachado de la puerta; la golpeó con su
mano buena.
—¡Y un infierno, hijoputa! —gritó—. ¡No puedes hacerme esto! —Por un vertiginoso
segundo se volvió loco, girando en frustrados círculos, chapoteando más suciedad a sus ya
arruinados tejanos.
Finalmente, jadeante y algo mareado, se apartó de la inconmovible puerta, sintiéndose
furioso por aquella estúpida pérdida de energías. Ya debería estar de camino fuera de la
ciudad.
La mirada de Jonny se deslizó por las húmedas paredes hasta la tenue bruma en la boca
del callejón. Se inclinó torpemente, protegiendo su pulsante hombro, y recogió la Futukoro.
Caminó hacia el escáner de infrarrojos que monitorizaba el callejón, tomó puntería y lo hizo
saltar de su montura. En alguna parte empezó a sonar una alarma. Jonny se apresuró a
alejarse del lugar.
3
El vuelo de una mosca no euclidiana
—Mierda —murmuró Jonny cuando pisó algo blando y pegajoso en el portal de un hotel
abandonado—. Mierda —de nuevo, cuando reconoció lo acertado de su maldición. Estaba
en alguna parte cerca del bulevar de la Exposición, sin aliento, a unas pocas manzanas de
los viejos bunkers de cohetes Lockheed. Los antiguos impulsores y los oxidados conos de
las cabezas mostraban sus quebradizos huesos tras rejas rematadas con alambre espinoso.
Cuidadosamente, Jonny raspó la sucia bota contra un escalón roto de piedra y miró
desde el portal. Quien fuera que Zamora había puesto tras él estaba siendo muy astuto.
Jonny aún no había captado ninguna huella suya, pero sabía que el hombre estaba ahí fuera.
Zamora nunca le dejaría marcharse de aquel modo.
Se había agotado corriendo en busca de refugio y por el simple placer de correr, por la
momentánea sensación de libertad que le proporcionaba. Sin embargo, no había sido capaz
de detectar a su perseguidor, y esto le molestaba. Incluso ahora, mientras observaba desde
el portal, nada en la calle se movía. Excepto los otros tipos en los portales, agitándose
inquietos en sus sueños químicos.
La calurosa noche había seguido siendo calurosa, y estaba cediendo su lugar a otro día
también caluroso. Las ropas de Jonny se pegaban a él como una segunda piel. Se relajó
contra el hotel e intentó recobrar su porte. El hombro había empezado a pulsarle a los
pocos minutos de abandonar la prisión. Deseaba desesperadamente una copa, un trago,
una calada…, cualquier cosa que lo alejara del dolor, de las obsesiones del coronel y del
viejo vecindario en el que se ocultaba.
Los escritores habían estado atareados en los viejos edificios con sus sprays de ácido
sulfúrico, quemando sus mensajes, como hoscos oráculos, en los cuerpos mismos de las
estructuras. A lo largo de los años, las fachadas de los hoteles y las tiendas abandonados
habían adquirido la textura y el aspecto de la cera de antiguas velas. En el portal, Jonny
recorrió con los dedos una serie de letras mal grabadas. AGÁCHATE Y CÚBRETE y LAS RATAS DE
ALFA TIENEN MIEDO A LOS GATOS.
Movido por un impulso, Jonny empujó la puerta del hotel. Raspó contra un combado
suelo de madera y se encalló, revelando un sombrío interior. Jonny dio un tentativo paso
hacia dentro.
Parecía como si una bomba hubiera estallado en el vestíbulo. La carne de plástico y los
huesos de madera del lugar eran visibles allá donde secciones de la pared habían caído o
habían sido arrancadas. Un ascensor de hierro forjado pasado de moda yacía volcado entre
ampolladas colas de Lockheeds e inútiles dispositivos de toma de tierra.
Pero, por deprimente que fuera contemplar el viejo hotel, era el olor del lugar lo que
impresionó a Jonny. El mortal hedor (amoníaco, queso viejo, moho) trajo lágrimas a sus
ojos. Pero contuvo el aliento y cerró la puerta del vestíbulo. Sus ojos necesitaron unos
momentos para ajustarse a la oscuridad; luego, cansado y con los pies como plomo,
golpeando con los hombros contra paredes que parecían surgir de pronto de ninguna parte,
empezó a subir las escaleras hacia el tejado. Desde allí podría verlo todo, y razonó que,
saltando de tejado en tejado, podría perder a quien fuera que le estaba siguiendo.
Sin embargo, no había contado con el olor. En el primer descansillo sus ojos eran como
fuentes; en el segundo tenía problemas para respirar. Luego, en el tercero, se encontró con
que la escalera terminaba bruscamente. Había una puerta, etiquetada TEJADO, pero era
inamovible…, incrustada en su marco por el tiempo y la porquería. Jonny clavó su bota en
ella, pero eso no consiguió más que provocar una lamentable llovizna de polvo desde el
pandeado techo.
Fuera, pensó, y por la escalera de incendios. Entró en una de las habitaciones que se
abría al pasillo y se encaminó hacia la ventana.
La habitación era amplia y, vacía de todo mobiliario, hacía que sus pasos crearan débiles
ecos. Un empañado rectángulo de luz callejera silueteaba los aplastados restos de un viejo
enlace teléfono-comsat. El lugar debió haber sido agradable en su tiempo, pensó, si podían
permitirse esto en las habitaciones. En el centro del suelo había un tapacubos puesto boca
arriba que alguien había usado para cocinar en él.
Jonny había dado ya quizás una docena de pasos en la habitación antes de que le llegara
el olor. Era una presencia física, que se retorció en sus pulmones como un animal
atormentado. Su nariz empezó a chorrear; tosió. Se cubrió el rostro con un brazo y respiró
por la nariz. Si el Comité dispusiera de esta sustancia, pensó, podría barrer toda la ciudad.
Cuando alcanzó la ventana la halló hinchada y clavada en su marco por el húmedo aire
oceánico. Sabiendo que el hombre de Zamora le oiría si rompía el cristal, volvió sobre sus
pasos para buscar un trozo de tubería o una tabla…, algo que pudiera ayudarle a hacer
palanca para abrir la ventana.
Un rumor de telas desde el rincón más alejado de la habitación. El parpadeo de algo
pequeño y metálico.
Jonny dio un paso adelante…, y estuvo en el aire, cayó, perdido el equilibrio tras recibir
un fuerte tirón en las piernas. Se enroscó lo mejor que pudo y cayó plano, protegiendo su
hombro.
—¡Maldita sea! —gritó, mientras una serie de sombras se cerraban sobre él desde las
grises esquinas de la habitación.
—Coge sus ropas —le llegó una voz, seca y quebradiza como el viento.
—Coge sus zapatos —le llegó otra voz.
—Cógelo.
Una harapienta figura encorvada se inclinó sobre Jonny y empezó a tironear de sus
ropas. Jonny lanzó un grito ante la repentina presión sobre su sangrante hombro y envió un
golpe con su brazo libre. El dolor estalló en su muñeca cuando algo afilado y húmedo se
clavó en ella.
Pateó ciegamente en la oscuridad, y oyó con satisfacción un gruñido cuando su bota
conectó con algo. Rodó sobre sí mismo, agazapado, y se lanzó contra el estómago del que
tiraba de sus ropas. La figura se tambaleó hacia atrás, jadeando de una forma
asquerosamente maloliente.
Jonny se inclinó hacia delante y dejó que su peso lo propulsara contra la ventana. Pero
fue derribado hacia atrás cuando alguien más saltó contra él.
—Va a escapar. Pretende…
—El pequeño monstruo…
—Vigila sus botas…
En la ventana, fue arrastrado hacia atrás por un enjambre de secas figuras reptilescas.
Gritó. Cosas como destornilladores y cuchillos, tenazas y fragmentos de cristal se clavaron
en su espalda y brazos.
Cristo, me están mordiendo, pensó.
Consiguió meter su pierna detrás de la de uno de sus atacantes. Luego, tirando hacia
delante con todas sus fuerzas, oyó una ventana crujir y romperse. De pronto, él y uno o dos
más se hallaron en la escalera de incendios. La repentina liberación de sus manos y el soplo
de aire fresco le marearon por unos instantes, pero alguna parte animal de su cerebro
movió sus brazos y piernas, empujándole hacia arriba y lejos de los otros. Nadie le siguió.
Dos plantas más arriba en la escalera de incendios, se detuvo para mirar a sus
atacantes. Se apiñaban abajo, gimiendo y lamentándose sobre sus heridos. Aunque hacía
más fresco aquí fuera, el calor aún hacía reverberar las calles y horneaba los antiguos
edificios; todo el vecindario ondulaba tras olas de calor propias del desierto. Sin embargo,
la turba iba vestida con capa tras capa de abrigos desechados, mohosas batas de
laboratorio y trajes de vacío. Un hombre gordo con un ajado atuendo de piloto de pruebas
se arrastró por el descansillo y miró hacia abajo a la calle. Sus ropas colgaban de sus brazos
en jirones, poco más que parches toscamente cosidos o sujetos con alambres. La masa de
harapos sobre su grueso cuerpo le proporcionaba una extraña apariencia de oso, pero sus
ojos ardían con salvaje claridad.
Jonny retrocedía ya para seguir subiendo cuando el hombre gordo le vio. Un grito brotó
de su garganta; desnudó sus amarillos dientes. Pero no auténticos dientes, sabía Jonny, sino
implantes de policarbonato, afilados con cuidado hasta convertirlos en agujas. A la escasa e
irreal luz de las farolas de la calle, los dientes del hombre gordo brillaban como una trampa.
Pirañas, pensó Jonny. Toda una pandilla de ellos. Había sido un estúpido error entrar en
el viejo hotel. Le hizo recordar lo cansado que estaba.
Los hoteles y apartamentos abandonados que estaban frente al distrito de los
almacenes portuarios eran inútiles para la mayoría de pandillas, puesto que se hallaban
justo delante de las luces del cuartel general del Comité. Era por esto por lo que los Pirañas,
septuagenarios en su mayoría, ya que no había Pirañas por debajo de los sesenta años, los
ocupaban. Usados para prácticas de blanco por las pandillas más jóvenes, descuidados y
finalmente olvidados por el gobierno, los viejos desechos y marginados se unían para
retener algún trozo de terreno para ellos. Usando las pocas armas que podían conseguir,
principalmente dientes proporcionados por el gobierno —afilados y encajados en furiosas
y marchitas mandíbulas—, eran tolerados porque no consumían nada excepto los desechos
de los demás. Por otro lado, incluso en Los Ángeles, matar a la gente vieja en las calles no
estaba muy bien visto.
Mientras Jonny observaba, más Pirañas empezaron a arrastrarse fuera del hotel. El
hombre gordo empezó a subir la escalera de incendios. Llevaba en la mano un trozo de
tubería afilado por un extremo. Jonny empezó a subir también.
Saltó torpemente el murito bajo que delimitaba el tejado y cayó boca abajo. La grava
mordió su mejilla. Volvió a ponerse en pie y vio que un delgado pero continuo hilillo de
sangre brotaba de debajo del vendaje de yeso de su hombro. El hombre gordo estaba a
unos pocos metros de distancia. Jonny echó a correr de nuevo.
Detrás del hombre gordo aparecieron más Pirañas, corriendo como un harapiento
ejército de muertos devueltos a la vida. Agitaban débilmente sus trozos de tubería y
botellas rotas, más, parecía, para recordarse a sí mismos la conexión que aún tenían con la
carne que ocupaban que para amenazar a Jonny.
Cuando alcanzó el otro lado del tejado, Jonny buscó frenéticamente alguna forma de
bajar. Lo que descubrió le desconcertó aún más.
Toda una red de puentes y pasarelas de fabricación casera, como algún ridículo modelo
de los senderos neurales de los cerebros de los Pirañas, entrecruzaba los tejados,
conectando todos los edificios dentro de un radio de una docena de manzanas. Planchas
acanaladas, viejas antenas, oxidadas toberas de motores a reacción muertos hacía décadas,
estaban martilleados a la superficie de los tejados. Asegurados a ellos había trozos de
semipodridas cuerdas, recogidas de los muelles. Latas de varec, tapas de terminales de
ordenador desechados y losetas aislantes de las lanzaderas L5 llenaban los huecos entre las
toscas planchas para formar pasarelas por encima de la calle, a unos treinta metros más
abajo.
Los puentes no parecían en absoluto seguros, pero los Pirañas se estaban acercando.
Jonny puso el pie en la pasarela más cercana y se apresuró a cruzarla. Las cuerdas de
soporte se tensaron y oscilaron mientras las cosas variopintas que formaban el suelo
crujían y se movían bajo sus pies.
Saltó al tejado adyacente. El puente se tensó tras él, bajo el peso de la pandilla que le
seguía. El hombre gordo estaba aún al frente, con el trozo de tubería ante él. Jonny avanzó
en círculos por el tejado, buscando frenéticamente algo que lanzar. Sabía que, si usaba su
pistola, el hombre de Zamora le descubriría y todo aquello no habría servido para nada.
Finalmente decidió que la situación no pedía sutilezas. Rebuscó entre los pliegues de sus
ropas, sacó la Futukoro empapada de sudor y la agitó ante el rostro del hombre gordo, que
se detuvo en seco a la vista del arma. Los Pirañas chocaron tras él y, tras unos breves
momentos, guardaron silencio.
—¡Eso es! —gritó Jonny—. Se acabaron los juegos. El primero que se mueva es carne
para los demás.
Era una fanfarronada y lo sabía, pero a veces funcionaba, como parecía estar
funcionando ahora. Los Pirañas, incluido el hombre gordo, permanecieron donde estaban.
Miraban a Jonny con vacíos ojos de fiera.
El sentimentalismo siempre había sido uno de los defectos de Jonny. En el fondo de su
corazón, todos los policías eran unos asquerosos románticos, y los ex policías aún peor. Una
terrible oleada de pesar abrumó su miedo mientras retrocedía alejándose del patético
grupo. Eran desheredados, no muy distintos de los perdedores y unoporcientos que
conocía y de los que él formaba parte. Jonny escrutó los rostros del grupo, preguntándose si
cual fuera el gen errante que los había enviado ahí fuera a la selva urbana estaba presente
también en su sangre. Los contempló con una cierta maravilla.
Detrás de él, un ladrillo cayó y se hizo pedazos huecamente. Jonny se volvió con rapidez,
sin dejar de apuntar al hombre gordo con la pistola. Docenas de Pirañas se habían
agrupado en los otros tejados, con trozos de tubería y pesadas barras y otras cosas en las
manos. Muchos sonreían, mostrando afilados y manchados dientes. Jonny estaba rodeado.
Avanzó lentamente hasta el borde del tejado, girando en lentos círculos, intentando
cubrirse en todas direcciones. Cuando alcanzó la escalera de incendios, los puentes estaban
atestados de Pirañas. Cuando se detuvo junto a ella, unos cuantos avanzaban hacia él desde
el otro lado del tejado. Cuando pasó la pierna por encima del murito bajo, el hombre gordo
arrojó su trozo de tubería, gritó, y cargó contra él.
Jonny consiguió esquivar el trozo de tubería y se dejó caer al otro lado de la pared,
aterrizando duramente sobre la plataforma de la escalera de incendios. Rodó de espaldas y
apuntó su Futukoro. Demasiado tarde. Los Pirañas estaban sobre él, arrojándole sus
improvisadas armas y piedras. Pero incluso bajo aquella lluvia de restos, Jonny no
consiguió decidirse a matar a ninguno de ellos. Se limitó a regar tres lados del cielo con una
lluvia de balas. Los Pirañas retrocedieron, inseguros de las buenas intenciones de Jonny.
Con la pistola dispuesta, Jonny lanzó un par de cortas andanadas más y empezó a bajar los
escalones.
Cuando llegó al suelo, se sumergió en las sombras y se apretó fuertemente contra el
edificio, aguardando los sonidos de persecución. Pero no hubo ninguno. Jonny respiró por
la boca, tragando grandes bocanadas de cálido y húmedo aire.
Estaba en un callejón sin salida; en el extremo más alejado había un solar lleno de
maniquíes de sastrería desechados y rollos de alambre espinoso. Jonny permaneció pegado
al edificio, notando su solidez contra su espalda. Comprobó las ráfagas que le quedaban a
su pistola y se deslizó cuidadosamente por la pared hacia la boca del callejón.
No tuvo suerte.
Un alegre grito resonó desde arriba. Jonny alzó la vista justo a tiempo para ver toda la
basura que llovía sobre él: trozos de cañería, botellas, tapas de tolvas y componentes
electrónicos…, todos los desechos tecnológicos de la ciudad.
Saltó y rodó sobre sí mismo, gruñendo ante el agudo dolor en su hombro. La primera
oleada de basura se estrelló detrás de él. La segunda lo atrapó en un espacio abierto sin
ningún lugar donde esconderse. La compasión se desvaneció. Se agachó detrás de un
maniquí y abrió fuego contra los tejados, y observó cómo sus balas destrozaban la cabeza
de un asexuado querubín de piedra. Sus compañeros no hicieron ningún comentario y los
Pirañas, que eran lo bastante inteligentes como para no permanecer junto al borde, se
limitaron a reírse de él. Jonny permaneció agachado entre el polvo, maldiciéndose a sí
mismo por no haberles volado la cabeza a unos cuantos de ellos cuando había tenido la
oportunidad.
—NO SE MUEVAN. PERMANEZCAN TODOS AHÍ DONDE ESTÁN —ordenó una blanda voz
amplificada.
El deslizador del Comité apareció rugiendo de pronto, como una furiosa avispa de metal
—todo liso y mortífero—, con las luces de su vientre lanzando furiosos dedos de
resplandor sobre los vacíos edificios. Las sombras se movieron como un año de pesadillas a
través de las desiertas fachadas. Polvo y arena cayeron de los tejados al callejón, llenándolo
de humosos fantasmas. Jonny tosió e intentó aclarar su garganta.
El clamor en los tejados arreció cuando los Pirañas volvieron su ira hacia el deslizador y
empezaron a arrojarle cosas. Jonny vio la oportunidad de meterse en la calle. Su sombra
trazaba círculos a su alrededor como un gato nervioso, luego apareció en una docena de
lugares a la vez…, escasa y difusa.
Se agachó junto a una farola reventada, halló el enrejado de una alcantarilla y tiró de él.
Tras forcejear unas cuantas veces hacia uno y otro lago logró soltarlo y echarlo a un lado.
Cuando miró hacia abajo para ver si el camino estaba despejado, un repentino ataque de
vértigo hizo que la calle se inclinara hacia el agujero negro. Jonny se agarró a la farola,
luchando por mantener el equilibrio, y se volvió hacia el hotel.
Sobre su cabeza, el deslizador colgaba en el aire como un paciente predador,
aguardando el momento oportuno. Bruscamente, un zumbido metálico llenó el aire. Jonny
cerró fuertemente los ojos y se tapó los oídos mientras golpeaban los Pacificadores.
La pelea en los tejados murió cuando, mucho más tarde, los Pirañas se dieron cuenta de
lo que ocurría. Se pusieron en pie como una sola persona, contemplando los girantes
esquemas de luces, paralizados e impotentes.
Jonny decidió que era el momento de ir en busca de los Matasanos. Se deslizó en
silencio al interior de la cloaca y volvió a cerrar el enrejado sobre su cabeza.
Las cloacas eran la reliquia cubierta de líquenes de otros tiempos, un lugar donde
ocultarse tan viejo como la propia revolución. Los Matasanos se habían trasladado a ellas
tan pronto como la orden de disparar a primera vista se convirtió en la política oficial del
Comité. Los Matasanos eran fueras de la ley, anarquistas y médicos principalmente, que
trataban enfermedades que oficialmente no existían o no podían ser diagnosticadas sin la
autorización de los consejos médicos locales. Sus raíces se extendían hasta los primeros
días del siglo, cuando los primeros médicos pasaron a la clandestinidad, destruyendo los
archivos de pacientes con sida y ciertas nuevas variedades de hepatitis y tratando a esos
pacientes (la nueva casta de «intocables») en clínicas ilegales apresuradamente montadas
con aquello que los rebeldes originales habían podido llevarse consigo.
Otros médicos, principalmente jóvenes que habían regresado de las Guerras Lunares
Fronterizas, frustrados por la impenetrable burocracia y hecho que el gobierno se
apoderara de los historiales de sus pacientes, se unieron a ellos. Fueron necesarios solo
unos cuantos años para que la comunidad médica se escindiera en dos campos distintos:
los médicos que permanecían en la superficie, colaborando con los poderes establecidos, y
aquellos que se alejaban de todo eso, uniéndose a las otras pandillas de Los Ángeles en
construir su propia microsociedad más allá de los límites de la ley convencional.
Jonny había sido proveedor y ocasional correo para los Matasanos y le gustaban, pese a
su proselitismo revolucionario. Hacía una mueca cuando uno de ellos le llamaba
«hermano», pero sentía un estúpido orgullo ante el pensamiento de estar asociado con
ellos. Era por eso también por lo que se mostraba cauteloso ante ellos. Hacer lo contrario
exigiría una respuesta que no estaba preparado para dar. Implicaba algunos lazos, una
herencia común, y eso le ponía nervioso.

Las cloacas, unidas entre sí dentro del cuerpo de la ciudad, eran las corroídas venas de un
adicto enfermo, obstruidas por la edad y el abuso. Lo único que se movía en ellas eran cosas
extrañas, en busca de una forma de salir. Jonny se detuvo de pie en el fondo de una
escalerilla de peldaños de acero clavada en la pared de piedra. Hundido hasta las rodillas
en negra agua, el suelo parecía sorber sus piernas.
El aire era denso y estancado; corrompido, lleno con el zumbar de los mosquitos.
Hormigueaban en su rostro, cubrían sus ojos y manos. Le picaron hasta que empezó a
agitar ciegamente las manos contra la incordiante cortina, al tiempo que luchaba contra
una abrumadora sensación de su propia muerte. Pero la muerte no estaba ahí, no
exactamente. Era más bien una sensación informe de gran ansiedad, una sensación de que
había hecho algo terriblemente equivocado y que si tan solo pudiera recordar qué era y
arreglarlo, todo volvería a estar bien de nuevo.
Jonny conocía un poco la configuración de las cloacas, pero no sabía la localización
exacta de los túneles secretos de los Matasanos. Puesto que todas las direcciones eran
iguales en la oscuridad, avanzó directamente al frente, hacia una débil y pegajosa brisa.
Muy pronto se dio cuenta de que ya no avanzaba en medio de una absoluta oscuridad.
Podía ver los mosquitos. Parecían hormiguear sobre un fondo plano, bidimensional…,
un truco de la extraña luz que parecía llenar el túnel. Los líquenes de las paredes
resplandecían con una débil tonalidad verdosa. Cuando pasó los dedos por las mojadas
piedras de la pared, dejó un surco negro allá donde arrancó los líquenes. Sus dedos
brillaron con las pequeñas plantas. Siguió andando, con las piernas frenadas por la
rezumante masa que cubría el suelo.
Pero seguía avanzando sin dirección precisa. Algo mareado, perdió el sentido de las
horas en los interminables, ramales y subramales de los túneles. El agua raras veces
ascendía más allá de media pierna, pero unas pocas veces tuvo que dar media vuelta en
túneles donde el agua alcanzaba hasta su pecho y amenazaba con seguir subiendo.
Fue garabateando mensajes en las paredes a lo largo del camino. Toscas serpientes,
dispuestas a atacar; escribió su nombre en grandes letras mayúsculas, y algunas
obscenidades relativas a la relación entre los chicos del Comité y sus madres. Dejó las
huellas de sus manos y pintó ojos con alas.
Cada vez se tambaleaba más a medida que el agotamiento se apoderaba de sus
músculos, liberándolos en las articulaciones. Durante un tiempo caminó con los ojos
cerrados, guiándose mecánicamente por sus dedos a lo largo de la pared para mantener la
dirección. ¿Fue durante horas o solo minutos? Cuando Jonny abrió de nuevo los ojos, casi
cayó.
—Jesucristo —exclamó.
Eslóganes, nombres y dibujos llenaban cada centímetro de las paredes y se arqueaban
hacia el techo del túnel. Le gritaban a Jonny desde todas direcciones, en negro, rielando
tenuemente sobre el verde. Parecía como el testamento que una tribu o grupo hubiera
querido dejar grabado indeleblemente en las paredes. Las palabras parecían colgar en el
espacio a su alrededor.
VIDA SIN TIEMPOS MUERTOS
LA SOCIEDAD ES UNA FLOR CARNÍVORA
ESTOY AQUÍ POR LA VOLUNTAD DEL PUEBLO Y NO ME MARCHARÉ HASTA QUE ME DEVUELVAN MI
IMPERMEABLE
LA BELLEZA TIENE QUE SER CONVULSIVA O NO SERÁ NADA
¡EL CHICO CANIJO ESTUVO AQUÍ!
SURREALISMO AL SERVICIO DE LA REVOLUCIÓN
Sombras jorobadas se deslizaban a lo largo de las tuberías cerca del techo: ratas,
enormes y peligrosas. Jonny extrajo la pistola y disparó contra ellas. Las ratas ya le habían
causado bastantes problemas por una noche. Observó cómo un par de ellas se deslizaban
hasta una pared unos pocos metros más adelante y se estrujaban por una pequeña abertura
cerca del suelo. A medida que desaparecía cada rata, su pelaje se veía iluminado por un
segundo por un destello de luz blanca.
Jonny se dirigió a la pared, se arrodilló, y apretó el rostro contra la hendidura. Un firme
soplo de aire fresco. Pasó la mano por los bordes del agujero y se dio cuenta de que la pared
era falsa, no era piedra en absoluto, sino alguna especie de resina polimerizada. Clavó los
tacones en el suelo y empujó la abertura. Y la pared se deslizó unos pocos centímetros, se
encalló, luego se abrió más, arrastrando irregulares dedos de adhesivo. La luz estalló en la
cloaca.
Blanca y agónicamente brillante, la luz ardió en los ojos de Jonny. Pero no le importó.
Era hermosa. La miró con los ojos fruncidos, intentando localizar su fuente, pero finalmente
tuvo que darse la vuelta cuando creyó que iba a quedarse ciego. Transcurrieron varios
minutos antes de que pudiera mirar de nuevo la luminosa caverna sin estremecerse. Pero,
cuando lo hizo, Jonny supo que estaba a salvo.
De todos modos, era una extraña visión desde la escualidez de la cloaca. La transparente
burbuja de plástico —limpia y brillantemente iluminada— resplandecía como un sueño,
llenando el túnel ante él. Jonny apenas pudo distinguir, a través de una bruma de
condensación, las hileras de cultivos hidropónicos que llenaban las paredes a ambos lados
del túnel. Enredaderas yagé se arrastraban hasta el suelo, aloe vera, psilicybe mexicana y
otras plantas medicinales crecían allí en abundancia. Apretando su rostro contra la gruesa
membrana plástica, Jonny pudo ver el otro extremo del túnel, donde el plástico encajaba
limpiamente alrededor de una gastada compuerta de acceso.
Jonny golpeó secamente con su bota derecha contra el suelo, en ángulo, a fin de que el
tacón saltara hacia un lado con un clic. Manteniendo el equilibrio contra la pared de la
burbuja, temeroso de algún modo de alejarse demasiado de ella, tanteó a lo largo del fondo
de su bota hasta que encontró la empuñadura de la navaja oculta allí. La hoja se deslizó
brillante y limpia de su hueca suela; la clavó contra la burbuja. Deslizó la hoja hacia abajo y
practicó una única y limpia incisión en la membrana de la pared. Luego se metió por la
abertura a una cálida y almizcleña cámara que pulsaba con el regular latir de una bomba.
Volvió a guardar el cuchillo y colocó de nuevo el tacón en su sitio. Había un olor a vida y
orden en el túnel que le revivió. Cuando alcanzó la compuerta de acceso, aferró la gran
manija de metal y la hizo girar; fue recompensado con un tranquilizador vibrar dentro de
las paredes cuando los cerrojos se abrieron. Después de eso, la compuerta se abrió sin
ningún esfuerzo.
Jonny entró en una habitación medio a oscuras y tanteó a lo largo de las paredes en
busca de una puerta. De pronto quedó ciego en el vértice de múltiples conos de luz, con
fantasmales imágenes residuales clavadas en sus retinas. Alguien sujetó su manga y tiró de
él hacia delante. Jonny apenas pudo discernir las siluetas de Futukoros y ballestas
apuntando hacia él desde más allá de la luz. Empezó a decir algo, pero el aire, que había
parecido tan agradable un momento antes, se volvió bruscamente horrible. La habitación se
agitó hacia delante y hacia atrás, tambaleándose, cuando su vértigo regresó. Luego estuvo
de bruces en el suelo.
—Ya estamos de nuevo —dijo.
Algo se movió frente a su nariz. Una pistola ballesta Burnett descendió y una mujer —
menuda pero bien musculada, con los planos de su rostro suaves, como si estuvieran
tallados en frío mármol negro— dio un paso hacia él. El nombre de la mujer era Hielo. Se
arrodilló frente a Jonny y le miró con los ojos fruncidos. Al cabo de un momento su ceño se
despejó a una expresión de azarado reconocimiento. Adelantó una mano y tocó su sucio
rostro.
—¿Jonny? Oh, Dios mío —dijo con voz suave—. Oímos que te habían disparado.
Él sonrió también, en parte con afecto y en parte con sorpresa. Besó su fría mano.
—No te preocupes —dijo—. El dolor cesó poco después de que muriera.

Las siguientes horas existieron solo en fragmentos, sensaciones físicas. Más tarde, Jonny
recordó estar tendido en el suelo, preguntándose de un modo distante si iba a ponerse
enfermo. Recordó unas manos moviéndose sobre él. Objetos que tenían una cualidad frágil,
cristalina. Cosas que gotearon en sus brazos a través de tubos envueltos en halos. Hielo
apareció ocasionalmente ante su vista e intentó hablar con él. Pero Jonny estaba lejos,
flotando en un lugar donde no había dolor y no tenía necesidad de correr. Luego solo hubo
oscuridad.
Jonny despertó en un futón, desnudo, con los brazos envueltos en vendajes limpios.
Movió las manos, pero solo tras un considerable esfuerzo de voluntad. Se deslizaron de
debajo de frías sábanas como si estuvieran siendo manipuladas desde muy lejos. Se sentía
entumecido y mareado, pero de alguna forma en paz. Estaba en una pequeña habitación
llena con grandes cajas moldeadas de color lechoso y módulos de empaquetado de
estirofoam apilados hasta muy arriba. No se parecía en absoluto a ningún lugar de un
hospital.
—No lo es. Simplemente lo estoy tomando prestado —dijo Hielo mientras deslizaba un
oscuro brazo en torno del pecho de Jonny y lo atraía hacia ella. Jonny recordó el inquietante
talento de Hielo de verbalizar sus pensamientos.
—Hielo —dijo, y volvió su rostro hacia ella.
—Para ser un ex policía, tienes unos pies más bien grandes. Disparaste todas las
alarmas del lugar.
Hielo, Jonny y Sumi: los tres habían formado una sólida unión por un tiempo en la
ciudad que se desintegraba. Luego, de pronto, Hielo desapareció, dejando solo una corta e
insatisfactoria nota. Jonny recordaba los primeros días terribles después de que ella se
fuera. Él y Sumi habían caminado sobre filos de navajas. Ambos eran conscientes de que
ninguno de los dos debía culparse por la desaparición de Hielo, pero cada uno tenía en
secreto la sensación de que él era el responsable. Transcurrieron días antes de que Jonny
fuera capaz de dejar que Sumi se alejara de su vista. El terror de estar solo lo abrumaba.
Sumi no había sido distinta. Se buscaban el uno al otro de habitación en habitación como
absurdos cachorrillos, apenas conscientes de lo que estaban haciendo.
Al ver a Hielo ahora, tendida a su lado, Jonny pasó las manos por los contornos de su
cuerpo. Había cambiado en formas sutiles. Había una nueva y agradable firmeza en sus
caderas y piernas. Y sus brazos eran más gruesos, más musculados, lo cual, Jonny estaba
seguro, a ella le complacía. Su sonrisa poseía aún aquella abierta franqueza que contradecía
su habitual expresión de indiferencia. Sus dedos siguieron la vieja cicatriz postoperativa
allá donde ella había recibido un hígado del mercado negro.
—No te reconocí cuando entraste como un toro en el almacén anoche. Luego, cuando oí
tu voz, no pude creer que fueras tú —dijo ella.
La garganta de Jonny estaba seca cuando intentó hablar.
—No sabía que estuvieras aquí. Que fueras una Matasanos —murmuró.
Hielo asintió con la cabeza.
—Ya llevo unos cuantos meses aquí. —Se encogió de hombros—. A veces, ni siquiera
estoy segura de por qué. Groucho me reclutó. ¿No le conoces? Es estupendo. Planea la
mayor parte de las incursiones y mantiene unido al grupo. Te lo presentaré mañana. Ayuda
a mantener los fantasmas lejos.
Los fantasmas llevaban con Hielo mucho tiempo cuando Jonny la conoció. Eran una
imagen con la que ella jugueteaba a menudo, pero sabía que para ella los fantasmas de la
memoria eran reales.
Hielo había trabajado como prostituta en el Zona De Lujo cuando Sumi los había
presentado. Antes de eso, Hielo se había cedido en contrato a los Chicos de la pandilla de
Tangier, dejándose infectar con virus específicos. La pandilla compraba luego su sangre
infectada, que utilizaba para producir varias inmunotoxinas. Que vendía en la calle o a los
lores contrabandistas.
Cuando fue infectada con una variedad mutante de la hepatitis, el hígado de Hielo cedió.
Los Chicos de Tangier le proporcionaron uno nuevo, pero cuando exigieron el pago Hielo
les reveló que estaba en la ruina. Los Chicos la vendieron a los propietarios del Zona De
Lujo, un par de gemelos albinos idénticos que se hacían llamar los Hermanos Tundra.
Jonny reclamó algunos favores a un contrabandista que se especializaba en el robo de
datos de corporaciones y compró los intereses de los Hermanos sobre Hielo a cambio de los
códigos de acceso al Mercado de Valores de Tokio. Fue un buen trato de principio a fin.
Jonny sabía que los Hermanos Tundra no eran particularmente inteligentes.
Usando los códigos, los Hermanos se hicieron ricos en una semana. Cayeron entonces
en una especie de locura, como una cinta magnetofónica encallada en velocidad rápida,
trazando una espiral ascendente, manipulando los precios de los valores. Al final de la
segunda semana, las cuentas bancarias de los Hermanos rivalizaban las fortunas de las más
viejas familias corporadas de Tokio. Se necesitó otra semana para que los Yakuza los
descubrieran. Después de eso, los Hermanos Tundra y el Zona De Lujo se vieron relegados
a esa rama especializada de la mitología urbana que lo abarca todo, desde lo simplemente
estúpido hasta lo auténticamente loco. Pero por aquel entonces Hielo estaba fuera de sus
garras.
—¿Por qué te fuiste? —preguntó Jonny.
—No lo sé —respondió Hielo con rapidez, como si hubiera anticipado la pregunta. Cerró
los ojos—. De veras, no lo sé.
—Demasiados fantasmas —dijo Jonny.
Hielo se tendió de espaldas en el futón y descansó la cabeza contra el pecho de Jonny.
Abrió los ojos pero no le miró.
—Estoy mejor aquí —dijo—. Sé quién soy. Hay una estructura a la realidad. —Se tiró
del corto y rizado pelo—. Las cosas tienden a permanecer enfocadas.
—Sí, entiendo —dijo Jonny.
Miró a su alrededor mientras se mordisqueaba nerviosamente la parte interior de su
mejilla. Entre el material empaquetado había metidos ropa y libros al azar. Hielo y Jonny
habían sido los descuidados en su ménage à trois. Sumi era la única que se preocupaba de
mantener la casa limpia. Se alegró de ver que eso, al menos, no había cambiado.
—A todos nos vendría bien un poco de estructura —dijo.
Miró de nuevo a Hielo y observó que se restregaba los ojos, soñolienta. Era en ocasiones
como esta cuando Jonny recordaba lo pequeña que era, la mucha fuerza que necesitaba
para alejar cada día el vacío.
—Me marcharé, si quieres. Puedo dormir en otro lado —dijo.
—No —respondió Hielo, y pareció turbada—. Por favor, quédate. ¿Cómo está Sumi?
—No lo sé. Este es en parte el motivo por el que estoy aquí. Tengo que salir de Los
Ángeles. Zamora va tras de mí. Tengo que ponerme en contacto con Sumi antes de que él
descubra la casa en Silver Lake.
—Lo haremos —dijo Hielo—. Pero no ahora. Mañana, cuando Groucho vuelva.
Jonny asintió cansadamente y apoyó la cabeza en la almohada. Hielo se inclinó sobre él
y le besó. Abrió los labios e invitó a su lengua a penetrar en la calidez de su boca. Las manos
de Jonny vagaron por su cuerpo, hallaron la parte inferior de su blusa, se deslizaron dentro
hacia arriba para cerrarse en torno a sus pequeños pechos. Se movieron juntos durante
algún tiempo hasta que, bruscamente agotado, Jonny sintió que su cabeza empezaba a
girar. Pero habían mantenido los brazos el uno en torno al otro, como si uno de ellos
pudiera ser barrido en cualquier momento.
—No hubieras debido marcharte así —dijo Jonny.
—Lo sé —susurró Hielo—. Ahora duerme.
Se volvió hacia ella, medio groggy.
—Tengo que ponerme en contacto con Sumi.
—Lo haremos, no te preocupes.
Jonny rodó de costado. Sintió que un brazo le rodeaba.
—Demasiados fantasmas —dijo.
Notó que ella asentía.
—Sí, demasiados malditos fantasmas.
4
Premonición de guerra civil
Durante las últimas horas de la noche, Jonny fue atrapado por una serie de violentos y
febriles sueños en los que estaba siendo perseguido por cosas que no podía ver. El final de
cada sueño era el mismo: tropezaba o sentía que sus pies se agarrotaban como maquinaria
oxidada, dejándole tendido en el suelo e indefenso. Entonces algo lo agarraba, y despertaba
con un sobresalto en medio de un destello fosfórico del sueño que le hacía abrir de golpe
los ojos. Permanecía tendido en la oscura habitación mirando al techo mientras vagos
dolores se agitaban justo detrás de sus ojos. Al cabo de unos minutos derivaba de nuevo al
interior del sueño. Durante un tiempo flotaba pacíficamente en un mar de nada, pero luego
los sueños empezaban de nuevo.
Había una mujer, toda de blanco, que corría Hollywood Boulevard abajo, con el pelo y
las ropas en llamas. Largas hileras de escarabajos cromados avanzaban sobre una obra de
albañilería. Un hombre en la parte de atrás de un peditaxi. Gafas de espejo, poncho barato
de plástico. Desde el taxi, apuntó a Jonny con una pistola. Todo era delirantemente lento.
No había ningún sonido, solo el destello del cañón y el calor del impacto.
—¡Jonny, despierta, maldita sea! —llamó Hielo—. Te vas a arrancar las suturas.
Jonny despertó al sonido de su voz. El rostro de Hielo estaba justo encima del suyo,
delgadas líneas de tensión se extendían radialmente desde las comisuras de sus ojos.
—Jesús, vaya pesadilla —dijo, y su voz sonó ronca por el sueño—. ¿Cuánto tiempo llevo
durmiendo?
—Casi veinte horas —dijo Hielo. Se sentó a su lado en el futón. Llevaba puestos los
amplios pantalones de un mono y una camiseta suelta con el descolorido dibujo de algún
cantante pop japonés—. Empezaba a estar preocupada. Apenas te moviste en todo este
tiempo, luego de pronto empezaste a gemir y a agitarte como si estuvieras intentando darle
una paliza a un Chico Rudo.
—¿Parecía como si lo consiguiera?
Hielo sonrió.
—Eras masacrado sin piedad.
—Típico —respondió Jonny.
La habitación en la que estaban era pequeña. Verla trajo imágenes de la noche antes.
Recordó los Pirañas, su recorrido a través de las cloacas, las amenazas de Zamora. Sus
brazos seguían vendados, y su hombro derecho le hormigueaba ferozmente dentro de un
limpio enyesado plástico de inducción, sanando a su débil campo eléctrico. Miró a su
alrededor y vio ásperas paredes, piedra caliza gris empapelada con amarillentas capas de
antiguos horarios de metro y propaganda antiárabe. Paneles hexagonales de plástico
radioluminiscente iluminaban cajas de suministros médicos y equipo electrónico apilado
hasta el techo contra dos de las paredes.
—No hay ventanas —dijo Jonny—. Seguimos bajo tierra.
—El caballero acaba de ganar un cigarro —respondió Hielo. Tomó una bandeja de
stirofoam de una caja llena de ampollas de medicamentos. El olor a frijoles y arroz asaltó a
Jonny—. El desayuno, muchacho. ¿Quieres? —Esto último en español.
Jonny gruñó y se echó las sábanas por encima de la cabeza.
—Llévate eso. No pienso comer nunca más.
—Oh, vamos, tienes que recuperar tus fuerzas.
—Olvídalo. Vas a tener que alimentarme con inyecciones. Creo que algo se ha dormido
en mi boca.
Hielo depositó la bandeja a un lado, y Jonny adelantó una mano y sujetó su brazo y la
atrajo encima de él. Con cuidado para evitar los vendajes, ella deslizó los brazos bajo sus
hombros y agitó sus ingles contra las de él. El aroma de su cuerpo transportó a Jonny;
estaban en casa, en su propia cama, en Hollywood. Podía sentir la presencia de Sumi cerca.
Luego, un segundo más tarde, la alucinación desapareció. Aún besándola, Jonny
experimentó una terrible urgencia de morder la lengua de Hielo.
—Sabes que aún estoy irritado contigo —dijo.
—Lo sé —respondió Hielo.
—Y no me trago esa estupidez de «no sé por qué me fui» tampoco.
—Pero no sé por qué. Todo está como retorcido en mi cabeza. —Hielo se sentó, apartó
unos cuantos rizos de pelo de su rostro—. Simplemente, sabía que tenía que marcharme.
Alejarme.
—¿De qué?
—De todo. De mi vida. Y eso significaba tú y Sumi.
—Eso es reconfortante.
—Parte de ello era el vivir en esta ciudad. Nada es real aquí. Me estaba ganando. Te
estaba ganando a ti también.
Jonny apoyó una mano en la mejilla de Hielo y le hizo volver la cabeza, la obligó a
mirarle.
—¿Qué quieres decir?
—Nos estábamos muriendo —dijo ella en voz baja, casi un susurro—. Te veía mirar por
la ventana noche tras noche como si estuvieras trabajando en algún rompecabezas,
intentando juntar las piezas en tu mente. Sumi trasteando con sus circuitos. Estábamos
todos juntos, pero igual hubiéramos podido estar en continentes distintos.
Jonny se encogió de hombros.
—Enfrentémonos a ello, tenemos que mantenernos un poco separados de nuestro
trabajo para seguir cuerdos. A veces, eso es demasiado. Pero podemos arreglarlo.
—Pero hay más que eso —dijo Hielo—. ¿Has oído alguna vez la frase «el Espectáculo»?
—No.
—Es una teoría política. Groucho habla de ella. Es más o menos nuestro líder aquí. Dice
que el Espectáculo es la forma en que el gobierno mantiene el control. Establece esos
misteriosos y complejos sistemas como las restricciones en los servicios médicos, el
Comité; convierte a los árabes y a las Ratas de Alfa en esos iconos convenientemente
malvados. De esa forma, nos mantiene aislados y nos hace creer que no tenemos ningún
control sobre nuestras propias vidas.
—¿Y tú crees que nosotros tres fuimos devorados por el Espectáculo?
—Sí —dijo Hielo—. ¿Comprendes lo que estoy diciendo?
Cuando Jonny se sentó, Hielo se apartó y se tendió a su lado.
—Comprendo que es muy fácil argumentar en abstracto —dijo Jonny—. Hablar de
política es una buena forma de evitar lo que realmente duele.
Hielo contempló sus manos, y las líneas de tensión se hicieron más profundas en torno a
sus ojos.
—Estaba enferma —dijo—. No te quería. No quería a Sumi. Estaba hueca y muerta y no
había nada dentro de mí excepto polvo y huesos secos. No creo que tú quieras comprender.
—Eso no es cierto. —Jonny metió la mano bajo su blusa y acarició la parte baja de su
espalda—. Volvemos a estar juntos, eso es lo que cuenta. Iremos al encuentro de Sumi y
acabaremos de arreglar las cosas.
—Por todo lo que significa, lo siento —dijo Hielo.
—Yo también. Debería haber visto que necesitabas ayuda allá atrás en el viejo lugar.
Hielo sonrió reservadamente y apoyó una mano en el estómago de él. Bajo sus dedos,
Jonny fue consciente del firme ritmo de su propia respiración. Buscó algo que decir para
aliviar la tensión, pero no le llegó nada.
—Guardamos tus estúpidas cintas de samba —ofreció al fin. Aquello la hizo reír. Jonny
estalló en una carcajada también, y ambos permanecieron tendidos en el futón riendo como
idiotas hasta que ella lo atrajo hacia sí.
Jonny se inclinó sobre sus pechos, pasó la blusa por encima de su cabeza, halló los
pequeños y oscuros pezones con su lengua. Hielo arqueó la espalda, se quitó los pantalones
y los echó a un lado, agarró sus testículos en el movimiento de vuelta. Empujó a Jonny de
espaldas, se frotó contra el mástil de su erecto pene. Cuando descendió sobre él, Jonny la
retuvo por un momento, abrumado de nuevo por un frío déjà vu, abrumado por la
necesidad de confirmar por sí mismo la realidad de su presencia, la carne que le retenía.
Ella dejó escapar un pequeño gruñido cuando él la penetró; su rostro relajó su tensión por
primera vez desde que él había despertado.
Se movieron lentamente al principio, prolongando cada empuje (húmeda fricción), y el
movimiento se fue resolviendo por sí mismo hasta el momento de máxima tensión y
empezó de nuevo. Él alcanzó el orgasmo rápida, inesperadamente, y ella un momento más
tarde.
Permanecieron tendidos allí, aferrados húmedamente el uno al otro, ni deseosos ni
capaces de hacer ninguna otra cosa. Jonny trazó la línea de los omoplatos de ella con sus
dedos. Ella cerró los ojos, su suave aliento sopló frío sobre el pecho de él.
Más tarde, Jonny preguntó:
—¿Qué vamos a hacer para ponernos en contacto con Sumí?
Hielo se sentó, se secó el sudor de los ojos.
—Hablaremos con Groucho y veremos si tiene alguna idea.
—¿Le llamaste vuestro líder? Creía que los anarquistas no tenían líderes.
—Todos los grupos tienen líderes —dijo Hielo con voz llana—. Lo que rehúyen los
Matasanos son los gobernantes.
—Rehúyen. Jesús, eres realmente uno de ellos, ¿no?
—Lo soy realmente —dijo ella, y su voz sonó un poco desagradable.
—¿Qué pensaría tu pobre madre?
—Mi madre era una puta de Hollywood y también lo era la tuya. —Hielo rodó fuera de
la cama, se puso en pie y unió las manos—. Ven, tienes que moverte un poco o te vas a
quedar rígido.
Cuando Jonny se puso en pie, captó su reflejo en el alojamiento de aluminio de un
escáner portátil.
—Parezco una maldita momia —dijo.
—Tienes buen aspecto. Veamos cómo andas.
De pie, Jonny halló su equilibrio recuperado por la combinación del largo sueño y los
medicamentos. Con su brazo en torno al hombro de Hielo, dio la vuelta a la habitación
varias veces, y sus piernas parecían más fuertes a cada una de ellas. Sin embargo, se daba
cuenta de que aún no pensaba correctamente. Había algo que tenía que hacer. Veinte horas
de sueño eran mucho tiempo. ¿Cuánto tiempo había vagado por las cloacas?
—¿Qué hora es? —preguntó.
—Más o menos las cuatro de la tarde —dijo ella, mirando su reloj.
—¿De qué día?
—Miércoles.
Jonny se concentró, intentando forzar la niebla fuera de su cerebro. Contó hacia atrás;
los números se trabucaron en su mente. Finalmente la respuesta pareció correcta, o al
menos bastante aproximada.
—Seis horas —dijo.
—¿Seis horas qué?
—En seis horas, el coronel Zamora declarará abierta la temporada de caza contra mí.
Hielo le tendió un mono verde de nailon con el logo de la Pemex pintado en la espalda.
Bajo el bolsillo del pecho había un pequeño agujero rodeado por una sugerente mancha
color óxido oscuro.
—Bienvenido al club —dijo.

Hielo le condujo a través de tres niveles de absoluta oscuridad, a través de espacios


angostos húmedos por las filtraciones de las tuberías subterráneas, escaleras mecánicas
congeladas y un ascensor donde permanecieron de pie sobre un cuadrado de gruesa tela de
alambre de apenas medio metro y fueron izados lentamente por un pequeño montacargas
eléctrico. En la parte superior del ascensor Jonny se vio rodeado de estrellas. Un panorama
de trescientos sesenta grados de espacio abierto giraba lentamente a su alrededor,
iluminando las paredes de baldosas con destellos solares y fuego de estrellas.
—Estoy viendo esto, ¿verdad? —preguntó—. No se trata simplemente de daños
cerebrales o algo así.
—No te preocupes —respondió Hielo—. Algún lunático trajo un proyector Zeiss del
planetario y lo montó aquí abajo. Lo tenemos conectado a un plato para satélites de ahí
arriba. Recoge las señales de algunas de las sondas de la NASA. ¿Sabes, Jonny? —Hielo cogió
su mano y le condujo hasta el borde de una plataforma de metro, luego abajo a las vías—,
las cosas resultan un poco extrañas aquí a veces. Quiero decir, somos todos dedicados
anarquistas, pero también somos artistas. Algunos de nosotros más que otros.
—¿Tú también eres una artista? —preguntó Jonny.
Hielo se encogió de hombros. Solo allá donde las estrellas marcaban su rostro podía
Jonny verla, sus oscuros rasgos se mezclaban suavemente con el negro del espacio.
—No soy pintora ni escultora, si es eso lo que quieres decir. Arte, aquí, significa más que
eso. Es una forma de mirar el mundo, un estado de la mente. Simplemente no deseo que
hagas ningún juicio rápido acerca de esa gente.
—¿Temes que no me guste tu revolución?
—Trabajas muy duro en ser cínico, sé eso. Pero lo que estamos haciendo aquí abajo
significa algo. No vamos solo tras la revolución. Se trata de alquimia política.
—¿Qué significa eso?
—Salimos a cambiar el mundo.
Jonny se rascó su hombro herido.
—Suena estupendo —dijo—. Espero tener los zapatos adecuados para seguir el paso.
Cuando avanzaron más allá del campo de estrellas se vieron sumidos en la oscuridad.
Hielo empujó a Jonny a un lado de las vías y dijo:
—No pises ningún cable. Algunos de ellos son falsos. Los cables están conectados a
alarmas de vacío. —Jonny se sintió impresionado por la seguridad de los movimientos de
Hielo en los oscuros túneles. Lo que fuera que había estado haciendo con los Matasanos
durante el último año la había revitalizado. Jonny volvió a pensar en los últimos meses que
él y Hielo y Sumi habían vivido juntos. Había sido exactamente tal como Hielo lo había
descrito. Estasis. La larga y lenta rendición de las emociones al hábito. Las cosas podían ser
diferentes ahora, pensó. Tendió la mano hacia su hombro en la oscuridad, y sintió la mano
de ella cerrarse en torno a la suya. Allá delante había luz en las vías.
—Ahí es —dijo Hielo con voz llana. Pero Jonny pudo ver que estaba intentando
contener su excitación—. Te va a encantar. Estamos justo al borde de la clínica.
Resonaban voces en torno a los bordes del túnel, mezclándose hasta convertirse en una
sola voz que susurraba en un lenguaje que Jonny no podía comprender. Mientras se
acercaban a la luz, el sonido se hizo más profundo y a él se le unió el astringente olor a
desinfectantes. Jonny siguió a Hielo por un corto tramo de escalones de tablas hasta la
plana extensión de una plataforma de metro. Un grupo de Matasanos, médicos por su
aspecto, estaban reunidos allí, fumando y hablando, sobre un montón de cajas de aluminio.
Un par de las mujeres saludaron a Hielo con la mano desde sus perchas.
—¿Reconoces el lugar? Es la línea de metro del antiguo distrito financiero —dijo Hielo.
—He visto fotos. Pero tenía entendido que el Comité dinamitó los túneles durante la
Rebelión de la Proteína.
—Cerraron los extremos y un montón de los túneles de servicio, pero la gente siguió
viviendo aquí abajo durante años.
Jonny siguió a Hielo a través de un laberinto de talleres de mantenimiento separados
por secciones mediante estropeadas máquinas de venta automática y placas de fibra de
vidrio cubiertas con pintadas. Los técnicos Matasanos estaban inclinados sobre haces de
fibra óptica y placas de circuito y una mezcolanza de dispositivos de diagnóstico
desmontados (microscopios electrónicos Haag-Streit, pantallas de resonancia magnética,
un micrógrafo vídeo), asintiendo con la cabeza y gritando consejos políglotas. Más adelante,
Hielo le condujo a través de un taller donde oxidados M-16 y AK-47 eran recompuestos y
dotados con mecanismos de puntería controlados por ordenador. Había un quirófano,
cuyas frías luces destellaban sobre los delicados instrumentos. Silenciosos niños estaban de
pie a un lado de una mesa, estudiando el abierto abdomen de un hombre a través de una
enorme lente Fresnel. Una mujer cirujano sin piernas, suspendida en un arnés de una red
de rieles sujetos al techo, describía el cierre y unión de una arteria en un rápido español.
Otros niños traducían sus palabras al inglés y al japonés para los más jóvenes.
—También somos un hospital de enseñanza —dijo Hielo. Hizo un gesto grave con la
cabeza hacia los niños—. Si las cosas no funcionan, ellos serán la próxima generación de
Matasanos.
Jonny se reclinó contra una pared cubierta con estilizados paisajes biomórficos de L.A.,
hechos con acuosos pardos y grises.
—Esto es realmente… impresionante —dijo. Alguien había pintado el edificio de la
Capital Records de modo que pareciera el esqueleto blanqueado de alguna prehistórica
ballena. El cartel de HOLLYWOOD era todo él maderas recuperadas del mar y medusas. Agitó
aturdido la cabeza.
—El lugar está tranquilo ahora —dijo Hielo—. Corren rumores de que el Comité está
dando un gran empuje. Estamos teniendo casi el doble de nuestra habitual carga de
pacientes.
—¿Cómo los traéis hasta aquí abajo?
—Del mismo modo que viniste tú: por las cloacas. La mayoría de la gente, sin embargo,
hace una entrada menos espectacular.
—Seguro que sí —dijo Jonny. Se frotó el dolorido hombro, preguntándose si podría
conseguir algunas endorfinas—. Dime, ¿recibís muchos casos de lepra aquí abajo? Estoy
moviendo el dapsone y el rifampin como algodón de azúcar en un circo.
Hielo le hizo seña con un dedo y le condujo a través de un arco de cemento incrustado
con tubos de vacío y juguetes infantiles de plástico. Al extremo de un corto corredor de
servicio entraron en un laboratorio. Dentro, Hielo tecleó una secuencia de números en un
PC Zijin chino conectado a una bancada de monitores vídeo. Tres pantallas se iluminaron
con nieve multicolor, que gradualmente se disipó cuando Hielo golpeó el alojamiento del
monitor con un lado de su puño. En una pantalla, un par de Matasanos con trajes de vacío
estaban extrayendo sangre del brazo de una mujer. Accionando el ratón del PC, Jonny
acercó la imagen al rostro de la mujer. Había marcas en él, descoloridas lesiones
lepromatosas sin cicatrices. Otra pantalla mostraba la misma habitación desde otro ángulo
distinto. Había como una docena de otras personas, fumando y leyendo en camastros.
Todos tenían lesiones similares a las de la primera mujer.
Jonny dejó escapar largamente el aliento.
—¿Por qué la cuarentena? —preguntó.
Hielo entró otro código en el Zijin, y más monitores se iluminaron.
—Pareció una buena idea. La mayoría de los leprosos que hemos visto han estado
llevando un nuevo tipo extraño de la enfermedad. Parece vírica.
Jonny frunció ligeramente los ojos hacia los monitores. En una pantalla, un Matasanos
iba de camastro en camastro, usando un escalpelo para raspar muestras de tejido del brazo
de cada leproso, mientras un segundo Matasanos tomaba las muestras y las sellaba en una
caja de plástico marcada con el trébol naranja de biopeligro.
—¿Lepra vírica? Nunca oí hablar de ello —dijo Jonny.
—Ni nosotros tampoco —reconoció Hielo. Señaló a un monitor donde una serie de
signos alfanuméricos ámbar desfilaban por la pantalla, línea a línea—. Comprobamos todos
los datos de nuestros exámenes con el software Merck y salió vacío. Los síntomas encajan
con todas las clases de lepra conocidas: manchas en la piel, tumores epidérmicos, lesiones
de los nervios periféricos, pérdida de sensación en los miembros…, pero el pequeño bicho
que lo causa es alguna especie de trabajo vudú mutante. También mata a la gente.
—¿Cómo? —preguntó Jonny.
—Infección secundaria. En los últimos estadios, los pacientes tienden a desarrollar
fiebre alta y lesiones cerebrales. La patología puede ser meningitis. Ahí lo tienes. —Señaló
con la cabeza a una pantalla de la parte superior derecha.
Jonny alzó la vista. El monitor mostraba una micrografía vídeo a tiempo retardado del
virus de la lepra, rodeado por números y gráficos de biodatos. Mientras observaba, el virus
insertó su material genético en el núcleo de una célula. Al cabo de unos segundos, el virus
se clonaba a sí mismo, llenando la célula con fantasmales larvas hasta que las paredes
estallaban, dispersando parásitos al flujo sanguíneo. La forma del virus, la cabeza
poliédrica, la envoltura cilíndrica y el nudo de fibras que se unía a la pared de la célula, le
recordaron a Jonny las imágenes que había visto de los módulos de alunizaje del siglo XX.
Pero las proporciones de este módulo estaban todas equivocadas.
—Jesús, la cabeza de esa cosa es enorme —murmuró—. Pero es un bacteriófago. ¿Por
qué ataca las células de la sangre en vez de las bacterias?
—Eso es lo que se pregunta todo el mundo —respondió una voz distinta. Jonny se
volvió y vio a un muchacho que llevaba puesta la parte del cuerpo de un traje de vacío. En
una mano sujetaba el casco, en la otra una pequeña caja marcada con una pegatina de
biopeligro—. ¿Atosigando de nuevo a los invitados, Hielo? —preguntó. El rostro del
muchacho era luminosamente blanco, su cabeza lisa y sin pelo. Jonny reconoció la
expresión. Era un Zombi Analítico.
Mientras el Zombi se despojaba del resto de su traje protector y lo depositaba en un
cesto de metal gris, Hielo fue hasta él y le besó suavemente en los labios. Miró hacia atrás y
dijo:
—Jonny, te presento al Chico Canijo.
El Chico tendió una delgada y blanca mano a Jonny, que se la estrechó. Más cerca ahora,
Jonny pudo ver que el muchacho no tendría más de dieciséis años, y estaba delgado al
punto de la anorexia. Llevaba una ajustada camiseta semitransparente y unos pantalones
negros con ojales. El Zombi arquetípico, pensó Jonny. Sin embargo, había manchas oscuras
en el cráneo y manos del muchacho, allá donde los pixels subcutáneos se habían quemado o
habían sido destruidos. Evidentemente no se había sometido a ningún mantenimiento serio
desde hacía meses.
—En realidad ya nos conocemos —dijo Canijo—. Yo estaba en la fiesta pateadora que
encontraste en el invernadero.
—¿De veras? Entonces esa en la parte de atrás de mi cráneo debe de ser la huella de tu
pie.
Canijo se echó a reír.
—No me sorprendería en absoluto. —Sobre sus rasgos llameó un rostro de boxeador,
sudoroso y lleno de hematomas—. ¡La regla de los Matasanos, sí! ¡Devora a los muertos!
Totalmente estúpido. —Un segundo más tarde su propio rostro regresó—. Por supuesto,
también ayudé a llevarte a la clínica, así que quizás esto equilibre las cosas, ¿no?
Jonny sonrió.
—Seguro. Algún día, si tengo que darte una paliza, te conduciré luego a la farmacia. No
hay ningún problema. —Se sentía desconcertado por el Chico. Era casi algo celular. La
mayoría de los Zombis Analíticos que Jonny había conocido habían trabajado muy duro
para mostrarse congraciadores, haciendo todo lo posible por conseguirlo desde el primer
momento. Sin duda era algún hábito que les había quedado de sus primeros días en el
negocio de la carne. Y no les ayudaba mucho el hecho de que a cada Zombi le costaba una
pequeña fortuna mantener su electrónica. Sin embargo, conociendo el tiempo y el coste de
hacer que su piel fuera desdermatonificada e injertada subcutáneamente con tiras de
pixels, Jonny hallaba difícil conseguir mucha simpatía.
Pero el Chico Canijo seguía sonriendo.
—Hielo me dice que fuiste poli.
—No —dijo Jonny—. Estaba en el Comité para el Bienestar Público. Es una organización
completamente diferente.
—¿Cuál es la diferencia?
—En el Comité saben lo que están haciendo. Y los polis no pueden recurrir a un ataque
aéreo.
El Chico Canijo se echó a reír de nuevo y aplaudió, regocijado.
—¿Qué hace un Zombi trabajando con los Matasanos? ¿Tienes un doble empleo o qué?
—preguntó Jonny.
—Hay muchos Zombis aquí abajo —interrumpió Hielo—. Tenemos a las Hermanas
Naginata en seguridad, y los Bosozuko ayudan en el mantenimiento de los vehículos. Los
Gurus Fétidos llevan prácticamente la armería ellos solos. Somos un grupo mestizo. Todo el
mundo es bienvenido.
Jonny asintió secamente. Captaba una estructura.
—Suena estupendo. Sin embargo, creo que yo pasaré.
—No intentábamos reclutarte —dijo Hielo rápidamente. Pero frunció tan ferozmente el
ceño que Jonny pudo decir que estaba mintiendo. Y probablemente se sentía decepcionada.
Esperando devolver las cosas a terreno neutral, dijo:
—Cuéntame algo más sobre este virus.
Hielo suspiró.
—No hay mucho más que contar. No sabemos qué demonios es o de dónde vino. Si
atrapamos la infección pronto, podemos retardarla con interferón o interlukin IV. Pero el
virus muta en unos pocos días, y volvemos a encontrarnos allá donde empezamos. —Abrió
y cerró las manos, frustrada—. Solo somos una clínica, ¿sabes? Remendamos a la gente y la
enviamos a casa. No podemos dedicarnos a ninguna maldita investigación.
Canijo se reclinó contra la consola del ordenador, con los dedos ajetreados en el bolsillo
de su pecho. Extrajo un arrugado paquete de Bidis, rompió el filtro y encendió uno. El olor a
cuerda quemada del tabaco indio barato llenó la habitación.
—Hemos enviado exploradores fuera, para observar cómo manejan los militares las
cosas. También estamos observando el tráfico que entra y sale de Nueva Esperanza. Cabe
suponer que esos tontos del culo tendrán acceso a cualquier nueva vacuna antes de que
llegue a la calle.
—Suena razonable —dijo Jonny. Observó los monitores por encima del hombro de
Canijo. Estaban siguiendo el círculo de una rutina de vigilancia programada, mostrando una
serie de granulentas imágenes de la madriguera subterránea de los Matasanos. El
invernadero, con su remendada burbuja. Los talleres. Una muchacha mestiza conduciendo
a un grupo de pacientes a la superficie. El quirófano. Los niños—. Mirad, lo siento si estoy
un poco excitable —dijo—. La verdad es que me siento dolorido y nervioso y
probablemente aún un poco aturdido. Vosotros, chicos, todo esto…, no es algo que se pueda
digerir de una sola vez, ¿sabéis?
—Tienes un talento especial para joder a la gente —dijo Hielo. Pero era un reproche
pequeño, enfurruñado e indulgente—. Te pondrás bien, agente.
—Definitivamente bien. Noto una cualidad de cinco estrellas aquí —dijo Canijo. Dio una
calada a su Bidi y sonrió ampliamente—. ¿Vais a ver a Groucho?
—Sí. ¿Ha vuelto ya?
—Hará como cosa de una hora.
—Estupendo —respondió Hielo. Rodeó el hombro de Jonny con un brazo—. Parece que
vas a tener una audiencia con el hombre más buscado de California.
—Suena divertido —dijo Jonny.
—Lo es.
El Chico Canijo alzó las cejas.
—Sí, como el acertijo de la Esfinge.

Jonny siguió a Hielo y Canijo más allá de vacías fachadas de tiendas subterráneas. Cada
vacía fachada de cristal le presentaba un distinto y más extraño cuadro. Recordaba que
Hielo había dicho que todos eran artistas ahí abajo. Suponía que eso tenía algo que ver con
los extraños escaparates. Detrás de uno, un holograma animado, algo como un mandala o
un circuito impreso, mostraba a hombres y mujeres experimentando todas las cincuenta y
ocho versiones de posvida tántrica. Otro parecía contener una galería de tiro. Un maniquí
vestido con un traje de vacío estaba montado sobre una girante rueda de la fortuna, con
fetiches animales y mecánicos colgando de sus brazos y cuello. Las piernas de Jonny se
estremecieron con el rumor subsónico del tráfico encima de su cabeza. Pensó en trenes
fantasma avanzando a través de los túneles del metro en carreras interminables, con los
pasajeros convertidos en polvo colgando de las correas del techo en las que se sujetaban.
Su reflejo en un escaparate le sobresaltó, y se apresuró a alcanzar a los otros.
—Tenéis una hermosa arquitectura aquí abajo —dijo—. Dejadme adivinar el estilo.
Crisis Nerviosa Primitiva, ¿no?
Cruzaron un vestíbulo vacío, pasaron tras una pared semicircular de cristal empañado y
se hallaron en el antiguo complejo de la línea de seguridad del metro. Hielo llamó con los
nudillos a una puerta de contrachapado de roble barato e hizo entrar a Jonny. El olor a
incienso de sándalo era fuerte. La habitación (en realidad dos habitaciones; Jonny pudo ver
dónde había sido cortada la división, dejando una irregular franja blanca) era grande y en
su mayor parte estaba vacía. Contenía un mapa mural electrónico del sistema de metro, un
pequeño altar lacado a Shakyamuni, algunas reproducciones baratas de obras de arte
surrealistas, y un hombre delgado y de piel oscura con la elástica musculatura de un
bailarín.
Un asomo de metal gris hendió el aire por encima de la cabeza del hombre. Cuando
abrió la mano, el extremo de la cadena de un kusairagama voló y se enroscó como una
serpiente en torno a una viga desnuda de la pared. Luego, fluido y salvaje, avanzó,
retorciéndose, pateando y haciendo fintas, hasta que arrancó la parte en forma de hoz del
arma de la viga al nivel del ojo. Retrocedió y exhaló aire una vez. Luego se volvió y sonrió,
reconociendo por primera vez la presencia de Jonny y los demás.
—Veo que nuestro invitado ha vuelto de entre los muertos —dijo, mientras
desenrollaba la cadena de la viga llena de cicatrices. Jonny observó que las demás vigas
mostraban cicatrices similares—. Tienes buen aspecto con ropa de Matasanos, Jonny. Por
supuesto, será mejor que no dejes que la Migra te vea vestido de este modo. Tendrán tu
culo asomando por encima del borde y encadenado a cualquier obra del gang de Tijuana
antes de que puedas decir «tarjeta verde».
Echó el kusairagama a un lado y cruzó la habitación con la misma gracia líquida que
había desplegado durante el ataque. Sus ojos eran pequeños y oscuros, pero rápidos, sin
perderse nunca nada. Llevaba el pelo peinado tenso hacia atrás, al estilo chollo, y tenía
tatuajes entrecruzados que se extendían desde sus hombros hasta sus muñecas, la marca
de un guerrero-sacerdote ibán de clase particular. Un pendiente de oro, un caduceo,
colgaba de su lóbulo izquierdo. Cuando estrechó la mano de Jonny dijo:
—Por cierto, me llamo Groucho. Por favor, entra.
El anarquista fue a un colchón de espuma colocado en un rincón de la habitación y tomó
una camiseta negra de malla fina. Sobre una mesa plegable de plástico barata había un
maltratado volumen de Rimbaud. A su lado, un metrónomo antiguo con una foto de un ojo
clavada al péndulo. Jonny se preguntó si no sería alguna clase de chiste.
—¿Te gustan nuestras instalaciones? —preguntó Groucho—. Estoy seguro de que estos
dos te han estado manteniendo ocupado. Eso es bueno. El aburrimiento y la falta de
finalidad son los principales problemas de nuestra era. ¿No estás de acuerdo, Jonny?
Jonny, que aún seguía intentando imaginar el chiste del metrónomo, fue pillado con la
guardia baja.
—¿Qué? Oh, sí, seguro. El aburrimiento, y el que te peguen un tiro en la cabeza.
Groucho tomó un par de sillas de lona y se sentó en una, sonriendo de una forma que
Jonny halló inquietante. El anarquista poseía una cierta gracia relajada, un aire no afectado,
que cautivaba la atención. Era imposible apartar los ojos de él.
—Pero la elección que hemos hecho es la violencia, ¿no? —dijo Groucho—. Aceptamos
las incertidumbres; nuestras vidas se resuelven en torno a ellas. Como Matasanos, no
matamos porque deseemos hacerlo. Como budista, va en contra de todos mis principios.
Pero el acto de librarnos del Comité trae la muerte consigo. Por eso dirigimos estas clínicas.
Es en parte revolución, pero, francamente, es en parte penitencia también. Cuando tomas
una vida, también estás obligado a intentar salvarla. —Se encogió de hombros—. Y
hablando de pagar, por favor, acepta mi agradecimiento por volarle el ojo a ese cerdo, el
teniente Cawfly. —Esto último lo dijo con veneno en la voz.
—¿Alguien compró un cartel anunciador acerca de eso o algo? —preguntó Jonny. Agitó
la cabeza—. Entonces yo era mucho más joven. Ni siquiera sé si lo haría ahora. Pero puedo
decirte que no fue para la liberación de nadie excepto de mí mismo.
—El pensamiento y la acción independientes son esenciales para un buen anarquista —
dijo Groucho.
Jonny dio un golpe con el puño sobre la mesa.
—¡No me llames eso! No soy anarquista, y no hubiera venido aquí de haber creído que
iba a verme sometido a una campaña de discursos.
Jonny miró a Hielo en espera de su apoyo, pero ella estaba leyendo a Rimbaud por
encima del hombro de Canijo. Abandonándome a los leones, pensó Jonny.
Groucho se inclinó hacia delante y apuntó a Jonny con el dedo.
—Ningún mono es soldado, todos los monos son maliciosos, ergo, algunas criaturas
maliciosas no son soldados —dijo—. Jonny, eres un traficante…, ayudas a minar un sistema
corrupto. Lo subviertes, y esa es una función básica para un revolucionario.
La sonrisa del anarquista se hizo más amplia, y alzó las manos para indicar que sabía
que se estaba moviendo demasiado rápido. Se levantó ligero de su silla y se dirigió a un
baqueteado escritorio, de donde tomó una botella de vino tinto de un cajón archivador. La
vista del alcohol hizo gruñir a Jonny. Su pensamiento fue que le gustaría tener toda la
botella solo para él, dejar a esa gente y su extraño arte, su charla de política y muerte, y
sumergirse en el dulce olvido de la locura del etanol. Por otra parte, su estómago se
convirtió en unas gachas ácidas ante el mero pensamiento del alcohol. Mientras intentaba
decidir cuál impulso era más fuerte, sus deseos psíquicos o sus necesidades físicas,
contempló las reproducciones artísticas encima de su cabeza.
Cuando Groucho regresó, dijo:
—¿Te gustan los surrealistas? Formaron un notable movimiento artístico en el siglo XX.
Los primeros artistas en comprender genuinamente la época moderna. Aplicaron
principios tanto de la psicología como de la física a su obra, intentando unir el consciente y
el inconsciente en un solo gesto. Pero, más que eso, fueron los revolucionarios definitivos,
cuestionando todo lo que era conocido o cognoscible.
Para Jonny, los Ernst y los Dalí podían muy bien haber sido tan solo instantáneas de un
ligeramente depravado libro de viajes sobre Los Ángeles. La vacía arquitectura que
Groucho identificaba como Chirico estándar le hacía pensar en desmoronantes puentes
sobre una autopista y algunas zonas de Hollywood en aquellas pocas horas después del
atardecer, antes de que las pandillas tomaran posesión de ellas para la noche. Las
reproducciones de Tanguy le recordaban el mural de Los Ángeles en la plataforma del
metro. Alguien había copiado este estilo con mucha exactitud.
Groucho pasó aflautadas y negras copas de champán, luego abrió la botella y sirvió vino
para todos. El anarquista alzó su copa como en un brindis pero no bebió. En vez de ello
regresó a su silla, con los ojos distantes. Jonny se sintió aliviado cuando Hielo se sentó a su
lado en el delgado colchón de espuma.
—Discúlpame si parece que estoy empujando un poco las cosas —dijo Groucho—. Sé lo
de tu reyerta con Zamora. De hecho, puede que sepa más acerca de los motivos del viejo
Pere Ubu que tú. ¿Cómo escapaste?
—No lo hice. Zamora me dejó marchar —respondió Jonny, y olió el áspero vino. Su
estómago ganó la batalla contra su cerebro. Depositó la copa al lado de su pie.
—Sí, eso tiene sentido, a la luz de todo lo demás —asintió Groucho, perdido en alguna
parte.
—¿A la luz de qué?
El anarquista frunció el ceño e hizo girar la copa de cristal entre sus palmas.
—Hay cosas en preparación, Jonny. No sé los detalles todavía.
Algunas capas aún permanecen escondidas para mí. ¿Sabes que hemos estado
intentando contactarte, pero que no hemos podido porque siempre había alguien
siguiéndote durante las últimas semanas?
—No tenía la menor idea.
—Supongo que no. Luego el viejo Ubu te atrapa y te suelta unas pocas horas más tarde.
Por cierto, fue Virtud Ingeniosa quien te delató.
—Lo sé. La vi en el centro de detención.
Hielo rio quedamente.
—Espero que le dieras una buena impresión a esa zorra. Hace el doble juego para
Zamora, chupándole todo lo que puede al viejo hijoputa. Ahora tiene también a Dinero Fácil
trabajando para ella.
—El lodo atrae al lodo —dijo Jonny.
—Exacto —admitió Groucho. Sobre el hombro del anarquista, Canijo hizo parpadear el
estropeado rostro de Virtud Ingeniosa. Se metió un dedo en la nariz, haciendo un gran
espectáculo de examinar qué encontraba allí. Se tiró de las orejas, hizo rodar los ojos en sus
órbitas. Una cosa muy poco Zombi de hacer. Jonny se echó a reír pese a sí mismo.
—Tengo entendido que los pegajosos dedos de Dinero Fácil se han hundido
profundamente en la mierda de Conover —dijo Groucho—. ¿Has oído decir que el coronel
está recibiendo apoyo policial de Sacramento con respecto a los lores contrabandistas?
Creo que están preparándose para efectuar un gran movimiento contra ellos. Hay rumores
de que el Ejército intenta recomponer las cosas y arrebatarles la Luna a las Ratas de Alfa. Y,
en alguna parte en medio de todo esto, encajas tú, Jonny. Tu nombre está por toda la
ciudad. Alguien incluso mencionó a los árabes.
Jonny se frotó el dolorido hombro. Dijo a Groucho:
—Mira, si esto es algún simple truco para hacer que me una a vuestro ejército, puedes
olvidarlo. El coronel me escogió porque intenta estrujarle algo a Conover.
Groucho dio un sorbo a su vino. Miró al suelo.
—Dudo eso. Si acaso, Zamora está intentando conseguir el ángulo adecuado para
emprender algún tipo de acción. Por eso su movimiento contra los lores es tan importante.
No solo satisfará a los políticos, sino que, si tiene éxito, forzará a los lores a tratar
directamente con él. Y eso es lo que estamos aguardando: cuando Zamora haga su
movimiento, nosotros haremos el nuestro. Un ataque masivo contra el Comité.
Jonny asintió. Algo hormigueó a lo largo de su espina dorsal cuando se dio cuenta de
que el anarquista era completamente sincero. Jonny sonrió y se estremeció al mismo
tiempo. Pensó en la guerra.
—¿Por qué exactamente viniste aquí? —quiso saber Groucho.
—Necesitaba salir de la ciudad —respondió Jonny—. Acabas de decir que estaba siendo
vigilado. Eso significa que no puedo utilizar ninguno de mis contactos normales. He oído
decir que los Matasanos poseéis algunas rutas contrabandistas que me llevarán al desierto.
Groucho sonrió y abrió las manos.
—Me encantará ayudarte, Jonny. Tú estás en medio del escenario del carnaval del gordo
Ubu. Cualquier cosa que podamos hacer para hacerle la zancadilla es perfecta para mí.
—Hay una cosa más —dijo Jonny—. Tengo que reunirme con Sumi, la mujer con la que
vivo. No abandonaré la ciudad sin ella.
—Eso puede que resulte más difícil —dijo Groucho. Pasó un dedo por el borde de su
copa, produciendo un claro, alto y vibrante tono—. A estas alturas, el Comité tiene que
saber ya dónde vives.
—No lo creo. De ser así, ¿por qué pagarían a Virtud Ingeniosa para que les dijera que
estaba en el Pozo? ¿No hubiera sido mejor sorprenderme en casa?
—No necesariamente —dijo Hielo—. Es probable que supusieran que habíamos puesto
alguna trampa en el apartamento, así que resultaba mucho más fácil atraparte en la calle.
Jonny miró a Groucho.
—¿Estás decidido? —preguntó el anarquista.
—No me iré sin ella.
—Tu lealtad es recomendable. Hielo, ¿qué opinas tú?
—Sumi significa también mucho para mí, Groucho —dijo Hielo—. No me gusta la idea
de dejarla ahí fuera sola. No está equipada para enfrentarse a ese tipo de locura.
Hielo se sentó con las piernas cruzadas. Jonny rodeó una de sus rodillas con un brazo.
Era exactamente igual que en los viejos tiempos. Los dos cuidando de Sumi. Eso
suponiendo, se recordó, que Sumi estuviera bien. Que nadie hubiera llegado hasta ella
todavía.
—¿Cuál es tu respuesta? —preguntó Jonny.
Groucho se echó hacia atrás en su silla plegable de plástico, señaló la pared por encima
de la cabeza de Jonny.
—¿Ves esas fotos, Jonny? —preguntó con voz suave—. La de la derecha pertenece a los
levantamientos de París, en 1968. La otra es de la guerra española contra los fascistas, en
1937. Sin embargo, aquí estamos nosotros, más de cien años después, en una loca ciudad en
un siglo enfermo, luchando exactamente las mismas batallas que lucharon ellos. Aislados,
alienados, hastiados y drogados más allá de todo lo imaginable. Somos los perros
adiestrados del Espectáculo. Zamora silba, y saltamos a través de sus aros. El Comité es la
herramienta definitiva del Espectáculo. Ha devorado nuestras vidas, todo el arte, nuestra
dignidad. Pero la existencia no se predica sobre el capricho de los políticos. —El anarquista
dio un sorbo de vino—. Hace ciento cincuenta años, los surrealistas proclamaron la
revolución del espíritu. La chispa en el viento, buscando el barrilito de pólvora del poder.
—El anarquista asintió, satisfecho—. Así pues, iremos en busca de tu amiga y os llevaremos
fuera de la ciudad, y, con un poco de suerte, humillaremos al gordo Rey Ubu en el proceso.
¿Qué tal suena eso?
Jonny sonrió al anarquista; simplemente no podía resistirse.
—Sí, pero ¿y si os atrapan?
Hielo empezó a recitar, y Canijo se le unió:
Bueno, entonces, alquílame una tumba,
encalada y rematada en cemento…,
muy muy bajo tierra 2.
Jonny frunció el ceño y hojeó el mohoso volumen de poesía.
—Rimbaud, ¿eh? Estupendo. Por cierto, ¿dónde ha ido a parar ese vino?

2Qu’on me loue enfin ce tombeau, blanchi à la chaux avec les lignes du ciment en relief — très loin sous
terre. Arthur Rimbaud. «Enfance V» (Illuminations, 1873-1875)
5
El rescate de Sumimasen
Una lluvia ácida, los pecados de los padres, caía recia y fría, grabando oscuros mensajes en
los rostros de los viejos edificios carentes de gracia. Unos cuantos bloques al sur, más allá
del toro de cincuenta pisos que albergaba las oficinas comerciales de la Lockheed, ardientes
arcos de carbono lanzaban un nimbo de luz blanco puro a las densas y amenazadoras
nubes. Jonny sabía que Pemex-US estaba ahí fuera en alguna parte. Exxon. Krupp
International. Y Sony…, una negra esfera achatada de silicio, casi invisible por la noche,
como un agujero perforado en el cielo. Wilshire Boulevard.
Casi silenciosas multitudes vespertinas se apresuraban de un lado para otro. Hombres
de negocios, anónimos en sus gafas y respiradores de piel de serpiente Gucci. Grupos de
muchachitas de risa tonta con ponchos de la escuela pública, todos iguales. Un chico
drogado hasta las orejas, luciendo su pecho desnudo sin camisa lleno de tatuajes
bioluminiscentes, levantó surtidores de agua con su monopatín. Cuando Hielo llegó al lado
de Jonny, el chico trazó un círculo en la calle, les hizo un gesto ofensivo con el dedo y se
alejó. Hielo soltó una carcajada.
—No lo digas —murmuró Jonny. Ella rio de nuevo.
—No es necesario que lo haga, muchacho. Eso era tu flaca y hambrienta juventud
pasando por tu lado a bordo de un monopatín.
Jonny negó con la cabeza.
—Nunca estuve tan delgado —dijo. Un gran nudo de tensión se estaba desenrollando en
su pecho. Pateó algunas hierbas que brotaban por las grietas del pavimento. Fuera de
nuevo, en la calle, el frío viento arrastraba lluvia de azufre. Había una sirena agonizando en
alguna parte, muy lejos. Estaba en casa. Se sentía estupendamente.
—¿Hacia dónde? —preguntó.
Hielo hizo un gesto con la cabeza hacia la parte de arriba de la calle. Pudo ver a Groucho
y Canijo a unos metros más adelante.
Habían abandonado la vieja terminal del metro hacía quizás unos veinte minutos. Jonny
se había sentido sorprendido de lo fácilmente que habían alcanzado la superficie, cortando
a través de cloacas y centros comerciales subterráneos abandonados llenos de podridas
baldosas acústicas y maniquíes desmembrados. Habían emergido en la parte de atrás de un
almacén de equipo pesado rodeado por el olor a óxido y el lento rezumar de los bidones de
tolueno. Jonny había sido el primero en salir por la puerta. El primero en meterse en la
lluvia. Hielo le había proporcionado un impermeable del Ejército con cinturón antes de
abandonar la clínica. Ahora, mientras caminaba a su lado, Jonny utilizó una mano para
mantener cerrado el cuello del impermeable; mantuvo la otra mano en el bolsillo, en torno
a la empuñadura de plástico texturado de su Futukoro. Tres cargadores extra cliqueteaban
uno contra otro en el bolsillo.
Al otro lado de un patio de almacenamiento lleno de tubos de PVC, Groucho y Canijo
sostenían una animada conversación con un albino. Jonny siguió a Hielo a través de la
inundada calle en dirección a donde estaban hablando los hombres. El albino permanecía
sentado de lado en la cabina de una camioneta Mercedes blindada, una achaparrada
monstruosidad de doble eje con denso alambre espinoso enrollado sobre las ventanillas y
toscas planchas de aleación de titanio soldadas a la carrocería. Jonny tuvo la impresión de
que el vehículo parecía una especie de quimérico descendiente de un semioruga y un
rinoceronte. Estaba admirando su extraordinaria y obcecada fealdad cuando Groucho le
llamó.
—Jonny, quiero que conozcas a nuestro conductor, el Hombre Rayo. Está con los Gurus
Fétidos —dijo el anarquista.
El Hombre Rayo, el albino, hizo a Jonny una ligera inclinación de cabeza, y Jonny
respondió de igual forma. Luego añadió un apenas perceptible movimiento hacia arriba con
dos dedos de su mano derecha, pasándolos horizontalmente por sus labios y efectuando
una rápida serie de gestos similares…, una tensa destilación de amerslán y de los códigos
de reconocimiento callejeros. Evidentemente sorprendido, el Hombre Rayo hizo el gesto de
respuesta. Jonny conocía bien a los Gurus. Todos estaban locos, había decidido hacía años,
pero agradablemente locos. Se llamaban a sí mismos artistas combatientes, insistían en
luchar con armas de diseño propio. Su mayor placer consistía en representar absurdas y
sangrientas incursiones contra sus pandillas rivales. Siempre había un tema; a veces era
utensilios comestibles, a veces esquemas de luz y color. Para los Gurus, el estilo siempre
había contado más que el daño causado, pero el daño era casi siempre considerable.
El Hombre Rayo llevaba lo que parecía ser una armadura corporal de polipirrole de
fabricación casera, cortada al estilo kendo, y zapatillas altas de gimnasia rojas. Un obi
dorado en torno a su cintura estaba lleno de dardos para lanzar con la mano, shurikens y
otras pequeñas cosas brillantes que Jonny no reconoció. Como muchos de los Gurus, el
Hombre Rayo no era un auténtico albino; sus rasgos eran negroides, pero su rostro había
sido quemado hasta el más pálido de los rosas, que viraba al amarillo detrás de las orejas.
Tradicionalmente, los Gurus eran reclutados de entre los trabajadores de las infernales
fundiciones a cero G de la Daimyo Corporation que orbitaban la Luna. La constante
exposición a las radiaciones de bajo nivel quemaban a menudo las células productoras de
melanina de la piel de los trabajadores.
—Gracias por las ruedas —dijo Jonny—. Te las debo.
El Hombre Rayo sonrió. No tenía dientes, solo manchados implantes de porcelana que
recorrían su mandíbula superior e inferior, como dos muros gemelos.
—No me debes nada. La sangre es mi musa. La carne mi tela —dijo el Hombre Rayo—.
No me perdería una carrera. —Miró a Jonny, sonrió astutamente—. Groucho me ha estado
diciendo que eres un gran apreciador del arte, un auténtico fan de la belleza. Mira… —dijo,
y extrajo algo de su cinto—. Esto es nuevo.
Jonny aceptó el objeto y le dio vueltas entre las manos. Era una perfecta rosa plateada,
aproximadamente de la mitad del tamaño de una natural, con los bordes orlados de cálido
oro a causa del sodio de las farolas. El Hombre Rayo señaló hacia el patio de almacenaje.
—Por encima —dijo.
Jonny le miró una vez, miró a Hielo. Se encogió de hombros y arrojó la rosa por encima
de la medio desmoronada verja antihuracanes que rodeaba los tubos.
Hubo silencio, luego un resoplar de aire; la calle se iluminó con una explosión de llamas
blancas que se alzaron diez metros en el aire. Al cabo de unos segundos el resplandor se
convirtió en una lanza de hirviente luz, que menguó a una siseante masa blanca de llamas y
tubos fundidos. Jonny se volvió hacia el Hombre Rayo, que dijo:
—Les fleurs du mal.
—No te jode —dijo Jonny—. Eso fue una granada de fósforo.
—Todo el mundo es un crítico —le dijo el Hombre Rayo a Groucho. El Matasanos subió
al asiento del pasajero de la camioneta. Canijo detrás de él. Jonny montó en la parte de atrás
y se encajó junto a Hielo. El Hombre Rayo puso en marcha el enorme motor a metanol de la
camioneta y giró hacia el norte por La Ciénaga en dirección a Hollywood.
El Guru Fétido conectó un escáner de onda corta, lo sintonizó a las frecuencias del
Comité, y conectó un chip de sonido. La voz metálica de los expedidores del Comité fue
cubierta por la música…, Taking Tiger Mountain en una versión rápida de «Dispensario
Saint James», con San Pedro cantando en solitario:
Bajé al Dispensario Saint James.
Todo era aún como la noche.
Mi chica estaba sobre la mesa,
tendida tan pálida, tan blanca.
Fui al Dispensario Saint James… 3
Mientras la camioneta retumbaba cruzando Beverly Boulevard, Jonny se dio cuenta de
pronto de que tenía mucho frío. Se estremeció contra el almohadillado de gelatina de
glicerina de las paredes de la camioneta y encajó los dientes para impedir que
castañetearan. Su hombro derecho estaba casi entumecido; antes de abandonar la clínica,
Hielo había aplicado un emplasto de xilocaína transdérmica bajo el enyesado de inducción.
La última oleada de redadas del Comité había hecho que escaseara la provisión de
endorfinas, le había explicado. Ahora miraba a través de una de las ventanillas blindadas de
la camioneta, frunciéndose el ceño a ella misma.
—Tu optimismo es contagioso —le dijo Jonny.
Hielo le dirigió una cansada sonrisa y preguntó:
—¿Qué vas a hacer cuando nos reunamos con Sumi?
—Creí que habías entendido eso —dijo él—. Vamos a salir a escape de aquí. Groucho
dijo que había comprobado con sus contactos al sur. Quizá bajemos hasta México. ¿Por qué?
Hielo borró una pequeña isla de vapor que su aliento había dejado en el cristal de la
ventanilla. Se cruzaron con un camión que descargaba carne del mercado negro. Cabezas de

3 As I passed Saint James Infirmary / I saw my sweetheart there, / All stretched out on a table, / So pale, so
cold, so fair / As I passed Saint James Infirmary— Autor desconocido. St. James Infirmary Blues
cerdo deshuesadas colgaban fláccidas en la parte de atrás, como máscaras de algún
horrible teatro.
—¿Y si Sumi no quiere irse? —preguntó.
—Eso será su decisión —dijo Jonny—. Puede hacer lo que quiera. —Su voz era más
dura de lo que había pretendido. La posibilidad de que Sumi pudiera decidir quedarse no se
le había ocurrido. No deseaba luchar con Hielo por la lealtad de Sumi. Después de todo, se
había quedado con ella cuando Hielo se marchó. Pero Hielo y Sumi habían sido amantes
esporádicamente antes de que Jonny conociera a ninguna de las dos. No había ningún
consuelo allí.
—¿Tú no te quedarás? —preguntó Hielo.
—No puedo.
—¿Por qué no?
—Porque el coronel desea utilizar mis cojones para hacerse un cenicero —respondió
Jonny—. Porque Dinero Fácil sabe que le estoy buscando, y eso significa que él me está
buscando a mí. Y porque no creo en ninguna de estas estupideces de sueños húmedos
anarquistas. Nada cambia…, nunca lo hace. Un grupo pierde poder, el otro lo gana. ¿Y qué?
Hay nuevos rostros a los que odiar, nuevas pistolas de las que huir. Pero nada cambia
realmente nunca.
—Quizá nosotros podamos remediar eso —dijo ella.
—Aquí estamos, hablando del Comité —dijo Jonny—. Devorarán nuestros rostros.
Cuando me haya reunido con Sumi, me largo.
—Me gustaría que no lo hicieras.
—¿Qué es lo que quieres de mí?
Hielo clavó en Jonny una mirada que él fue incapaz de leer. Furia, frustración, miedo,
todo estaba allí.
—¿Qué? —repitió.
—Tú nunca lo hiciste fácil, ¿verdad? —preguntó ella—. Quizás yo simplemente desee
que todos volvamos a estar juntos de nuevo. Los tres.
¿Por qué tiene que suscitar esto ahora?, se preguntó Jonny. Durante todo el tiempo él
había estado pensando siguiendo líneas similares, los tres juntos de nuevo. Pero con
Zamora y Dinero Fácil tras sus talones, parecía imposible. Hielo, sabía, no lo vería de esta
forma. Su amor llegaba a enormes brochazos, grandes pasiones, grandes gestos. Por eso
ella era una buena Matasanos, pensó. Por eso se había ido.
—Deseo lo mismo que tú —susurró—. Pero no aquí.
—No puedo irme —exclamó Hielo.
—No puedo quedarme. —Estaban en Sunset ahora, pasando junto a multitudes que
haraganeaban en torno a bares y cines. Un restaurante decorado como la pirámide de
Kukulcan en Chichen Itza, silueteado en brillante neón. El rostro de Jonny se encendió.
—No me pidas que me pruebe a mí mismo, ¿de acuerdo? No soy yo quien dio el gran
paso —recordó.
Casi sin ningún sonido, Hielo se trasladó a la parte delantera de la camioneta. Se sentó
en el suelo detrás de Groucho. Jonny intentó mirar por la ventanilla, pero se descubrió
observando el reflejo de Hielo mientras ella se balanceaba con el suave movimiento del
vehículo. Se sentía solo, apenas humano…, hubiera podido ser un insecto observando a los
Matasanos y al solitario Guru desde el techo. Estaba a punto de decir algo cuando Hielo
señaló hacia algo y dijo:
—Para ahí.
El Hombre Rayo dobló por una calle lateral cerca de la subestación de la Red Mundial,
escudando la camioneta de Sunset detrás de un grupo de recias palmeras datileras. El Guru
apagó el motor, alzó un brazo y encendió una luz sobre su cabeza.
Groucho se volvió hacia Jonny, un rostro blando y fantasmal a la escasa luz.
—Hagámoslo rápido —dijo.
Jonny asintió.
—Iremos por la parte de atrás.
El Hombre Rayo pasó agachándose junto a Jonny hacia la parte de atrás de la camioneta
y apartó uno de los paneles laterales; la gelatina de glicerina se agitó en perezosas olas.
Extrajo de una zona de almacenamiento una medusa, algo parecido a un látigo de nueve
colas electrificado, y otro equipo más pequeño, pistolas y bolos, que tendió a los Matasanos.
Jonny pudo ver, por encima del hombro del Guru, toda una hilera de multicolores armas de
extrañas siluetas.
—¿Ves algo que te guste? —preguntó el Hombre Rayo.
—Eso ya está bien —dijo Jonny.
El Hombre Rayo pareció decepcionado.
—Tienes una maldita vena más bien prosaica, ¿sabes?
La lluvia había dejado paso a una bruma empujada por el viento. Hielo avanzó delante
de ellos con un trote saltarín, con Canijo obstinadamente a su lado. Jonny no intentó
alcanzarles, prefiriendo dejar que ella se enfrentara a su manera a sus propios fantasmas.
Retorcidos vientos azotaban la bruma en diminutos vórtices al socaire de una enorme
estructura en forma de tienda. Cien metros de altura y cubriendo casi sesenta manzanas
cuadradas, era una perversa reliquia, el único pabellón que quedaba de la Exposición Los
Ángeles-Tokio, montada para celebrar el centenario del transistor.
En realidad era una serie de tiendas, doscientas ochenta de ellas, cada una un cuarto de
acre de fibra de vidrio revestida con teflón, todas enmohecidas y llenas de filtraciones.
Debajo de las tiendas había reconstrucciones a tamaño real en termoplast y cemento que
habían comprendido la Edad de Oro del Pabellón de Hollywood; el castillo de Robín Hood,
con una desconchada caricatura metálica que en su tiempo tal vez se hubiera parecido a
Errol Flynn; la Ciudad Esmeralda de El mago de Oz y el templo babilónico de Intolerancia de
D. W. Griffith. Jonny vivía en la última de esas reconstrucciones, como lo hacían otras
doscientas personas.
En una puerta de servicio cerca del fondo de una columna de sustentación, Jonny retiró
un panel de control de diez teclas de su alojamiento. Sumi había colocado allí el control sin
fijarlo, sujetándolo con cinta adhesiva marrón, después de darle instrucciones de cómo
accionar el circuito de cierre. La puerta se abrió con un tunk y los cinco entraron y subieron
rápidamente una escalera en espiral hasta una sucia plataforma en la parte superior. Jonny
accionó un segundo control, y un momento más tarde estaban fuera, sobre la superficie
translúcida de la tienda en sí.
Jonny les hizo gesto de que se abrieran, a fin de impedir que la tela de la tienda se
combara bajo sus pies. Por encima de sus cabezas, suspendidas en eslingas y burbujas de
plástico, estaban las tribus perdidas de Los Ángeles.
Cualquier estructura permanente o semipermanente en la ciudad era una invitación a
los ocupantes ilegales. En los años transcurridos desde su construcción, el Pabellón de
Hollywood había servido como hogar a miles de desarraigados locales, ilegales de México y
Jamaica, trabajadores de Thailandia y Ucrania. Unos cuantos de esos unoporcientos, los que
habían hallado la vida de abajo demasiado confinadora o demasiado desesperada, se
habían trasladado a los espacios abiertos encima de las propias tiendas, vagando como
nómadas por entre las ondulantes dunas de fibra de vidrio. Años más tarde, las tribus
cazaban, habían brotado sociedades enteras con sus propias costumbres y lenguajes. Jonny
vio al Hombre Rayo y a Canijo observarlo todo, escrutar los delicados hábitats con una
mezcla de fascinación y nerviosismo. Groucho saludó alegremente con la mano a las figuras
pasajeras que arrojaban sus sombras sobre ellos a lo largo de los cables. De los goteantes
cables colgaban banderas tribales, toscas capillas católicas, estandartes de plegarias
marcados con símbolos curiosos que parecían mayas, nepaleses y partes de diagramas
esquemáticos, gritos de ayuda cabalísticos dirigidos a cualquier dios o dioses que pudieran
estar escuchando.
Jonny se sentía al control allí. Se sentía invadido por una extraña combinación de
tensión y exaltación. Su mente galopaba. Se dio cuenta de que miraba la luna mientras esta
aparecía de detrás de un banco de nubes. Pensó en las Ratas de Alfa. De nuevo se preguntó
si desde alguna parte de su superficie sin aire estarían observando todo aquello, tomando
notas para una futura investigación. Sintió la repentina urgencia de encontrarse con ellos,
de explicarles de alguna forma todo aquello. En aquel mismo momento pensó en Sumi allá
abajo, inconsciente de todo aquello y de la presencia de Hielo. Sus sentidos se expandieron
hacia fuera hasta que abarcaron todo el arqueado paisaje. Esto es lo correcto, pensó; era
bueno estar allí de nuevo. Tuvo la sensación como si hubiera recuperado alguna parte
perdida de sí mismo.
Rompió filas y trepó a la cresta de una duna en una esquina. Su cima era un anclaje
circular, abierto a la estructura de abajo. Desenrolló rápidamente una cuerda de nailon
atada al anclaje de cemento y la dejó caer. Hielo llegó a su lado y dejó caer otras cuerdas.
Seguía sin mirarle, pero Jonny supo que sentía una excitación similar a la suya. Trepó
torpemente hasta el borde, pasó por encima de él y se dejó caer con Hielo hasta un reborde
al lado de una deidad elefantina babilónica, con su armazón de tela de gallinero visible a
través del cuarteado cemento. Los otros descendieron un momento más tarde. Una maraña
de resonantes voces desde abajo hacía imposible oír; Jonny les hizo signo de que le
siguieran dentro.
Avanzaron por entre una serie de atestadas habitaciones grises, polvorientas zonas de
almacenaje de los stands que habían llenado el pabellón durante la expo. Entraron en un
claro; a su alrededor, cajas medio vacías contenían desde restos de catálogos de armas
taiwanesas (improvisado material de embalaje) hasta hileras de estantes que llegaban al
techo llenos con figuras en miniatura de cowboys y samurais, nuevos todavía en sus
envolturas de plástico. Canijo fue tomando souvenirs a medida que avanzaban: Hollywood
Boulevard sellado dentro de una burbuja de lucita llena de agua; cuando lo agitabas, la
nieve de plástico se aposentaba lentamente sobre los edificios; chaquetas de papel con el
blasón del Sol Naciente; caramelos con forma de chips de silicio. Excepto la capa de polvo,
la mayor parte de la mercancía parecía haber cambiado muy poco a lo largo de los años.
Hologramas del tamaño de una pared del Tío Sam y personajes de Disney, figuras de sueño
de una cultura extinta, estaban cuidadosamente envueltas en paquetes burbuja y cinta
adhesiva, aguardando a que sus propietarios regresaran de otras gestiones.
Llegaron a un tramo de escaleras. Jonny les condujo hacia abajo un par de niveles, luego
uno hacia arriba, teniendo buen cuidado de mantenerse en las zonas desiertas de la
estructura. Vieron avisos amarillos escritos en una docena de idiomas advirtiendo de no
fumar, señalando las salidas de incendios y proporcionando largas y detalladas
explicaciones sobre las leyes locales de higiene.
Desde abajo les llegaba el olor de cuerpos hacinados, fuegos de cocinas, moho, y algo
más…, el aroma casi metálico de la acción nerviosa. Extraños olores insectoides de
comercio, acuerdos encubiertos, reuniones estrictamente clandestinas. Tropezaron con una
muchacha arrodillada en el pasillo, bañada en la luz azul de un antiguo televisor portátil,
haciendo nudos con un hachimaka. Cuando les vio, la muchacha recogió sus cosas y se alejó.
Dejó atrás el televisor, que mostraba un muerto canal de nieve.
En el cruce de cuatro pasillos, Hielo hizo seña a Jonny de entrar en el apartamento por
la parte de atrás, mientras enviaba a Canijo y Groucho a comprobar la entrada delantera.
Jonny le hizo signo de aceptación y, con el Hombre Rayo, echó a andar por el pasillo de su
derecha. A medio camino entraron en una habitación de inmensos tubos puestos de pie
envueltos en asbesto.
—Ayúdame a levantar esto —susurró Jonny, y señaló una placa de metal texturado en
el suelo—. Estamos inmediatamente encima del apartamento.
Se agacharon los dos, metieron los dedos bajo la placa y la alzaron. Jonny se introdujo
con los pies por delante en el agujero, apartó de una patada la rejilla de plástico de un falso
conducto de ventilación y se dejó caer al suelo del apartamento. Un momento más tarde
oyó al Hombre Rayo golpear el suelo tras él.
La habitación estaba a oscuras, el aire era estancado y bochornoso; se aferró a la
garganta de Jonny, acre con el humo de sintéticos quemados.
Una masa de muebles rotos yacía esparcida por el suelo, ampollados respaldos de sillas
y patas de sillas de madera aglomerada que parecían formar el costillar de algún animal
despellejado. Pequeños objetos domésticos parecían haber sido arrojados en un montón y
aplastados metódicamente. Jonny tuvo problemas en identificar los objetos individuales…,
pudo distinguir un molinillo de café y un pequeño horno microondas; el resto era
irreconocible, aplastado más allá de toda posible identificación. Alguien había colocado
cinta adhesiva sobre la única ventana de la habitación. Para ocultar lo que estaban
haciendo, pensó. La cinta se estaba desprendiendo ya, y las filtraciones del pabellón
cortaban la pared del fondo en limpios segmentos diagonales, alternando franjas de luz y
oscuridad. Píldoras y diskettes crujían bajo sus pies, emitiendo un acre olor de extractos
hormonales deteriorados; una alfombra india arrojada a un lado estaba pringosa con medio
disueltas cápsulas de vasopressin y prolactín. No parecía haber mucha cosa en la habitación
que no estuviera quemada o rota.
Siguieron un rastro de libros y equipo electrónico destripado de Sumi (cuyos circuitos
fundidos relucían como ópalos en bruto) por el pasillo hasta el dormitorio. En la pequeña
habitación, el olor era más fuerte. El Hombre Rayo encendió con el pulgar una pequeña
linterna unida a su obi. La cama parecía haber recibido un chorro de lanzallamas. Ropas
hechas jirones estaban esparcidas por todo el suelo, y el freón manchaba toda una pared
desde una unidad de refrigeración, ahora reventada, que Jonny había ocultado para
almacenar drogas perecederas y el ocasional riñón o pulmón del mercado negro para un
cliente.
Un roce. En la sala de estar.
Al instante los dos hombres tenían las armas alzadas y a punto, y Jonny se asomaba al
vestíbulo, ansioso de algo contra lo cual disparar. En la habitación del fondo, Hielo y los
demás examinaban en silencio los restos que sembraban el suelo.
—Por aquí —llamó Jonny.
Fueron hacia allá, apiñándose torpemente en el umbral. Hielo realizó un breve
recorrido, como sonámbula, por el dormitorio, deteniéndose ocasionalmente para rozar
con los dedos una prenda de ropa, una placa de circuito aplastada, frascos de píldoras. La
luz del Hombre Rayo la clavó en una cuña de repentino color. Se volvió hacia Jonny.
—Su cinturón de herramientas no está —dijo.
—Eso es bueno —indicó Groucho, esperanzado—. Entonces hay una posibilidad de que
Sumi consiguiera irse.
Jonny se reclinó contra la pared y se deslizó hacia abajo hasta quedar acuclillado.
—O quizá simplemente se lo llevaron con ella como prueba. Prueba de que es una
chupavatios.
Por el rabillo del ojo vio a Canijo agitar nerviosamente el peso de su cuerpo de uno a
otro pie.
—Quizá no debiéramos quedarnos aquí —dijo el Chico en voz baja.
Hielo se puso en pie; sujetaba una pequeña rueda de oraciones; su medio fundida
caperuza de cobre chirrió cuando la hizo girar.
—En cualquier caso, Sumi hace mucho que ya no está aquí —dijo—. Apaga esta maldita
luz.
El Hombre Rayo volvió a guardar la luz en su mochila. Jonny siguió acuclillado; Hielo se
abrió camino pateando por entre las ropas y medio fundidas masas de mobiliario de
plástico barato y lo sacudió con la punta de la bota.
—Parece que por el momento solo estamos tú y yo, cowboy —dijo.
Jonny alzó la vista hacia ella.
—Mataré a alguien por esto, ¿sabes?
Hielo asintió, sonrió.
—Bueno, no olvides dejar algo para mí —dijo.
—Esto es cosa de Zamora —indicó Jonny.
Groucho carraspeó.
—Creo que Canijo tenía razón hace un momento —dijo—. Quizá debiéramos irnos. Si
Pere Ubu está implicado en esto, puede haber dejado centinelas detrás.
Jonny se alzó del suelo, observó la habitación por última vez y grabó la imagen en su
cerebro para más tarde, para cuando pudiera necesitar la furia.
—Está bien —dijo—. Entramos por detrás, saldremos por delante. Hay una buena
multitud para cubrirnos.
Salieron del apartamento. Canijo abandono su gabán y caminó en su atuendo de Zombi:
un exhibidor inocente en busca de una buena noche. No vieron a ninguno de los chicos del
Comité en su camino de salida.

El patio principal del templo babilónico era sofocante bajo la sobrecalentada iluminación
procedente de hilera tras hilera de lámparas klieg. Docenas de extras con el vestuario
correspondiente hormigueaban de un lado para otro, en su mayor parte chicos del Valle,
hablando en apagados tonos catedralicios. El plato de la película le recordaba a Jonny
algo…, un inmenso quirófano, cuya luz proporcionaba a la gente y los objetos una
apariencia de sorprendente precisión y esterilidad.
—Muy bien, chicos. La señorita Vega hará su entrada dentro de un minuto —les llegó la
voz nasal de un hombre a través de un altoparlante—. Lo que necesitamos aquí es muchos
aplausos y vítores. Pero nada de silbidos. Si queréis silbar, acudid a un combate de
patadaboxeo.
Esto trajo estridentes oleadas de agudos silbidos de los ocupantes del templo que se
habían apelotonado justo detrás de un cordón de policías en torno al plato. Los extras iban
vestidos con la impoluta versión hollywoodiense de las ropas de un inquilino ilegal,
demasiado limpias y bien cortadas, pensó Jonny.
—Muy divertido. A vuestras posiciones, chicos.
Jonny y los demás se unieron al fluir general de la multitud y se fueron abriendo camino
por la parte de atrás del plato, siguiendo una línea de bailarines vestidos con una parodia
llena de lentejuelas de los trajes de vacío del Comando Lunar. Jonny no se sintió
particularmente sorprendido por la presencia del equipo cinematográfico; no era la
primera vez que él y los demás ocupantes del pabellón habían sido obligados a salir de sus
madrigueras por alguna compañía productora local. Aoki Vega era una de las más
populares estrellas pornomusicales de la Red. La ironía de la situación, pensó Jonny, era
que la Red iba a darle la vuelta al asunto y vender la emisión de la actuación de Vega a los
mismos ocupantes que habían desplazado, presentándoles un caro y resplandeciente
recuerdo de su irremediable impotencia.
Los bailarines a los que seguían Jonny y los demás parecían encaminarse a una zona
compartimentada en el fondo del pabellón, cerca de un semicírculo de remolques y
camiones generadores. Canijo caminaba de puntillas, intentando ver por encima de los
desconocidos que aguardaban a recibir con aplausos y ovaciones a la estrella. Una bancada
de proyectores vídeo tamaño estadio mostraban tomas del plato desde distintos ángulos.
Mientras se abría camino por entre los extras, Jonny se dio cuenta de una cierta
inquietante similitud entre ellos, como si todos hubieran sido modelados del mismo
somero acervo genético. Rostros caucasianos blandamente orientalizados; chicos nisei
haciendo restallar los dedos al compás de inaudibles melodías pop, con el pelo blanqueado
y la piel oscurecida biológicamente hacia algún extraño ideal chic del sur de California.
Hubieran podido proceder de cualquier parte, de ninguna parte. Una postal acerca de sex
appeal y playas.
—Le conozco. Usted es el productor, ¿verdad? —dijo alguien cerca.
Jonny se volvió hacia la que había hablado. Llevaba una chaqueta suelta de filamento de
aluminio entretejido chapado en oro. Su rostro tenía los mismos rasgos básicos que los
demás. Solo sus ojos eran memorables. Llevaba lentes de contacto de difracción; sus ojos
eran arcos iris en espiral.
—Nos conocimos en la fiesta de Marty en Laurel Canyon —dijo ella alegremente—.
Usted es el señor Radoslav, ¿verdad?
Resultaba obvio para Jonny que la mujer iba cargada. Muy bien hubiera podido creer
que era el Papa. Jonny, sin dejar de avanzar, miró por encima del hombro al cordón de
policías, luego la miró a ella con la sonrisa más radiante que pudo conseguir.
—Por favor, mantenga la voz baja —dijo—. Se supone que nadie debe saber que estoy
aquí. —Echó un brazo por encima del hombro de Canijo—. Este es mi asociado, el señor
Chicco.
—Encantada —dijo la mujer, y extendió una bronceada mano. Ella y el Chico se la
estrecharon, y el Chico murmuró una incoherente cortesía.
—Dígame, ¿hay algún lugar donde podamos hablar en privado, señorita…? —empezó a
decir Jonny.
—Viebecke —indicó ella—. Pero todo el mundo me llama Becky.
—Becky, por supuesto. ¿Hay algún lugar donde podamos hablar en privado, Becky?
¿Quizá concertar una audición?
—Por supuesto —se apresuró a decir ella—. El remolque de los extras estará
probablemente vacío en estos momentos. —La mirada que lanzó a Jonny estaba permeada
de un ansia tan enorme que, por un momento, él pensó en cortar las cosas en aquel punto y
correr el riesgo con la policía.
Algo se deslizó por encima de él. Jonny alzó la vista. Un brazo largo y articulado que
sostenía una cámara de vídeo alemana flotaba a unos pocos metros sobre sus cabezas;
media docena de lentes giraron, enfocándose en ellos. Su rostro y el de Canijo aparecieron
en una de la docena de enormes pantallas de vídeo.
—El remolque será estupendo —dijo.
Hielo y los otros aguardaban al lado de una grúa de sonido de dos plantas de altura que
le recordó una mantis religiosa naranja. Presentó a los otros a Becky, que se colgó de su
brazo y pareció decepcionada cuando vio a Hielo. Luego sonrió, burbujeando todo el
optimismo de Hollywood.
—Oh, huau, ¿son ustedes actores también? —ronroneó.
—¿Cómo lo ha adivinado? —quiso saber Hielo, y mostró sus dientes.
—Estamos preparando el reparto para una nueva película —dijo Jonny—. Buscamos
nuevos rostros interesantes.
Becky rio tontamente y les condujo a un grupo de remolques detrás del camión cocina.
Los olores químicos del pescado procesado y el análogo de ternera perneaban el lugar.
Becky entró antes que ellos y alzó una mano para indicarles que debían aguardar allí. Les
llegó el sonido de fuertes voces desde detrás de la puerta. Jonny miró a Hielo. Ella negó
lentamente con la cabeza.
Un momento más tarde, una mujer joven salió furiosa del remolque. Se parecía tanto a
Becky que por un instante Jonny pensó que era la actriz con un nuevo vestido. Pero la
nueva mujer se limitó a mirarles con ojos llameantes y se alejó a largas zancadas.
—Ahora pueden entrar —llamó Becky desde la puerta. Entraron.
El remolque era largo y estrecho, y olía débilmente a perfume y sudor, con hileras de
espejos iluminados en un lado, bancos y perchas llenas de ropa en el otro. Lámparas solares
y monitores de vídeo se apilaban en las esquinas opuestas. Jonny y los otros fueron
inmediatamente a la ropa y empezaron a rebuscar entre ella. Becky se perchó en una mesa
junto a los espejos, con la cabeza rígida, favoreciéndoles con su mejor lado.
—¿Qué están haciendo, amigos? —preguntó al fin.
—Trajes —dijo Jonny—. Queremos saber lo que es in dentro de la gente «in», ¿no?
Becky encendió un porro, sopló una bocanada de humo y saltó de su percha, intentando
mantener una fachada alegre. El Hombre Rayo halló un impermeable que encajaba encima
de su armadura corporal; Hielo se puso una torera blanca ribeteada con bolitas doradas.
Cuando Becky apoyó una mano en el brazo de Jonny irradiaba nerviosismo, pero su rostro
siguió siendo una máscara sonriente. Mirándola, Jonny sintió una oscura lástima. Se
preguntó si tendría alguna otra expresión facial enterrada en alguna parte bajo toda
aquella cirugía de base.
—¿Hay algo que desee preguntarme? —ronroneó ella.
—Sí…, ¿hay mucha seguridad al final del plato?
Becky le miró inexpresiva, como un cachorrillo trastornado. Exclamó:
—¡Hey! ¡Usted no es el productor!
—Somos criminales —dijo Jonny—. Desesperados criminales armados.
Becky cayó ebriamente hacia atrás y se acurrucó en el extremo más alejado del
remolque, lloriqueando y murmurando; «Oh, vaya», como si fuera un mantra.
En unos pocos segundos se habían puesto sus nuevas ropas (Groucho una chaqueta
mexicana de las Fuerzas Aéreas llena de medallas, Canijo un mono de piel negra y una
gorra revivalista de la China de Mao) y se encaminaban hacia la puerta. Jonny fue a Becky
para intentar una rápida disculpa. La mujer seguía en el rincón, completamente abrumada
por las drogas y el miedo, y cuando adelantó una silla contra él Jonny no pudo decir si se la
ofrecía o pretendía arrojársela. Simplemente retrocedió y dijo:
—Lo siento, Becky. Pero se trata de nuestros culos.
Avanzaron hacia el fondo del plato, sonriendo a los técnicos, simplemente otro grupo de
extras que aguardaban ser llamados, y salieron por entre dos chirriantes unidades
generadoras. Detrás de ellos oyeron la puerta del remolque abrirse de golpe y una voz
aguda e histérica:
—¡No es el productor! ¡Es solo un maldito ladrón!
Seguridad avanzó rápidamente hacia la chillante actriz. En el plato de Babilonia estalló
la música, ahogando la voz de Becky. Alguien gritó que parara. Pero por aquel entonces
Jonny y los demás ya estaban corriendo, fuera del pabellón y al otro lado de la húmeda
calle.
Cerca de la camioneta, Jonny echó una mirada por encima del hombro y vio a un par de
policías privados de la compañía demasiado gordos correr en su persecución. Casi se echó a
reír. Giró sobre sus pies y alzó la Futukoro a la altura de los agitados pechos de los policías
privados. El más cercano le vio, desplazó momentánea y equivocadamente su centro de
gravedad, y cayó en medio de un charco como un saco demasiado lleno. Su compañero
bailó un poco de claqué, con las manos alzadas por encima de su cabeza, y retrocedió hacia
las brillantes luces del pabellón.
Jonny corrió a la camioneta y llegó justo a tiempo para ver a Canijo golpear la calle bajo
la masa negra de un uniforme. Hielo se lanzó encima de ellos. Hubo el breve destello de la
hoja de su cuchillo, y ella y Canijo estuvieron de nuevo en pie. Groucho captó otro uniforme,
hizo girar su bolo como un garrote y clavó el brazo alzado del uniforme contra su garganta
antes de despacharlo con una patada en el plexo solar. Muy extraño para unos policías
privados, pensó Jonny. Un par de ráfagas de Futukoro golpearon contra el costado blindado
lleno de cicatrices de la camioneta. Muy jodidamente extraño.
Uno de los uniformes se movió y quedó iluminado por la parpadeante fluorescencia
verde de una farola.
—Oh, mierda —dijo Jonny.
Se agachó y echó a correr, esperando que los chicos del Comité no le hubieran visto. El
Hombre Rayo estaba ya tras el volante de la camioneta, poniendo en marcha el motor. Hielo
y Groucho habían sacado sus pistolas y cubrían a Jonny con su fuego. Los tres saltaron a la
parte de atrás. Canijo, sin embargo, permaneció fuera en una maníaca persecución del chico
del Comité que le había atacado.
El Hombre Rayo metió una marcha y aceleró más allá del Chico.
Jonny agarró uno de los brazos de Groucho mientras el Matasanos se inclinaba fuera de
la parte de atrás del vehículo. Le ladró algo al Chico, y lo arrastraron por las mangas
durante una manzana o así antes de que Hielo consiguiera agarrarle del cuello y tirar de él
hasta dentro.
Un deslizador planeó bajo sobre la camioneta, con sus luces a toda potencia creando
maníacas sombras; los ardientes puños de los chorros de las turbinas les obligaron a
retirarse de la puerta. El Hombre Rayo manejó las marchas. Dobló dos esquinas, casi
volcando la camioneta en una de ellas, pero el deslizador siguió flotando allí. Luego,
bruscamente, doblaron hacia la izquierda.
Por un momento pareció que lo habían perdido, pero descendió unos pocos metros
frente a ellos, casi planeando sobre los charcos. El Hombre Rayo pisó los frenos y envió la
camioneta haciendo eses calle abajo como un pescado ensartado por el arpón. Cuando
recobró el control, el Guru cruzó un aparcamiento junto a Vine y salió a Melrose.
Aferrado al marco de la puerta, Jonny y los demás dispararon contra las paletas de la
turbina en la parte de abajo del deslizador con la munición especial del Hombre Rayo.
Esferas rosa y plata golpearon contra la superficie de policarbonato; azules dragones de
fuegos artificiales lamieron el tren de aterrizaje antes de ser sorbidos por las portillas de
admisión. Canijo se abrió camino entre ellos y lanzó algunas de las rosas del Hombre Rayo,
como si fueran cuchillos, contra el bajo aparato volador. Estallaron detrás de la camioneta,
arrancando trozos de asfalto y palmeras.
—¡Hágase la luz! —aulló el Hombre Rayo. Conectó el escáner de onda corta y lo ajustó a
su propia unidad emisora—. Escuchad a ese jodido tonto —dijo—. Cree que nos está
intimando a que nos rindamos. Llevo tan loco al pobre chico que me sorprendería que
supiera por qué lado sujeta el micrófono.
El deslizador se abrió entonces con una ráfaga de armas automáticas que martilleó
contra el techo de la camioneta como una avalancha fosforescente, con destellos azules que
danzaron en torno a la puerta. Jonny y los otros se echaron atrás. El Hombre Rayo se dirigió
hacia Wilshire Boulevard, esquivando conductores lentos y peditaxis.
Jonny se inclinó hacia el asiento del conductor.
—¿Falta mucho para la entrada a los subterráneos? —gritó.
—Ya casi estamos —dijo el Hombre Rayo. Se había puesto un alto casco antichoque.
—¿Podemos seguir aguantando este fuego?
El Guru sonrió a través del plástico antiimpactos.
—No me insultes.
El donut de cristal de la torre de oficinas de la Lockheed brillaba justo a unas pocas
manzanas allá delante. El Guru dirigió la camioneta hacia una calle lateral, intentando
librarse del moscardón en su cola antes de encaminarse hacia la clínica. El deslizador se
deslizaba implacable sobre ellos.
—Nos lo estamos comiendo —gruñó el Hombre Rayo—. No hay más giros, y el acceso al
subterráneo está justo delante. ¿Alguna sugerencia?
—Yo tengo una —dijo Hielo. Cogió uno de los rifles Kalashnikov de los Matasanos,
adaptado con un lanzador de granadas M-79, del armario de las armas. La camioneta
descendía a toda velocidad por una calle lateral ente largas hileras de viejos, sucios y medio
desmoronados invernaderos geodésicos, algún experimento olvidado de
autoabastecimiento urbano.
Con el viento azotando su chaqueta, Hielo apuntó al deslizador, siguiendo el sutil pero
ominoso planear de la máquina mientras se situaba para otro ataque. Cuando no disparó,
Jonny estuvo tentado de apartarla de la puerta. Entonces, justo en el momento en el que
tendía la mano hacia ella, Hielo apretó el gatillo y envió el ardiente puño de la M-79 hacia la
sección de popa del deslizador. La explosión, cuando la granada golpeó, hizo saltar las
ventanas de un viejo invernadero, sembrando la camioneta con vegetación muerta y
fragmentos de cristal.
Un humo negro y una chorreante luz les iluminaron desde arriba. El deslizador intentó
elevarse, pero el motor que le quedaba golpeó contra una torre transformadora, haciéndolo
voltear sobre sí mismo. Colgó allí por un momento, como indeciso de qué hacer.
Finalmente, en lo que pareció como un intento de enderezarse, golpeó contra el techo de
otro invernadero y emergió por uno de sus lados, en llamas.
—¡Agarraos! —gritó el Hombre Rayo. Dobló el volante hacia la izquierda, enviando la
camioneta de costado contra el deslizador justo en el momento en que este aparecía
resbalando contra el suelo ante ellos.

Lo primero de lo que Jonny tuvo consciencia fue del constante resonar de un cuerno; luego
llegaron las sombras, fluctuando sobre sus párpados en congeladas siluetas de un
microsegundo; luego una densa humedad en su rostro, cruzando su pecho y brazos. Abrió
los ojos. Glicerina. Estaba por todas partes, densos charcos amasados en el suelo y
chapoteando fuera por la parte de atrás, mientras el roto acolchado colgaba fláccido de las
paredes. Se arrastró hasta la puerta abierta y se dejó caer un inesperado medio metro hasta
el pavimento. El vehículo descansaba en un ángulo muy inclinado, con las ruedas de atrás
girando en el aire.
Caminó sobre las piernas de un desconocido; se negaron a actuar juntas. A un lado de la
camioneta halló el destrozado deslizador, un esqueleto de retorcidas aleaciones y plástico
abrasado, con dos débiles luces rojas girando desincronizadas; el fuselaje estaba retorcido
debajo de la carrocería de la camioneta, mezclándose con ella. Chatarra simbiótica.
Una manga rozó su rostro, y la sacudida eléctrica envió a Jonny de rodillas. El Hombre
Rayo danzó más allá de él, con su medusa fuera y agitándose sobre su cabeza. Los cargados
latigazos florecían con chispas cuando tocaban algo, dorando el aire encima de la cabeza
del Guru como girantes galaxias, fantasmagóricos paisajes de estrellas en pleno estallido,
cartas de juego, mariposas cometarias. Mantenía con facilidad a tres chicos del Comité a
raya. Había una enorme sonrisa de porcelana manchada pegada a su rostro. Aún groggy,
Jonny pudo leerla: una realización total. El Hombre Rayo estaba en su elemento,
escribiendo sonetos con sus armas; la imagen del artista en su trabajo.
El Guru se inmovilizó y alzó los brazos, y gecos de cristal brotaron de sus mangas. Con
patas ligeras y lenguas rápidas, saltaron al suelo a los pies de los chicos del Comité y
estallaron en ascendentes nubes lavanda de gas CS. Jonny saltó hacia atrás en la camioneta,
tosiendo, los ojos llenos de lágrimas, y vio al Hombre Rayo emerger de la nube un momento
más tarde. En alguna parte a lo largo del camino, el Guru había deslizado un respirador bajo
su casco kendo. Un chico del Comité lo agarró, y fue lanzado hacia atrás por la descarga
eléctrica de la armadura de polipirrole.
Luego alguien empujó a Jonny hacia un lado y la parte de atrás de la arruinada
camioneta. Era Canijo, con la sangre arruinando la blanca perfección de sus dientes y
manchando sus labios. La mano que usó para sujetar a Jonny resplandecía, sus pixels latían
nerviosamente pero sin ofrecer ninguna imagen. Estaba gritando algo.
—¡Estamos jodidos! ¡La han volado! ¡Estamos a nuestros propios medios, hombre!
El Chico empezó a tirar de nuevo de él, pero Jonny cambió su peso de lado y lo retuvo en
su lugar.
—¿De qué estás hablando? ¿Dónde está Hielo?
El Chico apuntó con su pistola.
—Está acorralada con Groucho. Es el Comité, hombre. ¡Han volado la clínica!
Jonny empujó al Chico a un lado y corrió ente las hileras de invernaderos. A una
manzana de distancia pudo ver una docena de las camionetas celulares del Comité
formando una barrera blindada en torno al almacén que él y los demás habían abandonado
antes aquella misma tarde. Hombres uniformados conducían a unos cuantos Matasanos
esposados a las camionetas. Había cuerpos, chicos del Comité y anarquistas, tendidos en el
suelo del aparcamiento iluminado por los focos. Hielo y Groucho estaban allí, acorralados
en un callejón a la derecha, separados varios metros de ellos, incapaces de alcanzar la
protección de los invernaderos.
—¿Lo ves? ¡Estamos jodidos! —chilló Canijo—. ¡Descubrieron la clínica!
Jonny observó mientas Hielo y Groucho intentaban dar una carrera hacia los
invernaderos, disparando al aire para cubrirse mutuamente. Los chicos del Comité se
rieron de ellos desde el tejado, jugando al gato y al ratón, dejándoles salir unos pocos
metros, luego obligándoles a retroceder contra el almacén bajo una cortina de balas.
—Si disparamos unos cuantos tiros contra ese tejado, podrán conseguirlo —le dijo
Jonny a Canijo—. Vigila. Necesito un arma. —Se alejó arrastrándose, luego echó a correr
hacia la camioneta.
Armas y municiones estaban esparcidas por el suelo detrás de la puerta abierta de la
camioneta. Algunas de las construcciones mecánicas del Hombre Rayo habían sido
activadas; se arrastraban ausentemente entre las sombras, donde estallaban y llameaban.
El Guru no era visible por ninguna parte. Jonny agarró una Futukoro y, mientras pescaba un
cargador en el arcón inundado de glicerina, se detuvo por un momento para tomar un par
de profundas inspiraciones. Le temblaban las manos. Cerró los ojos, intentó calmarse. Nada
excepto ruinas, pensó. Ver a Hielo acorralada había roto algo dentro de él. Pensó en Sumi.
No podía perderlas a las dos en una sola noche.
Un agudo grito animal. Jonny corrió de vuelta al almacén a tiempo de ver a Canijo
zigzaguear hacia terreno abierto, con sus pixels locos, una delgada figura por la que se
arrastraban formas geométricas pastel y chasqueantes calaveras. Mientras corría,
disparaba alocadamente contra el techo del almacén adyacente, forzando a los chicos del
Comité a retroceder. Hielo, se dio cuenta Jonny, se había visto atrapada ente los edificios,
incapaz de salirse de la línea de tiro. Ahora, cubierta por Canijo, se metió en un invernadero
del extremo más alejado, con Groucho inmediatamente tras sus talones. Se volvieron para
proporcionarle al Chico fuego de cobertura, pero este parecía confuso; no deseoso de verse
acorralado contra la pared del almacén como lo habían estado ellos, regresó a toda
velocidad hacia Jonny.
Le faltaban como unos diez metros cuando un disparo le alcanzó por detrás, abriendo
un húmedo agujero en su pecho. El Chico giró en redondo rígidamente, disparó lo que le
quedaba de su cargador contra el pavimento.
—¡Canijo! —gritó Hielo. El Chico estaba de espaldas, semiconsciente, lleno de
arrastrantes serpientes y fosfenos. Un amasijo de archivos, se dio cuenta Jonny. Todas las
imágenes de su software burbujeaban hacia fuera a la vez, sin control. El brazo que alzó
pulsaba locamente: el brazo de una mujer, un reptil, un robot industrial; arañas carmesíes
se entretejieron en él; alfanuméricos ámbar desfilaron por su retorcido rostro; Brando, Lee,
Bowie, Vega; su sistema estaba formando un bucle sobre sí mismo, los rostros parpadeaban
más y más aprisa, mezclándose en un solo rostro de metafantasía, incoloro, con todos los
colores, desvaneciéndose en el mismo momento en que se formaba. Canijo se sentó, miró
alocado a su alrededor y se echó a reír. Un único y brillante destello binario, y se derrumbó
al suelo. Quedó tendido allá, inmóvil y oscuro.
Junto a las camionetas celulares, un amplificador cliqueteó.
—DIOS MÍO, ¿ERES TÚ, CORDON? ENCANTADO DE VERTE, TONTO DEL CULO. ¿QUÉ PASÓ CON NUESTRO
TRATO? —le llegó la voz de Zamora—. ME JODISTE, GORDON, PERO NO CREÍ QUE FUERAS ESTÚPIDO. TE DEJÉ
LIBRE Y TÚ CORRISTE DIRECTAMENTE A LOS BRAZOS DE LOS TERRORISTAS, POR EL AMOR DE DIOS.
Jonny sabía que era un juego. ¿Podía el coronel volverle lo suficientemente loco como
para hacer algo estúpido? Jonny intentó extraer por la fuerza el sonido de la voz del coronel
Zamora de su cerebro; conjuró visiones de arrancarle al hombre los ojos con sus manos,
pero permaneció en las sombras, temblando, odiándose a sí mismo y mordiéndose los
labios hasta que manó sangre.
—VOY A ASARTE, CHICO. UNA DE TUS PUTAS YA ES MÍA. EN EL LABORATORIO DE ARMAS LES GUSTAN LOS
COÑOS FRESCOS, ¿SABES? PRONTO LA TENDRÁN INCUBANDO GUSANOS ESPINALES. ¿HAS VISTO ALGUNA VEZ
ESAS COSAS? LO ÚNICO QUE COMEN ES TEJIDO NERVIOSO, Y NO SE DETIENEN HASTA QUE HA DESAPARECIDO
POR COMPLETO…
Antes de que Jonny supiera lo que estaba haciendo estaba tendido boca abajo, gritando,
disparando con la Futukoro, llenando el aire encima de las camionetas celulares con
dragones, cometas ardientes, chirriantes arpías. Derribó el amplificador con la primera
andanada y se cargó algunos de los focos. Algo le ocurrió entonces, y se halló de pie,
arrastrándose de vuelta a la camioneta. Algunos de los juguetes del Hombre Rayo estaban
allí, recordó. Sería una sorpresa agradable para el coronel.
Pero nunca llegó allí.
Dos hombres vestidos de oscuro le interceptaron cuando subía al vehículo.
Instintivamente, Jonny lanzó su bota contra el sobaco de uno, paralizando su brazo. Pero no
era suficiente. Todo su sistema zumbaba, reclamando sangre. Jonny agarró a plena mano el
rostro del primer hombre y lo empujó contra el segundo. Ambos cayeron, y Jonny estaba ya
sobre ellos, clavándoles el tacón de las botas, apuntando a la garganta. Falló al primer
hombre, corrigió su puntería para el segundo y le partió algunos dientes. Sin embargo, la
diversión de Jonny fue corta: un brazo se apretó contra su rostro y algo frío y pegajoso tocó
su garganta. Su cuerpo se volvió fláccido, alguna parte neutral de su cerebro notó que había
sido golpeado con un desmodulador neural. El efecto era extraño, puesto que la mente de
Tonny seguía funcionando perfectamente, pero, con los senderos piramidales de su cerebro
encallados, su cuerpo se había visto reducido de pronto a una carne casi inútil. Fue
consciente de los dos hombres que lo arrastraban una cierta distancia. Esperó que no le
permitieran tragarse su lengua.
Cuando retiraron el desmodulador, Jonny se halló en el sucio suelo de un garaje
subterráneo. Una larga limusina Cadillac, con su parte posterior enorme bajo las
sobresalientes aletas gemelas, estaba aparcada cerca. Su lengua parecía intacta. La
portezuela del coche se abrió y un familiar olor a flores de cigarrillos de clavo llegó hasta
sus fosas nasales. Luego, el hombre más feo que Jonny hubiera visto nunca le sonrió.
—Por favor no te irrites, Jonny. Tus amigos han escapado. Algunos de sus compatriotas
los recogieron hace unos momentos —dijo el señor Conover, el lord contrabandista—.
Aparte eso, mi triste experiencia me dice que la gente que está dispuesta a morir por una
causa termina demasiado a menudo simplemente así. —Sonrió como disculpándose,
mostrando unos horribles dientes amarillos—. Hay demasiados de ellos ahí fuera para que
te sirvan de algo, ¿sabes? Lo único que conseguirás será que te maten.
—¿Matarme? —dijo Jonny. Se echó a reír—. ¿No sería eso un chiste para todo el
mundo?
6
El cadáver exquisito
El señor Conover, relajado y sonriente, llevaba el más nuevo estilo de traje de la temporada
de Milán. (Pantalones de cintura alta, hombreras en la chaqueta, todo ello de seda rusa.
Había un carácter cirílico en cada uno de los botones dorados. En conjunto, el traje violaba
una docena de embargos económicos de los Estados Unidos contra los países pro-árabes.)
Era el más poderoso lord contrabandista en Los Ángeles, y él solo controlaba la mayor
parte del tráfico de drogas que entraba y salía del sur de California.
Muchos de los otros lores realizaban pequeños y furtivos tratos propios con drogas,
tratos destinados a impulsar su cash-flow y su autoestima, y aunque técnicamente se
metían en los asuntos de Conover, a este no le importaba. Permitir a los demás lores que
tuvieran sus pequeños tratos ayudaba a mantenerlos felices y en línea. Y eso, sabía
Conover, era una forma de poder que no podía comprar ni pasarse sin ella.
Corrían rumores de que la influencia del señor Conover alcanzaba mucho más allá de
los límites de Los Ángeles, hasta la mansión del gobernador y las oficinas de las
multinacionales en Osaka y Ciudad de México. Parte de ello era debido a un elaborado plan
que se decía que había maquinado hacía décadas con varias firmas farmacéuticas, un plan
que tenía que ver con el escamoteo de dirigibles de carga y petroleros controlados por
inteligencia artificial, permitiendo a las compañías cobrar el seguro y luego volviendo a
poner en circulación las naves con nuevos nombres y registros de ordenador mientras se
quedaba con la carga. Sin embargo, una parte de su influencia tenía que deberse
simplemente a su edad. Había nacido en el siglo anterior, lo cual le hacía más viejo que la
mayor parte de los miembros de corporaciones y políticos con los que trataba. A lo largo de
los años se había convertido en un eslabón a una edad de oro en la que fueron sentados los
cimientos de la estructura de poder de su mundo, una especie de icono al comercio y la
estabilidad.
El señor Conover era también un adicto a las verdosas. Puestas en el mercado
originalmente a finales de los 1990 como una droga de longevidad, más tarde se había
descubierto que las verdosas eran responsables de todo un amplio abanico de extraños
efectos secundarios. Sin embargo, esos efectos se manifestaban solo después de décadas de
uso, y por aquel entonces era normalmente demasiado tarde…, la droga ya se había unido y
había reescrito amplios segmentos del ADN del adicto. Dejar de tomar la droga hubiera
matado a Conover. El nombre callejero de la droga derivaba de su tendencia particular a
frenar la oxidación de la sangre en el sistema del usuario, proporcionando a la piel del
adicto una quebradiza cualidad verdeazulada.
La ironía final era que las verdosas resultaron ser un prolongador de la vida
excepcionalmente efectivo. Así, el usuario podía prever décadas (¿siglos?) de adicción y
lenta desintegración física. Nadie sabía realmente lo viejo que era el señor Conover, pero
que lo era resultaba evidente para todo el mundo.
El pequeño cráneo gris verdoso que remataba la cabeza de Conover se bamboleaba
sobre unos estrechos hombros dispuestos encima de un recio torso. Su nariz era poco más
que una masa de irregular tejido cicatricial rodeado por lívidos racimos de tumores rojos.
Fumaba constantemente cigarrillos de clavo con filtro dorado que llevaba en una boquilla
de madreperla, una afectación que, como sus ropas, era otro síntoma de su compulsión por
acentuar su propia fealdad. Cuando sonreía, lo cual era a menudo, sus delgados labios se
tensaban hacia atrás dejando al descubierto una manchada masa irregular de dientes. Su
aspecto siempre proporcionaba a Jonny la sensación de que se hallaba conversando con un
cadáver bien vestido.

El Cadillac avanzó rápidamente por un abandonado tramo de autopista. La arena soplaba


del desierto, arrastrada hacia la ciudad a lomos de los extravagantes vientos de Santa Ana.
Arcos de carbono montados en el techo conferían a la cuarteada superficie de la autopista
un nítido relieve y hacían que la arena pareciese estática en una pantalla de vídeo. Jonny
miró por las ventanillas de doble cristal, pero no había mucho que ver. Avanzaban por
entre colinas al noroeste de la ciudad, al borde del sector industrial alemán, una
deprimente zona muerta de despejado equipo minero y medio terminados búnkers que
albergaban el tokamak experimental de la Corporación Krupp. Las colinas, con su aspecto
como si hubieran sido lavadas con lejía, deprimían a Jonny, le recordaban una pintura de
Max Ernst que Groucho le había mostrado: Europa después de la lluvia. El paisaje le traía
inquietos recuerdos de acontecimientos entre el Comité y las jóvenes truppen de choque de
Krupp. Los alemanes no tenían Chicos Rudos; en vez de ello, era común que los jóvenes
reclutas mostraran su machismo reemplazando sus miembros con insensibles prótesis
mioeléctricas. Jonny tenía el fragmentario y ebrio recuerdo de un sonriente muchacho
manteniendo un encendedor debajo de las puntas de sus dedos hasta que estas empezaron
a fundirse y gotear, revelando los sensores de silicio y la malla de aleación negra que había
debajo.
Jonny se relajó en el suave y blando cuero del asiento de la parte de atrás de la limusina.
Sentado a su lado, Conover extrajo una adornada pitillera plateada y se la ofreció. Jonny
aceptó un cigarrillo y un encendedor, aspiró el intenso y dulce humo del clavo en lo más
profundo de sus pulmones y lo dejó salir lentamente por su nariz.
Habían pasado meses desde que había fumado por última vez un cigarrillo (Sumi le
había animado a dejarlo cuando un Matasanos que trabajaba en la parte de atrás de una
taquería le dijo que tenía una sombra en un pulmón), pero su pasado parecía estarle
alcanzando a una velocidad tan grande que Jonny imaginó que podía dejarse llevar por el
espíritu de la situación. Tosió débilmente cuando el humo se agarró a su garganta. Apoyó la
cabeza en el respaldo y observó la carretera deslizarse a sus lados. El chófer de Conover, un
recio ex Guardia Nacional, llevaba el cráneo conectado a una unidad radar/navegación del
tablero de a bordo y seguía la orientación de los sensores militares instalados bajo el
pavimento. Conover era uno de los pocos hombres en la ciudad en los que Jonny confiaba, y
ciertamente el único lord. Por el momento se sentía seguro. Conover se inclinó hacia él y
habló en voz baja.
—Parece que has atraído sobre ti la ira de Dios, hijo. O al menos irritaste a Zamora, lo
cual viene a ser lo mismo. ¿Qué demonios puedes haber hecho?
Jonny se pasó una mano por el pelo.
—Me gustaría saberlo —dijo—. Quizá siento como si mereciera toda esta atención
especial.
—Por mucho que le guste hacerlo, el coronel no monta redadas solo por divertirse.
Tiene que haber alguna razón por la que te haya elegido en su punto de mira. —Conover
apoyó una mano en el brazo de Jonny—. No te ofendas, eres un muchacho encantador,
pero…
—El hombre está loco. Cree que usted y yo estamos jugando al fútbol con las Ratas de
Alfa —dijo Jonny—. Supongo que eso es lo mismo que dar por sentado que tienen pies. No
lo sé. Todo esto parece más loco a cada minuto que pasa.
—Las Ratas de Alfa —dijo Conover, medio pregunta, medio respuesta. Fumó su
Sherman pastel, rio suavemente—. El coronel nunca deja de sorprenderme. ¿Mencionó
específicamente lo que tú y yo hacíamos con las Ratas de Alfa?
—No. Solo dijo que estábamos en contacto y que teníamos alguna especie de trato —
explicó Jonny. Renunció y aplastó al cigarrillo en un cenicero tallado de un trozo de cristal
de cuarzo del Amazonas. Le ardía la garganta.
—¿Y eso es todo lo que dijo? —preguntó Conover.
—Ajá. —Jonny vaciló antes de decir nada acerca de la petición de Zamora de que
entregara a Conover. Solo decir las palabras, tenía la sensación, implicaría ya alguna
especie de traición. Pero ¿cómo resultarían las cosas, se preguntó, si no decía nada y él lo
descubría?—. En realidad Zamora va tras usted —dijo—. Me soltó y me dijo que tenía que
entregárselo en cuarenta y ocho horas o…
—… o nos encontraríamos con la pequeña escena ahí atrás en el almacén. Dime,
¿apareció alguna vez el nombre de Dinero Fácil en vuestra charla?
—No, creo que no.
—Tómate un momento. Quiero estar seguro. ¿Mencionó el coronel Zamora a Dinero
Fácil?
—No, nunca.
—No parecías tan seguro hace un momento.
—Bueno, entonces no lo estaba; ahora sí —dijo Jonny. Miró al lord contrabandista.
—Bien —dijo Conover, y asintió satisfecho—. Discúlpame por ser insistente, pero es
importante que atrape a Fácil antes que el Comité. Se ha largado con algo mío, y no deseo
ver a Zamora implicado, a ningún nivel, en su recuperación.
—Por lo que valga la información: Groucho el Matasanos dijo que Fácil ha ido a trabajar
para Virtud Ingeniosa.
Conover adelantó una mano y tomó una botella de tequila de un bien surtido bar de
viaje encajado en la parte de atrás del asiento delantero. Cerca del bar había un bruñido
equipo electrónico japonés negro mate; Jonny reconoció un conjunto analizador Sony, un
videófono celular y un PC activable por la voz. Conover sirvió tequila en un vaso y se lo
tendió a Jonny.
—He oído hablar de Virtud Ingeniosa —dijo—. De hecho, he estado intentando
concertar una reunión con ella, pero la bruja se escabulle. Esa mujer es paranoica. Mis
fuentes dicen que puede que tenga puesto un pie en el Pequeño Tokio, pero eso solo el
tiempo lo dirá. —Jonny terminó su tequila y Conover volvió a llenar su vaso—. Ahora, sin
embargo, ¿por qué no te relajas y me cuentas desde un principio todo lo que ocurrió entre
tú y Zamora? Tómate tu tiempo, tenemos todavía un trecho que recorrer.
Jonny dio un sorbo de licor y extrajo fuerzas de su frío calor. No le entusiasmaba la idea
de revivir aquella noche, pero había sabido que aquello iba a venir desde el momento
mismo en que el lord contrabandista lo había recogido. Conover, mientras tanto, estaba
usando una diminuta cucharilla para coger un poco de fino polvo blanco de un frasquito de
cristal que había tomado de la parte de atrás del bar. Hecho esto, cortó el montoncito en
varias finas líneas con una navajita dorada de un solo filo.
Mientras el lord esnifaba un par de líneas, Jonny empezó a hablar, contándole a Conover
todo lo que podía recordar desde el momento en que Zamora lo atrapó hasta que se
descubrió a solas detrás de la prisión, confundido y ultrajado. Fue doloroso; todo lo que le
había ocurrido desde entonces había sido una sucesión de mazazos para él. Hielo había
desaparecido. Sumi había desaparecido. Canijo estaba muerto. Incluso hallaba inquietante
la ausencia de Groucho.
Cuando terminó, Conover le hizo volver a contarlo todo de nuevo, enfocándose en las
teorías de Zamora respecto a su conexión con las Ratas de Alfa. Tras explicarlo todo una
segunda vez, Jonny se sintió vacío.
Conover palmeó su brazo y asintió.
—Muy buen trabajo, Jonny. Gracias —dijo—. Creo que te irá bien una pausa.
—Creo que me irá bien una nueva vida. Pero ¿qué hay de Zamora y las Ratas de Alfa?
Conover le tendió el tubo que había usado para esnifar la coca.
—Todo suena fascinante. Nunca hubiera sospechado que el coronel tuviera
imaginación. Casi me hace desear que fuera cierto. Sin ti para sacarla del fuego, Jonny, mi
vida sería insoportable. No dejes que nadie intente venderte la inmortalidad. Simplemente
no tiene tanto interés como para hacer que valga la pena. Vive tu tiempo y saca todo lo que
puedas de él; esa es la mejor forma. No es educado ser el último en abandonar la fiesta.
Jonny esnifó las líneas blancas y preguntó:
—Entonces, ¿no hay nada sobre todo esto de los hombres del espacio?
Conover negó con la cabeza, con los ojos fijos a kilómetros y siglos de distancia.
—No, nada —respondió. Luego dijo algo más; Jonny creyó que podía ser «vacío».
Jonny se dio cuenta de que empezaba a sentir una cierta y extraña simpatía hacia el lord
contrabandista. Pese a todo su poder, Conover se había atrapado a sí mismo dentro del
cuerpo en descomposición de un yonqui dandi gracias a un simple error de cálculo…, su
urgente voluntad de vivir. Por otra parte, el señor Conover no era un estúpido. ¿Había sido
realmente un error?, se preguntó Jonny. ¿O era un estadio más en algún otro plan
infinitamente más complejo y sutil que Jonny y los demás, condenados a un lamentable
puñado de años, no podían ver? Si el lord contrabandista estaba trabajando en algo
distinto, Jonny esperaba que fuese muy grande. El precio, al menos, parecía enorme.
Conover encendió otro de su constante flujo de cigarrillos. Cuando arrojó la cerilla por
la ventanilla, dejó entrar una repentina ráfaga de aire caliente y polvo. Su humor parecía
haberse alegrado un tanto.
—Espero que no te importe, pero tengo que hacer una pequeña parada antes de que
podamos ir a casa. Solo unos pequeños negocios, ¿comprendes? Tengo un bote que viene
del sur con algunos artículos a bordo: extractos de pituitaria, retinas congeladas, unos
cuantos kilos de cocaína. No querremos llegar tarde y dar a nuestros vecinos la impresión
de que manejamos una tienda de tres al cuarto, ¿verdad? —Rio, divertido por su propio
chiste—. Además, creo que esos chicos tienen intención de quemarme un poco. Y no me
perdería eso por nada del mundo.
—¿De veras? ¿Qué haría usted por el mundo? —preguntó Jonny, sintiéndose
agradablemente aturdido y temerario, con la cabeza zumbando por la coca. Los objetos del
coche habían adquirido un cálido resplandor interno.
Conover le miró, no sin afecto.
—Solo un lunático desearía manejar este basurero —dijo—. Me contento con cultivar
mi pequeña parcela y no salirme de ella. L.A. ha sido una muy buena inversión para mí, en
dinero y tiempo.
—Siempre me he preguntado por qué no se mudaba usted a algún lugar como Nueva
Esperanza. Quiero decir, esa gente ha de tener algunos hábitos más bien caros.
Conover alzó sus arruinadas cejas.
—Más de los que tú puedes llegar a saber —dijo—. Pero Nueva Esperanza es una
ciudad fantasma. La corrupción aquí es un sistema cerrado. Las mismas familias han estado
manejando drogas y datos aquí desde hace generaciones. Viejas familias, muy poderosas.
Hablamos de los Yakuza y los Panteras de Áureo. Las familias conectadas a las
multinacionales tienen sus propias organizaciones internas para mantener a su gente feliz
y descansada. No hay libertad en este tipo de ambiente. Poco potencial para el crecimiento.
—Apagó cuidadosamente su cigarrillo y colocó otro en su boquilla de madreperla—.
Además, como Lucifer en el poema, prefiero mucho más gobernar en el infierno que servir
en el cielo.
Jonny le miró y sonrió.
—Pensé que había dicho que no quería manejar este basurero.
—Todo eso no es más que semántica. Tampoco puedes comprar el cielo.
Fuera, la arena se había ido aproximando lentamente. Un rayo de calor chasqueó
silencioso en el horizonte. Dentro del Cadillac se habían sumido en lo que Jonny había
empezado a considerar como una bolsa de silencio, una de esas extrañas conjunciones de
tiempo y lugar donde las conversaciones se desvanecían por acuerdo propio; en esos
momentos, creía Jonny, todas las palabras se volvían peligrosas y banales. Había empezado
a conferirle una cierta cualidad de sagrado al silencio. Todas las cosas estaban en descanso.
Era un ritual de la infancia, no distinto de eludir las murmuraciones a fin de no agobiar a su
madre. Sabía que era algo que carecía de significado, pero, cuando la sensación pasó, la
echó en falta, y en su intento de obligarla a volver se halló en cambio con las imágenes
gemelas de Hielo y Sumi.
—Hey, señor Conover, ¿algo en todo este asunto tiene que ver con el nuevo tipo de
lepra?
—No —dijo el lord contrabandista—. ¿Por qué lo preguntas?
—Solo pensé que tal vez estuviera buscando usted algo. La cosa está bastante mal en
algunos barrios.
—¿Has visto por ti mismo esa llamada epidemia? —preguntó Conover—. Ya sabes cómo
esas cosas pueden ser sacadas de proporción. El sida y la hepatitis E han dejado a la gente
muy susceptible a los rumores de nuevas plagas. Luego la Red recoge el rumor y lo lanza
directo a la cabeza de la gente, reforzando sus creencias en sus propias ilusiones. ¿No es
posible que esta plaga no sea más que una reacción psicogénica?
—Sí, la he visto. Los Matasanos tienen habitaciones enteras llenas de leprosos en
cuarentena. Dicen que este nuevo tipo es vírico, y que mata —dijo Jonny—. No estamos
hablando de unos pocos chalados histéricos. Toda la ciudad está en problemas.
—Tranquilo, hijo —dijo el señor Conover, apoyando una mano en el brazo de Jonny—.
Recuérdame que no te dé estimulantes en el futuro. —Sonrió—. En realidad, sé que este
nuevo tipo de lepra es auténtico. Parece un fago, pero ataca al tipo equivocado de células,
¿correcto? Solo estaba intentando obtener una perspectiva no condicionada. Como he
dicho, todo lo que oigo son rumores. Como que en L.A. Este han empezado a quemar a sus
muertos. Que los barrios están empezando a aislarse. Los efectos sociales de la enfermedad
son ciertamente reales. Dime, ¿han tenido algún éxito los Matasanos en aislar la
transcriptasa inversa de las muestras de virus?
—¿Cree usted que es un retrovirus?
—El sida lo era. Y ese pequeño amigo tuvo prácticamente a toda la comunidad médica
leyendo tableros ouija antes de que consiguieran llegar a alguna parte.
—¿Qué hay acerca de ir tras él con un matavirus general como el ribovirín o la
amantadina? —preguntó Jonny.
El lord contrabandista negó con la cabeza.
—Ya se ha intentado —dijo—. La amantadina parece poseer algunas aplicaciones
preventivas, pero si ya estás infectado resulta inútil.
—Ha oído hablar de ese nuevo tipo, ¿verdad, señor Conover?
—Es mi trabajo.
—No parece demasiado preocupado.
—¿Personalmente? No. Las verdosas se ocuparon de eso hace mucho tiempo. Dudo que
mi sangre fuera muy apetitosa a esos pequeños bastardos. —Se agitó con alguna risa
interna—. No he tenido ni un resfriado en más de cuarenta años.
—Entonces, ¿no conoce ningún tratamiento con el que podamos contenerla?
—Nadie está seguro siquiera de cómo se transmite —dijo Conover—. Y sin el vector de
la enfermedad, curar a un nuevo individuo no va a detener una epidemia.
Sentado al lado del chófer en la parte delantera del coche, un hombre con nariz de
halcón y copete engominado se volvió para mirar hacia la parte de atrás. Tenía un ojo
ennegrecido y su labio superior estaba terriblemente hinchado y colgaba hacia abajo,
dándole un aspecto infantil y hosco. Jonny reconoció al hombre como aquel cuyos dientes
había aflojado con sus botas antes, aquella misma tarde. El hombre parecía ligeramente
azarado. No miró a Jonny.
—Disculpe, señor Conover, pero he captado un transmisor en el auto —dijo.
—Jonny, muchacho, no llevarás contigo ningún dispositivo de escucha, ¿verdad? —
preguntó el lord contrabandista.
Jonny le miró.
—Hey, usted me conoce, señor Conover.
Conover asintió y se volvió hacia la parte delantera.
—¿Tú que dices, Ricos? ¿Estás seguro de que la lectura de tu pequeño artilugio es
correcta?
—Sí, sin dudarlo. El maricón es el único nuevo equipaje que hemos embarcado. —Dijo
«maricón» en español, como queriendo acentuar su tono insultante—. No leía nada hasta
que él entró.
—Amigo, si eres capaz de leer algo, me sorprenderé —dijo Jonny.
Ricos hizo un rápido amago hacia Jonny, pero Conover empujó al hombre de nuevo
contra su asiento.
—Ya es suficiente, chicos. Jonny, ¿puede alguien haberte plantado algo?
—No —dijo Jonny—. Esos chicos del Comité nunca se me acercaron lo suficiente, y esas
ropas son de los Matasanos. No tenían ninguna razón para rastrearme dentro de su propio
escondite. —Miró a Ricos, y dijo, en español también, para corresponderle—: Tú tienes un
tornillo flojo.
Conover arrojó una pensativa bocanada de humo de su cigarrillo, se inclinó hacia
delante y tocó el hombro del chófer.
—Aparca ahí delante —dijo—. Ricos, trae tu remoto. Ven conmigo, Jonny.
El coche se detuvo cerca de un viejo basurero de una operación minera que había
aplanado las colinas circundantes. Conover se puso un panamá blanco mientras hacía salir
a Jonny y le conducía a la parte de atrás del Cadillac. Restos algodonosos de gas se
aferraban a gomosos pozos de residuos de amargo olor. El lord contrabandista hizo una
seña a Jonny con su boquilla.
—Encuéntralo —le dijo a Ricos.
Ricos se acercó mucho a Jonny y empezó a pasar un pequeño dispositivo
electromagnético por sus ropas, siguiendo la silueta de su cuerpo. Jonny miró por encima
del hombro a Conover y se preguntó qué pasaba por la mente del lord contrabandista, pero
era imposible leer aquel rostro. En vez de ello se concentró en presentar una expresión de
absoluto desinterés mientras Ricos movía deliberadamente el dispositivo por sus ingles.
—¡Ahí! —gritó Ricos de pronto, de nuevo en español. Tenía la caja junto al vendado
hombro de Jonny—. Ahí lo tienes, maricón.
Jonny miró al hombre, luego a la caja en su mano.
—Jesús —dijo, y su voz sonó miserable—. Oh, jodido infierno…
—¿Jonny? —dijo Conover.
Jonny se dejó caer contra la parte de atrás del coche, con Ricos de pie ante él, regocijado.
Necesitó varios segundos para que la imagen se ensamblara por sí misma; se parecía
mucho, a sus ojos, a la forma en que había imaginado que se formaban los visuales a través
de las conexiones craneanas: una masa desenfocada de fosfenos aposentándose
lentamente, como un tornado a la inversa, en torno a una espiral central. En realidad no
deseaba comprenderlo pero el admitirlo le dio al pensamiento forma y una terrible
sustancia.
—Zamora hizo eso —dijo. La imagen era clara. En la enfermería de la prisión se lo
habían colocado limpiamente, y todos sus médicos eran reclutas del Comité: sin sangre ni
rostros, hombres de la compañía de la cabeza a los pies. Era evidente. Había conducido al
Comité hasta los Matasanos. Directamente a la habitación de Hielo. Ahora les estaba
conduciendo a Conover—. Oh, jodido infierno…
—¿De qué se trata, Jonny? —preguntó Conover.
La mano de Jonny se movió involuntariamente a su yeso.
—Me dispararon —dijo—. Recibí un tiro, y Zamora hizo que me curaran. Está en mi
maldito hombro.
Conover se acercó a él, agitando la cabeza con simpatía.
—Lo siento terriblemente, hijo. Te hicieron una cosa muy fea —murmuró—.
Tendremos que extirparlo, por supuesto. No puedes ir por ahí emitiendo señales todo el
resto de tu vida.
Jonny se echó a reír cuando pensó en ello. Zamora no le dejaría tranquilo tan fácilmente.
El insulto había estado allí todo el tiempo; todo lo que se había necesitado era que él lo
reconociese. Había, tuvo que admitir Jonny, una especie de retorcida belleza en todo
aquello.
Conover llamó al chófer y habló con él durante un tiempo en español, en voz baja.
Cuando se separaron, el chófer abrió el maletero y desenrolló un conjunto de instrumentos
quirúrgicos envueltos en tela. Ayudó a Jonny a quitarse la chaqueta y echó hacia atrás la
parte superior del mono Pemex. Cuando retiró el yeso de Jonny y el emplasto de xilocaína,
lo hizo con una seguridad tal que Jonny quedó convencido de que el hombre había sido
médico en alguna etapa de su vida.
Jonny sintió un frío chorro de aire comprimido sobre su brazo cuando el chófer le
inyectó algo de una jeringuilla presurizada. Unos segundos más tarde estaba volando. El
chófer lo acomodó en un guardabarros trasero y colgó una pequeña luz en la parte interior
de la tapa del maletero. Antes de que Conover se retirara dentro del coche, Jonny le oyó
decir:
—Cuando lo encuentres, tráemelo.
El chófer tomó un pequeño dispositivo que tenía el aspecto de una aguja de tatuar
pasada de moda, pero que Jonny reconoció como un escalpelo láser Akasaka. En español, el
chófer le dijo a Jonny que se concentrara en la luz colgada del maletero.
No sintió absolutamente nada.

Más tarde, cuando el coche reanudó su marcha y Jonny fue colocado en el asiento de atrás,
con la cabeza ligera aún por lo que le habían inyectado, oyó voces en la bruma de una
conversación. Su hombro le dolía con cada latido. Pero parecía recordar que el hombro
siempre le dolía, ¿no? Al fin reconoció la voz de Conover.
—Cada cual hacemos lo que nos corresponde del mejor modo posible, por supuesto.
Zamora es un imbécil vicioso y lleno de codicia, pero un auténtico líder. Le he visto hacer
auténticos malabarismos en mi época. Sin embargo, nunca antes le había visto exhibir un
sentido del humor. —Miró a Jonny—. ¿Tú sí?
Jonny simplemente rodó hacia un lado y se quedó dormido.
—Me gustaría volver a casa ahora —dijo, pero nadie le oyó.
Un oscuro y maloliente puerto destellaba aceitosos arcos iris en medio de perezosas
olas. Había un grupo de hombres hablando en círculo a una cierta distancia, con formas
confusas a sus pies; otro cuadro llegó a su mente, Tanguy esta vez. Tiburones…, las
blanqueadas carcasas de tiburones muertos, despojados de su carne por los pájaros y de
sus mandíbulas por los cazadores de recuerdos, extendidos en la arena como alguna
cosecha alucinatoria lista para ser recogida. Al fondo de la playa, un tiovivo sin techo,
medio hundido, del que colgaban una hilera de hinchados caballos de madera medio
sumergidos en el agua. El resplandor de chorros de gas a kilómetros de distancia.
Se frotó los granos de arena de sus ojos e intentó enfocarse en el círculo de hombres
fuera en la playa. No tenía la menor idea de cuánto tiempo llevaban allí él o ellos. Estaba
muy sediento.
Por lo que Jonny podía ver, solo dos hombres llevaban el peso de la conversación. Uno
era Conover, que era fácil de distinguir, sobresalía por encima de los demás, mientras la
punta resplandeciente de su cigarrillo trazaba erráticos esquemas en el aire. Detrás de
Conover estaba Ricos, con el ceño fruncido al viento del océano, su copete agitado en torno
a sus orejas como un animal agonizante.
El hombre con el que Conover estaba hablando era considerablemente más bajo, pero
muy ancho, y llevaba el uniforme blanco de oficial naval mexicano. Un hidroala a reacción
con el nombre Corpus Christi pintado en la proa flotaba a pocos metros en el muelle,
bamboleándose suavemente con la marea. Dos pequeñas embarcaciones Zodiac estaban
varadas cerca, una de ellas sobrecargada con contenedores metálicos sellados. Los
números de identificación del Corpus Christi indicaban que la embarcación pertenecía a la
flota de Gobernación estacionada en San Diego, pero no llevaba luces, y la bandera en su
mástil era venezolana, no mexicana. Cuando la luna se asomó por entre las pesadas capas
de nubes Jonny pudo echar una buena mirada a su tripulación, abierta en un semicírculo en
torno a las Zodiacs. Casi la mitad llevaban uniformes navales; los otros iban vestidos
heterogéneamente con tejanos y cuero; gringos pálidos y negros profundos eran
numerosos entre la tripulación.
Entonces es eso, pensó Jonny. Son piratas.
Tomó el tequila del bar de Conover y se sirvió un trago. El capitán pirata señaló hacia su
embarcación y gritó algo. Calentado por el tequila, los pensamientos de Jonny derivaron a
su propia época como traficante.
Jonny siempre captaba un zumbido cuando estaba forzando o planeando una reunión
que estaba totalmente divorciada del resto de su vida. Parte de ello se debía al
estremecimiento que sentía un ex chico del Comité ante la idea de haber pasado al «otro
lado». Otra parte tenía que ver con vagas nociones de cambiar el mundo, pero atribuía esto
a la estupidez juvenil y lo consideraba una consecuencia de pasar demasiado tiempo
sobrio. La casual observación de Groucho equiparando los tratos de Jonny con la política
revolucionaria le habían inquietado. Le abrumaba con responsabilidades que no tenía
intención de tratar de cumplir. El mundo (al menos Los Ángeles, que eran todo lo que
conocía del mundo), tal como Jonny lo percibía, era poco más que la batalla natural de
organismos en competencia, como el virus que había visto en la micrografía en la clínica de
los Matasanos. Cada unidad vírica era incompleta hasta que se había apoderado de una
célula viva y la había utilizado para reproducirse, y los unoporcientos y las pandillas de la
ciudad seguían el esquema vírico. La inercia les empujaba en un apresuramiento constante
y hacía que se movieran al interminable ritmo del comercio; la mayoría de ellos no
conocían ninguna otra cosa. Y, siguiendo los caminos de la naturaleza, los virus más fuertes
devoraban a los más débiles. Los virus más fuertes eran el Comité, los lores y las
multinacionales, fuerzas que resultaban abrumadoras y, en último término,
incomprensibles para Jonny.
¿Creían realmente los Matasanos que podían cambiar un mundo controlado por Zamora
y Virtud Ingeniosa? Incluso Conover no era más que un hombre de negocios que tenía sus
razones propias para estar aquí. Y Groucho era demasiado malditamente pequeño para
jugar a Atlas, pensó Jonny.
Se preguntó dónde debía de estar Hielo en este momento. Estaba convencido de que ella
tenía razón; parecía poseer un talento especial para seguir con vida. En su mente, sin
embargo, Sumi se había convertido en una sola cosa con su arruinado apartamento. Si
Zamora la tenía realmente en su poder, estaba perdida. Jonny amaba a ambas mujeres, pero
tenía la sensación de que les debía algo más que eso.
La puerta opuesta a Jonny se abrió y Conover se inclinó dentro. La bruma salada
chispeó en los hombros del lord contrabandista y en la amplia ala de su sombrero. Le
sonrió a Jonny.
—¿Cómo te sientes? —preguntó—. Acabaremos aquí en unos pocos minutos. Esos
chicos están jugando hasta la última línea. Dame esa caja que hay junto a tus pies, ¿quieres?
Jonny miró al piso del Cadillac y descubrió una pequeña caja negra lacada con adornos
de cobre con forma de pétalos de loto. Su cabeza dio vueltas cuando la cogió. Conover
sonrió y la cogió.
—Gracias, hijo. Sigue sentado. Toma algo —dijo.
Mientras observaba al lord contrabandista cruzar la incolora arena, Jonny se sintió
dominado por una repentina y abrumadora sensación de pérdida, como si se hallara a la
deriva en algún vasto e infinito océano sin ninguna tierra a la vista. Sentía la fuerte urgencia
de apartarse de todo aquello en este mismo momento, echar a correr fuera del coche y
seguir corriendo. Pero, por alguna razón, se quedó. Si derivaba el tiempo suficiente, pensó,
aparecería irremediablemente un corrimiento de tierras. Además, estaba drogado hasta las
orejas. ¿Adónde ir si echaba a correr?, se preguntó. En la playa, los piratas fumaban y se
pasaban una botella. Jonny alzó su tequila hacia ellos y decidió permanecer en el coche.
Derivar era lo que mejor sabía hacer.
Fuera, el capitán pirata asentía mientras Conover le tendía ceremoniosamente la
pequeña caja. El pirata la abrió por un momento, hizo una rápida seña a un par de hombres
junto a las Zodiacs. Avanzaron pesadamente por la arena con varios contenedores, que
depositaron a unos pocos metros de Conover y Ricos. Hecho eso, se retiraron rápidamente
de la presencia del lord contrabandista. Jonny captó un rápido movimiento de una de las
manos del pirata. Había hecho la señal de la cruz, a la manera católica.
Ricos abrió una navaja automática y cortó las tiras metálicas que sujetaban la tapa de
uno de los contenedores. Metió la mano, sacó un ladrillo blanco envuelto en plástico grueso
y se lo tendió a Conover. Jonny miró alrededor del coche, preguntándose adonde habría ido
el chófer. Cuando miró de nuevo hacia la playa, los piratas se estaban retirando, empujando
las Zodiacs hacia la resaca. La luna iluminó brevemente los flotadores de caucho que
flanqueaban cada embarcación, como dos torpedos gemelos envueltos en piel. Ricos llevó
los contenedores metálicos al Cadillac y los apiló junto al guardabarros trasero mientras
Conover entraba en él.
Jonny señaló el ladrillo con la cabeza.
—¿Auténtica cocaína? —preguntó.
—Teóricamente.
—Es un buen puñado.
—Eso es lo que tú piensas, ¿verdad? —El lord contrabandista apartó varias botellas del
camino y depositó el ladrillo sobre el bar. Hizo un agujero en el plástico con la uña del
pulgar. Se llevó el dedo a la lengua y gruñó. Hizo un gesto a Jonny para que la probara.
Jonny se humedeció la punta del dedo medio y la apoyó en el agujero.
—¿Qué ocurre? —preguntó, al tiempo que se llevaba el dedo a la lengua.
—Dímelo tú —respondió Conover mientras cogía con una pequeña cucharilla una
diminuta porción del polvo y lo metía en un tubo de ensayo lleno hasta la mitad con un
líquido transparente. Tras agitarlo para que su contenido se mezclara, el lord
contrabandista sujetó el tubo de ensayo en los receptáculos gemelos de metal de la parte
delantera del analizador de mezclas. Accionó un interruptor, y un haz de pálida luz láser
iluminó la muestra desde dentro.
Jonny observó que el sabor del polvo era extraño; amargor alcaloide, con un sabor
residual dulce. Había una densidad y una granulación que no eran correctas.
—¿Notas algo? —preguntó Conover.
—Nada —dijo Jonny—. La han cortado malditamente.
Conover dijo: «Muestra» al PC, y la pantalla del terminal se iluminó con las barras arco
iris que eran una lectura espectrográfica del contenido del tubo de ensayo. Una lista de
productos químicos y porcentajes hasta la quinta cifra decimal apareció a un lado de la
pantalla. El lord contrabandista bufó y agarró el ladrillo, derramando gránulos blancos
sobre el asiento.
—Buen Dios —dijo—. Leche en polvo, azúcar, y probablemente bicarbonato de sosa.
Cristo, podrías hornear un pastel con esto. Ha sido cortada, recortada y vuelta a cortar de
nuevo. Esos chicos han estado probablemente vendiendo mi droga a los independientes a
lo largo de todo el camino costa arriba y compensando el peso con todo lo que encontraban
a mano. —Agitó tristemente la cabeza—. Esa gente piensa que porque tienen esa cañonera
son inmunes. —Arrojó el ladrillo al bar.
Entonces a Jonny se le ocurrió algo.
—Se lo dio a ellos, ¿verdad? —preguntó.
—¿Darles qué, querido muchacho?
—El transmisor. Lo puso usted en la caja con el dinero, ¿verdad?
Conover sonrió, extrajo un cigarrillo de su pitillera y lo encendió. Tras meter las dos
últimas cajas en el coche, Ricos ocupó el asiento delantero.
—Lo considero un intercambio justo. Dinero cargado a cambio de coca cargada —dijo,
con una risita—. ¿Las hormonas y las retinas? —preguntó.
Ricos agitó negativamente la cabeza.
—Paralizados —dijo con énfasis, en español—. Parece como si hubieran roto los sellos y
hubieran estado hurgando en su interior. Todo estropeado.
El lord contrabandista asintió.
—Que esto sea una lección para ti, Jonny; siempre habrá tontos del culo. Vayas donde
vayas, hagas lo que hagas, siempre has de estar en guardia. Si no lo haces, los estúpidos y
las mentes pequeñas de este mundo te arrastrarán directamente a las cloacas con ellos.
Jonny se reclinó en su asiento y sintió que un ligero cosquilleo se iniciaba en la punta de
su lengua. No era mucho, sin embargo.
—¿Cree que Zamora irá tras ellos? —preguntó.
—¿Por qué no? Era una hermosa pieza de hardware la que metieron en tu hombro.
Hitachi, uso militar. VHF para monitorización a corto alcance y emisiones de neutrinos para
largo alcance. El coronel no tiene forma de saber que no eres internacional. Cree que
compras droga para los hombres de la noche, ¿recuerdas?
Jonny hizo una mueca ante aquello.
—Todo este montaje fue muy… profesional por parte de usted.
Conover le miró con curiosidad, jugueteando con una mano con el borde del ladrillo
blanco.
—¿Encuentras mis métodos toscos? Quizá te sintieras más feliz si el coronel nos
siguiera hasta mi casa. Eso terminaría muy rápidamente la fiesta, ¿verdad?
—Digamos que me siento un poco desilusionado, ¿le parece? Quiero decir, me hallaba
un poco bajo la impresión de que la gente que traficaba con droga estaba de nuestro lado,
¿no? —Jonny se mordió la punta de la lengua para ver si todavía seguía entumecida. No lo
estaba—. Completamente estúpido, ¿verdad? No tiene que explicármelo. Sé cómo suena la
canción: todo es negocio. Siempre es así.
El lord contrabandista tomó el ladrillo y lo sostuvo delante de Jonny.
—«Consigue posición y riqueza, a ser posible con gracia; si no, consigue por todos los
medios riqueza y posición.» Alexander Pope. Es el álgebra de la necesidad, hijo. Mientras
exista la necesidad, alguien va a utilizarla y a sacar ventaja de ella, como esos caballeros del
Corpus Christi. Ellos comprenden, o lo hicieron hasta que se volvieron codiciosos. El
consumismo es otra leche de la Gran Teta. El problema contigo, Jonny, es que te hallas en el
negocio, pero no eres un hombre de negocios.
Conover abrió su portezuela y dio la vuelta al ladrillo blanco, vaciando su contenido
sobre la arena.
—En el negocio, uno tiene que estar dispuesto a aceptar una pérdida a fin de conseguir
una ganancia.
—Intentaré recordar eso —dijo Jonny.
—Te hará bien.
Ricos se estremeció en el asiento delantero. Conover halló una botella de aguardiente y
le sirvió un vaso. Pronto regresó el chófer, con una cazadora con capucha color pardo y
unas pesadas gafas de visión nocturna. Llevaba un minicañón árabe colgado del hombro,
con sus doce enormes bocas chorreando bruma condensada. Conover explicó que el
hombre había permanecido oculto en las dunas a una cierta distancia, aguardando a que el
hidroala se alejara. Después de que hubiera guardado el arma en el maletero (y esparcido
las estropeadas hormonas y retinas por la playa para las gaviotas), Conover le pasó un vaso
de aguardiente y le dijo que les llevara a casa.
7
La ametralladora en estado de gracia
Condujeron en silencio. Jonny dormitaba en la parte de atrás, despertando cada pocos
segundos cuando el Cadillac pasaba por encima de un tramo de cemento roto y se sacudía
violentamente. Entonces miraba por la ventanilla y veía los flancos de las colinas cubiertos
con telas brillantemente coloreadas o un grupo de palmeras cromadas construidas a partir
de motores a reacción robados y trozos de tuberías industriales. Un regalo de los
Matasanos, pensó, haciéndole un gesto obsceno con el dedo al mundo. Cerca de la ciudad
había campamentos de ocupantes ilegales, largas paredes de hojalata ondulada y vallas
anunciadoras desmanteladas. Jonny podía captar un rostro aquí, una palabra allí. Un ojo de
mujer. VUELE. COMA. La curva de una cadera. AMOR.
Justo fuera de Hollywood, salieron de la arruinada autopista y avanzaron por un viejo
sector suburbano antes de iniciar una pronunciada subida hacia las colinas.
El chófer desconectó los arcos de carbono del techo y conectó la conexión de su cráneo
con un equipo de infrarrojos encajado en el alojamiento de los faros del coche. La única luz
visible para Jonny fue el resplandor verde pálido del vapor de mercurio de los suburbios y
la aleteante luciérnaga del cigarrillo de Conover.
Cruzaron túneles de podrido cemento con hongos pegados a las paredes. Incluso con el
aire acondicionado a toda potencia se apreciaba un fuerte olor de vegetación en
descomposición. Siluetas de coches quemados abajo en el malecón, llenos de hierbas. A
medida que ganaban altura, la carretera se hacía más estrecha y peligrosa. Pasaron junto a
las ruinas de la antigua urbanización hollywoodiense, la Nueva Esperanza de su época. Los
acomodados residentes habían intentado encerrarse allí, pero no había funcionado. Se
habían traído con ellos todas sus locuras a las colinas. Y cuando todo se había derrumbado
sobre sus orejas, nadie se había sorprendido. La podredumbre se había instalado antes
incluso de que hubieran sido puestos los primeros cimientos.
El coche frenó al fin y se detuvo. Jonny miró por la ventanilla y no pudo ver nada
excepto rocosas colinas y la cinta de una carretera sembrada de hojas que se curvaba en la
distancia. El chófer tecleó un código en el tablero de instrumentos (reflejos paranoicos
hicieron que Jonny se reclinara en el respaldo del asiento delantero y memorizara los
dígitos a medida que los leía con el rabillo del ojo). Luego, porciones de la colina, perfectos
cuadrados de piedra y hierba, empezaron a desaparecer con un parpadeo. Jonny se dio
cuenta de que estaba contemplando un holograma.
Después de que aproximadamente una docena de esos segmentos hubieran
desaparecido, Jonny pudo ver un camino pavimentado que se alejaba de la carretera
principal. El chófer giró hacia esa nueva carretera y el holograma de la colina reapareció
tras ellos. Un gran felino, un puma o un jaguar («Centinela robot», dijo Conover), siguió al
coche a su mismo ritmo mientras pasaban junto a un denso macizo de madroños y
matorrales de manzanita. Había hombres ahí arriba también. Jonny captó el destello de
rifles colgados sobre camuflados hombros.
—Nuestra seguridad es más bien estricta aquí —dijo Conover—. Toda la colina está
controlada. Detectores del movimiento, infrarrojos e intensificadores de la imagen.
Tenemos microcápsulas de neurotoxinas de rápida liberación enterradas en el lado ciego
de la colina. ¿Esos hombres que ves? Llevan rifles que pueden dispararse desde el hombro.
Los modelos tan pequeños son muy nuevos. Muy caros. Pueden lanzar un proyectil de
policarbonato de cien gramos a una velocidad de mil kilómetros por hora. Es como ser
golpeado por una pequeña montaña. —Encendió otro cigarrillo y extrajo del bolsillo
interior de su chaqueta una tarjeta negra de silicio. Había filamentos de oro en la cara de la
tarjeta, formando un código de barras—. Necesitarás esto también. Mantenemos un control
magnético de todo vehículo que pasa por aquí. Si el sistema no lee el código correcto,
acciona todas las alarmas del lugar.
—¿Acaso espera al Ejército? —preguntó Jonny.
—No espero nada —respondió Conover—. Lo anticipo todo.
Rodearon un bosquecillo de bambú completamente fuera de lugar y llegaron a la
mansión de Conover, con las estrellas brumosas a través de la cúpula holográmica. El
primer pensamiento de Jonny fue que el edificio principal de la propiedad estaba rodeado
por bungalows más pequeños. Cuando se acercaron más, sin embargo, se dio cuenta de que
lo que estaba contemplando era una única y enorme confusión de edificio, que parecía
haber entrado en erupción en la cima de la colina como un melanoma geométrico. Lo que
parecía ser el ala más antigua de la mansión estaba construida en un definido estilo
Victoriano, mientras que otras eran pseudohacienda; las más recientes adiciones parecían
haber sido construidas a lo largo de líneas tradicionales japonesas. Graciosamente
curvados techos de pagoda lindaban con arcos españoles y buhardillas de ventanas altas
que dominaban dorados aleros de templos.
—He oído hablar de este lugar. Es la vieja mansión Stone, ¿verdad? —dijo Jonny.
Conover asintió. El Cadillac se detuvo junto a un estanque lleno de gruesas carpas
moteadas y el lord contrabandista salió. Jonny le siguió; un triturante dolor empezaba a
crecer en su hombro por debajo de los anestésicos.
—Sí, esta es la mansión Stone. Me sorprende que alguien la recuerde todavía. El viejo
señor Stone hizo una fortuna vendiendo alimentos infantiles deteriorados en África y el
subcontinente asiático, animando a las madres a dejar de dar el pecho a sus hijos y usar su
veneno. Después de la muerte de su esposo, la señora Stone empezó a obsesionarse de que
los fantasmas de todos aquellos niños pequeños muertos venían a por ella. Siguió
construyendo en el lugar, durmiendo en una habitación distinta cada noche durante treinta
años. Los arquitectos recibieron mano libre para edificar siguiendo el estilo que fuera más
popular en aquel momento. Esto —hizo un gesto hacia la mansión— es el resultado. ¿Qué
opinas? ¿Es una visión de locura, ensamblada y hecha visible, o tan solo las divagaciones de
una vieja viuda aburrida con demasiado dinero? En realidad no importa. El lugar es muy
confortable. La vieja lunática solo usaba los mejores materiales.
—Es una gran instalación —reconoció Jonny—. Tiene que gastar una espantosa
cantidad de energía aquí. ¿No teme que alguien lo rastree por ella hasta este lugar?
—Utilizamos energía solar, y hay instalaciones eólicas en las colinas circundantes —dijo
Conover. Dirigió a Jonny una pequeña sonrisa—. El resto de lo que necesitamos hago que
me lo envíen los chupavatios de la red energética de la policía.
Jonny se echó a reír y le dio una palmada a la capota del coche.
—¡Me encanta! —Se sentía débil y acalorado. Deseaba sentarse.
De los madroños les llegó una serie de largos gritos histéricos, que crecieron en
intensidad hasta alcanzar un tono agudo, cayeron y volvieron a empezar de nuevo. Desde
más profundo entre los árboles llegaron otros gritos de respuesta.
—¿Qué demonios fue eso? —preguntó Jonny.
Conover hizo un gesto hacia las colinas.
—Samangs —explicó—. Monos. Estamos inmediatamente debajo del parque Griffith.
Cuando el zoo fue destruido durante la Rebelión de las Proteínas, algunos de los animales
escaparon y procrearon. No es aconsejable caminar por estas colinas solo de noche. Los
monos no te molestarán, pero también hay tigres.
Jonny asintió, sin dejar de observar el movimiento de las ramas de los madroños a la
ligera brisa.
—Hace un poco de frío aquí fuera, ¿no?
—¿Quizá te guste ver el interior de la casa? He cogido una o dos chucherías de algunos
museos locales que tal vez encuentres interesantes.
—El arte es mi vida —dijo Jonny, y siguió al lord contrabandista al interior.
El ala japonesa de la mansión estaba casi vacía; Jonny no estuvo seguro de si era por el
estilo o por negligencia, pero olía agradablemente a madera barnizada, incienso y esterillas
tatami. Muchas de las habitaciones junto a las que pasaron estaban cerradas por puertas de
papel de arroz pintadas con pálidas acuarelas de grullas y regias pagodas. Conover lo llevó
a las profundidades de la atestada ala victoriana, donde la luz diurna artificial brillaba a
través de ventanas de cristales emplomados llenas de santos e inscripciones en latín.
Escaleras alfombradas aparecían de pronto al doblar esquinas, detrás de urnas de rubios
iris y gordos sauces comunes, para conducir a corredores que parecían volverse sobre sí
mismos de formas imposibles. La habitación de Jonny estaba empapelada con un dibujo
floral, miles de diminutos ramilletes, y amueblada con delicadas antigüedades francesas: un
armario de nogal, pequeños retratos idealizados pintados sobre cristal, sillas blancas
talladas a mano y tapizadas, y una cama con dosel, toda ella encajes y hojas doradas. Sonrió
a Conover, pero se sintió asqueado por dentro ante el lugar. Era como vivir en el cajón de la
ropa interior de una prostituta cara.
Cuando Conover le dejó, Jonny se sentó en el borde de la cama y cerró los ojos. Se sentía
vacío, tanto mental como físicamente, pero no podía relajarse. La larga caminata hasta su
habitación, el cuento de hadas de Conover acerca de su seguridad y los animales salvajes en
las colinas, habían sido obvias advertencias. Jonny no debía abandonar el lugar. Ese
pensamiento le intranquilizaba. Temía tocar los muebles antiguos, y no había visto signos
de objetivos vídeo u holo. Solo esas malditas pinturas por todas partes, pensó. Alineaban
virtualmente todas las paredes del ala victoriana, enmarcadas en adornada madera tallada
e iluminadas por pequeños focos haloideos empotrados en el techo. También es un
excéntrico del arte, pensó Jonny. Como Groucho. Pero el arte del anarquista le había
afectado de una forma distinta. Había mostrado el proceso de la mente del artista y hecho
un uso completo de sus obsesiones, revelando una riqueza de símbolos personales que
eran paisajes de sueños. Las pinturas de Conover recordaban a Jonny lúgubres
instantáneas familiares. El arte de Groucho, además (el arte que él y los demás Matasanos
no habían creado por sí mismos), estaba formado por copias, reproducciones baratas
arrancadas de libros.
Jonny miró por encima del escritorio al retrato de un hombre de ojos apenados cuyo
cuerpo estaba atravesado por flechas. Una pequeña placa debajo del cuadro decía: El Greco.
No significaba nada para él. Salió al pasillo, tocando todas las pinturas a su alcance, pasando
las manos por los inmóviles ojos, las telas con siglos de antigüedad. Todas eran parecidas.
Unoporcientos comisionados por los nobles para pintar sus rostros, pensó. Viejos maestros,
los había oído llamar. La mayoría de las pinturas de Conover parecían ser retratos, aunque
había unos pocos paisajes, también sin significado para él. Imágenes de hombres a caballo
llevando chaquetas rojas y persiguiendo lo que a Jonny le recordaron grandes ratas.
Nombres: Goya, Rembrandt. Los rostros de todos los retratos tenían la misma textura
correosa de la vieja pintura al óleo.
—Llevaré a Aoki Vega o a Jimmy Gagarin cualquier día —le dijo a una madonna con
niño del Renacimiento.
En la pared, sobre una pesada tabla gótica de madera oscura, había una pintura que
Jonny reconoció: Muchacho azul, de Thomas Gainsborough. Recordaba haber visto una
tarjeta postal de la pintura cuando aún no había cumplido los veinte años, pegada por el
sudor a las desnudas posaderas de la joven con la que estaba en las ruinas de la galería de
arte Huntington. Jonny pasó los dedos a lo largo del emplumado sombrero del muchacho.
Plástico con un relieve muy fino.
Jonny tocó la pintura de nuevo. Cuando se acercó más al rostro del muchacho azul vio
que la textura de la pintura era una ilusión.
—Un holograma —dijo, sorprendido.
Así que Conover también acepta falsificaciones, pensó. Por alguna razón, eso le hizo
sentir mejor. Jonny tocó una vez más el rostro de plástico para asegurarse, luego regresó a
su habitación. Dentro, se desvistió e hizo correr el agua para darse una ducha. Antes de
entrar en ella tomó dos analógicos de dilaudid que Conover le había dado para el dolo;' en
el hombro. Se metió en la ducha y permaneció largo rato bajo la canilla, que era un pez
dorado de metal, abriendo el agua al máximo para que golpeara su espalda con un chorro
de cálidas y picoteantes agujas.
De vuelta a su habitación, halló que alguien había dejado una bata marrón de seda para
él y una bandeja de plata con hielo, ginebra y una botella de tónica. El analógico estaba
empezando a hacer efecto. De pie junto al escritorio, rodeado por antigüedades que olían a
sábanas limpias, tuvo una repentina visión del mundo como un lugar ordenado. Sus dientes
se fundieron suavemente en su cráneo. Se sirvió un generoso chorro de ginebra y la bebió
de un trago.
Le dolía el hombro cuando se tendió en la cama, pero el dolor procedía de alguna parte
muy profunda, perdido entre oscuras raíces y larvas. Se quedó dormido y soñó con Hielo y
Sumi. Las descubrió en la parte superior de una adornada escalera en espiral, pero cuando
las tocó eran hologramas de plástico.
Despertó horas más tarde, empapado en sudor. Alguien había apagado las luces. Se
tambaleó en la oscuridad hasta que encontró la ginebra. Se trajo la botella de vuelta con él y
la dejó en el suelo, al lado de la cama.
Perdió la huella de los días.
Durmió mucho. Conover tenía un equipo médico privado, en su mayor parte japoneses
dolorosamente educados. Con muchas disculpas, una joven enfermera llamada Yukiko
empezó a clavarle agujas…, antibióticos para la herida en su hombro, suplementos de
proteínas y megavitaminas para su ligera malnutrición. En un pequeño y limpio laboratorio
en el ala japonesa injertaron nuevo tejido nervioso en la zona dañada de su hombro. Le
conectaron a un estimulador muscular que utilizaba suaves shocks eléctricos para tensar y
liberar sus músculos, reestructurando la fuerza de sus hombros y brazos. Yukiko no
hablaba inglés, pero sonreía mucho. Jonny le devolvía las sonrisas.
Por las mañanas intentaba hacer t’ai chi, pero los movimientos parecían extraños y poco
familiares, como si los hubiera aprendido en algún otro cuerpo. Tomó los almohadones con
bordes de encaje de la cama y se sentó con las piernas cruzadas sobre ellos en un rincón de
la habitación, contemplando la unión de dos paredes de flores, intentando meditar. Pese al
hecho de que sus meditaciones se habían vuelto fluctuantes a lo largo de los años, todavía
retenía un cierto poder de concentración. En una ocasión había tenido una maestra, una
antigua monja zen de arrugada piel olivácea como viejos periódicos y baratos ojos
piezoeléctricos de segunda mano que solo registraban en blanco y negro.
—Los colores están ahí —decía, y señalaba su cráneo—. Todo esto es ilusión. —
Señalaba la estancia—. Pero también importante: como esto. —Y volvía a señalarse de
nuevo la cabeza, y reía encantada.
Pero el vacío siempre eludía a Jonny, ese vacío que se llenaba cuando se perdía el yo.
Recordaba todas las palabras zen, todas las teorías. Se sentó en los viejos almohadones
franceses, con el dolor dando latigazos como alambres al rojo desde las rodillas para abajo,
y cantó los sutras, intentando imaginarse como si fuera un pájaro. En el pasado, esto había
ayudado a veces. Abandónate, conviértete en el pájaro. Abandona el pájaro, conviértete en
nada. Pero su concentración había desaparecido, reemplazada por una ondulante duda
acerca de sí mismo compuesta por miedo, drogas y culpabilidad. Pensaba a menudo en
Hielo y Sumi.
Los días llegaban y se iban sin ninguna información sobre los Matasanos. Parecían
haber desaparecido en masa. Todo lo que Conover descubrió fue que, poco después de que
él recogiera a Jonny, un segundo grupo de Matasanos había atacado a los chicos del Comité
en el almacén. Se habían producido fuertes pérdidas en ambos lados. Pero no tenía ninguna
información acerca del líder Matasanos o de Hielo.
Jonny descubrió que, si giraba un estilizado elefante de esmalte tabicado que había
sobre su escritorio en dirección contraria a las agujas de un reloj, la pared se deslizaba
hacia un lado y dejaba al descubierto una gran pantalla vídeo de cristal líquido. Decidió
entonces que la cama era su karma, el tema de su encarnación en el mundo de carne, dolor
e ilusión. Tomó analógicos de dilaudid y contempló las emisiones de la Red. Eruditos
expertos cegaban todavía las ondas con paneles sobre las Ratas de Alfa; pasó estos
rápidamente, para hallarse cada día atraído por un canal de noticias paquistaní en un canal
restringido de la Red que el equipo captador del satélite de Conover conseguía de alguna
manera desmodular.
Jonny se sintió encantado de descubrir que el delgado musulmán hablaba con los
mismos rápidos y falsamente suaves tonos empleados por los locutores de noticias
occidentales. Aunque Jonny no comprendía ni una palabra de paquistaní, el aspecto de los
comerciales era familiar, y la música tenía un sonsonete universal. La propaganda parecía
ser en su mayor parte sobre nuevos proyectos de plantas de fusión y veteranos de guerra
heridos.
La parte preferida de Jonny de cada noticiario llegaba al final. Era entonces cuando se
producía siempre el ritual quemar de banderas. Algunas veces las banderas incendiadas
eran norteamericanas, a veces japonesas. Jonny empezó a brindar a la salud de los jóvenes
hashishin uniformados (cada uno de ellos con una llave de metal gris colgada en torno al
cuello que era la llave al cielo), hasta que recordó que los musulmanes no bebían. Entonces
simplemente les vitoreó y puñeó la cama, cantando ebriamente al compás de las canciones
de batalla.
El noticiario ofrecía a menudo imágenes de la Luna, borrosas tomas del satélite que
mostraban arruinados domos geodésicos y los montones de cristal que eran las naves de
las Ratas de Alfa sobre la desolada superficie lunar. En una emisión, Jonny vio una calle que
le pareció familiar. Era una toma llena de saltos y sacudidas desde algo en movimiento,
como si hubiera sido efectuada desde la ventanilla de un coche o un camión en plena
marcha. Polícromas marquesinas encima de arrastrantes tubos de neón. Hollywood
Boulevard, pensó Jonny. El rostro del locutor se volvió serio cuando habló por encima del
deprimente metraje. Imágenes de leprosos por las calles…, parecían estar en todas partes;
imágenes de pandillas (reconoció de inmediato a los Lagartos Imperiales), prostitutas,
nueveacincos del Valle. Ardientes escaleras funerales a lo largo de las orillas de cemento
del Los Ángeles River. Una rápida toma de gente siendo cargada en la parte de atrás de un
camión celular del Comité.
La emisión finalizó cuando el locutor bajó la cabeza, y una caricatura del Tío Sam y un
samurai aparecieron en la pantalla. Ambas figuras gritaban «¡Banzai!», el samurai
esgrimiendo una larga espada y cortando un profundo tajo en un mapa del Oriente Medio.
Las manos de Jonny temblaban cuando apagó la pantalla.

A veces Jonny cenaba con Conover en una cavernosa habitación en el extremo más alejado
del ala de la hacienda. Un techo voladizo de estuco, con las vigas de madera tan viejas que
probablemente eran de auténtica madera, entrecruzaba dos plantas por encima de la zona
del comedor, una isla iluminada de plata y cristal en un mar de arte expoliado. Sentado a la
mesa, las paredes de la habitación se perdían para Jonny. Viejos maestros, escenas de baños
y cazas, orgías y crucifixiones, algunas de varios metros de largo, se apilaban de tres en
fondo a lo largo de los frisos inferiores de las paredes o perchadas sobre caballetes de
aluminio entre guerreros-ángeles romanos del siglo XVI y bronces de Henry Moore. Buda y
Ganesh compartían el espacio con relojes de porcelana sobre la repisa de la chimenea de
ladrillos.
Jonny acudía a cenar vestido con una de las camisas de seda negras de Conover y unos
pantalones ligeros de algodón. Generalmente estaba borracho, pero había renunciado al
dilaudid. Aunque el analógico era técnicamente no adictivo, le producía sudores y
calambres cuando no lo tomaba regularmente. Para contrarrestar los síntomas se había
prescrito a sí mismo dosis diarias de dexedrina. Pese a todas las drogas, era consciente de
que el equipo médico de Conover había efectuado un considerable trabajo reparador en él.
Se sentía más saludable y fuerte de lo que se había sentido desde que abandonara el
Comité.
Excepto que estas veces, cuando Jonny se reunía con él, Conover siempre parecía cenar
solo.
Las comidas eran servidas por un eficiente y muy silencioso personal de africanos
llenos de cicatrices rituales. La comida era francesa y japonesa…, guisantes salteados o
zanahorias glaseadas dispuestos con precisión quirúrgica en torno a delgadas y, para Jonny,
casi insípidas lonchas de ternera. Cuando comentó esto a Conover, el contrabandista le
explicó que la carne procedía de la ganadería canadiense que aún consumía cereales y
pastaba en campos abiertos, no de los animales genéticamente alterados que colgaban de
correas, sin miembros y sin ojos, en las fábricas de proteínas de Tijuana.
—Lo que echas a faltar, hijo, es el sabor de todos esos productos químicos. Soluciones
alimenticias de plancton y hormonas del crecimiento.
Jonny se encogió de hombros.
—Soy un tipo barato —dijo.
Conover se echó a reír, sentado al otro lado de la mesa en una silla acolchada de tubo de
aluminio. Unos cables colgaban de su pecho, orejas y cuero cabelludo (pálidos mechones de
escaso pelo blanco) hasta un monitor de signos vitales a su izquierda. Una de sus mangas
estaba enrollada, y un tubo corría de una bomba rotativa de plasma montada a un lado de
la silla y bajo una banda de cinta quirúrgica hasta su brazo izquierdo.
—Dos veces a la semana tengo que soportar esto —explicó—. Cambio de sangre y
tratamientos de ciclosporina. Mi cuerpo se rechaza a sí mismo. A estas alturas la mayor
parte de mis órganos están saturados con verdosas. Los que no lo están, mi cuerpo ya no
los reconoce y trata de destruirlos. La ciclosporina frena el proceso de rechazo. —Dio un
sorbo de vino de una aflautada copa de cristal—. Clono mis propios órganos. Recibo
trasplantes una o dos veces al año. Corazón, pulmones, hígado, páncreas, todo. Abajo tengo
todo lo que necesito para permanecer con vida. ¿Ese tejido nervioso en tu hombro? Lo
desarrollamos aquí, en la espina dorsal de lampreas.
Se metió un bocado de ternera y arroz indio en la boca, masticó pensativamente.
—He soportado todo tipo de imbecilidades para prolongar mi estancia en este estúpido
planeta. Volé a Osaka en una ocasión, dejé que un curandero me extirpara la glándula
pituitaria e instalara una bomba de tiroxina en mi abdomen. Se me dijo que engullera
antioxidantes, hidrotolueno butilado y mercaptoetilamina. Tomé compuestos catatóxicos
para impulsar las funciones de mi sistema inmunológico, y ahora tomo ciclosporina para
inhibirlas. Todavía recibo inyecciones de dopamina porque la producción de ciertos
neurotransmisores decrece con la edad. —Agitó la cabeza—. Mi personal puede curarme
completamente de la adicción a las verdosas, por supuesto. Un poco de manipulación de mi
ADN, y ya está hecho. El problema es que después van a tener prácticamente que tirarme y
construir todo un cuerpo nuevo para mí. Mientras tanto, yo estaré en alguna cuba
proteínica mientras los otros lores y el Comité socavan mi territorio. Es extraño, ¿no crees?,
que gastemos tantas energías intentando aferramos a un lugar que no nos gusta
particularmente.
Jonny tomó un espárrago.
—Creo que yo podría ayudar a su gente a rastrear a los Matasanos —dijo—. Tengo
alguna experiencia, ¿sabe?
Conover siguió masticando.
—Estás borracho —dijo.
—Eso no tiene nada que ver con lo otro.
—¿Y qué vas a decirle al coronel cuando te eche la mano encima? —preguntó Conover.
—¿Cree que puede atraparme de nuevo?
—No hay la menor duda de ello. Eres un artículo de cierto valor para él. Además, tu
rostro es muy conocido. Él o uno de sus informadores te encontrará.
Jonny gruñó. Agitó con el tenedor la insípida carne por el plato hasta que ya no pudo
soportar seguir mirándola.
—Así que aguardo aquí para siempre, ¿es ese el plan? Bien, olvídelo. Puedo ocuparme
de mí mismo —dijo—. Además, y si fuera atrapado, ¿qué? ¿Qué es lo que le hace pensar que
le diría algo a Zamora?
Conover depositó su tenedor y miró al monitor.
—Jonny, comprendo tu preocupación, créeme. Echas en falta a tus amigos y has estado
bebiendo. Lo que hubiera debido decirte es que sería muy estúpido por tu parte abandonar
este lugar. El coronel te quiere porque me quiere a mí, y no tiene cuidado con sus
prisioneros. Cuando te bombee a tope de éxtasis y empiece a quemarte los dedos, le dirás
todo lo que quiera saber.
Jonny tomó un frasco de cristal tallado y se sirvió un poco de vino en una copa. Conover
empujó la suya hacia delante, pero Jonny le ignoró, y el lord contrabandista tuvo que
servirse él mismo.
—En cualquier caso, será mejor que permanezcas alejado de los Matasanos —dijo
Conover.
—¿Qué significa eso?
—Simplemente lo que he dicho —respondió Conover.
—Los Matasanos tienen razón. Simplemente intentan ayudar a la gente.
Conover hizo sonar una campanilla de plata junto a su plato. Jóvenes africanos con
chaquetas blancas empezaron a retirar la mesa.
—¿Por qué los norteamericanos insisten siempre en convertirlo todo en una película de
indios y cowboys? Solo porque etiquetas un grupo como los Chicos Malos, inmediatamente
supones que el grupo con el que están en conflicto son los Chicos Buenos. El mundo no es
tan simple, hijo.
—¿Usted cree que los Matasanos son los Chicos Malos? —preguntó Jonny.
—Yo no dije eso. Pero están desestabilizando el sur de California de una forma mucho
más efectiva de lo que las Ratas de Alfa o los árabes soñaron nunca.
Jonny apoyó los codos sobre la mesa. Su cena se revolvía con el alcohol en su estómago.
—Los Matasanos son la única fuerza efectiva que tenemos contra el Comité.
Conover hizo un gesto a uno de los camareros, y fue servido el postre: una tarta de
frambuesa como una escultura lacada.
—El comité es un hecho de la vida. Lo que tú y yo hacemos, lo que hacen todos los
traficantes y contrabandistas, es poesía. Haiku. Una forma definida por sus restricciones.
Cuanto más pronto aprendas a trabajar dentro de esas restricciones, más feliz serás.
Jonny arrojó su tenedor al plato y se puso en pie. Volutas de vértigo flotaron dentro de
su cráneo.
—Gracias por la cena. Voy a dormir un poco.
Cuando Jonny salía ya del comedor, Conover le llamó.
—Sabes que hago todo lo que puedo, ¿verdad?
—Lo sé —dijo Jonny, sin volverse.
—Y me crees cuando te digo que intento localizar a tus amigos.
—Sí.
—Y tienes que saber que estoy en lo cierto respecto al coronel.
—Sé todo eso —respondió Jonny en voz baja—. Lo único que ocurre es que ya no sé si
me importa.
Bebió de la botella de ginebra que había tomado de su habitación. Permanecía de pie en
una oscura habitación de almacenaje, la tercera que había explorado esta noche, un refugio
de su último intento fracasado de meditación.
La habitación estaba silenciosa, el aire enmohecido. La luz danzaba en una tarima
circular en el otro extremo. Una cámara oscura, vio. Había una gastada rueda de metal en la
pared. Cuando la hizo girar, el brillante panorama de Los Ángeles se deslizó encima de la
tarima como un vídeo a velocidad acelerada. Enfocó la imagen en Hollywood, moviendo la
rueda hasta que la tienda luminiscente de su hogar apareció a la vista, resplandeciendo más
allá de las palmeras y el neón. Durante un tiempo lo halló reconfortante, pero pronto sintió
los retortijones de la cohibición y se imaginó a sí mismo como un voyeur atisbando
subrepticiamente.
¿Es así como miramos a las Ratas de Alfa?, se preguntó.
Cajas para cero g acolchadas con códigos de embarque de cinco años de antigüedad
procedentes de alguna planta de ingeniería lunar estaban apiladas contra la pared del
fondo. Jonny dio otro largo sorbo de ginebra, deslizó una de las cajas al suelo y abrió su
tapa. Dentro había una docena de cajas más pequeñas, cada una llena de paquetes con
cápsulas en ampollas de almacenaje de plástico transparente, dos cápsulas en cada
ampolla. El código del fabricante indicaba que las cápsulas rojas eran una forma inhalante
de la atropina. Las cápsulas púrpuras no estaban marcadas, pero Jonny las había visto
antes. Su estómago se contrajo. Eran una combinación popular en algunos círculos:
atropina y nitrito de cobrotoxina.
Santa mierda, pensó. ¿Qué hace una compañía de ingeniería con Amor Loco?
Abrió una de las ampollas, derramando ginebra por el suelo, y se metió una cápsula
púrpura debajo de la nariz. La cobrotoxina actuó como un volcán de erupción lenta,
hirviendo a lo largo de la superficie de su cerebro…, no lo bastante como para matarle o
causar daños permanentes, solo lo suficiente como para controlar la euforia asesina del
veneno de la cobra. Su cuerpo se convirtió en cristal fundido y melaza. Nada de carne, ni
huesos, solo una siseante masa de plasma, ojos asados y genitales fundentes. Treinta
segundos más tarde destapaba la atropina modificada (su red molecular construida como
la imagen en un espejo de la cobrotoxina), y el interior de su cráneo se congeló. La
habitación estalló en negativo mientras una luz blanca glacial llameaba detrás de sus ojos y
sacudía su columna vertebral. Sus nervios (podía sentir cada fibra individual vibrar en
armonía como alguna especie de coro celular) eran cristal tallado y oro.
—A las maravillas —dijo, en español. Eso era. Zen. Unicidad. ¿Cómo podía haberlo
olvidado? Furia, codicia y locura habían desaparecido, reemplazadas por una consciencia
realzada que era lo que siempre había imaginado que tenía que ser la iluminación.
Luego la sensación desapareció.
Cuando pudo moverse, arrancó otras dos cápsulas de la caja y repitió el proceso. Unos
pocos años antes, el Amor Loco había sido un gran problema para Jonny. La había evitado
durante años, sin venderla ni usarla. En algunos sentidos había sido fácil; el Amor Loco era
casi imposible de encontrar en la calle, a ningún precio, desde que las Ratas de Alfa se
habían apoderado de la Luna. Sin embargo, aquí estaba ahora, con centenares de dosis.
Se sintió expansivo, lleno de amor hacia sus semejantes, sin desear nada con mayor
intensidad que compartir su buena fortuna con el mundo. Jonny se echó a reír. Eran las
drogas que hablaban con él, lo sabía. No deseaba compartir aquello con nadie. Tambaleante
(la atropina hacía que sus músculos actuaran erráticamente), bajó más cajas e hizo un
rápido inventario de su hallazgo.
Los primeros tres contenedores estaban vacíos, pero el cuarto tenía otra bonificación:
doce cajas más de Amor Loco. Bajó más cajas, tuvo el atisbo de algo que brillaba
ligeramente en la pared. Madera dorada. Apartó cajas, pudo ver el marco tallado. Luego… El
muchacho azul. El original.
Pasó los dedos sobre la vieja y cuarteada pintura, desde el emplumado sombrero hasta
el marco de hojas doradas. Había un pestillo en el borde. Lo accionó, y el cuadro giró y se
apartó de la pared con un débil clic. Detrás de él había estantes llenos de libros y una
abultada carpeta color manila. Jonny tomó la descolorida carpeta, la llevó de vuelta a la
cámara oscura y vació el contenido sobre la tarima. Transcurrieron varios segundos antes
de que comprendiera exactamente lo que estaba mirando. Pasó los dedos por encima de
una amarillenta tarjeta de la Seguridad Social, brillante por el uso. Luego, a la pálida luz del
paisaje nocturno de Los Ángeles, fue volviendo las hojas, fascinado, y leyó una versión en
collage de la vida de Soren Conover.
Un permiso de conducir de Texas, dos mil diez. Los papeles de licenciamiento del
Ejército de los Estados Unidos, mil novecientos cincuenta y siete. Pasaportes: británico,
belga, egipcio, todos bajo nombres distintos. Antiguos recortes de periódicos relativos a las
guerras de la droga en Centroamérica y el colapso de los programas bélicos genéticos del
gobierno. Las fotos en algunos de los documentos más antiguos mostraban a un apuesto
hombre de rostro ovalado en su treintena, con ojos inteligentes y una nariz rota más de una
vez. Jonny comprobó dos veces todos los documentos fechados que pasaron bajo sus
manos en un intento de hallar el más antiguo. Por lo que había visto hasta ahora, podía
calcular la edad de Conover en unos ciento cincuenta años, posiblemente ciento sesenta.
Había fotocopias de documentos de la OSS, quebradizas por la edad. Al parecer, Conover
se había visto involucrado en una operación para asesinar al jefe de estado ruso a
principios de los mil novecientos cincuenta. El presidente norteamericano había cancelado
la operación y jubilado a Conover. No había nada de los mil novecientos sesenta o setenta,
pero de los ochenta había varias cartas con membrete de la CIA que llevaban la firma de
Conover, junto con un informe señalado como «Confidencial». El informe no llevaba fecha,
pero detallaba las actuaciones de una operación de drogas de la CIA con base en Honduras
para ayudar a financiar las fuerzas revolucionarias y contrarrevolucionarias de derechas en
Centroamérica. Había una foto en blanco y negro de hombres con monos para la jungla de
pie delante de tubos de morteros y ametralladoras M-60. Un hombre alto sostenía un
cigarrillo en una corta boquilla negra. La fecha puesta a mano al dorso de la foto decía
1988. Se le ocurrió a Jonny que, si estos documentos eran genuinos, entonces Conover
llevaba en el negocio de la droga cerca de cien años.
Eso es mucho tiempo haciendo una misma cosa, pensó. Siguió examinando los papeles,
mientras la luz de la silenciosa ciudad jugaba sobre ellos y se preguntaba por el proceso de
la vida del contrabandista. Cómo había transformado aquellos contactos de la CIA con la
droga en su propio negocio privado. Jonny halló la botella de ginebra junto a las cajas de
Amor Loco, dio un trago y se echó a reír. Él y Conover tenían algo en común, sabía ahora.
Conover era en estos momentos un lord contrabandista, pero hubo un tiempo en el que
había sido como Jonny, un agente que se había independizado.
L.A. parpadeaba sobre la tarima, justo fuera de su alcance.
La atropina seguía zumbando todavía en el interior del cráneo de Jonny. Tomó puñados
de paquetes de Amor Loco y se los metió en los bolsillos, luego regresó a la tarima, reunió
el contenido de la carpeta y volvió a colocarlo detrás de la pintura. Apiló nuevamente las
cajas de cero g y, justo antes de abandonar la habitación, hizo girar la rueda que ajustaba
las lentes de la cámara oscura. La ciudad se difuminó sobre la tarima, estrías de luz como
ráfagas trazadoras. La imagen se inmovilizó en el ala japonesa de la mansión. Un leopardo
de las nieves avanzaba graciosamente por el sendero.
Conover comprenderá, pensó Jonny, y tragó otra cápsula de atropina.
Salió por la cocina. El personal africano tenía un chip de música puesto a todo volumen,
alguna banda brasileña de capoeira. Una joven retozona que había estado bailando
mientras apilaba Wedgewood en un armario se detuvo para mirarle. Jonny cruzó con
rapidez hacia la puerta, eludiendo los ojos de los africanos. Los cacharros de cobre
destellaron soles broncíneos contra la pared por encima de su cabeza.
—Papá me matará si no saco la basura —dijo a sus inmóviles rostros.
Halló a Ricos solo en el garaje, con las entrañas de un robot direccional esparcidas sobre
un banco de trabajo. En vez de herir al hombre, Jonny pasó un brazo en torno al cuello de
Ricos y clavó un nudillo contra su arteria carótida, cortando el flujo de la sangre a su
cerebro. Cuando el otro perdió el conocimiento, Jonny registró sus bolsillos y halló la
tarjeta de identificación de silicio. Subió al coche de Conover, puso en marcha el motor y se
encaminó a la salida.
Hizo que el Cadillac recorriera el camino a un paso mesurado, con los ojos clavados al
frente, ignorando a los hombres que había entre los madroños. Al final del sendero, tecleó
nerviosamente el código de diez dígitos que había memorizado hacía semanas en el teclado
numérico del tablero de instrumentos. Se sintió sorprendido y aliviado cuando vio que
secciones del holograma empezaban a desaparecer. Cuando la carretera estuvo despejada,
apagó las luces del techo y condujo lentamente colina abajo.

La noche era clara y cálida.


Condujo firmemente el Cadillac por la serpenteante carretera, siguiendo una serie de
restricciones intermitentes de energía a través de los suburbios, cuarteados paneles
solares, astrocésped en los jardines, unas galerías comerciales desiertas que en una ocasión
habían servido como zona de albergue durante los programas de reubicación musulmana a
principios del siglo. El alambre espinoso estaba todavía en su lugar encima de una doble
capa de verjas antihuracanes, un lúgubre recordatorio de la guerra que nunca había
terminado por completo.
Jonny se metió otra cápsula de atropina en la boca y condujo todo el camino hasta
Hollywood, confiado de que, si quería, podía contar cada fibra de tejido muscular en su
cuerpo. Dejó el coche detrás de una boutique de cirugía plástica Baby Face en Sunset y se
metió y salió por entre el agobiado tráfico hasta el Pozo de Carnaby, dando un rodeo a
través del mercadillo semanal. Los olores a cocina le dieron la bienvenida, raspantes discos
de salsa, todas las sensaciones familiares. La multitud estaba llena de chicos del Comité.
Jonny mantuvo la cabeza baja mientras las mujeres viejas tiraban de sus mangas y los niños
corrían tras él con equipo electrónico roto, un corazón artificial de descascarillado plástico
blanco lechoso, antiguas disqueteras para floppy-disks. Jonny no vio documentalistas de la
Red y tomó aquello como un buen presagio, pero no dejaba de confundir a las mujeres
entre la multitud con Hielo y Sumi. Había montones de leprosos en el mercadillo. Eran
fáciles de distinguir…, eran los que llevaban guantes o pañuelos al cuello o camisas de
manga larga de material radiosensible, atrayendo los ojos de sus lesiones a los sangrantes
vídeos de la Red que asomaban al azar por entre sus ropas.
Había más leprosos en la sala de juegos del Pozo, asándose en sus disfraces. El aire
acondicionado no funcionaba, lo cual dejaba el aire con la temperatura y humedad de una
sauna. Jonny tuvo la sensación de entrar en un horno. Los pañuelos y guantes que llevaban
los leprosos casi podían ser tomados por una nueva moda, pensó. Bajo otras circunstancias,
hubieran podido serlo. Una mujer rubia conectada a Diversión a Cero G llevaba un velo
facial y un largo atuendo tipo chador adornado con docenas de multicolores logos de
corporaciones, pero el ondulante material no podía ocultar las manchas a lo largo de sus
manos.
Toda aquella atropina había dejado a Jonny con una sed aplastante. Se abrió camino
hasta el bar y pidió una Corona. El pomo saltaba y se agitaba en la pantalla vídeo, con los
colores ligeramente fuera de registro. (¿Cómo debe de ser a través de las conexiones en el
cráneo?, se preguntó.) La Taking Tiger Mountain no estaba actuando. La música era una
grabación generada por ordenador al estilo de las numerosas bandas de chicle hinchable
japonesas. El club estaba solo medio lleno y la gente parecía nerviosa, con las voces más
fuertes que lo habitual. Aleatorio apareció con su perpetua semisonrisa y depositó sobre la
barra la Corona de Jonny.
—Hace tiempo que no te veo —dijo el camarero—. Tienes un aspecto excepcionalmente
saludable y vital estos días.
—Gracias —respondió Jonny—. Me tomé unas pequeñas vacaciones fuera de la ciudad.
En un rancho en las colinas. Hice que me cambiaran el aceite, me engrasaran, todo.
El camarero asintió.
—Unas vacaciones, ¿eh? ¿Y ya has vuelto? Te debe de gustar el castigo. —Aleatorio
también llevaba un pañuelo, doblado a la manera de una corbata en los pliegues de su
camisa blanca manchada de sudor, escondiendo algo. Limpiaba con aire ausente un vaso
con la parte delantera de su manchado delantal.
—La gente parece un poco más escasa esta noche —dijo Jonny.
Aleatorio asintió.
—Y que lo digas, hombre. Puedes darle las gracias de ello al Comité. Acaban de pasar
una ordenanza limitando el número de personas que podemos tener aquí dentro a la mitad.
Se supone que es para mantener controlada la lepra.
—Al tiempo que tiran convenientemente de las cosas hacia su lado —dijo Jonny—. Si es
ilegal reunirse, entonces el Comité puede lanzar las redadas que se les antoje sobre todos
los consejos de las pandillas.
—Exactamente —dijo el camarero, en español. Depositó el vaso que había estado
frotando. A través de algún método que Jonny nunca había llegado a entender, podía estar
limpiando vasos toda la noche, sin que estos llegaran a parecer nunca más limpios—. ¿Has
oído la última mala noticia que acaban de dar por la Red? Parece que alguna persona o
personas desconocidas han hecho estallar una pequeña cabeza nuclear unos pocos
kilómetros por encima de Damasco.
—Jesús —dijo Jonny—. ¿Fuimos nosotros?
—No. Muy alto. No causó ningún daño en las propiedades, pero la maldita cosa jodió las
comunicaciones, ordenadores y etcétera durante unas cuantas horas. Parece por su
trayectoria que vino de más allá de la órbita de la Tierra.
—¿Qué, creen que las Ratas de Alfa están dejando caer bombas sobre la gente? —
preguntó Jonny. Dio un largo sorbo a su Corona.
Aleatorio se encogió de hombros y apoyó los codos sobre la barra.
—El Buda dijo: «La vida es sufrimiento».
—Entonces esto debe de ser la vida —respondió Jonny. Tendió la botella vacía de la
Corona y Aleatorio le trajo otra. Cuando el camarero la depositó sobre la barra, Jonny
dijo—: ¿Qué has oído acerca de los Matasanos?
El camarero agitó la cabeza en un signo de incertidumbre. Jonny casi pudo oír moverse
los engranajes. En modo negocio.
—No sé si he tenido el placer —dijo Aleatorio.
Jonny cogió de su bolsillo un paquete que contenía media docena de dosis de Amor Loco
y se lo pasó al camarero. Cuando Aleatorio se dio cuenta de lo que tenía en la mano miró a
Jonny y registró genuina sorpresa. Jonny se sintió encantado; había imaginado que el
camarero sería incapaz de ninguna emoción más allá de una cierta reacia ironía.
—Si tuvieras las piernas más bonitas, me casaría inmediatamente contigo —dijo
Aleatorio, y metió el paquete bajo la barra—. ¿Te das cuenta de que podría abrir mi propio
local si se me ocurriera vender lo que acabas de darme?
—Si se te ocurriera venderlo.
—Si se me ocurriera. —Aleatorio se inclinó más hacia él, mientras pasaba un manchado
paño gris sobre las viejas tablas que formaban el sobre de la barra. Su aliento olía a tabaco
rancio—. Lo que se dice es que Zamora les cortó los cojones. Han desaparecido, hombre.
Cerraron el negocio. Adiós. Se han dicho todo tipo de locuras acerca de ellos. Como que
están intentando conseguir armas para esos chicos de Nueva Palestina o que están
intentando robar una lanzadera para ir a la Luna. Quizá sean ellos los que han lanzado esa
bomba sobre Damasco. —Aleatorio rio, todo aire—. Como he dicho, locuras.
—¿Hay algo de cierto en ello? —preguntó Jonny.
—Infiernos, no. No son más que idioteces. Gente a la que le faltan unas cuantas sinapsis
dice que se han enterrado en alguna parte costa arriba, más allá de Topanga Beach. El
Comité está cayendo duramente encima de todas las pandillas.
—Eso he oído —dijo Jonny, mientras vaciaba media cerveza. Observó los tensos rostros
en torno a la barra—. Furia, codicia y locura.
—Quizás has dado en el clavo. Quizás el Comité no sea nada más que un instrumento
del karma.
—Más bien una escalera a las estrellas. Si eres un tipo ambicioso.
—¿Qué? —exclamó el camarero—. ¿Crees que el coronel desea que se dirijan a él como
«señor presidente»?
Jonny se encogió de hombros.
—No sería el primero.
—¿Cómo es el viejo chiste? «No votes. Eso no hace más que animarles.» —Aleatorio se
encogió de hombros—. Quizá no sea tan divertido como eso. De todos modos —prosiguió—
, si yo fuera tú, consideraría la posibilidad de llevar mi acto a la carretera. Entre el calor y
los leprosos, la Loca Acojonante no es un lugar para permanecer en estos momentos. —El
camarero se dirigió al fondo de la barra para servir a un grupo de bien trajeados
productores cinematográficos y sus chicas. Estaban borrachos y muy bronceados e
irradiaban el ligeramente forzado humor de la juventud comprada en unos almacenes,
duros y apuestos cuerpos quirúrgicamente esculpidos en algo tan funcional y anónimo
como los reactores del año próximo.
—Jesucristo —dijo Jonny—. Esto te vuelve loco.
Más tarde, cuando estaba ya con su tercera Corona, Aleatorio se detuvo delante de él.
—¿Piensas en lo que te he dicho?
—¿En marcharme? —preguntó Jonny—. Ni soñarlo. Soy un hombre de negocios. Tengo
tratos que hacer. Grandes tratos. Enormes tratos.
—En ese caso —dijo el camarero—, creo que alguien allí quiere hablar contigo.
Jonny se volvió en su asiento y vio a Virtud Ingeniosa haciéndole señas desde una mesa
de un rincón.
—Gracias —le dijo al camarero.
—Es tu película, hombre —respondió Aleatorio—. Ve con cuidado.
Jonny se abrió camino hasta la mesa del rincón, donde Virtud Ingeniosa estaba sentada
sola. Iba vestida con un quimono suelto con lirios de agua y delicadas enredaderas
bordados en oro y turquesa. Jonny se dejó caer en un asiento delante de la lady
contrabandista y tuvo una visión perfecta de un par de sus hombres, dos mesas más allá,
bebiendo vodka helado con algunos de los Yakuza locales. Jonny sonrió y les hizo una seña
con la mano. Uno de los Yakuza rio e hizo un movimiento circular con el dedo para indicar
locura.
—Querido Jonny-san —empezó Virtud Ingeniosa—. Primero, permíteme disculparme
por las incómodas circunstancias bajo las que nos vimos la última vez. Si hubiera tenido
algún indicio de las auténticas intenciones del coronel Zamora, puedo asegurarte que
nunca hubiera conseguido ni una sola sílaba de información de mí o de nadie de mi gente.
Virtud Ingeniosa era pequeña, una esquelética mujer de mediana edad con una nariz
chata y una piel pálida a través de la cual uno podía ver las venas azuladas en torno a su
cráneo. Por lo que Jonny había oído, había nacido en la prostitución en uno de los
sandakanes circunlunares que servían al comercio minero desde la Luna; no fue hasta
después de que la invasión de las Ratas de Alfa destruyera el negocio de minería lunar que
puso pie en la Tierra. Una vez allí, se había convertido en la amante de un poderoso oyabun
Yakuza y así escapado del sandakán.
Tras pasar buena parte de su vida en cero g o en entornos de g reducida, en la Tierra
Virtud Ingeniosa se veía obligada a llevar constantemente un exoesqueleto de aleación de
titanio. Eso la ayudaba a moverse de un lado para otro, y un costillar mecánico accionaba su
diafragma, puesto que su cavidad pectoral era demasiado pequeña para que sus pulmones
respiraran el denso aire de la superficie de la Tierra. También se rumoreaba que nunca iba
a ninguna parte sin una caja forrada de terciopelo que contenía los fetos de sus dos hijos
nacidos muertos.
—Es usted una mentirosa —dijo Jonny—. Vendería a su abuela para que hicieran
salchichas con ella si creyera que así podía ocultar sus arrugas. Lo único que no comprendo
es por qué nadie le ha metido nunca una bala en la sesera.
Virtud Ingeniosa se cubrió la boca con unos pálidos dedos envueltos en metal y rio
quedamente.
—Algunos lo han intentado, Jonny-san, pero, como puedes ver, ninguno ha tenido éxito.
Mucha gente descubre que es más agradable trabajar conmigo que contra mí. ¿Tú no? —
Virtud Ingeniosa alzó una copa de vino vacía e hizo una seña hacia la mesa donde se
sentaban sus hombres. Uno de ellos se levantó y fue a la barra—. Toma algo. Aquí siempre
tienen tej para mí. ¿No lo has probado nunca? Es un vino de miel etíope. Es maravilloso.
—No bebo con gente que vende mi culo de debajo de mi cuerpo cuando estoy sentado
—dijo Jonny—. Pero puesto que me tiene aquí, al menos puede decirme por qué me
entregó a Zamora.
Virtud Ingeniosa pasó su dedo índice por el borde de su copa y lamió los restos del vino.
En el segundo de silencio entre canciones pregrabadas, Jonny pudo oír el zumbido
insectoide de su exoesqueleto.
—Te entregué a él como un gesto de buena voluntad. Creí que el coronel y yo teníamos
un trato, pero las cosas no han funcionado bien entre nosotros. —Buscó a su hombre en la
barra—. Un pequeño consejo gratuito, Jonny. Nunca te dejes atrapar por un vicio dulce. Es
demasiado caro en una ciudad como esta.
—¿De qué negocio de buena voluntad está hablando? —preguntó Jonny.
—Creí que tú eras el experto en eso.
—No sé haga la lista —dijo Jonny—. Puedo partir ese pellejudo cuello suyo antes de que
ninguno de sus chicos tenga la menor oportunidad de sacar su arma.
Virtud Ingeniosa le sonrió.
—Y entonces estaremos los dos muertos, ¿y qué habremos ganado con ello? No, es
mucho mejor que me escuches primero —dijo—. Tengo una proposición de negocios para
ti. Es muy simple: quiero que olvides al coronel. Ven a trabajar conmigo.
Jonny se reclinó hacia atrás en su silla.
—¿Qué es lo que yo puedo darle que no pueda comprar ya en otro lado?
—Sé que Zamora te quería porque deseaba información sobre Conover. También sé que
el coronel está planeando una redada masiva contra todos los lores contrabandistas. Es
completamente lógico suponer que vosotros dos habéis hecho un trato. Por eso te dejó
libre. ¿Correcto, Jonny-san? —Hizo una pausa e inspiró varias veces, de una forma
profunda y jadeante. Al parecer, hablar la desincronizaba con su aparato respirador—. Eres
un traficante y puedes moverte con libertad entre los lores. Estás reuniendo información
sobre nosotros para el coronel: nuestra fuerza y nuestros movimientos. Yo también deseo
aprovecharme de tus servicios. Trabaja para mí. Todo lo que necesito es el día y la hora de
las redadas. A cambio de esta información te proporcionaré amplia protección, así como un
lugar permanente en mi organización cuando acabemos con el coronel.
—No sé más acerca de las redadas que usted —dijo Jonny—. Y no trabajo para Zamora.
Y si lo hiciera, seguro que no le pasaría a usted ninguna información.
Uno de los hombres de Virtud Ingeniosa llegó con una pesada botella verde de la que
sirvió un transparente líquido dorado. El hombre depositó sobre la mesa una segunda copa
y sirvió tej para Jonny antes de encaminarse de vuelta a la otra mesa.
—Gracias, querido —dijo Virtud Ingeniosa tras el hombre. Dio un sorbo al líquido denso
como jarabe y miró a Jonny—. De veras, Jonny-san, ni las amenazas ni las cosas que puedas
llamarme significan nada para mí, pero no insultes mi inteligencia. Sé que has pasado estas
últimas semanas en la mansión de Conover en las colinas. Reuniendo pruebas, ¿no? Lo sé
todo acerca del domo holográmico de Conover, y siento en mis huesos que estás trabajando
para el coronel Zamora. —Hizo una pausa para recobrar el aliento—. A decir verdad,
admiro la forma sutil en que pusiste a los Matasanos en manos del coronel. Groucho no es
un estúpido. Hay que felicitarte por acabar con él tan concienzudamente.
—Siga hablando —murmuró Jonny—. Está cavando su propia tumba.
Virtud Ingeniosa cruzó las manos en su regazo y le dirigió una mirada indulgente, casi
maternal.
—¿Conoces la expresión «pequeño tigre», Jonny-san?
—La he oído.
—Tú eres el pequeño tigre —dijo ella—. Ruges fuertemente, pero tienes poca fuerza y
nada de astucia. Me gustas porque me haces reír. Pero las circunstancias me obligan a
limitar la cantidad de tiempo que puedo gastar en cada empresa.
—Mejor que no sigamos hablando —dijo Jonny.
Ella aguardó unos instantes.
—Entonces, ¿estás comprometido con el coronel?
—Haré mis tratos con Zamora a mi propia manera —dijo Jonny—. No trabajo para él y
no trabajaré para usted. —Jonny empezó a levantarse, pero Virtud Ingeniosa apoyó
ligeramente una mano sobre su brazo.
—Si yo fuera tú, me lo pensaría dos veces antes de marcharme de aquí —dijo—.
Después de traicionar a los Matasanos, te quedan muy pocos amigos aquí en L.A. Yo puedo
hacer que las cosas se pongan mucho más calientes para ti…
Jonny barrió la mesa con el brazo, derribando copas, botellas y vino por el suelo.
—Usted me vendió, maldita puta, ¿y ahora quiere hacer un trato conmigo? Que la jodan,
vieja.
Virtud Ingeniosa hizo un gesto aleteante con la mano. Jonny se volvió y halló a tres de
los hombres de ella apuntándole con pistolas de C02 rusas, modelo asesino, adaptadas para
balas explosivas. Los hombres eran jóvenes y apuestos, y llevaban ceñidos tejanos negros y
camisetas sin mangas con dragones enroscados en la parte delantera. Eran fríos e
inexpresivos, mecánicos en sus movimientos y pose. Pero no eran ninjas. Si lo hubieran
sido, sabía Jonny, en estos momentos estaría muerto.
Virtud Ingeniosa se puso en pie e hizo seña a sus hombres de que guardaran sus armas.
Mientras lo hacían, se volvió e hizo a Jonny una pequeña inclinación de cabeza. Su rostro
estaba enrojecido y respiraba pesadamente.
—Ahora me marcho. Te deseo buena suerte, y tiempo para que crezcas sabio, Jonny-
san. Será mejor que te mantengas apartado de mi camino —concluyó.
Jonny les observó marcharse. La Taking Tiger Mountain apareció en el escenario en
medio de indiferentes aplausos. Cuando San Pedro arrancó con el primer número, Jonny se
abrió camino hasta la pesada puerta de incendios en la parte de atrás del Pozo.

Si apretaba su espalda contra la pared del callejón, Jonny podía obtener una vista bastante
buena del Sunset Boulevard y la entrada del Pozo de Carnaby. Las reparaciones en la
fachada del bar habían sido bastante chapuceras. Manchas de resina y espuma de
construcción barata cubrían los agujeros de las balas. El encanto estaba alejándose
definitivamente del lugar, decidió. Un viento cálido le traía desde el mercadillo el olor a
frijoles y carnitas asándose.
Un roce. Un susurro de cadáver:
—Señor, si tú quieres, puedes dejarme limpio.
Jonny empezó a alejarse. El metal, frío y afilado, mordió su cuello.
—Vamos, vamos —dijo Dinero Fácil—. Hace mucho tiempo que no nos vemos, Jonny,
viejo amigo, querido compinche. —Fácil hizo girar a Jonny en redondo. Cuernos de sátiro,
nudillos tatuados en torno a la presa de un cuchillo—. ¿Sabes lo que he oído? He oído que
vas tras de mí.
Se oyeron otros pasos tras él; otras manos sujetaron sus brazos. Fácil le soltó y bajó el
cuchillo.
—Trae el coche —dijo a alguien. Unos pies se alejaron. Luego a otros—: Este tipo quiere
joderme. Pero es tan simplón que uno llega a quererle, ¿sabéis?
Jonny se echó hacia atrás, apoyándose en las manos que le sujetaban, y lanzó la puntera
de acero de su bota contra la entrepierna de Fácil.
Más tarde, después de que le dieran una paliza y lo arrojaran como un saco al piso del
coche, con los pies atados a sus muñecas en la espalda y una capucha de lona sobre su
cabeza, se reconfortó a sí mismo con la imagen de Dinero Fácil revolcándose por el suelo,
en posición fetal, en el sucio callejón.
8
El asesino amenazado
—Eres un chico muy estúpido, Jonny-san.
El agua le golpeó, y alguien le quitó la capucha. Se halló boca abajo en el suelo de acero
remachado de la gran cámara frigorífica de un matadero. Su camisa había desaparecido; el
agua helada cortaba su piel como cuchillos.
—¿Cuánto de esto has cogido?
Se puso trabajosamente en pie, y Virtud Ingeniosa arrojó un paquete de Amor Loco a
sus pies. Fue a parar junto a la puntera de su bota, donde el agua se estaba helando sobre
una escamosa mancha de sangre seca. Marcas de soldadura, como estrechas cicatrices de
escoria. La cámara frigorífica había sido montada a partir de un grupo de viejos
contenedores de carga de la Sea Train. Una bomba criogénica zumbaba en el extremo más
alejado, como los latidos de un corazón, empujando oxígeno líquido a través de una red de
tuberías que se entrecruzaban en paredes y suelo. Deslucidos ganchos de acero colgaban
del techo, sosteniendo cuartos de fláccida, gris e informe carne vieja, salpicada de cagadas
de moscas. Jonny miró a Virtud Ingeniosa.
—Hallamos tus bolsillos repletos de ellas. Por el tamaño de tus pupilas, calculo que has
esnifado ya una pequeña fortuna. —Llevaba un abultado gabán que llegaba hasta el suelo,
de algún pelaje verde mar opalescente. Se encogió de hombros y se apartó de él, un tenso
gesto mecánico. Su exoesqueleto zumbó—. Podríamos haber extraído la información que
necesitamos sin dolor, con drogas. Pero eso parece imposible ahora. Quién sabe lo que
puede ocurrir cuando los mnemónicos se mezclen con las toxinas que has ingerido.
Tendremos que hacerlo de otra forma. Pero quiero que recuerdes —indicó— que te has
metido en esto por ti mismo. —(Entonces oyó su voz sobrepuesta a la de Zamora;
«Suplicarás por ello, Gordon…».)
Dinero Fácil y un cowboy al que Jonny conocía como Billy Parachoques penetraron en
su campo de visión. Fácil llevaba una chaqueta gris sin mangas, Billy una parka excedente
del Ejército. Cada uno sostenía una medusa. Fácil agitaba el extremo de flagelar de la suya
en un perezoso arco ante él. Una brillante, casi luminosa, furia hinchaba sus ojos.
—¿Así que cuándo es, tonto del culo? —preguntó.
—¿Cuándo es qué? —quiso saber Jonny.
—¿Cuándo es la redada? —restalló el cowboy. Habló con un arrastrado acento del sur
de Texas, el resultado de un chip de cuarzo implantado en el centro del habla de su cerebro.
Escupió un chorro de jugo de tabaco color óxido al suelo. Billy Parachoques había recibido
su nombre de cuando era adolescente, de cuando tenía la costumbre de empujar a la gente
delante de los parachoques de coches en movimiento para apoderarse de su dinero de
bolsillo.
—No puedo oírte —dijo Fácil con una cantinela burlona.
—¿Para qué molestaros? —dijo Jonny—. No vais a creer nada de lo que os diga.
—Jonny, por favor, dime cuándo va a hacer Zamora un movimiento contra nosotros —
dijo Virtud Ingeniosa.
—No lo sé —respondió Jonny.
Dinero Fácil lanzó su brazo hacia delante en un gesto brusco. Las cargadas puntas de
cobre de su medusa restallaron contra el pecho de Jonny, cegándole con sus chispas. El
agua irradió el shock por sus brazos y hacia abajo hasta sus ingles. Se dobló con un
estremecimiento, y se encontró agarrado a un cuarto de carne gris en busca de apoyo.
Apenas podía respirar.
—¿Cuándo son las redadas? —preguntó Virtud Ingeniosa.
—No lo sé —dijo Jonny.
—Tonto del culo —murmuró Fácil.
Jonny se apartó de la carne e intentó huir entre las malolientes hileras, pero Billy le
estaba esperando. El cowboy clavó una gran bota en el estómago de Jonny y cuando este se
dobló dejó caer la medusa sobre su espalda. Jonny se derrumbó contra el suelo de metal.
Sobre él apareció el rostro de Virtud Ingeniosa. A través de su confusión y su dolor,
parecía tan gris y carente de vida como sus hijos nonatos. Duros huesos bajo carne muerta.
Quizás ese fuera su secreto, pensó Jonny como en una ensoñación. No más clientes a
quienes vender su cuerpo; había encontrado otra forma de venderse.
Dinero Fácil le dio una patada en las costillas y agitó las colas de su medusa sobre Jonny,
enviando chispas contra sus ojos. Jonny oyó a Billy y Fácil reír.
—Bueno, esta vez está llorando —canturreó Billy.
—¿Sabes dónde estás, Jonny-san? —preguntó Virtud Ingeniosa.
Jonny asintió.
—En un matadero —dijo, intentando recuperar el aliento.
—Correcto. Y hay todo un almacén lleno de mis hombres justo fuera. No hay ninguna
forma de salir de aquí sin que yo lo diga.
—Ninguna forma de salir —hizo eco Dinero Fácil.
—Podría hacer que esos chicos te estuvieran pegando toda la semana. ¿Comprendes
eso?
Jonny se sentó. Extrañas luces ardían en los bordes de su visión.
—Sí —dijo.
—Bien —dijo la mujer—. Entonces, ¿por qué no eres razonable? ¿Cuándo serán las
redadas?
—El martes —dijo. Y luego—: Oh, mierda, ya se lo dije: no lo sé.
Fácil y Billy cayeron sobre él, haciendo restallar las colas de sus medusas sobre la
espalda y el estómago de Jonny. El dolor y la loca danza de las chispas lo abrumaron, se
fundieron con el flujo de datos sensoriales a lo largo de sus nervios hasta que fue incapaz
de decir dónde terminaba la tormenta blanca de la agonía y dónde empezaba su cuerpo.
Cuando pararon, sus músculos siguieron convulsionándose.
—¿Cuándo son las redadas? —preguntó Virtud Ingeniosa.
—No lo sé —dijo Jonny—. Zamora no me dijo nada de redadas.
—¿De qué habló?
—No lo recuerdo. —Jonny se arrastró sobre manos y rodillas. Pese al frío, el sudor
chorreaba de sus brazos y pecho—. De mi vida —dijo.
—¿Qué? —preguntó Virtud Ingeniosa. Aguardó hasta que él estuvo en posición
arrodillada, entonces le cruzó brutalmente el rostro. Jonny sintió cómo el metal que
rodeaba los dedos de ella rasgaba su piel.
—Conover —dijo Jonny—. Zamora quiere que le entregue a Conover.
A una señal de Virtud Ingeniosa, Billy golpeó a Jonny por detrás. Mientras estaba
aturdido, Fácil aseguró varias apretadas vueltas de plástico blanco en torno a sus muñecas.
Luego Fácil y Billy lo alzaron del suelo, con Fácil manteniendo los brazos de Jonny por
encima de su cabeza de modo que, cuando le soltaron, quedó colgando por las muñecas de
uno de los recios ganchos de acero. El dolor en su hombro fue instantáneo y terrible. Gritó.
Virtud Ingeniosa tomó la medusa que Fácil había dejado en el suelo y se acercó a Jonny.
—Respóndeme de una forma fácil y simple —dijo. Reunió las colas de la medusa todas
juntas y apretó las cargadas puntas contra el costado de Jonny. Este se convulsionó en el
gancho y colgó fláccido—. ¿Cómo te llamas?
—Jonny Qabbala.
—Tu auténtico nombre.
Necesitó un instante.
—Gordon João Acker.
—¿Dónde naciste?
—En la estación Greyhound de Hollywood —dijo. Fácil y Billy rieron de nuevo. La risa
resonó en múltiples ecos. Jonny alzó la vista; enmarcadas por el corroído mamparo en
torno a un pozo de ventilación, vio sus manos, sangre en sus brazos.
—¿Cuál es tu profesión? —preguntó Virtud Ingeniosa.
—Traficante.
—¿Cuándo te dijo el coronel Zamora que esperaras las redadas?
—No lo dijo.
—¡Mentiroso! —gritó Virtud Ingeniosa. Apretó las puntas de la medusa contra el
estómago de Jonny y las mantuvo allí—. ¡Estúpido muchacho, puedo mantenerte con vida
durante semanas! ¡Cortar un trozo de ti cada día y venderte en el mercadillo!
Cuando Jonny recuperó el conocimiento se dio cuenta de que se había desvanecido
durante no sabía cuánto tiempo. Virtud Ingeniosa estaba murmurando en japonés y
emitiendo desagradables sonidos sorbentes mientras el exoesqueleto alimentaba su
respiración. Los brazos y hombros de Jonny estaban entumecidos. Creyó oír música en la
habitación contigua. Cuando Virtud Ingeniosa le miró, dijo:
—No puedo decirle lo que no sé. Zamora solo deseaba hablar de las Ratas de Alfa.
Jonny vio parpadear algo en el rostro de Virtud Ingeniosa.
—Bajadlo —dijo. Fácil y Billy se situaron debajo de él, lo alzaron del gancho y lo
depositaron en el suelo. Virtud Ingeniosa se acercó más y apoyó una mano sobre su pierna.
El pelo de su gabán cosquilleó contra su estómago.
—Dilo de nuevo. Dilo o haré que vuelvan a colgarte.
Jonny la miró fijamente a los ojos. Miedo o alivio, se preguntó. Su cabeza zumbaba. Se
preguntó cuándo terminaría el sueño y despertaría al lado de Sumi y Hielo.
—Hay un trato —dijo, y su cabeza cayó hacia atrás.
—Tapadle —dijo Virtud Ingeniosa a uno de los hombres—. Pero dejadle las manos
atadas.
Jonny permaneció tendido sobre el frío acero, con la esperanza que aquello hubiera
funcionado. El miedo le mantenía inmóvil, pero estaba satisfecho de que se habían tragado
su actuación de desvanecerse. Un hormigueo de alivio le recorrió. Pudo oír el zumbar del
exoesqueleto de Virtud Ingeniosa mientras la mujer se movía por la cámara frigorífica.
—Traed al árabe aquí —dijo—. Decidle que podemos hacer un trato.
Jonny escuchó el sonido de pasos: los pesados y planos de Billy, con sus botas de
cowboy cayendo contra el suelo como palmadas dadas con la mano abierta, y los rápidos y
ligeros de Virtud Ingeniosa, con zumbidos y cliqueteos insectoides; Dinero Fácil se movía
en rápidas sacudidas, arrastrando su pie malo tras él. Jonny sabía que iba a tener que
esperar al menos a que Fácil o Billy hubieran abandonado la cámara antes de poder
intentar nada. Hizo un esfuerzo por permanecer inmóvil, por usar el tiempo que le quedaba
para descansar y recuperarse. El sudor en su brazo derecho se estaba congelando ante el
contacto con el suelo del frigorífico. Justo en el momento que empezaba a preocuparle la
posibilidad de congelarse, sintió a Billy (captó una vaharada de tabaco de mascar) envolver
una áspera manta de lana en torno a sus hombros.
—No te quejarás de nosotros —oyó decir al cowboy.
Hubo un fuerte zumbido desde el extremo más alejado de la cámara. Jonny mantuvo los
ojos cerrados, la respiración suave y regular. Un movimiento, delicado y como mecánico.
—¿Qué ocurre? —le llegó la voz de Virtud Ingeniosa.
Estática. Al principio Jonny no pudo comprender la voz.
—… observador captó camionetas de la policía encaminándose hacia aquí. Parece como
una redada —farfulló el intercomunicador.
Virtud Ingeniosa maldijo en japonés.
—No ahora. No estoy preparada —exclamó.
Jonny oyó a Dinero Fácil:
—Es la policía, no el Comité. No hay de qué preocuparse.
—Quizá —dijo ella. La frialdad regresó a su voz, la dura insinuación de la eficiencia—.
Quédate con él. Tú, ven conmigo. —Una confusión de pasos, los tres moviéndose de un lado
para otro de la cámara a la vez. La puerta del frigorífico se abrió y se cerró. Luego no hubo
nada. Jonny no pudo resistirlo. Abrió los ojos.
En el fondo de la cámara, Dinero Fácil estaba inclinado sobre la bomba criogénica,
sonriéndole.
—Vaya vaya vaya —dijo Fácil. Rio quedamente, y el vapor de su aliento se enroscó a
través de sus injertados cuernos de sátiro—. Mirarte es como contemplar porno. Quiero
decir, eres tan jodidamente trivial, pero no puedo evitarlo. Hecho polvo, ¿eh?
Jonny se levantó del helado suelo y sujetó la manta en torno a sus hombros.
—¿Le dirás a la maestra que fui malo cuando ella salió de la habitación?
Fácil negó con la cabeza.
—Demonios, no —dijo—. ¿Crees que me importa la puta? Simplemente contemplo
pasar el desfile. Además —dijo, avanzando hacia Jonny—, sé lo que quieres realmente.
Quieres lo que le cogí a Raquin.
Se trata de la droga de Conover, ¿no? ¿Qué es? No, no me lo digas; no haces más que
mentir, y me enfadaría. De todos modos, después de que acabemos con esto, quizá tú y yo
podamos hacer un trato. Ve a buscarme al Bosque de la Bendición Incandescente, en el
Pequeño Tokio. —Hizo un gesto con la cabeza hacia la puerta que Virtud Ingeniosa acababa
de utilizar—. Es uno de los clubs de mamá Yokohama.
—El Bosque de la Bendición Incandescente. De acuerdo —dijo Jonny.
—Supongo que estás en contacto con Conover, y que podré conseguir un precio justo.
—No hay problema.
Fácil se acercó un poco más. Le habló a Jonny suavemente.
—Dime la verdad: tenías intención de liquidarme aquella noche en el Pozo, ¿verdad?
—¿Quién, yo? Solo me paré para ver a las estrellas de cine.
—Mentiroso —dijo Dinero Fácil. Sonrió—. Tendremos que arreglar eso también.
—Lo que tú digas.
—Pero más tarde —indicó Fácil. Del otro lado de la pared del frigorífico les llegó el
sonido ahogado de armas automáticas. Las luces de la cámara se apagaron. Unos segundos
más tarde, las luces de emergencia de encima de la puerta cobraron vida, creando en el
frigorífico brillantes relieves árticos—. Volverán dentro de un minuto. Será mejor que
vuelvas a tenderte en el suelo. —Jonny se tendió, reluctante, y Fácil se inclinó sobre él—.
Una cosa más —dijo—. No te estoy ayudando, ¿entiendes? Pero, si yo fuera tú, haría un
auténtico esfuerzo por largarme de aquí. No querrás tratar con los amigos árabes de la
puta.
Jonny asintió con la cabeza.
—Gracias. —La puerta vibró. Virtud Ingeniosa y Billy entraron por ella.
—¡Tráelo! —gritó Virtud Ingeniosa—. Es la policía, pero no quiero que lo encuentren.
Jonny olió de nuevo a tabaco. Se mantuvo fláccido mientras Billy pasaba las manos por
debajo de sus sobacos y empezaba a arrastrarle hacia la puerta. Cuando sintió aire cálido
sobre el rostro, Jonny clavó los talones en el suelo y lanzó el codo con violencia contra el
diafragma de Billy. El cowboy gruñó y cayó hacia atrás contra un muro de cajas de fibra de
vidrio amarillas. Jonny giró en redondo, lanzó su bota contra la barbilla de Billy (solo como
diversión) y echó a correr, mientras Virtud Ingeniosa chillaba a sus espaldas.
Dobló una esquina y se ocultó entre un montón de cilindros de almacenaje cauchutados
y los inclinados tirantes de sustentación de acero de la pared. Hombres armados con
Futukoros pasaron corriendo junto a él. Sus manos, cuando las miró, eran azules y estaban
hinchadas. Corrió de nuevo, y vio a policías con mascarillas respiratorias avanzar entre las
largas hileras de cajas. Otra hilera más abajo, y estaba jadeando y tambaleándose, hundido
hasta las rodillas en espuma de dióxido de carbono. Intentó trepar un muro de cajas, pero
la falta de oxígeno lo aturdía. Cosas negras con ojos vidriosos y tubos por bocas lo
agarraron. Agitó débilmente sus manos atadas, pero falló. Sus pies no pudieron encontrar
el suelo.
La espuma se lo tragó.
Tenía la impresión de despertar siempre en lugares extraños. Como si toda su vida hubiera
sido una serie de deprimentes y aterradores descubrimientos…, intentando hallar algún
punto de referencia, encontrándolo y teniendo que apartarlo a un lado al momento
siguiente. La sensación le asustaba y enfurecía incluso mientras la sopesaba, con la creencia
de que, si alguna vez llegaba a perder este terror y esta rabia, podía llegar a perderse él
mismo, parpadear y desaparecer como una imagen en una pantalla vídeo.
Jonny despertó a un ardiente dolor que se extendía desde sus hombros, cruzaba su
espalda y descendía hasta sus manos. Cuando agitó los dedos sintió el aguijonazo de miles
de agujas. El familiar olor de la prisión (desechos humanos y desinfectante) hizo que su
estómago le diera un vuelco.
—Cristo —murmuró, y abrió los ojos—. ¿Acaso no conocen otro color más que el verde?
La puerta de su celda raspó contra el suelo al abrirse, y un joven medio calvo y de rostro
cerúleo le miró desde el pasillo. Evidentemente llevaba esperando allí desde hacía un rato,
y la voz de Jonny le había sobresaltado. Jonny se sintió aliviado de ver que el hombre
llevaba el uniforme azul del departamento de policía y no el negro del Comité.
—¿Hola? —dijo el policía.
Jonny apoyó los pies en el suelo y se sentó en el camastro. El policía intentó disimularlo,
pero Jonny vio que echaba ligeramente hacia atrás la cabeza, sorprendido.
—Solo estaba comentando el acomodo —dijo Jonny—. Es decepcionante. —El dolor,
como una cuerda tensa, pareció cortarle por la mitad.
El policía frunció el ceño y cerró la puerta. Jonny escuchó sus pasos alejarse por el
pasillo. A solas de nuevo, se subió la rígida camisa gris de papel de la prisión y se palpó las
costillas con las puntas de los dedos. Hematomas y carne sensible, pero no parecía haber
nada roto.
Examinó la celda y sintió un cierto alivio y una tranquila especie de alegría. Tratar con
la policía, sabía por experiencia, no iba a ser ningún problema. Estaban predestinados al
fracaso, ridiculizados incluso por el gobierno de la ciudad que los mantenía; en la calle eran
considerados un peldaño más abajo de la policía de tráfico femenina como figuras de
autoridad. La mayor parte del personal del departamento estaba formado por muchachos
que no habían podido ingresar en el Comité, habían perdido su oportunidad por causa de
falta de nervio o astucia o simple y absoluta incapacidad, y habían aprovechado la punta de
locura que era absolutamente esencial para trabajar en el Comité.
A su propia y extraña manera, la policía era más viciosa que el Comité, una versión
brutal a escala reducida de su agencia hermana. Su falta de poder y la consecuente
insignificancia de sus preocupaciones se había convertido, a lo largo de los años, en una
especie de fuerza para ellos, una licencia para utilizar todo tipo de salvajismo que creyeran
necesario para completar el trabajo que tenían entre manos. Y los trabajos tomaban
muchas formas; en su mayor parte se referían a extorsionar a pequeños contrabandistas,
traficantes y prostitutas ofreciéndoles protección contra las pandillas. A menudo eran las
mismas personas que pagaban a una o más pandillas su protección contra la policía.
Jonny reflexionó que el policía que había mirado en su celda era típico del
departamento: mayor que casi todos los chicos del Comité, y carente de la chispa de certeza
juvenil de que la muerte, cuando llegara, buscaría a alguien distinto. Jonny decidió que
tantearía al policía cuando regresara. Vería exactamente qué tipo de historia deseaba, se
declararía culpable, y sería asignado a un equipo de reparación de carreteras o a un
proyecto de renovación del barrio. Jonny sabía que, una vez estuviera fuera, no tendría
ningún problema. Con solo un poco de suerte, calculaba que podía estar de vuelta en la calle
en una semana.
Habría pasado una media hora, según sus cálculos, cuando oyó de nuevo ruido de pasos.
Dos pares esta vez, andando con decisión. La puerta de su celda raspó y se abrió, y el policía
que había visto antes entró, seguido por un hombre mayor que llevaba un desgastado traje
azul de raya fina, remendado en los puños con jalea antideshilachado…, una fibra polímera
barata que se endurecía al contacto con el aire. La corbata del hombre mayor era un tono
demasiado clara para ir con el traje, y al menos dos temporadas demasiado delgada. Jonny
lo identificó como un burócrata; un abogado de oficio o quizás un asistente social. Era
alguien a quien trabajar. Hablarle de su infancia miserable, de la violencia en las calles…
—Agente Acker —dijo el hombre mayor. Tenía unos ojos enrojecidos y ansiosos. Sus
zapatos eran de polivinilo inyectado sobre molde, de los que se vendían en las máquinas
automáticas—. Yo soy el detective sargento Russo, y este es el agente Heckert.
Jonny sonrió y estrechó la mano que Russo le tendía, pero su mente funcionaba a
sobremarcha. Tomó un nuevo giro; pensó: Me ha llamado «agente».
—Deseaba que supiera usted, personalmente, que nos hallamos al tanto de la situación
—dijo el detective Russo con una sonrisa, mientras se sentaba al lado de Jonny en el
camastro de plástico—. Ya sabe, cuando fue traído aquí con toda esa gente del almacén. El
agente Heckert tomó las huellas retinales de todo el mundo para comprobar antiguas
órdenes de busca y captura…, no es algo que hagamos normalmente después de cada
redada, pero considerando el valor de lo hallado en el almacén… Entonces, cuando vimos la
nota del coronel Zamora en su dossier, volvió a comprobar sus huellas retinales, y encontró
su historial en el Comité.
Eso es, pensó Jonny. Este lunático piensa que todavía estoy en el Comité. Puedo salir
directamente de aquí.
—Buen trabajo, agente —dijo. Hizo una inclinación de cabeza a Heckert. El policía se la
devolvió, evidentemente feliz con su recién adquirido status—. ¿Cómo es que efectuaron la
redada en el almacén en ese preciso momento?
—Un soplo anónimo —dijo Heckert—. Una voz de mujer, sintetizada para parecer
masculina. Pasamos la llamada por el analizador y obtuvimos una buena impresión
original, pero supongo que no debe de tener antecedentes. —El policía sonrió. (Jugando al
chico duro, pensó Jonny. La clase de tipo que fracasa en su solicitud para entrar en el
Comité, se convierte en policía y jura por todos lados que siempre ha deseado ser policía,
no un engreído chico del Comité)—. Probablemente solo alguna fulana que quería
devolverle la pelota a su amigo.
—Sea como sea —dijo el detective Russo, lanzando a Heckert una mirada
desaprobadora—, llamamos al coronel Zamora, y pronto estará aquí para recogerle.
—¿Que han hecho qué? —aulló Jonny. Se puso en pie, con la repentina sensación de que
su estómago se había desfondado—. ¿Acaso no saben que han puesto en un compromiso al
Comité? —Sabía que tenía que darles algo. Fue improvisando a medida que hablaba—.
¡Topos de la Nueva Federación Palestina se infiltraron en el Comité hace meses! Estoy
investigando en secreto las células de terroristas árabes que operan en el sur de California.
Son insidiosos. Mezclan microtoxinas con el agua de mesa. Sueltan ratas infestadas con la
plaga en los suburbios. Esto es asunto estrictamente a alto nivel, ¿comprende? Máximo
secreto. Washington y Tokio se hallan implicados, sargento Russo. Nada de esto puede
abandonar esta habitación.
La mirada de Russo pasó a Heckert a Jonny y de nuevo al agente. Su frente estaba
fruncida (inseguro de su responsabilidad, de su culpabilidad, pensó Jonny; inseguro,
también, de si se estaban burlando de él o no).
—Pero seguro que usted no puede sospechar del coronel Zamora —empezó a decir
Russo.
—¿Cómo sabe usted que era Zamora con quien habló? —exclamó Jonny. Se estaba
acercando en ángulo a la puerta. Podía ver que se estaban tragando todas aquellas
estupideces; estaba ahí, en los ojos de los policías. Su incolora sangre burócrata burbujeaba
hasta la superficie. Sabía que le dejarían marchar porque creían que él era como ellos: otro
eslabón en la cadena de mando que los unía y los definía. Pero sus engranajes giraban
lentamente, y Jonny se daba cuenta de que tenía que seguir empujándoles—. Escuche,
amigo, es posible que haya hecho saltar usted mi tapadera —dijo—. Y si los árabes se
enteran de que estoy aquí, con los datos que he conseguido, todos podemos dar a nuestros
culos el beso de despedida, porque arrasarán todo este complejo antes que dejarme largar
de aquí.
—Bien, entonces será mejor que te llevemos a algún lugar más seguro —dijo una voz
cascajosa desde la puerta. Jonny se volvió en redondo. Ni siquiera había oído llegar a
Zamora, y ahora ya era demasiado tarde para hacer algo al respecto. Se volvió de nuevo a
los policías.
—Aguarden, les he estado mintiendo. No soy en realidad un federal —dijo—. ¡Soy un
Matasanos! ¡Un anarquista! ¡Arréstenme y se lo diré todo! ¡Nombres y fechas!
El detective Russo se alzó del camastro y se volvió hacia Zamora. Un músculo se crispó
furioso a lo largo de su bruscamente enrojecida mandíbula.
—Coronel Zamora, espero que pueda explicar usted lo que está ocurriendo aquí —
dijo—. ¿Es o no es este uno de sus hombres?
—Oh, vamos, detective sargento Russo —dijo Zamora—, por supuesto que lo es. —El
coronel le sonrió al policía, y Jonny se sintió enfermo—. ¿Acaso no vio mi anotación en el
dossier? El agente Acker lleva actuando en secreto desde hace un tiempo. Pero ha estado
demasiado entre terroristas, ha sufrido una crisis nerviosa. Está convencido de que es uno
de ellos. Ocurre a veces, en estos casos ultrasecretos. Pero le proporcionaremos toda la
ayuda que necesita.
Russo gruñó.
—Este hombre ha malgastado nuestro tiempo, coronel. Y ha puesto a este
departamento en una situación embarazosa. Espero que le proporcione usted alguna
ayuda, pronto. —Sacudió la cabeza, se metió las manos en los bolsillos de su andrajoso traje
y echó a andar fuera de la celda—. Coronel Zamora —dijo con voz cansada—, la próxima
vez que tenga problemas con sus hombres, le agradeceré que notifique al departamento.
Me doy cuenta de que no se le tiene a la policía la misma consideración que al Comité, pero
realmente…
—Tiene usted toda la razón, detective —dijo Zamora—. Comunicación. Ahí reside todo
el problema.
Russo y Heckert abandonaron la celda (el hombre más joven mirando a Jonny con una
expresión de absoluto odio) y echaron a andar pasillo abajo, mientras Zamora y un par de
pesadamente armados chicos del Comité conducían a Jonny en dirección opuesta. En una
zona de espera pintada en dos tonos de ampollada pintura verde, Zamora agarró a Jonny
(desgarrándole la barata camisa de la prisión) y le hundió un puño en el estómago.
—Esto por pasarte de listo —dijo.
Empujó a Jonny, aún doblado sobre sí mismo, a un ascensor. Alguien pulsó un botón, y
la cabina empezó a moverse. Jonny vio su reflejo en una pared transparente, fantasmal en
medio de lejanos tejados y nubes en cúmulo. El cubierto cielo ardía lodosamente al otro
lado del sucio y costroso lexán de la cabina. Jonny se enderezó y miró a los chicos del
Comité que le flanqueaban. Parecían tener unos catorce años e irradiaban oleadas de
tensión anfetamínica. Ambos estaban conectados cranealmente a multiplexers ajustados
para coordinar sus Futukoros con las matrices de blanco Sony que entretejían sus pechos y
espaldas en una densa red diamantina. Cada chico llevaba una unidad de energía en su
cintura y un dataparche, también conectado al resto, cubriéndole un ojo.
—Lo mejor que tenemos —dijo Zamora, señalando a los chicos—. ¿Ves todos los
problemas que estoy pasando por ti? —Sonrió con simpatía—. Mírame, Gordon. Soy una
avalancha. Y esta vez voy a caer duro sobre ti. No deberías haber roto nuestro trato.
—¿Qué trato? —preguntó Jonny. Se frotó las doloridas costillas—. Nunca hicimos
ningún trato. Usted me puso una pistola en la cabeza y me dio una orden. Pura mierda, eso
es lo que es.
Zamora se encogió de hombros.
—Llámalo como quieras. El hecho es que me jodiste, y ahora vas a tener que pagar el
precio. —Apartó la vista y Jonny siguió su mirada mientras la posaba sobre los muelles.
Blancas grúas articuladas descargaban brillantes furgones de buques de carga,
deslizándose sobre sus cojines de inducción como esqueletos de inmensos caballos.
Una vieja y familiar furia se apoderó de Jonny, como un puño estrujando su pecho. Se
atragantó; le recordó el speed, la precipitada y no dirigida furia del síndrome de
abstinencia.
Miró al suelo, intentando aclarar su mente. Tiras de hilo de cobre recubierto de plástico
se enrollaban en los ángulos en torno al deslucido panel de servicio debajo de la botonera
del ascensor. Jonny consiguió un cierto sentido de autocontrol diciéndose a sí mismo que le
había negado a Zamora lo que más deseaba…, Conover. Pero me tiene a mí, pensó. Y sabía
que Zamora conseguiría finalmente a Conover de todos modos. Ese pensamiento hizo que
volviera la ira, más fuerte que nunca.
—Veo con toda precisión a través de usted, coronel —dijo.
Zamora alzó una ceja, divertido.
—Oh, ¿de veras?
—Con una maldita precisión —remachó Jonny—. Se me ocurrió mientras estaba ahí
arriba en las colinas. Todavía no he elaborado todos los detalles, pero sé que está usted en
la misma cama con los árabes. Vi emisiones de L.A. en un canal restringido de la Red árabe.
Evidentemente, si hay árabes operando en la ciudad, usted lo sabe. Y si usted lo sabe, eso
quiere decir que le están pagando.
—¿Y si te dijera que ni siquiera estás caliente caliente?
—Mentiría. Porque es esa conexión árabe la que le pone tan nervioso respecto a
Conover. Él tiene conexiones con la CIA que se remontan a décadas atrás. Usted teme que
vaya a por usted, que haga un trato con los federales y que termine usted en una habitación
estéril en alguna parte con cables metidos en toda su cabeza, soltando hasta el último
pensamiento que jamás haya tenido.
—¿Qué te hace pensar que no estoy preparado para subir ahí arriba y arrastrar a
Conover de su pellejudo cuello?
—Porque usted no quiere una guerra. Conover no es estúpido. Evidentemente, usted
sabe dónde está. Esa colina holográmica es solo un truco de espectáculo de feria para
impresionar a la gente del lugar y a los demás lores, pero compró esa casa encantada
porque la encontró realmente estupenda contra cualquier tipo de asalto. Se necesitaría
aplanar toda la colina para sacarle de allí. Pero si usted hiciera esto, la gente empezaría a
hacerse preguntas y usted se vería de nuevo con la mierda hasta el cuello. Es por eso por lo
que me explicó ese cuento de hadas acerca de las Ratas de Alfa. Pensó usted que me sentiría
impresionado y aterrado de sus importantes conexiones, que sacaría a Conover de esa
colina y volvería corriendo a usted, en busca de las migajas de la mesa.
El coronel Zamora sacudió la cabeza y dejó escapar su ronca risa de lagarto.
—Dios, hijo, realmente has retorcido las cosas. Quizá debiéramos llevarte a un hospital
después de todo —dijo—. Por supuesto que hay árabes operando en la Lisiada Asquerosa.
Demonios, Washington y Tokio tienen a algunos de los mullahs más influyentes de Qom y
Bagdad en su nómina. Así es como funciona el mundo. Negocio, ¿recuerdas? Pero esos
rascaarenas de L.A. son solo una célula de propaganda. Cachorrillos burocráticos que no
podrían proporcionarme ni dinero para el almuerzo.
El ascensor seguía subiendo. Jonny supo entonces que se encaminaban al deslizapuerto
en el tejado. Agitó la cabeza. No tienes a Sumí. Si la tuvieras, ya la habrías hecho aparecer de
algún modo. La habrías utilizado para amenazarme o algo.
Zamora sonrió. El ascensor fue frenando gradualmente su ascensión.
—¿Estás seguro acerca de eso, Gordon? —El coronel adelantó una mano y siguió
suavemente la línea del desgarrón de la camisa de papel de Jonny—. ¿Estarías dispuesto a
apostar tu vida?
—¿Me está diciendo que tengo algo que perder? —preguntó Jonny.
Zamora rio de nuevo.
—No, probablemente no.
El ascensor se estremeció cuando los seguros magnéticos lo clavaron en su lugar debajo
del deslizapuerto. Estaban aún a dos plantas del tejado. Como la mayor parte de los
edificios en L.A. equipados con deslizapuertos, este disponía de un ascensor especial de
acceso restringido que tendrían que utilizar para alcanzar el tejado.
—Atentos —dijo Zamora a los chicos del Comité. Ninguno de los dos pareció reconocer
directamente la orden, pero cada uno se movió, ajustando los parches de datos, agitando
los hombros para alisar las redes de blancos. Los chicos vivían a un nivel distinto, sabía
Jonny, en el campo sensorial expandido de la matriz de blancos, experimentando una
aproximación digital de consciencia ampliada. Por un momento, Jonny se dio cuenta de que
les envidiaba. Agitó la cabeza ante lo absurdo de su pensamiento. No tenía nada que perder
allí, pensó.
Las puertas del ascensor se abrieron con un susurro y Jonny fue empujado al pasillo;
Zamora fue tras él, con los chicos del Comité a ambos lados. El coronel avanzó rápidamente
hacia el otro ascensor, deslizó su tarjeta de identificación en una ranura bajo la botonera y
pulsó un botón. Unos cuantos metros más allá en el pasillo, un trabajador de
mantenimiento de la prisión estaba utilizando una pistola tapagrietas para aplicar sellante
de silicona a los bordes de una ventana de observación. El pasillo en sí era silencioso y
anónimo, con paredes beiges y enmoquetado institucional marrón; Jonny se sintió aliviado
de descubrir que el horrendo olor de la prisión no se extendía hasta este nivel.
El tiempo se estaba dilatando definitivamente, decidió Jonny. Se sentía como si se
estuviera moviendo a través de algún denso medio líquido, agudamente consciente de lo
que le rodeaba, pulsando con los sentidos exagerados de los moribundos y los condenados.
Los objetos habían adquirido una relevancia casi sagrada. Palmeras en maceta junto a las
ventanas. Dispositivos de iluminación cromo mate. El mono azul del hombre de
mantenimiento, su piel moteada, rosa ensombreciéndose a negro. Algo en su mano: una
saeta de plata en una pistola ballesta.
El nombre brotó casi involuntariamente.
—El Hombre Rayo —dijo Jonny. Pero entonces ya todo había terminado. El chico del
Comité de su derecha estaba muerto, con una elegante pieza de aleación superconductora
estallando a través de su pecho, chisporroteando como una sangrienta araña, con los
acanalados filamentos inclinados hacia atrás, uniendo y cortocircuitando la red de
blancos…, asando al muchacho en sus propios datos sensoriales.
El otro chico estaba disparando hacia el pasillo, rociando las paredes con ardientes
trazadoras rojas. Jonny giró y le lanzó un gancho largo a los riñones. Un brazo se cerró en
torno a su garganta y lo echó hacia atrás.
—¡No! —gritó Zamora. El chico del Comité se había vuelto hacia ellos; cargado de droga
y con el rostro rojo de furia, apretó su arma contra la mandíbula de Jonny. Hubo un siseo
apagado y el chico cayó hacia atrás…, con la garganta rebanada por una arácnida saeta.
Las puertas del ascensor se abrieron y Zamora empujó a Jonny dentro. En su muerte, los
ojos del segundo chico del Comité eran como los de un niño asombrado. Jonny lo sintió por
él, pero entonces su cabeza fue echada salvajemente hacia atrás para entrar en contacto
con el cañón de la Futukoro de Zamora.
—¡No es tan fácil! —gritó el coronel. Giró el cañón del arma hacia el Hombre Rayo y
disparó por entre las puertas que se cerraban, y el sonido atronó en la cabeza de Jonny. El
Hombre Rayo saltó por encima de los cuerpos de los chicos muertos del Comité y rodó
sobre sí mismo para eludir el disparo. Las puertas del ascensor se cerraron con un suave
tud, y la cabina empezó a subir.
—No hagas nada —susurró Zamora en el oído de Jonny—. Ni un movimiento, ni un
jadeo, ni un sonido. —El brazo en torno a la garganta de Jonny se tensó, amenazando con
alzarle sobre sus pies—. ¿Crees que tus compañeros son listos? —Dijo «compañeros» en
español, con acento despectivo—. Son unos tontos del culo. No saben hacer más que trucos
con las cartas.
—Quizá —dijo Jonny—, pero los chicos de usted están muertos.
La cabina se detuvo con un suave estremecimiento y las puertas se abrieron bajo las
torres de iluminación del deslizapuerto. Con la Futukoro del coronel apretada contra su
sien, Jonny cruzó el asfalto, con Zamora empujándole por la espalda. Una brumosa luz
ensangrentaba el cielo, mientras el sol poniente ardía débil por entre una niebla cargada de
hidrocarburos.
—¡Arriba las cabezas, hijos! —aulló Zamora—. ¡Hay Matasanos en el edificio! —Los
chicos avanzaron a la polvorienta luz del desierto.
Había una docena de amplios círculos trazados regularmente en el tejado, como
iluminadas tapas concéntricas de alcantarilla. Las pistas de aterrizaje de los deslizadores
eran esencialmente discos sobrepuestos de acero al carbono marcadas con luces guía,
encajadas en un lecho de amortiguadores. Por el momento solo había un vehículo en el
tejado, descansando sobre una pista en el extremo más alejado; Zamora empujó a Jonny
hacia él mientras una docena de chicos del Comité y policías corrían en abanico detrás de
ellos, preparados para iniciar un fuego de cobertura por todo el tejado. A la izquierda de
Jonny, un joven policía con un rayo en bola tatuado a cada lado de su cráneo afeitado estaba
enviando el ascensor al sótano, sellando el tejado del resto del edificio. Sonaron sirenas, y
luces de advertencia carmesíes empezaron a girar. La plataforma se hundió como dos
metros y se detuvo. Las luces del tejado parpadearon y se apagaron.
—¡Corte de energía! —gritó alguien.
Zamora empujó a Jonny hacia delante, a los brazos de un par de Chicos Rudos de
hundidas frentes. El más alto de los dos, un chollo de rostro picado por el acné, alto incluso
para los estándares del Comité, dijo:
—¿Dónde están Rick y Pepe?
—Cállate —dijo el coronel—. No están. Es culpa de ese tonto del culo. Llevadlo al
deslizador.
En el momento en que los brutales dedos de los Chicos Rudos se clavaron como tenazas
en los hombros de Jonny, algo aleteó en el aire. El complejo del Mitsui Pacific Bank, a
oscuras un momento antes, resplandeció con un color gris pálido, nevoso, y un holograma
en blanco y negro del rostro de una mujer se formó en el aire, cuadriculado con ventanas y
brillantes lavacristales robot. La imagen se reenfocó, se amplió hasta que solo quedó el ojo.
Y el perfil de un hombre con una navaja en la mano. El ojo gris cubrió diez pisos en la parte
superior del banco mientras la navaja se deslizaba a través de la córnea, cortándola
limpiamente en dos. A cada lado del tejado, los edificios llamearon bajo oleadas de fosfenos.
Pálidos desenpolvamientos de carne pomo. El húmedo rojo de una lección de autopsia. Un
collage de anuncios, demasiado rápidos para seguirlos: coches, nuevos ojos, animales de
compañía clonados.
Desde alguna parte, un altavoz ladró metálicamente:
—Somos la revuelta del espíritu humillado por vuestras obras.
Somos la chispa en el viento…, ¡la chispa que busca el barrilito de pólvora!
—Sacadlo de aquí —dijo Zamora cuando la primera concusión estremeció el tejado.
Los Matasanos estaban encima del deslizapuerto cuando Jonny los vio, lo bastante altos
como para permanecer en silencio bajo las girantes palas de sus ultraligeros. Imaginó que
habían despegado de los edificios cercanos al amparo de los hologramas. Ahora estaban
trazando círculos, dejando caer guirnaldas de rosas, cartas de juego, bandadas de palomas
mecánicas, que giraban en las corrientes de convección del tejado de abajo y estallaban al
entrar en contacto con él, desgarrando el acero y el asfalto debajo de los pies de los chicos,
desprendiendo asfixiantes nubes rosas de gas CS.
—¿Qué te dije? —gruñó Zamora—. Están fritos. Va a ser como un tiro al plato.
Pero la energía volvió, y los arcos de carbono arriba en las torres brillaron de nuevo a la
vida, ocultando las figuras aladas.
—¡Mierda! —aulló Zamora, y se apresuró a cruzar el tejado—. ¡Llevado a detención! —
gritó a los Chicos Rudos—. ¡Perdedlo, y perderéis vuestros culos!
El más bajo de los Chicos Rudos, un rubio típico blanco-anglosajón-protestante con
mala dentadura, asintió y empujó a Jonny en dirección al deslizador.
—Me llamo Stearn —dijo—. Este es Julio. —Señaló con el pulgar al chico más alto—. Te
partiremos la espalda si te haces el listo. —A los dieciséis años, Stearn era casi un metro
más alto que Jonny, y su voz era innaturalmente profunda, su habla confusa a causa de su
distendida mandíbula acromegálica.
En la base de la plataforma del deslizador Jonny se sintió presa del pánico, sabedor de lo
que le aguardaba cuando llegaran al cuartel general del Comité. Se retorció en la presa de
Stearn, y la barata camisa de papel se rasgó de nuevo en sus hombros cuando dio una
voltereta hacia arriba y por encima del deslizador. Captó un atisbo del piloto dentro, una
calavera ambarina arrojada por la resaca a la luz de la consola de navegación. Aterrizó al
otro lado, saltó fuera de la plataforma y corrió hacia el borde del tejado, agitando los brazos
y gritando a los Matasanos:
—¡Aquí! ¡Estoy aquí!
Un puño del tamaño de la cabeza de Jonny le golpeó entre los omoplatos y lo derribó de
bruces. Un momento más tarde era alzado en pie. Los Chicos Rudos hicieron un sprint de
vuelta al deslizador. En el otro extremo del tejado, los Matasanos estaban posando sus
ultraligeros, deteniéndolos en medio de una rociada de gas lacrimógeno y fuego de
Futukoro.
—¡Está bien! —aulló Jonny—. ¡Van a usar vuestras pelotas como pisapapeles, Ubu!
Stearn le soltó y Julio le empujó de espaldas al interior del aparato. Cayó, con la vista
alzada hacia la enorme bota que flotó sobre su rostro cuando pasaron por encima de él y
Julio se acomodó en el asiento a su derecha. Los Chicos Rudos lo izaron mientras Stearn
entraba y se sentaba, encajonando a Jonny a su izquierda.
Fuera, la voz amplificada prosiguió:
—Estoy aquí por la voluntad del pueblo, y no me marcharé hasta que me devuelvan mi
impermeable.
Stearn cerró la portezuela y dio una palmada en el hombro al piloto.
—¡Adelante! —gritó. El piloto conectó los motores. Los subsónicos retumbaron en las
entrañas de Jonny mientras los cuatro motores Pratt & Whitney del deslizador cobraban
vida. Los ultraligeros se posaron en el tejado a unos pocos metros de la plataforma, y los
Matasanos salieron corriendo hacia el vehículo.
—¡Adelante! ¡Vámonos! —gritó Stearn.
Jonny clavó la pierna entre los asientos delanteros y lanzó su bota contra la cabeza del
piloto.
—Quieto —murmuró Stearn, y clavó un codo en la garganta de Jonny.
En medio de una espesa niebla de gas lacrimógeno, el deslizador se alzó medio metro de
la plataforma. Y volvió a caer con un fuerte golpe. Algo plateado llameó junto a la ventana.
El piloto empujó la palanca hacia delante, dando más energía a los motores. El deslizador
empezó a alzarse lentamente y giró hacia fuera del tejado, sobre la calle. Jonny vio a
Zamora debajo de ellos, agitando frenéticamente los brazos. Uno de los Chicos Rudos
maldijo, y Jonny alzó la vista.
El extremo en forma de hoz de un kusairagama estaba envuelto en torno a la batería de
luces de encima del vehículo. Destello de un rostro en la ventanilla. Ruido desde el techo.
Jonny vitoreó ante aquella visión. Tres Matasanos estaban encadenados al techo mientras
el deslizador se tambaleaba inseguro a veinte pisos por encima de la ciudad.
—No puedo mantenerlo equilibrado —dijo el piloto—. Algo va mal.
Julio se inclinó hacia delante.
—Mira hacia arriba, estúpido —dijo.
El piloto torció la cabeza hacia delante en el momento en que un hacha cuarteaba el
parabrisas justo encima de él. Tiró hacia atrás de la barra de control, haciendo oscilar
violentamente el deslizador de lado a lado. Más sonido de metal y plástico fragmentado les
llegó desde arriba. Los Matasanos se habían repartido en el techo y estaban hacheando
metódicamente la cabina.
Stearn sacó su pistola y apuntó a las ingles de un Matasanos arrodillado sobre el techo
de la cabina encima de él. El piloto seguía luchando con la palanca. El vehículo se inclinó
hacia la izquierda, como un animal quejándose, y el chico perdió su puntería.
—¡Mantenlo quieto! ¡No puedo disparar! —aulló.
—¡No! —gritó el piloto—. ¡Puedes darle a los estabilizadores! Ya resulta bastante difícil
de controlar ahora.
—Entonces sacúdelos fuera —dijo Stearn.
—Está bien; agarraos.
El piloto echó bruscamente la palanca hacia la izquierda, y el deslizador dio un bandazo.
Los pies de Jonny abandonaron el suelo. Tendió la mano hacia el techo, sujeto a unos pocos
centímetros sobre el asiento por su cinturón de seguridad. Los Matasanos todavía estaban
fuera, asegurados al vehículo por sus cadenas.
—No puedo dominarlo —dijo el piloto—. La carga es excesiva.
—¡Domínalo! —ordenó Stearn. Apuntó al Matasanos que estaba junto a su ventanilla.
Jonny apretó la espalda contra el techo y lanzó una serie de golpes cortos al Chico Rudo
con ambos puños, lanzando su rostro contra el cristal. La Futukoro escapó de sus manos,
disparando fuera de la ventanilla. Astillas de cristal volaron contra ellos como un millar de
cuchillos volantes. El sonido del ardiente viento y el gritar de las forzadas turbinas.
El piloto enderezó el aparato. Los Matasanos volvieron al techo y siguieron con su
trabajo, hacheando metódicamente el casco del deslizador. Stearn se volvió y miró a Jonny,
con irregulares astillas de cristal empotradas en torno a sus ojos y boca y brillando como
salvajes joyas. Se inclinó, cerró sus gruesos dedos en torno de la garganta de Jonny y
apretó. Jonny fue en busca de los ojos del chico pero falló, notó los músculos de su cuello
ceder, sintió que su respiración se detenía, el mundo empezó a deslizarse lejos.
—¡Alto! —cortó la voz de Julio—. Tenemos que llevarlo a detención —dijo—. ¡No es
tuyo!
Pero Stearn siguió apretando. Jonny oyó una explosión ahogada y sintió que los dedos
sobre su cuello se relajaban. Forcejeó para echarse hacia atrás. Stearn había saltado en pie
y sus hombros se retorcían convulsivamente. Luego cayó hacia delante, revelando un
húmedo agujero en su espalda.
—¡Muévete! —aulló el Matasanos con la pistola. Estaba inclinado en la rota ventanilla,
boca abajo, intentando disparar al otro Chico Rudo.
Jonny se arrojó encima del cuerpo de Stearn, notó el calor del disparo en su espalda.
Cuando se atrevió a alzar la vista, vio al Matasanos fuera de la ventanilla, una marioneta sin
vida, con la cadena deslizándose de en torno a su muñeca, muerto ya cuando se soltó del
vehículo.
Julio gruñó alguna obscenidad en español. Jonny le descubrió metiéndose un pañuelo en
el agujero en su hombro. El Chico Rudo sonrió.
—No voy a matarte —dijo, y apretó el cañón de su Futukoro contra la entrepierna de
Jonny—. Pero te haré desear el estar muerto.
—¡Estamos cerca del centro de detención! —gritó el piloto—. Voy a posar el aparato
allí.
—Hazlo aprisa —dijo Julio. Apretó la espalda contra la destrozada ventanilla y se asomó
fuera a medias.
Jonny sintió que le hormigueaba la piel ante el pensamiento de regresar al cuartel
general de la Comisión. El deslizador estaba planeando sobre los tejados de apagados
rascacielos. Se acercaban a la plaza Union Bank, con sus fuentes secas y sus muertos y
quebradizos árboles. Jonny vio la autopista. Si podía conseguir que el piloto posara el
deslizador allí, pensó, él y los Matasanos podrían secuestrar un coche y desaparecer. Miró a
Julio y vio al chico ocupado con un Matasanos que se negaba a mantenerse inmóvil para
que le disparara.
Usando el cuerpo de Stearn como protección, Jonny golpeó su bota contra el suelo y
extrajo su cuchillo de hoja larga. Se inclinó entre los asientos delanteros y apoyó la punta
de la hoja contra la garganta del piloto, apretando solo lo suficiente como para hacer brotar
unas gotitas de sangre. El piloto echó bruscamente la cabeza hacia atrás.
—Pósate junto a esa fuente —susurró.
—Sí, señor —dijo el piloto, e inició un lento viraje hacia la plaza.
Jonny oyó una voz:
—¿Qué demonios haces?
Giró en redondo. Julio estaba volviendo a meter la cabeza por la ventanilla, y Jonny le
atrapó por la barbilla con el tacón de su bota. Dos brazos revestidos de cuero brotaron
detrás del Chico Rudo y aferraron mechones de su pelo, tirando de él de nuevo fuera de la
ventanilla. Julio pareció dejarse llevar entonces por el pánico; agitó su Futukoro de un lado
para otro, apuntando por un momento al Matasanos que lo había agarrado, luego girando el
arma de vuelta a Jonny. Cuando el Matasanos desapareció fuera de la ventanilla, apretó el
gatillo. La cabeza del piloto estalló, y el deslizador picó con brusquedad hacia delante,
apuntando con el morro en dirección al pavimento.
Jonny metió la mano por debajo del cuerpo del piloto muerto y agarró la palanca.
Encima de él pudo oír a Julio forcejear todavía con el Matasanos. Un disparo perforó el
techo. Jonny tiró de la palanca hacia atrás con todas sus fuerzas, intentando evitar el
choque. El deslizador se encabritó violentamente y raspó con su vientre contra los árboles
de la plaza Union Bank.
Al otro lado de la calle, en medio de una mezcolanza de mobiliario de exterior medio
podrido, se alzaba la espejeante masa del Bonaventure Hotel. Jonny alzó la vista justo a
tiempo para ver su propio reflejo estrellarse contra el edificio al otro lado de la calle.
9
La traición de las imágenes
Una ligera costra de sal en los labios. El olor a cemento húmedo y pescado.
Los Ángeles se cerraba sobre él como el ala de un pájaro, distorsionado como la imagen
de un diamante atrapada en la superficie cóncava de un espejo parabólico. Distendida, la
ciudad se fragmentaba; no podía mantenerse unida. Todas las relucientes torres de oficinas
y prisiones, todos los coches y pistolas, los yonquis y los traficantes, los muertos y los
agonizantes, llovían sobre él desde el lomo de un cielo herido. Y todo el mundo parecía
conocer su nombre excepto él.

Se le ocurrió a Jonny que, para alguien que básicamente solo deseaba que le dejaran
tranquilo, estaba empleando una maldita cantidad de tiempo en despertar en medio de
vendajes.
Que seguía con vida era menos una sorpresa que una carga para él. No dejaba de pensar
en si habría alguna razón para ello, alguna finalidad aparte que para el regocijo de otras
personas. Tenía la sensación como si le hubieran abierto la nuca con un abrelatas y se la
hubieran llenado con hielo seco. Se echó a reír de algo —sin saber exactamente de qué—,
halló el borde de la cama con las manos y se sentó.
El olor a pescado era más fuerte. Había un charlotear, como de voces de delfines, varias
habitaciones más allá. Ninguna luz, sin embargo. Palpó vendajes en su rostro, múltiples
capas de gasas y cinta adhesiva quirúrgica. Cicatrices en sus mejillas. Le habían sometido a
cirugía. Tocó sus labios, debajo de la línea de vendas. Estaban hinchados, había perdido
algunos dientes de delante. Probablemente también tenía la nariz rota. Sin embargo, pensó,
hubiera podido ser peor. Le dolían los ojos.
Los ojos.
En alguna parte al fondo de su mente, una voz gritaba. La suya: como un rugir de
turbinas, como metal retorcido contra metal.
Los ojos.
Entonces el mundo se tambaleó, abrumado por el peso de una sola palabra.
—Ciego —dijo. Apenas la registró. Descubrió que podía retenerla si lo intentaba,
examinarla desde una cierta distancia, escrutar sus contornos y circunvoluciones, sin
permitirle llegar a adquirir nunca un significado consciente. Pero su peso era tal que no
podía retenerla indefinidamente; al fin cayó, y trajo consigo los recuerdos, que se
estrellaron sobre él como el parabrisas del deslizador. Estaba ciego.
Estoy ciego.
—¿Jonny? —Era una voz de hombre. Amplificada—. Quédate aquí. No te levantes.
El suelo estaba frío bajo sus pies desnudos. Captó cemento húmedo, fláccidas tiras de
varec y, unos pocos pasos después, la oxidada rejilla de un desagüe en el suelo. Podía oír el
océano, muy cerca. Algo se escurrió por encima de su pie derecho…, un diminuto cangrejo.
Sintió que otros se alejaban apresuradamente cada vez que bajaba un pie. Una pared.
Necesitaba una pared, algo sustancial contra lo que apoyarse. Retrocedió hasta donde creyó
que estaba la cama, luego se detuvo. Inseguro. Giró en círculo, gritando, la cabeza echada
hacia atrás, las manos convertidas en reflexivas garras que arañaban el aire. Cuando
consiguió dominarse seguía de pie allí, jadeando. Ninguna luz en absoluto.
—Jonny, no te muevas.
Giró hacia el sonido, dio un paso…, y se sintió caer. Una mano se cerró sobre su hombro
y su brazo derecho, lo empujó hacia atrás. Se dejó caer al suelo, las manos contra su rostro,
con la humedad infiltrándose a través de las perneras de sus pantalones.
—Te dije que te estuvieras quieto. Casi caes diez metros. —La voz era familiar.
—Hey, Groucho —dijo Jonny—. Adivina qué. Estoy ciego.
—Ya lo sabía. No tenías que pasar por todo esto para demostrármelo. —El anarquista le
ayudó a ponerse en pie y lo condujo de vuelta a la cama, una distancia que Jonny juzgó no
mayor de quince metros.
—Cristo, soy un jodido vegetal —dijo Jonny.
—No seas estúpido —respondió el anarquista. Jonny sintió que la distribución de pesos
sobre la cama cambiaba cuando Groucho se sentó a su lado—. Tienes tus manos; tienes tu
mente. Sellamos lo que quedaba de tus nervios ópticos. No podíamos hacer mucho más.
—Estupendo —dijo Jonny—. ¿Qué hay de implantes?
—No lo sé. Probablemente podríamos arreglar algo para proporcionarte algún tipo de
visión. Con el tiempo. Injertar algunas células nerviosas de alguna otra parte de tu cuerpo al
tejido de tu nervio óptico y ver si podemos generar algo para reconstruirlo. No estoy
seguro. El problema es que aquí, lejos de los centros urbanos, estamos limitados en lo que
podemos intentar. Perdimos gran parte de nuestro equipo cuando el Comité cayó sobre
nosotros. —Jonny le sintió moverse. Alguna especie de gesto—. Lo siento, hombre.
Jonny asintió.
—Sí. ¿Dónde estamos?
—En una granja piscícola. Lleva años cerrada. Ahí es donde estuviste a punto de caer, en
uno de los tanques de alimentación vacíos. Antes de convertirse en granja el lugar era un
centro de mamíferos marinos. Hay corrales ahí fuera donde aún siguen viniendo los
delfines en busca de una comida gratis. Me temo que les hemos estado animando —dijo—.
Son unos animales tan hermosos.
—Hey, háblame de ello —dijo Jonny. Inspiró profundamente y tragó saliva—. Escucha,
quiero saber. Yo…, quiero decir, ¿qué es lo que…?
—Tu rostro está bien —dijo Groucho—. Incluso podrías considerarlo como una mejora.
Aunque en estos momentos tienes el suficiente plástico y metal en tu cráneo como para
calificarte de pequeño artefacto.
Jonny agitó la cabeza. Intentó conjurar la imagen de Groucho sentado a su lado en la
cama. La cama en sí era sencilla. Pasó los dedos por su borde y sintió metal desnudo y
amortiguadores de caucho, ruedas calzadas debajo. Un carrito para especímenes, cubierto
con un colchón de espuma. Pero el rostro de Groucho se le escapaba. Jonny siempre había
sido incapaz de recordar los rostros de la gente a menos que los mirara directamente.
Intentó imaginar la habitación. Cemento desnudo, tanques esmaltados con escalerillas
cromadas que conducían hasta el fondo, desagües en el suelo…
Olvídalo.
Era una lista de compras, no una imagen. Se podía imaginar a sí mismo (también sin
rostro), Groucho y la cama, pero más allá de esto solo había vacío, terra incógnita. No
existía nada que estuviera más allá del extremo de su brazo.
—Tendrás que acostumbrarte a ello, tonto del culo —murmuró.
—¿Qué?
—¿Qué va a ocurrir ahora?
—Volveremos al plan uno —dijo Groucho—. Los Matasanos tienen amigos en México.
Deberíamos poder llevarte hasta Ensenada en un par de días, luego al continente. Va a
pasar un poco de tiempo antes de que podamos hacer nada respecto a tus ojos.
—No me engañes, ¿eh? —dijo Jonny—. Si mis nervios ópticos están tan mal como dices,
entonces es soplarle al viento hablar de injertos nerviosos. Seamos realistas, estamos
hablando de una conexión craneana que funcione a través de un digitalizador y algún tipo
de equipo de microvídeo. Tú, o cualquiera de los tuyos, ¿tiene algo para hacer una cosa así?
—No. Hay que ir a Nueva Esperanza o a alguna clínica del gobierno para ese tipo de
trabajo.
—Bien, pues así estamos —dijo Jonny llanamente. La cama se movió cuando Groucho se
puso en pie. Jonny estudió los ecos superpuestos de los pasos del anarquista mientras este
se movía por la habitación, contando el número de latidos entre cada clic de los tacones,
imaginando que eso podía proporcionarle alguna idea del tamaño o la disposición de la
estancia. No lo hizo. Había otros sonidos: el ruido blanco de la resaca, delfines, el cliquetear
de los cangrejos por el suelo, todos ellos igualmente distantes e irreales, como si, en
ausencia de cualquier estímulo visual, su cerebro estuviera manufacturando
ajetreadamente sensaciones por sí mismo.
—Vaya, hombre. A veces pienso que todo esto no es más que humo y espejos.
—Pensé que esto había quedado comprendido —dijo Groucho. La voz del anarquista le
llegó desde el otro lado de la habitación, un poco a su izquierda.
—Solía volverme loco —dijo Jonny—. Los roshis me decían que todo esto era una
ilusión. Bien, hombre, si todo esto es una ilusión, debe de ser la de alguien distinto, porque
no puedo sacar nada en concreto de toda esta mierda. —Hubo un roce en el cemento, un
sonido como de papel. Jonny pensó que Groucho podía estar moviendo cajas.
—Eso es simplemente eludir la cuestión —dijo Groucho—. También suena como una
elaborada excusa para el suicidio. ¿Deseas morir?
—No lo sé. —Jonny se encogió de hombros—. A veces. Sí.
—Es duro. Nos hemos vuelto tan indiferentes a la presencia de la muerte que
jugueteamos con ella, la usamos como una droga, la elaboramos en nuestras mentes como
la gran escapatoria. La falacia aquí, por supuesto, es que la muerte es también una ilusión.
—Eres un circo de tres pistas, amigo —dijo Jonny—. Pero todo esto no son más que
palabras. Los católicos tuvieron media ciudad bajo sus pulgares con efectos luminosos
baratos y cristal tintado, los musulmanes dijeron a los hashishin que morir por Alá era un
billete para el cielo, y el Buda dice que la vida es sufrimiento, todo lo cual significa que no
debería desmoralizar a nadie señalando que el estar ciego, esa es la auténtica situación, es
algo completamente jodido.
—¿No entiendes lo que significa una ilusión? ¿Estás ciego, dices? Yo digo: no hay nadie
viendo ni nada que ver. ¿Cómo puedes echar en falta lo que nunca ha existido?
—Todo esto son estupideces.
—Hielo me dijo que en una ocasión tuviste una roshi, que acostumbrabas a sentarte y
meditar. ¿Qué ocurrió? —La voz de Groucho estaba cerca de nuevo. Apretó algo contra las
manos de Jonny—. Tus botas. Lo siento, alguien las limpió. Vuelven a ser negras.
Jonny se inclinó sobre el borde de la cama y empezó a ponerse la bota derecha. Dijo:
—Sí, acostumbraba a sentarme y meditar. Yo era joven, y estaba de moda. Zen para
quinceañeros. Como las chaquetas de piel de serpiente o los ojos verdes.
—No pareces el tipo para este juego.
—Por supuesto que lo soy.
—No, te gusta creer que lo eres, porque es fácil y encaja con una imagen que tienes de ti
mismo. Pero no creo que te acerques al cínico o al estúpido que te gusta jugar a ser.
Mientras se ponía la otra bota, Jonny dijo:
—Fuisteis vosotros quienes lanzasteis a los polis sobre el almacén de Virtud Ingeniosa,
¿verdad?
Groucho suspiró.
—Cogerte de manos de los polis iba a ser de lo más sencillo. Nunca soñamos que los
idiotas avisaran al Comité. En realidad, fue Hielo quien hizo la llamada. Está sana y salva,
¿sabes?
Jonny sonrió.
—Gracias.
—Sumi también.
—Jesús —murmuró Jonny—. ¿Está aquí?
—Sí. Ella fue quien hizo prácticamente toda la instalación de las luces de este lugar. Está
tomando la energía de la red de la autoridad de tránsito.
—Eso suena propio de ella —dijo Jonny—. ¿Dónde está? Llévame a ella. —Se puso en
pie, pero Groucho le empujó de nuevo a la cama.
—Tú quédate aquí. Ella y Hielo están con un grupo de recuperación en una de las viejas
plataformas petrolíferas cercanas. Cuando vuelvan les haré saber que estás aquí.
—Gracias, amigo —dijo Jonny. Tocó las limpias hileras de hebras de plástico que habían
utilizado para cerrar las incisiones en su rostro. Tensos meridianos de dolor. Se sentía muy
cansado.
—La confianza de los locos. Pasaría toda mi vida provocándoles. Toma esto. —Jonny
halló un pequeño cilindro de plástico blando en su mano—. Es un autoinyector —explicó
Groucho—. Endorfinas. Si el dolor se vuelve demasiado malo, lo único que tienes que hacer
es quitar la tapa superior para dejar al descubierto la jeringuilla e inyectarte en una vena.
Cuando el anarquista abandonó la habitación, Jonny hizo saltar la tapa superior del
inyectable con el pulgar y apretó la aguja contra el hueco de su brazo izquierdo. Un
mecanismo a resorte bombeó el medicamento. Inmediatamente el dolor desapareció,
sustituido por un suave calor incorpóreo, como si la sangre hubiera sido reemplazada por
jarabe caliente. Se tendió en la cama, notó que sus músculos se desenroscaban, y dejó que el
medicamento y la profunda oscuridad del sueño se apoderaran de él. Escuchó el océano y
los delfines, se lamió la sal de los labios, y esperó no soñar.

No durmió mucho. El medicamento hizo bien su trabajo, reteniendo el dolor más allá del
alcance de su brazo, pero dejó demasiada parte de su cerebro en perfecto estado de
funcionamiento. Apenas era lo bastante consciente como para darse cuenta de los
fantasmas mientras flotaban altos sobre su cama. Rojo vivo y azul eléctrico, moviéndose
aprisa, como lluvia intensa o la estática de un monitor vídeo. Les lanzó un manotazo pero
falló. No estaban allí. Estaban dentro. Dentro de su cabeza.
Un truco de la cirugía, se dijo. Señales al azar arrancadas de los nervios quemados y que
penetraban en el centro visual de su cerebro. Fuegos de artificio, pensó. Estupenda
precisión. Muchas jodidas gracias.
Cuando volvió a dormirse de nuevo soñó en maquinaria, una refinería subterránea,
como una ciudad enterrada. Torres de refrigeración y vapor y asfixiantes nubes de humos
de combustible sintético. Había escapado de nuevo de la escuela estatal. Jonny, con diez
años, gordo y sin aliento, corría sobre temblorosas piernas y se ocultaba entre las
deprimentes colinas de escoria que se enfriaba. Un hombre iba tras él. Llevaba un poncho
de plástico barato y un arma. Silencioso como la muerte; la mitad de su rostro estaba oculto
detrás de unas gafas de espejo. Cuando el hombre le halló, todo lo que Jonny pudo hacer fue
alzar sus ampolladas manos para cubrir sus oídos. En el último momento vio su quemado
rostro reflejado en las gafas del hombre. La refinería rugió y escupió humo. Gritó, con la
esperanza de no oír el disparo.

—Despierta, Bello Durmiente. Hey, Jonny, vamos, mueve el culo. Alguien trazó
pequeñas vías de ferrocarril sobre todo tu dulce rostro.
Despertó, sobresaltado. Todavía podía ver los fantasmas, pero ahora eran menos. Su
cráneo estaba lleno de algodón.
—¿Hielo? —dijo.
—¿Qué otra, muñeco?
Se sentó en la cama, adelantó la mano y tocó cuero húmedo, frío y con olor a océano.
—Mira, amor —dijo ella, y le besó con unos labios salados—. Tengo un presente para ti.
—Guio su mano hacia la derecha, hasta que tocó algo. Gráciles planos de piel y hueso que
definían unas mejillas; debajo, unas fuertes mandíbula y boca. Algo ocurrió en su pecho,
una sacudida, como dolor, que sin embargo era puro placer. Más tarde pensó que, de tener
ojos, probablemente hubiera hecho el estúpido echándose a llorar.
—Sumi —murmuró.
—No puedo confiar en ti para nada —respondió ella.
La abrazó, se sujetó a ella para no caer. Si se dejaba ir, sabía que el suelo se abriría y lo
engulliría. Pero sintió el brazo de Hielo unirse al de Sumi en su espalda. Permanecieron así
durante un tiempo, fuertemente abrazados, con la cabeza de Jonny sobre el hombro de
Sumi. Su drogado cerebro apenas podía manejar las sensaciones que le llegaban. Seguía
errando el blanco, disparando emociones y recuerdos al azar. Miedo. Amor. Un panel de
circuitos fundido. Deseo. Gafas de espejo. Una pistola.
—¿Dónde demonios has estado? —le preguntó finalmente. Se relajaron y se apartaron
en la cama, pero sin abandonar el contacto.
—¿Conoces a Víctor Vector?
—Por supuesto —dijo él—. Es la patrona de las hermanas Naginata.
—Bueno, estaba instalando la energía en su casa; tiene esa guarida en una vieja
comisaría de policía en Echo Park. Las hermanas la utilizan como su nueva casa club.
Sistema de seguridad integrado, un gimnasio, teléfonos que funcionan, todas esas cosas,
¿sabes? Sea como sea, cuando terminé allí volví a casa, pero cuando llegué el lugar
hormigueaba con chicos del Comité. Pensé que uno de ellos podía haberme visto, así que
me escabullí por entre un equipo cinematográfico y regresé con Víctor. Las hermanas se
mostraron tranquilas. Me tuvieron con ellas un tiempo, luego se pusieron en contacto con
algunos contrabandistas con los que tienen relaciones, los cuales me pasaron a los
Matasanos. Y aquí estoy.
—Aquí estás —dijo Jonny—. Cristo, probablemente no te encontramos por un par de
horas. —Agitó la cabeza—. Creí que estabas muerta.
—Y nosotras creímos que tú estabas muerto —dijo Hielo—. Por supuesto, antes de eso,
Sumi pensó que yo estaba muerta, y yo pensé, oh, mierda… —Se echó a reír—.
Enfrentémonos a ello, todo el mundo escribió el epitafio de todo el mundo en estas últimas
semanas. Pero lo conseguimos. Les engañamos.
—Tuvimos suerte —dijo Jonny.
—Quizá sea lo mismo —indicó Sumi.
—Quizá no importe una jodida mierda —dijo Hielo.
—Estoy fuera de contacto —dijo Jonny—. ¿Cómo están las cosas en la calle? ¿El Comité
sigue presionando?
—Ajá. Pensamos que, con tanta gente fuera de circulación, olvidarían el asunto y
regresarían a sus cuarteles de invierno —dijo Hielo—. No hubo suerte. Se limitan a
bombear amantadina a los chicos hasta que se les sale por las orejas y a enviarlos fuera en
misiones de busca-y-destruye, utilizando el virus como una excusa para caer sobre
cualquiera que en alguna ocasión no le haya caído bien al Comité.
—Por eso se están moviendo las Naginata —dijo Sumi—. Víctor dijo que el Comité cerró
la Orquídea de Hierro, donde ellas acostumbraban a ir.
—Las Leyes Sobre Reuniones Públicas, las llaman. —Hielo pareció escupir las
palabras—. Nada de grupos de más de un determinado número de personas dentro de un
kilómetro de Los Ángeles. El coronel debe haberse vuelto loco —murmuró—. Se está
volviendo positivamente medieval.
—¿Tiene alguien alguna idea de cómo se está extendiendo el virus? —preguntó Jonny.
—A nivel molecular, la cosa no es más que un bicho inactivo. Un rinovirus. Algo sin
importancia —respondió Hielo.
—Lo que vi en aquella micrografía en la clínica no tenía en absoluto el aspecto de un
virus inactivo —dijo Jonny.
—Correcto —dijo Hielo—. Es como una de esas cajas rompecabezas chinas. Ya sabes,
abres una caja, y hay una caja más pequeña dentro; abres la siguiente caja, y hay otra aún
más pequeña dentro; y así sucesivamente. A un cierto nivel, esta cosa parece un fago, a otro
nivel es solo un bicho inactivo. Pero los niveles siguen y siguen. Su estructura molecular es
densa. Sabemos otra cosa también. Al menos, estamos razonablemente seguros de ello.
—¿Seguros de qué? —preguntó Jonny.
—Ha sido fabricado por el hombre.
—¿Cómo lo sabes? —Jonny deseó poder ver el rostro de Hielo mientras hablaba.
Normalmente podía aprender tanto de sus expresiones como de lo que decía.
—En parte es solo una intuición. —(Ahora debía de estar frunciendo el ceño)—. Pero
las cosas naturales no presentan un aspecto tan lioso como este. Es como si alguien hubiera
intentado meter cuatro kilos de fealdad en una caja donde solo caben dos.
—Háblale de la guerra —dijo Sumi.
—¿Qué guerra? —preguntó Jonny.
—Ahora voy a ello —dijo Hielo—. Parece como si lo que tuviéramos aquí fuera con
retrovirus ultracomplejo, algo que allá en los años noventa llamaban un virus a capas. Un
bicho primario ataca un sistema: en nuestro caso, el bicho es un análogo vírico de la lepra.
Causa todo el daño que puede, pero finalmente las defensas del sistema lo matan. Esta, sin
embargo, es la parte engañosa.
—Hay otro virus —dijo Jonny.
—Lo has acertado, muñeco —dijo Hielo—. En algún punto, no sabemos qué es lo que lo
dispara, es activado un virus secundario. Utiliza el daño causado por el primer virus para
atacar al sistema ya debilitado. En nuestro caso, el virus secundario utiliza el daño nervioso
periférico causado por la lepra para viajar hacia atrás, a un sustrato del nervio que
llamamos axones, arriba en el cerebro. Casi el inverso exacto de la migración neuroblástica.
Creemos que puede haber sido modelado para eso.
—¿Cuál es la patología del segundo virus? —preguntó Jonny.
Silencio.
—Sífilis —dijo Sumi.
—Jesús.
—Para ser exactos, sífilis parenquimatosa —dijo Hielo—. Una versión realmente rápida.
Años enteros de daños nerviosos son comprimidos en unos pocos días. La muerte se
produce una o dos semanas después de que se manifiesten los síntomas. —Hizo una
profunda inspiración—. También es un jodido hijo de madre. Crisis física, mental y de
personalidad, ataques epilépticos, dolores atroces, temblores; toda la parafernalia. Las
pupilas del paciente se vuelven pequeñas e irregulares.
—Pupilas Argyll-Robertson —dijo Jonny.
—Correcto. Parece como si tuvieran bichos en los ojos. —La voz de Hielo se arrastró y
murió; luego volvió, fuerte y llena de frustración—. Y la sífilis es modificada también, por
supuesto. Así que ninguna de nuestras terapias estándar vale para una mierda.
Personalmente, yo no desearía pasar…
—¿Y quién lo desearía? —preguntó Jonny.
—Quiero decir que no desearía morir de ese modo —dijo Hielo—. Creo que, si
descubriera que tenía el bicho, me mataría antes de pasar por todo eso.
—Ajá —susurró Sumi. Pudo sentirla moverse, inclinarse hacia Hielo para confortarla.
Jonny pensó que probablemente era de noche fuera. Incluso en la relativa tranquilidad
del anochecer, los sonidos y olores del océano prestaban a la vieja granja piscícola una sutil
sensación de vida que Jonny agradecía. Datos sensoriales en bruto, los suficientes para
impedir que se sintiera completamente desconectado del mundo, penetraban a través de
las aberturas que daban al mar, sonidos y aromas que cambiaban radicalmente con el
transcurrir del día. No había charloteantes sonidos de delfines ahora, solo el tranquilo
chapotear del agua y el raspar de los cangrejos en los vacíos estanques. Más allá se oían
sonidos humanos. Algún martillear ocasional, voces, el momentáneo rugir del motor de un
coche. No sería desagradable, pensó Jonny, pasar el resto de su vida allí.
—Habladme de la guerra —dijo.
—Abajo en el puerto, libramos ese almacén de algunas armas y combustible y
terminamos con esa caja. Contenía algunos floppy-disks llenos de documentos militares
desclasificados. La guerra era la que árabes y japoneses sostuvieron allá en los noventa —
dijo Hielo—. Parece que el brazo de la guerra biológica de la OTAN estaba trabajando en algo
muy parecido al virus a capas que estamos viendo ahora. La operación Sísifo. El problema
era que, por aquel entonces, no siempre pudieron desencadenar el virus y, cuando lo
hicieron, no siempre pudieron proteger a sus tropas de él. Murió mucha gente. Al parecer
todavía hay una zona en el norte de Francia que se halla prohibida para los civiles. Después
de todo eso, el proyecto adquirió mal nombre; la investigación fue considerada demasiado
cara y demasiado peligrosa, así que cuando las conversaciones enfriaron un poco la guerra,
el proyecto murió. Y los técnicos volvieron a hacer el mundo seguro para la guerra
convencional.
—¿Crees que nuestro virus puede ser el mismo en el que estaban trabajando entonces?
—preguntó Jonny.
—Una versión mucho más refinada, sí. Me sentiría realmente sorprendida si, en los
últimos cincuenta o sesenta años, parte de esos datos originales no hubieran aparecido por
ahí de tanto en tanto —respondió Hielo—. Quiero decir, ni siquiera esperábamos que
apareciera algo así.
Jonny asintió, y su barbilla rozó momentáneamente la mano de Sumí, apoyada sobre su
hombro.
—Encaja —dijo—. Hay una célula de la Nueva Palestina operando en la ciudad. Han
estado radiando vídeos sobre leprosos a la gente de su casa. Zamora me dijo que eran solo
una unidad de propaganda, pero estaba mintiendo.
—Demonios, podría ser Aoki Vega o las malditas Ratas de Alfa, por toda la diferencia
que representa —dijo Hielo.
—Ella tiene razón —corroboró Sumi—. Si esto es algún germen procedente de la guerra
biológica, probablemente no vamos a descubrir ningún tratamiento fácil para él.
—Que lo jodan… Si los árabes quieren esta ciudad, pueden quedársela —dijo Jonny—.
Groucho ya me habló de México. Dice que podemos estar ahí abajo en un par de días.
—Yo no iré —indicó Hielo—. Sumi te llevará, y yo iré más tarde.
—¿Sigues jugando al anarquista artístico? —preguntó Jonny.
—Que te jodan —restalló Hielo—. Tengo compromisos aquí. Soy una Matasanos, y eso
significa que formo parte de esta revolución, no importa lo que tú pienses de ello.
Jonny se volvió hacia su voz.
—Disculpa, pero eso no era lo que me dijiste hace poco acerca de lo mucho que
deseabas que volviéramos a estar juntos de nuevo. Bueno, así son las cosas. —Aguardó a
que ella dijera algo, y cuando no lo hizo añadió—: ¿Qué es lo que ha ocurrido? ¿Te aburriste
ya?
Sintió que ella se levantaba y abandonaba la cama; un vacío ocupó su estela, una
sensación de pérdida que era más profunda que la simple falta de su presencia física.
Adelantó el brazo, pero ella no estaba allí y no pudo encontrarla. Los pasos de Hielo eran
ligeros y casi silenciosos tras meses de práctica de incursiones de guerrilla y guerra
callejera. Su repentina ausencia le recordó su desamparo.
—¿Hielo? —llamó.
—Esto es lo que hago. —Su voz era firme y grave, el tono que siempre usaba cuando
deseaba proyectar seguridad pero temía que su voz pudiera quebrarse—. Puedes
ayudarme o no, hacerlo fácil o difícil, pero estoy en ello hasta el final.
—¿Por qué eres tan testarudo, Jonny? —preguntó Sumi. Sacudió con suavidad su
manga—. ¿Qué ocurre?
—Tengo miedo —dijo él—. Tengo miedo por ella y por ti. Y tengo miedo por mí. No
quiero terminar solo.
—No estarás solo —dijo Sumi—. Yo estaré contigo. Hielo vendrá.
—Él tiene miedo de que desaparezca de nuevo —le llegó la voz de Hielo.
—¿No debería tenerlo? —preguntó él.
—No.
Jonny inspiró profundamente. Sus dedos rasparon ociosamente una ampolla de la
pintura en la cabecera de metal de fundición de la cama.
—Odio la política. Es el acto más bajo en el que puede hundirse un ser humano.
—Sí —dijo Hielo, y arrastró la palabra hasta que tuvo la longitud de un suspiro.
—¿Por qué no vienes aquí? —preguntó Jonny.
Ella regresó a la cama y él la besó durante largo rato. Luego se inclinó hacia atrás y besó
a Sumi, y cuando se apartó se halló comprimido entre el calor de dos cuerpos cuando las
bocas de las dos mujeres se encontraron sobre su hombro.
Desvestirse fue un problema arduo. Jonny tiró de las botas que acababa de ponerse e
intentó ayudar a cada una a librarse de sus ropas. Sin sus ojos, sin embargo, solo consiguió
tirar de sus blusas.
Sumi lo empujó de espaldas en la cama y lo retuvo allí, recordándole que un par de días
no eran mucho tiempo, y que quizá no debiera ayudarlas.
Finalmente se inclinaron juntos, en un beso a tres bandas. Las manos se agitaron en
caricias fantasma por todo el cuerpo de Jonny. Las dos mujeres lo apretaron contra la cama
y se abrazaron la una a la otra encima de él, excitándose mutuamente mientras se movían
en lentas ondulaciones sobre su cuerpo. Su ritmo cambiaba ocasionalmente y entonces él
podía sentir una lengua o una mano deslizarse sobre su vientre o recorrer su muslo. Le
estaban incitando, se dio cuenta. Haciendo que su ceguera se convirtiera en parte del acto
de amor. Le encantó.
Las mujeres cambiaron de lugar, yendo arriba y abajo sobre su cuerpo. Perdió rastro de
ellas, ya no pudo distinguir la una de la otra. Una se inclinó sobre su pene y se echó hacia
atrás, estremeciéndose agradablemente contra los pechos de la otra. El olor de sus cuerpos
lo abrumó.
Mientras una permanecía sobre su miembro, echó la cabeza hacia atrás, hacia los
agridulces pliegues entre las piernas de la otra. Él y la que estaba acariciando con la lengua
(pensó que debía de ser Sumi) alcanzaron juntos el orgasmo…, en ese instante sintió que su
vida se vaciaba en ambas, del mismo modo que la de ellas se vaciaba en él.
La que estaba en su miembro se mantuvo allí hasta que estuvo duro de nuevo y lo
montó. La otra mujer se movió entre ellos, mordiendo, arañando, acariciándolos a ambos a
su sincronizado ritmo. Luego las mujeres cambiaron de lugar y un nuevo calor le envolvió.
Sintió que la que le estaba cabalgando —Sumi, estaba seguro— se inclinaba sobre su pecho
y rozaba sus labios contra los labios del sexo de la otra. Hielo tembló hasta el clímax
mientras él la besaba y la vida se agitaba entre los tres. Los olores a cemento y óxido, sudor
y sexo llamearon y se mezclaron con su propio orgasmo, iluminando la enorme oscuridad
sin ojos en un pequeño acto de unión.
Y entonces la luz desapareció y estuvo ciego de nuevo, pero esta vez no se sintió tan
solo.

—Grandes problemas —dijo la voz de Groucho.


Jonny se sentó en la cama y tanteó en busca del interruptor de la luz, luego recordó
dónde estaba. Sintió a Hielo y Sumi agitarse a ambos lados de él.
—¿Qué ocurre? —preguntó.
—Zamora —dijo Groucho—. Ha cerrado la ciudad. Hay malditos hidroalas a reacción
patrullando a menos de cien metros de aquí. Hay bloqueos en las autopistas y en las
carreteras secundarias. Reconocimientos aéreos sobre el desierto. Nadie puede ir a
ninguna parte.
—¿Cómo lo has sabido? —preguntó Hielo. Ambas mujeres se habían levantado ahora.
Oyó el suave rozar de tela mientras se vestían. Jonny aguardó a que alguien le tendiera las
suyas.
—Un equipo de rescate acaba de traer a una conductora desde el norte —dijo el
anarquista. Su voz era cansada, ronca—. Iba en un convoy que bajaba por la costa desde
San Francisco trayendo antibióticos y amantadina. Parecía que todo estaba limpio y
despejado hasta que llegaron a Ventura. Algunos de los chicos de Pere Ubu estaban
aguardando allí, y se desató el infierno.
—¿Va a salirse de ello? —preguntó Jonny. Alguien dejó caer sus ropas sobre sus
rodillas, y empezó a vestirse.
—Lo dudo —dijo Groucho—. Tiene una mala herida de bala. Gato acaba de
administrarle las últimas endorfinas. He estado en la radio toda la noche. Ubu tiene la
ciudad cerrada herméticamente.
—¿Crees que realmente va a lanzarse sobre los lores? —preguntó Hielo.
—No hay duda al respecto —dijo Groucho—. Esta conductora dijo que escaparon a
Nueva Esperanza, creyendo que podrían llegar a un almacén. El lugar está desierto.
—Entonces estamos jodidos —dijo Jonny—. Han movido el dinero pesado fuera del
camino de la guerra.
—Seguimos estando seguros aquí fuera, ¿verdad? —preguntó Sumi.
—Ya no —dijo Jonny, mientras se ponía las botas—. El procedimiento estándar del
Comité es dejar que unas pocas personas escapen de cada redada, solo para ver como
corren. Probablemente tuvieron a esa conductora localizada durante todo el camino hasta
aquí.
—Por eso vamos a regresar a la ciudad —dijo Groucho—. Tengo a la gente
empaquetando todo lo que podamos usar. El resto lo tiraremos. Tenemos unos cuantos
kilos de C-4 conectados a puntos de presión a todo lo largo de la superestructura del
edificio. Cuando los chicos de Ubu lleguen aquí, les estarán aguardando.
—¿Qué pasa con Jonny? —preguntó Sumi.
—Curioso, esa era precisamente mi próxima pregunta —dijo Jonny.
Groucho suspiró.
—¿Qué puedo decirte? Estamos bastante bien de armas, pero tenemos que coordinar
con las otras pandillas antes de que podamos lanzar ningún golpe al Comité. Podremos
encontrar algo que puedas hacer una vez nos hayamos asentado.
—¿Como enrollar vendas y esconderme debajo de la cama cuando empiecen los tiros?
No, gracias. Tengo otros planes.
—¿Qué? —preguntó Groucho.
—Bueno, no me importa decírtelo, el señor Conover se sintió muy disgustado cuando
me fui de su casa. Se alegrará de verme de nuevo.
—¿Estás seguro de que puedes confiar en él?
—Absolutamente —dijo Jonny—. Siempre ha sido leal conmigo, y además, si hay alguna
forma de sacar cosas de la ciudad, él la sabrá. —Se levantó de la cama y se puso la camisa.
El sonido de movimiento, resonar de herramientas y ruido de pasos, cosas arrastradas por
el cemento, estaba en todo el complejo; había tensión en las voces que oyó, un frenético
zumbar que reconoció como el preludio al combate. En aquel momento ya no sentía ningún
deseo de permanecer en la granja; pensó: el coronel se ha llevado eso también.
—Necesitaré un conductor —dijo.
—Esa soy yo —respondió Sumí.
Jonny adelantó el brazo hacia la voz y sintió una mano cerrarse sobre la suya.
—Deberías ir con ellos —dijo—. Pueden utilizar tu ayuda. Si Conover no puede
trasladarme, eso puede significar sentarnos sobre nuestros culos durante largo tiempo.
—Hicimos un trato —dijo Sumi firmemente—. No veo que esto cambie nada excepto la
localización. Iré contigo ahora y Hielo se nos reunirá más tarde.
—Cuando la chica tiene razón, tiene razón —dijo Hielo.
—¿Estás segura? —preguntó Jonny.
—Completamente —respondió Sumi—. ¿Qué hay del coche?
—Ningún problema. —La voz de Groucho sonó más lejana, cerca del ruido que llegaba
de la puerta—. Preparaos para partir en treinta minutos —dijo.
Cuando el anarquista se hubo ido, Jonny comentó:
—Dice eso como si tuviéramos que hacer las maletas o algo así.
—Simplemente quiere darnos tiempo para que nos digamos adiós —respondió Hielo.
Jonny se echó a reír.
—No creo que media hora sea suficiente —indicó.

Sumi tomó su mano y llevó a Jonny a través de largos y curvados pasillos que zumbaban
con el batir en staccato de voces (demasiados idiomas a la vez, no pudo comprender
ninguno de ellos) y pies apresurados. El olor del sudor nervioso colgaba en el aire, una
subcorriente, como una débil carga estática.
Fuera, una fría brisa salada lamió su rostro. El sol le calentó. Sumi le llevó por dos
pendientes en subida y bajada y luego fuera, sobre arena dura que crujió como cristales
rotos bajo sus pies. Era un sonido de su infancia. Silicio fundido. Sabía dónde estaban ahora,
podía imaginar la escena en su cabeza. El olor de combustibles fósiles quemados le llegaba
desde su derecha, junto con el gruñir de primitivos motores a combustión. El sol estaba
directamente al frente. Sí, podía imaginarlo. Los vehículos que habían permanecido ocultos
bajo los pilones de la granja piscícola estaban siendo sacados a la ennegrecida playa,
dejando redes de cuarteaduras en el cristal muerto de la orilla de las Pacific Palisades.
Jonny había visitado la playa antes.
El verano de su duodécimo aniversario, él y un muchacho llamado Paolo saltaron el
muro de la escuela estatal Junípero Serra. En Santa Mónica robaron una pequeña lancha.
Paolo la pilotó hasta las Palisades, y lanzaron el ancla a la vista de un carguero venezolano
naufragado. Una explosión de gas natural líquido, había dicho Paolo. Había volado toda la
ciudad, asintió Jonny, intentando aparentar frialdad, pero apenas podía retener la comida
en el estómago.
No quedaba mucho del carguero por encima de la superficie. Con unos trajes de
inmersión que no les iban y los respiradores que hallaron en la lancha nadaron por entre
los restos de la sala de máquinas del barco. Había saltado a causa de la explosión, casi
intacta, sobre un saliente de roca a unas pocas docenas de metros por debajo del nivel del
mar. Las grandes calderas estaban incrustadas con brillantes tiras de coral y plantas
submarinas, como si fueran algún sobrenatural castillo de hielo. En su camino de vuelta a la
superficie Jonny divisó algo. Una extraña forma por debajo de las grandes tuberías de vapor
incrustadas de mejillones. Nadó más cerca. Un esqueleto, ennegrecido por el mar y el
tiempo. La parte posterior del cráneo y las costillas se habían fundido cuando el barco
había ardido, fluyendo en la misma dirección que los mamparos, fundiéndose con ellos.
Cangrejos ermitaños y percebes se habían apoderado del cráneo.
De pie en la playa ahora, Jonny se preguntó si el marinero estaría aún ahí fuera, bañado
por las mareas del Pacífico. Era el primer muerto que había visto en su vida.
Sumi tomó su mano y la colocó sobre el cálido techo de metal de un coche. Jonny tanteó su
camino a lo largo del suave acabado hasta que llegó a la unión donde el techo se encontraba
con la portezuela. Abrió la portezuela —giró hacia arriba, no hacia fuera— al tiempo que un
brazo se deslizaba por su cintura.
—Ve con cuidado, asesino —susurró Hielo. Le dio un ligero beso debajo de la oreja.
Jonny asintió.
—Tú también —dijo. El sol hacía que le picaran las cicatrices de la cara. Oyó a las
mujeres junto a los faros, hablando en tonos bajos. Un susurro de telas cuando se
abrazaron. Luego sonido de pasos mientras alguien se alejaba con rapidez por la arena. Una
mano tocó su brazo.
—Tienes que levantar el pie para entrar —dijo Sumi, intentando con todas sus fuerzas
que no se le quebrara la voz.
Jonny alzó una pierna por encima del bajo coche y se acomodó en unos asientos de
podrido cuero. Cuando tocó el tablero notó madera estropeada por la intemperie. Sus
dedos olieron ligeramente a barniz y moho. Mientras Sumi subía, pasó las manos sobre la
palanca del cambio y el panel de instrumentos y notó un logo grabado. Le recordó otro
coche en el que había estado. Algo italiano. ¿Lamborghini?, se preguntó.
—Hay un cinturón de seguridad a la altura de tu hombro derecho —dijo Sumi en voz
baja.
Jonny se lo abrochó y dijo:
—Ella estará bien.
—Sí.
Alguien se dirigió corriendo al coche.
—Toma esto. —Era Hielo, sin aliento. Depositó algo en las manos de Jonny. De medio
metro de largo, y pesado, olía a cordita y aceite de máquina y tenía dos cilindros cortos
montados sobre una rechoncha culata de madera. Una escopeta de cañones recortados—.
Imagino que no puedes utilizar una pistola ahora, pero si alguien se acerca lo suficiente,
esto modificará su opinión.
Jonny sopesó el arma en sus manos.
—Yo también te quiero —dijo.
—¿Necesitas algo de amantadina?
—No, Conover tendrá.
—De acuerdo. —Hielo acarició su hombro—. Iros. —Y se alejó corriendo de nuevo,
hacia donde podía oír los otros coches calentando sus motores.
Sumi puso en marcha el Lamborghini y metió una marcha.
—No va a volver —dijo.
—Tú conduce —gruñó Jonny.

Empezó a llover cuando entraron en la ciudad. Estaban avanzando a lo largo de Wilshire


Boulevard, directamente a través del marchito corazón del distrito financiero. Jonny
imaginó que podía sentir el calor de las luces cuando pasaron el brillante toro de la
Lockheed y la plana esfera negra de la Sony International, con Sumi intentando fundir el
viejo Lamborghini en el vacilante flujo de la hora punta del tráfico. Grupos de Matasanos les
habían precedido, camino hacia el norte y hacia el sur desde la playa, con la esperanza de
alejarse de cualquier equipo de vigilancia que hubiera seguido a la conductora del convoy.
La lluvia repiqueteaba contra el asfalto mientras cruzaban Beverly Hills. Jonny pensó
que sonaba como huevos friéndose. Durante la última hora, un muelle había estado
abriéndose obstinadamente camino a través del destrozado asiento en dirección a su
espalda. Escuchó un trueno rodar en la distancia, como una montaña desmoronándose, y
hacerse más y más débil hasta desaparecer por completo en alguna parte al sur. Cuando
estuvieron en Hollywood, Jonny le dijo a Sumi que se encaminara hacia las colinas.
—¿Adónde vamos exactamente? —pregunto ella.
—Hacia arriba —dijo Jonny—. La idea es agitar un poco la jaula de Conover para que su
seguridad venga a ver qué pasa.
—Estupendo. ¿Cómo sabes que simplemente no nos harán saltar por los aires y
preguntarán más tarde?
—No lo harán.
—¿Cómo lo sabes?
—Lo sé.
—Cómo.
—En realidad, no lo sé. Pero todavía tengo esto. —De la parte superior de su bota
extrajo la tarjeta negra con el código de barras dorado—. Los policías no me registraron
cuando decidieron que era carne del Comité. La tarjeta transmite un código de
identificación. No nos matarán si buscan primero nuestras identificaciones.
—Si buscan primero.
—Exacto. Si.

Le dijo que aparcara el coche en el sendero de una de las destartaladas casas de la


urbanización hollywoodiense. Aguardaron allí en la lluvia. Jonny alzó un poco la puerta de
su lado para dejar que penetrara un poco de la brisa que soplaba por entre las colinas. El
aire olía a salvia y manzanita. Las hebras de plástico en su rostro picaban y escocían
alternativamente. Pensó en las endorfinas que Groucho le había dado allá en la granja
piscícola, deseó tener algunas ahora. Se consoló a sí mismo con el pensamiento de que
Conover tendría todo lo necesario para sentirse mejor. Mejor que mejor, pensó Jonny,
recordando los montones de Amor Loco. Una maldita bendición, aquello. Terriblemente
maldita, con Hielo en problemas y Zamora empujando desde tan cerca. Puede que tuvieran
que largarse en cualquier momento. Y sabía que Sumi odiaba el verle cargado. Traía de
vuelta malos recuerdos para los dos. El Comité. La marcha de Hielo. Sumi no necesita esta
mierda, pensó, no ahora.
—¿Cómo te sientes? —preguntó.
—Cansada —dijo Sumí—. Me duele la cabeza. Y el estómago. Desearía que hubiéramos
tenido la oportunidad de comer algo hoy.
Él deseó hablarle del Amor Loco, pedirle que le ayudara a mantenerse limpio.
—Conover tiene unos grandes cocineros —dijo—. Se esmeran realmente. Te sentirás
mejor una vez hayas comido. —Empezó a mencionar las drogas. Sus labios se agitaron,
pero las palabras se negaron a salir.
Insensatez, pensó. Codicia e insensatez.
Transcurrió una hora. Ningún contacto con Conover o su gente. Jonny oyó a Sumi
bostezar. La cabeza de la mujer se apoyó en su hombro, suave pelo contra su mejilla. Se
preguntó si ya sería de noche. No estaba acostumbrado a los sonidos de las colinas. Cada
ráfaga de viento, cada restallar de una ramilla le sobresaltaba. Una parte de él deseaba que
su oído se hubiera ido con su vista. Vivir a medias estaba pudiendo con él. Sumi alzó de
pronto la cabeza.
—¿Qué ocurre? —preguntó él.
—Chisss —susurró ella—. Algo se mueve.
—¿Los hombres de Conover?
—No. Un animal.
—¿Qué tipo…?
Sumi gritó, y algo golpeó como un camión contra la parte frontal del Lamborghini.
Luego estuvo sobre el techo, clavando sus garras y pateando, intentando abrirse camino
por la portezuela medio abierta de Jonny. Este sujetó la manija y la retuvo con fuerza.
—¿Qué demonios es? —gritó.
—¡Un tigre! —aulló Sumi. Golpeó el cristal—. ¡Lárgate de aquí, jodido! ¡Demasu!
¡Demasu!
El felino gruñó como el retumbar de un trueno. La portezuela de Jonny se alzó unos
pocos centímetros y algo se deslizó dentro. Sintió un soplo de viento en su rostro, oyó unas
garras clavarse en el tablier del coche.
—¡Dispárale! —aulló. Algo cortó el aire ante su rostro. Con el ojo de su mente vio locos
cuchillos, curvadas hojas plateadas que olían a almizcle y sudor y buscaban las cicatrices de
su rostro—. ¡Dispárale, maldita sea! —Empujó más fuerte la portezuela, pero no pudo
moverla.
—¿Dónde está el arma? —aulló de vuelta Sumi.
Jonny se retorció en su asiento, en un intento de apartar su hombro de las rasgantes
garras. Había deslizado su arma entre su asiento y la pared del coche. Tanteó a lo largo del
podrido cuero, halló telarañas y polvo. Luego su mano cayó sobre un reborde de madera
pulida. Algo afilado desgarró su hombro, rozó hueso. Maldijo una vez y cayó hacia atrás
contra su asiento, alzando el arma y descargando los dos cañones a la vez contra la
ventanilla.
Al principio no hubo nada. Cuando el tronar en sus oídos murió, se dio cuenta de un
suave pero persistente sisear debajo del sonido de la lluvia. Había un peculiar olor químico
en el aire. Casi metálico.
—Cristo —dijo Sumí—. Es un robot. —Jonny la oyó soltar el pestillo y alzar la
portezuela. Un crujir de muelles cuando se puso en pie en su asiento—. Parece que le has
dado en el cuello. Tiene la cabeza limpiamente arrancada. Jesús, tendrías que verlo. Vapor,
fibras ópticas y circuitos por todas partes. Alguna especie de líquido súper refrigerador.
Hace que la pintura del coche burbujee y salte.
—Vuelve dentro —dijo Jonny—. Vendrán pronto.
—Creo que ya están aquí —dijo Sumi. Jonny la oyó deslizarse de vuelta a su asiento.
Oyó rechinar de pasos contra piedra por la izquierda. Avanzaron directamente hacia el
coche; sonaban como si fueran tres, y no hacían ningún intento por disimular su
aproximación. Debían de estar armados, sabía Jonny. Y nerviosos cuando vieron el
destrozado felino. Las armas de Conover podían convertir el Lamborghini en jirones de
chatarra en unos pocos segundos.
—¡Fuera! ¡Fuera! ¡Vamos! —ladró un hombre en seco español cerca de la parte frontal
del vehículo.
Jonny alzó las manos.
—¡Ricos! ¿Eres tú, hombre?
Alguien rodeó el coche y alzó la destrozada puerta por encima de la cabeza de Jonny.
Una risa baja.
—Hey, maricón —en español. Luego, en inglés—: Lo tenía todo planeado para patearte
el culo a conciencia, pero veo que alguien ya lo hizo ya por mí, ¿no? Has tenido suerte.
—Sí, debo ser más o menos el chico más afortunado de la Lisiada Asquerosa —dijo
Jonny.
—El señor Conover está muy enojado de que te fueras de aquel modo. —La forma en
que dijo «enojado», en español, fue muy explícita—. Se alegrará de verte. —Se acercó
más—. ¿Quién es? —de nuevo en español.
—Esta es Sumi —dijo Jonny—. Es una chupavatios. Amiga mía.
—No está mal, maricón —dijo Ricos.
—Sigue mirando, ojos de culo, y descubrirás lo mala que soy —dijo Sumi. Jonny sonrió.
Ricos palmeó el hombro de Jonny.
—Vamos —dijo. Luego—: Hey, maricón. Estás sangrando.
Jonny extrajo las piernas del coche y las deslizó hasta el suelo. Sumi rodeó la parte
delantera y sujetó su brazo.
—Es la historia de mi vida —dijo Jonny.
—Nosotros te arreglamos bien —dijo Ricos, y empujó a Jonny hacia los árboles—. Vigila
tus pasos.
—Muy gracioso —dijo Jonny.

—Vaya con lo que te hiciste en la cara, hijo —dijo el señor Conover, haciendo girar el
rostro de Jonny entre sus manos—. Nunca aprenderás a cuidar de ti mismo, ¿verdad?
Suerte que la cirugía plástica parece de primera clase. Dime, ¿en qué condiciones están los
nervios ópticos?
—Hechos polvo —admitió Jonny. Sumi estaba sentada a su lado en el mullido sofá en el
ala victoriana de la mansión de Conover. La habitación era cálida y el aire olía a madera
vieja y pachulí. El lord contrabandista les había dado té Earl Grey regado con brandy
Napoleón. Jonny estaba por su tercera taza, dejándose llevar por el zumbido general,
mientras el licor se aposentaba lenta y relajadamente en su estómago. Se sentía cálido y,
pese a todo, muy bien. Conover estaba sometiéndose a uno de sus cambios de sangre que
realizaba dos veces a la semana. Podía oír a los médicos moverse casi en silencio por la
habitación, murmurando entre ellos, ajustando tubos y compresores.
—Los nervios ópticos están sellados, pero son prácticamente inútiles.
—Interesante —dijo el lord contrabandista—. Lamento que mi tigre te maullara esta
noche.
—No importa —dijo Jonny. Movió el hombro, sintió la gruesa capa de gasa allá donde
los médicos habían vendado su herida—. Yo lamento haberle tenido que volar la cabeza.
—Completamente comprensible, dadas las circunstancias —dijo Conover—. Yo también
siento, en un sentido más amplio, que haya tenido que ocurrir. Todo esto se hubiera evitado
si simplemente te hubieses quedado tranquilo. Pero sigues siendo joven y a veces tu
energía sobrepasa tu buen sentido. Teniendo en cuenta por lo que has pasado, creo que
puedo olvidar eso de ya-te-lo-dije.
—Se lo agradezco —dijo Jonny.
El cambio de sangre tomó otra hora. Después de eso, Conover anunció que se iba a la
cama. Cuando salía, el lord contrabandista se detuvo junto al sofá y dijo:
—Es agradable tenerte de vuelta, hijo. —Y—: Gracias por no herir a Ricos aquella noche
en el garaje.
Jonny sonrió hacia la voz de Conover.
—Todo lo que deseaba era el coche. ¿Lo recuperó?
—Por supuesto —dijo Conover—. Consideré el hecho de que no hirieras realmente a
Ricos como un signo de tu buena voluntad. Que no eras un hombre de Zamora, después de
todo. Pero, por favor…
—Lo sé…
—No vuelvas a marcharte de este modo de nuevo. —El tono de Conover era
decididamente amistoso, pero había algo subyacente en él que puso frío en la médula de
Jonny. Asintió con la cabeza al lord.
—No hay problema —dijo.
—Bien —dijo Conover—. Felá, aquí, te llevará a tu habitación cuando estés listo. Te
pondré en la misma donde estuviste la última vez, Jonny. Puesto que ya estás un poco
familiarizado con la distribución, pensé que estarías más confortable allí.
—Sí, gracias.
—Buenas noches a todos.
—Buenas noches —dijo Sumi.
Después de que Conover se fuera, terminaron su té en silencio. A las tres, docenas de
relojes, de porcelana y del abuelo, de cuco, cajas de música y autoestables, zumbaron,
campanillearon y dieron las horas, ligeramente desincronizados, de modo que el sonido
tuvo el efecto de una cascada musical. Cuando el sonido murió, Jonny le pidió a Felá, un
miembro del personal africano de la casa de Conover, que les llevara a su habitación.
Para su sorpresa, descubrió que sin sus ojos para engañarle la mansión era mucho
menos confusa que la última vez que había estado allí. Reconocía el lugar por el tacto, los
sonidos y los olores, no la vista, así que las falsas puertas y las ventanas iluminadas por
detrás, los ángulos peculiares del suelo y las esquinas de las paredes no podían
desorientarle. Memorizó tanto de su camino a través de la casa como pudo, comparando
mentalmente lo que tocaba con lo que recordaba haber visto de la mansión. Supo cuando
alcanzaron el pasillo donde estaba su habitación. Dentro, fue recibido por la familiar
sensación de la madera de filigrana de las antigüedades francesas. Sintió una especie de
excitación, una especie de orgullo infantil, completamente desproporcionado a lo que había
conseguido. Sonrió, y las hebras le picotearon.
Felá les dejó (silencioso como siempre), y Jonny llevó a Sumi al pasillo y la condujo por
los cuadros, describiendo los que podía recordar.
—Ese es un Goya, el retrato de una mujer desnuda recostada en un sofá. Este es un
Rembrandt, ¿no? Un retrato oscuro de un hombre viejo sin dientes. Sobre esa mesa hay una
escultura. Olvidé quién la hizo. Un bronce de una bailarina.
Sumi emitió sonidos apreciativos mientras seguían andando. Jonny no podía decir si
estaba admirando el arte de su memoria o nada. En realidad no le importaba, de ninguna de
las maneras. Tenía una sorpresa para ella.
Cuando palpó el borde de una pesada mesa gótica, se detuvo y señaló la pared que había
encima.
—¿Qué es lo que ves? —preguntó.
—Un cuadro de un chico vestido todo de azul. Sujeta un gran sombrero emplumado —
dijo Sumi—. ¿Se supone que debe gustarme el chico o algo? No es mi tipo.
—Es el Muchacho azul de Thomas Gainsborough. Y es falso —dijo Jonny—. El único en
todo el pasillo. —Señaló con la cabeza hacia el lugar por donde habían venido—. Tócalo. La
textura es solo un truco holográfico. —Aguardó un momento—. ¿Y bien?
—¿Y bien qué? ¿Qué se supone que debe de ocurrir? —preguntó Sumi.
—Es plástico. ¿No te has dado cuenta?
Ella gruñó.
—No creo que sea plástico.
—Por supuesto que lo es —insistió Jonny—. Hallé el auténtico en una habitación
almacén… —Sus dedos rozaron carcomida madera, pero donde esperaba delgado y
abultado plástico óptico sintió carnosos montones de pintura al óleo—. ¿Es este el cuadro
correcto? —preguntó.
—Es un muchacho joven vestido de azul —dijo Sumi.
Jonny se metió las manos en los bolsillos. Se dio la vuelta en el pasillo, confuso, inseguro
de pronto de en qué dirección se hallaba su habitación. Tocó de nuevo la pintura. Sumi
sujetó su brazo y lo condujo de vuelta al cuarto.
Permaneció sentado todo el resto de la noche, meditando, preguntándose quién había
cambiado el cuadro. Sumi se agitó en su sueño. El brandy había revuelto su estómago, y
sudaba con una fiebre baja. Al amanecer —podía decir que el sol se había alzado por el
calor que penetraba a través de las cortinas de encaje—, su fiebre estalló. Permaneció
tendido al lado de ella sobre las empapadas sábanas y se quedó dormido. Soñó, pero no
había imágenes, solo oscuridad. Una interminable e ininterrumpida noche.
—Estamos de nuevo en los noventa —les dijo Conover a Jonny y Sumi. Silenciosos
camareros depositaban tazones de lo que olía como sopa miso ante ellos en la baja mesita
lacada. Estaban en el ala japonesa. Conover lo había sacado todo para la cena, la tercera que
compartían los tres. Los quimonos de seda habían llegado a la habitación de Jonny y Sumi a
media tarde, junto con calcetines con dedos y sandalias de madera. El aroma a incienso de
sándalo llenaba la casa, y la música koto, melodías frágiles y antiguas melodías en cuarta,
que sonaba en los pasillos y en todas las habitaciones, fluía de altavoces ocultos en las
paredes. Los tres estaban sentados con las piernas cruzadas en esterillas tatami, con firmes
almohadones del tamaño de calabazas apoyados contra sus espaldas.
—Fue una época excitante. Había sangre en el aire entonces también —prosiguió el lord
contrabandista. Jonny tuvo la sensación de que sonaba un poco ebrio. Había estado
celebrando a solas la culminación de algún gran negocio. Le sorprendía a Jonny cómo, en
medio de lo que le parecía una absoluta y jodida locura, Conover podía seguir manejando
tranquilamente sus asuntos como de costumbre. A primera hora de aquella tarde se lo
había mencionado a Conover, y el lord contrabandista le había explicado que tenía que ver
sobre todo con su edad.
—Ya nada me sorprende demasiado —le había dicho—. Ni me asusta. Todo son
repeticiones. Lo han sido desde hace años.
Ahora, Conover prosiguió:
—El mil novecientos noventa y seis fue el año del ajuste de cuentas. ¿Cuán buena es tu
historia, Jonny?
—Casi tan buena como mis matemáticas —dijo, entre dos sorbos de ardiente sopa de
germen de soja.
—¿Y tú, querida? —preguntó Conover a Sumi.
—¿El noventa y seis? Ese fue el año de la revolución saudí, ¿no? Cuando el petróleo se
agotó, ¿correcto?
Conover se echó a reír y dio una palmada sobre la mesa.
—Una muchachita instruida, qué delicioso. Sí, por supuesto, en el noventa y seis el
petróleo se agotó. Para nosotros. Occidente. Por supuesto, todavía estaba allí, bajo el suelo,
pero quedaba tan poco que la Federación de la Nueva Palestina decidió congelar todas las
exportaciones. Eso es lo que derribó la Casa de Saud. Se opusieron al embargo y fueron
derribados, como un castillo de naipes.
—¿Eso fue todo? —preguntó Jonny. Alguien se llevó el tazón vacío de su sopa y colocó
un plato ante él. Olió. Repollo en vinagre—. ¿A eso se redujo toda esa estúpida no guerra?
¿A no vendernos su petróleo?
—No, no, no —dijo Conover—. Eso fue parte de ello, por supuesto. Pero la cosa va
mucho más profundo que eso, retrocede años y años. Si lees las historias de ese período, te
dirán que las hostilidades empezaron cuando alguien voló el reactor a fusión de Málaga, en
el sur de España. La CIA afirmó que habían sido los árabes con un misil tierra-tierra desde
Tánger. Por su parte, los árabes afirmaron que miembros radicales del Partido Verde o
algún otro grupo medioambientalista fueron los causantes, sin saber que la maldita cosa
estaba en funcionamiento.
—¿Volaron realmente el reactor? —preguntó Sumi.
—Sí, por supuesto. Barrió también un centenar de kilómetros cuadrados de tierras
españolas de primera calidad. Pero en cuanto a comenzar la guerra…, es como decir que el
asesinato del archiduque Fernando inició la Primera Guerra Mundial. En un cierto sentido
es cierto, el detonante último es exacto, pero el acontecimiento carece de sentido si lo
retiras de su contexto.
—¿Quién es el arzobispo Fernando? —preguntó Jonny.
—Era al Islam en sí al que teníamos que matar —dijo Conover. Jonny oyó al lord
contrabandista sorber su té. Cogió su repollo en vinagre y aguardó a que Conover
continuara. Incluso borracho, el hombre era interesante—. Esto retrocede hasta los mil
novecientos setenta y los primeros embargos de petróleo. Cuando los árabes hicieron saber
por primera vez al mundo que eran conscientes de su poder. Tienes que comprender que
las comunicaciones a nivel mundial se hallaban aún en un estadio muy primitivo. No había
Red Mundial ni conexiones craneales. El occidental tipo no sabía nada del Oriente Medio.
Los musulmanes asustaban a Norteamérica. Todo lo que sabía la mayoría de la gente
respecto al Islam procedía de los antiguos noticiarios. Vídeos de toma de rehenes, quema
de banderas, hombres jóvenes conduciendo camiones llenos de explosivos contra las
fachadas de edificios. Imágenes totalmente alienígenas. El poder norteamericano estaba
basado en el miedo, pero ¿cómo asustar a esa gente? No podíamos. Allí estábamos, el país
más poderoso de la Tierra, y éramos impotentes ante un puñado de radicales. «Fanáticos»,
los llamábamos. «Extremistas musulmanes».
—Terroristas —dijo Jonny.
—Oh, sí. Una palabra muy flexible —respondió Conover—. Usada generalmente para
describir a cualquiera que no sea del gusto de las autoridades. Pero los árabes… Después de
todos los años que habíamos estado cagándonos sobre esa gente, estaban empezando a
cagarse sobre nosotros, y eso era inaceptable. Era malo para la moral y, más importante,
era malo para los negocios. Teníamos que aplastarlos. Iba a ser Centroamérica de nuevo.
¡Bum! —Conover agitó los brazos—. Plano como un panqueque.
Jonny depositó sus palillos sobre la mesa y, al no encontrar ninguna servilleta, se lamió
las puntas de los dedos. Había adquirido el hábito de mantener uno o dos dedos en su plato
durante todo el tiempo. Era la única forma de poder encontrar su comida.
—¿Cree realmente que ese viejo lío se está calentando de nuevo? —preguntó.
—Hablaba metafóricamente —explicó Conover—. Simplemente quería extraer una
analogía entre esa vieja guerra y nuestra situación actual en L.A.
—¿Quiénes son los árabes y quiénes los Estados Unidos? —preguntó Jonny.
—Supongo que podremos imaginarlo cuando veamos quién gana.
—La guerra del noventa y seis acabó en unos pocos días, ¿no? —preguntó Sumi—.
Nadie deseaba en realidad empezar la Tercera Guerra Mundial.
—Los planes de guerra murieron, sí, pero esta duró más bien unos cuantos años —
respondió Conover—. No olvides que ahí es donde fue a parar nuestra economía,
directamente a los agujeros negros de todos aquellos campos petrolíferos que no eran
propiedad nuestra. En el momento en que ellos firmaron el tratado de Reykjavik, nosotros
estuvimos muertos. Todas esas florecientes industrias de guerra se derrumbaron de la
noche a la mañana. Luego, cuando la Depresión estuvo en su peor momento, las Ratas de
Alfa alunizaron en nuestro satélite, se apoderaron de todas las minas y de nuestros
laboratorios de investigación lunar, y nos remataron. Probablemente somos el primer país
en la historia en verse sometido a una administración judicial. Los japoneses se nos
quedaron por un simple puñado de monedas. —El lord contrabandista guardó silencio
unos instantes, como recordando—. Algunas personas piensan que todo se reduce a una
acumulación de mal karma. Querida… —dijo de pronto—, ¿te encuentras bien?
Jonny alargó la mano y halló la de Sumi. Estaba caliente y húmeda de sudor.
—Estoy bien —dijo ella, irritada, y apartó la mano—. La comida es demasiado fuerte
para mí. No puedo mantenerla en el estómago.
—Ha tenido fiebre intermitente desde hace un par de días —dijo Jonny. Tocó el rostro
de Sumi. Ardía.
—No hagas eso —protestó ella.
Jonny oyó a Conover levantarse y rodear la mesa hasta su lado.
—Por favor —dijo el lord contrabandista en voz baja. Ella se mantuvo inmóvil durante
un instante. Jonny sabía que el lord estaba examinando los ojos de Sumi. La hepatitis era
aún común en la ciudad, y el tipo D era asesino—. ¿Por qué no me hablasteis antes de esa
fiebre?
Jonny se encogió de hombros.
—Estábamos ahí fuera en esa granja piscícola. Había humedad. Pensé que quizá se
había resfriado. No parecía importante —dijo, y mientras lo decía supo que estaba
mintiendo. Él y Sumi habían temido ambos lo mismo cuando ella se puso mala, y en
momentos de estrés era fácil caer en los viejos hábitos. Un año antes habían evitado hablar
abiertamente de la marcha de Hielo, y el conocimiento diario de aquello les había devorado
a los dos. Ahora no podían discutir la enfermedad de Sumi, no podían tomar ni siquiera las
medidas más simples para tratarla, porque tratarla sería reconocer su presencia, y eso era
imposible. Sumi no podía estar enferma, no con lo que ambos sabían que había suelto por la
ciudad.
—Voy a hacer que mis médicos te examinen, Sumi. —Los pesados pasos de Conover
cruzaron la esterilla de paja. Una puerta ligera se abrió.
—Por favor, no… ¿Señor Conover? Por favor… Jonny, haz que se detenga. No… quiero
saber…
Jonny la atrajo hacia sí y ella pasó los brazos en torno a su cuello. Se agitó con la fiebre y
lloró en silencio. Jonny se dio cuenta de que sostenía más y más su peso.
—¡Aprisa! —gritó.
Era como despertar ciego de nuevo. Su mente trabajaba, de hecho a toda velocidad,
como un motor pasado de vueltas, pero nada surgía de todo aquello. La información, la
posibilidad de que Sumi pudiera estar fatalmente enferma, era absolutamente inaceptable.
Malos sueños, malos datos.
—Todo está bien, querida —susurró—. Todo va a estar bien.
Los médicos avanzaban ya por el pasillo, precedidos por el olor a antiséptico. Algo les
seguía. Jonny lo oyó rozar contra las paredes de papel de arroz, algo que flotaba
firmemente hacia delante sobre un cojín a inducción. Los médicos lo empujaron hacia las
puertas correderas y lo dejaron allí, zumbando suavemente. Jonny sintió que Sumi era
retirada con cuidado. Abrió los brazos, dejó que se deslizara a un espacio ocupado por
suaves y tranquilizadoras voces, el olor de piel frotada y betadina.
—¿Jonny? —oyó cuando la depositaron sobre lo que fuera que habían traído con ellos—
. No dejes que se me lleven, por favor. ¿Jonny? Llevan máscaras. No puedo ver sus rostros.
—Él siguió sentado allí, junto a la mesa, cuando se la llevaron—. ¿Jonny? Tengo miedo.
¿Jonny? —Ruido de pasos. El zumbar de bobinas de inducción.
Hundió la cabeza entre las manos.
—Jesucristo. —Inspiró profundamente, apretó los puños contra sus sienes. Se golpeó a
sí mismo. Y de nuevo. Y de nuevo.
—Tranquilo. —Conover sujetó sus puños—. No la estás ayudando con eso. Tenemos
que aguardar los resultados del laboratorio.
—Usted ya sabe lo que van a decir —murmuró Jonny.
—No, no lo sé —dijo Conover—. Y tú tampoco, a menos que hayas desarrollado algún
sentido especial del que no me has dicho nada.
—Es el virus —gimió Jonny—. Ha pillado la jodida lepra.
—Este es un buen equipo médico. Rusos —dijo el lord contrabandista—. Tengo que
trasladarlos a una clínica privada en Kyoto. Ahora pueden ganarse ese traslado.
—Ella ha estado por toda la ciudad —dijo Jonny—. Era su trabajo.
Los chupavatios van allá donde la gente necesita energía. Ha estado por todas partes.
Probablemente se ha visto expuesta a él un centenar de veces.
Conover se sentó a su lado.
—Muy pronto lo sabremos.
Jonny estiró las piernas en la esterilla tatami y se pasó los dedos por las cicatrices de su
rostro. Pensó en la micrografía del virus que había visto en la clínica negra de los
Matasanos: la distorsionada cabeza del pseudófago, sus delgadas patas insectoides
manteniéndolo en su lugar mientras bombeaba hacia fuera su material genético. Luego la
clonación de la plaga. El estallido de la célula. El veneno en la corriente sanguínea.
—Señor Conover —empezó en voz baja—, si le hiciera un par de preguntas personales,
¿sería usted sincero conmigo?
—Si puedo. —La voz del lord contrabandista era baja, reservada, retumbó desde las
profundidades de su vientre.
—No puedo dejar de pensar en que usted sabe más sobre este análogo de la lepra de lo
que deja entrever. Déjeme preguntarle…, eso que Dinero Fácil le cogió, ¿tenía algo que ver
con el virus? ¿Era quizás un espécimen?
Al principio Jonny no creyó que el lord fuera a contestar, pero, mientras estaba
elaborando mentalmente otra pregunta, Conover dijo:
—Sí.
—Yo mismo he trasladado unos cuantos cultivos de enfermedades y órganos infectados
—dijo Jonny— a pandillas que se dedicaban a la investigación. Pero este virus es algo
distinto. Es como algo que hubiera elaborado un laboratorio gubernamental o de alguna
multinacional.
—Yo solo traslado mercancía —dijo Conover—. No tengo la menor idea de quién es el
propietario original. El trato fue realizado a través de una tercera parte.
—¿Hay alguna posibilidad de que el propietario original sea árabe? —preguntó Jonny.
—No tengo la menor idea —respondió Conover.
—¿Sabe si Dinero Fácil posee alguna conexión árabe?
—No que yo sepa.
—Pero es posible.
—Dinero Fácil trabajaría para el coronel Zamora, los árabes o la Madre Gansa si hubiera
dinero de por medio —dijo Conover.
—Correcto. Y si Fácil estaba trabajando simultáneamente para dos, uno de ellos los
árabes, ¿qué mejor lugar para trabajar que con usted, utilizando sus conexiones y su
protección? Si sabía del embarque de ese virus y lo estaba esperando, hubiera podido haber
sido advertido por un intermediario de que usted lo tenía, apoderarse de él y largarse.
Conover arrastró algo por encima de la mesa. Hubo el sonido de verter un líquido. Jonny
sintió una pequeña taza apretada contra su mano. Olió su contenido. Sake. Lo tragó de un
sorbo.
—Fácil dice que tiene un segundo frasco del embarque y que está dispuesto a venderlo.
¿Es irrazonable suponer que si hubiera implicados dos frascos, uno podría ser el virus y el
otro algo para matarlo?
—No. No es irrazonable en absoluto —dijo Conover—. ¿Sabes dónde está Fácil?
—Quizá —dijo Jonny—. Lo que no puedo imaginar, sin embargo, es: si Fácil está
trabajando para los árabes, ¿por qué está dispuesto a vendernos a nosotros el segundo
frasco?
—Fácil es codicioso —dijo Conover—. ¿Por qué debería sacar un solo beneficio cuando
puede doblar su dinero separando los frascos y vendiéndolos individualmente?
—Sí. Esa es exactamente la forma en que lo debe de estar haciendo.
—Así que, ¿qué vamos a hacer al respecto? —preguntó el lord contrabandista—. Es
evidente que sabes dónde se esconde Fácil, pero no me lo quieres decir.
—Yo he dicho que no pensaba decírselo. Tan solo quiero hacer un trato primero.
Conover se echó a reír.
—¿Por qué no lo vi antes? —Jonny le oyó servir más sake. Una taza fue puesta entre sus
manos—. ¿Tus condiciones? —preguntó.
—Si Sumi ha contraído la nueva lepra —dijo Jonny—, cuando consiga ese frasco de
Fácil, ella será la primera en recibir una dosis.
—No tengo ningún problema con eso.
—Hay más —dijo Jonny.
—Vaya —exclamó Conover apreciativamente—, estás creciendo, hijo. Al fin empiezas a
pensar como un hombre de negocios.
—La segunda parte es que yo estoy metido en el asunto. Quiero estar allí cuando se
cierre el trato. Quiero tener el frasco en mis manos y saber que está seguro.
—Tú, más que nadie, deberías saber lo estúpida que es esa idea —dijo Conover—. La
última vez que estuviste aquí estabas sano. Ahora tienes un rostro que es la mitad de
plástico y estás sin vista.
—Es una proposición de sí o no —dijo Jonny—. Si los términos no son esos, no hay
espectáculo.
Jonny sintió pensar al lord contrabandista. Bebió su sake y aguardó, confiado de saber
cuál sería la respuesta del lord. Notó un extraño y distante regocijo ante la idea de haberle
ganado a Conover en un trato de negocios. Debajo de ellos, tras reforzadas puertas de
cemento, capas de acero y todo tipo de protecciones, estaba la clínica subterránea de
Conover. Jonny sabía que los médicos estaban ahí abajo estudiando la sangre de Sumi,
metiendo tubos en sus brazos, por su garganta, tomando muestras de tejidos y
observándola en monitores vídeo desde estancias distantes, manipulando dispositivos de
diagnóstico con equipos automáticos de enfermería, comprobando la existencia de señales
de infección, pero manteniéndose bien apartados de ella. Había una bola de ácido ardiendo
en la boca de su estómago.
—Aceptaré tu trato —dijo Conover al fin—. Pero antes de que podamos proceder, yo
también tengo un trato que debes aceptar.
—¿De qué se trata?
—En realidad es simple y no terriblemente desagradable. Solo quiero tu palabra de que
tú y Sumi, cuando ella esté bien, os quedaréis aquí como mis huéspedes, con libertad
absoluta por toda la casa y terrenos, durante tanto tiempo como yo considere necesario.
—¿Eso es todo? —preguntó Jonny.
—Eso es todo.
Hubo ruido de pasos que se acercaban por el pasillo. Jonny aferró una hebra suelta de la
tatami mientras Conover se dirigía a la puerta corredera. Voces bajas.
—Gracias —dijo Conover, y se sentó de nuevo al lado de Jonny—. Es el resultado de las
pruebas.
—No quiero saberlo. Si hubieran sido buenas noticias las hubiera dicho usted desde la
puerta —murmuró Jonny—. Mierda. La gente como yo nos pasamos toda la vida
pisándonos nuestros propios pies. Pero Sumi…, ella no se merece esto. —Intentó conjurar
su rostro, pero no consiguió hallarlo. Sentía el interior de su cabeza vacío, como si alguien
hubiera extraído su cerebro con una cuchara y cromado el interior de su cráneo—. Hemos
hecho un trato.
—Excelente —dijo Conover. Sirvió otra taza de sake—. Una copa para sellar el trato, y
luego vete a la cama. Mañana vas a necesitar todas tus fuerzas.
—Sí, tratar con Fácil requiere un auténtico esfuerzo.
—Me temo que mañana no vas a hacer ningún trato. Mañana te pondrás bajo el bisturí.
—¿Qué quiere decir?
—Quiero decir —respondió el lord contrabandista, vaciando su taza y chasqueando los
labios, satisfecho— que a esta misma hora, mañana, te someterás a cirugía. Si vas a volver a
esa casa de locos, me parece que la mejor forma de asegurarnos de que encuentras tu
camino es proporcionarte un nuevo par de ojos.
10
Segunda visión: una aventura en óptica
No pudo dormir. Pasó la noche escuchando la Red Mundial en su habitación, cambiando
inquieto de canal cada pocos segundos, programa a programa (malditos documentales
sobre las Ratas de Alfa, pensó), idioma a idioma, y paseando de un lado para otro. La vieja
casa crujía, aposentándose más profundamente en el suelo sobre sus cimientos de un siglo
de antigüedad. Jonny intentó no pensar en Sumí y Hielo, intentó mantener su mente
embotada. Tanteó su camino hasta el pasillo una vez, halló el Muchacho azul, y pasó los
dedos sobre las irregulares capas de pintura. Sabía que se hallaba probablemente en el
objetivo de la cámara de alguien de seguridad, pero no le importaba. Jonny se preguntó qué
ocurriría si metía el puño a través del maldito cuadro.
Más tarde, en su habitación, cuando el pequeño reloj esmaltado sobre su escritorio
repiqueteó siete veces, vinieron a por él.
Le inyectaron algo y, contra su voluntad, se sintió relajar. Fue empujado por los pasillos
en una silla acolchada que flotaba a unos pocos centímetros sobre el parquet sobre un cojín
de inducción, y se preguntó si era la misma silla que habían utilizado para llevarse a Sumi.
Conover caminaba tras él, con su olor a cigarrillos de clavo.
—Has acertado con el momento, hijo —dijo el lord contrabandista—. Una semana más,
y esos médicos ya no estarían aquí. Estarían en Japón. Mi personal propio es bueno, pero
esta gente es especial. Y cara también. Voy a sacar un buen provecho de este trato. Son
rusos, ¿te lo dije? Los hice traer de una sharaska cerca de Leningrado. No hubieras creído el
estado en que se hallaban cuando llegaron aquí. Patético. Los rusos habían implantado
desmoduladores neurales en todas sus cabezas. Cien metros más allá de los muros de la
prisión, sus cerebros se convertían en una bolsa de vapor. No es fácil, ¿sabes?, retirar un
desmodulador neural de un cerebro y conseguir que lo que quede sea algo más que virutas.
Los japoneses desarrollaron la técnica. Mi personal efectuó la cirugía. Perdimos a dos, pero
el resto salió de la operación en plan multicolor. —Jonny fue empujado a un ascensor. Oyó
el siseo de las puertas al cerrarse, experimentó el ligero vértigo del descenso. Luego las
puertas se abrieron de nuevo y fue empujado a una habitación donde el olor a antiséptico le
abofeteó en pleno rostro.
—El doctor Ludovico es el premio mayor, la razón por la cual los japoneses financiaron
toda la operación. Los otros son su equipo. Ludovico es especialista el xenoimplantología.
Él hará tu operación.
Los médicos elevaron la silla medio metro e hicieron bajar el respaldo, deslizando a
Jonny a una estrecha mesa en un solo movimiento fruto de la mucha práctica. Alguien
empezó a cubrirle con pequeñas hojas de tela estéril, avanzando por su cuerpo hasta su
garganta, dejando la cabeza al descubierto. Unos dedos tocaron su frente, alzaron los
párpados de sus vacías órbitas. Jonny jadeó.
—Relájate —dijo Conover—. Es Ludovico. Solo desea echar un vistazo antes de ponerse
a trabajar. —Ludovico, explicó Conover, no hablaba inglés. Olía a cigarros caros y a colonia
barata. A Jonny no le gustó el hombre, no le gustaba tener los dedos de un extranjero
hurgando en su cabeza, no le gustaba la posibilidad de un puñado de daños cerebrales
secundarios, y estaba a punto de decirlo cuando una aguja se clavó en su brazo y la
mascarilla anestésica se deslizó sobre su nariz.
—Te veré más tarde —dijo Conover—. Y, con un poco de suerte, tú también me verás a
mí.

—Duele —dijo Jonny. Dos días más tarde, su pelo apenas empezaba a crecer de nuevo.
Los rusos habían retirado las hebras de plástico de su rostro, sellando las cicatrices con una
pega proteínica. Un espectáculo de luces bailaba en la cabeza de Jonny. Nada de imágenes,
solo silenciosos fuegos artificiales. No había tenido ningún contacto con Sumi desde la
cirugía. Ella estaba en cuarentena y, por los ruidos que emitía Conover, Jonny pensó que
podía estar en apoyos vitales. Inconsciente, se halló confiando en el viejo buen sentido para
seguir adelante. Era un asunto de aceptar cada momento como una entidad única,
permitiendo que el observador y el observado se mezclaran e impedir así que el pánico y el
horror lo abrumaran. Los budistas tenían razón al menos en eso, pensó Jonny. Descubrió
que era capaz de meditar durante cortos períodos de tiempo, y eso pareció ayudar.
Ahora, algo picoteaba en sus ojos; hormigas que se arrastraban por sus nervios ópticos
y caminaban por dentro de su cráneo hasta el cerebro, donde depositaban pequeños
huevos que estallaban para convertirse en supernovas, dispersando colores que no podía
nombrar.
Estaba de nuevo abajo, en una habitación distinta, sentado esta vez. Ludovico estaba
allí, murmurando a sus ayudantes y manejando un miniordenador Cray, intentando
calibrar la frecuencia de respuesta de los nuevos ojos de Jonny. Exteroceptores, los había
llamado alguien. Jonny tenía la sensación de que la parte frontal de su cabeza era
demasiado abultada, hinchada con el nuevo hardware. Los médicos le habían asegurado
que la sensación desaparecería en unos pocos días, pero Jonny tenía sus dudas. Estaba
convencido de que tendría un aspecto insectoide durante todo el resto de su vida.
—Lo que él ha construido es un puente —le dijo Conover—. Esa es la clave de este
procedimiento. Ludovico ha pasado completamente por encima de tus nervios ópticos e
implantado sensores de silicio en tus centros de la visión. Los chips reciben los datos de
una unidad emisora en la parte de atrás de los exteroceptores. Tus retinas son en realidad
CCD Langenscheidt modificados. Cualquier dolor o esquema inhabitual de luz que
experimentes son los efectos del campo eléctrico en torno a los residuos estimulables que
han quedado en tus nervios ópticos.
Jonny se echó a reír.
—La gente lleva años diciéndome que tendría que instalarme una conexión en el
cráneo.
—Ahora lo has hecho mejor que todos y cualquiera de ellos. Todo un sentido
enteramente digitalizado.
—No sé —dijo Jonny, y se agitó en la silla de exámenes, intentando hallar una postura
cómoda—. Siempre he sentido un poco de miedo a las conexiones y los implantes, ¿sabe?
He temido la posibilidad de olvidar dónde terminaba la máquina y empezaba yo.
Conover inspiró fuertemente, haciendo un ruido que muy bien hubiera podido ser un
suspiro.
—Todo es una apuesta —dijo—. En cada momento en que uno está vivo. ¿O prefieres
seguir ciego?
—Ni soñarlo —dijo Jonny. Agitó la cabeza—. Vaya elección.
Ludovico dijo algo, y una mujer con un fuerte acento japonés tradujo:
—El doctor va a conectar los exteroceptores ahora. Quiere que le describa todo lo que
usted vea.
Jonny se echó hacia atrás en su silla, controlando conscientemente su respiración. Un
ardiente violeta orló su campo de visión.
—Mantenga los ojos abiertos —dijo alguien.
Un miedo ardiente. Algo reptaba hacia arriba en su garganta.
Dadme alguna cosa, pensó. Solo un poco de luz. Un poco de luz.
Una y otra vez hasta que las palabras perdieron todo significado y se convirtieron en un
canto, un mantra…
Luego fluyó dentro de él, eliminando todo lo demás, un flujo de sensaciones, una sólida
masa de distorsionado espectro, con cosas vagas moviéndose dentro de él. Volvió la cabeza,
dejando que los colores se emborronaran en su visión. Su visión. Estaba viendo bloques de
construcción de un juego infantil, un tablero de ajedrez multicolor…, no, una malla, como de
tela de alambre fina. Cada segmento individual era un pulsante neón. Luego formas. Un
hombre estaba sentado ante él. Su mano derecha parecía arder.
—Hay un montón de colores cruzando la malla —dijo Jonny—. Parece como algún tipo
de exhibición de pixels. Hay alguien ahí. Su mano…, es como si estuviera incendiada. —La
mujer tradujo al ruso.
El hombre-sombra tecleó algo en el Cray, y los colores descendieron bruscamente de
intensidad. Fueron reemplazados por formas más nítidas. La mano incendiada ya no ardía,
aunque seguía débilmente iluminada, con salpicaduras pastel ensombreciendo los dedos y
la muñeca como un mapa antiguo, colores distintos que indicaban regiones geográficas. La
mano pertenecía a un hombre gordo, pudo ver Jonny, y el fuego, se dio cuenta, procedía de
una linterna del tamaño de un lápiz que el hombre había estado apuntando hacia sus ojos.
Los pixels tenían el efecto de distanciar a Jonny de lo que veía. Tuvo la sensación de
estar contemplando la estancia desde un monitor vídeo que enfocaba la imagen a través de
miles de cuadraditos individuales de cristal biselado.
Algo llameó a su derecha; Jonny se volvió y vio a Conover. El lord contrabandista estaba
encendiendo un cigarrillo, la llama de su mechero ardía roja y ridículamente larga.
—Esos ojos poseen detectores termográficos —dijo Jonny—. Alguna especie de escáner
infrarrojo realzado por ordenador.
—Una bonificación —dijo Conover, una calavera jaspeada, con manchas muertas de piel
registradas como huecos en su rostro—. Hay algunos otros subprogramas también. Los
descubrirás y aprenderás a controlar la sensibilidad de los pixels.
—Puedo distinguir bastante bien las formas, en estos momentos —dijo Jonny—. ¿Van a
ser así los colores todo el tiempo?
—No, en estos momentos registras los infrarrojos porque las luces están apagadas.
—Bueno, enciéndalas. Esta visión a partir del calor es extraña.
—¿Podemos, doctor? —preguntó Conover. Una mujer tradujo a Ludovico, que Jonny
reconoció como el hombre gordo. El ruso asintió, con sus papadas derramándose sobre su
cuello.
—Da —dijo, y alguien encendió las luces. El espectro normal canceló los infrarrojos.
Jonny miró la habitación, la gente, las parpadeantes luces de los dispositivos de diagnóstico.
Los colores eran solo uno o dos grados más calientes de lo normal.
—Jodidamente hermoso —dijo. Estaba riendo. Era todo lo que podía hacer.
Conover apoyó una mano en su hombro.
—Todo está bien ahora, ¿verdad?
—Es increíble, hombre —dijo Jonny—. ¿Cuándo puedo ir a ver a Fácil?
—Pronto. Esta noche quizá, depende de cómo te sientas. Antes de que vayas, sin
embargo, hay algo de lo que tenemos que hablar.
—Sí, lo sé. Quiere que uno de sus hombres vaya conmigo.
—Correcto. Ricos. Pero no es de eso de lo que quiero hablar. —Conover dejó caer su
cigarrillo al suelo y lo aplastó con el pie. Había algo equivocado en los rostros de los
médicos. No le miraban como lo harían a alguien a quien acababan de curar; era más bien
como si miraran a alguien al que acababan de salvar de una meningitis solo para descubrir
que tenía cáncer. Jonny reconoció a una mujer en un rincón como Yukiko, un miembro del
personal médico privado de Conover. Había sido amable con él cuando estuvo allí antes,
recordó, pero ahora no le miraba.
—¿Qué ocurre? —preguntó.
—¿Sabes? —dijo Conover suavemente—, cuando se vive ahí fuera en el margen, a veces
uno se ve obligado a caer en la más cruda ingeniosidad e imaginación. —Tomó unos fórceps
de una bandeja de metal, les dio vueltas entre sus manos—. Aprendemos para improvisar.
—¿Qué es lo que han improvisado?
—Tienes tu visión de nuevo.
—¿Qué es lo que está mal conmigo? —Escrutó de nuevo la habitación—. ¿He pillado el
virus?
—Nada de eso —dijo Conover—. Tan solo deseo que comprendas el contexto de tu
operación.
Por aquel entonces Jonny estaba de pie, empujando a los rusos fuera de su camino,
buscando algo. Cerca del fregadero, un armarito cromado sobre la encimera. Se inclinó
sobre la fórmica, blanca salpicada de oro, apretó su rostro contra el metal. Y maldijo. Su
puño melló la esquina del armarito antes de que pudiera pensar.
—¿Qué es lo que me han hecho? —gritó.
—Devolverte algo que habías perdido.
Jonny contempló el dentado metal, buscando su rostro, pero no estaba allí. Unas órbitas
negras y entretejidas con el púrpura y rojo de los vasos sanguíneos rotos. Algo alienígena le
devolvió la mirada. Con ojos amarillos, con pupilas verticales que iban de párpado a
párpado. A ciertos ángulos había destellos de luz, verde y metálica. Un mosaico, pensó.
—Ese tigre que destruí —susurró Jonny, mientras sentía la maquinaria extraña en su
cabeza—. Me los dio a mí.
—No tuvimos otra posibilidad —dijo Conover.
Jonny se volvió hacia él.
—Un gran cambio, hombre. Un pequeño salto. De tullido a fenómeno.
—No eres un fenómeno mayor que yo —dijo Conover. Su rostro se tensó, el humo brotó
de la cicatriz de su nariz—. ¿Crees que este ha sido siempre mi aspecto? Uno aprende a
vivir con ello.
Jonny siguió observándole fijamente.
—Míreme. Debería estar en una jodida feria.
Conover avanzó hasta su lado.
—Querías ojos. Ya los tienes.
Jonny retrocedió torpemente hasta la silla de exámenes, se dejó caer en ella, se cubrió el
rostro con las manos.
—Oh, hombre…
—Fue lo mejor que pudimos hacer —le dijo el lord contrabandista. Sonrió—. Y, tienes
que admitirlo…, en esta ciudad realmente no es un espectáculo tan extraño. Dentro de unas
pocas semanas todos serán viejos amigos.
—¡Oh, Cristo! —Jonny se miró las manos—. No crea que lamento la operación —dijo. La
malla aún era visible, como un fondo, cuadriculando sutilmente las puntas de sus dedos.
Miró a Conover—. En realidad me alegra poder ver de nuevo. Es solo el shock.
Conover asintió.
—Comprendo. —Miró su reloj—. Escucha, voy a tener que marcharme para una
reunión de negocios. Deberías ir a tu habitación y descansar un poco. Enviaré a Ricos más
tarde. Entonces podrás decirle si deseas ir esta noche o esperar.
—De acuerdo —dijo Jonny. Cuando Conover iba a abandonar la habitación, llamó—:
Señor Conover…
El lord contrabandista se detuvo en el umbral.
—¿Sí?
Jonny se encogió de hombros.
—Gracias —dijo.
—De nada.
—¿Cree que podría hacerme un favor más?
—¿De qué se trata? —preguntó Conover.
—¿Puede hacer que alguien saque los espejos de mi habitación?
Conover sonrió.
—Hecho —dijo, y salió.
Jonny se reclinó en la encimera, dejando que su casi calva cabeza cayera hacia atrás
contra las puertas laminadas del armarito, y contempló a los rusos que le miraban
fijamente. Yukiko le trajo té en una taza de estirofoam blanca. Con un pequeño esfuerzo, le
miró y sonrió.
—Gracias —dijo.

El viaje de vuelta a su habitación fue una pesadilla. Mantuvo la cabeza baja, pero el peculiar
trazado de la casa le obligó a alzar frecuentemente la vista, y su reflejo parecía estar
siempre allí, aguardándole en el esmalte de un jarrón Ming, en el frente de cristal de un
antiguo aparador, el pulido cromo de un medidor sísmico.
Un monstruo de ojos dorados.
Había rechazado la silla a inducción; un par de médicos rusos le siguieron desde la
clínica, manteniéndose a una respetuosa distancia. Cuando llegó a su habitación, cerró la
puerta en sus rostros.
Dentro, permaneció apoyado contra la puerta y contempló la habitación, buscando
todas las superficies reflectantes. Cuando no halló ninguna, se dirigió directamente a la
cama y se echó en ella.
La transparente debilidad de la historia de Conover había sido tan obvia para Jonny que
sabía que tenía que ser deliberada. Eso significaba que proporcionarle aquellos ojos de
fenómeno era, en uno u otro grado, un movimiento calculado. El lord contrabandista había
evidentemente planeado mostrar su desagrado hacia Jonny de alguna manera, y la ceguera
de este le había proporcionado un método conveniente. Los ojos eran un castigo y una
advertencia. Un castigo por robar el coche y huir, y una advertencia de que era mejor que
no volviera a hacerlo. Como un ritual Yakuza, pensó Jonny. Comete un error, y perderás un
dedo por una articulación. Mira a los tipos sin dedos, ellos son los auténticos jodidos.
¿En qué me convierte esto?, se preguntó.
Le sorprendió, pero no sintió una auténtica furia hacia Conover por lo que le había
hecho. Podría haber hecho algo mucho peor, sabía Jonny. Y el lord contrabandista había
tenido razón todo el tiempo. En el momento en que Jonny había abandonado la colina, se
había lanzado por un camino que conducía directamente de vuelta a manos de Zamora.
Vivir con unos ojos extravagantes, pensó, sería malditamente mucho más fácil que vivir con
lo que fuera que el coronel había planeado para él.

—Hey, maricón.
Jonny se sentó en la cama. No recordaba haberse dormido, y el despertar con un
sobresalto, con la pérdida de control que eso significaba, le asustó. Jonny miró a Ricos y vio
que él no era el único que se había sobresaltado.
—Joder, hombre —murmuró Ricos, mezclando como siempre inglés y español. Llevaba
una chaqueta de motorista roja y pantalones de piel a rayas—. ¿Qué dejaste que te
hicieran? —Ricos miraba fijamente a Jonny como miraría una herida abierta y supurante o
un muerto de un accidente automovilístico, sin intentar ocultar su disgusto. Jonny se sintió
agradecido por ello.
—No tuve mucha elección —dijo; sacó las piernas de la cama y se sentó.
—Carajo. Yo mataría al que me hiciera eso.
—¿Incluido tu jefe?
—A cualquiera.
Jonny sonrió al hombre.
—Realmente estás lleno de mierda, ¿lo sabías? —Se dirigió a la cómoda, halló unos
pantalones negros de su talla y empezó a ponérselos—. Vamos a necesitar identificaciones
—dijo—. Algo corporado. Multinacional.
—Ningún problema —dijo Ricos.
Sobre la cómoda alguien había dejado una docena de pares de gafas de sol, colocadas
limpiamente en tres hileras horizontales. Sus lisos diseños, tan fuera de lugar contra la
pálida madera de las antigüedades francesas, le recordaron a Jonny una de las extrañas
esculturas de los Matasanos. Sin pensar, tomó unas de espejo de aviador y se las puso en el
bolsillo del pecho de la chaqueta gris de tweed que había tomado del armario.
—Bien —dijo—. Recogeremos las identificaciones, conseguiremos algunas ropas
mejores y nos pondremos en camino.
—¿Qué les pasa a estas ropas? —preguntó Ricos, ofendido.
—Nada, hombre, si fuéramos al Pozo de Carnaby. —Se encaminó hacia la puerta, con
Ricos a unos pocos pasos detrás de él.
—Entonces, ¿adónde me llevas, maricón?
Jonny giró en redondo y clavó un dedo en el estómago del hombre.
—Al Pequeño Tokio —dijo—. Donde le disparan a la gente como tú y como yo apenas
verla.

El coche era un viejo cupé brasileño a alcohol, modelado sobre un diseño de cambio de
siglo de la Mercedes. Ricos conducía; llevaba un traje italiano verdeazulado y se tiraba
constantemente del cuello de la camisa gris perla. Jonny y él llevaban los chips de
identificación de dos hombres muertos.
Dejaron el coche cerca de Union Station, un cascarón art déco del que emergían ladrillos
rotos y vigas en doble T como costillas al descubierto. La rodeaban una ruina de despojadas
grúas y generadores, rieles ferrocerámicos que se ennegrecían a la luz de la luna, bajo la
mirada de las Ratas de Alfa, aguardando el tren bala que nunca llegaría.
Un pozo de mantenimiento debajo de los destartalados transformadores de una
subestación fuera de servicio de la Pacific Gas and Electric terminaba en un corto espacio
que daba acceso a través del falso fondo a una sección de ventilación, parte del enorme
sistema de recirculación de aire que abastecía la arcología del Pequeño Tokio. Jonny retiró
el panel suelto del fondo que daba acceso al conducto de ventilación, y él y Ricos se
arrastraron dentro, teniendo mucho cuidado de no ensuciar sus nuevas ropas. Las
dimensiones del conducto eran tales que pudieron caminar tan solo ligeramente
encorvados hasta una compuerta de acceso, a un centenar de metros o así a contraviento
desde donde habían entrado. Era como si avanzaran todo el camino en medio de un
tornado.
Jonny manipuló la compuerta desde dentro y la abrió, y ambos saltaron al suelo de la
planta de recirculación. El lugar era totalmente automatizado, recordó Jonny, y el equipo
humano no hacía más que una ronda rutinaria del lugar una o dos veces por la noche. Jonny
pudo oír a Ricos tras él, su respiración por encima del zumbar de los circuladores de aire. El
hombre estaba tenso e inquieto, se sobresaltaba a cada gruñido y siseo del equipo. Jonny le
condujo hasta un corredor que ascendía en una lenta espiral hacia la superficie. Paredes de
ladrillos de ceniza pintadas con el pardo y naranja de la Corporación de la Centésima
Dinastía mostraban sus excrecencias de podredumbre.
Hallaron la escalera que Jonny estaba buscando detrás de una pared de barriles de
doscientos litros apilados sobre soportes modulares, empujó una rejilla en la parte
superior, y emergió detrás de una discoteca francesa, La Poupée.
A la media luz pastel que sangraba sobre los tejados, con sus esqueléticas
superestructuras soportando gráficos de neón y holoproyectores, Jonny echó una última
mirada rápida a la identificación del hombre muerto. Jonny era Christian van Noorden, un
analista de sistemas oriundo de Holanda de la Pemex-US; Ricos tenía un chip que lo
identificaba como Eduardo Florentino, un coordinador de seguridad de la Krupp Bio-
Elektronisches. Jonny se puso sus gafas de espejo de aviador y se encaminó hacia el
bulevar, con Ricos a sus talones, y me mezcló sin que nadie reparara en él con la multitud
de turistas, la crema de la cosecha multinacional.
Caminando justo delante de Jonny y Ricos iba un grupo de jóvenes técnicos
aeroespaciales suecos. Eran de pelo claro y esbeltos, sorprendentemente atractivos, cada
uno de ellos con la misma estrecha mandíbula y delicadas manos de largos dedos. Jonny se
preguntó si podían ser clones. Todos estaban en su treintena y exhibían los músculos de
sus torsos, que se flexionaban bajo sus ajustados monos de una pieza de policarbonato
transparente. Sus músculos habían sido teñidos de diferentes colores para acentuar los
movimientos de los distintos grupos. Eran como mapas anatómicos vivientes, pensó Jonny.
Al otro lado de la calle, muy alto en el aire, aparecieron los entreabiertos labios del
holograma de una vagina…, una orquídea rosa idealizada, una boca sin dientes que parecía
tragar la imagen, convirtiéndose en una montaña rusa de un túnel de carne, de imprecisas
paredes brillantes.
Jonny tuvo que detenerse en la esquina. Fingió examinar el menú animado desplegado
fuera de un restaurante burmés. El menú explicaba las comidas en diferentes lenguas según
donde uno se situara, pero Jonny apenas se dio cuenta de ello. Sus manos temblaban.
Era un imposible salto psíquico. Era un muchacho de nuevo, viendo el Pequeño Tokio
por primera vez, clavado al suelo por la luz, el aire, la imposible riqueza y belleza del lugar,
el flagrante y halagador malgasto de energía. El Pequeño Tokio era un fenómeno
transcultural, suyo nombre hacía tiempo que había perdido todo significado, indicando un
geosector de la ciudad y proporcionando atisbos de la historia del lugar, pero poco más. Era
elegancia japonesa y europea filtrada a través de la cursilería norteamericana, a través de
generaciones de imágenes exportadas de televisión, vídeo y Red, visiones de Hollywood y
Las Vegas, los baratos sueños de gánsteres de la Buena Vida, refugio y terreno de juegos
para los empleados privilegiados de las multinacionales. El Pequeño Tokio era pesado de
mantener y costaba mucho a las multinacionales, pero estas lo adoraban y, al final, habían
llegado a necesitarlo. Lo que en su tiempo había sido su juguete ahora las definía.
Había clubs que ofrecían todas las variedades de encuentros sexuales. Clubs de
fetichistas de la muerte, donde dosis controladas de venenos inductores de la euforia
habían reemplazado a las drogas como el súmmum de las elecciones. Fue en uno de esos
clubes donde, cuando tenía diecisiete años, Jonny había probado por primera vez el Amor
Loco. En estos momentos, pensó, sería capaz de matar por una dosis. Estaban los clubs de
simulación por ordenador, que ofrecían a los que disponían de conexiones craneales
encuentros cercanos con la violencia, la locura y la muerte. Una manzana más adelante
estaba el Onnogata, donde miembros de varios cárteles ganaban tiempo en los tanques de
regeneración a cambio de datos sobre los ordenadores, combustibles sintéticos y productos
farmacéuticos del año próximo.
Otros clubes ofrecían oportunidades similares, y cualquiera podía jugar. Si tenías una
mala racha, podías dejar partes de tu cuerpo esparcidas por todo el bulevar. La extirpación
e instalación de órganos formaban parte de los servicios estándar de los hoteles. Aquellos
que perdían lo suficiente eran puestos en sistemas de apoyo vital, desde donde a veces
seguían jugando hasta que llegaba el reactor de la compañía para llevarles a casa. Nadie
había muerto en el Pequeño Tokio desde hacía más de un siglo. No de un modo
permanente.
Ricos miraba a Jonny.
—¿Quieres comer ahora? —preguntó.
Jonny le devolvió la mirada, luego de nuevo al menú, que en aquel momento describía
un plato de pollo y arroz en ansioso francés.
—No —dijo—. Solo estaba pensando.
Echó a andar por la limpia y amplia calle, deseoso de captar en toda su plenitud el lugar
antes de ponerse al trabajo. No había estado en el Pequeño Tokio desde hacía años. Cálidas
brisas arrastraban el débil aroma de los naranjos en flor, una sensación completamente
artificial. Jonny había visto barriles llenos del aroma allá abajo en la planta de recirculación.
Conover había tenido razón respecto a los ojos, se dio cuenta. Semiconscientemente
había empezado a manipularlos, cambiando su enfoque al principio por error, luego
repitiendo el error hasta que pudo controlarlo. Se volvió hacia Ricos, que parecía no
afectado por el lugar, con los colores saliéndose ligeramente de registro en su visión
periférica.
—¿Lo ves? —preguntó.
—¿El qué, maricón?
—Nadie está enfermo aquí. Nadie es viejo —dijo. Caminaban junto a un lago artificial.
Hidroalas robot para una o dos personas surcaban la cristalina superficie del agua,
transbordando gente entre la orilla y una pagoda de cinco pisos en una pequeña isla cerca
del centro del lago. Alas de espuma como joyas brotaban de detrás de los pequeños
aparatos en forma de disco, enmarcando los vestidos de noche y los esmóquines a la
medida de los conductores—. Ni un leproso, ni una mancha hepática, ni un trozo de papel a
la vista.
—Sí —respondió Ricos, y asintió con la cabeza hacia una pareja joven que exhibía sus
genitales hechos a la medida a algunos amigos. El cromo destellaba entre sus muslos—.
Estos carajos vienen en kits, ¿comprendes? Córtalos, y no sangran.

La entrada al club japonés estaba flanqueada por dos perros custodios del tamaño de
hombros tallados en alguna madera oscura y muy lisa. Ricos caminó más allá del lugar,
pero Jonny se detuvo, atraído por algo…, quizá por el extraño ángulo en el que había sido
tallada la cabeza de uno de los perros. Se dio cuenta, en el momento mismo en que se
detuvo, de que los perros no eran estatuas sino que, en realidad, estaban vivos. Los perros,
tosas de pura raza, estaban sentados sobre sus cuartos traseros, observando a la multitud
con la impasibilidad de lagartos tomando el sol, con el rosa de una lengua asomando de
tanto en tanto para lamer sus enormes mandíbulas, sus cuellos y lomos hinchados por los
músculos…, el producto final del control de la raza y la manipulación genética. Mientras
Jonny contemplaba a los animales, una imagen congelada de los suecos con sus ajustados
monos transparentes de una pieza se impuso en su visión, con la calle al lado de La Poupée
clara al fondo. Luego desapareció. Jonny parpadeó, tensando los músculos en torno a los
ojos. La imagen de los suecos destelló de vuelta. Esta vez la retuvo, la hizo moverse
lentamente, hacia delante y hacia atrás. Tenía perfecto sentido que los ojos tuvieran un chip
de grabación, pensó. Hacía un par de días formaban parte de un sistema de seguridad.
Imágenes grabadas de los intrusos para ser entregadas a la ley. Borró la imagen con un
parpadeo y dijo a Ricos:
—Aquí dentro.
El uniformado portero japonés hizo una inclinación de cabeza y retuvo la puerta abierta
para ellos mientras entraban, llevándose una mano a la sien derecha cuando Jonny y Ricos
pasaron por su lado. Controlándoles mediante un escáner en busca de armas, sabía Jonny.
Maldijo en silencio, preguntándose si ya habrían sido escrutados antes.
Dentro del club estaba muy oscuro, la arquitectura tradicional: esterillas tatami, mesitas
bajas brillando con el amarillo mantecoso de las linternas pintadas a mano, geishas de
blancos rostros sirviendo potes de sake caliente a la clientela principalmente masculina,
principalmente hombres de negocios de mediana edad japoneses y norteamericanos. Había
mucho ruido procedente de una sala más allá del bar. Jonny deslizó su mano a la parte
inferior de su espalda como si se rascara un escozor en los pantalones y tocó la culata de
una pequeña pistola SIG Sauer. El cuerpo del arma era de polímero de cristal líquido,
imposible, le habían dicho, de ser captado por los detectores de metales. Las balas eran un
producto estándar de Gobernación, conocidas comúnmente como Tiro de Piedra. Cada bala
poseía una punta de cuarzo sintético. Cuando golpeaba un objeto y era comprimida, la
diminuta carga del cuarzo era conducida a través de un medio de polipirrole líquido donde
prendía partículas en suspensión de plástico C-4. Ricos llevaba un arma similar en su
chaqueta.
Jonny pidió sake e hizo un gesto a la geisha para que se lo trajera a la siguiente estancia.
Ella asintió con la cabeza. Él le sonrió incómodo, inseguro de si se suponía que debía
devolver la inclinación o no. Lo hizo, y la geisha rio ante su envarada manera gaijin.
—Mantón los ojos abiertos en busca de Dinero Fácil —le dijo a Ricos.
Se separaron en la siguiente estancia, subiendo por la parte de fuera por los lados
opuestos de una pirámide invertida de amplio vértice plano construida con múltiples
hileras de pulidas vigas de caoba. El olor a sudor y sangre era intenso en el aire lleno de
humo y vapores de alcohol, pero Jonny se sorprendió pese a todo ante lo que vio cuando
alcanzó la parte superior de la pirámide, se abrió camino hasta el frente, y miró al interior
del corral de madera.
El perro vencedor acababa de recibir su premio —la silueta de un loto de oro en un
pequeño estandarte de satén púrpura— de manos de un hombre pálido y de rostro pastoso
en mangas de camisa. Una de las patas delanteras del perro estaba retorcida y muy dañada.
Jonny observó cómo el cuerpo del perro perdedor era arrastrado fuera del recinto, con su
humillado propietario y ayudante teniendo buen cuidado de no manchar de sangre sus
camisas blancas.
Un momento más tarde todo volvió a empezar de nuevo. El hombre de rostro pastoso
hizo un anuncio en rápido japonés y bendijo cada esquina de la arena con sal. Luego otros
dos perros, enormes tosas de nuevo, más grandes que la pareja anterior, fácilmente de
ciento cincuenta kilos cada uno, fueron conducidos desde lados opuestos del recinto al
extremo de pesadas cadenas de acero al carbono. Los espectadores sacaron sus chips de
dinero; Jonny captó el destello del silicio encajado en los fénix de oro mientras la gente
rodeaba a los apostadores de la casa, tocando con sus chips los pequeños multiplexer que
llevaban, esperando registrar sus apuestas antes de que los perros fueran soltados y las
apuestas empezaran a caer. Jonny miró a su alrededor en busca de una salida y halló una,
abajo junto al extremo más alejado del recinto. Se dirigía hacia ella cuando oyó a los perros
golpear el uno contra el otro, el sordo choque de carne contra carne, los gruñidos bajos de
los animales, charla de muerte primigenia. Miró a su alrededor en busca de Ricos, asintió
ligeramente con la cabeza cuando vio al hombre al otro lado del corral, con los ojos muy
abiertos, contemplando despedazarse a los animales. Jonny sonrió. Sorprender a Ricos
había sido más fácil de lo que había esperado.
Mientras se encaminaba hileras abajo hacia la salida, Jonny oyó a uno de los perros
gañir frenéticamente, un sonido que se hizo dolorosamente intenso a través de la
megafonía del club. Estaba casi al nivel del suelo cuando se volvió y se metió de nuevo
bruscamente entre los espectadores. En algún momento durante los pocos segundos que le
había tomado hallar a Ricos y bajar los escalones, un Chico Rudo se había estacionado en la
salida. Jonny se abrió camino a través de los gritos de la gente, regresando por donde había
venido, con los ojos fijos en los rostros de los jugadores, intentando mantener la pelea de
los perros fuera de su vista. Gritos animales y vítores humanos. Divisó otro Chico Rudo
junto a la entrada del bar. El gigante estaba hablando con alguien. El portero. Jonny miró a
su alrededor, con la esperanza de que quizás existiera una salida que se le hubiese pasado
por alto. Pero no encontró ninguna y, cuando se volvió por el camino por el que había
venido, vio al portero señalarle directamente a él. Jonny se agachó entre la gente y subió
hasta arriba, mientras el Chico Rudo avanzaba por entre los jugadores como un
rompehielos picado por la viruela.
Una vez arriba, una pierna por encima del borde del pozo. Por un instante la gente
guardó silencio. Entonces extrajo su arma, y el ruido regresó, agudo y frenético esta vez.
Disparó dos veces, pero la estampida ya estaba en movimiento y, cuando las balas
golpearon, reventando un extremo del corral de los perros, los asustados tosas se lanzaron
hacia allá, todos dientes y garras, en dirección a la única salida. El Chico Rudo que le
perseguía, pese a lo grande que era, se veía impotente, arrastrado hacia atrás por la presión
de los cuerpos. Lo último que Jonny vio de Ricos, también, estaba siendo barrido por la
marea humana. Había sacado su pistola, con los ojos muy abiertos y furiosos. Jonny no se
quedó allí para ver lo que ocurría.
Se encaminó hacia la parte trasera del club, que estaba casi desierta, y salió por la
puerta de atrás. Callejón abajo durante todo el resto de la manzana. Cuando salió a la calle
de nuevo, se encontró en medio de una multitud que miraba al club. Hombres vestidos de
oscuro estaban saliendo aún por la puerta delantera. Los tosas se habían lanzado acera
abajo, esparciendo peatones y gruñéndole al tráfico vespertino.
Jonny tomó el camino largo alrededor de la manzana, solo para asegurarse de que no
tropezaba con nadie del club. Finalmente llegó de vuelta al lago artificial. Los hidroalas
cruzaban todavía el agua. La pagoda resplandecía en la pequeña isla, su florón un sólido
pedazo de cuarzo rosa tallado de veinte metros de altura. En torno a la base de la pagoda
había un bosquecillo de árboles de cristal, un enmarañado conjunto de prismas. El Bosque
de la Bendición Incandescente.
No más vagabundear. Ya era hora de encontrar a Dinero Fácil.
11
Objeto a destruir
—Buenas tardes —dijo el pequeño hidroala cuando Jonny subió a bordo—. Para su
seguridad y comodidad, por favor sujétese al pasamanos previsto para tal efecto. El viaje
tomará dos minutos.
—Que te jodan —contestó a la máquina.
—Muy bien, señor —dijo esta. La plataforma acolchada de caucho del pasajero vibró
suavemente a través de las suelas de sus zapatos mientras el motor del vehículo ascendía
débilmente de tono, alzándole a él y al vehículo fuera y por encima del agua. Una ligera
bruma de cálida agua se alzó a los lados del aparato y se aposentó sobre su piel. La
sensación del febril cuerpo de Sumi y las teorías de Groucho sobre arte y revolución
volvieron a él mientras se deslizaba hacia la brillante pagoda en la distancia. Destellos de
carpas y gordos camarones bajo la superficie del lago. Sus pensamientos sobre Sumi le
alteraron. Las imágenes giraron en torno a tubos de plástico y bombas, máquinas torpes
que nunca podrían conocerla o comprenderla, que podían, en su ignorancia, fallar…, no
percibir su valor, la absoluta necesitad que él tenía de que ella viviera. La revolución,
cuando lo consideró, era un dolor fantasma, nada más. Como sus ojos. Los sentía
hormiguear, pero sabía que eran de plástico e irreales, y en consecuencia no podían
hormiguearle. Sin embargo, su deseo de frotárselos era constante. La revolución era algo
así. Una ilusión, una idea fantástica que, cuando el párpado se cerraba sobre el ojo, podía
ser frotada y el hormigueo desaparecería, la carne sería restaurada.
Antes de que corriera a los Matasanos, Jonny había conocido un cierto número de
revolucionarios. Lanzabombas y panfletarios, artistas de las pintadas y asesinos. Algunos
de ellos creían en lo que hacían, otros eran revolucionarios de moda, de conveniencia. Al
final, todos ellos habían fracasado. Jonny había divisado ya una docena de viejos rostros en
las multitudes corporadas del Pequeño Tokio. Quizás ellos fueran los listos, pensó. Los que
lo superaban todo. Quizás ellos eran los que resultaban muertos antes de empezar. No
podía decidir.
Los árboles de cristal en la base de la pagoda fueron creciendo en detalle y complejidad
(ligero cristal fundido entrelazado con ardientes diamantes) a medida que el hidroala se
acercaba. Una batería de ayudantes con guantes blancos modelaban los árboles, tallando
las ramas y las hojas de una base de cristales de sulfato de aluminio modificado. Dinero
Fácil estaba en algún lugar en la estructura más allá, sabía Jonny. Obtendría el segundo
frasco de Fácil, y lo mataría si se le presentaba la oportunidad (porque no había olvidado el
asesinato de Raquin). Esa era toda la revolución que podía esperar. En cuanto a la otra, los
sueños anarquistas de Groucho, no había ninguna posibilidad en absoluto para ella. Lo
mejor que podía esperarse, decidió Jonny, era que Sumi se pusiera mejor y Hielo regresara;
no ser herido por las ilusiones, por los sueños de los viejos ojos.

Una vez dentro del Bosque de la Bendición Incandescente, se dirigió directamente al bar.
Era una construcción baja, con forma de herradura, un intento de art déco con espejos
dorados detrás de las botellas y tejas de cumbrera con una suave iluminación interna. Los
dos camareros, un asiático y una caucasiana rubia, tenían ambos menos de un metro de
estatura, pero estaban perfectamente proporcionados. Todo detrás de la barra, botellas y
corchos, esponjas y utensilios de mezclar, estaba escalado a su tamaño. Todo excepto los
vasos en los que servían las bebidas; estos estaban pensados para alguien del tamaño de
Jonny y parecían absurdamente grandes en las manos de tamaño infantil de los camareros.
Pidió un gin tonic, observó mientras el hombrecillo cogía una botella de ginebra de
Bombay de cien años de antigüedad que había sido sellada, en algún momento de su
pasado, con cera azul mate. Jonny dio un sorbo a su bebida y tendió al hombre su chip de
identificación. No consiguió registrarla la primera vez que intentó conectar con la cuenta, y
cuando fracasó una segunda vez Jonny empezó a ponerse nervioso. Al tercer intento, sin
embargo, la transacción fue aceptada, y el ordenador dedujo el importe de la copa y una
generosa propina de la cuenta de la compañía del hombre muerto. Haciendo rodar la fría
ginebra con sabor a antiséptico en su boca, Jonny tragó una de las tabletas de endorfinas de
Conover. Le dolían sus nuevos ojos, un dolor constante que atravesaba su cabeza hasta la
parte de atrás de su cráneo.
Algo se movía en el espejo dorado detrás de las botellas. Jonny se volvió hacia el oscuro
vestíbulo que ocupaba la mayor parte de la planta baja de la pagoda. Viejos oyabuns
jugando interminables partidas de go, moviéndose con la antigua y deliberada gracia de las
mantis religiosas; hombres más jóvenes hablando ansiosamente, brindando entre sí,
conectados cranealmente a traductores de sobremesa. La mayor parte rostros japoneses,
pero muchos norteamericanos y mexicanos también. Jonny conocía a unos cuantos, había
visto a otros en las noticias. A muchos de los japoneses les faltaban articulaciones de los
dedos. Yakuza. Este debía de ser su refugio, pensó. Terreno neutral. La Mafia, los Panteras
de Aureo, las familias de la Tríada…, todos estaban allí, criminales coaligados más allá de
cualquier cosa que Jonny hubiera conocido o experimentado nunca. Eran como él pero,
comprendió, sus inmensas riquezas los habían aislado, les habían permitido vivir unas
vidas lo suficientemente apartadas de las vidas ordinarias como para que se convirtieran
en figuras casi mitológicas, modelando el rumbo de las naciones con sus riquezas.
En el aire encima de las cabezas de los gánsteres, caleidoscópico, había un display de
cristalina luz holográfica, como una nube esculpida. Parecía seguir el derivante humor de la
estancia, colores que se hacían más brillantes cuando se alzaban las voces, se ensombrecían
cuando la charla era baja. El hombre más cerca de Jonny se dirigió al camarero en
portugués. Llevaba una chaqueta Irezumi…, bronceada piel de un hombre enormemente
tatuado, cortada estilo bombardero, con piel de pelo en torno al cuello, una de las prendas
más caras del mundo. No era la única persona allí que llevaba una chaqueta así.
En último extremo, pensó Jonny, no eran tampoco tan parecidos a él. ¿Dónde demonios
estaba el jodido de Dinero Fácil?
Se volvió, y la vio en el mismo momento en que ella le veía a él. Ojos rápidos, rostro del
color de la noche.
—Hey, gaijin, muchacho, ¿te has citado con alguien aquí? —le preguntó ella.
—¿Qué demonios estás haciendo en este lugar? —le preguntó él. Hielo sonrió, enlazó un
brazo en el de él y lo apartó de la barra. Llevaba un ceñido vestido marrón de raya fina,
cortado como un traje de hombre en el cuello, que descendía en cuña hacia una falda
plisada que le llegaba justo por encima de la rodilla. Llevaba las piernas desnudas. Sus pies
estaban cubiertos por calcetines enrollados y Mary Janes sujetas con correas—. Jesucristo,
¿trabajando para la revolución?
—Relájate —dijo Hielo, reteniendo la sonrisa. Lo llevó a un extremo del bar, debajo de
una escalera en espiral cuya barandilla eran dragones de caoba, enroscados unos en otros
en la batalla; suaves melodías en cuarto de tono brotaban de un altavoz Klipsch montado
en la pared encima de sus cabezas—. Ahora —dijo, aparentemente satisfecha de que nadie
podía escucharles—, sigue sonriendo, muñeco. No estoy trabajando para nadie. ¿Lo ves? —
Le mostró la bandeja con fondo de corcho que llevaba—. Tan solo sirvo bebidas. A esos
chicos Yakuzas les gusta tener a su alrededor chicas gaijin. Especialmente del tipo oscuro y
exótico como yo.
—Pero… —empezó a decir él.
—Pero no significa que puedan tenernos.
—Joder —dijo él. No pudo decidir con quién o qué estaba furioso…, si con el club, con
Hielo o consigo mismo—. Así que, ¿qué estás haciendo aquí?
—Yo iba a hacerte la misma pregunta —dijo ella—. ¿Dónde está Sumi?
Él acarició su hombro, sonrió por primera vez.
—Está bien —mintió—. La dejé con Conover. Se supone que tengo que encontrarme con
Dinero Fácil aquí.
—¿Por qué?
—Un trato que hice con Conover —explicó—. Tengo que devolverle cierta mercancía.
Hielo le miró, y su sonrisa fluctuó.
—¿Estás bien? —preguntó.
—Estupendo.
—Algo va mal. ¿Se trata de Sumi?
—Ella está bien. —Mordió la frase tan bruscamente que supo que Hielo se había dado
cuenta de que estaba mintiendo—. No deberías estar aquí —le dijo.
Ella se encogió de hombros.
—Estoy de incógnito —respondió—. Hay otros Matasanos, y algunos Naginata también.
Llevamos vigilando este lugar desde hace meses. Zamora viene aquí a veces.
—¿Zamora?
—Sí. Aquí es donde tuvimos nuestro primer indicio de las redadas. Imagina que la
próxima vez que venga… —apretó dos dedos contra sus costillas y pasó al español—: ¡Bum!
Buenas noches, coronel. —Extrajo un puñado de billetes de su bolsillo—. Además, las
propinas son estupendas.
Él sacudió la cabeza, maravillado.
—Me alegra verte.
—Lo mismo digo, muñeco.
—Sé que esto es enfermizo —dijo él—, pero me haces sentir increíblemente caliente.
—Es el club —indicó ella—. Hay subliminales en ese holodisplay. Bombean algún tipo
de análogo sexual de las feromonas a través del sistema de aire acondicionado. —Alzó las
manos antes de que él pudiera detenerla. Más tarde, cuando estuvo a solas, Jonny revisaría
la imagen de su rostro, estudiaría las emociones en él mientras ella veía sus nuevos ojos:
miedo, incredulidad, preocupación.
—Oh, querido —dijo. Jonny sintió la mano de ella contra su mejilla. Volvió la cabeza,
captó una distorsionada imagen de sí mismo en las gafas de aviador vueltas hacia él. Ojos
amarillos. Pupilas verticales destellando verde cromo. Los había olvidado, ajustando
inconscientemente la fotosensibilidad de los exteroceptores para compensar las gafas de
espejo. Las tomó de las manos de ella y empezó a ponérselas de nuevo, pero ella adelantó el
brazo y le detuvo—. Oh, querido —repitió. Luego, bruscamente—: ¿Qué es lo que pasa con
Sumi?
Lee directamente a través de mí, pensó Jonny. Inspiró profundamente. No deseaba
mentir, así que decidió guardar silencio. Ella siguió sujetándole.
—Tengo que ver a Dinero Fácil —dijo al fin.
—Háblame de Sumi.
—Por favor —dijo él—. Va a ponerse bien. —El rostro de Hielo cambió ante aquello. Se
puso rígido. Él supo que comprendía—. Fácil tiene la cura —ofreció.
—¿Hay una cura?
—Eso es lo que Fácil cogió cuando mató a Raquin. Conover no sabía lo que era. Lo
estaba trasladando para un tercer grupo.
Ella sacudió la cabeza y soltó sus manos al mismo tiempo.
—A veces resulta difícil concentrarse —dijo—. Te hace pensar qué estamos haciendo
aquí.
Una cabeza entre la gente atrajo la atención de Jonny.
—¿Estás bien? —preguntó.
Ella asintió con la cabeza, moviendo en silencio la mandíbula, intentando contener la
rabia y la frustración. Jonny había visto aquel gesto las veces suficientes como para
reconocer su significado.
—Sí. —Luego—: Me gustaban tus ojos; de veras. Tus ojos, y las manos de Sumi. Tiene
esos callos. Les dan carácter. Me gustaba eso.
—Sí, a mí también —dijo Jonny. Miró más allá de ella. La cabeza se estaba moviendo.
Aquella con cuernos—. Está ahí.
—Sigue moviéndote —dijo ella, y le besó profundamente, mordiendo su labio inferior
cuando le soltó—. Va contra las reglas del club, ¿sabes?, pero qué demonios…, de todos
modos es probablemente mi última noche aquí, ¿no? —Le sonrió.
—Te recogeré al regreso.
—Apuesta a que sí.
La dejó, sintiéndose miserable por abandonarla llena de medio digerida, medio
comprendida información, pero se concentró en la cabeza que se movía entre la gente allá
delante. Era extraño ver a Fácil enfundado en un traje. La chaqueta de esmoquin caía mal
sobre sus estrechos hombros. Jonny alcanzó al hombre y le palmeó el hombro.
—Tenemos negocios que tratar —dijo.
Fácil se volvió al sonido de su voz y frunció los labios en una distante aproximación de
una sonrisa.
—Me encanta tu nuevo hardware, Jonny. Nunca pensé verlo en ti. Podemos
proporcionarte trabajo aquí arriba en cualquier momento que quieras.
Jonny contempló sus manos y se dio cuenta de que todavía seguía sujetando las gafas de
espejo. Se las puso y siguió a Fácil por la escalera en espiral.

Arriba estaban las prostitutas. El Comercio del Agua, una tradición en Japón desde hacía
cientos de años, se había ocupado de su presencia. Formaban parte de la decoración, como
los árboles enanos y las esterillas de paja; un estilo aceptado, parte del Mundo Flotante. Y,
del mismo modo que las «chicas del placer» habían reflejado su propia época en los siglos
anteriores del comercio, así las prostitutas en el Bosque de la Bendición Incandescente
reflejaban la suya. Permanecían semirrecostadas por toda la sala, en bancos cubiertos con
gruesos brocados que reflejaban escenas de la antigua realeza y jardines donde las flores
formaban intrincados dibujos como dobles y triples hélices. Aguardaban en los umbrales y
en las barandillas de las escaleras. Algunas de ellas iban vestidas con quimonos, la mayoría
estaban parcialmente desnudas, mostrando sus tatuajes e injertos. Unas pocas no llevaban
nada en absoluto, y esas fueron las que trastornaron más a Jonny.
—No te preocupes intentando adivinar su sexo —le aconsejó Fácil—. La mayoría de
ellas ni siquiera pueden recordar de qué forma empezaron.
Al principio Jonny no vio nada especial en las prostitutas, pero eso, se dio cuenta, era
debido a que no había estado preparado para comprenderlas. Bocas como vaginas, vaginas
y anos como bocas. Manos de las que brotaban penes de elastómero de silicona en vez de
dedos. Cada una de las prostitutas parecía tener al menos un juego extra de genitales, la
mayoría de los cuales (al parecer) habían desplazado o sustituido a los originales. Fácil rio
quedamente y estrujó un extraño pecho, un ocasional escroto, mientras Jonny le seguía. En
un punto, Fácil resopló algo de un inhalador de plástico. Jonny captó un atisbo de la
etiqueta: era un spray de interferón nasal barato producido en masa, Oki Kenko —Gran
Salud—, un preservativo común contra el resfriado.
Resoplando ruidosamente, Fácil dijo:
—Ahora, ¿qué es ese trato del que estábamos hablando? —Estaban en el piso superior
de la pagoda.
—El segundo frasco que le cogiste a Raquin —dijo Jonny—. Conover me autorizó a
pagar dinero en efectivo por él.
—Oh, sí. Eso. —Jonny se preguntó si Fácil no iría cargado. El hombre cornudo hizo un
gesto vago con las manos, rio soñolientamente. Había otros dos hombres con trajes de corte
extranjero en el extremo más alejado del pasillo—. La cosa más divertida del mundo,
hombre —dijo Fácil—. ¿Recuerdas allá en el refrigerador para la carne, cuando tú y yo
hablamos por primera vez del trato? Bueno, la puta tenía micrófonos en el lugar. ¿No es eso
para gritar? Oyó hasta la última palabra de todo lo que dijimos. Es más lista de lo que pensé.
Por entonces Jonny se había detenido, y Fácil le estaba apuntando con una Futukoro.
—Siento decepcionarte, hombre. —Fácil buscó detrás de Jonny, tomó su arma, luego lo
empujó hacia el fondo del pasillo—. Virtud Ingeniosa tiene la cosa ahora. Tuve que dársela,
¿sabes? Fue la única forma de congraciarme con ella. Ahora no puedo volver con Conover.
—Los dos hombres allá delante…, muchachos en realidad, vio Jonny; con otras ropas
hubieran podido pasar sin ningún problema por reclutas del Comité… Jonny reconoció
ahora el corte de sus ropas. Como el locutor paquistaní en el canal restringido de la Red,
largas chaquetas hasta casi la rodilla y colgantes pantalones de cintura ancha. Neo-Zoot, un
estilo árabe habitual—. De todos modos, ahora tendrás que tratar con ella —dijo Fácil. Los
árabes no apartaban ni un momento sus ojos de Jonny. El más joven, un apuesto muchacho
de unos quince años con ojos y pelo negro, le lanzó una amplia sonrisa feral y abrió la
puerta ante él—. Muchas gracias, muchachos —dijo Fácil, medio en español, medio en
inglés, mientras empujaba a Jonny dentro.
En el interior de la habitación, Virtud Ingeniosa alzó la vista, con una pequeña taza de té
helado suspendida ante sus labios.
—Dios mío —dijo, y su respirador sorbió las palabras hacia el interior de su garganta—.
Tenemos un visitante. —Estaba sentada detrás de un escritorio demasiado grande
construido con láminas opacas de cristal negro sostenidas por un marco de cilindros de oro
grabados. Un hombre ya mayor de pelo entrecano estaba sentado al otro lado de ella,
también bebiendo té y mirando a Jonny escépticamente, como si estudiara la compra de un
coche usado.
—¿Este es el hombre? —preguntó el hombre de pelo gris a Virtud Ingeniosa. Era muy
apuesto, con rasgos duros y angulares, largas y finas manos, y la actitud fácil de alguien
acostumbrado a que le escuchen. Su traje era de mejor material que los de los chicos en el
pasillo; tenía los mismos inquietos ojos oscuros del de la sonrisa feral, pero el estilo y el
corte eran definitivamente árabes.
—Sí —dijo Virtud Ingeniosa, sirviendo más té, con su exoesqueleto zumbando
suavemente bajo el quimono cuando alzó y bajó el brazo. Fácil depositó la pistola de Jonny
sobre el oscuro cristal delante de ella y se reclinó contra un elaborado sistema de
purificación de aire: ionizadores, equipos de filtros de carbón, deshumidificadores. La
habitación era muy fría. Jonny pensó en Virtud Ingeniosa en el matadero, en el orbitante
sandakán, recapitulando inconscientemente su infancia en su oficina, construyendo dentro
de una aproximación en clave menor del helado vacío del espacio.
—¿Así que ese pequeño perrito es usted? —preguntó Jonny al árabe.
—¡Jonny! —siseó Virtud Ingeniosa.
El árabe sonrió, se volvió hacia Virtud Ingeniosa y se echó a reír.
—Tenías razón. Su boca trabaja mucho más aprisa que su mente. Sin embargo, esto no
es problema. Es su presencia lo que necesitamos, no su intelecto.
—No me diga. ¿Quién es ese tipo? —pregunto Jonny a Virtud Ingeniosa.
—Jonny, por favor —dijo la mujer—. El jeque al-Qawi es un huésped de mi casa. Más
que eso, él y yo hemos llegado a ciertos arreglos comerciales en beneficio de la Federación
de la Nueva Palestina, de la que es representante de campo. —Las palabras eran claras,
pero su inflexión era un sonsonete. Una actuación para el nuevo dinero, pensó Jonny. Una
impotente chica geisha.
—Creí oler raro cuando entré aquí. Ese olor político a carne corrompida. —Miró a
Virtud Ingeniosa—. Veo que finalmente ha encontrado su lugar. Usted, Zamora, este
payaso…, espero que sean muy felices juntos.
La mano de Virtud Ingeniosa descansaba sobre una rechoncha caja lacada que tenía
abierta de un lado cerca del extremo más alejado del escritorio.
—En absoluto político. Precisamente todo lo contrario —dijo. Dentro de la caja, uno a
cada lado, había dos pequeños frascos. Cosas embalsamadas flotaban en su interior,
rodeadas por terciopelo púrpura oscuro. Fetos—. El jeque al-Qawi me hizo una oferta muy
generosa por la adquisición de… ¿qué? Un artefacto. Una chuchería. Simplemente actúo
como su agente en este asunto.
—Correcto. Y dígame que esos chicos en el pasillo no son hashishin —dijo Jonny—. Esa
gente considera el ir al lavabo un acto político.
—Es curioso que sea usted quien suscita la cuestión de las filosofías políticas, señor
Qabbala —dijo al-Qawi—, puesto que la suya parece más bien vaga.
—Eso se debe a que no existe —dijo Jonny. Comprobó su reloj. El paso del tiempo había
empezado a pesar sobre él. Sumi estaba ahí atrás en la colina. Pensó en el segundo virus
moviéndose por su sangre, aguardando allí como una bomba de tiempo—. ¿Sabe?, los tipos
como usted me chinchan. Los tipos corporados. Los políticos. Si metiera una bala a través
de su gordo rostro en este momento, lo tendrían en una cuba en menos de diez minutos. Y
lo mantendrían allí hasta que pudieran clonar o construir o reparar un cuerpo para usted.
Esa es la diferencia entre su gente y la mía. Nosotros no tenemos una segunda oportunidad.
Simplemente seguimos muertos.
El rostro del jeque se iluminó.
—¡Entonces es usted político! —exclamó—. Esos no son los sentimientos de un hombre
amoral. Su actitud y las compañías que mantiene hablan de un fuerte sentido de finalidad,
aunque usted se niegue a reconocerlo.
—Mire, amigo, estoy aquí simplemente para recoger algo de droga…
—Pero seguro que está usted de acuerdo en que a las fuerzas imperialistas que actúan
ahora en Tokio y Washington se les tiene que mostrar que complotar contra los pueblos de
otras naciones soberanas no puede tolerarse.
—¿Quiere hacer el trato o no? —preguntó Jonny a Virtud Ingeniosa.
Ella giró los ojos hacia él, representando aún su pequeña actuación de niña pequeña.
—No ahora —dijo.
—Entonces me marcho. —Jonny se encaminó hacia la puerta. Fácil tenía ya la pistola
apretada contra su nuca antes de que Jonny hubiera dado dos pasos—. Hey, era solo una
broma. Me encantará quedarme.
Al-Qawi se puso en pie y golpeó con su puño el escritorio de Virtud Ingeniosa. La mano
de ella se movió reflexivamente hacia la caja que contenía a sus dos hijos para asegurarla.
—No puedo creer en ese comportamiento —exclamó el jeque—. El que bromee usted
frente a la horrible conspiración en la que se halla metido su gobierno. De la que usted,
además, forma parte.
—Jonny-san —ronroneó Virtud Ingeniosa—, a lo que se refiere el jefe al-Qawi es a los
diabólicos planes elaborados por ciertos oficiales amantes de la guerra en Tokio y
Washington para lanzar un artero ataque contra las naciones árabes unidas y desencadenar
una terrible Tercera Guerra Mundial.
Jonny los miró a los dos. Casi sonrió, seguro de que estaba siendo atontado con gases.
Virtud Ingeniosa no estaba por encima de preparar un juego así para confundirle y alzar
con ello el precio de la droga de Conover. Sin embargo, había algo en la actitud de al-Qawi,
una debilidad en torno a los ojos, que era una actuación muy buena o genuina ansiedad.
—¿Tiene usted realmente la droga? —preguntó Jonny.
—Sí, aquí mismo —dijo Virtud Ingeniosa, y señaló hacia un lugar en el suelo delante de
una pantalla suspendida con adornos de madreperla.
—Déjeme verla.
—¡No! —gritó al-Qawi—. No más charla sobre drogas. Como hombre de Dios, no puedo
permitirlo. —Sus largas manos cortaron el aire en tensos, rápidos gestos—. Gracias al buen
trabajo de la señora Virtud Ingeniosa, mi viaje a esta repugnante ciudad ha sido corto y
fructífero. Como usted habrá inferido, señor, es usted el artefacto que he venido a buscar.
—Acercó un dedo al rostro de Jonny—. Señor Qabbala, es mi deber y un honor arrestarle a
usted en nombre de la Federación de la Nueva Palestina y el pueblo de todas las naciones
oprimidas en cualquier parte.
—Estupendo. Maravilloso. —Y a Virtud Ingeniosa—: ¿Le ha vendido a este idiota mi
droga?
¡No se haga el gracioso conmigo, señor! —gritó al-Qawi—. ¡Seguro que ni siquiera usted
puede respaldar una aventura tan alocada como la alianza de su gobierno con los
extraterrestres!
Jonny miró al jeque, parpadeó una vez e, inadvertidamente, embarulló la resolución de
los pixels de los exteroceptores. Cuando el rostro del jeque regresó, se había visto reducido
a una matriz móvil de cuadrados color negro y arena. Dinero Fácil bufó fuertemente en su
inhalador de interferón.
—Le diré exactamente lo mismo que le dije al último lunático que intentó relacionarme
con las Ratas de Alfa: ¡no sé de qué jodida cosa me está hablando!
—No le creo. Sin embargo, he estudiado su historial. Vive usted en la drogada
ignorancia de un hombre con un gran peso sobre sus espaldas —dijo al-Qawi—. Puede que
le interese saber que la Federación de la Nueva Palestina ha interceptado una serie de
comunicados entre estaciones emisoras del sur de California y la Luna. Ahora sabemos que,
usándole a usted como intermediario, sus amos occidentales planean unir sus fuerzas con
las Ratas de Alfa, como ustedes las llaman, y lanzar un artero ataque contra los territorios
árabes simultáneamente desde la Tierra y la Luna.
—Mire, ya he oído esa canción del hombre de la Luna antes —dijo cansadamente
Jonny—. La última vez fue acerca de droga. Ahora es acerca de guerra. ¿Por qué no se
ponen ustedes de acuerdo con sus historias? —Agitó la cabeza y finalmente consiguió
corregir los pixels. Dinero Fácil estaba detrás de él, resoplando y riendo para sí mismo—.
¿Cuál es tu historia, Fácil? ¿Has desarrollado de pronto una conciencia política?
Fácil se encogió de hombros, con la mano que sostenía la pistola relajada a su lado.
—A mí no me preguntes. Tú eres el que te relacionas con anarquistas.
—Señor Qabbala, estoy preparado para ofrecerle un trato —dijo al-Qawi.
—¿Un trato?
—Sí. Negociar con los extraterrestres en beneficio de la Federación de la Nueva
Palestina. Convencerles de que vuelvan sus armas contra sus amos de títeres de occidente.
A cambio de esto, la Federación le garantiza el completo perdón de sus crímenes contra el
pueblo árabe y —sonrió a Jonny— pagarle una cantidad razonable por sus servicios.
—Está usted más loco que Zamora —dijo Jonny—. Él solo me acusaba de ser mensajero
de un lord contrabandista. Usted piensa que estoy realmente en contacto con las Ratas de
Alfa.
—¿No lo está?
—¡No!
El jeque agitó la cabeza.
—Este mundo es un lugar improbable, señor Qabbala. Estoy intentando tenderle la
mano de la amistad.
—¿Para qué? ¿Para que su gente pueda terminar esta estúpida guerra? No me
interprete mal…, no creo que este lugar pueda ser peor de lo que es bajo un gobierno árabe,
pero, sea cual sea la sucia guerra que alguno de ustedes desencadene, somos nosotros, la
gente de la calle, los que al final recibimos las bofetadas. —Jonny señaló hacia la ventana—.
No su gente, jodido mamón, la mía.
Al-Qawi asintió brevemente, las manos unidas tras su espalda.
—En ese caso, señor Qabbala, es usted mi prisionero. Evidentemente ha desertado
usted de su propio gobierno para trabajar con terroristas y anarquistas. Sin embargo, eso
no elude su responsabilidad frente a la Federación de la Nueva Palestina.
Jonny, sabiendo que Fácil le estaba observando, lanzó su bota contra el escritorio de
Virtud Ingeniosa, haciendo saltar el falso tacón. La Futukoro disparó exactamente contra el
lugar donde Jonny ya no estaba. En esos momentos se hallaba rodando sobre sus hombros
alejándose del escritorio de Virtud Ingeniosa y recogiendo al mismo tiempo su propia
pistola. Se mantuvo agachado y envió una ráfaga al suelo junto a Fácil.
Un chorro de llamas golpeó el techo cuando la bala estalló en el aire hiperoxigenado.
Fácil fue lanzado como un montón de trapos al otro lado de la habitación, por encima del
equipo purificador del aire. Jonny corrió hacia la puerta y echó los cerrojos de seguridad.
Luego volvió su pistola hacia Virtud Ingeniosa.
—¡Deme esa droga, maldita sea!
—¿Qué has hecho? —chilló ella. Temblorosa, se levantó de detrás del escritorio y fue
hacia donde estaba tendido al-Qawi, con las piernas retorcidas bajo él, el cuello doblado en
un ángulo peculiar. El respirador de la mujer cliqueteaba rápidamente debajo de su
quimono; Jonny pudo oír el aire ser forzado dentro y fuera de sus marchitos pulmones—.
¡Iba a llevarme con él! —gritó. Luego, en voz muy baja—: Iba a llevarme con él. Era parte
del trato.
Jonny se dirigió a la caja fuerte en el suelo.
—Deme la droga —dijo. Alguien estaba golpeando frenéticamente la puerta de la
oficina.
Virtud Ingeniosa le ignoró, acariciando el tendido cuerpo del árabe con rápidos
movimientos pajariles.
—Iba a marcharme —musitó, y se cubrió el rostro con las manos. Esta vez no era una
actuación.
—Escúcheme —le dijo Jonny—. Una amiga mía está enferma. Necesita esto
urgentemente.
Virtud Ingeniosa se volvió y le miró.
—¡Bien! —dijo—. Espero que muera. Que se pudra y muera como yo…, como yo que
tengo que quedarme aquí. En esta ciudad. —Se puso en pie y caminó hasta el extremo más
alejado del escritorio, frotándose los ojos orlados de rojo—. Zamora me matará.
—Por favor, deme la droga.
—No.
Los golpes contra la puerta se hicieron más fuertes. Jonny agarró uno de los frascos del
escritorio y lo alzó por encima de su cabeza. El pequeño feto, alterado en su fluido, golpeó
suavemente contra el costado del frasco.
—Démela.
—Vete al infierno.
Su brazo restalló hacia delante y Virtud Ingeniosa gritó. No hubo ningún estrépito de
cristales al romperse. Jonny retuvo su mano y le mostró el frasco que aún sujetaba.
—Está bien —dijo ella; avanzó temblorosamente hacia él y se dejó caer rígidamente de
rodillas, con su exoesqueleto zumbando ante el desacostumbrado movimiento.
Jonny mantuvo su pistola apuntada contra ella mientras Virtud Ingeniosa retiraba un
segmento de madera pulida del suelo y entraba un código en un teclado de diez teclas. Se
oyó el suave sisear de cierres neumáticos. Cuando Virtud Ingeniosa metió la mano en el
interior de la caja fuerte, Jonny la detuvo. Metió la mano por delante de la de ella y halló la
vieja pistola depositada encima. Una deslucida Derringer de dos tiros, con una culata de
amarillento marfil y dos cañones verticales, cada uno alojando una sola bala del 38 de
punta hueca. Se guardó la pistola en el bolsillo y volvió a meter la mano, y esta vez la sacó
con un rozado maletín de viaje Halliburton de aluminio. Dentro había una pequeña botella
de vacío negra. La tomó y retrocedió de la caja fuerte, manteniendo su espalda contra la
pared. Virtud Ingeniosa estaba de nuevo junto a al-Qawi, contemplando al jeque, los ojos
planos y opacos como monitores vídeo apagados. Junto al purificador de aire, Dinero Fácil
gimió.
Un disparo, luego otros dos procedentes del pasillo, astillaron la madera y rasgaron el
metal de la puerta de la oficina. Jonny abrió las piernas para afirmar la puntería y disparó
dos veces contra ella. Lo que quedaba de la puerta estalló, sembrando la habitación de
madera ardiendo y metal. Oyó a Virtud Ingeniosa contener secamente el aliento. Junto a la
caja fuerte, la caja forrada de terciopelo estaba volcada en el suelo, con los dos pequeños
frascos rotos entre los restos de cristal negro del escritorio hundido y un intenso olor a
alcohol viejo llenando la habitación. La boca de Virtud Ingeniosa estaba abierta; un
momento más tarde gritó…, una sola nota, alta y sostenida. Mientras corría escaleras abajo,
Jonny aún pudo oírla.

Echa gasolina en un hormiguero; enciéndela. Contempla a los insectos salir del montículo,
enloquecidos y siseando. Eso era la planta baja del Bosque de la Bendición Incandescente.
Al sonido del primer disparo, los reflejos paranoides de los gánsteres habían saltado. La
mitad del club se encaminaba hacia las puertas, seguros de que la policía o el Comité —
alguien de uniforme— efectuaba una redada contra el lugar. Viejos hombres asustados
arrojaban puñados de dinero en metálico y píldoras a cualquiera que se le acercara lo
suficiente.
La otra mitad del club permanecía testarudamente en su sitio, convencidos de que
habían sido conducidos a una trampa. Yakuzas y Panteras yacían ensangrentados y
agonizantes sobre los tableros de go y las tazas de té allá donde se habían abierto agujeros
unos a otros a quemarropa. Las prostitutas, con sus orificios flexionándose en silenciosos y
convulsivos gritos, descendían a toda marcha las escaleras. Jonny acomodó su paso al de
ellas y llegó a la planta baja detrás de una cortina de carne manufacturada.
Hielo estaba junto a la barra, haciendo señas a alguien. Rápidas variantes de amerslán,
con los dedos en los labios, rozando el dorso de una mano. Le vio cuando Jonny le hizo un
gesto con la mano y corrió hacia él. Se apiñaron junto a la escalera en espiral.
—¿Lo conseguiste?
Él le mostró la botella de vacío.
—Aquí mismo.
—Estupendo. Zamora no se ha presentado. Tenemos una cita con los demás. —Miró por
encima del hombro—. ¡No…! —y le empujó al suelo cuando la pistola disparó.
Un humeante agujero apareció en el centro del pecho de Hielo, pero no sangre…, la bala
de la Futukoro había cauterizado la herida en el momento mismo de producirla.
—Dame la droga, Jonny.
Maldijo la voz que había brotado de dentro de su cabeza. Miró a Hielo, loco por un
momento, y supo que él la había matado. Un negro viento metálico sopló a través de sus
huesos, y oyó la voz de nuevo.
—Dámela ahora, hombre.
Fuera de él esta vez. Dinero Fácil. Estaba encima de él, en las escaleras, con uno de sus
cuernos de sátiro roto a la altura del cráneo, su codo izquierdo rígido, goteando sangre a lo
largo de su brazo.
—Necesito esa droga, hombre. —Un paso hacia abajo—. La puta se ha vuelto loca.
Necesito el jugo de Conover para negociarlo yo mismo, ¿comprendes?
Esta vez Jonny no apuntó a los pies, sino a la cabeza de Fácil. Falló, sin embargo. La
explosión derribó una buena porción de la escalera, y Fácil saltó hacia el otro lado.
Jonny pateó los restos de madera tallada, dragones hechos astillas y varillas de refuerzo
de hierro que sobresalían como huesos de entre el montón. Se arrodilló al lado de Hielo,
que contemplaba el agujero en su pecho, tocando torpemente la ennegrecida piel en torno a
los bordes.
—Siempre me he preguntado qué se sentiría —dijo, con una ebria maravilla haciendo
confusa su voz. Él acunó su cabeza en su regazo, mientras gánsteres, pistoleros y satélites
se amasaban aún en la puerta, empujándose unos a otros. Ella le miró y un estremecimiento
recorrió su cuerpo.
—Ahora ya eres un chico grande, Jonny, te guste o no. Sumi no puede cubrirte el culo
como yo lo hacía. —La sangre, a través de diminutas grietas, estaba empezando a rezumar
de su herida como flujos de lava en miniatura—. ¿Nos ayudarás, Jonny? Tú eres un
Matasanos. Siempre lo has sido. Aunque te fuiste, eres uno de ellos. Y los otros nos harán
esto siempre. —Miró su herida, llevó una ensangrentada mano a la mejilla de él—. Mi dulce
Jonny. Tú y Sumi…, mis pequeños…
Jonny dejó que su inmóvil cabeza se deslizara de su regazo y se puso en pie, tembloroso
y llorando. Sus nuevos ojos no permitían las lágrimas, pero no dejaban de enviarle las
imágenes almacenadas de las últimas horas. Los fetos muertos. Perros, enormes y
aterrados, desgarrándose entre sí. El movimiento como de relojería de músculos
multicolores. La sonrisa feral de los hashishin.
Ilusión, pensó. Locura. Maya.
Por primera vez en su vida, temblando y barbotando en el club, Jonny tuvo una clara
imagen mental de cuál era el aspecto de las Ratas de Alfa. Se parecían a al-Qawi, a Zamora y
a Virtud Ingeniosa, a los alcahuetes, políticos, traficantes. Las Ratas de Alfa eran la excusa
perfecta, la evasión definitiva. Había sido así durante mil años; Jonny sabía eso de la
historia. Los poderes necesitaban enemigos tanto como amigos, y no podían vivir sin chivos
expiatorios para mantener funcionando sus máquinas de propaganda. En siglos anteriores
habían sido los judíos, los negros, los homosexuales, los hispanos. Pero los sistemas
económicos cerrados de su mundo habían hecho impracticable la intolerancia y el
fanatismo de la vieja escuela. Como la tecnología, el comercio y el viaje: la gran mentira se
había expandido hacia fuera para abarcar el resto de la galaxia. ¿Y por qué no?, pensó
Jonny. Está en nuestra sangre ahora.
Contempló su mano y, para su horror, se dio cuenta de que la botella de vacío ya no
estaba allí. En algún momento después de que Hielo hubiera recibido el disparo la había
soltado. Se dejó caer sobre manos y rodillas y se movió frenéticamente por entre los pies de
los gánsteres que corrían. Y la divisó al otro lado de la habitación…, encajada bajo el faldón
de una pantalla de la Red que mostraba a Aoki Vega en una versión pomo kabuki de
Casablanca.
Entre las sombras de los pies, las voces furiosas y los cristales rotos, Jonny se lanzó
rápidamente hacia el frasco y sintió su mano cerrarse en torno a él. Luego, casi con la
misma rapidez, desapareció. Roto entre sus dedos, mientras un claro líquido pegajoso
goteaba sobre su regazo, con grises fragmentos de cristal industrial a todo su alrededor. En
las colinas, las máquinas se saltaron un latido. Sumí se convulsionó. Jonny alzó la vista a
Fácil y a la humeante pistola mientras el hombre con un solo cuerno decía:
—Ahora nadie la tiene —y cojeó hacia la puerta.
Jonny le siguió, abriéndose camino entre la menguante multitud, con la pistola alemana
ante él. Fácil estaba doblando la esquina del extremo más alejado de la pagoda. La
seguridad privada del Bosque estaba ahí fuera. Dos hombres avanzaron ente la gente para
interceptar a Jonny. Aguardó hasta que estuvieron a unos pocos metros y entonces,
calmadamente, los voló en pedazos. Tomó un hidroala en el borde del lago y se encaminó
de vuelta a la orilla, corrió hasta que le dolieron los costados, sucio y con los ojos
enrojecidos, hasta La Poupée. En la planta de recirculación de aire se derrumbó entre dos
enormes cilindros filtrantes y vomitó. Fuera, halló una moto en el aparcamiento de los
empleados. Una BMW accionada por baterías de litio. El propietario había conectado un
compresor de aire a la salida del tubo de escape; la moto rugía y petardeaba como un
modelo antiguo de motor a pistones. Jonny embaló la moto y se fue.
12
Muerte y revelación en un oscuro bar en
una mala noche al extremo del mundo
La arena soplaba del desierto, raspando la pintura de los coches aparcados, llenando los
huecos y vaciando las piscinas. La muerte era la dueña de las calles. Dos de la madrugada.
Día dos de noviembre, dos horas transcurridas ya del Día de los Muertos. Las procesiones
llenaban las vías públicas de Hollywood como un cementerio en el Mardi Gras. Los leprosos
danzaban juntos con calaveras de cartón piedra detrás de obispos vestidos de blanco
llevando enormes crucifijos cromados, con Cristos holográmicos flotando a unos pocos
centímetros de la cruz, agitándose en agonía por todos sus pecados. Detrás de las colinas, el
naranja llameaba e iluminaba el cielo desde las quemadas torres en la planta alemana de
combustible sintético al norte, Jonny se lamió la arena de los labios. Nunca había visto tanta
gente en un solo lugar. Los Zombis Analíticos lanzaban a la multitud imágenes de estrellas
pop muertas, sobreimponiendo las siluetas de sus propios huesos sobre los rostros de los
famosos. Incluso los Pirañas estaban allí, hasta entonces intocados por la plaga, pero ahora
atraídos de la seguridad de su exilio interno junto a los muelles a las más invitadoras luces
del bulevar.
Cuando vio por primera vez a la Muerte al final del desfile, con la calavera moldeada a
partir de viejos periódicos y aferrando una tosca guadaña de metal martilleado, Jonny
cargó, lanzando la gran BMW hacia la acera. Pero nunca conectó. Nunca mató a la Muerte.
Siempre le veía llegar, o Jonny tenía que hacer girar la moto en el último momento cuando
oía voces humanas gritar desde dentro de los cráneos de papel. Y cada vez se alejaba, cada
vez se volvía más desesperado, más furioso, sabiendo que la Muerte le había engañado de
nuevo.
Sin saber cómo, desembocó en el Pozo de Carnaby. El desfile avanzaba rápidamente
bulevar abajo. Jonny permaneció de pie a solas ante la entrada cruzada por una cadena,
leyendo el aviso impreso en seis idiomas que estaba pegado sobre las oxidadas puertas
metálicas llenas de golpes.
AVISO
Todos los edificios públicos, excepto los construidos exclusivamente para usos religiosos,
se hallan PROHIBIDOS para las reuniones de tres o más personas.
Ordenanza de emergencia 9354A.
Por la autoridad de:
El Comité para la Salud Pública.
El desfile estaba a manzanas de distancia ahora, el sonido de la música y las voces se
desvanecía rápidamente. Todo estaba muriendo. Miró a su alrededor en busca del
mercadillo. (Era imposible que aquella gente se perdiera una noche así.) Pero todo lo que
pudo descubrir fue cicatrices vitrificadas en el asfalto allá donde se habían instalado las
parrillas, un viejo conjunto de raspaduras que indicaban el emplazamiento de los postes de
los tenderetes. Jonny extrajo la SIG Sauer del bolsillo de su chaqueta y voló las puertas del
Pozo de Carnaby de sus goznes. La recámara del arma siguió abierta esta vez, señalando
que se le habían acabado las balas. Arrojó la pistola a un lado. Nubes de moscas de un verde
metálico salieron ruidosamente a la noche a través de las arruinadas puertas del Pozo.
Dentro, la sala de juegos permanecía en silencio, todo polvo, sombras y grasientas
huellas de dedos allá donde la luz de la calle incidía sobre cristal. Jonny nunca había visto el
club así antes. A la débil luz de vapor de mercurio, sin el sonido y los colores de los juegos
para distraerle, el lugar parecía pequeño, incluso patético. Tiras de deshilachados hilos de
cobre cubrían las paredes, hasta el techo, en una malla manchada de humedad detrás de los
muertos holoproyectores.
En la habitación principal, una batería de amplificadores Krupp-Verwandlungsinhalt de
San Pedro había caído. Para los exteroceptores de Jonny, el freón que rezumaba en torno de
los conos de los altavoces parecía brillar en charcos turquesa. El aire era húmedo y rancio,
cerrado a su alrededor. Jonny se estremeció, miró hacia atrás por donde había venido, y vio
la arena entrar por las puertas abiertas. La Muerte estaba en el club con él. Jonny podía
sentir su presencia. Extrajo la Derringer de Virtud Ingeniosa de su bolsillo y se agachó,
escrutando a la Muerte a través de la jungla de sillas abandonadas y cristales rotos, y
finalmente la divisó detrás de la barra del bar. Jonny reconoció a la Muerte de sus sueños.
Se quitó las gafas de espejo.
El retroceso de la pequeña Derringer, cuando disparó, casi le rompió la muñeca, pero la
Muerte había desaparecido. El sonido del espejo al romperse detrás de la bala de punta
hueca le pilló con la guardia baja. Cuando se arrastró detrás de la barra y comprendió lo
que había hecho se puso a temblar de nuevo, dándose cuenta de que había deseado hacerlo
desde hacía mucho tiempo.
Si la muerte era una ilusión, como los roshis le habían dicho, entonces, razonó Jonny,
acababa de demostrar la mentira de su propia existencia. Pateó los fragmentos de cristal
roto con la punta metálica de su bota y decidió que necesitaba una copa para celebrar el
descubrimiento de su auténtica naturaleza.
Los estantes tras él contenían todo tipo de licores: nacionales, importados y de
contrabando. Jonny seleccionó una botella sin abrir de tequila burmés y bebió
abundantemente. La ginebra, reflexionó, le hubiera ido mucho mejor en este momento,
pero no podía soportar el sabor de la ginebra sola. Se echó a reír ante la idea del sabor.
¿Qué es el sabor cuando no existes?
—Está ese viejo que llega a monje budista, ¿sabes? —le dijo a la vacía estancia—. Pero
resulta que es el fantasma de otro monje budista que se ha reencarnado quinientas veces
como un zorro. —Dio otro largo sorbo de la botella—. A lo largo de su vida, ha
argumentado que las leyes de causa y efecto no se aplican a los seres iluminados. Y así el
pobre diablo se ha pasado quinientas veces, ¿sabes?…, meando en los árboles, helándose en
el invierno y comiendo ardillas crudas. Y el otro monje le dice: «Schmuck, por supuesto que
causa y efecto se aplican a los seres iluminados». Y el fantasma desaparece, repentinamente
iluminado. Ya no tiene que volver a ser zorro nunca más. —Jonny se dirigió a la parte
frontal de la barra, se dejó caer en un taburete y apoyó la botella sobre su rodilla, con el
tequila de su interior medio bebido.
—He engullido todo tipo de mierda —dijo.
Al otro lado de la habitación, cerca del montón de caídos amplificadores alemanes, un
enjambre de moscas revoloteaba por encima de la carcasa de algún animal muerto.
Amazacotados de aquel modo en el oscuro bar, los insectos dieron a Jonny la impresión de
ser algo parecido a las olas empujadas hasta la orilla por algún océano loco. Rio, se puso
tambaleante en pie y echó a andar ebriamente a través del club, pateando deliberadamente
algunas sillas y mesas que se interponían en su camino.
Se acercó lentamente al cuerpo. Desde la barra había parecido demasiado grande para
ser una rata, pero que podía tratarse de un ser humano no se le había ocurrido hasta que
estuvo a su lado. Apartando a manotazos las moscas que zumbaban alrededor de su rostro,
rodeó el cadáver, observando los descoloridos tumores en sus brazos, las supuraciones en
su cara, todos los síntomas evidentes del falso virus de la lepra. Los miembros del cadáver
estaban retorcidos, arqueados hacia atrás hasta que su cuerpo casi se había doblado sobre
sí mismo, los dedos abiertos, las manos retorcidas contra las muñecas en la postura
espástica de la neurosífilis avanzada. Jonny se obligó a inclinarse y a mirar en la
entreabierta boca. Se puso en pie y rozó momentáneamente con los dedos el borde de la
manchada barra, pensando que el cuerpo no se parecía ya mucho a Aleatorio.
No se volvió cuando oyó el ruido de pasos, esperando que fueran Zamora o algún chico
del Comité que habían venido para llevárselo. Cuando los pasos se detuvieron a unos pocos
metros, se volvió y vio a Groucho sacudiéndose la arena de su chaqueta de estudiante
inglés.
—Se tragó la lengua —le dijo Jonny al anarquista.
—Lo siento —respondió Groucho—. He visto a muchos así estas últimas semanas.
Habrá muchos más también.
—¿Has venido a buscarme?
Groucho asintió.
—Ajá. Imagino que siento un interés particular hacia ti.
Jonny dio un largo trago de su botella.
—¿Cómo supiste que estaba aquí?
—¿No es aquí donde terminas siempre?
—Sí. Supongo. —Jonny se encogió de hombros—. Un maldito lugar para correr a
esconderse, ¿no? —Dio otro trago y arrojó la vacía botella hacia el bar; escuchó como se
hacía pedazos—. Hielo está muerta —dijo rápidamente.
—Eso oí. Lo siento, hombre. ¿Qué vas a hacer tú ahora?
—No lo sé —murmuró Jonny, y se agachó al lado del cuerpo de Aleatorio—. Hay
muchas botellas con las que acabar aquí —dijo, e hizo un gesto hacia el bar.
—Sí, siempre el claro pensador. Sabía que podía contar contigo.
—Ahorra esta mierda para tu propia gente, ¿de acuerdo?
Groucho se inclinó bajo una mesa cercana y tomó una campanita de plata del suelo; la
hizo sonar suavemente mientras hablaba.
—¿Qué estabas haciendo en el Bosque de la Bendición Incandescente anoche?
—Hay una cura para el virus. Se suponía que yo debía recogerla, solo que Dinero Fácil
reventó el contenedor donde estaba y ahora ha desaparecido —dijo Jonny. Se inclinó, tocó
uno de los brazos de Aleatorio, ahuyentando a un grupo de moscas que se alzó
zumbando—. Sumi está infectada, ¿sabes? Va a morir exactamente igual que Aleatorio.
Vaya forma surrealista de hacerlo, ¿eh? —Se volvió, lanzó un ebrio puñetazo a Groucho,
pero el anarquista se apartó de un salto de su trayectoria—. ¿Qué dicen tus jodidos
surrealistas al respecto? —gritó.
—¿Así que simplemente vas a dejarla morir de este modo? —preguntó Groucho. Se
inclinó de nuevo y se alzó con una navaja a resorte de juguete, aproximadamente del
tamaño de su pulgar.
—¿De qué estás hablando?
—Estoy diciendo que, si la quieres, tienes que aceptar alguna responsabilidad. —Con
sus largos dedos, Groucho abrió y cerró la pequeña navajita un par de veces—. Desde que
abandonamos la granja piscícola he estado pensando en cómo todos esos pequeños
fragmentos de datos, toda esa mierda que ha estado flotando a tu alrededor, puede estar
relacionada. Oí de algunas personas que Conover era el que estaba moviendo ese virus a
capas que anda libre. Luego, cuando Zamora te atrapa, empieza a hablar de hombres del
espacio y de cómo desea que tú le entregues a Conover. Durante todo el tiempo, sin
embargo, está planeando una redada para agarrar a todos los lores y las pandillas con ellos.
Y todo esto ocurre al mismo tiempo que la ciudad se descojona a causa de la plaga.
—¿Tú crees que Zamora puede haber planeado todo esto?
—Todavía no lo sé —dijo el anarquista—. Sin embargo, no suena realmente propio de
él. Un poco demasiado sutil.
Jonny se puso en pie, apartó algunas moscas que se habían posado sobre sus gafas de
aviador.
—Había ese árabe en el Bosque anoche, habló sobre las Ratas de Alfa. Dijo algo acerca
de una guerra.
—Bueno, hombre, tenemos nuestra propia guerra aquí en estos momentos —dijo
Groucho. Esta vez, cuando se inclinó, volvió a alzarse con un llavero con un Ganesha de
plástico; falsos diamantes de pasta brillaban en los ojos del dios-elefante. Se metió el
llavero y la navajita en el bolsillo de su chaqueta—. Quería decírtelo…, Zamora va a caer
sobre los lores esta noche. Supongo que imagina que se trata de una fiesta, aquí que media
ciudad va a volar por los aires. Nosotros también nos estamos moviendo. Todas las
pandillas.
—Jesús —dijo Jonny—. ¿Estáis preparados?
—Víctor Vector está aguardando en la camioneta con el Hombre Rayo, así que tenemos
a las hermanas Naginata y a los Gurus Fétidos también. Somos más fuertes de lo que
Zamora imagina. —Groucho sonrió—. Además, las reservas de amantadina son más bien
escasas por ahí. Si el Comité no te atrapa, parece muy probable que lo hará el virus. Nadie
tiene ya mucho que perder.
—¿Qué hay de acudir a los lores en busca de ayuda?
—¿Los lores? —dijo Groucho—. ¿Eres realmente tan ingenuo? Los lores se protegen a sí
mismos. Punto. No son mejores que Zamora.
—¿De qué estás hablando? No todos los lores se venden como Virtud Ingeniosa.
—Seguro que lo hacen. Esto son grandes negocios, muchacho. La gran apuesta. El
álgebra de la necesidad. —El anarquista hizo un gesto mientras hablaba, con las manos
bien abiertas—. Quiero decir, si estás en el desierto, vendes a los nativos agua helada, ¿no?
Virtud Ingeniosa, Conover y el resto tienen un mercado cautivo aquí, y les gusta de este
modo. Su mercado clandestino lanza los precios de sus artículos directamente a través del
techo. Los lores no son comerciantes, son vampiros. Viven del dolor. Y tú eres tanta parte
de todo eso como ellos.
Jonny frunció el ceño.
—Yo vendía medicinas. La gente me necesitaba.
—Simplemente tienes miedo a enfrentarte a la verdad —dijo Groucho—. Vendiendo la
mierda de Conover no eres más que otra parte del organismo de la droga. La gente no te
necesita. La gente necesita verse libre de este ridículo ciclo de drogas y dolor. Libre del
Comité y de los lores, porque son dos caras de la misma moneda. Una no puede existir sin la
otra. Toda esta ciudad está edificada sobre huesos. Y tú has ayudado a edificarla, Jonny. Eso
es lo que quiero decir al hablar de tomar responsabilidades.
Jonny retrocedió hasta el bar y empezó a elegir entre las diversas botellas. En el fondo
del estante de atrás halló un cuarto de mescal medio vacío y lo depositó sobre la barra. El
pequeño gusano alucinógeno de su interior se bamboleó momentáneamente en la parte
superior del dorado licor. Fetos muertos. Vio a los hijos de Virtud Ingeniosa flotando en
alcohol. Dejó la botella a un lado y dijo a Groucho:
—Si soy menos que un vómito, ¿qué demonios haces tú aquí?
—Estoy aquí porque, a fin de cuentas, no creo que seas uno de ellos —dijo Groucho. Se
dirigió a la barra, haciendo sonar todavía la campanita de plata en su mano izquierda—. Tú
eres lo que aquellos antiguos guerreros acostumbraban a llamar Cabeza de Dragón Cuerpo
de Serpiente. Eres inteligente, tienes valor e integridad, pero sigues saboteándote a ti
mismo a través del miedo y la estupidez. —El anarquista tomó una especie de carta de
juego del bar. Cuando la tocó, la carta destelló una serie de vistas animadas de casinos y
complejos turísticos japoneses y desgranó una charla de ventas en una diminuta voz
femenina—. También creí que podías ayudar a la revolución. Le gustabas a Hielo, y yo
deseaba mantenerla feliz. Zamora estaba interesando en ti, y también Conover. Pensé que
quizá pudieras utilizar eso en algún momento a lo largo del camino. —Miró a Jonny—. La
revolución es un hueso duro de roer. ¿Ves lo que nos ocurre? Supongo que te estaba usando
también.
—Si vuelvo a lo de Conover, ¿vendrás conmigo? —preguntó Jonny.
Groucho negó con la cabeza.
—No hay tiempo. Tenemos muchas cosas que preparar si hemos de enfrentarnos al
Comité esta noche.
—Lo siento. Fue una pregunta estúpida.
—Sé dónde está Conover —dijo Groucho—. Me reuniré contigo allí más tarde, si puedo.
Jonny asintió. Tomó la botella de mescal y la devolvió al estante de la parte de atrás de
la barra. Se quitó las gafas de espejo y se volvió a Groucho, asegurándose de que el hombre
echaba una buena mirada a sus nuevos ojos. El anarquista alzó las cejas una fracción de
centímetro, pero eso fue todo.
—Estos exteroceptores son curiosos —dijo Jonny—. Es como contemplar una película o
algo así. Dan una especie de sensación de desprendimiento. Ya no sé qué hacer.
—Toma —dijo Groucho, y le tendió la campanita de plata—. Para que te dé suerte. Y
recuerda: el pensamiento es una ilusión. —Se tocó el pecho—. Esto es una ilusión. Miedo,
confusión, temor…, los peores elementos de tu vida pueden conducir a la iluminación tan
fácilmente como los mejores. Cuando llegue el momento de actuar, harás lo que debas
hacer.
La silueta de una mujer alta se enmarcó en la puerta del club. Llevaba unos ajustados
pantalones de piel y botas, una chaquetilla cruzada con correas de cuero llenas de tachas;
sujetaba en su mano una especie de pesada vara de madera que era casi tan alta como ella.
Su piel brillaba plateada a la luz de la calle, una densa capa de maquillaje metálico que
cubría toda su piel expuesta excepto una franja en torno a sus ojos. La pintura de guerra
Naginata.
—Groucho, tenemos que atacar —dijo la mujer—. Hiya, Jonny.
—¿Cómo van las cosas, Víctor? —saludó este.
La mujer se encogió de hombros.
—Preparándonos para morir como corresponde. Supe lo de Hielo. Lo siento, hombre.
Te diré, sin embargo, que me sentí un poco celosa cuando se mudó contigo y con Sumi. Me
caía realmente bien.
—Siempre has tenido buen gusto, Víctor.
—Ya lo sabes. Groucho, te veré fuera. —Salió, y su sombra se curvó contra las pequeñas
ráfagas de arena que se estaban acumulando en torno a las caídas puertas.
Jonny depositó las gafas de espejo sobe la barra y siguió a Groucho fuera del club. En la
sala de juegos dijo al anarquista:
—¿Qué eres tú, de todos modos? ¿Eres realmente un anarquista, o tan solo algún loco
con complejo de bodhisattva?
Siguieron hacia fuera bajo la marquesina, cruzando la derivante arena hacia la
camioneta aparcada al otro lado de la calle. Finalmente, Groucho sonrió.
—Si quieres que te diga la verdad —murmuró—, paso la mayor parte de mi tiempo
sintiéndome como la madre de todo el mundo. —El Hombre Rayo saludó con la cabeza
cuando Jonny llegó a su lado. La nueva camioneta del Guru Fétido era tan grande como la
antigua, con las mismas líneas feo-hermosas. Algo parecido a una garra mecánica asomaba
por un lado, con sus dedos hidráulicos tensos contra el cuerpo del vehículo. Groucho señaló
la motocicleta de Jonny—. ¿Tienes combustible?
Jonny asintió y montó en ella.
—Ve con cuidado, Jonny —dijo Victor. Jonny saludó con la mano y puso en marcha la
moto con una fuerte patada. Luego, él y la camioneta partieron en direcciones opuestas.
El viento soplaba con más fuerza del desierto, y la arena mordía fuertemente el dorso de
sus manos y rechinaba entre sus dientes. El calor de la noche y el tequila caían fuertemente
sobre él. Jonny tenía la sensación de moverse en medio de un sueño, era incapaz de confiar,
ni siquiera creer, en nada de lo que veía. Al salir de Hollywood en dirección norte vio
pandillas de yonkies merodeando por las calles y comiendo montones de calaveras de
azúcar cande que habían robado a los comerciantes de abajo. Monjes que ocultaban sus
tumores detrás de cosas parecidas a máscaras de esgrima recibían las confesiones de los
leprosos sentados con las piernas cruzadas en el Griffith Park, mientras, cerca,
neomayanistas arrancaban los corazones aún latiendo de unos chicos del Comité que
habían capturado y los ofrecían a dioses cuyos nombres habían olvidado, suplicando el
perdón y el fin de la plaga. Los autores de pintadas habían estado atareados con sus latas de
ácido comprimido, convirtiendo las paredes exteriores del parque en una adecuada
representación de los muros de cráneos de Chichen Itza. También habían dejado mensajes:
BOMBARDEAD TOKIO AHORA
BOMBARDEAD L.A. AHORA
BOMBARDEADLO TODO
Jonny se desvió para eludir el cadáver de algún animal en la carretera y casi derrapó
antes de darse cuenta de que no había nada allí. Seguía viendo parpadeos grabados en su
visión del rostro de Hielo: el momento en que vio sus ojos de felino, cuando le besó en el
Bosque, mientras permanecía tendida agonizante sobre su regazo. Todavía no había
aceptado que pudiera estar realmente muerta, y sabía que esto era bueno. Apenas
funcional como se sentía ahora, Jonny comprendía que algún mecanismo animal de
supervivencia en su cerebro había intervenido en el transcurso de las últimas horas,
bombeando en su interior cantidades de inhibidores neurales, impidiéndole aceptar la
verdadera naturaleza de su pérdida. Sin embargo, sabía que estaba allí. La pérdida. Imaginó
que podía sentirla, como una bolsita de veneno alojada en su nuca, dispuesta a reventar
cuando todo hubiera terminado.
Se sofocaba en la moto, y se desvió para rodear una sección de asfalto que se alzaba en
ángulo de la estrecha calzada. Los compresores de aire unidos al tubo de escape de la BMW
anulaban todo sonido excepto el suyo propio, mientras que el display termográfico de los
exteroceptores de Jonny velaba el parque en una especie de pulidas superficies como las
que había visto en una ocasión en un paisaje de Dalí.
Cerca de la cima de la colina, Jonny empezó a considerar la noción de reciprocidad.
Tenía la sensación de que, si tenía que aceptar la responsabilidad que había estado
evitando todo este tiempo, otros deberían de hacer lo mismo. Había aquí una culpabilidad
que arrojar a los pies de alguien. Pero ¿de quién? Hielo estaba muerto, y Canijo y Raquin
antes que ella. Pronto Sumi lo estaría también. ¿Debido a su fracaso en recuperar su cura?
¿Porque Dinero Fácil había robado el virus a Conover? ¿O era a causa de que había dejado a
Sumi sola demasiado tiempo mientras huía de Zamora?
Sí, todas esas preguntas. Pero ¿era eso suficiente? Jonny tenía la sensación de que las
cosas iban más profundo que nada de eso, pero la cadena de responsabilidad y culpa,
cuando intentaba rastrearla hasta su fuente, parecía interminable, se extendía más allá de
sus vidas.
¿Cuántos morirán esta noche?, se preguntó.
¿Cuántos han muerto ya?
Jonny intentó contar los cadáveres, los amigos y conocidos que habían muerto o
desaparecido a lo largo de los años. No podía recordarlos a todos. De nuevo la cadena…, un
rostro conduciendo siempre a otro. De unos cuantos no podía recordar el nombre, tan solo
el movimiento de una mano, la inclinación de una cabeza o un hombro tatuado con una
pantera.
Jonny pensó en Hielo, en muchas formas solo otra unoporciento, viviendo la misma vida
estúpida que cualquiera de ellos, muriendo la misma vida insensata, y durante todo el
tiempo siendo incapaz de comprender que todo había sido previsto para ella por
anticipado. Como el rumbo de una nave, calculado, entrado en el ordenador y ejecutado,
ella había vivido de acuerdo con el extraño proceso que parecía arrastrarlos a todos al final,
Aleatorio, Canijo y el resto. Eran los muertos que vagaban por las calles el Día de los
Muertos. Derivando todas sus vidas a través de la ciudad, viviendo según reglas que nunca
habían comprendido realmente. Los policías habían formado parte de ello. El Comité. Y, sí,
pensó Jonny, los traficantes también. Él había sido parte de todo ello como cualquiera,
proporcionando las medicinas y las drogas que mantenían a la gente dócil. La ciudad de
huesos de Groucho se convertía en algo más real, más palpable cada vez que lo
consideraba.
Las luces en la colina encima de él lo sobresaltaron. Jonny hizo girar la BMW hacia el
camino que conducía a la mansión de Conover, preguntándose por qué no estaba el domo
holográmico. La arena susurraba entre los árboles. Dejó la moto en el camino y se abrió
paso hasta la casa a través del bosquecillo de bambú, con la esperanza de que la
torbellineante arena fuera lo bastante densa como para confundir al equipo de vigilancia
del lord contrabandista.
La puerta delantera del ala japonesa estaba abierta. Tendido de bruces en el camino
había uno de los médicos del lord contrabandista, con un agujero de lo que parecía una bala
de Futukoro en la espalda. Dentro de la casa había más cuerpos, médicos y personal de
seguridad, algunos tendidos en grupos, otros a varios metros de distancia, donde les habían
alcanzado los disparos mientras intentaban huir. En el comedor sobrecargado de arte del
ala victoriana sonaba una suave música isabelina procedente de los ocultos altavoces; el
chip de sonido en el estéreo informaba: «William Williams: Sonata en imitación a pájaros».
Halló al personal africano muerto, esparcido por toda la cocina y los pasillos de servicio.
Jonny se abrió camino de vuelta a través de la casa y localizó el ascensor que había
utilizado el día que le habían proporcionado sus ojos nuevos. Sin saber exactamente
adónde iba, tecleó el código para el nivel más bajo. Extrajo la Derringer de su bolsillo, le dio
vueltas entre sus manos, volvió a guardarla. No le haría ningún maldito bien contra una
Futukoro.
En la zona de la clínica había más médicos muertos. El pasillo estaba sembrado con
cajas de medicinas volcadas, platos de cultivos de pírex y frascos rotos que rezumaban su
contenido. Jonny vio el cuerpo de Yukiko, reconoció a un par de los rusos que habían
ayudado en su cirugía ocular. Un hombre de seguridad estaba tendido de espaldas; la
mayor parte de un hombro y su mandíbula inferior habían desaparecido. Sujetaba una
pequeña caja de cartón. Esparcidos en torno a la cabeza del guardia, como una aureola de
plástico, había docenas de inhaladores de interferón semejantes al que Fácil había estado
usando. Jonny se arrodilló junto al cuerpo del guardia y cogió su Futukoro. El hombre ni
siquiera había tenido oportunidad de sacarla de su funda. No necesitó mucho tiempo para
hallar la habitación de Sumi.
En la esquina del pasillo lleno de basura había una puerta marcada con signos de
advertencia en forma de diamante: peligro biológico naranja, con símbolos de color
codificados para líquidos inflamables y crioprotectores.
La puerta estaba cerrada con llave y, cuando no se abrió a sus patadas, disparó contra la
cerradura. Dentro, cruzó una corta esclusa de esterilización, ignorando los ordenados
montones de batas y gorros estériles de papel, a una limpia habitación esterilizada al otro
lado. Dentro, la cámara estéril resonaba con el firme gimoteo de las unidades de apoyo vital
que se quejaban de su mal funcionamiento y el gorgotear de las cubas de proteínas. Cerca
de las cubas circulares, cuatro cuerpos masculinos desnudos estaban tendidos en lo que
parecían mesas de autopsia de acero inoxidable. Por el olor agrio del lugar, Jonny supuso
que habían transcurrido al menos veinticuatro horas desde que los equipos habían
empezado a funcionar mal.
Miró a las cubas de proteínas y vio lo que al principio tomó por varias anguilas muertas,
derivando fláccidas en la girante solución como tiras de algas marinas. Los animales habían
sido diseccionados bilateralmente, dejando al descubierto toda la longitud de cada espina
dorsal. Cuando vio los delicados micromanipuladores Toshiba apoyados sobre cada abierta
espalda, Jonny se dio cuenta de que los animales eran lampreas. Recordó que Conover le
había dicho que el tejido nervioso que sus médicos habían aplicado al hombro herido de
Jonny había sido desarrollado en una variedad especialmente elaborada del animal. Al
verlos ahora, Jonny se alegró de que los pobres bichos estuvieran muertos.
Tocó uno de los manipuladores y pasó los dedos a lo largo de las hileras de
microscópicos láseres que rebanaban intacto el tejido del lomo de las lampreas. Haces de
hilos finísimos corrían de la base de cada manipulador y estaban asegurados a puntos
nodales a lo largo de las expuestas espinas. Tocó uno de los haces. Una cola se agitó. Una
boca sin mandíbula se abrió.
—Mierda —dijo Jonny, y soltó el manipulador, dándose cuenta (y la comprensión
revolvió su estómago) que los animales aún estaban vivos, nadando a su ausente manera
contra la girante corriente de la solución proteínica, con tejidos alienígenas arraigados a
sus lomos.
Fue entonces cuando encontró a Conover, con el pecho limpiamente abierto por el láser,
tendido en una de las mesas de autopsia. Jonny se había vuelto disgustado del tanque de las
lampreas y se inmovilizó, sin poder apartar los ojos del cuerpo del lord contrabandista
tendido bajo diez centímetros de líquido transparente. Pero no era el Conover que Jonny
conocía. Era el Conover que había visto en fotos en la habitación de almacenaje aquella
primera noche. El Conover de Centroamérica en los mil novecientos ochenta: más
saludable, antes de que la adicción a las verdosas se hubiera apoderado de él. Jonny
comprobó las otras mesas y descubrió a otros Conover tendidos en cada una de ellas,
hundidos en el mismo líquido, los torsos limpiamente abiertos desde la ingle hasta la
barbilla. Todos los cuerpos estaban conectados a una compleja batería de unidades de
apoyo vital. A todos les faltaban algunos órganos: hígados, estómagos, corazones y
páncreas principalmente. Jonny sabía que lo que estaba contemplando era esencialmente
una granja.
Conover se había convertido en un parásito, alimentándose de sí mismo. En alguna
parte en su cuerpo arruinado por las drogas, los médicos debían de haber encontrado
algunas células que las verdosas todavía no habían invadido. Las habían usado para clonar
copias del lord contrabandista con la intención de usarlas como remiendos. El líquido en el
que flotaban debía de ser alguna especie de perfluorocarbono, supuso Jonny, para
mantener los cuerpos oxigenados. Se limitó a mirar. Era sorprendente: suicidio y asesinato
todo envuelto en un solo paquete. El sabor a tequila y bilis era fuerte en su garganta. Jonny
huyó a través de una puerta al otro lado de las mesas, lejos de los jóvenes despedazados.
La habitación en la que entró estaba silenciosa y muy fría. La lectura termográfica en
sus ojos se mostraba como una superficie azul casi sin costuras, rota aquí y allá por las
manchas rojas de los neones o el más cálido equipo electrónico. Alguna especie de gas en
forma de vapor se encostraba en los tubos criogénicos de admisión, derivando en
nubecillas blancas hasta el suelo. Una docena de tanques grises laminados (pensó en
ataúdes o cajas selladas de especímenes) estaban apoyados verticalmente contra las
paredes. Jonny la descubrió en el único tanque que estaba ocupado, cerca del extremo más
alejado. Cuando intentó raspar la capa de escarcha de la placa visora de lexán, sus dedos se
congelaron al instante. Retiró con brusquedad la mano, reteniendo un pequeño grito de
dolor cuando dejó pegada algo de piel. Frotó la placa visora con la manga de su chaqueta
hasta que pudo ver claramente su rostro.
Sumi parecía dormida en el tanque criogénico. Una serie de lecturas a nivel del pecho en
el laminado gris del tanque mostraban sus constantes vitales como una serie de líneas
horizontales de movimiento lento, colinas y valles que indicaban las distintas funciones
autónomas de su cuerpo. La parte superior de la pantalla estaba dominada por un display
tridi animado de algún cristal en crecimiento. Por alguna razón, le recordó a Jonny un
capullo; esperó ver alguna forma nueva de vida vegetal o animal brotar bruscamente de las
frágiles facetas como cáscara de huevo que el cristal seguía desarrollando de dentro de sí
mismo. Alguien había escrito «VIRUS L» en una tira de cinta adhesiva quirúrgica y la había
pegado a la pantalla justo debajo de la imagen del cristal. Jonny asintió, reconociendo la
animación como una secuencia de crecimiento. Tenía una idea bastante buena de qué era
exactamente lo que los programadores habían modelado cuando crearon el display. Las
lesiones en torno a la boca de Sumí confirmaban aquello.
Retrocedió del cilindro, giró y pateó salvajemente la puerta de la habitación estéril,
sintiendo que le ardía el rostro. Todas las ilusiones semiconscientes de un osado rescate
que había estado acariciando durante su camino colina arriba morían rápidamente. Escrutó
los rincones de la fría habitación, maldiciéndose a sí mismo, derribó de un puñetazo un
monitor Sony que había junto a un puesto de trabajo y lo pateó contra la pared,
destrozando la pantalla.
Un minuto más tarde estaba de nuevo de pie frente al tanque donde dormía Sumi.
—Nunca nos dijeron cómo iba todo —le explicó—. Las cosas se jodieron de una forma
tan natural. —Era una especie de disculpa.
La concusión de la primera ráfaga de la Futukoro cuarteó la placa de lexán encima del
rostro de Sumi. El vapor del superfrío líquido del interior chilló a través del plástico roto y
se condensó en el aire como un torbellino de hielo en miniatura. Jonny siguió disparando,
ráfaga tras ráfaga contra las paredes del cilindro, hasta que la habitación estuvo llena del
vapor blanco de congelación y las lecturas vitales del tanque registraron tan solo una serie
de planas líneas horizontales, sin ninguna oscilación.
Cuando parte del vapor se disipó y pudo ver de nuevo, Jonny miró a través del
cuarteado lexán para descubrir que el rostro de Sumi no había sufrido ningún cambio. Era
consciente, a algún nivel sin palabras, de que a partir de este momento estaría
absolutamente solo. Pero se halló confortado por el rostro de Sumi, las líneas de sus
mejillas, el encaje de sus labios. No había ningún asomo en absoluto de dolor o traición en
sus lisos rasgos. Jonny retrocedió. Calmadamente, agradecido, colocó el cañón de la
Futukoro entre sus dientes y apuntó a su nuca. Cerró los ojos, henchido con una extraña
sensación de euforia, pensando: A partir de ahora, nosotros hacemos nuestras propias
reglas.
Apretó el gatillo.
La pistola hizo clic. Una sola vez.
Jonny maldijo y arrojó el arma al otro lado de la habitación. Tras él, la puerta a la
habitación estéril se abrió con un siseo y entró Conover. No uno de los apuestos jóvenes de
las mesas de autopsia, vio Jonny, sino la calavera de enrojecidos ojos que conocía. Estaba
seguro de que el lord contrabandista le había estado observando.
—Escucha, hijo… —empezó a decir Conover.
—¡Es usted un cerdo! —gritó Jonny—. ¿Cómo pudo hacerle esto? ¡Tratarla como un
trozo de carne!
—Nunca tuve intención de que lo vieras —dijo Conover. Abrió las manos en un gesto de
simpatía—. En realidad, no teníamos elección. Hubiera infectado a todo el mundo aquí.
Jonny miró de nuevo a Sumi en el tanque criogénico. La mayor parte del fluido se había
evaporado, dejando tan solo unas pocas débiles volutas de vapor que se arrastraban de los
agujeros allá donde las balas de la Futukoro habían agujereado la plancha.
—¿Mató usted a toda esa gente de arriba? —preguntó.
—Me temo que sí —dijo Conover. Fue a sentarse en el borde de un escáner Hitachi CT
desconectado. Jonny observó que el lord contrabandista sujetaba flojamente una Futukoro
a su costado—. En un cierto sentido, sin embargo, ya estaban muertos. Entre el virus y
Zamora, si no morían ahora, hubieran desaparecido muy pronto. —Se encogió de
hombros—. Además, me voy de aquí. La vida ha desaparecido de este lugar. L.A. ya no es
lugar para mí.
—¿De qué está hablando? ¿Se marcha de la Lisiada Asquerosa?
Conover encendió uno de sus brillantemente coloreados Sherman y asintió.
—Sí, mi marcha está prevista para dentro de unas pocas horas. ¿Estás interesado en
venir?
—¿Adónde va?
Conover sonrió.
—A Nueva Esperanza.
—¿Qué?
—Creo que deberías venir —dijo el lord contrabandista—. De hecho, insisto en ello. —
Conover había movido la Futukoro de tal modo que ahora estaba cruzada entre sus piernas,
apuntando casualmente en dirección a la cintura de Jonny.
Jonny sintió que su cerebro se helaba, como si estuviera dormido y soñando en uno de
los tanques contiguos al de Sumi.
—Señor Conover, ¿qué demonios está pasando aquí?
—Esto es el fin del mundo, hijo.
—Estupendo. ¿Cree que alguien se ha dado cuenta? —preguntó Jonny. Miró a Sumi y
agitó la cabeza, pensando que, una vez más, le había fallado.
Conover se levantó, dejó caer un brazo paternal sobre los hombros de Jonny y dijo:
—No te preocupes por nada, hijo. Tenemos grandes planes para ti. —Condujo a Jonny
fuera de la habitación estéril, escaleras arriba y a través del ala victoriana hacia el tejado—.
Hay mucho que decir antes de que llegue nuestro vehículo pero, si nos apresuramos, creo
que podemos tener tiempo de ofrecerte el tour de cincuenta centavos por el universo.
13
El tour de cincuenta centavos por el
universo
—Sí, el fin del mundo, hijo, ¿no puedes olerlo? No hay ningún otro tiempo más
espléndido para estar vivo. —Conover rio reflexivamente mientras conducía a Jonny a lo
largo de una oscura y estrecha escalera de servicio, clavándole ociosamente el cañón de la
Futukoro en la espalda.
—Es la guerra, ¿no? —preguntó Jonny—. La Alianza de Tokio y la Nueva Palestina.
Finalmente van a hacerlo.
Conover asintió, soñoliento.
—¿Qué otra cosa? —respondió, con un estremecimiento—. Necesito una dosis —
murmuró. Luego, en voz más alta—: Sí, la guerra. No pongas esa expresión tan sorprendida,
hijo. Históricamente hablando, hace mucho que se esperaba.
Jonny agitó la cabeza.
—Cristo; entonces, ese árabe estaba diciendo la verdad.
—¿Árabe?
—Ese árabe en el Bosque de la Bendición Incandescente. Dijo que Tokio y Washington
se estaban preparando para lanzar un ataque a traición contra Nueva Palestina. Cuando
dijo que las Ratas de Alfa estaban implicadas también, pensé que no era más que un obseso
de los hombres del espacio, como Zamora.
Conover rio de todo corazón ante aquello.
—Oh, eso es delicioso; debieron de decodificar parcialmente una de las transmisiones.
Los pobres bastardos no tienen ni el menor indicio.
—¿De qué? —preguntó Jonny.
—De que nosotros somos las Ratas de Alfa —dijo el lord contrabandista.
Jonny se volvió hacia Conover, que alzó casualmente su arma hacia su rostro. Jonny se
limitó a ignorarla.
—Lo sabía —le dijo al lord—. Todo es una artimaña, ¿verdad? Nunca hubo
extraterrestres. El gobierno ha estado usando todo el tiempo a las Ratas de Alfa como una
excusa para los programas de racionamiento y los malditos preparativos de guerra.
—¡Bravo! —exclamó Conover, y palmeó con su mano izquierda la que sostenía la
Futukoro—. Bien hecho, Jonny. Qué notables poderes de deducción. —Sonrió como
disculpándose—. Por supuesto, estás equivocado en la mayor parte de ello. Pero fue un
buen intento. Sigue avanzando, y yo te enderezaré. —Antes de que continuaran, Conover
encendió otro Sherman, y la llama del mechero iluminó brevemente la ruina de su rostro.
Había desarrollado un ligero tic en la arrugada piel debajo de uno de sus ojos. Sus labios
estaban húmedos y fláccidos. Cada vez se hacían más delgados, pensó Jonny, mientras el
lord contrabandista le empujaba escaleras arriba.
—Por supuesto que existen las Ratas de Alfa —le dijo Conover—. ¿Crees realmente que
la Alianza de Tokio se pondría intencionadamente en una posición económica tan peligrosa
como esta? La nave de los extraterrestres se estrelló en la Luna hace quince años. Sí, se
estrelló. Están todas muertas, ¿entiendes? Todas las Ratas de Alfa que iban a bordo. Era una
nave cargada con una plaga, hijo, en piloto automático, llena de Ratas de Alfa muertas.
»Piensa en ello, Jonny. Las posibilidades son abrumadoras. Las Ratas de Alfa derivando
a través del vacío del espacio durante Dios sabe cuánto tiempo, siendo atrapadas por la
gravedad lunar y estrellándose allí. No creo que fuera muy desencaminado pensar que en
cierto modo fueron enviadas ahí para que nosotros las encontráramos. Fuimos afortunados
de que fuera un equipo canadiense el que llegó primero al lugar. Si lo hubieran hecho los
árabes, hubieran descubierto lo que hicimos; finalmente lo hubieran analizado, y habrían
descubierto cómo funcionaba.
—El virus a capas —dijo Jonny. Tropezó con un trozo de moqueta suelta, sintió el arma
de Conover en su espalda antes de recobrar el equilibrio.
—¿Lo ves? Tu historia no es tan mala —dijo Conover—. Por supuesto, lo que mató a las
Ratas de Alfa tenía muy poco parecido al virus a capas de la OTAN, pero fue durante las
primitivas investigaciones que hicimos con los cuerpos de las Ratas de Alfa, rompiendo la
estructura genética de la plaga que las mató, cuando finalmente hallamos la clave de cómo
hacer que la maldita cosa funcionara.
—Curioso —dijo Jonny—. Durante un tiempo pensé que quizás usted había conseguido
un poco de excedente del jugo del virus de alguien y había decidido soltarlo en L.A., a fin de
poder distribuir la cura a través de nosotros los traficantes.
—Piensas demasiado corto, Jonny. No dejo de decírtelo: estás en el negocio, pero no
eres un negociante. Esto es trabajo del gobierno, muchacho. Dólares multinacionales.
—Pero todo el racionamiento de estos años, eso fue un fraude, ¿no? Para mantener al
Pentágono gordo y feliz.
—Sí y no. Después de examinar la nave de Alfa, no podíamos permitir que la gente fuera
de un lado para otro por la Luna. Las autoridades militares locales aprovecharon la ocasión
para quemar las bases lunares y las operaciones mineras de los árabes. Naturalmente,
teníamos que eliminar también algunas de las nuestras para hacer que la cosa pareciera
bien, pero los laboratorios circunlunares siguen aún funcionando. No sabías eso, ¿verdad?
Sí, ahí es donde fue sintetizado el Virus Alfa. Todo lo que hicimos fue volar unos cuantos
orbitadores no esenciales y disfrazar los que necesitábamos con restos de la superficie.
—Así obtuvo el gobierno su virus y su guerra. ¿Qué ha sacado usted de esto?
—Libertad. Para esto —dijo Conover, y se tocó el pecho—. Van a darme un nuevo
cuerpo, Jonny. Con los fondos del gobierno, puedo abandonar este lugar y no tener que
preocuparme de disputas territoriales o drogas aguadas o los perros rabiosos que
gobiernan esta ciudad echándome el aliento en la nuca.
—Deben de haberle dado un buen montón por soltar ese virus —dijo Jonny.
—En absoluto. Raquin, como sin duda te dijo el coronel, trabajaba para el Comité. Me
robó el virus para entregárselo al coronel pero, antes de que tuviera la oportunidad, Fácil
se lo robó a Raquin. No, hijo, me temo que Washington me está pagando por algo que no
tiene nada que ver con liberar el Virus Alfa. Me pagan por entregarte a ti. —Conover
suspiró—. Esperaba que imaginaras eso por ti mismo. Por eso jugué contigo a ese pequeño
juego del Muchacho azul y las cajas de Amor Loco. Pensé que tal vez, si sabías quién era yo,
verías venir algo de esto. Quizá me estoy volviendo excéntrico en mi vejez. Juego a
demasiados juegos. Tras un siglo o así es fácil olvidar lo ordinariamente que piensa la
gente. Y es probable que fuera esperar demasiado de ti, con todo lo que tenías últimamente
en tu cabeza. —Doblaron un brusco recodo y empezaron a subir otro tramo de escaleras. A
lo largo de una pared había un fresco de cristal emplomado que mostraba a hombres con
armadura llevando banderas cristianas a la batalla. ¿Por qué poner algo así en una escalera
sin luces?, se preguntó Jonny.
—¿Va a decirme por qué me quieren los federales, o deberé suponer simplemente que
se trata del magnetismo de mi personalidad? —preguntó al lord contrabandista.
—En realidad, hubieran preferido a tu abuela, pero desapareció hace años. Luego,
cuando tu madre murió en Ciudad de México, esto te dejó a ti como su heredero aparente al
trono —explicó Conover—. Mira, tu abuela fue una niña de las calles, muy parecida a ti y a
tus amigos. Vendió sangre, respiró aire polucionado a cambio de una paga en experimentos
universitarios, ya conoces la rutina. Luego, en 1995, se presentó voluntaria para una serie
de inyecciones en la UCLA. Por supuesto, no sabía que se trataba de uno de los proyectos de
guerra genética del Departamento de Defensa. La escuela le dijo que estaban ensayando
una nueva vacuna contra la hepatitis.
»Por aquel entonces Tokio y Washington estaban pensando aún en la guerra en
términos estrictamente de armas atómicas. Algunos chicos brillantes del Pentágono
tuvieron la idea de que a través de la bioingeniería se podía incrementar la tolerancia
general de la población a ciertas longitudes de onda de radiación. Como el resto de los
programas del Pentágono, finalmente se les agotaron los fondos, pero no antes de que tu
abuela y algunos otros voluntarios hubieran sido inyectados con un retrovirus
experimental.
»La síntesis real del virus se hizo en un laboratorio de la Marina en las Filipinas. En
esencia, el virus es solo una cadena simple de coordinadores moleculares de función única,
fábricas microscópicas en realidad. El retrovirus fue en busca de la médula espinal de tu
abuela como un niño de un caramelo y liberó allí los nanocoordinadores. Al final,
produjeron lo que resultó ser un anticuerpo a prueba de radiaciones unido directamente a
los glóbulos rojos de su sangre.
»Pero, como ya he dicho, el proyecto fue interrumpido. Se pagó a los sujetos con el
dinero que quedaba, y fueron despedidos. Puesto que habían venido de las calles, tu abuela
y los demás volvieron a las calles. El gobierno no tenía ninguna forma de mantener un
rastro sobre ellos.
—¿Y ahora los federales piensan que, puesto que mi abuela tenía plomo en las venas,
ese algo en mi sangre es la cura para el virus a capas? —preguntó Jonny.
—Al parecer sí.
—Entonces, si no hay cura, ¿por qué demonios me dejó ir al Pequeño Tokio tras Dinero
Fácil? —gritó Jonny—. ¿Adónde me enviaba?
—Oh, sí, Fácil —dijo Conover. Parecía cansado; las masas de carne alrededor de sus ojos
tenían un aspecto tenso y quebradizo—. Bueno, no podía correr ningún riesgo de que
Virtud Ingeniosa descubriera qué era lo que tenía realmente. Era una segunda tanda de
virus, por supuesto. Ricos tenía órdenes de matarla a ella y a Fácil cuando lo devolviera.
—Hermoso. Jodidamente hermoso —murmuró Jonny—. Entonces, ¿yo soy la única
posibilidad de cura que existe en estos momentos? Quiero decir, con todos los recursos del
gobierno, ¿no pueden localizar a ninguna otra persona conectada con esas pruebas?
—Ha pasado mucho tiempo, Jonny. Los archivos se han perdido; los discos fueron
borrados. Cuando tú escapaste de la escuela estatal cuando eras un muchacho, estuvieron
seguros de que habían perdido definitivamente todo contacto con el programa. Luego te
presentaste al Comité. No podías ocultarles esa sangre durante mucho tiempo.
Jonny rio sin alegría.
—Para lo que me sirve.
Arriba en las escaleras, salieron a un inmenso solario geodésico. A través del cristal a
prueba de balas, Jonny pudo ver el medio roto borde del cartel de HOLLYWOOD y los
arrastrantes neones del distrito cinematográfico abajo. Sobre sus cabezas, la luna estaba
oscurecida por hinchadas olas de arena, como hordas de langostas cruzando el cielo.
—¿Sabe, señor Conover?, realmente me jode usted —dijo Jonny—. Quiero decir, espero
ese tipo de comportamiento asqueroso de Virtud Ingeniosa, pero pensé que era usted mi
amigo.
—Soy tu amigo, Jonny. Comprende, no hay nada personal en nada de esto.
—Está bien, lo sé. No me lo diga. Esto son negocios. Dinero…, siempre es así.
—Estás buscando de nuevo a alguien a quien echarle la culpa —dijo Conover—. Te lo
dije en una ocasión: la vida es algo más complicado que las películas de indios y cowboys.
¿Crees que los árabes no usarían el virus si tuvieran la oportunidad? ¿O tus amigos los
Matasanos? ¿Qué haría Groucho si tuviera un arma como esa?
—¿Sabe qué es lo más divertido? —preguntó Jonny—. Lo más divertido de todo es que
incluso mientras usted me dice todo esto ahora, no dejo de pensar que quizás estoy
escuchando mal. No dejo de pensar: «Quizás el señor Conover se vio metido en este asunto
por error, exactamente como todos los demás». Pero no es así, ¿verdad? —Fuera del solario
había un jardín de esculturas. Jonny podía ver suaves mármoles griegos y bronces indios
esparcidos a lo largo de la severa geometría de los macizos de flores Victorianos—. Cuando
salimos de Santa Mónica para recoger usted su droga de esos chicos de Gobernación, le
pregunté acerca de la nueva lepra. Usted se limitó a reírse y me dijo que no había tenido un
resfriado en cuarenta años. Pero no fue hasta hace unos pocos días que los Matasanos
descubrieron que el virus a capas estaba unido a un bicho frío. Eso significa que usted sabía
exactamente todo el tiempo qué era este virus, lo cual significa que me ha estado mintiendo
desde que empezó todo el lío. ¿O era eso también otra pista de su juego? ¿Se supone que
debo sentirme halagado de que usted decidiera jugar jodidamente con mi cabeza durante
todo este tiempo? —Su voz se estaba volviendo aguda; dio un paso hacia el lord.
Conover hizo un gesto con la cabeza hacia las estatuas.
—Ven fuera. Quiero que veas el jardín antes de que nos vayamos.
—Que le jodan, viejo.
Conover alzó casualmente la Futukoro unos cuantos centímetros.
—Jonny, considera esto: desde mi punto de vista, la cosa más sencilla para mí sería
dispararte y meter tu cuerpo en hielo hasta que llegara mi vehículo. Pero te estoy dando
una oportunidad de seguir con vida. Esa gente no desea hacerte daño, simplemente
necesita tu sangre.
—¿Cómo va a llevarnos hasta el desierto, hombre? Las carreteras entre aquí y Nueva
Esperanza estarán llenas de chicos del Comité y pandillas. No puede volar sobre ellas; un
flotador no puede llegar tan lejos.
—No hay ninguna razón para ir al desierto —dijo cansadamente Conover—. No hay
nada ahí fuera. Nueva Esperanza está en la Luna, a salvo y fuera del camino de cualquier
daño. Esa estructura en el desierto es poco más que un grandioso decorado
cinematográfico. Esto es Hollywood, muchacho. Un equipo de CineMex lo montó para
nosotros. Podría hacer estallar la imagen de las Ratas de Alfa si el público en general
supiera acerca de todo ese viejo dinero depositado justo en la puerta de al lado.
Jonny inspiró profundamente. Entre el tequila y las bombas que Conover había estado
lanzando sobre él, apenas podía ver correctamente.
—Desde que Zamora me pidió que le entregara he estado intentando imaginar quién
me estaba mintiendo y quién decía la verdad. Ahora descubro que usted es el único que
mentía. Todos los demás, incluida Virtud Ingeniosa y ese jeque, me estaban diciendo la
parte de la verdad que conocían. Esa situación nunca se me pasó por la cabeza.
—No seas tan melindroso, Gordon —dijo una voz cascajosa desde el jardín—. Sal aquí y
tomemos una copa.
Jonny miró a Conover.
—Esto hace la velada perfecta —dijo.
El lord contrabandista se encogió de hombros.
—Realísticamente, no podía mantener al coronel fuera de esto eternamente —dijo,
como disculpándose.
—Por supuesto que no podía —dijo el coronel Zamora desde el umbral del jardín de
esculturas—. Yo también tengo contactos en los círculos gubernamentales, ¿sabes? Junté
las suficientes piezas como para ver detrás de qué iba Conover.
Jonny siguió a Zamora fuera al jardín. Conover les siguió. Un ligero cañizo sostenido por
un armazón de postes y recubierto en su parte interior por algún material que absorbía la
luz mantenía fuera la mayor parte de la derivante arena; el cañizo se agitaba en la
tormenta, dando la sensación de las alas de pájaros varados en el suelo.
—Es usted un tonto del culo, coronel —dijo Jonny.
—Y tú tienes unos ojos curiosos, chico. —Zamora dejó su bebida. Jonny se tensó,
dispuesto a interceptar el golpe que sabía que iba a llegar…, pero el coronel se limitó a
sonreírle—. Deberías ser amable conmigo, Gordon. Ahora somos socios.
—¿Le han extirpado quirúrgicamente el cerebro o qué? —preguntó Jonny—. ¿Acaso no
sabe que este tipo habla de guerra?
—¿Crees que no sé nada acerca de la guerra, Gordon? —El coronel se dirigió a un bar
portátil de teca, sirvió un líquido ambarino en un vaso y se lo llevó a Jonny—. Después de
esta noche, con Conover fuera y las pandillas aplastadas, yo seré el dueño de esta ciudad.
Echa una mirada ahí abajo. —El coronel condujo a Jonny al borde del tejado.
Las colinas de Hollywood descendían bruscamente desde la mansión de Conover,
formando un lago negro carente de rasgos cuya orilla era un millón de ardientes luces.
Directamente al frente estaba Hollywood y la tienda translúcida donde Jonny había vivido
una vez. Hacia la derecha estaba el distrito comercial, con el resplandeciente toro de la
Lockheed y la alta pero invisible esfera de silicio de la Sony International. Jonny miró a
Conover y le descubrió atándose al brazo un trozo de tubo quirúrgico verde, con una
jeringuilla llena en su otra temblorosa mano.
—Escucha —dijo el coronel Zamora.
Jonny se volvió de nuevo hacia las luces. Al principio no pudo oírlo por encima del
sisear de la arena que caía, y cuando lo oyó fue como un eco. El débil resonar de una
explosión desde allá abajo. Sus oídos, una vez hallaron el sonido, pudieron identificar otras
explosiones, las entremezcladas reverberaciones de voces amplificadas ladrando secas
advertencias en varios idiomas.
Zamora tenía los codos apoyados en la parte superior del bajo murito del jardín.
—¿Crees que no sé nada acerca de la guerra? —preguntó—. He vivido en esta ciudad
toda mi vida. Como, bebo, duermo y cago guerra. —Jonny miró al hombre, y se hubiera
echado a reír de no estar tan seguro de que el coronel hablaba completamente en serio.
Jonny se dirigió al bar y depositó su bebida, sin tocar. Conover estaba recostado contra
la base de una estatua de bronce de Shiva (el rostro perdido en la sombra del Destructor),
con el tubo quirúrgico verde colgando de una mano, la Futukoro de la otra, respirando
profundamente a medida que las verdosas empezaban a hacer efecto. Algo se movió junto a
una sección rota del cañizo en el extremo más alejado del tejado. Jonny se dirigió al murito
del jardín, no deseoso de permanecer al abierto si se trataba de uno de los centinelas robot
de Conover.
—Es el fin de tu mundo ahí abajo, Gordon.
—Eso es lo que Conover no deja de decirme —murmuró Jonny.
—No me interpretes mal, las pandillas eran básicamente unos hijoputas, en especial los
Matasanos —dijo Zamora—. Pero son una caterva de idiotas románticos. Yonkies con
pistolas y piedras no pueden enfrentarse a una bien organizada unidad de lucha como el
Comité.
—Realmente, Pere Ubu, si sigue hablando así voy a pensar que es usted un idiota, y ¿qué
tiene de divertido aporrear a un idiota? —Hubo un crepitar de fuego de Futukoro allá
abajo, al tiempo que de la parte superior del cañizo un geko de cristal caía y estallaba en
una fuente de llamas, arrojando un surtidor de peces, flores, pájaros y cinco sólidos
platónicos por los aires. Secciones de la malla estallaron en fundentes llamas allá donde la
fuente la tocó, y el viento y la arena soplaron al interior del jardín a través de los amplios
huecos.
—¿Qué diríais si os comunicara que esta noche vais a perder, muchachos? —La voz les
llegó desde sus espaldas a la derecha, en la parte baja del murito del jardín. Agachado allí,
todo vestido de negro, con una Futukoro en la mano, Groucho destelló a Jonny una rápida
sonrisa—. Te dije que vendría si podía. Además, pensé que podías echar a correr de nuevo.
Me alegra ver que no lo hiciste.
—A mí también —dijo Jonny.
Zamora medio se volvió en el punto de mira de Groucho y contempló bienhumorado al
anarquista.
—Un buen golpe, muchacho, pero no vas a ganar en este juego con cartas marcadas.
—En estos momentos no me preocupa el Comité, Ubu —dijo Groucho, y saltó ágilmente
el murito—. He venido a por ti.
—Ya veo. ¿Y esta es la parte donde yo me hago pedazos y veo al fin el error de mi
malgastada vida dedicada al mal? —Zamora se echó a reír—. Vamos, muchacho, sé realista.
Por la mañana estaré gobernando esta ciudad. ¿Quieres hacer un trato?
—Vosotros, chicos, estáis llenos de tratos, ¿verdad? —dijo Groucho.
—Oh, vamos, Groucho, imagínatelo. Todo el mundo hace exactamente lo que tiene que
hacer para que el trabajo se lleve a cabo. ¿No es eso lo que tú quieres? ¿Un pedazo de la
ciudad para los Matasanos? ¿Una tajada en la droga? Puedes tenerlo.
—No es suficiente —dijo el anarquista—. Somos la revolución del espíritu humillado
por tus obras. Vivimos en nuestros sueños. No podemos aceptar menos que todo.
Zamora se encogió de hombros y se reclinó contra el murito del jardín.
—Entonces estás muerto.
—Admítelo, coronel: todo ha terminado —dijo Groucho.
—Muchacho, nada termina nunca.
La vieja carne de lagarto de Zamora era rápida. Se movió hacia la derecha, eludiendo un
puñetazo a la cabeza, y alzó una rodilla contra el estómago del anarquista. Groucho, sin
embargo, era aún más rápido. Eludió la pierna del coronel, agarró su pie y derribó a Zamora
de espaldas. Jonny vio entonces a Conover emerger de la sombra de Shiva.
—¡Al suelo! —gritó, pero el anarquista ya estaba cayendo, y la Futukoro de Conover
humeaba cuando el lord contrabandista salió finalmente a la luz.
Cuando Jonny llegó allí, Zamora ya estaba de nuevo en pie, frotándose su uniformado
hombro. Groucho tenía los ojos muy abiertos, mientras las burbujas orlaban el orificio de
salida de una herida en su pecho, siguiendo el ritmo de su entrecortada respiración. Aferró
una pernera de Zamora, sin reconocer al hombre.
—Estoy aquí por la voluntad del pueblo —dijo—, y no me marcharé hasta que me
devuelvan mi impermeable. —Las burbujas en su pecho eran más pequeñas y en menor
número cada vez que aparecían. Desaparecieron gradualmente.
Dejó de moverse. Zamora se inclinó y soltó la mano del anarquista de su pernera.
—Idiota tonto del culo —murmuró—. No tenía ni la menor idea de nada.
Se dirigió al bar. Jonny extrajo calmadamente la Derringer de Virtud Ingeniosa de su
bolsillo y disparó contra la nuca del coronel. Zamora se puso rígido cuando la punta hueca
golpeó. Luego se derrumbó, una sólida caída de carne reptiliana, con las articulaciones
relajándose de los tobillos para arriba.
Conover estaba junto a Jonny antes de que este tuviera oportunidad de moverse.
—Eso es todo, hijo. Ya ha terminado —dijo el lord contrabandista, y apoyó su arma en la
base de la espina dorsal de Jonny—. Ya es hora de irse. —Le empujó más allá de los
cuerpos, en dirección al extremo más alejado del jardín, donde una escalera de hierro
forjado descendía hasta la desnuda ladera de la colina. En la parte superior de la escalera
Jonny miró hacia atrás. El cañizo ya no ardía, pero grandes agujeros orlados de negro
dejaban pasar la arena. Chillaba en grandes ráfagas por todo el jardín, empezando a cubrir
ya los cuerpos del anarquista y del coronel Zamora, Jonny bajó la escalera y echó a andar
por entre los pálidos matojos de hierba, con Conover inmediatamente a sus espaldas.

Caminaron con la tormenta a sus espaldas. A su izquierda, parte de la ciudad estaba en


llamas.
Los oídos de Jonny se acostumbraron rápidamente al firme tabletear de las lejanas
ráfagas. Las explosiones parecían adquirir un extraño ritmo propio, resonando a
contrapunto de sus pasos. El humo negro de los edificios que ardían era azotado por los
vientos de Santa Ana; mezclado con la arena arrastrada por el viento, el humo se cerraba
sobre la ciudad, adquiriendo la apariencia de una estructura sólida, como si Jonny estuviera
viendo las luces a través de las paredes de un terrario sucio. Los deslizadores iban de un
lado para otro por entre la bruma como resplandecientes avispas.
Caminaron durante algún tiempo sin hablar. Luego Conover dijo:
—Aquella colina de allí. —Siguieron avanzando por entre agujas de pino y ramas caídas,
y finalmente llegaron a una elevación desde la que Jonny pudo ver el oxidado esqueleto de
la cúpula, las mugrientas paredes blancas. Entonces supo que se habían dirigido al
observatorio Griffith. Años antes, tras un terremoto de intensidad siete que había hundido
la mayor parte de Malibú por debajo del nivel del mar, la corroída cúpula del observatorio
se había hundido sobre sí misma como la cáscara de un huevo podrido. Desde entonces,
varios grupos religiosos habían reclamado el lugar, realizando ritos secretos en el cascarón
del viejo edificio bajo la luna llena.
Dispersos por el patio del viejo observatorio, en toscos círculos concéntricos, había
altares a la muerta tecnología, recuerdos inútiles del inconsciente colectivo de la ciudad. La
caja de cambios de un vehículo con motor a gasolina; un procesador de alimentos alemán;
una máquina de ejercicios Nautilus; rayos X pélvicos de olvidadas estrellas de cine;
montones de videocasetes pornográficos; maniquíes de escaparate; y primitivos televisores
de tubo japoneses.
Jonny se apartó del lado de Conover y pulsó las amarillentas teclas de un antiguo piano
vertical. Había estado a la intemperie tanto tiempo que el lacado estaba saltando en
grandes lonchas achocolatadas, revelando el grano de la mal ensamblada madera de abajo.
Jonny pulsó un acorde y, para su sorpresa, el instrumento aún funcionaba. Tocó una
melodía con un solo dedo, y sus errores quedaron enmascarados por el desafinado general.
Bajé al Dispensario Saint James.
Todo era aún como la noche.
Mi chica estaba sobre la mesa,
tendida tan pálida, tan blanca.
Fui al Dispensario Saint James…
—Vamos —llamó Conover—. Salgamos de esta tormenta. —Hizo un gesto hacia las
puertas abiertas del observatorio con la Futukoro.
A unos pocos pasos en el interior de la estancia de alta bóveda, Jonny fue engullido por
una absoluta oscuridad. Era como caminar por la garganta de algún enorme animal, pensó.
Respiró profundamente el cálido aire (acre con el olor del metal en plena oxidación),
relajado en su repentina ceguera. Desde que había dejado a Sumi, Jonny se había negado a
permitir que sus exteroceptores vieran por él de ninguna manera excepto la más normal.
Se sintió cómodo en la oscuridad del observatorio porque la había estado aguardando; esto
o algo parecido a esto. No había sentido lo mismo desde que su pistola había fallado en
acabar con su vida en la clínica. Comprendió ahora que aún estaba aguardando la bala que
le había sido negada. Cada vez que se volvía, esperaba ver a Conover alzar la Futukoro a
posición de disparo. Pero eso no ocurría.
Colgaban cosas del techo del observatorio. Resonaban suavemente, como el tintinear de
diminutas campanillas o el silbido multicorde del viento. Ocasionalmente, un diminuto
destello atraía su mirada. Algo frío rozó su rostro. Lo apartó con el dorso de la mano, y se
alejó oscilando en la oscuridad. Unos cuantos pasos más allá tropezó con una estrecha
barandilla que rodeaba una sección hundida del suelo, y aguardó allí a Conover.
El lord contrabandista había entrado en el observatorio con la cabeza inclinada hacia un
lado, como si estuviera escuchando algo. A Jonny se le ocurrió por primera vez que Conover
podía estar loco. ¿Qué prueba le había ofrecido el lord de la gente rica trasladándose a la
Luna, o de los extraterrestres muertos? Solo un cuento de hadas acerca de su abuela
prestando su sangre para experimentos. No haber contraído el virus a capas no significaba
nada. La suerte o la resistencia natural podían explicarlo, se dijo. Quedaba mucha gente en
la ciudad que no había sido infectada.
Sin embargo, si Conover estaba loco, podía insistir en que aguardaran en el
observatorio toda la noche la llegada de su nave espacial. A Jonny le parecía muy probable
que una estructura de aquel tamaño atrajera finalmente el fuego de abajo.
Y si Conover está loco, pensó, ¿qué hará cuando no llegue la nave espacial?
Fuera, la tormenta estaba menguando. A través de las boqueantes aberturas en el
retorcido metal de la cúpula Jonny pudo ver la pálida curva de la luna. Pensó en la
celebración en la ciudad, alterada ahora por las armas de fuego. El Día de los Muertos.
Iluminada por la débil luz lunar, vio finalmente la estancia en la que se hallaba, y decidió
que, si Conover no estaba loco, el que había reconstruido el observatorio sí lo estaba.
Una bancada de fotocélulas ultrasensibles rodeaban el techo encima de un espejo
parabólico alojado en un nido de malla de acero; la estructura que sostenía el espejo había
sido fijada debajo de una sección de la cúpula abierta al cielo. Cuando la pálida luz lunar
descendió a través de las caídas vigas, las paredes empezaron a parpadear; unos
engranajes entraron poderosamente en movimiento debajo del suelo, y una docena de
borrosas lunas circunscribieron de pronto la estancia. Imágenes vídeo, de tres metros de
altura; antiguo metraje de la NASA que Jonny recordaba de su infancia. Espejos de coche
suspendidos del techo con hilos de nailon captaron las pálidas imágenes y las enviaron de
vuelta hacia todos lados como estrellas llenas de cráteres. Estrechas hileras de luces
rastreadoras de bajo voltaje brillaron a través de prismas y difractores, bañando las partes
más altas de la estancia con tentativos arcos iris.
—Es maravilloso, ¿no? Una absoluta locura —dijo Conover. Una brillantemente pintada
Virgen María, parte yeso blanco y parte antiguo equipo electrónico, dio vueltas sobre una
crujiente mesa giratoria…, una diosa de la Luna tecnomática.
—¿Ha estado usted aquí antes? —preguntó Jonny.
—Muchas veces. Vengo aquí a pensar. —A la desolada luz gris del vídeo, Jonny tuvo la
sensación de que Conover tenía el aspecto de uno de los bailarines enmascarados de la
procesión de abajo. El lord contrabandista señaló un lugar en el hemisferio sur de una de
las lunas de vídeo—. En el caso de que estés interesado, ahí es donde vamos. Una estación
japonesa a unos pocos kilómetros al oeste de Tycho.
Jonny se apoyó en la barandilla.
—Señor Conover, no va a venir ninguna nave espacial aquí esta noche.
—Claro que vendrá. Nos encaminamos a la base de la Séptima Rosa.
—Tonterías. Todo lo que ocurrirá es que permaneceremos aquí hasta que alguien
decida lanzar alguna andanada mortal a través de la pared.
Conover negó con la cabeza y sonrió indulgentemente a Jonny.
—No pienses que he perdido la cabeza, querido muchacho. El hecho es que no te he
dejado saber todas mis razones para aguardar e ir a la Luna.
Jonny abrió mucho los ojos en burlona sorpresa.
—Oh, vaya, ¿entonces no ha sido absolutamente sincero conmigo? Me siento realmente
dolido, señor Conover.
—¿Qué dirías si te contara que hemos establecido contacto directamente con las Ratas
de Alfa?
—Pensaba que había dicho que estaban todas muertas.
—Las de la nave sí lo estaban, sí. Me refiero a las otras.
—¿Otras Ratas de Alfa? ¿Dónde?
—Ah, así que estás interesado. —El lord contrabandista echó a andar a lo largo del
curvado borde de la estancia, pasando por delante de cada uno de los doce granulosos
paisajes lunares. La sombra de la Tierra le seguía, dejando cada panel de vídeo a oscuras
cuando lo había pasado—. Han hablado con nosotros, Jonny. Desde una nave, quizás una
estación de transmisiones orbital. Tres palabras, claras como el día. Tres palabras repetidas
tres veces. Una en inglés, una en japonés, y una en árabe.
—Espere, creo que sé el chiste. Decían: «Envíen más Chuck Berry», ¿no?
Conover se detuvo delante de una de las pantallas, con un amanecer congelado en el
tiempo floreciendo sobre su hombro.
—Decían: «Venimos hacia ustedes».
Jonny se miró las manos y halló sangre seca en los nudillos. Su estómago se agitó. Se
frotó los nudillos contra sus tejanos.
—¿Eso es todo? —preguntó.
—¿No es suficiente?
Jonny se encogió de hombros.
—Bueno, quiero decir, no quiero llover en su desfile ni nada parecido, pero ¿y qué?
Vienen. ¿Qué significa esto para usted?
—Una oportunidad —dijo Conover—. Una última oportunidad para algo nuevo. No
puedes imaginarte la sensación que produce vivir en un puro reflejo, medio despierto, pero
aún funcionando. Y luego algo sacude tu conciencia, y te das cuenta de que han pasado
otros cinco años, pero eso no significa nada porque los próximos cinco serán exactamente
iguales a los que les precedieron.
Jonny asintió.
—Así que, básicamente, jode usted a todo el mundo porque se siente aburrido.
El lord contrabandista sonrió.
—Bueno, si decides verlo de este modo…
—Sí —dijo Jonny.
—Lamento oír eso. —Conover se apartó unos pasos de los vídeos—. De todos modos,
no hay mucho que pueda hacerse al respecto.
—Seguro que lo hay —dijo Jonny, y saltó por encima de la barandilla al hundido suelo
del observatorio—. Máteme ahora.
—No seas asno.
Jonny se dirigió a la Virgen María que giraba lentamente sobre sí misma, cogió algo que
había a sus pies, y se apartó con un trozo de un metro de pesado tubo de cromo en la mano.
Lo sostuvo ante él, probando el contrapeso, luego se dirigió a Conover.
—Vamos, jodedor. Máteme.
El lord contrabandista alzó la Futukoro ante él, pero no apuntó a Jonny.
—Estás siendo un idiota.
Jonny hizo girar el tubo como un bate de béisbol, rodeando al lord por el suelo de la sala
en penumbra.
—Dispáreme. Dispáreme o le hundiré esa maldita cabeza.
—Podría tener que hacerlo, Jonny.
—Adelante. —Trazó un amplio arco con el tubo, dejando que el lord contrabandista
saltara fuera de su trayectoria.
—Para esto ahora mismo —dijo Conover.
Jonny giró de nuevo el tubo, obligando al lord a retroceder.
—¡Lo sabía! —aulló—. Para usted no valgo nada muerto, ¿verdad? No me quieren si
estoy muerto. Todo eso acerca de darme una oportunidad de seguir con vida no era más
que otra mentira. Si estoy muerto, no tiene nada que comerciar para conseguir su nueva
piel, ¿verdad? —Hizo girar el tubo en dirección a la cabeza del lord.
—Estás actuando como un chiquillo…
—¡Entonces dispáreme!
—¡No!
Esta vez Jonny conectó, bajando bruscamente sus muñecas, lanzando el extremo del
tubo contra el hombro de Conover. El lord contrabandista jadeó y cayó de rodillas. Jonny
tiró el tubo, pasó por debajo de la barandilla circular y se encaminó hacia la puerta. Las
balas de la Futukoro silbaron junto a su oído, haciendo llover espejos y trozos de mármol
pulverizado sobre su cabeza. Se lanzó hacia la izquierda, seguido por más disparos que
cortaron su camino hacia la puerta.
Conover estaba de nuevo en pie, apoyado contra la barandilla. El lord contrabandista
seguía barriendo la estancia con la Futukoro mientras apretaba su espalda contra las
puertas del observatorio, cerrándolas con un chirrido sobre una fina película de arena.
—¿Adónde vas a ir, Jonny? —gritó—. Tus amigos han desaparecido. Puede ser un mal
lugar ahí fuera cuando estés completamente solo.
Jonny se mantuvo pegado al suelo detrás de una vitrina de exhibición reventada, sin
apenas respirar. Observó al lord contrabandista regresar al hundido centro de la estancia,
con el arma en la mano.
—Sal, hijo. Esto es una locura —dijo Conover—. De este modo ambos vamos a salir
perdiendo. —Jonny se cortó los dedos al recoger un trozo de cristal de la rota vitrina.
Avanzó agachado, aguardó a que el lord contrabandista se situara en la posición correcta, y
lanzó el cristal a través de la estancia, al tiempo que echaba a correr hacia la puerta.
Supo que era una causa perdida a los tres pasos. El sonido de sus pesadas botas le
delató. Conover se volvió por una fracción de segundo cuando el cristal golpeó la pared,
pero volvió a girar la pistola al instante mismo en que Jonny echó a correr. Jonny oyó el
arma ladrar dos veces.
—Considera que no necesito matarte, hijo. Un tiro en cada rótula te inmovilizará hasta
que llegue la nave.
Jonny estaba tendido en las sombras, entre el polvo, las manos agarrotadas en los
bordes de las desgastadas baldosas del suelo. Un lado de su rostro ardía y estaba húmedo
allá donde la metralla, el mármol fragmentado o la madera de la puerta habían cortado su
mejilla. Su mente estaba en blanco. Observó a Conover moverse en el centro de la estancia,
manteniéndose en la luz. Por un momento, cuando la consciencia se impuso sobre él, sintió
que su voluntad se vaciaba. No comprendía por qué corría tan intensamente de la muerte
cuando era lo que había estado buscando todo el tiempo. Apretó su espalda contra la pared.
Aferrarse no es aceptable, se recordó. Aferrarse a algo, incluida la vida (o la muerte), era
signo de una mente débil. Una de las baldosas del suelo se soltó bajo su mano.
Furia; codicia; locura. Oyó las palabras en su mente y casi se echó a reír. Habían sido las
piedras angulares de su existencia, como lo había sido la ilusión. Antes de que la dejara, la
roshi de Jonny le había dicho que se pintara a sí mismo como un hombre cruzando un río,
saltando de una resbaladiza roca a la siguiente, sabiendo que cada paso podía enviarlo de
cabeza a los rápidos.
Moviéndose de ilusión en ilusión, había supuesto que se había encontrado a sí mismo.
Ahora no estaba tan seguro. Quizá, pensó, no había hecho más que hallar otras ilusiones.
Conover se movía en lentos círculos ante las pantallas de vídeo. Jonny se inmovilizó allá
donde estaba, observó al lord contrabandista escrutar la habitación. Cuando la mirada de
Conover pasó por encima y más allá de él, Jonny se sentó y arrojó hacia lo alto la baldosa
suelta del suelo, y la contempló girar sobre sí misma y hacer pedazos el espejo parabólico
en la parte superior de la estancia. El lord se cubrió la cabeza cuando los cristales llovieron
sobre él y disparó alocadamente, haciendo pedazos lo que quedaba del techo y los bordes
superiores de la estancia. El destellar de la boca del cañón de la Futukoro le iluminó como
un estroboscopio averiado mientras los videopaisajes lunares a sus espaldas se apagaban.
Cuando Conover dejó de disparar, la habitación quedó en silencio y muy oscura. De bruces
en el suelo, Jonny pudo sentir los engranajes subterráneos detenerse. Parpadeó una vez.
Las formas se volvieron sólidas en la oscuridad.
Entonces se levantó, como si su cuerpo se moviera por sí mismo, apoyó un pie en la
barandilla circular, pasó el otro por encima, todo su cuerpo colgó por un instante en el aire,
carne desprotegida, casa de ilusiones, odio y miedo. Conover estaba debajo, volviéndose en
cámara lenta. Los nuevos exteroceptores de Jonny mostraban al hombre como un brillante
espantapájaros de neón con agujeros en el rostro.
Y entonces golpeó, enviando a Conover violentamente contra el suelo. Jonny lo alzó,
sujetando la muñeca que sostenía el arma, tan cerca del hombre que, cuando su aliento
vaciló por un instante, Jonny notó su ausencia sobre su rostro.
Algo ocurrió entonces.
La arena susurró hacia abajo a través del techo y la luna emergió t e un banco de nubes.
Conover alzó la vista. Bañado por la lechosa luz, su rostro se volvió fláccido, sus mejillas
colgaron como masilla fundiéndose. Los brazos delgados como patas de pájaros cayeron a
sus lados, y cuando el lord contrabandista le miró, Jonny atisbo por primera vez el
auténtico rostro del hombre.
Le había costado sus ojos verlo. Groucho había tenido un atisbo de él, pero había
muerto sin mirarlo; a Hielo y Sumi se les había ahorrado el verlo; ningún yonqui o leproso
lo hubiera sospechado. Zamora había reconocido de inmediato su esencia, se había sentido
atraído por él, pero con toda probabilidad nunca lo había visto personalmente. Solo Jonny,
con sus ojos de segunda mano robados del extravagante juguete de algún hombre rico,
llegaría a ver el auténtico rostro del lord contrabandista.
En blanco.
Sin expresión.
Una calabaza del Halloween; una calavera de azúcar, muerta como las colinas cuando
los matorrales incendiados las reclamaban; muerta como el marinero en la sala de calderas
de un barco hundido, con el cráneo fusionado con el fundido mamparo de su casco.
No había ninguna otra cosa que pudiera hacer. Empujó la mano con el arma hasta
debajo de la barbilla de Conover. El lord contrabandista no retiró ni un momento su mano
de ella, nunca intentó debatirse. La arena caía sobre sus hombros. Cuando Jonny miró en
los ojos del otro y vio los suyos propios, comprendió su deseo común.
Jonny decidió convertirlo en un regalo. Y apretó el gatillo.
No se le ocurrió que estaba conteniendo la respiración. El retroceso del arma
desencadenó un espasmo en sus pulmones, y aspiró una larga bocanada, notando el sabor a
ozono y el olor del miedo de su propio sudor. El cuerpo de Conover se derrumbó
ligeramente, al parecer sin peso, como si, en aquellos últimos pocos segundos de vida, el
lord contrabandista hubiera usado todo lo que era.
Jonny temblaba de la cabeza a los pies, cubierto de sangre y suciedad. Se arrastró por
debajo de la barandilla y abrió las puertas. Salió, y se detuvo durante algunos minutos en
medio de la arena que caía, restregándola contra su rostro y brazos, dejando que se llevara
consigo el olor de la muerte y las ilusiones.
Más tarde, mientras vagabundeaba por entre los altares circulares en el patio del
observatorio, Jonny vio algo que se deslizaba bajo y rápido por sobre las colinas. Al
principio pensó que podía ser un deslizador volando sin sus luces de posición, pero cuando
el aparato se acercó más pudo decir que era con mucho demasiado grande para eso. Por lo
que Jonny podía ver de su silueta, parecía tener el fuselaje afilado y las cortas y rechonchas
alas de composite de grafito de una lanzadera de vacío Daimyo. Algo hormigueó a lo largo
de su espina dorsal. Sabía que tenía que haber una nave más grande ahí arriba, aguardando
justo más allá de la capa de nubes…
La lanzadera descendió sobre el observatorio y se niveló, trazando un círculo en torno a
la ruina, un carroñero negro mate. De su vientre brotaron haces de metálica luz azul, dedos
sensibles que sondeaban el cuerpo del muerto edificio. Jonny se ocultó detrás del montón
de televisores Sony y escuchó los motores de la nave zumbar en el sobrecalentado aire.
Estaba aguardando algo. ¿Una señal?, se preguntó. Pero el hombre que hubiera podido
hacerla estaba muerto, tendido de espaldas, a cincuenta metros de distancia.
Después de más de una docena de pasadas, el zumbido de los motores de la lanzadera
sufrió un repentino salto de frecuencia y los dedos de luz desaparecieron uno a uno,
dejando el observatorio a oscuras. La nave viró colina abajo en un brusco giro a la izquierda
e inició una rápida ascensión por el mismo camino por el que había venido. Jonny se
arrastró hasta el borde del montón de televisores para observar el encendido de los
motores de la lanzadera: dos estrellas gemelas. Un par de deslizadores se separaron de la
formación encima de Hollywood y zumbaron colina arriba tras la nave más grande,
disparando sus andanadas de misiles rastreadores del calor.
La lanzadera desapareció del extremo más alejado de las colinas. El destello de una
explosión lavó el cielo con un color blanco hueso antes de que le llegara el sonido. Rodó
como un distante trueno, sobre las colinas y por encima de la ciudad. Los deslizadores
dieron media vuelta y se encaminaron de regreso a Hollywood, mezclándose con la masa de
luces que era Los Ángeles.
Allá abajo, la ciudad estaba ardiendo. El viento había cambiado de dirección; la arena
caía con fuerza, pero tras ella había un asomo de lluvia. Jonny se preguntó si el tiempo
llegaría a estabilizarse alguna vez. Retiró el panel del fondo de la parte frontal de un viejo
piano y se arrastró dentro. Algo estalló en Sunset Boulevard, allá abajo. Siseantes fuegos de
artificio y un coro de ángeles holográmicos, enormes lagartos lavanda, cráneos, zapatos de
mujer, dados y cartas de juego se elevaron de las llamas, brillaron locos y hermosos,
trazaron espirales, gritaron, clavaron sus garras en los edificios, y finalmente se
desvanecieron en el cielo.
La ciudad ardió toda la noche.
Epílogo
La inconsciencia del paisaje se hace
completa
La ciudad estaba dentro de él, sus calles y callejones azotados por el viento eran tanta parte
de él como el aire que respiraba, la sangre en sus venas. Las raíces que tenía estaban
profundamente hundidas en el duro suelo. Formaba las paredes y los cimientos de su alma,
una cosa de la que poseía poco conocimiento, pero que últimamente había empezado a
considerar.
Nunca dejaría la ciudad atrás.

Los Ángeles yacía blanca y silenciosa bajo el sol. Los vientos que habían arrastrado la arena
hasta ella empujaban ahora el humo de los semifundidos edificios hacia el mar,
convirtiendo el cielo en una casi inmaculada cúpula de aguamarina. En la distancia, Watts y
Silver Lake parecían estar ardiendo todavía. Sin embargo, desde el amanecer una calma
cristalina había invadido la ciudad. Ocurrió cuando se alzó el sol, reflejándose sobre los
centímetros de espesor de arena del desierto que cubrían cada superficie plana. La luz
proporcionaba a Los Ángeles el puro y nítido aspecto de una moneda recién acuñada o un
instrumento quirúrgico.
Jonny divisó los primeros refugiados justo antes de despuntar el día. Un pequeño grupo
de ellos estaba abriéndose camino sobre las cercanas colinas, encaminándose hacia la
autopista Ventura en dirección norte. Más tarde divisó centenares de personas siguiendo
las carreteras que salían de Hollywood. Al principio se había preguntado adónde iban
todos, pero apenas formular la pregunta la respuesta pareció obvia.
A cualquier otra parte.
La revolución había terminado. Por lo que le dijo una joven Zombi Analítica, los
Matasanos habían ganado. En cierto sentido.
—No poseen el control de la ciudad, pero tampoco lo tiene el Comité, así que supongo
que han ganado —dijo—. Hayan ganado o hayan perdido, lo han hecho de una forma tal
que el Comité no puede ganar. Escoja lo que le guste.
Al mediodía las colinas estaban llenas de refugiados, serpenteando en irregulares
hileras en torno al observatorio y el letrero de HOLLYWOOD. Mucha gente llevaba todavía sus
ropas de la noche anterior. Al brillante sol, los harapientos esqueletos eran difícilmente
más amenazadores que los Chicos Rudos de pies planos, las prostitutas y los comerciantes
que les seguían.
No más lucha, pensó Jonny. Dejemos que se la queden. Dejemos que intenten gobernar
una ciudad vacía.
—¿Qué es tan divertido, Jonny?
No se había dado cuenta de que estaba riendo en voz alta. Dinero Fácil estaba de pie a
unos pocos metros de distancia, dentro del anillo de altares circulares, pálido y sucio,
escudándose los ojos del sol. El brazo que se había herido en el Bosque de la Bendición
Incandescente estaba envuelto en enmarañadas capas de sucias vendas.
—Eso se te va a infectar —dijo Jonny.
—Me atiborré de ampicilina en el Pequeño Tokio —replicó Fácil. Había una sutil
irregularidad en el color de la piel del brazo que utilizaba para protegerse los ojos, una
quemadura o un moteado. Podía ser cualquier cosa, pensó Jonny. Buscó otras señales del
virus, pero bajo toda aquella suciedad no había forma de estar seguro—. Así que, como dije,
¿qué es tan divertido?
—Todo —dijo Jonny—. Esto ha acabado, hombre. Nos mataron. Estamos muertos, y ya
no pueden hacernos más daño.
—¿Sabes que el Comité retiene todavía partes de la ciudad? Han enviado a buscar al
Ejército.
—Que lo hagan. No puedes dispararles a los fantasmas, y eso es todo lo que queda ahí
abajo.
Dinero Fácil bajó la mano, y Jonny vio un enorme moretón en la frente del hombre, allá
donde se había roto uno de sus cuernos.
—¿Vas a volver?
Jonny negó con la cabeza.
—Que se la queden las ratas —dijo—. ¿Y tú?
—¿Adónde podría ir?
—Hay montones de lugares.
Fácil miró por encima del hombro al humo y la arena.
—No.
Una docena de adolescentes mexicanos pasaron junto a ellos, con sus bolsas atléticas de
nailon blasonadas con multicolores calcomanías de corporaciones y sus mochilas llenas de
ropa y comida colgando de sus hombros. Cantaban juntos, una antigua melodía, baja y
firme como un himno, completamente desinhibida. Avanzaban en contra del flujo general
del tráfico, camino al sur y, supo Jonny, su hogar. Cuando se alejaron más allá del alcance de
su oído, se dio cuenta de que echaba en falta su canción.
Fácil señalaba algo.
—¿Tienes intención de usar eso o qué?
Jonny bajó la vista a su mano y descubrió la Futukoro de Conover allí. Tenía un vago
recuerdo de haberse deslizado de vuelta al observatorio durante la noche y haberla
tomado, aunque no podía recordar por qué. Miró a Fácil.
—Las cosas han ido un poco más allá de eso, ¿no crees? —Se encogió de hombros—.
Además, podría fallar tu cabeza y herir a alguien importante.
Fácil sonrió.
—Eres un clásico, ¿lo sabías? Tendría que haberte volado la cabeza apenas verte.
—Quizás esa sea la diferencia entre nosotros dos. Yo no tengo que matarte; lo haces tú
mismo de una forma excelente.
—Pero yo no muero como un tonto del culo.
—No creo que ninguno de los dos tenga mucha elección en este asunto —rio Jonny—.
¿Sabes en qué no puedo dejar de pensar? En esos pobres idiotas ignorantes en la Luna.
Sentados ahí pensando en lo seguros que están de esta pequeña guerra que han soñado
para nosotros, sin saber nada de los hombrecillos verdes que acuden a visitarles. Quiero
decir, es suficiente para hacerte pensar en que quizás haya un Dios después de todo, y en
que quizás el muy jodido tenga sentido del humor.
—No tengo ni la más remota idea de lo que estás hablando, pero está bien —dijo Fácil—
. Viendo que estás de tan buen humor…, ¿no tendrás por casualidad algo que pueda
servirme?
—¿Sientes mucho dolor?
—Creo que me rompí algunas costillas cuando caí.
—Eso es malo. —Jonny volvió del revés uno de sus bolsillos—. Creo que no tengo
absolutamente nada. —Fácil se limitó a asentir con la cabeza—. Podrías probar en la casa
de Conover. Su seguridad está desconectada, y hay una habitación llena hasta la altura de
los ojos de Amor Loco.
Fácil se escudó los ojos de nuevo, frunció el ceño a Jonny bajo su brazo.
—¿Por qué me dices esto?
—Porque soy un chico leal —dijo Jonny—. Porque soy Cabeza de Dragón Cuerpo de
Serpiente, y sé que todo pensamiento es ilusión, que cualquier acontecimiento de nuestras
vidas, los peores y los mejores, puede conducimos hacia la iluminación. Además, nada me
importa ya una mierda.
—Estás perdido en el espacio, hombre. —Fácil sacudió la cabeza—. Irán detrás de ti con
redes y agujas.
—Adiós, Fácil.
—Adiós, tonto del culo.
Fácil se dirigió torpemente colina arriba, cojeando sobre su pie malo en dirección a la
casa de Conover. Jonny le observó mientras el hombre seguía el mismo sendero por el que
Conover le había conducido anoche. Parecía como si hubiera pasado mucho tiempo. El sol
se reflejó en el cuerno que le quedaba a Fácil, luego el hombre desapareció tras un macizo
de secos madroños.
Jonny saltó del piano y sopesó la Futukoro en su mano, maravillándose de que en
cualquier otro momento en su memoria más reciente hubiera dado cualquier cosa por
tener a Dinero Fácil delante y una pistola cargada en la mano al mismo tiempo. La
sensación había desaparecido, ahora todo eran ecos. Había avanzado. Hacia dónde, no
estaba seguro. Se quitó la chaqueta y envolvió dentro el arma. Justo antes de dejarlo caer
todo dentro del piano, algo cayó de uno de los bolsillos.
Lo tomó y lo hizo sonar suavemente, recordando que Groucho le había dado la
campanita para que le diera suerte en el vacío club. Jonny consideró la noción de
iluminación.
Todo el mundo que le importaba había desaparecido. Hielo y Sumi, Aleatorio, Groucho,
todos muertos. Sin embargo sentía su presencia fuerte dentro de él. Era un sentimiento
banal, algo que podías leer en cualquier tarjeta de felicitación, y lo hubiera desechado por
completo de no haber sido tan poderoso, tan genuino.
Iluminación.
Jonny todavía no comprendía lo que significaba realmente, estaba seguro de que no era
lo que sentía ahora. Todo lo que sabía seguro era que, aunque no se sentía bien, en cierta
extraña manera se sentía malditamente mejor que otras veces.
Mantuvo la campanita en su mano izquierda, dejando que sonara mientras andaba. El
camino a Ensenada iba a ser largo, así que cantó para sí mismo a través de toda la ciudad.
Bajé al Dispensario Saint James.
Todo era aún como la noche.
Mi chica estaba sobre la mesa,
tendida tan pálida, tan blanca.
Fui al Dispensario Saint James…
Metrófago fue mi primera novela. Salió en los Estados Unidos en 1988 y se vendió en un
visto-y-no-visto. Desde entonces ha sido traducida al francés, alemán, italiano, español,
portugués y hebreo. Sorprendentemente, sigue reimprimiéndose en varios países del
mundo. El protagonista de Metrófago es Jonny Qabbala, un traficante de drogas de unos 20
años. Cuando escribí el libro, negué explícitamente que fuera de alguna manera
autobiográfico lo cual, por supuesto, era una asquerosa mentira.
Aparte de que nunca he disparado a nadie ni he usado veneno de cobra como droga
recreativa, en Metrófago se concentra todo lo hecho, visto, leído, escuchado o pensado por
mí hasta el momento en que lo escribí, y es tan autobiográfico como cualquier otra cosa que
yo haya escrito. Lo cual no significa que haya que interpretar el libro literalmente. Parte de
lo que sucede en Metrófago está basado en sucesos reales, pero aunque yo protagonicé
algunos de ellos, otros les sucedieron a amigos míos. Es probable que los hechos que
parezcan más verosímiles no lo sean, mientras que los más ridículos e increíbles resulten
ser los más ciertos.
Por supuesto, el libro está lleno de mentiras. Es un trabajo de ficción. Inventé mucho.
Sin embargo, sigue siendo la historia psicológica de mi vida hasta mis veintitantos años.
Con esto no pretendo deslumbrar a nadie. Si lees el libro, rápidamente descubrirás una
verdad poco halagadora: Jonny Qabbala es un idiota. No es malvado ni estúpido, ni siquiera
una mala persona, únicamente es joven y no tiene ni idea. Jonny encuentra difícil actuar con
decisión o tomar partido por algo, y cuando lo hace, generalmente se equivoca. Incluso
cuando estaba escribiendo el libro, cuando estaba más cerca de la edad y el temperamento
de Jonny, con frecuencia le hubiera roto la cabeza con el estuche de madera de mi
recopilación de LPs de Iggy Pop (Por cierto, Iggy está en el libro, pero no voy a decir qué
personaje interpreta: si alguna vez has visto actuar a Iggy, lo sabrás). El tiempo pasa, sin
embargo, y ya no me apetece abofetear a Jonny. No estoy tan lejos de él como para verlo
como un descendiente mío, pero puedo imaginarlo fácilmente como un hermano pequeño,
y como tal, puedo perdonarle muchas de sus fallas porque por mucho que meta la pata,
generalmente intenta hacer lo correcto.
Metrófago tiene un final deliberadamente abierto. Mucha gente ha asumido que tenía
intención de escribir una continuación. La verdad es que nunca lo consideré. Sin embargo,
no puedo evitar sentir cierta responsabilidad hacia Jonny, ya que de alguna manera lo dejé
en el medio del centro de Ninguna Parte. Con el fin de resolver su destino en mi propia
mente, he situado a Jonny en varios relatos y en una novela abandonada, pero al final, lo
eliminé de todos ellos —cruel destino el suyo, ser descartado de un libro que ni siquiera
existe—. Aún así, trata de introducirse en cada libro que escribo, y siempre trato de
encontrarle un lugar. Tarde o temprano, aterrizará en uno de ellos. Solo espero no
encontrármelo detrás del mostrador de un McDonald's en el cinturón de asteroides: ¿Lo
quiere con patatas fritas?

Richard Kadrey
San Francisco, mayo de 1995
Agradecimientos
Me gustaría dar las gracias a las siguientes personas por su ayuda, intencionada y de
otro tipo, en la terminación de este libro: Pat Murphy, Terry Carr, Raymond Embrack, Lisa
Goldstein, Rolf Hamburguer, Mikey Roessner-Herman, Gustav Hasford, Marc Laidlaw, Kristi
Olesen, Ruth Ramos, Avon Swofford, Cherie Wilkerson, Pamela Winfrey, los profesores y
estudiantes de Clarion 78, todos los pasados y actuales residentes del Moulton Alamo, y a
mi madre, Jimi Kadrey. Me siento agradecido al médico y escritor Michael Blumlein, que
proporcionó información médica y científica para este libro. Cualquier error en esas áreas
es mío.
También quiero agradecer a Robert Fripp, Brian Eno, Throbbing Gristle y Tangerine
Dream, que proporcionaron la banda sonora.

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