El Quinto Mandamiento - Eric Frattini PDF

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El bibliotecólogo americano Aarón Avner está a punto de dar a conocer al mundo su

descubrimiento: tras años de esfuerzo, había conseguido descifrar parte de un enigmático


manuscrito del siglo XV escrito en un idioma incomprensible. El códice había sido
codiciado por personajes muy distintos a lo largo de su azarosa historia: papas,
emperadores, espías y eruditos, empeñados de una manera u otra durante más de cinco
siglos en dilucidar su misterio… O en ocultarlo para siempre.
Experto en los servicios secretos vaticanos, Frattini se ha inspirado para su primera
novela en un documento real, el Manuscrito Voynich, que, custodiado en la biblioteca de
la Universidad de Yale, se resiste a los investigadores desde hace quinientos años.
Eric Frattini

El quinto mandamiento
ePub r1.0
liete 19.10.14
Título original: El quinto mandamiento
Eric Frattini, 2007

Editor digital: liete


ePub base r1.1
A Hugo, lo más valioso para mí, por darme cada día de su vida su amor y alegría…
A Silvia, por su amor, por la tranquilidad que me transmite y por su apoyo
incondicional. Sin ella no podría escribir…
A mi madre, verdadero apoyo en mi vida personal y como escritor. A ella se lo debo
todo…
Nada es más hermoso que conocerlo todo
ATHANASIUS KIRCHER,
Ars Magna Sciendi (1669)
Capítulo 1

Siena 1630

Matteo Argenti caminaba por una oscura calle de la ciudad italiana, muy cerca de la Piazza del
Campo. Aún podían observarse los estandartes de las contadas participantes en la carrera del Palio
colgadas de los balcones. El joven giró en Via della Fonte y entró en una de las casas. Allí, junto a
dos camastros y una mesa como único mobiliario, podían verse varias páginas dispersas
pertenecientes a un extraño libro cuyo texto nadie entendía.
Mientras se quitaba el sombrero y la capa, una mano enguantada lo sujetó desde atrás,
tapándole la nariz y la boca para evitar que pudiese gritar y respirar. Con un hábil movimiento, el
misterioso visitante cogió con la mano derecha una fina y larga daga de misericordia y se la
introdujo por la nuca hasta el cerebro. Ahora sólo quedaba esperar al segundo objetivo.
El hombre dejó caer el cuerpo de Matteo, con la daga aún hundida en la nuca, y lo acomodó en
uno de los camastros tapándolo con una manta. Seguidamente, el asesino hizo la señal de la cruz,
y tras pronunciar las palabras Fractum nec fractuem, silta nec silto, favor por favor, silencio por
silencio, se sentó a esperar mientras limpiaba con la capa la sangre que había quedado en el filo de
la daga.
Entrada la noche, Marcello Argenti, el segundo objetivo, llegó a la casa. Sin darle tiempo a
reaccionar, utilizando la misma técnica, el asesino agarró a su presa por la espalda, pero Marcello
era más fuerte que su hermano. Tras conseguir reducirlo, el atacante sujetó a la víctima por la
frente y boca abajo. Mientras pronunciaba las palabras Dispuesto al dolor por el tormento, en
nombre de Dios, le clavó en el cuello, en dirección ascendente, atravesándole la lengua y el
paladar, la misma fina y larga daga que había utilizado para su primer objetivo. Ésta era una
técnica que empleaban los asesinos en Constantinopla y el hombre sabía ejecutarla a la perfección
debido a sus muchos años de práctica.
Tras ejecutar a los dos hombres, el asesino guardó en una bolsa de cuero las páginas de un
extraño manuscrito cifrado y arrojó sobre ambos cadáveres una especie de tela con forma de
octógono. Después hizo la señal de la cruz con la mano derecha, a modo de bendición, y salió a la
calle, donde desapareció entre las sombras con el mismo silencio con el que había matado a
aquellos dos desdichados.
Los hermanos Matteo y Marcello Argenti habían aprendido de su tío Giovanni Battista Porta el
estudio y la magia de los códigos y encriptados. Ambos habían redactado uno de los mejores
tratados sobre criptografía del siglo XVII y sobre cómo aplicar determinados sistemas de seguridad
para evitar que los mensajes y cartas de los poderosos pudieran ser vulnerados.
Matteo había conseguido descifrar parte de un misterioso libro mediante la aplicación de
símbolos, sustituyéndolos por letras del alfabeto. Por su lado, Marcello había logrado descodificar
otra parte importante del libro, sustituyendo cada letra sin cifrar por un número del 1 al 99 y
utilizando frecuencias variables. El jesuita Athanasius Kircher, gran erudito y miembro de la
Pontificia Universidad Gregoriana de Roma, propietario del misterioso manuscrito cifrado, había
copiado varias páginas de dicha obra y se las había enviado a los hermanos Argenti.
El cardenal François Lienart, consejero de los sumos pontífices Gregorio XV y Urbano VIII,
sintió miedo ante los descubrimientos que los hermanos Argenti habían hecho del texto cifrado.
Mediante un asesino del Círculo Octogonus, el poderoso cardenal consiguió silenciar en el nombre
de Dios nuestro Señor a dos científicos que podrían haber desentrañado lo que aquel peligroso y
misterioso texto significaba. Pero no lo logró por mucho tiempo…

***

New Haven, Connecticut, tres siglos y medio después

El anciano bibliotecario y su ayudante entraron en la pequeña pastelería, muy cerca de Greene


Street. El tintineo de la campana situada sobre la puerta de madera daba la bienvenida a todo un
paraíso de olores. Seguramente era el único lugar de Estados Unidos en el que se podía comprar
por cincuenta centavos un sabroso Vegyes Rétes. Al anciano le gustaba el aroma que desprendían
los pequeños hornos y que invadían su nariz. Aún recordaba aquellos pasteles de masa dulce
rellenos de mermelada de manzana que hacía su madre en su Hungría natal.
El hombre entregó una moneda de cincuenta centavos a la joven del mostrador, que llevaba
una especie de atuendo de campesina. Al extender el dinero, la muchacha observó el brazo
izquierdo del anciano. Aunque lucía un color violáceo, aún era visible el número que le habían
grabado cuando traspasó las puertas del infierno del campo de concentración de Auschwitz-
Birkenau. El profesor Aaron Avner recordó, como si hubiera sido ayer, el día en que sus padres, en
la cocina de su casa de Budapest, murmuraban entre sí mientras leían con preocupación el
periódico: Adolf Hitler, el líder de Alemania, expande su poder a Hungría.
El padre de Aaron había sido un valiente combatiente del ejército del káiser, pero, en aquel
momento, las amenazas de intervención militar obligaron al gobierno húngaro a apoyar la política
del régimen nazi, incluyendo las leyes contra los judíos. Aaron recordaba claramente aquel día de
1935 cuando el partido fascista más importante de Hungría, liderado por Ferenc Szálasi, entró en
la escena política. El entonces primer ministro, Kálmán Darányi, intentó contentar a antisemitas y
a nazis imponiendo restricciones a la participación de ciudadanos judíos en negocios y actividades
profesionales en Hungría.
—No me había hablado nunca de ello —dijo Milo Duke, el joven ayudante de Aaron.
—No hay nada de qué hablar —respondió tajantemente el anciano. Parecía que no quería que
el joven continuase con sus preguntas, pero al mismo tiempo deseaba poder contarle su historia a
alguien—. Un político jamás entregará su vida por un ciudadano. Siempre preferirá que sea el
ciudadano quien entregue su vida por él. Así son los políticos —concluyó.
Mientras seguían caminando hacia Chapel Street bajo el sol de la tarde, los tristes recuerdos
seguían agolpándose en la cabeza de Aaron, como si quisiesen aflorar en una memoria que él
consideraba perdida desde hacía décadas. El joven rompió el silencio una vez más.
—¿Por qué los húngaros no hicieron nada contra los fascistas?
—Nadie deseaba ayudar a los judíos. Fue entonces cuando mi padre se dio cuenta de que las
cosas no iban a ser nada fáciles para nosotros. Cuando Pál Teleki se alzó con el poder, aprobó
leyes más restrictivas para nuestra comunidad. Definió a los judíos por su sangre, no por sus
creencias religiosas. Muchos amigos que no eran practicantes se convirtieron, pero, aun así, se les
seguía considerando judíos y, por lo tanto, estaban sujetos a persecución —explicó Aaron
mientras le temblaba la voz.
—¿Cómo acabó usted en Auschwitz, profesor? —preguntó tímidamente el joven.
—En abril de 1944, Hitler pidió a las SS, a través de Himmler y sus carniceros de la
Totenkopf, que consiguieran más trabajadores, esta vez cien mil judíos de Hungría. Para julio de
1944, casi cuatrocientos cuarenta mil judíos húngaros habíamos sido deportados y conducidos a
Auschwitz. A la mayoría de los deportados los llevaron directamente a las cámaras de gas o los
fusilaron.
El anciano profesor y el joven estudiante se sentaron en un pequeño banco del parque situado
en New Haven Green, en la esquina de Church Street, a degustar su pastel.
—¿Quieres saber cómo sobreviví? El 7 de octubre de 1944, una organización húngara fascista
y antisemita llamada la Cruz Flechada desencadenó el terror contra los judíos de Budapest.
Aquello supuso el comienzo del fin para muchos de nosotros. La llegada al poder del criminal
Ferenc Szálasi puso fin a nuestros sueños de no ser enviados a los campos de exterminio. —El
relato se interrumpió mientras el anciano, con los ojos cerrados, saboreaba un pequeño trozo del
pastel, que le traía recuerdos de su muy querida Hungría natal—. Una tarde, los comandos de la
Cruz Flechada obligaron a todos los judíos que permanecíamos todavía en Budapest a
concentrarnos en la plaza Kálmán Tisza. Por la tarde, cuando regresé a mi casa, vi cómo una
unidad de la Cruz Flechada detenía a mi madre y a mis dos hermanas. Mi padre había conseguido
esconderse en una casa segura, una especie de refugio bajo protección del gobierno sueco y de un
diplomático llamado Raoul Wallenberg. Intenté advertirlas con gritos, pero ellas no me vieron —
dijo cerrando los ojos y, con la voz quebrada, suspiró—. Aquélla fue la última vez que las vi con
vida. Las tres fueron trasladadas esa misma noche a Auschwitz y enviadas a las cámaras de gas. A
mí me detuvieron la tarde siguiente mientras buscaba a mi padre.
—¿Y lo enviaron a Auschwitz?
—Sí, como a todos. Creo que fui con el último envío de judíos húngaros a Auschwitz. Me
salvé de la cámara de gas porque el 25 de noviembre, ante el rápido avance de los rusos y de los
aliados, Heinrich Himmler ordenó la destrucción de las cámaras de gas y de los crematorios de
Auschwitz-Birkenau. Dos meses después, las SS nos forzaron a evacuar el campo en una dura
marcha hacia el oeste, hacia la Alta Silesia. En Wodzislaw, los que aún quedábamos con vida,
unos cuarenta y cinco mil prisioneros de los sesenta mil que dejamos Auschwitz, fuimos de nuevo
introducidos en vagones de carga y deportados a campos en Alemania. Yo acabé en Dachau y
sobreviví, hasta abril del 45, cuando llegó al campo de concentración la primera unidad
estadounidense y nos liberó.
—¿Y no buscó a su familia? —interrumpió nuevamente Milo el relato del anciano.
—Sí. Durante meses. La Cruz Roja y una organización sionista me ayudaron a investigar el
paradero de mi madre y mis hermanas para saber cuál había sido su destino. Mi padre consiguió
escapar de Hungría e ir a Suecia, y desde allí viajó a Londres. En aquella ciudad nos encontramos
nuevamente. Pero el hombre altivo, culto y refinado que yo conocía era ahora una sombra de lo
que fue. Nos trasladamos a Estados Unidos a comienzos de los años cincuenta, pero mi padre
continuó encerrado en sus recuerdos y sintiéndose culpable por no haber podido salvar a mi madre
y a mis hermanas. Se sentía completamente culpable. Una mañana, cuando regresé de la
universidad, lo encontré muerto en el baño. Se había disparado en la cabeza. En realidad, era
cuestión de tiempo: mi padre fue una víctima más del nazismo. Tal vez una de las últimas.
—¿No ha sentido nunca ganas de vengarse? —preguntó incrédulamente el joven.
—No. Todos los responsables de la muerte de mis familiares fueron ejecutados o murieron
cuando acabó la guerra. Ferenc Szálasi fue ahorcado por crímenes de guerra en Hungría el 12 de
marzo del 46, Himmler y Hitler se suicidaron, pero ¿qué conseguimos los judíos con ello? ¿Quién
puede devolver la vida a los cuatrocientos cincuenta mil judíos húngaros asesinados? ¿Quién
puede devolver la vida a mis padres o a mis hermanas? ¿Quién puede devolver la vida a los seis
millones y medio de judíos de Europa asesinados por la maquinaria nazi? Nadie, absolutamente
nadie. Hay un poema judío que expresa muy bien lo que sentimos aquellos que sobrevivimos al
Holocausto:

He hablado con la muerte


y así sé la inutilidad de las cosas que aprendemos
un descubrimiento que hice a expensas de un sufrimiento tan intenso
que sigo preguntándome si merecía la pena.

—¿Y merecía la pena? —preguntó Milo a su maestro.


—No lo sé. Sinceramente, no lo sé. Aún sigo preguntándomelo cuando me miro este número
grabado en el brazo izquierdo.
Tal vez los nazis lo hicieron indeleble para evitar que pudiésemos borrarlo. Creo que los
judíos no nos borramos los números de los brazos por una cuestión de decencia, decencia y
respeto por los millones de los nuestros que murieron en Europa. Quién sabe…

La tarde caía fría sobre el parque en New Haven. Aaron cogió del brazo a su joven ayudante y se
levantó del banco.
—Vamos, Milo, regresemos a la biblioteca. Me queda todavía mucho trabajo pendiente y se
acerca la fecha clave —dijo el anciano.
Los dos mantuvieron un absoluto silencio mientras caminaban por las limpias aceras,
invadidas por universitarios con libros en los brazos. Para Aaron Avner, superviviente del
Holocausto y entusiasta de los libros antiguos, New Haven, un pequeño paraíso de ciento
veintitrés mil habitantes en el corazón del estado de Connecticut, entre las bulliciosas ciudades de
Nueva York y Boston, se había convertido en su particular refugio durante los últimos treinta
años.
Disfrutaba recorriendo las calles de la ciudad, decorada con elegantes edificios estilo Nueva
Inglaterra y cuya vida cultural no se detenía jamás. Le gustaba visitar a sus viejos amigos, como
Ari Benissario, un comunista italiano judío que escapó en los años treinta de las persecuciones del
régimen de Mussolini huyendo de su Módena natal para instalarse en New Haven.
Era propietario de una de las mejores sombrererías del país, DelMonico Hatters, situada en el
número 37 de Elm Street.
Todos los años, Ari le regalaba un panamá y el bibliotecario sabía llevarlo con orgullo, casi
como una corona.
Para confeccionar los sombreros, Benissario utilizaba los brotes de una planta llamada
Carludovica palmata, de la cual se usan tan sólo una docena de sus hojas, de alrededor de un metro
de largo y pocos milímetros de ancho. La elaboración de los sombreros más finos requería además
una temperatura especial. A los tejedores —principalmente mujeres y niños— no les debían sudar
las manos, porque de hacerlo podían manchar la valiosa paja. Un sombrero de alta calidad, como
los que vendían en DelMonico Hatters, necesitaba de tres a cuatro días de trabajo. A Ari
Benissario le gustaba hacer una prueba con los sombreros que regalaba a Aaron; consistía en
llenar el panamá de agua como si fuera una bolsa. Si no se filtraba ni una gota, significaba que el
tejido era de máxima calidad. Cuando Aaron llegaba a casa, su esposa, Martha, colgaba el
sombrero junto a la ropa recién lavada para que se secase.
Otra de las personas que conformaban el estrecho círculo de amistades del bibliotecario era
Alexandria Blackman, una bella dama de Boston que se había instalado en New Haven en los años
cuarenta y había convertido su negocio de tabacos, Owl Shop Cigars, ubicado en el 268 de College
Street, en uno de los mejores establecimientos de cigarros de toda Nueva Inglaterra. A Alexandria
le gustaba contar historias a los amigos en la trastienda del negocio sobre sus nobles orígenes
bostonianos, fruto de su imaginación. En realidad, Alexandria era hija de una camarera de Ohio y
de un dentista de la profunda Nebraska y su único origen noble, según le gustaba explicar a Aaron
para diversión de todos, se remontaba a un miliciano a las órdenes de George Washington al que
le gustaba arrancar cabelleras inglesas.
Su tercer amigo era Mihail Goldberg, un judío de origen checo con el que almorzaba una vez a
la semana en el Slifka Center for Jewish Life, en el 80 de Wall Street, a muy pocos metros de la
Biblioteca Beinecke, donde trabajaba Aaron. Mihail era un judío ortodoxo al que le gustaba seguir
al pie de la letra las estrictas normas de la Torá y que sólo comía comida kosher. Su hija Dana era
una de sus ayudantes en la Biblioteca Beinecke, trabajo que compaginaba con sus estudios de
Ciencias Políticas e Historia Contemporánea.
La vida de los habitantes de New Haven, también la suya, se articulaba en torno a la
institución centenaria de la Universidad de Yale. Todos los restaurantes, los teatros, los museos y
los clubes giraban alrededor de esa gran constelación llamada Yale. Aaron era una pieza más del
gran engranaje cultural del que hacía gala la ciudad y estaba orgulloso de ello.
Aún recordaba su llegada a New Haven en la década de los cincuenta, gracias a la ayuda de la
familia Goldman, en cuyo honor está erigida la Lillian Goldman Law Library, en la Universidad
de Yale.
Todavía se acordaba, como si hubiera sucedido el día anterior, de la primera vez que había
visto a aquella joven pelirroja que olía a lilas: los zapatos blancos y azules con cordones, los
pantalones remangados y la chaqueta de cuadros rojos que la envolvía, dos tallas más grande que
la suya. Durante semanas intentó establecer contacto con ella, sin mucho éxito.
Finalmente dio la misión por perdida, hasta que una noche, durante una fiesta en casa de los
Goldman, la vio aparecer con un precioso vestido de tul de color azul. Fue precisamente Lillian
Goldman quien los presentó y, desde ese mismo día, aquella estudiante de historia medieval
llamada Martha y aquel judío húngaro superviviente del Holocausto y experto en códices
medievales llamado Aaron ya no se separarían ni un solo día durante los siguientes treinta años.
Martha lo animó a terminar sus estudios de historia medieval y lo obligó a especializarse en
tratados y códices hasta que se convirtió en una de las máximas autoridades de la materia en
Estados Unidos. Lo alentó a hacer el doctorado en códices del siglo XV y a dar clases en la
universidad, y tras llamar casi de forma clandestina a la familia Goldman, los convenció para que
recomendasen a Aaron para el cargo de bibliotecario de libros raros de la universidad. Todo lo que
era se lo debía a ella. Su ascenso al tan ansiado puesto de responsable de la Biblioteca Beinecke
llegó en 1972, tras una serie de polémicas generadas por la adquisición de unos documentos que
después resultaron ser falsos y que habían sido avalados por el anterior director, Sterling Ayers.
A finales de 1965, la Universidad de Yale adquirió por un millón de dólares un supuesto y
valioso mapa de Vinlandia, una región cercana a la actual Terranova. El mapa, fechado en el siglo
XVI, parecía demostrar que un pequeño grupo de vikingos habían sido los primeros europeos en
pisar suelo americano. La polémica estaba servida y Ayers no pudo, o no supo, aguantar la
tormenta que cayó sobre la institución por parte de sectores partidarios de Cristóbal Colón. En
1972, un equipo de expertos descubrió que en la tinta se habían utilizado sustancias químicas
propias del siglo XX. Sterling Ayers se vio obligado a dimitir y Aaron Avner, un judío húngaro
nacionalizado estadounidense, se convirtió en el nuevo director de uno de los mayores tesoros de
la Universidad de Yale: la Biblioteca Beinecke de Libros Raros y Manuscritos.
Poco a poco su vida fue volcándose en aquellos códices con olor a pergamino viejo que se
almacenaban de forma aséptica en la biblioteca, cuidando de que la humedad y la temperatura en
las kilométricas estanterías fueran las adecuadas. A imagen de los antiguos frailes que se hacían
llamar scriptores y que realizaban copias a mano de libros en oscuros monasterios europeos,
Aaron Avner se convirtió en una especie de guardián de las palabras, en el protector de los más de
medio millón de incunables, códices y manuscritos. Todos aquellos legajos eran como hijos. Se
sabía casi de memoria cuál era la enfermedad que afectaba a cada uno de ellos, cómo se llamaban,
cuál era su número de registro e incluso cuándo se habían redactado. No necesitaba ningún
ordenador para saber de qué trataba cada uno de ellos: eran sus hijos.
El edificio revestido de mármol blanco de Vermont, cristal y acero, diseñado por el arquitecto
Gordon Bunshaft, se había convertido en el único mundo conocido de Aaron Avner, en su único
planeta, un lugar al que sólo unos pocos elegidos podían acceder. De hecho, el bibliotecario había
dedicado más horas de su vida a aquel elegante y aséptico edificio y a todo su contenido que a su
esposa, Martha.
Aaron todavía recuerda vivamente el día en que se encontraba en Ginebra, en un Congreso
Mundial de Biblioteconomía, y recibió una llamada urgente desde el Yale Hospital. Al otro lado
de la línea, una voz le informó de que su esposa, tras vivir los últimos seis años con la lacra del
cáncer, acababa de fallecer.
Jamás me reprochó haber dedicado más tiempo a estos viejos libros y manuscritos que a ella.
Jamás oí una sola palabra de reproche en contra de mi trabajo con estos libros. Tanto para ella
como para mí, estos viejos papeles eran los hijos que nunca pudimos tener, pensó el bibliotecario
con cierta melancolía y lágrimas en los ojos. Aquello había sucedido hacía siete años.
Sentada en su viejo sofá y envuelta en una manta, Martha solía escuchar apasionadamente las
historias de Aaron sobre cualquier descubrimiento nuevo realizado en alguno de los códices.
Disfrutaba viendo cómo su esposo bailaba de felicidad alrededor de la mesa mientras relataba los
pasos seguidos para descifrar algún nuevo dato aparecido en alguno de los libros de la Biblioteca
Beinecke de Libros Raros y Manuscritos. En la etapa final de su enfermedad, aquellos cuentos la
animaban, sobre todo cuando veía la cara radiante de su esposo al descubrir el significado de
algún símbolo o signo escondido en alguna de las páginas de los miles de libros que conformaban
el valioso fondo de la biblioteca.
Desde la esquina de College Street y Elm Street, se levantaba el edificio de la Biblioteca
Beinecke, rodeada de la prestigiosa Facultad de Derecho, el Berkeley College y la Sterling
Memorial Library.
Una puerta giratoria de cristal brindaba acceso al público. Si los recién llegados alzaban la
vista, podían divisar la torre de cristal que se elevaba en el interior, como si fuera el verdadero
corazón del edificio. Desde el entresuelo ascendían dos escaleras, una a cada lado. En la entrada
estaban expuestas las piezas más valiosas de la Beinecke.
Aaron entró en el espacioso hall y colocó su tarjeta magnética sobre el lector láser. La luz
verde indicó que podía acceder al interior. Milo Duke hizo lo mismo y siguió de cerca a su
profesor. Sólo Aaron respondió al saludo de George, el canoso vigilante uniformado que estaba
sentado tras un gran mostrador de granito y madera.
—Cualquiera podría entrar aquí, llevarse la Biblia de Gutenberg, salir del edificio, tomar un
taxi al aeropuerto, coger un avión a Londres, venderla en Sothebys y regresar a cenar a New Haven
sin que George se hubiese dado cuenta de nada —dijo Milo con cierto sarcasmo.
—Dentro de unos años, cuando te empiece a temblar el pulso, tampoco te dejarán tocar
ninguno de estos manuscritos y códices. Serás demasiado viejo y torpe como para que los cerebros
grises de Yale te dejen siquiera acercarte a ellos —respondió Aaron, intentando defender la edad y
la experiencia ante la juventud arrolladora de su ayudante.
Antes de entrar en la zona reservada para el personal, una voz llamó la atención del
responsable de la biblioteca. Era Melva Davies, la secretaria de Clark Maynard, el altivo decano
de la universidad.
—Profesor Avner, el decano Maynard desea hablar con usted —aclaró con voz estridente la
secretaria—. ¡Ah! Y ha vuelto a llamar para pedir una cita con usted ese periodista del Boston
Globe. Un tal Jack Brown.
—Dígale al decano Maynard que en dos o tres días podré decirle algo más, y si vuelve a llamar
ese Brown, dígale que no estoy. Que estoy de viaje —replicó a modo de excusa mientras empujaba
la puerta blindada que daba acceso a la zona de oficinas y al departamento de restauración. Ya a
salvo de Melva Davies, el profesor Avner se dirigió hacia su despacho con paso rápido, saludando
entre dientes a todos con los que se encontraba en su camino.
Desde el seguro refugio de su despacho, a través de un gran ventanal, se podía contemplar el
gran corazón del edificio: una torre central interior con estructura de acero y cristal templado
donde se alineaban ciento ochenta mil códices y manuscritos perfectamente etiquetados en sus
lomos. Otro medio millón de cartas, documentos y libros se almacenaban pulcramente ocultos en
el subsuelo del edificio. Un poco más a la derecha se divisaban las dos urnas de cristal que
atesoraban dos de los ejemplares más valiosos de la colección Beinecke: una Biblia de Gutenberg,
el primer libro occidental impreso con caracteres tipográficos móviles, y Los pájaros de América,
de John James Audubon, de 1820.
Aaron cogió el teléfono y llamó a su ayudante. Cuando éste acudió a su despacho, pidió a la
señora Hollingsworth que le llevase el volumen número 2002046.
Duke llevaba varios años colaborando con el profesor Avner y había seguido paso por paso los
descubrimientos realizados por éste en el Manuscrito Voynich, un códice cifrado sin título
llamado así por su descubridor, el librero Wilfred Michael Voynich, quien se topó con él en 1912
en Italia. Aaron sólo le contaba pequeñas pinceladas sobre lo que iba descubriendo en el valioso
códice, nunca todas las claves. Sabía que eso podía ser peligroso para ambos. Milo Duke y su
manoseada agenda negra, que siempre llevaba encima, eran las únicas fuentes y bases de datos
sobre sus descubrimientos en las misteriosas páginas del Manuscrito Voynich. El bibliotecario no
deseaba dejar el menor rastro de sus investigaciones o, al menos, no a la vista de ojos indiscretos.
Minutos después, mientras hablaban en el despacho, un sonido seco en la puerta cortó la
conversación. La eficiente señora Hollingsworth entró empujando un pequeño carrito en el que
llevaba el Manuscrito Voynich.
Con las manos enguantadas, tomó el viejo manuscrito y lo depositó en una gran mesa metálica
con el mismo cuidado que el que habría tenido una enfermera colocando a un paciente en una
mesa de quirófano.
El profesor Avner dio las gracias a la bibliotecaria, pero ésta dudó un momento antes de
retirarse. Antes de cerrar la puerta, Gayle Hollingsworth se giró, dirigiéndose a Aaron Avner.
—Profesor, recuerde que debe ponerse los guantes, y no fume sus pestilentes cigarros cerca
del códice —advirtió con una pequeña sonrisa entre los labios mientras cerraba la puerta tras sí.
El joven ayudante jamás había podido tocar el Manuscrito Voynich a pesar de llevar en la
Beinecke casi cuatro años, los dos últimos junto al profesor. La señora Hollingsworth lo había
impedido. Ahora, allí estaba aquel viejo libro lleno de misterios y códigos cuyo significado
todavía no había sido posible descifrar. El anciano bibliotecario se colocó los guantes
cuidadosamente mientras observaba el libro con deleite.
En la caja aparecía una pulcra etiqueta que indicaba:

MS 408
Europa Central (?), s. XVçexXVI (?)
Manuscrito cifrado Texto científico o mágico en una lengua desconocida, en cifra, aparentemente basado en minúsculos
caracteres romanos; algunos eruditos creen que el texto es obra de Roger Bacon, ya que las ilustraciones parecen
representar temas que, según se sabe, eran del interés de Bacon.

Para el profesor Avner el Manuscrito Voynich era como la Gioconda de los libros. Antes de
abrirlo con ambas manos, extrajo de la caja metálica una carpeta roja en cuyo interior se
encontraba una misteriosa carta escrita en latín por alguien llamado Johannes Marcus Marci de
Cronland, un erudito jesuita que pudo ser propietario del códice entre 1608 y 1637. La carta,
manuscrita y fechada en 1666, se hallaba en perfecto estado, así como el códice. Aaron sabía que
existían otras tres cartas más escritas por Marci de Cronland y dirigidas a la misma persona, el
sabio Athanasius Kircher, otro jesuita cuya amplia correspondencia se encontraba archivada en la
biblioteca de la Pontificia Universidad Gregoriana de Roma. Para Aaron Avner la llamada Carta
Marci, que desde hacía siglos formaba parte del archivo del Manuscrito Voynich, era la más
importante de las cuatro, dado que se había guardado durante siglos en el interior del códice y
porque gracias a ella se podía seguir el rastro del manuscrito hasta casi finales del siglo XVII. El
Manuscrito Voynich llevaba anexa una etiqueta en su lomo con un código de barras con el número
MS 408; la Carta Marci tenía el número MS 408A.
Aaron estaba al tanto de toda la información existente acerca de Johannes Marcus Marci de
Cronland, antiguo rector de la Universidad de Praga.
—Sólo tienes que leer la carta entre líneas para saber quién era o, por lo menos, cómo era este
sabio jesuita —explicó Aaron a su ayudante. Desplazando su dedo enguantado por las líneas
escritas tres siglos antes, el profesor Avner comenzó a leer mientras traducía del latín—:
Reverendo y distinguido maestro, Padre en Cristo: este libro, que heredé de un amigo íntimo,
estuvo destinado a ti desde que llegó a mis manos, mi muy querido Athanasius, porque estoy
convencido de que nadie más que tú será capaz de leerlo. El propietario anterior de este libro pidió
una vez tu opinión por carta, copiando y enviándote un extracto del libro. Pensaba que serías capaz
de leer el resto, pero en aquel momento no quiso remitirte el libro en sí —dice la carta.
—Entonces, ¿Johannes Marcus Marci de Cronland se creía propietario del códice? —preguntó
el ayudante.
—Johannes Marcus Marci de Cronland fue el séptimo propietario del Manuscrito Voynich.
Llevo casi veinte años, desde que el libro cayó en mis manos, intentando establecer una ruta hacia
el pasado. Desde 1969, en que fue donado a la Biblioteca Beinecke por un coleccionista llamado
Hans Kraus, hasta el mismísimo reinado de Enrique VIII de Inglaterra —respondió el profesor—.
Ha sido como intentar hallar un código de ADN o, mejor dicho, reescribir un curriculum vitae de
un premio Nobel desde que le dan el premio hacia su nacimiento. Esto es mucho más complicado
debido a que para ello no se siguen pautas de investigación cronológica. El científico nace, crece,
estudia, va a la universidad, se licencia, pasa por diferentes trabajos, realiza distintas
investigaciones, publica sus descubrimientos y le conceden el premio Nobel. En el caso del
Manuscrito Voynich no tuve más opción que seguir una pauta no cronológica, una pauta histórica,
y eso es mucho más complicado.
—¿Por qué es más complicado? Los acontecimientos que rodearon al códice están en su mayor
parte documentados —dijo Milo.
—En estas últimas dos décadas he conseguido seguir una ruta del códice. Y la Carta Marci me
ha sido de gran ayuda.
Déjame que siga leyendo. A partir del segundo párrafo aparecen las primeras revelaciones
importantes. —El profesor se ajustó las gafas metálicas en la punta de la nariz y buscó con el dedo
el lugar en donde se había quedado anteriormente—: El maestro de lengua bohemia de Fernando
III, el señor doctor Rafael, me ha informado de que el libro antedicho perteneció al emperador
Rodolfo, que pagó por el libro a su anterior poseedor la suma de seiscientos ducados. Él creía que
su autor era el inglés Roger Bacon, y la carta concluye así: Quedando a las órdenes de su
reverencia, Johannes Marcus Marci de Cronland. En Praga, a 19 días de agosto del año del Señor
de 1666.
—¿El monje franciscano del siglo XIII? Pero si vivió entre 1214 y 1294, ¿cómo pudo escribir
entonces el Manuscrito Voynich si está datado en el siglo XV? —preguntó Milo.
—La Carta Marci me ha permitido seguir un rastro más o menos fiable del Manuscrito
Voynich a través de los personajes que cita en ella Johannes Marcus Marci de Cronland —
contestó el profesor haciendo una pausa y obligando a guardar silencio a su ayudante—. Marci de
Cronland me dio las primeras pistas sobre el recorrido del códice. Fernando III, emperador del
Sacro Imperio Romano Germánico e hijo de Fernando II, que a su vez era primo de Rodolfo II…
—¿Pero cómo acabó en manos de Rodolfo II?
—El códice pasó de unas manos a otras entre los miembros de la Casa de Habsburgo.
Fernando III fue coronado emperador en 1637, cuando la guerra de los Treinta Años asolaba
Europa. Estoy seguro de que Fernando III se lo mostró a su profesor y tutor, Rafael, y éste, al
estudiar el manuscrito, recomendó que lo adquiriese. Según Marci de Cronland, Rodolfo II pagó
unos seiscientos ducados por él.
—¡Eso es una fortuna! Podrían ser unos treinta y cinco mil dólares de hoy —aseguró Milo
acompañado de un pequeño silbido.
—Sí, podría acercarse a esa cifra. Si se comparan las cantidades de dinero que los poderosos
de la época pagaron por otros famosos códices, como el Dioscórides vienés o Juliana Anicia, verás
que la cifra del Manuscrito Voynich era demasiado elevada.
Por el Dioscórides vienés se pagaron tan sólo cien ducados. —El fuerte timbre del teléfono
interrumpió la conversación. Aaron lo descolgó y al otro lado de la línea una voz le informó de
que un periodista del Globe llamado Jack Brown lo esperaba en recepción. Al profesor le molestó
la intromisión y le pidió a George, el vigilante, que se lo quitase de encima—. Haz lo que quieras
con él —dijo Aaron mientras su ayudante continuaba mirando atentamente el libro.
El profesor Avner volvió a sentarse en la pequeña butaca y acercó una lámpara de tenue luz a
la caja que contenía el códice.
—¿Por qué la biblioteca no ordenó un análisis de carbono 14? Eso tal vez nos sacaría de dudas
respecto a la datación del códice —apuntó el ayudante.
—Ya sabes que no creo mucho en la tecnología… La prueba del carbono 14 muchas veces no
es concluyente, según el período que se investigue y de si el objeto no ha sido manipulado
convenientemente.
—¿A qué se refiere, profesor?
—Por ejemplo: la datación de material básico, como la vitela, no descartaría la utilización de
material antiguo o nuevo en su fabricación. Por ejemplo, esto sucedió con el Leccionario del
Evangelio, 1328. Se trataba de una recopilación de todas las lecciones que se habían leído en la
iglesia a lo largo de ese año. Un ciclotrón, un acelerador de partículas, demostró que el pergamino
utilizado era realmente papel revestido de plomo blanco teñido para darle el color amarillento
clásico. Este tipo de papel, o mejor dicho, falsificación de pergamino, se fabricaba a finales del
siglo XIX y principios del XX. Y así se descubrió que el Leccionario del Evangelio era falso —
concluyó el profesor Avner.
—En un estudio reciente que he leído se aseguraba que las tintas suelen ser más concluyentes
que el papel.
—Sí, así es. Las tintas pueden revelar la utilización de componentes químicos actuales. En
ellas se puede ver incluso si los materiales están contaminados. No es lo mismo un manuscrito
redactado en Florencia en 1478 que el mismo manuscrito redactado en Florencia en 1978. La
polución y la contaminación son diferentes y eso se refleja en la tinta que se utiliza.
Aaron Avner y su ayudante comenzaron a abrir la gruesa cubierta de piel de cordero del
códice. Ante ellos pasaron imágenes de constelaciones imposibles de situar, plantas difíciles de
identificar, y ninfas o mujeres desnudas bañándose juntas en pequeñas piscinas interconectadas
por conductos parecidos a tuberías.
Unas horas después, cuando la noche había caído ya sobre New Haven, Duke se despidió del
profesor.
—¿Quiere que lo lleve hasta su casa? —preguntó Milo.
—No, gracias —contestó el profesor Avner—. Aún me queda mucho trabajo y debo guardar el
códice en la caja fuerte.
Gracias de todos modos.
Tras despedirse de su ayudante, el profesor tomó la caja del códice y se dirigió al
departamento de restauración, situado una planta más arriba. Allí se encaminó hacia la sección
donde estaban los escáneres. Con sumo cuidado, depositó el libro sobre la plancha de cristal y
comenzó a abrir el Manuscrito Voynich por diversos folios mientras conectaba el escáner. Un
pequeño zumbido indicaba a Aaron que la imagen se había grabado en el disco duro. Durante
horas el único sonido que lo acompañó fue el zumbido de la máquina, que eficientemente iba
copiando las imágenes del valioso y misterioso libro. De repente, justo cuando se disponía a
cambiar de folio, vio una sombra a través del cristal central de la puerta de emergencia. Alguien
había estado vigilándolo en la oscuridad. Con temor, se acercó a la puerta y presionó la barra de
apertura que daba acceso a la escalera de emergencia. Nadie. No había nadie. Tal vez hayan sido
imaginaciones mías, pensó antes de regresar hacia el escáner.
Terminó de escanear las páginas y, tras colocar el libro en la caja fuerte de su despacho,
comenzó a hacer copias en papel fotográfico de las imágenes escaneadas. Casi un centenar de
imágenes se amontonaban a su lado. A continuación sacó de su maletín ocho sobres con
direcciones escritas a mano e introdujo en cada uno de ellos varias copias de las páginas del
Manuscrito Voynich. Los sobres amarillos, sin ningún tipo de identificación de la Biblioteca
Beinecke, tenían escrito el nombre de diferentes ciudades del mundo: Staffordshire (Gran
Bretaña), Florencia (Italia), Roma (Italia), Bruselas (Bélgica), Drogheda (Irlanda), Ámsterdam
(Holanda), Fort Meade (Maryland) y Houston (Texas).
Una vez cerrados y con el nombre de sus destinatarios puesto, Aaron volvió a meter en su
maletín negro los ocho sobres.
Descolgó el teléfono y marcó el 777-5725. Tras una pausa, una voz femenina respondió al otro
lado de la línea.
—Federal Express, buenas noches —dijo la mujer.
—Buenas noches. Quisiera cierta información, el horario de envíos con destino internacional.
¿A qué hora es la recogida de los sobres? —preguntó pausadamente el profesor Avner.
—Tenemos tres recogidas, a las nueve de la mañana, a las tres de la tarde y a las doce de la
noche —respondió la mujer.
—¿Quiere esto decir que dentro de cuarenta minutos tienen ustedes una recogida? —volvió a
preguntar el bibliotecario para asegurarse.
—Déjeme mirar el reloj… Sí, así es.
—Muy bien, muchas gracias —dijo el profesor Avner antes de colgar.
El profesor Aaron miró el reloj y comprobó que tenía tiempo de sobra para llegar a la oficina
de la compañía Fedex, situada en el 55 de Church Street, antes de la recogida de las doce. Ordenó
pulcramente la mesa, se aseguró nuevamente de dar tres vueltas al disco de seguridad de su caja
fuerte, apagó las luces y cerró la puerta de su despacho con llave. Poco después atravesaba el
oscuro hall de la biblioteca para dirigirse hasta el aparcamiento. Tan sólo George, el vigilante,
rompió el silencio reinante.
—Buenas noches, profesor.
—Buenas noches, George —respondió el profesor, pero antes de traspasar las puertas
giratorias, Aaron se giró hacia él—: Perdone, ¿estaba usted haciendo una ronda hace unos minutos
en el departamento de restauración?
El vigilante pareció sorprendido por la pregunta.
—No. Hace unos cuarenta minutos que no me muevo de aquí, ni siquiera he ido al baño… y
eso que tengo problemas de próstata. En fin… la edad.
—¿Sabe si queda alguien trabajando todavía en el edificio a estas horas? —volvió a preguntar
el bibliotecario.
—No, no hay nadie. La última persona que se marchó fue su ayudante, el señor Duke. Y de eso
hace casi tres horas —dijo el guardia—. ¿Por qué lo pregunta? ¿Ha visto algo sospechoso?
—No, no se preocupe. No es nada —respondió Aaron para tranquilizar al vigilante—. Buenas
noches, George —dijo mientras empujaba la puerta giratoria.
—Buenas noches, profesor.
Ya en el exterior, Aaron Avner, sujetando fuertemente su maletín, se dirigió hasta la primera
fila del aparcamiento, donde tenía estacionado su viejo Ford. Mientras intentaba abrir la puerta del
coche, un movimiento a su espalda lo alertó.
Temiendo por el contenido del maletín, se giró rápidamente para intentar sorprender al posible
ladrón.
—No se asuste, por favor —dijo el recién llegado—. Soy Jack Brown, el periodista del Boston
Globe. He intentado hablar con usted en varias ocasiones, pero me ha estado evitando, así que
decidí montar guardia aquí fuera hasta que saliese de la biblioteca. Si le digo la verdad, prefiero
que haya sido a esta hora para que nadie pueda vernos.
—Tengo mucho trabajo como para perder el tiempo hablando con un periodista —respondió
agresivamente Aaron. Tal vez le molestaba la forma en que el periodista lo había abordado.
—Es muy importante que hable con usted. Tengo que contarle una historia que tal vez le
interese, profesor. Está relacionada con un libro que pertenece a su biblioteca —dijo Brown
misteriosamente.
Sujetando aún el maletín con fuerza, el profesor Avner se percató de que se acercaba la media
noche y debía llegar unos minutos antes a la oficina de Fedex de Church Street si quería
desprenderse cuanto antes de los ocho sobres que llevaba.
—Siento no poder hablar con usted ahora, pero tengo mucha prisa. Si quiere, podemos vernos
mañana en mi despacho. Le diré a mi secretaria que le dé una cita —dijo Aaron para intentar
librarse del periodista.
—Prefiero que nos veamos fuera de la biblioteca. Las paredes oyen y no me fío de nadie —
respondió Brown.
—Muy bien, veámonos en otro lugar. ¿Conoce el hotel The Historie Mansión Inn, en el 600 de
Chapel Street? —preguntó el profesor.
—Sí, sí lo conozco —respondió el periodista.
—Muy bien. Hay un bar inglés en el interior. Nos vemos allí mañana a las diez. Sea puntual si
es que quiere contarme algo —dijo Aaron.
La cara del periodista se iluminó.
—¡Ahí estaré! —exclamó—. Se lo prometo, profesor Avner. La historia que le voy a contar le
va a interesar mucho —aseguró el periodista. Aaron estaba ya en el interior de su automóvil dando
marcha atrás hacia la salida del aparcamiento.
Minutos después de circular por las solitarias calles de New Haven, Aaron se detuvo ante la
fachada de una oficina donde ponía en grandes letras: Fedex Courier. Mientras miraba el maletín
negro, situado en el asiento trasero del coche, por el espejo retrovisor se acordó de las palabras de
ese tal Brown. Bueno, mañana sabré de qué se trata, pensó el profesor al salir del coche.
Dio unas zancadas y abrió la puerta de la oficina. Una jovencita de aspecto universitario que
estaba al otro lado del mostrador le dio la bienvenida.
—¿Cuánto falta para la recogida del envío internacional? —preguntó el profesor.
—Tan sólo unos minutos —respondió la empleada de Fedex—. La furgoneta viene de nuestra
oficina de Whitney Avenue y desde aquí se dirige a la oficina de Orange y va al aeropuerto para
entregar todas las sacas —explicó detalladamente la joven.
—Bien… Quiero enviar estos ocho sobres y, si no le importa, me quedaré esperando hasta que
los recojan —dijo el anciano.
—De acuerdo. No tenemos sala de espera, pero puede sentarse aquí, a mi lado —dijo la
amable joven sonriendo—. No creo que a esta hora pase mi supervisor. Si ve que hago esto,
pueden despedirme.
Aaron Avner extrajo cuidadosamente los sobres y los depositó sobre el mostrador. La joven
fue clasificándolos por territorios, países y continentes.
—Veamos. Uno es para Gran Bretaña, dos para Italia, otro para Bélgica, otro para Irlanda, otro
para Holanda y dos se quedan aquí, en Estados Unidos —enumeró la empleada mientras colocaba
de forma ordenada etiquetas con códigos de barras y unos números en la parte de abajo—. ¿Desea
enviarlos en la categoría de urgente o alta prioridad? —preguntó la joven.
—Deseo que lleguen lo más rápido posible a sus destinatarios —respondió el bibliotecario
mientras la joven colocaba nuevas etiquetas con las palabras alta prioridad. Cuando se disponía a
colocar la última etiqueta en el octavo sobre amarillo, una voz irrumpió al otro lado del
mostrador.
—Buenas noches, Anne —saludó el recién llegado. Era el conductor de recogidas de Fedex.
Apiló cuidadosamente todos los paquetes y sacas en el interior de la furgoneta y segundos después
partió hacia el aeropuerto con los misteriosos sobres.

***

Ciudad del Vaticano

Sobre las ocho de la tarde sonó uno de los teléfonos en la centralita telefónica de la Santa Sede. La
voz de un fraile perteneciente a la Cofradía de los Seis Hermanos de Don Orione atendió la
llamada. Esta hermandad era la encargada de controlar las comunicaciones telefónicas del
Vaticano desde que, en 1886, el papa León XIII ordenó la instalación de la primera centralita.
—Buenas tardes —dijo el fraile.
—Buenas tardes —respondió una misteriosa voz al otro lado de la línea—. Deseo hablar con
monseñor Przydatek.
—Muy bien, espere un momento, por favor —pidió el religioso.
A cientos de kilómetros de allí, una sombra aguardaba en una solitaria cabina telefónica
situada a las afueras de New Haven, en el estado de Connecticut. La voz del fraile interrumpió la
tensa espera.
—Un momento. Le paso con monseñor Przydatek.
Sonaron tres tonos y alguien descolgó el aparato.
—Fractum nec fractuem, favor por favor —dijo la voz del desconocido.
—Silta nec silto, silencio por silencio —respondió el religioso.
—¿Monseñor Przydatek?
—Sí, soy yo. ¿Qué desea? —preguntó el alto miembro de la curia.
—El Manuscrito Voynich ha sido despertado. —Inmediatamente, la persona anónima que
había llamado colgó el auricular.
Al religioso se le mudó la expresión en el rostro cuando oyó el mensaje transmitido desde New
Haven. A pesar de su experiencia como agente de la Entidad, el servicio de espionaje del
Vaticano, aún no controlaba sus nervios ante aquel tipo de peligrosas noticias. Debía informar de
ello cuanto antes a su jefe, el todopoderoso cardenal August Lienart, responsable de los servicios
de espionaje y contraespionaje papales.
Vaclav Przydatek, secretario de su eminencia, se había convertido en una importante pieza
dentro del aparato de poder creado por el propio cardenal Lienart, a quien muchos miembros del
colegio cardenalicio calificaban con el apodo de Papa en la sombra. Przydatek entró a trabajar en
los servicios de espionaje cuando Lienart era tan sólo el jefe del Sodalitium Pianum —la Sociedad
de Pío—, el contraespionaje pontificio, y él, un simple sacerdote recién salido del seminario y con
deseos de ganar puntos en la engrasada maquinaria de la curia.
El jesuita polaco comenzó a escalar posiciones poco a poco gracias a sus escasos escrúpulos y
Lienart sabía cómo sacar partido de su ambición. En una ocasión, el ahora secretario privado del
cardenal August Lienart había actuado como enlace entre su jefe y varios banqueros cercanos al
Vaticano que habían invertido ingentes cantidades de dinero sucio de la mafia perteneciente a la
familia Colombo. En otra, Vaclav Przydatek había transportado dos maletas con nueve millones y
medio de dólares en su interior desde la Banca Católica del Véneto a la sede de los servicios de
espionaje en el Vaticano. También había participado en el asesinato de un fiscal especial que se
disponía a investigar las relaciones de Lienart con diferentes bancos y en el de dos investigadores
especiales: el superintendente de las fuerzas policiales de Palermo y el jefe de seguridad de Roma.
El fiscal fue abatido a tiros en el portal de su casa por un asesino profesional cuya descripción
dada por los testigos se asemejaba mucho a Przydatek: un hombre alto, de complexión fuerte, pelo
castaño, con una cicatriz en la mano izquierda, que había sido visto en los alrededores de la
residencia privada del fiscal desde hacía unas semanas. La cicatriz era un accidente de caza que
había sufrido en su Polonia natal.
Dos días después, en un semáforo, el jefe de seguridad de Roma, el teniente coronel Giorgio
Amico, fue ametrallado.
Raffaelle Giuliano, superintendente de las fuerzas policiales de Palermo, caería un mes
después cuando se disponía a abonar su consumición en un bar. Un hombre alto, de complexión
fuerte y pelo castaño se le acercó por la espalda y le disparó en la nuca. Curiosamente, la policía
italiana descubrió en los tres cadáveres un círculo con un octógono dibujado en su interior, con el
nombre de Jesucristo escrito en cada uno de sus lados y con un lema escrito en latín: Dispuesto al
dolor por el tormento, en nombre de Dios, el mismo símbolo que portaba el sacerdote jesuita Jean-
François Ravaillac cuando, por orden del papa Pablo V, apuñaló hasta la muerte al rey Enrique IV
de Francia la mañana del 14 de mayo de 1610.
El jesuita Przydatek era un honorable descendiente del jesuita Ravaillac en su honesta labor de
defender a la Iglesia y a sus altos representantes —el Papa y los miembros del colegio
cardenalicio— de sus enemigos allá donde éstos se encontrasen.
La policía francesa descubrió entonces que Ravaillac había formado parte de un extraño grupo
místico-católico llamado Círculo Octogonus, también conocido como Círculo de los 8. Sus
miembros eran ocho fanáticos sacerdotes católicos que prestaban obediencia ciega al Sumo
Pontífice de Roma, con preparación militar, hábiles sobre todo en el uso de determinadas armas
especiales, y dispuestos a dar su vida en nombre de la verdadera religión. Para monseñor Vaclav
Przydatek, el Círculo Octogonus era su única fe de vida ante Dios nuestro Señor, y sus oscuras y
secretas normas, su único mandamiento.
Tal y como habían hecho siglos antes los ocho religiosos, el obispo Przydatek había jurado
lealtad y honor, por la verdadera fe, arrodillado ante la tumba del primer Papa, san Pedro.
Con ocho cirios ardientes como única iluminación, cada miembro del Círculo Octogonus se
postraba ante la tumba de Pedro y juraba guardar silencio sobre las decisiones tomadas por el gran
maestro del Círculo, acatar todas las decisiones del Círculo Octogonus sin poner en duda la fe de
Cristo nuestro Señor, salvaguardar al Sumo Pontífice reinante de las decisiones adoptadas en los
consejos del Círculo Octogonus y morir, si fuera necesario, para proteger la identidad del gran
maestro, del resto de los miembros del Círculo, sus decisiones u objetivos. Al final de la
ceremonia, el nuevo miembro del Círculo Octogonus se levantaba tras pronunciar las palabras:
Que Dios y nuestros santos me ayuden en esta labor. Juro, y con un soplido apagaba uno de los
ocho cirios. Monseñor Vaclav Przydatek aún recordaba aquella noche de diciembre en que fue
llamado para prestar juramento. Desde hacía más de veinte años guardaba los secretos del
misterioso Círculo.
Sus años como religioso y miembro de la Entidad, a las órdenes de su eminencia el cardenal
August Lienart, le habían hecho ganarse la confianza de los poderosos de la curia y merecedor de
honores papales, y, mediante ascensos, había llegado a portar el hábito morado episcopal. Se había
hecho con una buena cartera de relaciones y apoyos en su cada vez más vertiginosa carrera gracias
a los importantes favores que había hecho a otros altos miembros de la curia durante su etapa en el
contraespionaje. Przydatek había conseguido dos de sus más importantes apoyos políticos gracias
a su sacro silencio en el caso de un cardenal que vendía de forma ilegal títulos de la Orden de
Malta o en el asunto de otro cardenal acusado de haber dejado embarazada a una mujer de la alta
sociedad de Boston. El agente jesuita polaco había descubierto los dos casos y, en lugar de
denunciarlos ante el Tribunal de la curia, prefirió guardar silencio y utilizar a ambos cardenales
como fiel apoyo a su propia causa.
Recuperándose de sus pensamientos, el religioso levantó el teléfono y pidió que le pasaran con
el número privado del cardenal Lienart. El fraile que se encontraba de guardia en la centralita
telefónica del Palacio Apostólico se dispuso a ello.
—¿Es segura esta línea? —preguntó el cardenal Lienart.
—Sí, eminencia. La he conectado al sistema de seguridad —respondió Przydatek.
—Bien, dígame. Me ha sacado de una recepción en la Embajada de Colombia. ¿Qué sucede?
—Eminencia, hemos recibido una comunicación a las ocho de la tarde hora Vaticano, dos de la
tarde hora Costa Este de Estados Unidos. Nuestro informante nos ha comunicado que el
Manuscrito Voynich ha sido despertado —respondió lacónico el religioso.
—Bien. Mañana le daré instrucciones al respecto. Ahora debo regresar a la recepción del
embajador de Colombia. No haga nada ni adopte ninguna decisión hasta que no mantengamos una
reunión. Lo espero mañana a las once de la mañana —dijo Lienart.
—¿No podríamos reunimos antes, eminencia? —insistió Przydatek.
—Lo intentaré, pero no sé si antes debo ver al secretario de Estado, el cardenal Newton Metz.
Nos veremos en mi despacho.
De todas maneras, consulte antes mi agenda con sor Ernestina —sugirió tranquilamente el jefe
de los servicios de inteligencia del Vaticano. Antes de colgar el aparato, Lienart se dirigió de
nuevo a su secretario—: Recuerde, fiel Przydatek: ha llegado la hora de juzgar a los muertos y
recompensar a los profetas. —Segundos después, el cardenal August Lienart colgó el auricular y
regresó al bullicio diplomático de la legación sudamericana.
Capítulo 2

New Haven. Connecticut

Aaron se despertó temprano aquella mañana. Desde la muerte de Martha, y durante toda su larga
lucha contra el cáncer, le era imposible conciliar el sueño más de cuatro horas seguidas. Esto es
otro problema más de la edad, solía decir. En todo caso, su problema se había convertido en una
virtud, ya que gracias a ello podía dedicar más tiempo al estudio del Manuscrito Voynich. Llegaba
a la Biblioteca Beinecke sobre las siete de la mañana y solía abandonar el edificio alrededor de las
once de la noche. Únicamente salía para almorzar una vez a la semana con su amigo Mihail
Goldberg en el Slifka Center for Jewish Life, el único restaurante de comida kosher de la ciudad.
Una taza de té y una tostada constituían el único alimento que Aaron ingería hasta la hora del
almuerzo. Antes de su cita con el periodista del Boston Globe debía pasar por la biblioteca, abrir
la caja fuerte de su despacho y devolver el Manuscrito Voynich a la señora Hollingsworth.
Después tenía que revisar sus anotaciones sobre el origen del libro para comenzar a ordenarlas.
El profesor miró el reloj. Aún me quedan tres horas antes de reunirme con ese tal Brown,
pensó. Salió de su casa y se dirigió en coche hacia el centro de New Haven. Las arboledas cubrían
las calles. A Aarón le gustaba el olor que desprendían las plantas por las mañanas, mezclado con
el aroma a humedad de las calles recién regadas.
Tras enfilar la autopista 91, el viejo Ford se dirigió a la salida 1 y marchó en paralelo a Water
Street hasta College Street.
Varios semáforos y pasos de cebras llenos de estudiantes con cara somnolienta que se dirigían
a alguna de las dependencias universitarias de Yale obligaron a Aaron a pisar el freno
constantemente mientras miraba su reloj sin apartar las manos del volante. Martha siempre le
pedía que condujera más despacio.
Al cruzar Elm Street, el Ford enfiló hacia el aparcamiento de la Biblioteca Beinecke. Pasó
rápidamente las puertas giratorias y puso la tarjeta sobre el lector al mismo tiempo que empujaba
la pesada puerta.
Recorrió a grandes zancadas la distancia que lo separaba de su despacho y abrió la puerta con
su llave. A continuación se dirigió hacia la caja fuerte, giró varias veces el disco numérico y tiró
de la puerta. Allí estaba, tal y como la había dejado la noche anterior, la caja metálica que
contenía el Manuscrito Voynich. A su lado había una gruesa carpeta con anotaciones e imágenes
del libro, perfectamente clasificadas por colores y años. Aquella carpeta atesoraba casi una década
de estudios e investigaciones sobre el misterioso libro.
Cogió la carpeta con ambas manos y la depositó en su mesa, apartando con los codos pilas de
papeles, cartas e invitaciones que no tenía intención de responder. La abrió y comenzó a leer la
que sería su presentación en el Congreso Mundial de Biblioteconomía y Libros Raros, que se
celebraría dentro de unos meses en Zúrich. La fecha para su viaje se acercaba y debía ordenar diez
años de ideas y anotaciones.
Las primeras imágenes que aparecían impresas en papel fotográfico eran las de un antiguo
grabado que mostraba a un anciano fraile franciscano con una larga barba llamado Roger Bacon.
Enganchada con un clip, que Aaron apartó cuidadosamente, aparecía una extensa biografía de
quien se creía que era el autor del misterioso Manuscrito Voynich. El viejo profesor comenzó a
leer mientras se colocaba las gafas en la punta de su nariz:

Se desconoce la fecha de nacimiento de Bacon, pero se cree que pudo ser cercana al año 1214. Lo que sí es seguro es que
nació en la ciudad inglesa de Uchester, en el condado de Somerset. Criado en una familia acaudalada, comenzó con tan sólo
trece años sus estudios en la Universidad de Oxford. En poco tiempo, el adolescente se convirtió en un auténtico erudito en
materias como el latín, las matemáticas, la lógica y la retórica. Bacon leía desaforadamente las obras de Aristóteles. En Oxford
se podían leer, todo lo contrario que en París, donde las obras del sabio macedonio, discípulo de Platón y maestro de Alejandro
Magno, se consideraban herejías panteístas. En poco tiempo, Bacon se convirtió en uno de los mayores especialistas en
Aristóteles; así alcanzó un puesto de profesor en el año 1240.
En París, Bacon entra en contacto con sabios como Pierre de Maricourt, también conocido como Petrus Peregrinus, experto
en imanes y óptica. En suelo francés, el sabio inglés se topa con la realidad de una tierra estéril infestada de espejismos
metafísicos. Dado que en Francia no puede investigar con total libertad, decide regresar a Inglaterra, a la Universidad de
Oxford, a principios del año 1250. Aquí sigue con sus estudios aristotélicos y se dedica a investigar la obra Secretum
secretorum (Secreto de secretos). Mediante ésta, Bacon se percata de la importancia de la comprensión de la naturaleza y del
hombre como único camino para encontrar a Dios. Como consecuencia, gasta la cifra de dos mil libras en libros, aparatos de
laboratorio y alambiques de cristal para llevar a cabo una gran cantidad de experimentos e inventos, aunque muchos de ellos no
los puede demostrar. Por ejemplo, en su obra De mirabile potestate artis et natura (Sobre el maravilloso poder del arte y la
naturaleza), Bacon escribe: (…) mediante las figuraciones del arte pueden hacerse instrumentos de navegación sin hombres que
remen en ellos, como grandes embarcaciones para atravesar el mar, sólo con un hombre para guiarlas, y navegarán mucho más
rápido que si estuvieran llenas de hombres; asimismo, se podrán hacer carrozas que se moverán con una fuerza indescriptible
sin que ninguna criatura viviente las mueva.
En el año del Señor de 1257, Juan de Fidanza de Bagnoregio, que años más tarde sería canonizado como san Buenaventura,
fue elegido general de los franciscanos. Aquel nombramiento no supuso ninguna buenaventura para Bacon. Como primera
medida, Fidanza lo envió a París, donde tuvo que someterse a un estricto régimen monástico, agravado por el hecho de que
Juan de Fidanza firmase un decreto mediante el cual se prohibía desde la publicación de libros a su propia tenencia.

El profesor Avner detuvo la lectura y miró de reojo el reloj de la pared. Eran las nueve de la
mañana. Aún me queda una hora. Tengo tiempo, pensó mientras volvía a la lectura.

Bacon consiguió evitar el castigo cultural que había impuesto la orden y decidió hacer experimentos con lentes y cálculos
para intentar reformar el calendario. Estableció una estrecha relación con el cardenal Guy de Foulquois, el mismo que el 29 de
febrero de 1265 sería nombrado Sumo Pontífice con el nombre de Clemente IV. Bacon lo convenció para que financiase una
gran enciclopedia que reuniese todas las ciencias conocidas hasta el siglo XIII. El cardenal invirtió una importante cantidad de
dinero en el proyecto y, siendo ya Papa, ordenó que le presentasen lo que hasta ese momento se había escrito.
Roger Bacon le enseñó sus tres grandes obras: Opus maius, Opus minus y Opus tertium. Opus maius, compuesta por poco
más de un millón de palabras, la escribió en tan sólo doce meses. Estas obras muestran a un Roger Bacon disertador, con una
clara tendencia a anteponer a la Iglesia y a Dios sobre otras cuestiones, incluido el cálculo de la extensión del Sol o sus
diagramas sobre teorías ópticas. Pero realmente Bacon contaba con otras facetas: la de astrólogo y la de alquimista. Para este
monje franciscano, los conocimientos de astrología, adquiridos a través del estudio de Ptolomeo y los sabios árabes, formaban
parte de su cara pagana y herética. Ante la alquimia y la astrología, la Iglesia y, por supuesto, el Papa no existían.
Desde 1260, Bacon había comenzado a cuestionar cada vez más la autoridad de la Iglesia sobre la vida de los ciudadanos y
también el acercamiento a los conocimientos mediante el estudio en lugar de a través de Dios. Finalmente, en 1277, el papa
Gregorio X ordenó al obispo de París que abriese una investigación sobre todos aquellos manuscritos que circulasen por los
centros culturales y universitarios y que pudiesen ser catalogados de herejías. En una semana, el obispo consiguió catalogar
cerca de trescientos diecisiete escritos cercanos a la herejía, algunos de ellos escritos por Roger Bacon. Jerónimo Masci de
Ascoli, general franciscano y más tarde elegido Papa en 1288 como Nicolás IV, lo condenó por actividades sospechosas.
Bacon, en lugar de guardar silencio, decidió escribir en 1272 la obra Compendium studii philosophiae (Compendio de
estudios filosóficos), en la que desafía abiertamente la autoridad moral de la Iglesia y del propio Papa. Dijo lo siguiente: El
clero, en su totalidad, está entregado al orgullo, al lujo y a la avaricia. Este pensamiento acabó por minar la paciencia del futuro
Nicolás IV, quien ordenó al franciscano inglés recluirse durante catorce largos años en una celda de un solitario monasterio de
Ancona, sin poder acceder a pergaminos y tinta, o poder estudiar o enseñar. Aquello supuso su enterramiento intelectual en
vida. Tras ser autorizada su libertad en 1292 por orden del general franciscano Raimundo Gaufredo de Marsella, Bacon regresó
a Oxford, donde murió ese mismo año. En 1294 su cuerpo sería sepultado en la ciudad oxoniense, se dice que junto a varios de
sus escritos con el fin de salvarlos de la quema que iba a producirse. Uno de esos misteriosos libros salvados fue el llamado
Manuscrito Voynich. Desde ese año se pierde la pista del códice hasta el reinado de Enrique VIII.

Aarón detuvo de nuevo la lectura y volvió a mirar el reloj. Se sobresaltó al comprobar la hora.
Las agujas marcaban las diez y cuarto. Llegaría tarde a la cita con el periodista. Cerró
bruscamente la carpeta, se arrodilló ante la caja fuerte que había dejado abierta y depositó sus
papeles en el interior junto a la caja metálica que guardaba el Manuscrito Voynich. Tenía que
haber llamado a la señora Hollingsworth para que hubiese venido a recoger el libro, pensó
mientras se colocaba la arrugada chaqueta y se colocaba su panamá en la canosa cabeza.
El Ford circulaba por Chapel Street en dirección al número 600, muy cerca de la Historie
Wooster Square. Allí se encontraba The Historie Mansión Inn, un pequeño y confortable hotel que
ocupaba una clásica mansión de Nueva Inglaterra, erigida en 1842 y restaurada hacía pocos años.
A Aaron le gustaba sentarse en el bar inglés del hotel a beber un pequeño vaso de bourbon
mientras leía divertido el The Yale Herald para enterarse de los cotilleos que sucedían en la vida
académica de la universidad. Le encantaba escuchar a Charlie, el camarero, contar la historia de
cómo el bourbon había llegado a Estados Unidos durante la revolución americana procedente de
Francia y que fueron los Borbones quienes dieron nombre a tan gratificante bebida. Charlie
siempre le preguntaba si tenía contactos para intentar publicar un libro sobre la historia de esta
bebida francesa tan americana.
—Charlie, yo trabajo en una biblioteca, no en una editorial —solía decirle Aaron Avner.
Al llegar al edificio amarillo con columnas blancas, Aaron subió con dificultad los escalones
de la entrada. El profesor sólo alcanzó a saludar brevemente a Helen, la recepcionista del hotel,
antes de entrar en el bar. Al fondo, en una mesa cercana a un gran ventanal, se encontraba sentado
Jack Brown, el periodista del Boston Globe.
—Buenos días, señor Brown. Perdone la tardanza, pero se me complicó la mañana en la
biblioteca —dijo a modo de excusa.
—No se preocupe, profesor —respondió Brown—. He recibido una gran lección sobre la
historia del bourbon por parte del camarero.
Unos metros más allá, al otro lado de la barra de roble, Charlie gritó:
—¿Qué le pongo, profesor?
—Ponme una taza de Dajeerling con una rodaja de limón, por favor —respondió Aaron. A
continuación, la conversación se dirigió hacia temas de poca trascendencia, tal vez porque el
periodista no deseaba comenzar su conversación hasta que el camarero no hubiese servido el té al
profesor Avner. No quería interrupciones en su relato. Brown levantó el vaso, indicándole al
camarero que estaba vacío y que se lo volviese a llenar. A Aaron le sorprendió ver que Brown
bebía bourbon a horas tan tempranas.
—¿No quiere uno, profesor? —preguntó el periodista.
—No, muchas gracias. Es pronto para mí. Prefiero un simple té —respondió Aaron mientras
Charlie llenaba el vaso de Brown.
Cuando ambos estuvieron servidos, Jack Brown se dirigió al profesor Avner.
—Quiero confesarle primero que soy periodista, pero no soy periodista —apuntó Brown.
—¿A qué se refiere? ¿No trabaja usted para el Boston Globe? —exclamó con sorpresa Aaron.
—Se lo explicaré. Trabajé durante muchos años en el periódico cubriendo información
política. Después de escribir sobre la corrupción de los políticos republicanos, la dirección decidió
que era mejor que me tomase una temporada de descanso, así que acabé con unas vacaciones
pagadas en la granja familiar en Aumsville, Oregón. Allí me dediqué a intentar encontrarme a mí
mismo a través del bourbon, a leer, a pensar y a revolver en el desván. De la noche a la mañana
había dejado de ser periodista. La granja había pertenecido a mi bisabuelo, Oliver Brown. La
compró con el dinero que recibió por luchar con el ejército de la Unión durante la guerra civil.
Participó en las batallas de Wilderness, Spotsylvania Court House y Cold Harbor contra los
ejércitos de Lee.
—Disculpe, pero no entiendo qué relación tiene toda esta historia con el Manuscrito Voynich
—replicó Aaron.
—Déjeme continuar. Una noche que conseguí no estar borracho o, al menos, no demasiado,
decidí investigar en el desván.
Había cientos de baúles y cajas. En uno de los baúles descubrí hasta el diario que mi bisabuelo
escribió durante la guerra.
Escarbando en otro baúl descubrí una especie de cuaderno o diario que pertenecía a un
antepasado mío llamado sir Thomas Brown. Comencé a leerlo. Mi antepasado hablaba de su
amistad con un tal Arthur Dee, hijo de John Dee y segundo propietario de un extraño libro al que
llamó el Códice cifrado. Mi familiar explicaba en el cuaderno la existencia de un misterioso libro
que contenía textos y jeroglíficos que no habían sido resueltos jamás y que podrían cambiar la
historia de la Iglesia. Sir Thomas aseguraba que había visto una libreta en donde se explicaba
cómo leer ese libro.
—¿Quién cree que pudo escribir ese cuaderno o ese libro de códigos del que habla su
antepasado? —preguntó el bibliotecario.
—Sin duda, Roger Bacon, el autor del Códice cifrado o Manuscrito Voynich. Así que, a cuenta
de mis vacaciones pagadas por el Boston Globe, decidí ponerme a investigar sobre aquel cuaderno,
sobre mi antepasado y sobre el extraño libro. Y descubrí que el libro se hallaba en Estados Unidos
—explicó Brown mientras daba un largo trago de bourbon.
—¿Y eso es todo? —preguntó incrédulo Aaron Avner.
—Permítame que siga con mi historia, por favor, profesor —pidió Brown.
—Bien, perdóneme. Además se lo debo, he llegado tarde… —respondió el viejo profesor
dando un pequeño sorbo a su té.
—Decidí buscar en la hemeroteca del periódico algún dato sobre el Manuscrito Voynich, el
códice cifrado o palabras de este estilo, y encontré una noticia muy interesante que me llamó la
atención. Estaba fechada en 1917…
—De eso hace más de seis décadas —interrumpió Aaron, molesto por la posible pérdida de
tiempo.
—La noticia era realmente un pequeño artículo perdido entre las páginas de sucesos del
Boston Globe. El texto hablaba de la muerte en extrañas circunstancias de un hombre llamado
Cyrus Boidingerch que había desaparecido unos meses antes. En el artículo se le relacionaba con
el Manuscrito Voynich. Lo más curioso de todo o, al menos, lo que más me llamó la atención fue
que el tal Boidingerch había sido estrangulado con un fino cable de acero con púas. Pedí una copia
del informe sobre el caso al Departamento de Policía de Boston. Desafortunadamente, ninguno de
los agentes que tomaron parte en la investigación vivía. Perdón… —interrumpió Brown mientras
consultaba una desordenada y manoseada libreta de notas—. No… había un tal Clyden Hershaw,
un detective que todavía vivía y que residía en una residencia de ancianos en Abington,
Massachusetts. Lo llamé por teléfono y le pregunté si podíamos vernos para hablar sobre el caso
Boidingerch. Hershaw se acordaba perfectamente. Es increíble que pudiese recordar un caso
sucedido hacía sesenta años —dijo Jack Brown.
—Los ancianos solemos recordar cosas o rostros que se han cruzado en nuestras vidas cuando
éramos niños, pero no somos capaces de acordarnos de lo que almorzamos ayer —sentenció
Aaron.
—Déjeme seguir con mi historia. Cuando fui a visitar al policía, Hershaw me contó hasta los
más mínimos detalles de la investigación, incluso se acordaba de la posición del cuerpo de Cyrus
Boidingerch cuando fue encontrado. El cadáver apareció colocado boca arriba, con las manos
dispuestas en cruz sobre el pecho, y en una de sus manos alguien, posiblemente el asesino, había
colocado un círculo de papel con un octógono dibujado en su interior y varias leyendas escritas del
tipo que les gusta tanto a los católicos. ¿Es usted católico? —preguntó de repente el periodista
interrumpiendo su relato.
—No. Soy judío —respondió tajante el profesor.
—Bien. Eso hará que nuestra colaboración sea más amistosa y estrecha —dijo el periodista.
—¿Colaboración…? Yo no tengo intención de colaborar con nadie —espetó Aaron.
—Después de que termine de contarle mi historia, lo hará. Déjeme terminar. —Tras beberse
de un solo trago el líquido marrón de su vaso, Brown continuó su relato—: En el informe policial
aparecía tan sólo un pequeño boceto a mano de aquel octógono, firmado por un joven policía de
veintiún años llamado Clyden Hershaw, pero, curiosamente, el octógono de papel original no
aparecía por ninguna parte. Es imposible saber qué había escrito en aquel octógono. Mi
investigación se dirigió entonces hacia el tal Cyrus Boidingerch. ¿Sabe usted a qué se dedicaba?
¡Cifraba y descifraba códigos secretos! —exclamó Brown—. Y ahora viene lo mejor: parece ser
que un famoso coleccionista ruso, o de algún país de Europa del Este, consiguió un libro antiguo y
lo trajo consigo a Estados Unidos. Aquí estableció contacto con Boidingerch aproximadamente en
marzo de 1916. La idea era intentar saber qué decía aquel viejo libro que nadie entendía y que
seguramente se había escrito siguiendo un código cifrado secreto o clave.
Boidingerch se puso manos a la obra.
—¿Sabe si descubrió algo? —interrumpió el profesor Avner.
—Parece ser que sí: algo que no debería haber descifrado. Al parecer hablaba de una extraña
secta de la que jamás se había oído nada. Un tema relacionado con unos herejes, o algo parecido,
que fueron perseguidos por los papas —aseguró Brown mientras continuaba revisando sus
desordenadas notas—. Boidingerch también encontró un mapa celeste de un sector desconocido
del firmamento donde figuraban dos lunas y dos soles, y que tal vez pudiese ser una fecha
concreta de un calendario secreto o algo similar. También descubrió un diccionario de botánica de
plantas singulares, especies desconocidas. Boidingerch sugirió que tal vez podrían ser nombres de
ciudades del sur de Europa. Dado que estaban incluidas en un libro que había sido codificado a
propósito para salvaguardar un misterio, las plantas en realidad podían indicar las ciudades en las
que aquella secta se hubiese asentado. Pero esto último es tan sólo una conjetura. Hasta aquí, lo
que pudo descifrar. —Brown volvió a levantar su vaso en dirección al camarero—. ¿Quiere usted
hacerme alguna pregunta, profesor?
—¿Cómo se puso en contacto ese misterioso ruso, o lo que sea, con ese tal Cyrus Boidingerch?
—preguntó el profesor Avner.
—Según los indicios de mi investigación, el ruso había leído en alguna parte que Cyrus
Boidingerch era descendiente, no sé si directo o indirecto, de la persona que escribió el libro: un
monje franciscano inglés apellidado Bacon. Otra de las versiones que encontré es que un ancestro
del tal Boidingerch había sido amigo de Bacon, y no familiar, y que éste, antes de morir, le había
legado una especie de guía de traducción de un código secreto que utilizaban los habitantes de una
zona, creo que del norte de Italia o del sur de Francia, y que en ese momento obraba en su poder
por derecho de legado —respondió el periodista.
—¿Tiene usted alguna pista respecto adónde puede estar ahora esa supuesta guía de la que
habla?
—No. Desapareció misteriosamente con el propio Cyrus Boidingerch sin dejar el menor rastro
—contestó el periodista.
—¿Cómo desapareció Boidingerch? —volvió a preguntar Aaron.
—La policía no lo sabe. Lo único que aparece en el informe del Departamento de Policía de
Boston es que su ama de llaves, o su criada, denunció su desaparición el 22 de enero de 1917.
Desde aquel día el experto en códigos desapareció y no se supo nada de él. Cuando el primer
vehículo de la policía llegó al domicilio de Boidingerch, los agentes tuvieron la impresión de que
se había visto obligado a huir precipitadamente, pues su pipa estaba aún húmeda sobre el cenicero
y su estudio estaba desordenado.
—¿Descubrieron alguna nota sobre lo que estaba investigando? —inquirió Aaron cada vez más
interesado en la historia.
—Sí y no —respondió tajante el periodista.
—Hay algo que no entiendo. ¿Cómo pudo saberse lo que Cyrus Boidingerch había descifrado
en aquel libro?
—Por las conversaciones que mantuvo Boidingerch con el coleccionista ruso desde 1916, el
año en que comenzó a trabajar en el libro, hasta el 21 de enero de 1917, un día antes de que
desapareciera. Al parecer, el coleccionista anotaba todo lo que le iba explicando Boidingerch.
—¿Tiene usted constancia de lo que decían las notas del coleccionista? —preguntó Aaron.
—No. Intenté seguirles la pista y me llevaron hasta una secretaria del coleccionista, que había
heredado el libro a la muerte de éste, y a un coleccionista alemán, que fue el último propietario
del libro hasta que lo donó —dijo Jack Brown.
—¿Y dónde está ahora ese misterioso libro del que usted habla?
—En una biblioteca, aquí, en Estados Unidos. Le han colocado una etiqueta con el número
2002046 y catalogado con el número MS 408. El Manuscrito Voynich se encuentra en su
biblioteca, profesor Avner —afirmó Brown mirando fijamente al viejo bibliotecario.
—¿Qué fue de Hershaw? —preguntó el profesor Avner mientras intentaba asimilar los datos
que le había revelado el periodista, al que todavía no sabía si creer o no.
—Murió misteriosamente un día después de hablar conmigo. Aunque en la residencia me
dijeron que Hershaw había tenido un infarto, su hija me aseguró que no padecía ningún problema
cardiaco. Tal vez alguien lo mató para evitar que me contase algo que no debía.
—Ustedes, los periodistas, son demasiado propensos a ver conjuras y conspiraciones por todas
partes —dijo el profesor sonriendo.
—Bien, piense usted lo que quiera —dijo Brown algo molesto—, pero estoy seguro de que mi
antepasado, sir Thomas Brown, y ese tal Cyrus Boidingerch fueron asesinados por lo que
descubrieron en aquel libro y el papel que Boidingerch tenía encerrado en su mano estaba
relacionado con alguna secta. ¿Sabe lo que me contó Hershaw? Que cuando vio el cadáver, y cómo
lo habían estrangulado, tuvo el convencimiento de que había sido víctima de un asesino en serie o
de un rito religioso o algo parecido.
—¿Apareció algún otro cadáver con esos mismos signos de estrangulamiento? —inquirió
Aaron.
—Sí, aparecieron más con los mismos signos, pero lo más curioso de todo es que aparecieron
en años diferentes: en 1917, en 1920, en 1921, en 1923, en 1931, en 1945, en 1947 y en 1950. Le
puedo asegurar que ningún asesino en serie tarda tres años en matar a su siguiente víctima, como
ocurre en este caso. Y, además, las fechas no concuerdan: si la primera víctima apareció en 1917 y
la última, al menos la que yo he descubierto, en 1950, o el asesino es muy longevo o hay varios
asesinos que han ido heredando el trabajo. Desde 1917 hasta 1950 han transcurrido treinta y tres
años y, si nos guiamos por esto, el asesino debe de estar matando personas con un bastón o en silla
de ruedas —sugirió Brown con cierto sarcasmo para intentar relajar el ambiente.
—¿Quiénes fueron las otras víctimas? —preguntó Aaron a su interlocutor, cada vez más
aturdido debido a los bourbon que había ingerido.
—Déjeme ver… —respondió torpemente el periodista mientras intentaba encontrar sus notas
en el cuaderno manoseado y en hojas sueltas que llevaba repartidas por los bolsillos de su
chaqueta—. Theodore Fabyan, asesinado en 1920 en Ginebra, Illinois; William Demaine,
asesinado en Filadelfia en 1921; Roland Grubber, asesinado en Pensilvania en 1923; el padre
Petersen y el padre O’Neill, asesinados en 1931, el primero en Washington D. C. y el segundo en
Virginia; James Fielding, asesinado en 1945; William Friednjan, asesinado en 1947 en Virginia, y
George Tiltman, asesinado en 1950 en Surrey, Inglaterra.
—¿Fueron todos estrangulados con un cable con púas? —preguntó con curiosidad Aaron.
—No, todos no. La mayor parte de ellos fueron estrangulados de la misma forma. Otros
sufrieron accidentes de caza, accidentes domésticos, degollados, y alguno más atropellado.
—Entonces, ¿cómo puede usted saber que fueron asesinados por la misma persona o por un
mismo grupo de asesinos? —inquirió el anciano profesor con interés.
—Por tres motivos: el primero es que todos ellos ejercían profesiones relacionadas con el
estudio de libros antiguos o con sistemas de codificado; el segundo motivo es que todos habían
tenido relación con el mismo libro antiguo; y el tercer motivo es que todos los cadáveres tenían en
su mano, o cerca de ellos, un círculo de papel con un octógono dibujado en su interior —respondió
socarronamente Jack Brown—. Si esto es simple casualidad, que baje Dios, se beba un bourbon
conmigo y me lo diga.
Intentando reponerse aún de la historia que le había relatado Brown, Aaron Avner se recostó
contra el respaldo del butacón y tomó aire.
—¿Podría darme la lista de nombres de las personas asesinadas? Tal vez yo pueda averiguar
en el mundo académico a qué se dedicaba cada uno de ellos. Tengo incluso algún contacto en la
NSA, y quizá conozcan a alguna de las víctimas si eran expertas en códigos y lenguajes cifrados
—dijo Aaron.
—¿Qué recibiré a cambio? —preguntó interesadamente el periodista.
—Si tiene usted razón, pero sólo si la tiene, recibirá cooperación por mi parte…
—¿Y eso se traduce en…?
—Eso se traduce en que si usted tiene razón, señor Brown, compartiremos información y tal
vez le deje ver el libro algún día, el cual, en este momento, está guardado en la caja fuerte de mi
despacho —respondió el profesor Avner levantándose de la butaca para despedirse y
extendiéndole la mano al periodista.
—Si vamos a trabajar juntos, puede llamarme Jack —dijo mientras estrechaba la delgada
mano de Aaron.
—Tal vez, señor Brown, pero antes de llamarle Jack, tengo que comprobar varios datos. Ad
augusta per augusta, a la gloria se llega por caminos difíciles —advirtió el profesor.
—Pero juntos tal vez podamos llegar al mismo destino triunfal. Ad eundum quo nemo ante iit,
ir allí donde nadie jamás fue —replicó Brown ante la sorpresa del bibliotecario.

***

Ciudad del Vaticano

Un Mercedes Benz negro con matrícula de la Santa Sede, SCV-27, se acercaba a la puerta de Santa
Ana. El chófer comenzó a pisar el freno a medida que se aproximaba al puesto de control de la
Guardia Suiza. Un oficial del cuerpo pontificio situado en la garita derecha levantó la mano para
dar el alto al vehículo. Antes de que el Mercedes se detuviese por completo, el oficial divisó en su
interior la figura del cardenal August Lienart, el poderoso jefe de los servicios de inteligencia de
la Santa Sede. El guardia de la garita izquierda izó la alabarda en señal de saludo ante tan alto
miembro de la curia. El coche se detuvo dentro del patio de San Dámaso mientras un camarero
pontificio se acercaba hasta la puerta para abrirla. A los pies de la escalinata de Constantino,
Vaclav Przydatek, su secretario, esperaba ya al cardenal con una carpeta negra entre las manos. Al
bajar del coche, el religioso polaco se acercó apresuradamente al recién llegado.
—Eminencia… —saludó Przydatek mientras se inclinaba para besar el anillo del cardenal y
coger el maletín negro que Lienart portaba.
Tras tocarle la cabeza en señal de bendición, el cardenal Lienart comenzó a ascender a paso
rápido los peldaños de la larga escalera, seguido de cerca por su secretario, que intentaba hablar
con la respiración cada vez más entrecortada.
—Espere a que lleguemos a mi despacho —dijo Lienart mirándolo fijamente a los ojos—, y no
hable hasta que yo se lo ordene.
Przydatek guardó silencio absoluto ante la mirada gélida de su jefe y no pronunció palabra
alguna. Siguió de cerca a su jefe por la Galería de los Mapas y atravesaron la Sala Ducal en
dirección al Palacio Apostólico, donde August Lienart tenía su centro de operaciones justo dos
plantas más abajo del despacho oficial del Sumo Pontífice.
Unos metros antes de llegar a la puerta, sor Ernestina, la monja que acompañaba a Lienart
desde los tiempos en que éste se convirtió en obispo auxiliar de París, le salió al paso con una
carpeta roja de firmas entre sus pequeños brazos.
—Eminencia, debe firmar todos estos documentos —dijo la religiosa.
—Ahora no puedo. Déjeme unos momentos con monseñor Przydatek —terció Lienart mientras
levantaba la mano para no dar opción a la monja a reclamar su atención.
August Lienart era el perfecto noble en el aparato vaticano y sabía manejar esta circunstancia
con suma habilidad. Ordenado sacerdote en Lyon en la década de los años treinta, procedía de una
familia aristocrática de la zona francesa de Sabartés. A los cuarenta y cinco años fue nombrado
obispo auxiliar de París y con cuarenta y nueve fue ordenado obispo mientras continuaba
estrechando fuertes lazos con la engrasada maquinaria vaticana, como a él le gustaba definirla.
Durante diez años se había movido de obispado en obispado, hasta que a los cincuenta y nueve, el
Papa lo nombró cardenal de la Iglesia.
Pero Lienart, vestido ahora con la púrpura cardenalicia, se sentía más como un príncipe del
poderoso Estado Vaticano que como un simple religioso que debía seguir el camino marcado por
Dios. El título de cardenal, creado por orden del papa Silvestre I en el siglo IV, procedía de la
palabra latina cardo, bisagra, y eso era precisamente lo que iba a ser Lienart: una especie de
bisagra entre los poderes ocultos de la Iglesia y los poderes terrenales. Las cuestiones de Dios y la
fe se las dejo a los creyentes y al Papa, pensaba Lienart.
Tras un breve paso como prefecto del Consejo de la Curia Romana, durante el papado de Pablo
se había pedido al cardenal Lienart la reorganización de todos los servicios de inteligencia de la
Santa Sede: su espionaje, la Santa Alianza o la Entidad, y su contraespionaje, el Sodalitium
Pianum o S+P.
La tarea encomendada fue ardua y laboriosa, pero con el paso de los años Lienart convirtió la
Entidad en un poderoso aparato de seguridad para el Vaticano y el Sumo Pontífice y en un valioso
aparato de información para afianzar su poder entre los herméticos muros de la Santa Sede. A
Lienart le gustaba afirmar que para el Vaticano, todo lo que no es sagrado es secreto, y quizá tenía
razón. En parte, él había ayudado a que así fuese.
Al entrar en el despacho, Lienart ordenó a su secretario cerrar la puerta y conectar el barrido
de micrófonos. El cardenal divisó, unos metros más abajo, las largas filas de fieles y peregrinos
que hacían cola para poder admirar la basílica de San Pedro.
—Pobres… —observó Lienart—, ¡qué poco saben del poder de la Iglesia! Explíqueme qué
problema ha surgido —inquirió el cardenal.
—Eminencia, ayer recibimos una llamada de un informador de la Entidad en New Haven que
aseguraba que el Manuscrito Voynich había sido despertado. Al recibir este mensaje, lo único que
se me ocurrió fue llamarlo urgentemente. Siento haberlo interrumpido ayer por la noche, pero
consideré que era importante que lo supiese —dijo a modo de disculpa el secretario.
—No se preocupe, mi fiel Vaclav. Era su deber interrumpirme —replicó Lienart para calmar a
su secretario—. ¿Qué más dijo el informador? —preguntó el alto miembro de la curia.
—Nada más. Después de dar el mensaje, colgó el aparato. No dijo absolutamente nada más.
Yo creí que usted sabría qué significaba y…
—No se inquiete. Sé lo que significa el mensaje —respondió August Lienart mientras seguía
observando desde su ventana el lento trasiego de los peregrinos y turistas en la plaza de San Pedro.
—¿Quiere que llame a alguien del departamento de lenguajes cifrados, eminencia? —preguntó
Przydatek.
—No, déjeme pensar antes qué haremos. Ahora debo reunirme con el secretario de Estado, el
cardenal Metz. Puede retirarse —ordenó Lienart. Cuando el secretario polaco se disponía a
abandonar la estancia, el cardenal se dirigió de nuevo hacia él—: Por cierto, no hable con nadie de
la llamada telefónica de ayer por la noche.
—No, eminencia. No lo haré —respondió el religioso.
—¿Sabe usted si alguien más puede estar al tanto del mensaje enviado desde New Haven? —
inquirió.
—Tal vez el fraile de la hermandad de la Cofradía de los Seis Hermanos de Don Orione, el que
respondió a la llamada —afirmó el polaco.
—Bien, nada más. Puede retirarse —sentenció el cardenal Lienart.
Mientras seguía mirando por la ventana, oyó los débiles pasos de sor Ernestina a su espalda y
cómo ésta ordenaba papeles sobre su mesa.
—Siempre tan diligente, sor Ernestina —dijo cariñosamente Lienart mientras la monja le
besaba el anillo tras una breve reverencia—. No sé qué haría sin usted. Por cierto, necesito saber
qué hermano de la Cofradía de Don Orione estaba ayer de guardia sobre las ocho de la tarde en la
centralita telefónica del palacio. No diga nada al respecto. Sólo quiero saber el nombre del
hermano —dijo Lienart mientras salía de su despacho rumbo a la tercera planta del Palacio
Apostólico. Al fondo del pasillo, tras un pequeño retén de la Guardia Suiza, se encontraba la
puerta que daba acceso a los despachos de la Secretaría de Estado. Los soldados pontificios
presentaron armas al paso de Lienart. El cardenal, para devolver el saludo a los guardias suizos,
hizo con la mano la señal de la cruz a modo de bendición. Al otro lado de la puerta, un joven
sacerdote italiano, adscrito a la Secretaría de Estado, hizo una pequeña reverencia mientras se
acercaba a besar el anillo del dragón, el símbolo de la familia Lienart desde el siglo XII y que
ahora lucía el religioso en su anillo como escudo cardenalicio.
—El secretario de Estado lo está esperando, eminencia —dijo el sacerdote mientras golpeaba
con los nudillos la gruesa puerta que daba acceso al despacho del cardenal Metz. Una voz al otro
lado de la puerta hizo que el sacerdote la abriese para dar paso al cardenal Lienart.
—Buenas tardes, cardenal —saludó el recién llegado.
—Buenas tardes, amigo Lienart. Sentémonos aquí mismo —dijo el anciano cardenal señalando
un amplio sofá marrón de piel.
El eficiente cardenal austríaco Newton Metz era uno de los hombres más poderosos no sólo
del Estado Vaticano, donde ocupaba la posición inmediata detrás del propio Papa, sino también de
toda la Iglesia católica. Había llegado a la Santa Sede como un simple sacerdote, recomendado por
un tío suyo, caballero de la Orden de Malta. Poco a poco, fue escalando posiciones y alcanzando
experiencia y sabiduría a su paso por las diferentes congregaciones en las que había trabajado
diligentemente. Había sido nuncio papal en Londres, París y Lisboa, prefecto de la Congregación
para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos, prefecto de la Congregación para los
Obispos, prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, responsable de la Primera Sección
de la Secretaría de Estado y, finalmente, secretario de Estado para los dos últimos papas. No cabía
la menor duda de que a Metz poco o nada se le podía escapar de lo que sucedía en los laberínticos
y kilométricos pasillos del Vaticano.
—¿Le gusta a usted la vista? —preguntó Metz.
—Sí. Es la misma que hay desde mi despacho: trabajo justo debajo de usted —respondió
Lienart.
—Sí, sí… Yo trabajo debajo del Papa y usted, debajo de mí —apuntó con cierto tono pícaro el
veterano cardenal—. ¿Sabe que un día eso provocó una seria discusión entre el papa Juan XXIII y
su secretario de Estado, el cardenal Domenico Tardini? Tardini y el Papa tenían fama de
enzarzarse en discusiones debido a su fuerte carácter, a pesar de que mantenían una buena relación
de amistad. El despacho del secretario de Estado era este mismo y, como ya sabe, queda justo
debajo del despacho del Papa. El cardenal Tardini se refería al pontífice de forma algo despectiva
como el de arriba, así que un día, Juan XXIII lo mandó llamar y le dijo: Que quede claro que el de
arriba es Nuestro Señor. Yo soy sólo el del piso de arriba, así que, querido secretario de Estado, no
confunda las categorías. Como ve, querido Lienart, hasta la cuestión de los despachos en el
Palacio Apostólico es motivo de conflicto —dijo el secretario de Estado.
—¿Para qué me ha hecho llamar, cardenal Metz? —preguntó Lienart algo intrigado.
—¡Oh! Sí, lo olvidaba. Han llegado a oídos de Su Santidad ciertos comentarios poco
caritativos sobre usted y su labor en el Vaticano —reveló el cardenal Metz bajando el tono de su
voz como si tuviera miedo de que alguien le pudiese estar escuchando—. Yo no creo ni una sola
palabra y Su Santidad tampoco les concede demasiado crédito, pero debería usted guardarse,
amigo Lienart, de ciertos y amplios sectores italianos que desean alcanzar más sabiduría, por
ejemplo, ocupando su cargo al frente de la Entidad —confesó Metz.
—Usted sabe que mi función es únicamente servir a la Iglesia y defender la fe y a Su Santidad
si Dios nuestro Señor así me lo permite —explicó el cardenal Lienart antes de preguntar el origen
de los rumores.
—Lo mejor es que comprenda que, debido a la enfermedad que consume a Su Santidad, la
Iglesia quizá viva ciertos movimientos que un sector como el alemán tendrá que liderar una vez
que Dios nuestro Señor acoja en su seno al Sumo Pontífice. Si se diese esta situación, tal vez el
sector francés del colegio cardenalicio, tan sabiamente dirigido por usted, podría apoyar a algún
candidato de consenso —dijo Metz mientras sujetaba la mano del cardenal—. La cuestión,
querido Lienart, es que la Iglesia no continúe sufriendo una italianización y por eso deseaba hablar
con usted. Llegan momentos difíciles, como usted bien sabe, debido al cáncer que sufre Su
Santidad, y debemos estar preparados.
La entrada en el despacho del cardenal Pietro Orsini, responsable de la Primera Sección de la
Secretaría de Estado, y del cardenal Hans Mühlberg, el encargado de la Segunda Sección, cortó en
seco la audiencia entre el secretario de Estado y el jefe de la Entidad. Los cardenales Orsini y
Mühlberg eran los dos colaboradores principales del cardenal-secretario Metz y sus más cercanos
confidentes. Orsini dirigía la oficina de coordinación de los dicasterios, cuya misión consistía en
ayudar al Sumo Pontífice filtrando todos aquellos asuntos que procedían de las congregaciones
pontificias. Mühlberg dirigía las relaciones de la Santa Sede con otros Estados y controlaba las
nunciaturas.
Mientras Lienart abandonaba las estancias de la Secretaría de Estado, seguía dándole vueltas a
las palabras que acababa de escuchar por boca del propio Metz. Tal vez el hábil secretario, quien
desde hacía cierto tiempo había mostrado su predisposición de abandonar el complicado cargo que
ostentaba, lo estuviese preparando a él, a August Lienart, para sustituirlo. El cardenal Newton
Metz esperaba poder dirigir el Pontificio Ateneo Internacional Angelicum, la Pontificia
Universidad Gregoriana en la Piazza Venezia, fundada por el papa Gregorio XIII en el siglo XVI.
Ahí es donde quiero pasar el resto de mis días, solía decir Metz a sus más íntimos colaboradores.
Al igual que Lienart, Metz se sentía un perfecto representante de la nobleza de la curia. Seis
ancestros suyos habían alcanzado la dignidad cardenalicia, uno de ellos incluso llegó a estar muy
cerca de lograr la tiara pontificia; dos familiares habían sido brillantes mariscales del emperador
de Austria, y su padre y dos tíos habían sido nombrados caballeros de la Orden de Malta por
servicios prestados a la Iglesia católica.
El Sumo Pontífice, con su salud carcomida por el cáncer, necesitaba a un hombre como Metz a
su lado, especialmente por sus amplios y profundos conocimientos no sólo de los departamentos
del Vaticano, sino también por otros más terrenales en materia de conjuras y conspiraciones,
cuestiones a las que son muy dados los altos miembros de la curia en los despachos y pasillos de
la Santa Sede.
Al llegar a su despacho, su secretario, Vaclav Przydatek, lo esperaba en la entrada. Estaba
ansioso por saber qué le había dicho el cardenal-secretario de Estado a su poderoso jefe.
—¿Qué tal ha ido la audiencia, eminencia?
—Extraña, verdaderamente extraña —replicó Lienart mientras entraba y se acomodaba en su
despacho—. Es curioso, pero el cardenal Metz y el sector alemán, junto con el austríaco, están
intentando maniobrar a espaldas del sector italiano, al cual apoyan los españoles y los
latinoamericanos, para ganar apoyos en caso de un posible cónclave.
—¿Le ha ofrecido algún cargo, eminencia? —preguntó interesado el religioso polaco.
—Me ha dado a entender que si contasen con el apoyo del sector francés para uno de sus
candidatos, tal vez yo podría acceder al cargo de secretario de Estado. Ese viejo zorro sabe cómo
jugar sus cartas. Tal vez, fiel Vaclav… —dijo dirigiéndose a su secretario—, si algún día ocupo
ese cargo, con la ayuda de Dios, alguien con mucha experiencia y de mi total confianza debería
ocupar el cargo de máximo responsable de la Entidad y usted podría ser el elegido.
El cardenal August Lienart sabía cómo manipular con falsas promesas la personalidad de los
que lo rodeaban, y monseñor Przydatek era un buen ejemplo de ello.
—Debemos hablar sobre la llamada de ayer —dijo Lienart mientras se dirigía hacia la gran
mesa de caoba que se encontraba al fondo de su despacho, seguido de cerca por su secretario—.
No podemos permitir que el Manuscrito Voynich sea despertado. Hay que convocar a los
miembros del Círculo Octogonus. Sólo ellos tienen el poder de Dios en sus manos y sólo ellos son
los elegidos. Multi autem sunt vocati, pauci vero electi, muchos son los llamados y pocos los
elegidos.
Dentro de treinta días debe convocarse al Círculo Octogonus en Villa Mondragone. Ocúpese
de que lleguen estos ocho sobres a sus destinatarios.
—Deo luvante, eminencia; con la ayuda de Dios —replicó monseñor Przydatek mientras
sujetaba en su mano los ocho misteriosos sobres y salía hacia su pequeña habitación, en la
residencia cercana al Palacio de Santa Marta.
Una vez en la soledad de su dormitorio, monseñor Przydatek sacó una pequeña maleta negra
que depositó sobre la cama.
Introdujo en su interior varias mudas, un par de camisas blancas, una corbata y un traje azul
oscuro con olor a naftalina. Le esperaba un largo viaje para una misión que debía cumplir en dos
semanas. Los ocho sobres lacrados con el símbolo del dragón incrustado en un sello rojo
descansaban sobre una pequeña mesa junto a una imagen de la Virgen y un crucifijo de plata
regalo del Sumo Pontífice. El religioso polaco y antiguo espía papal no dejaba de repetir una y
otra vez: Oboedientia tutior, la obediencia es lo más seguro, oboedientia tutior, oboedientia
tutior…
En el silencio de su despacho y con el único sonido de los soldados de la Guardia Suiza
realizando el cambio de guardia ante la puerta de Santa Ana, el cardenal observó sobre su mesa
una nota escrita por sor Ernestina. La monja había escrito en ella el nombre del fraile que la noche
anterior había pasado la llamada a monseñor Przydatek desde la centralita telefónica del Vaticano.
Lienart volvió a sentarse en su sillón, levantó el teléfono y marcó la extensión de monseñor
Houser, el secretario de la Congregación de Propaganda Fide, la encargada de las misiones
católicas en el mundo.
—¿Monseñor Houser? —preguntó Lienart.
—Sí, soy yo. ¿Quién es? —preguntaron al otro lado de la línea.
—Buenas tardes, soy el cardenal August Lienart.
Inmediatamente el secretario de Propaganda Fide cambió su tono de voz al oír el nombre de su
interlocutor.
—¿Qué desea, eminencia? —preguntó monseñor Houser con cierto respeto.
—Querido amigo, necesito que me haga usted un favor personal por el cual siempre le estaré
profundamente agradecido —dijo Lienart intentando no levantar sospechas—. Hay un fraile que
pertenece a la hermandad de la Cofradía de Don Orione que lleva muchos años sirviendo
fielmente a la Santa Sede y a Su Santidad en la centralita telefónica. En varias ocasiones sus
superiores me han informado de que el hermano Diego ha mostrado mucho interés en ser
destinado a misiones, por eso me he decidido a pedirle a usted este favor… llamémoslo…
personal —enfatizó el hábil cardenal.
—¿Y dónde cree usted, eminencia, que al hermano Diego le gustaría ir a evangelizar? —
preguntó Houser.
—Yo creo que para un hombre de su caridad y honestidad lo mejor sería que fuera destinado a
alguna de nuestras misiones en Ruanda o el Congo. Seguro que allí podría llevar a cabo una gran
labor evangelizadora con los más necesitados. Creo que sería un buen premio para alguien como
el hermano Diego.
—No se preocupe, eminencia. Mañana por la tarde se ejecutará su orden y será comunicada al
hermano Diego desde la Secretaría de la Congregación de Propaganda Fide.
—Por cierto, querido amigo, no creo que sea necesario informar al interesado ni tampoco al
prefecto de la Congregación de Propaganda Fide, el cardenal Osmund Pearson, de nuestra
conversación. ¿No cree, monseñor Houser?
—Quédese tranquilo, eminencia. Nadie sabrá nada de nuestra conversación y se dará felicidad
a un futuro misionero de la fe —dijo el secretario responsable de las misiones. Cuando Houser se
disponía a despedirse del cardenal, un pequeño tono le indicó que Lienart había dado por
finalizada la conversación. A continuación, el jefe de los servicios de inteligencia pontificios
llamó a su chófer por el teléfono interno.
—Robert, prepare el coche. Salgo en unos minutos. Hoy pasaré la noche en mi residencia de
Via Borgognona.
El cardenal August Lienart salió de su despacho y apagó la luz. Al fin y al cabo, había que dar
ejemplo y hacer como el Papa, que todas las noches se paseaba por los pasillos del Palacio
Apostólico apagando las luces para ahorrar. Pobre diablo. El cáncer debe de haberle afectado el
cerebro, pensó mientras se dirigía al patio de San Dámaso, donde ya lo esperaba Robert con la
puerta abierta del Mercedes Benz negro. Mientras saludaba a los guardias suizos de la entrada y el
coche se alejaba atravesando la plaza de San Pedro, Lienart no podía dejar de pensar en las
palabras del cardenal Newton Metz.
Era su oportunidad, su gran oportunidad, y un viejo libro ya olvidado en una biblioteca de la
Universidad de Yale no iba a interponerse en su camino hacia el poder: el poder de la Iglesia
católica.
El futuro es mío. Post tenebras, lux, tras la oscuridad, la luz, pensó el poderoso cardenal
mientras se perdía en el vibrante tráfico de la Ciudad Eterna con la sintonía de la Regina coeli de
Mozart que Robert había puesto como música de fondo en el coche.

***

New Haven. Connecticut

En la madrugada, el timbre del teléfono rompió el silencio en la casa del profesor Avner. El
bibliotecario intentó encender la luz y tiró con la mano el vaso de agua que todas las noches se
servía para tomar las pastillas para conciliar el sueño. Alcanzó como pudo el interruptor y
encendió la luz. El despertador marcaba las cuatro de la mañana. Entre protestas y maldiciones,
Aaron alcanzó el teléfono, que no había dejado de sonar.
—Sí, ¿quién es? —preguntó.
—¿Aaron? Soy Gordon —dijo la otra voz.
—¿Qué Gordon? —volvió a preguntar el profesor Avner mientras se colocaba las gafas
metálicas.
—Gordon Rugg, de la Universidad de Keele. —Cuando Aaron oyó el nombre, se enderezó en
la cama mientras intentaba alcanzar un cuaderno y un lápiz.
—Dime, Gordon. ¿Qué tal estás? ¿Sabes qué hora es aquí? Son las cuatro de la mañana. Espero
que sea importante —suspiró Aaron.
—Aquí son las once de la mañana. ¿Recuerdas lo que me enviaste por Fedex? Lo he analizado
con un programa bastante complejo de la universidad. No puedes imaginarte lo que he
descubierto, pero no creo que sea conveniente que te lo cuente por teléfono. Necesito hablar
contigo tranquilamente, en persona si es posible. ¿Podrías venir a Staffordshire? Creo que has
dado en el clavo con ese libro tuyo. Si confirmo lo que he descubierto, puedes estar seguro de que
revolucionarás la historia de la cristiandad. ¿Es seguro el teléfono de tu despacho, Aaron? —
preguntó Rugg.
—No me hagas tantas preguntas, Gordon. Necesito pensar un poco. No creo que mi teléfono en
la Biblioteca Beinecke sea demasiado seguro. Y tampoco creo que en estos momentos pueda ir a
Inglaterra. Tengo mucho trabajo. Podríamos vernos en Londres, puedo hacer una escala allí
cuando vaya a Zúrich para asistir al Congreso Mundial de Biblioteconomía. Aunque, pensándolo
bien, te puedo enviar a mi nuevo colaborador —respondió el anciano profesor.
—Si ese tipo es de fiar, hazlo y envíamelo. Busca un teléfono seguro y llámame a la
universidad. Toma nota del número: 782583 632. Espero tu llamada. Buenas noches, Aaron. O
mejor dicho, buenos días, Aaron.
—Buenas noches, Gordon —se despidió Aaron. La casa quedó de nuevo en silencio, pero se le
había pasado el efecto de las pastillas para dormir. No dejaba de pensar en lo que le acababa de
decir Gordon Rugg, uno de los mejores científicos informáticos del mundo. Tenía que atar, poco a
poco, los cabos sueltos que rodeaban el misterioso libro: el Manuscrito Voynich. Las palabras de
Rugg y las del periodista Jack Brown le rondaban en la cabeza. Aun así, apagó la luz e intentó
volver a dormir.
Capítulo 3

New Haven. Connecticut

Hacía ya varias semanas que Aaron Avner había tenido aquel misterioso encuentro con el
periodista del Boston Globe y desde entonces no había vuelto a tener noticias de él. Una mañana,
cuando el profesor se dirigía hacia la entrada de la biblioteca desde el aparcamiento, tal y como
llevaba haciendo los últimos veinte años, una voz que gritaba su nombre llamó su atención. Era
Brown, con una mano levantada, corriendo desde el otro lado de la calle.
—¿Cómo está, profesor?
—Muy bien, gracias. Pero la verdad es que he estado preocupado por usted. No he tenido
noticias suyas desde que tuvimos nuestro encuentro —respondió Aaron.
—Ha llegado la hora de juzgar a los muertos y recompensar a los profetas —dijo Brown
misteriosamente mientras sujetaba por el brazo al anciano—. Si quiere, podemos ir a su despacho.
Le contaré quiénes eran los investigadores que murieron tras tener contacto con el libro.
Pasaron por la puerta giratoria y el profesor Avner hizo una seña al vigilante para indicarle que
Brown iba con él. Colocó su tarjeta sobre el lector y la puerta blindada se abrió dejando paso a los
recién llegados. Los ojos de Brown se detuvieron durante unos segundos en el gran corazón de la
Biblioteca Beinecke, formado por el armazón recubierto de miles de códices y manuscritos
antiguos.
—Es fantástico —susurró el periodista mientras penetraba en los pasillos de la zona de
despachos.
Una vez que llegaron al amplio y confortable refugio del profesor Avner, Jack Brown se
dispuso a relatar lo que había descubierta, pero una señal del bibliotecario le hizo guardar silencio.
—Espere a que cierre la puerta —dijo. A continuación se dirigieron hacia una amplia mesa
repleta de publicaciones y revistas especializadas. Aaron las apartó para dejar sitio a Brown, que
había sacado ya su libreta de apuntes.
—He estado en varios lugares del país investigando los nombres y los casos de todos aquellos
que fueron asesinados, o que fallecieron en extrañas circunstancias, que tuvieron contacto con el
libro que está en este mismo edificio —dijo Brown—. Empecemos por William Friedman,
asesinado en 1947 en Virginia. Era un experto criptoanalista militar. En 1919 solicitó una beca
para estudiar el Manuscrito Voynich. Era uno de los mayores expertos en ruptura de claves y
participó en la dura tarea de tener que romper la clave de la máquina cifradora conocida como
Púrpura que utilizaron los japoneses durante la Segunda Guerra Mundial. Tras el fin de la
contienda, fue nombrado consejero del director de la Agencia de Seguridad Nacional, la NSA.
Friedman y su esposa se interesaron por primera vez por el Manuscrito Voynich en la primavera
de 1920.
Friedman había asistido a una conferencia de William Demaine, quien aseguraba que había
descifrado el libro. Este William Demaine también se encuentra en nuestra lista, fue asesinado en
Filadelfia en 1921. Friedman nació en la ciudad rusa de San Petersburgo en octubre de 1891. Su
familia emigró a Estados Unidos en 1892 y se estableció en Chicago. En 1915, curiosamente,
Friedman vuelve a tener contacto con otro nombre de la lista, con el millonario Theodore Fabyan,
asesinado en Ginebra, Illinois, en 1920.
—¿Se conocieron por casualidad? —preguntó Aaron.
—No. Fabyan era un millonario excéntrico al que Friedman convenció para que trabajaran
juntos descifrando el libro. Era propietario de un gran rancho de más de doscientas hectáreas en
Illinois…
—¿Tenía Fabyan alguna relación con el Manuscrito Voynich? —volvió a interrumpir el
profesor.
—No. Déjeme terminar, por favor, después podrá hacerme todas las preguntas que desee —
repuso Brown secamente mientras seguía de nuevo con su relato—. Fabyan era en realidad un
hombre sin cultura ni educación, pero contaba con una gran fortuna y se dedicó a financiar
investigaciones en laboratorios e instituciones. Llevó a su rancho a expertos en química, física,
astrología, genética, etcétera. Era bastante excéntrico, le gustaba que le llamasen mayor, cuando
nunca antes había estado en el ejército, e iba siempre acompañado de un gorila adulto. Montaba a
caballo y disparaba a osos que anteriormente él mismo había criado en cautividad. Un buen día
cambió los osos por científicos como Friedman. Otra disciplina que interesaba vivamente a
Fabyan era la criptografía. Estaba convencido de que había sido Francis Bacon y no Shakespeare
quien escribió gran parte de las obras de este último. En abril de 1917, Estados Unidos entró en la
Primera Guerra Mundial y Friedman y su esposa fueron destinados al Cuerpo de Señales del
Ejército. Allí escribió un libro para expertos titulado La coincidencia en la criptografía.
—¿De qué trataba aquella obra?
—Creo que versaba sobre el uso de diversas técnicas estadísticas para descifrar dos cifras
complejas. No me pregunte qué significa porque, sencillamente, no tengo la más remota idea —
advirtió Brown antes de que el profesor continuase preguntando—. Mientras tanto, una noche de
invierno de 1920, un psicópata entró en el rancho de Theodore Fabyan, mató al gorila y colgó de
una viga al propio Fabyan. Lo más curioso de todo es que nadie entendía cómo el asesino había
podido llegar hasta la casa sin ser visto por ningún miembro del personal del rancho ni por
ninguna persona del cercano pueblo.
Antes de colgarlo por el cuello con un alambre de púas, el asesino le colocó una corona de
espinas y un papel con un octógono dibujado en el bolsillo del pijama.
—¿Nunca descubrieron al asesino? —preguntó Aaron Avner.
—No. El caso sigue abierto, y el asesino, suelto. Bueno, debe de rondar los setenta años, o casi
los ochenta, y no creo que tenga mucha fuerza para matar a alguien —dijo Brown.
—Cuénteme qué pasó con Friedman —pidió Aaron.
—Antes tengo que hablarle de William Demaine, el hombre que impartió la conferencia sobre
el Manuscrito Voynich a la que asistieron Friedman y su esposa. Demaine era profesor de
Religiones Comparadas en la Universidad de Pensilvania y fue la única persona perteneciente al
ámbito académico que confesó haber descifrado el Manuscrito Voynich. Demaine vio por primera
vez el libro en los últimos meses de 1915 y estaba convencido de que había descubierto el código
utilizado por el autor del códice. Demaine, gracias a su descubrimiento, ganó fama y popularidad
en el mundo académico. Había nacido en 1865, se licenció en 1887 y se doctoró en 1891 con una
tesis sobre las teorías de la fe o algo parecido. Poco después obtuvo una plaza de profesor de
Religiones Comparadas. Demaine sólo estudió cinco páginas del códice en las que aparecían unas
ninfas desnudas bañándose en unas piscinas conectadas a tuberías. Creía que la clave estaba en dos
líneas y media misteriosamente escritas en cifras y en latín, y ese sencillo texto dio rienda suelta a
la imaginación de William Demaine. El sistema era bastante complejo y difícil de explicar —dijo
Brown mientras le pedía una taza de café al profesor.
Avner se acercó a la pequeña cafetera, situada sobre una mesa en la que también había vasos
de plástico, sobres de azúcar y cucharillas, y llenó un vaso para Brown.
—Conozco las teorías de Demaine —dijo Avner entre dientes. El periodista se sorprendió ante
su respuesta—. Demaine tomó la primera línea de texto y, aunque no lograba leerla con claridad,
escribió: Michiton oladabas multos te tccr cerc portas egbertus bingen. Eliminó algunas letras
para intentar clarificar el mensaje y cambió las oes por aes. De este modo, Demaine consiguió
escribir una frase parecida a michi dabas multas portas, egbertus bingen, a mí me dais muchas
puertas, Egberto de Bingen.
—¿Y quién diablos es ese Egberto de no sé qué? —preguntó Brown.
—Quién es, no. Quién era Egberto de Bingen. Era el hermano de Hildegarda de Bingen, una
abadesa visionaria, conocida como la sibila del Rin. Esta misteriosa mujer dejó escrita una visión
sobre los herejes cátaros. Egberto, que era monje también, fue el primero en refutar el catarismo
en 1163. Estableció contacto con los cátaros en Bonn en 1150.
—¿Y qué tiene que ver el tal Egberto con los cátaros?
—Después se lo explico, antes continúe con su historia sobre conspiraciones —expresó Aaron.
—¿Por dónde iba…? ¡Ah, sí! Demaine dio una conferencia sobre lo que había descubierto en
el libro el miércoles 20 de abril de 1921 en Filadelfia. Poco a poco, fue revelando sus
investigaciones. Al día siguiente, el 21 de abril a las cuatro de la tarde, Demaine impartió otra
conferencia en la Sociedad Filosófica de América. Se titulaba El Manuscrito Voynich y los
herejes. El acto tuvo mucha repercusión entre los académicos porque los textos descifrados por
Demaine concluían que había aparecido un cometa en 1120 y que se había producido un eclipse de
Sol en 1143, una gran lluvia de estrellas fugaces en 1163 y un gran eclipse de Luna en 1244.
—Tiene su significado. En 1120, la aparición de un cometa marca el camino de las
predicaciones de Pedro de Bruis desde el valle del Ródano hasta el Languedoc; el eclipse de Sol de
1143 señala la luz o el establecimiento de la herejía cátara en Occidente; la gran lluvia de estrellas
fugaces de 1163 indica la difusión del mensaje de la herejía y la primera señal dada por Eckbert de
Schónau, que inventa la palabra catharos; y el eclipse lunar de 1244, que ocurrió exactamente el 2
de marzo, significa la llegada de la oscuridad, simbolizada por la capitulación del castillo de
Montségur. Pedro Roger de Mirapeis negoció una tregua con el comandante y caballero cruzado
Hugues des Arcis. El miércoles 16 de marzo, cuatrocientos herejes fueron quemados vivos en los
pies de la ladera del pog de Montségur por orden del cruzado Hugues de Arcis —respondió el
profesor mientras con un gesto indicaba a Brown que continuase con su historia.
—Bien… La noche del 21 de abril de 1921, Demaine decidió saltar desde la ventana de su
habitación del hotel Bellevue, que estaba en la planta diecinueve. El Departamento de Policía de
Filadelfia señaló que lo más misterioso del caso era que Demaine dejó marcadas las uñas en el
marco de la ventana, como si hubiese intentado agarrarse, en lugar de tirarse por ella.
En uno de los bolsillos del pantalón encontraron un octógono dibujado en un papel. Los
policías estaban convencidos de que William Demaine no se suicidó, sino que fue arrojado por la
ventana —explicó Brown mientras daba un sorbo a su café, ya frío—. La siguiente persona de la
lista es un tal Roland Grubber, profesor de Filología en la Universidad de Pensilvania y amigo de
William Demaine. Grubber se ocupó de publicar los descubrimientos de Demaine y era un experto
en sistemas de descifrado… —estaba relatando Brown cuando lo interrumpió de nuevo el profesor
Avner.
—Grubber explicó en un libro las claves que utilizó el monje Roger Bacon para escribir el
Manuscrito Voynich. Parece ser que Grubber era un experto en estenografía y, por ello, Demaine
lo necesitaba.
—¿Qué es eso de la es-te-no-gra…? —preguntó Brown.
—Es-te-no-gra-fía. En las escuelas de Roma se enseñaba a escribir taquigráficamente porque
era una herramienta de trabajo muy útil para transcribir conversaciones y discursos relevantes. En
el siglo XII desapareció porque se consideró que era una forma de escritura hermética, asociada a
rituales secretos, a la brujería y a las sectas herejes —explicó el profesor.
—Parece ser que Grubber descubrió algo en el Manuscrito Voynich que no llegó a revelar. El
16 de septiembre de 1923, alguien entró en su habitación del campus de la universidad y se lo pasó
en grande con él.
—¿A qué se refiere? —preguntó interesado el bibliotecario mientras observaba cómo el
periodista sujetaba un antiguo informe forense.
—Algún psicópata le perforó con unos clavos los nervios medios de ambas manos y le
traspasó los nervios plantares de los pies con otro clavo. Antes de eso, Grubber fue horriblemente
azotado con una especie de látigo con esferas de metal en la punta. Le dislocaron los omoplatos y
el húmero. El cadáver presentaba una herida de unos cuatro centímetros en el corazón, hecha con
un gran objeto punzante…
—Provocada por el legionario romano Longino… —musitó el anciano bibliotecario en voz
baja mientras se dirigía al periodista—: ¿Sabe quién murió exactamente igual que Grubber? Un
hombre fue asesinado del mismo modo en el año 33 de nuestra era y su nombre era Jesucristo.
Sufrió mientras cargaba con el patibulum, el travesaño horizontal de la cruz, que pesaba cerca de
cuarenta kilos y que luego se engarzaría en el stipes o supplicium, la parte vertical, que estaba
enclavado en lo más alto del Calvario. —Jack Brown, que intentaba recomponerse en su silla,
guardó un silencio sepulcral ante estas palabras: estaba claro que la muerte de Grubber había sido
parte de un ritual. Aaron se dirigió hacia él y le preguntó cautelosamente—: ¿Tenía el cadáver de
Grubber algún octógono de papel?
—Déjeme revisar mis notas… Veamos… No, no tenía ningún papel en los bolsillos. Esta vez
el asesino dibujó el octógono en el suelo con la propia sangre de Grubber —respondió Brown.
—¿Quiénes son las siguientes personas de su lista? —preguntó Avner.
—Las dos víctimas siguientes guardan similitudes, curiosamente, dado que ambos eran
sacerdotes o monjes o algo parecido —dijo el periodista del Globe—. El padre Theodore Petersen
fue asesinado en Washington D. C. en septiembre de 1931 y el padre O’Neill fue asesinado en
Virginia en diciembre del mismo año.
—Es curioso… —señaló Aaron—. Esto podría acabar con su teoría de la conspiración. Si eran
católicos, el asesinato ritual del que le habló Hershaw no tendría razón de ser.
—No estoy de acuerdo con usted, profesor, por la sencilla razón de que ambos sacerdotes
tuvieron relación con el Manuscrito Voynich y esta circunstancia permite pensar que sí pudo
existir una conspiración —respondió Brown—. El padre Petersen era profesor en la Universidad
Católica de América, en Washington. Se sabe que el religioso mantuvo algún tipo de relación con
el coleccionista ruso, el propietario del libro, o con alguno de sus familiares, posiblemente con su
esposa. El padre Petersen financió con donaciones dos copias del libro para poder estudiarlo y
entregó una de ellas al padre O’Neill, un monje benedictino que era profesor en el St. Pauls
College, en Laurenceville, en Virginia. O’Neill publicó sus descubrimientos sobre el Manuscrito
Voynich en una revista en 1931, creo que fue en febrero. El padre Petersen apareció estrangulado
en septiembre de ese mismo año en un banco de Constitution Gardens y el padre O’Neill apareció
muerto tres meses después, colgado de una cuerda en el campanario del campus universitario.
Un pequeño golpe en la puerta interrumpió el relato de Brown. El profesor Avner se levantó
pesadamente del sillón en donde estaba sentado y se dirigió a la puerta, quitó el pestillo y la abrió.
Al otro lado estaba Milo Duke, su ayudante.
—Pasa, Milo —lo invitó Aaron—. Quiero presentarte al señor Jack Brown, un periodista del
Boston Globe.
—Mucho gusto —dijo el ayudante mientras le tendía la mano al hombre que estaba sentado
con varias libretas de notas encima.
—Milo es mi ayudante desde hace un par de años y me es de mucha utilidad en la dura tarea
de clasificar la información que he recopilado en mis investigaciones del Manuscrito Voynich. Es
de confianza —precisó el bibliotecario ante la mirada desconfiada del periodista.
—Disculpe que no me levante, pero es que así tengo las notas ordenadas —dijo Brown. Tras
sentarse Duke algo más alejado de ellos, el periodista continuó con su relato—: Veamos… Ahora
es el turno de James Fielding, asesinado en agosto de 1945. Fielding era un abogado experto en
criptografía que había publicado varios libros importantes sobre esta materia. Uno de ellos era un
volumen sobre la historia de la criptografía y se centraba en la época medieval —relató Brown
mientras le pedía a Duke otra taza de café.
—¿Se podría conseguir un ejemplar de ese libro? —preguntó el bibliotecario.
—El original se encuentra en la Biblioteca Británica de Londres. Fue Fielding quien lo
publicó. Tal vez con sus contactos pueda obtener una copia, profesor —afirmó Brown.
—Puede ser. Tengo un amigo que trabaja en el departamento de conservación de la Biblioteca
Británica. Me lo apuntaré para llamarlo.
—No cabe la menor duda de que Fielding era un experto en criptografía. Llegó incluso a
escribir un libro sobre las claves secretas que utilizó William Shakespeare en sus obras. Vaya, otra
vez me vuelvo a encontrar con explicaciones de criptografía que no entiendo… —apostilló Brown.
—No se preocupe. Un amigo mío trabaja para la NSA, le consultaremos y él nos podrá
explicar todo eso en un idioma que entendamos —aclaró el profesor—. Por favor, continúe.
—James Fielding se suicidó de un tiro en la cabeza el 11 de agosto de 1945, dos días después
de que Estados Unidos lanzase en Nagasaki su segunda bomba atómica.
—¿No ha dicho antes que había sido asesinado? —interrogó el profesor.
—Sí, y así fue. La policía dijo que la herida de la bala estaba demasiado atrás como para haber
sido un suicidio. En uno de sus bolsillos tenía un octógono de papel, pero lo más curioso de todo
es que Fielding dejó escrita una frase en una hoja de papel que había escondido en un libro de su
biblioteca: La clave está en el libro, pero no sé a qué libro aludiría. Tal vez se refería al
Manuscrito Voynich.
—O a su libro de claves que se encuentra en Londres —apuntó Aaron.
—Las dos últimas personas de la lista son William Friedman, asesinado en 1947 en Virginia,
como ya le he contado antes, y George Tiltman, un exmilitar británico, amigo de Friedman y
experto en ruptura de códigos y claves, que fue asesinado en junio de 1950 en Surrey, Inglaterra.
Este último caso ha sido el más difícil de investigar, debido a que tuve que pedir la información a
Scotland Yard, y la verdad es que no tienen unos archivos históricos muy organizados —explicó el
periodista—. En 1929, Friedman fue nombrado director del Servicio de Inteligencia de Señales, el
antecesor de la NSA. Se había hecho muy famoso rompiendo las claves de las máquinas cifradoras
del ejército de Estados Unidos, para demostrar de este modo que eran vulnerables. Pero Friedman,
como le he comentado antes, alcanzó reputación especialmente porque rompió la clave de la
máquina cifradora japonesa conocida como Púrpura. Los japoneses la habían comenzado a utilizar
a finales de los años treinta para sus comunicaciones militares. Se llamaba 97-shiki oobun Inji-ki
o, sencillamente, máquina de escribir alfabética 97. En 1940, el equipo de Friedman consiguió
romper sus códigos. Cuando acabó la guerra, Friedman se dedicó de nuevo a investigar el
Manuscrito Voynich, pero, en 1947, apareció muerto en su casa de Virginia. Alguien lo había
torturado, e igual que el resto de víctimas, tenía en su mano izquierda un octógono de papel.
—¿Alguien consiguió ver los resultados de la investigación de William Friedman sobre el
Manuscrito Voynich? —preguntó el profesor Avner.
—No lo creo. Parece ser que desaparecieron o que el asesino se llevó toda la información que
encontró en casa de Friedman sobre el libro: sus notas, sus apuntes, sus libretas, todo —respondió
Brown—. El último de mi lista es un exmilitar británico, George Tiltman, amigo de Friedman,
como ya le he comentado anteriormente. Había sido general del ejército y, tras su retirada y
empujado por Friedman, se dedicó a estudiar el Manuscrito Voynich, pero no desde un punto de
vista criptográfico, sino desde una perspectiva histórica. Estudió la personalidad de dos hombres,
Dee y Kelley, que vivieron hace muchos años.
—John Dee y Edward Kelley. Dos de los propietarios del Manuscrito Voynich —precisó
Aaron.
—¿Quién era Edward Kelley? —preguntó Brown.
—Después de todo lo que me está contando, debería leer algún libro sobre el códice, ya que
vamos a colaborar juntos —respondió Aaron Avner. A Brown se le iluminaron los ojos ante tal
perspectiva. Mientras, Milo Duke continuaba guardando silencio al fondo del despacho.
—Hay un tipo aquí, en Yale, llamado Samuel Brumball, que demostró una teoría sobre el libro
y Tiltman afirmaba que no era del todo correcta —intentó explicar el periodista.
—Efectivamente, Samuel Brumball es profesor de Filosofía Medieval aquí en Yale. Es un gran
amigo mío —confirmó el bibliotecario.
—Pues el militar inglés apuntaba que las teorías de su amigo no eran del todo ciertas. Tiltman
dijo literalmente: Las teorías de Brumball son ambiguas y no pueden sostenerse científicamente.
Eso fue exactamente lo que dijo. En 1950, Tiltman sufrió un accidente de caza en su residencia de
Surrey. Parece ser que, mientras cazaba faisanes, se le disparó el arma que llevaba entre las
manos. Lo cual no deja de ser curioso, dado que Tiltman era militar, experto en armas y un
excelente cazador. Cuesta trabajo creer que se le disparase un tiro accidentalmente y que éste le
arrancara la cara de cuajo —explicó Jack Brown.
—¿Había algún octógono cerca?
—Sí. Estaba grabado con un cuchillo o con una navaja en la corteza de un árbol cercano al
lugar donde apareció el cadáver de Tiltman. La policía de Surrey concluyó que era una muerte
accidental y cerró el caso. Y he terminado con la lista.
Aaron Avner miró el reloj de la pared y propuso salir a almorzar para continuar por la tarde
con la conversación. Duke, el ayudante del bibliotecario, se excusó debido al trabajo.
—Tengo que hacer aún muchas fichas de los nuevos manuscritos de los siglos XVII y XVIII que
han llegado esta semana, profesor. Siento no poder acompañarlos —se disculpó el joven mientras
estrechaba la mano de Jack Brown.

***

Nueva York

El padre Emery Mahoney, de origen irlandés, era apuesto y joven, tenía poco más de cuarenta años
y buen porte. Pertenecía a la orden jesuita. Sin el alzacuellos, podía pasar por el típico agente de
bolsa blanco anglosajón de Wall Street. Mahoney había llegado a la ciudad de los rascacielos para
trabajar en las escuelas de Harlem, ayudando a los niños más desfavorecidos. Sus logros en
materia educativa lo habían llevado a dar varias conferencias por todo el país. Finalmente, a modo
de recompensa, el padre Mahoney fue destinado a la catedral de San Patricio para ejercer como
ayudante del deán.
Se pasaba las horas paseando por aquel templo neogótico, que James Renwick había diseñado
en 1858, o refugiado en la lectura de los Evangelios bajo los falsos techos de una de las dos torres
de la catedral, a cien metros de altura. Mientras leía, oía el tráfico de la bulliciosa Quinta Avenida.
Para Mahoney, la catedral, con su deambulatorio, sus capillas radiales y su oratorio de la Virgen,
se había convertido en su guarida. Ahora, sus antiguas tareas con los niños de Harlem se habían
convertido en visitas a millonarios que residían en elegantes apartamentos de Park Avenue, la
Quinta Avenida o Central Park. Había cambiado a sus niños problemáticos de Harlem por
copiosas meriendas a las que lo invitaban los miembros de la exclusiva y adinerada alta sociedad
neoyorquina con el fin de convencerlos de la necesidad de donar fondos a San Patricio. Ahora, el
padre Mahoney parecía más un recaudador de Dios que un sacerdote de barrio.
Una voz femenina procedente del templo rompió el silencio de su lectura. Era sor Caterina,
una de las monjas que ayudaban en las tareas de la catedral.
—¡Padre Mahoney, padre Mahoney! —gritó la religiosa.
—Sí, estoy aquí arriba. Ya bajo —replicó el sacerdote. Descendió por la estrecha escalera de
caracol y se encontró con la monja.
—Padre, venga deprisa a la residencia. Acaba de llegar un enviado del Vaticano que desea
hablar con usted —dijo sor Caterina.
—Bien, ya voy, hermana —respondió.
El padre Mahoney cruzó rápidamente la avenida, atestada de taxis amarillos. Estaba claro que
se notaban sus horas dedicadas al ejercicio físico. Al entrar en la residencia, su casa durante los
últimos cinco años, saludó al portero, el padre Nicolás.
—¿Sabe si hay alguien esperándome, padre Nicolás? —preguntó Mahoney.
—Sí, lo esperan en el comedor. Está vacío hasta la hora de la cena. Allí podrán hablar
tranquilamente —respondió el anciano.
El padre Mahoney se dirigió al comedor. Recorrió los largos pasillos alfombrados, con las
paredes paneladas en madera, de la residencia de los jesuitas. Al entrar en la estancia, sólo pudo
divisar una sombra a contraluz. Después, el rostro y la voz del enviado del Vaticano comenzaron a
hacerse más familiares.
—Buenos días, padre Mahoney —saludó la voz. El sacerdote identificó enseguida al recién
llegado.
—Buenos días, monseñor —respondió el padre Mahoney tras hacer una pequeña reverencia
ante monseñor Przydatek y besar su anillo episcopal.
—Tengo orden de hacerle entrega de este sobre —dijo el obispo mientras le tendía un sobre
lacrado con un sello que Mahoney identificó rápidamente. Al intentar abrirlo, el obispo Przydatek
lo detuvo—. Es mejor que lo abra cuando me haya ido. Dentro están todas las instrucciones que
debe seguir —dijo.
A continuación, el recién llegado abandonó en silencio la estancia y desapareció. Mahoney no
intentó seguirlo, ya sabía lo que debía hacer. Acababa de ser convocado el quinto miembro del
Círculo Octogonus. Monseñor Przydatek, siguiendo órdenes precisas de su eminencia el cardenal
August Lienart, había entregado ya sus respectivos sobres al padre Carlos Reyes, al padre Italo
Jacobini, al padre André Lamar y al padre Wilhelm Ter Braak.
En Laja, un pequeño pueblecito del altiplano boliviano, el padre Reyes ayudaba a los indígenas
impartiéndoles cursos sobre salud e higiene. Cuando Przydatek llegó hasta la preciosa iglesia del
pueblo, del siglo XVII, la más antigua de Bolivia y antaño sede del obispado, el padre Reyes se
encontraba con un grupo de niños a los que les estaba enseñando a plantar tomates en un huerto. El
enviado de Lienart entregó el sobre y desapareció.
Días antes había llevado a cabo la misma tarea en el pueblo italiano de Montalcino: allí, en la
abadía románica benedictina de Sant’Antimo, del siglo XI, el padre Jacobini se encontraba en su
celda, en silencio, leyendo las Sagradas Escrituras, cuando el superior abrió el pequeño ventanuco
de la puerta de madera y dejó caer el sobre lacrado.
En la hermosa abadía de Sant Martí del Canigó, del siglo XI, emplazada en un peñasco de
granito bajo el monte Canigó, en plenos Pirineos Orientales, el padre André Lamar se esforzaba
intentando restaurar un códice del siglo XVII. El padre Lamar era un verdadero experto en libros
antiguos; sus hermanos de la abadía estaban seguros de que si no hubiese elegido los hábitos,
habría sido un gran profesor en alguna universidad europea. Mientras se esforzaba por coser una
tapa de piel de cordero, su superior le interrumpió la tarea: había llegado un enviado del Vaticano
para entregarle un mensaje.
El cuarto miembro del Círculo Octogonus a quien monseñor Przydatek entregó el sobre era el
padre Wilhelm Ter Braak. El monje benedictino era tal vez el más fanático de todos los miembros
del Círculo y al que menos gustaba tratar el secretario de Lienart. Ter Braak, un holandés de barba
rubia y cercano a los cincuenta años, hacía ya varias décadas que formaba parte del Círculo. Si no
recibía ninguna orden de Lienart, pasaba las horas en su celda del monasterio de Santa María, en
la ciudad polaca de Krzeszów, flagelándose y colocándose gruesas fajas de cerdas bajo el hábito
para castigar su cuerpo y su alma, o tocando el órgano, con sus más de 6.600 tubos. Para el padre
Ter Braak, la música de aquel órgano y los mensajes del cardenal Lienart eran lo único que lo
distraía de la vida mística que profesaba en el monasterio.
Aún quedaban tres sobres por entregar: uno en España y dos en Alemania. El padre Septimus
Alvarado vivía desde hacía años en el monasterio de Irache. Databa del año 958 y había florecido
gracias a la protección de la Corona de Navarra y al paso de los peregrinos que acudían a Santiago
de Compostela. Al padre Alvarado le gustaba ayudar a los jóvenes peregrinos, llegados desde
todos los rincones del mundo, cuando pasaban por el monasterio, agotados, pero plenos de una
profunda fe que les daba fuerza en su largo peregrinaje hasta la ciudad gallega. Los dos últimos
sobres condujeron a monseñor Przydatek a Alemania. El padre Eugenio Cornelius residía en la
abadía benedictina de Ettal, del siglo XIV, situada al norte de los Alpes bávaros, y dedicaba sus
horas a la oración y a la restauración del fresco de Johann Jacob Zeiller que decoraba la cúpula de
doble cubierta del templo. El padre Demetrius Ferrell, de la orden de los capuchinos, llevaba una
vida contemplativa en el santuario de María Auxiliadora, en el corazón de Passau. Pasaba el
tiempo limpiando y sacando brillo a la magnífica lámpara que el emperador Leopoldo había
regalado al templo en 1676, llena de ángeles, águilas e insignias reales. El padre Demetrius Ferrell
cerraba el Círculo Octogonus.
Una vez entregados los ocho sobres, llegó el momento de que monseñor Przydatek regresara al
Vaticano e informara personalmente al cardenal August Lienart de que la misión encomendada
había sido cumplida.

***

New Haven. Connecticut

La sala de lectura de la Biblioteca Beinecke se abría a la luz del jardín japonés que había diseñado
el arquitecto Isamu Noguchi. Según éste, el círculo de mármol blanco colocado en el jardín
representaba una circunferencia magnética, una especie de anillo de energía. El cubo simbolizaba
la permanencia en un punto de equilibrio. A Jack Brown la imagen lo sosegaba y necesitaba
tranquilidad para enfrentarse a la dura lectura que el profesor Avner le había entregado. En aquella
carpeta roja se almacenaban ordenadamente los avances y descubrimientos que había hecho el
bibliotecario en su estudio del Manuscrito Voynich.
Debes aprender cada dato que aparezca escrito en esta carpeta. Si me pasara algo o sufriera un
accidente, debes continuar con la labor de investigarla trascendencia de este antiguo libro. Trata
de conocer el códice, sus entrañas y lo que éstas quieran mostrarte como si fueras una anciana
bruja que observa las entrañas de un cordero vivo. Necesito que alguien sepa lo mismo que yo por
si desaparece esta carpeta. Enciérrate en la sala de lectura de la biblioteca y no salgas de allí hasta
que no te lo hayas aprendido todo, le había ordenado el profesor Avner. Y allí estaba, sentado, sin
poder fumar ni tomar un café. Estaba observando el extraño jardín japonés, procurando no
distraerse de la labor de ampliar sus conocimientos.
—Empecemos… —se dijo Brown antes de abrir la carpeta.

La destrucción de los monasterios ingleses por parte del rey Enrique VIII debía entenderse como una forma más de
ruptura con el poder papal de Roma. Los monjes habían sido llamados el gran ejército permanente de Roma en
Inglaterra, algo que no era del agrado del monarca. En el otoño de 1537, Inglaterra asistió al principio de la caída de los
frailes. Por alguna razón, posiblemente por su poder, a éstos no les había afectado el Acta de 1536. Un año después de la
Peregrinación de Gracia apenas se recordaban disoluciones de casas, excepto aquellas que pasaron a manos del rey a
causa de la proscripción de sus superiores. Las instrucciones dadas a los agentes reales eran bastante claras: debían, por
todos los métodos conocidos, tener a los religiosos deseosos de consentir y acordar su propia extinción. Únicamente
cuando los comisionados descubrieron a algunos de esos líderes y conventos, tan apenados por ser disueltos, tan
testarudos y obstinados que no irían a entrar en razón para acordar con firma y sello su propia garantía de muerte, los
agentes fueron autorizados por el rey Enrique VIII a tomar posesión de la casa y su propiedad por la fuerza. Así lo
hicieron, y el doctor Layton ordenó a los soldados y a los agentes del rey que les fueran colocados los cepos a abades y
priores. Entre 1538 y 1539, unos ciento cincuenta monasterios se negaron a firmar su defunción y a entregar al rey
Enrique VIII su patrimonio y propiedades. En otoño de 1539, el monarca ordenó la ejecución de los abades de
Glastonbury, Colchester y Reading. En 1540, las abadías y monasterios más importantes de Inglaterra ya habían sido
pasto de las llamas y sólo quedaban de ellos ruinas. Cerca de mil ochocientos frailes y mil quinientas sesenta monjas
fueron expulsados de sus conventos e iglesias, obligados a abrazar el nuevo anglicanismo o a abandonar las tierras de
Inglaterra. Mientras esto sucedía, Enrique VIII ordenó a su valido, el duque de Northumberland, la incautación de todo
objeto de valor y la quema de cualquier manuscrito o libro que se pudiera calificar de hereje o blasfemo. Durante una
redada, el noble encontró un extraño libro, cuyo texto era difícil de leer, pero al duque le llamó la atención porque estaba
ilustrado con imágenes de mujeres desnudas bañándose en unas cubas de agua, plantas extrañas y estrellas que giraban.
Al parecer, un oficial del rey Enrique VIII se disponía a lanzarlo a una hoguera, pero el duque de Northumberland lo
detuvo. El noble sabía que si llevaba el libro a la corte, acabaría en el fuego, así que, con la idea de entregárselo en un
futuro a algún sabio que pudiera descifrarlo, se lo dio en custodia a un obispo. El religioso decidió esconderlo en la
abadía cisterciense de Rievaulx, en Yorkshire, donde los monjes habían hecho voto de silencio. El religioso escondió el
Manuscrito Voynich bajo una pesada losa en el nártex, muy cerca del calefactorio, por esa razón, el libro se conservó en
buen estado.

Brown iba tomando notas en una libreta, intentando establecer el recorrido del libro, a medida
que iba leyendo el dossier del profesor Avner.

El duque de Northumberland se olvidó de su particular descubrimiento y, a la muerte del obispo, el libro fue sacado
de su escondite y se depositó en su tumba. Cuando Isabel I, la hija de Enrique VIII y Ana Bolena, ascendió al trono de
Inglaterra en 1558, dispuso que se podían saquear las tumbas de origen católico, siempre y cuando su contenido fuese
compartido con la Corona. Parece ser que un saqueador consiguió hacerse con el Manuscrito Voynich y con dos
extrañas esferas de marfil huecas, y decidió cambiarlos en una taberna por una garrafa de vino. La primera esfera
contenía un polvo rojo, y la segunda, un polvo blanco. Los tres objetos permanecieron en la taberna durante un año,
hasta que Edward Talbot los descubrió. Sin demostrar el más mínimo interés por ellos, consiguió hacerse con el
Manuscrito Voynich y las dos esferas por una libra. Talbot era amigo de John Dee y así fue como el libro cayó en sus
manos.

Jack Brown detuvo su lectura para rebuscar en el dossier del profesor Avner la carpeta sobre
Edward Talbot, también conocido como Edward Kelley. Encontró rápidamente una subcarpeta
azul con el texto: Edward Kelley (1555-1597), 1.er propietario del Manuscrito Voynich.

Edward Kelley, cuyo verdadero nombre era Edward Talbot, nació en Worcester. Su imagen oscila entre su faceta de sabio y
la de estafador. Por una parte, existe documentación de la época en la que se asegura que Kelley era un gran sabio que
conseguía convertir el hierro en oro y, por otra, que era un estafador de poca monta al que le gustaba engañar a reyes y
campesinos, a soldados y taberneros. Se sabe que ejerció de notario en el condado de Lancaster y que tuvo que huir por
falsificar documentos de propiedad y certificados de defunción para quedarse con pensiones y herencias ajenas. Tras ser
detenido, le amputaron las orejas, tras lo cual huyó a Gales. Allí consiguió subsistir gracias a que enseñaba a viajeros y
religiosos un libro que nadie era capaz de leer, tal vez fuera el Manuscrito Voynich. Alguien le preguntó si era capaz de leerlo, a
lo que respondió afirmativamente mientras explicaba que en el libro se relataba de forma pormenorizada la transformación en
oro de cualquier tipo de metal.
En 1582, Kelley conoce al sabio John Dee, con quien entabla una estrecha relación al explicarle que es capaz de hablar con
muertos y fantasmas. Entre 1582 y 1584, Dee y Kelley se dedicaron a hablarle a una bola de cristal para intentar conocer el
secreto del Universo, con no muy buenos resultados. A finales de 1584, principios de 1585, Kelley convence a Dee para irse de
Inglaterra, dado que aún tenía cuentas pendientes con la justicia. Juntos recorren Polonia y Bohemia y viven del engaño
haciéndose pasar por magos e hipnotizadores capaces de anular cualquier dolor. Según parece, el Manuscrito Voynich obraba
ya en poder de Kelley cuando éste huyó de Lancaster a Gales.
En Praga llegaron rumores a oídos de ambos ingleses de que Rodolfo II, emperador del Sacro Imperio Romano, estaba
interesado en el ocultismo, la magia y la alquimia.
Con el paso de las semanas, Edward Kelley comenzó a gastarse parte del dinero que había conseguido en tabernas y
lupanares mientras se jactaba a voz en grito de ser capaz de transformar cualquier tipo de metal en oro. La historia llegó a oídos
del doctor Hagecius, médico personal de Rodolfo II, quien dijo haber sido testigo directo de tan asombrosa transformación.
Estaba claro que mentía. Aunque John Dee se negaba a continuar engañando al emperador, Edward Kelley deseaba ganar
dinero fácil y rápido. Rodolfo II lo nombró caballero de Bohemia, le dio aposento en palacio y le otorgó honores, tierras y
dinero. John Dee continuó siendo pobre, carecía de fortuna y de título nobiliario. Con el paso del tiempo, Rodolfo II comenzó a
impacientarse al no ver los resultados prometidos por Edward Kelley, pero antes de que pusieran en duda sus conocimientos, el
inglés intentó huir con el Manuscrito Voynich a finales de 1591.
Kelley fue capturado dos días después y Rodolfo II ordenó que lo encarcelasen en el oscuro castillo de Zobeslau. Sólo
quedaría en libertad si era capaz de explicarle al emperador lo que significaba aquel misterioso libro. La situación se agravaba a
medida que aumentaba la impaciencia del monarca. Kelley, ante la presión de Rodolfo II, decidió intentar fugarse otra vez, pero
en su huida mató a un oficial del emperador. Detenido nuevamente, esta vez por asesinato, fue encarcelado en el castillo de
Zerner. Durante sus años de reclusión escribió un tratado alquímico y se lo envió a Rodolfo II como regalo, pero, aun así,
continuó en la cárcel.
John Dee escribió una carta a la reina Isabel para que ésta intercediese por Edward Kelley ante el emperador Rodolfo II,
pero éste no respondió a la petición. Una noche, Kelley intentó escapar por una ventana del castillo descolgándose de una vieja
soga. La mala fortuna hizo que la soga se rompiese a causa del peso de Kelley y que éste fuese a caer al foso y se rompiera la
pierna izquierda por tres sitios diferentes. Como en el siglo XVI apenas existía asepsia médica, el miembro de Edward Kelley
comenzó a gangrenarse, lo que provocó una septicemia que le invadió todo el cuerpo. En la madrugada del 1 de noviembre de
1597, el carcelero encontró el cuerpo sin vida de Kelley. El Manuscrito Voynich había desaparecido.

Jack Brown seguía leyendo en la sala de lectura de la Biblioteca Beinecke mientras la noche
caía sobre la ciudad. El periodista miró su reloj y se dirigió hacia la bibliotecaria.
—El profesor Avner ha dado órdenes para que usted pueda seguir aquí, en la sala de lectura,
incluso aunque tengamos que cerrar —dijo la mujer.
Brown levantó los brazos para estirarse y volvió a su silla. El dossier de Aaron Avner rebosaba
información sobre el Manuscrito Voynich. El viejo ha hecho bien los deberes, pensó Brown
mientras abría la carpeta referente al segundo propietario del libro y socio de Edward Kelley. En
la portada aparecía escrito de puño y letra del profesor Avner: John Dee (1527-1609), 2°
propietario del Manuscrito Voynich.

John Dee nació el 13 de julio de 1527 en la mismísima Torre de Londres. Su padre, Roland Dee, era sastre en la corte de
Enrique VIII, y su madre, Jane Wild, camarera en palacio. Con ocho años ingresó en la escuela de Essex y a los quince era ya
un brillante estudiante en Cambridge, donde destacaba especialmente en latín, griego, filosofía y aritmética, aunque también
llegó a dominar la astronomía, la magia y la alquimia. En febrero de 1546, con tan sólo diecinueve años, comenzó a estudiar los
astros con un sistema que él mismo había inventado. Debido al oscurantismo que reinaba en Inglaterra en aquella época en el
ámbito de las ciencias, Dee decidió viajar a la brillante Bruselas, donde estableció una buena relación con el cartógrafo
Gerardus Mercator. Con veintitrés años, ya había escrito dos importantes volúmenes sobre matemáticas y se dedicaba a dar
conferencias sobre los Elementos de Euclides. Tras su regreso a Inglaterra, entró al servicio del duque de Northumberland y
redactó una nueva obra sobre la fuerza de los astros. La muerte de Eduardo VI y la ascensión al trono de María Tudor, la
Sanguinaria, que profesaba la fe católica, provocó la persecución de los protestantes y la caída en desgracia de la familia Dee.
John Dee era el heredero de la pequeña fortuna de su padre y con ese legado pretendía dedicarse plenamente a sus
investigaciones, pero el golpe de infortunio religioso se lo impidió. Pasó años muy duros debido a que todo aquello que
supusiese el estudio de las cifras y las ciencias se asociaba a la cábala y, por lo tanto, a la herejía y al diablo.
El 28 de mayo de 1555 John Dee fue detenido por delito de cálculo y aunque una semana después fue puesto en libertad sin
cargos, todas sus pertenencias —objetos, apuntes, anotaciones, libros— fueron incautadas y subastadas.
Existen ciertos datos que ponen de manifiesto que a principios del año 1556 Dee presentó a la reina María Tudor un
proyecto para establecer una gran biblioteca real que debía dar cobijo a todos los libros que se publicasen. La soberana lo
desestimó. Dee entonces consiguió finalmente financiación privada y fundó su propia biblioteca, que llegó a albergar casi
cuatro mil volúmenes.
Fue John Dee quien estableció, basándose en el estudio de las estrellas, el mejor día para que tuviera lugar la coronación de
Isabel como reina de Inglaterra. A sus treinta y un años, Dee era uno de los científicos más importantes del reino, pero también
uno de los más pobres. En 1568 se convirtió en profesor de matemáticas de la mismísima reina Isabel, pero a ésta le interesaba
más la política que los pensamientos que emanaban de mentes como las de Galileo, Kepler o Tycho Brahe. Entre 1576 y 1580,
la muerte se llevó a la segunda esposa de Dee y a su madre. Sus estudios por aquella época estaban centrados en la reforma del
calendario gregoriano, adoptado por los países católicos tras la llegada de Gregorio XIII al trono de Pedro.
Tras su viaje a Polonia, Bohemia y Praga junto a Edward Kelley y la muerte de éste en 1597 en la prisión de Zerner, John
Dee regresó a Inglaterra. En 1596, la reina Isabel lo nombró rector del Christ College de Manchester con el único fin de que se
alejase de Londres. En 1605, la peste arrasó Manchester con gran virulencia y segó la vida de la esposa y los tres hijos de Dee.
El 26 de marzo de 1609, John Dee muere completamente solo, pobre y olvidado en su casa de Mortlake. Sus libros,
anotaciones, mapas e inventos desaparecieron de la faz de la Tierra.

Brown quedó perdido en la lectura. ¿Dónde está el códice?, se preguntaba mientras pasaba
páginas y páginas del dossier.
La voz de Aaron Avner al entrar, junto a otro hombre, en la solitaria sala de lectura
interrumpió sus pensamientos.
—Señor Brown, le presento a mi gran amigo Samuel Brumball, profesor de Filosofía
Medieval, aquí en Yale —dijo Aaron a modo de presentación.
—Mucho gusto —dijo Brown a Brumball mientras le tendía la mano.
Los profesores Avner y Brumball acercaron dos sillas y se sentaron a la mesa en la que Brown
estaba leyendo.
—¿Qué ocurrió con el libro tras la muerte de Kelley? —preguntó ansioso el periodista del
Globe al bibliotecario—. ¿Es que no existían en aquella época los tipos del octógono? Y si es así,
¿quién protegía el libro? —preguntó Brown.
—Deje que ahora hable yo —dijo Aaron mientras levantaba la mano para rogar silencio al
periodista—. ¿Se acuerda del libro que escribió Kelley en la cárcel y que le regaló a Rodolfo II?
Pues en un principio se creyó que ese libro era una traducción del Manuscrito Voynich. Un alemán
lo publicó en latín con el título de Eduardi Kellaei duo egregii de lapide philosophorum in gratia
filiorum hermetis in lucen editi y lo reeditó en 1676. Parece ser que el Manuscrito Voynich quedó
en poder de la hijastra de Kelley, la cual se lo entregó a Georg Barthold von Breitenberg. Este
jesuita, conocido como Pontanus, rector de la catedral de San Vito de Praga y en realidad el tercer
propietario del códice, era la persona encargada de adquirir valiosos libros para Rodolfo II. Antes
de morir, John Dee dejó escrita una carta con un misterioso mensaje. Decía algo así como: Los
secretos de los mundos olvidados, de los bogomilos perseguidos, de Constantino de Mananali, se
encuentran en ese libro.
—¿Y eso qué significado tiene? —preguntó Brown.
Esta vez la respuesta procedió de Brumball, uno de los mayores expertos del mundo en sectas
herejes medievales.
—Está claro que Dee se refiere a los bogomilos, una secta que apareció en Bulgaria en el siglo
VIII. Los bogomilos, germen de los cátaros, se reconocían como sucesores directos de los
paulicianos, una secta maniquea de Oriente Medio que alcanzó su apogeo en el año 660.
Constantino de Mananali, su jefe, fue ejecutado en 687 y los paulicianos se levantaron contra
Bizancio y lograron constituir una especie de estado independiente que se mantuvo hasta el año
752. Una vez vencidos, fueron desterrados a Bulgaria, donde fundaron el movimiento bogomilo —
respondió Samuel Brumball.
—Yo siempre creí que los cátaros eran cristianos —dijo el periodista mientras seguía pasando
las páginas del dossier.
—Los bogomilos y los cátaros sí que eran cristianos en cierta forma. Aceptaban los dogmas
conciliares, el Evangelio era su libro y rendían culto a la Virgen, pero eran sectas y los papas los
trataban como herejes. Los paulicianos son diferentes. Desde el siglo IX la Iglesia los consideró
herejes. Parece ser que en el año 1119 los cátaros abandonaron la región de los Balcanes y se
extendieron por el norte de Italia y el sureste de Francia, por la región del Languedoc. Con apoyo
de ciertos poderosos, lo que no había sido más que una secta se convirtió en la religión de todo un
pueblo durante medio siglo… —relataba el profesor Avner cuando Brown lo interrumpió de
nuevo. El periodista lanzaba continuas preguntas mientras tomaba notas desordenadamente en una
libreta.
—¿Qué fue de ellos? ¿Qué les ocurrió? —preguntó.
—En el año 1165 fueron condenados por herejía en un primer concilio por orden del papa
Alejandro III, pero no fue hasta 1208 cuando, por orden del papa Inocencio III, se decidió lanzar
una cruel cruzada contra ellos. Aquella santa cruzada se convirtió en una carnicería: hombres,
ancianos, mujeres y niños fueron pasados a cuchillo en defensa de la verdadera fe. En 1250, bajo
el pontificado de Inocencio IV, no quedaba ni un solo cátaro en territorio francés, pero,
misteriosamente, su doctrina pervivió. Se dijo entonces que varios sabios perfectos, así es como se
definían, habían escrito, utilizando una clave secreta, sus bases, creencias y doctrinas en un libro
que debía protegerse para la posteridad. Puede que ese libro fuese el Manuscrito Voynich —
respondió el experto en religiones.
—Entonces, si eso fuera cierto, sería lo mismo que si se encontrara en la actualidad la primera
Biblia escrita —señaló Brown mientras respiraba profundamente. Sabía que aquello era un gran
descubrimiento para un periodista como él y estaba seguro de que revolucionaría muchas
creencias e ideas sobre las doctrinas impuestas por la Iglesia católica.
—Más que eso. ¡Es como si hoy los católicos descubriesen un texto escrito de puño y letra del
propio Jesucristo! —exclamó Brumball—. Estoy seguro de que a muchos líderes del Vaticano no
les gustaría que eso sucediese, como tampoco el hecho de que se revele el secreto del Manuscrito
Voynich.
—John Dee tenía la clave del códice y lo más curioso de todo es que se llevó el secreto a la
tumba, tal vez para protegerlo —intervino Aaron.
—O tal vez porque John Dee era un seguidor de la doctrina de los cátaros —precisó Jack
Brown.
—Puede ser, pero ahora lo que debemos hacer es intentar saber qué se relata en el códice. Eso
será suficiente. Son ya las doce. Una buena hora para retirarse —dijo el bibliotecario dando por
finalizada la reunión.
—Me gustaría leer algo más sobre los propietarios del códice, si no hay inconveniente,
profesor —dijo Brown a modo de excusa mientras se despedía del profesor Avner y del profesor
Brumball.
—Llámeme si desea más información sobre los cátaros —dijo Samuel Brumball antes de salir.
—Sí, así lo haré.
Jack Brown continuó en la gran sala de lectura, solitaria e iluminada únicamente por los
reflejos de los focos procedentes del jardín japonés. Un ruido lo sacó de su ensimismamiento.
—Me ha dado usted un susto de muerte, profesor —dijo el periodista cuando vio que Aaron
entraba de nuevo en la sala.
—Antes de marcharme me gustaría pedirle algo, querido Brown. Necesito que viaje usted a
Keele, en Inglaterra, y a Dublín. He enviado información sobre el códice a dos amigos míos, y
quiero que hable con ellos. No quería decírselo delante de Brumball para no ponerlo en peligro.
No le diga a nadie que va a irse. Lo que le tienen que decir mis amigos sobre el códice es muy
importante. Apunte todo y llámeme por teléfono en cuanto llegue —dijo Aaron.
—No puedo marcharme de viaje a ninguna parte. Tengo tiempo, pero no tengo dinero. ¿Por
qué no envía a su ayudante, ese Milo Duke? —protestó Brown.
—No está preparado. Usted es periodista y tiene más experiencia en discernir qué es
importante y qué no de la información que van a darle sobre el Manuscrito Voynich. Por otro lado,
no se preocupe por la cuestión de los gastos. Yo tengo dinero, pero no tengo tiempo. Me haré
cargo de sus gastos en Inglaterra e Irlanda —comentó el bibliotecario para tranquilizar al
periodista.
—¿Incluso de los gastos de bourbon? —preguntó Brown.
—Le pagaré todo el bourbon que sea usted capaz de tragar si regresa sano y salvo. Cuídese
mucho, amigo Brown.
—Lo haré, profesor. Lo haré —dijo a modo de despedida mientras el profesor se alejaba por el
pasillo a oscuras.
La noche había caído sobre New Haven.
Capítulo 4

Ciudad del Vaticano

Lienart permanecía de pie ante el espejo, en silencio, mientras se dejaba hacer por el hábil
Rainiero Falcinelli. El sastre manejaba con rapidez los alfileres, que sujetaba entre los labios. Su
sastrería, en el número 40 de la calle Borgo Pio, a muy pocos metros de la plaza de San Pedro,
llevaba vistiendo a papas, cardenales y obispos desde hacía más de medio siglo. A Falcinelli, la
tercera generación de sastres, le gustaba atender personalmente al cardenal August Lienart, quien
lo definía como el Christian Dior de la Santa Madre Iglesia, y puede que estuviese en lo cierto.
Aquel mote le gustaba. Alimentaba el ego del sastre y, con ello, reducía la posible factura.
Allí, entre telas de terciopelo, seda púrpura, algodón y lana, un alto miembro de la curia podía
enterarse de los últimos cotilleos que circulaban por los corredores del Palacio Apostólico. La
sastrería Falcinelli era para los altos miembros de la curia como una peluquería de barrio para las
mujeres de un patio de vecinos. Monseñores, eminencias y funcionarios de la Secretaría de Estado
soltaban las lenguas con el fin de darse importancia ante el sastre. Desde hacía años, aquel
comercio era una verdadera fuente de información tanto para la Entidad como para el Sodalitium
Pianum, el contraespionaje papal.
—Eminencia, ahora no se mueva —le pidió el sastre mientras intentaba medir el bajo del
hábito.
—¡Ah, fiel Falcinelli! ¡Sus hábitos son los mejores de Roma, pero también los más caros! —
exclamó Lienart quejándose.
—Eminencia, mi casa sigue cobrándole lo mismo que cuando usted llegó a la Santa Sede.
—Sí, pero antes no era príncipe de la Iglesia, sino un sencillo obispo que llegó a esta ciudad
desde Francia para servir en el Consejo de la Curia Romana —objetó Lienart mientras el sastre
seguía luchando con el bajo del nuevo hábito del jefe del espionaje vaticano.
—¿Cuántos hábitos va a necesitar, eminencia? —preguntó Falcinelli.
—Veamos… Necesitaré tres fajines, dos hábitos purpurados, uno para diario y otro para
ceremonia. También me llevaré cuatro pares de calcetines rojos y dos solideos, y quiero además
una orla roja… y acuérdese de la esclavina negra —dijo Lienart.
—Déjeme calcular, le haré la cuenta —dijo el sastre mientras hacía operaciones en una
calculadora—. Cada hábito le costará unos siete millones y medio de liras, el precio más bajo que
puedo ofrecerle.
—¡Cada vez son más caros! Debería hacerme un descuento —alegó el cardenal protestando.
—Eminencia, en Falcinelli le cobramos el hábito de ceremonia, incluidos los calcetines rojos,
la sotana, el fajín de lana fría de color rojo, los treinta y tres botones forrados de seda roja, la
manteleta y la muceta rojas y el solideo, al mismo precio que el hábito de diario —replicó
molesto el sastre.
—¿Y en el precio están incluidos el solideo y la mitra?
—El solideo es un regalo de nuestra casa a su eminencia. Respecto a la mitra… no puedo
incluirla, dado que la hacen en Florencia para nosotros —señaló Falcinelli.
—De acuerdo. Trato hecho. Mi secretario, monseñor Przydatek, se pondrá en contacto con
usted para arreglar el pago —dijo Lienart—. Y ahora que hemos arreglado la cuestión de los
negocios, dígame qué se comenta en la Santa Sede.
—El otro día vino un cardenal a probarse un hábito negro, lo acompañaban dos sacerdotes, uno
de ellos era obispo, y comentaron que la salud del Santo Padre cada vez es más delicada —contó
el sastre.
—Eso lo sabe todo el Vaticano. Yo le pregunto por los comentarios de pasillo —reclamó
August Lienart.
—Según parece, Metz no está dispuesto a ceder poder una vez que fallezca el Papa. Hablaban
sobre la necesidad de intentar crear un grupo de presión italiano en el próximo cónclave para
evitar que algún cardenal que no sea italiano pudiera ser elegido Sumo Pontífice con la ayuda del
Espíritu Santo. Pero, como usted bien sabe, sólo son comentarios sin malas intenciones —dijo
Falcinelli al jefe de la Entidad.
—Esos comentarios sin malas intenciones son los que marcan la política del Vaticano, y no los
grandes tratados que se discuten en complicadas mesas de negociaciones —dejó caer Lienart
mientras volvía a vestirse—. Llame a mi secretario cuando esté todo preparado. Pero, dese prisa,
no creo que el Sumo Pontífice aguante mucho más. Puede que dentro de unas semanas tenga que
convocarse un nuevo cónclave y necesitaré los hábitos.
Tras besarle el anillo, el sastre y sus ayudantes acompañaron a tan ilustre cliente hasta la
salida. Robert ya esperaba con la puerta del Mercedes abierta. Dos policías de tráfico se acercaron
al cardenal para presentarle sus respetos. Lienart devolvió el saludo y entró en el vehículo, donde
ya lo aguardaba su secretario, monseñor Vaclav Przydatek. Antes de empezar a hablar, Lienart
presionó un botón negro y levantó la mampara de cristal que insonorizaba la parte trasera del
vehículo de la zona del chófer.
—¿Cómo ha ido su misión? —preguntó.
—Bien, eminencia. He cumplido sus órdenes de forma estricta. Los miembros del círculo han
recibido los ocho sobres que me entregó. Ahora sólo queda esperar —respondió Przydatek.
—Dentro de siete días debe convocarse al círculo en Villa Mondragone. No podemos esperar
más. Debemos establecer nuestros objetivos antes de que suceda lo inevitable —dijo
lacónicamente el jefe del espionaje vaticano.
—¿Se refiere al despertar del Manuscrito Voynich?
—Me refiero al fallecimiento del Sumo Pontífice. Cuando esto suceda, mi labor será muy
importante, tendré que proteger al camarlengo y organizar todo para el cónclave. Si esto ocurre
antes de que se reúna el Círculo, la situación será ciertamente delicada para mí y, por
consiguiente, para usted, amigo Przydatek —advirtió Lienart.
—Nada ni nadie interferirá en los designios de Dios, eminencia —respondió el secretario.
—Espero que así sea, fiel Przydatek. Espero que así sea —sentenció el cardenal August
Lienart mientras el vehículo comenzaba a aminorar la marcha ante la proximidad del control de la
Guardia Suiza en la puerta de Santa Ana.

***

Universidad de Keele. Staffordshire. Inglaterra

La Universidad de Keele fue la primera que se fundó en Gran Bretaña en el siglo XX y se le


concedió su estatus universitario en 1962. El campus, el más grande del país, ocupaba más de
doscientas cincuenta hectáreas de tierras fértiles y verdes declaradas patrimonio británico. En una
de las grandes aulas situadas en el edificio principal, del siglo XIX, impartía clases el profesor
Gordon Rugg, uno de los mejores científicos informáticos del mundo y amigo desde hacía tres
décadas de Aaron Avner.
La llamada que había recibido de su amigo a altas horas de la noche había intrigado en
extremo al bibliotecario y por eso había decidido enviar a Jack Brown al corazón de Inglaterra
para hablar personalmente con Rugg y que éste le explicara lo que había descubierto. Semanas
después, el periodista del Boston Globe se encontraba maldiciendo en un cruce de carreteras
mientras conducía un Ford Escort blanco alquilado en el aeropuerto de Gatwick y se peleaba con
los pliegues de un gran mapa de la región.
—¡Estos jodidos ingleses y sus mapas de carreteras! Hacen los mapas y los periódicos lo más
grande posible para evitar que podamos leerlos. No me extraña que Hitler no quisiese conquistar
Inglaterra con este complicado sistema de carreteras. La Wehrmacht habría tenido que preguntar
cómo se va a Londres si hubiese querido hacer prisionero a Churchill —refunfuñó Brown.
Por fin, al doblar una estrecha carretera secundaria, divisó el letrero del Stop Inn Newcastle-
under-Lyme, un hotel pequeño y confortable situado a muy pocos kilómetros de la Universidad de
Keele. Al entrar, Brown se encontró con una recepción que imitaba la entrada de un castillo. El
periodista se registró, dejó la maleta en la habitación y bajó a la recepción. Tras pedir un whisky,
se dirigió a un hombre con gorra que estaba fumando una pipa apagada y que parecía ser el dueño
del hotel.
—¿Podría decirme cómo puedo llegar a la Universidad de Keele?
—Sí, por supuesto. Debe salir nuevamente en dirección a Newcastle-under-Lyme. Al salir de
la ciudad, verá un indicador, tiene que girar a la derecha para ir a la universidad. Siga después las
indicaciones y llegará sin problema —contestó el hombre de la recepción. Antes de darle la
espalda, Brown se dirigió de nuevo hacia él.
—¿Qué se puede hacer aquí durante el día?
—Bueno, Newcastle-under-Lyme es una ciudad muy animada. Hay un pub, El Búho Azul, allí
se puede jugar a los dardos.
Y también se pueden visitar las fábricas de porcelana de Wedgwood y Royal Doulton.
—Caray, qué divertido. Me lo pensaré —dijo Brown algo sarcástico mientras caminaba en
dirección al coche por el camino de gravilla.
Media hora después, tras recorrer varios kilómetros más, Brown traspasó las grandes rejas
forjadas que daban acceso a la universidad. Un guardia con el escudo del campus indicó al recién
llegado cómo llegar hasta Keele Hall. De pie en la escalera del edificio estaba Gordon Rugg
esperándolo.
—Me ha llamado el guardia de la entrada para decirme que ya venía hacia aquí. Me alegro de
verlo. Aaron me ha hablado muy bien de usted. Vayamos a mi despacho, allí podremos hablar
tranquilamente —dijo el científico mientras cogía del brazo a Brown y se dirigían hacia allí por
los largos pasillos del edificio.
—¿El profesor Avner le ha hablado muy bien de mí? —preguntó el periodista.
—Oh, sí, pero no se sorprenda. Aaron no habla jamás ni bien ni mal de nadie por el sencillo
motivo de que cree que él es el único ser vivo inteligente en el gran planeta de la Beinecke —
respondió Rugg sonriendo—, pero me ha hablado muy bien de usted, y eso ya es algo.
Una puerta de madera lustrada, con una placa de bronce en la que se leía Profesor Gordon
Rugg, daba acceso al refugio del experto en informática. Se sentaron a una gran mesa, cubierta de
papeles como la del profesor Avner, y Rugg cogió una carpeta. Brown observó que dentro había
unas páginas escaneadas del Manuscrito Voynich.
—Usted sabe que Aaron me envió hace aproximadamente un mes varias páginas escaneadas
del extraño texto de un viejo códice —explicó Rugg—. Pues bien, las he analizado con varios
programas informáticos y secuencias de claves y creo que he podido desentrañar algo de lo que
dice el texto. —El periodista del Boston Globe se acomodó en un sofá negro y sacó una libreta de
notas—. Por favor, no escriba nada hasta que no haya acabado de relatarle lo que he descubierto
—le pidió Rugg—. Lo que le voy a contar es muy importante, atañe al conocimiento que se tiene
hasta ahora de las religiones y puede incluso resultar peligroso.
Rugg interrumpió su relato para ofrecer un café a Brown.
—Prefiero un whisky —dijo el periodista.
El profesor se lo sirvió y continuó con su explicación.
—Espero que entienda lo que he hecho o, al menos, lo que he intentado hacer. Analicé nueve
de las quince páginas sueltas que me envió Aaron. Al principio pensé que la labor sería ardua, en
primer lugar porque no conocía la codificación original del libro ni el idioma en que se había
codificado. En segundo lugar, porque no sabía de qué trataba el códice. Aaron nunca me lo ha
querido explicar, y cuando lo descubrí, me di cuenta de que mi amigo deseaba mantenerme
alejado de cualquier posible peligro. Utilicé un programa informático basado en las llamadas
claves de san Ambrosio. Este santo consiguió crear mil quinientos pentámetros y casi dos mil
hexámetros a partir del simple saludo en latín de Ave María, gratia plena, Dominus tecum…
—Disculpe, profesor Rugg, pero ya me he perdido —dijo Brown.
—Veamos cómo puedo explicárselo —terció Rugg—. Los códigos cifrados están basados en
simples juegos de letras y cifras, en anagramas. La cuestión es saber cuál es la secuencia de letras
y cifras que empleó el encriptador para codificar el Manuscrito Voynich. También es fundamental
saber qué idioma utilizó el autor del libro para codificar el texto. Por ejemplo, si tomamos la frase
que le he dicho antes, Ave María, gratia plena, Dominus tecum, vemos que está formada por
treinta y una letras y, aun así, se pueden colocar de millones de maneras. Exactamente como si se
escribiera el número cincuenta con treinta ceros más.
—¿Cuánto tiempo se tardaría entonces en descifrar todo el mensaje? —preguntó Brown,
incrédulo, mientras lanzaba un pequeño silbido.
—Si esta frase hubiese sido el mensaje origen de la codificación y una persona a una velocidad
de comprobación de un orden por segundo trabajara al mismo tiempo con todos los habitantes del
planeta, se tardaría poco más de mil veces la vida del Universo en comprobar todas las posibles
variaciones de las letras de esta frase. Y estamos hablando de tan sólo una frase formada por
treinta y una letras —explicó Rugg—. Así que lo que he hecho ha sido utilizar la informática y los
ordenadores para intentar descifrar no un mensaje cifrado por un genio del siglo XIII, como era el
caso de Roger Bacon, sino el producto de un erudito del siglo en el que vivimos.
—Perdóneme que lo interrumpa, pero sigo sin entender absolutamente nada —intervino Jack
Brown.
—Veamos cómo se lo explico… Imagínese que quiero darle una orden militar, y ésta es:
Atacar a las doce el castillo. Para cifrarlo designamos un número a cada palabra. Por ejemplo, el
12 a atacar; el 9 a a; el 30 a las; el 45 a doce y el 77 a castillo. Usted recibirá un mensaje que dirá:
12-9-30-45-77. Para poder descifrarlo, necesita la clave y el código y entonces sabrá que esos
números indican que debe atacar a las doce el castillo. Pues bien, yo he utilizado un sistema
parecido para descifrar parte de los textos que aparecen en nueve de las quince páginas que tengo
del códice y que me envió Aaron. La cuestión sería que deberíamos reunimos todos los expertos a
los que Aaron ha enviado diferentes páginas y las hemos descifrado para saber qué dice el
misterioso libro —dijo Gordon Rugg.
—¿Pero qué decían las páginas que ha conseguido descifrar? —preguntó Brown con interés.
—Pues, sencillamente, por lo que he conseguido leer, se trata de un texto religioso muy
importante y, dado el complejo sistema de codificación que utilizó el autor, o tal vez los autores,
está claro que él o ellos no deseaban que nadie supiese qué decía el libro o qué mensaje guardaba.
Está claro que lo que el autor pretendía lo consiguió, ya que ocho siglos después seguimos sin
saber qué dice el libro —alegó Rugg.
—¿Puedo llamarlo por teléfono si tengo alguna pregunta, profesor Rugg?
—Claro, por supuesto, no deje de hacerlo. Salude de mi parte a Aaron y dígale que le
agradezco que me haya distraído de mis monótonas clases a jovencitos imberbes que creen saber
más que uno —dijo el profesor Rugg despidiéndose.
Mientras conducía hacia su hotel, Brown iba repitiendo mentalmente una y otra vez las
palabras que le acababa de decir Rugg: Se trata de un texto religioso muy importante y, dado el
complejo sistema de codificación que utilizó el autor, o tal vez los autores, está claro que él o
ellos no deseaban que nadie supiese qué decía el libro o qué mensaje guardaba.
En cuanto llegó al hotel llamó por teléfono al profesor Avner y le contó la conversación que
había mantenido con Gordon Rugg casi palabra por palabra. Después le comentó que tenía
pensado viajar a Irlanda al día siguiente para visitar a Elizabeth Gwyn, una de las más grandes
expertas en cifrado y descodificado de claves, amiga del bibliotecario, que vivía retirada junto a
sus recuerdos en una granja en las cercanías de Dublín.
—Ahora necesito dormir, profesor —dijo el periodista para despedirse.
—No olvides llamarme mañana por la noche cuando vuelvas de ver a Elizabeth —dijo Aaron
al otro lado del teléfono—. Buenas noches, Jack, cuídate mucho. Estoy seguro de que hay mucha
gente que no desea que sigamos escarbando en este libro.
—Buenas noches, y no se preocupe, profesor. Pienso cuidarme, sobre todo ahora, que usted
paga la bebida —dijo Brown para intentar relajar la conversación y tranquilizar al anciano
bibliotecario. Tras colgar el aparato, apagó la luz e intentó dormirse.

***

Dublín. Irlanda

A Brown se le hizo largo el trayecto desde el aeropuerto británico de Gatwick al pequeño


aeródromo de la capital irlandesa.
Durante el viaje había estado leyendo el periódico, que se hacía eco de las alarmantes noticias
procedentes del Vaticano sobre la salud del Sumo Pontífice. Aunque él no era practicante, su
familia, como buenos ciudadanos católicos bostonianos, estaba expectante ante las noticias sobre
la larga enfermedad del Papa, agravada por las dos cajetillas diarias que había fumado en su
juventud y los diez cigarrillos a los que había reducido su dosis una vez que le detectaron el
cáncer, que le había invadido ya todo el cuerpo. Era sólo cuestión de días que se produjera un
dramático desenlace, así lo confirmaba el corresponsal del Irish Times en grandes titulares a tres
columnas.
Nada más bajar del avión y recoger su equipaje, Brown salió a la terminal principal y se
dirigió a una belleza pelirroja en cuya chaqueta azul ajustada se veía el emblema de la Dublin
Airport Authority, la DAA.
—Perdone, ¿podría indicarme dónde hay un teléfono público? —La joven se dio la vuelta y
con la mano extendida le señaló el fondo de la terminal—. Estaré en Dublín dos días. Tal vez
querría usted cenar conmigo —sugirió Brown.
—Lo siento, pero no puedo —respondió la joven sonriendo mientras señalaba su alianza de
oro en el dedo.
—Bueno, tal vez en otra ocasión —dijo el periodista alejándose en dirección a los teléfonos.
Brown sacó de su agenda un trozo de papel, escrito de puño y letra del propio Aaron, en el que
aparecía el teléfono de Elizabeth Gwyn. Cuando estaba a punto de colgar pensando que no había
nadie, una dulce voz respondió al otro lado de la línea.
—¿Sí? ¿Quién es? —preguntó la mujer.
—¿Señora Elizabeth Gwyn? —preguntó Brown.
—Señorita Gwyn —precisó de forma coqueta.
—Soy Jack Brown, periodista del Boston Globe y amigo del profesor Avner, de la Biblioteca
Beinecke de la Universidad de Yale…
—¿Y cómo está ese viejo cascarrabias? —preguntó la mujer.
—Muy bien, aunque creo que sigue igual de cascarrabias —alegó Brown ante la risa que
procedía del otro lado de la línea—. Señorita Gwyn, necesitaría hablar con usted cuanto antes.
—Podemos vernos mañana y tomar el té en el Shelbourne. ¿Conoce el hotel Shelbourne? —
preguntó la señorita Gwyn.
—No conozco Dublín, pero me imagino que si cojo un taxi, lo encontraré. No se preocupe por
mí, no me perderé —respondió el periodista.
—Muy bien, lo espero a las cinco de la tarde frente al parque de St. Stephens Green. Sea
puntual. No me gusta la impuntualidad y, por favor, venga con corbata. Buenas tardes, señor
Brown.
Tras colgar el teléfono, Jack Brown salió fuera de la terminal y cogió un taxi hacia el centro de
la ciudad. Tenía habitación reservada en el hotel 66, muy cerca de la Embajada de Estados Unidos.
Durante el resto del día se dedicó a pasear por las tranquilas calles de Dublín y visitar el Trinity
College. En una sala oscura y tras un cristal blindado pudo admirar el famoso Libro de Kells, una
de las joyas más importantes del arte celta. Tal vez el Manuscrito Voynich alcance la misma
importancia que este libro, pensó en silencio Brown. Al salir, se dirigió hacia Nassau Street y
entró en Ireland House.
Pensando en las palabras de la señorita Gwyn, el periodista adquirió una corbata con los
colores de un clan escocés cuyo nombre ya había olvidado nada más salir de la tienda. Los
ancestros de Brown, originarios de Cork, habían dejado tierra irlandesa y emigrado a Boston a
finales del siglo XIX. Tras beberse una pinta de Guiness en el Temple Bar, decidió regresar al hotel
a descansar.
Al día siguiente por la mañana revisó sus notas e hizo una copia de ellas en un cuaderno que
había comprado en una céntrica papelería de la ciudad. Una vez que ordenó todos los datos en el
cuaderno nuevo, lo metió en un gran sobre y escribió en él su nombre y el número de un apartado
postal de la oficina central de correos de Boston.
Tras un frugal almuerzo en el Davy Byrnes, acompañado de una buena botella de Jameson, el
periodista decidió tumbarse en el césped, muy cerca de un grupo de estudiantes que tocaba con
una guitarra una balada celta. Al cabo de una hora, Brown, con un poco de dolor de cabeza debido
al whisky que acababa de ingerir, decidió ir caminando hacia el Shelbourne.
Miró el reloj: tenía media hora para asearse antes de ver a la señorita Elizabeth Gwyn.
La fachada del hotel Shelbourne era realmente majestuosa. Inaugurado en 1824, se había
convertido en uno de los símbolos de la ciudad. En uno de sus salones, un día de 1922, se firmó la
Constitución del Estado Libre de Irlanda. Tras lavarse las manos en el baño, situado al otro lado
de la recepción, el periodista preguntó a un botones por el salón principal.
Nada más entrar divisó a una mujer de poco más de setenta años con un vestido azul. A su
lado, en una butaca roja, había dejado un pequeño bolso, un par de guantes y un sombrero de paño
del mismo color que el vestido.
—¿Señorita Gwyn? —preguntó Jack Brown.
—Sí, soy yo. Siéntese, por favor —le pidió Elizabeth Gwyn—. Le recomiendo el té de este
hotel. Es magnífico.
—Prefiero que me traiga un martini —dijo Brown al camarero.
Estaba ante una de las más grandes especialistas en ruptura de claves de toda Gran Bretaña,
aunque, observándola bien, parecía más una maestra jubilada de pueblo. Aaron Avner le había
hablado de su amiga y le había recomendado que se mostrase humilde ante ella y no con la
prepotencia habitual con la que solía actuar el periodista del Globe.
—Pondré a prueba mi encanto personal —había dicho Jack Brown.
—No te servirá de nada con Elizabeth, créeme —le había recomendado el profesor Avner.
Elizabeth Gwyn había trabajado en el mítico Bletchley Park, la llamada Estación X, la sede del
centro británico de descifradores de claves durante la Segunda Guerra Mundial. En 1938, durante
la llamada crisis de Múnich, el almirante Hugh Sinclair, jefe del SIS, el Servicio de Inteligencia
Secreto, decidió fundar la Escuela de Códigos y Cifras del Gobierno, conocida por sus siglas, GC
& CS. Cientos de expertos lingüistas, analistas y criptógrafos se trasladaron a Bletchley Park con
la intención de interceptar las comunicaciones del Reich alemán. Una de esas criptógrafas era
Elizabeth Gwyn, la cual, junto a un pequeño grupo angloestadounidense, consiguió romper la
clave de Enigma, la máquina de códigos que utilizó el ejército alemán para comunicarse desde
1931 hasta 1945, el año en el que terminó la guerra. La máquina Enigma también la empleaba el
alto mando de la Kriegsmarine en sus comunicaciones con los submarinos U-Boot en el Atlántico.
Cuando finalizó la guerra, en 1945, a Elizabeth le propusieron incorporarse al GCHQ, el Cuartel
General de Comunicaciones del Gobierno, la agencia británica encargada del espionaje de las
comunicaciones. Allí sirvió hasta su jubilación, el 21 de septiembre de 1973, y estuvo al cargo de
diversos departamentos de descifradores. Desde aquel día, Elizabeth se puso manos a la obra para
ayudar a Aaron Avner a descifrar el Manuscrito Voynich.
—Nos llamaban los rompe códigos. Ya nadie se acuerda de lo que hicimos. Los jóvenes de ahí
fuera se olvidan de que nosotros escribimos la historia. Cuando yo tenía la edad de esas jovencitas
que están sentadas ahí enfrente —dijo la señorita Gwyn mientras miraba por el gran ventanal del
hotel—, estaba metida en una sala a oscuras de Bletchley Park, anotando claves y combinaciones
para intentar salvar la vida a muchos de nuestros hombres que navegaban en buques civiles
transportando cargas de un lado a otro del Atlántico.
Recuerdo un pequeño cartel junto a mi mesa en el que estaba escrito Zu Tode Gesiegt. ¿Sabe
qué significa, señor Brown?
Victoria hasta la muerte. Era el lema de las unidades de submarinos de la marina alemana.
Desciframos Enigma y creo que salvamos la vida a muchos de nuestros hombres. Pasé mi
juventud sumergida en una sala, descifrando códigos y claves, metida entre letras y números.
—Hicieron ustedes un gran trabajo —repuso Brown.
—Sí, pero al final se olvidan de uno —dijo la señorita Gwyn con cierta añoranza—. Dígame
qué lo trae por Irlanda.
—Aaron Avner me pidió que viniera a verla para que me contara lo que descubrió en las
páginas que le envió del Manuscrito Voynich.
—Tómese su martini, señor Brown. ¿Le gusta el estofado irlandés? —preguntó la señorita
Gwyn.
—Nunca lo he probado —respondió el periodista del Globe.
—Pues venga conmigo, lo invito a cenar a mi casa. Le prepararé un auténtico estofado irlandés
de riñones y entrañas y lo acompañaremos con una buena botella de whisky. Después tendremos
todo el tiempo del mundo para charlar sobre lo que he descubierto. Me gusta usted, señor Brown,
y no siempre tengo la oportunidad de pasar una noche en compañía de un hombre tan guapo.
Escuche y aprenderá mucho con lo que le contaré —sentenció la señorita Gwyn.
Minutos después, sentado a bordo de un destartalado Land Rover gris y con la espalda dolorida
por la mala amortiguación del vehículo, Jack Brown se dirigía a la casa de la anciana espía
jubilada, que conducía a una velocidad endiablada por las calles de Dublín rumbo a Drogheda, la
ciudad al norte de la capital en la que se encontraba su granja.
Una hora después, mientras intentaba conciliar el sueño en aquel cacharro, un frenazo en seco
lo sobresaltó.
—Hemos llegado, señor Brown —anunció la enérgica anciana mientras se dirigía a paso ligero
hacia el interior de la casa, sorteando a varias gallinas en el camino.
Tras desperezarse durante unos segundos y con el aire frío cortándole el rostro, Brown siguió a
la mujer. La casa estaba llena de recuerdos y de fotografías descoloridas de un hombre con el
uniforme de la RAF. Se quedó un buen rato mirándolas.
—Éste era mi prometido —dijo Elizabeth Gwyn señalando una de las fotos. Se había
cambiado de ropa y se había convertido en una perfecta granjera con sus botas de goma y
embutida en una chaqueta de tweed—. Cayó el 11 de diciembre de 1940 en el Canal de la Mancha
durante la batalla de Inglaterra.
Tras una larga cena a base de estofado irlandés y puré de patatas y regada con unas buenas
dosis de whisky la señorita Gwyn se levantó de la mesa. Apartó un pequeño jarrón de porcelana
con flores secas y puso encima de la mesa una gruesa carpeta. La abrió y aparecieron sueltas una
gran cantidad de notas de papel y páginas escaneadas del Manuscrito Voynich.
—Soy una mujer fascinada por todo aquello que no entiendo, por todo lo que pretende
mostrarnos algo y que necesita ser descifrado. ¿Sabe que con tan sólo nueve años me dediqué a
estudiar el sistema de escritura que utilizó Leonardo da Vinci? Descubrí, sin que nadie me lo
dijese, que Leonardo escribía mediante un sistema de espejos. He rescatado este método y lo he
aplicado a las páginas que Aaron me envió del Manuscrito Voynich. Una vez que comencé a
descodificar la mayor parte del texto, apliqué el sistema de cifras por el cual éstas se dividen en
dos categorías: cifras de transposición y cifras de sustitución —explicó la señorita Gwyn.
—Permítame que la interrumpa, pero no entiendo nada. Debe explicármelo como si estuviera
ante un niño de ocho años —adujo el periodista.
—Bien, lo intentaré. Una cifra de transposición, como su nombre indica, significa que se
utiliza para reorganizar las letras de un texto concreto original, con lo que el mensaje se
contextualiza. Este sistema, que solíamos utilizar en el GCHQ, ofrece un alto nivel de habilidad, a
no ser que exista otro sistema relativamente seguro. Lo cierto es que con este sistema no se puede
asegurar este porcentaje.
—¿Y el otro sistema del que me ha hablado? —preguntó Brown.
—Es el de sustitución. Este sistema funciona de la siguiente manera: se escriben las letras del
mensaje en texto sin cifrar y se sustituyen por otras letras, cifras o números. Este método se
conoce en el ámbito de los codificadores como sistema César.
—¿Por Julio César? —inquirió el periodista.
—Así es. Ya el historiador Suetonio probó este sistema. También se conoce como cifra César
de sustitución. Para codificar un mensaje se cambia cada letra de la frase original por otra letra
situada a un número de posiciones. Aunque le suene complicado, es bastante sencillo. Se escribe
en una línea parte del texto y en la fila de abajo el alfabeto en clave. Se lo mostraré.
Elizabeth Gwyn cogió un folio en blanco y escribió dos filas de letras en mayúsculas y
minúsculas:
ABCDEFGHIJKLMNOPQRSTUVWXYZ
mnopqrstuvwxyzabcdefghijkl
—Si utilizamos esta tabla para cifrar las palabras Códice cifrado, como se conocía al
Manuscrito Voynich en esa época, quedaría de la siguiente forma: oapuoq ourdmpa. Como ve, es
bastante sencillo mediante el sistema de cifra César de sustitución. Para descifrar el mensaje
oapuoq ourdmpa el receptor debe tener en su poder la tabla, reinvertir el sistema y, una vez
desencriptado, descubrirá que el mensaje se refiere al Manuscrito Voynich. Si a esto se le suma
que a cada minuto o a cada hora se puede cambiar la rotación de la línea de abajo, es probable que
a cualquiera que desee conocer lo que dice el texto le dolerá la cabeza —señaló Elizabeth Gwyn
sonriendo mientras se servía una taza de té de un fuerte color verde.
—Es usted una gran criptógrafa, señorita Gwyn —dijo Brown con la intención de alabarla por
la explicación que le acababa de dar.
—El término correcto para designar a un descifrador de códigos secretos es criptoanalista. Un
criptógrafo es la persona que construye y diseña códigos y cifras para que le duela la cabeza a un
criptoanalista —dijo la mujer.
—¿Y ha conseguido descifrar parte del Manuscrito Voynich? —preguntó Brown ansioso.
—Sí. Le explicaré más tarde lo que he descubierto. Para descifrar el texto que me envió Aaron
desde Yale utilicé un refinado sistema basado en la aplicación de un número de equivalentes
codificados. El número se aplica a la palabra, letra o símbolo más repetido en el texto. Este
sistema se solía utilizar con frecuencia en Europa desde la Edad Media hasta el Renacimiento.
Después apliqué el sistema de claves que Roger Bacon describió en el año 1250. Bacon cita
siete formas para codificar un mensaje o, dicho más sencillo, para que usted lo entienda, para
ocultar un texto que desea que nadie pueda leer.
—Entonces, tal vez uno de esos siete sistemas pueda ser la clave para descifrar el Manuscrito
Voynich —dijo el periodista.
—No es tan sencillo. En los dos primeros sistemas, Bacon asume la ocultación del texto
mediante símbolos. Cada letra es un símbolo inventado por él, de tal manera que nadie puede
saber qué significa. Es como si una persona que no entiende el tailandés o el cirílico intenta
comprenderlo. Primero se debe conocer el significado de cada símbolo y posteriormente lo que
significa esa palabra en el propio idioma. Sólo así podrás descubrir lo que quiere decir el texto
completo. Para cifrar una parte del texto, Bacon utilizó un tratado de alquimia. El tercer sistema
que empleó fue el uso tan sólo de letras consonantes, por ejemplo: Cdc Cfrd. El cuarto sistema se
basa en mezclar todas las letras, vocales y consonantes, en cifra de transposición. El quinto y el
sexto sistema se basan en cifras de sustitución, primero mediante letras y después mediante
figuras. El séptimo sistema se basa en la simple taquigrafía que hoy conocemos.
—¿Y cuál fue el sistema utilizado por Bacon para escribir el códice? —preguntó Brown, ya
algo afectado por el whisky.
—Puede que los siete. Uno en cada sección, otro en cada párrafo, uno en cada línea, otro en
cada palabra. Es difícil saberlo —dijo Elizabeth Gwyn—. Envié mis resultados a dos hombres que
trabajan para su gobierno, uno para la NSA, la Agencia de Seguridad Nacional, en Fort Meade,
Maryland, y el otro para la NASA, en el Johnson Space Center en Houston, Texas.
Los dos son amigos de Aaron desde hace muchos años y ambos han colaborado con él. ¿No se
lo había dicho?
—No —respondió contrariado Brown—. ¿Y qué fue lo que descubrió?
—Medidas —respondió la señorita Gwyn.
—¿Qué tipo de medidas? —preguntó Brown.
—Medidas de posición. Latitudes y longitudes que nada tienen que ver con la Tierra. Algunas
de esas medidas marcaban el centro del océano Pacífico, el desierto del Sáhara o el centro de
París. Aaron quería conocer el verdadero significado de esas medidas y por eso contacté con Finch
y Sherman —le explicó la analista mientras miraba su reloj—. Creo que lo mejor es que se quede
a dormir en mi casa.
Le prometo que no lo atacaré por la noche. Puede usted dormir en este sofá, es muy cómodo.
Mañana por la mañana lo llevaré a su hotel en Dublín sano y salvo. Aaron no me perdonaría que
fuese de otro modo. Ahora, duérmase tranquilo.
A la mañana siguiente, Brown se levantó con resaca y ardor de estómago. Tal vez el famoso
estofado irlandés era demasiado fuerte para un estómago como el suyo, acostumbrado a cenar
media botella de bourbon. Un café negro y un par de huevos fritos con bacón le esperaban en la
cocina, con una sonriente señorita Gwyn.
—Buenos días, señor Brown. Estuve a punto de despertarlo a las cinco de la mañana para que
me ayudase a ordeñar a las vacas —dijo la mujer.
—No habría sabido ni por dónde agarrarlas —respondió el periodista ante la risa de Elizabeth
Gwyn.
Una hora después se encontraban en la autopista N-l de regreso a Dublín. Esa misma tarde
debía hablar con Aaron para contarle su visita a la señorita Gwyn y para saber si tenía que viajar a
algún otro punto de Europa, pero antes de nada deseaba preguntarle por Joñas Finch, de la NASA,
y por Carlton Sherman, de la NSA.
Un frenazo en seco del Land Rover anunció que habían llegado al hotel 66. Tras despedirse, la
señorita Gwyn asomó medio cuerpo por la ventanilla del vehículo y se dirigió a Brown.
—Cuídese mucho, señor Brown, y dígale a Aaron que le explique todo lo que sabe sobre el
Manuscrito Voynich. Niéguese a trabajar con él hasta que no se lo cuente todo. Si arriesga usted
su vida, debe saber a qué se está enfrentando —dijo la experta criptoanalista antes de dar un
acelerón al coche que dejó un fuerte olor a caucho quemado en la calzada. Se marchó a la misma
velocidad con la que había llegado, dejando a Jack Brown parado en el sitio y con la mano
levantada despidiéndose.
Mientras entraba en el hotel y subía rápidamente las escaleras se repetía una y otra vez: ¿Qué
me oculta, Aaron? ¿Por qué me esconde información importante sobre el libro? ¿Por qué no me
habla de sus fuentes…?
Esa misma noche llamó a Aaron Avner a la Biblioteca Beinecke.
—¿Por qué me ha ocultado información, profesor? ¿Quiénes son Joñas Finch y Carlton
Sherman? —preguntó Brown intentando obtener respuestas aunque sin mucho éxito.
—Te lo explicaré cuando regreses a New Haven —dijo tajantemente el bibliotecario—. Ahora,
Jack, necesito que vayas a Ámsterdam, a Bruselas, a Roma y a Florencia y que no me hagas más
preguntas, especialmente por teléfono. Te prometo que cuando regreses te contaré absolutamente
todo. En Bruselas tienes que ir a visitar a Petrus Rees, un experto en codificación; en Ámsterdam,
a Peter Hazil, un especialista en seguridad informática; en Roma, al padre Marcelo Giannini,
archivista, y en Florencia, a Matteus Planch, un gran amigo mío experto en libros antiguos y
carbono 14. Haz las maletas, Jack. —Tras decir esto, el profesor Avner colgó. Brown no había
podido pronunciar palabra alguna y ni siquiera interrogar a Aaron sobre lo que habían descubierto
Rugg y la señorita Gwyn, pero también se dio cuenta de que era la segunda vez que el anciano lo
llamaba por su nombre. O es una cuestión de confianza, o es porque sabe que me está poniendo en
peligro, pensó el periodista. El sonido del teléfono interrumpió sus pensamientos. Era el
recepcionista, que le preguntaba si se quedaría más días en el hotel o si pensaba abandonarlo antes
de las doce de la mañana.
—Salgo hoy mismo, muchas gracias —respondió Jack.

***

Ciudad del Vaticano

Por la tarde sonó el teléfono directo del despacho del jefe de la Entidad. Era el padre Eugenio
Benigni, un agente del Sodalitium Pianum adscrito a la Congregación para la Doctrina de la Fe. El
padre Benigni llevaba años trabajando para la contrainteligencia vaticana e informando a Lienart
de los asuntos de esta congregación pontificia, una de las más delicadas de la estructura política
de la Santa Sede.
—¿Eminencia? —preguntó una voz insegura al otro lado de la línea.
—No está en estos momentos. Soy monseñor Przydatek, su secretario. ¿Qué desea?
—Volveré a llamar más tarde. No le puedo dar información, debo hablar con él. Dígale, si
quiere, que soy Coribantes y que puede verme donde siempre. —A continuación colgó el
auricular. Media hora después, el cardenal August Lienart llegó a su despacho.
—¿Hay algo nuevo? —preguntó a su secretario y a sor Ernestina.
Rápidamente la monja se acercó hasta la mesa donde el cardenal intentaba ordenar unos
papeles.
—Tiene que firmar estos documentos, deben ser enviados a las nunciaturas, eminencia —dijo
sor Ernestina.
—¿Hay alguna noticia? ¿Monseñor Przydatek? —preguntó el jefe del espionaje.
—Ha llamado alguien muy misterioso que deseaba hablar con usted. Su nombre era algo así
como Coribantes o Colibantos… —explicó el secretario.
—Coribantes, uno de los guardianes de Zeus —precisó Lienart—. ¿Cuál era el mensaje?
—Necesitaba hablar con usted y no me ha contado nada. Sólo ha dicho que lo puede encontrar
en el lugar de siempre. Después colgó —dijo Vaclav Przydatek intentando mantener la
conversación.
—Sor Ernestina, anule todos mis compromisos para esta tarde. Y mañana tampoco podré
acudir a la reunión con los cardenales Pietro Orsini, el responsable de la Primera Sección, y Hans
Mühlberg, el encargado de la Segunda Sección. Llame a sus secretarios y anule la reunión.
Mañana estaré todo el día fuera del Palacio Apostólico. Póngase en contacto conmigo tan sólo si
se produce algún cambio en la salud del Sumo Pontífice. Sólo si ocurre eso, ¿me ha entendido, sor
Ernestina? —preguntó el cardenal.
—Sí, eminencia. Sólo puedo llamarlo si hay algún cambio en la salud del Papa —respondió la
anciana monja.
—Muchas gracias. Puede retirarse —le indicó Lienart. Cuando la religiosa cerró la puerta, el
cardenal se dirigió a su secretario—. Coribantes es un agente del Sodalitium Pianum muy leal a
nuestra causa y a la protección de mis intereses en las diferentes congregaciones. Es una gran
fuente de información, pero su identidad debe seguir siendo un secreto. Sólo cuando usted se haga
cargo de la Entidad, sólo entonces, le revelaré su nombre. Mientras tanto, lo mejor para él es que
su identidad siga siendo un secreto. ¿No le parece, fiel Przydatek?
—Sí, eminencia —respondió algo contrariado el obispo polaco.
Horas más tarde, cuando la noche comenzaba a caer sobre la ciudad de Roma, el cardenal
Lienart salió de su despacho.
Mientras caminaba por los largos corredores del Palacio Apostólico, los guardias suizos
mostraban a su paso su respeto hacia él. Todos sabían que el cardenal francés no era tan sólo un
miembro más de la curia romana, sino el todopoderoso jefe de los servicios de espionaje. Lienart
miró el reloj. Eran las nueve de la noche, a esa hora los molestos turistas que recorrían sin
descanso las salas de los Museos Vaticanos habían abandonado ya las estancias. August Lienart se
dirigió a la Sala de Constantino para encontrarse con Coribantes.
Mientras esperaba, se detuvo a admirar los frescos de la batalla de Constantino, el cual, en el
año 312, se había opuesto al emperador Majencio. Las pinturas de Rafael mostraban en todo su
esplendor la derrota del paganismo y el triunfo de la religión cristiana. Él, August Lienart,
cardenal, príncipe de la Iglesia católica y todopoderoso jefe de la Entidad, el servicio de espionaje,
y del Sodalitium Pianum, el contraespionaje, tenía la sagrada labor de salvaguardar la religión
verdadera ante el paganismo y la herejía, incluso mediante métodos que otros jamás aceptarían
llevar a cabo. Él era el elegido para ello, era el nuevo Constantino luchando contra el paganismo.
El sonido de unos pasos a su espalda lo devolvió a la realidad.
—Eminencia, soy Coribantes —dijo el recién llegado utilizando su nombre en clave mientras
hacía una pequeña inclinación sujetando la mano derecha del cardenal y acercando los labios al
sello del anillo.
—Sí, fiel Benigni. Usted siempre tan leal a la causa de la Iglesia —respondió Lienart—.
Dígame qué desea comunicarme, pero antes caminemos un poco por los jardines. Hace una buena
noche.
El padre Eugenio Benigni había conseguido ganar puntos ante Lienart cuando el agente
descubrió que se habían falsificado un gran número de tarjetas conmemorativas con la imagen del
Papa. Benigni se había dado cuenta de que en la falsificación se le había cortado al Sumo Pontífice
el brazo con el que impartía la bendición, el derecho.
Descubrió a los culpables, todos ellos trabajadores de la Casa de la Moneda italiana, la
responsable de la emisión de papel moneda del Estado Vaticano.
Gracias a su investigación, la policía italiana detuvo a catorce personas y el cardenal August
Lienart asumió el triunfo de la operación.
Los dos hombres salieron por una puerta lateral rumbo a los Jardines Vaticanos. Lienart
prefería hablar sin temor a ser escuchado, al fin y al cabo habían sido sus propios agentes quienes
habían inundado de micrófonos las estancias vaticanas.
Él, más que nadie, no deseaba que ningún oído indiscreto lo escuchara. Al llegar a la fuente de
la Galera, los dos hombres se detuvieron. Lienart miró el galeón por cuyos cañones salía el agua
de la fuente.
—¿Sabe usted, padre Benigni, quién restauró esta fuente? —preguntó el cardenal.
—No, la verdad es que no lo sé —respondió el sacerdote.
—El papa Juan XXIII. Un gran hombre… pero estaba demasiado cerca de Dios y muy lejos del
Vaticano. Demasiado liberal para muchos de nosotros… ¿No opina lo mismo, padre Benigni?
—Estoy de acuerdo con usted. No creo ser demasiado partidario del Concilio Vaticano II —
apuntó cautamente Benigni.
—¿Y bien? ¿De qué me debe informar? —preguntó Lienart intentando ocultar la ansiedad que
sentía ante la información que su agente debía darle.
Antes de hablar, Eugenio Benigni, alias Coribantes, miró a ambos lados del jardín.
—Eminencia, se prepara un golpe contra usted por parte de sectores italianos de la curia.
Varios cardenales cercanos al cardenal Metz pretenden relevarlo de sus funciones y obligarlo a
presentarse ante el Comité Disciplinar de la Curia Romana —reveló el agente del contraespionaje.
Lienart escuchó tranquilamente el mensaje. No deseaba traslucir ante aquel sacerdote el más
mínimo sentimiento.
—¿Se sabe qué cardenales son los que desean esta ignominia? —inquirió Lienart.
—Hay varios. Todos ellos italianos. El cardenal Pietro Orsini, responsable de la Primera
Sección de la Secretaría de Estado; el cardenal Salvatore Spatola, encargado del Gobernatorio de
la ciudad; el cardenal Alberto Lubiani, arzobispo de Milán; el cardenal Gaetano Angelini, prefecto
de la Congregación para el Clero; el cardenal Dionisio Barberini, prefecto de la Casa Pontificia, y
algún otro más, como quizá el patriarca de Venecia —enumeró el padre Benigni.
—Estos italianos están esperando a que fallezca el Papa para atacarme y no voy a permitirlo.
No voy a consentir que me obliguen a tener que presentarme ante el Comité Disciplinar de la
Curia Romana, mi fiel Benigni. Puede usted retirarse, y recuerde que Dios está en todas partes.
Siga sirviéndome así y Dios y la Iglesia se lo recompensarán —dijo Lienart mientras el sacerdote
le besaba el anillo en señal de respeto.
El Comité Disciplinar de la Curia Romana era el órgano bajo poder pontificio responsable de
estudiar y dirimir los contenciosos de índole eclesial que ocurrían en la curia. No actuaba nunca
motu proprio, sino por petición de otras instancias vaticanas, desde donde llegaban los casos. Sus
resoluciones no eran definitivas, sino recomendaciones elevadas a las instancias superiores del
Comité Disciplinar, que debían emitir un dictamen para que el Papa lo ratificara. El cardenal
August Lienart sabía que el clan de los italianos, como él lo llamaba, deseaba arrebatarle el
control de los servicios de inteligencia del Vaticano y enviarlo a dirigir alguna parroquia perdida
en Francia, pero él no iba a permitirlo.
Cuando Lienart regresó a sus dependencias tras la reunión con Benigni, se encontró con el
rostro desencajado de sor Ernestina.
—La salud del Santo Padre se ha agravado, eminencia —dijo la monja.
Sentado en la oscuridad de su despacho, casi en penumbras, August Lienart tenía claro que la
cuenta atrás hacia su destino había dado comienzo. Ahora sólo era cuestión de esperar
acontecimientos y observar el siguiente movimiento de sus enemigos, los italianos. De cualquier
forma, antes debía reunir al Círculo Octogonus y decidir las acciones que debían llevarse a cabo.
Tenía que evitar por todos los medios que el Manuscrito Voynich pudiese seguir dando
información que él no deseaba.
—Festina lente, apresúrate lentamente. Ego sum qui sum, yo soy el que soy —se dijo a sí
mismo mientras contemplaba la solitaria plaza de San Pedro desde su ventana.
Capítulo 5

Villa Mondragone. Italia

Villa Mondragone se alzaba en una colina de 416 metros de altura sobre un terreno que tomaba su
nombre de la antigua ciudad romana de Tusculum, entre las ciudades de Frascati y Monte Porzio
Catone. Dieciocho hectáreas de bellos jardines y bosques la rodeaban. Desde sus amplios jardines,
en los días claros podía divisarse la ciudad de Roma. Al cardenal August Lienart le gustaba
contemplar el paisaje y pasar horas y horas meditando sentado en un banco del jardín secreto.
La construcción de Villa Mondragone, con sus casi ochenta mil metros cuadrados, había dado
comienzo en 1567, cuando el joven cardenal Marco Sittico Altemps, el querido sobrino y
protegido del papa Pío IV, compró la villa al cardenal de Sant’Angelo, Ranuccio Farnese. En esa
época la villa fue bautizada con el nombre de Villa Angelina en homenaje al título cardenalicio de
los Farnese.
El cardenal Altemps decidió ampliar y rehabilitar la casa y le encargó el proyecto al arquitecto
Jacopo Barozzi de Vignola, a quien ayudó en la tarea Martino Longhi de Viggiu. Tras la
finalización de las obras en 1571, el cardenal Altemps invitó a pasar una temporada en la villa al
cardenal Ugo Boncompagni, el cual fue elegido Papa en 1572 con el nombre de Gregorio XIII. El
Sumo Pontífice aconsejó al cardenal Altemps que construyera una nueva villa en la colina, sobre
las impresionantes ruinas romanas de la residencia de Quintilio, cónsul romano en el año 13 a. C.
En 1613, el cardenal Scipione Borghese, sobrino del papa Pablo V, adquirió la villa junto a
otras propiedades del duque Gian Angelo Altemps, sobrino y heredero del cardenal Marco Sittico
Altemps. El nuevo propietario introdujo modificaciones en la residencia entre 1616 y 1618, bajo
la dirección del arquitecto holandés natural de Utrecht Jan van Santen, más conocido como
Giovanni Vasanzio.
El arquitecto rediseñó todo el complejo y amplió la galería, la Retirata, el pequeño edificio
residencial construido para el hijo del cardenal Altemps, el jardín principal, el pórtico y el patio
principal de la villa. Tras la muerte del papa Pablo V en el año del Señor de 1621, la villa fue
perdiendo importancia y, debido a su costosísimo mantenimiento, el cardenal Scipione Borghese
se vio obligado a venderla al poderoso cardenal François Lienart, ascendente del cardenal August
Lienart y consejero de los Sumos Pontífices Gregorio XV y Urbano VIII.
Una vez en poder de la familia Lienart, la villa fue nuevamente bautizada con el nombre de
Villa Mondragone, o Villa de la Montaña del Dragón. El nombre procedía del dragón heráldico
que ocupaba la posición central en el escudo de armas de la familia Lienart y que aparecía
representado en varios lugares de la villa, como en los frescos y en sus bellos jardines. A lo largo
de varias generaciones y durante tres siglos, Villa Mondragone se convirtió en el mayor símbolo
del poder de la familia Lienart.
Bien entrada la noche, varios vehículos comenzaron a atravesar la verja de hierro que permitía
flanquear un alto muro de piedra cubierta de musgo. Los focos iluminando los ángeles que
coronaban la entrada daban un aspecto fantasmagórico al acceso de la villa. Una carretera
ascendente sin asfaltar desembocaba en el cuidado camino de gravilla que rodeaba la imponente
construcción. Al llegar, los coches se detuvieron en la entrada. El señor y la señora Müller, único
personal de servicio en Villa Mondragone, daban la bienvenida a los ocho hombres.
El matrimonio alemán llevaba trabajando para la familia Lienart desde 1946, cuando entraron
al servicio de Edmund Lienart, padre del cardenal, el cual, parece ser, consiguió evitar, mediante
pago de sobornos, que Ulrich Müller fuese juzgado por los Aliados tras el final de la Segunda
Guerra Mundial, acusado de haber pertenecido al escuadrón de la Einsatzgruppe A de las SS y de
haber participado, a las órdenes del criminal de guerra Herbert Cukurs, en operaciones de limpieza
de judíos y partisanos en amplias zonas de Letonia y en el asesinato de treinta mil judíos en el
gueto de Riga.
Según parece, la diversión del sargento Müller era hacer prácticas de tiro con un rifle de
francotirador sobre judíos y partisanos. En el acta de acusación contra él se afirmaba que cuando
su unidad se encontraba en la aldea de Tukums, Müller situó a niños judíos a quinientos, mil y mil
quinientos metros y se dedicó a hacer prácticas de tiro con su rifle. Una testigo presencial declaró
ante el Tribunal Penal Internacional que había visto cómo el sargento Ulrich Müller había
disparado sobre una niña judía de alrededor de seis años. La bala le dio en la pierna derecha.
Posteriormente, un miembro de las SS ejecutó a la niña herida allí mismo.
La unidad de Müller había acabado con la vida de ciento treinta mil hombres, mujeres y niños
entre judíos y partisanos detenidos. Tras ser arrestado, Müller consiguió evadirse y refugiarse en
Francia. Edmund Lienart lo protegió mediante una telaraña de relaciones y declaraciones juradas
en las que afirmaba que Ulrich Müller había pertenecido a una unidad de no-combatientes de la
Wehrmacht. Desde aquel mismo día, tanto Müller como su esposa, Henrietta, ya no se separaron
de la familia Lienart.
En el patio central, monseñor Vaclav Przydatek recibía, gracias a su cargo episcopal, el
respetuoso saludo de los ocho recién llegados mientras pronunciaban una frase en latín a la que el
secretario de Lienart respondía con otra.
—Fractum nec fractuem, favor por favor —iban diciendo en voz baja los ocho hombres con
una sencilla reverencia.
—Silta nec silto, silencio por silencio, hermanos —replicaba Przydatek a cada uno de ellos.
Cuando el rito finalizó, Przydatek dio órdenes a Henrietta Müller para que acompañase a sus
habitaciones a los ocho recién llegados. Antes los avisó de que sobre las diez de la noche debían
comparecer ante el gran maestro del Círculo Octogonus en la llamada Sala de los Suizos
perfectamente vestidos para la ocasión con chaqueta negra y alzacuellos. Después de una oración
en la capilla de San Gregorio, asistirían a una cena lujosamente servida en la Sala de las
Cariátides, como mandaban los cánones de la residencia de un príncipe de la Iglesia. Un vez
finalizada la cena, los ocho hombres, junto a monseñor Przydatek y el gran maestro, se reunirían
en la biblioteca con el fin de abrir la sesión del Círculo Octogonus.
Los hombres, que no llevaban ningún tipo de vestimenta que los identificase como religiosos,
siguieron silenciosos los pasos del ama de llaves hasta el piso superior, sobre la entrada principal
de Villa Mondragone. La mujer, con un amplio llavero colgado de su inmaculado mandil blanco,
iba abriendo puerta por puerta y pronunciando el nombre de cada uno de los ocho hombres.
—Padre Jacobini… ésta es su habitación —dijo la señora Müller mientras abría con la llave
que llevaba colgada, y así hasta ocho nombres y ocho habitaciones—: Padre Reyes, padre Lamar,
padre Ter Braak, padre Mahoney, padre Alvarado, padre Cornelius, padre Ferrell…
Las amplias estancias de Villa Mondragone poco tenían que ver con las humildes celdas de los
monasterios, abadías y residencias religiosas en las que vivían los ocho sacerdotes, llegados de
siete países diferentes. Aunque alejadas del lujo de una residencia del siglo XVI, las habitaciones
estaban amuebladas con una amplia cama, una mesilla con una pequeña lámpara, una butaca
calzadora, un armario para guardar la poca ropa que traían consigo y un pequeño altar con un
reclinatorio para poder orar a cualquier hora del día o de la noche. Cada dos habitaciones había un
pequeño baño compartido.
Las estancias privadas del cardenal Lienart se encontraban en la zona oeste de la villa. En
realidad, el gran maestro del Círculo Octogonus utilizaba pocos metros cuadrados del amplio
edificio, aunque no exentos de lujos. Su vida se centraba en su despacho privado, en la llamada
Sala Rosa; en la Sala de las Cariátides, lugar de reunión del Círculo; en su amplio dormitorio, al
que se accedía a través de una puerta en el extremo norte de la Sala de las Cariátides; en su
pequeño baño privado y en un salón anexo, con una mesa de billar francés en el centro, en donde
pasaba largas horas cuando sus tareas en el Vaticano se lo permitían. Desde su despacho, una
puerta conectaba con otro despacho más pequeño y junto a éste se hallaba el dormitorio que
ocupaba monseñor Przydatek. El fiel secretario estaba siempre cerca por si su eminencia lo
requería. Desde sus estancias privadas, el cardenal podía acceder a la biblioteca, que atesoraba
más de tres mil volúmenes, sin utilizar el pasillo.
Una hora y media antes del encuentro, un Mercedes Benz negro traspasaba la verja de Villa
Mondragone. Cuando llegó a la entrada de la casa, el matrimonio Müller se apresuró a besar el
anillo del cardenal.
—Robert, puede usted regresar a Roma con el coche. Si lo necesito, mi secretario lo llamará
—dijo Lienart a su chófer despidiéndose. El alto miembro de la curia no necesitaba testigos del
encuentro que se iba a producir en pocas horas en una de las estancias de Villa Mondragone.
Mientras ascendía por las escalinatas, oyó cómo Robert daba marcha atrás y se alejaba por el
camino de tierra hacia la salida de la finca.
Lienart se dirigió hacia sus estancias y ordenó a Müller que avisase a su secretario.
—Necesito hablar con él antes de la oración y la cena —dijo el cardenal al sirviente.
—Enseguida, eminencia.
Pocos minutos después apareció monseñor Przydatek, vestido impecablemente con un traje
negro y un chaleco morado, símbolo del poder episcopal que le había conferido el ahora Papa
enfermo.
—Espero que todo esté preparado, monseñor Przydatek —dijo Lienart mientras comenzaba a
quitarse la chaqueta con la ayuda de Müller.
—Sí, eminencia. Todo estará a su gusto —sentenció el secretario.
—Vanitas vanitatis et omnia vanitas , vanidad de vanidades y siempre vanidad —musitó el
cardenal Lienart.
Mientras esto sucedía, varios miembros del Círculo se dedicaban a vagar por las amplias
estancias de Villa Mondragone. El padre Eugenio Cornelius había recorrido los salones y estaba
admirando los bellos frescos que inundaban la capilla de San Gregorio cuando una voz llamó su
atención mientras se detenía ante el fresco que representaba la Natividad.
—Debería ver los frescos del Palazzetto della Retirata. Son los más bellos de Villa
Mondragone —afirmó a su espalda Przydatek, el cual, tras su conversación con Lienart, había
vuelto a las estancias comunes.
—¡Oh! Son bellísimos, mucho más hermosos que los frescos de Johann Jacob Zeiller del
monasterio de Ettal, donde vivo —repuso Cornelius—. Durante años me he dedicado a
restaurarlos y a sacarles el brillo que merecen. Éstos son una obra de arte, monseñor.
—Bien, mañana por la mañana podrá admirar el resto de frescos de Villa Mondragone. Ahora
demos un paseo y hábleme de su monasterio —dijo el secretario de Lienart mientras agarraba por
el brazo al sacerdote.
En una de las habitaciones, el padre Wilhelm Ter Braak, postrado en el reclinatorio ante la
imagen de Jesucristo, se flagelaba con un pequeño látigo de puntas metálicas. Pequeños hilos de
sangre le recorrían la espalda mientras repetía una y otra vez con cada golpe:
—Ad verum ducit, conduce a la verdad, ad verum ducit, ad verum ducit, ad verum ducit, ad
verum ducit…
No muy lejos de allí, en la biblioteca, el padre Lamar intentaba leer un antiguo códice del siglo
XVII.
—Es una maravilla. Este libro es una joya —dijo Lamar sin darse cuenta de que el padre
Mahoney acababa de entrar en la estancia.
—Sí, es una maravilla. Sin duda alguna —respondió mientras contemplaba el artesonado.
La señora Müller interrumpió la escena.
—Por favor, padres. Su eminencia los espera en la Sala de los Suizos para darles la bienvenida
—dijo la mujer mientras con la mano les indicaba la dirección de la estancia a la que debían
acudir.
Cuando llegaron al amplio salón, el cardenal Lienart ordenó al matrimonio alemán que no los
molestaran hasta que no los llamara.
Los ocho sacerdotes y monseñor Przydatek se colocaron de pie, formando un perfecto círculo,
alrededor de un mosaico que estaba en el suelo, en el centro de la sala, y que lucía una
constelación y un dragón. En el centro del mosaico se encontraba de pie el cardenal August
Lienart. Todos sabían por qué estaban allí y cuál era su misión ante Dios todopoderoso. Lienart
tomó la palabra e inició su discurso con el saludo del Círculo Octogonus.
—Fractum nec fractuem, favor por favor —dijo el cardenal.
—Silta nec silto, silencio por silencio —respondieron a coro los nueve hombres que se
encontraban a su alrededor.
—Estamos aquí reunidos, ¡oh, nobles hijos y miembros del sagrado Círculo Octogonus!, para
salvaguardar la fe de los paganos, de los herejes y de los enemigos de la Iglesia —sentenció
Lienart.
—Silta nec silto, silencio por silencio —volvieron a repetir los nueve hombres.
—Yo, como gran maestro del Círculo y como ya hicieran mis honorables ancestros en estos
últimos tres siglos, los convoco con la misión de preservar el gran secreto. Su cometido, como
guardianes de la fe, es el de salvaguardar las Sagradas Escrituras, proteger a los elegidos príncipes
de la Iglesia y defender, incluso con la vida, al Sumo Pontífice —dijo el jefe del espionaje
vaticano y gran maestro del Círculo Octogonus.
—Silta nec silto, silencio por silencio —pronunciaron otra vez los nueve hombres.
—Se les va a encomendar una difícil misión en el nombre de Dios misericordioso. Deberán
llevarla a buen término si desean ser dignos de Él. Si alguno de ustedes, guardianes del Círculo
Octogonus, resulta herido en el intento o muere en la acción, tan sólo Dios en su misericordia
responderá por ustedes. Su misión está bajo secreto de confesión y, por lo tanto, nadie puede
conocer cuál es. Sólo algunos serán los elegidos. El resto de ustedes deberá permanecer aquí, en
Villa Mondragone, hasta que Dios los reclame en su infinita bondad para la misión que les tiene
encomendada. Son los elegidos de Dios, y espero de ustedes, tal y como hizo en su día el
honorable Ravaillac, uno de los primeros miembros del Círculo Octogonus, cuando acabó con la
vida del rey Enrique IV de Francia, aguantar el suplicio de la tortura y no revelar el nombre del
resto de hermanos. Ahora son uno, están protegidos por Dios nuestro Señor y deben obediencia
ciega al Sumo Pontífice de Roma —dijo el gran maestro Lienart—. Hermanos, antes de la cena
rezaremos una oración en la capilla de San Gregorio. Sea, pues.
La familia Lienart estaba unida al Círculo Octogonus desde la época del papa Gregorio XV. El
cardenal François Lienart, poderoso consejero papal, había quedado totalmente cautivado con las
historias de los fidai que Lebey de Batilly había relatado en un manuscrito que se encontraba en la
Biblioteca Vaticana. Denis Lebey de Batilly, alto funcionario del rey y presidente del Tribunal de
Metz, escribió en 1604 un tratado de sesenta y cuatro páginas titulado Traite de Vorigine des
anciens assasins porte couteaux, cuyo subtítulo decía: Avec quelques examples de leurs attentats
et homicides des personnes danciens roys, princes et seigneurs de la Chretienté . La obra se
encontraba en ese momento tras una vitrina de la biblioteca de Villa Mondragone.
Para la mente de un cardenal del siglo XVII era algo perfectamente comprensible el hecho de
que un católico ferviente diese incluso su propia vida en el intento de acabar con la existencia de
un hereje, y si éste era un príncipe contrario a la fe verdadera o a sus intereses, el asesino católico
llegaría antes al cielo (el paraíso para los musulmanes). El cardenal François Lienart estaba
dispuesto a comandar su particular unidad de fidai católicos. Lienart y sus descendientes habían
utilizado el Círculo Octogonus como su particular herramienta con la que mantenerse en el poder,
y desde hacía tres siglos jamás habían tenido reparos en servirse de ella siempre que había sido
necesario. Los Lienart se veían retratados con gran paralelismo, cuatro siglos y medio después de
que fuera escrita, en la historia relatada por Lebey de Batilly. Su eminencia el cardenal François
Lienart se veía a sí mismo como Sinan, el Viejo de la Montaña de Alamut, la cuna de la secta de
los asesinos. Sus religiosos del Círculo Octogonus eran sus fidais dispuesto a dar su vida
ejecutando una orden del Sumo Pontífice o, en su defecto, del cardenal August Lienart, su
representante.
Durante los tres siglos siguientes y bajo órdenes de un miembro, tanto hombres como mujeres,
de la familia Lienart, ocho sacerdotes se habían dedicado a liquidar a todo enemigo de la Iglesia
católica y de la propia dinastía Lienart. La policía francesa había descubierto que Jean-Frangois
Ravaillac, el asesino confeso del monarca Enrique IV, había formado parte del extraño grupo
místico-católico llamado Círculo Octogonus o Círculo de los 8.
Los miembros del grupo eran fanáticos católicos que prestaban obediencia ciega al Papa de
Roma, con preparación militar, hábiles sobre todo en el uso de determinadas armas especiales, y
dispuestos a dar su vida en nombre de la verdadera religión. Su símbolo era un octógono con el
nombre de Jesús en cada lado y una frase como lema de la organización:
Dispuestos al dolor por el tormento, en nombre de Dios.
Años después, el Círculo Octogonus volvió a asestar otro brillante golpe, esta vez contra un
militar de Napoleón: el general Mathurin-Léonard Duphot, uno de los hombres de confianza de
Bonaparte.
Ascendido a general de brigada por el propio Napoleón el 30 de marzo de 1797, fue destinado
a Roma para acompañar a José Bonaparte, hermano de Napoleón, que había sido nombrado
embajador ante la Santa Sede. El 28 de diciembre de 1797, un gran gentío se reunió frente a la
residencia del embajador para reclamar la proclamación de la República. En ese momento, un
contingente de la guardia papal intentó empujar a la muchedumbre.
El general Duphot, que intentaba mantener la calma entre sus soldados, fue apuñalado en un
costado sin que nadie viera la cara de su atacante. En pocos minutos murió desangrado. Los
soldados franceses descubrieron en el suelo, junto al cadáver del militar, un extraño octógono de
tela con el nombre de Jesús en cada lado y en el centro una frase escrita: Dispuestos al dolor por el
tormento, en nombre de Dios, el símbolo del misterioso Círculo Octogonus.
En estos dos casos los ejecutados eran enemigos del Papa, pero también cayeron otros
personajes menos conocidos a manos de los sacerdotes del Círculo, muchos de ellos científicos
que intentaron enfrentarse a la dura tarea de descifrar un extraño libro cuyo texto nadie entendía.
En 1630 1638 1651 y 1675, el Círculo Octogonus protegió un gran secreto de la familia Lienart.
Después de la oración celebrada en la bella capilla de San Gregorio, los diez religiosos
acudieron a la Sala de las Cariátides, en cuyo centro se levantaba una gran mesa cubierta con los
más sabrosos manjares, y se sentaron alrededor de ésta. Sólo los padres Wilhelm Ter Braak e Italo
Jacobini se excusaron y se retiraron al fondo del salón.
A Jacobini, italiano de nacimiento, le gustaba pasar meses sin hablar con nadie en la abadía de
SantAntimo, en Montalcino.
Los frailes solían decir a su superior que el padre Jacobini les daba miedo. Cuando hablaba,
pronunciaba frases sin sentido o decía rápidamente varios sinónimos de una misma palabra en una
sola frase para, posteriormente, continuar con su silencio.
En Villa Mondragone, junto a sus hermanos del Círculo, seguía con esa costumbre.
Antes de la cena, Jacobini se había encontrado en los corredores con monseñor Przydatek. Tras
preguntarle éste si la habitación era de su gusto, el fraile italiano había respondido:
—La habitación, la estancia, la morada, el cuarto, el aposento es muy agradable, muy grato,
gustoso, satisfactorio, muy placentero y muy acogedor. Gracias, monseñor. —Segundos después
volvió a su hermético silencio mientras nerviosamente sujetaba con fuerza en el interior de su
mano una cruz de plata con la que se provocaba graves heridas en la palma.
El que mejor se sentía en Villa Mondragone era el padre Emery Mahoney, acostumbrado al
boato de los millonarios neoyorquinos. El padre Reyes sentía demasiada añoranza por sus
indiecitos, como solía llamarlos. El padre Lamar se adaptaba bien a la vida de la mansión italiana,
sumergido en su amplia biblioteca, de donde no salía hasta bien entrada la noche. La señora
Müller solía enviarle algo de comer allí. El padre Alvarado y el padre Ferrell pasaban las horas en
la capilla de San Gregorio, y el padre Cornelius se dedicaba a copiar en un pequeño cuaderno
algunas de las imágenes que poblaban los techos y paredes de Villa Mondragone. De cualquier
manera, todos sabían cuál era su misión y estaban dispuestos a llevarla a cabo con éxito en el
nombre de Dios.
Tras la copiosa cena y mientras varios de los miembros del Círculo hablaban distendidamente
en los amplios salones de la villa, el padre Mahoney se acercó al cardenal Lienart.
—¿Puedo hablar con usted, eminencia? —preguntó el sacerdote.
—Por supuesto, claro que sí. Vayamos al jardín secreto. Hace buen tiempo y se verán las
estrellas. ¿Sabe que aquí, donde ahora se levanta Villa Mondragone, hubo hace siglos un
observatorio? —dijo el cardenal mientras tomaba por el brazo al religioso. Una vez en el exterior,
una fragancia a flores nocturnas invadió el olfato de Lienart y Mahoney—. Son galanes de noche,
sus flores desprenden aroma cuando oscurece. A la señora Müller le gustan mucho —añadió
Lienart—. Dígame de qué desea hablar conmigo.
—Eminencia, con todos mis respetos… Usted sabe que ésta es mi primera misión para el
Círculo Octogonus y no sé si estaré preparado cuando Dios señale con el dedo mi misión —
confesó Mahoney.
—Me sorprenden estos temores. Podría creerlos del padre Ter Braak o del padre Alvarado,
pero jamás lo habría pensado de usted. Su tío, Joñas Mahoney, lo recomendó para este servicio a
Dios cuando servía en Radio Vaticano. Tal vez sus miedos sean fruto de su convencimiento de
servir a Dios y al Santo Padre en una misión que pocos podrían llevar a cabo —dijo Lienart para
tranquilizar a Mahoney—. Usted es un elegido, un escogido por Dios para ejecutar sus designios.
El Círculo Octogonus es tan sólo una herramienta del Altísimo. Usted, padre Mahoney, es el brazo
de la justicia divina y, como tal, estoy seguro de que su mano no temblará a la hora de llevar a
cabo su misión. Confío plenamente en usted, lo mismo que el Santo Padre. Créame.
—¿Es cierto, eminencia, que su familia ha estado unida al Círculo desde 1630? —inquirió el
sacerdote.
—Sí, así es. E incluso antes. Mi familia lideró el Círculo Octogonus como guardián de la fe
desde el siglo XVII por orden del papa Pablo V y todavía hoy, tres siglos después, continúa
sirviendo humildemente al Sumo Pontífice y a la Iglesia católica. En el siglo XVII, el Círculo se
ocupó de enviar a los brazos de Dios nuestro Señor a varios científicos que realizaban prácticas
heréticas, de magia negra y blasfemas: a los hermanos Argenti en Siena en 1630, al padre Herwart
von Hohenburg en Baviera en 1638, al padre Nicolás Caussin en Italia en 1651 y a sir Thomas
Brown, antepasado mío, en Inglaterra en 1675. Todos intentaban descifrar un libro de magia negra
y alquimia cuyo texto, dicen, lo había escrito el diablo. Los guardianes del Círculo Octogonus
impidieron que nadie pudiese dar a conocer sus secretos y ahora, usted, como heredero de esa
tradición, se ocupará de que así siga siendo —sentenció Lienart.
—La verdad es que no sé si estaré preparado cuando llegue ese momento —se lamentó
Mahoney con cara de preocupación.
—Lo estará, padre. Seguro que lo estará —lo tranquilizó el jefe de la Entidad mientras le
rodeaba los hombros con el brazo y caminaban despacio hacia la residencia para reunirse con el
resto.

***

Roma. Italia

Tras una semana viajando por diversas ciudades europeas por encargo del profesor Avner, Jack
Brown continuaba desentrañando paso a paso la historia del Manuscrito Voynich. Su paso por
Bruselas y Amsterdam no le había abierto demasiado los ojos, principalmente porque tanto Petrus
Rees, el experto belga en codificaciones, como Peter Hazil, el especialista holandés en seguridad
de códigos, no le habían dado demasiadas claves o, mejor dicho, sí le habían dado muchas, pero no
las había entendido. Tanto Rees como Hazil le habían hablado de claves, sistemas codificados y
sustituciones de cifras, sin embargo, tal y como le había sucedido anteriormente con Gordon Rugg
y Elizabeth Gwyn, aquellos galimatías matemáticos seguían siendo un absoluto misterio para él.
Ahora se encontraba paseando por la Ciudad Eterna a la espera de poder mantener una reunión
con otro amigo de Aaron Avner, el padre Marcelo Giannini, jesuita y uno de los mejores
archivistas del mundo. El religioso era el bibliotecario jefe de la Biblioteca y del Archivo de la
Pontificia Universidad Gregoriana de Roma. Según Aaron, conocía importantes claves que estaban
relacionadas con la historia del Manuscrito Voynich. El periodista del Boston Globe tenía la
esperanza de, por fin, hablar con alguien a quien entendiese.
Había aprovechado la mañana para hacer algo de turismo y para mandar varios telegramas a
Aaron a New Haven. La cita con el bibliotecario de la Gregoriana estaba prevista para las cinco de
la tarde. Jack miró su reloj y pensó que aún le daba tiempo a comer algo antes de dirigirse hacia la
Piazza della Pilotta, el lugar donde se encontraba el despacho de Giannini.
Dos horas y cuatro whiskys después, Brown se encaminó hacia el lugar de su cita desde la
céntrica Fontana di Trevi por la Via dei Lucchesi. En la pequeña plaza, casi escondida, se
levantaban varios antiguos palacios convertidos ahora en edificios universitarios.
En 1551, san Ignacio de Loyola, fundador de la Compañía de Jesús, estableció en un palacio
romano la primera escuela y biblioteca de los padres jesuitas. La nueva institución llevaba el
nombre de Colegio Romano. A medida que el número de estudiantes iba en aumento, el colegio se
vio obligado a cambiar de sede. En 1584, el papa Gregorio XIII inauguró la nueva sede del
Colegio Romano, a la que los jesuitas dieron el nombre de Gregoriana en honor del Sumo
Pontífice. En 1773, tras la supresión de la Compañía de Jesús por orden del papa Clemente XIV, el
colegio fue puesto bajo la custodia del clero romano hasta 1824, año en el que volvió al control de
los jesuitas, diez años después de que la Compañía de Jesús fuera restaurada nuevamente por
orden del papa Pío VII.
Al entrar, Brown se cruzó con varios estudiantes, muchos de ellos con sotana.
—Que no le parezca extraño —dijo una voz. Brown se giró para ver el rostro de la persona que
se dirigía a él—. Soy el padre Marcelo Giannini. Esta universidad es una de las mejores del
mundo en Derecho Canónico y estos jóvenes serán los futuros jueces de la Rota —explicó el
jesuita.
—¿Cómo conoció a Aaron? —preguntó Brown a Giannini mientras ascendían por una amplia
escalera que conducía hasta la biblioteca y el archivo.
—En realidad, nunca nos hemos visto, sólo nos conocemos por carta y por compartir
información sobre el Manuscrito Voynich. Él tiene el libro, y yo, las cartas de Athanasius Kircher.
—¿Quién era ese tal Kircher? —volvió a preguntar el periodista.
—Según los estudios del profesor Avner, Athanasius Kircher fue el octavo propietario del
libro —respondió el archivista—. Pero vayamos a mi despacho, estaremos más cómodos.
Antes de entrar, el padre Giannini pidió a uno de sus scriptores que fuese a buscar el volumen
XII del catálogo kircheriano.
—Por favor, tráigame el volumen número APUG-557 —dijo el archivista.
—¿Podría explicarme mejor quién es ese tal Kircher o qué relación tuvo con el Manuscrito
Voynich? —pidió Brown.
—Athanasius Kircher, como le acabo de comentar, fue el octavo propietario del libro de
Avner. Nació en Geisa, Alemania, en mayo de 1601. Su padre, Johannes Kircher, un famoso
filósofo de su tiempo, consiguió que sus seis hijos siguiesen carreras religiosas. Athanasius eligió
la Compañía de Jesús y tomó los votos en 1628. Con tan sólo diecisiete años, hablaba a la
perfección latín, alemán, griego y hebreo. Con semejante potencial, fue enviado a un colegio
jesuita, donde se formó en diversas materias, como matemáticas, ciencias, astronomía, botánica y
cuestiones de este estilo. A los veintidós años era ya profesor en la Universidad de Coblenza y a
los veintisiete, doctor en Teología. Kircher era un genio —relató Giannini.
—¿Cómo de genio? —preguntó el periodista.
—Un verdadero genio. En pleno siglo XVII diseñó y construyó un geomagnetógrafo para medir
el campo magnético de la Tierra y una importante serie de relojes de sol. A los treinta años era un
experto en lenguas orientales. Tradujo del árabe al latín el famoso libro de alquimia La tabla
esmeralda. En 1635 vino a Roma y se quedó aquí hasta su muerte.
—¿Cuál fue su relación con el Manuscrito Voynich?
—El padre Athanasius Kircher se convirtió en uno de los más grandes expertos en egiptología
y en traducción de jeroglíficos. En 1646, misteriosamente, abandonó la enseñanza y se encerró en
sí mismo. Desde ese momento escribió una obra cada cuatro años sobre diversos temas
científicos. Recibía cartas de todo el mundo: de reyes y emperadores, de papas y cardenales, de
lingüistas y científicos. Un buen día decidió donar toda su colección de aparatos y objetos
científicos y su correspondencia al Colegio Romano. Durante todo el tiempo que Kircher vivió en
Roma, su casa era un lugar obligado de paso para los poderosos que pasaban por esta ciudad.
Murió misteriosamente en 1680 —contó el padre Giannini.
Mientras tomaban una taza de café y una copa de limoncello, alguien golpeó con los nudillos
la puerta del archivista jefe de la Gregoriana. Era el ayudante del padre Marcelo Giannini. Entre
sus brazos traía un gran volumen entelado en seda roja. En el lomo, una etiqueta de cuero azul,
con letras de oro, indicaba: Volumen XII - Número APUG-557. El padre Giannini depositó el
grueso libro sobre un atril y lo abrió con verdadero mimo.
—Éste es el volumen XII de la colección de cartas que Athanasius Kircher reunió durante toda
su vida. La colección, que se conoce como Carteggio Kircheriano, agrupa en total más de dos
millares de cartas escritas por setecientas cincuenta personalidades de su tiempo. Toda la
correspondencia ha sido clasificada y se ha reunido en catorce volúmenes como éste —dijo el
jesuita mientras daba un gran sorbo a su copa de Limón—. Quiero enseñarle este tomo en especial
porque aquí están las cartas que Johannes Marcus Marci de Cronland envió a Athanasius Kirche.
Aquí están treinta y cinco cartas de las treinta y seis que Marci de Cronland escribió al padre
Kircher. La número treinta y seis está en poder de la Biblioteca Beinecke y se encuentra
catalogada junto al Manuscrito Voynich.
—Pero esa carta no tiene nada que ver con el misterio del libro… —repuso Brown.
—¿Le ha dicho eso Aaron? —pregunto Giannini.
—Sí. Me dijo que la carta Marci no guardaba en realidad ninguna relación con el carácter
misterioso del libro.
—Pues le ha mentido. La carta en cuestión es muy importante. En esa misiva, Johannes
Marcus Marci de Cronland le dijo a Kircher que el anterior propietario del códice, el sexto, un tal
Jacopus Horcicky de Tepenec, que heredó el libro directamente del emperador Rodolfo II, le había
pedido que le enviase el códice para que él, Kircher, intentase descifrarlo. En esa carta, Marci de
Cronland menciona que Athanasius Kircher ha realizado grandes avances en el desciframiento del
libro. La carta está fechada el 27 de abril de 1639 —explicó Giannini a Brown. Jack se sentía cada
vez más molesto por el hecho de haber tenido que conocer la noticia de la importancia de la carta
Marci en Roma. Por segunda vez durante el viaje se dio cuenta de que el profesor Avner no le
había contado todo lo que sabía acerca del códice e ignoraba los motivos de tal decisión.
—¿Qué relación tenía el tal Tepenec con Kircher para querer enviarle el libro?
—Ambos eran jesuitas. Parece ser que no queda muy claro si Jacopus Horcicky de Tepenec
robó el códice o si realmente se lo regaló Rodolfo II. Lo cierto es que Tepenec era el director de
los Jardines Botánicos de Praga y, en 1619, teniendo una vida acomodada, huyó misteriosamente
de la ciudad con el libro. Sin ninguna explicación, dejó atrás una ciudad y a un emperador que lo
protegían y colmaban de favores.
—Tal vez Tepenec descifró parte del códice y le dio miedo conocer su contenido —afirmó el
periodista.
—No lo creo, ¿por qué iba a querer enviarle el libro a Athanasius Kircher si no era para que lo
descifrara? Tal vez, y digo sólo tal vez, Tepenec intuyó lo que el libro podía significar en un
amplio sentido de la palabra. Quizá descubrió que aquel peligroso libro podía cambiar el curso de
la historia de la religión y afectar a alguien poderoso. ¿Quién sabe lo que pensaba un erudito de
principios del siglo XVII? —se preguntó el religioso.
—¿Cree que Kircher consiguió descifrar algo del Manuscrito Voynich? —preguntó Jack al
padre Giannini.
—Puede ser. Hay varias cartas que indican que Athanasius Kircher mantuvo correspondencia
con diversos expertos en códigos y claves del siglo XVII que murieron asesinados en extrañas
circunstancias y esto podría ser una explicación a los miedos de Tepenec. Todos se carteaban
frecuentemente con Kircher. Por ejemplo, los hermanos Matteo y Marcello Argenti fueron
asesinados en su casa de Siena en 1630. Ambos eran expertos en claves y en ruptura de códigos y
consiguieron descifrar parte del códice. Tenemos una carta que Matteo Argenti dirigió a Kircher
en la que le resume que él y su hermano han descubierto un texto en el libro que podría poner en
peligro sus vidas y tal vez llevarlos a la hoguera de la Inquisición.
Matteo se muestra verdaderamente asustado y así se lo confirma a Athanasius Kircher. En una
línea de la carta, que está recopilada en el Volumen IX - Número APUG-557, Argenti le cuenta
que lo descubierto podría ser una especie de libro religioso de una extraña secta hereje de los
siglos IX o X, y que teme por su vida y la de su hermano Marcello. Lo cierto es que ambos fueron
asesinados y el material de sus investigaciones desapareció.
—¿Hubo más muertes violentas de personas relacionadas con Athanasius Kircher y el
Manuscrito Voynich? —preguntó Brown.
—Sí. Se sabe con certeza que hubo otras tres muertes más. El padre Herwart von Hohenburg
fue asesinado en 1638; el padre Nicolás Caussin, en 1651, y sir Thomas Brown, en 1675, cinco
años antes de la muerte de Athanasius Kircher, quien mantuvo correspondencia con todos ellos y
cuyas cartas están aquí archivadas.
—¿Podría ver esas cartas? —pidió Brown.
—Claro, no se preocupe. Le pediré a uno de mis ayudantes que lo ayude a localizar las cartas
en los diferentes volúmenes del Carteggio Kircheriano —dijo el padre Giannini—. Cuando
termine, vuelva a mi despacho.
Minutos después, Jack Brown se sentaba en la amplia y centenaria sala de lectura de la
Pontificia Universidad Gregoriana a la espera de que el ayudante del padre Marcelo Giannini le
llevase a la lustrosa mesa los diferentes volúmenes de cartas de Athanasius Kircher. A medida que
el ayudante iba depositando los pesados libros ante él, Brown buscaba las referencias a los tres
nombres uno por uno. El padre Herwart von Hohenburg era el autor del Thesaurus, uno de los
mejores diccionarios recopilatorios sobre los jeroglíficos egipcios. Lo había escrito en 1628.
Jesuita como Kircher, Von Hohenburg había trabajado precisamente por indicación suya en el
descifrado de un misterioso libro.
Usando el mismo sistema de símbolos que el que había utilizado para descifrar los textos
egipcios, el jesuita consiguió desvelar algunos datos importantes sobre una extraña secta llamada
katharos, palabra griega que significa los puros, en diferentes páginas de un códice cuyo texto era
incomprensible. El padre Herwart von Hohenburg fue asesinado en 1638, parece ser que lo
estrangularon y le clavaron las manos y los pies al suelo. Su relación con el Manuscrito Voynich
se conoce tan sólo por la correspondencia que mantuvo con Athanasius Kircher y que el asesino no
descubrió.
El segundo en la lista era el padre Nicolás Caussin, asesinado trece años después que Von
Hohenburg. Era también jesuita y escribió la obra Hieroglyphica sive de sacris aegyptiorum
aliarumque gentium literis commentarii. Por las tres cartas que envió a Athanasius Kircher se sabe
que dedicó una buena parte de su tiempo a intentar descifrar el libro que se hallaba en poder de
Kircher. El experto en jeroglíficos egipcios se centró en las páginas que contenían imágenes de
plantas y constelaciones del Manuscrito Voynich. La técnica que empleó Caussin fue la que
describió el historiador griego Diodoro de Sicilia, el cual viajó a Egipto cuando aún se utilizaban
los jeroglíficos. Diodoro dejó escrito que los egipcios dibujaban objetos como símbolos
metafóricos. Por ejemplo, un halcón indicaba un hecho que sucedía rápidamente, un cocodrilo
representaba el mal, y así hasta cientos de símbolos.
El padre Caussin aplicó la teoría egipcia de sustituir la idea que se quiere expresar por un
símbolo concreto. Según parece, consiguió descifrar seis páginas del Manuscrito Voynich con
bastante claridad y le informó a Kircher de ello en una carta que en la actualidad se halla
recopilada en el volumen XI del Carteggio Kircheriano. Una tarde de 1641, Nicolás Caussin fue
encontrado muerto muy cerca del monasterio de San Pietro, en la localidad italiana de Itala.
El cadáver del jesuita estaba despeñado en una montaña cercana. El religioso, un experto
montañero, solía llevar atada siempre alrededor del cuerpo una gruesa soga para poder escalar. Lo
que más sorprendió a su superior cuando encontraron su cadáver es que la soga no apareció por
ningún sitio. Sin duda, el padre Caussin fue asesinado por haber descubierto algo en el Manuscrito
Voynich.
Jack Brown revisó sus notas. Bí tercer nombre de la lista era precisamente su antepasado: sir
Thomas Brown. Al parecer, había mantenido una estrecha amistad con Arthur Dee, el hijo de John
Dee, el segundo propietario del Manuscrito Voynich.
En 1675 envió una carta a Athanasius Kircher en la que le aseguraba que Arthur Dee le había
revelado treinta años antes, es decir, en 1645, la existencia de un misterioso libro que sólo
contenía jeroglíficos y que bien podría tratarse de una obra religiosa sobre una extraña secta de los
siglos VIII o IX. Thomas Brown afirmaba también que él personalmente había visto una pequeña
libreta en la que se explicaba cómo leer el libro. El cuaderno que citaba Brown en su carta a
Kircher podía hacer referencia a una especie de libro de claves que había escrito Roger Bacon,
supuesto autor del libro, para descifrar el códice, pero no se sabía con certeza.
En el mes de julio de 1675, sir Thomas Brown apareció colgado de una viga en el granero de
su granja, en el condado de Essex. Lo más curioso de todo es que a su alrededor no se encontró
ningún objeto desde el cual él se hubiese podido subir para después ahorcarse. Sin duda alguna,
alguien lo ayudó a suicidarse.
Tan sólo en el caso de la muerte del antepasado del periodista se citaba la presencia de un
misterioso octógono: estaba grabado en una de las vigas de madera cercanas al lugar donde
apareció el cuerpo sin vida de sir Thomas. En los casos de los jesuitas Herwart von Hohenburg y
Nicolás Caussin, nunca se descubrió si el misterioso grupo de asesinos del octógono tuvo algo que
ver con sus muertes, pero Jack estaba seguro de que así era.
Cuando terminó de leer las cartas de los tres personajes, la noche había caído ya sobre Roma.
Decenas de páginas de su cuaderno aparecían llenas de datos y fechas que tenía que ordenar. Esa
misma noche llamaría a Aaron a New Haven y le contaría lo que había descubierto. Al día
siguiente tenía previsto reunirse con Roberto Lendini, un experto lingüista, profesor de la
Universidad de Roma, el cual, a petición del padre Marcelo Giannini, había estado estudiando
algunas de las páginas que el profesor Avner había enviado desde Connecticut.
—Llamaré a Roberto para explicarle quién es usted y lo que desea —señaló el padre Giannini
—. Es una persona muy desconfiada. Por eso es mejor que yo hable antes con él.
—Esperaré entonces a que usted hable con el señor Lendini y después concertaré una
entrevista con él —dijo Brown estrechando la mano del padre Giannini para despedirse.
—Salude de mi parte a Aaron y dígale que espero verlo pronto en Roma —dijo el archivista
mientras el periodista descendía ya a paso ligero las escaleras de piedra de la biblioteca
gregoriana y salía del centenario edificio.
Jack Brown respiró profundamente el aire frío que corría por las estrechas calles romanas.
Deseaba llegar cuanto antes al hotel para llamar por teléfono a Aaron y pedirle explicaciones por
no haberle contado nada de la carta que Johannes Marcus Marci de Cronland había escrito y que se
encontraba anexa al Manuscrito Voynich en la Biblioteca Beinecke. Era la segunda vez que Brown
descubría que Avner le había ocultado información.
Cuando más tarde llamó al bibliotecario y Brown le echó en cara su desconfianza hacia él,
Avner intentó disculparse.
—Querido Jack, cuanto menos conozcas, tu vida correrá menos peligro —le dijo Aaron.
—Profesor, ya estoy metido en esto hasta el fondo. Así que, si voy a morir en un accidente o a
aparecer suicidado en una oscura habitación de un hotel europeo, me gustaría, al menos, conocer
todas las piezas del puzle que conforman el Manuscrito Voynich. Estoy en mi derecho y creo que
me lo he ganado —replicó el periodista. Se alzó un silencio sepulcral que duró apenas unos
segundos.
—De acuerdo, Jack, tú ganas. En cuanto termines tu misión en Europa y regreses a New
Haven, te contaré absolutamente todo —dijo Aaron.
—¿Y me presentará a esos amigos suyos, a Carlton Sherman de la NSA y a Joñas Finch de la
NASA?
—Mejor que eso —afirmó el profesor—. Te los presentaré y ellos mismos nos contarán lo que
han descubierto.
Tras explicar al profesor la entrevista que tendría al día siguiente con el tal Lendini y su
relación con el padre Marcelo Giannini y el Manuscrito Voynich, Jack Brown colgó el teléfono y
apagó la luz.

***

Villa Mondragone. Italia

El sonido del teléfono despertó a la señora Müller. La criada miró el reloj y descolgó el aparato.
—Buenas noches. Deseo hablar con monseñor Przydatek. Es muy importante —dijo la persona
que llamaba.
—Es muy tarde y no puedo despertar a monseñor —se disculpó la señora Müller para intentar
regresar cuanto antes a la cama.
—Es muy importante que hable con monseñor Przydatek. Dígale que es un mensaje de
Faetonte —volvió a insistir la voz.
Tras despertar a monseñor Przydatek, éste le pidió a la señora Müller que le pasase la
comunicación a su despacho. Un largo timbre anunció al religioso la entrada de la llamada.
—Fractum nec fractuem, favor por favor —dijo la voz del desconocido.
—Sil ta nec silto, silencio por silencio —respondió Przydatek.
—El códice sigue despierto y diversos enemigos de la fe intentan revelar su contenido… —
dijo el desconocido.
—Bien, lo escucho —dijo el secretario del cardenal Lienart mientras tomaba notas en un folio
con el escudo del dragón alado impreso.
—El primero es un hombre llamado Gordon Rugg y lo encontrarán en la Universidad de Keele,
en Inglaterra; la segunda es una mujer llamada Elizabeth Gwyn y la encontrarán en una granja en
la ciudad de Drogheda, en Irlanda; el tercero es un hombre llamado Petrus Rees y lo encontrarán
en Bruselas, Bélgica; y el cuarto es un hombre indecente, un homosexual llamado Peter Hazil, y lo
encontrarán en Ámsterdam, en Holanda —explicó Faetonte antes de colgar.
Al día siguiente, nada más amanecer, el cardenal August Lienart, que ya había sido informado
por su secretario de la llamada que había recibido de madrugada, ordenó que se presentasen ante
él, en la Sala Rosa, los padres Ter Braak, Lamar, Alvarado y Mahoney.
Tras un breve discurso, el cardenal Lienart entregó un sobre cerrado a cada uno de los cuatro
sacerdotes miembros del Círculo Octogonus. Cada sobre contenía un papel en el que estaban
escritos un nombre, una ciudad y un país, y también guardaba dentro un octógono de tela, con la
palabra Jesucristo escrita en cada lado y en el centro una frase en latín:
Dispuesto al dolor por el tormento, en nombre de Dios.
El Círculo Octogonus había seleccionado cuatro objetivos. Cuatro objetivos que debían morir.
Esa misma tarde, cuatro hombres abandonaban Villa Mondragone y se dirigían hacia su destino.
Capítulo 6

Roma. Italia

Tal y como había prometido el padre Marcelo Giannini, archivista-jefe de la Pontificia


Universidad Gregoriana, la llamada a su colega Roberto Lendini, experto lingüista y profesor en la
Universidad de Roma, había surtido el efecto esperado por Jack Brown. Se reuniría con él en uno
de los despachos del campus universitario.
El periodista había llegado temprano, así que se sentó en la hierba a admirar a las bellas
estudiantes que pasaban ante él.
Sobre la hora indicada para el encuentro, se encaminó hacia el edificio principal de la
universidad. Una vez en su interior, Brown se dirigió a un hombre y le preguntó por el despacho
del profesor Lendini, del Departamento de Lingüística. El hombre, con aspecto cansado y algo
arisco, lo acompañó sin pronunciar palabra alguna. Cuando llegaron a una puerta con un letrero de
plástico atornillado, el hombre sacó una llave del bolsillo y abrió el despacho.
—Siéntese donde pueda —dijo el hombre que lo había acompañado—. No se extrañe. Soy el
profesor Lendini —añadió.
Roberto Lendini era una auténtica institución en el mundo de la lingüística. Su bibliografía
abarcaba desde tratados sobre lenguas orientales a la utilización de símbolos como forma de
escritura en antiguas civilizaciones. Una de sus mejores obras trataba sobre la conexión de las
lenguas polinésicas con las lenguas que habían utilizado antiguos pueblos de la zona de México y
Perú. Lendini sostenía que tal vez los primeros pobladores de las islas del Pacífico podían haber
llegado desde amplias zonas de Centro y Sudamérica en embarcaciones de juncos, una teoría que
también defendían otros científicos, como el noruego Thor Heyerdahl.
—Sé que el padre Giannini ha hablado con usted sobre mí —dijo Brown.
—Así es. Me dijo que era usted amigo del profesor Avner, de la Biblioteca Beinecke, en Yale,
y que tal vez sería interesante que usted y yo hablásemos —respondió Lendini.
—Hace unos meses, el profesor Avner envió una serie de páginas de un códice en poder de la
Beinecke al padre Marcelo Giannini con la intención de saber si era posible descifrar parte del
texto. El padre Giannini me dijo que hizo copias de esas páginas y se las remitió a usted. ¿No es
así?
—Sí, así es.
—Me gustaría saber si ha descubierto algo de esas páginas del Manuscrito Voynich —dijo
Jack Brown.
—La verdad es que he descubierto muchas cosas sobre ese libro, cuestiones que muy poca
gente conoce y que el mundo y los eruditos creyeron que habían desaparecido en el siglo XIII —
aclaró el profesor Lendini.
—¿Qué es exactamente lo que ha descubierto? Necesitaría saberlo —pidió ansiosamente el
periodista del Globe.
—Ritos. Lo que describían aquellas páginas eran ritos. La verdad es que si hubiese tenido el
texto completo, podría haber descifrado más información, pero mi amigo Marcelo me dijo que
debía conformarme con este pequeño retazo de historia —explicó el experto en lingüística—. Para
poder entender esas páginas, antes tenía que saber qué decía aquel extraño lenguaje cifrado, así
que para ello estudié la entropía hallada en diferentes lenguas europeas.
Determiné la frecuencia con la que aparecían diversas letras en el texto analizado y, trazando
las repeticiones en un gráfico, pude establecer las relaciones básicas entre las letras y las palabras,
e incluso los códigos lingüísticos del habla que determinan y estructuran la mayor parte de las
lenguas europeas.
—Perdone que no lo siga, pero no soy un experto en la materia —interrumpió Brown.
—El padre Giannini me contó que el profesor Avner había dado diversas páginas del
Manuscrito Voynich a diferentes expertos en criptografía y criptoanálisis para que las analizaran,
y que algunos de ellos pudieron demostrar que se trataba de un libro religioso sobre una extraña
secta de los siglos VIII o IX. Apliqué al texto un sencillo indicador de patrones de escritura y
lengua. Lo que las páginas analizadas me indicaron fue que para escribirlas su autor utilizó una
estructura lingüística subyacente. Tal vez vi algo que otros que habían leído el códice no habían
visto —explicó el profesor Lendini—. Al principio pensé que se trataba de una broma de mal
gusto y que aquellas páginas no significaban nada. Posteriormente leí la mayor parte del Carteggio
Kircheriano, que se encuentra en poder de la Gregoriana. Me centré en las cartas que envió
Johannes Marcus Marci de Cronland a Athanasius Kircher, especialmente en las fechas y en la
utilización del lenguaje. Está claro que el códice fue redactado en el siglo XIII o a principios del
siglo XIV. El libro es una recopilación de normas, textos, modos de vida, preceptos, lugares
secretos y nombres pertenecientes a una secta. Seguramente el autor recibió los textos
directamente y él lo único que hizo fue copiarlos, aplicándoles un cifrado secreto, bien para
ponerlo a salvo del fuego de la Inquisición, bien para proteger el legado de la secta a lo largo de
los siglos, como así ha ocurrido.
—Entonces se podría decir que el Manuscrito Voynich es realmente una especie de Biblia. Un
libro sagrado —apuntó Brown.
—Bien, podría serlo, efectivamente. Las frases que conseguí descifrar hablaban de ritos como
el consolamentum, una especie de iniciación de la secta cátara. El texto también hablaba delfilius
major y del filius minor, que seguramente serían autoridades de esa secta, una especie de obispos,
tal y como los conocemos en la religión católica. También existía un diaconato y una jerarquía
muy estricta que se enfrentaba a la jerarquía católica con títulos territoriales como obispo
coadjutor. Los cargos se elegían entre los perfectos y los miembros de la secta más importantes
con el fin de transmitir su mensaje —explicó el profesor Lendini.
—¿Cómo podría averiguar más cosas sobre esa secta? —preguntó Jack Brown.
—Me ha dicho el padre Giannini que tiene usted previsto viajar a Florencia para mantener una
reunión con el profesor Matteus Planch. Él es experto en libros antiguos, especialmente en
aquellos que versan sobre temas religiosos, y en palinología.
—¿Y eso qué es?
—La palinología es la ciencia que estudia el polen y las esporas. El profesor Planch, que
trabaja en el Observatorio Cultural y Biblioteconómico de Florencia, es capaz de saber dónde ha
estado un objeto estudiando únicamente los mohos, las esporas y los pólenes que se han asentado
durante siglos en él. Entréguele el Manuscrito Voynich y le dirá todos los lugares por donde ha
pasado el libro. Podrá explicarle todo lo que quiera saber sobre esa secta. Es todo un experto en
sectas herejes. Ahora, si me disculpa, tengo que dar clase y no puedo llegar tarde —dijo el
profesor mientras se levantaba del sillón y se despedía de Brown.
Estaba claro para el periodista que el profesor Roberto Lendini sabía cómo quitárselo de
encima, pero también estaba claro que cuando se reuniera con el tal Matteus Planch, podría
recopilar más datos que le diesen las claves concretas para averiguar lo que el misterioso libro
quería decir. Tenía que viajar cuanto antes a Florencia para hablar con su siguiente contacto.

***

Ámsterdam. Holanda

Desde hacía décadas la capital holandesa se había convertido en una de las ciudades más liberales
de Europa. Muchos sectores de la Iglesia católica la denominaban la nueva Sodoma y Gomorra.
En diversos locales se permitía el consumo de cannabis, se podía contratar a una prostituta a
través de un escaparate y se admitía que los homosexuales se registraran en cualquier hotel de la
ciudad para mantener relaciones sexuales, algo no permitido en otros países.
En la ciudad de los canales, el ambiente gay se concentraba en cuatro zonas concretas: la
Warmoestraat o calle del Cuero, muy cerca del Barrio Rojo, donde se encontraban las salas de
sadomasoquismo; la Reguliersdwarsstraat o calle del Pecado, entre Koningsplein y
Rembrandtplein, por donde desfilaban los homosexuales y los artistas famosos en oscuros bares;
la Amstelstraat, una zona inundada de restaurantes y locales de moda entre los homosexuales; y la
Leidseplein y Kerkstraat, llena de hoteles gays y saunas.
Aquí los homosexuales se reunían para mantener encuentros fortuitos en pequeños cubículos.
Un hombre entró en el café Montmartre y se dirigió al final de la larga barra para pedir una
cerveza. El recién llegado, alto, guapo, fornido, con barba rubia y un grueso jersey negro de cuello
alto, echó un vistazo alrededor. Mientras se bebía la cerveza, su mirada se cruzó con la de un
hombre delgado, vestido con un elegante traje de ejecutivo, que se encontraba sentado en una
mesa al fondo.
El ejecutivo levantó su copa de martini en dirección al barbudo rubio de la barra con el fin de
invitarlo. El hombre aceptó y se dirigió hacia él.
—Hola, ¿puedo sentarme? —preguntó el hombre de la barba.
—Claro, por favor —contestó el ejecutivo mientras señalaba con su mano la silla vacía que
tenía frente a él.
—Soy Alex.
—Yo soy Peter —dijo en un perfecto inglés el ejecutivo—. ¿A qué te dedicas?
—Trabajo en suministros de barcos, ¿y tú?
—En sistemas de seguridad y en ordenadores —respondió Peter Hazil.
Tras varias horas de conversación y varios martinis, Hazil puso la mano sobre la rodilla del
joven de barba y le preguntó casi susurrándole al oído:
—¿Te gustaría acompañarme? Hay una sauna muy buena aquí cerca, en la Kerkstraat, tal vez
podría relajarte un poco —dijo el experto en comunicaciones.
Los dos hombres se levantaron mientras Peter Hazil dejaba sobre la mesa unos billetes para
pagar las consumiciones. Alex caminaba delante y Peter admiró con sumo placer los movimientos
y los músculos que se destacaban bajo el grueso jersey negro. Minutos después, el experto en
seguridad informática y Alex entraban en una de las saunas. Un turco algo obeso, que llevaba una
camiseta, tendió dos toallas dobladas a los recién llegados y encima de éstas depositó una llave
con un número y dos preservativos. Ni siquiera observó el rostro de los dos hombres. Hazil se
mostraba nervioso, no así Alex, que parecía más acostumbrado a aquellos encuentros fortuitos. Un
estrecho pasillo con habitaciones numeradas a ambos lados daba acceso a una sauna que a esa hora
estaba vacía.
Cuando entraron a un pequeño reservado, Hazil abrazó a Alex por detrás mientras intentaba
acariciarle los músculos bajo el jersey. Al levantárselo, observó horrorizado las marcas y
cicatrices aún abiertas que el joven tenía a lo largo de la espalda, como si alguien le hubiese
fustigado hasta llegar a arrancarle la carne. Muchas de las heridas aún lucían pequeños hilos de
sangre.
Con un rápido movimiento, Alex se dio la vuelta y agarró fuertemente a Hazil por los brazos.
El holandés pensó que todo aquello formaba parte del juego sexual y se dejó hacer. En un
momento, el joven de barba apoyó a Peter Hazil sobre la cama boca abajo y le rodeó el cuello con
un fino alambre de acero. Comenzó a apretar poco a poco, colocando su rodilla derecha sobre la
espalda del desgraciado con el fin de evitar la más mínima resistencia.
Segundos después, Peter Hazil estaba muerto. El padre Wilhelm Ter Braak se dio cuenta, por
el fuerte olor fétido que flotaba en el reservado, que su víctima había defecado mientras intentaba
alcanzar un pequeño soplo de aire antes de morir. El sacerdote hizo la señal de la cruz y arrojó
sobre el cadáver un octógono de tela.
Con el mismo silencio con el que había entrado, el padre Ter Braak abandonó el local mientras
el recepcionista seguía leyendo su ejemplar del diario Cumhuriyet. Ni siquiera levantó la vista de
la sección de deportes cuando el asesino del Círculo Octogonus pasó a su lado.

***
Staffordshire. Inglaterra

El padre André Lamar llegó justo a tiempo a Staffordshire para la fiesta de la porcelana. Los
habitantes de Newcastle-under-Lyme, la ciudad cercana a la Universidad de Keele, exponían en
pequeñas mesas las mejores porcelanas de Wedgwood o Royal Doulton con el fin de intercambiar
piezas. El padre Lamar se acercó hasta la posada El Búho Azul y, tras pedir una pinta, preguntó
por una habitación.
—Puede usted dormir en la habitación que ocupa un estudiante alemán de la Universidad de
Keele —dijo el hombre mientras le servía la cerveza.
—¿Y dónde dormirá el estudiante? —preguntó el padre Lamar.
—Ahora no hay clases en la universidad y está en Alemania visitando a su familia. Puede
usted ocupar la habitación durante unos días —repuso el hombre—. ¿Cuánto tiempo se va a
quedar?
—Tengo previsto estar por aquí una semana. Soy fotógrafo de aves y me han dicho que ésta es
una buena zona para observarlas —dijo Lamar mientras enseñaba abiertamente al camarero un
ejemplar de The Birds of Staffordshire , una obra que habían escrito en 1962 Lord y Blake,
miembros del West Midland Bird Club.
—La Universidad de Keele, que está muy cerca, tiene una gran colección de pájaros —
comentó el camarero—. Si quiere, le doy la dirección. Le gustará mucho.
El padre Lamar cogió el papel que le tendió el camarero y se retiró a su cuarto, situado en el
piso de arriba de la posada.
Cuando la noche cayó sobre Newcastle-under-Lyme, el sacerdote pidió que le subiesen un
poco de guiso caliente y una cerveza para cenar, ya que deseaba levantarse de madrugada para
elegir los mejores lugares para observar las aves.
A las cuatro de la mañana, el despertador sonó casi de forma imperceptible y el religioso
francés se vistió con ropas oscuras, se calzó unas botas de gruesas suelas y cogió una bolsa en la
que introdujo unos prismáticos, una linterna, un par de guantes negros, dos bocadillos, un termo
con chocolate caliente y una fina daga de larga hoja en su funda. Descendió por las escaleras
silenciosamente y se perdió en la oscuridad.
Desde el pueblo hasta la entrada del recinto universitario había una distancia de unos cuatro
kilómetros que el padre Lamar cubrió en poco tiempo. Al divisar el muro norte, se situó al otro
lado de la carretera y esperó.
Al cabo de varias horas, el religioso se despertó de golpe ante la bocina de un vehículo que
repartía leche. Siguió esperando algunas horas más hasta que observó a lo lejos un Austin Healey
Sprite MKIV verde algo destartalado que se acercaba por la carretera. Lamar, con los prismáticos,
intentaba reconocer tras los sucios cristales del vehículo el rostro de Rugg y poder así compararlo
con la fotografía que llevaba en el bolsillo.
Cuando el Austin se detuvo ante el acceso de entrada, el asesino del Círculo Octogonus
confirmó la identidad de su objetivo.
Dando un amplio rodeo, saltó el muro y corrió hacia el Keele Hall a través del bosque que
rodeaba el edificio para no ser visto. Si alguien lo detenía, siempre podía explicar que estaba
vigilando un nido de chorlitos dorados.
Pocos metros más allá, el padre Lamar divisó el pequeño vehículo, que estaba aparcado a un
lado del Keele Hall. Sabía que Rugg solía quedarse hasta bien entrada la tarde trabajando y
escribiendo en las grandes pizarras de su despacho. Ahora sólo quedaba esperar.
Cuando la noche comenzó a caer sobre el condado de Staffordshire, Lamar se preparó para
actuar. Corrió hacia la zona abierta del aparcamiento y esperó tras una columna del edificio.
Minutos después oyó unas pisadas que se acercaban hacia el coche. Lamar saltó por detrás y
mientras tapaba la boca de Gordon Rugg con la mano izquierda enguantada, con la derecha le
introdujo la fina daga por la nuca. Casi en el acto, el científico amigo de Aaron Avner estaba
muerto.
El padre Lamar metió trabajosamente el pesado cuerpo de Rugg en el asiento izquierdo del
acompañante. Se colocó la gorra de cuadros y la gabardina del científico y se puso al volante del
Austin. Mientras se acercaba al control de seguridad de entrada del campus universitario,
comenzó a tocar la bocina y a dar ráfagas de luces. Rezó para que el guardia levantase la barrera
sin detener el vehículo. Unos metros antes de llegar, la barrera se levantó. Dirigiéndose hacia el
sur, llegó hasta un bosque y el sacerdote experto en códices antiguos aparcó el vehículo y lo
abandonó con el cuerpo de Rugg en su interior.
Antes de cerrar la puerta, el padre André Lamar arrojó en el interior un octógono de tela. El
segundo objetivo había sido liquidado.

***

Florencia. Italia

La bella y renacentista ciudad de Florencia era la última etapa de la gira europea que Jack Brown
había emprendido en busca de respuestas a un libro cuyo mensaje continuaba siendo, después de
muchos siglos, un intrincado misterio sobre una secta que había existido hacía más de setecientos
años. ¿Qué extraño enigma escondía para que alguien quisiese acabar con la vida de todos
aquellos que hubiesen tenido contacto con el libro? El periodista estaba deseando llegar a New
Haven y contarle a Aaron Avner todo lo que había descubierto durante sus encuentros en Bruselas,
Ámsterdam, Staffordshire, Irlanda, Roma y ahora Florencia. Sin duda alguna, Brown tenía muchas
cosas que contarle a Aaron y éste también tenía que explicarle algunas cuestiones.
Tras un ligero almuerzo en una trattoria cercana a la Piazza della Signoria, Brown se dirigió
caminando hasta la residencia privada de Matteus Planch, en la Via dei Vagellai, muy cerca del
río Arno. Un portero automático sin ningún tipo de identificación estaba escondido tras unas
plantas. Brown apretó el timbre y seguidamente oyó que se abría el seguro de la puerta. El
periodista franqueó una gran puerta despintada y algo destartalada y entró en un patio interior
lleno de estatuas renacentistas de dioses griegos, inundado de todo un maravilloso mundo de
olores y colores. Desde un balcón superior, un hombre de aspecto similar al del científico Albert
Einstein lo llamó desde lo alto.
—Suba por la escalera metálica y en la primera planta procure no arrimarse mucho a la
barandilla. Está suelta y tengo que arreglarla —dijo el hombre con pinta de científico loco. Brown
subió rápidamente los peldaños, aunque recordando la recomendación del profesor Planch.
El edificio, a medio camino entre la restauración y el abandono, era una herencia familiar que
el experto en libros antiguos había convertido en su centro de operaciones. En la primera planta
estaban los dormitorios, un gran salón y una biblioteca.
La segunda planta estaba ocupada por un costoso laboratorio en donde se mezclaban
microscopios de diferentes potencias con alambiques de cristal.
—Parece un laboratorio de cocaína, ¿no le parece? —preguntó divertido Planch.
—La verdad es que sí —respondió Brown.
—Usted es estadounidense, ¿no?
—Sí. Nací en Boston, aunque mis orígenes son irlandeses —dijo el periodista.
—Ustedes, los americanos, se encargan siempre de decir cuáles son sus orígenes, como si ello
pudiera acabar con esa aura de incultura que los rodea. Parece que se avergüenzan de haber nacido
en un país como el suyo.
—Yo no me avergüenzo de haber nacido en Estados Unidos, pero, ustedes, los europeos,
suelen tener un gran complejo de inferioridad cuando se encuentran ante un estadounidense y eso
tal vez hace que intentemos acercarnos a ustedes dando como tarjeta de presentación nuestro
origen europeo —respondió algo ofendido Brown.
—Touché, querido amigo. Tiene usted mucha razón y por eso lo voy a invitar a tomar un
whisky. Mientras bebemos, podremos hablar sobre lo que lo ha traído hasta aquí, tan lejos de su
patria.
Tras servir dos vasos de whisky y acercarle uno a su invitado, Planch inició la conversación.
—¿Cómo está Aaron? ¿Sigue enfrascado en descubrir misterios en los libros?
—Sí, precisamente eso es lo que me ha traído hasta aquí —dijo Brown—. He hablado con el
padre Marcelo Giannini, de la Pontificia Universidad Gregoriana de Roma, y con el profesor
Roberto Lendini, lingüista de la Universidad de Roma.
Ambos me recomendaron venir aquí, a Florencia, para hablar con usted. Me dijeron que usted
podría abrirme los ojos sobre el contenido del Manuscrito Voynich.
—Bien, pero antes de ponernos a hablar sobre esa cuestión, prepararé unos buenos rigatonis
para cenar. ¿Le gusta la pasta italiana, señor Brown?
—Sí, creo que sí.
—Me alegro, porque es lo único que puedo ofrecerle de cena.
Dos horas después, tras haber saboreado un buen plato de rigatonis con ajo, albahaca, cebolla
picada y pimentón, regado con dos botellas de vino de Chianti, el profesor Planch pidió a su
invitado que lo acompañase hasta su despacho, anexo a la importante biblioteca de la casa. Allí,
perfectamente alineados en lustrosas estanterías inglesas del siglo XIX, aparecían tratados de
arquitectura del XVI, de botánica del XVII y el XVIII, de etnología del XVI y el XVII y de anatomía del
XIX. En una vitrina herméticamente cerrada había un centenar de códices sobre sectas y religiones
escritos en latín, griego e incluso en árabe, como un bello ejemplar del Corán del siglo XIII; La
vida de los santos, un libro del siglo XIV con trescientas acuarelas atribuidas a Giotto; un ejemplar
de la Biblia Pauperum del XIII con cincuenta y ocho ilustraciones; o La genealogía de los dioses,
un manuscrito iluminado del siglo XIV en una de cuyas páginas aparece el único retrato conocido
de Giovanni Boccaccio, el autor del Decamerón. Brown se fijó en el agujero que tenía este último
ejemplar.
—¿Le interesa esta genealogía? —preguntó el coleccionista.
—Bueno, me llama la atención el desperfecto que tiene el libro.
—Este libro perteneció al duque de Florencia y está perforado por un proyectil que lo alcanzó
durante una guerra contra los Medici —explicó Planch mientras sujetaba el ejemplar en sus
manos. Entre las montañas de cultura, una amplia mesa rodeada de atriles y retratos de los
ancestros de Matteus Planch vigilaba el minucioso trabajo del científico.
—Su nombre no parece italiano —señaló Brown.
—No, no lo es. Mi familia procede del cantón italiano de Suiza. Mis orígenes más antiguos se
remontan a la región del Languedoc, en el sureste de Francia, a un pequeño pueblo llamado
Castres. Mi familia todavía conserva allí algunas propiedades. Con el paso de los siglos, mis
antepasados se vieron obligados a cambiar de lugar de residencia ante las presiones de Roma.
—¿A qué se refiere?
—Mis orígenes son cátaros. Los primeros Planch fueron perfectos cátaros que se establecieron
en la región del Languedoc francés huyendo de las persecuciones de la Inquisición en el siglo XIII.
Le enseñaré un libro. Se trata de un manifiesto anticátaro escrito a principios del siglo XII titulado
Manifestatio heresis albigensium et lugdunensium. Se cree que fue escrito entre 1206 y 1214, muy
probablemente antes de la cruzada albigense. En él se explican las persecuciones a las que fueron
sometidos los cátaros del Languedoc y su total exterminio por orden del papa Inocencio III, Sumo
Pontífice entre 1198 y 1216 —dijo Matteus Planch.
—El profesor Lendini me habló de una especie de rito llamado consolación, o consolidación, o
algo parecido.
—Consolamentum —precisó Planch.
—Exactamente, consolamentum. ¿Qué significado tenía para los cátaros? —preguntó Brown.
—El consolamentum era la imposición de manos y se llevaba a cabo para el bautismo, la
penitencia, la ordenación e incluso la extremaunción. Para la ordenación tenía que ser en principio
administrado por un obispo cátaro, pero para los enfermos y para el perdón de los pecados lo
podían ejercer las mujeres.
—No parece que fueran muy herejes. Es más, ejercían ritos cristianos como los que se llevan
hoy a cabo en cualquier parroquia. ¿Por qué la Iglesia de Roma los persiguió? —inquirió el
periodista del Boston Globe.
—Muy sencillo. Los cátaros no aceptaban que Dios fuera el creador de nada de este mundo.
Consideraban que este mundo era un infierno transitorio para llegar al verdadero reino de Dios.
Por tanto, no aceptaban los cultos de la Iglesia, ni la autoridad de los obispos, cardenales o del
propio Papa. Todas las almas se salvarían, y las que no, volverían a encarnarse. Para los cátaros
tener hijos era alargar la vida en este lugar y traer más almas a este mundo de Lucifer. Practicaban
el ayuno los lunes, jueves y viernes. Otras prácticas muy usuales entre ellos era el melhorament,
las tres reverencias al paso de un perfecto; el aparelhament, una especie de confesión penitencial;
l a convenenza, un convenio por el cual el creyente recibiría el consolamentum a la hora de su
muerte; y parece ser que cuando la situación se hizo insostenible practicaron la endura, una
especie de suicidio místico provocado por el ayuno total —explicó el profesor Planch mientras
volvía a llenarse su vaso con whisky.
—No entiendo ese odio a los cátaros por parte de la Iglesia…
—Es bien sencillo de explicar —apuntó Planch mientras daba un largo trago—. Tras el III
Concilio de Letrán, en 1179, se empieza a pensar en una intervención armada contra los cátaros.
Aunque nadie tiene interés en ocupar las difíciles sedes episcopales occitanas, se va incubando la
idea de una revuelta armada que acabe con el problema de manera rápida y segura. En el norte, la
actuación violenta del poder civil y del pueblo impidió a la herejía prosperar, pero, en el sur, la
población cátara era entre el cinco y el diez por ciento o más en las ciudades más contaminadas,
tal y como lo expresó el papa Inocencio III. En 1184 se impuso la pena de fuego para los herejes
cátaros impenitentes y reincidentes. Finalmente, en 1199, el Papa decretó que a todo aquel que no
acatase la doctrina pontificia se le confiscarían las tierras y sería declarado proscrito. La
aplicación de las disposiciones requería de la colaboración de los poderes civiles. La actuación
papal se haría por medio de legados, de los cuales el primero fue Rainiero Ponza. Algunos
príncipes occitanos sí aceptaron las decretales papales, como Pedro II, rey de Aragón, y Guillermo
VIII, vizconde de Montpellier.
—¿Por qué ese odio del Papa a los cátaros? —preguntó Brown interrumpiendo el relato de
Planch.
—Inocencio III recurrió a los cistercienses para combatir la herejía en 1203. Los legados eran
dos monjes de la abadía narbonense de Fontfroide, Raoul de Fontfroide y Pierre de Castelnau, a
los que se unió el abad de Citeaux, Arnaud Amaury.
Los tres eran más famosos por su severidad y ortodoxia que por su oratoria religiosa. Éstos
llevaron a cabo una labor de depuración del clero occitano e hicieron que la nobleza se
comprometiera a extirpar la herejía. Pero los cistercienses no contaban con demasiada
popularidad. Se intentó llegar a acuerdos de paz con los príncipes, pero Raimundo VI de Toulouse
no aceptó actuar en contra de los cátaros y fue excomulgado por Pierre de Castelnau. El legado
pontificio fue asesinado en enero de 1208 por alguien que creyó que hacía un favor al conde, pero
este asesinato tuvo consecuencias nefastas para los cátaros. —Mientras Matteus Planch relataba
las andanzas de los cátaros, Brown intentaba descubrir cómo encajar las piezas del Manuscrito
Voynich, los asesinos del octógono, la muerte de los científicos relacionados con el libro y los
cátaros en el misterioso puzle en el que se había convertido su investigación. Planch continuó con
su explicación—: Inocencio III hizo un llamamiento para que los guerreros cristianos libraran una
gran cruzada contra los herejes cátaros, a los que podrían exterminar y tomar posesión de sus
tierras, prometiéndoles indulgencias y bienes materiales. La zona era muy rica y fueron muchos
los interesados en participar en las matanzas. La región del Languedoc se vio sumida en una
guerra desde 1209 hasta 1229, jalonada por grandes hogueras. En 1210, ciento cuarenta cátaros,
hombres, mujeres y niños, fueron quemados en Minerve; doscientos, en Cassis, y cuatrocientos, en
Lavaur. La población se dividió entre los partidarios de los cátaros y los seguidores de los
caballeros cruzados, dando lugar a una guerra civil. Ciudades como Béziers defendieron a los
herejes y fueron arrasadas por los cruzados.
—¿Entonces la secta de los cátaros desapareció en 1229 y no se ha vuelto a saber de ellos? —
interrumpió nuevamente Brown.
—No es así del todo —dijo Planch mientras volvía a servirse otro whisky e intentaba encontrar
un ejemplar sobre la historia cátara en su rica biblioteca—. La población se mostró disconforme
con la actuación de la Inquisición, protagonizando motines como el de Toulouse en 1235. En
1243, el conde Raimundo VII pactó la paz en Lorris, comprometiéndose a luchar con la herejía
cátara que estaba renaciendo de sus cenizas con bastante fuerza y que había encontrado refugio en
el castillo de Montségur. El senescal real de Carcasona asedió Montségur desde el verano de 1243
hasta el mes de marzo de 1244. Los herejes que allí había, según los textos de la época
cuatrocientos cincuenta hombres, mujeres y niños, fueron quemados en la hoguera por la
Inquisición, incluidos los últimos obispos cátaros, hijos y diáconos.
—Acabaron quemados por orden de Dios en los cielos y del Papa en la tierra… —terció
Brown mientras daba un pequeño silbido y un largo trago de whisky.
—Algo parecido —respondió Matteus Planch.
—¿Nunca se ha vuelto a saber nada más de los cátaros?
—Muchos creyentes huyeron al norte de Italia y a la zona de los cantones suizos, como mis
ancestros. Los cátaros pretendían regresar a sus tierras a predicar, pero la vigilancia de la
Inquisición se lo impidió. Entre 1300 y 1310 se formó una pequeña comunidad cátara entre la
Gascuña y el Lauragais, pero su pretensión de continuar como Iglesia hizo que los inquisidores
pusieran todo su empeño en capturar a los herejes y quemarlos. En el primer tercio del siglo XIV
ya nadie podía declararse cátaro, ni ser ordenado, ya que no había nadie que lo hiciera.
Finalmente, el movimiento cátaro acabó por desaparecer.
—¿Y qué relación puede tener el Manuscrito Voynich con toda esta historia?
—Se dijo durante muchos siglos que tres perfectos consiguieron huir de Montségur a París y
que allí conocieron a un hombre sabio…
—Posiblemente, Roger Bacon… —dijo Brown.
—Puede ser. El hecho es que estos tres perfectos llevaban consigo toda la sabiduría cátara,
incluidos todos aquellos secretos sobre el movimiento hereje que tanto a Inocencio III como a
Honorio III y a Gregorio IX les hubiera gustado conocer. En París contactaron con un sabio inglés,
un monje franciscano experto en códigos y cifrados que decidió reunir en un solo libro el
compendio de todos los conocimientos escritos y orales de la herejía cátara. Ese libro
posiblemente fuese el Manuscrito Voynich —sentenció Planch.
—Es muy probable que lo sea. Roger Bacon, su supuesto autor, se encontraba en París durante
la década de 1240 y pudo mantener un estrecho contacto con los tres perfectos cátaros huidos de
Montségur —dijo con cierta excitación el periodista del Boston Globe—. Está claro que ese libro
puede ser uno de los grandes descubrimientos de este siglo sobre la religión, casi como fue el
descubrimiento de la Piedra Rosetta en su época. Lo bueno sería descubrir quiénes fueron esos tres
perfectos que contactaron con Bacon en París.
—Yo lo sé —señaló Planch mientras revisaba unos viejos pergaminos llenos de polvo—. El
primero era Bartolomé de Castres, el segundo, Henri de Planchet, y el tercero, Arefast de Blienart.
—Estoy intentando saber cómo se pueden relacionar estos tres cátaros que hablaron con Roger
Bacon con la muerte de varios científicos que intentaron descifrar el Manuscrito Voynich. ¿Qué
secreto pudieron llevarse consigo? —dijo el periodista.
—Tal vez uno de ellos fuese un traidor del movimiento cátaro —respondió Matteus Planch—.
Se cree que uno de los tres pudo ser un agente papal y que facilitó la manera de acceder al interior
del castillo de Montségur a los cruzados. Una vez dentro de la fortaleza, los cruzados degollaron a
muchos cátaros y violaron a muchas mujeres, y los que sobrevivieron acabaron en la hoguera.
—¿Quién cree que pudo ser el traidor? —preguntó Brown.
—Dudo entre dos de ellos. O Henri de Planchet, cuya familia cambió su nombre por el de
Planch cuando se refugió en el norte de Italia, o Arefast de Blienart, que cambió su apellido por el
de Lienart cuando se cobijó en París. El perfecto Bartolomé de Castres fue quemado en la hoguera
por la Inquisición tras haber sido delatado por un hombre que dijo haberlo visto dando el
consolamentum a un moribundo cátaro. Ni siquiera en el suplicio de la hoguera Castres renegó de
sus creencias cátaras.
—Así que o su antepasado o el tal Lienart fue el que traicionó a los cátaros de Montségur y,
por lo tanto, responsable directo de la matanza llevada a cabo por los cruzados —dijo Brown.
—Y puede que su nombre quedase escrito para la posteridad en alguna de las páginas del
Manuscrito Voynich y por eso a alguien no le interesa desde hace siglos que nadie pueda descifrar
lo que dice el libro de Roger Bacon.
La puesta de sol sobre Florencia mostraba los tejados de diferentes colores. Mientras Planch y
Brown hacían sus conjeturas, la noche había caído ya sobre la ciudad, así como dos botellas de
whisky. Esa noche, Jack Brown durmió plácidamente en una de las habitaciones de la residencia de
Matteus Planch, antepasado de un perfecto del movimiento cátaro. Sin duda, su encuentro con
Planch había sido de lo más fructífero y así se lo haría saber a Aaron Avner.

***

Bruselas. Bélgica

Al llegar al aeropuerto de Charleroi, el padre Alvarado comprobó el mal tiempo que azotaba la
capital belga. Aún recordaba la última vez que había visitado el país, en el viaje pastoral que había
realizado el Papa.
Mientras caminaba por la terminal, se detuvo en una tienda inundada de artículos con la
imagen del rey Balduino I de Bélgica. Un ejemplar de La Derniére Heure anunciaba en su portada
el agravamiento de la salud del Sumo Pontífice y la vigilia que estaban llevando a cabo los
peregrinos en mitad de la plaza de San Pedro. Le queda poco tiempo al Santo Padre, pensó el
religioso mientras se santiguaba. Poco después abandonaba las instalaciones aeroportuarias,
mezclado entre diplomáticos, funcionarios de la Comunidad Europea y militares destinados en el
cuartel general de la OTAN. Una larga fila de taxis esperaba a los clientes. El padre Alvarado
subió en uno de ellos.
—Buenas tardes —saludó el religioso en perfecto francés—. Por favor, lléveme al hotel Le
Dixseptiéme, en el 25 de la Rué de la Madeleine.
—Enseguida, señor —respondió el conductor mientras bajaba la bandera.
Cuando el taxi se sumergió en el tráfico de Bruselas, agravado por la continua lluvia que caía
sobre la ciudad, el padre Alvarado revisó en su maletín negro los datos de su objetivo, Petrus
Rees, experto en codificaciones y coleccionista de armas antiguas. En un falso compartimento del
maletín se alineaban varios frascos con sustancias tóxicas especialmente protegidos. El padre
Septimus Alvarado tenía la impecable habilidad de matar a sus objetivos utilizando sustancias
venenosas, una práctica que había aprendido durante sus años como misionero en las selvas
sudamericanas.
En una carpeta preparada por la Entidad, los servicios secretos del Vaticano, aparecía una
fotografía en blanco y negro de Petrus Rees y un amplio reportaje en un suplemento dominical de
un diario belga en el que el hombre mostraba su colección de armas antiguas. Cerbatanas de los
indios del Amazonas, dagas venecianas del siglo XV, espadas japonesas del siglo XVI o una Luger
que había pertenecido al mismísimo mariscal Hermann Goering eran algunas de las piezas que
componían la extraña colección del experto en claves y códigos secretos.
Minutos después, el taxi se detuvo ante un edificio clásico que había sido la residencia del
embajador español en la corte belga durante el siglo XVIII y que ahora se había convertido en un
elegante y exclusivo hotel. A Alvarado le gustaba en parte porque sólo contaba con veinte
habitaciones, lo que le permitía pasar inadvertido, y cada una de ellas disponía de una amplia
cocina, que el asesino del Círculo Octogonus utilizaba como un aséptico laboratorio donde
mezclar sus venenos.
Al entrar en su habitación, el sacerdote entregó un billete al botones de propina, colgó el cartel
de no molestar y cerró la puerta con los cerrojos de seguridad. Tras quitarse la gabardina, que
estaba empapada, y la chaqueta, el padre Septimus Alvarado marcó un número de teléfono.
Sonaron varios tonos hasta que descolgaron al otro lado de la línea.
—Buenas noches —saludó Alvarado—. Deseo hablar con el señor Rees.
—Sí, soy yo —respondió el interlocutor—. ¿Quién es?
—Lo llamé desde Roma hace unas semanas. Soy Maxwell Hessner, un anticuario especialista
en armas, y he venido a Bruselas para enseñarle algunas piezas interesantes que tengo en mi poder
—dijo el religioso—. Si quiere, podríamos quedar mañana por la noche en su casa y llevaría las
piezas para que pueda estudiarlas. —El asesino sabía que Rees era soltero, así que no se
encontraría con ninguna sorpresa familiar en su domicilio.
—¿Le gustan las ostras, señor Hessner? —preguntó Rees de repente.
—Sí —contestó Alvarado.
—Bien, perfecto. Lo invito a cenar mañana por la noche en L’Ecailler du Palais Royal, en el
número 18 de la Rué Bodenbroek, en el barrio de Sablón. Lo espero sobre las ocho y media. Sea
puntual. A nosotros, los belgas, nos gusta cenar pronto —dijo Petrus Rees antes de colgar.
En la soledad de su habitación, Alvarado comenzó a preparar el arma que iba a utilizar para
acabar con la vida del experto en claves que había ayudado a descubrir importantes datos del
Manuscrito Voynich. Con guantes de goma, como los de los cirujanos, el religioso comenzó a
manipular las peligrosas sustancias que contenían aquellos frascos de cristal.
Con sumo cuidado sujetó firmemente con la mano izquierda uno de los frascos, que contenía
una especie de gelatina blanquecina. Con una espátula de cristal extrajo una pequeña porción y la
colocó en un pequeño cristal plano. La sustancia era un potente alcaloide exudado por una rana de
la selva del Amazonas. Los indios solían untar las puntas de sus flechas con la piel de estas ranas
para cazar. Una buena dosis de la gelatina podía matar a diez hombres en dos minutos, pero el
padre Septimus Alvarado deseaba acabar con la vida de uno solo.
Cerró el bote y cogió un segundo frasco con una sustancia de color marrón, con la textura de
una resina. Nuevamente y utilizando otra espátula de cristal extrajo una pequeña dosis y la
depositó en una segunda pieza de cristal. Esta segunda sustancia era culo de bachaco, la feroz
hormiga gigante de la selva amazónica. La mordedura de la hormiga bachaco producía un veneno
que utilizaba para defenderse y provocaba en la víctima una fuerte sensación de picor. El veneno
de las mordeduras de miles de estas hormigas podían provocar la muerte de un hombre de un
metro ochenta y noventa kilos de peso en cuestión de treinta minutos. Los indios utilizaban
también esta sustancia como afrodisíaco o, en una dosis menor, para anestesiar alguna zona del
cuerpo. El veneno de la bachaco afectaba al sistema nervioso y provocaba parálisis muscular.
El asesino del Círculo cogió una cinquedea que supuestamente había pertenecido a Lorenzo de
Medici y limó ligeramente la parte inferior del mango. Con una lupa de cirugía el sacerdote dejó
una pequeña rebaba. Seguidamente tomó la espátula con la sustancia resinosa y con mano firme
untó los pequeños dientes que habían quedado tras limar el mango de la daga. A continuación y
con suma delicadeza colocó el arma en un soporte.
El padre Alvarado se levantó y sacó del minibar una pequeña botella de ginebra. Cogió un vaso
que estaba encima del pequeño frigorífico e introdujo en él dos cubitos de hielo. Abrió la botella y
llenó el vaso. De un solo trago vació casi la mitad mientras estiraba los músculos de la espalda.
Tras relajarse volvió a la tarea. De un segundo estuche de terciopelo azul, el sacerdote extrajo una
bella espada japonesa. La depositó, con las dos manos, sobre un soporte con el muñe, el filo, hacia
arriba. El asesino del Octogonus se volvió a colocar la lupa sobre las gafas y con una fina brocha
untó el nakago, el mango, de la katana con la sustancia tóxica segregada por las ranas. Horas
después, las sustancias estaban adheridas a las armas, preparadas para hacer su trabajo.
Durante el día siguiente, el religioso no abandonó la habitación ni siquiera para almorzar.
Prefería no perder de vista ambas armas y evitar que alguien del servicio pudiese ser demasiado
curioso y las tocara. Llegada la tarde, el padre Septimus Alvarado se vistió con un elegante traje
negro y camisa blanca, se pasó un cepillo por el pelo corto canoso y se colocó cuidadosamente
unos guantes de goma. Levantó por la hoja la daga veneciana de su soporte y la colocó
cuidadosamente en su estuche. Repitió la acción con la katana. Se puso el abrigo y el sombrero y
salió hacia el restaurante donde se había citado con Petrus Rees.
Cogió un taxi y en unos minutos, tras sortear varios semáforos, pasos de cebra y ciclistas que
aligeraban su marcha entre charcos provocados por la lluvia, llegaron hasta la elegante fachada de
L’Ecailler du Palais Royal. Un hombre de librea roja con un paraguas en la mano corrió hasta el
vehículo para abrir la puerta.
—Buenas noches. Bienvenido a L’Ecailler du Palais Royal —saludó el portero al recién
llegado.
Dentro del restaurante, el maître se dirigió hacia el sacerdote, que llevaba una bolsa y un
maletín muy parecido a los estuches que se utilizan para portar escopetas de caza. El maître
recomendó al padre Alvarado que dejara su abrigo y los maletines en el guardarropa mientras una
joven le tendía un número de percha.
—Gracias, pero prefiero no separarme de los maletines. Son antigüedades muy valiosas —se
disculpó el sacerdote.
—No hay ningún problema, señor —respondió el educado maître—. ¿Tiene mesa reservada?
—Me está esperando el señor Rees, Petrus Rees —respondió Alvarado.
—El señor Rees… el señor Rees… —dijo el maître mientras localizaba el nombre en el libro
de reservas—. Sí. Aquí está. Mesa nueve. Sígame por aquí, por favor.
Al fondo de la amplia sala, un hombre de aspecto frágil que se disponía a untar mantequilla en
una pequeña tostada se levantó al ver al maître y al recién llegado acercarse a su mesa.
—Buenas noches, señor Rees. Soy Maxwell Hessner, el anticuario —se presentó el padre
Alvarado mientras estrechaba la mano de Rees.
—Buenas noches, señor Hessner. Estaba deseando conocerlo —respondió el experto belga
mientras invitaba al padre Alvarado a sentarse a la mesa—. Veo que ha traído varias piezas. Lo
mejor es que cenemos primero y después vayamos a mi casa. Está aquí cerca y podremos hablar
tranquilamente de negocios mientras le enseño mi colección.
Una excelente cena a base de ostras y rodaballo al horno dio paso a dos buenos habanos y dos
copas de coñac francés.
—Dígame, ¿qué es lo que me ha traído? —preguntó Rees con curiosidad.
—Una cinquedea veneciana que perteneció a Lorenzo de Medici y una espada japonesa del
periodo Ashikaga fechada entre 1350 y 1360 —respondió el supuesto anticuario.
—¿Por qué habrían de interesarme esas armas? —preguntó cautamente el belga tal vez con el
fin de mostrar menos interés del que realmente sentía y poder así negociar mejor el precio.
—Se cree que la cinquedea de Lorenzo de Medici perteneció a Bernardo Bandini Baroncelli,
uno de los conspiradores de la conjura de los Pazzi de 1478. Con esta daga, Baroncelli dio la
primera puñalada a Giuliano de Medici en la catedral de Florencia. Tras ser ejecutado Baroncelli
años después por orden de Lorenzo de Medici, el señor de Florencia se incautó de la daga y la
guardó como recuerdo de su venganza. La espada perteneció a Yoshimitsu Ashikaga, que se
proclamó shogun en 1368. Fue el mecenas más espléndido de la Edad Media japonesa —relató el
padre Alvarado a un cada vez más interesado Petrus Rees.
—¿Puede enseñarme ahora las piezas? —preguntó ansioso el experto belga.
—Es mejor que las veamos en su casa. Será más seguro. Ambas piezas son demasiado valiosas
como para enseñárselas en un local público —adujo el asesino del Círculo Octogonus
disculpándose.
—Lo entiendo. Perdóneme el atrevimiento, pero estoy ansioso por poder admirarlas —se
disculpó Rees mientras pedía la cuenta.
Media hora después, los dos hombres se encontraban en el elegante piso de Rees, muy cerca de
la Grand Place. Desde los ventanales del ático se veían las luces nocturnas de la capital belga. En
amplias vitrinas iluminadas y señaladas con cartelas se alineaban pistolas, alabardas, espadas y
armaduras. Mientras las observaba de cerca, Petrus Rees ofreció algo de beber a su invitado.
—No, gracias, ya he bebido suficiente —respondió el falso anticuario.
—Yo me pondré un whisky mientras usted me enseña la daga y la espada.
A continuación, el padre Alvarado colocó el estuche sobre una elegante mesa de caoba y abrió
los dos cerrojos. Al subir la tapa, aparecieron dos armas cubiertas por un paño que las cubría a
modo de protección.
—¿Puedo cogerlas? —preguntó Rees.
—Séquese antes las manos con una toalla. No quiero que queden marcas en ellas —respondió
Alvarado.
El coleccionista se dispuso a coger entre sus manos la daga Medid. Mientras la desenfundaba
para estudiar la hoja, Rees sintió en el dedo índice de la mano derecha un pequeño pinchazo. La
minúscula marca, rodeada de un círculo rojo, le provocó un ligero picor.
—Necesito ir al baño un momento. Me he pinchado con la daga y voy a limpiarme con alcohol
—dijo mientras se retiraba hacia el fondo de la casa.
Minutos después, Petrus Rees volvió a aparecer en el gran salón.
—Discúlpeme, señor Hessner. Ahora me gustaría ver la espada japonesa.
—Aquí está —dijo el padre Alvarado mientras se la tendía por la hoja para obligar a Rees a
agarrar la katana por el mango.
Tal y como esperaba, el coleccionista cogió la espada y la blandió como un samurái en
posición de combate.
—Me gusta mucho —afirmó el belga. Su mano derecha había comenzado ya a hincharse
alrededor de la erupción rojiza y una sensación de adormecimiento le alcanzaba ya el codo. La
camisa azul del especialista en cifrados y códigos estaba empapada de sudor—. Me duele bastante
la cabeza —dijo Rees mientras intentaba sentarse.
Los calambres le habían afectado ya a la pierna derecha y a los brazos. Rees se miró la mano y
vio que donde se había pinchado y la piel alrededor de la erupción adquirían un color negruzco.
Poco a poco, tendido en el sofá, notó que la garganta se le inflamaba y le provocaba una severa
asfixia. El tóxico de la rana había invadido el cuerpo de Rees, vía cutánea, a través de la piel de la
mano cuando había agarrado la espada japonesa. Diez minutos más tarde comenzó a perder la
visión y el oído y de la comisura de sus labios empezó a borbotar una saliva blanquecina. El
veneno de la bachaco había penetrado por completo en su cuerpo, impidiéndole mover el más
mínimo músculo. Allí tendido, sólo pudo esperar la llegada de la muerte mientras su visitante se
sentaba frente a él, observando y exigiéndole que le fuese relatando lo que sentía. El asesino del
Círculo necesitaba comprobar la resistencia de su víctima ante la dosis suministrada. Sólo unos
segundos antes de morir, Petrus Rees se dio cuenta de que aquel anticuario lo había envenenado.
Nunca sabría por qué, pero su relación con el Manuscrito Voynich lo había convertido en el tercer
objetivo liquidado por el Círculo Octogonus.
El padre Septimus Alvarado colocó dos de sus dedos en el cuello del difunto, que permanecía
aún con los ojos abiertos, para comprobar que había dejado de respirar y volvió a colocar
cuidadosamente las dos armas en sus estuches. Antes de abandonar el elegante ático, sacó de su
bolsillo un octógono de tela y lo introdujo en la agarrotada mano izquierda de Rees.
Bendijo al fallecido silenciosamente y cerró la puerta tras de sí.

***

Dublín. Irlanda

—¿Señora Gwyn? —preguntó el padre Mahoney.


—Sí, soy yo. Soy la señorita Gwyn —dijo la criptoanalista poniendo énfasis en la palabra
señorita.
—Me llamo John McCormick. Soy estadounidense y mis abuelos nacieron en Drogheda. Me
indicaron en la Oficina de Turismo de Irlanda de Dublín que es usted la presidenta de la Sociedad
Histórica de Drogheda y me dieron su número de teléfono —explicó el religioso.
—Sí, efectivamente. ¿Qué es lo que desea? —preguntó desconfiada la mujer.
—Estoy haciendo un trabajo sobre la Irlanda de finales del siglo XIX y cómo era la vida rural
en aquella época. Me gustaría que nos pudiésemos ver —tentó Mahoney.
—¿En qué universidad me ha dicho que está usted estudiando? —preguntó Elizabeth Gwyn.
—No se lo he dicho. En todo caso, estudio en la Universidad de Boston.
—Vaya, la muy católica Boston… No tengo previsto viajar a Dublín —precisó la doctora
Gwyn.
—No tendría inconveniente en desplazarme a Drogheda, así podría visitar la iglesia de San
Pedro y acercarme hasta las tumbas de Newgrange, pero sólo si puedo hablar con usted.
Tras unos segundos de espera, la voz de la mujer rompió el silencio.
—De acuerdo, venga esta tarde. Lo esperaré en el camino de entrada a Drogheda, así podrá
seguirme usted hasta la granja. Tengo un Land Rover —dijo Elizabeth Gwyn. Inmediatamente
después, la desconfiada mujer colgó el teléfono. Nada más colgar, la criptoanalista levantó
nuevamente el aparato y marcó el número de Aaron Avner, en New Haven. Tras varios tonos, oyó
una voz de mujer al otro lado de la línea.
—Biblioteca Beinecke. Buenos días.
—Buenos días, deseo hablar con el profesor Avner —pidió Elizabeth Gwyn.
—No se encuentra en estos momentos en la biblioteca. Puede dejarle un recado si quiere. Soy
la señora Hollingsworth.
—Bien, dígale que lo ha llamado Elizabeth Gwyn, de Irlanda. Dígale que hoy me viene a
visitar un hombre que dice que estudia en Boston. Un tal John McCormick. Pero ese nombre me
suena a John Smith… —dijo la señorita Gwyn.
—Discúlpeme, no entiendo exactamente cuál es el mensaje que debo darle al profesor —dijo
la eficaz señora Hollingsworth.
—Bueno, no se preocupe. Son cuestiones mías. Tal vez no sea nada. Muchas gracias y dígale a
Aaron que se cuide —dijo la mujer antes de colgar.
Bien entrada la tarde, la criptoanalista salió de la granja en su Land Rover hacia Drogheda con
la intención de ir a buscar al supuesto estudiante. Divisó un Ford Escort rojo, posiblemente
alquilado, en el arcén. Del espejo retrovisor todavía colgaba la publicidad de la compañía.
Mediante ráfagas indicó a John McCormick que la siguiese. ¿Quién será este hombre?, no
dejaba de pensar la mujer por enésima vez. Ignoraba su identidad, pero de lo que estaba segura es
que el recién llegado no se esperaba una sorpresa como la que le aguardaba.
Unos kilómetros más adelante, los dos vehículos atravesaron la verja verde que limitaba los
terrenos propiedad de Elizabeth Gwyn. La mujer se bajó del coche y cerró la verja tras dejar pasar
al Ford. Entraron en la casa y, una vez dentro, la mujer ordenó a McCormick que se quitase las
botas para no manchar el suelo.
—Puede andar descalzo por la casa si quiere.
—Gracias —dijo el hombre mientras se acercaba a la chimenea y observaba las fotografías en
blanco y negro de militares que se alineaban encima—. ¿Es su esposo? —preguntó McCormick.
—Mi prometido. Lo derribaron durante la Segunda Guerra Mundial. Pilotaba un Spitfire para
la RAF —respondió Elizabeth Gwyn mientras le acercaba una taza de té caliente—. ¿Quiere unas
galletas? —Antes de que el hombre pudiese responder, la mujer salió de la habitación. El recién
llegado estaba mirando tranquilamente las fotografías que estaban colgadas de las paredes cuando
a su espalda la mujer le hizo una pregunta.
—¿Me va a decir quién es usted realmente?
Al girarse vio que la mujer lo estaba apuntando con una pistola.
—Es una Walter PPK y sí, si usted me obliga a usarla, no dudaré en matarlo aquí mismo y
después averiguaré quién es usted —dijo Gwyn mientras señalaba el sofá de la esquina del salón
para que el visitante se sentase. Así era menos peligroso—. Antes de llamar a la Garda Síochána,
la policía irlandesa, por si no lo sabe, me gustaría saber por qué se ha tomado tantas molestias en
venir a verme.
—Soy un enviado y un guardián —dijo McCormick lentamente.
—¿De Dios, del diablo, de Satanás, del Papa, de la CIA? ¿De quién? —preguntó
sarcásticamente mientras seguía apuntándolo con el arma.
—De Dios. Otras personas y yo tenemos la misión de salvaguardar un secreto que usted ha
intentado revelar. Mi cometido es evitarlo —confesó el hombre.
—¿A qué se refiere con otras personas? ¿De quiénes está hablando?
—Pertenezco a un grupo que desde el siglo XIV protege un gran secreto y así seguirá siendo. Si
usted me dispara, otros vengarán mi muerte, otros serán los encargados de llevar a cabo la misión
encomendada en el nombre de Dios.
—¿Y cuál es su misión? ¿Matarme acaso? —volvió a preguntar la mujer.
—Si es necesario, sí. Mi misión es evitar que nadie pueda descubrir absolutamente nada de un
secreto muy bien guardado durante siglos.
—¡Ahora ya lo entiendo! ¡El Manuscrito Voynich! Ése es el secreto que usted debe proteger.
Pero ¿por qué debe acabar con aquellos que intentan revelar ese secreto? ¿Qué mensaje esconde?
—Cifras, datos, nombres, lugares de una secta hereje y blasfema. Mi misión, encomendada por
Dios, es salvaguardar ese secreto, incluso con mi propia vida, así que no me importa si usted
presiona el gatillo de esa pistola. Yo estoy preparado para morir por Dios, ¿y usted? —preguntó
desafiante McCormick.
—Vaya, es usted un fanático de ésos… Tengo la suerte de no ser creyente, pero sí de amar mi
vida. Si usted me obliga, le agujerearé la cabeza sin titubear y si vienen a verme otros amigos
suyos, estaré preparada —replicó la mujer—. Ahora tenemos tres opciones: o coge su coche y se
larga por donde ha venido, o llamo a la Garda y se lo llevan, o intenta algo y le vuelo la tapa de los
sesos. Usted elige.
—No puedo irme sin haber cumplido mi misión. La policía no es una opción que me
favorezca. Y si me vuela la tapa de los sesos, me seguirán otros para cumplir la misión
encomendada por Dios.
—Lo mejor será que llame a la policía. Por su bien y por el mío…
Cuando la científica aún no había terminado la frase, el padre Mahoney, con un rápido
movimiento, arrojó en su dirección la taza de té que tenía en la mano. La mujer saltó hacia atrás y
disparó. La bala impactó en el marco de la ventana. Empujando la mesa y varias sillas que tenía
junto a él, el asesino del Círculo fue recortando distancia con su objetivo, que ya había disparado
por segunda vez. Esta vez la bala le había rozado el brazo derecho. Elizabeth Gwyn ya no tuvo
tiempo de realizar un tercer disparo. El sacerdote derribó a la anciana de un fuerte golpe en la cara
y la mujer quedó tendida en el suelo, boca abajo, junto a la chimenea.
El asesino cogió el atizador y volvió a golpear a la criptógrafa en la cabeza. Dos golpes
después, Elizabeth Gwyn estaba muerta. El padre Mahoney levantó el pequeño cuerpo de la
anciana, lo cargó sobre sus hombros y salió de la casa. Detrás del granero había un pozo séptico.
Levantó la pesada tapa y arrojó el cadáver en su interior. El sacerdote regresó a la casa y se
dispuso a lavar la herida que le había provocado el disparo. Antes de abandonar la granja, el padre
Mahoney dejó un octógono junto a la fotografía del militar con uniforme de piloto. Cuando estaba
a punto de salir de la casa, sonó el teléfono.
El religioso levantó el auricular sin pronunciar palabra.
—¿Elizabeth? —preguntó la voz—. Soy Aaron, Aaron Avner. ¿Estás ahí?
El padre Mahoney guardó silencio. Inmediatamente, como si fuera una premonición, Aaron
supo que su amiga estaba muerta y que al otro lado de la línea se encontraba el asesino. Podía oír
su respiración claramente. A continuación, el asesino del octógono colgó el aparato y abandonó la
granja.
El cuarto objetivo había sido liquidado y así se le informaría al gran maestro del Círculo
Octogonus.
Capítulo 7

Ciudad del Vaticano

Desde por la mañana, las noticias sobre el agravamiento de la salud del Sumo Pontífice fueron
marcando el ritmo de la engrasada maquinaria vaticana. El secretario de Estado, el cardenal
Newton Metz, había mantenido reuniones con otros miembros de la curia ante la posibilidad de
que ocurriera el fatal desenlace. Había que dejar todo atado en caso de que el Papa falleciera.
Por su despacho habían desfilado ya los cardenales Michele Castillo, prefecto para la
Congregación de la Doctrina de la Fe; Osmund Pearson, prefecto para la Congregación de
Propaganda Fide; Pietro Orsini, responsable de la Primera Sección; Hans Mühlberg, responsable
de la Segunda Sección; Camilo Cigi, vicario de Roma, y Gregorio Inzerillo, prefecto para la
Congregación para los Obispos. Estos seis cardenales formaban parte del cerrado círculo que
había rodeado a Metz durante los últimos diez años. El cardenal August Lienart no figuraba entre
ellos, seguramente porque el propio Metz lo veía más como un enemigo y competidor que como
un amigo y colaborador.
El cardenal Metz tenía previsto reunirse por la tarde con el cardenal Lienart, responsable del
espionaje y contraespionaje de la Santa Sede; con Giovanni Biletti, jefe de la Gendarmería
Vaticana; con el comandante de la Guardia Suiza, Helmut Hessler, y con el cardenal camarlengo,
Gaetano Bofondi.
Lienart sabía que había sido convocado para preparar el operativo que debía desplegarse una
vez que Su Santidad hubiese expirado. A él le tocaba la responsabilidad de proteger el cadáver del
Papa después de que el doctor Niccoló Caporello certificase el fallecimiento del Sumo Pontífice.
Los miembros de la Santa Alianza y del Sodalitium Pianum se pondrían automáticamente a las
órdenes del camarlengo, el cardenal Bofondi. La Operación Catenaccio se activaría en cuanto se
constatase la muerte del Papa.
Lienart tenía que dejar todo bien atado a través de su secretario, monseñor Przydatek. El
Círculo Octogonus debía seguir operando en la sombra desde Villa Mondragone. Durante los once
días de luto oficial y la celebración del cónclave, el jefe del espionaje vaticano estaría aislado por
completo junto a los ciento ocho miembros del colegio cardenalicio hasta la elección de un nuevo
Pontífice.
A las nueve de la noche, los cardenales Metz y Bofondi convocaron una reunión de emergencia
con el coronel Hessler, de la Guardia Suiza, el inspector general Biletti, de la Gendarmería
Vaticana, el subinspector Danilo Giani y el cardenal August Lienart, de la Entidad.
—El Papa se muere. Estén preparados —anunció Metz.
Media hora después, el doctor Caporello certificaba el fallecimiento del Sumo Pontífice:
Certifico que Su Santidad el Papa, nacido el 26 de septiembre de 1897, residente en la Ciudad del
Vaticano, ciudadano vaticano, ha muerto a las 21.37 horas en su apartamento del Palacio
Apostólico Vaticano a causa de un colapso cardiocirculatorio irreversible, agravado por el cáncer
que sufría desde hacía unos años.
Un prolongado silencio inundó todas las salas vaticanas como si de una ola de muerte se
tratase. Los seis hombres que se habían reunido apoyaron la rodilla izquierda en tierra y se
santiguaron. A Hessler se le ordenó que sus hombres comenzasen a tomar posiciones alrededor de
la plaza de San Pedro ante el flujo cada vez mayor de fieles que se acercaban al Vaticano. Al
cardenal Lienart se le encomendó la tarea de escoltar al cardenal camarlengo, Gaetano Bofondi, y
proteger las habitaciones papales hasta su sellado.
Desde el mismo momento en el que se le informó de la muerte del Papa, el jefe de la Santa
Alianza comenzó a dar órdenes a sus agentes. Tenía que escoltar al cardenal Bofondi hasta el
despacho del Pontífice para destruir el sello de plomo del Pescador, así como el sello que el Papa
llevaba en otro de los dedos. De esta forma se evitaba que alguien pudiese utilizar los sellos
pontificios para firmar documentos no aprobados antes del fallecimiento del Papa.
El cardenal camarlengo y el secretario de Estado, el cardenal Metz, salieron del despacho y se
ordenó el sellado de las habitaciones papales. El vicario de Roma, el cardenal Camilo Cigi, colocó
cinco sellos de lacre sobre cinta roja. Dos miembros de la Guardia Suiza montarían guardia
constantemente para proteger los sellos hasta que el nuevo Papa elegido en el cónclave los
rompiese. El sucesor del trono de Pedro era la única persona autorizada para entrar en el que fuera
el despacho del Sumo Pontífice fallecido.
Sobre las once y media de esa misma noche, una llamada del camarlengo informó al cardenal
Lienart que debía presentarse en sus habitaciones. El cardenal Gaetano Bofondi sujetaba dos
sobres en la mano: el testamento lacrado del Papa y las últimas disposiciones dadas por el Sumo
Pontífice sobre algunos de los departamentos vaticanos que le preocupaban.
Lienart no sospechaba que antes de morir el Santo Padre había aceptado abrir una
investigación sobre la actuación de los servicios de inteligencia de la Santa Sede y sobre su
poderoso jefe. Tal vez Lienart se había vuelto demasiado poderoso, y también demasiado
peligroso, para los altos miembros de la curia. En todo caso, el Papa había preferido esperar a su
muerte para que se abriera la investigación contra el cardenal francés. Sería responsabilidad de su
sucesor llevarla a buen término, pero en realidad nadie sabía qué había escrito el Papa fallecido en
el interior de ambos sobres y el jefe de la Entidad estaba dispuesto a descubrirlo mucho antes que
otros.
Mientras sujetaba el segundo sobre, aún lacrado con el sello pontificio, August Lienart llamó
al obispo Przydatek.
—¿Sí, eminencia? —preguntó el secretario.
—Buenas noches, monseñor. Necesito saber qué dice este mensaje del Papa y necesito saberlo
antes que los cardenales Bofondi y Metz —dijo Lienart.
—Pero el sobre lleva el sello pontificio, eminencia… Romperlo sin autorización es un
sacrilegio castigado con la excomunión… —objetó Przydatek.
—Usted y yo, fiel Przydatek, sabemos bien que Dios nos ha llevado a tener que conducirnos
por oscuros senderos y ello no nos ha alejado del camino de Dios. No creo que ahora suponga un
problema violar un simple sello, ¿no es así, monseñor?
—No, eminencia —respondió el secretario cabizbajo.
—Dios y la política suelen ir en paralelo a nuestros intereses. Muchas veces hay que tomar
decisiones que son las que hacen que estemos preparados para realizar tareas aún mayores, como
ser elegidos príncipes de la Iglesia. Su carrera hacia la púrpura cardenalicia comporta deberes y
obligaciones para con Dios —dijo Lienart mirando fijamente a los ojos a su secretario—. Usted
decide.
Sin titubear, el obispo agarró el sobre de la mano de Lienart y salió de la estancia mientras el
cardenal guardaba en la caja fuerte el testamento del Papa hasta que llegase la hora de su lectura.
El ruido de la multitud congregada en la plaza de San Pedro no era perceptible más allá del Portón
de Bronce que daba acceso al Palacio Apostólico. En los pasillos sólo se escuchaban los pasos de
las patrullas de la Guardia Suiza y los susurros de cardenales y altos miembros de la curia.
El corazón de la Iglesia católica seguía latiendo regularmente como un reloj, marcando los
minutos del ritual de sede vacante, y el cardenal August Lienart formaba parte de ese engranaje.
En su pequeño y austero despacho, en la primera planta del Palacio Apostólico, monseñor
Vaclav Przydatek colocó el segundo sobre en su mesa, encima de un tapete verde. Durante un rato
estuvo mirándolo. Despegar un sello rojo de lacre no era una tarea sencilla, ni siquiera para un
espía de su experiencia, y además hasta ahora nunca había tenido que violar un documento
pontificio. Przydatek abrió un cajón de la mesa y sacó unas gafas con lupa y un pequeño juego de
bisturíes. Con la precisión de un cirujano, fue desprendiendo milímetro a milímetro el sello
grabado con el mismo escudo que el Papa fallecido llevaba en su anillo. La operación duró cerca
de treinta minutos hasta que monseñor Przydatek colocó el sello intacto en un lado de la mesa. A
continuación puso un pequeño cazo con agua en el horno que solía utilizar para calentarse el té.
Cuando el agua rompió a hervir, el secretario de Lienart sujetó el sobre y lo fue moviendo
sobre el vapor hasta que la goma quedó debilitada. El cardenal le había dado órdenes explícitas de
que no leyera el contenido del sobre y que, una vez abierto, debía informarle inmediatamente.
—Eminencia, la tarea ha sido realizada con éxito —dijo Przydatek al otro lado del teléfono.
—Bien, espere en su despacho hasta que yo se lo diga. Y no pierda de vista ningún objeto —
dijo Lienart.
Minutos después, el cardenal August Lienart entraba en el despacho de su secretario. Se sentó
en una de las butacas que había frente a la mesa de Przydatek y ordenó a su secretario que
abandonase la estancia. Necesitaba la máxima discreción para poder leer el documento que el
Sumo Pontífice había dejado escrito y que no se atrevió a hacer público en vida.
Con la mano derecha extrajo el documento y lo colocó sobre la mesa. La tensión fue
aumentando a medida que Lienart leía el texto, escrito de puño y letra por el Papa ahora fallecido.
Aquel documento era un acta de acusación en toda regla contra su persona y contra las actuaciones
del servicio de inteligencia de la Santa Sede. Se recomendaba el cese de todos los responsables del
espionaje y contraespionaje a las órdenes de Lienart, así como de monseñor Vaclav Przydatek. En
otro de los puntos, el Papa recomendaba a su sucesor que un destacamento de la Guardia Suiza
debía asegurar el contenido de los archivos secretos del espionaje vaticano para evitar que
pudiesen ser alterados o robados antes de llevar a cabo el cese de los responsables de la Entidad y
el Sodalitium Pianum.
Con respecto a Lienart, el Papa recomendaba al nuevo Pontífice su cese al frente de la Entidad,
su comparecencia ante el Comité Disciplinar de la Curia Romana para responder de sus actos y su
traslado a una tranquila parroquia o monasterio en el centro de Europa para, desde ahí, acercarse a
Dios mediante la oración y la meditación por un periodo no menor a quince años y no superior a
veintidós.
El cardenal Lienart se mordió el labio inferior. Sabía que si no actuaba con rapidez, su
ascendente carrera en el Vaticano se truncaría irremediablemente.
—Mi carrera talada bajo mis pies por un anciano enfermo de cáncer. Y lo peor de todo es que
ha actuado contra mí desde su tumba para evitar mi venganza. ¡Maldito viejo enfermo! —se dijo
el poderoso Lienart. Desde hacía siglos, su familia había sobrevivido a todo tipo de contratiempos,
sabiendo ajustarse a la situación y al poder establecido.
Su padre había sabido estar a bien con la Francia de Vichy y congraciarse con la de De Gaulle;
su tío Henri había sabido estar a bien con la Alemania de Hitler y hacer negocios años después con
Israel, suministrándoles maquinaria agrícola. Ahora, él debía saber cómo sortear las nuevas
dificultades que Dios le había impuesto en su camino.
Mientras introducía nuevamente el documento pontificio en el sobre, ya estaba pensando en
cómo evitar aquel contratiempo. Para él era sólo eso: un sencillo y simple contratiempo que en
nada alteraría su ascendente carrera en la curia.
Él era miembro de la familia Lienart y estaba llamado a asumir tareas mucho más importantes
en el Estado Vaticano. Aquel documento era sólo un contratiempo.
Tras finalizar su lectura, salió del despacho y se dirigió a su secretario.
—Vuelva a colocar los sellos y entrégueme el sobre —le ordenó.
Sus siguientes movimientos iban a ser acercarse al cardenal Newton Metz, que dirigiría la
facción austro-alemana en el próximo cónclave; al cardenal guatemalteco William Guevara, que
se encargaría de la facción sudamericana; al cardenal José María Estévez, que se ocuparía de la
facción española, y al cardenal Olen Henley, de Boston, que tutelaría la facción canadiense-
estadounidense. Estas cuatro facciones del colegio cardenalicio intentarían mantener a raya al
poderoso sector italiano, liderado por los cardenales Gaetano Angelini, prefecto de la
Congregación para el Clero, y Dionisio Barberini, prefecto de la Casa Pontificia. Lienart sabía a
ciencia cierta que ambos cardenales italianos tenían ya su candidato y sabía también que si salía
un nuevo Papa de esta nacionalidad, sus días en el Vaticano estaban contados.
Lo cierto es que tampoco podía contar con el apoyo claro del cardenal Raymond Flournoy, que
lideraría la facción francesa en el cónclave. Ese marsellés amante de los niños, solía decir Lienart
con cierto sarcasmo.
Desde primeras horas de la mañana cerca de seiscientas mil personas se congregaron tras las
vallas colocadas por la policía italiana alrededor de la columnata de Bernini. Todo estaba
perfectamente preparado para el funeral pontificio, un rito marcado por siglos de tradición. El
cardenal camarlengo, Gaetano Bofondi, identificó el cadáver del Papa. Él sería también el
encargado de quitarle del dedo el Anillo del Pescador que el pontífice había llevado desde su
elección en el cónclave. El anillo fue destruido en un yunque con un martillo. Seguidamente
comenzó la procesión de cardenales para presentar sus respetos al Papa fallecido y acompañar su
cadáver hasta la Capilla Sixtina, donde se le vistió con un hábito de seda blanca y un palio que
había sido tejido especialmente para la ocasión. El cadáver del Papa había permanecido la primera
noche en una de las capillas del Palacio Apostólico y al día siguiente había sido trasladado por un
retén de la Guardia Suiza a la basílica de San Pedro, donde se instalaría la capilla ardiente tres
días.
Durante las setenta y dos horas siguientes al fallecimiento del Papa, los fieles le presentaron
sus respetos. Pasados los tres días se colocó el cadáver del Pontífice en un triple ataúd de madera
y se dispuso a sus pies un cilindro metálico con un texto escrito por uno de los cardenales en su
interior. El texto era una bendición. Al lado del cadáver se colocaron en tres bolsas de terciopelo
rojo monedas de oro, plata y cobre, una por cada año de pontificado. Posteriormente, el cardenal
Bofondi cubrió el rostro del cadáver con un velo de seda, se cerró y selló el triple ataúd y bajo la
vigilancia de la Guardia Suiza fue bajado hasta la cripta de San Pedro. Allí fue colocado en un
nicho construido expresamente para el Pontífice.
—Es la hora de los novendiales, las nueve jornadas de luto, del cónclave y de un nuevo Papa
—dijo el cardenal Bofondi dirigiéndose a Lienart.
Al día siguiente, a primera hora de la mañana y tras asistir a una misa en recuerdo del Papa
fallecido, los cuatro hombres encargados de la seguridad del Estado Vaticano se reunieron en una
dependencia del Palacio Apostólico con el cardenal camarlengo, Gaetano Bofondi, y el cardenal
Newton Metz. Tras una breve salutación y oración, Bofondi hizo saber al coronel de la Guardia
Suiza Danton Buchs, al comandante en jefe de la Guardia Suiza coronel Helmut Hessler, al
inspector general de la Gendarmería Vaticana Giovanni Biletti y al cardenal August Lienart que el
día elegido para el inicio del cónclave sería al cabo de una semana, el siguiente lunes. Había que
organizarlo todo y a Lienart le quedaba poco tiempo.
Los agentes del contraespionaje, el Sodalitium Pianum, serían los encargados de proteger a los
ciento nueve cardenales electores para evitar que durante las votaciones del cónclave pudiesen ser
influenciados por fuerzas exteriores. Nadie sabía que August Lienart había comenzado a reunirse
en secreto con algunos de ellos para conocer, o por lo menos intentar conocer, a quién iban a
votar. Lienart estaba seguro de que sería un cónclave de facciones, no de personas. Cada día los
agentes de la Entidad deberían barrer cada habitáculo de los cardenales para evitar escuchas,
micrófonos ocultos o simples aparatos de radio. Si alguno de los cardenales violaba esta norma,
sería excomulgado de inmediato. A última hora, el cardenal Gaetano Bofondi indicó al cardenal
Lienart que sus hombres se ocuparían también de proteger a los fustigadores elegidos por el
colegio cardenalicio para controlar las normas del cónclave.
Las quinielas estaban abiertas para la sucesión al trono de san Pedro y Lienart sabía que se lo
jugaba todo a una carta.
Todavía recordaba lo que había sucedido cuando el conservador cardenal Roncalli fue elegido
Papa el 28 de octubre de 1958 con el nombre de Juan XXIII. Los servicios secretos permanecieron
en la más absoluta inactividad hasta el fallecimiento del Papa, el 3 de junio de 1963, cinco años en
total. August Lienart sabía que sería peligrosa la elección de un progresista italiano para la silla de
Pedro.
Había llegado la hora de la verdad para los ciento nueve cardenales encargados de elegir al
nuevo Pontífice de la Iglesia católica. Minutos después de que el arzobispo Giancarlo Costalunga,
maestro de las Celebraciones Litúrgicas Pontificias del Estado Vaticano, pronunciase las famosas
palabras extra omnes, todos fuera, el cardenal Newton Metz leería en voz alta el juramento por el
cual cada elector se comprometía a observar las normas y el más absoluto secreto en todo lo
concerniente a la elección del nuevo Papa.
Las urnas de plata y bronce donde se recogerían las papeletas de las votaciones se habían
colocado ya ante el altar mayor, protegidas por dos agentes del Sodalitium Pianum y dos
miembros de la Guardia Suiza. También se habían preparado las dos estufas: la antigua, donde se
quemarían las papeletas de las votaciones, y otra más moderna que, con ayuda de sustancias
químicas, provocaría la fumata blanca o la fumata negra. Estaban también preparados los bancos
donde se sentarían los cardenales y la mesa cubierta por una tela purpurada donde los encargados
del escrutinio y del recuento abrirían las papeletas, las leerían en voz alta y las prenderían con una
gruesa aguja en un hilo antes de quemarlas.
El lunes a las diez de la mañana dio comienzo el cónclave. Al cabo de una hora aparecía en la
chimenea instalada en la Capilla Sixtina la primera fumata negra. Ningún candidato había
conseguido los votos necesarios para ser elegido Sumo Pontífice, es decir, dos tercios más uno.
Mientras su jefe permanecía recluido en el cónclave, monseñor Vaclav Przydatek había
recibido órdenes precisas de destruir cualquier documento que pudiera incriminarlos en
operaciones encubiertas, como tráfico de armas, apoyo a dictaduras sudamericanas y cuestiones
similares. Todo documento relativo al Círculo Octogonus estaba a buen recaudo en una caja fuerte
situada tras una de las vitrinas de la biblioteca de Villa Mondragone, muy lejos de donde ahora se
decidía el futuro del cardenal Lienart.
Unos días antes, el patriarca de Venecia, uno de los cardenales más respetados, había llegado a
Roma con el fin de participar en el cónclave. Lo cierto es que su nombre no figuraba siquiera entre
los favoritos y, por lo tanto, permaneció tranquilo en su celda número sesenta. Sería en las
reuniones anteriores al cónclave cuando el cardenal de Milán había comentado ante el resto de
sorprendidos cardenales, entre ellos el propio patriarca, que el futuro Papa se encontraría con
serias dificultades al llegar al trono de Pedro debido a la situación reinante en los servicios
secretos de la Iglesia.
—La situación no solamente es crítica, sino que está a punto de reventar —había dicho
Lubiani a los cardenales.
El cardenal camarlengo, Gaetano Bofondi, que estaba cerca, escuchó las advertencias del
cardenal Lubiani y pidió silencio.
August Lienart, que había oído también el comentario, supo de inmediato que la facción
italiana intentaría acabar con él una vez que hubiesen elegido un Papa italiano.
El cardenal Gianberto Palazzini avisó a Lienart de que tanto la Entidad como el Sodalitium
Pianum debían facilitar toda su ayuda a su sucesor. Palazzini deseaba ardientemente el puesto del
cardenal francés y, uniendo su destino al del cardenal Alberto Lubiani y a otros italianos, esperaba
formar parte de la nueva maquinaria italiana del poder en el Vaticano.
Palazzini era uno de los más firmes defensores de la necesidad de abrir una investigación
contra Lienart desde meses antes de reunirse el cónclave. Palazzini había mantenido una reunión
secreta con otros cardenales y había expresado abiertamente la necesidad de investigar el destino
de millones de dólares del Vaticano y las relaciones de Lienart y la Entidad con el dictador
nicaragüense Anastasio Somoza. Durante el cónclave, el cardenal yugoslavo Franjo Setic reveló a
otros prelados que fuerzas oscuras dentro del Vaticano, cercanas a sus servicios de inteligencia,
habían conseguido apartar al peligroso cardenal Palazzini de la carrera por el pontificado. El
religioso yugoslavo aseguró que durante una de las cenas alguien había aludido en voz baja y sólo
para su vecino a los rumores sobre la condición sexual de Gianberto Palazzini durante su
apostolado entre la juventud de todo el mundo y en vista de que a veces su apartamento se llenaba
de sacos de dormir cuando no les podía encontrar otro alojamiento.
Las fuerzas oscuras, como las definían algunos cardenales, habían conseguido apartar de un
plumazo a un candidato molesto para los servicios secretos y para el cardenal August Lienart. En
la segunda votación del cónclave, el patriarca consiguió cincuenta votos, Bofondi, veinte, y Metz,
dieciocho. Tras un breve descanso, los cardenales regresaron a la Capilla Sixtina para llevar a
cabo las dos votaciones de la tarde. La primera de ellas se desarrolló a las cuatro y fue el cardenal
Lubiani el encargado de leer el nombre del cardenal de Venecia en más de setenta y cinco
ocasiones. Había fumata blanca.
Inmediatamente después, los poderosos cardenales Metz, por los obispos, Cremonesi, por los
presbíteros, y Acquaviva, por los diáconos, se acercaron al patriarca de Venecia para pedirle que
aceptase su destino. El decano cardenalicio se aproximó al elegido y le preguntó:
—¿Aceptas tu elección canónica como Supremo Pontífice?
Tras pronunciar el cardenal la palabra acepto, se fue desarrollando el solemne ritual ante la
mirada de todos los miembros del colegio cardenalicio.
El nuevo Papa rezó ante el altar de la Capilla Sixtina y posteriormente se trasladó a una
pequeña estancia, la llamada habitación de las lágrimas, donde el elegido permaneció un rato a
solas sumido en sus sentimientos. Después, se vistió con las ropas de Sumo Pontífice que había
confeccionado en tres tallas diferentes el sastre Rainiero Falcinelli.
Minutos antes, y como marca la tradición, el cardenal protodiácono, cumplió con su tarea de
hacer el anuncio oficial:
—Annuntio vobis gaudium magnum; habemus Papam: Eminentissimum ac Reverendissimum
Dominum, Dominum Giulium Sanctae Romanae Ecclesiae Cardinalem…
En ese mismo momento el Papa apareció en el balcón para ofrecer su primera bendición Urbi
et Orbi. Mientras millones de ojos contemplaban esta escena, en el interior de un despacho del
Palacio Apostólico el cardenal August Lienart decidió convocar a su secretario.
—¿Eminencia? —dijo Vaclav Przydatek mientras entraba silenciosamente en la estancia a
oscuras. Se escuchaban de fondo los murmullos que llegaban desde la plaza de San Pedro de los
miles de fieles alabando al nuevo Papa.
—Pase, monseñor Przydatek. No ponga usted esa cara —dijo el cardenal Lienart intentando
reconfortar a su secretario—. Este nombramiento es tan sólo una pequeña piedra impuesta por
Dios en nuestro camino. Tenemos dos opciones: o sortearla hábilmente y saber convivir con ella
en el zapato o, sencillamente, destruirla y continuar con nuestra sagrada misión —añadió el alto
miembro de la curia mientras miraba fijamente a los ojos de Przydatek con una mirada que le heló
la sangre al obispo polaco.
Hacía veinte años que Przydatek trabajaba a las órdenes del poderoso cardenal Lienart y sabía
lo que significaba aquella mirada. Durante esas dos décadas había visto cómo su jefe ordenaba
ejecutar a enemigos de la Iglesia, ayudar a dictadores, financiar operaciones encubiertas en países
democráticos, apoyar a gobiernos corruptos y romper y violar los sagrados sellos de un Sumo
Pontífice. Sin embargo, en ese momento, el significado de esa mirada jamás se le podría haber
pasado por su católica mente. Aquello era lo que provocaba en el religioso polaco unas duras
luchas internas: o era un obispo de Dios que necesitaba creer en algo superior o era un despiadado
asesino del Círculo Octogonus que tan sólo obedecía ciegamente las órdenes del cardenal August
Lienart.
Esa misma noche, el cardenal Newton Metz se reunió con Giovanni Biletti, de la Gendarmería
Vaticana, con Helmut Hessler, el coronel jefe de la Guardia Suiza, y con el cardenal August
Lienart.
—Deben estar preparados para ser llamados ante el Santo Padre —les dijo Metz—. Es la hora
de orar por nuestro nuevo Sumo Pontífice y velar por su seguridad. —Los cuatro hombres se
pusieron de rodillas y rezaron por el Papa. Al finalizar la oración, Lienart se santiguó. Antes de
retirarse, Metz hizo saber a Lienart que el Santo Padre deseaba a la mañana siguiente poder leer el
mensaje que el Papa fallecido había dejado a su sucesor.
—Fractum nec fractuem, silta nec silto, favor por favor, silencio por silencio —dijo Lienart
sin que Metz entendiese el significado de aquellas palabras.
El cardenal August Lienart sabía que su destino estaba ya escrito, así como también el del
nuevo Papa. Él se encargaría de ello y el padre Septimus Alvarado, experto en venenos y miembro
del Círculo, sería su instrumento.

***

New Haven. Connecticut

Aquella mañana Jack Brown se había levantado tarde debido a la fiesta que había tenido el día
anterior. La mezcla de whisky, algún somnífero y el jet lag le había provocado un fuerte dolor de
cabeza. El timbre del teléfono lo devolvió a la realidad.
—¿Quién es? —preguntó Brown.
—Llevo llamándote toda la mañana. ¿Dónde te habías metido? Tenemos mucho trabajo y
debemos hablar de Elizabeth Gwyn —dijo Aaron.
—Antes de todo, buenos días, profesor. Podría preguntarme: ¿qué tal el viaje? ¿Qué tal las
entrevistas? ¿Es útil la información que ha recopilado? No sé, cosas de este estilo —objetó Brown
de forma sarcástica.
—No tengo tiempo ahora para esas cosas. Date una ducha, aféitate, quítate la resaca y ven a mi
despacho en la biblioteca.
—Bien, papá, estaré ahí en una hora —dijo el periodista, pero el profesor Avner ya había
colgado el teléfono.
Tras ingerir varios litros de café bien cargado y disolver un par de aspirinas en un vaso, salió a
la calle para recoger los ejemplares del Boston Globe que estaban amontonados en la escalera.
Sólo miró el de aquel día. Unos grandes titulares que ocupaban toda la portada del periódico
anunciaban el nombramiento del nuevo Papa. Aquella noticia no le llamó demasiado la atención:
Vaya, se muere uno y ponen otro de recambio, pensó mientras arrojaba el ejemplar sobre un sofá.
Unos minutos más tarde salía de su casa rumbo a la Biblioteca Beinecke para reunirse con el
profesor Avner. Mientras conducía le vinieron a la mente de repente las palabras de Aaron:
Debemos hablar de Elizabeth Gwyn. ¿Qué habrá pasado?, pensó Brown mientras enfilaba con su
coche Elm Street. Mientras entraba en el aparcamiento de la biblioteca divisó la figura de Milo
Duke, el ayudante del profesor, que estaba saliendo de un viejo escarabajo Volkswagen. Aquel
tipo no le gustaba nada. Jamás daba una opinión, jamás expresaba un sentimiento y siempre que él
mantenía una conversación con el profesor Avner sobre algún aspecto del Manuscrito Voynich,
procuraba estar cerca.
—Buenos días, señor Brown —saludó Duke mientras alargaba la mano para estrechársela.
—Buenos días, Milo.
—¿Qué tal su viaje por Europa? —preguntó el joven.
—Bien, bastante agotador, aunque ya sabes que las italianas ayudan a relajarse —dijo el
periodista de forma socarrona mientras golpeaba la espalda del joven ayudante.
—No lo sé. Nunca he estado en Europa. Mi bolsillo de estudiante y mi sueldo en la biblioteca
no me lo permiten —respondió Milo rehuyendo la mirada directa del periodista.
Ambos entraron en el hall de mármol y mientras Duke saludaba al vigilante sin obtener
respuesta, George se dirigió a Jack Brown dándole la bienvenida de forma amistosa.
—Vaya, veo que no te aprecian mucho por aquí —dijo el periodista entre risas dándole una
nueva palmada en la espalda a Duke.
Atravesaron la puerta de seguridad y se dirigieron hacia la zona de despachos. Mientras Duke
se despedía de Brown, el periodista golpeó con los nudillos la puerta del despacho de Aaron
Avner.
—Pasa, pasa. No te quedes ahí —le dijo ansiosamente el profesor Avner mientras agarraba a
Brown por un brazo y lo metía dentro del despacho.
—Bien. Dígame qué era eso tan importante que tenía que contarme.
—¿Te acuerdas del señor Rugg, del señor Hazil, del señor Rees y de la señorita Gwyn?
—Claro que me acuerdo. Estuve con ellos en Inglaterra, Holanda, Bélgica e Irlanda y todos me
han contado muchas cosas del Manuscrito Voynich —respondió Brown.
—Pues los cuatro han sido asesinados —dijo lacónicamente el profesor Avner.
Brown, completamente sorprendido e intentando recomponerse por la noticia, le preguntó por
los detalles.
—Recibí un misterioso mensaje de Elizabeth Gwyn desde Drogheda en donde me decía que un
extraño personaje iba a ir a visitarla y que no se fiaba mucho —explicó Aaron—. Cuando llamó
por teléfono, yo no estaba en la biblioteca y la señora Hollingsworth tomó nota del mensaje. Yo no
me enteré del asunto hasta por la noche y cuando llamé por teléfono a su granja de Drogheda, lo
cogió alguien que no pronunció una sola palabra. Volví a intentarlo al día siguiente y me
respondió un hombre que se identificó como agente de la División Criminal de la policía
irlandesa. El policía me interrogó sobre mi relación con Elizabeth. Le dije que éramos amigos
desde hacía casi treinta años. No sé si me creyó, pero el hecho es que me dijo que Elizabeth había
sido encontrada asesinada de varios golpes en el cráneo en un pozo séptico de la granja. Estoy
seguro de que esa noche quien descolgó el teléfono era el asesino.
—Pero yo estuve con ella horas antes… días antes… —balbuceó Brown.
—Sí… ¿Y sabes lo más curioso? Alguien dejó un octógono de tela cerca del retrato de su
esposo.
—Pobre mujer. Tenía mucha vida, creo incluso que intentó coquetear conmigo.
—Así era Elizabeth. Cuando el agente de policía me dio el dato del octógono, decidí por
curiosidad llamar a Peter Hazil a Ámsterdam, a Petrus Rees a Bruselas y a Gordon Rugg a
Inglaterra. Los tres también habían sido asesinados. Peter, estrangulado en una sauna gay; Petrus,
envenenado en su casa, y Gordon, encontrado en su coche abandonado. Lo habían acuchillado en
la nuca —dijo Aaron.
—¿Cree que alguien avisó al asesino de mis visitas?
—Puede ser. Lo cierto es que es demasiada casualidad el hecho de que hayas visitado a cuatro
personajes relacionados con el códice y que poco después aparezcan asesinados. También es
sorprendente que tú descubrieras que varios personajes relacionados con el Manuscrito Voynich
fueron asesinados a principios del siglo XX por un asesino o varios asesinos que dejaron sobre los
cadáveres o cerca de ellos un octógono y en los cadáveres de Hazil, Rugg, Gwyn y Rees apareciese
ese símbolo.
—¿Quién cree que puede tener esa información? —preguntó Brown—. Tal vez su ayudante,
Duke.
—No lo creo. Lleva conmigo varios años y jamás se ha interesado por el Manuscrito Voynich
o su estudio. Lo único que ha hecho ha sido recabar en ocasiones algo de información que después
yo iba introduciendo en el dossier sobre el libro. Ni siquiera ha leído mi dossier, como has hecho
tú. Nunca se lo he permitido por su propia seguridad —respondió el profesor.
—¿Entonces quién? —volvió a cuestionar el periodista.
—No lo sé, pero de lo que sí estoy seguro es de que cuanto más avance nuestra investigación,
más peligro corren nuestras vidas. Debemos tener más precaución y sólo nosotros hemos de saber
los nombres de las personas que han colaborado en algún aspecto del desciframiento del
Manuscrito Voynich —advirtió el bibliotecario—. Por cierto, esta semana iremos a Houston y a
Maryland para visitar a los dos amigos míos de los que ya te he hablado. Lo que nos cuenten del
códice nos ayudará mucho en la investigación. Ahora te dejaré otra vez el dossier del códice para
que lo sigas leyendo donde lo dejaste.
Puedes quedarte aquí en mi despacho. Mañana te diré cuándo nos vamos.
Jack Brown sujetó con las dos manos el amplio dossier y se sentó a la mesa, que estaba llena
de papeles y revistas. Hizo un hueco entre el caos y buscó dónde se había quedado la vez anterior.
En 1678, justo dos años antes de su muerte, Athanasius Kircher, octavo propietario del códice
cifrado, donó el libro al Museo del Colegio Romano de los jesuitas. Entre la carta escrita por el
jesuita Johannes Marcus Marci de Cronland y el descubrimiento del manuscrito cifrado en 1912
habían transcurrido nada menos que doscientos cuarenta y seis años.
Mientras Brown iba leyendo se preguntaba una y otra vez qué había sucedido con el
Manuscrito Voynich durante todos esos años, por qué había pasado tanto tiempo hasta que fue
recuperado en algún lugar al norte de Roma. Tras dar un trago de una pequeña petaca, el periodista
volvió a sumergirse en la lectura, apartando a un lado algunas imágenes del libro.
Está claro que los jesuitas decidieron esconder el libro para evitar que éste cayese en manos de
la Santa Inquisición.
Después, haber estado tantos años escondido pudo deberse a los diferentes coleccionistas,
muchos de los cuales adquirían piezas de incalculable valor y las escondían en sus bibliotecas para
su propio placer. En el caso del Manuscrito Voynich pudo suceder que al no entender su contenido
los supuestos propietarios, éstos prefirieron esconderlo para evitar que fuese destruido por la
Inquisición. Otro de los motivos que pudieron llevar a los dueños del libro a tener que ocultarlo
sería el propio miedo. Sobre esta cuestión habría que destacar la opinión de Ambroise Paré,
famoso cirujano francés del siglo XVI, quien, al observar las figuras femeninas del códice cifrado
no tuvo el más mínimo reparo en destacar que las posturas indecentes de las mujeres provocaban
que dieran a luz niños deformes, monstruos y criaturas anormales. Otra opinión de Paré sobre el
códice hacía referencia a las supuestas imágenes lésbicas que aparecen en varios de los folios del
libro. El médico dijo: Las imágenes de lesbianismo son de una lamentable indecencia. El
lesbianismo era en la Francia del siglo XVI un delito que se castigaba con la muerte de las mujeres
que lo practicasen. Todo esto pudo hacer que el Manuscrito Voynich permaneciese escondido
durante los siglos siguientes en alguna oscura y recóndita biblioteca de un castillo o monasterio.
Brown hizo otra pausa tras escuchar un ruido procedente de una sala anexa al despacho de
Aaron Avner. El periodista miró el reloj y al ver la hora dedujo que ya no tendría que haber nadie
trabajando. Se levantó y abrió de repente la puerta. La sala estaba vacía. No había nadie al otro
lado. Aunque Brown volvió al despacho para continuar con la lectura del dossier, siguió mirando
desconfiado hacia la puerta como si esperara que alguien saltase en la oscuridad para apuñalarlo o
estrangularlo y después arrojar sobre él un octógono de tela. Antes de sentarse nuevamente, echó
los pestillos de seguridad de las dos puertas que daban acceso al despacho. Tras aguardar unos
segundos a la espera de poder oír algún movimiento, volvió a la lectura. En una subcarpeta de
diferente color aparecía escrito: Compañía de Jesús. 9° propietario del Manuscrito Voynich.
Fundada en 1540. Tras sufrir diversos enfrentamientos con varios monarcas europeos, la
Compañía fue abolida. Los jesuitas fueron acusados de querer judaizar y anarquizar el
cristianismo. Durante esta oscura etapa el códice cifrado pasó por diversos monasterios y
bibliotecas con el fin de proteger el libro. En 1773, el padre Amadeo Lazzari, bibliotecario del
Colegio Romano, tuvo un papel destacado en la protección del códice. En 1767, los jesuitas eran
suprimidos en Roma y expulsados de América por orden de Carlos III. En 1773, el papa Clemente
XIV decidió bajo orden pontificia decretar su extinción a perpetuidad. Lazzari, temiendo el
decomiso y destrucción de todos sus bienes, pidió una audiencia con el poderoso cardenal Huguet
de Lienart, miembro del Consejo Pontificio para las Sagradas Escrituras y consejero de los papas
Clemente XIV (1769-1774) y Pío VI (1775-1799). Lienart decidió proteger la mayor parte de los
libros, incluido el Manuscrito Voynich, trasladándolos a su residencia privada en Sabartés, en la
región del Languedoc francés. El resto de fondos jesuitas importantes de la biblioteca fueron
salvados por Giuseppe Pignatelli durante la entrada de las tropas napoleónicas. Terminada la
guerra en 1814, el papa Pío VII ordenó restituir todas las propiedades a la Compañía de Jesús.
En 1823, la Compañía fue rehabilitada y se les devolvió la iglesia del Gesú, el Collegio
Germánico, el Anexo, el Noviciado de San Andrés, el Panteón, el Collegio Romano, el Oratorio
del Caravita y el Observatorio Astronómico. El Manuscrito Voynich permaneció en Francia, entre
los fondos de la familia Lienart.
Otras de las versiones que se manejan es que la familia Lienart entregó el libro al padre Petrus
Beckx, 22° general de la Compañía de Jesús. Cuando las tropas del rey Víctor Manuel entraron en
Roma, el monarca ordenó incautar los fondos de las órdenes religiosas, pero no así los fondos
privados de los sacerdotes. El padre general Beckx se dedicó durante un mes a escribir su nombre
en todos los códices y documentos de los jesuitas para que no fuesen incautados, incluido el
Manuscrito Voynich. En 1884, Beckx dimitió y abandonó el cargo de general de los jesuitas,
siendo sucedido por el padre Anderledy. Sería el 23° general de los jesuitas quien ordenaría censar
todos los libros y documentos donados por Athanasius Kircher a la Compañía de Jesús.
Misteriosamente, en ninguna de las dos catalogaciones que se llevaron a cabo apareció el
Manuscrito Voynich ni los volúmenes de correspondencia de Kircher que ahora reposan en la
Pontificia Universidad Gregoriana de Roma. Los archivos de la Societas Iesu fueron a parar a los
archivos de la misma universidad.
Parece ser que, de alguna forma, el Manuscrito Voynich acabó en Frascati, en Villa
Mondragone, la residencia de la familia Lienart. Fue allí donde un experto ladrón ruso lo robó en
1912 y después… las sombras. Nada más se supo del libro.
Brown cerró la carpeta y abrió la siguiente. En su portada, el profesor Aaron Avner había
escrito: Rastro del Códice (1912-1959).
En 1959, monseñor Cornelius Lassiter, scriptor en la Biblioteca Vaticana, había escrito una
catalogación titulada Códices Vaticani Latini en donde aparecía incluido el Manuscrito Voynich.
Curiosamente, veintidós años antes, el padre jesuita Gianberto Ricci había realizado una
catalogación de códices en Estados Unidos y Canadá titulada Census. Catalogó una colección de
un misterioso ciudadano ruso compuesta por dieciséis libros. El octavo de la lista era el
Manuscrito Voynich. Lo que no es comprensible es cómo fue posible que el propio papa Pío X
(1903-1914) adquiriese más de trescientos códices, que formarían parte de la Biblioteca Vaticana,
y que en esa lista se incluyese el Manuscrito Voynich.
El profesor Avner había escrito a mano y con lápiz al final del párrafo: Pude hablar con el
scriptor del Vaticano y me dijo que el Manuscrito Voynich estaba entre sus fondos, pero cuando le
pedí que lo comprobase, descubrió que el libro catalogado con el número BV-C-501 no aparecía
por ninguna parte. Tan sólo había un hueco entre los libros BV-C-500 y BV-C-502, y el
Manuscrito Voynich no estaba. El jesuita no entendía cómo había podido ocurrir aquello.
Tras leer la nota escrita por Aaron, Brown miró el reloj de la pared y el suyo propio para
cerciorarse de la hora. Eran las tres de la mañana.
—Hora de retirarse —dijo el periodista mientras se desperezaba en la silla del despacho.
Ordenó cuidadosamente las carpetas que habían quedado sueltas fuera del dossier y las volvió
a colocar. Seguidamente, se acercó a la caja fuerte que Aaron había dejado abierta, introdujo los
documentos en su interior y la cerró dando varias vueltas a la ruleta numérica.
Salió del despacho y, con la puerta abierta, comprobó los cerrojos por dentro antes de cerrarla.
Después se aseguró de que había quedado bien cerrada. En el hall se despidió de George, el
vigilante, y se dirigió hacia el aparcamiento. Cuando se disponía a entrar en su coche, divisó el
Volkswagen de Milo Duke, lo que significaba que aún se encontraba en el interior de la Beinecke.
Brown se subió a su coche, salió del aparcamiento y volvió a estacionarlo en una zona oscura de
Elm Street. Allí esperó por espacio de una hora y media y cuando estaba a punto de quedarse
dormido, escuchó unos pasos que corrían hacia el Volkswagen. Era Duke, que salía con bastante
prisa del edificio. El coche del ayudante del profesor Avner pasó a su lado sin que el joven se
percatase de que lo estaban vigilando. Brown se había convertido en todo un experto en
seguimientos cuando trabajaba en la sección de sucesos del Boston Globe. Un amigo suyo del
Departamento de Policía de Boston le había dado un curso acelerado para enseñarle cómo evitar
ser detectado al seguir a alguien.
El vehículo de Duke bajó por Elm Street hasta Grand Avenue y enfiló la autopista 91 hacia el
norte. Brown lo seguía a pocos metros. El joven conducía despacio, tal vez para saber si alguien lo
seguía, pero el periodista no lo perdía de vista. De repente, el Volkswagen de Duke entró en el
carril derecho y abandonó la autopista por la salida 5 en dirección a North Haven por Clintonville
Road. Milo Duke se detuvo ante una cabina telefónica frente a un centro cultural. Se bajó del
coche, aflojó la bombilla que iluminaba el interior de la cabina, introdujo varias monedas y marcó
un número. Pocos minutos después colgó el auricular, subió a su vehículo y regresó a New Haven
por la misma ruta por donde había venido.
Pasados unos minutos, después de cerciorarse de que Duke había abandonado el escenario,
Brown se acercó a la cabina.
Apuntó en un papel el número de la cabina y se lo guardó en el bolsillo. Poco después
regresaba por la autopista 91 a New Haven.
¿Por qué Duke querría recorrer diez kilómetros desde New Haven a North Haven sólo para
realizar una llamada telefónica? ¿Es que no hay cabinas en New Haven? ¿O es que no quería que
nadie lo reconociese mientras llamaba por teléfono desde una cabina?, pensó Brown mientras
conducía de vuelta a la ciudad.

***

Villa Mondragone. Italia

—Eminencia —dijo monseñor Przydatek mientras golpeaba con los nudillos la puerta abierta de
la Sala Rosa, donde se encontraba leyendo unos documentos el cardenal Lienart.
—Pase, pase, por favor. Estaba revisando unos papeles antes de mi oración nocturna —
respondió el cardenal invitando al recién llegado a entrar.
—Hemos recibido una llamada de Faetonte —dijo el secretario.
—¿Y bien…?
—Nos ha informado de que existen tres nuevos objetivos que conocen parte del Manuscrito
Voynich. Uno de ellos es un sacerdote jesuita, el segundo, un profesor de la Universidad de Roma,
y el tercero, un extraño y millonario erudito que colecciona códices antiguos.
—¿Dónde viven? —preguntó el gran maestro del Círculo Octogonus.
—Dos de ellos aquí, en Roma, y el tercero en Florencia, eminencia —respondió Przydatek.
—Bien. Suficit diei malitia sua, le basta a cada día su problema —sentenció Lienart—. Es hora
de que nuestros hermanos del Círculo sean convocados por Dios para cumplir una nueva misión.
—¿En quiénes ha pensado, eminencia?
—El padre Lamar y el padre Mahoney se encargarán de los objetivos de Roma y el padre Ter
Braak viajará a Florencia. Los padres Ferrell, Cornelius, Reyes y Jacobini tendrán que trasladarse
a Estados Unidos. La situación allí se está volviendo muy peligrosa para nosotros, querido
Przydatek —dijo Lienart.
—¿Y el padre Alvarado? —preguntó el secretario.
—Al padre Alvarado le tengo reservada una misión que debe cumplir en el Vaticano. Una
misión que salvará a nuestra Iglesia del cáncer del liberalismo italiano que azota actualmente a la
Santa Sede.
—¿Cuál es esa misión, eminencia?
—Es mejor que siga siendo una cuestión de Dios, querido y fiel Przydatek. No olvide nunca la
segunda parte del lema del Círculo: silta nec silto, silencio por silencio. —Al obispo polaco la
recomendación le sonó a amenaza.
—Fractum nec fractuem, favor por favor —contestó Przydatek mientras se disponía a retirarse
—. ¿Desea algo más, eminencia?
—Convoque a todos los hermanos del Círculo Octogonus en la Sala de las Cariátides, excepto
al padre Alvarado, para recibir instrucciones. Ahora puede retirarse —dijo Lienart despidiéndose.
Habían pasado ya varias semanas desde que el nuevo Papa había leído la carta que le había
dejado el Sumo Pontífice fallecido recomendando el cese del cardenal Lienart como máximo
responsable de los servicios de inteligencia del Estado Vaticano. El secretario de Estado, Newton
Metz, mandó llamar a Lienart, y el mismo que un día le había dado a entender que lo sustituiría al
frente de la Secretaría de Estado lo cesó sin darle ninguna explicación y como último acto antes de
ser él mismo cesado por el nuevo Papa. Lienart se acordaba perfectamente de cada detalle de la
reunión.
El nuevo Santo Padre estaba dispuesto a reformar drásticamente los órganos de poder del
Vaticano y tenía en mente sustituir a todos aquellos que no fueran italianos por otros cardenales
que sí lo fueran. El Papa se disponía a italianizar la administración de la curia.
Como primera medida, y por orden pontificia, se cesó al cardenal August Lienart al frente de
los servicios de inteligencia y fue sustituido por el cardenal Belisario Dandi, antiguo vicario de
Roma. Posteriormente se cesó al cardenal Newton Metz como secretario de Estado y en su lugar
fue nombrado el cardenal Alberto Lubiani, arzobispo de Milán. El cardenal austríaco Hans
Mühlberg, responsable de la Segunda Sección de la Secretaría de Estado, dedicada a asuntos
exteriores, fue sustituido por el cardenal Dionisio Barberini, antiguo prefecto de la Casa Pontificia
y líder de la facción italiana del cónclave en el que se había elegido al nuevo Papa. El cardenal
Pietro Orsini siguió ocupando el cargo de responsable de la Primera Sección, la encargada de los
asuntos generales de la Santa Sede. Orsini había sabido navegar muy inteligentemente entre las
aguas del cardenal Metz, por si se mantenía un continuismo en la curia, y las del cardenal Lubiani,
para asegurarse un puesto en la nueva administración pontificia. Cuando Metz se enteró de la
traición de Orsini, llegó a confesarle a Lienart en el momento en que cesó a éste:
—Corruptio optimi pessima, la corrupción de los mejores es la peor.
Los cardenales Lubiani, Barberini y Orsini formarían el nuevo triunvirato del Pontífice, junto
con el cardenal Dandi, al frente del espionaje papal.
Mientras, en Villa Mondragone, el cardenal August Lienart esperaba su nuevo destino, aunque
él, digno miembro de la familia Lienart, no estaba dispuesto a dejarse vencer tan fácilmente. Ni
siquiera por un Papa.

***

Houston. Texas

Desde hacía varias horas el profesor Aaron Avner y Jack Brown se encontraban encerrados en un
avión de US Airways rumbo a Houston, con escala en Filadelfia. Estaba claro que a Aaron le
disgustaba viajar en avión dadas sus continuas protestas sobre el servicio, los estrechos asientos,
los aterrizajes y los despegues en los aeropuertos de escala, el cambio de terminal en Filadelfia
para tomar el siguiente vuelo a Houston y así un largo etcétera. Brown, tras ingerir dos botellitas
de JB, intentó cerrar los ojos para poderse dormir la mayor parte del trayecto, a pesar de las
protestas del bibliotecario y de los codazos que le daba al tratar de acomodar su grueso cuerpo en
el estrecho asiento.
Unas horas después, la voz de una azafata indicó al pasaje que en breves minutos tomarían
tierra en el aeropuerto William P. Hobby de la ciudad de Houston. Cuando salieron de la terminal,
Aaron y Jack Brown cogieron un taxi.
—Llévenos al Holiday Inn, en el 1300 de Nasa Parkway —ordenó Aaron al conductor.
Mientras circulaban por Nasa Road, observaron a la derecha las gigantescas instalaciones que
la agencia espacial estadounidense tenía en la ciudad texana: lanzaderas, cohetes como el Saturno
V o los gigantescos hangares para las naves que estaban fuera de servicio y que se alineaban como
un escaparate a lo largo de la avenida. Justo enfrente se levantaba el hotel Holiday Inn.
Tras registrarse en la recepción, Aaron y Brown subieron a la habitación.
—Vaya, espero que no ronque, profesor —dijo el periodista al comprobar que compartiría una
habitación doble con el anciano. Al parecer, debido a una convención que había organizado la
NASA esos días en la ciudad los hoteles estaban ocupados por completo.
—Y yo espero que no bebas mucho y dejes el baño perdido —respondió Aaron.
El profesor Avner sacó un papel con un número de teléfono de una cartera negra y se dispuso a
llamar.
—Johnson Space Center, dígame —dijo la operadora.
—Deseo hablar con el señor Joñas Finch, por favor —pidió el bibliotecario.
—Un momento. Voy a intentar localizarlo —dijo la operadora mientras conectaba como
música de fondo la voz de Frank Sinatra interpretando Fly Me To The Moon. Muy oportuna, pensó
Aaron mientras esperaba.
—¿Hola? —saludó una voz.
—¿Joñas? Soy Aaron, Aaron Avner, de la Universidad de Yale.
—¿Cómo estás, querido amigo? —preguntó Finch.
—¡Oh! Muy bien, excepto por los achaques propios de mi edad —respondió el anciano—. Me
gustaría saber si has descubierto algo interesante en las páginas que te envió Elizabeth Gwyn.
—Si quieres, podemos vernos en mi despacho del centro espacial. Cuando llegues al control,
diles a los guardias de seguridad que te acompañen al edificio E, en la calle 5, dentro del complejo
espacial —dijo Finch a modo de invitación—. ¿Vienes solo?
—No, iré con un colaborador mío. Su nombre es Jack Brown.
—Muy bien, Aaron, aunque preferiría que vinieras tú solo. En cuanto cuelgue contigo, me
pondré en contacto con los de seguridad de la NASA y les daré vuestros nombres para que os
permitan entrar. Nos vemos en una hora si quieres.
—Lo que tardemos en cruzar la avenida, Joñas —corrigió Aaron Avner.
—Muy bien, Aaron. Nos vemos en unos minutos entonces —respondió el especialista de la
NASA mientras colgaba.
Joñas Finch se había graduado con honores en ingeniería aeroespacial en el prestigioso
Instituto Tecnológico de Massachusetts, el MIT. A finales de la década de los sesenta participó en
el programa Apolo que llevó a Neil Armstrong, Edwin F. Aldrin y Michael Collins a la Luna. El
13 de abril de 1970, Finch se encontraba en el Centro de Naves Espaciales Tripuladas como
ingeniero del sistema de alertas cuando escuchó la famosa frase que pronunció el astronauta Jack
Swigert, de la misión Apolo 13: Houston, tenemos un problema. Junto al resto de ingenieros de la
NASA, consiguió traer sanos y salvos a los tres tripulantes de regreso a la Tierra, a James Lovell,
a Jack Swigert y a Fred Haise. Ahora, mantenía una especie de halo heroico que le había permitido
tener un buen puesto dentro de la administración de la NASA.
—Sin demasiado estrés, sin demasiadas presiones y también sin demasiadas
responsabilidades. Me lo gané aquellos días de abril de 1970. Ahora estoy alejado del frente y de
las trincheras —solía decir el propio Finch.
La entrada al complejo espacial era bastante complicada. Cuando Avner y Brown llegaron al
primer control de seguridad, fueron obligados a descender del taxi. Un joven que se identificó
como personal del Departamento de Relaciones Públicas se ofreció a llevarlos hasta el edificio E a
bordo de un vehículo blanco con el escudo de la NASA en ambas puertas. Una gran placa en la
recepción del edificio indicaba que se trataba del Centro de Operaciones Espaciales. Al llegar, el
chófer dijo a los dos visitantes que una joven de su mismo departamento los acompañaría hasta el
despacho del doctor Finch.
Los pasillos estaban decorados con grandes fotografías de heroicos astronautas, algunos de
ellos muertos en misiones fallidas.
—Así es la carrera espacial —dijo una voz tras Aaron y Brown.
—¿Cómo estás, querido amigo? —preguntó Aaron mientras abrazaba a un hombre delgado,
con gafas redondas, vestido con una camisa hawaiana de cuyo bolsillo sobresalían varios lápices
de diferentes colores—. Te presento a Jack Brown.
Cuidado, es periodista del Boston Globe.
—Mucho gusto —dijo Finch mientras estrechaba de forma desconfiada la mano del periodista
e invitaba a ambos a seguirlo hasta su confortable despacho—. Estoy muy bien, Aaron. Muchas
gracias. Aquí sigo, con el mismo espíritu que la perra Laika.
El despacho de Finch sorprendió a Brown: ordenado, amplio, luminoso. En un lado se
amontonaban varias maquetas de naves, cohetes y módulos lunares, y en las paredes, multitud de
fotografías de astronautas. Destacaba la firmada por los tres tripulantes del Apolo 13, en la que
sólo lucía una sencilla frase: Gracias. Los tres te debemos la vida. Varias medallas se alineaban en
una pared junto a su diploma en ingeniería del MIT y las condecoraciones que le habían concedido
el presidente Richard Nixon y la NASA. Brown observó que había diversos dibujos infantiles de
colores, posiblemente Finch estaría casado y aquellos dibujos serían tal vez de su hijo.
—¿Le gustan? Son de mi hija Adelaida y de mi hijo Joñas Júnior —dijo Finch resolviendo la
duda del periodista. El ingeniero se dirigió a la caja fuerte y, tras abrirla, extrajo una carpeta de
color azul con el escudo de la agencia espacial. Llevaba una etiqueta en la que se leía Manuscrito
Voynich—. Sentémonos, Aaron. ¿Queréis tomar algo? —preguntó el ingeniero.
—No, gracias. Nos gustaría saber cuanto antes qué datos te envió Elizabeth desde Irlanda —
reclamó casi con desesperación Avner.
Joñas Finch abrió la carpeta pausadamente ante la ansiedad del bibliotecario y el periodista.
—Eran latitudes y longitudes.
—¿Cómo que latitudes y longitudes? —preguntó Brown.
—Así es. Elizabeth Gwyn me dijo que no había podido descubrir qué posiciones eran
correctas, algo normal dado que estaba tomando como base unas medidas de latitud y longitud
establecidas en el siglo XX, cuando en realidad los datos que manejaba eran de hacía varios siglos
antes —explicó el ingeniero—. Introduje los datos en las computadoras de la NASA y en tan sólo
tres horas dieron un resultado positivo. Todas las latitudes y longitudes se correspondían con
coordenadas de ciudades francesas.
—¿Qué ciudades exactamente? —interrumpió Aaron Avner.
—Veamos… —dijo Finch mientras buscaba en una página en el interior de la carpeta—.
Latitud 43° 55′ 29″ N, longitud 2° 08 42 E, se corresponde con una ciudad llamada Albi; latitud
43° 20′ 48″ N, longitud 3° 12′ 42″ E, corresponde a una ciudad llamada Béziers; latitud 43° 12′ 37″
N, longitud 2° 21′ 17″ E, corresponde a una ciudad llamada Carcasona; latitud 43° 36′ 11″ N,
longitud 2° 14′ 09″ E, corresponde a una ciudad llamada Castres; latitud 43° 36′ 14″ N, longitud 1°
20′ 06″ E, corresponde a una ciudad llamada Lavaur; latitud 43° 36′ 09″ N, longitud 1° 26′ 42″ E,
corresponde a una ciudad llamada Toulouse; latitud 44° 55′ 52″ N, longitud 4° 53′ 05″ E,
corresponde a una ciudad llamada Valence, y así hasta cuarenta posiciones en esa misma zona de
Francia.
—¿Qué puede significar esto? —preguntó Jack Brown.
—Son ciudades cátaras —sentenció el profesor Avner—. Todas ellas están situadas en el
Languedoc, en la región del sureste de Francia. Esas cuarenta ciudades representaban al
episcopado del Languedoc y fueron enjuiciadas de manera cruel por el papa Inocencio III. El Papa
definió a los cátaros del Languedoc como herejes criaturas ciegas y perros que hay que evitar que
ladren. Actuó de manera sanguinaria durante todo su pontificado. En 1213 logró acabar con los
arzobispos herejes de Fréjus, Carcasona, Béziers, Viviers y muchos otros. En esta parte del
Manuscrito Voynich, los tres perfectos que pudieron huir de la matanza de Montségur que
perpetraron los cruzados dejaron escritas las posiciones de las cuarenta ciudades cátaras en clave
para proteger a sus comunidades.
—Entonces, cada vez está más claro que el códice es una especie de compendio de creencias,
ritos, lugares y líderes cátaros.
Una Biblia cátara… —apuntó Brown—. Pero ¿por qué alguien estaría interesado en matar a
todos aquellos que hemos estado en contacto con el códice?
—¿Matar? ¿Matar a quién? ¿A quién han matado, Aaron? —preguntó sobresaltado Joñas
Finch.
—Elizabeth y varios especialistas más en claves y computadoras, descifradores, expertos en
religiones y un largo etcétera en países como Holanda, Bélgica, Inglaterra, Irlanda e incluso aquí,
en Estados Unidos, han sido asesinados por una misteriosa organización criminal que deja como
señal un octógono de tela sobre el cadáver. La mayor parte han sido asesinados siguiendo ritos
católicos: crucificados, estrangulados, envenenados, apuñalados en la nuca y cosas por el estilo.
—¿Cosas por el estilo? —gritó Finch—. ¿Sabes que tengo esposa y dos hijos y me estás
diciendo que por hacerte un favor puedo estar en peligro, que pueden matarme?
—Lo siento, Joñas. Estamos intentando revelar lo que dice el Manuscrito Voynich. Una vez
que lo hagamos público, ya nadie podrá hacer nada contra nosotros —explicó Avner.
—¿Y quién dice que no me crucificarán antes de que tú lo hagas público? —preguntó Finch
nervioso—. Sería gracioso que me asesinara un fanático religioso en lugar de morirme de un
infarto por el estrés.
—Espero que no ocurra nada, Joñas. Sabes perfectamente que me preocupan Margaret y los
niños y no te pondría nunca en peligro. Por eso Jack y yo estamos llevando la investigación casi de
forma secreta.
—¿Cómo de secreta? —increpó Finch—. Si han matado a todos aquellos que han tenido
relación con el libro, ¿quién dice que no me pasará a mí lo mismo? —El ingeniero se levantó, sacó
todos los papeles de la carpeta y se los entregó a Aaron—. No quiero que volváis por aquí con este
tema del Manuscrito Voynich. Si alguien sabe que he hablado con vosotros, pueden matarme, y no
quiero que eso ocurra. Ahora, por favor, salid de mi despacho —dijo Finch.
—Muy bien, Joñas, nos vamos, pero, por favor, ten cuidado —dijo el bibliotecario mientras
estrechaba a Finch entre sus gruesos brazos—. Te dejaré el número de teléfono del hotel por si
quieres preguntarme algo más. Estaremos hasta mañana en el Holiday Inn. Es el 333-2500 y la
habitación es la 112.
—Ahora ya es tarde, Aaron. Sólo espero que no me maten por haberte dado unos datos de unas
ciudades francesas. Deseo ver a mis hijos casados y conocer a mis nietos. Es lo único que pido,
Aaron. Sólo eso —dijo Finch mientras se despedía de los dos visitantes.
La misma atractiva joven que los había acompañado hasta el despacho del ingeniero los estaba
esperando en un vehículo blanco de la NASA para trasladarlos hasta la entrada principal del
Johnson Space Center.
—Debemos averiguar por qué lo que dice el códice representa un peligro para alguien —dijo
Brown mientras atravesaban los estrictos controles de seguridad de la NASA y abandonaban las
instalaciones.
—Tal vez mi amigo de la NSA pueda contarnos algo más. Intentaremos coger un avión a
Washington mañana para reunimos con él. Estoy seguro de que nos aportará información muy útil.
Ahora, vayámonos, yo iré al hotel a descansar y tú ve a comprar los billetes para mañana.
Capítulo 8

Villa Mondragone. Italia

Aquella mañana, mientras su sirviente, Helmut Müller, lo ayudaba a vestirse, el cardenal August
Lienart se preparaba para el que quizá fuera el día más importante de su vida. En apenas unas
horas debía presentarse ante el Tribunal de la Curia, en la Ciudad del Vaticano, para responder por
diversas operaciones encubiertas llevadas a cabo por la Entidad sin la autorización del Papa. El
tribunal estaría formado por seis miembros del colegio cardenalicio elegidos por el Papa, un
protodiácono y un secretario. Los resultados de las declaraciones serían elevadas al Sumo
Pontífice mediante recomendaciones sobre las medidas que se debían adoptar contra Lienart y
contra los agentes incluidos en el sumario del tribunal.
El poderoso cardenal estaba seguro de que aquellos seis italianos estarían dispuestos a
sacrificarlo en nombre de la fe. Sabía muy bien quiénes eran aquellos hombres impíos que iban a
juzgarle.
Cuando se despidió del señor y la señora Müller, Robert estaba ya esperándolo fuera de la
residencia con la puerta del coche abierta. Tenían casi dos horas de viaje hasta el Vaticano, tiempo
suficiente para prepararse y poder esquivar las incisivas preguntas del tribunal.
Estos italianos no saben lo que yo he tenido que hacer para defender la fe católica en el
mundo, hasta he tenido que aceptar como órdenes recomendaciones veladas del Pontífice y del
secretario de Estado. Estos hombres miembros del tribunal serán defensores de la fe, pero no se
manchan sus falsos hábitos. Ya lo dicen las Sagradas Escrituras en la segunda carta a los corintios:
Porque esos tales son falsos apóstoles, obreros engañosos, disfrazados de apóstoles de Cristo. Y
nada tiene de extraño, pues el mismo Satanás se disfraza de ángel de luz. No es mucho, pues, que
también sus servidores se disfracen de servidores de la justicia. Su final será según sus obras,
pensó Lienart cuando el vehículo enfilaba la autopista hacia Roma.
Mientras leía los periódicos del día, pidió a Robert que sintonizase las noticias de la RAI. Aún
tenía que revisar muchos papeles en su despacho antes de abandonarlo y debía dejar varios
documentos bajo disposición de sor Ernestina para que se los entregara a su sucesor, el cardenal
Belisario Dandi, para que los firmara. Éste tan sólo podría leer los documentos con código
amarillo o verde, o lo que es lo mismo, aquellos que afectaban al Santo Padre o a sus servicios de
inteligencia. Hasta 1939, el Vaticano había utilizado un código conocido como rojo, que consistía
en unos doce mil grupos numéricos a partir de los cuales se imprimían veinticinco líneas en una
página del libro con la clave.
Para mayor seguridad, la Entidad había establecido que los grupos numéricos se convirtiesen
en letras, reemplazando el número de la página mediante un dígrafo formado por un par de tablas
que se utilizaban alternativamente los días pares e impares. Los mensajes más secretos del
Vaticano, es decir, todos aquellos que deseaba enviar el Sumo Pontífice o los que afectaban a los
servicios de espionaje papales, se denominaban amarillo y verde.
El código amarillo consistía en unos trece mil grupos cifrados mediante tablas digráficas para
los números de las páginas y alfabetos mixtos aleatorios para los de las líneas. Las tablas y
alfabetos se cambiaban para diferentes circuitos cada día. El código verde se seguía utilizando
todavía y era uno de los secretos mejor guardados del Vaticano, ya que se trataba de un código
numérico de grupos de cinco cifras que se codificaban mediante cortas tablas aditivas, cada una de
las cuales con más de un centenar de grupos aditivos de cinco cifras. Ni el amarillo ni el verde
eran códigos mecánicos y, por lo tanto, eran muy difíciles de descodificar por otros servicios de
inteligencia.
A monseñor Vaclav Przydatek, su secretario, lo habían destinado a la Congregación para la
Doctrina de la Fe, bajo las órdenes del cardenal Michele Castillo, pero antes debía preparar la
llegada del padre Septimus Alvarado al Vaticano.
Przydatek se encargaría de ayudar al hermano del Círculo Octogonus en el laberíntico mundo
de la Santa Sede con el fin de que llevase a buen término la misión encomendada por el gran
maestro.

***

Fort Meade. Maryland

Desde hacía varias horas, Aaron no hacía más que golpear el aire acondicionado intentando que
refrigerase un poco más la habitación mientras Brown hacía zapping en la televisión sin
demasiado éxito.
El hotel Knight Inn, pequeño y confortable, estaba muy cerca del cuartel general de la NSA, la
todopoderosa y ultra secreta Agencia de Seguridad Nacional de Estados Unidos. Debían reunirse
con Carlton Sherman a las doce de la mañana. A pesar de la estrecha amistad que unía al agente de
la NSA con el profesor Avner, las medidas de seguridad de acceso a las instalaciones eran muy
estrictas. Aaron y Jack no podían atravesar sus cinco anillos de seguridad hasta treinta minutos
antes del encuentro, lo que se tardaba en llegar desde la entrada, en Rockenbach Road, hasta el
hall de acceso del edificio principal.
Sobre las once y cuarto de la mañana sonó el teléfono. Jack, que estaba acostado en la cama,
descolgó el aparato.
—¿Señor Avner? —preguntó el recepcionista.
—No, soy el señor Brown.
—Perdone. Ha llegado un coche de la NSA para recogerlos —dijo el recepcionista.
Unos minutos más tarde Aaron y Jack saludaban a los dos agentes del servicio de seguridad de
la Agencia que esperaban de pie junto al coche. Del bolsillo de las chaquetas de ambos agentes
colgaban tarjetas identificativas con el símbolo del águila sobre una llave. Brown observó el bulto
de las pistolas Glock bajo sus chaquetas. Sin duda, aquellos dos tipos de traje oscuro tenían la
fisonomía clásica de dos agentes federales.
—Buenos días. ¿Señor Avner? —preguntó el primer agente.
—No, soy el señor Brown —respondió Jack—. Él es el señor Avner —dijo mientras señalaba
hacia Aaron, que bajaba con dificultad las escaleras del Knight Inn.
—Buenos días, señor Avner. Soy el agente Martin y mi compañero es el agente Lewis —dijo
uno de ellos presentándose.
—¡Vaya, forman ustedes una buena pareja, Martin & Lewis! —exclamó Jack mientras reía a
carcajadas. El agente de la NSA ni siquiera movió un músculo de la cara ante la broma del
periodista.
—Se nos ha ordenado que los escoltemos hasta el cuartel general. Allí los recibirá otro agente
del Servicio Central de Seguridad que los acompañará a ver al doctor Sherman, director de la
Escuela Nacional de Criptología —dijo el agente Martin.
El trayecto desde el hotel hasta el cuartel general de la NSA transcurrió sin incidentes. El
coche enfiló la carretera 98 desde Laurel hasta Magazine Road, después cogió la 175 hasta
Annapolis Road y giró a la izquierda por la salida de Rockenbach Road. Al final de la avenida
estaba el primer control de seguridad de la NSA. Un agente uniformado armado y dos infantes de
marina dieron el alto al vehículo blanco. El agente Lewis, al volante, extrajo de su chaqueta su
identificación y se la enseñó al guardia. Éste miró en el interior del vehículo y observó los rostros
de los dos pasajeros. Con un gesto, dejó que el coche continuase su marcha. No cabía duda de que
el bibliotecario y el periodista del Boston Globe estaban penetrando en el corazón de la más
secreta agencia de espionaje del Gobierno estadounidense.
La sede de la NSA estaba situada entre las ciudades de Baltimore y Washington, y contaba
también con estaciones, instalaciones y laboratorios especializados repartidos por todo el mundo.
En su cuartel general se encontraban los ordenadores y sistemas más modernos, grandes y
potentes del mundo, incluso se especulaba con que éstos ocupaban varias hectáreas en el subsuelo
del complejo. Un antiguo director de la NSA afirmaba que aquí, la potencia de sus ordenadores no
se medía por gigas, sino por hectáreas.
Fort Meade estaba formado por varios conjuntos de edificios de cristal que ocupaban una
superficie de doscientas sesenta hectáreas y daban cabida a más de treinta y ocho mil trabajadores
entre analistas, ingenieros, físicos, criptógrafos, matemáticos, lingüistas, científicos en
computación, criptoanalistas, investigadores, especialistas en claves, oficiales de seguridad,
expertos en gestión de datos, administradores e incluso asistentes religiosos. En el edificio
principal, de ciento treinta y cinco mil metros cuadrados, se encontraba la Escuela Nacional de
Criptología. El complejo disponía también de varias áreas sociales, guarderías, decenas de
cafeterías y restaurantes y varios canales de televisión que, en tiempo real, ofrecían fotografías
tomadas por satélites o imágenes de aviones espía.
El recinto estaba protegido hasta con cinco líneas de alambre electrificado, con múltiples
sensores y varios puestos de marines especialmente entrenados. Los edificios, con cubiertas
especiales de cobre, estaban diseñados para hacer frente a cualquier tipo de espionaje
radioeléctrico, electromagnético o de señales.
La NSA es sin duda alguna el Gran Hermano que ideó George Orwell en 1984, pensó Jack
Brown mientras el vehículo se detenía ante el edificio principal.
El agente Martin se apeó del coche y abrió la puerta posterior. Aaron Avner y Jack Brown lo
siguieron hasta el hall principal.
En el suelo, de mármol negro, estaba grabado el símbolo de la NSA: una gran águila posada
sobre una llave. En uno de los extremos del hall se levantaba el muro conmemorativo que se había
erigido en 1955 en memoria de los agentes, civiles y militares que habían perdido la vida en acto
de servicio. La frase Sirvieron en silencio coronaba la lista de nombres.
Un agente de seguridad situado tras un mostrador preguntó a quién deseaban ver. Martin le
entregó un documento con el nombre de los dos visitantes. Tras una llamada de comprobación, y
como si de un autómata se tratara, el vigilante tecleó algo en su ordenador y les entregó dos
tarjetas.
—Colóquense en lugar visible las identificaciones. Un miembro de nuestro personal los
acompañará hasta el despacho del doctor Sherman, en la Escuela Nacional de Criptología. Una vez
que finalice la visita, devuelvan las dos identificaciones —dijo el vigilante con tono monocorde
—. Bienvenidos a la NSA, señores.
El agente acompañó a Aaron y a Jack hasta una sala, en donde se les obligó a entregar
cualquier objeto que pudiera emitir alguna frecuencia. Nada de relojes, nada de grabadoras, nada
de radios.
Para poder entrar en un edificio de la NSA, uno debía estar absolutamente limpio,
electrónicamente hablando. Después de interminables controles de seguridad, el bibliotecario y el
periodista del Globe accedieron al despacho de Carlton Sherman.
El amigo de Aaron Avner y de Elizabeth Gwyn era un hombre grueso y de baja estatura, pero
en sus años jóvenes había sido un buen quarterback del equipo universitario de fútbol. Sus
orígenes profesionales eran poco conocidos. Operaciones en la frontera china, en Vietnam, en
Camboya y en el Irán del sha habían sido algunos de sus destinos en la NSA.
—¿Cómo estás, querido amigo? —le preguntó a Aaron dándole un fuerte abrazo.
—Muy bien, querido amigo. Estoy muy bien —respondió el bibliotecario.
—¿Qué tal os fue con Joñas? —dejó caer el agente de la NSA ante la mirada sorprendida de
los dos visitantes—. ¡Oh, no penséis que he puesto un satélite sobre vosotros! Eso sería muy caro
para el Gobierno. Lo que pasa es que me llamó Joñas, preocupado por algo que le dijisteis en
Houston. No sé qué… algo de un peligro de muerte o algo por el estilo.
—Varios expertos, incluida Elizabeth, que han analizado el Manuscrito Voynich han muerto
en extrañas circunstancias después de haberse reunido con nosotros. Creo que era nuestra
obligación advertirle del peligro —señaló Brown.
—Pues lo habéis acojonado de verdad. Puede usted venir a venderme una escoba, señor Brown,
pero eso no evitará que el asesino siga matando a todos esos expertos, aunque diga que su
conversación conmigo versó sobre escobas y no sobre un libro viejo que alguien muy poderoso no
desea que sea descifrado. Estoy seguro de que si alguien ha podido matar a expertos y científicos
en Bélgica, Holanda, Inglaterra e Irlanda casi al mismo tiempo, es porque tiene suficiente poder
como para alcanzar a cualquiera en cualquier rincón del mundo. Incluso a mí dentro de esta pecera
—dijo Sherman.
Los dos hombres permanecieron en silencio ante tal afirmación. Segundos después, Carlton
Sherman preguntó a Jack si deseaba conocer la colección de libros raros de la Agencia de
Seguridad Nacional.
—Claro que me interesa conocerla —respondió Brown entusiasmado—. No sabía que la NSA
tuviese su propia colección.
—Muy poca gente conoce todos los secretos de la NSA… —dijo Sherman—. Y la colección
de libros raros es uno de ellos.
—Carlton, tal vez deberías contarle a Jack cómo saliste de Irán cuando estuviste destinado
allí… Así sabrá lo eficiente que eres en tu trabajo —comentó Aaron mientras sonreía.
—¡Oh! Ése es uno de los secretos mejor guardados de la NSA y si usted, señor Brown, revela
algo, le intervendré el teléfono y su deuda para con la compañía telefónica será tan grande que se
verá obligado a vivir con Aaron, y eso sí que es una verdadera condena —respondió el analista de
la NSA mientras caminaban por kilométricos pasillos rumbo a la biblioteca—. En la década de los
cincuenta, cuando estaba destinado en Irán, un grupo de jóvenes nacionalistas tomó el control del
Parlamento. El sha Pahlevi nombró a Mossadegh nuevo primer ministro. En julio del 53, el sha
aprobó la operación conjunta CIA-MI6 con el nombre en código de Ajax. En agosto, el monarca
anunció el cese de Mossadegh y el nombramiento del general Zahedi como nuevo primer ministro,
pero Mossadegh se negó a abandonar su puesto. Los disturbios arrasaron el país y obligaron al sha
a abandonarlo, y a mí con él. Al salir de mi despacho, en el edificio de la SAVAK, la policía
secreta, me equivoqué de maleta. En lugar de coger la que contenía documentos comprometedores
de la Agencia, cogí otra en la que había casi un centenar de latas del mejor caviar y con ella llegué
a Estados Unidos —relató entre risas Carlton Sherman.
—¿Y no le dieron un tiro en la nuca cuando llegó? —preguntó Brown.
—No, ni mucho menos. ¿Sabe por qué? Pues porque ese año todos los jefes de la NSA
celebraron la Navidad con el mejor caviar iraní que sus provincianas esposas y amantes jamás
pudieran haber degustado en su jodida vida.
—Pero estoy seguro de que mucha gente moriría por haber abandonado usted la otra maleta…
—dijo el periodista mientras miraba fijamente a Sherman.
—Usted jamás podrá ser un buen espía, señor Brown. Tiene demasiados escrúpulos. De todos
modos, poco después el sha regresó a su país gracias a nosotros y pudimos recuperar la maleta y
su contenido. Aprendí la lección, créame. Desde ese momento guardé el caviar en un depósito de
la embajada para poder llevármelo sin peligro —dijo el agente entre grandes carcajadas mientras
daba una palmada en la espalda a Aaron.
—Cuéntale también por qué te echaron de la Escuela Nacional de Criptología cuando eras
estudiante —le pidió Aaron.
—Tal vez porque yo era más experto que los propios profesores —apuntó Sherman riéndose.
—No creo que fuera por eso. Cuéntaselo, Cari —dijo Aaron.
—Había un profesor que se llamaba Stevenson al que apodamos cariñosamente Cara de culo.
Un buen día conseguí su número de teléfono y desde la NSA conectaba cada noche su teléfono con
alguna línea de Tokio, Bombay o Yakarta. Cada mes le llegaba de la compañía telefónica una
cuenta cercana a los ochenta mil dólares, hasta que alguien se chivó.
—¿Y sólo lo echaron de la escuela? —preguntó Brown.
—Era demasiado valioso para ellos, así es que acabé en la frontera chino-tibetana durante los
tres años siguientes interceptando comunicaciones militares de los cara-amarillas.
Al llegar a una gran puerta de cristal, Carlton Sherman colocó su tarjeta identificativa en la
ranura y la puerta se abrió. Allí, ante los ojos de Avner y Brown apareció una espléndida
biblioteca, donde se alineaban ordenadamente varios códices escritos entre los siglos XVI y XIX,
todos relacionados con el mundo de las claves y la criptología. Avner se fijó en un bello ejemplar
titulado Polygraphia, publicado en 1518, cuyo autor era Johannes Trithemius, y en
Steganographia, un magnífico manuscrito en el que el mismo escritor hacía un análisis de las
diversas formas de escritura secreta.
—¡Es una maravilla, una maravilla, esto es una maravilla…! —repetía el bibliotecario de la
Universidad de Yale mientras pasaba cuidadosamente folio tras folio.
Mientras tanto, Brown estaba contemplando un ejemplar de 1526 titulado Opus novum, cuyo
autor era Jacopo Silvestri.
—Silvestri fue el primer cifrador de claves de los papas —intervino Aaron—. El papa
Clemente VII le llamaba su amado hijo. Si te fijas bien, verás que está escrito en latín, la lengua
de los eruditos, y en italiano, una lengua vulgar en aquellos tiempos. Esta singularidad lo ha
convertido en un códice bastante extraño y apreciado por los expertos.
—En realidad, el Opus novum supuso el primer gran libro de entrenamiento para criptógrafos
y criptoanalistas —precisó Sherman—. Varias copias de este libro circularon entre señores
feudales, soldados, clérigos y príncipes a través de mercaderes. Esto hizo que durante varias
décadas el Opus novum fuese el primer gran libro sobre la materia y, debido a su difusión, los
códigos que utilizaban los poderosos eran fáciles de romper por sus enemigos.
Aaron Avner había posado ya los ojos en otra joya propiedad de la NSA, el Subtilitas de
subtilitate rerum, publicado en 1554 por Girolamo Cardano. Este ejemplar era el estudio más
extenso e importante sobre el juego de probabilidades en el desciframiento de códigos y ruptura
de claves.
—Ahora, si queréis, podemos hablar sobre vuestro Manuscrito Voynich. Es la hora del
almuerzo y nadie nos molestará —propuso el director de la Escuela Nacional de Criptología.
Los tres hombres se dirigieron hacia la zona de lectura de la biblioteca, decorada con
fotografías del presidente de Estados Unidos y del director de la NSA, y con las banderas de la
Agencia de Seguridad Nacional y de los Estados Unidos de América.
Carlton Sherman colocó sobre la mesa un grueso dossier en cuya portada había escrito a mano:
Manuscrito Voynich.
—Y bien, ¿qué has descubierto? —preguntó ansioso Aaron Avner a su amigo.
—Muchas cosas interesantes —respondió Sherman.
—Adelante, somos todo oídos —invitó Brown.
—Comencé a trabajar con las teorías que me enviaste de Hazil y Rees. Sin duda alguna, los
criptógrafos de la Edad Media se vieron obligados a buscar formas para hacer más seguras sus
claves. Los criptógrafos intentaban contrarrestar los análisis de frecuencias con un tipo de clave
que se denominó clave homofónica —relató Sherman.
—¿Cómo podemos saber si esa clave fue la que Roger Bacon utilizó para redactar el
Manuscrito Voynich? —interrumpió con interés el bibliotecario de Yale.
—Utilizada para escribirlo, no. Tal vez la empleó para intentar descifrarlo. El primer ejemplo
documentado que he encontrado de este tipo de clave es en el Ducado de Mantua entre 1401 y
1410, y se convirtió rápidamente en una forma bastante real de los criptoanalistas para romper
códigos secretos —explicó el especialista de la NSA—. El criptógrafo, al conocer la frecuencia
con que aparecían los caracteres en el idioma del texto del Manuscrito Voynich, asignaba
proporcionalmente sustitutos en la clave para las letras del alfabeto sin cifrar las más frecuentes.
—No sé por qué, pero siempre que escucho a alguno de ustedes, no entiendo absolutamente
nada de lo que dicen —protestó Brown.
—Es muy sencillo. Supongamos que si la letra A es la más utilizada en inglés, nuestro
criptógrafo asignará un determinado número de equivalentes a la letra A. El resultado tiene como
objetivo compensar la frecuencia con que aparece esta letra en el texto final del Manuscrito
Voynich —dijo Sherman entusiasmado mientras sus dos oyentes no sabían a qué diablos se refería
—. Os estoy explicando que una cifra homofónica no es irrompible. Vuestro escritor…
—Roger Bacon —precisó Aaron Avner.
—Sí, efectivamente. Roger Bacon utilizó para redactar el códice la llamada técnica de
sustitución de cifras, como muy bien descubrió Elizabeth Gwyn. En primer lugar, para conocer el
significado de tu dichoso libro, Aaron, hay que saber el idioma en que se escribió el texto original.
—Lo más probable es que fuera en latín —aseguró el profesor Avner.
—Si es así, se puede calcular la frecuencia de las letras con una muestra de sólo unas páginas
de un texto en esa lengua, siempre y cuando el criptoanalista insista lo suficiente. En el caso de
Bacon, éste empleó un sistema de sustitución de cifras-símbolos, o mejor dicho, palabras
incomprensibles-símbolos.
—¡Pues sigo sin entenderlo! —exclamó el periodista.
—Vamos a ver si puedo explicároslo mejor con lápiz y papel —dijo Carlton Sherman mientras
cogía un bloc y un lápiz—. Por ejemplo, si queremos cifrar la oración El códice cifrado mantiene
en secreto sus claves, elegiremos una palabra clave…
—¿Algo así como una contraseña? —preguntó Aaron.
—Sí, algo parecido. La palabra puede ser Avner, tu apellido. Para ello escribimos la frase
abajo y tu apellido arriba.
AVNE RAVNE RAVNE RAVNE RAVNE RAVNE RAVNE RAVNE RAE
LCÓDICECIFRADOMANTIENEENSECRETOSUSCLAVES
Ahora podemos comenzar a cifrar el mensaje utilizando un alfabeto similar al que empleó
Roger Bacon, sólo que esta vez usaremos una tabla secuencial y únicamente las llamadas claves
de hileras utilizadas en aquella época, que comienzan con las letras de nuestra palabra clave o
contraseña.
AVNE RAVNE RAVNE RAVNE RAVNE RAVNE RAVNE RAVNE RAE
LCÓDICECIFRADOMANTIENEENSECRETOSUSCLAVESFLOOAV
SEFVUOOOAUIGBRFNUSPSEVCFVSEZNWEUZEV
Y así tenemos un mensaje cifrado. Para vuestro códice utilicé el libro más cercano en el
tiempo a su redacción: Defurtivis literarum notis, de Giovanni Battista Porta, publicado en 1563.
—¿Quién era ese Porta? —preguntó Jack Brown.
—Fue uno de los más grandes genios de su época. Casi tanto como Leonardo da Vinci —
respondió el profesor Avner—. Con veintiocho años, este napolitano ya había escrito cuatro
magníficos libros sobre criptografía…
—Libros que aún siguen utilizándose en la NSA para cifrar algunos mensajes de seguridad
media o baja —agregó Sherman—. El principal problema que se plantea es la longitud de la
palabra clave, ya que esto es de vital importancia para que el criptoanalista consiga atacar el
mensaje cifrado. Giovanni Battista Porta casi logra romper este problema. No sé si él, o algún
alumno suyo, pudo descifrar parte del Manuscrito Voynich.
—No fue un alumno —apuntó Aaron—. Fueron dos sobrinos de Porta: Matteo y Marcello
Argenti. Matteo escribió un manual para romper códigos a principios del siglo XVII en el cual
hablaba de las cifras homofónicas que tú mencionas, Sherman. Tal vez Johannes Marcus Marci de
Cronland o Athanasius Kircher, séptimo y octavo propietarios del Manuscrito Voynich, le hicieron
llegar de alguna forma una copia del libro o de algunas de sus páginas.
—¿Se sabe si descubrieron algo sobre el códice? —preguntó Jack Brown.
—Tal vez sí descubrieron algo importante, pero nunca se sabrá —respondió el profesor Avner
—. Ambos fueron asesinados en Siena en 1630 y sobre sus cuerpos había dos octógonos de tela.
Los apuñalaron hasta la muerte.
—¡Otra vez el famoso octógono…! —exclamó Brown.
—¿Qué es eso del octógono? —preguntó interesado el agente de la NSA.
—Es una larga historia —dijo Aaron para cortar el tema—. Ahora necesito saber exactamente
qué es lo que has descubierto en el Manuscrito Voynich.
—Déjame revisar mis papeles —pidió Carlton Sherman mientras echaba un vistazo en el
dossier—. Las páginas que conseguí descifrar versaban sobre rituales en no sé qué parte de
Europa. En una de ellas se hablaba del colsolamentu, o colosamentum, o algo parecido.
—Con-so-la-men-tum —corrigió Aaron—. Era el rito de iniciación de los adeptos cátaros.
—Matteus Planch me habló de ese rito en Florencia —agregó Brown.
—Sí, efectivamente. En el libro se habla de una iniciación, como acabas de decir, Aaron, pero
no menciona nada de esos cátaros —precisó Sherman—. También en otra página se habla de un tal
Egberto de Schonau y trece oraciones…
—Trece sermones —volvió a corregir Aaron.
—Bien, el códice señala que en esos trece sermones se intenta comprender el sentido de la
herejía. La verdad es que no sé a qué se refiere. El texto que conseguí descifrar era una especie de
programa electoral político, tal y como lo conocemos hoy en día, o en el caso de vuestro libro, un
programa religioso. El texto es, sin duda, una normativa o un propósito de intenciones. En varias
partes del texto se habla también de unos hombres a los que se define como perfectos, pero
realmente no sé qué significa —explicó Sherman.
—Así se definía a los altos miembros de la herejía cátara. A los sabios —explicó el profesor
Avner.
—Aaron, hay una cosa que descifré en una de las páginas que me llamó mucho la atención —
dijo el especialista de la NSA—. En el folio 25 verso aparece la figura de un dragón dibujada en el
ángulo inferior derecho. Parecía que estaba fuera de lugar, como si alguien lo hubiera incluido en
el códice una vez que ya se había escrito el texto y dibujado la imagen que aparece en esa página
—explicó el criptoanalista—. Me centré en el texto que aparecía en el folio 25 verso y en el folio
26 reverso. El texto cifrado parecía que estaba escrito con diferente trazo que el resto de las
páginas. Una vez atacada la cifra, apareció un nombre: Arefast de Blienart. El resto del texto habla
de una matanza y de una traición.
—Un momento —dijo Brown—. Matteus Planch, el coleccionista de libros de Florencia,
también me habló de Arefast de Blienart. Revisaré mis notas para ver si lo encuentro.
—Sí, mira tus notas y dime qué puede significar ese nombre —ordenó Aaron.
Jack sacó de una bolsa militar varias libretas de notas en cuya portada sólo aparecía la fecha
de inicio y la fecha de finalización de escritura del bloc, una costumbre típica de los periodistas.
Libretas de diferentes tamaños y colores se fueron amontonando en la mesa desordenadamente.
—¡Aquí está, es ésta! —gritó Brown mientras abría una libreta de color verde—. En ésta tengo
los apuntes que tomé durante mi reunión con Planch en Florencia. Veamos dónde aparece el
nombre de ese tal Arefast de Blienart.
Brown buscó entre las páginas ante la impaciencia de Aaron Avner y Carlton Sherman.
—Te he dicho cientos de veces que ordenes tus notas para poder buscar mejor los datos que
necesitemos —le recriminó el bibliotecario.
—El desorden y el caos son mejores que el orden. Al menos, yo me muevo mejor en el
desorden. Veamos, Blienart, Blienart, Blienart… ¡Aquí está! —exclamó Brown—. Arefast de
Blienart, Bartolomé de Castres y Henri de Planchet. Al parecer, según Planch, estos tres hombres
huyeron de un lugar llamado Montségur antes de que fuese atacado por los cruzados y sus
habitantes pasados a cuchillo. Según Matteus Planch, descendiente de Planchet, tuvo que ser o su
familiar o el tal Arefast de Blienart quien delató a los ciudadanos de Montségur a las fuerzas
papales dándoles el lugar exacto por donde penetrar en la fortaleza. Cerca de cuatrocientas
personas, hombres, mujeres y niños, fueron ejecutados o quemados en la hoguera por los cruzados.
—Tal vez el tal Arefast de Blienart tenía descendencia y sus familiares actuales están
interesados en que nadie pueda revelar ese dato. ¿No os parece? —preguntó Sherman.
—Hay un dato interesante con respecto a lo que dice —intervino el periodista del Boston
Globe— Matteus Planch me contó que su familia cambió su nombre por el de Planch cuando se
refugió en el norte de Italia huyendo de las persecuciones papales y que la familia de Arefast de
Blienart cambió su nombre por el de Lienart cuando se refugiaron en París en la misma época en
la que Roger Bacon enseñaba en la universidad de esa ciudad.
—Está claro que debemos centrarnos en Matteus Planch y en ese tal Lienart… —sentenció
Aaron Avner.
—Si es que existe —precisó Brown—. Si es que existe.
Una hora después y tras un frugal almuerzo en uno de los comedores de la Agencia de
Seguridad Nacional, el profesor Sherman acompañó a sus dos visitantes hasta la salida principal
del edificio de la NSA. Fuera los esperaban ya, subidos en el mismo vehículo blanco que los había
llevado hasta allí, los agentes Martin y Lewis para acompañarlos al hotel Knight Inn.
—Muchas gracias por todo, Cari —le dijo Aaron a su amigo mientras le daba un fuerte abrazo
—. Antes de irme, quiero pedirte que tengas cuidado y que no te fíes de nadie, absolutamente de
nadie.
—No te preocupes por mí viejo cascarrabias. Ya has visto que para que alguien se acerque a
mí tiene que pasar demasiados controles de seguridad. No tengo familia, ni perro, así que nadie
me espera en casa. Mi único hogar son estos edificios —dijo Sherman al bibliotecario para
intentar tranquilizarlo.
Ahora le tocaba despedirse a Jack Brown. El periodista esperó a que Aaron se subiera al
vehículo.
—Quiero pedirle un favor personal, señor Sherman.
—Bien, dispare —respondió el agente de la NSA.
—Si le diese la dirección de una cabina telefónica, ¿podría usted decirme qué llamadas se han
hecho desde ella? —pregunto Brown.
—Sin problemas, siempre y cuando esa cabina esté en territorio estadounidense.
—Sí, está en North Haven, en Clintonville Road, en el estado de Connecticut. Necesitaría
saber las llamadas que se han hecho desde allí al extranjero —precisó.
—Bien, no se preocupe. Lo sabré en unas horas. ¿Dónde puedo localizarlo? —preguntó
Sherman.
—Estamos alojados en el hotel Knight Inn. El número de teléfono es el 498-5553. Nos
quedaremos hasta mañana por la mañana. Sólo le pido que no diga nada a Aaron sobre este asunto
—dijo el periodista mientras estrechaba la mano del agente de la NSA. Antes de darse la vuelta
para meterse en el coche, Sherman agarró a Brown del brazo.
—Ahora soy yo el que le voy a pedir un favor personal, señor Brown —dijo Sherman—. Cuide
del viejo. No deje que le pase nada. Si estamos todos en peligro por ese dichoso Manuscrito
Voynich, él seguro que tampoco está a salvo.
—No se preocupe, me ocuparé de él.
La noche había caído ya sobre la Costa Este de Estados Unidos cuando sonó el teléfono en la
habitación 12 del hotel Knight Inn. Jack Brown aún estaba despierto, releyendo sus notas, con los
ronquidos de Aaron como única música de fondo. El periodista levantó el auricular.
—¿Señor Brown? —preguntó la voz.
—Sí, soy yo —respondió en voz baja para no despertar al bibliotecario.
—Le llamo de parte de un amigo —dijo.
—Bien, ¿qué tiene para mí? —repuso Jack.
—He analizado la situación de la cabina telefónica de North Haven y hemos intervenido las
comunicaciones realizadas desde ella en un plazo de entre una semana y dos meses. No hay
muchas llamadas al extranjero —dijo el anónimo analista de la Agencia de Seguridad Nacional.
—Bien, dígame a qué países se ha llamado —pidió el periodista.
—Se han hecho varias llamadas a diferentes ciudades de México, pero esto es normal debido a
que esa zona cuenta con bastante censo poblacional de origen de ese país.
—¿Es que ahora la NSA controla también los censos de población? —preguntó sorprendido
Brown.
—Nosotros controlamos todo aquello que puede ser peligroso para la seguridad nacional de
Estados Unidos y sus ciudadanos. Sabemos si en una ciudad hay mucha población mexicana y
dónde se encuentran los núcleos poblacionales cuyos orígenes son países que pueden convertirse
en posibles enemigos de nuestro país —respondió la voz.
—Y bien, aparte de México, ¿a qué otros países se ha llamado desde esa cabina?
—A Seúl, en Corea del Sur; a San Juan, en Puerto Rico; a Negril, en Jamaica; a la Ciudad del
Vaticano; a París, en Francia; a Reading, en Inglaterra, y a una ciudad situada al norte de Roma
llamada Frascati.
—¿Podría facilitarme los números de teléfono de las ciudades europeas a las que se ha
llamado? —pidió Brown.
—Debo consultarlo antes con Control, señor Brown. La NSA no espía para sus ciudadanos,
sino a los mismos ciudadanos para su Gobierno. Recuérdelo, señor Brown.
—Una vez dicho esto, colgó el aparato.
Jack Brown estaba dispuesto a seguir el rastro de las llamadas aunque la NSA no le facilitase
los números. Investigaría cada una de ellas aun cuando tuviera que invertir todo el tiempo del
mundo. Milo Duke no le daba buena espina y estaba dispuesto a desenmascararlo antes de revelar
cualquier dato al profesor Avner. Tal vez fuese un buen tipo y sus sospechas fueran sólo eso,
sospechas. Esa noche consiguió conciliar el sueño durante unas horas. A la mañana siguiente
regresarían a New Haven.
Brown estaba tomando varias tazas de café bien cargado mientras Aaron lo miraba divertido.
—¿De qué se ríe? —preguntó.
—Por lo menos ahora desayunas café y no bourbon —dijo el bibliotecario.
—Al final se convertirá en una especie de padre para mí —precisó el periodista con voz ronca
—. Su dichoso libro me ha obligado a dejar de beber. O bebo y olvido los datos de la
investigación, o dejo de beber y permanezco sobrio para recordar toda la información que tenemos
sobre el libro.
La conversación fue interrumpida por el hombre de la recepción.
—¿Señor Brown y señor Avner? Ha llegado su taxi para llevarlos al aeropuerto.
—Bien, ya vamos.
Brown y Avner se disponían a meterse en el taxi cuando el periodista divisó al agente Martin
al otro lado de la calle haciéndole señas.
—Espere un momento, profesor —le pidió Brown mientras cruzaba la calle rápidamente.
—Señor Brown, le traigo un sobre de Control —dijo el agente de la NSA. El sobre de color
marrón no llevaba ningún distintivo de la agencia de espionaje. Brown cogió el sobre y extrajo un
papel de su interior. Ante su vista, en una pequeña hoja de papel, se alineaban varias cifras. Eran
los números de teléfono de Europa a los cuales se había llamado desde la cabina de North Haven.
Jack Brown le tendió la mano al agente Martin para darle las gracias por el contenido del
sobre.
—No me dé las gracias, señor Brown. No sé lo que contiene el sobre. Yo sólo cumplo órdenes
de Control. Se me ha ordenado que le entregue este sobre, y así lo hago. Nada más, señor Brown
—dijo el agente de la NSA.
—Bien, de todas formas, muchas gracias por esto que usted no sabe qué es, agente Martin —
repitió el periodista ante la sonrisa del agente federal.
Mientras se dirigían al aeropuerto, el periodista sacó del sobre la lista de números de teléfono.
¿Qué número habría marcado Milo Duke? En una cuartilla sin distintivo alguno se alineaban siete
números. Tal vez la clave fuera alguno de ellos. Brown estaba dispuesto a comprobarlos todos,
uno por uno: 00-33-1-40503791 París, Francia. 00-33-1-40678192 París, Francia. 00-44-118-
9586345 Reading, Gran Bretaña. 00-379-06-69884857 Ciudad del Vaticano. 00-379-06-69883314
Ciudad del Vaticano. 00-379-06-69883511 Ciudad del Vaticano. 00-39-06-94019421 Frascati.
Italia.
Mientras daba un paseo por los Jardines Vaticanos, Lienart se encontró con los cardenales
Metz y Orsini, responsable actual de la Primera Sección de la Secretaría de Estado.
—Buenos días, cardenal Lienart —dijo Orsini estrechándole la mano.
—Buenos días, cardenales Metz y Orsini —respondió Lienart—. Eminencias…
—Muchos miembros del colegio cardenalicio no ven con buenos ojos su paso por el Comité
Disciplinar, pero entienden que sería poco diplomático evitar que esto suceda —comentó el
cardenal Orsini.
—Claro, claro, eminencias —repuso el cardenal Lienart—. Siempre he pensado que la
diplomacia vaticana nació una noche en Jerusalén, en la casa del sumo sacerdote Caifás, cuando
una criada se acercó al apóstol Pedro y, señalándolo con el dedo, le dijo: También tú andabas con
Jesús el Galileo. Pedro respondió entonces: No sé lo que estás diciendo. Éste es el mejor ejemplo
de lo que significa la diplomacia vaticana. No se pone en peligro ni la fe ni la moral.
—¿Quiere decir, eminencia, que somos como aquella mujer que acusó al apóstol? —preguntó
Metz.
—O tal vez como Pedro… —respondió sarcásticamente Lienart—. Tal vez prefieren no
inmiscuirse para no poner en peligro ni la fe ni la moral y optan por que sean otros quienes lo
hagan por ellos. —Los dos altos miembros de la curia se dieron por aludidos. Antes de alejarse, se
dirigió de nuevo a ellos y les advirtió—: Forsan et haec olim mimenisse juvabit, quizá un día nos
acordemos de esto con júbilo. —Mientras se marchaba, Lienart alcanzó a oír la réplica de Metz.
—Porque es ya el tiempo de que comience el juicio en la casa de Dios. Y si empieza por
nosotros, ¿cuál será el final de los que se rebelan contra el evangelio de Dios? —repuso el
exsecretario de Estado.
Lienart se dio la vuelta y miró fijamente al cardenal Metz mientras decía para sí: Primera
carta de san Pedro, capítulo 4, versículo 17. Se adentraba en los Jardines Vaticanos. Aún debía
reflexionar mucho antes de presentarse ante el Tribunal de la Curia, aunque si todo sucedía como
había planeado, quizá aquel momento no se produciría jamás.
El último día de la vida del Papa fue una jornada normal de trabajo. Comenzó con una oración
en su capilla privada, un desayuno frugal a base de fruta y zumo de naranja mientras escuchaba los
informativos de la RAI y establecía una primera toma de contacto con su secretario de Estado, el
cardenal Lubiani, con el responsable del Gobernatorio de la ciudad, el cardenal Spatola, y con el
cardenal Olen Henley, que iba a ser nombrado nuevo nuncio apostólico en Washington.
A las nueve de la mañana comenzaron las audiencias. Sobre las dos de la tarde, el Sumo
Pontífice se retiró a almorzar con un pequeño grupo que solía acompañarlo. Aquel día se sentaron
a la mesa el cardenal Lubiani y los padres Lorenzi y MacGuinnon, secretarios del Papa. Después
del almuerzo, los cuatro hombres dieron un largo paseo por los Jardines Vaticanos.
A primera hora de la tarde, el Papa, acompañado por dos miembros de su escolta y seguido por
dos agentes de la Entidad, se dedicó a revisar papeles y cartas personales que debía responder. A
última hora de la tarde pasó largas horas con el cardenal secretario de Estado, Alberto Lubiani,
despachando asuntos de la Santa Sede.
Habló por teléfono con el cardenal Gaetano Bofondi, nuevo arzobispo de Milán en sustitución
de Lubiani, y con el cardenal Raymond Flournoy. El Papa deseaba conocer su opinión antes de
tomar una decisión con respecto a las recomendaciones dadas por el Tribunal de la Curia sobre el
caso Lienart.
A esa misma hora y en otra estancia del Vaticano, no muy lejos de donde se encontraba el
Sumo Pontífice, el padre Septimus Alvarado trabajaba pacientemente en la elaboración de una
misteriosa sustancia. Con precisión casi quirúrgica, cortó con un fino bisturí varias hojas de una
planta conocida como Digitalis purpurea. Los restos iban cayendo en el interior de una cubeta de
cristal que estaba colocada encima de un pequeño hornillo.
Monseñor Przydatek se mostró interesado por aquella planta.
—La dedalera tiene glucósidos cardíacos que actúan sobre el corazón aumentando su ritmo y
su potencia de bombeo —explicó Alvarado—. Se utilizan para regular el ritmo cardíaco y las
arritmias. En dosis no adecuadas pueden producir aceleraciones cardíacas y taquicardias, incluso
problemas musculares. Un alto nivel provoca paros cardíacos y la muerte.
—¿Actúa muy rápido? —preguntó Przydatek.
—Si se ingiere en perfectas dosis, provoca somnolencia, dilatación de la pupila e hipotensión
—respondió fríamente el hermano del Círculo Octogonus.
—¿Sufrirá mucho? —preguntó preocupado el secretario de Lienart.
—No, monseñor. Sólo sentirá pequeños mareos y verá un halo alrededor de los objetos. Ése
será el primer signo de que su cuerpo está siendo invadido por la toxina —dijo el sacerdote
mientras aplicaba con las manos una sustancia en polvo sobre el mejunje verde que iba quedando
en el recipiente de cristal.
—La cuestión que preocupa a quien usted ya sabe es que no quede rastro de la sustancia para
que no pueda ser detectada por los forenses —precisó Przydatek.
—No se preocupe. El Papa está siendo tratado de problemas cardíacos y tendrá glucósido
presente en el cuerpo cuando los forenses le hagan la autopsia. Lo que hay que evitar es que la
cantidad ingerida no sea insuficiente como para dejarlo con vida o demasiada como para matarlo y
que quede rastro en el hígado. Al fin y al cabo, la digitoxina de la planta se elimina a través del
hígado —precisó el sacerdote experto en venenos—. De todas maneras, no creo que el Vaticano se
preocupe demasiado en abrir una investigación cuando ocurra.
—Espero que no, hermano. Espero que no —dijo monseñor Przydatek.
—¿Cómo piensan suministrárselo? —preguntó el padre Septimus Alvarado con interés.
—Todas las noches una monja le lleva un termo con té y una pequeña jarra de leche. Le gusta
mucho tomar té con leche antes de dormirse. Ésa será una buena forma.
—Sí, pero tendrán que introducir la sustancia en el termo y no creo que sea tan sencillo.
—No se preocupe, hermano. Las medidas de seguridad son sólo hacia el exterior, nunca hacia
el interior. Nadie se espera una muerte organizada desde círculos internos —señaló Vaclav
Przydatek—. Y con respecto al termo, hemos conseguido uno igual. Me ocuparé de hacer el
cambio sin que la monja se dé cuenta.
El secretario del cardenal Lienart extrajo de una cartera negra un sencillo termo en una funda
de tela escocesa, exactamente igual al que una monjita dejaba cada noche en la mesilla de la
habitación del sumo pontífice.
—Ahora hay que introducir el insípido líquido en el termo con sumo cuidado —iba diciendo
Alvarado mientras derramaba el líquido del recipiente de cristal en el interior del termo. Antes de
cerrarlo, Przydatek entregó varias hojas de simple té al miembro del Círculo Octogonus y éste las
introdujo en el termo. Una vez realizada la operación, Alvarado cerró el mortífero recipiente y se
lo dio a monseñor Przydatek.
—Debe ponerse guantes, monseñor. No toque el termo, sus huellas quedarán grabadas en él y
no creo que la Gendarmería Vaticana pase por alto sus huellas en un recipiente dirigido al Santo
Padre —advirtió Alvarado mientras se quitaba los guantes de látex que había utilizado para
preparar la mezcla.
—Tiene razón, hermano. Tendré cuidado —dijo el secretario de Lienart mientras sujetaba el
termo con un trapo y volvía a introducirlo en la cartera negra—. Ahora sólo queda esperar.
Fractum nec fractuem, favor por favor.
—Silta nec silto, silencio por silencio —respondió el padre Septimus Alvarado.
Sobre las ocho de la tarde, el Papa se retiró para rezar el rosario en compañía de dos monjas y
sus dos secretarios, Lorenzi y MacGuinnon. Después se sirvió la cena: sopa de pescado, judías
verdes, queso fresco y fruta. Sobre las nueve, y como era su costumbre desde su llegada al trono
de Pedro hacía tan sólo treinta y tres días, se puso frente al televisor para ver los informativos de
la televisión italiana. Inmediatamente después se retiró a su habitación y le pidió a la monja que le
atendía que le llevara su termo de té, como cada noche. A las nueve y media, el Papa cerró la
puerta de su dormitorio pronunciando las que serían sus últimas palabras a los dos miembros de la
Guardia Suiza y a los dos agentes de la Entidad que vigilaban las veinticuatro horas del día las
habitaciones papales.
Antes de dormir, el Pontífice tenía la costumbre de leer algún texto en la cama y había
mandado colocar una pequeña lámpara en la mesilla situada a su lado. Tras servirse una primera
taza de té, el Sumo Pontífice comenzó a sentir somnolencia, pero la importancia de los
documentos que estaba leyendo lo obligó a mantenerse despierto un poco más de tiempo.
Incorporándose en la cama, volvió a servirse una segunda taza de té. Mientras leía, comenzó a
observar una especie de halo luminoso alrededor de los objetos.
Debo decírselo mañana al doctor Caporello, pensó el Santo Padre. De repente, un fuerte dolor
en el pecho le hizo mostrar una mueca de dolor y emitió un sonido seco. Su corazón le estaba
jugando una mala pasada. Intentó llegar hasta el timbre de emergencia que tenía a su lado y pulsó
el botón rojo apretándose el pecho, pero nadie respondió a la llamada. Alguien se había ocupado
de que el timbre estuviese convenientemente desconectado.
Entre fuertes dolores provocados por la taquicardia, el anciano intentó arrojar al suelo lo que
tenía sobre la mesa para llamar la atención de los guardias suizos que custodiaban la puerta de su
dormitorio, pero misteriosamente alguien los había retirado de su puesto. El Papa moriría entre las
nueve y media de la noche y las cuatro y media de la madrugada del día siguiente.
A las seis menos cuarto de la mañana, como todos los días, la monja tocó la puerta con los
nudillos para despertar al Santo Padre. Llamó una vez tras otra, nerviosamente, sin obtener
respuesta. Entró en silencio en la habitación y se encontró la luz de la mesilla encendida, varios
documentos en el suelo y el cuerpo del Papa inmóvil. Estaba muerto.
La religiosa dio un grito y salió corriendo de la habitación. Al salir, la monja ordenó a los dos
guardias suizos que se encontraban de escolta ante la puerta de la alcoba que fuesen a avisar al
secretario de Estado Lubiani y al doctor Niccoló Caporello. Justo en ese mismo momento,
monseñor Vaclav Przydatek, que se encontraba en el área privada del Santo Padre en el Palacio
Apostólico, entró en la habitación. Sólo tenía escasos minutos para hacerse con el termo de té y la
taza que aún tenía el Sumo Pontífice sobre su mesilla antes de que llegasen las primeras
autoridades vaticanas. Przydatek arrojó en una bolsa negra la taza, el plato y la cucharilla. En ese
momento, el teniente coronel de la Guardia Suiza Danton Buchs entró en la habitación y vio cómo
el obispo polaco introducía el termo en la bolsa. Sin pronunciar palabra, monseñor Przydatek
abandonó la habitación papal ante la mirada de Buchs. El militar sabía que aquel religioso era el
secretario del poderoso jefe de los servicios de inteligencia vaticanos y para él y su carrera era
mejor mantener la boca cerrada y esperar.
La monja avisó a los secretarios papales, los padres Lorenzi y MacGuinnon, y éstos a su vez al
cardenal secretario de Estado, Alberto Lubiani, y al decano del Sacro Colegio Cardenalicio, el
cardenal Gaetano Angelini.
Lubiani avisó al médico del Papa, el doctor Caporello. En la habitación del Pontífice la
confusión era total. El diagnóstico del médico papal fue certificar que la muerte del Papa había
ocurrido sobre las once y media de la noche a causa de un infarto agudo de miocardio. A las siete
y media de la mañana, la agencia de noticias ANSA informaba del fallecimiento del Sumo
Pontífice. Nuevamente, y por segunda vez en un año, se producía en el Estado Vaticano la
situación de sede vacante.

***

Roma. Italia

Los padres Lamar y Mahoney llevaban varios días en Roma vigilando a sus siguientes dos
objetivos. Los hermanos del Círculo Octogonus seguían los pasos de Giannini y Lendini muy de
cerca. Tenían que calcular el momento en el que llevar a cabo el golpe.
Aquella mañana, tal y como llevaba haciendo durante los últimos quince años, el padre
Giannini desayunó en el café Piero, en la Via della Dataria, muy cerca de la universidad. En el
café el tema del día era la misteriosa muerte del Sumo Pontífice, tras treinta y tres días de
pontificado. Todos los rotativos italianos anunciaban en sus portadas el fallecimiento del Papa y la
situación de sede vacante.
—Seguro que lo han matado. Era demasiado bueno para ustedes, los católicos —dijo Piero, un
comunista convencido, al padre Giannini, que se encontraba ensimismado leyendo un ejemplar de
La Repubblica al fondo de la barra. El periódico hacía un retrato del Pontífice fallecido y
mostraba varias fotografías de su niñez y de su época de sacerdocio en los humildes barrios de
Nápoles. Allí era más famoso que Giampiero Boniperti o Tarcisio Burgnich, míticos jugadores del
calcio.
El silencio y la consternación flotaban en las calles de Roma. En las esquinas se veía a grupos
de ciudadanos leyendo la tercera edición de los periódicos, que iban saliendo a la calle con nuevas
noticias procedentes del Vaticano. El padre Giannini debía regresar a su despacho de la Pontificia
Universidad Gregoriana para recibir a un estudioso francés que preparaba un libro sobre la historia
de sus archivos. No recordaba el nombre, pero estaba seguro de que lo había apuntado en su
agenda. Había quedado con él sobre las once de la mañana y antes de su encuentro debía redactar
varios informes.
Una hora y media después, mientras el padre Giannini se encontraba estudiando un ejemplar
de una Biblia del siglo XVII, sonó el teléfono. La visita que esperaba había llegado. Dejó el
ejemplar abierto sobre un atril y bajó a la recepción, en la primera planta del edificio. Allí, de pie,
estaba esperándolo un hombre alto, bien parecido, vestido con un elegante traje negro, camisa
blanca y corbata negra.
—Buenos días. Soy Henri Vincent —saludó el recién llegado alargando la mano al archivero
jefe.
—Buenos días. Soy el padre Giannini. Por favor, acompáñeme hasta mi despacho y allí podrá
decirme en qué puedo servirle —dijo el sacerdote.
Los dos hombres subieron las escaleras silenciosamente.
—Es impresionante lo de la muerte del Santo Padre, ¿no le parece? —dijo el francés
rompiendo el silencio.
—Los designios de Dios son inescrutables. Él es el único que puede saber qué día es el elegido
para llevarnos junto a él —respondió el religioso mientras señalaba al cielo. A continuación
entraron en el despacho de Giannini. Con voz pausada, el francés dijo ser un experto en códices de
los siglos XVI y XVII y que había obtenido un permiso del Vaticano para estudiar los ejemplares
que se encontraban en la Gregoriana.
—¿Quién ha dicho que le concedió el permiso para poder estudiar nuestros ejemplares? —
preguntó Giannini.
—No se lo he dicho todavía —repuso el francés mirando fríamente a los ojos del religioso—.
Monseñor Cornelius Lassiter, scriptor de la Biblioteca Vaticana y responsable del Archivo
Secreto tuvo a bien hacerme una carta de recomendación para poder entrar en su maravillosa
biblioteca.
—Muy bien. Dado que viene de parte de monseñor Lassiter, uno de nuestros grandes
protectores, lo atenderemos como se merece —dijo Giannini dando una palmada sobre la mesa—.
El hermano Francis lo ayudará en todo lo que usted necesite. Si quiere algún ejemplar especial de
nuestros archivos, no dude en pedírselo a él.
—Estoy seguro de que no los molestaré demasiado —dijo el francés mientras se levantaba
para despedirse—. Antes tengo que resolver varios asuntos aquí, en Roma. Si no le importa, me
gustaría trabajar por la noche.
—No se preocupe. Yo suelo quedarme trabajando hasta tarde en mi despacho. Si va a venir
esta noche, sólo le pido que me llame antes por teléfono para abrirle la puerta trasera. Ésta no
tiene tanto sistema de seguridad y sólo hay que apretar un botón para poder entrar —dijo el padre
Marcelo Giannini.
—¿Son muy estrictas las normas de seguridad que tienen aquí? —preguntó Vincent con
interés.
—No, pero usted ya sabe cómo son las organizaciones religiosas. Los jesuitas somos gente
desconfiada y, conociendo el tesoro que descansa en nuestras estanterías, es mejor saber guardarlo
—respondió sonriendo el archivero jefe.
En otro lugar de Roma, un hombre alto con aspecto de granjero irlandés se bajó del taxi junto
al campus universitario con un pequeño maletín negro muy parecido al de los médicos. El sol
acariciaba la amplia extensión de césped donde estaban sentados varios grupos de estudiantes y
alguna pareja acurrucándose casi furtivamente. El recién llegado paseó durante una hora y media
alrededor del edificio principal, de aspecto gris, más parecido al bloque de una prisión que a un
complejo universitario. Desde hacía varios días había estado vigilando a su objetivo y controlando
sus horarios de clases. Sabía que el profesor Roberto Lendini, experto lingüista, solía quedarse a
solas los miércoles en su despacho a la hora del almuerzo. Ése sería un buen momento para llevar
a cabo su misión.
El hermano del Círculo Octogonus entró en el edificio. Varios jóvenes pasaron ante él sin
mirarlo siquiera.
No les interesa nada. No comprenden nada. Son la desidia más absoluta. No creen en Dios.
Sólo les interesa el placer y la buena vida sin dar nada a cambio, pensó el hombre mientras
observaba con cierto desprecio a aquellos jóvenes.
Dobló la esquina y se encontró con un largo pasillo con aulas a ambos lados. Conocía el
camino hasta la zona de los despachos a la perfección. Lo llevaba estudiando una semana. Junto al
despacho del profesor Lendini había uno que estaba vacío. Un letrero en la puerta indicaba
Departamento de Historia de la Construcción, pero el hermano del Octogonus sabía que no se
utilizaba desde hacía años. Abrió la puerta con facilidad y, tras entrar, la cerró en silencio. Sacó
del maletín unos guantes negros y un alambre de púas con dos asas metálicas unidas a ambos
lados. Seguidamente, se sentó a esperar.
Unos cuarenta y cinco minutos después oyó cómo Lendini salía al pasillo y se dirigía al baño
de profesores. Llevaba una carpeta roja en la mano. Disimuladamente, el asesino lo siguió. A esa
hora no había ningún peligro de que lo descubriera alguien. Entró en el baño. A la derecha se
alineaban cuatro lavabos con toallas blancas apiladas vinas encima de otras y a la izquierda
estaban los urinarios. Al fondo, tres puertas daban acceso a los retretes. En silencio, intentó girar
la primera cerradura y la puerta se abrió. Al intentarlo con la segunda, descubrió que no se podía
abrir.
—Está ocupado —dijo una voz al otro lado de la puerta.
El asesino del Octogonus entró en el primer baño mientras sujetaba con fuerza el alambre de
púas entre las manos enguantadas. Con sumo cuidado, bajó la tapa del retrete y se subió sobre él.
Se asomó por el muro y vio al profesor Lendini sentado en el retrete, leyendo los papeles que tenía
en la carpeta. El experto lingüista se había quitado los pantalones y los había colgado en la puerta
para que no se le arrugaran. El asesino alargó los brazos y, con un rápido movimiento, colocó el
alambre de púas alrededor del cuello de Lendini. Mientras el alambre le cortaba la carne y las
púas se iban incrustando en el cuello, el profesor intentó tomar aire sin demasiado éxito mientras
alargaba la mano para quitar el cerrojo de la puerta. En los últimos momentos que le quedaban de
vida, quizá pensaba que podía huir. Con cada pataleo, Roberto Lendini perdía segundos de vida. El
asesino siguió apretando de las asas metálicas hasta que el objetivo dejó de respirar.
Con sumo cuidado, bajó del váter sobre el que estaba de pie y salió del baño para dirigirse al
retrete contiguo. Abrió la puerta y se quedó unos segundos observando el cuerpo inerte. La visión
era grotesca: un cadáver sentado, sin pantalones, con calcetines rojos, los calzoncillos por las
rodillas, los ojos abiertos y la lengua fuera. Casi le dieron ganas de reírse mientras le colocaba el
octógono de tela en el bolsillo de la camisa, pero un sonido a su espalda le cortó la respiración en
seco.
Repentinamente, alguien había abierto la puerta. Al girarse, el asesino del Octogonus vio ante
él a una mujer de tez oscura con cara de sorpresa que con una fregona en la mano izquierda y un
balde metálico en la otra lo observaba sin entender absolutamente nada. Cuando lo entendió, ya
era demasiado tarde. Con un rápido movimiento, el asesino la agarró por el pelo desde atrás. La
mujer, de cuerpo delgado y frágil, intentaba zafarse sin éxito de su agresor, que la estaba
arrastrando hasta uno de los retretes del fondo mientras le tapaba la boca con la mano aún
enguantada para que nadie pudiese escuchar sus gritos de desesperación.
En el interior del baño, el hombre giró a la mujer poniéndola boca abajo y con una fuerte
presión le colocó la mano sobre la cabeza, que hundió en el retrete. Segundos después, la pobre
mujer había dejado de luchar.
A continuación colocó el cadáver de la mujer de la limpieza sentado en el retrete, pero, antes
de cerrar la puerta, le bajó la falda, durante la lucha se le había subido, dejando ver la ropa
interior. Incluso ante la muerte hay que ser decente, pensó el padre Emery Mahoney mientras
levantaba la mano derecha para darle su bendición. Seguidamente abandonó el baño, no sin antes
colgar de la cerradura el cartel de fuera de servicio.
Mahoney se dirigió hasta el despacho vacío, guardó los guantes en el maletín y abandonó el
edificio con el mismo anonimato con el que había entrado, perdiéndose entre un grupo de
estudiantes que jugaba al fútbol. Desde una cabina cercana, el sacerdote marcó el número de
teléfono de Villa Mondragone.
—Fractum nec fractuem, favor por favor —dijo el padre Mahoney.
—Silta nec silto, silencio por silencio —respondió monseñor Przydatek.
—Mi objetivo ha sido liquidado.
—Bien, regrese a la residencia y espere nuevas órdenes —dijo el secretario del cardenal
Lienart. Inmediatamente después colgó el teléfono.
Esa misma noche, en la misma ciudad, Henri Vincent, tras cenar en un elegante restaurante, se
dirigió paseando hasta el edificio de la Pontificia Universidad Gregoriana. Mientras miraba los
escaparates, dos mujeres se le habían insinuado.
—Yo no trato con rameras —les reprochó bruscamente. Mientras se alejaba, las dos mujeres
prorrumpieron en insultos.
Minutos después, el francés golpeaba con los nudillos la puerta trasera del edificio
universitario sede de la biblioteca.
Esperó y volvió a golpear sin obtener respuesta. Y se vinieron a la mente serias dudas: ¿habría
confirmado el padre Giannini su identidad con monseñor Lassiter? ¿Sabría quién era él realmente?
¿Tal vez alguien lo había avisado? ¿Estaría la policía tras sus pasos? ¿Habría liquidado Mahoney a
su objetivo a tiempo? De repente sus pensamientos se interrumpieron con el ruido de unos
cerrojos que se abrían al otro lado de la puerta. Vincent se relajó al ver aparecer tras ella el
simpático rostro del padre Giannini.
—Disculpe la espera —dijo el archivista—. Se me había pasado la hora. Estaba revisando un
ejemplar de una Biblia del siglo XVII que hay que restaurar. Perdóneme.
—No se preocupe. Entiendo que estos magníficos libros lo absorban más que cualquier otra
cosa en el mundo —dijo Vincent para tranquilizar al padre Giannini.
Los dos hombres se dirigieron hacia la sala principal de la biblioteca. Una vez allí, el
archivero jefe se dirigió al francés y le preguntó qué sección deseaba consultar.
—Deseo consultar el Carteggio Kircheriano —respondió.
—Imposible —se disculpó el padre Giannini—. Esa sección está cerrada al público y a los
investigadores para su restauración.
—Entonces, ¿cómo es posible que un periodista estadounidense lo haya consultado hace unas
semanas? —preguntó Henri Vincent mientras miraba fríamente a los ojos del religioso. Como si
de un presentimiento se tratase, el padre Giannini intentó retirarse hacia la puerta, pero Vincent,
mucho más fuerte, se lo impidió—. Debería darle vergüenza, padre, como religioso y católico,
permitir que ojos no creyentes puedan leer documentos que nadie debería leer. Debería darle
vergüenza no defender la verdadera fe de los creyentes, de los libros y documentos escritos por los
no creyentes contra nosotros, los defensores de la fe, padre —dijo el francés mientras con un
fuerte empujón arrojaba violentamente al padre Giannini sobre una mesa y se desparramaba lo que
había encima—. Por ello, se ha decidido condenarlo a muerte y yo soy la herramienta de Dios para
llevar a cabo esa misión.
El archivista, con varios cortes en la cara, intentaba recuperarse y ver la forma de huir de su
atacante. Nuevamente las manos del padre André Lamar, miembro del Círculo Octogonus,
agarraron al padre Giannini por las solapas de su chaqueta y lo arrojaron contra una antigua vitrina
en la que se exponía un códice cartográfico de principios del siglo XVI. El asesino se acercó hasta
él armado con una daga de misericordia en la mano derecha con el fin de apuñalarlo en la nuca.
—Fides immota manet, la fe permanece inmóvil. Hic mort gauded sucurrere vitae , aquí la
muerte sirve a la vida. Fides immota manet. Hic mort gauded sucurrere vitae. Fides immota
manet. Hic mort gauded sucurrere vitae —repetía el padre Lamar una y otra vez mientras se
acercaba a Giannini.
Cuando se disponía a ejecutar a su objetivo, el padre Giannini, tendido boca abajo y
ensangrentado, se dio bruscamente la vuelta y pronunciando las palabras Et lux in tenebris lucet, y
la luz brilló en las tinieblas, hundió un trozo de cristal desprendido de la vitrina en el cuello del
asesino del Círculo Octogonus. Un gran chorro de sangre indicó al archivero que había atravesado
la yugular del padre Lamar. Aún con cara de sorpresa y con el cristal hundido en el cuello, el
asesino cayó de espaldas. Estaba muerto.
Monseñor Vaclav Przydatek esperó durante horas la llamada del hermano del Círculo
Octogonus en su pequeño despacho de Villa Mondragone. Finalmente, decidió marcar un número
de teléfono del Vaticano.
—Fractum nec fractuem, favor por favor —dijo Przydatek.
—Silta nec silto, silencio por silencio —respondió el cardenal Lienart.
—Eminencia, tenemos un problema —dijo con voz alterada el secretario.
—Tranquilícese y cuénteme qué ocurre.
—Un hermano no ha realizado la llamada —dijo nerviosamente el religioso polaco.
—¿Quién era el objetivo? —preguntó Lienart.
—¿Es segura esta línea? —inquirió cautamente Przydatek.
—Si no lo fuera, no estaría hablando con usted, ¿no cree, monseñor Przydatek?
—Claro, eminencia, claro. El objetivo era el padre Marcelo Giannini, archivista jefe de la
Pontificia Universidad Gregoriana —explicó—. El padre Lamar tenía que haber llamado ya hace
horas para indicar que su objetivo había sido liquidado, pero no ha sido así.
—¿Qué se le ocurre, monseñor Przydatek? —preguntó Lienart al otro lado de la línea.
—Podría ocuparme yo de terminar el asunto, eminencia —afirmó el religioso.
—Ahora es demasiado peligroso para nosotros. A estas horas, Giannini ya estará declarando
ante la policía italiana. No puedo arriesgarme a que usted intente llegar hasta él y lo relacionen
conmigo. Es demasiado peligroso para mí —sentenció Lienart—. Déjeme pensar cómo podré
manejar esta piedra que Dios nos ha colocado en el camino. Hoc, hic misterium fidei firmiter
profitemur, aquí, con fe firme, confesamos este misterio. ¿Sabemos algo del padre Ter Braak?
—Aún es demasiado pronto. Su objetivo está en Florencia y no creo que haya ningún
problema. De cualquier forma, su misión está señalada para dentro de tres días —respondió con
seguridad Przydatek.
—Espero que así sea. Por su bien y por el nuestro. Buenas noches, monseñor Przydatek.
—Buenas noches, eminencia. Fractum nec fractuem, favor por favor —dijo el secretario sin
obtener respuesta alguna del gran maestro del Círculo Octogonus. Lienart había colgado ya el
teléfono.
Capítulo 9

Ciudad del Vaticano

La comisión cardenalicia creada para investigar la muerte del Papa, dirigida por los cardenales
Ludovico Masella de Brasil y Carlos de Rivera de Perú, concluyó que se trataba de muerte natural
por infarto, pero muchas preguntas quedaron sin respuesta cuando se ordenó que se clasificara
secreto pontificio el informe de la investigación. El cardenal August Lienart, sentado en su nuevo
despacho del Palacio Apostólico, estaba leyendo el informe de la comisión investigadora. En una
de las páginas, todas con el sello de secreto pontificio, aparecían varias preguntas de los
investigadores:
¿Por qué el termo de té que cada noche y a la misma hora le llevaban al Papa desapareció poco
después sin dejar el menor rastro?
¿Por qué y quién ordenó la retirada de la vigilancia al Papa de los agentes de la Entidad y de la
Guardia Suiza?
¿Por qué cuando Helmut Hessler, coronel y comandante en jefe de la Guardia Suiza, comunicó
al cardenal August Lienart la muerte del Sumo Pontífice, éste no mostró ninguna extrañeza, según
testimonio del propio Hessler ante la comisión investigadora?
¿Por qué se dijo que no se había realizado ninguna autopsia al cadáver del Papa cuando en
realidad se le practicaron tres?
¿Por qué no se hicieron públicos los resultados de ninguna de las tres autopsias?
¿Por qué se ordenó a la Entidad que no abriese ninguna investigación por parte de los servicios
secretos papales?
Todas estas preguntas, realizadas por los investigadores Becchetti y Gannon, y muchas otras
más, quedarían sin respuesta.
El cardenal Lienart cogió el folio por uno de los extremos y le prendió fuego con un
encendedor para puros con el escudo del dragón grabado que tenía sobre la mesa. Mientras cerraba
el dossier, Lienart sonrió fríamente. A continuación levantó el teléfono y llamó a monseñor Simón
Doria, scriptor y custodio responsable del Archivo Secreto Vaticano.
—Monseñor Doria, soy el cardenal Lienart. Necesito custodia para un documento oficial
destinado al Archivo Secreto.
—Enseguida, eminencia —respondió el sacerdote.
—Tengo que pedirle un favor, monseñor Doria —dijo Lienart—. Prefiero que no diga nada de
este asunto a monseñor Lassiter. Le estaría muy agradecido.
—Descuide, eminencia. Nada saldrá de mí —contestó el scriptor.
Minutos después, un pequeño golpe en la puerta le indicó que el scriptor había llegado. Lo
acompañaba su secretario, monseñor Przydatek.
—¿Eminencia? —preguntó el secretario.
—Pasen, por favor. Pasen —respondió el cardenal a los dos obispos.
E l scriptor se acercó en silencio hasta el cardenal Lienart y, tras besarle el anillo con una
reverencia, colocó una caja metálica en la mesa y la abrió. En su interior, forrado de terciopelo,
había un estuche de plástico con cierre hermético para evitar su posible deterioro por la humedad.
Lienart abrió el estuche de plástico e introdujo el documento de la investigación de la muerte del
Papa en él. Posteriormente depositó el estuche en la caja metálica y cerró la tapa. El scriptor cerró
los candados y sobre ellos colocó dos cintas de color rojo. Situó las cintas sobre una pieza de
plomo y derramó lacre líquido sobre ellas.
Justo antes de solidificarse, el scriptor estampó el sello cardenalicio de August Lienart, el
sello de la Santa Alianza, el espionaje vaticano, y el sello de la mitra pontificia con las llaves
cruzadas bajo ella, el símbolo del Archivum Secretum Apostolicum Vaticanum.
Una vez realizada esta operación, el scriptor Doria depositó la caja lacrada, que también
llevaba un sello de registro, en un pequeño carrito y la trasladó hasta el corazón de la cámara
acorazada del Archivo Secreto. Allí, en un oscuro rincón, permanecería oculto para el resto de los
tiempos el único rastro de la muerte del Papa. Había llegado la hora de un nuevo cónclave y del
ajuste de cuentas, y Lienart sería implacable.
Los padres Giovanni Becchetti y John Gannon, que habían informado al Sumo Pontífice y al
cardenal secretario de Estado Alberto Lubiani sobre las oscuras operaciones realizadas por los
agentes de Lienart, fueron los encargados de llevar a cabo la investigación sobre la extraña muerte
del Santo Padre.
Cuatro días después de la muerte del Papa, y mientras aún el mundo se reponía de la sorpresa,
el padre Becchetti apareció ahorcado en un solitario parque de Roma muy concurrido por travestís
y prostitutas en busca de clientes. A pesar de que la policía italiana cerró el caso declarándolo
suicidio, nadie quiso investigar las extrañas marcas que Becchetti tenía en los brazos y en el
cuerpo, como si hubiera luchado contra alguien. La autopsia demostró que al religioso se le había
roto el cuello debido a un fuerte golpe en la nuca, y no por efecto del peso de su cuerpo al caer en
seco con una soga amarrada al cuello.
El padre Gannon, redactor por encargo del Papa fallecido del informe sobre la corrupción en
los servicios de inteligencia del Vaticano, la Entidad y el Sodalitium Pianum, su contraespionaje,
pidió que lo trasladaran a la nunciatura de Canadá con el fin de alejarse lo máximo posible de las
conjuras vaticanas. El secretario de Estado y el responsable de la Segunda Sección, el cardenal
Dionisio Barberini, realizaron todos los arreglos necesarios, pero una noche el padre John Gannon
apareció ahorcado en su celda de la residencia de Santa Marta, intramuros del Vaticano.
Sin duda alguna, los padres Giovanni Becchetti y John Gannon habían sido dos nuevas
víctimas del Círculo Octogonus.
Nadie vio nada, nadie escuchó nada, nadie hizo preguntas.
El cardenal August Lienart se ocupó personalmente del asunto, dejando todo atado y bien
atado, pero aún le quedaba por atar otro cabo suelto: el oficial Danton Buchs había visto a
monseñor Przydatek retirar el termo del dormitorio del Papa.
***

Florencia. Italia

Como cada mañana, Matteus Planch caminaba hasta la Piazza della Signoria para desayunar en la
terraza del café Spiro.
Le gustaba sentarse allí y observar a los turistas, analizarlos, adivinar de qué país eran. Le
encantaba ver a esas japonesas vestidas de colores imposibles levantando sus paraguas de colores
para no perder a ninguno de los cientos de japoneses de rostros iguales que las seguían. Siempre
pensaba en qué pasaría si alguno de ellos se perdiese y no pudiese regresar a su ordenado Japón.
Sin duda, aquellas personas formaban ya parte del paisaje florentino. Si Lorenzo de Medici
levantase la cabeza y viese en lo que se ha convertido su adorada ciudad…, pensó el coleccionista
de libros.
—Un macchiato y un limoncello —pidió Planch.
—Enseguida, señor Planch —respondió el camarero.
Los italianos seguían consternados por la noticia de la súbita muerte del Papa. La gente se
hacía muchas preguntas acerca de su muerte y del telón de silencio impuesto por el Vaticano sobre
el asunto, y había comenzado ya a expandir rumores sobre la existencia de una mano negra que
había alcanzado al Sumo Pontífice para evitar que salieran a la luz las maniobras realizadas por
algunos cardenales de la curia en sus congregaciones y consejos pontificios. En aquellos
momentos, el Estado Vaticano vivía los once días reglamentarios de luto antes de convocar
nuevamente el cónclave. A rey muerto, rey puesto, pensó Planch. En pocos días los cardenales
elegirían al nuevo sucesor de Pedro en la Capilla Sixtina.
Tras beberse de un solo trago el amarillento líquido en un estrecho vaso helado, Planch
depositó unas monedas en un plato y decidió regresar a su casa. A las doce de la mañana había
quedado con un periodista sueco que preparaba una guía sobre Florencia para no sé qué periódico
difícil de pronunciar. El coleccionista atravesó la plaza hasta la Via Vacchereccia bajo el sol
matinal. Allí se detuvo ante el escaparate de una juguetería. Le gustaba observar los detalles de los
soldaditos de plomo que se alineaban con sus hermosos uniformes ante él, exactamente iguales a
los miembros de la Guardia Suiza y colocados alrededor de un pequeño pontífice de plomo y su
secretario de Estado.
Su paseo continuó por la Via di Capaccio hasta el Ponte Vecchio, sobre el río Arno. Matteus
Planch no se cansaba de cruzarlo una y otra vez ni de mirar los escaparates de las pequeñas
joyerías. Después, y en paralelo al río, caminaba hasta el Ponte de Santa Trinita. Allí pasaba
tiempo junto a su amigo Stefano Viliani en su magnífica papelería, Parione, el mejor lugar de
Florencia en el que se mostraba cómo era posible convertir el papel en arte. A Matteus Planch,
entusiasta del papel, le hacían desde hacía décadas sus tarjetas de visita en Parione en un papel de
lino y algodón hecho a mano, el único lugar del mundo en el que todavía se seguía haciendo.
Incluso algún expresidente de Estados Unidos era cliente de Parione.
Al salir del reducido establecimiento, Planch no se dio cuenta de que un hombre alto, que
estaba apoyado en la barandilla del río, lo vigilaba de cerca. El coleccionista decidió regresar a su
casa para esperar al periodista. El sueco le había preguntado si podría hacerle algunas fotografías
junto a sus valiosos códices. Planch, como buen conocedor de la imagen, quería estar preparado.
Me pondré una chaqueta de terciopelo rojo y una camisa de seda azul para la sesión de fotos,
pensó Planch mientras jugueteaba con su sello familiar, una torre coronada y escoltada por dos
caballos rampantes, que llevaba en el dedo meñique izquierdo.
Unos minutos después llegó a su residencia, en la Via dei Vagellai. El misterioso hombre
seguía vigilando de cerca los pasos de Matteus Planch cuando éste abrió la destartalada y oxidada
puerta.
Subió hasta el vestidor, junto al dormitorio principal, y como si de un rito se tratase, se quitó
los mocasines, los calcetines de hilo blanco, los pantalones de terciopelo negro, la chaqueta de
lino y la camisa de seda con sus iniciales bordadas en la parte inferior izquierda. Con sumo
cuidado, abrió la puerta del armario en el que estaban las camisas y eligió una de seda de color
azul. Planch siguió el mismo rito para elegir los pantalones, la chaqueta de terciopelo rojo y unos
mocasines marrones hechos a medida por la prestigiosa casa John Lobb de Londres. Mientras se
cepillaba el pelo canoso con un cepillo de finas cerdas, sonó el timbre de la puerta. Se dispuso a
elegir un reloj y cogió un Cartier de plata. Al mirarlo, comprobó que pasaban diez minutos de1 las
doce.
Ilusionado como un niño ante la perspectiva de la sesión fotográfica, bajó rápidamente las
escaleras para abrir la puerta.
Ante él apareció el periodista, un hombre alto, rubio y de cuidada barba que dijo llamarse Erik
Stoldheim.
—Buenos días, ¿es usted el señor Planch? —saludó el recién llegado—. Soy Erik Stoldheim,
trabajo para el Aftonbladet de Estocolmo.
—Sí, soy yo. Soy Matteus Planch. Pase, por favor, pase —invitó el coleccionista.
Los dos hombres comenzaron a subir las escaleras hasta el salón superior y la biblioteca.
—Tenga cuidado y no se acerque demasiado a la barandilla del primer piso. Está suelta, llevo
años diciendo que debo arreglarla, pero nunca tengo tiempo —se disculpó Planch.
—Si quiere podemos hacer primero las fotos y después la entrevista —propuso el periodista.
—Bien, vayamos primero a la biblioteca. Le mostraré varios códices bellamente decorados. Si
quiere, puede sacarles fotos —dijo Planch.
El periodista sueco sacó una cámara Nikon de su bolsa y comenzó a hacer fotografías de los
libros, de Matteus Planch, de la biblioteca, de la amplia terraza desde donde se divisaba la
magnífica cúpula de la catedral, diseñada por el gran Filippo Brunelleschi, y de las vistas sobre el
río Arno.
—¿Dónde saldrá el reportaje? —preguntó Planch.
—Es para una revista de viajes que editamos con el periódico en la que recomendamos
ciudades europeas —respondió Stoldheim—. Al final de cada reportaje hacemos varias
recomendaciones de lugares de interés cultural y restaurantes.
—¡Oh, muy bien! Cuando acabemos con la entrevista, lo invitaré a un buen restaurante de
Florencia cuyo propietario es muy amigo mío. Le gustará y seguro que podrá recomendarlo en su
revista —dijo Matteus Planch.
—De acuerdo, pero antes debo hacerle la entrevista. Me basta con que me dé algunos datos
básicos sobre usted, sobre su relación con esta ciudad y sobre su colección —dijo el sueco.
Tras casi cuarenta y cinco minutos de conversación, Erik Stoldheim le pidió permiso para usar
el baño.
—Claro, por favor. Es la puerta del fondo del pasillo, a la derecha.
—Gracias —dijo el periodista mientras se levantaba y cogía la bolsa en la que estaban
guardadas las cámaras. Aquello llamó la atención de Planch. ¿Acaso pensaba que iba a fisgar en su
bolsa? El periodista era demasiado guapo y a él no le importaría conocer sus secretos.
Stoldheim se dirigió hacia el baño y cuando estuvo dentro abrió la bolsa de las cámaras y
extrajo unos guantes negros, un alambre con un asa en cada extremo y un octógono de tela con la
frase Dispuesto al dolor por el tormento, en nombre de Dios escrita en su interior que se metió en
el bolsillo. Seguidamente se lavó las manos, se puso polvos de talco en las palmas y se colocó los
guantes, sujetando el alambre enrollado en la mano derecha. Regresó al salón, pero Planch no
estaba.
Continuó su búsqueda hasta llegar a la terraza. El coleccionista había preparado en una mesa
dos copas frías, una coctelera para hacer martinis y un plato con aceitunas.
—¿Le apetece un martini, Erik? —preguntó Planch.
—Sí, por favor —respondió el periodista.
Al cabo de apenas unos minutos, el periodista derramó su copa llena sobre la mesa. Cuando
Matteus Planch se disponía a darse la vuelta para ir a buscar un trapo, el padre Wilhelm Ter Braak
asió el alambre con las dos manos y con un rápido movimiento se lo pasó a Planch alrededor del
cuello. El coleccionista de libros sintió un fuerte dolor en la garganta. No podía respirar. Cuando
le quedaban ya pocos segundos de vida, escuchó una voz, pero no sabía si llegaba desde la misma
terraza o desde el más allá.
—Alto, suéltelo o disparo —advirtió la voz.
Ter Braak se giró intentando acabar con la vida de su primer objetivo. Después se ocuparía de
aquel hombre que lo amenazaba con un arma a poca distancia. Pero Matteus Planch era obeso y
eso tal vez le iba a salvar la vida. El alambre tardaba más tiempo en presionar la tráquea debido a
la grasa almacenada en el cuello.
—Si no le suelta ahora mismo, dispararé, y créame que no dudaré un solo segundo en hacerlo
—amenazó la voz.
Esta vez la advertencia llegó con una fuerte detonación. La bala le entró a Ter Braak por la
espalda, le atravesó el hombro derecho y lo obligó a girarse y soltar un extremo del alambre. Al
liberarse de la presión que tenía en el cuello, Planch consiguió inspirar una bocanada de aire que
volvió a llenar los pulmones.
El sacerdote del Círculo Octogonus quedó tendido en el suelo y el hombre que lo amenazaba le
arrojó unas esposas.
—Póngaselas, y con cuidado. Quiero verle las manos —ordenó la voz.
Matteus Planch se alejó de su atacante. La vejiga le había jugado una mala pasada y se
avergonzó al ver sus pantalones hechos a medida completamente mojados. Sufría más por la
vergüenza de esa circunstancia que por el hecho de que lo hubieran intentado asesinar. Mientras
trataba de cubrirse la entrepierna húmeda, una mano fuerte lo asió por el brazo para ayudarlo a
levantarse.
—¿Puede levantarse? —le preguntó el hombre alto de bigote recortado mientras seguía
vigilando al padre Ter Braak, que estaba herido en el suelo sangrando abundantemente por el
hombro—. Soy el comisario Martelli, de la División Criminal.
El policía estaba ayudando al coleccionista a incorporarse cuando se dio cuenta de que el padre
Ter Braak se había puesto en pie.
—Siéntese ahora mismo —le ordenó Martelli—. Siéntese ahora mismo o no tendré más
remedio que matarlo aquí y ahora, y como ya le he dicho, no dudaré ni un segundo en hacerlo —
repitió.
El sacerdote comenzó a pronunciar unas frases en latín, de manera casi inaudible, como si
estuviese rezando para sí mismo, mientras se incorporaba sobre la barandilla.
—Deus meus, Deus meus, ut quid dereliquisti me, Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has
abandonado? Ex umbra in solem, de la sombra a la luz —iba repitiendo una y otra vez el padre
Wilhelm Ter Braak cuando de repente se encaramó a la barandilla y, colocándose de espaldas, se
dejó caer al vacío. El cuerpo del asesino del octógono atravesó la claraboya de cristal y quedó
ensartado en el tridente de una escultura de Neptuno, el rey de los mares.
—Señor Planch, el padre Marcelo Giannini me llamó para avisarme de que alguien intentaría
asesinarlo, así que decidí ponerlo bajo vigilancia —explicó el comisario Martelli, con el arma en
una mano y con la placa policial en la otra.
—¿Cómo dice? No entiendo cómo… —intentaba balbucear Planch.
—Es muy sencillo. Se lo explicaré. Pero antes, si quiere, puede usted ir a cambiarse de ropa —
dijo Martelli mientras lo ayudaba a dar los primeros pasos hacia el interior de la casa.
Unos minutos más tarde, Matteus Planch, que ya se había cambiado y se recuperaba de la
impresión, observó cómo su casa había sido invadida por agentes de policía de paisano y
carabinieri uniformados. Una ambulancia y un vehículo del cuerpo forense estaban aparcados en
la entrada. El cadáver del padre Wilhelm Ter Braak había sido ya extraído del tridente de Neptuno
e introducido en una bolsa de plástico. Sus objetos personales se habían guardado en pequeños
sobres de plástico para almacenar pruebas: unas gafas de sol, una cámara Nikon sin película, unos
guantes negros, un alambre con asas a ambos lados, un octógono de tela con una frase escrita en su
interior y una bolsa para cámaras fotográficas.
—Tomaremos las huellas dactilares al cadáver para saber quién es el asesino y se las
pasaremos a la Interpol —le estaba diciendo Martelli a su ayudante cuando entró en la terraza
Matteus Planch.
—¿Puede ahora alguien decirme quién diablos es ese tipo que ha intentado asesinarme? —dijo
el coleccionista de libros dirigiéndose al oficial de policía.
—Siéntese aquí y tranquilícese. Se lo explicaré —dijo Martelli.
—¿Cómo quiere que esté tranquilo si hace unos minutos tenía un alambre en el cuello y un
periodista sueco trataba de matarme?
—En realidad no sabemos si era un periodista sueco —dijo Martelli—. No hemos encontrado
ninguna documentación que lo acredite. Tampoco llevaba consigo carné de identidad ni carné de
conducir ni pasaporte. Ese tipo sencillamente no existía.
El ayudante del comisario regresó, con la cara alterada, y susurró algo al oído de Martelli que
hizo que éste cambiase de expresión.
—¿Qué ocurre? —preguntó Planch.
—No podemos saber de quién se trata, no tiene huellas dactilares —respondió el policía.
—¿Cómo que no tiene? Todos tenemos huellas dactilares.
—Él no. Parece ser que se las ha quemado hasta tal punto que han desaparecido de todos los
dedos. Tal vez el forense pueda sacárselas, pero por ahora no hay nada que hacer. Su asesino tiene
la espalda llena de llagas y de costras, como si se hubiera estado flagelando durante años —contó
Martelli.
—No entiendo por qué alguien así querría asesinarme.
—Hace unos días, en Roma, alguien intentó asesinar al padre Marcelo Giannini en la
biblioteca de la Pontificia Universidad Gregoriana…
—¿Pero está muerto? —preguntó el coleccionista.
—No, tranquilícese. Está bien, aunque en el hospital. El asesino le provocó graves heridas
durante el ataque, pero él consiguió matar a su atacante hundiéndole un pedazo de cristal en el
cuello. Al parecer, el hombre que intentó matarlo tampoco llevaba ninguna identificación, pero,
como en su caso, guardaba en el bolsillo un octógono de tela con una frase en latín: Dispuesto al
dolor por el tormento, en nombre de Dios. Hace dos días, en Roma, mataron al profesor Roberto
Lendini en un baño de la universidad. Alguien lo había estrangulado y en el bolsillo de su camisa
le había dejado un octógono igual que los que hemos encontrado.
—Pues sigo sin entenderlo —objetó Planch.
—Está bastante claro. El padre Giannini, el profesor Lendini y usted tienen algo en común,
aunque tal vez no sepan de qué se trata —explicó el comisario Martelli.
—Espere un momento —dijo Planch mientras daba un salto en la silla—. Tal vez yo sepa qué
es lo que tenemos en común.
Hace unas semanas me visitó un periodista de Estados Unidos, un tal Brown. Vino a verme por
recomendación de un amigo mío, el profesor Aaron Avner, de la Universidad de Yale. Tal vez él
pueda decirnos algo, o su amigo el periodista. Estaba muy interesado en la historia de la herejía
cátara y en mis orígenes familiares.
—Puede ser. Si tiene su número de teléfono, tal vez pueda llamarlo para que me explique qué
está investigando y qué ha provocado tantos crímenes. Aquí tiene mi tarjeta, señor Planch. Si
recuerda algo, por favor, llámeme —dijo Martelli—. En todo caso, he decidido ponerle escolta
durante varios días hasta que el asunto se calme. Buenas noches, señor Planch.
—Buenas noches, comisario. Y gracias por salvarme la vida —dijo el coleccionista de libros
mientras se despedía.
—Es mi deber, señor Planch, es mi deber. Recuerde llamarme para darme el teléfono de su
amigo de Yale. Necesito hablar con él.

***

New Haven. Connecticut

Brown marcó el primer número de teléfono de la lista que le había entregado el agente Martin de
la NSA y esperó a que sonase el primer tono. Unos segundos después, una voz medio adormilada
respondió al tercer tono.
—Por favor, ¿podría decirme con quién hablo? —dijo Jack Brown.
—¿Quién es usted? —preguntó la voz.
—Soy periodista y llamo desde Estados Unidos. Querría saber con quién estoy hablando.
—Está hablando con la familia Hubert, en París. ¿Le ha pasado algo a nuestro hijo? —inquirió
la voz.
—¿Tiene usted algún familiar en Estados Unidos? —preguntó a su vez Brown.
—Sí. Nuestro hijo es cocinero en una pequeña ciudad de Connecticut —respondió la voz
masculina intentando pronunciar correctamente el nombre del estado.
—Bien, muchas gracias y perdone. —Antes de colgar, Brown dijo—: ¡Ah, se me olvidaba! Su
hijo está perfectamente.
Los siguientes dos teléfonos de la lista facilitada por la Agencia de Seguridad Nacional eran de
un hotel de París y de una residencia de ancianos en Reading, en Gran Bretaña.
A continuación Brown se sirvió un vaso de whisky antes de sentarse nuevamente en el
destartalado sofá con el teléfono sobre la tripa. Cogió la lista y comenzó a marcar los números 00,
379, 06, 69884857. Escuchó varios tonos de llamada antes de que alguien respondiera al otro lado
de la línea.
—Buenos días. Prefectura de la Casa Pontificia, dígame.
—Buenos días. Soy Jack Brown, periodista del Boston Globe. Le llamo desde Estados Unidos
y desearía cierta información sobre este número de teléfono —dijo Brown cautamente.
—Lo siento. Si es usted periodista, debe ponerse en contacto con la Sala de Prensa de la Santa
Sede. No puedo darle ninguna información. Muchas gracias y buenos días.
—Perdone, no he entendido muy bien con quién estoy hablando —dijo Brown.
—Habla usted con el Vaticano.
—¿Con qué departamento del Vaticano? —preguntó el periodista.
—Para esa información es mejor que llame usted a la Sala de Prensa. —A continuación,
colgaron.
Brown llamó al siguiente número de la lista: 00-379-06-69883314.
—Archivo Secreto Vaticano, dígame —respondieron.
—Buenos días. Soy Jack Brown. Le llamo desde Estados Unidos y desearía cierta información
sobre este número —volvió a repetir Brown, esta vez sin precisar que era periodista—. Soy
investigador y estoy intentando averiguar si este número es de la Biblioteca Vaticana.
—No. Éste es el número del Archivo Secreto Vaticano. ¿Desea usted hablar con nosotros o con
la Biblioteca Vaticana? —preguntó el telefonista.
—Creo que con ustedes —dijo Brown con cierto miedo a que su interlocutor cortase la
comunicación antes de conseguir la información que deseaba—. Necesito saber si ustedes conocen
a alguien en el estado de Connecticut, en Estados Unidos.
—No sabría responderle. Yo no conozco a nadie allí —dijo el telefonista.
—¿No conoce usted a un hombre llamado Milo Duke?
—No, lo siento. No conozco a nadie con ese nombre —dijo impaciente el interlocutor de
Brown—. Si no desea ninguna información sobre el Archivo, le recomiendo que llame a la
Biblioteca Vaticana. Ellos podrán ayudarlo mejor que yo. Buenas días. —A continuación, el
hombre del Vaticano colgó el auricular.
Ya casi había desistido cuando decidió marcar el último número de la lista, 00-39-06-
94019421. La señal le indicó que la línea estaba ocupada. Volvió a intentarlo y salió el tono de
llamada. Al cabo de unos segundos, el periodista escuchó la voz de una mujer.
—Villa Mondragone, buenos días —dijo la señora Müller.
—Buenos días. Le llamamos de una compañía telefónica de Estados Unidos —dijo Brown.
—Bien, dígame qué desea —dijo la mujer de forma cortante y algo desconfiada.
—Estamos investigando una desviación de líneas desde diversas cabinas telefónicas y, antes
de denunciarlo al FBI, hemos decidido investigar por nuestra cuenta.
—No entiendo por qué llama usted aquí. Está hablando con un número de Italia —dijo la
señora Müller.
—¿De qué parte de Italia? —preguntó Brown—. ¿Es el Vaticano?
—No, está usted hablando con un número de teléfono de Frascati.
—¿Ha dicho Rascati? —preguntó Brown intentando tomar notas en una servilleta con la mano
libre.
—Está usted hablando con Frascati, no Rascati —corrigió la señora Müller.
—¿Eso está al norte o al sur de Roma? —preguntó Jack Brown.
—Está al este de Roma. Pero ¿por qué le interesa esa información? Si no quiere hablar con
nadie, tendré que cortar la comunicación —amenazó la mujer.
—¿Es usted la dueña de la casa?
—No.
—¿Podría entonces hablar con los dueños de la casa? —pidió Brown.
—En estos momentos, su eminencia no está en la villa. Sólo está su secretario —dijo la señora
Müller inocentemente.
—¿Es que esa casa pertenece a un religioso? —preguntó Brown intentando mantener la calma
para no levantar sospechas.
—Su eminencia es un cardenal de la Iglesia católica y yo estoy a su servicio desde hace treinta
años —dijo la mujer.
—Me ha dicho que está el secretario del cardenal. ¿Podría hablar con él? —preguntó Brown,
ansioso.
—Déjeme comprobar antes que monseñor no está ocupado —dijo la señora Müller. Pero antes
de retirarse de la línea, Brown le hizo una nueva pregunta.
—Por cierto, ¿conoce a un hombre llamado Milo Duke?
—No, lo siento. No conozco a nadie con ese nombre —respondió mientras se oían sus pasos
alejándose del teléfono.
Las ideas comenzaban a bullir en su mente. En la arrugada servilleta de papel de un
restaurante se alineaban palabras como Mondragone, Frascati, cardenal y monseñor.
—Lo siento, pero el secretario está ocupado en este momento y no puede atenderlo. Si quiere,
puede dejarme su nombre y su número de teléfono en Estados Unidos y él lo llamará más tarde —
dijo la señora Müller.
—No se preocupe. Volveré a llamar. Ha sido usted muy amable —dijo Brown mientras
colgaba el auricular.

***

Ciudad del Vaticano

El teléfono del despacho del cardenal Lienart sonaba con insistencia desde hacía unos minutos.
Mientras esto sucedía, el cardenal se secaba las manos en una toalla de lino con tranquilidad, casi
como si fuera un rito religioso. Seguidamente, volvió a colocarse en el dedo el anillo con el sello
del dragón y se dirigió hacia su mesa.
Nada más levantar el teléfono oyó las conocidas palabras en latín y una respiración
entrecortada.
—Fractum necfractuem, favor por favor —dijo Przydatek.
—Silta nec silto, silencio por silencio —respondió August Lienart.
—Eminencia, estamos en peligro.
—Respire profundamente y una vez que se recupere y pueda hablar pausadamente y con
calma, me podrá contar lo que ha ocurrido —pidió el cardenal.
—Eminencia, hemos recibido una extraña llamada en Villa Mondragone desde Estados
Unidos… —dijo entrecortadamente Przydatek intentando aclararse la voz.
—¿Y qué tiene eso de malo? —dijo Lienart.
—Eminencia, el problema es que preguntó a la señora Müller si conocía a un hombre llamado
Milo Duke… —De repente pareció como si la línea se hubiese cortado. No se oyó ni el más leve
murmullo al otro lado del aparato hasta que Przydatek rompió el silencio—. ¿Está usted ahí,
eminencia?
—Sí, estoy aquí —respondió August Lienart—. Déjeme pensar. Ese hombre que llamó
¿preguntó algo más a la señora Müller?
—No, eminencia. Dijo que era un trabajador de una compañía telefónica de Estados Unidos y
que estaba comprobando un cruce de líneas con diferentes números de teléfono de Italia —explicó
Vaclav Przydatek—. También le preguntó a la señora Müller que dónde estaba situada la villa.
—¿Quién cree usted que puede ser el hombre que llamó? —interrogó Lienart.
—Tal vez ese periodista del Boston Globe del que ya nos informó Faetonte —respondió
Przydatek preocupado—. Con la pérdida de dos de nuestros hermanos, no creo que sea muy
recomendable esperar para saber qué desea un periodista que se dedica a husmear.
—¿Y qué propone usted? —preguntó el cardenal.
—Tal vez alguno de nuestros cuatro hermanos que se encuentran en Estados Unidos pueda
resolver el problema —propuso Przydatek fríamente.
—A nuestros cuatro hermanos, los padres Ferrell, Cornelius, Reyes y Jacobini, Dios les tiene
reservada una misión mucho más elevada que la que usted propone —dijo Lienart—. Festina
lente, apresúrate lentamente. Si ese hombre ha conseguido llegar tan lejos, es mejor esperar a que
él venga a nosotros. Cuando eso ocurra, fiel Przydatek, lo estaremos esperando.
—¿Cómo sabe, eminencia, que ese periodista vendrá hasta nosotros? ¿Cómo está usted tan
seguro? —preguntó el secretario.
—Modicae fidei, quare dubitasti? Hombre de poca fe, ¿por qué has dudado? Nuestro hombre
vendrá. Delo por seguro, como que usted y yo estamos ahora mismo hablando. Vendrá a mí. No
hará falta poner en peligro a ninguno de nuestros hermanos del Círculo. Y ahora, monseñor
Przydatek, debo prepararme para el próximo cónclave. Su destino y el mío se decidirán
nuevamente bajo la Capilla Sixtina. Sólo espero que esta vez el Espíritu Santo tome la decisión
correcta. —Una vez dicho esto, Lienart cortó la comunicación. Monseñor Vaclav Przydatek no se
quedó del todo tranquilo ante las palabras de su jefe y aquella noche no pudo conciliar el sueño en
su dormitorio de Villa Mondragone.

***

Ciudad del Vaticano

Al día siguiente dio comienzo nuevamente y por segunda vez en el mismo año el rito del cónclave.
Los novendiales, las nueve jornadas de luto, habían finalizado y había llegado la hora de elegir un
nuevo Papa. Esta vez el cardenal Alberto Lubiani actuaba como camarlengo y eso, para Lienart,
podía suponer un problema. Al parecer, Lubiani reunía en torno a él al bloque italiano de forma
bastante compacta.
A las cuatro y media de la tarde, los ciento once cardenales entraron en el cónclave del que
debía salir elegido el sucesor del fallecido Papa. En la Capilla Sixtina, los cardenales oyeron en
silencio las estrictas normas del cónclave. La contienda estaba abierta entre el cardenal Alberto
Lubiani, del sector liberal, y el cardenal Gaetano Angelini, del sector conservador, que habían
conseguido cada uno treinta votos.
En la segunda votación, ambos candidatos perdieron apoyo, pero, por la tarde, el cardenal
Michele Castillo, prefecto para la Congregación de la Doctrina de la Fe, recibió treinta votos. En
la cuarta votación entraron en escena el cardenal Guevara y un desconocido prelado que había
llegado a Roma con no pocas dificultades desde una de las capitales del otro lado del Telón de
Acero, ambos con cinco votos cada uno.
A pesar del silencio que reinaba en las celdas que rodeaban a la Capilla Sixtina, se estaba
librando una gran batalla por el control de la Iglesia católica. La candidatura de Lubiani no
retrocedía lo más mínimo en cada votación y tan sólo provocaba que nuevos nombres entraran y
salieran de las candidaturas sin conseguir un resultado óptimo.
Por la noche, el cardenal August Lienart negoció el posible apoyo al cardenal de aquel país del
Este, con los cardenales franceses, al mando de Flournoy; con los alemanes, liderados por el
cardenal Hans Mühlberg; con los españoles, a cargo del cardenal José María Estévez; y con los
norteamericanos, con el cardenal Olen Henley al frente. Al día siguiente por la mañana se
celebraron dos votaciones más. Lubiani perdió terreno frente a otros cardenales. En la siguiente
votación los votos a favor del desconocido cardenal se incrementaron. Esa misma tarde, se reunió
con el cardenal Lienart en la celda de éste.
—Cardenal Lienart, me han dicho que está usted dirigiendo un bloque de apoyo a mi
candidatura y no creo que eso sea del todo correcto. Tal vez vaya en contra de las normas del
cónclave.
—Querido amigo, dé por hecho que tanto Lubiani como Angelini no permitirían tal cosa.
Saben que su ambición está creando una escisión en el bloque italiano y tal vez podamos hacer
algo para separarlos aún más —dijo Lienart sonriendo.
—Pero si soy elegido, tal vez no esté preparado para la misión encomendada por Dios —
respondió el cardenal—. De cualquier manera, el cardenal Angelini está demasiado convencido de
que será el elegido y ya está repartiendo los cargos entre sus más allegados.
—El Espíritu Santo es quien debe tomar esa decisión. Nosotros, los príncipes de la Iglesia,
somos tan sólo su herramienta.
Nuestra mano, a la hora de votar, está dirigida por el Espíritu Santo, así que no lo olvide si es
usted el elegido. Con respecto a Angelini, déjemelo a mí.
—Pero usted, Lienart, está buscando apoyos hacia mí y eso tal vez no sea del agrado del
Espíritu Santo —dijo el cardenal no sin cierto sarcasmo.
—Puede ser, amigo mío, puede ser, pero hasta el Espíritu Santo de vez en cuando necesita un
pequeño empujoncito —respondió August Lienart—. Déjeme a mí esa innoble y terrenal tarea y
deje al Espíritu Santo que haga la suya. Estoy seguro de que esta vez no se equivocará. Creo que
ha llegado el momento de acabar con cuatrocientos años de hegemonía italiana en la Silla de
Pedro y ésta es una buena ocasión para ello. Usted representa esa oportunidad, querido amigo —
continuó Lienart—. Tenga por seguro que, si es usted el elegido, me tendrá siempre a su lado para
cualquier misión que me encomiende. Yo seré siempre su más fiel consejero, incluso en la
sombra. Llevo ya demasiados años en el Vaticano sorteando las piedras impuestas en mi camino
por la falsa curia y, como ve, he sabido esquivarlas con acierto y éxito.
Déjeme a mí las piedras y dirija usted los destinos de la Iglesia durante las próximas décadas.
Yo seré su bisagra.
—¿A qué se refiere? —preguntó intrigado el cardenal.
—¿Sabe de dónde procede la palabra cardenal? El título que ahora portamos usted y yo fue
creado por el papa Silvestre I en el siglo IV. El nombre deriva de la palabra latina cardo, bisagra, y
ello se debía a que los cardenales constituimos una especie de bisagra como intermediarios entre
los fieles y el Papa. Si es usted el elegido por el Espíritu Santo, yo seré su bisagra entre usted y el
poder de la curia —respondió Lienart.
Antes de abandonar la celda del poderoso cardenal francés, situada bajo los frescos de Miguel
Ángel, el todavía cardenal se levantó y le tocó la cabeza. Tal vez aquello suponía una premonición
de lo que iba a suceder en las horas siguientes.
Tras la conversación, Lienart comenzó a hacer sus cálculos. Tenía que conseguir hablar con el
cardenal Gaetano Angelini antes de la siguiente votación. Para ello debía sortear la estrecha
vigilancia del investigador, el responsable de que se cumplieran las normas del cónclave, entre las
cuales no figuraban las visitas nocturnas a uno de los candidatos.
Los pasillos formados por las humildes celdas daban un aspecto siniestro a la Capilla Sixtina.
Unas pequeñas bombillas iluminaban los estrechos pasos entre los habitáculos, ahora ocupados
por los cardenales electores.
Lienart se dirigió en silencio hasta la zona sur de la capilla, donde se encontraba la celda 29,
ocupada por Gaetano Angelini.
Tras dar unos pequeños golpes, casi imperceptibles, corrió la ligera cortina y entró. El que era
uno de los hombres más poderosos de la Santa Sede se encontraba de rodillas, rezando. Para
Angelini, que rozaba los ochenta años, aquel cónclave era su última oportunidad de ser elegido
Sumo Pontífice. El veterano cardenal no dio muestras de sorpresa cuando vio a Lienart entrar en
su celda.
—Sé que está usted moviendo importantes fichas del cónclave —dijo Angelini—. ¿Sabe que
yo también las estoy moviendo y que no cejaré en mi empeño?
—Lo sé —respondió Lienart mostrando cierto respeto por aquel anciano postrado en el
reclinatorio y que aún le daba la espalda—. Sólo quiero hablar unos minutos con usted, eminencia.
—Guarde su falso respeto para otros, Lienart —le advirtió el anciano cardenal—. Yo sé quién
es usted y lo que el Papa pensaba de su persona.
Rápidamente y para cortar ese tema, Lienart intervino.
—Es mejor dejar a los muertos reposar en paz. Los designios de Dios son inescrutables y la
mano del destino también lo es.
Usted, sabio Angelini, sabe que esa mano es fácil de manejar si se tiene valentía y…
—Pocos escrúpulos —le interrumpió Angelini.
—Así es. Muchos de los príncipes de la Iglesia que duermen junto a estos muros jamás darían
su vida por la Iglesia y en defensa de la fe. Ab uno disce omnes, por uno solo se conoce a los
demás —repuso Lienart.
—Affirmatio non neganti, incumbit probatio, al que afirma, y no al que niega, incumbe la
prueba. ¿Usted sí lo haría, amigo Lienart?
—Sin dudarlo, eminencia, como tampoco dudaría en apartar a los enemigos de la verdadera fe
y a aquellos que se han alejado del camino marcado por Dios —dijo fríamente el cardenal francés
mientras miraba a los ojos del cardenal Gaetano Angelini.
—¿Es usted creyente, cardenal Lienart? —preguntó súbitamente el cardenal Angelini.
—Me extraña su pregunta, soy un príncipe de la Iglesia. ¿Es que acaso lo duda? Tal vez usted
preferiría que le respondiese como hizo un sabio escritor cuando dijo: Yo no sé si Dios existe,
pero si existe, sé que no le va a molestar mi duda, y eso tal vez les sucede a todos estos hombres
que visten la púrpura junto a nosotros —respondió Lienart.
—¿Qué podría ganar si perdiese? —inquirió Angelini.
—Tal vez alcanzar el cargo de secretario de Estado o de prefecto para la Congregación de la
Doctrina de la Fe —respondió August Lienart.
—Está usted muy seguro, amigo Lienart, de que su candidato aceptará mi nombramiento como
secretario de Estado —dijo Angelini—. ¿Y qué podría perder si ganase?
—Tal vez, amigo Angelini, pueda usted convertirse en Papa como hizo Visconti, siguiendo su
mismo camino. Aunque ya es demasiado mayor como para esperar lo que esperó él —dijo Lienart
en referencia al cardenal Teobaldo Visconti, que fue elegido en 1271 Sumo Pontífice bajo el
nombre de Gregorio X tras dos años, nueve meses y dos días de cónclave.
—De acuerdo, amigo Lienart. Cuente conmigo y con los míos en la segunda votación de hoy
—dijo Angelini mientras Lienart se ponía de pie para abandonar la celda. Antes de correr la
cortina, el cardenal se dirigió de nuevo a Lienart—: No se olvide de lo mío. El cardenal Lubiani
no me perdonará jamás mi apoyo a su candidato y yo deseo ocupar un cargo suficientemente
importante como para que las intrigas de Lubiani no me afecten.
—Descuide, yo no olvido nunca a los que me ayudan, cardenal Angelini, o mejor debo decir
secretario de Estado Angelini —señaló Lienart mientras regresaba a su celda para orar y meditar
antes de la siguiente votación del cónclave.
Dos votaciones después, aquel cardenal desconocido escuchó cómo se repetía su nombre una
vez tras otra. De ciento ocho cardenales, noventa y nueve le habían concedido su voto. Lo nunca
visto, lo inimaginable: un Papa de un país de Europa del Este, de una nación más allá del Telón de
Acero, se convertía en el nuevo sucesor de Pedro. Tras pronunciar las palabras de aceptación y
anunciar el nombre que adoptaría como Sumo Pontífice, el nuevo Papa fue escoltado hasta la
llamada camera lacrimatoria, la estancia en la que el nuevo Sumo Pontífice se vestiría con el
hábito blanco que ya no abandonaría hasta su muerte.
Minutos después, y como marcaba la tradición, el cardenal protodiácono, el uruguayo Iriñiz
Casás, cumplió con su tarea de hacer el anuncio oficial: Annuntio vobis gaudium magnum;
habemus Papam: Eminentissimum ac Reverendissimum Dominum, Dominum Vorislav Sanctae
Romanae Ecclesiae Cardinalem…
Inmediatamente después y con paso firme Su Santidad salió al balcón para ofrecer su primera
bendición Urbi et Orbi al mundo y a los fieles. Momentos después, el Papa pidió a los miembros
del cónclave que se quedaran a cenar con él. Los primeros en besar el Anillo del Pescador fueron
el secretario de Estado Lubiani y el cardenal Gaetano Angelini. El cardenal August Lienart
prefirió mantenerse en un segundo plano mientras los miembros del colegio cardenalicio se
empujaban como niños para besar el sello del nuevo Pontífice. A él no le hacía falta mostrar sus
respetos a aquel Papa húngaro, al fin y al cabo, ese campesino del Este ocupaba la Silla de Pedro
gracias a él.
Esa noche Lienart tenía pensado dormir fuera del Vaticano. Llamó a Robert, su chófer, por el
teléfono interno. Mientras descendía desde su despacho, por la amplia escalinata hacia el patio de
San Dámaso, cerca de los barracones de la Guardia Suiza, el cardenal divisó su coche, Robert lo
estaba esperando de pie junto a la puerta abierta.
En el corto trayecto y mientras revisaba una carpeta con documentos Lienart fue interceptado
por el teniente coronel Danton Buchs.
—Buenas noches, eminencia —saludó Buchs.
—Buenas noches —dijo Lienart.
—¿Sabe quién soy? —preguntó Buchs.
—Sí, lo sé. Yo conozco a todo el mundo en el Vaticano. No lo olvide nunca, señor Buchs.
—Entonces, ya que nos conocemos, eminencia, sabrá por su secretario de mí y lo que vi una
extraña noche —dijo el oficial de la Guardia Suiza.
—Si desea hablar conmigo, puede pedir audiencia a mi secretario, monseñor Przydatek. Le
haré saber a él su deseo de mantener una entrevista conmigo —precisó Lienart.
—Espero que los trámites de la audiencia no lleven demasiado tiempo, eminencia —señaló
Buchs a modo de advertencia.
Antes de que Lienart se girase para meterse en el coche, se dirigió al guardia suizo.
—Por cierto, señor Buchs, no vuelva usted jamás a amenazarme, y menos en un lugar público.
Eso podría provocar ciertas habladurías y perdería el respeto de otros miembros de la curia y,
como usted comprenderá, no puedo permitirlo, así que no vuelva a hacerlo, por su bien —advirtió
Lienart fríamente—. Y ahora, buenas noches, señor Buchs.
—Buenas noches, eminencia, y por favor, no se olvide de mi petición.
Lo que aquel guardia suizo no sabía es que el cardenal August Lienart jamás olvidaba algo así.

***

Houston. Texas
El padre capuchino Demetrius Ferrell añoraba su vida contemplativa en el santuario de María
Auxiliadora, en el corazón de Passau. Allí pasaba horas y horas limpiando y sacando brillo a la
magnífica lámpara de techo con ángeles, águilas e insignias reales regalo del emperador
Leopoldo. Pero aquel hombre de aspecto adusto y con barba de tres días hacía casi una década que
había jurado lealtad absoluta al cardenal August Lienart y a la causa de la defensa de la fe. Por él,
por la Santa Iglesia y por el Sumo Pontífice había violado en demasiadas ocasiones el quinto
mandamiento: Non occidere, no matarás.
Para los miembros del Círculo Octogonus la única ley era la que marcaba Lienart, y para él
aquello era también una sagrada misión, una misión para los elegidos, y él se sentía uno de ellos.
Ferrell no ponía jamás en duda las órdenes que el Sumo Pontífice daba a través del cardenal
August Lienart. Para un capuchino, la palabra dada por el Papa era la palabra de Dios.
Su nueva misión lo había llevado esta vez hasta la ciudad de Houston. Sobre su cama, en el
hotel Extended Stay America, justo frente a las gigantescas instalaciones de la NASA, se
amontonaban varios planos de los edificios que componían el Johnson Space Center, anotaciones
sobre las medidas de seguridad y controles de acceso y diversos ejemplares de planos turísticos de
la instalación y de los alrededores. El religioso abrió uno de ellos sobre la cama y marcó con un
grueso rotulador rojo el edificio E, donde se encontraba el Centro de Operaciones Espaciales, el
lugar en el que trabajaba su objetivo.
El padre Ferrell miró su reloj. Aún quedaba tiempo hasta la hora del comienzo de la visita
guiada por las instalaciones. Con suma paciencia, sin prisas, el asesino del Círculo Octogonus
comenzó a vestirse. Tras colocarse el alzacuellos y una impecable chaqueta negra, se metió los
planos de la instalación en el bolsillo interior antes de salir de la habitación.
Cuando salió del hotel, un viento frío azotaba Nasa Road. El padre Demetrius Ferrell levantó
la mano para llamar a un taxi.
El conductor, con aspecto de hispano, preguntó el destino a su pasajero.
—Voy a Saturno Lañe. Puede usted dejarme en la entrada principal de visitantes —contestó
Ferrell.
El vehículo comenzó a rodear las gigantescas instalaciones, sembradas de edificios y cohetes
que en su día habían sido la punta de lanza de la carrera espacial estadounidense contra los
soviéticos y que ahora eran sólo objetos para ser fotografiados por los miles de turistas japoneses
y de escolares que visitaban el centro.
Parecen ballenas varadas en la arena de una playa, pensó el religioso.
Minutos después el taxi se detuvo bruscamente ante una gran garita de seguridad a cuyo lado
se levantaba un edificio acristalado coronado por un gran cartel que indicaba Centro de visitantes.
Ferrell se acercó a una joven de aspecto risueño vestida con un uniforme azul.
—Buenos días.
—Buenos días, padre —respondió la joven.
—Vengo a visitar el centro espacial y no sé dónde tengo que comprar la entrada —dijo el
padre Ferrell mientras un grupo de turistas japoneses se arremolinaban alrededor de una columna
de tarjetas postales.
—Si quiere, puede usted entrar con el grupo de japoneses, su visita comienza en unos minutos
—indicó la recepcionista.
—Bien, esperaré aquí sentado hasta que usted me indique adónde debo dirigirme. Muchas
gracias, hija.
Unos minutos después se vio rodeado de japoneses tocados con gorras de diferentes colores
que seguían de cerca a su guía y se colocaron en fila ante una puerta trasera del edificio de
visitantes. Allí, un pequeño autobús llevaría al grupo a visitar las instalaciones exteriores para
después dirigirse hasta el Museo del Espacio, situado en la zona sur.
Un joven del departamento de relaciones públicas de la agencia espacial con claro acento
texano iba explicando las proezas espaciales realizadas por los astronautas de los programas
Apolo, Saturno y Géminis mientras la guía traducía sus palabras al japonés. Finalmente, el
autobús se detuvo ante un edificio blanco situado muy cerca del edificio E. En un momento dado
de la visita, el padre Ferrell consiguió meterse en uno de los baños de la planta baja. Tras colocar
el cartel de fuera de servicio, cerró la puerta por dentro, se sentó en uno de los retretes y esperó
pacientemente.
Sobre las ocho de la tarde, cuando sólo se oían los vehículos de seguridad del centro espacial
patrullando en el exterior, el asesino del Octogonus salió de su refugio, atravesó la cafetería, que
estaba ya cerrada, y con una llave maestra consiguió salir al exterior. Unos trescientos metros
separaban un edificio de otro a través de un amplio jardín. Demetrius Ferrell se había quitado el
alzacuellos y en su lugar se había colocado un pañuelo negro.
A paso ligero consiguió llegar hasta la entrada del edificio E sin ser detectado. Atravesó el hall
de acceso y se dirigió hasta las escaleras de emergencia. Con amplias zancadas subió hasta la
segunda planta. Desde el ventanuco de la puerta, echó un vistazo a ambos lados del solitario
pasillo. Al fondo, en medio de la oscuridad, se divisaba una luz procedente de un despacho. Ferrell
caminó cerca de la pared sin hacer el menor ruido. De un rápido vistazo, pudo observar a Joñas
Finch hablar por teléfono de espaldas a la puerta. El asesino esperó a que éste finalizase la
conversación.
—Claro que te quiero, cariño —decía Finch intentando convencer a su interlocutor—. Te
prometo que papá te ayudará con tu trabajo del volcán. Haremos que hasta suelte lava. Ya verás,
hijo mío. Ahora, dale un beso a papá y vete a dormir. Cuando llegue, te prometo que iré a tu
habitación para darte un beso de buenas noches. —Tras una breve pausa, el ingeniero de la NASA
añadió—: Yo también te quiero, hijo. —Y colgó.
En ese momento, el padre Ferrell entró en el despacho y, antes de que Finch pudiese girarse, la
mano del religioso golpeó fuertemente el cuello del ingeniero. Tirado en el suelo sin
conocimiento, el asesino del Círculo apoyó dos dedos en el cuello de Joñas Finch.
—Está vivo —se dijo Ferrell a sí mismo.
Agarró hábilmente el cuerpo del ingeniero por las axilas, lo levantó y lo puso en un carrito,
similar a los que se utilizan para repartir el correo. Seguidamente lo empujó, con el cuerpo de
Finch cubierto por una funda de plástico, y se dirigió hasta el montacargas. Sin mucha dificultad,
llevó el carro hasta dos edificios más allá del centro de operaciones. Allí se levantaba un gran
hangar de forma circular en cuyo interior se encontraba una centrifugadora, una especie de cabina
hermética unida a un largo brazo en la que se metían los futuros astronautas para conocer su
resistencia a la llamada fuerza G. Los exploradores espaciales en ciernes eran sometidos a fuerzas
iguales o superiores a las que se sienten cuando se los lanza al espacio exterior en un cohete.
El religioso sabía que la cámara centrifugadora no sólo era hermética, sino que también estaba
insonorizada, así que nadie preguntaría si observaban algo sospechoso. Demetrius Ferrell empujó
el carro hasta la cabina y la abrió. En el interior había un asiento gris parecido a los de los aviones
de combate del que salían varios cinturones de seguridad. En el lado derecho del asiento había un
gran botón de color rojo al que los astronautas llamaban despectivamente el botón del cobarde. La
centrifugadora funcionaba mientras el candidato a astronauta presionaba el botón. Cuando éste
perdía el conocimiento, debido a la fuerza G ejercida sobre él, dejaba de presionar el botón y la
centrifugadora se detenía. El padre Ferrell se sacó del bolsillo un destornillador y abrió la tapa
situada bajo el botón. De un fuerte tirón arrancó la placa central del sistema, dejándolo así
inutilizado. Con tranquilidad, volvió a colocar los pequeños tornillos en su lugar y ajustó
nuevamente la tapa.
Agarró con fuerza el cuerpo aún inerte de Joñas Finch y lo sentó en el asiento, ajustándole los
arneses de seguridad. A continuación, extrajo de uno de sus bolsillos un octágono de tela y se lo
colocó a Finch en el bolsillo de su camisa, del que sobresalían varios bolígrafos de colores. Una
vez terminada esta operación, cerró la puerta de la cabina, que sólo podía abrirse desde el exterior,
y se dirigió hasta el panel principal de control situado en la parte superior del hangar. El asesino
del Círculo Octogonus accionó varios interruptores situados entre una rueda metálica agujereada
que funcionaba como un potenciómetro. Ahora, sólo podía oír el silencioso silbido del generador
ganando potencia.
Unos metros más abajo, el ingeniero abrió los ojos e intentó quitarse los arneses de seguridad,
pero tenía inmovilizados los pies y las manos, que estaban unidos al asiento con cinta de embalar.
Finch sabía cómo funcionaba aquella máquina y también sabía que si no conseguía salir de ella en
unos minutos estaría muerto.
La mano del padre Demetrius Ferrell sujetó la rueda del potenciómetro y comenzó a girarlo en
dirección a las agujas del reloj. El brazo que sujetaba la cabina empezó a moverse lentamente
sobre su eje principal ganando velocidad en cada vuelta mientras Joñas Finch intentaba
desesperadamente escapar de aquella trampa. Sus latidos, debido al estrés, se situaban a una media
de cien pulsaciones por minuto.
La centrifugadora alcanzaba ya los 2 G. Finch sintió cómo su campo de visión iba
reduciéndose mientras la sangre del cerebro se le agolpaba hacia las extremidades. Cuando la
centrifugadora llegó a los 3 G, el ingeniero amigo de Avner comenzó a sentir una fuerte presión en
el pecho y la imposibilidad de mover las extremidades mientras la piel del rostro iban
retrayéndose con la posterior caída de párpados. La centrifugadora iba ganando velocidad a
medida que el asesino seguía aumentando la potencia. A 4 G, el ritmo cardíaco de Finch alcanzó
las ciento ochenta pulsaciones por minuto y perdió por completo la visión, fenómeno que los
astronautas denominaban visión negra o black out. A 5 G, una taquicardia comenzó a afectarle y le
provocó un fuerte dolor en el pecho mientras la centrifugadora continuaba aumentando la
velocidad. A 6 G, el ingeniero de la NASA perdió el conocimiento. A 7 G sufrió fuertes
convulsiones. A 8 G comenzaron las arritmias cardíacas con un ritmo de doscientas cuarenta
pulsaciones por minuto. La mano del asesino del Círculo Octogonus siguió accionando el
potenciómetro hasta que la centrifugadora alcanzó los 12 G, lo que dejó el cerebro de Finch sin
presión. Cuando la máquina alcanzó los 15 G, Joñas Finch llevaba muerto unos minutos a causa de
una parada cardíaca.
Tras hacer el signo de la cruz en dirección a su víctima, el padre Ferrell desconectó la máquina
y abandonó la sala de control.
La centrifugadora seguía girando sobre su brazo cuando el religioso abandonó el hangar.
Se dirigió en silencio al edificio del Museo del Espacio y, tras atravesar la solitaria cafetería,
volvió a encerrarse en el baño hasta el día siguiente. Sabía que tendría varias horas de ventaja para
poder abandonar las instalaciones antes de que descubriesen el cadáver del ingeniero aeroespacial
que había ayudado a Aaron Avner a situar las latitudes y longitudes que revelaba el Manuscrito
Voynich.
Unas horas más tarde, de nuevo con el alzacuellos, el padre Demetrius Ferrell abandonaba las
instalaciones de la NASA junto a un gran grupo de ruidosos turistas italianos. El religioso se
ofreció amablemente a ayudar a una anciana de Turín que, apoyada en unos bastones, intentaba
descender por la escalera del pequeño autobús para franquear el control de seguridad. Su misión
había sido cumplida y así debía comunicarlo.
Aquella noche, desde la habitación del hotel, el padre Ferrell levantó el teléfono y marcó el
número 00-39-06-94019421.
Enseguida, una voz femenina respondió a la llamada.
—Buenas noches. Villa Mondragone, ¿dígame? —dijo la señora Müller.
—Buenas noches. Deseo hablar con monseñor Pryzdatek. Es urgente —indicó el padre Ferrell.
Transcurridos unos minutos de espera, el asesino del Círculo escuchó al otro lado del aparato unos
pasos que se acercaban hacia el auricular.
—Buenas noches. Soy monseñor Pryzdatek.
Inmediatamente después de identificarse, el padre Ferrell pronunció las palabras del
Octogonus.
—Fractum nec fractuem, favor por favor —dijo el religioso.
—Silta nec silto, silencio por silencio —respondió Przydatek.
—La misión ha sido cumplida. —A continuación, el padre Demetrius Ferrell colgó el
auricular. Esa noche el monje capuchino se desnudó y decidió dedicar su tiempo a la oración y al
castigo del cuerpo mediante la flagelación.
Días después, la portada del Houston Chronicle se hacía eco de la muerte de un ingeniero de la
NASA ocurrida en extrañas circunstancias y que estaba siendo investigada por el departamento de
policía de la ciudad. En páginas interiores se podían ver fotografías de una mujer rubia abrazando
una bandera de Estados Unidos y, junto a ella, dos niños pequeños que se agarraban al abrigo de su
madre. El grupo estaba rodeado por una guardia de honor y algunos veteranos astronautas.
***

Ciudad del Vaticano

Aquella mañana, el Papa había decidido convocar a todos los altos cargos de la administración
vaticana en una misa conjunta y en un desayuno con el fin de comenzar a trabajar en el nuevo
organigrama de la Santa Sede. El cardenal Belisario Dandi había sido convocado como
responsable de los servicios de inteligencia vaticanos.
Lienart no había sido emplazado dado que ya no formaba parte de la administración, por tanto,
tenía todo el tiempo del mundo para despachar diversos asuntos pendientes con su secretario,
monseñor Vaclav Przydatek.
—Bien, fiel Przydatek, ¿qué asuntos tenemos para hoy?
—Eminencia, debemos resolver el asunto suizo —dijo el secretario refiriéndose a Danton
Buchs.
—¿Qué podría cerrarle la boca? —preguntó Lienart.
—Tal vez su nombramiento como comandante en jefe de la Guardia Suiza. Si no es nombrado
para ese cargo, pedirá una audiencia con el secretario Lubiani y le contará lo que vio la noche en
que murió el Papa —dijo Przydatek con tono asustado—. Eminencia, él me vio metiendo el termo
de té del Santo Padre en una bolsa y podría denunciarme…
—Relájese, monseñor. Sabré tratar este asunto como se merece. Yo, a diferencia de usted, sé
qué es lo mejor para nosotros y cómo debemos actuar para defender nuestros intereses sin que
parezca que la mano de Dios está detrás protegiéndonos —respondió Lienart—. Llame al teniente
coronel Danton Buchs a mi presencia. Necesito hablar a solas con él y, por favor, no deseo que el
coronel Hessler se entere de la conversación que voy a mantener con Buchs.
Aún recordaba las palabras que el coronel Helmut Hessler había pronunciado ante la comisión
investigadora por la muerte del Papa. El militar había declarado que cuando comunicó al cardenal
August Lienart la muerte del Sumo Pontífice, éste no había mostrado ninguna extrañeza ante tal
terrible acontecimiento. Lienart había destruido el papel en el que estaban escritas aquellas
palabras y había ocultado el informe en el lugar más recóndito del Archivo Secreto Vaticano. Tal
vez, si daba alas a Buchs, podía matar de un solo tiro a dos posibles enemigos, pensó Lienart
mientras esperaba la llegada del oficial de la Guardia Suiza.
Acompañado por monseñor Przydatek, Danton Buchs se mostraba orgulloso y seguro de sí
mismo mientras seguía al obispo polaco por el largo pasillo decorado con frescos renacentistas.
Sobre la mesa de Lienart descansaba el dossier redactado por la Entidad sobre el guardia suizo. En
la portada de la carpeta roja aparecía en grandes letras: Buchs, Danton.
Lienart comenzó a leerlo.
Nacido en el cantón suizo de Lucerna, Danton Buchs se crió en una familia de agricultores.
Cuando finalizó sus estudios primarios, se matriculó en la Escuela Profesional de Agricultura de
Hohenrain. Tras obtener un diploma comercial en la Hanfelsschule de Lucerna, decidió escoger la
carrera militar. Después de pasar por la escuela de reclutas del ejército suizo, Buchs ingresó en la
Escuela de Suboficiales, y posteriormente, en la Escuela de Oficiales de Thun. De allí salió
destinado con el grado de alférez en un batallón de tanques. En el verano, con veintitrés años,
Buchs pasó tres meses sirviendo en la Guardia Pontificia. En los dos años siguientes cursó
idiomas en Roma, Inglaterra, España y Francia.
Lienart se detuvo, dio una bocanada a su cigarro cubano y continuó leyendo:
Ferviente católico, rayando el fanatismo.
Se sabe que antes de entrar en la Guardia Pontificia Buchs formaba parte de un grupo de
extrema derecha en su Suiza natal. A finales del pontificado del papa Pablo, fue nombrado capitán
de la Guardia Suiza. El capitán Danton Buchs juró al frente de los nuevos guardias suizos. Vestido
con la coraza de oficial y el yelmo con penacho, sujetó la bandera pontificia con la mano izquierda
y con la derecha en alto, con tres dedos extendidos, recitó en el patio de San Dámaso el juramento:
Juro servir fiel, leal y honrosamente al Sumo Pontífice reinante y entregarme a él con todas mis
fuerzas, sacrificando si fuera preciso la vida en su defensa. Que Dios y nuestros santos patrones
me ayuden en esta labor. Juro. El siguiente ascenso del capitán Buchs sucede unos meses más
tarde, cuando el papa Pablo lo elige para ser su guardaespaldas personal durante sus viajes
pastorales. Tras su regreso a los cuarteles, Danton Buchs sabía que sólo contrayendo matrimonio
podría ascender a comandante de la Guardia Suiza. Una vez ascendido a subcomandante, el propio
Papa lo autorizó a contraer matrimonio con la ciudadana peruana Eloísa Méndez de Rivera,
emparentada por parte de madre con el cardenal Carlos de Rivera, uno de los copresidentes de la
comisión investigadora de la muerte del Papa.
El timbre del teléfono interno obligó a Lienart a abandonar momentáneamente la lectura del
informe sobre el oficial de la Guardia Suiza.
—Eminencia, el teniente coronel Danton Buchs está aquí —anunció Przydatek al otro lado de
la línea.
—Dígale que se siente y que espere —dijo Lienart.
—Bien, eminencia, así lo haré —respondió el secretario.
Tranquilamente, volvió a coger el informe que había dejado sobre la mesa y continuó leyendo
mientras su habano se consumía en el cenicero que tenía al lado.
El matrimonio Buchs se instaló en uno de los apartamentos destinados a los oficiales de la
Guardia Suiza, junto a los barracones. Ya con el grado de teniente coronel y como subcomandante
de la Guardia Suiza, Danton Buchs continuó escoltando al Sumo Pontífice, encargándose de su
seguridad junto a Giovanni Biletti, jefe de la Vigilanza Vaticana. Las relaciones entre ambos no
son frías, sino glaciales. A finales de ese mismo año, el teniente coronel Danton Buchs y su
esposa, Eloísa Méndez de Rivera, se crearon fuertes y poderosos enemigos en la Rota y en la
Congregación para la Doctrina de la Fe.
Lienart dejó el dossier sobre su mesa, se levantó y se dirigió hacia la ventana que daba al patio
de San Dámaso. La vista de la plaza de San Pedro se pierde con los privilegios, pensó el cardenal
mientras observaba a dos guardias suizos que atravesaban el pequeño patio que había bajo su
ventana.
Tras dar una nueva calada al cigarro, el cardenal Lienart cogió un folio que llevaba diferentes
sellos del espionaje papal en el que ponía: Asuntos Financieros.
El oficial de la Guardia Suiza Danton Buchs mantiene dos cuentas en los bancos Akros Bank y
Schelhammer und Schatten.
Su esposa, Eloísa Méndez de Rivera, administra los fondos de una misteriosa organización
llamada Asociación de Estudios Filosóficos, cercana al Opus Dei. A través de esta última entidad,
la señora Buchs ha realizado una importante cantidad de operaciones bancarias a paraísos fiscales
como las Islas Caimán, las Bahamas y Liechtenstein. La señora Méndez de Rivera tiene
importantes conexiones con altos cargos de la curia, desde cardenales a obispos. Uno de los más
importantes es el cardenal secretario de Estado Alberto Lubiani.
Al leer este nombre, Lienart se quedó pensativo. ¿Por qué Buchs no le había dicho nada a
Lubiani sobre lo que había visto la noche de la muerte del Papa? Tal vez era su esposa quien
tomaba las decisiones importantes en la pareja y el teniente coronel Danton Buchs fuese tan sólo
una marioneta entre sus hábiles dedos.
Lienart presionó el botón negro del intercomunicador que lo conectaba directamente con el
despacho de su secretario, monseñor Vaclav Przydatek.
—Monseñor, dígale al teniente coronel Buchs que puede entrar.
—Enseguida, eminencia —respondió el obispo polaco.
Poco después, Przydatek golpeaba la puerta acompañando al oficial de la Guardia Suiza.
—Pase, pase, por favor —invitó el cardenal Lienart. Rápidamente y sin olvidar su grado en el
ejército pontificio, Buchs se puso firme y con un ágil gesto, casi germánico, tomó la mano del
cardenal y besó su anillo.
—Eminencia… —dijo el guardia en señal de respeto.
—Dejémonos de rodeos y vayamos al grano —dijo Lienart olvidando toda norma de
diplomacia—. ¿Qué es lo que desea para guardar silencio?
—Eminencia, yo creo que ya he demostrado suficientemente mi fidelidad al Papa y a su causa
y también creo que ha llegado el momento de la retirada del comandante Hessler y mi ascenso a
ese cargo —dijo Buchs sin tapujos.
—Personalmente, no tengo el poder suficiente como para conseguir algo parecido —tanteó
Lienart para medir sus fuerzas con Buchs—. Eso es una decisión del secretario de Estado Lubiani
y, por supuesto, del Santo Padre.
—Usted sabe que Lubiani no durará demasiado en ese cargo y que el Santo Padre le debe
demasiado a usted —adujo Buchs ante la sorpresa de Lienart.
El cardenal francés estaba seguro de que el cardenal Carlos de Rivera había revelado alguna de
las conversaciones que se habían mantenido durante el pasado cónclave. Si se descubría, podría
suponer su excomunión.
—No creo que el Papa esté dispuesto, por ahora, a tocar a ningún cargo elegido por su querido
y bienamado antecesor, que en paz descanse. Así que será difícil pensar que Lubiani pueda aceptar
una recomendación mía en tal sentido. Me odia demasiado como para que acepte el hecho de que
yo lo recomiende a usted para el cargo de comandante en jefe de la Guardia Pontificia —aclaró
Lienart.
—Seré capaz de esperar, aunque no demasiado. Si tengo que volver a solicitar una audiencia
con usted, me veré obligado antes a pedir una audiencia con el secretario Lubiani. Esperaré su
próximo movimiento, pero me quedaría más tranquilo si el comandante Helmut Hessler anunciase
su retirada del mando —dijo Buchs.
—¿Qué más puedo hacer por usted? —preguntó el cardenal.
—¿A qué se refiere? —dijo el militar.
—Me refiero, claro está, a su esposa. Me imagino que ella también querrá algo —propuso
fríamente el alto miembro de la curia ante el sorprendido rostro del guardia suizo.
—No sé a qué se refiere —replicó.
—Muy sencillo. Acabo de leer un amplio informe sobre usted y sobre su bella esposa —
precisó Lienart mientras dirigía la mirada hacia el informe que la Entidad había redactado sobre el
militar suizo y que reposaba sobre su mesa a la vista de Danton Buchs—. Sé que su esposa no se
conformará con ser la elegante y hermosa mujer del jefe de la guardia papal, ella tiene su propia
dosis de ambición. Las mujeres pueden ser peligrosas si los hombres no correspondemos a sus
demandas, ¿no le parece?
—Tal vez el Sumo Pontífice podría nombrar a mi esposa presidenta y administradora única de
la Organización Mundial para la Familia Cristiana. Creo que realizaría una buena labor a favor de
la familia cristiana desde ese puesto —sugirió Buchs.
Lienart comenzó a sonreír mientras estrechaba entre sus brazos al oficial.
—Bien, que así sea, pues. Lo que acabamos de hablar será un acuerdo tácito que ninguno de
los dos deberá revelar a nadie hasta que el Santo Padre no ratifique su nombramiento como
flamante comandante en jefe de la Guardia Suiza y el de su esposa como la espléndida nueva
presidenta y administradora única de la Organización Mundial para la Familia Cristiana. Ahora,
querido Buchs, recen usted y su esposa por nuestras almas y recuerde que la paciencia es siempre
recompensada entre los justos —dijo Lienart mientras se dirigía con Danton Buchs hasta la puerta
de su despacho para despedirse.
Mientras miraba cómo se alejaba Buchs por el largo corredor vaticano, Lienart ordenó a su
secretario que llamara al padre Emery Mahoney.
—Dígale que tengo una misión importante para él y que debe presentarse ante mí —solicitó
August Lienart mientras daba la última calada a su cigarro y con mano firme lo aplastaba en el
cenicero. Una sonrisa gélida apareció en su rostro.
Días después, el comandante en jefe de la Guardia Suiza, Helmut Hessler, fue cesado de su
puesto como jefe del ejército papal. El cardenal August Lienart tenía que quitarse de encima a
Hessler antes de poder mover ficha contra Buchs y su esposa y, al fin y al cabo, aquel suizo leal al
Sumo Pontífice había declarado en su contra ante el comité investigador de la muerte del Papa.
Como primer movimiento, Lienart convenció a varios prefectos de la incompetencia de
Hessler en el mando. La primera reacción comportó una invitación formal muy diplomática, muy
al estilo del Vaticano, para que abandonase voluntariamente el mando, pero Hessler se negó. Las
presiones se convirtieron en amenazas formales para que dejase el puesto, pero el comandante
Helmut Hessler invitó abiertamente a Lienart a que lo cesara oficialmente.
—Si me cesa, los guardias pontificios se negarán a prestar servicio a las órdenes del teniente
coronel Danton Buchs —advirtió Hessler.
—Si lo ceso y los guardias pontificios se niegan a prestar servicio, serán declarados rebeldes y
se les ordenará retornar a Suiza con deshonor —respondió Lienart—. Y créame que lo haré. Ni
siquiera el Santo Padre entendería que esos hombres, que tan honorablemente juraron dar su vida
por él, intenten rebelarse contra sus órdenes. Yo sería el primero en recomendar la disolución del
cuerpo, traspasando sus responsabilidades a la Vigilanza Vaticana.
Helmut Hessler no podía arriesgarse a ver cómo su amado cuerpo de la Guardia Suiza era
arrastrado por el fango por el cardenal August Lienart. Su abuelo había servido a las órdenes de
los papas Benedicto XV y Pío XI; su padre bajo los papas Pío XII y Juan XXIII; y él había
demostrado su fidelidad a los pontífices siguientes. El Papa era ahora su única oportunidad, pero
Lienart se había ocupado de que ninguna comunicación, tanto directa como indirecta, por parte del
comandante Helmut Hessler llegase hasta el Sumo Pontífice. Finalmente, el comandante de la
Guardia Suiza decidió presentar su dimisión al cardenal secretario de Estado Alberto Lubiani y al
Papa, aduciendo problemas de salud. Su dimisión fue aceptada.
La atmósfera en los cuarteles del ejército pontificio se hizo irrespirable tras la deshonrosa
salida de Hessler y el nombramiento del nuevo coronel Danton Buchs como regente del ejército
papal. Al menos durante unas semanas Lienart consiguió mantener alejados a Buchs y a su esposa,
que seguía intrigando entre los miembros de la curia para que la eligieran presidenta de la
Organización Mundial para la Familia Cristiana. Tiempo al tiempo, pensó Lienart.
Caída la noche sobre la Ciudad del Vaticano, un timbre sacó de su letargo al cardenal Lienart.
—Eminencia —dijo monseñor Przydatek—, ha llegado el padre Emery Mahoney.
—Bien, dígale que pase y, por favor, que nadie nos moleste. No me pase ninguna llamada —
ordenó el cardenal.
—Así se hará, eminencia —dijo el secretario.
Vestido con traje negro y alzacuellos, Mahoney se sentó ante Lienart tras besar su anillo.
—Fractum nec fractuem, favor por favor —dijo Mahoney.
—Silta nec silto, silencio por silencio —respondió August Lienart.
—¿En qué puedo ayudarlo, eminencia? —preguntó el hermano del Círculo Octogonus.
—Lo necesito para una delicada misión aquí, en el Vaticano —precisó el cardenal—. Sólo
debo decirle que si lo descubren, tendrá usted que responder sólo ante Dios, y con ello ya sabe lo
que quiero decir.
—Perfectamente, eminencia.
—Éste es Danton Buchs y ésta es su esposa, una intrigante peruana llamada Eloísa Méndez de
Rivera —precisó Lienart mientras arrojaba sobre la mesa las fotografías en blanco y negro de
ambos personajes.
—Bien. ¿Y qué es lo que desea que haga, eminencia? —preguntó Mahoney esperando que el
gran maestro del Círculo Octogonus fuera más preciso en su orden.
—Querido hermano Mahoney, usted sabe que entre ambos existe un lazo invisible e
indestructible. Ya sabe lo que quiero.
Lo único que le pido es que no me apabulle con detalles nimios —dijo Lienart a modo de
disculpa—. Usted sabrá cómo solucionar este pequeño problema que se le ha presentado a nuestro
círculo de hermandad. Resuélvalo y estaremos todos a salvo. No lo resuelva y acabaremos todos
siendo juzgados ante Dios.
—¿Cuánto tiempo tengo para enmendar la situación? —preguntó Mahoney cautamente.
—El que usted desee, pero cuanto más tiempo permanezcan Buchs y su esposa entre nosotros,
más peligroso será para el Círculo Octogonus. Puede retirarse —dijo el purpurado.
Como si de un autómata se tratara, el padre Emery Mahoney se levantó, besó nuevamente el
sello del dragón que Lienart portaba en su anillo cardenalicio y salió del despacho. El Lascia chio
pianga del Rinaldo de Handel devolvió al cardenal August Lienart a un nuevo estado de gracia
mientras entornaba los ojos y con la mano derecha dirigía una orquesta imaginaria.
Capítulo 10

New Haven. Connecticut

El bibliotecario entró en su despacho para ordenar parte de la información que pensaba llevarse al
Congreso Mundial de Biblioteconomía en Zúrich. La flor y nata de los amantes de los libros raros
se darían cita para exponer sus nuevos descubrimientos. Coleccionistas, representantes de grandes
museos y bibliotecas, científicos e investigadores acudirían a la ciudad suiza para exponer sus
hallazgos.
Aaron se mostraba nervioso desde hacía varias semanas. Si por lo menos Martha estuviese a
mi lado, seguro que me tranquilizaría dándome consejos, pensaba Aaron. Desde hacía décadas
acudía al congreso como un desconocido más; una estirada señorita le prendía una etiqueta con su
nombre en la solapa que nadie leía y se convertía en un turista más, en otro rostro sin nada que
decir, pero sabía que tras presentar sus descubrimientos sobre el Manuscrito Voynich se
convertiría en el gran protagonista del encuentro. Uno de los días del congreso estaría reservado
para mostrar a aquellos expertos que hasta entonces lo habían ignorado uno de los más grandes
secretos hasta ahora sumergidos en lo más profundo de las páginas del viejo códice.
Ese día Aaron llegó temprano a la Biblioteca Beinecke. No deseaba dejar ningún cabo suelto
antes de su viaje. Como cada mañana, entró en el edificio, saludó al vigilante y se encaminó a
paso ligero hacia el seguro refugio de su despacho. Allí todo le era familiar, incluso el caos y el
desorden reinantes. Mientras se quitaba la gabardina, el teléfono, situado sobre una pila de
publicaciones que formaban una torre que estaba a punto de caerse, volvió a sonar.
—¿Dígame? —preguntó Aaron.
—¿El profesor Avner? ¿Aaron Avner? —inquirió una voz al otro lado de la línea que mezclaba
palabras en italiano y en inglés.
—Sí, soy yo. ¿Quién lo pregunta?
—Señor Avner, soy el comisario Martelli, de la División Criminal. Lo llamo desde Florencia,
Italia —contestó la voz tratando de hacerse entender—. Han intentado matar a un amigo suyo.
—¿A quién han matado? —preguntó el bibliotecario alarmado.
—Han intentado estrangular al señor Matteus Planch, que creo que es amigo suyo —dijo el
detective.
Aaron Avner sintió un escalofrío a lo largo de la espalda. Tras pedir disculpas a su
interlocutor, se dirigió hacia la puerta de su despacho, que se había quedado entreabierta. Cuando
se disponía a cerrarla, observó que su ayudante, Milo Duke, estaba recogiendo unos papeles que se
le habían caído cerca de la puerta de su despacho. La cerró y sin el ruido de fondo se sentó en el
sillón y retomó la conversación.
—Perdóneme. Ya estoy aquí. Disculpe, pero no entiendo el motivo de su llamada —dijo
Aaron.
—Antes de nada, perdone mi mal inglés —se disculpó el policía.
—No se preocupe. Puede hablar italiano. Lo entiendo bastante bien —dijo el bibliotecario para
tranquilidad de su interlocutor.
—Me alegro mucho de ello porque tengo que contarle muchas cosas y necesito respuestas.
Déjeme explicárselo. Hace unos días, un extraño personaje fue a la biblioteca de la Pontificia
Universidad Gregoriana de Roma e intentó estrangular al padre Marcelo Giannini. Poco después,
otro misterioso personaje estranguló en un baño de la Universidad de Roma al profesor Roberto
Lendini, experto en lingüística. Hace unos días, un tercer personaje quiso estrangular al señor
Matteus Planch en su casa, aquí en Florencia.
—¡Dios mío! ¿Están bien? —preguntó consternado el bibliotecario.
—Desgraciadamente, como le he comentado, el profesor Lendini ha muerto. El padre Giannini
pudo reducir a su atacante y nos avisó. Está ingresado en un hospital a causa de las heridas
sufridas. Al señor Planch lo estaba vigilando la División Criminal y cuando el asesino intentó
estrangularlo, conseguimos evitarlo.
—¿Ha dicho algo el hombre al que detuvieron en la residencia de Planch? —preguntó Aaron
con interés.
—Nada —respondió el policía—. Enmudeció de repente.
—¿A qué se refiere?
—Pues sencillamente que se suicidó antes de que pudiéramos interrogarlo. Se arrojó por la
terraza y acabó ensartado como un pollo en un tridente de Neptuno —dijo el comisario.
—¿Han conseguido identificarlo?
—No. No tenía huellas dactilares. Se había quemado los dedos y el dibujo dactilar había
desaparecido por completo —respondió el comisario Martelli.
—No entiendo a qué se debe esta llamada. ¿Cree usted que yo puedo ayudarlo en algo? —
preguntó Aaron.
—Intentando descubrir qué les unía a los tres, el señor Planch recordó que un amigo suyo,
curiosamente, había visitado al padre Giannini, al profesor Lendini y a él mismo antes de sufrir
los ataques.
—Posiblemente se refiera a Jack Brown. Es un periodista amigo mío que me está ayudando en
una investigación —reveló Aaron.
—Déjeme preguntarle, ¿una investigación de qué tipo?
—Sería muy largo de explicar por teléfono. Estoy seguro de que el señor Brown no tendrá el
más mínimo inconveniente en contárselo e incluso en ir a Italia a hacerlo en persona —propuso
Aaron Avner.
—¿Cómo podría contactar con él?
—La verdad es que nunca sé muy bien dónde se encuentra hasta que él no se pone en contacto
conmigo —precisó el bibliotecario—. De todas maneras, déjeme su número de teléfono y le diré
que lo llame inmediatamente.
—Gracias, pero prefiero volver a intentarlo yo. Es más seguro.
—Antes de colgar, me gustaría preguntarle algo, comisario —dijo Aaron—. ¿Podría decirme
si los asesinos llevaban consigo un octógono de tela?
—¿Podría ser más preciso? —preguntó cautamente el comisario Martelli.
—Me gustaría saber si el hombre que intentó matar al padre Giannini, el hombre que mató al
profesor Lendini y el que trató de matar a Matteus portaban consigo un octógono de tela o de
papel.
Tras unos segundos de silencio, el policía respondió.
—Sí. El atacante del padre Giannini llevaba un octógono de tela en el bolsillo. El cadáver del
profesor Lendini tenía un octógono de tela en el bolsillo de la camisa. Y el atacante del señor
Planch también llevaba en su bolsillo un octógono de tela —explicó el policía—. ¿Qué significa
ese octógono?
—Prefiero que sea el señor Brown quien se lo explique y, tal vez, podamos ayudarnos
mutuamente en esta investigación —respondió tajante el bibliotecario.
—Pero… —llegó a decir el comisario Martelli antes de comprobar que Aaron Avner había
colgado el teléfono.
Horas después, el teléfono interno volvió a interrumpir a Aaron Avner.
—Profesor Avner —dijo George desde recepción—. Está aquí el señor Brown.
—Bien, déjelo pasar.
El periodista del Boston Globe había centrado su investigación en los números de teléfono que
le había facilitado la NSA. En aquellos números estaba la clave de las muertes relacionadas con el
Manuscrito Voynich. Al entrar en el despacho, Brown observó que el bibliotecario estaba sentado
en el suelo clasificando diapositivas, transparencias y bibliografía relacionada con el descifrado
del códice. Pequeños montones se alineaban sobre la moqueta mientras el profesor Avner escribía
en carpetas de diferentes colores los temas de los que trataría en su conferencia sobre el extraño
libro.
—¿Cuándo nos vamos a Zúrich? —preguntó entusiasmado Brown.
—Tú no vas a Zúrich —replicó tajante Aaron.
—¿Cómo que no voy a Zúrich?
—No. Necesito que vayas a Roma para hablar con un comisario de policía llamado Martelli.
—¿Quién es ese tipo? —preguntó Brown.
—Hace unas horas me llamó por teléfono desde Florencia. Me contó que alguien intentó matar
al padre Marcelo Giannini en Roma y a Matteus Planch en Florencia y que alguien consiguió
matar al profesor Lendini en un baño de la universidad.
—¡Pero yo estuve con los tres! —balbuceó el periodista.
—Así es. Y parece ser que, para la policía italiana, tú eres la conexión entre ellos.
—No creerán que yo tuve algo que ver con esos crímenes, ¿verdad?
—No. Pero Matteus le contó al comisario que tú los habías visitado justo pocos días antes de
que los atacaran. El problema es que Matteus le ha dicho al comisario lo interesado que estás en el
Manuscrito Voynich y él desea saber por qué tenemos tanto interés en ello. El tal Martelli piensa
que tú tienes la clave del intento de asesinato de Giannini y Planch y del asesinato de Lendini, y
puede que tenga razón. Está claro que alguien cercano a nosotros conocía todos tus movimientos
en Italia —reveló Aaron.
—Estoy seguro de que ese alguien es su ayudante —dijo Brown.
—¿Milo? Eso es imposible.
—¿Por qué es imposible? Tiene acceso a todos los datos sobre el códice, conoce todo lo que
hemos hablado usted y yo del libro, incluso ha asistido alguna vez a nuestras reuniones, ha visto la
lista con los nombres de todos los criptoanalistas y criptógrafos a los que les envió partes del libro
y ha tenido acceso a ella. Milo sabía en qué países estaba, en qué ciudades dormía y las personas
con las que me entrevistaba o me pensaba reunir…
—Pero ¿cómo podía saberlo? —intentó preguntarse Aaron.
—Muy sencillo. Usted me dijo un día que todas nuestras conversaciones y resultados
quedaban registrados en un diario de trabajo. ¿Dónde guarda esos diarios? —preguntó interesado
el periodista.
—Imposible. Los guardo en la caja fuerte de mi despacho.
—¿Alguien más, aparte de usted, conoce la combinación de la caja?
—No, sólo yo… Aunque… espera un momento. Un día que me encontraba de viaje en
Chicago, Milo me dijo que necesitaba urgentemente coger unos documentos que él sabía que yo
había guardado en la caja fuerte —contó con tono apenado Aaron—. Creo que entonces le di la
combinación de la caja.
—¿Y después no la cambió?
—No. Sabía que tenía que hacerlo, pero creo que se me olvidó.
—Pues entonces ya sabe quién puede ser la conexión entre nosotros y los tipos del octógono
—aclaró Brown—. Ahora ya sabemos por qué iban justo unos pasos detrás de nosotros y de
nuestras investigaciones. Además, debo confesarle algo. Una noche seguí a Duke hasta un teléfono
público en North Haven. Gracias a su amigo de la NSA conseguí los números a los cuales se había
llamado desde la cabina. Tres pertenecían a varios departamentos del Vaticano y uno a una
residencia, Villa Mondragone, que está en una ciudad al este de Roma llamada Frascati.
—¿Y qué tiene que ver Milo con todo eso? —preguntó Aaron.
—Pues sencillamente que la hora en la que seguí a Duke y llamó por teléfono coincide con una
llamada realizada desde esa misma cabina a esa villa de Frascati. ¿Y sabe usted a quién pertenece?
—No lo sé —respondió Aaron con cierta incredulidad.
—Pues a todo un cardenal de la Iglesia católica. Aún no he podido descubrir cómo se llama,
pero estoy seguro de que ese cardenal tiene relación con su ayudante, con el Manuscrito Voynich,
con esos tipos del octógono y con las muertes de los criptoanalistas y criptógrafos amigos suyos.
Sólo tengo que unir unas pequeñas piezas y conformaré así el gran puzle en el que se ha
convertido todo este asunto.
—Con esto que me has relatado estoy cada vez más convencido de que debes venir a Europa
conmigo. Yo me quedaré en Zúrich asistiendo a los actos del congreso y tú irás de Zúrich a Roma
para reunirte con ese comisario Martelli. Tal vez él pueda ayudarnos a saber quién es el
propietario de esa villa de la que hablas —dijo Aaron.
—Y mientras tanto, ¿qué hacemos con su ayudante? —preguntó el periodista.
—Evitemos levantar sospechas. Dejemos que continúe con su trabajo. Démosle pistas falsas
para apartar su atención de nuestras verdaderas intenciones. Sancta sancte tractanda, las cosas
santas han de ser tratadas santamente —señaló el bibliotecario mientras lanzaba un guiño al
periodista.
—Bien, ¿cuándo nos iremos a Zúrich? —preguntó Brown.
—Mañana por la mañana cogeremos un avión a Nueva York y desde allí otro a Zúrich —
respondió Aaron—. Tienes poco tiempo para hacer la maleta. Desde Zúrich irás a Roma para
intentar sonsacar alguna información a Martelli. Después seguiremos en contacto para ver si
podemos volver a reunimos en Zúrich antes de mi conferencia.

***

Ciudad del Vaticano

Semanas después de la reunión del teniente coronel Danton Buchs con el cardenal August Lienart
y la dimisión precipitada del coronel Helmut Hessler, el ambiente en los barracones del ejército
pontificio seguía siendo asfixiante. Monseñor Vaclav Przydatek había mostrado en diferentes
ocasiones su preocupación por el cariz que iban tomando los acontecimientos por culpa del
coronel Danton Buchs y las presiones ejercidas por éste con sus amenazas de revelar lo que había
visto la noche de la muerte del Papa, pero Lienart permanecía impasible.
Una noche, sobre las nueve, una sombra se deslizó entre los edificios del cuartel de la Guardia
Suiza. El padre Mahoney pasó sin demasiada dificultad el control de los dos guardias suizos que
vigilaban el patio de acceso. El asesino del Círculo Octogonus ascendió por las escaleras hasta el
tercer piso. Allí se encontraba el amplio piso que ocupaban el nuevo comandante titular del
ejército pontificio, el coronel Danton Buchs, y su esposa peruana.
Mahoney conocía los horarios de Buchs, las horas del cambio de guardia de los soldados
suizos y alguien le había facilitado las llaves de la puerta de la casa. Lienart se había ocupado de
mantener al coronel Danton Buchs fuera de su residencia hasta las diez y media de la noche. Ese
mismo día por la mañana, el secretario de Estado, cardenal Alberto Lubiani, había comunicado
personalmente al coronel Buchs su nombramiento oficial, por orden del Papa, como nuevo
comandante en jefe de la Guardia Suiza, pero no se haría efectivo hasta la jura ante el Santo Padre
al día siguiente.
El asesino, con las manos enguantadas, sacó de su bolsillo la llave y abrió la puerta. En el
amplio hall, decorado con una fotografía del matrimonio Buchs con el Sumo Pontífice, Mahoney
sacó de su bolsillo interior una pistola Sig Sauer 75 igual que la que utilizaban los soldados
papales. Al final del cañón colocó un silenciador.
Una música que llegaba desde el fondo de la casa llamó la atención del asesino del Círculo
Octogonus. En silencio, recorrió los escasos metros de pasillo hasta llegar a un amplio salón.
Estaba vacío. Escuchó otro ruido en otra zona de la casa. Parecía el de una ducha abierta.
El asesino entró en lo que parecía el dormitorio principal. Cuando se disponía a dirigirse hacia
el baño, inundado de vaho, la señora Buchs se encontró de repente cara a cara con el padre
Mahoney.
—¿Qué quiere? —preguntó asustada la señora Buchs—. ¿Quién es usted? —Mahoney observó
la bella desnudez de Eloísa Méndez de Rivera. Vestida tan sólo con un pequeño tanga negro,
intentaba cubrirse el pecho con los brazos.
—Siéntese en la cama y no haga ningún movimiento —ordenó el religioso.
—Mi esposo es el comandante en jefe de la Guardia Suiza. Es un hombre muy poderoso y le
dará todo lo que quiera si no me hace daño —dijo la mujer. Mahoney ni siquiera respondió a las
súplicas.
Una vez que tuvo controlada a la mujer, tendida boca abajo sobre la amplia cama y con las
manos atadas a la espalda, el padre Mahoney apretó el botón rojo que conectaba directamente con
la oficina del ayudante del comandante, un joven cabo de veintidós años, Roland Darnié. El
asesino había calculado hasta el más mínimo detalle del ataque a sus objetivos, milímetro a
milímetro.
El timbre de la puerta hizo que el asesino se levantase del sofá donde se había acomodado a la
espera del cabo de la Guardia Suiza. Con tranquilidad, atravesó el pasillo y abrió la puerta. Al
entrar, el soldado se encontró con un silenciador cerca del rostro.
—Si emite el más mínimo sonido, apretaré el gatillo; si intenta hacer algún movimiento,
apretaré el gatillo; si intenta hacerse el héroe, apretaré el gatillo; si grita, apretaré el gatillo; si no
hace lo que le ordene, apretaré el gatillo —sentenció Emery Mahoney—. ¿Me ha entendido?
—Sí, le he entendido alto y claro, señor —respondió Darnié.
—Ahora diríjase a la habitación principal. Por ahí —indicó el asesino del Octogonus.
Al entrar en la estancia, el cabo de la Guardia Suiza vio a la esposa de su comandante
semidesnuda y tirada sobre la cama con cara de pánico. La peruana se tranquilizó al ver el rostro
del ayudante de su marido.
—Ahora, quítese la ropa. Vamos —ordenó Mahoney.
—No estoy dispuesto a hacerlo —respondió el guardia suizo.
—Tiene dos opciones. O se la quita voluntariamente o lo mato aquí mismo y se la quito yo.
Usted decide —dijo el religioso.
Ante la amenaza del padre Mahoney, el cabo Roland Darnié comenzó a quitarse el uniforme de
servicio, empezando por la cartuchera en la que portaba su Sig Sauer reglamentaria. Cuando
estuvo desnudo, con las manos tapándose los testículos, Mahoney señaló con su arma a la mujer y
le ordenó que mantuviese relaciones sexuales con ella.
—Quítele la ropa interior y viólela —ordenó el asesino del Círculo Octogonus mientras cogía
la pistola reglamentaria del cabo Darnié y le colocaba un silenciador en la boca del cañón.
—No pienso hacerlo —repuso el ayudante de Buchs.
El padre Emery Mahoney presionó la boca del silenciador sobre el ojo derecho del guardia
suizo y éste, obligado por el dolor, cayó doblado de rodillas sobre la cama.
—O viola a esa mujer o le reviento el ojo derecho. Si no hace lo que le digo, haré lo mismo
con su ojo izquierdo y después continuaré con sus dos testículos —amenazó Mahoney—. ¿Sabe el
dolor que provoca que le revienten un testículo?
Con el ojo derecho aún dolorido, el cabo agarró a la mujer por la cintura, le apartó el tanga y la
penetró. Mahoney observó la escena desde una silla del dormitorio. Los jadeos del joven se
mezclaban con el llanto de la señora Buchs. Minutos después, y tras un jadeo más fuerte, el cabo
Darnié se echó en la cama a un lado. En ese mismo momento, el padre Mahoney se levantó de la
silla, con la Sig Sauer reglamentaria de Darnié en una mano, y le disparó al soldado en la boca. La
bala se incrustó en el suelo, debajo de la cama. La mujer, aturdida, y con lágrimas en los ojos,
imploraba piedad a su asesino.
Mahoney levantó el arma y disparó sobre la mujer. La bala le entró por el hombro izquierdo.
Una vez ejecutadas sus dos víctimas, Emery Mahoney volvió a sentarse en el sofá del salón a
esperar a su siguiente objetivo.
Sobre las once menos cuarto de la noche, el asesino escuchó el ruido de llaves producido por el
llavero del coronel Danton Buchs. Se puso de pie y esperó al fondo del pasillo, todavía con el
arma del cabo Roland Darnié en su mano enguantada. El comandante en jefe de la Guardia Suiza
caminaba por el pasillo llamando a su esposa, pero nadie contestó.
Con un rápido movimiento, Mahoney levantó el arma e hizo un primer disparo contra el bulto
que se aproximaba por el pasillo a oscuras. La bala le penetró en el cuello, seccionándole varias
vértebras. El coronel Buchs estaba de espaldas al tirador.
Tendido en el suelo sobre un gran charco de sangre, Buchs permanecía inmóvil, pero aún
respiraba cuando el padre Mahoney se acercó a él. El asesino del Círculo Octogonus le susurró al
moribundo al oído unas palabras.
—He matado a su esposa, esa maldita arpía, de un solo disparo. Está en la cama junto a su
amante, el cabo Darnié. Nadie descubrirá nunca qué ha pasado aquí —dijo Mahoney a un Buchs de
ojos vidriosos que no entendía que le quedaban pocos minutos de vida—. Usted ha amenazado a
gente muy poderosa y piadosa, y éste es el castigo que recibe por ello. Ha llegado la hora de juzgar
a los muertos y recompensar a los profetas. Fractum nec fractuem, silta nec silto, favor por favor,
silencio por silencio. —Mahoney se incorporó sobre el cuerpo del coronel Danton Buchs y,
apuntándole a la cabeza, disparó. Esta vez la bala le entró por el pómulo izquierdo y afectó a la
médula espinal. El intrigante coronel de la Guardia Suiza estaba muerto.
A continuación, el padre Mahoney quitó el silenciador del arma de Darnié y se lo guardó en el
bolsillo. Seguidamente, colocó la Sig Sauer en la mano del cadáver del jefe de la Guardia Suiza,
antes realizó un disparo al techo y arrojó el arma junto al cuerpo de Buchs.
Cuando la Vigilanza Vaticana descubriese los cadáveres, encontrarían a los dos amantes juntos
en la cama, semen del cabo Darnié en la vagina de la señora Buchs y en la mano del coronel
Danton Buchs restos de pólvora después de haber disparado un arma. Antes de salir, el padre
Emery Mahoney dejó la puerta del apartamento sin cerrar y bajó los tres pisos con calma. Sabía
por monseñor Przydatek que a esa hora los guardias suizos hacían el cambio de guardia y que, por
lo tanto, no habría nadie en el patio de acceso al edificio.
Una importante piedra en el camino del poderoso cardenal había sido apartada de un solo
golpe.
Una vecina, la esposa del capitán Günther Loissman, un oficial de la guardia pontificia, fue la
primera en dar la alarma.
Rápidamente, agentes del Corpo de Vigilanza Vaticana, agentes de espionaje a las órdenes del
cardenal Belisario Dandi y oficiales de la Guardia Suiza se desplegaron por el apartamento, aún
con los cadáveres presentes. Todos intentaron dar una explicación de lo que había ocurrido.
Monseñor Vaclav Przydatek también se hallaba en el apartamento, pero a nadie le llamó la
atención. Al fin y al cabo, él representaba al cardenal Lienart. El cardenal Lubiani ordenó a
Giovanni Biletti, jefe de la Gendarmería Vaticana, que no se informase a la policía italiana de lo
ocurrido.
Debía llevarse todo con la máxima discreción, al más puro estilo de la Santa Sede.
—Recuerde, comisario, que para el Vaticano todo lo que no es sagrado es secreto —dijo el
cardenal Lubiani a Biletti.
Giovanni Biletti ordenó sellar el apartamento, la retirada de los tres cadáveres y su traslado en
camillas al depósito de cadáveres del Vaticano, junto a la iglesia de Santa Ana. Las primeras
declaraciones de la testigo, esposa de un oficial de la Guardia Suiza y vecina de los Buchs,
informan de que la alertó una fuerte detonación, seguramente el disparo falso realizado al techo
cuando el coronel Buchs estaba ya muerto. La misma testigo aseguró que oyó tres pequeños
sonidos secos, seguramente los disparos realizados con silenciador sobre el cabo Darnié, Eloísa
Méndez de Rivera y el coronel Buchs.
El Santo Padre fue informado por el cardenal August Lienart de la muerte del coronel Danton
Buchs; de su esposa, la peruana Eloísa Méndez de Rivera; y del cabo Roland Darnié.
—Es espantoso, terrible. El coronel Buchs acababa de ser nombrado jefe de mi guardia. Estoy
consternado y tengo la sensación de estar viviendo una pesadilla —declaró el Papa.
—Santidad, es recomendable para el buen nombre del cuerpo pontificio de la Guardia Suiza
que todo quede en las sombras y, a ser posible, que el informe de la investigación se incluya en el
Archivo Secreto. Si se descubre que Darnié y la señora Buchs eran amantes, el deshonor caerá
sobre toda la historia de la Guardia Suiza —le dijo Lienart al Sumo Pontífice.
—¿Y qué sugiere, Lienart? —preguntó el Papa.
—Sin duda, Santidad, debería cerrarse la investigación sobre la muerte de Danton Buchs,
Eloísa Méndez de Rivera y Roland Darnié. Es mejor que nadie sepa qué ocurrió realmente.
También es recomendable que se destruyan todas las copias de los informes forenses para que los
enemigos de la Iglesia católica no hagan mal uso de ellos si caen en sus manos.
El Papa continuaba cubriéndose con la mano el consternado rostro sin pronunciar la más
mínima palabra. Pasados unos segundos, el Sumo Pontífice reaccionó y levantando la mirada dijo
a Lienart:
—Nos ordenaré al secretario de Estado Lubiani que pida al jefe de la Vigilanza, el comisario
Giovanni Biletti, que finalice la investigación. Una vez que se reciban en la Secretaría de Estado
las resoluciones de ésta, nos ordenaré que sean clasificadas como secreto pontificio. Monseñor
Cornelius Lassiter, prefecto y scriptor de la Biblioteca Vaticana, se hará cargo del informe y de su
clasificación. Sic volo, sic iubeo, así lo quiero, así lo mando.
—Estoy de acuerdo con su decisión, Santidad —dijo Lienart mientras se arrodillaba ante el
Papa y besaba el Anillo del Pescador. Antes de salir de la estancia papal, se dio la vuelta y se
dirigió de nuevo al Santo Padre—. Por cierto, Santidad, creo que sería recomendable apartar del
servicio al capitán Günther Loissman. Su esposa fue quien descubrió los cadáveres y no creo que
se haya repuesto. Según parece, la señora Loissman ha caído en una profunda depresión desde
entonces y sería bueno para ella que su marido fuese trasladado a Suiza.
—Bien, eminencia, me parece muy buena idea —dijo el Papa—. Usted siempre preocupándose
por el prójimo, fiel Lienart.
Le diré al secretario Lubiani que adopte mañana las medidas necesarias para que el capitán
Loissman y su esposa vuelvan a Suiza para que descansen hasta nueva orden.
—Buenas noches, Santidad —se despidió Lienart.
—Buenas noches, amigo Lienart —respondió el Sumo Pontífice.
Al día siguiente a mediodía el director de la Sala de Prensa del Vaticano emitía un
comunicado oficial a los medios de comunicación acreditados ante la Santa Sede: Un primer
reconocimiento superficial permite afirmar que el coronel Danton Buchs, su esposa y el cabo
Roland Darnié resultaron muertos por disparos de arma de fuego, al parecer de una pistola
encontrada junto al cuerpo del coronel Buchs. Se cree que el cabo Darnié, en un arrebato de
locura, mató con su arma reglamentaria al matrimonio Buchs, tras lo cual se suicidó. El Vaticano
tiene la certeza moral de que los hechos se desarrollaron de esta manera.
A pocos metros de donde tenía lugar la multitudinaria rueda de prensa, el cardenal Lienart leía
en su despacho el informe de los forenses. En total eran tres páginas y en la tercera, la más
importante, se indicaba lo siguiente:
El cadáver de la mujer, Eloísa Méndez de Rivera, de 39 años, presentaba indicios de haber
mantenido relaciones sexuales minutos antes de morir.
El análisis de los restos de semen encontrados en la vagina de la señora Buchs indican que
pertenecía al cabo Roland Darnié.
No hay restos de pólvora en las manos del cabo Roland Darnié, por lo tanto, es imposible que
él mismo se hubiese disparado en la boca. Queda descartado el suicidio del suboficial de la
Guardia Suiza.
También queda descartado que pudiese realizar alguno de los disparos sobre el coronel Danton
Buchs.
Es imposible que el cuerpo del cabo Darnié se hubiese quedado en esa posición con la cabeza
elevada si se hubiese suicidado con su arma reglamentaria. La munición de 9 mm utilizada por la
Guardia Suiza es munición de guerra de gran impacto y, por lo tanto, la cabeza del suboficial
tendría que haber quedado destrozada a no ser que el disparo se hubiese efectuado desde una
posición superior. Lo más probable es que alguien (el coronel Buchs u otra persona) disparara en
la boca al cabo Darnié cuando éste estaba acostado en la cama boca arriba, posiblemente tras
haber mantenido relaciones sexuales con la señora Buchs.
La trayectoria del proyectil que mató a la señora Buchs indica que el disparo no pudo haberse
realizado desde la puerta del dormitorio. La trayectoria de entrada demuestra que lo más probable
es que el asesino disparó desde el otro lado de la cama. Posiblemente fue el cabo Darnié u otra
persona.
Es imposible que el cabo Darnié disparase sobre el coronel Buchs y sobre su esposa. Tampoco
es posible que el coronel Buchs disparase a su esposa y a su supuesto amante. El cuerpo del
coronel Danton Buchs presentaba una entrada de bala por la espalda, así que es completamente
imposible que se hubiese disparado a sí mismo.
El disparo que atravesó el pómulo del coronel Danton Buchs, y que fue el que le mató, se
efectuó cuando el coronel estaba ya en el suelo. La trayectoria del disparo indica que se realizó
desde una posición más alta que en la que se encontraba el coronel Buchs.
El informe forense demuestra y concluye que una cuarta persona, ajena a los hechos que se
desarrollaron en el apartamento del matrimonio Buchs, pudo estar en el escenario del crimen y
tomar parte activa en la muerte del coronel Danton Buchs, de la señora Eloísa Méndez de Rivera y
del cabo Roland Darnié.
El equipo forense del FAS (Fondo di Assistenza Vaticana) concluye igualmente que una cuarta
persona no identificada estuvo en el interior de la vivienda del matrimonio Buchs y posiblemente
fue quien ejecutó al coronel Danton Buchs, al cabo Roland Darnié y a Eloísa Méndez de Rivera.
Cuando terminó de leer el escrito de los forenses, el cardenal Lienart cogió la página de color
rosa en la que aún estaba fresco el sello de secreto pontificio y la colocó en la papelera. Cogió el
encendedor de la mesa y prendió fuego a la página. Las llamas comenzaron a avivarse mientras las
pruebas del asesinato del coronel Danton Buchs a manos de un hermano del Círculo Octogonus se
consumían a la misma velocidad. A continuación, Lienart levantó el teléfono interno que lo
conectaba con su secretario.
—¿Monseñor Przydatek?
—Sí, eminencia, ¿desea algo? —respondió el obispo polaco.
—El asunto suizo ha sido resuelto. Es hora de orar por las almas de los muertos y cantar una
gloria por nuestro futuro. Espero que no se cometan más equivocaciones. No puedo estar
ocupándome de asuntos terrenales como éste, ¿me ha entendido? —amenazó Lienart.
—Sí, eminencia, lo he entendido —respondió Przydatek. Seguidamente, el cardenal Lienart
colgó el teléfono.
Se echó la manta hasta la cabeza. Cuando el comandante anunció que estaban a punto de
aterrizar, el compartimiento de su asiento donde suelen estar las revistas de la compañía aérea y
las instrucciones para la evacuación de la aeronave estaba invadido por pequeñas botellas vacías.
Mientras esperaban las maletas, Avner estuvo pendiente en todo momento de su viejo maletín,
del cual no se había separado desde hacía horas y mantenía abrazado. Brown, por su parte, estaba
más preocupado por el fuerte dolor de cabeza que le aquejaba que por recoger su equipaje.
Tras coger las maletas, esperaron en una ordenada fila su turno ante la policía de inmigración.
—¿Motivo de su visita a Zúrich? —preguntó el agente a Aaron.
—Soy uno de los participantes en el Congreso Mundial de Biblioteconomía que se celebra
aquí, en Zúrich —respondió.
El agente abrió su pasaporte estadounidense y estampó un sello.
—Bienvenido a Suiza —dijo—. El siguiente.
El siguiente en la ordenada cola era Brown.
—¿Motivo de su visita a Zúrich? —preguntó nuevamente el agente de inmigración.
—Soy periodista y vengo a comprobar lo ordenado que es su país —respondió Brown
sarcásticamente, pero no había contado con el poco sentido del humor de los helvéticos.
—Bien, veo que tiene usted un gran sentido del humor, señor… Brown —espetó el agente
mientras miraba alternativamente la fotografía que aparecía en el pasaporte y el rostro demacrado
y con barba de varios días que se encontraba frente a él—. Creo que será mejor que espere usted
en ese cuarto hasta que terminemos con todos los pasajeros de este vuelo. Por favor, acompañe a
estos dos agentes —invitó el policía a Brown ante la atenta mirada de los dos fornidos policías
que lo iban a escoltar hasta el cuarto de seguridad.
—Muy bien, pero quiero que usted sepa que no me parece bien que me traten así. Al fin y al
cabo, no soy judío, así que no me pueden entregar a los alemanes, como hicieron durante la guerra
—replicó Brown antes de que los agentes lo agarraran por las axilas y lo llevaran casi en volandas
hasta el interior del cuarto. A lo lejos, Aaron Avner miraba la escena con cara de incredulidad ante
los gritos de Brown, que acusaba a los dos policías suizos de come chocolates, roba fortunas
judías y expresiones por el estilo.
Tres horas después era puesto en libertad y Aaron y él tomaron un taxi hasta el hotel en donde
se celebraba el congreso.
—Vamos al hotel Baur au Lac, en el número 1 de Talstrasse —dijo Aaron al conductor.
Durante todo el trayecto, Aaron y Brown no se dirigieron la palabra.
Cuarenta y cinco minutos después, un conserje con levita de brillantes botones de latón con el
escudo del elegante establecimiento, un león sentado sujetando un escudo con su pata izquierda,
corría hasta el taxi para abrir la puerta.
—Vaya, vaya. Este lugar me recuerda a una pensión de Detroit donde viví en los comienzos de
mi carrera —dijo Brown mientras lanzaba un silbido al admirar el elegante edificio—. Espero que
no tengamos que pagar la cuenta.
—No te preocupes. Nuestra estancia es un detalle del decano Maynard. La Universidad de
Yale cubre todos los gastos —lo tranquilizó Aaron.
—Fantástico.
—Te advierto que lo que no cubrirá Yale será tu bebida —precisó el bibliotecario.
—Vaya, qué conservadores.
Un botones corría ya hacia donde se encontraban Aaron Avner y Jack Brown para ayudarlos
con los pequeños maletines que ambos portaban. Cuando el joven de aspecto aniñado intentó
sujetar por el asa el maletín del bibliotecario, éste lo alejó de su alcance.
—No se preocupe. Yo me ocupo del maletín —le indicó Aaron con una sonrisa.
—Bien, señor —dijo el botones mientras se perdía con las dos pequeñas maletas de ambos en
la elegante recepción, decorada con impecables alfombras orientales y maderas nobles.
El hotel Baur au Lac, con más de ciento treinta y cinco años de existencia, había dado
alojamiento a lo más selecto de las casas reales europeas, desde la emperatriz Sissí de Austria
hasta la última zarina de Rusia pasando por el emperador Guillermo II. En uno de sus salones el
gran compositor Richard Wagner había interpretado por primera vez el primer acto de La
cabalgata de las valkirias y en otra de sus estancias la baronesa Bertha von Suttner convenció en
1892 al industrial sueco Alfred Nobel de la necesidad de crear un premio internacional de la paz.
Durante aquellos días, los amplios salones habían sido tomados por decenas de coleccionistas,
científicos y bibliotecarios de todos los rincones del mundo en busca de alguna codiciada pieza o,
simplemente, admirar las que nunca podrían ser suyas.
En la barra de Le Pavillon se sentaban en animada charla desde David Corcoran, uno de los
mejores coleccionistas de Biblias anteriores al siglo XVII, a Atiya Butterworth, una elegante dama
que había heredado de su esposo una de las mejores colecciones de misivas escritas por Leonardo
da Vinci.
—¿Ves a aquella pareja con rasgos orientales que está sentada al fondo? —preguntó Aaron a
Brown.
—Sí. El parece que tiene cien años y ella veinte —respondió el periodista—. ¿Quiénes son?
—Él es Delmer Wu, propietario de la mitad de Hong Kong y uno de los coleccionistas más
importantes de libros raros. Según parece, se pasó varios años persiguiendo el Manuscrito
Voynich. Al final desistió cuando fue donado a la Biblioteca Beinecke. Se rumorea que sus
negocios se dedican a otro tipo de sustancias no tan legales como los libros —explicó Aaron
dando un pequeño codazo de complicidad a Jack Brown.
—¿Y ella? Es una auténtica muñeca.
—Es Claire Wu. Dicen que Delmer la compró cuando ella tenía cinco años. La recluyó desde
ese mismo momento en un famoso prostíbulo de Bangkok y allí estuvo aprendiendo las más
sofisticadas técnicas sexuales hasta que cumplió los doce años. Al día siguiente de su duodécimo
cumpleaños, Delmer Wu se la llevó y nadie sabe si es su esposa o si sólo la utiliza como arma
para sus negocios.
—¿A qué se refiere? —preguntó Brown intrigado.
—¡Oh! En este mundo de los coleccionistas se oyen muchas historias, a veces son reales y
otras no dejan de ser meras leyendas. Se dice que Wu, intentando asaltar una empresa de la
competencia, envió a la joven como regalo a su anciano competidor. Practicar el sexo con ella lo
llevó a la tumba. Murió esa misma noche de un infarto y Wu se quedó con la empresa. También
circula una historia sobre sir Morton Tibbals, uno de los más importantes coleccionistas privados
de epístolas escritas de puño y letra por el mismísimo Enrique VIII. Su colección es sólo superada
por la del Estado Vaticano. Parece ser que en una subasta en Sothebys, Tibbals y Wu pujaban por
una carta que Enrique VIII había enviado a su consejero, Thomas Moore, en la que trataba el tema
de la creación de la Iglesia de Inglaterra. Tibbals tenía todas las de ganar, así que esa misma noche
sir Morton recibió como regalo en su casa de Londres a Claire Wu, que tendría por entonces
diecisiete años. Al día siguiente, Delmer Wu se quedó con la carta.
—Pues la verdad es que no me importaría pasar una nochecita con ella —dijo Brown.
—Ni a muchos de los hombres y mujeres que están ahora mismo en este hotel. Yo soy
demasiado viejo para pensar en ello —dijo Aaron mientras agarraba a Brown del brazo y lo
arrastraba hacia el interior del ascensor.
La suite en la que se alojaban era espaciosa y luminosa. Desde los dos amplios ventanales se
contemplaba una hermosa vista del estrecho canal que daba acceso al inmenso lago conocido
como el mar de Zúrich.
—¿Quiere que cenemos juntos, profesor? —preguntó el periodista.
—No, lo siento, Jack. Prefiero quedarme en la habitación para revisar las notas y el orden de
las diapositivas para ilustrar mi conferencia. Nada debe salir mal. Será mi gran día. Se lo debo a
Martha, mi esposa —se excusó Aaron—. Cuando regreses de Italia, lo celebraremos juntos.
—Bien, profesor, como usted quiera. Saldré a cenar algo y regresaré pronto para dormir.
Mañana mi avión sale muy temprano para Roma. Buenas noches, profesor.
—Buenas noches, Jack, y no te metas en líos.
Cuando cerró la puerta de la habitación, Jack Brown observó que el anciano judío húngaro
estaba preocupado. Tal vez fuesen los nervios por la conferencia, pensó el periodista mientras se
alejaba por el pasillo enmoquetado hacia el ascensor.

***

Roma. Italia

Al llegar al aeropuerto Leonardo da Vinci de Roma, procedente de Zúrich, Jack Brown cruzó la
fila de pasajeros que circulaban por la terminal hacia la zona de inmigración. Al entregar su
pasaporte estadounidense al policía, el periodista del Boston Globe vio como éste hacía una señal
a dos agentes que se encontraban apartados. De repente, las imágenes vividas en el aeropuerto de
Zúrich el día anterior le provocaron dolor de cabeza, sólo que esta vez no había bebido ni una sola
gota de bourbon. Los dos agentes uniformados seguían de cerca a otro hombre, alto, vestido con
traje y corbata y con un pequeño bigote negro. Su imagen era una mezcla entre Vittorio Gassman
y Colombo. Brown notó que el hombre que se acercaba a él llevaba una pistolera bajo el sobaco
derecho.
—Buenos días. ¿Señor Brown? —dijo el hombre de bigote.
—Sí, soy yo. ¿Quién es usted?
—Soy el comisario Martelli, de la División Criminal —respondió mientras sacaba del bolsillo
interior de su chaqueta una placa identificativa que Brown no llegó a leer.
—Y bien, ¿qué quiere de mí? —preguntó Jack Brown.
—No se preocupe. No está detenido.
Vengo sólo a recogerlo para llevarlo al hotel donde le hemos reservado una habitación.
Dado que vamos a colaborar juntos para resolver este asunto, es nuestro invitado especial.
—Perdone, pero no me ha dicho su nombre.
—Mi nombre es Claudio, Claudio Martelli, a sus órdenes —respondió el policía mientras daba
un pequeño y ridículo taconazo.
Aquel hombre engañaba con su imagen de policía napolitano despistado, más cercano a Totó
que a Colombo. Al fin y al cabo, con sólo una llamada había conseguido localizarlo en Estados
Unidos y unirlo al padre Marcelo Giannini, al profesor Roberto Lendini y a Matteus Planch. Ahora
sólo era cuestión de tiempo ver hasta qué punto aquel policía podía ayudarlo en sus
investigaciones sobre el Manuscrito Voynich y los asesinos del octógono.
El trayecto desde el aeropuerto hasta el hotel fue bastante corto debido, en parte, a la sirena
azul conectada sobre el Alfa Romeo Giulietta del comisario Martelli.
—Éste es el mejor sistema para evitar los atascos romanos —dijo Martelli—. Cuando
lleguemos a su hotel, tendrá usted tiempo para descansar y después lo llevaré a cenar a un famoso
restaurante de un primo mío en donde sirven los mejores espaguetis con ajo, aceite y anchoas que
haya probado en su vida. Créame, un plato así abre la mente para pensar mejor.
—No necesito descansar. Llevo demasiado tiempo descansando, así que, si quiere, podemos ir
a tomar una copa, yo le cuento lo que sé y usted me cuenta lo que sabe. ¿Le parece bien? —
propuso Brown.
—Está bien. Usted manda —respondió Martelli complacido—. Después lo acompañaré a su
hotel. No se preocupe.
—Yo nunca me preocupo —dijo el periodista del Globe.
Horas después, Claudio Martelli y Jack Brown se encontraban ante un vaso de bourbon y un
martini en un elegante café.
Una preciosa joven con aspecto de modelo colocó los vasos sobre dos servilletas y sirvió un
dedo de bourbon en el vaso de Brown.
—Espera, preciosa. No te lleves la botella. Paga la policía italiana —dijo Brown mientras
agarraba la botella para que la mujer no la retirase de la mesa.
—Bien, dígame en qué podemos colaborar —dijo el comisario Martelli—. Y antes de todo,
espero que me cuente primero de qué va todo esto.
—¿Tiene usted tiempo? —preguntó Brown.
—Todo el del mundo.
—Perfecto, pues empecemos… vamos allá…
Durante varias horas, Jack Brown relató todo lo que sabían él y Aaron Avner sobre el
Manuscrito Voynich, el grupo de asesinos cuyos miembros dejaban abandonado un octógono
sobre sus víctimas, los asesinatos de criptógrafos y criptoanalistas desde el siglo XVII, los
asesinatos de Gordon Rugg en Inglaterra, de Elizabeth Gwyn en Irlanda, de Peter Hazil en
Ámsterdam, de Petrus Rees en Bruselas y de Roberto Lendini en Roma, del intento de asesinato
del padre Giannini y de Matteus Planch, de las sospechas sobre Milo Duke y de sus llamadas
telefónicas a una extraña villa en Frascati llamada Mondragone.
—Toda su historia me parece increíble, como sacada de una novela de intriga. Si no estuviese
usted tan serio, diría que lo ha leído en una de esas noveluchas policíacas —dijo el policía
mientras se rascaba la cabeza.
—Todo lo que le he contado en estas dos últimas horas es absolutamente cierto. Puede usted
comprobar cada dato que le he dicho. Incluso el profesor Avner está esperando mi llamada en
Zúrich por si usted quiere hacerle alguna pregunta —aclaró Brown.
—No, no tengo ninguna pregunta —respondió el policía—. ¿Me ha dicho que la villa de
Frascati se llamaba Mondragone? —preguntó mientras extraía una libreta negra de su bolsillo.
—Sí, así es. Necesitaría saber quién es el propietario o quién aparece en el registro de la
propiedad —precisó Brown—. De lo que estoy seguro es de que en ella reside el secretario de un
cardenal, un obispo, creo.
—No se preocupe. Podré averiguar sin problemas quién es el dueño de la villa.
—Si tiene pensado visitarla, quiero ir con usted —pidió el periodista.
—Imposible. Usted no es policía ni nada por el estilo y aún no sabemos si su propietario está
involucrado en todos estos crímenes. Iré a visitar la propiedad en calidad de comisario de la
División Criminal. Si, como usted dice, la propiedad pertenece a un cardenal, debo decirle que no
tendremos jurisdicción sobre él al ser ciudadano vaticano.
—No entiendo muy bien lo que dice. ¿Quiere usted decir que aunque supiesen que ese tipo
asesinó al profesor Lendini no podrían detenerlo? —preguntó Brown con cara de incredulidad.
—Así es. Ese cardenal tiene los mismos derechos como ciudadano de otro país que usted como
ciudadano estadounidense.
Aunque atrapara a ese cardenal con un cuchillo ensangrentado en la mano o una pistola
humeante, no podría detenerlo.
Antes tendría que pedir colaboración a la Gendarmería Vaticana para poder interrogarlo.
—Entonces nunca podremos saber quién es en realidad el que ha urdido todo esto y quién está
detrás de los asesinatos —replicó Brown.
—Sigamos todo el trámite paso a paso y después ya veremos.
—Déjeme ir con usted a Frascati. Le prometo que no intervendré en nada. Déjeme ir con usted
en calidad de… digamos, invitado… —pidió de nuevo el periodista a Martelli.
—Bien, le dejaré venir conmigo con una condición… —dijo el comisario al cabo de unos
segundos.
—La acepto —saltó Brown.
—Antes déjeme decirle cuál es —dijo Martelli obligando a Brown a escucharlo—. Cuando
estemos en Villa Mondragone, sólo hablaré yo. Usted permanecerá en completo silencio. Si rompe
usted esta norma, daré por terminada automáticamente nuestra colaboración y lo obligaré a
abandonar Italia. ¿Me ha entendido?
—Alto y claro. Alto y claro —respondió Brown con una amplia sonrisa.
—Bien, pues mañana por la mañana lo llamaré a su hotel para decirle a qué hora lo recogeré
para ir a Frascati.
Mientras se levantaban de la mesa y Martelli dejaba varios billetes, el comisario siguió
advirtiendo a Brown sobre su compromiso.
—Recuerde lo que me ha prometido —iba diciendo el policía.
—Que sí… que le prometo que no pronunciaré ni una sola palabra, pero ¿y si…? —Antes de
que Brown pudiese terminar la frase, el comisario Martelli levantó una mano y lo interrumpió.
—Y si nada. Usted no pronunciará ni una sola palabra. Recuerde primero que esos tipos son
ciudadanos vaticanos, tanto el cardenal como el obispo, y segundo, de acuerdo con su historia, no
tendrían el más mínimo inconveniente en matarnos allí mismo y enterrarnos bajo un ciprés. Tengo
una bella esposa, cuatro hijos, muchos primos y varias decenas de sobrinos, así que no quiero que
nadie me dispare —indicó Martelli.
—Bien, se lo prometo. Ni una palabra.
—Mañana por la mañana vendré a buscarlo y, por favor, no se meta en líos hasta entonces.
—No se preocupe. No lo haré. No es la primera vez que oigo esa advertencia. Buenas noches,
comisario.
—Buenas noches, señor Brown.
Antes de entrar en el pequeño hotel, Brown miró divertido cómo Martelli conectaba la sirena
sobre el techo de su Alfa Romeo y salía como alma que lleva el diablo. Italianos, al fin y al cabo,
pensó Brown.
En la soledad de su habitación, el periodista levantó el auricular para marcar el teléfono que le
había dado Aaron del hotel de Zúrich. Intentó en varias ocasiones llamar directamente, pero como
no lo consiguió, decidió marcar el 9 de recepción. Al otro lado de la línea, el recepcionista, con
claro acento árabe, le indicó que no podía llamar directamente, que sólo podía comunicarse a
través de la centralita.
—Bien, en ese caso, ¿podría usted llamar a un número de teléfono de Zúrich? —preguntó
Brown.
—No hay problema, señor. Dígame el número.
—Es el 41-44-220-50-20.
—Muy bien, señor, ahora cuelgue. En cuanto esté la comunicación se la pasaré a su habitación
—indicó el recepcionista.
—Muchas gracias. Esperaré —dijo Brown mientras colgaba el aparato.
Unos minutos más tarde, el timbre seco del teléfono lo obligó a salir del baño a toda
velocidad.
—¿Señor Brown? —preguntó el recepcionista.
—Sí, soy yo.
—Un momento, le paso la llamada.
Tras un pequeño clic, Brown escuchó una voz con tono bastante educado al otro lado de la
línea.
—Buenas noches. Hotel Baur au Lac, dígame —respondió el recepcionista con claro acento
alemán.
—Deseo hablar con la suite 426 —pidió Jack.
—Un momento, señor. Le paso.
Unos instantes después, el periodista del Boston Globe oyó el tono de llamada y alguien que
descolgaba. Era Aaron Avner.
—Buenas noches, profesor.
—Buenas noches, Jack —respondió el bibliotecario con tono cansado—. ¿Has hablado con el
comisario Martelli?
—Sí y hemos quedado en que mañana iremos a darnos una vuelta por Villa Mondragone, la
residencia a la que seguramente llamó su ayudante la noche que lo seguí hasta North Haven —
respondió Brown.
—Bien, tenme al tanto de lo que vayas descubriendo. Esta noche he quedado para cenar con un
famoso coleccionista de libros, amigo de David Corcoran, el coleccionista de Biblias, cuyo
hermano parece ser que ha donado mucho dinero a la Biblioteca Beinecke.
—¿Cómo se llama ese tipo? —preguntó Brown.
—Es un suizo-estadounidense llamado Olivier Guidrí. Vive en Ginebra, aunque, según me ha
dicho, su hermano reside en Nueva York.
—¿Por qué no me da tiempo para comprobarlo? Déjeme que investigue quién es ese tal Guidrí
antes de salir a cenar con él —propuso inquieto el periodista.
—¡Oh, no te preocupes tanto por mí! No hay ningún peligro, además conoce perfectamente el
Manuscrito Voynich y era amigo de Hans Kraus, el coleccionista que en 1969 donó el libro a la
Biblioteca Beinecke, y también es amigo desde hace varios años de David Corcoran. Tal vez
pueda darnos algún dato interesante sobre el recorrido que hizo el libro hasta llegar a la
universidad —explicó el profesor Avner para tranquilizar a Brown.
—De acuerdo, profesor, pero sólo le pido que esté alerta, que no baje la guardia. Está usted en
Europa y es probable que los tipos del octógono intenten atentar contra usted. Ya deben de saber
su identidad.
—No te preocupes. Oyéndote hablar así, parece que estoy escuchando a Martha. Me cuidaré,
no te preocupes más. Mañana por la mañana daré a conocer los secretos de ese libro y nada ni
nadie me lo va a impedir. Ahora, buenas noches, Jack. Tengo que intentar ponerme una corbata
antes de ir a cenar.
—Buenas noches, profesor —dijo Jack.
—Buenas noches, querido amigo —repitió el bibliotecario—. Ah, y no te metas en líos.
—Es la segunda vez que me han dicho eso hoy. Cuídese, profesor, y no se fíe de nadie —le
advirtió el periodista—. No podría continuar con esta investigación si a usted le ocurriese algo.
—No te preocupes, Jack. He dejado todo bien atado por si a mí me sucede algo. Conoces todos
los secretos del Manuscrito Voynich como para poder continuar con la investigación y revelar al
mundo lo que hemos descubierto. Así que no te preocupes por mí y cuídate tú —dijo Aaron.
—Alea jacta est, la suerte está echada —respondió el periodista.
—Ignavi coram morte quidem animan trahunt, audaces autem illam non saltem advertunt.
—¿Qué significa? —preguntó Jack.
—Los cobardes agonizan ante la muerte, los valientes ni se enteran de ella —respondió el
profesor Avner justo antes de colgar el teléfono.
Sentado en la cama de aquel hotelucho, Jack pensó en que le gustaría estar cerca del profesor
Avner. Al menos, si estuviera con él, podría servirle de guardaespaldas en caso de peligro, pero
estaba en Roma, a muchos kilómetros de Zúrich.

***

Ciudad del Vaticano

La Santa Sede aún intentaba recuperarse de los acontecimientos que habían rodeado la extraña
muerte del comandante de la Guardia Suiza, de su esposa y del cabo Roland Darnié. Poco a poco,
y como ocurría con todo lo que sucedía en el Vaticano, la investigación se había cerrado por orden
pontificia y todos los documentos relativos a la investigación habían sido decretados secreto
pontificio y enterrados en lo más profundo del Archivum Secretum Apostolicum Vaticanum.
En su despacho del Palacio Apostólico, el cardenal Lienart leía atentamente los informes que
le habían llegado y estaba firmando las cartas que le había entregado en una carpeta roja de piel
con el escudo de la Santa Sede su fiel sor Ernestina.
—Eminencia, tiene usted que firmar aquí, aquí y aquí —le iba indicando la monja mientras su
delgado y huesudo dedo recorría un documento pontificio.
—Bien, sor Ernestina, ahora necesito que llame a monseñor Przydatek. Tengo que darle varias
indicaciones —ordenó Lienart.
—Ahora mismo, eminencia —respondió la religiosa mientras salía silenciosamente del
despacho.
Unos minutos más tarde, el ruido de un golpe de nudillos en la puerta sacó a Lienart de la
lectura de varias cartas y documentos.
—Adelante, pase, monseñor —pidió el cardenal.
—Buenas tardes, eminencia —dijo Przydatek—. ¿Me ha mandado llamar?
—Sí, pero cierre antes la puerta. Tengo que hablar con usted en privado y el Vaticano tiene
demasiados oídos en el Palacio Apostólico —indicó Lienart.
—¿En qué puedo servirle, eminencia? —preguntó el secretario.
—Espero que el padre Alvarado lleve a cabo su misión con éxito.
—Sí, eminencia. El padre Alvarado se marchó ayer por la mañana a Suiza para resolver el
problema —respondió Przydatek—. Esperamos esta misma noche recibir una llamada suya en
Villa Mondragone confirmando el fin de su misión.
—Muy bien, querido monseñor, sólo espero que el padre Alvarado sepa resolver el, digámoslo
así, problema, de forma pausada, sin dolor. Recuerde siempre, fiel Przydatek, que inhumanitas
omni aetate molesta est, la inhumanidad es penosa en cualquier época.
—No se preocupe, eminencia. El padre Alvarado sabe bien cómo resolver un problema sin
dolor —respondió el secretario de Lienart mientras tomaba notas en un pequeño cuaderno.
—También debemos resolver algunos cabos sueltos que hemos dejado sin atar en New Haven
—señaló el cardenal Lienart.
—Los padres Cornelius y Reyes han sido los elegidos para atar esos cabos sueltos de los que
habla su eminencia —precisó Vaclav Przydatek—. El Círculo Octogonus les ha encargado la santa
misión de recuperar el Manuscrito Voynich con la ayuda de Faetonte y traerlo hasta aquí para que
quede bajo la tutela de manos más expertas.
—Yo creo, fiel Przydatek, que seguiremos teniendo cabos sueltos si dejamos que personas
ajenas al Círculo sepan tanto de nosotros como para que puedan hablar con las autoridades en el
caso de que el libro desapareciese misteriosamente —precisó el cardenal Lienart mientras elegía
un cigarro habano de un humidificador que tenía frente a él.
—¿A qué se refiere, eminencia? —preguntó Przydatek.
—Nihil est virtute pulchrius. Nihil utile nisi quod honestum. Nada hay más bello que la virtud.
Nada es bueno salvo lo honesto, querido secretario. Faetonte ha servido a nuestros deseos con
obediencia y pulcritud. Creo que si los hermanos Cornelius y Reyes resuelven la cuestión del
libro, la misión de Faetonte puede darse por terminada.
—¿Qué quiere decir con terminada, eminencia? —inquirió el religioso polaco.
—Saepe ne utile quidem est scire quid futurum sit, a veces es mejor no saber lo que pasará.
Faetonte ya no será necesario para nuestros intereses —dijo Lienart mientras con una fría sonrisa
en el rostro cortaba con una pequeña guillotina de plata la punta del cigarro—. Usted ya me
entiende. Si Faetonte en realidad nunca existió, entonces ex nihilo nihilfit, de la nada, nada
adviene.
—Pero, eminencia, Faetonte siempre ha sido un fiel servidor de Dios y un fiel servidor de su
eminencia. No creo que debamos dar por concluida nuestra relación con él —adujo Przydatek casi
suplicante.
—Ut desint vires, tamen est laudanda volutas, aunque nos fallan las fuerzas, es de alabar
nuestra voluntad. Ahora cumpla con su deber ante Dios, ante el Santo Padre y ante mí. Sin
discusión —ordenó Lienart a su secretario.
—Así se hará, eminencia. Buenas noches —respondió monseñor Przydatek mientras salía del
despacho.
—Buenas noches y, por favor, cierre la puerta cuando salga. Deseo estar solo.
Mientras se alejaba por el oscuro pasillo, Przydatek siguió escuchando desde el despacho del
cardenal August Lienart el Mesías de Handel, que inundaba las estancias del Palacio Apostólico.

***

Fort Meade. Maryland

El Ford Mustang rojo cruzó a la misma hora de siempre el control de acceso de la NSA y enfiló
por Rockenbach Road. Al llegar a Cooper Avenue, giró a la derecha. Siguió de frente hasta Mapes
Road y, en esa misma calle, giró de nuevo a la derecha y después otra vez en esa misma dirección
por English Avenue. Carlton Sherman redujo la velocidad mientras entraba a la izquierda por
Upton Road hasta Washington Avenue. La pequeña casa de color blanco situada en el número 42
había sido el hogar del analista de la NSA durante los últimos quince años.
Sherman condujo despacio por la rampa del garaje para evitar golpear los bajos del coche y
entró en el interior. Tras apagar el motor, abrió la puerta con dificultad. Tengo que limpiar este
jodido garaje, se dijo a sí mismo mientras apartaba una flamante carretilla de jardinería que jamás
había usado. A pocos metros, y sin ser visto, un Lincoln Continental de color azul había seguido al
vehículo de Sherman hasta su casa y se había detenido en la esquina de la calle.
El amigo analista de Aaron Avner se dirigió al buzón y sacó varios sobres. La mayor parte era
propaganda y publicidad de empresas de créditos y de muebles de jardín, y facturas. Al llegar a la
puerta, Sherman sacó las llaves del bolsillo y la abrió.
El interior estaba ordenado. Se notaba que en aquella casa vivía un soltero que pasaba poco
tiempo en ella: muebles en su sitio y una nevera con cervezas, una manzana y una botella de leche
medio llena. Carlton Sherman subió por las escaleras hasta el piso superior mientras se quitaba la
chaqueta y se aflojaba el nudo de la corbata.
El dormitorio era exactamente igual que el resto de la casa, sólo que contaba con una ordenada
biblioteca con libros sobre criptoanálisis, espionaje tecnológico, cifras y claves y novelas
policíacas de bolsillo. Sherman dejó la chaqueta y la corbata encima de la cama y desprendió de
su cinturón la cartuchera en la que portaba la Glock 17 reglamentaria. A continuación se dirigió al
baño y, tras correr las cortinas de la bañera, abrió el grifo del agua caliente de la ducha. En ese
mismo momento oyó un leve sonido y sintió que un fino cable de acero se cerraba alrededor de su
cuello impidiéndole la respiración. Pero el asesino no había contado con el espíritu de
supervivencia que tan buenos resultados había dado a Sherman en el Irán de Jomeini.
El agente de la NSA levantó los dos pies y, apoyándolos en el borde de la bañera, dio un fuerte
empujón hacia atrás, golpeando a su atacante contra el espejo del baño, pero el padre Italo
Jacobini no soltó a su presa. El siguiente intento de Sherman fue bajar la cabeza y levantarla lo
más fuerte posible para intentar golpear en la cara a su atacante, cuyo rostro aún no había visto.
El impacto hizo que el asesino del Círculo Octogonus sangrara abundantemente por la nariz
mientras continuaba ejerciendo presión en el cable de acero. La cara de Carlton Sherman adquiría
un tono cada vez más rojizo debido a la falta de aire.
La lucha se había desplazado al dormitorio. Allí, Sherman se arrojó al suelo intentando dar una
voltereta con su atacante a la espalda, pero Jacobini no estaba dispuesto a abandonar, así que
continuó sujetando el cable con ambas manos alrededor del cuello del analista de la NSA e
intentando inmovilizarlo con las piernas. En ese momento, Sherman divisó la Glock, que reposaba
en la mesilla, junto al despertador. Alargó la mano, con el alambre aún en el cuello y cerrándose
cada vez más, y consiguió tocar con la punta de los dedos la pistola aunque sin llegar a alcanzarla.
Poco a poco, y casi sin aire en los pulmones, Carlton Sherman sacó fuerzas y consiguió ponerse de
pie con su asesino aún colgado a la espalda.
En ese momento levantó los pies nuevamente y, apoyándolos en el borde de la cama, dio un
fuerte empujón hacia atrás. Los dos cuerpos fueron a estrellarse contra el cristal de la ventana que
daba a la calle.
Segundos después, Carlton Sherman, con la lengua fuera, dejó de respirar. El padre Jacobini
aflojó el alambre y comprobó que el agente de la NSA amigo del bibliotecario estaba muerto. Su
corazón había dejado de latir. Seguidamente se levantó y se dirigió al baño. Antes de abrir el grifo
del lavabo para lavarse la abundante sangre que le salía por la nariz, cerró el grifo de agua caliente
de la ducha. El vaho había empañado el espejo. Jacobini cogió una toalla y se dispuso a limpiarlo.
Cuando la imagen volvió al espejo, el asesino del Octogonus divisó tras él una sombra en el
dormitorio. Italo Jacobini sacó de la chaqueta una fina daga y salió del baño. Junto a la ventana
había un hombre arrodillado junto al cuerpo de Sherman. Al oír cómo el asesino entraba en la
estancia, el recién llegado se puso de pie y ordenó a Jacobini que se detuviera y se echara al suelo.
—¡Suelte el cuchillo y tiéndase en el suelo! —exclamó el agente Martin mientras lo apuntaba
con el arma—. ¡Le ordeno que suelte el cuchillo y se tienda en el suelo con las manos extendidas!
—gritó de nuevo. Jacobini, haciendo caso omiso de la advertencia, seguía avanzando hacia él con
la daga en la mano.
—Se lo repito por tercera y última vez: si no suelta el cuchillo y se tiende en el suelo, le volaré
la puta cabeza.
—No es un cuchillo. Es una daga de misericordia. Y no, no pienso soltarla —dijo el religioso
mientras aparecía en su rostro una sonrisa gélida.
El agente Martin se puso en posición de tiro y ejecutó un primer disparo que impactó en el
hombro del padre Jacobini empujándolo contra la pared. Al cabo de unos segundos el asesino
volvió a levantarse y, con el cuchillo aún en la mano, se dirigió nuevamente hacia Martin. El
agente de seguridad de la NSA realizó un segundo disparo, que esta vez impactó en la rodilla de
Jacobini.
—Yo sé que no saldré vivo de esta casa, pero estoy preparado para ello. Dios, Nuestro Señor,
ha decidido que sea hoy el día elegido para mí —dijo el religioso de rodillas debido a la herida de
la pierna—. ¿Está usted también preparado para no salir vivo de esta casa? —Con un rápido
movimiento, el asesino del Círculo Octogonus agarró la daga de misericordia por la punta de la
hoja con la intención de lanzársela a Martin, pero éste, mucho más rápido, disparó de nuevo. La
bala entró por la frente de Jacobini y lo mató en el acto.
Cuando el agente Martin salió de la casa, varias unidades del 911 habían llegado ya, alertadas
por el sonido de los disparos.
Esto es lo que tiene vivir cerca del cuartel general de la NSA, pensó Martin al ver cómo varios
agentes lo apuntaban desde detrás de los vehículos policiales.
—Arroje el arma y tiéndase en el suelo con las manos separadas —ordenó uno de los agentes.
—Soy agente federal. Soy agente de la NSA —gritó mientras intentaba sacar del bolsillo su
placa de identificación. Minutos después, la casa situada en el número 42 de Washington Avenue
se convertía en un auténtico hervidero de forenses, CSI, agentes de homicidios del Departamento
de Policía de Fort Meade, personal de ambulancias y agentes del servicio de seguridad de la NSA
que interrogaban al agente Martin en el porche de la casa sobre lo sucedido. Martin vio salir de la
casa a un ayudante del sheriff con varias bolsas transparentes con pruebas en su interior.
—¿Son los objetos personales del asesino? —preguntó el agente de la NSA al ayudante del
sheriff.
—Sí. Se lo hemos sacado de los bolsillos.
—¿Sólo llevaba esto en los bolsillos? —inquirió mientras miraba atentamente un octógono de
tela metido dentro de una de las bolsas.
—Sí, sólo esto. Ninguna identificación, ningún carné de conducir, ningún pasaporte, ni nada
por el estilo —dijo el policía—. No sé cómo este tipo puede haberse paseado por el país sin
identificación ni tarjeta de crédito.
Martin desvió la mirada hacia varios de sus compañeros que se encontraban junto a una
furgoneta negra de la NSA que hacía de oficina de operaciones en el lugar de los hechos.
—Jack, ¿habéis descubierto quién era ese tipo? —preguntó Martin.
—No te lo vas a creer. Sus huellas corresponden con las de un tal James Herbert Cody… —
respondió.
—¿Y quién es ese Cody?
—Ya te he dicho que no te lo vas a creer. El tal James Herbert Cody, el auténtico James
Herbert Cody, el único James Herbert Cody que aparece en nuestros archivos, en los de la CIA y
en los del FBI es un niño de siete años que falleció hace treinta años de fiebres en un lugar
llamado Apple Creek, en el estado de Ohio.
—¿Quieres decir que ese tipo que se llevan los de la morgue en esa bolsa negra no existe? —
preguntó Martin.
—Exactamente. Así es. Ese fiambre que llevan ahí sencillamente no existe —respondió el
agente de seguridad de la NSA.

***

Villa Mondragone. Italia

A miles de kilómetros de Maryland, monseñor Vaclav Przydatek se disponía a llamar por


teléfono.
—Fractum nec fractuem, favor por favor —dijo Przydatek.
—Silta nec silto, silencio por silencio —respondió la voz de su interlocutor.
—Eminencia, hemos tenido una baja…
—¿Quién ha sido? —preguntó Lienart.
—El hermano Jacobini —respondió el secretario—. Nos ha sido comunicado por el hermano
Cornelius.
—Descanse en paz —sentenció el cardenal y gran maestro del Círculo Octogonus August
Lienart—. ¿Se llevó a cabo la misión?
—Sí, eminencia. El hermano consiguió su objetivo —respondió monseñor Przydatek.
—Muy bien, querido amigo. Entonces, no tenemos nada de qué preocuparnos —exclamó algo
más relajado el cardenal Lienart.
—Pero, eminencia… Ya hemos perdido a varios de nuestros hermanos y…
Lienart lo interrumpió bruscamente y Vaclav Przydatek guardó silencio.
—No siga hablando por este teléfono —dijo Lienart con tono frío—. Jamás vuelva a
replicarme ni a recordarme cuáles son mis obligaciones hacia Dios, en defensa de la fe y de Su
Santidad. Sé muy bien cuáles son mis obligaciones y los hermanos del Círculo han dado su vida
por la fe. Serán acogidos por Dios en su infinita sabiduría. ¿Estaría usted dispuesto a hacer lo
mismo que han hecho ellos, monseñor Przydatek?
—Estaría dispuesto, eminencia —respondió tajante el religioso polaco.
—Bien, ahora tranquilícese y dígame si el resto de nuestros hermanos sabe cuál es su próxima
misión —preguntó Lienart.
—Sí, eminencia. Los hermanos saben que su próxima misión es una de las más importantes.
Se han dado ya instrucciones a Faetonte para que apoye la misión —informó Przydatek.
—Bien, espero que todo sea manejado con mayor sigilo que el que se ha guardado hasta ahora.
No estoy nada satisfecho de cómo se ha llevado todo este asunto. ¿Me ha entendido bien?
—Sí, eminencia. Perfectamente. Desde ahora se hará todo como usted ha indicado —replicó el
secretario del cardenal.
—Espero que así sea, por su bien y por el mío —terminó diciendo Lienart.
Monseñor Vaclav Przydatek, solo en su dormitorio de Villa Mondragone, escuchó el tono
continuo que indicaba que habían colgado el teléfono.
Capítulo 11

Zúrich. Suiza

—Buenas tardes —saludó el recepcionista del hotel—. Bienvenido al hotel Bristol.


—Buenas tardes —respondió el padre Septimus Alvarado.
—¿Tiene usted habitación reservada? —preguntó el recepcionista.
—No. Quería tan sólo una habitación individual para esta noche.
—Bien. Déjeme ver… Sí, aquí tenemos una habitación de una sola cama. La número 16, en la
primera planta.
—Me servirá —respondió el religioso.
—¿Piensa usted pagar con tarjeta de crédito? —preguntó el recepcionista mientras miraba el
poco equipaje que portaba el recién llegado.
—No, pagaré la habitación en efectivo y por adelantado —respondió el padre Alvarado.
El recepcionista se dispuso a rellenar una ficha.
—¿Me permite su pasaporte? Se lo devolveremos dentro de unos minutos.
El empleado cogió el falso pasaporte británico que le extendía Alvarado mientras hacía señas a
un botones para que subiese la bolsa y el extraño maletín metálico que el asesino del Octogonus
no había soltado hasta la habitación 16. Cuando el botones intentó agarrar por el asa el maletín,
parecido al de las maquilladoras profesionales, el padre Alvarado lo apartó de su alcance.
—Déjelo. Lo subiré yo —dijo tajante el religioso.
La habitación era pequeña. Amueblada tan sólo con una mesa, una silla, una lámpara y una
cama, no se diferenciaba mucho de su celda en el monasterio de Irache. Lo único en lo que se
distinguía era en el papel pintado de flores y en la ventana, que no daba a ningún sitio. Tras darle
una propina al botones, el padre Alvarado colgó el cartel de no molestar en el exterior de la puerta
y echó el cerrojo.
El religioso colgó cuidadosamente su chaqueta en una percha y abrió la bolsa. De ella extrajo
dos gruesos guantes de goma de color negro y un estuche marrón con diferentes utensilios en su
interior. Posteriormente abrió el misterioso maletín metálico y sacó una primera bandeja en la que
había varios crucifijos, algunas botellitas con agua consagrada, un cilicio, un pequeño látigo y una
teca de plata para guardar las hostias. Con sumo cuidado, depositó la primera bandeja sobre la
cama.
Camuflada, estaba la segunda bandeja, que guardaba en su interior varios escorpiones
hacinados unos sobre otros, intentando luchar entre sí para hacerse un hueco. Los más grandes, de
unos nueve centímetros, levantaban el aguijón a los más pequeños de forma amenazante.
El padre Alvarado se colocó los guantes y, con precisión, agarró uno de los ejemplares
mayores por la cola. El escorpión se retorció, intentando librarse de los dedos de su captor sin
demasiado éxito.
Seguidamente, y con el escorpión sujeto mediante una pinza en el aguijón, el padre Alvarado
sacó del estuche de utensilios una fina jeringuilla que acababa en una resistente aguja de acero.
Con gran habilidad, introdujo la aguja en el telson del escorpión, que contenía las glándulas del
veneno. Poco a poco comenzó a extraer el líquido transparente y lo depositó en un pequeño frasco
con tapón de goma.
E l Tityus imei era el escorpión más letal del mundo. Habitaba en la sierra del estado de
Portuguesa, en Venezuela. Con nueve centímetros de largo, disponía de dos pinzas y un aguijón en
la cola mediante el cual inoculaba el veneno. Una dosis minúscula introducida en el riego
sanguíneo mataba a una persona en cuestión de segundos, paralizándola. El padre Alvarado
conoció esta especie cuando pasó varios años como misionero en las selvas de Venezuela y había
comprobado la alta mortalidad que provocaba entre los campesinos.
Una vez que extrajo suficiente veneno como para matar a todo un rebaño de ovejas, el asesino
volvió a meter el ejemplar en el interior de la segunda bandeja. Posteriormente volvió a colocar
encima la primera bandeja con utensilios eclesiásticos, cerró la tapa del maletín y giró los
números de la combinación. Se secó el sudor con una toalla y se tumbó en la pequeña cama. Ahora
ya sólo quedaba esperar hasta las ocho de la noche, hora a la que había quedado para cenar con el
bibliotecario de la Beinecke. Debía recogerlo media hora antes de la cena. Su hotel se encontraba
en la Stampfenbachstrasse, a tan sólo unos minutos del hotel Baur au Lac. Todavía tenía dos horas
para descansar.
Desde la cama observó fijamente el frasco que contenía el potente veneno. La cuestión era
saber cómo iba a introducírselo en el cuerpo a ese maldito bibliotecario judío que tantos
sufrimientos podría provocar al gran maestro del Círculo Octogonus.
El timbre del teléfono despertó al padre Alvarado.
—Buenas tardes. Son las siete de la tarde —dijo el recepcionista al otro lado de la línea—.
Cuando baje, puede usted recoger su pasaporte.
—Muy bien, muchas gracias —respondió el padre Alvarado mientras colgaba el auricular.
Sentado sobre la cama, se desnudó y de rodillas comenzó a flagelarse la espalda con el látigo
de puntas metálicas. Se le empezó a enrojecer, hasta que, en la novena flagelación, unos finos
hilos de sangre comenzaron a caerle hasta las nalgas.
Tras rezar en silencio, el padre Alvarado se dirigió a la ducha y dejó correr agua caliente sobre
las heridas.
Vestido con un elegante traje de color negro, una camisa blanca y una corbata negra, el padre
Alvarado cogió de la mesa un fajo de billetes, un estuche con jeringas de diferentes tamaños y el
pequeño frasco de cristal con el potente veneno en su interior. Tras santiguarse ante el espejo,
salió al pasillo y descendió por las escaleras. Cuando se disponía a salir, el recepcionista lo
interceptó.
—Señor, aquí tiene su pasaporte, ya no lo necesitamos.
El padre Alvarado cogió el documento y salió del hotel rumbo a su objetivo.
Minutos después llegaba ante la fachada del elegante hotel Baur au Lac. Con paso firme, para
evitar que el conserje se fijara demasiado en él, se dirigió hacia el bar. Allí había quedado con
David Corcoran, el coleccionista de Biblias, el cual iba a presentarle al bibliotecario jefe de la
Biblioteca Beinecke de la Universidad de Yale.
—Es un tipo curioso y también uno de los más grandes expertos en códices de los siglos XIV y
XV —le dijo Corcoran.
Media hora más tarde, Aaron Avner atravesaba la recepción y aparecía en el bar.
—Ahí está —dijo Corcoran mientras levantaba la mano para llamar la atención de Aaron.
—Buenos días, David —saludó el profesor Avner.
—Buenos días, Aaron —respondió Corcoran—. Déjame que te presente a Olivier Guidrí, uno
de los mejores cazadores de libros raros.
El padre Alvarado se levantó de la butaca inglesa en la que estaba sentado y estrechó la mano
al anciano.
—Es un placer conocerlo —dijo Guidrí mientras le apretaba la mano a Aaron Avner—.
Siéntese, por favor.
—¿Queréis tomar algo? —preguntó Corcoran a sus dos invitados.
—Yo quiero una tónica con hielo y limón —respondió Aaron.
—Yo beberé una copa de champán —respondió Guidrí a su vez.
—Me ha dicho David que es usted cazador de libros raros. ¿A qué se refiere? —preguntó
Aaron con interés.
—Me dedico a buscar libros raros para coleccionistas de todas las partes del mundo. Por
ejemplo, un cliente de Tokio me contrata para adquirir un libro especial. Supongamos que es un
código samurái del siglo XVI escrito por Torii Mototada. Yo fijo un precio medio al cliente, el
cual, además, se encarga de cubrir todos mis gastos de viajes, desplazamientos y sobornos.
—¿Sobornos? —exclamó el bibliotecario.
—Sí, muchas veces tenemos que sobornar a alguien para localizar una pieza o cuestiones por
el estilo —respondió Olivier Guidrí.
—¿Cómo marca usted el precio? —preguntó Aaron.
—Primero, marco un precio fijo basado en el coste que tiene la pieza realmente en el mercado
y después fijo un precio aproximado de cuánto podría pedir un coleccionista por ese ejemplar. Mi
beneficio se basa en reducir el segundo precio lo máximo posible. La diferencia entre el primero y
el segundo precio es mi beneficio.
—¿Llegaría a robar para conseguir un ejemplar? —preguntó Aaron mientras miraba fijamente
a los ojos a Guidrí.
—Sólo si ese ejemplar fuese para mi colección privada. De cualquier forma, puede estar
tranquilo. En treinta años de trabajo jamás he tenido que llegar a robar ningún libro. Me ha
bastado un simple cheque de un banco suizo para conseguirlo —respondió Guidrí mientras
lanzaba una sonrisa a Avner y a Corcoran.
—Déjeme preguntarle, ¿qué ejemplar sería digno de romper sus normas de no robar? —
inquirió Aaron mientras daba un sorbo a su tónica.
—Déjeme pensar… Tal vez el Manuscrito Voynich, que se encuentra en una biblioteca de New
Haven —respondió fríamente Guidrí.
—¿Por qué ese libro es tan importante para usted desde el punto de vista bibliográfico como
para arriesgarse a robarlo?
—Sin duda porque es uno de los pocos códices que nunca se han podido descifrar. Los
conocimientos que encierra, los dibujos de las ninfas bañándose desnudas en esa especie de
bañeras interconectadas por tuberías, esas constelaciones cuyos secretos aún esconde ese libro…
Tal vez el Manuscrito Voynich oculta más información que lo que muchos expertos creen. Sería
capaz de pasar veinte años en una prisión si con ello obtuviera ese libro —dijo Guidrí en tono
serio.
Una especie de tenso silencio inundó la mesa en donde se encontraban. Olivier Guidrí lo
rompió con una carcajada algo sonora.
—¿Se lo ha creído? —le preguntó a Aaron—. ¿Cree usted que sería capaz de robar un libro y
poner así en peligro una reputación como la mía?
—Todos tenemos un precio —respondió Aaron Avner ante la mirada aún tensa de David
Corcoran.
—Mi prestigio vale todavía demasiado como para ponerlo en peligro con un robo —sentenció
Guidrí.
Corcoran miró su reloj y propuso a sus dos interlocutores salir a cenar para continuar con tan
interesante conversación.
Guidrí apoyó la propuesta, pero Aaron intentó escabullirse.
—Perdónenme, pero mañana es un día muy importante para mí. Ya sabes, David… —dijo el
bibliotecario—. Mañana presento mis descubrimientos a los asistentes al congreso. Va a ser un día
muy intenso para este viejo bibliotecario judío y necesito dormir lo suficiente para tener la mente
despejada.
—Por favor, nos gustaría que nos acompañase —pidió Guidrí—. No siempre tengo la
oportunidad de conocer a uno de los mayores expertos en el Manuscrito Voynich y en sus secretos.
Venga con nosotros a cenar.
—No, lo siento. Estoy demasiado cansado y debo retirarme ya —respondió Aaron mientras
extendía su mano hacia Guidrí para estrechársela.
—Bien, pues buenas noches, querido Aaron —dijo David Corcoran.
—Buenas noches, David —respondió el profesor Avner—. Buenas noches, señor Guidrí.
—Buenas noches, profesor —contestó Guidrí viendo cómo el anciano se desplazaba
pesadamente hacia la recepción y, tras pedir su llave, se dirigía hacia el ascensor de madera.
Horas después y tras una cena a base de ostras, caviar y vino blanco de Rheingau, David
Corcoran y Olivier Guidrí se dirigieron andando hasta el hotel Baur au Lac. En la entrada, el
cazador de libros estrechó la mano del coleccionista de Biblias y quedaron en verse al día
siguiente para desayunar juntos y asistir después a la conferencia del profesor Aaron Avner de la
Universidad de Yale sobre el Manuscrito Voynich. En unas pocas horas, aquel maldito judío
húngaro revelaría los secretos largamente guardados por el códice cifrado y él iba a impedirlo,
pensó Guidrí.
Tras dar un rodeo al edificio, el padre Alvarado descubrió la entrada de personal por la Kurt
Guggenheimstrasse. Se situó en una zona oscura y el asesino del Círculo Octogonus esperó
pacientemente durante varias horas hasta que divisó al otro lado de la calle a tres mujeres que
parecían de origen hispano que se disponían a acceder al hotel por una puerta lateral. Las mujeres
entraban de servicio a esa hora. Una de ellas se dispuso a sacar de un gran bolso de flores una
tarjeta y, tras accionar un timbre y marcar su número de identificación, la puerta se abrió. Las dos
mujeres que la acompañaban hicieron lo propio.
El padre Alvarado, que se encontraba ya a poca distancia de la última mujer, consiguió trabar
la puerta con el pie para evitar que se cerrase. Tras esperar unos minutos, decidió entrar. Un largo
pasillo daba acceso a los vestuarios del personal femenino a la derecha, y del masculino, a la
izquierda. Unos metros más allá, un pulcro ascensor permitía acceder directamente al personal a
las plantas del hotel. El padre Alvarado alcanzaba a escuchar las voces que salían del otro lado de
la puerta de la cocina, desde donde se repartían los pedidos del servicio de habitaciones.
El asesino entró en el vestuario de hombres y comenzó a abrir las taquillas del personal. De
una de ellas extrajo una llave colgada a un llavero verde que hacía de llave maestra de las
habitaciones y suites del hotel. El religioso entró en el ascensor silenciosamente y apretó el botón
de la quinta planta. Mientras veía pasar los números luminosos que indicaban por qué planta iba el
ascensor, el padre Alvarado se palpó el bolsillo de la chaqueta para comprobar que aún llevaba el
pequeño frasco de cristal con el veneno de escorpión. Un pequeño timbre lo devolvió a la realidad
cuando las puertas se abrieron.
Con el mismo silencio con el que había entrado en el ascensor, el asesino accedió hasta las
escaleras y descendió hasta la cuarta planta, donde se encontraba la suite del profesor Avner.
En el vacío rellano de la escalera, el asesino del Octogonus extrajo de su bolsillo un estuche
negro con varias jeringas de distintos tamaños. Algunas contenían líquidos de diferente densidad.
El padre Alvarado cogió una de ellas, cerró el estuche y lo volvió a guardar en el bolsillo de su
chaqueta.
Caminando pegado a la pared, el asesino rezaba para que nadie abriese la puerta de su
habitación y lo descubriesen. Si sucedía algo así, tendría que dar demasiadas explicaciones a los
detectives del hotel y, sinceramente, prefería evitarlo.
Finalmente llegó hasta el fondo del pasillo y apoyó la oreja en la puerta de la suite de Aaron
Avner. No oyó ningún ruido, así que sacó del bolsillo la llave maestra, la colocó en la cerradura y
abrió la puerta.
Se acercó silenciosamente hasta el bulto que se revolvía entre las sábanas de la cama y que
emitía unos sonoros ronquidos.
Con la luz de la luna que entraba por el ventanal, el padre Alvarado buscó la oreja de Aaron
Avner y, con un rápido movimiento, introdujo la aguja en la piel y empujó el émbolo de la jeringa.
Un líquido blanco entró en la cabeza del bibliotecario. Mientras pensaba entre sueños que le había
picado algo en la oreja, Aaron Avner se despertó e intentó encender la luz que se encontraba junto
a la cama. Al hacerlo, vio una sombra moverse muy cerca de él.
—¿Señor Guidrí? —preguntó aún somnoliento el bibliotecario.
—Sí, soy yo —respondió el padre Alvarado.
—¿Qué está haciendo usted aquí?
—Procedamus omnes in pace, avancemos todos en paz —dijo el asesino en voz apenas
audible.
Aaron estaba sentado en la cama y miraba fijamente al cazador de libros sin entender qué
hacía realmente allí sentado frente a él. De repente, un fuerte dolor en las extremidades obligó al
anciano a tumbarse en la cama.
—¿Qué me ha hecho? ¿Qué me ha inyectado? —preguntó Aaron con cara de pánico.
—No se preocupe, profesor —respondió el padre Alvarado—. Es tan sólo un potente
tranquilizante. Primero, le paralizará las extremidades, seguidamente, sentirá somnolencia y sus
cuerdas vocales serán incapaces de emitir sonido alguno. Ése será el momento elegido para
reunirse con Dios, Nuestro Señor.
A pesar de que Aaron luchaba para intentar incorporarse en la cama, observó cómo sus
miembros inferiores no respondían a las órdenes dadas por su cerebro. Sin duda estaba totalmente
paralizado. Los únicos sonidos que conseguía emitir eran como el ronroneo de un gato. Sus globos
oculares eran la única parte de su cuerpo capaz de seguir las órdenes dadas. Así pudo ver cómo
Olivier Guidrí, con las manos enguantadas para evitar dejar huellas dactilares, recogía sus papeles,
fotografías, documentos, transparencias y demás material sobre el Manuscrito Voynich que estaba
recopilado en unas carpetas rojas y las metía en un maletín metálico. Aaron, paralizado sobre la
cama, observaba impotente cómo aquel hombre se hacía con todo su trabajo de los últimos veinte
años.
Una vez que terminó de recoger todo el material, el padre Alvarado sacó de su chaqueta el
estuche negro. Cogió una jeringa de Anel, un modelo empleado para el tratamiento de las
afecciones de los conductos lagrimales. Después el asesino del Octogonus sacó el pequeño frasco
de cristal y con la aguja atravesó el tapón de goma. Comenzó a extraer el émbolo milímetro a
milímetro e introdujo en la jeringa el potente veneno de escorpión.
Una vez que concluyó la operación, depositó la jeringa sobre la mesa ante la aterrorizada
mirada de Aaron, que, inmóvil sobre la cama, no había dejado de observarlo. A continuación, el
asesino sacó unas potentes lentes de aumento de su bolsillo y con la jeringa de veneno en la mano
se acercó al bibliotecario. Las lágrimas habían comenzado a aparecer en los ojos de Aaron. Su
cerebro, aún vivo, empezaba a dar los primeros signos de alerta. Sin duda le quedaban pocos
minutos de vida.
El padre Alvarado se puso a recitar una especie de oración mientras blandía en la mano
derecha la jeringa de Anel con el veneno.
—Ab esse ad posse valet consequentia, del ser al poder prevalece la consecuencia, ab esse ad
posse valet consequentia, ab esse ad posse valet consequentia —repetía una y otra vez el asesino
del Círculo Octogonus mientras se acercaba cada vez más a su víctima.
Cuando los separaba una distancia milimétrica, Aaron pudo ver cómo su asesino le clavaba la
aguja en el lagrimal e introducía poco a poco el veneno en su interior. El dolor era insoportable.
Podía sentir cómo el veneno del Tityus imei comenzaba a invadirle el cerebro, el cuerpo, el riego
sanguíneo. Segundos después, y tras emitir un sonido gutural desde lo más profundo de su
garganta, el corazón de Aaron dejó de latir.
El asesino, tras comprobar que el cuerpo del bibliotecario ya no tenía constantes vitales,
recogió todos sus utensilios de muerte, los introdujo nuevamente en el estuche, cerró el maletín
metálico y, después de apagar la luz, salió de la suite cerrando la puerta tras él. Antes sacó de un
bolsillo un octógono de tela y lo dejó sobre el cadáver de Aaron Avner. Pocos minutos después, el
asesino del Círculo Octogonus se perdía entre las mojadas calles de Zúrich.
En el seguro refugio de su habitación del hotel Bristol, el padre Alvarado levantó el teléfono y
marcó el número de Villa Mondragone.
—Buenas noches, Villa Mondragone —respondió la señora Müller.
—Buenas noches. Deseo hablar con monseñor Przydatek —dijo el religioso.
—Un momento, por favor —pidió la mujer.
Unos segundos después, una voz al otro lado de la línea respondía al teléfono.
—¿Sí, dígame? Soy monseñor Przydatek —dijo el secretario del cardenal Lienart.
—Fractum nec fractuem, favor por favor —dijo el padre Alvarado tras un breve silencio.
—Silta nec silto, silencio por silencio —respondió el polaco.
—La misión ha sido cumplida —dijo el asesino del Octogonus.
—Bien, muy bien —replicó Przydatek—. ¿Tiene usted todos los papeles?
—Sí, ¿qué debo hacer con ellos? —preguntó el padre Alvarado.
—Mañana por la mañana tiene que venir a Roma y entregármelos a mí personalmente. Yo se
los daré al gran maestro del Círculo Octogonus —ordenó el secretario de Lienart—. Hermano, ha
hecho usted un gran servicio a la Iglesia y a Su Santidad. Ha protegido los intereses de la
verdadera fe de nuestros enemigos. Ahora descanse y, como le he ordenado, reúnase mañana
conmigo en Roma. —A continuación, monseñor Przydatek colgó el auricular.
El obispo polaco vivió unos momentos de felicidad mientras se estiraba en el sillón de su
pequeño despacho de Villa Mondragone. Su eminencia se pondrá muy contento con la noticia de
la muerte del viejo bibliotecario judío, pensó el secretario mientras levantaba el teléfono y
marcaba el número de un despacho del Palacio Apostólico, en el Vaticano.
—Buenas noches, eminencia —saludó Vaclav Przydatek.
—Buenas noches, monseñor —respondió Lienart.
—El círculo se ha cerrado nuevamente. El objetivo ha sido cumplido como usted ordenó,
eminencia.
—Muy bien, fiel Przydatek. Mañana por la tarde espero tener en mi poder los papeles en
cuestión.
—Así será, eminencia —respondió el secretario.
—Bien, espero por su bien que todo siga saliendo según nuestros planes. Buenas noches —dijo
el cardenal August Lienart mientras colgaba el auricular dando así por terminada la conversación
con monseñor Przydatek.

***
Villa Mondragone

Sobre las diez en punto de la mañana, Jack Brown escuchó el sonido de una sirena que se
acercaba. Al asomarse al balcón vio cómo subía por la estrecha calle el Alfa Romeo del inspector
Martelli en dirección al hotel. De un solo trago liquidó el café aguado que tenía en su taza, cogió
la chaqueta y un bloc de notas y salió rápidamente escaleras abajo.
Ya en la calle vio que el comisario Martelli seguía acercándose a toda velocidad con la sirena
azul puesta. Al llegar a la puerta, el policía sacó la cabeza por la ventanilla y ordenó a Brown subir
al coche. Mientras conducía, el oficial de la División Criminal se mostraba silencioso.
—¿Qué pasa? —preguntó el periodista.
—Coja la carpeta que está en el asiento de atrás y lea su contenido —respondió Martelli.
Brown se dio la vuelta y con cierta dificultad alcanzó una carpeta roja con varias páginas
escritas a máquina en su interior.
El periodista del Boston Globe comenzó a leerlas mientras el vehículo policial se sumergía en
las estrechas calles romanas.
Martelli apagó el sonido de la sirena para dejar que Brown se concentrase en la lectura.
—Increíble, totalmente increíble… —iba diciendo Brown entre dientes mientras pasaba una
página tras otra. Pasados unos minutos, el inspector Martelli interrumpió a Brown.
—¿Sabe usted quién es el propietario de Villa Mondragone?
—Un cardenal, creo —respondió Brown.
—Pero no un cardenal cualquiera. Ese informe ha sido redactado por agentes del SISMI, el
servicio de inteligencia militar. Esa villa a la que nos dirigimos pertenece nada más y nada menos
que al cardenal August Lienart, todopoderoso jefe de la Entidad —explicó Martelli.
—¿Qué es eso de la Entidad? —preguntó Brown.
—Los servicios de inteligencia del Estado Vaticano.
—No sabía que los curas tuvieran una CIA propia.
—Sí, aunque se conocía con otro nombre. La Santa Alianza o Entidad, como se conoce ahora,
fue creada por orden del papa Pío V en 1566 para matar a la hereje Isabel de Inglaterra. Con el
paso de los siglos, la Entidad ha participado en oscuras operaciones. Mataron a militares
napoleónicos durante la ocupación de Roma, liquidaron a líderes garibaldinos durante la guerra de
unificación de nuestro país a finales del siglo XIX con el fin de continuar protegiendo los intereses
de los Estados Papales, financiaron y apoyaron el Levantamiento de Pascua de los irlandeses
católicos contra los ingleses protestantes en 1916 y ayudaron a huir de la justicia internacional a
varios criminales de guerra nazis, como Adolf Eichmann, Josef Mengele o el general de las SS
Hans Fischbock.
—Vaya, son toda una joya —dijo Brown—. Y ahora resulta que su actual jefe, ese tal…
—Lienart, August Lienart —precisó Martelli.
—Sí, Lienart. Resulta que ese Lienart es el dueño de Villa Mondragone y el jefe de los
servicios de inteligencia del Vaticano y, por casualidades de la vida, está interesado con todo
aquello que tenga relación con el Manuscrito Voynich —dijo Brown mientras revisaba su
cuaderno de notas y la carpeta que le acababa de entregar el comisario Martelli.
De repente se acordó de algo que le había contado Matteus Planch, el coleccionista de
Florencia. Brown, casi eufórico, ordenó al policía que se detuviese a un lado de la carretera.
—Espere, espere. ¡Deténgase! —gritó Brown sujetando del brazo a Martelli, que aún no había
detenido la marcha del automóvil.
—¿Está usted loco? ¿Es que quiere matarnos a los dos? —replicó el oficial de policía mientras
se detenía casi derrapando en el estrecho arcén.
—No estoy loco. Estoy muy cuerdo. Acabo de recordar una cosa que me dijo Planch cuando
estuve en su casa de Florencia.
Me contó que tras el fin del asedio al castillo de Montségur en 1244 los cruzados, a las órdenes
del Papa, quemaron vivos en la hoguera a casi medio millar de hombres, mujeres y niños. De
aquella matanza sólo sobrevivieron tres cátaros: Bartolomé de Castres, Henri de Planchet y
Arefast de Blienart. Planch me contó que uno de los tres resultó ser un traidor, fue quien reveló a
los cruzados la forma de acceder al castillo de Montségur a través de un acceso secreto.
—¿Y qué tiene que ver un hecho que sucedió en el siglo XIII con este Lienart? —preguntó el
comisario.
—Déjeme explicárselo. Matteus Planch me contó que Bartolomé de Castres fue quemado años
después en la hoguera, por lo que sólo quedaron Henri de Planchet y Arefast de Blienart. Uno de
ellos era el traidor. Los tres perfectos cátaros huidos de Montségur contactaron en París con Roger
Bacon, un inglés especialista en criptología y criptoanálisis que fue el autor del Manuscrito
Voynich. Blienart se marchó de París meses después, y Bartolomé de Castres y Henri de Planchet
convencieron a Bacon para que incorporase en el folio 25 verso y en el folio 26 reverso del códice
varios datos que demostrarían que fue Blienart quien traicionó a los cátaros de Montségur. Carlton
Sherman, un amigo del profesor Avner que trabaja para la NSA, nos dijo que el texto cifrado
parecía que estaba escrito con diferente trazo que el resto de las páginas. Una vez atacada la cifra,
apareció un nombre: Arefast de Blienart. El resto del texto hablaba de una matanza y de una
traición. También aparecía reflejado en el folio 25 verso un extraño dragón. Sherman creía que
podía significar algún símbolo del traidor y revisando la carpeta de su amigo del SISMI he
descubierto que el símbolo del cardenal Lienart es un dragón.
—Sigo algo perdido —confesó el comisario Martelli. La lluvia había comenzado a golpear el
techo del vehículo.
—Matteus Planch me dijo que Henri de Planchet, familiar suyo, cambió su apellido por el de
Planch cuando se refugió en el norte de Italia y que Arefast de Blienart hizo lo propio por el de
Lienart cuando se refugió en París. Y ahora resulta que alguien con el mismo apellido de ese tal
Arefast de Blienart o, mejor dicho, Arefast de Lienart, vuelve a aparecer en nuestras
investigaciones sobre las extrañas muertes de todos aquellos que han tenido algún contacto directo
o indirecto con el Manuscrito Voynich —dijo Jack Brown.
—¡Increíble! —exclamó Martelli mientras lanzaba un largo silbido—. Lo que no entiendo es
por qué a ese cardenal le preocupa tanto un crimen sucedido hace ahora casi setecientos años. No
creo que pueda detener a ese tal Lienart por el asesinato en masa de cuatrocientos cincuenta
hombres, mujeres y niños en 1244.
—Pero sí por los cinco asesinatos de Gordon Rugg, Elizabeth Gwyn, Petrus Rees, Peter Hazil y
el profesor Roberto Lendini y por dos intentos de homicidio, el del padre Marcelo Giannini y el de
Matteus Planch —respondió Jack Brown.
—Son siete asesinatos y no cinco —respondió el comisario Martelli ante la sorprendida
mirada del periodista—. Hace unos días hemos sabido a través de Interpol que alguien asesinó en
Houston a un científico de la NASA llamado Joñas Finch y también en Maryland alguien asesinó a
un analista de la NSA llamado Carlton Sherman.
—¿Por qué no me lo ha dicho antes? ¿Cómo lo ha sabido?
—El autor del asesinato de Finch está aún por descubrir, pero en el caso del asesino de
Sherman, un agente de la NSA consiguió abatirio a tiros. El asesino no llevaba ninguna
identificación, tan sólo portaba un octógono de tela que había dejado sobre el cadáver del analista.
Yo sólo tuve que meter el dato del octógono ese en la computadora de Interpol y salieron sus dos
nombres. Por este motivo sé que son siete los asesinados y no cinco. El cadáver de Finch también
tenía encima un octógono de tela. Vayamos a Villa Mondragone para ver qué podemos descubrir
—dijo el comisario de policía mientras colocaba el intermitente para volver a incorporarse a la
carretera SS-215 que atravesaba el corazón de la ciudad de Frascati.
El resto del trayecto se desarrolló en el más absoluto silencio. El único sonido que se
escuchaba era el de los limpiaparabrisas apartando el agua que caía sobre los cristales del
vehículo. Ni Brown ni Martelli pronunciaron palabra alguna. Tal vez porque sabían que sus
sospechas podían convertirse en realidad unos kilómetros más allá.
Justo antes de llegar a Frascati, el vehículo giró a la izquierda para ascender por la carretera
hasta llegar a un estrecho camino justo a la derecha llamado Via Selve di Mondragone. El ruido de
la gravilla en el camino dio paso de repente a una visión que a Martelli y Brown se les antojó
fantasmagórica. En lo alto de la colina y entre brumas se divisaba una magnífica construcción de
color marrón. Finalmente, el camino desembocó en una gran verja de hierro con dos ángeles de
piedra a ambos lados que se abría a una carretera aún más estrecha escoltada por cipreses. La verja
estaba abierta, así que Martelli la atravesó.
A medida que la carretera seguía ascendiendo, el camino se estrechaba cada vez más hasta
desembocar en una gran plaza que daba acceso a la entrada principal de la villa.
Nada más detenerse el vehículo, Brown abrió la puerta y corrió hacia la parte de atrás de la
casa para no ser visto. Mientras corría pudo oír a su espalda cómo alguien abría la puerta principal
y caminaba hasta el coche del comisario Martelli.
—¿Qué desea? —preguntó la señora Müller con acento alemán asomándose a la ventanilla del
coche del policía y sin dejar que éste pudiese abrir la puerta.
—Soy el comisario Martelli, de la División Criminal —se presentó mientras enseñaba una
lustrosa placa a la mujer.
—¿Y qué desea de nosotros? —volvió a preguntar la mujer.
—Antes de nada que se aparte usted de la puerta y una vez que entre dentro de la casa, hablar
con el cardenal Lienart —dijo Martelli en tono amenazante.
—Muy bien, sígame —dijo la señora Müller mientras hacía una señal al señor Müller, que se
encontraba unos pasos más atrás armado con un rifle de caza.
—Dígale al jardinero que deje el rifle en el suelo y venga hasta nosotros tranquilamente —
ordenó Martelli a la señora Müller.
—No es el jardinero. Es mi esposo, y puede usted decírselo directamente. Habla italiano, como
usted —respondió la mujer en tono más bien áspero.
—Usted, suelte el rifle. Deposítelo en el suelo y venga hacia mí con las manos por delante —
ordenó Martelli.
Müller se agachó y dejó el rifle con mira telescópica en el suelo a la vista del comisario. El
arma se caracterizaba por su potencia y por su altísima precisión. El exmiembro de las SS Ulrich
Müller solía utilizarlo para la caza mayor.
—¡Vaya rifle que tiene usted! Curiosamente, en esta zona está prohibida la caza mayor —dijo
Martelli mientras admiraba el rifle.
—No es para cazar —respondió Ulrich Müller.
—¿Ah, no? Y entonces, ¿para qué quiere semejante cañón? —volvió a preguntar el comisario
—. Aquí no hay elefantes o, por lo menos, eso creo.
—Lo tengo para espantar a los curiosos y a los posibles ladrones que intenten acceder a Villa
Mondragone.
—Bien, pues ahora que ya nos conocemos, yo me quedaré con esto y usted puede retirarse —
ordenó Martelli mientras le enseñaba el rifle que le acababa de incautar.
A pocos metros de allí, a través de un gran ventanal, monseñor Vaclav Przydatek observaba la
escena. Al entrar en el hall, lo primero que llamó la atención del oficial de policía fue el gran
dragón alado que aparecía grabado en el mármol del suelo.
Tal vez aquel escudo tuviese algo que ver con el misterio del Manuscrito Voynich.
—Es muy bonito este dragón —dijo Martelli—. ¿Qué significa?
—Es el símbolo del escudo de armas de la familia Lienart —respondió la señora Müller sin
dar demasiada importancia a la pregunta.
Mientras, Jack Brown intentaba acceder a la casa a través del llamado jardín secreto. El
periodista sacó de su cartera una tarjeta de crédito y la introdujo en la cerradura de la puerta de
acceso a la galería interior. Tras un leve chasquido, la puerta se abrió. Brown intentaba escuchar
algún sonido de voces sin demasiado éxito.
—Avisaré a monseñor Przydatek. Espere aquí y no toque nada —ordenó la señora Müller al
comisario Martelli.
—Aquí estaré, me quedaré quieto y seré buenecito —respondió el policía con cierto sarcasmo
mientras sujetaba entre las manos una fina porcelana del siglo XVII y hacía el amago de dejarla
caer ante la inquisitiva mirada del ama de llaves.
Unos minutos después apareció ante Martelli el religioso polaco.
—Buenos días, soy monseñor Przydatek, secretario privado de su eminencia el cardenal
Lienart. ¿En qué puedo servirle? —preguntó el religioso.
—¡Oh! Ustedes, los religiosos, siempre tan serviciales con las almas del rebaño —respondió
Martelli sin abandonar su sarcasmo.
—Sígame por aquí, por favor, así podremos hablar con tranquilidad —lo invitó Przydatek
mientras se dirigía hacia la Sala de las Cariátides.
—Realmente esta casa es impresionante —confesó Martelli mientras admiraba a su paso los
maravillosos frescos del techo.
—Esta residencia pertenece a la familia Lienart desde 1621. Incluso varios sumos pontífices
han dormido en algunos de los dormitorios de Villa Mondragone —explicó Przydatek.
—¡Impresionante…! —volvió a exclamar el policía mientras seguía de cerca los pasos del
obispo polaco.
Desde un piso superior, Brown divisaba al secretario de Lienart explicando a Martelli
diferentes aspectos de la villa. En completo silencio, el periodista del Boston Globe fue abriéndose
paso a través de varios dormitorios comunicados entre sí mediante puertas. En cada dormitorio
había una cama, una silla y un reclinatorio para orar. En una de las alcobas Brown revisó los
cajones y descubrió una bolsa negra con una cremallera. En su interior había un pasaporte
estadounidense y un carné de conducir de la ciudad de Nueva York a nombre de un tal Emery
Robert Mahoney. El tipo que aparecía en la fotografía del pasaporte habría pasado por un agente
de Wall Street si no hubiera llevado el alzacuellos que lo identificaba como sacerdote.
Brown atravesó otra puerta y accedió a otro dormitorio. En el cajón del armario había un
pasaporte holandés a nombre de Wilhelm Ter Braak. El periodista volvió a dejar el documento en
su sitio y cerró el cajón. Al salir al pasillo vio a lo lejos al ama de llaves, que estaba llamando por
teléfono. ¿Con quién estará hablando?, pensó Jack. Un piso más abajo tenía lugar una
conversación entre Przydatek y el comisario Martelli.
—Desearía hablar con el cardenal Lienart —dijo el oficial de policía.
—Eso no va a ser posible —respondió Przydatek.
—¿Por qué no es posible? —volvió a insistir Martelli.
—Su eminencia el cardenal Lienart está muy ocupado y, de cualquier forma, aunque estuviese
en la residencia, usted no tendría poder suficiente como para interrogarlo. El cardenal Lienart es
ciudadano del Estado Vaticano, por lo tanto, es un ciudadano extranjero que goza de inmunidad
diplomática. Italia debe respetar la inmunidad y las leyes internacionales —dijo Przydatek
severamente.
—¿Por qué se pone usted a la defensiva, monseñor? Yo sólo he dicho que quiero hablar con el
cardenal, no interrogarlo —precisó el comisario Martelli.
—Ya le he dicho que es absolutamente imposible. Le recomiendo para ello que pida usted una
audiencia con su eminencia en el Vaticano.
—Bien, dado que usted está aquí y no es ciudadano vaticano, podrá decirme quiénes son estos
tipos —dijo el jefe de la División Criminal mientras arrojaba sobre una mesa del siglo XVIII las
fotografías en blanco y negro de los cadáveres de los padres André Lamar y Wilhelm Ter Braak.
Monseñor Przydatek cogió las fotografías y las miró detenidamente.
—No sé quiénes son.
—Déjeme decírselo —dijo Martelli mientras le arrebataba las fotografías de la mano—. Éste
murió en la biblioteca de la Pontificia Universidad Gregoriana de Roma mientras intentaba matar
al bibliotecario. Este otro se suicidó después de que yo mismo le metiese una bala en el hombro.
Se arrojó por una ventana y acabó ensartado como un pollo en un tridente de Neptuno.
—Ya le he dicho que no sé quiénes son —volvió a insistir Vaclav Przydatek.
—Lo más curioso de todo es que ambos llevaban consigo un octógono de tela en los bolsillos.
Uno como éste —repuso Martelli mientras arrojaba uno de ellos sobre la mesa.
—No sé qué puede significar esa tela. Lo siento, pero estoy muy ocupado —se disculpó el
secretario de Lienart.
—Déjeme que haga conjeturas. Este octógono de tela es el símbolo de un grupo de asesinos
dirigidos por alguien muy poderoso que se dedican a matar desde 1630 a todos aquellos que
tengan contacto con un misterioso libro. En los últimos meses varios expertos criptoanalistas y
criptógrafos han sido asesinados en diferentes partes del mundo y su única conexión es ese libro,
el Manuscrito Voynich, y este octógono de tela.
—¿Y por qué cree usted que yo puedo tener algo que ver con eso? —preguntó el obispo.
—Hemos seguido la pista de varias misteriosas llamadas hasta aquí, hasta Villa Mondragone.
¿Pero sabe una cosa? —anunció Martelli—. He decidido pedir al juez una orden de registro de
toda Villa Mondragone. Sé que esta residencia no es territorio vaticano, dado que está asentada
sobre territorio italiano. Así que he decidido poner patas arriba cada rincón de esta casa hasta que
encuentre alguna prueba contra usted y su jefe.
—Bien, pues hasta que eso suceda, le pido que abandone inmediatamente la propiedad. La
próxima vez que nos veamos traiga consigo esa orden del juez en la mano o no volveré a mantener
otra conversación con usted —dijo monseñor Przydatek mientras a través de un intercomunicador
avisaba a la señora Müller para que acompañase al visitante hasta la salida.
Escoltado por el ama de llaves a través de los largos pasillos de Villa Mondragone, el
comisario Martelli iba hablando en voz alta con el fin de que Brown pudiera escucharlo.
—Bien, pues ya me voy, pero regresaré con una orden del juez —dijo.
Ya en el exterior, el comisario Martelli se dirigió hasta su coche, aparcado unos metros más
allá. Abrió la puerta y descubrió a Brown tendido en el suelo en el asiento de atrás para no ser
visto por Henrietta Müller.
El vehículo se puso en marcha por el camino que descendía hasta la entrada. Al dar la primera
curva, Brown se incorporó y pasó al asiento delantero.
—¿Ha descubierto algo? —preguntó el periodista.
—No, pero estoy seguro de que ese cura tiene mucho que esconder —respondió Martelli—.
Cuando le mostré las fotografías de los dos cadáveres de los tipos que intentaron asesinar al padre
Giannini y a Matteus Planch, le cambió la expresión del rostro.
—¿Sólo eso? —exclamó Brown—. ¿Sólo ha conseguido eso? ¿Una expresión en una cara?
—Mire, llevo casi treinta años como policía y he interrogado a todo tipo de delincuentes,
inocentes y culpables, y le puedo asegurar que la expresión de ese obispo al mirar las fotografías
era la de alguien que conoce a esos dos fiambres —alegó Martelli—. Estoy seguro de que ese
polaco y su jefe saben algo que quieren esconder y yo estoy ahora disp…
Cuando el comisario Martelli no había acabado aún su frase, sonó un disparo. El policía miró
fijamente a su acompañante y sintió un dolor agudo en la espalda. Una bala disparada por un
francotirador acababa de perforar el respaldo de su asiento y le había atravesado el hombro
izquierdo.
De un fuerte volantazo, el policía sacó el Alfa Romeo del camino para intentar ponerse fuera
del alcance del supuesto francotirador. De repente, sonó un nuevo disparo. Esta vez la bala se
incrustó en la puerta del conductor. Brown, con una profunda herida en la cabeza, intentaba salir
por su puerta arrastrándose entre la maleza. Martelli, que sangraba abundantemente por la espalda,
cogió la radio de su vehículo y pidió refuerzos.
—Hasta que lleguen los refuerzos nos quedaremos aquí. No podemos arriesgarnos a que ese
francotirador nos tenga al alcance de su mira —ordenó Martelli con su pistola reglamentaria en la
mano—. Además, no sé dónde puede estar ese hijo de perra alemán.
—¿Quién cree que puede habernos disparado? —preguntó Brown mientras con el pañuelo
intentaba cortarse la hemorragia de la frente.
—Seguro que no es ese cura. Tiene las uñas demasiado limpias como para ensuciárselas con
algo como esto. Estoy seguro de que ha sido ese guardabosques o lo que sea. El rifle que le incauté
era de precisión, aunque la verdad es que tengo que agradecerle que tenga tan mala puntería —dijo
Martelli mientras realizaba un disparo al aire.
—¿Por qué dispara? —preguntó Brown.
—Para hacerle saber a ese cabrón que estamos armados y que si asoma el hocico por aquí, no
tendré el más mínimo inconveniente en volárselo —respondió Martelli mientras le guiñaba el ojo.
Media hora después, Brown y Martelli escucharon las sirenas de la policía acercándose a Villa
Mondragone.
—Ya llega el séptimo de caballería —anunció Brown al policía, cuyo rostro estaba cada vez
más blanquecino debido a la abundante pérdida de sangre—. Resista, amigo Martelli. Tiene usted
demasiados hijos, primos y sobrinos como para poder hacerme cargo de ellos. —Aquello arrancó
una sonrisa a Martelli.
Minutos después el coche abollado aparecía rodeado de vehículos policiales y de una
ambulancia en la que fue evacuado el comisario hasta el hospital de Frascati. Jack Brown recibió
tan sólo seis puntos de sutura.
Cuando los vehículos policiales llegaron hasta las puertas de Villa Mondragone, Ulrich Müller
y su esposa, Henrietta, fueron detenidos por agentes de la policía criminal. Monseñor Vaclav
Przydatek había conseguido huir rumbo a la seguridad del territorio vaticano.

***

Roma. Italia
Esa misma noche, en el hotel, y aún con la camisa manchada de su sangre y de la del comisario
Martelli, que se recuperaba de sus heridas, Jack Brown levantó el teléfono para relatar al profesor
Avner lo que había sucedido en Villa Mondragone.
Pidió al recepcionista que por favor le subiese a la habitación una botella de bourbon y que le
pusiese con el número de teléfono 41-44-220-50-20, de la ciudad de Zúrich.
En el pequeño baño, Brown intentaba quitarse con dificultad la sangre reseca que manchaba
sus manos cuando sonó el teléfono.
—¿Señor Brown? Le paso la llamada —indicó el recepcionista.
—Buenas noches, hotel Baur au Lac. ¿Con quién desea hablar? —dijo una voz al otro lado de
la línea.
—Buenas noches, deseo hablar con el profesor Avner, Aaron Avner —recalcó Jack.
Misteriosamente, la llamada tardaba bastante en ser atendida, hasta que de repente una voz con
acento alemán respondió al otro lado de la línea.
—¿Sí, dígame?
—Quería hablar con el profesor Avner, por favor —pidió el periodista del Boston Globe.
—¿Quién es usted? —preguntó la voz.
—Y usted, ¿quién es? —inquirió a su vez Brown.
—Soy el inspector Max Fritz, de la división de homicidios de la policía de Zúrich. Ahora me
gustaría saber quién es usted —dijo el policía.
Como intuyendo que había pasado algo malo, el periodista era incapaz de pronunciar palabra
alguna. Tenía miedo de decir algo y que aquello le anunciase una desgracia que cada vez presentía
más cercana.
—Soy Jack Brown. Soy periodista del Boston Globe y amigo del profesor Avner. ¿Qué ha
sucedido?
—Siento comunicarle que ayer por la noche alguien asesinó a su amigo —respondió el
inspector Fritz.
Brown dejó caer el teléfono ante la noticia. Aaron Avner estaba muerto. Aquel anciano judío
húngaro y cascarrabias al que había cogido cariño estaba ahora muerto. Desde el auricular, Jack
oyó cómo el inspector suizo pronunciaba su nombre una y otra vez.
—¿Señor Brown? ¿Señor Brown? ¿Está usted ahí? —preguntó Max Fritz.
—Sí, lo siento, inspector. Estoy aquí, pero la noticia me ha dejado sin habla. El profesor Avner
y yo éramos muy amigos y la noticia de su muerte me ha impresionado mucho. Lo siento —se
disculpó el periodista.
—No se preocupe, lo entiendo. Ahora me gustaría saber si puede responderme a algunas
preguntas —insistió Max Fritz.
—Sí, cómo no, inspector.
—¿Sabe usted si alguien deseaba hacer algún daño al profesor Avner o si había sido
amenazado? —pregunto el comisario.
—No, no lo creo. Además, Aaron era bibliotecario. ¿Quién querría hacerle algún daño? —
mintió Brown.
—No lo sé. Es lo que estamos intentando averiguar, el hecho es que el profesor Aaron Avner
ha sido asesinado.
—¿Puedo preguntarle algo, inspector?
—Claro, dígame.
—¿Encontraron sus hombres en la suite del profesor papeles, fotografías o documentos sobre
un libro antiguo? Los guardaba en unas carpetas de color rojo. Debe de haber una veintena de ellas
con información sobre un libro —dijo Brown.
—No, lo siento. Mis hombres dijeron que no había ningún papel o documento en su suite. Tan
sólo los documentos personales, su pasaporte estadounidense y su carné de conducir, pero ningún
papel o documento sobre un libro. ¿A qué libro se refiere? —preguntó el policía.
—¡Oh! No se preocupe, no es nada importante. Por cierto, inspector, ¿podría decirme si
encontraron en la suite del profesor Avner algún octógono de tela o algo parecido?
—Sí, un octógono de tela. Alguien, posiblemente el asesino, lo había dejado sobre el cadáver.
¿Puede decirme qué significa? —inquirió el inspector Fritz.
—Espero poder decírselo en unos días. Le prometo que lo llamaré. Por cierto, ¿qué van a hacer
con el cadáver del profesor?
—No se preocupe. Un miembro del consulado estadounidense en Zúrich se ha hecho cargo de
la repatriación del cadáver a Estados Unidos por indicación de la Universidad de Yale. Cuando
terminemos los exámenes forenses, les entregaremos el cuerpo del profesor —dijo amablemente
el inspector Max Fritz.
—Muchas gracias por todo, inspector.
—Buenas noches, señor Brown, y permítame darle el pésame por la muerte de su amigo —se
condolió Fritz.
—Gracias, muchas gracias. —A continuación el periodista cortó la comunicación.
En la soledad de su habitación y mientras apuraba uno tras otro varios vasos de bourbon,
Brown lloró por la muerte de aquel viejo judío húngaro que un día intentó descubrir un secreto
guardado desde hacía siglos en un oscuro libro llamado Manuscrito Voynich.

***

New Haven. Connecticut

En la oscuridad de la noche, los padres Carlos Reyes y Eugenio Cornelius, hermanos del Círculo
Octogonus, se mantenían resguardados de la lluvia a pocos metros de la puerta de emergencia de
la Biblioteca Beinecke. Debían permanecer allí hasta que Faetonte les facilitase la entrada. Su
misión era clara. Su objetivo debía ser cumplido por el bien y la salvaguarda de la Iglesia católica,
según había ordenado monseñor Vaclav Przydatek, y ambos asesinos estaban dispuestos a
cumplirla.
Sobre las once de la noche, y sin que aún hubiese dejado de llover, la puerta metálica se abrió
desde dentro.
—Fractum nec fractuem, favor por favor —dijo Faetonte.
—Silta nec silto, silencio por silencio —respondieron los padres Reyes y Cornelius.
—He sido informado de la misión que deben cumplir —dijo Faetonte a los enviados del
Octogonus.
—Bien, pues llevémosla a cabo lo antes posible —dijo el padre Cornelius.
Los tres hombres comenzaron a caminar por un estrecho pasillo hasta la escalera de
emergencia, por donde se podía acceder a los pisos superiores de la biblioteca. Faetonte se había
ocupado antes de anular las cámaras de seguridad del interior de las salas.
—¿Hay mucha vigilancia? —preguntó Reyes.
—No. Tan sólo un viejo vigilante armado con una pistola que jamás ha disparado y una porra.
Ésa es la única seguridad que existe en este edificio en el que se reúnen tantas valiosas joyas
bibliográficas —respondió Faetonte.
Los tres hombres estaban en la zona de las oficinas cuando Faetonte ordenó a los dos asesinos
del Octogonus que esperaran en uno de los despachos.
—Quédense aquí hasta que yo regrese. Les traeré el libro. Si me cogen con él, nadie
sospechará. Siempre puedo decir que el profesor Avner me ha ordenado mirar algún dato.
—Bien, esperaremos aquí —dijo el padre Cornelius.
Faetonte salió del despacho y se dirigió hacia el pasillo, a la estantería en donde se encontraba
el libro MS 408. Cogió el libro con fuerza, lo sujetó entre las manos y regresó hacia el despacho
en el que estaban los padres Reyes y Cornelius. Las órdenes que había recibido del gran maestro
del Círculo Octogonus era que debía entregar el libro a ambos enviados y no hacer preguntas.
Faetonte atravesó la gran sala de códices bajo el ruido de los ventiladores, que mantenían la
temperatura y la humedad, como sonido de fondo. Abrió la puerta con su tarjeta de seguridad y
accedió a la escalera. Cuando se disponía a subir por ella, se encontró frente al viejo George, que
estaba haciendo su ronda nocturna. No había contado con ello.
—Buenas noches, señor Duke —saludó George.
—Buenas noches, George —respondió Faetonte.
—Estoy haciendo una ronda por aquí. Hemos tenido desde hace unas horas problemas con las
cámaras de seguridad del circuito cerrado, especialmente con las que están en la escalera de
emergencia —dijo el vigilante.
—Bien, George, pues continúe.
Cuando se cruzaron, el vigilante observó el códice que Milo Duke llevaba entre las manos.
—Un momento —ordenó George—. Ése es el Manuscrito Voynich, nadie me había
comunicado que esta noche habría movimientos de libros.
—No se preocupe, George. Tengo que coger unos datos que necesita el profesor Avner.
Después lo llevaré a su sitio —respondió Duke para ganar tiempo.
—En cualquier caso, tendré que informar a la señora Hollingsworth y al decano Maynard.
Ellos saben que deben informarme si después del cierre se va a llevar a cabo una extracción de un
códice de la biblioteca —protestó George.
En ese momento, y como surgido de las sombras, el padre Reyes sujetó con la mano izquierda
desde atrás y por la boca a George y con la derecha, de forma rápida e implacable, le introdujo una
daga de misericordia por la nuca.
—Dejémonos de rodeos y entrégueme ya el libro —ordenó a Duke el asesino del Octogonus
aún con la daga ensangrentada en la mano derecha.
—Aquí está —dijo Faetonte mientras le entregaba el Manuscrito Voynich al padre Reyes.
En ese momento y sin que Duke se diese cuenta el padre Cornelius se situó a su espalda, sacó
de su bolsillo un fino cable de acero cubierto con púas y con un rápido movimiento se lo pasó por
el cuello. Mientras agonizaba debido al dolor de las púas incrustándose en la carne de su cuello y a
la falta de aire, Milo Duke, con lágrimas en los ojos, apenas podía balbucear.
—¿Por qué? ¿Por qué? ¿Por… qué? ¿Por…? —Segundos después estaba muerto.
—Faetonte era hijo de Helio y Climene. Cuando supo quién era su padre, fue a pedirle que le
dejara guiar sus caballos desde Oriente. Helio se lo concedió y Faetonte hizo que los caballos se
encabritasen y causaran en el mundo mil desastres. Todos clamaron a Zeus en demanda de
remedio, así es que éste decidió matar a Faetonte con un rayo. Ésa es ahora la pena que ha
impuesto para ti el gran maestro del Círculo Octogonus. Ha llegado la hora de juzgar a los
muertos y recompensar a los profetas. Fractum nec fractuem, silta nec silto, favor por favor,
silencio por silencio —sentenció el padre Eugenio Cornelius mientras se santiguaba ante el
cadáver de Duke.
Con el mismo sigilo con el que habían entrado en el edificio de la Biblioteca Beinecke de
Libros Raros y Manuscritos de la Universidad de Yale, los dos asesinos del Círculo Octogonus se
perdieron entre las sombras de las calles de New Haven con el Manuscrito Voynich en su poder.
A la mañana siguiente, las mujeres de la limpieza se extrañaron al no ver a George en la
recepción y las puertas blindadas del edificio aún cerradas. Tras pasar una hora, una de las
mujeres llamó al decano Clark Maynard y a la bibliotecaria, la señora Gayle Hollingsworth, que
tenía una llave maestra. El cadáver de George apareció rodeado de un gran charco de sangre en el
rellano de la escalera de emergencia. Tres unidades del Departamento de Policía de New Haven y
dos de la policía del campus fueron los primeros en llegar; después sellaron el edificio por
completo.
—Necesito saber si falta algún libro, señora Hollingsworth. Registre todos los códices y
manuscritos uno por uno —ordenó el decano Maynard.
Mientras el máximo responsable de la Universidad de Yale daba instrucciones al personal de
la Beinecke, se escuchó un gran revuelo en el Jardín Japonés. Varios agentes de policía corrían por
los pasillos rumbo a la puerta trasera del edificio que se abría al jardín diseñado por el escultor
estadounidense de origen japonés Isamu Noguchi.
Cuando el decano Maynard llegó hasta la parte alta del jardín, sólo pudo divisar a agentes de
policía, personal de la biblioteca y a varios estudiantes mirando atentamente a la parte baja del
jardín. El drama silencioso estaba desarrollándose inexorablemente como si de una escena de
teatro clásico se tratara. Al dirigir su mirada hacia abajo, vio el cuerpo desnudo y ensangrentado
de Milo Duke.
Las palmas de las manos y los pies habían sido traspasados por gruesos clavos de hierro, que
dejaron al ayudante del profesor Avner totalmente inmóvil. Desde arriba la imagen del joven era
la de un doloroso Cristo que acababa de ser crucificado. En el suelo, de arena blanca, alguien
había trazado un extraño octógono.
El silencio de los allí presentes fue roto tan sólo por los gritos casi histéricos de la señora
Hollingsworth.
—¡Decano Maynard, decano Maynard! —gritó nerviosamente la bibliotecaria.
—¿Qué ocurre? —preguntó el decano.
—El códice, el códice… —intentaba explicar la señora Hollingsworth.
—¿Qué códice? —preguntó Maynard bruscamente mientras sujetaba a la señora
Hollingsworth por ambos brazos con la intención de tranquilizarla.
—El Manuscrito Voynich no está. Ha desaparecido. El MS 408 no está en su sitio. Lo he
buscado por todas partes y no aparece. Alguien debe de habérselo llevado de la biblioteca —dijo
la mujer.
—¿Y quién querría llevarse ese libro? Si el robo hubiese sido por dinero, yo me habría llevado
la Biblia Gutenberg y no un libro de precio inferior cuyo significado nadie conoce. ¿No le parece?
—preguntó el decano Maynard, pero nadie respondió a esta cuestión.

***

Nueva York

Justo a esa misma hora, desde el aeropuerto JFK de Nueva York, tres sacerdotes con pasaporte
diplomático de la Ciudad Estado del Vaticano, los padres Carlos Reyes, Eugenio Cornelius y
Demetrius Ferrell, abandonaban Estados Unidos rumbo a París en un vuelo de Continental
Airlines y desde la capital francesa se dirigirían a Roma en un vuelo de Alitalia. En una maleta
con sellos diplomáticos de la Santa Sede aparecía envuelto en una funda de terciopelo rojo un
extraño libro de 225 mm x 160 mm cuyo destino serían las manos del cardenal August Lienart.
El padre Septimus Alvarado se encontraba desde hacía días en la capital italiana a la espera de
ser convocado por el gran maestro del Círculo Octogonus. A él, sólo a él, debía entregarle en
persona la veintena de carpetas rojas con documentación sobre el Manuscrito Voynich que había
cogido de la habitación del bibliotecario judío asesinado en el hotel de Zúrich.

***

Ciudad del Vaticano


—Su Santidad, ¿me habéis ordenado llamar? —preguntó el cardenal Lienart junto a la puerta del
despacho papal.
—Entrad, por favor. Entrad y acomodaos aquí junto a mí. Dejadme antes acabar de firmar
estos documentos —pidió el Santo Padre a Lienart mientras su secretario pasaba una hoja tras otra
y, tras poner la rúbrica pontificia, dejaba caer el lacre líquido y estampaba sobre él el escudo papal
—. Muy bien, Giuliano, ahora dejadnos a solas con su eminencia —indicó el Papa a su ayudante.
Mientras el secretario abandonaba la estancia, el Santo Padre se dirigió a Lienart.
—¡Ah, fiel Lienart! Tenemos poco tiempo para poder rezar y pensar en las necesidades de la
Iglesia —dijo el Papa sonriendo.
—Es el problema que tiene este cargo, Su Santidad. Sois el máximo poder de la Iglesia
católica y tenéis poco tiempo para hablar con Dios —respondió el cardenal.
—Cada día mi secretario me envía a primera hora de la mañana una larga lista de personas que
sólo desean presentar sus respetos al Papa: obispos, cardenales, monseñores, hombres de negocios
e incluso actores… —afirmó el Sumo Pontífice—. Todos quieren ver al Papa. No tengo tiempo
para otra cosa. Siempre pensé que los papas tendrían más tiempo para hablar con Dios, al estar
más cerca de él, y ahora descubro que no tenemos tanto tiempo como esperábamos y deseábamos.
—Vos, Su Santidad, seréis un gran Papa. Estoy seguro de que haréis traspasar a la Iglesia el
umbral del siglo. Vuestra tarea será la de modernizar la Iglesia y, por ello y para ello, habéis sido
elegido.
—Mi fiel Lienart, vos sabéis bien que para un Sumo Pontífice es más sencillo cuidar de este
rebaño formado por más de ochocientos millones de almas que de las almas de los miembros de la
curia —respondió el Papa mientras lanzaba una amplia sonrisa a Lienart.
—Recordad siempre, Su Santidad, la conversación que mantuvimos la noche antes de vuestra
elección bajo los frescos de Miguel Ángel —recordó August Lienart—. Yo siempre estaré a
vuestro servicio y al de Dios para cualquier tarea que tenga encomendada para mí. Yo soy vuestro
más fiel servidor, Su Santidad.
—Lo sé bien, cardenal Lienart, lo sé bien —dijo en un murmullo el Santo Padre.
El Papa se quedó un rato absorto en sus pensamientos. Sin dejar de mirar el atardecer que
iluminaba la plaza de San Pedro a través de su ventana, el Sumo Pontífice continuó hablando.
—Nos encontramos muy solos, amigo Lienart. Tal vez debería haber rechazado el cargo
cuando me fue ofrecido por el camarlengo bajo la Capilla Sixtina.
—He visto ya con vos, Su Santidad, a tres hombres portar el Anillo de Pedro. Su Santidad será
tal vez el último al que podré ver. Cada uno de ellos llegó alguna vez al punto en el que Su
Santidad se halla ahora, el momento de la soledad. Tengo que deciros que no hay remedio para
ello. Permaneceréis aquí hasta el día que muráis y cuanto más viváis, más larga será vuestra
soledad. Utilizaréis a este o a aquel hombre para el trabajo de la Iglesia, pero cuando el trabajo
esté hecho o el hombre elegido demuestre su incapacidad, Su Santidad lo alejará y buscará a otro.
Necesitáis afecto, incluso yo necesito afecto. Podréis tenerlo un tiempo, pero lo perderéis de
nuevo. Le guste o no, Su Santidad está condenado a un largo peregrinaje desde el día de su
elección hasta el mismo día de su muerte. Esto es un calvario, Su Santidad, que apenas habéis
empezado a asumir y a caminar por él.
El Papa continuaba ensimismado con la visión de las primeras luces que se acababan de
encender en la plaza a unos metros bajo él. Desde la ventana veía cómo sólo unos pocos
peregrinos paseaban lentamente por la plaza de San Pedro.
—¿Su Santidad? —dijo Lienart para llamar la atención del Papa.
—¡Oh, perdonadme! Cuando observo a la gente caminar bajo esta ventana, deseo poder volver
a ser un cura de pueblo en mi tierra natal, una de esas personas sin nombre, sin identidad, con un
futuro aún por escribir. Deseaba ser un rostro más entre los funcionarios eclesiásticos, pero, al
parecer, Dios tenía otra labor para mí. Al parecer, Él tenía ya escrito mi futuro.
—Vuestro futuro, Su Santidad, está aún por escribir. No ha hecho más que comenzar a
escribirse. Vos ya no sois un simple cardenal, vos ya no sois ni siquiera Su Santidad el Papa. Vos
sois Pedro, el pescador, y vuestra labor es ahora la de vigilar los destinos de la Iglesia católica,
como digno sucesor y apóstol de Jesucristo, Nuestro Señor —declaró fervorosamente el cardenal
August Lienart.
—¿Vos creéis, fiel Lienart? Yo creo que Dios y el Espíritu Santo escribieron ya mi futuro
cuando fui elegido en el pasado cónclave. De cualquier forma, ya no hay vuelta atrás, ¿verdad,
eminencia? —replicó el Papa.
—Así es, Su Santidad. Ya no hay vuelta atrás.
El Sumo Pontífice se quedó nuevamente ensimismado en sus pensamientos mientras
continuaba mirando por la ventana.
—Su Santidad, ¿qué deseáis de mí? —preguntó cautamente Lienart.
—¡Oh, sí! Lo he mandado llamar para informarle de que nos hemos decidido nombrarlo
secretario de Estado de la Santa Sede. Mañana por la mañana nos hemos ordenado a la Sala de
Prensa que emita un comunicado informando a la prensa y al mundo que tras la misa de mañana se
hará oficial su nombramiento.
—¡Oh, Su Santidad! Me siento muy honrado por la confianza que vos depositáis en mí y debo
deciros que no os defraudaré en mi nueva labor y responsabilidades al frente de la Secretaría de
Estado —dijo en voz baja el cardenal Lienart, aún recuperándose de la sorpresa—. ¿Pero qué
pasará con el cardenal Lubiani, Su Santidad?
—El cardenal Lubiani ha demostrado ya con creces su fidelidad a la Iglesia y a cuatro sumos
pontífices y creo que es ya hora de que se aparte de algunas responsabilidades hacia Dios y
descanse —dijo el Santo Padre.
—Perdonad, Su Santidad, pero estoy seguro de que el cardenal Alberto Lubiani no es hombre
de descanso.
—Lo sé, querido Lienart, lo sé —dijo sonriendo el Sumo Pontífice—. Por eso he decidido
nombrarlo rector de la Pontificia Universidad Gregoriana de Roma. Nos hemos dispuesto que haya
una transición entre la salida del cardenal Lubiani de la Secretaría de Estado y su entrada en el
cargo. También, nos hemos decidido nombrar al cardenal Pietro Orsini, encargado hasta ahora de
la Primera Sección, responsable del Gobernatorio del Estado Vaticano. Las relaciones
diplomáticas serán dirigidas por el cardenal Gaetano Angelini, en quien tengo una gran confianza.
—Su Santidad, ¿cómo deseáis que se haga el traspaso de poderes, si puedo preguntarlo? —dijo
Lienart al Papa.
—Nos hemos decidido que el cardenal Lubiani continúe en su cargo durante una semana más.
Posteriormente, nos convocaremos a todos los miembros de la Secretaría de Estado y del colegio
cardenalicio en audiencia para dar las gracias al cardenal Lubiani por su labor al frente de la
Secretaría y anunciar oficialmente su nombramiento para el cargo. En ese momento, nos leeremos
una carta explicando el motivo de su elección para tan alta responsabilidad. Hasta que esto suceda,
vos continuaréis ejerciendo vuestra labor como consejero pontificio.
—Muy bien, Su Santidad, así se hará —dijo el nuevo y flamante Secretario de Estado
mientras, rodilla en tierra, besaba el Anillo de Pedro.
Cuando el cardenal Lienart se disponía a salir de la estancia papal, el Santo Padre se dirigió de
nuevo hacia él.
—Por cierto, eminencia, tras anunciar vuestro nombramiento, nos hemos decidido organizar
un concierto de los coros vaticanos en la Galería de los Mapas en honor del cardenal Alberto
Lubiani, al que deseo que asistáis. Posteriormente impartiré una misa y, junto a un pequeño grupo
de invitados, deseo que compartáis con nos la cena de esa noche —dijo el Sumo Pontífice.
—Será un honor para mí, Su Santidad. Allí estaré —replicó Lienart.
—Buenas noches, querido amigo —se despidió el Papa.
—Buenas noches, Santidad —dijo Lienart mientras cerraba la puerta silenciosamente y se
alejaba por los largos y oscuros pasillos vaticanos que él conocía a la perfección.
Unos minutos después, el cardenal August Lienart entraba en su despacho a oscuras. Alguien
debía de haber apagado todas las luces.
Molesto por la intromisión, dirigió su mano hacia el interruptor. En ese momento, algo
sobresaltó al poderoso miembro de la curia. A través del resplandor de la ventana, el cardenal
Lienart observó una sombra que se encontraba sentada en el sofá.
—¿Quién está ahí? —inquirió Lienart intentando enfocar su visión en la oscuridad.
—Soy yo, monseñor Przydatek —respondió la sombra.
—¿Qué hace usted en la oscuridad? —preguntó Lienart.
—No encienda la luz, eminencia, por favor —pidió el secretario polaco.
Al encender la pequeña luz de su mesa de trabajo, Lienart observó el rostro sin vida de su
ayudante observándolo en la oscuridad.
—¿Qué le ha ocurrido, Przydatek? Dígamelo ahora mismo. Se lo ordeno —dijo el cardenal
August Lienart.
—Todo está perdido. Absolutamente todo —declaró Vaclav Przydatek ante el sorprendido
rostro de Lienart.
—Nada está perdido si nuestra fe es lo verdaderamente fuerte como para aguantar la pena
impuesta, como la supo aguantar Nuestro Señor Jesucristo en la cruz. Él no lloriqueó como hace
usted ahora. Él supo morir por los suyos con honor, con valentía y también con amor por lo que
dejaba atrás.
—La policía ha asaltado Villa Mondragone esta tarde y Ulrich ha intentado matar a un
comisario de policía. Los agentes se han llevado detenidos a Ulrich y a la señora Müller —
balbuceaba Przydatek.
—No se preocupe. La policía no encontrará nada en Villa Mondragone, pero usted no debería
haber venido aquí. Ahora la policía italiana sabrá que se ha refugiado en el Vaticano y querrán
interrogarlo —dijo Lienart.
—¡Si usted lo ordena, me entregaré para no poner en evidencia a su eminencia, a Su Santidad
y a la Santa Sede! —exclamó el obispo polaco.
—No diga tonterías —protestó el cardenal—. Si supieran que yo lo he convencido para que se
entregue, me señalarán como cómplice suyo y con mi nueva posición en el Vaticano no me lo
puedo permitir.
—¿Qué nueva posición? —preguntó el secretario.
—Querido secretario, los designios de Dios son inescrutables y aquí, en el Vaticano, cada vez
estoy más convencido de ello —dijo Lienart—. Hace tan sólo unos minutos Su Santidad me ha
comunicado mi nombramiento como nuevo secretario de Estado de la Santa Sede.
—¿Pero cómo? ¿Y el secretario Lubiani? —preguntó monseñor Przydatek.
—Ya es hora de que ese maldito viejo abandone el poder. El Papa está decidido así a borrar de
la curia cualquier rastro de su antecesor, y Lubiani era aún un rastro importante —respondió
Lienart mientras daba una profunda calada a un cigarro habano que acababa de encender.
—¿Seguirá en el Vaticano? Porque si es así, puede ser una traba importante para nuestra labor.
—¿Nuestra? Fiel Przydatek: será mi labor, no la suya —replicó Lienart a un sorprendido
Przydatek—. Créame que me gustaría que usted asumiese el cargo de responsable de la Entidad,
pero ese policía al que ha disparado el señor Müller y ese periodista, Jack Brown, están
acercándose demasiado a mí y eso puede ser peligroso. En estos momentos hay que pensar en
alguien que sepa asumir sus culpas, como Nuestro Señor Jesucristo se sacrificó por todos
nosotros.
Una llamada de teléfono interrumpió de repente la conversación. Al otro lado de la línea,
Giovanni Biletti, el superintendente jefe de la Gendarmería Vaticana, informaba al cardenal
Lienart sobre la llegada de tres vehículos policiales italianos a la puerta de Santa Ana.
—Bien, bien, no hace falta —repetía el cardenal a su interlocutor—. No, señor Biletti, no hace
falta que molesten al cardenal secretario de Estado Lubiani. Creo que está despachando con el
Santo Padre y no quiere que se le moleste. Yo me ocuparé del asunto.
Tras colgar el auricular, su eminencia miró de soslayo a monseñor Przydatek.
—Quiero que se siente a esa mesa y escriba una carta.
—¿Qué quiere decir, eminencia? —preguntó Przydatek.
—Muy sencillo. Si yo caigo por culpa de ese Martelli y de ese Brown, también caerá el Papa,
también caerá el honor de la curia y la Iglesia católica se verá afectada por el escándalo. Recuerde,
querido y fiel Przydatek, lo que le pasó al presidente Nixon con aquel caso, creo recordar que se
llamó Watergate. La ignominia manchó la Casa Blanca y la presidencia de toda una nación. Eso
mismo podría suceder aquí en la Santa Sede y al pontificado si ese policía y ese periodista
descubriesen mi relación con los hermanos del Círculo Octogonus. Ahora que me he convertido en
el número dos del Estado Vaticano, ¿cree sinceramente que si Martelli y Brown descubriesen mi
relación con los asesinatos del Círculo Octogonus no intentarían implicar al Santo Padre en ello
para desprestigiar a nuestra Iglesia? Nuestra labor, y en especial la suya, es asumir en caso de
necesidad las responsabilidades de nuestros actos.
—Pero, eminencia… —intentó balbucear monseñor Vaclav Przydatek.
—Intelligenti pauca, a buen entendedor, pocas palabras. Recuerde la famosa frase genuflectant
omnes in plano, todos se arrodillan al mismo nivel del suelo. Con ello quiero decirle, fiel
Przydatek, que si yo caigo, cae el Sumo Pontífice, y con él, el Estado Vaticano y la Iglesia
católica. Si cae usted, sólo cae usted, como en su día sólo cayó Jesucristo en la cruz. Él podía
haber delatado a sus apóstoles para que lo acompañasen al tormento en el Gólgota, pero no lo
hizo. Supo sacrificarse en silencio para que su palabra y sus enseñanzas continuasen
extendiéndose por el mundo a través de sus apóstoles. Ésa debería ser tal vez su decisión, querido
Przydatek. Caer usted solo para que yo, Su Santidad, el Vaticano y la Iglesia católica puedan
continuar con su labor de transmisores de la fe y del mensaje de Jesucristo, Nuestro Señor en la
Tierra —explicó Lienart a su secretario—. Ahora, antes de retirarse, quiero que escriba esa carta y
asuma usted cualquier culpa. Yo desde mi nuevo puesto de secretario de Estado haré todo lo
posible para ayudarlo. No permitiré que la Santa Sede lo entregue a los italianos. Créame que no
lo dejaré solo.
Monseñor Vaclav Przydatek se sentó a la mesa y con una pluma comenzó a escribir
pausadamente y con letra clara.
Yo, Vaclav Ilich Przydatek, nacido en Varsovia, Polonia, y obispo de la Santa Iglesia católica,
en pleno uso de mis facultades mentales juro que los sucesos ocurridos alrededor de Villa
Mondragone son responsabilidad únicamente mía. Esta carta no debe tomarse como una petición
de perdón ni como una confesión debido a que todo lo que hice, incluso la continua violación del
quinto mandamiento, fue por defender a la Iglesia católica y a la verdadera fe de sus enemigos, y
por salvaguardar el honor de Su Santidad y de su eminencia el cardenal August Lienart. No quiero
el perdón, porque sencillamente no creo haber pecado. Dios, en su infinita sabiduría y
benevolencia, será quien me juzgue llegado ese momento. Antes de que eso ocurra, no creo que
deban ser los seres humanos imperfectos los que deban hacerlo. Por eso he decidido escribir esta
carta. Que Dios, Nuestro Señor, me proteja. Firmado: Vaclav Przydatek.
Tras poner su rúbrica en el texto, el cardenal Lienart cogió el manuscrito, lo leyó, lo dobló y lo
guardó en un sobre.
Posteriormente derramó lacre caliente e impuso el sello del dragón sobre él.
—Ahora, si no le importa, debo continuar con mi trabajo antes de asumir las responsabilidades
para las que he sido elegido por Su Santidad.
—Buenas noches, eminencia —dijo Przydatek.
—Buenas noches, secretario, y no olvide mis palabras. Lo que hace falta es someter a las
circunstancias y no someternos nosotros a ellas. Tal vez debería visitar la basílica y rezar a Dios
ante la Tumba de Pedro. Quizá él lo ayude a tomar la decisión correcta —dijo Lienart a su
secretario, que ya había abandonado el despacho.
Mientras salía por el pasillo, Przydatek escuchó cómo el cardenal Lienart levantaba el teléfono
y hablaba con el superintendente Biletti.
—Superintendente, soy el cardenal Lienart.
—Sí, eminencia. ¿Qué debo hacer? —preguntó el jefe de la Gendarmería Vaticana.
—Despida a los italianos y dígales que por favor no obstruyan la puerta de Santa Ana. Si piden
hablar con el secretario de Estado Lubiani, dígales que soliciten una audiencia mañana por la
mañana, pero que hasta que esa audiencia suceda, la Santa Sede no permitirá que una policía
extranjera interrogue a uno de sus ciudadanos más importantes como es monseñor Przydatek. ¿Ha
quedado claro? —dijo Lienart.
—Sí, muy claro, eminencia. Así se lo haré saber a los italianos —respondió Biletti.
—Bien, muy bien. Creo que usted y yo mantendremos muy buenas relaciones a partir de ahora.
Después de despedir a los italianos ocúpese de buscar a monseñor Przydatek y póngalo bajo
custodia de la Gendarmería Vaticana hasta nueva orden.
Buenas noches, superintendente.
—Buenas noches, eminencia.
Pocos minutos después, desde la ventana de su despacho, el cardenal August Lienart pudo
divisar cómo tres vehículos negros policiales con las sirenas azules sobre sus techos daban marcha
atrás, atravesaban el control de la Guardia Suiza y regresaban a territorio de la República Italiana.
Monseñor Vaclav Przydatek se arrodilló ante la Tumba de Pedro, bajo la basílica. El sonido
del Ave verum corpus de Mozart, cantada por los coros del Vaticano, llegaba hasta sus oídos. Allí
Pedro había sido crucificado por orden de Nerón cabeza abajo. En el Liber pontificalis se decía
que Pedro sepultus est via Aurelia, in Templum Apollonis, juxta territorium Triumphalem , que fue
enterrado en la Vía Aurelia, en el Templo de Apolo, cerca del lugar donde fue crucificado. En
aquel mismo lugar el emperador Constantino había edificado la primera basílica.
Postrado ante la tumba del primer Sumo Pontífice, el que había sido hasta ese momento el
hombre de máxima confianza del cardenal August Lienart decidió tomar una decisión
trascendental para la Iglesia católica y para la seguridad del pontificado. Tras santiguarse, el
obispo polaco se dirigió hacia la puerta lateral de la basílica, que daba acceso a los Museos
Vaticanos.
Un agente de la gendarmería que se encontraba en el interior del santo recinto dio la alerta a su
jefe a través de la radio que portaba bajo su chaqueta.
—Bien, señor, así lo haré —dijo el agente—. Se dirige hacia los museos.
A continuación, el policía decidió seguir los pasos de monseñor Przydatek. Un poco más
adelante, el religioso polaco alcanzó el Atrio de las Cuatro Cancelas y se dispuso a ascender por la
escalera de caracol diseñada por el gran arquitecto Donato Bramante. Un piso más abajo al primer
agente se le había unido ya el propio Giovanni Biletti y dos agentes más de la gendarmería. Biletti
miraba hacia lo alto intentando divisar a monseñor Przydatek.
—¡Monseñor! —gritó el superintendente—. Monseñor, necesito hablar con usted. Deténgase
por favor.
Przydatek continuaba ascendiendo hacia lo alto de la escalera mientras repetía una y otra vez
la frase potius mori quam foedar, antes morir que mancillar el honor.
Los cuatro agentes pontificios se iban acercando cada vez más al secretario del cardenal
Lienart mientras Biletti seguía intentando llamar la atención del alto miembro de la curia sin
resultado.
Por fin, Przydatek alcanzó el Patio de las Armaduras, desde donde se divisaba a través de su
techo acristalado una maravillosa vista de la Ciudad Eterna. Sin detenerse a observar la vista que
se abría ante él y mientras seguía repitiendo entre dientes la frase potius mori quam foedar,
monseñor Przydatek observó los dieciséis metros de altura que había hasta la base de la escalera.
Sin pensarlo, el religioso subió la pierna izquierda y se encaramó a la barandilla de piedra
lustrada.
En ese momento, el jefe de la policía vaticana estaba ya a escasos centímetros del obispo.
—No lo haga, monseñor. No lo haga, por favor —suplicó Biletti.
Casi sin mirarlo, monseñor Vaclav Przydatek se dejó caer al vacío, desapareciendo del campo
de visión de Biletti, que se había lanzado hacia delante para tratar de alcanzar al obispo por el
brazo. Cuando los agentes se asomaron por la barandilla, todavía el cuerpo de Przydatek parecía
estar flotando en el espacio. Segundos después, el cuerpo impactó contra el suelo como una gran
bolsa de agua. El cadáver quedó rodeado de una gran mancha roja que se hacía cada vez más
amplia alrededor de su cuerpo inerte.
El timbre seco del teléfono sonó repetidamente en el despacho de su eminencia el cardenal
August Lienart, pero a pesar de encontrarse a escasa distancia de él, no contestó. Sabía lo que
había ocurrido. Conocía a monseñor Vaclav Przydatek desde hacía años y sabía cuál había sido su
decisión, la mejor de todas para salvaguardar a la Iglesia y a su máximo representante en la Tierra.
Cuando el teléfono dejó de sonar, su eminencia decidió llamar a su nuevo secretario.
—Padre Mahoney, indique a los padres Ferrell, Cornelius, Reyes y Alvarado que los recibiré
en unos minutos —ordenó el cardenal.
—Bien, eminencia —dijo Mahoney mientras se acomodaba en el confortable sillón del que
hasta hacía unos minutos había sido el hombre de máxima confianza del nuevo secretario de
Estado y que ahora reposaba con la cabeza destrozada sobre el elegante mármol del Atrio de las
Cuatro Cancelas.
Unos minutos más tarde, el cardenal secretario de Estado Lienart fue nuevamente
interrumpido por su secretario.
—Su eminencia, los padres Ferrell, Cornelius, Reyes y Alvarado están aquí —dijo Mahoney
con voz grave.
—Muy bien. Hágalos pasar —ordenó Lienart.
Al entrar en el despacho, los cuatro sacerdotes se dispusieron en ordenada fila y fueron
besando el escudo del dragón que aparecía en el anillo de Lienart. El cardenal los invitó a sentarse
en el sofá.
—Por aquí, hermanos —dijo—. ¿Qué traen para mí?
El padre Septimus Alvarado fue el primero en hablar.
—Su eminencia, traigo aquí varios documentos que creo que deberían ser destruidos —dijo
Alvarado mientras de un gastado maletín extraía varias carpetas de color rojo con anotaciones de
puño y letra hechas por el profesor Aaron Avner.
—Así se hará, fiel Alvarado. Así se hará —confirmó el cardenal Lienart.
El siguiente en hablar fue el padre Eugenio Cornelius. De una gran funda de terciopelo rojo, el
hermano del Círculo Octogonus extrajo un curioso libro. Al depositarlo sobre la mesa los cinco
hombres allí reunidos se quedaron mirándolo durante largo rato. Por fin, y para romper el silencio,
el cardenal Lienart ordenó a los cuatro religiosos que se pusieran de pie.
—Déjenme felicitarlos por el buen término de la misión encomendada por el Santo Padre y
por Dios para proteger a la Iglesia de sus enemigos —dijo Lienart—. Ahora, cojámonos de las
manos y oremos durante unos minutos por la pérdida de nuestros hermanos del Círculo, monseñor
Vaclav Przydatek, padre Italo Jacobini, padre André Lamar y padre Wilhelm Ter Braak. Supieron
dar su vida en defensa de la fe y Dios en su misericordia se lo premiará.
Tras pronunciar la palabra amén, los cinco religiosos se santiguaron. A continuación, el
secretario de Estado volvió a romper la rigidez del acto.
—Queridos hermanos, ahora les daré mis nuevas instrucciones. Usted, padre Reyes, regresará
a su querida iglesia de Laja, en Bolivia. Usted, padre Alvarado, volverá para un merecido descanso
a su parroquia en España. Usted, padre Cornelius, regresará al monasterio de Ettal, en Alemania.
Usted, padre Ferrell, retornará a su iglesia de María Auxiliadora, en Passau.
Es hora de que el Círculo se cierre hasta que Dios decida volver a llamarnos —ordenó su
eminencia, tras lo cual pronunció las palabras sagradas del Círculo Octogonus—: Fractum nec
fractuem, favor por favor.
—Silta nec silto, silencio por silencio —respondieron a coro los cuatro religiosos.
Después, volvieron a besar el anillo del secretario de Estado y desaparecieron nuevamente de
la faz de la Tierra hasta que nuevas situaciones o, mejor dicho, nuevos designios, volviesen para
sacarlos de su letargo.
Una semana después El cardenal August Lienart era ya el nuevo secretario de Estado de la
Santa Sede por obra y gracia de Su Santidad. Sentado en su recién estrenado despacho y mientras
observaba la amplia vista sobre la plaza de San Pedro, Lienart recordó las palabras que había
escuchado unos meses atrás y en ese mismo lugar al cardenal Newton Metz.
Aquel viejo sabía que, tarde o temprano, yo ocuparía este puesto, pensó el flamante secretario
de Estado. Más sabe el diablo por viejo que por diablo, y Metz acertó en su predicción. Ahora él,
un príncipe de la Iglesia, el segundo hombre más poderoso de la Santa Sede, tan sólo tras el Papa,
se sentaba en el puesto para el que había nacido. Sabía mejor que nadie todo lo que había dejado
en su camino desde su sacerdocio en su Francia natal hasta llegar a lo más alto de la nomenclatura
vaticana y ahora no iba a permitir que ese poder para el que había sido preparado desde su
nacimiento se le escapase entre los dedos como si de simple arena se tratase. Sus pensamientos
quedaron rotos ante la repentina entrada de su secretario.
—Su eminencia, perdone que lo moleste en estos momentos —dijo Mahoney con voz agitada.
—Ahora que ya me ha molestado, dígame de qué se trata —respondió Lienart mientras se
alisaba el fajín púrpura.
—Eminencia, han llamado desde el control de la Guardia Suiza en la puerta de Santa Ana —
explicó Mahoney todavía alterado—. Dicen que ha llegado un hombre que asegura que lo conoce a
usted bien y que desea hablar con su eminencia.
—Mucha gente quiere hablar con el secretario de Estado de Su Santidad y no por ello me
molestan todos los días —repuso Lienart.
—Eminencia, el nombre de ese hombre es Jack Brown.
Al escuchar el nombre, el cardenal August Lienart esbozó una sonrisa gélida al recordar sus
palabras al difunto Przydatek.
—¿Por qué sonríe, eminencia? —preguntó Mahoney.
—Por nada, querido secretario. He recordado unas palabras que tuve con su antecesor,
monseñor Przydatek. Le aseguré que un día ese tal Brown traspasaría las puertas del Vaticano
exigiendo hablar conmigo, como así ha ocurrido. Está claro que los designios de Dios son
inescrutables.
—¿Quiere su eminencia que haga que lo expulsen del Vaticano? —propuso Mahoney.
—No, no haga eso. Ordene al oficial de la Guardia Suiza que lo acompañe hasta mi presencia y
después que nadie nos moleste —pidió el secretario de Estado.
—Bien, eminencia, así se hará. Recuerde que debe asistir al discurso de Su Santidad en honor
del secretario de Estado saliente, el cardenal Lubiani, y al concierto en su honor del coro vaticano.
—No se preocupe, padre. Me dará tiempo —dijo Lienart. Antes de que Mahoney abandonase
la estancia, el cardenal entregó a su secretario un abultado sobre que contenía varias carpetas de
color rojo. En su interior se amontonaban anotaciones, dibujos, fotografías y textos sobre el
Manuscrito Voynich.
—Esta misma noche, cuando me encuentre en la ceremonia con Su Santidad, lleve usted este
sobre a la zona de calderas del Palacio Apostólico y destruya todo este material en el fuego
purificador —ordenó el secretario de Estado—. No deje nada sin quemar. Todo debe ser destruido.
—Así lo haré, eminencia —dijo Mahoney antes de cerrar la puerta con el sobre bajo el brazo.
Mientras esperaba la llegada del periodista del Boston Globe, Lienart eligió un cigarro habano
del humidificador y lo encendió pacientemente, dando profundas caladas. El sonido de la puerta y
la voz de su secretario le interrumpieron la cata.
—¿Su eminencia? El señor Brown.
—Pase, pase, por favor, póngase cómodo —invitó Lienart al periodista del Globe.
—Muchas gracias, pero prefiero permanecer de pie —dijo Jack en tono seco.
—Bien, querido amigo, como usted prefiera —replicó Lienart—. Ahora espero que me diga en
qué puedo servirle.
—Usted sabe perfectamente por qué he venido. Sólo quería presentarme ante usted y decirle
que ha ganado, cardenal Lienart —afirmó el periodista.
—¡Oh, muchas gracias! Pero no era necesario. Sinceramente, creo que no hay nada tan
estúpido como vencer. La verdadera gloria estriba en convencer, señor Brown —dijo Lienart—.
No lo olvide nunca.
—Usted nunca me convencerá de lo que ha hecho. Intentará persuadirme de que sus continuas
violaciones del quinto mandamiento han sido en defensa de la fe y de la Iglesia católica, de esa
falsa fe que muestran ustedes, los representantes de la curia vaticana, pero yo sé que todo lo ha
hecho por su propia ambición, por sus propias ansias de poder, sin pensar en aquellas vidas que
usted ordenó destruir —dijo Brown.
—Sinceramente, es usted un romántico, señor Brown —interrumpió el cardenal—. El poder de
esta Iglesia, el poder de esta organización con casi dos mil años de historia no ha podido
sustentarse en el amor, la caridad y esas cosas que predican los curas de pueblo. Los pilares que
han sostenido esta Iglesia en la que usted ahora se encuentra han sido personas como yo, personas
que estarían dispuestas a dar su vida en defensa de esta organización. La tierra que usted pisa está
manchada de sangre. Sí, está manchada de sangre de los miles de fieles y creyentes que dieron su
vida en defensa de la fe, en silencio, sin anunciarlo al mundo. Yo soy uno de esos fieles.
—Sólo que no le ha tocado a usted morir. Le ha tocado morir a mucha gente que creía en su
Dios y sólo por salvaguardar el secreto de un asesinato en masa ocurrido hace setecientos años —
replicó Jack Brown.
—Déjeme decirle algo. Cuando se sugieren muchos remedios para un solo mal, quiere decir
que ese mal no se puede curar.
Yo soy de ese tipo de personas que prefieren amputar antes que intentar salvar el miembro,
buscando remedios que sólo sirven como parches. Hay que extirpar la gangrena de un solo y
certero golpe y eso es lo que yo he hecho —declaró Lienart mientras sujetaba el cigarro entre los
labios—. Usted podrá pensar lo que quiera, señor Brown, pero la soledad del poder es el único
recurso que permite alcanzar cierta soberanía personal y yo he alcanzado esa soberanía. Saber y
conocer en solitario la forma de actuar, aunque ello supusiese a veces ponerse en contra de la
doctrina de Jesucristo, Nuestro Señor.
—Puede hasta parecer gracioso que un cardenal que ha llegado tan alto me intente convencer
con ese discurso —dijo Brown.
—No se sorprenda, querido señor Brown. Los cardenales somos como las estanterías. Cuanto
más altos, más inútiles.
—Sólo quiero hacerle una pregunta. Creo que, si he llegado hasta aquí, hasta usted… —dijo
Brown echando un vistazo a su alrededor—, creo que merezco una respuesta.
—Bien, adelante. Pregunte —invitó Lienart.
—¿Por qué eran necesarias tantas muertes en torno al Manuscrito Voynich? ¿Por un asesinato
sucedido hace setecientos años?
—Es mucho más que eso. Ese libro debió permanecer dormido, pero ese amigo suyo, el
profesor Avner, decidió despertarlo e investigar lo que escondían sus páginas. Cuando sucedió la
primera muerte, debió haberlo dejado reposar en esa biblioteca de Yale, pero no, él tenía que
investigar lo que ese libro explicaba. En él se habla de un ancestro de mi familia que caminó por
peligrosos senderos contrarios a la fe y que en su intento de volver al redil sacrificó las vidas de
medio centenar de hombres, mujeres y niños en su propio provecho. Lo que yo no podía permitir
era que ese secreto saliese a la luz pública —respondió Lienart.
—No me ha respondido. ¿Por qué era tan importante esconderlo? Fue un crimen que sucedió
hace setecientos años —replicó el periodista.
—Usted, señor Brown, no conoce los hilos del poder que desde hace casi dos mil años han
sustentado esta Iglesia. Yo soy ahora uno de los grandes… ¿Cómo se dice? ¡Ah, sí! La palabra es
burattinaio, titiritero. Si alguien dentro del Vaticano supiese mi secreto, si algún miembro de la
curia conociese el contenido de ese libro, ¿cree que podría seguir manteniendo el cargo que ocupo
ahora? Yo no lo creo, por eso el Manuscrito Voynich debía continuar dormido y los hombres y
mujeres que conocieron parte de su secreto debían desaparecer de la faz de la Tierra. Recuerde que
si un secreto es difícil de descubrir, mucho más difícil es saber guardarlo —sentenció Lienart
mientras daba otra profunda calada a su habano.
—Algún día, estoy seguro, usted pagará por todo lo que ha hecho —dijo Brown con el dedo
levantado hacia Lienart.
—Estoy seguro de ello, amigo Brown, estoy seguro de ello, pero, por ahora, ese momento
todavía no ha llegado.
—Yo no soy su amigo, Lienart. Desde ahora mi principal labor será desenmascararlo y si
envía usted a alguno de esos asesinos del octógono, lo estaré esperando. Créame, Lienart. Desde
ahora considéreme su enemigo, un peligroso enemigo —dijo Jack Brown con la impotencia
reflejada en su voz.
—Los hombres sabios, señor Brown, aprenden mucho de sus enemigos y desde ahora, a usted,
señor Brown, lo consideraré como uno más de ellos. Descuide —sentenció el cardenal Lienart
mientras miraba su reloj—. Ahora, si me disculpa, debo asistir a una ceremonia con Su Santidad.
Ya sabe que como secretario de Estado de la Santa Sede mis obligaciones y mis poderes son a
veces una carga demasiado pesada que llevo con resignación.
—Antes de irme, sólo quiero decirle una cosa más, Lienart. Si me ocurre algo, dé por hecho
que el FBI y la policía italiana recibirán varios cuadernos de notas en donde están reflejados todos
los hechos que han sucedido en torno al Manuscrito Voynich. Datos, fechas, nombres… todo,
absolutamente todo acabará en manos del FBI y de los italianos. Le aseguro que si me ocurre algo
a mí, al comisario Martelli, al padre Marcelo Giannini o a Matteus Planch, esos cuadernos
acabarán en las manos indicadas. No lo olvide nunca, cardenal —sentenció Brown mientras se
dirigía a la puerta del despacho del secretario de Estado de la Santa Sede—. Preocúpese desde este
mismo momento de que a ninguno de nosotros cuatro nos afecte ni siquiera una sencilla gripe o
fiebre. Si eso pasa, volveré a verlo y la información recogida en mis cuadernos y a salvo de su
largo brazo harán que usted no pueda jamás abandonar estos muros, ya que si los atraviesa, estará
esperándole la justicia.
No la de Dios, sino la de los hombres. Creo que si eso sucede, tal vez el tipo ese al que llaman
Papa no esté tan de acuerdo en mantenerlo a usted como su secretario de Estado, ¿no cree?
—Sólo hay dos cosas infinitas en la vida, señor Brown: Dios y la estupidez humana y,
sinceramente, señor Brown, no estoy ya tan seguro de la primera, aunque sí de la segunda. Jamás
les pasará nada a ustedes cuatro, siempre y cuando esos cuadernos de los que habla permanezcan
dormidos para siempre.
—Adiós, cardenal —se despidió Brown cerrando la puerta tras de sí.
—Adiós, señor Brown —respondió el cardenal Lienart mientras Mahoney entraba en su
despacho.
—¿Qué vamos a hacer con él? —preguntó el secretario al alto miembro de la curia.
—Nada, absolutamente nada. Acta estfabula, la historia se ha terminado —dijo el cardenal
August Lienart al padre Emery Mahoney.
Jack Brown atravesó sin peligro la puerta de Santa Ana mientras observaba cómo el soldado de
la Guardia Suiza se ponía en posición de firme ante el paso de un cardenal de la Iglesia.
Caminando despacio por la plaza de San Pedro y tras cruzar la línea fronteriza imaginaria con el
Estado italiano, Brown se giró para mirar por última vez la majestuosidad de la basílica, que en su
interior escondía secretos que permanecerían enterrados hasta el final de los tiempos.
La voz del comisario Martelli, con un brazo en cabestrillo, llamó su atención.
—¡Eh, Jack! Te invito a comer unos espaguetis con ajo, aceite y anchoas, regados con una
buena botella de Chianti, en el restaurante de mi primo.
—Prefiero acompañarlos con un buen vaso de bourbon a la salud de un amigo mío llamado
Aaron Avner —respondió Brown mientras paseaba junto al policía por la Via della Conciliazione
hacia el puente de Sant’Angelo.
Horas después, Su Santidad el papa se encontraba en la sala de audiencias ante los miembros
del colegio cardenalicio.
—Vosotros debéis, como príncipes de la Iglesia, seguir el ejemplo de Jesucristo, que se hizo
siervo de todos, en claro contraste con el ejemplo del mundo: morir para haceros siervos humildes
y desinteresados de los hermanos, huyendo de toda tentación de hacer carrera y de beneficiaros
personalmente —declaró el Sumo Pontífice—. Sólo si os hacéis siervos de todos, llevaréis a cabo
vuestra misión y ayudaréis al sucesor de Pedro a ser, a su vez, el siervo de los siervos de Dios. El
desarrollo de mi ministerio como sucesor del pescador de Galilea necesita de vuestra fiel
colaboración y no os pedimos que nos acompañéis en la oración mientras invocamos el Espíritu
Santo para que nunca se debilite la comunión entre todos los que el Señor ha elegido vicarios de
su Hijo y constituido en pastores. —En ese momento el Papa se levantó del trono y, dirigiéndose
al cardenal August Lienart, lo invitó a levantarse y situarse junto a él—. El rojo púrpura de
vuestro traje cardenalicio evoca el color de la sangre y el heroísmo de los mártires. Es el símbolo
de un amor por Jesucristo y por su Iglesia que no conoce límites: amor hasta el sacrificio de la
vida, visque ad sanguinis effusionem. Por eso, y como nuevo secretario de Estado de la Santa
Sede, cardenal August Lienart, el don que recibís es grande, y lo mismo se puede decir de la
responsabilidad que conlleva —dijo el Santo Padre—. Debéis predicar con la palabra y el ejemplo.
Si esto vale para todos los pastores, vale todavía más para vos, querido cardenal.
Seguidamente los miembros del colegio cardenalicio comenzaron a desfilar uno por uno para
besar el Anillo del Pescador y presentar sus respetos al nuevo secretario de Estado de la Santa
Sede, su excelencia eminentísima el cardenal August Lienart.
Sentado en aquella gran sala de conciertos, tras su investidura, junto a Su Santidad y mientras
las dulces voces de los niños del coro vaticano entonaban el Jesu mein Hort und Erretter, de
Johann Sebastian Bach, el cardenal August Lienart, encerrado en sus pensamientos, se veía a sí
mismo como il burattinaio, el titiritero, el gran maestro del Círculo Octogonus, que seguiría
manejando los hilos en la sombra, de forma implacable, en defensa de la fe y del Sumo Pontífice
y, ¿por qué no?, en defensa de sus propios intereses. Al fin y al cabo, Dios lo había dispuesto así, y
él, un simple mortal, un humilde príncipe de la Iglesia católica, no era nadie para llevarle la
contraria.
Estaba seguro de que Dios, en su inconmensurable sabiduría y misericordia, jamás le
recriminaría haber violado tantas veces el quinto mandamiento, al fin y al cabo, lo había hecho en
defensa de la Iglesia. Algo más reconfortado, Lienart se olvidó de la dura jornada vivida y, con
una fría sonrisa entre los labios, comenzó a dirigir con el dedo una imaginaria orquesta.
A esa misma hora, en la solitaria zona de calderas del Palacio Apostólico, el padre Emery
Mahoney abría uno de los grandes depósitos de hierro. Una ola de calor azotó su rostro.
Acercándose lo máximo posible a la boca de la caldera, el secretario de Lienart arrojó, una tras
otra, varias carpetas de color rojo de cuyo interior caían fotografías, transparencias y escritos
sobre un extraño libro que nadie había conseguido descifrar y que iban siendo pasto de las llamas.
En otra estancia secreta del Vaticano, un scriptor transportaba en su carrito una caja metálica
en cuyo interior, metido en una funda de terciopelo rojo, se encontraba un libro que desde hacía
siglos nadie había conseguido descifrar y así seguiría siendo. Poco a poco, el scriptor descendió
en un estrecho ascensor los veinticinco metros de profundidad de la cámara blindada de seguridad
del Archivum Secretum Apostolicum Vaticanum. En un oscuro rincón, y junto a miles de cajas
similares, quedó depositada la caja metálica en cuyo lomo una sencilla etiqueta indicaba ASAV-
253. Seguidamente, el scriptor apagó las luces de la sala y regresó a la superficie.
Fractum nec fractuem, silta nec silto, favor por favor, silencio por silencio.

***

Ciudad del Vaticano

Aquella mañana, muchos miembros de la curia prefirieron mantenerse alejados del cardenal
August Lienart. Era el día en que debía presentarse ante el Comité Disciplinar de la Curia Romana
para ser juzgado por malversación de fondos y haber ordenado operaciones encubiertas sin
autorización pontificia a los miembros de sus servicios de inteligencia.
¿Por qué se dijo que el Papa sufría del corazón cuando su médico rechazó tal punto?
¿Por qué el Papa no presionó el botón de alerta? Y si lo hizo, ¿por qué no sonó? Los
investigadores comprobaron al día siguiente del fallecimiento del Sumo Pontífice que el botón de
alerta funcionaba perfectamente.
¿Por qué no se avisó al doctor Niccold Caporello si su secretario Lorenzi dijo que el Papa
había mostrado síntomas de dolor varias veces durante ese día cuando se apretaba el pecho?
¿Por qué se dijo que el Papa sólo tomaba vitaminas cuando realmente, y por prescripción del
doctor Caporello, se le habían recetado inyecciones para estimular la glándula que segrega
adrenalina?
¿Por qué no se dijo que se había recetado al Papa inyecciones para solucionar su problema de
baja presión sanguínea?

***

Zúrich. Suiza

El viaje desde Estados Unidos había sido para Aaron una auténtica pesadilla.
Aquel avión de Swissair era demasiado estrecho y el bibliotecario apenas había podido dormir.
Aprovechó el tiempo para ordenar los últimos datos de su conferencia. Jack Brown sin embargo se
había pasado todo el viaje durmiendo gracias en parte a las buenas dosis de bourbon que había
bebido. Mientras el avión sobrevolaba las nevadas montañas de los Alpes, el periodista estaba
envuelto en una.
Agradecimientos
A Manuel Durán, Virginia Galán, Mercedes López Molina y Marina Penalva-Halpin, que se
leyeron el manuscrito mientras éste iba formándose. Sus comentarios, apreciaciones y
recomendaciones me ayudaron a desarrollar esta historia.
A los doctores José B. del Valle y Carlos Velasco, del Centro de Instrucción de Medicina
Aeroespacial (CIMA), por sus consejos sobre los efectos de la fuerza G en los seres humanos.
A Gerry Kennedy, Rob Churchill y Marcelo Dos Santos, los tres mayores expertos en el
mundo sobre el Manuscrito Voynich. Sin sus magníficos estudios me hubiera sido muy difícil
escribir esta novela.
A mi madre, auténtica devoradora de libros, que siguió el desarrollo de esta historia, paso a
paso, párrafo a párrafo, hasta convertirse en una novela.
A Olga Adeva, mi querida editora, por el mimo con que trata mis textos.
A Pilar Cortés, que me empujó y me animó para lanzarme al maravilloso mundo de la
narrativa.
Una parte de esta novela es de todos ellos…
ERIC FRATTINI ALONSO. Nació en Lima, Perú, el 15 de diciembre de 1963. Es un ensayista,
novelista, corresponsal en Oriente Medio residiendo en Beirut (Líbano) y Jerusalén (Israel),
periodista, profesor universitario, analista político, guionista de televisión, y conferenciante de
nacionalidad peruana y española.
Es autor de más de una veintena de ensayos entre los que se encuentran Osama bin Laden, la
espada de Alá (2001); Mafia S. A. 100 Años de Cosa Nostra (2002); Secretos Vaticanos (2003); La
Santa Alianza, cinco siglos de espionaje vaticano (2004); ONU, historia de la corrupción (2005);
CIA, Joyas de Familia (2008); Mossad, La ira de Israel (2009), Los Papas y el Sexo (2010) o la
tetralogía sobre la historia de los más famosos servicios de espionaje (CIA, KGB, Mossad y MI6).
Su obra ha sido traducida a diferentes idiomas y editada en cuarenta y siete países. Frattini ha sido
director y guionista de casi una veintena de documentales de investigación para las principales
cadenas de televisiones españolas y colabora asiduamente en diferentes programas de radio y
televisión.
Ha dado diversos cursos y conferencias sobre seguridad y terrorismo islámico a diferentes fuerzas
policiales, de seguridad e inteligencia de España, Gran Bretaña, Portugal, Rumanía o Estados
Unidos. Sus tres novelas El Quinto Mandamiento, El Laberinto de Agua y El Oro de Mefisto, han
sido traducidas en diversos países.

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