Shadows Return Lynn Flewellyn Español

Descargar como pdf o txt
Descargar como pdf o txt
Está en la página 1de 14

SHADOWS RETURN

(Regresan las sombras)

Lynn Flewelling

Eres el vagabundo que lleva su hogar en el corazón.

Eres el pájaro que construye su nido sobre las olas.

Serás el padre de un niño que no nacerá de mujer.

-Palabras del Oráculo del Dragón en Sarikali,

a Alec í Amasa de Ferry

Capitulo 1 – El ciervo y la nutria

Seregil se balanceó en precario equilibrio en la cima del muro, revisando


impacientemente el oscuro jardín en busca de su desaparecido compañero.
Alec estaba justo detrás cuando había atravesado la ventana de la biblioteca, o
al menos eso pensaba.
Todo lo referente a ese trabajo había llevado demasiado tiempo: la búsqueda
de una vía de entrada, encontrar la habitación correcta (les habían dado
indicaciones equivocadas), luego localizar el broche robado en cuestión, el
poseedor del cual (uno de los nuevos chantajistas más viciosos de Rhíminee)
lo había escondido muy sabiamente en un baúl junto con otras varias docenas.
Seregil había tenido que examinar cada uno bajo el brillo de la piedra de luz. Si
no hubiera sido tan amigo de la joven, cuya reputación dependía del éxito del
trabajo de esa noche, habría renunciado a todo el maldito desastre horas atrás.
El amanecer era ahora una mancha tenue sobre los tejados. Una débil pero
bienvenida brisa soplaba a través de las amarillentas hojas del jardín de abajo.
Meció las largas hebras sueltas del oscuro y pegajoso cabello, haciendo que se
pegaran a causa del sudor, a la frente de Seregil. El calor del verano había sido
persistente en el prematuro otoño de ese año. Su fina camisa de lino estaba
empapada bajo las axilas. El trozo de seda negra que cubría la parte inferior de
su rostro se pegaba a sus labios. Sólo quería volver a casa para tomar un baño
y meterse bajo el frescor de las sábanas limpias...
Aún no había ni rastro de Alec.
—¡Ey! ¿Dónde estás? —preguntó en voz baja. Estaba a punto de arriesgarse a
llamarle de nuevo cuando oyó una maldición entre dientes que provenía de la
sombra de un peral cercano a la casa.
—Se me cayó. —Alec bufó, todavía fuera de la vista.
—¡Oh, por favor, dime que estás bromeando! —susurró Seregil de vuelta.
—¡Shh! Te van a oír.
El ruido de la fricción del hierro contra la piedra provenía de la cercana cocina,
como si algún sirviente madrugador removiera los carbones almacenados en
un hogar.
Seregil bajó del limonero que habían usado como escalera, con toda la
intención de agarrar a Alec del pescuezo y arrastrarlo fuera, por la fuerza si
fuera necesario.
La ropa oscura del joven le hacía casi invisible en las sombras, excepto por su
trenza rubia. Se había quitado el pañuelo de la cabeza en algún momento de la
noche y, su pelo brillaba revelador sobre un hombro mientras tirado a cuatro
patas, buscaba desesperadamente en la hierba.
—¡Déjalo!
Terco como siempre, Alec sin embargo, gateaba de nuevo hacia la casa,
peinando frenéticamente el césped recortado con sus manos. Seregil estaba
alcanzando la trenza de Alec, cuando el sonido de una puerta abriéndose les
hizo aplastar el vientre contra la hierba. Ninguno respiró mientras un joven
criado caminaba con dificultad, llevando unos apestosos cubos llenos de
excrementos, pasando a pocos metros de donde estaban.
Tan pronto como se fue, Alec se puso de pie, levantando a Seregil.
—¡Lo encontré! Vamos.
—¿Ahora tienes prisa?
Corrieron hacia el árbol. Seregil, que era el mejor escalador de los dos,
entrelazó sus dedos y los puso bajo el pie de Alec, impulsándolo hacia las
ramas más bajas. Antes de que pudiera seguirle, sin embargo, escuchó un grito
ahogado de sorpresa detrás de él. Al girarse, encontró al criado mirándolo
fijamente, con los cubos vacíos en el suelo, a sus pies. Se miraron por un
instante y entonces el chico recuperó su voz y gritó:
—¡Ladrones! ¡Señora Hobb, suelte a los perros!
Seregil apenas sintió la áspera corteza del árbol cuando se lanzó hacia arriba.
No había sido una vez conocido como el Gato de Rhíminee por nada. Aunque
en su apuro, fue descuidado, y se cortó la palma de la mano con uno de los
fragmentos de cerámica colocados en la parte superior del muro. Ignorando el
dolor, saltó por encima y aterrizó en cuclillas en el pavimento al lado de Alec.
Mientras huían a toda velocidad, dos enormes mastines salieron a través de
una puerta lateral, y varios hombres con ellos, armados con garrotes.
—¡Hazlo! —resolló Alec, los ojos bien abiertos sobre su máscara—. ¡Haz lo del
perro!
—Me tendría que parar primero, ¿no? —Seregil jadeó, intentando liar su mano
ensangrentada con el faldón de su camisa mientras corría—. Sígueme.
El Distrito del Templo no era esa clase de vecindario en el cual, unos hombres
enmascarados perseguidos por enormes perros, pasaran desapercibidos,
incluso a esa hora. El equipo de Scavenger ya estaba en el trabajo, y Seregil
chocó contra uno de ellos al girar la esquina hacia la calle Long Yew. Se
mantuvo en pie, pero tuvo que rodar torpemente por la parte superior de su
apestosa carretilla, quedando cara a cara con un perro en descomposición en
el proceso.
—¡Avisaré a la guardia, cabrones ! —gritó la mujer después de que pasaran.
Y mientras tanto, su enemigo el sol estaba saliendo, y los perros iban ganando
terreno. Seregil agarró el brazo de Alec y lo condujo por una calle llena de
tiendas. Alec se alejó a toda prisa.
—¡Por los testículos de Bilairy, apestas!
Seregil pensó que sin duda eso resumía el trabajo de esa noche.
En el otro extremo de la calle, un muro ocultaba la tierra sagrada que estaba
detrás del templo de Dalna.
—Arriba —ordenó, haciendo de nuevo un estribo con las manos.
Hizo una mueca cuando Alec empujó la bota sucia contra la palma de su mano
herida y saltó. En lo alto del muro, Alec se agachó para ayudar a Seregil, pero
una vez más, ya era demasiado tarde. Los perros venían furiosos, gruñendo y
babeando.
Acorralado, Seregil extendió su mano izquierda ensangrentada, con su índice y
meñique extendidos, girándolos como una llave en una cerradura.
—¡Soora thalassi!
Era un hechizo menor, y uno de los pocos que siempre había sido capaz de
lograr de forma fiable. Pero éste siempre había funcionado, y probablemente lo
había usado miles de veces a lo largo de los años. De todos modos, contuvo el
aliento mientras los perros se detenían de golpe. El mayor de los dos le olfateó
con curiosidad, y luego agitó la cola. Seregil les dio una palmadita en la cabeza
y les saludó al alejarse.
Sin embargo, a juzgar por los gritos que se acercaban, sus dueños todavía no
habían abandonado. Con la ayuda de Alec, Seregil escaló rápidamente el
muro. Cayó al otro lado y se derrumbó, jadeando, con la cabeza entre las
rodillas. Todavía estaba oscuro y frío en el bosque de hayas. Por lo alto, las
hojas descoloridas vibraban dulcemente movidas por la brisa. Había un
pequeño santuario cerca, y un amplio camino se dirigía al templo.
Seregil respiró el perfumado aire con olor a hierba, queriendo que su corazón
dejase de martillear en su pecho. Algunas palomas marrones del templo
revoloteaban hacia ellos, arrullando ansiosamente por algo de comer. En el
otro lado de la pared escuchó a sus perseguidores pasar, maldiciendo a los
perros y todavía pensando que sus presas estarían en algún lugar por delante.
—¿Estuvimos cerca, verdad? —Alec se quitó la máscara empapada en sudor y
la usó para vendar la mano de Seregil.
La carne viva picaba a causa de la sal, e hizo una mueca.
—Nos estamos volviendo locos. Demasiadas bromas. Así que, ¿cómo
demonios perdiste eso?
Alec sacó el broche de su camisa. Era una pieza delicada, una media luna
pequeña con perlas.
—Es muy pequeño. Estaba intentando ponerlo en un lugar seguro, para que no
pudiera…
—¿Perderlo?
Antes de que Alec pudiera defenderse, una voz aguda gritó:
—¡Eh, vosotros! ¿Qué creéis que estáis haciendo? ¡Esto es suelo sagrado!
Seregil se puso de pie, dispersando a las palomas. Un acólito adolescente fue
corriendo hacia ellos, su corta túnica marrón golpeándole las delgadas piernas.
Fue la fuerza de la costumbre, más que nada, lo que hizo que tanto Alec como
Seregil se dirigieran hacia el muro. Sin embargo, antes de que lo consiguieran,
Seregil sintió algo parecido a picaduras de abeja en la parte posterior de sus
piernas, acalambrando sus músculos, y poniendo fin a su intento. Alec dejó
escapar un grito, y se dio la vuelta, golpeándose en los muslos y las nalgas.
—Paz, hermano —gruñó Seregil, enfrentándose al indignado Dalnan—. No
venimos a hacer daño.
—¿Señor Seregil? ¿Señor Alec? —El chico hizo una reverencia apresurada—.
¡Perdonadme! No me di cuenta de que estabais aquí. Justo ahora ha habido un
alboroto y les tomé por los ladrones.
—Supongo que nos has sorprendido tanto como nosotros a ti —respondió Alec,
con toda la inocencia de alguien criado en el campo, por la que el “Señor Alec”
era conocido.
Seregil hizo un amago de sonrisa cuando el acólito rió. Siendo un ya‟shel, un
mestizo, Alec todavía parecía engañosamente juvenil a los veinte. De alguna
manera, todo el mal y las dificultades que había visto en su corta vida, muchas
de ellas desde que conoció a Seregil, no habían empañado su brillo inocente.
Con esos ojos azul oscuro y ese pelo dorado podía hechizar a hombres o
mujeres, viejos o jóvenes, con no más que una sonrisa y palabras bien
escogidas.
—Me temo que vinimos directamente de la Ciudad Baja —dijo Seregil,
fingiendo disgusto mientras frotaba una mano sobre su cuestionable atuendo—
. Mi amigo, aquí presente, está necesitado de algo de consuelo espiritual,
después de la paliza que nos dieron en las casas de juego. Perdimos las
capas, como puedes ver, y tuvimos una pequeña pelea.
—¿Pero que están haciendo aquí? —preguntó el chico.
—Orar —respondió Alec rápidamente—. Quería ver a Valerius, pero es tan
temprano que pensé en meditar un poco hasta que se levantara.
—Por supuesto, mi señor. Espero que perdone mi interrupción. Le diré que
estáis aquí.
Seregil le vio marchar, y luego alzó una ceja a Alec.
—Acabas de mentirle a un sacerdote.
—Tú también lo hiciste.
—Yo miento a todo el mundo. Tú eres el buen chico Dalna.
—No he sido un buen chico Dalna desde que te conocí. De todos modos... —
Alec fue al santuario y recitó en voz baja una oración, la imagen de la piedad.
Seregil le dejó hacerlo, armándose de valor para hacer frente a Valerius. Él y el
sacerdote habían sido Vigilantes, y habían trabajado juntos muchas veces
durante años, pero las tripas de Seregil todavía se encogieron cuando vio al
hombre caminando hacia ellos, su barba negra y cejas notablemente erizadas.
Valerius había sido el sumo sacerdote de Dalna en Rhíminee durante cuatro
años, pero esto no había suavizado su carácter. Se dirigió directamente a Alec
y le dio un fuerte cachete en la oreja.
—¡Esto es por mentir dentro del recinto, mocoso!
—¡Ay! Lo siento —dijo Alec humildemente, tocándose el lateral de la cabeza.
Valerius sabía mejor que nadie que no debía levantar una mano contra Seregil,
pero su expresión fue suficiente para hacer que el menor de los dos hombres
retrocediera un paso.
—Todos los ladridos y gritos que han perturbado mi meditación de la mañana
han sido por tu causa, ¿presumo?
—Todo por una buena causa.
Valerius resopló y cruzó los brazos sobre su amplio pecho. Era un norteño
como Alec, media cabeza más alto que cualquiera de los dos, y de una
constitución como un oso de montaña.
“De tan mal genio como siempre”, pensó Seregil amargamente.
Considerablemente más peligroso, también, incluso de buen humor.
—Bueno, supongo que eso es mejor que lo que el hermano Myus pensó que
os había pillado haciendo.
—¡Yo no lo haría! —jadeó Alec, rojo hasta las orejas—. Aquí no.
Valerius le lanzó otra mirada de desaprobación. La verdad es que le gustaba
Alec y siempre había culpado a Seregil por lo que consideraba la caída del
joven hacia el mal camino. A los ojos de la mayoría de la sociedad de
Rhíminee, Alec era un noble menor sin ninguna consecuencia más allá de su
asociación un poco escandalosa con el disoluto1 e inteligente Lord Seregil. El
hecho de que primero fuese introducido a la sociedad como pupilo de Seregil,
sólo añadía rumores. Pero en Rhíminee, por supuesto, eso era sólo un plus.

1
Disoluto: Licencioso, entregado a los vicios.
—Así que, ¿todavía estás con tus viejos trapicheos? —la voz de Valerius
retumbó mientras caminaban hacia el templo.
—No hay mucho más que hacer en estos días —respondió Seregil—. Con
Thero todavía en Aurëren, no ha habido... —Hizo un gesto casual con la mano,
con el pulgar unido a la parte superior del dedo anular: la señal referente a
„Asuntos de los Vigilantes’.
Valerius se detuvo junto al pórtico, y bajó la voz.
—¿Y Phoria todavía no te ha convocado? Ha pasado ya relativamente más de
un año, ¿no es así? Después de lo que los dos hicieron por Skalia en Aurëren,
pensé que a ella le gustaría que fuerais sus espías.
—Entonces no conoces a Phoria —murmuró Seregil.
—Esperamos verla cuando regrese del frente —le dijo Alec, ansioso por
cambiar de tema—. El duque Tornus le escribió en nuestro nombre,
ofreciéndole nuestros servicios de nuevo.
—Ah, sí. ¿Estaréis sentados con la Familia Real durante el Progreso? —
Seregil le dirigió una mirada irónica.
—Todavía no hemos recibido nuestra invitación.
Los acólitos estaban extendiendo las migajas de la mañana para las palomas
en el patio del templo.
Algunas aves se acercaron a ellos volando, y una aterrizó sobre el hombro de
Alec. Le ofreció un dedo y se encaramó allí, arrullando. Seregil sonrió a
Valerius.
—¿Ves? Tu Hacedor todavía lo quiere, incluso conmigo a su alrededor.
—Tal vez —murmuró Valerius.
Seregil lamentó su elección de refugio. Las burlas de Valerius sobre Alec
todavía le golpeaban más profundamente de lo que quería admitir.
Amigo, compañero en sus precarios negocios secretos y talimenios, no había
traducción adecuada para todo lo que abarcaba, o para el profundo vínculo de
corazón y cuerpo que Alec y él compartían. Seregil le había enseñado a
engañar y todos los trucos del oficio de nightrunner2, pero de corazón Alec
seguía siendo ese leñador honesto que había encontrado en la celda del norte,

2
Nightrunner: Lo hemos dejado como el original por respeto a las obras de la autora, así como por no
tener una traducción apropiada. Lo más que se acercaría sería “Corredor Nocturno” o “Merodeador
Nocturno”
y por eso Seregil estaría siempre agradecido. Amar a Alec le hacía sentirse
limpio de nuevo.
Valerius les prestó un par de capas ligeras y se pusieron en marcha hacia el
Ciervo y la Nutria para cambiarse de ropas.
—Bueno, podría haber ido mejor, pero al menos conseguimos lo que
buscábamos. ¡Es lo más divertido que hemos hecho en años! —Alec lanzó el
broche al aire.
Seregil lo cogió en medio del aire y lo metió en su bolsa.
—¿Pretendes perderlo de nuevo?
—Lo encontré, ¿no es así? —bromeó Alec, determinado a no dejar que Seregil
se hundiera en uno de sus modos de humor.
—Admítelo. ¡Fue divertido!
—¿Divertido?
—Bueno, más divertido que dar vueltas alrededor de la Calle de la Rueda o en
algún salón de nobles.
—¿Y cuándo hemos estado haciendo eso? Estoy un poco pasado de moda
estos días en la corte, como la mayoría de las cosas Aurënfaie.
—Ingratos —murmuró Alec.
Habían tenido lugar una serie de cambios notables en la corte, después de la
muerte de la Reina Idrilain dos inviernos atrás, incluso con su sucesora, la
Reina Phoria, fuera la mayor parte del año, luchando en Mycena. A pesar de
los evidentes beneficios de la reapertura del comercio con Aurëren, había
emitido un decreto real: el estilo Aurënfaie de nombrar, popular desde la época
de la primera Idrilain, ya no seguiría siendo usado en la corte. Los estilos
sureños en temas de moda, joyas y música estaban también pasados de moda.
Los hombres jóvenes estaban dejando crecer sus barbas y llevaban el pelo
cortado a la altura de las orejas.
La respuesta de Seregil, por supuesto, había sido negarse a cortarse el pelo.
Ahora lo tenía por debajo de los hombros. Alec hizo lo mismo, pero se lo
trenzaba para mantenerlo fuera de la cara.
Entre la población en general, sin embargo, los bienes Aurënfaie estaban en
gran demanda. Aunque la nobleza debiera hacerlo en público para complacer a
la nueva reina, la gente no había perdido su gusto por el lujo y la novedad.
El Mercado de la Cosecha estaba activo para cuando llegaron a él, la enorme
plaza llena con los toldos de colores y vendedores ambulantes que
comerciaban con todo: desde baratijas y géneros de punto a aves de corral y
queso. Un Heraldo de la Reina se paró en la plataforma cercana a la fuente
central, anunciando alguna victoria en el Folcwine.
La guerra contra Plenimar estaba en pleno apogeo, y llegaba hasta Rhíminee
en forma de informes diarios de los pregoneros, carretas con urnas funerarias y
soldados mutilados, y una escasez creciente de caballos, metal y carne. Seregil
tenía un inmenso mapa en la pared del salón de la Calle de la Rueda, con
alfiles de latón clavados que marcaban la marea creciente de la guerra.
Después de la sangrienta batalla de ese verano, Phoria y sus aliados Mycenios
y Aurënfaies, finalmente habían empujado al enemigo más allá de la mitad de
Mycenia, y mantenían una línea más allá de la orilla oriental del Folcwine. El
oro y la lana norteños bajaban al sur de nuevo, a lo largo de la recuperada
Carretera de Oro, pero los suministros tenían aun que fluir hacia el norte.
Hambrientos y agotados, Alec y Seregil, se detuvieron el tiempo suficiente para
recuperar el sentido, entonces deambularon hacia el puesto de su panadero
favorito a por rebanadas de tibio pan untado abundantemente con mantequilla
fresca y miel.
Al doblar la esquina de la Calle del Pez Azul, Alec miró hacia el cielo sin nubes.
—Otro día caluroso.
—No por mucho más tiempo, espero. —Seregil se apartó el pelo húmedo sobre
un hombro, tratando de que la brisa le diese en el cuello.
Incluso después de todo ese tiempo, todavía se sentía extraño para Alec
caminar por esa calle tan conocida y no encontrar la Posada del Gallito.
Habían construido una nueva posada en su lugar. El Ciervo y la Nutria, una
referencia a la forma animal que cada uno había cogido durante el hechizo de
naturaleza intrínseca3 que había lanzado una vez Nysander, se había abierto al
público hacía tres meses, y ya se había establecido un buen nombre gracias a
su cerveza, no por la comida. La cocinera del Gallito, la vieja Thryis, había sido
bien conocida en esta parte de la ciudad por su excelente comida.

3
Intrínseca: Íntimo, esencial.
Reconstruir en el mismo lugar había parecido una buena idea cuando volvieron
a Rhíminee un año y medio atrás. Ahora Alec pensaba que había sido un error.
Algunas de las piedras angulares continuaban aún ennegrecidas, un claro
recordatorio de la noche en que Seregil había quemado la antigua posada
como una pira funeraria para sus amigos asesinados.
—Os habéis levantado pronto hoy —les llamó Emma al pasar la puerta abierta
de la cocina. Embarazada como estaba, sujetaba el dobladillo de su delantal
cuidadosamente debajo de la protuberancia de su vientre, mientras se inclinaba
para verificar el contenido de una olla burbujeante sujeta en su gancho sobre el
fogón de la cocina.
—No volvimos a casa la noche pasada —dijo Alec con un guiño. La señora
Emma era rubia, bonita y alegre, y Alec era cálido con ella a su vez, a pesar de
que sus habilidades culinarias dejaban mucho que desear.
—¡Haciendo cosas malas! Pero seguro que tenéis hambre, espero. Tengo
algunas tartas haciéndose para el desayuno y algo de bacalao y cebollas en
ebullición .
—No te molestes. Sólo té —respondió secamente Seregil, acercándose.
Odiaba el bacalao y la cebolla, y se lo había dicho una docena de veces o más.
Toda la cocina olía a ello.
—Bajaré a por unos pasteles más tarde —respondió rápidamente Alec
mientras cogía la bandeja del té. Habría cogido también el pescado, pero
Seregil no permitiría cosas que apestaran en la habitación.
Magyana, la última bruja perteneciente a la casa Orëska a quien Seregil
llamaba amiga, había encontrado a la pareja que ahora regentaba la posada. El
marido, Tomin, era pariente suyo, de una ciudad al sur de Ardinlee. A Alec le
gustaban bastante, pero Seregil seguía manteniendo la distancia, y no sólo por
la comida. Incluso con todo nuevo colgando de los ganchos de las ollas,
ninguno de ellos podía poner un pie en el lugar sin esperar escuchar a Thyris
dándole órdenes a Cilla en la cocina, o la risa de Diomi cuando tenía a su nieto
Luthas en las rodillas frente a la chimenea. El niño fue el único superviviente de
esa noche, aparte del gato de Seregil, y ahora estaba seguro adoptado por los
Cavish en Watermead. Alec todavía alcanzaba a ver un destello de culpa en
Seregil cada vez que miraban al niño: nunca había dejado de culparse a sí
mismo de la masacre.
***
El hedor de los peces dio lugar al olor dulzón de la madera fresca y el yeso
cuando Alec siguió a Seregil arriba. El Gallito había sido como un barco antiguo
de gran riqueza, con años de humo de cocina, sopas en ebullición y vidas
vividas. Este lugar olería a nuevo durante años.
Las habitaciones del tercer piso que compartían estaban bien escondidas, justo
como lo habían estado en el Gallito. Magyana había oscurecido la puerta que
daba a la escalera secreta, y custodiado las escaleras como habían estado
antes en el Gallito.
Como en el antiguo lugar, las protecciones de las escaleras estaban
preparadas para no incinerar gatos.
Seregil susurró las contraseñas para las actuales protecciones a medida que
fue llegando frente a cada una. Todavía insistía en cambiarlas frecuentemente,
aunque era poco probable que ahora viniese alguien a cazarlos.
Afortunadamente, Alec tenía buena memoria. Este mes eran las palabras
Aurënfaie para las fases de la luna.
—Aurathra .
—Morinth.
—Selethrir.
—Tilentha.
Rhueta estaba sentada en la parte superior de las escalaras, ocupada
limpiándose el pelaje blanco y las patas. Les ignoró hasta que Seregil abrió la
puerta, entonces se limitó a cruzarla con la cola bien alta.
Estas nuevas habitaciones eran bastante agradables. Las ventanas estaban lo
bastante limpias para ver a través de ellas, el mobiliario recién comprado no
olía a humo y la nueva chimenea de mármol blanco sin duda era lo mejor. Al
mismo tiempo, las paredes encaladas carecían de la pátina adquirida en años
de humo y velas, y todavía no estaban cubiertas con los trofeos de los últimos
trabajos y aventuras. Se habían perdido todos. El único objeto que había
sobrevivido al fuego era la estatua de la sirena, de vuelta en su lugar frente a la
puerta principal. Su piel de mármol estaba manchada por el hollín y su mano
alzada se había roto, pero Alec había insistido en conservarla. Seregil se quitó
su capa prestada y la arrojó sobre su cabeza.
Una puerta en el lado opuesto de la sala daba a la habitación, donde una
amplia cama con cortinas y sus baúles de ropa ocupaban la mayor parte del
espacio. Ambas habitaciones se encontraban todavía limpias y ordenadas.
Al menos por ahora, pensó Alec con un matiz de arrepentimiento.
Se habían perdido los cuidadosamente atesorados libros y rollos de Seregil, y
la inmensa colección de mapas polvorientos que había recogido durante años y
almacenado bajo el colchón. Todo perdido. Las nuevas mesas de trabajo
estaban bien provistas de herramientas y de una pequeña fragua, pero
carecían de la confusión reconfortante de cerraduras antiguas y trozos de
metal, cadenas, armas y madera. Aunque a menudo había aconsejado a Alec
sobre enterrarse bajo sus posesiones, Seregil tenía corazón de cuervo, incapaz
de resistirse a recoger algo útil o brillante.
A pesar de todos los cambios, ambos estaban contentos de tener finalmente un
lugar al que escapar de nuevo cuando jugar a los nobles disolutos en la Calle
de la Rueda se convertía en algo demasiado molesto.
Se lavaron la suciedad de la noche de sus cuerpos y caras con el agua del
barril de la lluvia del tejado, y se bebieron el té mientras se vestían con ligeras
camisas veraniegas, pantalones de piel de gamo, y altas botas pulidas. Seregil
fue hacia un pequeño cofre que estaba en la repisa de la chimenea y sacó un
pesado anillo de oro. Este tenía un rubí tallado con el perfil de Klia. Ella se lo
había dado en Aurëren, aparentemente en agradecimiento por su ayuda allí.
Seregil lo llevaba a menudo, por orgullo, y como recuerdo de su amiga
ausente, pero también, Alec sospechaba, que lo hacía para molestar a Phoria y
sus perritos falderos.
Condenados al ostracismo 4 y no deseados, se habían pasado el último año,
alternando entre los salones brillantes de los nobles que aún se asociaban con
ellos, y realizando intrigas menores, como el trabajo de esa noche, a menudo
encargados por las mismas personas. Seregil estaba cada vez más inquieto
con la situación, y había adoptado la costumbre de marcharse solo por la
noche de nuevo, como solía hacer antes de que se convirtiesen en amantes.
Hasta el momento, Alec había resistido la tentación de seguirle. Seregil rara
vez se mantenía alejado mucho tiempo, y normalmente volvía en un mejor

4
Ostracismo: Exclusión voluntaria o forzosa de los oficios públicos, a la cual suelen dar ocasión los
trastornos políticos.
estado de ánimo y ansioso por compensar su ausencia. Reacio como siempre
a admitir que algo le estaba preocupando, Seregil era más que generoso con el
lenguaje silencioso del cuerpo. Era un lenguaje que Alec había aprendido bien
y fácilmente.
Quizás se lo mostró en ese momento, llevándose la irritación de Alec, porque
cuando estaba trenzándose el pelo para tenerlo más ordenado, Seregil lo
sujetó por la muñeca y lo atrajo hacia sí. Envolviendo sus brazos ligeramente
alrededor de la cintura de Alec, le mordió a un lado del cuello y se rió.
—Lo siento. He sido un bastardo. ¿Así que esto te sigue gustando, hacer
pequeños trabajos tontos como este?
—Sí. Quiero decir, no era un gran desafío, pero al menos estábamos
trabajando.
Seregil levantó la mano izquierda de Alec, siguiendo con su pulgar la
redondeada y descolorida cicatriz de su palma. Era un recordatorio del primer
trabajo que compartieron, uno que había estado cerca de matarles a ambos.
Seregil tenía una marca similar en el pecho, justo encima de su corazón.
—Tal vez ese es el problema, talí. Demasiado riesgo por la recompensa tan
pequeña de estos días.
Alec acarició la suave mejilla imberbe de su amante.
—Ya no es lo mismo aquí, ¿verdad? Tenía la esperanza de que volver al
trabajo ayudaría.
Seregil le sonrió tristemente.
—Yo pensaba lo mismo, pero no lo ha hecho.
Cuando Alec había llegado a Rhíminee por primera vez, Seregil todavía era el
Gato de Rhíminee, el ladrón de alquiler sin rostro más temerario de la ciudad.
Cuando abandonaron la ciudad después de la muerte de Nysander, el Gato
murió también, o eso era lo que los rumores decían. No había ninguna manera
de resucitarlo sin dar lugar a una serie de especulaciones no deseadas. Seregil
era conocido en algunos círculos como un hombre capaz de encontrar al ladrón
cuando lo necesitaban, y había hecho saber que él había encontrado un nuevo
nightrunner, pero estos pequeños trabajos clandestinos eran más difíciles de
encontrar últimamente.
Alec apretó sus brazos alrededor de Seregil y apoyó la frente contra la de su
amante. Tuvo que agacharse un poco. Ahora era ligeramente más alto que
Seregil, con un rastro de incoloro vello en sus mejillas: ambas señales de su
sangre humana, como su pelo rubio.
—Cuando estábamos huyendo de esos perros, todo en lo que podía pensar era
en lo que pasaría si nos capturaban —murmuró Seregil—. Imagina: ¿El Señor
Seregil y el Señor Alec encerrados en la Torre Roja por un simple allanamiento
de morada? Nadie conoce lo que realmente somos, o lo que hemos hecho por
Skala. Sólo sería vergüenza y deshonor, ¿y para qué? ¿Por el descuido de una
niña que no fue capaz de mantener su falda bajada en la Noche de Duelo, y
entonces decidió que quería un matrimonio en condiciones? ¿Me arriesgo a
perderte por eso?
—¿Es por eso por lo que rechazaste tantos trabajos?
—¿Lo sabías?
—Por supuesto que lo sabía. Así que, ¿te estás asustando, después de todo
este tiempo?
—No es miedo —Seregil molesto le dio un tirón a la trenza de Alec. —¡Es el
sinsentido absoluto de todo! —Apartándose, se tiró en el colchón—. ¿Es esto
para lo que hemos vuelto? ¿Para ser recaderos de unos nobles aburridos?
Ojalá nos hubiésemos quedado en las montañas, cazando lobos y paseando
por la alta hierba.
Alec se sentó junto a él con un suspiro de resignación. Seregil siempre estaba
en su peor momento cuando se encontraba aburrido.
—¿Tal vez, Magyana...?
—Ella nunca necesitó nuestro tipo de ayuda. Es una erudita, no una Vigilante.
Si solo Phoria se tragase su orgullo y trajese de vuelta de Gedre a Klia y Thero,
tal vez las cosas mejorarían. ¿De lo contrario? —Sacó el broche y lo miró con
desagrado—. Bueno, al menos no hay escasez de este tipo de trabajos.

También podría gustarte