La Muerte

Descargar como pdf o txt
Descargar como pdf o txt
Está en la página 1de 11

Barthes / Foucault - 109

Barthes i Foucault la máxima importancia a la «persona» del autor. Aún impera el autor en los manuales
de historia literaria, las biografías de escritores, las entrevistas de revista, y hasta en la
Roland Barthes, La muerte del autor [1968] misma conciencia de los literatos, que tienen buen cuidado de reunir su persona con
Michel Foucault, Què és un autor, Els Marges, num 27, 28 i 29 (p.205-220) [1969] su obra gracias a su diario íntimo; la imagen de la literatura que es posible encontrar
en la cultura común tiene su centro, tiránicamente, en el autor, su persona, su historia,
sus gustos, sus pasiones; la crítica aún consiste, la mayor parte de las veces, en decir
que la obra de Baudelaire es el fracaso de Baudelaire como hombre; la de Van Gogh,
Roland Barthes, La muerte del autor [1968] su locura; la de Tchaikovsky, su vicio: la explicación de la obra se busca siempre en el
que la ha producido, como si, a través de la alegoría más o menos transparente de la
Balzac, en su novela Sarrasine, hablando de un castrado disfrazado de mujer, escribe acción, fuera, en definitiva, siempre, la voz de una sola y misma persona, el autor, la
lo siguiente: «Era la mujer, con sus miedos repentinos, sus caprichos irracionales, sus que estaría entregando sus «confidencias».
instintivas turbaciones, sus audacias sin causa, sus bravatas y su exquisita delicadeza
de sentimientos.» ¿Quién está hablando así? ¿El héroe de la novela, interesado en ¨
ignorar al castrado que se esconde bajo la mujer? ¿El individuo Balzac, al que la expe-
riencia personal ha provisto de una filosofía sobre la mujer? ¿El autor Balzac, hacien- Aunque todavía sea muy poderoso el imperio del Autor (la nueva a crítica lo único
do profesión de ciertas ideas «literarias» sobre la feminidad? ¿La sabiduría universal? que ha hecho es consolidarlo), es obvio que algunos escritores hace ya algún tiempo
¿La psicología romántica Nunca jamás será posible averiguarlo, por la sencilla razón que se han sentido tentados por su derrumbamiento. En Francia ha sido sin duda
de que la escritura es la destrucción de toda voz, de todo origen. La escritura es ese Mallarmé el primero en ver y prever en toda su amplitud la necesidad de sustituir
lugar neutro, compuesto, oblicuo, al que van a parar nuestro sujeto, el blanco-y-negro por el propio lenguaje al que hasta entonces se suponía que era su propietario; para
en donde acaba por perderse toda identidad, comenzando por la propia identidad del él, igual que para nosotros, es el lenguaje, y no el autor, el que habla; escribir consiste
cuerpo que escribe. en alcanzar, a través de una previa impersonalidad – que no se debería confundir en
Siempre ha sido así, sin duda: en cuanto un hecho pasa a ser relatado, con fines ningún momento con la objetividad castra- dora del novelista realista – ese punto en
intransitivos y no con la finalidad de actuar directamente sobre lo real, es decir, en el cual sólo el lenguaje actúa, «performa»,* y no «yo». toda la poética de Mallarmé
definitiva, sin más función que el propio ejercicio del símbolo, se produce esa ruptu- consiste en suprimir al autor en beneficio de la escritura (lo cual, como se verá, es
ra, la voz pierde su origen, el autor entra en su propia muerte, comienza la escritura. devolver su sitio al lector). Valéry, completamente enmarañado en una psicología del
No obstante, el sentimiento sobre este fenómeno ha sido variable; en las sociedades Yo, edulcoró mucho la teoría de Mallarmé, pero, al remitir por amor al clasicismo, a
etnográficas, el relato jamás ha estado a cargo de una persona, sino de un mediador, las lecciones de la retórica, no dejó de someter al Autor a la duda y la irrisión, acentuó
chamán o recitador, del que se puede, en rigor, admirar la «performance» (es decir, el la naturaleza lingüística y como «azarosa» de su actividad, y reivindicó a lo largo de
dominio del código narrativo), pero nunca el «genio». El autor es un personaje mo- sus libros en prosa la condición esencialmente verbal de la literatura, frente a la cual
derno, producido indudablemente por nuestra sociedad, en la medida en que ésta, al cualquier recurso a la interioridad del escritor le parecía pura superstición. El mismo
salir de la Edad Media y gracias al empirismo inglés, el racionalismo francés y la fe Proust, a pesar del carácter aparentemente psicológico de lo que se suele llamar sus
personal de la Reforma, descubre el prestigio del individuo o, dicho de manera más análisis, se impuso claramente como tarea el emborronar inexorablemente, gracias a
noble, de la «persona humana». Es lógico, por lo tanto, que en materia de literatura sea una extremada sutilización, la relación entre el escritor y sus personajes: al convertir
el positivismo, resumen y resultado de la ideología capitalista, el que haya concedido al narrador no en el que ha visto y sentido, ni siquiera el que está escribiendo, sino en
Barthes / Foucault - 110

el que va a escribir (el joven de la novela – pero, por cierto, ¿qué edad tiene y quién es niveles). Para empezar, el tiempo ya no es el mismo. Cuando se cree en el Autor, éste
ese joven’? – quiere escribir, pero no puede, y la novela acaba cuando por fin se hace se concibe siempre como el pasado de su propio libro: el libro y el autor se sitúan por
posible la escritura), Proust ha hecho entrega de su epopeya a la escritura moderna: sí mismos en una misma línea, distribuida en un antes y un después: se supone que el
realizando una inversión radical, en lugar de introducir su vida en su novela, como Autor es el que nutre al libro, es decir, que existe antes que él, que piensa, sufre y vive
tan a menudo se ha dicho, hizo de su propia vida una obra cuyo modelo fue su pro- para él; mantiene con su obra la misma relación de antecedente que un padre respec-
pio libro, de tal modo que nos resultara evidente que no es Charlus el que imita a to a su hijo. Por el contrario, el escritor moderno nace a la vez que su texto; no está
Montesquiou, sino que Montesquiou, en su realidad anecdótica, histórica, no es sino provisto en absoluto de un ser que preceda o exceda su escritura, no es en absoluto el
un fragmento secundario, derivado, de Charlus. Por último, el Surrealismo, ya que sujeto cuyo predicado sería el libro; no existe otro tiempo que el de la enunciación, y
seguimos con la prehistoria de la modernidad, indudablemente, no podía atribuir al todo texto está escrito eternamente aquí y ahora. Es que (o se sigue que) escribir ya no
lenguaje una posición soberana, en la medida en que el lenguaje es un sistema, y en puede seguir designando una operación de registro, de constatación, de representa-
que lo que este movimiento postulaba, románticamente, era una subversión directa de ción, de «pintura» (como decían los Clásicos), sino que más bien es lo que los lingüis-
los códigos –ilusoria, por otra parte, ya que un código no puede ser destruido, tan sólo tas, siguiendo la filosofía oxfordiana, llaman un performativo, forma verbal extraña
es posible «burlarlo»– pero al recomendar incesantemente que se frustraran brusca- (que se da exclusivamente en primera persona y en presente) en la que la enunciación
mente los sentidos esperados (el famoso «sobresalto» surrealista), al confiar a la mano no tiene más contenido (más enunciado) que el acto por el cual ella misma se profiere:
la tarea de escribir lo más aprisa posible lo que la misma mente ignoraba (eso era la algo así como el Yo declaro de los reyes o el Yo canto de los más antiguos poetas; el
famosa escritura automática), al aceptar el principio y la experiencia de una escritura moderno, después de enterrar al Autor, no puede ya creer, según la patética visión de
colectiva, el Surrealismo contribuyó a desacralizar la imagen del Autor. Por último, sus predecesores, que su mano es demasiado lenta para su pensamiento o su pasión,
fuera de la literatura en sí (a decir verdad, estas distinciones están quedándose cadu- y que, en consecuencia, convirtiendo la necesidad en ley, debe acentuar ese retraso y
cas), la lingüística acaba de proporcionar a la destrucción del Autor un instrumento «trabajar» indefinidamente la forma; para él, por el contrario, la mano, alejada de toda
analítico precioso, al mostrar que la enunciación en su totalidad es un proceso vacío voz, arrastrada por un mero gesto de inscripción (y no de expresión), traza un campo
que funciona a la perfección sin que sea necesario rellenarlo con las personas de sus sin origen, o que, al menos, no tiene más origen que el mismo lenguaje, es decir, exac-
interlocutores: lingüísticamente, el autor nunca es nada más que el que escribe, del tamente eso que no cesa de poner en cuestión todos los orígenes.
mismo modo que yo no es otra cosa sino el que dice yo: el lenguaje conoce un «su-
jeto», no una «persona», y ese sujeto, vacío excepto en la propia enunciación, que es ¨
la que lo define, es suficiente para conseguir que el lenguaje se «mantenga en pie», es
decir, para llegar a agotarlo por completo. Hoy en día sabemos que un texto no está constituido por una fila de palabras, de las
que se desprende un único sentido, teológico, en cierto modo (pues sería el mensaje
¨ del Autor-Dios), sino por un espacio de múltiples dimensiones en el que se concuer-
dan y se contrastan diversas escrituras, ninguna de las cuales es la original: el texto es
El alejamiento del Autor (se podría hablar, siguiendo a Brecht, de un auténtico «dis- un tejido de citas provenientes de los mil focos de la cultura. Semejante a Bouvard
tanciamiento», en el que el Autor se empequeñece como una estatuilla al fondo de la y Pécuchet, eternos copistas, sublimes y cómicos a la vez, cuya profunda ridiculez
escena literaria) no es tan sólo un hecho histórico o un acto de escritura.’ transforma designa precisamente la verdad de la escritura, el escritor se limita a imitar un gesto
de cabo a rabo el texto moderno (o – lo que viene a ser lo mismo – el texto, a partir siempre anterior, nunca original; el único poder que tiene es el de mezclar las escritu-
de entonces, se produce y se lee de tal manera que el autor se ausenta de él a todos los ras, llevar la contraria a unas con otras, de manera que nunca se pueda uno apoyar en
Barthes / Foucault - 111

una de ellas; aunque quiera expresarse, al menos debería saber que la «cosa» interior ¨
que tiene la intención de «traducir» no es en sí misma más que un diccionario ya com-
puesto, en el que las palabras no pueden explicarse sino a través de otras palabras, y así Volvamos a la frase de Balzac. Nadie (es decir, ninguna «persona») la está diciendo:
indefinidamente: aventura que le sucedió de manera ejemplar a Thomas de Quincey su fuente, su voz, no es el auténtico lugar de la escritura, sino la lectura. Otro ejemplo,
de joven, que iba tan bien en griego que para traducir a esa lengua ideas e imágenes muy preciso, puede ayudar a comprenderlo: recientes investigaciones ( J.-P. Vernant)
absolutamente modernas, según nos cuenta Baudelaire, «había creado para sí mismo han sacado a la luz la naturaleza constitutivamente ambigua de la tragedia griega;
un diccionario siempre a punto, y de muy distinta complejidad y extensión del que re- en ésta, el texto está tejido con palabras de doble sentido, que cada individuo com-
sulta de la vulgar paciencia de los temas puramente literarios» (Los Paraísos Artificia- prende de manera unilateral (precisamente este perpetuo malentendido constituye
les); como sucesor del Autor, el escritor ya no tiene pasiones, humores, sentimientos, lo «trágico»); no obstante, existe alguien que entiende cada una de las palabras en su
impresiones, sino ese inmenso diccionario del que extrae una escritura que no puede duplicidad, y además entiende, por decirlo así, incluso la sordera de los personajes que
pararse jamás: la vida nunca hace otra cosa que imitar al libro, y ese libro mismo no es están hablando ante él: ese alguien es, precisamente, el lector (en este caso el oyente).
más que un tejido de signos, una imitación perdida, que retrocede infinitamente. De esta manera se desvela el sentido total de la escritura: un texto está formado por
escrituras múltiples, procedentes de varias culturas y que, unas con otras, establecen
¨ un diálogo, una parodia, una contestación; pero existe un lugar en el que se recoge
toda esa multiplicidad, y ese lugar no es el autor, como hasta hoy se ha dicho, sino
Una vez alejado el Autor, se vuelve inútil la pretensión de «descifrar» un texto. Darle a el lector: el lector es el espacio mismo en que se inscriben, sin que se pierda ni una,
un texto un Autor es imponerle un seguro, proveerlo de un significado último, cerrar todas las citas que constituyen una escritura; la unidad del texto no está en su origen,
la escritura. Esta concepción le viene muy bien a la crítica, que entonces pretende sino en su destino, pero este destino ya no puede seguir siendo personal: el lector es
dedicarse a la importante tarea de descubrir al Autor (o a sus hipóstasis: la sociedad, un hombre sin historia, sin biografía, sin psicología; é! es tan sólo ese alguien que
la historia, la psique, la libertad) bajo la obra: una vez hallado el Autor, el texto se mantiene reunidas en un mismo campo todas las huellas que constituyen el escrito. Y
«explica», el crítico ha alcanzado la victoria; así pues, no hay nada asombroso en el ésta es la razón por la cual nos resulta risible oír cómo se condena la nueva escritura en
hecho de que, históricamente, el imperio del Autor haya sido también el del Crítico, nombre de un humanismo que se erige, hipócritamente, en campeón de los derechos
ni tampoco en el hecho de que la crítica (por nueva que sea) caiga desmantelada a la del lector. La crítica clásica no se ha ocupado nunca del lector; para ella no hay en la
vez que el Autor. En la escritura múltiple, efectivamente, todo está por desenredar, literatura otro hombre que el que la escribe. Hoy en día estamos empezando a no caer
pero nada por descifrar; puede seguirse la estructura, se la puede reseguir (como un en la trampa de esa especie de antífrasis gracias a la que la buena sociedad recrimina
punto de media que se corre) en todos sus nudos y todos sus niveles, pero no hay un soberbiamente en favor de lo que precisamente ella misma está apartando, ignorando,
fondo; el espacio de la escritura ha de recorrerse, no puede atravesarse; la escritura sofocando o destruyendo; sabemos que para devolverle su porvenir a la escritura hay
instaura sentido sin cesar, pero siempre acaba por evaporarlo: procede a una exención que darle la vuelta al mito: el nacimiento del lector se paga con la muerte del Autor.
sistemática del sentido. Por eso mismo, la literatura (sería mejor decir la escritura, de
ahora en adelante), al rehusar la asignación al texto (y al mundo como texto) de un 1968, Manteia.
«secreto», es decir, un sentido último, se entrega a una actividad que se podría llamar
contrateológica, revolucionaria en sentido propio, pues rehusar la detención del senti- * Es un anglicismo. Lo conservo como tal, entrecomillado, ya que para aludir a la “performance” de la gramática
do, es, en definitiva, rechazar a Dios y a sus hipóstasis, la razón, la ciencia, la ley. chomskyana, que suele traducirse por “actuación”. [T]
Barthes / Foucault - 112
Barthes / Foucault - 113
Barthes / Foucault - 114
Barthes / Foucault - 115
Barthes / Foucault - 116
Barthes / Foucault - 117
Barthes / Foucault - 118
Barthes / Foucault - 119

También podría gustarte