Desenmascarado
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Desenmascarado
EN el siglo y medio pasado se han contado muchas versiones acerca del Teatro de la Ópera de París
y su supuesto fantasma. La novela de Gastón Leroux suele considerarse la más exacta porque se basó
en los informes oficiales archivados en París durante el tiempo en que ocurrieron los hechos.
Hollywood, por su parte, ha interpretado la novela de diferentes maneras, tomándose
espectaculares licencias dónde y cuándo lo deseaban los directores. La versión más famosa, el exitoso
musical de Andrew Lloyd Webber, adaptada después al cine, da otra versión más de la historia.
Sólo cuando esta autora recibió los diarios personales de la señorita Christine Daaé (y verificó su
autenticidad) se ha conocido la verdadera historia: la que aparece en este libro.
Mi primera intención fue guardar el secreto de estos diarios, en deferencia a la familia de la
señorita Daaé y a la de los hermanos Chagny, pero después de reflexionar y considerarlo, me pareció
que por justicia para Christine y Eric no se podía seguir oscureciendo la verdad.
Durante decenios, en los diversos relatos de la romántica y horrorosa leyenda del fantasma de la
Ópera, se ha representado a Eric como un malvado asesino, a Christine como la ingenua desvalida y
manipulada, y al vizconde Raoul de Chagny como al enamorado y valiente pretendiente.
En realidad, los verdaderos incidentes de esos meses en el teatro de la Ópera son muy diferentes de
la versión oficial favorecida por el señor Leroux y la policía parisiense (en mi opinión, muy
probablemente, para proteger la reputación y la influencia de la familia Chagny).
Gran parte de lo que estas fuentes pretendían hacer pasar por realidad procedía al parecer de un
misterioso personaje al que sólo llaman «el persa», que aseguraba ser un íntimo amigo del fantasma.
De hecho, en todas las investigaciones y documentos que forman la base de los estudios de esta autora
no se describe ni se alude a la existencia de esta persona o entidad. Sólo cabe la interpretación,
entonces, de que este misterioso personaje fue simplemente un producto de la imaginación de Leroux
y de la policía parisiense, creado con el fin de eximir de toda culpa a los hermanos Chagny.
Así pues, la historia que aparece en este libro está tomada directamente y con todos sus detalles
explícitos, de los diarios de Christine Daaé. También he incluido detalles tomados de las cartas que le
enviaba la directora de ballet, madame Maude Giry, con la que mantuvo una estrecha amistad después
de los acontecimientos relatados aquí.
Esta es, pues, la historia completa de Christine, Eric y los hermanos Chagny: la verdad, de una vez
por todas.
Colette Gale
Agosto de 2007
PRIMERA PARTE
El Fantasma de la Ópera
CAPÍTULO 1
PARÍS, 1887.
Christine Daaé cerró los ojos al sentir caer ondulando la pesada y suntuosa seda alrededor de su
cuerpo ceñido por el corsé. Jamás había soñado que llevaría un vestido tan fino, con el brillo de tantas
gemas y los encajes que caían en cascada de todos los ribetes y volantes. La seda era de color rosa
claro y las joyas formaban un arco iris de colores carmesí, fucsia y verde peridotita. Encajes en todos
los matices de blanco, blanco nieve, blanco crema, blanco azulado, marfil viejo, caían de las mangas
hasta el suelo. Diminutas rositas de seda rosa y roja adornaban los agujeros del encaje siguiendo su
dibujo.
El vestido era pesado y olía al empalagoso perfume de Carlotta, y cuando la rodeó se le tapó la
nariz y le lagrimearon los ojos. El olor no era el aroma puro de rosas que le enviara su ángel de la
música, el aroma en que ella hundía feliz la nariz para aspirarlo. El olor del vestido desechado por
Carlotta era apestoso y sofocante, tal como la propia Carlotta.
Sin embargo, de todos modos se lo pondría, porque esa noche iba a ocupar el lugar de la prima
donna en algo más que su vestido. Cantaría el aria de Julieta de Roméo et Juliette de Gounod, delante
de todo el público del Teatro de la Opera porque ese día Carlotta, la estrella, se había marchado
pisando fuerte tras un ataque de furia.
Ese día, durante el ensayo, se soltó de su sujeción la barra de uno de los telones de fondo y cayó
muy cerca del vestido que tenía puesto Christine en ese momento pero que entonces llevaba la diva
Carlotta. Esta acababa de tener el placer de conocer a los dos nuevos administradores del teatro, los
señores Moncharmin y Richard, cuando la barra de madera con el telón cayó con gran estruendo a los
pies de ella, rozándole la orilla del vestido.
En el instante en que la barra con el pesado telón de lona tocó el suelo, Carlotta saltó hacia atrás
con toda la rapidez que le permitía su generoso volumen, haciendo saltar sus pechos y carrillos, y sus
gritos de indignación resonaron en el repentino silencio. Se dio una palmada en el pecho, haciendo
subir una nube de polvo blanco.
—¡Qué atrevimiento! ¡Qué atrevimiento! —gritó, arrancándose el alto sombrero con plumas y
arrojándolo a uno de los encargados del vestuario. —¡La Carlotta está enferma! ¡La Carlotta no va a
cantar!
Diciendo eso salió pisando fuerte del escenario, en un revuelo de faldas y plumas, mientras los dos
administradores la miraban consternados.
Se oyeron horrorizados susurros alrededor del escenario y en el foso de la orquesta:
—¡Es el fantasma de la Ópera!
—Ha vuelto a hacerlo.
—La barra podría haberla matado.
—Él fue el que me robó la borla para mis polvos —siseó una de las bailarinas.
—Anda como una sombra —añadió otra.
—Es un malvado —rió Joseph Buquet, el jefe de tramoyistas, agrandando los ojos para asustar a
las jóvenes bailarinas. —Tiene los ojos como carbones encendidos, los dientes negros y podridos. La
piel de la cara estirada y amarillenta, y su ropa negra le cuelga de los huesos. Os dará caza y se os
comerá para la cena.
Madame Giry, la directora del coro y del cuerpo de baile, silenció las murmuraciones con un fuerte
chasquido de los dedos y la mirada de sus ojos negros como azabache.
—No habléis de lo que no sabéis —ordenó, mirando fijamente a Buquet, que no se había
molestado en hablar en voz baja. —Ahora, ¡a trabajar! Tú también, Sorelli. Puede que seas nuestra
primera bailarina, pero de todos modos debes concentrarte en practicar.
Acto seguido hizo salir a las bailarinas a la sala de descanso del ballet, separada del escenario por
el bastidor metálico. Mairie la directora de coreografía, indicó a los actores que siguieran con el
ensayo. Si continuaron los susurros y murmullos, madame Giry no los oyó, o al menos simuló que no
los oía.
Sin duda era muy desafortunado que ese incidente ocurriera justo el día en que los dos
administradores nuevos tomaban las riendas del famoso Teatro de la Ópera de París. Los
administradores salientes, Debienne y Poligny, habían sido respetados y temidos por los actores. Pero
los dos nuevos, los señores Richard y Moncharmin, que procedían de una empresa de recogida y
eliminación de basura, simplemente tenían los ojos agrandados por una absoluta consternación.
Christine, que estaba lo bastante cerca de ellos para oír lo que conversaban, oyó a monsieur
Moncharmin preguntar a su compañero:
—¿Fantasma de la Ópera? Debienne y Poligny no dijeron nada de eso cuando nos entregaron la
dirección de este teatro. ¿Qué puede significar esto?
Monsieur Richard, el más alto y pulcro de los dos, se metió las manos en los bolsillos del chaleco
y se empinó sobre las puntas de los pies.
—Podría tratarse sólo de una extraña leyenda, Armand. Ahora estamos en el mundo del teatro.
Entre esta gente hay muchas supersticiones y cuentos, de los que nos iremos enterando con el tiempo.
Estoy seguro de que resultará muy entretenido, en más de un sentido.
—Se rió, indulgente, y volvió a ponerse serio. —Lo más importante es ¿cómo reemplazamos a La
Carlotta para la gala de esta noche? No hay ninguna otra que cante tan bien.
—No podemos cancelar la representación —masculló Moncharmin. —Asistirá Chagny, y todo
debe estar en regla.
Entonces, antes que Christine alcanzara a pestañear, madame Giry ya había salido de la sala de las
bailarinas y de un empujón la puso delante de los administradores.
—La señorita Daaé será una muy buena sustituta de La Carlotta esta noche. Su canto ha mejorado
enormemente estos tres últimos meses.
Monsieur Richard miró a Christine, y arqueando una ceja paseó la mirada por su sencillo vestido
de chica del coro y del ballet, con un remiendo en el lugar donde por descuido se lo quemaron con las
tenacillas para rizar el pelo; además, llevaba la orilla toda deshilachada. Ella juntó las manos, notando
que tenía las palmas mojadas; no sabía si sentir miedo o esperanza. ¿Era esa la oportunidad que creía
que no tendría jamás?
—¿Una de las bailarinas? No sé cómo…
—Vamos, Richard —terció Moncharmin—, ¿qué mal hay en darle una oportunidad a la chica?
Después de todo, ¿hay otra?
Moviendo la mano en un gesto de barrido, indicó a Christine que fuera a ocupar el lugar principal
del escenario y haciendo chasquear los dedos dio la orden al director de la orquesta para que tocaran.
Con la garganta tan reseca que no sabía si le saldría alguna nota, Christine caminó hasta el centro
del escenario, con aquella ancha falda que le llegaba hasta las pantorrillas meciéndose con cada paso.
El escenario, que estaba levemente inclinado hacia las luces de gas que bordeaban el proscenio, le
pareció enorme y aterrador, aun cuando las butacas del teatro estaban totalmente vacías.
Sonaron varías notas discordantes mientras los violinistas volvían a sus asientos y el cellista
preparaba su arco, ya que todos los componentes de la orquesta habían abandonado sus asientos
cuando ocurrió el accidente con el telón de fondo, y ahora tenían que reinstalarse. Y entonces, como si
hubiera esperado una eternidad, comenzó la melodía.
Conocía esa música, y abrió la boca para cantar, sacando el aire tal como le enseñara su ángel, con
la boca bien redondeada y las notas largas y precisas hasta el final. Mientras cantaba, primero
vacilante, luego algo temblorosa, y después con una voz dulce, más fuerte y clara, disfrutó de la
maravilla del momento más fascinante de sus diecisiete años de vida.
Cerró los ojos, pues tenía grabados en la memoria todos los detalles de aquel hermoso teatro,
aunque en su imaginación añadía personas llenando todas las filas de butacas, que formaban una suave
curva detrás del foso de la orquesta y más allá en la galería. En la elevada cúpula del cielo raso del
auditorio estaban pintadas las musas, en la colorida ejecución de Lenepveu, bailando graciosamente en
un círculo de nubes. Del centro de la pintura bajaba una larga cadena de la que colgaba una magnífica
araña de cristal.
Los palcos con interiores en color carmesí adornaban las paredes del teatro; los más cercanos tan
próximos, que era posible distinguir los detalles del vestido de cualquier espectadora que lo ocupara.
Macizas columnas doradas separaban los palcos y la parte frontal de cada uno estaba adornado por
dibujos tallados de flores, flores de lis y querubines. Arriba, sobre el arco del proscenio, había más
ángeles tocando sus elegantes trompetas.
Aunque los administradores no le permitieran cantar esa noche, estaba en el escenario «cantando»,
haciendo lo que siempre había soñado, con lo que había fantaseado desde que era niña.
Si esa iba a ser su única oportunidad, «él» la había preparado bien para ello, por lo que estaba
disfrutando de cada momento. Había aprendido que las cosas cambian muy rápido en la vida y a coger
la dicha cuando se la ofrecían, porque eso era algo excepcional y precioso.
Cuando terminó el aria no pudo resistir la tentación de hacer una elegante reverencia, aun cuando
no había público para verla. Entonces, al enderezarse, miró primero a madame Giry, y en su severa
cara vio un leve gesto de aprobación; entonces miró al escéptico monsieur Richard.
Estaba sonriendo.
En ese momento, mientras la preparaban para la representación de esa noche, con la que se iba a
celebrar la toma de posesión de los nuevos administradores del teatro y sus nuevos mecenas
patrocinadores, madame estaba detrás de ella, observándola en el espejo que cubría parte de la pared
desde el suelo hasta el cielo raso.
—Estás bella, Christine —le dijo, examinándole con ojo crítico desde la caída del vestido hasta el
pelo recogido en lo alto de la cabeza. Se miraron por encima de las tres encargadas del vestuario, que
le estaban revisando los últimos detalles del peinado, los zapatos, los volantes. —Él estará muy
complacido.
Al oír ese «él» Christine sintió agitarse el aire en su pequeño camerino. De repente lo sintió
caliente, aunque se le enfrió la punta de la nariz y se le erizó el vello de los brazos. Sintió arder las
mejillas al apercibir el cambio del aire como una caricia en la nuca y la parte de detrás de los
hombros. Ay, si su ángel se le mostrara, si se le presentara en persona y no sólo con esa hermosa voz
magnética, adormecedora, que empleaba en sus clases de canto.
—Es mi mayor deseo complacerlo —dijo, sin dejar de mirar el espejo.
Éste dominaba el pequeño camerino, el camerino que, según madame Giry, él había insistido que
usara ella, ahora que no estaba en el coro ni en el ballet.
—Vamos, basta de alboroto —ladró madame a las nerviosas y curiosas chicas que al parecer
habían notado el cambio en el aire y estaban mirando hacia todos lados asustadas. —¡Fuera!
Las hizo salir a todas y, con la mano en la puerta, se giró a mirar a Christine.
—Él desea estar un momento contigo antes de que cantes.
Christine se sorprendió. Las clases en las que le enseñaba a dominar su voz no educada y a sentir
la música en todo su ser, se las daba o bien en la capilla, donde ella rezaba por sus padres y donde le
habló por primera vez, o bien en el conservatorio. Pero jamás se comunicaba con ella bajo ningún
concepto. ¿Lo haría ahora?
Madame salió y ella continuó delante del espejo, mirándose a sí misma y al largo espacio vacío
que se veía a sus espaldas. La luz era suave y cálida, y sin embargo se formaban largas sombras en el
cielo raso curvo.
Lo sintió. Él estaba ahí, su Ange, su ángel de la música.
Se agitó el aire y las lámparas de gas se apagaron, con un suave sonido. A ella le revoloteó el
corazón en el pecho; se le mojaron las palmas, igual que esa tarde. Pero no se movió, aunque vio que
lo que antes era su reflejo en el inmenso espejo, ahora se había reducido a brillantes matices de
plateado, gris y negro.
Entonces tuvo la sensación de que algo ligero y cálido, fuerte y suave, le bajaba, como un roce,
desde sus hombros siguiendo la curva de la espalda del vestido. Soltó el aliento y sintió el calor más
cerca de su piel. Se le aceleró el corazón; él estaba ahí. ¡Estaba en el camerino con ella!
Sintió pasar por la piel unos dedos enguantados en piel suave, fresca, flexible, por la hondonada
entre sus delicados huesos, rozándole la larga nuca desnuda. Se le encendió la excitación ante su
contacto, haciéndole bajar un intenso placer hasta las profundidades del vientre. Cerró los ojos, inspiró
estremecida y alargó la mano hacia el frío cristal del espejo. Notó el implacable frío en la mano, una
anomalía, dado el calor que sentía arder en la piel.
Él suspiró, de pie detrás de ella, y ella percibió su altura y su fuerza, en medio de la oscuridad que
la rodeaba.
—Esta noche en el escenario, cantarás para mí.
Como siempre, el timbre de su voz la asustó por su intensidad, la arropó con su dulce cadencia, la
atormentó con su insinuación de burla. Su voz encarnaba la belleza de la música que ella tanto amaba,
con su ritmo, su tono y su serena e implacable autoridad. Y esa noche, en lugar de hablarle desde un
lugar oculto, desencarnado, estaba ahí, detrás de ella, junto a ella. Tocándola.
—Sí—dijo.
Comenzó a girarse para verlo, desesperada por verlo, pero él se lo impidió, poniéndole las manos
sobre los hombros; firmemente.
—No.
Nunca había visto a su ángel; sólo lo había oído hablarle en la oscuridad, tal como estaban ahí, o
incluso a la tenue luz del conservatorio, cuando la visitaba a solas para practicar, y en la capilla,
cuando él cantaba en un murmullo bajo, fantasmagórico, mientras ella rezaba por el alma de su padre,
y por la de su madre, que había muerto hacía ya tanto tiempo. Sólo una vez sintió que él la tocaba,
pero estaba durmiendo y no estaba segura de si no habría sido sólo un sueño.
Eso, sus manos enguantadas acariciándole los hombros y cerrándose alrededor de su cuello,
produciéndole delicados estremecimientos, no era un sueño. Muchas veces se había preguntado si él
sería un espíritu o un fantasma. Pero la cálida solidez que sentía en su espalda le contestaba la
pregunta: no era un espíritu.
Era un hombre, tal vez más… pero de ninguna manera un espectro que se fuera a disolver en el
aire. El fantasma de la Ópera era un ángel con una voz misteriosamente exquisita.
Cuando cantaba, era una potente voz de tenor.
Cuando la mimaba, suave terciopelo.
Cuando se enfadaba, fría y cortante como un estilete.
—Christine —susurró él en su oído, su boca muy cerca y cálida.
Las sílabas de su nombre sonaron profundas, elegantes, mimosas.
Ella abrió la mano derecha en el cristal del espejo dejando un poco de la humedad de la palma
producida por los nervios. Pasó la otra mano por encima de la cabeza y tocó un pelo suave, que no era
el suyo. Hundió los dedos en los abundantes cabellos, sintió el movimiento de su cuero cabelludo en
las yemas de los dedos, y al mismo tiempo notó que algo le presionaba la espalda a la altura de las
caderas. Él estaba excitado, tenía el miembro duro y sólido; lo percibió a través de las capas de seda
del vestido y el miriñaque. Eso le produjo una oleada de excitación que le inundó el lugar de la
entrepierna.
Retiró la mano del espejo, fría y húmeda, y buscó detrás de ella, rozándole la cabeza tal como
hiciera con la mano izquierda; luego la bajó por su sien y tocó algo suave e inesperado donde debía
estar la frente; algo sin vida, frío, dúctil, blando. No era piel, no era pelo.
Él se apartó, le cogió las manos, se las bajó y se las puso a la espalda, entre ellos, aprisionadas en
la base de la columna, donde ella sentía moverse los pliegues de su capa.
—Me sorprende tu osadía, Christine.
—¿Por qué no puedo verte?
—Me verás cuando sea el momento.
Christine sintió un contacto cálido y ligeramente húmedo en el cuello, que le hizo bajar
estremecimientos hasta la parte baja del vientre; intentó girarse, pero él le cogió firmemente las
muñecas.
—Cuando sea el momento —repitió él, con la boca sobre su delicado hombro. —Ahora… canta
para mí esta noche, y si me complaces serás recompensada con mi veneración.
Y repentinamente, ya no estaba.
Volvieron a encenderse las luces y Christine se encontró sola en su camerino. La única señal de lo
que había ocurrido eran las marcas de sus huellas digitales en el espejo, y un brillante hilillo de
humedad en el cuello.
El mar de caras, el calor de las lámparas de gas, el borde del escenario, la rara constricción que le
producía el pesado vestido, las luces y el sonido de las respiraciones profundas que debía hacer, y todo
ese mosaico de sensaciones no abandonaban su mente mientras cantaba. Sentía salir la música de su
cuerpo como si fuera liberada por una energía reprimida. Oía las reverberaciones cuando las notas
agudas y largas llenaban el espacio del escenario. Y entonces al hacer su última inspiración y dejar
salir la última nota, al mar de caras embelesadas se unieron los aplausos atronadores, vivas y gritos. El
ángel de la música estaría complacido.
Y por encima de los gritos y silbidos, oyó la voz, en lo profundo de su corazón: «Bravo,
bravísimo».
Entre bastidores vio a madame Giry, asintiendo y sonriendo de oreja a oreja con sus despejados
ojos calculadores.
Tuvo que continuar en el centro del escenario haciendo esmeradas reverencias una y otra vez
dentro de su pesado y ceñido vestido, mientras a sus pies caían flores, guantes e incluso sombreros.
Desde el palco que ocupaban, el conde y el vizconde de Chagny la observaron bajar la cabeza cuando
hizo su tercera reverencia. El público seguía rugiendo y aplaudiendo.
—Una mujer muy hermosa, muy exuberante —musitó Philippe, el conde, volviendo a acomodarse
en su asiento. —No me extraña que La Sorelli no quisiera presentármela durante nuestro romance. Es
la Señorita Daaé ¿no? Me gustaría saber de dónde ha venido y cuánto tiempo lleva aquí. Nunca la he
visto en el salón de las bailarinas ni en el de las cantantes. ¿Dónde ha estado escondida?
—Su padre murió hace unos años —contestó Raoul, su hermano menor. —No sé cuánto tiempo
lleva aquí en el Teatro de la Ópera. Yo me enteré esta semana de que estaba aquí. No he hablado con
ella desde hace años.
—Bueno, no me extraña que hayas insistido en asistir sin la compañía habitual de la señorita Le
Rochet.
Philippe observó que Raoul no apartaba la vista de aquella chica de pelo moreno que estaba en
medio del escenario.
—Conocí a la señorita Daaé en la orilla del mar cerca de Perros-Guirec hace unos años. ¿Te
acuerdas de ese verano? Tú estabas ahí también ese primer día cuando los conocí, a ella y a su padre.
—Seguro que no olvidaría un cuerpo tan hermoso si lo hubiera visto.
No, desde luego. No estaba acostumbrado a pasar junto a una mujer tan hermosa sin encontrar una
manera de probarla. Y con una actriz, sería fácil llegar y cogerla, pese a la creciente fuerza de la
burguesía, que creía que con la Tercera República y la elevación de su clase, las actrices habían
cambiado su fibra moral convirtiéndose por arte de magia en mujeres recatadas.
Irrisoria suposición.
—Éramos más jóvenes entonces —dijo Raoul—, y ella tan sólo una niña. Impedí que se le volara
el fular y se lo llevara el oleaje. ¡Oh, mírala! Parece a punto de desmayarse.
Se levantó de un salto como para correr a su lado.
Philippe le cogió el brazo y lo sentó.
—Siéntate, querido hermano. No es apropiado que un Chagny haga el ridículo por una cantante o
una bailarina, ni siquiera por una tan hermosa y dotada como ella. Y, mira, ya la han cogido. No se iba
a caer al suelo delante de todo el público del teatro sin que nadie se fijara.
Y era cierto; varias de las bailarinas habían corrido a su lado a sujetarla cuando comenzó a
desplomarse. Tenía la cara muy pálida. Philippe se giró a mirar a Raoul, pensativo. —Pareces bastante
interesado en ella.
—Nunca he conocido a una mujer más hermosa y encantadora. Ese fue un verano inolvidable, y
pasé muchísimo tiempo con ellos. Tú estabas tan ocupado con tus asuntos que no te fijaste. Conocí a
su padre, que era un violinista fabuloso; nos tocaba música y ella cantaba. Por aquel entonces su voz
sólo era pasable, pero prometía mucho. Ahora canta más bellamente que nunca. Monsieur Daaé nos
contaba unas historias maravillosas sobre el ángel de la música y la pequeña Lotte, historias de
Suecia, de donde ellos procedían. A él nunca le gustó vivir en Francia, y solía contarnos historias de su
tierra, por la que sentía una inmensa nostalgia.
Raoul parecía sumido en sus recuerdos, lo que fastidió muchísimo a Philippe, que prefería vivir el
momento. Se levantó.
—Entonces me imagino que debemos darnos prisa en ir a felicitar a la señorita Daaé por su bella
actuación. Estará encantada de renovar su amistad contigo, mientras yo voy al salón de las bailarinas,
donde está La Sorelli esperando para renovar la amistad conmigo.
Una sonrisa jugueteó en sus labios. Eso podría ser muy interesante, pensó.
Cuando por fin salió del escenario, Christine fue rodeada por las chicas del coro y del ballet, al que
ella había pertenecido hasta esa tarde. Aun cuando ese nuevo papel era sólo temporal, toda la
experiencia había sido como un sueño. Las chicas la acompañaron de vuelta a su camerino aclamando,
dando palmadas y llevándola como a una heroína, porque lo que ella había logrado era la mayor
ilusión que cada una de ellas llevaba en su corazón.
Aunque atolondrada por la experiencia, las manos le temblaban y las rodillas le flaqueaban,
Christine se sentía como si no pudiera ser más feliz. Había cantado a la perfección, con la voz pura y
afinada, vestida con ese pesado y precioso vestido que daba la impresión de que perteneciera a una
reina. Los aplausos habían sido para ella, para ella sola. Las caras embelesadas, fila tras fila de caras,
la honraban a ella.
Era como si hubiera retrocedido en el tiempo al momento en que, siendo muy niña, vio a la
hermosa señora vestida con un brillante vestido dorado todo adornado con perlas y rubíes, con sus
cabellos color miel recogidos en bucles y trenzas, de los que se soltaban suaves guedejas a los lados de
las orejas, adornados con más joyas y cadenillas de oro, mientras ella, la pequeña Christine, la miraba
con adoración.
Nunca olvidaría cuando aquella bella mujer abrió sus labios rosados, tan llenos y brillantes y dejó
salir ese increíble sonido. Recordaba cómo se le ensanchó el corazón en el pecho al oír su voz, cómo
deseó tocar la orilla de su falda, cuyos volantes caían en cascada y rozaban el suelo del escenario justo
ante sus ojos. Recordaba cómo, mirándola impresionada, deseó estar ella ahí en su lugar, como un
espléndido pájaro, capaz de emitir esos sonidos puros, dulces, y parecer una princesa de cuento de
hadas.
Y tuvo la seguridad de que estando ahí en el escenario, en medio de toda esa adoración, vestida tan
exquisitamente como una reina, la mujer se sentía feliz, dichosa. Tenía que sentirse así, pues no se
puede ser tan bella y tan adorada sin sentirse feliz y segura.
Finalmente llegó a convencerse de que esa hermosa mujer era su madre, que murió cuando ella
tenía cinco años. El recuerdo lo usaba como un talismán, como una inspiración, como un escape de
una vida tan apagada e insípida como brillante y colorido era el vestido que llevaba.
Su solitaria vida con su padre, que seguía sumergido en su aflicción por la pérdida de su mujer,
tenía pocos placeres. Él, al ser un famoso violinista, viajaba por todas partes y la llevaba siempre
consigo; por lo tanto, no tenía casa ni amigas y simplemente veía una ciudad tras otra desde coches y
pequeñas habitaciones de hotel. Sólo después de ese ya tan lejano verano que pasaron junto al mar en
Perros-Guirec su padre decidió afincarse en un lugar. Pero eso ocurrió muchos años después de que
ella viera y se enamorara de aquella hermosa dama.
Y esa noche, con las piernas temblorosas y el estómago revuelto, se había convertido en la
hermosa dama de sus sueños.
Y ahora todo iría bien. Sería feliz, amada y estaría segura.
Pero en el momento en que llegó a la puerta de su camerino, sonó una profunda voz masculina que
dominó la estridente cháchara de las chicas que la acompañaban.
—¿Señorita Daaé?
La voz, que no era la descarnada de su ángel, sino una muy terrenal, sonó detrás de ella muy cerca
y la distrajo de la tarea de girar la llave en la puerta del camerino.
Mientras se giraba, a sus oídos llegaron los comentarios siseados por las chicas impresionadas:
—¡El vizconde de Chagny!
—¡Es él!
—¡El hermano del nuevo mecenas!
Entonces lo vio y lo reconoció inmediatamente.
—¡Raoul! —exclamó, sin pensar.
Pero claro, él era un amigo de la infancia, al que había llegado a conocer durante un corto y feliz
periodo de ese verano junto al mar.
Qué guapo estaba, cuánto había crecido; estaba alto, todo él bien cincelado y elegante, desde sus
esbeltos dedos al delgado bigote bien recortado. Su pelo largo y rubio, recogido en la nuca, brillaba
dorado como ámbar oscuro a la luz. Sus ojos azul claro le sonreían, llevándola de vuelta a esos días
cuando jugaban y escuchaban las historias de su padre sobre el ángel de la música. Vio que vestía el
uniforme de la Marina, lo que no la sorprendió, porque ya en esa época, tantos años atrás, le encantaba
el mar.
Pensó qué diría él si le contaba que la había visitado un verdadero ángel, que llevaba unos meses
dándole clases, y que debido a sus enseñanzas ella se había convertido en la hermosa señora.
Él avanzó y el mar de chicas se apartó como si él hubiera sido Moisés y ellas las aguas del Mar
Rojo. Entonces cogió la llave que ella tenía en la mano por la cinta con borla.
—Permítame, señorita Daaé.
La giró en la cerradura y abrió la puerta con un elegante movimiento. Ella pasó junto a él,
observando de paso que su pesado vestido le rozaba las brillantes botas y el puño de la chaqueta.
Él entró tras ella, cerró la puerta y se quedaron solos.
Las lámparas estaban encendidas y las sombras que muchas veces se veían tan alargadas y
teatrales ahora aparecían bajas y marrones, sin acecharla por los rincones como solían hacer. Ya le
habían llevado flores y había floreros por todas partes: en el suelo, en el tocador, en la mesita para el
té, incluso en la banqueta. Rosas, margaritas, alhelíes, azucenas… perfumaban el aire.
Raoul se le acercó, le cogió una mano y se la llevó a sus labios perfectos.
—Christine, has estado magnífica.
—Raoul, qué alegría volver a verte —dijo ella, retirando la mano de la de él y pasándole las yemas
de los dedos por la hermosa mejilla; la sintió cálida y suave.
—Has crecido mucho. No podía creer que fueras tú, mi pequeña Christine, la que cantaba como un
ángel.
Un ángel.
Repentinamente nerviosa, retrocedió.
—Raoul, no soy un ángel.
Él no pareció notar su aprensión.
—Lo eres, eres un ángel hermoso. Tendré que poner empeño en venir a la ópera todas las noches,
ahora que Philippe y yo somos los mecenas y que tú eres la nueva estrella.
—Espero verte a menudo —dijo ella, y al instante sintió un cambio en el aire. Era «él». No sabía
por qué, pero no quería que supiera de la existencia de Raoul, que supiera que tenía un admirador. —
Raoul, ¿te parece que salgamos de aquí? Tengo que hablar con los señores Richard y Moncharmin;
además, tengo hambre, y tenemos muchísimo de qué hablar. Han pasado muchos años.
—Sí, desde luego, me hará feliz acompañarte a cenar.
Ella abrió la puerta y fue saludada por un grupo de admiradores que esperaban impacientes con
ramos de flores en las manos.
—Ah, caramba —dijo, afablemente, complacida, pero muy consciente del cambio apenas palpable
que se había producido en la atmósfera de su camerino.
Raoul pasó por su lado y se puso delante de ella, bloqueando la puerta, como para impedir que los
del grupo vieran el interior del camerino o, tal vez, vieran demasiado de ella, y se giró a mirarla.
—Iré a buscar mi coche y volveré a recogerte dentro de un momento. ¿Llamo a alguien para que te
ayude a cambiarte?
—No, no, gracias, Raoul, podré arreglármelas sola.
Él cerró la puerta y ella se quedó sola. Y entonces cayó en la cuenta de que no estaba sola.
—¿Madame Giry?
Madame Giry ya estaba detrás de ella, soltándole rápidamente los botones de la espalda del
vestido.
—Lo has hecho muy bien esta noche, Christine. Pero él no estará complacido si descuidas tu
descanso en favor de actividades sociales.
La espalda del vestido se abrió y madame le pasó las cálidas manos por los hombros, bajándoselas
por los brazos y empujando la seda de las mangas hasta que el vestido cayó entero al suelo.
—Guárdate de enfadarlo, Christine. Su ira es insoportable. ¿Estás segura de que es juicioso ir a
cenar con el vizconde?
O sea, que tenía razón al temer que a su ángel no lo haría feliz saber que ya tenía un admirador.
—Pero debo comer, madame. Y él no es otra cosa que un viejo amigo, y es el hermano del nuevo
patrocinador. Es bueno para el éxito del teatro que él desee cenar conmigo.
La cara de madame, envejecida pero todavía hermosa, se endureció de preocupación. Se inclinó a
susurrarle al oído, produciéndole estremecimientos en ese lado del cuello con su aliento cálido y
húmedo:
—Ten cuidado, Christine, porque siendo su alumna tienes la oportunidad de encumbrarte, con o
sin el favor del hermano del patrocinador. Si lo complaces, él cuidará de ti como no te puedes ni
imaginar. Si lo disgustas, su ira será inmensa. Es genial y bueno, pero es egoísta y no está dispuesto a
compartirte. Fíjate en lo que te digo, Christine. Con él de profesor particular no tienes ninguna
necesidad de preocuparte por encontrar un protector, como las otras chicas.
¿Quería decir que su ángel sería su protector? ¿O simplemente que él deseaba estar seguro de que
ella no olvidaba sus enseñanzas?
En lugar de preguntárselo, porque la idea de que él pudiera oírla le producía una inquietante
sensación en el estómago, le dio un giro al tema:
—¿Un protector? ¿Raoul? No creo que se le haya pasado esa idea por la cabeza. Sólo es un viejo
amigo, contento de volver a verme. De todos modos, haré caso de su advertencia, madame —añadió,
muy seria; no olvidaba que fue su ángel el que la preparó para esa maravillosa noche. —Sólo es una
cena, para celebrar mi debut.
—Espero que no lo olvides, querida mía. Y es apropiado que lo celebres. Ahora, rápido, debes
cambiarte y prepararte para la cena. Tiene que ser una comida breve, para que duermas bien esta
noche. Mira, te he traído un vestido.
Sorprendida, y avergonzada porque no había pensado qué se pondría para ir a cenar con un
«vizconde» y los administradores del teatro, Christine se giró a mirar.
—Es precioso. ¿De dónde lo ha sacado?
El vestido era pasmoso, y muy elegante; no se parecía en nada a ningún vestido que hubiera
poseído ella, ni siquiera visto de cerca. Todos los trajes para las óperas eran hermosos, enjoyados y
adornados, lo mejor para que se vieran desde todos los palcos y butacas, pero pesaban demasiado y
eran fantasiosos en exceso para usarlos en el mundo real.
—Intimidé a Tiline para que te lo prestara. Su monsieur Boulan le ha regalado bastantes vestidos
preciosos últimamente.
Era un vestido para una cena de gala, de satén granate oscuro, con el escote ribeteado por encaje
dorado que se unía en suaves pliegues en los extremos de los hombros. El encaje formaba un delgado
ribete en todo el escote en uve, por delante y por detrás, y la parte del corpiño que cubría los pechos
llevaba más encajes dorados.
La falda era casi tan pesada como la del vestido que se había puesto esa noche para cantar, y caía
en abundantes pliegues que en la espalda convergían en la base de la columna formando un polisón.
Una ancha cinta de satén dorado bajaba por cada lado de la parte delantera de la falda y se unían atrás
sobre el polisón en un enorme lazo dorado festoneado con rosas de satén blancas y rojas.
Cuando se miró en el espejo le costó reconocer a la tímida y solitaria Christine Daaé.
—Gracias, madame —dijo, cuando por fin salió del camerino.
No había nadie en el corredor; todo estaba en silencio, envuelto en sombras, muy diferente a lo que
ella estaba acostumbrada, con las idas y venidas de actores, músicos, encargados del vestuario,
utileros y tramoyistas; todo estaba silencioso y solitario, igual que ella.
Pero esa noche era una estrella. Todo el mundo deseaba verla, hablarle, estar con ella. Ya no era
una niña tímida y asustadiza, sino una mujer cotizada por un vizconde. Aun cuando él sólo fuera un
viejo amigo, no la habría buscado si no deseara verla.
No era una chica inocente. Madame Giry se encargaba de que ninguna de las bailarinas, las
llamadas «ratas de la Ópera», debido a que muchas veces llegaban al teatro muy jóvenes, ignorantes y
desaliñadas, y siempre se las veía por todas partes, fuera una ingenua inocente, aunque pudiera
parecerlo. Las instruía en todo; no se limitaba a enseñarles ballet. Madame Giry pensaba que cada una
de las «ratitas» era responsabilidad suya, porque muchas habían elegido la profesión para no acabar
siendo maestras de escuela o trabajando en labores manuales, por haber quedado huérfanas o porque
su familia era indigente.
El teatro es una profesión, les decía madame Giry, que permite a la mujer estar bastante al mando
de su vida, incluso a la hora de elegir amante o protector, si es joven y guapa o por lo menos tiene
talento, en el escenario y en el tocador. De esa manera madame se aseguraba de que ninguna de las
chicas a su cargo estuviera esperando a ser desflorada sin tener nada que lo demostrara; a sus ratitas
les enseñaba a aprovecharse, en lugar de que se aprovecharan de ellas. Las instruía acerca de cómo
elegir y atraer a un buen protector que no las maltratara físicamente en el tocador y que, por lo demás,
las tratara bien.
Pero Christine no lograba imaginarse que Raoul, ese hombre bueno, guapo y amable, que se lanzó
al agua para recogerle el fular cuando se le voló, se atreviera a pensar en ser su protector. Sintió un
calorcillo con sólo pensarlo.
Raoul no encajaba en la imagen de protector. Ella había conocido a los señores mayores que se
interesaron en cuidar de las dos ex bailarinas Tiline y Regina cuando estas comenzaron a hacer sus
solos y atrajeron la atención hacia ellas. Esos hombres tenían las mejillas mofletudas y unos ojillos
brillantes y entornados que siempre parecían estar mirando a través de la ropa de las chicas, aunque
después les daban palmaditas en la cabeza y les traían chucherías siempre que venían a visitarlas. Si
una no les miraba los ojos igual podía creer que o bien se trataba de su padre o de su tío favorito. Pero
claro, no era así y ella, que dejó de ser virgen el día que cumplió los dieciséis años, sabía muy bien
que esas miradas eran cualquier cosa menos paternales.
Y ahora las dos chicas, que ya no tenían tiempo para estar con las demás componentes del coro y
del ballet del que habían egresado hacía tan poco tiempo, se quejaban de tener que aceptar las
atenciones de esos dos viejos, que les pagaban la ropa, las joyas y sus pequeños apartamentos,
teniendo ellas su interés puesto en hombres más jóvenes, más atractivos y viriles, que no tenían esas
carteras pero sí otras amenidades.
Ella nunca había estado en situación de atraer la atención de un posible protector. Y en el caso de
que lo hubiera estado, se habría guardado de hacerlo, porque tenía fama de ser una de las chicas más
virtuosas de madame Giry. Era una chica que no coqueteaba, que no hacía promesas con los ojos, que
cuidaba de no enseñar los pechos, y de que no le asomaran los tobillos por debajo de las faldas.
Pero tal vez esa noche había cambiado todo. Había atraído muchísimo la atención; tal vez por eso
Raoul se apresuró tanto en bajar a su camerino y a cerrar la puerta para impedirle la entrada a nadie.
Tal vez simplemente deseaba protegerla de otros hombres que hubieran encontrado de interés su
repentino y triunfal debut.
No, no colocaba a Raoul en la misma categoría de esos señores mofletudos que miraban a las
bailarinas, cantantes y actrices como si fueran caballos a la venta, pero tampoco lo descartaba. Nada
de eso. Era guapo y encantador y era evidente que lo alegró verla.
Y en ese momento, en que debería ir caminando por el corredor en dirección a la puerta que daba a
la calle lateral, donde estaría Raoul esperándola, se sorprendió haciéndolo en dirección al escenario, el
lugar de su triunfo.
Rara vez había tenido ocasión de estar en el escenario cuando en el teatro, con todas sus filas de
asientos y su elevada cúpula, no había nada aparte de… de ecos. Ecos de representaciones del pasado,
ecos del humo de las luces apagadas, ecos de perfumes y de aplausos.
No sabía qué la impulsaba a ir allí, pero hizo caso de la llamada interior y entró en la desnuda
plataforma. Sus pasos, casi silenciosos con sus zapatos finos, la llevaron al centro del monstruoso
escenario, donde se quedó contemplando al público invisible.
Se agitó el aire, como una suave brisa, y se le erizó el vello de los brazos y de la nuca. Resistió el
deseo de mirar atrás; simplemente se pasó la mano por el brazo y continúo por el antebrazo, por
encima del guante largo, y repitió el movimiento; esperando.
De repente se encendió un foco de arriba que la dejó en medio de un círculo de luz blanca,
enmarcándola, destacándola de la oscuridad que la rodeaba. El círculo era compacto pero no tan
amplio que no pudiera salir de él dando unos dos pasos si quería para entrar en la oscuridad. Y
calentaba; aunque hacía apenas un momento que la iluminaba, sentía el calor de la luz en los hombros
desnudos, en el escote y en las partes de los brazos no cubiertas por los guantes.
La luz le nublaba la visión, igual que cuando había cantado. No veía los oscuros asientos del teatro
ni las cortinas de terciopelo rojo del borde del proscenio. Lo único que veía era el rayo de luz blanca;
lo único que sentía era un creciente calor.
—Christine.
El sonido de su nombre, suave, hueco, erótico, venía de atrás. O tal vez de arriba. No supo
discernir.
De repente sintió desbocado el corazón.
—¿Ange? —logró preguntar.
Antes que pudiera girarse, lo sintió detrás de ella otra vez, tal como habían estado en el camerino.
Él le hablaba, le enseñaba y cantaba con ella, pero nunca antes se había presentado así, en persona.
Pero hoy, lo había hecho dos veces en un día.
Él cerró las manos sobre sus hombros y ella sintió la piel flexible y algo pegajosa de sus guantes
acariciándole la suya, más delicada, y luego bajando las palmas por sus brazos, arrastrándole los
hombros del escotado vestido. La tela se le ciñó sobre los pechos, dejándole al descubierto los
pezones, que de repente estaban duros, desnudándole la piel al calor del foco.
—Me has complacido inmensamente esta noche —musitó él, con esa voz ronca y melodiosa.
Ella sintió arder la oreja y le pasaron hormigueos por el cuello, por los brazos, por los pechos y
pezones y bajaron hasta el vientre y más abajo.
Se atrevió a mirarse, y vio las manos enguantadas, negras, sobre sus blancos hombros, y la
profunda y oscura hendidura en forma de uve entre sus pechos levantados y juntos por el corsé, y
también, más abajo, las rosadas areolas encima del satén granate.
—Gracias —suspiró, levantando una mano para cubrirle la de él.
Sintió en la palma el leve estremecimiento de sus dedos, y pensó, ¿será de rabia? ¿O será un
estremecimiento igual al que ella sentía por todo el cuerpo?
Abrió sus dedos enfundados en unos guantes blancos sobre los algo más anchos y revestidos de
negro de él y sintió su calor en la piel de la palma. Él levantó la mano libre y la subió por su pelo
recogido, peinándolo suavemente con los dedos, y luego le cogió la cabeza y se la echó hacia atrás. El
rayo de luz le dio en los ojos, cegándola; los cerró y sintió el escozor de unas repentinas lágrimas.
Entonces él le rozó la cara con la suya, desde atrás; ella sintió la cálida piel sobre la mandíbula
derecha y luego la presión de sus labios. Mantuvo la cabeza inmóvil, con los ojos cerrados para
protegerlos de la luz. Intentó hacer una inspiración, y sólo consiguió estremecerse y emitir un suave
sollozo, por el placer que sentía arder donde él la estaba besando, como si quisiera aspirar su piel,
lenta e insistentemente.
Sintió esos labios cálidos, húmedos, suaves, deslizándose por su mandíbula y luego bajando por el
lado del cuello; le hormigueó el cuello, se le entreabrieron los labios y se le debilitaron las piernas.
Cerró la mano sobre la de él en el hombro y levantó la otra hacia atrás para tocarle la cara. Necesitaba
sentirlo, conocerlo.
—No —gruñó él y, retirando la mano de su pelo, le cogió la mano y la apartó de su cara.
Con un rápido movimiento, le aprisionó las dos muñecas por encima de la cabeza, y las sujetó con
una mano.
Ella lo sintió moverse, lo sintió levantar la otra mano y, de repente, sintió algo alrededor de las
muñecas. Ahogando una exclamación, intentó liberarse los brazos, pero él era mucho más fuerte.
Antes que se diera cuenta, él ya le tenía las manos amarradas sobre la cabeza, con las muñecas
cruzadas y los codos levemente flexionados.
—¿No sabías que la curiosidad mató al gato? —le susurró él amablemente al oído.
Al parecer ya se había disipado su repentino enfado. Entonces él se movió y se situó al lado de
ella, aunque un poco atrás, por lo que ella no le veía ninguna parte de la cara, sólo su mano
enguantada, el largo brazo en negro, la fuerte pierna también en negro que tenía cruzada delante de su
falda y el brillante zapato de charol que asomaba en el pozo de luz del suelo.
Intentó mover las manos, pero algo se las tenía sujetas, algo por encima de ella. No podía hacer
nada aparte de tironear y sentir el movimiento de la cuerda que colgaba de la pasarela de arriba. Se le
aceleró el corazón; no era capaz ni de hacer una inspiración completa.
—Ahora —suspiró él, acercándosele más, colocando una mano en uve rodeándole la garganta y la
otra en su nuca—, te demostraré lo mucho que me ha gustado tu actuación de esta noche.
—Ange, por favor… —Se le cortó la voz, apenas logró sacar esas palabras, y ni siquiera sabía qué
quería pedirle.
Él se rió suavemente, y no contestó con palabras; en lugar de hablar, bajó la mano por su espalda.
Se aflojó el peso del vestido, abriéndose por detrás al soltar él con sus ágiles dedos los botones que no
hacía mucho rato le había abrochado madame Giry.
Él pasó la otra mano por debajo del cordoncillo de acero del corsé, deslizándola por debajo de su
pecho izquierdo para levantarlo y sacarlo de la copa del corsé. Entonces pasó el pulgar cubierto por la
piel del guante por encima del pezón duro, y ella sintió una sacudida de placer, que bajó como una
lanza hasta su vientre y luego a la entrepierna, que al instante se inundó con el líquido de la
excitación; intentó bajar los brazos para acariciarlo, olvidándose de que no podía. La cuerda le
sujetaba firmemente las muñecas, y sólo consiguió que se le cansaran los brazos y hacer reír
nuevamente a su ángel.
—Relájate, voz mía —musitó él, con la suya más ronca que antes.
Continuó frotándole el sensible pezón con el pulgar al tiempo que bajaba la otra mano por debajo
de los botones abiertos en la espalda del vestido hasta ahuecarla en sus nalgas.
Christine pegó un salto cuando esa mano se introdujo bajo la camisola y los calzones, y sus dedos
se deslizaron hacia abajo ensanchándole la hendidura entre las nalgas. Intentó apartarse, pero él
aumentó la presión de la mano, deslizando los dedos por la parte de abajo de una nalga redonda,
mientras bajaba la otra mano por delante, por encima del vestido, hasta la entrepierna. Entonces le
presionó ahí, el sexo, con la palma, y la movió en círculos por encima de la seda y encajes que la
cubrían.
Con las muñecas atadas encima de la cabeza, estaba atrapada entre las manos de él, una por
delante presionándole la entrepierna por encima de la falda y la otra por detrás empujándole esa parte
hacia la palma. Sentía los pechos hinchados, ceñidos, y los pezones tan duros que le dolían. Tenía frío
y le hormigueaban los brazos por falta de sangre. El calor del foco de luz los abrasaba a los dos y el
sudor le mojaba la cara, los hombros y los pechos, haciéndole resbaladiza la piel. Movió bruscamente
las caderas, aunque no supo si para liberarse o acercarse más, lo que fuera, con tal de aliviar la tensión
que se iba acumulando dentro de ella.
Sin dejar de friccionarle esa parte con la palma, aprisionándola entre sus manos enguantadas, él
deslizó un dedo de la mano de atrás por el líquido de la excitación que le mojaba la hendidura de la
entrepierna. Ella emitió un gemido al sentir introducirse ese dedo, impersonal por estar cubierto con el
guante negro, en la vagina. Entonces él le empujó el cuerpo hacia atrás y con la palma de la mano que
tenía por delante le friccionó el borde del pubis. ¿Cómo pudo palparlo por encima de tanta ropa?
Esos pensamientos salieron volando cuando él quitó la mano que tenía por delante y le tironeó el
corsé, bajándoselo y dejando libres los pechos hinchados. Ella quedó balanceándose, equilibrada sobre
el dedo que él le tenía introducido en la vagina, y los pechos le quedaron desnudos a la caliente luz
blanca, con los pezones rosados, duros y en punta, ansiosos de la caricia cuando pasó la mano por uno
y luego por el otro. Buen Dios, ¿y si alguien los sorprendía ahí?
Él le frotó y pellizcó los pezones y ella movió las caderas, sostenida por ese dedo introducido en
ella, intentando encontrar alivio, algo, un final.
—Ah, sí—le susurró él al oído, su voz ronca, profunda. —Te abres a mí. Sí, voz mía, puedes
estremecerte y gemir. Es una bella música la que haces ahora sobre este escenario, actuando
solamente para mí.
Christine no era ninguna inocente tratándose de dar placer al cuerpo, pero nunca había sentido esa
intensa fiebre de deseo combinada con la incapacidad para moverse como deseaba, para tocar y
acariciar como necesitaba. Jamás había sentido ese frenesí de necesidad que sentía en ese momento
ahí de pie, no, colgando, porque le flaqueaban las piernas y ya no era capaz de tenerse en pie.
Cuando él bajó su morena cabeza y cerró la boca sobre el pezón que tenía más cerca, ella ya no
pudo refrenarse más. Gritó, y sintió el peso de su cuerpo tirando de la cuerda tensa que le sujetaba y
apretaba las muñecas, dejándola impotente. Sentía humedad y líquido por todas partes, por entre las
piernas, en el pecho, del sudor causado por el calor de la luz; estaba empapada, palpitante, jadeante.
Gritó, porque ya no podía contener la frustración que le iba aumentando dentro. Él le chupó el
pezón, introduciéndolo y apretándolo con tanta fuerza en la boca que ella pensó que debía chillar de
dolor y gritar de placer.
Entonces él retiró el dedo, le frotó el dilatado clítoris, presionándole la hendidura entre los labios
de la vulva, mientras ella movía en círculos las caderas, tratando de aumentar esa presión, hacerla más
rápida, más fuerte, al ritmo que necesitaba. Él le soltó el pezón y apartó la boca.
—Córrete para mí, Christine. Venga, ahora.
Nuevamente le presionó ahí con la mano, sosteniéndole las caderas mientras ese ágil dedo frotaba
desde atrás, en círculos, introduciéndolo y sacándolo, hasta que por fin el placer llegó a su cima y ella
se estremeció, gimiendo y gritando por el orgasmo que la inundó y estremeció hasta lo más profundo
de su ser.
Entonces quedaron solamente las secuelas: silencio, sólo interrumpido por los resuellos de los dos;
la sorda vibración en la entrepierna; el dolor en el pecho donde él le succionó con tanta fuerza; la
mano enguantada de él subiendo por su trasero, mojándole con el líquido de ella los contornos de las
redondeadas y turgentes nalgas. En ese momento, apartó la cara de su pecho y se colocó a sus espaldas
antes que ella alcanzara a verle algo aparte de su brillante pelo moreno, y le colocó las manos sobre
los hombros y apretó el cuerpo al suyo.
Ella sintió el bulto de su miembro erecto en la base de la espalda desnuda, a través de los
pantalones, insistente y prometedor, duro. Sentirlo le produjo un renovado deseo que la atravesó como
una punzada hasta el vientre.
—Espero que tu placer haya sido tan grande como el mío —musitó él en su oído, ya seguro fuera
de su vista.
La voz no le salió tranquila sino entrecortada y ronca, como si se hubiera esforzado en sacarla
pareja. Subió las manos por sus brazos desnudos y continuó por encima de los finos guantes de
algodón que le llegaban hasta los codos, hasta llegar a las muñecas.
—Creo que el mío ha sido más grande —contestó ella, notando su voz temblorosa. —Pero si me
desatas, Ange, me gustaría acariciarte, y verte.
—Me llamo Eric. Puedes llamarme así, pero ahora no es el momento. Compórtate esta noche, voz
mía, y volveré a ti pronto. Tu aprendizaje sólo acaba de empezar.
Ella notó cómo se le ensanchaba a él el pecho apretado a sus espaldas al hacer una honda
inspiración.
Él retuvo el aire un momento y luego lo espiró.
Entonces bajó las manos enguantadas con los dedos abiertos a lo largo de sus brazos, se las pasó
suavemente por la cara, por la mandíbula y el cuello, después por los pechos, y estuvo un momento
acariciándoselos; luego las bajó y las apretó con fuerza sobre su vientre y en la entrepierna. Al
contacto de sus manos enguantadas siguió la excitación, y ella se desmoronó bajo el peso del deseo,
cerró los ojos y echó atrás la cabeza y su cara quedó bajo el brillo de la luz del foco.
Y entonces, de repente, se marchó. La dejó ardiendo de más deseo, con los pezones duros y en
punta, uno más enrojecido, por la boca de él, e irritado. Nuevamente le vibraba el sexo, con el
recuerdo y el renovado deseo. Sintió frío en la espalda, por no estar ya él detrás de ella, y porque el
vestido le colgaba de los brazos levantados.
Antes que lograra entender que él la había dejado abandonada y medio desnuda en el centro del
escenario del Teatro de la Ópera, cayó algo de arriba. Le bajaron los brazos hasta la cintura, con las
muñecas todavía atadas, y la cuerda golpeó el duro suelo de madera, a sus pies.
CAPÍTULO 2
CHRISTINE todavía no había logrado desatarse las muñecas cuando se apagó la luz del foco, y se
quedó en la más absoluta oscuridad, a medio vestir y en el centro del escenario.
Oyó un rumor de movimiento y comprendió que era su ángel, Eric, que iba caminando por la
insegura pasarela de arriba, que normalmente era el dominio del chismoso Joseph Buquet.
Después todo quedó en silencio, y sólo se oyó su jadeante respiración.
Tironeó las cuerdas, con los pechos medio zangoloteándose dentro del corsé suelto, rozando el
borde de encaje con sus sensibles pezones.
—¿Christine?
Buen Dios. ¡Raoul! Lo había olvidado.
—Christine, ¿estás ahí?
Tironeó con más fuerza y por fin la cuerda se aflojó y logró liberar las manos enguantadas. La
cuerda cayó al suelo y la sintió rozarle la falda. Se apresuró a subirse el corsé moviéndose y
encogiéndose para que los pechos encajaran en las copas.
—¡Christine!
Su voz sonó más cerca y oyó el ruido de sus pisadas. Ya tenía el corsé en su lugar, pero le era
imposible ceñírselo sin ayuda, y de ninguna manera podría abrocharse los diminutos botones de
madreperla a la espalda.
—Raoul, estoy aquí, en el escenario.
—¿En el escenario? —dijo él en tono risueño. —Reviviendo tu momento de triunfo, ¿eh,
Christine? Deja que vaya a buscar una luz.
—¡No! Luz no, Raoul, por favor. Sólo… ven aquí.
Eric ya no estaba; sabía que se había marchado porque no sentía su presencia. Y necesitaba ayuda
para abotonarse el vestido. ¿Cómo pudo atreverse a hacerle eso, y luego dejarla así para que se las
arreglara sola?
Por lo menos no la dejó colgando. Habría sido muy difícil explicarle eso a Raoul o a quien fuera
que la hubiera encontrado ahí.
—¿Dónde estás, Christine?
—Aquí. Necesito tu ayuda.
Cuando oyó sus pasos por el borde del escenario echó a caminar hacia él. Todo era pura negrura,
así que no sabía a qué distancia estaba él. A los pocos pasos chocaron y él la sujetó, con el vestido
colgando.
—¡Christine! —exclamó él, delatando su sorpresa al sentir en las manos la piel desnuda de su
espalda. —¿Qué ha ocurrido?
—Necesito ayuda para abotonarme el vestido —contestó ella, pasando las manos por sus sólidos
hombros.
¿Eric los tendría así de anchos? ¿Sería igual de alto? ¿Cómo podía no saber esas cosas tan simples
de su persona cuando él sabía tanto de ella, cuando había tomado tanto de ella?
—Me parece que está a punto de caérsete el vestido al suelo —dijo Raoul, con la voz ahogada,
aunque no hizo ademán de retirar las manos del lugar desnudo de su espalda.
—Sí —dijo ella.
La voz le salió ronca; Eric tenía la culpa por dejarla deseando más.
El timbre de su voz debió parecerle a él una invitación, porque aumentó la presión de sus brazos y
le aplastó la boca con la suya. Christine levantó la cara para recibir el beso y notó que volvían a
hinchársele los pechos y endurecérsele los pezones dentro del corsé poco ceñido.
Pasada la vehemencia inicial, Raoul se dominó y suavizó el beso. Saboreó, sorbió y pasó la lengua
por sus labios y luego por alrededor y por encima de su lengua cuando ella entreabrió la boca para
inspirar; la introdujo más y con más fuerza, estrechándola más, aplastándole los pechos casi desnudos
contra su camisa.
—¡Ooh, Christine! —gimió, apartando la cara pero sosteniéndole firmemente las caderas
apretadas a las suyas, haciendo estragos en ella con el bulto de su pene erecto, a través de cinco capas
de ropa, haciéndole vibrar nuevamente el sexo. —No podemos… —Inspiró para normalizar la
respiración. —Mi hermano, el conde, y los señores Moncharmin y Richard nos esperan… No podemos
tardar mucho más. Debemos irnos.
Christine se apartó de mala gana, sintiendo el dolor del deseo insatisfecho. La punzadita de
culpabilidad que sintió por responder así a los febriles besos de Raoul tan pronto después de su
intimidad con Eric, la desechó enseguida. Al fin y al cabo, «él» había tomado eso de ella y la había
dejado deseando más. Deseaba más de Eric, pero Raoul era alto, guapo y elegante; además, podía
verlo y tocarlo.
Pero sus besos eran diferentes a los de Eric y su manera de mover las manos por su cuerpo
demasiado tímida, como si tuviera miedo de acariciarla. Eric, en cambio, era osado, sabía acariciarla y
mimarla elevándole el deseo hasta su punto máximo, tal como hacía con su música.
—Sí, vámonos, estoy muerta de hambre —dijo, girándose en la oscuridad y presentándole la
espalda. —Termina de abrocharme los botones y nos marcharemos a comer.
Y después volvería a descansar, se prometió.
Siempre dormía bien; pero esa noche, por lo que se temía, sus sueños estarían llenos de algo más
que del recuerdo de una voz descarnada; esa noche soñaría con sus caricias también.
Eric iba caminando por la pasarela como una pantera muerta de hambre: rápido, silencioso, con
movimientos fluidos. El hambre le roía el estómago.
Conocía el funcionamiento y los mecanismos de la parte de arriba del Teatro de la Ópera de París
tan bien como conocía todo el resto, desde el elevado techo plano abierto a la luna y al sol, la parte de
atrás del escenario con la tramoya y maquinaria, el sector de los camerinos, la residencia de las
internas, cuyas habitaciones eran tan grandes que casi parecían ciudades, a los cavernosos túneles y el
lago subterráneo que serpenteaba abajo en lo más profundo.
El Teatro de la Ópera era su dominio.
La música, su lenguaje.
Christine, su obsesión.
Cierto que al principio no se había fijado en ella. Hasta hacía poco no prestaba atención a las idas
y venidas de las bailarinas y cantantes. El teatro oscuro y silencioso era su ámbito de acción. Después
que todos se marchaban a altas horas de la madrugada, él recorría los camerinos, el patio de butacas e
incluso los palcos y el grandioso vestíbulo de mármol.
Pero en una ocasión, tal vez hacía seis meses, cuando todavía era verano y las noches eran cortas,
no volvió a su pequeña morada a tiempo. O tal vez ella se levantó muy temprano.
Entonces la vio entrar en el escenario tal como esa noche después de su brillante actuación, sola,
rodeada por el silencio.
Ella no hizo nada especial para captar su atención. Sin duda Christine Daaé no era la primera
jovencita que pisaba un escenario vacío deseando la oportunidad de hacerlo suyo. Y justamente eso
fue lo que hizo.
Llevaba su largo pelo moreno recogido atrás con una sencilla cinta; vestía su raído atuendo de
chica del coro y del ballet; tal vez lo había llevado puesto toda la noche. Después estuvo lo bastante
cerca de ella para verlo bien y observar sus zapatillas zurcidas y las carreras que adornaban sus medias
por detrás.
Entonces ella cantó, sola, ahí en el escenario vacío. No fue una interpretación brillante, ni siquiera
puso mucha emoción, pero él captó la promesa en su voz no cultivada.
Y después, cuando se giró y, desde el lugar en que estaba él entre bastidores, vio su cara
acorazonada en toda su fuerza, se le ablandó el corazón que había protegido con acero tanto tiempo. Se
la veía muy triste.
Solitaria.
Pensó si habría estado sola tanto tiempo como él.
En ese momento, sobre la pasarela, con la respiración jadeante, el corazón desbocado y el
miembro atrozmente erecto, se permitió al fin detenerse a descansar y se apoyó en la rugosa pared de
ladrillos que circundaba el enorme espacio que comprendía el escenario y la parte de atrás con los
camerinos. Estaba en el rincón por encima y detrás de la embocadura, a menos de un palmo del techo.
Le temblaban las manos; se quitó los guantes de piel, que sonaron con un suave ruido seco en el
silencio, en el que sólo se oía su agitada respiración.
Por fin, después de meses de observar, enseñar y amar a Christine desde lejos, la había tocado.
Acariciado.
La había acariciado y ella aceptó bien sus caricias. No había reaccionado con asco, y no se había
echado a llorar ni se había deshecho de él.
Había sentido placer, y respondido deliciosamente.
Y a él le costó alejarse, dejarla ahí.
Aplastó la cara contra sus dedos desnudos e inspiró; la olió a ella en ellos, y apoyó la cara
enmascarada en la pared de ladrillos. Su máscara. La barrera, el obstáculo para la paz y la saciedad.
Se había hecho varias, curtiendo y sobando la piel como si quisiera excitar a una amante con
caricias, hasta dejarlas tan suaves como la piel humana. Tenía una negra, para cuando deseaba vagar
por la noche sin ser visto, y una color crema, que se fundía con su piel. Si debía llevar máscara, tenía
que ser cómoda, flexible, sensual. No debía sentir que la llevaba puesta; debía adaptarse tanto a él que
la única manera de saber que era una máscara fuera tocándola.
O mirándola.
Rara vez se miraba en el espejo, ni siquiera cuando llevaba la máscara.
La máscara de piel clara que llevaba puesta, más flexible incluso que los guantes que tenía ahora
junto a su boca temblorosa, sólo le cubría la mitad de la cara: el ojo con el párpado flojo, caído, la
sien, y un lado de la nariz desfigurados por rugosidades, el pómulo manchado y estragado. Y bajaba
siguiendo la curva alrededor de la comisura de la boca, y dejándole libres sus gruesos y sensuales
labios. Se la ataba atrás por encima de su abundante pelo.
Un leve sonido le atrajo la atención. Se apartó de la pared y se asomó a mirar por encima del
pasamano de cuerda.
Una cara blanca y fea estaba levantada hacia él desde la pasarela de más abajo. Buquet, el simio.
—Todo un espectáculo el que has puesto en escena ahí —dijo el hombre en tono burlón, mirándolo
osadamente. —Bonito coño ese, y tú encontraste la manera de meterle mano. Aunque no eres el
primero, ¿sabes?
A Eric no le costó nada pasar por encima del pasamanos de la insegura pasarela y saltar a la de
abajo. Cayó de pie y firme y se giró a mirar a Buquet.
—Eres un hombre ordinario y estúpido —le dijo.
Sentía pasar por él una rabia fría y contenida. Podía arder por Christine, pero hacía ya mucho
tiempo que había aprendido a dominar sus otras emociones en aras de la eficiencia. No se enfurecía;
actuaba con decisión.
Buquet tuvo la osadía de reírse, aunque retrocedió. A la tenue luz de la linterna que llevaba, Eric
vio un destello de miedo en sus ojos.
—Estaré encantado de guardarme para mí lo que vi, si me permites mirar…
Eric alargó bruscamente la mano y la cerró alrededor de su cuello. Le presionó la tráquea y levantó
su cuerpo de comadreja separándole los pies de los estrechos tablones.
—Si me entero de que te has atrevido a respirar el mismo aire que respira la señorita Daaé, si
llegas a «pensar» siquiera en ponerte a menos de veinte metros de distancia de ella, te haré más
infernal aún tu desgraciada vida.
El hombre boqueaba, sofocado por los mismos dedos que tocaban el piano con tanta elegancia y
belleza.
Eric apretó otro poco los dedos y luego los aflojó, y Buquet cayó desmoronado a sus pies; una
pierna le quedó colgando fuera de la estrecha pasarela.
—Que no vuelva a verte ni oírte, Buquet.
Diciendo eso, se giró y se alejó. La frustración que había estado centrada en su miembro ahora
vibraba por todo su ser. La ira y el deseo son una combinación monstruosa.
—Jamás la tendrás, rata escurridiza.
Buquet dijo eso con voz muy suave; tal vez no era su intención que él lo oyera. El cobarde. Pero lo
oyó y se giró, justo en el instante en que se abalanzaba hacia él.
El hombre había dejado la linterna en la tabla, por lo que tenía las manos libres. Con una se
sujetaba al endeble pasamanos de cuerda y en la otra tenía un brillante cuchillo plateado.
—No eres otra cosa que un demonio enfermo, escabulléndote por la oscuridad —dijo, osado,
valiente, al tener su arma. —Tienes que esconder tu asquerosa estampa.
Eric levantó un pie para golpearlo, pero Buquet hurtó el cuerpo y continuó mofándose:
—Te escondes en la oscuridad, y anhelas lo que jamás tendrás. Ella no se dignará a mirar a uno de
tu calaña, por mucho que se abra de piernas cuando la obligas. No te las abrirá para tu polla, para…
Eric acalló su voz burlona con los dos pies, levantándose afirmado en los dos pasamanos. Buquet
cayó sobre los tablones y, afirmándose en la cuerda con una mano, se levantó, con el cuchillo
levantado en la otra.
Cuando lo bajó, Eric hurtó el cuerpo y arremetió, haciéndolo perder el equilibrio. Entonces sintió
ladearse la pasarela, y se le deslizaron los pies hasta el borde. Antes que alcanzara a girarse, la
pasarela se enderezó, y con el brusco movimiento Buquet salió volando y cayó al precipicio.
En la caída se quedó atrapado en las cuerdas de los telones de fondo y de las luces, colgando y
agitando las manos tratando desesperadamente de liberarse.
Eric se asomó a mirar y supo lo que iba a ocurrir antes que ocurriera, antes de que él pudiera
moverse para intentar impedirlo.
Las cuerdas se enredaron alrededor de Buquet y con los desesperados movimientos que hacía para
liberarse, una se le enroscó en el cuello; entonces, cuando la última cuerda que lo sujetaba se soltó de
su brazo, cayó, en picado, hasta que la que tenía enroscada en el cuello paró su caída con su mortal
abrazo.
El cuello se le rompió con un feo chasquido que resonó en las paredes en medio de la oscuridad.
Eric se giró, impasible, recogió sus guantes y, dejando donde estaban la linterna y el cuchillo, hizo
el camino por la pasarela hasta la escalera de hierro que reseguía la pared.
Por la mañana encontrarían a Buquet, y sería una maldad más atribuida al fantasma de la Ópera.
La pelea con Buquet le había aplacado un poco la desenfrenada lujuria que le invadía el cuerpo,
pero ahora, mientras bajaba en silencio la escalera de hierro, le volvió todo en oleadas, imágenes y
sensaciones, atormentándolo, aunque se obligaba a contar los peldaños, con el único fin de hacer algo
para distraer y apaciguar su mente.
Pero contar no le distrajo, no le alejó las imágenes. La curva del blanco cuello de Christine; los
abundantes cabellos castaños rozándole la parte de la cara que no llevaba tapada; también se los
imaginaba cayéndole en largas ondas por su blanca espalda. Los labios rosados tan llenos como los de
su vulva, abiertos, invitadores. Sus resuellos de placer, cuando se movía sobre su dedo. Los pezones
duros y en punta sobre sus pechos, moviéndose con cada estremecida respiración que hacía.
Toda ella vibrando en sus manos, entre sus palmas. Su aroma, a rosas, a lavanda y a lo que fuera
que la hacía ser Christine. Líquido, humedad, por todas partes, y su almizclado olor entrando en su
nariz mientras la tocaba. La «acariciaba».
Se le resecó la garganta y el miembro se le levantó, vibrante de excitación. Las palabras de Buquet
lo atormentaron.
«Nunca se abrirá de piernas para tu polla.»
«Jamás la tendrás.»
«No eres otra cosa que un demonio enfermo, escabulléndote por la oscuridad.»
Las mofas de Buquet se mezclaron con recuerdos de su juventud, de aquel tiempo aciago y
horrendo al servicio de su hermano, cuando las chicas chillaban al verle la cara. Y su hermano las
empujaba hacia él y lo obligaba a acariciarlas, para disfrutar viéndolas chillar y debatirse.
Cuando sus pies tocaron el suelo de madera de la parte de atrás del escenario, se giró. Había
alguien ahí.
Madame Giry avanzó unos pasos, sosteniendo una linterna cuya luz arrojaba sombras a su rostro
envejecido.
—Eric, ¿has matado a Buquet?
—Se ha matado él. Aunque ha sido una suerte para mí que se las haya arreglado solo, porque yo
tenía muchas ganas de ayudarlo.
Maude, a la que todo el resto de las personas llamaban madame Giry, se le acercó más. Olía a
azucenas, aroma erótico para una mujer que se acercaba a los cincuenta. Tenía la misma edad que
tendría su madre si hubiera vivido, y no muerto cuando él sólo contaba doce años.
Su madre y Maude habían sido íntimas amigas, unidas como si fueran gemelas desde su infancia
en el sur. Se trasladaron a París para seguir la profesión de bailarinas. De hecho, el único retrato que
tenía de ella se lo había dado Maude, y en él aparecían las dos juntas. Pero no podrían haber sido más
diferentes. La joven Maude tenía una piel blanquísima y lozana, con un cuerpo de generosas curvas,
mientras que la otra tenía la belleza exótica y el cuerpo cimbreño de su madre persa, aunque el padre
fuera francés.
Hace diez años, cuando tuvo dificultades y no tenía a nadie, recurrió a la única amiga que conocía,
y desde entonces Maude se había convertido en su protectora.
—Buquet era un hombre asqueroso que no sabía mantener cerrada la boca. Lo he sorprendido
espiando a las chicas más de una vez. No es una gran pérdida.
—Me echarán la culpa a mí.
Ella asintió.
—Otra tragedia más atribuida a tu leyenda. Eso sólo servirá para protegerte más, Eric; ya sabes lo
importante que es que continúes pareciendo una figura misteriosa, siniestra. Mientras sigas siendo una
leyenda creída a medias, estarás seguro. Con un poco de estímulo, los nuevos administradores se
inclinarán a tenerte contento a cambio de que haya paz en el teatro.
—Y tú continuarás encargándote de que lo hagan.
—Me encargaré de que tengan todos los motivos para satisfacer tus necesidades. Considero mi
deber tenerlos satisfechos… —a la tenue luz una significativa sonrisa le transformó la cara— en todos
los aspectos.
A Maude le encantaba la actividad sexual, y no se limitaba a satisfacer sus lujuriosos apetitos con
una sola pareja, y ni siquiera con muchas. Se había acostado con legiones de hombres a lo largo de los
años, y se enorgullecía de su habilidad para ocultar sus apetitos tras una fachada de persona severa y
decorosa.
—Me daré a conocer a ellos antes de presentarles a algunas de las chicas —continuó, y lo miró
pensativa. —Eso es algo que me gustaría hacer por ti, Eric. Hay una o dos chicas con las que se puede
contar; serán discretas. Y si no, ya me encargaré de que las pongan de patitas en la calle.
—No —logró decir él, con voz calmada, aunque sintió moverse el pene bajo los pantalones. —
Esperaré.
Mirándolo de reojo, Maude arqueó una ceja y se encogió de hombros.
—Te estás volviendo tan casto como Christine.
—Puede que tus chicas sean discretas, pero habrá cotilleos de todos modos. Y La Carlotta, aunque
no está bajo tu responsabilidad, tiene la voz más estentórea de todas. Es mejor que siga siendo el
fantasma siniestro que he sido durante los últimos nueve años para que nadie pueda identificarme.
Sí, ya llevaba casi diez años, un tercio de su vida, rondando por las sombras de ese teatro,
ocultándose y acechando, y simulando que sólo era un espectro. ¿Alguna vez sería libre para vivir a la
luz del día?
—Como quieras, Eric —dijo Maude, haciendo un leve gesto de asentimiento.
Después que ella se alejó, Eric sintió el furor de su miembro, que se negaba a calmarse, y volvió a
pensar en su negativa. Podría haberle aceptado el ofrecimiento. Sería fácil y rápido.
Pero ya hacía años que había decidido que no obligaría a nadie a ver su monstruosa cara. No
deseaba ver nunca más el miedo ni el asco que había visto en las caras de las chicas a las que su
hermano lo obligaba a acariciar.
Y no deseaba a ninguna de esas chicas.
Sólo deseaba a Christine.
CAPÍTULO 3
CHRISTINE se hallaba sentada al lado de Raoul en el restaurante donde fueron a tomar una cena
tardía. En un rincón tranquilo, alrededor de una mesa rodeada por un enorme sofá curvo, los cinco
estaban comiendo y comentando la exitosa representación de esa noche.
Raoul se había sentado de modo que su muslo tocara el de ella, y el faldón en punta de su frac caía
sobre la parte de atrás del vestido de ella. Estaba solícito y encantador, encargándose de que su copa
estuviera siempre llena del borgoña dorado oscuro y que su plato tuviera las mejores piezas del pollo
asado.
Al otro lado de Raoul se había sentado uno de los nuevos administradores del teatro, monsieur
Armand Moncharmin, que fue el que le insistió a su colega para que le permitiera cantar.
Era más bajo y corpulento que el otro, y tenía unos ojos dulces de cachorro y unos carrillos
pequeños que, sumados a los demás rasgos, le daban un aspecto canino a su semblante. Era un hombre
tímido, y al parecer lo ponía nervioso mirarla detenidamente, aunque a cada momento se le iban los
ojos, cuando suponía que ella no lo estaba mirando. Ese era el tipo de hombre, pensó, poniéndose una
uva en la boca, que tendría miedo de desabotonarle el camisón a su mujer e insistiría en hacer el amor
con la luz apagada.
Al otro lado de ella, dejando bastante más distancia entre el vestido y el pantalón de la que dejaba
Raoul, estaba el otro administrador.
Monsieur Firmin Richard era el mayor de los dos socios, y llevaba un pulcro bigote, bien atusado,
que no se atrevía a destacar más que los mechones canos que rodeaban sus sienes como alas. Tenía los
ojos más perspicaces y escrutadores que Armand, pero ella ya se había enterado de que Moncharmin
era el que administraba el dinero y Richard el dandi que entendía de música y manejaba al personal.
Frente a ella estaba sentado Philippe, conde de Chagny, el hermano de Raoul, diez años mayor que
él. Después ella caería en la cuenta de que había elegido a posta ese asiento, por la ventaja que le daba.
Una versión más madura de Raoul, el conde rezumaba poder y dominio, tanto en su declarada actitud
de superioridad marcada por las ventanillas de su aristocrática nariz, como por sus labios delgados,
curvados en un asomo de sonrisa condescendiente.
A su sombra, Raoul parecía poco más que un chico guapo y formal que deseaba angustiosamente
ganarse la aprobación de su hermano.
—Por su uniforme veo que es miembro graduado de la Escuela Naval Imperial —dijo monsieur
Moncharmin a Raoul.
—Ah, sí —contestó el vizconde, mirándola sonriente a ella y volviendo luego la atención al
administrador bajo. —No hace mucho me gradué de mi formación y las prácticas en el Borda y me
encontré sin mucho que hacer, hasta que mi hermano me invitó a unirme a él en el mecenazgo de su
Teatro de la Ópera. No puedo dejar de pensar que fue una afortunada casualidad que, de todas las
noches, justo me invitaran a la gala de hoy.
—Raoul se graduó como uno de los mejores de su clase —añadió el conde, dejando su copa de
vino en la mesa con un elegante movimiento—, y después se embarcó en un viaje alrededor del
mundo. A sus hermanas y a mí nos complace que haya decidido volver durante un breve permiso antes
de embarcarse en su próximo viaje.
—¿Adónde irá esta vez? —le preguntó monsieur Richard. —Yo no aguanto un viaje por mar, ni
siquiera uno corto, porque me enfermo.
—Mi hermano tiene tanta influencia, que me asignaron para la misión del Requin —contestó
Raoul. —Aun faltan varias semanas para que zarpe.
Por debajo de la mesa le apretó la mano a ella, como para decirle que no la olvidaría.
—¿Ese es el barco que irá a buscar a los supervivientes de la expedición al Polo?
—Sí, efectivamente. La expedición d'Artois. Pero aún falta un mes para que me llamen, así que
tendré muchas noches para volver al Teatro de la Ópera.
Entonces monsieur Moncharmin se atrevió a mirarla.
—Nuestra señorita Daaé ha tenido mucho éxito esta noche —dijo, y al instante volvió a aplicarse a
sus patatas.
—Sí —dijo el conde, y añadió de improviso—: Pero ¿qué fue lo que le ocurrió a esa cantante
española? ¿Carlotta? Aunque nuestra señorita Daaé hizo girar muchas cabezas con su belleza y su voz,
siento curiosidad por saber cómo se las arregló una chica tan joven para arrebatarle el escenario a la
estrella del Teatro de la Ópera. ¿A no ser que eso formara parte de vuestro plan como los nuevos
administradores? ¿Fuera lo viejo y adentro lo nuevo, tal vez?
Christine notó que los ojos azul gris de Philippe prácticamente no se apartaban de ella, ni siquiera
cuando le hablaba a su hermano o a los administradores. Eran unos ojos entornados, calculadores y
perturbadores. Cuando ella se acercó más a Raoul, rozándole el brazo con el suyo, como si quisiera
protegerse fundiéndose con él, Philippe curvó la boca en una sonrisa sesgada, sardónica, como si lo
entendiera y lo divirtiera.
—Carlotta se alteró muchísimo a causa de un accidente que ocurrió hoy en el escenario —explicó
Richard—, y decidió descansar sus nervios esta noche.
—¿Un accidente? —preguntó Raoul, con la cara preocupada, mirándola a ella. —Es curioso, nunca
se me había ocurrido que la ópera pudiera ser tan peligrosa.
—No es más peligrosa que cruzar la calle —gruñó Richard—, a no ser que uno sea tan idiota que
se crea las historias sobre el fantasma que ronda por el teatro.
—¿Un fantasma en la Ópera? —preguntó el conde.
Se veía a las claras que eso lo divertía. Bebió otro trago de su vino color granate y volvió a llenar
la copa con ademán ostentoso.
—Es una superstición tonta —replicó Richard. —Sorelli ha insistido en colocar una herradura en
la mesa de la sala de descanso de las bailarinas, para que todos los actores y actrices la toquen antes de
salir al escenario. Asegura que es un talismán que protege de la maldad del fantasma. —Movió la
cabeza de un lado a otro, y su monóculo se movió al mismo ritmo. —De un fantasma que no existe.
El conde arqueó las cejas.
—A la bailarina Sorelli no se la considera dotada de mucho sentido común, aun cuando en otros
aspectos está muy bien dotada —dijo, mirándola a ella por encima del borde de su copa.
Ella desvió la vista y concentró la atención en el cálido muslo de Raoul rozándole el suyo,
pensando que su cara y sus manos eran mucho más elegantes y tranquilizadoras que la intensa
expresión de la cara de su hermano. Y de repente cayó en la cuenta de que era una suerte que hubiera
captado la atención del hermano menor antes que la del mayor.
—La gente de teatro está loca, con su perdón, señorita —dijo Moncharmin. —Tienen demasiadas
de esas supersticiones absurdas. Es ridículo. Casi tuvimos que cancelar la representación de Fausto,
que se estrena mañana, debido al decorado.
Al instante se puso a masticar rápidamente el trozo de pan, como si estuviera agitado o
avergonzado.
Raoul lo miró perplejo.
—¿El decorado? ¿Temen que se caiga? ¿Acaso no es simplemente un telón de fondo pintado?
—Ah, no, no. ¿No se fijó, señor, que el decorado tiene puertas y ventanas de verdad? ¿Y rincones y
entrantes? Ese es el nuevo estilo, para hacerlo más realista, y nos gastamos veinte mil francos para
construir el decorado del Cielo para Fausto, para que nuestro teatro esté por delante de nuestros
competidores. Y se negaron a ensayar con ese decorado. —El trozo de pan ya estaba destrozado, las
migas desperdigadas y la corteza colgando. —No logro entender este asunto.
Christine se aventuró a hablar.
—Es el azul.
Todos la miraron, incluso Moncharmin, aunque enseguida desvió la mirada. Pero la atención del
conde no se desvió.
—El color azul del decorado —explicó ella—, el cielo. Nadie quiere actuar con un decorado azul,
porque trae mala suerte. Muerte o pérdida de dinero.
—¿Muerte? —exclamó el conde. —¿Es cierto eso?
Sus ojos azul gris la recorrieron de esa manera arrogante y calculadora que la hacía pensar en los
protectores. Pero no había nada paternal en su actitud.
Raoul pareció no notarlo.
—¿Cómo se resolvió eso, entonces?
—Insistieron en que añadiéramos adornos plateados al decorado; otro gasto más, por supuesto —
suspiró Moncharmin, alargando la mano para coger la barra de pan del centro de la mesa. —Otros
cinco mil francos.
El conde cambió tranquilamente de tema.
—No he dicho lo delicioso que es volver a verla, señorita Daaé. Me han asegurado que nos
conocimos hace unos años, cuando usted y mi hermanito jugaban en la playa de Perros-Guirec. No es
un lugar muy elegante, pero está cerca de la casa de mi tía, donde se crió Raoul.
—Me ha recordado una época agridulce, señor conde de Chagny —dijo Christine; ese verano en
Bretaña fue el último que pasó con su padre. —Mi padre murió el invierno siguiente, cuando yo tenía
diez años.
—Fue madame Valerius la que te crió desde entonces, ¿verdad? —añadió Raoul.
—Sí, ella y su marido, el profesor de música de la Academia Nacional de Música del Teatro de la
ópera; eran amigos y admiradores de mi padre, que fue un gran violinista. Tuvieron la amabilidad de
tenerme con ellos hasta que pude matricularme en el conservatorio.
A partir de entonces le resultó fácil abrirse camino hasta ocupar un puesto en el coro y en el ballet,
siempre esperando la oportunidad para avanzar más.
De encontrar su lugar.
¿Lo habría encontrado ya?
—Ese día la conociste a la orilla del mar, Philippe —continuó Raoul. —Yo le rescaté de las olas el
fular negro. ¿Te acuerdas de haber estado allí, ahora que yo te lo he recordado?
—Sí que lo recuerdo —contestó Philippe, con la atención fija en Christine. —Recuerdo a la niña,
que se ha convertido en una jovencita tan hermosa. No me sorprende, Raoul, que decidieras reanudar
tu amistad con ella. Si yo no tuviera ya una condesa, me sentiría muy tentado.
Y diciendo eso hizo una breve venia a Christine, como dando a entender que eso era un homenaje.
Pero ella vio la expresión de sus ojos y comprendió claramente que no lo era.
Desde que tenía doce años y comenzó a actuar con el coro y el ballet, por ochocientos francos al
año, había vivido en la residencia para internas del teatro, compartiendo habitación con otras chicas.
Sumergida en ese ambiente comunitario tan informal no había tardado en enterarse de las
interacciones sexuales entre hombres y mujeres, a través de las conversaciones susurradas, observando
disimuladamente en los camerinos y vestuarios, y por esas torpes experiencias de toquetees y
manoseos que finalmente la llevaron a perder la virginidad a manos de uno de los chicos utileros.
Y claro, estaba madame Giry, que hablaba sin pelos en la lengua de esas aventuras y experiencias e
instaba a sus chicas a tomar sus decisiones y les enseñaba a emplear su poder femenino lo mejor
posible. Y también a evitar quedarse embarazadas y qué hacer en el caso de que eso sucediera.
Había sido testigo de los coqueteos entre hombres y mujeres, bailarines y cantantes, de todos los
rangos o categorías; había visto a las cantantes y bailarinas bromeado y coqueteado con los
admiradores que iban al salón de danza después de las representaciones. Había visto las ávidas
miradas que dirigían los hombres a las bailarinas, a veces con admiración, como la que le dedicaba
Raoul a ella, y a veces con lujuria y aire de superioridad, como la estaba mirando el conde en ese
momento.
Miró su mano desnuda que sostenía la copa de vino, con tres de los dedos cargados de gruesos
anillos enjoyados, y se imaginó esa mano sobre su cuerpo. Sería fría y exigente; no le permitiría ni un
instante de vacilación, ni estremecimientos de miedo o rechazo. Lo observó bajar los dedos, de puntas
rectas y gruesas, por un lado de la copa, como si quisiera atraer su atención hacia ellos.
Desviando la vista de su mano la levantó y se encontró atrapada por esos calculadores ojos azul
gris. Entonces él hizo un gesto de asentimiento y volvió la atención a los demás. No le dirigió más la
palabra esa noche. Ni siquiera se dio por aludido de su presencia, aparte de una ocasional y penetrante
mirada.
Cuando terminó la cena, Raoul se disculpó por él y por ella y ordenó que le trajeran el coche.
Al llegar al teatro, Christine se sorprendió contemplando el enorme edificio de mármol bajo otra
luz. Desde que entrara a formar parte del coro y el ballet, apenas había visto la fachada de ese famoso
edificio, con sus columnas, porque la mayoría de las veces sus entradas y salidas las hacía por la parte
de atrás, donde estaba situada la residencia. Pero en ese momento en que el sol comenzaba a iluminar
el perfil color crema de París, Raoul dio la vuelta con el coche hasta la fachada del teatro, hasta la
plaza circular lateral por donde estaba la entrada principal. Entonces se encontró mirando la colosal
escultura de Apolo levantando hacia el cielo el globo terráqueo, y de repente se sintió como si fuera
tan poderosa y estuviera tan encumbrada como él.
Raoul no tardó en darse cuenta de su error y, sonriéndole pesaroso, azuzó a los caballos y dio la
vuelta con el coche hasta la parte de atrás del edificio.
El camino hasta la zona residencial era larguísimo y sólo entonces Christine se dio cuenta de lo
agotada que estaba.
—¿Cuándo volveré a verte? —le preguntó Raoul en cuanto ella se detuvo ante la puerta de su
dormitorio.
Aunque sólo hacía unas horas la había estrechado en sus brazos y besado en la boca como si
estuviera muerto de hambre, ahora, al parecer, se había despojado de esa intensidad y la miraba como
si ella fuera algo delicado, como si se fuera a romper; como algo que estuviera fuera de su alcance,
algo que debía venerar.
—¿Cuándo quieres que nos veamos? —le preguntó.
—Ahora. Esta noche. Mañana. Por la mañana. —Le cogió las manos y sus ojos brillaron dulces y
luminosos a la tenue luz de gas del corredor. —Siempre, para siempre.
Ella se rió alegre, retiró suavemente las manos y se apartó.
—Esas son palabras muy fuertes, Raoul, y apenas nos conocemos.
—Te conozco desde hace años, Christine, y nunca te he olvidado. Fue el destino el que nos separó
y ahora nos ha reunido otra vez. Si mi hermano no se hubiera convertido en el nuevo patrocinador del
Teatro de la Ópera, yo no habría estado aquí esta noche para oírte cantar y reanudar mi amistad
contigo. —Ladeó ligeramente la cabeza, como para mirarla mejor a los ojos. —¿No te parece que me
conoces? ¿No sientes la conexión entre nosotros?
—Sí, siento la conexión, el recuerdo de un precioso verano, de un tiempo tan feliz de mi vida. Te
veo como a un viejo amigo, una persona conocida, con la que me encuentro cómoda.
No alguien que la inquietaba o sofocaba. No, Raoul no era así.
No la sofocaba.
Él sonrió de oreja a oreja.
—¿Lo ves? Yo siento lo mismo, Christine. Hablaré con mi hermano…
—¿Con el conde? —El calorcillo que había empezado a sentir se desvaneció. —¿Por qué tienes
que hablar con él?
La sonrisa de él se ensanchó, radiante, como la de un niño pequeño.
—Porque si deseo cortejarte, debo asegurarme de que él lo apruebe.
—Pero ¡si eres un Chagny! No te permitirá cortejarme. Nunca. Yo no soy… No puedes.
—Te cortejaré de todos modos, en secreto si es preciso —dijo él, enérgicamente. —Soy el hijo
menor, no necesito casarme por el bien de la familia. Ahora ya se acepta que las actrices se casen bien.
Y tú no eres una Blanche d'Antigny.
Se refería a la actriz parisiense a la que expulsaron del teatro ruso debido a su inmoralidad.
Tal vez Raoul tuviera razón; tal vez ya se aceptara más. Era incluso posible. ¿Podría ella aspirar a
ser la esposa de un vizconde? ¿Ella, Christine Daaé, la hija de un violinista?
Pensó en Marie Bière, la cantante que no pudo contar con las enseñanzas de madame Giry, y que
encontró su camino de todas maneras. A Marie la dejaron en libertad después de arrestarla por intentar
asesinar a su amante rico cuando él la abandonó, dejándola embarazada y en la miseria. Incluso en los
tribunales se había ganado la aceptación, ella, ¡la actriz! Tal vez los tiempos estaban cambiando.
Pero Raoul continuaba hablando entusiasmado, sin soltarle las manos y con sus ojos azules fijos en
los suyos.
—Mi hermano lo aprobará. Habló de tu belleza, de tu gracia, y en la cena vi que encontraba muy
agradable tu compañía. Si no, no te habría hablado de modo tan informal.
Christine sintió pasar un escalofrío por la nuca. No cabía duda de que el conde de Chagny la
encontraba atractiva. Y su comentario informal se había parecido más al espectáculo de azuzar a los
perros contra un oso que a una conversación. De todos modos, Raoul la hacía sentirse cómoda y feliz,
y era la personificación de un singular recuerdo de felicidad.
Ahora, ella era la hermosa cantante, deseada y amada por todos. Ya no habría más soledad.
Tal vez algún día entraría en la gran sala del Teatro de la Ópera por la enorme y magnífica
escalera principal.
A la mañana siguiente del debut de Christine Daaé, madame Giry alcanzó a divisar la capa oscura de
Moncharmin antes que desapareciera por una esquina del corredor.
—Monsieur Moncharmin —llamó. —Espere un momento, por favor.
Cuando le dio alcance vio que sus pequeñas y redondas mejillas estaban rojas como manzanas y
que evitaba mirarla a los ojos. Al parecer su atención estaba atrapada por sus generosos pechos,
cubiertos decorosamente por su vestido de cuello alto, pero de todos modos sobresalientes como un
ancho anaquel.
Estupendo. Eso le facilitaría muchísimo la tarea. Hizo una larga y estremecida inspiración, con lo
que se le zangolotearon tremendamente los pechos.
—¿Sí, madame Giry? —preguntó él, con la voz ahogada.
—Tengo algo para usted, señor. Es una carta.
Le pasó el grueso papel vitela doblado y cerrado por un sello de lacre color sangre. Encima llevaba
escrito en tinta negra el nombre de Armand Moncharmin con una letra clara y angulosa.
—¿Qué es esto? —preguntó Armand, mirando el sello, sin duda intentando discernir las iniciales
entrelazadas. —¿Efe cu?
—Efe o. Fantasma de la Ópera.
Esa afirmación le valió la primera mirada a su rostro por parte de ese rollizo hombre.
—¿Fantasma de la Ópera? Buen Dios, ¿de qué locura habla? ¿De ese rumor imbécil que indujo a
Carlotta a dejarnos plantados ayer por la tarde?
—El fantasma de la Ópera. Me imagino que los señores Debienne y Poligny le informaron acerca
de su contrato con él cuando le traspasaron la administración del teatro.
Armand ya había roto el sello y estaba leyendo la carta.
—¿Contrato? —exclamó.
Dado que madame Giry sabía muy bien el contenido de la carta, se refrenó de hablar.
—¿Salario? ¿Palco cinco? ¿Qué es esto?
Estaba claro que él no tenía ningún problema para mirarla a los ojos ahora que habían pasado al
tema de las finanzas.
—Es muy sencillo. El fantasma desea que se le pague su salario mensual, el que se le debe de este
mes y que asciende aproximadamente a veintitrés mil francos. Debienne y Poligny le pagaban dentro
de los diez primeros días del mes, como creo que él indica. También insiste en que se le continúe
reservando el palco cinco, siempre; usted sabe cuál es: el que está justo al lado del escenario. Anoche
se molestó muchísimo cuando intentó entrar en él y lo encontró ocupado. A cambio, él cumplirá su
parte del contrato, quitándose de en medio y no estorbando en nada. Dicho con otras palabras: es
necesario que ustedes mantengan el contrato para que él les deje en paz, lo cual, debo decir, es lo que
desea hacer de todo corazón.
—No podemos… ¿veinticuatro mil francos? ¿El palco cinco? No podemos permitirnos eso.
—No veo por qué no —le dijo Maude amablemente. En realidad, ya estaba impaciente por
despojarlo de esos pantalones; no era más sustancioso que un regordete osito de peluche, aun con
todos sus faroleos y bravatas. No pudo reprimir una sonrisa al pensarlo. Tal vez… —¿Quiere que le
lleve a ver el palco cinco? —se ofreció.
A Eric no le importaría, pensó; normalmente no salía de su guarida subterránea en las horas de la
mañana. Pasó el brazo por debajo del de Armand y suavemente, aunque con firmeza, lo hizo girar en
la dirección conveniente. Ella era más alta que él, ayudada por sus tacones altos y también por la
genética; la coronilla de él sólo le llegaba al mentón. Eso sería algo encantador, tener a un hombre con
tan fácil acceso a sus muy sensibles pechos. Tal vez, para darle a ese pobre hombre un aviso acerca de
los placeres que estaban por venir, le convendría arreglárselas para tropezar y caerle encima mientras
fueran bajando la escalera que salía de las oficinas de la administración, donde estaban en ese
momento, y que llevaba al gran vestíbulo.
Al fin y al cabo, no había conseguido el codiciado puesto de directora del ballet del Teatro de la
Ópera mostrándose tímida y retraída. De hecho, había sido una magnífica bailarina en sus tiempos, y
tal vez habría llegado a ser tan famosa como La Sorelli si no hubiera sido por esa desafortunada lesión
que se hizo en el tobillo izquierdo hace quince años.
Todavía era capaz de bailar, por supuesto, pero el tobillo no le sostenía tan bien el peso, y ella no
hacía nada si no podía hacerlo a la perfección. Así pues, en parte debido a su talento y fama por su
arduo trabajo y perfección, y en parte debido a que creció ayudando a su madre en la escuela de ballet,
logró conseguir el puesto de directora de ballet del conservatorio. Y cuando hace diez años se
inauguró el Teatro de la Ópera, ella se trajo a algunas de sus ratitas. Claro que no le hizo ningún daño
haberles demostrado sus otras… habilidades, a los señores Debienne y Poligny durante años. Habían
llegado a un arreglo muy cómodo y agradable.
—Estoy seguro de que sé cuál es el palco cinco; es el que siempre estaba reservado por Debienne y
Poligny —dijo Armand, aunque no parecía muy convencido.
Tal vez lo distraían las macizas prominencias de sus pechos, pensó ella. Pero no, para su gran
fastidio él pasó a otro tema casi de inmediato:
—¿Y qué es esto que dice sobre la señorita Daaé? Apenas entiendo la letra de esta criatura.
—La señorita Daaé es la protegida del fantasma de la Ópera, y él simplemente «sugiere» —
acentuó suavemente la palabra—, que se le den los mismos papeles y atención que a La Carlotta. En
realidad, por eso le molestó tanto que su palco estuviera ocupado anoche. Deseaba verla en su primera
actuación.
—¿La señorita Daaé, su protegida? —repitió Armand mientras ella lo hacía bajar por la ancha
escalera de mármol que llevaba al salón principal del teatro.
—Por supuesto. El fantasma es todo un genio de la música, y lleva varios meses dándole clases
particulares.
—¿Clases?
Maude reprimió un suspiro. Ya se le estaba haciendo pesado que repitiera continuamente cada
frase que ella decía. Mejor llenar esa boca con algo que no fueran palabras de confusión. Y cuanto
antes, mejor.
—Vamos, monsieur Armand —dijo, con suma paciencia—, permítame que le explique, porque no
me cabe duda que lo ha pensado, aunque no me lo ha preguntado, cómo es que sé tanto acerca del
fantasma de la Ópera.
Él la miró sorprendido, como si eso no se le hubiera pasado jamás por la cabeza. Maude exhaló un
suspiro; al parecer, aquel hombre tenía la cabeza llena de cifras y nada más. Bueno, ella cambiaría eso
muy pronto.
—Sí, madame, me gustaría saberlo.
—El fantasma del Teatro de la Ópera me ha otorgado la responsabilidad de cuidar del orden y
limpieza de su palco, el cinco, por supuesto, y encargarme de que siempre esté preparado para él.
Prefiere que sea yo y sólo yo, quien entre en el palco. Ah, hemos llegado, monsieur Armand.
Abrió la puerta con ademán triunfal.
Armand entró, vacilante, y ella lo siguió. El palco era más un círculo que un cuadrado, porque la
barandilla curva imprimía la misma forma a las paredes laterales, creando un pequeño espacio. La
única pared recta era la de la puerta que daba al pasillo, por la que acaban de entrar.
Había seis asientos, y los de la última fila quedaban en la sombra, para dar intimidad a sus
ocupantes. Detrás de esa fila, entre los asientos y la pared de la puerta, había una estrecha franja de
suelo de madera, lo bastante ancha para acomodar a una persona que pudiera desear una superficie
horizontal, como Maude había tenido ocasión de comprender.
El palco estaba a oscuras, apenas iluminado por la débil luz que entraba en el teatro por las
estrechas vidrieras de colores, una en cada pared del edificio. A la luz filtrada sólo se veían las
insinuaciones de las hileras de butacas abajo y las barandillas curvas de los once palcos más grandes.
El escenario estaba totalmente a oscuras, pues todavía era muy temprano para que hubiera algún
ensayo o anduvieran por ahí los tramoyistas y utileros.
Sólo comenzaría a animarse por la noche.
Por lo tanto, estaban absolutamente solos.
—Ahora, monsieur Armand —dijo, tomando el asunto en sus manos sin vacilar—, olvidémonos de
la carta y hablemos de lo que realmente importa.
Y diciendo eso le arrancó la carta de las manos y la dejó caer al suelo.
—Qué… qué es lo que quiere decir…
Armand habría acabado la frase con tono de interrogación, pero se le cortó la voz cuando Maude
cerró la mano en la delantera de sus pantalones.
—Esto, monsieur Armand.
Aaah, sí, su pequeña minga estaba muy interesada en ser el tema verdaderamente importante de la
conversación.
—¡Pero, madame Giry! —exclamó Armand, con la voz cascada, como la de un niño que acaba de
convertirse en hombre.
Pero no se apartó. No, no se apartó, aunque tampoco se acercó más. De todos modos, tenía la
respiración agitada, y ella consideró que eso ya era un progreso en su tímido osito de peluche.
—Vamos, señor, no crea que no he notado cuánto me admira —musitó, con las manos muy
ocupadas en los botones de su pantalón.
Ella sí se le había acercado más, tanto que sus pechos le tocaban las clavículas.
La polla ya estaba hinchada y dura en su mano, y lo que le faltaba de largura lo compensaba en
grosor, y menudo grosor. Se le mojaron los labios, el superior y el inferior, al pensar en cómo la
llenaría y ensancharía.
Y todo en nombre del deber. Deber para con Eric, deber para con sus ratitas, un deber destinado a
que todo funcionara sobre ruedas en el teatro. Sonrió. Le encantaba su trabajo.
A Armand los pantalones le cayeron hasta los tobillos. Ella se arrodilló delante de él, con el deseo
de echarle un poco de condimento al asunto, y ponerlo cómodo para que luego él practicara sus juegos
con ella. Tuvo que estirar las comisuras de los labios para introducírsela en la boca, y fue un placer
chupar una polla que no la atragantaba con su largura, pero que le llenaba la boca entera, vibrante de
excitación.
Ya tenía mojada la ropa interior y los pezones duros y puntiagudos como pequeños cañones. Si él
se moviera un poco, podría frotárselos con sus rodillas.
Al final se le acabó la paciencia, así que le cogió las manos, que las tenía aleteando tontamente
cerca de la cintura mientras ella le trabajaba la polla, y se las plantó firmemente en sus pechos. Sólo
con el contacto se le endurecieron más los pezones; entonces retiró la boca, y se detuvo justo en la
punta, succionando con más fuerza al tiempo que le movía las manos de forma que le frotaran los
pechos.
No pudo reprimir un gemido al sentir intensificarse la tensión del deseo y el placer. Al parecer
Armand captó la indirecta, porque comenzó a mover las manos. Ella le lamió la parte de abajo de la
polla y lo sintió estremecerse y dar una sacudida de sorpresa. Buen Dios, ¿es que nunca le habían dado
placer así a ese pobre hombre? ¿Qué ocurriría si le enterraba el pulgar en el culo?
Pero dejaría ese experimento para después.
No le costó nada desabotonarse el corpiño que le encerraba esos pechos del tamaño de unos
melones, y cuando lo abrió y quedaron libres del encierro, el alivio fue casi orgásmico. Pero
necesitaba más.
Alargó una mano hacia atrás y, buscando a tientas, encontró uno de los asientos. Retiró la boca de
la polla de Armand y se encaramó en la butaca.
—Ven aquí —dijo.
Pero él ya se le había acercado; entonces lo instó a sentarse a horcajadas sobre sus muslos, con la
polla presionándole el estómago.
Echó atrás la cabeza, dejando al aire sus blancos hombros y los dos enormes pechos coronados por
unos pezones rosados, que estaban tan duros que le dolían. Se colocó las manos bajo los pechos y los
levantó, ofreciéndoselos.
Armand, que había perdido hasta el último resto de timidez, se apresuró a cogérselos y
apretárselos. Pellizcándole el pezón izquierdo, le levantó y zarandeó el derecho y luego se inclinó a
coger el pezón con la boca.
Cuando su boca cálida y mojada se cerró alrededor del pezón y se lo succionó, Maude pegó un
salto y gimió al sentir bajar el placer como una flecha hasta el vientre y más abajo. Estuvo a punto de
correrse en ese mismo instante, pero se resistió.
Él le frotó el otro pezón izquierdo con el pulgar mientras le chupaba el derecho con sus labios
llenos, al mismo ritmo con que ella subía y bajaba la mano alrededor de su polla. Más rápido, más
fuerte, él succionaba y ella frotaba, y el pozo de líquido en la entrepierna iba creciendo y creciendo, y
el sexo se le hinchaba y vibraba casi dolorosamente. Movió las caderas mientras él pasaba la boca al
pecho izquierdo, succionándoselo y pellizcándole y frotándole el pezón derecho con el pulgar. El
placer fue aumentando, acumulándose, y él seguía succionando y ella frotando, y refrenándose.
Cuando notó que la polla se le movía y sintió subir por el interior el líquido hacia la punta, aflojó
la mano y dejó de frotar. Todavía no, pensó. No, todavía no.
Oyó gemir a Armand con la boca en su pezón y tuvo la impresión de que la polla se le puso aún
más dura y más grande, si eso era posible. Pero ya no pensaba en otra cosa que en los tironeos a sus
pechos.
Él pasaba de uno al otro, succionando y frotando los pezones con los dedos. Se le movieron las
caderas; tenía tan duros los pechos que una moneda hubiera rebotado en ellos. Le cogió la cabeza y se
la dejó quieta, con la boca en su pezón izquierdo; él succionó y el pezón se endureció más, le vibró el
clítoris y salió más flujo de la dilatada vagina, y de repente explotó, estremeciéndose debajo de él.
—Oooh, oooh —gimió él, formando los sonidos alrededor de su aréola y empujando la insistente
polla sobre su estómago.
—Sí, sí, mi oso —suspiró ella.
Empujándolo se lo quitó de encima y lo hizo pasar por encima del brazo del asiento hasta dejarlo
reclinado en el otro.
Justo cuando se había levantado la falda y encontrado la rajita de sus empapados calzones, se
encendieron las luces del escenario.
—¡Buen Dios! —musitó Armand, sobresaltado.
Intentó sentarse, pero ella ya estaba encima de él a horcajadas y se lo impidió. Reclinado como
estaba, la polla le quedaba en posición vertical, como una bella y dura columna.
—No, querido mío. Nadie nos puede ver. Simplemente no hagas ningún ruido. ¿Ves?
Esbozando su sonrisa más picara, se deslizó hasta acomodar la abertura de la vagina sobre la
cabeza de su polla vertical.
Armand se estremeció, suspiró, con los ojos medio entornados, y entonces los abrió de par en par
cuando ella bajó el cuerpo y la polla se introdujo en su vagina como la mano de un carterista en un
monedero. Se sintió como si no pudiera abrir lo bastante las piernas. La agradable y conocida
sensación de una polla dura moviéndose dentro, entrando y saliendo, deslizándose y frotando, le
produjo otro orgasmo que la estremeció toda entera. Retuvo el aliento, sorprendida. Qué fantástico que
le hubiera ocurrido otra vez, ¡tan pronto!
Tendría que conservar a su osito de peluche.
Él tenía su pequeña boca abierta en una o, y ella se inclinó a besársela, agradecida. Entonces le
introdujo la lengua, tal como él le había introducido la polla en la vagina, y se meció sobre sus
caderas; sintió subir sus manos hasta cogerle las nalgas, y también el constante placer de sus irritados
pezones raspándole la chaqueta. Un botón plateado estaba en la posición perfecta para frotárselo con
cada rítmico movimiento; se apretó más a él, deseando sentir más de ese placer y dolor.
Continuó moviéndose, subiendo y bajando el cuerpo, mientras él se arqueaba y movía frenético
debajo de ella, con los ojos tan redondos como su boca. La excitación y el placer fueron aumentando y
ella sintió el cambio en su miembro y comprendió que estaba cerca. Entonces, justo cuando él eyaculó
y lanzó el chorro de semen dentro de ella, alguien gritó.
El grito sonó en el escenario.
CAPÍTULO 4
MÁS o menos en ese momento, en un bien amueblado apartamento no muy lejos del Teatro de la
Ópera, Carlotta lanzó un chillido y rompió en dos largas tiras un papel que contenía una nota
supuestamente enviada por el fantasma de la Ópera.
—¡Imposible! ¡No puede!
En su bien estudiada postura, en esa cama llena de almohadones, Guy levantó la vista.
—¿Qué pasa, cariño?
Ella echó una mirada a sus lustrosos y protuberantes músculos, dispuestos tal como a ella le
gustaban, bronceados y perfectos sobre la ropa de cama de color claro. Su polla, a media asta en su
nido de vello rubio oscuro, la tentó, igual que la tentaba su boca de belleza clásica.
Pero entonces recordó la carta firmada con las iniciales F.O., aunque lo más seguro era que la
hubiera escrito un amigo de la señorita Christine Daaé.
—¡Imbécil! —exclamó, con la más pura entonación barriobajera de Londres, olvidando totalmente
fingir un acento francés o español (que elegía según el día). —¡El muy canalla piensa impedirme
cantar! Dice que si canto esta noche ocurrirá una horrible catástrofe.
—Pero ¿quién puede querer que no cante La Carlotta? —preguntó Guy, pasándose hábilmente una
mano por su abundante pelo dorado y arreglando sus deliciosos labios en un mohín. —Es un tonto. Y
no vale tu tiempo, querida. Ven aquí, déjame que te distraiga de esa tontería.
—¡El fantasma de la Ópera! —exclamó ella. —No quiere que cante La Carlotta. Desea que su
alumna, Christine Daaé, ocupe mi lugar en el escenario.
Se le oprimió el pecho. No debería haberse negado a cantar la noche pasada. Los diarios llenaban
páginas con las alabanzas a esa lagarta, cuyo frescor los había sorprendido y encantado. «La
exaltación de una voz y el éxtasis de un alma pura», decía la entusiasta reseña de L'Opinión Nationale,
que sólo hacía unos días había cantado las alabanzas de su voz de soprano tan pura que era capaz de
romper cristales.
Sólo tenía treinta y cinco años; era muy joven aún para ser reemplazada por esa insignificante
muchacha.
—¿El fantasma de la Ópera?
Guy estaba perplejo. Aunque eso no era raro. Poseía músculos y vitalidad en abundancia, pero al
parecer lo que tenía entre las piernas le chupaba toda la inteligencia del cerebro. Claro que a ella no le
importaba mucho la inteligencia de un joven guapo como Guy. Contaba con su dinero y su
inteligencia, y encontraba que necesitaba muy poco de Guy o de otros de su especie aparte de una
enérgica ejecución, según sus órdenes. Y él estaba muy bien dispuesto a hacer eso.
—¡Ese maldito fantasma!
—Pero es que los fantasmas no existen, querida. Y tú no aceptas órdenes de nadie a no ser de los
administradores, ¿verdad?
—No. Eso es cierto.
Tal vez se estaba volviendo demasiado susceptible. Los señores Richard y Moncharmin no le
habían dicho nada acerca de no cantar. Esa infame nota tuvo que escribirla la muchacha o alguno de
sus partidarios.
—Vamos, cariño, por favor, te vas a enfermar. —Guy dio unas palmaditas sobre una almohada de
satén rosa, agitando su borla. —Ven aquí y deja que yo te alivie las preocupaciones.
Carlotta lo miró, pensativa.
Él volvió a acomodarse de espaldas en la cama y se colocó las manos detrás de la cabeza. Los
abultados músculos llenaban el triángulo que formaban sus brazos, y sus pectorales duros como una
piedra brillaban lisos y bronceados a la luz del sol que entraba por la ventana.
Ella le sonrió coquetona y avanzó hacia la cama, dejando caer al suelo las tiras de papel.
Qué contenta estaba de haber salido de las ávidas manos de monsieur Contriste, su primer
protector, en esa fase de su carrera, en que no necesitaba sacrificar nada por dinero y podía elegir ella,
en la cama y en otras cosas. Su actual situación tenía que agradecerla a Maude Giry y a su propio
talento y trabajo arduo. No iba a permitir que una mocosa o un fantasma de la Ópera se la arrebataran.
Le habían dicho (porque tenía espías en el teatro) que los hermanos Chagny habían cenado con
aquella lagarta esa noche. Si Christine Daaé contaba con el importante respaldo del conde y de su
hermano, eso no era bueno para ella. Pero su espía le dijo que era el menor, el vizconde, el que parecía
más atraído por la usurpadora.
Y el conde, que no hacía mucho había roto su relación con La Sorelli, bien podría andar buscando
una sustituta.
Muy conveniente. Se le curvaron los labios en una sonrisa.
Entonces volvió la atención al asunto que tenía entre manos.
—No debes moverte —dijo a Guy, con aspereza, recuperada su entonación española.
—Como siempre, espero tus órdenes.
Ella se inclinó y le pasó la yema de un dedo por el vientre lampiño, bajándola desde la curva de su
caja torácica, y hundiéndola sobre la cima de cada músculo abdominal, uno, dos tres. Él se estremeció
con el contacto, pero no se movió.
Sí, se le movió la polla; vibró y se agrandó.
—Te dije que no te movieras —dijo ella suavemente, y se la golpeó con la palma.
Él gruñó y se le agrandó aún más. Carlotta sintió sus ojos fijos en ella cuando se inclinó a coger la
punta con la boca. Se la rodeó con los labios y deslizó la lengua por la aterciopelada piel; después
retiró la boca y levantó la cabeza para mirarlo.
Él no se había movido, pero se le habían oscurecido los ojos, y los tenía fijos en su boca. Su
hermoso pecho se elevaba y bajaba algo más rápido. A ella le gustaba más cuando estaba cubierto por
gotitas de sudor, cuando tenía que esforzarse por dominarse.
Se desató el cinturón de la bata, se la quitó, la dejó caer al suelo y se irguió ante él para que la
mirara todo lo que quisiera. Tenía unos pechos generosos que apenas comenzaban a aflojarse, unas
caderas redondeadas y voluptuosas, y la cintura hacía unas pronunciadas entradas, lo que le daba la
forma similar a la de un reloj de arena. No tenía vello púbico que se le enredara sobre la vagina; se lo
depilaban todo, con lo que la piel ahí era tersa y blanca.
—Ahora veremos lo bien que me distraes —dijo, en tono tranquilo.
Se subió a la cama, por la parte de los pies y gateó hasta quedar sentada a horcajadas sobre sus
macizos muslos, con el trasero desnudo apoyado en sus rodillas. Abrió bien las piernas para que él
tuviera una clara visión de su sexo y entonces se incorporó hasta quedar de rodillas.
Se cogió los pechos y comenzó el juego de excitarse. Se tironeó y pellizcó los pezones ya duros
hasta que estuvieron tan fruncidos como el esfínter del ano; continuó dándoles capirotazos con los
dedos, haciendo bajar oleadas de deseo hasta sus genitales. Se los levantó, pellizcó y friccionó, sin
dejar de mirar a Guy, que la observaba.
El no se movía, pero los movimientos de su pecho indicaban que su respiración era más rápida; y
se le entrecerraron un poco más los ojos. Cuando deslizó la mano hacia abajo hasta cubrirse el pubis y
la entrepierna, él siguió el movimiento con los ojos. Estaba mojada, así que introdujo los dedos por
entre los labios de la vulva, bañándolos en el líquido, y luego se los pasó por los pezones, mojándolos.
La sensación que le producían las yemas de los dedos girando por los duros pezones en punta le hizo
vibrar el clítoris e hizo salir más flujo de la vagina.
Cuando tenía las aréolas duras y brillantes con su líquido, avanzó el cuerpo y deslizó la vulva
empapada por el pene, presionando y mojándoselo, y notó cómo se le mojaba la hendidura entre las
nalgas al acercarse a la cabeza del pene.
—Pruébalo —ordenó, acercando un pezón mojado a su boca.
Sintió la sacudida de su cuerpo cuando él reaccionó, pero Guy se apresuró a dominar el deseo de
retirar las manos de detrás de la cabeza para tocarla.
Cuando él cerró la boca sobre toda la aréola, ella cerró los ojos y empujó más el pecho hacia él. El
placer le bajaba hasta el vientre cada vez que la chupaba con los labios; comenzó a mover las caderas,
frotándole la piel de su sólido vientre plano con los jugosos labios de la vulva. Se le hincharon y
ardieron de excitación, y cuando él le soltó el pezón para lamérselo, deslizando la lengua por la parte
más sensible, le salió otro chorro de líquido.
—Más fuerte, chúpame más fuerte —ordenó.
Entonces, al sentir sus dientes alrededor del pezón, se apretó más sobre su vientre y movió más
rápido las caderas.
Él comenzó a succionar, y ella vio cómo se le hinchaban los tendones del cuello del esfuerzo por
no sacar las manos de detrás de la cabeza, y observó cómo se le movían las mandíbulas al chupar y
lamer, hasta que finalmente se introdujo toda la parte que pudo del pecho en la boca. Dentro de esa
mojada caverna, el pezón se le endureció más aún, mientras él giraba la lengua, ese grueso y fuerte
músculo, deslizándola por arriba, por los lados y por debajo de su botoncito en punta.
En ese momento, se metió la mano por la entrepierna, encontró el núcleo de su sexo, y lo frotó con
la yema de un dedo, sin dejar de mecerse. Él continuó succionándole el pecho y ella se fue acercando
al final. El orgasmo pasó vibrando por toda ella; gimiendo mantuvo fuerte el ritmo del dedo hasta que
la última oleada de placer pasó estremecedor por todos sus nervios.
Guy le soltó el pezón y apartó la cara; estaba jadeante. Tenía los ojos oscuros y desenfocados y la
boca abierta, introduciéndose aire en círculos. Pero sus manos continuaban detrás de su cabeza.
—Muuy bien —ronroneó, inclinándose para besarlo.
Colocó una mano a cada lado de su cabeza, apoyadas en sus musculosos antebrazos. Sus manos se
veían pequeñas y blancas, rodeándole apenas la mitad del contorno de sus bronceados músculos.
Posó los labios sobre los suyos. Saboreó el aroma almizclado de ella en él, e introdujo la lengua en
su boca para coger cada gotita. Él comenzó a corresponderle el beso, moviendo los labios sobre los
suyos, pero ella apartó la cara.
—No te he dado permiso —le dijo, severamente, volviendo a sentarse, apoyando el sexo caliente
en su vientre. —Tendré que castigarte concienzudamente.
A él le llamearon los ojos, y se le dilataron y oscurecieron más las pupilas; ella pensó que le iba a
suplicar. Pero él no lo hizo, porque no tenía permiso para hablar.
—Bien, muuy bien —le dijo, reconociendo su autodominio. —Ahora me vas a comer.
Eso tendría que llevarlo al límite.
Se deslizó por su musculoso cuerpo, se tomó un momento para chuparle, fuerte, la tetilla plana, y
luego se acomodó con las piernas bien abiertas encima de su cara. Cogiéndose de la ornamentada
cabecera de hierro se posicionó de manera de quedara justo encima de su boca, pero a una distancia
que lo obligara a levantar la cabeza para llegar a ella.
El primer lametón de su cálida lengua le hizo pasar una oleada de renovado deseo por todo el
cuerpo; él subía la lengua por un grueso labio y la bajaba por el otro. Su lengua plana, ancha y mojada,
hacía un delicioso sonido al acabar con uno y comenzar con el otro.
Ahogando un gemido, echó atrás la cabeza, con los pechos aplastados en las frías volutas de hierro.
Volvía a tener duros los pezones, le dolían de placer, y comenzaron a temblarle las rodillas.
Miró la seda roja que caía desde el cielo raso formando un dosel y centró la atención en su color,
que le producía la sensación de un pulsante calor rojo bajando desde sus ojos a su palpitante sexo. Guy
deslizaba la lengua por las hendiduras entre los labios interiores y exteriores de la vulva, subiendo y
bajando, una y otra vez. No le había tocado el clítoris ni introducido la lengua en la vagina.
Simplemente le frotaba y atormentaba los labios lampiños, haciéndole mover nuevamente las caderas.
—¡Cómeme! —le ordenó, y sintió el temblor de sus rodillas y muslos por el esfuerzo que tenía
que hacer para no soltarse y dejarse caer sentada sobre esa deliciosa boca.
Lo haría trabajar por su placer; suplicarle.
Pero él todavía no suplicaba; le estaba mordisqueando los labios de la vulva, sin hacer caso de su
clítoris, sin hacer caso tampoco de esa ancha abertura entre sus arrugados labios interiores; se limitaba
a mordisquear suavemente con sus duros dientes. Atormentándola. Pardiez, ¡la estaba atormentando!
Entonces él retiró la lengua del labio externo y la pasó por la piel delicadamente arrugada entre
este y el interior del muslo, arriba y abajo por la sensible y temblorosa piel de la ingle, y luego deslizó
los labios para succionarle la parte inferior de un hinchado labio, justo en el pliegue. Ella estaba
chorreando y sentía correr sus jugos por el muslo; oía los eróticos sonidos de los lametones.
—¡Cómeme! —le ordenó otra vez, con la voz ronca.
Y entonces, sin aviso, Guy levantó la cabeza y cerró la boca alrededor de su duro y dilatado
clítoris, y chupó, introduciéndose el botoncito en la boca y tironeándolo como si quisiera tragárselo.
El placer más intenso y más agudo pasó por toda ella en arco, como ondas expansivas de la
explosión del centro de su cuerpo. Gritó y se corrió, estremeciéndose tanto que perdió la batalla contra
sus músculos y cayó sentada sobre la boca de él, que continuaba trabajando con la lengua y los labios,
y se desplomó hacia delante, en medio de sacudidas, estremecimientos y sudor.
Cuando se apartó, cayendo en la cama al lado de él, se dio cuenta de los movimientos de su pecho;
le subía y bajaba muy rápido, como si hubiera echado una carrera. Y vio que seguía con las manos
detrás de la cabeza.
—Muy bien —dijo, alargando la mano hacia la columna de su polla.
Esta estaba morada y gruesa, y daba la impresión de que la vena que discurría por ella estaba a
punto de explotar. Cuando cerró la mano alrededor, él se estremeció, con los ojos fijos en su mano,
como si quisiera ordenarle que la moviera: arriba, abajo, arriba, abajo.
No la movió, como era lógico. Se la sostuvo con la mano quieta, apenas tocándosela, no
apretándola como deseaba él.
—¿Deseas decir algo? —le preguntó.
—Puedo correrme, ¿por favor?
Ella no contestó; movió la mano en una delicada caricia, que le hizo pasar ondulantes temblores
por el vientre. Él cerró los ojos y dejó caer la cabeza en la cama.
—Por favor…
Ella aumentó la presión de la mano. Era un cálido terciopelo, y deseó sentirla dentro de ella. Se
estaba despertando su sexo otra vez, aun después de ese intenso orgasmo. Se le tensaron los pechos; se
le llenó de saliva la boca.
Bajó y subió la mano dos veces, rápido y fuerte, y se la soltó al notar que él estaba a punto de
eyacular.
—No, no puedes.
Entonces se montó sobre él a horcajadas y deslizó su polla por la mojada hendidura entre los
labios interiores de la vulva, y abrió la boca en un silencioso gemido de placer. Se posicionó y se
meció una vez, para introducírsela a todo lo largo, y lo miró.
Él estaba mirando el cielo raso, con los ojos fijos en un punto, como si este contuviera un fabuloso
secreto de inmortalidad. Su hermosa cara estaba seria, inmóvil, y las ventanillas de la nariz se le
movían como para inspirar una gran cantidad de aire; la vena del cuello le latía como loca, y vio
que…
—No te he dado permiso para mover la mano.
Guy hizo una sonora inspiración y cerró los ojos. Volvió a poner la mano detrás de la cabeza, que
era donde le correspondía estar. Movió los labios; ella pensó que tal vez los movió para formar las
palabras «por favor».
—Abre los ojos. Mírame. Si apartas los ojos de mí, tu castigo no tendrá límites.
Obediente, él abrió los ojos y ella movió las caderas, adrede. Vio que se le agitaban los párpados y
retenía el aliento, pero no desvió la mirada. No puso los ojos en blanco, tampoco, como estaba segura
que deseaba hacer.
—Muuy bien —ronroneó.
Volvió a mover las caderas, más fuerte y apretó la vagina alrededor de su pene. Esta vez a él se le
movieron los labios involuntariamente y dejó de respirar, con el pecho lleno. Pasado un momento,
continuó respirando.
Se cogió los pechos y comenzó a pellizcarse y tironearse los duros pezones, sintiendo bajar esas
deliciosas sensaciones hasta su sexo. Se lamió los labios y observó encantada cómo él la imitaba
lamiéndoselos también.
Entonces comenzó a subir y bajar por su polla, una y otra vez, observando los esfuerzos que hacía
él para continuar sereno, y se felicitó, no por primera vez, por su excelente alumno. Qué hallazgo el
suyo, ese hombre lujurioso, poco más que un niño, dispuesto a dejarse modelar y enseñar… y torturar.
¿Sería tan dócil y complaciente el conde de Chagny?
Le parecía que no.
Se meció, no subiendo y bajando, sino hacia atrás y hacia adelante, de modo que el glande le
frotara ese lugar especial de la vagina y le presionara el clítoris. Ya tenía agitada la respiración y oyó
la de él pareja. Cerró los ojos.
Los abrió y encantada vio que él seguía mirándola, con una expresión de desesperación en los ojos.
Tenía la boca abierta y los brazos tensos, con los músculos hinchados.
Reanudó los movimientos arriba y abajo. Él resolló, se estremeció y suplicó:
—Déjame follarte, por favor, por favor. Déjame follarte.
—No. ¡No!
Se movió más rápido, observándole la cara, calculando por su expresión el momento en que se
correría; paró a tiempo. Sintió su enorme polla dentro y la bella vibración de su clítoris
presionándosela.
Sonrió. Él gimió. Ella se pellizcó un pezón. Él observó.
Se inclinó a ofrecerle uno y él se lo chupó como si estuviera muerto de hambre. Le dolió, y el
dolor le hizo bajar una onda de necesidad hasta el sexo. Se apartó y los labios de él hicieron un sonoro
plop.
—Guy —dijo, dulcemente.
A él le llevó un momento desviar la vista de sus pechos para mirarla a los ojos. Al parecer no tenía
energía ni para hablar.
—¿Qué deseas? —le preguntó.
Él la miró fijamente, hizo una inspiración profunda y exhaló lentamente la palabra:
—Fo-llar-te.
—Dilo, dilo más fuerte —mimó ella, arqueándose hacia atrás para apoyar las manos en sus
muslos.
Sus pechos quedaron levantados, sobresalientes, y él fijó una ávida mirada en ellos.
—Deseo follarte.
—Fóllame, entonces. Fóllame.
De repente estaba de espaldas y Guy se estaba posicionando encima de ella, con las manos en sus
hombros y abriéndole las piernas con la rodilla. Entonces la penetró, con una fuerte embestida,
enterrando el miembro hasta el fondo de su vagina, y continuó embistiendo, más fuerte, más fuerte,
más rápido, más rápido. Ella gemía cada vez que él le frotaba ese punto interior, golpeándoselo, hasta
que tembló con un orgasmo que la estremeció desde lo más profundo de su interior.
Levantó las manos y se cogió de las volutas de hierro de la cabecera. El orgasmo continuó y
continuó; arqueaba las caderas para recibir sus violentas penetraciones; estaba mojada y caliente, y el
pene se deslizaba, entrando y saliendo, entrando y saliendo. Él gimió, gritó y la llenó una última vez, y
ella lo sintió eyacular dentro de su largo túnel, y también se estremeció.
Él se desplomó encima de ella, con su pesado, sudoroso y delicioso cuerpo caliente, aplastándole
los pechos con la dura pared de su pecho.
Carlotta le dio una palmada en el desnudo trasero y salió de debajo de él.
—Mañana hablaremos de tu castigo.
Acto seguido, con las rodillas temblorosas, se bajó de la cama, sonriendo de oreja a oreja, resuelta
a cantar esa noche y a atrapar a un conde. Estuviera o no de acuerdo el fantasma.
Raoul, que estaba atravesando rápidamente el escenario, resistió el impulso de agacharse cuando oyó
un ruido particularmente fuerte detrás de él. Sólo faltaban unas horas para la representación de esa
noche y eso parecía un manicomio. ¿Cómo se las arreglarían para tenerlo todo dispuesto a tiempo?
El caos era ensordecedor. Apretó con más fuerza los tallos del ramo que llevaba. Eso era peor que
estar en la cubierta de un barco durante una violenta tempestad, tratando de asegurar los cabos sin ser
arrastrado por el oleaje fuera de la borda. Alguien estaba clavando unos clavos con enorme vigor en
una parte del decorado; estaban bajando un telón de fondo que se había quedado atascado en algo y lo
agitaban con tanta violencia que temió que se le cayera encima; también se estaba encajando un cristal
en un hueco de la pared del decorado; y oyó que gritaban: «¡Cuidado!», seguido de un: «¡Detrás!».
En resumen, deseó haber elegido otra ruta para llegar a la parte de detrás del escenario, donde
estaban los camerinos, en lugar de haber entrado por la puerta principal, haber avanzado por el pasillo
del patio de butacas, y atravesado el escenario. Era difícil orientarse por los corredores de la parte de
atrás, sobre todo durante el día, y más aún, en medio del alboroto y los ruidos cacofónicos de los
preparativos para la representación de Fausto esa noche.
Se hizo a un lado para dejar paso a un bastidor que transportaban al parecer desde una ala remota
del edificio, y, enderezándose el sombrero, continuó caminando a toda prisa, sorteando más
bastidores, mesas, sastres, carpinteros, fabricantes de pelucas y diversos decorados, hasta que encontró
el corredor de los camerinos por pura casualidad, porque sólo había estado una vez en el de Christine.
Pero resultó que no hubiera necesitado encontrar el camino hacia su camerino particular, porque
mientras iba caminando por el corredor se encontró ante una de las bailarinas cuyo nombre no tenía
ningún motivo para recordar, que le preguntó:
—¿Busca a la señorita Daaé?
La chica acompañó la pregunta con una coqueta mirada por debajo de sus pestañas, una sonrisa
con hoyuelos y el mentón adelantado, dando a entender que prefería que no.
—Efectivamente. ¿Sabe dónde está?
—En el salón de danza —contestó ella.
Raoul reanudó la marcha. El salón de las bailarinas era el lugar donde las actrices recibían a sus
admiradores después de la actuación y a otras horas convenientes. No quería imaginarse a Christine
(no podía pensar en ella como la señorita Daaé, puesto que la conocía desde que era una niña)
atendiendo a otros admiradores, a ninguno que no fuera él.
Cuando por fin encontró el camino hacia el salón, después de equivocarse dos veces, ya tenía los
nervios de punta. ¿Por qué se le aceleraba tanto el pulso cuando pensaba en ella? ¿Por qué se le
tensaban los dedos con sólo pensar que otro hombre la estuviera mirando?
Entonces, al abrir la puerta (casi la sacó de sus goznes, en realidad), se encontró ante una escena
mucho peor de la que había temido.
Ahí estaba Christine, sentada en un lujoso sofá de terciopelo rosa, y el salón… No lo consoló nada
ver que tenía más el aspecto de tocador de una cortesana que de salón. Todo era lujoso, todo estaba
tapizado en terciopelo: los sillones, los sofás, los enormes cojines colocados en el suelo, e incluso los
tres enormes cubos con cubierta de cristal que hacían las veces de mesas. Los colores brillaban
sensualmente: rosa, carmesí, púrpura real y azafrán.
Había botellas de vino, bandejas con pasteles, quesos y panes, fuentes con brillantes uvas,
relucientes naranjas y peras amarronadas, copas vacías, copas llenas; todas esas guarniciones de la
diversión cubrían las mesas y ocupaban las manos de los hombres, de la casi docena de hombres que
la miraban aduladores. Había otras bailarinas en el salón, y dos chicas que vagamente recordaba que
eran cantantes, pero ninguna atraía tanta atención de los visitantes como Christine.
Ella levantó la vista cuando él entró, y no fue pura vanidad la que lo hizo ver placer y verdadera
alegría en su cara. Ella sonrió, sus blancas mejillas se tiñeron de rosa y sus ojos azules brillaron.
Él no era un Chagny en vano, y nunca se había sentido tan a gusto en su papel.
—Buenas tardes, señorita Daaé. Le ruego disculpe mi tardanza en venir a recogerla, como prometí
anoche. ¿Nos vamos?
Avanzó hacia ella abriéndose paso por entre sus admiradores y le ofreció el brazo. Se encontraron
sus ojos y él no pudo evitar retener el aliento ante su gloriosa belleza. Se veía muy inocente, muy
joven, muy pura.
Y él la amaba, desde hacía muchísimo tiempo.
Christine se levantó y a él se le ensanchó el corazón, porque hasta ese momento no estaba del todo
seguro de que ella apoyaría su presunción.
—¿Para mí? —preguntó ella sonriendo, mirando el enorme ramo de rosas de invernadero que él
llevaba en la mano.
Las había olvidado, pero no le importó pasar por esa pequeña vergüenza, porque ella se iría con él.
—Por supuesto, señorita. Rosas blanquísimas, coronadas con un toque rosa, sólo para usted.
Si los otros admiradores se sintieron ofendidos porque él se iba a llevar al objeto de su afecto, él
no se fijó. Tenía a una diosa cogida de su brazo y no veía ni le importaba nada más.
Aunque era invierno y el día estaba frío, deseaba llevarla fuera, lejos del ajetreo del teatro, lejos
del clamor de los otros admiradores. La instaló cómodamente en su coche, le cubrió las piernas con
mantas de piel de zorro y de conejo y los hombros con una de suavísima piel de armiño.
Brillaba la nieve recién caída y lo habría cegado si no llevara baja sobre los ojos el ala de su
sombrero de copa.
—¿Adónde vamos? —le preguntó, girándose a sonreírle.
—Donde tú quieras.
Él puso en marcha el coche y comenzó el seco golpeteo de los cascos de los caballos. Cuando
entraron en la Rué de la Paix la miró. Tenía las mejillas sonrosadas por el aire frío, e incluso se le
había enrojecido la punta de su perfecta nariz. Estaba deliciosa.
Pero mientras él la miraba, ella iba mirándolo todo. Se le ocurrió que tal vez no podía permitirse
con frecuencia el lujo de dar un paseo en coche por las calles de París. Si salía del Teatro de la Ópera,
sería en raras ocasiones, y a pie.
Volvió la atención a la calle y la miró como ella debía verla, con el ocasional paso de coches
cerrados y hombres con capa y sombrero conduciéndolos. Había transeúntes también, mujeres y
hombres, vestidos con ropas de colores apagados pero a la moda, abrigados para los fríos meses de
invierno, portando paraguas, como hacían en casi todas las estaciones, para protegerse del sol, la
lluvia o la nieve.
Vio a unas vendedoras callejeras voceando para dar a conocer sus quesos, fruta y pan, vestidas con
ropa no mucho gruesa de la que llevaba Christine, y esquivando a un trío de flacos perros que se les
metían por entre los pies.
Cuando doblaron por la Ribera Izquierda, el Sena se convirtió en una larga franja de hielo blanco
liso sin fisuras. Por el otro lado se erguía un tosco muro que separaba las casas de la calzada y del río.
Y entonces vio esa atrocidad en forma de patas de araña de hierro, que estaba comenzando a tomar
cuerpo a la orilla del río más adelante.
Tal vez Christine oyó su bufido de disgusto porque desvió la atención de las vistas y se giró a
mirarlo.
—¿No te gusta esa torre que están construyendo?
—Pues no. Monsieur Eiffel va a destruir la silueta de París con esa desgarbada monstruosidad. He
visto dibujos de cómo quedará cuando esté terminada y me cuesta creer que el alcalde haya permitido
que construyan tamaña afrenta a nuestra ciudad.
Christine lo miró con una sonrisa inocente que le calmó en parte la molestia.
—Pero es para celebrar el centenario de vuestra gran revolución. Y no tienen la intención de
dejarla ahí después, ¿verdad?
—Eso espero, por supuesto, pero tendremos que verla por lo menos dos años más. Y recuerda que
no fue «nuestra» revolución —añadió en tono de suave reprensión. —Mi familia fue una de las que
perdió algo más que tierras durante el reinado del terror. Pero claro, siendo sueca tal vez no estás muy
bien versada en nuestra historia. En todo caso —continuó, resuelto a desviar la conversación de ese
desagradable tema hacia algo más personal—, espero que no estés molesta conmigo por haberte
alejado de tus admiradores.
—No, de ninguna manera, Raoul. Me alegra que estés dispuesto a dejarte ver conmigo en público.
—Pues claro que estoy dispuesto, Christine. Te dije que es mi intención cortejarte.
Ella desvió la cara.
—Sé que lo dijiste, pero, bueno, eso fue anoche.
—¿Crees que podría haber cambiado de opinión desde anoche? ¿Cuando no he hecho otra cosa que
pensar en ti?
—No he querido decir que tú podrías haber cambiado de opinión, sino que podrían haberte
ayudado a hacerlo.
—Te refieres a mi hermano, que tuvo un romance muy sonado con nada menos que La Sorelli —
rió Raoul, aunque su risa sonó hueca, falsa.
Aún no había hablado con Philippe, y aunque tenía toda la intención de cortejar a Christine Daaé y,
dicha sea la verdad, casarse con ella, reconocía que no sería fácil convencer a su hermano.
Pero lo convencería. Philippe nunca le negaba nada que él deseara realmente, porque era doce años
mayor y siempre lo había considerado más un hijo que un hermano, desde que muriera su madre
cuando nació él, y menos de diez años después, su padre.
Por otro lado, era cierto que a él no le gustaba la idea de enfadar o decepcionar a Philippe. Por eso
decidió alistarse en la Marina, para hacer de sí mismo algo de lo que el conde se sintiera orgulloso.
Christine no dijo nada y continuaron en silencio, silencio sólo interrumpido por las voces de los
vendedores callejeros y el traqueteo de los coches por la calzada de adoquines.
Raoul intentó formular con palabras sus pensamientos. Deseaba hablar con ella, enterarse de cosas
de su vida, conocerla, pero un caballero no puede llegar y entrometerse en la vida de una mujer
haciéndole preguntas personales. Sin embargo, casi se sentía como si se hubiera ganado el derecho a
hacerlo aquel verano, hace ya tantos años. Al fin y al cabo él no era un joven que de repente se hubiera
fijado en su gloriosa voz y en su encantadora persona; ya la conocía desde hacía mucho.
Tal vez podría comenzar por eso, por donde lo dejaron.
—No sabía que tu padre murió después de ese verano en que estuvimos juntos. Tuvo que haber
sido terrible para ti.
Ella asintió.
—Fue el invierno más frío que había vivido. Me sentía congelada, Raoul. Paralizada, pesada,
lerda. Él era lo único que tenía; padre y su música. Y entonces, de repente, ya no estaba. Fue peor que
perder a mi madre, porque cuando ella murió yo era muy niña y apenas la recuerdo. Pero mi padre…
aunque tú lo sabes bien, pues también perdiste a tus padres.
—Sí, pero… bueno, para mí fue diferente. Tenía a mi hermano, que se convirtió en un padre para
mí, y a mis dos hermanas, los tres mucho mayores que yo. Y a la hermana de mi madre, que me crió.
Y a ella tengo que agradecerle que viviera en Brest, porque gracias a eso estuve en Perros y nos
conocimos.
Le echó una rápida mirada. Ella tenía una sonrisa triste en la cara; debía estar recordando.
—Yo no tenía a nadie. A nadie a excepción de los Valerius, que se comportaron maravillosamente
al acogerme, pero no era lo mismo. Durante mucho tiempo no quise ni oír el sonido de un violín.
¿Sigues tocando? —le preguntó, cogiéndolo por sorpresa.
—Hace muchos años que no toco, pero creo que si cogiera el instrumento recordaría lo que me
enseñó tu padre ese verano, después de rescatar tu fular.
—Fueron unos días agradables junto al mar, con los chillidos de las gaviotas combinados con las
notas que tocabais tú y mi padre.
Él se rió.
—Yo no lo llamaría notas, Christine. Yo apenas era un violinista pasable, en comparación con el
talento de tu padre. Ni el tuyo.
Se hizo otro silencio y él pensó su siguiente paso. Necesitaba preguntarle, necesitaba saber, pero le
daba miedo. Así que finalmente cogió con más fuerza las riendas y mirando al frente, dijo:
—Christine, ¿cómo han sido para ti todos estos años en el Teatro de la Ópera? Lo que quiero decir
es… Sorelli y mi hermano han estado liados, y otras cantantes y bailarinas han tenido protectores y…
Sólo deseo saber… ¿te han tratado… bien?
Al ver que ella no contestaba, apretó con más fuerza las riendas, pero no la miró. Eso era más
difícil que gobernar un enorme navío durante una tempestad y que programar y realizar viajes y
simulacros de ataques de un barco a otro. En él se aprenden los métodos para manejar los aparejos,
seguir las rutas marítimas, el arte de la navegación, e incluso a aprovechar el tiempo atmosférico y a
usar una miríada de armas.
Pero una mujer no tiene timón.
Christine habló por fin, su voz apenas audible por encima del golpeteo de los cascos de los
caballos sobre una parte de la calle que seguía cubierta de nieve.
—Me sentía sola. No encajaba con las demás chicas porque durante mucho tiempo no deseaba
cantar. Escasamente bailaba. Tras la muerte de mi padre perdí la música y todavía no sé cómo
consiguió el profesor Valerius que me aceptaran en el conservatorio. Tal vez pensaron que por ser la
hija de un famoso violinista yo aprovecharía la oportunidad y me pondría a la altura.
—Pero es que lo has hecho, Christine. Lo has hecho. Anoche estuviste magnífica.
—Anoche, sí, lo sentí. Pero pasaron muchos meses y años en que no me sentía a gusto y creía que
nunca tendría la oportunidad de ser… de ser la hermosa señora que ocupa su puesto en el escenario y
obtiene todos los aplausos y la admiración. Ansiaba eso, Raoul, pero estaba fuera de mi alcance.
—Has llegado ahí, Christine. Y ahora nadie puede rebatirlo.
Deseó cogerle la mano que tenía bajo las pieles y llevársela a sus labios, para consolarla. Cómo
deseaba haber estado ahí durante ese tiempo en que se sintió tan sola.
—Me hice amiga de una de las bailarinas y de Franco, un joven italiano que era excelente para
arreglar los puntales de sostén de los decorados. Franco y yo… Él me hacía sentirme menos sola,
Raoul. Éramos torpes y furtivos, pero nos necesitábamos.
Raoul tragó saliva. Había tenido la esperanza de que ella todavía estuviera intacta, aunque en
realidad no lo había supuesto, viviendo en ese ambiente.
—¿Lo amabas?
Ella se encogió de hombros, y con el movimiento se le deslizó la manta, dejándole el hombro al
aire. Tardó un momento en cubrirse nuevamente y arreglarse las mantas de las piernas.
—No lo sé —dijo al fin. —Pero fuera como fuera, no duró mucho, porque muy pronto él se sintió
atraído por una de las chicas mayores del coro, y se fugaron juntos para intentar entrar en el teatro de
Marsella.
—Y ¿después de Franco?
—¿Te importa mucho eso, Raoul? ¿Mi respuesta cambiará algo?
—No.
Eso era cierto.
—Entonces, ¿por qué lo preguntas?
—Porque deseo saber que tu vida no fue tan dura como creo que lo ha sido; no quiero creer que
mientras yo me hacía mayor en un mundo de lujo y comodidades, tú estabas sola, sentías miedo o… o
eras maltratada. Todas esas veces que pensaba en ti… y pensaba en ti, Christine, de verdad.
—Gracias, Raoul. Es agradable saber que tal vez no estaba tan sola como creía. Y, para contestar a
tu pregunta, no, no busqué un protector. Tampoco ninguno me buscó a mí. Yo era muy tímida, y no
tenía bastante talento. No atraía la atención de esos hombres, y eso me alegraba bastante. Me parecía
algo… falso. Práctico, tal vez, pero falso.
—Es egoísmo, pero me alegra.
—Me sentía sola. Todo el tiempo estaba rodeada de gente, pero estaba sola. No sé si alguna vez
encontraré mi lugar.
—Lo encontrarás, Christine, lo encontrarás. Conmigo. Entonces ella lo miró.
—Eso es lo que me gusta de ti, Raoul. Sabes escuchar. Me ayudas a expresar con palabras cosas
que ni siquiera sabía que sentía antes de decirlas.
Pero él no deseaba ser solamente alguien que supiera escuchar, sólo un amigo. La deseaba a ella,
toda entera. Y la tendría. En cuerpo y alma.
Eric soñaba.
Soñaba con ella, con su largo pelo moreno arremolinado sobre su pecho, como una capa; con el
calor de su esbelto cuerpo cubriendo el suyo, envolviéndolo con sus brazos y piernas enredados con
los de él.
Soñaba con su deliciosa boca, llena, roja, sonriendo, con los labios en morro, acercándosele,
cerrándose sobre él; soñaba con sus delgados y delicados dedos, blancos sobre el oscuro vello de su
cuerpo; soñaba con penetrarla, llenándola, uniéndose con ella, amándola.
Amándola.
Soñaba con ella riendo, cantando, bailando, incluso comiendo, y con cosas tan vulgares como
peinarla y abotonarle el vestido.
Soñaba con Christine sobre el escenario, cantando para él, sólo para él, con sus ojos azules
levantados hacia su palco y todo su ser concentrado en su persona, en complacerlo.
Con despertar a su lado.
Entrando osadamente en el teatro a ocupar su asiento en la primera fila.
Abriéndose paso por la muchedumbre de admiradores fuera de su camerino llevando los brazos
llenos de azucenas.
Paseando con ella en un coche abierto por la orilla del Sena.
Y entonces los sueños cambiaron, pasaron de un día cálido y soleado a un vacío frío y oscuro; a
dolor, un dolor agudo, terrible, con ropa de lana áspera y cadenas de hierro; a los chillidos, gritos,
insultos y burlas, y a la huida. Siempre la huida, corriendo, corriendo y corriendo.
Corriendo por pasadizos oscuros, por calles iluminadas por la luna, por túneles húmedos y por la
orilla de ríos subterráneos; con los ecos de la vida de arriba, permanentemente desterrados de la suya.
No podía respirar bien, no lograba inspirar suficiente aire.
Dio la vuelta por el recodo del interminable túnel…
Y vio a Christine, colgada de la pared, con los brazos extendidos, las piernas abiertas, su blanco
cuerpo desnudo destacando contra la oscura pared de piedra negra, gris y funesto azul.
No lograba llegar hasta ella, no podía llegar a ella. Continuaba corriendo, tropezándose y
corriendo, pero no avanzaba, no llegaba hasta ella.
Y de pronto lo cogieron unos fuertes brazos, lo capturaron, sujetándole sus musculosos brazos;
algo duro le golpeó la parte de atrás de las piernas, haciéndolo caer. Se las ataron, le encadenaron las
manos y lo arrojaron al suelo: al frío, húmedo y oscuro suelo.
«Nunca la tendrás, rata escurridiza.»
«Te escondes en la oscuridad, y anhelas lo que jamás tendrás. Ella no se dignará a mirar a uno de
tu calaña, por mucho que se abra de piernas cuando la obligas. No te las abrirá para tu polla.»
Con las palabras de Buquet resonando en su cabeza, reverberando en la caverna del sueño, intentó
soltarse las ataduras. Tenía que llegar hasta ella, llegar hasta Christine.
Pero entonces, ella ya no estaba sola.
Se alargaron unas manos y le cubrieron los pechos, y un hombre bajó la cabeza hacia su cuello; el
cuerpo oscuro de él le bloqueó la visión desde su abatida posición en el suelo de piedra. Ella gimió,
cerró los ojos y echó atrás la cabeza, dejando a la vista su largo y blanco cuello.
El hombre le manoseó los pechos, toqueteándole los pezones, y se inclinó a chuparle uno
sonoramente, mientras él estaba ahí, obligado a mirar. Ella movía las caderas, emitiendo suaves
sonidos por los labios abiertos; se estremecía, se movía y gemía, mientras él le succionaba el hermoso
pecho, dejándoselo enrojecido y mojado.
De pronto vio en todos sus detalles la textura de su aréola bajo los gruesos dedos de aquel hombre
que se la manipulaba, la puntita roja, las suaves arruguitas rosadas. Era como si llenara su visión; y
tuvo una imagen de cerca de los labios de él cerrándose sobre el pezón. Se lo succionaba con avidez,
introduciéndose más pecho en el círculo de su boca, haciendo temblar el resto.
Ella emitió un grito cuando él se movió y comenzó a toquetearle la negra mata de vello púbico.
Entonces Eric vio ese sexo rojo y dilatado por el que él se moría, el resbaladizo y cálido terciopelo de
Christine. Ella se sacudió, se movió y gritó, y él nuevamente intentó soltarse para acudir a ella. Pero el
hombre se agachó y puso la cabeza ahí; él sólo le veía la espalda, moviéndose mientras la lamía,
chupaba y saboreaba.
Ella se agitaba, tironeando las esposas que le sujetaban los brazos extendidos, moviendo la cabeza
de lado a lado, mientras sus pechos, ya libres de esas manos exploradoras, saltaban y zangoloteaban.
Ella gritó y se debatió, suplicando, y él se apartó.
Se giró, y Eric vio entonces la conocida cara de su hermano, brillante como la de Christine. De sus
labios llenos y rojos chorreaba el líquido de ella. Y estaba sonriendo; burlón, insultante.
—No asustes a las chicas, Eric. No soportan tu contacto. ¿Las oyes chillar?
«Se abre de piernas cuando la obligas. No te las abrirá para tu polla.»
—Pero aceptará la mía —le dijo su hermano. —La mía sí la aceptará.
Diciendo eso se giró hacia Christine, y de pronto estaba desnudo a su lado, y ella lo tenía rodeado
con los brazos, mientras él la penetraba. Entonces Eric vio el miembro de su hermano como si
estuviera ahí mismo, entrando y saliendo de la dilatada vagina, entrando y saliendo, entrando y
saliendo, y el ritmo vibraba dentro de él, aumentando el dolor de su necesidad.
Y los volvió a ver desde la distancia, entrelazados, moviéndose, retorciéndose, apoyados contra la
pared, Christine lo rodeaba con los brazos, con la cara levantada y los ojos cerrados por un intenso
placer. Ella gritó al sentir el alivio del orgasmo, enterrándole las uñas en la espalda, y Eric sintió sus
estremecimientos como si fuera él el que estaba enterrado en ella.
Y entonces se despertó.
Jadeante, sudoroso, desnudo y enredado. El pene le chillaba de dolor, levantado hacia el cielo raso,
y tenía el corazón desbocado y las manos apretadas.
Su cara, sin la máscara, estaba mojada de lágrimas. Christine.
—Ooh, Christine —sollozó suavemente, cubriéndosela con las dos manos.
Un lado suave, aparte de la aspereza de la barba que le bordeaba la mandíbula, y el otro áspero y
rugoso como la corteza de un árbol. Cómo la amaba.
La deseaba, sí, pero también la amaba.
Había llegado a amarla. Observándola, viendo en su cara la misma soledad que tenía grabada en la
suya, cuando tenía el valor de mirársela.
Escuchando su música, la música que él hacía salir de ella, música que creaban juntos.
Pero ella nunca lo amaría, por lo deforme y defectuoso que era. No se atrevía a permitirle que lo
viera; apenas le permitía que lo tocara, aun cuando su cuerpo ansiaba eso, temblaba por eso.
Ah, tenía esperanzas, sí, ocultas tan en el fondo de su ser que rara vez las dejaba salir. Tal vez
algún día ella lo amaría por sí mismo, a pesar de su cara; a pesar de su pasado.
Desde esa primera mañana cuando la vio cantar sola en el escenario, meses atrás, lo había
fascinado. ¿Quién podía saber por qué Christine lo conmovió de esa manera ese primer día? Pero lo
conmovió.
Después de eso la observaba, oculto, rezagado. Vio que no era como las demás chicas, no como
muchas, en todo caso.
En ella veía pureza, y una bondad tímida. Tolerancia. Era amable con el encargado de cerrar las
puertas, la categoría más baja en la jerarquía del personal, que tenía un pie zopo. Y también con el
hombre medio ciego que trabajaba en el sótano, debajo del escenario, a quien saludaba sin
desentenderse de él. Y éste, oyéndola, había aprendido a reconocer su voz.
Compartía su magra ración de huevo relleno y salchicha con ajo con una de las bailarinas más
jóvenes, y bajita, que visiblemente necesitaba alimentarse más. Incluso le regaló una de sus cintas
para el pelo, una roja preciosa, a una de las acomodadoras, para la niñita recién nacida de su hija.
Tal vez eso era parte del motivo de que se hubiera enamorado de ella. Si sólo fuera por su belleza
y su voz, muchas como ella habían pasado por el Teatro de la Ópera; hubo un tiempo en que hasta
Carlotta había sido más inocente, y había estado menos desgastada, menos hastiada; hermosa.
Pero ni Carlotta ni ninguna otra le había llegado al corazón y al alma como Christine. La solitaria,
triste y magnífica Christine.
Y ahora… la ira se agitaba dentro de él. Ella salía a cenar y se relacionaba con Raoul de Chagny y
su hermano, el conde.
Él no supo con quien se había marchado la noche pasada, después de su encuentro con ella en el
escenario, hasta que estuvo escuchando en el salón de la danza y vio entrar a Raoul de Chagny, que
prácticamente se la llevó en brazos. Hasta ese momento él había sido simplemente indulgente,
observando desde su agujero oculto en lo alto de la pared, mientras su protegida aceptaba tímidamente
las atenciones de sus admiradores.
Eso no era más de lo que él había supuesto y esperado; era lógico que una chica tan dotada y
hermosa, pero todavía con esa inocencia que se reflejaba en ella, atrajera la atención de los
espectadores. Y ella no le había dado motivos para sentir otra cosa, porque se mostraba amable y
reservada con todos por igual, sin elegir a ninguno en especial. Todos eran iguales para ella.
Hasta que llegó Raoul de Chagny.
Entonces, al verlo, se le iluminaron y brillaron los ojos, y se levantó ante su presencia. Y al
instante se cogió de su imperioso brazo.
Y éste se la llevó, fuera del teatro, lejos de él, lejos de la fortaleza del fantasma de la Ópera.
Dejándolo solo, con la oscuridad de su destino y las mofas de su imaginación.
CAPÍTULO 6
ANIMADA por los dos administradores y sus muchos partidarios, Carlotta desafió la advertencia del
fantasma de la Ópera, entrando en el escenario esa noche con todo el esplendor de su traje, joyas y
atributos. Había resuelto cantar, y cantaría.
Haciendo temblar las plumas de su ornamentado y rutilante tocado, con la cola del vestido de seda
y metros de volantes y frunces extendidos por el entarimado, la prima donna ocupó su lugar en el
centro exacto del proscenio, mientras los sonrientes Moncharmin y Richard la contemplaban desde sus
asientos en el palco número cinco.
—El fantasma se ha retrasado —dijo Firmin Richard riendo. —Ha comenzado el espectáculo y
todavía no ha venido a reclamar su asiento.
—Me alegra que no vendiéramos esta localidad esta noche; me hace ilusión oír la interpretación
de La Carlotta. No le tiene miedo a ese ridículo fantasma.
—Me niego a tener este palco cerrado para nuestros abonados. ¡Ya lo creo! Fantasma de la Ópera.
—Y sea quien sea, no va a recibir ningún salario de nosotros —añadió Moncharmin, riendo para su
coleto. —Podemos dar un uso mucho mejor a esos veinticuatro mil francos.
Pasó el segundo acto sin ningún incidente, y durante el intermedio los dos administradores
abandonaron el palco para ir a felicitar a La Carlota en su camerino.
—Nunca ha cantado mejor, madame —le dijo Firmin Richard, inclinándose sobre su mano. —Me
alegra muchísimo que no decepcionara a sus muchos admiradores haciendo caso de la amenazadora
carta que recibió.
—Ridículo —repuso ella, en castellano. —El fantasma de la Ópera no es otra cosa que un cuento
inventado por los amigos de Christine Daaé, con el fin de asustarme. ¡A mí, La Carlotta! —exclamó,
jactanciosa, pavoneándose.
Los administradores, muy satisfechos por haber desbaratado fuera cual fuera el plan tramado,
volvieron a su palco para ver el tercer acto.
Pero cuando entraron en él, vieron casi de inmediato que alguien había colocado una caja de
caramelos sobre la barandilla.
—¿De dónde diablos ha salido eso? —preguntó Moncharmin, apuntándola.
—¿Y esto? —dijo Richard, cogiendo unos gemelos que no estaban ahí cuando salieron. —Llama a
la acomodadora y averigua quién ha estado aquí en nuestra ausencia. Alguien tiene que haber puesto
estas cosas aquí para gastarnos una broma.
Cuando interrogaron a los acomodadores y acomodadoras, todos dijeron que nadie había subido la
escalera que llevaba al palco. Absolutamente nadie.
Richard y Moncharmin se miraron inquietos, pero, aun así, cuando se levantó el telón para el
tercer acto de Fausto, ocuparon sus asientos. Pasado sólo un instante, comenzó a pasar por el palco una
rara corriente de aire insalubre. Moncharmin creyó oír respirar a alguien, justo detrás de él.
Los administradores se miraron, pero no dijeron nada, pues se mantuvieron atentos a lo que
ocurría en el escenario.
Era el momento de la entrada de Carlotta. Richard cayó en la cuenta de que tenía retenido el
aliento y estaba retorciendo entre los dedos un pañuelo que sin darse cuenta había sacado del bolsillo.
Cuando La Carlotta hizo su tercera entrada, la que sería la última esa noche, se elevó una gran
ovación entre el público. Con un brillo triunfal en los ojos, levantó los brazos y comenzó a cantar la
respuesta de Margarita a la súplica de Fausto.
De repente sonó un desconcertante ruido sordo, procedente de… no estaba claro; de arriba, de
abajo, del frente; después los testigos presenciales no lograrían ponerse de acuerdo de qué lugar había
provenido, pero era el sonido de un furioso gruñido o una queja. Moncharmin se atragantó y tragó
saliva sonoramente, y Richard soltó su pañuelo, que cayó volando a los asientos de abajo.
Después del ominoso ruido, Carlotta hizo una pausa, reteniendo el aliento y mirando recelosa
hacia atrás; pero estaba lejos del telón de fondo, pues se hallaba en el proscenio, casi encima de las
candilejas que bordeaban el escenario. Se repuso y dio las siguientes notas, aun cuando el gruñido
volvió a sonar y una rápida sombra pasó por encima del escenario tiñendo su vestido fucsia de un rosa
sucio.
Fausto se le acercó y cantó su parte.
Carlotta abrió la boca y comenzó a cantar su respuesta:
Y un lánguido hechizo
siento sin alarma
con su melodía enroscada
—Continúa, continúa —siseó Richard, con el corazón latiéndole tan fuerte que le saltaban los
dedos sobre la barandilla.
Los graznidos resonaron roncos y horribles en el auditorio; Carlotta cerró la boca y se la cubrió
con sus pequeñas manos como si quisiera tragarse aquellos feos sonidos. Con los ojos desorbitados, se
recogió las faldas y salió corriendo del escenario, y el público estalló en murmullos y risitas.
Los administradores oyeron una ronca risa detrás de ellos.
—Después de cómo ha cantado esta noche, es un milagro que no haya hecho caer la araña del
techo.
¡Era el fantasma! Estaba detrás de ellos, en el palco, hablándoles.
No se atrevieron a girarse, pero Moncharmin se apresuró a mirar la araña, como si creyera que iba
a caer sobre el escenario. La lámpara se mecía suavemente, pero no daba la impresión de que fuera a
desprenderse.
—¿Qué hacemos ahora? —dijo a Richard. —El espectáculo está arruinado.
—Quiere que cante Daaé. Pues le daremos Daaé —contestó su compañero más alto, con más valor
del que sentía, y con la esperanza de que el fantasma lo oyera y se marchara. Se puso de pie junto a la
barandilla y dijo en voz alta al público—: Atención, señoras y señores, por favor, la representación
continúa. Os presentaremos a la señorita Daaé, que cantará lo que falta del papel de Margarita, para
vuestro placer.
Y así fue como un momento después, gracias al rápido trabajo por parte del director de escena y el
director general de la obra, la nueva estrella del Teatro de la Ópera, Christine Daaé, entró en el círculo
de luz dejado por Carlotta.
Se veía frágil y angelical. Le habían dejado suelto el pelo, cayendo en una delicada y ondulada
cascada hasta la cintura. Su vestido azul celeste no era ni de cerca tan ornamentado ni elegante como
el de La Carlotta, pero le sentaba bien a su inocencia y exhibía claramente a la mujer que llevaba
dentro. El amplio escote en uve bajaba hasta el inicio de la hendidura entre sus pechos, levantados y
sujetos por el corsé. Las mangas eran unas estrechas cintas de rosetas azules que caían bajo las curvas
de los hombros dejándole desnudos los largos y blancos brazos. La luz amarilla de arriba le destacaba
en suave relieve la delicada curva de las clavículas y la depresión de la base de la garganta.
Pero su cara. Eran su cara y su voz las que cautivaban al público. Jamás una mujer había cantado
con una voz tan pura, tan limpia y perfecta en toda la historia del Teatro de la Ópera. La embelesada
expresión de su hermoso rostro hablaba de un éxtasis que escapaba a la comprensión de los
espectadores, pero estaba claro que a ella la emocionaba. Cantaba como si no fuera a parar jamás,
como si no se fuera a cansar jamás, como si nunca le fueran a faltar las palabras o las notas.
La verdad es que Christine sabía que nunca había cantado tan bellamente. Sentía cómo la música
le llenaba las venas, sonaba en sus terminaciones nerviosas, la transportaba. Sentía la presencia de
Eric y sabía que él había hecho algo para causar la vergüenza de Carlotta y despejarle el camino del
triunfo a ella.
Y mientras cantaba hizo lo que él le había pedido: cantar para él. Sentía sus manos en la piel, sus
labios deslizándose por el hombro. Se le tensaron y dilataron los pechos, atractivamente ceñidos por el
corsé, al recordar sus suaves y persuasivas manos cuando la había acariciado esa mañana.
Se sentía desnuda, abrigada, estimulada, al calor de las candilejas, como si su ángel y ella
estuvieran cantando juntos en alguna parte, solos. Y unidos como si fueran uno.
Estaban unidos. Serían uno.
Y cuando terminó, cuando salió del estado de trance que le había permitido cantar sin nervios ni
miedo, el aplauso del público la trajo de vuelta a sí misma. Hizo su reverencia y aceptó las rosas,
azucenas y alhelíes que le lanzaron y le entregaron en mano. Fue aumentando la euforia en su interior
al sentir cómo el público seguía aplaudiendo, aclamándola, vitoreándola, hasta que esta se hizo tan
intensa que apenas pudo tenerse en pie. Había triunfado. Nunca en su vida se había sentido tan feliz,
tan exultante.
Cuando a sus pies cayó un enorme ramo de rosas blancas con los bordes de los pétalos rosados,
atado con una cinta carmesí, levantó la vista y vio a Raoul agitando la mano hacia ella desde uno de
los palcos más cercanos al escenario. Sonriendo, ruborizada y eufórica por su triunfo, cogió la ofrenda
de Raoul y hundió la cara en las hermosas rosas.
En cuanto salió corriendo del escenario y pasó por entre los bastidores para llegar a la parte de
atrás, vio que Raoul ya estaba ahí. Antes que ella se diera cuenta, él ya se las había arreglado para
rodearla con un brazo y hacerla entrar en un cuarto ropero, en el que no había nadie, impidiéndole
llegar al salón de la danza, donde la rodearían sus otros admiradores.
Pero ahí, en ese pequeño cuarto, iluminado por una sola lámpara, estaban rodeados por percheros
con rutilantes vestidos, sombreros de plumas, accesorios con espadas, escudos, cinturones y fajines,
corsés de encaje, sombreros con flores, guantes y faldas de seda adornadas con abalorios. Toda esa
cantidad de ropa por ambos lados los empujaba, obligándolos a estar muy juntos en ese estrecho
pasillo.
Raoul le cogió las manos y la miró con fervor; sus ojos azules brillantes de orgullo y emoción.
—Christine, mi amor, ¡has estado brillante!
—Gracias, Raoul —exclamó ella, sin poder contenerse y dejó caer las rosas al suelo cuando él la
atrajo a sus brazos.
Su beso fue breve y suave, rozándole apenas los labios entreabiertos, reverente.
—Qué hermosa eres —musitó, con la boca en la de ella, como si quisiera aspirar su cálido aliento.
—Y cantas como un ángel perfecto. Eres perfecta, Christine.
Ella se apartó, le puso una mano en la hermosa mejilla y, todavía sintiendo pasar por toda ella la
emoción del triunfo, lo miró; la piel le brillaba dorada y la luz amarilla de la lámpara formaba un
nimbo sobre su pelo color mantequilla.
—No soy perfecta, Raoul, pero eres muy amable al decirme eso. De hecho, mi profesor dice que
aún me queda mucho trabajo por hacer.
Le sonrió, con la atención puesta en sus delgados y elegantes labios. Qué delicioso «ver» al
hombre que tenía delante, poder tocarlo y mirarlo. Todavía exultante y osada, se acercó más a él y
levantó la cara para besar sus delicados labios.
Él la rodeó con los brazos y, como si de pronto se hubiera soltado las ataduras, la apretó con fuerza
a su cuerpo. Se unieron sus bocas, peleándose por saborearse, por lamer y mordisquear. Christine
palpó sus hombros, anchos, erguidos, fuertes. Qué diferente a sus encuentros con Eric, en que nunca
podía verle la cara, ni sentir todo su cuerpo apretado al suyo, presionándole los pechos, el montículo
del pubis, sin poder satisfacer su necesidad de acariciarlo, de deslizar las manos por su cuerpo.
—Christine —musitó él, bajando la boca mojada por su mandíbula y cuello.
Ella se arqueó hacia atrás, empujando los pechos hacia sus manos ávidas, deseando sentir esos
dedos en sus duros pezones.
Él le dejó libres los pechos y se inclinó a introducir uno en la cálida caverna de su boca. Christine
se arqueó apretándose a él, mientras él se lo succionaba, y deslizó la mano por el bulto de su miembro
en la entrepierna.
En ese preciso instante se abrió la puerta, que estaba justo detrás de uno de los hombros de Raoul.
Christine lo apartó de un empujón al reconocer la erguida figura negra de madame Giry.
—Ma-madame —tartamudeó, metiéndose a toda prisa los pechos bajo el corpiño.
—Christine, no lo hagas esperar —dijo ella.
Con los brazos cruzados sobre la cintura, paseó sus ojos negros por ella y luego por Raoul,
esperando mientras se arreglaba la ropa.
—No, por supuesto, madame —repuso Christine, abrumada por el remordimiento.
¿Cómo había podido dejar esperando a Eric? Lógicamente él querría verla después de su
actuación, desearía estar con ella, para acariciarla, para hacerla «sentir».
Mientras se hacía los últimos arreglos, Raoul había salido educadamente del cuarto, pero cuando
ella emergió de él, estaba ahí esperándola.
Pero Eric también estaba esperándola.
¿Cómo había podido olvidarse de Eric, aunque sólo fuera un momento? La agitación por su
segundo debut, pensó; la emoción de haber conquistado al público otra vez, la emoción de ser la
hermosa dama de sus sueños. Y luego la aparición de Raoul, que la había metido ahí antes que ella se
diera cuenta de lo que hacía.
Pero solamente su ángel era capaz de hacerla sentir, sentir de verdad. Sólo con él podía dejar atrás
la aflicción y el vacío.
Cantaba para él.
Tal vez, tal vez esa noche, podría verlo y sentirlo por fin.
—Si lo he complacido —susurró para sí misma.
Raoul la cogió del brazo con aire posesivo y echaron a andar detrás de madame Giry por el
ajetreado corredor.
—¿Complacido a quién? —preguntó él, pasando un dedo bajo el borde del corpiño ya bien puesto,
y alisándoselo por encima de la aréola.
—Mi profesor —repuso ella, apartándose suavemente.
—¿Profesor? —preguntó él, frunciendo el ceño como si estuviera molesto. —Me hablaste de un
profesor. ¿Quién es?
—¿Te acuerdas cuando mi padre nos hablaba del ángel de la música? Me prometió enviármelo, y
me lo envió. Mi profesor es el ángel de la música. Debe de estar esperándome. Y si lo he
complacido…
Se le aceleró el corazón por la expectación.
—¿De qué hablas, Christine? ¿Esperándote? ¿Quién es ese hombre?
Ella se detuvo y lo empujó hacia un lado para no estorbar la procesión de tramoyistas, bailarinas y
músicos.
—Es el ángel de la música, Raoul. Es… vive aquí en el teatro, y lógicamente debe de estar
esperándome en mi camerino. Gracias a él soy capaz de cantar como canto.
—¿Vive aquí? No es… ¿no es eso que llaman el fantasma de la Ópera? —La miró horrorizado. —
¿Esa criatura que hizo salir corriendo a Carlotta del escenario esta noche? ¿La que le echó una especie
de ensalmo?
Christine le tocó la mejilla.
—Raoul, no es un fantasma. Y para mí es un amigo y profesor. —Amante, añadió para sus
adentros. —Me ha dado clases durante más de tres meses y desde que vino a mí he sido muy feliz.
Deberías sentirte feliz por mí también. Desde que murió mi padre no había logrado encontrar paz,
hasta que llegó mi ángel.
—Pero, Christine, ¿un hombre? ¿Un hombre en tu camerino? Vamos, eso es indecente.
Christine le sonrió afectuosa.
—¿Indecente? Soy actriz, soy cantante. Vivo en el mundo del teatro. Y tú también estuviste en mi
camerino.
Raoul estaba muy agitado.
—Christine, no debes volver a verlo. Debes decirle que no puede visitarte.
Ella retiró la mano de su cara, con el corazón latiéndole más fuerte. Jamás aceptaría eso.
—Pero ¿por qué? Jamás haría eso, Raoul.
—Porque mi futura esposa no debe encontrarse con desconocidos en su camerino.
Christine lo miró espantada, pero antes que pudiera contestar, una fuerte mano le cogió el brazo;
era madame Giry, y en su austera cara tenía una expresión de molestia y urgencia.
—Christine, se va a enfadar si tardas más tiempo.
—Sí, por supuesto —dijo ella, y reanudó la marcha por el corredor, acompañada por Raoul.
—Pero, Christine…
—Debo ir, Raoul. El ángel es muy estricto y no quiero enfadarlo. Es gracias a él que he tenido el
éxito que tengo. Ya has visto lo que le ocurrió a Carlotta esta noche por no hacer caso de sus órdenes.
—Pero… cenarás con nosotros esta noche, ¿verdad?
La miró con una expresión tan suplicante, sus ojos azules tan desesperados, reflejando la misma
fuerza con la que le tenía asida la muñeca. Esa sujeción la hizo detenerse justo ante la puerta de su
camerino y se giró a mirarlo.
No podía rechazarlo.
—Sí. Primero debo hablar con el ángel, y después, sí, me encantará cenar contigo, si él lo permite.
—¿Si él lo permite? Christine, ¿qué quieres decir? ¿Es que tiene dominio sobre ti?
—No, Raoul, dominio no, pero es un maestro estricto, exigente. Jamás llegaré a dar todo mi
potencial si no sigo sus instrucciones. Además, si no lo hago así, dejará de visitarme. Y eso no lo
podría soportar.
—Pero, Christine, no lo entiendo. ¿Cómo puedes permitir que ese… que esa criatura controle tu
vida?
—Es muy sencillo, Raoul. Sin él yo no cantaría como he cantado hoy. Sería la simple, tímida y
solitaria Christine Daaé. Con sus enseñanzas, he florecido, por fin. No me mientas diciendo que mi
voz y mi talento no son parte del atractivo que encuentras en mí. Lo he visto en tus ojos.
—Christine, no niego que mi amor por ti es mayor aún con tu éxito, pero si mañana dejaras de
cantar seguiría amándote.
—Pero yo no me amaría. Encuentro mi mayor dicha en mi música, y él me ha ayudado a encontrar
esa dicha. Entiéndelo, por favor, Raoul. Es una dicha, una alegría, una libertad, una belleza especial
que no había experimentado desde la muerte de mi padre. No deseo seguir hablando de esto, Raoul. No
me vas a hacer cambiar de opinión, y no será una cena amistosa si estamos todo el rato discutiendo. —
Le sonrió y vio que él se conformaba. —Entonces, sí, iré a cenar contigo si a él no le importa, pero,
¿no será mejor que vayamos los dos solos? —añadió, pensando en la manera tan desagradable en que
la había mirado Philippe la noche anterior.
—Iré a ordenar que me traigan el coche y volveré a recogerte enseguida —dijo él, un poco de mala
gana. —Y arreglaré las cosas para que cenemos solos.
Cuando le soltó la mano y se alejó, ella se giró y se encontró cara a cara con madame Giry.
—Es un juego muy peligroso el tuyo, Christine.
—No… no sé qué quiere decir.
—No lo complacerá tu retraso de esta noche, y lo disgustará mucho que hayas estado coqueteando
precisamente con el vizconde. Si se entera de que es Raoul de Chagny el que ha captado tu atención…
—Apretó los labios. —Quedas avisada. Guárdate de enfurecerlo, porque igual podrías perderlo. Ya
viste la vergüenza que pasó Carlotta esta noche. No te quepa la menor duda, aunque ella se buscó su
ruina, que él contribuyó a materializarla. Y escúchame atentamente: no debes decirle nada de él al
vizconde ni a su hermano, ¿entiendes?
A Christine se le secó la saliva en la garganta; ya le había dicho algo a Raoul.
—Seguiré su consejo, madame Giry. No quiero hacer nada que me arriesgue a perder a mi ángel.
—Muy bien. Ahora entra en tu camerino. Él no tardará en venir.
Christine entró, pero fue pasando el tiempo y él no aparecía. Terminó de quitarse el vestido y se
puso una bata adornada con volantes y encajes, y Eric seguía sin manifestar su presencia. Se sentó en
un sillón acolchado en el centro del cuarto, frente al espejo, y vio cómo su cara se iba poniendo más
grave y preocupada a medida que pasaban los minutos.
Un fuerte golpe en la puerta la distrajo momentáneamente; fue a abrir y se encontró ante Raoul,
que la esperaba impaciente.
—Vamos, Christine, los caballos se están poniendo inquietos, y yo también.
Christine miró hacia atrás. Sentía el cuarto vacío; tal vez Eric estaba enfadado y no vendría a verla
esa noche.
—De acuerdo, dame un momento más para ponerme ropa de calle y coger mi capa.
Cerró la puerta y fue hasta el pequeño ropero que contenía su escasa ropa de calle.
Aún no había abierto las puertas cuando sintió agitarse el aire en el cuarto.
—¡Eric! —exclamó, sintiendo pasar una oleada de alivio por toda ella.
Conocía su presencia; aunque él aún no se había anunciado de ninguna otra manera, lo sentía. Las
cinco lámparas chisporrotearon, luego cuatro se apagaron y sólo quedó una encendida, con una luz
muy tenue.
Pero no ocurrió nada más. Silencio, un silencio severo, de vacío.
—¿Eric? ¿Ángel?
Las sombras se alargaron, entrecruzándose, ya que la media luna de luz de la lámpara que quedaba
encendida chisporroteó y se apagó. El aire se enfrió y se movió a su alrededor, erizándole el vello de
la nuca y endureciéndole los pezones.
—¿Dónde estás?
—¿Christine? ¿Qué pasa? —gritó Raoul al otro lado de la puerta, golpeándola con los puños. —
Saca la llave a la puerta, Christine.
Ella no la había cerrado.
—¿Eric? ¿Estás ahí? —preguntó ella, elevando la voz. —¿Ángel?
—¡Christine! —gritó Raoul, golpeando más fuerte y empujando la puerta.
—Christiinnne —sonó por fin su nombre, en un susurro que pasó por toda ella.
—Eric. Estás ahí. ¿Dónde?
—¡Christine! ¡Abre de una vez! —A juzgar por los sordos ruidos, Raoul estaba dando patadas a la
puerta. —¿Te encuentras bien? ¡Di algo!
—Christiinnne, camina hacia el espejo.
Al instante pasó una oleada de deseo por su cuerpo al recordar su piel desnuda apretada contra el
cristal frío plateado; el tormento y el placer que la hizo sentir, la excitación y el intensísimo orgasmo
que le produjo.
Cuando ya se acercaba, vio que este se movía, y de repente la cogieron unos fuertes brazos y la
hicieron pasar por en medio de lo que un momento antes era un sólido e imponente cristal, que al
parecer se había disuelto. Fue como pasar a través del espejo.
Esos brazos la envolvieron en algo pesado y negro; olía a lana húmeda y sándalo. Entonces el
camerino y el espejo quedaron a su espalda, y por primera vez miró a la cara del ángel de la música.
Estaba en la sombra; una mitad oculta por la oscuridad; en la otra brillaba un ojo, mirándola no
con amabilidad ni afecto sino con furia y resolución. La mitad de la boca que podía ver, tenía una
forma tan sensual como se la había imaginado, unos labios llenos, bien definidos, que se curvaban en
una expresión de enfado, sobre la mandíbula apretada.
Antes que pudiera decir una sola palabra, expresar algún tipo de alivio (aunque, ¿de veras se sentía
aliviada al ver esa amedrentadora expresión en su cara medio oculta?), Eric la alejó de un tirón del
espejo y echó a andar por un oscuro corredor, llevándola cogida de la mano.
—Deja que tu amante se pregunte adónde te has ido —ladró, al oír el fuerte ruido que hizo la
puerta del camerino al romperse.
—Eric, por favor, lo has interpretado mal —dijo ella, tratando de soltarse.
Pero la mano de él la sujetaba con mucha fuerza. Le latía desbocado el corazón, y lamentó ese
momento de estupidez en el cuarto ropero con Raoul.
—No he interpretado mal nada —dijo él entre dientes, continuando la loca carrera por el corredor.
Ella tropezaba y se tambaleaba, y sin la sujeción de él se habría caído más de una vez.
—No interpreté mal las manos de ese chico bajando por tu vestido, ¿verdad? Ni tu lengua en su
cuello. ¿Lo interpreté mal, Christine?
Una rabia controlada ponía acero en sus palabras y eso la asustaba más que cualquier furia
desatada. Esa calma, esa mesura al hablar, y la expresión dura de su ojo visible… Por primera vez
comenzó a temer lo que él podría hacerle.
—¿Adónde me llevas?
—Pronto lo descubrirás —contestó él.
Dieron la vuelta a un recodo y Christine vio, sorprendida, un caballo blanco ensillado, su pelaje
brillante a la luz de una sola antorcha. A pesar de la tenue luz, reconoció el animal; era uno de los
caballos que desaparecieron del establo del teatro hacía un tiempo. Se llamaba César.
Después de ayudarla a montar, Eric cogió las riendas y echó a andar, llevando al caballo por un
corredor más ancho.
Él caminaba delante de ella, junto a la cabeza del caballo, y lo único que le veía era su alta figura
cubierta por una capa negra que le llegaba más abajo de las rodillas. Aún no lo había visto a plena luz;
daba la impresión de que se mantenía en las sombras adrede.
Cuando llegaron al final de un largo corredor en pendiente, después de girar por muchos recodos y
cambiar de rumbo tomando diferentes corredores, la ayudó a desmontar, sin ninguna suavidad, y
descubrió que habían salido de la parte apuntalada del teatro y estaban a la orilla de un pequeño lago.
Ahí les esperaba una barca de muy poco calado; sin decir palabra, él le indicó que subiera y la ayudó;
entonces cogió un largo palo y hundiéndolo en el agua hizo avanzar la barca.
Ella ya tenía las manos húmedas y pegajosas, y el corazón no se le había calmado; continuaba
retumbándole en el pecho, produciéndole temblores por todo el cuerpo. ¿Qué iba a ser de ella? ¿Qué
pensaba hacer Eric con ella?
Pero a pesar de su imponente y furiosa presencia detrás de ella, de sus palabras duras y cortantes
cuando le habló, y de la forma impersonal de tocarla cuando la ayudó a subir a la barca, encontraba
agradable estar con él. Su nervioso cuerpo reaccionaba reavivándose y deseándolo, deseando sentir su
contacto, las caricias de sus seductores labios y sus suaves y elegantes dedos. Tenía la garganta reseca,
le ardían las mejillas y apretaba fuertemente los dedos entrelazados; comprendió que, a pesar del
enfadado distanciamiento de él, esperaba sus caricias.
Porque seguro, seguro que ahí, dondequiera que iban, podría verlo y acariciarlo.
Finalmente la barca se deslizó por la orilla de piedra del lago, y ella vio una pequeña casa que daba
la impresión de estar incrustada en un muro o en la pared de una caverna. En una ventana brillaba una
tenue luz amarilla.
—Bienvenida a mi hogar —le dijo Eric secamente, en tono poco acogedor.
Pero no fue brusco ni descortés al ayudarla a bajar de la barca. Observó que mientras cruzaban el
lago él se había cubierto la cabeza con una capucha que prácticamente le ocultaba la cara, pues le
dejaba la mayor parte en la sombra.
Entonces, al poner los pies en el suelo se encontró hundida hasta los tobillos en el agua. Estaba
fría, y se estremeció al mojarse las medias de seda y los zapatos de fina piel; también le empapó los
volantes y encajes de la orilla de la bata, que se volvió más pesada. Vadeó con sumo cuidado por el
agua hasta subir a la dura y lisa orilla, observando las relucientes piedras grises y negras dispersas a
todo lo largo, y que reflejaban el brillo blanco de seis antorchas fijadas a los lados de la inmensa
bóveda de piedra que albergaba ese lago subterráneo.
Cuando entró en la casita la sorprendió ver que estaba en una salita de estar amueblada y equipada
con todas las comodidades de cualquier hogar.
—Debe de ser… terrible vivir en la oscuridad todo el tiempo, Eric —dijo, cogiéndole el brazo al
sentirlo pasar por su lado.
Él se soltó bruscamente, casi arrojándola lejos, con la cara tapada por la capucha vuelta hacia el
otro lado, y, dejándola sola en la salita de estar, salió en dirección a una parte de la casa donde debían
de estar la cocina y el comedor.
Ella se lo quedó mirando hasta que desapareció. ¿Qué iba a hacerle? ¿Estaba prisionera? Con
creciente aprensión, fue a sentarse.
Pasado un momento, oyó sus pasos de vuelta. Los pasos se hicieron más lentos, pues al parecer él
se detuvo un instante, y luego se oyeron más rápidos, como si quisiera llegar hasta ahí de una vez por
todas.
Cuando entró en la sala, Christine lo vio por primera vez fuera de la oscuridad y sin la capucha.
Todo de negro, potente, amedrentador.
Eric se detuvo, con las manos en las caderas, como para cobrar fuerzas, y la miró.
Entonces ella comprendió por qué él llevaba la mitad de la cara en la sombra todo el rato, por qué
cuando alargó la mano hacia atrás y le tocó la cara, esa vez en el camerino y luego en el escenario,
sintió la piel tan… rara. Blanda, lisa, dúctil, la textura de cuero curtido.
Llevaba una máscara, que le ocultaba una mitad de la cara que era, o fue, o había prometido ser,
perfecta. Tersa, sensual, bien cincelada. Contempló sus ojos, profundos en sus órbitas, la fuerte
mandíbula que hacía una curva semejante al cuello de un arpa; los bien definidos pómulos altos, de los
que uno parecía estar cubierto de pintura negra.
No llevaba tapada la boca; la máscara, de color negro mate, trazaba una curva alrededor del ojo,
hasta el puente de la nariz, y le cubría esa mitad de la nariz, y luego la mitad del borde del labio
superior, como un medio bigote, extendiéndose por la mitad de la mejilla, de piel morena, hasta llegar
a la oreja, subir por la sien y seguir por la frente, cubriéndola casi por completo. Vio el delgado
cordón negro que salía del extremo superior y luego se hundía en su pelo moreno a la altura de la otra
sien.
¿Qué había debajo de esa máscara?
Se levantó, casi involuntariamente, y alargó la mano hacia él, pero él le cogió la muñeca al vuelo.
—No la toques —dijo, bajándole el brazo. Ella sintió la furia que seguía emanando de él.
—Eric, por favor…
—¿Por favor, dices? ¿Por favor? —repitió, con la voz diferente.
Había cambiado a ese tono dulce, calmado, con que la mimaba cuando la tenía aplastada contra el
espejo, produciéndole tantas sensaciones, haciendo salir tanto de ella. Retrocedió al ver el repentino
brillo de sus ojos que, anidados en sus profundos párpados semi-entornados, la miraban con el hambre
de un león.
Se le agitó la respiración como si hubiera estado corriendo. Sintió pasar por ella algo caliente y
pesado, que le humedeció la cara y la hizo arder por dentro, causándole revoloteos en el estómago. Se
le endurecieron los pezones, empujando la delgada tela de la camisola, que era la única prenda que
llevaba bajo la bata. Se estremeció, y vio que a él también le temblaban las manos.
—Me hará ilusión oírte decirme eso —dijo él, en un tono tranquilo que contradecía la intensidad
de sus ojos. —Por favor, Eric. Ah, sí, no me cabe duda de que encontrarás muchas maneras de
suplicarme.
—Eric, ¿qué vas a hacer?
Los revoloteos del estómago le subieron a la garganta, y sintió arder más las mejillas. Sabía muy
bien cuál sería la respuesta a esa pregunta.
—Podemos comenzar con la orden de que te quites la ropa. Y hazlo rápido, Christine. He esperado
demasiado tiempo para que me lo hagas perder ahora.
A ella no le temblaron los dedos al soltarse el cinturón y los botones de la bata. Se la echó atrás
por los hombros y la dejó caer, sintiendo su ávida mirada sobre su cuerpo, y consciente de la oleada de
poder que la recorrió. No necesitaba mirarse para ver sus pezones en punta empujando la delgada tela
de la camisola ni la parte superior de sus pechos que revelaba el escote redondo.
—Todo —gruñó él, haciendo un ademán de alargar las manos hacia ella.
Ella dio un corto paso hacia un lado y él bajó las manos; lo observó mirándola, como aspirándola,
como si verla le diera aire. Entonces se subió la camisola, se la sacó por la cabeza y sintió la ráfaga de
aire más fresco sobre su sensible piel.
A él se le hizo más superficial y audible la respiración. Entonces lo vio hacer una honda y
temblorosa inspiración y luego soltar el aire lentamente.
—Ahora… —dijo, y no pudo seguir porque se le cortó la voz. Pero sus ojos continuaron mirándola
intensamente, fijos no en sus pechos con los pezones duros y puntiagudos y ni siquiera en el triángulo
de vello del pubis, sino en sus ojos, perforándoselos. —Ahora, Christine, vas a ver lo que ocurre
cuando permites que otro hombre te toque.
CAPÍTULO 7
RAOUL logró por fin abrir la puerta del camerino y entró corriendo. No había nadie.
—¡Christine! —gritó, abriendo las puertas del ropero.
Era imposible. ¿Cómo había podido desaparecer?
—¡Christine! —gritó otra vez.
La había oído hablar con alguien. ¿Podría haber sido con su profesor, ese ángel de la música del
que hablaba?
—¡Christine!
Sintió un ruido detrás de él y se giró a mirar. La mujer de expresión severa que los había
interrumpido antes estaba en el umbral de la puerta abierta. Llevaba el pelo bien alisado hacia atrás,
estirándole la piel de alrededor de sus oscuros y brillantes ojos.
—¿Le puedo servir en algo, señor vizconde?
—¿Dónde está Christine? —preguntó Raoul. —Se ha marchado. ¿Adónde se la ha llevado ese
loco?
Sentía correr el miedo por sus venas, y de pronto este dio paso a otra emoción: furia, una furia
pura, ardiente.
—No sé de qué me habla, pero está claro que la señorita Daaé no está aquí. Y la puerta… será
necesario repararla para que ella pueda volver a usar su camerino. Tal vez está algo ofuscado, señor
vizconde. Tendría mucho gusto en acompañarle al salón de la danza, donde podrá beber algo. Ya sabe,
estas bellas actrices y cantantes son… bueno, propensas a la veleidad. Es posible que la señorita Daaé
haya encontrado otro admirador.
Él la miró y vio una expresión de inocencia y serenidad en su cara, como una especie de máscara.
O bien no lo sabía o no quería que él lo supiera.
—Encontraré solo el camino —gruñó, y salió, pasando junto a ella con todo el cuerpo temblando
de miedo y furia.
Pese a haber pasado por el momento que había sido, sin duda, el más humillante de su vida, La
Carlotta se encontraba en el salón de la danza, donde estaba dando audiencia a un grupo de
admiradores.
Y ahí estaba cuando Philippe entró en el ya atiborrado salón poco después de la accidentada
representación de Fausto.
La miró con curiosidad, fijándose en unas guedejas de pelo negro que llevaba ensortijadas
alrededor de la cara como si se las hubieran pintado sobre la piel; en sus generosos y tiritones pechos,
apenas cubiertos hasta los pezones por un vestido color vino, y en sus deliciosos labios que parecían
como si se los hubieran fruncido formando un pequeño capullo. Puesto que sólo se los había visto bien
abiertos al cantar una u otra aria, lo sorprendió que ahora estuvieran haciendo… pucheros. Bastante
deliciosos.
Y junto con el resto de su exuberante y curvilíneo cuerpo, bueno, casi bastó para expulsar de su
mente la visión de Christine Daaé. Casi.
En realidad, le estaba resultando muy, muy difícil disipar las imágenes explícitas y
tremendamente eróticas de la nueva estrella del Teatro de la Ópera, que le pasaban constantemente por
la cabeza. El evidente encaprichamiento de su hermano por la señorita Daaé ya no sólo no lo divertía,
sino que también lo fastidiaba. Necesitaría recurrir a una esmerada manipulación para conseguir que
la compartiera con él.
Aunque, la verdad, no le parecía imposible convencer a su hermano; al fin y al cabo, lo que estaba
en juego sólo era una mujer, y por lo demás, Raoul era un chico particularmente sumiso. El único
problema era que tendría que tomarse mucho más trabajo del que normalmente empleaba para
disfrutar de una mujer. Tendría que ir con bastante más cuidado, porque aunque no tenía ningún
escrúpulo en manipular a su hermano, no deseaba enfadarlo.
Estaba inmerso en imágenes mentales de pechos con pezones rosados, brillantes labios
entreabiertos por resuellos de dolor y súplicas y largos mechones oscuros enrollados en su muñeca,
cuando de repente se encontró a Carlotta delante de él.
—Buenas noches, madame —saludó, trasladando sus pensamientos a aquella voluptuosa mujer.
—Señor conde, nuestro nuevo mecenas —ronroneó ella, en mal francés, con una inconfundible
expresión de invitación en los ojos, e intercalando unas palabras en castellano. —Muy bien que haya
venido.
—Veo que se ha recuperado de su… accidente —repuso Philippe, consciente de la mala educación
que mostraba al mencionarlo, pero movido por la curiosidad de ver cómo reaccionaba la diva.
Ella agitó rápidamente las pestañas.
— Fu e macabro —contestó, vehemente, simulando tener los ojos modestamente bajos pero
mirándolo por entre las pestañas. —Fue horrible. Pero me he encargado de que eso no vuelva a
ocurrir.
Philippe se había dejado llevar por ella hacia un rincón tranquilo del salón. El evidente interés que
manifestaba era muy impropio de la Carlotta que él había observado, aunque brevemente y desde la
distancia. Normalmente ella exigía que los hombres se le acercaran primero, y al parecer no le
escaseaba la compañía masculina. Picada su curiosidad, esperó a que ella se sentara y luego eligió un
ridículo puf tremendamente incómodo que estaba lo bastante cerca de ella para poder hablar sin que
los oyeran.
—¿Y cómo espera impedirlo? —preguntó, aprovechando la oportunidad para meter los dedos por
entre los prominentes pechos que le ofrecía tan ostentosamente; el borde del escote, que le bajaba casi
hasta el ombligo, le quedaba tan ceñido que prácticamente se enterraba en el centro de sus aréolas.
Cuando le apartó esa parte del corsé, la tela reforzada con ballenas se tensó sobre el otro pecho,
aplastándoselo, y dejando libre el opuesto, del tamaño de un melón, sólo cubierto por el corpiño. —
¿Tiene alguna influencia en ese fantasma de la Ópera del que hablan? ¿O sencillamente piensa tocar la
herradura de la suerte de La Sorelli antes de su siguiente actuación para evitar la desgracia que podría
hacer caer sobre usted el fantasma?
—¡Fantasma de la Ópera! ¡Bah! —exclamó ella, inclinándose; él aprovechó para encontrar el
pezón con el pulgar, le dio un apretón para experimentar y lo gratificó ver la reacción en sus ojos. —
No creo en ningún fantasma de la Ópera. ¡Ridículo! Me birló mi tónico para la garganta que siempre
dejo entre bastidores para hacer gárgaras entre una aria y otra. Fantasma o no, quienquiera que sea,
quería dejarme en vergüenza y me cambió el tónico por algo que me hizo hacer ese horrible sonido.
Lo reconocí enseguida cuando volví a probar el tónico. Eso no lo hizo un fantasma, sino un hombre de
carne y hueso.
—Parece que está en minoría. Pero, ¿por qué? —le preguntó él.
Tenía la piel suave y cálida, y la saboreó en la curva del cuello con el hombro. Primero sintió el
sabor del maquillaje grasoso y los polvos, pero luego encontró la piel dulce y salada y se la succionó
con fuerza. Al oírla ronronear, metió entera la mano por debajo del corpiño y la ahuecó en su pecho.
Carlotta se apartó y él vio la expresión calculadora en sus ojos.
—No es más fantasma que usted o yo —dijo. —He oído cosas.
Los cotilleos que había oído la cantante le importaban mucho menos que el generoso montículo de
carne que se le ofrecía debajo de ese vestido color vino, pero como a los ojos del público era un
caballero, esperaría hasta que el momento fuera oportuno.
—¿Cosas? —murmuró, levantándole su regordete brazo, por el simple placer de ver elevarse el
pecho que lo acompañaba.
—La hija de la directora de ballet habla de ese hombre al que llaman fantasma. Es la mejor amiga
de la señorita Daaé y, no sé como, esta chica sabe otras cosas que se han dicho de él. Este fantasma no
es fantasma, sino un hombre con una cara horrible que esconde bajo una máscara.
A él le llevó un momento, pero logró desentenderse del tono chismoso debido a la conmoción que
le causó el significado de esas palabras. Lo pensó, apretándole la muñeca tal vez con demasiada
fuerza. Pero cuando levantó la vista, en sus ojos no vio expresión de dolor, sino sólo de placer; placer
y satisfacción.
—¿Un hombre? ¿Con una máscara?
¿Sería posible? ¿Podría ser que él estuviera ahí? ¿Que lo hubiera estado todo ese tiempo?
Enderezó la espalda y le soltó la muñeca, considerando las posibilidades.
—¿Qué más sabe acerca de ese hombre? ¿Cuánto tiempo ha vivido aquí ese fantasma? ¿Cómo es?
La expresión de Carlotta se tornó más astuta aún, más calculadora.
—Ha habido rumores de un… de una presencia aquí, desde la inauguración del teatro hace diez
años, y tal vez desde antes, cuando lo estaban construyendo. No sé cómo es, pero debe de tener la
agilidad de un chico joven, para ser capaz de trepar por todas partes con tanta facilidad y rapidez,
como parece hacer.
—Desde luego. Creo que podríamos tener varias cosas… de que hablar —le dijo Philippe, sin
dejar de hacer trabajar la cabeza.
Habían transcurrido casi diez años desde que ocurrieron todos aquellos desagradables incidentes,
que él había tenido buen cuidado de meter debajo de la alfombra, por así decirlo. Fue una suerte que
ocurrieran durante los desagradables alborotos de la guerra, porque eso le había facilitado mucho
borrar todas las pruebas de lo ocurrido.
De todos modos, fue por entonces cuando desapareció Eric.
—Tardaron muchos años en construir este teatro, ¿verdad?
—Muchos —ronroneó Carlotta, como si fueran palabras para seducir y no una simple
confirmación. —Y tengo entendido que interrumpieron la construcción durante la guerra, y que usaron
este edificio como hospital durante el asedio de París.
—¿Y sabe si durante ese tiempo ya había rumores sobre el fantasma?
—No lo sé, pero lo puedo averiguar. Sí, lo preguntaré a una de esas estúpidas acomodadoras. Lo
único que saben hacer es cotillear.
Philippe pensó que el solo hecho de que la gran Carlota se rebajara a hablar con una de las
acomodadoras, la más humilde categoría, ya desataría suficientes cotilleos, pero aun así no puso
ninguna objeción a que lo hiciera.
Justo en ese momento oyó el ruido de una gran conmoción al otro lado del salón, y vio entrar a su
hermano con una expresión feroz en los ojos. Cuando Raoul lo vio, al instante echó a andar hacia él,
abriéndose paso a ciegas por entre los grupos de bailarinas y actrices y sus admiradores.
—¡No está! —dijo cuando llegó hasta ellos. —Christine, la señorita Daaé, ha desaparecido. Se la
ha llevado el fantasma de la Ópera.
Arqueando una ceja, Philippe miró a su hermano, cuyos ojos tenían un brillo de locura. Lo librara
Dios de que una mujer lo redujera a ese estado alguna vez.
—Vea qué puede averiguar sobre este fantasma de la ópera —le dijo a Carlotta—, y le estaré
enorme… y creativamente agradecido.
—Será mi mayor placer —contestó ella, agitando las pestañas y meciendo los pechos.
—Espero que sea el mío también.
Ella lo miró, toda astucia y promesas.
—Me encargaré de que así sea.
CAPÍTULO 8
ERIC le cogió el brazo a Christine y la empujó delante de él por un corto corredor, manteniéndose a
cierta distancia, como para evitar cualquier roce casual entre sus cuerpos.
Si no hubiera visto cómo la miraba, y no hubiera sentido sobre ella su intensa y posesiva mirada,
habría pensado que la encontraba desagradable. Pero no, en sus ojos no había visto nada de eso.
Al llegar al final del corredor entraron en una espaciosa sala, lugar claramente diseñado para el
trabajo de un genio espoleado por la creatividad. Sorprendida, vio que arriba había una pequeña cúpula
de vidrio por la que se veían brillar las estrellas del cielo nocturno. O sea, que no vivía en total
oscuridad.
Cuando se detuvieron, volvió a mirarlo y lo vio intentando controlar el estremecimiento que le
produjo su mirada. Tal vez vivía en otro tipo de oscuridad, una oscuridad intensa y total a su manera.
Se le despertó la compasión, la compasión y el deseo. Las caricias de Raoul no habían sido otra cosa
que una burda sombra de las de Eric, que le agitaban las emociones, y había sido una tonta al
permitirle que llegara tan lejos.
La sala era bastante más grande que su camerino, y estaba dominada por un hermoso y reluciente
piano negro, un arpa de caoba, una viola, un violín y un violonchelo. Sobre una tarima reposaba un
tablero ancho y largo formando una mesa que parecía ser simplemente un escritorio de trabajo. Sobre
ella había papeles dispersos, correas para atarlos, plumas, tinteros y libros.
Sólo había alcanzado a ver esos detalles, cuando él se le colocó detrás, le cogió las muñecas y se
las juntó a la espalda; después le pasó un brazo por debajo de los codos, dejándole aprisionados los
brazos, y le pasó el otro, doblado, por el cuello, echándola hacia atrás, y dejándola apoyada en él.
—Te vi con ese chico —le dijo al oído. Su melodiosa voz no sonó enfadada sino más bien llena de
promesas; promesas de algo poderoso; a ella se le resecó la garganta. —Christine, ¿no entiendes que
«me perteneces»?
—Eric, lo que…
—¡Silencio! —Aumentó la presión del brazo en el cuello, no tanto como para impedirle respirar,
pero sí con la suficiente fuerza como para dejarle la cabeza apoyada en su pecho; ella sintió los
estremecimientos que pasaban por su cuerpo, aunque no podía saber si se debían a su esfuerzo por
dominarse o a otras emociones. —Ahora experimentarás el sufrimiento que he soportado yo.
Le soltó los brazos, manteniendo el otro en su cuello, y le deslizó la mano hacia delante hasta
ahuecarla en un pecho. Se lo apretó y movió suavemente, le frotó el pezón con el pulgar y le dio un
capirotazo. Su cuerpo había aprendido bien la lección; se le endurecieron los pezones, se le tensó el
cuerpo y los revoloteos en el vientre se convirtieron en punzadas de deseo.
Se arqueó, apretando el pecho en su mano y empujando el trasero y las caderas hacia atrás,
apretándolos al cuerpo de él. Se le hundieron los botones de su camisa en la piel de la espalda,
mientras él continuaba jugando con su pecho y sosteniéndola inmóvil, apretada contra sí. Entonces le
pellizcó el pezón y a ella le salió un suspiro desde lo más profundo, y sintió acumularse el bienvenido
líquido en la entrepierna. No veía la hora de sentir su grueso y duro miembro deslizándose dentro de
ella; se relajó, apoyada en él.
Él aflojó la presión en el cuello para poder acariciarle suavemente la mandíbula, sin cambiar de
posición, luego le peinó el pelo con los dedos, le acarició el lóbulo de la oreja, todo con movimientos
lentos, sensuales. Christine cerró los ojos, gozando de sus caricias, dejando discurrir el placer por su
interior, sin prisas, relajada. A diferencia de las otras veces que habían estado juntos, cuando él le
daba órdenes y la controlaba, se sentía como si estuvieran equilibrados, igualados.
Él hizo una inspiración profunda y al sentir ella su pecho empujándola al hincharse ladeó la cabeza
y la apoyó en su hombro. Entonces la mano que le estaba frotando rítmicamente el pezón, haciéndole
bajar oleadas de deseo hacia la boca del estómago, bajó por su abdomen y vientre hasta la entrepierna,
el lugar que ella ansiaba que le acariciara.
Él pasó los dedos por entre el rizado vello púbico, levantándoselo y peinándolo, toqueteándole
ligeramente la sensible piel, al tiempo que con la otra mano continuaba jugando con sus cabellos, más
suaves. Notó que él cambiaba de posición y sintió su boca en el hombro, sus labios llenos,
deslizándose hacia el cuello.
Mientras le besaba el cuello bajó la mano que tenía ahí hasta cubrirle el otro pecho, y deslizó los
dedos de la otra mano por entre los pliegues de su dilatada vulva. Exhalando un suspiro, ella alargó las
manos hacia atrás para palparle el miembro erecto que sentía vibrar, empujando sus pantalones.
Cuando se lo palpó por encima de la tela, él se sacudió, con la respiración agitada y empujó,
apretándolo contra sus palmas y restregándoselo.
Ella tenía el clítoris tan duro y vibrante como el pene de él, y el flujo vaginal le permitía a Eric
deslizar la mano sin dificultad, haciendo sonar suaves plops, que alternaban con el sonido de las
respiraciones de los dos. Al mismo tiempo, le frotaba el pezón, le acariciaba suavemente la punta y le
succionaba la piel, guiándose por el placer de ella, con lo que el ritmo de su respiración se volvió más
agitado que el suyo.
—Eric —suspiró, moviendo las caderas sobre su pene, sintiendo su cálido aliento cerca de la cara.
Él la soltó y con las dos manos la acarició desde las caderas hasta los pechos, deteniéndolas ahí
para apretárselos, y luego las bajó por sus brazos, dejándole las manos juntas a la espalda sobre su
pene.
De repente, ella sintió algo por delante, algo raro. Abrió los ojos. Era el arpa. Él la había ido
acercando poco a poco, sin que ella se diera cuenta; así de obnubilada estaba su mente por la
turbulencia del placer.
El arpa era más alta que ella, y su cuello hacía una curva que semejaba bellamente un cuerpo
femenino. Las cuerdas más largas le tocaban las mejillas.
—Agárrate al arpa —le ordenó Eric, detrás de ella. Su voz sonó tensa y dura, pero apenas audible.
Recordando la experiencia del espejo, Christine sintió una oleada de deseo al alargar una mano
hacia la columna recta y la otra para coger el extremo curvo del cuello. Tuvo que abrir tanto los brazos
que sus pezones rozaron las frías cuerdas, y al moverse le quedaron metidos en los espacios que había
entre ellas; cabían justito y los pezones le quedaron sobresaliendo por el otro lado.
—Abre las piernas —dijo él, y ella obedeció.
Quedó con toda la parte delantera apretada al instrumento, con las manos levantadas, los pezones
aprisionados por las cuerdas y los pies separados dejando la base del arpa entre ellos.
Oyó un suave frufrú de movimiento a la espalda, y justo cuando iba a girar la cabeza para mirar, él
ladró:
—No te muevas.
Y de repente, algo oscuro le tapó los ojos. Una venda.
—¡Eric!
Abrió las manos para retirarlas del arpa, y la boca para decirle que ya no necesitaba hacer eso, pero
sus fuertes manos le cogieron las muñecas y se las afirmaron donde estaban.
Él le ató la venda detrás de la cabeza, y un mechón de pelo se le quedó atrapado en el nudo,
tironeando. Le dolió.
—Y no hables. A no ser que sea… para suplicar.
Esas dos últimas palabras, en un ronco susurro al oído, le hicieron pasar por todo el cuerpo una
punzada de placer combinado con inquietud. Hizo una inspiración y los pezones se elevaron junto con
su pecho por entre las cuerdas del arpa. Con la extraña sensación del roce de las cuerdas metálicas, los
pezones se le apretaron y endurecieron aun más, y cuando soltó el aliento, apoyando la frente en la
suave madera del arpa, los pezones bajaron, y se le volvieron a tensar.
Entonces lo sintió, detrás de ella. Su cuerpo cálido, alto, sólido apretado contra el suyo otra vez, y
su excitado miembro desnudo empujando por la curva de su trasero, con las manos en sus caderas y la
boca, oh, por favor, en su hombro. Ella movió la frente sobre la madera del arpa y la venda subió lo
suficiente para poder mirar hacia abajo, y vio sus piernas y sus pies descalzos, largos y morenos, uno a
cada lado de los suyos, estrechos y blancos, en parte ocultos por la tela de sus pantalones oscuros.
Pero su pene… Sujetándola con las manos en sus caderas, le introdujo su excitado pene por la uve
de sus nalgas y lo deslizó por la mojada hendidura entre los labios de la vulva, y ella vio asomar la
cabeza rojo púrpura por debajo de su mata de vello púbico. Lo sintió temblar, sujetándola firme; sus
muslos le presionaban en ángulo los de ella desnudos, y sus rodillas y tobillos le apretaban esas
mismas articulaciones a ella por fuera. Estaban trabados, y, sin embargo, no lo estaban.
Bajando suavemente una mano por su vientre, él comenzó a toquetearle el sexo, hundiendo los
dedos en los jugos de su excitación y deslizándolos en círculo, mojando los dilatados labios de su
vulva, acariciando, atormentando. Ella gimió y empujó hacia atrás el trasero, apretándose a él, y luego
hacia delante y arriba, hacia su mano, tratando de frotarse ahí para llegar a un orgasmo. Pero él retiró
la mano de su ansioso clítoris para deslizaría mojada por la parte de abajo de su pene, al tiempo que le
presionaba el canal de la vulva con la parte de arriba. Volvió a ver asomar la cabeza del pene por
debajo de sus rizos oscuros, e intentó mover las caderas para que el miembro le frotara el clítoris
como deseaba o, por fin, se lo introdujera donde lo necesitaba.
Pero él ya tenía nuevamente las manos en su cintura, sujetándola, jadeante, echándole el aliento
caliente en la coronilla, moviendo el pene, hacia delante y hacia atrás, por la cuna de su vulva, y así
continuó hasta que finalmente emitió un largo y estremecido gemido y se apretó a ella con tanta
fuerza que la estrelló contra el arpa, produciendo un agudo sonido.
Christine vio salir el chorro de blanco semen de su entrepierna, y pasar por entre las cuerdas del
arpa, para caer al suelo de madera. Estaba aplastada contra el arpa, con las cuerdas enterradas en su
carne, pero no podía apartarse teniendo el sólido peso de él detrás.
Le vibraba el clítoris, le ardía de deseo la vagina, le dolían los pezones y deseaba girarse. Los
brazos se le habían cansado de estar tensos por su sujeción al arpa.
Sintió las manos de él en su cuerpo otra vez. Se había recuperado y apartado de ella, retirando el
calor de su cuerpo vestido de su espalda. Se le erizó el vello de la nuca al sentir la ráfaga de aire fresco
y, con expectación, se estremeció al sentir bajar sus manos por los costados, desde los pechos a las
caderas. Sonrió expectante, mirando las cuerdas hacia abajo.
Y entonces, nada.
—¿Eric?
La voz le salió en un resuello, suplicante.
—¿Ya suplicas? ¿Tan pronto? —dijo él, en tono afable y medio burlón. —Si no, calla. Y… deja
que arregle esto.
La venda volvió a cubrirle los ojos; se la apretó detrás de la cabeza. El dolor del tirón del pelo
atrapado por el nudo la distrajo un momento de las palpitaciones que sentía en la entrepierna.
Cayó en la cuenta de que nada le impedía mover los brazos; entonces, ¿por qué los tenía
levantados para afirmarse?
Pero nuevamente él se le adelantó. En cuanto pensó en moverlos él le cogió con fuerza la muñeca
izquierda.
—Permíteme.
Le bajó el brazo, deslizando su mano por la columna recta del arpa, que tenía unas figuras talladas
que sus dedos no reconocieron, y se la situó a la altura de las caderas y se la ató ahí. Después hizo lo
mismo con su otra mano, amarrándosela en el otro lado del arpa.
—¿Por qué no puedo tocarte? —exclamó, girando la cara y frotándola contra las cuerdas para
aflojarse la venda. —¿Ni verte? ¿Por qué, Eric, por qué?
—Sí, debes aprender a suplicar mejor —dijo él, y por el sonido de su voz ella comprendió que se
había movido; que ya no estaba detrás de ella. —Tal vez no lo deseas terriblemente. Tal vez yo pueda
ayudarte.
Algo le rozó el brazo derecho y entonces oyó los suaves tintineos de unas notas cerca de la cara.
Entonces los dedos de él le rozaron un pezón, luego el otro, sonaron unas notas apagadas y la música
paró.
—Estás demasiado cerca —dijo él, en un tono engañosamente amable. —Apártate un poco para
que se puedan mover las cuerdas. Ah, sí.
Se acercó a ella otra vez; ella sintió su olor, lo sintió a él y el roce del aire al tocar una escala,
rozándola a ella.
Y cuando se movieron las cuerdas que estaban más cerca de sus pezones, el contacto fue tan leve
que sonaron las notas, rozándole las puntas de sus sensibilizados pezones, rascándola.
Entonces, de pronto, unos dedos exploradores subieron por su muslo y se deslizaron por el centro
de su vulva, recogiendo líquido, y retrocedieron moviéndose en círculo por los gruesos labios
exteriores; la sensación la hizo mover las caderas, aplastando el pubis y la frente contra las cuerdas,
que se le enterraron en la piel. Volvió a aflojarse la venda, tironeándole el pelo de la nuca, y descubrió
que veía más de la habitación.
Él le pasó los dedos mojados con su líquido por los pezones.
—Para lubricarlos —le susurró al oído, y volvió a ajustarle la venda.
Después ella lo sintió volver a su lugar junto al arpa.
Eric comenzó a tocar con largos rasgueos, pulsando las cuerdas en notas ascendentes; la melodía la
hizo pensar en suaves tonos azules y violetas. Al deslizar la mano por las cuerdas le rozaba con el
dorso la parte inferior de los pechos, y a su paso las cuerdas le rozaban las puntas de los pezones.
Mientras él tocaba ella sentía entrar cada nota en su cuerpo, y los pezones se le fueron volviendo más
y más sensibles; ansiosos. De tanto en tanto, él le rozaba el vello púbico con el dorso de la mano,
produciéndole punzadas como de agujitas de deseo en el clítoris, tan cerca y, sin embargo,
desatendido.
La estimulación era incesante: el roce del dorso de su mano en los pechos y vello púbico, el de las
cuerdas en sus pezones, y todo eso combinado con la música que estaba tocando. Así, el deseo fue
aumentando y aumentando en ella, instalándose ardiente y vibrante en su entrepierna, donde ya se
había concentrado toda su atención. Sentía bajar líquido por el interior de los muslos, produciéndole
un hormigueo, atormentándola.
Él tocaba como si no fuera a parar jamás, el tempo iba en crescendo, y ella empezó a sentirse una
con la música, con su música. En algún momento, en medio de su confusión por el placer, la
incomodidad y el deseo, comprendió la necesidad y la intención de él de fusionarla con su otra
obsesión en una experiencia sensual, una experiencia que no le producía alivio ni éxtasis a ella, pero
que lo complacía a él. Lo complacía torturarla de esa manera, verla desearlo y necesitarlo, verla
hacerse una con su obra.
Y cuando las últimas notas quedaron vibrando suavemente en el aire, como el tenue suspiro de un
amante una vez van menguando los últimos vestigios del placer, no supo cuánto tiempo había
transcurrido.
Entonces, rápido y silencioso, él fue a situarse detrás de ella otra vez, y Christine sintió su
respiración profunda y pareja cuando le introdujo la mano en la mojada y caliente entrepierna.
Entonces, ahogando un grito de esperanza y deseo, movió las caderas, deslizándose sobre su mano. Él
se arrodilló y con la lengua le separó los labios de la vulva y comenzó a lamerle ahí, con largas y
lentas caricias; ella se cogió de los lados del arpa y se empinó, tratando de moverse, deseando,
necesitando que él le acariciara ese botoncito vibrante, produciéndole una oleada de alivio por toda
ella.
Pero él no se lo dio; continuó atormentándola con largos y firmes lametones, destinados a hacerlo
saborear a él y hacerla «desear» a ella.
—Eric, vamos, por favor —gimió, frotando la cara húmeda en el arpa.
Él se incorporó y pasó las manos por debajo de sus axilas.
—¿Lamentas haber dejado que ese chico te acariciara? —le preguntó, pellizcándole los pezones.
Pellizco, tirón, pellizco, giro, pellizco, capirotazo. Tenía los pezones duros, tensos, sensibles.
Estremecimientos de placer pasaron por todo su cuerpo.
—Lo siento, lo lamento. Perdóname, por favor —gimió, esperanzada.
—¿Debo perdonarte que hayas permitido que otro hombre te ponga las manos encima? ¿Su boca
en la tuya?
Sintió caer sus manos, pesadas, sobre los hombros, sujetándola, enterrándole los dedos en la piel.
—Eric, por favor.
—¿Crees que voy a perdonar fácilmente tu traición?
Introdujo los dedos por su pelo, desde la nuca, pasándoselos por debajo de la venda, y los apretó
sobre su cuero cabelludo. Empujándole la cabeza hasta dejarle la frente apoyada en la madera del arpa,
y manteniéndola así, puso la boca junto a su oreja. Su aliento le humedeció la piel.
—Vi sus manos en tus pechos, Christine. Te vi gimiendo por él tal como gimes por mí. —Movió
bruscamente la muñeca y a ella se le estrelló la frente contra la madera. —¡Lo acariciaste, Christine!
Lo acariciaste, y tus manos sólo son para mí, tu ángel de la música. ¿Acaso no sabes que sin mí no
serías nada?
Ella ya estaba sollozando; el deseo seguía ardiéndole en la entrepierna, pero su miedo y su
frustración lo habían mitigado un poco.
—¡Deseo acariciarte a ti, Eric! Deseo tocarte, acariciarte, verte, y tú no me lo permites. A Raoul
por lo menos puedo verlo y tocarlo. ¿Cómo puedo serte fiel si no puedo «tenerte»? —sollozó,
elevando la voz.
Un repentino dolor le chilló en la parte de atrás de la cabeza cuando él le arrancó la venda.
—Ahora me verás, entonces, Christine. A tu ángel de la música —añadió, con un dejo de
amargura.
Enfadado, se apartó de su espalda y caminó hasta el violín, por lo que ella le vio sus largas piernas
y sus movimientos fluidos y potentes. Cogió el violín y se giró hacia ella, que seguía amarrada al arpa
como un conjunto de cuerdas; integrada con la música que era la vida de él.
Acomodando el violín en la curva del hombro y cuello, del lado de la cara que llevaba
enmascarada, comenzó a tocar, al principio moviendo lentamente el arco sobre las cuerdas. Tenía los
labios levemente entreabiertos, gruesos, de color rojo oscuro, el superior haciendo sombra al inferior.
Con los ojos cerrados, uno casi desaparecido dentro del agujero de la máscara y el otro bordeado por
tupidas pestañas negras, hizo varias respiraciones profundas, como si quisiera usar ese ritmo para
calmarse. La música de violín lloraba, gemía, mimaba y cortejaba, recordándole que ante ella tenía a
un genio. Su cara alargada se fue calmando hasta quedar en una expresión mezcla de angustia y
serenidad, como si el momento fuera a la vez algo doloroso y la culminación de un intenso deseo.
Su alto y esbelto cuerpo seguía cubierto de ropa, pero ella vio que se había desabotonado la
camisa, dejando a la vista su ancho pecho tapizado por vello oscuro casi hasta la cintura. Su atención
se centró en esa parte de él, parte que nunca había visto ni tocado. Tenía la piel morena dorada,
semejante a la de su cara, como si hubiera nacido con ese tono, más oscuro que el de la mayoría de los
petimetres que conocía. La hacía desear acariciarlo. Se le hizo la boca agua y se le acumuló flujo en la
entrepierna al imaginarse abriendo las manos sobre ese duro pecho y sintiendo en las palmas ese vello
áspero y rizado, y el calor de su piel. Acariciándolo.
En ese momento él levantó la vista y captó su mirada, y el deseo y la furia que ella vio mezclados
en su expresión, le produjo un vuelco en el estómago.
—¿Te gusta? —preguntó él, y el primer pensamiento que pasó por la mente de ella fue que se
refería a su pecho. —Es parte de la ópera que estoy escribiendo.
—Es muy hermosa —consiguió contestar. —Eric, deseo tocarte. Te he visto y ahora deseo
acariciarte.
Él curvó los labios en una sonrisa apenada.
—Seguro que lo deseas. Pero tal vez no tanto como deseabas acariciar al inmaduro vizconde, ¿eh?
—Sin dejar de mirarla, dejó a un lado el violín y caminó hacia ella. —Creo que debo ayudarte otro
poco a discernir por cuál de los dos hombres te sientes más cautivada. A cuál vas a añorar hasta
mucho después de haber dejado su cama.
Las últimas palabras le salieron ásperas, crispadas, y ella vio brillar una intensa furia sus ojos.
Ay, Dios, ¿por qué se le había ocurrido besar a Raoul? Era Eric al que deseaba, al que necesitaba.
Él se colocó delante de ella, con el arpa en medio, como las rejas de una jaula; todavía no estaba
dispuesto a dejar de protegerse. Arrodillándose, se estiró para pasar la lengua por las cuerdas y los
asomos de pezones que las rozaban por el otro lado. Ella se acercó más, apretando los pechos a las
cuerdas, deseosa de hacer lo que fuera para acercarse más a esa ardiente y deliciosa boca. Él cogió un
pezón con los labios, por entre las cuerdas, y lo succionó, introduciéndose la mitad de la aréola en la
boca, y ella oyó las suaves notas soprano de una melodía junto a la oreja. Él estaba rozando las
cuerdas con las yemas de los dedos mientras le succionaba el pezón, fuerte, implacable, alargando lo
creado por la naturaleza. El pezón se sacudía como una prolongación de su cuerpo con el ritmo de su
boca. Se cogió a los lados del arpa y se apretó a las cuerdas sintiendo cómo el placer del pecho se le
extendía por los brazos hasta los dedos y por el cuerpo hasta los dedos de los pies.
—Eric —gimió, apretando las caderas al arpa.
Él pasó los dedos por entre las cuerdas, le buscó la dilatada vulva, los deslizó por los pliegues
mojados y le introdujo dos, no, tres, en la vagina, al tiempo que pasaba la boca al otro pecho.
Christine sintió aumentar el deseo, la necesidad; las mismas yemas de los dedos que habían tocado
las cuerdas del arpa la tocaban a ella, deslizándose dentro, fuera y en círculo por la abertura de su
vagina, le rozaban el clítoris por encima y alrededor. Se le agitó la respiración y cayó en la cuenta de
que estaba moviendo las caderas, girándolas y apretándolas al arpa y a sus dedos, tratando de
conseguir la presión donde la necesitaba.
Y entonces él se detuvo.
Tenía los pechos mojados y aplastados contra las cuerdas; le bajaba líquido por entre los muslos;
le vibraba todo el cuerpo, estaba jadeante; abrió los ojos y se encontró cara a cara con él. Sus ojos
estaban muy cerca, y su boca… sentía el calor de su respiración jadeante en las mejillas. La máscara
se elevaba grande y oblicua sobre su cara, como un muro insuperable.
—Eric, por favor, deja que me corra. Déjame acariciarte —suplicó. —Sé que deseas que te
acaricie.
—Más de lo que te imaginas, Christine —musitó él. Hizo una honda y estremecida inspiración y
cerró los ojos; pasado un instante los abrió; azules, intensos, un exquisito azul lapislázuli, con pintitas
grises y negras, uno bordeado por negras pestañas y el otro circundado por el cuero curtido de la
máscara. —No soporto verte con otro. No debes hacerme eso nunca más. ¿Entiendes?
Levantó las manos y se cogió del cuello curvo del arpa, como si de repente se sintiera agotado y
necesitara afirmarse; o prepararse para lo que vendría. Giró la cara dejando el lado enmascarado hacia
ella.
—Entiendo, Eric, entiendo.
Apenas podía respirar; le temblaban las piernas. ¿La soltaría? ¿Lo acariciaría, por fin?
Entonces él deslizó las manos por las curvas del arpa, las bajó por la columna recta y el lado ancho
y las cerró sobre la madera por encima de las manos de ella. Ella sintió la aspereza de las yemas de
sus dedos cuando los deslizó por la delicada piel del dorso de sus manos. De repente quedó libre una y
el brazo le cayó al costado. Luego le liberó la otra.
Y entonces, sólo estaba el arpa entre ellos, las cuerdas, su máscara.
Eric retrocedió, apartándose del instrumento. Ella notó recelo en su expresión, aun cuando su cara
estaba dura, enfadada.
Avanzó hacia él como quien se acerca a un gato asustadizo, lentamente, con naturalidad, aun
cuando su cuerpo le gritaba que se precipitara sobre él. Al caminar le resbalaban entre sí las partes
interiores mojadas de los muslos, y el apremio de su calentura le había vibrar más aún la entrepierna.
Eric estaba erguido, con los brazos colgando a los costados como si no se le ocurriera qué hacer
con ellos.
Cuando ya estaba bastante cerca, ella le cogió las grandes y elegantes manos, cada una en una
pequeña de ella. Estaban cálidas, las sintió temblar y se olió en ellas.
Subiendo las manos por sus brazos por encima de las mangas de la camisa, siguió las relajadas
curvas de los sólidos músculos de los antebrazos, luego el redondeado bíceps y continuó por las curvas
de sus hombros en ángulo recto. Y entonces, por fin, llegó a la cálida y húmeda piel de la parte de su
cuello donde estaba abierta la camisa. Bajó las manos por su pecho, sintiendo los latidos de su
corazón; el pecho le subía y le bajaba, parando un breve instante antes de comenzar cada honda
inspiración. Le apartó los lados de la camisa y le acarició el pecho por todas partes, buen Dios, por
todas partes, y aun así seguía deseando más; deslizó las manos por sus duras y pequeñas tetillas, los
lisos y firmes pectorales, el suave vello rizado.
A él se le estremecía la piel con su contacto, y tembló cuando ella le pasó la mano por el abdomen,
abriendo bruscamente la camisa y haciendo saltar los botones, que cayeron al suelo; se le aceleró la
respiración, se hizo más superficial, y por fin movió las manos, apoyándolas en sus hombros, como si
necesitara aguantarse.
Christine le abrió los pantalones, los dejó caer al suelo en un bulto alrededor de los pies descalzos,
y por fin vio su glorioso e hinchado pene. Magnífico y potente, apuntaba hacia ella en una suave
curva; la piel morena dorada matizada por venillas rojas y púrpura.
Se lo cogió con las dos manos y él gritó. Sólo se lo había frotado dos veces cuando le vibró y se
corrió, eyaculando en sus manos, apretando fuertemente las manos en sus hombros.
—Eric —sollozó ella, apretándose a su cuerpo a todo lo largo, con la cabeza apoyada en su
caliente hombro, los brazos alrededor de su cintura, atrayéndole las caderas, apretando a su vientre el
pene todavía duro. Los dos tenían el cuerpo húmedo, resbaladizo, con el semen de él, los jugos de ella,
el sudor y las lágrimas. Las palpitaciones en la entrepierna ya eran insoportables, dolorosas, fuertes.
—Eric, por favor, ahora.
Él la levantó en brazos y salió de la sala de música, con el lado de la cara que no estaba cubierto
por la máscara vuelto hacia ella. Caminando a largos pasos, pronto entró en otra habitación, llegó
hasta la enorme cama y se dejó caer ahí con ella.
Sus manos estaban en todas partes, su boca también, en sus pechos, en sus hombros, en los lados
del cuello, en su abdomen.
—Eric —resolló ella, atrayéndolo, instándolo a ponerse encima.
Cerró la mano en su miembro, todavía largo y duro, caliente, hinchado, y lo acercó a su ansiosa
vagina.
Él posicionó sus potentes muslos entre los suyos y, afirmándose con un brazo dorado, se cogió el
pene por la base y deslizó la cabeza por el interior de su vulva, atormentándola.
La cabeza del pene se deslizaba fácilmente por entre los pliegues de los dilatados labios de su
vulva, bañándose en el resbaladizo líquido acumulado ahí. Y llegó el momento en que Christine ya no
pudo esperar más. Alargó la mano y la cerró sobre el pene, arqueando las caderas, frustrada.
Entonces él se apartó.
—No.
Su fuerza era muy superior a la de ella. Le apartó las manos y, antes que pudiera protestar deslizó
el cuerpo hacia abajo por entre sus piernas, plantó las grandes manos en el interior de sus muslos y se
los separó, tanto que las rodillas tocaban la cama.
Con las piernas así abiertas, sintió la abertura de la vagina ancha, y todo su ser concentrado en ese
lugar palpitante, caliente y mojado. Entonces, con las manos suaves pero firmes, él la mantuvo quieta
y bajó la cabeza.
Sacó la lengua y rápidamente la subió desde la abertura de la vagina por la estrecha hendidura
hasta el espacio justo anterior al clítoris. Ahí la detuvo, moviendo la punta por abajo; Christine gritó
de placer y de impaciencia, cuando por fin él movió la lengua justo encima del duro y sobresaliente
botoncito.
—Oooh, ooh —gimió, agitando la cabeza de un lado a otro. —¡Eric! ¡Por favor! —resolló,
jadeante, tratando de mover las caderas.
Pero él se lo impidió, inmovilizándola con las manos sobre sus muslos.
Volvió a atormentarla así, una y otra vez, con la punta de la lengua, con la parte plana, luego
haciéndola girar por los jugos y labios de su vulva; moviéndola por encima de su clítoris,
introduciéndola en la profunda cavidad donde ella necesitaba su pene, pero no la lamía, nunca, nunca,
a un ritmo que le procurara el alivio que necesitaba.
El deseo ardía, le dolía, y palpitaba, y ella gritaba, se agitaba y temblaba.
—Eric, te lo ruego, te lo ruego…
Y así una y otra vez y otra vez.
Él retiró la lengua y levantó la cabeza para mirarla, sus manos firmes sobre sus muslos. Sus ojos
azul profundo, duros, fríos, le perforaron los suyos.
—¿Cómo te sientes, Christine?
Ella casi no podía hablar por los jadeos de su respiración.
—Necesito… que me dejes… correrme.
—¿Cómo lo sientes?
—Me duele. Por favor, Eric, te lo ruego.
Intentó liberar las piernas, pero él era mucho más fuerte. Aunque consiguió cogerle fuertemente
las muñecas, no logró apartarle las manos.
—Sé que duele. Esa ha sido mi intención. Christine, sólo has experimentado un trocito diminuto
de mi dolor. El dolor de verte y desearte, y de verte con él, acariciándolo, desnudándote los pechos
para él. —Su voz sonó estremecida de furia. —¿Lo entiendes ahora?
Ella estaba llorando, y los ojos le dolían tanto como las manos de él sobre sus muslos y como los
gritos de necesidad de su entrepierna.
—Sí—sollozó. —No volveré a… nunca más… sólo tú, Eric.
Él la soltó y ella se preparó para la profunda penetración de su pene en ella, pero no sintió nada
aparte de frío.
Él se incorporó, se bajó de la cama y echó a andar hacia la puerta.
—¡Eric! —Bajando de la cama de un salto, corrió detrás, con los brazos extendidos para cogerlo.
—¡Eric!
Él se giró a mirarla, y ella vio una terrible y profunda necesidad en sus ojos. Tan profunda y
enterrada que casi la hizo caerse hacia atrás con su fuerza. Pero alargó las manos hacia él.
—Eric —le dijo, más calmada. —Te necesito. Por favor, seamos uno como estamos destinados a
ser.
Después de eso todo ocurrió con tremenda rapidez y frenesí. Sus fuertes manos le cogieron los
brazos y la empujaron hacia atrás. Ella cayó en la cama y lo sintió caer sobre su cuerpo con todo su
peso, su bienvenido peso. Buen Dios, en toda su vida nada le había resultado tan gratificante como su
sólido, pesado y fogoso cuerpo encima del suyo.
Sus cuerpos encajaban bien, los hombros con los hombros, las caderas con las caderas, los dedos
de los pies con los dedos de los pies.
Él posicionó sus fuertes muslos entre sus piernas dichosamente separadas y su largo y fuerte
miembro se introdujo por fin en el lugar que lo llamaba, llenándola. Llenándola y satisfaciéndola, por
fin, por fin.
Jamás había sentido un placer tan exquisito. Embestida tras embestida, él la penetraba, su
miembro hinchado, duro, largo, haciéndose uno con ella, tal como le había prometido. El placer se fue
intensificando más y más, subiendo en espiral, arrollándola, consumiéndola, hasta llegar a su apogeo,
y entonces ella gritó, agitándose, arqueándose, moviéndose violentamente con él, sollozando por la
liberación. Nada, nada, había sido jamás tan completo, tan agotador.
Rodaron juntos, mojados, calientes, temblorosos.
—Eric —resolló, inspirando a fondo el alivio, sintiendo pasar por toda ella las reverberaciones de
los últimos vestigios del intenso placer, oleada tras oleada. —Te quiero. Te amo. No me dejes nunca.
Sintió sus lágrimas calientes, saladas, mojándole la curva del cuello. Él tenía apoyada la cara en su
hombro, por el lado de la máscara, compacta, pegajosa.
—Christine —musitó. —Eres mía. Eres mi música, mi musa. Siempre seré tuyo. No me traiciones
nunca.
—Nunca, Eric. Nunca.
PARDIEZ, le encantaba lo bien que encajaba el suave y elegante mango de madera en su mano; lo
habían tallado con una curva que se adaptaba a la perfección a su palma. La sola sensación de su
contacto bastaba para hincharle la polla.
Sopesándolo en la mano izquierda, pasó la derecha a lo largo de aquella estupenda trenza que salía
del mango. Con sus suaves prominencias, la trenza de cuero negro formaba un látigo no más grueso
que su pulgar en sus partes más anchas. De un metro ochenta de largo, era suave y flexible, más
delgado hacia la punta, y terminado en un diminuto y apretado nudo. Un nudo pequeñito, parecido al
diminuto botoncito de un clítoris vibrante de excitación.
Un nudo que dejaba las ronchas más bellas.
Y provocaba los gritos más sufridores. Las súplicas más desesperadas.
Y los orgasmos más explosivos.
¡Suas!
Philippe hizo restallar el látigo en el aire, justo detrás de la oreja de Delia y, con absoluto placer,
la vio temblar y agitarse, tirando de las esposas que le sujetaban las muñecas por encima de la cabeza.
Ya estaba sollozando y ni siquiera la había tocado.
—Ahora, mi querida condesa —dijo, con su ronca y vibrante voz, sintiendo ceñidos los pantalones
sobre su hinchada polla—, quiero que me demuestres lo mucho que te gusta el sabor de mi azote. Y
vale más que sea en voz alta, y, además, real.
Delia, su mujer, y, de hecho, la mejor que se había follado en toda su vida, que era el único motivo
por el que se había dignado hacerla su condesa, manifestó su intención de obedecer en un resuello.
Su blanco culo se veía redondo y rollizo sobre la lisa barra de madera en la que estaba medio a
horcajadas y medio colgada. Construida para esa finalidad, la barra estaba sujeta al suelo y al cielo
raso formando un ángulo de cuarenta y cinco grados. Ella había trepado hasta donde había podido,
dándose impulso con las manos cogidas y rodeando la barra con las piernas, al tiempo que intentaba
esquivar los latigazos sin perder el equilibrio.
Cuando llegó al punto más alto que pudo, él le estiró los brazos a lo largo de la barra y le trabó las
muñecas con las esposas unidas a unas cadenas que colgaban del cielo raso. Así la hizo subir otro
poco. Después le ató las rodillas por debajo de la barra y los tobillos por encima, dejándola en un
precario equilibrio con el culo levantado y su jugoso coño rosado y abierto ante su vista.
Y que hermosa vista que tenía de él.
¡Suas!
Hizo restallar el látigo detrás de ella, y Delia pegó un salto, gimiendo. Los rojos labios de la vulva
se le estremecieron con el movimiento que hizo para mantener el equilibrio.
No se atrevía a caerse, porque sabía el castigo que recibiría si se le ocurría hacerlo.
¡Suas! ¡Zas!
Esta vez el nudito del extremo del látigo le golpeó las nalgas, y ella se sacudió y gritó.
Pero no lo bastante fuerte; no lo bastante fuerte.
Se acercó otro poco y le dejó caer una lluvia de latigazos, una vez, dos veces, tres veces, dejándole
verdugones rosados en las nalgas, y uno en cada pantorrilla. Dolor, sí, claro, pero no marcas
permanentes. Nada que le impidiera cumplir con sus deberes.
Los sollozos le salían ahogados, por intentar contenerlos.
—¿Te ha gustado eso, mi querida Delia?
La polla vibró dentro de su encierro. Bajó una mano y se soltó los botones de los pantalones.
Con la polla libre, pasó el látigo por entre sus dedos hasta llegar a la parte más estrecha y acarició
el botoncito formado por el pequeño nudo. Mirando hacia la elegante rejilla negra fijada a la pared,
consideró la posibilidad de cambiar ese látigo por uno con seis nuditos en la punta, pero decidió que
no. Encontraba algo irónicamente delicioso en azotar a una mujer con un látigo terminado en un
clítoris.
—No te oigo, querida mía —gruñó, haciendo girar el látigo y pasándolo apenas en un roce por su
culo.
—Philippe, por favor, por favor —gimió ella, en voz más alta.
Entonces él alargó la mano y la tocó con un dedo, y ella se sobresaltó y se tensó. Bajó el dedo
medio desde el ano apretado hasta los labios llenos de la vulva, los frotó en hábiles movimientos
circulares, bañando el dedo con sus jugos, y luego subió hasta el arrugado agujero del ano, lo giró
alrededor y volvió a bajar, y al llegar al pequeño y vibrante clítoris, lo toqueteó y acarició tal como
había hecho con el extremo del látigo.
Delia se retorció y suspiró; se le aceleró la respiración, en el labio superior le brotaron gotitas de
sudor, y la espalda le brilló de humedad.
—Por favor, por favor —repitió, una y otra vez, levantando las caderas todo lo que le permitían
sus temblorosos muslos, para facilitarle el acceso.
Entonces él, sin aviso, retiró la mano y con un fluido movimiento dejó caer el látigo,
reemplazando placer por dolor, y oyó el suave plop que hizo el cuero sobre los mojados labios de la
vulva.
Ella se arqueó hacia atrás, levantando la cabeza en un vano intento de liberar los brazos y bajando
el trasero como para protegerse la vagina con la barra, y gritó con bastante fuerza.
—Muy bien, Delia, muy bien —dijo Philippe, retrocediendo para dejar un amplio espacio con la
idea de asestar el siguiente latigazo. —Ahora oigamos más.
Levantó el brazo y dejó caer el látigo.
Le marcó la espalda, y al instante lo hizo restallar en el aire y volvió a dejarlo caer, y otra vez, y
otra, hasta que ella empezó a moverse desesperada sobre la barra; las caderas le subían y bajaban con
cada latigazo, y los brazos le temblaban y se agitaban estirados por encima de la cabeza. En la cara,
vuelta hacia él, le corrían las lágrimas, y lo miraba con los ojos agrandados. La larga mata de pelo
rubio le caía sobre el cuello y un hombro, ondulando brillante como una cortina con cada movimiento.
Soltando el látigo, él avanzó a horcajadas por la barra, le levantó las caderas y enterró la dura polla
en su jugosa y dilatada vagina. Delia ahogó una exclamación y se estremeció, y él sintió temblar sus
carnes en las manos.
Inclinándose sobre ella, bajó las manos por sus costados, le cogió los pechos colgantes y se los
apretó, levantándolos, bajándolos y pellizcándolos; ella comenzó a mover las caderas y a él le fue
aumentando el placer y la excitación en la polla. Retorciéndole y tironeándole los duros pezones
continuó las fuertes embestidas, penetrándola hasta el fondo y saliendo.
Ella gemía, gritaba y se retorcía, y él sentía aumentar su excitación y placer, y cuando notó que
estaba a punto de llegar al orgasmo, se retiró y eyaculó violentamente, haciendo caer el chorro de
semen sobre su culo y en la suave curva de su cintura. Se estremeció y se le pusieron los ojos en
blanco un momento, saboreando su alivio.
Delia gimió y continuó moviéndose, en un vano intento de tener su orgasmo. Apartándose de su
agitado cuerpo, él retrocedió por la barra, recogió el látigo y lo dejó caer sobre su nalga izquierda,
haciendo saltar semen por el aire con la fuerza del golpe. Ella chilló y se corcoveó aún más.
—No me diste placer —dijo él, marcando cada sílaba con un latigazo.
Delia se debatía, tratando de esquivar el doloroso látigo. Y cuando él vio que ella intentaba frotar
su vibrante clítoris en la barra para darse el alivio, se rió y cambió el ángulo del látigo.
Un latigazo de través sobre los labios de su jugosa vulva bastó para que ella levantara el trasero
otra vez y dejara de hacer trampas para tener su orgasmo.
Después de otros tres latigazos, dejó caer el látigo para poder observar, y disfrutar del momento.
Delia estaba jadeante sobre la barra, con el trasero rosado y rojo por los verdugones, la piel
brillante por el semen, y los labios de la vulva bañados por el jugo de su vagina.
—¿Lo ves? —dijo él, entonces, mirando hacia la mirilla de la pared. Fue a descorrer el cerrojo
oculto y abrió la puerta. —Muchas veces he hablado de los placeres del matrimonio, y ahora has visto
qué maestría podrías conseguir.
Raoul entró en el cuarto, con la atención centrada, muy apropiadamente, en la sumisa, agobiada y
sudorosa Delia.
—Sí, ya veo —dijo.
—No seas tan indeciso, hermano —ladró Philippe. —Está ansiosa, impaciente por ti. Sírvete.
Raoul caminó hacia la mujer de su hermano desabotonándose los pantalones. Philippe estaba
observando cuando su hermano liberó su polla joven, más gruesa y larga que la suya.
Pero él sabía que el tamaño no era lo importante, sino la forma de manejarla, por lo que no sintió
ni un asomo de envidia cuando la introdujo lentamente en ese precioso sexo. Observó cómo se le
tensaban las nalgas al embestir y se le aflojaban al retirarla bañada en los chisporroteantes jugos, y
cómo su ritmo se iba haciendo más rápido y urgente.
Finalmente, emitiendo un fuerte suspiro gutural, Raoul dio una última embestida y se desplomó
sobre Delia apretando sus bellas caderas mientras ella se estremecía con el orgasmo y gritaba su
alivio.
Con la polla nuevamente vibrante, Philippe hizo a un lado a su hermano de un tirón y ocupó su
lugar, llenando a su mujer con su miembro y recordándole quién era el amo. Le pellizcó los pezones,
bajó una mano por delante de ella y le retorció el clítoris. Y después de tres fuertes embestidas más,
penetrándola hasta el fondo, eyaculó.
Cuando se retiró, respirando calmadamente y abotonándose el pantalón, se giró a mirar a Raoul.
—Cuando tengas a Daaé, será una bonita adición para nuestras travesuras, ¿verdad?
Raoul se estaba limpiando meticulosamente la polla todavía dura. Levantó la vista y miró a
Philippe con la cara horrorizada.
—No… no quiero que Christine haga esto.
Philippe se rió, encantado por la ingenuidad de su hermano.
—Pues claro que quieres. La polla se te puso como una pica al ver mi manera de azotar a Delia.
¿No te las imaginas a las dos juntas, una morena y la otra rubia? Sería muy placentero, para todos.
Muy placentero, desde luego.
Meses antes, cuando Eric la visitó por primera vez, Christine creyó que aquella voz descarnada era la
de su padre porque, ¿de quién podía ser si no? Él le había prometido enviarle al ángel de la música y
puesto que estaba en el cielo, tenía que ser él.
Esa primera vez que oyó su nombre, mientras estaba arrodillada en la pequeña capilla escondida
en el rincón del teatro, no supo qué contestar.
«Christine.»
«¿Quién es?», preguntó al fin.
Le tembló la voz, pero no se asustó, sólo lo encontraba… raro. «Soy tu ángel…»
«¿Mi ángel? ¿Papá?»
«Tu ángel de la música. ¿Tu padre no prometió enviártelo?»
A ella le latió más rápido el corazón, inundada de alegría. Su padre no la había olvidado. Había
esperado años, pero al fin había respondido a sus oraciones.
«¡Papá! Te he echado mucho de menos.»
A eso siguió un largo silencio, tan largo que ella temió haberlo ahuyentado. Le pareció que crujía
el aire de lo nerviosa que estaba. ¿Lo habría ahuyentado? Después de tanto tiempo sola, ¿había
desaparecido tan pronto su posibilidad de consuelo?
Finalmente, cuando le pareció que llevaba horas reteniendo el aliento, volvió a oír la voz:
«No soy tu padre, Christine, pero soy el ángel de la música. Y deseo ayudarte para que vuelvas a
sentir».
«Para que vuelva a sentir» —repito ella, atontada, pensando qué querrían decir esas palabras.
«Echas de menos tu música, ¿verdad? Te sientes sola, diferente de las demás chicas, ¿no es así?»
Ella asintió, y entonces cayó en la cuenta de que tal vez él no la veía.
«Sí, ángel, he encontrado poca alegría en mi música desde que murió mi padre. ¿Tú hablas con
él?»
«No hablo con él, Christine, pero sé que te echa tanto de menos como tú a él».
La voz era muy suave y tranquila, adormecedora y al mismo tiempo estimulante; elegante,
hermosa, sensual. La sensación que le producía le erizó el vello de la nuca y de los brazos, y le hizo
hormiguear algo en el estómago.
«Quiero ser tu profesor particular. ¿Te gustaría? ¿Te gustaría volver a sentir tu música?»
«¿Me ayudarías?»
Y así comenzó.
El ángel de la música la visitaba por lo menos una vez al día, a una hora en que ella estuviera sola,
y entonces le cantaba, cantaba con ella y tocaba para ella. Ella esperaba con ilusión esos momentos, y
dado que nunca sabía de cierto cuándo ni dónde la visitaría, vivía en un estado de expectación y
felicidad.
Con el tiempo las clases de música se fueron convirtiendo en algo más que clases. Sí, él tenía
grandes expectativas, y la impulsaba a la perfección, pero al pasar las semanas pareció que su voz
descarnada se relajaba; comenzó a hablarle de otras cosas, aparte de las notas, la respiración, el ritmo
y las cadencias.
No tardó en sentirse cada vez más cómoda y a gusto con su misterioso profesor, y también con su
extraña manera de enseñarle. Tal vez debido a que no lo veía se sintió más capaz de hablarle de cosas
de lo más profundo de su interior, de sus opiniones y sueños. Eso de hablar en un cuarto en que no
había nadie que frunciera el ceño o tensara el cuerpo desaprobándola, era como rezar, o como soñar
despierta.
Recordaba un día en particular. Había sido un día horrible; todo comenzó cuando se le hizo una
enorme carrera en una media del último par que podía ponerse; era tan ancha y larga que era
imposible ocultarla; tampoco podía darle la vuelta para que quedara atrás, porque entonces se verían
otras dos carreras en el otro lado.
A causa de eso llegó con retraso al ensayo del ballet y tuvo que soportar la furiosa mirada de
madame Giry, a la que las chicas llamaban «ojos espeluznantes», y también su silencio cuando se
atrevió a preguntarle qué se había perdido.
Después de la clase, mientras iba a toda prisa por uno de los corredores de la parte de atrás del
escenario con el fin de ir a los dormitorios a pedir prestado otro par de medias, se encontró cara a cara
con La Carlotta. La diva llevaba un sombrero monstruosamente alto, un nido de pájaros, mariposas y
flores, y las caderillas de su amplísima falda, siguiendo la moda de María Antonieta, eran tan anchas
que ocupaban todo el estrecho corredor, de modo que nadie podía pasar por su lado.
Haciéndole una reverencia, intentó pegarse a la áspera pared de madera para dejarla pasar, pero
Carlotta no tenía ninguna prisa. Caminaba muy lentamente, conversando con un compositor que la
miraba con los ojos agrandados, hasta que llegó al lugar en que estaba ella, y se detuvo.
Dándole la espalda, Carlotta continuó coqueteando con el compositor y lo obsequió con unos
cuantos gorjeos a la máxima potencia de sus pulmones, dejándola aplastada entre la falda con su
ancho armazón de alambres y la pared. Le era imposible pasar sin moverle la falda con el roce, y eso
no se atrevía ni a intentarlo.
Finalmente, Carlotta pareció fijarse en ella. Se giró, enterrándole el armazón de alambres y fijó su
furiosa mirada en ella. Aunque no era en absoluto más alta, la combinación de su expresión ofendida y
su inmenso sombrero, la hacía parecer gigantesca.
«¿Qué haces aquí, ratita, escuchando mis conversaciones privadas?»
«Estaba… simplemente quería pasar» —tartamudeó ella, intentando otra vez escurrirse por un
lado de la odiosa falda.
Carlotta acercó la cara a la suya, atosigándola con el olor a colorete y polvos y con su aliento de
aroma a rosas.
«¡Fuera de mi vista, ratita! —exclamó, escupiéndole en la cara la pronunciación española de la
erre. —Ocúpate de tus asuntos. No tienes nada que ver con los míos.»
Ella se escapó corriendo por el corredor, sin dejar de escuchar las diatribas de La Carlota, que se
quejaba furiosa al compositor de esas «ratas que no conocen su lugar» y otros insultos por el estilo,
con toda la potencia de sus potentes pulmones.
Corriendo por el corredor, tratando de contener las lágrimas, oyó risitas, comentarios susurrados y
una risa franca. En lugar de tomar el corredor que llevaba a los dormitorios, tomó a ciegas el que
llevaba a la pequeña gruta que se usaba como capilla, donde rezaba por el alma de su padre, y donde
su ángel le había hablado por primera vez.
Y en cuanto llegó ahí, dejó salir por fin las lágrimas de humillación y frustración, empapando la
manga del andrajoso y ligero vestido que utilizaba para los ensayos y el regazo de la falda con las
lágrimas que no habían quedado atrapadas en la manga.
No llevaba mucho rato allí cuando oyó su bienvenida voz.
«Christine.»
«Ange» —contestó, llorosa.
Limpiándose la cara y tragándose las lágrimas, levantó la cabeza y paseó la mirada por aquella
pequeña capilla, que parecía una cueva.
«No te preocupes por Carlotta, Christine. No se merece que te preocupes por ella, y ya recibirá su
merecido.»
«No hice nada malo —contestó ella, sorbiendo por la nariz. —Es una gata horrenda.»
Él se rió, y su risa sonó vibrante y cálida. Ella se sintió mejor al instante.
«¿Gata? Poco deben gustarte los felinos, entonces, si los pones en la misma categoría de La
Carlotta».
«No, no me gustan las gatas. Son taimadas y arrogantes, y pocas veces se dignan a reconocer la
existencia de los demás. Y cuando se dignan, es como si te hicieran un inmenso favor.»
«¿Tenías una gata cuando eras niña, entonces, Christine? —le preguntó él, y ella detectó humor en
su voz. —¿Una que no te permitía acariciarla?»
A ella ya se le habían secado las lágrimas.
«¿Cómo lo sabes?».
«Ha sido una simple suposición. Tus fuertes sentimientos por un animal tan inocuo me han hecho
sospecharlo. Porque lo que nos ocurre en la infancia y juventud suele moldear nuestra madurez.»
Ella percibió una nota de tristeza en su voz.
«Sí, cuando tenía ocho años viví en Praga con mi padre casi un año. La dueña de la pensión tenía
una gata que nunca quería acercarse a echarse en mi falda. Yo la perseguía y me metía debajo de los
muebles, llamándola e intentando cogerla. Y cuando lo hacía, me arañaba. Y cuando yo gritaba de
dolor, ella volvía a escaparse. Tenía el pelaje negro y muy suave. Y yo me moría de ganas de tenerla
en los brazos.»
«Pobre Christine. Necesitabas algo a lo que abrazarte, algo que te consolara.»
«Sí, me sentía muy sola.»
Pasado un momento de silencio, de vacilación, él volvió a hablar. «Y ahora, ¿sigues sintiéndote
sola?».
«No tanto —contestó ella, sinceramente. —Tengo… te tengo a ti.» «¿Y por eso has venido aquí a
consolarte?» «Esperaba encontrarte aquí, Ange, porque este es el lugar donde me visitas con más
frecuencia. Y me haces sentir… menos sola.» «Me alegra, Christine, me alegra mucho.»
Al parecer esa conversación fue un momento decisivo en su relación. A partir de entonces su ángel
empezó a contarle las cosas que había hecho ese día Carlotta o alguna de las bailarinas y juntos se
reían de ello. Incluso le hacía bromas sobre su aversión a los gatos, unos animales que él encontraba
muy interesantes.
Aún así, él seguía con su voz descarnada, y seguía haciéndola practicar arduamente, sin aceptar
disculpas. Su presencia siempre le hacía bajar serpentinos estremecimientos por el cuello y la espalda,
y su voz seguía alternando entre áspera y dulce, aunque ella notaba que él había comenzado a revelarle
más de sí mismo. Daba la impresión de saberlo todo acerca de ella, por lo que agradecía cualquier
mínimo conocimiento que le revelara acerca de él.
Holgazaneando en la enorme cama del dormitorio de Eric comprendió que esos meses pasados
compartiendo música y conversando con él habían sentado los fundamentos de lo que sentía en esos
momentos. Lo que había entre ellos no era sólo una relación física, sino una conexión profunda,
perdurable, que trascendía lo que él le hacía con sus manos y sus labios, y que más que pasión, le
hacía pensar que lo conocía, que lo comprendía; que la hacía sentirse como si él fuera lo más
importante en su vida.
Comprendía que había encontrado lo que debió tener aquella hermosa mujer que ella admiraba:
amor y felicidad, sin un atisbo de soledad. Pero no llevaba puesto un hermoso vestido, y tampoco
estaba sobre el escenario ante un público rugiente, bañada por la luz de las candilejas.
Estaba en un subterráneo, en la oscuridad, con su ángel. Y lo amaba.
Durante la semana siguiente Christine y Eric vivieron juntos en su pequeña casa junto al lago
subterráneo como cualquier otra pareja enamorada. Eric trabajaba en Don Juan triunfante, la ópera que
llevaba años escribiendo por entregas, y ella cantaba las partes cuando él se lo pedía.
Le encantaba mirar su escritura, las páginas tamaño folio de composición melódica: las notas
trazadas con formas romboidales, como si las escribiera sin pensarlo mucho; la letra correspondiente
era apenas legible, garabateada debajo del pentagrama. Escribía a rachas; notas y letra trazadas en un
frenesí sobre el borrador, y luego de manera lenta y arrogante al pasarlas a limpio.
Se reían, hablaban y comían. Ella cocinaba, lavaba y limpiaba; no tardó en enterarse de que, junto
con su arrogancia y comportamiento misterioso, Eric poseía un ingenio mordaz y un abanico de
opiniones acerca de todo, desde la moda femenina a la administración del Teatro de la Ópera. Era muy
leído, y también un genial ingeniero, pues él mismo se había construido aquel lujoso hogar, si bien
enclaustrado.
Durante esa semana su vida en el Teatro de la Ópera fue pasando poco a poco a los espacios más
recónditos de su mente; se transformó en una especie de recuerdo de una vida totalmente distinta:
competitiva, atestada, estridente y superficial. La vida encarnada por la hermosa señora.
Una vida a la que no la entusiasmaba volver.
Lo único que le estropeaba la felicidad era aquella máscara negra que Eric se negaba a quitarse. Ni
siquiera sabía si se la quitaba para dormir, porque él siempre desaparecía después de hacerle el amor y
volvía por la mañana antes que ella se despertara.
No lo entendía. Le había visto todas las demás partes de su cuerpo, y era todo lo perfecto que
puede ser el cuerpo de un hombre: largo, delgado y musculoso sin ser corpulento, de piel dorada y
cubierta con la cantidad justa de vello negro exactamente donde correspondía. ¿Qué podía ser tan
terrible en ese modelo de perfección para que tuviera que ocultárselo?
La única vez que intentó sacar el tema, él reaccionó con una cólera tan fría e intensa y salió de la
habitación de una manera tan violenta que le aumentó la confusión y curiosidad.
«Nunca lo entenderás», gruñó, y se encerró en la sala de música el resto del día y de la noche.
Entonces al rabioso rasgueo de su pluma le siguieron unos ruidos discordantes y unos tristes
acordes, hasta bien avanzada la noche, y los siguió oyendo cuando se despertó al día siguiente.
De todos modos, ella no se olvidó de la máscara. No soportaba tener entre ellos algo tan simple
como un trozo de cuero curtido.
Y así fue como el séptimo día de su estancia ahí, al despertarse temprano y encontrarlo durmiendo
en una tumbona en la sala de música, comprendió que por fin tenía la oportunidad de desentrañar su
secreto. Su plan era levantar con sumo cuidado la máscara para ver lo que había debajo y demostrarle
que no tenía ningún efecto negativo en su amor por él. Seguro que cuando le quitara la máscara y él
viera que seguía amándolo, se disolvería cualquier renuencia que pudiera albergar.
Ella ya sabría cómo desviar su atención a cosas más placenteras.
Se acercó silenciosamente, admirando como siempre el vello rizado que le cubría el ancho y bien
moldeado pecho, estrechándose hasta formar una delgada línea que continuaba bajo el pantalón; la
ancha y larga columna de su cuello, curvado sobre el tierno hueco de la garganta, esa parte de su
cuerpo que era tan vulnerable como la de ella.
Alargó la mano, levantó la máscara y se la quitó con un movimiento rápido y fluido.
Lo que vio era horroroso, ¡horrible! Gritó de horror y él abrió los ojos y se bajó de un salto de la
tumbona.
—¡Maldita sea, Christine, maldita seas! —exclamó, cubriéndose con una mano esa parte tan
horriblemente desfigurada de la cara y alargando la otra para coger la máscara que colgaba de la mano
de ella. —¿Cómo has podido? —gritó, arrebatándole la máscara y poniéndosela bruscamente.
Luego le cogió el brazo y la lanzó hacia la tumbona. Ella tropezó y se cayó al suelo, llorando,
mientras él, rabiando y gritando pasó violentamente la mano por la tapa del piano arrojando al suelo
en cascada un montón de papeles. Se echó a llorar y a temblar, y se cogió el estómago con las dos
manos, como si le hubieran metido una bala en el cuerpo, sin dejar de gritarle insultos, palabrotas, con
los ojos muy abiertos, con expresión de loco, y con la boca curvada en un rictus furioso.
—¡Maldita seas! —gritó, repetidamente. —Maldita seas, Christine.
Se desplomó en el suelo, todo su cuerpo estremecido por sollozos que parecían salir de un lugar
tan profundo que eran casi inaudibles; pero su cuerpo doblado se sacudía con cada respiración
entrecortada, y cuando levantó la cara y por fin la miró con sus ojos azules sin brillo, ella comprendió
que había hecho algo imperdonable.
CAPÍTULO 10
HABÍAN transcurrido siete días desde que desapareciera Christine Daaé, y Maude sabía que Eric la
había llevado a un lugar donde podría darle clases de un tipo más… personal. Sonreía al pensar en el
placer que recibiría del fuerte cuerpo de Eric.
Desde entonces Carlotta había vuelto a honrar el escenario con sus vibrantes arias y gorjeos
increíblemente altos, y los administradores del teatro pegaban un salto ante cualquier sombra o golpe
que oyeran.
Maude consideró que era su deber aliviarles la tensión.
Ya llevaba un tiempo imaginándose el placer que tendría cuando por fin encontrara a monsieur
Firmin Richard solo y a su merced, pero el momento no se había presentado. De hecho, siempre estaba
rodeado de gente, escenógrafos, bailarines, músicos e incluso mecenas. No le quedaba más remedio
que recurrir a medidas drásticas.
Era la séptima noche desde la desaparición de Christine, y la representación de Fausto seguía en
pleno apogeo, con la música llenando el auditorio y las bailarinas girando por el escenario. El teatro
estaba a reventar, aunque nadie podía saber de cierto si eso se debía al interés que sentían por el
fantasma de la Ópera y el rapto de su ingenua cantante, o al deseo de ver la obra.
Maude se preguntaba si alguien aparte de Carlotta se había dado cuenta de que junto con la
desaparición de Christine también parecía haber desaparecido el fantasma.
Estaba en la penumbra de la zona de descanso, entre dos de las cinco cortinas negras que colgaban
paralelas a cada lado del escenario desde la parte frontal hasta la división de atrás. Cada cortina era
más ancha que la que tenía delante, dando al escenario una apariencia triangular y proveyéndolo de
varios pasillos por donde los actores podían salir o entrar del escenario.
Por detrás, más allá de las cortinas negras, casi tocando el escenario por una esquina, y fuera de la
vista del público, estaba el decorado con sus accesorios para la siguiente escena. Y ahí de pie, ante el
decorado, una inmensa construcción en madera y papel maché que representaba el Infierno, estaba su
objetivo. Richard era alto y delgado, tenía una cara equina, dedos largos, muñecas estrechas, una nariz
larga y huesuda, y unos pies largos y estrechos, lo que prometía, pues eso mismo se repetiría en otras
partes. Le fluyó líquido de la vagina con sólo pensar en lo que podrían ocultar sus pantalones.
Se abrió paso por entre las cortinas hasta quedar detrás de él, en la parte más oscura. Él tenía la
atención centrada en los actores, las manos cogidas a la espalda y movía un pie al ritmo de la música.
Entonces se le acercó más, oculta entre los pliegues de la cortina negra, teniendo buen cuidado de
no moverla, no fuera a atraer la atención de los espectadores; además, quería continuar fuera de la
vista de él por el momento. Necesitaba el elemento sorpresa. Así pues, se situó detrás de él y se le
acercó sigilosa hasta que sus dedos le tocaron la entrepierna.
Cuando él sintió aquel roce en su entrepierna, estuvo a punto de saltar hacia delante, y se habría
caído encima del rugoso armazón que representaba las montañas del Infierno si ella no lo hubiera
sujetado por los faldones del frac.
—Vamos, vamos, Firmin, sabes que llevo muchas semanas esperando esto —le susurró
osadamente al oído, sosteniéndolo firme, apretado a ella.
Adelantó las caderas, presionándole el culo y sintió, satisfecha, cómo él reanudaba el movimiento
de los dedos justo donde ella más los necesitaba. Aun cuando los movía por encima de tres capas de
tela, se le levantó y endureció el clítoris al apretarse contra ellos.
—Ahora veamos qué tienes ahí —le susurró al oído, y pasando las manos por debajo de la
chaqueta del frac, las metió en los bolsillos delanteros del pantalón.
Encantada descubrió un agujero en el bolsillo derecho y no le costó nada meter los dedos,
descosiéndolo un poco más, y tocarle la cálida y peluda piel del muslo.
Firmin volvió a pegar un salto al sentir el contacto, y miró hacia atrás alargando su largo cuello.
Ella le presionó la espalda con los pechos, metió la mano por la abertura de sus calzoncillos y
encontró lo que buscaba.
Sí, misión cumplida.
Sonrió, y ensanchó la sonrisa cuando cerró la mano sobre su vibrante y delgado miembro, que se
alargó más, y más, y más aún, buen Dios.
—Sí —susurró, con los ojos llenos de lágrimas de alegría, y le vibró la entrepierna. —Sí.
Estaban absolutamente ocultos, nadie podía verlos. El infierno se interponía entre ellos y el
escenario y el público, y los actores se encontraban al otro lado del inmenso decorado, cerca del
proscenio.
Se puso delante de él, comenzando a soltarse los botones del corpiño de su sobrio vestido negro.
Firmin intentó resistirse, pero cuando se abrió el cuello alto y quedaron al descubierto sus generosos
pechos, alargó las manos hacia ellos.
Esas manos de largos y elegantes dedos se cerraron, una sobre cada pecho, palpándolos,
sopesándolos, al tiempo que los pulgares comenzaron a frotarle los pezones en punta. Sin dejar de
sonreír, Maude le desabotonó el pantalón y liberó la polla más larga que había visto en toda su vida.
Buen Dios, si no la tuviera vibrante y levantada, tan recta, le colgaría hasta las rodillas.
Se le escapó el flujo vaginal inundándole los labios de la vulva al pensar en las largas fricciones
que obtendría de él y, atrayéndolo hacia sí, se tumbó junto a las montañas de color naranja y rojo del
Infierno, obligándolo a echarse encima de ella.
Tuvo la impresión de que a Firmin no le importaba que ella hubiera tomado el mando; al parecer
estaba tan embelesado por el tamaño de sus pechos como ella lo estaba por el largo de su polla.
Pero él no esperó órdenes; mientras la música sonaba alrededor, envolviéndolos y camuflando el
gemido de satisfacción de Maude, cerró la boca sobre las apretadas arruguitas de su aréola, moviendo
y girando la lengua sobre su puntiagudo pezón. La inundó el placer tanto tiempo esperado, bajándole
en oleadas hasta el vientre y luego hasta el clítoris.
—Aah —suspiró, agradecida, apoyando la cabeza en el borde de papel maché.
Seguía con la mano cerrada en su miembro, que continuaba endureciéndose y alargándose más y
más, mientras él seguía chupándole y lamiéndole los pezones.
Sentía el aire fresco en los pezones mojados, el aire agitado por la actividad que se desarrollaba en
el escenario, a sólo unos metros de distancia. El baile y los movimientos de los telones de fondo
subiendo y bajando arrojaban pequeñas ráfagas de brisa sobre su piel, erizándole el vello de todo el
cuerpo e intensificando las sensaciones que le producía él con su ardiente boca.
Sus faldas cayeron de un golpe sobre su corpiño abierto, haciendo pasar otra ráfaga de brisa sobre
su piel caliente, y sintió el alivio del aire fresco sobre los muslos. Firmin no perdió el tiempo
intentando ordenarle las faldas y el miriñaque. Cerró los ojos, complacida, satisfecha. Un hombre con
un bastón de mando como ese sabría blandirlo.
Pero entonces, justo cuando notó sus manos abriendo la rajita de sus calzones, sintió el cambio en
la música que los envolvía y cayó en la cuenta de…
—¡No! —siseó, bajándose las faldas y cogiéndole la huesuda muñeca.
Él, que estaba de rodillas, se echó atrás bruscamente, y se habría caído de culo si ella no lo hubiera
estado sujetando. Su larga polla rojiza sobresalía deliciosamente por la abertura de sus calzoncillos y
ella apenas tuvo un segundo para admirar su belleza antes de levantarlo de un tirón.
Pero ya era demasiado tarde. El decorado en el que estaban subidos ya se movía y dentro de un
momento quedarían expuestos en toda su desarreglada gloria, no sólo ante los tramoyistas y bailarines
que esperaban atrás, sino ante todo el público también.
Había llegado el Segundo Acto y, con él, el descenso de Fausto al Infierno.
No había manera de escabullirse a otro sitio.
Maude y Firmin llegaron a esa conclusión al mismo tiempo, y los dos corrieron a meterse debajo
de la montaña por la parte de atrás de la inmensa estructura, que ya había dejado atrás las cortinas
negras y empezaba a entrar por la abertura que había detrás del escenario dejada por los telones de
fondo.
Cuando se arrojaron al suelo, Maude cayó encima de Firmin. Debajo de las irregulares montañas
de papel maché olía a serrín y a pintura, y las luces del escenario se filtraban por el papel rojo y
naranja haciendo resplandecer el interior con una cálida luz difusa en esos tonos.
Antes que ella pudiera reaccionar, Firmin salió de debajo de ella en ese estrecho y cónico espacio
y la montó por la espalda; ella colaboró incorporándose apoyada en las manos y las rodillas, sintiendo
el suave ruido de las ruedas del decorado rodando debajo, y llevándolos al centro del escenario.
La excitó más aún pensar en la posibilidad de que los sorprendieran. Encontrar al administrador
del Teatro de la Ópera y a la decorosa directora de ballet copulando en el interior del decorado
mientras Fausto experimentaba las entrañas del infierno, ¡qué delicioso y erótico sería! Tal vez
algunos actores y espectadores oirían débilmente sus gemidos y gruñidos ahí, pero ninguno sabría de
dónde provenían.
Ya tenía la respiración agitada, y se estaba impacientando por sentir esa larga polla dándole placer
ahí, en medio de la representación.
Sintió cómo le subía las faldas, le tiró de los calzones y cómo el culo le quedó desnudo, esperando.
Lo meneó impaciente y entonces sintió la redonda cabeza de su polla golpeando la puerta. Se arqueó,
bajando el vientre y levantando las nalgas y los hombros, y esperó que ese largo y dulce miembro le
entrara hasta el fondo.
Él no la decepcionó; la penetró, y continuó, más adentro, más adentro; y cerró los ojos con el
intenso placer mientras él embestía, entrando hasta lo más profundo, y luego más. Los dilatados labios
de su vulva se cerraron alrededor del miembro, succionándolo, introduciéndolo en sus calientes
profundidades.
Él empujó hacia arriba, frotándole el eje de su placer interior, ese lugar profundo que nunca recibía
bastante atención. Él le tenía cogidas las caderas, pero ella no sentía sus muslos presionándole los
suyos. Empujó hacia atrás, para acariciarle los cojones, y entonces cayó en la cuenta de que la polla
aún no había entrado entera. Era tan larga que no le cabía.
Al darse cuenta de eso, se corrió. El orgasmo pasó como una ola de marejada por toda ella,
estremeciéndola, y ahogó una exclamación de sorpresa. El crescendo de la música ahogó su reacción,
que fue un largo y ronco gemido, mientras él empezaba a moverse, embistiendo y penetrándola, antes
que acabaran las contracciones de los músculos de su vagina alrededor de su miembro.
Con cierta dificultad, porque su polla era tan larga y estaba tan rígida que era difícil que se
tocaran, le deslizó las manos hasta cogerle los pechos. Pellizcándole y tironeándole los pezones, la
levantó hasta dejarla de rodillas y erguida delante de él, con la cabeza casi rozando el armazón de
madera que los cubría.
Sintió caliente su aliento en la oreja cuando él le susurró:
—Te voy a follar fuerte y duro, madame Giry. Y tú me vas a acoger toda la polla dentro aunque
tenga que enterrártela hasta la garganta.
Diciendo eso embistió con tanta fuerza que ella casi perdió el equilibrio, y alargó una mano para
cogerse del marco de madera.
—Tienes la polla más larga que he visto en mi vida—contestó, girando la cabeza para que le
llegaran las palabras. —Puedes enterrarme ese bastón de mando siempre que quieras.
—Te voy a romper con mi polla larga y dura —dijo él, embistiendo más rápido, apretándole más
fuerte los pezones. —Te voy a hacer trizas el coño follándote fuerte y duro. Nunca has experimentado
algo así antes. Me vas a suplicar pidiendo más.
El placer-dolor la envolvió al oír esas groseras y mordaces palabras. Se le agitó más la respiración
y echó atrás la cabeza.
—Fóllame, Firmin. Tú eres el director. Fóllame, rómpeme el coño, rájamelo. Haz que me corra.
—Te voy a follar hasta que grites pidiendo piedad. No me importa si te oyen todos los
espectadores. Y luego te voy a follar por el culo.
De repente se le intensificó el placer, y movió las caderas al ritmo, hacia delante y hacia atrás,
presionando la pared que tenía delante.
—Más fuerte, Firmin. Fóllame más fuerte. Embiste… más fuerte.
Volvió a correrse, y se le endurecieron tanto los pezones que le dolieron, casi aplanados por los
dedos de él, y le tembló y lloró el sexo.
—Estupendo. Ahora, de espaldas —dijo Firmin, retirando su larga polla. La empujó hasta dejarla
tendida en el suelo de espaldas, y se montó a horcajadas sobre su vientre. —Ahora, madame guarra,
me la vas a chupar.
La polla era tan larga que casi le tocaba el mentón. Maude sonrió, expectante.
—Te voy a chupar como a un lolipop. Te voy a chupar tan fuerte que vas a chillar como una niña.
Y me vas a suplicar que te haga correrte.
Levantó la cabeza, le acercó más las caderas y se introdujo ese largo y delgado miembro en la
boca.
Él suspiró, cerró los ojos y embistió, introduciendo el miembro hasta donde podía llegar. Ella se
atragantó, tosió y empezó a succionar como si quisiera sacarle las entrañas. Le cogió con las dos
manos la parte de la polla que quedaba fuera y se la trabajó como si sus manos fueran una extensión
de su boca, apretándosela a todo lo largo.
—Sí, bruja cochina —susurró él—, te vas a ahogar con mi descarga. Te vas a atragantar y toser, y
yo voy a seguir corriéndome y corriéndome.
A su alrededor, los sonidos de la música y el baile se elevaban y menguaban, y había momentos en
que la voz del bajo Piangi, en su papel de Mefistófeles, bajaba tanto que cualquiera que estuviera
cerca de la escena del Infierno podría oír a Firmin si daba la casualidad que estuviera escuchando,
pero a ella no le importó. Su atención estaba concentrada en la larga y resbaladiza polla que la
ahogaba cada vez que le tocaba el fondo de la garganta.
Él seguía jugando con sus pechos, y ella notó que se estaba acercando. Sintió pasar el semen a lo
largo de su picha, disparado hacia el glande, del que saldría en un chorro a su acogedora boca; y de
repente se la retiró.
—Te voy a follar las tetas —dijo, con la voz ronca, cogiéndole los pechos; al cálido resplandor
rojo del Infierno, ella vio brillar sus ardientes ojos. —Te voy a follar estas preciosas tetas.
Deslizó la polla por el valle entre sus pechos y alargó una mano hacia atrás para pasarla por los
jugos que le mojaban la vulva. La toqueteó ahí y le pellizcó el clítoris. Ella pegó un salto, estremecida
por un corto orgasmo que no esperaba, al tiempo que él deslizaba por su polla la mano mojada
bañándola en los jugos. El olor de ella se mezcló con el de él, almizclado, delicioso. Maude no podía
apartar la vista del brillante miembro.
Entonces él cogió sus pechos con sus largas manos y los apretó, formando un estrecho pasaje
alrededor de su sexo. Y comenzó a moverse, hacia delante y hacia atrás, haciendo chocar el glande
contra el mentón de ella, pellizcándole y tironeándole los pezones, al ritmo frenético de sus
embestidas. Mientras tanto observaba, sin dejar de mirar como la polla se deslizaba entre sus pechos.
A Maude no la habían follado nunca de esa manera, y los labios de su vulva se contraían y
dilataban aún más por el deseo de sentir dentro de la vagina ese delicioso bastón de mando.
Pasando la mano por detrás del culo de él, se buscó y se encontró el clítoris, y con el movimiento,
el glande le golpeó el mentón. Firmin embestía más rápido, moviéndose hacia atrás y hacia adelante
las caderas, hundiendo el culo en su vientre al flexionarse. Entonces ella se toqueteó el clítoris,
haciéndolo zangolotear, justo en el instante en que él emitió un ronco resuello y salió el chorro de
semen mojándole el mentón y el cuello y acumulándose en el hueco de la base de la garganta.
Se movió el clítoris y sintió pasar los mismos estremecimientos por toda ella, mientras con la otra
mano le limpiaba el salado y almizclado semen del glande.
Entonces Firmin se desplomó sobre ella, justo en el momento en que empezaba a rodar el decorado
hacia la parte de atrás del escenario.
Pasado un rato, cuando el decorado ya hubo salido de escena, el administrador, muy desmelenado,
y la directora de ballet, con el corpiño muy correctamente abotonado pero sonriendo lascivamente,
abandonaron el Infierno y nadie se enteró de nada.
Maude acababa de encontrar el camino hacia la parte lateral del escenario donde se estaban
preparando las bailarinas para el Tercer Acto, cuando se le acercó a toda prisa uno de los tramoyistas y
le anunció:
—Ha vuelto la señorita Daaé.
CAPÍTULO 11
—¡Christine, por favor! —suplicó Raoul, sosteniéndole la blanca y delgada mano en la suya. —
Dime qué ha ocurrido durante estos días en que has estado desaparecida. Llevo semanas intentando
verte desde tu regreso, y tú me has eludido.
—Pero ahora te he recibido —contestó ella, desviando la mirada de sus suplicantes ojos azules.
¿Cómo podría explicarle que le había entregado el corazón a otro y conseguido que se lo
desgarrara? Se lo había destrozado a causa de esa estúpida decisión suya, por ese capricho. ¿Cómo
podría explicarle que se sentía muerta por dentro, en lugar de viva, como debería sentirse al haber
vuelto al mundo de la luz?
—Han pasado tres semanas desde tu regreso —continuó Raoul. —Has ido de aquí para allá como
si sólo fueras un fantasma, un espectro, y ni siquiera me has mirado cuando he venido a visitarte.
Dime, por favor, qué puedo hacer para devolver la sonrisa a tu cara, el color a tus mejillas, una chispa
a tus ojos. Christine, dime, por favor, qué puedo hacer para ayudarte, para que vuelvas a cantar.
A ella se le oprimió el vientre.
—No volveré a cantar —le dijo, pero había detectado cierta amabilidad en su voz; a él le resultaría
imposible comprender, y no podía castigarlo por su ignorancia. —Y creo que no hay nada que puedas
hacer, aparte de darme tiempo para recuperarme. Simplemente estoy cansada.
Eso era mentira, pero ¿qué otra cosa podía decirle viendo su cara tan seria, y sus ojos iluminados
por su obsesivo amor?
—Te dije que seguiría amándote si no volvías a cantar nunca más, y te seguiré amando. Pero creo
que no puedo permitir que hagas eso, viendo lo mal que te sientes. Debes volver a cantar.
Ella negó firmemente con la cabeza. Sentía los ojos secos y los párpados pesados. No sabía cuánto
había llorado, hasta que los ojos se le habían quedado secos.
—Christine, por favor, te he amado desde hace tanto tiempo. No te puedes hacer una idea de lo
mucho que he sufrido estos días en que has estado desaparecida. Dime por lo menos que no has
sufrido ningún daño, que él, fue él, ¿verdad?, no te hizo daño.
—Él, sí, fue él. Y no me hizo ningún daño.
No pudo continuar porque se le cortó la voz. No, él no le hizo daño de ninguna manera que le
dejara feas cicatrices rojas, moretones o esguinces en los brazos. Un corazón destrozado sí, pero lo
tenía enterrado dentro de ella, donde nadie podía verlo.
No podría volver nunca. Podía añorar y anhelar su amor, su compañía, su ternura, pero no podría
volver a ese horror, a esa ira profunda y ardiente y a esas horribles cicatrices retorcidas. Su furia y su
odio seguían hiriéndola, como si la golpeara con un látigo. La había mirado con odio y repugnancia, y
la dejó llorar hasta que se quedó dormida, y soñó con su ataque de cólera y su cara retorcida por el
odio. Y cuando despertó, se encontró de vuelta en su camerino. Sola.
De eso hacía más de tres semanas, y había llorado todas las noches. Durante el día había vagado
sin rumbo, como hipnotizada.
Sí, se había comportado como una tonta, pero fue él el que la despidió, el que la arrojó lejos.
Después de todo lo que habían compartido, la trajo de vuelta.
Y desde entonces no había venido a verla.
Esa parte de su cara era horrible. El repentino descubrimiento de lo que había debajo de la máscara
la sorprendió, y la asustó, pero no tanto como la rabia y el odio que vio en él después. ¿Cómo podría
vivir con eso?
No. Debía hacer su vida ahí, en el lugar que había llegado a considerar el Mundo de la Luz. Un
mundo en que podía ver al hombre que la amaba, un mundo en que podía ver y ser vista con él. Donde
no era una enorme proeza caminar por la calle, cogida de su brazo, y comprar en las tiendas, y cenar
con los administradores. Donde él no tenía nada que ocultar.
Podría aprender a aceptar eso. Tal vez incluso aprendería a amarlo.
—Christine…
Raoul pronunció su nombre como el susurro de un hombre moribundo. Lo miró. Vio su pelo rubio
y sus ojos azul grises, y la desesperada expresión de sentimientos que ardía en ellos.
Alargó las manos hacia él y le enmarcó la cara entre las palmas. Una cara firme, cálida, la piel
áspera por la barba de un día. Una cara hermosa; una cara que tenía el poder de suscitar un amor
profundo, pero que en ella sólo despertaba afecto.
Había aprendido muchísimo durante esa semana que estuvo desaparecida, y más aún las últimas
semanas sumida en el duelo y la contemplación.
Christine Daaé se había hecho adulta.
A él se le suavizaron los labios, aflojándose y formando un suave círculo, y ella acercó la cara para
posar su boca en ellos. Cuando se encontraron los de ambos, lo sintió hacer una rápida inspiración, y
sacó la lengua para lamérselos por encima. Blandos, dóciles, dispuestos. Lo besó más profundo, ahí,
en su camerino, en esa estancia que no había sentido la presencia del ángel de la música durante casi
un mes.
Y que necesitaba llenar con calor, emoción y tensión otra vez.
En esa estancia en la que a duras penas soportaba estar sola.
Raoul le cogió las caderas, la levantó y la apretó contra sí. Sintió su miembro duro, listo, y ciñó a
él el pubis. Su cuerpo echaba de menos el placer al que se había acostumbrado en la guarida de Eric.
¿Cómo sería hacer el amor con un hombre que no tenía nada que ocultar, que no pretendía
dominarla?
Ahora tenía muy ocupadas las manos soltándole la hilera de botones que le bajaban por la espalda,
y ella lo dejó. El cambio de aire en su piel desnuda la impulsó a quitarse el corpiño del vestido,
impaciente por desnudarse para él. Por desprenderse de la ropa de su pasado y abrirse a un hombre que
la amaba. Un hombre, no un monstruo.
Los ojos se le llenaron de ardientes lágrimas, pero continuó quitándose la ropa, ayudándolo a ver
lo que deseaba. A tocar, a poseer. Tal vez así podría liberarse de la posesión de otro. Tal vez él la
ayudaría a olvidar.
Ah, sí, sus manos estaban ahí, en sus hombros, en sus brazos, en sus pechos, rozándole suavemente
los pezones, endureciéndolos hasta dejarlos en punta. Su boca, cálida, suave como una pluma, le
acarició un hombro y luego bajó hasta cerrarse reverente sobre un pecho. Con sumo esmero, cuidando
de no hacerle daño, para conseguir suavemente la respuesta que deseaba. Un suave tirón, otro, y luego
uno largo con succión, caliente, mojada, cerrando la boca alrededor.
Se le dilataron los labios de la vulva, apretándose al mojarse, y vibraron. Su clítoris despertó de su
sueño de tres semanas, se movió y se dilató.
Él ya tenía el miembro levantado, apretado contra ella; se había quitado los pantalones mientras le
acariciaba los pechos con la boca. Bajó la mano y deslizó los dedos por entre el rizado vello de su
pubis y continuó hacia abajo, apartándoselo de la piel, y haciéndole pasar más arroyuelos de
sensaciones por todo el cuerpo.
Ella deslizó las manos por su pecho, abriéndole la camisa, apartándola de la piel cálida, suave y
tersa, tan diferente del pecho velludo de Eric.
No debía pensar en él.
Raoul bajó la cabeza, hundió la cara en su cuello y le succionó la piel con un fuerte mordisco que
la hizo gritar. Le dejaría una marca roja, la dejaría marcada como suya.
De pronto se encontró repantigada en el diván de brocado dorado, con las piernas separadas y los
pechos al aire; los sentía frescos por la humedad dejada por la boca de él. Giró la cabeza y vio el
espejo a la izquierda.
El espejo.
No.
Desvió la mirada y cerró los ojos para desechar el recuerdo, y volvió la atención a Raoul, que le
estaba deslizando las manos por los muslos y sosteniéndolos abiertos. El borde del asiento se le
enterró en las nalgas; estaba medio dentro y medio fuera, apoyada con las piernas flexionadas y los
pies en el suelo.
Afirmó el brazo derecho encima de la madera curva que formaba el respaldo y el brazo del diván,
adornado con flequillos color rojo vivo, y el cuerpo le quedó reclinado y en parte girado hacia el
espejo; su pelo moreno esparcido sobre el tapiz dorado y crema. Tenía a la vista tres cuartos del
trasero desnudo de Raoul, los largos contornos de su esbelto cuerpo de piel clara, su pene levantado y
la mata de pelo leonado. Arrodillado entre sus muslos, se los sostenía con sus musculosos brazos.
Pero ella no podía desviar la atención del espejo, la limpia y plateada superficie en la que una vez
se encontró sujeta, atrapada. Sus pechos, apuntando hacia el cielo raso, subían y bajaban mientras la
cara de Raoul se movía entre sus piernas. Su nariz cabalgaba sobre la mata de oscuro vello rizado y los
trazos de sus prominentes cejas rubias oscuras se mezclaban con el pelo que le caía sobre la frente.
Lo miraba a él y se miraba ella en el espejo sintiendo entrar su lengua en las calientes y mojadas
profundidades de su vagina. Se le levantaban los hombros y le temblaban, y los pechos se le movían
con sus largas inspiraciones. Vio cómo se le iba extendiendo un suave arrebol sobre los pechos
redondos, que se veían bellos, y de pronto comprendió, vagamente, por qué a los hombres les gustaba
tanto esas cosas. Tenía los pezones apretados, duros, pavoneándose, como si necesitaran ser besados y
chupados. Contemplando sus movimientos en el espejo, levantó la mano izquierda y se frotó el pezón
del pecho derecho con el índice. El placer bajó como una corriente desde el excitado pezón al lugar
donde Raoul la estaba saboreando y susurrándole sin palabras a su vagina.
Las vibraciones que hacía él con la boca le hacían zangolotear el clítoris, excitándoselo; este se
encogió, se apretó, se plegó y se apretó aún más. Fue aumentando la vibrante excitación ahí y el placer
en su vientre, y de repente llegó a su cima, discurriendo desde el pezón a la vagina.
Se vio sacudirse sobre el diván color crema; se estremeció, se le resbalaron los hombros, le
zangolotearon los pechos y los pezones se le endurecieron como hierro. El orgasmo discurrió por toda
ella, enroscándole los dedos de los pies y liberando un largo y fuerte suspiro que le salió del fondo de
la garganta.
Eric. Necesitaba a Eric.
Se tragó el sollozo y su grito llamándolo, antes que le salieran por la boca.
Raoul no se movió. Sujetándola firmemente, con los muslos separados, se apartó lo suficiente para
mirarla.
Ella vio arder el deseo en sus ojos, y en el espejo vio el movimiento de su pene, pero él volvió a
bajar la cabeza acercando la cara a su entrepierna. Deslizó la punta de la lengua por cada pliegue de su
vulva, y de vuelta hasta el ano, lamiendo el líquido que salía de su vagina. Le frotó suavemente el
clítoris, que se contrajo de dolor, ya que todavía estaba recuperándose del orgasmo. Implacable, él
continuó moviéndoselo, chupándoselo y tironeándoselo con la punta de la lengua, hasta que ella gritó
de dolor.
Intentó apartar la entrepierna de los manejos de su boca, pero él la sujetó firmemente. Fueron
aumentando las fuertes sensaciones de su sobre-estimulado sexo, y le gritó que parara, que pusiera fin
a esa tortura, pero él aumentó la presión de sus manos sobre sus tiernos muslos.
—Raoul, por favor —suplicó.
Eso no era placer; era dolor. Le dolía, más y más. Le vibró el clítoris y de pronto el dolor se
convirtió en un violento placer, y el orgasmo la sacudió en temblores y contracciones incontrolables,
convulsivas. Se vio la cara en el espejo, la boca torcida de dolor y luego abierta de placer; vio cómo le
subía el rubor a la cara, vio los temblores de su cuerpo, los pezones enrojecidos por sus propios dedos,
que no habían dejado de toqueteárselos.
Raoul actuó antes que a ella se le aquietaran los estremecimientos; le giró el cuerpo rápidamente,
aunque sin brusquedad, sus manos siempre tiernas.
Quedó arrodillada en el asiento, con las manos afirmadas en la curva de caoba que formaba el
respaldo y el brazo del diván, con los pechos apoyados ahí, y los duros pezones apretados a la fría
madera tallada del borde. Por el espejo vio cuando él se inclinó sobre su espalda, cubriéndole las
redondas nalgas con las manos.
Se las friccionó y luego introdujo los dedos en su ansiosa y mojada vagina, moviéndolos al ritmo
con que deseaba moverse su duro miembro excitado.
Fue aumentando la excitación; dilatado y mojado, el interior de la vagina se le movía hacia atrás y
hacia adelante con cada fricción. Oía la respiración jadeante de él y sentía su aliento caliente en la
espalda. Sus pezones saltaban y rebotaban en la madera y el tapiz, más sensibles que antes.
Volvió a arderle el clítoris. Alargó la mano hacia atrás y se lo frotó con dos dedos; después pasó la
mano por su mojada entrepierna y, girándola, le cogió el pene y cerró la mano sobre él. Se lo frotó
suavemente con los dedos separados, dándole placer, y sintiendo salir sus jugos mojándole la mano.
Mientras sus pechos zangoloteaban sobre el respaldo, él embestía con el miembro en su mano,
moviendo más rápido los dedos que tenía introducidos en su vagina, más fuerte, más rápido, más
adentro.
Se sentía a punto, con todo hinchado, los labios de la vulva, el trasero, el clítoris, la vagina.
Finalmente él eyaculó, emitiendo un grito como si fuera su último aliento.
Ella sintió vibrar el miembro en su mano, y entonces sintió sus propias vibraciones cuando él la
llevó a otro orgasmo con sus dedos. Abrió los ojos y miró hacia el espejo. Y vio a Eric.
Eric iba embalado por el corredor huyendo de la imagen que vio al otro lado del espejo. Alejándose.
El dolor lo desgarraba por dentro. Sentía fuego en las entrañas, el pecho oprimido, y sus gemidos
de sufrimiento se le quedaban atascados en la garganta.
Christine. Su Christine.
Por todo lo más sagrado, ¿cómo sobreviviría a eso?
¿Cómo erradicar esa imagen de su mente? Vagamente oyó sus gritos, llamándolo, pero continuó
corriendo por los corredores, anchos, luego más estrechos hasta salir a la amplia cámara subterránea.
El sonido del agua lamiendo suavemente la orilla se mezcló con sus horrorizados resuellos.
Tropezó, con los ojos cegados por las lágrimas sin derramar, y sus manos tocaron algo duro; algo
duro, áspero, húmedo. Una piedra de la pared. Se agarró a ella y sus uñas soltaron tierra y diminutas
láminas de pizarra. Apoyó todo el cuerpo en la pared de piedra y ladrillo, medio desplomado por el
dolor y la pena.
No lo soportaba. No podía soportarlo.
El dolor rugía dentro de él, llenándole el pecho, los pulmones, la garganta, saliendo en sonidos que
resonaban en las paredes, los sonidos de un hombre muñéndose. Un animal atenazado por el dolor. Un
ser mutilado sin remedio.
CAPÍTULO 12
EL disfraz de madame Giry para el baile de máscaras de gala no fue elegido al azar. Había dedicado
esmerada atención a escoger ese vestido largo de pequín, con un corpiño ceñido todo negro que
enseñaba una saludable extensión de sus generosos pechos, y una falda que caía en anchos pliegues en
franjas verticales rojas y negras. Bajo la falda llevaba unas medias negras sujetas con ligas rojas y
zapatos negros de tacón alto. Para ocultarse la cara había elegido una máscara roja sangre adornada
con cuatro plumas negras, para las que tenía planes especiales cuando ya estuviera avanzada la velada.
Un observador cualquiera habría tenido la impresión de que simplemente había decidido llevar un
vestido escotado de falda amplia hecha de franjas rojas y negras. Pero con una observación más atenta
se veía que en una mano portaba el mango de un largo látigo negro y en la otra un brillante adminículo
que se asemejaba sospechosamente a un pene.
Cuando logró situarse sigilosamente detrás de los dos administradores, estos iban bajando la ancha
escalera, saludando a los asistentes a su muy retrasada gala. Moncharmin había elegido disfrazarse de
romano, con toga, sandalias, brazaletes de oro y una máscara dorada. Tal vez se imaginaba que estaba
irreconocible, pero cuando ella había tenido una polla en sus manos reconocía a su propietario en
cualquier parte y con cualquier disfraz.
El disfraz de Firmin Richard era menos imaginativo, lo que la sorprendía, dada la creatividad con
que le explicó, en sus más mínimos y eróticos detalles, lo que tenía la intención de hacerle después del
baile. Había decidido disfrazarse del rey inglés medieval Ricardo Corazón de León.
Ella no tuvo el valor de decirle que ese determinado Ricardo prefería una polla a un coño.
Esperó hasta que Firmin se detuvo a conversar con una muy respetable señora mayor, antigua
mecenas, que llevaba un inmenso tocado. Entonces se le acercó y, medio girada, le golpeó la pierna y
le metió el falo en el bolsillo de su túnica medieval para que sintiera su tamaño.
Abriendo su abanico blanco (con figuritas del Kama Sutra pintadas en negro) acercó más la cara,
lo justo para sisearle desde detrás:
—Te voy a meter esta enorme polla negra por el culo si no haces exactamente lo que te diga.
Firmin pegó un salto como si lo hubiera pellizcado, pero no perdió la serenidad y contestó a la
señora mayor, que le había comentado efusivamente lo bien que cantó La Tressa hace dos años, y
preguntado por qué los nuevos administradores no la invitaban a cantar con más frecuencia.
—Reúnete conmigo en el salón blanco dentro de veinte minutos —le dijo Maude, en un
prometedor gorjeo acuoso.
Acto seguido, le sacó el pene del bolsillo y se alejó, dando un rodeo, en dirección a Moncharmin.
Su osito de peluche había encontrado un grato público en una pareja disfrazada de Romeo y
Julieta. Sofocando un bostezo por esa elección de disfraz, se las arregló para fingir que se le caía al
suelo el látigo, a sus pies.
Caballeroso que era él, se agachó a recogerlo; ella también se agachó. Sus ojos se encontraron, tras
sus respectivas máscaras, y cuando estaban los dos en cuclillas, le dijo:
—Esto es para ti. Reúnete conmigo en el salón blanco dentro de veinte minutos.
Después se enderezó y se alejó a toda prisa. Sólo podía imaginarse el rojo subido que le teñiría las
mejillas a su pobre osito.
Sofocó una alegre risa. Si tenía la cara roja en ese momento, la tendría morada cuando hubiera
acabado con él.
—Pero, Christine, ¿por qué tenemos que mantener en secreto nuestro compromiso? —preguntó Raoul,
cogiéndole las manos y apretándoselas con efusión.
Esa noche llevaba máscara, lo que a ella le perturbaba tremendamente.
Otro enmascarado. ¿Qué secretos le ocultaba Raoul?
—Si Eric se entera… se enfurecerá —le dijo, muy seria. —Sólo quiero darle tiempo.
Pasó los dedos por el anillo de compromiso que le había regalado él, un enorme zafiro cuadrado
rodeado por diminutos diamantes amarillos. En lugar de llevarlo en el dedo, donde sin duda atraería la
atención, había decidido lucirlo colgado al cuello, de una cadenilla, y metido dentro del corpiño.
—¿Tiempo? ¿Tiempo para qué? ¿Para que vuelva a raptarte? Christine, todavía no te has
recuperado del todo de tu experiencia con ese monstruo. Sigues tan pálida como un fantasma y
caminas como si estuvieras en trance. Si no supiera lo contrario, pensaría que estás enferma.
Estaba enferma. Enferma de un corazón roto; enferma de pensar cómo había traicionado a Eric;
enferma de saber que él la había visto con Raoul.
Y enferma por la verdad de que era tan cobarde que no lo buscaría para estar con él.
Era más fácil, mucho más fácil, aceptar casarse con Raoul, convertirse en la vizcondesa de
Chagny, llevar una vida normal con un hombre que la amaba y no tenía nada que ocultar. Y que no
llevaba máscara todos los días.
Sólo en los bailes de disfraces.
Obligándose a sonreír, le cogió las manos y se las cerró alrededor del abultado anillo.
—Sólo un poco de tiempo más, Raoul. Cuando… cuando me acostumbre a la idea de que nos
vamos a casar, se lo diremos a todo el mundo. Te lo prometo.
Un joven disfrazado interrumpió la conversación entrando en el pequeño salón.
—Señor vizconde, otros patrocinadores le andan buscando.
—¿Me acompañas, querida mía? —dijo Raoul a Christine. —Debo hablar con ellos sobre ciertos
acuerdos.
—Ah, no —dijo una voz muy calmada detrás de ellos. —Señorita Daaé, espero que se quede aquí.
Deseo hablar con usted, si me lo permite.
Los dos se giraron a mirar. El hombre parecía haber brotado en el rincón del saloncito lujosamente
amueblado en que estaban. Vestía de pirata y llevaba una enorme máscara negra, que le cubría más de
la mitad de la cara, y una larga y brillante espada.
—Ah, Philippe, eres tú —rió Raoul, aunque la risa le sonó algo nerviosa.
—¿Qué? ¿No habrás creído, supongo, que yo era el fantasma de la Ópera? —replicó este, burlón.
Raoul enderezó la espalda.
—No, claro que no. Y me alegra que hayas llegado. Si te quedas para acompañar a la señorita
Daaé, te estaré muy agradecido.
Miró a Christine, que de repente deseó tener un pretexto para salir de ahí y no tener que quedarse
sola con el conde. Pero antes que se le ocurriera uno, el conde le cogió firmemente el brazo.
Haciéndole una ligera venia, Raoul le tomó la mano enguantada, se la levantó y le rozó suavemente el
dorso con los labios.
—Hasta pronto —le dijo, y a su hermano—: Cuida de ella, hermano. Volveré tan pronto como me
sea posible.
Christine se soltó el brazo de la mano de Philippe y echó a andar con fingida despreocupación
hacia la puerta. No le dejaría ver cuánto la inquietaba con esos brillantes ojos tras una máscara.
Máscaras, máscaras por todas partes.
—Qué hermoso disfraz ha elegido, señorita Daaé —dijo el conde. —Un entallado vestido estilo
griego, abundantes cadenillas de oro, un tocado, y un diminuto antifaz dorado. Pero no tengo clara su
identidad. ¿Afrodita, tal vez?
—¿De qué desea hablar conmigo? —replicó ella, con voz tranquila, aunque el corazón le
retumbaba como un loco.
¿Por qué le tenía tanto miedo cuando la furia de un enmascarado con todo el derecho a estar
furioso simplemente la hacía llorar?
Le pareció que él arqueaba una ceja detrás de la máscara.
—¿Nada de conversación agradable, entonces, señorita? Bueno, pues vayamos al grano.
Su voz sonó tranquila y baja, pero no como terciopelo sino más bien como plata dura y fría. Le
hizo bajar desagradables sensaciones por el espinazo. Él avanzó hacia ella hasta ponerse delante, alto,
predador, haciendo que le retumbara el corazón. Detrás vio la pared recubierta por un tapiz y a un lado
un diván. No tenía hacia dónde moverse para alejarse de él.
—En primer y principal lugar, si bien encuentro divertido el interés de mi hermano por usted, no
toleraré su estúpido plan de casarse con una mujer de su clase. Tengo la oportunidad de concertarle un
matrimonio mucho mejor, y obedecerá. Así que está muy bien que no hayan hecho el anuncio del
compromiso.
Antes que ella pudiera reaccionar, alargó la mano y cogió el anillo que le había regalado Raoul.
Con un fuerte tirón lo arrancó de la cadenilla y prácticamente se lo enterró en la cara.
—No lo va a necesitar —dijo, metiéndoselo en el bolsillo.
Se acercó otro poco y le levantó el mentón, enterrándole las yemas de los dedos en la parte blanda
de abajo. Aunque ella sentía más sofocante su antifaz debido a la cercanía de él, de todos modos le
pareció que servía de frágil barrera entre los dos.
—En segundo lugar —continuó él—, entiendo la atracción que siente por su muy… excitante
persona, y haré todo lo que sea necesario para favorecer su objetivo de colocarla permanentemente en
su cama, entre otros lugares. No me cabe duda de que se sentirá muy complacido con ese arreglo. Su
futura esposa puede darle un heredero, atender a sus invitados y llevar el título de vizcondesa,
mientras usted sirve a… otras necesidades.
Acercó más la cara, dejando que casi se tocaran las máscaras. Ella sintió olor a tabaco y a ajo en su
aliento, un aliento caliente, agitado por el deseo. Intentó apartarse, pero él la empujó hacia la pared y
la dejó aplastada con su cuerpo, de la cintura para abajo, con el bulto de su miembro erecto muy
evidente; la espada del disfraz se le enterró en la parte superior del muslo, atrapada entre sus cuerpos.
Sujetándole firmemente el mentón con los dedos, que seguro le dejarían una marca roja en la blanca
piel, él apoyó la otra mano en la pared, junto a su hombro.
—Ha de saber, señorita Daaé, que mi hermano y yo lo compartimos «todo».
Diciendo eso plantó la boca en la de ella, ahogando el grito que podría haber lanzado.
Christine se debatió, pero él era mucho más fuerte, y se las había arreglado para dejarla
aprisionada, aplastada a la dura pared, sin poder moverse. Le enterró la lengua en la boca, aplastándole
los bordes de los labios con los dientes, como si quisiera tragársela. Movió la boca y las mandíbulas
sobre la boca de ella, inmovilizándole la cara con los dedos, impotente para defenderse de su ataque.
Cuando por fin ella logró liberar el mentón, él ya había desviado la atención a sus pechos. Metió la
mano bajo el borde fruncido del escote y la bajó hasta pasarla por debajo de uno de sus pechos y
ahuecó la palma en él. Se lo apretó y manoseó de una manera violenta, exigente, mientras con la otra
le aprisionó con fuerza las muñecas, inmovilizándoselas por delante a la altura de la cintura.
Ella ya respiraba más rápido, al ritmo de él. Se sentía caliente, sofocada y confusa.
—Nos divertimos muchísimo en el castillo de Chagny —le dijo él, pellizcándole fuertemente el
pezón.
La sensación de dolor y placer le bajó como un rayo al vientre, lo que la hizo ahogar una
exclamación de sorpresa y agrandar los ojos. Le miró los ojos y los vio oscurecidos de deseo,
brillantes de promesa y presunción.
—Estoy segurísimo de que lo encontrará muy… satisfactorio. Y si se le ocurre la idea de declinar
la invitación de mi hermano, no olvide que somos los patrocinadores del Teatro de la Ópera y, como
tales, tenemos en esta mano su subsistencia, y la de muchas otras personas.
Y usando dicha mano, le apretó el pecho con tanta fuerza que ella gritó de dolor y miedo.
—¿Hemos llegado a un entendimiento? —le preguntó, mirándola.
Su sonrisa burlona le dijo que a él no le importaba si ella aceptaba o no.
Él le frotó el pezón con el pulgar, de un lado a otro, apretándoselo así y asá, y luego le cogió el
otro.
—No —gimió ella, intentando apartarse, aun cuando tenía la respiración jadeante, los pezones
duros y sentía dilatados los labios de la vulva.
Santo Dios, ¿cómo podía sentir eso? Más aterrada por la reacción de su cuerpo que por él, intentó
girarse para escapar. Él la soltó y puso un pie al lado del de ella, haciéndola perder el equilibrio. Cayó
en el borde del diván, él la empujó otro poco y se le echó encima; por el cuello se le deslizaron las
cadenillas de oro.
Aplastada por su peso en esa incómoda posición, oyó su risa ronca cerca del oído.
—Puede que al principio sea algo tímida, señorita Daaé, pero no me cabe duda de que se dejará
convencer y aprenderá a disfrutar de nuestro acuerdo. Pese a sus protestas, me parece que es muy fácil
de persuadir.
Montó sobre ella a horcajadas y, encerrándole la cintura entre sus gruesas piernas, le presionó la
entrepierna con el bulto de su miembro excitado dentro de sus calzas de pirata, y le levantó los brazos
por encima de la cabeza, estirándoselos.
Se le elevaron los pechos y los pezones se le enterraron en la seda de la enagua empujando el
brocado del corpiño.
Él la miró y le brillaron de deseo los oscuros ojos. Se lamió los labios.
—Aunque este no es el momento ni el lugar para probar todos los tesoros que tiene para ofrecer,
no puedo resistirme a probar un poquito.
De un tirón le bajó el corpiño, con tanta fuerza que se le enterró el borde del escote en los hombros
y los costados de los pechos. La enagua bajó también y de pronto su pecho izquierdo estaba desnudo,
hinchado y con el rosado pezón en punta.
Philippe bajó la cabeza y cerró los labios gruesos y mojados alrededor de él. En lugar de
succionárselo con fuerza, como ella supuso que haría, la sorprendió pasándole la lengua y
mordisqueándoselo suavemente. Se le endureció. Con la respiración jadeante, se agitó debajo de él, el
fuerte bulto de su miembro erecto le frotó la entrepierna y por ella pasó una espiral de deseo, aun
cuando forcejeaba para quitárselo de encima.
De repente, él se quedó inmóvil y abrió la boca, liberándole el pecho. Le echó el aliento caliente
sobre la piel mojada, pero se apartó y retiró el cuerpo de encima de ella.
Christine abrió los ojos y vio una figura alta, oscura y amenazadora detrás de él. Se le paró la
respiración y el corazón le bajó al vientre y más abajo; le dio un vuelco y se estremeció, y se le resecó
la boca.
—Ah, Philippe, veo que aún no has aprendido a aceptar un no por respuesta —dijo Eric, su voz
tranquila e impersonal, paseando la mirada por ella. —¿Sigues tan desesperado que debes tomar a una
dama por la fuerza?
Así que Eric conocía al conde, pensó Christine, extrañada.
Intentando discernir la expresión de su amante, lo miró a los ojos, pero se veían apagados, negros,
oscurecidos por la máscara, que le cubría toda la parte superior de la cara, no sólo la mitad, como si se
hubiera vestido para el baile de máscaras también.
Philippe masculló unas palabras que ella no entendió, pero que le parecieron obscenidades. Vio
cómo la expresión de sorpresa y reconocimiento de sus ojos se transformaba en rencor y odio. Se le
curvó la boca en un rictus de desdén e hizo una honda inspiración.
—Así que eres tú, entonces, Eric. No me habría imaginado jamás que te quedarías en París.
Christine captó el movimiento de su mano hacia la cintura.
—¡Eric! —gritó, y sólo entonces se dio cuenta de que había tenido retenido el aliento.
Pero cuando Philippe se giró con su espada, Eric lo enfrentó con la suya.
Disfrazado de bandolero inglés, Eric avanzó moviendo su espada, las hojas chocaron, con gran
estruendo, se deslizaron y rechinaron, mientras Christine miraba horrorizada todavía tendida en el
diván.
No tardó en quedarle claro, pese a su ignorancia en la materia, que Eric estaba muy bien versado
en esgrima. Era el mejor de los dos. Sólo empezaba a agitársele la respiración cuando Philippe soltó
su espada, que cayó estrepitosamente sobre el brillante suelo de madera.
Eric colocó la punta de la suya en el centro del pecho del conde y ahí detuvo el movimiento;
entonces ladeó la cabeza, como pensando qué debía hacer. El gesto de sus mandíbulas apretadas le
dijo a ella que estaba preparado y dispuesto a enterrársela.
—¡Eric! ¡Ángel! ¡No! —exclamó, corriendo a su lado y cogiéndole el brazo. —Él no vale el
perjuicio que te harías.
Él la miró y ella casi retrocedió; la expresión de sus ojos era vacía, remota, como si nunca la
hubiera visto antes.
—Esta no es la primera vez que le pone las manos encima a una mujer no dispuesta. —Sus ojos
oscurecidos por la máscara se enfriaron más aún. —A no ser que tú estuvieras dispuesta.
Christine ahogó una exclamación y retrocedió.
—¡Eric! No…
No supo qué más decir, no encontró las palabras; se le paralizó la boca.
Philippe aprovechó la ocasión.
—No me matarás, Eric. No eres otra cosa que un tonto débil que tienes que vivir escondido bajo
tierra por miedo a que te vean a la luz del día. La única ocasión en que estás libre para andar por aquí
es cuando los demás también llevamos máscara. No —advirtió, al ver que Eric tensaba el brazo, como
para enterrarle la espada. —Tienes demasiadas muertes sobre tu cabeza, y una más provocaría la ira
de toda la ciudad, que se te arrojaría encima. Ahora que sé dónde estás, no tendrás ningún lugar donde
esconderte. —Retrocedió, apartándose de la espada de Eric y se agachó a recoger la suya. —Te diré
una cosa, Eric, señor fantasma de la Ópera: te has interpuesto en mi camino demasiadas veces. Esta ha
sido, ¿cómo dicen?, la gota que rebasa el vaso. —Su atención pasó a Christine, y luego volvió a Eric.
—Ahora que te he encontrado, me vengaré, y tendré el placer de tomar a la mujer también. Como bien
sabes, Eric, los de Chagny no aceptamos negativas.
Diciendo eso envainó tranquilamente su espada, se dio media vuelta y salió del saloncito.
Christine lo observó salir, vio con qué suavidad cerraba la puerta, y comprendió que esa resuelta
actitud no podía significar nada bueno.
Entonces se volvió hacia Eric.
Ah, buen Dios, verlo. Ansiaba acariciarlo, sentir su tersa y cálida piel en las palmas, apretar su
boca contra la suya, saborearlo. —Eric.
—Helena de Troya. La mujer que hizo zarpar mil barcos. Su tono era irónico, y su lenguaje
corporal mantenía la distancia entre ellos. Pero sus ojos ardían.
—Has reconocido mi disfraz.
—Por supuesto. El dorado, las cadenillas de oro, el vestido griego. —El desprecio teñía sus
palabras. —¿Así que Helena ha elegido al joven y guapo Paris? Y Menelao, ¿qué? ¿No tiene otra
opción que ir a la guerra para recuperar a su mujer?
Era cierto. Raoul se había disfrazado de Paris, el troyano que le robó la mujer, Helena, a Menelao.
—Si Menelao la repudió, ella no tuvo más opción que irse con Paris.
Eric se plantó ante ella de un salto, erguido, potente, con el cuerpo tenso, envuelto en la
arremolinada capa negra, el color que prefería. —Repudió? Christine, tú…
Ella no le permitió terminar la frase. Le echó los brazos al cuello, le bajó la cabeza y le cubrió la
boca con la suya.
Olvidó lo que ocultaba su máscara, olvidó su furia y su odio. Ya no tenía importancia el aspecto de
una parte de su cara, de esa pequeña parte de él. Él estaba ahí, la había perdonado. La había salvado
del conde.
Además, buen Dios, sabía a Eric, a Eric, cálido, dulce, sensual. Pasado sólo un instante de
resistencia, él perdió el autodominio y la rodeó con sus brazos. Le enmarcó la cara, correspondiéndole
el beso, gimiendo en su boca.
—Christine, Christine.
Su lengua, sus labios, la devoraban, la bebían. Ella lo saboreaba también, la cálida y suave lengua,
la gruesa y tersa curva de sus labios; palpaba sus anchos hombros, sentía el grueso bulto de su
miembro apretado entre ellos; gozaba del placer de la familiaridad, del consuelo, del regreso al hogar.
Antes que se diera cuenta tenía levantado el vestido, los muslos desnudos más arriba de las ligas, y
estaba con las nalgas apoyadas en el brazo del diván, afirmándose con los brazos. Con el corpiño
bajado hasta la cintura, sus pechos desnudos subían y bajaban, destellando como crema a la tenue luz.
Cuando Eric la penetró con su grueso y duro miembro, sintió el escozor de lágrimas en las
comisuras de los ojos. La llenaba, la completaba; íntimo, conocido, justo lo que necesitaba.
Él la levantó, con sus fuertes y potentes manos en las caderas, afirmándola mientras embestía,
subiendo y bajando, entrando y saliendo, con los muslos flexionados debajo de los de ella, y las
rodillas apoyadas en el brazo del sofá. Entrando y saliendo, y con los ojos cerrados. ¿Por qué no los
abría? ¿Por qué no la miraba?
Él aceleró el ritmo, más y más. A ella le zangoloteaban los pechos, subiendo y bajando, libres y
fríos al aire. Sintió dilatado el clítoris, los labios de la vulva llenos, resbaladizos y calientes por la
fricción, por el aumento del placer y la excitación, el deseo. Eric jadeaba, echándole el aliento
caliente, húmedo, moviendo las caderas, entrando y saliendo, llenándola, aumentándole el placer, el
deseo, más y más.
Entonces él eyaculó, en un orgasmo largo, fuerte.
Ella lo vio venir porque de repente él abrió los ojos y los clavó en los suyos, brillando con la
misma intensidad de la hoja de la espada, ardiendo de una emoción desnuda; se le tensó la mandíbula,
le sobresalieron las venas y tendones del cuello, sus resuellos se hicieron roncos, entrecortados; sintió
vibrar el miembro dentro de ella y luego el chorro, calentándola, y entonces él dejó de mover las
caderas.
Y se retiró, le dio la espalda y se agachó a recoger su espada.
La introdujo en su vaina.
—¡Eric! —sollozó ella, con la vagina llorando y el corazón rompiéndosele.
—Helena eligió a París, provocando una guerra dirigida por su marido —dijo él. La miró
brevemente por encima del hombro y fue a abrir una puerta cuya existencia ella ignoraba. —Este
Meneleao no va a luchar por una causa perdida.
Acto seguido salió y cerró la puerta.
Cuando Christine llegó a la puerta y la abrió, él ya había desaparecido.
CAPÍTULO 13
EN la intimidad del salón blanco, muy lejos de todos los que estaban disfrutando del baile de
máscaras, Maude tenía una gruesa polla metida en el coño por detrás y otra larga y delgada en la boca.
¿Qué más podría pedir una mujer?
Algo dándole por el culo, por ejemplo; una lengua frotándole el clítoris, y tal vez otro par de
labios, uno en cada pezón, para concretar más aún.
Pero, teniéndolo todo en cuenta, no se quejaba. No, no tenía ninguna queja mientras su cuerpo se
estremecía con el tercer orgasmo de la sesión. Sus gemidos de placer los ahogaba la polla de Firmin
en su boca.
Hacía rato que se habían quitado los disfraces, a excepción de las máscaras. Ella había insistido en
que se las dejaran puestas, como parte de la excitación.
Su látigo estaba enroscado en el suelo, olvidado en el momento en que esas dos pollas comenzaron
a trabajársela, una por cada extremo. Una dentro la otra fuera, una fuera la otra dentro, como si
formaran una larga cuerda que tiraba a uno y otro lado por dentro de ella, a un ritmo parejo.
Sus voluminosos pechos colgaban, pesados, y con el movimiento de vaivén sus duros pezones
rozaban la alfombra, produciéndole sensaciones que viajaban como rayos hasta su vibrante clítoris.
Los sonidos de succión en su coño igualaban a los que hacía su boca al entrar y salir la polla de
Firmin.
Sujetándole la cara, este embestía con movimientos largos y lentos.
—Mi encantadora bruja —le dijo, entre resuello y resuello. —Te voy a ahogar. Cuando me corra te
ahogarás.
Ah, sí, sí, pensó ella, encantada, curvando los labios alrededor de su polla.
Armand, por su parte, le cogió las caderas, le enterró su gruesa y redonda polla en la vagina, la
dejó quieta ahí, y comenzó a introducirle en el ano el pene negro que antes ella había metido en el
bolsillo de Firmin.
Cuando la dura e inflexible columna le entró, Maude tuvo la maravillosa sensación de ser llenada
totalmente, una sensación de tirantez tal que cada entrecortada respiración le hacía pasar una corriente
de placer y dolor por todo el cuerpo. Armand reanudó los movimientos, enterrándole más el falo, y
haciendo entrar y salir su polla, llenándola, más y más, tanto que sentía que todas las entrañas se le
movían con cada penetración. Se le ensanchó y dilató la cavernosa vagina, produciéndole sensaciones
en lo más profundo, haciéndola arder de necesidad de alivio.
¡Exquisito!
Unas lágrimas calientes le hicieron arder las comisuras de los ojos, unas lágrimas producidas por
un placer tan intenso que ya era insoportable, placer envuelto en dolor, la sensación de estar atrapada,
aprisionada por tres pollas rígidas. No podía moverse. Entonces, cuando creía que el placer ya no
podía aumentar más, Firmin le soltó la cabeza y le cogió los pechos, sosteniéndoselos y
meciéndoselos debajo de sus cojones.
Estaba jadeante, respirando por la nariz, ahogándose con cada embestida de la polla de Firmin, y
tenía la vagina tan mojada y resbaladiza que leí miembro de Armand salió del todo un glorioso
momento y luego se enterró hasta el fondo, empujando el falo con el vientre y enterrándoselo más.
¡Dolor! Le vibraba tan fuerte el clítoris que tenía que estar al rojo vivo, ardiendo de la necesidad de
alivio.
Firmin gimió, embistió con fuerza, llegándole hasta el fondo de la garganta, y eyaculó,
llenándosela con el caliente y salado semen, ahogándola.
Maude se lo tragó, con los ojos llenos de ardientes lágrimas, y cuando Firmin retiró el miembro, se
desplomó, apoyando la cara en el suelo, mientras Armand seguía dándole por detrás. Entonces este
bajó una mano y le acarició el duro y brillante clítoris y ella gritó con la boca en la alfombra, el grito
del violento orgasmo que la recorrió toda entera, aliviándola. Seguía estremeciéndose y sacudiéndose
cuando sintió dentro de ella las vibraciones del orgasmo de él, y su larga eyaculación. Y entonces él se
desplomó encima de ella.
Cuando pasado un rato se incorporó y logró ponerse de pie, algo tambaleante, Armand y Firmin
seguían desplomados sobre la alfombra como unos bultos. Fue a instalarse entre ellos, en toda su
desnuda gloria, con el clítoris y el coño todavía zumbando y el ano todavía crispado.
Hizo restallar el látigo en el aire encima de ellos. Firmin se movió y abrió un ojo.
—Vamos, Maude, no irás a…
Armand se limitó a emitir un gemido.
—Vamos, vamos, señores, ¿es que os habéis corrido tanto que estáis secos? —bromeó ella, riendo
y haciendo restallar el látigo otra vez. —La noche aun es joven. Puede que el baile de máscaras esté
llegando a su fin, pero nosotros no tenemos por qué.
Justo entonces, para infinito alivio de los administradores, los planes de Maude se vieron
interrumpidos por un grito que sonó en la distancia. A eso siguieron más gritos y chillidos.
—¡El fantasma! —chillaban.
Habían encontrado muerta a una de las modistas cerca de los camerinos, en los que no había nadie,
porque todo el mundo estaba en el baile. Y la encontró uno de los tramoyistas, por casualidad,
solamente porque lo habían enviado a buscar un accesorio de un atuendo para La Carlotta. Ella le
estaba describiendo el intrincado abanico a los patrocinadores del teatro, los hermanos Chagny, y el
mayor manifestó el deseo de verlo.
La mujer asesinada, Régine, aún no tenía treinta años; no era una chica particularmente guapa,
pero tampoco mal parecida. La habían estrangulado, torciéndole y rompiéndole el cuello; la cabeza le
caía sobre el hombro de una manera rara.
Se había disfrazado de pastora y todavía tenía bien puesto el antifaz; las faldas estaban
desordenadas y levantadas, pero no quedaba claro si eso se debía a la forma como cayó o a que el
fantasma de la Ópera se había aprovechado de sus encantos bien antes o bien después de romperle el
cuello.
Porque, indudablemente, el asesino era el fantasma de la Ópera, que había estado bastante tiempo
silencioso y discreto, más de un mes en realidad, desde la muerte de Buquet. Por eso, a nadie le cabía
la menor duda de que había sido él.
Christine miró horrorizada el cuerpo sin vida cuando se lo llevaban, cubierto por una sábana
blanca. ¿Lo habría hecho Eric?
¿Cómo?
No lograba comprenderlo.
Cubriéndose la boca con una mano, se alejó por el corredor, en dirección a la habitación donde
dormía. Qué violencia. Sí, él era capaz. Ella lo había visto en sus ojos, esa noche sin ir más lejos,
cuando estaba considerando la posibilidad de matar al conde.
¿Habría descargado su furia en Régine? Una furia dirigida a Philippe de Chagny, y también a ella,
Christine Daaé.
Una fuerte mano le cogió el brazo. Se giró, con el corazón en la garganta. Era madame Giry, con su
cara muy seria y triste. Estaba despeinada; se le había deshecho el pulcro y tirante moño en la nuca, y
le caían los mechones de cualquier manera.
—Ya es hora de que hablemos, Christine —le dijo, llevándola firmemente y haciéndola entrar en
un cuarto cercano. —Llevas mucho tiempo dándome largas, y ahora ha ocurrido esto. Si hubieras
hablado conmigo antes, tal vez podríamos haberlo impedido. Ahora no habrá esperanzas para Eric.
¿Lo entiendes?
La apartó con tanta fuerza que la hizo caer en un sillón, en el que se hundió agradecida.
—Pero, madame Giry, Eric…
Se le cortó la voz porque la directora de ballet se giró y la miró con ojos duros.
—No creerás que fue Eric el que hizo esto, ¿eh, Christine? ¿Después de todo lo que sabes de él?
Christine se echó a llorar.
—¡No lo sé! No creo que él haya… a una mujer, pero madame Giry, ya ha matado antes.
—Tonta. Niña tonta —ladró madame, paseándose por la habitación. —Nunca ha matado. Jamás ha
matado a nadie. No te mereces el amor que te ha dado si crees otra cosa. Tonta, tontos los dos. Le
advertí que tú no eras… —Se interrumpió porque se le cortó la voz, pero no disminuyó la furia de sus
ojos. —Christine, la leyenda del fantasma de la Ópera es sólo eso, una leyenda. Una leyenda que, con
mi ayuda, él ha cultivado con el fin de protegerse. Si todo el mundo piensa que los contratiempos, los
accidentes o las cosas que ocurren aquí son obra suya, estará más seguro, a salvo. Es más que tonto
por no habértelo explicado él mismo.
Continuó paseándose por la habitación, arremolinando las franjas rojas y negras de su falda
alrededor de los tobillos, dando un atisbo de sus bien formadas piernas. Distraída, Christine observó
de paso que el corpiño dejaba desnuda una buena parte de sus pechos.
—¿Por qué te hizo volver aquí? ¿Qué ocurrió para que te devolviera a nosotros? Yo creí que os
marcharíais juntos y seríais felices.
Christine sintió reseca la garganta.
—Le… le… —No le salía la voz. —Le quité la máscara.
En lugar de ladrarle palabras furiosas, como se imaginaba, madame Giry se detuvo, y la miró con
una expresión mucho más horripilante de lo que ocultaba la máscara de Eric.
—Te atreviste.
Le volvió el llanto, en desgarradores sollozos.
—Sólo quería demostrarle que lo amo, sea lo que sea lo que oculta la máscara. No sabía… no lo
sabía. Me sorprendí, me asusté. Fue aterrador. Su cara. Yo no sabía qué esperar, y me espantó. Chillé,
y él se enfureció. Me odió. Lo vi en su cara. Dejó de desearme, dejó de amarme.
Qué alivio era hablar de eso, del horror y el dolor que había experimentado.
—Eres tú la que ya no lo ama —dijo madame secamente. —No soportas vivir con un hombre tan
desfigurado, así que te has buscado otro, un amor rico.
—No, madame, ¡no! Me asusté, pero sólo al principio. Y entonces se enfureció terriblemente. Y
me trajo de vuelta aquí. Ya no puede amarme, eso está claro. No ha venido a verme desde entonces. —
No podía decirle, por muy madame Giry que fuera, que Eric la había visto con Raoul, desde el otro
lado del espejo. —Pero lo sigo amando, madame, de verdad. Ese lado de su cara es sólo una pequeña
parte de él. Es horrible, pero, él es mucho más que eso.
No pudo continuar hablando, al recordar lo terriblemente desolada que se sintió cuando él la dejó,
asegurando que, a diferencia de Menelao, él no lucharía por una causa perdida.
No creía que ella pudiera amarlo.
Tal vez se suavizó un tanto el semblante de madame. O tal vez sólo fue que se movió y cambiaron
las sombras sobre su cara.
—No te perdonará esa traición. No me extraña que te haya traído de vuelta. Y entonces, tú vas y
aceptas las atenciones del vizconde, justamente del vizconde. ¡Y de su hermano! ¿Qué más podría
ocurrírsete para herirlo, Christine?
Se alejó, haciendo revolotear las franjas rojas y negras.
—Una parte debe de ser culpa mía, por no decírtelo —continuó. —Y de él también, por no… pero,
¡Christine! ¿Cómo pudiste arrojar lejos el regalo de ese amor tan profundo, de esa pasión, de ese amor
«verdadero», con tanta facilidad? ¿Con tanta ignorancia? Yo creía que de todas las chicas de aquí tú
serías la única que comprendería lo excepcional que es una relación así.
Christine dejó de llorar.
—Madame, por favor, no sé de qué me habla, no entiendo. ¿De qué tiene que mantenerse a salvo?
¿Cómo conoce a los hermanos Chagny? Por favor, dígamelo. No ha sido mi intención herirlo, de
verdad.
—Philippe de Chagny hará lo que sea para hundir a Eric, para que lo maten. Se conocen desde que
eran niños, y jóvenes. Siempre con su máscara puesta, Eric se reunía por la noche, en la oscuridad, con
el conde, su hermano y otros para vagar por las calles de París haciendo lo que hacen los jóvenes. Era
una alianza extraña, dudosa, la del enmascarado Eric con malcriados nobles. Cómo se hicieron
amigos, no lo sé. Eric se defendía bien, con su agilidad atlética y su aguda inteligencia. Ellos lo
respetaban, y tal vez le tenían un poco de miedo…
Se le cortó la voz, y a Christine le pasó por la cabeza la idea de que tal vez la directora de ballet
conociera mucho más íntimamente a Eric de lo que ella se había imaginado.
Eso no le sentó bien a su estómago revuelto.
Como si le hubiera leído el pensamiento, madame la miró fijamente.
—No, Eric y yo nunca hemos sido amantes. Con su madre, que se llamaba Amelie, éramos íntimas
amigas. Nos criamos juntas en el sur, cerca de Batéguier, en un pueblo junto al mar, donde mi madre
tenía una escuela de ballet. El padre de Amelie era marinero y su madre una hermosísima persa a la
que él conoció en uno de sus viajes y la trajo a vivir con él en el sur de Francia. Amelie y yo
aprendimos a bailar juntas, y nos vinimos a París cuando teníamos dieciocho años.
Ella, con su exótica belleza, atrajo la atención del anterior conde de Chagny, y tuvieron un
romance, que duró un tiempo. Murió cuando Eric tenía doce años. Debido a su relación con Amelie, el
viejo conde le encontró trabajo a Eric, y después, cuando éste se vio en la necesidad de ocultarse,
recurrió a mí. —Titubeó un momento, y añadió—: Hay mucho más en la historia, muchísimo más,
pero eso debe contártelo él, porque yo le prometí que jamás lo revelaría. Y ni siquiera a ti te lo puedo
decir.
—Eric se presentó esta noche, y encontró a Philippe conmigo —se atrevió a decir Christine.
—¿Sí? Así que eso fue lo que precipitó los acontecimientos de esta noche —dijo madame,
entrecerrando los ojos. —¿Qué ocurrió?
Christine se lo contó, sólo omitiendo lo de la vergonzosa reacción de su cuerpo al ataque del conde
y que Eric le hizo el amor y luego se marchó hecho una furia dejándola abandonada ahí.
—¿Por qué Philippe odia a Eric?
—No sé cómo empezó, sólo sé que fue hace mucho tiempo y que hay cierta rivalidad entre ellos
relacionada con cosas que ocurrieron en su juventud. Philippe amenazó a Eric de muerte debido a un
secreto que sabe de él, así que Eric vive escondido en el subterráneo del teatro. No creo que Philippe
supiera que él se había convertido en el fantasma de la Ópera, hasta hace poco, tras los últimos
acontecimientos. —Clavó la mirada en ella y Christine comprendió que se refería a su relación con el
ángel de la música. —Eric se ha vuelto descuidado desde que se enamoró de ti, y ahora que Philippe
sabe quién es y dónde está, no dejará pasar mucho tiempo antes de intentar matarlo. —Guardó silencio
hasta que ella volvió a mirarla, y entonces continuó—: No te quepa duda, ha sido Philippe el que ha
matado a Régine esta noche, y lo ha hecho con el fin de provocar y conseguir que se eleve un clamor
general en contra del fantasma de la Ópera. Eric no estará a salvo por mucho tiempo más. Y tú
tampoco.
CAPÍTULO 14
COMPÁRALO con nadar y guardar la ropa —dijo Philippe a su hermano a la noche siguiente,
saboreando una copa de clarete. —No tienes por qué casarte con la chica para hacerla tuya.
Seguía ardiendo de odio y de furia por ese cabrón con la cara mutilada que le interrumpió su
momento de placer con Christine, pero lo alegraba que eso le hubiera confirmado que Eric era el
fantasma de la Ópera.
Ahora sólo era cuestión de tiempo; se vengaría de él y tendría ese dulce coñito. Bebió un trago,
sonriendo, y se le endureció la polla.
—Una esposa y un juguete —musitó Raoul, pensativo, como si la idea no le hubiera pasado jamás
por la mente.
Y no se le había ocurrido a ese idiota.
—Tu entrada en la familia Le Rochet por matrimonio sólo aportará poder y dinero a nuestra
familia, Raoul. Y Celeste está muy enamorada de ti. Claro que no es tan bella como la señorita Daaé,
pero es rica y no te estorbará. Podrás tener a la señorita Daaé en tu cama y a Celeste en tu salón. En
realidad —añadió, cogiendo el látigo cuyo mango era un falo, haciéndolo restallar, para experimentar
—, creo que podríamos encontrarle un alojamiento muy cómodo a la señorita Daaé aquí en el castillo,
¿no te parece? La casa es bastante grande.
Volvió a hacer restallar el látigo, lánguidamente, deleitándose en el seco y nítido sonido que hacía.
Cambió de posición en el sillón para quedar de cara a la encantadora camarera de la segunda planta,
que había estado despatarrada en un diván, con el culo hacia arriba, tal como estaba Christine Daaé la
noche pasada, o, mejor dicho, como habría estado si no los hubiera interrumpido Eric.
Con la boca tensa de rabia, alargó el brazo e hizo restallar el látigo con suma pericia, y observó
encantado la delgada marca roja que le dejó en la nalga a la criada. Ella se movió violentamente y
chilló, y volvió a moverse cuando él repitió la operación y le dejó una línea roja en la otra nalga. Sin
rasgarle la piel, claro; él tenía mucha pericia en esas cosas.
—Mi querida amiga… ¿Rose? ¿Así te llamas?
Hizo restallar el látigo; ella se estremeció y contestó sollozando que podía llamarla Rose si quería.
—Rose y las demás se encargarán de que Christine esté bien atendida. Y tú podrías visitarla
siempre que quisieras.
Raoul sonrió y asintió lentamente, como si acabara de analizar todos los detalles en su mente.
—Podría resultar. Yo podría ser su protector. Ella necesita un protector, y si soy yo, ningún otro se
atreverá a tocarla. Si Christine se alojara aquí, Celeste no tendría el menor conocimiento de su
existencia. Yo podría visitarla cuando quisiera. Y sé que Rose y el resto de las criadas son discretas.
—Desde luego —asintió Philippe.
Les pagaba muy, muy bien para asegurarse su discreción, y su participación en todos los deberes
que exigía de ellas. Aun cuando llevaba más de un año en el castillo, Rose acababa de comenzar a
participar en las actividades que realizaba en sus aposentos particulares, por lo tanto todavía estaba en
la fase de aprendizaje. Pero no le cabía la menor duda de que muy pronto encajaría a la perfección. Y
si no, bueno, él tenía varias opciones a su disposición.
Pero, por el momento, con su largo pelo negro rizado y su piel blanca como la leche, se veía tal
como se había imaginado que se vería Christine desnuda para él. Impotente. Y, si no se equivocaba,
más que mojada en la entrepierna.
Apuró la copa de clarete y se levantó, con el látigo de mango fálico en una mano y pasando los
dedos de la otra por los flequillos que guarnecían la última parte trenzada. Su polla ya le llenaba los
pantalones, y tenía la respiración acelerada.
—Pero no sé si Christine aceptaría venir a vivir aquí a la casa Chagny —dijo Raoul, afligido.
—¿Acaso quieres que se la quede ese fantasma de la Ópera? Cómo lo llama ella, ¿ángel de la
música? Porque eso es lo que tiene planeado él. Se fugará con ella y la tendrá prisionera en su oscura
guarida subterránea.
—¡No, otra vez no! No podría soportar que él tuviera a Christine. Es mía, me pertenece a mí.
Esa fiera posesividad era muy impropia de su hermano, pero muy bienvenida, pensó Philippe. Por
fin Raoul veía su punto de vista.
Complacido, se desabotonó los pantalones y su polla erecta saltó libre.
—No te preocupes, hermano —dijo, situándose junto al borde del diván.
Sin soltar el látigo, metió un cojín cilíndrico debajo de las caderas de Rose, y cuando se le levantó
el culo, le apretó más las ataduras de los brazos y de las piernas. Los regordetes y rojos labios de su
vulva se abrieron hacia él, brillando invitadores. Le vibró la polla.
—No te preocupes —repitió, girándose hacia el lado donde estaba la cara de la chica.
La tenía sonrojada y mojada de lágrimas. Cogió otro cojín y se lo metió debajo del mentón,
levantándosela, de forma que le quedara apoyada en el borde del diván, mirando hacia Raoul.
Condenación, sí que se parecía a Christine, tanto que otra irritante imagen le llenó la mente.
Rose y Christine. Rose encima de Christine. Christine encima de Rose. Christines gemelas. Eso sí
que sería una bonita visión.
Le insertó el mango fálico blanco en la boca hasta que a ella se le desorbitaron los ojos, se
atragantó, tuvo bascas y tosió. Mientras le bajaban lágrimas por la cara, se retorcía y debatía, él le
deslizó los dedos por la columna, continuó por la hendidura entre sus redondas nalgas y se los
introdujo en la entrepierna, deslizándolos por el centro de su mojada vulva. Recogió líquido y se lo
esparció por alrededor, disfrutando de sus gemidos y gritos ahogados por el pene de marfil que tenía
metido en la boca.
—Christine aceptará con mucho gusto tu invitación, Raoul, ya verás —dijo, instalándose en el
diván entre sus muslos abiertos. —Te explicaré exactamente cómo asegurarte eso.
Y enterró la polla, ya muy satisfecho.
Eric estaba nuevamente en el brumoso y húmedo corredor, que parecía alargarse hasta el infinito, y
corría, corría, sus pies golpeando el suelo de piedra.
Las pisadas de sus perseguidores se oían más rápidas, más fuertes, más cerca. Le ardían los
pulmones, le dolían las piernas, pero continuó corriendo, esforzándose, obligándose. Un poco más, un
poco más.
Cambió la visión, borrando esos horrores de hacía tantos años reemplazándolos por otro escenario.
Una habitación, con las paredes cubiertas por tapices, una cama, almohadones, ornamentados muebles.
Christine. Estaba tendida en la cama, ¿era la cama de él? Su pelo oscuro desparramado por los
lados de la estrecha cama formaba un delicioso contraste con la exquisita seda dorada. En sus pechos
redondos y llenos, cuya curva se repetía en las elevaciones de sus caderas, sobresalían los pezones en
punta y mojados, como si alguien se los hubiera estado chupando.
Él estaba al pie de la cama, mirándola. Ella tenía las piernas abiertas, no de forma grosera como
las de una puta, sino invitadoras, llamándolo. Se le endureció el miembro, se alargó y le vibró.
De repente cayó en la cuenta de que no podía moverse. Tenía los brazos abiertos, las muñecas
atadas a los extremos de los altos postes de la cama, y las piernas también abiertas, con los pies sobre
la cama y los tobillos atados a los postes. Estaba suspendido a los pies, mirando el festín de abajo, sin
poder probarlo.
Entonces vio que Christine se estaba toqueteando. Con los pezones cogidos entre el índice y el
pulgar de cada mano, se los apretaba, los estiraba, los frotaba y volvía a apretarlos. Viéndolos
endurecerse, él tironeó para soltarse las muñecas, pero las ataduras no cedieron.
Ella deslizó un dedo por sus llenos labios siguiendo la curva, se lo metió en la boca y lo sacó,
mojado, brillante. Luego se lo pasó por los pezones, moviéndolo en círculos, una y otra vez, haciendo
zangolotear los pechos, mirándolo a los ojos, perforándoselos.
Entonces bajó las manos a la entrepierna; con una se abrió los rojos y mojados labios de la vulva,
manteniéndolos separados mientras deslizaba la otra hacia abajo, hacia arriba, y luego se introdujo
uno, dos, tres dedos en la oscura y profunda cavidad. Cuando los sacó, chorreaban, brillantes con sus
jugos.
Él volvió a intentar liberarse, con el miembro vibrante y tan duro como los músculos de sus
brazos. Ella comenzó a mover las caderas, levantándolas, bajándolas, levantándolas, bajándolas,
imitando el ritmo que él necesitaba.
Repentinamente volvió a cambiar la visión. Sin saber cómo, estaba en la cama, en el lugar que
había ocupado ella. Tenía los brazos abiertos atados por las muñecas, las piernas abiertas, atadas por
los tobillos, y el miembro levantado, enorme y recto hacia arriba, y la estaba contemplando: colgando
casi encima de él, con los pechos levantados, los brazos abiertos y estirados, cogidos por las muñecas
a los postes de la cama, tal como había estado él antes, y las piernas muy abiertas como si estuviera a
horcajadas sobre la cama. Un brillante hilo de líquido le bajaba por el interior de un muslo.
De repente, por los costados de ella aparecieron unas manos oscuras de dedos gruesos, le cubrieron
los pechos y se los levantaron, pasando los pulgares por los duros pezones y luego se los apretaron con
el índice y el pulgar.
Christine se agitó, moviendo las caderas, y él vio la figura oscura que estaba detrás. Ella echó la
cabeza atrás y él vio bajar y subir los movimientos convulsivos en su larga y blanca garganta
producidos por sus gritos de placer. Vio esas rudas manos acariciándola, cubriéndole la tersa y blanca
piel, deslizándolas por su vientre, sus costillas, sus caderas, por todas partes; dejando una mano en un
pecho, pellizcándole los pezones, el hombre bajó la otra hasta cubrirle el pubis y la entrepierna.
Se le resecó la boca al ver introducirse ese grueso dedo por entre la mata de vello y deslizado y
moverlo por entre los labios de la vulva. Christine movía frenética las caderas, intentando bajar el
cuerpo y retorciéndose, con el fin de introducirse ese dedo en la vagina, aunque estaba tan impotente
como él.
Le chillaba el miembro, y tal vez también chillaba él, pero a sus oídos sólo llegaban los gritos de
placer de Christine.
«Por favor, por favor» —repetía, gimiendo.
Captó el momento exacto en que el hombre la penetró por atrás. A ella se le levantó el cuerpo y
pestañeó varias veces. Se le levantó aún más el mentón, y sus delicadas clavículas se oscurecieron
cuando el hombre bajó la cabeza hasta su hombro y le cubrió el cuello con la boca; ella la ladeó. Su
largo pelo negro le caía como una cortina detrás de su brazo estirado, meciéndose con sus ondulantes
movimientos de placer.
Vio cómo se le tensaban los tendones de los brazos al forcejear para liberarlos, intentando
recuperar la capacidad de moverse que necesitaba tan angustiosamente para presionar el miembro del
hombre. Tenía la boca abierta en un oscuro y silencioso óvalo, y los labios rojos y mojados de tanto
mordérselos.
Ella movió más rápido las caderas y a él se le endureció más el pene; intentó inútilmente soltarse
las ataduras, al tiempo que miraba esas manos oscuras, esas manos rudas, sosteniéndole las caderas,
bajándolas y subiéndolas, hasta que ella gritó con el orgasmo, estremeciéndose y sacudiéndose en esa
posición despatarrada.
Y de repente ella comenzó a caer, a caer de su sujeción. Su blando y mojado cuerpo cayó encima
del suyo, con la cara un poco más abajo de su pecho, las caderas en sus rodillas, sus pechos muy cerca
de su necesitado miembro.
Y entonces vio al hombre.
Era Philippe de Chagny. No Raoul, sino Philippe.
Philippe avanzó, su cara toda una máscara de burla y placer.
Los brazos de Christine estaban desmadejados sobre la cama, a ambos lados de su impotente
cuerpo. Y de pronto ella se encontró encima de él, apoyada en las manos y las rodillas; encima de él,
pero no donde él la deseaba.
Tenía apoyada una rodilla entre sus muslos y la otra por fuera; estaba casi montada en su muslo.
Sus pechos colgaban delante de él, y se acercaron más porque ella avanzó el cuerpo por encima del
suyo; su vientre ya estaba por encima de su pecho y sus pechos se entrechocaban justo encima de su
cara, atormentándolo con sus pezones, duros y en punta. Los veía cerca, cerca, casi podía cogerlos con
la boca y saborearlos.
Ella tenía la cara levantada más arriba de su cabeza, así que no le veía la expresión, pero cuando
miró por debajo de ella, por entre sus pechos, por el contorno curvo del vientre y el nido de vello
negro al final, vio otro par de muslos detrás de los suyos; unos muslos gruesos, velludos, y luego las
puntas de los gruesos dedos cogiéndole la cintura. Justo encima de él, encima de su vientre.
El grito de placer de Christine le perforó los oídos cuando el miembro de Chagny la penetró. Vio
sus testículos colgando detrás de los muslos abiertos de ella. Comenzaron a moverse encima de él,
Chagny rápido y seguro, entrando y saliendo, empujándola con cada embestida, de forma que las
manos de ella, que tenía apoyadas en la cama cerca de su cabeza, le rozaba el pelo al moverlas para
mantener el equilibrio.
Horrorizado e hirviendo de furia veía entrar y salir ese grueso pene oscuro, atormentándolo con lo
que él no podía tener y lo que Chagny tomaba y tomaba. Veía la larga y abultada columna entrando en
la vagina, deslizándose por en medio de la oscura y resbaladiza vulva, oyendo los suaves sonidos de
succión, los sonidos de deslizamiento, de fricción; entrando y saliendo, acortándose y alargándose, los
labios de la vulva de ella apretándose y separándose. Y esas pesadas manos se movieron hasta cubrirle
los pechos de marfil, oscuras y rudas, apretándoselos, justo encima de su cara.
Forcejeó y se debatió, intentando levantar los tobillos atados para golpear, intentando soltarse las
muñecas, levantando las caderas, pero nada lograba distraer a Chagny de su ritmo.
El cuerpo de Christine brillaba encima de él, mojado de sudor y de sus propios jugos, que le
bajaban por los muslos y le caían a él en el vientre. Estaba desesperado, forcejeando, tironeando,
debatiéndose, mientras que Chagny seguía embistiendo, bombeando, moviendo esas burlonas caderas
encima de él, y esos pechos tan cerca que casi podía tocarlos, y entonces llegó el final, los
estremecimientos, sacudidas, jadeos, temblores, gemidos y, la última y peor ignominia: cuando a
Christine le cedieron las rodillas, ella y su amante se desplomaron encima suyo.
Dejándolo atrapado.
Con su dolorido miembro goteando, vibrando, y la cara mojada. El corazón retumbando.
Se obligó a abrir los ojos por fin. Tal vez podría haber salido antes de ese sueño, pero no, se había
obligado a soportarlo, a sentir el dolor, el sufrimiento.
La intención de Christine había sido hacerlo sufrir. Causarle dolor. Sólo dolor.
Él le había dado todo y ella lo había matado.
Cuando se le adaptaron los ojos a la tenue luz de la vela, vio el papel enrollado junto a él sobre la
almohada.
Le había escrito Maude, y aun tenía que decidir si contestar o no.
El vizconde de Chagny ha trasladado a Christine a otro camerino, uno donde no puedes visitarla
entrando por el espejo. Nunca está sola, porque teme que vuelvas a visitarla. Mañana se va a
trasladar con él a la casa Chagny, Eric. El conde ha insistido en eso, porque dice que aquí no está a
salvo del fantasma de la Ópera.
La finalidad de esto es tenderte una trampa, por si intentaras intervenir, lo que, en mi opinión, es
exactamente lo que desea el conde. Hagas lo que hagas, cuida de ti por encima de todo.
Eric cerró los ojos. Sus sueños estaban a punto de convertirse en realidad.
CAPÍTULO 15
CHRISTINE no había cantado en el escenario desde que la raptara Eric, pero esa noche volvió a
hacerlo, en el papel de Scheherazade, por primera y última vez.
Le habían recogido una parte del pelo en la coronilla, adornado con cintas doradas y púrpuras, y el
resto le caía en gruesos bucles hasta los omóplatos. A cada lado de la cara, desde la sien, le caía un
largo rizo enrollado en cintas enjoyadas, por lo que brillaban en tonos amatista, granate y topacio.
Aunque el decorado era un harén, su vestido parecía más francés que persa; consistía en varias faldas
de una vaporosa tela casi transparente, suave como la seda, que se le deslizaba voluptuosamente por
las piernas y le rozaba los pies descalzos; el corpiño tenía forma de corazón, el vértice de la uve le
llegaba bien abajo por el valle entre los pechos; el corsé cuyos bordes hacían la curva por encima de
sus pechos, se los levantaba suavemente, como las manos de un amante ahuecadas en ellos, y sólo
tenía dos franjas con ballenas que formaban la curva y le subían justo hasta los pezones, tapándoselos.
Cuando entra en el escenario, sola por primera vez, después de la escena en que se casa con el rey
Sharyar, Scheherazade canta su aria más conmovedora, muy consciente de que si sus historias no
entretienen al rey, este la hará matar. Mientras cantaba, Christine miraba el mar de caras, recordando
cómo se sentía cuando cantaba para Eric, cuando sabía que él estaba ahí escuchándola.
¿Estaría escuchándola esa noche?
Cantó como si él estuviera, consciente de que sería la última vez.
Esa era su despedida, su último adiós al hombre al que amaba y que la había rechazado.
El calor de las brillantes luces del borde del proscenio le hacía brotar sudor de la piel desnuda, que
le bajaba por entre los pechos. De todos modos, veía la multitud, veía la silueta de los gendarmes que
estaban al acecho en un esconce de la entrada, observando a todas las personas que entraban y salían
de la sala.
Había otros al acecho entre bastidores también, y en los corredores de la parte de atrás del
escenario. Los había visto.
Al acecho de Eric. Le esperaban a él, suponiendo que intentaría raptarla esa noche.
Esa sería su última actuación, porque esa noche se iría con Raoul; él le había dicho que se iban a
fugar. El miedo y la soledad que sentía Scheherazade resonaba fuerte en su interior cuando levantó los
brazos suplicando a los dioses persas que la salvaran.
Sentía los pechos levantados mientras miraba por encima de la cegadora luz, cantando con voz
clara y dulce. Le brotaron lágrimas, al verse deslumbrada, y por el profundo sentimiento de pérdida
que llevaba dentro.
Cambió la música, anunciando la entrada de Sharyar, su cruel marido, y sostuvo la nota final, sola
en el escenario.
De repente se oyó un suave pop, y todo el escenario se quedó en la más absoluta oscuridad.
Se elevaron gritos y chillidos por todas partes, y ella permaneció inmóvil, temerosa de moverse,
de arriesgarse a caer en el foso de la orquesta. Sintió agitarse el aire arriba y luego el suave ruido de
algo que cayó detrás de ella, justo detrás; si hubiera retrocedido un paso, habría quedado aplastada
bajo el peso de…
¡Eric!
Era imposible confundir esas manos, ese suave roce de su cara en la mejilla, su olor, su presencia.
Sintió cerrarse sus brazos alrededor suyo por detrás, sus brazos fuertes, gratos; luego lo sintió
mover rápidamente la mano, y dando un paso atrás, empezaron a caer.
Le salió un chillido involuntario cuando se le subieron volando las faldas y sintió pasar el aire
fresco por los muslos desnudos. Vio el suave brillo de luces arriba, a través de la trampilla del centro
del escenario, que se cerró inmediatamente una vez que pasaron por ella, y muy juntos continuaron el
descenso envueltos en la más absoluta oscuridad.
Se deslizaron sin dificultad por una especie de tobogán, ella pegada al largo y fuerte cuerpo de él,
que la sostenía con un brazo. El corazón le latía desbocado en el pecho. ¡Había venido a buscarla!
Había burlado la vigilancia de los gendarmes; y desbaratado los planes del conde.
Cuando llegaron al pie del tobogán, los pies de Eric chocaron bruscamente con algo duro, parando
la caída. Se levantó, la levantó a ella y echó a correr llevándola detrás de él cogida de la mano. Hasta
el momento no había dicho nada, y ella no sabía si… si él la había ido a buscar por furia o porque
todavía la amaba.
Pero eso no le importaba, porque estaba con él.
No se iba a ir con Raoul.
Continuó corriendo a trompicones detrás de él, y la única vez que le habló fue para decir: —Date
prisa.
Corrieron y corrieron por oscuros y serpentinos corredores, tomando una ramificación y más allá
otra. Aun cuando estaba totalmente oscuro, Eric corría sin vacilaciones, sujetándole la muñeca con
una mano, no con mucha suavidad, y pasando la otra por la pared para guiarse.
De repente, cuando dieron la vuelta por otro recodo, él se detuvo, la cogió por los hombros y la
hizo retroceder hasta dejarla con la espalda apoyada en la pared. Ella estaba jadeante, sin aliento, pero
no tuvo tiempo para recuperarlo porque él le aplastó los labios en la mandíbula, luego en el mentón y
finalmente en la boca.
Aunque cálido y sensual, su beso era implacable, exigente, sólo interrumpido esporádicamente por
sus jadeos. Ella detectó una combinación de furia y necesidad en la forma como le devoraba la boca,
interrumpiendo el beso un momento para hacer una honda inspiración y volviéndola a besar y a
saborearla. Sintió bajar la conocida e intensa llamarada del deseo por su vientre, desenroscándose en
un hormigueo de excitación.
Sus fuertes manos le presionaban los hombros aplastándoselos contra la pared mientras los pechos
le subían y bajaban dentro del encierro del corsé. En la espalda, aplastada también contra la pared,
sentía la molestia de tierra arenosa y fría humedad, pero mantenía el mentón levantado,
correspondiéndole los besos, deseosa. Se besaban y besaban como si estuvieran muertos de hambre,
besos ardientes, profundos, fuertes, con las piernas entrelazadas, caderas con caderas, apretándose el
uno al otro.
De pronto los pechos le quedaron libres de la tela del corsé, desnudos, presionándole a él con los
duros pezones el pecho cubierto por la camisa, y comenzó a respirar más parejo, más lento. Apartó la
boca de la suya y la deslizó por su mandíbula sin afeitar, besándolo entre respiración y respiración,
mientras movía las manos por su camisa, buscando la piel de debajo.
Estaba muy oscuro, no veía nada. Su mundo sólo era un torbellino de sensaciones; el aire fresco en
la piel, el calor del cuerpo de él por delante; el roce de su camisa de punto en los brazos; los arañazos
de la piedra en los omóplatos, el olor a humedad y moho de la piedra mojada. Por entre los pechos le
bajaba un hilillo de sudor, que corría parejo con el hilo de vapor condensado que bajaba por la pared
deslizándose por su espinazo. Se sentía llena, plena, con su presencia, su almizclado olor masculino,
las ardientes y excitantes sensaciones que le producía su boca, la firme presión de sus fuertes manos
en los hombros, el roce de sus pestañas en la mejilla.
—Eric, oh, Eric —exclamó, con los ojos llenos de lágrimas; la acometieron fuertes temblores. —
Has venido por mí.
No le veía la cara, aún no lograba discernir si estaba furioso o resignado, complacido o deprimido.
Pero su boca, su boca la devoraba; le parecía que la iba a devorar de la manera más dulce y
absorbente.
Él le soltó los hombros y bajó las manos a sus pechos, cubriéndoselos con sus cálidas palmas.
Aplastándola contra la pared con las caderas, se apartó, y ella sintió fría la piel desnuda, a excepción
de las partes de los pechos que él le cubría para acariciarle los pezones, y que le provocaban punzadas
de placer por toda ella. Suspiró y cerró los ojos, echando atrás la cabeza. Una gota de agua le cayó en
el pelo, fría, cortante, en contraste con la intensa excitación que le iba aumentando en el vientre.
—Christine —musitó él—, no podía permitir que se te llevaran con ellos. Eres mía.
Le frotó suavemente los sensibles y puntiagudos pezones con los pulgares, haciéndola
estremecerse y resollar, luego se los apretó, se los levantó y volvió a apretárselos. Sintió mojados y
dilatados los labios de la vulva y se le levantó el clítoris; apretó la pelvis al miembro claramente
excitado de él. La fuerte excitación se le enroscó en el vientre, intensificando el hormigueo de deseo.
A tientas le buscó la cara y le rozó suavemente la máscara; notó que él se quedaba inmóvil,
reteniendo el aliento, y luego volvió a respirar cuando ella pasó los dedos por su pelo, peinándoselo.
—Eric. Te quiero. Lleves o no lleves máscara, te amo. No fue mi intención herirte.
Sintió temblar sus manos al deslizarías por su piel, apartándole el corsé. Lo sintió inclinarse y se
arqueó para acercar el pecho a su boca. Él le besó el costado, calentándole la fría piel con los labios, y
sintió el roce de sus pestañas, las de los dos ojos, del libre y del rodeado por la máscara, mojadas de
calientes lágrimas. Lloró también, de alivio por estar por fin con él.
Entonces bajó las manos y le cubrió la cabeza, que él tenía inclinada sobre su pecho. Él
succionaba, lamía, hacía girar la lengua, echándole aire caliente por la nariz, ella arqueada
apretándose a él, aspirando su olor. Le acarició las orejas con las palmas, rozándole la máscara y la
cálida piel de la mandíbula, áspera por la barba de un día. Le enmarcó la cara con las manos y las dejó
ahí, sintiendo moverse sus mandíbulas al succionarle el pezón como si quisiera tragárselo.
Entonces, rodeándole el cuello con una mano, pasó los dedos de la otra por debajo de la máscara y
se la quitó.
En el instante en que él sintió sus dedos bajo la máscara, detuvo la succión y se quedó inmóvil,
haciendo una inspiración como preparándose para gritar, pero ella le acarició la cara, sujetándosela
firme.
—No, Eric —susurró, levantándole la cabeza y sujetándosela para que no pudiera apartarse.
Claro que él podía apartarse si quería, era mucho más fuerte que ella, pero no se apartó. Hizo
varias respiraciones superficiales, con cautela, como si tuviera miedo de dejarse dominar por ella, de
permitir que le diera órdenes.
La máscara cayó al suelo, a sus pies; ella la sintió rozarle las faldas al caer.
—Eric, te quiero, te amo, a ti, todo entero. No tienes por qué ocultarte de mí.
Manteniendo las palmas ahuecadas en su cara, deslizó los dedos por las dos mitades distintas. La
una, con la piel áspera de la mandíbula no afeitada y más arriba tersa y húmeda; y la otra, rugosa, con
surcos torcidos como la raíz de una planta, dura, quebradiza.
Le cubrió toda la cara, sin poder vérsela en la oscuridad, palpándosela con los dedos, para
conocerla, suavizándolo, ablandándolo con la sensación de ser acariciado por otro ser humano;
acariciando su vergüenza.
Llorando por él, sollozando en silencio por su sufrimiento, le acercó la cara y le cubrió
suavemente los labios rígidos y entreabiertos con los suyos. Cerró la boca sobre su labio superior,
succionándoselo y deslizando la lengua por él en un sensual movimiento. Lo sintió temblar y deslizar
las manos por sus costados para apretarla más a él. Y entonces le correspondió el beso, devorándole la
boca como si se hubiera liberado de un enorme autodominio. Las lágrimas de él se mezclaron con las
de ella, cayendo sobre sus bocas unidas en besos más suaves y tiernos. Besos de amor, besos de
comprensión y de perdón.
—Eric, te necesito dentro de mí —le susurró, muy consciente de las vibraciones de la entrepierna.
Le desabotonó el pantalón mientras él le recogía las vaporosas faldas, y ahí, junto a la fría pared de
piedra, la levantó hasta instalarle la entrepierna bajo su vibrante miembro erecto.
Cuando sintió su penetración, le rodeó la cintura con las piernas; él la llenó, presionándole esa
parte interior donde aumentaba el placer. Él comenzó a moverse, lento, muy lento, entrando, saliendo,
con la respiración agitada pero controlada, al ritmo de sus pausados movimientos, como si quisiera
tomarse el tiempo para saborear cada penetración, pulgada a pulgada, al entrar y salir, muy lento,
atrozmente lento.
Se le apretaron los pezones, quedando en punta, y el clítoris le vibraba ansioso a medida que
aumentaba el placer y la excitación, lenta, intensamente. Era como tener una cavidad en todo el
vientre, abriéndose, cerrándose, y el clítoris dilatándose, afilándose, vibrando, deseoso, dulce.
Suspirando, presionó más las piernas que lo rodeaban, empujándolo hacia ella con los talones, y
sintiendo la penetración hasta el fondo de la vagina. Él le tenía cogidas las caderas, sosteniéndola; la
pared subía y bajaba detrás de ella en la oscuridad, al ritmo de sus embestidas.
Lentamente, su resbaladiza vagina se cerraba sobre su miembro, acogiéndolo, y se abría cuando se
retiraba. Los dos estaban jadeantes; los estremecimientos le hacían tiritar la piel, y le brotaron más
lágrimas de los ojos. Entrando, saliendo, su miembro resbaladizo y caliente, lento, pausado, grueso y
duro, deslizándose por encima de su dilatado clítoris, haciéndole irradiar las sensaciones desde el
centro.
Cuando llegó el orgasmo, fue largo, intenso y ondulante, como una onda expansiva. Retuvo el
aliento y luego dejó salir el aire, temblando, y todo el cuerpo se le sacudió con la fuerza del placer al
llegar a la cima y comenzar a menguar.
Y con eso, él se dio permiso para volverse loco. Embistió más rápido, más fuerte, más rápido, más
fuerte, moviéndose como poseído, ahí, con ella aplastada contra la pared. Entrando, saliendo, a un
ritmo más y más rápido, jadeando fuerte, con los músculos temblorosos, y una fuerte oleada de deseo
volvió a su saciado clítoris. Finalmente, él embistió fuerte, enterrándose hasta el fondo y emitiendo un
ronco y largo gemido que discurrió parejo con el chorro de semen que sintió ella por dentro.
—Christine —musitó él, cuando ya tenía la cara apoyada en la de ella. —No me dejes nunca. No
me dejes nunca.
—Nunca te dejaré —suspiró ella en su oído. —Jamás.
Cuando el Teatro de la Ópera quedó sumido en la oscuridad, Armand Moncharmin y Firmin Richard
estaban mirando la obra entre bastidores.
—¡El fantasma! —exclamó Firmin, cogiendo la manga de la chaqueta de su socio. —Ha vuelto.
—Nos arruinaremos —exclamó Armand, entrando en el oscuro escenario.
Sintió pasar una fuerte ráfaga de aire cuando algo se movió, pasando a su lado, y se giró a mirar a
los tres gendarmes que entraron corriendo desde diferentes partes, cada uno con una antorcha en la
mano. De pronto se encendieron las lámparas de gas del borde del proscenio, arrojando una cálida luz
amarilla sobre el alboroto del teatro.
La señorita Daaé había desaparecido.
—¿La señorita Daaé? ¿Dónde está?
—¡El fantasma se la ha llevado!
En ese momento se oyó un ominoso ruido y los gendarmes levantaron sus antorchas al mismo
tiempo, iluminando la enorme araña que, con sus luces todavía apagadas, se mecía violentamente.
Firmin y Armand se miraron horrorizados, recordando la broma del fantasma sobre hacer caer la
lámpara.
—¡La araña! —gritó Firmin. —¡Corre!
—Estamos arruinados —exclamó Armand otra vez, retrocediendo a toda prisa, con los ojos fijos
en la lámpara que se mecía violentamente tintineando.
Entonces se oyó un horrible ruido, al soltarse esa inmensa lámpara de sus amarras, como en un
sueño en que los segundos se alargan hasta convertirse en más de un minuto, y fue a caer con un fuerte
estrépito sobre el proscenio. Explotaron las lámparas de gas por las filtraciones de aceite, y el teatro se
llenó de los trozos de cristal que salieron volando disparados y de nubes de humo.
Los espectadores chillaban aterrados empujándose por salir de las filas de asientos. Los actores y
los miembros de la orquesta, que no habían quedado heridos por la caída de la lámpara, gritaban y
corrían trastabillando hacia la parte de atrás del escenario para alejarse del desastre.
—¡Estamos arruinados! ¡Estamos arruinados! —repetía Armand, mientras Firmin lo llevaba a
rastras, alejándolo de la lluvia de cristales y escombros y del fuego. —¿Cómo ha podido caer sobre
nosotros semejante desgracia?
En la parte de atrás, donde estaban saliendo actrices y actores de los camerinos y las bailarinas
corrían gritando para abandonar el edificio, se encontraron con los hermanos Chagny, los dos tan
tranquilos e ilesos.
—El fantasma ha hecho esto —exclamó el conde—, tal como amenazó; ha hecho caer la lámpara
para destruir el teatro. Debemos detenerlo. Enviad a los hombres tras él.
—Se ha llevado a la señorita Daaé. Tenemos que encontrarlo.
—Sé por dónde se la ha llevado —declaró el vizconde, con vehemencia. —Por el anterior
camerino de la señorita Daaé. Vamos, lo detendremos. Enviad a los hombres detrás de nosotros con
sus armas y antorchas. Lo cogeremos y se lo haremos pagar.
—Lo cogeremos —dijo el conde. —Reunid a los demás y traedlos.
Por la esquina del corredor apareció Maude Giry corriendo. Se le había soltado el pelo del
apretado moño y le caía todo revuelto.
Armand recordó las veces en que se lo había visto suelto, aunque se atrevía a apostar a que en esos
momentos ella no estaba pensando en el sexo.
—¡Por aquí! —gritó, haciendo gestos a los gendarmes para que se le acercaran. —Van
persiguiendo al fantasma. ¡Por aquí!
El fuego rugía en el auditorio, y el humo comenzaba a pasar a la parte de atrás del escenario,
donde estaban ellos, pero todavía tenían tiempo de ir a buscar la salida del otro lado por el corredor de
los camerinos.
—¡Pero no es él el que ha hecho esto! —gritó Maude, con la cara manchada de hollín y un arañazo
rojo en una mejilla. —¡El jamás haría esto! ¡No lo haría!
—Pero lo ha hecho, madame —dijo el conde de Chagny, mirándola con sus brillantes ojos oscuros
—, y no descansaremos mientras no haya pagado por ello; ya es hora de que se detenga al fantasma de
la Ópera.
Acto seguido se giró y echó a correr detrás de su hermano.
CAPÍTULO 16
—ENcontrarás muy cómodo tu alojamiento aquí —le dijo Raoul. —Tendrás todo lo que necesites
o desees.
Todo, a excepción de Eric, pensó Christine.
Medio aturdida, entró en la habitación que sería la suya en el castillo de Chagny. Todavía llevaba
el vestido para el papel de Scheherazade que debería haber representado esa noche; o tal vez fue la
noche anterior; había perdido la noción del tiempo.
Había tenido que dejar marchar a Eric.
Y lo había hecho para salvarlo. Ahora, ya no estaba con ella.
«Vendré a buscarte.»
Esas palabras, la angustiada expresión de sus ojos que luego dio paso a resolución, habían quedado
grabadas en su memoria, quemándosela durante las últimas horas, o el medio día, o el tiempo que
fuera que había transcurrido desde que la sacaron del subterráneo del Teatro de la Ópera para traerla a
esa suntuosa mansión. El trayecto desde París no había sido largo, bueno, menos de medio día. Había
llorado en silencio en un rincón del coche y pasado la mayor parte del viaje medio adormilada,
atontada, mientras Philippe y Raoul conversaban en voz baja.
Estaba dormida cuando entraron en el camino de entrada de la propiedad y sólo se despertó cuando
el coche se sacudió al detenerse y llegaron a sus oídos los gritos de los criados. Tuvo la impresión de
ver una enorme casa construida en ladrillo gris, con hileras de ventanas a lo largo de su fachada, una
gran extensión de césped, y muy poco más. Estaba muy atontada.
El interior del castillo era casi tan lujoso y suntuoso como el Teatro de la Ópera. Mientras Raoul la
llevaba a su habitación en la planta de arriba, fue observando los muebles dorados, los altos corredores
con espejos y las mullidas alfombras.
En medio de todo eso, lograba consolarse pensando que por lo menos el conde había mantenido su
palabra permitiendo a Eric marcharse libre. Mientras se vestía, Raoul se había quedado con ella para
mantenerla a salvo, y Philippe salió a recibir a la furiosa multitud que llegó ahí en busca de Eric.
«Ya no está aquí. Se ha escapado», les dijo.
Mirando por un agujero de la pared, ella vio la furia asesina en sus caras. A la parpadeante luz de
las antorchas que llevaban, vio brillar pistolas y espadas. Estremecida, la alegró haber tomado la
decisión de salvar a Eric.
Había sido la decisión correcta.
Por el agujero vio también que el conde los envió en una dirección diferente a la que había tomado
Eric. Y sólo entonces bajó los hombros, relajando la tensión, y cerró los ojos aliviada.
Eric se pondría a salvo.
«Y usted —le dijo el conde, después que se marchó el gentío—, me va a estar muy agradecida por
haber salvado la vida a su horrendo amante. Me encargaré de que me manifieste su gratitud, señorita
Daaé. ¿O tal vez podría permitirme tutearla y llamarla Christine?»
El brillo que vio en sus ojos le revolvió el estómago, y retrocedió hacia los brazos de Raoul, que la
sostuvieron, quieta y callada. Era capaz de soportar el contacto del hermano menor, pero el del conde,
jamás. Jamás.
En ese momento, contemplando distraídamente la suntuosa habitación a que la habían llevado, oyó
el clic de la puerta al cerrarse detrás de ella. Se giró y descubrió que estaba sola con Raoul.
Él avanzó hacia ella, con la cara seria pero la expresión resuelta.
—Christine, tienes que entender. Esto es por tu bien.
—¿Por mi bien? —consiguió decir ella, inundado su interior por una oleada de amargura.
—No tenías ningún futuro con… Eric. Te tendría prisionera, siempre escondida. No podrías ver la
luz del día, relacionarte con gente ni pasear en un coche. Estarías condenada a una vida de oscuridad y
evasión. Aquí estarás bien cuidada y atendida, cómoda.
—¿Para el placer de tu hermano? ¿Oíste sus amenazas?
—No, sólo dijo esas cosas para obligar a Eric a marcharse. No, Christine, no. Estás aquí porque yo
te amo. Philippe no tiene nada que ver con esto. Con el tiempo olvidarás a ese… a esa bestia, y
llegarás a comprender que tu vida está conmigo.
Christine lo miró fijamente, se le llenaron los ojos de lágrimas y vio su imagen borrosa.
—Amo a Eric. ¡Él es mi vida! No podré ser feliz aquí sin él.
Raoul le puso las manos en los hombros y la atrajo hacia sí, apretándola a su cuerpo y acercando la
cara a la suya.
—No digas eso —le espetó en tono enérgico, echándole el aliento caliente en los labios. —Eres tan
hermosa, tan perfecta y pura que no puedes amar a un hombre como él.
Estremecido, la estrechó con más fuerza y le cubrió la boca, mojada de lágrimas saladas, y la besó
apasionadamente.
Desmoronada en sus brazos, ella intentó girar la cara para apartar la boca.
—Raoul, no.
—Christine, confía en mí —dijo él cuando ella ya había liberado los labios. —Con el tiempo
llegarás a agradecérmelo. Comprenderás que hice bien al ayudarte a escapar de él. Tu vida está
conmigo. Te amo. Yo cuidaré de ti.
Ella negó con la cabeza, la palabra «jamás» onduló en su lengua, pero no pudo decirla porque él le
cubrió la boca con la suya otra vez, absorbiendo su aliento y su ser con tanta fuerza que al final ella se
doblegó.
Pero la palabra «jamás» quedó resonando en su mente.
Eric se sentía vacío y agotado, con el alma más llena de cicatrices y agujeros de lo que habría
imaginado posible.
Pero esa mañana, después de haber dejado a Christine y pasado la larga noche vagando y
escabullándose por las calles de París, comenzó a llenar ese vacío con rabia y resolución, además de
recriminaciones a sí mismo.
Había vivido los diez últimos años en la oscuridad. Se había ocultado, amedrentado por las
amenazas de su hermano, un hermano que despreocupadamente causaba daño y males a las personas
que entraban en contacto con él. Había permitido que Philippe controlara su vida.
Y acababa de dejar que le arrebatara lo que le importaba más que nada en el mundo.
Con los muslos aplastados sobre el lomo de César, lo instó a cobrar velocidad presionando las
rodillas. Pasaron casi volando por las calles cubiertas de lodo y nieve y atravesaron un cementerio de
las afueras de París donde había encontrado un lugar para esconderse de la multitud enfurecida que lo
buscaba.
Estaba desesperado por ponerse en camino hacia la propiedad de Chagny, donde sabía que Philippe
había llevado a Christine. Pero antes tenía que encontrar a Maude, para enterarse de lo ocurrido en el
Teatro de la Ópera y de cualquier otra información que ella pudiera darle.
Philippe, maldito fuera, no se había equivocado; era cierto que había hecho esmerados planes para
escapar con Christine, y esa noche los había aprovechado. Para él. Sólo para él.
Aunque se le rebelaron todos los nervios y músculos del cuerpo, ganó su cerebro. Enfermo y
asqueado hasta la médula de los huesos, había dejado a Christine con sus dos hermanastros,
comprendiendo que esa era la única posibilidad de sobrevivir para ambos. Y deseaba sobrevivir. Para
ella. Con ella.
No podía seguir viviendo en la oscuridad. Eso lo había hecho más débil y vulnerable, más incluso
que su cara.
A galope sobre César, sentía el aire frío de febrero en la mitad desnuda del rostro. Ansioso
inspiraba la brisa a la luz del día. Llevaba cogidas las riendas con tanta fuerza que tenía los dedos
acalambrados, sin sangre, y el cuerpo tan rígido y tenso por la furia, agotamiento y desánimo que lo
sentía congelado.
Se odiaba por haber sido tan débil y estúpido. Se le llenó la boca de bilis al pensar que ella había
tenido que salvarlo, cuando debería haber sido él quien la salvara a ella. Y se lo permitió, cuando
debería haber sido él el que debería haber encontrado una manera de llevársela consigo.
Le permitió tomar la decisión.
Seguía doliéndole la garganta por el daño causado por la cuerda que Philippe le puso al cuello. No
había hablado con nadie, pero sabía que su voz sonaría rasposa y áspera; tal vez la garganta le
quedaría dañada para siempre.
Tal como él; dañado de por vida.
Cerró los ojos. Había comenzado a nevar, y al paso constante de César, los helados copos se le
enterraban en los párpados, pinchándoselos. Se enteraría de las noticias por Maude: qué se decía
acerca del fantasma de la Ópera, si continuaban buscándolo, y si había sabido algo de Christine. Sólo
entonces podría hacer sus planes.
—Aah, Christine, qué hermosa estás esta noche —dijo el conde cuando ella entró en el salón la
primera noche de su estancia en el castillo. —Veo que no estás desmejorada después de tu… aventura
de anoche. ¿Te apetece una copa de jerez? Un asunto ha retenido a mi hermano en la ciudad, pero no
me cabe duda de que se nos reunirá muy pronto, con noticias de la suerte que ha corrido el Teatro de la
Ópera.
Qué civilizado parecía Philippe; qué perfecto y normal tenía que ser para los miembros de la clase
alta reunirse en el salón a beber algo antes de la cena y ofrecer disculpas por la tardanza de uno de
ellos.
Sólo que ella no sentía el menor deseo de estar en el salón, en presencia del conde y ni siquiera en
esa casa. Y mucho menos estar a solas con él.
Philippe le pasó una pequeña copa color rosa que contenía un líquido dorado.
—No nos andamos con ceremonias en el castillo de Chagny —continuó, dirigiéndole una mirada
burlona. —Nos tutearemos. Yo te llamaré Christine y tú me llamarás Philippe. —Se le acercó más,
tanto que las puntas de sus zapatos tocaron las de los suyos y las solapas de su chaqueta le rozaron el
pecho. —No veo la hora de oírte decir mi nombre, de muchas maneras.
Ella retrocedió, con el corazón retumbante. No había querido bajar a cenar; habría preferido
continuar encerrada en el dormitorio elegantemente amueblado y decorado con encajes color marfil al
que la había llevado Raoul. Pero entonces le llegó la amenaza: o te vistes y preparas para asistir a la
cena o recibes una visita del anfitrión. Y estando Raoul ausente del castillo, no se atrevió a contrariar
al hermano mayor.
Pese a las afirmaciones de Raoul de que Philippe simplemente le ofrecía un refugio, ella sabía
muy bien que el conde tenía otras ideas e intenciones.
—Tenía la esperanza de que hubieras preferido una cena más… íntima esta noche —dijo él
entonces, confirmando sus temores.
¿Y dónde estaba Raoul? ¿Por qué no se encontraba ahí?
Después que Raoul la llevó a su dormitorio, se había pasado el día llorando, durmiendo y
preocupándose por su apurada situación.
Había hecho lo que debía para salvar a Eric; no sentía ningún pesar por eso. Una vez lo hirió
quitándole la máscara para ver su secreto más profundo, su mayor sufrimiento. Y por eso mismo,
elegir la cautividad con el fin de asegurarle la libertad, era pagar un pequeño precio. Además, le creyó
cuando le dijo que vendría a buscarla. Vendría.
Pero mientras tanto…
—¿Dónde está su condesa esta noche? —le preguntó, con la voz rasposa.
Bebió un trago del dorado jerez, y la sorprendió el calor que le bajó en cascada por la garganta,
calentándole suavemente el interior. Pero claro, ¿cuándo había bebido algo mejor que vino o cerveza
baratos? Ese jerez era mejor incluso que el vino que bebió en la cena después de su debut. Volvió a
beber, un trago más largo.
—Me alegra que te guste el jerez; bebe, bebe, por favor. Te irá bien para, digamos, relajarte. Y
Delia no tardará en venir a reunirse con nosotros. No es dada a permanecer en sus aposentos, a no ser
que haya algún motivo. Ah, ahí viene —añadió al ver abrirse la puerta del salón.
Entró la condesa y Christine casi soltó la copa. Era rubia, alta y bella, y llevaba una parte del pelo
recogido en la coronilla, mientras el resto le caía en bucles hasta los hombros. Pero al ver su vestido,
si era posible llamarlo vestido, no pudo evitar ruborizarse.
Pues no llevaba corpiño. La mujer iba con los pechos al aire para quien quisiera mirarlos,
levantados suavemente por un corsé bordeado por encaje, que le apretaba los pechos por los lados, le
subía hasta las axilas y continuaba hacia la espalda en un escote muy pronunciado. Los pezones de
color rosado oscuro sobresalían por encima, en punta, y se mecían delicadamente al caminar como si
fuera deslizándose por la sala en dirección a su marido, que la esperaba con una copa del mismo
líquido dorado que le había servido a ella.
—Aah, mi preciosa, estás deliciosa esta noche —le dijo, pasándole la copa. —Delia, te presento a
Christine Daaé, la… huésped de Raoul. No me cabe duda de que os vais a conocer íntimamente
durante su estancia aquí.
Cuando la mujer se giró a mirarla, a Christine se le encogió el estómago. Su mirada evaluadora la
recorrió entera, y sus párpados entornados le ocultaban la expresión de los ojos.
—Me hace mucha ilusión —dijo, en un gorjeo gutural que no dejó ninguna duda acerca de lo que
quería decir.
Prefiriendo no considerar esa idea, Christine dejó la copa en una mesa lateral.
—Les ruego que me disculpen —dijo, echando a andar hacia la puerta. —No me siento muy bien.
—Ah, no —dijo Philippe, apresurándose a cerrarle el paso. —Creo que no. Al fin y al cabo eres
una invitada y debemos ocuparnos de que estés bien atendida y entretenida. En realidad, creo… ah, sí
—añadió, ladeando la cabeza hacia un débil sonido de tintineo de platos—, que ya han servido la cena.
Por aquí, por favor.
—Resulta que no tengo mucho apetito…
Philippe le cogió un brazo y de repente Delia estaba al otro lado cogiéndole el codo. Su brazo le
rozó la parte del pecho desnuda, y la mujer giró la cabeza para sonreírle significativamente.
—Nos acompañarás a cenar —dijo Philippe—, si no, me sentiré muy ofendido. Y seguro que
Christine no desea ofenderme, ¿verdad, Delia?
—No, desde luego. Aunque, la verdad, me gustaría que te ofendiera, para que yo pudiera mirar.
Y así Christine se vio llevada hacia una ornamentada puerta de un extremo del salón; haciendo
respiraciones profundas, concluyó que estaría mejor en el comedor, en el que por lo menos había
criados.
Era capaz de soportar una cena con el conde y su mujer a medio vestir y sus lascivas miradas y sus
ambiguas frases nada sutiles.
Se había imaginado que la llevarían a un comedor que sería tan grande como las demás
habitaciones de esa inmensa mansión, así que la sorprendió que no fuera en absoluto lo que esperaba.
En lugar de una mesa larga rodeada de sillas, iluminada por una araña de cristal con muchas velas, se
encontró con unos enormes cojines a modo de asiento. Había varios, tal vez unos doce, de todas las
formas y tamaños. Unos cuantos rodeaban una mesa cuadrada muy baja, muy cerca del suelo, y había
que sentarse en uno de ellos. En cada una de las paredes había candelabros con velas y en el centro de
la mesa uno con varios brazos. Sintió un aroma raro, diferente a todo lo que hubiera olido, que
impregnaba el aire de la sala de una manera que si bien no era empalagosa, hacía imposible
desentenderse.
Se le aceleró el corazón cuando, tan pronto como entraron, las puertas se cerraron firmemente y el
conde se detuvo a mirarla con una extraña sonrisa que le hizo saltar el corazón hacia un lado.
—Toma asiento, querida mía. Donde quieras.
Ella avanzó de mala gana.
La condesa ya había elegido un enorme cojín de terciopelo azul en forma de una bola aplastada.
Los pechos le zangolotearon cuando se instaló, medio recostada sobre una cadera y apoyada en un
codo. Mientras Christine la observaba, cogió una fruta pequeña de color algo púrpura y le hincó el
diente.
Philippe observó su interés y la llevó firmemente a sentarse en un cojín cercano al de Delia.
—Es una breva, querida mía —le dijo. —Son suaves y aterciopeladas por fuera y jugosas por
dentro. Las encuentro absolutamente deliciosas, y me recuerdan otros deleites más vulgares.
Ella se sentía muy acalorada y de repente tomó conciencia de sus cinco sentidos y de lo que
experimentaba cada uno: la vista y la textura de los lujosos muebles iluminados por la tenue luz; el
incienso que la hacía desear inspirar más hondo ya que le impregnaba todo su ser; la espléndida
selección de comida repartida sobre la mesa; había de todo, desde fruta a vino, quesos y panes, e
incluso suculentos pasteles y platos de crema.
Le cedieron las rodillas y se hundió lentamente en el lujoso y blando cojín, que pareció envolverla.
Con el peso de la gruesa falda, que le encerraba las piernas, y la ductilidad del cojín, se le hacía difícil
moverse, y le pareció que le resultaría imposible levantarse sin ayuda.
Philippe, que había elegido un cojín cuadrado y firme entre las dos, pareció entender su apuro,
porque la obsequió con una sonrisa de complicidad.
—Ya está, vamos, ¿no es cómodo esto? Como dije, el jerez te ha ido bien para relajarte, porque
tenía un chorrito de algo especial, y nuestro incienso también. Venga, estoy seguro de que tienes
hambre. Come, por favor. Vas a necesitar tus fuerzas.
Aunque se le revolvió el estómago al oír esas últimas palabras, y por toda ella pasó una sensación
de náuseas y recelo, Christine reconoció que tenía hambre y que, por desconcertantes que hubieran
sido sus palabras, Philippe tenía razón; necesitaría sus fuerzas.
Porque como decidió en ese mismo momento, aunque tenía algo obnubilada la mente observando
mecerse los generosos pechos de la condesa Delia al alargar la mano para coger otra breva, iba a
escaparse del castillo de Chagny. Debía escapar y encontrar a Eric como fuera. Y volver a estar juntos.
Mientras tanto, tenía que cuidar de sí misma, soportar las insinuaciones, y, quisiera Dios, nada
más, del conde.
Y a Raoul. Buen Dios, no sabía qué pensar de él. La amaba, eso se lo creía, pero la había obligado
a venirse con él a esa casa. Aseguraba que era para protegerla, y tal vez fuera así, pues era un hombre
bueno, amable y ella le tenía muchísimo cariño.
O al menos, se lo había tenido.
Si en algún momento se le había pasado por la cabeza que Raoul podría haber estado de acuerdo
con el plan del conde en la casa subterránea con el único fin de permitir que Eric se escapara y aplacar
el deseo de venganza de su hermano, esa idea se había disuelto esa mañana cuando la besó en su
habitación. Él no tenía la menor intención de dejarla volver con Eric.
¿Y si Eric no la encontraba? ¿Y si no venía a buscarla?
Sintió un vacío en la boca del estómago. No. Él vendría. Eric vendría. La amaba; nada le impediría
llegar hasta ella.
Pero ¿qué tendría que soportar hasta que él viniera, o hasta que ella encontrara la manera de
escapar?
Le giraban los pensamientos en la cabeza; sentía agudizados los sentidos; se sentía indolente y
alerta al mismo tiempo. Philippe la observaba y su atención era intensa y palpable. Sentía por todo el
cuerpo las vibraciones producidas por los latidos de su corazón.
Obligándose a centrar la atención en la mesa, alargó la mano y cogió un pequeño racimo de uvas.
Estaban crujientes y jugosas, y se le deslizaron dulcemente por la garganta. El conde le acercó la
fuente con brevas; ella eligió una de esas frutas púrpura de extraña forma cogiéndola por la parte
saliente parecida a un pedúnculo. Sí que tenían la piel suave, como terciopelo, ligeramente arrugada.
Le pareció como si tuviera en la mano un órgano pesado pero delicado. Un órgano masculino, porque
aunque no tenía la forma, sí el mismo peso, el mismo tacto denso y aterciopelado.
Ese pensamiento la sobresaltó, y cuando levantó la vista, con las mejillas ardiendo, vio que
Philippe la estaba observando, con sus ojos oscuros brillantes bajo los párpados entornados.
—Veo que estas pequeñas frutas te producen la misma fascinación que a mí —dijo, cogiendo una
breva y sosteniéndola en la palma ahuecada como si fuera un pecho pequeño.
Ella notó que se le endurecían los pezones al observar cómo él hacía rodar la fruta en su palma,
ladeándola y tocándola. Entonces él la cogió por el pedúnculo y se la acercó a los labios.
Con el corazón retumbante, abrió la boca lo bastante para tomar un pequeño bocado, y la
sorprendió la facilidad con que sus dientes se enterraron en la aterciopelada piel. No se había
imaginado que fuera tan blanda, pero era tan delicada como parecía.
—Ahora a mí —le pidió Philippe.
Ella levantó su breva hasta los labios de él, y no pudo apartar la mirada de sus dientes, cuando
rodearon la fruta y luego se enterraron suavemente. Se sintió como si en la sala no hubiera nada aparte
de la boca de él, y esa fruta crujiendo entre sus dientes.
Le ofreció la breva nuevamente y esta vez él movió la boca por el borde de su palma antes de
coger el resto de la fruta. El cálido contacto de sus labios en el borde de su mano le hizo subir un
inesperado estremecimiento por el brazo. Masticando, Philippe emitió un suave gemido y bajó aún
más los párpados.
Entonces fue cuando Christine cayó en la cuenta de que la condesa había cambiado de posición en
su cojín y tenía las manos ocupadas en el regazo de su marido.
Miró hacia abajo y al ver un atisbo de piel rojo oscuro en las blancas y delgadas manos de Delia,
hizo ademán de levantarse para alejarse, pero Philippe le cogió la muñeca antes que pudiera hacerlo y
le acercó la cara a la suya.
Su boca, que sabía a breva y a vino, se cerró sobre la de ella. Estaba atrapada por esos cálidos y
hábiles labios que se movían sobre los suyos y sujeta por una fuerte mano en la nuca enterrándole los
dedos en el pelo. Entreabrió la boca y fue invadida por toda la sensualidad del momento: el sabor
dulce de la fruta, el erótico aroma que impregnaba el aire y, de repente, sintió unas manos sobre sus
pechos, levantándolos y sacándolos fuera del corpiño.
Una de esas manos le cogió la suya y le fue imposible enderezarse; estaba medio caída sobre
Philippe, que le sujetaba una muñeca, mientras le obligaron a bajar la otra mano hasta dejarla entre
ellos, hasta que rozó con los dedos algo turgente y caliente. La mano que se la bajó era pequeña pero
fuerte y, en medio del nebuloso torbellino de sensaciones (en la boca, en el pezón y, de repente, el
hormigueo en la entrepierna) cayó en la cuenta de que era Delia la que la obligaba a cerrar la mano en
el grueso miembro erecto del conde.
No logró retirarla; la cerró sobre el miembro de él, con la mano de Delia encima, y juntas se lo
frotaron, arriba y abajo, arriba y abajo, usando el suave goteo del glande y de la boca de la condesa
para lubricárselo. Philippe ya le había dejado libre la boca y, en una especie de vertiginoso cambio de
posición, se encontró medio caída entre el conde y la condesa, y vio que él había pasado la atención a
los pechos de su mujer.
En esa postura, con el mundo ladeado, mientras su mano subía y bajaba a todo lo largo del pene
erecto, vio los labios que un momento antes le devoraban la boca cerrarse sobre toda la aréola del
pecho de Delia. No pudo apartar los ojos mientras él chupaba y lamía un poco, estirando el grueso
pezón rojo e introduciéndoselo en la boca. Se lo estiraba y apretaba tanto que sin duda le causaba
dolor, pero ella sentía sus pechos tensos, y los pezones duros le vibraban como si también se los
estuvieran frotando y chupando. Le vibraba la vagina y sintió salir el chorro de flujo, mientras
Philippe tenía la respiración jadeante y entre ella y Delia frotaban más y más rápido y salían más
gotas del glande.
Frotaron y frotaron, más y más rápido, y en medio del ritmo de los sonidos que oía, de resuellos,
succiones, suaves gemidos, sintió que alguien le apretaba uno de los pezones, y la sala pareció
empequeñecerse reduciéndose sólo a esos sonidos y sensaciones. De repente Philippe apartó la cara
emitiendo un largo gemido y ella sintió bajar el chorro de semen por la mano.
Delia la soltó bruscamente y ella cayó de espaldas en su cojín, limpiándose la mano en una
servilleta cogida de la mesa, con el corazón retumbante, la frente mojada, viendo girar la habitación, y
con el brazo dolorido por los implacables movimientos de la mano.
Cuando consiguió enderezarse hasta quedar sentada, ayudándose torpemente con el codo, se
encontró con la complacida expresión de Philippe.
—Una comida muy deliciosa —comentó él, recorriéndola toda entera con ojos lascivos.
Repentinamente alargó la mano hacia ella y, antes que ella pudiera reaccionar, le apretó y tironeó
un pecho, que estaba desnudo fuera del corpiño bajado.
Ella se echó hacia atrás, para apartarse, pero sus movimientos eran perezosos, y no la salvaron de
los expertos pellizcos, que le hicieron bajar estremecimientos de placer y dolor hacia la boca del
estómago. Se apresuró a meterse los pechos dentro del corpiño lo mejor que pudo, pero no le quedaron
bien; el vestido, el corsé y la camisola se habían aflojado durante la refriega y asomaban colgando por
delante, dejándola con los pechos casi tan expuestos como los de la condesa.
—Deliciosa, sí, y su renuencia es lo justo y necesario para ser encantadora —añadió Delia. —Pero
no tardará mucho tiempo en suplicarte, monsieur.
El pezón de uno de sus pechos estaba rojo vivo e hinchado, y apuntaba en un ángulo, duro y
puntiagudo, por las succiones.
—O a ti, querida mía. No infravalores tus atractivos.
A Christine se le resecó la garganta al encontrarse con la mirada atrapada por los ojos azules y
duros de Delia. Con una ladina sonrisa en la cara, la mujer volvió la atención a la mesa.
—Espero con ilusión esa ocasión —dijo—, pero ahora vuelvo a tener hambre.
Y diciendo eso cogió un pequeño trozo de queso, como si la comida no hubiera sido interrumpida
por el juego sexual. Justo entonces se abrió la puerta.
—¡Raoul! —exclamó Christine, tan aliviada que no pudo contenerse.
Habría logrado levantarse, a pesar de las faldas torcidas que le limitaban el movimiento de las
piernas y el cojín que parecía arena movediza; pero él fue inmediatamente a ponerse a su lado.
Le pareció ver pasar un relámpago de fastidio por sus ojos cuando miró a su hermano, pero no
podía estar segura, porque la sala no estaba bien iluminada.
—¿Os he interrumpido? —preguntó él, sentándose en el cojín que había al lado de ella. —Estás
hermosa como siempre esta noche, Christine.
—Acabamos de empezar —dijo Philippe, antes que ella pudiera contestar. —Me alegra mucho que
ya estés aquí. Me parece que Christine comenzaba a sentirse sola.
Raoul lo miró de reojo cogiendo una gruesa rebanada de pan.
—¿Y he de suponer que la habéis hecho sentirse bien acogida en mi ausencia?
Delia emitió unas risitas y bebió un trago de vino, dejando la respuesta a su marido.
—Pero por supuesto, aunque, con gran consternación mía, creo que habría preferido que hubieras
llegado antes. Me pareció algo… renuente a participar del todo en nuestra… comida.
—No me cabe duda de que se sentirá más cómoda ahora que estoy yo aquí. Claro que habría
venido antes, pero me retuvieron en la ciudad.
Diciendo eso Raoul alargó las manos hacia ella.
Christine pensó que le iba a arreglar el corpiño, por lo que cuando él introdujo la mano para
cerrarla sobre uno de sus pechos, no supo cómo reaccionar. Suaves hormigueos le erizaron el fino
vello y volvieron a endurecérsele los pezones; deseó apartarse de su contacto, pero no quería
contrariarlo. Estaba segura de que Raoul era el único motivo de que Philippe no hubiera avanzado más
en sus insinuaciones sexuales hasta el momento.
—Me reuní con Le Rochet, por supuesto —explicó este.
—Aaah, sí —dijo Philippe, en tono de saber de qué iba eso. —¿Y habéis ultimado los acuerdos?
Raoul continuaba acariciándole el pecho a ella, sensual, tranquilo, despreocupado. A ella le
hormigueaba la piel, la sentía tirante.
—Casi. Estoy muy complacido por la forma como avanzan. —Al oírla hacer una inspiración
profunda, añadió—: Pero basta de negocios. —Con la otra mano le levantó el mentón y la miró
tímidamente. —¿Me has echado de menos, entonces?
En su mirada brilló una extraña luz de deseo y ella intentó desviar la mirada.
—¿Christine? —dijo él, con la voz tensa.
Ella se obligó a mirarlo a los ojos.
—Te he echado de menos. Esto…
No pudo decir nada más, porque él se le acercó más haciendo desaparecer todo lo que había en la
sala a excepción de él y la manera como se apoderó de su boca. Se sintió abrumada por la intensa
arremetida de sus labios y dientes, y su lengua explorando la suya, con las manos cerradas sobre sus
hombros desnudos.
Opuso resistencia para poder respirar y al mismo tiempo evitar seguir hundiéndose en ese blando
cojín y quedar aplastada y ahogada bajo el peso de él. Se estaba ahogando, atrapada en un torbellino de
sensaciones: labios cálidos y mojados, la lengua, las manos, la fuerte presión de su vibrante miembro
en la entrepierna, que ya tenía mojada y vibrante, la sensación en sus pezones bajo las yemas de sus
dedos; de repente, sin saber cómo, se desvaneció su renuencia, transformándose en algo ya muy
conocido. Su respiración ya era agitada y emitía suaves resuellos, tenues suspiros sobre la boca de él.
Cerró los ojos.
Raoul sabía besarla. Podía no estar de acuerdo con lo que él había hecho, pero en esa terrible casa,
él le era conocido; un oasis.
Podía no amarlo como amaba a Eric, con esa intensa y dolorosa necesidad, pero era un hombre
fuerte y guapo y conocía su cuerpo; la amaba, la amaba.
Detectaba una especie de obsesión en sus caricias, pero ella, ya excitada tras el escarceo con
Philippe y Delia, y también por el jerez afrodisiaco, estaba en condiciones de responder de igual
manera; tenía su propia desesperación, su propia obsesión.
En los recovecos de su mente, donde seguían reinando la cordura y la claridad, sabía que con el fin
de protegerse y sobrevivir, tenía que tener feliz a Raoul; debía hacerlo creer que estaría contenta con
él, y al mismo tiempo reservarse, no darle todo lo que le había dado a Eric.
Le correspondió el beso, mordisqueándole suavemente los labios cuando él la levantó
estrechándola en sus brazos, y abrió la boca, para hacerle evidente que estaba por él. Entonces, bajó
torpemente las manos por entre ellos, y cuando él comprendió qué buscaba, cambió de posición,
quitando su peso de encima de ella, y medio la montó encima de él, dejándola de costado sobre el
cojín. Sus pechos libres cayeron hacia un lado y de pronto sintió el aire fresco en ellos. Sus pezones en
punta rozaban deliciosamente la camisa de él mientras a tientas se afanaba en desabotonarle los
pantalones, hasta llegar al lugar donde los pliegues del vestido de ella estaban enredados entre las
piernas de él.
Metió la mano por debajo de sus calzoncillos, buscando decidida el duro y pesado pene. Él suspiró
con un lado de su boca cuando ella se lo levantó, libre, deslizó la mano por la aterciopelada piel
parecida a la de la breva, introdujo los dedos por entre su encrespado vello y ahuecó la palma debajo
de los hinchados testículos. Raoul cambió de posición, llevándola con él, y se tendió de espaldas.
Con el peso, el mullido cojín se levantó por los lados, y ella quedó arrodillada entre los muslos de
él. Abriendo la boca formando una o, deslizó los labios por el largo miembro, y él exhaló un suspiro
de placer.
Los movió arriba y abajo, acariciando, lamiendo, chupando y frotando el pene, mientras sus
pechos zangoloteaban y se mecían seductoramente. De la punta salían gotitas y ella sentía el sabor
salado, apretando los labios fuertemente y luego aflojándolos, con los ojos cerrados y pensando en
Eric.
De pronto sintió a alguien detrás de ella, de rodillas a sus pies. Dos manos se ahuecaron en sus
pechos, apretándoselos, luego bajaron y subieron por sus costillas y, presionándoselos por los lados,
comenzó a moverle y tironearle los pezones entre los pulgares y los índices. La sorprendió el intenso
placer que sintió, y que bajó como un rayo hasta su dilatado clítoris; los hábiles dedos continuaron
atormentándole los pezones al tiempo que ella añadía a la presión de sus labios la de sus manos
cerradas alrededor del miembro de Raoul.
Sintió una presión en la espalda, pero no de un cuerpo pesado; tenía que ser Delia la que se había
apoyado sobre ella, hundiendo la boca en un lado de su cuello. Su atención se concentró en las
sensaciones y en su creciente necesidad de alivio. Raoul movía las caderas y ella comenzó a subir y
bajar la boca más rápido, para seguir su ritmo, mientras las caricias en sus pezones le mojaban más y
más la entrepierna, haciéndola desear apretarla a algo, a cualquier cosa, para aliviarse.
Un repentino empujón casi enterró a Delia en ella, echándola hacia adelante, y el duro miembro de
Raoul prácticamente se le clavó en la garganta, provocándole bascas. El gemido de placer que oyó
emitir a Delia le hizo pasar más ráfagas de necesidad por todo el cuerpo; sintió cambiar el ritmo
detrás de ella, con las embestidas de Philippe penetrando a su mujer, mientras esta continuaba
atormentándole los pezones desde atrás.
Entonces Delia sacó la lengua y se la pasó por su sensibilizada oreja, haciéndole bajar un rugido
hueco desde el cuello por todo el espinazo, mientras los cuatro se movían a ritmos desiguales, ella
atrapada entre los tres.
Notó que Raoul se ponía rígido, listo, sintió pasar el semen por su pene y luego el chorro en la
garganta, acompañado por el gemido de liberación de él. Por fin pudo liberar la boca, cerrar las
doloridas mandíbulas y dejarse caer hacia un lado. Delia rodó con ella, y de pronto se encontró con la
mejilla apoyada en el pecho de Raoul, mirando la cara sonrojada y los ojos nublados de Delia,
mientras su marido seguía dándole por detrás.
Raoul estaba debajo de ella, haciéndola subir y bajar con el ritmo de su respiración; él subió las
manos por su espalda, las bajó por sus costados y las ahuecó en sus pechos. Mientras tanto Delia la
miraba con su roja boca abierta, jadeando, y sus pezones colgaban delante de ella como insistiendo en
que se los acariciara. Y Philippe, detrás de su mujer, tenía la cara tensa de concentración y excitación;
sus ojos no estaban nublados por el placer sino que brillaban, duros y negros, mirándola fijamente a
ella, como si fuera él quien la tenía en sus brazos y no su hermano.
Él la observaba y ella lo observaba, y seguían mirándose cuando a él se le estrecharon las pupilas,
se le aceleró la respiración, se le estiraron los labios en un rictus de crueldad y entonces, cuando
finalmente embistió una última vez, enterrando el miembro hasta el fondo de la vagina de su mujer, su
expresión le dijo que era a ella a quien deseaba, era ella a quien tendría.
Y en el mismo instante en que rodó, quitándose de encima de Delia, Philippe alargó las manos
hacia ella. La agarró, arrugándole la falda y las enaguas, y luego deslizó las manos por debajo de la
pesada tela.
—¡No! —gritó ella, debatiéndose, con la cabeza en el pecho de Raoul.
Levantó una pierna y estuvo a punto de golpear la cabeza de Philippe con el tobillo, al juntar con
fuerza las rodillas. Él le apretó los muslos con manos duras, intentando atraerla hacia sí.
—¡Raoul! —gritó ella.
A la invocación del nombre de su hermano, Philippe se detuvo, con la cara encima de ella,
jadeante, con la camisa abierta, y aflojó la presión de las manos en sus muslos. Se le normalizó la
expresión de sus ojos negros y se le hizo más lenta la respiración.
—¿No, Christine? ¿No?
Ella intentó girarse, acurrucarse en el pecho desnudo de Raoul, pero las manos de Philippe la
inmovilizaron. Entonces Philippe miró a Raoul; ella vio la mirada que intercambiaron.
—¿Ves cómo se hace la esquiva, jugando a coquetear? —dijo Philippe, apartándose, sin prisas, no
como si lo hubieran reprendido sino como si hubiera cambiado de decisión.
—Philippe —dijo Raoul, acariciándole el pelo a Christine. —No está preparada para esto. Tiene
que estar dispuesta.
A ella le dio un vuelco el corazón en el pecho. «Dispuesta.» Jamás estaría dispuesta a abrirse de
piernas ante Philippe. No dijo nada, y se limitó a depositar un ligero beso en la cálida piel de Raoul.
Tenía la impresión de que ese momento era frágil, endeble.
Philippe soltó una risa ronca, tranquila.
—Entonces tendré… tendremos que hacer todo lo posible para conseguir su participación «bien
dispuesta».
Christine sintió recaer sobre ella su mirada otra vez, y se encontró mirándolo a los ojos, atrapada.
—No creo que eso vaya a ser una tarea muy difícil —continuó él—, para ninguno de nosotros.
CAPÍTULO 18
Pero cuando abrió la puerta y entró François, comprendió al instante que la noticia no era la que
esperaba. —¿Qué pasa? ¿Ha muerto?
François, hombre fornido de puños rápidos, se quedó cerca de la puerta y lo miró francamente a
los ojos. Hay que decir en su honor que ni siquiera miró de reojo hacia la despatarrada y atada
Carlotta, que guardó silencio y no pidió auxilio, ya fuera porque estaba muy asustada o era muy lista.
—No, mi señor conde. Hicimos lo que nos ordenó, incluso le seguimos el rastro desde su escondite
subterráneo, pero el cabrón escapó. Ni siquiera lo vimos.
—¿No sabéis donde está? ¿Ni siquiera lo habéis visto?
—No, señor.
—Encontradlo. No quiero verte mientras no lo hayáis encontrado.
Diciendo eso, Philippe le dio la espalda a su empleado con las manos temblando de furia. Esa
pasada noche había enviado tras Eric a tres miembros selectos de la multitud enfurecida, con la
intención de que pusieran fin a su vida antes que Christine creyera que había escapado, pero, no sabía
cómo, él se las había arreglado para eludirlos.
Y ahora, Eric, ese hermanastro suyo, andaba suelto por el mundo, libre, y resuelto a vengarse.
Se giró hacia Carlotta. La expresión de su cara debía ser muy elocuente, porque cuando ella lo vio
reanudó los chillidos y los intentos de pataleo.
CAPÍTULO 20
YA habían transcurrido dos días desde que perdiera a Christine, y ahora, bien pasado el crepúsculo,
Eric salió de París, donde los restos del Teatro de la Ópera seguían ardiendo y consumiéndose. A pesar
de la hora, la luna llena le daría bastante luz en el trayecto hacia la propiedad donde se había criado.
Al acercarse al límite sur de la inmensa propiedad Chagny, miró atentamente hacia el horizonte
occidental, hacia donde estaban las puertas en la distancia, y vio salir a dos jinetes. Se apresuró a
llevar a César hasta un grupo de árboles que bordeaban un bosque más denso. No podía saber de cierto
que esos hombres lo buscaban a él, pero venían de la casa de Philippe, y era raro que alguien saliera de
ahí a esas horas.
Si no iban en su busca en esos momentos, no tardarían en hacerlo.
Aunque César llevaba varias horas soportando su peso, de todos modos respondió a la urgente
presión de sus rodillas y aceleró la marcha hasta casi medio galope. Sería muy peligroso cabalgar a
galope tendido por ese denso bosque, pero tenía muy claro que debía poner la mayor distancia que
pudiera entre él y sus posibles perseguidores mientras daba un rodeo en dirección al pueblo de
Chagny.
Había quedado en encontrarse con madame Giry detrás del establo de La Vache Dormante, la única
posada del pequeño pueblo situada en el llano que se extendía al pie de la colina donde se elevaba el
castillo.
Cuando llegó al lugar del encuentro, fue a situarse con César detrás de un grupo de árboles, lo
bastante cerca para observar el establo y ver a las personas que entraban o salían. Tenía frío y hambre,
pues no había comido nada aparte de un trozo de pan rancio desde que abandonó su casa dos noches
atrás.
La luna llena arrojaba un resplandor azulado sobre los campos. Pasado un buen rato, vio una figura
erguida, envuelta en una capa oscura, caminando a toda prisa hacia él. La reconoció inmediatamente, a
pesar de la capa. Gracias a Dios, había venido.
Cuando Maude ya estaba bastante cerca del establo, él arrojó una piedra desde su escondite para
que le cayera cerca. Ella miró hacia ese lugar, y él se asomó por un lado del arbusto y le hizo una seña.
—Por aquí —dijo ella, pasando a su lado como si no hubiera visto su gesto.
Él la siguió y bajaron por la ladera de una pequeña colina, alejándose de la posada y su establo,
hasta llegar a una pequeña cabaña.
—Aquí estaremos seguros —le dijo, abriendo la puerta cuando él llegó a su lado, e indicándole
que entrara.
La cabaña, que era una sola habitación muy pequeña, quedaba oculta del camino principal, y daba
la impresión de que nadie la ocupaba desde hacía mucho tiempo.
—Una de las chicas del castillo me contó que su hermano dejó esta cabaña cuando se embarcó de
tripulante en un barco mercante. Aquí por lo menos estarás protegido del frío y no te verá nadie —le
dijo Maude, haciendo entrar al caballo. —César tendrá que quedarse aquí dentro contigo por un
tiempo, porque ese pelaje blanco se ve desde cualquier parte.
—¿Christine? ¿Has visto a Christine? —le preguntó él, antes que ella terminara su explicación.
—La he visto y he hablado con ella. Está bien. Tienes las manos congeladas, Eric, y das la
impresión de estar a punto de desplomarte. Lo empujó hacia un pequeño jergón. —Siéntate.
Cuando ella ya se dirigía al hogar, él la detuvo.
—No, el humo les advertirá que esta casa no está deshabitada; no necesito fuego. Ahora háblame
de Christine. Sabía que no le convenía oírlo, pero debía.
—No está herida, lesionada ni dañada de ninguna manera —le dijo Maude, metiendo una mano
bajo la capa. —Venga, come algo, so tonto. Y he traído un poco de vino también. No le servirás de
nada si estás debilitado por el hambre. ¿Por qué no cogiste algo antes de salir de París?
Sacó un envoltorio de paño que contenía queso y carne, y luego un trozo de pan y una pequeña
botella de vino.
—Gracias por venir —dijo él, obligándose a pasar la atención a lo que tenía entre manos; ya sabía
que Christine estaba bien; después ya podría sufrir enterándose de los detalles. —¿No has tenido
ningún problema?
—La verdad es que no. Todo ha ido sobre ruedas. A la mañana siguiente del incendio, salí de París,
como lo habíamos planeado, y me vine a este pueblo. Le envié recado a Rose, y ella se encontró
conmigo y luego me llevó al castillo para recomendarme para el puesto de camarera de la planta
noble.
—No le dijiste por qué.
—No, no, sólo sabe que el Teatro de la Ópera se incendió y que yo necesitaba un empleo, al menos
por un tiempo.
—¿Nadie sabe quién eres, aparte de Rose?
—Nadie. He sido muy discreta y me he mantenido muy ocupada trabajando. —Se miró las manos
enrojecidas sin ocultar su fastidio. —No estoy acostumbrada a hacer esos trabajos. Pero, Eric, tenemos
que actuar pronto. Raoul no podrá mantener a raya a Philippe mucho tiempo.
—¿Raoul ha protegido a Christine?
Por todo él pasó una oleada de alivio mezclado con celos. No era mejor darle vueltas a una imagen
de Christine con Raoul que a una de Christine con Philippe, aunque por lo menos con Raoul era menos
probable que le quedaran marcas de cicatrices.
Pero ¿qué más podría darle ella al vizconde de Chagny? ¿Su corazón? ¿Qué sería de su amor por él
ahora que estaba lejos del Teatro de la Ópera, alojada en comparación con la pobreza de su habitación,
en el lujoso castillo, bien atendida en todas sus necesidades y deseos, con criadas, ropa, toda la comida
que quisiera, un dormitorio para ella sola, joyas, un hombre que podía caminar por las calles a la luz
del día y acompañarla a fiestas y a las tiendas de París? ¿Un hombre que no llevaba diez años oculto
en la oscuridad, amedrentado y encogido de miedo?
El queso comenzó a desmigajarse entre sus dedos y cayeron trocitos al suelo. Sería mucho más
fácil para Christine decidirse por un hombre que vivía de día. Sería mejor para ella. ¿Qué futuro podía
tener con un hombre que se mantenía oculto?
—Basta, Eric —ladró Maude, como si le hubiera leído los pensamientos. —Has llegado muy lejos
para renunciar ahora. Te juro que ella es la más fuerte de los dos en estos momentos, lo que me
sorprendió muchísimo. Pensé que la iba a encontrar llorando en un rincón, asustada como una gatita,
pero no, está resuelta a hacer lo que deba hacer hasta que tú vengas a buscarla. Te quiere, te ama de
verdad.
Maude tenía razón, sin duda, y lo fastidió haber caído por un momento en el desánimo, desviando
la atención de lo importante.
—Lo sé —dijo en voz baja, repentinamente desesperado por Christine.
Se obligó a comer un poco de queso. Le supo poco mejor que el papel, pero al menos era comida.
Y se fiaba de Maude como no se fiaba de nadie, porque ella había sido la única madre que había tenido
desde que murió la suya hacía ya casi quince años. Fue Maude la que lo ayudó a encontrar el refugio
en el subterráneo del teatro cuando finalmente tuvo que huir de los Chagny. Desde el comienzo, ella
había estado en contra de su amor por Christine; por eso, si ahora lo apoyaba, es que era lo correcto.
Maude le tocó la mano; sintió calientes sus dedos en la piel fría.
—Estás tan acostumbrado a esconderte del conde y sus amenazas que no me extraña que vaciles.
—Pero ya han pasado diez años desde que me obligó a esconderme; he pasado diez años viviendo
bajo tierra debido a algo que no hice. Siempre me han perseguido las imágenes de los cuerpos de esas
tres mujeres, no, de esas niñas, porque no podían tener más de quince años. Fue abominable lo que les
hizo.
—¿Qué pruebas asegura tener que te implicarían en esos crímenes?
Eric se encogió de hombros y tomó otro bocado del queso.
—No las he visto, lógicamente, pero ¿quién creería en la inocencia de un monstruo horripilante,
contra la palabra de un Chagny rico y poderoso? —dijo, furioso. —No he pasado un solo día sin
pensar si debería darme a conocer y correr el riesgo, e intentar recuperar aunque fuera la humilde vida
que llevaba y por lo menos poder llamarla mi vida, en lugar de seguir escondido en la oscuridad
debido a mi malvado hermanastro. Pienso en todos esos años que he perdido a causa de mi miedo, de
él, con su riqueza y poder, y me reprendo por mi debilidad.
Maude cerró la mano en su muñeca, y el contacto fue absolutamente consolador para un hombre
que había tenido tan poco afecto.
—Fuerte en la mente y en el corazón; eres muy, muy fuerte en muchos sentidos, Eric, pero tienes
una enorme debilidad, por algo que no has estado dispuesto a arriesgar, tu libertad, o volver a una vida
de ridículo y de perderte a ti mismo. Eso no es sorprendente ni es un gran defecto. ¿Quién de nosotros
no haría lo que debe para mantenerse libre? Eras muy joven entonces, ¿lo recuerdas, Eric? No podías
tener más de diecisiete años, tal vez dieciocho, cuando tuviste que buscar refugio. ¿Y cómo era tu vida
antes de eso? Todo burlas y sufrimiento. No es de extrañar que optaras por hacer lo que hiciste. No es
de extrañar.
—Incluso ahora, cuando está en peligro la mujer que amo más que nada en el mundo, me escondo.
Me escabullo por los rincones como un escarabajo, y dependo de ti para que me traigas noticias, para
que hables con ella y la tranquilices.
Maude lo miró con un destello en los ojos desconocido para él.
—Eric, ¿hace falta que te diga que estás haciendo todo lo que puedes? —Negó con la cabeza. —
No, creo que no. Te ayudo porque te quiero y porque deseo que tengas algo «bueno» en tu vida,
después de todos estos años de angustia. Cuando llegue el momento oportuno para que abandones la
oscuridad, lo harás.
Él había terminado de comer el queso y bebió un trago de vino para aliviar la garganta, que de
repente sentía oprimida. Nadie le había hablado jamás con tanta amabilidad y confianza.
—Gracias —dijo, asintiendo.
Se quitó el manto de las dudas y oscuridad que había caído sobre él, y puso a trabajar su ágil
mente.
—Conozco todas las entradas y maneras de entrar en el castillo —dijo—, pero no me cabe duda de
que mi hermano estará esperándome. Estará vigilante. Tenemos que encontrar una manera de sacar a
Christine de ahí. Dime, ¿se pasa la mayor parte del tiempo… sola? ¿En su habitación? ¿O…?
Bebió otro trago de vino, con los dedos tensos sobre el liso vidrio de la botella.
—Anoche cenó con los hermanos Chagny y la condesa, pero hoy ha pasado mucho tiempo en su
habitación, sola. Aunque no creo que dure mucho porque, como he dicho, Philippe se está
impacientando.
—En el instante en que Raoul se dé la vuelta, hará lo que desea —dijo Eric, hincando el diente en
el último trozo de pan. —Christine debe escapar antes que ocurra eso. Quizás en algún momento en
que Philippe esté muy ocupado o distraído por algo.
—Oí decir que mañana espera visitas. Tal vez cuando esté reunido con esas…
Eric ya estaba asintiendo.
—Sí, sí. Ese será un buen momento. A Philippe le gustan los gestos grandiosos; él y la condesa
comerán con ellas, pero ¿y Raoul? Si está ahí, es probable que Christine vaya cogida de su brazo a
sentarse a la mesa.
—Raoul debe volver a París mañana por la mañana, por algo que tiene que ver con su
enrolamiento en el barco y su próximo viaje.
Eso significaba que Christine se quedaría sin su protector.
—Entonces debemos hacerlo mañana. ¿Sabes a qué hora llegarán los invitados?
Ella estaba mirando por la ventana.
—A última hora de la mañana, he oído. El conde dio la orden en la cocina de que prepararan una
comida abundante. Eric asintió.
—Estupendo. Raoul no estará y eso lo hará más fácil. Necesito que montes alguna cosa, algo que
distraiga la atención de los guardias para que ella pueda escapar. Un incendio en el establo iría bien.
Los caballos estarán fuera paciendo, pero el fuego será un peligro de todos modos.
—Puedo encargarme de eso —dijo Maude, asintiendo.
César relinchó nervioso, levantando y agitando las orejas y dando unos saltos por la pequeña
cabaña. Eric se le acercó a darle palmaditas en las ancas.
—Tranquilo, muchacho —le susurró, pensando si no habría detectado la presencia de un lobo. —
Vigila el camino de vuelta; siempre ha habido lobos por aquí, y no tienen miedo.
—Lo haré.
Él volvió la atención a los detalles.
—Si el incendio se inicia en el establo durante la comida, hará salir a Philippe y a sus invitados.
Comiénzalo un cuarto de hora antes de que sirvan la comida, en la parte de atrás, en el altillo. Cuando
lo noten, las llamas ya se habrán elevado. Que Christine salga de su habitación por el pasadizo del que
te hablé; desde ahí puede salir del castillo por el lado sur, al otro lado del establo. Yo estaré
esperándola con César.
Maude le cogió la cara entre las manos, algo que no había hecho nunca; sintió frescos sus dedos en
la piel de la parte desnuda, y en la parte desfigurada, la presión sobre su máscara.
—Eso haré —dijo. —Cuídate, Eric. Él asintió y se dejó abrazar.
—Gracias, Maude. Gracias por todo lo que has hecho.
En la puerta de la cabaña la detuvo, con el oído atento. El suave crujido que había creído oír no se
repitió. Pasado un largo rato de observar y esperar en silencio, y viendo que César continuaba
tranquilo, le dijo:
—Ahora vete y ten cuidado con los lobos.
—Hasta luego, Eric —dijo ella.
Y desapareció en la oscuridad.
CAPÍTULO 21
CHRISTINE.
El sonido de su nombre pasó vibrando por la calma del sueño. Ella abrió los ojos, y le dio un
vuelco el corazón al darse cuenta que había alguien con ella en el oscuro dormitorio. El susto le duró
hasta que le quedó claro que no era Philippe, y tampoco Raoul. Olía a azucenas.
—¿Madame?
Habló en voz muy baja, intencionadamente y por el sueño, pero antes de que alcanzara a decir otra
sílaba, una mano le tapó la boca.
—Soy yo, sí. Ahora escucha atentamente. He visto a Eric, esta noche, en el pueblo. —Aumentó la
presión de la mano, impidiéndole preguntar cómo estaba él, dónde se encontraba, y todos los detalles
que ansiaba saber. —Chsss. Está bien, y cerca de aquí. Hemos planeado tu huida, para mañana.
—¿Mañana?
La mano le impedía hablar, pero de todos modos ella moduló la palabra, feliz.
—Cuando el conde esté atendiendo a sus invitados, habrá un incendio en el establo. Todos irán
corriendo a combatirlo, y entonces tú saldrás por la puerta por la que he entrado yo. Esa, la del cuarto
ropero, e irás a ponerte a salvo.
Christine le apartó la mano de la boca para susurrar:
—¿Usted no vendrá conmigo?
—No puedo. No me atrevo a revelar mi complicidad, por si después se me necesita dentro de estas
paredes. Eric te estará esperando en el otro lado del castillo, al otro lado de donde está el establo.
Huiréis a un lugar seguro. ¿Entiendes?
Christine asintió y madame apartó la mano de su boca.
—Ahora te explicaré el camino que debes tomar para escapar.
En voz muy baja y tranquila, procedió a describirle la ruta por los pasadizos secretos, hasta la
salida por una pequeña puerta de atrás, muy cercana a la entrada de servicio, que salía al lado opuesto
a donde estaba el establo.
—Si hay pasadizos secretos, ¿por qué no puedo salir ahora? —susurró Christine, incorporándose
hasta quedar medio sentada.
—El castillo está vigilado por todos lados porque el conde supone que Eric vendrá a buscarte. Por
eso, mañana, cuando se incendie el establo y el conde esté ocupado con sus invitados, será el mejor
momento para que escapes sin que te vean. Los guardias estarán ocupados combatiendo el fuego, y tu
saldrás por la pequeña puerta que está muy cérea de la pared lateral del castillo.
Christine asintió, pero por la cabeza le pasó otro motivo de curiosidad y preocupación.
—Pero si el castillo está vigilado, ¿cómo ha podido salir para encontrarse con Eric? ¿No la han
detenido los guardias?
Madame emitió una risita suave y ronca.
—No tienen el menor interés en las idas y venidas de una criada. Están vigilantes por ti, y por Eric,
para cogerlo si viene. Y, en realidad, son tantos los criados que van al pueblo por la noche a beber algo
a la posada, que la salida de una criada más no les da motivo para elucubrar.
—Así que mañana saldré de esta habitación por el pasadizo secreto —dijo Christine, sonriéndole a
la oscuridad.
Esa noche sería la última en que dormiría con la esperanza de que Philippe no quisiera satisfacer
su evidente deseo. Mañana ya no tendría que preocuparse de eso. Estaría con Eric.
—Sí, y nadie se dará cuenta de tu ausencia hasta mucho más tarde. Y entonces tú y Eric os
marcharéis a comenzar una nueva vida en algún lugar donde su cara no sea causa de horror, de odio ni
de acusaciones.
—Gracias, madame —dijo Christine, apretándole las manos. —Gracias.
Un momento después la directora del ballet salió sigilosamente de la habitación y Christine se
acomodó de costado en la enorme cama.
Mañana, pensó, mañana volvería a estar con Eric y lejos de esa casa de erotismo, lascivia y
peligro.
Cuando Christine volvió a abrir los ojos, la luz del sol entraba a raudales por la ventana y junto a la
cama estaba Raoul, alto, erguido, y con su pelo dorado resplandeciente.
—Raoul —exclamó, saliendo de un maravilloso sueño con un hombre de pelo negro azabache,
muy distinto a ese tan elegante que la estaba mirando muy tranquilo.
—Buenos días, Christine —saludó él, con ese destello en los ojos que ella ya conocía muy bien. —
Qué hermosa estás, con todo el pelo revuelto y desparramado sobre la ropa de cama. Pero te veo
ojerosa, ángel mío. ¿No has dormido bien en tu blanda y ancha cama?
—La cama es muy cómoda, Raoul —contestó.
Lo miró tratando de recordar al amable chico del que se hizo amiga años atrás, el que corrió a
recoger el fular antes que se lo llevaran las olas. No el que la estaba mirando como si deseara
devorarla toda entera sin siquiera respirar, y que la llevó a esa casa en contra de sus deseos.
Obligándola a elegir la cautividad para salvar a su amado.
Raoul se sentó, hundiendo ligeramente el colchón, con lo que a ella se le fue un poco el cuerpo
hacia él; entonces le deslizó suavemente las yemas de los dedos por el brazo desnudo, que Christine
tenía doblado encima de la colcha, con la mano cerca de la garganta. El sueño con Eric la había
excitado, y el corazón le seguía retumbando por haber sido sacada tan bruscamente de ese mundo
sensual y encontrarse de nuevo en esa habitación en la que crujía el miedo y la incertidumbre.
Él colocó una mano a cada lado de sus hombros, y con una hundió la almohada en el lado de ella,
con lo que se le ladeó un poco el cuerpo.
—Una cama es mucho más cómoda cuando se comparte —musitó, girando la cara hacia ella.
Christine retuvo el aliento y resistió el deseo de apartarlo de un empujón. La noche pasada había
intentado seducirla en el salón, después de la cena, esta vez servida en un comedor normal, y a
diferencia de la noche anterior, consiguió mantenerlo a raya pretextando un dolor de cabeza.
Raoul no le discutió, pero ella vio la expresión maliciosa en la cara de Philippe, que los observaba
desde su sillón. Estaba claro que él sabía que era un pretexto para eludirlo, y su expresión le decía
claramente que esa mentira no le daría resultado con él. La resolución que vio en su cara le aumentó
aún más el miedo, sobre todo después que Raoul anunció que a la mañana siguiente se ausentaría del
castillo.
Y esa era la mañana en que la dejaría sola con Philippe.
De repente, la proximidad de Raoul le pareció un mal menor.
—¿A qué hora te marchas? —le preguntó, cerrando los ojos para no ver la ávida expresión de su
cara.
¿Le quedaría tiempo al conde entre la marcha de Raoul y la llegada de sus invitados para visitarla
en su dormitorio?
—¿Ya me echas de menos? —preguntó él, levantando una pierna y pasándola hasta el otro lado de
ella, para dejarla atrapada bajo las mantas.
Antes que pudiera contestar, él bajó el cuerpo sobre el suyo para besarle el hombro desnudo.
Sintió sus labios sorprendentemente duros, y el dolor que le produjeron en la sensible piel la
hicieron girarse hacia un lado, apartándose, aun cuando la caricia le incitaba el deseo. Él siguió su
movimiento y ahuecó las manos en sus hombros para mantenerla quieta; su respiración ya estaba
agitada y con la boca húmeda le echaba el aliento en el hombro.
—No —musitó él, con la voz trémula. —Christine, te necesito.
Le succionó la piel del hombro con los labios, enterrando suavemente los dientes, y ella sintió que
acomodaba su peso sobre ella. Atrapada bajo las gruesas mantas y entre las piernas de él, no podía
patalear ni moverse.
—Raoul…
—Mi barco zarpa dentro de dos días. Estaré ausente un año, y no voy a marcharme sin convertirte
en mi esposa —dijo él, levantando la cabeza para que le viera los ojos. —Te amo. —Acercó la cara y
le cubrió la boca con la suya, deslizando la mano por entre ellos para bajar las mantas y dejarle libres
los pechos. —Mi hermano quería que me casara con la chica Le Rochet, pero no puedo. Hoy haré el
viaje para ir a ver a su padre y romper el compromiso. Será corto; luego vendré a buscarte.
Cuando le acarició el pezón, todavía sensible por la excitación del sueño, sintió la sacudida del
placer; y al besarla en la boca, introduciendo la lengua, mojada y fuerte, enredándola con la suya, se le
cerraron los ojos. Volvió a sentir el deseo recordado del sueño y justo entonces él subió las manos,
deslizando las palmas por sus pechos, le desató el lazo que le cerraba el camisón y se lo abrió,
dejándoselos libres, al aire. Seguía con la parte inferior del cuerpo atrapada, y entonces Raoul deslizó
el cuerpo hacia abajo y le presionó la entrepierna con el bulto de su pene erecto, por encima de las
mantas.
Sentía su respiración jadeante, y cuando abrió los ojos vio que él los tenía nublados, con una
expresión extraña, una expresión resuelta que le produjo un ramalazo de nerviosismo. Pero él continuó
besándola, sujetándola por los hombros otra vez, con la espalda arqueada para poder deslizar los
labios por su mandíbula y luego continuar hacia abajo por la delicada piel del cuello. Su boca se
deslizaba suave, dura, mojada y sensual, todo al mismo tiempo, y ella no podía desviar la atención de
aquellas sensaciones, de los interminables hormigueos que le producían sus labios. Se sentía nerviosa
y dolorida al mismo tiempo, y tenía que esforzarse en mantener los ojos abiertos, para concentrar la
atención en el cielo raso y no en lo que le producía su boca sobre la piel.
Él le succionó largamente el cuello, y ella ahogó una exclamación cuando las sensaciones le
bajaron por el cuerpo, haciéndole hormiguear el vientre y luego la vibrante entrepierna. Con un fluido
movimiento, Raoul ya tenía un pezón en la boca, y ella oyó sus resuellos, succionándole y
succionándole, introduciéndoselo hasta el fondo de la boca, duro y puntiagudo. El placer y el dolor de
la incesante succión se le hizo tan insoportable que gritó, y Raoul levantó la cabeza.
—Te casarás conmigo, Christine —le dijo, con sus llenos labios rojos, los ojos brillantes de
resolución y la voz trémula de emoción. —Te casarás conmigo, y olvidarás a ese monstruo. No me
importa lo que diga mi hermano. Te… casarás conmigo.
Se estaba moviendo encima de ella, con la respiración cada vez más rápida, hasta que puso los ojos
en blanco y, con un suave sollozo de alivio, se estremeció y hundió la cara entre sus pechos,
mojándole la piel.
Cuando levantó la cabeza, tenía la cara mojada por las lágrimas, y al intentar ella girarse para
apartarse, le cogió la muñeca y se incorporó.
—Christine, esta noche cuando vuelva, te marcharás conmigo. Eres «mía». ¿Lo entiendes?
Esa noche ella ya no estaría, se habría marchado con Eric.
—Raoul —dijo, intentando desesperada encontrar algo que decirle.
El chico amable ya no existía, había desaparecido totalmente. La presión de sus dedos en la
muñeca le causaba dolor, tanto que deseó gritar para que se la soltara, pero vio esa expresión extraña
en sus ojos y no se atrevió. No se atrevía a hacer nada aparte de manifestar su acuerdo.
—Te protegeré de él, de todos ellos —continuó él, sentándose a su lado, sin soltarle la muñeca. —
Te haré olvidar lo que te hizo ese monstruo, y vivirás conmigo, Christine.
Sin soltarle la muñeca, metió la otra mano por debajo de las mantas y la bajó hasta su entrepierna.
Antes que ella pudiera moverse, se la cubrió con la palma, deslizó los dedos por los pliegues de su
vulva y comenzó a frotarle ahí con movimientos largos y pausados.
Ella estaba más que preparada para eso, y la sorpresa de ese repentino movimiento la cogió con la
guardia baja, tanto que el placer se la tragó. Su mundo se centró ahí, en la entrepierna, se levantó y
cayó. Se entregó, se abandonó al placer, toda ella concentrada en el ritmo de la mano de él.
Sentía a Raoul a su lado, oía su respiración agitada y los extraños y roncos sollozos que le salían
de la garganta. Sabía que era él el que la estaba acariciando así, llevándola a los estremecimientos del
orgasmo que sabía que vendría.
Pero era en Eric en quien pensaba, era Eric al que deseaba.
Y por Eric lloró cuando por fin se corrió, y su cuerpo se estremeció en temblores convulsivos,
producidos por la mano de otro hombre.
Le brotaron lágrimas de las comisuras de los ojos, mientras rezaba, pidiendo que todo fuera tal
como lo habían planeado para su escapada ese día.
Cuando pasado un largo rato abrió los ojos, vio a Raoul de pie a un lado de la cama, con los ojos
fijos en ella.
—Te casarás conmigo, Christine. Eres lo único que mi hermano no me va a impedir tener.
Diciendo eso salió de la habitación y cerró la puerta sin hacer ruido.
CAPÍTULO 22
DOS horas después que saliera Raoul de su habitación, una vez que comenzaran a servir la comida
de mediodía abajo, Christine oyó los gritos de alarma que anunciaban el incendio en el establo. Como
estaba preparada, envuelta en una capa oscura, entró en el cuarto ropero y salió al pasadizo secreto sin
vacilar.
Sólo un momento después, sin haberse encontrado con nadie, salió por la pequeña puerta de detrás
del castillo. La luz del sol sobre los trozos de nieve le resultó cegadora, pero el frío y cortante aire de
invierno la refrescó, aunque todo estuviera teñido por el humo del establo incendiado; pero era el aire
de la libertad.
En esos momentos aún no estaba libre de los hermanos Chagny, pero sí lo más cerca de Eric de lo
que lo había estado esos días.
Echó a andar, alejándose del castillo. Acababa de esconderse detrás del grueso tronco de un
inmenso roble, cuando oyó un grito en la distancia.
Se quedó inmóvil, con el corazón en la garganta. Pasado un momento, y después de mirar
alrededor asomando la cabeza por los lados del tronco, comprendió que el grito había venido del otro
lado del castillo, de donde estaba el establo.
Una mirada hacia la torre cuadrada que se elevaba sobre el edificio le dijo que quien fuera el que
inició el incendio había hecho un buen trabajo. Una espiral de humo gris oscuro se elevaba hacia el
cielo, y las ráfagas de viento lanzaron una lluvia de cenizas sobre el techo a dos aguas del castillo, y
arrojó un olor más fuerte a madera quemada.
Con la esperanza de que ninguno de los caballos sufriera daños por el incendio, miró una última
vez la nube de humo y corrió hacia otro árbol. Madame Giry le había aconsejado que corriera rápido
de árbol en árbol, avanzando hacia un grupo de pinos achaparrados que se alzaban cerca del muro. Ahí
había un montón de piedras por las que podría subir al muro, le explicó, y Eric la estaría esperando al
otro lado.
Eric.
Echó a correr, con la capa arremolinada alrededor de sus piernas, y se escondió detrás de otro
árbol. Aunque era invierno, las ramas se veían bastante frondosas, y los pinos ya estaban tan cerca que
era difícil que cualquiera que estuviera mirando la viera por alguna ventana de las plantas superiores.
Ahí. Cuando echó a correr hacia el trío de pinos, vio el montón de piedras. El muro no le llegaba
más arriba del pecho; las piedras planas, que daban la impresión de ser restos de la construcción del
muro o del castillo, le facilitarían subir a lo alto del muro, a pesar de lo que pesaban la falda y las
enaguas.
Afirmándose en el borde del muro subió por el montón de piedras, y cuando llegó arriba puso un
pie encima y miró, en busca de Eric. Más allá había árboles desperdigados sobre ondulantes campos
salpicados aquí y allá por franjas de nieve y, en la distancia, una hilera curva de árboles marcaban el
límite de la propiedad. A la izquierda, bastante lejos, en el muro que estaba pisando, vio unas macizas
puertas de hierro, por las que se entraba a la extensión de césped que acababa de atravesar, y hacia el
otro lado se elevaba la oscura espiral de humo del establo incendiado.
No se veía ningún signo de vida. Todo estaba silencioso y quieto. Pero entonces lo vio, cerca de un
grupo de árboles.
—Eric —dijo en voz baja, sin poder creer que él estuviera ahí, avanzando hacia ella montado en
César.
Su gruesa capa oscura ondeaba sobre las sucias ancas blancas del caballo, y llevaba la cara casi
oculta por la ancha ala de un sombrero. Se veía erguido y fuerte sobre la silla, conduciendo al caballo
por la hilera de árboles, fuera de la vista del castillo y su establo incendiado.
Se sentó sobre el muro, pasó las piernas al otro lado, saltó y corrió hacia él.
—Caramba, qué agradable sorpresa —dijo Philippe, quitándose el sombrero, y ella retrocedió
espantada. —Pero espero que no te marches tan pronto.
—¡No! —gritó ella, girándose y echando a correr.
Pero Philippe era más veloz que ella. A galope sobre el caballo, bajó el brazo, la cogió por la
cintura y la depositó bruscamente sobre el arzón de la silla, delante de él, boca abajo. Sin aliento, ella
abrió la boca para respirar, intentando liberarse.
—Un caso de confusión de identidad, supongo, a juzgar por tu reacción —dijo él, sujetándola
fuertemente por la nuca, mientras el estómago le saltaba sobre el arzón de la silla, causándole un dolor
terrible. —Perdóname que haya frustrado tus planes, pero no quiero que abandones el castillo tan
pronto, querida mía.
Ella no podía zafarse de la presión de su mano en la nuca, pero con el poco aire que le quedaba en
los pulmones, consiguió preguntar:
—Y ¿Eric?
Era evidente que le había ocurrido algo. ¿Cómo, si no, Philippe cabalgaba a César\'7d
Philippe había hecho virar al caballo, y ella logró levantar la cabeza lo suficiente para ver que iban
en dirección a las puertas, de vuelta al castillo.
—Tu amado Eric no está en condiciones de ayudarte en estos momentos. N00.
Cerró los ojos, intentando bloquear el tono de regocijo y satisfacción de su voz. Philippe no tendría
ningún escrúpulo, ninguno en absoluto… pero no, no quería creerlo. Todavía no. No, mientras no
tuviera la prueba.
A galope tendido, llegaron a la puerta de servicio por la que ella había salido sólo un momento
antes. Sin quitar la mano de su nuca, él se apeó del caballo y al instante le cubrió la boca con la otra.
La bajó del caballo y cerró una mano en su brazo.
Aunque ella se debatió y pataleó, él era mucho más alto y fuerte y a rastras la hizo entrar en la
casa. Cuando ya estaban dentro, se detuvo en el estrecho corredor de atrás y, sin dejar de aplastarle la
boca con una mano, y apretándola contra su cuerpo, buscó con la otra y sacó un brillante cuchillo.
—Ahora —dijo, jadeante—, no harás ningún ruido, o te rebanaré ese precioso cuello. Me
disgustaría mucho hacerle daño a un pájaro canoro tan bello, pero, como ocurrió con Carlotta, no
tengo ningún escrúpulo si creo que es necesario. Camina por aquí.
Le liberó la boca, pero continuó apretándole el brazo con tanta fuerza que se le adormecieron los
dedos, mientras con la otra mano sostenía el cuchillo con la punta apoyada en su garganta. Christine
caminó por donde se lo ordenó, y cuando creyó que iban a entrar en la habitación que ella había
ocupado, él tomó otra dirección.
—No, querida mía. Dispongo de habitaciones mucho más cómodas para ti, en que las paredes son
más gruesas y revestidas con aislamiento acústico. Mis aposentos particulares.
A ella se le encogieron las entrañas y por todo su ser pasó una oleada de miedo. Él debió ver sus
ojos agrandados y su expresión de terror, porque sonrió, diciendo:
—Seguro que te complacerá saber que no nos interrumpirán.
Christine pensó que prefería que ese cuchillo le rebanara el cuello antes que estar encerrada en los
aposentos del conde, pero entonces se acordó de Raoul. Pese a ese destello obsesivo que veía en sus
ojos, él no pretendía hacerle ningún daño; no permitiría que su hermano le hiciera daño; deseaba
casarse con ella.
Philippe no se atrevería a separarla de él; no se atrevería a hacerle daño; mucho daño. Se le
revolvió el estómago, pero tragó saliva para calmar las náuseas. Y si Eric aún estuviera vivo, la
encontraría. Soportaría lo que fuera, pasaría por cualquier cosa, si existía la posibilidad de volverlo a
ver.
Pero cuando Philippe abrió la puerta de una habitación y la hizo entrar de un empujón tan fuerte
que cayó al suelo de rodillas, pasó por ella otra oleada de terror. Vio cosas que la hicieron desear
coger el cuchillo y rebanarse el cuello.
Había una hilera de horribles látigos, colgando muy ordenaditos en la pared.
Y tres muebles muy raros; uno en forma de i griega, otro en forma de equis y una barra oblicua
que bajaba del cielo raso al suelo; de cada uno de los artefactos colgaban unas esposas.
Un palo largo, con pinchos incrustados y decorado con dos esposas colgaba sobre su cabeza.
En una mesa vio varios objetos de metal y de madera, de formas largas y sinuosas, unos con puntas
letales y otros con tachones redondos incrustados.
Y también a una chica desnuda y encadenada a la pared, con las piernas abiertas, una enorme bola
blanca metida en la boca y los ojos desorbitados.
Dejó de respirar, no podía, y sintió que la habitación comenzaba a cerrarse sobre ella. Entonces
oyó una risa ronca, luego un clic metálico y se desvaneció, cayendo en una negrura absoluta.
—No sabes cuánto detesto ser el portador de malas noticias, mi querido hermano —dijo Philippe,
plantándose delante de Eric. —Pero no considero justo permitir que sigas aferrado a sueños frustrados.
Verás, la mujer que amas, por la que lo has arriesgado todo, ha tomado una decisión muy pragmática.
Eric guardó silencio, no reaccionó en absoluto, ni siquiera con una brusca inspiración ni el
movimiento de un párpado. En realidad, no se atrevía a levantar la cabeza para mirar a los ojos a su
hermano, no fuera que este viera su intenso odio y lo matara en ese mismo momento. Tenía que
impedir que lo hiciera, pues mientras conservara la vida, existía la esperanza de escapar y de encontrar
a Christine.
—Ha recuperado la sensatez y decidido que servirá mejor a su suerte poniéndose de lado del
vizconde que de su hermano Chagny bastardo. Esta mañana se fugaron para casarse. Así que, verás, no
hay ningún motivo para que sigas aferrado a la esperanza. Puedes volver a tu oscura mazmorra
subterránea y revolearte en ella por toda la eternidad. Ah, pero perdóname, ya estás en una mazmorra
oscura, ¿no?
Eric apretó los dientes, y sintió rechinar las muelas en los extremos de la mandíbula. Tenía los
brazos adormecidos por los grilletes metálicos que le rodeaban las muñecas, firmemente fijados por
cadenas a la pared, por encima de su cabeza. Tenía las piernas inmovilizadas de igual manera, sujetas
con grilletes cerca del suelo, por lo que debía ponerse de puntillas para descansar los brazos y luego
colgar por las muñecas para descansar los pies. Hacía rato que le habían quitado la máscara, y tener la
cara destapada sólo le aumentaba la sensación de vulnerabilidad.
Estaba así desde la noche anterior, desde no mucho después que Maude se marchara de la pequeña
cabaña. Tal vez sólo había pasado un cuarto de hora desde que ella salió, lo que le daba la esperanza
de que hubiera podido volver al castillo sin que la vieran, cuando se abrió la puerta y entraron cinco
hombres fornidos que lo atacaron con los puños, los pies y garrotes.
Aún así, podría haber escapado, si no hubiera sido por un sexto hombre que esperaba fuera de la
ventana y que cuando se arrojó por ella lo cogió por el pelo y lo golpeó en los hombros con un enorme
palo, con tanta fuerza que cayó al suelo. Un momento después, en medio de un torbellino de puñetazos
y patadas, sucumbió al dolor y su mundo se volvió negro.
Entonces, cuando recuperó el conocimiento se encontró ahí, encadenado a la húmeda y fría pared
de la mazmorra subterránea del castillo de Chagny. La reconoció inmediatamente; hacía tiempo que
sus iniciales estaban grabadas en la piedra, recordatorio de los días pasados ahí cuando enfurecía a su
padre o a sus hermanos.
Amargo pensamiento, haber llegado tan lejos sólo para volver a ese infierno.
Esa era la primera vez que veía a Philippe desde que lo dejaron allí, aunque le habían llevado
comida y agua, con el fin, suponía, de mantenerlo vivo para el dolor que sin duda vendría.
No sabía bien cuántas horas habían transcurrido pero, a juzgar por el adormecimiento de sus
brazos y el horrendo dolor que atormentaba todo su cuerpo, debían ser muchas. El dolor siempre
espera, cobrando fuerza, después de una paliza como esa.
—¿Qué te pasa, querido hermano? ¿No tienes nada que decir? ¿No me agradeces que te haya
aceptado de vuelta aquí después que te abandonó tu verdadero amor? —Su voz sonó burlona cuando
pronunció esas últimas palabras. —Christine disfrutó muchísimo de su estancia aquí, y lo expresaba
con mucha elocuencia. Ah, sí, muy pronto comenzamos a tutearnos, mi querido hermano. —Se rió. —
Se abría de piernas con tanta rapidez que me hacía pensar que la brisa que arrojaba apagaría las velas.
Y entonces Eric oyó ese sonido que todavía tenía el poder de revolverle el estómago; el suave y
seco chasquido.
—No es apropiado que el hijo de un conde, aunque sea bastardo, mantenga servilmente los ojos
bajos, ni siquiera teniendo una cara como la tuya.
El látigo le cayó cerca de la oreja, y se esforzó al máximo en no encogerse. Pero no pudo evitarlo;
se encogió. En un penoso alarde de presunción, no se movió. No se movió esa primera vez, ni la
segunda, ni la tercera ni la cuarta, ni siquiera cuando el golpe del áspero látigo le hizo cortes en los
brazos, los muslos, el pecho y la mejilla buena.
—Sigues tan estoico como siempre, ¿eh, querido hermano? ¿O te has desmayado?
Eric detectó un asomo de fastidio en la voz de Philippe, y este lo confirmó con un latigazo más
fuerte e hiriente que hizo restallar sobre su pecho. No consiguió reprimir un ronco gemido.
—Ah, bien, sigues consciente, veo.
Eric se preparó para el siguiente latigazo, pero, fuera cual fuera la intención de Philippe, fue
interrumpido por la llegada de otra persona.
Inmerso en el dolor y con la mente embotada por la confusión, no oyó la conversación en susurros.
Cuando Philippe volvió su atención a él, oyó aliviado sus palabras:
—Ha querido tu buena suerte que me llamen a atender a mis invitados. Duerme bien, hermano
mío. Volveré tan pronto como pueda.
Y diciendo eso se alejó silenciosamente y Eric se quedó ahí colgado, abatido y dolorido, sintiendo
bajar gotas de sudor y de sangre por la piel. Tironeó las cadenas, con el único resultado de producir
sordos tintineos y más dolor en los músculos.
Finalmente se rindió a la necesidad de su cuerpo y se zambulló en la inconsciencia, porque sólo así
se le aliviaría el dolor.
CAPÍTULO 23
ANTES de volver a abrir los ojos, Christine recordó dónde estaba. Aun en ese estado de flojedad, lo
sabía. El miedo le hizo retumbar el corazón cuando abrió los párpados y miró alrededor, temiendo lo
que vería.
Había desaparecido la chica con los ojos desorbitados; estaba sola y sin trabas, acostada en una
enorme cama que no había visto antes.
Entonces cayó en la cuenta de que no estaba sola. Alguien la había despertado.
—Madame —susurró, sorprendida. —¿Cómo me ha encontrado?
Madame Giry tenía una expresión cautelosa, y se llevó un dedo a los labios.
—Rose me lo dijo —susurró. —Ella es una de las pocas que tiene acceso a estos aposentos. Nadie
sabe que estás aquí. Te he traído esto.
Le pasó una toalla mojada en agua caliente. Agradecida, Christine se levantó y la usó para
limpiarse la cara y las manos.
—¿Y Eric? —preguntó, mientras se limpiaba. —Philippe me dijo que había muerto.
Madame negó con la cabeza.
—Está en la mazmorra. El conde lo ha hecho su prisionero. Está herido, pero no muerto.
—¡Está vivo, gracias a Dios! —exclamó Christine, con el corazón henchido de alivio. —¿Está
muy mal herido?
—Vamos, rápido. Te llevaré a verlo mientras el conde está ocupado con sus invitados. No tenemos
mucho tiempo, y debes estar de vuelta…
Christine retrocedió, asustada.
—¿De vuelta? No. Si salgo de aquí no volveré. Me marcharé con Eric.
—Me han dicho que está encadenado, y nadie sabe dónde está la llave con la que abrir los grilletes.
Sin duda en el bolsillo de Philippe. Rose se atrevió a traerme aquí y nos guiará hasta la mazmorra,
pero está tan asustada que no hará nada más para ayudarnos. Si no vuelves aquí y simulas que no sabes
nada, no tendrás la posibilidad de encontrar la manera de liberar a Eric. ¿Entiendes?
Sí que lo entendía. Y Raoul tendría que volver pronto. Si Philippe estaba ocupado con sus
invitados el tiempo suficiente, no tendría la oportunidad de volver ahí.
—Lléveme a ver a Eric.
Rose las estaba esperando en el corredor, con su delicado semblante pálido y demacrado por la
preocupación y aflicción. Al verla, Christine la reconoció al instante; era la chica que estaba colgada
en la pared con la bola metida en la boca. No era de extrañar que supiera dónde estaba ella.
Caminaron a toda prisa como silenciosos fantasmas por los corredores, continuaron por el
pasadizo de los criados, bajaron tramos de escaleras de cuatro plantas hasta llegar a uno muy profundo
que estaba húmedo y oscuro.
—Está allá abajo —dijo Rose, apuntando otro tramo de escalera que llevaba a más oscuridad. —
Ahora debo irme. Voy a marcharme de esta casa y no volveré nunca más.
Acto seguido, desapareció por donde habían venido.
Múdame le dio un suave empujón a Christine.
—Ve tú. Yo te esperaré en ese rincón cerca del pie de la escalera y te comunicaré con alguna señal
si viene alguien.
Christine casi no oyó las últimas palabras de madame; bajó corriendo el resto de los peldaños, dio
la vuelta a una esquina, y ahí estaba él, encadenado, con grilletes en las muñecas y los tobillos,
encorvado y medio colgando de una fría pared de piedra gris. Vetas de sangre le manchaban la camisa
rota y le bajaba en hilillos por los musculosos antebrazos, tensos por tenerlos levantados y sujetos en
la pared más arriba de la cabeza.
—Eric, oh, mi querido Eric —dijo en voz baja, corriendo hacia él.
Él levantó la cabeza al oír su voz, e intentó erguirse cuando ella le enmarcó la cara entre las manos
y acercó su boca a la suya.
Tenía los labios resecos, agrietados y ensangrentados, pero era Eric. Le atenuó el dolor de la
maltratada boca con la de ella, amoldándose a él y acariciándole la mandíbula y el cuello.
—Christine, no —musitó él, entre un beso y otro—, no deberías estar aquí.
Pero su boca devoraba la de ella con ternura, como si supiera que no volvería a saborearla nunca
más, y ella oyó el sordo sonido del metal cuando, por reflejo, intentó abrazarla.
—Me dijo que te habías fugado con Raoul —añadió él.
Le movió la cabeza hacia un lado con el codo, para poder besarle la mejilla y hundir la cara en su
cuello. Con la cara ahí, hizo una honda y temblorosa inspiración y luego se estremeció exhalando un
largo suspiro.
—Yo creí que habías muerto —contestó ella, apartándose y, pese a la advertencia de madame,
tironeó los pesados grilletes de hierro, los movió y rascó con las uñas, en busca de un punto débil. —
Me dijo que habías muerto, pero yo no me iría con Raoul. Jamás, Eric. Ni aunque tú hubieras muerto.
—Gracias a Dios —musitó él, acercando la cara a la de ella. —Pensé que tal vez eso sería lo más
fácil para ti, Christine. —Apoyó la mejilla buena en la de ella, y se la frotó como un gato,
acariciándola de la única manera que podía; por encima de la humedad, el olor a moho y la lobreguez,
ella sintió su conocido aroma, mezclado con el de sudor y sangre, y lo aspiró mientras se frotaban las
mejillas. —Yo no puedo…
—No lo digas —interrumpió ella, poniéndole los dedos en los labios. —Prefiero vivir en la
oscuridad y el peligro contigo que a la luz con cualquier otro. Tú me has enseñado lo que ningún otro
me ha enseñado, a amar de verdad, a recuperar mi música, a ver lo plena que puede ser la vida. A no
sentirme sola. —Lo miró a los ojos, a los dos, al de las tupidas pestañas y al del párpado caído, medio
entornado, y volvió a cogerle la cara entre las manos, sintiendo la aspereza de la barba, la sangre
pegajosa que salía de los cortes, la dura textura de la piel mutilada. —Te quiero, Eric. Te amo.
Encontraré una manera de liberarte.
—¿Me vas a salvar otra vez? —dijo él, con la voz ronca y áspera, apartando la cara con repentina
fuerza. Giró la cabeza y ocultó el lado sano de la cara en el hombro, dejando a la vista de ella sólo el
lado mutilado. —¿Por qué siempre tienes que ser tú la que se sacrifica, se arriesga, y decide? ¿Por qué
no soy capaz de cuidar de ti?
—¡Eric, no! No digas eso, mi amor —dijo ella, deslizando las manos por sus amados hombros y
subiéndolas por los tensos y lisos cordones de sus bíceps. —Tú eres mucho más fuerte que yo. Has
arriesgado tu vida viniendo aquí. Comparado con eso, yo he hecho muy poco.
Él hizo una honda inspiración y giró la cara para mirarla.
—¿Muy poco? La entrega de tu persona, de tu ser más íntimo a mis hermanos es un sacrificio más
grande que esta vida oscura. Con gusto daría mi vida por ti, Christine, pero tú has dado mucho más.
No logro creer que me lo merezca, porque no he hecho nada aparte de meterte en medio de todo esto.
No deberías haber venido con ellos esa noche, Christine. Deberías haber dejado que me cogieran.
—Eric, Eric —repuso ella, pestañeando para contener las lágrimas. —Eres un tonto. Has vivido
solo demasiado tiempo. ¿No sabes que esto —bajó las manos por sus costados y luego las subió por su
pecho, empinándose hasta dejar la cara al nivel de la de él—, no significa nada sin amor? —
Christine…
Ella le impidió decir la tontería que fuera que iba a decir, con la boca, poniéndose de puntillas,
para poder besarlo en los labios. Dulcemente le dijo cuánto lo amaba, lo mucho que significaba para
ella, lo mucho que confiaba en él, al tiempo que deslizaba amorosa la punta de la lengua por su boca
entreabierta, mordisqueándole suavemente el labio superior y deslizando suavemente los labios por
los suyos.
Tranquilo, dulce y pausado fue el beso, como si se estuvieran explorando mutuamente por primera
vez, como si tuvieran todo el tiempo del mundo, y no hubiera ningún peligro de que los sorprendieran
y separaran.
Christine sintió pasar por su cuerpo la agradable intensidad del deseo, del deseo del verdadero
amor, endureciéndole los pezones y bajando en espiral en un hormigueo hasta el vientre y más abajo.
Gimiendo apretó las caderas contra las suyas, le echó los brazos al cuello y le bajó la cabeza todo lo
que pudo, acercándole la cara para poder besarlo y saborearlo de verdad, introduciendo la lengua en su
boca y enredándola con la de él, caliente y ávida.
Volvió a oír el sordo tintineo metálico cuando él se movió, y sintió vibrar su gemido de frustración
en su pecho al comprobar que no podía acariciarla. Retiró las manos de su nuca y las bajó por la rota y
sucia camisa, y luego las metió por debajo y le palpó los lisos y ondulantes músculos, la tersa piel y el
encrespado vello.
Él no pudo hacer nada aparte de respirar y estremecerse mientras ella le abría la camisa y pasaba
las uñas, arañándole suavemente el pecho y después las bajó hasta la holgada cinturilla de sus
pantalones. Le besó una dura y diminuta tetilla, le mordisqueó los bordes del pectoral y luego se
arrodilló delante de él.
—Christine —musitó él, en un atormentado resuello cuando ella empezó a desabotonarle los
pantalones. —Nnno…
Ella sintió temblar sus potentes muslos, cálidos y sólidos, tocando sus brazos, cuando le abrió los
holgados pantalones y le dejó libre el pene erecto. Cogiéndolo con las dos manos, besó su
aterciopelada cabeza, pasó la lengua por alrededor, se lo metió en la boca, una, dos veces, y volvió a
acariciarle la punta.
Eric resollaba como si hubiera corrido kilómetros y kilómetros; tenía los músculos tensos y
temblorosos por el esfuerzo de estar colgado de las muñecas horas y horas. Ella bajó las manos
acariciándole las macizas piernas a todo lo largo, las subió por la parte de atrás y, metiendo las manos
por entre la áspera y dura pared y sus nalgas, las ahuecó ahí. No lograba saciarse de acariciarlo, de
palpar su solidez, de sentir su olor y su sabor.
Pese al siempre presente peligro, se tomó su tiempo; se dio un festín, lamiendo, frotando,
acariciando, rascando, succionando, por debajo de la rota camisa, los pantalones hechos jirones, por
alrededor de los tobillos y las muñecas asidas por los grilletes. Sus resuellos igualaban los de él,
resonando en esa caverna de piedra, como si se les hubiera acabado hasta la última pizca de aire.
—Christine, por favor —susurró Eric, con la voz de un hombre moribundo, ya fuera del tiempo.
Ella subió el cuerpo deslizándolo por el de él, apretándose y empinándose hasta dejar la cara al
nivel de la suya. Sonriendo, le besó el cuello, se lo succionó mientras se levantaba las faldas y,
abriendo las piernas, se montó a horcajadas sobre uno de sus muslos. La presión del muslo le alivió la
vibración del clítoris un momento; estaba chorreando, y se alivió la excitación subiendo y bajando por
el muslo, con las manos cerradas sobre sus anchos hombros, para afirmarse y apalancarse, y el placer
fue en aumento.
Entonces le zumbaron los oídos y la excitación en la entrepierna se le hizo insoportable.
—Eric, ayúdame —dijo, y la voz le salió apenas un hilillo. —Te necesito dentro de mí.
—Afírmate en mí—logró decir él. Tenía los ojos oscuros, negros, y la cara contorsionada, los dos
lados, uno por naturaleza y el otro por el deseo. —A… fír… mate.
Apoyándose firmemente en sus hombros, ella se dio impulso para levantar el cuerpo hasta quedar
a horcajadas a la altura de su cintura.
—Mi amor —resolló, cuando el glande, mojado por gotas, le rozó el interior de un muslo, por
debajo de las enaguas y el miriñaque.
Él sólo podía afirmarla con los hombros, pero no pudo ayudarla cuando le pasó el brazo por su
cuello, afirmó los pies en la pared, a la altura de las caderas de él, y se recogió bien las faldas en el
regazo.
Entre desesperados gruñidos y suspiros, el flujo vaginal deslizándosele por la piel y una ardiente
necesidad, ella se movía frenética, cambiando de posición hasta que, por fin, encontró la correcta, bajó
el cuerpo y el miembro de él se deslizó hacia dentro, llenándola.
Del fondo de la garganta le salió un suspiro que era medio sollozo. Las lágrimas le escocieron los
ojos. Sentía en el cuello los rasposos resuellos de Eric.
Con sumo cuidado afirmó bien las plantas de los pies en la pared, enterró los dedos en los hombros
de él para apalancarse, y comenzó a moverse, flexionando las rodillas, sintiendo entrar y salir el largo
miembro, arriba y abajo, y la belleza fue aumentando, ahí, en esa oscura y asquerosa mazmorra. Se le
dilató el clítoris y los duros pezones le rozaban suavemente la camisola, mientras se intensificaba el
revelador hormigueo en el vientre, listo para dispararse por todo su cuerpo.
Continuó moviéndose, con los músculos temblorosos; él se movía todo lo que podía y el sonido
líquido de la succión entre ellos era lo único que se oía aparte de sus resuellos. Se movió más rápido y
él aumentó la fuerza de sus embestidas, moviendo las caderas, atrás, adelante, atrás, adelante. A ella
se le resbalaron las manos y estuvo a punto de soltarse, pero volvió a aferrarse y el desesperado ritmo
fue acelerándose, acelerándose, hasta que el placer llegó a su máximo con las incontrolables sacudidas
y contracciones del orgasmo, estremeciéndola toda entera.
Entonces él embistió con fuerza y eyaculó, haciendo tintinear las cadenas, con los hombros
hinchados por el esfuerzo, y emitió un largo y ronco resuello que acabó en un gemido.
—Ooh, ooh —suspiró ella pasado un momento de quietud, de saciedad.
Se apartó y dejó caer las piernas, sin soltar las manos de sus sudorosos hombros.
—Christine —susurró él, temblando apretado a ella, intentando hundir la cara en la de ella otra
vez. —Aaah, Christine.
Ella volvió a besarlo, en un soñoliento momento de unión de labios y lenguas, calor y ternura.
—Tengo que irme —dijo.
Volvió a deslizar las manos por su pecho; jamás se cansaría de palpar esos tersos planos, sentir su
poder y calor. Le besó el hueco de la garganta, enterrando la nariz en la suave curva.
—Te quiero, Christine, te amo —dijo él entonces, mirándola con los ojos despejados, brillantes, ya
no nublados por el deseo ni apagados por el sordo dolor. —No te pongas en peligro para salvarme.
Prométemelo. Dame al menos ese consuelo.
Ella lo miró y adrede le acarició el lado desfigurado de la cara.
—Te prometo que me cuidaré. Te quiero.
Se apartó y se alejó, antes que ganara el amor y la hiciera volver a su lado.
Todavía con la respiración agitada y sintiendo los hormigueos del placer, Christine dio la vuelta a la
esquina y llegó al rincón donde había quedado en esperarla madame Giry.
—Qué bonito espectáculo, querida mía —dijo Philippe, saliendo de las sombras. —Eres mucho
más complaciente con él que con Raoul y conmigo. Espero con impaciencia remediar esa situación en
un futuro muy próximo.
Christine no pudo moverse; no pudo hablar. Sólo podía mover los ojos mirando a uno y otro lado
del conde, y sólo cuando este alargó la mano para cogerle el brazo, vio el cuerpo acurrucado en el
suelo, como un fardo. Una larga y gruesa cadena salía de la pared y le pasaba por debajo del cuerpo,
donde podrían estar sus brazos.
—¡Madame! —exclamó.
Por impulso automático echó a correr hacia el cuerpo, pero la mano de Philippe la detuvo
bruscamente, haciéndola retroceder.
—Intentó detenerme. Esa guarra mirona intentó detenerme —dijo Philippe, tranquilamente,
llevándola a rastras detrás de él, de vuelta a la cavernosa mazmorra donde estaba prisionero Eric.
—¡No! —gritó ella, intentando soltarse, al ver el brillo de sus ojos. —Suél…
Él movió la otra mano como un rayo y se la estrelló en un lado de la cara, dejándole el oído
zumbando y la mejilla vibrando.
—Empiezo a creer que debería haberte dejado para mi hermano desde el principio, pero ya es
demasiado tarde para mí, Christine Daaé. Te has convertido en mi obsesión, y te tendré. Ahora no hay
nada que me lo impida.
Eric los miró horrorizado cuando dieron la vuelta a la esquina y aparecieron ante él. De un tirón
Philippe la puso delante de él, y continuó apretándole el brazo.
—Raoul lo matará si me toca —dijo ella, desesperada, tragándose las lágrimas del dolor de la
bofetada. —Quiere casarse conmigo; no le permitirá tocarme.
Philippe se rió y a empujones la hizo avanzar hasta que los dos quedaron delante de Eric.
—Raoul va de camino a París. Cree que te fugaste con este monstruo, y está empeñado en
encontrarte para impedir que sigas con él. Intenté disuadirlo, le dije que era una locura, una tontería.
Pero no me hizo caso —añadió en tono de fingida compasión.
De pronto Christine sintió el estómago pesado como el plomo. Con los labios formó la sílaba
«No», pero no pudo decirla. No tuvo el aire ni la energía.
Philippe no sufría de esa discapacidad.
—Así pues, mi querido hermano, como ves te dije una mentirijilla, tal como se la dije a nuestro
otro hermano pero, al final, es mejor que sepas la verdad. Y ahora, mientras esperas que yo te entregue
al comisario de policía de aquí de Chagny, tendrás algo más en qué pensar. Sabes que la gente del
pueblo nunca ha perdonado ni olvidado al monstruo que violó y mató a esas chicas. Además, debes
saber que sólo cinco pisos por encima de tu celda, yo estaré disfrutando de lo que no tendrás nunca
más. Y, ah, eso hace mucho más conmovedores vuestros últimos momentos de intimidad, ¿verdad?
Chasqueando la lengua, aumentó la presión de su mano en el brazo de ella, y con la otra, de un solo
golpe rasante, le bajó el corpiño, dejándole desnudos los pechos. Cogiéndole uno bruscamente, le
tironeó y pellizcó el pezón, y continuó con las mofas:
—Es muy bella, ¿verdad?
Ahuecó la palma en el pecho, sopesándoselo, y aunque ella no pudo hacer otra cosa que intentar
retroceder para apartarse, lo único que consiguió con ese leve movimiento fue que de un tirón la
acercara más a él.
—Y tú, querida mía, será mejor que cooperes. De verdad. Porque no habrá ningún Raoul para
interrumpirnos, y tu amante no irá a ninguna parte. Tampoco esa arpía a la que llamas profesora de
ballet. En realidad, si no cooperas y me haces esto placentero, placentero para los dos —enmendó,
emitiendo una ronca risita—, seguro que encontraré maneras de hacerle aún más desagradables las
cosas a mi hermano aquí. —La miró. —¿Subimos, entonces, querida mía? Si aquí no hiciera tanto frío
con esas corrientes de aire, podría haberme persuadido de practicar aquí, a la vista de tu amante; de
esa manera podría participar de manera indirecta. Pero, ah, bueno, ya sabes, la comodidad es
importantísima para mí. Tengo muchos diferentes… mmm, lugares para reclinarse que le vendrán
mucho mejor a nuestras necesidades que un frío suelo de piedra.
Christine alcanzó a mirar una última vez a Eric antes que Philippe se la llevara a rastras. Se
miraron a los ojos, y los de él ensombrecidos por el horror y el pesar, la perforaron. Por primera vez a
ella le pareció ver resignación en ellos, y sintió pasar una oleada de desesperación, royéndola por
dentro con una lentitud horrible.
De verdad no había ninguna salida, ninguna esperanza de rescate ni de reunión con él.
¿Sobreviviría a esa noche? Lo dudaba.
CAPÍTULO 24
LOS aposentos de Philippe estaban igual a como los dejara, vacíos, aislados y horripilantes. Él la
hizo entrar delante de él de un empujón, arrojándola al suelo, igual que antes, y cerró la puerta con un
decidido golpe.
Entonces se quedó en silencio un buen rato, simplemente mirándola mientras ella se incorporaba
con dificultad, porque le flaqueaban las piernas.
Cuando por fin estuvo de pie, retrocedió, con el corazón martilleándole en el pecho, observando
recelosa que él parecía sumido en sus pensamientos.
—Sí, querida mía —dijo al fin. —Soy incapaz de elegir. ¿Jugamos a pillarnos, después de lo cual
te tendré mientras pataleas, chillas y peleas? —Miró de reojo hacia la cama en forma de i griega e
hizo un leve gesto de asentimiento. —¿O te pongo cómoda para poder yo jugar contigo hasta que me
supliques que te posea? —Dio un paso hacia ella mirándola con expresión lasciva, con lo que se le
volvieron a encoger de miedo las entrañas. —¿O tal vez una combinación de ambas cosas?
Ella desvió los ojos de él el tiempo suficiente para mirar alrededor en busca de algo que pudiera
servirle de arma, y volvió la atención a él, que seguía acercándosele, como un cazador al acecho, como
si fuera el gato gordo que vivía en el establo del Teatro de la Ópera y ella un ratón.
Nadie vendría a salvarla.
Raoul no estaba, se había marchado al parecer para rescatarla de un destino que él consideraba
horrible. Eric estaba hecho polvo y encadenado, y madame, si aún vivía, se hallaba encadenada al
suelo. Incluso Rose, que podría haberla ayudado, había huido al pueblo, abandonando el castillo para
siempre.
—¿Qué eliges? ¿Deseas luchar? —le preguntó él, en tono indulgente. —¿No deseas hacer uso de
mis cómodos muebles? Te prometo que si busco darte placer, lo tendrás. Todas mis mujeres lo
disfrutan.
—Y después las mata —espetó ella.
Ya había visto algo que le serviría de arma. Todos los látigos estaban colgados de la pared detrás
de Philippe, fuera de su alcance, pero había una especie de clavija o vara larga y delgada en el borde
de una mesa cercana. No se atrevía a elucubrar para qué usarían una vara en esa habitación dedicada a
actos pervertidos, así que simplemente se lanzó a cogerla mientras él contestaba a su insulto.
—Eso sólo cuando me he aburrido de ellas. —Arqueó una ceja al verla girarse blandiendo la vara.
Soltó una risita. —Caramba, qué emprendedora. Pero no te preocupes. No creo que me aburra contigo
hasta pasado un buen tiempo, Christine Daaé. Esto ha sido toda una persecución, y es mi intención
disfrutar al máximo ahora que ha terminado. Y claro, también está la condesa, mi mujer. Te encontró
muy atractiva durante nuestra deliciosa cena la otra noche. Por desgracia, se ha marchado a visitar a su
hermana y estará ausente unos días, así que no podrá probar tus encantos hasta que vuelva, pero sé que
esa es su intención. ¿Creíste tal vez que ella podría haberte echado una mano ayudándote a escapar?
¿No? Seguro que se te pasó la idea por la cabeza, Christine. —Dio unos pasos hacia un lado, sin dejar
de mirarla. —Debes de estar desesperada pensando en todas las posibilidades de huida. Y tal vez
esperabas que tu querida amiga la directora del ballet podría ayudarte. Bueno, querida mía, ya te ha
ayudado bastante. He estado observando sus visitas a tu dormitorio, desde la primera que te hizo, y fue
ella la que sin darse cuenta me condujo a la cabaña donde estaba Eric, tu amante.
Christine se preparó, poniendo la vara delante de ella como una tosca espada. Lo más aproximado
a una experiencia en blandir un arma que había tenido fue aquella vez en que ella y Franco jugaron a
simular un combate de espadas, mientras él guardaba los accesorios usados para Don Carlos.
Philippe se giró a mirarla con un látigo en la mano. Lo hizo restallar, ella se escabulló para
esquivarlo, y el látigo ni le tocó la piel, simplemente se enrolló en el extremo de la vara y, con un
rápido movimiento de la muñeca, dio un tirón y se la arrancó de las manos. Después arrojó el látigo
hacia atrás y avanzó otro paso hacia ella.
—Atengámonos a lo que llaman combate cuerpo a cuerpo, querida mía —le dijo, con una relajada
sonrisa. —Quiero sentirte luchar conmigo con uñas y dientes. Quiero que nuestros cuerpos rueden
juntos por el suelo, o en la cama, o donde sea, mientras tú me das patadas y te debates debajo de mí,
con el corazón retumbante y los pulmones chillando por respirar.
Se abalanzó y le cogió el brazo, cerrando la mano sobre la sedosa tela de la manga.
Ella chilló y retrocedió bruscamente, y la manga se desprendió del vestido.
Siguió retrocediendo haciendo un giro completo, y se golpeó la espalda contra la pared; entonces
vio que él la seguía, tranquilo, tan relajado como si estuviera complaciendo a una niñita pequeña
juguetona. Detrás de ella estaba la pared, a la izquierda el rincón de la habitación donde quedaría
atrapada, y a la derecha un estrecho espacio por el que tal vez podría pasar.
Philippe ya estaba sonriendo de oreja a oreja. Se movió hacia un lado, dejándole un espacio más
ancho por el que podría pasar con más facilidad.
—Venga, Christine, había esperado algo más que verte encogida de miedo en el rincón. Vamos, no
me estoy divirtiendo. Eric se sentiría muy decepcionado por tu falta de ferocidad. Al fin y al cabo, tú
eres lo único que se interpone entre él y un juicio y una ejecución muy desagradables.
Ella agachó la cabeza y corrió hacia la libertad, pegándose lo más que pudo a la pared, pero justo
cuando terminó de pasar, él la cogió por la muñeca, y aprovechó su impulso para atraerla hacia sí,
violentamente, haciéndola perder el equilibrio de forma que casi se cayó encima de él.
Cogiéndole la otra muñeca, le bajó los brazos y la levantó, hasta que la cara le quedó a nivel de la
suya. Christine sabía muy bien que él deseaba que luchara, que su impotencia lo excitaba, pero no
logró controlarse. Intentó darle una patada, con el pie debajo de las faldas y sólo consiguió meterlo
por entre sus piernas abiertas, desequilibrándose, de manera que el cuerpo se le fue más hacia él.
Su sonrisa matizada por la avidez le llenó la visión cuando la apretó contra él cogida por los
brazos, buscándole los labios. Sin dejar de debatirse por liberarse de sus manos giró la cabeza para
evitar el beso y la boca de él se deslizó por su mandíbula y mejilla. Sintió su aliento en la piel como
una ráfaga de aire caliente y húmedo, y él le mordisqueó el sensible lóbulo de la oreja, continuando
por su mandíbula, y obligándola a echar la cabeza hacia atrás, presionándola con la boca hasta que
finalmente logró cubrírsela con la suya.
Intentó morderlo, intentó darle patadas, pero él aplastó su boca sobre la de ella con más fuerza,
riéndose, mientras Christine movía torpemente el pie por entre sus piernas sin lograr darle el puntapié.
Sintió sabor a sangre, la invasión de su mojada lengua dentro y el filo de sus dientes en los bordes de
los labios mientras intentaba girar la cara.
Las lágrimas acumuladas en las comisuras de los ojos comenzaron a bajarle por la cara, y sentía
adormecidos los brazos y las muñecas por la implacable presión de sus manos. Movió con fuerza las
caderas, estrellando la pelvis en el bulto de su miembro excitado que era horrorosamente evidente, aún
por encima de las capas de ropa, y oyó su gemido de placer. Consiguió por fin liberar la boca de su
beso girando la cara, y entonces sintió el filo de sus dientes y la humedad de sus labios y lengua en la
mejilla.
Él le soltó los brazos de repente, con lo que se le fue el cuerpo hacia atrás y cayó al suelo,
aterrizando de costado con un fuerte golpe en el codo y la cadera; se golpeó tan fuerte la mano en la
madera que le hormiguearon los dedos. Con las piernas enredadas en las enaguas y la falda, rodó
desesperada hacia un lado y, sin apartar la vista de sus relucientes botas negras, bien separadas y fuera
de su alcance, intentó incorporarse. Su vestido no estaba hecho para pelear ni para correr, ni para hacer
ningún tipo de movimiento rápido, por lo que tan pronto como se levantó, volvió a caerse porque el
pie se le quedó atascado en el dobladillo de la orilla de la falda.
—Me parece que ese vestido te da muchísimos problemas, Christine —dijo él. —Tal vez yo pueda
solucionarlo.
Su voz sonó tranquila, pero ella notó que tenía la respiración agitada, y cuando se atrevió a
levantar la vista le vio los labios hinchados, mojados y rojos, y el color azul de sus ojos convertido en
un estrecho círculo alrededor de las pupilas negras muy dilatadas.
Él se le acercó de un salto, y entonces sintió el tirón en la falda y enaguas y escuchó el ruido que
hicieron las dos partes delanteras de la falda al separarse por la costura con un sólo movimiento de las
muñecas de él, y vio cómo el miriñaque de encaje y tul quedaba convertido en una larga franja blanca
como espuma. Sintió alivianarse el peso sobre las piernas, que ya las tenía casi desnudas, sólo
cubiertas por las medias y desde las rodillas para arriba por la delgada camisola de linón. Y cuando
rodó hacia un lado para apartarse de él, la tela se rompió aún más.
Volvió a rodar por el suelo, y al estar las faldas separadas del corpiño pudo mover más libremente
las piernas. Se puso de pie afirmándose en el armario que tenía al lado, el que contenía los objetos de
marfil largos, delgados y puntiagudos, y cuando se giró vio a Philippe, no abalanzándose sobre ella
como había imaginado, sino quieto, de pie con un enorme enredo de encaje y tul que como espuma le
colgaba de su mano.
La puerta estaba justo a la derecha de él; si lograba pasar velozmente por ahí… Miró hacia el otro
lado y vio un enorme garrote con tachones incrustados apoyado en la pata de una silla. Fingiendo un
tropiezo, se lanzó hacia él y consiguió cogerlo antes de caerse.
Al oírlo acercarse por detrás, se levantó de un salto con el garrote en la mano y lo movió a ciegas
cuando él se abalanzó sobre ella. Asombrosamente notó que golpeaba carne; no vio dónde porque ya
iba en dirección a la puerta y, sin mirar atrás, corrió hacia la libertad.
Carlotta avanzaba a paso de tortuga por el áspero suelo del lúgubre corredor que daba a la parte de
atrás del castillo, que comunicaba con los humildes cuartos de los criados y las dependencias de
servicio. En uno de los más sencillos, había estado ella relegada dos días, apenas consciente y casi sin
poder moverse. Ninguna criada se había atrevido a cuidarla, aparte de llevarle caldo sin sustancia, té y
un simple trozo de pan, por lo que no podía recurrir a ninguna de ellas.
Todavía tenía las piernas débiles, los brazos doloridos y magullados, una muñeca que chillaba de
dolor por una torcedura, y la garganta… bueno. No se atrevía a pensar en su garganta, no se atrevía ni
a considerar la posibilidad de que no podría volver a cantar nunca más. En lugar de aterrarse por no
tener voz, estropeada tal vez sin remedio por las violentas manos del conde de Chagny, se obligó a
concentrarse en su furia, la furia terrible, cegadora, electrizante, que sentía contra el hombre que se
había atrevido a utilizarla de esa manera. Qué tonta fue al aceptar su invitación al castillo después del
incendio del Teatro de la Ópera.
Pero ya tendría tiempo después para llorar y lamentarse. En esos momentos su atención estaba
centrada en la venganza.
Había oído bastantes rumores susurrados entre las criadas, lo que le había permitido formarse una
idea de lo ocurrido. A pesar de las afirmaciones del conde respecto a que todo era secreto, había
ciertas cosas que no pasaban inadvertidas. Tal vez su patético hermano se creyera que el conde había
dejado escapar a Christine Daaé, pero ella no era tan estúpida. Al fin y al cabo ella estaba presente
cuando él había observado por la pequeña mirilla lo que hacía la chica en su habitación. Y había visto
en sus ojos el brillo de una loca obsesión y lascivia.
El conde tenía sumo cuidado en no permitir que los criados supieran dónde guardaba la llave para
abrir los grilletes que usaba en la mazmorra, pero ella lo sabía, porque lo vio ponerla en un pequeño
armario de la habitación donde la torturó después que estuvieron observando a Christine en su
habitación. Él creía que ella estaba inconsciente cuando la escondió en el armario que había bajo uno
de los indecentes cuadros que colgaban de la pared, pero ella lo estaba observando con los ojos
entrecerrados.
Sí, le hizo mucho daño, pero peores tratos había recibido a manos de su padre cuando era niña y su
vida consistía en vagar por las sucias calles de Londres. Entonces aprendió a fingirse inconsciente y a
guardarse los gritos de dolor muy al fondo de su interior, para que él dejara de golpearla.
En todo caso, a nadie se le ocurriría buscar la llave en ese cuarto, porque no era el que usaba
normalmente el conde para sus actividades sexuales. De hecho, el cuarto desde el que estuvieron
observando a Daaé no se usaba con mucha frecuencia, aunque él lo tenía aprovisionado con una
pequeña colección de instrumentos, como ella ya sabía por experiencia propia.
No se encontró con nadie mientras caminaba laboriosamente por el corredor, con las piernas
temblorosas, ni cuando pasó por la pequeña puerta que la conduciría a la mazmorra. Por lo menos
sabía dónde estaba el cautivo, ese hombre llamado Eric. Se llevó una buena sorpresa cuando se enteró
de que el llamado fantasma de la Ópera era en realidad el hermano natural del conde. El virulento odio
que sentía el conde por ese hombre salió a chorros de su boca esa horrorosa noche que pasó en ese
cuarto, impotente y maltratada bajo su manos y su cuerpo, por lo que se enteró de muchas cosas, las
suficientes para saber que, fueran cuales fueran los pecados que había cometido Eric en el teatro, el
que su hermano lo odiara y temiera tanto significaba que era su más evidente aliado.
Christine ya tenía la mano en el liso y fresco pomo de la puerta cuando Philippe la agarró y de un tirón
la echó hacia atrás. Aunque el tirón no la hizo caer al suelo, sí la hizo soltar el pomo y retroceder de
un salto. Entonces de un empujón él la hizo girar y ella consiguió mantener el equilibrio, puesto que
ya no llevaba las pesadas faldas que la desequilibraban o la hacían tropezarse.
Antes que pudiera celebrar esa pequeña victoria, él avanzó, con los ojos feroces y los brazos
extendidos hacia ella.
—Así que quieres jugar con el garrote, ¿eh, Christine? Me haría muy feliz complacerte. Pero
antes…
No le aprisionó los brazos como ella se imaginó; no, nuevamente la sorprendió metiendo la mano
por el escote en triángulo y rompiéndole el corpiño con un fuerte ruido.
Se alejó de él girando, pero la siguió. Al parecer, había terminado el juego. El golpe con el garrote,
aunque no le hizo ningún daño, lo había enfurecido. Sintió sus pisadas fuertes y rápidas detrás y su
respiración más agitada. Él la agarró por el hombro y la echó hacia atrás, con un tirón tan violento que
le sacudió la cabeza, y de pronto se sintió cayendo de espaldas.
Sin poder reprimir el chillido de sorpresa, se preparó para la caída, pero no cayó sobre el duro
suelo sino que se estrelló contra algo blando. Antes que pudiera rodar para bajarse de la cama o lo que
fuera que tenía debajo, él estaba encima de ella con todo su peso, sujetándole las muñecas por encima
de la cabeza.
Estaba instalado entre sus piernas, que, sin saber cómo, tenía abiertas, y comenzó a mover las
caderas presionándole la entrepierna. Pasado un momento, detuvo el movimiento para mirarla. Tenía
la boca curvada en un gesto mezcla de placer y de deseo, con una comisura más levantada que la otra;
por un extraño y horrendo instante, le recordó a Eric. Él resollaba, pero no de agotamiento por el
esfuerzo. Mientras la miraba, inmovilizándola con su violadora mirada, le soltó una muñeca y deslizó
por su garganta la mano con que se la había tenido cogida.
Ella usó la mano libre para asestarle palmadas, arañarlo, enterrarle las uñas en el brazo, el de la
mano que le tenía sujeta la otra muñeca, con tanta fuerza que comenzaron a adormecérsele los dedos.
Pero él hizo caso omiso del dolor, o tal vez lo disfrutaba, porque se le dilataron más las pupilas y
empezó a deslizar la mano con que le tenía sujeta la garganta, por la piel mojada de sudor, muy lento,
atrozmente lento, hasta cubrirle un pecho, y empezó a frotarle el pezón con el pulgar, pensativo.
Después ahuecó la mano sobre todo el pecho, como un amante, moldeándoselo, levantándoselo y
apretándoselo por encima del protector corsé.
Ella continuaba golpeándolo y debatiéndose, aunque ya estaba bastante cansada y sin aliento.
Entonces retiró la mano de su pecho, introdujo unos dedos por debajo del corsé y le dio un tirón tan
fuerte que casi le separó los hombros del cuello, y los bordes del corsé se le enterraron en la piel. Le
quedaron libres los pechos, pero el corsé siguió en su lugar, friccionándole la sensible piel.
Gimió de dolor, pataleando enérgicamente, y cuando él se inclinó a succionarle violentamente un
pezón, aprovechó para cogerle un mechón de pelo; se lo tironeó con fuerza, retorciéndose y
debatiéndose debajo de él. Entonces, de repente, levantó la cabeza y la miró con ojos furiosos.
Cogiéndole la muñeca libre le estiró el brazo, lo juntó con el otro, y se los sujetó los dos con una sola
mano, dejándola con los brazos inmovilizados mientras él quedó con la otra mano libre.
—Ahora, querida mía —resolló, con la cara brillante de sudor, presionándole la entrepierna con
todo su peso—, patalea y grita todo lo que quieras. Es mejor así.
Nuevamente se inclinó hacia su pecho, rozándole la piel con el aliento y reanudó las embestidas
con las caderas. Cuando ella sintió que bajaba la mano por entre sus cuerpos en dirección a la
entrepierna, se debatió con más fuerza; sintió el tirón que él le dio a sus calzones, aun cuando le tenía
cogido el pezón entre los dientes, mordiendo; la punzada de dolor le bajó desde el pecho al lugar
donde él le estaba presionando, y aunque le temblaban las piernas por el cansancio y la fuerte presión
de su otra mano le adormecía las muñecas, intentó rodar hacia un lado, desesperada por inspirar aire,
con las lágrimas rodándole por las sienes.
Él le rozó la entrepierna con el dorso de la mano; ella sintió el cambio cuando se abrió los
pantalones y estos cayeron al suelo, y el vibrante pene quedó libre apretado sobre su muslo por encima
de la camisola que se lo cubría. Los resuellos de él sonaban descontrolados, tenía los ojos cerrados y
la cara tensa de placer y concentración. Continuaba moviéndose, embistiendo con las caderas.
Nuevamente ella intentó rodar hacia un lado para apartarse, moviendo las piernas enérgicamente con
la intención de hacerlo perder el equilibrio. De repente, él dejó de moverse, se puso rígido y emitió un
largo gemido con la boca en su pecho. Ella sintió pasar el semen caliente a través de la delgada tela de
la camisola y empaparle la sensible piel del interior de los muslos.
Resoplando de agotamiento y alivio, él levantó la cabeza y la miró.
—Ahora que ya no tenemos ese estorbo, pasemos a algo más interesante. Tengo ganas de oírte
suplicar.
Le soltó las muñecas y se apartó para subirse y abotonarse los pantalones, y la contempló
plácidamente cuando ella rodó y se bajó de la cama.
La dejó llegar hasta la puerta, y sólo entonces cerró fuertemente la mano en uno de sus hombros y
la hizo retroceder. Acto seguido, la arrastró sin ningún miramiento por la sala, la introdujo en la parte
en forma de uve de la cama que parecía una i griega y la empujó. Ella cayó de espaldas sobre la parte
recta y estrecha, y antes que lograra recuperar el equilibrio él estaba encima de ella, aplastándola con
tanta fuerza a la dura superficie del aparato que le chocaron los dientes con un fuerte chasquido.
Sin perder un instante, él cerró firmemente la mano sobre uno de sus tobillos, y de repente este
estaba aprisionado por una esposa fijada a una de las partes que formaban la uve.
Gritando e intentando golpearlo con la pierna libre, ella se sentó y se debatió con más fuerza, pero
él era mucho más fuerte. No tardó en aprisionarle igual el otro tobillo, y a ella sólo le quedaron libres
las manos para golpear y arañar.
Pero él salió del ángulo de la V y dio la vuelta hacia el extremo de la parte estrecha, momento que
ella aprovechó para inclinarse con el fin de liberarse las piernas. Justo entonces, él, que ya estaba
detrás, le cogió el pelo y con un fuerte tirón la hizo caer nuevamente de espaldas y golpearse la cabeza
contra la dura superficie. Atontada por el golpe, sólo pudo pestañear y resistirse débilmente cuando él
le cogió la muñeca izquierda y se la dejó sujeta con la esposa, con el brazo extendido, bastante lejos de
la cabeza y del otro brazo, en una terrible similitud con la posición en que estaba Eric cinco plantas
más abajo.
Dejándole el otro brazo libre, él fue a colocarse entre sus piernas muy abiertas. Ella intentó girar el
cuerpo y luego juntar las piernas, pero, lógicamente, no pudo. Él estuvo un momento contemplándola,
con la boca estirada en una ancha sonrisa de placer.
—Me encanta ver luchar a una mujer. No es muy diferente a ver a una teniendo placer; los
retorcimientos, los gemidos, las expresiones, son iguales.
Ella intentó dejar de moverse, quedarse inmóvil, pero no pudo dejar de debatirse. No debía
sucumbir.
Entonces él alargó la mano hacia atrás y de alguna parte sacó un largo cuchillo.
—Bueno, ahora veamos qué tienes escondido.
Comenzando por el pie izquierdo, fue rebanando con suma delicadeza la delgada piel del zapato
por diversas partes hasta que este cayó solo.
Introduciendo la punta del cuchillo bajo la media en la punta del pie, la fue cortando en línea recta
en un fluido movimiento, pasando por debajo de la esposa que le aprisionaba el tobillo, siguiendo por
la espinilla, por la curva de la rodilla hasta llegar al final, en la mitad del muslo por debajo de la
camisola arrugada y mojada. La media se abrió y cayó hacia los lados, dejándole la pierna desnuda y
fría, y sin el más mínimo rasguño.
Entonces cerró la mano alrededor del tobillo y la deslizó lenta y suavemente hasta el muslo, en una
posesiva caricia, mientras ella lloraba en silencio; ya había dejado de debatirse. Su mano libre era
inútil; un chiste. Con ella no podía hacer otra cosa que agitarla, limpiarse las lágrimas, cubrirse un
pecho e intentar golpearlo para que se apartara.
Él repitió la operación en la otra pierna, y luego se colocó entre sus piernas, con el cuchillo en la
mano. A ella se le quedó atrapado el aire en la garganta cuando él se inclinó hacia su pecho; ahí sintió
cada tirón al ir cortando uno a uno los lazos que le cerraban el corsé, rebanándolos como si fueran una
telaraña. Al final, la prenda se abrió y cayó a los lados como dos conchas de almeja, y sólo quedó
cubierta por la camisola.
Sentía el roce del frío y afilado cuchillo en la piel, y él lo deslizaba muy lentamente, cortando la
tela, tan lento que ella sintió deseos de gritar, pero no se atrevía a moverse, y menos aún a respirar
cuando él lo deslizó muy lento, muy lento por entre sus pechos; y así continuó hacia abajo, por encima
de las costillas, por la suave curva del vientre, raspándole ligeramente el borde del ombligo, y fue
bajando y bajando por la elevación del pubis, por encima de la mata de vello, hundiéndolo por entre
los muslos, tan cerca de la parte más sensible, a la distancia de un pelo, y entonces, de pronto, a partir
de ahí continuó rápido, rompiendo el resto de la tela en línea recta hasta el dobladillo de la orilla.
Oyó el sonido cuando él dejó en algún lugar el cuchillo, sintió que le abrió la camisola apartando
las mitades hacia los lados, dejándola totalmente desnuda, con las piernas abiertas y sólo un brazo y
una mano para cubrirse.
Entonces sintió sus manos sobre ella, por todas partes, bajándolas desde los hombros a lo largo de
los brazos, deslizándolas por encima de sus pechos, por las costillas, la cintura, ahuecándolas en sus
nalgas, levantándole las caderas, recorriéndole todo el cuerpo, mientras ella intentaba cubrirse,
apartarle las manos, arañárselas y golpeárselas con el puño. Él mantenía el cuerpo justo fuera de su
alcance, moviendo las manos, pesadas, calientes y húmedas, toqueteando, apretando, agarrando,
palpando y pellizcando.
Finalmente retiró las manos, le cogió la muñeca libre y se la aprisionó con la esposa por encima de
la cabeza, y así se quedó sin nada con qué cubrirse.
Nada.
Un peldaño, otro peldaño… El movimiento para bajar cada peldaño era un sufrimiento terrible para
las doloridas piernas y la muñeca lesionada de Carlotta. No sabía cuánto le faltaba para llegar a la
última planta subterránea donde estaba el prisionero, pero sí sabía que continuaría bajando hasta que
no hubiera más peldaños. Había arañas y telarañas, cacas de ratas, porque más de una vez había oído el
ruido de unos pies diminutos corriendo por la piedra y visto el rápido movimiento de pequeñas
sombras a sus pies. Había transcurrido muchísimo tiempo desde cuando era tan pobre que tenía que
caminar por lugares tan asquerosos como ese, pero no había llegado tan lejos como para olvidarlo.
Cuando por fin llegó al pie del último tramo de escalera, viró y echó a andar por un tosco y
lóbrego pasadizo. Al llegar al primer recodo, se sobresaltó al ver un cuerpo desplomado en el suelo.
Era muy pequeño para ser de Eric, pero se detuvo a mirar de todos modos.
¡La directora del ballet! Así que eso fue lo que le ocurrió. Parecía estar inconsciente, pero su
respiración era normal, pareja, y no le sería de ninguna utilidad, así que continuó su camino.
Cuando dobló por el siguiente recodo, supo al instante que había encontrado a su presa.
El hombre tenía las muñecas sujetas con unas anillas de hierro, fijadas a la pared por encima de la
cabeza, que tenía inclinada en actitud de absoluta derrota. Tenía las rodillas dobladas, la ropa sucia,
hecha jirones y con vetas de sangre. No se movió cuando ella se acercó; tal vez estaba inconsciente
también. Pero entonces, quizá porque le vio los pies cuando quedaron a su vista, levantó la cabeza.
Retuvo el aliento al ver el lado mutilado de su cara, pero no vaciló; había visto caras peores. Lo
miró a los ojos, observó que eran oscuros, se le veían cansados, pero seguían llenos de desafío.
Levantó la mano y le enseñó la llave.
—¿Dónde la consiguió? —le preguntó el hombre llamado Eric, mirándola con los ojos agrandados
mientras ella avanzaba otro paso.
—Antes que me hiciera esto —le indicó con un gesto su brazo—, vi donde la guardaba. Y no lo
hace en sus aposentos sino en un cuarto que usa para observar por una mirilla a las personas que se
alojan en la habitación contigua, como la chica Daaé.
La voz le salió deformada, rasposa, estropeada, y sonó terrible a sus oídos. Era la primera vez que
le decía algo en voz alta a alguien. Se llevó la mano a la garganta y vio un destello de compasión y
comprensión en los ojos de él.
—Gracias.
Pero cuando levantó la mano cayó en la cuenta de que jamás llegaría con su altura a poder
desasirle las muñecas. Entonces recordó a Maude Giry.
Sin darle ninguna explicación a Eric, volvió con la mayor rapidez que pudo a donde estaba Maude
desplomada en el suelo.
—¡Eh, tú! ¡Despierta!
Nuevamente la voz le salió más rasposa que el suelo cubierto de guijarros en el que estaba
arrodillada. Se agachó a un lado del montón de huesos y la remeció hasta que se despertó.
Maude Giry abrió los ojos emitiendo un gemido. Y Carlotta tuvo que concederle el mérito a la
mujer: la reconoció inmediatamente. Y tan pronto como ella encontró la manera de abrir el grillete
con la llave, se puso de pie, tambaleante, y se afirmó en la pared.
—¿Eric? —consiguió decir.
—¿Christine?
—Ven —graznó Carlotta.
Eric estaba mirando cuando dieron la vuelta a la esquina, y la esperanza le iluminó la cara al verlas
avanzar hacia él con la mayor prisa posible. Maude le arrebató la llave a Carlotta al ver con qué
torpeza movía los dedos del brazo inutilizado, y en un tris dejó los tobillos de Eric libres de los
grilletes. Pero entonces se encontraron con el problema de que ninguna de las dos llegaba a las
muñecas, que estaban bastante más arriba de sus cabezas.
Carlotta se arrodilló y se inclinó hasta ponerse a cuatro patas, o mejor dicho a tres, porque sólo
podía afirmar en el suelo el brazo bueno, lo más cerca posible de la pared, y junto a la pierna de él
para apoyarse. Así formó con su cuerpo un taburete sobre el cual podía subirse Maude. No necesitó
decir nada, pero Maude era más menuda y liviana que ella.
Eric gimió de dolor y alivio cuando le quedó libre la primera muñeca. Entonces Carlotta gateó
hasta el otro lado, con la frente perlada de sudor, el dolor gritando por todo su cuerpo hasta que se
afirmó bien y quedó lista para que Maude volviera a subirse sobre ella. Ese grillete llevó más tiempo;
fue un sufrimiento para los tres, pero al fin oyó el clic de la libertad y sintió el repentino tambaleo del
cuerpo de Eric al lado del suyo.
Él no se cayó, pero al alejarse de la pared volvió a tambalearse y estuvo a punto de desplomarse y
caer de rodillas.
Con la visión nublada por las lágrimas de dolor, Carlotta se cogió de las cadenas para levantarse.
—Gracias —le dijo Eric, ya bien erguido, aunque se le mecía un poco el cuerpo.
Ella observó que él mantenía el lado malo de su cara en un ángulo para que no lo viera, aun cuando
la miró a los ojos. Había comenzado a friccionarse las muñecas y a mover y probar los pies, sin duda
con el fin de poner en buen funcionamiento su cuerpo.
—No tiene por qué ocultarme ese lado de su cara —le dijo entonces, con esa voz que no era la de
ella. —He visto caras mucho peores.
Fue una compasión desconocida para ella hasta ese momento lo que la impulsó a hablar
innecesariamente con esa horrible voz.
Eric la miró incrédulo y automáticamente levantó una mano y se tocó esa piel rugosa y manchada
que lo atormentaba.
—Gracias —repitió, bajando la mano.
Por la expresión de su cara Carlotta comprendió que esta vez él se lo agradecía mucho más que
cuando le dio las gracias antes. Entonces él miró a Maude.
—¿Maude? ¿Estás mal herida?
—No tan mal herida como tú, diría yo —contestó ella.
Carlotta asintió, manifestando su acuerdo.
Observó que en el lado hermoso de su cara tenía un largo corte del que todavía salían gotas de
sangre, y que en lo que quedaba de su camisa y pantalones había roturas que indicaban claramente que
habían sido hechas con un látigo. Y cuando aún estaba colgado por los brazos había visto muchas
manchas moradas verdosas en su pecho. De todos modos, pese a lo terriblemente magullado que
estaba, tenía un cuerpo que le habría gustado muchísimo explorar, tanto como le gustaba explorar el
de Guy. No era de extrañar que Christine Daaé hubiera pasado una semana con él y que al volver
estuviera con los ojos hundidos y callada.
—Estoy mucho mejor de lo que lo estaría después de pasar otro día en manos de Philippe —dijo
él, echando a andar para salir de aquella pequeña caverna-prisión. —Estoy vivo y libre —añadió,
aunque tenía que apoyar una mano en la pared para sostenerse. —Y ahora debo encontrar a Christine.
—Yo puedo llevarte a los aposentos particulares del conde —le dijo Maude, aunque daba la
impresión de que escasamente lograba mantenerse de pie.
En realidad, apoyaba sus blancas manos en la pared y se le doblaban las rodillas.
—Por desgracia, sé muy bien donde están —contestó Eric.
Carlotta observó su afanosa respiración y los temblores que acompañaban cada uno de sus
movimientos.
—En el estado en que se encuentra no estará a la altura del conde para enfrentarse a él —dijo. —
Debemos idear una manera mejor. Deseo verlo muerto.
Eric se detuvo en la esquina del pasadizo y se giró a mirarla. Su cara mutilada tenía una expresión
aterradora.
—Lo verá —dijo.
Aunque estaba despatarrada e impotente, Christine no podía dejar de forcejear y debatirse. Las esposas
que le sujetaban las muñecas y los tobillos escasamente le permitían sacudir y girar un poco el cuerpo,
y mientras Philippe estaba inclinado sobre ella, manoseándola y succionándole la piel por todas
partes, intentaba inútilmente evitar su contacto.
También intentaba escaparse a los recovecos de su mente, desentenderse de la realidad, recordando
a Eric, el amor y la reverencia con que la acariciaba con sus manos y sus labios, no con esos
repugnantes manoseos posesivos.
Gritó y se debatió, y le brotaron más lágrimas cuando él inclinó la cabeza hacia su entrepierna,
cerrando las manos sobre el interior de sus muslos abiertos y le plantó su ávida boca ahí. Eso era una
violación, una violación horrenda e insoportable.
Pero no podía hacer otra cosa que soportarla; él era implacable, lamiéndole, enterrándole los
dientes, introduciéndole rudamente la lengua en la vagina. Sus gritos fueron pasando a desgarradores
sollozos, y continuó debatiéndose, moviendo la cabeza de un lado a otro, intentando girar esa parte del
cuerpo, hasta que él le plantó las manos sobre las caderas, enterrándole los dedos, y la dejó quieta,
para poder violarla mejor.
Cuando él levantó la cabeza y le vio la cara, con los labios hinchados y brillantes, comprendió que
aun estaba por venir lo peor. Limpiándose la boca en la manga, él se acomodó entre sus piernas,
volvió a cogerle las caderas y le arrastró el cuerpo hacia él hasta dejarle el trasero justo en el borde y
las rodillas ligeramente dobladas. Entonces le pasó una correa de cuero por encima de las caderas y la
abrochó, dejándosela tan ceñida que le resultó imposible moverse. De todos modos, continuó
intentando moverse y retorcerse, sollozando con un miedo renovado.
Él la miró, jadeante; sus ojos no tenían nada de azul, estaban totalmente negros, brillantes y
aterradores. Comenzó a mover las manos por su cintura, con los ojos fijos en los de ella.
Justo en ese momento se oyó un fuerte ruido. Philippe levantó la cabeza y miró al frente, por
detrás de la cabeza de ella. En la posición en que estaba, Christine no podía saber qué había ocurrido,
pero al ver que él palidecía, surgió un rayito de esperanza en su interior.
—¡Tú! —exclamó Philippe, con la voz ahogada.
—Apártate de ella —le dijo Eric.
Christine casi gritó de alivio. Estaba salvada. No sabía cómo, pero había ocurrido un milagro.
—No estás en situación de dar órdenes —dijo Philippe, desdeñoso, girándose, dándole la espalda a
ella. —Apenas puedes caminar, miserable bestia.
Salió del ángulo de la uve y se dirigió a la pared donde colgaba su colección de látigos. Antes que
alargara la mano para coger uno, se oyó pasar una ráfaga de movimiento por la sala y luego el ruido
que hizo su cuerpo al caer al suelo. Fue Eric el que lo golpeó, como una bala de cañón.
Christine apenas podía ver lo que ocurría, pero oía los gruñidos, ruidos de puñetazos, golpes de
cuerpos al caer al suelo, pisadas, el choque de botas contra las paredes y los muebles, la oscura cabeza
de Eric agachada para esquivar un golpe, y luego un atisbo del pelo algo más claro de Philippe, todo
esto acompañado de los espeluznantes ruidos de una batalla campal.
De pronto se oyó un fuerte golpe que sacudió la cama en la que estaba ella y vio a Philippe
levantándose del suelo de un salto. Girando se dirigió a la pared con la hilera de látigos, y cogió el
más largo, más grueso y más negro de la colección, mientras Eric se ponía penosamente de pie a un
lado de ella.
—¡Eric! —dijo en un susurro, deseando más que nada en el mundo alargar la mano para tocarlo y
asegurarse de que estaba vivo y ahí.
Pero claro, no pudo; no podía moverse, y no debía distraerlo de lo que sin duda era una batalla a
vida o muerte para los dos.
Él giró la cabeza para mirarla, y aunque la mirada fue breve, pudo verle la cara. Esa cara, su cara
de guerrero, nunca la había visto. La tenía más horrorosa, más contorsionada y sombría, y en su
expresión parecían arder la resolución y la repugnancia.
De pronto los dos estaban cerca y podía verlos. Frente a frente, con los pies separados, en posición
de ataque, mirándose, y Philippe con su horrible látigo en la mano.
—Parece que siempre vuelves para recibir más de esto —dijo Philippe, burlón, moviendo la
muñeca.
El látigo restalló en el aire con un chasquido tan fuerte y seco, y tan cerca de ella que se le escapó
un chillido. Lo vio caer sobre Eric.
Lo vio todo de cerca, delante de sus ojos. Vio caer el grueso látigo negro en su musculoso brazo, lo
vio pegar un salto, y luego el corte rojo que le dejó. Las lágrimas le cerraron la garganta. ¿Cómo
podría soportar eso? ¿Cómo podría combatir con un arma así?
El horrible látigo volvió a restallar, pero esta vez Eric se movió. Ella vio cómo se le enrollaba en
la muñeca, lo vio gruñir, aceptando el dolor. Entonces, justo en el momento oportuno, él le dio un
fuerte tirón. A Philippe se le agrandaron los ojos de horror y perdió el equilibrio.
En un instante el látigo fue la cuerda que los unía. Sin soltar el mango, Philippe tironeaba de él y
lo retorcía, al tiempo que Eric, con el otro extremo todavía enrollado en su musculosa muñeca, lo
atraía hacia él. Y así continuaron, Eric tirando como si estuviera enrollando un sedal del que cuelga un
pez, y Philippe intentando hacerlo girar para soltarlo, con la cara tensa de miedo y odio.
Finalmente Philippe soltó el mango y se giró a buscar otro látigo. Con la repentina liberación, Eric
se tambaleó hacia atrás, pero no se cayó, continuó en su posición de combate con los pies bien
separados, y con un rápido movimiento enseguida tuvo el mango del látigo en la mano.
No esperó, no había ni un asomo de piedad en su cara. Hizo restallar el látigo, y justo en ese
momento Philippe se giró, con uno más pequeño con varias trallas. Entonces, el látigo le golpeó el
brazo y aulló de dolor, pero aun así no lo soltó. Y antes de que pudiera levantar el brazo para hacerlo
restallar, Eric volvió a golpear con el suyo y le dio en el otro brazo.
En todo ese tiempo no había dicho nada. Christine vio cómo le temblaban las manos; se le
doblaban las rodillas cada vez que se movía; sobre su cuerpo se mezclaban el sudor y la sangre,
brillando en la piel morena de su pecho en los lugares en que la camisa estaba rota. Le costaba
respirar, en ciertos momentos parecía estar ahogándose, pero no flaqueaba, no perdía ninguna
oportunidad.
Y cuando volvió a hacer restallar el látigo, este quedó enrollado en el cuerpo de Philippe,
dejándole atrapados los dos brazos. Con toda la pericia que mostraba el conde para manejar el látigo,
no parecía tener tanta a la hora de defenderse de uno.
Eric dio un tirón y Philippe casi se cayó hacia él.
Entonces Eric soltó el látigo y en un fluido movimiento, tan rápido que a Christine le pareció un
abrir y cerrar de ojos, le rodeó el cuello con el látigo, cruzándoselo por la garganta y, con una mano en
cada extremo, tiró.
Desde su posición sobre la mesa, atada por la correa y con las muñecas y los tobillos esposados,
ella vio cómo se le iba amoratando la cara a Philippe con las manos cogidas a las de Eric, intentando
inútilmente impedirle que siguiera tirando implacable. Pero no se estaba asfixiando; Eric estaba
jugando con él.
—¡Eric, no! —gritó, horrorizada. —¡No! Si lo haces no serás mejor que él.
Eric la miró, todavía con esa horrible expresión siniestra en la cara.
—Se lo merece —dijo, aunque ella vio que había aflojado un poco la tensión del látigo. —Podría
romperle el cuello con un solo movimiento.
—No, Eric, no. No debes. Te convertirías en un asesino de verdad, no sólo de leyenda. No lo hagas.
Eric soltó repentinamente el látigo, y Philippe se tambaleó hacia atrás, con las dos manos en la
garganta, y cayó al suelo de espaldas.
Entonces, por fin, Eric se giró hacia ella, y le desabrochó rápidamente la correa que la sujetaba en
esa posición tan vulnerable. Sólo había alcanzado a abrir una de las esposas que le sujetaban los
tobillos cuando Philippe se puso de pie y volvió a avanzar hacia él.
Ella gritó, pero Eric ya se había girado a mirarlo. Philippe tenía un largo y brillante cuchillo en la
mano y aunque respiraba con dificultad y tenía un grueso magullón rojo en la garganta, se abalanzó
sobre Eric como un oso enfurecido.
Eric le hurtó el cuerpo y Philippe pasó por su lado girando, aunque consiguió hacerle un corte en el
pantalón con el cuchillo.
Christine los miraba con el corazón en la garganta, tan concentrada en la pelea entre los hermanos
que no percibió el movimiento detrás de ella. Pero cuando Raoul quedó en su línea de visión,
avanzando silencioso y rápido, ahogó una exclamación, y habría gritado si él no le hubiera puesto una
mano en la boca.
Una mano fuerte.
—Chss, silencio —dijo él, liberándole rápidamente las muñecas. Le quitó la mano de la boca y,
sujetándola por un brazo, fue a soltarle la esposa que Eric no había alcanzado a abrir. —Ven conmigo
—dijo, bajándola de la mesa sin ninguna delicadeza y dirigiéndose hacia la puerta por la que había
entrado, llevándola.
—¡Eric! —gritó ella. —¡Socorro!
—¡Christine!
Él desvió la vista de Philippe para mirarla y ella vio bajar como un rayo el brillante cuchillo, justo
en el momento en que Raoul la sacaba por la puerta.
—Pelearán hasta matarse —dijo Raoul, llevándola casi a rastras por el corredor.
Christine volvió a gritar, intentando liberarse el brazo, pero él era mucho más fuerte. Empezaban a
adormecérsele los dedos con la fuerte presión de su mano, y le zangoloteaban desagradablemente los
pechos con cada paso.
—¡Suéltame! —gritó, cuando comenzaron a bajar una escalera.
—Tu vida está conmigo, Christine —dijo él, con la voz muy tranquila, como eligiendo las
palabras, como si le estuviera hablando a una niña pequeña. —Eso lo sabes. Desde que nos conocimos
hace años te he necesitado; te he deseado. Mi hermano no debe tenerte. Ninguno de ellos. —De un
empujón la hizo entrar en un pequeño esconce de la pared. —Venga, cúbrete. Nos marcharemos del
castillo y viajaremos en un barco de la Armada. Nos casaremos a bordo y me acompañarás en el viaje
a la Antártida para esa misión de rescate. No volveremos hasta pasados unos años, y para entonces mis
hermanos, si siguen vivos, ya se habrán olvidado de ti. —Sacó una pistola del bolsillo y le apuntó con
ella. —Venga, cúbrete, que nos vamos.
CAPÍTULO 25
ERIC miró y, horrorizado, vio a Raoul sacando a Christine de la sala, y cuando gritó «¡Para!», sintió
el filo del cuchillo de Philippe bajando por su pecho, hiriéndolo.
El lacerante dolor lo traspasó, recorriendo como un arco de llamas todo su maltrecho cuerpo; se
tambaleó, y unos puntos negros mezclados con luces brillantes lo cegaron. Le costaba cada vez más
mantenerse de pie y erguido, pero tenía que volver a la refriega con su jadeante hermano, que estaba
resuelto a rebanarlo en trocitos hasta matarlo.
Pero Christine… Se la llevaba Raoul. Tenía que seguirlos.
Esforzándose en no perder el conocimiento, hizo acopio de lo último que le quedaba de sus
fuerzas, se giró y se abalanzó sobre su contrincante, sin hacer caso del cuchillo; si no inmovilizaba a
Philippe en ese mismo momento, perdería a Christine. Otra vez.
El cuchillo le arañó un hombro cuando lo embistió, pero con la arremetida consiguió que lo
soltara. El arma cayó al suelo y Philippe se tambaleó hacia atrás.
Emitiendo un rugido de victoria, arrojó a su hermano sobre uno de los horripilantes muebles que
usaba para torturar. Él se debatió, pataleando, pero consiguió cogerle una pierna y ponerle el pie junto
a la esposa correspondiente, mientras recibía una andanada de golpes en la espalda. Philippe le pasó
un brazo por el cuello, apretándoselo con tanta fuerza que de nuevo vio esos puntos negros que lo
cegaron.
Concentración, concentración. Esforzándose en respirar, le afirmó bien el pie y consiguió, por fin,
cerrar la esposa dejándole aprisionado el tobillo. Philippe chilló de rabia y reanudó la lucha por
liberarse, apretándole más el cuello y tironeándole el pelo.
Logró arrancarse del cuello el brazo que le apretaba, se lo sujetó un momento para poder tragar
saliva y recuperar el aliento, y luego se lo soltó, para cogerle la otra pierna. Dejarle esta inmovilizada
con la esposa en el tobillo le resultó más fácil, porque Philippe ya tenía esposada la otra.
Una vez que le dejó sujeto el tobillo, salió del ángulo que formaban las piernas de su hermano en
la cama en forma de i griega, y descansó un momento, jadeante, sudoroso y sangrante. Pero Philippe
ya se había incorporado y estaba tratando de liberarse los pies; no podía darle más tiempo.
Le enterró el puño en la cara, dejándolo lo bastante aturdido para poder cogerle los brazos,
estirárselos por detrás de la cabeza, y alineárselos con la parte recta de la i griega, cerrando la esposa
en una de sus muñecas.
Justo cuando le estaba inmovilizando la otra muñeca, se abrió la puerta.
Levantó la cabeza al tiempo que Philippe soltaba una maldición, intentando soltarse, pero ya
estaba bien sujeto, así que no tenía ninguna manera de escapar.
Entraron Carlotta y Maude. A las pobres les había llevado todo ese tiempo subir los tramos de
escalera y encontrar la ruta hasta esos aposentos. Entonces lo miraron y luego miraron a Philippe.
—¿Dónde está Christine? —preguntó Maude.
—¿Han visto a Christine? —preguntó Eric al mismo tiempo. —Se la ha llevado Raoul.
Las dos mujeres negaron con la cabeza. Carlotta caminó hacia Philippe con una expresión resuelta
en la cara.
—Así que todavía no lo ha matado —dijo, con esa estropeada voz, mirando a Eric.
Él estaba intentando recuperar el aliento. Ojalá tuviera al menos un momento, un minuto, para
reposar y combatir las oleadas de dolor que amenazaban con dejarlo tendido en el suelo. Pero no podía
rendirse. Todavía no.
Tenía que encontrar a Raoul y recuperar a Christine. Pero, qué débil estaba.
—No —resolló. —Lo reservé para ustedes.
Carlotta sonrió de oreja a oreja y miró la colección de látigos, los penes de marfil, el cuchillo y
luego al impotente Philippe.
—Será un placer —dijo.
Christine iba sentada frente a Raoul en un pequeño coche que traqueteaba por un camino lodoso y
salpicado por manchas de nieve. Ya estaba totalmente tapada, con un vestido y la ropa interior
apropiada.
Raoul había hecho de doncella ayudándola a vestirse dentro del coche mientras este recorría el
camino de entrada a la propiedad, inclinando ella el cuerpo a uno y otro lado con los movimientos del
coche. Había guardado la pistola tan pronto como la tuvo segura dentro del coche.
No sabía cuánto tiempo llevaban viajando. El sol estaba bajo en el cielo cuando salieron del
castillo, ella envuelta en la manta que él le pasó para que cubriera su desnudez. Ya hacía rato que el
sol se había hundido tras el horizonte, y no se veía nada aparte de alguna que otra lámpara encendida
en las casas de un lado del camino.
Tampoco sabía en qué dirección iban. Sólo sabía que cada vuelta de las ruedas del coche la alejaba
más y más de Eric.
Si seguía vivo.
Ese último ataque con el cuchillo que vio… Se estremeció. Philippe podría haberlo matado.
Y si Philippe lo había matado, ¿los seguiría? ¿Le iría detrás a su hermano, a su hermano legítimo,
de padre y madre? Sí, estaba segura.
Le costaba creer cómo se escapó por un pelo de la brutal violación que tenía planeada Philippe. Un
instante después, un solo instante…
¿Y cómo había logrado Eric escapar de la mazmorra? No había tenido la oportunidad de
preguntárselo.
Igual no la tendría jamás.
—Raoul, por favor, déjame libre —le rogó otra vez, rompiendo un silencio que ya duraba bastante
rato.
—Tu vida está conmigo, Christine, me perteneces. ¿Cuántas veces tengo que decírtelo? Soy el
único que te ama de verdad. Te adoro. Nadie cuidará de ti mejor que yo.
—Pero yo amo a Eric —dijo ella, por enésima vez.
Le había dicho eso una y otra vez, suplicándole que la liberara, que la llevara de vuelta. Y cada vez
él le contestaba calmadamente, como si fuera la primera vez que se lo decía.
—No Christine. Te amo. Debes estar conmigo.
—¡Raoul, por favor!
—No, Christine. Me estás agotando la paciencia. No vuelvas a pedirme eso.
Ella giró la cara hacia la pared acolchada del coche, conteniendo el llanto. Intentó idear una
manera de bajar del coche. Pero si lo hacía, ¿qué? ¿Adónde iría? ¿Cómo llegar? No tenía dinero, no
conocía a nadie.
La sacudida del coche al detenerse la sacó de sus pensamientos. Miró por la ventanilla. Estaban en
el patio de una pequeña posada.
Una posada.
—¿Nos vamos a detener aquí? —le preguntó.
Él la miró con una expresión extraña y abrió la puerta.
—Por supuesto. Pasaremos aquí la noche y continuaremos viaje por la mañana. Mi barco nos
espera. Vamos. Ah —añadió, a punto de bajar—, y no armes una escena. Aquí no hay nadie que pueda
ayudarte, y no tienes dónde ir. No seas tonta.
Ella estaba cansada. Le costaba creer lo que había ocurrido ese día. Sólo habían pasado unas
cuantas horas desde el mediodía, cuando salió del castillo con la intención de escapar, y ahora, estaba
ahí, a saber dónde, con Raoul. Y sin tener idea de dónde se encontraba Eric.
Antes de lo que le hubiera parecido posible, se vio caminando detrás de Raoul subiendo la estrecha
y oscura escalera de la posada, temiendo lo que ocurriría cuando estuvieran en una habitación con la
puerta cerrada.
Rezó pidiendo no tener que luchar con otro hermano Chagny.
—Raoul —dijo, una vez que salió el posadero de la habitación y se quedaron solos, consciente de
que lo miraba con los ojos agrandados de miedo.
Él se giró a mirarla.
—Métete en la cama.
La expresión de sus ojos la hizo estremecerse por dentro, pero no se atrevió a negarse. Al menos él
no le haría daño.
—Necesito ayuda —dijo en voz baja, mostrándole la espalda.
Él le desabotonó el vestido y le desabrochó el corsé. Después deslizó las manos hasta sus hombros,
rozando la delgada tela de la camisola, y ella se preparó.
Cuando el vestido y el corsé cayeron al suelo, él la giró, dentro del montón de tela hasta dejarla de
cara a él. Levantándole firmemente el mentón, se inclinó a besarla.
Aunque deseó hacerlo, no apartó la cara cuando los labios de él tocaron los suyos. Se dejó besar,
dejó que sus labios se movieran sobre los de ella y le introdujera la lengua en la boca. Cerró los ojos y
se dejó acariciar. Él deslizó las manos sobre sus hombros, le acarició suavemente el cuello y bajó una
mano hasta ahuecarla en un pecho, ya libre bajo la camisola.
Finalmente él se apartó, con la respiración anhelante. Ella retrocedió, recelosa, esperando.
—Métete en la cama —repitió él, y acto seguido se dio media vuelta y salió de la habitación.
Tan pronto como se cerró la puerta, ella se acercó de un salto hasta allí, buscando la cerradura y
una llave, pero no había nada para impedirle de nuevo la entrada.
Tiritando de frío y de nervios, subió a la cama y se metió bajo las mantas. Esa noche estaría
ocupada, no por los malos tratos y el dolor que había esperado que le infligiera Philippe, sino por su
propio precio y su propia tortura a manos de un hombre que creía que la amaba.
Como la amaba Eric.
Raoul se aproximaría a ella como Eric, con ternura y amor, y ella continuaría acostada ahí y se lo
permitiría. No tenía otra opción.
Creyó que no podría dormirse. Se mantuvo alerta, esperando oír sus pisadas, el clic de la puerta
cuando girara el pomo y la abriera.
Entonces oyó pasos y el corazón comenzó a retumbarle, tan fuerte que sintió sus vibraciones en
todo el cuerpo. Retuvo el aliento, con el oído atento al giro del pomo, pero no ocurrió nada. Todo
quedó en silencio otra vez; sólo se oían las voces lejanas de personas abajo, en el bodegón de la
posada.
Debió quedarse dormida en algún momento, porque de pronto tomó conciencia de un peso que
hundió la cama a su lado. Abrió los ojos e hizo una brusca inspiración para gritar, automáticamente,
sin siquiera pensar cómo reaccionaría Raoul, pero antes que pudiera hacerlo, una boca cubrió la suya.
La habitación estaba oscura, sólo iluminada tenuemente por un rayito de luna creciente que
entraba por la ventana. Sólo había oscuridad, sombras, y un cuerpo largo medio encima de ella, sus
manos, su boca buscando la suya.
Intentó girarse, intentó empujar hacia un lado el pesado cuerpo, que le aplastaba las piernas,
atenazada por un terror irracional. Él tenía apoyada una mano en uno de sus hombros y con la otra le
apartó suavemente el pelo de la cara. Amoldó su boca a la suya con una ternura que no había esperado,
y sintió el roce de su cara en la mejilla. La tenía mojada.
Y al sentir su sabor, remitió por fin el terror, y sintió los temblores de su pecho al respirar y mover
los labios con los de ella, sus bocas igualmente desesperadas, sus lenguas ansiosas.
Le brotaron las lágrimas, que le bajaron por las sienes cayendo en la almohada, y se le aceleró la
respiración. El ya había retirado la mano de su hombro y la estaba deslizando a lo largo de todo su
cuerpo, acariciándola y palpándola, más o menos como hicieran antes las ávidas manos de su
hermano, pero con reverencia; eran caricias conocidas, agradables, consoladoras. Cuando él le quitó la
camisola, se arqueó, acercando a él sus pechos para que se los acariciara.
Se le encogieron las aréolas cuando él se las acarició. Suspirando, cerró los ojos. Él retiró la boca
de sus labios y le dejó una estela de besos por el cuello, haciéndole bajar estremecimientos hasta el
vientre. Le acarició un pezón, haciendo girar la lengua alrededor, apretándoselo entre los labios y
mordisqueándoselos suavemente, haciéndola retorcerse de placer, y aflorar un intenso deseo desde lo
más profundo de su ser con largas succiones.
Volvió a suspirar. La respiración se le iba agitando más a medida que aumentaba la deliciosa
excitación. Le acarició el abundante pelo introduciendo los dedos, deslizó las manos por sus anchos y
fuertes hombros, mientras él la hacía gemir de deseo y necesidad, y hacía disolverse toda la fealdad.
Entonces él cambió de posición. Sus duras y musculosas piernas, cubiertas por suave vello, se
deslizaron por las de ella al colocarse encima, con la cabeza levantada para mirarla. En esa oscuridad
ella sólo podía ver la sombra donde estaba su cara y la anchura de sus hombros en los que brillaba la
luz de la luna. Él le tocó la entrepierna, con dedos seguros, y ella estaba preparada, mojada.
Cuando abrió las piernas, él exhaló un largo suspiro, el suspiro del regreso al hogar, se posicionó
entre ellas y por fin…
—Aah —suspiró ella cuando él la penetró, con la cara apoyada en su mejilla y los hombros
levantados.
Él comenzó a moverse, lenta, aah, lentamente, como para saborear el momento, para grabarlo en
su mente, para extraer hasta la última gota de la belleza de su unión.
Con los ojos cerrados otra vez, ella se movió a su ritmo, con las manos en el pelo de él, sintiendo
su cuerpo todo lo lleno que podía estar. Deslizó las manos por su pecho, palpando el cálido vello, las
ondulaciones de sus músculos, los contornos de sus hombros.
—Christine —musitó él con la voz ronca al eyacular, con todo su enorme cuerpo estremecido,
apretado al suyo.
Ella sintió los estremecimientos de su orgasmo, y el éxtasis, la intensidad del placer se propagó
desde ese centro a todo su cuerpo, estremeciéndole el pecho y los brazos.
Lo abrazó, apretando a ella su cálido y consolador cuerpo, acogiendo con placer todo su peso.
Pasado un buen rato, aunque detestando romper esa paz, hizo la pregunta, con el sentido muy claro
en su tono:
—¿Y Raoul?
—Está encerrado en el coche. Lo encontrarán por la mañana, después que nos hayamos marchado.
—No… no está herido.
—No. Sólo un chichón en la cabeza. Él nunca tuvo la intención de hacerte daño, Christine. No
podía evitar amarte. Como te amo yo. Y te amaré siempre.
Ella sonrió con la boca en la de él, y deslizó las yemas de los dedos por las dos partes de su amada
cara.
—Tú eres el hombre al que amo. El único.
—Sólo deseo y necesito estar contigo, Christine. Ya es casi la hora de que nos marchemos.
Ella miró hacia la ventana.
—No tardará en salir el sol.
—Lo sé. Nuestra vida juntos comenzará a la luz del día, Christine. No volveré a esconderme en la
oscuridad. —Mi ángel.
EPÍLOGO DE LA BIÓGRAFA
AL conde de Chagny lo encontraron muerto en sus aposentos cuatro días después del incendio del
Teatro de la Ópera de París. La causa de su muerte no se aclaró, pero estaba en una posición muy
indecente, desnudo de cintura para abajo y despatarrado sobre un mueble muy raro.
Tenía erecto su muy usado pene, de un color rojo vivo; había señales de golpes de látigo en su
cuerpo, marcas de sujeción en las muñecas y los tobillos, e incluso una magulladura roja en la
garganta. Pero su boca estaba curvada en una lasciva sonrisa, inmóvil. Aunque según el rumor común
murió feliz, el informe oficial que dio la familia Chagny fue que se ahogó en un trágico accidente.
Raoul, el vizconde de Chagny, desapareció del castillo familiar y no se lo volvió a ver nunca más.
La historia contada por los criados decía que se fugó con la bella Christine Daaé para casarse, en
contra de los deseos del conde, y que iban camino a su barco para embarcarse.
La Carlotta, la prima donna del Teatro de la Ópera, y madame Maude Giry, formaron una extraña
alianza y abrieron el que se convertiría en uno de los burdeles más célebres de París de fines del siglo
XIX y comienzos del XX. Sus chicas tenían fama de ser las prostitutas más hermosas, más
complacientes y de más talento de Europa, rivalizando incluso con las del establecimiento de Marcel
Jamet en la Rué de Provence 122. Entre sus visitantes más frecuentes se contaban los señores Richard
y Moncharmin, que, después del incendio, renunciaron a administrar teatros de ópera y volvieron a su
primera y lucrativa empresa de recogida y eliminación de basuras.
Según cuenta Christine en sus diarios, Eric usó el dinero ahorrado del sueldo que recibió durante
años de los administradores del Teatro de la Ópera y se embarcaron a Estados Unidos. Vivieron felices
en Nueva York, donde Eric componía música y Christine actuaba en teatros con actrices de la talla de
Sara Bernhardt.
Los mecenas del teatro y la música de Nueva York se familiarizaron con el hombre que se cubría
la mitad de la cara con una máscara de color crema, y la llevaba con la misma elegancia con que un
pirata llevaría su parche en el ojo. Las mujeres lo encontraban misterioso y peligroso, y la mitad de
los hombres deseaban tener algún pretexto para ponerse una prenda tan interesante.
Finalmente, Christine y Eric se trasladaron a una ciudad llamada Hollywood, que comenzaba a
prosperar, y allí aprovecharon su talento musical para trabajar en algunas producciones del nuevo arte
de la cinematografía. Entablaron amistad con un joven llamado Lon Chaney, que finalmente
protagonizaría una película titulada El fantasma de la Ópera.
Pero tal vez será mejor reservar esto para otro libro.
FIN