Self, Will - Mi Idea de La Divesion PDF

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Ian Wharton es un joven ejecutivo

cuya vida está condicionada por dos


hechos principales: su capacidad de
memoria eidética y su relación con
el señor Broadhust, que se hace
llamar entre otras cosas El Gran
Controlador y mago de lo cotidiano.
Ian, de niño, conoció al señor
Broadhust, quien lo introdujo en la
magia negra y el esoterismo,
aunque de un modo un tanto
peculiar, obligándole a no practicar
sexo con mujeres bajo la amenaza
de que se le partiría el pene. Ian
termina en la consulta de un
psiquiatra, el doctor Gyggle, que
hace extraños experimentos con
drogadictos, y que le tratará de
ayudar a recuperarse.
Will Self

Mi idea de la
diversión
Una fábula con moraleja
ePub r1.0
turolero 27.09.15
Título original: My Idea of Fun. A
Cautionary Tale
Will Self, 1993
Traducción: Cecilia Ceriani & Txaro
Santoro

Editor digital: turolero


ePub base r1.2
A Alexis
Libro primero
La primera
persona
Me he dicho a mí mismo un millar de
veces
que no debo sorprenderme, pero una y
otra vez
me sorprende lo que,
inexplicablemente, la gente
hace para divertirse.
ISAAC BASHEVIS SINGER
PRÓLOGO
«Bueno, ¿qué entiendes tú por diversión,
Ian?». Era la mujer que estaba frente a
mí en diagonal, la del bronceado Agadir.
Durante medio segundo o algo así pensé
que no había oído bien la pregunta, pero
entonces ella repitió: «Bueno, ¿qué
entiendes tú por diversión, Ian?». A
menudo son las cosas como ésa, las
cosas que ocurren dos veces, las que
realmente me hacen prestar atención. La
primera vez que lo dijo me sonó como:
«Bueno, ¿quén tén destú sión án?». Sólo
la elevación del tono al final me
indicaba que era una pregunta. Sin
embargo, la segunda vez lo entendí todo;
absorbí sonido y significado como un
Kleenex oportuno. Y después me estrujó
—eso que entiendo por diversión— y se
apoderó de todas mis capas, de mis
múltiples yos, y los enguató en una masa
húmeda. Yo permanecía sentado,
agarrando el borde de la mesa, sintiendo
que el lino se retorcía de un modo
terrible sobre la madera pulida, mientras
todo se amontonaba y se mezclaba
dentro de mí.
Entonces Jane me miró desde el otro
lado. Me miró con esa mirada especial,
ese pequeño mohín que revela una total
intimidad, un total nosotros-aparte-del-
mundo, y dijo: «Uy, no creo que, de
momento, Ian entienda mucho de
diversión, el pobrecillo está demasiado
enfrascado en su trabajo». Pero la
conversación andaba ya en otras bocas;
alguien al otro extremo de la mesa —me
lo habían presentado cuando llegamos
pero no me había quedado con su
nombre— nos estaba haciendo
partícipes de lo que entendía por
diversión. Por lo que recuerdo, era algo
sumamente burdo, totalmente acorde con
su pelo Silkience y con la montura de
ónice de sus gafas. Ya se lo pueden
imaginar, todo giraba en torno a
adolescentes desnudas, cocaína y una
suite de hotel en Acapulco. Era pura
mierda publicitaria, los típicos placeres
superficiales de alguien con mentalidad
de anuncio de televisión. Pero yo no le
prestaba la menor atención, estaba
perdido dentro de mí mismo, atrapado
por mi propia película de terror en pase
privado. Estaba pensando:
¿Lo que yo entiendo por diversión?
Esa mujer, a la que ni siquiera conozco,
¿quiere saberlo? Uf, si ella supiera…
ay, ella, ella. Si lo viera… Pero eso no
puede ocurrir jamás. No puede verme
arrancando la cabeza desgastada por el
tiempo del viejo vagabundo del metro,
verme arrancándola de cuajo y hablar
después a su cadáver, verme dejando
caer mi corpulento cuerpo sobre su torso
aplastado como un acordeón y
arqueándome después como un niño
cuyos pequeños músculos abdominales
le proporcionan un punto de apoyo para
saltar un poste metálico.
Eso era lo que estaba pensando, y a
la vez me preguntaba, como mera
especulación, de qué modo podría
transmitirle esa sensación tan particular,
esa forma de entender la diversión.
Probablemente ella jamás habría visto
un cuello sin cabeza y, por supuesto,
menos aún lo habría tocado. Sin
embargo, se lo podría haber explicado
utilizando una analogía que habría
captado enseguida: es algo parecido a la
carne de caballa; es un poco como una
caballa en la que todo el tejido, los
nervios y los músculos, están bastante
comprimidos bajo la dermis. Rodear
aquel cuello con la mano fue como
apretar la piel plateada de un pez y
sentir la rigidez compacta de su cuerpo.
Ésa fue la razón por la que hube de
encaramarme totalmente encima de él;
necesitaba todo el peso de mi cuerpo
para penetrar aquel tronco aún
rezumante. Y la cabeza del vagabundo,
eso también formaba parte de la
analogía. Mientras me encaramaba sobre
él; mientras entraba y salía de su
pescuezo nervudo y ulcerado, miraba
hacia abajo, sin apartar la mirada de su
rostro —la nariz atascada en la
alfombrilla de caucho que había a lo
largo del suelo del vagón— y
observaba… ¿su personalidad?, ¿su
alma?, ¿su identidad? Lo que ustedes
quieran. Observaba cómo eso se iba
retirando, desapareciendo. Era un
semblante puntiagudo de caballa, fresca
cuando la pescaron, pero que ya
empezaba a perder su lustre y se iba
transformando poco a poco en un
potencial trozo de pescado rebozado,
cada vez más lejos de ser una forma
viva.
Ni siquiera así, ni siquiera con mis
poderes de descripción, adquiridos con
tanto esfuerzo, creo que hubiera logrado
describir esa experiencia haciéndole
justicia. En lo único que habría pensado
esa mujer, esa mujer sin nombre,
conocida de un conocido, a la deriva
conmigo durante unas pocas horas en el
mar social, hubiera sido… ¿Qué? ¿El
horror de todo ello, el espantoso horror
antihumano? ¿El desprecio premeditado
que una acción así implica? Pero ¿sería
ella capaz, como yo, de verlo como el
equivalente moral de una singularidad
cosmológica, una pequeña muestra del
holocausto? ¿Podría apreciar la nube
casi celestial de desesperación que
emana de mi interior? Una nube con
esporas catatónicas, simientes para una
evolución de las especies, una evolución
nueva pero aún más funesta.
Lo dudo. Sólo pasó junto a mí un
instante. Fue un encuentro tan mínimo
que podría no haberse producido jamás.
En el mismo momento en que nos
encontramos nos estábamos alejando a
toda prisa el uno del otro —adióóós—,
niños que se gritan en el tren del tiempo.
Probablemente, lo que habría sucedido
en caso de haberme dignado
comunicarle qué entendía yo por
diversión, hubiera sido que ella, al cabo
de una semana o algo así, le dijera a
alguien: «Conocí a un señor en una cena
la otra noche, un tipo muy raro. Todos
estábamos hablando de divertirse, ya
sabes, di-ver-tir-se, olvidarse
absolutamente de todo y pasárselo en
grande, y me dijo que lo que él entendía
por divertirse —subrayando que sólo
era un ejemplo que podía sintentizarlo
todo— era follarse el cuello cercenado
de un vagabundo en el metro. ¡Qué
macabro!, ¿no?, bueno, quiero decir que
a mí me resulta macabro. ¡Qué cosas
dice la gente hoy en día simplemente
porque se creen que pueden tomarte el
pelo!».
No, cuando ocurrió aquello, cuando
aquella pregunta casual captó mi
atención y permití que desencadenara el
diluvio, no pensaba en ella porque no la
conozco. Sin embargo, pensaba en la
persona a quien realmente podría afectar
la verdad de lo que entiendo por
diversión, pensaba en Jane.
Porque yo amo a Jane, de verdad, la
amo como se supone que se ama la
gente, sacrificándose en las cosas
pequeñas, en las cosas que no tienen
consecuencias, y también en las cosas
grandes, en las decisiones vitales. Y
además ante ella he dejado que fueran
cayendo mis barreras personales, ya
saben, el puente levadizo de mi ego.
Ella ha ido entrando en mí al mismo
tiempo que yo entraba en ella. Se lo he
permitido, le he permitido ver la
timidez, la vulnerabilidad en mi rostro
cuando hacíamos el amor. Suena cursi,
¿verdad? Sentimental, ¿no les parece?
Pero es la verdad, el amor es lanzarse a
ese ardor cursi, correr ese maratón cursi
juntos y continuar hasta llegar a la meta.
La gente que está enamorada se mira a
los ojos después de un orgasmo sin
vacilar, sin repetirse, sin desviar la
mirada. Son como la confluencia de dos
ríos, dos procesos más que dos objetos.
Sí, y también como dos verbos más que
dos sustantivos.
Por supuesto que, incluso en esos
momentos, esos momentos tan
especiales que compartimos, he
mantenido algo en secreto. Para ser
exacto, este asunto de follarse-al-
vagabundo, este asunto demoníaco. Lo
he mantenido en secreto porque de
verdad que no quiero hacerle daño, no
quiero hacerle daño especialmente
ahora que está embarazada y estamos a
punto de acabar nuestra casa. Son dos
grandes incertidumbres o más bien dos
grandes inseguridades con las que ya
tiene que vérselas. ¿Para qué darle una
tercera del tipo «Ah, por cierto, soy
discípulo del Diablo. Pensé que
deberías saberlo, querida, por aquello
de que llevas dentro un hijo mío y todo
eso»?
Pero entonces, claro, no contaba con
esos personajes extraños, esas frases
lanzadas al aire que, como abrelatas
verbales, han levantado la tapadera de
todos mis múltiples yos podridos. La
mía, después de todo, es una identidad
de gusano, una vermiculación de la
propia alma.
Todo el resto de la noche es una
nebulosa. Sólo tenía ojos para Jane.
Sabía que a la larga tendría que darle
cuenta detallada sobre mí mismo, que
tendría que contarle la verdad de algún
modo.
El café siguió a la crème brulée.
Fuimos de la mesa del comedor al salón.
Se habló de gente, amigos comunes que
oportunamente no estaban presentes. Sus
acciones subían y bajaban en el índice
Nikkei de la conversación con terrible
rapidez. Alguien decía de X: «Ah, pues
yo creo que es un memo, no hay por
dónde cogerlo», y entonces otro
intervenía contando una anécdota que
confirmaba esa opinión. Al poco rato
casi todos los presentes competían entre
sí para añadir ejemplos sobre lo
espantoso que era X. En cinco minutos
había quedado claro que nada en
absoluto podría redimir a X, salvo la
Segunda Venida de Cristo. Era venal,
era falso, era torpe, era pretencioso, era
esnob y además… y además… Justo
cuando ya habían dejado a X por los
suelos y listo para tirar a la basura,
cambiaron las tornas. Alguien dijo: «Lo
que tiene X es que siempre te ayuda si
estás en un verdadero apuro, en ese
sentido es muy leal». Los operadores
emocionales giraron a enfrentarse a sus
pantallas de cotizaciones una vez más.
Con X a un precio tan bajo valía la pena
invertir en él otra vez. Antes de que
pasara mucho rato todos sin excepción
estaban acaparando sus acciones.
Ahora X era ingenioso, modesto y
poseía una gran sensibilidad.
Aquello siguió y siguió. Me llevé
desganadamente la copa de vino a los
labios, y me salpiqué los pantalones a
rayas del traje. Jane estaba de nuevo
frente a mí, situada en una concavidad
escandinava embutida en una estructura
en forma de G. Estaba sentada con las
rodillas separadas, y su vientre
embarazado sobresalía del hueco que
formaban su cuerpo y la silla, como si
estuviese ofreciéndolo a la reunión.
Volvió a dirigirme «nuestra mirada» y
me dijo en medio del entramado de la
charla general, hablándome sólo a mí:
«Pareces agotado, cariño, ¿quieres ir a
casa?». Dije que sí porque era lo más
fácil. No tenía sentido decir que nada en
el mundo me importaba menos, que
estaría igual en cualquier otra parte.
Aquí o allí. Tumbado en el suelo en
medio del desierto, bajo el frío destello
de las estrellas, o desplomado sobre los
ladrillos rezumantes en uno de esos
callejones de Charing Cross Road donde
la gente se chuta, me daba lo mismo.
Nos despedimos de nuestro
anfitrión, de nuestra anfitriona y de los
demás invitados. Saludé con la cabeza a
la mujer del bronceado Agadir, la que
nunca llegaría a ser mi confesor. Ella me
devolvió el saludo con la cabeza. Fuera,
en la calle, las farolas tenían una aureola
anaranjada y un olor de hojas húmedas
se depositaba sobre las aceras
empapadas. «¿Has bebido mucho?», me
preguntó Jane. «¿Quieres que conduzca
yo?». Le di las llaves y ella dirigió el
mando a distancia a nuestro coche,
nuestro estuche de acero. El cierre
centralizado hizo un chasquido, entré,
me senté en el asiento del acompañante
y apoyé la cabeza en el reposacabezas.
Cuando Jane se sentó en su asiento,
me volvió a asombrar cómo las cosas
parecían acomodarse a su vientre. En
este caso la función primordial del
coche era la de acoger su tumescencia.
Los bordes del salpicadero de plástico
se abrieron para envolverla como un
paréntesis, la gomaespuma del asiento
se hinchó para sostenerla. Cuando se
agachó trabajosamente y accionó la
palanca para adelantar el asiento fue
como si estuviera poniendo a su hijo
nonato en el mismísimo centro del
caparazón del coche para que, amparado
por materiales resistentes a los
impactos, pudiera ser transportado a
casa sano y salvo. Puso el motor en
marcha y nos alejamos del bordillo.
«Eran simpáticos, ¿verdad?», dijo
con tono de poco convencimiento. «En
todo caso, han hecho un buen
despliegue. Pero no puedo soportar a
ese amigo de ella, ¿cómo se llama?, el
que se dedica a los ultraligeros».
Continuamos nuestro camino. Con la luz
artificial el mobiliario urbano había
perdido su proporción, podían haber
sido maquetas de paradas de autobús y
maquetas de farolas lo que salpicaba
nuestro camino. Lo que me preocupaba
era cómo decírselo, cómo abordar el
asunto. Sopesé nuestra relación, tracé su
convencional curso con mi cámara aérea
termosensible. La asimilación del uno
con el otro se había realizado de un
modo perfectamente acompasado, cada
pequeña revelación de cualquier cosa
desagradable había actuado como una
pudorosa pantalla, un dique frente a la
inundación. Y ahora todo iba a
inundarse, a empaparse de sangre
emponzoñada.
En casa encendí las luces de la
cocina bruscamente. Mientras yo bajaba
a la zona destinada a comedor, Jane se
quedó en el nivel superior entre nuestras
posesiones de línea blanca. Iba de un
lado a otro apoyando su vientre sobre
una superficie limpia de la cocina tras
otra superficie limpia de la cocina. Con
sus mallas negras ajustadas parecía un
Marcel Marceau femenino, imitando al
mimo. «Te voy a hacer una manzanilla»,
me dijo. «Eso te volverá a hidratar». Yo
emití un gruñido y ella enchufó la tetera
eléctrica.
Y entonces se me ocurrió. Cómo
hacerlo, claro. Estaba sentado a la mesa
redonda de la cocina, con los codos en
la madera clara, atrapado en la telaraña
espectral de beiges y grises naturales
que armonizaban nuestro espacio vital.
Me sentí fetal, amnióticamente acunado.
Me sentí como imaginaba que se sentiría
el que iba a ser mi hijo. Y, sin embargo,
no era así, no era mi hijo, ni
remotamente. Yo sabía que no podía
serlo. No podía serlo si consideraba las
cosas en su conjunto. No podría decir
cómo lo hizo, El Gran Controlador,
claro. Sus poderes son tan fuera de lo
común… Podía haber intervenido en
cualquier etapa. Se podía haber
miniaturizado a sí mismo, haber gateado
por mi uretra justo antes de la
eyaculación decisiva y haber
reemplazado alguno de mis
espermatozoides por los suyos. O podía
haberse hecho aún más pequeño, lo
suficientemente pequeño para infiltrarse
en el mismísimo genoespacio. Allí
podía haber desenganchado y enlazado
de nuevo las largas cadenas del ácido
desoxirribonucleico con tanta facilidad
como un granjero repara un vallado.
Pero, fuese como fuese, era seguro que
lo había hecho. Usurpado mi paternidad,
claro.
Ahora Jane está hablando sobre la
casa nueva. «He llamado a Radley». (Es
el notario que se ocupa de la
compraventa). «Dice que tiene
preparada la escritura, así que ya sólo
es cosa de unos días». Yo emito un
gruñido no comprometedor. «No pareces
muy interesado». Está molesta,
desconcertada ante mi actitud, mientras
vierte el agua hirviendo sobre las
bolsitas.
—No. Sí que lo estoy, de verdad,
sólo que…
—Estás cansado, ya lo sé. No te
preocupes, bébete esto y ven a la cama.
Plantifica la taza delante de mí y con
la suya se pone a subir la escalera en
forma de ángulo. La oigo arriba. Se está
quitando la ropa húmeda, se detiene
junto al espejo para observar la
turgencia oscurecida de su abdomen, la
fecunda raya parda que va desde el
ombligo hasta el monte de Venus. Es una
mujer joven e imperturbable, hecha para
tener hijos igual que una vasija de barro
está hecha para beber de ella. La forma
en que las venas de sus pechos resaltan
como rayos azulados, el modo en que
sus tobillos se hinchan con un edema
saludable, todo predice un triunfo, una
maternidad tintineante como unas
navidades y una consanguinidad llena de
cursilería y lugares comunes.
Ah, pero si me zambullo dentro de
ella, si me sumerjo a través de la piel
tensa como la de un tambor y sigo
nadando, sé lo que encontraré. No una
Jane-pequeñita o un yo-pequeñito sin
acabar de formar, chupando un inicio de
dedo gordo y alimentándose a través de
una manguera, como una cisterna-bebé
dentro de un buque-nodriza-mamá. En
vez de eso estará él o, en todo caso, su
nuevo homúnculo. Al instante reconozco
su suave rostro impasible, imberbe y
redondo como una pelota de fútbol, sus
arcos ciliares prominentes, su nariz
ancha y sin puente, su boca taimada de
gruesos labios y expresión burlona y, al
final, su voz:
—Hemos entrado a echar un vistazo,
¿verdad, chico? —No está sorprendido.
Nunca lo está. Como siempre, viste su
cuerpo compacto a la manera clásica,
con traje, a pesar del calor de la sangre.
Y, como para burlarse de ese vestíbulo
seguro y salubre, sostiene entre los
dedos uno de sus horribles puros,
desafiando a los elementos con esa
alegre combustión en medio del fluido
—. Me encanta estar aquí dentro. ¿A ti
no? ¡Es un sitio tan calentito y tan
romántico! Una cuba de malvasía me
vendría bien, pero, si no es posible, me
conformo con la inmersión total en licor.
Para subrayar lo a gusto que se
encuentra, da un brinco ingrávido como
un astronauta haciendo payasadas para
la cámara y golpea las mullidas paredes
de su cápsula.
Se respira una nauseabunda ironía
mientras Jane se apoya en el quicio de la
puerta, a punto de entrar en el cuarto de
baño, al sentir las patadas del Gran
Controlador dentro de ella. Él se pone a
escuchar, a ver su reacción; se da
impulso con sus zapatos de vestir y se
lanza hacia arriba, donde el macarrón
placental se arruga contra la pared del
útero. Estira la mano, proyectando un
puño de camisa níveo, y, cogiéndose a
aquello, hunde la mano en la membrana
elástica y da un pellizco. A Jane se le
corta la respiración y a mí también.
—Como quieras, chico —dice
riendo entre dientes, disfrutando,
deleitándose—. Firmaste para esto.
Puedes divertirte ahora o esperar un mes
más o menos, en cuyo caso tendré el
enorme placer de hacérselo saber yo
mismo. ¿Qué prefieres?
No merece la pena contestar. Se lo
diré yo. Porque, después de todo,
contarlo es gran parte de la diversión, es
quizá más divertido incluso que la
diversión misma. Me doy cuenta de que
a esto es a lo que se ha estado
dirigiendo mi vida, la tranquila casa en
las afueras, la mujer amante y confiada y
yo aquí sentado en la semipenumbra,
sabedor de que estoy a punto de
destrozarlo todo, de destrozar a Jane.
He buscado este momento
diligentemente, lo he deseado incluso.
Está muy bien conseguir divertirse
haciendo daño a la gente, abusando de
ellos, causándoles un sufrimiento
inenarrable, pero en realidad no tiene
ningún valor si ni siquiera te conocen.
La ignorancia resulta, en términos
relativos, una bendición cuando, aunque
estén entregando su espíritu, pueden
seguir confortados pensando que eres
una especie de demonio, alguien no
humano, no como ellos.
Con Jane será diferente. Me conoce,
confía en mí, dice que me ama, y piensa
que lleva dentro un hijo nuestro. Cuando
le diga que las cosas no son en absoluto
como parecen, no se lo podrá creer, y
luego, cuando empiece a creérselo, ¡qué
exquisito dolor, qué traición más total!
El hombre en quien confía, el hombre al
que cubre de besos, el hombre con el
que duerme acoplada como dos cucharas
en un cajón, ese hombre es un
depravado, es él quien ha jurado
destruirla, es un traidor emocional de la
peor especie.
Ahora puedo esperar el momento
oportuno, pulir mi traición inexorable,
ya que he decidido lo que quiero hacer.
Para mí carece de sentido darle vueltas
a las tácticas antideportivas del Gran
Controlador ¿No ha sido siempre así la
maldad, algo trivial que toma sus
argumentos de cualquier lado y los
envilece sin la menor vergüenza? Este
asunto de aparecer en el útero de Jane es
únicamente el último de una larga
procesión de trucos malos. No quiero
reaccionar ante ello, demostrar que soy
más débil de lo que soy, porque ya soy
bastante débil.
Jane se dormirá enseguida, no es de
las que resisten mucho. Probablemente
dará un par de sorbos a su manzanilla,
leerá unas cuantas líneas de una novela y
luego empezará a sumirse en el oscuro
escondrijo del sueño. Normalmente,
cuando subo, la arropo y apago la
lamparita que hay en su lado de la cama.
Así que eso me deja aquí a solas,
nadie me molestará mientras me dedico
a molestar. Aquí, en la cocina
pardogrisácea, escuchando el ruido de
la nevera, con toda la noche por delante,
quiero intentar explicar, si es que puedo,
cómo ha llegado a producirse todo esto.
Cómo ha podido ser que mi idea de la
diversión sea tan distinta de lo que
hubiera podido esperarse de alguien
como yo. Pero también quiero que
entiendan que esta explicación no intenta
ser una justificación de ninguna clase.
No necesito justificarme, sólo quiero
que me entiendan. Ésa es siempre la
petición de los hombres débiles, ¿no es
cierto? Piden a gritos que los
comprendan cuando ellos mismos no se
entienden. Pero yo les pregunto:
¿Comprenden ustedes realmente lo que
les ha ocurrido? ¿Lo entienden? Si
contemplan el curso completo de sus
vidas, ¿está compuesto por una serie de
decisiones netamente definidas, lugares
donde el camino se dividía y ustedes
tomaron el de la derecha en vez del de
la izquierda? ¿No pudo haber sido
igualmente la Mano del Destino, ciega o
como sea, la que les empujó?
Cualquiera de las dos perspectivas
tendría el mismo sentido para
cualquiera. Pero en mi caso, por lo
menos, no es así. De hecho, yo puedo
establecer los factores que han
determinado mi vida, incluso puedo
nombrarlos: en primer lugar El Gran
Controlador, en segundo lugar el doctor
Gyggle, y, si tuviera que añadir un
tercero, sería mamá.
Aquí está el anzuelo. Cuando yo
haya acabado, decidiremos juntos,
ustedes y yo. Les voy a dar la
oportunidad de participar en el
desenlace. Estoy totalmente a favor de la
participación del público. Después de
todo, ¿qué significa el fugaz
desconcierto de todos ustedes
comparado con el trabajo de mi vida?
No se preocupen, tengo la intención de
tomar muy en cuenta nuestras
deliberaciones. Cuando hayamos
acabado, subiré las escaleras,
despertaré a Jane, le contaré la verdad y
disfrutaré mientras ella expira o
abandonaré todo este asunto, me pondré
los chanclos y me iré definitivamente,
arrastrando los pies hacia otra
dimensión.
No creo estar siendo demasiado
teatral ni me parece que les esté
embaucando. Después de todo, ustedes
son como todos los demás, a ustedes les
gusta que el mundo esté en su plato listo
para cortarlo en dos trozos, ¿verdad? No
hay nada tan reconfortante para ustedes
como decir: «Esto es esto y lo otro es lo
otro». Lo hacen continuamente, es algo
tan primario como respirar. Yo
simplemente les estoy proporcionando
otra oportunidad más de ejercitar esa
fina discriminación suya.
Ah, y otra cosa antes de empezar,
antes de meterme en la narración de mi
propia vida. Sobre esa mujer, la de la
cena de esta noche, la del bronceado
Agadir. ¿Por qué me afectó tanto lo que
dijo, por qué ha provocado este torrente,
esta rotura de los mecanismos de
seguridad de mi psique, Titanic
insumergible? Bueno, pues la cosa es
así, yo puedo haber matado, puedo haber
torturado, puedo haber cometido las
peores atrocidades, pero eso también me
ha hecho sufrir. No tanto como a mis
víctimas, eso se lo concedo, pero me ha
hecho sufrir. Lo he sentido por todos y
cada uno de ellos. Desde la mujer que
El Gran Controlador despachó al otro
barrio con su bastón envenenado en el
Teatro Real hasta el perro de pelea de
Finch el Follador, todos incluidos. Lo
sentí por ellos cuando lloraban, cuando
se les aflojaban las entrañas, lo sentí por
ellos como sólo alguien que esté
privado de sentir con ellos pueda
sentirlo jamás.
¿Me siguen ustedes? Miren, se lo
voy a aclarar aún más. Permítanme
hacer una pequeña prueba. ¿Cuál creen
que es la definición de «empatía»? ¿La
tienen? Bien. Y ahora, ¿cuál creen que
es la definición de «compasión»?
Apúntenlo en un trozo de papel si eso
les sirve para fijarlo en su mente. Y
ahora vayan a mirar las dos definiciones
en el diccionario. Creo que se darán
cuenta de que las tienen cambiadas, que
lo que creían que era empatía es en
realidad compasión y viceversa. ¿Lo
ven? Ése ha sido mi problema, siempre
que pensé que me estaba compadeciendo
de ellos, en realidad estaba
empatizando, identificándome con ellos.
No pienso enorgullecerme por esa
peculiaridad semántica, pero creo que
merece la pena subrayarla porque,
cuando dos términos clave se solapan
uno a otro de esa manera, puede tenerse
la seguridad de que algo se está
tramando.
1
LO QUE SE VE ES LO
QUE HAY

—¿Por qué dices que te llamas «la


Bestia»? —le pregunté el día que nos
conocimos.
—Mi madre me llamaba «la Bestia» —
contestó, para mi sorpresa.
JULIAN SYMONDS, Introducción a
The Confessions of Aleister
Crowley
Antes de nada, unas breves palabras
sobre un concepto complicado que
necesitarán ustedes entender si es que
van a acompañarme a través de lo que
sigue sin flaquear y sin perderse.
¡Pobres de ustedes si lo hacen, porque el
paraje donde estamos a punto de
adentrarnos es territorio virgen! Es un
lugar salvaje y primitivo, un reino del
inconsciente, donde la propia diversidad
de su identidad puede romperse
fácilmente, rajarse de tal modo que
todos esos pequeños actos reflejos que
ustedes denominan su «ser» se
desparramen, como bolitas y bolitas de
personalidad de poliestireno, cayendo
de un saco desgastado roto de un tajo.
Yo no podré ayudarles en ese lugar ni, si
me permiten decirlo, tampoco deseo
hacerlo.
El concepto al que aludo es la
memoria eidética. Soy eidético. Puede
que siempre haya estado destinado a
serlo —signifique eso lo que signifique
— o quizá sea parte de un montaje, algo
que tiene que ver con el modo en que ya-
saben-quién ha destrozado mi destino.
Pero da igual, ése no es el asunto ahora.
Las imágenes eidéticas son
fotografías mentales. Son imágenes
internas que tienen toda la fuerza de la
visión convencional, pero que sólo
tienen realidad en la mente del eidético.
Para mí es casi imposible imaginar
cómo podría ser de otro modo. Cuando
concibo, por ejemplo, a un filósofo, lo
veo con tanta claridad como si estuviera
echado sobre esta mesa que tengo
enfrente. Está de lado, y la hendidura
profunda entre su vientre abombado y su
cadera pronunciada es como un paso a
través de las montañas que lleva a un
ameno valle.
Más aún, si miro más de cerca esa
imagen que tengo de un filósofo, puedo
ver todos los detalles, los puntos de su
jersey, sus puños gastados, el particular
destello de la montura de sus gafas.
Incluso puedo rotar a mi filósofo, girarlo
con enorme rapidez trescientos sesenta
grados en las tres dimensiones y dejarlo
de nuevo completamente inmóvil, si así
lo decido, sin que se le mueva un pelo
de la barba. Haga lo que haga con mi
filósofo, en mi visión mental conservará
la integridad de su imagen, su notable
abigarramiento, su sutil juego entre las
partes y el todo.
Sé que a ustedes no les ocurre lo
mismo. Sé que, cuando ustedes imaginan
a un filósofo, un filósofo cualquiera, por
ejemplo el que vieron ayer dormido en
el parque, con la caspa del cuero
cabelludo mezclándose con la pared
cubierta de musgo, su imagen mental
sólo es nítida cuando es confusa y es
confusa cuando tratan de ponerla bajo un
foco más nítido. ¿No es así? Cuanto más
se concentran ustedes en la memoria
visual, cuanto más tratan de fijarlo
firmemente, tanto más se les escapa
resbalando como una gota de mercurio.
Si este ejemplo les parece artificial,
¿por qué no lo intentan con algo menos
abstracto que un filósofo, por ejemplo
con el rostro de la persona que más
quieren? Venga, tiene que haber alguien
a quien puedan atribuirle ese status.
¿Por qué no la evocan y disfrutan de esa
encantadora singularidad de su
semblante? Y ahora, ¿qué es lo que ven?
Que sus ojos son de tal y tal color, que
se peina el pelo así, que su tez tiene una
textura muy fina, bastante parecida a la
de la piel vista por el microscopio. Les
concedo todo eso, pero no todo a la vez.
Lo que ustedes han hecho con su
amorcito es describir un contorno y
luego rellenarlo, pieza a pieza, como se
les había solicitado. Lo mismo que
ocurre con la compasión, ocurre con la
fotografía. No pueden decirme que,
cuando han percibido el tono de esos
ojos que gozan de su benevolencia, han
conseguido captar también el triángulo
de los conductos lacrimales del Ser
Amado. Y, si lo han hecho, ¿han
percibido, por casualidad, si había
alguna legaña en ellos?
Eso es lo que resulta dolorosamente
triste de su amor; ésa es la razón por la
que se hincha en su corazón como un
aneurisma incipiente. Porque cuanto más
intentan unirlo a su objeto, más les elude
ese objeto.
Permítanme que insista: a mí no me
ocurre eso. Yo puedo evocar rostros de
hace años y aplicar un soplete a sus
mejillas. Y luego, cuando la piel ha
comenzado a bullir, puedo retirarlo de
nuevo y contar las ampollas, una a una,
las grandes y las pequeñas. Puedo
incluso hurgar en ellas y disfrutar del
susurro preciso de sus múltiples
crepitaciones.
Bueno, eso es lo que diferencia el
eidetismo de la visualización normal
que tienen ustedes.
Habitualmente los eidéticos son
idiots-savants. Muchos son autistas. Es
casi como si ese talento fuera una
compensación por ser incapaces de
comunicarse con los demás. Así que no
es muy sorprendente que no encuentren
mucha aplicación a esas dotes
especiales. De cuando en cuando
aparece alguno en la televisión, dando a
los que están en sus casas la oportunidad
de adoptar la superioridad moral frente
al sufrimiento ajeno. O bien sus datos
aparecen enmarcados y bien resaltados
en alguna revista de chismes de cuarta
categoría. Esos prodigios pueden echar
una ojeada a la catedral de Chartres y
después reflejarla a lápiz, hasta la
mueca de la gárgola superior del
pináculo más alto. ¡Flaco favor! Esa
gárgola bien podría representar a los
propios eidéticos, por las alegrías que
les proporcionarán tan excepcionales
habilidades.
Puedo afirmar que a mí no me ha
ocurrido eso. Yo no tuve que pasar mi
infancia en una institución, babeándome
el cuello del anorak y esperando una
visita de mis padres que jamás se
producía. Yo era una excepción, un
eidético que podía comunicarse
normalmente, que no tenía que recurrir a
calcular mentalmente raíces de quince
dígitos para lograr la atención de
alguien.
Dicho esto, añadiré que mi
eidetismo era algo de lo que no fui
virtualmente consciente cuando era niño.
En efecto, si no hubiera caído bajo la
influencia de un hombre excepcional, es
dudoso que algo de eso se hubiera
manifestado. Después de todo, ¿a quién
le importa que el conjunto de imágenes
visuales de alguien sea particularmente
intenso o no? Y es más, ¿cómo puede
describirse con exactitud esa
intensidad? Lo he expuesto lo mejor que
he podido, pero sé que he suscitado
tantas preguntas como respuestas he
dado. Baste decir que, hasta donde
alcanza mi memoria, siempre he sido
capaz de recuperar recuerdos visuales
con una exactitud asombrosa y
manipularlos después a voluntad.
La mayor parte del tiempo no lo
hacía a propósito y durante un periodo
bastante largo, al comienzo de la edad
adulta, perdí temporalmente esa
habilidad. Pero ahora he vuelto a
recuperarla. Mirando hacia atrás,
volviendo la cabeza al fondo del
demencial pasillo recubierto de espejos
que constituye mi pasado, esa pericia me
viene de perlas. Porque me he dado
cuenta de que sólo necesito evocar una
fotografía, una instantánea borrosa —
con los bordes ondulados, en color
Kodachrome—, para poder acceder al
álbum completo.

Un lugar que no es un lugar y un tiempo


que no es un tiempo, ahí es donde pasé
mi infancia. Un lugar que estaba cortado
a pico y bosquejado por el verde
palpitante del mar y un tiempo que nunca
era un momento cualquiera sino siempre
Ahora.
Cuando estoy en ese lugar, un alto
risco calcáreo que desciende
serpenteando formando un sinclinal
hundido hasta el hueso decolorado de
una costa rocosa, ¿qué es lo que veo?
No lo que veía de niño, porque entonces
no tenía más que el sentido de la
inminencia para proyectarlo en aquel
horizonte. Aquel tiempo era el tiempo de
un niño, ese tiempo que es como agua, el
líquido contenido en el menisco del
presente. Ahora me he hecho consciente
—como todos— de la verdadera
Trinidad. Dios Padre, Dios Hijo y Dios
Cinematógrafo. Así que espero más la
palabra que la carne. Porque sólo unos
títulos grandísimos que vayan
ascendiendo desde la costura que hay
entre el mar y el cielo podrán
convencerme de que realmente he
empezado. Está claro para mí que, hasta
que lleguen, mi vida no habrá sido más
que una larguísima secuencia previa a
los créditos y que su endeble
caracterización habrá sido la exigida
por el director para un actor secundario
como yo.
Mi padre fue un hombre tenebroso y
taciturno. Mientras fui un niño pequeño,
digamos que hasta la edad de siete años,
era poco más que la presencia de una
sombra en mi vida. Y poco después de
mi séptimo cumpleaños aumentó ese
status al comenzar a ausentarse de la
casa familiar. Solía marcharse, al
principio sólo durante unos días pero
poco después durante semanas, a
recorrer la Costa Sur de pueblo en
pueblo, de una biblioteca pública a otra.
Y para cuando yo tenía diez años ya no
era mucho más que un fantasma en la
maquinaria doméstica. A los once años
llevaba sin verle todo un año y medio.
No sé con precisión qué es lo que
ocurrió, pues así de tenue se había
vuelto mi relación con él, pero un día
me di cuenta de que ya no volvería a
casa. No le he visto desde entonces.
Como para subrayar su peculiar
irrelevancia, a diferencia de la mayoría
de mis recuerdos, la única memoria que
guardo de mi padre no se refiere a su
apariencia, su comportamiento, su
ingenio o su sapiencia, sino únicamente
a su olor. Es verdad que sólo tengo que
mirarme al espejo para ver cómo era.
Porque, como mi madre jamás se ha
cansado de decirme, soy su vivo retrato,
su doppelgänger. Pero aún más extraño
es que su olor sea mi olor. ¡Imagínense!
Cuando levanto un brazo recibo una
oleada de su penetrante olor desde los
ricillos endurecidos de mis axilas. Y si
me aliso el vello pelirrojo de los brazos
llenos de pecas, el olor a cuarto trastero
de la piel muerta también es el suyo.
Creo que podría sostener que esto —
esta herencia olfativa— es suficiente
para explicar todo lo que sigue. Pero,
como si no fuera ya bastante con tener el
olor corporal de otra persona, a esto se
añade el olor de mamá. Porque el mundo
siempre ha olido a mamá por lo que a mí
respecta. Con esto quiero decir que, si
no se está friendo beicon o hay un
cigarrillo encendido o se huele a
perfume, percibo inmediatamente el
tufillo de fondo. Es algo lechoso, como
levadura, y sin embargo agrio, como una
pelotilla de mugre que se hubiera sacado
de un ombligo sudoroso. Es el olor de
mamá, el sustrato olfativo.
Estoy buscando, buscando en mi
biblioteca fotográfica portátil
instantáneas de papá, evidencias suyas
que apoyen cualquier pretensión que sus
genes puedan tener de haber contribuido
a formarme y organizarme. ¡Ah! Aquí
está el chalet, más sencillo, menos
acabado de lo que llegó a estar después.
Por el enrejado que enmarca la puerta
trepa una enredadera escuchimizada,
mamá sujeta al pequeño Ian —que tiene
un año y medio, quizá dos— como un
balón de rugby deforme que alguien le
hubiera pasado y que ella deseara lanzar
inmediatamente hacia adelante de un
puntapié para que traspasase la línea de
banda de la madurez. Pero en el lugar de
papá sólo hay un pegote pintado, un
contorno borroso. Alguien ha llegado
hasta mi memoria eidética y la ha
retocado. Han eliminado a papá del
mismo modo en que los propagandistas
estalinistas quitaron a Trotski. Cuando
Lenin llegó a la Estación Finlandia y se
subió a la tribuna, improvisadamente
levantada, Liev Davidovich estaba allí.
Pero cuando Vladimir empezó a
vociferar, Liev, como si fuera el gato de
Cheshire, empezó a desvanecerse y se
empezaron a ver los tablones que había
detrás de su rostro; con el paso del
tiempo lo único que quedó fue una
mancha.
Lo mismo ocurre con el resto de mi
infancia. En todos los Congresos del
Partido a los que sabemos que papá
asistió le han negado, le han borrado, le
han quitado de la foto. Ya sea apoyados
contra el capó del Mark 1 Cortina
familiar (del mismo año que yo) o
tumbados en la hierba cortada por las
ovejas y adornada con sus cagarrutas
que había en los alrededores de la
capilla, es lo mismo: sólo mamá y Ian, o
mamá, Ian y los parientes de mamá, más
esa ausencia de papá, esa vacuidad de
papá, esa eliminación de papá.
Soy un hombre grande, como mi
padre. Tengo su pelo castaño desvaído y
su frente estrecha. Posiblemente no
podría decirse que soy feo porque mis
rasgos en sí mismos son bastante
proporcionados. El hoyuelo que tengo en
la barbilla está perfectamente alineado
con el surco que hay sobre el labio
superior y con el tabique fino de mi
larga nariz. No, mi problema es el
mismo que el de papá, mis rasgos están
aislados, dispuestos demasiado lejos
unos de otros en medio de una cara
ancha. Y además la forma de caer todo
hacia los extremos de la cara es bastante
poco agradable. Produce una impresión
de humedad resbaladiza, como las
márgenes de una turbera.
Y también tengo el tipo de mi padre.
Algunas veces, cuando veo de pronto mi
imagen saliendo del baño, me quedo
helado y, asustado, pienso: ¿Quién habrá
dejado entrar aquí a esa campesina
rusa? Pero se trata sólo de mí mismo,
porque —ya ven ustedes— tengo las
caderas más anchas que los hombros y
parece como si de la confluencia de mis
piernas, tan sólidas, se pudieran sacar
bebés tan fácilmente como las pepitas
del pomelo. Tengo el tipo de una
babushka.
Y otra cosa, otro punto de parecido.
Cuando yo era niño estaba
razonablemente coordinado, pero al
hacerme mayor el sentido de mi propio
cuerpo se me ha hecho a la vez nebuloso
y difuso. Los dedos de las manos y los
de los pies son ahora provincias lejanas,
Dacias e Hibernias, incomunicadas
durante años con el sistema nervioso
imperial. Sin las enseñanzas del Gran
Controlador en la magia negra de lo
físico me hubiera convertido,
indudablemente, en alguien tan torpe
como lo fue papá. Realmente parece que
lo sea.
Si menciono a mi padre al comienzo
es porque quiero conseguir entender su
alejamiento. Su alejamiento. Después de
todo, la educación ha triunfado sobre la
naturaleza miles de veces en lo referente
a mi existencia. Y si yo tuviera que ver
ahora a papá (no tengo ni idea de si está
vivo o muerto), me sentiría obligado a
deshacerme de él. No tengo la menor
duda al respecto. Su presencia sería una
afrenta a mi cuerpo; así que eso
supondría la rara delicia de extinguir
una versión imperfecta y venida a
menos, un prototipo, una maqueta. Yo
disfrutaría destrozando mis propios
rasgos, pulverizando mis propios huesos
anchos y reduciendo a pedazos la
nauseabunda consecuencia de nuestra
carne; más, quizá, de lo que he
disfrutado cualquiera de mis otras
pequeñas atrocidades.
¿Por qué, por qué, oh, por quééé?
¿Por qué me abandonó papá así? Ésa es
la pregunta del millón, la respuesta de
oro. ¿Por qué no se ocupó de mí, por
qué no me quiso? Debió de ser —tengo
que sacar esa conclusión— un pelele, un
eunuco emocional. Eso seguro. Se hizo a
un lado y, con toda indiferencia, le echó
un jarro de agua fría al toro bravo de la
paternidad. Eso nunca podré
perdonárselo.
Cuando yo iba a la universidad, El
Gran Controlador consideró apropiado
ampliar la versión de la historia de mi
padre que mi madre me había contado a
retazos cuando era niño. Es
característico del Gran Controlador
improvisar de esa manera, dejando caer
bombas de sentimientos con el mismo
desenfado que si fueran migas.
Estábamos sentados en un café y
recuerdo que él estaba mojando un donut
mientras hablaba, sin prestar atención a
las gotas de té que le caían en el puño de
la chaqueta ni a la nevada granular sobre
las solapas.
—Tu padre…, ejem…, un depresivo
de tomo y lomo, y no me equivoco. Le
conocía muy bien, por supuesto.
—Nunca me lo había dicho.
—Bueno, ¿por qué tendría que
haberlo hecho? No había ninguna razón
para ello. Pero ahora que estás a punto
de embarcarte en una carrera es lógico
que sepas algo más sobre él. Me
atrevería a decir que tu madre siempre
habrá hablado de él como de «un
hombre brillante».
—Así es.
—Exacto, exacto. ¿La has creído?
—Bueno, no del todo, nunca he visto
ninguna prueba de ello. Mientras estaba
en casa nunca abandonaba el porche
orientado al sol. Permanecía allí sentado
todo el día leyendo los periódicos. Y ni
siquiera los nacionales. Parecía que la
cabeza no le daba más que para
ocuparse de los anuncios locales.
—Y después se iba de peregrinaje,
en autobús, me parece. Por lo menos
entendía que los horarios expresan una
serie de relaciones mutables,
cuasiastrológicas, el ir y venir de
cuerpos férreos…
—¿No está apartándose del asunto?
—¿Qué asunto? —exclamó airado.
Nunca ha podido soportar que le
interrumpan—. ¡No sea bobo, caballero,
ya sabe que no consiento tener a un bobo
como interlocutor!
—Lo siento.
—Sentirlo no es suficiente, jamás.
Seguimos sentados en silencio un
rato. El Gran Controlador seguía
mojando. Yo me puse a mirar a los
clientes de unas galerías adyacentes que
se enfundaban vaqueros inadecuados.
Pasado un rato, el Gran Controlador
dijo:
—Sabías que era un hombre
dedicado a los negocios, ¿verdad?
—Sí, mamá me lo dijo. Di por
supuesto que era algo insignificante,
quizá artículos de mercería.
—Oh, no, estás confundido, chico.
Probablemente no lo recuerdas, pero los
muebles que tu madre tenía en el chalet
cuando eras niño eran de la antigua casa
de St John’s Wood. Realmente eran
bastante buenos, de una solidez perfecta.
Eran de la época en que tú eras muy
pequeño y tu padre dirigía Wharton
Marketing.
—¿O sea que tenía una empresa
propia?
—Desde luego. Tu padre era uno de
los técnicos en ventas de mayor éxito en
los años sesenta en Londres. Tenía
verdadera facilidad para eso. Sabía
cómo lanzar un producto, qué se
necesitaba, promoción de ventas o
publicidad. Y, además, se le daba bien
la interpretación estadística.
—¿Y qué ocurrió? ¿Por qué se vino
abajo el negocio?
—Bueno, la gente dijo en aquel
entonces que había sido por mala
administración. Hablaron de varios
clientes importantes que tu padre había
perdido o que no había logrado
conseguir, pero ésa era una explicación
fácil. La verdad es que se aburrió.
—¿Se aburrió?
—Sí, realmente así fue. Como te he
dicho, yo le conocía. Es natural, porque
yo conocía a toda la gente de cierto
peso. Incluso había hecho negocios con
él en varias ocasiones. De hecho, fui a
verle no mucho antes del hundimiento
final. Los del embargo estaban
impacientes, en el vestíbulo me crucé
con un tipo que tenía una orden judicial.
Tu padre me dijo: «La verdad es que me
importa todo un pito, Samuel», eso me
dijo. «Ni siquiera tengo energía para
firmar un cheque. No puedo volver a
comprometerme nunca más». Ésa fue
toda la explicación: era presa de una
especie de aburrimiento fatal. No había
ninguna otra razón, en absoluto, para que
fracasara el negocio.
Así que mi padre se había refugiado
en su apatía y mi madre trasladó a la
familia a Saltdean. Hasta ahí ya lo sabía,
y por eso mi vida consciente comenzó en
un acantilado. Digo acantilado, pero,
realmente, el lugar era más bien como un
monstruoso pedazo de césped lanzado
de un golpe desde algún campo de golf
de los dioses. Sobre ese trozo de hierba
se entremezclaban los alrededores de
los pueblos turísticos gemelos de
Saltdean y Peacehaven. Tras ellos
estaba la cadena montañosa de los South
Downs. Sus cumbres redondeadas tenían
un aspecto humanoide, como si fueran
las calaveras cubiertas de hierba de
gigantes enterrados mucho tiempo atrás.
Al abrigo de los Downs, entre Saltdean
y Rottingdean, había dos edificios
discordantes. Uno era grande, de
ladrillo rojo y un tanto destartalado: el
colegio de niñas, Roedean. El otro
edificio era un espantoso engendro
funcional, premonitorio de miles de
construcciones similares destinadas a
industrias u oficinas: el asilo de ciegos,
San Dunstan. Ambas instituciones habían
de jugar un papel en mi educación, un
papel fundamental.
Saltdean y Peacehaven juntos, ¿qué
significaban? Bueno, para los
especuladores inmobiliarios que los
construyeron, que la gente de menos
posibles podía, al igual que sus
equivalentes más elegantes del Brighton
de estilo regencia, sumergirse en el
escabeche de la salud como el pescado
en las latas de conserva. Pero su apogeo
tuvo una vida breve; una temporada de
cincuenta años durante la cual la hez de
la clase media inglesa fue traída y
llevada contra los colectores del Canal,
antes de ir a parar por fin más allá, al
Golfo de Vizcaya y al Mediterráneo.
Ya incluso en la época en que yo era
niño, las vallas verdes y blancas, los
chalets de color rosa o con
revestimiento de granito artificial, los
salones de té y otras pintorescas
atracciones, todo se hallaba en un
declive desconchado. Fantasmagóricos
hierbajos rodaban impulsados por el
viento por los callejones sin salida y
pasaban rozando las fachadas de las
calles con forma de media luna. Se
había convertido en un paisaje en el que
todo lo que parecía provisional era en
realidad permanente y en el que todo lo
que parecía permanente estaba
condenado a la demolición.
El camping para caravanas de mi
madre lo superaba todo. Aparte del
chalet, con habitaciones que se
alquilaban con derecho a desayuno,
había unos veinte cobertizos de fibra de
vidrio para las caravanas de los
veraneantes. Pero sus ruedas estaban
unidas al suelo por matas de hierbajos y
ortigas, y su pintoresco aerodinamismo
de los años cincuenta sólo servía para
subrayar la dura realidad de que sus
poseedores no iban a ninguna parte y
nosotros, por tanto, tampoco.
Sobre aquella cabeza que casi ya no
era de playa fue donde mi madre se
dispuso a resistir. Mi padre de
eminencia gris sólo tenía lo gris, así que
mi educación fue confiada a las manos
más que competentes de mi madre.
Es difícil hablar de esa mujer con
toda objetividad, sobre todo porque aún
sigue viva. Quizá cuando haya muerto
desaparezca el olor de mamá, como el
gas mostaza de un campo de batalla
llagado de trincheras, y entonces seré
capaz de verla y de olerla tal como era y
olía en realidad. Pero ahora no. Ahora
sólo puedo pensar en ella como en una
hábil ayudante, una manipuladora. Fue
ella la que organizó las cosas entre El
Gran Controlador y yo. Durante mucho
tiempo he sospechado que debieron de
ser amantes en algún momento. Admito
que suena ridículo. Para empezar, los
problemas técnicos habrían sido casi
insuperables. El Gran Controlador está
demasiado gordo para tener un órgano
sexual capaz de una penetración normal.
O bien su pene tendría que haber sido
extraordinariamente largo y flexible, o
bien tendría que haber necesitado una
serie de abrazaderas, perfectamente
calibradas con servomecanismo, que
habrían debido colocarse en los
profundos surcos entre su vientre y su
pubis para separar los michelines
cuando llegase el momento crucial. Me
estoy apartando del tema, pero no del
todo. Este asunto de la potencial
relación entre El Gran Controlador y mi
madre es de cierta importancia en lo que
sigue y, si yo estuviera decidido a
formular una defensa de mi propia
persona, la realidad de esa relación
podría ser esencial.
Pero estoy bloqueado para mayores
investigaciones porque El Gran
Controlador ha levantado algún tipo de
barreras infranqueables o de campos de
fuerza alrededor de sus partes bajas y no
puedo —a pesar de mis deseos—
traspasar sus pantalones. Así que lo
anterior es mera especulación.
Mi madre proviene de una familia de
Yorkshire, los Hepplewhite. Pero
aunque el apellido parezca de lo más
elegante, la verdad es que se trata de
gentes marginales. Hay algo más que
unas gotas de sangre gitana en los
Hepplewhite, y también de sangre
irlandesa. Cuando mi madre era niña, la
familia vivía en una especie de gran clan
familiar que mi abuelo, el viejo Sidney
Hepplewhite, había establecido en el
conjunto de edificios medio en ruinas de
una granja a las afueras de Leeds.
Los Hepplewhite vivían de la venta
ambulante, la compraventa de coches y
caravanas, la chatarra y cosas peores.
Eran reacios a acudir a la ley y preferían
arreglar sus disputas ellos mismos. Eran
ese tipo de familia cuyos hijos estarían
hoy en día automáticamente calificados
como pertenecientes a un grupo «de
riesgo». Su vida parecía pensada a
propósito para levantar las sospechas de
los asistentes sociales. Según mi madre,
el viejo Sidney llevaba siempre debajo
de la chaqueta una escopeta de dos
cañones pendiente de una especie de
arnés del que colgaba las piezas que
cazaba furtivamente, por si surgía alguna
reyerta.
No eran exageraciones suyas.
Cuando por fin me topé con el viejo
Sidney, hace unos cinco años, seguía
llevando un arma. Me amenazó con ella
cuando, paseando por Erith Marsh, me
encontré con el maremágnum de su
campamento. Prefiero suponer que no
tenía ni idea de que era pariente suyo
cuando me apuntó, pero no estoy seguro.
De todas formas, la escopeta no fue
necesaria cuando mamá se casó con
papá. Se conocieron cuando mi padre
estaba haciendo el servicio militar,
reuniendo azadones o algo así en un
almacén en las afueras de Halifax. Mi
madre debió de ver algo en Wharton
padre, algún potencial. Indudablemente,
era de mejor clase social y quizás eso
fue suficiente. Mamá, igual que tantos
ingleses, es experta no sólo en detectar
el origen social de otros, sino también
en oscurecer el suyo. El Gran
Controlador me contó que se dedicó a ir
de compras desaforadamente a Worth y a
Harrods en cuanto mi padre empezó a
ganar dinero, y que su natural sentido de
la elegancia contribuyó mucho a su éxito
social como joven pareja que intentaba
prosperar. Ella sabía preparar una
ginebra con «lo que fuese» o un dry
Martini con consumada maestría. Pero
en la época en que yo ya era consciente
de tales cosas, había vuelto a caer en un
remanso pequeñoburgués. Su acento
saltaba a la buena de Dios de las
vocales abiertas propias de los Dales a
los intervalos sincopados de la
pronunciación estándar. Su gusto, en
cierto momento cultivado, se había
replegado en sí mismo y aparecía
notablemente apagado y reblandecido.
Ahora, por supuesto, ha vuelto a
emprender el camino inverso. Suele
estar tranquilamente sentada dando
sorbitos a su ginebra mientras los chows
y los spaniels mordisquean los cordones
de los zapatos que usa para ir a la
iglesia y su impermeable se seca en una
banqueta de cuero. Me pregunto si las
subidas y bajadas de mi madre por la
montaña rusa del parque de atracciones
social inglés tendrán un final.
Me dio de mamar hasta que tuve tres
años. Así que, con mi capacidad para
las imágenes eidéticas, no es extraño
que su pecho siga teniendo tanta
importancia para mí. De hecho, lo veo
con toda claridad, veo incluso ese punto
de acumulación de nódulos en la
superficie de las aréolas ovales de color
pardo. ¡Ay, mamá, mamá! Aquello sí que
era sexo…, todo lo demás, todo lo que
vino después, no ha sido más que un
juego. Ahora mismo puedo verte, aún
joven, con tu figura de sifón, tus pechos
elásticos y la sangre que se filtraba en tu
tez como la confitura líquida en el arroz
con leche. Debías de estar
perpetuamente en un baño de sudor por
la manera en que jugabas conmigo, por
la forma en que me levantabas en
brazos, de modo que mis primeras
nociones de lo carnal han quedado
unidas para siempre a tu armazón de
nailon.
Por la noche me encontrabas,
llorando en silencio, arrebujado en el
cesto de la ropa sucia, después de haber
recorrido dormido todo el chalet para
encontrarme con el calor algodonoso de
la habitación en la que se secaba la
ropa. Mi zarpa regordeta tenía atrapada
una de las lisas copas de tu sostén. Era
como si al tocarla pudiera, de alguna
manera, tocarte a ti.
Recuerdo eso, y también te recuerdo
enseñándome las primeras palabras,
metiéndomelas en la cabeza. Era ese
momento de la niñez en el que el mundo
ficticio aún estaba entremezclado con el
mundo real, y yo, como un opiómano, me
movía entre los dos. Mamá me sentó en
sus rodillas. Chupó una punta doblada
del pañuelo y me limpió los restos de
chocolate de la boca con dedo decidido.
Luego, señalando con ese mismo
puntero, me trasladó a la isla de Sodor.
Paseé por la página verde y me
maravillé de cómo el acero azul
separaba las páginas limpiamente de un
tajo. Los hombres-locomotoras hacían
su recorrido zarandeando los vagones.
Tenían las mejillas como manzanas, y
sus rostros humanoides de carne rosada
sobresalían del metal de sus calderas
igual que si fueran alguna forma
primitiva de ingeniería biológica.[1]
—Bueno, así que ¿de quién es esto?
—dijo mamá—. Ya sabes el nombre de
esta máquina, ¿verdad?
—Gor-on —dije yo, todo encías y
labios, con el paladar todavía sin soldar.
—¿Y la maquinita verde? ¿Cómo se
llama?
—Per-thy.
—¿Y este hombre? El hombre gordo
y grande que les dice a todas las
máquinas lo que tienen que hacer.
¿Cómo se llama, Ian?
—¡Con-lo-la-dor! ¡Con-lo-la-dor!
¡Con-lo-la-dor! —dije exultante,
separando las sílabas y pronunciándolas
a gritos.
Mamá había comprado el chalet
junto con el terreno para estacionar las
caravanas. Era una estructura en forma
de L que había ido creciendo con el
paso de los años con una serie de
anejos. Mamá añadió el cuarto y último.
El lado más largo del chalet tenía un
porche orientado al sol de unos doce
metros, techado con uralita verde.
Mientras mi padre hojeaba los
periódicos locales gratuitos, mamá se
movía de un lado a otro haciendo
rechinar el linóleo y hablando de
negocios por teléfono. Tenía uno con un
cable especialmente largo. O si no,
acechaba entre las caravanas a la caza
de los operarios que debían hacer los
arreglos y dejar todo en condiciones
aprisa y corriendo para el siguiente
cargamento de urbanitas que llegaba a
Cliff Top a pasar una o dos semanas a la
búsqueda de ozono y aire salino.
Como todos los niños cuyos padres
trabajan en el sector turístico, mi vida se
hallaba dividida entre la temporada alta
y la baja. A la temporada baja
pertenecían la escuela y el repiqueteo de
la lluvia en el tejado de uralita del
porche orientado al sol, mientras que a
la temporada alta pertenecían los que
estaban de vacaciones y sus niños. Mi
madre tenía muchos clientes fijos que
acudían todos los años, y siempre me
acogían entre ellos. Era un ambiente
agradable y plácido para un niño
pequeño. Como hijo único, disfrutaba de
la atención materna sin tener que
compartirla con nadie, tenía la fuerza
completa de su amor complaciente para
mí solo. Y, además, estaban las tías.
El viejo Sidney había tenido cuatro
hijas. Todas se habían casado con
hombres menudos e inútiles. El grupo
completo —tías, maridos y los
correspondientes primos— bajaba a
Cliff Top todos los años a pasar sus dos
semanas de vacaciones. Creo que en los
primeros años de la década de los
setenta, durante lo peor de la crisis,
cuando incluso las familias obreras
normales tenían como destino el
Mediterráneo, lo que realmente mantuvo
el negocio de mi madre a flote fue que
mis tías fueran clientes nuestras.
Recuerdo discusiones en voz baja por la
noche en un tono serio, de adultos:
—¿Qué harías sin nosotros, Dawn?
—Sí, ¿q’arías? Pues estarías sin un
céntimo, chica, con lo de Derek hecho
pedazos y ese mocoso gordinflón tuyo
qu’engulle cualquier cosa q’haya a la
vista.
Las tías eran como caricaturas de mi
madre, tal era el parecido de familia.
Aunque Avril tal vez tuviera más cintura
que Dawn, e Yvonne quizá fuera más
guapa que May, las cuatro tenían el
mismo rostro ancho, franco, ojos de
avellana y pelo castaño sin brillo.
También se maquillaban con igual
ingenuidad, pintándose los labios con
unos arquitos que sobresalían por
encima del labio superior sobre la piel
previamente cubierta de polvos.
Cuando las tías estaban instaladas
allí era como tener una gran mamá de
cuatro cabezas. Nos reunían en un ovillo
de risitas consanguíneas. Fuera de
temporada, el cariño sofocante de mi
madre se veía a menudo atemperado por
los escalofríos financieros. Me hablaba
con brusquedad, me negaba su cariño y
me privaba del afecto físico que yo
anhelaba. Durante el invierno a veces
me convertía más en el inepto marido
que tenía que en el amante demoníaco
que siempre había deseado tener.
Pero en verano todo volvía a ser
igual. Ella se recostaba con sus
hermanas para beber cerveza, comer
vieiras, caracoles de mar, mejillones y
berberechos. Todas chasqueaban la
lengua, a veces al unísono. Cada vez que
algún niño se acercaba lo suficiente a
aquella bandada maternal en reposo, le
capturaban y le besaban o hacían
pedorretas sobre su carne infantil
pegajosa de helado y rebozada en arena.
Cuando mis tías y mis primos vivían
allí, yo tenía total libertad. Junto con mis
primos me lanzaba por las empinadas
escaleras para bajar a la playa
guijarrosa. Luego íbamos por el camino
bajo el acantilado hasta Brighton, donde
nos montábamos en el trenecito del
parque, el Volks Electric Railway, o
jugábamos al minigolf o caminábamos
haciendo retumbar los tablones tibios
del Muelle Occidental en el que estaban
los juegos y las atracciones. En los
soportales del Muelle aún había viejos
autómatas Victorianos. Eran unas
vitrinas en las que unas figuras pintadas
de unos quince centímetros de alto,
animadas por una moneda de un penique
antiguo, volvían a escenificar a
trompicones la ejecución de la reina
María de Escocia o el ahorcamiento del
doctor Crippen. Las playas de guijarros
que había a lo largo de la costa de
Brighton retumbaban y crujían
pisoteadas por millares de suelas de
caucho, y bajo la explanada de Hove
había lanchas con motor que se
alquilaban por un chelín para recorrer
las lagunas oblongas. Y más allá, yendo
hacia la ultima Thule de Shoreham,
estaban los baños de agua salada del
King Alfred Centre. Eran mis favoritos,
situados, en claro desafío a las leyes de
la naturaleza, sobre una empinada
escalinata techada de magnolios.
A menudo campábamos por nuestros
respetos hasta bastante después de
oscurecer.
Los olores a pis y jabón se esparcen
por el suelo de hormigón del edificio de
las duchas. Un hombre delgado,
posiblemente algún tío, se inclina hacia
adelante para afeitarse ante el espejo
desconchado. Los lunares de sus
hombros son de color rosa brillante bajo
la luz del sol matinal, y se acompaña
canturreando rítmicamente: «Cha, cha,
chá. Cha, cha, chá». Acentuando siempre
el último chá. Las gaviotas chillan por
encima de nuestras cabezas. Y mientras,
a lo largo del horizonte, un carguero con
churretones de óxido avanza a
trompicones como si fuera una versión
ampliada de los patitos de escayola del
puesto de tiro al blanco de Palace Pier.
En ese nitidísimo pasado siempre estoy
hundiendo la boca en el pelo de mi
madre, que está electrizado por la carga
sexual acumulada. Es dulce, ondulado,
tan pegajoso como el algodón de azúcar.
Ya tienen ustedes la imagen. La mía fue
una niñez suficientemente problemática
como para convertirme en alguien
interesante, pero no tanto como para
perturbarme. La temporada alta, claro.
Tenía alrededor de once años cuando el
señor Broadhurst vino a vivir a Cliff
Top. Yo había aprobado el examen final
de primaria y estaba a punto de empezar
el bachillerato de letras en el Instituto de
Varndean. Lo cual significaría un
recorrido de doce kilómetros diarios
hasta las afueras de Brighton. Para
celebrar el resultado mamá me había
comprado una cartera nueva de lona azul
y vinilo negro, y la había llenado con un
estuche metálico de Geometría Oxford y
cuadernos con tapas de plástico. Yo la
lucía con aire de autosuficiencia por el
camping para caravanas, muy consciente
de la mezcla de mis sentimientos: la
adopción de una postura profesional
correcta mientras llevaba la cartera y
aquella especie de aprensión que
siempre me invadía al filo de la
temporada baja.
Bajo las nubes que avanzan a toda
prisa, una línea de nimbos que recuerda
a las coristas de una revista, los Downs,
los acantilados y el mar forman un
marco dentro del cual se desarrolla una
acción nueva. En ese aire claro veo los
pueblos turísticos esparcidos sobre la
tierra, y todas las mansiones señoriales
son perfectamente visibles en tamaño
miniatura. Jugando con mi sentido de la
escala, observo cómo coches de juguete,
cada uno de un color, desfilan en
procesión a lo largo de la carretera
costera.
Entonces el padre de un compañero
de la escuela, el señor Gardiner, deja la
carretera de la costa y baja en su camión
negro y abollado por el camino de unos
treinta metros que le trae hasta el
camping para caravanas y le hace
alcanzar tamaño real. Mientras el señor
Gardiner habla con mi madre, yo estoy
contra la pared del chalet, con las
palmas regordetas entre las nalgas y el
revestimiento de granito artificial.
Después voy con él mientras lleva su
camión marcha atrás por entre las
caravanas hasta el borde del acantilado.
—Así que te ha ido muy bien en el
examen, ¿eh? —dijo elevando la voz por
encima del ruido del motor.
—Sí, muy bien —respondí
orgulloso, esperando algunas alabanzas
más que añadir a las de mis tías y
primos.
—Bien, pues entonces irás a
Varndean con los demás sabelotodos. —
Recordé demasiado tarde lo zote que era
Dick Gardiner. Pero me tragué la
humillación y ayudé a su padre a colocar
los gruesos ganchos metálicos bajo la
base de una de las caravanas—. Me
quedaré con ésta —dijo, y se puso a
fisgonear el interior. Se sentó sobre la
cama encajonada, dejando el colchón de
gomaespuma aplastado como una tortita,
y se puso a toquetear a lo bruto los
aparatos de la diminuta cocina—. Que
conste que no vale pa’na. La pondré
encima d’unos ladrillos en el jardín pa’
guardar herramientas.
Cuando se puso de pie, la caravana
se bamboleó sobre sus inútiles ruedas.
Al señor Gardiner le sobraban bastantes
kilos. Las tetillas se le abombaban a los
lados de la pechera del mono como si
fuera un atuendo especialmente diseñado
para realzar su naturaleza feminoide.
Pasó un dedo a lo largo del borde
superior de la caravana.
—Mira, aquí hay que hacer un
montón de trabajo. Me parece que le
estoy haciendo un favor a tu madre
llevándome este trasto. Mira, mira aquí.
Se había estado dirigiendo a mí a
través de la ventanilla, pero entonces
entré en la cabina de fibra de vidrio.
—¿Ves esto? —Con el dedo había
desplazado un trozo de techo húmedo—.
Me parece que voy a tener q’echar mano
a la masilla. La verdá es que no sé cómo
consigue tu madre q’alguien l’alquile
estos chismes, tien que tener bichos.
Después de aquello ya no dijo nada
más; simplemente, enganchó la caravana
y se preparó para llevársela. Ya se había
puesto en marcha cuando yo repliqué:
—Pero, señor Gardiner, ¿qué va a
pasar cuando se la lleve? Va a quedar
como si a una dentadura le faltara un
diente.
—Bueno… —Se volvió hacia mí.
Su rostro reflejaba animadversión,
traslucía intolerancia—. Tu mamá ha
conseguido que venga un inquilino
nuevo. Por lo menos eso es lo que m’ha
dicho. Un inquilino fuera de temporada,
y a que no sabes una cosa… ¡tiene
caravana propia!
Caravana propia. La sola idea me
sumió en un estado de curiosidad. Me
tiré sobre la hierba, las gaviotas se
gritaban unas a otras por encima de mi
cabeza. El señor Gardiner recorría a
trancas y barrancas el camino de vuelta
a la carretera pero sacó tiempo para
gritarme: «¡Jodio gitano!». No logré
dilucidar si seguía enfadado conmigo o
se refería al inquilino nuevo, el
misterioso hombre que tenía caravana
propia.
2
CRUZANDO EL ABISMO

Nada hay tan agradable como tomarse


trabajo por una persona que lo merezca.
Para los mejores de entre nosotros el
estudio de las artes, la afición a las
antigüedades, a las colecciones, a los
jardines, no son más que Ersatz,
sucedáneos, coartadas. En el fondo de
nuestro tonel, como Diógenes, pedimos
un hombre. Cultivamos begonias,
recortamos tejos a falta de otra cosa,
porque tejos y begonias se dejan
manejar. Pero preferiríamos consagrar
nuestro tiempo a un arbusto humano si
estuviésemos seguros de que merecía la
pena. Esa es la cuestión; usted debe de
conocerse un poco: ¿merece la pena
que me preocupe por usted o no?
MARCEL P ROUST, M. de Charlus
en Camino a Guermantes

El señor Broadhurst llegó el fin de


semana siguiente. En cierto sentido, su
llegada fue un alivio: no parecía gitano,
ni mucho menos. Pero, por otra parte,
había algo que provocaba confusión,
pues los hombres que le acompañaban
lo eran, sin la menor duda.
Para empezar, fue como una
repetición de la visita del señor
Gardiner. El camión era igual de grande
y, si acaso, más negro; era un antiguo
camión del ejército de tres toneladas. La
casa-remolque del misterioso inquilino
nuevo estaba amarrada detrás. ¡Y vaya
caravana! No se parecía en nada a las
conejeras crema y azul que salpicaban
aquel lugar. Era dos veces más grande y
de un aluminio tan brillante como un
espejo, y tan larga que llevaba doble
juego de ruedas en la parte de atrás.
De puntillas, mientras los mayores
estaban charlando en el jardín, logré ver
una extensión de alfombra blanca
mullida, una cama ancha con una colcha
blanca bordada, estantes de cristal con
adornos envueltos en papel de periódico
y, en un rincón, un televisor en color.
Gracias a sus amplias ventanas
panorámicas a proa y a popa, aquella
caravana era como el despliegue de la
opulencia americana.
El señor Broadhurst era un hombre
alto y gordo. Medía más de metro
ochenta y estaba absolutamente calvo,
excepto por una franja de fino pelo gris
que sombreaba la arruga que se le
formaba entre el tercero y el cuarto
pliegues de la nuca sobre su cuello
grueso. Iba vestido como el director de
una funeraria, con un traje negro raído.
La corbata también era negra, y la
camisa, evidentemente, de las de lavar y
poner.
Decir que era gordo sería describir
de una forma demasiado simple al señor
Broadhurst. Lo supe nada más echarle un
vistazo. Porque yo tenía exactamente
once años, pero él no era exactamente
gordo. No podía imaginarme que, si le
hundía un dedo en sus carnes y lo
retiraba después, quedara un hoyuelo
pálido que después se pondría rojo. La
suya era una gordura que llevaba
implícita la idea de resistencia más que
de flaccidez. Que su pecho pareciera un
tonel y su cabeza y sus miembros cinco
toneles más pequeños era únicamente un
parecido de tipo formal. Con sólo
mirarle podía decir que aquellas vasijas
no contenían fluidos hidrópicos ni
esponjosidad mugrienta. Por el
contrario, la solidez del señor
Broadhurst se basaba, sin duda, en unos
órganos inmensos que le llenaban por
completo: un corazón doble como una
bomba de aire comprimido, un hígado
del mismo peso y medida que un balón
medicinal y centenares de metros de
intestino grueso como una manguera de
incendios.
Sorbía el té del borde de una taza de
Tupperware azul cuando me acerqué a
escuchar qué se decía. Chupaba de la
taza con ansiedad, como si estuviera a
punto de morder un trozo del borde. Los
dos gitanos estaban algo apartados,
mirándole con una expresión que
entonces no pude descifrar pero que, con
la perspectiva del tiempo transcurrido,
calificaría de temerosa.
Luego capté buena parte de lo que
decía y fue toda una revelación. En
aquel mismo instante supe que estaba
escuchando a uno de los más grandes
oradores, de los más consumados
retóricos, de todos los tiempos. Porque
el discurso del señor Broadhurst era tan
diferente de las conversaciones
normales como una bomba atómica de
un arma convencional. Era una
explosión, un destello léxico que
irradiaba todo lo que había en un área
inmediata con una prolijidad tóxica. Y
yo recibí una dosis letal que ha ido
disminuyendo a lo largo de mi media
vida desde entonces.
Estaba claro, incluso para un niño,
que los tropos más prosaicos, las
afirmaciones puramente objetivas y las
acotaciones frívolas que salían de sus
labios se asemejaban más a los
excedentes de agua y a los rebosaderos
de algún río de gran caudal que a los
arroyos rumorosos y las tranquilas
corrientes de la charla social. Yo sentía
que aquella corriente de parloteo
siempre estaba allí, en la mente del
señor Broadhurst, y que lo que
estábamos oyendo era simplemente el
estruendo ensordecido de una catarata
sumergida de momento. Cuando hizo una
pausa me pareció como si aquel gran
torrente de verborrea hubiera quedado
momentáneamente bloqueado por algún
obstáculo o por la espuma coagulada de
la meditación. Sentí el poder de su
pensamiento acumulándose tras el dique,
esperando a romperlo para que el
sinuoso fondo verde de su Amazonas o
de su Orinoco comunicativo pudiera
discurrir otra vez hacia el mar
trascendente. Ninguna hipérbole, por
muy extrema que sea, puede hacer
justicia a la fuerte impresión que aquel
primer encuentro con el discurso del
señor Broadhurst tuvo sobre mi
sensibilidad pubescente.
—Es una empresa extraordinaria la
que tienes aquí, Dawn. Con las colinas
que se alzan detrás —decía trazando un
amplio arco con el poste telegráfico de
su brazo— y el mar abajo. Ningún lugar
podría ser más conveniente para un
hombre como yo, ningún Epidauro
podría proporcionarme un marco más
adecuado en el que reposar mi cansado
cuerpo. Ningún proscenio podría estar
más deliciosamente alzado para que en
él se presenten los días que me queden
de reclusión y retiro. —Hizo una pausa
adoptando un gesto pensativo que se
correspondía con su gordilocuente
observación y yo me quedé paralizado
ante la gruesa cordillera de hueso, casi
como del Neanderthal, que, en su cabeza
lisa como la bola del mundo, ocupaba el
lugar de las cejas. Éstas estaban unidas
como las alas arqueadas de una gaviota
y se convertían en el elevado caballete
de la prominente nariz del señor
Broadhurst. Pero eso era lo único
normal, su cabeza tenía la peculiaridad
de carecer de otros rasgos, como los
pómulos o el mentón extraordinario que
uno habría esperado. Y su carne parecía
como si estuviera depilada y careciera
de arrugas. Los labios eran anchos,
gruesos y saturninos. Sus ojos fijos de
basalto eran protuberantes, de anfibio, y
se hallaban bajo unos párpados sin
pestañas.
—¿Traemo el camión má cerca? —
preguntó uno de los gitanos. A mí me
parecían materia de pesadillas,
evidentemente venidos de más allá de
los confines de Saltdean y quizá de
cualquier otro confín.
—Sí, sí, ahora mismo. —Su voz, en
un principio simplemente enfática, cobró
fuerza emocional—. Coloquen la
máquina en el ala lateral del escenario
de modo que el dios pueda descender
por un cable dorado.
Los gitanos dejaron sus tazas al
borde del jardincillo de rocas y,
dirigiéndose el uno al otro con pausas
glotales y chasquidos palatales, fueron
reculando y se subieron al camión. Sus
negras matas de pelo, sus rostros de
cuervo, su manera de vestirse con
abrigos oscuros atados a la cintura con
trozos de cuerda, su manera de hablar y
de beber y de moverse, resumiendo,
todo en ellos ponía de manifiesto su
despreocupación moral. «Hacer lo que
nos parezca es nuestra ley», parecían
decir los gitanos.
Pero el señor Broadhurst, a pesar de
su avanzada edad, se atrevía a dar
órdenes a aquellos Calibanes. Cuando él
vociferaba, ellos se daban más prisa.
—Tengan cuidado con mis cosas —
iba gritando tras ellos—. Tengan
cuidado con mis cosas. Mi impedimenta,
mis bienes, los recuerdos de mis deseos
mortales… Pagarán ustedes todo lo que
se rompa.
Ese invierno el señor Broadhurst se
convirtió en un elemento integrado en
Cliff Top. Yo estaba intrigado por la
ambigüedad de la relación entre mi
madre y él. Ella tenía pocas amistades
aparte de sus hermanas y yo rara vez
había oído a alguien que no fuera de la
familia llamarla por su nombre de pila.
Pero cuanto más le presionaba con
preguntas sobre el asunto, más renuente
se mostraba ella.
—Para ya, cariño. Para mí el señor
Broadhurst es como parte del
mobiliario. Siempre ha andado por aquí.
Sinceramente, no puedo recordar de
quién es amigo.
—Pero, mamá, tienes que
recordarlo, tienes que recordarlo.
La gente de mi nueva escuela, al
igual que toda la provinciana Inglaterra,
estaba tan alarmantemente codificada y
estratificada, que yo no podía concebir
que hubiera alguien cuya procedencia y
cuya relación emocional no estuvieran
absolutamente establecidos. Mi madre,
con sus aires de clase obrera y sus
modales de clase media alta, no hacía
más que corroborarlo.
—Eres un preguntón, ¿verdad?
Siempre preguntando e inquiriendo. —
Se inclinó y me besó. El olor de mamá
era irresistible. Sentí las comisuras de
sus labios contra las mías—. Eso no lo
has sacado de mí, seguro, pero tampoco
creo que sea de tu padre.
Yo era consciente de que todo lo que
ella sentía estaba allí, ligado a su modo
de decir «padre». Lo pronunciaba como
otro hubiera dicho «cuerda vieja», sin
énfasis, como si esa paternidad no
tuviera ninguna importancia.
Siempre conseguía convencerme de
esa manera, poniendo su cuerpo contra
el mío cuando se sentía desafiada,
agredida mentalmente. Yo me daba
cuenta de que, al hacerlo, estaba
representando para mí el hecho de la
maternidad, su poder original. Me
contextualizaba siempre con sus carnes
cada vez más abundantes. Y a mi pesar
me seducía y me convertía otra vez en un
niño de pecho. Una vez atrapado para
hacerme cosquillas, yo caía en las redes
de la maminidad.
El señor Broadhurst se adaptó
rápidamente a la rutina de Cliff Top. Lo
cual es, por supuesto, el modo de
convertirse en un elemento integrado. Se
había apuntado como voluntario para
trabajar en San Dunstan, el asilo de
ciegos, los martes y jueves por la tarde.
Lo primero que hacía por la mañana era
ir caminando a las tiendas de Saltdean a
hacer sus compras y a buscar el
periódico. Con frecuencia me lo
encontraba al salir de la tienda de las
golosinas acariciando la bolsa de papel
llena de caramelos con mis dedos de
aspirante a sensualista.
—Ah, el joven Rosacruz. —A pesar
de que su voz tenía un tono normal yo
siempre tenía conciencia de la explosión
lejana de oleaje ribereño—. Con una
bolsa de golosinas. ¿Puedo?
Y sacaba un caramelo con tal
precisión y destreza que el enorme
tamaño de sus dedos resultaba aún más
chocante.
Los domingos por la tarde venía a
tomar el té y hablaba con mi madre de
gente que habían conocido tiempo atrás
en Yorkshire. De eso saqué en
conclusión que el señor Broadhurst
había sido amigo de los Hepplewhite
durante muchos años. Se dignó
ayudarme a hacer los deberes. En las
asignaturas de letras se perdía y mis
libros de texto con frecuencia le ponían
de mal humor. Pero en matemáticas y
ciencias era muy hábil, aunque como
profesor era autoritario. En matemáticas,
sobre todo, era excelente. Decía que
eran «su asignatura preferida». Y
dándome clases particulares de
matemáticas fue como empezó a ganarse
un lugar en mi pensamiento.
Un domingo al mes el señor
Broadhurst nos llevaba a mi madre y a
mí al Sally Lunn, un salón de té
anticuado de Rottingdean donde tenían
un pastelito de té epónimo al que los tres
éramos especialmente aficionados. El
señor Broadhurst podía comerse hasta
treinta de aquellos Sally Lunns de una
sentada. Amontonaba tal cantidad de
miel en la parte superior del bizcocho
que parecían stupas en miniatura.
Realmente, parecía un cerdo comiendo.
Ahora mismo estoy viendo el Sally
Lunn. En una habitación pequeña,
encalada, con un suelo oscuro encerado
con cera de abeja, nasas, redes,
flotadores de vidrio y demás objetos
decorativos marinos cuelgan de las
paredes. El señor Broadhurst y mi
madre charlan de esto y aquello, cosas
sin importancia, de las perspectivas
para la temporada alta, de una chica de
catorce años de Saltdean que ha tenido
un aborto (utilizan un eufemismo pero yo
cazo el sentido). Ese domingo en
particular el señor Broadhurst alzó la
mirada de su plato repleto y escudriñó
el salón de té. Lo examinó de modo
crítico, como si lo viera con claridad
por primera vez.
—Sabes, Down —dijo—, creo que
este sitio no ha cambiado apenas desde
que empecé a venir con regularidad, y
eso debió de ser antes de la Primera
Guerra Mundial.
Mi madre pareció no registrar lo que
entrañaba esa afirmación, pero a mí se
me quedó grabada. Más tarde, cuando
nos dirigíamos a casa a través de calles
salpicadas por la lluvia y mi madre y el
señor Broadhurst caminaban delante de
mí, con sus figuras contrastadas como
una ilustración de Grimm enmarcada por
las fachadas inclinadas de la vieja
ciudad, hice el cálculo. Si el señor
Broadhurst era lo suficientemente mayor
antes de 1914 para ir con regularidad a
un salón de té, ahora tenía que tener por
lo menos ochenta años, eso fijo. Y a
pesar de que había dicho que estaba
jubilado, no había ningún signo evidente
de decrepitud en él. Si lo hubiera
habido, seguro que yo lo habría notado.
Yo entendía de viejos igual que un
chico que vive junto a un aeropuerto
entiende de aviones. Nuestra porción de
la costa de Sussex estaba empezando a
llenarse de moribundos o, como
prefieren decir hoy en día, se estaba
convirtiendo en una área en expansión
para el sector de la tercera edad.
Saltdean incluso presumía de tener
tiendas especializadas para los viejos,
aparatos ortopédicos al por menor,
andadores y remedios a base de hierbas.
Pero el señor Broadhurst no tenía ese
modo de andar arrastrando los pies que
para mí era natural en los viejos, sino
simplemente una cierta languidez
calculada de movimientos. Era un
movimiento lento de conjunto que
afectaba a sus gestos, a su estilo
pomposo y también a su locomoción.
—¿Qué es un gitano, mamá?
Era la semana siguiente. Yo estaba
cenando después de haber vuelto de la
escuela. Judías de lata, marca Ribena,
con pan tostado.
—No se dice gitano, Ian, es una
ordinariez.
Estaba limpiando la encimera de la
cocina con una bayeta, frotándola con
energía, con un gesto de desagrado como
si se tratara de los miembros de un
cadáver de formica.
—El señor Gardiner dijo que el
señor Broadhurst era un gitano y los que
estaban con él cuando vino eran gitanos,
¿no es verdad, mamá?
Eso la dejó helada y me contestó,
con tono cortante:
—Mira, Ian, lo único que sé es que
el señor Broadhurst trabajó muchos años
en el negocio del reciclaje y creo que
cuenta con gran número de traperos y
chatarreros entre sus conocidos. Eso es
todo. Y ahora cómete la cena.
El paseo al pie del acantilado, que
iba desde Rottingdean hasta Brighton,
era mi guarida predilecta. Allí fue donde
pasé mi infancia. Era un sitio peculiar,
especialmente durante la temporada
baja, cuando las olas detergentes se
arremolinaban contra el sucio parapeto.
Los acantilados de sesenta metros de
altura se levantaban por encima de él y
la costa allá abajo era un panorama
destrozado, hecho pedazos, cubierto con
enormes terrones de caliza y desechos
de la Segunda Guerra Mundial,
fortificaciones y torretas dentadas
destinadas a quedar reducidas a
escombros por las mareas.
Algunas madres decían que el paseo
al pie del acantilado era peligroso y no
dejaban a sus hijos jugar allí. Hablaban
de mareas altas que arrastraban a los
niños (no había camino de acceso a la
cima del acantilado en un recorrido de
más de cinco kilómetros). Mi madre no
se encontraba entre ellas. Yo podía bajar
cuanto quisiera. Transformaba las
fortificaciones en reductos arturianos y
las poblaba con mis caballeros. Era sólo
un juego infantil, pero yo ponía en ello
todos mis sentidos y para mí era más
emocionante que el mundo real. Mi
eidetismo me permitía proyectar los
personajes del libro en las rocas de mi
alrededor y a menudo estaba tan inmerso
en mis fantasías que cualquier solitario
que viniera por la calzada de hormigón
paseando a su perro me aterrorizaba
tanto como si se hubiese tratado del
Caballero Negro.
El invierno siguiente a la llegada del
señor Broadhurst a Cliff Top, creí verle
en el paseo al pie del acantilado en dos
ocasiones. Eso era bastante extraño
porque ¿cómo podía un hombre tan
grande resultar tan escurridizo
especialmente para alguien de tanta
agudeza visual como yo? Y sin embargo
no podía tener la certeza de si era él,
recostado contra alguna de las
hendiduras cretáceas de la base del
acantilado y charlando con aire
conspiratorio con uno de sus amigos
gitanos de cara de águila, o si
simplemente se trataba de algún vulgar
jubilado enfundado en un chubasquero,
algún triste paseante de la otra orilla de
la vida.
La temporada baja de Cliff Top se
asociaba cada vez más en mi mente con
el señor Broadhurst, del mismo modo
que la temporada alta se asociaba con
mis tías y mis primos. Como muchos
hijos únicos de padres separados, yo era
emocionalmente precoz. Me parecía que
a mi madre él le gustaba y hasta le daba
cierta tranquilidad el interés que se
tomaba por nosotros. Yo sabía que él
ayudaba a mi madre en las cuentas y le
hacía sugerencias sobre cómo aumentar
la clientela del camping. Por alguna
razón parece que aquellas estratagemas
suyas dieron resultado. Llegado el
verano hubo más clientes. Más de la
mitad de las caravanas inmóviles
estaban ocupadas. Mi madre instalaba a
la gente mayor —parejas de mediana
edad o ya mayores— en lo que
pomposamente denominaba «El ala
N.A.», que quería decir Necesitados de
Asistencia. Por las mañanas yo les veía,
en sus idas y venidas al cuarto de baño
que se les había asignado, con su
extraña vestimenta de dormir que le
daba al porche un aire de sanatorio.
El señor Broadhurst no estaba allí
para ver el fruto de su perspicacia
empresarial, porque al llegar la Pascua
se marchó volando como un ave
migratoria, gorda y desorientada, hacia
climas diferentes. O, por lo menos, eso
es lo que yo imaginaba, porque él no me
contó adónde iba. Ni siquiera hizo
ninguna referencia indirecta a ello.
—¿Adónde va a ir en verano, señor
Broadhurst?
—Me temo, muchacho, que eso es
algo que no puedo revelar. Mis perennes
peregrinaciones son forzosamente
secretas. A su debido tiempo, si resultas
merecedor de mi confianza, te desvelaré
algunos elementos de mi itinerario.
Sin embargo, mayor que el efecto de
su partida fue el impacto que tuvo en la
cultura doméstica la gestión
perfeccionada de Cliff Top que el señor
Broadhurst nos había legado. Esa
gestión significó un cambio
paradigmático en el status social de la
casa de mi madre. Cuanto más familiar
se iba haciendo para nosotros el señor
Broadhurst y más integrado estaba en la
costa invernal, más ascendía mi madre.
Era como si, habiendo desaparecido el
fracaso de padre, ella volviera a ser
libre para reanudar la trayectoria a la
que aspiraba. La comida se convirtió en
«el almuerzo» y la merienda en «tomar
el té».
Recuerdo a mi madre diciendo:
«Vamos a tener más huéspedes este
verano», mientras volvía a colocar el
auricular femoral en su soporte pélvico
y cerraba sus libros de contabilidad.
—Esa publicidad extraordinaria que
el señor Broadhurst sugirió que
hiciéramos ha merecido la pena.
Más huéspedes quería decir más
dinero; y más dinero quería decir mejor
ropa, caravanas nuevas para el camping
y nueva decoración interior para el
chalet.
Se renovaron cocina y moqueta. Un
sistema de calefacción central
reemplazó al zumbido del gas y la
explosión controlada de la caldera. Las
mañanas invernales en las que yo salía a
oscuras del cálido confinamiento de mi
cama a todo correr para vestirme en la
cocina pasaron a ser instantáneas en el
recuerdo. Nostalgia de una época más
sencilla, técnicamente más primitiva.
Con las mejoras del chalet la gente
empezó a pasar por allí a tomar una
copa en vez de tomar una copa
simplemente cuando pasaban por allí. Y
también se produjo un cambio en el
círculo social de mi madre, pues los que
iban a tomar una copa solían ser padres
de compañeros míos del Instituto de
Varndean. Estaban un peldaño por
encima de los tenderos y proveedores
del sector turístico a los que yo estaba
acostumbrado. Sus profesiones estaban
mejor consideradas, pues se hallaban
por encima del mero intercambio. Las
conversaciones que mantenían con mi
madre hacían referencia a un mundo en
el que la ambigüedad de las relaciones
entre valor y dinero tenía gran
aceptación.
Los anteriores, la gente que tomaba
una copa cuando pasaba por allí, bueno,
ésos eran unos clientes evidentemente
más raros, incluida Madam Esmeralda,
con su problema de tiroides, que era la
que tenía la concesión del consultorio
quiromántico en las atracciones de
Palace Pier. Su noviete era un viejo
enano del circo llamado Little Joey, que
seguía llevando la ropa de escena («Es
lo único que tengo, ya ves, Sonny Jim, a
menos que me ponga ropa de niños»),
chaquetas Norfolk de tartán chillón y un
sombrero hongo. La charla de Joey y
Esmeralda estaba llena de colorido,
salpicada de expresiones del mundo del
espectáculo de una época anterior.
Comparado con tipos como aquéllos fue
como el señor Broadhurst logró
introducirse en mi vida sin resultar tan
aberrante como hubiera parecido en una
situación diferente.
Quiero decir algo en favor de mi
madre, tengo que reconocérselo y
dedicarle un cumplido rigurosamente
ambiguo, y es que, mientras íbamos
ascendiendo juntos por el poste
resbaladizo de la diferencia entre las
clases sociales inglesas, en raras
ocasiones me avergonzó. Porque, si su
mayor defecto era la intimidad casi
sexual con la que me cobijaba en
privado, su mayor virtud era el tacto
preternatural que demostraba hacia mí
en público. Nunca me trató con aire
protector ni me hizo pasar por el aro
como si yo fuera una propiedad suya
como yo veía que otros padres hacían
con sus hijos. Ella mantenía conmigo un
trato de igualdad natural que era mucho
más efectivo —en cuanto a una
aculturación satisfactoria para mí, claro.
Por supuesto que la persona de la
que ambos recibíamos realmente
instrucción era el señor Broadhurst.
Fueron sus locuciones interminables las
que los dos empezamos a imitar, no
usando jamás una sola palabra donde
podían emplearse cinco. Y su torpe
delicadeza era la delicadeza a la que
aspirábamos cuando reemplazamos el
Tupperware de todos los días por
porcelana.
Para mí las cosas también mejoraron
en el instituto. Durante la época en la
que fui a la Escuela Primaria de
Saltdean siempre estuve sometido a la
mentalidad pueblerina de una comunidad
pueblerina. La deserción de mi padre
era un hecho conocido y comentado con
frecuencia. Y, aunque se hiciera sin
malicia, eso significaba que yo me
sentía excluido, aislado, marginado.
Pero en el Instituto de Varndean nadie
sabía nada de mi padre. Cuando llegué
allí simplemente mentí, diciendo que
había muerto, lo cual me procuró
compasión al tiempo que me rodeó de
una especie de misterio. Ahora sé que
eso fue un error. Puede que incluso me
diera cuenta de ello cuando era niño,
porque mi madre apoyó aquella mentira
y esa complicidad resultaba preocupante
y hasta extraña para un niño de doce
años.
Aun así eso me concedió un breve
descanso, un descenso de la temperatura
febril de mi vida, que aproveché al
máximo. Pubertad e individualismo no
combinan bien. Corretear en pandilla
era algo nuevo para mí. El masturbarse
con chicos escurridos de caderas y el
torturar mentalmente a los profesores
que se preocupaban por sus alumnos se
convirtió en mi idea de la diversión,
pero no durante mucho tiempo.
Hubo otro verano más antes de que
el señor Broadhurst empezara a tomarse
un mayor interés por mí. Un verano en el
que correteé con mis primos y los hijos
de los huéspedes de mi madre con más
libertad que nunca. Fue el verano en el
que por primera vez fui plenamente
consciente de la arbitrariedad de la
división entre temporada alta y baja; el
último verano en el que vi al sol
arrancar la cortina entramada de la
llovizna que ocultaba los montículos de
los Downs y transformar el mundo,
permitiendo que cielo y mar definieran
el paisaje dándole curvatura a la tierra.
El último verano redondo.
Yo enseñaba a los hijos de los
huéspedes dónde comprar golosinas,
dónde coger cangrejos, cómo entrar en
el Delfinario sin pagar. Recorríamos la
costa alejándonos de Saltdean incluso
hasta Shoreham. Me sentía importante,
magistral. A diferencia de los
veraneantes, yo estaba en mi feudo, en
mi señorío. El desgastado oropel de las
vacaciones constituía mi mejor tesoro.
Conocía a todos los dueños de las
atracciones y a todos los empleados que
trabajaban en ellas. Podía saltar a un
auto de choque y, brincando de un buggy
rodeado de caucho a otro, llegar hasta el
otro lado de la pista. Tenía asombrada a
mi pequeña pandilla. La única nota
negativa, el único indicio de que algo
estaba cambiando —y la verdad es que
no estoy seguro de que esto sea un
indicio que corresponda a la última
temporada baja, al primer otoño de mi
aprendizaje—, fue el aumento de mi
conciencia sobre la peculiar
marginación de los hombres de la
familia Hepplewhite. Todos aquellos
fantasmales tíos míos, que sólo venían
los sábados y domingos y nunca se
quedaban durante la semana, siempre
estaban diciendo que «iban a salir a
fumarse una pipa» o simplemente «que
iban a salir», sin dar más explicaciones.
Ni mi madre ni mis tías les insistieron
jamás en que «se ocuparan de Ian». No
puedo recordar que nadie dijera, como
cabía esperar, que yo necesitaba la
influencia de un hombre. Así que
empecé a sospechar que ese silencio
colectivo sobre los hombres, esa
dominación de la hermandad de Cliff
Top, era en cierto sentido algo
calculado, un silencio intencionado entre
la obertura mutilada y el poderoso
primer acto. Las hermanas Hepplewhite
me estaban preparando para el
voluminoso bajo estentóreo del señor
Broadhurst.
Hacia el final de aquel verano todo
el peso de la maduración sexual cayó
sobre mí y con él llegó la reclamación
hormonal del mar. Los continentes hasta
entonces separados de la temporada alta
y la temporada baja quedaron unidos en
una masa de tierra de preocupaciones
verticales: horario de clases y horario
de autobuses, horario de recreo y
horario de deberes. Cobré viva
conciencia de las diferencias entre mis
primos y mis primas. Hacía tiempo que
los pequeños genitales replegados se
habían enterrado bajo vestidos
fertilizantes. Era lo mejor para que
madurasen en la oscuridad. Yo temía que
se hubieran ido para siempre.
No puedo explicar por qué desde el
principio mis sentimientos sexuales
estuvieron rodeados de una vergüenza
terrorífica. No tiene sentido, pero es
cierto. Puede que fuera la falta crónica
de un modelo masculino. Definirme a mí
mismo como hombre en relación con mi
madre y mis tías era algo imposible. El
suyo era un sexo incognoscible, sólo
poder verlo era como dedicarse a la
astronomía, por lo enormes y remotos
que resultaban sus cuerpos. La idea de
que los tíos pudieran haberlas preñado
me resultaba completamente ridícula.
Pero mis primas y las chicas de la playa
eran asunto diferente. Me provocaban
conmociones y presentimientos.
Deseaba más que nada en el mundo ser
un guijarro o una de las piedrecillas
aprisionadas bajo sus nalgas.
Si las vacaciones me produjeron
perplejidad sexual, cuando llegó el
comienzo del curso la obscenidad
escolar me produjo repugnancia. No
podía considerar la eyaculación como
una forma de orinar. La forma de tratar
el asunto en el instituto era muy cruda. O
bien la gonorrea, la sífilis y la uretritis
no específica que el señor Robinson
explicaba con la ayuda de los nuevos
métodos visuales, o bien el porno
alemán que compraban los chicos
mayores y se desplegaba bajo las tapas
de los pupitres. Aquellas fotografías que
mostraban a hombres con bigote
hundiendo sus espadas de cerdo en la
herida abdominal de mujeres feas, con
el rostro contraído en una mueca, no
tenían ninguna relación con mis
fantasías, que eran extremadamente
caballerosas. Puede sonarles ridículo,
pero en aquella época ser un hombre
para mí era ser un Rolando o un
Blondin, rasguear un laúd en una gira de
cuarenta y cuatro días por los castillos,
y estar satisfecho de morir por el simple
brillo de unos ojos y no digamos si se
trataba de un muslo.
¿Por qué darle más vueltas? La
materia de la sexualidad adolescente es
algo de todos conocido, una maravilla
que va creciendo en la imaginación
hasta llegar a ser tan grande como el
casco oxidado del barco hundido que es
la subsiguiente desilusión. ¡Cuánto más
difícil es admitir que esa desilusión
existía desde el principio!
Pero, además, yo era gordito, pálido
y poco atractivo. Tenía el cuerpo repleto
de sebo glandular y la cara cubierta de
pústulas. Daba igual que se estuviera
extendiendo una cultura creciente de
consultorios sentimentales, daba igual la
democratización de la pornografía, yo
me sentía marginado por mis deseos.
¿Era algo edípico? Habiendo
despachado a papá por la A-22 rumbo a
Southampton, ¿estaría yo desesperado
por llegar a casa, descifrar el acertijo
que venía con el anuncio de cerveza
sobre el posavasos y después cubrir a
mamá, donde estuviera echada, jadeando
sobre su manta eléctrica? Nada tan
simple. No, no, se trataba de mi
eidetismo. Hasta la pubertad fue algo
que di por supuesto, lo consideré
simplemente poco más que una
habilidad, pero entonces empezó a
preocuparme. Comencé a ver lo del
eidetismo como algo intrínseco a mi
naturaleza.

Al volver a casa desde el instituto el


primer día de aquel trimestre de otoño
me bajé del autobús como siempre en la
parada que había a mitad de camino
entre San Dunstan y Roedean y me volví
a mirar hacia los Downs. Toda la grada
elevada del terraplén sobre la que se
hallaba el asilo de ciegos estaba
cubierta con una red de senderos de
hormigón cuya existencia estaba
regulada por barandillas, todas pintadas
de blanco, como correspondía a los
gigantescos bastones de ciego que eran.
Pensé en el señor Broadhurst y en que
una vez me había dicho que un ciego no
debía guiar a otro ciego. Su marcha
titubeante por aquellos senderos me
pareció cargada de simbolismo. ¿No era
eso el destino del ser humano, ir
torpemente agarrado y después caerse?
¿Esperar sobre la hierba a que los
enfermeros se lancen a recogerte y te
vuelvan a poner en contacto con la
barandilla vivificadora?
Me pregunté si el señor Broadhurst
estaría entre ellos —por aquellos días
debería de haber vuelto de su temporada
veraniega—, pero no fui capaz de
distinguir su forma de pimentero entre
las de enfermeros y deficientes visuales,
invidentes que iban torpemente
agarrados al pie de aquel edificio que
era como una broma pesada.
(Imagínense al arquitecto meándose de
risa mientras dibujaba las sombras del
espantoso alero y al trazar las brutales
perpendiculares y al hacer el pubis
afeitado de la fachada de hormigón con
la seguridad de que, por lo menos allí,
la clientela no estaría en situación de
poner reparos a su concepción de lo
moderno).
Quizás el señor Broadhurst estuviese
en el interior. Como era un trabajador
voluntario podía estar haciendo
cualquier cosa, desde ayudar en el
complejo juego previo a la enseñanza
del sistema Braille, sobrevolando
delicadamente con su mano otra mano,
hasta participar en el ritual consensuado
de tomar el té sin guardar las formas,
imaginándose —como me había contado
que hacía a menudo— que él era tan
ciego como los que estaban a su cargo,
de modo que la tetera se convertía en un
dragón capaz de lanzar una lengua
húmeda hirviendo para escaldarle.
Yo también me hice el ciego en
Sussex y avancé, no sin esfuerzo, a lo
largo del complicado bordillo. ¿Cuántos
pasos podría dar hasta tener que abrir
los ojos? ¿O vacilaría y algún costado
de un autobús vociferante se llevaría mi
hombro, cortándolo en pedacitos? Un
juego bastante común entre niños, pero
aquella tarde tan corriente como
cualquier otra el eidetismo me mostró su
feo rostro.
Estaba recorriendo la oscuridad
rojiza de las imágenes que se me habían
quedado en la retina, la felpa del
interior de mis párpados. Evoqué un
facsímil eidético de la calle que tenía
ante mí, su perspectiva en disminución,
el granulado de la superficie asfaltada,
la extrusión de pasta de dientes de la
línea blanca que dividía la calzada. En
aquello no había nada especial. Las
fotografías que elaboraba mi cerebro,
como ya he dicho, siempre eran de una
extraordinaria viveza. Pero en aquella
ocasión me di cuenta de que tenía una
Perspectiva nueva. Es la única manera
que tengo de describirlo, como un
percatarse de la capacidad de ver sin
que hubiera nada detrás, ningún
entramado de músculos y nervios
coaxiales.
En aquel momento el tiempo dejó de
existir. De nuevo volvió a ser el tiempo
infantil, el eterno ahora, atrapado y
mecido como agua por la tensión de la
superficie del presente. Yo me hallaba
sumido en mi propia representación y
esa representación se había convertido
en el mundo.
Si hubiera algún modo de expresar
esa sensación sería éste. Imagínense
ustedes que son una cámara que puede
moverse hacia donde quieran a voluntad.
Porque, en el mismo momento en que me
metí en esta nueva perspectiva, me di
cuenta de que disponía de unas prótesis
oculares flexibles como palancas de
mandos o timones.
Sin el menor esfuerzo me lancé hacia
lo alto, al aire, hice una pirueta de
trescientos sesenta grados y después
volví a bajar para quedar a unos veinte
centímetros por encima del autobús de
Rottingdean que pasaba con su
traqueteo. Me paseé ante las caras
pálidas de mis compañeros de instituto
que todavía seguían sentados haciendo
su ruta, y sus ojos penetrantes miraron
fijos a través de mí. Al impulsarme para
hacer otra pirueta como un rascacielos
me di cuenta: era libre.
Inmediatamente me puse a pensar:
¿Adónde voy? ¿Qué uso puedo darle a
este cuerpo astral mío, aparentemente
nuevo? Los dos grandes edificios que
flanqueaban los Downs resultaban
objetivos obvios. No lo dudé, me lancé
hacia abajo y entré en el recinto de
ladrillo rojo de Roedean. Allí deambulé
por los dormitorios dirigiendo mi lente
invisible e inviolable por el pabellón de
las duchas y los vestuarios. Me detuve
en la enfermería, hice garabatos por
debajo de los pupitres. Y en todos los
sitios a los que fui me vi inmerso en el
espectáculo de cientos y cientos de
jovencitas bien educadas que no
percibían ni sospechaban mi presencia,
todas ellas perfumadas, oliendo
deliciosamente a riqueza.
Cuando yo estudiaba primaria la
profesora de trabajos manuales se
percató de mi eidetismo. Todo lo que me
daba en sus clases —un envase de yogur
vacío o un narciso marchito— lo
reproducía yo con una precisión casi
fotográfica, incluso sobre una cartulina
con un lápiz blando. Le pareció
interesante y la tarde de la reunión con
los padres se acercó a mi madre y le
dijo: «Señora Wharton, su hijo tiene una
habilidad muy especial». A instancias de
la señora Hodgkins, los responsables
municipales de educación me enviaron a
un psicólogo clínico.
El señor Bateson, cuyo trabajo en
San Dunstan gozaba de cierto
reconocimiento, era un hombrecillo
como una pelota, con el pelo como un
casquete inmutable. Tenía una sonrisa
descarada que parecía impermeable a la
vergüenza e incluso la simple idea de
poder meter la pata parecía serle ajena.
—Ja, ja —dijo riéndose
abiertamente desde el otro lado de su
escritorio—. Mira lo que tenemos aquí,
un eidético. Qué gracioso, estoy
investigando el concepto de
visualización en la ceguera congénita —
señaló con su mano diminuta a los tres
ciegos que se hallaban con nosotros en
su despacho— ¡y te envían a ti! ¡Ji, ji, ji!
Los ciegos movieron sus cabezas
como antenas en dirección a aquel
prodigio, dirigiendo hacia mí tres pares
de gafas de lentes claras tras las que
había sujetas unas bolas de algodón que
parecían extrañas excrecencias.
A pesar de que el señor Bateson me
encontró fascinante e incluso escribió un
artículo sobre mi extraño don para una
publicación especializada, ni yo ni
mucho menos mi madre vimos ningún
provecho en sus juegos mentales. Su
método experimental, que yo habría de
volver a encontrar más adelante en mi
vida, consistía en ponerme tareas como
la de dibujar objetos que se me
mostraban fracciones de segundo o bien
hacer dibujos de escondrijos lejanos de
mi memoria. Luego fuimos más lejos,
haciendo que me formara imágenes
mentales complicadas y las hiciera rotar
en la mente, del mismo modo en que yo
les pedí antes que lo hicieran ustedes.
Cuando dejé la escuela primaria para ir
a Varndean dejamos de tener aquellas
sesiones.
Abandoné el eidetismo excepto
como diversión en las reuniones. En
Varndean algunos chicos podían
pegarles fuego a los pedos, otros apagar
cigarrillos con la lengua, yo podía echar
un vistazo a una página de cualquier
texto y después recitarla de memoria.
Desgraciadamente eso no me ayudaba a
comprenderlo. No fui un alumno
brillante.
El sexo galvanizó mi eidetismo
colocándose en el número uno de mis
quehaceres diarios. Y entiendo el
porqué. Después de todo, el sexo es en
cierto sentido un lenguaje y, puesto que
el eidetismo suele ir emparejado con el
autismo, he aquí una forma de
comunicación de la que yo no podía
servirme. En el reino de los sentidos,
para mí no existía una identidad real,
sino una serie de imposturas ligadas a
actos repetitivos como el de menear una
polla saltarina con la mano.
Pero luego, al darme cuenta de que
podía introducirme en esas visiones
antes estáticas como agente
intencionado, aunque incorpóreo, ya no
pude parar. El episodio de Roedean
había sido sólo el comienzo de mis
viajes eidéticos, que pronto pasaron a
ser mi principal forma de viajar.
Se convirtieron en una compulsión y,
además, una compulsión pavorosa.
Porque los descubrimientos que hice no
fueron en absoluto de mi agrado. Aunque
era cierto que la anatomía humana, tal
como yo sospechaba, no se ajustaba ni a
los colores chillones de la pornografía
ni a los dibujos de líneas disecadas de
los libros de texto, yo no estaba
preparado para todas aquellas
revelaciones de complejidad viscosa.
Yo quería que la carne humana fuera
algo tan natural e indiferenciado como la
de la fruta. Pero lo peor fue que pronto
me encontré eidetizando
involuntariamente, llevando a cabo
agresiones.
En el instituto, un chico arrogante y
pagado de sí mismo, Holland, se dedicó
a aislarme de la pandilla en la que yo
había logrado una ligera aceptación.
Durante dos o tres días deambulé por
los pasillos de suelos de madera
ahogado por la autocompasión. Luego,
sin darme cuenta, me encontré
incrustándole de modo eidético la
garganta contra la afilada hoja de la
puerta de la clase. El surco que se le
abrió en el esófago era mucho más
repugnante que nada que hubiera podido
inventar. De modo incomprensible y no
sujeto a ley alguna, aunque el Holland
material y corpóreo fuese andando por
ahí tranquilamente, silbando y diciendo
tacos, lo que yo había visto tenía que ser
real.
A causa de esas atrocidades me sentí
de nuevo marginado, apartado del
rebaño. Busqué frenéticamente métodos
para controlar ese don, modos para
evitar el caos. Estaba seguro de que, si
no hacía algo, me vería arrastrado
completamente fuera del fuselaje de la
realidad y enviado rodando al vacío.
Encontré la salvación desarrollando
rituales personales. Y me atrevería a
suponer que, aunque el señor Broadhurst
no me hubiera calado de otro modo, se
habría percatado en poco tiempo de en
qué andaba yo metido por mi total
ensimismamiento de aquel otoño y aquel
invierno.
No tenía directrices para aquellos
rituales, así que eran actos creativos,
posiblemente lo más creativo de mi
existencia.
Me inventé una galaxia de actos
físicos y mentales intercalados que era
necesario poner en práctica a lo largo
del día. Abarcaban desde lo sublime
hasta lo trivial, desde lo profundo hasta
lo ridículo. Para mí se tornó vital mear,
cagar, eructar y meneármela de un modo
determinado poniendo en práctica
métodos propios mediante escalas
mentales.
Contemplaba los sentimientos que
despertaba en la gente como algo dúctil,
no influido solamente por los pétalos de
las margaritas (me quiere o no me quiere
en un círculo engañoso), sino por el
número del autobús. Si es el 14, todo irá
bien entre nosotros, y si es el 74,
habremos llegado al final de la relación.
Todos aquellos rituales eran
importantes. Al perfeccionarlos
vislumbraba las muchas versiones que
había dentro de mi reducida realidad.
Jugaba con la idea de viajar a mundos
distantes y hasta pensaba en deslizarme
por la barandilla espiral del propio
tiempo.
Los rituales meramente corporales
eran los más importantes. Eran cruciales
para evitar eidetizarme a mí mismo, con
todo lo que eso habría implicado. Me
aterrorizaba pensar que podía componer
inadvertidamente una visión de mi
propio cuerpo y deshacerlo desde
dentro. ¿Pueden ustedes imaginar un
tormento más atroz? No, me permito
ponerlo en duda. Esos rituales también
estaban pensados para evitar miradas
indiscretas. Podía haber otras personas
como yo, con dones similares. Como
cualquier chico tímido, tenía horror a
que me vieran desnudo en los vestuarios
o a que alguien pudiera espiar mi
naricilla mocosa por dentro. A mí no me
iban a utilizar como juguete de nadie.
Aunque es cierto que algunos de los
rituales que había inventado iban
dirigidos a dotarme de poder por modos
no naturales, casi nunca los utilicé. Los
desarrollé en respuesta a las normales
ansias adolescentes: aceptación en el
grupo, aprobación paterna y asuntos por
el estilo. Cuando las cosas iban
realmente mal —como con Holland—,
recurría a las imágenes violentas que
satisfacían mis deseos, pero dejaba
totalmente al margen las ganas de
utilizar rituales verdaderamente
tenebrosos.
No es necesario aburrirles ahora con
mis rituales más fantásticos puesto que
están relacionados con cosas que
sabemos que son imposibles o que, en
cualquier caso, están más allá del
alcance de un chico de Sussex a
principios de la década de los setenta.
Aunque los rituales de viajar a través
del tiempo tenían cierto interés, pues mi
capacidad eidética era por lo menos una
forma de manipulación temporal. Me di
cuenta de ello al comprobar que, sin
importar cuánto tiempo estuviera
deambulando por ahí en mis fugas
visuales, siempre retornaba
directamente al ahora apropiado. Por
supuesto que no era un viaje a través del
tiempo per se, sino más bien un ajuste
temporal, como reformarle el traje al
tiempo, insertándole un pliegue o
dándole más vuelo a una pernera
aparentemente rígida, pero era un
comienzo.
Trataré ahora los rituales de
pensamiento, y si hasta este momento he
estado a punto de perder la credibilidad
ante ustedes, espero ahora recuperarla.
Con rituales de pensamiento me refiero
simplemente a esas normas
sistematizadas de pensar que tienen que
ver con la voluntad, la esperanza y los
deseos. Seguro que esos pequeños tics
mentales son los que nos mantienen a
todos en funcionamiento, creciendo y
añadiendo anillos a nuestros troncos.
Son fórmulas del tipo: piensa en X y
ocurrirá Z, o por supuesto al revés,
piensa en Z y X no ocurrirá. Fórmulas
mágicas. Todos tenemos esa sensación
desasosegante de que un ojo que todo lo
ve se halla situado en la mejor de las
posiciones posibles, mientras que
vivimos en el peor de los mundos
posibles; y aunque racionalmente
admitamos que estos hábitos mentales no
pueden funcionar, no podemos
abandonarlos ni dejar de creer en ellos.

Todo eso en cuanto a los rituales. Los


desarrollé —como he dicho— para
protegerme de las insinuaciones del
caos que acompañaba mi revivido
eidetismo y los desarrollé muy deprisa.
En un mes a partir del episodio de
Roedean la mayor parte del esquema
estaba en marcha. Ésa es la razón por la
que mi encuentro con el señor
Broadhurst, el primero de los que me
dispensaría en esta nueva etapa, ocurrió
como ocurrió.
Era una tarde de domingo otoñal,
plomiza. Yo estaba en la playa de
debajo de Cliff Top. Había bajado los
peldaños de hormigón con gran cuidado,
avanzando de acuerdo a una progresión
aritmética que me había inventado. Iba
pronunciando conjuros en silencio,
desgranando aquellos cánticos que,
estaba seguro, exorcizarían mis espíritus
malignos. Algas y botellas de detergente
vacías adornaban mis pies enfundados
en unos Hush-pup-pies. De pronto tuve
la sensación de que había alguien
conmigo, que lo tenía justo al lado. Me
sobresalté, di media vuelta y vi al señor
Broadhurst, pero estaba bajando a la
playa por lo menos a unos cuatrocientos
metros.
—Ah, estás aquí, Ian —rugió—. Te
he estado buscando y pensé que si venía
aquí te encontraría.
Las palabras surgían directamente de
su pecho como si le hubieran colocado
un megáfono en el amplio tórax.
Inmediatamente me chocaron dos cosas.
En primer lugar la agilidad de sus
movimientos cuando avanzaba hacia mí
entre los guijarros. Volví a tener la
sospecha, que ya había tenido antes, de
que a medida que yo me iba haciendo
mayor, el señor Broadhurst cobraba
nuevas energías o de algún modo
ascendía a un nivel fisiológico en el que
el proceso de envejecimiento estaba
detenido. Cuando vino a vivir a Cliff
Top siempre se quejaba de las caminatas
que había que hacer para ir de compras,
de que parecía que la lluvia y el viento
se le metían dentro y de que el frío
invernal hacía estragos en su
reumatismo. Yo sólo había observado
que hacía incursiones más largas en sus
recorridos de los martes y los jueves a
San Dunstan y eso, según decía él, le
agotaba totalmente. Tanto que tenía que
pasar la mayor parte del tiempo restante
«recuperándose». Yo le veía muchas
veces completamente dedicado a
recuperarse, atravesado en la gran cama
blanca de su caravana, como una gran
salchicha de Cumberland, con los
colores chillones de la televisión
reflejados en la amplia pantalla de su
rostro.
La segunda cosa que me llamó la
atención fue su traje, que era bastante
elegante, de pata de gallo y con el corte
exageradamente entallado. Como ya he
comentado, la vestimenta habitual del
señor Broadhurst era la de un director
de funeraria de poca monta. Verle
elegantemente vestido, aunque
anticuado, era sorprendente.
—Mmm —exclamó aspirando una
gran bocanada de aire y expulsándola
ruidosamente por la nariz—. Esto me
hace bien. Siempre echo de menos la
playa cuando me alejo de ella durante el
verano.
Yo estaba sorprendido ¿Por qué
hacía aquello, aludir con tanto descaro a
la temporada alta? ¿Quería que le
preguntara dónde había estado? Desde
la primera prohibición de hablar sobre
ese asunto, muchas veces traté de
imaginarme adonde iría el señor
Broadhurst, pero todas las posibilidades
me parecían inconcebibles ¿El señor
Broadhurst desnudo en alguna playa en
el extranjero? ¿El señor Broadhurst
fotografiando el Taj Mahal? ¿Los
parientes del señor Broadhurst? No
podía formarme la menor imagen mental
sobre el veraneo del señor Broadhurst.
Era una persona tan autónoma, tan
instalada en el momento presente… Se
me hacía más fácil pensar que estaba
temporalmente enterrado en alguna
caverna bajo el propio Cliff Top en un
estado de vida en suspenso desde
Pascua hasta finales de septiembre.
Antes de haber podido dar
mentalmente los pasos necesarios para
encajar una pregunta tan sagaz, él ya
estaba diciendo:
—Muchacho, ayer estaba en San
Dunstan y el director me pidió que
hiciera limpieza en algunos archivos. Ya
sabes, papeles caducados y cosas por el
estilo. Y cuando estaba ocupándome de
ello, me encontré con esto. —Sacó una
carpeta beige de su chaqueta entallada,
abotonada de arriba abajo—. Son tuyos,
¿verdad? Apuesto a que eres eidético
como yo, ¿verdad?
Con sumo cuidado cogí la carpeta de
su mano, que era como un racimo de
plátanos, y la abrí. Los dibujos eran los
que había hecho para el señor Bateson.
Me resultaban al tiempo conocidos y
desconocidos, como alguna forma de
déjà vu. Las historias personales de los
niños tienen esa cualidad, ¿no? Es como
si no tuvieran más que unas amarras
débiles respecto a su poseedor y
estuvieran a punto de alejarse a la
deriva y amarrarse a otro.
—Sssí… creo que sí. No…, no me
acordaba de ellos desde hace mucho
tiempo. No tienen importancia.
—¡Que no tienen importancia! —
dijo rugiendo—. Venga, muchacho, no
me tomes el pelo. Los dos sabemos la
importancia que tienen.
Para dar mayor énfasis el señor
Broadhurst aplastó una de las botellas
de plástico con su enorme pie enfundado
en un zapato de dos toneladas. La
destrozó contra los guijarros.
—Lo que quiero decir, señor
Broadhurst, es que ya no lo hago, ya no
hago dibujos. Ni siquiera voy a estudiar
arte, no lo he elegido entre las optativas.
—¿Las optativas? Ah, sí, ya sé qué
quieres decir: las que puedes escoger
libremente. No, no es a eso a lo que me
refiero, en absoluto. Lo que estos
dibujos representan no es más que puros
trucos, asuntos circenses, algo
extravagante. Cualquiera que tenga un
potencial real deja de hacer pruebas
para los psicólogos lo más pronto
posible. Después de todo no somos
nosotros los perros amaestrados sino
ellos. No, no, yo me refiero a las
fotografías de aquí dentro.
El señor Broadhurst se dio unos
golpecitos en la sien con el dedo índice,
como si estuviera pidiendo permiso para
entrar en su propia conciencia.
Me quedé helado. ¿Hasta dónde
sabría él? ¿Sospecharía los usos que yo
había dado a mi hipervívida
imaginación pictórica? ¿Habría visto tal
vez mi forma proyectada merodeando a
través de los pórticos de Roedean? ¡Qué
humillante!
Pero el señor Broadhurst no dijo
nada que indicase que lo sabía. En vez
de eso cogió la carpeta de dibujos
eidéticos de mi mano, volvió a
metérsela en la chaqueta y me invitó a
tomar el té en su caravana.
—Vamos, muchacho —dijo—.
Tomaremos el té juntos y hablaremos del
noúmeno, la psique y otros fenómenos
más heterogéneos. Pórtate bien,
compórtate simplemente del modo
adecuado y puede ser que yo me halle
parcialmente dispuesto a desplegar toda
mi sapiencia para la instrucción de tu
espíritu. Naturalmente eso no será nada
en comparación con el abanico de mis
actividades, pero será suficiente como
oferta introductoria, por así decirlo.
Así comenzó mi aprendizaje con el
señor Broadhurst. Así comenzó digamos
que mi vida real. Había cruzado el
abismo y por lo tanto nada volvería a
ser igual. Entre El gran juego y Cantos
de alabanza[2] el tiempo se volvió del
revés, la curva se convirtió en una cinta
de Moebius y yo me vi condenado para
siempre a vivir en los dos lados que no
son más que uno. Muy apropiado que
este acontecimiento extremo fuese
administrado de ese modo: medible en
tiempo televisivo.
Muchos años después, siendo ya
mayor y trabajando en asuntos de
marketing —como mi padre antes que yo
—, me pregunto si todo esto podría
contemplarse como algún tipo de pacto
fáustico. ¿De qué otro modo puedo
explicar mi absoluta esclavización a ese
hombre? Pero no pudo haber sido eso.
Ningún chico, sin haber cumplido los
trece años, sin haber sido contaminado
por la religión —ni monoteísta ni
maniquea— y sin haberse asomado
apenas a locales mundanos, podría saber
ni siquiera lo suficiente como para
imaginar tal posibilidad.
No, la verdad es más inquietante. El
señor Broadhurst me atrapó. Me atrapó
en el momento justo. Me atrapó cuando
yo aún era presa de las oleadas sin
rumbo de la trascendencia, cuando mi
conciencia aún me gastaba bromas,
cuando aún era un niño que creía que
podía ponerse frente a los Downs y
eliminarlos por arte de magia con el
canto de la mano. Luego me pescó como
a un pez, arrastrándome lentamente con
el sedal hacia la verdad sobre él.
Lentamente y de un modo divertido.
Recompensándome con bromas comunes
y corrientes, despliegues de
prestidigitación y telequinesia las
pequeñas tareas y recados que yo le
hacía.
Recuerden, amables lectores (digo
«amables» pero lo que en realidad
quiero decir es pusilánimes lectores,
cautelosos lectores, lectores protegidos
contra la oscura persuasión), que era un
chico como un rollo de carne de
salchicha envuelto en masa tierna. Yo no
tenía acceso al mundo del poder
masculino. No tenía modelo que
representase el papel y el señor
Broadhurst era la solución a esa
deficiencia. Recuerden también que él
era un elemento integrado en la
temporada baja, conjuntado para mí de
un modo natural con el mundo del
colegio, las amistades incipientes, los
cosa-veo-cosa-quiero.
No obstante aquella tarde en
particular simplemente tomamos el té
juntos y nos dedicamos a hacer juegos
eidéticos. Al señor Broadhurst no le
costó mucho tiempo averiguar mi
secreto.
—¿De verdad haces lo que has
dicho? ¿Haces eso? Pero ¡qué listo, qué
brillante! —El interior de su caravana
era suficientemente amplio, pero aun así
el señor Broadhurst hacía que pareciese
como una casa de muñecas. Cuando se
desplazaba, todo el chasis crujía sobre
la suspensión de muelles—. Y dices que
descubres cosas, muchacho; cosas que
no podrías saber de otro modo. Tú eres
una buena pieza y no me equivoco. Mira
aquí. —Se desabrochó la desvaída
chaqueta a cuadros y dejó ver un
chaleco desvaído—. Cierra los ojitos y
hazme una demostración. Dime qué
tengo en el bolsillo superior del
chaleco.
Cerré los ojos. Me quedé mirando
fijamente la imagen congelada del señor
Broadhurst. Me proyecté hacia adelante
y mi cuerpo eidético se separó de mi
cuerpo físico con la silueta punteada
para ayudar a registrar mejor aquel
desgarro figurativo. Y así fui flotando
los ciento veinte centímetros de espacio
intermedio. Mis dedos invisibles,
desprovistos de sensaciones, tentaron el
borde sucio del bolsillo de su chaleco.
El señor Broadhurst estaba sentado,
impasible, sin parpadear. Su rostro tenía
la severidad de Ramsés. Eché una
ojeada dentro del bolsillo. Allí había
agazapado un reloj de oro. Había
empezado a retirarme, a retornar a la
dimensión correcta, cuando sucedió
algo. El señor Broadhurst —o más bien
mi visión petrificada de él— se movió.
Era algo que no había sucedido nunca;
era la absoluta inmovilidad de las
imágenes eidéticas que yo tenía la que
les otorgaba su carácter puramente
mental. Abrí los ojos de golpe,
petrificado por la sorpresa, y oí al señor
Broadhurst, al auténtico señor
Broadhurst, al señor Broadhurst de
gruesas carnes y sangre fría, riéndose
encantado.
—Diantre, chico, tú eres un as, y no
me equivoco. Un auténtico as. No lo
creería si no lo hubiese visto con mis
propios ojos. Y, ahora, ¿estás
cómodamente sentado?
Me pareció que sí, de nuevo en la
banqueta acolchada, con el frío cristal
de la ventana de la caravana menos
vitrificado que mi cabeza hecha añicos
apoyada contra él, y asentí.
—Bueno, y ¿qué es lo que tienes en
la mano?
Lo sentí de pronto. ¿Cómo no lo
había hecho antes? Era el reloj de
bolsillo del señor Broadhurst, plano,
frío y de oro. Le miré atónito, sin
entender nada. Él volvió a soltar una
carcajada.
—Ja, ja. Bien, bien, ahí estás, un
pequeño truco magistral. Tenías mi reloj
y yo aquí sentado sin enterarme. ¡Vaya,
vaya! ¡Qué increíble! ¿No es cierto?
Tuve que decir que sí, aunque no
tenía ni idea de cómo había ocurrido.
Me di cuenta de que aquello era algo
de lo que no tenía que hablar con mi
madre. Sin haberlo preguntado me
percaté de que el señor Broadhurst
querría que mantuviera silencio. No
estaba equivocado porque al día
siguiente, cuando estaba lanzando una
pelota de tenis con la mano contra un
lateral del edificio de las duchas, mi
prestidigitador se colocó frente a mí.
—Acabo de entrar un momento a
saludar a tu madre, Ian. —El gordo
había vuelto a ponerse su traje de
director de funeraria; y llevaba un
paquete envuelto en papel marrón, atado
con una cuerda bajo aquel brazo del
tamaño de un tórax—. Hemos estado
charlando de esto y de lo otro, de los
ratones colorados y su parentela, y tu
mamá ha estado tan amable como
siempre.
—Bien.
—Pero, ciñéndonos al asunto, no ha
dicho nada sobre los acontecimientos
que tuvieron lugar entre nosotros ayer
por la tarde.
—No se lo he mencionado.
—Eso está muy bien, muchacho, muy
bien. Ya ves, me gusta hablar con un
hombre al que le guste conversar, pero
también me gusta que sepa mantener la
boca cerrada. Veo que tú y yo nos
entendemos y así es como debe ser.
Porque si voy a enseñarte de todo, tiene
que ser sobre la base de un
entendimiento así: firme y decidido.
—Así quiero ser, señor Broadhurst,
firme y decidido.
—Bien…, bien, bueno, pues
entonces te veré luego.
Y se marchó. Su espalda, tan ancha
como un menhir, se fue difuminando en
la penumbra de la luz crepuscular
mientras regresaba caminando
pesadamente a su caravana.
3
EL GRAN
CONTROLADOR

Si uno hubiera de preocuparse por lo


que otros piensan de sus acciones,
podría dejar que le enterraran vivo en un
hormiguero o casarse con una violinista
ambiciosa. Tanto si ese hombre es un
primer ministro que modifica sus
opiniones para captar votos, como si es
un burgués aterrorizado porque un acto
inofensivo pueda ser malinterpretado y
pueda contravenir algún
convencionalismo insignificante, ese
hombre es un hombre inferior y yo no
quiero tener nada que ver con él, como
tampoco quiero comer salmón de lata.
ALEISTER CROWLEY,
Autohagiografía

Durante la semana siguiente, más o


menos, hasta que volvimos a
encontrarnos, estuve sumido en una serie
de imaginaciones desenfrenadas. Me
preparé para mi aprendizaje con el
señor Broadhurst. Imaginé
convocatorias de demonios,
conversaciones con los muertos, Anubis
y Osiris acompañándonos a los dos en
un viaje en el tren fantasma del Palace
Pier. Pero las enseñanzas del señor
Broadhurst en las artes de la magia no
fueron en absoluto lo que yo había
esperado.
Por el contrario, después de
examinarme más a fondo, me puso a
catalogar los pequeños rituales, esas
fórmulas mágicas de pensamiento que yo
había desarrollado para hacer frente al
estrés del eidetismo. El señor
Broadhurst era muy exigente en eso y se
lo tomó con una seriedad extrema. Nos
citamos a la salida del instituto y me
acompañó a la sucursal de Smith que se
había abierto hacía poco en Churchill
Square. Allí compramos un libro de
contabilidad de los grandes, de esos que
tienen columnas. De vuelta en Cliff Top,
tras tomar el té en su caravana, dispuso
los encabezamientos de las columnas
así:

Práctica Contenido Frecuencia


Propósito

y después me explicó lo que querían


decir.
—Y ahora mira esto, chico —dijo
dando unos golpecitos en la página—.
El primer encabezamiento hace
referencia a la naturaleza de lo que
hagas. Algunos rituales, la mayoría,
claro, conciernen a funciones
corporales. Por ejemplo, el modo de
orinar. ¿Apuntas al inodoro o al agua
que contiene? ¿Cómo echas para atrás la
piel del prepucio? ¿Qué fórmulas te
recitas cuando estás defecando? ¿En qué
orden te cortas las uñas de los pies? Y
así con todo. No es necesario que siga
explicándotelo, ya me has entendido
suficientemente… —El señor
Broadhurst hizo una pausa y después
continuó—: Por cierto, ¿te masturbas?
Yo me sonrojé.
—O sea que sí. Bien, bien. Si no lo
hicieras te prestaría algo de literatura
instructiva. Mira, el onanismo es
tremendamente importante, es un ritual
muy eficaz. Naturalmente, existen otras
prácticas que forzosamente han de
describirse como rituales. Son las que
conciernen a nuestro modo de comer,
nuestro modo de dormir y nuestro modo
de abrir las puertas. Incluso hay un
componente ritual en nuestro modo de
caminar calle abajo. Es más, existen
rituales comprimidos dentro de nosotros
mismos. Me refiero, por supuesto, a
maneras de pensar a las que hemos
otorgado un carácter formal, a ciertos
fingimientos, a la combinación
persistente de aprensiones con pequeños
atisbos de presentimientos cinestésicos.
¿Me sigues?
No, no le seguía en absoluto. No
sólo el vocabulario estaba muy por
encima de mi nivel, sino que ni siquiera
podía decir adónde quería ir a parar mi
instructor.
—A lo que voy, muchacho, es a que
cuando entras en contacto con una parte
de tu cuerpo, ese encuentro tiene su
propia agenda mental característica. Si
tú piensas «mis muslos», en relación con
ese sentimiento «muslero» está el
reconocimiento de que «son demasiado
gordos y están pegajosos de sudor»,
¿entiendes?
Aquella vez sí que entendí porque,
asombrosamente, había dado con una de
las fuentes íntimas de mis vergüenzas y
había expresado en voz alta mi propio
mantra concomitante. Sin embargo, yo
estaba confuso. Seguía sin poder captar
cómo comprendía el uso que yo daba a
tales «combinaciones persistentes».
—Pero, señor Broadhurst, señor,
todo eso que hago y pienso, sólo son
hábitos, ¿no? Quiero decir que todo el
mundo lo hace, ¿no?
Explotó.
—¡No seas tonto, chico! No puedo
soportar a los tontos bajo ningún
concepto. Por supuesto que son hábitos,
por supuesto que todo el mundo lo hace,
pero ésa no es la cuestión.
Su arrebato de cólera no era como
los que había presenciado antes.
Implícitamente conllevaba la amenaza
de un castigo extremo: latigazos
marcados sobre la carne en un
establecimiento penitenciario, reclusión
más allá de la laguna Estigia. Después
de los gritos del señor Broadhurst, yo
siempre daba un respingo.
La cuestión era —según me fue
explicando a lo largo de aquel otoño y
del invierno siguiente— entender que el
hábito era ritual y el ritual era hábito.
—Soy el Mago de lo Cotidiano —
dijo bramando el señor Broadhurst—,
íbamos paseando más allá de la fachada
principal del Hotel Metropole de
Brighton y yo estaba asombrado de que
nadie se quedara mirándonos o incluso
nos replicara con otro grito—. Soy
poderoso precisamente porque entiendo
cómo los hábitos atrapan la energía de
la mente. ¿Te das cuenta? Toda esa gente
—hizo un gesto amplio con el brazo
como una alfombra enrollada— se cree
que percibe lo que realmente existe,
pero no es así. Por el contrario, sus
mentes se hallan constreñidas por
millones de millones de cosillas
supuestas, cosas supuestas que les
ahogan como malas hierbas que se
enredan, y ellos no les prestan la menor
atención.
»Pero existe un modo de romper esa
situación, de disolverla, claro que sí, de
descerrajar la Fuerza Motriz. Cada vez
que te entregas a un acto habitual te
vinculas con los demás. Estos actos
habituales son los ritos de la salud
mental. Más aún, son la propia salud
mental. ¿Entiendes? Y la salud mental no
es otra cosa que una mutilación, un
terror que te insensibiliza, y yo no
quiero eso. No, no lo quiero.
Así que me propuse catalogar con
gran esmero el mismísimo esquema de
mi salud mental y hacer una lista
exhaustiva de toda la serie de mis
hábitos personales. Y, de hecho, me
dediqué a hacerlo todos los días durante
cuarenta y cinco minutos, después de
acabar los deberes. Un ejemplo típico
de mis listas sería éste:
Práctica Contenido Frecuencia Propós
Despegar
Corporal: Variable; si
los duros Evitar
sacarse me aburro,
de las taponam
los mocos cada cinco
paredes de nasal
semisecos minutos
la nariz

Ésta era la clase de normas


prosaicas de autoabsorción que yo sabía
que encantarían al señor Broadhurst.
Pero también había otro tipo de lista
que, evidentemente, tenía mayor
significado mágico, como:
Práctica Contenido Frecuencia Prop
Visualizar
Mental: detalladamente
Prop
pensar la lluvia e
Casi todas Inten
que va a imaginar su
las noches evita
llover repiqueteo
lluev
mañana sobre el tejado
del chalet

Tras unos tres meses había


conseguido llenar el libro de
contabilidad con esa sarta de
trivialidades. Digo eso ahora, pero en
aquel entonces me tomaba mi tarea con
toda seriedad y estaba muy orgulloso de
mí mismo cuando el señor Broadhurst
me volvió a llevar a Churchill Square a
comprar mi segundo libro.
Mientras llevaba a cabo ese trabajo,
escribiendo con frecuencia
encabezamientos por adelantado en
varias páginas para conseguir la ilusión
de que había realizado más
catalogaciones de las que realmente
había hecho, dos importantes sospechas
que habían estado latentes durante algún
tiempo se alzaron hasta cobrar el
aspecto de hipótesis creíbles, por
desgracia. No podría decir si entonces
me afectaron tanto como
retrospectivamente parece. La precisión
perturbadora de mi memoria visual no
cuenta en eso para nada. Verlo todo no
es en modo alguno oírlo todo, pero
considero suficiente decir que fueron
unos indicadores más de que el puente
sobre el que yo había cruzado el abismo
había sido minado tras de mí.
En primer lugar estaba la
complicidad materna de la que ya he
hablado. Por entonces el señor
Broadhurst tenía la costumbre de
recogerme del Instituto de Varndean los
miércoles por la tarde, acompañarme a
Pool Valley y después a casa en el
autobús. Era su chequeo a mitad de
semana, anticipación de la revisión
completa de mis deberes de los
domingos por la tarde. (Nuestra cita
entre los programas El gran juego y
Cantos de alabanza había quedado
institucionalizada). Esta rutina se
convirtió en objeto de algunos cotilleos.
Cotilleos repetidos por las mismísimas
personas que iban a Cliff Top a tomarse
una copa, vástagos de plataformas más
altas del andamiaje social.
Efectivamente, sin mencionarme el
asunto, mi madre torpedeó el submarino
del rumor difundiendo que el señor
Broadhurst era mi tutor. La primera
noticia que tuve de ello fue cuando
Holland, mi antiguo humillador, al ver
su figura de boya a través de la reja de
hierro forjado, se volvió hacia mí y me
dijo, con el énfasis malicioso que era de
prever: «Ahí está tu tutor, Wharton, que
viene a buscarte para haceros una pajita,
como siempre».
Para mí, evidentemente, lo de tener
un «tutor» era algo propio de la gente
pija. Posiblemente mi madre consideró
este subterfugio simplemente como parte
integrante de su continua escalada
social. ¿Sería así o más bien sería que
ella y el señor Broadhurst lo habían
convenido entre sí? Y si así fuera, ¿qué
sería lo que obtenía ella?
Mi segunda hipótesis se refería al
propio señor Broadhurst. Al no haberle
observado de cerca hasta entonces, no
podía estar seguro, pero o bien el señor
Broadhurst no era como los demás
ancianos o bien en realidad no era un
anciano. Gracias a nuestra nueva
proximidad logré ver que no tenía
arrugas ni puntos ni manchas en las
manos. Cuando caminábamos juntos por
las empinadas calles de Brighton, el
señor Broadhurst jamás respiraba con
dificultad. Y, cuando me fijé en la
palidez de sus párpados caídos, no
detecté ningún indicio de leucoma ni de
glaucoma o cataratas.
Seguía permitiéndose las licencias
propias de los viejos, aun cuando no le
correspondiesen. En noviembre había
abandonado su trabajo de voluntario en
San Dunstan diciendo que se le hacía
«demasiado agotador». Pero, sea como
fuese, ya no se movía con aquella
languidez calculada que yo recordaba,
sino que transportaba su corpulencia con
tanta rapidez como si fuera un preso
perezoso al que escoltara por el
corredor de la muerte. A cada mes que
pasaba parecía más dinámico y luchador
y yo me preguntaba dónde acabaría
aquello.
Me lo preguntaba cuando un sábado
de febrero, a la hora de nuestra cita, me
enfrenté a él en su caravana. Mi catálogo
de rituales había llegado a un punto en
que no podía avanzar. Mis esfuerzos se
habían convertido en algo tan endeble
que mi última inclusión estaba
relacionada nada menos que con mis
babas.
—Bien, bien, ¡muy bien! —exclamó
el señor Broadhurst mientras hojeaba mi
segundo libro—. ¡Excelente, muchacho!
Creo firmemente que este ejercicio está
teniendo un efecto secundario
beneficioso, es decir, que sirve para que
mejores tanto en gramática como en el
ordenamiento general de tu aún
inmaduro intelecto. Todo es como debe
ser.
—Pero cada vez me parece más
difícil.
—¿Más difícil? ¿Más difícil en
relación con qué?
—Pensar en hábitos, quiero decir en
rituales.
Bajé la cabeza, satisfecho de
encontrar un pretexto para ocultarle la
cara a mi mentor, porque desde hacía
poco las erupciones aleatorias y las
pústulas que me habían cubierto la
barbilla y la frente durante el último año
habían empezado a acumularse,
formando montículos terriblemente
desagradables y heridas que supuraban.
—Bueno, esto está como debe estar,
muchacho; aunque aún no te has
enfrentado a la masturbación o, por lo
menos, no adecuadamente.
Enrojecí intensamente. El señor
Broadhurst no lo tomó en cuenta. Yo
pensé en mi madre. Probablemente
estaría preparando bollos con el
delantal lleno de harina. En la tele
estarían a punto de salir aquellas
mujeres con sombreros espantosos
entonando Hosannas.
—Esto…, señor Broadhurst…, quizá
yo debería…
—¡Qué tontería, chico! Te veo muy
susceptible ante este asunto. No tienes
por qué. La masturbación es algo crítico
para nuestra empresa porque conecta la
acción más repetitiva y automática con
el estímulo del éxtasis. Bueno, y además
observo que te avergüenza y te inquieta
el acné, ¿tengo razón? —Yo asentí—.
Por supuesto que sí. Bueno, eres
demasiado joven para saberlo, pero
antes se sostenía que había una conexión
entre la llamada autosatisfacción y los
rigores sebáceos de la etapa vital en que
te encuentras. Propongo un anticipo de tu
status futuro que te ayudará en este
punto y te mantendrá firme en nuestro
rumbo común. Si te digo que puedo
librarte de esas malditas pústulas,
¿harás lo que yo te diga?
Intenté pensar en qué sería lo que
debía estar dispuesto a hacer para
lograrlo y apenas llegué a ninguna
conclusión. No era un chico valiente,
quiero decir en lo físico, pero era
improbable que el señor Broadhurst
tuviera en mente algo de tipo físico.
—De acuerdo, señor Broadhurst,
¿qué tengo que hacer?
—Excelente, colmas ampliamente
las expectativas que había puesto en ti.
Bueno, cuando te masturbas, ¿eyaculas
semen?
—Ss… sí, creo que sí.
—¡Fantástico! Temí que no
estuvieras suficientemente desarrollado.
Presta atención. La próxima vez que
cedas a la autoestimulación, en vez de
evocar el abandono y los jadeos de
alguna ninfa de tu calenturienta
imaginación, en el momento del orgasmo
quiero que contemples tu propio rostro
cubierto de granos. Forma una imagen
eidética rigurosa, ¿entiendes?, y después
mantenla congelada todo lo que puedas.
¿Podrás hacerlo? Por supuesto, sé que
puedes. Recoge la emisión en un
receptáculo adecuado y después me lo
traes. ¿Eh? ¿Coges la idea? ¡Fantástico!
¡Fantástico!
La tarde siguiente, después del
instituto, volví a su caravana llevando
mi cargamento, que para entonces era
poco más que una mancha polvorienta
dentro de un frasco. Sonrojándome, se lo
alargué.
—¿Esto es todo? —dijo el señor
Broadhurst—. No es mucho, pero si has
seguido mis instrucciones, será
suficiente.
El hombretón se levantó de la cama
y se dio una vuelta por la caravana,
canturreando para sus adentros. Luego
abrió una de las puertas de un armario
empotrado. Fue algo totalmente
inesperado. El interior de la caravana
del señor Broadhurst se había mantenido
sin cambios durante los cuatro años que
llevaba emplazada en Cliff Top. Los
adornos de vidrio tallado y soplado
seguían en los estantes de espejo en la
misma posición que cuando los
desenvolvió. La cocinita en miniatura de
acero inoxidable tenía el aspecto de que
nunca se hubiera cocinado en ella. La
caravana del señor Broadhurst era algo
tan poco vivido como la habitación
imaginaria de unos grandes almacenes
concebida para exhibir muebles.
Aunque suponía que no debía
hacerlo, no pude evitar seguir cada uno
de sus movimientos mientras revolvía
entre los objetos maravillosos del
armario. De las perchas colgaban trajes
polvorientos. Eran de seda y tenían
dragones, mariposas y monos bordados.
Cada uno era una chinoiserie completa.
En los diversos estantes había objetos
de laboratorio: retortas, vasos de
precipitados, alambiques y mecheros.
Estaban mezclados con cosas que
parecían piezas de un equipo eléctrico o
electrónico, tableros con circuitos,
pantallas de cristal líquido. También
había un zorro disecado y una calavera
humana. Había muchas más cosas allí
dentro, pero las nalgas del señor
Broadhurst, cada una del tamaño de la
barriga de un bebedor habitual de
cerveza, tapaban el resto.
Cuando se volvió a mirarme, llevaba
en la mano un frasquito esférico del que
salía un tubo. Desenroscó el tapón de
cristal y, después de haber llenado mi
tarro con agua, vertió la solución en
aquel receptáculo. Se acercó a mí
cruzando el remolino marmóreo de la
peluda alfombra. Parecía un prelado
inflado con helio y pronunció
solemnemente:
—Ahora, muchacho, junta las manos
formando un cuenco, que aquí llega el
antichocolate.
Puse así las manos y el señor
Broadhurst vertió el fluido en el hueco
que formaban.
—Repite conmigo —dijo el Mago
de lo Cotidiano—, me lavé media
cara…

—me lavé media cara…


—con jabón de semen nuevo…
—con jabón de semen nuevo…
—y en tres días…
—y en tres días…
—fueron fulgurantes sus efectos.
—fueron fulgurantes sus efectos.

—Hazlo. Lávate la cara.


Hice lo que me decía. El fluido
acuoso se estrelló contra mis mejillas y,
al hacerlo, sentí una sensación nueva,
sentí una separación de la piel, un tirón
y un desprendimiento.
—Eso es, eso es —insistía—. Frota
bien. ¡Para ya!
Aparté las manos pero no me atreví
a mirármelas.
—¡Mírate las manos! —me ordenó
el señor Broadhurst. Las miré. Estaban
manchadas de sangre y cosas peores.
Sentí un mareo. Él sacó un espejito del
bolsillo y me lo tendió. Al principio no
podía entender qué era lo que había
ocurrido porque todos mis granos habían
desaparecido, se habían disuelto, se
habían esfumado. Y no sólo eso, mi cara
no tenía cicatrices ni agujeritos. Era
como si jamás hubiera tenido acné.
El señor Broadhurst me dio a
entender que simplemente se trataba de
un avance más, otra oferta introductoria,
y que yo no debía tomar aquello, o a mí
mismo, demasiado en serio. De
cualquier modo, haberme librado de mis
problemas por medio de la nigromancia
coincidió con un cambio en los puntos
cruciales de mi instrucción. Era como si,
al haber visto lo que contenía el armario
empotrado del señor Broadhurst, él se
encontrara en disposición de permitirme
conocer algo de los rituales
relacionados con aquella clase de
aparatos. A partir de aquel momento mis
estudios se diversificaron entre la
lectura del tarot, la numerología, el
Feng-shiu, la alquimia, la astrología y la
cábala, o, por lo menos, las versiones
algo modificadas que el señor
Broadhurst tenía de estas artes.
—Todo esto es una bobada, sabes,
una gilipollez total. Un intento patético
de utilizar métodos protocientíficos para
averiguar y aprehender después lo
trascendente. Lo que los seguidores de
Jung llaman «proyección masiva» —
dijo el señor Broadhurst—. Pero no
importa, servirá como antídoto frente a
lo que intentan inculcarte en el instituto,
ésa es su principal virtud. Y a eso hay
que añadir que en el futuro, si progresas
en tu aprendizaje, te proveerá de un
repertorio de explicaciones muy útiles.
Utilizando una analogía tomada del
mundo del espionaje, te proporcionará
una «tapadera».
Tenía juegos de notas fotocopiadas,
lo que indicaba que no era el primer
aprendiz que tenía. Las sacaba con gran
ostentación durante nuestras sesiones de
las tardes de los miércoles y los
domingos. Siempre hubo algo de
charlatán de feria en el señor Broadhurst
y durante aquella época aún era más
exagerado. Gesticulaba mucho con los
brazos, llevaba unos trajes con los que
el viejo amigo de mi madre Little Jimmy
no se habría avergonzado de que le
vieran (dejando a un lado el problema
de la talla), y por lo general hacía
cuanto estaba en su mano para resultar
extravagante.
Cada juego de notas venía con un
ejercicio y por orden suya me puse a
analizar cuadros de números, utilizando
claves para convertirlos en letras que
describían o bien entidades
taumatúrgicas o bien el propio
tetragrámaton. Eso tuvo un efecto
secundario beneficioso, a saber, que
mejoré en aritmética. La lectura del tarot
y la astrología me las presentó mi mago
a un nivel bastante elemental. Para mí
esas disciplinas dirigidas a relacionar
secuencias aleatorias de símbolos fijos
con destinos potenciales y rasgos de
carácter constituían un juego entretenido.
Una vez aprendida, aquella técnica me
ayudó a tener más aceptación social en
el instituto, donde esas cosas estaban
muy de moda.
En cuanto a la cábala, me resultaba
totalmente incomprensible. Puede que yo
no supiera exactamente qué es el
racionalismo, pero aun así era algo que
estaba hondamente enraizado en mi
concepción del mundo. Sin embargo, el
señor Broadhurst me obligó a pasar por
aquello: «Conseguiré que conozcas esas
antiguas artes hebreas, sus
ramificaciones, su decadencia y su
renacimiento entre los rosacruces,
aunque para ello tenga que someterte a
torturas sin piedad. ¡Aj! ¡Urj! ¡Ping!».
Este último ruido lo ocasionó un
perdigón sólido de saliva que se estrelló
contra una escupidera de latón. Porque,
por aquel entonces, el señor Broadhurst
se entretenía en «mascar» tabaco o en
«tomar» rapé. Y yo no sabía qué era
peor, si los mocos o los escupitajos.
En Varndean me vi obligado a
prestar mayor atención en las clases de
ciencias e historia simplemente para
poder entender mejor mi otro tutelaje,
más oscuro.
En cuanto al Feng-shiu, aunque el
señor Broadhurst declaró que era el más
ridículo de todos aquellos estudios
esotéricos, me sirvió para aprender
geografía. Después de todo, ¿de qué otro
modo puede calcularse que las
alineaciones de objetos físicos caigan
sobre los meridianos propicios, si no es
por referencia a unas propiedades más
fijas y menos mutables de la tierra?
El propio señor Broadhurst era algo
así como un alquimista, «Sólo un
aficionado entusiasta, ¿sabes, chico?».
Algunas de las cosas que vi la tarde en
que me libré del acné formaban parte de
su colección en miniatura de un equipo
de alquimia. En respuesta a mi
curiosidad sobre la transmutación de los
metales me permitió ayudarle cuando
hacía experimentos con el alambique y
el aludel. Muchas fueron las tardes en
las que me encontré preparando el
hornillo de atanor con un conjunto de
fuelles pequeños, mientras el señor
Broadhurst agitaba un caduceo. Era uno
de sus inventos, construido a partir de un
televisor pasado de moda coronado por
una antena llena de cables. Juntos,
mirábamos cómo se destilaban y
redestilaban varios principios
hipostáticos. Y ambos nos sentíamos
igualmente decepcionados cuando no se
producía la cohabitación.
Pero, aunque se entretenía con ello,
el señor Broadhurst demostraba no tener
paciencia en la búsqueda de la piedra
filosofal.
—Mira, chico, apostaría a que esos
tipos jamás lograron transmutar nada
excepto su estupidez en vanidad. De
todos modos cualquier forma de moneda
es transmutable, es capaz de quedar
imbuida mágicamente de los
pensamientos de los que la utilizan.
Aunque, dicho esto, también diré que yo
mismo poseo una de las medallas de
Paykhull.
Me la mostró y me dijo que me fijara
especialmente en la inscripción que
figuraba en el anverso de la moneda:
«O. A. Paykhull fundió este oro por
medio de artes químicas en
Estocolmo, 1706».
—Mira, chico —musitó mientras yo
sostenía en la mano aquella cosa, que
pesaba mucho—, estas monedas son muy
raras. No tengo ni idea de cómo me he
podido hacer con una. Sin duda eso
permite suponer que debo de haber
conocido a ese tal Paykhull.
Fue así, partiendo de pequeñas
pistas como ésta, dejadas caer
conscientemente, sin duda, como empecé
a hacerme una idea más completa de lo
que el señor Broadhurst era en realidad.
Así fue como pasé el resto de mi
niñez. El zoótropo giraba suavemente y
el Diseñador Jefe del tiempo estrechaba
las perneras de los pantalones y decidió
que los coches debían ser más
aerodinámicos. Si hubo cambios en el
liderazgo político de mi país, me
causaron poco impacto. Estaba
preocupado por mis exámenes finales de
bachillerato elemental. Aprobé siete
asignaturas y después, con el
empujoncito nunca suave del señor
Broadhurst, elegí economía,
matemáticas y estudios empresariales
como asignaturas para el bachillerato
superior. En el instituto seguía estando
solo. El pequeño calor humano que
necesitaba lo obtenía de mis tías y
primos, que seguían viniendo a pasar sus
vacaciones anuales a Cliff Top.
Seguían viniendo, pero también en
ese apartado de mi vida habla una
inseguridad nueva. Mi madre continuaba
teniendo gran éxito profesional y el
chalet estaba en un proceso de
transformación que no acabaría hasta
unos cinco años más tarde, cuando el
Hotel Residencia Campestre Cliff Top
estrenó su Registro de Reservas.
Entretanto se instalaba a tías y
primos en las caravanas de siempre. Mi
madre y yo nos trasladamos a la zona
que había entre la parte del chalet
destinada al negocio y el campo en el
que estaban las caravanas, y al hacerlo
adoptamos modales y lenguaje
diferentes. Éramos verdaderos
camaleones de la movilidad social.
Y, en cuanto a novias, ahí es donde
mi capacidad eidética me resultaba
particularmente útil. Atrapado por el
catálogo exhaustivo de hábitos que
seguía llevando a cabo ante la
insistencia del señor Broadhurst, las
escapadas visuales se habían convertido
en algo muy fructífero. Aunque no creía
tener posibilidades de perder la
virginidad —no era un Lotario
adolescente—, sabía como por instinto,
incluso sin tener que preguntarlo, que el
señor Broadhurst vería esa pérdida
como algo incompatible con mi
aprendizaje. Así que me dediqué a
perfeccionar la masturbación,
combinándola con las visiones que
recolectaba en mi deambular, para
lograr una variedad de experiencias
sexuales que (ahora me doy cuenta)
compensaban de sobras la ausencia de
la cosa real.
Mis compañeros del instituto
competían unos con otros por lograr
entrar en el cine a ver películas X. Iban
a ver lo que eran incapaces de
experimentar. Yo no iba al cine por
entretenerme, sino por la cinematografía,
porque sólo estudiando el barrido
preciso de planos extralargos, la
trayectoria de los travellings y la aridez
emocional de los cortes de secuencia,
podía añadirlos al repertorio de mis
películas internas.

Un día a principios de otoño de mi sexto


curso, cuando las hojas húmedas cubrían
ya como un abrigo la mediana, poblada
de hierbajos, de la carretera de dos
carriles que rodeaba el Instituto de
Varndean, desde el lugar de la biblioteca
en que estaba sentado leyendo vi una
figura familiar. El señor Broadhurst
había vuelto de su descanso estival.
Metí a presión los libros y las
carpetas en la cartera. Bajé las escaleras
a saltos y crucé a toda prisa la zona de
asfalto hasta las puertas del instituto.
Aunque era lo que tenía ganas de hacer,
sabía de sobra que no debía intentar
abrazar al señor Broadhurst, no sólo
porque todo en su actitud llevaba a
rehuir el contacto físico, sino porque él
me había dado una orden estricta. Poco
tiempo después de haberme tomado bajo
sus amplias alas había hecho una
observación:
—¡Piensa en mí como en el Brahmán
de lo Banal! Solamente la tierra muda
puede purificarme. El contacto con todo
lo demás es para mí una mancha. Por lo
tanto no intentes tocarme jamás, chico,
salvo que yo te lo pida expresamente.
Durante los seis meses en que no le
había visto, el señor Broadhurst había
experimentado una metamorfosis, y en
esta ocasión el cambio era más radical,
más completo que cualquier otro
anterior. Para empezar, estaba lo de su
atuendo. Como ya he dicho, después del
abandono de su traje de director de
funeraria, había atravesado por un
periodo en que llevaba ropa de corredor
de apuestas arriesgado o de charlatán de
feria. Pero ahora iba muy bien vestido,
incluso elegante. Llevaba un chaquetón
tres cuartos con cuello de terciopelo, un
traje azul oscuro de espiguilla finísima y
una camisa de hilo nívea. El nudo de la
corbata se mantenía en su lugar con un
alfiler que era una barrita con una perla.
Y, como remate, un bombín de una
redondez tan categórica como un yelmo
de la Wehrmacht, que señalaba la aptitud
de su cabeza para estar en el monte
Rushmore o en cualquier otro
monumento. De una de sus manos
colgaban despreocupadamente unos
guantes de gamuza junto con la
empuñadura de plata de un bastón; y con
la otra sostenía un grueso puro
cuadrangular, coronado por unos cuatro
centímetros de ceniza blanquecina, que
sobresalía entre sus nudillos.
Mientras iba a su encuentro, el señor
Broadhurst sonrió. Su boca rapaz se
abrió en aquel rostro suave como una
cuchillada, como si un hacha invisible
hubiese hecho un tajo en una fruta. Las
protuberancias óseas que tenía en vez de
cejas se arquearon hasta alcanzar forma
gótica. Y se rio. Soltó a un tiempo una
carcajada y una bocanada de humo.
—Ah, estás aquí —dijo, dejando
implícito que había estado mirando por
todas partes—. Venga, chico, que
tenemos mucho que hablar y poco
tiempo.
Entonces yo ya era suficientemente
alto y corpulento como para ir
cómodamente del brazo con el señor
Broadhurst y, para mi sorpresa, eso fue
lo que hizo. Y así, del brazo, partimos
Sunningdale Drive abajo, pasando por
los jardines de Sussex, donde la visión
de los jugadores de bolos con sus
impecables atuendos blancos se iba
haciendo borrosa, y nos dirigimos hacia
London Road. El señor Broadhurst
continuaba hablando de modo
grandilocuente.
—Piensa en las similitudes entre
Brighton y Roma —me dijo—. Ambas
están construidas sobre siete colinas;
ambas fueron centros de placer de
imperios poderosos. Observa las
cumbres de las colinas, muchacho. ¿Qué
ves?
Reflexioné.
—Bueno, pues lo único que veo ahí
arriba, francamente es el cementerio.
—Así es. ¿Y allá arriba? —dijo
haciendo un gesto vago hacia atrás.
—¿El hipódromo?
—Bien, muchacho, bien. Es más,
¡excelente! El hipódromo. Los juegos de
la vida y de la muerte. La mortalidad
definida por una vez por la geografía.
¡Qué promontorios premonitorios! —
dijo, y se volvió a reír, llevado por el
juego de palabras. Nunca había visto al
señor Broadhurst de tan buen humor.
Decididamente iba como un bólido por
la acera, soltando bocanadas de humo de
su puro, exactamente como una especie
de locomotora bípeda.
—Hay algo que te estás preguntando,
chico. Tóselo, escúpelo, expélelo,
vomítalo. En fin, dímelo.
—Bueno…, no…, no sé cómo
explicarlo, pero, en cierto modo, parece
usted cambiado…
—Y tú te estás preguntando qué ha
ocurrido para que así sea. ¿Estoy en lo
cierto? Por supuesto que sí. No es
necesario que le des más vueltas. Bien,
caballero, es cierto, he cambiado. Me he
comido a mí mismo y, a través de cierto
acto de gastromancia sin precedentes, he
ventoseado mi nueva encarnación. Eso
es lo que ha ocurrido.
»Y te estás preguntando algo más,
¿verdad? Darías lo que fuera por saber
si existe alguna conexión entre esta
metamorfosis y mis vacaciones
estivales. Te reconcome la curiosidad de
saber adónde voy cuando me ausento de
aquí, ¿verdad? Ésa es la cuestión. A su
debido tiempo te aclararé ese extremo,
así como otras muchas cosas que sé que
te has preguntado durante estos años.
Mientras avanzábamos subiendo,
coronando y bajando después tres de las
siete colinas, el señor Broadhurst iba
charlando. ¡Y qué charla! Rico y
proteico, el fluir de su conversación me
parecía que era la propia fuente del
conocimiento, como una capa de
mantillo conceptual que quedaba
sembrada por el mero hecho de que le
escucharan y engendraba ideas sin parar.
—La realidad —dijo el señor
Broadhurst—, tanto si te encanta como
si te horroriza, es algo de lo que no se
puede prescindir. ¿No estás de acuerdo?
Por supuesto que sí, porque no puede ser
de otro modo. Y sin embargo tú,
muchacho, eres el candidato perfecto
para el papel de capitán del navío,
sobornador, seductor y difamador de la
realidad. La realidad es una virgen en
cuya virtud todos quisiéramos creer, y al
mismo tiempo es una vieja puta que
todos hemos poseído una y otra vez
hasta que nuestros ojos y nuestros oídos
se han quedado como genitales en carne
viva de tanto restregarse. Observamos
sus costumbres, sus idas y venidas en
nosotros y a través de nosotros, aunque
somos incapaces de mantenernos al
margen. Tú no puedes mantenerte al
margen de ningún modo, yo no puedo
hacer otra cosa y por eso es por lo que
somos tal para cual, ¿te das cuenta? Por
supuesto que no, no me quedará más
remedio que demostrártelo.
Mientras declamaba íbamos
zigzagueando por entre los compradores
de última hora que se agolpaban en el
centro de la ciudad. O más bien, dado lo
compacto de nuestro avance, aquellos
ciudadanos de menor solidez se veían
obligados a zigzaguear para evitar
nuestra corpulencia combinada. De
pronto el señor Broadhurst se detuvo en
seco, lo cual me hizo girar de tal modo
que ambos quedamos frente al
escaparate de una juguetería.
Allí se desplegaba un escenario
extravagante, montado para exhibir una
colección de trenes descomunal. Un
plano inclinado de papel maché formaba
el fondo y en primer término unas
locomotoras que arrastraban vagones de
pasajeros y otras locomotoras que
arrastraban vagones con camiones
subían y bajaban sobre montículos,
atravesaban túneles diminutos y entraban
y salían estrepitosamente de estaciones
de plástico, sin parar nunca, con un
acompañamiento de silbidos
electrónicos.
Yo me quedé mirando todo aquello
fijamente, consciente de que el brazo del
hombretón rodeaba el mío con la avidez
espiral de una anaconda a punto de
ingestión. De todas las imágenes
eidéticas de mi niñez que conservo
congeladas sin demasiada precisión
representativa, ésa es la más nítida: los
trenes moviéndose con fluida inercia,
los diminutos árboles de plástico y las
diminutas edificaciones con una
prolijidad inverosímil que
complementaban con precisión total
aquel trompe-l’oeil del que él había
hablado. Más allá del horizonte de papel
maché la obra de una deidad de bolsillo
se hacía perfectamente visible en las
pinceladas del cielo pintado. Mientras
estaba mirando fijamente el escaparate,
también vi la figura del señor
Broadhurst y la mía reflejadas en el
cristal, superpuestas al panorama de los
trenes. El eidetismo me envolvió,
atrapando las dos visiones en otra
tercera, interna. Entonces me pareció
que el señor Broadhurst se movía hacia
mí y ya no estaba seguro de dónde tenía
lugar aquel movimiento. ¿Era en mi
cabeza, en el cristal del escaparate o en
la acera? ¿O en los tres sitios a la vez?
Oí su voz en mi interior: «¿Dónde
estoy, chico? ¿Es eso lo que quieres
saber? Bien, estoy en los tres sitios a la
vez, ése es el asunto, así es. Y ahora
mira. Mira ese mundo desplegado sobre
esa manta, proyéctate tú mismo en él,
mira esa cabinita de cambio de agujas.
¿Qué ves?».
Intentando no tener en cuenta aquel
asalto a mis antinomias fundamentales,
me fijé en la colección de trenes. Una
figura rotunda, aunque diminuta, iba
pisando fuerte arriba y abajo por el
supuesto césped del falso suelo
moviéndose como un campesino
borracho que bailara una danza regional
o un aborigen australiano participando
en una corroborí.[3] Era el señor
Broadhurst, pero a escala Hornby.[4]
—Yo soy El Gran Controlador —
dijo el señor Broadhurst de mi imagen
eidética—. Controlo a todos los
autómatas de la isla de Gran Bretaña,
todas esas máquinas que se sumergen
complacidas en el sueño de creer que
tienen alma. Soy también el Gran
Espíritu Blanco que reside en la quinta
dimensión, todo lo tengo conectado a las
yemas de mis dedos con alambres.
Volvimos a ponernos en marcha.
Cruzamos entre el tráfico que rodea la
Torre del Reloj y nos metimos por los
Lanes. Pronto nos encontramos solos
avanzando por un estrecho pasadizo
entre dos tiendas de antigüedades. Allí
el señor Broadhurst volvió a pararse en
seco, haciéndome girar en esta ocasión
hasta quedar frente a él.
—¿Cómo me llamo, chico?
Me quedé perplejo. Miré fijamente a
mi maestro. Nunca había tenido su
hinchado rostro aquel aire de total
indiferencia, de ataraxia petrificada.
—Pues… esto… señor Broadhurst,
¿no?
—¡Muy mal! —Una mano abierta,
tan grande y sólida como un jamón de
Bradenham, me golpeó la mejilla con
terrible fuerza. Caí de rodillas e
inmediatamente noté el gusto pegajoso y
salado de la sangre en la saliva—.
Vamos, Ian, no me defraudes, contesta a
mi pregunta.
—Usted… usted… ¿usted es El
Gran Controlador? —dije gimoteando.
Tenía la certeza, no sé por qué, de que si
no contestaba correctamente eso podría
ser el final.
—Bien, bien. Bien dicho…
¡Excelente! —El Gran Controlador me
ayudó a ponerme de pie—. Me alegra
que hayamos aclarado este pequeño
problema. Ya sé que hay quien dice:
«¿Qué hay en un nombre?», pero dudo
que un ojete pueda llegar a oler tan bien
como una rosa.[5] Bueno, chico, tenías
curiosidad por saber algo sobre mis idas
y venidas y mi cambio de semblante. El
hecho es que ya han pasado los cinco
años y por lo tanto se acabó mi retiro.
Antes de Navidad me habré marchado
de vuelta al mundo.
»¿Y que a qué me he dedicado este
verano? Pues a familiarizarme con lo
que está ocurriendo. Durante estos cinco
años pasados mi pernicioso
debilitamiento ha provocado que seis
meses al año haya tenido que hibernar,
enterrarme en ese reducto en desuso que
hay bajo Cliff Top, pero por fin soy
libre. Libre para volver a gozar la
dulzura de la cumbre de la Bolsa; libre
para disfrutar de la estela de los aviones
de reacción de ancho fuselaje; libre para
sentarme en los consejos del presunto
bien y de la presunta grandeza.
»He galopado entre las hienas del
Serengueti mientras abatían wildebeeste;
he bailado la danza de las botas con los
zulúes en los albergues de los distritos
segregados; he caminado de puntillas
por la Bibliothèque Nationale
escuchando ese ruidito como de mascar
chicle de los eruditos habituales; he
pelado langostinos con andróginos de
ojos oblicuos en los zocos políglotas del
no va más de Oriente; he alcanzado el
nadir de un número absurdo de trances
psicosexuales tanto en el interior de la
Amazonia como entre las culturas
plásticas de los países de las costas del
Pacífico; me he sumergido en el sistema
de circuitos de cerebelos artificiales de
los wadis de silicona; me he arrastrado
bajo los cañones de los fusiles en los
cinco continentes, todo para volver a
ponerme de pie triunfante; me he reído
en las butacas de los teatros y me he
apoyado en las paredes engalanadas con
amantes de la ópera epicenos; he
entrado en los salones del viejo mundo y
del nuevo; he levantado rústicas jarras
de cerveza en las cervecerías y he
alzado delicadas copas de champán en
los Shires;[6] he corrido tras los
protones alrededor del ciclotrón,
deleitándome en la esquiamaquia[7]
sempiterna, y todo eso sin olvidar que
también me he escondido bajo los
divanes mientras ricos quejumbrosos
mimaban sus frívolas neurosis
creyéndose a solas, a salvo.
»Para abreviar todas estas historias
y acotar el recuerdo de esta narración
múltiple: me he vuelto a poner en
contacto con mis dominios. Y, ahora,
vayamos a comer.
Comimos en Al Forno, un
restaurante italiano al final de los Lanes.
Yo me sentía avasallado tras aquella
violencia previa a la cena. Avasallado e
intimidado por los modales de
autoafirmación del Gran Controlador.
Aquello ya no era ese lado levemente
excéntrico de un jubilado con su cartera
de trucos divertidos. Se había
convertido en algo diferente, o, aún
peor, quizá siempre lo había sido. Nada
más entrar en el restaurante el
propietario salió de la cocina a
recibirnos, frotándose las manos
aceitosas en un trapo de cocina.
—¡Oh, siñore Northcliffe! —gorjeó,
y para que se vea lo desorientado que
estaba sólo tengo que decir que no
pestañeé ante aquel cambio de nombre
—. Non le hemos visto per un año. ¿Per
qué non viene a Al Forno? ¿Ha
encontrato alguien que hace una mejor
pizza?
—Tomasso, ¿cómo dice eso? —El
Gran Controlador se mostró
tranquilizador e imperioso—. Hace
usted las mejores pizzas de toda la costa
de Sussex. ¿No se lo he dicho siempre?
No, no, es que estos meses pasados he
estado fuera por cuestión de negocios.
—¿Y éste es su hijo?
Tomasso me dirigió tres cuartos de
sonrisa con ánimo de congraciarse y el
buen humor del Gran Controlador se
multiplicó por nueve. Se le hinchó tanto
el tronco que parecía el de un baobab
compitiendo en masa con el arco
enjabelgado del hogar que dominaba el
restaurante.
—Ja, ja, ja —resonó su voz—. Ja,
ja. No, no, más bien podría decir que es
como un nieto, pero me parece muy bien
que sea usted tan descaradamente
halagador… con él. —Y después su
buen humor se evaporó tan
completamente como si nunca hubiera
existido—. Venga, muévase, tráiganos
dos botellas de ese repugnante Chianti y
cuatro especiales tamaño grande. Vamos
a la parte de arriba.
Subimos por una escalera de caracol
y, después de pasar dos pisos llenos de
mesas, tomamos asiento junto a la
ventana panorámica del último piso. El
propio Tomasso nos trajo el vino. El
Gran Controlador me sirvió un vaso.
—Échatelo al tubo de la risa —me
dijo—. Ya has pasado la edad en que
puede perdonársete que no aguantes el
licor. Así que ¡garganta abajo con él!
Hice lo que se me decía.
Las «especiales» resultaron ser unas
pizzas del tamaño de una rueda de carro,
como rodajas de corteza terrestre, con el
borde en erupción volcánica. En la parte
superior tenían todo tipo de frutas del
bosque, animales de la llanura y una
buena cantidad de animales marinos.
Todo estaba recubierto de gruesas bolas
de queso mozzarella. El Gran
Controlador se comió tres y yo hice todo
lo que pude para acabarme la cuarta.
Estaba asombrado por aquella proeza de
consumo. Recordé cómo se zampaba los
Sally Lunns el que entonces yo conocía
como señor Broadhurst, pero aquello no
había sido más que un mero ejercicio de
precalentamiento comparado con esto.
Cuando de niño yo hacía alguna
alusión a la corpulencia del señor
Broadhurst, mi madre me reñía. «Es una
enfermedad como cualquier otra, Ian. El
señor Broadhurst tiene un problema
glandular y ésa es la razón por la que
tiene exceso de peso, pero no come más
de lo normal». Mientras ella me decía
eso eideticé las glándulas en cuestión,
empotradas en la parte posterior del
cuello del señor Broadhurst como si
fueran dulces obesos.
—Estás pensando en mis glándulas,
¿verdad, chico? —La voz del Gran
Controlador me sacó de los vapores
etílicos. Estaba diseccionando una seta
que parecía una glándula mientras me
hablaba, evidentemente para ilustrar su
capacidad de telepatía—. La única
razón por la que la gente está gorda —
siguió diciendo— es que comen
demasiado. Después de todo —dijo
mientras manipulaba una rebanada de
pan con ajo para que absorbiera la salsa
de tomate de la última de sus fuentes—
nunca se vio a ningún gordo saliendo de
Auschwitz.
Tardé dos segundos en darme cuenta
de que aquello pretendía ser un chiste
muy gracioso y entonces me esforcé por
igualar sus carcajadas, añadiendo mi
propio sonido de gaita, bastante
aflautada, a su risa de bajo.
Él continuó pronunciando un largo
discurso sobre la naturaleza de la
gordura. Pasó revista a la galería de
grandes gordos de todos los tiempos,
desde Nerón, pasando por Falstaff, hasta
Arbuckle. Insistió especialmente en las
propiedades aislantes y profilácticas del
exceso de carne, haciendo hincapié en
un punto: «Sin su tapicería de gordura el
cuerpo es un mero resorte esquelético
preparado para desenroscar su propia
mortalidad». Me refrescó las nociones
de bioquímica con la información de que
las largas cadenas moleculares de grasa
son las antípodas, por su escala, de las
paredes de piedra seca de las simples
proteínas, y que lo que él ambicionaba
era lograr que todo su cuerpo quedara
enfundado en una molécula de grasa
enorme. Concluyó haciendo un repaso
de las propiedades sexuales de la
corpulencia, destacando que, si se es lo
suficientemente gordo, se pueden
desarrollar técnicas amatorias
especialmente adaptadas tanto para el
sexo oral como para el coito.
Mientras comíamos, el restaurante se
había ido llenando con la gente que iba
al teatro, hombres de Brighton con sus
mujeres. Yo los veía a través de los ojos
del Gran Controlador. Eran torpes e
inelegantes, iban enfundados en trajes
que les quedaban tan mal que parecían
almohadas metidas en una funda.
Hablaban bajito, deliberaban sobre qué
tomar y se bebían el vino a sorbitos,
como pajarillos. Una mujer se levantó
de su silla y vino hasta donde estábamos
sentados. Nos acababan de traer el café.
—Perdonen —dijo como dudando.
—No —contestó bruscamente El
Gran Controlador. Ni siquiera había
levantado la mirada, y siguió
manipulando la cafetera. Yo me quedé
boquiabierto mirando a la mujer.
La contestación negativa no le había
sentado nada bien. El rostro se le estaba
poniendo rojo de ira, pero reunió toda la
sangre fría de la que era capaz y
continuó diciendo:
—Ya que se niega usted a tener un
comportamiento civilizado, no tendré
que moderar mis críticas. No quería
tener que avergonzarle delante de su
nieto…
—No es mi nieto, es el hijo de la
señora en cuya casa me alojo…
—Sea quien sea, quizás quiera saber
que nos ha estropeado la cena del todo.
Tiene usted un tono de voz tan fuerte
como insistente y, por si fuera poco, sus
temas de conversación son aburridos y
de mal gusto. Es usted el hombre de
peores modales con el que he tenido la
desgracia de compartir restaurante; y
creo estar exponiendo la opinión de
todos los presentes al decirle esto.
Sin esperar la reacción del Gran
Controlador, se dio la vuelta y se dirigió
hacia su mesa, donde sus compañeros la
recibieron con algunos tímidos «bien
hecho» y furtivas palmaditas en la
espalda.
Mientras aquella mujer hablaba, El
Gran Controlador había permanecido
inmóvil, como las imágenes de los
deportistas congeladas en pantalla unos
segundos antes de volver a ser pasadas
como cortesía a los televidentes
distraídos. Yo le observaba con cautela
a la espera de la explosión que, estaba
seguro, se estaba preparando al tiempo
que el café, pero permaneció impasible
y terminó por tragarse un litro más o
menos de café espresso, una lata grande
de Amaretti di Saronno y ocho grappas.
Sumó las cantidades de la cuenta con un
solo movimiento de sus ojos
parpadeantes. Fue la primera
demostración de sus habilidades
eidéticas de la que yo fui testigo; hasta
entonces todo lo que había hecho en ese
sentido era infiltrarse en mi mundo
visual interno. Y yo, insensato de mí, lo
tomé como una señal positiva.
Salimos y nos internamos en la
calma del anochecer. El Chianti se me
había subido un poco a la cabeza pero
yo ya era un chico mayor y había tenido
mis experiencias con el alcohol, así que
la intoxicación no me resultaba difícil
de llevar. La cena pantagruélica parecía
haberle puesto de mejor humor y volvió
a adoptar un tono paternal y amistoso a
medida que nos alejábamos de la
pizzería.
—Hay dos razones por las que
quería estar seguro de que nos íbamos a
encontrar hoy cuando salieras del
instituto. —Se detuvo para encender un
Partagás perfecto, como un dirigible
marrón verdoso, con un encendedor
antiviento—. Ya habrás adivinado cuál
era la primera —dijo mascando los
gruesos aros de humo—, que quería que
te adentraras un poco más en el
conocimiento de mi verdadera
naturaleza, un poco más, pero no
demasiado. «Mantenlos intrigados», es
mi lema. La otra razón es que quería
tener la oportunidad de mantener contigo
una charla sin prisas sobre tu futuro.
—¿Mi futuro?
—¡Exacto! Ante la ausencia de un
padre dispuesto a tomarse interés por ti,
si es que sigue vivo, me siento, en cierto
modo, in locus pater. Una perspectiva
que no me entusiasma. Mis valores, mis
métodos, incluso mi visión del mundo,
no son, como ya sabes, convencionales.
Sin embargo, tengo tanta necesidad de
dejar mi legado a alguien como
cualquier padre biológico. Y tu inusual
capacidad para las imágenes mentales te
convierte en candidato. He decidido, al
menos provisionalmente, ascenderte en
tu relación conmigo y que pases de
simple «aprendiz» al grado, de mayor
intimidad potencial, de «licenciado».
¿Sabes lo que eso quiere decir?
—No.
—Pues tanto mejor, recuerda mirar
lo que significa cuando llegues a casa.
Entramos en los jardines públicos
que rodean el Pabellón Real. A la luz
del crepúsculo otoñal el gran edificio
parecía al mismo tiempo grandioso y de
pacotilla. En aquel contexto El Gran
Controlador parecía hallarse más en su
salsa de lo que jamás pude imaginarle
en Cliff Top o en cualquier otro lugar.
Había algo de dandi estilo regencia en
su manera de apoyar el bastón y en su
modo de girar aquella cabeza de globo
que tenía, como a la espera de alguna
belleza amiga a la que saludar. Además,
las columnas estriadas, las cariátides de
los pórticos y las cúpulas doradas del
Pabellón sugerían al adolescente que yo
era que un mundo de placeres ambiguos
lo envolvía y tuve que contenerme para
que mi inquieta mente no los visualizara.
¿Por qué «El» Gran Controlador?,
pensé para mis adentros. ¿Por qué no
«el» Gran Controlador?
—Es importante que el artículo
definido vaya con mayúscula, incluso en
el pensamiento, ¿entiendes?
—Ss… sí —dije balbuceando,
asombrándome de nuevo por su acierto
telepático. Giramos a la izquierda
siguiendo la curva precisa de un macizo
de flores plantado de tal manera que
formaba un mosaico vivo que
representaba el escudo municipal.
—¿Te apetece ir al teatro?
Era más una afirmación que una
pregunta.
—Me… me encantaría —contesté. Y
casi acto seguido reconocí a las
personas que iban paseando delante de
nosotros por los jardines. Eran la mujer
que había venido a quejarse en Al Forno
y su grupo. Empecé a hablar
atropelladamente con la esperanza de
distraer a mi acompañante. Estaba
desesperado por evitar que la explosión
de ira que yo creí que se iba a producir
en el restaurante, se produjera allí, en un
sitio más público todavía. Así que dije:
—Quiero ir a la universidad —
aunque, en realidad, hasta aquel
momento mi deseo se estaba incubando
y sólo estaba medio formado en mi
mente—. Me interesa…, bueno, me
interesan un montón de cosas…
—¿Un montón de cosas? ¿Qué
quieres decir, chico?
—Bueno, pues cosas como los
productos. Todos los tipos de productos.
El cómo se persuade a la gente para que
compre este tipo de productos en vez de
aquél.
Eso era cierto, pues a menudo me
encontraba en la cocina de mi madre
mirando fijamente la colección de
condimentos, especias, hierbas y
alimentos enlatados y preguntándome
por qué habría comprado aquella clase
de guisantes en particular en vez de
cualquier otra. Aquello era
incomprensible para mí y, desde que
había empezado a estudiar economía, la
teoría marginal de la preferencia sólo
servía para aumentar mi confusión.
Porque ¿cómo podía predecirse una
cuantificación de las elecciones en un
mundo de irracionalidad demostrada?
Desde que mi madre había reanudado el
rumbo ascendente en la orientación
social, el patrón que regía sus compras
había sufrido un cambio profundo.
Había empezado a cocinar con ajo, se
interesaba por los vinos y decía
«fricasser» en vez de «saltear».
A mí las cosas siempre me habían
atraído mucho más que las personas.
Cuando era pequeño me aprendí de
memoria todo el poema de Masefield:
«Quinquerreme de Nínive, remando
desde el distante Ofir, rumbo al hogar, al
puerto de la soleada Palestina». Y luego
se describía con todo detalle la carga
que llevaba, las maderas de sándalo, las
especias, el marfil, el aceite, el vino.
Me encantaba.
—Ajá. Ja, ja, ja… bueno, bueno, eso
es muy interesante. Completamente
lógico. Bien, pues irás a la universidad
si así lo deseas. —El tono del Gran
Controlador sonaba sorprendentemente
maternal—. Yo había pensado para ti en
algo como una agencia. No pretendo
inmiscuirme en tu vida ni incidir en ella
de ningún modo. Simplemente desearía
que completaras tus estudios y tuvieras
un empleo que, a la vez, en algún
momento fuera de utilidad para mis
propósitos futuros. Aparte de eso, no
deseo tener ninguna otra exigencia. —
Hizo una pausa. El extremo de su puro,
que mantenía junto a la frente, hizo que
una catarata de humo blanco le cayera en
la cuenca ocular. El ojo que había detrás
permaneció sin parpadear—. Y piensa
que no es algo tan diferente al tipo de
influencia que tu padre pueda tener
genéticamente sobre ti, si no fuera por el
hecho de que es un pobre depresivo, una
insignificancia enclaustrada, capaz
solamente de la interacción mínima con
sus congéneres. Sabrás, por supuesto, a
qué se dedica.
—En realidad, no. No le he visto
desde hace tres años o algo así. Mamá
me ha contado que viaja por la costa,
arriba y abajo, en autobús, de una
biblioteca pública a otra.
—¡Exacto! ¿Y cómo te hace sentirte
eso?
—Ah, pues no sé…
—Corrección: sí que lo sabes. Hace
que te sientas avergonzado y
desconcertado. Y se debe tanto a su
abandono como a mi intervención el que
te sientas así, apartado de la sociedad
normal. Si yo sintiera una inclinación
hacia el sentido de responsabilidad, ese
factor por sí solo sería suficiente para
invalidar la situación. Pero no importa,
hemos llegado al teatro y, si no me
equivoco, ahí está esa ignorante que se
ha dirigido a nosotros tan groseramente
en Al Forno.
—No…, no estoy seguro de que sea
ella…
Tenía la esperanza de que mi
indecisión se le contagiara al Gran
Controlador, pero no tuve tal suerte.
—Sí, sí, es ella —dijo con gran
insistencia—. Me imagino que estás
preocupado, temes que organice una
escena y te ponga en ridículo ante esa
gentuza. —Acompañó sus palabras con
un gesto de aquella mano del tamaño de
una pala, señalando hacia el recinto del
Teatro Real, que bullía lleno de gente, y
la calle, en la que los vehículos
maniobraban para aparcar y así obtener
un respiro temporal—. Ése no es mi
estilo, Ian, tienes que comprender que yo
pongo especial cuidado en no organizar
«escenas», en no hacer aquello que
considero una molestia innecesaria, ya
sea social, física o de otra índole.
Tras decir eso rebasamos a la mujer
y sus amigos y entramos en el teatro. El
Gran Controlador había reservado unos
buenos asientos en una fila delantera de
butacas. Rechacé su ofrecimiento de un
helado pero él se compró uno de
cucurucho, tamaño supergrande, y,
cuando ya estábamos sentados, se lo
metió entero en la boca, con el barquillo
y todo.
—Ñam, ñam —dijo—. Me encanta
el dolor del frío, el martilleo
congelado… ñam, ñam… por dentro de
las sienes. El pequeño Peter Quince
creía que esto era un síntoma de
neuralgia facial, o algo peor aún, el
efecto precursor de la hidroencefalia
que se llevó a su hermana…, un simple
gimoteo neurasténico, utilizado para
justificar sus borracheras de láudano.
Pero yo te aseguro que debo de ser
hidroencefálico o, en cualquier caso, me
han inoculado algún líquido para que se
me hinche la cabeza, ¿no?
Yo asentí, aunque no entendía nada
de lo que estaba diciendo.
Permanecimos sentados en silencio
mientras el resto del público iba
entrando. Después de acabarse el
helado, El Gran Controlador empezó a
moverse en su asiento, soplando y
resoplando incómodo, para acabar
diciendo: «Aquí no estoy bien, no
consigo encontrarme cómodo.
Deberíamos intentar cambiar el asiento
con los que tienen pasillo para poder
estirar las piernas».
La pareja que estaba en el extremo
de la fila cambió su asiento por el
nuestro de buen grado y volvimos a
sentarnos. Pero, nada más llegar a
nuestra nueva ubicación, comprendí la
verdadera razón por la que había
querido cambiarse. Los asientos que
ocupábamos ahora estaban justo detrás
de los de la mujer que le había
increpado y sus acompañantes.
—¡Uf! ¡Qué casualidad! ¿No? —
dijo, y me echó una mirada de reojo a
través de la semipenumbra artificial, con
las comisuras de sus labios elásticos
hacia arriba—. Ahora tendremos
oportunidad de equilibrar un poco las
cosas. ¿No te gustaría?
—No estoy seguro —dije,
disimulando.
—Vamos, chico, ha llegado el
momento de decidirte. He dedicado un
montón de tiempo durante estos años a
cultivarte como a una planta, a someterte
a una serie de recortes metafísicos, de
podas, de desbrozamientos. Nunca he
ocultado el hecho de que te considero un
chico con gran potencial, un chico al que
puedo introducir en el conocimiento de
algunas de esas cosas maravillosas que
hay en este mundo. Pero si me
demuestras que este esfuerzo, que no ha
sido pequeño, no merecía la pena, me lo
tomaré con filosofía. Siempre puedo
anotarlo como un pequeño déficit
financiero. Aunque, si deseas continuar
con nuestra relación, debes estar
dispuesto a depositar alguna confianza
real en mí. Sin esa confianza yo no
puedo proceder.
Mientras hablaba me di cuenta de
algo muy peculiar. Aunque el tono de su
voz era el normal de una conversación
(lo que en su caso quería decir
naturalmente alto), parecía que ninguna
de las personas que estaban en los
asientos adyacentes le oyera. De nuevo
se estaba dirigiendo directamente a mi
conciencia, me estaba hablando
directamente al oído interno sin que
ningún sonido atravesase el aire.
—Toda la gente no es igual.
¿Estamos de acuerdo?
Su tono se había vuelto pedagógico.
—Supongo que no.
—«Supongo que no» no es
suficiente. El quid, mi joven amigo, está
en que tenemos ciertas dudas, no sobre
los demás, sino sobre nosotros mismos.
No podemos permitir que las
indignidades se impongan sobre nuestras
personas sin retribuirlas de alguna
forma. —Sostenía la punta de su bastón
a dos centímetros de la cabeza de la
mujer que le había increpado—. Esta
mujer que está aquí no es un agente
moral en el mismo sentido en que lo soy
yo o llegarás a serlo tú. Sus
responsabilidades morales no son las
nuestras y, por lo tanto, tampoco lo son
sus derechos. Y, por otra parte, yo estoy
en posesión de poderes que al hombre
de la calle le parecerían terribles,
inhumanos, quizás hasta divinos.
Naturalmente estos poderes conllevan un
aumento de capacidad moral.
Mientras hablaba, en el auditorio se
había hecho el silencio. Unos cuantos
individuos dejaron de hablar y entonces
se desencadenó una reacción positiva,
pues otras personas percibieron el
silencio acumulado y, respondiendo a
ese estímulo, todas las gradas callaron.
Al final se hizo un silencio total. Se
apagaron las luces y el grupito de
músicos alquilados que holgazaneaba en
el foso de la orquesta comenzó a
aporrear sus instrumentos con
indiferencia.
El telón se levantó ofreciendo a la
vista un escenario cuya artificialidad no
resultaba demasiado hiriente comparada
con el paisaje de los trenes de la
juguetería. En el telón de fondo se
distinguían con toda claridad diferentes
capas de pintura; los rosales trepadores
eran rígidos y de plástico; la parte
delantera del escenario tenía
diseminadas unas hileras de esa hierba
falsa que utilizan los fruteros. Se oyeron
unos silbidos por la megafonía, seguidos
de un piar de pájaros grabado en cinta.
Consulté el programa y averigüé que lo
que estaba viendo era la rosaleda de una
casa de campo inglesa, hacia 1922. Una
mujer entró en el escenario por la
izquierda. Era joven y llevaba un
vestido de esos que aumentan de vuelo
alrededor de las pantorrillas. Tenía la
cabeza empequeñecida, comprimida
bajo un sombrero de fieltro muy
ajustado. Comenzó a pasearse por las
tablas de un lado a otro, interrumpiendo
sus observaciones para hacer gestos
pretenciosos con su lorgnette y con la
boquilla del cigarrillo, de un largo
desmesurado.
La obra era una comedia. Aunque no
me importaba mucho, me percaté de que
el umbral de credulidad del público
estaba muy por debajo del mío; y de que
el penoso desequilibrio entre el guión,
supuestamente humorístico, y la
exagerada respuesta de los espectadores
resultaba minúsculo si se comparaba
con el desequilibrio que había entre mi
realidad y la de ellos. También me
percaté de que se pretendía basar la
mayor parte de ese supuesto humor en
que las costumbres sexuales de la obra
resultaban anacrónicas. Pero todo eso no
eran más que apreciaciones periféricas,
pues la mayor parte mi atención estaba
ocupada en el fascinante discurso
amoral del Gran Controlador.
—Cuando deseo matar, mato. —La
voz era salaz, amable pero insistente—.
Y nada de lo que la gente diga o haga
puede hacerme desistir.
Afortunadamente no me veo obligado a
utilizar este recurso muy a menudo,
porque tengo muchas otras estratagemas
que he concebido para conseguir lo
mismo. Pero de vez en cuando, tal como
sucede ahora, parece que la mejor
opción posible es matar. Observa la
contera de mi bastón. —Sentí que algo
me daba en la pierna y miré hacia abajo.
El Gran Controlador estaba
manipulando una especie de botón o
interruptor de la empuñadura de su
bastón. La mujer que estaba delante, la
que iba a morir, se rio a carcajadas por
algo que ocurría en el escenario y eso
me distrajo. Cuando volví a mirar hacia
abajo vi, brillando en la oscuridad, un
alfiler o una aguja larga que sobresalía
del extremo del bastón. Desapareció tan
deprisa como había aparecido,
replegándose en el interior.
Lo que ocurrió a continuación fue
confuso. La escena transcurría en un
salón, en un cuarto de estar hecho con
paneles. La mujer joven de cabeza
comprimida como un alfiler era
sorprendida por su marido en medio de
lo que simulaba ser un adulterio. Un tipo
con aire de mayordomo, un maquiavelo
servil, apagó providencialmente las
luces y todo el auditorio quedó sumido
en la oscuridad. No estaba totalmente
seguro, pero, en medio de la algarabía
que se formó acto seguido (gritos agudos
y carcajadas del público), me pareció
oír un «clic» mecánico, aunque cuando
volvieron a encenderse las luces del
escenario, no había ocurrido nada. El
Gran Controlador estaba sentado como
Cicerón entre la multitud y la que él
pretendía que fuera su víctima gritaba
como el resto de la gente. Gritaba y
hasta jadeaba de risa por lo divertido
que le resultaba todo aquello.
Inmediatamente después hubo un
descanso. En lugar de seguir a la
multitud de cuerpos que se agolpaban
pasillo arriba hacia el bar ya repleto, El
Gran Controlador me volvió a coger del
brazo y me condujo en dirección
contraria. Salimos a una callejuela
trasera por la puerta de incendios.
Fuera estaba oscuro y El Gran
Controlador se subió el cuello de
terciopelo de su chaquetón.
—¿Te ha gustado la obra? —me
preguntó, y antes de que pudiera
contestar continuó—: A mí no. El texto
me ha parecido tedioso, y la puesta en
escena, inconsecuente. ¡Qué hilarante
resulta que el arte no pueda
proporcionarnos una imitación mejor de
la vida, cuando sabemos que la propia
vida es tan ilusoria! ¿No estás de
acuerdo? Y, además —continuó diciendo
mientras me llevaba en dirección a Pool
Valley—, uno no puede dejar de tener
presente todo el rato que los actores son
lo menos parecido a un verdadero
impostor; que esa mujer que representa a
una joven liberada de los felices años
veinte, es en realidad una vieja bruja
que naturalmente lleva pantalones
vaqueros y que dentro de nada estará
diciendo estupideces aún mayores en
algún bar cercano. ¿No es así?
Respondí a toda aquella retórica con
una pregunta, contando con que la
respuesta fuera negativa.
—La mujer que le ha insultado, esa
que estaba sentada delante de
nosotros…
—¿La que he dicho que iba a matar?
—Sí.
—Bueno, ya lo he hecho —dijo, y
luego se quedó en silencio como si el
asunto no tuviera ninguna importancia.
—Pero… pero yo no he visto nada.
¿Cómo lo ha hecho?
—Con curare. No tiene nada de
mágico, salvo que ha sido una
transferencia directa de intenciones,
llevada a efecto con muy pocos
atenuantes de la cadena causal. ¿Te has
fijado en la aguja hipodérmica del
interior de mi bastón? —Al decirlo dio
en el pavimento con él para enfatizar sus
palabras—. Es un método de
envenenamiento que aprendí durante mi
estancia en Bulgaria. Entonces me llamó
la atención que gente tan pedestre
hubiera logrado desarrollar un método
tan acertado para los asesinatos furtivos
como es utilizar un bastón, que es un
instrumento pedestre. —Hizo un alto
para reírse de su propio juego de
palabras—. El curare la paralizará.
¡Puta grosera! Se lo he inyectado más
arriba del nacimiento del pelo. Creo que
el forense no se tomará la molestia de
mirar si tiene ahí algún pinchazo y, por
supuesto, no me parece que el equipo
paramédico de emergencia que enviarán
del Hospital General de Brighton esté lo
suficientemente familiarizado con los
efectos de esa droga como para
encontrar a tiempo un antídoto
apropiado que evite su fallecimiento.
Quizá era víctima de un shock, pero
en vez de estar simplemente horrorizado
ante aquella inteligencia, lo que sentí fue
curiosidad.
—Pero cuando le hagan la… como-
se-llame…
—¿La autopsia?
—Sí. Cuando le hagan la autopsia,
¿qué creerán que le ha producido la
muerte?
—Asfixia, me imagino. Admito que
les parecerá algo enigmático, pero, dado
el nivel críticamente bajo del público de
provincias, llegarán a la feliz conclusión
de que se le produjo una obstrucción en
el aparato respiratorio en medio de un
ataque de risa exagerado como respuesta
ante una comedia tan patética. Bueno —
dijo El Gran Controlador consultando su
reloj. Un presuntuoso Rolex de oro
había reemplazado al de bolsillo—, van
a dar las nueve y media. Te garantizo
que tu mamá se estará preguntando
dónde nos hemos metido, así es que lo
mejor será que tomemos el autobús para
Saltdean. Vamos a la terminal.
Aquella noche, sentado en el borde
de mi cama, contemplando los pósters
pegados con cinta adhesiva al papel
floreado de las paredes de mi
dormitorio, me encontré temblando. No
podía ser cierto, ¿o sí? El Gran
Controlador no había matado en
realidad a aquella mujer, ¿o sí? No se
puede negar que su penetración en mi
mente, utilizando mi memoria eidética
para desvirtuar la relación entre la
representación y lo representado, había
sido contundente y hasta agresiva. Pero
seguía existiendo una diferencia abismal
entre aquello y el modo arbitrario y
despiadado como había cometido el
femicidio. Y lo había hecho con una
mujer que no le había hecho nada, salvo
ser una pizca maleducada y autoritaria, y
ni siquiera tanto como el propio Gran
Controlador.
La cabeza me empezó a dar vueltas.
Sentí la náusea de despertar a un día
totalmente nuevo de sufrimiento, de
amanecer a la exclusión absoluta del
grupo de los demás mortales. ¿En dónde
me había metido? Me imaginé a mi
mentor varado sobre la colcha nívea de
su cama mirando distraídamente
Reflexiones nocturnas y hasta incluso
improvisando una homilía televisiva
propia, quizá. Hubiera querido
confesarle todo a alguien, pero ¿a quién?
Los indicios de la complicidad entre El
Gran Controlador y mi madre empezaron
a convertirse en la absoluta certeza de
que esa complicidad también se extendía
a aquellos terrenos tenebrosos. Me di
cuenta de que la «confianza» que El
Gran Controlador exigía era el silencio.
Un silencio total que abarcara todos los
aspectos de nuestra relación que
pudieran parecer impropios o extraños a
alguien ajeno. No quería ni imaginar
cuáles podrían ser las consecuencias si
violaba esa confianza. Si a una mujer,
simplemente por ser grosera, se la
asesinaba, con toda seguridad a mí me
torturarían, me ensartarían, me cortarían
en pedacitos y me sacarían el corazón.
Mi memoria eidética evocó la visión
de una tabla medieval del Museo
Victoria and Albert de Londres, esa que
representa el martirio de San Antonio.
Se ve a San Antonio en una caldera de
aceite hirviendo con un grupo de
mártires; en el otro lado, San Antonio
traspasado por las flechas de ballesta
disparadas por El Gran Controlador en
cota de malla; y en el panel central
triunfante (con su cuerpo blanco tan
flexiblemente bidimensional como la
piel del tocino), San Antonio serrado
por la mitad, abierto en canal. En lugar
de los ojos con forma de almendra de
quien está a punto de convertirse en
santo y la boca entreabierta por el
sufrimiento aceptado, superpuesto al
rostro de San Antonio estaba el mío. Mi
propio flequillo castaño y mi barbilla
con su hoyuelo enmarcaban mi
semblante descompuesto por la agonía.
Sin darme cuenta de cuándo había
comenzado, me encontré llorando y
seguí llorando y llorando hasta que me
quedé dormido.
Al día siguiente era sábado.
Mientras bajaba caminando hasta el
quiosco del pueblo volví a recorrer
mentalmente los acontecimientos de la
tarde anterior. Evoqué una
representación muy vivida de la
oscuridad afelpada del Teatro Real, vi
la punta brillante de la aguja
hipodérmica resplandeciendo contra la
tela oscura de la pernera del pantalón
del Gran Controlador. Seguía queriendo
creer que me había tomado el pelo o
puesto a prueba mi credulidad de un
modo más cruel de lo normal.
El día estaba radiante, un olor a sal
sazonaba los residuos del calor estival
que seguían manteniéndose en el aire,
pero nada podía quitarme aquella
sensación desalentadora, el asalto de la
depresión. Ni siquiera podía
preocuparme de mirar por dónde iba.
Me di de frente con la pesada masa del
Gran Controlador y se me cortó la
respiración por el impacto. Siempre
había sospechado que era un hombre de
una solidez mayor que la media y
aquella colisión me procuró la
información completa: era tan rígido e
inquebrantable como la máquina para
entrenarse en placajes de rugby que
había en mi instituto.
—Si es mi pequeño acompañante,
mi compañero del teatro. ¿Adónde
vamos esta mañana, tan sumidos en
nuestros pensamientos y fantasías que no
nos preocupamos de mirar si vamos a
chocar con ancianos venerables? ¿Eh?
—Como siempre, él mismo contestó a su
pregunta—. Apuesto a que al quiosco,
aunque no es necesario que te molestes
porque tengo aquí la primera edición.
Sacó el periódico local de debajo
del brazo, blandiéndolo en el aire
azulado como si fuera una espada
pequeña.
—Salimos en primera página —dijo
exultante, manteniendo en alto el
periodicucho de modo que yo pudiera
leer el titular, «MUJER MUERTA EN
EL TEATRO REAL». Me puse a temblar
descontroladamente y me habría
desmayado si él no me hubiese agarrado
por el codo y me hubiese llevado hacia
un muro bajito, donde me dejé caer.
—Te veo un poco abrumado —dijo
un instante después—. Déjame leerte el
artículo: «Una mujer murió anoche
durante el descanso de la función del
Teatro Real». ¡Qué estilo tan ramplón!
Ya hace veinte años se podía esperar un
nivel de lenguaje más elevado. Bueno,
da igual, no era más que un comentario.
Por dónde íbamos… ah, sí: «La mujer,
cuya identidad aún no ha sido
desvelada, había asistido con otras tres
personas a la representación de Té a las
cinco, para seis. Sus acompañantes
avisaron al personal del teatro al
observar que sufría problemas
respiratorios. Aunque se llamó de
inmediato a una ambulancia, los
esfuerzos realizados para intentar
reanimarla resultaron infructuosos. A su
llegada al Hospital General de Brighton
se certificó su muerte».
»Bien, ahí lo tienes. No es que sea
una muerte muy bonita, pero ha sido la
menos dolorosa que cabía esperar,
dadas las circunstancias. Veamos,
veamos, ¿qué es esto?: “Un portavoz de
la policía manifestó que, aunque hay
ciertos aspectos extraños en la muerte
de la mujer, no se sospecha que haya
sido una muerte intencionada”. Claro,
claro, por supuesto. Ja, ja, ja. Por
supuesto que no. ¿Por qué iban a
sospechar? Ha sido una muerte natural,
¿verdad, chico? Absolutamente natural.
¿No estás de acuerdo? ¿Eh?
4
MIS AÑOS DE
UNIVERSIDAD

Ningún ejemplo de frigidez mejor que


el que me proporcionó la primera mujer
psicótica que vi en mi vida. Se quejaba
de que tenía un trozo de hielo en la
vagina.
ANTHONY STORR

Era un hombre de palabra, porque


durante los cinco años inmediatos a la
muerte de aquella mujer en el Teatro
Real, sus intervenciones en mi vida
fueron puramente educativas. No me
pidió, como yo temía, que cometiera
asesinatos en su nombre, ni insistió en
que utilizara mis capacidades eidéticas
para proyectarme en el mundo del
noúmeno que él habitaba con tan
terrorífica tranquilidad. Aunque,
naturalmente, no pudo abstenerse de
perturbarme ni de arruinar todas las
oportunidades que me quedaban de ser
como cualquier persona, de ser como
todo el mundo. Me creaba problemas
emocionales lanzando esas bombas que
afectan a los sentimientos (sobre mi
padre, entre otras cosas) a las que aludí
antes. De todos modos, eso era algo sin
importancia para él.
Cuando llegó el momento, dejé
Varndean y fui a estudiar empresariales
a la Universidad de Sussex. Durante el
primer curso tenía una habitación en el
campus, pero no me sentía a gusto allí,
así que volví a Cliff Top, donde mi
madre puso a mi disposición una de sus
caravanas.
Para entonces ya sólo quedaban unas
pocas, agrupadas como vehículos de
mantenimiento en torno al jet amplísimo
que era la casa del Gran Controlador. El
chalet estaba más o menos clausurado
por la renovación que mi madre estaba
llevando a cabo y de sus polvorientos y
ondulados restos, como un ave fénix, se
levantaba la nueva fachada —de muy
buen gusto— del Hotel Cliff Top.
Mi época universitaria, por lo menos
durante una temporada, fue feliz.
Disfrutaba con los cursos teóricos y me
parecía que las prácticas empresariales
eran un antídoto perfecto contra la magia
que había dominado mi adolescencia.
Aunque mirados por encima del hombro
por los alumnos de letras, los de
empresariales nos sentíamos, con
bastante razón, más cerca del espíritu de
la época que los viejos hippies de la
facultad.
La gente había empezado a
avergonzarse menos de tener ambiciones
y querer una ración mayor de cosas
buenas. Yo no era militante de ningún
partido político pero me parecía que
elegir era algo importante, aunque sólo
fuera elegir la marca de algo o la
persona de la cual burlarse. En eso por
lo menos coincidían las enseñanzas
dispares que había recibido.
Durante el primer trimestre fui muy
tímido y torpe. Me resultaba casi
imposible mezclarme con los demás
alumnos. Apenas entendía las
referencias culturales que ellos daban
por supuestas, y tampoco podía librarme
de la impronta de las locuciones del
Gran Controlador. Su tendencia al
pleonasmo me había infectado. Con
frecuencia, cuando intentaba explicar a
mis compañeros algún aspecto difícil de
una asignatura, al levantar la vista del
libro de texto que compartíamos veía
que una expresión de incredulidad
absoluta les cruzaba por el rostro. Sabía
la causa. Experimentaban la extraña
sensación de que se estaba dirigiendo a
ellos alguien de otra época.
Yo era el depositario de arcanos de
tipo riguroso. El Gran Controlador me
había conducido a la forzosa conclusión
de que las cosas no eran como parecían.
Aunque mi comprensión de todo eso
estaba todavía en formación, jamás ni
por un momento dudé de que, por más
que trabajara mucho y asimilara
totalmente lo que estudiaba, el
verdadero sentido de mi vida se
encontraba en otra parte.
La consecuencia que arrastraba esa
percepción se hallaba firmemente ligada
a la emoción dominante de mi vida: el
miedo. Junto con el miedo, que iba
tirando en cabeza, las conjeturas y el
sentimentalismo formaban las tres patas
con las que corría mi carrera hacia el
futuro.
Sorprenderá a los lectores (que,
después de todo, tienen la tarea de tomar
una decisión importante) que hable de
mi época de universidad como de una
época feliz y al tiempo diga que la
emoción dominante era el miedo, pero
es que lo peor aún está por llegar.
El que se autodenominaba Brahmán
de lo Banal mantuvo mi nivel de miedo
con manifestaciones inesperadas. Como
ya he dicho, incluso cuando era
adolescente y sin haberlo preguntado, yo
sabía que las relaciones sexuales
minarían los poderes mágicos que
pudiera tener. Yo deseaba ardientemente
conseguir afecto físico —ese mero
asunto del contacto—, quizá más que
afecto de tipo emocional. Me sentía
extraordinariamente atraído por el sexo,
pero, a pesar de haberme alejado de la
influencia de la proximidad del Gran
Controlador, seguía respetando esa
norma. Lubricaba mi memoria eidética,
dedicándola a evocar fantasías cada vez
más fuertes, intercambios carnales que
compensasen la ausencia del asunto real.
Me ponía tan mal que no podía
concentrarme en mis estudios. No podía
abrir un libro, asistir a un seminario, a
una clase, a unas prácticas o incluso ir a
la biblioteca sin tener una erección.
Tenía que irme a toda prisa a los
lavabos, o bajar las escaleras hasta el
sótano, o dirigirme a la zona más
apartada de la biblioteca y cascármela
allí mismo. La fricción me abrasaba, mi
imaginación quemaba bajo el foco de
aquellos espectáculos de linterna
mágica.
Por lo menos la sofisticación de
aquellos numeritos había ido en aumento
desde mi adolescencia. Ya no deseaba a
esas pequeñas ninfas convencionales
que llevan una chapa de plástico del
Playboy con su nombre. En lugar de eso,
me follaba a todo tipo de gente, gordos y
delgados, jóvenes y viejos, hombres y
mujeres. Llevaba a cabo cunnilingus,
actos de sodomía, de sexo sin
penetración y hasta con preservativo,
mucho antes de que se hubiera puesto de
moda el sexo seguro. Me había
convertido en un adicto tan fuerte al
eidetismo que podía hacer que mis
parejas fantasmales mutaran en medio de
mis acometidas, de modo que mientras
empezaba penetrando a una virgen de
caderas ágiles, que olía a limpieza e
infancia, podía acabar corriéndome en
la boca blanda, desdentada y con restos
de comida de una octogenaria.
Esa adicción a la masturbación
empezó a tener consecuencias. Estaba
obsesionado con hacerme pajas. Era el
que nadie me tocara lo que realmente me
estaba matando. Al no sentir el tacto de
otra persona, estaba empezando a perder
el sentido de mi propio cuerpo. Me
estaba quedando insensible de la cabeza
a los pies. Sólo con que unas manos de
verdad recorrieran el contorno de mi
cuerpo, sabría al menos que seguía
estando allí.
El segundo año las cosas llegaron a
un punto crítico. Desde que había vuelto
a Cliff Top mi madre me había
aumentado la asignación. Logré
comprarme un cochecillo con el que ir
todos los días al campus en quince
minutos. Por las mañanas me levantaba,
salía de mi caravana, me ponía frente al
océano y hacía los ejercicios, seguidos
de mi consabido ritual. Había crecido
hasta convertirme en un hombre grande y
torpe. El parecido con mi padre, que
siempre me habían señalado cuando era
niño, se había vuelto sorprendente.
Sabía que no era atractivo y no hacía
nada por mejorar con aquella ropa que
llevaba, de joven chapado a la antigua,
chaquetas de tweed de sport, pantalones
de franela y camisas con el botón del
cuello sin abrochar.
Estaba anclado en un tiempo
distorsionado en todos los sentidos, que
casaba muy bien con la parte de Cliff
Top donde vivía. El hotel le había
supuesto a mi madre un ascenso de su
simple condición de comerciante y hasta
se había suscrito a Country Living y
otras revistas nada especializadas, pero
el recinto de las caravanas estaba
volviendo a decaer. La pintura se caía, y
no se había renovado nada allí desde
que yo tenía catorce años. La correhuela
había vuelto a invadirlo y todo parecía
anclado en los comienzos de los setenta.
También el campus de Sussex estaba
anclado en el pasado. Construido
durante un periodo de optimismo
arquitectónico, en el que se daba por
supuesto que la tecnología iba a triunfar,
se extendía por una serie de patios
rectangulares, rodeados por edificios
largos y bajos, de fachada de hormigón,
cuya única característica sobresaliente
era su brutalismo. Siempre me resultó
irónico que aquellos edificios,
diseñados para que el presente resultara
futurista, sirvieran ahora para que ese
presente tuviera exactamente el mismo
aspecto que un pasado no muy lejano.
Los presupuestos se reducían, las
malas hierbas habían aparecido entre las
losetas del pavimento, y de las fachadas
de los edificios se desprendían capas
enteras de revoque, lo que les daba un
aspecto de enfermos, de leprosos. Y,
para colmo, la mayoría de los alumnos
iban vestidos como en la época en que
se construyó la universidad. No iban a la
moda, sino como siguiéndola de lejos.
Volviendo a Cliff Top, El Gran
Controlador ya no tenía allí su
residencia permanente. El invierno
posterior al incidente del Teatro Real
empezó a ausentarse en algunas
ocasiones. Al principio, durante unos
cuantos días; luego, durante unas
semanas; y al final, durante meses
enteros. Era como un segundo pase de la
película de mi padre. La explicación que
daba a sus ausencias era que «tenía
negocios» y la verdad es que empecé a
ver algunas referencias discretas a su
nombre empresarial, Samuel Northcliffe,
en las secciones financieras y
económicas de los periódicos. Parecía
como si su alter ego fuera una especie
de financiero internacional. El nombre
de Northcliffe estaba ligado a la subida
de acciones en las Bolsas de los cinco
continentes, pero no de un modo tan
llamativo que su propia persona fuera
objeto de interés. Nunca vi publicada su
fotografía.
Quizá hayan ustedes pensado que
estas revelaciones ejercieron un efecto
impactante sobre mí, pero yo, por
supuesto, estaba demasiado
acostumbrado para que me sorprendiera
dónde estaba aquel hombre. Y, además,
tenía cosas mejores que hacer que
buscarle. Dados los formidables
poderes que me había mostrado,
sospechaba que, incluso durante sus
ausencias, seguiría observándome.
Estaba en lo cierto.
Así que pasemos al otoño de mi
segundo año universitario. Otro otoño y
otro cambio de vida. Todas las cosas
importantes me han ocurrido siempre en
otoño y todo nuevo comienzo se ha
presentado en un contexto moribundo.
Vi a una chica que realmente me
gustó, quiero decir realmente. Bueno,
eso no era nada nuevo. Sabía qué hacer,
incorporarla a la fosa común de mi
mundo de fantasía. Allí su atractivo
desaparecería enseguida, revuelto con
mis visiones más putrefactas. Una vez
que hubiera sido mancillada por mi
imaginación, cesaría su poder de
atracción sobre mí.
Pero no fui lo suficientemente rápido
a la hora de poner en marcha este
proyecto y, antes de poder hacerlo,
ocurrió algo inesperado. Le caí bien.
Asistíamos al mismo curso de marketing
y estadística. Era una joven más, otra
conservadora, supuse que de una familia
que la mimaba. Sus zapatos prácticos,
pulcras falditas y blusas bien planchadas
producían la impresión de que era una
de esas chicas que hacen mantecados
caseros y asisten a la catequesis, pero
no era tan ingenua como yo imaginaba.
Era frágil y delicada y llevaba el pelo
castaño rojizo recogido atrás con un
pasador de cuero. El cuello era tal vez
una pizca demasiado largo y la cabeza
más bien pequeña, pero sus rasgos eran
simétricos y tenía unos ojos grandes de
color marrón. Se llamaba June Richards.
Se sentaba en primera fila en los
seminarios y hacía unas preguntas al
tutor que eran más bien afirmaciones.
Levantaba la mano para que la atendiera
y, después, utilizaba el bolígrafo para
subrayar lo que decía con una serie de
puntitos invisibles. Los demás alumnos
eran hombres del Cromagnon, fans del
heavy metal que hacían garabatos en las
carpetas. Ella era diferente, estaba bien
informada y, lo que aún me resultaba
más atractivo, tenía un entusiasmo
auténtico por el marketing. Ilustraba sus
argumentos con ejemplos inteligentes
sacados del mundo del comercio.
Después de tres de esos seminarios yo
ya estaba locamente enamorado.
June debió de notar que la miraba.
Era verdad, no podía evitar que mis ojos
empezaran a recorrerla desde los
tobillos hasta la cabeza, para bajar
luego por la línea del contorno de sus
hombros afilados hasta sus pechos, que
estaban increíblemente cerca de sus
escenográficas clavículas. Pero cuando
se acercó a mí, después del tercer
seminario, me quedé tan sorprendido,
tan confuso, que apenas podía hablar.
Me puse a temblar y a mover los pies
con tantos nervios que los zapatos
chirriaron sobre el linóleo.
—Tú eres Ian, ¿verdad?
Había algo entrecortado, excolonial,
en su acento.
—Ss… sí.
—Me llamo June. Estoy en el mismo
seminario de marketing que tú.
—Sí, ya lo sé.
—Perdona que te moleste, es que el
señor Hargraves me ha dicho que tienes
unos apuntes excelentes y, como yo el
año pasado no hice las prácticas de
econometría, piensa que podrías
ayudarme.
—¿Por qué no estuviste aquí el año
pasado?
Nada más hacer la pregunta sentí
haberla hecho, pero ya no tenía vuelta
atrás. Había sonado mucho a
intromisión, como si fuera a
interrogarla, pero a ella no pareció
importarle.
—Bueno, es que mis padres viven en
Kenia y yo iba a ir a estudiar a Nairobi,
pero Moi ha suspendido las clases en la
universidad este curso, así que me he
matriculado aquí.
—Ah, comprendo. Kenia, Nairobi,
Moi, ¡qué exótico!, ¡qué increíble!
—Entonces, los apuntes…
—Sí, claro, por supuesto. Lo siento,
no los tengo aquí, pero puedo traértelos
mañana.
Al día siguiente fotocopiamos juntos
los apuntes amigablemente. Yo me había
levantado temprano y había hecho todo
lo que estaba en mi mano para tener un
aspecto presentable. Por razones obvias,
aún no tenía pensada ninguna estrategia
de acercamiento, pero me parecía que
con que no le produjera repulsión era
suficiente.
No se la produje. Tal vez el líquido
del tóner la intoxicó —había más de
cien hojas que copiar— o quizás fue la
falta de aire en el cuarto de las
fotocopias, pero después de hacerlas y
de que ella hubiera comentado
favorablemente lo detallados y amplios
que eran mis apuntes, me preguntó que si
quería salir con ella. Acepté como un
idiota.
Fuimos a un cine de arte y ensayo en
Brighton. No podía concentrarme en la
película en absoluto porque no dejaba
de pensar que ella estaba a mi lado en la
oscuridad intermitente. Tuve que
repetirme capítulos enteros del
«registro» de mis rituales para no
eidetizar, para no destrozar su imagen.
Estuve rígido en mi asiento, rozando con
las rodillas la fila de delante e
intentando no pensar en los calambres
que me recorrían los muslos.
Después fuimos a tomar una pizza,
de entre todos los sitios posibles, a Al
Forno. No había puesto los pies allí
desde mi visita con El Gran
Controlador, pero a pesar de ello fui
reconocido. Tommaso apareció cuando
entrábamos de la calle, con la misma
gesticulación exagerada que yo
recordaba.
—¡Ah, el amigo del signor
Northcliffe! Hace mucho que no ha
venuto a visitarnos. ¿Qué pasa? ¿Non le
gusta nuestra pizza?
—Oh, no, no, Tommaso…
Yo también representé mi papel.
—Y con una bella dama.
Bienvenidos, bienvenidos. Les daré la
mejor mesa, la mesa especial del siñore
Northcliffe.
Puedo afirmar que June estaba
impresionada. Tommaso hacía que yo
pareciera un hombre maduro, un hombre
importante. No me engañó. En sus
guiños había más complicidad de la que
debía haber. Como yo había crecido
unos diez centímetros desde la última
vez que nos vimos, no me creí ni por un
momento que me hubiera reconocido de
manera espontánea.
Con la comida y el vino fui entrando
en mayor intimidad con June. Al
principio hablamos del curso y de
nuestros compañeros, pero pronto la
conversación dio un giro hacia temas
más personales. June aludió a una
historia con un chico en Kenia que había
salido mal, evidentemente lanzándome
un mensaje. Y yo me encontré haciendo
el papel de galán más de la cuenta. No
importaba que yo careciera de
experiencia, había ensayado ese papel
durante años, planificándolo todo —
hasta el modo en que estaría sentado,
escuchando las palabras del objeto
deseado—, pero sin creer jamás que
pudiera actuar de verdad.
—Era una mierda de tío. Creo que
sólo quería utilizarme. —Sus dedos
tamborilearon sobre la mesa. Llevaba
laca de uñas de color rojo—. Así que le
dije que habíamos acabado. Supongo
que ésa fue otra de las razones por las
que quería marcharme. —Tenía las
cutículas levantadas, ¿sería que las uñas
eran postizas? Para resistir el impulso
de echar un vistazo eidético, me dediqué
a recordar el clic de mi cortaúñas
cuando me arreglaba las manos—. Y,
como mis tías viven en Hastings, los
pelmas de mis padres, que son
superprotectores, pensaron que no
estaría mal que viniera a Sussex. Total,
que vivo con mi querida tía, que no me
quita ojo.
—Comprendo.
—Tú eres de aquí, ¿no?
—Sí, siempre he vivido cerca de
Saltdean.
Le conté algunas cosas de Cliff Top,
de mi madre superprotectora y de mi
padre ausente. Sabía que no debía
hacerlo, pero no pude evitarlo. Era tan
agradable el cuchicheo de nuestras dos
voces a la luz de las velas.
El camarero trajo café y amaretti.
June desplegó el papel de seda finísimo
de una de las galletitas de almendra y lo
enrolló cuidadosamente formando un
tubito. Estaba bronceada y tenía el
nacimiento del pelo más rubio. Podía
distinguir por dónde bajaba el trazo de
aquel pelo rubio recorriendo el borde de
su mejilla.
—Mira, ¿ves esto? —Cogió el tubito
de papel y encendió un extremo con la
vela. Luego lo puso en el centro de un
platito—. Mira, es magia.
El tubito ardió con una llama azul y
anaranjada, transformando el papel en
una filigrana negra. Pero, antes de
consumirse totalmente, despegó como un
proyectil contra el yeso del techo.
Volvió a caer hacia donde estábamos y
yo atrapé la película de ceniza con otro
plato. Al hacerlo me sentí elegante,
magistral. Ella me miró con una sonrisa
que implicaba complicidad.
Insistí en pagar la cuenta y le abrí la
puerta como si estuviera habituado a
ejercer de caballero galante. Íbamos
caminando a lo largo del paseo marítimo
hacia el Palace Pier cuando me cogió
del brazo. A la altura del Metropole se
volvió hasta quedar frente a mí y nos
besamos.
Aquel beso, mi primer beso, dio
vida a mi boca. Como había
sospechado, al rodearme la espalda, sus
brazos encendieron el interruptor de una
sensación de total corporeidad que
surgió abarcándome por completo. Me
sentí vivificado con aquel beso. Hasta
entonces yo no había sido más que un
revoltijo de partes corporales
inanimadas, pero en aquel momento me
ocurrió como al monstruo de
Frankenstein, nací a la coherencia y la
acción a través del shock del deseo.
—¿De verdad vives en una
caravana?
Su aliento me daba en el cuello.
—Sí, pero no es una caravana como
las de los gitanos. Vivir en una caravana
no es, ni mucho menos, como lo pintan.
La mía es una cosa pequeña y cutre de
fibra de vidrio que no tiene nada de
romántica.
—De todos modos, me gustaría
verla. ¿Podemos ir?
—Sí. Muy bien. Queda de camino a
Hastings.
Yo no tenía más intención que la de
enseñarle la caravana y después llevarla
a su casa. Me sentía a salvo, ella tenía
aspecto de joven recatada. Incluso
supuse que, si yo lo intentaba, ella me
detendría. Pero en Cliff Top, a la luz
violeta de la noche, nos quedamos
mirando las luces de los barcos del
Canal de la Mancha y volvimos a
besarnos. Aunque no veía bien su rostro,
su lengua recorría el interior de mi boca
como un lápiz que dibujase el contorno
de mi imagen. Sus manos frías se
deslizaron por debajo de mi chaqueta,
separaron la camisa y la sacaron de la
cinturilla.
Y mis manos, mis torpes manos, se
deslizaron sobre ella con timidez, no
tanto tocando o sintiendo como
definiendo su anatomía. Localizaron sus
omóplatos, su columna vertebral, su
región lumbar y después se deslizaron
entre nuestros cuerpos comprimidos uno
contra otro y viajaron hacia arriba, a las
minúsculas inmensidades de sus suaves
pechos.
Por primera vez desde que mis
testículos habían descendido me sentí
absolutamente sumergido en el momento
que estaba viviendo, sin preocuparme
del entrometido operador de cine que
llevaba en mi interior. Todas las
secuencias filmadas de mis pajas yacían
en espirales polvorientas por el suelo de
la sala de montaje. Era libre.
Y al cabo de un momento, no sé
cómo, estábamos en la caravana. La
cama plegable estaba bajada. Sin
ninguna vergüenza, sin ocultarnos el uno
del otro, nos desvestimos. Se quitó el
pasador de cuero del pelo y lo sacudió
liberándolo en una cascada de castaño
dorado. Se desabrochó la blusa. Me
quité los pantalones. Cuando estaba
sobre un solo pie para sacármelos, la
pequeña cabina se bamboleó sobre su
suspensión, pero no se produjo una
situación embarazosa, ni siquiera ante la
disparidad entre lo utilitario de nuestra
ropa interior y la trascendencia de
nuestro deseo. Estábamos solos y juntos
en alguna gruta más allá del tiempo. Su
cuerpo parecía de color ocre contra el
azul claro de la pared. La abracé
mientras caíamos sobre la cama,
sintiendo su ágil cuerpo retorciéndose
contra mí tan hermoso como una trucha
arco iris que saltase desde el agua del
molino a mis brazos abiertos.
Me tocaba con confianza. Yo no
podía dar crédito. Con las dos manos
alrededor de mi pene, lo acariciaba, lo
contenía. Yo le lamía el cuello, la parte
posterior de mis dedos acarició sus
pezones rosados. Suspiramos. La palma
de mi mano oprimió su monte de Venus,
con las yemas de los dedos pulsé
suavemente sus labios y los separé.
Rodamos sobre la sábana amarilla. La
colcha y nuestras cabezas hacía ya rato
que no estaban en su sitio.
Ella me dirigía, me enseñaba, me
indicaba lo que quería con pellizquitos y
suaves palmadas. Y llegó el momento.
Retrocedió contra la almohada y me
puso encima. Abrió las piernas. Oh, la
suavidad de sus muslos, la miel de su
aliento, la dulce intensidad de todo. El
deseo de penetrarla, de estar dentro de
ella, era más fuerte que ningún otro
deseo que yo hubiera sentido jamás.
—Sí, ahora —dijo suspirando,
jadeando.
Noté la entrada de la deslizante
envoltura. Y cuando miré hacia afuera a
través de la minúscula ventana que
quedaba por encima de sus hombros,
intentando penetrar despacio, hacer que
durara, vi que un cuadrado de luz
anaranjada se iluminaba en la oscuridad.
Me sobresalté al darme cuenta de que
había alguien en la caravana del Gran
Controlador.
Junto al mío, el cuerpo de June se
quedó congelado, absolutamente
inmóvil, sin vida. El tiempo del sexo
quedó en suspenso. La puertecita de mi
caravana chirrió al abrirse. Y allí estaba
él, con traje de etiqueta y el borde negro
brillante de su sombrero de copa
recortándose a lo largo del abultamiento
de su frente maciza. Con un Partagás
perfecto en la cámara que formaban sus
labios; un diamante tan gordo como un
ranúnculo centelleaba en la pechera
almidonada de su camisa y una bufanda
larga de seda blanca rodeaba de modo
informal su ausencia de cuello.
—Buenas noches —dijo mientras yo
me escabullía como un roedor gigante
hacia el rincón más lejano de mi
caravana—. Así que estamos intentando
echar un polvete de verdad, ¿no? —Yo
miré hacia la cama, a June rígida, en
trance, con los ojos en blanco, vueltos
hacia arriba—. No tienes que
preocuparte por ella. —El Gran
Controlador entró en la caravana
desenfadadamente, con los ojos como
dardos captándolo todo: mis pocos
efectos personales, nuestra ropa
diseminada, la pila de libros de
economía que estaba sobre la mesita—.
¿Tienes un cenicero? ¿No? No importa.
Echó al suelo tres centímetros de
ceniza y se sentó en el borde de la cama
que yo acababa de dejar. El cuerpo de
June rodó de costado. Yo estaba tan
agarrotado y tenso como una maqueta de
yeso de tamaño natural.
—¿Te ha comido la lengua el gato?
Yo farfullaba algo en silencio,
sintiendo que el prepucio se me
replegaba para volver a entrar en su
funda de piel.
—No tienes que preocuparte por
ella —repitió, señalando a la chica
desnuda—. Alcanzará el orgasmo, y eso
es más de lo que tú podrías haber hecho.
Yo mismo se lo procuraré después de
que hayamos tenido una pequeña charla.
No te avergüences porque ella creerá
que eres un gran amante, un verdadero
Lotario, un Don Juan. Y como nunca
repetiréis esta experiencia, eso hará que
su recuerdo le resulte cien veces más
brillante.
»Mira, cuando de aquí a diez años
se case, comparará la actuación de su
marido con la tuya y él saldrá peor
parado en todas las ocasiones. La
memoria es cruel con el presente y, si se
trata de asuntos sexuales, es axiomático
que la familiaridad engendra
minusvaloración.
Como era predecible, se rio de su
propia ocurrencia.
Yo seguía farfullando. Gemidos
sordos y gorjeos estrangulados se me
escapaban de los labios.
—Oh, cállate ya y ponte unos
pantalones o lo que sea. Tenemos que
hablar y estoy cansado. Me acaban de
traer del Covent Garden y quiero irme a
la cama. Desde luego eres un hombre
con suerte. Si Tommaso no se hubiera
preocupado de localizarme en la ópera,
habrías llegado al coito con esta joven y,
entonces, ¿sabes qué habría ocurrido?
—N… no.
No sé cómo había logrado
retorcerme para volver a meterme
dentro de los pantalones. Me acuclillé
en el diminuto espacio rectangular del
suelo aferrándome a los únicos pechos
que quedaban para aferrarse, los míos.
—Tu pene se hubiera roto nada más
penetrar en ella, y esto que digo es casi
literal. Creí que habías entendido lo del
coito, creí que apreciabas lo que supone
ser licenciado mío.
—S… sí, pero…
—Hijo mío. —Su tono era
conciliador—. Sé que esto ha de ser
difícil para ti, incluso puede que algo
traumático, pero no te lo tomes a pecho.
Llegará el momento en que puedas tener
una compañera de cama, y te aseguro
que te gustará muchísimo más que de lo
que podría haber llegado a gustarte ésta.
Es una cuestión de tu relación conmigo,
¿comprendes? Ya he…, cómo decirlo,
ya he… establecido una afinidad
electiva para ti. Todo en este
departamento va sobre ruedas, así que
no lo estropees.
Su enorme mano había estado
descansando sobre la angulosa rodilla
de June del mismo modo que si se
hubiese tratado del brazo de una silla.
Entonces giró su tronco de secuoya
sobre la cama y dirigió la mirada hacia
abajo, hacia ella, desde sus párpados sin
pestañas, escrutando el rictus de placer
que resultaba grotesco en medio de la
inmovilidad. Ambos nos quedamos
mirando fijamente su vagina, con los
labios vueltos hacia nosotros. Desde una
comisura de la boca, El Gran
Controlador le lanzó una bocanada de
humo del puro. Las hebras azuladas del
humo se entremezclaron con las hebras
castañas de su pubis.
—Muy bien, pues eso es todo. Me
voy a la cama. Estoy absolutamente
reventado, la ópera es agotadora,
demasiado agotadora. He tenido que
estar sentado al lado de un tipo
monstruosamente gordo. En el patio de
butacas hacía un calor del carajo y el
tipo ese olía a sudor. Era como si le
saliera mierda por todos los poros.
Hablaba sin ningún tipo de ironía.
Luego se puso de pie y cogió el
sombrero, el puro y los guantes blancos
con una mano. Se detuvo en la puerta y,
volviéndose de nuevo, extendió el dedo
medio de la mano derecha en dirección
a la cama. Por primera vez reparé en
que era terriblemente largo. La punta del
dedo empezó a moverse. Parecía como
si estuviera conectada a algún rayo de
luz invisible que se proyectase desde la
vagina de June. El color volvió a su
rostro, arqueó la espalda aún más, gimió
y movió las piernas, agarrándose con las
manos al borde del colchón. El Gran
Controlador seguía hablándome por
encima de los sonidos del orgasmo, sin
prestarles atención en absoluto. Era
como si estuviéramos en un centro
comercial y aquellos grititos
procedieran de una especie de extraño
hilo musical.
—¡Ah! ¡Ah! ¡Ahhhh! ¡Oh, ohhhh!…
—Mañana tengo cosas que hacer en
la universidad, así que vendré a buscarte
después de acabar. Me parece…
—Mmm… Ah, ah, ahhh…
—… que he descuidado tu
educación. Puedo ocuparme más de tus
intereses de lo que lo he hecho hasta
ahora. Considéralo como…
—Oh, sí, sí… Sííííí.
Los gemidos de June empezaron a
apagarse.
—… algo en compensación por esto.
—Al decirlo señaló a la joven que había
tenido inconsciente en la cama—. Y
ahora quítate los pantalones y abrázala.
Y asegúrate de que se vaya enseguida,
no quiero que por la mañana siga aquí
mirando las musarañas. —Se volvió
para marcharse pero se dio la vuelta
otra vez—. Recuerda que si metes el
pito en su conejito o en el de cualquier
otra, lo que ocurrirá será esto.
Levantó el puro agarrándolo con tres
dedos, lo partió en dos, me dirigió una
mirada lasciva y se fue de un modo tan
repentino como había llegado.
Hice lo que me había dicho.
Mientras abrazaba a June lloré. Me
caían lágrimas calientes. Ella estaba
muy conmovida. Se pegó a mí,
deslizando sus piernas entre las mías. Le
expliqué con la mayor dulzura posible
que mi madre era una mujer chapada a la
antigua y que siempre venía a ver si
estaba por las mañanas. A eso de las 3
de la madrugada conseguí que nos
subiéramos al coche y la llevé a
Hastings a casa de su tía.
Conduciendo mi patinete a toda
velocidad por la carretera de la costa,
volviendo a mi casa en Cliff Top, noté
que las ruedas patinaban sobre la
superficie húmeda y mis brazos
estuvieron tentados de dar un volantazo
que pusiera fin a la pesadilla. Sólo la
charla del Gran Controlador sobre la
«afinidad electiva» me detuvo. Ahora,
por supuesto, desearía haber dado aquel
volantazo.

Al día siguiente June vino a buscarme


después del seminario de técnicas de
administración. Estábamos en el plató
de hormigón del vestíbulo principal
mientras los extras abarrotaban el lugar.
—¿Quedamos esta noche? —me
preguntó, y el patetismo de aquella
pregunta que revelaba su ignorancia casi
me produce náuseas. Inmediatamente me
vino a la cabeza la imagen del puro del
Gran Controlador. Por la mañana había
pisado su cadáver al salir de mi
caravana.
—No… Lo siento, esta noche no
puedo, de verdad.
—¿Qué pasa? ¿Tienes que ir de
visita con mamá? Había pensado que
podríamos estudiar juntos. Ya sabes que
no quiero mezclar lo «nuestro» con el
trabajo.
—No, no. Me encantaría, pero es
que tengo cosas que hacer. Ahora no te
lo puedo contar. Te lo contaré mañana.
No pude soportar más tiempo su
mirada de dolorosa expectación, así que
me aparté de su rostro y me alejé. Pensé
que, si iba a tener que romper con ella,
era mejor que comenzara ya el proceso
de rechazo. Al llegar al final del
edificio del sindicato estudiantil, miré
hacia atrás y dije adiós con la mano.
Incluso a cincuenta metros de distancia
pude ver su expresión de dolor.
Al doblar la afilada esquina de
cristal reforzado con alambre interior
formando cuadraditos, me di de bruces
con alguien o algo. La cabeza me
retumbó con esa vibración tan particular
del dolor inesperado, un efecto
tintineante que siempre parece que
debería haber precedido a la causa, a
modo de advertencia.
—Se te da muy bien esto de
llevarme por delante, ¿no? —Aquella
mañana llevaba un traje príncipe de
Gales. La visión de una extensión tan
grande de cuadritos diminutos a lo largo
y a lo ancho de aquella mole maciza
producía una impresión más relacionada
con la arquitectura que con la sastrería
—. Espero que tu distracción sea más
producto de la concentración en temas
académicos que debida a un
enamoramiento adolescente.
—¿Y qué más da?
Haberme atrevido a ser tan
despectivo era una muestra de mi
desesperación.
—No te pongas insolente, chico, no
puedo soportarlo.
Pero, aunque lo dijo con tono seco,
no estaba tan enfurecido conmigo como
yo esperaba. Supongo que estaba casi
convencido de que descargaría sobre mí
un golpe mortal del mismo modo que la
noche anterior había descargado sobre
June un orgasmo, pero su horrible dedo
corazón estaba doblado alrededor de un
puro apestoso y no daba señales de
extenderse.
Agarró mi cuerpo transgresor con el
cepo de su brazo y me condujo en
dirección a lo que en Sussex pasa por
ser un jardín y que consiste en una serie
de paralelogramos con borde de ladrillo
que, si tuviesen plantados tubos de rayos
catódicos en vez de plantas perennes
resistentes a las heladas, no lograrían
tener un aspecto más artificial. A
cualquier persona que nos estuviese
observando le debíamos de parecer la
viva representación de la inquietud
juvenil y la preocupación paterna.
—¿Qué has estudiado esta mañana,
eh?
—Técnicas de administración.
—Ah, muy bien, y ¿cuáles son?
—Bueno —me detestaba a mí mismo
por responder a su interés—, hemos
estado estudiando diferentes tipos de
jerarquías en la organización y cuáles
son los procedimientos óptimos para la
toma de decisiones dentro de un
contexto empresarial.
—Ya veo. ¿Y de verdad le concedes
crédito a toda esa inmundicia?
—¿Perdón?
—Esa mierda.
—Bueno, es algo esencial, ¿no?
Quiero decir que alguien tiene que
decidir qué es lo que hay que hacer y
cómo debe comunicarse eso a los
empleados.
Yo hablaba en serio, como los
jóvenes ambiciosos que tratan de
conseguir la aprobación de lo expuesto,
pero él hizo caso omiso de lo que yo
había dicho.
—¿Qué es Lo Que Hay Que Hacer?
—murmuró—. Eso le dije a Vladímir
Ilich y, naturalmente, lo copió y lo
utilizó como título de un panfleto,
cuando lo que yo quería era darle un
consejo. Le insté a que se follara a unas
cuantas jóvenes, hijas de buena familia,
antes de establecer el gobierno
provisional en el Instituto Smolny. Era
bastante testarudo aunque, como se pudo
apreciar más adelante, no era tan frío y
desapasionado.
Seguimos caminando en silencio un
rato. Por fin, El Gran Controlador me
hizo detenerme frente a un seto de boj
horriblemente mal cortado. Se quitó el
puro de la boca e inspeccionó el
extremo verdoso y lleno de babas como
si se tratase de un reptil que estuviese a
punto de echar una cola nueva.
—Creí que te interesaban los
productos —dijo con un tono adulador
—. Yo puedo ayudarte en eso.
—Hemos dado comercialización,
compras, auditoría de recursos e
inventarios.
—No estoy hablando de eso. En lo
que yo puedo ayudarte es en la
comprensión de la naturaleza de los
productos, algo que va más allá de esas
tosquedades, de esas clasificaciones
académicas disfrazadas de verdades.
—Lo que a mí me interesa es el tema
de la comercialización de las cosas.
Cómo desarrollar una estrategia para
lograr vender. Ya sabe, la propaganda,
la promoción de ventas, esas cosas…
—Por supuesto, de tal palo, tal
astilla. ¿O no eres así?
—Sí, ya lo sé, un pobre depresivo,
una insignificancia enclaustrada, eso es
lo que usted dijo.
—Tienes buena memoria, chico, te
lo aseguro. Dime, ¿cuánto es memoria
visual y cuánto memoria verbal?
—¿A qué se refiere?
—¿Tienes que formar primero una
imagen de nosotros dos sentados en
aquel café, hablando sobre tu padre, una
imagen eidética, antes de recordar las
palabras o no?
—Creo que sí.
—… Así que no estabas siendo
sincero. Sabes exactamente a qué me
refiero. —Me apretó un lado del cuello
con el pulgar y el índice y yo sentí como
si una almohadilla enorme me apretara
la arteria carótida. Me retumbó en la
cabeza un hormigueo centelleante como
luces de neón visuales y sensuales a la
vez. Él continuó hablándome
directamente a la mente—. ¿Te acuerdas
de tus calzoncillos? —Me desplomé
sobre él, casi sin sentido, consciente
sólo de que me había conducido hasta
una galería porticada de ladrillo rojo,
obviamente para que la gente que estaba
en la explanada principal no le viera
cuando me despachase—. ¿Y bien?, ¿te
acuerdas?
—¿Qué…, qué pasa con mis
calzoncillos? —dije tartamudeando y
tosiendo. ¿Por qué no me soltaba de una
vez?
—Quiero que recuerdes la etiqueta
de esos calzoncillos, que la evoques lo
más nítidamente posible. Quiero saber si
la marca que tiene está grabada o
bordada a máquina, si la etiqueta está
cosida a los calzoncillos o pegada, si
hace alusión al diseño o sólo se refiere
a la constitución material de los
mencionados calzoncillos. ¿Podrás
hacerlo? —Él sabía que podía, pero
estaba jugando conmigo—. Cuando
tengas la imagen, dímelo.
—¿A q… qué se refiere?
—Ya sabes a qué me refiero.
Aflojó aquella llave mortal con la
que me tenía sujeto e hizo que me
sentara en un banco cercano. Al pasar
noté que había una placa de bronce que
ponía que el mobiliario del jardín estaba
dedicado a la memoria de alguien.
Deseé que fuese a la mía.
Hice lo que me decía. La etiqueta
estaba cosida en el borde arrugado y
elástico de los calzoncillos, que eran del
tipo de pantaloncito corto, a rayas
blancas y azules como las fundas de
colchón. La etiqueta decía: «Boutique
para hombres Barries, 212 King’s Road,
Londres. Algodón egipcio 100%». Me
fue fácil visualizar aquella imagen
cotidiana ya que, cada vez que me
sentaba en el retrete, el borde de la
cinturilla quedaba estirado entre mis
pantorrillas y, si me inclinaba, aquél era
el primer objeto que saltaba a la vista.
—Bien. Lo que voy a enseñarte
ahora es una ampliación de tu capacidad
eidética que te será de gran utilidad en
tu futura carrera. No existe ninguna
palabra, al menos en el lenguaje actual,
que haga justicia a esta técnica
avanzada, así que he tenido que acuñar
un término inventado por mí. Lo llamo
«retroscendencia». —Hizo una pausa y
me miró como queriendo evaluar el
efecto que estaba causando en mí
aquella paparruchada—. Antes de
retroscender, permíteme algunas
observaciones previas sobre tus
calzoncillos. En primer lugar, vamos a
referirnos a ellos simplemente como
«calzoncillos». Eres demasiado
inexperto para saberlo, pero ese término
de «pantaloncitos cortos» no es más que
un neologismo comercial, acuñado para
modernizar la demanda de lo que en
Inglaterra había empezado a
considerarse ropa interior pasada de
moda. Como en los Estados Unidos la
ropa interior masculina, de hechura
holgada y que llega hasta la mitad del
muslo, ha seguido manteniendo su cuota
de mercado, nunca han tenido necesidad
de llamar a tales prendas de otra forma
que no fuese calzoncillos. En segundo
lugar, tú no destacas por ser lo que se
dice un dandi; de hecho, yo diría que has
alcanzado la edad adulta sin tener
noción del valor de un atuendo que
impresione. Sea como sea, percibo en tu
decisión de comprar esos calzoncillos,
porque fuiste tú el que los compró, ¿no?

—Sí.
—… percibo un intento, aunque
débil, de entrar en contacto con un
mundo más allá de Saltdean. Te imagino
haciendo un viaje a Londres, quizá para
hacer prácticas un día en las oficinas de
algún complejo empresarial. ¿Tengo
razón?
—Sí, tiene razón.
—A la hora del almuerzo entras en
la calle King’s Road desde Sloane
Square. Caminas y caminas, mirando los
emporios de la elegancia. Allí hay uno
que sólo vende hebillas para cinturones,
allí hay otro dedicado exclusivamente a
las botas en punta, o estilo «country», o
«western», o lo que sea. Da igual. No
tienes intención de entrar. Te sentirías
cortado frente al dependiente de la
tienda, que será mucho más cosmopolita,
más sofisticado que tú. Así que
inspeccionas desde fuera e intentas
calcular cuál es la política de
comercialización, cuál es el valor de
existencias que se necesita por metro de
estantería para cubrir los gastos
generales y obtener beneficios. ¿Tengo
razón?
—Sí.
Su voz era hipnótica, como de
ensueño.
—Claro que la tengo. De todos
modos, un poco vanidoso sí que eres,
¿no? Todavía te avergüenzas del pasado
reciente de pantalones cortos. Todavía te
da por imaginar, sólo Dios sabe por qué,
que alguien examinará tu ropa interior
inadvertidamente, después del estallido
del encuentro sexual. Así que, después
de andar dando vueltas durante un rato,
entras en Barries y señalas los
calzoncillos que se exhiben en el
escaparate, entremezclados con sus
compañeros. Pero voy demasiado
deprisa, porque lo que realmente quiero
es enseñarte la historia completa de ese
producto. Ése es el título de la
conferencia, «La historia del producto»,
y como todas las conferencias modernas,
dirigidas a adornar el conocimiento
antes que a impartirlo, ésta recurrirá a la
ayuda visual.
Volvió a ponerme la enorme mano
sobre el cuello y me lo retorció como si
fuese el borde del foco de una especie
de cámara humanoide. Los otoñales
árboles, altos y débiles, que estaban
mudando las hojas, se oscurecieron
como si el pálido sol se hubiese
eclipsado. Me sentí proyectado hacia
atrás y hacia arriba, de modo que mi
campo visual parecía de hecho el de una
cámara, una cámara haciendo una
secuencia de títulos con grafía
computerizada. El campus de la
Universidad de Sussex se empequeñeció
debajo de mí hasta convertirse en un
conjunto de casitas de juguete; después,
en maquetas; después, en caquitas de
mosca. Los coches que se desplazaban
por las carreteras que circunvalan la
universidad se convirtieron en peces
plateados y toda la escena quedó
recubierta por jirones de nubes bajas.
Seguimos ascendiendo y la Tierra se
alejó de nosotros curvándose y con el
contorno rodeado por un nimbo de
atmósfera.
El Gran Controlador volvió a hablar
a mi interior.
—Mira encima de ti, mira la mejilla
desnuda del infinito.
Hice lo que se me ordenaba. Allí
arriba, desplegada entre las estrellas
fijas, como una especie de marca del
cosmos, estaba la mismísima etiqueta de
mis calzoncillos.
—Lo ves —dijo—, la
retroscendencia nos permite tomar
cualquier elemento que haya dentro de
nuestro campo visual y desovillar, por
así decirlo, su historia. Nosotros hemos
elegido tus calzoncillos, así que ahora
me propongo informarte sobre sus
orígenes y su vida pasada. Por favor, no
te preocupes por la aparente
desintegración del conjunto de tu campo
visual. Recuerda que el solipsismo más
puro es, de hecho, realismo. Porque si
yo soy el mundo —yo sentía sus uñas
clavadas en mi carne mientras
volvíamos a descender y empecé a
distinguir el Mediterráneo oriental—,
entonces el mundo tiene que ser real.
¿No es así?

En las tierras llanas del Delta los bebés


lloran hasta quedarse dormidos bajo
alguna sombra en donde no corre el aire,
mientras todos los demás trabajan bajo
un sol fulgurante. Cuando llega la tarde
parda, los chiquillos bajan a los canales
de riego a darse un baño entre los
gusanos que causan la esquistosomiasis.
Tienen poco que esperar del futuro,
salvo unas piernas gruesas que se
agitarán pesadamente sobre el limo de
alguna playa fluvial.
Mis calzoncillos estaban
diseminados sobre un campo de plantas
bañadas por la intensa luz plateada de
aquel lugar, y todavía tenían la forma de
bolitas blancas, de globos fibrosos, muy
suaves a la vista pero muy ásperos al
tacto.
—Contempla esos capullos —dijo
El Gran Controlador—, porque las
largas jornadas de arrancarlos y
retorcerlos los convierten en púas y,
después de años de ese roce constante, a
los recogedores se les forma una costra
insensible en las manos. Para los
trabajadores del algodón eso es el
equivalente del síndrome del estrés que
causa la repetición. A su debido
momento seremos testigos de algo
similar, a medio mundo de distancia, en
Mile End Road.
A continuación me encontré tumbado
en el fondo de una tolva rudimentaria
con un enrejado de madera, colocada
encima de un canal de riego. El fruto del
trabajo de aquella gente («Se llaman El
Azain», me dijo, y parecía que sus
labios voraces me succionaban los
lóbulos y su afilada lengua me exploraba
las sinapsis) me caía sobre el rostro.
Después, cargados junto con el algodón,
nos llevaron en el camión que
transportaba la cosecha de los El Azain,
y de las otras cinco familias que
formaban aquella cooperativa de
productores, hacia la ciudad cercana en
la que había que encontrarse con el
comprador.
La ciudad era un lugar orgánico. Un
montón de paredes blandas como abono
que se desmoronaban lentamente para
encontrarse con el lodo a sus pies.
Pasado un tiempo, se removía la tierra,
se moldeaba y se le volvía a dar forma
de ladrillos, que ocuparían su lugar en
las paredes nuevas que, pasado un
tiempo, volverían a desmoronarse.
Nuestra pareja observaba mientras
Mohammed Sherif, el jefe de la
cooperativa, envejecido e hinchado por
la monotonía de su alimentación, llevaba
a cabo todas las formalidades con el
comprador. Bebieron thé à la menthe en
vasos sucios mientras un trozo de carbón
chisporroteaba en el cuenco de arcilla
del narguilé. De vez en cuando Sherif
echaba hacia atrás su anciana cabeza
crespa, cubierta por un amplio tocado
sucio, y la apoyaba contra la superficie
llena de excrementos de mosca de los
restos de un penoso cartel rojo que
anunciaba oca-Cola en árabe.
Mientras ocurría todo aquello, El
Gran Controlador y yo acompañábamos
al futuro producto, que estaba siendo
descargado del camión y amontonado en
un receptáculo de tablas alabeadas. Un
hombre con un solo orificio nasal nos
cubrió con una lona rígida.
—No hay ningún otro comprador,
¿ves? —dijo El Gran Controlador—.
Regatear no es ni siquiera una
formalidad, es simplemente un ritual
vacío. Sherif tiene que aceptar el precio
que le ofrece, si es que quiere que las
cinco familias tengan la esperanza de
saldar la cuenta, cada vez mayor, con el
proveedor y si quieren que sus hijos, tan
delgados, crezcan para ser aún más
delgados. Ja, ja, ja. ¡Mira! —Nos
asomamos—. Está pensando para sus
adentros: «Puede que ésta sea mi última
cosecha». Me temo que no tendrá esa
suerte.
A continuación El Gran Controlador
y yo nos convertimos en todo el algodón.
Fuimos transportados, dando tumbos,
desde el Delta hasta la costa y allí
desaparecimos dentro de una enorme
nave de hierro galvanizado. Fuimos
sometidos a un proceso de trituración y
separación, de cardado e hilado. Hasta
que por fin le vi salir disparado delante
de mí con la forma de un hilo largo, de
grosor desigual, vibrante y húmedo, que
se estiraba como un ectoplasma al entrar
en las fauces del bastidor de la
lanzadera. Gritó: «¡Vamos allá!», y yo le
seguí. La máquina subió y nos arrastró, y
volvió a subir y a arrastrarnos en medio
de un gran repiqueteo. Primero le
engulló a él, después a lo que iban a ser
los calzoncillos, y después, a mí.
—¡Qué suerte —dijo como si fuera
un arpa, desde las cuerdas de la tela a
medio hacer— que esta vieja
Schliemann-Hoffer ya haya cubierto su
cupo de dedos por hoy! ¿Ves esas
manitas que forcejean para desenganchar
las tramas enredadas antes de que caiga
el bastidor? Si no son lo suficientemente
rápidas, ¡ay!, una sangre tan buena como
la tuya o la mía crea un efecto como de
moaré y condena tus calzoncillos a la
pila de los desperdicios.
Antes de volver a viajar, primero a
lo largo de la costa y después a través
del mar, El Gran Controlador creyó
conveniente bifurcar nuestras extrañas
conciencias. Así que, mientras una parte
de mí permanecía en estrecha relación
con el algodón, otra página aparte de
aquella existencia de cómic acompañaba
a los detalles que, mediante su
concatenación, servían para reflejar el
mundo de los objetos. Fue así como
estuve tumbado en multitud de pequeños
compartimentos, amontonado en blandas
pilas y fajos con hojas de papel cebolla.
Esperé a que me cortaran, me sujetaran
con alfileres, me sellaran y me cogieran
con unos ganchos. Y después me
digitalizaron y recorrí titilando las
oscuras convexidades de las pantallas
de los ordenadores. Incluso mientras
todo aquello sucedía, pensé para mis
adentros que aquella intermitencia de mi
propia identidad era una bonita
expresión del valor que yo representaba.
Entretanto mi cuerpo de algodón fue
enrollado en unos carretes grandes de
cinco metros de largo. Aunque los
carretes eran gruesos, me doblé por la
mitad cuando dos hombres, uno en cada
extremo, me levantaron para llevarme a
otro lado. Me amontonaron con mis
compañeros dentro de un contenedor, y
después, la oscuridad. Una espera larga,
larga e indescriptiblemente tediosa en
una oscuridad llena de pelusa hasta que,
por fin, sentí la tensión de la grúa y me
percaté de que me estaban bajando a la
bodega.

Un estruendo enorme, un temblor


ultrasónico, el olor a hidrocarburos para
transporte aéreo, la sensación de que los
poros se dilatan.
—¿Estás bien? —preguntó El Gran
Controlador—. No había mucho que ver
en la bodega de ese carguero infestado
de ratas, ¿verdad?
—No.
—Por eso te he traído aquí.
Aquí era la calle Old Kent Road.
Estábamos mirando hacia la acera
opuesta, a un edificio con forma de
porción de tarta, calcinado por la
contaminación. Se alzaba como un viejo
trozo de tarta de chocolate, abandonado
en un recodo de alquitrán que se había
convertido en un callejón sin salida
cuando la carretera principal se abrió
camino en otra dirección. Encima del
portón de entrada, en bajorrelieve sobre
el enlucido, ponía «Casa Éxito».
—Está bien eso, ¿no? —Su voz
parecía amortiguada por algo. ¿Estaría
fumándose un puro a pesar de ser
incorpóreo?—. ¡Bonita ironía! La
fachada proclama el éxito pero el
edificio que hay tras ella se está
reduciendo a la nada. Mira esas
columnas majestuosas, observa las
volutas de escayola que trepan desde los
alféizares de las ventanas, presta
atención a los frisos con forma de fasces
que salpican su picado pellejo.
—Ss… sí.
—Todo ese conjunto, ¿no te habla de
confianza imperial, de cadena industrial
extendida por todo el mundo? Y, sin
embargo, ahí dentro no hay más que un
viejo judío que se llama Zekel.
—Ya lo sé. Quiero decir que,
cuando yo era un simple número en una
de esas pantallas, vi su nombre junto al
mío.
—Así es, porque es el responsable
de la importación de schmutter que
servirá para hacer tus calzoncillos. Es
un agente de ventas de algodón. Mira
hacia allá. Si no me equivoco ahí llega
su cliente.
Yo miré. Un griego, más bien joven,
avanzaba furtivamente en un Porsche
azul por el callejón que había a uno de
los lados de Casa Éxito. El coche era
tan bajo que parecía que un gigante
había intentado apagarlo con el pie
como si fuera una colilla, y estaba claro
que, al salir de aquel asiento de diseño
deportivo, el griego sufrió por un
momento de mal de altura. Mientras
cerraba con llave miró cautelosamente a
su alrededor.
—¿Ves cómo mira a su alrededor?
Está preocupado porque si Zekel se
entera de que tiene un Porsche, los tratos
con ese judío serán más difíciles y el
regateo entre ambos, que ya de por sí es
largo, se hará interminable. El griego se
llama Vassily Antinou y permíteme
decirte que es una mina de
contradicciones estúpidas, aún más que
tú. Su padre se peleó con los Coroneles
por algún asunto de sobornos y,
naturalmente, el adolescente Antinou,
abandonado a su suerte en el gran
Londres, elevó el exilio a cuestión
política. Es típicamente inglés que un
rebelde así acabe teniendo una fábrica
propia en Clapton y explotando a sus
obreros. Ya lo verás con tus propios
ojos a su debido tiempo. De toda su
retórica socialista no han quedado más
que las cuestiones espurias de un
hombre que ha de mandar a veinte
mujeres con batas de nailon. Pobres
mujeres chipriotas que no tienen más
opción que limitarse a mirar, mientras su
jefe, que lleva trajes de Anzio, zapatos
de Hoage y camisas de Barries, va y
viene sobre el linóleo despotricando,
golpeando los cables de sus máquinas
de coser y hablando de acuerdos sobre
productividad y opciones de
participación de los obreros. ¡Qué
patético, ¿no?!
Nos hallábamos dentro de Casa
Éxito mirando hacia afuera. Aquellas
mismas columnas majestuosas
enmarcaban una vista de la inmensa
superficie arrugada del sur de Londres.
El agente de ventas estaba sentado
detrás de su escritorio con tapa
corredera. Estaba tan encorvado y
atrofiado por la artritis que parecía un
crustáceo metido dentro de un traje.
—¿Qué es lo que quieres, Vassily?
Estaba claro que pensaba que el
griego apoyado en el quicio de la puerta
era un papanatas. Cogió un muestrario
nuevo de encima del escritorio que
estaba enfrente y se lo lanzó a Antinou,
que lo cogió en el aire y empezó a
acariciar las muestras con familiaridad.
—Ésta —dijo Antinou separando
una muestra y frotándola entre índice y
pulgar.
—Eso es lo que llaman «comprobar
la textura» —dijo El Gran Controlador
sotto voce—. Mira, ahora lo estirará
para comprobar la elasticidad.
Tenía razón.
—Algodón egipcio —dijo Zekel con
un suspiro—. Lo compré yo mismo en
una subasta. Todavía está en el almacén
de la aduana.
Antinou siguió acariciando aquel
pedazo de tela que una vez fuera pelotita
suave y esponjosa en la planicie del
Delta.
—¿Cuánto? —dijo por fin. El agente
de ventas dijo un precio, Antinou dijo
otro, y así siguieron durante largo rato.
El Gran Controlador y yo estábamos
otra vez dentro del carrete cuando llegó
del almacén de Felixstowe. Las puertas
de la furgoneta se abrieron de golpe y
mientras los chicos de Antinou nos
bajaban se nos brindó la oportunidad de
gozar de una vista de Clapton a las 6 de
la madrugada. Parecía una fotografía sin
suficiente exposición, como las que
rechaza el Control de Calidad.
—Mira a ése —dijo El Gran
Controlador. Un hombre de raza negra,
elegantemente vestido, se deslizaba de
un lado a otro con aire lánguido—. Es
Crispin, el creador del estilo Barries, el
hombre que está detrás de tus
calzoncillos.
—¡Un momento, chicos!
El tipo de color apoyó la mano
sobre el carrete de tela de algodón.
Extendió un trozo y con movimientos
suaves, como si desenvolviera
sensualmente una zona erógena, acarició
la tela. La frunció y tiró de ella, y a
continuación la plegó entre los nudillos
antes de dejarla caer. Se encaminó
después hacia unas puertas verdes en las
que se leía «Confecciones Narciso»
mientras por lo bajo decía: «Servirá, sí,
servirá».
—¿Ves? —dijo El Gran Controlador
una vez que Crispin hubo desaparecido
—, tus calzoncillos ya tienen en su
mente tamaño y forma. Ha encontrado la
sustancia de base. ¿Seguimos?
Estábamos en King’s Road. La
fachada de la boutique para hombres
Barries era una pseudocabaña: tracería
de escayola blanca y vigas negras hasta
la altura de la cintura, rematada por
ventanas de cristal esmerilado.
—Ahí lo tienes, ése es Barry, Barry
Mercer. —Un hombre regordete,
pisciforme, cuyas extremidades
inferiores acababan en unos zapatitos de
cuero diminutos, salía de la tienda
gesticulando y agarrándose la sudorosa
cabeza pelirroja—. Claro que su
verdadero nombre es Morgenstern. Su
padre tenía una sastrería a medida en
Mile End Road. ¿Recuerdas que te hablé
del algodón y del síndrome del estrés
que causa la repetición? Bueno, pues el
padre de Mercer tenía exactamente esa
misma costra de piel muerta en las
manos que vimos en el Delta.
»Barry no se pudo cambiar de
nombre hasta que murió su padre, y
seguro que él no se habría traído a
Crispin a su casa. Habría dicho:
“Nosotros vendemos a los negros, pero
no hacemos negocios con ellos”. Pero la
madre de Barry es demasiado educada y
siempre que Crispin aparece por allí le
invita a schneken y le enseña el álbum
de fotos como a cualquier otra persona.
¿Quieres que escuchemos lo que dicen?
—Complementos, eso es lo que hay
que hacer si quieres establecer un
concepto de diseño —decía Crispin.
Tenía los orificios nasales grandes y
oscuros y con los bordes tan finos que
parecían de papel.
—Pero ¿qué complementos podemos
hacer? —preguntaba Mercer con tono
quejumbroso—. Ayer tuve que ir a
Clapton y regatear con Antinou durante
horas por ese puñetero algodón egipcio.
¿Para qué lo quieres? No tenemos una
gama de ropa, no tenemos una colección
que requiera complementos.
—No importa —dijo Crispin,
imperturbable—. Haremos
complementos. Antinou puede fabricar
calzoncillos con forma de pantaloncito
corto a cincuenta peniques unidad.
Nosotros podemos hacer también
camisas y calcetines…

Sus palabras cesaron de golpe.


Estábamos otra vez en la universidad,
sentados en el banco como si nada
hubiese pasado. El estanque ornamental
estaba vacío y atiborrado de hojas
putrefactas. Los estorninos revoloteaban
por allí como desechos aviares.
El Gran Controlador tenía una gran
caja de puros de color gris plomo
abierta en la mano. La estaba estudiando
reverentemente, como si fuese un
breviario del tabaco, y dijo:
—No debes olvidar que elegir el
puro apropiado es más un acto de
intuición que de análisis. No se deben
observar los puros de los que se dispone
e intentar elegir uno basándose en
determinados criterios, sino que hay que
esperar a que el puro que te está, por así
decirlo, predestinado, te hable. Que diga
«fúmame». Éste —cogió uno con
cuidado, por uno de los extremos— dice
que es la reencarnación del áspid de
Cleopatra. Me quedaré con él.
Lo encendió con su Zippo.
—Creí que los que entendían de
puros nunca los encendían con
encendedores de gasolina.
—¿Cómo? ¡Bueno!, sí, supongo que
en un sentido estricto es cierto, pero es
un error considerar un placer sensual
como si fuera un simple dato. Al
contrario, una experiencia así siempre
es multifacética. Si tienes el paladar lo
suficientemente desarrollado puedes
distinguir el puro de la gasolina. A mí,
particularmente, me gusta bastante la
gasolina. Es algo que aprendí durante
una corta estancia entre los aborígenes
australianos… pero nos estamos
apartando del tema. ¿Qué te ha parecido
mi pequeña clase sobre «La historia del
producto»?
—Ha sido muy interesante. ¿Ha sido
una alucinación?
—¡No me seas tan rematadamente
bobo! Qué sentido tiene que yo emplee
mi tiempo en ti, cultivándote y
portándome bien contigo, si vas a
manifestar una credulidad tan infantil,
¿eh?
—Yo no diría que privarme de mi
novia sea portarse bien conmigo.
—Todavía con el mismo tema, ¿no?
¡Venga ya! No puede ser que creas que
podías sacar algún provecho de tu
relación con esa mocosa. En lo más
profundo de tu corazón sabes que eres
incapaz de tal reciprocidad, de tal
entrega de…
—Pero ¿y qué me dice de mi
«afinidad electiva»?
—Eso es totalmente diferente.
—¿Porque usted quiere?
—Más o menos. Y ahora, en cuanto
a «La historia del producto», la
capacidad de retroscender de esa forma
te será de gran ayuda. Significará que,
cuando tengas que evaluar la demanda
de un producto determinado, podrás
examinarlo de igual modo y recorrer
todo el dossier de su génesis. Y además,
por supuesto, tenemos la otra cara de
esto: la superestructura cultural que
corresponde a esa base histórica. Me
refiero, claro está, a los discretos
anuncios en la prensa de calidad, a la
gente que exclama «¡Ah, de Barries!»
cuando ven la camisa que llevas puesta,
a los folletos que Mercer logra colocar
en los mostradores de información de
algunos de los mejores hoteles de
Londres, etcétera, etcétera. Por supuesto
que tus calzoncillos son un ejemplo muy
simple. Cuando se trata de productos de
mayor difusión, la experiencia
retroscendente puede desorientar
bastante más. Aunque un retroscendedor
experto debe saber cómo conducirse
como un piloto a través de las imágenes
históricas disponibles, me temo que eso
es algo para lo que te falta mucho
todavía. Mientras tanto, o sea, mientras
no tengas experiencia, tendrás que
conformarte con pedirme ayuda cada vez
que desees retroscender, ¿estamos?
Bien. —Se enfrentó con su Rolex cara a
cara—. El tiempo lo jode todo. Tengo
que coger un avión. Te veré luego.
Nunca decía hola o adiós,
simplemente llegaba o se iba. Me quedé
en el banco conmemorativo, más solo
que nunca.

Por supuesto June no entendía por qué


continuaba evitándola. Y claro que la
evitaba. Incluso tuve que faltar a
seminarios y prácticas para no tener que
hablar con ella. Al principio estaba
simplemente desconcertada con todo
aquello, pero pronto pasó a estar
realmente enfadada. Me dejó una serie
de notas en mi casillero que comenzaron
por ser de queja: «Estoy muy confusa
por lo que sucedió entre nosotros la otra
noche. Pensaba que eras una persona
cariñosa, no puedo entender por qué no
quieres hablar conmigo. ¿Tiene algo que
ver con las relaciones sexuales?» (¡qué
razón tenía!), pero acabaron por tener un
tono grosero: «Ian Wharton, eres el
cerdo machista más hijo de puta que
existe. Sales con una chica y luego la
dejas plantada ¿Es que no te importan
nada los sentimientos ajenos?».
Si hubiera podido saber cuánto me
importaban, si hubiera podido verme
merodeando por Cliff Top como la
mismísima imagen de la melancolía.
Abatido, recostado contra los muros,
con el ánimo por los suelos. Sentía
sobre mí toda la fuerza de sus críticas.
En algún punto de mi abdomen tenía un
saco de cariño tibio, una vejiga de
alimento emocional, distendida por la
urgencia de reventar y engendrar otro
corazón. Pero me hallaba constreñido,
terriblemente constreñido.
Más apartado que nunca del grupo
de mis semejantes, me volví hacia mi
madre. Desde que había empezado la
universidad habíamos estado
distanciados el uno del otro. Era como
una prolongación —o, al menos, eso
creía yo— del enorme tacto con que
siempre me había tratado cuando era
niño, no imponiéndose jamás. Sin
embargo, cuando empecé a pasar largos
ratos en la casa nueva, cuando empecé a
mirar cómo hablaba con los empleados
y los huéspedes o cómo atendía a la
gente de la zona o discutía con aires
refinados con los proveedores y
comerciantes por teléfono, empecé a
considerar ese tacto también como una
prolongación de aquella complicidad de
la que era consciente hacía mucho. Noté
que mi madre no sólo sabía algo sobre
el señor Broadhurst, sino que lo sabía
todo. Y por eso fue la primera en
enterarse de que él se marchaba.
Un domingo por la tarde en pleno
invierno estaba yo en mi caravana
intentando estudiar. Estaba leyendo uno
de esos libracos sobre economía llenos
de pictogramas, que están a medio
camino entre los diagramas y los
dibujos, cuando oí el sonido sordo de un
motor diesel bajo el rugido del vendaval
procedente del mar y por encima del
sonido del aparato de aire caliente que
me estaba poniendo los pies en adobo.
El rectángulo de mi pequeña ventana
al mundo era como un televisor que me
proporcionaba una imagen del lugar.
Fuera las gotas de lluvia giraban y se
acumulaban en remolinos sobre las
pocas conejeras que aún quedaban. Tuve
un fuerte presentimiento y después los
vi: los gitanos. Naturalmente recordé
quiénes eran de inmediato. Sus perfiles
aguileños y sus enmarañados pelos
azabache se reflejaron por duplicado
cuando la ventana de su camioneta se
deslizó junto a la mía.
En un instante estuve fuera. Se les
debieron de bloquear los frenos al bajar
la cuesta porque había una franja de
barro achocolatado de unos veinte
metros de largo allí donde sus ruedas
habían aplastado el césped. «¿Qué están
haciendo?», grité por encima del sonido
del vendaval. «Miren lo que han hecho.
Ésta es una propiedad privada».
Mientras gritaba me di cuenta de lo
absurdo de mis palabras y de lo ridículo
de mi aspecto, un joven gordito,
desaliñado, evidentemente torpe e
inofensivo, con los faldones de la
camisa fuera de los pantalones.
Se bajaron de la cabina tal y como
yo recordaba, ágil y amenazadoramente.
«¡Largo de ahí!», dijo el más alto de los
dos, avanzando hacia mí. «Venimos por
esto», e indicó el brillante fuselaje de la
caravana del señor Broadhurst.
—Pero ¿dónde está el señor
Broadhurst?
—No sé, chico. Pero no importa,
aquistán tos los papeles.
Y estiró bruscamente el brazo
blandiendo como un arma el canto de
una tablilla a la que estaban sujetos unos
folios.
El otro gitano se había acercado y
apareció por detrás de su hombro.
Movía sus brazos de simio, estirándolos
y encogiéndolos, como preparándose
para entrar en acción. «¿Quieres pelea,
gilipollas?», me espetó.
Me aparté de ellos y subí corriendo
la cuesta hasta la casa de mi madre.
Atravesé corriendo todo el hall nuevo,
con su alfombra Wilton, sus copias de
grabados de caza y su papel de brocado
en las paredes. La encontré atrás, en la
cocina, de pie junto al chef, que estaba
extendiendo con el rodillo la masa para
hacer pasteles.
—Ahí están los gitanos esos —dije
jadeando—. Dicen que se van a llevar la
caravana del señor Broadhurst.
Me lanzó una mirada crítica,
subiéndose las nuevas bifocales con
montura dorada hacia el caballete de la
nariz.
—Intenta no ir dejando barro al
entrar en casa, Ian. ¿Y no crees que
deberías suprimir lo de «gitanos» de tu
vocabulario? Es de una vulgaridad
terrible.
Thora Hird estaba en plena homilía
por televisión, sentada ante una urna
griega.
—Pero, mamá, nunca me ha dicho
nada de que se fuera a marchar de Cliff
Top…
—Oh, sí, Ian, a mí sí me lo ha dicho,
a mí sí.
Ya estaba; más claro, imposible. No
tenía necesidad de insistir más. No
podía ser más evidente. Lo sabía todo
sobre él, lo sabía todo sobre «nosotros»
y o no le importaba o incluso estaba de
acuerdo. Por aquella época mi madre
había adquirido un aspecto
sospechosamente joven. Volvía a tener
los pechos igual que en los años
cincuenta. Envueltos en el apretado
abrazo del dinero fresco, ofrecían un
aspecto turgente, puntiagudo, como
cabezas de cohetes a punto de despegar
para llevar a cabo una exploración
planetaria para la nutrición de nuevos
mundos. Y su pelo, aquel pelo suyo que
obstinadamente se rizaba como si cada
uno de los pelitos fuera un impulso
sexual ingobernable. ¿Cómo pude haber
confiado en ella nunca?
El nuevo suelo de madera de pino
vibró. A través de la ventana de
guillotina pude ver el camión negro
subiendo por el caminito hacia la
carretera principal, con la caravana
plateada detrás como un pequeño
paracaídas de resistencia aerodinámica
para evitar que los gitanos se hundieran
y se los tragase el mismísimo centro de
la tierra. Con ellos se iban todas las
oportunidades de recuperar mi infancia.
5
REHABILITACIÓN

La enfermedad es el comienzo de toda


psicología. ¿Cómo? ¿Puede la
psicología ser un… defecto?
NIETZSCHE, El ocaso de los ídolos

He aquí lo que sucedió. Continué


asistiendo a la universidad, haciendo los
cursos monográficos y evitando todo
tipo de intimidades que se me brindaban
de múltiples maneras. Al mismo tiempo
practicaba asiduamente el análisis de
los rituales personales para prevenir
cualquier eidesis. Estaba decidido a
vivir lo más posible en el presente. Si
alguna vez me sentía tentado por la
seductora estasis de una imagen
eidética, perforaba su piel reflectante
con un dardo, rasgándola para dejar al
descubierto la estructura del hábito que
yacía debajo. Distorsionaba y
transformaba la galaxia en polvo de mi
piel muerta; siempre leía «OSAP LE
ADEC» en los pavimentos brillantes
para evitar así acabar cediendo. Como
él había dicho que sucedería, llegué a
ser capaz de combinar en hermosa
concordancia mis aprensiones con
pequeños trucos de indicios
cinestésicos. A mi modesta manera, me
convertí en una Casandra de Ca-ca. Los
aspectos más insignificantes de mi
corporeidad me proporcionaban
profecías: dependiendo de si se me
desprendía el pellejito de piel de la
encía…, la hoja caería o no caería, yo
moriría o sería inmortal, el sol saldría o
no.
De hecho fue entonces cuando me
convertí, ¡qué ironía!, en un auténtico
adepto del Mago de lo Cotidiano. Hasta
tal punto que podía vivir durante varias
semanas sin eidetizar para nada. Digo
irónicamente porque El Gran
Controlador, después de haberme
enseñado lo que denominaba
«retroscendencia», se conformó con
dejarme sufrir un rato.
La verdad es que su técnica para
desvelar la historia oculta de los
productos me parecía despreciable. Yo
quería que mi manera de entender los
negocios fuera totalmente diferente, que
se basase en el análisis y en la
deducción, más que en una intuición
visual misteriosa.
Tenía la sensación de que al
ofrecerme aquella esfera de esencias
materiales, disponibles sólo mediante un
acto de voluntad, El Gran Controlador
me estaba condenando a un cosmos de
marcas de fábrica, a una metafísica del
diseño, a una lógica del logotipo y a una
epistemología basada en el PVE (el
método del Punto de Venta Electrónico
para el control de existencias, que por
aquel entonces empezaban a utilizar los
principales minoristas). La mía tenía que
ser una psique apta para la colocación
de productos, ésa era su intención.
Moldear el interior de mi mente de
acuerdo con su plan de
comercialización, con expositores de
conceptos circulares apostados en los
pasillos de la reflexión y flanqueados
por largos estantes repletos de ideas
pequeñas de colores brillantes.
Me daba cuenta de que si cedía a la
retroscendencia, cualquier estantería de
supermercado, atestada de tantos miles
de productos como un erizo de púas, se
convertiría en un banco de pruebas
místico capaz de arrastrarme a través de
sus mil pórticos hacia sagas
individuales tan complejas y tan
duraderas que tal vez no pudiera volver
a salir nunca.
El propio ecosistema en el que yo
habitaba se convertiría también en uno
de esos productos que luchan contra la
obsolescencia planificada para
individualizarse y que utilizan cualquier
medio humano a su alcance para ayudar
a las especies de su marca. Era
consciente de que debajo de todo
aquello tenía que haber alguna Ley de
Selección Antinatural, capaz de
demostrar que el mejor producto, con la
presentación más llamativa, era el que
tenía más posibilidades de ser
polinizado por los compradores.
Pero, contra todas mis expectativas,
cuanto más tiempo estaba él fuera, más
fácil me parecía de sobrellevar todo
aquello. Volví a sumirme en una
aparente normalidad. Me liberé del
encorsetamiento anticuado de su
ampulosa forma de hablar. Incluso
mejoré mi aspecto convirtiéndome en
una especie de dandi. A los calzoncillos
de Barries siguieron las camisas y los
calcetines, después las chaquetas y los
pantalones de Di Stato (la gran cadena
minorista de Anzio) y, más adelante,
algunos pares de zapatos de Hoage.
No tenía vicios y no podía invitar a
nadie a salir, así que no tenía nada en
que gastarme el dinero de mi beca más
que en ropa. Desde mi punto de vista,
por lo menos, yo ya era el joven
ejecutivo brillante, eficiente y de
aspecto impecable que aspiraba a ser.
Estaba decidido a ser un prototipo
cuando dejase la universidad.
Tras unos meses de haber vivido así,
llegué casi a convencerme de que mi
relación con el hombre al que yo
llamaba «El Gran Controlador» no había
sido más que una fantasía rebuscada.
Después de todo, ¿qué prueba tenía
realmente de todo ello? No hay nada de
malo en que un hombre viva con un
nombre falso, y aparte de eso yo no
podía demostrar que el señor Broadhurst
y Samuel Northcliffe fuesen la misma
persona, igual que no podía demostrar
que había sido El Gran Controlador, y
no otro, quien había matado a aquella
mujer en el Teatro Real con una
hipodérmica llena de curare, impulsada
por un resorte.
En cuanto a los acontecimientos
eidéticos, también empecé a sospechar
de ellos; no cabía duda de que eran
producto de mi propia imaginación
visual ardiente. Cuando me puse a
pensar en ello, me llamó la atención el
hecho de que casi todos los aspectos de
mi eidetismo que El Gran Controlador
había explotado no eran posteriores a su
intervención, sino que la habían
precedido.
Comencé a preguntarme si no habría
sido víctima de un delirio prolongado,
consecuencia tal vez de una
adolescencia calenturienta que había
desembocado en una especie de
explosión psicohormonal. Yo no sabía
mucho de psicología, pero sí lo
suficiente como para ser consciente del
impacto que la ausencia del padre tiene
sobre un ego sin acabar de formar. Los
poderes, amplios y siniestros, con los
que investí al señor Broadhurst, ¿no
serían mi modo de hacer frente a la
carencia crónica de un modelo
apropiado de comportamiento?
Influido por esa repentina
especulación racional, intenté verme
desde una perspectiva diferente. Tal vez
yo no fuese el juguete de un mago
empeñado en meterme en el mundo
caótico y espantoso de la voluntad pura,
sino simplemente alguien con una
neurosis muy grave que necesitaba
ayuda.
Pero ¿qué tipo de ayuda? No sabía a
quién o adónde dirigirme. Así que,
mientras tanto, continué con el ritual de
mis prácticas, contando de forma
obsesiva el número de pasos empleados
hasta llegar a un punto dado, evitando
con sumo cuidado pisar las rayas de la
acera por miedo a que la estructura del
ser se viniese abajo, y prestando
atención a mis funciones corporales con
la devoción pura y constante de un
santón hindú.
También barajé la idea de que estaba
aquejado de una especie de estrabismo
de la psique. Si hacía un gran esfuerzo
podía ver el mundo como los demás, de
modo estereoscópico, pero si me
relajaba, el resultado era una visión
binocular, y mientras un «ojo»
continuaba enfocado, el otro se desviaba
adentrándose en la periferia turbia
donde dominaban El Gran Controlador y
sus maquinaciones. Para mantenerlo a
raya era necesaria una vigilancia
constante.
Vigilancia constante y soledad
resultan una combinación agotadora;
agotadora y deprimente. Podía luchar
para mantener mi rumbo, para
convertirme simplemente en una persona
más, como un traje de confección en
serie que cuelga de la percha de la
originalidad, con unos hábitos de voto
puramente en función de las mínimas
alteraciones de la política fiscal, pero
un momento de distracción podía tener
un impacto impresionante.
El Gran Controlador, estuviese
donde estuviese, había cesado de
manifestarse. Y el armazón humano en el
que yo había insertado aquel delirio
había abandonado definitivamente Cliff
Top, pero a pesar de ello de vez en
cuando me topaba con lo que me
parecían mensajes oscuros,
extrañamente cifrados, que amenazaban
con perturbar la paz de mi mente.
Un día estaba mirando libros en la
biblioteca de la universidad cuando, sin
ninguna razón especial, cogí una
biografía de Newton de uno de los
estantes. Comencé a hojearla por encima
y me detuve en un pasaje que describía
su crisis psicótica. Parece ser que
durante el otoño de 1693 Newton, que
siempre fue un excéntrico y se mantuvo
apartado del mundo, comenzó a decir
cosas cada vez más delirantes (¡ajá!).
Escribió una serie de cartas a Pepys, a
Locke y a otros amigos, acusándolos de
ser ateos y católicos. Insinuaba incluso
que habían intentado corromperle
enviándole tentaciones femeninas para
seducirle en sus habitaciones de
Cambridge. El biógrafo especulaba con
el hecho de que tal vez hubiesen sido los
fracasos en sus experimentos de
alquimia los que le habían conducido a
aquella crisis.
Era pleno día cuando leí aquel
pasaje y el sol que se filtraba a través de
los grandes ventanales iluminaba una
sala de ambiente moderno y ordenado.
Pero daba igual: en cuanto leí la palabra
alquimia, las alarmas comenzaron a
sonar en la estación de bomberos de mi
mente. Los motores del ritual, que
estaban siempre listos para contener
cualquier erupción de lo mágico, se
pusieron rápidamente en movimiento.
Pero ya era demasiado tarde, no pude
evitar reproducir de modo eidético el
extraño caduceo del señor Broadhurst,
el que se había fabricado con una antena
vieja de televisión adornada con un
cable eléctrico, y no pude evitar
continuar leyendo:

Newton le escribió a Locke diciendo


que había «recibido la visita de cierto
Sacerdote de aspecto monstruoso,
parecido a un Sapo. Aquel hombre o
bestia afirmó tener conocimientos de
diversas operaciones de la Ciencia de la
Alquimia de las cuales yo no había
tenido noticia. Insistió en examinar mi
instrumental y sentenció que mi método
de Fijación era inexacto. También me
hizo prestar Atención a lo que él
sostenía que eran impurezas en el
material de mi Copela. Además me dio a
Entender que existía un destilado de la
mismísima Piedra enterrado en el
recinto de la Abadía de Glastonbury, al
que solamente él tenía acceso. Me es
imposible expresar la impresión tan
desagradable que aquel hombre, un tal
Broadhurst, me produjo…».

Cerré el libro de golpe. Apagué la


lamparita y me metí los dedos en las
orejas. Giré las uñas para quitar un
poquitín de cera de la superficie del
tímpano. Hice dos bolitas de cera con el
índice y el pulgar de cada mano y
después las volví a colocar cada una en
la oreja opuesta, sin dejar de canturrear
con la boca cerrada y centrando toda mi
atención en la textura granulada del
linóleo que había bajo las suelas de mis
zapatos.
Al abrir los ojos ni siquiera se me
pasó por la cabeza que aquello hubiese
dado resultado. Esperaba encontrármelo
junto a mí, con su estentórea ubicuidad,
y habiendo metamorfoseado la
espaciosa biblioteca en un lugar
pequeño y viejo. Pero no había nadie.
Hubo otros incidentes similares.
Atraído por el dragón chino de colores
que aparecía en la portada, me puse a
hojear un ejemplar de Confesiones de un
comedor de opio inglés de De Quincey.
En esa ocasión leí un pasaje al azar en
el que unos golpes a la puerta de la
cabaña despertaban al escritor del sueño
de los narcóticos:
La criada entró en mi habitación y me
dijo que en el piso de abajo había una
«especie de demonio», parloteando en
una lengua extraña. Me arreglé un poco
y bajé las escaleras. En la cocina me
encontré a mi criada y a un niño
mendigo del pueblo, ambos estupefactos
frente a aquella aparición. Enseguida
comprobé que el «parloteo» al que ellos
se referían era nada menos que griego
clásico, lengua que aquella corpulenta
figura dominaba a la perfección.
—¿Es usted el fumador de opio? —
me preguntó el hombre.
—Así es —respondí con voz
trémula.
—Entonces, querido amigo, déjeme
ver el género, separe un viaje, meta una
marcha, proporciónenos una buena
dosis, por amor de Dios, porque ¡por
Zeus! que no cabe duda de que estoy a
punto del descalabro.
Por extraño que parezca, yo estaba
más impresionado por la obsesión de
aquel hombre por el opio que por su
aspecto o la singularidad del idioma. Le
di un pedazo que se metió
inmediatamente en la boca para horror
mío, ya que era lo suficientemente
grande como para acabar con media
docena de hombretones del cuerpo de
dragones con sus caballos incluidos.
Después, sin más, giró sobre sus talones
y se marchó dando un portazo. No
reparé en el aspecto de aquel hombre
hasta después, cuando me puse a
reflexionar sobre el incidente. Era
excesivamente gordo y tenía una
expresión agresiva y siniestra. Aunque
su fisonomía era europea, iba ataviado
con un turbante y unos pantalones anchos
de malayo.
No puedo asegurar si tal aparición
fue o no producto del opio, pero desde
entonces los tormentos más terribles que
me han visitado a causa del opio
siempre tenían su aspecto y los
angustiados corredores de mi mente han
resonado con aquella peculiar
grandilocuencia suya. Tal vez su aspecto
fuese una función de esas involuciones
de la memoria de las que ya he hablado;
y la combinación de tales atributos, el
salvaje atavío de malayo, los rasgos de
pertiguero beodo y su obsesión por el
opio, más que una mera casualidad, ¿no
serían la expresión profunda de mi
propio sufrimiento?

Yo desconfiaba de la «mera casualidad»


tanto como De Quincey. La
yuxtaposición de erudición y argot, las
prácticas pantagruélicas, la «expresión
agresiva y siniestra». Seguro que
aquello era otra clave, otra referencia
codificada; era eso o que mi capacidad
para la fantasía, desplazada
temporalmente de mi imaginación
visual, se había instalado en otro reino,
contaminando hasta mi propia capacidad
de comprensión.
En cierto modo, el nuevo método
empleado por El Gran Controlador para
vigilarme era incluso más inquietante
que el anterior. Comencé a empeorar
seriamente. Empecé a aparecer por los
seminarios y las tutorías mal vestido, o
directamente no asistía. Una semana no
entregué un trabajo que nos habían
mandado hacer sobre el déficit
comercial. Aquello no era algo habitual
en mí. En el siguiente seminario el señor
Hargreaves, el mismo tutor que me había
enviado antes a la pobre June, me pidió
que me quedara después de clase.
—Wharton —comenzó diciendo con
inquietud—, tal vez no sea asunto mío,
pero debo decirle que estoy un poco
preocupado por usted.
Comencé a balbucear sintiéndome
incómodo.
—Bueno, eh…, ya sabe, estoy
bastante preocupado por los exámenes
finales.
—No diga tonterías, va usted bien en
todas las asignaturas, he hablado con el
tutor de su curso, y como ha ido
aprobando todas las evaluaciones, a
estas alturas no podría suspender ni
aunque quisiera. ¿Dónde está el
problema, muchacho? Tengo la
impresión de que usted jamás se
relaciona con sus compañeros, de que es
un solitario. Tal vez no debería
inmiscuirme, pero no puedo soportar ver
que un joven desperdicia su vida.
Examiné su rostro. Hargreaves tenía
algo como de roedor grande, un
capibara o un coipo. Tenía una narizota
inquisitiva y unos miembros combados y
finos pegados a un cuerpo adiposo. Casi
no hace falta decir que también tenía un
pelo castaño y fino con un corte a lo
Beatle y lucía una barba breve y bien
recortada que era como una piel densa y
consistente. Le subía por el rostro y le
cubría mejillas y pómulos, lo cual
permitía sospechar que para él resultaba
importante afeitarse a diario la cuenca
de los ojos y la frente si quería evitar
convertirse en un ser totalmente bestial.
—Bueno —dije al final
refunfuñando—. En esta última época no
me he encontrado demasiado bien.
Entonces las palabras empezaron a
salirme entre dientes, como el aire
viciado y viscoso que escapa de una
colchoneta hinchable al desinflarse.
—Es que…, es que… no tengo
muchos amigos y me siento un poco
aislado, supongo…
Me callé de golpe, me estaba
adentrando en terreno prohibido, estaba
a punto de revelar más de lo que debía.
¿Cómo iba a hablar de mi otro mundo en
medio de cosas tan absolutamente
ciertas como las estructuras de las
persianas, las combinaciones de mesas y
sillas de plástico y los rotuladores
clasificados por colores?
—Si se siente deprimido —
Hargreaves se mostraba absolutamente
solícito—, no sería mala idea que fuera
a ver al Consejero Estudiantil. Está para
ayudarle en cualquier problema que
tenga, ¿no lo sabe?
Mascullé una especie de afirmación.
—Espere, ya sé lo que vamos a
hacer. —Se le iluminó la cara con el
entusiasmo de alguien que está a punto
de quitarse una desagradable
responsabilidad de encima—. Le voy a
conseguir hora con el doctor Gyggle,
que no sólo es consejero sino también un
psiquiatra muy cualificado. Estoy
absolutamente seguro de que una charla
con él le ayudará. Usted no se preocupe
—se estaba poniendo cada vez más
contento, acicalándose el rostro con sus
manitas—, la conversación que
acabamos de mantener será
estrictamente confidencial igual que
todo lo que le diga a él.
Al día siguiente había una nota de
Hargreaves en mi casillero: tenía que
ver al doctor Gyggle aquella misma
tarde. No parecía que hubiera forma de
evitarlo sin tener que volver a contar
alguna otra mentira y, de todos modos,
era cierto que me sentía muy angustiado.
Sin la circunferencia giroscópica del
Gran Controlador rodeándolo, mi mundo
daba vueltas sin control.
Por la tarde, mientras atravesaba el
recinto universitario, aunque no lo sabía,
estaba a punto de empezar mi
rehabilitación total. Pero sí que supe que
el doctor Gyggle era el loquero
adecuado para mí en cuanto le vi. Fue
por la barba, supongo, una barba que era
exactamente lo contrario a la barba de
Hargreaves. Mientras que la de éste era
una barba para compensar, para
remediar una virilidad no lograda, la
barba del doctor Gyggle era
decididamente rampante, priápica. No
era más que una barba, es cierto, pero
había estado unida a la cara de un
hombre durante muchos, muchos años.
Estaba claro que era un objeto de
transición, creado con el propósito de
devolverme al mundo de los hombres y
de los negocios.
Cuando me hicieron pasar a su
pequeño despacho en el edificio de
administración, Gyggle estaba sentado
leyendo. Tenía los antebrazos apoyados
en el escritorio y su torso delgado
estaba enmarcado por una embocadura
de carpetas de anillas, colocadas en
estantes a los costados y por encima de
su cabeza.
Los antebrazos de Gyggle estaban
completamente cubiertos por un diseño
regular de apretados arabescos de vello
pelirrojo. De hecho, lo acertado sería
decir que mi primera impresión fue que
era un hombre totalmente dominado por
un diseño regular de apretados
arabescos de vello pelirrojo. Llevaba la
camisa remangada, que fue lo que me
permitió tal observación, pero lo que
realmente marcó la pauta fue el vello.
Los arabescos se acumulaban a la altura
del cuello de su camisa y desde allí una
serie de ondulaciones pelirrojas bien
definidas ascendía hasta su calva.
Oleadas de igual pelo le recorrían la
parte posterior de la cabeza de parte a
parte. Formaban galerías que parecían
tan regulares que podían haber sido los
cuidados nidos de alguna especie de
superpiojo que había llegado a un
complejo acuerdo con su anfitrión. Pero,
por asombroso que parezca, el pelo sólo
debía ser considerado un mero avance
de la característica principal del aspecto
de Gyggle: la barba.
La barba era una especie de
superbarba, una barba que acababa con
todas las barbas, una gran repetición de
algunas de las barbas más magníficas y
significativas del mundo. Obviamente la
forma en que colgaba (no, caía en
cascada) sobre el pecho de Gyggle
estaba estrechamente relacionada con
aquellas barbas proféticas que me
habían quedado fijadas en la memoria
después de muchas horas de enfrascada
observación en catedrales y museos. Sin
embargo, había algo en la rigidez de la
barba, una aparente fijeza, digamos que
asiria o sumeria. Evocaba epopeyas
susurradas en la parte trasera de los
carros de combate, entonadas a voz en
cuello durante el ataque de los
guerreros, totalmente de perfil, por
supuesto.
Cuando levantó la mirada y se
volvió para saludarme, el verdadero
perfil de Gyggle hizo resaltar la barba
aún más y se mofó de mí con su
diversidad. Entonces me recordó la
barba desplegada en abanico de un
Victoriano eminente, una barba cuajada
de frases altisonantes y secreciones
vergonzosas, una barba de un poderío
demencial que luego en los bordes
perdía intensidad hasta convertirse en la
inutilidad de una monarquía
constitucional en declive. Vaya barba,
pensé.
—Usted debe de ser Ian Wharton.
Levantó la mirada del libro y la
barba se abrió de tal forma que sugería
que debajo debía de haber una mueca
afable.
—Sí.
—Tim Hargreaves me ha dicho que
quería charlar conmigo porque no se
encuentra bien desde hace días.
—Más que días.
—¿A qué se refiere?
—Me refiero a que nunca me he
encontrado bien, siempre me he
encontrado así, bueno, ya sabe lo que
quiero decir, desde que tengo uso de
razón. (Desde que el verde palpitante
bosqueja la tierra, desde que el tiempo
se negó a ser cualquier momento sino
siempre un ahora, desde que los títulos
grandísimos ascendieron desde la
costura que hay entre el mar y el cielo,
desde que…).
—Ah, sí. —Su voz era suave, de una
suavidad melosa. Era como una red de
sonido que caía sobre mi mente
dispuesta a pescar la verdad—. ¿Y en
qué consiste «encontrarse así»?
Todo estaba sucediendo tan
deprisa…, él no podía darse cuenta de
la crisis hacia la que me estaba
arrastrando. La habitación era una
cabina presurizada que, de repente, se
había roto. Noté cómo el calor
abandonaba la atmósfera gritando para
ser reemplazado por el cero absoluto de
su imagen clínica, pero no pude
contenerme.
—Yo, yo, yo soy un eid-eid… Tengo
una memoria eidética.
Tartamudeé y luego lo solté.
Gyggle extendió sus dedos pecosos y
los metió debajo de una de las capas de
la barba. Me miró con ojos amarillentos
y feroces.
—¡No me diga! ¡Qué interesante! Yo
también he hecho algún pequeño estudio
sobre el eidetismo. ¿Qué tipo de
memoria eidética tiene usted?
Me quedé cortado.
—No…, no sabía que había
diferentes tipos.
—Claro que sí, está el eidetismo que
se concentra en la forma y la
proporción; el eidetismo que actúa
nemotécnicamente produciendo un
recuerdo casi instantáneo por medio de
la combinación de letras o números; hay
una especie de eidetismo matemático en
el que las ecuaciones y los diferentes
aspectos del cálculo se visualizan de
forma espacial y, por supuesto, está el
eidetismo normal y corriente, al que la
gente llama «memoria fotográfica»…
—¡Ese es el mío!
Sentí vergüenza de mi exclamación;
había sonado como un grito de
entusiasmo infantil.
—Ya entiendo. —Gyggle seguía
impertérrito—. Aunque es cierto que hay
una tremenda cantidad de eidéticos que
tienen problemas para comunicarse y
algunos incluso son autistas, aquellos
que no lo son no tienden a ser
demasiado neuróticos o desgraciados.
Más bien todo lo contrario: suelen
aplicar sus dotes a alguna tarea
satisfactoria pero totalmente carente de
imaginación. Logran múltiples títulos
profesionales, almacenan información
carente de sentido, o hacen un dibujo de
un realismo fotográfico tras otro, a cual
más extraordinario a no ser por su falta
de… ¿cómo le diría?, ¿toque
emocional?
El agujero desgreñado volvió a
aparecer en la barba. Me dio la
impresión de que el loquero me estaba
provocando de alguna manera, de que
me estaba tomando el pelo.
—En realidad —continuó diciendo
—, estos eidéticos son, en general,
personas tremendamente corrientes, de
una total falta de imaginación.
—A mí me pasa todo lo contrario —
dije rotundamente—. Creo que sufro de
un exceso de imaginación, eso o… o…
Y entonces se me ocurrió, me di
cuenta de que no tenía nada que perder,
estaba condenado por ambos lados. Si
traicionaba el pacto con El Gran
Controlador, era indudable que él me
destruiría, me cortaría en pedacitos, me
excarnaría en el vociferante vacío. Pero
si no decía nada, si ponía los pies en
polvorosa y huía de Gyggle, ¿qué
esperanza de llevar una vida normal
había para Ian Wharton? ¿Qué esperanza
de encontrar el amor?
—¿O qué? ¿Piensa que se está
volviendo loco?
Asentí con la cabeza. Gyggle se puso
de pie al otro lado del escritorio y lo
rodeó hasta ponerse en la parte de
delante. Era muy alto, tal vez midiera un
metro noventa y cinco, todo codos y
antebrazos, como una enorme mantis
religiosa anaranjada. Apoyó su ausencia
de culo contra el borde del escritorio y
me contempló.
—Escuche, Ian, estoy aquí para
ayudarle y no para desentenderme de las
cosas. No soy un consejero o un
psiquiatra muy ortodoxo que digamos,
pero si hay algo, dentro de mis
posibilidades, en lo que pueda ayudarle,
lo haré. Y ahora hábleme de esa
capacidad eidética suya que le causa
tanta angustia.
Se lo conté a Gyggle. Se lo conté
todo. Se lo conté con todo detalle. No
omití nada, nada, claro, excepto lo del
Gran Controlador. Le expliqué cómo me
enteré de pequeño de que era un
eidético, pero que aquello no había
significado nada para mí. Y cómo
redescubrí esas dotes en la pubertad,
como empujadas por la sexualidad
incipiente. Le conté cómo podía
congelar las imágenes eidéticas y
después proyectar mi cuerpo imaginario
dentro de ellas para descubrir cosas que
eran imposibles de conocer de otra
manera. Le conté que esas extrañas
dotes me habían atemorizado, me habían
hecho sentirme vulnerable, y que me
había sentido forzado a desarrollar un
sistema mágico propio para evitar que
mi memoria visual hiperactiva me
destruyese completamente.
Durante todo el tiempo que estuve
hablando Gyggle continuó apoyado en el
escritorio, con los dedos enganchados
en la barba y los ojos imparciales
clavados en los míos desde allí arriba.
Cuando acabé, sólo tenía dos cosas que
decirme.
—Es muy interesante que en todo lo
que ha dicho no haga referencia a sus
relaciones. La mayoría de los alumnos
que acuden a mí con sus problemas están
tremendamente preocupados con sus
padres, sus amigos, sus parejas
sexuales…
Emití un gruñido evasivo.
—Y otra cosa, si lo que dice es
cierto, es que usted tiene una forma de
percepción extrasensorial. Ya sabe que
existen ciertos tests, tests científicos,
que pueden determinar si estamos frente
a un caso así o no.
—No, no lo sabía.
—Bueno, pues existen, y lo que me
gustaría proponerle es lo siguiente, que
me permita someterle a esos tests. Aquí
tenemos los medios para hacerlo, en la
facultad de psicología experimental. No
quiero que piense ni por un momento
que no creo todo lo que me dice. Es
simplemente que, sea cual sea la
realidad de su condición, el verificarla
constituirá una forma de catarsis. ¿Sabe
lo que significa eso?
Le dirigí la mirada más fulminante
que pude.
—Por supuesto que lo sabe. Tim
Hargreaves me dijo que era usted un
alumno excepcional. Ahora, si me
disculpa, creo que nuestra hora se ha
acabado. ¿Puede pedir hora con la
secretaria para la semana que viene?
Nos encontraremos aquí y luego iremos
juntos al laboratorio, ¿de acuerdo?
Eché la silla hacia atrás, me puse de
pie y dije adiós entre dientes.
Cuando estaba cerrando la puerta
institucional de su consulta tras de mí,
levantó la mirada de la lectura que había
vuelto a retomar y dijo:
—Ian…
—¿Ss… sí?
—Intente no preocuparse, muchacho,
yo estoy aquí para ocuparme de usted.
En el pasillo de precisión
matemática de ladrillo a la vista y focos
regulables una joven esperaba para
entrar. Me contempló con recelo desde
detrás de un flequillo con las puntas
estropeadas. Una mano pequeña, con
uñas rodeadas de carne viva
mordisqueada, apretaba un pedazo de
Kleenex contra un ojo rezumante. Por
alguna razón cruel, la vulgaridad de su
sufrimiento me levantó el ánimo.
En aquel momento comenzaba la
fase empírica y experimental de mi vida.
Desde entonces todos los jueves por la
tarde me reunía con Gyggle en su
despacho y juntos cruzábamos el recinto
universitario hasta llegar al edificio
apaisado que albergaba la facultad de
psicología experimental. Descendíamos
hasta el sótano y nos internábamos en un
laberinto de tabiques que llegaban a la
altura de la cadera. Bajo el zumbido de
la luz fluorescente estroboscópica los
estudiantes de psicología, ratoniles e
inquietos, correteaban por aquí y por
allá, llevando en las manos tiras de
papel continuo impreso en el ordenador,
carpetas con pinza y calculadoras. Su
comportamiento parecía tan programado
de antemano que ellos mismos podrían
haber sido objeto de algún
metaexperimento, y la palidez de sus
batas de laboratorio, una función del
confinamiento en jaulas.
Al principio Gyggle me sometió al
mismo tipo de ejercicios rudimentarios
que recordaba haber realizado de niño.
Me hacía mirar fotos y después
reproducirlas con lápices de colores, o
me pedía que rotara mentalmente una
figura cierto número de grados
alrededor de una perpendicular
establecida antes de intentar dibujarla
otra vez. Pero pronto pasamos a
experimentos más avanzados. En la
pantalla de un monitor aparecían
fugazmente secuencias de palabras con
tal rapidez que, en teoría, sólo podían
percibirse subliminalmente. Esas
pruebas evidenciaban lo que ya se sabía,
es decir, que yo tenía, sin la menor duda,
una memoria visual de una precisión
excepcional. Podía recordar
perfectamente secuencias bastante largas
de palabras, incluso aunque las hubiera
visto solamente algo más de veinte
milésimas de segundo.
Durante las pruebas Gyggle estuvo
solícito y amable. No dijo nada de mis
temores sobre mi salud mental y se
comportó como si lo que estábamos
haciendo fuese un ejercicio común,
realizado con fines puramente
científicos. Más que nada fue su modo
de ser lo que parecía tener un efecto
terapéutico beneficioso. Ya que, a
medida que progresaban las pruebas,
también mi vida fuera de las sesiones
comenzó a adquirir unas características
de normalidad que nunca había sentido.
Comencé a pasar más tiempo con mi
madre en lugar de encerrarme a solas en
mi caravana. Nuestras charlas eran
superficiales, intrascendentes. Con su
nuevo refinamiento mi madre había
adquirido la capacidad de mantener
conversaciones interminables sobre
temas triviales. Viniendo de sus
discretos labios, aquella forma
distinguida de referirse a la anarquía
vecinal y a la decadencia moral hacía
que tales cánceres parecieran totalmente
benignos. La joven trotacalles que yo
recordaba se había transformado en la
mujer de mediana edad, lectora de
Trollope, que siempre había querido ser.
La tensión umbilical psicológica se
había relajado y lo más importante era
que no se hacía ninguna referencia al
señor Broadhurst.
En la universidad salí de mi
caparazón. De hecho hablaba con mis
compañeros y llegué a establecer
relaciones con algunos que, sin llegar a
ser exactamente amigos, al menos
podían definirse como conocidos.
Un día me crucé con June en el
pasillo a solas y, en lugar de acelerar el
paso y girar la cara hacia la pared, me
detuve y hablé con ella. Sabía que
entonces tenía novio. Les había visto
juntos, del brazo, sacando a pasear su
atracción mutua. Tal vez fuese eso, el
hecho de que tuviese a otro que la
amase, lo que hizo que me fuera posible
disculparme de forma apropiada,
balbucear de manera confusa, todo
colorado, que sentía mucho lo que había
pasado. Le dije que había sufrido una
especie de crisis y que estaba
horrorizado por lo que había hecho.
Ojalá pudiese decir que estuvo
dulcemente comprensiva, pero la verdad
es que me miró como si yo fuese un
íncubo que la hubiese violado y siguió
andando pegada a los ladrillos de la
pared, desesperada por largarse de allí.

Después de un par de meses así, Gyggle


cambió el tipo de nuestros experimentos.
—Bueno, Ian —me dijo, mesándose
la barba como si se tratase de su
mascota favorita, acurrucada debajo del
mentón—, creo que hemos establecido
de manera incontrovertible que es usted
un eidético de tomo y lomo. Ahora
vamos a comprobar la veracidad de esas
afirmaciones suyas bastante más
insólitas.
Gyggle había conseguido una serie
de modelos de visualización
informatizada de un investigador de
Texas dedicado a la percepción
extrasensorial. Estos modelos consistían
en que el sujeto del experimento
observara unas figuras tridimensionales
en un monitor y después respondiera a
algunas preguntas sobre aspectos de las
figuras que eran reconocibles, aunque
difíciles a nivel intuitivo. Por ejemplo,
si se trataba de un diagrama lineal de
una habitación con cuatro ventanas
colocadas a diferentes alturas, el
programa me preguntaba si verlo desde
el extremo opuesto me permitiría captar
un punto en particular que estaba fuera
de la ventana más próxima a mí, un
punto que se movía por la pantalla a
gran velocidad.
La primera vez que Gyggle me
explicó aquel experimento casi me entra
la risa de lo fácil que era. A mí, que
tenía que luchar conscientemente contra
el torbellino de imágenes implícito en la
idea de la retroscendencia, el tener que
hacer uso de mis poderes de aquella
manera tan pedestre me parecía
verdaderamente absurdo. Y así se lo
dije.
—Me parece que no ha entendido el
asunto de mi eidetismo, doctor Gyggle.
—¿Ah, no? ¿Por qué lo dice?
—Bueno, creí que se lo había
explicado, si ahora yo fuese a eidetizar
caería en una especie de trance. Para
usted sería sólo un instante, pero durante
ese trance yo podría desentrañar
cualquier tipo de información contenida
en esa escena visual particular.
—Deme un ejemplo.
—Bueno, por ejemplo, podría
descubrir qué forma tiene el mentón que
usted oculta bajo toda esa barba.
La observación pretendía ser jocosa,
pero en el mismo momento de hacerla,
me di cuenta de que había transgredido
algún tabú importante para Gyggle.
Suele suceder con las barbas,
particularmente con las barbas médicas,
y más aún con las psiquiátricas. Aunque
los que llevan barba la adoptan como
una insignia de individualidad tejida de
manera natural, en cuanto se las
cuestiona, en cuanto se las saca de
contexto, se alzan todos enfurecidos.
—No veo qué tiene que ver mi barba
con todo esto. —Su voz dulce se
destempló—. Pero si usted cree que
puede, hágalo.
Entré en un auténtico trance eidético.
Abarqué toda la escena, el lúgubre
cubículo con sus tabiques de
contrachapado; el linóleo alabeado, tan
ondulante como el suelo de tierra de un
granero; la horrenda camisa de bambula
de Gyggle, los botones desabrochados
hasta el esternón que revelaban una
cantidad aún mayor de arabescos
pelirrojos. Capté tanto lo general (las
motas de polvo lunar atrapadas en el
resplandor sideral de la luz de neón)
como lo particular (la sombra de una
tela de araña sobre un pedazo de cable
eléctrico que sobresalía en el techo).
Cuando la imagen eidética de la
habitación estuvo congelada dentro de
mí en su totalidad y exactitud, comencé a
desplazarme, o más bien intenté
desplazarme, porque no sucedió nada.
Por alguna razón estaba retrocediendo a
aquel momento fundamental en mi
carrera eidética, hacía ocho años,
cuando el señor Broadhurst me pidió
que mirase en el bolsillo de su chaleco y
después él se desplazó. Ahora era yo el
que no podía moverme; peor aún, ni
siquiera podía formarme una idea de
cómo era eso de moverse. Antes, mi
cuerpo eidético, el instrumento con el
que yo trabajaba en mis visiones, me
había parecido tan definido como si
hubiese trazado pequeñas marcas
tridimensionales en el aire. En el manejo
intencionado nunca me había topado con
ningún problema, me había movido con
tanta seguridad como unos dedos hábiles
recogiendo alfileres, o hilvanando y
rematando después los puntos atómicos
del mundo material.
Ya ni siquiera podía imaginarme
cómo era esa sensación porque se había
evaporado totalmente. Hurgué, forcejeé
conceptualmente para agarrarme al
brillo sempiterno de la imagen visual;
pero, nada, ningún movimiento, ninguna
agilidad astral: continuaba congelado. O
casi congelado. Justo antes de volver en
mí, de abortar el trance fallido, creí ver,
aunque no podría asegurarlo, que el
desgreñado agujero de la barba a través
del cual Gyggle se dirigía al mundo, se
deshacía un poquito por el borde,
dejando al descubierto un trozo húmedo
de lo podría haber sido el labio de
Gyggle.
—¿Y bien? —dijo el viejo zorro—,
¿ha podido separar eidéticamente los
pelos de mi mentón?
—Yo… yo… no puedo… parece…
Quiero decir que… lo estoy intentando.
—Intentarlo no basta —dijo el
psiquiatra en tono sentencioso.
—No lo entiendo —dije temblando
y sudando. Si ya no podía practicar mi
eidetismo eficazmente, ¿sería que había
sido privado de mi categoría de
aprendiz y licenciado del Brahmán de lo
Banal de golpe?
—A mí no me sorprende —dijo mi
terapeuta—, porque yo tampoco puedo.
—¿A qué se refiere?
—Bueno, digámoslo así, usted
sostiene que puede obtener información
de imágenes visuales internas que usted
cree que se corresponden directamente
con el mundo fenomenológico.
—¿Qué quiere decir con
«fenomenológico»?
Era el tipo de jerga que yo esperaría
de ya-saben-quién.
—Me refiero al mundo lógico de los
objetos y apariencias materiales. Usted
sostiene que puede descubrir cosas que
son incognoscibles de una forma
ortodoxa, moviéndose alrededor de la
representación de ese mundo dentro de
su propio cerebro. ¿No es así?
—Sí.
—Así que si yo le proyectase una
película, y hubiese una escena en la que
hay dos personajes hablando sentados en
un sofá, ¿usted podría decirme si hay
algún objeto detrás de ese sofá?
—Sí.
—Supongamos que es una película
de dibujos animados, ¿podría entrar
también en ese mundo?
—Supongo que sí, aunque en
realidad nunca lo he hecho.
—Pero en el caso de la película de
dibujos animados no habría nada detrás
del sofá de mentira; y no sólo eso, ni
siquiera podría decirse que el sofá
tuviese un «detrás» en absoluto.
¿Entiende lo que quiero decir?
—Bu… bueno…
—No. «Bu… bueno», no. El
problema es que usted sufre un delirio
complejo. No hay nada detrás del sofá
del dibujo animado, y si encuentra algo,
es porque usted mismo lo ha puesto allí.
No puede haber ninguna imagen del
mundo dentro de su cabeza que exista
independientemente de sus afirmaciones
y creencias acerca de él. Conocer algo
es participar de una verdad
comunicable. Su creencia en sus poderes
eidéticos se basa en una idea falsa de la
naturaleza de la propia conciencia.
Mientras me decía esto me miraba
fijamente desde su característica postura
de conferenciante, con su inexistente
trasero firmemente encajado contra el
borde del escritorio. Aquella postura
siempre me hizo sospechar que tenía una
ranura horizontal en las nalgas, indicio
de una mutación aleatoria, aunque
adaptable, que hace que los humanos se
parezcan más a muebles de oficina.
Estaba mascando chicle y el «ñam-ñam»
de su extensa mandíbula hacía que la
punta de la barba se menease de un lado
al otro de la pechera.
—Venga —continuó diciendo—.
Sigamos con el resto de los
experimentos y veamos si me puede
demostrar que estoy equivocado.
No pude. Ni siquiera pude realizar
las manipulaciones más sencillas
relacionadas con la percepción
extrasensorial. Gyggle comenzó por las
más complejas, las tarjetas de símbolos
y colores, pero pronto se limitó a hacer
que adivinara (y eso es todo lo que pude
hacer, adivinar) cuál de los tres vasos
de cartón tenía una pelota de ping-pong
debajo. En el mejor de los casos no
superé el nivel medio. Después, cuando
volvimos al ejercicio de rotar
mentalmente la habitación simulada por
el ordenador e intentar «ver» posibles
líneas de visión, me llevé un shock aún
mayor. Me di cuenta de que mi retención
de la imagen era ahora borrosa, parecía
como si me hubieran inyectado anestesia
lobular en los mismísimos mecanismos
de la mente, como si me hubiera
invadido una confusa ineptitud. Los
laboratorios Kodak de mi eidetismo se
estaban desmantelando; muy pronto lo
único que quedaría sería una cabina de
fotomatón averiada, desmoronándose en
el andén vacío de alguna estación.
Para ser justo con Gyggle, no me lo
restregó. Todo lo contrario, cuando
acabó aquella sesión vespertina y
cruzamos andando el recinto
universitario, me pasó un brazo por los
hombros con desenvoltura anglosajona e
intentó ser paternal y amistoso.
—¿Sabe una cosa, Ian? —dijo como
contándome un secreto—, usted es un
prodigio, sólo que no la clase de
prodigio que usted pensaba que era.
¿Puedo hablarle con franqueza?
Como si alguna vez hubieras hecho
otra cosa, pensé, pero no lo dije. Él
continuó:
—¿Sabe?, creo que usted es lo que
se denomina una personalidad límite,
con pronunciadas tendencias
esquizoides. Esto suena mucho más
serio de lo que es en realidad, ya que lo
que han demostrado nuestras pruebas es
que usted no es un psicótico en ninguna
de las acepciones ortodoxas. Cuando se
pone en entredicho su realidad privada,
ésta cede a la verdad. ¿Se da cuenta de
eso?
—Supongo que sí.
«Supongo que sí», con eso me quedé
cuando nos separamos, con ese
«Supongo que sí», con toda la hosca
aquiescencia que eso implicaba. Pero,
pensase lo que pensase de él, la terapia
de Gyggle había sido satisfactoria al
ciento por ciento. Al forzarme a
participar en rituales formulados de una
forma científica, el psiquiatra había
invertido lógicamente el proceso
mágico, logrando romper así el menisco
de mi memoria eidética original y
metiéndome a la fuerza dentro del
mundo noumenológico.
Aquel día fue crucial para mí y, a
partir de ahí, mi vida mejoró
enormemente. Ya al día siguiente por la
mañana me levanté y, sin premeditación
alguna, sin pensarlo en absoluto, por
primera vez en mi vida de adulto llevé a
cabo mi higiene matinal sin fijarme en
que mis acciones coincidieran con
esquemas preestablecidos. Lo mismo
sucedió con todas las otras áreas de mi
vida. Liberado de la necesidad de
protegerme de los horrores del proceso
eidético, comencé a vivir como los
demás, alegre y despreocupadamente. Ni
siquiera tuve que preocuparme de
entender que la no comprensión es la
felicidad absoluta.
Flotaba a través de los hechos en
lugar de analizarlos. Sentía que el
elefante corpóreo sobre cuyo lomo se
sostenía mi mundo marchaba
tranquilamente y ya no era necesario que
yo me inclinase desde la silla de montar
de mi cabeza para aguijonearlo.
¡Qué alivio! ¿Pueden imaginárselo,
haber crecido en la locura y de pronto,
de golpe, recobrar la cordura? Lo dudo,
porque es inconcebible, igual que no se
puede imaginar lo que significaría ser
ciego de nacimiento y después obtener
el don de la vista (pero, por supuesto, yo
sí). Yo había roto el ciclo de ocho mil
vidas y había profanado al brahmán
banal que llevaba dentro de mí, lo había
corrompido mediante el contacto con lo
demostrable, con las pruebas materiales
de la inducción. Iba dando puntapiés a
las piedrecitas que me encontraba por el
sendero que me conducía desde mi
caravana al hotel de mi madre y con
cada «golpecito» refutaba mi idealismo
adolescente y terrible.
Todo eso sucedió justo antes de
Pascua, al final de mi penúltimo
trimestre en Sussex. Con lo cual aquel
verano, a pesar de la tensión de los
exámenes finales, pude disfrutar de la
compañía humana y obtener ayuda de
ello de una forma que hasta entonces me
había sido negada.
Me vi repasando apuntes en medio
de los pequeños corros dispersos por
los predios ajardinados de la
universidad. Los jóvenes perdonan más
fácilmente que los adultos y, a pesar del
altivo aislamiento que yo había
mantenido, fui muchísimo más aceptado
de lo que había esperado. Empecé a
tutearme con los otros directivos en
ciernes. Me invitaron a fiestas punk
ruidosas como fábricas de tractores, en
las que me despachaba de un trago latas
de cerveza sin presión, previamente
agitadas con una colilla de cigarrillo.
Para corresponder, invité a algunos
de ellos a venir conmigo a Cliff Top.
Allí, bajábamos hasta la playa de cantos
rodados y nos adentrábamos entre risas
flojas en el poroso mar. Mi madre dio
instrucciones al deferente personal de
que se nos sirviera el té en el campo de
croquet. Allí nos sentábamos a ponernos
morados de sandwiches de salmón
ahumado y a beber a sorbitos té Earl
Grey mientras ella los cautivaba y los
intimidaba con sus robados aires de
grandeza y sus elegancias hurtadas.
Todos me creían una persona estable, a
pesar de que Cliff Top no les pareciese
lo que se llama un hogar.
Las tías y primos llegaron para sus
vacaciones anuales justo después de que
yo terminase mis exámenes finales. Para
entonces algunos de mis primos tenían
ya hijos: el pululante enjambre
Hepplewhite había saltado a otra rama.
Era imposible distinguir a los nuevos
chavales de los anteriores y los nuevos
padres eran exactamente iguales, ya que
todas las primas se habían casado, o se
habían juntado, con hombres menudos,
indefinidos e inútiles, y los primos se
habían casado simplemente con sus
madres.
Mi madre los mantenía apartados de
su hotel solariego. Se les confinaba a los
mil metros cuadrados de terreno
apestoso que los jardineros habían
aislado, donde se agazapaban en
lastimosa senectud las pocas caravanas
que aún quedaban. Pero aquello no
parecía importarles, ni lo consideraban
una afrenta.
Allí se instalaban como antaño,
como una colonia de focas, comiendo
vieiras y correosos caracoles de mar,
bebiendo vasos de cerveza light,
haciendo pedorretas con manos
infantiles pegajosas de helado de
vainilla y rebozadas de arena.
—Ian va a ir a Londres —les
anunció a todos mi madre—. Le ha ido
fenomenal en la universidad y ahora le
han dado un trabajo, un trabajo
importantísimo. Háblales a tus tías y
primos sobre tu nuevo puesto de trabajo,
Ian.
—Sí, venga, cuéntanos —dijeron a
coro, una antistrofa de vestidos
floreados.
—No es nada del otro mundo —dije
—. Ni siquiera está en el mismo
Londres, viviré en un lugar llamado
Erith Marsh. Trabajaré como ayudante
de marketing en una compañía de allí…
—No digas… —dijo una de las tías,
que estaba escudriñando un mejillón
pachucho, como si fuese un viajero
sospechoso y ella un funcionario de
inmigración—. ¿Y qu’ hace esa
compañía pa’ la que vas a trabajar,
chaval?
—Mm, bueno, fabrican válvulas.
—¿Válvulas?
—Sí, válvulas para la industria
petrolífera. Fabrican las válvulas de
cierre que se colocan en la broca
perforadora para evitar explosiones por
fugas.
Mi tía hizo un gesto mirando hacia el
extremo opuesto del porche, donde
estaba sentado uno de sus hijos.
Forzosamente, como todos los hombres
Hepplewhite, era un tipo misterioso,
mutilado.
—Creo que nuestro Harry tiene de
eso —dijo la tía—. Ya lleva más de un
año casao y no le ha hecho un hijo a la
Tracey, ¡debe de tener fugas por tos los
laos!
Toda la pandilla reventó en bastas
risotadas, dándose palmadas en los
muslos y aporreándose las rodillas.
Todo era igual que siempre. Excepto mi
madre, claro. Ella se mantenía al
margen, con el gesto torcido en una
mueca de asco ante semejantes
vulgaridades.
Cuando llegó el otoño y por fin
cargué el coche y me dispuse a dejar
Cliff Top, mi madre se me acercó
emocionada, cosa que no esperaba.
—Te vas a cuidar, ¿verdad, querido
mío?
Después de un fin de semana con sus
hermanas, percibí una nota falsa no sólo
en su acento, sino también en su voz.
¿Cómo había hecho mi madre para
transformarse en aquella señorona de
aires nobiliarios? ¿En aquella
descendiente de la pequeña aristocracia
rural? Sin embargo, mi curiosidad fue
desplazada por un deseo más poderoso:
largarme inmediatamente. Así que
simplemente respondí quitándole
importancia al tema.
—Claro que sí, madre, si sólo me
voy a la vuelta de la esquina. Voy a
venir todos los fines de semana.
—Eso dices ahora, pero yo ya sé lo
que pasará. El beau monde te absorberá
y te seducirá, sé que te ocurrirá eso.
Los lagrimales se le sembraron de
gotas perladas.
—Yo llamaría a Erith Marsh
cualquier cosa menos el beau monde,
madre.
—Prefiero no hablar de ello, Ian,
porque para mí es muy doloroso. Sabes
que todavía sigo echando de menos a tu
padre. Aún hoy me hace daño la manera
que tuvo de marcharse. Tú no serás
como él, ¿verdad?
Se puso de puntillas y me besó.
Sentí el impacto de antaño, el aroma
de mamá, el olor atomizado del
atavismo. Brotó invadiéndolo todo,
reclamando su legítimo puesto en el hit
parade de los sentidos: era el número
uno de cualquier lista. Presionó la
comisura de sus labios contra los míos y
al tiempo que se aferraba a mi abundante
trasero con una afilada mano, me deslizó
ligerísimamente una lengua aún más
afilada entre los labios.
«Pobre depresivo, enclaustrada
insignificancia». Las palabras del Gran
Controlador volvieron a sonar en mis
oídos mientras el patín que tenía por
coche iba dando botes por la A22 rumbo
a Londres. Esa jodida mujer, esa
pervertida Clitemnestra, ¡cómo la
odiaba! Me tenía la polla atada al lazo
de su delantal para envolverla en harina
y extenderla con el rodillo. Me amasaba,
sí, y quería transformarme en hojaldre
exactamente igual que a papá.

Yo había conseguido un puesto de


trabajo en I. A. Wartberg Limited, que,
como había dicho a mis tías, era una
compañía que fabricaba las válvulas que
se utilizan en las perforaciones a gran
profundidad en la industria petrolera del
Mar del Norte.
En Sussex, el señor Hargreaves se
había sorprendido de que quisiese
trabajar allí. Mis calificaciones eran
excelentes y tenía experiencia laboral en
agencias de marketing del West End.
Estábamos al principio de la década de
los ochenta y Gran Bretaña estaba
saliendo de la recesión gracias al boom
de la demanda. El marketing era el
materialismo dialéctico del régimen y yo
me encontraba en la posición ideal para
dar un gran salto y hacer carrera en la
administración.
Sin embargo, dado que yo era
prudente y pragmático, me di cuenta de
que antes de poder participar en las
abstracciones más etéreas de la
profesión que había elegido, necesitaba
enfrentarme al meollo de la cuestión, a
la ardua tarea de vender realmente
cosas, productos específicos, a clientes
industriales. A eso se sumaba el hecho
de que algo me resultó atractivo cuando
fui por primera vez a la fábrica
Wartberg a una entrevista.
La gran nave de hierro galvanizado
donde se hacían las válvulas era un
lugar tumultuoso y cacofónico, lleno de
obreros estajanovistas que torturaban
tacos de metal superpesado con
estridentes brocas perforadoras. La
serie de oficinas contiguas a la que me
presenté estaba mal insonorizada, de
modo que me sentí, al mismo tiempo
rodeado por los propios procesos que
intentaría comercializar y transportado a
través de ellos.
También estaba el mismísimo
Wartberg, que sería el modelo de todos
mis futuros jefes. Su padre era un
refugiado judío-alemán y su madre era
galesa, pero Wartberg era un anglófilo
emprendedor, dado a llevar trajes de
tweed y a decir chorradas sobre el
cultivo de las flores, el orden público,
el deterioro de los niveles de calidad
británicos (él acababa de conseguir un
buen nivel con una de las válvulas que
más se vendían), los impuestos
prohibitivos con los que se gravaba a
las empresas, etcétera.
Me cayó simpático en el acto.
Dirigía la empresa como si se hubiera
encontrado de repente y sin esperárselo
en la plataforma del maquinista de una
locomotora fuera de control. Estaba todo
el tiempo corriendo del taller a las
oficinas, a su coche, a sus proveedores,
a sus clientes y vuelta a empezar. Era
bajito, sudoroso y efusivo. Tenía el pelo
y los ojos castaños. Nos llevábamos
muy bien y cuando, después de estar
sólo dos meses en la empresa, a mi jefe
inmediato, el director de marketing, un
individuo cetrino que hablaba con el
gimoteo típico de la zona de Solihull, se
le perforó una úlcera (no pude evitar
hacer un proceso eidético de ello, la
pared del duodeno como una puerta de
coche oxidada, ásperas láminas de
tejido herrumbroso pinchándole por
dentro), me dieron su puesto.
Por supuesto que había más cosas,
ese esquema tan simple (adiós mamá y
mi entrada a lo Whittingtones en
Londres) no era lo único que estaba
pasando, ¡ah, no! Mi terapia con el
doctor Gyggle continuaba y había
entrado en una nueva fase.
Después de la deconstrucción de mi
capacidad eidética, Gyggle había
insistido en que continuara viéndole.
Mantuvimos nuestras citas de los jueves
por la tarde durante toda mi carrera
universitaria.
—Me gustaría lograr una relación
más estrecha con usted, Ian —me había
dicho el peludo loquero—. Sé que está
predispuesto a dejar las cosas en este
punto. He empleado medios puramente
técnicos para ayudarle a desembarazarse
de algo que a usted le gusta considerar
como un problema técnico, pero ambos
sabemos que tras ese delirio eidético
subyace una realidad emocional. Dicho
en la jerga freudiana, no creo que logre
una genitalidad plena a menos que
investiguemos ese terreno, ¿no?
—¿Genitalidad plena?
—Una relación emocional y sexual
satisfactoria.
—¡Ah, eso!
Es increíble cómo acertó
exactamente con mi preocupación.
Porque, si había un aspecto del legado
del Gran Controlador que todavía me
causaba graves problemas, era el asunto
del sexo. En concreto la amenaza
grotesca de que, si yo penetraba a una
mujer, perdería el pene.
—¿De qué tiene miedo, Ian? —me
tanteó psicológicamente, mientras
asediaba con el ariete de su bolígrafo
las displicentes almenas de su barba.
Pensé: Aguántate, todo a su debido
tiempo. Yo sabía que los loqueros
debían respetar la incapacidad de sus
pacientes para expresar ciertas
ansiedades fundamentales, que la
tendencia general de sus
comportamientos era la de dar vueltas
alrededor de esos edificios de neurosis,
excavando gradualmente los cimientos
de la memoria con una especie de
cucharilla verbal.
Pero Gyggle no era esa clase de
loquero, estaba siempre encima de mí.
—Ya sé que usted ha elaborado una
especie de relato para sustentar su
delirio eidético, no puede ser de otro
modo. Usted me ha dicho que ha pasado
su adolescencia en soledad, codificando
incluso cada pequeño hábito corporal y
cada meandro cognoscitivo…
—¡Sí! Y le expliqué el porqué.
Porque me asustaba eidetizarme a mí
mismo. Lo que me preocupa es lo que
preocupa a todo el mundo, no es nada
especial. Es el mismo miedo común a
desmoronarme, física y emocionalmente,
a quedar reducido a un montón de pulpa
aplastada, a no ser amado jamás por
nadie, a fracasar, como… como…
—¿Como su padre?
—Sí, como él, el pobre depresivo.
—¿Perdón? ¿Qué ha dicho?
—Nada, nada.
Gyggle también tenía alguna buena
noticia que darme: iba a acompañarme a
Londres. Iba a volver a trabajar en la
Seguridad Social y tendría consulta en
una unidad de drogodependencia en el
Hospital de la Fundación Lurie contra el
Alcoholismo en Hampstead Road.
—No es que yo esté particularmente
interesado en los yonquis, ya sabe. —
Gyggle iba diciéndome esto mientras me
llevaba a Brighton en su coche por la
carretera de la costa. Para entonces me
había acogido bajo su desplumada ala,
me llevaba en su coche a diferentes
sitios y compartía conmigo algunas de
sus inusuales teorías—. Sólo que esa
clase de personalidades compulsivo-
obsesivas me proporcionan material
para la investigación. Ya que nadie
parece ser capaz de hacer nada con esa
gente, no les importará lo que yo haga,
¡ji, ji!
Soltó una risilla de niña, como si
estuviera contemplando lobotomías
improvisadas, y la barba que caía en
cascada sobre el volante se agitó
provocativamente dentro del hueco
vacío del indicador de velocidad.
—No habrá ningún problema en que
continuemos las visitas allí. Puedo
conseguir que sea usted un paciente
anónimo, de forma que ello no interfiera
para nada con sus proyectos.
Se volvió hacia mí y me brindó su
habitual partición de la barba que
implicaba una sonrisa. Intenté mostrarme
agradecido.
Durante el tiempo que estuve
trabajando en Erith con Wartberg,
atravesaba Londres todos los viernes
por la tarde para ver a Gyggle en su
nueva consulta. Me sentía agradecido.
Llegué a confiar en Gyggle, e incluso a
tenerle simpatía. Después de todo, él
había logrado desmantelar los aspectos
mágicos de mi eidetismo y ahora
empezaba a darle vueltas a la molienda
misma de lo que él calificaba como mi
«aparato ilusorio».
Me llevó muchos meses sentirme lo
suficientemente seguro como para
hablarle del Gran Controlador, pero
cuando se había borrado bastante el
recuerdo de nuestro último encuentro
vertiginoso, llegó el día en que me sentí
dispuesto a correr el riesgo. Gyggle
estaba, por supuesto, extasiado. Yo
sabía que El Gran Controlador era para
él la confirmación de todo: yo era su
Hombre Lobo, su Anna O. Él mismo me
lo dijo.
—Si no fuera tan tremendamente
destructivo para su recuperación, Ian,
me encantaría publicarlo —me dijo—.
Porque no creo que ningún médico haya
tenido jamás el privilegio de ser testigo
de un caso de histeria tan complejo.
¿Comprende ahora lo que era realmente
ese hombre, el señor Broadhurst, que
usted transformó en su «Gran
Controlador», en su id personificado?
—Bueno, si acepto su hipótesis de
que todas mis experiencias posteriores
fueron aderezos producto de mi histeria,
supongo que no sería más que un
jubilado cualquiera, un poco excéntrico,
que pasaba temporadas junto al mar.
—Por supuesto, y es probable que
ya haya muerto.
—Eso sí que lo dudo.
—¿Por qué? ¿Por qué lo duda?
Ahí estaba el problema. Lo dudaba
porque, por más eficaz que fuese el
tratamiento del doctor Gyggle y por más
convincentes que fuesen sus
explicaciones de cómo un niño pequeño
que se siente jodido desarrolla un
delirio tanto para compensar la falta del
padre como para autocastigarse por su
propio crimen edípico, todavía no podía
convencerme de que me hubiese quitado
totalmente de encima a mi mago.
Continuaba persiguiéndome. Era una
penumbra oscura en el rabillo de mi
campo visual, una sombra que perseguía
al sol, el mismísimo claroscuro de lo
corriente. A veces, estando sentado en el
banco de un parque, comiéndome un
sándwich, o aguantando el traqueteo en
el segundo piso de un autobús por el sur
de Londres, oía el eco de su voz en mi
interior. Su voz alegre, de gordo,
expansiva y escalofriante. Mi
incapacidad para no creer en él me tenía
cogido por la mandíbula mientras
ascendía por el escalafón de la empresa.
Cuando me cansé de escribir
comunicados de prensa sobre los nuevos
conceptos de lubricación, abandoné el
negocio de las válvulas de Wartberg
para trasladarme a Angstrom
Corporation, donde trabajé en el
lanzamiento de una nueva galletita, el
Palito Rosa. Después de estar allí tres
años, la agencia de marketing D. F. &
L Asociados, cuyas oficinas estaban en
la zona norte de la City, me propuso que
trabajase con ellos. Entré con el gran
título de «Asesor». Mi trabajo consistía
en preparar el terreno para un producto
financiero nuevo y revolucionario.
En siete años tuve igual número de
coches, todos nuevos, cada uno más
grande y más potente que el anterior. Me
convertí en usuario de trajes cruzados,
en asiduo de bares, y participé en todas
las discusiones sobre tasas de interés.
Todo ello con buen resultado, ya que
entonces me dejé llevar, gracias a Dios,
por mi propia cadena de montaje vital y
descuidé mis esquemas habituales.
En Pascua y Navidad seguía yendo a
mi casa en Cliff Top. Mamá se había
jubilado del negocio hotelero. Había
hecho suficiente dinero como para
mantener Cliff Top como la casona
solariega en que se había convertido. No
importaba que fuese una creación
artificial (la Reina Ana fecundada por el
Príncipe Carlos), ella estaba convencida
de su alta alcurnia. Y aunque la había
defraudado dedicándome al «comercio»,
yo seguía siendo el niño de la casa.
Cuando nos sentábamos juntos a beber
jerez y observaba cómo estaba
adquiriendo el rostro ovino y con
papada de todas las viejas damas
inglesas, me resultaba difícil evocar mi
antigua ira. Incluso me resultaba difícil
creer que hubiera estado alguna vez
confabulada con el señor Broadhurst.
Ella hablaba de él de vez en cuando,
con un aire risueño y ajeno a cualquier
posible alter ego que él pudiese tener.
—El otro día recibí una postal del
señor Broadhurst —dijo con un balido
—. ¿Te acuerdas de él, cariño?
—Sí, mamá, cómo no me voy a
acordar…
¿Y cómo Gyggle podía haber sido
tan estúpido para imaginar que había
muerto?
—Ya tiene sus años, claro, pobre
hombre.
—Sí, debe de estar muy viejo.
—Me dice que probablemente
tendrá que irse a una residencia de
ancianos. Ya no puede arreglárselas
solo.
Aparentemente se había convertido
simplemente en eso, un tema para
conversaciones familiares trilladas y
triviales.
Y en cuanto a sus alter ego, su
nombre comercial «Samuel Northcliffe»
todavía seguía apareciendo en la prensa
financiera y de marketing. Era miembro
de sociedades relacionadas con compras
con financiación ajena, era un
asegurador prominente de Lloyd’s, era
asesor de esta compañía y consejero de
aquel emirato. Pero cuando me
concentré en las fotos del tamaño de un
sello que empezaron a aparecer con su
nombre, ya no estaba tan seguro de que
él y El Gran Controlador fuesen la
misma persona. Más bien parecía, como
había sugerido el doctor Gyggle, como
si yo me hubiese enterado por separado
de la existencia de Samuel Northcliffe y
hubiese incorporado a mi fantasía la
información recogida en los periódicos.
El doctor Gyggle no estaba satisfecho
con mis progresos. Consideraba el logro
de mi «genitalidad plena» como
objetivo final de su terapia y estaba
decidido a que disfrutase de una cura
total. Hasta que el espectro del Gran
Controlador no hubiese sido totalmente
exorcizado de mi psique, yo no podría
mantener una relación adulta.
—Estoy convencido de que la
solución a todo esto subyace enterrada
en las profundidades de su inconsciente
—me dijo mientras charlábamos en su
consulta de la unidad de
drogodependencia—. Puedo hablar con
usted, usted puede hablar conmigo.
Podemos intentar todo tipo de técnicas
para contactar con el interior de su
psique, pero tengo la sensación de que, a
menos que usted mismo esté dispuesto a
hacer ese viaje, será imposible extirpar
esa catexis negativa. En su interior, lo
que usted entiende por ser una persona,
por asumir un papel en el mundo, se ha
mezclado peligrosamente con la fantasía
infantil. Dentro de ese contexto su
elección de la iconografía es, por
supuesto, muy significativa.
Para empezar, Gyggle me sometió a
una privación sensorial. Había pirateado
una parte del presupuesto de la unidad
para comprar un tanque de privación
sensorial que tenía instalado en un
sótano del hospital. Según él, eran ese
tipo de trapicheos con los recursos que
tenía a mano los que le convertían en un
médico en boga y muy solicitado.
Por desgracia, cualesquiera que
fuesen los restos de mi capacidad
eidética, me convertían en alguien muy
poco idóneo para aquella terapia en
particular. Aquello de bajar al sótano
del hospital y desvestirme en un trastero
lleno de botellas de lejía y de fregonas
era un preludio martirizantemente
prosaico de mis viajes al espacio
interior. Pero una vez que Gyggle me
había colocado dentro del tanque, que
estaba allí postrado como un submarino
en miniatura o una lavadora del
siglo XXI, y cerraba de un golpe la
puerta con reborde de goma, me
resultaba imposible perder, y por lo
tanto —como él esperaba— reencontrar,
mi yo.
El relajante cojín de solución salina
a temperatura sanguínea en el que
flotaba sí que me ayudaba a abandonar
esos miedos corporales que estaban tan
arraigados en mí. Pronto se desvanecía
la conciencia del tiempo e incluso de
saber si estaba despierto o dormido. Me
hundía en un vacío aterciopelado tan
absoluto e impenetrable que llegaba un
momento en que no se sabía si aquello
era yo o yo era aquello. Pero entonces,
justo en el momento en que mis dudas
sobre el mundo exterior alcanzaban su
punto culminante y yo estaba seguro de
que la revelación estaba cercana,
ocurría algún problema técnico. La sal
hacía que me escociera algún corte o
herida del cuerpo, devolviéndome de
golpe la sensación corporal, o mis
oídos, en pos del más remoto de los
estímulos, captaban, proveniente de
algún lugar de las entrañas del edificio,
el sonido de la cisterna de un retrete o,
quizá, de un carrito chocando contra una
pared. En una fracción de segundo yo
agregaba cosas a esa partícula de sonido
y construía una idea de la clase de
mundo que podía haber producido tal
fenómeno. De más está decir que ese
mundo nuevo siempre guardaba un
asombroso parecido con el que acababa
de abandonar.
Gyggle no se desanimó por aquello;
en lugar de batirse en retirada o suprimir
los experimentos, sugirió medidas aún
más radicales.
—No es del todo ético —dijo,
mientras observaba cómo me quitaba
bajo la ducha los cristales de sal
hexagonales de la parte interna de los
muslos—, pero también es cierto que
nosotros nunca hemos tenido una
relación terapéutica ortodoxa.
—¿Qué es lo que no es del todo
ético?
—Solían recomendarlo para
desenganchar a heroinómanos, por
supuesto que dio muy poco resultado.
Luego lo probaron con diferentes tipos
de depresión, incluso con psicóticos.
Pero, invariablemente, el tratamiento
resultó ser mucho peor que la
enfermedad.
—¿De qué diablos me está usted
hablando?
—Del sueño profundo, eso es lo que
quiero que me permita hacer con usted,
Ian. Quiero ponerle a dormir durante,
por lo menos, cuarenta y ocho horas.
Creo que sólo potenciando al máximo
largos períodos de REM o fase de
sueño, podremos desenterrar ese
demonio suyo. Después, una vez que se
haya vuelto a materializar, podremos
luchar contra él, ¿eh?
¿Por qué le permití que me
convenciera? La respuesta es sencilla.
Desde luego tenía un buen trabajo y una
casa confortable, tenía incluso gente que
me invitaba a sus casas. Tenía todo lo
que acompaña al éxito, a la aceptación
social. Había superado una infancia y
una adolescencia particularmente
traumáticas y todo parecía indicar que
contaría con un mínimo de estabilidad
durante la edad adulta. Pero tenía el
problema del sexo, por supuesto, y había
algo más: una especie de desarraigo, de
intemporalidad en mi vida.
Por más esfuerzos que hacía para
estar en el presente, para incluirme en la
historia, para verme como un simple
corpúsculo más corriendo por las
arterias urbanas, no lo lograba. Había
una suerte de sentimiento anacrónico en
toda mi vida, una especie de alienación
que no lograba entender. Se ponía de
manifiesto con especial fuerza en mi
trabajo. Por más innovadores que fueran
los productos que me dispusiese a lanzar
al mercado, no podía evitar verlos ya
desde el principio en algún inmenso
bazar en un futuro lejano, obsoletos ya
hacía tiempo y totalmente anticuados,
convertidos en pasto cosmológico para
mercadillos ambulantes.
Me afectaba ese asunto de estar
siempre en el Ahora. Cuando iba en mi
coche conduciendo no era ninguna hora
en particular, sólo un momento de gran
concentración. Por eso coincidí con
Gyggle en que, sólo entrando en el
escape del sueño, en mi mente
hiperactiva y acelerada, podía llegar a
resolver esa paradoja y liberarme de
una vez por todas de esa fuerza maligna
que sentía que había determinado mi
vida.
Gyggle me dijo que en el pasado se
había usado insulina para hacer que la
gente entrara en estado de coma, pero
que a él jamás se le ocurriría hacer algo
tan brutal o violento; lo que se
necesitaba era simplemente un suave
goteo de Valium. Gyggle me metería en
alguna habitación libre del hospital y me
mantendría bajo observación constante
mientras estuviese inconsciente.
Intermedio
Lo que este país necesita es un buen
puro de cinco centavos.
T. K. Marshall

Así que ¿dónde estábamos? Escuchando


la nevera, ¿no? Escuchando el zumbido
modulado, la tos gaseosa, el temblor
amortiguado.
Los Veinte Grandes Éxitos de
Música de Nevera, ¡bueno!, ese sí que
es un álbum que uno podría lanzar al
mercado con muy buenos resultados.
Seguro que existe una demanda para esa
clase de cosas, todo el mundo está muy
en la onda de la música ambiental hoy
en día, ¿y hay algo que pueda ser más
consumadamente ambiental que una
nevera? Está en medio del ambiente y a
la vez es aparentemente una pequeña
amenaza para el puñetero y precioso
medio ambiente.
Está bien, lo reconozco, tal vez
cuarenta y cinco minutos sólo con ruidos
de nevera podría ser un pequeño
fracaso. Habría que meterle un poco de
ritmo, conseguir algunos vocalistas
conocidos para acompañar a la burbuja
refrigerante, algunos productores para
que recortasen la vibración fría en los
compartimentos que la integran y
después la volviesen a montar para
formar un gran muro de sonido
congelado. Entonces creo que
podríamos hacer un buen negocio,
entonces estoy seguro de que tendría
usted entre manos algo con lo que
conseguir un buen dinerito.
Digo usted, pero quiero decir yo. Yo
me la jugaría y usaría para ello el
marketing directo. Recurriría a un agente
de mailing que conozco. Un tipo
nervioso que lleva trajes azul eléctrico
de Anzio. Su cuerpo es como un alambre
cargado de energía que da calambre y la
única conexión a tierra que tiene es el
teclado de su ordenador.
Siempre que voy a verle está
alimentándose mediante la conexión con
miles de consumidores potenciales; sus
bocas-monedero maman ávidamente de
la cuenta corriente de su banco mental.
Separa los dedos de la mano para poder
sentir cómo le invaden las pulsaciones
de cientos de megabytes de información.
El disco duro contiene listas ingentes de
compradores potenciales, y su propia
mente se halla fusionada con esa otra
memoria más rápida y de acceso
aleatorio, de tal forma que le permite
volverse hacia mí y decirme: «¿Quieres
los que empiezan por ABC que tengan
Volvos antiguos de cuatro puertas? Los
tenemos. ¿Quieres funcionarios de la
zona de Acorn, entre la parcela 117 y la
492, que cuenten en su historial con
haberse presentado a oposiciones? Los
tenemos. ¿Quieres propietarios de
viviendas que pertenezcan a minorías
étnicas y estén entre los dieciocho y los
cuarenta y cuatro años? Pues los
tenemos».
Y, lo que es más, incluso puede
mezclar listas de posibles clientes y
obtener deliciosas yuxtaposiciones
inverosímiles: propietarios de bicicletas
estáticas que van de vacaciones
culturales a Ucrania (sólo hay siete en el
Gran Londres); leprosos aficionados a
la lencería de Janet Reger (aunque
parezca sorprendente, sólo en Roseland
hay varios cientos); demócratas
liberales entusiastas del Nintendo que
también son aficionados a Wagner (no
tantos como uno hubiese esperado).
Después de pasar unos veinte
minutos con ese agente de mailing uno
comienza a ver el mundo como él. Su
visión es desconcertante: sus claros
ojillos saltones son concienzudos
encasilladores que dividen cualquier
reunión, cualquier agrupación de gente,
según sus características clasificables.
Tiene una visión geo-demo (para
ustedes: una visión que desglosa
geográfica y demográficamente). Echa
una ojeada dentro de un bar y al instante
esa mirada reticular entra en acción, se
posa sobre las personas trajeadas allí
reunidas, de tal modo que cada uno
queda atrapado, de acuerdo con sus
branquias, en la correspondiente casilla,
mientras luchan por liberarse antes de
que los expertos en marketing se les
acerquen ofreciendo sensacionales
Ofertas Gratis.
Mi álbum de música de nevera va a
poner realmente a prueba al agente de
mailing. Va a tener que esforzarse al
máximo. «¿Que quieres qué?», me dirá.
«¿Que quieres una lista de personas para
quienes divertirse sea escuchar el ruido
de la nevera a las tres de la mañana? No
pides nada, ¿no te parece, colega?».
Sacude la cabeza, emite ¡ays! y ¡uys!, y
sus dedos de Thelonious Monk aporrean
el teclado con talentosa frustración. Pero
de pronto lo tiene, se enloquece y ya no
para de mezclar y expurgar
frenéticamente bases de datos.
«Vamos a ver… Vamos a ver…,
sí…, sí» (teclas de plástico
desenfrenadas), «tenemos una lista de
quienes compraron neveras en el centro
de Londres durante el año pasado…
Mm, mmm… Unos dieciséis mil
posibles clientes por este lado. Y
tenemos otra lista de gente que ha
respondido a las ofertas de televenta de
álbumes de recopilación de música
ambiental. En ésta tenemos unos tres
mil… Bueno… pues mezclamos y
expurgamos, y ¿qué obtenemos? Ciento
cincuenta y dos posibles clientes. Ahora
bien, para ser sinceros, hay que decir
que sólo unos pocos de ésos van a estar
lo suficientemente chiflados para querer
un álbum con la recopilación de sonidos
de neveras, pero ¿cuáles? Vamos a
ver… Vamos a ver…»
Vuelve al menú principal, se mete en
el directorio, en la mismísima Lista de
todas las Listas, en el encefalograma del
propio neurocirujano. En el monitor
aparece una zona oscura, como si
alguien le hubiese echado grasa encima.
A través de esa opacidad puedo ver más
listados de listas. Son las listas secretas,
clasificaciones misteriosas de grupos
inadmisibles. «Tenemos una lista de
pacientes que están siendo tratados por
psicosis graves en los hospitales de
Londres; sí, sí, ya sé que en sentido
estricto esto no es nada ético, pero
déjame decirte, es igual de poco ético
que otras cosas que tenemos aquí.
¿Cómo cuáles? Bueee-no, ¿qué te parece
criminales de guerra nazis con coches
antiguos de cuatro puertas, registrados
en la zona de Potteries? ¿O ministros del
Gabinete con tendencias más que
pasajeras a las prótesis exóticas? ¿O
directores de compañías a los que le
gusta usar y abusar de sus propios
excrementos? Ésos están clasificados de
acuerdo con el tamaño de la empresa, y
puedes obtenerlos a todos en etiquetas
autoadhesivas o en papel satinado.
Entonces, vamos a ver, mezclar y
expurgar, mezclar y expurgar… ¿Qué
pasa? ¿Ley de Protección de Datos? No
me hagas reír, jefe. Vamos a ver…
Vamos a ver… Pufff. El único. El único
chiflado que escucha el ruido de la
nevera y está dispuesto a tirar de tarjeta
ante nuestra propuesta…».
Yo, claro. Tenía que ser yo. Después
de todo, soy yo el que ha estado sujeto
al marketing directo de mi propia alma.
Habrán oído ustedes hablar del elefante
solitario, pues yo soy su descendiente
moderno: un solitario que se divierte
con la mierda de las ofertas por correo.
Permítanme que les cuente una anécdota
que ilustrará este punto; tómense un
respiro narrativo y que su rapidez
mental disfrute de dos barritas de
chocolate McNugget.
Recuerdo un fin de semana cuando
yo tenía unos diecinueve o veinte años,
en todo caso fue poco antes de que él
desapareciera y después de su
transformación, del ventoseo de su
nueva identidad. Fuimos a Yorkshire en
busca de alguno de los lugares
predilectos de mi abuelo. Aunque, en
realidad, no fuimos a visitar al viejo
Sidney (según mi mago, aquello no
hubiese sido «diplomático»). Y en
cambio acabamos deambulando por los
páramos que hay sobre Hebden Bridge.
Era alrededor de Pascua, y tal vez por
eso se fue poniendo teológico mientras
íbamos dando tumbos por entre brezos y
tojos.
Aquel día los páramos estaban
hermosísimos. En el cielo, los cúmulos
formaban un impresionante paisaje
invertido. En la tierra, sus sombras se
deslizaban veteando las colinas que
caían hasta la línea irregular, donde
acababan las tierras altas y comenzaban
los valles profundos en forma de
desfiladeros.
—Aquí antes había un mar —dijo,
trazando un amplio arco en barrido con
su brazo como una torre de mando—.
Fíjate cómo la estratificación que se ve
donde el valle cae en declive parece la
línea de la costa. Si rellenas el valle con
el océano ausente, ¿qué obtienes?
¡Claro!, un hermoso archipiélago
interior, por supuesto. Preciosas islas de
color esmeralda contra las que chocan
suavemente las olas.
Hice lo que me dijo, y añadí
eidéticamente la masa de agua
desaparecida. La observé fluir y rellenar
los fiordos secos hasta llegar al nivel
adecuado, hasta que nosotros dos, el
hombretón y yo, quedamos de pie en lo
alto, contemplando desde nuestra
ventajosa posición aquella escena
primigenia, el corazón líquido de
Inglaterra.
—Ésa es la razón por la cual esta
parte del mundo es tan importante para
mí —resumió, sacando del bolsillo un
voluminoso estuche para puros de cuero
—. Esto le pone a uno en contacto con la
escala pura del tiempo geológico y, por
lo tanto, con lo infinito y lo inefable.
Abrió el estuche y miró
detenidamente los proyectiles de tabaco
que contenía, tan peligrosos todos ellos
como un misil tierra-aire Sam-7.
—Creo que éste. —Sacó uno, le
arrancó un extremo de un mordisco y
luego lo encendió con la lengua de fuego
de su mechero de gasolina—. No es más
que un Montecristo número uno, pero es
que fumar cualquier otro más
sustancioso al aire libre sería
desperdiciarlo.
Seguimos paseando. Él balanceaba
su bastón de montañero enérgicamente,
arrancando matas de hierba de un golpe.
Iba vestido para una partida de caza
eduardiana, con un traje completo de
tweed con pantalones bombachos. Sobre
el canto rodado gigante que era su
cabeza había un sombrero de tweed con
una pluma de urogallo metida en la
cinta. Por alguna razón el aspecto
arrugado del sombrero atrajo mi
atención. Era como la imitación
deliberada de un objeto natural, un
puesto de observación bajo el cual los
ornitólogos de su escudriñadora
conciencia no dejaban de vigilar un
mundo timorato.
—Estás pensando en mi cabeza,
¿no?
Di un respingo tal que casi me meto
en la zanja llena de barro que corría al
borde del camino.
—Puede ser que estés meditando
sobre el hecho de que soy calvo.
—No, no estaba pensando en eso.
—No, quizá no. Pero, aunque así
fuese, no tienes que compadecerte de mí.
Mi condición de tonsurado es una
cuestión más deliberada que casual. Fue
una pequeña idea que recogí durante una
estancia entre los dipsómanos de la
Madre Rusia. Esas almas perdidas están
tan empobrecidas que se afeitan la
cabeza para poder frotársela con
alcohol. El alcohol es, ya lo sabes, el
tipo de loción más barata del mercado.
¿Quieres probarla?
Sacó una espléndida petaca del otro
bolsillo, desenroscó la tapa y con un
movimiento abrupto se quitó el
sombrero y se estampó una mano llena
de aquella cosa contra la frente. La brisa
me trajo a la cara una ráfaga de
hedionda astringencia, mientras él se
estremecía y su cuerpo de cetáceo se
bamboleaba como un manatí erguido.
—¡Brrr! —exclamó—. Esto me hace
muchísimo bien, noto sentir cómo se me
filtra el aguardiente en el cerebro,
poniendo en marcha sus funciones, su
golpeteo, su motor diferencial.
Nuestro camino bajaba serpenteando
hacia lo que parecía una pequeña
represa o laguna de montaña. El agua se
acumulaba bajo un acantilado en
miniatura, cuya pared estaba
interrumpida hacia la mitad de la cuesta
por la ruta en zigzag del sendero que
avanzaba en declive hacia el valle. Y
allí, bajo un desordenado grupo de
robles enanos y de serbales, donde un
grupo de ancianos excursionistas había
decidido detenerse a comer. Estaban
todos sentados, con las piernas estiradas
sobre el sendero y la espalda recostada
en el acantilado, mordisqueando
sandwiches y bebiendo en vasos de
plástico. Incluso desde el otro lado de la
charca oíamos el parloteo de su animada
conversación.
—¡Ejem! —Clavó la punta del
bastón en el suelo—. Si no me equivoco,
esto es lo que puede calificarse de
«paraje natural de extraordinaria
belleza». No hace falta decir que la
única función de esta designación es
señalar que estos escenarios son
propensos a atraer a los más horribles
ejemplares de Homo erectus.
Obsérvalos, muchacho, presta atención a
su lamentable aspecto unido a la
sofisticación de sus atuendos y equipos
para hacer caminatas.
Hice lo que me indicaba. Era cierto,
los viejos excursionistas respondían a
ambas cosas: eran horribles y además
llevaban puesto lo mejor de lo mejor en
ropa para salir al campo. Chubasqueros
de Gore-Tex les cubrían el huesudo
pescuezo y la espalda encorvada;
estuches de plástico para mapas y
complicadas brújulas orientativas
colgaban sobre sus poitrines cóncavas;
sus piernas combadas estaban
enfundadas en modernos pantalones de
molesquín o de pana; y calzaban sus pies
planos y sus tobillos débiles con hormas
flexibles de piel especial para zapatos
de la mejor calidad. Si hubiesen sido
más jóvenes podrían haber escalado las
Rocosas con aquel atuendo de alta
montaña.
—Qué absurdo, ¿no? —Dio una
enérgica calada a su Montecristo y se
tragó al estilo francés un penacho de
humo de tamaño Old Smoky—. El
ridículo equipo de esos jubilados me
sugiere una paráfrasis de uno de los
apotegmas más conocidos de ese
filósofo alsaciano de pacotilla, que
dice: «El infierno son los pantalones de
los otros». ¿Te gusta? ¡Ja, ja, ja, ja, ja!
Desparramaba risas y humo a partes
iguales.
—¿Qué es eso?
Se volvió hacia los excursionistas,
que ahora comenzaban a moverse, como
reaccionando a sus comentarios
peyorativos. Volvieron a colocar los
tapones en los termos y cerraron sus
fiambreras de plástico para sandwiches,
ya vacías. Con mucho cuidado intentaron
levantarse. Unas manos manchadas por
la vejez sostenían otras. Era difícil
saber si los que ya se habían puesto de
pie intentaban ayudar a sus compañeros,
o si los que seguían en el suelo estaban
en realidad tirando de los más vivos
otra vez hacia abajo, hacia la tumba.
Al poco estaban todos de pie,
sacudiéndose de encima las migas y las
ramitas. Una vez desplegados en una fila
irregular, guiada por uno que tenía
aspecto de jefe scout, partieron valle
abajo.
—Regálate la vista con eso. —Les
estábamos siguiendo a buen ritmo—. ¿Te
imaginas qué espantosos favores
obtendrá el babuino jefe cuando esa
manada entre en un entorno un poco más
farouche?
—¿A qué se refiere?
—Me refiero a que en el lugar
adonde se dirigen, la jerarquía que han
creado adquirirá una trascendencia
mortal, de garras y dientes
ensangrentados.
—¿Qué? ¿En Hebden Bridge?
—¡No, bobo! ¡Ya sabes que no
puedo soportar a los bobos! Nosotros
vamos a Hebden Bridge; ellos van a ser
partícipes de un tipo de excursionismo
bastante más radical.
Volvió a sacar el dedo licantrópico,
el dedo mediano inarticulado. Comenzó
a moverlo de arriba a abajo como si
estuviese excitando una zona erógena
invisible.
Mientras hablaba había empezado a
ocurrir algo funesto, algo que era
armónico y a la vez repugnante y que,
sin embargo, resultaba extrañamente
natural. Por encima del excursionista
con aspecto de jefe scout, que marchaba
blandiendo su cayado pastoril con
aspecto de llegar con un cuarto de siglo
de retraso a Aldermaston, comenzó a
aparecer una dilatación, un desgarrón en
el aire mismo. Parecía una especie de
alteración de la atmósfera, un corte
arrugado de la propia epidermis etérea.
Se hizo cada vez más grande, pero no se
veía nada dentro del hueco, excepto el
sendero, que bajaba serpenteando hacia
el valle. El tipo con aspecto de jefe
scout se metió directamente en la boca
de aquella cavidad y se esfumó.
Me detuve y me quedé mirando
fijamente con los ojos muy abiertos,
mientras el resto de los excursionistas
senescentes abandonaba esta dimensión.
Cuando el último tacón de la última bota
había sido tragado, aquella cosa
reluciente cerró los labios, se subió la
cremallera y desapareció.
—¿Qué le ha hecho a esa gente? —
dije con un grito entrecortado—. ¿Dónde
han ido? Los ha matado, ¿no es así? ¡Los
ha destruido por pura mezquindad!
—¡Qué tontería! Muchacho, haz un
esfuerzo para no sucumbir al
melodrama. —Había dejado de andar y
observaba el final de su Montecristo con
una expresión de leve y ahíta
inapetencia—. No he hecho más que un
pequeño ajuste temporal, he reformado
el traje del tiempo quitándole uno de los
pliegues a su pernera ostensiblemente
rígida.
»Están exactamente en el mismo
sitio, bajando por el mismo sendero —
hizo una pausa y se subió el puño de la
camisa para descubrir su Rolex redondo
tamaño pedrusco—, hace unos cuatro
mil años. No cabe duda de que
encontrarán la experiencia un poco
desconcertante, pero si se las arreglan
para evitar a los uros que merodean
durante el día y a los voraces tigres
dientes de sable durante la noche, puede
que encuentren muchas cosas agradables
en su nuevo entorno. A mí, por ejemplo,
que soy un arborófilo, me encantan los
espesos bosques de coníferas del
Neolítico. ¡Vaya!, hasta hice que me
tallaran este bastón de uno de esos
árboles, durante mi última incursión.
Cada año le tallo un nuevo círculo, lo
cual, debo reconocer, es una forma
bonita de darle la vuelta a la nueva
ciencia de la dendrocronología.
Me había perdido. Por mí podía
estar hablando una protolengua, porque
no me enteraba de nada. Yo estaba
afirmado en el presente, observando
cómo retozaban los estorninos por
encima y por debajo de los cables de
telégrafo y cómo el viento hacía rielar
las hojas nuevas convirtiéndolas en un
Monet borroso.
Continuamos andando en silencio
durante un rato. Él estaba concentrado
en fumar. Para romper el silencio, llenar
la pausa, pregunté:
—¿Por qué? ¿Por qué ha hecho eso?
Y me preparé para el aluvión de su
ira. Pero no sucedió nada.
—Esto es, por supuesto, una
sinécdoque —dijo—. ¿Entiendes, mi
pequeño licenciado? Cuando esos
maestros retirados y esos empleados de
banca cesantes se planten en la Edad de
Piedra, se verán forzados a probar sus
equipos de alta tecnología hasta sus
límites más extremos. Pronto
determinarán si el Gore-Tex y el
Timberland hacen honor a sus
cualidades tan cacareadas.
»Y, más aún, cuando estén luchando
por hallar el camino hacia la costa
(después de haberse dado cuenta de lo
apurado de su situación, y a punto de
encontrarse con sus peludos antepasados
que dejarán a la mitad ciegos y
trepanados y a dos tercios de los
restantes muriéndose por
envenenamiento de la sangre),
percibirán gradualmente la extrema
locura de sus propios preceptos
morales, de su bagaje espiritual, de su
lastre trascendental. Se darán cuenta del
vigor de la Apuesta de Broadhurst.
—¿Perdón?
—La Apuesta de Broadhurst es la
manera correcta de ver las cosas al
revés, una inversión apropiada de los
sofismas de aquel apóstata anoréxico,
garabateada en sus notitas adhesivas. La
Apuesta de Broadhurst sostiene: Si
adoras a la deidad eres un imbécil.
Porque si realmente existe, seguro que te
perdonará tu negligencia, ya que es todo
bondad en estos asuntos, un sensiblero
metomentodo. Y si no existe, ¡bueno!, en
el momento de expirar ya te sentirás
como un soberano gilipollas, el idiota
más grande del mundo. Todas esas horas
desperdiciadas en aburridas tómbolas
benéficas, todas esas mañanas
arrodillado en la iglesia sobre cojines
apelotonados, todas esas agonías
patéticas: la pérdida temporal y después
la breve recuperación del pequeño
cambio de fe, de fe en la nada, en la
nulidad, en el vacío. No, no, date cuenta
de toda la fuerza de la Apuesta de
Broadhurst y comprenderás que el padre
ausente del Cristo humano se convierte
en lo que todos sabíamos que era: un
neurótico errante que no paga el
mantenimiento de lo que él mismo ha
creado. Probablemente se esté gastando
sus recursos en algún análisis
teleológico, tumbado en un sofá que
surca el firmamento. «¿Por qué?», se
queja a su loquero. «¿Por qué lo hice?».
Pero no puede admitir nada de ello, ¡ah,
no!, porque sufre una negación crónica,
una negación de la existencia del mundo
mismo. Aunque, a pesar de lo dicho,
durante algunos momentos
particularmente lúcidos y equilibrados
tal vez reconozca la realidad de una
pequeña parte de ese mundo. Como
Liechtenstein, por ejemplo.
»Pero ya es suficiente teología por
hoy. —Volvió a consultar el Rolex—. Si
no nos damos prisa, como la posada
cierra por la tarde, no podremos
bebernos un vaso de orina de Culex
pipiens, eso que pasa por cerveza en
esta zona.
Así que es la Apuesta de Broadhurst
lo que me viene ahora a la cabeza. Me
viene a la cabeza a las tres de la
madrugada mientras escucho el aparato
de aire acondicionado. Como si tuviera
que plantearme por qué ya nada me
divierte. ¡Bien que lo sé! Si no lo
supiera, dudo que estuviese aquí sentado
esperando el rayar del alba con su
chillido de escarnio a través de las
persianas, esperando a que mi mujer
muera. No, no, ya no hay ninguna
diversión, sólo mi idea de ello. La mía y
la de él, la de él y la mía.
Somos como cocainómanos o
masturbadores crónicos, ¿no? Intentamos
arrancar la última pizca de desenfreno a
una experiencia intrínsecamente
mecánica y vacía. Metemos nuestro
desatascador en su sitio, erosionamos la
piel del clítoris, empujamos el pene y no
sentimos nada. No es exactamente nada,
es peor que nada, sentimos una chispa o
un picor, el equivalente sensual de una
imagen residual de la retina. En eso
consiste nuestra diversión ahora, no en
el pasarlo bien en sí mismo, sino sólo en
una cansina referencia a ello. De todas
formas, tenemos el convencimiento de
que si podemos referirnos una vez más
al hecho de pasarlo bien, hacer una
declaración firme al respecto, la
diversión retornará como los pájaros
después del invierno.
Al despertarnos una mañana en
nuestra cama, oiremos un coro de trinos
y gorjeos: la diversión ha vuelto a
apiñarse en las ramas del árbol frente a
nuestra ventana. Nos arrebujaremos bajo
las mantas con una expectación gozosa.
Pero en cuanto nos levantamos y nos
vestimos, en cuanto dejamos la casa
para comprar el periódico, esa falsa
primavera se esfuma poco a poco.
Pasamos junto a un parque con juegos
infantiles. Un grupo de niños están en un
tiovivo, un pie dentro y otro fuera, están
empujándolo a una velocidad
vertiginosa, gira y gira hasta que sus
rostros forman una sola banda borrosa.
Desde esa banda borrosa hay sólo un
par de ojos que miran fijamente. Ojos
tan infectados de cinismo como los de
un plumífero que se está muriendo de
cirrosis, como los de un adolescente
frenético farfullando en una pista de
baile, como los de una esposa a la que
le han atizado un puñetazo en la boca
por enésima vez.
¿Tenía él razón? ¿Habíamos perdido
la gracia divina? ¿Era eso? ¿Habíamos
perdido nuestra inocencia colectiva? A
veces lo parece, ¿no es verdad?
Sentimos como si nos hubiesen
atravesado, como si hubiésemos sido
desflorados por un mundo brutal y
burlón. Pero, por otro lado, también es
como si fuéramos los profanadores.
Hemos zangoloteado por todas partes,
cabalgando encabritados, ¡ja-ja!, ¡ju-ju!
Y ahora, agotados, exhaustos, más
destrozados que nunca, nos bajamos de
esa carroza de diversión, de ese
transporte del deleite, para encontrar
debajo de nosotros una flor aplastada,
una camelia pisoteada con su polen y su
savia desparramados cual sangre sobre
la tierra estéril, la tierra seca, la tierra
donde acecha el tétanos y todo tipo de
chatarra.
¿Cómo es posible esa sensación de
ser al mismo tiempo víctima y agresor,
al mismo tiempo nosotros y ellos, al
mismo tiempo yo y él? ¿Hemos sido
expulsados de una Arcadia de la
diversión donde la naturaleza nos
proporcionaba autómatas inocentes,
máquinas que mugían y rebuznaban para
divertirnos?
Lo dudo. Lo dudo mucho. Les diré lo
que pienso, ya que han preguntado, ya
que se han atrevido a increparme con su
repulsivo rostro, desde el otro lado de
la suave capa de pintura que recubre mi
corazón tremendamente hipotecado.
Creo que no había más que una cantidad
determinada de diversión, una cantidad
determinada y nada más. Nos la
gastamos toda bailando danzas
folklóricas en el ocaso, besándonos a la
luz de la luna, comiendo mariscos
mientras el sol se hacía añicos sobre
nuestro tenedor vuelto hacia arriba y
nosotros hacíamos el bon point. Y, por
supuesto, también está el asunto de que
la diversión sólo existe en retrospectiva,
en retroscendencia; cuando uno lo está
pasando bien, forzosamente se deja
llevar, no piensa. ¿No lo hemos pasado
bien, entonces? ¿No lo hemos pasado
bien? Ustedes saben que sí.
Ahora me siguen, ¿no? Nos estamos
yendo de la fiesta juntos. Nos detenemos
en la escalera y, aunque nos fuimos por
voluntad propia y cogimos nuestro
abrigo de debajo de la pareja
entrelazada sobre la cama, ya
empezamos a sentir que hemos tomado
la decisión equivocada, que hubo una
mano escondida que nos expulsó de allí,
queriendo excluirnos.
Nos detenemos en la escalera y
escuchamos que la fiesta continúa sin
nosotros, una risa estridente, el sonido
agudo de la música. ¿Es demasiado
tarde para regresar? Nos sentiríamos
como unos tontos si regresásemos y
anunciásemos sin dirigirnos a nadie en
particular: «Es que el taxi no ha llegado.
Hemos pensado que sería mejor subir
otra vez a esperarlo y seguir pasándolo
bien».
Bueno, sí, sí, nos sentiríamos como
unos estúpidos, como unos estúpidos de
mierda, porque no es verdad. El taxi sí
que ha llegado, lo podemos ver al pie de
las escaleras, gruñendo por anticipado,
exigiendo que nos subamos y le
indiquemos el camino, para sacarnos de
allí. Sacarnos de la diversión y
llevarnos a casa, a nuestra casa en el
barrio residencial de la madurez.
Una última cosa. Ustedes nunca
pensaron que el ser adulto significase
una cosa tan así, ¿cómo decirlo?, tan…
adulta. ¿O sí? Nunca pensaron que
tendrían que esforzarse tanto. Es algo tan
implacable esto de ser adulto, esto de
ser considerado, desenvuelto, sentirse a
gusto dentro de una matriz
cuatridimensional cambiante de
Consideraciones Completamente
Válidas. Les gustaría liarse un poco la
manta a la cabeza, ¿a que sí? Les
gustaría juguetear con los botones de la
realidad como él lo hace, meter mano
sin remordimiento, sin el sentimiento de
haber traicionado algún oscuro
compromiso.
No se molesten. Yo ya me he tomado
la molestia, he ido a la búsqueda del
niño que hay dentro de mí. Ian, el
pequeño. Lo he perseguido por los
senderos que se pierden dentro de mi
propia psique. Yo soy él, como él es yo,
como nosotros somos todos… Su
espalda, ancha como un menhir… Mis
pasos, resonando de una forma
inquietante dentro de mi propia cabeza.
Me vuelvo hacia adentro para
enfrentarme a mí mismo, y me enfrento a
mí mismo y me vuelvo a enfrentar a mí
mismo. Me estoy mirando fijamente a
los ojos. Ian, ¿eres tú, mi otro yo
significativo? Ahora puedo apreciarte
por lo que eres, Ian Wharton. Estás de
pie sobre un alto acantilado, cortado a
pico y bosquejado por el palpitante
verde del mar. Estás de pie encorvado,
consciente de la dura tarea. Del
tremendo trabajo que es la vida, que es
la muerte, que es la vida de nuevo, para
siempre, un mundo sin fin.
Y ahora, Ian Wharton, ahora que ya
no eres el tema de esta novela ejemplar,
sino meramente su objeto, ahora que no
eres más que otro átomo improductivo
que mira desde la ventana de una
mónada etiquetada, ahora que te tengo
donde quería que estuvieses, deja que
comience el desenfrenado delirio.
Libro segundo
La tercera persona
La culpa fue un sentimiento que me
gustó tanto que me compré todas las
existencias de esa maldita sensación.
FARRAH ANWAR
6
LA TIERRA DE LAS
BROMAS INFANTILES

Si alguien me dice que ha estado en los


peores sitios, no tengo derecho a
juzgarle, pero si me dice que fue el
grado superior de su sabiduría lo que le
permitió internarse en esos sitios,
entonces sé que se trata de un farsante.
Wittgenstein

Las ahumadas fachadas del Hospital de


la Fundación Lurie contra el
Alcoholismo se asientan sobre el
barranco seco de Hampstead Road. Se
trata de una estructura compleja y
confusa, pues la mayor parte del edificio
se construyó siguiendo el modelo de los
asilos para pobres de la época
victoriana, pero en la década de los
años treinta se le añadieron en ambos
extremos unos anexos que tienen el
aspecto de soportes para libros.
En la parte posterior del hospital,
delante de la chata mole azulada de la
Estación, Euston y delimitado por los
compresores del aire acondicionado del
Hotel Kennedy, hay un jardín
enmarañado. Ese espacio se creó,
gracias a la beneficencia aristocrática,
para proporcionar al personal y a los
pacientes un lugar de paseo, un suave
empedrado alrededor de un diseño de
parterres y extensiones de césped. Los
recursos para su conservación han ido
disminuyendo poco a poco con el paso
de los años, y el jardín está ahora lleno
de hojas muertas y pedazos de moldes
de poliespán, restos de algún embalaje
olvidado, aunque sin duda esencial.
Vista desde el otro lado de
Hampstead Road, la ampliación hecha
en los años treinta en el lado izquierdo
del hospital parece más que nada el
edificio de un banco. Con su fachada de
piedra revestida de un verde
amarillento, se sentiría a sus anchas
entre sus iguales de Lombard Street. En
la mismísima esquina de ese anexo hay
una puerta de roble macizo. No tiene
placa y no hay ningún cartel que indique
si es una entrada de servicio del hospital
o algo que no tiene nada que ver con él.
Tras la puerta de roble hay una zona
de recepción dividida por dos escalones
altos. Pasada esa zona, y distribuidas sin
orden ni concierto en el mismo nivel,
hay una serie de habitaciones de paredes
pintadas al temple color sepia. Los
suelos enmoquetados de dichas
habitaciones están salpicados de
grandes ceniceros de metal que parecen
cajas de Kleenex misteriosamente
galvanizadas. Las habitaciones se
conectan a través de pequeños pasillos
cuyos suelos de linóleo tienen tantas
cicatrices de quemaduras de cigarrillos
que los boquetes negros producen la
sensación de que el suelo es estampado.
Más allá de los pasillos hay unos
servicios con fragancia de orines,
equipados con unas barras blancas que
pueden extenderse desde la pared para
el caso de que se necesite ayuda para
mantenerse en pie. Sujetos a las paredes
de esos servicios hay recipientes
metálicos blancos para el papel
higiénico que, con constante regularidad,
se encuentran absolutamente vacíos.
Durante seis años aquellos dominios
tan poco atractivos habían sido el feudo
del doctor Hieronymus Gyggle,
psiquiatra, especialista en
comportamientos de adicción y, como le
gustaba que le llamasen, filósofo
práctico. Donde otra gente sólo hubiera
visto la escoria de la humanidad, con
manos y rostros marcados y destrozados
por la ardua labor de consumir drogas
por vía intravenosa, Gyggle veía a
yonquis lumpen muy animados. Recorría
las instalaciones, precedido por su
barba pelirroja, como a la espera de que
su clientela se pusiera de pie de un
salto, enganchara los pulgares en los
tirantes de los pantalones y rompiera a
cantar: «Queremos que te sientas como
en casa, queremos que te sientas parte
de la fa-mi-lia».
Que Gyggle no era un loquero común
y corriente ya lo sabemos, y aquella
calurosa tarde de viernes de final de
verano la peculiar diversidad de sus
actividades sirvió para confirmar ese
hecho.
Dividía su precioso tiempo entre
tres proyectos en marcha. En primer
lugar, en una de las habitaciones sepia
estaban sentados seis de sus yonquis
charlando sin parar en una sesión de
terapia de grupo. Por orden de Gyggle,
la asistencia a esos grupos era
obligatoria para todo aquel que quisiera
entrar en el programa de noventa días de
desenganche con metadona.
En segundo lugar, en un cubículo
rodeado por una cortina de plástico
justo al final de la unidad, yacía el
protegido de Gyggle, su paciente más
antiguo, un asesor de marketing alto y
regordete, de nombre Ian Wharton.
Gyggle se había traído a Wharton
consigo desde su último trabajo como
consejero estudiantil en la Universidad
de Sussex, de la misma forma que un
médico menos importante podía haber
transportado su adorno favorito para el
escritorio o una colección de grabados
de escenas de caza.
Por último, en el despacho del gran
hombre, que dirigía su mirada miope a
través de las ventanas empañadas por la
mugre hacia los jardines antes descritos,
se hallaba sentada una joven, una tal
Jane Carter. Jane no se estaba quieta ni
un segundo, buscaba sin parar las puntas
irregulares que pudieran destrozar la
perfecta línea de su melena corta.
También esperaba a Gyggle, esperaba
que viniese a evaluar su capacidad
como trabajadora voluntaria.
Gyggle atravesó la unidad de
drogodependencia. Llevaba la barba tan
larga y tan rígida que parecía explorar
los pasillos por delante de él,
posiblemente intentando evitar el fuego
de los francotiradores. De vez en cuando
se detenía para intercambiar palabras de
ánimo con alguno de sus colegas. Los
colgados pueden esperar, pensó Gyggle
en plena marcha, y también la señorita
Carter. De lo que tengo que ocuparme es
de la terapia de sueño inducido de Ian.
Se detuvo y consultó un reloj de
submarinista falso que llevaba amarrado
a su huesuda muñeca. Son las cuatro.
Tengo que despertarle a las cuatro de la
tarde del domingo, si no estará
demasiado grogui para ir a trabajar el
lunes y no queremos que eso pase, ¡ah,
no!
La cortina de plástico se descorrió y
Ian levantó la mirada desde el diván
donde estaba tumbado. Recortada en el
hueco largo y estrecho estaba la silueta
larga y estrecha del doctor Gyggle.
Gyggle se estiró dentro del hueco, se
colgó de la barra de la cortina con sus
brazos de mantis. Estaba mascando
chicle y el largo abanico de su barba
hacía frufrú al rozar con la pechera de la
camisa cada vez que masticaba.
—Ah, Ian —dijo con voz aflautada
—. ¿Lleva aquí mucho tiempo?
Ñam-ñam.
Y la barba hizo frufrú.
—Bastante.
—Estamos un poco nerviosos, ¿no?
¿O sólo sarcásticos?
—No sé a qué se refiere.
—Ah, estamos sarcásticos. Mire,
Ian, quiero que quede bien claro que no
le estoy presionando para que haga esto.
Puede levantarse de ese diván y
marcharse a casa si lo desea. Incluso, si
no está en la predisposición adecuada,
soy yo el que no quiere ponerle a
dormir.
—Ah, ¿y cuál es la predisposición
adecuada?
—Bueno, yo lo veo de la siguiente
forma. —Y como un vulgar entusiasta de
su tema, Gyggle acomodó una de sus
nalgas infinitesimales en el borde del
diván y se subió las perneras de los
pantalones, antes de soltar su
conferencia—. El sueño inducido es una
extensión lógica del papel de chamán
que tiene el psiquiatra. Si consideramos
el acto de interpretación, ya sea en el
psicoanálisis o en la psiquiatría
dinámica, como algo análogo a las
formas de protección practicadas por
tales individuos, entonces la experiencia
del sueño inducido puede equipararse a
sus invocaciones del trance de posesión.
»En las sociedades tradicionales se
invoca el trance de posesión para purgar
a los demonios mediante el contacto del
sujeto con su espíritu tutelar. Así que lo
que espero de esto es que, a través de
una inmersión prolongada en el mundo
de los sueños, su psique primero
comprenda y luego se deshaga de la
catexis que ha construido alrededor de
ese personaje mítico, ese tal “Gran
Controlador”.
—Por favor —dijo Ian,
incorporándose sobre un codo—, debe
referirse a él como «El Gran
Controlador» y es importante que el
artículo definido esté con mayúscula,
incluso en el pensamiento.
—¿Lo ve? —exclamó Gyggle—. ¿Ve
el control que esto ejerce todavía sobre
usted? ¿No quiere librarse de él?
—¡Por el amor de Dios, ya sabe que
sí!
—Muy bien. Entonces merece la
pena que probemos la terapia. Quítese
todo lo que lleve puesto, voy a
inyectarle una medicación previa.
—¿Qué?
—Le pondremos a dormir y le
mantendremos todo el tiempo sedado,
pero la sensación de perder la
conciencia puede ser desagradable, así
que sería bueno que estuviera relajado
de antemano. Ahora haga lo que le digo,
Ian, y no proteste.
Mientras Gyggle estaba ocupado con
la ampolla y la jeringuilla, Ian se
desvistió. De pie y únicamente con los
calzoncillos sintió cómo un escalofrío le
recorría todo el cuerpo, a pesar del
calor reconcentrado en el cubículo.
—¿Tendré que estar tumbado en ese
maldito banco todo el fin de semana?
Gyggle había llenado la hipodérmica
y estaba manipulando el gotero y el
catéter que colgaban de un gancho,
encima del diván.
—Ñam-ñam —(frufrú)—. No, claro
que no. Esta noche, cuando se cierre el
centro, le trasladaremos a una cama del
hospital principal. Ya me he puesto de
acuerdo con una de las enfermeras para
que le vigile constantemente y controle
el gotero con el sedante y el suero hasta
que yo regrese el domingo por la tarde
para, digamos, rescatarle del reino de
las tinieblas.
—¿Y está seguro de que estaré en
condiciones de ir a trabajar el lunes?
—Con toda seguridad, ahora tiene un
trabajo importante, ¿no es así?
—Sí.
—Bueno, póngase de lado, le voy a
inyectar la medicación previa.
Ian sintió cómo Gyggle le daba
palmaditas en la nalga y a continuación
el pinchazo de la aguja. Una sensación
tibia comenzó a invadirle, extendiéndose
a partir de un punto en la base de la
espina dorsal. Era como si le
sumergiesen en un baño tibio, o como
reintroducirse en el útero. Cuando
volvió a tumbarse boca arriba en el
diván, Gyggle ya estaba otra vez de pie
en la entrada artificial.
—Relájese, Ian. Tengo que
ocuparme de una cosa y volveré
enseguida para ponerle a dormir, ¿de
acuerdo?
Dio media vuelta y desapareció.

Mientras tanto, en una de las


habitaciones delanteras de la clínica que
daban a Hampstead Road, la sesión de
terapia de grupo que Gyggle había
abandonado continuaba su curso. Los
seis yonquis estaban inmersos en una
investigación sobre la naturaleza de lo
genérico. Gyggle habría estado
encantado si hubiera podido
escucharles, ya que sus deliberaciones
se desarrollaban según las pautas que él
había fijado desde su autoproclamado
papel de filósofo práctico.
—Como «Minipimer» —decía John,
mientras se pasaba la uña sucia por la
línea de carne blanda como un chicle
que le bordeaba la mandíbula—. Quiero
decir que nadie habla de un «aparato
electrodoméstico» cuando se refieren a
una minipimer, ¿o sí?
—No, no. No es como minipimer
pa’ná, porque minipimer es como una
cosa manufacturada, en sí misma, no
sólo… un… estooo…
—¿El qué?
—¡Un producto!
—¡Bah! —John meneó la cabeza
diciendo que no, despreciativo. Su
interlocutor, Cucaracha Billy, era un
hombrecillo negro que llevaba un jersey
con ribetes verdes, cuyos puños raídos
le tapaban la mitad de las manos. La voz
de Cucaracha Billy tenía un ceceo
irritante. Todos le consideraban inútil y
tonto de remate.
—O Magimix —continuó diciendo
John, entusiasmado con su tema. Se
sentó al borde de la silla y comenzó a
gesticular con los antebrazos delgados y
tatuados en azul—. La gente todavía
asocia el Magimix al nombre de una
empresa y también al de un producto,
¿no?
La pregunta no pretendía ser
retórica, pero de todos modos
Cucaracha Billy no estaba a la altura de
su papel en el simposio. En cuanto a los
otros yonquis, parecían ajenos a lo que
estaba pasando. En alguna ocasión
alguien, probablemente un asistente
social o un funcionario encargado de los
presos que han salido en libertad
condicional, había sido lo
suficientemente tonto como para decirle
a John que «se expresaba muy bien».
Desde entonces un montón de gente no
profesional había tenido que sufrir las
consecuencias de su fluidez verbal.
—Por supuesto que sí —continuó
diciendo—, pero permitidme deciros
que dentro de unos pocos años nadie
dirá «picadora licuadora», es
demasiado largo para una cosa, «pi-ca-
do-ra li-cua-do-ra». —Estiró las
palabras todo lo que pudo—. No, dirán
magimix con «m» minúscula. Entonces,
Billy, de algún modo, el decir «ese
chisme, el cómo-se-llame, el fulano ese,
sabes cómo te digo, el lo que sea, el
esto, el asunto, todo el rollo», esss
essatamente lo mismo, como lo de la
magimix, o la minipimer, en realidad.
Dentro de poco todo el mundo lo verá
como un producto único, y no como una
cosa de la que hay varios tipos…
—Pero, John… —le interrumpió
Billy, haciendo un último intento para
conseguir el papel de Glaucón—. O sea,
que hay diferentes tipos de rollos,
¿verdad, colega?
—Sí, Billy, los hay, igual que hay
diferentes tipos de aparatos
electrodomésticos.
Entonces, como si aquel comentario
gnómico resumiera de alguna forma toda
la conversación, John se recostó en el
respaldo de su silla, entrelazó las manos
por detrás de la cabeza y se sumió en
una especie de ensueño.
«Cucaracha» Billy no parecía muy
convencido; jugueteaba con los puños
raídos de su jersey y observaba a John
con mirada torva. Con aquel pelo
plateado peinado rigurosamente hacia
atrás, la nariz fina, los pómulos altos y
los ojos oscuros, John tenía un aire
vagamente aristocrático. Pero esa
impresión desaparecía al instante en
cuanto abría la boca, detrás de cuyos
labios asomaban unos colmillos débiles,
amarillentos, rotos y ennegrecidos.
Aquello era su punto flaco y también la
forma en que se le fruncía la piel de una
de las mejillas a la altura de la
mandíbula. Parecía como si alguien
hubiese hundido un garfio en el punto en
el que el cuello se une con la mandíbula
y lo hubiese girado. Algún otro, o quizá
el mismo sádico, había alisado
suavemente aquella telaraña en espiral
de pliegues carnosos con un aparato de
soldar, o si no con algún aparato para
cauterizar, pero despacio.
—John.
—Sí, Billy.
Billy estaba inclinado hacia
adelante, con la cara pálida de tanta
concentración.
—¿Tú conoces a Tony?
—Sí, Billy.
—¿A Tony el Alto?
—Sí, Billy.
—Me dijo que me acercara a
Bristol, o sea…
—¿Hace poco?
—Nooo, el año pasado.
John suspiró. Iba a ser una historia
larga.
—Conocía a un tipo de Portis-no-sé-
qué, cerca de Bristol…
—¿Portishead?
—¿Se llama así? Vale, o sea,
Portishead. Tony y el tipo aquel habían
trincado una farmacia la noche antes y
tenían la caja en su casa, ¿vale?
—Vale.
—Así que Tony me llamó y me dijo
que me acercara a cogerla, porque el tío
ese era como que le conocían y él
pensaba que podía caerle encima la
bofia por culpa de aquel tipo, como que
era…
—¿El sospechoso nato?
—Eso. O sea, que cogí el coche y
fui. Tardé la tira porque el único buga
que tenía perdía por todos lados. Cada
treinta kilómetros tenía que parar para
echarle más aceite y todo ese rollo. Pero
oye tú, que así y todo me las arreglé
para vendérselo a la colgada esa de la
Ethel a la semana siguiente…
—¿Y qué?
—Vale, o sea, que llegué allí y me
estuve la tira para encontrar el sitio,
estaba al otro lado de la ciudad, en una
de esas calles en curva donde hay
casitas. Nada más girar la esquina vi
que la bofia ya estaba ahí, aparcada
justo delante de la casa. Así que pisé a
fondo, pasé de largo y empecé a buscar
la salida pa’ volverme pa’Londres.
»Seguí por la calle aquella y estaba
pasando por unos campos de fútbol,
cuando voy y veo a Tony el Alto y al
tipo aquel, un tío con una pinta cachonda
y bizco a tope, por el medio de uno de
los campos de fútbol con la caja a
cuestas. Había unos chavales dándole al
balón pero se habían parado, o sea, para
ver lo que estaban haciendo Tony y el
bizco.
—¿Y qué hiciste? —preguntó John
bostezando.
—Me bajé del trasto y me fui
corriendo detrás hacia el centro del
campo. Tony me vio y me puso a parir
por haber tardao tanto. «¿Dónde está el
coche?», me gritó, y entonces cogí y se
lo señalé. «Vosotros rompedle el puto
cierre a ese cacharro y cogéis todo el
género bueno, que yo me voy a llevar el
coche al otro lao del campo».
»Así que hicimos eso. La verdad es
que fue cachondo porque nos llevó la
tira romper el cierre y todos los
chavales venían a mirar. Resultó que los
chavales del bizco iban a la escuela esa,
así que todos los pibes iban y le decían:
“¿Qué está haciendo, señor Anderson,
pa’qué quiere ese cacho caja?”.
»Por fin conseguimos abrir la caja y
se nos cayó todo al suelo. Tuvimos que
arrodillarnos en el barro pa’ ver qué era
cada cosa. Cuando volvimos al coche
estábamos hechos un asco, te lo juro.
Tony s’había sentao al volante. “¿Lo
habéis pillao?”, dijo. “Sí”, le contesté, y
le enseñé algunas cosas de las que me
había metido en los bolsillos. “Pero ¿
qué’s esa mierda?”, dijo. “De todo un
poco”, le dije yo, “tú dijistes que
trajésemos el género”. Entonces explota
y va y dice: “¡No, ese género no,
imbécil de mierda, las ampollas! ¡Las
puñeteras ampollas! ¡Todo el chisme ese
estaba lleno de ampollas, tonto del
culo!”. Estaba hecho una fiera, y
después se pasó meses sin hablarme.
—¿Quién? —dijo John, que se había
distraído por alguna razón.
—Pues Tony el Alto, claro, no va a
ser el bizco. Igual a ése yo no le hubiera
vuelto a hablar otra vez, se le habían
cruzao los cables, estaba cagao de
miedo. Todo el tiempo que estuvimos
dando vueltas por ese Portis-no-sé-qué,
agachaos para que no nos viera la bofia,
no paró de decir chorradas contándome
que si tuviese suficiente sedal de pesca
podría pescar barcos en el jodido Canal
de Bristol lanzándolo desde la ventana
del piso de arriba de su casa.
«Cucaracha» Billy se sumió en el
silencio, como si fuese evidente la razón
de aquel relato. Nadie intervino. John
tenía los ojos clavados en el techo,
movía los labios como si contase los
azulejos. Los otros yonquis estaban tan
quietos que parecían muertos. Estaban
todos como paralizados, encerrados en
el purgatorio particular del retraimiento,
salvo uno, una especie de cosa
desgarbada con pelo grasiento y gafas
bifocales que parecía un electricista
pasando una mala racha. Aquel
personaje estaba concentrado fumando
un cigarrillo cuyo extremo encendido
utilizaba para reducir un vaso de
poliestireno a una rejilla carbonizada.
El único sonido que había en el cuarto,
aparte del de un moscardón dándose
cabezazos contra el sucio cristal de la
ventana, era el del leve chasquido que
producía el pitillo al tocar el material
inflamable.
—¿Y qué? —dijo John después de
un rato.
—Bueno, la historia, Johnny, chico,
es una especie de, una especie de…
estooo, sabes cómo te digo…
—¿Un ejemplo?
—Sí, un eso, un ejemplo, porque
cuando él dijo lo del «género» yo no
entendí a qué se refería. Así que no
puede ser que el eso sea lo mismo que…
sabes cómo te digo.
—¿Quieres decir lo mismo que la
palabra «Minipimer»?
—Sí, eso, como minipimer.

Había varias razones muy buenas por las


cuales Hieronymus Gyggle había
decidido establecer su base de
operaciones en una unidad de
drogodependencia. Como había
reconocido ante Ian Wharton,
consideraba a los yonquis poco más que
carne de cañón para poder usar y abusar
de ellos y enviarlos a los campos de
batalla de la locura. Pero lo más
importante era que Gyggle necesitaba a
los yonquis tanto como una abeja reina
necesita a las obreras. En los recorridos
palmo a palmo buscando a los
traficantes y las farmacias de la ciudad,
en los callejones donde se inyectaban y
en el frente de batalla, acumulaban unas
propiedades que él necesitaba para sus
incubaciones más extrañas e intensivas.
Porque los estados de conciencia
que alcanzan los seres humanos en
estado de sueño profundo o de
toxicomanía al límite no son meros
hechos cerebrales, fusiones efímeras de
neuronas, sino que son cosas concretas.
Una vez abandonados por sus ocupantes
originales, esos artefactos permanecen
tirados aquí y allá en nuestro
superpoblado universo, a la espera de
nuevos inquilinos en los que
introducirse gradualmente, como
gusanos. Había muchos de esos
artefactos pululando por la unidad de
drogodependencia, formaban parte de
los desechos del lugar al igual que las
colillas de cigarrillos y los recipientes
de plástico utilizados para análisis de
orina. Por suerte eran mucho más
difíciles de eliminar. Aquellos cubículos
de catalepsia abarrotaban el hueco de
las escaleras y, al tener una flotación
negativa, se apiñaban debajo de los
tubos fluorescentes como amnios
invisibles.
Ian Wharton, con el Omnipom
empezando a correrle por el cuerpo,
despegó. Su psique aletargada se elevó
y quedó atrapada en la red del extinto
territorio onírico de Richard Whittle,
uno de los yonquis de Gyggle. Era una
fantasía nueva, que acababa de ser
depositada en la unidad de
drogodependencia, y por lo tanto era
particularmente fuerte,
espeluznantemente jugosa. Actuaba
como puerta de entrada, como el portón
de las llanuras del paraíso, el territorio
atroz por el que su mente, libre de las
trabas de la identidad, podía vagar entre
lo salvaje.
Richard luchaba por recobrar el
conocimiento pero el camino estaba
bloqueado. El mundo había decidido
interponer miríadas de dinastías de
sueños incrustados entre Richard y su
despertar. Tanto los sueños que actuaban
dentro de los sueños como los sueños
que eran en sí mismos evidencias
fragmentarias de alguna hipnogogia
perdida hace mucho tiempo, que habían
permitido que arqueólogos obtusos
reconstruyesen elementos de aquel
sueño prehistórico, aparecieron
expuestos entonces dentro de cajas de
cristal transparentes, que eran en sí
mismas las reliquias, las vasijas
sacrosantas, de otra cultura que era,
también en sí misma, un sueño.
Richard estaba tumbado boca arriba
(al igual que Ian) y sentía el cuello del
anorak pegado al suyo. (En el caso de
Ian, era el papel utilizado como
antimacasar lo que le picaba). Miraba a
través de una ventana salpicada por la
lluvia. Mirada al revés, la hilera de
casas adosadas al otro lado de la calle
tenía un aspecto totalmente extraño e
incorpóreo. Enorme, con su fachada de
tono pastel brillante después del
chaparrón, la inmensa mole de las casas
en hilera, coronadas por chimeneas y
antenas que vistas de lejos recordaban
almenas, parecía deslizarse por el cielo
invertido. Era ella la que se movía y no
el jirón de nube que había detrás. Toda
la hilera de casas adosadas, como un
buque urbano, navegaba a lo largo de la
calle.
Se oyó el apagado pisar de unos
calcetines sobre la moqueta. Richard
alzó la mirada en el momento en que
Cucaracha Billy y Rosie la Grandullona
entraban en escena. (Gyggle y la
corrupta enfermera con la que se había
puesto de acuerdo habían vuelto al
cubículo. La enfermera ajustó la espita a
una bolsa con un líquido claro y la colgó
del gancho que había encima del diván).
Entraron en el cuarto y se quedaron de
pie, lo más cerca posible, de donde
estaba tumbado Richard.
—Venga, cariñito —dijo Rosie la
Grandullona, con todas sus carnes
bamboleándose de un lado al otro,
esforzándose por justificar el
sobrenombre de su dueña.
—Ha llegado Martin —dijo
Cucaracha Billy, y su estúpida boca
babeaba como anticipación de lo que
aquello significaba.
Richard empezó a incorporarse.
Cuando lo logró, la pareja ya se había
ido. No les había oído marcharse, pero
en aquel momento le llegaron sus
cuchicheos desde la cocina en el piso de
abajo. Rosie la Grandullona y Martin, su
marido, vivían en un dúplex de un
tamaño impresionante. Richard pensaba
que aquel tinglado debía de tener tantos
pisos como cuartos. Pasillos largos y un
poco sinuosos, de paredes pandeadas,
conectaban una especie de descansillos
polvorientos separados por unas
pesadas cortinas de felpa y terciopelo.
Avanzar por la casa iba acompañado de
un frufrú de cortinas y con cada
movimiento del cortinaje aparecía otra
nueva pelota de pelusa por debajo de
los bordes. El ambiente del dúplex era
pesado, casi sofocante, pero sofocante
por las telas, no por la calefacción.
Nunca había dinero para calefacción.
Richard bajó despacio las escaleras
que iban a dar directamente a la cocina.
Se sentó en mitad de la escalera y
observó a Martin, a Rosie la
Grandullona y a Cucaracha Billy.
Estaban trabajando alrededor de la mesa
de la cocina. Trabajaban
apresuradamente pero con eficiencia.
Utilizaban fuego y líquidos, crisoles y
filtros, pero su obsesión era tal que no le
dio la impresión de que fueran químicos
sino más bien los típicos mecánicos de
boxes ocupándose de un coche en medio
de una carrera.
Rosie la Grandullona levantó la
vista de la jeringuilla que estaba
preparando.
—Espera en el cuarto de los niños,
Richard. Subiré enseguida.
Richard volvió a emprender el
ascenso de las escaleras sentado. Se
había prometido a sí mismo que llegaría
al cuarto de los niños sin ponerse de
pie, que haría todo el camino marcha
atrás sobre su trasero. Ya le dolían las
muñecas, iba a ser realmente difícil,
pero era una tarea de importancia
mágica, o por lo menos eso se dijo
Richard a sí mismo. Si lo lograba el
chute sería bueno y todo se arreglaría, se
acabarían las guerras y los niños
hambrientos tendrían qué comer.
Llegó al último escalón, después
subió al descansillo y lo atravesó.
Recorrió bastante deprisa el pasillo,
correteando marcha atrás sobre las
palmas de las manos y las plantas de los
pies, hasta que le dio un ataque de risa a
la puerta del dormitorio.
Richard se subió a la litera superior
y se tumbó. Respiraba entrecortada e
irregularmente, cada boqueada
acarreaba una simiente de náusea que le
subía por el esófago y estallaba en la
garganta. Sintió el cosquilleo del sudor
al deslizarse por la frente y el labio
superior. Meneó el trasero,
presionándolo contra el delgado colchón
de espuma. ¿Aquel atormentado crujido
provenía de los muelles de la cama o de
su propia pelvis oxidada?
Richard fijó su débil atención en lo
que le rodeaba; hasta la acción
involuntaria de mover los ojos parecía
obstaculizada por cierta resistencia. No
obstante, sus ojos recorrieron titubeantes
algunos centímetros y después se
posaron en el grupito de pegatinas y
personajes de dibujos animados que
Rosie la Grandullona había pegado en la
pared de la litera superior de los niños.
Richard se sumió en la contemplación
de los primos lejanos de Goofy y Pluto,
en versión coreana. Sus cuerpos tenían
el color del maracuyá y los hocicos eran
tan protuberantes como senos. Tenían los
pies divididos en dos grandes dedos
gordos y las manazas en dos blandas
terminaciones dactilares que, con toda
seguridad, no servían para coger nada
ni, como en el caso de aquella criatura
verde lima que aparecía por detrás de
unas hierbas en dos dimensiones, para
llevarse una taza de té a la boca.
Richard quedó totalmente atrapado
dentro de aquel mundo de formas.
Formas que habían partido de la idea
del cuerpo humano y se habían apartado
lo más lejos y rápidamente posible
retrocediendo hasta el momento mismo
de la concepción; hasta alcanzar ese
mundo, el mundo de lo fetal. Aquél era
el bestiario humorístico con el que los
niños podían identificarse. Criaturas con
miembros rudimentarios, aptitudes
omnipotentes y sin genitales, sólo unos
montículos redondos y peludos
imposibles de penetrar.
Rosie la Grandullona entró en el
cuarto de los niños con la ancha frente
de Cucaracha Billy asomándole por
encima del hombro. Éste iba recitándole
una especie de cuento interminable a sus
espaldas.
—Y entonces nosotros cogimos y
estábamos atrapados en el callejón, o
sea, porque él no había pensado en eso.
Fue un chollo bajar aquel trasto de caja
por la trampilla de la carbonera pero no
podíamos levantarla para pasarla por
encima del puñetero muro y, además, el
perro estaba ladrando, el perro de Finch
el Follador, un perro de pelea…
—¡Cállate ya, Billy!
Billy era hermano de Rosie. Rosie
se dirigió patosamente hacia la ventana
y descorrió la cortina de un manotazo.
El crepúsculo había llegado como
una espesa descarga amarilla por el
cielo. La frente oscura de Rosie
reflejaba aquel amarillo y también el
naranja de su falda tubo. Acercó unas
manos ictéricas al frío cristal mientras
daba golpecitos a la jeringuilla que
sostenía con firmeza entre índice y
pulgar. Se desprendieron unas burbujitas
del líquido y resbalaron hasta los
hilillos de espuma que quedaban en el
cuello de la jeringuilla. (Gyggle metió
cinco miligramos de Valium líquido en
una jeringuilla grande. Antes ya había
insertado el catéter en el dorso de la
mano de Ian, lo había sujetado en su
sitio con un esparadrapo y lo había
taponado). Rosie seguía dando
golpecitos, después empujó el émbolo
hasta que un arco de líquido, como un
chorro de pis, salió expulsado y se
estrelló contra la barra de la cortina de
plástico.
A sus espaldas, Cucaracha Billy
dudaba con aire bobalicón e indeciso
entre quedarse o irse.
Rosie abandonó la ventana y fue
hacia Richard, que estaba tumbado en la
litera superior. Subió el primer peldaño
de la escalera diminuta y endeble. Se
detuvo tambaleándose. Con una mano
sostenía la jeringuilla, con la otra se
cogió la estrecha falda naranja y empezó
a levantarla, descubriendo primero unas
pantorrillas gordas, después unas
rodillas gordas y por último el inhibidor
refuerzo de sus voluminosas bragas.
Puso una rodilla en la litera. Se sentó a
horcajadas sobre Richard y se apoyó en
su entrepierna. Lo único que él sintió en
ese momento fue la tela arrugada y
apelotonada de sus pantalones; no hubo
ninguna otra sensación.
Cuando Rosie comenzó a
desabrochar el puño de la camisa de
Richard, él volvió la cara. Cucaracha
Billy se había instalado encima de una
cómoda blanca con tiradores que
imitaban el cobre y estaba leyendo
totalmente absorto un viejo ejemplar de
Beano. Por encima del hombro de aquel
mecánico cretino, Richard veía el
pasillo oscuro, que hacía cuatro meses
que no tenía bombillas, y le pareció
distinguir, aunque tal vez sólo lo
imaginó, que había una figura
agazapada.
Las rápidas manos de Rosie, tan
diestras como ratas ciegas en una
alcantarilla, habían hallado la parte
anterior del codo de Richard y también
habían dado con su pene pequeñito,
fláccido e inexpugnable. Rosie cogió el
pene igual que la jeringuilla,
firmemente, e introdujo ambas cosas al
mismo tiempo: la aguja en el brazo de
Richard, y el pene en sus húmedas
fauces.
Rosie la Grandullona empezó a
hozar y mordisquear con sonido
amortiguado. Se movía encima de
Richard como la mancha de un
planetoide, bombeando el émbolo con
una mano, hasta que la sangre roja de
Richard se unió al fluido naranja que
había en la jeringuilla. Él hizo un
esfuerzo y levantó el brazo que le
quedaba libre; éste flotó alejándose,
etéreo y desconectado. Toqueteó
débilmente la camiseta de Rosie y
apartó la tela húmeda de sus senos. Los
pechos de Rosie eran como dos flanes
sudorosos. Yacían en su caja torácica,
apagados y blandos, con los pezones
hundidos. Richard intentó extraer
aquellas motitas de pasas de Corinto de
su entorno blando, aquellos trocitos de
color rosa virulento de postre de antaño.
En el aire se oía un «glumpa-
glumpa», un latido ensordecedor.
Richard bajó la mirada hacia el hueco
de su brazo y vio que se le había
formado un trombo enorme en la vena.
Aquello se hinchaba palpitante,
descontrolado: «glumpa-glumpa,
glumpa-glumpa». Richard intentó llamar
la atención de Rosie, decirle que parase
de inyectarse ella en él y él en ella, pero
fue inútil: tenía los ojos vidriosos y en
blanco, y miraba sin ver hacia el techo
en el que Spiderman colgaba de su
telaraña de plástico. El «glumpa-
glumpa» fue en aumento, llenando la fría
intimidad de la habitación. Fuera se
encendieron las luces de la calle; cada
una de ellas una isla. «Glumpa-glumpa,
glumpa-glumpa». Y el bulto seguía
creciendo y creciendo en el hueco del
brazo, hasta eclipsar el propio brazo. Y
Rosie seguía bombeando, arriba y abajo.
Richard arañó con fuerza sus pechos,
hasta sentir que la piel se fruncía y cedía
como la goma arrugada de un viejo
globo de cumpleaños.
Los pechos explotaron. El trombo
explotó. El aire se llenó de repente de
un rocío de gotitas naranjas; gotas de un
fluido purulento que salió a chorros de
brazo y pecho. Los jirones de piel del
pecho de Rosie colgaban planos sobre
el radiador que era su caja torácica.
Richard se miraba el brazo fijamente.
Trozos de carne y piel rodeaban el
agujero desigual de la parte interna del
codo. Expuestos a la vista, en el centro
mismo del brazo, estaban los
rudimentarios puntales y los débiles
remaches de su anatomía de mecano, al
descubierto ante los ojos de todo el
mundo.
Un hombre enorme y calvo entró
procedente del pasillo, donde había
estado merodeando, y se puso a
observar a Richard. Llevaba un
impecable traje a rayas hecho a medida.
El calvo se limpió la porquería naranja
de las solapas y la frente con un pañuelo
de seda con estampado de cachemira.
Después extendió la mano hacia el
rostro de Richard, con los dedos
corazón, anular y pulgar doblados, y con
el índice y el meñique estirados, para
protegerse del mal de ojo. Con los dos
dedos extendidos le cerró a Richard los
párpados y le devolvió una vez más a
las profundidades de la oscuridad
naranja.

(—Ya está profundamente dormido


—dijo Gyggle.
—Y supongo que usted querrá que
yo le cambie la maldita bolsa del pis y
todo eso.
—Bueno, claro. Me parece que eso
forma parte de sus obligaciones como
enfermera.
—Normalmente suele haber un buen
motivo para que un paciente permanezca
inconsciente durante todo un puñetero
fin de semana.
—No es asunto nuestro discutir los
motivos… —respondió Gyggle de
modo tajante por encima del hombro, y
salió por la puerta, rumbo a su
despacho, para entrevistar a la
trabajadora voluntaria).

Ian estaba en la Tierra de las Bromas


Infantiles. Sus ojos hinchados lograron
abrirse para ver una habitación chillona
llena de colores primarios que
desentonaban entre sí, rojos buzón,
verdes viridiana y azules cerúleos. Era
una habitación grande y todos los
muebles tenían forma de hongos. Había
champiñones gigantes en lugar de sillas
y bejines terriblemente hinchados en
lugar de sofás. Había varias setas altas
con sus sombreretes planos y brillantes
agrupadas para formar las superficies de
lo que debían de ser mesas. El aire de la
habitación era denso, olía a carne, a
levadura y a humedad.
Aparte de Ian había otros dos
hombres en la habitación. Uno, que era
regordete y sonrosado, estaba desnudo
en cuclillas en un rincón. El otro llevaba
un traje de raso morado con grandes
lunares negros e iba de un lado al otro,
moviéndose entre aquel mobiliario
inusualmente blando. Cada tres pasos
giraba sobre los talones y, a la vez,
hacía un gesto levantando el bastón en
ángulo con la mano derecha. Ian le oía
decir en voz baja: «Cha, cha, ¡chá! Cha,
cha, ¡chá! Cha, cha ¡chá!», con el acento
siempre en el último «cha».
—¿Estás despierto, cariñito? —dijo
el hombre sonrosado desde el rincón.
Hablaba sin moverse, pero Ian advirtió
por la forma en que le temblequeaban
los débiles muslos, que al hombre le
estaba costando mucho mantener aquella
postura. Como si quisiera confirmar
aquello, cada pocos segundos una mano
tensa salía disparada del regazo y se
apoyaba sobre la alfombra, para
mantener el equilibrio de la tambaleante
mole.
—¡Oh! ¡Ay! —exclamaba el hombre
sonrosado—. No creo que pueda
aguantar así mucho tiempo más.
—Cha, cha ¡chá! Cha, cha, ¡chá!
El personaje del traje de lunares se
interpuso repentinamente entre ambos,
haciendo una pirueta. Aparte del bastón
lucía una chistera hecha de la misma tela
brillante y con el mismo estampado, que
en aquel momento comenzó a levantar y
a mover, sin perder el ritmo de su
coreografía.
—Es por mi equilibrio, ¿sabes? —
continuó diciendo el hombre sonrosado
—. No tiene nada que ver con el
equilibrio tan bueno que tenía antes,
nada que ver, nada.
Para subrayar lo dicho, casi se cae
de culo y se salvó en el último momento
agarrándose al grueso tallo de una
amanita de un metro de altura.
—¡Uff! Me pregunto si todo esto
vale la pena. Antes me costaba un par de
días, pero ahora puede costarme un mes
o más.
—¿El qué? —preguntó Ian.
Seguro que hablar había sido un
error. Antes de hacerlo Ian podía pensar
tanto que la habitación y sus ocupantes
eran una vaga invención como que eran
una situación real, pero la palabra trajo
consigo el enfoque y la precisión: el
olor penetrante de una cosecha nueva de
mostaza y berro que se extendía a lo
ancho del tejido podrido de la alfombra
húmeda; los charquitos pálidos en el
extremo opuesto de la habitación que
formaba la luz del amanecer al entrar a
través del tríptico alargado de las
ventanas de guillotina; la voz de
Sonrosado, que se caracterizaba por
pronunciar las erres de forma bucólica y
suave; y el «Cha, cha, ¡chá!», que
repiqueteaba en medio de todo aquello,
producía la impresión de algo
precipitado, molesto, urbano y
norteamericano.
—¿Qué era lo que antes sólo le
costaba un par de días? —volvió a
preguntar Ian. Aunque era cierto que
estaba muerto de miedo y que le
envolvía la sensación nauseabunda de
estar metido en una habitación llena de
hongos, estaba claro que la única
salvación consistía en conversar.
—Conseguir que salgan las
lombrices, ¡qué va a ser…! —
Sonrosado intentó hacer un gesto
señalando la base plegada de su cuerpo,
pero su bracito sólo llegaba hasta la
cadera. Allí se quedó, con el dedo
índice doblado hacia adentro, señalando
hacia su puerta oculta—. Estoy seguro
de que no es por esto, porque siguen
siendo tan ricas como siempre. ¡Bueno!,
¡si hasta hay una oferta especial en este
momento, te dan un veinticinco por
ciento extra!, ¡totalmente gratis!
Estaba auténticamente encantado con
aquella ganga, sus rasgos curtidos se
distorsionaron en un gesto de alegría.
Ian se incorporó todo lo que pudo
apoyándose en los codos. Aquel
movimiento desencadenó oleadas de
polinización infecciosa en el lecho
orgánico; esporas del tamaño de una
libélula se le despegaron en una
polvareda oxidada desde el cuello y los
hombros. La experiencia fue
verdaderamente espantosa pero tuvo su
recompensa, porque aquella postura
semirreclinada permitió a Ian ver lo que
había debajo del trasero de Sonrosado.
Sobre la alfombra había una barra de
chocolate Mars. Estaba cortada a lo
largo y con la cobertura de chocolate
abierta para que se pudiesen ver las
diferentes capas de toffee, caramelo y
pasta de almendra que contenía.
—Es para las lombrices, ¿sabes? —
explicó Sonrosado—. Las barritas de
chocolate Mars les gustan más que nada
en el mundo, aunque hay que reconocer
que también suelen comerse alguna de la
marca Snickers o Bounty.
—Y, entonces, ¿cuál es el problema?
Ian sentía auténtica curiosidad.
—¡Ah! ¿Te interesa de verdad? ¿Te
interesa? ¿Piensas que podría
importarte, realmente? Él nunca me
pregunta cómo están las cosas —(«Cha,
cha, ¡chá! Cha, cha, ¡chá!»)—, está
totalmente absorto en sus propios
problemas. Pero si te interesa, entonces
te lo voy a contar. Sabes, el ciclo dura
normalmente alrededor de una semana.
Primero aparece un malestar curioso,
como una especie de faja alrededor de
la panza, después vienen los calambres
y las cagaleras. Pero, cuando empiezo a
adelgazar de verdad, y entonces es
cuando sé seguro que la lombriz ha
vuelto, entonces es cuando tengo que
actuar.
—¿Y qué es lo que haces?
—Bueno, hago lo siguiente.
Normalmente me introduzco una barrita
diaria de chocolate Mars por el trasero,
durante tres o cuatro días. Al cuarto día,
y escucha bien lo que te digo, esto nunca
ha fallado hasta ahora, pongo la barrita
de chocolate Mars sobre la alfombra y
me pongo en cuclillas sobre ella.
Cuando la lombriz saca la cabeza por el
culo para ver qué ha pasado con su
aperitivo, yo la cojo del cuello ¡y la
saco de un tirón! Pero esta vez las cosas
no funcionan tan bien. Ya llevo dos
semanas con esto y no ha habido ni
rastro de ella.
—¿Cómo sabes que todavía está ahí
dentro?
—¡Ay, querido, porque la siento, por
supuesto! La siento ahora mismo
enroscada dentro de mí. Su cuerpo me
llena totalmente, tengo la punta de su
cola atascada en la base del esófago y su
húmeda cabeza de gusano me está
rebuscando en el colon incluso ahora,
mientras hablamos. ¡Ay! Tenía
esperanzas de que hoy se asomase.
Mientras describía aquel problema
parasitario agudo, Sonrosado empezó a
pasarse las manitas por la panza,
tanteando y poniendo de relieve la forma
de la lombriz que tenía dentro,
agarrándose la piel y tirando de ella.
Aquel ejercicio hacía que el hombrecito,
suave como un bebé, se bambolease y
resoplase, hasta tal punto que al final de
su discurso acabó cayéndose de culo
sobre la alfombra con un «¡Uff!» y un
chillido contenido.
Ian también se dejó caer,
hundiéndose en la turba de la gran cama.
Cerró los ojos e hizo un esfuerzo por
escapar de la Tierra de las Bromas
Infantiles. Tensó la mente y el cuerpo y
se sumergió a través de estratos
internos, cada uno más oscuro que el
anterior, hasta no ser nada, sólo una
simiente extraviada en una tierra tibia o
una botella de plástico balanceándose en
la estela de un barco.
—Cha, cha, ¡chá! No vayas tan
deprisa, pequeñín. —Un dedo delgado
tanteó el párpado de Ian y después lo
abrió de golpe, destapando nuevamente
la pálida luz del amanecer—. Ni se te
ocurra abandonarnos justo ahora,
pequeñín, por lo menos no antes del
acontecimiento principal. Cha, cha, ¡chá!
El hombrecillo delgado se alejó de
la cama dando vueltas y se detuvo poco
después. Ian no podía dejar de mirarlo.
«Cha, cha, ¡chá! Cha, cha, ¡chá!». El
hombrecillo delgado bailó una pequeña
giga. Tenía una cara larga y flaca
dominada por una nariz afilada veteada
de vasos sanguíneos rotos. Sus ojillos
aviarios centelleaban y movía la cabeza
de un lado a otro, enseñando primero
una oreja y después la otra. Las dos eran
gruesos trozos de cartílago nudoso,
arrebujados formando un ángulo de
cuarenta y cinco grados, marcado por el
borde brillante de su brillante chistera.
—¿Te gusta mi mentón-tón-tón? ¿Te
gusta mi mentón-tón-tón? ¿Te gusta mi
mentón-tón-tón? —preguntó con
insistencia el hombrecillo delgado con
voz gangosa. A Ian le parecía que estaba
imitando la voz de un prestidigitador de
los que actúan en los pueblos. Cada vez
que volvía a empezar la giga hacía una
floritura en el aire con su bastón y
después apoyaba claramente su
empuñadura sobre el mencionado
mentón.
—¿Te gusta mi mentón-tón-tón? ¿Te
gusta mi…? —Se interrumpió de golpe
—. ¿Y bien? ¿Te gusta mi mentón-tón-
tón? —Acercó su espantoso rostro al de
Ian y le miró amenazadoramente—.
¿Qué piensas de él, cariñito?
El hombrecillo delgado llevaba
guantes de raso. Se palpó el mentón con
un dedo escurridizo. En la mismísima
punta del mentón había un botón de
carne, una espiral blanda en la que se
dibujaba un cráter.
—¡Venga, venga! —exclamó el
hombrecillo delgado—. ¿Te gusta o no?
¡Dilo de una vez!
El dedo apuntó como una flecha
hacia la garganta de Ian.
—Me… me gusta mucho —contestó
tartamudeando—. Es… es muy bonito.
—Ahhh, pero ¿te das cuenta de lo
que es, chaval? ¿Ahora te das cuenta de
lo que es? Di lo que es, vamos, ¡dilo!
Ian miró el mentón fijamente. El
hombrecillo delgado mantuvo la postura
temblequeando con el cuerpo en ángulo,
como una grúa. Seguía moviendo su
extraño mentón con el dedo escurridizo,
empujando aquel arabesco de carne
primero para un lado y después para el
otro. Ian no tenía ni idea de lo que
pretendía el hombrecillo delgado, pero
se dio perfecta cuenta de la importancia
de la pregunta. El hombrecillo delgado
era claramente peligroso, no se sabía lo
que podía llegar a hacer si Ian no
acertaba con la respuesta correcta. Por
alguna razón la frase «el pelo
enmarañado de sangre» le daba vueltas
y vueltas en la cabeza.
—¡Dilo de una vez!
Todo era delgado en aquel
hombrecillo. Ian observó con atención
cada una de las protuberancias de la
tráquea de su torturador. En el profundo
abismo de debajo de su mandíbula de
plástico había un pulso que latía como el
pedal del tambor de una batería. El
hombrecillo delgado tenía los tendones
del cuello tan tensados que se hubiesen
podido tañer e incluso rasguear.
Formaban arbotantes que soportaban el
esófago allí donde se interrumpía para
albergar la nuez, enorme e irregular,
atragantada en el buche del hombrecillo
delgado.
Tenía el cuello muy largo. Había
tanta longitud de cuello por debajo como
por encima de la nuez. Descendía y
descendía, hasta desaparecer dentro del
celuloide de una pajarita barata. Había
algo que se agitaba allí debajo, que
emergía por encima del nudo de la
pajarita de lunares del hombrecillo
delgado. Había una raíz con vida entre
los gruesos pelos que le sobresalían de
la base del cuello, una protuberancia de
carne, que se encorvaba sobre sí misma
y se sumergía por debajo del borde
blanco del cuello de la camisa.
—¡Ya lo sé! —Ian se sobresaltó por
el chillido de su propia voz—. Bueno,
creo que lo sé.
—¿Qué es lo que sabes? Dilo, dilo
ya, si es que sabes algo. Venga, sin más
preámbulos. —El hombrecillo delgado
se alejó de la cama dando vueltas y
retomó su danza, zigzagueando y girando
a un lado y otro por entre los muebles
leguminosos de la habitación húmeda y
fría—. Cha, cha, ¡chá! Cha, cha, ¡chá!
El hombrecillo delgado meneaba la
cabeza y las caderas en direcciones
opuestas, se meneaba y se contoneaba
como un corredor de maratón. De
pronto, y con certeza absoluta, Ian se dio
cuenta de que, después de todo, el
hombrecillo delgado no le haría ningún
daño.
—Eso que tiene en el mentón…
—¿Qué, muchacho?
—Es el ombliguillo, ¿verdad? Su
ombligo, ¿no?
El hombrecillo delgado no contestó,
se limitó a seguir con su «cha-cha-chá»
como si nadie hubiese dicho nada.
Entonces, de repente, gritó: «¡Ta-
tááán!», y se quedó quieto a los pies de
la cama. Levantó los brazos bien altos,
los empujó hacia atrás y adelantó el
mentón. El hoyuelo del ombligo
sobresalió, blanco y tumoroso, en aquel
marco tenso y sanguinolento. Pero había
algo peor, muchísimo peor, más abajo.
Porque, liberado del cuello de la camisa
que lo confinaba, colgaba un pene
fláccido que iba y venía de una solapa a
otra del traje de raso con lunares del
hombrecillo delgado. La fluidez de su
vivacidad contrastaba terriblemente con
la pose de cuerda de arco tensada que
había adoptado el hombrecillo delgado.
—Pero apuesto a que no adivinas lo
que pasó. ¿Lo adivinas? Apuesto a que
no sabes decirme por qué tiene que ser
así, ¿eh?, ¿lo sabes?
El hombrecillo delgado volvía a
amenazar a Ian. Su sensación de
seguridad se esfumó tan rápidamente
como había llegado. El hombrecillo
delgado dejó caer sus rodillas como
filos de navaja sobre la cama, una a
cada lado de los pies de Ian. Y después
adelantó sus afiladas manos y apoyó una
a cada lado de los muslos de Ian. El
hombrecillo empezó a ir cama arriba a
cuatro patas, hundiendo primero uno de
aquellos miembros instrumentales y
después el otro en el viscoso colchón,
como las palas que se clavan en una
capa de mantillo. Aquel movimiento
hizo que Ian se meciera de un lado al
otro. El hombrecillo delgado comenzó a
hablar entre dientes, pero estaba claro
que no se dirigía a Ian sino a sí mismo.
—Ha adivinado mi más preciado…
Ha adivinado… ¿Cómo habrá podido?
Rumpelstiltskin me llamo, de los hilos
de oro soy el amo… ¿Cómo habrá
adivinado mi secreto, mi triste
historia… tan preciada?
A cada embestida del hombrecillo
delgado, el pene que tenía en la garganta
iba y venía. Era un pene bastante
pequeño, incluso bastante infantil y
delicado, y en la punta, donde el
prepucio se replegaba, se escondía un
glande de un rosa intenso. En el orificio
brillaba una gota de semen que se alargó
formando una lágrima y después cayó
sobre el pecho de Ian como una
salpicadura tibia. Cuando el
hombrecillo delgado se inclinó para
posar los labios en la frente de Ian, éste
ya no sentía miedo.

Mientras tanto, en el mundo de la


vigilia, el mundo de lo no absurdo, el
mundo de nailon que se engancha en los
padrastros de las uñas de la cavilación;
ese odiado mundo de piscina vacía; ese
que es un simple relleno, unos
escombros polvorientos del tiempo de
que se compone el sándwich de las
eternidades, en ese mundo la trabajadora
voluntaria que ha acudido a ver a
Gyggle sigue todavía sentada, todavía
esperando.
Esperar. Ése era su fuerte. Aquella
mujer, Jane Carter, siempre estaba
esperando a algún hombre. Y aquella
tarde de verano en la unidad de
drogodependencia no podía quejarse,
porque ya tenía aquello tan arraigado,
estaba tan condicionada que, de hecho,
se había presentado como voluntaria
para… esperar, eso es.
Allí sentada, mirando a través de
aquellas sucias ventanas, llenas de
cataratas de mugre, Jane intentó
encontrar en su interior el camino más
fácil hacia su pasado. Éste se internaba
en sus recuerdos, dibujando la peculiar
curva de su existencia. Necesidad o
contingencia, contingencia o necesidad,
¿cuál de ellas era la responsable de
aquel giro en la vida que la había
llevado hasta un lugar tan extraño?
Porque, durante toda su larga
infancia, Jane Carter había jugado en un
jardín grande salpicado por la luz del
sol. Jane y su hermano vestidos iguales,
ella con una falda escocesa con peto, él
con pantalones escoceses, ambos
calzados con zapatos de charol. Jane le
lanzaba la pelota de goma de colores
chillones a Simon y Simon se la
devolvía más fuerte, como hacen los
chicos.
Vestidos con pantalones de montar
color habano y jerséis rojos, se sentaban
en el asiento trasero del familiar y mami
les llevaba a las caballerizas. Más tarde
se serviría el té, con las galletitas en un
plato, el zumo de naranja en una jarra, y
las junturas de aluminio de los muebles
de jardín frías al tacto.
Aquella infancia de Jane tenía un
sabor del Nuevo Mundo, una cualidad
de Eisenhower. Sus padres vivían en una
casa con jardín, en las suaves colinas
que se extendían por las afueras del sur
de Londres.
Era una casa apartada de otras casas
y también apartada de la noción de
tiempo y espacio. Allí era donde la
gente adinerada había establecido su
hogar. Se habían desplegado debajo de
los robles y de los castaños y habían
plantado matas de azafrán en los verdes
terraplenes. Aquello parecía más una
especie de estudio del cabello que
horticultura.
El asfalto pardusco de las carreteras
comarcales se recalentaba en verano, y a
Jane le parecía que eran torrentes de
lava que se movían con una lentitud
infinita, procedentes de algún volcán
que había entrado en erupción. Uno
nunca se olvida de las piedras de los
bordillos de la primera infancia,
¿verdad? Los que tienen menos de cinco
años avanzan con precaución a lo largo
de la calzada bordeada de musgo;
venden limonada sobre mesas de juego
alabeadas y exponen los juguetes en el
mundo perdido de la hierba.
Jane quería a Simon, le quería
locamente. Él, a cambio, la torturaba. Se
le sentaba en el pecho, le retorcía la
nariz, sometía sus delgadas muñecas a
quemaduras chinas. Él pateaba y
aporreaba, daba puñetazos y escupía.
Mayor y más fuerte que Jane, extendía su
dominio al mundo de la imaginación. A
los seis años ya era implacablemente
didáctico, una versión cruel de la clase
de maestro que luego sería.
—¿Quién es ésta? —preguntó él,
sometiendo a examen el conocimiento
que tenía de las locomotoras
humanoides.
—Gor-on —balbuceó ella.
—¿Y ésa?
—Henwy.
—¿Y ésa?
—Redward.
—No es «Redward», niña tonta.
Intenta no ser una niña tonta. A ver,
¿quién es?
—Yo…, yo…, yo no…
—Es James. Así que acuérdate.
James es rojo y tiene una cosita dorada
encima. Edward es azul. A ver si te lo
aprendes o si no haré que El Gran
Controlador te meta en un túnel y lo
tapie con ladrillos.
Un poco de brabuconería por parte
de un hermano nunca le hace realmente
daño a un niño. Y menos a una niña tan
querida como Jane. Realmente lo era,
quiero decir… que la querían. Sus
padres eran gente seria y responsable,
que protegía a Jane y Simon. Mantenían
fuera ese mundo de los callejones
meados y del comportamiento de
mierda. Jane fue a apacibles colegios
privados, donde no había problemas de
disciplina y lo mismo, más o menos,
ocurría con los resultados. Sus amigos
venían a jugar al gran jardín salpicado
de sol y hacían pis entre las hierbas
altas mientras las nubes se alejaban en
el cielo, haciendo retroceder los años.
Cuando tenía cinco años, una vez
Jane guardó para su adorado hermano
todos los peniques que le daban para
comprar limonada. Sabía exactamente
cuál era el regalo sorpresa que le
gustaría. No era un regalo de
cumpleaños ni un regalo de Navidad,
sino un regalo para demostrarle cuánto
le quería. Mami llevó a Jane a la
juguetería y allí estaba, una estatuilla
pintada de unos cinco centímetros de
altura. Llevaba un chaqué de color
negro, igual que la chistera. El chaleco
era amarillo y los pantalones grises.
Jane sacó las monedas una a una, todas
de tres y de seis peniques, de su
monedero de piel en forma de herradura.
La dependienta de la juguetería enterró
la minirréplica metálica en una bolsita
de papel marrón. La encerró allí con
cinta adhesiva transparente. Jane la
llevó a casa sobre las rodillas, hecha un
manojo de nervios.
—¿Qué es eso? —dijo Simon,
ejemplo perfecto de descortesía.
—Es un regalo, un regalo para ti.
—¿El Gran Controlador? Ah… sí,
bueno, ya tengo uno, puedes quedártelo.
Y Jane se lo quedó. No literalmente,
por supuesto. La estatuilla de hojalata
del Gran Controlador pasó a formar
parte de las fruslerías de la caja de
juguetes, y Jane se topó con él una y otra
vez a lo largo de los años, siempre con
una sensación de humillación. Pero en
algún otro lugar, muy cerca de ella
aunque inaccesible, una presencia
grande y sólida cobró vida y se instaló
allí, como la aureola negra que rodea al
sol, o la sombra oscura que se agita en
el límite mismo de nuestro ojo.
Jane creció y la presencia creció con
ella. Era una presencia masculina, eso
era lo único de lo que estaba segura,
pero aparte de eso no sabía qué
características tenía y ni siquiera podía
imaginárselo. Era simplemente esa cosa
que persistía, esa cosa que estaba detrás
de ti cuando te escondías tras un árbol,
dejando el mundo cotidiano de niños y
perros retozando sobre la hierba al sol.
Era esa inefable sensación de pérdida
que invadía a Jane al despertarse de un
sueño profundo. Era la masa musculosa,
el leviatán amorfo, que se le enroscaba
en los tobillos bajo la rizada superficie
del mar cuando se alejaba nadando de la
costa, en Poole, en Polzeath, en
Brighton.
Cuando alcanzó la pubertad y dejó el
colegio de niñas para ir a la escuela de
señoritas de Reigate, la presencia se fue
con ella. Para entonces la presencia ya
no era simplemente masculina: era una
especie de hombre. Jane era una niña
inteligente de trece años, muy
adelantada para su edad. Había sido
educada sin tapujos en lo referente a
temas sexuales; su tendencia romántica
se hallaba dentro de los límites
marcados por una información clara.
Identificó correctamente la presencia
por lo que era: el ánima, el lado
dionisíaco, Pan, Príapo.
No es que Jane realmente pensase
que la presencia estaba dotada de un
pene. Por alguna razón, no podía
formular aquella idea del todo. No, la
presencia era redonda pero firme e
impenetrable.
Jane se convirtió en una joven
atractiva, aunque no impactante, porque
aquello le hubiera supuesto un complejo
inadecuado. De altura media, con cadera
anchas y pechos grandes, solía llevar el
pelo negro en una impecable melena. Su
cutis, aunque cetrino en invierno, tendía
a coger un agradable tono moreno en
cuanto le daba un poco el sol. Era
recatada, atenta, modesta, pasiva,
intuitiva, todas las cualidades de mierda
que se les atribuyen a las mujeres
insignificantes, de la misma forma en
que se insiste en lo del ritmo en los
negros y la tacañería se les achaca a los
judíos. Y, aun así, la presencia
revoloteaba a su alrededor.
Es Navidad en Surrey y algunos
parientes se han reunido en el recargado
salón. Jane, que tiene dieciséis años, se
dirige hacia la cocina en busca de más
croquetas de queso. La presencia es tan
fuerte en la despensa que puede sentirla
detrás de la puerta, esperando y
mirando. Deja suavemente sobre la mesa
la bandeja con las croquetas que ruedan
hasta detenerse, y ella se desliza
rápidamente por el linóleo para abrir la
puerta de golpe. Nada, o quizá no tanto
como nada, quizá el contorno de una
huella de zapato de vestir sobre el suelo
en el que ha caído harina.
Después de acabar el colegio, Jane
consiguió un trabajo en una tienda de
lanas. Eso era lo que le interesaba: tejer,
hacer ganchillo, encajes, tapices,
colchas. Cualquier obra de artesanía que
implicara coger hebras y trenzarlas,
enrollarlas, anudarlas. El interior de la
tienda de lanas era en sí mismo lanoso,
el ambiente estaba saturado de millones
y millones de los consiguientes
filamentos. Jane se sentaba allí en un
taburete blando a la espera de los
clientes, percibiendo cómo la presencia
la observaba desde detrás de las filas de
ovillos y madejas.
Chicos simpáticos invitaban a salir a
aquella chica simpática. La llevaban al
cine, a discotecas, a fiestas. La
devolvían a casa, a mami y papi, a las
once en punto, después de unas sesiones
de manoseo en sofás, bancos y asientos
traseros de coches. ¡Qué desilusión,
aquellas manos torpes que manejaban su
cambio de marchas sensual con total
inexperiencia! Jane asociaba aquello
con la presencia. A la presencia,
pensaba Jane, no se le calaría el motor
de aquella forma.
Debido a que todavía vivía en casa
de sus padres, la virginidad le fue
birlada a plena luz del día en lugar de
serle arrancada en los toqueteos
nocturnos. El chico en cuestión creyó
haber logrado una gran victoria cuando
la convenció para que lo hicieran. Pero,
como ocurre siempre, fue ella quien
tomó la decisión y él simplemente fue
como el hollín que recubre el deseo y, al
desatascar la chimenea, es arrastrado
junto con éste. Al bajar la mirada al
lugar donde sus vientres se unían debajo
de la manta, Jane fue plenamente
consciente de que las embestidas del
chico no eran más que simple trabajo de
carpintería, puro machihembrado. Más
tarde fueron a tomar un café en una
cafetería del barrio. Ella observó cómo
el gordo cocinero raspaba la grasa de la
cocina con una espátula.
A la mañana siguiente Jane se
despertó en la penumbra. Lo primero
que supo fue que la presencia estaba con
ella, incluso antes de darse cuenta de
que había algo chupándole la vagina. Un
peso horrible la aplastaba y no sentía
ninguna sensación real en la mitad
inferior de su cuerpo. Tampoco podía
vocalizar; no podía hacer nada, se sentía
impotente. Aquella cosa, fuese lo que
fuese, la chupaba con la insensibilidad
mecánica de un aparato doméstico.
Gritó, pero el grito no fue a ninguna
parte, ni siquiera llegó a salir de su
laringe. La cosa seguía devorándole la
vagina. ¿Sería una persona o un animal?
No lo sabía, lo único que veía era un
objeto globular, una cabeza o una pelota.
Todas sus partes pudendas estaban
siendo engullidas por aquella cosa,
glup-glup-glup, centímetro a centímetro,
de forma inhumana.
Cuando se despertó totalmente,
cuando recuperó la plena conciencia,
estaba gritando y su padre estaba ya en
el cuarto, pasándole un brazo por los
hombros para calmarla. Su madre estaba
de pie en la puerta, con cara de sueño.
¿Cómo habían llegado los dos allí tan
deprisa?
Después de aquella pesadilla Jane
se dio cuenta de que se sentía un poco
traumatizada, sexualmente reprimida por
algo que era ajeno a ella, que no era
parte de ella en absoluto. El trauma se
había posado en ella, como el íncubo
mismo.
Empezó a diseñar patrones de punto.
Consiguió un trabajo como columnista
en una revista femenina, en la que
escribía sobre el arte de tejer. Poco
después un amigo que trabajaba en la
televisión le pidió que hiciera una
prueba para un programa. La hizo muy
bien. Su sencillez ante la cámara
resultaba agradable, y su voz clara tenía
un registro excelente. Dejó la casa de
sus padres respaldada por su contrato en
televisión y se compró un apartamento
en Londres, cerca de los estudios. Papi
se ocupó de los trámites de la escritura.
Jane se consideraba una mujer
consciente en lo que respecta a la
sexualidad. No liberada, sino
consciente. Había conseguido resistirse
al Moloc de la promiscuidad, en cierto
sentido para lograr salvarse. De qué, no
estaba muy segura. Un par de veces al
año emprendía algún tipo de relación
que siempre acababa mal con algún
joven de buena familia. Recorrían
aburridos todos los pasos que llevaban a
descubrir la incompatibilidad básica
entre uno y otro, y después, alcanzado el
punto en el que aquel hecho estaba
absolutamente claro para los dos, daban
por finalizada su relación y ratificaban
sexualmente la notificación de cese.
Jane, como era de esperar,
relacionaba aquello con la presencia.
Ella podía tolerar que un hombre la
tocase, que un hombre la acariciase, que
un hombre la penetrase
cadenciosamente. Podía, con esfuerzo,
hacer frente a las mañanas, a las
disculpas solícitas, a las excusas
amables. Pero lo que nunca jamás,
jamás, podría permitir a ninguno de
aquellos jóvenes agradables era que le
pusieran la boca allí abajo. Desde la
pesadilla no. Aquélla era zona
prohibida.
Ésa era la clase de joven que estaba
esperando a Gyggle: una Buena Mujer
Joven, con «B», «M» y «J» mayúsculas.
Amable y con buenas intenciones. Tenía
un amigo que trabajaba como asistente
social y se ocupaba de personas en
libertad condicional. Fue él quien
despertó su conciencia social en
hibernación. De adolescente había
echado una mano en un centro para niños
autistas dirigido por la madre de una de
sus amigas. Así era como se hacían las
cosas en Surrey: las personas normales
enseñaban a sus acompañantes
temblorosos y farfullantes. Nunca le
habían abandonado totalmente los
sentimientos de honradez moral
engendrados al abrazar con fuerza a
aquellas pobres almas, al estrechar el
terror perplejo y estremecido de sus
vidas. Una vez establecida
profesionalmente, había llegado el
momento de ayudar a otros a salir
adelante. Se presentó como voluntaria
para ayudar a personas en libertad
condicional y le enviaron a ver a
Gyggle.
Cuando subía por Hampstead Road,
mientras las nubes borboteaban sobre
las superficies de cristal ahumado de los
edificios de oficinas y la hilera de
dientes desiguales formada por los
locales comerciales parecía conformar
un paisaje urbano carnívoro, Jane volvió
a sentir la presencia. Hacía años que no
la sentía con tanta fuerza, era casi tan
fuerte como lo había sido aquel
amanecer en el hogar paterno. Era muy
consciente de ello mientras esperaba a
Gyggle: su masa deambulaba
cautelosamente por la unidad de
drogodependencia, recorría los
carbólicos pasillos, de detenía junto a
los sucios parterres. La presencia pegó
su fantasmagórica mejilla al cristal de la
ventana.
Gyggle entró y, sin decirle nada a la
joven del grueso vestido de tela vaquera
negra, insertó sus piernas largas y
delgadas, primero una, luego la otra, en
el hueco entre el escritorio y la ventana.
La impresión que le causó a Jane
durante aquel primer encuentro fue la
misma que le había causado a Ian
Wharton muchos años atrás en Sussex:
un arco de gastadas carpetas de anillas
le rodeaba por los costados y por
encima de la cabeza, enmarcándole entre
vetas sucias. Recortado así en el
espacio, Gyggle parecía bizantino,
icónico.
Jane miró la barba de Gyggle y hasta
que éste empezó a hablar se dedicó a
deambular por sus elásticas grietas. De
nuevo, como le sucedió a Ian antes que a
ella, Jane sintió el fuerte impulso de
quitarle a Gyggle la barba de la cara.
Tenía ganas de inclinarse hacia adelante
y tocar la barba, acariciarla un poquito,
tal vez cogerla por ambos bordes, cerca
de la punta que rozaba el escritorio, y
tirar bien fuerte. Estaba convencida de
que se quedaría con la barba en las
manos, porque era demasiado
espléndida, demasiado cinematográfica,
para estar realmente arraigada en la cara
de nadie. Jane estaba sentada muy tiesa
mientras Gyggle leía la carta que el
servicio de ayuda a personas en libertad
condicional la había enviado
recomendándola.
Finalmente, Gyggle habló.
—¿Tiene idea de por qué el servicio
de ayuda a personas en libertad
condicional cree que usted disfrutaría
trabajando con drogadictos, señorita
Carter?
—Bueno, no creo que «disfrutar»
sea exactamente la palabra…
—Tal vez no. —Gyggle no la
interrumpió, sino que acabó la frase. Su
voz era exasperantemente suave,
algodón iterativo con una aguja dentro
—. Pero debe haber alguna razón para
que la hayan enviado aquí, el servicio es
muy exigente en la selección de los
voluntarios para el trabajo delicado.
—Mmm, bueno… Ahí tiene mi
curriculum.
—Sí, sí. Ya lo he leído. Parece que
ya ha hecho algún trabajo con enfermos
mentales, señorita Carter.
—Trabajé como voluntaria con
niños autistas unos cuatro años.
—¿Usted cree que los drogadictos
son una especie de autistas? Perdóneme
por la pregunta, pero es que no veo la
relación.
—No, por supuesto que no.
—Tal vez usted piense que los
drogadictos, como los autistas, están
separados de la realidad, atrapados en
un mundo personal al que nosotros no
tenemos acceso, que viven una realidad
bastante compleja pero totalmente
desconocida.
—No. —Jane fue categórica—. No
creo que tengan nada que ver con los
autistas.
—Aunque podría estar equivocada
—musitó Gyggle; parecía ajeno al hecho
de que aquello refutaba su propia
opinión—. Quizá los dos síndromes
estén relacionados de algún modo.
Salió con dificultad de detrás del
escritorio y se puso de pie dando con las
rodillas contra los pliegues góticos del
frío radiador. Miró por la ventana, sus
ojos se posaron sobre el tejado de la
estación que había delante del jardín del
hospital, y continuó hablando, como si
estuviese leyendo el noticiario
psicológico en alguna pantalla situada
en el cielo.
—Los adictos son psicópatas,
regresivos, tienen una afectividad débil.
De todos modos, puede afirmarse que su
comportamiento estereotípico es una
especie de fotografía de la normalidad,
una imagen eidética de lo que sería estar
sano, ¿no?
—Lo siento, pero no le entiendo
bien.
—Ah bueno, bueno, no importa…,
no importa. —Giggle se llevó una mano
a la nuca y se empujó a sí mismo de
nuevo a su silla—. De todas formas, nos
estamos apartando del tema, pero lo que
no es teórico sino práctico es saber, de
hecho, qué es lo que vamos a hacer con
usted.
Descubrió su muñeca huesuda y
examinó desvergonzadamente su reloj
sumergible que parecía regalo de una
gasolinera.
Jane se sintió un poco indignada.
—No quiero quitarle tiempo de su
trabajo…
—Oh, no, no. Por favor… —Gyggle
esbozó algo que podía ser una sonrisa,
pero Jane no estaba segura, porque ni
siquiera un milímetro de labio quedaba
libre de la reclusión peluda. Gyggle se
concentró otra vez en el curriculum de
Jane—. Se ofrece usted para trabajar
veinticuatro horas semanales. Me parece
mucho tiempo.
—Mi profesión no me ocupa muchas
horas. Me he prometido a mí misma que
dedicaría veinticuatro horas semanales
al voluntariado.
—Entonces, ¿su, su… —echó una
ojeada al curriculum— programa sobre
labores de punto es lucrativo?
—Sí que lo es.
—De todos modos, se trata de
criminales, señorita Carter, no víctimas
sino autores. ¿Cuál cree usted que es el
problema de los adictos, señorita
Carter?
—No estoy tan segura de que no
sean víctimas también, doctor Gyggle.
Tal vez la adicción sea una enfermedad.
—Si así fuese, ¿tiene alguna idea de
cómo debe tratarse?
—Yo no me atrevería…
—Venga, por favor. Éste es un
campo en el que mi profesión no se ha
destacado por sus éxitos. Se dice que
los médicos fracasados se convierten en
psiquiatras y que los psiquiatras
fracasados se especializan en problemas
de adicción. ¿No había oído eso nunca?
La dulce voz de Gyggle hacía su
condescendencia aún más evidente.
—No, no lo había oído. En realidad
no tengo ninguna opinión formada sobre
el tema.
—Muy buen, muy bien, tal vez en
otro momento. —Gyggle revolvió los
papeles que estaban sobre su escritorio,
después se volvió y comenzó a pasar el
dedo por las descuidadas filas de
carpetas de anillas alineadas en los
estantes. Sacó una, la abrió y extrajo una
carpeta beige—. La haré empezar por el
final —continuó diciendo—. Hago esto
con todos los voluntarios que vienen por
aquí. No es muy profesional. Hay quien
puede incluso decir que no es ético,
pero da resultado. Ya he probado las
sesiones supervisadas y los grupos de
introducción al tema, pero en realidad,
si un voluntario es bueno, puede
arreglárselas sin ellos.
Gyggle sostuvo la carpeta en
posición vertical y golpeó con ella
sobre el escritorio para subrayar lo
dicho.
—Este es el historial de un joven
adicto llamado Whittle. Quiero que
intente usted hacerse amiga de él. Está
en una etapa de desenganche con
metadona, que recoge diariamente aquí
en la unidad de drogodependencia.
Tiene que comparecer ante los
tribunales dentro de unas tres semanas.
Usted puede ayudarle a dejarlo, intente
mantenerle a raya.
—¿Por qué Whittle?
—Para hablar claro, señorita Carter,
es una decisión de calidad de vida. A
diferencia de muchos de mis pacientes,
Whittle tiene la oportunidad de
rehabilitarse. Cuenta con firmes ventajas
a su favor, como el hecho de ser blanco,
de clase media y con una educación
razonable.
—¿Eso es todo? ¿Ésas son las
ventajas a su favor?
—En nuestra sociedad, señorita
Carter, ésas son las únicas ventajas que
importan. —Le lanzó la carpeta—. Ahí
tiene. —Consultó otra vez su reloj—.
Ahora tengo que irme, estoy de
supervisor de una sesión de terapia de
grupo y en medio de un experimento
importante. Lea el historial, vaya a ver a
Whittle, y, si todo va bien, estoy seguro
de que volveré a verla. Y si no es así,
bueno, ha sido un placer conocerla.
Se levantó. Su altura le impedía
moverse con facilidad y su partida fue
más bien como una mudanza: su cuerpo
era como un mueble puesto en posición
vertical para poder maniobrar a través
de la puerta.
—Au revoir entonces, señorita
Carter. De verdad espero que sea au
revoir.
—Estoy segura de que lo será,
doctor Gyggle —dijo Jane, pero no lo
estaba en absoluto.
—Y no olvide copiar la dirección de
Whittle de la carpeta, señorita Carter…
Déjela sobre el escritorio cuando haya
acabado y asegúrese de que el pestillo
está pasado cuando se vaya. Aquí los
pacientes, como ya hemos comentado,
tienden a tener los dedos muy ágiles.
Se marchó.
Después de que el loquero se hubo
ido, Jane se quedó allí un rato y leyó la
carpeta. Consistía en varias
evaluaciones psiquiátricas y anotaciones
médicas. Whittle era, según concluyó
Jane, una especie de reincidente en la
asistencia sanitaria. Había tenido más
infecciones de oído, nariz y garganta que
una escuela llena de nepaleses. También
era proclive a los abscesos y rasguños,
quemaduras y desgarros, quistes y cortes
de una increíble variedad. Era como si
su máxima ambición en la vida fuese la
de tener un dibujo uniforme de tejidos
cicatrizales por todo el cuerpo.
Suspiró. El ambiente dentro del
despacho de Gyggle se estaba volviendo
agobiante. La presencia había vuelto a
deslizarse hasta la ventana tras su
marcha. Fuera brillaba el sol, palomas
bronquíticas aterrizaban a trompicones
sobre el alféizar de la ventana y después
se largaban. Jane continuó sentada,
intentando imaginar que aquel momento
era fundamental, que significaba algo.
Como un niño que juega con una postal
tridimensional, lo inclinaba para aquí y
para allá, desde el destino hacia la
contingencia y otra vez al revés. Aquél
fue un gran error.
7
«ÑAM-ÑAM»

El viejo materialismo parte de la idea de


una sociedad civil; el nuevo, de la idea
de una sociedad humana, o de una
humanidad socializada.
MARX, Tesis sobre Feuerbach

Ahora las cosas se aceleran. El tiempo


es un viejo acordeón machacado,
aporreado por un músico callejero con
una cogorza enorme; se estira y se
contrae resollando desventuradamente,
arrastrando los acontecimientos hacia
una estrecha proximidad y apartándolos
luego lejos, lejos otra vez uno del otro.
Y, por supuesto, el tiempo es como esta
metáfora, formulario, monótono y poco
ingenioso. El tiempo coquetea con
nosotros de esa manera,
entreteniéndonos a todos con un
espectáculo de striptease inductivo en la
cabina de un sex-shop, en el que la
moneda que lo pone en marcha produce
invariablemente la misma rutina de
efecto barato.
Ian Wharton y Jane Carter están
viajando a la vez en rayos láser de amor,
uno en dirección al otro. Van a toda
velocidad, con el corazón en la boca,
sus carrocerías emocionales de tres
milímetros de espesor están a punto de
abollarse, hundirse, partirse en
pedacitos, en la colisión automovilística
del amor sexual. Pero ellos no saben
nada de eso todavía.
Sin amor, solo, Ian Wharton se
despertó en la sala de enfermos crónicos
del Hospital de la Fundación Lurie
contra el Alcoholismo. Era domingo por
la tarde. Habían pasado cuarenta y ocho
horas desde que Gyggle y la taciturna
enfermera resentida le habían dormido.
Volver en sí fue un dulce alivio para Ian.
Sus experiencias en la Tierra de las
Bromas Infantiles permanecían dentro de
él conservando toda su coherencia,
como nunca sucede con los sueños. En
la sala, a su alrededor, los alcohólicos
moribundos lloriqueaban como gatitos
enjaulados. A la derecha de Ian un
hombre con un hígado cirrótico tan
grande y pesado como una bola de
bolera gemía y se movía de un lado a
otro en su cama de hierro. Tenía la nariz
tan plagada de vasos sanguíneos
reventados que parecía un cesto de
frambuesas hechas papilla. Ian se fijó en
que tenía las manos envueltas en mitones
de gasa esterilizada.
Gyggle irrumpió en la sala por el
extremo opuesto y se dirigió hacia
donde estaba tumbado Ian, abriéndose
paso a empujones entre formas
espectrales en camisones de hospital.
Los enfermos crónicos, con sus cerebros
flotando en ollas llenas de alcohol como
blancos especímenes en formol, apenas
le ofrecieron una débil resistencia.
Gyggle apoyó sus huesudas manos en la
barra de los pies de la cama de Ian y
echó un vistazo a las observaciones que
colgaban de una tablilla.
Ian tenía los labios dormidos, como
almohadillas de seguridad que se
hubiesen hinchado solas alrededor de su
peligrosa boca.
—¿Bara bé boño ha sido bodo esto?
—le dijo a Gyggle balbuceando.
—Tome, beba un poco de agua —
dijo el loquero—. Tiene la boca muy
seca.
Le alcanzó un vaso de plástico que
Ian bebió a grandes tragos, mientras las
gotas frías le corrían por el cuello y el
pecho.
—¡Bueno! —El entusiasmo de
Gyggle era casi infantil, burdo, irritante
—. Cuénteme, ¿ha habido algún indicio
de nuestro viejo adversario?
—Bb… no —dijo Ian con lengua de
trapo.
—Pero sí experiencias oníricas
tremendamente nítidas, ¿no es así?
—Bb… sí.
—¿Y qué?
—Una especie de lugar o reino —
dijo Ian ya claramente recuperada la
sensibilidad en los labios—. Es difícil
de describir, pero ¿sabe una cosa?, era
obviamente…, ¿cómo llamarlo?
¿Significativo?
—Cuénteme más.
Ian le habló sobre Sonrosado, la
trampa de las barritas de chocolate
Mars, el juego de las adivinanzas de
Rumpelstiltskin, y el encuentro íntimo
subsiguiente con el hombrecillo
delgado.
—¿Reconoció a alguna de esas
personas?
—No… Aunque era raro, porque sí
que sentí que llegaría a conocerles de
algún modo…
—¿En el futuro?
—Eso es. En el futuro. Pero, incluso
mientras todo aquello estaba pasando,
me daba cuenta de dónde estaba. O sea,
la trampa de las barritas de chocolate
Mars y el hombre con el pene subido a
la garganta… son personajes de
pesadillas entresacados de viejas
bromas infantiles. Ya sabe, las de mal
gusto, las que dependen de imágenes
horribles.
—Entiendo, entiendo, por supuesto,
eso es genial.
—Supe instintivamente que se
trataba de la Tierra de las Bromas
Infantiles.
—Sí, sí, estoy seguro de que hemos
dado con algo importante. Estoy seguro
de que hemos empezado a adentrarnos
en esa dañina catexis suya. Estoy
convencido de que debemos continuar.
—Yo no quiero continuar, me da
miedo.
Ian comenzó a incorporarse en la
cama con dificultad. Se sentía totalmente
grogui, las rígidas telarañas del sueño se
resquebrajaban sobre la piel que
rodeaba sus ojos.
—¡Pero tiene que hacerlo! —dijo
Gyggle—, ¡tiene que hacerlo! Recuerde,
si no hay catarsis no hay genitalidad
plena. ¿Entiende? ¿Coge la idea?
Gyggle ya se había puesto en marcha
cuando dijo eso. Lo espetó por encima
de su hombro de manillar mientras
rodaba sala abajo montado sobre sus
piernas radiales. Ian no podía
asegurarlo, pero le pareció ver que
Gyggle hacía también un gesto
característico, doblaba el dedo pulgar,
el medio y el anular hacia la palma de la
mano y apuntaba con el índice y el
meñique hacia sus propios testículos.
Después desapareció a través de las
puertas de vaivén.

Lunes por la mañana. En el corazón


purulento de la ciudad el calor es olor y
el olor es calor. La grupa caliente de un
día de finales de verano se insinúa
descaradamente contra los pálidos
flancos de los edificios de oficinas que
rodean la estación de metro de Old
Street. El calor diurno ataca sin
miramientos la Casa del Software, la
Casa del Televisor, la Casa del
Poliestireno y todos los demás locales
comerciales inútiles.
Ian Wharton surgió del paso de
peatones subterráneo como el corcho de
una botella de champán. Aquella mañana
estaba decidido, rebosante de
entusiasmo, listo para entrar en acción.
Aquélla era la cara laboral de Ian, muy
diferente de su otra cara angustiada.
Nadie de su trabajo conocía sus
problemas. En D. F. & L. Asociados,
que era hacia donde se dirigía Ian, se le
tenía por una persona seria y
responsable, un hombre de Roseland, un
tipo corriente de clase media, muy
divertido y cordial. Era un experto en
marketing, y aquella mañana de lunes en
particular era muy probable que hubiese
un cliente nuevo muy importante para el
que comenzar a trabajar. Un cliente al
que se le había dado el nombre
provisional de «Ñam-Ñam».
Ian abandonó la glorieta y se internó
por un sendero que llevaba hacia el
Edificio Normando. El sendero se
convertía en un pasillo que atravesaba
una zona en demolición entre dos vallas
altas de madera. A la izquierda de la
valla ya habían limpiado el terreno y
habían emprendido las obras de
construcción. Albañiles y excavadoras
resoplaban y escarbaban entre los
escombros, pero el terreno de la derecha
todavía seguía sin limpiar. A través de
las grietas de la valla Ian podía ver una
maraña de ligustros escuálidos, ortigas
desgarbadas, flores silvestres e
insignificantes hierbajos, que formaban
una pelusa de camuflaje sobre los
derruidos cimientos del edificio
demolido. Respiró profundamente y
suspiró. ¡Qué mañana tan espléndida
para ir tan bien vestido y camino de un
trabajo tan bueno!
El Edificio Normando, en el que se
encontraban las oficinas de D. F. & L.
Asociados, estaba situado entre dos
similares, al norte del retorcido
rectángulo formado por las calles Old
Street, City Road, London Wall y
Shoreditch High Street. En realidad lo
único normando de aquel edificio eran
los caracteres pseudo-Bayeux de la
placa de la puerta que decían «Edificio
Normando». A no ser por eso, se trataba
de un mediocre rascacontaminación de
seis plantas recubierto de ladrillo
londinense y con dieciocho ventanas
rectangulares que sobresalían con sus
dobles marcos de piedra amarilla.
Ian subió de un salto los tres
escalones hacia las puertas de cristal y
las abrió de un empujón. Junto al
ascensor del estrecho vestíbulo se
encontró con Dave, el portero de
velludo pecho cuyos pelos le asomaban
por encima del cuello de la camisa
como un felpudo mutante.
—Buenos días, señor Wharton —
dijo Dave.
—Buenos días, Dave —dijo Ian, al
tiempo que apretaba el botón para
llamar al ascensor.
—Hoy va a volver a hacer calor.
—Eso dicen, eso dicen.
Las puertas del ascensor se
apartaron en el tercer piso dejando al
descubierto la zona de recepción de
D. F. & L. Detrás de un bastión de acero
pulido, Vanda, la escultural
recepcionista negra, estaba sentada
dándole a las teclas de su consola
Merlin. Debajo del enlacado gorro
negro que era su pelo, se escondía un
aparato con auricular y micrófono
telefónicos de forma que a Ian le pareció
que hablaba con algún guía espiritual,
totalmente familiarizado con el ambiente
social londinense.
—Buenos días, Vanda.
—Buenos días, señor Wharton.
Ian cruzó disparado la zona de
recepción y se precipitó escaleras
arriba. La decoración de la sala de D. F.
& L. era común y corriente, con
alfombras de entramado beige y una
utilitaria iluminación fluorescente. De
las paredes colgaban carteles
enmarcados de los anuncios que había
hecho la agencia, aparte de varios
diplomas de premios de marketing.
Diseminadas por las escaleras y a lo
largo de los pasillos había vitrinas de
cristal, llenas de otras clases de
premios. Eran bibelots simbólicos,
pseudoproductos. Frontones de acero
pulido y madera de cedro se apiñaban
sobre sus bases de paño para sostener
sobre ejes de acrílico minúsculos
ejemplos metalizados de envases,
pequeños tapones de goma, variedades
de clips, válvulas y chismes diminutos.
Entre ellos Ian reconoció el premio que
le dieron a D. F. & L. por una de sus
campañas de mayor éxito, la de
Painstyler.
La Painstyler era una especie de
herramienta que podían utilizar los
aficionados a la decoración para
encrespar la superficie de un tipo de
pintura particularmente espesa y rica en
yeso y obtener así un paisaje de fronda
petrificada. La Painstyler, sólo
Dios sabe por qué, tuvo un éxito
arrollador. Los encargos a D. F. & L.
fueron tantos que, para expresar su
gratitud, Hal Gainsby, el socio
mayoritario norteamericano, hizo que
pintaran todas las oficinas con el método
Painstyler. Todos los techos y
superficies verticales adquirieron un
aspecto esponjoso gracias a aquel
método, de modo que al avanzar por los
pasillos uno se sentía como una especie
de bolo alimenticio humano en medio de
los movimientos peristálticos de un
intestino gigante.
Los empleados no podían soportar
las superficies tratadas con el método
Painstyler, que actuaba como un
estímulo absolutamente irresistible para
que las uñas apáticas rascasen y
arrancasen trocitos. No había escritorio
ni zona de trabajo en toda la planta sin
su correspondiente zona nevada de
fragmentos de pintura arrancados. Aquel
deterioro progresivo del ambiente de la
oficina provocaba furias desbordantes
en Gainsby; a algunos empleados se les
descontó dinero del sueldo y otros
fueron despedidos. El éxito de la
Painstyler había empezado a desconchar
progresivamente la estructura de la
empresa.
Ian Wharton absorbió todo aquello y
buscó con la mirada nuevos indicios de
zonas nevadas mientras se precipitaba
como un bólido pasillo adelante hacia la
sala de reuniones del quinto piso.
Empujó la pesada puerta y se encontró
frente a sus colegas.
Junto a Hal Gainsby estaban Patricia
Weiss, directora del Departamento de
Cuentas de Clientes; Geoff Crier,
encargado de Publicidad; y Simon
Arkell, encargado de Planificación.
Gainsby, un hombrecillo gordito que
constantemente procuraba obtener algún
punto de ventaja potencial para sentirse
por encima, estaba sentado sobre el
aparato de aire acondicionado, ubicado
debajo de la ventana rectangular. Con el
trasero atenazado entre las dos rejillas,
recibía una ráfaga de aire frío y, cuando
su elegante camisa comprada en Barries
empezó a convertirse en una fría
mortaja, lamentó tremendamente aquella
postura.
Aquello era típico de Gainsby. Era
un hombre cuyo temperamento estaba
sujeto a continuos cambios porque
siempre acababa lamentando la postura
que había adoptado, La expresión más
obvia de aquello era física, pero
abarcaba su carrera, su anglofilia, y
desembocaba en una triste e inútil
soledad emocional. Respecto de esto
último, lo mismo podía decirse de los
otros tres expertos en marketing.
Patricia Weiss era una judía-alemana
explosiva, la antítesis de Leni
Riefenstahl. Su tez morena estaba oculta
bajo una máscara espesa de maquillaje
color caramelo. Llevaba los grandes
párpados pintados de morado, las
pestañas postizas pegajosas de tanto
rímel, los severos labios pintados de un
rojo vivo y un llamativo lunar formaba
un punto trigonométrico sobre la dura
llanura de su mejilla.
Si las joyas de Weiss sugerían la
pertenencia a una tribu todavía por crear
de amazonas milenarias, su indumentaria
era todo lo contrario: un conjunto de
reliquias de vampiresa de los años
cincuenta. No llevaba blusa debajo de la
chaqueta negra tipo coraza, sólo un
sostén muy armado que convertía sus
pechos en dos conos como proyectiles
Strangelove. Las piernas de Weiss
estaban ocultas bajo el rombo de madera
clara que era la mesa de reuniones, pero
cualquiera podía adivinar que llevaba
unas medias finas, finas, finas, y que sus
piernas era más finas aún. Sus pies
como cuchillas de patines resultaban
rapaces y agresivos a la vista,
enfundados en zapatos de puntera y
tacones altos de charol.
Puede que Gainsby estuviese triste,
pero Patricia Weiss se creía incapaz de
sentir, y eso era peor, mucho peor.
Casada en el pasado con un gerente
beodo de Big Blue, había abandonado su
casa de Havant bajo una lluvia de
golpes que le propinó aquel bestia
borracho. Después él tuvo el descaro de
arremeter contra ella en el juicio de
divorcio acusándola de abandono de
hogar. El juez era un misógino y entregó
los niños a papi y a la destrucción.
Consumida por el odio a sí misma,
Patricia huyó a Londres y se hizo tatuar
una mariposa en la ingle. Ya había
pasado el tiempo y su hijo y su hija
tenían seis y nueve años
respectivamente. No podía soportar el
reproche reflejado en los ojos de los
niños cada vez que lograba vencer todas
las dificultades para ir a verles. En el
fondo de su meticuloso montón de pelo
fermentaba la idea de que sólo otro hijo
podría salvarla, otro nacimiento.
Patricia intentaba ser una chica dura
y sexy. Era una vampiresa con los
hombres, los seducía, los ponía a mil
revoluciones y después pegaba un
acelerón y los dejaba plantados. Pero
cada apareamiento nuevo sólo traía
consigo una nueva desesperación.
Dentro de su maravilloso pecho una
araña hembra se deleitaba con el
corazón de su hombre muerto después
del coito.
A Ian, Geoff Crier le recordaba a
Hargreaves, su tutor en Sussex. Crier
tenía la misma barba castaña
cubriéndole toda la cara, lo cual
implicaba sin duda la necesidad de un
afeitado diario alrededor de los ojos.
Era un tipo anticuado anclado en los
días del dandismo de Ogilvy en el
mundo de la publicidad británica,
cuando los redactores publicitarios, los
expertos en marketing, incluso la gente
de producción, llevaban pajaritas de
colores vivos y se comportaban como
artistas que estaban en el campo
comercial por casualidad. Crier
tampoco era demasiado brillante.
Sostenía que la vida siempre cambiaba
de acera cuando le veía venir. Próximo
ya a los cincuenta, era el mayor de los
tres, se estaba volviendo torpemente
jovial y animado, como un adolescente
en plan de ligue. No podía decirse que
su novia estuviese resignada, ya que ella
ni se enteraba de cómo la frustración de
Crier se filtraba a través del colador de
su personalidad, hasta que no quedaba
más que un caldo aguado de
pretensiones.
Aquella mañana tórrida, ya
empapado hasta los calzoncillos negros
(muy elegantes, del Barries de King’s
Road), Si Arkell, el más joven de los
tres expertos en marketing, estaba
trabajando duramente en su tarea secreta
diaria: la lucha sin tregua para aceptar
su sexualidad. Intentaba pensar que
acostarse con hombres era algo que él
hacía del mismo modo que otra gente iba
al fútbol o dibujaba círculos en el plato
con los cereales, pero no lo sentía así en
absoluto. Lo que sentía era que su
homosexualidad había ido avanzando a
dentelladas por dentro de su propio ser.
Una solitaria piraña cancerígena que
ahora estaba engullendo toda su
estabilidad, toda su capacidad de
concentración.
Por la noche, en el desierto
minimalista de su elegante piso de
Bayswater, Arkell le daba duro a la
genética. Toda nueva teoría que
planteaba una diferencia en la estructura
cerebral de los invertidos le hacía
sentirse más mareado y más maricón.
Cuanto más leía, más alarmante era la
claridad con la que podía imaginarse su
cerebro. En sueños, como si fuese un
submarinista de juguete, nadaba
alrededor de la floración del arrecife de
coral de su cerebro, observando las
formaciones mutantes y las
incrustaciones parasitarias que hacían
de él lo que era. Por las mañanas se
despertaba sudando. Sus sueños eran tan
vividos y agotadores que le parecía que
apenas había descansado.
De vez en cuando el pobre Arkell se
daba por vencido, salía a la caza de plan
y se tiraba a alguien. Normalmente un
hombre que ni siquiera le atraía. Se
dejaba dar por el culo o les hacía una
mamada. Y, para rematar la faena,
muchas veces le daban una paliza. Así
que incluso conseguir lo que quería se
convertía en una serie de humillaciones.
¡Pobre Si!
Todos ellos, todos los expertos en
marketing, compensaban la dolorosa
nulidad de sus vidas afectivas
entregándose a su trabajo,
introduciéndolo en sus psiques.
Aquéllos eran los compañeros ideales
para Ian Wharton. Porque, al igual que
él, tenían los cerebelos con forma de
vitrinas frigoríficas, atiborradas de
pensamientos-artículos congelados. Las
suyas eran unas mise-en-scéne mentales
en las que las aspiraciones, los anhelos,
los sueños, las confusiones éticas, se
habían convertido simplemente en un
exceso de productos que almacenar,
peleando por conseguir su momento en
el visor de la conciencia.
Se sometían a sí mismos a
metodologías de mercado implacables y
ambiciosas. Se dividían a sí mismos
internamente en subconjuntos de
homúnculos firmes y enérgicos,
clasificables desde un punto de vista
socioeconómico y compelidos a llevar a
cabo sondeos teóricos, a asistir a grupos
de evaluación de fenómenos y después a
presenciar torpes demostraciones de la
Pequeña Idea siguiente. El lenguaje de
la mercadotecnia había invadido su
propio lenguaje habitual. Tanto, que eran
capaces de pronunciar frases del tipo:
«No existen cosas desconocidas, sino
simplemente perspectivas que no hemos
desarrollado todavía».
Ésos eran los colegas de Ian y, por
su propia perversión, las únicas
personas con las que se sentía realmente
a gusto.
—Buenos días, Hal, Pat, Si, Geoff…
—Buenos días, Ian —contestaron a
coro.
—Ian, me alegro de que hayas
llegado. Tengo una noticia
extraordinariamente buena. —Gainsby
señaló la superficie de la mesa de
reuniones donde, Ian se percató
entonces, había un documento de
lanzamiento de D. F. & L Asociados
delante de cada uno de los expertos en
marketing—. ¡Hemos conseguido la
campaña para el Banco de Karmarathon!
Su característico acento bostoniano
llenó de gorgoritos la exclamación, y
por fin se sintió capaz de liberarse del
aire acondicionado. Se sentó a la
cabecera de la mesa. Ian también se
sentó.
—Oye, Hal, es una noticia
impresionante, te felicito, es todo mérito
tuyo.
—Qué tontería, Ian, esto no hubiese
sido posible sin la colaboración de
todos. Hemos hecho un buen trabajo de
equipo y creo que seremos
recompensados espléndidamente.
Aceptaron el presupuesto que
propusimos para el lanzamiento del
producto sin poner pegas. No es
necesario decir que el porcentaje de
dicho presupuesto que corresponde a
nuestros honorarios será bastante
considerable.
—¡Qué alivio! —dijo Ian echándose
para atrás en su silla, cosa que lamentó
inmediatamente. Las sillas eran otro de
los frutos de la labor de D. F. & L. y de
la desafortunada lealtad de Hal Gainsby
hacia los productos que lanzaba al
mercado. El diseño con forma de S en
aluminio se encontraba por todas partes,
pero aquella versión en particular tenía
un fallo importante, y quien olvidara ese
hecho se quedaba botando como en un
trampolín hasta que aquello se detenía.
Cuando por fin se paró, Ian continuó
hablando.
—¿Y ahora qué? ¿Tienen mucha
prisa por que empecemos?
—Bueno, ése es el tema. Nat
Hilvens me ha llamado hoy a las cuatro
de la madrugada desde Nueva York.
Karmarathon quiere adelantar la
presentación a enero del próximo año,
lo cual significa que sólo tenemos seis
meses para todos los preparativos.
—¡Jesús! —dijo Geoff Cryer por lo
bajo—. Eso nos planteará unos
problemas logísticos enormes. Para
empezar, tenemos que negociar con la
prensa financiera. Pensé que Íbamos a
tener tiempo para organizar unos cuantos
seminarios informales, para presentarles
la idea.
—Sssí… —dijo Arkell,
revolviéndose en su asiento y
cogiéndose ambas muñecas con sus
finos dedos—. ¿Y qué hay de las casetas
de propaganda que íbamos a instalar? Si
apenas acabo de sacar el asunto a
concurso. No sé cómo nos las vamos a
arreglar para organizar los permisos y
tenerlas construidas antes de enero.
Sin motivo alguno se hizo un largo
silencio alrededor de la mesa de
reuniones. Ian recorrió
despreocupadamente con la mirada la
unión entre el rodapié de madera color
crema y la alfombra beige, observando
el polvillo de pintura y los fragmentos
de revoque, otro indicio de que el
personal no había podido mantener sus
nerviosos dedos apartados de las
superficies tratadas con el método
Painstyler. Bajo la ancha palma de su
mano podía sentir las carpetas lisas, las
plumas modelo fálico y los bocadillos
tamaño microchip encapsulados en
plástico que se marcaban dentro de su
suave cartera de piel de becerro. Al
principio la atención de Ian se dispersó,
luego se fue por las ramas, lejos incluso
del silencio mismo. Fuera, en el mundo
de la calle, los vehículos atravesaban
pegajosos el aire espeso y un martillo
neumático resonaba sobre la endurecida
corteza de la tierra.
Aquello no resultaría. Normalmente
se sentía protegido en D. F. & L., seguro
dentro de su imagen de comercial. En su
trabajo intuía que el universo de los
productos era una estructura primaria,
una configuración espacio-tiempo en la
que el injerto de la conciencia global se
extendía hasta cubrirlo todo como una
glicinia invadiendo un enrejado. Ésa era
la razón por la que, eso creía él, la
mente de uno encajaba tan bien en la de
los demás. Cualquier blanca paloma del
pensamiento del consumidor podía casar
con la última de las ocurrencias del
vendedor. El carácter común de los
productos era más fuerte que el del
lenguaje, el de la televisión, el de la
religión, el de los grupos, el de la
familia, el de la primogenitura, el de la
Heimat, el de Medellín, el de la
retribución, el de los tortazos, el de la
cara, el de la latah, el de las obras del
off Broadway, o el de cualquiera de los
acuerdos que se habían usado para
establecer el carácter cada vez más
arbitrario de las cabañas que formaban
la aldea global.
Ian pensó por primera vez en muchos
años en el concepto de retroscendencia.
Cómo podría ser posible entrar en la
propia historia de un producto, de
cualquier producto, un Porsche o un
paquete de patatas fritas, y sumergirse
en la evolución de sus raíces populares,
retroscender como un zoom hasta el
punto donde todavía no era algo
diferenciado, no ocupaba una posición,
era involuntario, y por lo tanto no estaba
relacionado con nada. En las tierras
llanas del Delta los bebés lloran hasta
dormirse en una sombra donde no corre
una brizna de aire, mientras todos los
demás trabajan bajo el sol abrasador.
Cuando llega la tarde parda los niños
bajan a los canales de irrigación en
busca de un baño entre larvas de
esquistosomas. Tienen poco que esperar
del futuro… Gainsby estaba diciendo
algo…
—… parece que su intervención fue
crucial para que esto se nos facturase a
nosotros, por decirlo de algún modo. Es
algo de lo que no os he hablado antes…
—No, no lo has hecho, Hal, no te
has dignado hacerlo.
El tono de Patricia Weiss era
cortante, más que de resentimiento.
—No conozco a ese tipo. —Hal
estaba preocupado, la voz se le
aflautaba media octava—. Ni siquiera
tengo idea de cómo llegó a saber de
nuestra existencia, pero lo ha hecho. O
al menos eso dice. Tiene intereses en
Karmarathon, por supuesto…
—Claro, por supuesto que los tiene,
el muy cabrito. ¿No es fantástico, joder?
Esta agencia se mantiene a flote a duras
penas, con el peligro constante del
cierre definitivo, y cuando por fin
conseguimos algo que parece una
campaña decente, algo que realmente
nos dejará beneficios y no una de esas
jodidas tuercas de mariposa o esas
cremas para el pelo de interés
minoritario, inmediatamente empiezan a
darnos tirones como a un caniche de
juguete atado a una correa. ¿Y quién
pega esos tirones? Un tipo que hace
dinero fácil, un experto en trapicheos, en
descapitalizaciones, un pez gordo, el
hijoputa del señor Samuel North…
Ian no oyó la última sílaba, pero
sabía cuál era. Era el «Cliff» de donde
él provenía, el lugar cortado a pico y
bosquejado por el verde palpitante del
mar.
Antes de que pudiera darse cuenta
de cómo había llegado hasta allí ya
estaba en el minúsculo lavabo del
descansillo. Sólo sabía una cosa: que no
salió corriendo de la sala, que se había
inventado alguna excusa. Pero, aparte de
eso, la necesidad de salir de allí había
sido acuciante.
Había vuelto. Ian no creía en las
coincidencias, sólo en las casualidades
con olor a mierda. Ahora el hombretón
andaba cerca. Era él quien zumbaba a
través de la ventilación, quien había
cerrado la puerta de vaivén con su
grasiento brazo neumático. Al mirar a su
alrededor en aquella habitación mínima,
Ian se sintió atrapado por la ubicuidad
de su torturador. Porque, aunque era
cierto que estaba con Smallbone en
Devizes, a la vez y en el mismo instante
—al poseer una total simultaneidad—,
era una mosca en la pared que
correteaba entre las frondosidades del
revoque. Sus zapatos de vestir, tan
seguros como las ventosas o las
secreciones pegajosas de cualquier
insecto, le ayudaban a no perder pie.
¡Qué arrogancia! ¡Qué
desconsideración hacia el efecto
Painstyler! Se balanceaba de una
frondosidad a otra, descaradamente,
como una especie de atavismo. Y a
medida que se columpiaba en ellas se
iban rompiendo, dejando a su paso una
estela de ráfagas polvorientas.
Realmente, como bien habría dicho
él de sí mismo, era el Cuerpo del
Dharma de lo Inerme. Estaba en el
linóleo, en el jabón, en El Pato WC.
Observaba desde las ventanas de las
mónadas con marca registrada. Estaba
exactamente donde Ian no quería que
estuviese. El mundo de los productos no
era la esencia globalizante que Ian había
construido con firme determinación. Por
encima y por debajo de ese mundo,
arremolinándose, enmarañándose,
formando apretados ojos de una fuerza
huracanada, había otro factor
determinante, otro primum mobile, y Ian
estaba llegando a comprender de qué se
trataba. Si Samuel Northcliffe estaba
implicado, el dinero no podía andar
lejos.
Cuando volvió a la sala de reuniones
las cosas se habían puesto en marcha. Se
habían desparramado papeles sobre la
mesa y los bolis trazaban rayas y
círculos. Ian entró con aire tranquilo en
la sala y volvió a sentarse.
—¿Todo va bien? —preguntó
Gainsby.
—Sí, bien, bien.
—Me alegro. Mira Ian, creo que
antes de nada vamos a tener que
ocuparnos del problema del nombre. Ya
nos habíamos acostumbrado entre
nosotros a llamar a este asunto «Ñam-
Ñam», y eso no puede ser.
—Hasta el cliente lo llama «Ñam-
Ñam»…
—Sea como sea, a nosotros nos
pagan para crear una imagen completa,
una personalidad para ese producto. No
hay quien le venda a nadie un producto
financiero que se llame «Ñam-Ñam».
Así que quiero un nombre nuevo, y lo
quiero deprisa.
—Me encargaré de ello. Organizaré
un grupo para tener un nombre para la
semana que viene.
—Excelente. Geoff va a organizar la
parte de prensa, comenzando por una
serie de espacios publicitarios en las
revistas más relevantes. Si se ocupará
exclusivamente de ajustar la
organización del programa para que
todo coincida con la nueva fecha de
lanzamiento. Una vez que lo tenga sobre
la mesa, se nos ocurrirán ideas mejores
sobre cómo nos vamos a organizar.
Como por el momento no hay mucho que
tratar con el cliente, Patricia estará
disponible para cualquier ayuda ad hoc.
¿De acuerdo? Ah, y una última cosa,
creo que sería una buena idea que esta
noche fuésemos todos a la presentación
de S.K.K.F. Lilex en Grindley. Ya sé que
no es un producto nuestro, pero hacemos
otras cosas para ellos y sé que Brian
Burkett considera que la asistencia a
esas fiestas demuestra una especie de
lealtad por parte de la agencia.
Se oyeron diferentes gruñidos y una
serie de «¡Oh, no!» alrededor del rombo
de la mesa. Gainsby los ignoró, recogió
los papeles que había utilizado y,
arrugando aún más su ya arrugado traje
de dril, se dirigió hacia la puerta.

Jane Carter y Richard Whittle se


llevaron como el agua con el aceite
hirviendo en una sartén. Tal fue la
cualidad acuosa y oleaginosa de su
encuentro.
La tarde del viernes, Jane abandonó
el Hospital de la Fundación Lurie contra
el Alcoholismo aferrada a su pesado
bolso y sintiendo una sensación aún más
pesada de opresión en el pecho. Le
había sido difícil descifrar en las notas
de Gyggle la dirección de Whittle.
Parecía que el tipo cambiaba mucho de
domicilio. En el espacio
correspondiente habían escrito una
dirección tras otra y después la habían
tachado con trazo firme. Al final se las
arregló para conseguirla, pensando al
tiempo que lo hacía: ¿Para qué?
Un autobús de dos pisos recogió a
Jane y, al igual que el pájaro roc a
Simbad, la llevó colina arriba a través
de Camden Town, hacia Gospel Oak,
hasta el señorial edificio de
apartamentos que había en los confines
de la zona de Heath, donde vivía
Whittle. Subiendo por High Road,
hundida en su asiento, Jane había vuelto
a sentir la proximidad de la presencia.
La tela empapada de sudor de su falda,
tirante entre sus piernas sin medias,
ofrecía, o al menos eso le parecía a ella,
una entrada, una nasa de acceso hacia el
interior de su cuerpo. Se estiró bien la
falda hacia abajo y se puso a mirar por
la ventana para apartar y alejar la
presencia de ella.
Fuera, en la calle, bajo el rojizo sol
del atardecer, la saludó un espectáculo
comercial ineluctable. Adondequiera
que mirase, alguien le vendía algo a
otro. Era como si el intercambio hubiese
reemplazado al lenguaje como forma
primordial de comunicación, y la gente
se vendiese cosas con el fin de hacerse
con algunas palabras. Un trenzado de
gestos: manos ofreciendo dinero a otras
se repetían una y otra vez, aquí y allá,
remendando el deshilachado galón de
las fachadas de las tiendas. Y las tiendas
mismas, de electricidad, de frutas y
verduras, de ropa, de comida rápida, de
bricolaje, de muebles y grandes
almacenes. Todo se había volcado sobre
la acera; los artículos del interior caían
unos sobre otros en su desesperación
por encontrar a un potencial comprador.
Una vez al aire libre, se mezclaban con
los puestos callejeros, los vendedores
ambulantes, los feriantes y los
buhoneros que conformaban aquel
asqueroso zoco. Allí adonde Jane
dirigiese la mirada, dondequiera que
posase los ojos, veía gente firmando
cheques, garabateando recibos de
tarjetas de crédito, haciendo pedidos, y
el dinero en efectivo —saludable pasta,
pavos, talegos, calderilla, monedas del
reino— fluía por doquier como
mercurio o como otro elemento más.
Whittle se había acercado hacia ella
en oleadas, con su figura ondulante a
través del arrugado pellejo del cristal
reforzado, mientras Jane esperaba en las
frías escaleras de piedra. Por las grietas
ocultas del edificio de apartamentos oía
voces de niños, el zumbido trabajoso de
la limpieza doméstica y el ladrido de
perros grandes en espacios pequeños.
—¿Sí?
Richard se estaba quitando de los
ojos las legañas de los dos días de
sueño profundo de Ian. Incluso las sentía
de esa forma, como los desechos
solidificados de la pérdida de
conciencia de otro. El timbre de la
puerta había clavado su anzuelo en
Richard, luego el sedal le había
arrastrado fuera del río de su sueño y le
había depositado allí, de nuevo sobre el
banco de lodo de su propia vida.
—Ah, hola —dijo Jane,
desconcertada, luchando por recobrar la
compostura. No importaba que se
hubiese preparado para aquello, la cara
de Whittle seguía siendo una horrible
visión, una colección de infecciones
supurantes, manantiales de pus caliente
hirviendo a cámara lenta—. Soy de la
unidad de drogodependencia. No soy
asistente social ni psiquiatra, soy
voluntaria. El doctor Gyggle me ha
enviado para ver si puedo ayudarle en
algo, pero puedo volver en otro
momento si no le viene bien ahora, o no
volver más, si lo prefiere…
Le habían brotado las palabras
atropelladamente, poniéndola a lo tonto
en evidencia.
Aquello desarmó a Richard y se rio.
—… Ya… Es mejor que pase y
tome…, tome ¡una taza de té!
La inverosimilitud fue en aumento a
medida que el escuálido yonqui anfitrión
de Jane aparecía primero con el té,
después con la leche y finalmente hasta
con azúcar refinado. Dadas las
circunstancias, aquello era tan
extravagante como si hubiese aparecido
con un plato de porcelana china azul
lleno de sandwiches de pepino.
Sentados en la cocina,
decididamente inapropiada, se
observaron uno al otro por encima de
las tazas de juegos diferentes. Whittle
tenía el pelo castaño, los ojos verdes
demasiado juntos, la nariz respingona, la
frente estrecha y un mediocre
mentoncillo afilado. Sorprendió a Jane
por su capacidad de conversación,
preguntándole sobre su trabajo, su piso y
si tenía novio. Parecía patéticamente
ajeno a la horrible impresión que
causaba, con su cara llena de granos, su
pelo grasiento y despeinado, su sucio
pijama a rayas y un anorak sin mangas
de esos de universitario norteamericano.
Cansada de todo aquello, Jane le
interrumpió.
—El doctor Gyggle me dijo que
dentro de poco tiene que ir a juicio,
¿cuándo es eso?
—Faltan por lo menos cuatro meses.
Si tienen suerte puede que estire la pata
antes de la citación. Eso les ahorraría
dinero y trabajo.
Sonrió. Era un chiquillo que todavía
encontraba profundo su propio cinismo.
Jane se mordió el labio, ¿necesitaba
hacer todo aquello? ¿Era aquel tipo
alguien que quisiese ayuda o la
mereciese?
—Creo que lo que ha dicho no es ni
inteligente ni cierto.
—¿Qué es lo que sabe sobre mí
exactamente, Jane Carter?
Se había dirigido a ella con nombre
y apellido, como si quisiera ponerla
exactamente en su lugar, definirla como
parte del juego.
—Sólo lo que el doctor Gyggle me
ha dicho.
—Ese tipo es un jodido charlatán.
—Habló con vehemencia pero sin alzar
la voz—. Todos esos tipos de la unidad
de drogodependencia son unos jodidos
charlatanes. Todos fingen y consiguen
sus éxitos pro-fe-sio-na-les tratando con
prepotencia a la escoria como yo, a la
escoria del caballo.
Nada más decir esto alargó la manga
a rayas por encima de la mesa, y liberó
un cigarrillo con filtro de una cajetilla
donde había aprisionados diez. Jane se
percató de algunas de las otras
cicatrices que formaban una parte
importante del informe médico de
Richard Whittle.
—Pero usted está dejando la droga,
¿no? ¿No es así?
—Sí, y después volveré al negocio
del vino. Seré un experto en vinos. Iré
todos los veranos a esos jodidos sitios,
a Jerez, a la Dordoña, a Burdeos, a catar
vinos y a vivir bien.
—¿De verdad es eso lo que quiere
hacer?
—Sí.
—¿Y ha trabajado antes en ese
campo?
A la propia Jane le pareció que
hablaba como una institutriz severa. No
podía haber más de cinco años de
diferencia entre ellos.
—Antes trabajaba en una tienda de
vinos y licores en Richmond. Me lo sé
todo sobre vinos, siempre estoy leyendo
sobre el tema.
Señaló hacia el rincón donde había
una pila de revistas impresas en papel
satinado.
Jane había seguido la dirección que
le señalaba el dedo y descubrió, junto a
la fresquera con carne rebozada sobre la
asquerosa encimera, la desacreditada
trinidad de la cucharilla, la raja de
limón y la bendita hipodérmica.
—Ya veo —dijo, y añadió, tratando
de tocar el tema indirectamente—: ¿Está
tomando metadona?
—No, pero me lavo los dientes con
una puñetera pasta con flúor.
A Whittle le entró una risa ahogada,
tonta e irritante, que reveló unos dientes
que no se habían cepillado desde hacía
mucho tiempo, cubiertos de sarro verde.
Jane sintió que aquello ya era
suficiente. Se dispuso a coger su pesado
bolso de mano, con la intención de salir
de la vida de Richard Whittle para
siempre.
Pero en ese momento él se levantó y,
mientras recorría la cocina
tambaleándose, dijo:
—Lo siento. Es que no soy capaz de
hablar de todo esto. —Hizo un gesto con
la mano que abarcaba las encimeras de
la cocina, como un conferenciante
yonqui que cuenta la historia de su corta
vida, llena de fracasos, poniendo como
ejemplo una serie de paneles de
exhibición montados horizontalmente—.
Ya he hablado de ello hasta la saciedad.
Hablo de ello con mis padres, con mi
hermano, con el imbécil de Gyggle, con
mi médico de cabecera. Ya no me queda
nada que decir. ¡Qué puñetas! Si hasta
hablo de ello con los cam…
Se paró en seco y a su rostro asomó
una expresión de cautela.
—¿Con quién?
—No, no, con nadie más. Hablo
nada más ni nada menos que con toda
esa gente, y nunca sirve para nada.
Whittle levantó la mirada y, al
descubrirse un callo en la palma de la
mano, se dispuso a arrancárselo. Se hizo
un silencio que les envolvió, mientras
Jane oía cómo fuera, en el soleado
barrio, los niños chillaban y chillaban y
chillaban.
—Así que no le encuentra mucho
sentido a hablar de ello conmigo…
—No, la verdad es que no.
Entonces sucedió algo muy extraño e
indescifrable. Se oyó una serie de
pisadas con un taconeo muy fuerte, que
retumbaron en el suelo de parquet del
recibidor de Whittle, justo pegado a la
cocina. Después se oyó cómo se cerraba
la puerta principal de un portazo con
gran estruendo de madera y cristal. Sin
ser consciente de haberlo decidido, Jane
se encontró corriendo tras el trasero
escuálido de Whittle, mientras éste se
precipitaba hacia el que acababa de
fugarse.
Ambos acabaron apoyados en la
barandilla, inclinados sobre ella,
intentando ver al intruso que huía. El
taconeo agudo de las pisadas sonaba
todavía muy fuerte, como el acero sobre
la piedra, pero hasta que no llegó al
penúltimo tramo de escaleras Jane no
pudo verle. Más tarde, intentando
recordar detalles precisos, sólo podía
rememorar la cabeza del hombre, o por
lo menos el sombrero que llevaba. Era
algo tan particular, tan estrafalario… Un
sombrero brillante de color morado,
cubierto de grandes lunares negros. Un
sombrero de copa.
Por todo Londres las criaturas del Gran
Controlador, sus cofrades y familiares,
sus agentes y cómplices, sus licenciados
y legatarios, andaban agitados. Sentían
su presencia, o tal vez era la
anticipación de su presencia, es decir, su
pre-presencia, del mismo modo que
algunos presienten que se acerca una
tormenta. Primero la bajada de la
presión atmosférica, después la
acumulación de humedad, después la
aprensión agónica de que algo va a
pasar, que todo lo ocupa esa espera
horrible y cercana. Pero cuando por fin
llega, ¡qué decepción! La lluvia no es,
después de todo, más que lluvia. Una
meada del cielo. Y el trueno no es,
después de todo, más que trueno. Sólo
es Dios que, como un jubilado
preocupado, está un poco «confuso» y,
permitiéndose una segunda
adolescencia, se imagina que un cambio
en la ubicación de los muebles de la
habitacioncita de su apartotel
engendrará de algún modo un nuevo
carisma.

¡Ejem! ¿Ven ustedes lo que sucede? Es


hora de que vuelvan a practicar la
retroscendencia, criaturas de Belial,
mónadas de la cábala, gateando por los
pasillos cada vez más estrechos de
Prenatal. Es hora de que se unan a mí, de
que cojan algo hecho por el hombre,
sigan su curso y lo usen para conspirar
contra las convenciones históricas. Por
supuesto que no quiero presionarles.
Puede que ustedes tengan mejores cosas
que hacer con su tiempo que recorrer las
marcas comerciales o perseguir las
estrellas fugaces de vidas colocadas en
estanterías. De todos modos, sí que les
garantizo algunas ideas que no serían
posibles si no estuvieran dispuestos a
complacerme. De hecho ofrezco, Gratis
y Sin Ningún Tipo de Compromiso, un
veinticinco por ciento más en el campo
de las ideas de lo que obtuvieron la
última vez que se vieron obligados a
practicar una retroscendencia.
Si esas ideas no llegan, si se sienten
maltratados una vez que hayan
practicado la retroscendencia, entonces
me permitirán que les ruegue, por favor,
que se fijen en la Cláusula de
Liquidación Total del ciento por ciento.
En cualquier momento pueden ustedes
solicitar que se les reintegre su tiempo,
que se les reintegre ese tiempo que
sienten que han perdido al retroscender.
Vamos, pidan que les devuelvan el
tiempo en el mostrador al dirigirse a la
salida y entonces, ¡pardiez, que se
arrepentirán! Porque el tiempo que se
les devolverá no es un tiempo rico en
experiencias, ni siquiera es un tiempo en
el que se acumulen pequeños
acontecimientos aburridos, sin relación
aparente, que luego llegan a formar algo.
Seguro que no serán tres horas de
continuos orgasmos. Oh, no, es un
tiempo sin ocupación, un tiempo
vallado; retazos y pequeñas colillas de
tiempo. Es el tiempo empleado en
observar la media luna de óxido que
rodea el remache de la carrocería de un
autobús de turistas, mientras esperan a
que cambie el semáforo; es el tiempo
dedicado a restregar con irritación el
puntiagudo puntito donde, en teoría, la
superficie pegajosa debería
desprenderse de su parte posterior; es el
tiempo utilizado en tamborilear con los
dedos; es el tiempo desperdiciado
inútilmente mientras esperan que les
llegue el turno en el mostrador de la
tienda de comida preparada. Esa es la
clase de tiempo al que me refiero. Así
que, mirándolo bien, probablemente les
parecerá que merece la pena quedarse
con el de la retroscendencia.
Y otra cosa, esa incongruencia
semántica sobre la que antes llamó la
atención mi licenciado. Bueno, ahora
tienen la oportunidad de tomar parte.
Participen en los ejercicios de suelo del
significado mientras éste atraviesa la
colchoneta girando en diagonal. Ha
llegado el momento en el que deben
abandonar el sillón asertorio, poner fin a
las charlas frente al televisor después de
la cena y sentir cómo les da vueltas,
mareada, la boca del estómago.

Steve Souvanis, propietario y


representante exclusivo, estaba sentado
en las oficinas de la empresa que él y
sólo él dirigía, Construcciones Dyeline
de Clacton. Acababa de colgar el
teléfono después de una conversación
corta y desconcertante con Si Arkell,
encargado de planificación de D. F. & L.
Asociados. A Souvanis no se le ocurría
por qué razón le había pedido Arkell
que hiciera un presupuesto para la
fabricación de algunos módulos
acrílicos para puntos de venta, lo cual
sonaba realmente absurdo. Tales
módulos tenían que ser casetas
transparentes no empotradas,
octogonales, de 2,15 metros de altura, y
contener una especie de miniatriles,
donde los usuarios de la caseta pudieran
apoyarse y escribir, mientras
observaban el mundo y, a su vez, eran
observados por él.
Arkell le había dicho a Souvanis que
quería un presupuesto para la
construcción de sesenta de esas «casetas
de propaganda», como él las llamaba,
que luego se colocarían por todo
Londres antes de final de año. Souvanis
no podía creer lo que estaba oyendo. Es
verdad que había hecho trabajos para
Arkell en otras ocasiones, pero nada a
esa escala. Souvanis era especialista en
la fabricación de módulos acrílicos
destinados a ofrecer folletos y otras
modalidades de material promocional.
En la zona de almacén próxima al
cuchitril que servía de oficina donde
estaba sentado Souvanis había un
revoltijo fantasmagórico de tales
objetos, amontonados sin ton ni son.
Había exhibidores para folletos con
forma de tarta, de libro, con todo tipo de
estantes, con forma de puentes colgantes
en miniatura, de monumentos famosos,
de coches, naves espaciales y
submarinos, con forma de sombrereras y
percheros, armarios y librerías. Todos
estaban hechos de acrílico transparente
o de metacrilato. El efecto global era el
de un espacio lleno de insustancialidad.
Los módulos exhibidores no eran
objetos reales, sino una pálida sombra
de ellos, como las formas platónicas lo
son respecto a sus menospreciados
modelos.
Aquella mañana, sentado en la cama
y con el alcohol de la noche anterior
transformado en cera en las orejas,
legañas en los ojos y ruidos en el pecho,
a Souvanis le había costado mucho
trabajo abrocharse la pretina del
pantalón. Me cuesta mucho trabajo
abrocharme la pretina del pantalón,
había pensado para sí. Al meter los
piececitos regordetes en los mocasines,
había pensado: Uy, qué daño me hace en
el empeine este zapato. Después ya no
volvió a pensar en ello. Había
desayunado con su mujer, como siempre,
y abandonó su casa de Barking para
dirigirse a las oficinas de Clacton.
Cada kilómetro y medio, más o
menos, se miraba en el espejo retrovisor
con cierta afectación. El mismo rostro
de luna llena, las mismas matas
desperdigadas de vello negro en la cara,
la misma calva bronceada, la misma
sonrisa y las mismas arrugas en la
frente. Entonces, ¿qué era lo que le
parecía diferente?
Ahora, en el tibio confinamiento del
almacén, con el olor del papel y del
plástico, comerciales en su mera
intensidad, empezó a percibir de qué se
trataba. Cogió o, mejor dicho, dio un
manotazo al paquete de BiSoDol que
estaba encima del revuelto escritorio y,
abriéndolo de un tirón, sacó un par de
pastillas masticables del envase de
celofán. ¿Por qué tengo esta sensación
de pesadez en el estómago?, pensó
Souvanis. ¡Si hasta me he saltado el
almuerzo! Intentó deslizar una mano
entre la pretina del pantalón y el vientre,
pero no pudo.
Hacía un par de días, mientras
hojeaba las páginas financieras de un
periódico, se había fijado en un artículo
sobre la compra con financiación ajena
de una gigantesca compañía de
neumáticos norteamericana; más o
menos una semana antes, había visto
cómo una silueta alarmantemente
familiar se deslizaba entre dos príncipes
con túnica cuando las noticias de la
televisión informaban del desenlace de
una conferencia en Oriente Medio.
Mucho antes de todo eso, hacía ya casi
un mes, al salir de su casita adosada,
Souvanis había levantado la mirada
hacia el cielo, de forma espontánea, y se
encontró, suspendido allí arriba, tal vez
a sólo unos treinta o sesenta metros por
encima de su cabeza, el dirigible de
Goodyear. Éste, al que Souvanis se
quedó mirando con la boca abierta, se
inclinó para saludarle, saludo que
parecía dirigido sólo a él, en medio del
cielo claro.
Todos esos hechos se agolpaban
ahora en la cabeza de Souvanis, dando
forma a premisas que eran como
peldaños que le conducían a una única
conclusión posible. Que el hombre al
que el mundo conocía como Samuel
Northcliffe, financiero, bon viveur,
éminence grise de la geopolítica, y al
que Steve Souvanis conocía como El
Gran Controlador, había vuelto.
Ácido y antiácido corrían juntos
como chorros de fuego por su estómago
volcánico. ¡Qué propio del Gran
Controlador anunciar así su llegada, con
una indigestión sobrenatural! Souvanis
sentía que algo se dirigía a su grasa y a
su gordura, a un nivel profundo, al nivel
de almidones primarios, carbohidratos y
azúcares, algo que era otra gordura más
potente, de gran importancia lunar, una
gordura que daba vueltas sobre su
propia circunferencia dentro de la
sudorosa faja de la piel, produciendo
una torsión.
Ahora se explicaba el inusual
pedido de D. F. & L. Asociados. Era
asunto de Northcliffe. Souvanis se había
dado cuenta hacía ya mucho tiempo,
desde que había comenzado su relación
con El Gran Controlador (¿y quién podía
saber cuándo fue eso? Tal vez el
chiquillo regordete estaba retozando por
las polvorientas calles de Nicosia
cuando él intentó arrebatarle una cámara
a un turista viejo y fofo y descubrió que
el turista ni era viejo ni era fofo. Pero
ahora no hay lugar para la especulación,
la relación de Souvanis con El Gran
Controlador es una historia diferente de
ésta), se había dado cuenta de que casi
todo lo que era inusual, cualquier cosa
que distorsionara el tenor uniforme de su
vida, podía atribuírsele a su mentor.
Souvanis suspiró profundamente.
Recorrió el cuchitril vacío con la
mirada y sacudió la cabeza de un modo
aclaratorio a la nada que le
acompañaba. Fuese lo que fuese lo que
estuviera en camino, tendría una parte
buena. Parte de ello estaría relacionado
con esas «casetas de propaganda»
encargadas por D. F. & L. Así que más
valía ponerse en marcha y hacer un
presupuesto. Como si se tratase de una
especie de horrible tinnitus moderno, el
aparato de fax del cuarto contiguo
empezó a zumbar en la cabeza de
Souvanis; las mandíbulas con borde de
escobilla del aparato parecían
mordisquearle el oído interno. Debía de
ser el gráfico de Arkell para la caseta.
—Está bien, si quieren un
presupuesto —Souvanis habló en voz
alta, proyectando la voz hacia el
almacén atiborrado de muestras—,
tendrán un presupuesto.
Se levantó y se encaminó al cuarto
de al lado a recibir el mensaje.

Después de un largo día de calor en la


oficina, lo último que le apetecía a Ian
era asistir al lanzamiento del producto
de S.K.K.F. Lilex en Grindley. Sabía
perfectamente cómo sería. Ya había
asistido a todas las demás
presentaciones de los productos de
S.K.K.F. Lilex en Grindley. Parecía que
esas jodidas compañías estaban seguras
de que lo único que tenían que hacer era
bañar en Asti Spumante tibio a un
montón de periodistas de poca monta
para conseguir un buen reportaje. Ni
siquiera se molestaban en variar de sitio
o en intentar agregar algo más atractivo
para acompañar la bebida.
¡Y vaya día! Todo el tiempo
inclinado sobre la ridícula
documentación del Banco Sudanés de
Karmarathon, intentando llegar al
meollo de qué querían decir exactamente
los ingenieros financieros cuando se
referían a «un producto financiero
comestible». ¿Qué era «Ñam-Ñam»?
Bueno, era una tarjeta de crédito y una
cuenta corriente; era un asesoramiento
bursátil y un servicio de agentes de
bolsa; era un servicio de banca
telefónica y una libreta de ahorros con
una de las retribuciones más altas. A
medida que avanzaba trabajosamente
por el aburrido documento, los nombres
giraban unos alrededor de otros,
«servicio fácil», «facilidad de
servicio», ¿qué diferencia había? ¿Y qué
más daba si los intereses acumulados
por el cliente podían transformarse en
productos alimenticios o en opciones de
productos alimenticios? ¿Y qué
importaba que los propios materiales de
los que estaba hecha la documentación
para el producto —chequeras, tarjetas
de crédito, etcétera— fueran, en sí
mismos, comestibles? Nada de aquello
impresionaba a Ian. Había visto
aparecer y desaparecer muchos de
aquellos nuevos productos bancarios
personalizados. Ninguno de ellos había
tenido ningún impacto sobre la cualidad
cada vez más incognoscible, incluso
dilatoria, del dinero mismo.
En estos últimos años del milenio el
dinero había empezado a no ser el
medio de pago. El dinero iba a la zaga.
Ian sabía, porque lo había leído en la
prensa, que había aproximadamente
ochocientos trillones de dólares que
simplemente habían entrado en
circulación en un abrir y cerrar de ojos.
Nadie los había ganado ni ningún
gobierno los había emitido.
Dondequiera que uno mirase había
anuncios que gritaban: «Sáquele el jugo
a su dinero». Que una incongruencia tan
obvia se hubiese convertido en un
parámetro de credibilidad superaba la
capacidad de entendimiento de Ian y, de
hecho, la de cualquiera. Aquel «sáquele
el jugo» era tan insustancial como los
ochocientos trillones de dólares. Estaba
relacionado con una variable por lo
general no percibible; sin embargo, su
relativización era crónica. Hacía ya
tiempo que los bancos comerciales y los
brokers que conformaban la City habían
renunciado a emplear hasta al más
extravagante e intuitivo de los analistas
económicos. En cambio habían vuelto a
los que se autodenominaban «críticos
financieros», refugiados provenientes
del saturado sector periodístico, que
ofrecían sus servicios para proporcionar
juicios «puramente estéticos» sobre
diferentes medios de pago.
Pero el negocio seguía siendo el
negocio. Así que, al igual que sus
colegas expertos en marketing, Ian
introdujo su sudorosa mole en el taxi
negro que estaba parado, tosiendo y
temblequeando, a la puerta del Edificio
Normando.
—A Grindley —dijo Hal Gainsby al
taxista.
—O sea que van a la presentación
de S.K.K.F. Lilex —le contestó el
taxista.
—¿Cómo lo sabe?
Sólo Si Arkell era lo suficientemente
joven y curioso como para molestarse en
preguntar.
—Es que me interesa mucho
cualquier medicina nueva contra la
úlcera que salga al mercado —dijo el
taxista, al tiempo que arrancaba y metía
el taxi en el barullo del tráfico—. Son
gajes del oficio.
Hacía calor en la ciudad y las
ventanas del taxi estaban cerradas.
Dentro los desodorantes de los cinco
expertos en marketing competían entre
ellos por la supremacía olfativa. Los
polvos de talco de sándalo, de evidente
mal gusto, de Si Arkell ganaron el
premio del día. Después de haber
logrado cruzar la glorieta de Old Street,
haber atravesado a duras penas Hatton
Carden, haber batallado bajando por
toda High Holborn (el taxista se
deshacía de los contendientes a derecha
e izquierda con muchos bocinazos y
«¡Que te jodan!») y haber dado botes
entrecortados entre las rejillas metálicas
que rodean Trafalgar Square, Ian estaba
casi a punto de expirar. Emergieron
todos en busca de aire puro desde los
sudorosos confines del taxi. Gainsby
pagó al taxista, mientras Ian observaba
el pórtico, imitación estilo Regencia, de
Grindley, que dormitaba bajo los
plátanos que crecían a lo largo de
Northumberland Avenue.
También la presencia había estado
con Ian toda la tarde. Era una
inspiración siniestra, que le silbaba una
bienvenida al oído. Ian esperaba que en
cualquier momento todo se derrumbara a
su alrededor. Y eso fue, por decirlo de
alguna manera, lo que sucedió
exactamente.
8
REAPARICIÓN DEL
GRAN CONTROLADOR

Existen, según se dice en la bula papal,


siete métodos con los cuales infectan
con brujería el acto venéreo y la
concepción del útero. Primero,
predisponiendo las mentes de los
hombres a pasiones desmesuradas;
segundo, obstruyendo la fuerza
generativa; tercero, privándoles de los
miembros destinados a dicho acto;
cuarto, transformando a los hombres en
bestias mediante artes de magia; quinto,
destruyendo la fuerza generativa de las
mujeres; sexto, provocando el aborto;
séptimo, ofreciendo niños a los
demonios, aparte de otros animales y
frutos de la tierra con los cuales puedan
provocar el mal.
Maleum Maleficorum,
trad. Reverendo M. Summers,
sub specie aeternitatis

Aquel mismo día por la mañana


temprano el tablón de anuncios para los
pasajeros de la Terminal Tres de
Heathrow había empezado a
congestionarse con gran número de
notas, peticiones y cartas de amor. Todas
estaban escritas con letras distintas y
dirigidas a diferentes individuos, pero
todas eran para el mismo hombre.
El Gran Controlador llegaba de los
Estados Unidos. De Nueva York, para
ser precisos. Era típico del Gran
Controlador estar siempre llegando de
alguna parte, y, sin embargo, nunca era
posible imaginarle en ningún otro sitio
más que exactamente donde se
encontraba. Por lo menos no era posible
para aquellos que le conocían. Tal vez
en otro sitio, en otro planeta, por
ejemplo, pueda haber una raza de
cenobitas muy evolucionados cuyo único
propósito sea el de dedicar su reclusión
a visualizar de forma colectiva al Gran
Controlador en aquellos lugares desde
los que siempre está llegando. Si es así,
deben de ser unos seres muy
evolucionados, sin duda.
El Gran Controlador irrumpió por
las puertas de vaivén que comunican la
zona de aduanas con el vestíbulo
principal de la terminal. Llevaba puesto
su atuendo de viaje, chaqueta de tweed
de Donegal, pantalones de franela gris y
zapatos cómodos. Sobre su brazo, tipo
soporte, había colocado una de esas
gabardinas norteamericanas provistas de
muchas más piezas abotonadas, correas
y cinturones de los que son estrictamente
necesarios. Siguiéndole los pasos como
un perrito fiel venía una maleta
Samsonite marrón. El Gran Controlador
pegaba unos tirones irregulares a la
correa y la cosa se movía, como con
efectos retardados.
El Gran Controlador alcanzó el final
de la barandilla que separa a los
pasajeros que llegan de los amigos y
familiares que han ido a esperarles. Allí
se detuvo y se volvió para poder
observar mejor los encuentros de sus
compañeros de viaje. El Gran
Controlador siempre hacía eso. Siempre
salía del avión lo más rápidamente
posible y pasaba a toda velocidad por
inmigración y aduanas para poder
presenciar aquel momento.
«Ya lo creo que es un momento muy
importante», le gustaba decir. «Un
momento muy emotivo y puro. Cuando la
gente se saluda después de una ausencia
(particularmente en los aeropuertos,
donde la luz fluorescente del techo tiene
unos contrastes tan pobres), se presentan
transparentes unos ante otros. A un
marido infiel la culpa le cruza el rostro
como una sombra en la milésima de
segundo que le lleva colocarse una
sonrisa de bienvenida para dirigirse
hacia su mujer, que le está esperando.
Dos enamorados se encuentran y, en el
mismo instante antes de que lleguen a
tocarse, la expresión de sus caras delata
la certidumbre de su posterior
separación. Mocosos desagradecidos
vuelven de sus vacaciones baratas y
desembocan en el sufrimiento de sus
cansados padres, que intentan
desesperadamente convertir la
indiferencia en un poco de alegría. ¡Ésos
son los momentos que atesoro! Porque
yo soy un viajero de los sentimientos y
un traficante de almas. ¡Los ejemplos
que procuro son tan fugaces y frágiles
que podría autoproclamarme auténtico
entomólogo de las emociones!».
El Gran Controlador paladeaba
aquellas frases junto con un whisky de
malta y una espiral de humo de su puro
habitual, antes de soltarlas ante su
audiencia. El Gran Controlador era muy
dado a pontificar, aunque con demasiada
frecuencia la única forma de asegurarse
un público era mediante la coacción.
En aquella ocasión necesitó cinco
minutos, y por lo menos diez de esos
«momentos puros», para que su
voyeurismo sentimental se viera
satisfecho. Después se alejó hacia la
hilera de puertas automáticas y la fila de
taxis, pasando por delante del muro de
las lamentaciones del tablón de anuncios
sin siquiera mirarlo. La maleta le iba
siguiendo.
Siempre que El Gran Controlador
iba a Londres se alojaba en el Hotel
Brown’s, en Piccadilly. Al Gran
Controlador le gustaba el Brown’s por
una serie de razones. Sentía que allí
pasaba inadvertido ya que en el hotel
residían muchos otros gordos de edad
indeterminada y muchos de ellos
compartían su inclinación por el tweed y
por Burberrys. Otro aspecto positivo era
que una cantidad considerable de
pequeñas celebridades norteamericanas
—actores, productores y directores de
cine y de comedias musicales— solían
alojarse en Brown’s. No había hora del
día en que uno no se encontrase a alguno
acorralado en un rincón del cursi
vestíbulo mientras un reporterillo inglés
le preguntaba sobre su última
producción. El ir y venir en medio de
aquel continuo reclamo periodístico
proporcionaba al Gran Controlador una
sensación indirecta de notoriedad. Le
gustaba creer que era una especie de
celebridad. Aunque era más consciente
que nadie de que ser objeto de la
atención de otras personas era, en el
mejor de los casos, una experiencia
transitoria y poco fructífera, y, en el
peor, una auténtica condena.
Ésa era la razón por la cual El Gran
Controlador prefería, más que ser una
verdadera celebridad, adoptar un
comportamiento de celebridad. La clase
de porte y expresión que hacían que, al
menos una de cada tres personas con las
que se cruzaba, se dijera para sí: «La
cara de ese hombre me suena pero ahora
no caigo en quién es. Debe de ser algún
famoso». Aquél era el tipo de fama que
deseaba El Gran Controlador. Una
manera de estar en boca de todos sin
complicaciones, sin obligaciones y
verdaderamente efímera.
Fuera, en la atmósfera ya cansada de
aquella mañana de finales de verano, El
Gran Controlador se detuvo y contempló
la horrible mezcolanza de edificios de
hormigón que conformaban el
aeropuerto. ¿Para qué viajar?, se
preguntó, ¿cuando uno no hace más que
regresar al lugar de donde partió? No
estaba pensando en sí mismo sino en las
otras personas que abarrotaban el
recinto del aeropuerto. Para El Gran
Controlador todos los occidentales
modernos eran esencialmente lo mismo
y se ajustaban al reducido número de
caracteres estereotipados que les había
tocado en suerte. Opinaba que, si se
intercambiase todo el barrio residencial
de Scranton, en Nueva Jersey, por el de
Hounslow, en Middlesex, sería muy
difícil que alguien de las zonas
colindantes llegara siquiera a notarlo.
Toda esa gente, reflexionó, al tiempo
que sus ojos de sapo saltaban de acá
para allá, está en tránsito. Provienen de
algún Heimat urbano, un barrio
residencial primigenio, una zona gris.
Son como colonos que se han puesto a
caminar en masse, como ratones
desconcertados, obedeciendo a una
necesidad instintiva de comprar un
periódico en otro país.
El siguiente taxista de la fila se
acercó y quitó el cartel de «libre» de
encima del salpicadero. El cristal de la
ventanilla se abrió gracias al sistema
eléctrico.
—¿Adónde va, jefe?
—Al Hotel Brown’s, en Piccadilly
—dijo El Gran Controlador.
Entonces se produjo un vacío
incómodo, una pausa extraña. Él no hizo
ningún gesto de subir al taxi. El taxista
permaneció sentado, esperando. Pasado
un rato, el taxista le gritó:
—Bueno, ¿no va a subirse?
El Gran Controlador introdujo su
cabeza porcina a través de la ventanilla
del taxi, apoyando dos kilos de mejilla
contra el taxímetro que ya estaba en
marcha.
—No —bramó—, hasta que usted se
baje y recoja mi maleta.
Al taxista casi se le salen los ojos de
las órbitas de furia. Sintió cómo le subía
por la garganta una náusea amarga,
biliosa y sarcástica. Pero cometió la
estupidez de contenerse, como se
comprobará más adelante. Bajó del taxi
y fue rodeándolo hasta donde estaba El
Gran Controlador. Para entonces algunos
de los taxis de la fila ya estaban
ocupados con pasajeros y tocaban el
claxon para poder salir. El taxista
dirigió una mirada larga y penetrante al
Gran Controlador intentando intimidarle.
Después cogió la maleta Samsonite
marrón y la colocó en la parte posterior
del taxi. Mantuvo la puerta abierta para
que subiese El Gran Controlador, que se
tomó su tiempo para entrar, ponerse
cómodo y colocar la gabardina a un lado
y el Herald Tribune al otro.
Iban por la M4 hacia el paso
elevado de Chiswick, cuando El Gran
Controlador encendió el primer puro
desde que pasó por la aduana. Era la
enardecida trompeta de un Tosca
operístico. Se encajó el puro en la
comisura de su ancha boca y acercó al
otro extremo orgánico la llama
parpadeante de su mechero hecho por un
preso.
A continuación sucedió algo cómico
cuando el taxi subió por la rampa del
paso elevado. De repente, El Gran
Controlador y su chófer despegaron de
los matorrales de Hillingdon y Hayes.
Iban flotando muy alto en una alfombra
de asfalto por encima de la bruma azul
de la ciudad. El vasto océano de
Londres les rodeaba. Más adelante, el
paso elevado se internó serpenteando
entre dos edificios. Allí donde se
acercaron al cuarto piso de uno de los
edificios y al quinto del otro habían
colocado relojes-termómetro digitales
que mantenían una lucha entre ellos:
11,44 contra 11,43 y 32° C contra 33° C.
El Gran Controlador aspiró una ráfaga
invertida de su Tosca y se puso a
considerar las vicisitudes de las vidas
secretas de los productos, la
coincidencia casual tanto de
emplazamiento como de estilo que había
permitido que los edificios de
Brylcreem y Lucozade acabaran así, con
los carteles de neón de los años
cincuenta centelleando intermitentemente
en un enfrentamiento anacrónico, a
ambos lados del paso elevado de
Chiswick.
—¿No sabe leer lo que pone ahí?
El taxista había corrido de golpe el
cristal que le separaba de su cliente,
rompiendo el ensueño en el que se
hallaba sumido El Gran Controlador.
Apartó con la mano la espesa cabellera
de rizos castañoazulados que se había
formado delante de él, despejando así la
visión de un cartel de «Prohibido
Fumar» en letras enormes.
—Sí que sé.
—¿Qué?
—Que sí sé leer lo que pone ahí.
—¿Y entonces por qué puñetas no
hace caso si lo pone bien claro?
—Porque no quiero.
—¿Que no quiere? ¡Que no quiere el
muy jodido!
El taxista estaba atrapado, no podía
hacer nada en medio del tráfico del paso
elevado. No podía parar, no podía girar,
ni siquiera podía gesticular con los
brazos. Se juró a sí mismo que echaría
al Gran Controlador del taxi en cuanto
pudiese.
El taxi siguió a gran velocidad por
el paso elevado. El Gran Controlador
daba caladas desafiantes al apestoso
instrumento que llevaba en la boca y
meditaba si no sería aquél un modo más
puro de atormentar a alguien que
recurrir a la fuerza física o a una presión
psicológica más obviamente artificiosa.
El taxi descendió hasta la recta que
conduce a la glorieta de Hogarth.
—¡Hmm, hmm! —gruñó El Gran
Controlador, pensando en voz alta—.
Una carrera del libertino[8] espléndida, y
no me equivoco.
—¿Qué? —gritó el taxista,
quisquilloso ante la posibilidad de algún
insulto.
—No, nada, nada… No se caliente
la cabeza.
En cuanto no hubo ningún tipo de
riesgo, el taxista se salió del carril y
giró para tomar una calle lateral. El taxi
frenó con un chirrido bajo un árbol, un
plátano pegajoso. El taxista se bajó de
un salto y se fue hasta la puerta
posterior, que abrió de golpe.
—¡Salga! —gritó—. ¡Vamos, salga!
—volvió a decir.
El Gran Controlador bajó la parte
superior de su Herald Tribune y observó
al taxista desde la posición ventajosa de
varios milenios de fría neutralidad.
Realmente tenía un aspecto bastante
deplorable, con aquellos brazos en
jarras, el pecho marcado bajo una
camiseta verde que tenía esa especie de
brillo sedoso que se vuelve casi
transparente con el sudor. Más abajo,
los muslos blancos, regordetes y sin
vello, emergían toscos de la arrugada
entrepierna de sus pantaloncitos cortos
de fútbol satinados. El Gran Controlador
se dio cuenta de que el taxista llevaba
calcetines blancos hasta la rodilla y
zapatos con cordones, al estilo colonial.
—No —dijo El Gran Controlador,
echando una ojeada a la desierta calle
residencial—. Entre usted.
Entonces, con una rapidez de
movimiento que parecía aún más
increíble e intimidante debido a su
enorme tamaño, El Gran Controlador se
lanzó hacia adelante, cogió al taxista por
el cuello y le tiró directamente sobre el
suelo del coche. Como un
prestidigitador, hizo aparecer en un abrir
y cerrar de ojos un pañuelo de seda con
estampado de cachemira del bolsillo de
su chaqueta y lo introdujo en la jadeante
boca del taxista. A continuación,
agarrando aún a su presa como si fuese
una trucha descomunal que había
logrado coger con las manos en el canal
urbano, El Gran Controlador se dedicó a
torturarlo lentamente. Dio otra calada a
su Tosca y apretó el extremo encendido
del puro contra la gran ola de grasa
laboral que había emergido de debajo
de la camiseta del taxista. No paró hasta
que hubo creado una cuidada línea de
ampollas.
Todavía arrodillado, con una mano
en la garganta del taxista, El Gran
Controlador usó la otra para deshacer el
nudo de su corbata de mohair verde.
Después la pasó alrededor del cuello
del taxista. Sustituyó la mano que
apretaba la garganta por una rodilla, ató
la corbata con un nudo corredizo y,
volviendo a acomodarse en su asiento,
dijo:
—Y ahora, buen hombre, creo que
está usted probablemente en una
situación mejor que antes para juzgar
qué clase de personaje tiene por
pasajero. No, no, no se moleste en
disculparse —el taxista estaba tratando
de coger aire—, no es necesario. No soy
un hombre vengativo, caballero, en mi
naturaleza no caben tales sentimientos y,
de hecho, me resisto a esa clase de
impulsos cada vez que se presentan. Sin
embargo, una vez dicho esto, debo
agregar que le he contratado para que
me lleve al Hotel Brown’s y eso es lo
que quiero que haga. Dentro de un
momento le liberaré y reanudaremos
nuestro viaje. Pero que quede bien
claro, si vuelve a demostrar un carácter
díscolo, no dudaré en usar esta corbata
para estrangularlo. ¿Lo ha entendido?
El taxista tosió asintiendo. No era un
hombre particularmente observador,
pero una cosa sí había notado durante el
escalofriante shock de los minutos
anteriores: la peculiaridad de las yemas
de los dedos del Gran Controlador. No
tenían líneas ni hendiduras y, por lo
tanto, no dejarían huellas.
Una vez liberado, el taxista regresó
con dificultad a la parte delantera del
taxi y subió. El Gran Controlador pasó
el garrote vil de lana a través del cristal
corredero y volvieron a ponerse en
marcha. El Gran Controlador, recostado,
fumaba y leía el periódico. El taxista, al
otro extremo de la correa, conducía.
Se sumergieron en la corriente del
tráfico y en treinta minutos el taxi estaba
entrando en Berkeley Square. El Gran
Controlador se echó hacia adelante y,
colocando un brazo del tamaño de una
viga sobre el hombro del taxista, dijo:
«Entre en ese aparcamiento
subterráneo». El taxista hizo lo que se le
decía. La entrada era un hueco largo,
asfixiante y grasiento que bajaba hacia
las profundidades de la tierra en un
ángulo de cuarenta y cinco grados.
Abajo, la caseta del vigilante estaba
vacía. Aun así, El Gran Controlador
volvió a sentarse correctamente como
medida de precaución.
—Coja el ticket. —Una vez más, el
taxista hizo lo que se le ordenaba—. Y
pare en el extremo opuesto del
aparcamiento.
El taxista paró en el rincón indicado,
que estaba oscuro y no se podía ver
desde la caseta porque lo tapaba una
furgoneta. El Gran Controlador
estranguló al taxista con el garrote vil de
forma rápida y con clemente eficiencia.
—Apuesto, caballero. —El Gran
Controlador se dirigía al cadáver
desplomado del taxista mientras sacaba
su maleta de la parte trasera del taxi—,
a que esta muerte ha sido tan buena
como cualquier otra que hubiera podido
imaginarse.
Intentó un expresivo gesto de
revoloteo con la enorme palma de su
mano, mientras permanecía inclinado a
través de la ventanilla del conductor
contemplando aquel rostro macilento.
—Reconozco que no tengo ni idea
de cuáles pueden haber sido sus
proyectos, pero según el acertado
principio de que todo hombre es
responsable de la expresión de su
rostro, apostaría, caballero, a que usted
nunca hubiese llegado a ser una criatura
capaz de esas amables distinciones cuyo
conjunto sirve, por así decirlo, para
definir el refinamiento.
Después de aquel panegírico
eufónico El Gran Controlador partió,
cruzando el suelo manchado de aceite
del aparcamiento subterráneo, rumbo al
ascensor. La maleta Samsonite marrón
iba con él.
Alguien le había dicho al Gran
Controlador en una ocasión que se
parecía notablemente al personaje de
Gutman que había interpretado Sydney
Greenstreet en El Halcón Maltes. Eso le
encantaba. La verdad es que la similitud
era bastante superficial. Al igual que el
Gordo, El Gran Controlador tenía un
volumen considerable, un tipo de
gordura inusual. Sin embargo, mientras
que de Greenstreet era posible decir,
como se dice de muchos gordos en
general, que tenía un «garbo increíble»,
o «una agilidad sorprendente», y que
tenía unos pies «realmente muy
elegantes», ninguna de esas
descripciones podría haberse aplicado
al Gran Controlador, que era realmente
gordo. Gordo de una manera pesada e
implacable. Programáticamente gordo.
Gordo como si su aspecto de mamut
fuera el resultado de muchos planes
quinquenales de alimentación de éxito
consecutivo. Allí donde fuese, la
gordura del Gran Controlador le
rodeaba y acompañaba como un
compacto corro de matones con abrigos
de invierno.
Otra característica distinta: a
diferencia de Gutman, El Gran
Controlador no era un verdadero
entendido, al final no obtenía más placer
de las cosas que de la gente. Mientras
que Gutman estaba dispuesto a dedicar
toda una vida para recobrar el pájaro
negro, El Gran Controlador habría
eliminado a todo el reparto en la
primera mitad de la película. Las
actitudes del Gran Controlador nacían
de un pragmatismo a ultranza, que
aquellos que le conocían consideraban
como una especie de peculiar
emanación. Mientras Gutman tenía cierto
magnetismo que reforzaba con su
facilidad para la retórica, El Gran
Controlador era banal. Y si se le daba la
oportunidad de hablar sin parar de
aquella forma afectada, resultaba
tremendamente aburrido enseguida.
El recepcionista del Hotel Brown’s
estaba seguro de haber visto antes al
Gran Controlador en algún sitio. Había
algo conocido pero inclasificable en el
rostro de aquel hombretón. Aguardó con
la pluma preparada sobre el libro de
registros, mientras El Gran Controlador
se dirigía hacia él rodeado por su
gordura.
—¡Por Júpiter! —exclamó—. ¡Qué
tiempecito, y precisamente en Inglaterra!
Durante un momento el recepcionista
trató de imaginar al Gran Controlador en
climas aún más soleados, pero por
alguna razón no lo consiguió.
—¿Le puedo ayudar, caballero?
El recepcionista era agradable,
tremendamente agradable.
—Ah, sí, sí, por supuesto. —Hizo
una pausa, estaba claro que intentaba
recordar algo importante, como su
nombre, por ejemplo. Se pasó una mano,
que era como un paquete de cinco
enormes salchichas de Viena, por el
cuello de la camisa—. He hecho una
reserva.
—¿A qué nombre, caballero?
—Northcliffe, amigo, Samuel
Northcliffe. Eche un vistazo a su librito.
Jane Carter estaba llorando en su piso
de West Hampstead. Lloraba mientras el
sol de la tarde inundaba de alegres
barras de luz el interior del piso,
decorado con estampados de vivos
colores. Respiraba agitadamente y las
mucosas de los húmedos conductos
nasales de su cabeza emitían gritos de
soledad de clarinete. Las lágrimas
estaban provocadas por una burbuja de
autocompasión difícil de digerir que se
había estado hinchando en su interior
durante toda la tarde. Ahora las lágrimas
habían comenzado a brotar e iban
cobrando cada vez más ímpetu. Como
rocas desprendiéndose por la ladera de
una montaña, se agolpaban y caían
rodando desde los lagrimales,
impulsada cada una de ellas por un
desaire diferente, un dolor diferente, por
relaciones fallidas y relaciones que
nunca llegaron a ser, pero que podrían
haber sido.
A sus pies se desparramaba una
maraña de tejido de punto que salía de
la boca de una bolsa de plástico; lanas
azules, verdes y amarillas formaban un
mullido circuito. Una aguja de tejer que
aparecía en medio de todo aquello llamó
su atención. La cogió de un manotazo,
perdiendo cientos de cuidadosos puntos
mientras la liberaba del esponjoso
abrazo. Agarrándola como una daga con
la mano derecha, levantó el borde de su
vestido de tela vaquera. Sus muslos le
parecieron monstruosos, una evidencia
condenatoria de su incapacidad de
lograr una figura de sílfide. «¡Eres
gorda! ¡Gorda! ¡Gorda!», exclamó,
clavándose cada vez que decía «gorda»
la afilada punta de la aguja de tejer en
aquella masa horrible. El último
pinchazo hizo que brotara la sangre y le
produjo un dolor suficiente como para
dejar de llorar.
Se puso de pie bruscamente y
empezó a bailar por el piso, cantando de
forma discordante, «Ay, estoy tan so-la,
tan so-la, tan jodidamente gorda y so-la
», y mientras cantaba deseaba. Deseaba
un amante, un amante cualquiera, un
demonio o un íncubo, la presencia
podría poseerla ahora, pasase lo que
pasase. Ya no le importaba. ¿Qué más
me da?, pensaba. Soy un cero a la
izquierda, una pobre vaca más entre el
ganado. Llevo la ropa y los zapatos que
llevo, me pongo el maquillaje que me
pongo, utilizo las compresas que utilizo,
voy al dentista que voy y al médico que
voy, todo porque tengo el jodido papá y
la jodida mamá que tengo. ¡Eso seguro!
Después de aquel funesto resumen
empezó a bailar, levantando primero una
pierna gorda (según ella) y luego la otra.
Sumida en aquel lastimero
ensimismamiento, se sentía como una
más entre una multitud de Janes. Todas
ellas de pie en sus alfombras ovaladas
de ganchillo, metidas en sus pisos recién
rehabilitados. Todas tenían el mismo
aspecto, todas miraban hacia la misma
dirección, y todas levantaban los brazos.
Aquel ejército ilusorio de unas Janes
que levantaban las piernas muy altas
formaba el grupo de coristas con gorros
estilo Berkeley más disperso que haya
existido jamás.
Sonó el teléfono.
—¿Jane?
Era una voz de mujer.
—¿Sí?
—Soy Beattie.
Era la bonita y bajita Beatrice, la
relaciones públicas.
—Ah, hola, Beattie. ¿Qué tal estás?
—Muy bien, Jane, ¿y tú qué tal?
—Muy bien.
—Jane…
—¿Sí?
—¿Tienes algo que hacer esta tarde?
—¿Por qué?
Por más gorda y fea que se sintiese,
no estaba dispuesta a admitir su falta de
popularidad.
—Mmm…, bueno, pues reconozco
que es bastante aburrido, pero necesito
que me hagas un favor… —lo dijo todo
de una vez, presintiendo que Jane estaba
a punto de interrumpirla—…, he
organizado una presentación a la prensa
para S.K.K.F. y no he conseguido reunir
a tanta gente como esperaba. Todo el
departamento de marketing de la
compañía estará allí, será desastroso
para mí si no logro aumentar el número
de personas.
—Así que quieres que me haga
pasar por alguna periodista de poca
monta de una revista médica…
—Exacto.
—¿Y qué producto presentan? ¿Se
supone que tengo que conocerlo?
Beattie soltó una carcajada, Jane
apartó el teléfono de la oreja hasta que
paró.
—Bueno, no exactamente. Aunque es
bastante ingenioso, casi revolucionario.
Lilex es la marca de un medicamento
que acaba de salir para combatir las
úlceras gástricas y duodenales. Viene en
pastillas fáciles de tragar, en unos
envases de plástico con dos hileras de
doce pastillas en cápsulas individuales.
—¡No me digas!
A Jane la dejaba fría el entusiasmo
de Beattie. Ya lo había visto muchas
veces. Cada vez que había un cliente
nuevo o se presentaba un producto
nuevo, la relaciones públicas cambiaba
de chaqueta de una forma completa y
radical. Su confianza en un producto era
total, real e incuestionable. Daba igual
que se tratase de un cosmético o de un
producto médico, de un coche o de un
accesorio de moda. La suya era una
metempsicosis de la novedad y su
cabeza era una cosa insulsa hasta que
volvía a cobrar vida con la siguiente
convicción absoluta.
—Escucha, Jane —Beattie adoptó un
tono conciliador—, hazme ese favor,
anda. Eres periodista, te vienes con una
libreta y haces como que apuntas todo lo
que dice Wiley, que es el director de
marketing de S.K.K.F, y después te
invito a cenar, ¿vale?
—Bueno, está bien. Pero no
conviertas esto en una costumbre,
Beattie, mi autoestima ya está lo
suficientemente baja como para que lo
único a lo que me inviten sea a
presentaciones a la prensa de nuevos
medicamentos contra la úlcera.
Ambas se rieron y colgaron.
Durante las dos horas siguientes
Jane se ocupó de su cuerpo. Lo limpió y
lo restregó, le dio palmaditas y lo
apretó, lo pintó y lo acicaló. Se detestó
a sí misma por aplicar esas técnicas de
empleado de funeraria a su abultado
pellejo, pero ¿qué otra cosa podía
hacer? Se puso dos trajes distintos y se
los volvió a quitar, antes de estar
totalmente conforme y lista para salir
hacia Grindley’s. Al final fue vestida
con lo mismo que había llevado durante
todo aquel caluroso día.
Al salir de la estación de metro de
Trafalgar Square, Jane se abrió camino
entre la multitud de palomas y turistas.
Se encontró a Beatrice en la escalera de
Grindley’s, repartiendo carpetas de
prensa. La amiga de Jane estaba tan
impecable y guapa que parecía como si
la hubiesen encapsulado a ella en
plástico junto con el cartelito con su
nombre.
—Aquí tienes —dijo, entregándole
una de las carpetas a Jane—. Creo que
los discursos están a punto de empezar.
Pasa al Salón Regency y me reuniré
contigo dentro de un momento.
Jane hizo lo que se le dijo. En el
Salón Regency se instaló junto a la
chimenea de mármol, debajo del enorme
espejo de marco dorado, y estudió a los
demás asistentes a la presentación, a los
burócratas de la úlcera.
Jane seguía sintiéndose gorda, gorda
y sudorosa. ¡Qué deliciosa ironía!
Sentirse gorda y asistir a la presentación
de un medicamento contra la úlcera.
Aquello no le pasó inadvertido. Wiley,
el director de marketing, o por lo menos
eso era lo que ella supuso que era,
estaba soltando su perorata sobre el
Lilex. Jane no podía concentrarse.
Hojeó la carpeta de prensa,
deteniéndose sólo para fijarse en una
fotografía del presidente de S.K.K.F.
con las manos sumergidas en lo que,
según el pie de foto, era semen canino
congelado. Alzó los ojos hacia el techo
y paseó la mirada por el paisaje
invertido de ondulaciones y florituras de
escayola que daba nombre al Salón
Regency. En aquellos momentos de
distracción absoluta, la presencia que le
había rondado toda la vida no podía
estar más lejos de sus pensamientos.
—¿Estos cacahuetes están tostados
en seco?
Alguien le estaba hablando.
—Eh…, pues no lo sé. ¿Importa
mucho?
Él soltó una risa breve y dijo:
—No puedo soportar los que están
tostados en seco, están recubiertos con
todo tipo de aditivos E y toda clase de
porquerías. Me dan dentera. ¿Trabajas
en la agencia de Relaciones Públicas?
Creo que no te he visto nunca.
Jane se fijó en que era un hombre
alto, de rasgos corrientes, rellenito y con
el pelo castaño de corte cuadrado.
Había sinceridad en su voz y aquello le
inspiró sinceridad a Jane.
—Me llamo Jane Carter. Si quieres
saber la verdad, no tengo nada que ver
con todo esto. Pero una amiga me pidió
que viniese a hacer bulto.
—¡Chócala! —dijo él—. Yo me
llamo Ian Wharton. Encantado.
ENTREACTO

A esto es a lo que conduce el tipo de


afinidades electivas del Gran
Controlador.
Estaban en un pasillo oscuro. Olía a
cerrado y a alfombra vieja. Estaban
desnudos. El estar así de pie, junto a
ella, hacía que se diera plena cuenta de
la diferencia de sexo que moldeaba sus
cuerpos. Él sentía que mientras el
cuerpo de ella tenía una forma natural,
con sus caderas redondas y su abundante
trasero que le daban un centro de
gravedad apropiado, su cuerpo de
hombre no era más que una tira que
colgaba desde la cabeza y se anclaba
casi indecisa en el oscuro suelo. O sea
que era así.
Tenía una erección. Era una cosa de
látex, firme, elástica y dúctil. Ella se
volvió de tal modo que quedó de
espaldas pegada a él. Después le cogió
el pene, lo cogió como podría haber
cogido un utensilio de cocina, un mazo
para ablandar carne o un palote de
amasar. Lo levantó y lo golpeó contra
sus nalgas, lo levantó y lo golpeó contra
sus nalgas. El pene osciló sobre su raíz,
las nalgas de ella temblaron. Ella las
había agredido con la posibilidad de la
penetración. Fue un momento de
desconcierto.
Ian y Jane se hallaban sentados uno
frente al otro en La Luna Amarilla en
Lisie Street. Recostados contra la
semibarra había unos cuantos camareros
atontados y absortos. El mantel de la
mesa a la que estaban sentados tenía
manchas de aditivo amarillo,
exactamente del tipo del que a Ian le
daba dentera. En la mesa contigua un
turista alemán recitaba su itinerario con
aburrida precisión: «Y un dííía parra
fiissitaarr Haamptoon Coort, ¿sí?». Era
suabo, que son los palurdos de
Alemania, y su voz rizaba el rizo tonal
como una cometa acrobática. Ian y jane
intercambiaron miradas de complicidad
y chauvinismo.
—¿Crees de verdad en el marketing?
—preguntó Jane, pensando para sí: Es
mejor que averigüe si este hombre es un
memo total o no antes de seguir
adelante.
Ian se tomó su tiempo para contestar
y luego dijo:
—No es una pregunta fácil y, aún a
riesgo de parecer pedante, claro que
creo en la realidad del marketing.
Aunque no estoy seguro de que sea algo
necesariamente bueno, ni siquiera de
que sea necesario en absoluto.
—Y entonces, ¿por qué te dedicas a
ello?
—Es lo único que sé hacer —dijo
con un suspiro—. Creo que no soy lo
suficientemente listo para empezar otra
cosa ahora, ni aunque quisiese.
—¿Y en que estás trabajando en este
momento?
—Pues en algo que se llama «Ñam-
Ñam». Es un producto financiero
comestible…
Ian fue interrumpido por el camarero
que hizo el gesto de aguzar el oído en
dirección a donde ellos estaban
sentados, como indicando que quería
que pidiesen ya lo que iban a tomar. Le
dijeron lo que querían cenar. El
camarero no tomó nota sino que les
escuchó distraídamente, intercambiando
de vez en cuando un ladrido cantonés
con sus colegas. Cuando acabaron de
pedir partió sigilosamente hacia la
cocina sin haber dicho ni una sola
palabra en inglés.
—El servicio no es lo que se dice el
punto fuerte de estos restaurantes —dijo
Ian, que por alguna razón se sintió
incómodo, como si el camarero fuese un
familiar o un amigo suyo.
—Sí, ya lo sé —dijo Jane riéndose
—. Eso es lo que me gusta de ellos. En
todos los demás sitios los camareros
fingen preocuparse, cuando en realidad
no les importa un carajo. Sólo los chinos
le ponen a uno en la realidad con ese
desprecio tan sincero.
—Yo no estoy tan seguro de que sea
sólo desprecio. Hace pocos meses el
chef del restaurante que hay aquí al lado
le cortó el brazo a un hombre con una
cuchilla de carnicero.
—¿Por qué?
—Porque armó un escándalo cuando
le dijeron que no podía pagar con
tarjeta.
—Pero si todo el mundo sabe que en
estos sitios no se aceptan tarjetas. Sería
algún ajuste de cuentas entre mafias
chinas, ¿no?
—No, era un turista.
Sus miradas volvieron a cruzarse
justo en el momento en que el alemán de
la mesa contigua lanzaba otro discurso
en picado. En esta ocasión los dos se
echaron a reír. Para Ian fue como si una
ola se estrellase contra su corazón, una
ola de cálido contacto humano. De
hecho podía sentir cómo esa ola se
extendía hacia sus extremidades. Aunque
parezca mentira, Jane también lo sintió.
—Me estabas hablando de un
«producto financiero comestible». ¿Qué
demonios quiere decir eso?
—El producto es comestible desde
dos puntos de vista: el material físico
asociado con el producto viene en forma
comestible, y en cuanto a intereses y
gastos el cliente sólo los percibe en
futuros de productos alimenticios.
—O sea que es una especie de idea
para inversiones éticamente saludables.
—Sólo si eres muy glotón. Pero
basta ya de hablar de mí, hablemos de ti.
¿Tú qué haces?
—Bueno, hago punto y ganchillo; y
también macramé y patchwork y encaje
y bordado en cañamazo y un poco de
bordado normal y… macramé, ¿ya te lo
he dicho?
—Creo que sí.
—Y escribo sobre eso en revistas
especializadas y hago un programa de
televisión…
—¿Así que estoy cenando con
alguien famoso?
—No, ni mucho menos, pero me da
para vivir.
El camarero volvió con un pato
entero crujiente, que empezó a cortar en
tiras con eficiencia mecánica y
sirviéndose de dos tenedores. Esta vez
tanto Ian como Jane se sintieron
incómodos. Había algo venal en aquella
forma de trinchar. Ian se disculpó y se
dirigió hacia el fondo del restaurante,
hacia los lavabos. Una vez dentro se
encerró con llave y apoyó la cabeza, que
estaba a punto de estallarle, contra la
dispensadora de toallitas de papel.
Pensó en su némesis, en ese-a-quien-
no-debe-nombrarse, el del artículo
definido con mayúscula. ¿Habría vuelto?
Tal vez aquélla fuese la afinidad
electiva de la que siempre le había
hablado, la que siempre le había
prometido. Hacía mucho tiempo que Ian
no experimentaba aquella sensación de
seguridad al sentirse atraído por alguien.
No la había sentido desde que El Gran
Controlador había partido su puro por la
mitad, muchos años atrás, en Cliff Top.
«Y aunque esto no esté organizado por
él», pensó Ian, «¿por qué he de
contenerme ahora? ¿Y si lo que Gyggle
dice es verdad? Que él nunca existió.
No puedo seguir así más tiempo, no
puedo seguir sintiéndome así. Si las
manos de otra persona no tocan mi
cuerpo pronto, dejaré de existir». Tenía
una sensación muy vivida de aquello: su
cuerpo era como un continente gigante
que no estaba trazado en un mapa, que
nadie había medido y cuyas partes más
distantes comenzaban a desvanecerse.
En el restaurante Jane Carter trataba
de imaginar qué sentiría si las manos de
Ian Wharton recorriesen su cuerpo, si la
tocasen íntimamente. ¿Cómo sería eso
de tener aquel corpachón compacto
encima del suyo? ¿Podría soportarlo?
Decidió que sí podría, más o menos.
Bebieron demasiado sake, que sabía
a sudor caliente. Y, después de que Ian
insistiese en pagar, salieron
adentrándose en la noche oscura y se
metieron en un bar. Había en él un
televisor de pantalla gigante, ubicado de
tal modo que parecía que los
gladiadores del fútbol americano de la
pantalla estaban bailando sobre las
cabezas de los clientes.
Siguieron bebiendo. Y empezaron a
reírse el uno de las bromas del otro de
una forma que provenía de la ternura
misma, al igual que las innumerables
miradas y las múltiples referencias
compartidas. Eran tímidos indicadores
de cómo podía concluir aquella velada
aunque estaban cubiertos de cierta
madurez, de cierta aceptación de que las
cosas podían, a pesar de todo, no
funcionar.
Jane no podía decir que realmente
deseaba que Ian se la tirase. Su apetito
sexual era un deseo difuso que llegaba a
su punto de ebullición después del sexo
y no antes. Sabía que podía soportar el
cuerpo de Ian, soportar su peso sobre
ella brincando, pero ¿y por la mañana?
Se estremeció, sin despegar los ojos del
interior del vaso del que estaba
bebiendo, al recordar la sensación que
experimentaba al tener a un hombre que
no quería en su piso. Por las mañanas
los hombres desnudos eran como
grandes arañas blancas, atrapadas en los
grifos bajo el resplandor de la luz del
cuarto de baño, agitando los miembros
mientras se lavaban y desaparecían por
el desagüe emocional.
—¿Dónde vives?
Había un tono nervioso en la voz de
Ian.
—Al final de West Hampstead.
—Vamos a coger un taxi, te
acompaño.
—¿Te queda de paso?
—No exactamente.
Una vez en la calle fueron presa del
delirio de esa gente que se cree casi en
posesión de la genitalidad plena. Es
algo delirante, porque nadie puede
llegar jamás a saber tal cosa, nadie
puede saber jamás lo que otro piensa. A
la altura de Old Compton Street sus
cuerpos se pegaron uno al otro. El
vientre de ella era como un montoncito
de carne, o al menos eso pensó él. Ella
tenía esa cualidad animal, esa cualidad
de inmediatez. Un borracho, con un tajo
morado abierto literalmente en toda la
frente sangrante, se acercó a ellos para
pedirles dinero, claro. Ian le dio una
libra para aliviar sus problemas,
pensando: Si sólo valen una libra, una
casa en Mayfair debería costar sólo
cincuenta peniques.
En el taxi empezaron a besuquearse.
Ella es el hangar de mi locomotora
diesel, ¡ah, BurgerLand!, pensó Ian,
conteniéndose. Los labios de Jane eran
tan suaves y pegajosos que le dejaban la
boca sin aire y la mente en blanco. En el
cruce con Euston Road, un Ford Zephyr
antiguo con alerones les gritó todo tipo
de improperios cuando cambió el
semáforo. Eran dos chavales, oscuros
como gitanos, que chillaban como locos.
Pero Ian ni siquiera se dio cuenta.
De hecho, a Jane los besos no le
estaban pareciendo tan desagradables.
¿Será, tal vez, que estoy borracha? Lo
estaba. Ni siquiera se percató de que el
taxi pasaba justo por delante del
Hospital de la Fundación Lurie contra el
Alcoholismo. Ian sí se percató. ¿Estaría
Gyggle pululando por allí? A Ian le
pareció ver una luz e imaginó a Gyggle,
¿haciendo qué?, ¿leyendo un artículo
especializado?, ¿anestesiando a otro
paciente para una terapia de sueño
inducido?, ¿enviando a otro imbécil a la
Tierra de las Bromas Infantiles? Habría
sido mejor que Jane hubiese visto que
pasaban por delante del hospital, porque
entonces hubiese exclamado
entusiasmada: «He estado ahí esta tarde
para presentarme como voluntaria
social…». Y entonces se hubiese jodido
todo. Cuanto antes, mejor.
El taxi se metió dando botes en
Finchley Road a la altura de Habitat, dio
la vuelta al gran edificio por detrás y se
detuvo bruscamente ante el portal de
Jane. Ian pagó el taxi y bajó.
En el pequeño vestíbulo Ian percibió
el penetrante olor de la cal en el yeso
fresco. Jane no acertaba con la llave y
apoyaba su desbocado corazón contra el
portero automático. Sintió el cuerpo de
él pegado al suyo por detrás. Entraron.
Sintió su pene, duro, apoyado en su
región lumbar. Él levantó de un tirón la
gruesa tela vaquera del vestido, deslizó
suavemente la mano muslo arriba, llegó
hasta el fino borde elástico de las bragas
y tiró. Ella suspiró mientras la cara
cubierta de sudor de Ian descendía
olisqueándole el cuello y la otra mano le
recorría la cintura y subía hasta el
caparazón de sus tímidos pechos.
Después las manos de él
desabrocharon en contrapunto los
botones de metal de la parte delantera
de su vestido. Le acariciaron el
estómago, la parte superior de los
muslos, las ondulaciones bordadas del
sostén. Su cara fue avanzando por la
mejilla de Jane desde detrás hasta que
las lenguas se rozaron torpemente
intentando entrar en la boca del otro de
costado.
Entonces dejaron de acariciarse y
pasaron directamente a meterse mano y a
intentar alcanzar el orgasmo.
Antes de ponerse metafóricamente a
pedalear como para entrar en ella en un
sprint, Ian hizo una pausa. La miró a los
ojos y se disculpó mentalmente por el
horror que podría estar a punto de
ocasionarle. Después entró con una
embestida, temiendo lo peor.
No hay mejor freno psicológico
contra la eyaculación precoz que el
miedo a que el pene pueda partirse
dentro de otra persona.
Poco después estaba follándosela
realmente. Follándosela como hacen los
hombres cuando han perdido toda
sensibilidad, cuando sus pollas han
estado embistiendo durante tanto tiempo
que han perdido la conciencia y se les
ha creado una zona de espantosa
ignorancia, en la cual no se dispone de
inteligencia. Cuando por fin se
corrieron, lo hicieron con
determinación, como una sufrida
secretaria de empresa dando por
concluida una reunión absurda del
consejo de administración.
Sin embargo después, tumbados, ella
boca abajo, él con una de sus piernas
enormes por encima del trasero de ella,
ambos pensaron: Esto podría ser amor.

Steve Souvanis se detuvo patosamente


junto al mostrador de recepción del
Hotel Brown’s. Sabía que tenía un
aspecto llamativo y desastrado con
aquel traje barato. Estaba sudando
porque hacía mucho calor y tenía el
estómago hinchado, se encontraba mal.
A través de las puertas de vaivén, podía
ver su coche aparcado fuera con las
luces intermitentes parpadeando. Era
imposible encontrar un parquímetro en
aquella parte de la ciudad; si acudía un
guardia de tráfico o la grúa, estaba listo.
Intentó no parecer demasiado aturullado,
demasiado incómodo. Fingió interesarse
en unos folletos de Barries, la elegante
boutique para hombres de King’s Road,
que estaban sobre el mostrador de
recepción.
—¿Sí?
El conserje creyó que era un taxista.
—Vengo a ver a una persona que se
aloja aquí.
—¿Sí?
—El señor Northcliffe.
—¿Cuál es su nombre?
—Señor Souvanis.
—Ah, sí… Señor Souvanis, hay un
mensaje para usted del señor
Northcliffe. Está en la tienda Davidoff.
¿Sabe dónde está?
—Sí, sí.
Souvanis dio media vuelta y se
dirigió hacia la puerta.
El conserje le gritó desde recepción:
—Doble a la izquierda por
Piccadilly y al llegar al Ritz a la
derecha.
Era denigrante, un insulto
intencionado, como si él no supiera
dónde estaba Davidoff.
Dejó el coche, modelo ranchera, en
el aparcamiento subterráneo de Berkeley
Square por la parte que da a Piccadilly.
Estaba tan preocupado que ni siquiera se
dio cuenta de que había una cinta roja y
amarilla colocada a lo largo de todo el
aparcamiento y unos carteles que ponían
«Se está investigando un crimen.
Prohibido el paso». De nuevo en la
calle, se abrió camino por las aceras,
transpirando y despotricando. El sol
picaba muchísimo y su resplandor
parecía traspasarle. En medio del calor
y la calima la arquitectura de Londres
parecía bizantina, inmemorial. Levantó
la mirada hacia los pináculos y las
bóvedas de los edificios. Torció a la
derecha después de pasar el Ritz y vio
la tienda de puros Davidoff, al otro lado
de la calle.
La tienda estaba enmoquetada en
color lila y en ella la temperatura era
fresca y susurrante. Había un suave
aroma a tabaco y a perfume caro. Steve
Souvanis notó que volvía a llamar la
atención con su aspecto de trabajador
emigrante y pobre. El dependiente era
una réplica del conserje del Hotel
Brown’s.
—¿Sí?
—¿Está aquí un señor que se llama
Northcliffe?
—Sí, está en el salón humidificador.
Si me dice su nombre le avisaré que
tiene una visita.
Souvanis le dijo su nombre y el
dependiente se marchó deslizándose con
elegancia.
—Le avisaré que tiene una visita, le
avisaré que tiene una visita. —Souvanis
no se lo podía creer—. ¡Jesús! ¡Qué
ridículo! Ni que estuviese alojado aquí
o hubiese alquilado el salón
humidificador…
—Caballero…
—¿Sí…?
—Pase por aquí. —El dependiente
condujo a Souvanis hacia el rincón de la
habitación, donde había una gran vitrina
de cristal—. Perdone tantas
formalidades, señor —dijo—. Pero el
señor Northcliffe ha alquilado el salón
humidificador todo el día y es muy
exigente por lo que respecta a su
intimidad.
La puerta de cristal se abrió y le
envolvió la acre ráfaga tropical de un
aroma intensamente vegetal a tabaco. El
Gran Controlador estaba sentado en un
gran sillón estilo Imperio. Estaba
rodeado de estanterías repletas de cajas
abiertas de puros y puritos. Los cigarros
eran de todas las formas y tamaños
posibles, desde los cargadores
automáticos de los puritos brasileños de
pequeño calibre, cortados en ambos
extremos, pasando por las bandoleras de
los panatelas hondureños, hasta los
grandes, los misiles tierra-aire y los
bazucas de los potentes coronas
cubanos, metidos todos ellos en sus
cajas de aluminio.
El Gran Controlador sostenía en una
mano un Upmann número uno del tamaño
del brazo de un bebé. Estaba vestido de
etiqueta, como un funcionario británico
de los de antes, con pantalones a rayas
blancas y negras muy finas y una levita
negra. El cuello Windsor hacía que su
inmensa cabeza pareciera, más que
nunca, una pelota de fútbol a punto de
ser chutada. En el suelo, junto al sillón,
había un sombrero de copa.
—¿Eres tú, Souvanis? ¡Entra,
hombre! No te quedes ahí dudando, estás
dejando que se escape la sustancia de
todo.
La puerta se cerró y quedaron los
dos a solas y juntos en una proximidad
íntima y húmeda. Enseguida El Gran
Controlador agarró uno de los
michelines de la barriga de Souvanis,
con un movimiento rápido y ágil, como
habría hecho un jugador de póquer para
coger una carta.
—Nos estamos poniendo un poco
rechonchitos, ¿verdad? —dijo con un
gruñido—. ¿Me oíste cuando me dirigí a
ti?
—¡Uff! Ya lo creo que sí.
—Bien. Te hablé a través de tu
gordura, ésa es la clave, ¿no?
Espléndido, espléndido. ¿Y has
presentado el presupuesto para el
trabajo de D. F. & L.?
—Sí. Suélteme, por favor.
El Gran Controlador le dejó libre y
se dedicó a examinar su puro.
—Grande, ¿no? —dijo finalmente.
—Sí, bastante. Oiga, ¿a qué viene
todo esto, señor?
—No me llames «señor», Souvanis,
ya no estás en la escuela. Somos
colegas. Puedes llamarme «Maestro» si
eso hace que te sientas más cómodo.
Volvió a colocar el Upmann en su
caja y sacó una cajita de cartón de
puritos Toscanelli del bolsillo del reloj
de su chaleco. Se metió uno en la boca.
El purito quedó eclipsado por la lisa
extensión del rostro, hasta parecer tan
pequeño como un palillo de dientes.
—Dame lumbre, Sidney —dijo El
Gran Controlador.
—Pero, Maestro —dijo Souvanis
sin ser muy consciente de su
atrevimiento—, creía que los entendidos
siempre se encendían ellos mismos sus
puros.
—¡Ejem! Bueno, supongo que en un
sentido estricto eso es cierto. Sin
embargo es un error suponer que las
experiencias sensuales son meramente
para disfrutar; pueden tener una
importancia de mayor alcance, incluso
una relevancia política. En este caso, no
estarías simplemente encendiéndome el
puro, estarías rindiéndome homenaje.
Así que hazlo, ¡dame lumbre!
Se lo encendió. El Gran Controlador
aspiró a fondo y expulsó el humo de una
vez, inundando la habitación. Observó
las nubes de humo que se formaron
alrededor de los discretos tubos
fluorescentes empotrados en la parte
superior de las estanterías de los puros.
Las observó con aire crítico, absorto,
como sumido en alguna reflexión
estética profunda.
—Te diré a qué viene todo esto,
Souvanis —dijo, reanudando la
conversación—. Se trata del espíritu de
un hombre, de las facultades morales de
un hombre, de la razón consustancial de
un hombre, de su intuición, de su
sensibilidad y de su autoestima. En
resumen, se trata de su destino.
—Ah, ya entiendo.
—No, no lo entiendes, Souvanis, y
nunca lo entenderás. Llevo veinte años
cultivando a ese hombre como a una
planta, podándolo y desbrozándolo,
sometiéndole a una serie de recortes
metafísicos. Ahora ha llegado el
momento de hacer una evaluación, de…,
digamos, atar cabos sueltos.
—¿Y qué tiene que ver D. F. & L.
con todo eso? ¿Qué es lo que pasa con
ese «Ñam-Ñam» y esas casetas de
propaganda…?
—¡Poli! Sabes que no puedo
soportar a los polis. No es asunto tuyo
especular sobre mis métodos, mis
puestas en escena, mis máscaras, mis
artimañanas y conceptos. Tú no eres más
que un amigo, un espíritu con forma
animal que ayuda a magos y brujos, un
gatito regordete.
—Sí, Maestro.
—Te necesito, Souvanis, para que
seas el que recoja el botín de mis
extorsiones, para que seas mi chico de
los recados. Así que lo mejor es que
pongas a ese cuñado tuyo al frente de
Dyeline. Te voy a necesitar unos días. Y
ahora… —se puso de pie— he
reservado una mesa en el Gay Hussar,
vamos a almorzar.
En realidad Souvanis no quería
comer en el Gay Hussar. Sólo pensar en
todo aquel pimentón dulce le hacía
sentir dispepsia. Intentó elaborar una
excusa del tipo de: «En realidad no
tengo mucha hambre. Mejor me como un
sándwich de queso por ahí y me reúno
después con usted». Pero al observar
cómo El Gran Controlador hacía
rechinar el colmillo negro que tenía por
cigarro, Souvanis se lo pensó mejor.

Al final de aquella semana, cuando Ian


acudió a la siguiente sesión de terapia
de sueño inducido, el doctor Gyggle le
encontró muy cambiado. El especialista
en marketing tenía una sonrisa sensiblera
dibujada en el rostro y estaba tumbado
sensualmente sobre el diván del
pequeño cubículo cuando Gyggle entró,
jeringuilla en mano.
—Muy bien, Ian, parece que está
usted muy cómodo.
—Lo estoy.
—¿No le preocupa la terapia de
sueño inducido y volver a la Tierra de
las Bromas Infantiles?
—No.
—¿Ah? ¿Y eso por qué?
Gyggle apoyó el eje de la pelvis
sobre el diván y miró a Ian con ojos
escrutadores.
—Porque creo que no volveré. Creo
que lo he resuelto. Es que verá… —se
sonrojó—, he conocido a una chica…, a
una mujer…, y bueno, pues ya sabe,
hemos hecho el amor. Y no pasó nada.
No se me rompió.
—Ya veo —dijo el loquero, dejando
escapar una sonrisita por detrás de su
barba—. Es muy interesante. Pero hay
muchas más cosas para lograr la
genitalidad plena, Ian, aparte del éxito
aparente de un revolcón en la hierba. Se
da cuenta de eso, ¿verdad?
—Sí, por supuesto, por eso estoy
aquí. Ahora tengo algo por lo que vivir,
algo aparte de los productos. Quiero
estar bien al ciento por ciento…
—¿Librarse del coco?
—Exacto —dijo Ian, sonriendo ante
el vocabulario de Gyggle.
—Bien. Entonces le administraré la
medicación previa.
Hay muchos modos diferentes de
usar las drogas, muchas variaciones
vertiginosas sobre el tema básico de la
intoxicación. ¿Quién pone en duda que
un vicario que da sorbitos a un gin-tonic
en el jardín de la rectoría está a
millones de kilómetros de distancia del
adicto al crack que vive en la ciudad y
se abrasa por dentro con acetona? ¿O
que los trances psicotrópicos de los
chamanes de Sibundoy Valley están
separados por universos de
posibilidades de la boquilla que impulsa
el monóxido de aquellos que optan por
el desafío del Silk Cut? Una vez hecha
esta aclaración, El Gran Controlador
utilizaba las drogas de la única forma
que realmente importa: para manipular y
distorsionar, para retardar y atrofiar,
para engatusar y controlar. Tenía una
especie de asunto de drogas que
funcionaba en Londres. Le era útil y
afectaba a Richard Whittle, a Cucaracha
Billy y a todos los demás casos
perdidos que rondaban por la unidad de
drogodependencia de Gyggle. Eran
participantes difíciles de controlar, lo
cual no es extraño. Pero eso no era un
problema, porque contaba con uno de
sus cofrades más leales in situ.
Mientras Ian estaba tumbado sobre
el diván sintiendo cómo le iba
invadiendo el Omnipom de Gyggle,
Richard Whittle y Cucaracha Billy
salían del metro en King’s Cross. Se
encontraron de pronto rodeados en
medio de la amplia explanada que se
extiende frente a la estación de metro y a
lo largo de Euston Road. Estaba repleta
de gente, vendedores de periódicos,
pasajeros haciendo transbordo,
estudiantes de arte, inmigrantes,
refugiados, jueces de paz, pasantes de
bufete, nutricionistas, hinchas del
criquet, tasadores, cocineros y yonquis.
Yonquis solos y en grupo, yonquis que
caminaban con paso decidido rumbo a
algún asunto importante y yonquis que
holgazaneaban y deambulaban tratando
de parecer relajados e interesados en
los alrededores, como perfectos turistas.
Veinte metros más adelante Richard
y Cucaracha Billy fueron abordados por
un italiano bajito que tenía la cicatriz de
un navajazo en la mejilla y galones del
alto mando inglés en el brazo.
—¿Queréis pillar? —preguntó el
italiano moviendo sólo la comisura de
los labios. Tenía la habilidad
profesional que tienen los yonquis
callejeros de todo el mundo, la
capacidad de proyectar la voz
directamente hacia el oído de otro
yonqui desde cierta distancia, mientras
permanecen inaudibles para el resto de
la gente. Richard miró a Cucaracha
Billy; por una vez en la vida, el estúpido
mecánico había acertado en algo. Sus
ojos con conjuntivitis miraron a Richard
y se empañaron aún más.
—Na… —dijo Richard.
—¿Qué passsa? —chilló el alto
mando tras ellos—. Es muy buen género,
o sea…
Pero ellos ya estaban demasiado
lejos.
Se dirigieron hacia la esquina a
grandes zancadas. Desde donde estaban
Pentonville Road subía en pendiente,
como una rampa de slalom, hasta Angel.
Al otro lado de la calle, frente al
corredor de apuestas, había un enjambre
de colgados. De todos modos, los
yonquis guardaban las distancias con los
vagabundos. Los vagabundos no tenían
orgullo. Se construían cobertizos con los
cajones de plástico de la leche, en las
mismísimas aceras. Después se metían
dentro y se emborrachaban. No, aquellos
vagabundos no tenían ningún orgullo.
Pero los yonquis, por el contrario, ¡que
espléndido grupo!, ¡todos de pie! Allí
estaban, tambaleándose en fila, con los
cuellos estirados para cazar el mensaje
del caballo que venía a través del éter
caliente. A un vagabundo se le reconoce
a la legua, pero un yonqui es un miembro
de la brigada de estupefacientes que va
de paisano. Los agentes de ese grupo de
élite están entrenados para reconocerse
mutuamente con sólo mirarse a los ojos.
Cucaracha Billy señaló a una de las
que estaba en la fila.
—Esa es Lena, tronco, curra para
uno d’esos tíos negros del East End,
vamos a ver si pillamos.
—¿Queréis pillar? —les preguntó la
negrita.
—¿Qué pasa? ¿Estás colgada o qué,
tía? Ya no sabes ni quién soy. Que soy
yo, Cucaracha Billy… —La chica
suspiró—. ¿Anda por aquí Leroy, tía?
De la nada, o al menos eso le
pareció a Richard, apareció un joven
negro como el carbón, impecablemente
vestido. Sin decir ni una palabra, sólo
con pequeñas inclinaciones y sacudidas
de su cabeza achatada, los condujo al
otro lado de la calle, hacia la estación
de la línea de Midland City. Giraron a la
derecha después de pasar el Cine Scala,
cruzaron Gray’s Inn Road y se internaron
por una calle lateral.
El tipo negro como el carbón
empezó a hablar.
—Vámonos un poco por ahí —dijo
—. Aquí te buscan problemas y rollos
chungos todo el rato y yo paso de eso.
No, tío, no, yo passso, no, señor. —Se
volvió hacia Richard y le dirigió una
mirada penetrante—. Me llamo Leroy,
tío, me llamo Leroy, Leroy. Mejor que te
lo aprendas, tío, porque yo soy el
auténtico Leroy, tío, que no te cuelen
imitaciones, o sea, que otros son
imitaciones pero yo soy el o-ri-gi-nal. Y
estoy aquí pa’ reventar la zona…
—¡Joder, qué labia la labia rasta! —
exclamó Cucaracha Billy. Se pararon y
chocaron los cinco.
—Bueno, ¿qué queréis, tíos?
Estaban atravesando una
urbanización de edificios de ladrillo
rojo de cuatro pisos. Leroy les guio
hasta un rincón escondido donde había
unos botes enormes de basura encima de
unas bases con tres ruedas.
—Sólo queremos una, gracias, Leroy
—contestó Richard.
—Eh…, tú me caes bien, tío. Te
acuerdas de mi nombre, tío, eso
demuestra respeto, o sea, como que no te
estás quedando conmigo ni nada de eso.
—Mientras hablaba apareció una bolita
blanca o pólipo de plástico entre dos de
los anillos de oro de su mano. Se la dio
—. Ahí tenéis —dijo Leroy—. Por eso
me mola venirme hasta aquí. Así mis
clientes pueden ver lo que se llevan, o
sea, ¿sabes cómo te digo?
—Yo no puedo mirar esto ahora,
Leroy —dijo Richard—. Me llevaría
media hora quitarle el envoltorio. Tío,
¿por qué no metéis la mercancía en un
sobrecito de papel de los buenos, como
antes?
—¡Pero bueno! Tú ya sabes por qué,
tío. Y además no vas a comprar la
mercancía por el envoltorio, ¿o sí?
—No, eso es verdad. Pero todos los
productos tienen alguna especie de
envoltorio y podríamos decir que eso
tiene sus efectos sobre las ventas, hasta
puede representar un valor añadido para
el cliente.
El camello se quedó un momento
callado, obviamente pensando en el
comentario de Richard sobre el
mecanismo de su técnica de ventas. En
el rincón de la basura todo era silencio,
a no ser por el suave «chic-chic» que
producían los anillos de Leroy al chocar
unos contra otros y el chirrido distante
del tráfico.
—Estoy contigo, hermano —dijo
Leroy después de un rato—, pero un
poco de mierda no es realmente un
producto como tal. O sea, que no es
como Nestlé o Painstyler, no es un
producto de creación original. Sólo es, o
sea, bueno… «mierda», ¿o no?
—Eso —intervino Cucaracha Billy
—. Es, cómo se dice, un producto
genérico, ¿o no?
—¿Genérico? —preguntó Richard,
dudando.
—Eso, como una minipimer. Una
minipimer al principio sólo era un
producto. Pero ahora to’l mundo llama
minipimer a cualquier chisme que se
parezca a una minipimer.
—Ya entiendo, ya entiendo lo que
dices —dijo Richard, pensativo. Leroy
se movió intranquilo con sus mocasines
caros y su espalda, enfundada en una
chaqueta que había costado mucho
dinero, rozó haciendo «shic-shic» la
pared de ladrillo—. Pero, Billy, la
minipimer se creó como un producto
individual y después por su ubicuidad
misma se convirtió en un término
genérico. Pero este material —señaló la
bolita de heroína que estaba entre los
nudillos de Leroy— tiene nombre
propio, aunque haya numerosos términos
para referirse a él en la calle, pero no
como producto ni como cosa genérica…
—Claro que es un producto —le
interrumpió Leroy, chasqueando la
lengua—. Alguien lo produce, ¿no?
Alguien lo pro-ce-sa, ¿no? Alguien hasta
lo im-por-ta, ¿no? Y yo sé seguro, ¡joder
que si lo sé!, que alguien lo ven-de, ¿no?
Ahora yo sólo digo una cosa —y aquí
hizo una pausa y extendió la mano
agitándola en medio del espacio que
había entre los tres—, que yo este
producto en particular lo vendo al por
menor. O sea, que si lo queréis, pagáis,
y si no lo queréis, lo decís, tíos, porque
yo me tengo que abrir pa’ volver a
atender el negocio.
Richard y Cucaracha Billy
rebuscaron en los bolsillos de los
vaqueros y sacaron unos billetes con
aspecto de pañuelos usados, además de
algunas monedas de una libra y otras
más pequeñas. Leroy se quedó allí de
pie mirándoles fijamente mientras ellos
juntaban la pasta para la dosis. Le
entregaron el dinero y él les entregó el
caballo. Después desapareció,
esfumándose en el aire espeso y
fructificante con la misma rapidez con la
que se había materializado al principio.
Unos metros más adelante, en el patio,
un niño de cuatro años salió disparado
de uno de los apartamentos y empezó a
chillar.
Poco después, Richard estaba de
vuelta en su gastada cama, mirando por
la ventana a los niños de la escuela que
jugaban dando gritos. Depositó la
jeringuilla de dos centímetros cúbicos
sobre la caja de cartón que le servía de
mesilla de noche y se tumbó,
acurrucándose hacia dentro en sus
propios pensamientos. Estaba lo
suficientemente colocado para no darse
cuenta en absoluto de su papel de liebre,
de vanguardia psíquica, corriendo
delante de Ian Wharton en su retorno a la
Tierra de las Bromas Infantiles.
9
EL CRÍTICO
FINANCIERO

El dinero sirve de intermediario en las


transacciones; el ritual sirve de
intermediario en la experiencia, incluida
la experiencia social. El dinero
proporciona una norma para medir el
valor; el ritual convierte en norma las
situaciones, y sirve por lo tanto para
evaluarlas. El dinero sirve de conexión
entre el presente y el futuro, al igual que
el ritual. Cuanto más reflexionamos
sobre la riqueza de la metáfora, más
claro resulta que no es una metáfora. El
dinero es sólo un tipo de ritual
especializado y extremo.
MARY DOUGLAS, Purity and
Danger

Dormir sin soñar. Ni siquiera la


sensación de haber dormido. Un sueño
que es simplemente como un vacío, una
ausencia. Un sueño en blanco y tan negro
que hace añicos el ciclo de los ocho mil
momentos que componen la vigilia.
Hume se refirió a la conciencia como
algo análogo a la inercia, trasmitida de
un momento a otro como se transfiere la
fuerza de una bola de billar a otra. En
aquella ocasión una mano más grande de
lo normal, envuelta en un guante blanco,
había bajado para coger la bola rosa.
Ian se despertó y se percató de ello
antes de abrir los ojos. Después los
abrió y se encontró de nuevo en la
Tierra de las Bromas Infantiles.
Sonrosado estaba de pie como una
especie de Bonnard mutante, bañado por
la luz color lila y limón que caía desde
las altas ventanas de guillotina
desprovistas de postigos. Estaba
tomándose una gaseosa en polvo Barratt
y utilizaba un palito de regaliz que iba
enchufado en el envoltorio cilíndrico de
papel para sacar los polvos amarillos.
Chupaba el palito, después lo sumergía
otra vez en los polvos, y cada vez que lo
volvía a sacar tenía pegado más
polvillo. Sonrosado comía la gaseosa
con gran concentración y minuciosidad,
pero era evidente que no estaba
disfrutando. Para él era una tarea que
debía llevar a cabo con diligencia y
aplicación; de todos modos había notado
que Ian se había despertado.
—¿Estás aquí, cariñito? —dijo el
hombre totalmente desnudo, y se volvió
hacia Ian dejando ver su polla regordeta
y una mata de vello púbico blanco como
el sombrero de un tártaro.
Ian permaneció en silencio. La
última vez que había estado en la Tierra
de las Bromas Infantiles lo había pasado
fatal. La clave para negarse a entrar en
el delirio era, o al menos eso creía él,
no manifestar ninguna clase de lucidez.
Ésa había sido su perdición la otra vez,
así que decidió permanecer en silencio.
Pero entonces algo se movió en el
rincón del cuarto. Esa zona estaba
demasiado oscura para distinguir el
color, o por lo menos la forma, pero
algo se movía y lo hacía de forma
brusca.
—¿Qué es eso? —gritó Ian sin
querer, incorporándose sobre los codos.
Demasiado tarde. Aunque aquella cosa
había dejado de moverse, él se encontró
incorporado en el mismísimo centro de
aquel horrible territorio.
—Veo que estás otra vez con
nosotros, cariñito, ahora que te ha
devuelto la lengua el gato.
La voz de Sonrosado sonaba muy
cordial, aunque cautelosa. Se volvió
hacia la ventana y continuó hundiendo su
palito de regaliz en el envoltorio de la
gaseosa. Ian echó una mirada alrededor.
Había cambiado. Reconoció el
cuarto en el que Sonrosado y el
hombrecillo delgado le habían
agasajado la vez anterior: las mismas
ventanas altas de guillotina y el mismo
olor a hongos. La cama también era la
misma, enorme y con ondulaciones en la
cabecera y a los pies. Incluso estaba en
la misma posición, en ángulo recto con
la ventana, pero todo lo demás era
diferente.
Todos los hongos habían
desaparecido. Los champiñones
pequeños que se apiñaban en pequeños
círculos sobre las alfombras húmedas
habían desaparecido. Los champiñones
gigantes y las amanitas que servían de
mesas y sillas habían sido arrancados y
quitados de allí. Los enormes bejines —
Ian recordaba que tenían una anchura de
dos metros— habían sido sacados
rodando de los rincones del cuarto y los
habían tirado. De hecho, ahora que Ian
se fijaba con más detenimiento, se
percató de que la habitación apenas
tenía algo que se pudiera llamar
rincones. Daba la impresión de que el
cuarto se había convertido en un espacio
vacío dentro de una estructura mayor,
una especie de cobertizo, quizá, o una
nave gigante. Los colores primarios de
antes eran ahora grises borrosos y
marrones sucios y secos. En el aire
había un olor penetrante, como si el
índice de octano fuera muy alto, y había
acumulaciones de detritus amorfos
dispersos por toda la alfombra.
—¿Qué sitio es éste? —preguntó Ian
en voz alta—. ¿Y por qué estoy aquí?
Sonrosado giró desde la ventana, se
acercó y se sentó a su lado en la cama.
Seguía tomando la gaseosa. Tenía la
cara manchada con una mezcla de
lamparones marrones de regaliz y
salpicaduras de polvillo amarillo, cosa
que le daba un aspecto de víctima de
ataque con alguna arma química nueva y
horrible. Miraba a Ian con una expresión
franca aunque inquisitiva, no muy
diferente de la de un director de banco
de provincias.
—No sé decirte por qué estás aquí
—dijo con voz muy suave—. Eso es
algo que no puede expresarse con
palabras. Por lo tanto, es algo de lo que
no podemos hablar, es algo sobre lo que
debemos guardar silencio.
—Wittgenstein —dijo Ian. Era una
de las pocas citas que se sabía.
A Sonrosado le entró un ataque de
rabia.
—¡No, no es de él! ¡No es de él!
¡Esa puñetera puta mariquita! —
Temblaba de ira y su amplio pecho se
balanceaba de un lado a otro—. Todo
me lo ha robado, absolutamente todo.
¡Mis mejores frases, mis mejores
chistes!
Sonrosado era como un niño al que
le había dado un berrinche, un berrinche
que desapareció tan de repente como
había aparecido.
—Lo siento —dijo Ian—, no tenía ni
idea de que esa frase fuera tuya.
—No, no, la culpa es mía, mi
reacción ha sido exagerada. Lo siento,
es que las cosas con la lombriz no han
ido muy bien últimamente y ya sabes que
cuento con muy poca comprensión por
parte de él.
Ian miró rápidamente a su alrededor,
Sonrosado había puesto tal énfasis en el
«él» que dio por sentado que el
hombrecillo delgado estaba a punto de
irrumpir de un salto, haciendo girar su
bastón y canturreando su mántrico «Cha,
cha, ¡chá!», pero no había ni rastro de
él.
—¿Qué te pasa con la lombriz? —
preguntó Ian.
A modo de respuesta, Sonrosado
abrió la boca y le indicó a Ian que
mirara dentro. Éste se inclinó hacia
adelante. En los recovecos ribeteados en
rojo de la garganta de Sonrosado, Ian
alcanzó a ver algo con una cabeza
extraña. Era blanco y parecía buscar
algo tímidamente.
—¿Eso…, eso es la lombriz?
—Sí, sí —dijo Sonrosado—. Ahora
no quiere saber nada del chocolate y
tampoco se digna salir por mi trasero.
Tiene que ser por la boca y las gaseosas
son su bebida preferida. No te haces ni
idea de lo que odio esas cosas, me
producen muchas, muchas náuseas.
—¿Cómo te llamas? —le
interrumpió Ian, ansioso por cambiar de
tema.
—Sonrosado —dijo Sonrosado.
—Eso ya lo sabía —dijo Ian, y
añadió—: ¿Qué sitio es éste,
Sonrosado?
—Esto —dijo Sonrosado,
poniéndose de pie y trazando un círculo
completo con sus fofos brazos estirados
— es la Tierra de las Bromas Infantiles.
—Su trasero de hotentote le colgaba por
detrás como un saco—. Y tu anfitrión de
esta noche es… —La cosa en el rincón
que se había movido antes volvió a
sacudirse—, el único hombre en la
Tierra de las Bromas Infantiles que tiene
una pala en la cabeza. Sí, Ian, que tiene
de verdad una pala en la cabeza.
¿Quieres hacer el favor de preparar tus
manos para darle la bienvenida con un
fuerte aplauso a… ¡Doug!?
Sin apenas saber por qué, Ian se
encontró aplaudiendo. Sus manos frías
se golpeaban con fuerza y las paredes de
metal devolvían un eco instantáneo con
un gemido de diapasón. La cosa del
rincón volvió a moverse, cobrando una
forma que luego adquirió volumen y
color hasta convertirse finalmente en el
cuerpo de un hombre. El hombre avanzó
unos pasos. Era un hombre de mediana
edad e iba convencionalmente vestido
con un traje a rayas de chaqueta recta, un
poco gastado pero que todavía servía.
Era delgado, más alto de lo normal,
tenía el pelo rubio rojizo cortado a
cepillo, unos rasgos finos y simétricos y
un semblante agradable. Inmediatamente
Ian sintió que su presencia le
tranquilizaba.
—Yo soy Doug —dijo el hombre,
todavía de pie en la oscuridad—. He
venido para que demos una vuelta juntos
y enseñarle la Tierra de las Bromas
Infantiles, si le parece bien…
—Mmm, bueno, mmm… sí, muy
bien.
Ian hizo un gran esfuerzo para
encontrar las palabras.
—Bien, bien, pero antes de partir
necesito…, cómo decirlo, déjeme
pensar… —Hubo una pausa larga y
concentrada Estaba claro que Doug no
era la clase de hombre que toma
decisiones precipitadas. Ian se sentía
relajado por el mero hecho de su
presencia, tal era el contraste con
Sonrosado. Hasta tal punto que no le
sorprendió el hecho de descubrir, al
mirar a su alrededor, que Sonrosado se
había marchado, llevándose sus polvos
consigo—. Necesito que se familiarice
con mi estado —dijo finalmente Doug.
—¿A qué se refiere exactamente?
Ian estaba desconcertado. Doug
retrocedió hacia la oscuridad y Ian
distinguió un brazo que se levantaba
para tocar el pelo rubio rojizo.
—¿Ha oído lo que ha dicho mi
compañero?
—Ah, se refiere a lo de la pala en la
cabeza.
—Exactamente. No es agradable,
pero ahí está y tenemos que seguir
adelante. Sólo que la primera impresión
que uno tiene al verla puede ser un poco
perturbadora.
Después de decir esto avanzó con
decisión y se plantó bajo el chorro de
luz que entraba por las altas ventanas de
guillotina.
Tenía realmente una pala en la
cabeza, una gran pala de jardín. Era de
las que tienen un mango de madera clara
barnizada, la parte de metal de dos
colores y una agarradera de caucho
galvanizado. Esta parte era la que estaba
más alejada del suelo, porque era obvio
que la cosa había sido hundida
verticalmente en la parte de arriba de la
cabeza de Doug, como si algún jardinero
sádico se hubiese puesto de pie sobre
sus hombros y hubiese empezado a
cavar. La pala entraba
perpendicularmente a la frente de Doug
como una surrealista cresta de gallo o un
artefacto para hacerse la raya en el pelo.
Alrededor de la zona en la que la pala
entraba en la piel había dos centímetros
de carne podrida, un dique de pus
morado, aderezado con una maraña de
pelo y algo que podía haber sido parte
del cerebro.
Ian empezó a tener arcadas, se tumbó
al borde de la gran cama y vomitó sobre
la alfombra.
—Lo siento —dijo Doug, que para
entonces ya se había trasladado hasta
situarse a los pies de la cama, donde se
quedó jugueteando con la cadena de su
reloj—, pero poco puedo hacer para
aliviar el impacto de esto. Es inútil
intentar advertir a la gente o explicarles
lo que están a punto de ver.
Ian no podía mirarle, así que miró
hacia la alfombra y dijo:
—Impacto tendría que ser la palabra
clave.
—En efecto —dijo Doug. Y de
repente Ian se dio cuenta de que podía
mirar al hombre con la pala en la cabeza
y que apenas le afectaba.
—¿Ya se siente un poco mejor?
La voz de Doug sonaba solícita.
Tenía un encanto chapado a la antigua
que Ian asoció con los funcionarios
británicos de antes de la guerra. Su
semblante era una mezcla de
preocupación, probidad y deber, a
partes iguales. También había algo
particularmente conmovedor en la pátina
de cera de sus sobresalientes orejas.
—Tiene mucha razón al mencionar
la forma en que utilizo la palabra
«impacto». ¿Sabe una cosa?, espero
poder hablar francamente con usted,
señor Wharton, porque ¿qué sentido
puede tener una conversación donde no
haya cierta franqueza? Es que yo
considero esta imagen —hizo un gesto
con la mano hacia la herramienta
enterrada en su cráneo— como algo que
es casi esencial para la comprensión del
mundo moderno. El metal en la carne: el
impacto del metal sobre la carne. ¿No es
eso, en dos palabras, todo el progreso:
una pala en la cabeza? No tengo más que
contemplar el mundo para sentir cómo
me traspasa de un modo igual de
inflexible y certero que esta pala que me
divide el cráneo en dos. ¿Me entiende?
—Bueno, sí —dijo Ian—. Creo que
sí.
—Siento muchísimo tener que
insistir en el tema de esta forma. Debe
de pensar que soy un pelmazo, pero son
tan contadas las ocasiones que tengo de
hablar con alguien…
—¿No habla con Sonrosado? —dijo
Ian con una horrible sensación de déjà
entendu.
—Ay, querido, él está demasiado
ocupado con sus propios problemas
para prestar atención a los míos. Por
alguna razón, así suelen ser las cosas
aquí. Venga, levántese y haremos una
especie de recorrido turístico. Eso le
gustaría, ¿a que sí?
Doug le tendió a Ian una mano suave
y le ayudó a ponerse de pie. El acto de
apartar la colcha, bajar las piernas de la
cama y luego ponerse de pie, introdujo a
Ian aún más en la realidad de la Tierra
de las Bromas Infantiles. Se encontró de
golpe muy erguido, totalmente vestido,
junto al hombre de la pala en la cabeza y
dentro de la zona donde caía el haz de
luz desde las ventanas que estaban al
otro lado del suelo lleno de bultos.
Cogiéndolo todavía de la mano, Doug lo
condujo hacia la oscuridad.
Doug no soltaba la mano de Ian.
Tiraba de él suave pero decididamente
hacia el interior crepuscular de la nave
gigante, si es que era una nave. Ian oía
unos ruidos muy débiles que provenían
de algún lugar muy lejano y que podían
ser gritos, pero se oían demasiado poco
para identificarlos.
—Debería advertirle —dijo Doug
por encima del hombro— que vamos a
ver algunas cosas que pueden herir su
sensibilidad.
Ian sonrió de oreja a oreja, estaba
empezando a cogerle el truco a la Tierra
de las Bromas Infantiles.
En ese momento se oyó un chillido
proveniente de un rincón oscuro a unos
veinte metros de donde estaban ellos.
Ian dio un salto.
—¿Y eso qué es?
—Supongo que es la primera de esas
cosas. Vamos, es mejor que echemos un
vistazo.
El hombre de la pala en la cabeza
sacó una linterna del bolsillo y,
tanteando el terreno con el haz de luz, se
abrió paso entre el laberinto de basura
que ensuciaba el suelo.
Rodearon un montículo bajo que,
según Ian pudo entrever, estaba
compuesto de marañas de limaduras
empapadas de aceite y serrín. Detrás de
aquello había un bebé ensangrentado. La
linterna de Doug rodeó la cabeza del
bebé con un halo amarillo pálido. Tenía
alrededor de nueve meses, llevaba un
pelele de felpa y estaba firmemente
sentado sobre la ancha base de sus
pañales. La barbilla, las manos, el
pelele y hasta el asqueroso suelo
estaban cubiertos de sangre. Algo
relucía en la tierna manita del bebé, algo
brillante que iba camino de la boquita
diminuta.
—¡Jesús! —gritó Ian—. ¡Ese bebé
tiene una hoja de afeitar!
Pero inmediatamente se dio cuenta
de que era una estupidez haberlo dicho,
porque desparramadas a los pies del
bebé había diez o quince hojas de afeitar
más, todas al alcance de su mano.
Mientras observaban, el bebé se
llevó la hoja de afeitar a la boca, que
abrió mucho, y se la insertó en vertical.
El bebé clavó sus ojos azules, brillantes
de alegría, en Ian, mientras mordía la
hojilla que en el acto abrió un tajo en el
labio y en la encía superior e inferior.
Ian pudo ver todas las capas de carne y
tejido hasta la altura del hueso; se le
escapó un grito débil y Doug le apretó la
mano como para darle ánimos. Las
espesas salpicaduras de sangre habían
formado una especie de babero en la
pechera del bebé, pero éste continuaba
sentado derecho e incluso parloteaba
alegremente.
—¿Qué es una cosa que es roja y
está sentada en un rincón? —preguntó
Doug.
Por encima de sus cabezas empezó
una especie de amanecer. En la bóveda
de aquel techo tan alto Ian divisó vigas
de ruibarbo que surgían de una masa de
hormigón.
—Vamos. —Doug le tiró de la mano
—. Hay alguien más que quiere
conocerle.
Anduvieron durante lo que a Ian le
parecieron horas por el espacio lleno de
ecos, cruzando a veces amplias
extensiones de hormigón, otras
agachados para atravesar túneles
zigzagueantes forrados de aglomerado o
de formica. Por todos los lados había
indicios de industrias fracasadas. Aquí y
allá había maquinaria caduca, toda
oxidada y polvorienta. Tornillos,
ménsulas, escuadras y otros trozos de
metal inidentificables estaban
desparramados por todo el suelo; un
suelo que cambiaba del hormigón a la
tierra batida y que en algunos lugares
desaparecía completamente bajo unos
treinta centímetros, o más, de agua.
La Tierra de las Bromas Infantiles
estaba atrapada por el huesudo abrazo
del invierno, el edificio ilimitado debía
de tener ausencia de calefacción central,
pensó Ian abatido. También era
incómodo caminar de la mano de Doug,
que a menudo tenía que prestar
muchísima atención para no golpear la
pala de la cabeza. Después de mucho
tiempo llegaron a un túnel distinto de
todos los demás. Estaba revestido de
azulejos. Mientras iban chapoteando a
través del canalillo de remojarse los
pies instalado en aquel suelo
resbaladizo, Ian advirtió que era como
los túneles que uno atraviesa para ir
desde los vestuarios a una piscina
pública.
Tenía razón. Cuando salieron se
encontraron al lado de una piscina, una
anticuada piscina, años treinta, con
azulejos color magnolia por doquier, un
par de gradas con bancos de madera
para los espectadores y charcos de agua
verde a los lados. Doug dijo:
—Tengo que adelantarme un
momento y comprobar que todo está
preparado. Si no le importa, le quedaría
muy agradecido si me esperase aquí un
instante.
Antes de que Ian pudiese poner
alguna objeción o hacer cualquier
comentario, él ya se había marchado,
internándose otra vez por el canalillo de
remojarse los pies.
Ian se sentó en uno de los bancos.
Esto, pensó para sus adentros, no es
ningún sueño. Para empezar, hace
demasiado frío, por no hablar de su
nitidez. Se oyó un chapoteo y una fuerte
respiración en la piscina. Había alguien
o algo allí dentro. Ian bajó de las gradas
corriendo hasta el borde de la piscina y
echó un vistazo. Nada. La superficie
verdosa del agua oscilaba acercándose y
alejándose otra vez de él. Pero entonces
vio que algo se movía justo debajo hacia
la parte honda, donde el fondo,
suavemente inclinado, desaparecía
repentinamente. Parecía el trozo de una
estatua, un busto o una especie de torso,
aunque no tenía exactamente esa forma;
pero de todos modos Ian notó que una
hilera de minúsculas burbujas le unía
con la superficie.
Aquello pegó una sacudida y
después salió disparado hacia arriba
desde el fondo de la piscina, envuelto en
un velo de aire y agua, ¡zas! Ian
retrocedió. Balanceándose en la
superficie estaba el torso de un hombre,
un hombre bastante pequeño con el pelo
moreno hasta los hombros. El hombre
sin brazos y sin piernas retorcía el torso
febrilmente para mantenerse vertical en
el agua y respiraba ruidosamente.
A esas alturas Ian ya estaba un poco
de vuelta de todo.
—Tú debes de ser Bob —le dijo.
—Sí, ése soy yo —respondió el
tetraamputado, sacudiéndose
espasmódicamente todavía, con marcado
acento escocés. Tenía cercenados los
miembros por la zona de la articulación,
es decir, por los hombros y la ingle. Ian
pudo ver unos óvalos muy marcados de
piel recientemente injertada enmarcada
por las perneras vacías de su traje de
baño azul. Por alguna razón esto era lo
más repugnante de Bob, que se hubiese
preocupado de cubrir su mitad inferior.
Las perneras vacías de su traje de baño
colgaban de las ingles, por debajo del
periné, y le subían por detrás, por la raja
del culo, enmarcando el tejido de
cicatrización con impresionante
claridad, a pesar del temblor
ultramarino.
Bob se las había arreglado para
estabilizarse. Tenía la flotabilidad
suficiente para evitar que el agua
superase la altura de las tetillas y ahora
se mantenía erguido con unos bonitos
movimientos de caderas y nalgas. Ian le
observó con más detenimiento. Tenía los
rasgos angulosos de un hombre fuerte de
Gorbals y las cicatrices de navaja que
los completaban (de la nariz partían
unos vasos capilares azules y delgados
que se extendían por todo su rostro). Su
torso estrecho y sin vello (por cierto,
como el resto de su cuerpo, según Ian
pudo observar) era puro músculo debajo
de una piel pecosa y pálida.
—¿Tu madre nunca te enseñó que es
de mala educación mirar a los
minusválidos de esa forma? —dijo
bruscamente.
—¡Oh, vaya! Lo siento, es que estoy
algo desconcertado, ¿sabes? No tengo ni
idea de cómo he llegado hasta aquí ni de
qué diablos está pasando.
—Eso puede perdonársete —dijo
Bob con un tono más calmado—. No
conozco a nadie que sepa con exactitud
cómo llegó hasta aquí. —Movió su
cabeza en redondo para indicar el lugar
en el que se encontraban. Era un gesto
de una expresividad increíble, como si
su cuello fuese un brazo y su cara una
mano con la que pudiese hablar—. Yo
soy de origen escocés.
—Ah —dijo Ian.
—¿Has estado allí?
—Bueno, de niño fui a Edimburgo
con el colegio.
—¡Edimburgo! ¡Bah! ¡Edimburgo!
Hombre, eso es tan escocés como el
puñetero Tyne.
—¿Y tú de dónde eres?
—De Glasgow, hombre, de
«Glasgie», no es que eso sea
necesariamente la verdadera Escocia, no
estoy reivindicando eso porque todos
los del norte de los Gramps siempre
dicen que ellos son los escoceses
auténticos y los comprendo.
Bob acabó su discurso
proyectándose fuera del agua con su
pálido cuerpo arqueado como una
especie de horrible trucha arco iris y
después cayó de cabeza dentro de la
piscina, de forma que su trasero se alzó
en el espacio en un escorzo. A aquel
arco le siguió otro y después otro. Ian
observó atónito mientras el amputado se
catapultaba a lo largo de la piscina
ejercitando aquel estilo mariposa
mutilada.
Bob llegó a la zona menos profunda
y recuperó el equilibrio en el extremo
opuesto de la piscina encajando su
estrecha espalda entre las barandillas de
la escalera. Se oyó un chapoteo que
provenía del canalillo de remojarse los
pies. Ian se dio la vuelta y vio emerger a
Doug, precedido por la pala.
—¡Ya era hora, joder! —vociferó
Bob.
—¿Perdón? —dijo Doug, tan
educado como siempre.
—Dejas al puñetero este en mi
piscina y te marchas sin más, ¿me
quieres decir qué modales son ésos?
—Sólo han sido un par de minutos…
—No me vengas con historias,
muchos pocos hacen un mucho. Y puedes
decirle de mi parte a su jodida señoría
que a él tampoco le tengo miedo. Ya más
daño no se me puede hacer, ¿no te
parece?
—Lo siento si le he ofendido —dijo
Ian. No podía explicar por qué, pero
Bob le caía bien. Era realmente
admirable cómo había superado su
terrible incapacidad aquel escocés con
agallas.
—Ah, no te preocupes, chaval, sólo
estaba diciendo chorradas. Ahora vete y,
como solían decir los caballeros
medievales al despedirse, «¡Ya nos
veremos las caras». Ja, ja, ja! ¡Ja, ja, ja!
Y fue aquella risa socarrona la que
acompañó a Ian mientras desandaba el
camino chapoteando por el canalillo
detrás de Doug.
Pero o no se trataba del mismo
canalillo, o alguien se había permitido
hacer cambios a gran escala en el
escenario, porque en aquella ocasión,
después de atravesar unos vestuarios,
salieron a lo que evidentemente era la
zona de recepción de la piscina. Un
espacio alargado y de techo bajo con
losetas de moqueta con diseño de
damero en azul y marrón que se extendía
hasta una hilera de puertas de cristal en
el extremo opuesto. Había tableros de
corcho a lo largo de todas las paredes
de cemento y en ellos los acostumbrados
anuncios de los horarios del Club de los
Patitos Junior, de las clases de aerobic y
de las eliminatorias de waterpolo.
Era como si la piscina fuese una
especie de compartimento estanco entre
la Tierra de las Bromas Infantiles y una
realidad menos problemática. Así de
prosaicamente institucional era la zona
de recepción. Y como para poner de
relieve aquel cambio paradigmático,
ante Ian había dos figuras conocidas,
sentadas en un par de sillitas minúsculas
ubicadas junto al mostrador de
información cerca de las puertas de
cristal. Una de las figuras era el doctor
Gyggle y la otra era El Gran
Controlador.
—¿Cómo te llamas? —preguntó El
Gran Controlador, volviéndose para
quedar frente a ellos.
—Doug —respondió Doug.
—¡Por supuesto! ¡Ja, ja! «Doug»,
eso sí que tiene gracia. Está bien, Doug,
tráelo aquí y después piérdete, puerta,
píratelas, ¿te has enterado? Bien, bien,
es más, ¡excelente!
Ian se tomó su tiempo en recorrer la
distancia hasta donde estaban sus dos
mentores. Para entonces ya había
comprendido que tenía todo el tiempo
del mundo.
—Venga, Ian, no titubees —dijo El
Gran Controlador—. No tenemos todo el
tiempo del mundo, ¿sabes? ¿Qué es lo
que dices?
El pobre Doug se había golpeado el
mango de la pala contra la alarma de
incendios y era a ese tintineo al que
estaba respondiendo El Gran
Controlador.
—Perdón —dijo Doug—, no he
dicho nada, es que la pala…
Su voz se fue apagando y señaló
hacia el techo en un gesto de impotencia.
—Creí que te había dicho que te
marcharas, Dougie, así que venga, y
cuando salgas dale una sacudida al
negro ese, ¿sabes a quién te digo? —
gritó El Gran Controlador, quien
expresaba sus sentimientos racistas de
un modo encantadoramente desenvuelto.
—Así que aquí estamos todos —dijo
Ian una vez que Doug hubo desaparecido
—. Por fin juntos. —Acercó una sillita
minúscula, se sentó y continuó diciendo
—: Me gustaría aprovechar esta
oportunidad, doctor Gyggle, si es que
ése es su verdadero nombre, para
agradecerle la maravillosa ayuda que
me ha brindado durante años. No sé lo
que hubiera hecho sin usted.
Gyggle se revolvió incómodo en su
silla enana. Era tan baja que sus
huesudas rodillas desaparecían por
detrás de la punta rizada de su barba.
—No te pases, Ian, no hay ningún
motivo para ello. Hieronymus Gyggle es
un cofrade de mi entera confianza y yo
no podía dejarte sin ningún tipo de
supervisión mientras estaba fuera, ¿no te
parece?
—Supongo que no.
—«Supongo que no» no es
suficiente, nunca lo es. No era suficiente
cuando eras un pequeño imbécil lleno de
granos y sigue sin serlo ahora que eres
un hombre hecho y derecho. Me gustaría
que hicieras un pequeño esfuerzo, Ian, y
te enfrentaras a tus responsabilidades.
¿Sabes una cosa? No eres la única
persona que existe en este mundo y,
además, no estamos aquí para divagar
sobre tus problemas menores, que son
bien claros. Estamos aquí para hablar de
productos.
—¿Por qué? ¿Y para qué?
—Porque hemos contratado a tu
agencia D. F. & L. Asociados para que
se ocupe del marketing de mi nuevo
producto financiero que, como bien
sabes, está teniendo muchos problemas.
Entre ellos el asunto del nombre, que no
deja de ser importante. ¿Ya has podido
hacer algo al respecto?
—He organizado un grupo para
buscarle un nombre.
—Ah, muy bien, entonces ya está
todo solucionado. Has organizado un
grupo para buscarle un nombre. ¡Qué
perspicaz! ¡Cretino! ¡Idiota! ¡Bobo!
¿Cuándo ha solucionado un grupo para
buscar un nombre un problema de este
tipo?, te pregunto. Eres igual que tu
padre, el pobre depresivo.
—Bueno, el nombre de Painstyler
surgió en uno de esos grupos y me las he
arreglado para conseguir que en esta
ocasión estuviese la misma gente.
—¡Ejem! Bueno, debo admitir que
eso suena un poco más prometedor.
Páseme ese cenicero, por favor, Gyggle.
El desgarbado loquero le alcanzó
una bandejita de papel de estaño que era
lo que servía de cenicero en lugares
como aquél, y El Gran Controlador
apagó su Voltiger. Los tres
permanecieron sentados en silencio
mientras El Gran Controlador intentaba
arrancarle una llama a su viejo mechero
y luego lo utilizaba para encender otro
cigarro.
—Ahora bien, Ian —dijo
reanudando la conversación mientras un
humo denso salía a borbotones de su
boca voraz—. Hay varios aspectos
delicados relacionados con todo esto, y
aunque no espero que me sigas por todas
las curvas vertiginosas ni que escales
los inquietantes riscos del trazado que
he concebido (el genio, después de todo,
es un estado de soledad), sí espero que
pongas empeño. En primer lugar está el
asunto de esa joven…, ¿cómo se llama,
Gyggle?
—Jane —dijo el loquero—. Jane
Carter.
—Eso es. Bien, esa tal Jane Carter,
puedes tenerla si eso es lo que quieres,
incluso puedes casarte con ella por lo
que a mí respecta. Por supuesto que
sería inteligente por tu parte que no le
dijeras nada sobre tus pequeñas
atrocidades, porque no creo que le
gusten y eso podría significar un
obstáculo en tu relación, ¿no te parece?
—¿Pequeñas atrocidades? Creo que
no le sigo.
Ian estaba perplejo.
—Bueno, la mujer que mataste con
el paraguas envenenado en el Teatro
Real, para empezar; y después vino lo
de aquella otra chica, ¿cómo se
llamaba? Ah, sí, ya me acuerdo, June.
Jane y June, no tienes mucha
imaginación que digamos en lo que
respecta a las nomenclaturas de tus
amiguitas, ¿no te parece?
—No sé de qué me habla. Yo nunca
he matado a nadie. Fue usted el que mató
a la mujer en el Teatro Real y yo nunca
le hice nada a June…
—La violaste.
—No, no lo hice.
—Lo hiciste.
—No lo hice.
—¡Lo hiciste!
—Caballeros, tal vez yo pueda
ayudarles… —Gyggle había recuperado
su compostura profesional y volvía a
hablar con el tono meloso que empleaba
en su consulta—. Ian, creo que Samuel
está siendo un poco injusto con usted
pero me temo que lo que dice es
esencialmente cierto. La única forma
que tengo de explicárselo es adoptar un
esquema prestado, del cine o de la
novela negra, quizá. Vamos a ver, Ian,
durante toda su vida adulta usted ha
estado cometiendo esas pequeñas
«atrocidades». Primero Samuel y más
tarde yo mismo hemos asumido la
responsabilidad de encubrir las cosas,
de arreglar todo el lío. No digo
literalmente, claro, aunque muchas de
sus actividades han dejado algún que
otro rastro; me refiero a arreglar todo el
lío aquí dentro. —Y entonces Gyggle
hizo un gesto idéntico al que había hecho
El Gran Controlador hacía muchos años.
Se dio unos golpecitos en las sienes con
su dedo huesudo, con energía, como si
pidiera permiso a su propia conciencia
para entrar—. No queríamos que
sufriera el tormento de su propia
conducta, Ian, porque usted no tenía
opción. Me temo que su departamento de
autocontrol tiene un mal equipo crónico,
aunque sí tiene una conciencia…
—Ah, muchísimas gracias.
—Y eso quiere decir que su propio
comportamiento le hubiera parecido
bastante terrible.
—Un momento, lo que me está
diciendo es que ustedes me han hecho
una especie de lavado de cerebro, ¿es
eso?
—Ah, sin lugar a dudas —intervino
El Gran Controlador, y comenzó a oírse
el retumbar de uno de sus estallidos de
alborozo—. ¡Ja, ja, jajajajajajá!
¡Válgame Dios, pues claro que sí!
¡Tuvimos que hacerte un lavado de
cerebro porque estaba sucio, Ian! ¡Ja-
jajá! Lanzaba carcajadas y humo al
mismo tiempo.
—Eso es de muy mal gusto —dijo
Ian—. Nunca hubiese esperado eso de
usted.
Aquello hizo que el gordo dejara de
reír.
—¿Y eso? —gritó—. ¿Cómo te
atreves a censurar mi conducta de ese
modo, como si yo fuese un insignificante
burócrata corrupto y tú el ético defensor
del pueblo? Vamos, vamos, nunca te he
ocultado cómo veo mi postura, siempre
te he dicho que me considero por encima
de las preocupaciones de los humanos.
¿Por qué creías que eso no te incluía a ti
e incluso a tu propio sentido de ti
mismo? Vamos, vamos, eres tú el que
haces gala de muy mal gusto. Pero, sea
como sea, todo este parloteo es
demasiado agotador, demasiado; no
estamos en un debate universitario. Todo
quedaría mucho más claro si hiciéramos
un poquito de retroscendencia, ¿no?
—No quiero retroscender —dijo Ian
—. No quiero tener nada que ver con
ese psicoparloteo banal ni con esos
juegos hipnóticos suyos. Es más, no
quiero tener nada que ver con usted en
absoluto.
El Gran Controlador no respondió a
aquella impertinencia monumental
exactamente como Ian esperaba. Por
primera vez en su vida Ian vio al
hombretón desconcertado, un poco
avergonzado incluso.
—No creo —dijo suavemente— que
sea algo sobre lo que tengas ninguna
opción, pero tal vez te quede claro
después de la «retro», ¿eh? —Se acercó
a Ian y, después de colocar el cuello de
éste en la dama de hierro que era su
mano, dijo—: Consideremos la historia
de este traje, por ejemplo, ¿te parece?
Es la última moda, ¿no? Lo que me más
gusta son las tapas de cuero de los
bolsillos. Tengo entendido que hacen
furor en este momento. Es del Barries de
King’s Road…, ¿no?
—Es mío.
—Lo es ahora, pero antes pertenecía
a un hombre llamado Bob Pinner. Deja
que te explique…
Y entonces retroscendieron.

Ian Wharton estaba tumbado entre los


arbustos sucios que bordeaban la parte
oriental de Wormwood Scrubs. Eran
sólo las nueve y media de la mañana,
pero aquel día de finales de verano ya
estaba prematuramente envejecido y se
quejaba del calor. En la dirección hacia
la que miraba, la tierra agrietada se
extendía en montículos que formaban
una amplia ondulación alejándose hacia
la prisión y levantando un único
bosquecillo nodular entre los palos de la
portería en desuso.
Ian se incorporó sobre un codo y,
girando la cabeza, miró desde su
enclave hacia la esquina de Scrubs. Allí,
en el recodo que formaba la carretera al
trazar una curva para pasar por debajo
del puente ferroviario, había una casa
abandonada. Era allí donde Ian había
pasado la noche anterior.
La casa había estado destinada a uno
de los cuidadores del parque que
trabajaba en Scrubs. Era un caserón
sólido, de tres dormitorios, con un
revestimiento granuloso en las paredes
exteriores, parteluces con forma de
diamante en las ventanas y albardillas
verdes sobre las puertas. Era un estilo
de casa propio de los barrios
periféricos tranquilos. No se merecía la
expulsión a aquel rincón abandonado de
la sabana urbana.
Ian había llegado a la casa al
anochecer llevando al perro de pelea de
Finch el Follador por el pescuezo.
Había arrancado una tabla de
aglomerado de la puerta principal y se
había introducido en aquel tibio olor a
humedad. La casa estaba vacía salvo por
los cadáveres de insectos acumulados y
la actividad de los roedores. Las
paredes habían sufrido las
transformaciones del arte del deterioro,
un papel de pared desprendiéndose de
otro papel de pared, desprendiéndose de
otro papel de pared; uno de relieve
aterciopelado, uno de diseños de rosas,
uno de dibujos de rayas. Por aquí y por
allá delincuentes habían usado
rotuladores y puntas de palos
chamuscados para trazar pintadas
zigzagueantes.
Ian fue de habitación en habitación
llevando al enorme perro negro a
rastras. Cada vez que éste intentaba
morderle, cosa que era frecuente, Ian lo
intimidaba de un modo simple y eficaz
con un puñetazo seco y contundente en
su cráneo de hierro.
Ian había torturado al perro durante
toda la noche. Lo quemó con cerillas,
que encendía frente a sus ojos. Le cortó
y arañó con los clavos viejos que había
encontrado en los rincones de las
habitaciones vacías. Lo dejó encerrado
dentro de un armario hasta que se meó
del terror; y después, cuando lo liberó y
el perro volvió a correr hacia su
torturador, babeando con la ansiosa
frescura de la mala memoria, Ian volvió
a someterlo a base de golpes, golpes
enormes en la cabeza y en el lomo,
golpes de una fuerza descomunal.
El perro debía de pesar unos setenta
kilos. Tenía un lomo fuerte y unas
paletillas salientes, todo ello repleto de
infinidad de músculos. Y cuando
aullaba, cuando gritaba con ruda
incomprensión frente a aquel dolor, a
aquella atrocidad, sus aullidos eran
desgarradores.
A medida que la ciudad empezaba a
guardar sus cochecitos de juguete y a
prepararse para la noche, Ian empezó a
preocuparse de que algún paseante
trasnochador, o algún policía gilipollas
en su recorrido por el frío lomo de la
acera, oyera al perro. Así que esperó y
escuchó. Escuchó atento los trenes, el
silbato de metal chirriante que
anunciaba sus llegadas e iba aumentando
lentamente hasta transformarse en un
alarido y después el ensordecedor
cambio de tono cuando los vagones
cruzaban como una explosión el puente
que había junto a la casa abandonada,
antes de entrar, gritando, en las fauces
de la estación de Wilsden Junction.
Ian aprendió a prever sus llegadas y
las utilizó para cubrir el sonido de sus
actividades. Y así llevó a cabo la
persecución del perro, como si se
tratase de un espía o un agente al que
tuviera que abatir, dándole tiempo entre
tren y tren para que reconsiderase si
debía decirle o no lo que él quería
saber; romper su silencio y delatar a su
especie.
Al amanecer Ian condujo al perro,
que ya estaba ciego y desquiciado de
dolor, fuera de la casa y lo metió entre
los arbustos. Allí estuvieron tumbados
juntos durante tres horas mientras el
anillo rojo del sol naciente recalentaba
la ciudad que parecía abandonada. Se
recostaron uno en las piernas y en las
patas del otro y, mientras el perro iba
muriendo lentamente, Ian saboreaba su
aliento carnoso.
Ian se dejó caer sobre los codos y
apretó el pecho y el abdomen contra la
hierba seca y aplastada. Chupaba el
pene del perro de pelea, un gran pedazo
de cartílago nudoso que metía y sacaba
en la boca, combinando la succión con
un movimiento de mandíbula. El pene
estaba separado del perro.
Era una escena apacible. La punta
rosada del pene del perro era expulsada
de la boca de Ian en el momento en que
emergía del negro prepucio, de tal modo
que todo el movimiento sugería algo
mecánico, como si el pene fuese un
pistón y la mandíbula de Ian una
máquina. En cuanto al perro de pelea
yacía patas arriba a unos veinte metros
de distancia, escondido en las
profundidades de los arbustos. Una vez
muerto, Ian lo había destripado y sus
intestinos estaban desparramados sobre
la hierba seca como rollos de salchichas
grises. El cuello rollizo y la pesada
papada del perro se habían desprendido
de las mandíbulas, que aparecían al
descubierto como exasperadas ante
aquel final indecoroso y tan poco
marcial.
Ian continuó jugueteando con el pene
del perro mientras una furgoneta
pequeña se acercó dando tumbos por la
hierba desde la zona del Estadio de
West London. La furgoneta era de un
color rojo ladrillo y tenía pintado el
logotipo municipal de Hammersmith. En
la cabina iban dos hombres fuertes que
hablaban muy alto.
—Veo que los muy cabrones han
quemado otro puñetero cubo de basura
—dijo uno, un jamaicano adusto y
grandullón.
—¿Y qué esperas, tío? —respondió
su compañero, un hombre de Trinidad
con aire más optimista.
—Ay, ay, ay…
—Por lo menos hacen un trabajo
eficiente.
Se pararon a unos diez metros de los
matorrales en los que estaba metido Ian
y se bajaron del vehículo, que parecía
una caja de zapatos. Llevaban camisa
blanca de manga corta con trabillas y
pantalones de sarga.
—Mira essto. —El de Trinidad
chasqueó la lengua contra el paladar—.
Tch, tch, tch, han metido mecheros de
gas y astillas, y hasta han apilao un poco
basura pa’ asegurarse de que prendiese.
—Ah, sí, y ahora vas a decirme qu’
esto es un jodido trabajo comunitario de
los de la condicional.
—Pssh, pué’ ser…
Se pusieron manos a la obra con
unas palas que habían sacado de la parte
trasera de la furgoneta y empezaron a
retirar la base derretida del cubo de
basura del trozo de aquella tierra llena
de montículos donde se había
desplomado.
Ian ya estaba satisfecho, escupió el
pene del perro con un ruido seco,
«flup». Los dos hombres dejaron de
cavar durante un instante y después
retomaron la tarea, atacando la tierra a
golpe de pala. Ian esperó hasta
asegurarse de que ya se habían olvidado
del «flup» y después, poniéndose a
cuatro patas y sin apartar la mirada de
los encargados del parque, se alejó
retrocediendo a toda velocidad a través
del monte bajo. Salió, todavía marcha
atrás, en el lugar donde acababan los
matorrales y una pista de ceniza llena de
baches bordeaba la carretera. Allí se
puso de pie, se quitó el polvo de
encima, se metió la camisa que se le
había salido del pantalón y se alejó
rumbo al cruce de la M-40.
Ian Wharton saltó de la plataforma
trasera del autobús y puso los pies en
City Road. Todavía llevaba los
pantalones de montar de sarga arrugados
y la camisa de franela sucia con los que
había pasado la noche. Tenía fragmentos
de cartílago de perro en el mentón y
manchas de sangre de un marrón
desvaído le rodeaban los generosos
labios. Los que bajaron del autobús al
mismo tiempo que él se dispersaron
rápidamente. Se mezclaron con el
pesado tráfico peatonal eludiendo a Ian,
pues sospechaban que podía ser un
vagabundo o un esquizofrénico.
El objeto de su repulsión se alejó
con paso lento en dirección a la glorieta
de Old Street; iba haciendo movimientos
para relajar los hombros mientras
andaba y respiraba profundamente aquel
aire viciado que la ciudad había
acumulado. Al llegar a la glorieta, Ian se
internó por un sendero que llevaba hacia
el Edificio Normando. El sendero se
convertía en un pasillo que atravesaba
una zona en demolición entre dos vallas
altas de madera. A la izquierda de la
valla ya habían limpiado el terreno y
habían emprendido las obras de
construcción. Albañiles y excavadoras
resoplaban y escarbaban entre los
escombros, pero el terreno de la derecha
todavía seguía sin limpiar. A través de
las grietas de la valla Ian podía ver una
maraña de ligustros escuálidos, ortigas
desgarbadas, flores silvestres e
insignificantes hierbajos, que formaban
una pelusa de camuflaje sobre los
derruidos cimientos del edificio
demolido.
A medida que avanzaba, Ian iba
comprobando cada una de las tablas de
la valla con el hombro. Recorrida ya
casi la mitad, una de las tablas se
levantó amablemente e Ian se deslizó
por el hueco. Al otro lado se encontró en
medio de un pequeño mundo perdido. La
vegetación bullía de insectos, las arañas
lo habían decorado todo con sus hilos
pegajosos, las hojas tenían todos los
bordes comidos por los bichos y en
medio del follaje pudo percibir las
crisálidas suspendidas de miles de
orugas. «Perfecto», pensó Ian, «no
podría ser mejor». Se volvió hacia la
valla y se puso de cuclillas para mirar a
través de un agujero.
El traje no iba a tardar mucho en
llegar. Para empezar sólo existía en la
imaginación del psicópata. Ian creó el
diseño de su traje. Con los ojos
cerrados, al estilo Fantasía, proyectó
una larga lengua de pasarela roja dentro
de un vacío color morado. Por esta
pasarela se acercó la forma del futuro,
la forma del traje. Para ser más
explícitos, era una forma de traje azul de
esos a la moda; para ser aún más
exactos, más precisos: un traje de hilo
azul, con un estampado muy suave de
cuadros, chaqueta recta y unas solapas
sin corte que descendían limpiamente
hasta un único botón. Los pantalones
eran de cintura alta con ocho pliegues y
rectos, con la raya muy marcada. Las
tapas de los bolsillos y los puños
estaban reforzados con una especie de
piel suave, de gamuza o tafilete.
El traje, grotescamente animado,
desfilaba pasarela arriba, pasarela
abajo. Levantó la boca de una manga y
del vacío extrajo una camisa color
crema, después se alzó una pierna
boquiabierta y recibió unos calzoncillos,
tipo pantaloncito corto, a rayas como la
funda de un colchón. A continuación
descendieron unos calcetines azul claro
y se insertaron debajo de los pantalones
del traje, ya iban calzados en cuero
negro. Finalmente una corbata cayó de la
oscuridad, como una serpiente que cae
de una rama, y estranguló el cuello
vacío. «Perfecto», volvió a decir Ian,
«no podría ser mejor». Volvió a dirigir
su atención hacia el sendero.
Aquel pasaje que cruzaba el terreno
baldío servía de atajo a unos cuatro mil
trabajadores que se bajaban en la parada
de Old Street y se encaminaban hacia el
interior de los edificios de oficinas.
Mujeres y hombres de todas las formas y
tamaños atravesaban aquel pasaje con
paso rápido y decidido. Desde donde
Ian estaba en cuclillas podía
observarlos a todos y cada uno de ellos
a través del objetivo del nudoso agujero,
con las cabezas y los hombros rodeados
por la mancha de creosota que había en
la madera.
Ian saboreó la tensión, sabiendo que
disponía, como mucho, de media hora
para hacerse con el traje, o de lo
contrario llegaría tarde a la reunión que
tenía fijada. Un traje siguió a otro traje
que siguió a otro traje, ninguno era el
apropiado. Ese con rayas color tiza no;
ese de tweed anticuado no; ese de sarga
gris no, ¡uff!, ¡qué horror! Y entonces,
por fin, el traje apareció ante su vista,
esta vez animado por un ocupante de
carne y hueso, y no por la cabeza
diseñadora de Ian.
Bob Pinner llegaba tarde a su cita.
Importador de curiosidades
numismáticas, revestidas de plástico por
trabajadores sudorosos en un cobertizo
de hojalata en las afueras de Kuala
Lumpur, Bob Pinner se dirigía a hacer
una consulta a su agencia de marketing,
que no era D. F & L. pero era parecida.
Pinner iba deslumbrado por el sol
matutino y no pensaba más que en el
sonido que sus pies, calzados en Hoage,
hacían sobre el asfalto.
—Oiga.
Pinner oyó una voz pero no vio de
dónde provenía.
—Oiga, colega.
Una de las tablas de la valla se
levantó y apareció la cara de Ian
Wharton mirando a Pinner desde abajo.
Lo único que el fabricante de plástico
pudo distinguir fueron las manchas
marrones alrededor de la boca, la hebra
de cartílago en el mentón y los
pantalones buenos estropeados.
—¿Qué quieres? —dijo Pinner
agachándose. Estaba irritado, se
preciaba de dar dinero generosamente
cuando se le pedía pero, al igual que
mucha gente de clase media, quería
elegir las condiciones de sus actos de
beneficencia. Ian miró hacia ambos
extremos del pasaje. Afortunadamente
no había nadie a la vista. No estaban a
más de medio metro uno del otro cuando
la mano de Ian salió disparada y lo
agarró por el cuello.
La acción había sido llevado a cabo
con fuerza y precisión tremendas, y a
gran velocidad. Ian hundió con fuerza
las yemas del pulgar y el índice en la
arteria carótida de Pinner, tan fuerte que
el fabricante de plástico casi se
desmaya. Después, usando el cuello de
su camisa como torniquete, Ian giró la
cabeza de Pinner bruscamente como un
vaquero que derriba a un novillo
retorciéndole los cuernos. Cuando logró
tenerlo lo suficientemente bajo, Ian
arrastró a través del hueco al donante
del traje, que no oponía resistencia.
Ian no soltó a Pinner ni un momento.
Lo llevó hacia la maleza debajo del
brazo como si fuera una alfombra
enrollada. Pinner era un hombre
corpulento, más o menos del tamaño de
Ian, y sin embargo le llevaba en
volandas sin que sus pies tocaran el
suelo. Ian avanzó entre el follaje hasta
llegar a la pendiente de la hondonada
donde estaban los cimientos del viejo
edificio, luego se deslizaron juntos
cuesta abajo. Era profunda pero cada
metro, más o menos, había restos
aislados de mampostería tachonada de
ladrillos, que Ian utilizaba como freno.
En el fondo volvía a haber vegetación y,
con ella, un olor penetrante a clorofila.
Ian llevó su traje hacia el rincón de la
hondonada que estaba más lejos de la
valla y allí intentó colgarlo. Comprobó
irritado que, si soltaba la garganta de la
cosa, ésta intentaba arrugarse. Aquello
sí que no podía ser, tenía que sostenerla
recta por el cuello de la chaqueta
mientras le hacía entrar en razón.
—Lo único que quiero es tu ropa —
le dijo Ian al traje—. Quítatela y no te
haré daño, pero si no obedeces…
pues…, vamos a ver…, te torturaré, te
violaré, y después supongo que tendré
que matarte.
Bob Pinner empezó a desvestirse.
Aunque estaba aturdido, sus músculos y
su sistema nervioso habían comprendido
perfectamente el mensaje de la fuerza de
Ian. No le habían llevado en brazos de
esa manera desde los tres o cuatro años
de edad. El recorrido frenético y furioso
desde la valla hasta el fondo de la
hondonada, cogido así de la cadera y de
la garganta, le había hecho retroceder
directamente a su infancia.
Ian le produjo la impresión de un
padre gigante que llevaba al pequeño
Bobby medio dormido, desde el asiento
trasero del coche, recubierto de cuero,
hasta su dormitorio de algodón y
linóleo; un gigante que se movía con una
agilidad sinuosa, subiendo las escaleras
sin molestar a su cargamento tibio,
perturbando sólo la frontera naranja del
sueño de Bobby, que se encontraba lo
bastante lejos para notar que volvía a
adormecerse.
Bob Pinner seguía perdido en sus
recuerdos de la infancia. Seguía estando
de pie, treinta y cinco años atrás, frente
al radiador eléctrico, tambaleándose con
los pies húmedos sobre el suelo suave y
la mano estirada para cogerse a la
espalda del gigante y quitarse la ropa.
Y ahora la chaqueta (¿alguien se la
quitó y la colgó en un armario o la
enganchó en una raíz que sobresalía?); y
ahora la camisa, almidonada y todavía
fresca; y ahora los pantalones, eso fue
más complicado, Bobby no habría
podido hacerlo si no hubiese sido con la
ayuda de Ian (¿qué haría sin Ian?); los
calcetines húmedos salieron vueltos del
revés y los zapatos también se los quitó
de modo infantil, a pesar de los cientos
de amonestaciones (pero es que a esa
edad les cuesta tanto desatar los
cordones, ¿verdad?), con lo que la
media luna de cuero arrugado, marcada
donde se había apoyado la punta del
otro pie como una palanca, volvió
lentamente a recuperarse.
Al final Bob Pinner se quedó sólo
con los calzoncillos. Se balanceaba de
un lado a otro, con los ojos cerrados
porque le molestaba la luz, esperando
que el gigante amistoso le metiera en la
cama y le arropara. Ya podía sentir
cómo el confinamiento comprimido y
fresco de sábanas y mantas se iba
transformando en un tibio capullo.
—¡Ay Dios mío, te has hecho pis! —
dijo Ian, con un asomo de afecto. Era
verdad, una mancha gris se extendía por
el frente abotonado de los calzoncillos
de Bob. Refunfuñando, Ian se puso a
palpar la delantera de los pantalones del
traje. Suspiró—. Bueno, no pasa nada,
están secos, menos mal que los hemos
quitado a tiempo, ¿eh?
Con los párpados todavía bien
apretados, Bobby asintió con la cabeza
sin decir una sola palabra.
Ian se vistió a toda velocidad. Dejó
los pantalones de sarga y la camisa
manchada de sudor tirados allí donde
cayeron. Sacudió los pies para quitarse
los zapatos estropeados y se puso la
camisa, la corbata, el elegante traje y los
zapatos de Bob Pinner. Todo le quedaba
perfecto. Pero, más que la talla, fue el
factor estilo lo que había hecho que se
conocieran.
Ian circunnavegó la hondonada de
los cimientos varias veces, probando su
nuevo traje en diferentes posturas. Se
puso las manos en las caderas y adoptó
una expresión seria y pensativa.
Después, avanzando con aire
despreocupado, metió las manos en los
bolsillos de los pantalones de Pinner y
apoyó un pie sobre un enorme soporte
de cornisa que, después de cincuenta
años, todavía conservaba trozos de un
papel de pared floreado. Cuanto más
paseaba Ian con aquella ropa, más
cómodo se sentía con ella. Pensó que
sus cualidades un tanto llamativas y
poco convencionales eran exactamente
lo que él necesitaba para crear la
impresión adecuada en el mundo de los
negocios. Y, además, Barries había sido
su emporio de la moda favorito desde su
época universitaria.
Un pie descalzo, blanco y largo, que
se interpuso en su campo visual, sacó a
Ian de su ensueño. Bobby seguía
balanceándose en estado de shock,
seguía piadosamente instalado en el
pasado lleno de vida. Ian se dirigió
hacia él, con su horrible brazo de
anaconda extendido y los dedos índice y
meñique estirados como para protegerse
del mal de ojo.
Los dedos se clavaron en los ojos de
Bob Pinner atravesándole los glóbulos
oculares de tal modo que saltó un chorro
de líquido. Y después siguieron
empujando, arrastrando con ellos los
trozos de retina destrozada a través del
serpenteante conducto calimari de los
nervios ópticos, hasta alcanzar el
cerebro de Pinner. En menos de un
segundo estaba muerto, aunque durante
el último cuarto de ese segundo
experimentó mayor dolor del que puedan
imaginarse; y durante el penúltimo
cuarto de segundo, más miedo, más
pánico del que puedan posiblemente
concebir, incluso aunque se tumben a
solas en una habitación oscura y
consideren, fría y racionalmente, las más
espantosas posibilidades que puedan
estarles reservadas, a ustedes y sólo a
ustedes.

—O sea que fue así como me hice con el


traje —dijo Ian, y lo extraño era que no
le importaba nada el hombre que una vez
lo llevara puesto—. Supongo que es
mejor que ir de compras.
Sacudió la cabeza suavemente y se
golpeó los muslos para activar la
circulación; la retroscendencia podía ser
una experiencia entumecedora.
—Sí, así fue como te hiciste con él,
querido muchacho —contestó El Gran
Controlador—. Y ahora, si ya has
recobrado fuerzas, creo que los tres
deberíamos ponernos en marcha.
Tenemos una cita en el Barbican.
—Ah, muy bien. —Ian sentía
curiosidad—. ¿Con quién en concreto?
—¿Con quién va a ser? Con el
Crítico Financiero, por supuesto. Quiero
saber su opinión sobre «Nam-Ñam».
¿Vienes con nosotros, Hieronymus?
—Naturalmente —dijo Gyggle—, no
me lo perdería por nada del mundo.
Se puso de pie y se desenredó la
barba del jersey y de la pechera de la
camisa, con los que había establecido
una íntima conexión.
Apilaron sus diminutas sillitas
encima de otras iguales que estaban
detrás de un tabique que llegaba a la
altura de la cintura, cubierto de pinturas
hechas con los dedos y que separaba la
guardería del resto de la zona de
recepción. Después se dirigieron hacia
las puertas de cristal y salieron.
Fuera era de día y los tres
iluminados se encontraban en Roman
Road.
—Ah —dijo Ian pensativamente—.
Veo que estamos en Roman Road.
—Bueno, sí… —El Gran
Controlador estaba rebuscando en los
bolsillos de su traje, probablemente en
busca de un puro—. Mientras los baños
están cerrados por reformas resultan un
lugar conveniente para acceder al mundo
nouménico, ¿sabes? He hecho un trato
con un concejal municipal corrupto. Otra
ventaja es que está al lado de Vallance
Road y me gusta pasar a ver a Mumsie
de vez en cuando. No es que sea
agradable estar con ella ni nada de eso,
pero creo que debo seguir visitándola
aunque sólo sea en recuerdo de los
viejos tiempos.
Un chipriota muy gordo y con una
calva incipiente detuvo su camioneta
ranchera junto al bordillo.
—Siento llegar tarde —dijo
entrecortadamente mientras bajaba la
ventanilla.
—Sentirlo no es suficiente, Souvanis
—dijo El Gran Controlador—, nunca lo
es.
Los tres subieron al coche, El Gran
Controlador al asiento delantero, Ian y
Gyggle al trasero. Souvanis volvió a
meterse en el torrente del tráfico.
Durante un rato nadie habló.
Souvanis conducía bien, frenaba
reduciendo las marchas y aceleraba con
suavidad. Atravesaron la Bethnal Green
Road y se dirigieron hacia Old Street. El
Gran Controlador fumaba, Gyggle
parecía examinar las puntas irregulares
de su barba. Ian pensaba en lo fácil que
resultaba todo una vez que uno
empezaba a ver el mundo como lo hacía
El Gran Controlador.
—Es más fácil, ¿no te parece? —
comentó su mago.
—Sí, es mucho menos angustioso
ahora que la carne de los demás es toda
tan indiferenciada como la de la fruta.
—Más o menos, más o menos…
—Pero dígame, ¿por qué no permitió
que me diera cuenta antes de todo mi
potencial? Me hubiera ahorrado gran
cantidad de sufrimientos.
—Mi querido Ian, hay diferentes
grados de iniciación a estas cosas y uno
no puede saltárselos así como así. Y,
además, debes recordar que soy el
mismísimo Gandalf de Galimatías que
convierto el engaño en armonía, ¿cómo
iba a permitir que algún aspecto de tu
formación fuera sencillo ni por lo más
remoto?
—Ya veo.
—Pero, de todos modos, nada de
eso importa ahora que eres feliz. Te
divierte, ¿no es así?
—Me encanta el total sinsentido de
mis atrocidades, eso es lo que me
parece tan divertido. El hombre que
maté por su traje; la vieja por su libro
con grandes grabados; la joven
estudiante que destripé porque no me
gustaban sus cutículas levantadas…
—Sí, es muy gracioso, muy
gracioso, y no hay que olvidarse de la
mujer del Teatro Real…
—Esa me la organizó usted, yo no
era más que un niño.
—Ya lo sé, pero vaya niño,
enseguida te sentiste en tu trabajo como
pez en el agua. Me revienta tener que
decirlo, pero eres de tal palo tal astilla.
—El Gran Controlador hizo un esfuerzo
para girar todo lo que pudo en su asiento
y colocó una mano paternal y amistosa
sobre la rodilla de Ian—. No te
preocupes si te sientes un poquito
confuso durante un tiempo —continuó
diciendo, clavando una mirada
comprensiva en los ojos inyectados en
sangre de Ian—. Tienes una cantidad
increíble de recuerdos ocultos para que
puedas ponerte al día, una cantidad de
pequeñas atrocidades a las que puedes
retroscender y recorrer, pero en un par
de meses te sentirás como nuevo, ¿no?
—Estoy seguro de que sí.
—¡Excelente, excelente!
Nadie, aparte de Souvanis, había
prestado la menor atención al lugar
donde se encontraban. Ahora El Gran
Controlador se dio cuenta de que
estaban atrapados en un atasco que los
había paralizado en Finsbury Square
durante los últimos cinco minutos.
Muchos coches tocaban la bocina y,
aparte del tráfico, la calle estaba
atiborrada de peatones que regresaban
deprisa a sus casas.
—¿Qué es todo esto, Souvanis?
¿Qué es lo que pasa?
—Lo siento, Maestro, no puedo
hacer nada, esto es un verdadero
embotellamiento.
—¿Un mero embotellamiento? ¿Un
mero embotellamiento? Pero, hombre,
¿de qué diablos me estás hablando?, no
hay nada «mero» en esto, estamos
totalmente encerrados y —miró su Rolex
— vamos a llegar tarde.
—Creo que no me ha oído bien,
Maestro, he dicho «un verdadero
embotellamiento de tráfico».
Se hizo un silencio durante dos o
tres segundos hasta que El Gran
Controlador cayó en la cuenta y después,
claro, se echó a reír.
—¡Jajajá! ¡Jajajá! «Mero» en lugar
de «verdadero», ¡jajajá! Es muy bueno,
es fantástico, ¿no te parece,
Hieronymus?
—Es extraordinariamente divertido
—dijo Gyggle, entusiasmado—, y eso
me recuerda que todavía no le hemos
presentado al señor Souvanis a nuestro
joven amigo…
—Sí, ya le conozco —interrumpió
Ian—. Le hace exhibidores de folletos
para puntos de venta a D. F. & L., dirige
un pequeño negocio en Clacton que se
llama Dyeline.
—Exactamente —dijo el Gran
Controlador—. Y le hemos contratado
para hacer las casetas de propaganda
para «Ñam-Ñam». Y espero que pueda
realizarlas, se ha puesto tan gordinflón
que temo por su congestionado corazón;
igual deja de funcionar un día de éstos, o
si no, le saldrá algún cáncer de grasa
terrible y desaparecerá en una enorme
trufa blanca y grasienta de sarcoma,
¡puaj!
—Lo que necesita realmente —dijo
Ian, buscando las palabras y soltándolas
con cuidado en la atmósfera cerrada y
risueña del coche— es un «oincólogo».
—¡Ja-ja-ja! —El Gran Controlador
no podía parar de reírse, su enorme
cuello se hinchaba todo colorado, como
el de Dizzy Gillespie cuando atacaba
una nota alta—. ¡Ah, Dios mío, no!
¡Jajajajajajá! Es graciosísimo,
graciosísimo. ¡Un «oincólogo»! ¿No te
ha gustado eso, Souvanis? Eres un
cerdito granuja y gordinflón, ¿o no? —
Le cogió un pliegue de la papada que le
colgaba al griego por debajo del mentón
y empezó a tirar de ella, sincopando los
tirones con su cantinela—. Cerdito,
cerdito, cerdito, oinc, oinc, oinc…
¡oincólogo!
Al cabo de un rato, Ian se sumó
también, cogiendo un pliegue del cuello
de Souvanis, y después Gyggle hizo lo
mismo. Y así se pasaron el resto del
trayecto, burlándose del pobre hombre y
martirizándolo.

El Crítico Financiero miró con los ojos


entrecerrados a los tres hombres desde
su ventana mientras cruzaban el patio
central del Barbican bajo el sol
vespertino. Sabía que el gordo que iba
delante, andando como un pato, era
Samuel Northcliffe, banquero y
financiero. También sabía que el alto y
delgado con la ridícula barba pelirroja
era Hieronymus Gyggle, un psiquiatra
con pretensiones de conocer la
psicología de los mercados. Al tercer
hombre, que era mucho más joven y
tenía una cara desagradablemente blanda
y desgastada en los bordes, no le
conocía.
El Crítico Financiero se alejó de la
ventana y cruzó el salón del apartamento
hasta llegar al telefonillo que estaba en
la pared. Esperó a que sonara, con el
rostro contraído en una expresión
depredadora y desesperada. Se lo había
dejado bien claro a Northcliffe por
teléfono, cuando llamó para concertar la
cita: «Por favor, intente tocar el timbre
lo más levemente posible, no lo apriete,
no es necesario, un simple roce es
suficiente. Debe comprender que el más
mínimo ruido representa una intensa
tortura para mí. Exijo que haya silencio,
un silencio reverente». Pero, a pesar de
ello, estaba seguro de que Northcliffe se
iba a olvidar de su exigencia, y no se
equivocó.
Una milésima de segundo después de
haber desarrollado dicho diálogo
mental, empezó a sonar el timbre que al
oído del crítico financiero resultó
espantosamente alto e insistente.
(Aunque en realidad había hecho que le
ajustaran el mecanismo para que el
sonido que emitiese no fuera más fuerte
que el batir de alas de un insecto).
Manoteó agónico el auricular y
presionándolo contra su enorme oreja
sensible y cartilaginosa dijo
entrecortadamente:
—¿Sí?
—Soy Northcliffe —bramó El Gran
Controlador por el telefonillo—. Vengo
con el doctor Hieronymus Gyggle y con
Ian Wharton, de D. F. & L. Asociados.
¿Podemos subir?
—Sí, claro, por supuesto que sí,
pero, por favor, recuerde…
—Ya lo sé, «el más mínimo ruido
representa una intensa tortura» para
usted, ya lo sabemos, no hace falta que
se canse volviendo a explicarlo.
El Crítico Financiero apretó el botón
para permitirles entrar en el edificio y
se retiró a la inviolabilidad de su sillón.
Apenas había sitio en la caja de
aluminio para los tres. Mientras ésta
ascendía acelerada, El Gran
Controlador iba protestando:
—¡Bah! —exclamó, y roció a
Gyggle y a Ian con saliva mohosa—.
¡Bah! —volvió a espetar—. Este tipo es
un mariconazo, «el más mínimo ruido
representa una intensa tortura para mí»
—dijo imitando la voz entrecortada del
Crítico Financiero—. Creo que este tipo
es un auténtico farsante.
—Sí, sí, puede ser… —Gyggle
miraba el techo mientras hablaba—.
Pero sea o no sea un farsante, tiene
mucho éxito y la gente le hace caso.
—Ah, eso ya lo sé —dijo El Gran
Controlador—, ¡vaya si lo sabré!
El trío se quedó en silencio.
Después de bajar del ascensor se
dirigieron hacia la puerta del
apartamento. El Gran Controlador
estaba a punto de derribarla, había
alzado como un mazo su mano del
tamaño de un pavo congelado, cuando se
abrió de golpe.
El Crítico Financiero llevaba puesta
una chilaba larga hasta el suelo de una
riqueza extraordinaria, estampada con
formas geométricas entrecruzadas con
símbolos financieros. La túnica era
iridiscente incluso a la débil luz de
aquel apartamento. En cuanto abrió la
puerta, se volvió rápidamente a su sillón
de respaldo alto estilo Reina Ana, donde
cogió su taza de porcelana blanca y
translúcida y dio un sorbito a una
refinada tisana. No invitó al trío a
sentarse y, aunque hubieran querido
hacerlo, no habrían podido, porque no
había más sillas.
En su lugar, todo el suelo de la
habitación a la que daba la puerta
principal estaba cubierto de pilas y
montones irregulares de dinero. Todo
tipo de dinero: impecables fajos de
billetes recién emitidos, tan lisos como
papel de carta; cilindros de plástico con
monedas nuevas partidos por la mitad en
forma de codo; billetes usados de
cualquier valor y nacionalidad puestos
de cualquier manera; collares de
conchas de cauri; pilas entrecruzadas de
lingotes pequeños de plomo y de hierro;
huesos agujereados; filas de dientes de
narval; maderas de espíritus totémicos;
miríadas de diferentes clases de
acciones, letras del Tesoro, títulos y
bonos (basura y de otro tipo) de los
doscientos cincuenta y dos países del
mundo; fichas de lavandería; resguardos
de los Ferrocarriles Estatales de la
India; vales de restaurante; tortitas de
carne seca de los indios
norteamericanos; bolitas de opio crudo;
botes de cocaína pura; oro (en lingotes
del Gobierno de su Majestad Británica,
en lingotes norteamericanos procedentes
de Fort Knox y en lingotes del
Reichsbundesbank, botín de guerra
troquelado con el águila nazi); otros
lingotes de metales preciosos;
diamantes, perlas, esmeraldas y bolsas
de basura llenas de piedras
semipreciosas; y todo tipo de tarjetas de
crédito. Había un gran montón brillante,
formado sólo por tarjetas de compra,
que se desmoronaba inundando la
cocina.
Por aquí y por allá había algún
elemento de lo que debía de ser algún
mueble, apenas visible bajo de la
profusión de pasta pero, sobre todo, la
impresión que daba la habitación del
Crítico Financiero era la de un mapa en
relieve de monedas, en el cual las
elevaciones y los montículos de
distintos tipos indicaban su liquidez y
valor relativos.
La habitación del Crítico Financiero
era la habitación de un hombre que hacía
críticas financieras a tope, ya que en
aquellos valiosos islotes y promontorios
de vil metal se notaba la clara evidencia
de un orden cuidadosamente lapidario.
No había nada en aquello que fuese
mínimamente vulgar, sino que más bien
demostraba que la misma mente que
había concebido la colección como una
oportunidad de demostrar el mecanismo
del dinero al desnudo —el gran
engranaje dirigido tanto hacía sí mismo
como hacia el mundo subsidiario de los
objetos— también había elegido
considerar las «cosas que eran dinero»
como objetos estéticos por derecho
propio. Encima de la pantalla de la
lámpara había un velo de novia de
encaje sujeto con billetes de dracmas de
mucho valor. El sol que entraba por la
ventana se filtraba a través de una
colección de ábacos que estaban
alineados sobre el alféizar, como si
fueran persianas venecianas en
miniatura.
—Esto es muy acogedor —exclamó
El Gran Controlador. Se abrió paso a
empujones hasta el centro de la
habitación y allí se plantó, respirando
ruidosamente por su nariz de corneta.
—Por favor —dijo el Crítico
Financiero con voz trémula—, no puedo
trabajar si hay alguna contaminación
auditiva…
Se calló de golpe, un suave
repiqueteo de metal sobre papel llegaba
de la habitación contigua.
Ian miró hacia el lugar de donde
provenía el sonido. Al final de la «L»
formada por el balcón del apartamento
había otra habitación más pequeña que
estaba atiborrada de aparatos de télex
que repiqueteaban suavemente, faxes
que emitían un leve murmullo y una fila
de pantallas, a través de cuyos rostros
cifras verdes y amarillas jugaban entre
ellas a ver quién podía más. Un nudo
enorme y enmarañado de listados se
sacudió, se movió, y después se
encaminó hacia donde estaban ellos.
Oculto debajo, estaba un hombrecillo
malhumorado con un traje de sarga
anticuado. Se liberó de aquel enredo y
después emergió de la habitación de
telecomunicaciones aferrado a un
fragmento de aquel papel. Se abrió paso
hasta llegar al sillón del Crítico
Financiero y le hizo una respetuosa
reverencia antes de entregárselo.
El Crítico Financiero examinó el
trozo de papel durante largo tiempo,
como si intentara adivinar para qué
servía, y después dictaminó: «mucha
turba, mantillo, moho… casi
tetánico…», después se calló. El
hombrecillo regresó corriendo al
vestíbulo de interconexión y tecleó
dicho veredicto en la serie de aparatos.
—¿Y eso qué era? —preguntó El
Gran Controlador sin dejarse
impresionar por la atmósfera de
santidad.
—Bonos del Estado a cinco años, de
Papuasia-Nueva Guinea.
El Crítico Financiero parecía
distraído. Estaba claro que consideraba
aquello como un trabajo de poca monta.
Su voz se fue apagando hasta quedarse
en silencio observando un gran libro con
ilustraciones de obras de Vermeer que
estaba apoyado sobre un atril
estratégicamente ubicado.
Ian contuvo la risa. Nadie trataba así
al Gran Controlador; sin embargo, éste
parecía aceptarlo. Sacó una cartera de
cuero de debajo de su brazo del tamaño
de un tonel y empezó a extraer folletos y
formularios. Ian se dio cuenta de que era
el material elaborado para «Ñam-Ñam»
por D. F. & L.
—Bueno, aquí lo tiene —dijo El
Gran Controlador, pasándoselo al
Crítico Financiero—. Díganos lo que
piensa y escúcheme: no disimule en
ningún sentido. Si lo hace, me daré
cuenta inmediatamente.
El Crítico Financiero le lanzó una
mirada fulminante pero no dijo ni una
palabra. Comenzó a examinar la
documentación, oliendo o
mordisqueando una página de vez en
cuando.
Mientras sucedía aquello El Gran
Controlador había sacado su caja de
puros metálica y la había abierto.
—Ejem… —El Crítico Financiero
se despejó la garganta—. Si no le
importa, preferiría que no fumara.
—¿Que no puedo fumar? ¿Que no
puedo fumar? —A pesar de todas las
advertencias del pobre hombre, El Gran
Controlador se había puesto a gritar—.
¿Y qué diablos espera usted que haga si
no puedo fumar, eh? ¿Tiene miedo de
que le entre humo en sus jodidas orejas?
Pero el Crítico Financiero le ganó la
partida contestándole:
—Es el puro lo que me molesta,
puede fumar una pipa de opio, si así lo
desea, o un bidi.
—¿Un bidi?
El Gran Controlador estaba
perplejo.
El Crítico Financiero hizo un gesto a
su ayudante, que salió corriendo y
volvió con una pipa de opio muy
ornamentada y del tamaño de un bate de
béisbol. Después se dedicó a una
laboriosa preparación, invirtiendo lo
que parecieron siglos en poner una
bolita de asqueroso opio en un alfiler.
Cuando aquel personaje que parecía
Cratchit[9] le ofreció por fin la boquilla,
El Gran Controlador aspiró
profundamente hasta que se le hinchó el
cuello y después expulsó el humo, que
inundó la habitación con su aroma
dulcemente moribundo. Apartó la pipa
hacia un lado y la golpeó contra unos
fardos de pieles.
El Crítico Financiero no había
prestado ninguna atención a sus
movimientos, sino que había continuado
leyendo, oliendo y mordisqueando la
información sobre «Nam-Ñam». De vez
en cuando anotaba algo en un papelito
con un lapicero de oro.
—¿Y bien? —dijo El Gran
Controlador al cabo de un rato en un
tono un poquito más calmado—, ¿qué le
parece?
—Me parece una idea tontísima —
dijo el Crítico Financiero—, y nunca
dará resultado.
Ian se acercó a la ventana y miró
afuera, hacia el enorme patio. Cerca de
la entrada del teatro, en el extremo del
complejo urbanístico donde está
Moorgate, había un bar abierto aunque
todavía no eran las cinco. Unos veinte o
treinta oficinistas se habían escapado a
tomarse una copa y estaban de pie con
jarras de cerveza en la mano junto a
unos maceteros de cemento llenos de
arbustos. Ian vio que entre ellos había
una joven parecida a Jane Carter.
Reflexionó sobre su futuro en común,
pensó en el amor que sentía por ella y en
cuánto deseaba destrozar ambas cosas.
10
EL LIBRO DE LOS
MUERTOS DEL NORTE
DE LONDRES
(REPOSICIÓN)

El soñador descubre que tiene alojada


dentro de sí una naturaleza extraña que
ocupa, por así decirlo, cámaras
separadas de su cerebro, y mantiene
desde esa posición un trato aborrecible
con su propio corazón. Y aunque fuera
su propia naturaleza repetida, aunque la
dualidad fuese claramente perceptible,
incluso esa mera duplicidad numérica
de su propia conciencia sería una
maldición demasiado fuerte para
soportarla. Pero ¿y si la naturaleza
extraña contradijese a la suya propia,
luchase contra ella, la desconcertase y
la confundiese? ¿Y si no fuese sólo una
naturaleza extraña sino dos, o tres, o
cuatro, o cinco, las introducidas en lo
que él creía santuario inviolable de su
ser? Pero éstos son horrores que
provienen del reino de la anarquía y la
oscuridad, que desafían, por su propia
intensidad, la inviolabilidad de lo oculto
y evitan tenebrosamente toda
exhibición.
DE QUINCEY, El coche correo
inglés
Jane y yo nos casamos tres meses
después de aquella tarde en la que yo
miraba la City por la ventana y
escuchaba cómo El Gran Controlador
acosaba al Crítico Financiero para que
hiciera un informe favorable sobre
«Ñam-Ñam». De más está decir que el
Crítico Financiero no se equivocó en su
veredicto: «Ñam-Ñam» fue un fracaso
total. El lanzamiento coincidió de lleno
con una recesión y un descenso
dramático en la demanda de productos
financieros innovadores.
Por todo Londres se habían
colocado las sesenta casetas de
propaganda que había encargado D. F. &
L. y que había construido un equipo
subcontratado por Steve Souvanis.
Durante un tiempo constituyeron una
rareza que se comentó en los periódicos.
La gente entraba en ellas y se quedaba
allí de pie, mirando pasar el mundo a
través de sus paredes acrílicas y
paciendo en los folletos comestibles
expuestos. Pero pronto las casetas se
llenaron de rayaduras, se empañaron y
se quedaron de un blanco
convenientemente opaco. O sea,
conveniente para la gente que pasó a ser
sus principales ocupantes.
Los yonquis crónicos de la capital
ya habían hecho uso y abuso de la parte
útil de las casetas, pero cuando
empezaron a estar parcialmente opacas
se convirtieron en un faro para todos los
que inhalaban heroína, los adictos al
crack y los fenómenos de la aguja de la
metrópoli. El estante, colocado a la
media, era ideal para prepararse un
chute o acumular la ceniza de colilla
necesaria para la base de una pipa de
crack. Y la ambigua transparencia de las
casetas (era muchísimo más fácil ver de
dentro hacia afuera que de fuera hacia
adentro) hacía que pudiera divisarse a
un policía a un kilómetro de distancia.
Pronto la situación empeoró tanto
que las casetas se inundaron de
montones de jeringuillas usadas y
pedazos arrugados de papel de plata.
A D. F. & L. le revocaron el permiso y
el equipo de Souvanis tuvo la triste tarea
de hacer la ronda para desmontarlas.
Acabaron, junto a las otras formas
platónicas, en el polvoriento almacén de
Clacton.
A pesar de todo aquello El Gran
Controlador no se dio por vencido
respecto a «Ñam-Ñam». La ocupación
de las casetas de propaganda por parte
de los yonquis le había divertido. De
hecho, casi la había fomentado,
ejerciendo su influencia sobre el
conciliábulo secreto de adictos a través
del temible doctor Gyggle. Continuaba
convencido de que toda aquella debacle
no era más que la consecuencia
desafortunada de que, en la mente del
público, se hubiera fijado el nombre de
«Ñam-Ñam» como primer producto
financiero realmente comestible y siguió
acosando a Hal Gainsby en D. F. & L.
para que convocase un grupo tras otro,
en un vano intento de encontrar otro
nombre mejor.
Yo quería que nuestra boda fuese
simplemente un asunto del registro civil,
pero los padres de Jane se empeñaron
en montar la gran juerga. Mandaron
colocar una gran carpa en el espacioso
jardín de su casa de Surrey, encargaron
un servicio de catering y mandaron
hacer cuatrocientas invitaciones. Yo no
tenía a casi nadie que quisiera invitar.
Mi vida no estaba precisamente
adornada por una colección de
amiguetes divertidos, sino más bien por
una mezcolanza de esperpentos.
Por supuesto que Samuel Northcliffe
asistió. No sólo actuó como
acompañante de mi madre sino que
además fue el padrino. En la iglesia de
Reigate se mantuvo rígido a mi lado
mientras ambos mirábamos de arriba
abajo al dolorido Cristo de madera
clavado sobre el altar. En un momento
de la ceremonia en que bajé la mirada,
vi que tenía la mano izquierda, enorme e
inerte como un esférico queso Gouda,
colocada disimuladamente como si
quisiera proteger la zona de los
testículos del mal de ojo.
A Gyggle no le invité, hubiese sido
pasarse un poco. Aunque Jane no había
continuado su trabajo de voluntaria en el
Hospital de la Fundación Lurie contra el
Alcoholismo (su prueba acabó
exactamente como él había sospechado
que acabaría), podría haber reconocido
al doctor Gyggle al instante. No es de la
clase de hombres que pasan
inadvertidos en medio de una multitud,
aunque sea muy numerosa y esté de
fiesta. Pensé, con toda la razón, que a
Jane le perturbaría un poco descubrir
cómo se había establecido nuestra
particular afinidad.
Jane fue una novia preciosa, radiante
con su vestido de raso color crema que
ella misma había ayudado a hacer.
Cuando se levantó el velo al final de la
ceremonia para que yo pudiera besarla,
me sorprendió descubrir por primera
vez la expresión de absoluta confianza y
franqueza de su rostro.
Estaba muy excitada, casi
sobreexcitada. Hizo un día lo
suficientemente soleado como para que
los invitados no se quedasen bajo la
carpa sino que salieran a pasear por el
jardín salpicado de sol; los niños
pequeños hacían pis entre las hierbas
altas y las ancianas tías, un poco
achispadas, reían o lloraban, según les
daba.
Los discursos fueron mejores de lo
normal. El padre de Jane, que antes de
jubilarse había sido broker en la City,
era aficionado a la literatura clásica.
Por lo tanto el texto estuvo plagado de
inteligentes alusiones literarias y figuras
retóricas. Fue un discurso muy bueno, al
igual que el de Samuel Northcliffe.
Si los padres de Jane habían tenido
algún reparo en que su hija se casase
conmigo (y sé seguro que así fue porque
eran tan esnobs como cualquier inglés y,
a pesar del impecable linaje de mi
madre, habían esperado un partido
mejor para su hija que un heredero
experto en marketing), dichos reparos se
disiparon al enterarse de que el señor
Samuel Northcliffe era mi tutor.
Debió de ser la tercera o cuarta vez
que Jane me llevó a casa de sus padres a
cenar cuando salió el tema.
—¿Northcliffe has dicho? Mmm…
—Mientras hablaba, el señor Carter se
dedicaba a avivar un fuego impropio de
la estación en la chimenea, con una copa
de jerez en la mano en la que lucía un
sello—. Le conocí muy por encima
cuando yo estaba en la City, era un
personaje importante en una empresa del
grupo Lloyd’s con la que yo tenía
contacto. Es un hombre bastante
imponente, ¿no te parece?
—Sí —contesté—, puede llegar a
ser un poco autoritario, aunque no lo
pretenda.
—¿Y dices que era amigo de tu
padre?
—Eso creo. Se conocieron cuando
mi padre dirigía una agencia de
marketing en los años sesenta.
—Claro, claro. Y después de que tus
padres se separaron, se ocupó de tu
educación…
—Oh, mucho más que eso, de hecho
podría afirmar que gran parte de lo que
hoy soy se lo debo a él.
—No me digas, no me digas…
Siguió dando golpecitos con el
atizador mientras Jane y yo
intercambiábamos las miradas de
complicidad típicas de los enamorados
en el sofá.
Cuando por fin hizo su aparición en
la boda, me percaté de que mi futuro
suegro y sus viejos amigotes de la City
se sentían intimidados ante él. Más chic
no podía ir. Llevaba un impecable
chaqué que causaba impresión, una
corbata negra sujeta con un alfiler con
una esmeralda, un chaleco de seda
amarillo canario, unos pantalones de un
tejido maravilloso y unos enormes
zapatos de tafilete rematados por unas
polainas blancas abrochadas con
botones de nácar. Llevaba a mi madre
del brazo, y ella iba también
elegantísima y finísima, después de
haberse pulido con su compañía.
Yo temía su discurso, pero, llegado
el momento, aquel Procrustes[10] de los
Disparates no me hizo quedar mal
extendiéndose en una larga perorata. Por
el contrario, de pie y muy erguido, habló
de manera sucinta con su brillante
sombrero de copa todavía encajado
sobre el belvedere de su cabeza. Hizo
un par de chistes muy buenos sobre la
institución del matrimonio, dio a
entender que yo era un tipo bastante
serio y responsable, aunque no
demasiado brillante, y después se sentó
en medio de los aplausos, que fueron de
lo más sincero, sobre todo porque habló
menos de cinco minutos.
Después de la luna de miel nos
trasladamos a la casa que yo había
alquilado al lado de Edgware Road.
Estaba un poco lejos del centro pero no
pensábamos vivir allí mucho tiempo.
Jane trabajaba menos. La serie que hacía
para la televisión había concluido
mientras éramos novios, así que
continuó haciendo encargos ocasionales
de artesanía, y su tiempo libre lo
dedicaba a buscar un sitio bonito donde
pudiéramos vivir. Mientras tanto yo
continué con mi trabajo en D. F. & L.
Asociados, luchando por encontrar una
salida a la situación en la que me había
metido.
Puede argumentarse que no debería
haberme casado nunca con Jane
sabiendo lo que sabía sobre mí mismo.
Sin embargo, el problema era que yo no
estaba seguro de cuál era exactamente la
verdad.
Después de mi último viaje a la
Tierra de las Bromas Infantiles y de las
revelaciones de mis actividades
criminales, mis «pequeñas atrocidades»,
a través de la retroscendencia propuesta
por El Gran Controlador, mi
personalidad estaba realmente dividida.
Era un asunto de voluntad consciente. Si
yo lo decidía, podía pertenecerle
totalmente. Los hechos de mi vida
anterior, marcada por el miedo,
resultaban deliciosamente diferentes
desde esa perspectiva. Había sido yo el
que había llevado el mando todo el
tiempo en nuestra relación, yo el que le
había persuadido de que me iniciase en
las artes más ocultas, yo quien había
cogido el paraguas con la punta
envenenada cuando él me lo había
ofrecido en el Teatro Real, porque
estaba desesperado por demostrarle que
podía ser digno de su interés por mí.
Y más adelante me había unido a él
alegremente para hipnotizar, drogar y
agredir sexualmente a la pobre June en
mi caravana. Ahora ya no era ningún
misterio por qué no quiso volver a
dirigirme la palabra. A pesar de haber
estado inconsciente todo el tiempo,
debía de haberle quedado el espectro de
algún recuerdo.
Una vez instalado en Londres, y
amparado por el enorme anonimato, mis
actividades habían florecido. No hubo
una sola semana durante un período de
cinco años en que no cometiese alguna
atrocidad. Asesinatos, torturas, raptos
de bebés, violaciones, chantajes sin
sentido, no hubo cosa que no probara.
Bajo el riguroso tutelaje del Gran
Controlador había desarrollado una
fuerza sobrenatural que podía desplegar
con excelentes resultados, como cuando
despaché a Bob Pinner para quedarme
con su traje o cuando torturé al perro de
pelea de Finch el Follador. De todos
modos, aquellos actos eran burlas
comparados con mis guiones más
elaborados.
La atrocidad de la que estaba más
orgulloso era la que cometí cuando le
arranqué la cabeza desgastada por el
tiempo al viejo vagabundo del metro y
me lo follé después por el cuello
cercenado. ¿Lo recuerdan? El tren se
había parado en el túnel, a medio
camino entre las estaciones de Golders
Green y Hampstead. Los únicos
pasajeros del vagón éramos aquel
vagabundo y yo, y él estaba durmiendo
la mona después de haberse trasegado
un vino barato, de esos de guisar. No fue
una gran idea, pero lo que tenía de
divertido era ver si podía obtener mi
recompensa antes de que el tren llegara
a Hampstead. Y pude.
Otro momento divertidísimo fue
aquella ocasión en que seguí a una vieja
a su casa. Conseguí entrar en su
apartamento soltándole el rollo de que
el bibliotecario del barrio me había
dicho que tenía un libro que yo
necesitaba desesperadamente para un
trabajo muy concienzudo que estaba
haciendo de gran utilidad social.
—Pero la edición que yo tengo es la
de letra grande, querido —me dijo—.
Soy tan corta de vista que es la única
que puedo leer.
—Pues vale —contesté, dando un
sorbito a la taza de té que me había
ofrecido. Y después, cuando me trajo el
libro del dormitorio, la golpée con él
con toda tranquilidad e indiferencia
hasta matarla. ¡Ja! No me extraña haber
tenido siempre esa sensación de estar
viviendo en el ahora, esa especie de
alienación de la historia misma.
Lo más irónico y malsano de aquella
división en mi vida era que, si reconocía
haber sido yo el que había hecho todo
aquello, no sentía el menor
remordimiento. Por el contrario, más
bien me consideraba, como mi mentor,
más allá de toda moralidad, un
imponente superhombre cuyas
actividades no podían ser observadas
desde las posiciones rastreras de los
simples mortales, y, por tanto, menos
aún juzgadas. Y siempre quedaba la
posibilidad, perfectamente plausible, de
negar rotundamente mi autoría en
aquellas cosas horribles. La mayoría de
las atrocidades habían sido cometidas
durante ratos sacados de aquí y allá,
eran fuegos fatuos, retales del
Holocausto, sobras del Gulag. Aunque
me gustaba torturar a mis víctimas, rara
vez me permitía una sesión tan larga
como la que tuve con el perro de pelea.
Yo diría que normalmente los
despachaba en un abrir y cerrar de ojos,
después de una hora más o menos, sin
prisas, que empleaba en quemarles la
carne con un soplete, arrancarles las
uñas e inyectarles estricnina.
Y si quería, si realmente me
convencía de ello, el recuerdo de mis
pequeñas atrocidades podía esfumarse
de mi memoria, borrarse igual que un
documento de un ordenador. ¡Ah!, pero
entonces se infiltró un virus en el
sistema: me volví cobarde, me sentí
culpable, acorralado y tremendamente
preocupado por mi cordura. ¿Sería yo
quizá esa personalidad límite que el
doctor Gyggle me había dicho que era
hacía muchos años en Sussex?
Me di cuenta de que mi capacidad
eidética había aumentado. La siguiente
generación convirtió mi mente en un bit
barato de realidad virtual que sólo me
permitía dos modalidades básicas de
juego. Podía jugar a que estaba loco o
podía jugar a que era malo, y aunque las
dos simulaciones corrieran en paralelo
hasta el infinito, nunca llegarían a
tocarse. Además, a menos que me
mantuviese alerta, saltaría furtivamente
de una a otra como un chaval que hace
trampas: loco/malo, malo/loco,
loco/malo. Podía convertirse en algo
bastante desconcertante.
Así que pensé que casándome con
Jane tendría el incentivo necesario para
aclarar de una vez por todas cuál era la
verdad. Incluso si mi amor por ella no
fuese suficiente, estaba seguro de que la
perspectiva de tener hijos, de trasmitir
mis peculiares características a un
nuevo ser, me obligaría a enfrentarme
conmigo mismo.
Pero en realidad no me importaba
nada. Me lo había pasado muy bien
haciendo aquellas atrocidades, habían
sido muy divertidas y me habían
proporcionado muchas secuencias
estimulantes para poder regodearme
eidéticamente durante mi tiempo libre.
Se tienen tan pocos escapes auténticos
en la sociedad moderna… ¿Por qué
tengo que sentirme avergonzado de mis
pecadillos cuando personas que ni
siquiera cuentan con los medios para
disfrutar de ello imponen al mundo
continuamente tanto sufrimiento sin
sentido? ¿No están de acuerdo?
Podría proclamar que soy el
mismísmo Demiurgo de la Disociación,
si quisiese, debido a la maravillosa
separación de los centros de mi ser; y
cuando se mezclasen totalmente habría
una dulce melancolía que se engendraría
al mismo tiempo que el terror a la
oscuridad y la arrogancia del pecador
justificado.
Jane sólo tardó dos meses en
quedarse embarazada. No puedo
achacarlo a que yo sea especialmente
priápico o fértil. No, la razón por la que
sólo necesitó dos vueltas de pedal de su
ciclo menstrual fue porque estaba
empeñada y se había armado con un
práctico equipo casero que podía
detectar el momento en que los niveles
de progesterona empezaban a aumentar,
antes de la ovulación. Solía llamarme al
trabajo. Daba igual que yo estuviese en
mi despacho discutiendo una propuesta
o hablando con un colega. Sonaba el
teléfono.
—Soy Vanda, de recepción, señor
Wharton. Tiene una llamada de su mujer.
—Está bien, pásemela, no estoy
reunido.
—¿Ian? ¿Eres tú?
—Sí, cariño.
—Los niveles están subiendo, es
mejor que te vengas para casa.
Una vez que se le disparaban los
niveles de progesterona teníamos sólo
entre veinticuatro y treinta y seis horas
para hacer alunizar una cápsula de
esperma en su óvulo satélite. La relación
sexual era puramente mecánica. En
cuanto conseguía que se me levantara
otra vez después del último lanzamiento
a la luna, Jane me agarraba y me volvía
a introducir dentro de ella.
Cuando consiguió por fin quedarse
embarazada, se relajó y comenzó a
adquirir la expresión de autosatisfacción
que tienen las mujeres embarazadas de
todo el mundo. Yo observaba cómo se
iba hinchando y una voz en mi interior
reía mientras otra lloriqueaba
aterrorizada de lo que pudiera salir de
allí.
He sido un futuro padre atento, iba a
las clases prenatales con Jane, le
ayudaba a aprender los ejercicios
respiratorios y me preocupaba de que no
se cansara en exceso. Era como para
morirse de risa aquello de encontrarse
con los otros futuros padres,
intercambiar consejos sobre dónde
comprar las mejores cosas para el bebé
y comparar los pros y los contras de las
clínicas de maternidad, mientras
pensaba todo el rato: Si supieran, si
supieran.
No hemos visto mucho a Samuel
Northcliffe desde la boda. De vez en
cuando pasa por casa, normalmente sin
avisar, pero siempre llega con un regalo
para Jane, un ramo de flores o una
botella de vino. A Jane le gusta Samuel
Northcliffe, encuentra divertida su forma
de hablar y cree que no es, ni mucho
menos, ese despiadado hombre de
negocios que la gente dice que es.
Siempre menciona el asunto «Ñam-
Ñam» como ejemplo de lo
encantadoramente quijotesco y
excéntrico que es en realidad.
Con lo de «Ñam-Ñam» casi retirado
del mercado yo esperaba que no
volviese a cruzarse nunca más en mi
trabajo, y después de haber puesto en
orden, por decirlo de alguna manera, mi
alma, estaba seguro de que sus
intervenciones en mi vida personal
también se habían acabado. Se habían
acabado a un nivel prosaico, quiero
decir. Pero esta mañana me ha llamado a
la oficina.
—Puedes llamarme Tiresias de la
Transmigración —su voz de oráculo
retumbó a través del teléfono—, porque
entiendo los enigmas del destructivo arte
de la muerte.
—¿Es algo importante? —le dije—.
Es que estoy bastante ocupado.
—Pensé que te gustaría venir al
Hospital Lurie a la hora de almorzar —
dijo con voz de trueno—, Gyggle y yo
hemos organizado una pequeña
ceremonia que te interesará presenciar.
Es de lo más instructiva y un ritual muy
eficaz. Hemos hecho practicar a los
yonquis durante semanas y ahora que
estamos seguros de que podrán hacerlo,
queremos proseguir.
—¿Pero con qué, exactamente?
—Pues —sonaba casi tímido— con
el Libro de los Muertos del Norte de
Londres, por supuesto.
A mi pesar, eso me ha intrigado. Al
mediodía he abandonado la propuesta de
marketing que estaba escribiendo para
una nueva cadena de restaurantes que se
llamará «Simplemente Lechuga» y he
cogido un taxi rumbo a Euston.
Les he encontrado a los dos en el
despacho de Gyggle. La barba tenía un
aspecto bastante grasiento y desastroso.
Se notaba que el loquero la había
descuidado. Él también tenía aspecto de
cansado, así que tal vez fuera al revés y
la barba le hubiera descuidado a él. Aún
más alarmante era el aspecto de mi
mago: había retrocedido totalmente a
como yo lo recordaba a principios de la
década de 1970, cuando vino a vivir a
Cliff Top. Incluso llevaba el mismo traje
elegante de pata de gallo, el mismo que
usaba el día que me convertí en su
discípulo.
—¡Ah, ya estás aquí! —ha
vociferado. Estaba dando caladas a un
puro panatela barato que, obviamente,
no le gustaba demasiado—. Entra, entra,
no te quedes ahí en la puerta, chico, ¿qué
te pasa? Parece que hayas visto a un
fantasma.
—Mmm, bueno…, no sé cómo
decirlo…
—¿Es mi aspecto lo que te llama la
atención? Venga, muchacho, escúpelo,
vomítalo, exprime esas pepitas léxicas,
en una palabra: dímelo.
—Sí, así es.
—¿Y te preguntas de qué será
indicio?
—Sí.
—Bueno, todo a su debido tiempo.
Pero no estamos aquí para eso. Estamos
aquí para ver la demostración de los
yonquis de Gyggle. ¿Listo,
Hieronymus…?
—Por supuesto, Samuel, ya están
todos reunidos —ha dicho
sibilantemente el hirsuto doctor de
almas—. ¿Vamos?
Nos ha guiado por una serie de
corredores de suelos de linóleo
arrugado y nos ha hecho pasar a una
habitación pequeña, un cubículo donde
no había más que una mesa coja y un par
de sillas de hospital de plástico
resistente. Colgado en la pared había
una especie de altavoz y, junto a éste, la
puerta de un armario que Gyggle ha
abierto antes de irse. Detrás de la puerta
había una ventana rara atravesada por
rayas longitudinales.
—¿Eso qué es? —le he preguntado.
—Una ventana de dirección única —
ha contestado mientras salía de la
habitación guiado por su barba.
Una vez solos, El Gran Controlador
y yo nos hemos sentado. Ha sacado un
paquete de puritos baratos envueltos en
celofán y ha extraído uno sin siquiera
mirarlo. Lo ha encendido, con una
cerilla que ha flotado contra la suela del
zapato y, después de chupar el extremo
un rato, ha dicho:
—Qué vicio más asqueroso, creo
que lo voy a dejar en breve.
—¿Perdone?
No sabía de lo que me estaba
hablando.
—El fumar, bobo, ¿de qué diablos
crees que estoy hablando?
Pero antes de que pudiera asimilar
esta última novedad, el altavoz ha hecho
un ruido chisporroteante. Hemos mirado
hacia la ventana y hemos visto que había
un grupo de los yonquis de Gyggle
reunidos en la habitación contigua.
La voz que había provocado el
chisporroteo era la de Gyggle, que
llamaba al orden a su grupo de terapia.
Varios yonquis estaban sentados en
sillas con la tapicería estropeada,
formando un círculo desigual. Tenían los
pies apoyados en las cajas metálicas que
hacían de ceniceros en la unidad de
drogodependencia y todos estaban
fumando, utilizando tres dedos como
agujas para acercar los retorcidos filtros
a sus labios llenos de moratones. Hasta
yo, que sé poco de drogas, me daba
cuenta de que estaban todos
colocadísimos con heroína. Había
varios que apenas podían mantener los
ojos abiertos y uno, un tipo negro con
aspecto de tonto que me ha parecido
reconocer vagamente, estaba totalmente
ido.
Gyggle decía:
—Ya conocéis el sistema…, vamos
a empezar por presentarnos uno a uno en
círculo, ¿os parece? Me gustaría que, al
mismo tiempo, me dijerais en qué nivel
de desintoxicación estáis en este
momento, ¿de acuerdo?
La barba ha girado titubeante en el
centro del círculo como una varita de
zahorí falsa y se ha detenido frente a un
hombre de rasgos delgados que llevaba
el pelo recogido en una coleta.
—John —ha dicho el hombre—,
ochenta miligramos.
—A ese hombre le conozco —le he
susurrado al Gran Controlador—. ¿Le
ve la mandíbula, donde la piel está
como llena de ampollas y arrugada…?
—Por supuesto que la veo, seré
viejo pero no ciego.
—Bueno, eso se lo hice yo.
—¿Ah, sí?
—Sí. Le retorcí toda la piel suelta
con un garfio y después le alisé
suavemente los pliegues de la carne con
un aparato de soldar. Está bien, ¿no le
parece?
—No hay duda de que parece el
trabajo de un profesional. Te felicito.
—Billy —decía el siguiente yonqui
del círculo—, y me han reducido a
sesenta miligramos.
Su presentación ha sido una masa de
palabras arrastradas.
—Un momento, Billy —ha dicho
Gyggle con tono severo—, ¿estás seguro
de que no te has chutado ni una dosis?
Porque si no es así, lo que te ha puesto
«ciego» es la metadona, y vamos a tener
que reducirte la dosis, ¿eh?
—¿Eh? —ha farfullado Billy, y
después, como si cayese en la cuenta de
que le iban a privar de algo, ha dicho—:
No, no, no me he metido nada, de veras,
doctor. La verdad es que hoy me
encuentro mal, tengo escalofríos.
Se ha llevado las manos
negrogrisáceas a los hombros y se los ha
apretado de modo espasmódico como
para ilustrar lo que estaba diciendo,
pero Gyggle ya se había olvidado de él
y se dirigía hacia el siguiente en el
círculo.
—A ese también le conozco —he
dicho—, al tipo negro, al que se está
quedando dormido.
—Claro que le conoces —ha
contestado El Gran Controlador—. Por
eso te he pedido que vinieses. Gyggle y
yo usamos a todos esos yonquis para
construir la Tierra de las Bromas
Infantiles, mi pequeño acólito adiposo.
Una sesión de hipnagogia inducida por
la heroína vale por todo un año de
estados de sueño comunes y corrientes.
Ésa es la razón por la que Gyggle
trasladó su consulta aquí. Queríamos
tener un buen surtido a mano.
—Ya veo.
—El que está lleno de granos y lleva
un anorak sin mangas es Richard
Whittle. De ése es del que se suponía
que tenía que hacerse amiga tu santa
esposa. Su mente es especialmente
dúctil y sugestionable…
—Sí, ya me acuerdo… La gorda con
la falda naranja es Rosie la Grandullona
y el tipo agitanado es su marido.
—Martin.
—Eso es, Martin. Es muy raro
verles a todos aquí, en este lugar.
—Bueno, mi querido muchacho, si
eso te parece extraño, me pregunto qué
te parecerá esto.
Luchaba por ponerse de pie mientras
me hablaba y no podía porque el trasero
se le había quedado atascado en la silla
de plástico. Le he ayudado a liberarse y
a levantarse. Por primera vez en mi vida
el hombretón me ha parecido absurdo o
torpe.
Ha cruzado la habitacioncita y ha
abierto la puerta de otra ventana de
dirección única.
—Ven aquí y echa un vistazo —me
ha dicho—. Creo que esto te va a
divertir.
Al otro lado de esa ventana se veía a
un grupo muy diferente. Allí estaban Hal
Gainsby y Patricia Weiss. Estaban con
un grupo de gente de la que siempre se
convoca en D. F & L. para buscar un
nombre a un producto.
—¡Dios mío! —he exclamado—.
¿Qué hacen aquí?
—Tiene gracia, ¿no? —ha dicho él,
jugueteando con otro puro barato—. En
una habitación los yonquis y en otra los
expertos en marketing. A primera vista
pueden parecer cosas totalmente
opuestas, pero básicamente están
dedicados a la misma actividad…
—Admitimos —decía Gainsby con
su acento bostoniano, que sonaba un
poco más distorsionado de lo que yo
recordaba por culpa del altavoz— que
la prueba de mercado en Londres no ha
resultado muy satisfactoria que digamos,
pero no estamos de acuerdo en que eso
tenga nada que ver con el propio
producto. Estamos seguros de que sólo
con que pudiéramos…
—¡No me diga que ha convocado
otro grupo para buscarle un nombre a
«Ñam-Ñam»! ¡Y aquí, en la unidad de
drogodependencia!
No me lo podía creer.
—No veo qué tiene de gracioso —
ha dicho—. Ahora el hospital tiene que
hacer frente a su propio presupuesto,
como cualquier otra empresa que
dependa directamente del gobierno
central. Gyggle ha organizado una
actividad complementaria de alquiler de
salas para reuniones, de lo cual informé
a Gainsby. Es un lugar muy apropiado
para que se reúna un grupo a buscar
nombres. Quizá si hubieras prestado un
poco más de atención al producto
comestible en un principio, no
estaríamos todavía dándole vueltas.
Pero esto es harina de otro costal; el
grupo de búsqueda de nombres de
Gainsby no era lo que yo quería que
vieras…
—¿Quiere decir que hay otro más?
—Oh, sí, por supuesto, sin lugar a
dudas. Uno al que creo que debes
prestar mucha atención, pero tenemos
que esperar el momento oportuno.
Necesitamos una introducción especial
para ese otro grupo de búsqueda de
nombres.
Se ha vuelto hacia la otra ventana y
se ha sentado otra vez. Yo también.
—Noo… —decía Rosie la
Grandullona con voz quejumbrosa—.
Noo…, yo hace tanto que no me chuto
que ya ni me encuentro las venas.
Se ha mirado horrorizada los brazos,
como si un equipo salvaje de cirujanos
especializados en trasplantes se los
hubiera encasquetado durante la noche.
—Y una mierda —le ha contestado
Gyggle—. La única razón por la que no
te encuentras las venas es porque estás
demasiado gorda, qué puñetas… De
todas formas, no estamos aquí para
hablar de tu drogadicción, estamos aquí
con otro propósito totalmente diferente.
¿Qué tal va ése?
Ha hecho un gesto con la cabeza
hacia donde estaba desplomado
Cucaracha Billy.
John se ha puesto de pie y ha ido
hasta él, se ha inclinado, ha levantado
uno de los párpados de Billy con el
pulgar y después lo ha soltado. A
continuación le ha tomado el pulso
apretándole los dedos sobre el cuello.
—Se está debilitando —ha dicho
John—, casi no tiene pulso.
—Excelente —ha exclamado Gyggle
—. Vamos, ya sabéis lo que tenéis que
hacer.
Los yonquis han movido sus sillas
hasta quedar agrupados en círculo
alrededor de la cabeza de Billy.
—¿Pero se puede saber qué es lo
que pasa aquí? —he dicho.
Pero El Gran Controlador me ha
mandado callar chistando, con un dedo
como una salchicha de Viena sobre sus
labios como bollos. En la otra
habitación los yonquis han empezado a
farfullar. Al principio no entendía lo que
decían, pero luego he empezado a darme
cuenta. Estaban recitando nombres de
productos.
—Band-Aid —ha dicho John.
—Chap Stick —ha dicho Rosie la
Grandullona.
—Minipimer —ha dicho Richard
Whittle.
—Coca-Cola —ha dicho un tipo
escuálido con gafas de montura de
metal.
—Dunkin Donuts —ha dicho una
mujer con vestido de lycra.
—Holiday Inn —ha dicho la dorada
Ethel.
—Dr. Scholl —ha dicho el doctor
Gyggle a través de su barba, y entonces
han vuelto a empezar otra vez el círculo.
«Nintendo», «Parker», «Big Mac»,
«Painstyler», «Nescafé», «Jiffy bag»,
«Letraset», y otra vuelta más, «Perrier»,
«Polaroid», «Walkman», «Xerox»,
«Magic Marker», «Visa», han cantado
marca tras marca hasta que sus voces se
han transformado en un murmullo
mágico.
Después de un rato le he dicho al
Gran Controlador:
—Ya lo tengo, ya sé lo que están
haciendo. Todos son productos
genéricos, ¿no es eso?
—Más o menos. Éste es el Libro de
los Muertos del Norte de Londres, una
serie de instrucciones para recitar a los
moribundos, con el fin de que no
regresen, de que sus almas inmortales
queden invalidadas, anuladas, tachadas,
eliminadas, suprimidas y borradas
completamente, sin posibilidad de
retorno. ¿Lo ves, muchacho? Soy, como
siempre habías sospechado, el
mismísimo Lama de las Almas Perdidas.
Reduzco lo humano a lo material total y
completamente. Y ahora, si no me
equivoco, ya estamos listos para salir.
Los yonquis habían dejado de cantar
sus letanías. John estaba tomándole el
pulso a Billy otra vez. Se ha
incorporado diciendo:
—La ha palmado, la diñó, la
espichó, se le acabó el viaje, pasó a
mejor vida, se fue al otro barrio, estiró
la pata y exhaló el último suspiro, en
resumen, se acabó.
—¿Vamos con él? —ha preguntado
mi gurú.

Y entonces estábamos de nuevo en la


Tierra de las Bromas Infantiles y el Gran
Controlador le decía a Doug:
—Dale una buena sacudida al negro
ese, ¿quieres?, no puedo soportar a la
gente que se duerme en las reuniones
para buscar un nombre.
—Espere un momento —he gritado
—, ya hemos estado aquí y ya le he oído
decir eso antes.
—Plus ça change plus c’est la même
chose, querido muchacho, todo lo que
gira vuelve a su punto de partida, ¿por
qué tienes que ser tan terco?
Parecía que el nuevo escenario le
había animado un poco, incluso se las
había arreglado para encontrar un viejo
Voltiger en alguno de los bolsillos del
decrépito traje, que al menos tenía la
ventaja de ser a la medida de su mano, a
pesar de que estaba bastante estropeado
y cubierto de pelusa. Lo ha encendido
con la débil llama de un encendedor
barato, de los de usar y tirar.
Estábamos en la zona de recepción
de la Tierra de las Bromas Infantiles, de
aquella piscina cerca de Roman Road
que El Gran Controlador había obtenido
por medios corruptos para fines aún más
corruptos. En los tableros de corcho
seguían los mismos anuncios de
gimnasia y clases de natación para
niños, y nosotros estábamos sentados en
las mismas sillitas diminutas, ocho de
las cuales habían sido colocadas
formando un círculo desigual.
Doug se ha levantado del extremo
opuesto a mí donde estaba sentado, y el
pobre hombre se ha golpeado la pala
otra vez contra la alarma de incendios,
«¡ting!».
—¡Por el amor de Dios! —ha
exclamado bruscamente El Gran
Controlador—. ¿No puedes tener
cuidado con esa maldita cosa? Creía que
a estas alturas ya te las habrías
arreglado para dominarla, seguro que es
como calcular la anchura de un coche.
—Bueno…, no exactamente —
respondió Doug. El impacto había
desplazado la pala de su cabeza y era
evidente que le dolía. De todos modos
se ha puesto de pie y ha dado la vuelta
hasta donde Cucaracha Billy estaba
sentado, muerto para el mundo.
Para el mundo tal vez, pero no para
la Tierra de las Bromas Infantiles. Doug
le ha sacudido por los hombros y él se
ha movido, gruñido, parpadeado un par
de veces y después se ha sentado
derecho, frotándose los ojos.
—Eso está mejor —ha dicho El
Gran Controlador—. Ahora que ya
estamos todos aquí, ¿podemos empezar?
He mirado el círculo de sillas:
estaban todos allí. Aparte de Cucaracha
Billy y Doug, estaban Sonrosado, el
hombrecillo delgado, el bebé que
masticaba hojas de afeitar y otro bebé
que no había visto la última vez que
había estado allí. Este bebé tenía más o
menos la misma edad que el de color
rojo y estaba sentado cerca del rincón
que daba a la entrada de los vestuarios.
No le veía la cara porque tenía una
bolsa de plástico en la cabeza, llena de
vapor condensado y fuertemente
ajustada por debajo de la barbilla. A
pesar de la asfixiante capucha, el bebé
seguía respirando intensamente. Con
cada una de sus inhalaciones y
exhalaciones la bolsa se expandía y se
contraía.
—Es muy mono, ¿verdad? —ha
dicho El Gran Controlador, señalando al
pobrecito con el extremo húmedo de su
puro.
—Sí. Pero, de todas maneras, ¿a qué
viene todo esto?
—Necesitamos pensar un nombre
para ti, Ian. A eso viene todo esto.
—Sí —ha intervenido Sonrosado—.
Ahora has venido para quedarte, para
estar con nosotros para siempre.
Necesitas una designación apropiada,
como todos nosotros…
—Después de todo… —el
hombrecillo delgado ha interrumpido
con su tono agudo—, no se puede decir
que seas un tipo corriente, Ian, eso no
sería cierto, ah, no, tesoro mío.
—Venga, venga, hagamos bien las
cosas. No os quiero ver haciendo el
imbécil de esa forma sin llegar a nada
—ha dicho el Lama de las Almas
Perdidas—. Además, no es sólo un
nombre lo que necesitamos para él.
También necesitamos la actitud sisífica
en la cual encajarlo, ¿no es así?
—Pues llamadme Prometeo del
Painstyler —he dicho sarcásticamente
—. Después de todo lleváis años
arrancándole trocitos a mi hígado…
Iba a seguir diciendo cosas aún más
mordaces, pero en ese momento una
conmoción en el extremo opuesto a la
zona de recepción ha interrumpido la
buena marcha de mi grupo para buscar
nombre.
Un grupo de jóvenes con la amplia
vestimenta de algodón que llevan los
camilleros de hospital estaba intentando
manipular algo que introducían por la
puerta de los vestuarios. Parecía una
bolsa de criquet, sólo que mucho mayor.
—Daos prisa —les gritó El Gran
Controlador—. Ya hemos empezado, así
que traedlo aquí inmediatamente.
Los jóvenes no le han hecho el
menor caso, pero su orden ha coincidido
con un empujón que han dado todos a la
vez y que han impulsado la pesada carga
dentro de la zona de recepción.
Se parecía bastante a una bolsa de
criquet revestida con PVC o alguna otra
sustancia brillante y chorreaba agua por
sus aberturas. En un costado ponía
«PortaDelfín» estampado dentro del
símbolo de un pez y entonces he
comprendido de qué se trataba: era un
contenedor para transportar peces
grandes, cetáceos pequeños o cualquier
otro animal que tuviera que permanecer
siempre mojado.
Cuatro hombres jóvenes cargaban el
PortaDelfín, uno de cada esquina. Han
atravesado la habitación tambaleándose
y derramando agua con cada bandazo
que daban.
—Pon eso ahí, Mandingo.
Mientras decía eso ni siquiera
miraba al joven que iba delante, que
casualmente era negro. Simplemente ha
soltado la frase como una maldición.
Los cuatro hombres se han
encaminado al centro del círculo y han
dejado caer el PortaDelfín de modo que
los costados del saco se han abierto de
golpe. Dentro estaba Bob, el
tetraamputado, tumbado en un colchón
de bolsas refrigerantes.
—Bueno, ya está bien, ¿no te parece,
tío? —ha gritado dirigiéndose al Gran
Controlador, y al mismo tiempo
forcejeaba para conseguir un punto de
apoyo en su resbaladizo contenedor. Los
dos hoyos de sus hombros eran de un
violeta intenso bajo la luz artificial.
Aunque parezca increíble, ha
conseguido ponerse derecho en la
afilada proa del saco.
—Muyyy biennn —ha dicho una vez
seguro en su postura—, ya estoy listo.
Continuemos con el asunto.
Pero entonces ha surgido otra
distracción. El transportista que iba al
frente del grupo, el negro al que El Gran
Controlador había llamado Mandingo,
había sacado una navaja automática del
bolsillo de su cazadora de algodón
después de haber depositado en el suelo
el PortaDelfín. La ha abierto con un
fuerte «clic» que ha retumbado en las
paredes.
—A mí nadie me habla mal —le ha
dicho al Gran Controlador—. Te voy a
tener que rajar, viejo de mierda.
Ha ido hacia donde estaba sentado
el provocador, le ha arrancado el
Voltiger de la mano y lo ha tirado. El
Gran Controlador se ha quedado sentado
inmóvil y sin decir nada. El transportista
le ha clavado la rodilla en el pecho y le
ha puesto la punta de la navaja en su
garganta de rana gigante. Los demás
también nos hemos quedado inmóviles
en nuestras sillas. Hasta el hombrecillo
delgado había dejado subrepticiamente
de mover su bastón y de murmurar por
lo bajo «Cha, cha, ¡chá!». Yo esperaba
la atrocidad que estaba seguro de que se
iba a producir. ¿Qué haría él?
Bueno, yo en su lugar le habría
arrancado la navaja al joven y la
hubiese usado para rajar a su dueño
desde el esternón hasta el hueso pélvico.
Después le habría cortado el cuello a
uno de sus compañeros y le hubiera
hundido la cabeza en el estómago del
navajero agonizante. Los hubiera dejado
así, de pie, como una especie de
escultura biomecánica, un retablo
creado con el fin de trasmitir el mensaje
de qué es lo que les ocurre a los que le
hablan mal al Gran Controlador.
Pero él no ha hecho nada de eso. Le
he mirado la cara y la tenía pálida, no de
ira, sino de algo que nunca le había
visto, ¿una expresión de miedo? No, no
podía ser, no podía ser.
—Siento mucho si le he ofendido —
ha dicho El Gran Controlador—. Ha
sido una grosería y una insensatez.
—No ha sido una grosería ni una
insensatez, ¡qué puñetas!, ha sido una
estupidez, viejo, y me da igual que te
disculpes o que te arrastres a mis pies,
te voy a rajar de todas maneras.
—Ian… —Al hombretón le
temblaba la voz—. ¿Pu… puedes
ayudarme?
Me he levantado de mi sillita
minúscula y he cruzado el círculo. El
tipo de la navaja se ha vuelto y se ha
colocado detrás del Gran Controlador,
manteniendo la punta de la navaja quieta
sobre el punto donde debía de estar la
yugular del viejo gordo.
—¡No te acerques más! —ha gritado
—, o se la clavo.
—No te preocupes —le he
contestado—, no voy a hacer nada. Me
he puesto de pie para marcharme. —Me
he vuelto para quedar de frente a las
bromas infantiles—. Doug —he dicho
—. Sonrosado, hombrecillo delgado,
bebés, hasta la vista. —Me he vuelto
hacia el Gran Espíritu Blanco, el Manitú
de la Maleficencia—. Señor Broadhurst,
aunque no puede decirse que haya sido
un gran placer conocerle, sin duda ha
sido interesante.
Cuando he alcanzado las puertas de
cristal que daban a Roman Road, él ha
gritado.
—¡Ian!
Me he vuelto de nuevo.
—Querido muchacho, siento mucho
que tengas tanta prisa y que te tengas que
marchar. Creí que te iba a divertir todo
esto.
Había una especie de nota patética y
resignada en su voz, un tono adulador
que debilitaba su habitual voz de bajo.
—Se está haciendo tarde —le he
contestado—. Esta noche estamos
invitados a una cena y tengo que pasar
por la oficina antes de volver a casa.
—Está bien, está bien… No te
olvides de saludar de mi parte a tu
señora esposa.
—No lo olvidaré.
—¡Ah! Ian…
—Dígame.
—Ha sido divertido, ¿no te parece,
muchacho?
—Sí, sí… —le he contestado por
encima del hombro—, ha sido
divertidísimo. Sólo que esto no es lo
que yo entiendo por diversión.
Y después he salido a la Roman
Road y me he dirigido a toda velocidad
hacia Bethnal Green, por entre los
compradores de última hora. El mercado
de frutas y verduras todavía estaba
abierto y los vendedores pregonaban sus
mercancías en los puestos:
—Dos kilos de tomates a cincuenta
peniques. A ver, guapa, ¿cuánto le
pongo, señora?
Y otro gritaba:
—Vamos, vamos, ¿cuánto me da por
esto?
«Esto» era un perro disecado
recubierto de pelo sintético.
Ahora entenderán por qué estaba yo tan
cansado esta noche, por qué no me podía
concentrar en la cena. He tenido un día
fino. Estuve allí sentado, bebiendo vino
tinto y escuchándoles pasarse el testigo
de la conversación unos a otros, como
un equipo de carreras de relevos mal
entrenado. He vuelto a repasarlo todo en
mi cabeza y he llegado a la conclusión
de que, quizá, la propia ciudad ha tenido
su parte en todo esto.
Londres es, según les gusta decir a
sus habitantes, una colección de
pueblos. Yo no lo veo así en absoluto.
Yo veo la ciudad como un poderoso
cornezuelo que brota de la corteza
misma de la tierra; algo mutante que
crece y que es capaz de adquirir la más
fantástica profusión de formas. La gente
que vive en este conjunto urbanístico
alucinógeno ingiere sus triptaminas y
entonces la ciudad se adapta a los
sueños escondidos de sus espectadores.
Me he dado cuenta de que yo ya estaba
cansado de todo eso. Era hora de que me
fuera.
Esta tarde, cuando estaba a punto de
irme de la oficina, Hal Gainsby ha
entrado en mi despacho y me ha dicho
que hay una oportunidad de ir a Nueva
York. Se necesita a alguien que trabaje
en el marketing de otro producto
financiero del Banco Sudanés de
Karmarathon. Creo que aceptaré esa
oferta.
Ah, y antes de que me vaya, supongo
que estarán preguntándose qué pasará
con Jane, que está en el piso de arriba,
acurrucada bajo el edredón con su
enorme panza hundida en el colchón. He
sido un poco contradictorio sobre esto
al principio, ¿no les parece? Pero
también es verdad que nunca nadie ha
dicho que no pudiera serlo.
Es hora de irse a la cama, ¿no? Hora
de subir la escalera que hace ángulo y
ajustar mis cuentas con el destino.
¿Cómo dice el verso?… «arrancado
prematuramente del vientre de su
madre».[11] Eso es. Sin embargo, en este
caso, estamos hablando de otra clase de
aborto. Tal vez sería mejor decir
«absorbido prematuramente con la
insensibilidad mecánica de un aparato
doméstico». Creo que ése es el método
que utilizan en esas clínicas privadas
que hay en Edgware. Uno se sienta en la
sala de espera junto a chicas llorosas
que vienen de España e Irlanda, y cada
dos minutos se oye un zumbido en la
habitación del piso de arriba, como el
sonido de una aspiradora gigante. Es la
eternidad haciendo sus tareas
domésticas.
Y también resulta que me enteré, por
casualidad, de que es una angustia
secreta de mi mujer. No está mal, ¿no?
Su… ¿qué? Ah, sí, su oportunidad de
participar, ¡qué tonto soy!, me
olvidaba… Bueno, claro que pueden
hacerlo, si eso es lo que desean. Pero
piénsenlo bien, no se precipiten.
Recuerden que yo puedo haber matado,
puedo haber torturado, puedo haber
hecho todo tipo de cosas horripilantes,
pero eso a mí también me ha hecho
sufrir. Sentimientos sí que tengo, como
ya saben.
EPÍLOGO
EN LA
OSTRERÍA DE LA GRAN
ESTACIÓN CENTRAL

Los limpiabotas y los polis


interpretaban, exagerándolos, sus
papeles para los turistas en la entrada de
la Gran Estación Central que da a la
calle 42. Los limpiabotas tenían las
piernas estiradas sobre la acera, se
inclinaban hacia adelante y hacia atrás
sobre sus cajas y, por lo general, se
dedicaban a gastarse bromas. Eran todos
chicos ágiles y despreocupados, tan
flexibles como las gamuzas que sacudían
frente a los rostros de sus potenciales
clientes.
Los polis hacían, simplemente, de
polis; estaban de pie con esa postura
típica, sacando el culo, que adoptan los
polis para que se les noten lo más
posible las esposas y la pistola que
llevan encima. Aquellos polis no eran
más que puras trabillas en hombros y
mangas.
Era una tarde bochornosa de finales
de mayo, y los polis querían que los
ciudadanos comprendieran que todo lo
más que podían hacer por ellos, en
aquella ciudad de psicópatas y asesinos
chiflados, era mantener una fuerte
presencia bromeando con los
limpiabotas. Ésa era la rutina.
Por el carril que baja desde el tramo
elevado de Lexington Avenue aparecían
sin cesar taxis amarillos y descargaban
viajeros en la acera de la estación.
Bajaban y abandonaban la rampa
lentamente, con ese movimiento
ondulante que tienen los taxis de Nueva
York, y después se acercaban al
bordillo.
Dentro de la terminal, el enorme
vestíbulo de venta de billetes estaba
fresco. Una orquesta de veintidós
indonesios tocaba a la entrada del metro
y las líquidas notas ascendían y se
esparcían por los espaciosos huecos de
mármol de la cúpula craneal del
vestíbulo.
Dentro, en el lado opuesto a la
entrada de la calle 42, unos túneles
anchos recubiertos con bloques de
piedra labrada conducían a las vías
subterráneas. Los túneles eran lo
suficientemente amplios como para
albergar a cien hititas arrastrando un
bloque de ladrillos de adobe destinado a
algún viejo zigurat, y aquello servía
para incrementar aún más la impresión
de que la estación pertenecía a una
cultura olvidada, a una época en la que
el monumentalismo iba emparejada a la
adoración a los reyes y la conciencia
colectiva.
Fuera había empezado a llover. Los
polis y los limpiabotas concluyeron su
actuación. Los turistas, los viajeros y los
ciudadanos corrieron a guarecerse. Era
un chaparrón que parecía caer desde una
gran altura. En Nueva York es así, los
rascacielos desmienten la majestuosidad
de la naturaleza, empujando a las
insignificantes nubes cada vez más
arriba, de modo que las gotas caen en
picado desde una altura de veinte pisos,
cincuenta pisos, cien pisos. No es como
en Londres. En Londres la lluvia cae
desde una altura de dos pisos, como
mucho.
En el segundo piso del subsuelo de
la estación, La Ostrería estaba abierta al
público. Incluso a media tarde seguía
habiendo mucha gente que quería una
fuente de ostras de Coney Island y un
vaso de Bud.
Aquella mañana le habían hecho una
reserva al maître para una fiesta infantil.
Él había sugerido a quien había hecho la
llamada (una secretaria de un banco, o
algo así) que podía prepararle una mesa
en el comedor principal o incluso en el
Gran Salón. Ella optó por el comedor
principal y el propio maître había
supervisado la preparación de la mesa y
se había asegurado de que hubiera
algunos adornos sobre el mantel a
cuadros rojos.
Creyó que vendría un grupo de cinco
o seis personas, pero cuando llegaron no
eran más que un tipo con un niño de
aspecto muy curioso. El hombre era alto,
rellenito e inglés. Se disculpó varias
veces con el maître y le explicó que su
secretaria se había equivocado. Le soltó
diez pavos y le preguntó si habría algún
problema en que su hijo y él se sentasen
en la larga barra niquelada de la
ostrería, en vez de en la mesa. El maître
le preguntó si no sería un poco
dificultoso para el niño estar subiendo y
bajando de taburetes tan altos. Pero el
hombre, sin consultar al niño, dijo que
no le importaba.
Carlton, que cocinaba en uno de los
tres niveles elevados dispuestos detrás
de la barra, también pensó que eran una
pareja extraña. Continuó de pie,
removiendo una sopa de mejillones en la
olla de acero inoxidable asentada sobre
un trípode fijo y mirando al niño
mientras éste acababa con su segunda
docena de ostras. ¡Jesús! Si aquel niño
no tendría más de dos o tres años. Todos
los niños de esa edad que Carlton había
visto no hacían más que probar un
bocadito o dos del marisco del plato de
sus padres, pero aquel crío regordete
manejaba el tenedor como un experto,
mojando molusco tras molusco en las
salsas que les acompañaban. Y además
era un niño muy raro: calvo casi por
completo a no ser por una franja de pelo
rubio que le sombreaba los pliegues de
la nuca, pequeña y ancha; no tenía cejas,
¡y qué ojos tan saltones!
A Carlton no le gustaba chismorrear.
No era esa clase de persona. Desde que
llegó a Nueva York había hecho todo lo
posible por mantener un comportamiento
tranquilo (los jamaicanos tienen muy
mala fama en esa ciudad). A pesar de
haber sido ayudante de chef en Kingston
y de saber casi todo lo que había que
saber sobre cómo se prepara el marisco,
no le había sido nada fácil conseguir
trabajo. No quería hacer nada que le
pusiera en evidencia. Quería trabajar
tranquilamente y ahorrar el dinero
suficiente para traer a su mujer y a su
hijo.
Pero, aunque le acarrease
problemas, Carlton comprendió que iba
a tener que decirle algo al maître,
porque estaba seguro de haber visto una
o dos veces a aquel inglés alto darle
subrepticiamente un sorbito de whisky a
su hijo, y ahora que el chico había
acabado su segunda docena de ostras, se
volvió hacia su padre y Carlton oyó que
le decía: «Supongo que tendré que pasar
al lavabo para fumarme el puro de
después del almuerzo».
WILLIAM WOODARD «WILL» SELF
(Westminster, Londres, Inglaterra, Reino
Unido, 1961) es un novelista, periodista
y comentarista político. Está
considerado como uno de los escritores
más personales de la literatura inglesa
contemporánea.
Self es autor de diez novelas, cinco
colecciones de ficción corta, tres
novelas y cinco colecciones de la
escritura de no ficción. Su obra ha sido
traducida a 22 idiomas, y su novela
Umbrella fue finalista del premio Man
Booker. Su ficción se caracteriza por ser
satírica, grotesca y fantástica, reside
mayormente en Londres. Sus argumentos
incluyen a menudo la enfermedad
mental, las drogas y la psiquiatría.
Self es colaborador habitual de
publicaciones como Playboy, The
Guardian, Harpers, The New York
Times y del London Review of Books.
Actualmente escribe una columna para
el New Statesman, también ha sido
columnista de The Observer, The Times
y el Evening Standard.
Notas
[1]Se refiere a los cuentos infantiles del
Reverendo W. Awdry Thomas the Tank
Engine, en los que los personajes son
locomotoras. (N. de las T.). <<
[2]Son programas de televisión. (N. de
las T.). <<
[3]Danza de los aborígenes australianos,
de carácter religioso o guerrero. (N. de
las T.). <<
[4]Hornby es una marca de juguetes. (N.
de las T.). <<
[5]Referencia a la obra de Shakespeare
Romeo y Julieta, acto segundo, escena II,
en la que Julieta le dice a Romeo: «¡Has
de cambiar de nombre! / ¿Qué hay en un
nombre? Lo que se ha dado / en llamar
rosa, si tuviera / otro nombre, también
perfumaría». (N. de las T.). <<
[6] Condados de Leicestershire,
Northamptonshire y Rutland. (N. de las
T.). <<
[7]Del griego skiamachía, luchar contra
las sombras. (N. de las T.). <<
[8]Alusión a la serie de dibujos titulada
The Rake’s Progress (La carrera del
libertino), publicada por William
Hogarth en 1732. (N. de las T.). <<
[9] Hace referencia al personaje Bob
Cratchit de la obra de Dickens Un
cuento de Navidad, que es un hombre
muy pobre con un hijo muy enfermo, y
cuya bondad y honestidad se ven
finalmente recompensadas. (N. de las
T.). <<
[10] Ladrón de la mitología griega que
estiraba y mutilaba a los viajeros sobre
un lecho de hierro en el Ática. (N. de las
T.). <<
[11] Hace referencia a la obra de W.
Shakespeare Macbeth, acto quinto,
Escena VIII. Verso en el que Macduff,
antes de matar a Macbeth, le dice:
«Macduff fue arrancado prematuramente
/ del vientre de su madre». (N. de las
T.). <<

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