Roland Barthes argumenta que el autor ha muerto y que la figura central de la literatura ya no es el autor sino el lector. Explica que un texto está compuesto por múltiples voces y citas culturales en lugar de tener un único significado determinado por el autor. Finalmente, afirma que para darle un futuro a la escritura hay que centrarse en el lector en lugar del autor.
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Roland Barthes argumenta que el autor ha muerto y que la figura central de la literatura ya no es el autor sino el lector. Explica que un texto está compuesto por múltiples voces y citas culturales en lugar de tener un único significado determinado por el autor. Finalmente, afirma que para darle un futuro a la escritura hay que centrarse en el lector en lugar del autor.
Roland Barthes argumenta que el autor ha muerto y que la figura central de la literatura ya no es el autor sino el lector. Explica que un texto está compuesto por múltiples voces y citas culturales en lugar de tener un único significado determinado por el autor. Finalmente, afirma que para darle un futuro a la escritura hay que centrarse en el lector en lugar del autor.
Roland Barthes argumenta que el autor ha muerto y que la figura central de la literatura ya no es el autor sino el lector. Explica que un texto está compuesto por múltiples voces y citas culturales en lugar de tener un único significado determinado por el autor. Finalmente, afirma que para darle un futuro a la escritura hay que centrarse en el lector en lugar del autor.
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LA MUERTE DEL AUTOR.
Roland Barthes
En Sarrasine, al referirse a un castrado disfrazado de mujer, Balzac escribe frases
sobre la mujer con énfasis en sus miedos, caprichos, turbaciones, bravatas y delicadeza de sentimientos. Pero ¿Quién está hablando? ¿el héroe de la novela? ¿Balzac individuo según su filosofía sobre la mujer? ¿El autor Balzac con ciertas ideas literarias sobre feminidad? ¿La sabiduría universal? ¿La psicología romántica? Nunca se podrá saber porque la escritura es la destrucción de toda voz, de todo origen. En cuanto un hecho pasa a ser relatado se produce una ruptura, la voz pierde su origen y el autor entra en su propia muerte. El autor es un personaje moderno, producido por una sociedad capitalista que le concede gran importancia. La imagen de la literatura tiene su centro, tiránicamente, en el autor, su persona, su historia, sus gustos y pasiones (por ejemplo: Baudelaire, Van Gogh o Tchaikovsky), pues la explicación de la obra se busca siempre en el que la ha producido. Sin embargo, hay ejemplos como la poética de Mallarmé en la cual suprimió al autor en beneficio de la escritura; Valéry acentuó la naturaleza lingüística y reivindicó la condición esencialmente verbal de la literatura; Proust emborronó la relación entre el escritor y sus personajes; El Surrealismo también contribuyó a desacralizar la imagen del autor. Lingüísticamente el autor nunca es nada más que el que escribe. El alejamiento del autor -siguiendo el distanciamiento de Brecht- no es sólo un hecho histórico o un acto de la escritura, sino que transforma el texto moderno, pues el tiempo ya no es el mismo. El autor es el pasado de su propio libro y mantiene con su obra la misma relación que un padre respecto a su hijo. Así, el escritor moderno nace a la vez que su texto y no es el sujeto cuyo predicado sería el libro. Hoy un texto no está constituido por una fila de palabras, de las que se desprende un sentido único, sino por un espacio de múltiples dimensiones en el que se concuerdan y se contrastan diversas escrituras, ninguna de las cuales es la original, pues el texto es un tejido de citas provenientes de los mil focos de la cultura. El escritor se limita a imitar un gesto siempre anterior, nunca original; el único poder que tiene es el de mezclar las escrituras. Una vez alejado el autor, se vuelve inútil la pretensión de “descifrar un texto”. Darle a un texto un autor es proveerlo de un significado último y cerrar la escritura. Esta concepción pretende descubrir al autor bajo la obra. No obstante, una vez hallado el autor, el texto de “explica”. Al hablar del imperio del autor hay que incluir también la del crítico y de la crítica. La escritura instaura sentido sin cesar, pero siempre acaba por evaporarlo: procede a una exención sistemática del sentido. Por eso la literatura, al rehusar asignarle al texto un sentido último, se entrega a una actividad revolucionaria, pues rehusar la detención del sentido, es rechazar a Dios, la razón, la ciencia, la ley. Pero volviendo a la frase de Balzac, nadie está diciendo: su fuente, su voz, no es el auténtico lugar de la escritura, sino la lectura. Jean Pierre Vernant ha sacado a la luz la naturaleza ambigua de la tragedia griega, pues el texto está tejido con palabras de doble sentido, que cada individuo comprende de manera unilateral. Un texto está formado por escrituras múltiples, procedentes de varias culturas y que, unas con otras establecen un diálogo; pero existe un lugar en el que se recoge toda esa multiplicidad, y ese lugar no es el autor, sino el lector: el lector es el espacio en que se inscriben todas las citas que constituyen una escritura. La unidad del texto no está en su origen, sino en su destino, pero este destino ya no puede seguir siendo personal: el lector es un nombre sin historia, sin biografía y sin psicología; el es tan sólo alguien que mantiene reunidas en su mismo campo todas las huellas que constituyen el escrito. La crítica clásica no se ha ocupado nunca del lector; para ella no hay en la literatura otro hombre que el que la escribe. Sin embargo, sabemos que para devolverle su porvenir a la escritura hay que darle vuelta al mito: el nacimiento del lector se paga con la muerte del Autor.