De Traidores, Víctimas y Deserciones: Diario de Guerra en Monte Miseria
De Traidores, Víctimas y Deserciones: Diario de Guerra en Monte Miseria
De Traidores, Víctimas y Deserciones: Diario de Guerra en Monte Miseria
Como comento a lo largo del trabajo, el autor va dejando caer sus opiniones, de
forma cada vez más evidente, durante toda la obra, hasta el punto de llegar a preguntarse
uno, como lector, dónde acaba la novela y comienza el manifiesto, siendo difícil tal
separación.
Así pues, tras un resumen del argumento, he decidido incluír partes del texto, en
muchas ocasiones literales, que pueden permitirnos un ejercicio de reflexión, estemos o no
de acuerdo. Al fin y al cabo de eso es de lo que se trata. Y, al final, sin haber podido ni
querido evitarlo, mi opinión, que de todas maneras, supongo, irá mostrándose a lo largo de
toda la presentación.
El libro titulado “Monte Miseria” es obra del escritor norteamericano Samuel Shem,
seudónimo del Stephen J. Bergman, psiquiatra y director de la sección clínica en la facultad
de medicina de Harvard. El libro narra el primer año de formación de un joven médico en
la especialidad de psiquiatría en un complejo hospitalario que responde al poco grato
nombre de Monte Miseria. Es la segunda parte, aunque de lectura independiente, de “La
Casa de Dios” donde el mismo protagonista, Roy Basch, se iniciaba en la práctica de la
medicina general tras acabar la licenciatura.
El libro nos cuenta cómo, tras una entrevista de selección, Roy es admitido, junto a
cuatro compañeros más, como residente de primer año del hospital. En este primer año
deberá completar una serie de rotaciones (unidad de borderlines, de ingresos, de terapia
familiar psicoanalítica, de psicofarmacología, de toxicomanías...), así como llevar una serie
de pacientes de forma ambulatoria y realizar una guardia cada cuatro días.
El autor nos va narrando, en tono de comedia pero con cierta amargura, las
experiencias del residente en su paso por los distintos servicios, rozando la caricatura y, en
ocasiones, expresando con vehemencia y sin disimulos su opinión personal sobre distintos
aspectos de la teoría y práctica psiquiátrica. Asimismo, se cuenta la evolución en la vida
personal del protagonista, sus problemas familiares y afectivos y cómo influyen y son
influidos por su experiencia profesional.
Este año de formación de Roy va a estar marcado en gran medida por la figura de
Malik, un residente de tercer año, ex-alcohólico, con una muy particular filosofía de la vida
y de la psiquiatría. Defiende, ante todo, el contacto personal y humano con los pacientes,
más allá de etiquetas diagnósticas, técnicas psicoterapéuticas rígidamente estructuradas y
del uso-abuso de psicofármacos. Insta a Roy a buscar lo que llama el “clic”, el momento de
contacto con el paciente, en que uno siente que lo entiende, que empatiza genuinamente
con él. Malik aparece y desaparece a lo largo de la novela, pero aportando siempre algo de
luz en la oscuridad que parece envolver todo lo demás... Dado el tono general del libro, no
puedo evitar la sensación de que no es otro que el propio Shem quien habla y vierte sus
opiniones, sin especial disimulo, por la boca de Malik.
El protagonista comienza no sabiendo nada de psiquiatría, y no comprendiendo
mucho el sentido de tales métodos, pero paulatinamente se va plegando a ellos y, por
imitación de sus maestros, acaba cayendo en las mismas actitudes, encontrándose a
disgusto con su trabajo y su forma de realizarlo, lo que también repercute en su situación
personal, alejándose progresivamente de su novia, de su familia, sin entender muy bien qué
debe hacer o cómo debe tratar y comportarse con los pacientes. Berry, su novia, intenta
mantenerse cerca de él pero nota como poco a poco Roy está cada vez más alejado de ella,
del mundo y de sí mismo.
Durante todo el libro se hace patente el inmenso poder de las compañías de seguros
médicos en la asistencia que pueden recibir los pacientes. Las luchas continuas para
prorrogar las estancias (con el consiguiente beneficio económico para el hospital), el hecho
de que no se atienda a nadie si carece de su correspondiente seguro y llegando al colmo de
lo absurdo cuando se cambia el nombre de Residencia de Borderlines por Residencia de
Disociativos según los cambios en las tarifas que pagan los seguros por cada diagnóstico.
Las críticas más feroces van dirigidas al modelo psicoanalítico, que ocupa la
siguiente rotación. Henry, uno de los residentes de primer año y hasta entonces amigo
íntimo de Roy, comienza su análisis e inmediatamente asistimos a un cambio radical en su
aspecto, su forma de pensar, su actitud, y se nos muestra como un zombie que vaga por el
hospital metido en sí mismo y respondiendo a cualquier pregunta que se le hace con otra
pregunta. Tras muchas dudas iniciales, Roy va aceptando los presupuestos psicoanalíticos,
atacados y caricaturizados en el texto, posiblemente con cierto exceso de furia. Comienza a
tratar a sus pacientes ambulatorios mediante la técnica psicoanalítica, muy contento con los
progresos que va haciendo, por lo menos en cuanto a que ya tiene un modelo que le dice
claramente qué hacer o qué no hacer, aunque, como va descubriendo, eso no signifique
necesariamente una ayuda de ningún tipo para los pacientes, sino en muchas ocasiones lo
contrario: una terapia sorda (y normalmente muda) ante las preocupaciones planteadas por
los pacientes, que sólo consigue generar el sentimiento de ser incomprendido, cuando no
directamente dañado. A. K. Lowell, la psicoanalista encargada de la sala aparece poco
menos que como una bruja indiferente y en muchas ocasiones francamente sádica ante el
sufrimiento ajeno. Y sólo es el principio de la rotación psicoanalítica.
Al mismo tiempo, tanto Roy como los otros residentes que empiezan con él,
comienza su propio psicoanálisis, con el resultado temprano de obsesionarse totalmente por
sí mismo y sus problemas, distanciándose progresivamente de los que le rodean. Los
principiantes en análisis son representados como una suerte de adeptos confusos atrapados
en un rito de iniciación del que no pueden salir fácilmente, y en el que poco a poco intentan
meter a sus pacientes también. Poco a poco, el derrumbe profesional y vital de Roy va
aumentando: su novia lo deja, él sigue con su amante, pero se queda impotente, el paciente
obsesionado por la idea de que su esposa mantenía relaciones con su analista se suicida, en
medio del intento de terapia freudiana, dejando todo tipo de culpas sobre no haber podido o
querido trabajar con él de otra manera... En el colmo del surrealismo, el protagonista
descubre en el diván de su supervisora el cuerpo casi agonizante de un muchacho: se ha
seccionado las yugulares tras unas intensas sesiones de terapia que incluían diversos tipos
de abusos sexuales por parte de su psicoanalista. El chico no llega a morir y el tema se tapa
convenientemenete para evitar problemas con los seguros, culminando con el cobro de una
factura al padre por los desperfectos ocasionados al diván. Y aún quedan mayores
sorpresas.
La última de las rotaciones se lleva a cabo por la unidad de alcohol y drogas. Aquí
la situación es distinta, ya que se convierte en el único sitio “positivo” de todo el hospital,
con una estructura de terapia basada en el concepto de Alcohólicos Anónimos, y un trato
humano a la gente. De todas formas, no hay lugar para la esperanza en Monte Miseria:
Malik recae en el alcoholismo ante el diagnóstico de un cáncer de pulmón, que le acabará
matando. Roy se convierte en el terapeuta de su amigo, en una situación dramática de
enfrentamiento continuo, doloroso para ambos. Sin embargo, llega a tener su sentido: Roy
comienza a reaccionar. Tras haber estado literalmente al borde del suicidio, reencuentra a
su novia, a su vocación como médico y, sobre todo, a sí mismo... a la necesidad de vivir, de
saber vivir aprovechando la vida.
La guerra contra Monte Miseria estalla en todo su apogeo y se destapan todos los
trapos sucios: se denuncia al psicoanalista Schlomo Dove por abuso sexual de dos pacientes
(averiguándose de paso que había abusado prácticamente de todos, incluyendo a la
psicoanalista supervisora de Roy y al difunto Ike White, su primer maestro, suicidado
probablemente por ello), se descubre el fraude practicado con las empresas de seguros, se
llega al enfrentamiento casi físico con los responsables de la institución, en un clímax
caótico que intenta arrasar con todo. Al final, el psicoanalista es considerado culpable pero
no va a la cárcel, su poliza de seguros cubre la indemnización, pierde su licencia pero
puede seguir psicoanalizando pacientes privadamente y, además, con toda probabilidad se
hará rico con algún libro o película ahora que se ha vuelto famoso: Monte Miseria está
tocado, pero se mantiene a flote.
El único maestro digno de tal nombre para Roy es Malik, el ex-alcohólico, en tercer
año de residencia, que representa la única voz crítica hacia el sistema. El otro que pudo
haberlo sido se suicida, como vimos, en el primer capítulo. Da la impresión a lo largo de
toda la obra que el autor habla por boca de Malik, deslizando sus propias opiniones,
primero de manera más sutil y luego cada vez más abiertamente. Luego nos ocuparemos de
hablar de todas esas opiniones que aparecen en el libro. Malik es un soplo de aire fresco,
que reniega de todas las teorías y sistemas psiquiátricos, preocupado más que nada, más
que nadie, por el malestar del paciente en cuanto persona, por intentar llegar a conectar con
esa persona que sufre y ser capaz de acompañarla... una imagen y unas ideas que nos traen
recuerdos no del todo olvidados de la antipsiquiatría.
La vida personal del residente también va cambiando a lo largo del año. Su relación
con su novia se deteriora progresivamente, distanciándose más cuanto más se introduce él
en su formación, especialmente en la etapa psicoanalítica, por cuanto él está prácticamente
sólo pendiente de sí mismo, sin escuchar ni tener el menor interés por los asuntos de ella, o
de nadie. Su relación con su familia de origen nunca parece haber sido muy estrecha, pero
desde luego también empeora de la misma manera. En el momento más bajo, Roy llega a
plantearse seriamente la opción del suicidio, como única salida frente al sinsentido que le
rodea en todos los ámbitos de su vida.
• “Si no podemos evitar que los psiquiatras se maten , ¿cómo evitar que lo
hagan los pacientes? ¿estamos a salvo de los problemas que tratamos? ¿queremos curarnos
a nosotros o a los demás?”. Se plantea a lo largo del libro varias veces que los psiquiatras
suelen especializarse en sus propios defectos, tal vez buscando curas propias más que
ajenas. Y que el hecho de ser psiquiatra puede suponer una ilusión de salud mental, un estar
al otro lado de la línea que marca la enfermedad mental, aunque en la realidad suele
comprobarse que los psiquiatras u otros profesionales de la salud mental no están
necesariamente más sanos que el resto de la gente, sino muchas veces incluso menos.
• ¿Qué hacer con todos los sentimientos que uno va recogiendo de la gente a
lo largo del día, con todos los sentimientos que uno tiene que ocultar al llegar a casa?
¿Cómo hacer que todo eso no te vaya influyendo en tu propia vida? Este tema se trata
mucho en el libro a través de la historia del protagonista, aunque de una forma tal vez un
poco exagerada.
• “Lo que no debía hacer era hacer daño a la gente siguiendo viejas y
manidas concepciones del mundo”. Sigue criticando los modelos teóricos psiquiátricos,
probablemente con cierta razón, pero quizá excesiva virulencia. Hay citas como ésta, que
son auténticas declaraciones de intenciones, sentencias a seguir, más propias casi de un
libro de texto que de una novela.
• No se debe ser cruel con los pacientes, pero ¿sería recomendable ser duro
en ocasiones? ¿Plantear cierta confrontación en determinados momentos, ante defensas
poco adaptativas que ocasionen claramente sufrimiento? El libro no cierra plenamente estos
interrogantes, aunque parece lógico que las respuestas deberían ser afirmativas.
• “La terapia es como la vida; la terapia funciona como funciona la vida: sin
mapa de carreteras, sin manuales de instrucciones. Lo que hace que la terapia funcione es
lo que hace que una buena amistad funcione: que los amigos se gusten, que se sientan
comprendidos por el otro, que se conozcan mejor mutuamente”. Nuevamente se plantea la
necesidad del acercamiento humano en la terapia, llegando a compararla con una relación
de amistad, lo que parece excesivo en principio, ¿debe el paciente tratarnos o nosotros a él
como a un amigo?, ¿no sería eso contraproducente?.
• “Lo que ayuda a la gente no tiene nada que ver con la psicología. No se
trata de qué teoría utilices, ni de qué palabras emplees. Cuando una persona se siente vista,
y tú sientes que ellos se sienten vistos, y tú te sientes visto por ellos... entonces, en ese
preciso instante, tiene lugar como un roce del espíritu. Y ya está, eso es todo. El espíritu.
La curación, en psicoterapia, es una operación del espíritu”. Aquí empieza ya a deslizarse
el autor hacia lo espiritual, hacia cierto misticismo. Y el método que propone, ¿acaso no
terminaría por causar la dependencia del paciente hacia el terapeuta?.
• El texto va poco a poco mostrando cada vez más claramente las opiniones
de su autor, como ejemplo: “En el curso de aquel año llegué a considerar que aquellos
fármacos y otros ISRS no eran sino síntomas. Síntomas de las desconexiones de la
sociedad, síntomas de que, de hecho, tales desconexiones no hacían sino aumentar. Sobre
todo en el caso de los niños, era obvio que la curación se hallaba en la creación de tales
conexiones, no en la administración de fármacos que les desconectaban aún más y
acababan por destruirles”. Aunque es cierto que el uso sobre todo de determinados
fármacos como supuestas píldoras de la felicidad es abusivo y seguramente perjudicial, por
cuanto pueden llegar a convertirse en muletas para los pacientes que nada solucionen,
parece exagerada la generalización que hace el autor, sin discriminar ni por tipos de
fármacos ni de patologías.
• “No sabemos una mierda de los porqués de las cosas, así que nos
inventamos todo tipo de historias: los psiquiatras se inventan infinidad de historias
estrafalarias... sobre penes, sobre moléculas del cerebro...”.
• “¿Y qué si, como invariablemente sucede, al inocular algo tan burdo como
un psicofármaco en algo tan delicado como un cerebro se reducía en cierto modo lo
humano que había en éste?”. En mi opinión, el autor lleva un poco lejos su cruzada anti-
psicofármacos, cayendo en una postura un tanto mística y “naturista”, y generalizando en
demasía, aunque posiblemente no carezca de cierta dosis de razón.
El libro termina con una recopilación de lo que el autor llama las Leyes de Monte
Miseria, como una especie de resumen y conclusión de las ideas que se han ido vertiendo a
lo largo de toda la obra, a lo largo del año de formación psiquiátrica vivido por el
protagonista. Estas leyes son:
• Ante una urgencia psiquiátrica, lo primero que hay que hacer es comprobar
tu propio estado mental.
• Los peores psiquiatras son los que más cobran, y los expertos mundiales
son los peores de todos ellos.
• Puedes saberlo todo sobre una persona por el modo en que practica un
determinado deporte.
Son un poco el resumen de las ideas que Samuel Shem ha ido manifestando a lo
largo de toda la novela, primero de forma más sutil y luego cada vez más claramente,
intentando, no sólo hacernos pensar, sino también, en mi opinión, convencernos de sus
puntos de vista. Creo que estos planteamientos son muy interesantes en muchos aspectos,
por cuanto saben diagnosticar acertadamente muchos males que rodean a la psiquiatría hoy
en día, aun cuando las soluciones propuestas por Shem creo que pueden pecar de cierto
radicalismo ingenuo. En cualquier caso, el libro se convierte en una lectura interesante que
llega a hacer que veamos nuestro trabajo desde nuevas perspectivas, planteando
interrogantes y dudas sobre lo que hacemos y por qué, lo cual creo que siempre es
enriquecedor.
¿Y qué sensación queda, me queda, tras leer el libro? Cierta sensación de disgusto.
De decepción. Mi primera impresión era muy favorable. Era tan fácil identificarse con
Roy, admirar a Malik, ver reflejados los males terribles de la psiquiatría con tanta claridad
como los vemos cada día a nuestro alrededor, sentirse comprendidos ante la angustia de no
saber, de no ser capaz de hacer tu trabajo como te gustaría... Pero Monte Miseria esconde
una trampa: diagnostica todos los problemas, pero no encuentra ninguna solución. No
oculta nada de lo malo, pero olvida todo de lo bueno. El final es claro: no hay salida dentro
de la psiquiatría, nada puede arreglarse, todo está condenado a ser tal cual es. La única
opción es salir del mundo, preferentemente a una reserva india tras adoptar a una niña del
tercer mundo y, eso sí, con tu novia de toda la vida.
Pues no. Yo, personalmente, me niego a aceptarlo. Entiendo los diagnósticos, y está
claro que nuestro enfermo, nuestra profesión, está muy mal: aquejada de múltiples
dolencias, sufriendo por sus muchos pecados, prostituida por demasiados traidores; pero la
psiquiatría va más allá de los terapeutas sádicos, corruptos o ignorantes. La psiquiatría es,
etimológicamente, la ciencia que se ocupa de la curación del alma. O, como diríamos hoy,
de la salud mental, de las enfermedades mentales, del estudio de la mente, sana o enferma...
La disciplina, hermana con la psicología, que estudia lo más elevado del ser humano y
aquéllo que lo define como tal, independientemente de que lo nombremos mente, alma,
espíritu. O imdependientemente de que no sepamos o queramos nombrarlo. Y se ocupa, o
al menos lo intenta, de aliviar los sufrimientos que derivan de ello, que derivan, en última
instancia, de la condición humana en cuanto tal.