JFK El Ultimo Testigo

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William Reymond

Billie Sol Estes

JFK
El último testigo

Traducción de
Manuel Monge Fidalgo
P r i m e r a edición: septiembre de 2 0 0 4

Q u e d a n r i g u r o s a m e n t e prohibidas, sin la a u t o r i z a c i ó n escrita de los titulares del


copyright, b a j o las sanciones establecidas en las leyes, la r e p r o d u c c i ó n total o parcial
de esta obra p o r cualquier m é t o d o o p r o c e d i m i e n t o , c o m p r e n d i d o s la reprografía
y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de ella mediante alqui-
ler o préstamo públicos.

© JF:K Le dernier Témoin, Éditions F l a m m a r i o n , 2 0 0 3


© De la traducción: M a n u e l M o n g e Fidalgo, 2 0 0 4
© La Esfera de los Libros, S. L. 2 0 0 4
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28002 Madrid
Teléf.: 91 296 02 00 - Fax: 91 2 9 6 02 06
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Diseño d e cubierta: C o m p a ñ í a
Fotografía de cubierta: B e t t m a n n / C O R B I S
Fotografías de interior: Éditions F l a m m a r i o n
ISBN: 84-9734-210-0
D e p ó s i t o legal: M . 2 8 . 9 1 5 - 2 0 0 4
F o t o c o m p o s i c i ó n : I R C , S. L.
Fotomecánica: S t a r - C o l o r
Impresión: H u e r t a s
Encuadernación: Huertas
Impreso en España-Printed in Spain
índice

Agradecimientos 13
Prefacio: Yo sé quién mató a Kennedy 15
Prólogo: Reencuentros 21

P R I M E R A PARTE
A la caza del h o m b r e

1. Sombra 27
2. Perspectiva 30
3. Ilusión 31
4. Cangrejo 36
5. Invisible 37
6. Mareaje 39
7. Bala mágica 41
8. Silencio 45
9. Contratiempo 49
10. Escondite 51
11. Fotografías 52
12. Agresión 60
13. Visita 64
14. Ogro 67
15. Cortesana 70
16. Comerciante 78
17. Encuentro 80
18. Test 82
19. Regreso 83
20. Quimera 85
21. Partida 89

SEGUNDA PARTE
El último testigo

22. El 22 de noviembre 93
23. Tejas 94
24. Comprensión 99
25. Sin retorno 107
26. Primeros pasos 121
27. Corrupción 128
28. Cliff 134
29. Cadáveres 140
30. Elecciones amañadas 146
31. Dinero en efectivo 151
32. Poder 154
33. Estrategia 157
34. Cazador de cabezas 160
35. 1960 165
36. Connally 170
37. Yarborough 172
38. Hoover 176
39. Visita 181
40. Seguro de vida 182
41. La caída 185

8
42. Algodón 187
43. RFK 195
44. Traición 199
45. Depósitos 201
46. Pánico 205
47. Republicanos 209
48. La ejecución 212
49. Silencio 215
50. Abandono 219
51. Malestar 222
52. Suicidios 223
53. Escándalo 227
54. Militares 229
55. Dinero 232

T E R C E R A PARTE
Autopsia de un complot

56. Citas 237


57. Impulso 239
58. Homicidio 241
59. Maniobras 247
60. Solución 254
61. Segunda oportunidad 258
62. Suciedad 262
63. Violación 268
64. Carta 273
65. Accidente 276
66. Bourbon 283
67. Secretos 287
68. Segundo tirador 296

9
69. Tormentos 302
70. Velada 305
71. Doble 308
72. Especialista 310
73. Limpieza 316
74. Desaparición 323
75. Segunda vida 327
76. Asesinato 330
77. Explicaciones 344
78. Veneno 355
79. Disculpas 356

Epílogo: En otro sitio 363


Anexos 365
Bibliografía 397

10
A Jessica, Thomas y Cody.
Agradecimientos

N u n c a me será posible hacer justicia c o m o se merece al tra-


b a j o de T o m B o w d e n . A d e m á s de ser un brillante investiga-
dor, t a m b i é n f u e mi pasaporte para descubrir los arcanos de
un E s t a d o a m e r i c a n o q u e yo no c o n o c í a y q u e h o y en día
amo. Pero más allá de su labor c o m o guía en Tejas,Tom se ha
convertido en un verdadero amigo. And friendship is bigger here,
too!
Desde mi primera investigación, T h i e r r y Billard, mi editor, se
ha visto obligado a acostumbrarse a mis m é t o d o s de trabajo a
costa de sus fines de semana, sus noches y sus vacaciones. M e n -
saje personal: esto no ha h e c h o más que empezar. Gracias por
todo.
También quiero darles las gracias a Maureen Bion-Paul,Vir-
ginie Pelletier, Guillaume Robert, David Rochefort y Axel Buret,
que han contribuido con su talento a la conclusión de esta obra.
El — m o d e s t o — autor se lo agradece.
C o m o es natural, y no sólo p o r q u e es lo debido, pienso en
Charles-Henri Flammarion, el cual, desde mi libro Dominici non
coupable me ofrece el marco ideal y libre de toda censura para
mis investigaciones de largo recorrido. M u c h o s de mis colegas
no tienen esa suerte. Gracias una vez más.
Special thanks to Jay Harrison, you're the man!

13
Thanks to Nathan Darby, Kyle B r o w n , J e r r y Hill, James F o n -
velle, Pam Estes and her husband, Blake, Lois, Debbie, Georgia
and R i c h della Rosa.
Gracias también a Bernard Nicolás,Jean-Claude Fontan,Jean-
Marc Blanzat y Laurent Caujat. Mis cazadores de exclusivas pre-
feridos. Vamos... On the road again!
Mog, tu amistad y tu entusiasmo son m u y valiosos para mí.
N o cambies.
Gracias igualmente a Michel Despratx y Marc Simón.
Por último, gracias a todos los usuarios del foro www.william-
reymond.com por haberme animado con sus incesantes comentarios
y sugerencias a volver con ganas sobre las huellas de los asesinos
de Kennedy.
Este libro ha terminado, el debate puede empezar.

14
Prefacio

YO SÉ QUIÉN MATÓ A KENNEDY

Me llamo Billie Sol Estes. Para dos generaciones de america-


nos, yo he encarnado lo m e j o r y lo peor del sistema que nues-
tros antepasados construyeron con su sangre, su sudor y sus lágri-
mas. Hoy, a mis sesenta y o c h o años, sé que el éxito, la gloria, el
dinero o el fracaso no son sino cuestiones q u e d e p e n d e n del
tiempo y las circunstancias.
El tiempo, he aquí la única cosa que realmente cuenta. Mi
vida es una magistral alternancia de ciclos. H u b o un tiempo para
amar, un tiempo para sufrir, un tiempo para triunfar, un tiempo
para perderlo todo, otro para pagar y, por último, un tiempo para
volver a construir. Hoy, pasado el periodo del silencio y de los
secretos, ha llegado el tiempo de hablar.

Me llamo Billie Sol Estes y mi existencia está jalonada de con-


versaciones y correspondencias mantenidas con algunos de nues-
tros más insignes presidentes. R e c u e r d o a Franklin Delano R o o -
sevelt, a Harry Truman, a J o h n Fitzgerald Kennedy y, c ó m o no,
a Lyndon Baines Johnson.

15
He tenido asimismo el privilegio, y a veces la desgracia, de
que mi destino se cruzase con el de las personalidades que crea-
ron la América de la posguerra. N u n c a olvidaré a Vito G e n o -
vese, Carlos Marcello, J i m m y H o f f a , el d o c t o r M a r t i n L u t h e r
King y R o b e r t Kennedy. Todos ellos, cada u n o a su manera, esta-
ban habitados por la luz.
Por mi parte, tanto en mis éxitos c o m o en mis fracasos, creo
haber actuado siempre p o r el interés de mis semejantes. Por
supuesto, para algunos no soy más que un truhán, pero para otros
soy un santo. Entre lo u n o y lo otro se esconde la verdad.

Me llamo Billie Sol Estes, y en 1961 mi fortuna rozaba los


cien millones de dólares. Tenía un palacio erigido en mitad del
lugar más hermoso del m u n d o . Tenía una esposa magnífica, y los
dos éramos felices j u n t o a nuestros cuatro hijos.
Tampoco me olvido de mis secretarias, mis asistentes, mi chó-
fer, mi niñera, mi piloto de avión y mi ejército de sirvientas.
Mi fortuna se evaporó al m i s m o t i e m p o que mi espejismo
tejano. La caída fue muy dura, y el choque fue brutal. Si el dine-
ro ha c o n t a d o en mi vida más que cualquier otra cosa, ahora
ya no es así. A medida que me acerco al final de mi camino, va
p e r d i e n d o importancia. Mis hijos se han h e c h o mayores y me
han convertido en el feliz abuelo de once nietos. Y eso no tiene
precio.
Además, haberlo perdido t o d o no es nada en comparación
con la desaparición de mi mujer, Patsy. Hace tres años que me
dejó solo en este m u n d o , p o n i e n d o así fin a una relación de cin-
c u e n t a y cuatro años. Patsy estuvo a mi lado c u a n d o éramos
pobres c o m o ratas, cuando éramos tan ricos que no nos lo creía-
mos y ahí siguió cuando estábamos de vuelta de todo. Nuestro

16
a m o r resistió a dos penas de prisión, a mis extraños amigos y
a innumerables rumores. N o s enamoramos a primera vista y la
perdí un día de San Valentín.

Me llamo Billie Sol Estes y por fin me he dado cuenta de que


todos h e m o s sido siempre mortales. Yo tanto c o m o los demás.
Mi lucha contra un cáncer de próstata en 1998 y las últimas pala-
bras de Patsy me convencieron de que debía revelar mis secre-
tos. En los últimos tiempos, me ha asaltado la certeza de que
había que decirlo todo.
Me acuerdo de ese día en el que William R e y m o n d y T o m
B o w d e n intentaron convencerme una vez más de que hablara.
C o m o de costumbre, les respondí que seguramente lo acabaría
haciendo algún día. Entonces fue cuando Patsy intervino. Y lo
hizo con rotundidad: «Sol, ¡hazlo ahora!» En casi medio siglo de
vida en c o m ú n , era la primera vez que ella se inmiscuía en una
de mis conversaciones.
Así que llegué a un acuerdo con William y con Tom: lo diría
todo. T o m m y procede del mismo Estado que yo, ese Tejas que
sólo entrega sus tesoros a los hombres que se ganan ese derecho.
Él recibió la misma educación religiosa que yo y se hizo h o m -
bre a partir de los mismos valores que yo. Sólo él podía c o m -
prender mis paradojas, mis raíces y mis motivaciones. Segura-
m e n t e fue p o r eso p o r lo que me presentó a William, hace ya
cinco años. William es un excelente escritor cuya visión y cuya
experiencia eran necesarias para contar mi historia de la m e j o r
manera posible. William, en contra de lo que su n o m b r e parece
indicar, es francés. Asumí este detalle c o m o un nuevo guiño del
destino: yo me casé con Patsy un 14 de julio.

17
La aventura de este libro se inició seis meses antes del falleci-
miento de mi esposa. William y Tom habían sido completamente
claros c o n m i g o . N o s e c o n f o r m a r í a n c o n u n m e r o papel d e
confesores. Q u e r í a n probar que mis declaraciones eran ciertas.
No para satisfacer mi orgullo, sino porque era la única manera
de terminar con el misterio del asesinato de J o h n F. Kennedy. Y
lo más sorprendente es que lo consiguieron.
Así, un día, v i n i e r o n para h a c e r m e escuchar una cinta. Es
preciso aclarar q u e las cintas magnetofónicas, grabadas, en la
medida de lo posible, sin que mi «interlocutor» lo supiera, j u e -
gan un papel esencial en mi historia. Instrumentos de p o d e r y
de presión entre mis manos, si a algo le d e b o la vida es a esas
cintas. De manera que, algún t i e m p o después de la desapari-
ción de mi esposa, mis dos investigadores me hicieron escuchar
una grabación clandestina, e inédita, de las sesiones del Gran
J u r a d o de 1984 relativas al fallecimiento de H e n r y Marshall.
A ustedes este nombre seguramente no les dirá nada. Sin embar-
go, la aclaración de las circunstancias de su asesinato era una de
las claves q u e p e r m i t i r í a n desenmascarar la i d e n t i d a d de los
hombres que estuvieron detrás de los sucesos del 22 de noviem-
bre de 1963.
La existencia, aún p o r confirmar, de esta cinta constituye u n o
de los r u m o r e s más excitantes que hayan r e c o r r i d o Tejas en
muchos años. En primer lugar, porque aquí las sesiones del Gran
Jurado son clasificadas c o m o secretas ad vitam aeternam. Sea cual
sea el motivo, el plazo transcurrido o el bando en el poder, las
declaraciones efectuadas detrás de los espesos muros de la sala de
deliberaciones deben permanecer para siempre sustraídas al cono-
cimiento del público. Esta obsesión por el secreto absoluto per-
mite garantizar, por un lado, la seguridad total de los participantes
en las sesiones y, p o r el otro, la o b t e n c i ó n de u n a c o n f e s i ó n
completa.

18
No obstante, y a pesar del carácter inédito de esa supuesta gra-
bación ilegal, en el seno de las clases política y mediática tejanas
se murmuraba que la cinta magnetofónica contenía informacio-
nes de capital importancia acerca de la cara oculta del presidente
Lyndon Johnson.
Escuché la grabación atentamente. R e c o n o c í mi voz, la del
capitán Clint Peoples y también la de Griffin N o l a n , el único
testigo del asesinato de H e n r y Marshall. Y, a medida que la cinta
giraba, yo fui sintiendo c ó m o mis recuerdos iban saliendo a la
superficie.

Billie Sol Estes

19
Prólogo

REENCUENTROS

Granbury, lunes 4 de agosto de 2003.


El último testigo aún sigue en pie. Es verdad que a veces le
falla la voz, que sus arrugas son más profundas y que sus ausen-
cias son más frecuentes pero, de todas maneras, sigue siendo un
maestro.
Hacía casi tres años que no lo veía. H e m o s hablado alguna
vez por teléfono, pero yo no había vuelto a acercarme por Gran-
bury. A veces me entraron ganas de hacerlo, llevado por la curio-
sidad. ¿ C ó m o estaría envejeciendo? ¿Habría conseguido sobre-
ponerse a la ausencia de su mujer, Patsy? ¿Seguiría desplazándose
en un Cadillac? ¿Se habría arrepentido de sus confesiones y
de su deseo de que fuesen publicadas? Temiendo que cambiase de
opinión, yo había pospuesto mi visita para otro momento, cui-
dándome muy mucho de fijar una fecha.Y además, por fin, Canal
+ había dado luz verde al proyecto. Después de vivir durante dos
años a merced del tira y afloja entre Vivendi y la cadena de pago,
mi proyecto de realizar un documental sobre la muerte de JFK
finalmente cobraba forma. C o n el cuarenta aniversario del ase-
sinato
* a la vuelta de la esquina, había que darse prisa.

21
No fue nada difícil convencer a Billie Sol Estes. Casi c o m o si
hubiese estado esperando mi petición, aceptó inmediatamente
retomar la conversación donde la habíamos dejado. Esta vez, ya
no se trataba de franquearse con Tom y c o n m i g o en la intimi-
dad de un despacho con unos bolígrafos y unos magnetófonos
por todo instrumental, sino de responder a nuestras preguntas
ante la fría mirada de una cámara. Ahora Sol tenía que acceder
a algo a lo que, durante m u c h o tiempo, había rechazado enfren-
tarse.Yo le había advertido de que le iba a pedir que repitiera las
revelaciones que había ido desgranando a lo largo de nuestros
numerosos encuentros. Q u e se desmarcase de cuatro décadas de
enfermiza protección de sus secretos. Yo deseaba que él hablase
sin ambages y con precisión de la veintena de asesinatos que
habían marcado su relación con Lyndon B. Johnson. Y él sabía
que mis preguntas se referirían inevitablemente al misterio Ken-
nedy. Después de todo, ¿no era la promesa de descubrir por fin
la verdad lo que había motivado mi viaje a Tejas?

Mientras J e a n - C l a u d e Fontan prepara la iluminación, Billie


Sol se acerca a mí. Lejos de estar inquieto, se muestra impaciente.
Impaciente por hablar y sobre todo por irse a Francia.
— L o s americanos se han resignado — m e espeta—. El 11 de
septiembre ha acabado con el ya de por sí escaso espíritu crítico
de los habitantes de este país. Mira lo de Irak. Yo no digo que el
presidente nos haya mentido, pero nadie parece estar interesado
en conocer la verdad. Así que lo de JFK...
Es triste, pero no hay duda de que Sol tiene razón. Ya hace
tres años que vivo aquí. El a m e r i c a n o m e d i o no es el b r u t o
patriota tantas veces descrito por los medios de comunicación
franceses pero, igual que un animal herido, ya no tiene el valor
de alzar la mirada.
Así que ya no cree en la posibilidad de llegar a saber algún
día q u é fue lo que realmente le o c u r r i ó a JFK. Mientras más
de un 80 p o r ciento de la población rechaza las conclusiones
de la famosa comisión Warren, que atribuye la responsabilidad
en exclusiva a Lee Harvey Oswald, la élite política y la prensa
del país siguen d e f e n d i e n d o esta hipótesis sometida periódica-
m e n t e a severos ataques.
J e a n - M a r c Blanzat, a cargo del sonido, está preparado. B e r -
nard Nicolás me hace señas de que ya p o d e m o s empezar. Me
coloco frente a Billie. Al igual que hace tres años, T o m está pre-
sente.
T o d o debería ir b i e n , y sin e m b a r g o la entrevista avanza
con dificultad. No es culpa de Billie Sol. Él sólo ofrece lo que
p u e d e dar. A u n así, el p r o b l e m a persiste. D e s p u é s de h a b e r
pasado un a ñ o d e s m e n u z a n d o cada una de sus palabras y tra-
t a n d o de e n t e n d e r sus silencios, cuesta m u c h o o b t e n e r de él
esa espontaneidad que vuelve loca a la televisión. Por más que
prodigo las m a n o s tendidas y abro mis preguntas, no o c u r r e
nada. La entrevista se sume en un agradable sopor m e c i d o por
el m o v i m i e n t o regular del ventilador, c o n cada giro de sus
aspas nos a l e j a m o s un p o c o más de los disparos de D e a l e y
Plaza.
Y de repente, sin previo aviso, la fiera se despierta. Sus ojos
cobran vida, sus brazos se agitan. El tiempo ya no existe, la lasi-
tud ya no es más que un r e c u e r d o lejano: Estes ha puesto la
directa.
Le p r e g u n t o una vez más por los verdaderos motivos de los
asesinos del presidente de Estados Unidos, y él me replica:
—¿Por qué quieres darle tantas vueltas a este asunto? Hace
cuarenta años que todo el m u n d o investiga, cuando resulta que
la verdad es m u y sencilla. ¡No hay ningún misterio! La muerte
de Kennedy es algo m u y fácil de entender. Es la historia de un

23
h o m b r e que quería el poder a toda costa. Y que estaba dispuesto
a t o d o con tal de llegar a la cima. No es nada complicado. Al
contrario, es m u y sencillo. Y tú lo sabes...
Ya está todo dicho.
Ahora sólo tengo que desarrollarlo.

24
PRIMERA PARTE

A la caza del hombre


1

SOMBRA

La puerta acaba de cerrarse por última vez y yo no siento la


necesidad de volverme. C o n el tiempo, he aprendido a percibir
su presencia y el peso de su mirada sobre mis hombros. Al p r i n -
cipio eso me molestaba, pero ahora ya no aceptaría que fuese de
otro modo.
T o m acaba de abrir el arcón en el que, con gesto maquinal,
colocamos nuestro material de grabación. Yo me h u n d o en mi
asiento, mientras él se pone al volante. Vacilo un m o m e n t o , luego
vuelvo la cabeza hacia la derecha y lo veo. Ahí está, impasible y
erguido, detrás del ventanal. Los reflejos y el grosor del cristal
me devuelven una silueta deformada. Borrosa, es cierto, pero muy
apropiada. En este m o m e n t o , yo daría cualquier cosa p o r que
nuestras miradas se encontrasen. T o m y yo habíamos c o m p r e n -
dido enseguida que el único t e r m ó m e t r o de los sentimientos y
la sinceridad de Billie Sol Estes eran sus dos minúsculas y claras
pupilas. Más de setenta años de control sobre su imagen no han
conseguido alterar la extraña capacidad de virar al negro más
p r o f u n d o cuando un sentimiento poderoso lo atraviesa. De tal
manera que si los sabuesos del FBI, los empleados del fisco y los
agentes de R o b e r t Kennedy hubieran prestado un p o c o más de

27
atención a sus ojos y un p o c o menos a su contabilidad, habrían
logrado echarlo abajo bastante más rápido.
En unos segundos tomaremos la primera calle a mano izquierda
y él habrá desaparecido. C o m o de costumbre, desde hace ahora
casi un año, ni Tom ni yo hemos roto el silencio. Antes, era una
especie de reflejo de investigación. Esperábamos hasta haber salido
de su campo de visión para cambiar impresiones. Ahora, en reali-
dad, mentalmente por lo menos, seguimos sentados en su salón.
No solamente aún lo estoy mirando sino que estoy oyendo su voz
que, p o r m o m e n t o s , se descuelga para perderse en los agudos.
C o m o si el anciano de hoy tendiese la mano al niño que fue.
Acabábamos de pasar p o r delante de la casa de su hija, el bed
& breakfast que ella alquila en verano a los turistas. Tom acelera
finalmente y suelta:
— ¿ Y ahora?
Y ahora, no sé o, más bien, ya no sé. Acabo de pasar once meses
en un territorio desconocido, con reglas extrañas y una historia
terrorífica. Un año o casi tratando de d o m a r una lengua, unas
costumbres y unos códigos misteriosos. Trescientas treinta noches
con el sueño agitado, intentando neutralizar mis miedos.
En realidad, acabo de vivir una vida...
—¿Crees que p o d r e m o s escribir t o d o eso? ¿ C o n t a r toda la
verdad?

Las preguntas de Tom desarman a cualquiera, porque son sim-


ples y pertinentes a la vez.
Estos últimos meses nos han permitido atravesar con un sere-
no relativismo los m o m e n t o s de duda. La investigación me ha
enseñado, más que cualquier curso de filosofía, hasta qué p u n t o
es subjetiva la noción de verdad. Por m u c h o que nos armemos

28
de pruebas, de testimonios y otros documentos, presentamos una
visión personal de un acontecimiento. ¿Culpable o inocente?
¿Víctima o villano? ¿Mentira o sinceridad? A fin de cuentas, siem-
pre son nuestra educación, nuestra cultura, nuestros valores o
nuestro inconsciente los que determinan el p u n t o de vista. Sólo
la experiencia, la ética, el savoir faire hacen esperar de nosotros
un poco más de acierto en el juicio. Esa dosis ínfima que, al final,
permitirá que la balanza se incline del lado correcto. Por eso no
encuentro nada m e j o r que decirle que esto:
— C r e o que, ante todo, t e n e m o s q u e tratar de ser lo más
honestos que podamos. C o n nuestro editor, con nuestros lecto-
res, con él y con nosotros mismos. Mira, Tom, lo que marca la
diferencia siempre es la sinceridad. Te perdonan la pasión, la ira
y hasta el error en el juicio siempre que seas sincero.
T o m sonríe. Y c o m o cada vez que está de acuerdo conmigo,
finge escandalizarse:
—¡Los franceses sois unos locos peligrosos! Surgís de la nada
con la intención de perseguir el crimen del siglo y convencidos
de ser capaces de descubrir la solución. Porque, si te he e n t e n -
dido bien, cuando hablas de sinceridad quieres decir que estás
dispuesto a no dejarte nada en el tintero. Es eso, ¿no?
Yo reflexiono un instante para asegurarme de que he captado
todas y cada una de sus palabras, distorsionadas por su acento teja-
no. El semáforo acaba de ponerse en rojo. Nuestro vehículo se
detiene. Me vuelvo hacia él y contesto:
—Así es...

29
2

PERSPECTIVA

El 22 de n o v i e m b r e de 1963, J o h n E Kennedy, t r i g é s i m o
q u i n t o presidente de Estados Unidos, fue asesinado en Dallas.
Eran exactamente las 12.30. Media hora más tarde, las lágrimas
corrían por toda la faz de la Tierra. En los días que siguieron, el
objetivo de las cámaras no le ahorró a América ni la e m o c i ó n
de los funerales nacionales ni el estupor de otro asesinato en vivo
y en directo, el del presunto culpable, Lee Harvey Oswald. La
m u e r t e de un presidente estaba en todos los canales de televi-
sión. Y las preguntas en todas las mentes.
El 22 de noviembre de 1963, Billie Sol Estes tenía treinta y
ocho años y su declive estaba próximo. C o m o cualquier ameri-
cano, con las excepciones de Richard N i x o n y George H. Bush,
recuerda exactamente lo que estaba haciendo en el m o m e n t o
en el que se enteró del fallecimiento de JFK. Se encontraba en
Pecos, extremo Sur de Tejas, c o m i e n d o una hamburguesa en el
modesto restaurante situado a la entrada de la ciudad. Su primera
reacción fue la sorpresa. La segunda, el alivio. Y p o r último, se
dijo que, finalmente, «ellos» habían tenido los cojones de hacerlo.
Seguidamente, t e r m i n ó su coca-cola y se marchó.
En cuanto a mí, el 22 de noviembre de 1963 ni siquiera había
nacido.

30
3

ILUSIÓN

Hasta entonces, yo nunca le había seguido el rastro a una leyenda.


Y, en contra de lo que pueda parecer, no había nada en mi pasa-
do de periodista que me preparase para ese tipo de investigación.
Me e n c u e n t r o en Dallas, p o r segunda vez en m e n o s de un
año. Estamos en noviembre de 1998 y hace b u e n tiempo.
Desde hace dos meses, JFK, autopsia de un crimen de Estado está
disponible en las librerías de Francia. A u n q u e a más de u n o le
sorprenda, incluso en el seno de mi editorial, el éxito no se ha
hecho esperar. El público lo compra, la prensa lo ensalza. ¿ Q u é
más se puede pedir?
— ¿ Y si saliésemos en la portada del Figaro Magazine?

La idea es mía. A T h i e r r y le brillan los ojos. Pronto hará tres


años que trabajamos juntos, y en todo este tiempo nunca ha deja-
do de apoyarme. Su confianza y su entusiasmo han sido unos
poderosos aliados en mi lucha contra los especuladores. La pro-
fesión es bonita, pero vivir de ella es m u y difícil. Y, c o m o no
podía ser de otra manera, mi primera especialidad es la n e g o -
ciación de un préstamo con mi banco.

31
— E s o sería maravilloso, pero... ¿tú crees que es posible?
H a c e precisamente u n o s pocos días, la agencia de prensa
Sygma ha contactado conmigo, a consecuencia de un c o m u n i -
cado de la agencia de noticias France Presse acerca de mi libro.
A sus responsables, p o r lo visto, les encantaría que trabajásemos
j u n t o s . La idea es m u y sencilla: ir a Dallas, entrevistarme c o n
algunos testigos, traerme unas cuantas fotografías y escribir un
texto. Yo me beneficiaría de una publicidad suplementaria y ellos
del p r o d u c t o de la venta. Sygma tiene b u e n o s contactos en la
dirección del Figaro Magazine.
La cita es con Franz-Olivier Giesbert, que se muestra intere-
sado pero no está convencido de cuál puede ser el interés de vol-
ver a abordar un asunto sobre el que parece que todo está más
que dicho. El hecho es que yo disfruto bastante con este tipo de
situaciones y que el misterio Kennedy me apasiona lo suficien-
te c o m o para tratar de convencerle yo mismo.
— ¿ Q u é se puede decir todavía que mi amigo N o r m a n Mai-
ler no haya escrito ya sobre el tema?
A mi lado, los contactos de Sygma se miran los zapatos. Franz
ha abierto el f u e g o e m p l e a n d o su artillería pesada. Yo no me
inmuto y le sostengo la mirada. A decir verdad, me esperaba una
p r e g u n t a de este tipo. A l g u n o s meses antes había sido Jean
Daniel, el m a n d a m á s Le Nouvel Observateur, q u i e n me había
m o n t a d o el mismo n u m e r i t o . El 22 de noviembre de 1963 él
se estaba bañando en el mar en compañía de Fidel Castro. K e n -
nedy le había recibido p o c o antes en la Casa Blanca y le había
p e d i d o que transmitiera a C u b a un m e n s a j e de paz. C u a n d o
u n o ha tocado la Historia con las manos, se puede permitir algu-
nos zarpazos.
— C r e o que Mailer no disponía de los elementos de los que
disponemos hoy en día. Además, y él será el primero en admi-
tirlo, su viaje a Minsk no fue sino una formidable maniobra de

32
los servicios secretos rusos. Allí no vio más que lo que tuvieron
a bien enseñarle.
Giesbert me escucha. Es el m o m e n t o ideal para darle la puntilla:
—Sin olvidar que la intencionalidad de su libro me parece un
tanto extraña. Unas pocas semanas antes de su publicación, esta-
ba firmando el prefacio de una obra que favorecía la tesis de la
conspiración...
El redactor j e f e Le Fígaro repasa sus notas y r e c u r r e a sus
recuerdos.
—¿Sabe?, yo crecí en Estados Unidos y me acuerdo de que
nuestra criada estaba convencida de la culpabilidad del vicepre-
sidente Lyndon Johnson. O sea, que lo que usted me está p r o -
p o n i e n d o es demostrar que ella tenía razón...
Y así fue cómo, una vez más, nos encontramos en el aeropuerto
de Dallas-Fort Worth. Gracias a la asistenta de la familia Giesbert.

Pascal, el fotógrafo de Sygma, que visita Dallas p o r primera


vez, tiene prisa por ponerse manos a la obra. El contador está en
marcha y nosotros no estamos aquí para hacer turismo. Las c o n -
signas de Le Fígaro son claras: centrar el texto en el testimonio
de Madeleine Brown, antigua amante de LBJ convencida de la
implicación de éste en el asesinato de JFK.
La cortesana nos ofrece una entrevista para cuatro días más tarde.
Mientras esperamos, decido pasarme por el Conspiracy Museum.
El colectivo interesado en el crimen del 22 de noviembre de 1963
es un m u n d o m u y pequeño, cuyo centro de gravedad es ese edi-
ficio de ladrillo rojo, a pocos pasos del i m p o n e n t e b l o q u e de
cemento erigido en memoria del presidente asesinado.
Tom Bowden, el director de este espacio, convencido de que
existe un nexo entre diversas desapariciones violentas que sacu-

33
dieron los años sesenta, nos hace un caluroso recibimiento en su
despacho. Los americanos son así. Tienen esa facultad extraordi-
naria de dar la impresión de conocernos de toda la vida para luego
olvidarse de nosotros en el m i n u t o siguiente a nuestra partida.
Naturalmente, en ese m o m e n t o todavía no sé que me voy a
pasar los próximos meses recorriendo Tejas de una punta a otra.
Y menos aún que T o m participará en el viaje.

—¿Y ya has pensado en Billie Sol Estes?


B o w d e n me observa. Está esperando a ver si ese n o m b r e sig-
nifica algo para mí. Yo me doy cuenta y una corazonada me reco-
mienda que no me equivoque.
La primera dificultad con la que me e n c o n t r é cuando hace
tres años empecé a trabajar sobre el asunto Kennedy fue la impre-
sionante cantidad de personas involucradas. Los h o m ó n i m o s
abundan y los nombres falsos son legión. En este sentido, me veo
a mí mismo c o m o un aspirante a una oposición. Mi m e m o r i a
está repleta de banalidades que me esfuerzo p o r expulsar. Y de
repente me acuerdo.
—¿Te estás refiriendo a ese antiguo financiador de las c a m -
pañas de Johnson, del que algunos piensan que conoce la iden-
tidad de los asesinos de JFK?
Tom asiente. Billie Sol Estes no ocupaba más que una nota a
pie de página en mi libro. En efecto, cuando yo ya casi había ter-
minado mi investigación, varios contactos me sugirieron su n o m -
bre. Según ellos, Estes, antiguo millonario tejano próximo a LBJ,
estaría en posesión de las claves que permitirían resolver el enig-
ma del siglo. El único problema, y era un problema serio, es que
Estes constituye algo así c o m o un espejismo tejano. Inasible e
intocable. Algunos habían intentado llegar hasta él durante años,

34
sin conseguirlo. Otros habían evitado hacerlo, asustados por los
rumores referidos a muertes violentas de las que habrían sido
víctimas aquellos que le buscaban las vueltas.
Pero, dado que la conclusión del libro estaba próxima, yo había
preferido no adentrarme en un terreno tan resbaladizo. Y, por
otra parte, me había dado cuenta del peligro q u e c o r r e t o d o
investigador: no saber parar. Si me dejaba arrastrar por mis qui-
meras, podía pasarme la vida entera ocupado con los arcanos del
misterio Kennedy.
—Estes es una ilusión, T o m — l e dije y o — . U n a leyenda que
no se puede p o n e r por escrito. Nadie ha logrado jamás hacerle
hablar. Olvidémoslo...

Pero es demasiado tarde. La serpiente me ha picado. El veneno


es potentísimo y se propaga a toda velocidad. Ya está, yo también
me he convertido en una serpiente.
Mientras le explico a Tom que no sirve de nada pensar en ello,
no p u e d o evitar estar haciéndolo yo mismo. Así que, antes de
que sea demasiado tarde, le digo:
— B u e n o , a fin de cuentas, ¿por qué no? Tenemos un poco de
tiempo antes de ver a Madeleine Brown.
— ¿ C u á n t o ? — p r e g u n t a Tom.
Y sin darme cuenta siquiera de lo estúpido de mi propuesta,
le respondo:
— C u a t r o días...
El responsable del Conspiracy M u s e u m estalla en una sincera
carcajada. Se inclina sobre su escritorio, se aproxima a mí y me
susurra, c o m o si me estuviese haciendo una confidencia:
—Estás loco.

35
4

CANGREJO

El lunes 2 de noviembre de 1998, mientras Tom B o w d e n , sin


ser consciente de ello, decidía cuál iba a ser mi destino en Tejas,
Billie Sol Estes ingresaba en el hospital de Fort Worth.
Unas semanas antes, su médico le había diagnosticado un cán-
cer de próstata. La e n f e r m e d a d todavía no se había extendido,
pero Estes tenía setenta y tres años, y los años pasados a la s o m -
bra le habían dejado secuelas físicas. Su futuro inmediato se oscu-
recía. Puede sonar irónico, pero era la primera vez que Estes se
enfrentaba a su propio final. Ahora bien, la muerte, en algunos
casos, proporciona una percepción nueva de las propias respon-
sabilidades. Ese lunes 2 de noviembre de 1998, Billie Sol d e -
cidió asumir la suya, la q u e le correspondía p o r ser el último
testigo.
A mí me venía que ni pintado, sólo pedía poder escucharle.

36
5

INVISIBLE

H a n pasado dos meses y aún no he p o d i d o ver a Billie Sol


Estes.
Hablé con él una vez p o r teléfono durante un par de m i n u -
tos. Pero eso fue todo.
Bueno, no. Lo vi. O, más bien, lo adiviné. Al final, mis cuatro
días no habían sido del todo inútiles. Me enteré gracias a un soplo
que me dieron de que iba a pasar el fin de semana en casa de una
de sus hijas en Granbury, a dos horas y media en coche de Dallas.
La información no era del todo fiable. Lo único cierto era que,
si él estaba ahí, su Cadillac negro no podía estar lejos. Estes es fiel
a esa marca. Ese coche le pega, se podría decir que le va c o m o
anillo al dedo. Y, por otra parte, c o m o a él mismo le gusta decir,
el maletero es lo suficientemente grande c o m o para meter en él
un millón de dólares en billetes pequeños. O para deslizar den-
tro un cadáver, c o m o también él mismo me sugeriría más tarde,
al disgustarle algunas de mis preguntas. Práctico y clásico, vamos.

Así pues, Pascal y yo habíamos t o m a d o la decisión de «ace-


char» a Eates. Él estaba acostumbrado, pero yo sentía mis p r i m e -

37
ros escalofríos de paparazzi. Había vuelto curado de espanto de
Washington, donde, j u n t o a centenares de periodistas, le había
estado siguiendo la pista a Monica Lewinsky. De la vida sexual
de un presidente a la m u e r t e de otro...
Hacía dos horas q u e esperábamos. El Cadillac estaba ahí y
podíamos ver movimiento detrás de las cortinas. Si yo hubiera
conocido mejor las costumbres del personaje, habría trasladado
la cacería al d o m i n g o : Estes nunca se había perdido una misa,
por lo que su salida de la iglesia nos habría proporcionado una
fotografía de lo más decente.
Por fin, la puerta se abrió. Pascal se preparó. Si Estes salía, no
podía fallar. Teníamos un ángulo de tiro inmejorable y estába-
mos tan sólo a una veintena de metros.
Pero Billie Sol no cruzó el umbral de la puerta. Se limitó a
ser una sombra fugaz que, durante el tiempo que dura un suspi-
ro, se había aproximado a una ventana.
En el j u e g o del gato y el ratón, el felino no siempre es quien
nosotros creemos...

Ahora las cosas han cambiado. Hace algunos días, Estes pasó
una hora con Tom. No hablaron de Kennedy sino de los viejos
tiempos. De Tejas, de sus hombres y de su historia.
Ahora Billie Sol empieza a confiar y, alentado p o r su mujer,
quiere seguir adelante.
Paciencia.

38
6

MARCAJE

He conseguido una cita con el espejismo. Y, a decir verdad,


no abrigo muchas esperanzas. Es la segunda vez que Billie acepta
verme. La primera había sido una pérdida de tiempo. Y el ori-
gen de una auténtica crisis de paranoia.
A nuestra vuelta de Dallas, después de nuestro acecho fallido,
Pascal y yo decidimos regresar inmediatamente a Tejas. Un e-mail
me informa de que Billie va a asistir a una velada organizada por
Madeleine Brown. El antiguo financiador de las campañas del
presidente visitando a la antigua cortesana, es demasiado b u e n o
para ser cierto.
P r i m e r avión para Dallas-Fort W o r t h . Y una vez allí, en el
m i s m o aeropuerto, una desagradable sorpresa. I n m i g r a c i ó n y
el FBI nos están esperando. Interrogatorios p o r separado, exa-
m e n de nuestros documentos y registro minucioso del equipaje.
Rápidamente, el interés del agente a nuestro cargo se centra en
un ejemplar de JFK, autopsia de un crimen de Estado que yo llevo
conmigo para regalárselo a Eates. Todavía mejor, el empleado de
Inmigración va directamente a la separata con las fotografías y
me pregunta por el origen de las imágenes de la autopsia de Ken-
nedy. Silencio. Luego, balbuceando, le digo:

39
— L o s Archivos Nacionales...
— ¿ S u visita a Dallas tiene relación con la m u e r t e de K e n -
nedy?
— N o , lo de JFK ha terminado... Es para otro proyecto.
N o s mira. Él sabe, no es posible que sea de otro m o d o , que
hace un b u e n rato que le decimos lo primero que se nos pasa
p o r la cabeza. Aparte de JFK, ¿qué otra cosa nos haría venir a
Dallas? ¿El equipo de los Dallas Cowboys? Cierra mi libro y me
lo tiende:
— O K , se pueden ir. Q u e tengan una buena estancia en Tejas.
¿Falsa alarma? ¿Control de rutina? No tengo ni idea. M i e n -
tras la skyline de Dallas se dibuja ante nosotros, Pascal señala con
el dedo hacia el retrovisor:
—Llevan ahí desde que salimos del aeropuerto.
La situación, tan excitante en una buena película, es aterra-
dora en la realidad. Y dado que no sabemos c ó m o hacerle frente,
decidimos hacernos a ella y habituarnos a llevar ese Ford gris
pegado en los talones por las calles de Dallas.

El hotel Adolphus es el lugar ideal para olvidar este desem-


barco tan extraño. La tupida moqueta de sus habitaciones tiene
un efecto relajante sobre nosotros. H e m o s pedido una suite equi-
pada con nuestro propio sistema de fax. Billie Sol, que no quiere
utilizar el sistema habitual, va a contactar con nosotros de esta
manera. Comprobamos la instalación y funciona. Le dejo abierta
nuestra línea a través de un n ú m e r o que me ha h e c h o llegar por
medio de Tom. Al final, la cosa parece que se presenta bien.

40
7

BALA MÁGICA

Mientras esperamos noticias de Billie, nos vamos a la zona


N o r t e de la ciudad, d o n d e nos aguarda James Tague. Sin él, es
seguro que nunca habría existido una bala mágica y, por tanto,
una duda poco menos que inmediata acerca de la validez de las
explicaciones de la comisión Warren.

El 22 de n o v i e m b r e de 1963, Tague estaba en Dallas. No


para ver a Kennedy, sino para aprovechar la hora de la comida
en c o m p a ñ í a de la que, u n o s años más tarde, habría de c o n -
vertirse en su esposa. Eran algo más de las doce del mediodía
y el c o r t e j o presidencial iba con retraso. El tráfico se e n c o n -
traba i n t e r r u m p i d o a la altura de Dealey Plaza. D a d o que no
se podía hacer otra cosa, Tague salió de su c o c h e y se apoyó
contra u n o de los pilares del p u e n t e de la vía férrea que rodea-
ba la plaza. La excitación de la m u l t i t u d iba en a u m e n t o . J F K
se aproximaba. Tague vio c ó m o la pesada limusina t o m a b a la
curva y e m b o c a b a t o r p e m e n t e la plaza. Y luego, de i m p r o v i -
so, sintió u n a e x p l o s i ó n , seguida de otra más. T a g u e se d i o
cuenta de que se trataba de disparos de arma de f u e g o y, c o m o

41
t o d o el m u n d o a su alrededor, se e c h ó al suelo. En m e d i o de
la confusión, sintió un intenso dolor a la altura de la mejilla.
C o n un gesto maquinal, se pasó la m a n o p o r la cara. Sus dedos
estaban cubiertos de sangre. A u n q u e en un p r i m e r m o m e n t o
creyó haber sido alcanzado p o r una bala, p r o n t o constató que
en realidad se trataba de un pedazo de c e m e n t o de u n o de los
pilares. U n o de los disparos dirigidos al presidente había erra-
do su objetivo y había ido a parar a p o c o s metros de Tague.
James volvió a respirar.
Llegaría tarde a su cita.
La Historia se había fijado en él.

James Tague pasó la hora siguiente en la plaza que habría de


convertirse en la más célebre de Estados Unidos. Un periodista
del Dallas Morning News le sacó una foto. En la fotografía, con
un corte en la mejilla, se le p u e d e ver respondiendo a las pre-
guntas de un agente del departamento de policía de Dallas. Al
día siguiente, James acudió a las oficinas del FBI para aportar su
testimonio.
No obstante, y durante m u c h o tiempo, James Tague no exis-
tió para los investigadores.

En Washington, L y n d o n B. J o h n s o n ha encargado a Earl


Warren que dirija una comisión de investigación sobre los suce-
sos de Dallas. Oficialmente, se trata de la más formidable cam-
paña de búsqueda de la verdad jamás emprendida por el gobierno
americano. Pero en realidad, c o m o se verá, lo que se produce es
la más extraordinaria o p e r a c i ó n de e s c a m o t e o de la verdad.

42
Warren es perfectamente consciente de que el presidente lo ha
escogido para sedar a un país traumatizado y no para descubrir
a los verdaderos asesinos de J o h n Kennedy.
Así, el trabajo de la comisión de investigación se centra en
defender la tesis de los primeros días. La tesis mantenida por el
FBI de J. Edgar H o o v e r , en la que se describe a Lee Harvey
Oswald c o m o un desequilibrado aislado de la sociedad. Y poco
después, dado que la originalidad no es la principal virtud de los
funcionarios del FBI, el asesinato televisado de Oswald cae en el
mismo saco. Jack R u b y — e l d u e ñ o del Carrousel C l u b — asi-
d u o visitante de los pasillos del departamento de policía, trafi-
cante de armas, antiguo confidente del FBI, amigo de los capos
de la mafia, el h o m b r e que a su vez ejecuta a Oswald al p o c o
rato, es presentado como un ciudadano que también se ha dejado
llevar por la locura.

No se rían, hay gente que se lo cree. Piensen por ejemplo en


Jerry Hill, un buen agente del departamento de policía. U n o de
los primeros policías en registrar el Texas School B o o k Deposi-
tory, desde donde, al decir de numerosos testigos, se han efec-
tuado varios de los disparos. U n o s m i n u t o s más tarde, Hill se
encontraba en O a k Cliff, en el escenario del asesinato de J. D.
Tippit, un agente del departamento de policía que Hill —¡él una
vez más!— había tenido a sus órdenes cinco años antes. El mismo
Hill que, informado por radio de la extraña conducta de un indi-
viduo en los aledaños del Texas Theater, había salido disparado
para participar en el arresto de Lee Harvey Oswald y que, c o n -
cluyendo así su maratoniano 22 de noviembre de 1963, dirigió
el traslado de Oswald a la comisaría central del departamento de
policía y su puesta a disposición judicial...

43
Actualmente, encuentra divertido este cúmulo de coinciden-
cias. Y se lo pasa m u y bien escuchando las tesis conspiracionis-
tas que lo colocan en el centro del complot, a él, que ni siquiera
estaba de servicio la mañana de ese viernes 22 de n o v i e m b r e
de 1963. A u n q u e Hill se adhiere a las conclusiones de la c o m i -
sión Warren, no deja por ello de criticar los métodos de trabajo
de los sabuesos del FBI. En su opinión, no cabe la m e n o r duda
de que Hoover no tenía ningún interés en descubrir la verdad.
Si creemos a este policía, la principal preocupación de H o o v e r
era maquillar los errores del FBI. O mejor aún, para utilizar una
expresión típicamente tejana: to cover his ass! Pero por muchas
lagunas que tengan, a Hill le satisfacen plenamente las explica-
ciones de Earl Warren. En su opinión, si se p r o d u j o el c r i m e n
del siglo fue sencillamente porque en 1963 había dos chiflados
viviendo en Dallas.

Tague, por su parte, nunca ha emitido un juicio de estas carac-


terísticas. El asunto no es de su interés y no tiene afición p o r el
misterio. Sus conclusiones son simples, documentadas y f u n d a -
das en su propia experiencia. Si J. Edgard H o o v e r invirtió tantas
energías en impedir que existiera, es porque la verdad que encar-
naba este testigo imprevisto no le convenía.
Para entender a James Tague, hay que conocer el Oeste, el de
verdad. Porque James es un digno heredero del sheriff interpre-
tado por J o h n Wayne en Rio Bravo. Por m u y poderoso que sea
su rival, él siempre está preparado para un duelo al sol si cree que
ése es su deber.

1
Salvar el culo. (N. del 77)

44
8

SILENCIO

Verano de 1964.
Mientras Lyndon J o h n s o n esperaba tranquilamente su n o m -
b r a m i e n t o para p o d e r instalarse p o r fin en la Casa Blanca, la
comisión Warren finalizaba sus trabajos en m e d i o de la desidia
más absoluta. La tasa de absentismo aumentaba constantemente
y las r e u n i o n e s eran cada vez m e n o s frecuentes. De h e c h o , a
falta de algunas correcciones, el i n f o r m e estaba listo. La prensa
de la Costa Este, siempre bien situada cuando se trata de reco-
ger filtraciones orquestadas p o r el propio gobierno, se permitió
incluso publicar una primicia con las líneas maestras del infor-
me. Las informaciones oficiales aseguraban que Oswald había
actuado solo, sin cómplices, y detallaban la secuencia del tiro-
teo. La primera bala salida del Carcano de Oswald había alcan-
zado a Kennedy. El segundo disparo había errado su objetivo,
alcanzando al g o b e r n a d o r J o h n Connally, que iba m o n t a d o en
la limusina presidencial. Finalmente, el tercer y último disparo
había destrozado el cráneo de JFK. Acompañada por las imáge-
nes de la película de Abraham Zapruder, confirmada por los cas-
quillos encontrados en el q u i n t o piso del Texas School B o o k
Depository, la explicación era, pues, irrebatible. C o n la salvedad

45
de que prescindía c o m p l e t a m e n t e de James Tague y su herida
en la mejilla.
*

A lo largo de todo el año, el tejano había seguido con aten-


ción el desfile de testigos ante la comisión. En cuanto a él, ni le
habían h e c h o presentarse en Washington, ni habían venido a
pedirle que diera su versión de los hechos. Eso le había puesto
nervioso y, en dos ocasiones, le dijeron que p r o n t o lo atende-
rían. El verano tocaba a su fin, el informe estaba prácticamente
terminado, pero nadie le quería escuchar. Así que Tague se des-
plazó una vez más hasta el Edificio Federal situado en el centro
de Dallas para prestar declaración. La escena fue m u y breve. Un
agente le i n f o r m ó de que no sólo no se habían parado a pensar
en él, sino q u e ni siquiera existía un dossier c o n la referencia
«Tague, James T.», ni había quedado constancia de sus visitas ante-
riores, ni se conservaba el m e n o r trozo de papel relativo a la bala
perdida del 22 de noviembre de 1963.
Tague podría haberse parado ahí. Y, siguiendo las amistosas
recomendaciones del empleado del FBI, haber vuelto a su casa
y guardado sus recuerdos para sus futuros nietos. Pero eso no
encajaba con la educación de este hombre. En el m o m e n t o en
que John Wayne hubiera cargado su Colt, Tague contrató un abo-
gado. Y desencadenó, dirigiéndolo hacia la prensa y el sistema
judicial de Tejas, un sonado proceso de «paternidad histórica» sin
precedentes. Sea cual sea el n o m b r e que queramos darle, la ini-
ciativa de James tuvo éxito. Obligada a hacer frente a las f o t o -
grafías de Tague y a su cicatriz en la mejilla, la comisión Warren
revisó su guión al m o m e n t o . Pero c o m o sobre todo se trataba de
no cuestionar la tesis de la culpabilidad en exclusiva de Lee H a r -
vey Oswald, hizo falta buscar otra cosa para poder seguir m a n -

46
teniendo la extraña ecuación entre el n ú m e r o de heridas, la bala
perdida y la cantidad de casquillos encontrados.
Entonces, un joven investigador llamado Arlen Specter inventó
la bala mágica, siendo recompensado p o r ello p o s t e r i o r m e n t e
con una larga, tranquila y lucrativa carrera política. Una bala fabu-
losa que habría experimentado improbables cambios de trayec-
toria, un t i e m p o de suspensión de lo más extraño, y todo ello
violando las más elementales leyes de la física. Si no hubiera sido
por Tague, la comisión se habría ahorrado el tener que hacer el
ridículo de esta manera y hoy en día tendría sin duda más adep-
tos de los que tiene.

En su confortable salón de Plano, Tague nos cuenta todo esto


sin vanagloriarse. Su lucha contra la burocracia de los hombres
de Hoover era por una causa justa, y por tanto era simplemen-
te necesaria. Peor aún: era algo normal. C o m o él mismo dice,
sin que p o r ello estemos obligados a compartir su opinión, ni es
un héroe ni es más valiente que otros. Y aunque está m u y lejos
de pretender sacar provecho de su 22 de noviembre de 1963, a
Tague le gustaría poder entender los motivos de la manipulación
llevada a cabo por el FBI. Un ocultamiento de la verdad que va
más allá de los términos en que está redactado el informe Warren.
Desde hace años, Tague intenta reconstruir minuciosamente
el dossier del FBI que se refiere a él. Ya que, lejos de ignorarlo, el
FBI realizó una investigación oculta partiendo de las declaracio-
nes del tejano. Pero eso es todo. Mientras Tague, gracias a una
fuente fiable, tiene en su poder numerosas copias de los informes
referentes a su persona, el FBI, p o r su parte, continúa negando
su existencia.

47
C u a n d o nos acompaña, Tague, incrédulo, insiste una vez más:
— P u e d o c o m p r e n d e r todos esos silencios en 1964... Pero
ahora, ¿por qué? ¿ Q u é hay detrás del asesinato de J F K que les
da tanto miedo?

48
9

CONTRATIEMPO

Volvemos al Adolphus.
A Pascal, que está en pleno descubrimiento de todo este asunto,
no se le ha escapado la simplicidad de Tague. C r e o que tiene
razón, el tejano no es más que un hombre rígido y motivado por
una única cosa: su deseo de p o d e r mirarse en el espejo cada
mañana.
Seguimos sin recibir el fax de Billie.
Extrañados de tanto silencio, llamamos p o r teléfono a Tom.
Sí, le consta que Billie tiene p o r costumbre faltar a sus citas
pero, por haber hablado con él la víspera, nos puede asegurar que
ya debería habernos llegado su fax. A lo mejor, deja caer al final
de la conversación, es que nuestra máquina no funciona.
Imposible. Antes de salir de nuestra habitación, Pascal y yo
comprobamos la instalación.
Por si acaso, descuelgo el receptor. Y entonces me encuentro
con un sonido raro, apagado. Pascal está de acuerdo conmigo en
que no es un t o n o normal. En todo caso, ya no es el de hace un
momento.
Diez minutos después, el técnico de mantenimiento del hotel
entra en nuestra habitación. Empieza por tranquilizarnos: la repa-

49
ración no llevará más que unos minutos. Los aparatos son n u e -
vos, y por tanto el problema sólo puede venir de la conexión a
la red.
Rebusca en su caja de herramientas y, sin dejar de hablar con
nosotros, levanta la carcasa. De repente, silencio. No termina su
frase. Su turbación es evidente. Sin darnos t i e m p o a decir esta
boca es mía, vuelve a ajustar la carcasa y balbucea:
— N o sé... Esto me supera... Me tengo que ir.
Y, con la misma, se va dejándonos tirados y sin más opciones
que cerrar nuestras maletas y recurrir al plan B.

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10

ESCONDITE

Perdido entre Dallas y Fort Worth, nuestro rancho es el escondi-


te ideal.Yo me fijé en este sitio hace unos meses. Frecuentado úni-
camente los fines de semana por parejas en luna de miel, la granja
se alquila también entre semana. Si no fuera por la distancia que
lo separa de Dallas, el bed & breakfast habría sido nuestra primera
elección. Antes de salir, el propietario, en tono protector, nos dice:
— E l sistema de alarmas es c o m p l e t a m e n t e nuevo. P u e d e n
ustedes dormir tranquilos.
Yo, pensando que está de broma, respondo:
— ¿ N o querrá usted repetir con nosotros lo de la matanza de
Tejas, con sierra mecánica incluida?
Él, repentinamente serio, me contesta a su vez:
— N u n c a está de más ser prudentes. Esto está lejos de todo...
Hay que tener cuidado con los vagabundos. Pero no hace falta
q u e se p r e o c u p e n demasiado, éste es un lugar m u y tranquilo.
Me ha abierto los ojos. Si algún día escribo una guía de via-
jes para periodistas de investigación, tengo que incluir esta regla
básica: un lugar alejado del mundanal ruido lo es para lo b u e n o
y también para lo malo.
Pero en fin, no queriendo caer en la paranoia, nos olvidamos de
la advertencia del ranchero y salimos hacia nuestra próxima cita.

51
11

FOTOGRAFÍAS

Jack White es una leyenda controvertida del m u n d o de la cons-


piración. Sus trabajos fotográficos a partir de las fotografías y las
filmaciones del asunto J F K hechas p o r aficionados no dejan a
nadie indiferente. Jack, que no está del todo convencido de que
los americanos hayan pisado la Luna, sí lo está en c a m b i o de
que detrás del asesinato del presidente se esconde una coalición
de intereses en la que la C I A juega un papel esencial. También
está c o n v e n c i d o de q u e Lee Harvey Oswald tenía un doble.
Y está esperando con impaciencia a que su intuición fotográfica
fundada en diversas comparaciones se vea confirmada por J o h n
Armstrong. Armstrong, por su parte, es un investigador de fondo
que, en lugar de interesarse por el asesinato de Kennedy en su
conjunto, invierte su energía y su fortuna personal en tratar de
probar que Lee y Harvey son dos. Si bien, a primera vista, la tesis
puede parecer peregrina, los trabajos de John, construidos a par-
tir de d o c u m e n t o s oficiales, son s u m a m e n t e inquietantes. Y
demuestran, aunque siguen sin convencerme en su totalidad, que
la vida de Lee Harvey Oswald no tiene nada que ver con la que
la comisión Warren confeccionó después de su muerte.

52
Jack W h i t e está asimismo dispuesto a jurar que la famosa pelí-
cula de Zapruder ha sido manipulada por los conspiradores. Q u e
algunos fotogramas, esas imágenes minúsculas, han sido supri-
midos. M e j o r aún, afirma que parte de la manipulación se prac-
ticó directamente sobre el original en 8 mm de Abraham Z a p r u -
der. La manipulación de películas es tan vieja c o m o el propio
cine pero, más allá de esto, t o d o es posible. H o y en día, en la
práctica, no se puede apreciar en qué etapa se produce el cam-
biazo. Aun así, quedan muchas cuestiones por resolver.
Por ejemplo, ¿por qué la difícil curva que t o m ó la limusina
no aparece en la película de 8 m m ? ¿Es acaso p o r q u e así se
demostraría que, al diseñar el recorrido, el Servicio Secreto apro-
bó, siempre según la versión de la comisión Warren, un viraje
que forzaba al vehículo presidencial a reducir peligrosamente su
velocidad? ¿Y por qué no aparece en la imagen el m o m e n t o en
que la limusina se detiene casi completamente durante el tiro-
teo, cuando h u b o tantos testigos que lo vieron? ¿ N o será p o r -
que despertaría sospechas acerca de la actuación de Bill Greer,
el conductor? ¿ Q u é pasa con la declaración de Paul R o t h e r m e l ,
el responsable de seguridad del millonario tejano H. L. H u n t ,
que afirma haber enviado a su rico cliente una copia de la pelí-
cula de Z a p r u d e r pocas horas después del asesinato? Esta copia,
si es que existe, no figura en la detallada cronología de la histo-
ria de la película de 8 m m . ¿Eso significa que el resto de la cade-
na de acontecimientos queda invalidado?
¿Y qué hay de las declaraciones de personas de Estados U n i -
dos y de otros sitios que dicen haber visto «otra película»? Yo
mismo me he visto en el centro de esta polémica a consecuen-
cia de una nota a pie de página de JFK, autopsia de un crimen de
Estado. Entonces escribí, y lo repito aquí, que yo había tenido la
oportunidad de ver una película distinta de la de Abraham Zapru-
der. No tengo la m e n o r autoridad técnica para afirmar que lo

53
que yo vi fuera una versión completa de la filmación más céle-
bre realizada por un aficionado de cuantas recogen el asesinato
de Kennedy. Las condiciones de su visionado en 1995 y mi des-
conocimiento de entonces acerca de todo este asunto me desau-
torizan. De ahí mi reticencia a manejar esa información en mi
obra. Mis confidencias a Jack W h i t e y a otros investigadores me
llevaron a pronunciarme sobre el tema sin disponer de pruebas.
Lo que me ha valido ser o b j e t o de n u m e r o s o s ataques, p r i n -
cipalmente a través de internet. Lo c o m p r e n d o . Y, mientras no
esté en situación de poder probar mis afirmaciones, también lo
respeto.

Se le p u e d e n reprochar muchas cosas a Jack White, pero en


cambio es imposible p o n e r en duda su fotográfica pasión p o r
este asunto. Su colección de fotografías es legendaria, y su inver-
sión en la búsqueda de la verdad no se puede tomar a la ligera.
Aunque no se puede secundar a Jack en el conjunto de sus razo-
namientos, gran parte de su trabajo tiende a sembrar la duda. Y
las cuatro horas que yo me pasé en su casa asistiendo a su p r o -
yección, comentada por él mismo, son capaces de destruir la con-
vicción del más ardiente defensor de las conclusiones del infor-
me Warren.
Para empezar, ahí está su estudio de la fotografía tomada con
una polaroid p o r M a r y M o o r m a n . La fotografía, en blanco y
negro, es la única instantánea tomada en el m o m e n t o del impac-
to que produjo la m u e r t e de Kennedy. Mary se encontraba en
el lado opuesto al Grassy Knoll y desde ahí abarcaba la famosa
valla de madera en la que algunos testigos sitúan a un segundo
tirador. Por desgracia, la calidad de la polaroid impide realizar un
análisis exhaustivo del segundo plano, que es donde podría ocul-

54
tarse u n o de los asesinos de Kennedy. Casualmente, Jack tuvo
acceso hace años a una copia de primera generación. U n a toma
de suficiente calidad c o m o para permitir un análisis en p r o f u n -
didad del segundo plano. Junto con otro investigador, Gary Mack,
W h i t e identificó lo que podría ser un h o m b r e en posición de
disparo. Mack y W h i t e llegaron además a la conclusión de que
su sospechoso llevaba un u n i f o r m e de la policía de Dallas e, ins-
pirándose en el reflejo de su insignia, lo bautizaron c o m o el Bad-
geman2. Ilusión óptica o realidad, el descubrimiento es perfecta-
mente visible en las diapositivas que Jack proyectó para nosotros.

Igual de perfectamente están ancladas todavía las certezas de


Gary Mack.
Para muchos, Mack es un traidor. Antiguo investigador inde-
pendiente, convencido de la presencia de un segundo tirador,
acabó integrándose en el Sixth Floor M u s e u m . Este museo, que
se encuentra en el Texas School B o o k Depository, es, diga él lo
que diga, el templo de la historia oficial. Un breve recorrido por
su tienda basta para convencer a los más escépticos. Allí no está
ninguna de las obras que involucran a la mafia, a la CIA, o que
hablan de una conexión cubana. En cambio, el i n f o r m e Warren
sí que está, al igual que otros libros de m e n o r entidad dedicados
a desmontar las tesis conspiracionistas. En cada ocasión que se
presenta, el Sixth Floor M u s e u m , una de las atracciones más
populares de Tejas, se reafirma en su propósito didáctico. Pero
este propósito, por lo que parece, no implica la apertura de miras.
Hay otra cosa aún más inquietante. La quinta planta ofrece
una exposición bastante lograda sobre la presidencia de Kennedy,

2
H o m b r e de la insignia. (N. del T)

55
cuyo recorrido, c o m o es lógico, finaliza con los acontecimien-
tos de noviembre de 1963, proponiendo el visionado de la pelí-
cula de Abraham Zapruder. Lo cual también es lógico, dado que,
en 1998, la familia del antiguo sastre de Dallas legó al museo la
cinta de 8 m m .
Popularizada en Europa p o r Oliver Stone y su JFK, la pelí-
cula de Z a p r u d e r es utilizada con frecuencia por los críticos de
la comisión Warren para demostrar que Oswald no estaba solo.
Tengo que decir, p o r q u e lo he comprobado una y otra vez, que
a todas las personas que se han enfrentado a las imágenes del
bote hacia atrás y hacia la izquierda de J o h n Kennedy les cues-
ta creer que los disparos venían de atrás y sólo de atrás. U n a
imagen vale más que mil palabras, y tal vez eso explique p o r
qué, en el m o m e n t o de su publicación en los anexos, la c o m i -
sión W a r r e n invirtió el o r d e n de las fotografías, d a n d o así la
impresión de que el movimiento se produce de atrás hacia delan-
te. Q u i z á sea p o r eso p o r lo que la cinta se ha sustraído a los
ojos del público durante muchos años. Dicho sea de paso, y aun-
que no se trate del único motivo, conviene recordar que la cen-
sura entre las instituciones y la opinión pública americanas data
precisamente de la fecha en que tuvo lugar la primera emisión
en televisión de la película de Zapruder. En cuanto el telespec-
tador m e d i o tuvo acceso a las terribles imágenes del asesinato
del presidente, el rechazo de las conclusiones de la comisión
Warren fue masivo.
La película de Z a p r u d e r , el Santo Grial del asunto J F K , se
p u e d e ver, p o r tanto, en ese santo lugar de la educación de las
masas que es el Sixth Floor M u s e u m de Dallas. Pero claro, cua-
renta años de adoctrinamiento no se superan así c o m o así.
La proyección se desarrolla con normalidad hasta que llega el
m o m e n t o del disparo mortal, que es el que hace saltar hacia atrás a
JFK. Entonces, se produce un fundido en negro.

56
N o , no se trata de un fallo técnico, ni de un error h u m a n o .
El Sixth Floor M u s e u m proyecta una versión censurada de la
película de Zapruder.

La explicación pasa p o r una visita inmediata a B o b Porter,


relaciones públicas del museo.
Bob se muestra afable. En 1963, trabajaba en el Dallas Mor-
ning News, la buena conciencia de Dallas.
Bob no cree en las conspiraciones, de la misma manera que
t a m p o c o cree en los ovnis. No soy yo c o l u m p i á n d o m e , es él
mismo quien lo dice. C o m o si creer en una complicidad en el
asesinato del presidente de Estados Unidos implicase inmediata-
m e n t e que u n o es un candidato a ingresar en un psiquiátrico,
un defensor de la teoría de la conspiración mundial, un amigo
de los hombrecillos verdes, un fan de los fantasmas.
¡Ay, Bob! Un avión se ha precipitado sobre el Pentágono, y
yo jamás he visto un marciano ni creo en el control del universo
por parte de una alianza judeo-masónica. En cambio, Bob, sé que
Lee Harvey Oswald no estaba solo.
Pero Bob, sonriendo de medio lado, pasa de todo. Habla del
museo, de su repercusión sobre la juventud, del número creciente
de visitantes, de inversiones, de proyectos. La entrevista toca a su
fin, es el m o m e n t o de hacerle las preguntas q u e de veras me
importan:
— ¿ C u á l es la postura del museo respecto de las tesis conspi-
racionistas?
— N u e s t r a misión no es hacer juicios de valor. La gente debe
sacar sus propias conclusiones.
La contestación era, o b v i a m e n t e , u n a respuesta preparada.
Siguiente pregunta:

57
— ¿ T i e n e usted la impresión de que la gente dispone de los
medios necesarios para ello?
— E s o no me toca a mí decirlo. Mi o p i n i ó n personal no
importa.
Eso está claro, B o b no ha debido de perderse ningún semi-
nario de comunicación del museo. Y, c o m o es de esperar, siem-
pre tiene una sonrisa en los labios.
—Ustedes proyectan la película de Zapruder...
— E n efecto, es un elemento importante.
—La proyectan quitándole el final.
—Así es.
B o b empieza a triturar su bolígrafo. Su mirada se vuelve h u i -
diza. Es obvio que se está preguntando a dónde quiero ir a parar:
—¿Por qué?
— U n espacio público no es el lugar apropiado para ello.
H a c e diez minutos, yo era un francesito c o n un simpático
acento. De repente, me he convertido en un gabacho insolente.
Pero la cosa no se queda ahí:
— E n t o n c e s , c o n eso basta para formarse una o p i n i ó n , ¿no
cree? Ustedes suprimen el bote hacia atrás, la escena que invali-
da las conclusiones de la comisión Warren.
— U n espacio público no es el lugar apropiado para esa esce-
na... ¿ C ó m o decirle? Es pornográfico.
Esta vez soy yo el sorprendido:
—¿Eso qué quiere decir?
— E n ella se ve a un h o m b r e que está siendo asesinado, es
impactante. P u e d e herir la sensibilidad de nuestros visitantes.
Me lo ha puesto en bandeja. Le asesto el golpe de gracia:
— E n cambio, una copia ampliada de la fotografía tomada por
B o b Jackson en el m o m e n t o en que Oswald es asesinado p o r
Jack R u b y sí que figura en la exposición. ¿Acaso no es impac-
tante también la agonía de Oswald?

58
B o b guarda silencio. Luego se levanta y me tiende la mano:
— T e n g o cosas que hacer.
Ahí lo tienen, cuarenta años después del asesinato de JFK, Bob
es la viva imagen de cierto sector de la población americana:
puritanismo e hipocresía.

59
12

AGRESIÓN

La historia no sorprende lo más mínimo a Jack White. No tiene


muchas ganas de hablar de ello, pero está claro que el paso de
Gary Mack a las filas del «enemigo» le impresiona, y mucho. De
lo cual no se sigue necesariamente que Gary se haya convertido
en un defensor acérrimo del informe, pero en todo caso sí que
se ha convertido en u n o de los críticos más implacables del tra-
bajo de Jack. De todos m o d o s , W h i t e habla de él c o m o de un
investigador con talento, un amigo m u y valioso. Sin embargo, en
su entonación se puede leer algo más. Y al ver una vieja entre-
vista de los dos para un documental británico, la idea de la filia-
ción resulta evidente. Mack aparece c o m o un auténtico hijo pró-
digo, «Jedi» superdotado que se unió a las «fuerzas del mal». La
comunidad JFK tiene en ocasiones unas resonancias galácticas.

La proyección ha t e r m i n a d o . Afuera se oyen t r u e n o s . Jack


W h i t e nos sirve Dr. Pepper y luego me pregunta si conozco al
coronel Fletcher Prouty.
Fletch es una leyenda en el mundillo de la conspiración. Un
oficial americano de alta graduación convencido de que J o h n

60
F. Kennedy fue asesinado por una coalición formada por el ejér-
cito y la industria. El coronel habla con conocimiento de causa,
ya que durante m u c h o tiempo estuvo al frente de las operacio-
nes secretas del ejército americano. Al ser el golpe de Estado su
principal especialidad, es capaz de r e c o n o c e r todos sus i n g r e -
dientes en los acontecimientos del 22 de noviembre de 1963 en
Dallas. Prouty sostiene que Kennedy fue eliminado porque tenía
la intención de retirarse de Vietnam. U n a interpretación de la
que Oliver Stone se hizo eco en su JFK. Es cierto que Prouty
no aparece bajo su verdadero nombre, pero no cabe duda de que
el señor X encarnado p o r D o n a l d Sutherland es un doble del
militar. Y sus revelaciones en Washington a un Kevin C o s t n e r
estupefacto constituyen u n o de los m o m e n t o s álgidos de la p e -
lícula.
—¿Sabes? — p r o s i g u e Jack c o n un brillo entusiasta en los
ojos—, un día P r o u t y me dijo que yo era el investigador más
temido por la CIA. ¿Y sabes p o r qué?
— P u e s no.
— P o r q u e yo sólo trabajo con hechos. No me interesan las
teorías, las reconstrucciones, los testimonios. Yo estudio el ins-
tante captado por la máquina, la imagen, y ésa es la única ver-
dad capaz de aterrarnos.

Se ha hecho de noche, es el m o m e n t o de partir r u m b o a nues-


tro bed & breakfast. Yo no me había dado cuenta hasta ahora de
que Jack se movía apoyándose en un bastón. Antes de darle las
gracias p o r h a b e r n o s recibido, le deseo un p r o n t o restableci-
miento. Divertido, me responde:
— M u y amable, pero éste no es el tipo de cosas que se arre-
glan con el tiempo.

61
C o m o es natural, no dejo pasar la ocasión de preguntarle por
el origen de su dolencia. Entonces, c o m o si yo le hubiese c o n -
seguido una cita con un agente de la CIA, Jack me susurra:
— N o sé si d e b o contártelo... No tengo ganas de asustarte.
U n a introducción c o m o ésa obliga a continuar. Y Jack lo sabe.
—La cosa se remonta unos cuantos años atrás... Al m o m e n t o
en que se rodó en Dallas la película de Stone.

El rodaje de JFK se desarrolló en un ambiente de mucha ten-


sión. Entre la paranoia y el síndrome persecutorio. Stone, que
estaba seguro de que el establishment intentaría impedirle contar
su visión del asunto Kennedy, había m o n t a d o en cólera al ente-
rarse de que una primera versión del guión había llegado a manos
de Time. El semanario convocó a la flor y nata de los partida-
rios de la comisión Warren para que hicieran v u d ú con lo que
no era más que un boceto inicial. U n a vez en Dallas, Stone orde-
nó escribir su guión con tinta roja para impedir que se sacasen
fotocopias y cada ejemplar fue escrupulosamente numerado.

—Yo tenía que aportar mis conocimientos técnicos... pero se


produjo un accidente.
Es evidente que para Jack no es fácil contar todo esto. Pero
ni Pascal ni yo queremos pedirle que lo dej,e:
— F u e por la mañana, entre las 5.30 y las 6. Yo aún estaba en
la cama con mi mujer. De pronto, noté una presencia. C o m o si
alguien estuviera observándome mientras dormía. Abrí los ojos
y allí estaba.
N o s quedamos m u d o s mientras la n o c h e se llena de relám-
pagos.

62
—Estaba completamente desnudo. No sé c ó m o se las arregló
para llegar a nuestra habitación. Ninguna de las alarmas de la casa
se había activado...
Jack tiene la mirada perdida. Su relato se ha apoderado de él.
— D e pronto, antes de que pudiera abrir la boca, se lanzó sobre
mí. Entonces fue cuando vi el picador de hielo... Me lo clavó
varias veces. Me perforó un p u l m ó n . U n o s pocos centímetros
más a la derecha y no lo cuento... Y, en cuanto al bastón, lo llevo
p o r q u e a raíz de aquello he perdido el sentido del equilibrio.
Antes de que podamos preguntárselo nosotros, se nos adelanta
y concluye diciendo:
—Desapareció tan rápido c o m o había aparecido. Yo yacía en
un charco de sangre. La policía nunca dio con él...
Luego, mientras nos acompaña hasta la puerta, añade en un
t o n o casi jovial:
— C u i d a d o , yo no he dicho que eso guarde relación con el
asesinato de JFK. Pero tampoco digo lo contrario.

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13

VISITA

Lo que nos ha contado W h i t e nos ha dejado impresionados.


Y, desde luego, lo ponemos en relación con nuestros propios pro-
blemas de los últimos días en Dallas. El interrogatorio en el aero-
puerto, ese coche que nos sigue y nuestra marcha precipitada del
Adolphus. Pero la hora de viaje que nos separa del rancho nos
permite relativizar. Todas las cosas tienen una explicación lógica
y la agresión sufrida p o r Jack muestra bien a las claras que en
Estados Unidos todo es posible.
— A d e m á s — a p u n t a Pascal—, no veo a la C I A m a n d a n d o a
un asesino en pelotas. ¿A ti qué te parece? C o m o historia es un
poco inverosímil, ¿no crees?
Yo me he quedado pensativo. No por lo que nos ha contado
White, sino porque ya hace dos días que estamos en Tejas y aún
no h e m o s tenido noticias de Billie Sol Estes, ese h o m b r e q u e
parece haber dejado de existir.

— ¿ Q u é es esa luz roja?


Estamos delante de la puerta de la granja y la alarma parpa-
dea, indicando que hay un intruso.

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— D e b e de haber sido un rayo... A veces ocurre.
El suelo a nuestro alrededor está encharcado y el camino está
cubierto de hojas muertas. C o m o es habitual en Tejas, las rabie-
tas del cielo duran poco pero son de una violencia extrema. Abro
la puerta e intento dar la luz.
—Mira, el rayo no ha debido de caer muy lejos. Se ha ido la luz.
Hoy no se me hubiera ocurrido poner el pie en aquel lugar des-
conocido, aislado y sumido en la más completa oscuridad. Pero en
ese m o m e n t o no se nos pasó por la cabeza la idea de quedarnos
fuera. Pascal había dejado su equipo fotográfico en su habitación y
nuestra prioridad era comprobar que no faltaba nada. Y, por otra
parte, era muy posible que todo se debiese a un rayo.

Así que, alumbrándonos con la débil luz de la linterna de Pas-


cal, decidimos entrar.
La granja es e n o r m e . Mi habitación se encuentra en una de
sus alas. La de Pascal, en el ala opuesta. Entre las dos está la coci-
na, un salón inmenso, y dos salas para reuniones y banquetes.
Afuera, la t o r m e n t a ha vuelto a la carga con energías renovadas.
Las gotas de lluvia repiquetean con fuerza sobre el tejado, el vien-
to se abate furioso sobre las ventanas. El suelo de madera cruje
bajo nuestras pisadas. Por una especie de corazonada providen-
cial, decidimos inspeccionar todas las habitaciones antes de irnos
a la cama. Son más o menos las tres de la madrugada. En la coci-
na, siguiendo ambos un mismo impulso irracional, nos hacemos
con unos cuchillos trinchadores.
Finalmente, la ronda de inspección se termina con una sono-
ra carcajada de los dos. Es como si estuviésemos jugando a meter-
nos miedo el u n o al otro. Q u e d a por mirar en la despensa de la
cocina, cuya puerta no se abre, pero Pascal cree recordar que ya
lo h e m o s h e c h o antes de salir. N o s t o m a m o s una última copa

65
para olvidarnos de las preocupaciones del día. Desde que encen-
dimos una vela, el ambiente se ha vuelto casi íntimo. Pascal ha
subido a acostarse.
De repente se oye un crujido.
Me doy la vuelta.
Pascal está ahí de pie c o m o un pasmarote, lívido. El m i e d o
que veo en sus ojos es el de un animal asustado. Me hace una
seña y, sin decir una sola palabra, barre con su linterna el suelo
del salón. La luz se encuentra con un reflejo, y luego otro. Son
unos minúsculos charcos de agua. Pascal dirige el haz de luz de
derecha a izquierda. No hay ninguna duda, son huellas de pasos.
Nos esforzamos por mantener la sangre fría. Seguimos las h u e -
llas. U n a , dos, tres, cuatro, cinco, diez.
Silencio.
Estamos delante de la puerta trasera de la granja, la que da al
patio. Alguien ha corrido el pestillo... ¡por dentro!
Pánico. Miedo. Correr. ¡Joder! La despensa. Cerrada p o r d e n -
tro. ¿Y si...?

Los bultos, el coche, las puertas retumban, las ruedas chirrían.


La noche nunca fue tan negra y la carretera nunca estuvo tan lejos.
Por fin, la luz blanquecina de una gasolinera. Aparcamos el
coche y nos precipitamos dentro del establecimiento. Pascal sigue
c o n la linterna en la m a n o . El encargado de la gasolinera nos
mira, suspicaz:
— What's up guys?* Ni que os hubierais cruzado con un fan-
tasma...
No estamos de h u m o r para bromas. Ya está, odio ese sitio lla-
m a d o Dealey Plaza.

*¿Qué pasa, chicos? (N. del T)

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14

OGRO

C o m o en las películas americanas de serie B, a partir de ahora


nos alojamos en un motel cochambroso. C o m o le pagamos en
efectivo, el d u e ñ o se abstiene de hacer preguntas. Ni quiénes
somos, ni p o r qué no dejamos de mirar en todas direcciones.
Nos cuesta conciliar el sueño. La cama está podrida y despi-
de un olor infecto. Las paredes huelen a h u m o frío de tabaco y
los azulejos del cuarto de baño están cubiertos de m o h o . Lo más
importante es no empezar a preguntarnos qué demonios esta-
mos haciendo en Dallas. La situación es completamente ridicula.
*Por suerte, el ridículo todavía no ha matado a nadie.

R e c a p i t u l e m o s . N u e s t r o objetivo sigue siendo convencer a


Billie Sol Estes para que nos confíe sus secretos.
A Estes, que prefirió pasar una larga temporada en una celda
de seguridad antes que hablar.
A Estes, que rechazó ofertas p o r valor de varios millones de
dólares a cambio de revelar sus secretos.
A Estes, del que nadie sabe a ciencia cierta d ó n d e y de qué
vive.

67
A Estes, cuyos más próximos colaboradores se han visto afec-
tados p o r una curiosa epidemia de suicidios en cadena.
Tom tiene razón. Estoy loco. Completamente enfermo.Y sea-
m o s serios, ¿qué es lo q u e p r e t e n d o ? ¿Resolver el enigma?
¿Hacerme con una exclusiva? ¿Ganar el Pulitzer? ¿Embolsarme
el premio Albert Londres? Todo lo que quiero es volver a casa.
F u n d i r m e en un abrazo con mi m u j e r y besar a mi hijo.

El misterio Kennedy me está atrapando p o c o a poco. Lo más


importante es evitar que se convierta en una obsesión. No quie-
ro acabar c o m o esos investigadores perdidos en el laberinto de
la razón, que rigen su vida en función de la película de Z a p r u -
der, tratando de resolver la ecuación relativa a la cantidad de dis-
paros que se efectuaron realmente. He c o n o c i d o a algunos de
esos fanáticos del factor X, de esos colgados de internet, de esos
paranoicos del periódico. No sabría decir quién es peor. ¿Los
teóricos de la conspiración universal o los guardianes del orden
establecido?
Si bien en los dos bandos se encuentra el mismo n ú m e r o de
extremistas, está claro que en el de los defensores de la comisión
Warren es d o n d e tengo más enemigos.
U n a conclusión q u e a mí m i s m o me s o r p r e n d e : el 22 de
noviembre de 1963 no es que sea ayer, pero sigue siendo hoy y
será mañana. Y la propagación de la fe no ha cesado. Va a c o m -
pañada de todo un séquito de cartas anónimas, de amenazas a las
familias, de virus informáticos, de rumores. Esto es así tanto en
Estados Unidos c o m o en Francia. La publicación de JFK, autop-
sia de un crimen de Estado me ha hecho acreedor de todo su odio.
Sin embargo, no se trataba de un libro revolucionario ni de una
obra definitiva. No era más que una pequeña aportación sobre

68
el misterio del siglo, destinada a un público ávido de i n f o r m a -
ción actualizada.
Q u i z á sea p o r eso p o r lo que esta n o c h e me e n c u e n t r o en
este m o t e l perdido en mitad de la nada, a un lado de la 1-35.
Para llegar a entender.

69
15

CORTESANA

La cacería puede continuar. La brevedad de nuestra estancia


no nos permite ponernos a darle vueltas al pasado. Lo cual, bien
mirado, es toda una ventaja.
Tom ha hablado con Billie. Al final resulta que al antiguo finan-
ciador de las campañas de Lyndon Johnson se le han quitado las
ganas de encontrarse con nosotros. Ojo, eso no significa que ya
no quiera hablar con nosotros nunca más, sólo que considera que
el m o m e n t o ya no es el idóneo. ¿Por qué? Sólo él lo sabe.
No obstante, nuestra estancia no ha sido del todo inútil. James
Tague, Jack W h i t e , toneladas de fotografías y sobre t o d o unos
cuantos recuerdos para el futuro. Y además, aún nos queda una
última oportunidad.
—Yo no te lo he dicho — m e confiesa T o m — , pero Billie me
ha confirmado que esta n o c h e estará en la velada ofrecida por
Madeleine.

M a d e l e i n e D u n c a n B r o w n es una señora mayor solícita y


encantadora. Un b u e n ejemplo de la amabilidad y la generosi-
dad del Sur de Estados Unidos.

70
La entrevista con ella, hace unos días, fue un gran m o m e n t o .
En efecto, Madeleine posee un talento especial: es capaz de des-
cribir con precisión la anatomía del presidente al mismo tiempo
que sorbe con delicadeza una taza de té. La señora Brown, ella
misma lo admite, accedió durante un tiempo a satisfacer la des-
bordante libido de LBJ. La fórmula no debería molestar a nadie,
de hecho es más discreta que la empleada por la propia M a d e -
leine.Y es que la antigua niña bien no se hace ilusiones: aunque
haya amado a Lyndon, es m u y consciente de que para el tejano
ella nunca fue más que un aliviadero.
Antes de hacerle preguntas, primero hace falta acostumbrar-
se a ese extraño ritmo consistente en que, entre dos reflexiones
acerca del pasado en general, la vieja señora desliza sus recuer-
dos plagados de polvos rápidos.
Pero la historia de esta m u j e r de Tejas no es solamente la his-
toria de una cortesana. Madeleine B r o w n constituye u n o de los
últimos vestigios de la Dallas de los años sesenta, esa ciudad
pequeña —para lo que es Estados U n i d o s — a caballo entre la
provincia y la expansión urbanística desenfrenada. Ese pueblo
g r a n d e d o n d e un m i l l o n a r i o podía pasarse las tardes en el
m u g r i e n t o club de un m u c h a c h o venido de Chicago, el mítico
Carrousel.
Haroldson Lafayette H u n t , por p o n e r un ejemplo. Su n o m -
bre nunca cruzó el Atlántico, pero podría haberlo hecho perfec-
tamente. En 1963, H. L. era nada más y nada menos que el h o m -
bre más rico del m u n d o . La suya fue una fortuna prácticamente
espontánea obtenida gracias a los campos de petróleo del Este
de Tejas y aumentada sobre las mesas de los clubs de póquer. En
1963, la empresa para la que trabajaba Madeleine alquilaba des-
pachos en el edificio que albergaba las oficinas del magnate. Y
todas o casi todas las mañanas, la amante de LBJ aparcaba su coche
a escasos metros del de H u n t . H. L., fiel a sus buenos modales

71
sureños, le abría la puerta a la despampanante pelirroja. Luego,
al t é r m i n o de sus respectivas jornadas, todos se encontraban, al
dar las cinco, en el club lleno de h u m o de C o m m e r c e Street
regentado por el famoso Jack Ruby. Brown, c o m o mucha otra
gente en el D o w n t o w n de Dallas, lo conocía, y H u n t también.
A fin de cuentas, era u n o de los pocos locales de la ciudad en
los que se podía beber alcohol. Y, además, el Carrousel era f a m o -
so por su parte trasera, sus discretas partidas de p ó q u e r y el calu-
roso recibimiento de su dueño.

De manera que, cuando Madeleine Brown se p o n e a hablar


del asesinato de J o h n Kennedy, u n o la escucha con toda la aten-
ción del m u n d o .
Pero antes de revelar sus secretos, la cortesana sabe hacerse
desear. Así, al terminar una frase a propósito de Ruby, casi casual-
mente, susurra:
—Jack no mató a Lee Harvey Oswald para vengar a Jacque-
line Kennedy. Ésa es una afirmación ridicula.
Y sin dar tiempo a la réplica, sigue diciendo:
— D e b i ó de ser a mitad de semana, algunos días antes del 22...
Estábamos en el club, c o m o de costumbre. Los periódicos habla-
ban de la visita de JFK. Jack se había sentado con nosotros. Es
necesario c o m p r e n d e r que la Dallas de aquella época odiaba a
K e n n e d y Y, c o m o todos los demás, Jack también expresaba su
odio hacia el presidente.
En efecto, Dallas la conservadora, Dallas la extremista no podía
sufrir la arrogancia de Kennedy, digno y celoso representante del
p o d e r de la Costa Este. Para tratar de c o m p r e n d e r el asesinato
de J F K hace falta saber que, en 1963, los ecos de la Guerra de
Secesión aún no se habían apagado. Q u e el Sur seguía sin dige-

72
rir su derrota y la pérdida de sus riquezas en beneficio del Norte.
Para los H u n t , los Murchinson, los Byrd y los Richardson, K e n -
nedy era un representante del enemigo.
Madeleine ha bajado sensiblemente su tono de voz. Me tengo
que inclinar para entender su murmullo.
— F u e Dallas quien mató a Kennedy. Fue Dallas quien mató
al presidente...

T i e n e la mirada perdida en sus recuerdos. No me atrevo a


interrumpirla. Además, lo reconozco, su discurso me gusta. Por-
que me lleva una y otra vez a confrontarme con mis propias pre-
guntas.
Desde que terminé de escribir JFK, autopsia de un crimen de
Estado, estoy obsesionado con este único enigma: ¿por qué Dallas?
El lugar del crimen no puede ser indiferente.
Así, hojeando mi eterna lista de sospechosos, elimino a la CIA.
Me digo que si la agencia hubiese querido deshacerse del presi-
dente, habría empleado medios que limitasen la polémica. J F K
habría sido envenenado, su avión habría explotado en pleno vuelo
o habría perecido ahogado en la piscina de la Casa Blanca. O mejor
aún, a consecuencia de sus graves antecedentes médicos, JFK habría
caído enfermo y se habría ido apagando rápidamente.
A partir de ahí, vuelvo a repasar la explicación que Jim Marrs,
autor de Crossfire — u n o de los libros utilizados por Oliver Stone
para preparar su película con Kevin C o s t n e r — , me había dado
en el curso de mi investigación. A n t i g u o periodista en Fort
W o r t h , J i m , con sus aires de Indiana Jones entrado en carnes,
avala hoy en día el único curso universitario consagrado al ase-
sinato de Kennedy en un aula de Arlington,Tejas, en la que cada
año se aprietan estudiantes p o c o inclinados a creerse las conclu-

73
siones de la comisión Warren. J i m ha trabajado sobre la simbo-
logía del asesinato y está convencido de que J o h n F. Kennedy fue
ejecutado porque sus decisiones políticas no eran del agrado de
la industria militar. Y de hecho, él percibe una analogía con la
pena capital:
— M á s allá del castigo, ¿cuál es la función de la pena de m u e r -
te? Dar ejemplo. Históricamente, las ejecuciones siempre fueron
públicas. El mensaje era m u y claro: mirad lo que os puede pasar
si no respetáis la ley.
— Y entonces...
—Entonces, el 22 de noviembre de 1963 tiene lugar una eje-
cución pública ante los ojos de millones de personas. Y el m e n -
saje ha calado. El atentado decía claramente: esto es lo que pasa
cuando no se respeta nuestra voluntad. Fue una advertencia des-
tinada a la clase política. Y eso explica la relación de sumisión de
la presidencia respecto de la industria militar hasta nuestros días.
El verdadero poder está ahí.
Marrs es persuasivo y su tesis cobra verdadera relevancia en
cuanto se coteja con la política exterior de Estados Unidos, pero
la necesidad de dar ejemplo no me parece razón suficiente para
explicar la elección del escenario. Se hubiera podido lanzar idén-
tico mensaje en Chicago, Los Angeles o Miami.
La inquietante pregunta sigue sin respuesta: ¿por qué Dallas?

Antes de ganarme la confianza de Billie Sol Estes y de c o n o -


cer por fin los entresijos del asesinato, mi inteligencia se inclina-
ba por una explicación más... racional.
La repetida visión de la película de Abraham Z a p r u d e r y las
visitas a Dealey Plaza han dejado en mi inconsciente una impron-
ta definitiva: el asesinato de J F K no es sino la m u e r t e de una

74
pieza de caza que previamente ha sido acorralada. Un trofeo atra-
pado en el fuego cruzado de expertos tiradores. Los asesinos eran
unos cazadores que sorprendieron a Kennedy cuando éste come-
tió la imprudencia de colarse en su territorio.
Antes incluso de Madeleine, de Billie, de Tejas, tengo la sen-
sación de que yo hubiera sido capaz de darme a mí mismo una
respuesta. ¿Por qué Dallas? Porque era el hábitat, el territorio de
caza de los asesinos del presidente. De los que se encontraban en
Dealey Plaza el 22 de noviembre de 1963 y de los que tomaron
tan terrible decisión.

Madeleine coloca su taza de té sobre la mesa con delicadeza.


Su lápiz de labios ha dejado una marca sobre la fina porcelana.
Yo aparto discretamente la mirada para asegurarme de que el
magnetófono sigue girando. La antigua amante de LBJ está lista
para decir lo que sabe.
— E l 21 de noviembre de 1963, Clint Murchinson organizó
una velada para sus amigos. Yo tenía que e n c o n t r a r m e allí con
Lyndon.
La historia no es nueva para mí. C u a n d o estaba escribiendo
JFK, autopsia de un crimen de Estado Madeleine B r o w n me contó
lo que había visto la víspera del asesinato: el paso fugaz de Lyndon
J o h n s o n y su extraña profecía. A su salida de la residencia del
millonario tejano, LBJ habría declarado: «A partir de mañana,
esos malditos Kennedy dejarán de ser un problema.» Si la exis-
tencia de dicha velada y la presencia de LBJ se pudiesen confir-
mar, no cabría duda acerca de la implicación tejana en el asesi-
nato de Kennedy. Pero así es la vida. A u n q u e los recuerdos de
Madeleine B r o w n son interesantes, carecen de la m e n o r validez
probatoria. Peor aún, una de las pocas personas de su lista de invi-

75
tados que sigue con vida no se acuerda de esa velada. Un deta-
lle que parece no preocupar a la antigua cortesana.
— M i lista es incompleta. Algunos siguen vivos y un día daré
sus nombres. Pero por el m o m e n t o es demasiado peligroso.
Su a r g u m e n t o no me impresiona. Esta paranoia me parece
completamente injustificada. Estamos en 1998, JFK lleva m u e r t o
treinta y cinco años y, salvo los fanáticos de la serie Expedien-
te X, nadie piensa que indagar en el tema equivalga a jugarse
la vida. Por otra parte, aun admitiendo que Madeleine nos haya
dado una lista errónea, ¿ c ó m o explicar la presencia de J o h n -
son? Tanto más cuanto que si hacemos caso del i n f o r m e Warren
— o b v i a n d o p o r un m o m e n t o todas nuestras reservas—, el f u t u -
ro inquilino de la Casa Blanca habría pasado su última n o c h e
c o m o vicepresidente... ¡en la habitación de su hotel de Fort
W o r t h ! Total, que sigue sin c o n v e n c e r m e . Además, no creo a
Madeleine Brown. A u n q u e sus tesis son interesantes, he dejado
de prestarle atención.
— ¿ A l g u n a vez ha hablado del asesinato de J F K c o n LBJ?
— l e pregunto.
— U n a sola vez. Fue algunos meses más tarde. Yo necesitaba
saber. En Dallas aumentaban las sospechas acerca de la existen-
cia de una implicación de los millonarios de la ciudad y por ende
también de Lyndon.
L y n d o n J o h n s o n , cuya carrera política era p r o d u c t o de la
voluntad de influyentes personajes tejanos conscientes de la i m -
portancia de tener en Washington a u n o de los suyos.
—Así que, después de acostarme c o n él, se lo p r e g u n t é . Y
entonces a Lyndon le entró una especie de ataque de ira. Me
agarró, me zarandeó y me amenazó. Yo no debía volver a hablar-
le del tema nunca más. Ésa fue la respuesta que me dio.
Si no se hubieran dado todos esos elementos contradictorios
a los que me refería antes y que me obligaban a inclinarme por

76
la prudencia, Madeleine habría p o d i d o c o n v e n c e r m e con esta
confidencia. Ella sigue poseída p o r sus recuerdos. Y antes de que
pueda hacerle una nueva pregunta, continúa:
— D e todos m o d o s , yo ya estaba segura. Bastaba con ver la
actitud de H. L. H u n t a su regreso de Washington.
En efecto, en los minutos siguientes al asesinato de Kennedy,
Hunt abandonaba Dallas. Escoltado por su guardia personal, c o m -
puesta p o r antiguos agentes del FBI, el h o m b r e más rico del
m u n d o huía en dirección a la capital federal, en la que p e r m a -
neció por espacio de un mes, viviendo en el mismo barrio que
J. Edgar H o o v e r y el n u e v o presidente, su p r o t e g i d o L y n d o n
Johnson.
— H u n t no paraba de sonreír. U n a nueva fuerza le asistía
—precisa la señora B r o w n .
En el nuevo mapa político que se había dibujado en A m é r i -
ca a consecuencia del 22 de noviembre, Madeleine B r o w n se
había cruzado con un caballo ganador.

Estábamos en 1998 y yo seguía sin creer del todo a Madelei-


ne Brown. Su franqueza me impresionaba, pero seguían pesan-
do más los a r g u m e n t o s q u e cuestionaban la exactitud de sus
recuerdos. Así que...
Así que, cinco años después, me encontré finalmente con mis
respuestas. C o m o me había dicho Madeleine, h u b o una fiesta en
Dallas el 21 de n o v i e m b r e . U n a fiesta en la q u e el c h a m p á n
corrió a raudales y a la que asistió Lyndon Johnson.
La exhausta cortesana tenía razón, pero la vida y su e n f e r m e -
dad no me han dejado tiempo para decírselo.

77
16

COMERCIANTE

Billie Sol Estes ha llegado antes que nosotros. La información


de Tom era buena: el antiguo financiador de Lyndon J o h n s o n le
hacía una visita a la antigua cortesana.

En los años sesenta, el encuentro habría concitado mucha más


atención. Desde la prensa hasta el FBI, pasando p o r el Departa-
m e n t o de Justicia de R o b e r t Kennedy y también por la mafia,
todos en búsqueda permanente de informaciones jugosas y nece-
sariamente c o m p r o m e t e d o r a s que les permitiesen ejercer algo
de presión. Pero, en 1998, Sol y Madeleine no son más que dos
viejos amigos. Y la atracción de una velada en la que se apiña
una treintena de personas.
E n e l p e q u e ñ o saloncito, m e c r u z o cbn R o b e r t G r o d e n .
Famoso p o r su trabajo sobre las fotografías del asesinato, B o b
representa en la actualidad t o d o lo q u e yo a b o r r e z c o en esa
curiosa c o m u n i d a d formada por los que revolotean en t o r n o al
c r i m e n del siglo.
Desde su participación en el rodaje de la película de Oliver
Stone, G r o d e n se ha convertido en una p e q u e ñ a estrella. Más

78
aún, R o b e r t vive desde entonces de la venta de productos que
él mismo fabrica. Así, todos los fines de semana, Groden se ins-
tala en Dealey Plaza y atiende su negocio. En Estados U n i d o s
todo es business y, seamos sinceros, hay cosas peores que ganar
dinero a costa de un presidente asesinado. Además, c o m o repite
el propio Groden cada vez que habla con un periodista, ¿qué hay
de la libertad de expresión?
Ésa fue, de hecho, mi p r i m e r a impresión. Al principio vi a
Groden c o m o un islote de contrapoder en un lugar arrasado por
la autoridad legitimista del Sixth Floor M u s e u m . Poco a poco,
sin embargo, se instaló en mí la idea de que, más que en difun-
dir un determinado mensaje, el interés de un comerciante se cen-
tra principalmente en su volumen de negocio. La escena del cri-
m e n está ocupada p o r una tribu de vendedores ambulantes
contratados p o r G r o d e n . R e m u n e r a d o s según resultados, estos
comerciales de la conspiración asaltan sin tregua a los visitantes.
Luego, bajo el sol achicharrante de Tejas, cansados de recorrer la
plaza, estos mercaderes del templo se beben una cerveza tras otra
y vacían la vejiga detrás de la valla de madera del Grassy Knoll,
dando lugar así a un insoportable hedor.
Por eso Groden no me cae simpático. Porque ha olvidado que
aquí mataron a un h o m b r e . Y que, p o r tanto, el lugar m e r e c e
quietud y respeto.
Pero t a m b i é n p o r q u e su p e q u e ñ a empresa afecta negativa-
m e n t e a la imagen de las personas q u e critican a la comisión
Warren. Entre los terroríficos teóricos de la conspiración m u n -
dial, por un lado, y los vendedores de ilusiones, por el otro, han
h e c h o m u y difícil el c o n v e n c e r a nadie de q u e Lee Harvey
Oswald no p u d o actuar en solitario.

79
17

ENCUENTRO

Pascal se ha dado cuenta enseguida de que no va a p o d e r lle-


varse su fotografía. El lugar está demasiado lleno y Billie Sol Estes
demasiado solicitado para que podamos hacernos ilusiones.
En cuanto a mí, me dedico a dar vueltas a su alrededor. M a d e -
leine se ha ofrecido amablemente a presentarme a la presa, pero
antes tengo que saber c ó m o quiero aproximarme. Tal vez t e n -
dría que haber saltado sobre la oferta de Madeleine Brown e ins-
tar a Billie a responder inmediatamente a mis preguntas. Al fin
y al cabo, la ocasión era única y el encuentro inesperado. Pero
cuanto más tiempo pasa, más margaritas se beben, más sube el
tono de las voces y más me convenzo de que no es una buena
idea. Así que, p o r el m o m e n t o , me c o n f o r m o con observarlo.

Estes parece cansado, pero tiene buen aspecto. Al natural tiene


una presencia imponente. Por supuesto, lo primero que identi-
fico son sus eternas gafas de m o n t u r a negra. Son iguales que las
de Buddy Holy, y en él constituyen toda una seña de identidad
que se remonta muchos años atrás. Detrás de los cristales adivi-
no dos ojillos claros. Su cara es redonda, o más bien rechoncha.

80
Soy consciente de que Estes también está observándome a su
vez. Él sabe que si yo estoy aquí, en casa de Madeleine, es exclu-
sivamente por él. Sin embargo, no hace nada para facilitarme la
tarea. No espero que se me acerque y se ponga de buenas a pri-
meras a c o n t a r m e todo lo que sabe, desde luego. Pero de todos
modos me extraña su actitud. Lejos de cerrarse en banda, Estes
deja caer de vez en cuando una sonrisa.
Por fin, me decido.

Me acerco a él y le tiendo la mano:


— B u e n a s tardes, me llamo...
—Ya lo sé.
He logrado mi objetivo. Estes toma el testigo:
— ¿ C ó m o le va,William?
El saludo es cordial, el apretón de manos caluroso.
La multitud ha quedado atrás. Tengo la impresión de que ha
bajado de repente el v o l u m e n de la música y de que la gente a
mi alrededor habla en murmullos. Sé perfectamente lo que tengo
que hacer en ese m o m e n t o . Es mi oportunidad y estoy resuelto
a no dejarla escapar.
Así que, aprovechando esos pocos m i n u t o s q u e se me han
concedido, no digo absolutamente nada.

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18

TEST

Si este libro existe, si las cintas de Billie Sol Estes que daban
pie a los rumores se han convertido en una realidad sobre la que
he podido apoyarme, es porque esa noche, en casa de Madeleine,
mantuve la boca cerrada.
En el último m o m e n t o comprendí que el tejano me estaba
p o n i e n d o a prueba. Al tratar de p o n e r m e en su piel, me había
dado cuenta de que no le habría hecho ninguna gracia tener que
ponerse a responder preguntas acerca de su pasado en presencia
de una amiga y de los amigos de ésta.

Por una vez, mi intuición no me falló. No había caído en la


trampa de la sonrisa y los gestos corteses. Y gracias a ello, c o m o
él mismo me diría más tarde, Billie Sol decidió que valía la pena
pasar unas horas en mi compañía. No fue algo inmediato, claro
está, pero al despedirse de Madeleine le dijo en t o n o resuelto:
«El francés se ha clasificado para la siguiente ronda.»

82
19

REGRESO

Volvemos a Dallas. La pista de aterrizaje de Dallas-Fort W o r t h


se me está volviendo m u y familiar. Tuve mis dudas antes de
emprender este nuevo viaje, pero las palabras de James Tague no
habían dejado de resonar en mi interior, y cada vez lo hacían
con más fuerza: «¿Qué se esconde detrás del asesinato de J F K
que les asusta tanto?»
Al principio, esta pregunta me invitaba a quedarme. Además,
yo necesitaba imperiosamente volver la página, pasar a otra cosa,
olvidarme de Kennedy. Pero ahí estaba Tague, con sus certezas,
su fuerza y sus dudas. Así que volví a caer. ¿Acaso Billie Sol no
había confirmado su intención de entrevistarse conmigo? ¿Acaso
no estaba yo convencido, sin saber m u y bien por qué, de que él
tenía las respuestas que yo tanto ansiaba?

VSD había tomado el relevo y Pascal había sido sustituido por


Marc. Además de por su entusiasmo y su simpatía, mi nuevo fotó-
grafo me había gustado p o r la firmeza de sus convicciones. Sin
que yo le hubiera contado aún mi último viaje, sin que yo hubiera

83
compartido con él las reflexiones de White, Tague y compañía,
Marc situó inmediatamente el misterio J F K en sus justos t é r m i -
nos, es decir, en su marco actual. En su opinión, Billie Sol Estes
era «la oreja» que debía llevarnos hasta nuestra solución. Y su
silencio de casi cuarenta años, la prueba de la actualidad de este
asunto.

Nuestra llegada a tierras tejanas se desarrolló esta vez sin el


m e n o r obstáculo. Y, c o m o habíamos acordado, T o m estaba espe-
rándonos. A lo largo de la jornada, Billie había confirmado la cita
del día siguiente y, después de estar j u g a n d o al gato y el ratón,
nos aconsejaba que no nos retrasásemos. A mí me venía de per-
las. De hecho, yo ya había pensado en llegar a la cita con tiem-
po de sobra.

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20

QUIMERA

La recta de asfalto se pierde en el horizonte. Aquí nada esca-


pa a los mazazos del sol. Ni el asfalto, ni la vegetación. Ni, m u c h o
menos, los hombres.
Estamos en pleno no man's land* tejano. Aquí es donde el h o m -
bre que sabía demasiado ha decidido entrar en escena e invocar
los fantasmas del 22 de noviembre de 1963.

H a c i e n d o gala de su desconfianza, nos recibe en su propio


territorio.
A partir de este momento, sólo hay que esperar a que el Dairy
Q u e e n haga efecto. Este minúsculo restaurante de comida rápi-
da de estilo rural apesta a grasa recalentada. A la derecha hay una
mesa reservada a los jugadores de dominó. Sus gestos son lentos,
sus facciones m u y marcadas. En la pared, sobre una estantería, se
alinean las tazas de los clientes más habituales. Leo los nombres.
Glenn, Ross, John, pero ni rastro de Billie Sol. En consonancia
con la leyenda que le acompaña, Estes está en todas partes pero

*Tierra de nadie. (N. delT)

85
no vive en ningún sitio. Inasible c o m o una corriente de aire, él
es la quimera del caso Kennedy.
Y, por fin, ahí está la leyenda. Llegamos con cuarenta m i n u -
tos de adelanto, pero él ya está esperándonos. Sol no está solo.
Un criado que le tiende su toalla, una secretaria, un chófer, Estes
nunca se mueve sin acompañantes. Una reminiscencia de la edad
de oro, de aquellos años cincuenta en los que el antiguo paleti-
llo había llegado a valer más de cien millones de dólares. El dine-
ro se evaporó, pero los hábitos permanecieron. Crazy Fred no se
podría haber llamado de otra manera. Melena plateada, tatuajes
de motero y, sobre todo, sendos diamantes engastados en los inci-
sivos. Pero no es una cuestión estética. Fred el loco tiene p r o -
blemas con el fisco. Así que, como vive en una caravana, ha inver-
tido todo lo que tiene en esas dos piedras:
-—Si el gobierno quiere mi pasta, que venga aquí a buscarla...
C o m o un perro rabioso, Fred retira los labios, dispuesto a m o r -
der. Billie Sol sonríe, y c o m o si de una vulgar reunión de n e g o -
cios se tratase, dice:
—Señores, les doy tres horas. Ni un minuto más. ¿Por d ó n d e
quieren empezar?

Aunque ardo en deseos de oírle hablar, me obligo a mí mismo


a moderar mi entusiasmo. Primero hay que hacer las fotografías,
antes de la entrevista. Una historia sin fotografías puede ser buena,
pero nunca será publicable.
Billie Sol es un buen modelo para un fotógrafo. Para e m p e -
zar, su aspecto. Traje oscuro, buena presencia, gafas con m o n t u -
ra de baquelita negra: Sol es un tipo que da el pego.
Y además, c o m o todos los americanos, Estes conoce las reglas
del juego. En una hora, nos lleva de la oficina del sheriff del lugar
a su cripta familiar.

86
Marc está contento, Estes parece relajado, ahora me toca a mí
pasar a la acción.
Y c o m o el contador sigue en marcha, voy al grano.

—Billie Sol, ¿qué le parece si hablamos de las cintas?


El, impasible, me responde:
— ¿ Q u é cintas?
Yo, desencajado, insisto:
—Las relativas al asesinato de Kennedy.
En tono glacial, me dice:
— N o sé de qué me hablas, no tengo ni la m e n o r idea. Y esta
conversación está empezando a molestarme.
¡Toma! Me siento c o m o si un tren de mercancías me hubiese
pasado por encima. C o n un par de frases, Estes ya me ha hecho
besar la lona.
Tengo ciertas dificultades para recuperar el aliento. Busco a
Tom con la mirada. El hace todo lo posible para evitarla. Estes
sigue impasible. El silencio se adensa en t o r n o a la mesa. D e n -
tro de mí, en cambio, el estruendo aún no se ha apagado. No me
puedo creer que todo termine aquí, que no quede nada más que
hacer que volver a París y contarles a los de VSD que mis espe-
ranzas de llegar al f o n d o del asunto se han e s f u m a d o sobre la
mesa pegajosa de un Dairy Q u e e n .
Lo miro por última vez. Sigue sin moverse. De pronto, esta-
lla en una carcajada casi infantil. Se pone rojo, se agarra la barri-
ga. A Billie Sol Estes le gustan las bromas y se lo está pasando de
miedo quedándose conmigo.
—La verdad es que los franceses sois m u y graciosos. Tendrías
que haber visto la cara que has puesto.
Yo despliego la m e j o r de mis sonrisas. Por mí, Estes p u e d e
burlarse t o d o lo que quiera si eso le divierte. H a c e apenas un

87
minuto, me estaba planteando cambiar de profesión. Ahora pare-
ce que sí, que por fin va a ofrecernos algo interesante.

Billie me tiende un libro. Es una biografía escrita hace algu-


nos años por su hija Pam. Lo abro por la primera página, escrita
hasta la última línea con una letra fina y minuciosa.
—Vamos, lee.
Me cuesta entender la letra, pero me lanzo: «Para él, yo ya no
t e n g o interés. El no se acuerda, así que me toca a mí hacerle
recordar. Q u e Dios tenga piedad de su alma.»
La fórmula es incomprensible. Cierro el libro y aventuro una
pregunta:
— ¿ D e quién se trata, Billie?
Sol estaba esperando que le hiciese esa pregunta:
— P a r a e n t e n d e r esta historia necesitas c o n o c e r Tejas. Eso
requiere su tiempo. ¿Estás dispuesto a aprender?
No tardo m u c h o en decidirme. De hecho, no tardo nada. Le
ofrezco mi m a n o y digo:
—Deal5
Casi me r o m p e los dedos al apretar con su pesada manaza.
Estes sonríe de oreja a oreja.
—Estás c o m o una cabra. Estás c o m o una cabra, pero es ) me
gusta.

5
Trato hecho. (N. del T)

88
21

PARTIDA

H a n pasado seis meses. A Billie Sol le gustó mi artículo para


VSD, así que nuestro acuerdo sigue en pie. La editorial Flam-
marion ha decidido apoyarme en esta nueva aventura, ofrecién-
dose a sufragar una estancia de un año en Tejas para que yo pueda
seguir con mi intento de esclarecer las misteriosas circunstancias
del caso Kennedy. U n a estancia de un año, c o n m u j e r e hijo
incluidos, en un país que apenas conozco.
Para mi sorpresa, Sol está impaciente por empezar. Él calcula
que todo el trabajo no nos llevará más de unas semanas. Lo que
él aún no sabe, es que yo nunca he sido un alumno aplicado. Yo
estaba preparado para oír sus confesiones, pero antes de utilizar-
las para deducir la verdad acerca del caso J F K , había decidido
asegurarme de su autenticidad.
El último testigo se disponía a hablar y yo me disponía a entre-
garme a mi afición favorita: hurgar en los cubos de basura de la
Historia.

89
SEGUNDA PARTE

El último testigo
21

EL 22 DE NOVIEMBRE

El 22 de noviembre de 1963, JFK se convirtió en una leyen-


da, Lee Harvey Oswald entró en la Historia y, por su parte, Billie
Sol Estes terminó su comida de excelente h u m o r .
El sol brillaba de nuevo, los jueces y los investigadores iban a
tener que renunciar a su propósito de derribar a Lyndon J o h n -
son y sus secuaces, la lógica de los negocios se imponía una vez
más y Estados Unidos volvía a ser Estados Unidos.
Si no fuera por el dolor de muelas con el que se había levan-
tado por la mañana, el 22 de noviembre de 1963 habría sido una
jornada sumamente agradable para el tejano.

93
23

TEJAS

Desde hace algunos días, nuestra vida se rige p o r este ritual.


Tres veces p o r semana partimos de Dallas al amanecer en direc-
ción a Granbury. Tom conduce y nosotros aprovechamos la hora
y media de viaje para preparar la entrevista.
C o n el tiempo, mi compañero de trabajo se ha revelado tam-
bién c o m o un investigador de talento. Tejano de pura cepa, no
deja pasar una sola ocasión para repetir que su abuelo luchó con-
tra los indios. B o w d e n está completando a las mil maravillas mi
instrucción acerca de las costumbres y el pasado de este Estado.
C u a n d o , a lo largo del día, Billie Sol me lanza sobre diversas
pistas, T o m me enseña c o n tacto y p r u d e n c i a a no p e r d e r m e
en ellas.
También me sirve para practicar el inglés americano, cosa muy
necesaria ya que el inglés que aprendí a regañadientes en mis años
escolares es aquí perfectamente inútil, pues nadie lo habla. El inglés
americano del Sur de Estados Unidos es una lengua morosa, hecha
de contracciones, de imágenes, de expresiones fijas, y su fraseo se
ve interrumpido una y otra vez por potentes carcajadas. En esta
región, las amenazas no se profieren a gritos, sino que se dejan
escapar de unas mandíbulas en permanente estado de tensión. Y

94
mientras en el resto de Estados Unidos la gente habla, el tejano
apenas silba las palabras, c o m o si, agobiado por el calor, también
hubiera renunciado a esforzarse en este sentido.

Billie Sol Estes no es una excepción a esta regla. Desde nues-


tros primeros encuentros a propósito del asesinato, he t o m a d o
por costumbre empezar nuestras entrevistas con una pregunta
clásica. Es una manera c o m o cualquier otra de romper el hielo,
de ponerse en camino.
C o n s c i e n t e de que todos y cada u n o de los americanos se
acuerdan de lo q u e estaban h a c i e n d o el 22 de n o v i e m b r e de
1963, de que, en una fulgurante instantánea, la m e m o r i a colec-
tiva de toda una nación había fotografiado millones de lugares,
sensaciones y recuerdos, no podía dejar de hacerle la famosa pre-
gunta. ¿ Q u é estaba haciendo él ese fatídico 22 de noviembre de
1963 mientras su presidente era asesinado y su país perdía la ino-
cencia? Q u i é n sabe, a lo mejor se podría decir lo mismo respecto
del 11 de septiembre de 2001. Cada generación tiene sus hitos,
su antes y su después.
Billie Sol, c o m o todos sus conciudadanos, se acordaba m u y
bien de su 22 de noviembre. Del lugar exacto en el que se encon-
traba cuando oyó por primera vez que alguien había disparado
sobre el presidente de Estados Unidos. De hecho, Richard N i x o n
y George H. Bush son los únicos americanos que, cuales a m n é -
sicos, se muestran incapaces de recordar ese m o m e n t o .

Sin embargo, el día 21, la víspera del atentado, Richard N i x o n


estaba en Dallas. Trabajaba c o m o abogado para Pepsi-Cola, y

95
había ido allí para representar a su g r u p o en un congreso de
empresas dedicadas al embotellado de bebidas. En el m o m e n t o
en que el Air Forcé O n e , el avión presidencial, iniciaba sus
maniobras de aproximación al aeropuerto de Love Field, en el
corazón de la ciudad, N i x o n salía de Tejas con r u m b o a Nueva
York. El Dallas Morning News dedicaba su portada, obviamente,
a la visita de JFK, y reproducía una declaración que el candida-
to frustrado a las elecciones de 1960 había realizado poco antes
de partir: «Kennedy va a separarse de LBJ para las elecciones de
1964.»
Unas horas más tarde, Lyndon Baines J o h n s o n era proclama-
do presidente.
En cuanto a George Bush padre, también él pretextaría más
tarde un fallo de m e m o r i a . U n a laguna que, c o m o era de espe-
rar, iba a dar alas a los fantasmas de una parte de la comunidad
conspiracionista, tanto más cuanto que un i n f o r m e especial del
departamento de policía de Dallas se hacía eco de la presencia
en la ciudad de un tal G e o r g e Bush, a la sazón m i e m b r o de la
C I A . ¿ C ó m o describir el entusiasmo de los aficionados a las
coincidencias diabólicas c u a n d o relacionaron este dato con el
hecho de que, antes de convertirse en vicepresidente de R e a -
gan y seguidamente en d u e ñ o del m u n d o , Bush fue el director
de la famosa agencia? Él mismo se encarga de desmentir éstas y
otras hipótesis afirmando que hasta su elección a finales de los
años setenta no había tenido la m e n o r relación con la CIA, y
que en 1960 él no era más que un padre de familia que i n t e n -
taba meterse en el m u n d o del petróleo y en política. Y que, en
cualquier caso, aunque no consiga acordarse de dónde se e n c o n -
traba el 22 de noviembre de 1963, puede asegurar que no estu-
vo en Dallas.

96
Billie Sol estaba en Pecos, pero habría dado lo que fuera por
estar en Dealey Plaza. A u n q u e el peso de su educación religiosa
le obliga a expresar su repulsa ante el asesinato y a calificar de
inmoral la destrucción de una vida humana, no hay que equi-
vocarse: para Estes, c o m o para muchos otros, el asesinato era una
medida que siempre había que contemplar. U n a especie de últi-
mo estadio de la negociación. Y también un legado cultural, hasta
ese p u n t o el recurso a la violencia está inscrito en las mentes de
esta clase de hombres. No c o m o vicio, sino c o m o seña de iden-
tidad.
El Tejas de 1963 estaba más cerca del de 1863 que del de 2003.
Dallas aún seguía siendo un p o b l a c h ó n . Los tejanos crecen al
ritmo de los disparos de un Colt. C u a n d o J F K hablaba de una
«nueva frontera», en Tejas no se pensaba ni en la conquista del
espacio ni en el desarrollo económico, sino en la conquista de
tierras y en la defensa del territorio, batallas estas que se libran a
tiros y a cambio de grandes sacrificios y m u c h o dolor.
El Oeste de verdad, el de Tejas, no tenía nada que ver con la
versión edulcorada transmitida p o r Hollywood. Aquí, hombres
y mujeres se habían dejado la piel para poder ofrecer un palmo
de tierra a sus descendientes. Aquí, una generación entera se había
criado en el odio a la Costa Este. Despojados de sus bienes al
finalizar la Guerra de Secesión, las familias sudistas habían vuelto
a empezar en Tejas. Antes de partir, habían asistido impotentes
al reparto de sus riquezas en beneficio de «la gente del Norte».
En Tejas tuvieron que olvidarse del esclavismo y de su proyecto
c o m o nación. A partir de entonces, y para una mayoría, desde la
élite hasta el pueblo, la Costa Este representaría al enemigo, al
usurpador.
La elección de J o h n F. K e n n e d y c o m o presidente en 1960
r e m o v i ó viejas pasiones e hizo aflorar a la superficie esa ani-
madversión larvada. En suma, reactivó el odio hacia «el Norte».

97
Los tejanos se consolaban pensando que Lyndon B. Johnson, u n o
de los suyos, al que apreciaban y llevaban apoyando desde 1948
con cariño y grandes sumas de dinero, defendería sus intereses
en Washington.
Pero el hecho es que, c o m o el propio N i x o n había anuncia-
do el 21 de noviembre de 1963, Kennedy había decidido pres-
cindir del bueno de Lyndon. Los usurpadores estaban volviendo
a las andadas. Y Tejas no estaba dispuesta a sufrir una nueva
derrota.

98
24

COMPRENSIÓN

Billie tampoco estaba dispuesto a perderlo todo.


La cárcel era para él una opción c o m o cualquier otra. No era
más que un simple desvío, un parón temporal.
Por m u c h o que le presionasen, p o r m u c h o que le ofrecieran,
él nunca hablaría.
Bobby Kennedy, por m u y fiscal general que fuese, perdía el
tiempo. Él sabía que sus proposiciones no le convenían. A sus
ojos, la libertad no es digna de según qué sacrificios.
N o , Billie Sol no quería perderlo todo.
Sin duda, esta negativa a «pactar con el enemigo» tenía m u c h o
que ver con el recorrido vital de Estes. No era un heredero, un
hijo de buena familia, un antiguo alumno de las universidades
del Este. C o m o J o h n s o n y todos los demás, Estes había salido
prácticamente de la nada y había llegado m u y lejos.
Y eso, a pesar de la amenaza de la soga, por m o m e n t o s tan
cercana, tampoco lo quería perder.

Sin darnos tiempo a terminar de instalar nuestras cámaras y


nuestros magnetófonos, Billie Sol se ha repantingado en su sofá

99
tras desconectar su colección de móviles. El h o m b r e que nunca
había hablado está ansioso por comenzar.
Yo también lo estoy, aun a sabiendas de que, antes de llegar a
la muerte de JFK, tendré que hacer frente a interminables rodeos.
De todas maneras, estoy e m p e z a n d o a c o m p r e n d e r que no se
trata de desvíos ni de pistas falsas, sino de una parte de la verdad
necesaria para entender m e j o r los mecanismos que condujeron
a la decisión de deshacerse del presidente de Estados Unidos.
—Yo nací durante una t o r m e n t a de nieve —suelta Billie Sol
de buenas a primeras—. Así que las dentelladas de ese bichejo
llamado Bobby Kennedy no me iban a hacer retroceder.
Más incluso que hacia J F K , Estes siente aún hoy en día un
odio feroz hacia su h e r m a n o R o b e r t F. Kennedy, el que fuera
fiscal general y que en 1968 también sería asesinado. De hecho,
fue él quien dirigió la persecución a la que Estes se vio someti-
do. Y no p o r q u e Estes hubiera h e c h o algo que no debía, sino
porque era la única manera de doblegar a Tejas. R e d u c i r a Billie
equivalía inmediatamente a reducir a Lyndon. Y, j u n t o con este
último, a esas familias que, escondidas en sus inmensos ranchos
anegados por la riqueza procedente del oro negro, habían deci-
dido tomar en sus manos las riendas del país.
— E r a el blue northern6 — p r o s i g u e S o l — . Un v i e n t o q u e
viene de Colorado, te hiela hasta los huesos y te deja las m e j i -
llas azuladas. Hacía veinticuatro horas q u e mi m a d r e se esfor-
zaba p o r t r a e r m e al m u n d o , p e r o yo me t o m a b a mi t i e m p o .
Mi padre, m o n t a d o en su caballo, había salido a avisar al médico.
En c u a n t o llegaron, el m é d i c o decidió acelerar el parto y así
fue c o m o conseguí nacer. Me pusieron el n o m b r e de Billie Sol
p o r q u e el m é d i c o me había a p o d a d o Blizzard Bill1, y p o r -

6
Viento frío del Norte. (N. del T.)
1
Del inglés blizzard, tormenta de nieve. (N. del T.)

100
q u e Sol era un h o m e n a j e a u n o de mis tíos, q u e se llamaba
Solomon.
C u a n d o estaba en la cresta de la ola, algunos periodistas ávi-
dos de metáforas pretendían que Billie se había puesto el patro-
nímico Sol porque así es c o m o se llama el astro rey en español.
D e b i d o a la proximidad de la frontera mejicana, estos periodis-
tas lo consideraban un guiño por parte de Estes. Así pues, se tra-
taba de un bulo.
— E n 1925, mi padre criaba perros de caza, para sus necesi-
dades personales y para venderlos. Para poder pagar los servicios
del médico tuvo que vender algunos de sus mejores animales. Yo
siempre he dicho que c u a n d o empiezas a vivir c a m b i a n d o tu
nacimiento p o r un par de perros sólo puedes ir a mejor. C r é e -
me, el hambre de éxito ha corrido por mis venas desde el prin-
cipio.

Billie creció en Hamby, cerca de Abilene. Su padre había c o m -


prado allí un terreno de 320 acres.
— M e acuerdo del día en que nació Bobbie Frank, mi h e r -
m a n o menor. En comparación con J o h n L., mi h e r m a n o mayor,
con Joan y conmigo, Bob era el más tranquilo y discreto de todos.
Durante toda su vida ha sido mi alter ego. Sin él, la leyenda Billie
Sol no existiría. Yo tenía los sueños pero él era el arquitecto. Siem-
pre encontraba una solución para hacerlos realidad. Yo le descri-
bía el cuadro a grandes rasgos y él se encargaba de pintarlo. A lo
largo de nuestra infancia no paré de meterle en líos, y cuando
me encontraba en peligro siempre recurría a él para que me sal-
vase. En realidad, no hizo otra cosa hasta el final de su vida.
Billie Sol casi nunca se deja llevar por sus sentimientos. No
lamenta gran cosa de su pasado. De hecho, el recuerdo de su her-

101
m a n o pequeño parece ser la única cosa capaz de emocionarle en
la actualidad. Tal vez p o r q u e la parte más oscura de su historia
está ligada a ese recuerdo.
— M i padre era un h o m b r e m u y cerebral. No era tan imagi-
nativo c o m o mi madre, pero a cambio tenía una opinión acerca
de todo. Y c u a n d o una idea se le metía entre ceja y ceja, ya
no volvía a salir. Su visión de la familia era m u y simple: un edi-
ficio en el que todos teníamos una función. Así, a cada hijo se le
asignaban tareas extenuantes desde el m o m e n t o en que podía
arreglárselas solo, es decir, desde m u y pronto. Y en cuanto p e n -
saba que u n o de nosotros ya estaba listo para traer dinero a casa,
lo enviaba a trabajar a las granjas vecinas. Fuimos educados en el
respeto al trabajo, a Dios, a la familia y a nuestro país. Mis ante-
pasados también creían en Dios, en la familia, en la tierra y en
Tejas.
Billie Sol medita sobre su última frase. Luego la repite con
orgullo, y por último añade:
—Exactamente por ese orden.

Dios... U n a larga década frecuentando crápulas, arrepentidos,


fascistas, hombres de honor, corruptos y podridos me ha ense-
ñado una cosa: cuanto más inhumana es una persona, más siente
la necesidad de evocar el hecho religioso. Quizá sea eso, a fin de
cuentas, lo que llamamos conciencia.
Billie Sol Estes es m i e m b r o de T h e C h u r c h of Christ. 8 En
Francia este m o v i m i e n t o sería calificado de secta, pero aquí es
una congregación religiosa próspera y perfectamente consolida-
da. Para asegurarse de que no se le escapa nadie, T h e C h u r c h of

8
La Iglesia de Cristo. (N. del T.)

102
Christ instala sus templos a la entrada y a la salida de todos los
pueblos. C o m o es de esperar, sus miembros son m u y puritanos
y conservadores, y t e m e n al d e m o n i o por encima de todo. No
llegan a ser c o m o David Koresh y sus davidianos de Waco, pero
la proximidad entre ambos f e n ó m e n o s no es m e r a m e n t e g e o -
gráfica.
Así pues, Estes fue un h o m b r e piadoso antes de convertirse
en un individuo dispuesto a todo. Siguiendo los preceptos de su
iglesia, cuando se encontraba en la cima de su éxito, instauró en
su piscina unos turnos de baño para los nuevos retoños. P r i m e -
ro se bañaban las niñas y luego los niños. Pero lo que alejó a Sol
de la palabra de Dios no fueron sus diferencias con la ley, sino la
cuestión racial:
— M i iglesia comete un grave error — a d m i t e — . Sus m i e m -
bros creían que los negros fueron marcados en tiempos de Caín
y Abel. Q u e el color de su piel indicaba que eran inferiores y
que nunca podrían entrar en el Paraíso. Para ellos, un alma negra
es un alma perdida. Yo no c o m p a r t o esta opinión en absoluto.
En el Sur segregacionista, Estes constituye una excepción. Su
compasión hacia los inmigrantes mejicanos y su m a n o tendida
a los negros le han h e c h o acreedor de odios furibundos y per-
sistentes. Durante m u c h o tiempo, Billie Sol figuró en la lista negra
del Ku Klux Klan.Y al poco de meterse en política se dio cuen-
ta de que sus millones de dólares no podrían nada contra la dere-
cha racista y reaccionaria.
— H o y puede parecer increíble, pero durante gran parte de mi
vida la palabra negro fue un término peyorativo de uso frecuente
en el habla cotidiana. Yo mismo la utilizaba cuando era joven, y
todavía me lo reprocho. Por suerte, mis padres me habían ense-
ñado que todos los hombres han sido creados por igual y que la
educación es la única defensa contra la estupidez. Así que, cuan-
do me convertí en un millonario, me negué a subvencionar todos

103
los centros educativos que practicasen la segregación racial. Es
más, estoy tremendamente orgulloso de haberme hecho cargo de
la educación de más de un millar de negros, en una época en la
que te podían colgar de un árbol por m u c h o menos.
Ésta es una de las paradojas de Billie Sol Estes. Tejano hasta la
médula, con la c o r r u p c i ó n en la sangre, un tipo que no pesta-
ñea ante la posibilidad de tener que eliminar físicamente a sus
rivales, ha defendido sin embargo, y contra viento y marea, la
causa de los negros:
— T a m b i é n presté mi apoyo a M a r t i n L u t h e r K i n g e hice
generosas donaciones al movimiento por los derechos civiles. En
la actualidad sigo ayudando c o m o p u e d o a las minorías de mi
país, en especial a los inmigrantes mejicanos, por más que hayan
cruzado nuestra frontera de manera ilegal. Las fronteras entre los
países no son obra de Dios.

Este talante redistributivo tiene su origen en la propia infan-


cia de Estes. A u n q u e admite que nunca le faltó de comer, Billie
Sol procede de un ambiente extremadamente modesto. Y hasta
que reunió sus primeros cien millones de dólares fue víctima de
un desprecio en el que la palabra paleto sustituyó a la palabra negro.
Los cimientos del futuro éxito de Billie Sol se sentaron a lo
largo de sus primeros años de vida.
— M i madre se dio cuenta enseguida de mi facilidad para
memorizar cosas. Me leía un libro una sola vez y ya podía c o n -
tarles la historia a mis h e r m a n o s y hermanas con los ojos cerra-
dos. También tenía eso que llaman una m e m o r i a fotográfica. Lo
cual no me impidió, c u a n d o la justicia y el FBI e m p e z a r o n a
m e t e r la nariz en mis asuntos, acogerme al olvido. Asistía a la
escuela de Fairview, que se encontraba a tres kilómetros de nues-

104
tra casa. Siempre fuimos andando. Mi maestra, Thelma Berry, era
la m u j e r de nuestro vecino y fue la primera persona que se dio
cuenta de mi capacidad para resolver m e n t a l m e n t e los proble-
mas matemáticos más complejos. Siempre he contado con la ven-
taja de no tener que t o m a r m e la molestia de escribir un proble-
ma para hallar su solución. No es por alardear, pero mi cociente
intelectual ha llegado a ser valorado en 185. De todos modos, la
inteligencia es algo relativo. Prueba de ello es que la mía no me
ha impedido hacer grandes tonterías.

A lo largo de este año que pasamos en su compañía, Billie Sol


fija las citas a p r i m e r a hora de la mañana. O b l i g á n d o m e así a
hacer una vez más de tripas corazón para adaptarme a las cos-
tumbres tejanas:
— C u a n d o yo era un niño, la jornada empezaba a las tres de
la madrugada. Primero iba a una vaquería cercana para ayudar a
ordeñar las vacas. Luego volvía a casa para realizar las tareas que
me habían sido encomendadas y, antes de irme a la escuela, me
metía entre pecho y espalda un suculento desayuno. H o y en día
sigo levantándome todos los días a la misma hora que entonces
y preparo el desayuno para los míos mientras disfruto de la tran-
quilidad de la casa. Y, sobre todo, aprovecho para reflexionar, de
manera que todo me parece más claro cuando llega el día. Así,
cuando t o d o el m u n d o empieza a despertarse, yo ya tengo mi
plan de acción en la cabeza y estoy listo para sacarle partido a
esa ventaja. Creedme, esta costumbre es m u y beneficiosa para los
negocios. C o m o decimos en Tejas, el pájaro que llega primero
es el que se lleva el gusano.

105
Mis primeras entrevistas con Billie Sol consisten, pues, en una
lucha contra mi somnolencia. No me siento para nada a gusto
en la piel de un pájaro. Y el único gusano que me interesa es el
que me ha de llevar hasta los asesinos de Kennedy. También tengo
que acostumbrarme a su idioma, a sus digresiones, a sus inter-
minables paréntesis, a los días en los que no tiene ganas de hablar
y a los días en los que no puede parar de hacerlo.
D u r a n t e dos semanas, no habla más que de sí mismo. Yo he
intentado varias veces centrar la conversación en JFK, pero él,
por el m o m e n t o , no quiere mojarse.
—Paciencia. Antes de saber tienes que comprender.
Tom también ha decidido aceptar su criterio, pues quiere evi-
tar que Estes acabe contándonos cualquier cosa con tal de salir
del paso. Las declaraciones de Billie Sol sólo surtirán efecto si
podemos probarlas. Desde este p u n t o de vista, la narración de su
ascenso social y de su éxito tiene una importancia capital. Al final
de esta historia, Billie Sol nos revelará los secretos del 22 de
noviembre de 1963. U n a recompensa y un desenlace al mismo
tiempo.
Descubrir cuál ha sido su vida, someter a verificación tanto
sus relaciones c o m o sus afirmaciones y conocer su ambiente nos
permitirá dar credibilidad a su estatuto de último testigo.

106
25

SIN RETORNO

Esta puesta al día pasa necesariamente por la experiencia del


éxito a la americana de Billie Sol Estes.
Antes de protagonizar las crónicas judiciales de los periódi-
cos, antes de convertirse en el unicornio buscado por todos aque-
llos que quieren saber c ó m o y p o r qué fue asesinado el presi-
dente, Sol era un i c o n o del capitalismo en su apogeo. U n a
manifestación del sueño americano que le p o n e cara de m u ñ e -
co y dientes blancos a la diosa Fortuna.

— M i vida es c o m o un cuento...
A Billie Sol le gusta escucharse.
—Puedes creerme, todo empezó un 25 de diciembre. Aquellas
Navidades yo tenía siete años. Y, en vez de un juguete, el regalo
que yo quería era una oveja. Me pasé varias semanas persiguiendo
a mis padres para que me la compraran. El día de Nochebuena,
nii madre nos metió a todos en su Ford A y nos llevó a Clyde a
ver el desfile de Navidad. Cuando, al final del día, volvimos a casa,
había decorado el árbol con nuestros regalos. Estaban todos menos

107
el mío, que me esperaba afuera atado a una estaca. Le pusimos al
joven cordero el nombre de Merry. Mi súbito deseo de tener un
animal era todo menos un capricho momentáneo: M e r r y era en
realidad la primera piedra de un edificio rigurosamente planeado.
H a b i e n d o observado que los granjeros odiaban tener que o c u -
parse de los corderos que habían perdido a sus madres, ya que ello
suponía un esfuerzo adicional sin garantías de éxito, dadas las esca-
sas posibilidades de supervivencia de un cordero huérfano, yo tenía
la intención de criar a M e r r y para demostrarles que podía hacer
ese trabajo p o r ellos. C u a n d o di p o r concluido mi p e r i o d o de
aprendizaje, hice correr de granja en granja el r u m o r de que los
hermanos Estes se habían puesto a criar corderos huérfanos.
Un cuento de Navidad que marca el principio de una carrera
hacia el éxito imparable y precoz.
— U n a vez que se acostumbraron a trabajar conmigo, los gran-
jeros me dieron permiso para esquilar las ovejas muertas. En un
año, mi labor de crianza y mis negocios empezaron a convertirse
en algo serio. Entre otras cosas, porque entonces empecé a cam-
biar mis servicios p o r la autorización de utilizar los machos de
los granjeros para fecundar mis propias ovejas. Así fue cómo, rein-
virtiendo mis beneficios y el dinero que me daban en la vaque-
ría, me encontré a los ocho años con mi primer rebaño. Un año
después, mi maestra me dio permiso para faltar a clase y así poder
acompañar a su marido al mercado de ganado, en el que a mí me
fue mejor que a él porque yo era más rápido a la hora de calcu-
lar mentalmente el importe de las transacciones. C u a n d o cumplí
diez años, mi rebaño se componía de una veintena de ovejas. Entre
todas las hembras parían unos treinta corderos al año. A veces, el
parto se complicaba y había que ayudar al pobre animal. Lo cual
significaba que yo me tenía que remangar y meter mis antebra-
zos en sus entrañas para poder sacar al cordero.
Billie Sol se ríe de mi mueca de asco:

108
— P r u e b a a hacer eso j u s t o después de desayunar, y ense-
guida comprenderás el significado de la palabra responsabilidad.
Pero eso no era lo peor. Yo siempre me quedaba con las h e m -
bras, y los machos los vendía. Para que su carne supiese m e j o r
tenía que castrarlos... ¡y lo hacía yo mismo! U n a de las técni-
cas consiste en hacer un corte en el escroto con un cuchillo, y
luego retirar el testículo. El riesgo de esta técnica es que la heri-
da no cicatrice bien, se infecte y acabe provocando la m u e r t e
del animal. Yo no podía p e r m i t i r m e algo así. De manera que
utilizaba otro método, consistente en romper el cordón que ali-
menta el testículo de manera que éste, desprovisto de sangre,
se atrofia y se v u e l v e inactivo. El p r o b l e m a es q u e la ú n i c a
manera de hacerlo es t u m b a r al cordero patas arriba y m o r d e r
con fuerza el escroto para partir el dichoso cordón con los dien-
tes. Puedes estar tranquilo, no era mi ocupación favorita. ¡Menos
mal que me las arreglé para convencer a Bobbie Frank de hacer-
lo en mi lugar!

Antes de instalarme en el salón de Billie Sol, pasé varias semanas


entrevistándome con algunos de sus antiguos clientes. Varios habían
sido «esquilados» por el ex pastorcillo y lo más suave que decían de
él es que era un hábil estafador. Otros, en cambio, hablaban con nos-
talgia de la época en la que Estes aparecía con su maletín lleno de
dólares para cerrar un trato antes de que el tiempo, la reflexión y la
duda se volviesen en su contra. En cualquier caso, tanto unos como
otros reconocían sus dotes para la venta. U n a especie de Bernard
Tapie elevado a la enésima potencia, capaz de vender confeti a la
puerta de un cementerio. Si Estes tenía los dones de la transacción,
de la palabra y de la persuasión, su ingreso en el selecto club de las
cuatro haches le permitió adquirir el de la organización:

109
— E l programa 4 - H fue creado a principios de siglo para que
los miembros de la juventud rural con edades comprendidas entre
los nueve y los diecinueve años recibieran una formación y unos
consejos que les permitieran aprender a gestionar una granja. El
programa lo dirigía una sección del D e p a r t a m e n t o de Agricul-
tura en colaboración con las autoridades locales y algunas u n i -
versidades. Trataban de enseñarnos a sacar adelante una familia,
a cuidar nuestras tierras, a conocer las nuevas tecnologías y, en
general, a ser unos buenos americanos. Gracias a este programa,
yo entré en contacto con los métodos más m o d e r n o s de cría de
ganado, aprendí el arte de cultivar cereales y algodón, así c o m o
a llevar mi propia contabilidad. El paso siguiente fue la o b t e n -
ción de créditos bancarios destinados a financiar mi desarrollo.
Mi condición de m i e m b r o del club me permitía también parti-
cipar en las ferias agrícolas regionales. Lo que más me impresio-
nó de este programa fue algo que me o c u r r i ó en 1936. B o b y
yo estábamos en Dallas para asistir a una versión americana de
la Exposición Universal con motivo del centenario de la exis-
tencia de Tejas. Nunca habíamos visto tanta gente junta. El recin-
to ferial era inmenso, y Bobbie Frank quería que nos quedáse-
m o s allí t o d o el día, p e r o no p o d í a m o s desaprovechar la
oportunidad que nos brindaba aquella feria para conseguir finan-
ciación. De manera que lo convencí para que me acompañara
en mi búsqueda de los grandes terratenientes. Yo quería saber
cuál era su secreto. A pesar de tener tan sólo once años, me di
cuenta de que debía pasar a la etapa siguiente. Los cerdos y los
corderos estaban m u y bien para empezar, pero si quería hacerme
rico tenía que dedicarme a la cría de ganado vacuno. Así pues,
consagramos nuestra estancia en aquella feria a informarnos sobre
todas las especies de bovinos imaginables, mientras nuestros cama-
radas se divertían y el ruido de los desfiles nos perforaba los tím-
panos. El primer stand que visité era el de King R a n c h , la mayor

110
explotación de ganado vacuno del m u n d o , dos veces tan gran-
de c o m o Suiza, que contaba con una especie propia capaz de
reproducirse, el Santa Gertrudis, un verdadero prodigio por su
potencia. Yo quería criar ganado de esa especie en Clyde. Así que
pedí p o d e r hablar con el responsable del stand y, para mi gran
sorpresa, pues era un mocoso, me recibió. R o g e r Kleberg, u n o
de los congresistas más acaudalados, me a t e n d i ó c o n s u m a
amabilidad y me desaconsejó implantar su especie en mi granja
porque el clima no era el adecuado. De manera que acabé deci-
d i é n d o m e por los Hereford, una especie más resistente. Algunos
años después, cuando yo ya era un h o m b r e de negocios con un
pie en Washington, coincidí en varias ocasiones con Kleberg.
Yo había d e j a d o de ser un g r a n j e r o más para ser su igual, y
muchas veces rememoramos juntos aquel primer encuentro nues-
tro de 1936.

Billie hace una pausa.


De pronto, se vuelve hacia mí y me pregunta:
—¿Sabes qué es lo más divertido? Q u e Lyndon Johnson me
c o n t ó un día que en sus primeros tiempos c o m o político f u e
secretario de Kleberg. C o n lo cual, está claro que estábamos pre-
destinados a conocernos.
Una conversación con Estes constituye un vano intento por
orientarse en un bosque m u y tupido. Tan pronto nos enseña sus
bueyes, vacas y cerdos, c o m o se planta en Washington, nos pre-
senta a sus contactos en la política o nos habla de su oscura rela-
ción con el vicepresidente. U n a relación que, no me cabe n i n -
guna duda, tiene m u c h o q u e ver con sus futuras revelaciones
acerca de JFK. U n a relación que los guardianes del templo j o h n -
soniano niegan con rotundidad pero que T o m y yo vamos a tra-

111
tar de demostrar, independientemente de que Billie Sol Estes la
recuerde perfectamente.
Lyndon Johnson es, por consiguiente, un tema recurrente en
nuestras conversaciones.
—¿Sabes p o r qué te cuento todo esto? ¿Sabes p o r qué toda-
vía no hemos llegado a Dealey Plaza?
C u a n d o Billie Sol hace una pregunta, no siempre espera una
respuesta. Prueba de ello es que no me da tiempo a decir esta
boca es mía y él mismo se contesta:
— S ó l o quiero que entiendas una cosa: Lyndon y yo tenemos
el mismo pasado. Y cuando u n o ha salido de d o n d e salimos nos-
otros, ni se plantea el dar marcha atrás. Todo nos valía con tal de
prosperar en la vida. Y estábamos dispuestos a hacer cualquier
cosa para no tener que volver al p u n t o de partida. Si c o m p r e n -
des esta mentalidad, habrás dado un paso hacia la verdad. M é t e -
telo en la cabeza: Lyndon jamás contempló la posibilidad de fra-
casar. Jamás!
Le tiembla la boca y tiene las pupilas contraídas. Pero se c o n -
trola y ya no dice nada más. Sin embargo, yo sé adonde quiere
ir a parar. Estes es de los q u e piensan q u e el fin justifica los
medios, y eso incluye el asesinato.
Se sirve una copa y, consciente de que aún le queda m u c h o
por contar, vuelve a zambullirse en sus recuerdos.

— E n t o r n o a esa misma época, c u a n d o yo tenía unos diez


años, firmé mi p r i m e r contrato para recibir una ayuda g u b e r -
namental. El D e p a r t a m e n t o de Agricultura subvencionaba un
p r o g r a m a de erradicación de cactus de las tierras cultivables.
Sin embargo, para los granjeros, que ya tenían bastante c o n lo
q u e hacían todos los días, este programa no era lo suficiente-

112
m e n t e atractivo. De manera que yo me puse a visitar los ran-
chos más cercanos o f r e c i é n d o m e para o c u p a r m e de los cactus
a c a m b i o del 80 p o r ciento de la subvención. Luego les p r o -
metí a mis h e r m a n o s el 50 p o r ciento de lo que yo recibiría
a cambio de que ellos hiciesen el trabajo, y me q u e d é con el
otro 50 p o r ciento en c o n c e p t o de h o n o r a r i o s p o r mi idea y
mi descaro. Este dinero tan fácil me abrió los ojos: las ayudas
gubernamentales representaban un filón inagotable para a q u e -
llos que lo supiesen explotar. Y yo no fui el ú n i c o q u e se dio
cuenta.
Estes, al igual que J o h n s o n , es un niño de la crisis de 1929.
U n a depresión sin precedentes, fuente de miseria para muchos,
pero también de motivación para otros, c o m o p o r ejemplo para
Billie Sol.
— P o r si la crisis económica no fuese suficiente, nuestro país
fue arrasado p o r la mayor t o r m e n t a de polvo de su historia. Lo
arrasaba t o d o a su paso, los animales se morían, las reservas de
agua se secaban. D i c h o en pocas palabras, habíamos padecido
una p r i m e r a plaga con el presidente H o o v e r y sus cómplices
republicanos que destruyó la economía al permitir que los ricos
siguieran enriqueciéndose. En ese m o m e n t o llegó la segunda,
ese viento del d e m o n i o que convertía las granjas en sucursales
del infierno. He p e r d o n a d o a Dios p o r lo de la t o r m e n t a , p o r -
que sé q u e Él había d e c i d i d o p o n e r a p r u e b a nuestra fe. En
cambio, nunca olvidaré lo que nos hizo el Partido Republicano
al i m p o n e r n o s a H e r b e r t Hoover. La crisis p e r m i t i ó a los ricos
instalarse aún más c ó m o d a m e n t e en el poder. Eso f u e lo que
o c u r r i ó . En cuanto a nosotros, parias de la tierra, H o o v e r nos
c o n v i r t i ó e n u n o s pordioseros q u e n o tenían d ó n d e caerse
muertos.
La rabia se apodera de Billie. Para calmarse, evoca 1932 y la
victoria en las elecciones presidenciales de Franklin D. R o o s e -

113
velt, un demócrata con un programa político, el N e w Deal, que
dedicaba gran parte de sus esfuerzos a tratar de mejorar el nivel
de vida del campesinado:
— R o o s e v e l t m e j o r ó nuestra calidad de vida — a f i r m a e n t u -
siasmado—. Creó la Seguridad Social, que nos garantizaba una
pensión para cuando fuésemos demasiado viejos para cuidar de
un rebaño o para doblar el espinazo sobre la tierra. En mi caso,
el N e w Deal constituyó también un hito importante en mi carre-
ra hacia el éxito. En la escuela, nuestros maestros no se cansaban
de repetir que el gobierno tenía la obligación de ayudar al p u e -
blo cuando éste lo necesitaba, pero que había que pedírselo. Yo
tenía quince años y, siguiendo ese consejo, le dicté a mi h e r m a -
na Joan una carta dirigida al presidente. U n a carta en la que le
describía la situación de Clyde y le pedía que me enviara la lista
con las ayudas previstas para socorrer a mis vecinos. Bueno, pues,
unas semanas más tarde, recibí una respuesta de los asistentes de
Franklin Delano Roosevelt en la que me sugerían que me aco-
giese al programa sobre excedente de grano. La idea era hacer-
se con los excedentes de producción en los Estados que se habían
salvado de la sequía y transportarlos hasta nosotros. El gobierno
nos los vendería a un precio m í n i m o y luego les reembolsaría la
diferencia a los productores.
Siendo aún un adolescente, y armado con su carta de la Casa
Blanca, Billie Sol se las arregló para o b t e n e r un préstamo p o r
valor de 3.500 dólares.
— E r a una suma e n o r m e , teniendo en cuenta que en aquella
época los ingresos de mi padre no superaban los 3.000 dólares
al año. Sí, yo tenía q u i n c e años, una visión de futuro, m u c h a
ambición y los arrestos necesarios para tirar para adelante. Antes
de aprobar la compra del excedente de grano, el D e p a r t a m e n t o
de Agricultura envió un inspector a Clyde con el fin de asegu-
rarse de la validez de la transacción. C u a n d o llegó a la granja de

114
mi padre y pidió hablar con el señor Estes, mi padre le contes-
tó: «Ah, usted está en un error, es a mi hijo a quien busca. Y resul-
ta que en estos m o m e n t o s está en la escuela...»
El inspector respondió: «Ya veo. El señor Estes es maestro...»
Mi padre, sin inmutarse, replicó: «Sigue sin c o m p r e n d e r l o .
Billie Sol es u n o de los alumnos.»
El inspector, creyendo que le estaban gastando una b r o m a
pesada, iba a volverse a Abilene para anular la operación cuando
mi padre insistió en que me esperara. No me costó m u c h o obte-
ner su aprobación.

C u a n d o Tom y yo decidimos comprobar si las cosas que nos


contaba Billie Sol eran ciertas, nuestra máxima prioridad eran
sus recuerdos relacionados con el asesinato de J o h n E K e n n e d y
No obstante, pronto nos dimos cuenta de la necesidad de hacer
lo mismo con el c o n j u n t o de sus declaraciones. En primer lugar,
porque Estes tiene m u y mala reputación. ¿Acaso no mintió a un
jurado para desdecirse a continuación, al tener que elegir entre
sus deudas personales con la justicia y sus amistades en el m u n d o
de la política? Esta prevención frente a la mentira, en la que no
estábamos solos, daría lugar más tarde a la aparición de una de
las pruebas más incontrovertibles de la autenticidad de sus decla-
raciones relativas al asesinato de JFK.
Y, en segundo lugar, teníamos que verificar sus afirmaciones
porque a mí personalmente me costaba tragarme el clásico cuen-
to a m e r i c a n o del niño que se convierte en el rey de Tejas. Yo
sabía a cuánto ascendía su inmensa fortuna a principios de los
años sesenta, pero no acababa de creerme tanta precocidad. No
me encontraba con ninguna dificultad a la hora de imaginarme
a Billie Sol c o m o un niño que pastoreaba sus propias ovejas, pero

115
sí a la hora de imaginármelo negociando unos préstamos b a n -
carios y cerrando contratos con el gobierno cuando aún no era
más que un adolescente.
Pero me equivocaba. Su afiliación al club de las cuatro haches
presenta la e n o r m e ventaja de dejar constancia p o r escrito de
sus actividades c o m o aprendiz de millonario. En efecto, Billie
Sol entró en el club a los nueve años. Hay d o c u m e n t o s que así
lo atestiguan. También es cierto que un año más tarde estaba
en posesión de un sólido capital. Y aún hay más. En 1940, Billie
Sol Estes, sin haber c u m p l i d o todavía los quince años, les v e n -
dió más de una tonelada y m e d i a de g r a n o a sus vecinos de
Clyde y alrededores. Según las cifras oficiales del D e p a r t a m e n -
to de Agricultura, los negocios de Billie inyectaron en la e c o -
nomía de los granjeros locales una cantidad de dinero superior
a los 5 0 . 0 0 0 dólares, q u e era la diferencia entre el precio de
venta y la tarifa habitual en Tejas. 50.000 dólares de 1940, o sea
cerca de diecisiete veces los ingresos anuales de su padre. Un
a ñ o más tarde, el j o v e n Estes poseía ciento c i n c u e n t a ovejas,
cuarenta cabezas de ganado v a c u n o y otras tantas de ganado
porcino. O c h o años después de la llegada de M e r r y el día de
Navidad, sólo la venta de sus ovejas le reportó la extraordina-
ria suma de 38.000 dólares. Y cuando, unos meses más tarde, se
e n c o n t r ó con que tenía quinientos cerdos, el club de las cua-
tro haches decidió que había llegado el m o m e n t o de premiar
a ese n i ñ o prodigio.
— C a d a condado elegía al joven granjero más p r o m e t e d o r y
lo enviaba al concurso regional. El vencedor participaba a c o n -
tinuación en el concurso nacional. Los criterios de selección eran
el éxito económico, la independencia, el peso c o m o m o d e l o y
la contribución al desarrollo del campo. En 1943, yo me alcé con
el premio nacional: fui elegido c o m o el joven granjero más pro-
m e t e d o r de Estados Unidos.

116
La entrega del premio tuvo lugar en Chicago durante la Expo-
sición Agrícola Universal, y gracias a eso Estes tuvo el h o n o r de
conocer al presidente de Estados Unidos.
— E l propio Roosevelt en persona me entregó el premio: una
cubertería de plata con el escudo del gobierno de Estados U n i -
dos grabado.
Estes se levanta y abre la puerta del aparador. Saca una pesa-
da caja de madera. Dentro de ella está la cubertería de plata, que
parece no haber sido empleada ni una sola vez. C o n la manga,
Estes le quita el polvo al símbolo del p o d e r americano.
—Ese día aproveché para hablarle de mi carta. Me daba mucha
vergüenza, pero aun así lo hice. Me dijo que se acordaba m u y
bien de ella y yo cometí la imprudencia de creerle, incluso sigo
creyéndole hoy en día.

Más allá del premio y la emoción, la mayor recompensa para


Estes fue verse convertido en un personaje popular en Tejas. Lo
cual le dio un p o d e r incalculable que se encuentra en el origen
de su fortuna y en el súbito interés que suscitó entre la nueva
generación de la clase política.
De esta manera, el 25 de abril de 1944, el paleto de Clyde se
presentó en los arsenales de H o u s t o n .
—Leí un discurso para la botadura del O. B. Martin. Estába-
mos en plena guerra y Martin era el n o m b r e del responsable del
desarrollo agrícola de Tejas, además de haber ocupado con ante-
rioridad el cargo de rector de la Universidad de Tejas A & M.
Ese día yo actuaba en representación de los cien mil socios del
club de las cuatro haches. Cada u n o de nosotros había partici-
pado en la financiación de aquel b u q u e de 10.500 toneladas con
destino al frente europeo. Aquel acto me dio mucha publicidad.

117
Salí en la portada del Houston Chronicle. El artículo contaba mi
periplo y describía u n o p o r u n o mis logros. Esas pocas líneas y
el apretón de manos de Roosevelt me pusieron en condiciones
de obtener de cualquier banco del Sur de Estados Unidos al que
yo se lo pidiera la concesión de préstamos p o r un valor superior
a los 5.000 dólares. Al aumentar mi capacidad de endeudamien-
to, mis beneficios sobre la inversión se multiplicaron.

Los años cuarenta también fueron los del encuentro con Patsy,
su futura esposa.
— D e s d e el primer m o m e n t o supe que me había enamorado
de ella — n o s confiesa Billie e m o c i o n a d o — . Al menos, para ser
sinceros, lo que yo sentía al verla era completamente nuevo para
mí. Se lo conté a mis hermanos y ellos me animaron a superar mis
miedos. Pero eso no me hizo volverme audaz. En mis negocios
yo seguía un método que funcionaba. La visión era cosa mía, y la
realidad era cosa de Bobbie Frank. Pero en este caso, si bien yo
había tenido la visión del amor, ¿cómo iba a pedirle a mi h e r m a -
no pequeño que la hiciera realidad? Bueno, pues eso fue exacta-
mente lo que hice. Bobbie me consiguió mi primera cita con Patsy.
Se me pueden reprochar muchas cosas, pero no la incapacidad para
reconocer un buen negocio. Y Patsy era el mejor de todos.

En 1944, a pesar de ciertas malformaciones óseas, Billie Sol


logró entrar en la marina mercante, ocupándose del transporte
de víveres y municiones. Así fue c o m o conoció Europa.
— D e s p u é s me uní a la tripulación de los barcos que trans-
portaban nuestros soldados al otro lado del Atlántico. Me acuerdo
de Inglaterra, de Bélgica y del puerto de Le Havre justo después

118
de la liberación. Mi vida a b o r d o se parecía en cierta manera a
la que solía llevar en Clyde. Todos los días le escribía una carta
a Patsy y el resto del tiempo lo dedicaba a hacer negocios con
los soldados. Aparte de eso, fue en la marina m e r c a n t e d o n d e
aprendí a jugar al póquer. Y en 1946, cargado de toda clase de
recuerdos, volví a Tejas.
Billie se i n t e r r u m p e bruscamente. Piensa durante unos ins-
tantes y luego se lanza:
— H a y algo que te tengo que contar. Para que sepas hasta qué
punto se tomaron represalias contra mí. Fue en 1981, en una época
en la que yo había vuelto a la cárcel. Caí gravemente enfermo, y
los médicos rápidamente aconsejaron mi hospitalización. Nuestro
sistema de prestaciones sociales es u n o de los peores del mundo,
ya que si no tiene un seguro privado, al paciente no le queda otra
que reventar c o m o un perro. Por suerte, c o m o todo ex comba-
tiente, t e n g o derecho a la cobertura ofrecida p o r T h e Veterans
Administration. Para poder acabar conmigo, decidieron que no
encontraban mi expediente. Oficialmente, mis dos años en la mari-
na mercante no existían. C o m o no he nacido ayer, sé perfecta-
m e n t e que se trataba de una nueva artimaña del gobierno para
castigarme por haberme negado a colaborar. D a d o que yo no era
más que un m u c h a c h o de Clyde que había tenido la osadía de
enfrentarse a Washington, creyeron que con un poco más de pre-
sión conseguirían doblegarme. Craso error. No obstante, mi fami-
lia y mis amigos se vieron obligados a confirmar lo que yo decía.
Lo más gracioso fue que, una vez reunidas las pruebas de mi pasa-
do militar, mi expediente apareció c o m o por arte de magia.

El 14 de julio de 1946, Billie Sol se casó con Patsy y se f u e -


ron de luna de miel. U n a luna de miel que no duró más que un

119
día y medio. C o m o la sola idea de perder una oportunidad de
negocio le enfermaba, enseguida le entraron ganas de volver al
trabajo. Además, los dos años que había pasado lejos de Clyde
habían acabado con su popularidad. Sabía que para acceder a la
etapa siguiente no le iba a bastar con su ingenio y su pequeña
libreta de direcciones. Tenía que dar el salto a la política.
—Era el final de la guerra y el comienzo de un nuevo m u n d o
— n o s cuenta—. El mercado era gigantesco pero yo sabía que,
sin el apoyo de gente influyente, me estaba vedado. Por esta razón
e m p e c é a participar en la carrera política de un h o m b r e con
futuro: Lyndon Johnson.

120
26

PRIMEROS PASOS

El éxito de Billie Sol Estes es el resultado de una sabia c o m -


binación de sentido de la oportunidad, ambición y contactos en
la política. Sobre todo de esto último. Sin su red de contactos,
Estes nunca hubiera podido firmar contratos con el gobierno ni
obtener generosas subvenciones. Y en el centro de ese sistema se
encontraba Lyndon Baines Johnson.

Inmensamente popular en Tejas a partir de 1948, este senador


demócrata era un c a m p e ó n de la intriga en Washington. A u n -
que hace tiempo que sus relaciones con el m u n d o de los n e g o -
cios en Tejas están confirmadas, y aunque Billie Sol dejó de ocul-
tar en los años ochenta su apoyo financiero al que sería presidente
de Estados Unidos, sigue habiendo gente que p o n e en duda la
existencia de una relación entre ambos personajes.
En la actualidad, la LBJ Library vela por el legado cultural y
la m e m o r i a de J o h n s o n . La biblioteca presidencial no niega la
existencia de relaciones entre J o h n s o n y la mayor parte de las
grandes familias tejanas, pero rechaza de plano las revelaciones
de Billie Sol Estes. Es obvio que eso se debe a que Billie, al c o n -

121
trario que los Murchinson, H u n t , Brown, Marsh y Richardson,
fue el único que pasó p o r la cárcel.
En cualquier caso, nosotros teníamos que decidirnos entre
creer a Billie Sol, que aseguraba haber entregado varios millo-
nes de dólares a LBJ, o a los guardianes de la m e m o r i a de éste,
que limitaban la relación entre estos dos hombres a una sola carta
fechada a inicios de los años sesenta.
Pero antes de salir en busca de testimonios y d o c u m e n t o s
que apoyasen una u otra versión, le pedimos a Billie Sol que
nos describiera c ó m o se realizaban esas transferencias de dinero.
Por ejemplo, tanto a T o m c o m o a mí nos parecía inconcebible
q u e J o h n s o n se h u b i e r a r e l a c i o n a d o d i r e c t a m e n t e c o n un
corruptor. Billie Sol c o n f i r m ó nuestra visión: la red de contac-
tos era m u y compleja y sus relaciones c o n el senador tenían
lugar a través de un i n t e r m e d i a r i o llamado Cliff Carter. Un
h o m b r e tan influyente c o m o carente de escrúpulos cuyo único
objetivo era el éxito político de LBJ. Sus actividades iban desde
reunir dinero en efectivo hasta organizar el asesinato de un pre-
sidente.

— M i encuentro con Cliff Carter cambió mi vida — n o s c o n -


fiesa Sol Estes—. Fue en Abilene durante una velada en la que
se debatió sobre la reforma de la agricultura tejana en la pos-
guerra. Me cayó simpático, charlamos muchísimo y él me pare-
ció bien i n f o r m a d o acerca de mi periplo personal. Mi manera
de hacer negocios le interesó tanto que iniciamos una relación
telefónica. Tardé algún tiempo en enterarme de cuál era su ver-
dadera f u n c i ó n . En realidad, su trabajo consistía en reclutar a
jóvenes emprendedores tejanos que pudieran ser útiles para la
carrera de Johnson. Cliff era el artífice de la futura red de c o n -

122
tactos de LBJ, el cual, por aquel entonces, era un congresista que
preparaba su salto al Senado.
Billie Sol entró en la zona de influencia de Cliff Carter con
ocasión del desmantelamiento de las bases militares americanas
de la Segunda Guerra Mundial.
— U n día, Carter m e n c i o n ó el próximo cierre de esas bases.
Creadas para responder a las enormes necesidades generadas por el
conflicto, habían perdido su razón de ser con el advenimiento de
la paz. Las casas prefabricadas y los hangares se subastaban. Para
adquirirlos, bastaba con tener buenos contactos e información sobre
el desarrollo de las subastas. Cliff me ofreció la información a la
que él tenía acceso. Gracias a él, mi hermano y yo siempre éramos
los primeros en examinar el material y entrevistarnos con el agen-
te responsable de la transacción. Así fue como me convertí en socio
de Cliff. Nuestra primera operación tuvo como objetivo la base de
Bastrop, cerca de Smithville, la ciudad natal de Cliff Carter.
La venta de casas prefabricadas constituía un n e g o c i o m u y
rentable. Al t é r m i n o de la guerra, muchos soldados volvieron a
casa con la intención de fundar una familia, lo cual c o n d u j o a
una situación de escasez de viviendas en todo el país, sobre todo
en el Sur y en el Oeste. Los materiales de construcción también
escaseaban, por lo que el gobierno decidió desmantelar la mayor
parte de sus bases y sacar a la venta las casas prefabricadas. C o n
unos pequeños cambios en su estructura y su decoración, se con-
vertían en viviendas aptas para su ocupación p o r una familia.
C o n el fin de evitar las corruptelas locales, la venta no podía
efectuarse en el territorio d o n d e estaba situada la base.
— E s t a restricción no supuso el m e n o r p r o b l e m a para mí
— n o s cuenta Estes—. En diez años vendimos cerca de cinco mil
viviendas, de Tennessee a California. Incluso fuimos los p r i m e -
ros en ofrecérselas a las familias negras. C u a n d o Carter me pro-
porcionaba las fechas de cierre de las bases, yo le hacía llegar una

123
parte de los beneficios. Además, al trabajar con pocos socios, a
los que pagaba religiosamente, me garantizaba una venta c ó m o -
da, a un precio razonable y con pocos intermediarios.
—Estamos hablando de Cliff Carter. Es cierto que su papel
de consejero del príncipe es un h e c h o histórico. Pero sigo sin
ver a Lyndon Johnson por ningún lado.
A Billie Sol le hace gracia mi impaciencia y sonríe:
— L o que aún no te he dicho es que Cliff obtenía su infor-
mación acerca del calendario de cierre de las bases... del propio
Lyndon. Y que los favores de LBJ siempre costaron dinero. A par-
tir de aquel momento, para que mis negocios prosperasen, e m p e -
cé a contribuir a la financiación de las campañas de J o h n s o n .

Las operaciones relativas a las antiguas bases militares le per-


mitieron a Billie conocer a otro personaje especialmente oscu-
ro de la América de posguerra.
— E l traslado de las casas prefabricadas de una ciudad a otra
me obligó a emplear a numerosos transportistas. Enseguida c o m -
prendí que lo mejor era estar en buenas relaciones con los Teams-
ters, el poderoso sindicato de camioneros dirigido p o r J i m m y
Hoffa. De tal manera que, a finales de los años cincuenta, yo veía
en J i m m y no sólo un socio, sino también un amigo.
Billie Sol hace una pausa. D u d a un m o m e n t o antes de seguir
hablando, pero se acuerda de su promesa de contárnoslo todo, y
retoma el hilo de sus revelaciones, pasando de sus gloriosos ini-
cios a su vertiginosa caída.
— E n 1961, c u a n d o mi e m p o r i o e m p e z ó a hacer aguas p o r
todas partes, H o f f a fue el único que me ofreció su ayuda. Puso
veinte millones de dólares a mi disposición. Pero c o m o el dine-
ro no puede nada contra la política y yo era el chivo expiatorio

124
de la guerra sin cuartel que libraban los Kennedy contra el clan
Johnson, esa fortuna no me servía de nada. De todos modos, su
oferta me emocionó.
Al evocar algunos de sus recuerdos, Estes da la impresión de
que se olvida de nosotros y de las grabadoras. Detrás de los cris-
tales de sus gafas, adivino una mirada que se pierde en el vacío.
— A m e n u d o m e acuerdo d e J i m m y — c o n t i n ú a — . Era u n
m u c h a c h o sencillo que amaba a su familia y al que le encanta-
ba ponerse a hurgar en un motor. El poder y el dinero lo vol-
vieron loco. Al final se volvió tan ambicioso que la mafia tuvo
que asesinarlo. Su propio asesinato fue algo sencillo.
Estes es una fuente muy valiosa de anécdotas y revelaciones sobre
la historia del crimen organizado en Estados Unidos. La Cosa Nos-
tra fue uno de los resortes de su ascensión, pero, sobre todo, Billie
Sol tuvo el privilegio de pasar algunos años en la cárcel en compa-
ñía de Vito Genovese, el padrino de los padrinos, que jamás renegó
de la amistad que lo unía al hombre de negocios caído en desgra-
cia. Por otro lado, Estes nunca ocultó que mantenía relaciones con
esos a los que él sigue llamando hoy en día «hombres de honor».

A principios de los años cincuenta, gracias a sus éxitos en la venta


de las casas prefabricadas del ejército, Billie Sol Estes se había con-
vertido en un personaje muy popular en el Sur de Estados Unidos.
Además de Cliff Carter y Lyndon Johnson, contaba entre sus con-
tactos con la mayor parte de los congresistas de los Estados del Sur.
Su red de contactos se convirtió en algo vital para él en 1951
cuando el antiguo pastor decidió dar el salto al m u n d o de los
grandes negocios.
— D e camino a El Paso, hice una parada en Pecos, una ciu-
dad pequeña del Oeste de Tejas — n o s cuenta—. Estaba solo en

125
el único restaurante de la ciudad y me puse a hablar con un gran-
jero. Acababa de instalar en sus tierras un p e q u e ñ o sistema de
regadío pero había tenido que posponer su utilización a causa
de lo elevado de los costes. Estaba p r o f u n d a m e n t e enojado, ya
que la tierra era tan fértil que bastaba con regarla para que el
algodón y los cereales prosperasen sin n i n g ú n problema. Para
convencerme, me invitó a visitar sus tierras. Tenía razón: al lle-
gar a su propiedad pude contemplar el más bello espectáculo que
me haya sido dado presenciar.
«Aquella noche me fue imposible conciliar el sueño. No para-
ba de darle vueltas a un proyecto. C u a n d o cerraba los ojos, veía
llanuras inmensas, perfectamente organizadas, con miles de plan-
tas de algodón. Cada planta, a su vez, estaba cubierta de algodón
puro y sedoso. Casi podía sentir el frescor del agua que brotaba
de mis bombas de agua antes de correr p o r mis acequias. Me
imaginaba también muchos depósitos de fertilizantes, de abonos
químicos, así c o m o silos completamente automatizados. Sin olvi-
dar un tren con los vagones listos para transportar las cosechas.
Por último, en mi sueño vi unos grandes carteles sobre los que
se podía leer, en letras rojas, la inscripción "Estes Enterprises".
A la mañana siguiente, Billie había tomado una decisión: iba
a mudarse para instalarse en aquel lugar. Pero antes de c o m u n i -
cárselo a su familia, se cercioró de que podía contar con el apoyo
financiero y político necesario para llevar adelante su costoso
proyecto de expansión.
— C o g í de inmediato el teléfono para llamar a Cliff. Siempre
tenía buenos consejos y además necesitaba su ayuda. Le expli-
qué con toda sencillez que yo no iba a poder llevar a cabo solo
un proyecto de tal envergadura. Me prometió su apoyo y el de
Lyndon, para entonces ya convertido en senador. Estas simples
palabras me bastaron, en la medida en que yo sabía lo que sig-
nificaban: Johnson y Carter pasaban a ser mis socios ocultos.

126
»Sin mi h e r m a n o B o b b i e Frank, nada de t o d o eso habría
sido posible. Él era el segundo pilar del emporio Estes, y la única
persona en el m u n d o en la que confiaba.

El trágico final de ese h e r m a n o bienamado sigue hoy en día


presente en la memoria de Billie Sol. A lo largo de nuestras c o n -
versaciones, nos contó varias veces su última visita a su h e r m a -
no m o r i b u n d o .
— E n 1966, B o b fue sometido a una operación. U n a hospi-
talización de la que no logró recuperarse. Seis meses después vol-
vía al hospital. Pero esta vez ya no se trataba de ayudarle a salir
cuanto antes, sino de tratar de ahorrarle nuevos sufrimientos. Los
médicos fueron tajantes: Bobbie Frank se iba a morir. C o m o esto
ocurrió en la época en que yo estaba en la cárcel, a consecuen-
cia de mis desavenencias con el clan Kennedy y a mi negativa a
declarar sobre Johnson, el director de la cárcel de Leavenworth,
Kansas, me dio a elegir entre dos opciones: podía ver a B o b por
última vez o podía asistir a su entierro. Es evidente cuál fue mi
respuesta. J o h n L. pagó mi billete de avión y, f u e r t e m e n t e cus-
todiado, llegué a Abilene con varias horas de permiso por delan-
te. C u a n d o entré en la habitación de mi hermano, éste alzó la
cabeza con dificultad pero me reconoció al m o m e n t o . Sonrío y
me dijo: «¡Hola Billie!», c o m o si todo fuese a las mil maravillas
y nosotros siguiésemos conquistando el mundo. Hablamos muchí-
simo, reímos y lloramos. Todavía me acuerdo de la última frase
que me susurró al oído: «Pronto volveremos a estar juntos.» B o b -
bie Frank m u r i ó dos días más tarde.
Pero, antes de eso, los dos habían vivido los días felices de la
carrera por el poder y el dinero, en la cual siempre contaron con
la corrupción c o m o principal aliado.

127
27

CORRUPCIÓN

U n a vez instalado en Pecos, Billie Sol Estes tejió una red de


corruptelas que facilitó su rápido enriquecimiento. Fue precisa-
m e n t e ese sistema, implantado con la ayuda de Cliff Carter y de
Lyndon Johnson, el que posteriormente le conduciría a la ruina.
— L o más importante era obtener un acceso rápido y senci-
llo a las fuentes de financiación y saber sacar p a r t i d o de las
influencias verdaderamente determinantes. Dicho de otro modo,
yo tenía q u e h a c e r m e con el control de la oficina local del
D e p a r t a m e n t o de Agricultura. Pecos f o r m a parte del c o n d a d o
de Reeves y Reeves limita con el c o n d a d o de Pecos. Es algo
absurdo, pero lo que a mí me interesaba era que los dos conda-
dos tenían su propia oficina dependiente del D e p a r t a m e n t o de
Agricultura. Desde un p u n t o de vista administrativo, eso signi-
ficaba que había un responsable y un comité f o r m a d o p o r agri-
cultores y hombres de negocios del m u n d o del petróleo, ambos
sujetos a la aprobación del D e p a r t a m e n t o de Agricultura. Me
propuse conocer a cada u n o de los miembros de las oficinas loca-
les y entablar con ellos unas relaciones amistosas. Todo ello ade-
rezado con muchos regalos, por supuesto. Así, en cada Navidad,
toda la plantilla de las oficinas de los condados de Pecos y de

128
Reeves recibía un j a m ó n o una caja de melones. Esto puede pare-
cer ridículo hoy en día, c u a n d o la c o r r u p c i ó n cuenta con un
nivel de organización diabólico, pero en aquella época cinco kilos
de carne de buey conseguían fácilmente marcar la diferencia
entre dos aspirantes. Y también bastaban para conseguir el apoyo
de la oficina en relación con un plan de financiación propuesto
por Washington. En unos cuantos meses, mi lista de contactos se
vio considerablemente aumentada, llegando a extenderse hasta
Washington. A finales de los años cincuenta figuraban en ella
personalidades de la categoría de Lyndon B. Johnson o el propio
J o h n F. Kennedy.

Aparte de estas consideraciones más bien generales acerca


de las intervenciones de Cliff Carter y de Johnson con el fin de
«engrasar la máquina», lo que T o m y yo esperábamos con avidez
eran ejemplos concretos y, p o r tanto, susceptibles de ser c o m -
probados. Ante nuestra insistencia, Billie se queda pensando unos
segundos y luego empieza a hablar de un asunto relacionado con
la irrigación de las vastas llanuras del Oeste de Tejas.
—Yo no podía asumir solo esa tarea. Tenía que convencer a
una gran empresa para que me ayudara, ya que la única manera
de reducir los costes del b o m b e o del agua consistía en utilizar la
energía del gas natural. Me puse en contacto con Cliff, pues sabía
que él se daría cuenta de las enormes perspectivas que entraña-
ba esa operación. Me devolvió la llamada unas horas después y
me dio el n o m b r e de Harvey Morrison, d u e ñ o de la M o r r i s o n -
Knudsen, una de las empresas más importantes en el sector de la
fabricación de c o n d u c c i o n e s de agua. Le debía un favor a
Lyndon, y p o r eso Cliff me aseguró que estaría encantado de
ayudarme. Y efectivamente, cuando lo llamé por teléfono, M o r r i -

129
son no sólo estaba esperando mi llamada sino que se ofreció a
venir a verme la semana siguiente. En unas pocas horas, íbamos
a cerrar un trato que sentaría las bases de mi nuevo emporio. Así,
Harvey y yo nos asociamos mediante la fundación de la Pecos
Growers Gas Company. La empresa M o r r i s o n - K n u d s e n puso
cinco millones de dólares sobre la mesa, una suma colosal, m i e n -
tras que yo me convertía en el presidente de la nueva compañía
con una participación minoritaria en las acciones. Todo el m u n d o
se abalanzó de inmediato sobre mi gas y mis bombas de agua,
porque la electricidad costaba hasta un 75 p o r ciento más cara.
Aparte de algunos imbéciles y algunos reaccionarios, t o d o el
Oeste de Tejas se convirtió rápidamente en cliente de la Pecos
Growers Gas.

Además del riego de tierras áridas pero potencialmente férti-


les, Billie implantó también las técnicas m o d e r n a s de fertiliza-
ción del suelo. U n a vez más, la red de contactos de LBJ j u g ó un
papel capital.
— M i s éxitos c o m o agricultor f u e r o n m i m e j o r publicidad
—recalca Estes—. C u a n d o los agricultores de Tejas constataron
lo abundantes que eran mis cosechas, gracias a la colaboración de
un excelente sistema de riego y de eficaces abonos químicos,
todos quisieron seguir mi ejemplo. Entonces creé otra empresa
más, dedicada a la comercialización de fertilizantes, y llegué a un
acuerdo de exclusividad con los dos mayores productores de Esta-
dos Unidos: Pennsalt Chemical y Commercial Solvents. Nuestra
cuota de mercado era de tal magnitud que t o m é la decisión de
convertirme en un gran distribuidor, aunque eso implicase tener
que empezar vendiendo por debajo del precio de mercado para
machacar a la competencia. En 1958, un distribuidor medio podía

130
conseguir una tonelada de a b o n o por 90 dólares y, al venderla,
obtenía un beneficio de 10 dólares. C o m o yo hacía pedidos por
cantidades más grandes, negocié con mis proveedores un precio
de compra más bajo, tan bajo que no cubría mi precio de venta
al público, que era de 60 dólares. Mi propósito era desencadenar
una guerra de precios que me permitiera librarme de la c o m p e -
tencia. A finales de 1958, mis pérdidas ascendían a medio millón
de dólares. Al menos sobre el papel, ya que en realidad se trataba
de partidas dejadas a deber a mi principal proveedor, C o m m e r -
cial Solvents. Al ser una suma considerable, Maynard Wheeler, el
presidente, se apresuró a telefonearme para pedirme que fuera a
verle a N u e v a York i n m e d i a t a m e n t e . Este e n c u e n t r o f u e otro
p u n t o de inflexión fundamental en mi carrera.

C u a n d o Billie Sol evoca sus años dorados, aquellos en los que


su fortuna superaba los cien millones de dólares, no puede ocul-
tar su excitación. A u n q u e se encuentra en el ocaso de su vida,
sigue estando animado p o r un fuego sagrado.
— A n t e s de presentarme en el despacho de Maynard, prepa-
ré cuidadosamente mi estrategia — p u n t u a l i z a — . Y o sabía que
con la ayuda de C o m m e r c i a l Solvents podía aumentar sustan-
cialmente el tamaño de mi emporio. La única cosa que tenía que
hacer era atreverme a solicitar una línea de crédito aún más
importante. No olvidaré jamás la cara de W h e e l e r c u a n d o de
buenas a primeras le propuse pactar un préstamo suplementario
d e . . . 400.000 dólares. Él esperaba verme llegar con el sombre-
ro en la m a n o y la mirada en el suelo, suplicando un plazo para
liquidar mis deudas, y en cambio yo irrumpí con audacia y aires
de conquistador. U n a vez pasado el p r i m e r m o m e n t o de sor-
presa, le expliqué que 125.000 dólares irían destinados a la adqui-

131
sición de un stock de abonos químicos con el fin de controlar el
mercado, y que los 225.000 dólares restantes servirían para ampliar
mi negocio de almacenamiento de grano.
Billie se vuelve hacia mí y me mira directamente a los ojos:
— ¿ Y sabes p o r q u é aceptó? P o r q u e yo le garantizaba una
inversión exenta de riesgos. ¿ C ó m o ? De la manera siguiente. A
raíz de mis conversaciones con Lyndon y Cliff, yo sabía que podía
contar con suficientes contratos g u b e r n a m e n t a l e s c o m o para
cubrir la suma solicitada a C o m m e r c i a l Solvents. No obstante,
haciendo gala de su prudencia, mi interlocutor quería tener algún
tipo de garantía. Maynard se puso en contacto con el senador
Lyndon J o h n s o n para preguntarle si él me avalaba. Y LBJ res-
pondió con rotundidad: «Si Billie construye los silos, yo me encar-
garé de que siempre estén llenos.»
A finales de 1959, la deuda que Estes tenía con Commercial
Solvents superaba los tres millones y medio de dólares.

Estes se sirvió de las mismas influencias para lanzarse al m u y


lucrativo cultivo de algodón. Pero los inmensos beneficios que
obtuvo y su superación de las cuotas de producción permitidas
le atrajeron rápidamente la envidia y la suspicacia de los demás.
—A principios de los años cincuenta, un t e r r e n o sin regar
producía entre media y tres cuartos de bala de algodón por acre.
Pero si se fertilizaba el terreno, se alcanzaba fácilmente la bala
p o r acre. Si, además, el t e r r e n o era suficientemente regado, el
promedio de producción podía ascender a las tres balas por acre.
A partir de ese m o m e n t o , mis beneficios netos se elevaron a 600
dólares por acre. C o m o yo había adquirido decenas de miles de
acres a bajo precio y, además, era mi propio distribuidor, era posi-
ble producir a un r i t m o constante. Mis cálculos eran m u y sen-

132
cillos y mis perspectivas de beneficio ilimitadas. Sólo había una
pega.
La pega, c o m o dice Estes, se encontraba en las instancias de
control. La p r o d u c c i ó n de algodón estaba p o r aquel entonces
sometida a la vigilancia del Departamento de Agricultura. Ahora
bien, para evitar la caída de los precios, el Departamento de Agri-
cultura establecía un n ú m e r o m á x i m o de lotes de tierra cultiva-
bles. En sus directrices, el condado de Pecos quedaba fuera de la
categoría de zona prioritaria. Y los escasos lotes autorizados esta-
ban, naturalmente, sometidos al régimen general de control de
la producción.
—Para sortear este obstáculo, inicié una ronda de negocia-
ciones —sigue explicando—.Y ahí sí que no hay vuelta de hoja.
O tienes talento, o tienes la influencia suficiente c o m o para c o n -
vencer al funcionario que lleva tu expediente. Gracias a que yo
tenía ambas cosas, obtuve fácilmente la autorización para culti-
var 2.000 acres de algodón, que era a lo que ascendía la cuota
oficial. Pero en realidad yo la superaba con creces y, lo que es
más, con el beneplácito de los representantes locales del Depar-
tamento de Agricultura, a los que yo había tenido la habilidad
de m e t e r m e en el bolsillo.
La Billie Sol Estes Enterprise, con cuatro mil personas en plan-
tilla, se convirtió a partir de entonces en el modelo de empresa
exitosa de la década. Sol aún no tenía treinta años pero ya era
multimillonario.

133
28

CLIFF

Estes p u e d e estar orgulloso de su fulgurante ascensión. No


obstante, a la hora de hacer balance, no se olvida de que sin la
red de contactos de Lyndon B. Johnson nunca hubiera llegado
tan lejos.
— T e n g o que reconocerlo — n o s confiesa—. Sin mi contac-
to permanente con Cliff Cárter, mi suerte hubiera sido m u y dis-
tinta. Claro que Cliff tenía más ases en la manga. Así, Lyndon le
había proporcionado el cargo de inspector jefe de policía para el
Sur de Tejas en agradecimiento a sus buenos y leales servicios
c o m o responsable de su campaña de 1948. Cliff era asimismo
d u e ñ o de la empresa embotelladora de Seven-Up de Bryan, su
base de operaciones en el terreno político. C o n o c í a a t o d o el
m u n d o allí y estaba muy implicado en la vida económica y polí-
tica del lugar. De manera aparentemente casual, esta ciudad fue
la elegida p o r el D e p a r t a m e n t o de Agricultura para instalar su
sede en Tejas. Se beneficiaba de numerosos y fieles contactos, y
éste era el secreto de su p o d e r político y del de J o h n s o n . Así,
cuando Washington tomaba una decisión o promulgaba nuevas
leyes, Cliff sabía inmediatamente a quién dirigirse. Gran c o n o -
cedor de los p u n t o s débiles de los textos, o sea de las lagunas

134
jurídicas, nos pasaba la i n f o r m a c i ó n y a partir de entonces era
cosa nuestra el sacarle partido, naturalmente con la obligación de
p o n e r a su disposición una parte de los beneficios.
A finales de los años cincuenta, la influencia de Cliff Carter
en el seno del D e p a r t a m e n t o de Agricultura era tal que llegó a
intervenir en cada n o m b r a m i e n t o oficial para Tejas. Y Billie Sol
Estes estuvo a su lado cuando se trató de lanzar la candidatura
de numerosos granjeros para puestos clave.
—La mayor parte de ellos eran clientes y me debían dinero
—precisa—. C r é e m e , William, una buena deuda constituye el
medio más rápido y eficaz para hacerse con una red de contac-
tos fieles y útiles.

A lo largo de nuestra investigación, T o m B o w d e n y yo des-


cubrimos la importancia de las partidas de póquer en la elabo-
ración de las redes de c o r r u p c i ó n que gravitaban alrededor de
Lyndon Johnson. La mayor parte de las personas que intervinie-
ron en el asesinato de JFK, desde las opulentas familias tejanas a
los propios asesinos, eran unos jugadores empedernidos.
— C a r t e r nunca se negaba a sentarse a una mesa en la que se
jugasen varios cientos de miles de dólares —subraya Estes—. Su
pasión le llevaba a recorrer con regularidad todo el territorio del
Estado. Esta fiebre, que habría podido salirles cara a otros, a él le
resultaba sumamente provechosa porque era la mejor manera de
reunirse con los aliados de Johnson. Carter reunió a su alrede-
dor a un g r u p o de jugadores del mismo Bryan. Las apuestas no
eran importantes, pero la mayoría de sus miembros pertenecía al
D e p a r t a m e n t o de Agricultura. Entre ellos se contaba un oscuro
experto en estadística, H e n r y Marshall, que se convertiría en un
elemento importante en mi asociación con Cliff y Lyndon.

135
El caso Marshall, más tarde lo veremos, fue la piedra angular
de las acusaciones de Billie contra Lyndon B. Johnson. También
es la clave para comprender lo que ocurrió el 22 de noviembre
de 1963.

Entregado a la evocación de sus recuerdos sobre Cliff Carter,


Estes se muestra inagotable y retoma el relato de sus inicios.
— E n 1952, Cliff era el presidente de la J o v e n C á m a r a de
C o m e r c i o de Tejas, una organización que agrupaba a los direc-
tivos de empresa de menos de treinta años y que, cada año, ele-
gía a su representante más dotado. En 1953 yo salí elegido. Ese
mismo año Cliff entró, por su parte, en el comité nacional que
designaba, a lo largo y ancho de Estados Unidos, a diez directi-
vos de empresa para que representaran el futuro e c o n ó m i c o del
país. Cliff j u g ó un papel determinante. Y, gracias a él, yo también
estuve entre los elegidos. No digo que ese reconocimiento por
parte de mis colegas tuviese lugar únicamente porque Cliff m a -
nipuló la votación, pero c o m o soy un h o m b r e realista, y dado
que yo ya había e m p e z a d o a c o n t r i b u i r a los f o n d o s reserva-
dos de Lyndon Johnson y que, a cambio, contaba con la promesa
de Cliff de tratarme bien, esos laureles no f u e r o n del t o d o . . .
gratuitos.

Si Estes habla con tanta naturalidad de su activa participación


en la red de c o r r u p c i ó n m o n t a d a p o r el f u t u r o presidente de
Estados U n i d o s y su leal brazo derecho, es p o r q u e él nunca lo
ha visto c o m o algo inmoral. Los dólares entregados a LBJ y a
otros políticos no constituían a sus ojos más que una inversión

136
que le garantizaba el poder seguir prosperando. Por ello, cuando
en 1956 decidió incrementar sus actividades de almacenamien-
to y tratamiento de grano, no vaciló en volver a recurrir a Cliff
Carter.
— E l gobierno quería mantener el precio del grano con el fin
de evitar la ruina de numerosos granjeros, y para ello impuso, como
en el caso del algodón, un límite a la producción. Mientras te man-
tuvieras dentro de la cuota autorizada, el gobierno te compraba
tu cosecha sin rechistar y la almacenaba en unos silos. Pero no para
revenderla a precio de costo, sino para asegurarse unas reservas con
las que poder responder en caso de que se presentase una crisis a
causa de una sequía. A mediados de los años cincuenta, sin embar-
go, los progresos de la química y las técnicas de riego permitieron
alcanzar nuevos récords de producción, p o r lo que el gobierno
tuvo que buscar nuevas zonas de almacenamiento.
Advertido por Cliff Carter de esta nueva oportunidad, Billie
Sol se puso a comprar silos de manera sistemática.
— A h o r a imaginad la reacción de un antiguo propietario de
una zona de a l m a c e n a m i e n t o ignorada p o r el D e p a r t a m e n t o
de Agricultura que, al día siguiente de haber firmado el p r o t o -
colo de venta con mi empresa, veía desembarcar un convoy de
trenes cargados de grano del gobierno destinado a llenar los silos
y por tanto a procurarme una renta...

El episodio de los silos marcó un p u n t o de inflexión en las


relaciones entre Estes y Carter. C o n el propósito de adquirir la
inmensa zona de Plainview sin tener que invertir sus propios fon-
dos, Billie Sol le propuso un trato a Cliff:
—Las estructuras a las que yo les había echado el o j o eran
importantes pero la deuda contraída por los antiguos propieta-

137
rios era enorme. Mi imperio financiero todavía era frágil. Yo había
concentrado mis posibilidades de crédito en otras operaciones,
así q u e me encontraba en un impasse. Sin embargo, era cons-
ciente de que aquella operación podía resultar de lo más b e n e -
ficiosa. Las perspectivas que ofrecía Plainview, sumadas al apoyo
político que podía proporcionarme Lyndon, me parecían extraor-
dinarias. De m o d o que llamé a Cliff para proponerle un trato. Él
me pidió un poco de tiempo para pensárselo. Pero cuando nos
reunimos al sábado siguiente, una vez que él h u b o hablado con
Lyndon, me puso en la m a n o medio millón de dólares en efec-
tivo. A cambio quería un 10 por ciento de los beneficios de Plain-
view. Lo que significaba que además del 10 p o r ciento habitual,
necesario para garantizar la llegada de grano, Johnson se quedaba
con un buen pellizco adicional. El resultado fue que un 20 por
ciento de los millones de dólares que sacamos de Plainview fue
a parar a su bolsillo.

A principios de los años sesenta, informado de ese tráfico por


fuentes cercanas al D e p a r t a m e n t o de Agricultura, Will Wilson, a
la sazón fiscal general del Estado de Tejas, trató de probar la impli-
cación de Johnson en este asunto. A u n q u e sus dos años de inves-
tigaciones le p e r m i t i e r o n c o n f i r m a r sus informaciones, nunca
consiguió una prueba definitiva de la culpabilidad del político.
Para su pesar, sin duda.
Wilson vive hoy en día en una lujosa residencia de ancianos
de Austin. Las paredes de su p e q u e ñ o estudio están atiborradas
de menciones honoríficas, diplomas y cartas oficiales. Se expre-
sa con lentitud, a causa de su avanzada edad, pero se acordó per-
fectamente de aquella investigación cuando nos entrevistamos
con él para contrastar lo que nos había contado Estes.

138
— D i s p o n í a m o s de todos los testimonios necesarios para
desenmascarar a LBJ, p e r o la g e n t e estaba aterrorizada — n o s
d i j o — . N a d i e quería ir a declarar ante un j u r a d o . Y si yo me
hubiera arriesgado a convocar a un testigo sin un acuerdo pre-
vio, éste se habría desdicho de sus declaraciones. Nosotros c o n o -
cíamos todas las operaciones al detalle, toda la estructura. No
necesitábamos más que una prueba, por insignificante que fuera.
Un trozo de papel, algo por escrito, cualquier cosa tangible.
El fracaso de Wilson no sorprende a Billie Sol:
— E r a m o s e x t r e m a d a m e n t e cautelosos — c o m e n t a s o n r i e n -
d o — . C u a n d o Cliff y yo teníamos que hablar p o r teléfono uti-
lizábamos un lenguaje codificado. El dinero de los beneficios de
Plainview que yo iba pasándole recorría innumerables cuentas
bancarias independientes entre sí. Carter solía desplazarse hasta
la zona de almacenamiento, avisándome unas horas antes para
que pudiéramos encontrarnos. A decir verdad, esos encuentros
improvisados no eran casuales: Cliff venía para comprobar que
yo pagaba religiosamente lo que me correspondía p o r el p o r -
centaje acordado, y que no desviaba hacia mis propias arcas una
parte de los beneficios. Además del grano, hasta 1962, también
hablábamos de mis frecuentes problemas con el D e p a r t a m e n t o
de Agricultura y de las soluciones más apropiadas para los mis-
mos. El listado de mis llamadas telefónicas demuestra, en cual-
quier caso, que el 11 de enero de 1962, a las 7 de la tarde, yo
llamé a Plainview para charlar con Cliff Carter.

139
29

CADÁVERES

Aparte de las actividades de Billie Sol Estes en el terreno de


la agricultura, nos llama poderosamente la atención un negocio
en concreto que parecía una anomalía en el conjunto de sus acti-
vidades c o m o joven potentado. En 1958, Billie Sol se metió en
el negocio de las pompas fúnebres. Independientemente de lo atí-
pico de este nuevo campo de inversión, nosotros sabíamos que
era un p u n t o en c o m ú n con otros miembros de la red de c o n -
tactos de Johnson.
Nuestra pregunta le causa sorpresa, pero de todos modos nos
gratifica con una explicación por así decirlo humanista:
— Y o m e había d a d o c u e n t a d e q u e n i n g u n a empresa d e
p o m p a s f ú n e b r e s de Tejas aceptaba ocuparse de los m u e r t o s
de las minorías étnicas negras y mejicanas. Me acuerdo, p o r
ejemplo, del fallecimiento de u n o de mis empleados m e j i c a -
nos y de la imposibilidad c o n la que se e n c o n t r ó su familia a
la hora de repatriar su cuerpo, ya que nadie quería p r o p o r c i o -
narles un féretro ni organizar el transporte. A u n a sabiendas de
q u e era una apuesta arriesgada, yo fui el p r i m e r o en hacerlo.
T o d o el m u n d o tiene d e r e c h o a volver a su tierra para des-
cansar en paz.

140
A u n q u e es una buena respuesta a nosotros no nos convence
demasiado. Billie Sol lo advierte e improvisa una justificación
económica:
—A m e n u d o se desconoce hasta qué p u n t o p u e d e n ser sus-
tanciosos los márgenes de beneficio en el negocio de la muerte.
Embalsamar un cadáver y vender un féretro o una lápida son
actividades extremadamente lucrativas. Para una familia que ha
perdido a u n o de sus miembros, la diferencia de precio entre
un féretro y otro p u e d e elevarse a sus b u e n o s 1.000 dólares.
Sin embargo, en lo que respecta a su coste de fabricación, la
diferencia n u n c a supera los 100 dólares. C o m o es lógico, mi
equipo estaba entrenado para incitar a la compra del modelo más
caro.

U n o s días antes, T o m había encontrado un ejemplar de For-


tune Magazine del mes de julio de 1962 en u n o de cuyos artí-
culos se afirmaba que el Colonial Funeral H o m e de Billie Sol
Estes había costado la bagatela de 250.000 dólares. U n a suma
que el mercado de Pecos no justificaba por sí solo. Peor aún, For-
tune Magazine, que había tenido acceso a la contabilidad de la
empresa, daba una cifra sorprendente: en cuatro años de activi-
dad, las pompas fúnebres de Estes se habían ocupado de la i n h u -
mación d e . . . siete personas. El interés de Billie Sol en el nego-
cio de la m u e r t e ocultaba, pues, otra cosa. Un secreto que, cerca
de cuarenta años después, todavía le costaba revelar.
Antes de iniciar nuestra serie de entrevistas, T o m y yo había-
mos acordado que dichas entrevistas tendrían un carácter rigu-
roso y que, a riesgo de incomodar a Billie, cuando sus explica-
ciones nos parecieran insuficientes, se lo diríamos. Eso era
precisamente lo que teníamos que hacer llegados a este punto:

141
abandonar nuestro papel de confesores para enfrentarlo a sus res-
ponsabilidades.
Ahora, al escribirlo, parece una tarea fácil. Pero cara a cara,
bajo su mirada penetrante y recordando sus legendarios ataques
de ira, el muro que debíamos franquear nos parecía gigantesco.
No obstante, teníamos que hacerlo: estaba en j u e g o el éxito de
nuestra empresa.
—Billie, tenemos un problema. Estoy seguro de que los már-
genes de beneficio eran m u y interesantes, pero siete cuerpos en
un año es algo que raya en lo milagroso.
Estes monta en cólera. U n a cólera fría, serena, imperturbable.
Yo ya me había percatado de que, cuando estaba fuera de sí, no
se alteraba sino que permanecía impasible. Se quedaba quieto,
listo para atacar, y el único indicio de su furor era el cambio que
se producía en el color de sus ojos. Pues bien, en aquel m o m e n -
to sus pupilas se oscurecieron...
—Esas cifras son falsas. Son tonterías inventadas por el perio-
dista.
Ahora me toca a mí pasar al ataque.
— D e acuerdo, Billie, admitamos que Fortune dice tonterías.
Pero, ¿cómo explicas entonces que Colonial Funeral H o m e fuese
una empresa tan grande? ¿Para qué necesitabas tener tantos ataú-
des en tu morgue?

En realidad, habíamos decidido pinchar a Estes porque tenía-


mos una información m u y relevante. Algunos días antes, Tom y
yo habíamos dado con un antiguo miembro de la red de influen-
cias que controlaba el Estado en los años cincuenta y sesenta.
Ese g r u p o se a u t o d e n o m i n ó «la mafia tejana», y a u n q u e care-
ciera de todo vínculo con la Cosa Nostra de origen italiano que

142
controlaba la práctica totalidad del territorio americano, c o m -
partía los mismos intereses. Droga, juego, prostitución, extorsión
y corrupción, la mafia tejana tenía un campo de actuación m u y
amplio.
Al amparo del anonimato, ese gánster retirado nos c o n f i r m ó
lo que Jay ya nos había contado a principios del mes. Jay era un
ex policía de Dallas que, estando de servicio el 22 de n o v i e m -
bre de 1963, había llegado a Dealey Plaza pocos minutos des-
pués de los disparos y que desde entonces no había cejado en su
e m p e ñ o de investigar la m u e r t e de Kennedy.
— ¿ H a n oído hablar de un sheriff que detuvo un cortejo f ú n e -
bre y se puso a registrar el furgón d o n d e iba el ataúd, y luego el
propio ataúd? — n o s preguntó de buenas a primeras.
El antiguo gerifalte de la mafia tejana empezaba con fuerza.
No se molestó en esperar nuestra respuesta.
— C l a r o que no. Y p o r si les interesa, les diré q u e nosotros
también nos habíamos fijado en él.
Al t é r m i n o de la guerra, Tejas se había convertido en u n o de
los centros del tráfico de heroína. Era el canal por el que pasaba
la droga procedente de Méjico.
—Algunas veces, la heroína se escondía en los ataúdes de los
muertos. Otras veces, en los propios cadáveres, ya que trabajába-
mos en colaboración con los embalsamadores.
Jay, por su parte, también había compartido con nosotros su
descubrimiento de tales prácticas: «Tenían la costumbre de cor-
tar los cadáveres por la mitad: la mitad superior era lo que veía
la familia, mientras que la i n f e r i o r era sustituida p o r kilos de
droga.» El antiguo policía de Dallas estaba convencido de que
ese tráfico no habría sido posible sin la aquiescencia de los ver-
daderos dueños de Tejas, las grandes familias, y de que Lyndon,
c o m o tantos otros, había participado en el negocio, obteniendo
pingües beneficios.

143
Por nuestra parte, el e m p e ñ o de Billie en explicarnos su sor-
prendente interés por las pompas fúnebres nos hizo pensar que él
también había tomado parte en el transporte de la heroína. Tom y
yo queríamos enfrentarlo a sus contradicciones y no íbamos a dejar
de insistir hasta que no nos diera una respuesta convincente.

A Estes no le ha pasado inadvertida nuestra determinación.


Él también es consciente de que si no llegamos a un acuerdo
sobre este punto la ruptura de nuestras conversaciones será inevi-
table. Pero resulta que, pasada su inicial resistencia, le ha cogido
gusto a nuestros encuentros.
Billie se queda un m o m e n t o pensativo y luego musita:
— F u e Cliff el que me pidió que lo hiciera...
—¿El qué, lo de la droga?
Mi pregunta desconcierta a Sol. Ahora ya no le cabe duda de
que yo estoy al corriente. Y eso le solivianta.
— ¡ N o , jamás! ¡Jamás he tenido nada que ver con la droga! Eso
va contra mis principios.
En sus m e m o r i a s , Carlos Marcello, el p a d r i n o de N u e v a
Orleans, hacía una afirmación idéntica y empleaba el m i s m o
argumento.Y eso a pesar de que Luisiana era u n o de los princi-
pales puntos de entrada de la heroína en Estados Unidos. Está
comprobado que, en muchos casos, los enormes beneficios p r o -
ducidos p o r la droga logran acallar la voz de la conciencia. Así
que, ¿cómo creer a Billie?
— N o , yo utilicé este tipo de artimañas para transportar dinero
en efectivo — n o s dice—. U n a parte del dinero que yo le pasaba
a Cliff se desplazaba de esa manera. Los organizadores de apues-
tas clandestinas y de partidas de p ó q u e r t a m b i é n c o n o c í a n el
truco del ataúd y recurrían a él cada vez que les hacía falta.

144
Estes tenía razón. A finales de los años cincuenta, B e n n y
Binion decidió abrir en Las Vegas el Horseshoe Gambling Casi-
no. Binion, inventor del campeonato del m u n d o de póquer, se
hizo rico gracias a que organizó en Dallas una sólida red de con-
tactos mañosos en t o r n o a las apuestas deportivas. En aquella
época, su capacidad e c o n ó m i c a era tal q u e podía aceptar una
apuesta de un millón de dólares sin tener que esperar la aproba-
ción del padrino. Su red de influencias cubría la mayoría de los
bares y clubes de la ciudad. De hecho, Jack R u b y era u n o de sus
clientes. Si Binion consiguió hacerse con el mercado de Las Vegas
fue p o r q u e eludió todos los controles al pagar en efectivo. Para
llevar el dinero hasta Las Vegas utilizaba cortejos fúnebres con la
complicidad de algunos empresarios del sector. Ésa fue sin duda
una de las razones por las cuales, a partir de 1963, empleó en su
casino a u n o de los mejores embalsamadores de Estados Unidos,
para el que el aire de Dallas se había vuelto irrespirable...

145
30

ELECCIONES AMAÑADAS

Las elecciones presidenciales no bastan para designar al ven-


cedor. De un lado, un civilizado representante del p o d e r de la
Costa Este. Del otro, el h o m b r e de Tejas. ¿Estamos en 1960 o en
el año 2000? El año y los nombres importan poco. La Florida
del nuevo milenio con su recuento rocambolesco para desem-
patar a Al Gore y Bush hijo no es más que una repetición de la
misma historia. Un remake de la película que Billie nos está mos-
trando desde hace varias semanas. Y los pasillos del Tribunal
Supremo en los que se libró la batalla de 2000 son una versión
m o d e r n a —y más civilizada— de las calles de Dallas.
Bush se lleva el gato al agua y, c o m o de costumbre, el Estado
de la estrella solitaria coloca a su h o m b r e en la Casa Blanca. Pero
las similitudes no se agotan ahí. C o m o en 1964, a raíz de la publi-
cación en interés de la nación del informe Warren con toda su
carga de mentiras, en el año 2000 América se somete. Los polí-
ticos miran hacia otro lado, la prensa se asegura un puesto en las
bambalinas del poder. En 1963, para hacer olvidar el trauma, J o h n -
son había elegido recurrir al Tribunal Supremo. Para ocultar su
vergüenza, en el año 2000, la democracia americana se vuelve
una vez más hacia su más alta institución. U n o s cuantos sabios
convertidos en los limpiadores de la conciencia americana.

146
Para los observadores más avispados, aquellos que no suscri-
ben necesariamente las editoriales del Washington Post y The New
York Times, la batalla de Florida no fue una sorpresa. El sistema
de grandes electores asegura efectivamente un puesto privile-
giado en el c o n j u n t o del Estado. Y desde siempre las elecciones
presidenciales se ganan de un solo modo, aparte del voto p o p u -
lar: mediante el control sobre los representantes del Estado. En
el mapa electoral del candidato republicano Bush, Florida era
una victoria obligada. Había buenas perspectivas: su h e r m a n o era
el gobernador y por tanto el encargado de supervisar el desarrollo
de las elecciones.
Billie Sol, c o m o muchos otros, asiste al tongo de Talahasse son-
riendo de medio lado. C o m p r e n d e que no hay nada nuevo bajo
el sol de Florida. La estrategia de los Bush tiene incluso un n o m -
bre: desde 1948, eso se llama «ganar las elecciones a la tejana».

Estamos, pues, en 1948. El candidato Johnson estaba maduro


y sus partidarios ansiosos p o r verlo en Washington. Antes de la
guerra era un ferviente defensor de la política de repunte del
demócrata Roosevelt, y gracias a eso Lyndon se había ganado el
apoyo de los agricultores tejanos. M e j o r aún, al conseguir acele-
rar el proceso de electrificación de las zonas más aisladas de Tejas
gracias a su adhesión al presidente de Estados Unidos, se hizo
con un verdadero feudo electoral. ¿Por qué no apuntar más alto?
Q u e es c o m o decir, ¿por qué no dar el salto al Senado, el lugar
d o n d e se hacen y deshacen las leyes y los presupuestos y etapa
obligada para t o d o candidato c o n opciones a la Casa Blanca?
En una circunscripción hecha a su medida, LBJ tuvo c o m o
rival a C o k e Stevenson, un demócrata histórico. A u n q u e había
h e c h o su campaña en helicóptero para p o d e r apretar el mayor

147
n ú m e r o de manos posible, J o h n s o n evaluó i n c o r r e c t a m e n t e la
fidelidad de sus electores. Y la n o c h e de la primera vuelta Ste-
venson ganaba por una diferencia de 71.460 votos.
— C o k e hubiera debido ganar a la primera —explica Billie—.
Pero c o m o había demasiados candidatos no logró alcanzar la
mayoría absoluta. Lo cual no fue fruto del azar sino de una estra-
tegia diseñada por el equipo de Lyndon, el cual había sufragado
las campañas de m u c h o s candidatos pequeños que se encarga-
ban de garantizar la distribución de las papeletas.
Cuatro semanas después, Stevenson tuvo que ir a la segunda
vuelta contra Johnson.
El proceso de escrutinio fue algo increíble: a medida que iban
saliendo resultados, la ventaja de Stevenson se evaporaba.
El cambio de t o r n a t u v o su expresión más flagrante en el
c o n d a d o de Bexar y en tres condados situados bajo el control
de una misma persona: el j u e z G e o r g e Parr. Así, en Bexar se
pasó de una ventaja de 12.000 votos a favor de Stevenson en
la primera vuelta a la victoria de Johnson p o r 2.000 votos en la
segunda.
— C l i f f había conseguido ganarse la confianza de O w e n Kil-
day, el sheriff del lugar — n o s dice Billie con una sonrisa—. En
aquella época, en Tejas, el p o d e r local lo detentaba el sheriff. El
cual no era un servidor de la ley, sino la ley misma. Cárter puso
35.000 dólares sobre la mesa. Ése fue el precio de la victoria de
Lyndon.
En los tres condados «controlados» por Parr y Kilday, LBJ ven-
ció a Stevenson p o r treinta a uno. Después de estar claramente
en cabeza hasta cuatro semanas antes de la votación, el derrotado
Stevenson no obtuvo más que trescientos sesenta y o c h o sufra-
gios contra diez mil quinientos de Johnson.

148
C o m o también haría Al Gore en el año 2000, Stevenson inter-
puso un recurso y, cinco días después, un comité independiente
iniciaba un nuevo recuento de votos. C o n arreglo a la ley elec-
toral, el recuento debía ser supervisado por el más alto magis-
trado del c o n d a d o . . . el inevitable George Parr. No obstante, la
institución invirtió el resultado: a partir de ese m o m e n t o , Ste-
venson fue el vencedor con 113 votos de ventaja sobre LBJ.
— L y n d o n sabía q u e Parr le había p r o m e t i d o el c o n d a d o y
también sabía que podía confiar en él. Así que el muy astuto hizo
lo único que faltaba por hacer: sin esperar, anunció su victoria
por el único medio eficaz de la época, es decir, por la radio. Para
lo cual estaba en la m e j o r de las situaciones, ya que, aprove-
chándose de la desregulación anterior a la guerra, se había c o n -
vertido en el propietario de numerosas emisoras del Sur de Tejas.
Por su parte, el j u e z Parr se negó a dar por válido el primer
recuento, que otorgaba la victoria a Stevenson, e incluso ordenó
un examen suplementario de las papeletas de voto. Finalmente,
los hombres del j u e z dieron milagrosamente con una urna desa-
parecida la noche de la segunda vuelta. En su interior había 200
papeletas. Y, c ó m o no, todas ellas estaban a n o m b r e de Johnson.

Incluso hoy en día, el asunto de las primeras elecciones de


Johnson constituye un caso paradigmático. El estudio de las lis-
tas electorales se revela de lo más edificante. No sólo habían par-
ticipado en la votación unas personas fallecidas varias décadas
antes, sino que además habían tenido el detalle de votar por rigu-
roso orden alfabético.
C o m o se puede ver, el j u e z Parr era un p u n t o importante de
la red de Johnson. D u r a n t e décadas, ejerció su control sobre el
Sur de Tejas sin compartirlo con nadie. Sus actividades ilegales,

149
desde la corrupción al asesinato pasando p o r el tráfico de dro-
gas, eran del dominio público. Al apostar en 1948 por el caballo
ganador se aseguró de no ser molestado mientras LBJ viviera. El
1 de abril de 1975, algunos meses después del fallecimiento de
LBJ, los Texas R a n g e r s decidieron ir a por el viejo magistrado.
Al ver que habían rodeado su casa, Parr optó por suicidarse para
así evitar el tener que rendir cuentas de sus actividades.

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31

DINERO EN EFECTIVO

Si nos fiamos de los extractos de cuenta de la Billie Sol Enter-


prise, los movimientos de dinero en efectivo fueron en a u m e n -
to a partir de 1959. M u y a m e n u d o , cantidades superiores al
medio millón de dólares fueron retiradas por Billie... la víspera
de un viaje a Washington. Un frenesí de liquidez que prosiguió
a lo largo de todo el año 1960.
— E l año 1959 fue clave — n o s confiesa—. Las elecciones pre-
sidenciales se aproximaban y Lyndon decidió ir a por todas. Para
nosotros, sus apoyos en Tejas, se trataba de una ambición lógica,
prevista. U n a vez llegado al Senado, ya era u n o de los hombres
más poderosos de Estados Unidos. Los últimos años del manda-
to del presidente Eisenhower le habían permitido probar el ejer-
cicio del poder. Eisenhower ya no estaba para nada y LBJ, desde
el Senado, gobernaba en su lugar. De m o d o que sus aspiraciones
al puesto de presidente parecían cuando menos legítimas.

Ya sólo faltaba reunir la suma de dinero suficiente para pagar


una campaña electoral, primero en el seno del partido y luego
frente a sus adversarios políticos.

151
C o m o muchos otros colaboradores tejanos, Billie Sol recibió
una llamada personal de Johnson, y más tarde Carter le puso al
corriente del programa para los siguientes meses.
— C l i f f me dijo que había llegado la hora de que yo hiciera
público mi apoyo a la candidatura de LBJ, ya que p o r fin había
empezado a tener una influencia real, y además mis conciuda-
danos parecían apreciar mi criterio. También me pidió que reu-
niera la mayor cantidad posible de dinero en efectivo para ali-
m e n t a r los f o n d o s secretos de L y n d o n . Así que me puse a
acumular cientos de miles de dólares y a esconderlos un p o c o
por todas partes. Tengo que admitir que durante un tiempo los
ataúdes de la m o r g u e de mi empresa de pompas fúnebres pare-
cían los cofres de un banco suizo. Sobre todo si se piensa que
gran parte de ese dinero procedía de la venta de fertilizantes.
El problema fue que el tejano tenía delante a un temible o p o -
nente, J o h n Fitzgerald Kennedy. Q u e no paraba de ganar ente-
ros entre los demócratas y en los sondeos de opinión. En la pri-
mavera de 1960, c u a n d o el bando de Johnson se percató de la
magnitud de la amenaza que representaba JFK, la necesidad de
liquidez destinada a asegurarse el apoyo de los futuros represen-
tantes en el congreso del partido se hizo aún más perentoria.
— C l i f f me ordenó un día que hiciera llegar medio millón de
dólares al cuartel general de la campaña en Austin. C o m o había
tenido dificultades para reunir dicha cantidad en billetes y la iner-
cia de la gestión de mis actividades me había atrapado a mi pesar,
me retrasé unos cuantos días. Yo pensaba que no iba a pasar nada
cuando, una noche, el teléfono e m p e z ó a sonar. Me levanté a
cogerlo medio dormido, pero antes de que pudiera hablar oí la
voz de un Lyndon especialmente cabreado:
—Billie, ¿dónde está el puto dinero?
El candidato estaba c o m p l e t a m e n t e fuera de sí. C o m o era
habitual en él, debía de haberse pimplado ya su botella de b o u r -

152
bon mezclada con agua y había perdido el control sobre sus pala-
bras. Bajo los efectos de la sorpresa, yo le contesté:
— L y n d o n , ¿tienes idea de la hora que es?
Su respuesta fue demoledora:
— ¡ N o te he llamado para que me digas la hora! ¡Saca de la
cama a tu piloto, mándale al aeropuerto y arréglatelas para que
yo tenga el dinero mañana al amanecer!

Al decir de Estes y de su piloto, al que pudimos interrogar, el


m e d i o millón de dólares fue entregado en las horas siguientes
directamente en el rancho de Johnson.

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32

PODER

Billie Sol Estes no se convirtió en un elemento importante


de la estrategia electoral de Lyndon Johnson sólo porque podía
contribuir generosamente a alimentar sus fondos secretos. U n a
de sus principales virtudes era que detentaba un auténtico poder
local. Y el control de Tejas, requisito obligado para poder dirigir
la nación, pasaba precisamente por ganarse el apoyo de personas
con la influencia suficiente c o m o para hacer bascular la balanza
de los votos.
— C a d a ciudad tenía su n ú c l e o de influencia, en el que se
encontraban el propietario del periódico local, u n o o dos abo-
gados, el banquero, algunos grandes propietarios y el pastor. Dicho
g r u p o decidía la suerte de la ciudad, y podía hacer lo que qui-
siera con unas elecciones. En Pecos, me convertí rápidamente en
un miembro destacado de ese círculo, de esa logia. Y todo gra-
cias a que yo era el primer demandante de m a n o de obra de la
región y a que en aquella época los trabajadores votaban lo que
les dijera su patrón. C o n el advenimiento de la radio y luego la
televisión, esta manifestación de la influencia fue desapareciendo.
Para q u e Lyndon pudiese asegurarse un puesto en el Senado,
hacía falta que una masa de pequeñas manos votase en su favor.

154
Y una vez en Washington le tocaría moverse a él para llegar a la
presidencia.

Por muy sorprendente que pueda parecemos hoy en día, Tejas


era en aquella época un feudo demócrata.Y hubo que esperar hasta
1960 para que un republicano ganase las elecciones, en concreto
las destinadas a encontrar un sucesor para el senador... Lyndon
Johnson. Su nombramiento c o m o vicepresidente de Estados U n i -
dos le dejó el camino despejado a su adversario, John Tower.
A u n q u e J F K y LBJ pertenecían al m i s m o partido, las dife-
rencias entre un demócrata del Sur y otro de la Costa Este eran
abismales. En realidad, en Tejas y en todo el Sur de Estados U n i -
dos, los demócratas se hallaban escindidos en tres corrientes inter-
nas: los conservadores, los moderados y los liberales.
A menudo, los conservadores pertenecían también a grupús-
culos próximos a la extrema derecha —explica Estes— o p r o -
pugnaban la supremacía blanca como lo hacía la John Birch Society.
Estaban radicalmente en contra de la existencia de un gobierno
central en Washington, y trataban por todos los medios de limitar
la influencia y las ayudas. En el fondo se trataba de republicanos
que no se atrevían a asumir una etiqueta difícil de llevar en un
Estado que aún no había olvidado la Guerra de Secesión. Los
moderados servían de pacificadores entre las otras dos tendencias,
con su táctica de llegar a acuerdos en beneficio del partido.

C u a n d o evoca las sutilezas de la política, Billie Sol se exalta.


A u n q u e su influencia haya desaparecido, hoy en día sigue parti-
cipando activamente en muchos de los debates locales.

155
—Los republicanos no creían ni en la igualdad ni en la soli-
daridad con los pobres, lo único que querían era que los ricos
fueran todavía más ricos — n o s dice excitado—. El presidente
Roosevelt y su N e w Deal hicieron de mí un demócrata para
el resto de mi vida. M e j o r aún, un liberal declarado. C r e o en
la igualdad de oportunidades, en el reparto de la riqueza y en la
necesidad de una actividad gubernamental intensa. El presidente
Lyndon Johnson compartía mis ideas. Era un tejano, un m i e m -
bro eminente de T h e C h u r c h of Christ y, sobre todo, él también
procedía de una humilde familia de granjeros.
Billie se apacigua y, c o m o queriendo recalcar especialmente
lo que iba a decir, se quita las gafas y adopta un t o n o grave:
— M e gustaba su visión política igual que apreciaba su p e r -
sona. Ésa es una de las razones p o r las que nunca he dicho nada
malo de él.

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33

ESTRATEGIA

C o n el fin de asentar su éxito y de incrementar su influencia


política, Billie Sol tejió, a partir del final de la década de los cin-
cuenta, su propia red de corrupción. Si bien le sacó un gran par-
tido a la idea aportada por Cliff Carter, fue sobre todo gracias a
su propio esfuerzo c o m o logró hacerse inevitable. Desde Tejas
hasta Washington.
— M i objetivo era controlar a aquellos que detentaban algún
poder de decisión. Principalmente en el marco de los programas
de ayuda del D e p a r t a m e n t o de Agricultura. El dinero público
constituía un yacimiento inagotable al que yo no quería r e n u n -
ciar. Partiendo del principio de que nunca hay que descuidar las
bases, y gracias a q u e los empleados c o r r i e n t e s son fáciles de
sobornar, y a m e n u d o están al frente de puestos de mínima res-
ponsabilidad que sumados u n o a u n o confieren un auténtico
poder a quien sabe utilizarlo, en menos de cuatro años me hice
con el control de buena parte del Departamento de Agricultura
de Estados Unidos.

157
A finales de los años cincuenta, los bajos salarios de los f u n -
cionarios del Estado americano permitieron que la red de corrup-
ción de Estes se extendiera con facilidad. En un t i e m p o en el
que los salarios mensuales rara vez alcanzaban los 1.000 dólares,
Billie Sol t o m ó la c o s t u m b r e de recompensar los favores con
regalos y primas de un valor superior a 100 dólares.
— O t r a regla de oro del corruptor es hacerlo saber — n o s dice
Billie Sol divertido—. En cuanto mis amigos políticos empeza-
ron a ocupar cargos de relevancia, yo me puse a hablar en todos
los sitios de lo importante que era la gente con la que me rela-
cionaba. La mayor parte de los empleados que tomaron decisio-
nes favorables a mis intereses lo hicieron b a j o la presión del
m i e d o . Al c o n o c e r mis c o n e x i o n e s c o n tal o cual senador o
m i e m b r o del Congreso, temían que una negativa p o r su parte
implicase un apercibimiento o incluso el despido.

Aparte de ese talento para la persuasión «indirecta», Sol Estes


contaba también con el «apoyo» de muchos cargos políticos a los
que controlaba directamente.
— A n t e s de cualquier evento electoral, yo escogía al candida-
to que iba a serme más fiel y más favorable. Acto seguido, le pro-
porcionaba miles dólares para su campaña.
A u n q u e la transmisión de esos fondos se realizaba en secreto,
Estes no dudaba en hacer públicas sus preferencias. Por ello, su
inmensa propiedad de Pecos se convirtió en una parada obliga-
toria para todo político en campaña. Igualmente, Billie Sol obli-
gaba a sus empleados a inscribirse en el censo electoral. De esta
manera, en menos de dos años, se volvió imprescindible y capaz
de aupar a sus favoritos a la victoria.

158
— E l primer m i e m b r o del Congreso que se benefició de mi
apoyo f u e J. T. R u t h e r f o r d , al q u e le financié prácticamente la
campaña entera. U n a vez que fue elegido, yo seguí o c u p á n d o -
me de sus gastos. De todos sus gastos. Cualesquiera que fuesen.
D u r a n t e su carrera hacia el escaño yo le hice el 75 p o r ciento
de las donaciones que recibió. Pero no me puedo quejar. A cam-
bio, él votó sistemáticamente a favor de las propuestas que más
me convenían, incluso en los casos en que para ello tuviera que
ir en contra de las directrices de su partido.
En 1961, cuando Billie Sol cayó súbitamente en desgracia y
se convirtió en un apestado, R u t h e r f o r d pagó cara su alianza con
él: fue derrotado sin paliativos en las elecciones.

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34

CAZADOR DE CABEZAS

R e c l u t a d o por Carter, Billie Sol fue naturalmente testigo de


la elaboración de la red de contactos de Johnson. U n a máquina
de guerra montada pieza a pieza por un Carter cuyo único obje-
tivo era impulsar a LBJ hasta la presidencia de Estados Unidos:
— C a r t e r reunió en poco tiempo un centenar de jóvenes teja-
nos con un perfil p r o m e t e d o r — n o s cuenta Estes—. Y si uste-
des quieren averiguar qué fue lo que realmente ocurrió en D e a -
ley Plaza, es necesario que entiendan el papel fundamental que
jugaba este hombre. Cliff era u n o de los mentores pero al mismo
tiempo era su jefe de campaña y su responsable político. El era
el encargado del reclutamiento de tropas.

Partiendo de Austin, Carter organizó el Estado en una cua-


drícula sistemática. U n a tarea de titanes teniendo en cuenta que
había ciento cincuenta y cuatro condados. Pero es que, además,
cada condado estaba dividido en cantones, en todos los cuales,
el día de las elecciones, se abría un colegio electoral. Así pues,
Carter necesitaba tener contactos fieles y fiables en más de tres
mil cantones.

160
—La cosa no tiene ningún misterio. A esos niveles, el dinero
es lo único que permite alcanzar el éxito. Cliff untaba a los jefes
de los cantones, que eran los responsables de los colegios elec-
torales, y además tenía que asegurarse el apoyo de las redes de
influencia locales. Fabricar un futuro presidente implica una inver-
sión gigantesca. En tiempo, por supuesto, pero sobre todo en gra-
tificaciones. Por ello, cuando la amenaza que representaba Ken-
nedy se fue haciendo cada vez más grande, todos los que habían
participado en esos pequeños acuerdos entre amigos se pusieron
a temer lo peor. En el preciso m o m e n t o en el que su estrategia
por fin iba a dar fruto, ese maldito guaperas del N o r t e irrumpía
en escena. Mientras escalaba puestos en los sondeos en 1960 para
acabar batiendo a Lyndon en la carrera hacia la investidura, esta-
ba destrozando los planes de mucha gente. Y una vez en la Casa
Blanca, con su deseo de deshacerse del propio Lyndon, que le
resultaba un vicepresidente muy pesado, siguió siendo una moles-
tia para los mismos personajes. U n a opción inviable.

La puesta a p u n t o de la maquinaria electoral de LBJ pasó por


un reclutamiento sistemático de la futura élite tejana.
— C l i f f creó la cantera política de L y n d o n . Su m é t o d o era
m u y sencillo: enrolar a los mejores estudiantes del Estado. La
Universidad de Tejas en Austin y la Texas A & M se convirtie-
ron a partir de ese m o m e n t o en su principal objetivo. U n a prác-
tica m u y antigua que sigue teniendo vigencia hoy en día. C o n
semejante cantera de universitarios, Lyndon podía compensar sus
propias deficiencias, rodearse de seres inteligentes y presumir de
que los mejores caminaban a su lado.
En Estados Unidos, la universidad tiene una importancia bas-
tante mayor que en Europa. La lealtad de los universitarios a su

161
centro de formación, una vez que se han convertido en aboga-
dos o en hombres de negocios, es total. Por otra parte, un gran
jefe reclutará preferentemente a colaboradores que hayan pasa-
do por los mismos sitios que él. Y si el entrenador del equipo de
fútbol propaga a los cuatro vientos su adhesión a un determina-
do candidato, éste p u e d e estar seguro de que habrá ganado
muchos votos.
Hay algo más específico todavía. Cada universidad tiene unos
clubes cuyas actividades son más o m e n o s secretas, unos g r u -
púsculos en la sombra compuestos por la flor y nata de la insti-
tución. Su poder sobre la vida del campus es considerable y la
solidaridad entre sus miembros es para siempre. El más presti-
gioso —y el más secreto— de los clubes de Austin era el c o m -
puesto por los Friars. Todos los años acogía en su seno a los diez
estudiantes con mayor proyección. Los que nunca faltaban eran
el capitán del equipo de fútbol, el presidente de la oficina de los
estudiantes y el m i e m b r o de más edad de la p r o m o c i ó n . Y si
los Friars se enfadaban, todo el campus se ponía en pie de g u e -
rra. Eso fue lo que ocurrió una vez a raíz de un conflicto con la
dirección: el resultado fue que todos los estudiantes dejaron de
ir a clase y se manifestaron por las calles de la ciudad.
El director no tuvo más remedio que ceder y sustituir a los
miembros de la administración que el club rechazaba. De algu-
na manera, los Friars son el equivalente sureño de los Skulls and
Bones de la Costa Este, sociedad secreta famosa p o r la categoría
social de sus integrantes, y cuyos antiguos miembros están ahora
en las grandes empresas, en los pasillos del Congreso, en la direc-
ción de la CIA y del FBI (como fue el caso de George W. Bush),
en fin, son la vanguardia del poder americano.
— C l i f f se infiltró en los Friars para atraerlos a la órbita de
Lyndon. A cambio, cada u n o de los miembros que fuera reclu-
tado pasaba a ser un protegido de LBJ. Carter les conseguía lo

162
que quisiesen. Y en cuanto salían de la universidad, esas lumbre-
ras se iban a Washington a trabajar con Lyndon.

El interés del equipo de Johnson por esa élite podía ser una
leyenda. Así que, para corroborar los recuerdos de Billie, Tom y
yo nos hicimos con la lista de los miembros de los Friars a fina-
les de los años cuarenta, en el m o m e n t o en que Carter constru-
yó la red de influencias para su jefe. Los nombres que figuran en
ella son de lo más elocuente. Para empezar p o r q u e se trata de
una sabia mezcla de herederos de las grandes familias tejanas y
de personas con un origen más modesto, pero con unas cuali-
dades y un carisma excepcionales. Y, en segundo lugar, porque
allí están, efectivamente, los nombres de los futuros miembros de
la guardia pretoriana de LBJ, tanto en el Senado c o m o luego en
la Casa Blanca.

En el curso de una de nuestras conversaciones con Billie Sol,


el antiguo financiador de Johnson suelta una bomba. Según él,
por mediación de los Friars, Carter reclutó... ¡a u n o de los acto-
res principales en el asesinato de J o h n Kennedy!
Siempre según Billie, este antiguo alumno se encargaba de los
asuntos especialmente delicados para Lyndon. En 1951 fue inclu-
so c o n d e n a d o p o r asesinato. Un caso c u a n d o m e n o s s o r p r e n -
dente, puesto que, c o m o es costumbre en Estados Unidos, al no
haber llegado los miembros del j u r a d o a un acuerdo para esco-
ger entre cadena perpetua y la pena capital, la sentencia recayó
bajo la responsabilidad exclusiva del magistrado. Resultado: ese
protegido de LBJ fue c o n d e n a d o . . . a cinco años de prisión.

163
O t r o detalle de este proceso tan rocambolesco, si creemos a
Estes, lo constituye el hecho de que el antiguo Friars fue defen-
dido p o r J o h n Cofer, u n o de los abogados más caros y famosos
de Estados Unidos, además de consejero de Lyndon J o h n s o n .
Pero hay algo más fuerte todavía: poco después, y a pesar de
que h u b o un i n f o r m e desfavorable de los servicios secretos, este
ex alumno de la Universidad de Tejas y ex presidiario pasó a ocu-
par un puesto de responsabilidad en la industria armamentísti-
ca. Un cargo con influencia situado bajo la autoridad directa de
los servicios de seguridad nacional.
U n a vez más, pues, la información de Billie Sol era correcta.
Y, efectivamente, en la lista de los miembros de los Friars del
año 1949, justo después de H o r a c e Bugsby, u n o de los futuros
consejeros de Lyndon que estuvieron presentes cuando éste pres-
tó j u r a m e n t o c o m o presidente en el Air Force O n e el 22 de
noviembre de 1963, figuraba el nombre que Estes nos había dado.
Poco a poco, gracias a él, las sombras de Dallas iban dando
paso a la luz.

164
35

1960

En 1960, Lyndon anunció su decisión de presentarse a can-


didato del Partido D e m ó c r a t a c o n vistas a las elecciones p r e -
sidenciales. S e g u r o de su l e g i t i m i d a d , líder de la o p o s i c i ó n
desde hacía algunos años, se veía a sí m i s m o c o m o el candi-
dato natural.
—Si no hubiera sido por la sorpresa de los jóvenes Kennedy,
Lyndon habría ganado su apuesta y se habría convertido en pre-
sidente ya en 1960 — m e d i t a Billie Sol—. El inicio de la c a m -
paña se tradujo en una demanda de dinero imposible de saciar.
Porque Johnson tenía que ganar, el coste de la victoria no sig-
nificaba nada. Hay que entender que Lyndon estaba obsesiona-
do con llegar a ser presidente. Si muchos niños sueñan algún día
con llegar a la Casa Blanca, él se había estado preparando desde
siempre.
—¿Quieres decir que Johnson se creía predestinado?
—Exactamente, y esta certeza suya se convirtió en una fija-
ción. En su opinión, América lo necesitaba. Por eso ni se le pasó
p o r la cabeza la posibilidad de ser derrotado.

165
Esta obsesión arrastró a Lyndon a una huida hacia delante con
el objetivo de pararle los pies a J o h n F. Kennedy. U n a tarea difí-
cil debido al contraste entre la imagen refinada y dinámica del
apuesto cuarentón y la más tradicional y convencional del teja-
no. A partir de entonces, en su cabeza, la victoria era lo único
que importaba y, además, podía justificar cualquier cosa.
— D e esta manera, dos semanas antes del inicio del congreso
del partido, unos ladrones entraron en un edificio de Manhattan.
R e c o r r i e r o n dos plantas, pero parecía tratarse de una especie de
broma. Lo único que les interesaba era la consulta de un médi-
co, el que visitaba a JFK. Los cacos se llevaron su historia clínica.
Así es, los problemas de espalda de Kennedy eran bien c o n o -
cidos en la época, pero unos rumores alarmistas, propagados por
sus adversarios, empezaron a cuestionar el estado de salud del
candidato. Sin embargo, los rumores no son pruebas, de ahí que
hiciera falta reunir elementos en busca de certezas.
—A Lyndon no le bastaba con las interpretaciones: lo que él
buscaba eran pruebas fehacientes. Hoover, desde el FBI, le pasó
la información de que JFK era un mujeriego. LBJ esperaba hacer-
se con un d o c u m e n t o que probase que su c o n t r i n c a n t e había
contraído algún tipo de enfermedad venérea.
La operación fue un fracaso. Lo que se llevaron los ladrones
no revelaba ningún problema de salud. No obstante, Johnson le
pidió a J o h n Connally, u n o de sus hombres de confianza, que
organizara la propagación de los bulos sobre la salud de K e n -
nedy. C o m o ya no podían hablar de una ETS, se inventaron un
«síndrome mortal» que reducía drásticamente la esperanza de vida
del aspirante a presidente.

La fe católica de K e n n e d y sirvió también de a r g u m e n t o de


campaña para Johnson.

166
— P e r o Lyndon no podía atacar abiertamente a J F K por ese
flanco. Se le ocurrió pedirle a H. L. H u n t , de Dallas, que pusiera
su inmensa fortuna a su disposición. El millonario tejano hizo
imprimir cientos de miles de panfletos en los que se denuncia-
ba la confesión de Kennedy. Y en los que se podía leer clara-
m e n t e que si JFK salía elegido, lo primero que haría sería arro-
jarse a los pies del Papa y acabar c o n la libertad religiosa en
nuestro país.
Un año más tarde, a consecuencia de una denuncia presenta-
da por la familia Kennedy, una investigación realizada por el Sena-
do dio con el origen de las calumnias. C o m o Johnson era into-
cable, al ser el vicepresidente, la comisión se conformó con acusar
a H. L. H u n t . A u n q u e la difusión de ese tipo de material estaba
perseguida p o r la ley electoral federal, el millonario de Dallas
sólo fue obligado a hacer un comunicado en el que pidió excu-
sas públicamente, sin olvidarse de recordar cuáles eran sus inten-
ciones: «Yo sólo quería ayudar a Lyndon.»

El congreso de 1960 tuvo lugar en Los Ángeles, en Califor-


nia. Billie Sol Estes, delegado del partido y u n o de los apoyos de
la candidatura de LBJ, también viajó hasta allí y lo hizo en c o m -
pañía de Patsy.
—Yo estaba en el g r u p o de Johnson cuando lo del tongo en
el Biltmore Ballroom — r e c o n o c e .
Eludiendo las primarias para poder mantener su condición de
candidato natural, LBJ había j u g a d o a ser un atento espectador
del desfile de pretendientes. Hábilmente, en su calidad de can-
didato no declarado, p u d o evitar el enfrentamiento directo con
Kennedy y, sobre todo, la reunión de delegados. Porque la sala
d o n d e se celebró el congreso, controlada por Bobby Kennedy y

167
su padre, Joseph, estaba llena hasta reventar de ruidosos colabo-
radores adscritos a la causa de JFK. Un obstáculo que Lyndon,
lógicamente, prefirió sortear. En contra del uso establecido, invi-
tó públicamente a John Fitzgerald Kennedy a mantener un deba-
te cara a cara en la sala de baile del hotel Biltmore, que era donde
se alojaba su séquito.
— E r a una trampa — c o m e n t a Estes—. Lyndon, en el fondo,
esperaba que Kennedy rechazase la invitación y quedase c o m o
un gallina que tenía que aprender a respetar a la personalidad
más importante del partido.
Pero, frustrando los planes de Johnson, J F K demostró tener
coraje. Se presentó él solo en el Biltmore, ocupado en su totali-
dad por las tropas de Johnson. Éste, al sentirse en una posición
de fuerza, cometió un grave error: al tomar la palabra atacó con
dureza a Kennedy.
—Después le llegó el t u r n o a Kennedy, que intervino entre
nuestros abucheos. C o n un gran sentido de la política, no res-
pondió a la provocación sino que invocó la unidad del partido.
C u a n d o a b a n d o n ó la sala, seguros c o m o estábamos de nuestra
victoria, nos quedamos largo rato aplaudiendo a J o h n s o n . . . pero
sería la última ocasión que tendríamos de hacerlo.

J o h n Kennedy se alzó sin problemas, y desde la primera vuel-


ta, con la candidatura del Partido Demócrata. Iba a ser el candi-
dato a las elecciones presidenciales y, si t o d o salía bien, en
noviembre de 1960 podría sentarse en el sillón que Johnson ansia-
ba desde hacía tanto tiempo. Un LBJ que iba a tener que c o n -
formarse con el asiento de atrás.
— U n a vez que se hizo patente el fracaso de Johnson, el r u m o r
según el cual sería elegido c o m o candidato a la vicepresidencia

168
fue creciendo en intensidad. En una ocasión que se me presen-
tó para darle mi opinión sobre este p u n t o , le desaconsejé que
aceptara la oferta. Yo no creía correr ningún riesgo al tomar esa
postura, p o r q u e estaba seguro de que los Kennedy no se atreve-
rían a hacerle un regalo semejante. C o n lo que yo no había c o n -
tado fue con la presión del bando de JFK y los millones de dóla-
res que circularon entre los financiadores de los dos candidatos.
Resultado: le propusieron el puesto a LBJ y éste aceptó.
La estrategia de Kennedy era tremendamente inteligente. Al
embarcar a Johnson en su aventura, J F K aumentaba su credibi-
lidad en los Estados del Sur y calmaba al sector conservador del
partido. Más aún, silenciaba las críticas internas y se jugaba su
futuro.
—JFK sabía que si Lyndon se quedaba al frente del Senado,
su mandato sería un calvario y se vería obligado a negociar cada
una de sus decisiones p o r p e q u e ñ a que fuera. El r e n c o r de
Lyndon no iba a desaparecer tan fácilmente. Así que K e n n e d y
no hizo otra cosa que aplicar el mismo principio que yo seguía
en mis negocios: convierte a tus enemigos en tus socios. En socios
a los que sea posible mantener alejados: una vez n o m b r a d o vice-
presidente, Lyndon se dedicaría a dar la vuelta al m u n d o .
La maniobra, m u y eficaz, tenía algo de maquiavélica. Por eso
despertó cierto recelo.
—A Bobby Kennedy no le gustaba nada Lyndon. Lo consi-
deraba un vulgar destripaterrones y no le perdonaba sus n u m e -
rosos golpes bajos durante la campaña. En realidad, lo que des-
bloqueó la situación fue la propuesta de H. L. H u n t : impaciente
p o r ver a un tejano bien situado en Washington, el millonario
ofreció p o n e r su poder e c o n ó m i c o al servicio de Kennedy. Era
una apuesta p o r el futuro. C o m o Lyndon se encargó de recor-
darle a la prensa ese mismo día, con un poco de suerte J F K falle-
cería antes de finalizar su mandato.

169
36

CONNALLY

Hay otro personaje esencial perteneciente al círculo de J o h n -


son. Entró a su servicio durante las elecciones amañadas de 1948.
Este protagonista del 22 de noviembre de 1963, a la sazón gober-
nador de Tejas, se llamaba J o h n Connally e iba m o n t a d o en la
limusina en el m o m e n t o de los disparos. Pero, antes, este cola-
borador de Johnson había participado en el fraude electoral de
Bexar.
— J o h n tenía que encontrar los medios para darle la victoria
a Lyndon sin que la operación perdiera su apariencia de legali-
dad — n o s cuenta Estes—. D e s e m p e ñ ó el papel de estratega del
fraude electoral en su conjunto. En concreto, eso significa que
él fue quien supervisó la destrucción de papeletas y el robo de
la lista electoral y quien convenció a los responsables del Parti-
do Demócrata de dar por válido un resultado que todo el m u n d o
sabía que había sido manipulado.

A raíz del asesinato de Kennedy, Connally se hizo, para sor-


presa de propios y extraños, republicano. Incluso, trató de ser el
candidato republicano para las elecciones presidenciales. A los

170
ojos de muchos electores, este cambio de chaqueta, al día siguien-
te de la violenta desaparición de Kennedy, fue una cortina de
h u m o al servicio de Johnson, una prueba de su inocencia. Pero
Billie Sol no comparte este análisis.
— N o hay que fiarse de las apariencias. Para Connally no era
más que una cuestión de oportunidad. Al haber notado la cre-
ciente presencia de republicanos a su alrededor, decidió subirse
al tren en marcha. C o m o Lyndon ya ocupaba la Casa Blanca, de
lo que se trataba era de prepararse para cuando terminase su man-
dato. Además, si se hubiesen peleado, ¿cómo se explica que C o n -
nally, Johnson y su m u j e r actuasen poco después c o m o socios en
negocios relacionados con las plataformas petrolíferas?

171
37

YARBOROUGH

A finales de los años cincuenta, la corriente conservadora del


Partido Demócrata vio c ó m o la adelantaban por la izquierda. A
la cabeza de esta sublevación se encontraba R a l p h Yarborough.
Para Johnson, la popularidad de este o p o n e n t e era una molestia
porque, con miras a las elecciones presidenciales de 1960, q u e -
ría tener un control absoluto sobre el b a n d o demócrata. Cliff
Carter decidió utilizar un arma llamada Estes.

—Era una misión de envergadura — n o s explica Billie Sol—.


Entre otras cosas, p o r q u e Yarborough se presentaba c o m o can-
didato p o r mis tierras. Irritado más que inquieto, harto de las
campañas de R a l p h , que arremetía más contra él que contra los
republicanos — a c t i t u d que podía afectar negativamente a sus
resultados electorales—, Lyndon pretendía acorralar a este per-
sonaje emergente sin que se diera cuenta.
Esta estrategia evitaba, por otra parte, que se llegase a una r u p -
tura y que por tanto quedase en entredicho la reputación de uni-
ficador de LBJ, algo m u y i m p o r t a n t e para un candidato p r e -
sidencial.

172
— J o h n s o n y C a r t e r me pidieron que me convirtiera en el
principal financiador de Yarborough y que hiciese público mi
apoyo a su candidatura. Querían ayudarle a conseguir el segun-
do escaño de senador p o r Tejas para así tenerlo a su m e r c e d .
C o m o Lyndon era el jefe indiscutible del g r u p o en el Senado,
una vez en Washington podía designar a Yarborough para formar
parte de diferentes comisiones y así mantenerlo alejado de Tejas.
Total, que le hicieron la cama para no tener que volver a p r e o -
cuparse por su causa.

En unas pocas semanas, Billie Sol se las arregló para conver-


tirse en el principal contribuyente de la candidatura de Yarbo-
rough. E incluso para entrar en el círculo de los más allegados.
—Teníamos largas conversaciones telefónicas que eran siste-
máticamente grabadas y transcritas para poder utilizarlas llegado
el caso. C o n el mismo objetivo, también sacábamos copias de mis
facturas de teléfono y las archivábamos.
La táctica dio resultado, ya que gracias al apoyo de Billie Sol Estes,
a sus memorables fiestas en el campo y al voto masivo de sus emplea-
dos, Ralph Yarborough obtuvo el segundo puesto en la lista para el
Senado. Fue un auténtico terremoto que sacudió todo el Oeste de
Tejas y sobre todo la región de Pecos. Cumpliendo las previsiones
de Lyndon, el nuevo senador le debía su elección a Estes.
— L o s dos lo sabíamos y yo me aseguré de que él nunca lo
olvidara — a ñ a d e un sonriente Billie Sol.

La marcha de Yarborough para Washington permitió también


a Estes perfeccionar su red de corrupción en el seno del D e p a r -
tamento de Agricultura.

173
—Necesitaba tener p e r m a n e n t e m e n t e aliados en el departa-
mento. Para ello, recibía puntualmente de Cliff la información
con los nombres de las personas a las que había que comprar.
Después iba a ver a Ralph, le entregaba la lista y le pedía que me
consiguiera citas con esas personas. El «objetivo» c o m p r e n d í a
inmediatamente que yo no sólo contaba con el apoyo de J o h n -
son sino también con el de Yarborough.

Este último permaneció fiel a Billie Sol hasta finales de 1960.


Al año siguiente su actitud cambió radicalmente. Siguiendo el
consejo de R o b e r t Kennedy, el senador liberal por Tejas se alejó
de su generoso benefactor y retomó sus ataques contra Johnson.
— D u r a n t e u n t i e m p o estuvo aquejado d e amnesia — d i c e
Billie—. Una vez en que un periodista le preguntó si me c o n o -
cía, se atrevió a responder que no se acordaba de mí. Lo c o m -
prendí enseguida: su hora había llegado. Al renegar de mí y atacar
a Lyndon, se estaba pasando al b a n d o de los Kennedy. Su o b j e -
tivo era t o m a r en marcha el tren del p o d e r , p e r o lo q u e no
sabía era que acababa de firmar su sentencia de m u e r t e c o m o
político.

C o n ocasión de las elecciones de 1962, y después de consul-


tarlo con Cliff Carter, Billie Sol, sirviéndose de sus contactos en
la prensa, publicó el listado de sus conversaciones telefónicas del
año 1960. El mes de mayo llamó especialmente la atención de
los medios: Yarborough y Estes habían hablado en veinticinco
ocasiones. Todas las conversaciones tenían una duración superior
a la media hora. El efecto de estas revelaciones fue catastrófico

174
debido a que Estes se encontraba en ese m o m e n t o envuelto en
un caso de desvío de fondos públicos a gran escala. Yarborough,
pese a haber sido el favorito en todos los sondeos, cayó derro-
tado.

El liberal, a pesar de haber sido vapuleado, no iba a quedarse


sin decir su última palabra. Quería tomarse la revancha.
Se acercaban las elecciones presidenciales de 1964. Utilizan-
do sus contactos en Washington en el círculo de amistades del
propio R o b e r t Kennedy, Yarborough se lanzó al ataque de la for-
taleza ocupada por Johnson. C o m o le prometió al fiscal general,
su objetivo era derribar al gobernador Connally para así p o n e r
Tejas en manos de JFK. En la primavera de 1963, la violencia
verbal entre las dos facciones demócratas degeneró en una gue-
rra abierta.
En Washington, los estrategas del partido estaban m u y preo-
cupados, c o m o es lógico, por las posibles consecuencias de esta
lucha intestina, ya que redundarían en beneficio de los republi-
canos. Había que correr riesgos, y sólo una intervención perso-
nal del presidente parecía capaz de calmar los ánimos.
A Kennedy no le quedaba más que una opción: ir a Tejas. Para
demostrar, desde Houston hasta Dallas, que él era el único h o m -
bre capaz de llevar a los suyos a la victoria.

175
38

HOOVER

Después de tejer en torno a Johnson una sólida red de influen-


cias en Tejas en la que se encontraban miembros de los poderes
político, económico, judicial e incluso intelectual, los responsa-
bles del meteórico ascenso de Johnson reiniciaron el mismo pro-
ceso en Washington. Pero en la América de posguerra el h o m -
bre más poderoso del país no era el jefe de Estado sino J. Edgar
Hoover, el omnipresente y m u y temido director del FBI. C o n
caracteres e intereses afines, vecinos del mismo barrio residen-
cial de la capital de Estados Unidos, H o o v e r y J o h n s o n pronto
se dieron cuenta de que lo mejor que podían hacer era enten-
derse, cooperar y avanzar en la misma dirección.

A decir de Billie, la alianza entre esos dos hombres descansó


sobre su c o m ú n amor por el dinero. Por los dólares que, en ambos
casos, tenían un mismo origen: las ricas familias de Dallas.
Aparte de tener los mismos «jefes», el futuro presidente y el
director del FBI compartían también una gran pasión p o r . . . la
pornografía.

176
— L y n d o n tenía una gran necesidad de sexo —cuenta Estes—.
Algunas personas de su equipo le proveían de revistas, pelícu-
las, juguetitos. Y hoy en día t o d o el m u n d o sabe que H o o v e r
también era una autoridad en la materia.
En aquella época, el mercado de la pornografía era ilegal. Era
una actividad m u y rentable y estaba controlada p o r el c r i m e n
organizado, pues la mafia enseguida vio cuáles eran sus ventajas:
costes bajos y precios de venta astronómicos. Y sobre todo, los
vicios h u m a n o s p e r m i t e n controlar, p o r m e d i o del chantaje, a
personajes famosos.
— L y n d o n y H o o v e r se respetaban y se odiaban al m i s m o
tiempo —aclara Estes—. Se necesitaban m u t u a m e n t e pero tam-
bién desconfiaban el u n o del otro. Por prudencia y p o r q u e era
su costumbre, ambos a c u m u l a b a n i n f o r m e s q u e revelaban las
debilidades o perversiones del otro, en la esperanza de tener con
qué negociar llegado el caso. H o o v e r tenía agarrado a J o h n s o n
porque conocía tanto sus múltiples actividades ilegales c o m o sus
hábitos sexuales. Y viceversa, LBJ tenía agarrado a H o o v e r p o r -
que sabía cuál era su p u n t o débil: su inclinación p o r el género
masculino. Gracias a las devastadoras informaciones y a las f o t o -
grafías que poseía sobre la vida del jefe del FBI, Hoover se encon-
traba a su merced. Desde entonces, cada u n o de los dos sabía lo
que tenía que hacer si se le pasaba por la cabeza, aunque no fuera
más que p o r un segundo, traicionar al otro.

U n a vez asimilados los sucesos de Dealey Plaza y la desapari-


ción de Kennedy en 1963, una vez que Johnson salió elegido en
las elecciones presidenciales de 1964, el Partido Demócrata pre-
sionó a LBJ para que se deshiciese de una vez p o r todas de un
Hoover envejecido. El poderoso director del FBI tenía ya sesenta

177
y cinco años y, salvo una decisión contraria del presidente en
persona, le tocaba jubilarse. D u r a n t e la época de los h e r m a n o s
Kennedy, Hoover había expresado su deseo de seguir en su pues-
to pasado el límite de edad oficial. Sus repetidas peticiones en
este sentido habían sido ignoradas por John y R o b e r t , por lo que
Hoover tenía serias dudas acerca del cumplimiento de su plan.
El asesinato de JFK cambió las tornas: ahora le tocaba a LBJ deci-
dir la suerte del director del FBI. Sin q u e fuera una sorpresa
para nadie, J o h n s o n modificó la ley para p o d e r mantenerlo en
su puesto. Gracias a él, el jefe del FBI se convertía en funcionario
de por vida.
— L y n d o n usaba una expresión m u y gráfica para explicar su
decisión de conservar a Hoover —nos cuenta Estes—. Solía decir:
«Prefiero tenerlo en mi campo meando hacia fuera, que tenerlo
fuera m e a n d o hacia mi campo.»

Para comprender el poder que LBJ tenía sobre el director del


FBI, hace falta conocer la dinámica interna de ese g r u p o en la
sombra que, desde Tejas, había decidido tomar las riendas del des-
tino de Estados Unidos.
En los años cincuenta y sesenta, Tejas controlaba el tráfico de
películas pornográficas y las partidas de póquer de alto nivel. Las
películas se realizaban en el Estado, puesto que la estrella de la
época no era otra que una bailarina de striptease que trabajó en
el local de Jack R u b y en noviembre de 1963. Durante su largo
periodo al frente del FBI, Hoover prodigó sus viajes a Tejas. Ade-
más, en compañía de Clyde Tolson, su secretario personal y aman-
te, acudía todos los años al hotel Del Charro de San Diego, un
palacio p r ó x i m o al Del M a r R a c e Track, un h i p ó d r o m o en el
que se pasaba el día entero haciendo apuestas clandestinas.

178
— E l hotel y el h i p ó d r o m o eran propiedad de Clint M u r -
chinson, un millonario de Dallas —prosigue Estes—. Él se hacía
cargo de la estancia de H o o v e r y pagaba todos sus gastos. Los de
él y los de todo su séquito, incluyendo las pérdidas por apuesta
en las carreras o en los juegos de cartas. También solía arreglár-
selas para que H o o v e r ganase de vez en cuando. De este modo,
H o o v e r no estaba siendo s o b o r n a d o sino que estaba t e n i e n d o
mucha suerte.
Entre los regalos de Murchinson al jefe del FBI se llegaron a
contar algunos títulos de propiedad referidos a pozos de petró-
leo tejanos. U n o s regalos que todos los años producían una for-
tuna en rentas.
Pero ése no era el único medio de presión del que disponían
los hombres de Dallas:
— E n el hotel, Hoover y Tolson se alojaban en el apartamen-
to privado de Murchinson. Un lugar atiborrado de micrófonos
y cámaras ocultas. Unas cuantas fotos de la pareja en compañía
de jovencitos de origen mejicano pasaron a enriquecer la colec-
ción de Lyndon.

En 1963, Murchinson y sus amigos, Sid Richardson y H. L.


Hunt, eran los hombres más ricos del mundo. Unas fortunas colo-
sales procedentes del petróleo y la apertura de los mercados públi-
cos.
En 1963, y desde hacía ya cerca de veinte años, Murchinson,
Richardson y H u n t sufragaban con importantes desembolsos la
carrera política de Lyndon Johnson.
En 1963, y desde hacía m u c h o tiempo, Murchinson, Richard-
son y H u n t tenían bajo su control a J. Edgar Hoover, el p o d e -
roso jefe del FBI. El cual, siempre bajo la supervisión de los pri-

179
meros, iba a ser el encargado de realizar la investigación sobre la
m u e r t e de un presidente.
En 1963, y desde siempre, Murchinson, Richardson y H u n t
tenían la osadía de creer que su dinero les daba derecho a mani-
pular a su antojo la política americana.

180
39

VISITA

Hace dos meses que Billie se dedica a mostrarnos los entre-


sijos del poder en Tejas. Esta visita cotidiana, a veces descorazo-
nadora, pero siempre apasionante, me fascina.
Sol no se está inventando nada. Los mecanismos del ascenso
al p o d e r son eternos. Y no c o n o c e n fronteras. El r e c o r r i d o de
Lyndon Johnson es el de todo aspirante a la presidencia de una
nación. Desde Estados Unidos hasta Francia.
Desde luego, hay m o m e n t o s en los que Dealey Plaza y sus
árboles parecen estar m u y lejos. Pero en realidad nunca he esta-
do tan cerca de ellos.

181
40

SEGURO DE VIDA

Lo que hacía que el último testigo tuviera a mis ojos un valor


especial era que podía probar la exactitud de sus recuerdos.
La historia de Billie Sol era ciertamente extraordinaria, sus
recuerdos ya justificaban p o r sí solos mi estancia en Tejas, pero
todo ello carecía de sentido si él no tenía realmente lo que lle-
vaba tanto tiempo prometiendo mostrar: sus famosas cintas.
Por supuesto, esas cintas magnetofónicas, si es que existían, no
eran óbice para seguir con nuestra búsqueda de la verdad. Todo
lo contrario, Tom y yo no ignorábamos que cuanto más i m p o r -
tantes fueran las revelaciones de Estes, más severas serían las crí-
ticas con las que serían acogidas. Y que, por tanto, teníamos que
ser capaces de confirmarlas. De manera que, aparte de nuestra
investigación, también teníamos que acabar con el misterio de
esas grabaciones.

Es curioso, pero Sol nunca eludió este tema. A u n q u e t a m p o -


co entró en él. Se limitaba a decir «sí, las cintas existen» y «sí,
contienen la solución al enigma del 22 de noviembre de 1963».

182
Eso era todo. N u n c a habló de una cita ni de cumplir su p r o m e -
sa. En su opinión, nosotros, antes de reclamar el privilegio de
escucharlas, teníamos que c o n o c e r su naturaleza, su origen, su
contexto. Teníamos que enterarnos de c ó m o y por qué nuestro
tejano había decidido convertirse en el guardián de las cintas
magnetofónicas.

— C r e o q u e el d e t o n a n t e f u e el episodio del c o n g r e s o de
1960. Por primera vez en mi vida, vi el odio en acción. Por ambas
partes. Y comprendí que, a pesar de mis millones, yo no tenía el
m e n o r peso. Así que t o m é precauciones... y e m p e c é a grabar
mis conversaciones.
Aparte de su implicación en los tejemanejes de la política, Sol
descubrió que la expansión de su imperio económico pasaba por
frecuentar también un m u n d o nuevo cuyos usos y costumbres
eran bastante más terribles de lo que él imaginaba.
—Tenía que protegerme — a ñ a d e — . Después de conquistar
Tejas, quería h a c e r m e con el país entero y a b r i r m e al m u n d o .
Necesitaba nuevos socios, algunos de los cuales se movían en los
límites de la legalidad.
Billie Sol se puso a consultar con los suyos, buscando la mejor
manera de grabar sus conversaciones.
— C o n o c í a un ingeniero electrónico de Texas Instruments
en Dallas. Después de asegurarme de que podía contar con su
discreción, le pagué generosamente para que me pusiera a punto
una grabadora con las cintas disponibles entonces en el m e r -
cado.
Nuestra investigación nos ha permitido descubrir una carta
que perteneció a la correspondencia entre los dos hombres. No
alude directamente a las grabaciones sino a una lista de c o m p o -

183
nentes. Elementos necesarios para la fabricación del sistema de
vigilancia.
—A partir de entonces, me puse a grabar clandestinamente el
c o n j u n t o de mis conversaciones telefónicas y, gracias a u n o s
micrófonos ocultos, las que tenían lugar en mis oficinas y en mi
casa. C o m o medida de precaución.
En un m u n d o que cada vez le parecía más peligroso, Billie
Sol Estes acababa de contratar el seguro de vida más eficaz que
existe.

184
41

LA CAÍDA

La instalación de Lyndon J o h n s o n en la vicepresidencia de


Estados Unidos, a consecuencia de la victoria demócrata en 1960,
marcó el inicio de una época dorada para Tejas. Pero Billie Sol
se encontró una vez más ante una encrucijada. Su fortuna supe-
raba los cien millones de dólares, pero la mayor parte de su capi-
tal estaba invertido en sus negocios, por lo que no podía hacer
un uso i n m e d i a t o del mismo. C o m o m o d o de a u m e n t a r sus
beneficios, decidió intensificar algunas de sus actividades. Sin
saber que, mientras él se creía en plena fase ascendente, ya había
llegado al cénit de su carrera. Una apoteosis que pronto iría segui-
da de un descenso a los infiernos.

— A u n q u e la ley limitaba la producción, yo necesitaba más


algodón. Y tenía que encontrar una solución. En esa misma época
mantuve conversaciones con Harold Orr, de Superior Tank, con
el fin de multiplicar por diez el ritmo de fabricación de los depó-
sitos de abono. Más depósitos significaban más pedidos de abono
químico. Estas conversaciones estuvieron en el o r i g e n de mis

185
dificultades con la justicia. En cuanto a mi intención de incre-
m e n t a r mi actividad c o m o p r o d u c t o r de algodón, suscitó una
serie de problemas políticos q u e t e r m i n a r o n en un e n f r e n t a -
miento directo con Bobby Kennedy. A partir de entonces, entre
1961 y 1962, tuve que combatir en tres frentes a la vez. La causa
de toda esta vendetta política eran los secretos de Johnson. Por-
que, por mi mediación, R o b e r t Kennedy estaba seguro de poder
acabar con J o h n s o n , p r o b a n d o que se estaba e n r i q u e c i e n d o a
costa del dinero negro y del bolsillo de los contribuyentes.

186
39

ALGODÓN

El primero y el más importante de los expedientes abiertos


contra Billie Sol Estes tuvo que ver con sus actividades c o m o
productor de algodón. Limitado por las cuotas de producción,
el tejano supo dar con un m e d i o para desviar hacia Pecos los
permisos para cultivar parcelas que dormían el sueño de los j u s -
tos en el resto de Estados Unidos. El problema era que su «téc-
nica» rozaba la ilegalidad.
— P o r mi experiencia con el D e p a r t a m e n t o de Agricultura
sabía que abundan las lagunas jurídicas en los textos legislativos
— n o s explica—. Así que decidí aprovecharme de ello. De hecho,
no era el único. Esta maniobra causaba furor en Tejas. Otros gran-
jeros, incluso, recurrían a entablar un proceso judicial con abo-
gado y todo.

La operación era tan sencilla c o m o un juego de niños. Gracias


a las listas que les proporcionaban sus contactos en Washington,
Billie y sus hombres de confianza iban a ver a granjeros america-
nos propietarios de parcelas sin cultivar. Después de varias conver-

187
saciones, les vendían un trozo de tierra en Pecos al que inmedia-
tamente se transfería su permiso para cultivar. El último paso con-
sistía en que el granjero, conchabado con ellos, les arrendaba ese
terreno que luego ellos explotaban. Un ardid perfectamente legal...
a pequeña escala. El truco estaba en la manera en que se sucedían
las diferentes etapas del proceso. Estes quería hacerse con miles de
permisos, y sabía incitar a los granjeros a cederle sus tierras.
— T o d o estaba pensado para conseguir que nos siguieran en
nuestra aventura. C u a n d o firmaba el contrato de compraventa,
el granjero no nos debía nada hasta pasados doce meses. Más aún,
nosotros le pagábamos un año p o r adelantado de la renta que
nos autorizaba a cultivar sus tierras. Pasado un año, el granjero
tenía dos opciones: o bien pagarme el precio de la tierra, más
elevado que la renta anual a la que yo me había c o m p r o m e t i d o
con él, o bien quedarse ese dinero y c e d e r m e la tierra en usu-
fructo j u n t o con el permiso para cultivar algodón. Obviamente,
nueve de cada diez preferían la segunda opción.

La operación sólo tenía una dificultad: obtener la aprobación


del D e p a r t a m e n t o de Agricultura, encargado de verificar cada
transacción que tenía lugar en Pecos.
—Gracias a la red de contactos local que había establecido en
los años cincuenta, yo pensaba que no sería más que un trámite,
una pura formalidad. U n a vez más, estaba equivocado. La ofi-
cina regional metía de vez en cuando la nariz en nuestras o p e -
raciones. Y el poder de este organismo de control era suficiente
para anular una decisión que afectaba a todo el condado. Todo
mi plan se podía ir al traste.
En Bryan, ciudad situada a unos cien kilómetros de Austin,
un tal H e n r y Marshall era el encargado de avalar las transacciones.

188
Su firma era imprescindible, sin ella el proceso se bloqueaba.
Pero con su bendición, el e m p o r i o Estes se volvía intocable.
— M i h e r m a n o Bobbie Frank y mi abogado J o h n D e n n i s o n
se pasaron muchas horas en su despacho explicándole nuestro
punto de vista, recordándole que nosotros siempre habíamos sido
generosos con él y que ahora le tocaba a él echarnos una mano.
Nadie podía imaginar en aquel m o m e n t o que esa historia iba a
terminar con su asesinato.
El 20 de diciembre de 1960, cuando el condado de Reeves
se disponía a autorizar el p r i m e r paquete de transacciones de
Billie Sol, a pesar de sus súplicas, y de sus presiones, Henry Mars-
hall, amparándose en el texto de una ley, decidió bloquear el pro-
ceso. U n a catástrofe para Estes, que acababa de pagar p o r ade-
lantado la renta anual de miles de alquileres, una suma e n o r m e
que ya no podía recuperar.
— F u e un golpe m u y duro para mí — r e c o n o c e Billie Sol—.
Sin embargo, c o m o yo no soy de los que se rinden, seguí luchan-
do con todas mis fuerzas. Y a principios del año 1961 pude darle
la vuelta a la tortilla, demostrándole a Marshall que había hecho
una interpretación errónea de la ley. Pero en realidad el que no
había entendido nada era yo: mi atención se centraba en Mars-
hall, cuando resulta que el origen del problema se encontraba en
Washington. Yo aún no lo sabía, pero R o b e r t K e n n e d y había
decidido defenestrarme, con la esperanza de que yo arrastraría a
Lyndon en mi caída.

Por m o m e n t o s , la historia es de una ironía corrosiva. M i e n -


tras Billie manipulaba la ley en su beneficio, sus influencias en
Washington le valieron su n o m b r a m i e n t o para el comité nacio-
nal encargado de vigilar el cultivo del algodón, con la aproba-

189
ción de Orville Freeman, secretario de Estado de Agricultura.
Creyendo haber convencido a todo el m u n d o , gracias a su don
de gentes, de que su operación no tenía nada de malo, ya mira-
ba hacia el año siguiente con más optimismo cuando la oficina
en la que trabajaba Marshall volvió a la carga. Y concibió un pro-
cedimiento muy complicado, pero muy inteligente, para no que-
dar en evidencia al mismo tiempo que le paraban los pies a Estes.
—Basándose en la directiva CSS178 — n o s cuenta este últi-
m o — , el D e p a r t a m e n t o de Agricultura de Estados Unidos exi-
gió que todos los granjeros que transfiriesen tierras a Tejas se des-
plazasen en persona para confirmar su intención de cultivar la
tierra y no de revenderla. Esto acabó con todo el montaje. No
había ninguna duda, esta vez necesitaba, y con urgencia, la ayuda
de Lyndon.

El 31 de enero de 1961, a raíz de una larga conversación tele-


fónica entre Cliff Cárter y Billie Sol Estes, Lyndon B. Johnson
decidió hacer uso de su influencia c o m o vicepresidente de Esta-
dos Unidos. Invocando las dificultades con que se encontraban,
a causa de sus obligaciones, algunos propietarios a la hora de des-
plazarse para cumplir con la nueva directiva, J o h n s o n instó a
Orville Freeman, todo un secretario de Estado de Agricultura, a
derogar la directiva sin más, por escrito y sobre papel oficial.
— E l 17 de febrero —prosigue Billie—, Lyndon recibió una
confirmación por parte de Freeman. No solamente el texto había
sido suprimido, sino que a partir de entonces H e n r y Marshall
detentaría en exclusiva la potestad para decidir sobre la validez
de esas transacciones.
Era un gran paso adelante: Estes ya no tenía que vérselas con
un organismo entero sino con un solo individuo.

190
En cuanto a Johnson, satisfecho con el resultado, le envió a
Billie una copia de la correspondencia de Freeman. C o n una
nota escrita de su p u ñ o y letra en la que se podía leer: «Esto
podría interesarte. Lyndon.»

Sin embargo, una vez más, la calma no duró. En esta ocasión el


ataque vino directamente de Washington. Oliéndose la jugada, Carl
Albert, un m i e m b r o del Congreso enterado de la transferencia
masiva de permisos hacia Tejas, solicitó una reunión excepcional
del Departamento de Agricultura. Por cortesía, llamó previamente
por teléfono a Lyndon Johnson, que informó a Cliff Cárter.
— U n a s horas más tarde, Cliff me llamó para darme el parte. Sus
noticias no eran buenas. Él tenía la impresión de que alguien situa-
do muy arriba estaba presionando para hacerme la vida imposible.
Incluso, los contactos de Cliff en las altas esferas nos aconsejaron
que renunciásemos a realizar nuevas transferencias y que empleá-
semos todas nuestras energías en conservar las ya efectuadas.
El contraataque de los defensores de la legalidad no se hizo
esperar. El 31 de mayo de 1961, tres inspectores del D e p a r t a -
m e n t o de Agricultura se presentaron en el despacho de H e n r y
Marshall para verificar la validez de las transacciones.
— H e n r y preparó una respuesta en la que explicaba que él, en
sus actividades, no guardaba copia de los contratos. Lo cual era ente-
ramente falso, ya que tanto él como su ayudante Williams recibían
sistemáticamente una copia de todas las transacciones. Lo pillaron
con las manos en la masa. Esa mentira fue su último acto oficial.

La evocación de este asunto es dolorosa para Billie. No es raro


oírle hablar con una indecente ligereza de algunos crímenes, pero

191
c u a n d o se trata de recordar el asesinato de H e n r y Marshall le
cuesta m u c h o expresarse. Sin duda porque esta sórdida historia
entronca con el principio de su caída en desgracia. Y sin duda
también porque desvelar los secretos concernientes a la m u e r t e
del jefe de la oficina regional del D e p a r t a m e n t o de Agricultura
supone revelar al mismo tiempo las claves de otro asesinato, el
de J o h n F. Kennedy.
— F u e R a l p h Yarborough quien le contó a R o b e r t Kennedy
lo que estaba pasando. En parte por miedo: temía que mis tro-
pelías atrajesen la atención sobre las relaciones que habíamos
mantenido en el pasado y quería curarse en salud. Y en parte por
estrategia política: R a l p h seguía odiando a Johnson c o m o el pri-
m e r día. Kennedy no tenía más remedio que escucharle atenta-
mente. Así pues, para echarnos el lazo, Bobby decidió presionar
a Henry Marshall. Quería convencerle de que diera fe de la exis-
tencia de mis relaciones con Lyndon.
Aparte de la implicación de Marshall y Estes, la perspectiva
de c o m p r o m e t e r al vicepresidente en una trama de desvío de
fondos públicos constituía p o r sí sola una carta esencial en la
lucha intestina que estaba teniendo lugar entre los clanes K e n -
nedy y Johnson.
— H e n r y Marshall era p e r r o viejo, y estaba al c o r r i e n t e de
muchos secretos. No se le escapaba que una parte de mis b e n e -
ficios iba a parar a la cuenta secreta de Johnson. Hacerle hablar
sería c o m o abrir la caja de Pandora. La cuestión era c ó m o c o n -
seguirlo. La última semana de mayo, su casa se i n c e n d i ó . Un
amigo que trabajaba en Bryan nos informó de que Marshall esta-
ba dispuesto a colaborar con el Departamento de Justicia. Hasta
llegó a plantearse el presentarse en Washington.
El 3 de j u n i o de 1961, H e n r y Marshall fue encontrado m u e r -
to en su rancho de Franklin. A pesar de las numerosas heridas de

192
bala que había en su cuerpo, el sheriff Howard Stegall concluyó
que se trataba de un suicidio y archivó el caso.
—Stegall era u n o de los contactos de Cliff Carter y . . .
Billie se detiene sin motivo aparente. Ahora su tono es inse-
guro:
— N o sé si estoy preparado para hablarte de eso. C r e o que
aún es demasiado pronto.

A veces, aunque sea sincero, Billie resulta inquietante. Algunas


de nuestras reuniones derivan en auténticas pesadillas. C o n t r a -
riado, Estes se encierra en un mutismo hermético o, peor aún,
se pierde en consideraciones carentes de interés.
La evolución de nuestra relación nos permite, a Tom y a mí,
juzgar con bastante rapidez la disposición de ánimo del último
testigo. Tanto es así que, algunas veces, levantamos el campo des-
pués de una hora porque no nos estaba revelando nada nuevo.
La extraña familiaridad que se establece entre un periodista y el
tema sobre el que escribe produce una sensación de seguridad
parecida. Me llegué a sorprender a mí mismo p o n i é n d o m e en la
piel de nuestro interlocutor. Disgustado ante su mala fe, le repro-
ché alguna vez q u e otra su negativa a colaborar. Ya me había
hecho a la dureza de las costumbres tejanas y me había cansado
de mi papel de aprendiz.
— H a y que acabar con esto, Billie — l e c o n m i n o — . O hace-
mos de una vez por todas este libro o lo dejamos y pasamos a
otra cosa. Pero llevas varios meses haciéndonos esperar y eso no
puede ser.
En el pasado, cuando llegábamos a situaciones de bloqueo de
ese tipo, Sol solía tomárselo a mal y salía p o r peteneras. En el
mejor de los casos, dejaba de hablar conmigo y se dirigía única

193
y exclusivamente a Tom. En el peor, me amenazaba, si bien es
cierto que generalmente lo hacía sin perder el sentido del humor.
Un h u m o r gélido, entre la sonrisa y la mueca. Y siempre c o m o
si fuera una pregunta, en t o n o interrogativo. Me interroga con
aires de inocencia si quiero dejar viuda a mi m u j e r o si creo que
algún día podré volver a Francia. N o r m a l m e n t e le respondo en
su misma línea o, simplemente, lo ignoro.
Pero hoy es diferente. Para empezar, estoy hasta las narices.
Además no advierto el m e n o r indicio de risa en su voz. Y por
último, es la p r i m e r a vez q u e Estes se refiere al episodio más
oscuro de su historia: la extraña epidemia de suicidios con dió-
xido de carbono que se extendió a su alrededor.
— ¿ Q u é tal si volvemos a nuestra lista? — m u r m u r a con la
mirada cargada de ira.
Tom intenta calmar los ánimos haciendo una broma. Billie no
aparta sus ojos de mí. Por un acto reflejo, yo sostengo su mirada.
Por fin, r o m p o el silencio.
—Vale, Billie, t e r m i n e m o s con tu historia. Y luego volvere-
mos a Marshall. Pero entonces ya no será ni demasiado pronto
ni demasiado tarde. Habrá llegado el m o m e n t o de que nos lo
digas todo.
Estes p r o r r u m p e en carcajadas.
—¿Todos los franceses son c o m o tú?
Yo no contesto y me concentro en mi lista de preguntas.
Mi mensaje ha sido recibido.

194
43

RFK

La desaparición de H e n r y Marshall originó las primeras sacu-


didas antes del hundimiento definitivo del e m p o r i o Estes. Was-
hington no podía tolerar que se ignorasen sus directivas ni m u c h o
menos que se acabase con la vida de sus representantes. Cuatro
días después de la muerte de Marshall, el Departamento de Agri-
cultura de Estados Unidos abría una investigación relativa al con-
j u n t o de las transacciones de Billie Sol Estes. C o m e n z ó entonces
un largo y discreto pulso entre el poder y ese tejano que se movía
en la sombra, durante el cual Billie, para sobrevivir, tuvo que uti-
lizar su red de contactos políticos y sus millones de dólares.

— E l 18 de o c t u b r e de 1961, yo estaba citado con un pez


gordo de Washington. Wilson Tucker, responsable de la sección
del algodón en el ministerio. A pesar de que le expliqué mi pro-
blema, le hablé de mis fondos bloqueados, de los lotes de tierra
paralizados, no se mostró receptivo a mis argumentos.
Y entonces, c o n f u n d i e n d o Washington con Tejas, Estes metió
la pata al decirle:

195
—¿Está usted enterado de que un h o m b r e ya ha pagado con
su vida esas malditas transferencias?
La referencia al difunto H e n r y Marshall tiene el efecto de un
electroshock sobre el responsable del Departamento de Agricul-
tura. Acaba de comprender que ya no se trataba de un caso de
interpretación torticera de la ley, sino de un caso criminal. I n m e -
diatamente, solicitó la apertura de una investigación sobre el ori-
gen de la fortuna de Billie Sol.
— E l 14 de noviembre fueron anulados mis arrendamientos
para 1962. C o m o es natural, me puse en contacto con Cliff. Él
sabía que yo había invertido basándome en mis previsiones y que
ese mes de noviembre de 1961 yo ya no tenía en mi p o d e r la
suma total, que no debía volver a mi bolsillo hasta 1962.
H u b o un m o m e n t o de tregua. La intervención del brazo dere-
cho de Lyndon tuvo el efecto deseado. A principios de enero de
1962, el D e p a r t a m e n t o de Agricultura de Estados Unidos des-
bloqueó los millones que Billie esperaba.
— F u e una excelente noticia, pero yo no veía en ella más que
un primer paso. Ahora tenía que lograr detener las investigacio-
nes en curso. De lo contrario, a fuerza de escarbar, los sabuesos
del departamento iban a encontrar lo que buscaban.

Lyndon y su equipo también eran conscientes de que el caso


Estes podía ponerlo todo patas arriba. Billie no sólo transfería el
10 por ciento de sus ingresos a las cuentas secretas del vicepre-
sidente, sino que también estaba al corriente del c o n j u n t o de los
contactos mantenidos por Carter y LBJ en el seno del Departa-
m e n t o de Agricultura. Y además, c ó m o olvidarlo, estaba lo de la
m u e r t e de Marshall.

196
— C a r t e r me pidió que fuera a verle a Washington —prosi-
gue Billie—. Los Johnson iban a dar una recepción, así que noso-
tros podríamos r e u n i m o s sin oídos indiscretos a nuestro alrede-
dor y sin que mi visita despertara sospechas. Pero, en realidad,
Lyndon quería p o n e r m e a prueba. Yo no cometí el mismo error
que Marshall y le garanticé mi lealtad. Por su parte, LBJ me ase-
g u r ó q u e iba a p o n e r s e a buscar una solución de inmediato.
C u a n d o se fue para reunirse con sus invitados, Carter se inclinó
sobre mí y me recordó que a partir de ese m o m e n t o iba a nece-
sitar aún más dinero para «engrasar la máquina».
El 16 de enero, con arreglo a la promesa de la víspera, Walter
Jenkins, un ayudante de Johnson con un acceso privilegiado al
núcleo del FBI, llamó por teléfono a Billie y le i n f o r m ó de que
el vicepresidente había encontrado al h o m b r e adecuado para el
D e p a r t a m e n t o de Agricultura y que todo iba a arreglarse.
— E s e mismo día, siguiendo las instrucciones de Cliff, saqué
145.015 dólares en efectivo de una de mis cuentas y se los hice
llegar. U n a vez más, C a r t e r me garantizaba la fidelidad de
Lyndon.

La diligencia con la que había actuado LBJ obedecía en rea-


lidad a su inquietud. No ignoraba que desde hacía algún tiem-
po, a consecuencia del fallecimiento de Marshall, R o b e r t K e n -
nedy había centrado su atención sobre Estes. Un interés de cuya
intensidad Billie enseguida iba a poder dar fe.
—Volví a Washington para el primer aniversario de la inves-
tidura de J o h n Kennedy... Siendo yo mismo un m i e m b r o emi-
nente del Partido Demócrata, no me pareció que hubiera nada
sorprendente en el hecho de acudir a la ceremonia. Pero debe-
ría haberme dado cuenta de que se estaba tramando algo cuando

197
me llegó una invitación para la recepción privada ofrecida por
J o h n y Jackie en los salones de la Casa Blanca.
Cegado por el orgullo de encontrarse entre los grandes, Estes
no percibió lo que Johnson, p o r su parte, ya presentía.
— D u r a n t e ese cóctel entre amigos, yo me dediqué a pasar de
un g r u p o a otro hasta que un h o m b r e se me acercó y me dijo
que R o b e r t Kennedy quería hablar conmigo a solas en u n o de
sus despachos. C o n f u n d i d o , acepté y al poco me encontré cara
a cara con el fiscal general. Por desgracia para él, Bobby no era
Lyndon. No tenía el m e n o r carisma, parecía incluso tímido. Era
imposible mirarle a los ojos. Bobby quería c o n o c e r m e mejor y
volver a verme para hablar de mi futuro. D e j ó caer también que
se podía imaginar que yo sucediera algún día a Connally en el
cargo de gobernador de Tejas.
A lo largo de esta breve entrevista, Estes fue bajando de la nube.
Se daba cuenta de lo extraño del encuentro y le entró pánico. Si
el fiscal general entraba a matar de esa manera era porque hacía
tiempo que se había preparado para ello.
— L e dije que estaba de acuerdo y que me alegraba m u c h o
de poder conversar con él, pero que mis ocupaciones me i m p e -
dían hacerlo en ese m o m e n t o . En cambio, cualquier otro día...
U n a frase que no me comprometía a nada y a la vez me daba
tiempo para consultar con Lyndon y Cliff. Este último me sugi-
rió que aceptara la invitación con el fin de evaluar la posición
del h e r m a n o del presidente. Pero a mí no me engañaba: lo que
realmente le interesaba a Cliff era saber hasta qué p u n t o Bobby
representaba una amenaza para LBJ.

198
44

TRAICIÓN

Billie llevaba un año luchando por evitar la bancarrota. A prin-


cipios de 1962 invirtió cerca de dos millones de dólares en
«engrasar la máquina», c o m o decía Carter. Y precisamente el 24
de enero el trabajo de Carter y Jenkins p o r pasillos y despachos
dio sus frutos.
— U n a decisión oficial convalidaba todas mis transacciones y
disponía el cese de todas las investigaciones abiertas por mi causa.
Sólo se me pedía que probase que mi primer objetivo había sido
el arrendamiento y no la adquisición. C o m o mi abogado ya se
había anticipado a ese tipo de condiciones, no tenía más que pre-
sentar los recibos que probaban que yo había pagado un año de
alquiler p o r adelantado. Por fin volvía a respirar.

Pero sólo fue eso, un breve respiro. El 5 de abril de 1962,


cuando Billie Sol se disponía a celebrar su victoria, Bobby Kenne-
dy lanzó un nuevo ataque contra él.
—Yo no había respondido a su invitación —reflexiona hoy
Estes—, y a él debió de sentarle mal. El hecho es que me acu-

199
saron de vulnerar la legislación comercial interestatal. Eso no
tenía nada que ver con el cultivo de algodón pero, con el fin de
evitar un escándalo, Orville Freeman t o m ó la decisión de anu-
lar definitivamente el c o n j u n t o de los permisos transferidos. En
un segundo, todas mis esperanzas se desvanecieron en el aire. Ya
no me encontraba en una situación delicada sino al borde del
abismo.
La decisión era irrevocable, de manera que el coste para mis
finanzas iba a ser incalculable. Aparte del dinero invertido en la
batalla jurídica y el tráfico de influencias de los últimos meses,
Billie Sol había dedicado decenas de millones de dólares al alquiler,
la c o m p r a y la irrigación de las parcelas de algodón. Al q u i -
tarle t o d o eso lo estaban a r r u i n a n d o . Pero Billie Sol también
comprendió que Johnson, con tal de librarse de la amenaza que
representaban los Kennedy, estaba dispuesto a todo.

— F r e e m a n era u n o de los íntimos de L y n d o n —explica


Estes—. Al verse con el agua al cuello, decidió cortarme a mí la
cabeza para salvar la suya. Gracias a la reflexión y las confiden-
cias de algunos cargos del departamento, hoy tengo la certeza
de que fue el propio Lyndon quien ordenó a Freeman la a n u -
lación. Para que no pudiesen acusar a u n o de los suyos de favo-
recerme. Para no encontrarse en el ojo del huracán cuando se
desencadenase. Y porque Lyndon estaba i n f o r m a d o de la deter-
m i n a c i ó n de B o b b y de p r e s i o n a r m e para q u e me decidiera a
colaborar. Lyndon pensaba que, una vez suprimidos mis p e r m i -
sos, el asunto quedaría enterrado. Se equivocaba.
El vicepresidente había traicionado a Billie Sol. Y no sería la
última vez.

200
45

DEPÓSITOS

En contra de sus suposiciones, la acusación de Billie Sol Estes


no tenía que ver únicamente con su intento de controlar el m e r -
cado del algodón. Sirviéndose de las informaciones proporcio-
nadas p o r un opositor local, a las autoridades también les inte-
resaban sus actividades en el sector del almacenaje de abonos
químicos.
— N o s o t r o s fabricábamos los depósitos y luego los instalába-
mos en las granjas — n o s cuenta Billie—. Poco a p o c o fuimos
creando una especie de círculo vicioso, aunque para nosotros era
más bien virtuoso, en el que el aumento de la demanda de abono
implicaba un a u m e n t o correlativo de la demanda de depósitos.
El problema era que, con el fin de expulsar del mercado a los
otros distribuidores de fertilizantes, yo vendía por debajo del pre-
cio de costo.
Para financiar una maniobra tan arriesgada, Billie Sol no invir-
tió sus propios fondos, sino que utilizó el crédito de sus clientes.
—Yo acumulaba los contratos ficticios de alquiler de m a t e -
rial. Y cuando llegaban al millón de dólares, me ponía en c o n -
tacto con una institución financiera y le proponía que me c o m -
prara el crédito de mis clientes. A cambio de un pago al contado,

201
deduciendo su margen, claro está, se convertían en los titulares
de todo un capital.

En 1961, esta artimaña le reportó a Billie Sol Estes diecisiete


millones de dólares. Los organismos de crédito, p o c o cuidado-
sos con los detalles de la operación, aprobaron la compra de cua-
trocientos depósitos de fertilizante p o r parte de una explotación
familiar cuyas necesidades anuales se cubrían con u n o solo. El
año 1962 se anunciaba aún más provechoso, con más de quince
mil depósitos falsos repartidos por la comarca de Pecos. No ha-
bían contado con el Departamento de Justicia, al que todo aque-
llo empezó a olerle a c u e r n o quemado, por lo que decidió acer-
carse más para ver en qué paraba.
En unos pocos días, setenta y cinco agentes del FBI, dieciséis
especialistas en delitos económicos y una treintena de inspecto-
res de Hacienda desembarcaron en Pecos. El fiscal general del
Estado de Tejas, Will Wilson, seguro de p o d e r utilizar ese caso
c o m o trampolín político, se sumó a la cacería. Y la llegada masiva
de los investigadores fue acompañada por nuevas llamadas desde
el despacho de R o b e r t Kennedy a Estes para que revelara todo
lo que sabía acerca de las corruptelas de Johnson.
—Los ayudantes de Bobby me soltaron varias veces el mismo
discurso: «No creemos que usted sea culpable, y estamos segu-
ros de que podríamos llegar a un acuerdo con el que usted sal-
dría indemne. A cambio, sólo le pedimos que no nos oculte nada.»

Pero Estes, fiel a su costumbre, se negó a hablar. A u n q u e p o -


seía las pruebas de la implicación de Johnson también en esa o p e -

202
ración, ya que su buena reputación no había bastado para c o n -
vencer a los organismos de crédito. El rescate de los contratos
ficticios sólo había sido posible gracias a que el vicepresidente
había intervenido poniéndose en contacto directo con los direc-
tores de las instituciones de crédito. Había avalado la seriedad del
solicitante de los créditos, al tiempo que les prometía que las ayu-
das agrícolas, que permitían a los granjeros adquirir equipamiento,
seguirían lloviendo sobre Pecos y alrededores.
— L y n d o n no hacía nada a cambio de nada. Si salió en mi
defensa fue porque las perspectivas económicas de la operación
habían convencido previamente a Cliff Carter. En cambio, ignoro
c ó m o llegó el D e p a r t a m e n t o de Justicia a intuir la implicación
de LBJ. Lo que es seguro es que Bobby entró en el baile a cau-
sa de Lyndon.
Esta vez, el fiscal general fue al grano:
— M i persistente silencio le incomodaba. Así, un día, me llamó
por teléfono él mismo. Nervioso, casi agresivo, se ahorró las fio-
rituras... «Sabemos que usted contribuye generosamente a los
fondos secretos de Lyndon — m e soltó—. Díganos cuánto dine-
ro le ha dado, ayúdenos y a cambio le ofrezco la inmunidad.» Mi
respuesta no dejó lugar a dudas acerca de mis intenciones: «Lo
siento, pero no sé de qué me habla.»

Dos días después, el 29 de marzo de 1962, a las 6 de la maña-


na, Billie Sol Estes era arrestado en su domicilio.
En abril, un gran j u r a d o federal lo declaró culpable de haber
violado la ley en cincuenta y siete ocasiones.
Después de obtener la libertad bajo fianza, Estes volvió a su
casa. Y, c o m o cada vez q u e la situación lo r e q u e r í a , llamó a
Washington.

203
— H a b l é con Cliff. El pánico todavía no había hecho presa en
mí, pero yo tenía la impresión de que todo se iba a venir abajo
de un m o m e n t o a otro. Cliff se mostró m u y sereno. Me tran-
quilizó y me pidió que confiara en él. A juzgar p o r su reacción,
todo se iba a arreglar.

204
46

PÁNICO

El caos de principios de los años sesenta pronto dio paso a la


destrucción. En 1962, el e m p o r i o de Estes se tambaleaba peli-
grosamente. La proximidad de las elecciones de 1964 creaba un
clima de ansiedad especial en las dos facciones demócratas. Mien-
tras R o b e r t Kennedy esperaba que Billie Sol hablase sobre LBJ,
éste temía que lo hiciera.

C o m o atestigua el listado de sus conversaciones telefónicas,


el 28 de abril de 1962 Cliff llamó p o r t e l é f o n o a Billie Sol
Estes.
—La situación exigía que me reuniese con Lyndon lo antes
posible en el aeropuerto de Midland. Efectivamente, ese día LBJ
no se encontraba en Washington, había ido a Austin para asistir
al funeral de Tom Miller, antiguo alcalde de la ciudad. El vice-
presidente quería p o r todos los medios hablar c o n m i g o perso-
nalmente. Acudí en compañía de u n o de mis abogados. El Air
Force Two esperaba sobre la pista y unos agentes de los servicios
secretos nos hicieron subir a él.

205
Según los recuerdos de Billie, la r e u n i ó n d u r ó más de una
hora. Un tiempo relativamente largo, si lo comparamos con la
duración habitual de las entrevistas de Johnson.
— E m p e z a m o s repasando mis problemas legales — r e c u e r d a
Estes—. Pero eso sólo fue una introducción. En realidad, el inte-
rés de Lyndon se centraba en otra cosa: lo que él quería era que
yo le facilitase una lista con las personas que conocían la exis-
tencia de nuestra relación. A cada n o m b r e que yo decía, Cliff,
que por supuesto estaba presente, asentía con la cabeza. Lyndon
aclaró en varias ocasiones que el silencio era lo único que acep-
taba. Y que en recompensa por mi discreción él se las arreglaría
para que todo volviese a ser c o m o antes. De todos modos, aña-
dió, yo tenía que estar preparado para encontrarme ante un tri-
bunal y para luchar hasta el final. Y una vez más, antes de sepa-
rarnos, insistió en que, con independencia de las circunstancias,
yo no debía decir una sola palabra.

Para nosotros era sencillamente imprescindible poder probar


el encuentro de Midland. El desafío era tanto mayor cuanto que
los nombres facilitados por Billie fueron apareciendo a lo largo
de las siguientes semanas en las páginas de sucesos. Es cierto que
Cliff Carter llamó a Estes por teléfono ese día. Es cierto que LBJ
se encontraba en Austin. Son datos que verificamos pero que,
por desgracia, no bastaban.
También es cierto que Billie nos propuso una entrevista con
el abogado que, según él, le a c o m p a ñ ó a b o r d o del Air Force
Two, pero seguíamos sin salir del radio de acción de Estes. Así
que no acabábamos de fiarnos. N o s hacía falta ir más lejos.
De hecho, la primera confirmación llegó de la manera más
extraña. En j u n i o de 1962, una revista agrícola y conservadora

206
con una tirada tan reducida que la convertía poco menos que en
un pasquín confidencial, recibió una información venida direc-
tamente de Midland: dicha información no había sido contras-
tada pero el jefe de redacción, confiando en su fuente, decidió
publicarla bajo la forma de un breve escrito en m o d o condicio-
nal. Sin embargo, antes incluso de q u e la revista llegase a la
imprenta, el equipo de Johnson, enterado de las intenciones del
redactor, apeló a Hoover para bloquear su publicación. El direc-
tor del FBI en persona se dirigió, así pues, por escrito a los res-
ponsables de la revista con el fin de disuadirles de propagar «un
falso rumor». Hoover, c o m o prueba de sus afirmaciones, empleó
el a r g u m e n t o de que, el día de la entrevista a la que se refería
d i c h o r u m o r , J o h n s o n no podía estar en M i d l a n d ya que se
encontraba de viaje oficial por Europa... El problema era que la
fecha que mencionaba el director del FBI no era ni la que había
dicho Billie ni la que figuraba en la información procedente de
Midland. En cualquier caso, el escrito fue podado y ni el n o m -
bre de Estes ni el de Johnson aparecieron en él.
A u n q u e toda esta energía gastada en neutralizar la i n f o r m a -
ción nos pareció sospechosa, no llegaba a ser una prueba sufi-
ciente a nuestros ojos. Había otro medio de saber si Billie Sol
Estes se había entrevistado o no con el vicepresidente de Esta-
dos Unidos. En su declaración, Estes había compartido con noso-
tros el recuerdo de su paso p o r el p u n t o de control, en el que
dio sus datos personales. Por otra parte, todos los aeropuertos lle-
vaban un registro en el que consignaban los horarios de aterri-
zaje y despegue de los aviones. Si Estes había dicho la verdad y
el Air Force Two había estado efectivamente estacionado sobre
la pista de Midland, tenía que haber quedado constancia de ello
en el registro.
Nuestra búsqueda fue breve. No había... ¡nada! U n a ausen-
cia de documentos de lo más elocuente. Si nos había sido i m p o -

207
sible encontrar la más mínima huella escrita de la presencia de
Johnson en el aeropuerto, no era porque Billie nos hubiera m e n -
tido, sino p o r q u e la totalidad de los informes de la actividad del
aeropuerto de Midland correspondientes al día 28 de abril de
1962 había sido clasificada c o m o secreta. Más aún, también nos
enteramos de que en 1964 un oficial militar dio la orden de des-
truirlos.
U n a orden que venía directamente de la Casa Blanca, en la
que, desde el 22 de noviembre de 1963, Lyndon Johnson o c u -
paba el sillón que tanto había anhelado.

208
47

REPUBLICANOS

M u y a su pesar, Estes se había convertido en un asunto de


interés nacional.
De su silencio dependía el futuro político de LBJ. Si hablaba,
los Kennedy conseguirían quitarse de encima al tejano y así evi-
tar que pudiese empañar la campaña de JFK.

En esa partida de ajedrez todavía les faltaba un dato a los dos


jugadores: la imprevista aparición de un tercero dispuesto a sacar
partido de su enfrentamiento. Me estoy refiriendo al Partido R e p u -
blicano, que seguía con mucha atención la descomposición del
emporio de Estes. Tomando postura en este asunto se aseguraba
la posibilidad de arremeter en el Congreso y en el Senado contra
los dispendios de la administración Kennedy en la agricultura, y
de acusar a sus adversarios demócratas de acoger en sus filas a ese
personaje al que la prensa ya llamaba «el rey del chanchullo».
Éste era su discurso oficial. En realidad, los gerifaltes del Par-
tido R e p u b l i c a n o también querían utilizar a Estes. Informados
de los rumores que circulaban por el Capitolio, creían que Estes

209
podía hacer caer a LBJ, con lo cual JFK quedaría tocado. De ahí
que tomaran la decisión de acercarse a ese millonario a p u n t o
de arruinarse.
—A principios de mayo de 1962, recibí la visita de un influ-
yente amigo que pertenecía al Partido R e p u b l i c a n o — n o s
cuenta Billie—. Me preguntó si estaba dispuesto a encontrarme
con Lee Potter, un militante cercano a la dirección del partido.
Según su intermediario, el tal Potter estaba en condiciones de
evitar que Billie fuera a la cárcel. Más aún, le podía conseguir
dinero para retomar sus actividades financieras.
— L o que Potter quería era que le pasase información sobre
el Partido Demócrata. Jamás se me ha pasado p o r la cabeza trai-
cionar a nadie, y menos a Lyndon, que tan claro había hablado
en Midland. Habría sido completamente estúpido por mi parte
no darme cuenta de que el m e n o r acto de colaboración equi-
valdría a firmar mi sentencia de m u e r t e , de m o d o que decidí
verlo pero sin revelar nada.
Así pues, consciente de que iba a necesitar todas las m u n i -
ciones que pudiera conseguir para la batalla judicial que le espe-
raba, Billie Sol accedió a la propuesta de Potter.

—La cita estaba prevista para el 14 de mayo en el hotel Hilton


Plaza de San Antonio. Pero aunque fui a San A n t o n i o . . . No sé
c ó m o explicarlo... En el último m o m e n t o , un presentimiento
me disuadió de presentarme.
Estes sonríe. Aún hoy se niega a revelar la identidad de la per-
sona que le informó de que Lyndon Jonson había puesto el hotel
bajo vigilancia.
Y no se trata de una paranoia o de mitomanía: una vez más,
Billie Sol no dice más que la verdad. Un d o c u m e n t o que n o -

210
sotros encontramos da fe de los medios empleados por LBJ para
asegurarse de que su benefactor oculto guardaría silencio.
C o m o es lógico, los archivos de la biblioteca presidencial
Lyndon B. J o h n s o n en Austin c o n t i e n e n pocas informaciones
relativas a la cara oculta del vicepresidente. Para poder mantener
la fascinación hacia el hombre político, la LBJ Library evita entrar
en ese tema tan espinoso, contentándose con ofrecer un discurso
de lo más estereotipado. Pero la historia oficial también tiene
sus perlas. C o m o muestra, un b o t ó n : una factura p o r valor d e . . .
84,56 dólares.
El 12 de mayo de 1962, O w e n Kilday, sheriff de San Antonio,
recibió la orden de someter a escucha la habitación de hotel en
la que se alojaba Lee Potter. Kilday no era nuevo en la red de
contactos de Lyndon. En 1948 participó activamente en el fraude
electoral que catapultó a LBJ a Washington. U n a vez más recu-
rrían a él, esta vez para espiar a Billie. Kilday contrató a un detec-
tive privado, Charles S. B o n d , para que colocara micrófonos en
el Hilton de San Antonio. Un espía por horas. Así, a finales de
mayo, O w e n Kilday se dirigió a LBJ para que le reembolsara los
cerca de 85 dólares que le habían costado los servicios de B o n d
y el alquiler de su material de seguimiento.
Billie Sol Estes acertó al hacer caso de su corazonada: si hubie-
ra acudido al hotel y hubiera confiado datos sensibles al repre-
sentante republicano, J o h n s o n lo habría sabido en las horas
siguientes.

211
48

LA EJECUCIÓN

Lee Potter volvió de Tejas con las manos vacías, así que el Par-
tido Republicano cambió de estrategia. C o m o Estes se negaba a
colaborar, su caso iba a convertirse en el caballo de batalla de la
oposición. Mientras nuestro tejano ocupaba simultáneamente las
portadas de Fortune y de Time, la polémica crecía. Y c o m o no hay
mejor cuña que la de la misma madera, fue John F. Kennedy, como
buen político, el encargado de dar la señal para la ejecución.
—JFK sabía que si no tenía m a n o dura el escándalo iba a sal-
picarle y que además le reprocharían su pasividad. Por ello, soli-
citó al Congreso la creación de una comisión de investigación
sobre mis actividades y mis apoyos. En realidad se trataba de un
brindis al sol. JFK se daba perfecta cuenta de que Lyndon tenía
el suficiente control sobre el Congreso y el Senado c o m o para
asegurarse de que los trabajos de esa comisión no llegaran a nada.
La maniobra tenía la finalidad de introducir un cambio y de tran-
quilizar a los electores.

La C á m a r a de R e p r e s e n t a n t e s , b a j o la dirección de L. H.
Fountain, se encargó de la investigación sobre el almacenamiento

212
de grano. Al Senado, bajo la autoridad de J o h n McClellan, le
tocó por su parte investigar las transferencias de los permisos para
cultivar algodón. Algunas personas bien situadas calmaron los áni-
mos y fueron recompensadas p o r ello. Así, u n o de los miembros
demócratas del segundo comité, el senador H u b e r t Humphrey,
heredó el puesto de vicepresidente cuando, en 1964, LBJ fue ele-
gido presidente de Estados Unidos.
—Yo no soy la persona más indicada para quejarme, pero los
comités fueron una mascarada — r e c o n o c e Billie—. Se trataba
de acallar las protestas y sobre todo de ocultar la verdad.
Un muro contra el que enseguida se estrellaron algunos inves-
tigadores.

—La historia de R o b e r t Manuel, un investigador de la Cámara


de Representantes, lo ilustra bastante bien —recalca Estes—.
C o n f i a n d o en su autoridad, se desplazó a Dallas para interrogar
a Carl Miller, responsable desde hacía muchos años de la oficina
del D e p a r t a m e n t o de Agricultura de Estados Unidos encargada
del comercio de grano para todo el territorio de Tejas. Lo que
Manuel no sabía era que Carl Miller era el principal contacto
de Cliff Carter, y se ocupaba del transporte del grano hasta mis
zonas de almacenamiento.
No obstante, impresionado y sorprendido por esa visita, Miller
se d e r r u m b ó y se lo confesó t o d o a M a n u e l . Más aún, c o m o
demuestran las notas realizadas p o r el inspector, le reveló que
había sido el propio Johnson en persona quien permitió a Billie
Sol esquivar la ley.
M u y satisfecho con estas informaciones, el investigador llamó
a su testigo a Washington para que repitiera sus acusaciones ante
el Congreso.

213
Pero entonces Miller se desdijo de todo. A u n q u e estaba bajo
juramento, el responsable de Dallas ya no m e n c i o n ó a Johnson
sino que en su lugar citó al senador Yarborough. Desconcerta-
do, Manuel reclamó la comparecencia de Miller y le preguntó
por qué había modificado sus declaraciones, a lo que Carl res-
pondió encogiéndose de hombros y abandonando la sala sin decir
una sola palabra.
Desesperado, Manuel convocó a la prensa. Y le reveló que el
comité había tenido acceso a puerta cerrada a unas pruebas de
transferencias de dinero efectuadas por Billie Sol Estes, una lista
en la que figuraban varios miembros del Congreso. U n a inicia-
tiva desafortunada que le costó su puesto en la administración.
El largo y demoledor i n f o r m e sobre este asunto no m e n c i o n a -
ría, c o m o es lógico, ni la primera entrevista con Carl Miller ni
la famosa lista de Estes. Es más, las dos comisiones de investiga-
ción no encontraron indicios de la m e n o r intervención desde
Washington en los hechos denunciados. Según estos documentos,
los corruptos eran meros funcionarios y el único prevaricador
era un p e q u e ñ o ganadero que un día se creyó al frente de un
emporio.

214
49

SILENCIO

Atrapado p o r la justicia, sacrificado en el altar de la política


p o r sus propios amigos, Billie Sol Estes intuía que el p r ó x i m o
paso en su descenso a los infiernos sería su encarcelación. La con-
dena, el 7 de e n e r o de 1963, de Harold O r r y de C o l e m a n
McSpadden, dos de sus socios, no era un b u e n presagio.
Lyndon Johnson también estaba preocupado. Estes no se había
r e n d i d o a R o b e r t Kennedy, y se había e m p e ñ a d o en guardar
silencio ante el Congreso, pero ¿ocurriría lo mismo el día en que
se sentase en el banquillo de los acusados y, ahí solo, se diese
cuenta de que iba a ser c o n d e n a d o ? Para calmar su miedo, el
vicepresidente recurrió a una astuta estratagema.

—Cliff, siguiendo las órdenes de Lyndon, me impuso un abo-


gado llamado J o h n Cofer —prosigue Estes.
Un jurista de prestigio, pero sobre todo un aliado de LBJ. Una
figura de los juzgados de Austin que ya había resuelto con c o m o -
didad algunos casos comprometedores para el futuro presidente.
De esta manera, en 1951, cuando un protegido de Johnson fue

215
acusado de asesinato, C o f e r se las ingenió para lograr una c o n -
dena inesperada de cinco años de prisión.
—La estrategia de C o f e r era m u y sencilla: yo no debía abrir
la boca. Daba igual que fuera para d e f e n d e r m e o para explicar-
me, yo tenía que p e r m a n e c e r callado mientras él, con bastante
éxito por cierto, se las arreglaba para aplazar el proceso. Estaba
claro que mi condena iba a enturbiar la campaña de 1964, puesto
que Lyndon se negaba a proporcionarle a JFK un pretexto para
dejarlo fuera.

A finales de marzo de 1963, tras varias semanas de debates


retransmitidos por primera vez por televisión, se leyó el vere-
dicto. El j u e z no se a n d u v o p o r las ramas: «Billie Sol Estes, el
c o n j u n t o de los d o c u m e n t o s examinados c o n motivo de este
proceso prueba que usted ha perpetrado el mayor desfalco de la
historia de Estados Unidos.» J o h n C o f e r apeló inmediatamente
contra una sentencia que llevaba aparejada una pena, a cumplir
en su integridad, de quince años de cárcel.
—Para mí todo había terminado — r e m e m o r a Estes—. C o n
toda su experiencia, Cofer la había pifiado. Lyndon, por su parte,
había desaparecido. En cuanto a Carter, me pidió que no le vol-
viera a llamar por teléfono. No me quedaba ninguna salida. Mi
casa estaba bajo vigilancia, mi familia era presa de la angustia.
Mis posibilidades eran m u y limitadas.
Sin pensárselo dos veces, Billie Sol se deshizo de John C o f e r
y anunció que pasaba al ataque. No defendió su inocencia, pero
sí se quejó de verse convertido en el chivo expiatorio, dando a
entender que desde los políticos a las instituciones financieras,
todos ellos con conocimiento de causa, se habían beneficiado de

216
su generosidad. Billie Sol, olvidando las amenazas de Lyndon, se
retiró a su mansión de Pecos.
El 8 de agosto de 1963, los Estes se despertaron sobresaltados.
Alguien acababa de plantar una cruz de madera envuelta en lla-
mas delante de su casa. Era la firma habitual del Ku Klux Klan,
pero también podía ser una advertencia de carácter más general.
—Yo no quería irme pero esta advertencia me alarmó. Desde
hacía varios días tenía la sensación de que mi casa estaba siendo
vigilada. Por otra parte, todos los abogados con los que me puse
en c o n t a c t o declinaron ayudarme. Y además sabía p o r ciertas
fuentes que Lyndon estaba rabioso. Total, que no me llegaba la
camisa al cuello.

Al día siguiente, Billie Sol Estes se encontraba en el salón de


su casa para celebrar una reunión preparatoria de su proceso en
la segunda instancia, cuando el teléfono empezó a sonar:
— E n el preciso instante en que me levanté para cogerlo, la
ventana estalló. U n a bala cruzó el salón y se hundió en mi sillón.
A la altura de mi cabeza. En el lugar d o n d e yo había estado sen-
tado unas décimas de segundo antes. Si no hubiera sido p o r el
teléfono, me habría dejado seco.
El mensaje no podía ser más claro. Estes optó por la p r u d e n -
cia y volvió a encerrarse en su silencio. Así pues, el 15 de enero
de 1965, una vez agotados —siempre sin decir esta boca es mía—
todos los recursos previstos por la ley, fue arrestado y c o n d u c i -
do al penal de Leavenworth, situado en un lugar perdido en el
interior de Kansas.
Tres años antes, cuando cabalgaba sobre más de cien millones
de dólares, se creía capaz de comerse el m u n d o . Tras unos pocos
meses de descenso vertiginoso, ocupaba una estrecha celda del

217
bloque D de la zona de alta seguridad de una cárcel construida
para sustituir a la de Alcatraz.
Se había codeado con los Johnson y los Kennedy, y ahora tenía
que entenderse con su compañero de celda, un tal... Vito G e n o -
vese, el padrino de los padrinos.

218
50

ABANDONO

Por m u y sorprendente que pueda parecer, Billie Sol se refiere


a sus años de prisión con una pasmosa ligereza. Desde luego,
no niega el dolor de estar alejado de los suyos ni la dureza del
confinamiento, pero sus recuerdos se centran con naturalidad en
sus largas conversaciones con Vito Genovese. Billie se basa en esas
animadas charlas con u n o de los principales responsables histó-
ricos de la Cosa Nostra para establecer juicios definitivos sobre
los asesinatos de Martin Luther King, R o b e r t Kennedy y Marilyn
Monroe. Quizá tenga razón. Quizá también conozca esos secre-
tos. Pero yo había ido a Tejas para otra cosa y no quería arries-
garme a perder el tiempo siguiendo pistas falsas relativas a asun-
tos tan c o m p l e j o s c o m o el q u e a mí me interesaba. Era una
posibilidad tentadora pero peligrosa. Acaso fue una cobardía por
mi parte, pero preferí ignorar esas «revelaciones» para hacerle vol-
ver a 1963 y a Dealey Plaza.

— E n t r e 1965 y 1968 mis abogados hicieron llover los recur-


sos sobre el Tribunal S u p r e m o , pero no sirvió de nada — n o s
explica.

219
Ya no le quedaba a Estes más que una única posibilidad: diri-
girse al presidente Lyndon B. J o h n s o n para pedirle el indulto.
— D u r a n t e m u c h o tiempo me negué a ello. Luego, un día, me
acordé de una de mis últimas conversaciones con Cliff: según sus
palabras, Lyndon agradecía mi silencio y no dudaría en ayudar-
me cuando llegase el m o m e n t o . Tras varios meses encerrado, me
dije que ya era hora de apelar a sus buenos recuerdos.
A su entender, bastaba con proporcionarle a Johnson un pre-
texto judicial que le forzase a cumplir sus promesas. Así que plan-
teó una solicitud de indulto, acompañándola con cartas de anti-
guos miembros de las comisiones de investigación y de abogados
del Estado en las que se denunciaba lo injusto de su condena.
C o m o era de esperar, la solicitud fue rechazada.
U n a conclusión lógica, según Estes.
—Johnson no podía tomar una decisión c o m o ésa. Era algo
demasiado arriesgado desde un p u n t o de vista político y mediá-
tico. Estoy incluso convencido de que le pidió personalmente a
Ramsey Clark, su fiscal general, que enterrase mi solicitud. Seguro
q u e algún día sus archivos p e r m i t i r á n p r o b a r lo q u e estoy
diciendo.

H o y se muestra m u y tranquilo al evocar la ingratitud de su


mentor, pero en 1965, cuando supo que su solicitud había sido
desestimada, acusó el golpe. P r o f u n d a m e n t e afectado p o r ese
nuevo revés, que tenía tanto de p e r j u r i o c o m o de traición, se
refugió en un alcoholismo que se volvió crónico y del que tar-
daría quince años en salir.
— H a b í a caído de lleno en una t r a m p a — a d m i t e — . Y el
balance no podía ser más amargo: K e n n e d y me había sumido
en la ruina y me había m e t i d o en la cárcel. J o h n s o n me había

220
d e j a d o en la estacada y se había olvidado de mí. Si en aquel
m o m e n t o el D e p a r t a m e n t o de Justicia me hubiera propuesto
un trato, yo no habría dudado en hablar. Para obtener mi liber-
tad pero sobre todo para desquitarme p o r la afrenta de la que
había sido objeto.
—¿Habrías acusado a LBJ?
— S i n n i n g ú n g é n e r o de dudas. Las consecuencias para él
habrían sido desastrosas. Acosado diariamente p o r las protestas y
la situación en Vietnam, Lyndon no habría podido hacer frente
además a una crisis interna. Y m u c h o menos aún asumir su par-
ticipación en el asesinato de J o h n F. Kennedy.

221
51

MALESTAR

Desde hace algunos días, Billie Sol parece haberse apagado.


El entusiasmo de los primeros días ha quedado atrás. Cada día
se vuelve un poco más consciente de las consecuencias de nues-
tra investigación. Sabe que ya nada nos detendrá. Q u e dentro de
poco se verá obligado a revelar los secretos del 22 de noviembre
de 1963.
Y encima, para acentuar las sombras de ese oscuro camino
hacia la verdad, Patsy lleva varios días enferma. Al último testi-
go le crecen los enanos.

222
52

SUICIDIOS

Ahora toca hablar de los muertos.


La leyenda de Estes es apasionante p o r q u e en ella figura un
impresionante elenco de antiguos socios muertos por suicidio o
accidentes. Billie Sol siempre se ha negado a evocar esta serie de
fallecimientos, la mayor parte de ellos acaecidos en el m o m e n -
to más apropiado.
A u n q u e por fin se haya decidido a hacerlo, no se deja llevar
y avanza a paso lento. En Estados Unidos, las normas relativas a
la prescripción no son las mismas que en Francia. T i e n e ganas
de descargar su conciencia, pero no se quiere arriesgar a volver
a dar con sus huesos en la cárcel.

— S i la justicia no se hubiera interesado tanto p o r mi caso,


todo eso no habría o c u r r i d o — d i c e a m o d o de p r e á m b u l o — .
Pero el h e c h o es que el D e p a r t a m e n t o de Justicia quiso saber
demasiado sobre algunos de mis socios de cuyo silencio nadie
podía estar seguro.

223
El 4 de abril de 1962, poco después de que Billie obtuviera
la libertad bajo fianza, un c u e r p o sin vida f u e e n c o n t r a d o en
Clint, un p e q u e ñ o pueblo cerca de El Paso.
— U n granjero encontró el cadáver en un coche. Todo a p u n -
taba a que se trataba de un suicidio, y que la m u e r t e se había
producido por inhalación de m o n ó x i d o de carbono, ya que había
un tubo de goma acoplado al tubo de escape.
La víctima era George Krutilek, un contable que había tra-
bajado en ciertas ocasiones para Billie Sol. U n a vez más, c o m o
en el caso del fallecimiento de H e n r y Marshall, el sheriff del lugar
consideró que se trataba de un suicidio, en contra del criterio de
Frederick Bornstein, un médico forense de El Paso que examinó
el c u e r p o antes de su i n h u m a c i ó n y había llegado a la c o n -
clusión de que la pequeña cantidad de m o n ó x i d o de carbono
emitida por el coche no podía haber sido la causa de la muerte.
El médico había «olvidado» que, el 2 de abril, unos agentes del
FBI le habían apretado las clavijas con la intención de saber cuá-
les eran las amistades políticas de Estes, y que él se había decla-
rado dispuesto a colaborar.
—Si este contable hubiera acudido directamente a los hombres
de Bobby Kennedy, la historia hubiera sido otra: habría podido sal-
varse. Pero al confiar en el FBI, firmó su sentencia de muerte. H o o -
ver estaba demasiado cerca de Lyndon. En cualquier caso, Krutilek
fue la segunda persona muerta a causa de mi relación con LBJ.

El 28 de febrero de 1964, Harold O r r fue encontrado m u e r -


to en su garaje. O t r o caso más de suicidio p o r inhalación de
m o n ó x i d o de carbono.
— D u r a n t e mi proceso, en el que él era u n o de los implica-
dos, había arremetido contra mí para evitar su condena, acusán-

224
Billie Sol Estes (a la derecha) tuvo un sexto sentido para los negocios desde su
más tierna infancia. En su Tejas natal concibió la idea de ponerse a criar
ganado, actividad que le permitió ganar m u c h o dinero. Así fue c o m o
se gestó su imperio agrícola y financiero.
1953. Billie Sol Estes
(sentado a la izquierda)
fue elegido uno
de los diez jóvenes
empresarios americano
con un futuro más
prometedor. En aquella
época, su fortuna rozaba
los cien millones de
dólares. A cambio de su
apoyo financiero,
consiguió el respaldo de
las más altas instancias
del poder político.
1961. Billie Sol Estes
(primero por la
derecha), uno de
los principales
financiadores de las
campañas electorales
del Partido
Demócrata
americano, asistió
a la ceremonia en la
que John Fitzgerald
Kennedy prestó
juramento c o m o
presidente de
Estados Unidos.
Durante la comida
compartió mesa
con los personajes
más poderosos
del momento.
El presidente John F. Kennedy en persona reconoció la aportación política
y financiera de Billie Sol Estes. Una aportación que contribuyó a su
elección, así c o m o a la del vicepresidente Lyndon Johnson.
El titular de Time, revista de referencia en Estados Unidos, lo dice todo.
Encima de una caricatura que representa a Estes con sus depósitos de
abono, origen de la polémica en torno a su persona, el semanario incluye
el siguiente titular: «El escándalo Billie Sol Estes.» Este asunto derivó
en una batalla judicial y política cuyo propósito era acabar con él y con el
vicepresidente Johnson por su implicación en numerosos negocios ilegales.
En 1962, Billie Sol Estes,
a vueltas con la justicia,
tuvo que guardar silencio
para no salpicar a Lyndon
Johnson. Para asegurarse
de ello, Johnson le impuso
a su propio abogado,
John Cofer. Hasta la
elaboración de este libro,
Billie Sol Estes se ha
negado a revelar los
secretos de Johnson.
En aquel m o m e n t o , eso
le costó una condena
Aunque en la actualidad
los guardianes de la
memoria de Johnson
pretenden que éste jamás
conoció a Billie Sol,
abundan los documentos,
c o m o esta fotografía
dedicada, que demuestran
lo contrario.

Esta imagen única


muestra a Cliff Carter
(a la izquierda) conversando
con el vicepresidente
de Estados Unidos. Desde
1948, Carter fue consejero
en la sombra de Johnson.
Estaba al frente de su red
de contactos políticos y
financieros, y j u g ó un papel
determinante en la
preparación del asesinato
de Kennedy. Sus confesiones
a Billie Sol Estes permiten
hoy en día acceder a los
En 1960, después de una lucha
encarnizada por la obtención de la
candidatura del Partido Demócrata
a las elecciones presidenciales,
Lyndon Johnson (izquierda),
se convirtió en el vicepresidente
de JFK. El odio entre estos dos
hombres fue en aumento en los
años siguientes. En 1963, Kennedy
decidió prescindir de Johnson
con vistas a la campaña
de su reelección.
El viaje de Kennedy a Dallas el 22 de noviembre de 1963 se desarrolló
en un clima de mucha tensión. Prueba de ello es la distribución masiva,
el día de su desfile, de panfletos acusándolo de traidor. A los tejanos no les
gustaban sus ideas políticas. Entre sus decisiones más controvertidas
figuraba la supresión de ciertas ventajas fiscales de las que disfrutaban los
productores de petróleo. Un proyecto de ley que les haría perder trescientos
millones de dólares al año. Una vez en la Casa Blanca, después del
asesinato de Kennedy, el tejano Lyndon Johnson desterró
En 1963, H. L. Hunt
era el hombre más rico
del mundo. El origen de
su fortuna fue el petróleo.
Utilizó su poder
e c o n ó m i c o para atacar
desde Dallas al presidente
Kennedy. Fue uno de los
principales aliados
de Lyndon Johnson,
y sus inversiones en la
carrera política de este
último le fueron
generosamente
recompensadas cuando
Johnson se convirtió
en el nuevo presidente.

El 22 de noviembre
de 1963, Lyndon Johnson
prestó juramento y se
convirtió en el trigésimo
sexto presidente de
Estados Unidos,
cumpliendo así su sueño
de toda la vida. A su lado
se encuentra Jackie
Kennedy, aún bajo
los efectos del slwck
producido por el asesinato
de su marido. Entre las
personas que están
a su alrededor destacan
algunos amigos del
segundo hombre que disparó
sobre su predecesor.
En esta portada de Time aparece Clint Murchison, otro de los millonarios
tejanos que rechazaban las decisiones políticas y económicas de John E
Kennedy. Gracias a su influencia, contó con la adhesión de John Edgar
Hoover, el jefe del FBI, que fue la persona encargada de dirigir
la investigación sobre la muerte de JFK.
En 1963, J. Edgar Hoover se acercaba a la edad de la jubilación. Robert Kennedy,
fiscal general, y su hermano John pretendían deshacerse de él. Tras el asesinato
de JFK, el jefe de los policías de Estados Unidos, amigo de los grandes
productores de petróleo tejanos y de Lyndon Johnson,
pasó a ocupar su cargo con carácter vitalicio.
¿Conocía John
Ligget, uno de los
protagonistas
del complot que
condujo a la muerte
de JFK, a Jack Ruby,
el asesino
de Lee Harvey
Oswald? En esta
fotografía inédita
se puede ver a Jack
Ruby (tercero por
la izquierda),
compartiendo mesa
con algunos de sus
amigos. Malcolm
Ligget, hermano
de John Ligget, está
situado a su derecha.
Cuando el fallecimiento de JFK aún no había sido anunciado oficialmente,
Johnson (a la derecha), el nuevo presidente en funciones, abandonó
precipitadamente el hospital de Parkland. Hace cuarenta años que los primeros
datos acerca de las heridas de JFK y los procedentes de su autopsia no
coinciden. Mientras que los médicos de Dallas apoyaron la hipótesis de la
existencia de varios tiradores, la autopsia corroboró la versión oficial: no hubo
más que un tirador. Una posible explicación de esta divergencia
es la implicación de John Ligget, el especialista en reconstrucción facial.
Había que maquillar la verdad.
En 1951, Malcolm Everett Wallace fue acusado del asesinato del amante de la
hermana de Lyndon Johnson. Fue declarado culpable pero, para sorpresa
de propios y extraños, sólo fue condenado a cinco años de prisión. El j u e z
era amigo de LBJ. Las huellas tomadas por la policía siguen jugando hoy
en día un papel esencial en la determinación de la identidad
del segundo tirador que disparó contra JFK.
En 1961, sin que su nombre hubiera trascendido jamás, Mac Wallace ya había
matado por encargo de Johnson. Veintitrés años más tarde, gracias al testimonio
secreto de Billie Sol Estes ante un Gran Jurado, el asunto Henry Marshall quedó
por fin resuelto: su «suicidio» ocultaba en realidad un asesinato. El retrato-robot
del asesino y la fotografía de Mac Wallace también concuerdan. Un asunto
terrible que fue mantenido en secreto durante m u c h o tiempo y que arroja luz
sobre el misterio en torno al caso Kennedy.

La comparación de una huella (izquierda) clasificada c o m o anónima el 22 de


noviembre de 1963 con la de Mac Wallace (derecha) es muy reveladora: hay treinta
y tres puntos coincidentes. En Estados Unidos basta con seis para poder afirmar
que se trata de la misma persona. La huella anónima no se encontró en
cualquier sitio: procede de uno de los cartones colocados sobre la ventana
del quinto piso del Texas School Book Depository, el lugar del que partieron
los disparos contra JFK. Malcolm Everett Wallace, el hombre de Lyndon
Johnson, fue por tanto el segundo tirador.
d o m e de haber falsificado unos d o c u m e n t o s , cosa que no era
cierta. Y no voy a hablar más de este asunto.
Billie Sol no quiere seguir adelante. No obstante, aun temien-
do volver a ser perseguido por la justicia, deja la puerta abierta.
—Si me ofrecen la inmunidad, estoy dispuesto a contarlo todo
y probar mis afirmaciones.

Algunas semanas después de la desaparición de Harold Orr,


cuando se iniciaba el proceso en la segunda instancia, H o w a r d
Pratt, director de la oficina de Chicago de la empresa C o m m e r -
cial Solvents, también apareció muerto. En compañía de su ayu-
dante, yacía dentro de un coche abandonado en m e d i o de un
maizal. Los dos hombres se habrían suicidado igualmente m e -
diante la inhalación de m o n ó x i d o de carbono.
— S i n Johnson, yo nunca hubiera conseguido el contrato de
exclusividad con Commercial Solvents. Pratt se había encarga-
do personalmente de ese asunto. Sabía demasiado y era espe-
cialmente débil — e x p l i c a Estes c o n una sobriedad d e s c o n -
certante.

Otra «coincidencia», la muerte de C o l e m a n Wade, un empre-


sario de Altus, Oklahoma, especializado en obras públicas, cuya
compañía había construido para Billie la mayor parte de sus plan-
tas de almacenamiento y tratamiento de grano. Wade también
había supervisado personalmente la zona de Plainview, una de
las joyas de la corona del emporio de Estes, así como centro n e u -
rálgico de la colisión con Cliff Carter y Lyndon Johnson.
— C u a n d o volvía de Pecos después de h a b e r m e anunciado
que no se dejaría encarcelar por Lyndon y por mí, su avión sufrió

225
— L y n d o n tenía un complejo de inferioridad respecto de las
personas más inteligentes que él. Y Bobby era un tipo brillante.
A Johnson le gustaba que le vieran con él en los pasillos del Sena-
do, y le decía a q u i e n quisiera oírlo que tenían negocios en
c o m ú n . Todos los días, la prensa se hacía eco de declaraciones de
este tipo.
C o m o en el caso de Estes, al ver que los rumores se exten-
dían, J o h n Kennedy empezó a temer que los escándalos en los
que se veía envuelto su vicepresidente acabasen afectándole a él
también. En febrero de 1963, nueve meses antes de su asesinato,
le pidió al Congreso que llevase a cabo una investigación sobre
Bobby Baker. Y, excepcionalmente, les dijo a los encargados de
la misma que no se preocupasen por las consecuencias políticas
que pudiera acarrear.
— H a b l a n d o en plata, había dado su autorización para que
buscasen los fondos secretos de Lyndon. Pero el Congreso no se
atrevió a llegar tan lejos. Tras la m u e r t e de Kennedy, Lyndon
se sirvió de su poder c o m o presidente para p o n e r fin a la inves-
tigación. Baker fue acusado de corrupción y se pasó varios años
en la cárcel.
Sin que él tampoco desvelara jamás la cara oculta del nuevo
presidente de la nación.

228
54

MILITARES

Si el caso Baker inquietó tanto a Lyndon Johnson fue porque


podía acabar sacando a la luz sus excelentes relaciones con la
industria armamentística. Los fabricantes de armas constituían
desde siempre u n o de los pilares financieros esenciales de su
poder. Entre los más influyentes directivos destacaba D. H. Byrd,
un millonario de Dallas que, en n o v i e m b r e de 1963, era nada
más y nada menos que el accionista principal de Ling-Temco-
Vought (LTV) y del Texas School Book D e p o s i t o r y . . . desde el
cual dispararon sobre K e n n e d y
—LTV, un fabricante de misiles, tenía en nómina a un prote-
gido de J o h n s o n q u e j u g ó un papel capital en el asesinato de
Kennedy — n o s suelta Billie Sol sin dar más detalles—. En cuan-
to al Depository, es el lugar del que partieron varios de los dis-
paros que acabaron con la vida de JFK.

Asimismo, General D y n a m i c s y Bell H e l i c o p t e r , otras dos


empresas fabricantes de a r m a m e n t o con base en Tejas, c o n t r i -
buían a las campañas de Johnson.

229
55

DINERO

En o t o ñ o de 1963, el cerco creado por los escándalos se estre-


chaba en t o r n o a Lyndon J o h n s o n . Y, a juzgar p o r lo que dice
Billie Sol Estes, aunque LBJ era consciente de ser la encarnación
de un determinado destino político y de una determinada visión
de América, lo que más le importaba era el dinero.

— Y o diría que Lyndon había pasado tantas estrecheces que


había acabado obsesionándose con el dinero. A nadie le sorpren-
día que fuese millonario. Q u i t a n d o unos años en los que trabajó
como profesor, siempre se dedicó a la política y nadaba en la abun-
dancia. Así que todo ese dinero tenía que venir de algún sitio.
Hay una prueba complementaria de su afición por el dinero
y las cuestiones financieras: su fidelidad a una misma red de c o n -
tactos.
— P o l í t i c a m e n t e , aparte de Cliff, q u e siempre f u e su brazo
derecho, la evolución de Lyndon fue m u y marcada. Sin e m b a r -
go, siempre tuvo los mismos consejeros financieros.

U n o de ellos se llamaba Jesse Kellam.


55
La primera vez que LBJ salió elegido, Kellam le sucedió al
frente del C o m i t é Nacional para la J u v e n t u d . Posteriormente,
cuando LBJ invirtió grandes cantidades en el sector de los medios
de c o m u n i c a c i ó n , Kellam hizo de testaferro de toda la o p e r a -
ción. Así, dirigió K T B C , un c o n j u n t o de emisoras de radio y
televisión reunidas todas ellas en Austin y que cubrían gran parte
del territorio de Tejas. Una plataforma mediática que la familia
Johnson ha traspasado recientemente, sin que su n o m b r e — e v o -
cador— haya evolucionado: KLBJ.

Durante sus años en la Casa Blanca, como mandaban los cáno-


nes, Lyndon le confió la administración de sus bienes a A. W.
M o u r s a n d . En realidad, no era más que una cesión simbólica.
Hacía varios años que Moursand le prestaba su n o m b r e en m u l -
titud de operaciones financieras.
Había dos hombres más que se ocupaban por él de ese tipo
de cuestiones: Edward Clark y Donald Thomas. El 22 de noviem-
bre de 1963, este último se encontraba a b o r d o del Air Force
One, en compañía de Johnson. En cuanto al primero, según Estes,
era el encargado de blanquear el dinero de toda la red. Una parte
del cual sirvió, siempre según Estes, para pagar a los asesinos del
presidente.

233
T E R C E R A PARTE

Autopsia de un complot
56

CITAS

El último testigo está destrozado. Estamos a 14 de febrero de


2001 y Patsy, su mujer, acaba de morir.
Su bronquitis se convirtió en una neumonía. Y la n e u m o n í a
no le ha dado una sola oportunidad.
Durante todo el camino, de la gloria a la prisión, Patsy estuvo
al lado de su marido.
A consecuencia de su enfermedad, vimos c ó m o ese campeón
de la frialdad, ese h o m b r e con un pasado tan inquietante y de
una innegable dureza, se venía abajo. Día tras día, la enfermedad
consumía a la m u j e r y debilitaba al marido.
Ahora sí, lo siento, lo veo. Billie Sol está perdido. Sus manos
se agarran al vacío, sus ojos no quieren creer lo que ven.
* Mientras tanto, yo pienso en mi historia.

Hay que ver más allá de la máscara. D e j a r el romanticismo


para los actores.
El m í o es un oficio egoísta. No c o m o lo entienden algunos,
sino porque la información es lo primero. Si el relato es fuerte,

237
no hay que dejarlo escapar. Pertenezco al gremio de los parte-
ros. Y para dar la vida, hace falta reírse de la muerte.
Ni se nos pasa por la cabeza interrumpir nuestra estancia. Billie
Sol aún tardará un tiempo pero ya está en el saco. Sólo hay que
esperar un poco.

La ceremonia fue casi alegre. U n o tras otro, los familiares y


amigos de Patsy fueron pasando por la tribuna para evocar a la
difunta. La verdad es que aquí no hay apenas diferencia entre las
palabras que se pronuncian en una disertación académica, en un
discurso político o en un h o m e n a j e . T o d o c o m i e n z a con una
nota de h u m o r y termina en llanto.

En cuanto a Sol, a él ya se le han acabado las lágrimas. T i e n e


los ojos completamente hinchados. El sufrimiento ha anidado en
él. No puede avanzar, le puede la desidia.
Se acerca a nosotros, con los brazos por delante. C u a n d o me
abraza, me h u n d o bajo el peso de su dolor. Se agarra de mi brazo,
c o m o única manera de retener la vida.
Billie quiere hablar, pero de su garganta no sale el menor soni-
do. Toma aire c o m o si sus pulmones fuesen a reventar. Se nota el
intenso esfuerzo que está haciendo en lo ronca que tiene la voz.
— O s espero mañana por la m a ñ a n a . . .
Yo me olvido por un m o m e n t o de mis reflejos de periodista
y protesto. A ú n es demasiado pronto, no hay prisa.
Entonces Estes me coge la mano, la aprieta con fuerza y fija
sus pupilas en las mías.
— H a llegado la hora.

238
54

IMPULSO

Billie nos espera c ó m o d a m e n t e instalado en su sofá. Ha d o r -


mido poco. El cuello de su camisa está todo arrugado y tiene la
chaqueta llena de manchas.
Por el m o m e n t o , sigue ausente. Sol está haciendo balance en
su cabeza, está ordenando sus recuerdos.
T o m se ha colocado frente a él. Por mi parte, yo p o n g o en
marcha la cámara.
Reina un silencio tranquilizador. H e m o s cubierto un trecho
y ahora acometemos otro que nos da más miedo.

Billie se está buscando a sí m i s m o mientras j u e g a c o n una


patilla de sus gafas.
¿Acaso se pregunta qué es lo que esperamos de él?
¿Se propone, c o m o yo, darle un sentido a todo esto?
¿O trata de acordarse de los motivos que llevaron a un fran-
cés hasta su salón para interrogarle, y de los que le llevaron a él
a recibirlo?

239
Bebe un vaso tras otro, se vuelve a servir, fija su mirada en la
cámara y deja escapar un silbido glacial:
— ¿ Q u é tal si v o l v e m o s a hablar de la m u e r t e de H e n r y
Marshall?
El último testigo ha tomado impulso. Ya nada lo va a detener.

240
54

HOMICIDIO

El caso Marshall era la clave. Era necesario desvelar los miste-


rios del 3 de j u n i o de 1961 para p o d e r c o n o c e r los del 22 de
noviembre de 1963. Detrás del suicidio del funcionario del Depar-
tamento de Agricultura estaban los asesinos del presidente.
— N o he olvidado nada. ¿ C ó m o lo podría haber hecho? Por
primera vez, me puse a la altura de Dios y me creí con el poder
de quitar la vida.

C o m o todos los sábados por la mañana, H e n r y Marshall salió


de su imponente mansión en el barrio residencial de Bryan. Los
1.500 acres de su rancho de Franklin eran el mejor antídoto para
las preocupaciones que le asaltaban, así que decidió ir allí para
ordenar sus ideas. Desde hacía algunos meses, el expediente c o n -
tra Billie Sol Estes emponzoñaba su vida cotidiana.
— H a b í a venido con su hijo Donald, pero éste no fue hasta el
rancho, prefirió pasar la m a ñ a n a c o n el c u ñ a d o de Marshall,
L. M. Owens, un empleado de la planta de embotellamiento de
Seven-Up de Cliff Carter — m u r m u r a Estes.

241
A las 7 de la mañana, Marshall dejó a su hijo en casa de su
tío, prometiendo estar de vuelta hacia las 4 de la tarde, después
de hacer un alto en H e a r n e , d o n d e tenía que ocuparse de un
asunto de ganado.
—Marshall pasó la mano por los cabellos de Donald, se m o n t ó
en su ranchera y dio un bocinazo. El chaval vio pasar a su padre,
sin imaginar por un solo instante que ésa sería la última vez que
lo vería con vida.
A las 5 de la tarde, la señora Marshall, deseosa de saber cuán-
do volverían a Bryan su hijo y su marido, llamó p o r teléfono a
Owens. Desde las 7 de la mañana, le explicó él, no había vuelto
a tener noticias de Henry. Sorprendida e inquieta, la esposa de
Marshall suplicó a su h e r m a n o que fuera al rancho, que c o n o -
cía c o m o la palma de su m a n o al haber trabajado en él con fre-
cuencia, para ver si todo estaba en orden.
— L a p r o p i e d a d tenía dos entradas — p u n t u a l i z a Estes—.
O w e n s entró p o r la principal y se m e t i ó c o n el c o c h e p o r el
camino que conduce a la granja. Al no ver a nadie, se dio media
vuelta pensando que se habrían cruzado sin darse cuenta.

Pasó algún tiempo. Seguían sin noticias de él. H e n r y Marshall


no aparecía por ninguna parte. De manera que Owens, en c o m -
pañía de un vecino, volvió al rancho, escogiendo esta vez la otra
entrada.
— V i e r o n unas huellas de n e u m á t i c o s . Las siguieron hasta
toparse con la ranchera de Henry.
El cuerpo sin vida de Marshall yacía tendido sobre la hierba.

242
C u a n d o el sheriff H o w a r d Stegall llegó al lugar de los hechos
ya estaba anocheciendo. C o n ayuda de una linterna de bolsillo,
inspeccionó rápidamente la ranchera y examinó el cuerpo de la
víctima.
—Marshall se encontraba a algunos metros de su coche, con
su rifle tirado a su lado. Su posición parecía indicar que se había
sentado en el suelo antes de caer sobre su lado izquierdo.
Stegall apreció una herida en la cabeza y cuatro impactos de
bala sobre el pecho y el abdomen. Curiosamente, la camisa del
muerto apenas se había manchado de sangre. Su cartera, sus gafas
y una navaja de afeitar estaban alineadas sobre el asiento del coche.
Había rastros de sangre p o r la puerta y el parachoques trasero.
El sheriff también observó que la víctima probablemente había
respirado el m o n ó x i d o de carbono emitido p o r el tubo de esca-
pe de su ranchera. En c u a n t o a la cara de Marshall, tenía una
herida que recordaba la marca de un golpe asestado con un obje-
to contundente.
Después de echarle un último vistazo al cadáver, Howard Ste-
gall concluyó sin vacilar que se había tratado de un suicidio.

— E l sheriff era omnipotente —explica Estes—. Si él decía que


era un suicidio, era un suicidio. N a d i e tenía la autoridad sufi-
ciente para discutir su decisión. Él era la ley.

U n a vez resuelto el caso, Stegall dio la orden de embalsamar el


cadáver y de prepararlo para el entierro. A nadie se le ocurrió pedir
una autopsia. Por su parte, Owens recuperó el Chevy de su cuña-
do y en cuanto amaneció se aplicó a lavar y sacar brillo al coche,

243
borrando de esta manera todas y cada una de las huellas digitales.
Finalmente, como a su parecer no había lugar para abrir una inves-
tigación, Stegall se marchó sin realizar atestado ninguno ni tomar
fotografías, acabando con la posibilidad de que una eventual inves-
tigación posterior pudiera apoyarse sobre indicios concretos.

— P o r la noche, Manley Jones, el director de la funeraria, fue


a casa del j u e z Lee Farmer — n o s cuenta Billie Sol—. Después
de examinar el cadáver, el empresario de pompas fúnebres no
podía creer que fuese un suicidio. En su opinión, las múltiples
heridas del funcionario del Departamento de Agricultura demos-
traban claramente que se trataba de un homicidio. Pero su ges-
tión no c o n d u j o a nada. La suerte de Marshall se había decidi-
do m u c h o antes.
C o m o estaba previsto, el magistrado aprobó la decisión de
Stegall y trasladó la fórmula «muerte causada por heridas autoin-
fligidas con arma de fuego» al certificado de defunción de H e n r y
Marshall.

En Franklin como en el resto de Tejas, el control del sheriff cons-


tituye una etapa esencial en la elaboración de una red de influen-
cias en el terreno político. Tener a la ley y a la policía de tu parte
es un seguro contra todos los avatares de la vida y el mejor medio
para vivir con cierta calma. La extensa red de influencias tejida por
Cliff Carter para impulsar la carrera política de Lyndon Johnson
también se apoyaba sobre ese tipo de poder local.
—Los sheriffs son designados por votación popular. Ahora bien,
hoy c o m o ayer, una campaña electoral, tanto la del presidente de

244
Estados U n i d o s c o m o la de un sheriff de Franklin, es algo m u y
caro. Por medio de cierta financiación a la antigua usanza se con-
siguen aliados fiables. Es fidelidad a cambio de dólares.

Así pues, a pesar de lo incoherente de dicha conclusión, según


las autoridades locales H e n r y Marshall se había suicidado.
En concreto, eso significaba que él había introducido un car-
tucho en la cámara de su rifle, lo había armado y lo había dis-
parado contra sí mismo. Luego, pese al dolor, el impacto de la
detonación y la sangre que no paraba de correr, había tenido
la presencia de ánimo de expulsar la bala y volver a empezar. Así
hasta cuatro veces.
Eso significaba también que Marshall se había dado un vio-
lento golpe en la frente con un objeto... que nadie había podido
encontrar.
Y por si fuera poco, c o m o detalla el informe del FBI, «había
tenido la presencia de ánimo de remeterse la camisa por dentro
del pantalón después de haberla utilizado para asfixiarse con el
gas que salía del tubo de escape del coche».

— L o más sorprendente de todo — a ñ a d e Estes— es que los


Rangers de Tejas no aceptaron la versión oficial. Y se encargaron
de hacerlo saber.
Así, el coronel H o m e r Garrison, gran j e f e de la legendaria
policía tejana, hizo circular p o r las redacciones de prensa y en
los medios judicial y político un i n f o r m e firmado p o r el capi-
tán Clint Peoples rebatiendo sus conclusiones. Peoples, que había
iniciado su carrera participando en la emboscada a B o n n i e y

245
Clyde, se había q u e d a d o pasmado ante las incoherencias del
informe policial, de manera que se t o m ó m u y en serio la inves-
tigación del caso. Tanto que, sin saberlo, iba a estar dándole vuel-
tas durante más de veinte años hasta dar con las huellas de los
asesinos de JFK.
— P r e c i s o y detallado, el i n f o r m e llegaba a una conclusión
bien distinta: homicidio, y criticaba con dureza el c o m p o r t a -
m i e n t o del sheriff Stegall. Peoples daba a entender incluso que
alguna influencia externa había condicionado el resultado de la
investigación preliminar.
Destrozada por este segundo informe, que corroboraba su ínti-
ma convicción según la cual Marshall no podía haberse suicida-
do, la familia de la víctima lo utilizó para solicitar la reapertura
del caso. Y obtuvo, en 1962, 1a celebración de un juicio ante un
Gran Jurado.

246
59

MANIOBRAS

El Gran Jurado de 1962, instancia encargada de examinar los


elementos nuevos invocados por la familia de Marshall para rea-
brir la investigación, habría tenido que realizar sus actividades en
la discreción del juzgado de Franklin. El suicidio o el asesinato
de un funcionario regional del Departamento de Agricultura no
interesaba a nadie más que a su familia. Sin embargo, alguien
desde Washington decidió lo contrario.

— T o d o estalló p o r culpa del s e c r e t a r i o d e A g r i c u l t u r a ,


Orville Freeman, que organizó una conferencia de prensa en
Washington y soltó, para sorpresa de todos pero sobre todo para
la mía, que en el m o m e n t o de su m u e r t e Marshall era el prota-
gonista principal de la investigación que el D e p a r t a m e n t o de
Agricultura había abierto contra mí.
Billie Sol Estes, sus dólares, sus conexiones políticas, el extra-
ño suicidio de un agente del G o b i e r n o . . . no hizo falta más para
que el Gran Jurado de Franklin se convirtiese en una prioridad
para los medios de c o m u n i c a c i ó n nacionales. Mientras que lo

247
habitual era que las sesiones de este órgano se produjesen sin
despertar la m e n o r atención, esta vez acudió un e n j a m b r e de
periodistas. Bajo la mirada del millar de habitantes del villorrio
tejano, la prensa desembarcó con gran aparato.
— N o me lo esperaba en absoluto, pero recibí una convoca-
toria para ir a declarar. Yo sabía, para mí era una certeza —-y lo
sigue siendo hoy en día—, que Bobby Kennedy estaba detrás de
las acusaciones vertidas por Freeman.
En la misma época, varias filtraciones provenientes de la Casa
Blanca confirmaron que el propio JFK tenía un vivo interés en
el caso de la misteriosa desaparición de H e n r y Marshall. C u a n -
do, unos días más tarde, el j u e z Barron, encargado de m o d e r a r
los debates, hizo pública la lista de los miembros del jurado, se
vio m u y claro que el sheriff Stegall no tenía la m e n o r intención
de dejarse contradecir.
— D u r a n t e la selección — c u e n t a Billie Sol—, Stegall y sus
hombres ejercieron presión con discreción pero con eficacia sobre
ciertos ciudadanos de Franklin para que rechazasen su n o m b r a -
miento, de manera que el j u e z dispusiese de una lista limitada de
posibles miembros del jurado. Stegall se las arregló también para
imponer la presencia de Pryse Metcalfe Jr., su propio yerno. A u n -
que de cara a la galería el primer miembro del j u r a d o era G e o r -
ge Matthews, todo el m u n d o sabía que en realidad los debates
eran dirigidos y controlados por Metcalfe.

Impresionado por las conclusiones de un forense que le prac-


ticó una autopsia al c u e r p o e x h u m a d o de Marshall, y q u e res-
paldaban la tesis del asesinato, el j u e z Barron solicitó la colabo-
ración del D e p a r t a m e n t o de Agricultura con el fin de tener un
conocimiento más preciso de todo el contexto.Y exigió que se

248
le entregara un i n f o r m e secreto de ciento setenta y cinco pági-
nas, con fecha de 27 de o c t u b r e de 1961, q u e tenía un título
m u y sobrio: «Billie Sol Estes, Pecos, Tejas».
— E n t o n c e s f u e c u a n d o B a r e f o o t Sanders e n t r ó e n escena
maniobrando con habilidad. Fiscal de distrito para el N o r t e de
Tejas, pero sobre todo protegido de Lyndon, hizo de i n t e r m e -
diario entre el poder central y el j u e z Barron. Hábilmente, j u -
gando con ciertas consideraciones jurídicas referentes a la c o n -
fidencialidad, i m p u s o al magistrado una ley de silencio total,
p r o h i b i é n d o l e q u e desvelara la m e n o r i n f o r m a c i ó n sobre el
d o c u m e n t o a los miembros del j u r a d o sin su autorización escri-
ta. En fin, una treta que le permitía paralizarlo todo.
De este modo, el informe del Departamento de Agricultura ya
nunca se le presentó al Gran Jurado. ¿Por qué? Nosotros nos lo
encontramos en el curso de nuestra investigación, y la sorpresa
consistió en que no apreciamos ninguna revelación interesante. En
cualquier caso, este d o c u m e n t o ofrece un retrato exacto de la red
de contactos de Estes. Entre los nombres que menciona, figu-
ran los de altos funcionarios en ejercicio, tanto en Tejas c o m o en
Washington, que no ocultan sus relaciones con Lyndon Johnson.
—Éste es un detalle a tener en cuenta: una vez que se hizo
con la presidencia, Lyndon le ofreció el prestigioso puesto de
juez federal de Dallas a su amigo Barefoot Sanders.

Aunque el Gran Jurado quedó virtualmente paralizado a c o n -


secuencia de los constantes aplazamientos, hubo algunos m o m e n -
tos m u y intensos. C o m o p o r ejemplo el testimonio de N o l a n
Griffin.
Este empleado de una estación de servicio del c o n d a d o de
Robertson contó que el sábado 3 de junio por la mañana le indi-

249
có a un conductor la dirección del rancho de Marshall. Y tam-
bién dijo haber visto a la misma persona pararse otra vez al día
siguiente para contarle que le había indicado mal, pero que de
todos m o d o s había podido encontrar a la persona que buscaba.
M u y preciso en su descripción, el testimonio de N o l a n p e r m i -
tió establecer un retrato-robot del desconocido, con el que sin
embargo nunca se p u d o dar.

Mientras en el condado de R o b e r t s o n se trataba ue llegar a


la verdad, en Washington cundía el nerviosismo. Cada día, bajo
la dirección de Bobby Kennedy, la gente de J F K inundaba los
medios de comunicación con informaciones confidenciales rela-
tivas al desarrollo de los debates y al progreso de las diversas inves-
tigaciones abiertas contra Billie Sol Estes.
Tal y c o m o nos lo confirmaron algunos miembros de su fami-
lia, el j u e z Barron llegó a recibir varias llamadas al día del fiscal
general mientras duró el proceso. R o b e r t Kennedy quería obte-
ner un informe lo más completo posible sobre el desarrollo del
procedimiento y hacía una y otra vez preguntas sobre la d i m e n -
sión política de todo el asunto. R F K aprovechaba para animar
cada día al j u e z a buscar la verdad.
— C u a n d o se acercó el fin del Gran Jurado y se hizo eviden-
te que, gracias a su red de influencias, Lyndon estaba consiguiendo
reparar las grietas y ahogar el escándalo, JFK en persona se puso
en contacto con el j u e z Barron para hacerle llegar su apoyo per-
sonal, animándole a no dejar escapar la verdad, p o r m u y fuerte
que fuera. También sé que J F K y Bobby llamaron al j u e z la vís-
pera de mi declaración.
Los h e r m a n o s K e n n e d y ejercieron de igual manera presión
sobre J. Edgar Hoover, sin saber que el director del FBI hacía

250
tiempo que había tomado partido. Hay otra prueba más que surge
de una extraña paradoja. En respuesta a la petición de su supe-
rior jerárquico, Hoover se vio obligado a enviar setenta y cinco
agentes encargados de investigar a Estes, una parte de los cuales
se quedaron en Pecos durante varios meses, alojándose sin saber-
lo —es una anécdota— en un hotel que pertenecía a su «objeti-
vo». Sin embargo, aunque los archivos del FBI son faraónicos y
aunque Hoover, como buen fanático de los informes, había trans-
f o r m a d o a sus hombres en celosos servidores de la administra-
ción, pariendo memoria tras memoria y acumulando una suma
colosal de detalles sin interés, no existe rastro alguno de las inves-
tigaciones relativas a Billie Sol Estes. C o m o si Hoover, preocu-
pado por la suerte de su aliado político, hubiera decidido lavar él
mismo sus propios trapos sucios.
— U n a de las estrategias utilizadas por Lyndon Johnson para
eludir su responsabilidad fue insistir en mis relaciones supuesta-
mente privilegiadas con R a l p h Yarborough, su principal adver-
sario —prosigue Estes—. C o m o si Cliff y Lyndon lo tuvieran
todo preparado desde hacía años, se las arreglaron para sacar par-
tido de lo que yo había construido por orden suya, soltando al
mismo tiempo una cortina de h u m o que ocultara una vez más
sus fechorías.
LBJ no se m a n t u v o al margen. Mientras, entre bambalinas,
sus contactos trabajaban a pleno rendimiento para impedir que
el incendio se propagase, él t o m ó la iniciativa llamando por telé-
fono al j u e z Barron. El magistrado revelaría posteriormente que
el vicepresidente se había implicado «en los trabajos del Gran
Jurado» y había mostrado «un gran interés p o r nuestros progre-
sos». T a m b i é n dijo, entre otras cosas: «Cliff Carter, la persona
encargada del caso, me telefoneó dos o tres veces. No paraba de
decir que J o h n s o n quería que la verdad saliese a la luz, que la
investigación condujese a alguna conclusión. En realidad, lo que

251
estaba haciendo era colocar a J o h n s o n en una posición benefi-
ciosa.»
Estes confirma esto último al añadir:
— U n a vez que obtuvo de boca del propio j u e z un informe
c o m p l e t o y confidencial sobre los progresos del Gran Jurado,
Cliff me llamó para p o n e r m e al corriente. Por eso llamó a Barron
la víspera de mi declaración.

Pero Tom y yo queríamos estar completamente seguros. N e c e -


sitábamos un tercer testigo capaz de corroborar la intervención
directa del vicepresidente en este proceso tan señalado.
Will Wilson, antiguo fiscal general del Estado de Tejas, hoy
en día retirado en Austin, esperó hasta abril del año 2000 para
decir lo que sabía. Sus servicios habían tenido vigilados a Billie
Sol y a sus amigos políticos d u r a n t e unos dos años sin p o d e r
incluir a Johnson en la lista de sospechosos. Llevado por su inte-
rés en la zona de almacenamiento de grano de Plainville, había
recogido abundantes testimonios que c o m p r o m e t í a n directa-
m e n t e a LBJ. Y, en su opinión, el caso de H e n r y Marshall era
aún más representativo, y p o r tanto, potencialmente explosivo.
Primero, p o r q u e ya no se trataba de una operación de c o r r u p -
ción sino de un asesinato. Y además, p o r q u e los recuerdos de
Wilson demuestran la implicación personal del vicepresidente
de Estados Unidos.
Tras treinta y ocho años de silencio, Will Wilson desveló final-
m e n t e lo que había m a n t e n i d o en secreto tanto tiempo: había
sido objeto de presiones directas por parte de LBJ. Wilson se reu-
nió con Johnson, el cual, tocando la fibra sensible de su antigua
amistad y p r o m e t i e n d o un f u t u r o mejor, le pidió que suspen-
diese su investigación sobre la implicación de Billie Sol Estes.

252
Y su conclusión no dejó lugar a dudas: «Lyndon temía que se
descubriera quién había enviado al asesino de H e n r y Marshall.»

El 18 de j u n i o de 1962, después de que Billie Sol Estes se des-


dijera de su anterior declaración, c o m o le habían aconsejado
encarecidamente, amparándose en su derecho a guardar silencio,
decepcionando a los periodistas pero colmando de satisfacción
a sus asesores, entre los cuales se contaba J o h n Cofer, el aboga-
do de Lyndon J o h n s o n , el Gran J u r a d o emitió su tan ansiado
fallo. Para sorpresa de propios y extraños, declaró que las p r u e -
bas presentadas no bastaban para adoptar una postura clara y defi-
nitiva y que p o r tanto le era imposible modificar el veredicto
oficial con respecto a la causa del fallecimiento.
De esta manera, H e n r y Marshall moría por segunda vez.

253
60

SOLUCIÓN

Afuera se alargan las sombras. La luz tejana está hecha de


relámpagos color de rosa.
Billie Sol ya no presta atención a nuestras preguntas. Habla
c o m o para exorcizar el mal. Su relato es ágil y fluido. Son pocas
las ocasiones en que vacila.
— H e n r y Marshall llevaba en realidad bastante tiempo some-
tido a la influencia de Cliff Carter —revela Estes—. No estoy
en condiciones de asegurar que recibiera dinero de él, pero sí sé
que los dos jugaban al p ó q u e r en partidas en las que cambiaban
de m a n o enormes cantidades de billetes verdes. El problema es
que en Tejas esa clase de aficiones pueden costar muy caras. Y no
hay que olvidarse de otro detalle: el hecho de que L. M. O w e n s
era un empleado de Cliff. Durante la Segunda Guerra Mundial,
O w e n s fue herido en la cabeza, lo que le había dejado algunas
secuelas. Había incluso gente que decía que, a consecuencia de
ello, su m e n t e había quedado trastornada. Un desequilibrio que
no molestó a Carter, puesto que le ofreció un trabajo poco exi-
gente cuando todo el m u n d o le cerraba sus puertas. En el marco
de la estructura que Cliff había levantado para garantizar la finan-
ciación de Lyndon B. Johnson, Marshall nos asistía explicándo-

254
nos c ó m o hacernos con las subvenciones programadas p o r el
gobierno. En la medida en que su criterio era respetado y apre-
ciado por los miembros de los organismos oficiales téjanos que
trabajaban para el D e p a r t a m e n t o de Agricultura, su influencia
era para nosotros de gran ayuda y le convertía en u n o de nues-
tros contactos más provechosos.
— ¿ C ó m o lograron acorralarle?
— D e s d e principios de los años cincuenta, Cliff había dado
con las palabras y los a r g u m e n t o s indicados para convencer a
H e n r y de colaborar en la promoción de mis intereses, así c o m o
de los otros granjeros que se beneficiaban de las ayudas guber-
namentales. Pero p o c o a poco, con los cambios en la o r i e n t a -
ción, su colaboración en los planes de Cliff se le fue haciendo
moralmente insoportable. Las nuevas leyes sobre los permisos de
cultivo de algodón y su transferencia fueron la gota que colmó
el vaso. Por primera vez, Marshall se encontró frente a un texto
legislativo que se oponía frontalmente a los requerimientos de
Carter. Negándose a seguir sorteando la ley, el veterano f u n c i o -
nario del D e p a r t a m e n t o de Agricultura anunció que las cosas
habían cambiado.
—¿Y qué ocurrió?
—A principios de septiembre de 1960, Cliff me llamó p o r
t e l é f o n o visiblemente p r e o c u p a d o . Se había e n t e r a d o de q u e
H e n r y Marshall acababa de enviar un i n f o r m e a sus superiores
jerárquicos en el que se refería a las compras abusivas de parce-
las de algodón por parte de diversos agricultores de Tejas y del
Estado de N u e v o Méjico. Mi n o m b r e no figuraba en el d o c u -
m e n t o pero los ejemplos citados eran lo bastante n u m e r o s o s
como para comprender que, a partir de ese momento, mi manera
de hacer negocios iba a ser seguida de cerca p o r Washington.

255
El 20 de enero de 1961, Billie Sol Estes se e n c o n t r a b a en
Washington para asistir a la c e r e m o n i a de investidura de J o h n
Kennedy. C o m o ya sabemos, tras la c e r e m o n i a oficial a c u d i ó
a la suntuosa mansión de Lyndon Johnson, situada en el mismo
v e c i n d a r i o q u e la de J. E d g a r H o o v e r , para p a r t i c i p a r en el
cóctel organizado p o r el vicepresidente c o n el fin de mostrar
su a g r a d e c i m i e n t o a sus generosos donantes téjanos. Pero su
presencia allí se debía p r i n c i p a l m e n t e a la i n t e n c i ó n de Cliff
C a r t e r de hablar del caso M a r s h a l l c o n el n u e v o v i c e p r e -
sidente.
— A l final de la velada nos r e u n i m o s en u n o de los salo-
nes de la casa. Yo expuse mis t e m o r e s en t o d o lo referente a
Marshall. Cliff los c o n f i r m ó u n o por uno, ya que estaba en per-
m a n e n t e c o n t a c t o c o n él. La situación e m p e z a b a a p o n e r s e
realmente difícil para L y n d o n : H e n r y Marshall era, lo repito,
la única persona del D e p a r t a m e n t o de Agricultura que c o n o -
cía su implicación y su interés en el c o n j u n t o de los p r o g r a -
mas de subvenciones. Gracias a sus relaciones con Carter, a su
posición privilegiada y al papel que había d e s e m p e ñ a d o desde
el p r i n c i p i o , estaba en c o n d i c i o n e s de p r o b a r las relaciones
entre L y n d o n , Cliff y yo. Y no olvidemos q u e en esta o p e r a -
ción estaban implicados decenas de granjeros que se b e n e f i -
ciaban del sistema construido p o r Cliff y entregaban una parte
de sus beneficios a esa empresa llamada L y n d o n B. J o h n s o n .
No cabía duda, estábamos c o n el agua al cuello. Teníamos q u e
actuar.
En esa reunión tan trascendental se barajaron varias solucio-
nes. Se impuso la más simple: matar a ese f u n c i o n a r i o que los
escrúpulos habían echado a perder.
—Lyndon declaró que le buscaría un ascenso y que Cliff lo sus-
tituiría por alguien más fácil de controlar — n o s explica Estes—.
Luego nos separamos con este acuerdo, convencidos de que todo

256
el m u n d o tiene un precio y de que nosotros habíamos fijado el
de H e n r y Marshall.

Craso error. Durante la estancia de Estes en Washington, Mars-


hall dio inicio a su proyecto de demolición volviendo sobre las
decisiones que había t o m a d o hasta entonces. Ya no estaba dis-
puesto a dar su aprobación a más transferencias de permisos de
cultivo.
— P e o r aún. C o m o si eso no fuese suficiente, también recha-
zó la oferta de promoción que recibió. No podía imaginar que,
al cerrarse la salida que le ofrecían Lyndon y ClifF, acababa de
firmar su sentencia de muerte.
Sobre todo teniendo en cuenta que, desde hacía algunas sema-
nas, R o b e n Kennedy en persona había empezado a interesarse
por la red de contactos políticos de Billie Sol. Su h e r m a n o y él
comprendieron la oportunidad que se presentaba ante ellos: si
lograban convencer a Marshall para que hablase, J o h n s o n q u e -
daría por fin a su merced.
— C o m o el barco empezaba a hacer agua p o r todas partes,
Lyndon le pidió a Cliff que diera una solución «definitiva» al
caso Marshall.

257
61

SEGUNDA OPORTUNIDAD

Haría falta que se encontrasen un antiguo millonario y un


tozudo R a n g e r de Tejas para que H e n r y Marshall pudiera por
fin descansar en paz.
Cuando, en 1979, Billie Sol fue condenado por crear empre-
sas sin estar autorizado para su gestión, se volvió a encontrar cara
a cara con Clint Peoples. El antiguo capitán de los Rangers, autor
del informe que sacaba a la luz las influencias exteriores que con-
dicionaron la investigación del sheriff Stegall, no había olvidado
nada. N o m b r a d o US Marshall por el presidente J i m m y Carter,
Peoples no había dejado de pensar e investigar sobre este asunto.
Aprovechando el traslado de Billie Sol desde el tribunal a su nueva
cárcel, consiguió arrancarle una promesa: una vez libre, Estes per-
mitiría a la viuda de Marshall conocer una parte de la verdad.

— E n 1983, año de mi liberación tras cuatro años de encie-


rro, cuando aún estaba reencontrándome con los míos, Clint me
telefoneó y r e t o m ó la conversación en el mismo p u n t o d o n d e
la habíamos d e j a d o antes de mi d e t e n c i ó n : «Billie Sol — m e

258
d i j o — , ya es hora de que les expliquemos algunas cosas a los
Marshall. J o h n Paschall, el fiscal del distrito, está listo para c o n -
vocar un nuevo Gran Jurado. También está dispuesto a c o n c e -
derte una inmunidad total si hablas.»
C o m o había pasado un tiempo, c o m o el bienestar de una
familia estaba en juego, c o m o Peoples, en el fondo, se parecía a
él, Estes se dijo que había llegado el m o m e n t o de decir la ver-
dad. O p o r lo m e n o s una parte de la verdad. De manera que
aceptó ir a declarar.
Pero impuso sus condiciones.
Para empezar, pidió y obtuvo la garantía de que sus declara-
ciones no le harían acreedor de más investigaciones. Además,
decidió por adelantado cuál iba a ser el objeto de sus revelacio-
nes: demostraría que H e n r y Marshall había sido asesinado pero
no iría más allá. Y por último, si había aceptado ir a declarar había
sido porque el propio marco del Gran Jurado era la mejor garan-
tía de confidencialidad. Recurso habitual de los arrepentidos per-
tenecientes al crimen organizado, un Gran Jurado tiene siempre
lugar, efectivamente, a puerta cerrada. Las deliberaciones se rea-
lizan bajo j u r a m e n t o y son secretas, pero es que además lo son
ad vitam aeternam, dado que no prescriben y no hay reapertura
de archivos. Lo que se dice detrás de las puertas herméticas de
la sala de audiencias no trasciende jamás al exterior.

Por su parte, el fiscal de distrito de Franklin se había prepa-


rado para no verse desbordado por un asunto que sabía explo-
sivo. Además del testimonio capital de Billie Sol Estes, le pidió a
Clint Peoples que presentara las pruebas contenidas en el volu-
m i n o s o e x p e d i e n t e q u e siempre llevaba en el maletero de su
coche. Igualmente, convocó al forense que había practicado la

259
autopsia al cadáver e x h u m a d o de Marshall y, por último, exigió
la presencia de Nolan Griflin, el antiguo empleado de gasoline-
ra que, el 3 de junio de 1961, le indicó a un desconocido el cami-
no que conducía a la propiedad de Marshall.
El 20 de marzo de 1984, fecha de la apertura de los debates
del Gran Jurado, Paschall le tenía reservada otra sorpresa a Billie
Sol. Si sus declaraciones no encajaban con los resultados de la
investigación de Peoples y con los otros testimonios, lo acusaría
de perjurio. Lo cual implicaba una pena de cinco años de pri-
sión. Estes se vio atrapado en su p r o p i o j u e g o : no sólo iba a
hablar, sino que, además, no iba a mentir.

—Estuve cuatro horas y media delante del Gran Jurado de


Franklin — n o s c u e n t a — . Por su parte, Clint Peoples presentó
las conclusiones de veintidós años de investigación, esforzándo-
se por ceñirse al caso de la m u e r t e de H e n r y Marshall. Durante
todos esos años, había acumulado tal cantidad de elementos c o n -
tra Cliff Carter y Lyndon Johnson que habría podido repasar la
Historia de Estados Unidos en apenas unas horas. En cuanto a
Nolan Griffin, el empleado de la gasolinera, identificó con ayuda
de una fotografía al h o m b r e que le preguntó por el rancho de
H e n r y Marshall pocas horas antes del asesinato.

Estos tres testimonios clave dieron lugar a especulaciones de


todo tipo por parte de los medios de comunicación. La prensa,
ya citando fuentes anónimas, ya haciéndose eco de filtraciones
procedentes de las más altas instancias, intentó imaginarse el c o n -
tenido de los debates. Y se equivocó de medio a medio.

260
— C u a n d o leí en los periódicos los resúmenes de lo que se
suponía que habían sido mis declaraciones me quedé estupefacto
— r e c u e r d a Estes d i v e r t i d o — . La c o m p a r a c i ó n era de lo más
ilustrativa, porque todos se quedaban cortos.

En realidad, el único d o c u m e n t o oficial y por tanto fiable que


se hizo público fue la nota de prensa redactada por John Paschall:
«La opinión del Gran Jurado anterior en cuanto a las causas
de la muerte de H e n r y Marshall fue que las pruebas presentadas
no eran suficientes para tomar una posición clara y definitiva y
que, por tanto, era imposible llegar a conocer las causas del falle-
cimiento de Henry Marshall. Basándonos en los testimonios efec-
tuados hoy, desconocidos para el Gran Jurado anterior, nosotros
hemos llegado a la conclusión de que H e n r y Harvey Marshall
no se suicidó sino que fue asesinado. D a d o que las personas que
participaron en dicho crimen están muertas actualmente, el Gran
Jurado se ha encontrado con la imposibilidad de emitir órdenes
de arresto.»

La familia Marshall quedó satisfecha y Clint Peoples p u d o por


fin cerrar una investigación iniciada en 1961.
Faltaba Billie Sol. Al afirmar b a j o j u r a m e n t o q u e L y n d o n
Johnson había sido quien ordenó la ejecución de una persona,
Estes se había acercado peligrosamente al secreto de los secretos.
U n a revelación que iba a tener que pagar.

261
62

SUCIEDAD

Desacreditar a Billie Sol Estes para paliar, ya que no se iba a


poder evitar del todo, la repercusión de sus revelaciones no era
difícil. Y tanto la prensa c o m o la gente de Johnson se emplearon
a fondo.
¿ N o había usado estrategias de defensa diferentes cada una de
las múltiples veces en que había pasado, siempre a regañadien-
tes, por la sala de audiencias de un tribunal? ¿ N o había c o n m i -
nado a Cofer a guardar silencio, porque poseía toda la i n f o r m a -
ción sobre la construcción de su emporio? ¿Su condena de 1979
no había sido suficiente para acabar con una imagen que ya de
por sí estaba en entredicho? Al tratar desesperadamente de recu-
perar al menos una parte de su gloria pasada, Billie Sol se había
preocupado más de la autenticidad de sus declaraciones que de
la letra de la ley.

Esto no refrenó el entusiasmo de los amigos de Johnson, que


ignoraron el h e c h o de que el Gran Jurado se había basado en
una serie de testimonios para tomar su decisión. La veda contra

262
Estes q u e d ó abierta y todos se abalanzaron sobre él. La prensa
tejana se escandalizó ante las acusaciones de este último, sin
tomarse por ello la molestia, salvo en raras excepciones, de poner-
se en contacto con J o h n Paschall o Clint Peoples, los cuales, sin
embargo, confirmaban sus revelaciones. Lyndon Johnson llevaba
m u e r t o diez años, pero sus redes de contactos seguían en f u n -
cionamiento y lo último que iban a permitir es que se ensucia-
ra su m e m o r i a .
A la cabeza de esta ofensiva se encontraba Barefoot Sanders.
Aquel que en 1962 había servido de enlace entre Johnson y el
j u e z Barron, encargado del p r i m e r Gran Jurado. Aquél cuyos
esfuerzos habían permitido limitar la utilización de documentos
que implicasen a Johnson. En buena lógica, c o m o buen guardián
del templo, puso en marcha toda su capacidad de influencia y se
aprovechó del j u r a m e n t o de silencio prestado p o r los miembros
del Gran Jurado para intervenir en los medios de comunicación
y montar un escándalo.

En agosto de 2003, en el marco del rodaje del d o c u m e n t a l


JFK, autopsia de un complot, tuve ocasión de conocer a Georgia,
la antigua secretaria de Clint Peoples. Era un testigo f u n d a m e n -
tal para entender el clima reinante en t o r n o a todo este asunto
de 1984.
Aterrorizada ante la idea de hablar del tema, Georgia me citó
en un restaurante de las afueras de Fort W o r t h . En un p r i m e r
m o m e n t o , sus recuerdos no me parecieron especialmente inte-
resantes, pero una vez que se estableció cierta confianza entre
nosotros, esta digna dama fue sincerándose poco a poco. Se acor-
daba perfectamente del año 1984, del episodio del Gran Jurado
y de la tenacidad de Clint Peoples. Tampoco había olvidado que

263
un día Barefoot Sanders en persona quiso entrevistarse con su
jefe. Ni el estado de ánimo con el que este último volvió de la
entrevista con el defensor de la moralidad en el reino de LBJ.
— N u n c a lo había visto en semejante estado — m e dijo la
señora—. Clint estaba ciego de ira. Cuando le pregunté qué pasa-
ba, aflojó las mandíbulas lo justo para responderme: «¡Sanders!
Me acaba de llamar mentiroso.»
Ese día, en efecto, el antiguo asesor de L y n d o n J o h n s o n le
pidió al US Marshall que dejase de acusar a LBJ. Según G e o r -
gia, la discusión fue degenerando y acabó con unas amenazas mal
disimuladas.

Para ridiculizar las declaraciones de Billie Sol, la gente de


Johnson tenía que probar también que Estes no era quien pre-
tendía ser. Q u e su relación con Cliff y Lyndon Johnson era fruto
de la imaginación de un ladrón en plena decadencia. El m é t o d o
clásico para lograrlo: apelar al guardián del templo, el conserva-
dor de la LBJ Library, la biblioteca presidencial.
Toda visita a Austin incluye por sistema la LBJ Library en su
itinerario. Su museo interactivo consigue resultados sorprendentes
en su propósito de reconstruir la cara visible de la presidencia
de Johnson. Por lo que respecta al inmenso muro transparente de
los archivos sobre LBJ, esos millones de cajas en los que d u e r m e
la vida de un presidente, también vale una visita. C o r r e s p o n -
dencia privada, declaraciones públicas, todo está en ese solemne
lugar. Desde que fue llamada ante el tribunal de la opinión pública
y la Historia en 1984, la LBJ Library hizo lo imposible para c o n -
vencer a los medios de comunicación de que Billie Sol Estes y
Lyndon J o h n s o n no se conocían. Admitía que habían p o d i d o
coincidir en alguna r e u n i ó n pública que otra, pero nada más.

264
¿No bastaba c o m o prueba la ausencia de documentos conserva-
dos en los que se mencionase su nombre? Los archivos no c o n -
tenían el m e n o r escrito, por insignificante que fuera, intercam-
biado entre estos dos hombres. Conclusión: la relación nunca
existió. Estes se lo había inventado todo.
Cuando menos, esta argumentación era tendenciosa. Y la mejor
manera de tomar a la opinión pública por imbécil. Porque, ¿quién
ha visto jamás que en un caso de c o r r u p c i ó n , de trasiego de
sobres llenos de billetes, hayan aparecido los acusados de recibir
los favores?

1984, 2003: ¿las mismas causas, y p o r tanto las mismas dudas?


Mientras avanzamos sobre las afirmaciones de Estes, T o m y yo
sabemos que todo lo que digamos será acogido con el mismo
escepticismo. Q u e emplearán los mismos argumentos para dis-
cutir con nosotros y, sin duda, lo harán con más virulencia toda-
vía. De manera que, c o m o tantas otras cuestiones, tenemos que
confirmar la existencia de una relación entre Estes y J o h n s o n .
Por el m o m e n t o no hay p o r qué preocuparse: t e n e m o s cinco
triunfos en la mano.
Para empezar, los informes bancarios de Estes, que demues-
tran claramente c ó m o retiraba grandes sumas en efectivo antes
de cada u n o de sus viajes a Washington. En los que, algunas veces,
la única etapa, pública y demostrable, había sido una recepción
organizada por el mismísimo Lyndon Johnson.
Luego estaban los listados de las conversaciones telefónicas de
Billie Sol. Q u e se remontan a finales de los años cincuenta. En
ellos vimos abundantes llamadas a Cliff C a r t e r y observamos,
c o m o nos había a n u n c i a d o Billie Sol, q u e c o n frecuencia las
fechas de sus llamadas coincidían con m o m e n t o s álgidos de la

265
batalla contra R o b e r t Kennedy. También pudimos encontrar en
ellos los números de Johnson, tanto el de su despacho en el Sena-
do c o m o el de la sede de la vicepresidencia, c o m o el de su p r o -
pia casa de Washington.
Asimismo, c o n t a m o s c o n varias cartas p e r t e n e c i e n t e s a su
correspondencia.
Mientras los archivos de la LBJ Library declaraban no tener
más que una, nosotros teníamos nada menos que diecinueve. Las
últimas de ellas databan de finales de 1961, la época en la que
Estes se convirtió en un apestado. Algunas, por supuesto, no c o n -
tienen nada especialmente significativo, pero otras, en cambio,
tienen un carácter íntimo. Una, escrita por Lyndon Johnson, invi-
ta al m a t r i m o n i o Estes... ¡a pasar el fin de semana en compañía
del vicepresidente y su esposa en su r a n c h o del Sur de Tejas!
Otras seis cartas aluden directamente a las dificultades de Billie
Sol con el D e p a r t a m e n t o de Agricultura y confirman la inter-
vención del vicepresidente en su favor.

C o n esto podría bastar. Pero c o m o sabemos que los guardia-


nes del templo son insaciables, t a m b i é n pasamos varios meses
buscando a personas que hubieran asistido a los encuentros entre
Johnson y Billie Sol.
En primer lugar, nosotros ya lo sabíamos, está el abogado de
Billie Sol que se encontraba presente durante su reunión en el
aeropuerto de Midland.
Luego conocimos a Kyle Brown, pariente lejano de los f u n -
dadores de una empresa que sostuvo a LBJ desde sus inicios, y
que se había ganado la confianza de Billie Sol. C u a n d o era un
adolescente y, p o r tanto, estaba limpio de toda sospecha, Kyle
transportó sobres repletos de billetes verdes. N o s c o n f i r m ó con

266
la cámara delante que él mismo había entregado cientos de miles
de dólares a LBJ y Cliff Carter, todos con un m i s m o origen:
Billie Sol Estes.
Esta auténtica información de caja negra nos fue confirmada
por otro testigo, James Fonvelle, antiguo m i e m b r o de la policía
de Dallas. En 1960, este hombre vivía en Pecos, donde solía pres-
tarle servicios de seguridad y vigilancia a Billie Sol. En algunas
ocasiones, nos cuenta, él también iba a Austin, al hotel Driskill,
para entregarles dinero a Carter y a Johnson.
Por último, entramos en contacto con Lonnie Sikes, que a sus
ochenta y ocho años es u n o de los últimos hombres de n e g o -
cios tejanos que financiaron la carrera política de Johnson. En el
ocaso de su vida, Sikes aceptó recibirnos p o r q u e conocía a la
familia de Tom, y confirmó cuanto le dijimos. N o s contó delan-
te de la cámara aquella edad de oro en la que, c o m o tantos otros,
él contribuyó a alimentar los fondos secretos de Lyndon J o h n -
son. Se había cruzado con Billie Sol en varias ocasiones y siem-
pre supo que él también pertenecía al círculo de los generosos
donantes.

Ya no nos queda la m e n o r duda: Billie Sol Estes es realmen-


te quien dice ser. Aparte de sus cintas, hay muchas pruebas de la
efectiva existencia de su relación con Johnson.
Sin duda fue por eso por lo que en 1985, cuando el certifi-
cado de defunción de H e n r y Marshall iba a ser por fin modifi-
cado, el clan del presidente fallecido decidió pisar el acelerador.

267
63

VIOLACIÓN

¡Billie Sol Estes violador!


La acusación fue la noticia que abrió todos los telediarios de
la mañana. El titular, en letras bien grandes, c o p ó las portadas
de los periódicos tejanos. La noticia era de órdago: tres semanas
antes, Billie Sol había violado a una de sus sirvientas mejicanas.
Estes, p o r su parte, no consiguió nada desmintiéndolo. Sus
explicaciones se perdían en el tumulto mediático.
—Esta historia tuvo una trascendencia increíble — n o s c u e n -
ta Estes—. Y el juicio, previsto para el 5 de enero de 1986, no
se presentaba nada bien. Steve Eleftheriades, el amigo que me
había presentado a mi asistenta, me acusaba y declaraba que él ha-
bía presenciado la violación. Pero a medida que se acercaba el
m o m e n t o de comparecer ante el tribunal, tuve la sensación de
que la acusación particular estaba s o r p r e n d e n t e m e n t e dispues-
ta a olvidarse del asunto. Por su parte, Steve había desaparecido
del mapa.
Pocos días antes de la audiencia, Billie Sol y su abogado des-
cubrieron en el expediente un detalle de vital importancia. El
médico que había confirmado la violación había recogido en su
informe la presencia de una considerable cantidad de esperma.

268
Lo cual eximía de toda responsabilidad al viejo tejano, dado que
se había sometido a una vasectomía en los años setenta.
Al día siguiente, el j u e z designó a un experto para que c o m -
probara si la operación había sido realizada correctamente. Tras
la lectura de los resultados, archivó el caso.
—Yo presenté inmediatamente una querella contra la asistenta
y Steve — p r o s i g u e Estes—. Pero f u e imposible dar c o n ellos.
Posteriormente, he oído decir que murieron asesinados al otro
lado de la frontera.

H e n r y Marshall y J F K fueron asesinados a principios de los


años sesenta. Lyndon B. Johnson, después de perder paulatina-
m e n t e el juicio, m u r i ó de un infarto una década más tarde. No
obstante, en 1985 seguía habiendo gente con miedo a que Billie
Sol contase lo que sabía.
Porque esa falsa acusación de violación no era una desgracia-
da coincidencia, sino una operación consciente y despiadada cuyo
objetivo era desacreditarlo. N o s lo explicó Phil Banks, el aboga-
do de la familia Marshall que se o c u p ó del proceso destinado a
modificar el fallo relativo a las causas de la m u e r t e de H e n r y
Marshall. La sentencia del Gran Jurado no fue más que una pri-
mera etapa. Luego, Banks se sirvió de ella para convencer al Esta-
do de Tejas de que debía modificar el certificado de defunción.
Para lograrlo, Banks tuvo que llamar a declarar a algunos testi-
gos claves.
— D o s días antes del juicio — n o s cuenta el letrado—, r e n u n -
cié a convocar a Billie Sol Estes. C o n la presencia de J o h n Pas-
chall, que ya había c o n f i r m a d o que vendría, era suficiente. La
presencia de Estes en el G r a n J u r a d o causó tal revuelo en los
medios de comunicación que, en este nuevo proceso, opté por

269
la discreción. Hice bien, teniendo en cuenta que, como por casua-
lidad, la acusación por violación se hizo pública el día de nues-
tra visita al tribunal. Si Estes se hubiera encontrado en la sala de
audiencias, con arreglo a la ley habría tenido que ser arrestado
en el m o m e n t o de prestar juramento, y el caso Marshall habría
vuelto a ser enterrado, mientras que la imagen de Johnson per-
manecería intacta.

La providencial vasectomía, la desaparición de los dos testigos


principales y las afirmaciones de Banks nos habían abierto el ape-
tito. Por otra parte, el abogado de la familia Marshall, al corrien-
te de todo el asunto, decía que si se había empleado tanta ener-
gía en maquillar el asesinato de un funcionario del Departamento
de Agricultura era porque guardaba una estrecha relación con el
asesinato de Kennedy. No se trataba de una conjetura personal,
sino de un análisis de los hechos y de numerosos testimonios.
¿Y quién dirían ustedes que era tío de Phil Banks? Nada menos
que el j u e z Barron, el h o m b r e que, en 1962, recibió a diario las
llamadas de R o b e r t Kennedy y Cliff Carter.
Si quería llegar a entender el 22 de noviembre de 1963, me
hacía falta aclarar antes que nada las circunstancias de la m u e r t e
de H e n r y Marshall. Pues para entonces ya estaba seguro de que
detrás se ocultaba algo de mayor envergadura todavía.Y si el mis-
terio del asesinato de J F K seguía siendo un asunto peligroso en
1985, era porque algunos de sus protagonistas seguían con vida.
Billie, gracias a sus cintas, contaba con un seguro de vida, pero
todavía podían atentar contra algo que le importaba bastante más:
su honor.

270
La verdad sobre la falsa violación nos esperaba en la frontera
mejicana. Y en las múltiples ramificaciones de las revelaciones de
Estes.
Y es que, en un p r i m e r m o m e n t o , no había q u e r i d o decír-
noslo todo. Si había examinado el expediente j u n t o con su abo-
gado hasta encontrar la prueba de su inocencia, fue porque, unos
días antes, había recibido una extraña llamada de un j u e z meji-
cano. Al parecer, deseaba verle con la intención de proporcio-
narle una solución para sus problemas. Estes, convencido de que
vigilaban cada u n o de sus movimientos, prefirió enviar a u n o de
sus hombres, Kyle Brown, el cual se entrevistó con el j u e z y vol-
vió de la entrevista escandalizado.
— E s e magistrado c o r r u p t o me dijo bien a las claras que él
estaba en el origen del asunto y que podía cerrarlo con la misma
facilidad con que lo había creado. En el curso de nuestra c o n -
versación llegó a comentar que no era la primera vez que monta-
ba esa clase de operación, y que siempre lo había hecho con la
misma asistenta.
A cambio de sus «buenos oficios», el j u e z pedía 50.000 dóla-
res con el fin de asegurarse de que la «víctima» no se personaría
en el juicio. Billie Sol se negó a ceder al chantaje sin ignorar que
una nueva condena implicaría su ingreso en prisión a perpetui-
dad. El detalle de su vasectomía le ofrecía una salida impagable.
Brown iba a continuar con su negociación, pero esta vez con la
finalidad de descubrir quién había pagado al mejicano para que
organizara todo el tinglado.
—Tres días más tarde volví a la frontera — n o s cuenta Kyle—.
C o n una maleta repleta de dinero en efectivo. La visión de los
billetes desató enseguida la lengua del corrupto. Y me dio el n o m -
bre de quien le había pagado.
Brown, en el curso de una entrevista que grabamos, no d u d ó
en darnos la i n f o r m a c i ó n , y nosotros sólo nos q u e d a m o s sor-

271
prendidos a medias. Se trataba de un a n t i g u o partidario de
Lyndon Johnson que llevaba un tiempo mostrándose hostil hacia
Estes en público. Sin embargo, nos sorprendió volver a e n c o n -
trárnoslo envuelto en una operación tan sórdida. ¿Pero acaso
había otro m o d o de impedir que Estes pusiera al descubierto la
cara oculta de Lyndon Johnson?
—Antes de marcharme, le advertí al procurador de que si se
quedaba con el dinero que ese intermediario le había dado, ése
sería su último golpe. No me creyó y se equivocó. Unas semanas
después su c u e r p o y el de su asistenta mejicana fueron hallados
en una fosa en la q u e descansaban las víctimas de un gángster
mejicano.

T o m y yo decidimos no divulgar el n o m b r e del antiguo ase-


sor de J o h n s o n implicado en esta sórdida historia p o r q u e aún
está vivo. Y p o r q u e sabemos lo peligroso que sería ir más allá.
¿Las pruebas no son s u f i c i e n t e m e n t e claras? La publicidad
de que fue objeto la acusación de violación tenía la finalidad de
comprometer la reconsideración de las causas del fallecimiento
de Marshall, pero también la de destruir cualquier pista nueva
que pudiera contribuir a resolver el enigma del asesinato de John
Fitzgerald Kennedy.

272
64

CARTA

En 1984, Billie Sol rompió con un tabú: habló. Por primera


vez se apartó de la pauta que lo había conducido al fracaso.
—Parece una tontería dicho así, pero una vez dado ese paso,
hablar no me resultó tan difícil c o m o creía.
Sin embargo, aunque hubiera aceptado revelar sus secretos, no
estaba dispuesto a hacerlo sin p o n e r condiciones. Así, rechazó
varias ofertas millonadas de editores a cambio de sus recuerdos,
c o m o atestiguan sus i n t e r m e d i a r i o s . N o , lo q u e él quería era
obtener una inmunidad total y luego utilizar su información para
encontrar una salida en su pulso con el gobierno.

—El fisco americano estaba convencido desde los años sesenta


de que yo había ocultado ingresos p o r valor de dos millones
de dólares — n o s dice—. Hacienda me acosaba para que pagara
la demora relativa a sumas que a mí me parecían c o m p l e t a m e n -
te fantasiosas. Aparte de las pequeñas vejaciones que conlleva este
tipo de situaciones, me encontraba incapacitado para hacer nego-
cios en mi nombre. Había empezado a cansarme de la situación.

273
Billie Sol decidió proponerle un pacto secreto al g o b i e r n o
americano: a cambio de su testimonio y de las pruebas de que
disponía en relación con varios asesinatos, el fisco dejaría de per-
seguirlo.
— M i abogado Douglas Caddy, de Houston, era conocido por
haber sido el representante legal de H o w a r d H u n t , u n o de los
artífices del Watergate. Tras varias reuniones de trabajo, D o u g
escribió a Stephen Trott, el ayudante del fiscal del distrito encar-
gado de los casos criminales, haciéndole nuestra oferta.
E m p e z ó entonces una correspondencia entre el representan-
te de Estes y el Departamento de Justicia. C o n f i a d o al c o m p r o -
bar el interés que mostraba el gobierno, Billie Sol aceptó incluso
precisar las condiciones del acuerdo el 9 de agosto de 1984.
—El comunicado redactado por mi abogado mencionaba una
vez más que yo aceptaba cooperar con la justicia americana a
cambio de la condonación de mi deuda con Hacienda y de un
indulto presidencial en lo referente a mi participación indirecta
en esa serie de asesinatos.
C o m o muestra el d o c u m e n t o que figura en el anexo, Estes
no se anduvo con rodeos. En efecto, afirma por escrito estar en
posesión de las pruebas que implican a Cliff Carter y Lyndon
Johnson en once asesinatos. El último de los cuales sería el del
presidente J o h n E Kennedy.
—Esta última línea sembró el pánico en Washington — n o s
cuenta—. El D e p a r t a m e n t o de Justicia me propuso inmediata-
m e n t e una discreta entrevista en un hotel de Abilene. Lo cual
me hizo darme cuenta de que mis cintas no me protegían c o n -
tra todo.
Un miembro de la mafia tejana, la organización criminal que
había contribuido al lanzamiento de Johnson y que aún seguía
controlando numerosas actividades ilegales, se puso en contacto
con Billie Sol.

274
— M e explicó que mi propósito de cooperar era un error. Y
me advirtió de que si seguía por ese camino no llegaría a viejo.
C o m o mi apego al h o n o r no me convierte en un estúpido ni
en un suicida, di marcha atrás.
Estes se negó, por tanto, a acudir a la cita y le pidió a D o u g
Caddy que abandonara las negociaciones.

La historia secreta, aunque truncada, del conato de negocia-


ción entre Billie Sol Estes y el gobierno americano habría debi-
do quedarse ahí, pero en 1985 Billie Sol cambió de parecer:
— A l año siguiente, supe por distintas fuentes que el gobier-
no seguía interesado en mi oferta. C o m o no soy un ingenuo,
intuí que para el poder se trataba más de conocer la naturaleza
de las pruebas que yo poseía que de hacer pública la verdad. Pero
acabó dando igual. Tenía algunos negocios jugosos en perspec-
tiva, así que necesitaba resolver mi situación fiscal. Me olvidé de
la advertencia y le pedí a Douglas Caddy que, con toda discre-
ción, retomara el contacto con el D e p a r t a m e n t o de Justicia.
El 30 de agosto de 1985, el abogado, evitando usar el teléfo-
no, escribió a Billie Sol diciéndole que la respuesta del despacho
del fiscal general era positiva y que, a partir de entonces, podían
seguir hablando.
— P e r o en ese m o m e n t o fue cuando estalló lo de la supuesta
violación de mi asistenta. La historia era la portada de todos los
periódicos, así que la administración judicial, temiendo que nues-
tras negociaciones saliesen a la luz, r o m p i ó la relación. N a d i e
quería tener nada que ver con un violador. A u n q u e tuviera las
llaves de las catacumbas de la historia política americana.

275
65

ACCIDENTE

Los recuerdos de Billie Sol Estes y Phil Banks y la acusación


de violación nos convencieron, a Tom y a mí, de la necesidad de
saber cuál había sido el contenido real de los debates del Gran
Jurado de 1984. ¿Acaso las declaraciones de J o h n Paschall, Banks
y Billie no daban a entender, si bien indirectamente, que los deba-
tes de Franklin se habían alejado a m e n u d o del rancho de la víc-
tima, H e n r y Marshall, para evocar las acciones de una red de
contactos políticos responsable de numerosos crímenes entre los
cuales se contaba... el del propio Kennedy?
Nosotros sabíamos que el reglamento nos impedía o b t e n e r
nada de los archivos oficiales. Pero a cambio Tom descubrió una
grieta interesante por la que podíamos colarnos: todos los m i e m -
bros del Gran Jurado se acordaban de que Clint Peoples, el R a n -
ger de Tejas convertido en US Marshall, preparó su intervención
a partir de un voluminoso expediente que no dejaba a sol ni a
sombra.
Un expediente que pronto se convertiría en una obsesión para
nosotros.

276
El 22 de junio de 1992, Clint Peoples volvía a su casa en Waco
cuando su coche, sin razón aparente, se salió de la carretera y fue
a empotrarse contra un poste de la luz. Peoples tenía ochenta y
un años.
Es cierto, la comunidad de los investigadores apasionados por
el caso Kennedy tiene una costumbre muy mala: cada fallecimiento
de una persona que hubiera tenido alguna relación, por muy leja-
na que fuera, con el caso Kennedy era invariablemente clasifica-
do dentro de la categoría de las muertes sospechosas. La desapari-
ción de Clint Peoples no fue una excepción. Es verdad que murió
en un barrio residencial que conocía desde hacía treinta años. Es
verdad que su «accidente» tuvo lugar a plena luz del día, sobre una
calzada impecable y una meteorología estable y tranquila. Es ver-
dad que los médicos del Hillcrest Baptist Medical Center dicta-
minaron que ni la velocidad ni un problema de corazón fueron la
causa de su accidente. Pero Clint Peoples tenía ochenta y un años
y el 22 de noviembre de 1963 quedaba tan lejos...

Billie Sol aprobó nuestra idea de salir en busca del expediente


de Peoples. N o s ayudó incluso con una descripción detallada,
recordándonos que el antiguo R a n g e r guardaba el d o c u m e n t o
en el maletero de su coche cuando acudió ante el Gran Jurado
de 1984. Estes tenía realmente interés en el éxito de nuestra
empresa, sabedor de que ésa era la única manera de probar sus
acusaciones y p o r consiguiente de llegar hasta los asesinos del
presidente Kennedy. Pero eso no le impidió aportar su t o q u e
conspiracionista, al decir:
—¿Sabéis?, yo no estoy seguro de que su m u e r t e fuese un
accidente. Tenía marcas en las muñecas. C o m o si hubiese estado
esposado...

277
D o s años antes, M a d e l e i n e B r o w n , que t a m b i é n conocía a
Peoples, ya me había dejado con la misma duda. Se me había
olvidado al unirse a los miles de historias extrañas, y a m e n u d o
falsas, que pululaban alrededor del asesinato de JFK. A c o m p a -
ñ a n d o su frase de una pequeña sonrisa, Billie Sol había h e c h o
aflorar ese recuerdo a la superficie. Pero no quiso seguir adelan-
te. Sus informaciones, decía, las había obtenido a raíz de una dis-
cusión que mantuvo con un empleado de una funeraria. Yo lo
dejé estar, prefiriendo concentrar toda mi atención sobre el expe-
diente de Peoples.

D u r a n t e los meses siguientes, T o m y yo agotamos todas las


pistas posibles. Pasamos por los archivos de los Rangers de Tejas,
luego por los de los US Marshall, nos pusimos en contacto con
los herederos de Clint Peoples... pero todo fue en vano. Cada
vez que hacíamos nuestra solicitud, nadie conocía ese expedien-
te en concreto, y siempre nos explicaban lo mismo: que en 1986
Peoples d o n ó sus archivos a la biblioteca de Dallas, con la c o n -
dición de no permitir su consulta hasta después de su muerte.
Nuestra decepción estuvo a la altura de nuestras expectativas:
los archivos de Peoples se c o m p o n í a n de boletines oficiales y
recortes de prensa. En cuanto al expediente de H e n r y Harvey
Marshall en el que Clint Peoples había trabajado durante más de
treinta años, lo único valioso que contenía eran unas malas foto-
copias de artículos publicados con ocasión del Gran Jurado de
1984. Los papeles que contenían las gruesas carpetas descritas
por Billie Sol Estes, J o h n Paschall y el abogado Phil Banks, se
habían volatilizado.
La ecuación se complicaba: el expediente ya no estaba iloca-
lizable... porque había sido convenientemente expurgado. Y esta

278
censura, treinta años después del asesinato de JFK, me obligaba
a h a c e r m e preguntas acerca de la desaparición de Peoples. Yo
seguía creyendo en la hipótesis del accidente, pero ahora nece-
sitaba verificarla.

N u e s t r o p r i m e r destino f u e el despacho de Phil Banks en


Bryan. C o m o el abogado había llamado a declarar a Peoples cuan-
do el proceso se encontraba en la fase de apelación, esperábamos
que hubiese fotocopiado algunas partes del expediente.
No fue así, pero a cambio Banks nos dio una i n f o r m a c i ó n
sorprendente.
—Clint Peoples insistió en decirme que el caso Marshall podía
volver a estar en el candelera — n o s dijo.
C u a n d o le pregunté por qué, me comunicó que había deci-
dido convocar una rueda de prensa la semana siguiente para hacer
públicas todas sus informaciones.
—¿Las relativas a la m u e r t e de H e n r y Marshall?
Banks vaciló. Se retorció los dedos, t o m ó aire y concluyó:
— N o , las relativas al asesinato del presidente Kennedy.

La cabeza me da vueltas.
El 22 de noviembre de 1963 me había llevado tras las huellas
de Billie Sol Estes, el cual había compartido conmigo sus recuer-
dos. Seguidamente aterricé sobre el caso Marshall al tratar de
c o m p r e n d e r c ó m o la m u e r t e de un f u n c i o n a r i o del D e p a r t a -
m e n t o de Agricultura podía c o n d u c i r m e hasta la de Kennedy.
Y aún tuve que descubrir las viles maniobras ejecutadas veinte
años después de esa m u e r t e para preservar la imagen de Lyndon

279
J o h n s o n . Entonces, una vocecita e m p e z ó a susurrarme q u e el
accidente de un anciano de ochenta y un años quizá no había
sido... tal accidente.
Necesito un respiro. Ver claro. Por nada del m u n d o debo dejar
que esto me obsesione. Entonces me viene a la memoria la c o n -
versación con Georgia. De repente, entiendo m e j o r su miedo a
hablar conmigo. A u n q u e estemos en 2003, la antigua secretaria
de Clint Peoples sigue aterrorizada.
Ella nos confesó su miedo, alegando que «demasiadas perso-
nas habían m u e r t o ya a causa de esta historia», pero yo la escu-
ché sin creerla. ¿Clint Peoples formaba parte de esa lista? La que
lo había visto a diario hasta 1989 era la única persona capaz de
darnos una respuesta.

Georgia lleva cuarenta minutos dando vueltas en torno a la ver-


dad. La veo dubitativa, pero sé que lo principal es no presionarla.
Inconscientemente, intuyo sus ganas de liberarse al mismo tiempo
que percibo el pavor que retiene las palabras al borde de sus labios.
Por fin se decide.
— H a y una cosa q u e nunca he c o n t a d o a nadie — e m p i e z a
con voz vacilante y sin dejar de volver la mirada de derecha a
izquierda—. El día del entierro de Clint, había una m u j e r en la
ceremonia. Vivía en Waco, en el mismo barrio que Clint, y vino
a hablar c o n m i g o . . .
Afuera ha saltado la alarma de un coche y la antigua secreta-
ria de Peoples da un respingo. Luego se calma y continúa:
— M u e r t a de miedo, la m u j e r me dijo: «No fue un acciden-
te. Yo lo vi todo. U n a ranchera grande y de color rojo se le acer-
có p o r detrás y lo e m p u j ó contra el poste. Se lo aseguro, no fue
un accidente.»

280
Georgia ya no nos dirá más. Pero de su silencio deduzco que
conoce la identidad de ese testigo principal. Q u e ese encuentro
no fue en absoluto casual. C o m o queriendo confirmar mi pre-
sentimiento, Georgia termina soltando, a m o d o de conclusión:
— N o p u e d o decir nada más. Esta señora aún está viva... y
demasiada gente está muerta.
Yo todavía quiero saber una cosa. Banks excitó mi curiosidad
al revelar que Peoples preparaba una rueda de prensa sobre la
muerte de Kennedy, y yo esperaba que Georgia pudiera ilumi-
narme sobre este asunto:
—¿Sabía usted que Clint siguió trabajando en algunos expe-
dientes hasta el m o m e n t o de su muerte?
Veo inmediatamente en sus ojos que su respuesta no va a ser
negativa.
— E s cierto, algo de eso llegó a mis oídos. U n a historia refe-
rente a una rueda de prensa que quería dar, pero yo no estaba
enterada. Lo que ustedes necesitan es echarle el g u a n t e a ese
expediente.
Ignoraba las dificultades con que nos habíamos encontrado
nosotros a la hora de seguirles la pista a los archivos de Peoples,
pero preferí dejarla en su ignorancia.
—¿Por qué?
— P o r q u e Clint había conseguido relacionar el caso Marshall
con la muerte de Kennedy.

Pero el hecho es que el expediente de Peoples ya no existe.


U n o s miserables recortes de periódico intentaban sin éxito dar
el cambiazo. Logrando justamente el efecto contrario: la propia
ausencia de d o c u m e n t o s de cierta entidad hablaba de su i m -
portancia.

281
Y además se nos abrió una nueva puerta. Gracias a una c o n -
fidencia de Will Wilson.
Volvimos a Austin y le preguntamos al antiguo magistrado
tejano si p o r casualidad no podía ayudarnos.
D u d ó largo rato antes de responder, con una sonrisa de oreja
a oreja:
—¿Por qué no le preguntan al j u e z Barefoot Sanders?

282
66

BOURBON

Nos seguía faltando un elemento.


Desde luego, la desaparición del expediente de Peoples era casi
tan importante c o m o su descubrimiento. Desde luego, sabíamos
lo suficiente sobre el asesinato de Henry Marshall c o m o para estar
seguros de la implicación de Johnson. Pero yo seguí encontrán-
d o m e con dificultades a la hora de determinar cuál era el nexo
entre el pretendido suicidio del funcionario del Departamento de
Agricultura y el asesinato de un presidente de Estados Unidos.
Sin embargo, de manera intuitiva, yo estaba convencido de
que esa pieza que me faltaba existía. Que, en alguna parte, alguien
tenía esa «pistola humeante», esa prueba irrefutable.
Después de salir en su búsqueda, T o m y yo volvimos sobre
nuestros pasos. Interrogando de nuevo a todos nuestros testigos,
esperábamos dar con el indicio, el detalle que necesitábamos. Tras
larga reflexión, llegamos una vez más a la conclusión de que tenía-
mos que abrir una brecha en el m u r o de secretos que rodeaba a
ese famoso Gran Jurado de 1984. ¿ N o había sido en ese marco
d o n d e Clint Peoples, Billie Sol Estes y Nolan Griffin se habían
referido bajo j u r a m e n t o al caso Kennedy, acercándonos un p o -
quito más a la verdad?

283
Al hojear artículos de prensa de la época, en los que tan pron-
to se decía una cosa c o m o la contraria, nos llamó la atención un
r u m o r increíble. Al parecer, se habría realizado una grabación
clandestina de los debates del Gran Jurado. La información, per-
dida entre la masa de noticias falsas, se basaba en una filtración
de origen desconocido. Lo que es lo m i s m o que decir que las
probabilidades de que fuera una información auténtica eran muy
reducidas. Pero después de haberlo intentado todo era la única
pista que teníamos.

C o m o era de esperar, desde el fiscal de distrito Paschall al abo-


gado Phil Banks, nadie había oído hablar jamás de una graba-
ción clandestina. El propio Billie Sol, cuya faceta de experto en
grabaciones secretas ya nos era conocida, se mostró inicialmen-
te sorprendido. Luego, consciente del valor de esa pieza, nos instó
encarecidamente a encontrarla. Olvidando que, m u y probable-
mente, dicha cinta ni siquiera existía.
De todas maneras, partiendo de la base de que la cinta pirata
existía, los candidatos a su autoría eran m u y p o c o numerosos.
Estes y Paschall quedaban descartados desde un principio. En
cuanto a Nolan Griffin, ya fallecido, su familia nunca había oído
hablar de algo así. Y los nombres de los miembros de Gran Jura-
do no habían sido hechos públicos en n i n g ú n m o m e n t o . Sólo
nos quedaba, por tanto, la hipótesis imposible de verificar, pero
altamente probable, de que el propio Clint Peoples en persona
se hubiera saltado el reglamento de confidencialidad del Gran
Jurado. Es decir, en nuestra opinión, esa grabación no era más
que un nuevo espejismo.

284
— H a b í a alguien más...
La frase nos pilla desprevenidos.
Y a Billie Sol le brillan los ojos.
— E n la sala también se encontraba un antiguo policía. Un
h o m b r e que había trabajado un par de veces para Paschall y que
había dado con Nolan Griffin, el empleado de la gasolinera.
Estes ya no se acuerda de c ó m o se llamaba, pero está seguro
de que el fiscal de distrito de Franklin nos puede p o n e r sobre la
pista de este policía jubilado. Sólo queda esperar que aún siga
con vida.

Jack, que es c o m o vamos a llamarlo, ya que insistió en que no


reveláramos su verdadero n o m b r e , f u e inspector de policía en
Austin. Y en 1984 J o h n Paschall se puso en contacto con él para
asegurarse de que Billie Sol Estes no fuese el único testigo en
declarar ante el Gran Jurado. En su investigación sobre la m u e r -
te de Marshall, Jack se había cruzado con las sombras de Cliff
Carter y Lyndon Johnson. También estaba seguro de que Stegall
era el h o m b r e de Carter, pero, c o m o esta pista se salía del marco
de su misión, acabó olvidándolo. Y más tarde se daría al alcohol
para huir de estos y otros recuerdos.
N o s enteramos de que vivía retirado en una vieja granja en
medio de un bosque. Avanzamos con nuestro coche p o r pistas
de tierra antes de llegar a su casa. Después de los comentarios
habituales sobre el tiempo, nuestra profesión y Billie Sol, Tom le
preguntó si se acordaba del n o m b r e de la persona que había gra-
bado los debates del Gran Jurado. Su respuesta fue negativa. Nues-
tra búsqueda había llegado a un callejón sin salida. Las once. No
valía la pena quedarse p o r más tiempo. Además, teníamos que
volver a pasar p o r Bryan, d o n d e Phil Banks iba a d a r n o s el

285
número de teléfono de D o n Marshall, el hijo de Henry, así c o m o
varios documentos referentes al asunto.
Jack nos a c o m p a ñ ó hasta el coche. U n a vez que Tom se ins-
taló detrás del volante, en el m o m e n t o en que yo le tendía la
m a n o y le daba las gracias, el antiguo policía nos preguntó:
—¿Están seguros de que no quieren tomar un trago?
N u n c a se niegue a tomar una copa con un policía retirado...
Jack sacó dos cajas de cerveza fresca y una botella de b o u r -
bon. Tom no quiso beber. Así que me tocaba a mí. C o m o Jack
contaba con cierta ventaja y yo no pensaba alcanzarlo, la c o n -
versación fue extraña. Nuestro policía se expresaba por m e d i o
de frases inacabadas, sus ideas se perdían en los vapores alcohó-
licos. La mezcla de cerveza y b o u r b o n pegaba fuerte. Yo p r o c u -
raba beber con moderación, tratando de que mi copa durase el
mayor tiempo posible. Sin embargo, el policía no estaba relaja-
do. Tenía algo que decirnos pero antes teníamos que a c o m p a -
ñarle p o r el laberinto de sus recuerdos.
Serían las 2 de la tarde cuando Jack se levantó de un salto con
una agilidad s o r p r e n d e n t e . Su esposa no podía tardar, así que
había que hacerle creer que no había bebido una gota.
Mientras yo me p r e g u n t a b a c ó m o pretendía c u m p l i r esa
misión imposible, él se fue a su dormitorio. Desde donde yo esta-
ba sentado le vi abrir el cajón de su mesita de noche y sacar algo.
Se acercó a mí y abrió la m a n o :
— A q u í tienen, quédensela. ¡No quiero volver a oír hablar de
esta historia!
Sobre la palma ligeramente h ú m e d a de su m a n o descansaba
una cinta.

286
67

SECRETOS

Un policía jubilado y acosado por los remordimientos había


acabado con el j u e g o del Gran Jurado. Hacía veinte años, sal-
tándose su obligación de velar por el secreto de los debates, había
deslizado un p e q u e ñ o m a g n e t ó f o n o en el bolsillo de su cha-
queta. Y cuando J o h n Paschall se dirigió a Billie Sol Estes, le dio
al b o t ó n de grabar. La calidad del sonido nos pareció cierta-
m e n t e mediocre, pero daba igual: su c o n t e n i d o tenía un valor
histórico.

Fiscal: Antes de empezar, señor Estes, querría asegurarme de


que usted ha comprendido que le ha sido concedida una i n m u -
nidad total por el c o n j u n t o de las declaraciones que usted va a
hacer ahora bajo j u r a m e n t o y ante el Gran Jurado del condado
de R o b e r t s o n .
Billie Sol Estes: Lo he comprendido.
Fiscal: Lo que nosotros esperamos de usted es que nos diga la
verdad y todo lo que sabe sobre Henry Marshall. Queremos saber
qué ocurrió, quién está implicado y, en general, todo lo que usted

287
sepa sobre este caso. (...) Lo más sencillo será que usted nos pre-
sente la información de manera narrativa y que nosotros lo inte-
r r u m p a m o s c u a n d o tengamos preguntas precisas que hacerle.
¿Está de acuerdo?
Billie Sol Estes: Sí.
Fiscal: Bueno, pues cuando quiera, le escuchamos...
Billie Sol Estes: Lyndon estaba paranoico a causa de la guerra
que libraban los Kennedy contra él. La animosidad entre Bobby
y él era inmensa y el señor Marshall o p t ó p o r colaborar con
Bobby, dándole algunas informaciones. Lyndon sabía que eso nos
destruiría a todos. Y también sabía que aquello destruiría el par-
tido y que todos nosotros íbamos a dar con nuestros huesos en
la cárcel.
Al oír esto, o b t u v i m o s nuestra c o n f i r m a c i ó n oficial: tanto
delante del Gran Jurado c o m o delante de nosotros, Estes había
desvelado sin pestañear el móvil del asesinato de H e n r y Mars-
hall. Seguidamente, h u b o que volver sobre la oposición entre
Johnson y los Kennedy.
Billie Sol Estes: Bobby Kennedy y J o h n Kennedy me ofrecie-
ron la i n m u n i d a d a c a m b i o de que declarase en contra de
Lyndon. Realmente necesitaron a Lyndon para ganar en el Sur...
JFK no habría p o d i d o ser elegido sin él. De todas maneras, una
vez conquistada la Casa Blanca, Bobby Kennedy decidió o c u -
parse de Lyndon. (...) Los Kennedy pertenecían a la élite de la
Costa Este y nosotros éramos otro m u n d o . Todo eso c o n t r i b u -
yó a crear esa animosidad, esa atmósfera...
Sin impacientarse, J o h n Paschall le pidió entonces al testigo
que hablase de sus propias relaciones con Marshall.
Billie Sol Estes: Mi h e r m a n o era q u i e n se relacionaba c o n
H e n r y Marshall. Yo nunca me entrevisté con él. (...) C r e o que la
causa de la muerte de H e n r y Marshall fue su honradez. Nosotros
no podíamos hacer negocios con él. No podíamos...

288
Estes ya no tenía elección, no podía seguir andándose por las
ramas. Por primera vez, se vio obligado a desvelar los preparati-
vos de ese asesinato.
Billie Sol Estes: Lyndon dijo que teníamos que deshacernos de
él. Entonces yo dije: «Bueno, ofrezcámosle un cambio.» «Eso es
— d i j e — , trasladémoslo. Quitémoslo de ahí. Démosle un puesto
mejor. Nombrémoslo ayudante del Secretario de Estado de Agri-
cultura. E n c o n t r é m o s l e un puesto mejor.» N a d i e rechaza un
ascenso. Pero él lo hizo. Entonces, L y n d o n volvió a decir que
teníamos que deshacernos de él. A mí no me parece que Lyndon
tuviera nada personal contra Marshall. Yo diría que simplemen-
te era un obstáculo en medio del camino, un obstáculo para su
causa. Marshall representaba una grave amenaza...
Billie Sol pide un m i n u t o de receso. En la grabación se oye
claramente cómo bebe. Al reanudar la sesión, y siguiendo el orden
cronológico de los sucesos objeto de investigación, el fiscal del
distrito quiso saber si conocía la identidad del asesino. Sol d u d ó
unos instantes y luego respondió:
Billie Sol Estes: Mac Wallace... C r e o que su n o m b r e comple-
to era Malcolm... Malcolm Everett Wallace. Carter y él me dije-
ron q u e fue él quien m a t ó a H e n r y Marshall... Q u e lo había
pillado por sorpresa... Venía de los pastizales... Le saltó encima,
lo golpeó y le metió la cabeza en una bolsa. Así fue, le metió la
cabeza en una bolsa de plástico.Y cuando estaba asfixiándolo con
m o n ó x i d o de carbono, oyó venir un c o c h e y le entró miedo.
Estaba preocupado por haber tenido que dispararle. Eso es, Mac
disparó sobre H e n r y Marshall. A Cliff, p o r su parte, le p r e o c u -
paba otra cosa. Se trataba de ese coche. N u n c a h e m o s sabido
quién iba en ese coche. Pero ahí estaba ese coche misterioso...
No podían estar seguros de si alguien los había visto o los seguía.
Fiscal: Señor Estes, ¿quién le dijo que Mac Wallace había mata-
do a H e n r y Marshall?

289
Billie Sol Estes: ... ClifF Carter y el propio Mac Wallace me lo
dijeron. Estuvimos hablando de ello los tres juntos.
Fiscal: ¿Quién era ClifF Carter?
Billie Sol Estes: Pues yo diría q u e era el brazo d e r e c h o de
Lyndon. Su más fiel aliado durante muchos años.
Fiscal: ¿Ha muerto?
Billie Sol Estes: Sí.
Fiscal: Si le he entendido bien, todas las personas relacionadas
con este caso han fallecido...
Billie Sol Estes: Me gustaría aclarar que yo no sabía que Mac
Wallace había muerto hasta que se inició este proceso. C r e o que
Clint Peoples me lo contó hace un par de semanas.
Ahora que conocía la identidad del asesino de Marshall, J o h n
Paschall pasó al capítulo de las responsabilidades.
Fiscal: ¿Mac Wallace asumió en solitario la responsabilidad de
disparar sobre el señor Marshall o fue otra persona la que le dio
la orden de matarlo?
Billie Sol Estes: Todo lo que sé es que Lyndon dijo que Mars-
hall tenía que desaparecer. Tuvimos una segunda reunión en la
que Lyndon volvió a decir que teníamos que librarnos de él para
siempre. Yo iba a buscarle otro puesto. Cliff iba a trasladarlo. ¿Por
qué no se hizo así? No lo sé. Se suponía que Cliff se encargaría
de su traslado, pero Lyndon dijo: «Libradme de él.»
Fiscal: ¿Dónde tuvo lugar esa reunión? Usted nos ha hablado
de una reunión entre Cliff Carter, Lyndon Johnson y Mac Walla-
ce en la que estuvo presente. ¿Se trata de la misma reunión?
Billie Sol Estes: Sí. Fue en el patio trasero de la casa de Lyndon.
Fiscal: ¿En Tejas?
Billie Sol Estes: En Washington.
Billie Sol ya había puesto en conocimiento de J o h n Paschall
la identidad del asesino del f u n c i o n a r i o del D e p a r t a m e n t o de
Agricultura en los días previos a la sesión del Gran Jurado, por

290
lo que al fiscal de distrito le había dado t i e m p o a concebir un
plan. Se proponía confirmar esta información llamando a decla-
rar a N o l a n Griffin, el empleado de la gasolinera que le había
indicado la dirección del rancho a un desconocido, para ense-
ñarle una fotografía del famoso Malcolm Wallace.
Fiscal: Aquí tenemos el retrato-robot elaborado por los R a n -
gers de Tejas en 1961 siguiendo las indicaciones de Nolan Griffin.
También tenemos una fotografía de Malcolm Everett Wallace
tomada en 1951. Ahora vamos a enseñárselas a N o l a n Griffin,
c o m o m o d o de comprobación [le muestra la fotografía], ¿Éste es
el h o m b r e al que usted vio en 1961?
Nolan Griffin: ¡Oh, sí!
Fiscal: ¿Se corresponde con la descripción que usted hizo de
él en aquel m o m e n t o ?
Nolan Griffin: Es la misma persona. La única diferencia es algo
que tenía en el pelo.
Fiscal: ¿ U n remolino?
Nolan Griffin: Un remolino, eso es. No pude evitar fijarme en
eso. C o n un remolino en el pelo, yo diría que se trata exacta-
m e n t e de la misma persona.

Una tras otra, todas las piezas del puzle iban encajando delante
del Gran Jurado. Faltaba por oír a Clint Peoples, el otro testigo
clave. A lo largo de la semana, Paschall había invertido varias
horas en repasar el espeso expediente elaborado por el antiguo
R a n g e r de Tejas, luego convertido en US Marshall. Sabía que
Peoples era su mejor baza. Su reputación de h o m b r e i n c o r r u p -
tible y el prestigio de su puesto eran la garantía que necesitaba
el Gran Jurado. Tanto es así que si Peoples confirmaba las decla-
raciones de Billie Sol, las razones que llevaron a la m u e r t e de
H e n r y Marshall podrían ser modificadas.

291
C o n su expediente delante y una mano apoyada sobre él como
si fuese a prestar juramento, Clint Peoples dio salida a veintitrés
años de frustración.
— E n primer lugar, me gustaría recordarles que Billie Sol Estes
no tiene el m e n o r interés en venir aquí a contar mentiras.Y tam-
bién quisiera decir, antes de seguir, que en mis años de investi-
gación he p o d i d o demostrar q u e Billie Sol Estes conocía a
Lyndon Johnson, que frecuentaba a Cliff Carter y que conocía
a M a c Wallace. No cabe la m e n o r duda de que estaba familiari-
zado con la red de contactos establecida en Austin. He descu-
bierto que asistió a algunas reuniones en el hotel Driskill en las
que se encontró con Lyndon Johnson. Asimismo, estoy en c o n -
diciones de afirmar que Billie Sol Estes contribuía financiera-
m e n t e no sólo a las campañas electorales sino también al e n r i -
quecimiento personal de Lyndon Johnson.
U n a vez confirmada la pertinencia de lo dicho previamente
por Billie Sol, Peoples fue exponiendo todo lo que sabía acerca
de Malcolm Wallace, el asesino de H e n r y Marshall.
— C o n o z c o p e r f e c t a m e n t e el pasado de M a c Wallace. F o r -
maba parte del círculo de personas más cercanas a Lyndon J o h n -
son. Conocía a toda la familia Johnson. A Lyndon y a Lady Bird,
su esposa. Su relación databa de la época de sus estudios en Aus-
tin. M a c era un m u c h a c h o caracterizado p o r una sangre fría
extraordinaria. En 1951 fue detenido por primera vez, acusado
de asesinato.
Aquí es necesario referirse al asesinato de D o u g Kinser, un
j u g a d o r de golf al q u e M a c Wallace m a t ó de cinco balazos.
Defendido p o r J o h n Cofer, el caso de Mac, recordémoslo, estu-
vo en boca de todos al obtener la ridicula condena de cinco años
de prisión. El jurado, que dudaba entre la cadena perpetua y la
pena capital, prefirió dejar que fuese el juez quien decidiera. Pos-
teriormente, la familia Kinser recibió durante un tiempo las lla-

292
madas de antiguos miembros del jurado que pedían disculpas por
haber sido tan pusilánimes, explicando que se habían visto pre-
sionados por gente interesada en la absolución de Mac Wallace.
«Su abogado y algunos miembros del jurado pertenecían al círcu-
lo de Lyndon», puntualizó Peoples. Y luego añadió:
— C i n c o años de prisión por un asesinato con el agravante de
la premeditación. N u n c a he visto nada igual en cincuenta y cua-
tro años de profesión.
C o n el fin de probar que Malcolm Wallace era efectivamen-
te un protegido de Lyndon B. Johnson, el ex policía siguió expli-
cando:
— U n o s años después, en 1961, recibí la visita de un inspec-
tor de los servicios secretos de la Marina ( O N I ) . Estaba llevan-
do a cabo una investigación sobre Mac Wallace, pues iba a acce-
der a un puesto de responsabilidad y necesitaba la aprobación
del O N I . Se trataba de un puesto en una empresa del sector
armamentístico, con repercusiones para la seguridad nacional. Se
presentó en mi despacho de Waco y me preguntó si conocía a
Mac Wallace. Le pregunté p o r qué buscaba i n f o r m a c i ó n sobre
Mac Wallace y me contestó que tenía que recabar información
para que los servicios secretos pudiesen autorizar su colocación
en un determinado puesto de trabajo. Yo repliqué: «No pueden
atribuirle semejante responsabilidad. De verdad que no.» Su res-
puesta fue: «Pues vamos a hacerlo de todos modos.» Yo no salía
de mi asombro. Así que le proporcioné toda la información de
que disponía acerca de Mac Wallace. Aparte de haber sido c o n -
denado por asesinato, también había sido detenido por desorden
público. Bebía demasiado. Tenía una vida sexual de lo más deca-
dente. Y se le conocían amistades comunistas, que era lo p e o r
que se podía decir de alguien en aquella época. Él me volvió a
decir que tenían que aprobar su designación. Entonces le pre-
gunté por qué. El inspector me respondió:

293
—Política...
—Pero, ¿qué clase de político p u e d e querer que semejante
personaje d e s e m p e ñ e f u n c i o n e s relacionadas con la seguridad
nacional?
Entonces me dijo:
— E l vicepresidente.
Yo insistí:
—¿El vicepresidente Johnson?
Y él respondió:
—Exactamente...

Silencio. Estábamos escuchando la cinta en compañía de Billie


Sol, cuando de pronto se interrumpe, dejando fuera la pregun-
ta de J o h n Paschall. Pero Estes nos tranquiliza:
— L o esencial ya lo tenéis. Todo está ahí.

I n t e n t o hacer balance de nuestro descubrimiento. La cinta


magnetofónica existe y constituye una pieza fundamental. En
primer lugar, porque confirma la validez de las declaraciones de
Billie Sol Estes. No sólo sus informaciones acerca de la m u e r t e
de H e n r y Marshall y la implicación de Mac Wallace son riguro-
samente exactas, dado que t a m b i é n han sido confirmadas p o r
N o l a n Griffin, sino que las conclusiones de la investigación de
Clint Peoples van en la misma dirección y p o n e n de manifiesto
su papel en la red de influencias de Johnson.
Sí, Billie Sol Estes, c o m o él mismo llevaba diciéndonos desde
hacía meses, conocía buena parte de los secretos de LBJ y Cliff
Carter.

294
En segundo lugar, esa grabación, que contenía las declaraciones
más importantes, efectuadas bajo juramento por Griffin, Peoples
y Estes, revelaba la existencia de un nuevo personaje, un asesino
que trabajaba para Lyndon Johnson.
Pero seguía faltándonos el n e x o de u n i ó n al que tanto Sol
c o m o Phil Banks c o m o Georgia se habían referido. Todavía nos
faltaba p o r descubrir por qué la m u e r t e de Marshall nos había
de conducir, a Tom y a mí, hasta la de John F. Kennedy.
Yo lo tenía claro: el único que podía darme una respuesta era
Billie Sol. U n a respuesta que no me decepcionó:
— E l 22 de noviembre de 1963, a las 12.30, Malcolm Wallace
estaba en Dallas.

295
68

SEGUNDO TIRADOR

De creer a Billie Sol Estes, Malcolm E. Wallace fue u n o de los


tiradores de Dealey Plaza, u n o de los q u e ejecutaron al presi-
dente de la primera potencia mundial. También insistía en que
M a c no se encontraba detrás de la valla de madera del Grassy
Knoll, sino en el q u i n t o piso en c o m p a ñ í a de Lee Harvey
Oswald.

En los últimos años, las personas que se interesaban por el ase-


sinato de J F K fueron víctimas de una extraña epidemia. M i e n -
tras que durante décadas no se habló más que de Oswald, la opi-
nión pública se vio desbordada por una profusión de nombres
de personas supuestamente implicadas en el atentado. La mayo-
ría estaban muertas. Algunas, a condición de pasar previamente
por caja, llegaban a afirmar que eran los asesinos del presidente.
C o m o nos descuidáramos, pronto iba a haber más asesinos que
testigos en Dealey Plaza... Yo mismo, en JFK, autopsia de un cri-
men de Estado, me había arriesgado a citar la identidad de los más
probables.Y ahora, Billie Sol Estes, d á n d o m e el n o m b r e de M a c

296
Wallace, estaba contribuyendo a aumentar la lista, a enriquecer
el catálogo.

Es cierto que Billie Sol no hablaba a la ligera. Y, hasta hoy, sus


informaciones, confirmadas por el Gran Jurado de Franklin, se han
demostrado veraces. ¿Acaso la propia identidad de Mac Wallace
no figuraba en el escrito que había dirigido al Departamento de
Justicia, apoyándose en la correspondencia de D o u g Caddy?
Es cierto que Virginia, la última esposa de Mac Wallace, me
confirmó que su marido frecuentaba a los Johnson. E insistió en
un detalle curioso:
— M a c conocía m e j o r a Lady Bird q u e el p r o p i o L y n d o n .
Es cierto que también estaba el testimonio, tan pertinente, de
Lucianne Goldberg, una agente literaria de Nueva York conoci-
da por su implicación en el aprovechamiento mediático del escán-
dalo de M o n i c a Lewinsky. En 1960 trabajó con el n o m b r e de
Lucy C u m m i n g s en el comité electoral de Lyndon Johnson, y
se acordaba perfectamente de haber coincidido allí con Malcolm
Wallace al m e n o s en tres ocasiones. Siempre en c o m p a ñ í a de
Cliff Carter. Según ella, fue nada menos que el h o m b r e de c o n -
fianza de LBJ quien le presentó a Wallace. Y lo que es aún más
interesante: p o r dos veces, una en el hotel Mayflower y otra en
el Ambassador, el cuartel general de campaña de LBJ, p u d o ver
a Mac en compañía de Lyndon. En aquella época Wallace tra-
bajaba como técnico en estadística para el Departamento de Agri-
cultura, bajo la autoridad directa de un h o m b r e de Carter.
Es cierto que en 1951, cuando Wallace mató a D o u g Kinser,
él era u n o de los amantes de Josefa J o h n s o n , la h e r m a n a de
Lyndon. Q u e a partir de febrero de 1961 Wallace residió en Ana-
h e i m , California, d o n d e trabajaba c o m o director del departa-

297
m e n t o de compras de Ling Electronics, filial de L i n g - T e m c o -
Vought (LTV), una empresa especializada en la fabricación de
circuitos electrónicos y de misiles que lo había contratado nueve
años antes, justo después de su condena a cinco años de cárcel.
Durante nueve años, antes de irse a California, Mac trabajó en
la sede de la empresa en Garland, una ciudad situada a pocos
kilómetros de Dallas. El accionista principal de la compañía era
el propietario del Texas School B o o k Depository.
Y lo más inquietante de todo: conseguí el testimonio de un
colega de Mac Wallace, según el cual éste no se presentó a su tra-
bajo en toda la semana del 22 de noviembre de 1963.
Sin embargo, todo eso no lo convertía en un asesino. Si Mal-
colm Wallace había participado en el crimen, teníamos que pro-
barlo o callarnos.

Jay Harrison, un antiguo policía de Dallas, llevaba investigando


más de treinta años y de vez en cuando compartía con nosotros
sus descubrimientos.
El 22 de noviembre de 1963, pocos minutos después del tiro-
teo, se encontraba en Dealey Plaza. Jay tenía que tomar nota de
las matrículas de los vehículos estacionados en el aparcamiento
situado detrás del Grassy Knoll, el sitio d o n d e algunos testigos
afirmaban haber visto a un tirador. Si Jay, con el tiempo, acabó
obsesionándose con la verdad, fue porque no p u d o soportar que
el gobierno americano le mintiera. Cuando, bastantes años des-
pués, solicitó una copia de sus notas de aquel día, en ejercicio
del derecho que le reconocía la ley, la administración le respon-
dió que no existían. Es decir, que su lista de matrículas nunca fue
tomada en consideración por la comisión Warren en la elabora-
ción de su famoso informe.

298
Jay había guardado en su m e m o r i a otra pregunta sin respues-
ta. El 22 de noviembre de 1963, poco después del tiroteo, la sec-
ción judicial de la policía de Dallas registró a conciencia el quin-
to piso. D o s especialistas del D e p a r t a m e n t o de Policía se
encargaron de obtener las huellas digitales presentes en los car-
tones que le habían servido al tirador para ocultarse. Encontra-
ron treinta y una huellas. Unas eran de Lee Harvey Oswald, otras
de empleados del Texas School Book Depository y otras más de
dos policías. Pero había una, incompleta, que ni el Departamento
de Policía ni el FBI lograron identificar. U n a huella que, p o r
orden de J. Edgar Hoover, fue clasificada c o m o anónima y sepul-
tada en el olvido de los archivos nacionales.
Gracias a su red de contactos, Jay p u d o hacerse con una copia
de alta definición de la huella anónima del 22 de noviembre de
1963. Y cuando llegaron a sus oídos las acusaciones efectuadas
por Billie Sol Estes, se le ocurrió una idea: pedirle a un experto
que comparase la huella del Texas School B o o k Depository con
las de Malcolm Wallace.

No obstante, para conseguirlo, primero era necesario obtener


unas huellas auténticas de Wallace.
Por suerte, los archivos de la policía de Austin guardan i n n u -
merables tesoros. Entre ellos la ficha identificativa de Malcolm
Wallace. Realizada en 1951 en el m o m e n t o de su detención por
el asesinato de D o u g Kinser, contiene una muestra perfecta de
sus diez dedos. Lo cual proporcionaba a Jay una excelente refe-
rencia para su comparación.
El recurso a N a t h a n Darby se i m p u s o p o r sí solo. Siempre
alerta a sus noventa y cuatro años, Nathan era todo un personaje.
Su trayectoria c o m o experto asiduo de los tribunales era inta-

299
chable. Además, él fue quien implantó el sistema de obtención y
conservación de huellas digitales, en la época en la que estuvo
al frente de la policía de Austin. Fue bajo su autoridad, y siguien-
do su m é t o d o , c o m o u n o de sus hombres entintó en 1951 los
dedos de Mac Wallace.
Para evitar una manipulación del experimento, Jay entregó a
Darby dos ejemplares «ciegos». El primero no permitía saber que
procedía de los archivos del FBI y que había sido obtenido en
Dallas el 22 de noviembre. Al segundo, la ficha de 1951, le había
quitado el n o m b r e de Mac Wallace y otras informaciones que
pudieran servir para identificarlo.
Desde el primer m o m e n t o , Darby identificó la huella del 22
de noviembre. Se trataba de la cara exterior del dedo m e ñ i q u e
de la m a n o izquierda. Su impronta, irregular, demostraba que el
sospechoso se estaba moviendo en el m o m e n t o de dejar su h u e -
lla. En resumen, se trataba de una huella accidental.
Nathan, verdadero artista de las líneas de los dedos, prosiguió
su examen.
— C u a n d o una persona está sometida a un f u e r t e estrés, su
cuerpo se pone a transpirar. Pues bien, la huella anónima no tiene
relieve en su cara interior. Es el signo habitual de una fuerte des-
carga de adrenalina.
El personaje a n ó n i m o del quinto piso estaba, pues, sometido
a una gran tensión interna cuando rozó u n o de los cartones que
protegían al asesino del presidente.
U n a vez que le i n f o r m a m o s del tipo de material en el que
se había encontrado la huella, Darby nos dio otro dato i m p o r -
tante.
— E s preciso recordar q u e el c a r t ó n actúa c o m o un papel
secante. Tiende a absorber la huella. La esperanza de vida de ésta
se limita, p o r tanto, a unas pocas horas. Y si el sitio está cerrado,
con escasa circulación de aire, su duración es aún más breve.

300
Nathan Darby acababa de datar el m o m e n t o en que la h u e -
lla quedó fijada sobre el cartón. Prácticamente el mismo instan-
te en el que J F K fue asesinado.
Pero aún podía ser más preciso. Al comparar las otras huellas
obtenidas el 22 de noviembre, entre ellas también las de Lee Har-
vey Oswald, dijo:
— T i e n e n la misma intensidad.
—¿Eso qué significa?
— Q u e quedaron fijadas en el mismo lapso de tiempo.
Q u e d a c o n f i r m a d o que el 22 de n o v i e m b r e de 1963 había
un desconocido, m u y estresado, en el q u i n t o piso cuando J o h n
F. Kennedy fue ejecutado.

Sólo faltaba identificar al dueño de las huellas. Había que veri-


ficar si la intuición de Jay, el antiguo policía, era correcta.
Darby siguió con su estudio. Avanzando a ciegas, pero esta vez
sobre las huellas de Dallas así c o m o sobre la ficha policial, des-
cubrió en pocas horas hasta catorce coincidencias. En Estados
Unidos basta con seis para enviar a un sospechoso a la silla eléc-
trica.
Dos años más tarde, en 2003, la cantidad de puntos conver-
gentes había ascendido a treinta y tres. Estos puntos representan
la única manera de afirmar que las huellas pertenecen a la misma
persona.
Así pues, N a t h a n Darby sostiene, y nada le hará cambiar de
opinión, que el 22 de noviembre de 1963, los policías de Dallas
obtuvieron en el lugar del c r i m e n una huella de Mac Wallace.
Billie Sol tenía razón, una vez más: el h o m b r e de L y n d o n
Johnson era el segundo tirador.

301
69

TORMENTOS

La versión oficial hacía aguas por todas partes.


Las revelaciones de Billie Sol acerca de la cara oculta de
Lyndon Johnson, y la certeza de que Mac Wallace se encontraba
en el quinto piso en el m o m e n t o del asesinato de Kennedy eran
secretos difíciles de guardar. Por un lado, yo quería acelerar la
publicación de este libro. Por el otro, sabía que todavía necesi-
taba un p o c o de t i e m p o para pulir mi investigación. I n c o n s -
cientemente, estaba seguro de que era posible acercarse aún más
a la verdad del 22 de noviembre de 1963.
Me rondaban la cabeza miles de preguntas y, por primera vez
en cinco años, me sentía capaz de darles respuesta. La luz que Billie
Sol Estes había arrojado sobre tantos expedientes tenebrosos me
permitía por fin encontrar mi camino en la densa selva de las teo-
rías conspiracionistas. La presencia de Malcolm Wallace y la impli-
cación de Johnson, además de invalidar definitivamente el informe
Warren, me iban a servir de tamiz: gracias a esos prismas, iba a poder
afinar el tiro. Los cubanos, partidarios o detractores de Fidel Cas-
tro, los rusos, blancos o rojos, la mafia, la CIA, los servicios secre-
tos israelíes podían volver al cubo de basura de la Historia.

302
Ahora hacía falta que me concentrara en todas esas historias
que implicaban a Johnson y a las que yo no había querido pres-
tar atención.
*

Madeleine Brown, la antigua amante de LBJ, acababa de morir


y yo me arrepentí de no haberle hecho las preguntas adecuadas
en el m o m e n t o o p o r t u n o . A l g ú n t i e m p o antes de su falleci-
miento, me envió un d o c u m e n t o que probaba su estatus de favo-
rita del vicepresidente. Decidida a abrir su corazón, Madeleine
hablaba t a m b i é n de su hijo, m u e r t o demasiado p r o n t o . Un
m u c h a c h o que según ella era hijo natural de Lyndon. Declara-
ba con orgullo que, durante años, Jerome Ragsdale, un abogado
de Dallas próximo a Lyndon, le había enviado dinero con regu-
laridad para sufragar la educación de su retoño. El parecido físico
era evidente, pero siempre podía ser una casualidad. En cual-
quier caso, al no sentir gran interés p o r la vida privada de los
políticos, preferí no d e t e n e r m e en esta cuestión.
La lectura de la carta del 18 de mayo de 1973 me enseñó lo
equivocado que estaba. En efecto, yo no me había parado a p e n -
sar que al probar su estatus de amante, y de madre del hijo secre-
to del vicepresidente, sus revelaciones sobre el asesinato de JFK
se revalorizaban.
¿ C ó m o no descubrir sentidos ocultos en la carta sobre una
hoja con el membrete del despacho del abogado Ragsdale que
se refería al fallecimiento de Johnson en estos términos?: «Todos
los que estábamos próximos a Lyndon nos sentimos tristes a causa
de su reciente desaparición. Felizmente, p u d o m o r i r en su ran-
cho c o m o era su deseo. En cambio, es una lástima que muriera
tan amargado y atormentado.» ¿ C ó m o leer estas palabras sin t e m -
blar, después de las revelaciones de Billie y los meses que llevá-
bamos recorriendo Tejas de punta a punta? En sus últimos ins-

303
tantes, Lyndon Johnson estaba atormentado. C o m o si, enfrenta-
do a su propia muerte, le hubiera costado asumir sus secretos.
«Tiene usted mi palabra de que seguiré cumpliendo, c o m o
hasta ahora, c o n lo q u e en materia financiera d e j ó previsto
Lyndon para usted y Steve. (...) Seguiré visitándola todas las sema-
nas con el fin de asegurarme de que no les falta nada.» Si Johnson
había dispuesto que se le siguiera haciendo llegar dinero a M a -
deleine y Steve después de su muerte, estaba claro que la anti-
gua amante no mentía.
C o m o en el d o m i n ó , c u a n d o una ficha arrastra a otras al
caer, me surgió una nueva pregunta. ¿Y si los recuerdos de la
vieja señora relativos al 21 de noviembre de 1963, o lo que es
lo mismo, la víspera del asesinato de Kennedy, t a m b i é n eran
ciertos?

304
70

VELADA

Según Madeleine Brown, el 21 de noviembre de 1963 Lyndon


J o h n s o n asistió a una velada en casa de Clint M u r c h i n s o n , un
millonario de Dallas. Después de hacerse rico gracias al petró-
leo, llevaba toda la vida financiando la carrera política de LBJ. Se
decía incluso que, por intermediación del abogado de negocios
Ed Clark, le había regalado un pozo con un rendimiento regu-
lar a su pupilo. Pero M u r c h i n s o n tenía otro b u e n motivo para
estar orgulloso: no sólo controlaba al vicepresidente de Estados
Unidos. Sirviéndose de la pasión por el juego, el lujo y los j ó v e -
nes efebos de J. Edgard Hoover, se había ganado la lealtad del
director del FBI.

Si Madeleine se acordaba de esa velada, era sobre todo p o r -


que Lyndon J o h n s o n p r o n u n c i ó una frase enigmática y, c o m o
comprobaría al día siguiente, profética: «A partir de mañana, esos
malditos Kennedy dejarán de ser un problema.»
Más tarde, al preguntar a su amante sobre la implicación de
los empresarios del petróleo de Dallas en el asesinato de J F K ,

305
Madeleine obtuvo la confirmación de lo que temía. Lyndon le
p r o h i b i ó de un m o d o bastante v i o l e n t o q u e sacara ese tema.

En nuestra p r i m e r a entrevista, M a d e l e i n e me confesó q u e


poseía una lista completa de los invitados a la velada de M u r -
chinson. Así c o m o su intención de hacerla pública algún día. Por
desgracia, el cáncer se la llevó sin darle la oportunidad de c u m -
plir su propósito.
No me quedaba, p o r tanto, más que una manera de aclarar la
historia: dar con mis propios testigos. Pensé en dirigirme en pri-
m e r lugar a aquellos a los que, e r r ó n e a m e n t e , se suele olvidar
porque forman parte del decorado. En vez de emprender la caza
de los millonarios, me lancé en busca de los empleados d o m é s -
ticos. No con la esperanza de descubrir algún sirviente espía que
hubiera tenido la suerte de oír la conversación en la que J o h n -
son soltó su «premonición», sino para cerciorarme de la existen-
cia de dicha velada.

C o m o muchos jubilados americanos, M a e vive en Las Vegas.


No por amor a los casinos, sino porque la vida en los suburbios
de la ciudad del j u e g o es relativamente segura y barata. Postrada
en su sillón a causa de una e n f e r m e d a d de los huesos, trabajó
durante treinta años al servicio de los M u r c h i n s o n . Dotada de
una m e m o r i a privilegiada, recordaba perfectamente la víspera
del
asesinato de Kennedy.
— L o s M u r c h i n s o n tenían dos casas en Dallas. Y esa n o c h e
había dos veladas. U n a organizada p o r la señora y otra p o r el
señor. A mí me tocó trabajar en la de la señora Murchinson. Antes
306
de acudir a la velada del señor Murchinson, Lyndon Johnson se
pasó por allí para saludar a la esposa de Clint, y luego el chófer
del señor Murchinson lo llevó a la otra fiesta. Me sorprendió lo
extraño de la atmósfera. ¡Era c o m o si celebrasen una boda!
C u a n d o le pregunté de d ó n d e sacaba esa conclusión, me res-
p o n d i ó de la manera más sencilla del m u n d o :
— N o r m a l m e n t e bebían whisky, pero esa n o c h e celebraban
algo porque todos estaban bebiendo champán.

307
71

DOBLE

Al escuchar el relato de mi conversación con la sirvienta de


los Murchinson y la antigua amante de Johnson, Billie Sol no se
muestra s o r p r e n d i d o en absoluto. C o n o c e s u f i c i e n t e m e n t e a
Madeleine Brown como para creerla, cosa que yo, personalmente,
no me p u e d o permitir.
En cuanto al testimonio de Mae, aunque es interesante, nos
plantea un problema: el 21 de noviembre de 1963, según la ver-
sión oficial, Lyndon Johnson pasó la n o c h e en la habitación de
su hotel de Fort Worth. C o n un guardia apostado delante de su
puerta.
Es cierto q u e los trabajos de la c o m i s i ó n W a r r e n habían
demostrado con creces su inutilidad, pero salvo una prueba de
lo contrario Lyndon no salió esa noche.

Le confieso mis dudas a Estes, el cual no oculta su gusto p o r


esos m o m e n t o s en los que me pierdo en el laberinto del caso
Kennedy. Le gustan p o r q u e generalmente él tiene la clave.
—¿Has oído hablar alguna vez de J o h n Ligget? ¿Y de Jay Bert
Peck? — m e dice.

308
Billie Sol acaba de sacar dos nombres nuevos de su baúl de
los recuerdos. Y yo necesito que me diga algo más:
— U n o p o r vez, si te parece. ¿Quién es ese Peck?
Jay Bert Peck era un pariente lejano de Lyndon con el que
tenía la particularidad de guardar un sorprendente parecido. Peck
era un sosias perfecto de Lyndon Johnson.
Estes advierte mi extrañeza.
— N o hay nada de misterioso en eso. Peck era incluso el sosias
oficial de Lyndon. Ganaba algo de dinero participando en algu-
nos eventos y llegó a interpretar el papel de LBJ en una película.
U n a visita a la biblioteca de Dallas me sirvió para confirmar
las informaciones de Billie. Yo no lo sabía pero, al igual que Sadam
Husein y Fidel Castro, LBJ tenía un doble.
— L y n d o n sacó partido muchas veces de ese inquietante pare-
cido, principalmente cuando necesitaba una buena coartada. Ése
fue el caso de la noche del 21 al 22 de noviembre. LBJ se fue a
Dallas para conocer los últimos detalles de la operación m i e n -
tras Peck se hacía pasar p o r él en Fort Worth.
Al escuchar esto, yo me q u e d ó inmóvil, indeciso entre el
asombro y la carcajada.
Sol menea la cabeza, ligeramente molesto:
— P o r eso fue p o r lo que Ligget liquidó a Peck.
Sin darme tiempo a decir nada, Billie insiste:
—Y tú deberías ir a preguntarle a su m u j e r dónde estaba Lig-
get el 22 de noviembre de 1963.

309
72

ESPECIALISTA

Me fui de Tejas a las tierras ocres de O k l a h o m a . Lois residía


a un tiro de piedra de la R o u t e 66, bajo ese cielo imponente. Y
era la primera vez que iba a recibir a un periodista. Jay, que fue
quien me puso sobre su pista, se refería a ella utilizando una fór-
mula alentadora:
— T i e n e la respuesta a numerosas preguntas pero todavía no
lo sabe.
No hay duda, Lois había tenido que ser una m u j e r de una
belleza excepcional.
La viuda de John Ligget se mostró m u y cortés conmigo. Su
amabilidad respondía precisamente a su falta de interés p o r el
asesinato de Kennedy. Lois no tenía nada más que ofrecer que la
historia de su propia vida, cuya importancia ignoraba.

Lois, cuyo primer marido había fallecido en un accidente de


avión, conoció a J o h n Ligget en 1962. Sus ojos azules y sus b u e -
nas maneras la sedujeron y rápidamente se convirtió en el padras-
tro de sus tres hijos.

310
Ligget era embalsamador. Y era un excelente profesional. En
Estados Unidos, d o n d e existe la costumbre de embalsamar los
cadáveres, John estaba especializado en reconstrucción facial. Ver-
dadero m a g o de la cera, su talento le llevaba a veces fuera de
Dallas, aunque el cementerio en el que trabajaba, Restland, era
el más grande del país. Al m e n o s en dos ocasiones, Ligget fue
también a Nueva Orleans para hacerles el último tratamiento de
belleza a unos clientes ricos. Pero su mayor hazaña tuvo lugar
con ocasión de la m u e r t e de la actriz Jane Mansfield:
—Mansfield iba en un descapotable que se salió de la carre-
tera. A resultas del choque, su cabeza quedó separada de su cuerpo
y rodó varios cientos de metros. La familia de la actriz quería
que su público pudiera verla en un ataúd abierto. J o h n le devol-
vió su prestancia a la difunta, de manera que nadie notó las h u e -
llas del accidente.
Pero otra cita con la Historia iba a cambiar la vida de este
perito en cadáveres.

El viernes 22 de noviembre de 1963, Lois estaba con John en


el cementerio de Restland porque iban a enterrar a su tía. Poco
antes de la 1 de la tarde, un empleado del cementerio se acercó
al experto en reconstrucción facial.
— L e dijo a John que el presidente había sido asesinado y que
lo necesitaban. Un coche fúnebre esperaba a J o h n . Antes de par-
tir, vino hacia mí y me explicó que estaría fuera un día o dos y
que yo no podría ir a verlo.
Ligget, en compañía de u n o de sus colegas, se subió al vehícu-
lo y partieron a toda velocidad. Iban camino del Parkland H o s -
pital, donde, en aquel m i s m o m o m e n t o , los médicos de Dallas
intentaban lo imposible: salvar a J o h n E Kennedy.

311
—Tal y c o m o me anunció mi marido, no volví a tener noti-
cias de él hasta veinticuatro horas más tarde. Y cuando volvió a
casa el sábado por la tarde se encontraba en un estado lamenta-
ble. J o h n , que solía ir siempre bien vestido, afeitado y p e r f u m a -
do, no había d o r m i d o nada y seguía con la misma ropa puesta.
Aparte de su aspecto físico, lo que más le llamó la atención a
Lois fueron las primeras palabras de Ligget:
— M e dijo: «Coge a los niños, algo de ropa y ven conmigo al
coche. Nos vamos ahora mismo.» C o m o su tono no daba lugar a
ninguna réplica, la familia se puso en marcha y poco después par-
tíamos en dirección al Sur. Hicimos un alto en Austin. Nos para-
mos en un bar que John frecuentaba. Estuvo charlando unos veinte
minutos con dos hombres y luego seguimos camino hacia San
Antonio. Mi marido conducía tan rápido que un policía nos paró.
A las afueras de San Antonio nos detuvimos en un motel horrible.
Debbie, la hija de Lois, que en 1963 tenía doce años, intervi-
no para confirmar los recuerdos de su madre:
— J o h n se sentó al borde de la cama y encendió la televisión.
Fumaba un cigarrillo tras otro. C u a n d o J o h n se ponía nervioso,
le salía un tic en la mandíbula. Era incapaz de controlarlo. En
aquel m o m e n t o , se notaba esa tensión en toda su cara.
Ahora sigue Lois:
— E n la televisión no se hablaba de otra cosa que del asesi-
nato del presidente. C u a n d o vimos las imágenes en las que Lee
Harvey Oswald iba escoltado por policías de Dallas y un h o m -
bre salía de entre la multitud para dispararle, J o h n se volvió hacia
mí, aplastó su cigarrillo y me dijo: «Bueno, ahora ya p o d e m o s
volver a casa.»
En Dallas, Jack R u b y acababa de matar al único sospechoso
del asesinato de JFK.
C o m o es lógico, Lois intentó en varias ocasiones que Ligget
le contara sus extrañas jornadas de noviembre de 1963. Pero su

312
m a r i d o le dejó bien claro q u e no tenía nada que decir al res-
pecto.

¿ Q u é hizo, pues, J o h n Ligget el 22 de noviembre de 1963?


¿Por qué, después de pasar la n o c h e en vela, se había marcha-
do de Dallas de manera tan precipitada? ¿Y p o r qué al final la
m u e r t e de Oswald le había h e c h o volver a casa?
No existe una respuesta única a todas estas preguntas. Sólo
hay algunos indicios.
Desde hace más de veinte años, la autopsia del presidente ase-
sinado está sujeta a controversias. En mi anterior libro dedicado
a este asunto, yo expuse con detalles los motivos. Entre los recuer-
dos divergentes de los médicos de Dallas y los de Washington
(que fue d o n d e tuvo lugar la autopsia), entre las descripciones
también contradictorias del féretro que transportaba el cuerpo
de la víctima, había un m a r g e n q u e permitía la aparición de
muchas teorías.
Y luego estaban las extrañas fotografías del cadáver del presi-
dente. Unas imágenes m u y duras que dan pie a numerosas pre-
guntas. De una fotografía a otra, las heridas de Kennedy son dis-
tintas. Sé q u e esta a f i r m a c i ó n p o n e en el disparadero a los
defensores del informe Warren, pero cualquiera puede darse cuen-
ta de ello. Basta con detenerse, por ejemplo, en una imagen de
la copia restaurada de la película de Z a p r u d e r para ver el cráneo
de Kennedy saltando en pedazos. La parte derecha de su frente
estalla, con la consiguiente pérdida de masa encefálica. Sin embar-
go, al observar con atención una fotografía en blanco y negro de
la autopsia, apenas se adivina una herida en la parte superior
de su cabeza, justo d o n d e empieza a tener cabello. U n a herida
minúscula que no se corresponde con los daños apreciables en

313
la película de Zapruder. Igualmente, el aspecto general de la cara
es extraño, ceroso. Por último, se p u e d e ver una sorprendente
pátina alrededor de su ojo derecho.
¿Fue J o h n Ligget, el m a g o de la cera, el especialista en la
reconstrucción de caras destruidas, quien i n t r o d u j o esos c a m -
bios? ¿Participó en un maquillaje del cuerpo de JFK con el fin
de favorecer la hipótesis según la cual un único tirador habría
disparado sobre el presidente desde atrás?
Es imposible afirmarlo, pero existe un indicio cuando menos
inquietante. Cuando, el 22 de noviembre de 1963, John Ligget se
fue precipitadamente de Restland al hospital de Parkland, no
estaba solo. Wes Allen, tal y c o m o recuerda Lois, lo acompañaba.

En agosto de 2003, cuando por fin dimos con él, Tom le llamó
por teléfono. Alien expresó su resistencia a hablar del tema, y le
dijo que no entendía nuestro interés por J o h n Ligget. Y cuando
Tom se refirió a la fecha del 22 de noviembre de 1963, sus res-
puestas se volvieron aún más vagas.
—¿John Ligget era amigo suyo?
—Sí, a m e n u d o trabajamos j u n t o s en el cementerio.
— ¿ Q u é o c u r r i ó el viernes 22?
— N o m e acuerdo.
— ¿ C ó m o se enteró de que el presidente había muerto?
— H m m . . . No me acuerdo. Alguien debió de decírmelo. Algún
empleado de Restland.
—¿John también trabajaba aquel día?
— D e eso no me acuerdo. Probablemente...
— S u esposa y su hijastra nos han contado que usted y él se
fueron j u n t o s a Parkland.
— N o recuerdo ese detalle.

314
—Ellas recuerdan que usted i n f o r m ó a Ligget de la m u e r t e
de JFK y que acto seguido se fueron de Restland.
— N o lo recuerdo. Lo siento.
Tom iba a colgar cuando Alien, deseoso él también de termi-
nar la conversación, hizo esta curiosa aclaración:
— C o m p r é n d a m e bien, yo no digo que todo eso sea falso. Lo
único que digo es que no lo recuerdo.
Después de Richard N i x o n y George H. Bush, Wes Alien, el
colega de John Ligget, era la tercera persona aquejada de a m n e -
sia en lo tocante al 22 de noviembre de 1963.

315
73

LIMPIEZA

El capítulo protagonizado por Ligget aún no estaba cerrado.


Porque Billie Sol había pronunciado su n o m b r e en el marco del
asesinato de Jay Bert Peck, el sosias de Lyndon Johnson. Así que
todavía nos quedaba p o r avanzar un trecho en esa dirección.

Lois ignoraba el extraño pasado de su esposo pero se acorda-


ba de su último encuentro en 1974.
— N o s divorciamos en 1968 porque a mí cada vez me costa-
ba más aguantar a las personas que él frecuentaba. Las partidas
de p ó q u e r que organizaba en casa no eran n i n g u n a b u e n a
influencia para mis hijos. De todos modos, nuestra ruptura fue
amistosa. A John le encantaba salir y a mí también. En septiem-
bre de 1974, recibí una llamada suya. Al otro lado del teléfono,
preso de una especie de ataque de pánico, me pedía que fuera a
verle i n m e d i a t a m e n t e al C r e e k L o u n g e , un local del q u e era
cliente habitual.
Lois, sorprendida p o r el t o n o inquieto de su ex marido, le
pidió a su hija D e b b i e que la acompañara. El e n c u e n t r o d u r ó
unos pocos minutos:

316
—-John me anunció que le iban a detener por asesinato al día
siguiente. Y añadió q u e si le ocurría algo yo no tenía de q u é
preocuparme ya que él había contratado un seguro de vida cuyos
beneficiarios eran mis hijos. Antes de despedirnos, John le regaló
a Debbie unos gemelos que habían pertenecido a su padre.

Al día siguiente, c o m o había predicho, J o h n Melvin Ligget


fue arrestado por h o m i c i d i o frustrado contra la viuda de... Jay
Bert Peck.
El caso tenía detalles de lo más sórdido. Para empezar, la víc-
tima había sido salvajemente golpeada. Luego, utilizando un
cuchillo, su torturador le mutiló el sexo. C o n el fin de ocultar
su crimen, Ligget remató la macabra faena provocando un incen-
dio. Era prácticamente imposible que la viuda de Peck escapase
a las llamas, pero gracias a un esfuerzo extraordinario por su parte,
logró deslizarse hasta el exterior antes de perder el c o n o c i m i e n -
to. C u a n d o , dos días más tarde, recuperó sus constantes vitales,
dijo que no sólo conocía a su agresor sino que era la misma per-
sona que había asesinado a su marido algunos años antes.
¿Su nombre? ¡John Melvin Ligget!

La historia era de locos. Y merecía que Billie Sol compartiera


con nosotros de una vez por todas lo que sabía de la m u e r t e del
p r i m o y sosias de Lyndon Johnson.
— U n año después de la desaparición de JFK, Peck c o m p r ó
una casa nueva y soberbia en Plano, el mejor barrio de Dallas en
aquella época. Ese mismo año, definitivamente era su año, se c o n -
virtió también en el propietario de un bar de m o d a . No obs-

317
tante, oficialmente Peck no era más que el jefe de seguridad del
millonario Murchinson.
Para Estes, no hay duda alguna de que a Peck le pagaron para
que participara en el asesinato de Kennedy.
—Su problema era que jugaba demasiado y perdía mucho. En
1968 tuvo que hacer frente a una e n o r m e deuda de juego. Para
salir del atolladero recurrió a Lyndon, y Ligget recibió la orden
de ocuparse de su caso. Un fin de semana, Ligget llamó a la puer-
ta del chantajista y le pidió a Jay Peck que le acompañara al d o r -
mitorio. U n a vez allí, le disparó una bala en la cabeza. Al salir,
Ligget pasó p o r el salón y, sin inmutarse, le dijo a la m u j e r de
Peck que su marido acababa de suicidarse.Y que tenía que espe-
rar media hora antes de avisar a la policía.
Hasta 1974, la viuda de Peck había respetado las consignas de
Ligget, pero ahora que había intentado asesinarla también a ella,
consideraba que el pacto había quedado roto. Ya podía d e n u n -
ciarlo.

Las dos trágicas desapariciones estaban confirmadas, pero yo


seguía sin entender por qué Ligget había vuelto sobre sus pasos
seis años después. ¿Por qué había intentado matar a la viuda Peck
después de tantos años?
—Pasaron muchas cosas en 1974 — m e indica Billie—. Para
empezar, el fallecimiento de Lyndon. Y luego Ligget se encargó
de la limpieza.
—¿Pero por qué en 1974, once años después de lo ocurrido
en Dealey Plaza?
Billie Sol duda, buscando la mejor manera de responderme.
—La cosa se remonta al origen del plan, a los preparativos del
asesinato de Kennedy. Cada participante recibía un millón de

318
dólares por año, y los pagos eran efectuados por Ed Clark, u n o
de los abogados de Lyndon que entre otras cosas se encargaba de
la opacidad fiscal de sus gastos.
Sobre este punto, Estes no me decía nada nuevo. Algunas sema-
nas antes, en efecto, yo había hablado p o r t e l é f o n o con Barr
McClellan. Empecé por felicitarlo, ya que u n o de sus hijos, cer-
cano a George W. Bush, se había convertido en portavoz de la
Casa Blanca. Barr, que estaba terminando de redactar una obra
que también ponía en tela de juicio la actuación de Lyndon J o h n -
son, había sido un asociado de Ed Clark y decía lo mismo que
Billie. Desde Austin, Clark se había encargado de pagar a los ase-
sinos del presidente sin levantar sospechas.
— C a r t e r — a ñ a d e Billie—, el principal gestor de los fondos
secretos, m u r i ó en 1971. Lyndon, por su parte, m u r i ó en 1974.
Reinaba cierta inquietud entre los diferentes protagonistas de ese
complot. El pago anual debía mantenerse aún tres años más...
Finalmente, la familia de un millonario de Dallas puso el dine-
ro. Pero no para la totalidad de los implicados. Clark percibió su
parte así c o m o los tiradores. Los otros, en cambio, recibieron la
visita de Ligget.

Según la investigación del Departamento de Policía, motiva-


da por la detención de Ligget, seis personas más murieron de la
misma manera: una atroz mutilación de las víctimas que incluía
los genitales y luego, mientras agonizaban, un incendio en el que
debían desaparecer.
—Ligget estaba fascinado por la m u e r t e — c o m e n t a Estes—.
No era ni más ni m e n o s que un asesino en serie de cuyas afi-
ciones supo aprovecharse la organización responsable del asesi-
nato de Kennedy.

319
En 1974, Ligget asesinó a Lewis T. Stratton y M a u r i n e Joyce
Elliot, una pareja de cafeteros que fue quemada viva en el incen-
dio que siguió a la paliza y la mutilación. ¿A qué se debió esta
ejecución? A que M a u r i n e era una antigua camarera del Creek
Lounge, un bar cercano a Restland en el que en otro tiempo se
reunía el hampa de Dallas y en el que Ligget comentaba sus tra-
bajos, incluidos los realizados fuera del cementerio. D a d o que
ella podía haber oído retazos de las conversaciones y Stratton
tenía la mala suerte de ser su compañero, tenían que morir.
— T a m b i é n me enteré a través de fuentes fiables —prosigue
Billie— de que Ligget asesinó a R o s c o e W h i t e y ocultó el cri-
m e n m e d i a n t e un i n c e n d i o accidental. En el m o m e n t o de su
desaparición, R o s c o e tenía una seria deuda de j u e g o y, además,
una tendencia a hablar demasiado. No había participado en el
asesinato de Kennedy, pero se relacionaba con u n o de los tira-
dores. W h i t e m u r i ó en 1971, al igual que M a l c o l m Wallace y
Cliff Carter. Algunos lo considerarían una mera casualidad...
El rastro del tirador reaparece en Nueva Orleans. Y todavía
en 1974, cuando tres personas m u r i e r o n en las mismas c o n d i -
ciones: las víctimas era salvajemente golpeadas, luego mutiladas
y finalmente abandonadas a las llamas. A u n q u e Billie ignora la
causa directa de esas muertes, sí encuentra una relación entre
ellas: el hecho de que las tres víctimas trabajaban para un g r u p o
cuyo accionista principal era u n o de los millonarios de Dallas.
—-John Kennedy no fue la única víctima del 22 de n o v i e m -
bre de 1963 —afirma Estes—. Porque además de los Peck y de
la lista de Ligget, también cayeron R u f u s McClean, George De
Mohrenschildt, J o h n Holmes Jenkins, Sam Campisi, Joseph Fran-
cis Civello, M a r y Ester Germany, R o s e C h e r a m i e , C l a y t o n
Fowler... Y seguro que se me olvida alguien.

320
R u f u s McClean, fiscal de El Paso, fue el primero que, en 1961,
intentó acabar con Billie Sol Estes. En cambio, no me sentía del
todo c ó m o d o al incluir el n o m b r e de George De Mohrenschild
en esa lista. Oficialmente, en efecto, se había suicidado horas antes
de su cita con el investigador de la comisión de investigación del
Congreso que había decidido reabrir el caso JFK.
—Suicido, asesinato... P u e d o afirmar que su inestabilidad psi-
cológica preocupaba a numerosas personas en Dallas. Y por tanto,
que su suerte estaba echada —declara Estes.
Por su parte, De Mohrenschild era una pieza del puzle que
no se podía descuidar. Era un amigo cercano de Oswald que, en
una película inédita grabada pocas semanas antes de su desapa-
rición y que hoy está en manos de un coleccionista privado en
Europa, reconocía haber manipulado a Lee Harvey para asegu-
rarse de que participaría en el asesinato de JFK.
En cuanto a R o s e Cheramie, fue hallada muerta al borde de
una carretera secundaria de Tejas el 4 de septiembre de 1965.
Antes del asesinato de Kennedy, trabajaba haciendo striptease en
el Carrousel Club de Jack Ruby. Y el 19 de noviembre de 1963
la habían encontrado caminando por la cuneta de una carretera
de Nueva Orleans, al límite de la sobredosis de heroína y cubier-
ta de hematomas. En varias ocasiones, mientras estuvo hospita-
lizada, dijo que a J F K lo iban a matar en Dallas.
— ¿ Y Mary Ester Germany?
— E r a la casera del último domicilio de Lee Harvey Oswald
en el barrio de Oak Cliff —explica Billie Sol—. La mataron por-
que conocía la identidad de los inquilinos de las otras diecinue-
ve habitaciones y las c o n e x i o n e s entre Lee Harvey Oswald y
algunos miembros de la mafia tejana.
Sam Campisi, p o r su parte, representaba a la Cosa Nostra en
Dallas y era amigo de Jack Ruby. C o m o Joseph Civello, el h o m -
bre de Carlos Marcello, el padrino de Nueva Orleans, en Tejas.

321
Por último, Clayton Fowler, m u e r t o el 22 de marzo de 1971 a
la edad de cuarenta y nueve años, estuvo al frente de la defensa
de Jack R u b y durante su proceso.
—Y si mis informaciones son buenas — i n t e r v i e n e Estes—,
la razón de que lo matasen fue que conocía algunos detalles acer-
ca de la red de lavado de dinero q u e trabajaba al servicio de
Lyndon.
En cuanto a J o h n Ligget, el antiguo especialista en recons-
trucción facial convertido en asesino en serie, nunca llegó a pasar
por un tribunal. En 1975, durante un traslado, intentó escapar y
fue abatido de un disparo p o r la espalda.
Siempre según la versión oficial, claro está.

322
74

DESAPARICIÓN

— N u n c a dejó de parecerme extraño que J o h n Ligget supie-


ra que iban a arrestarlo — n o s suelta Billie Sol—.Y tampoco que
se sentase a esperar tranquilamente sin intentar salvarse cuando,
al tratarse de asesinato, lo que le esperaba al final del proceso era
la silla eléctrica.
Estes sigue ostentando el raro don de abrir caminos a la chita
callando.
A mí, c o m o es lógico, también me intrigaba esa sorprenden-
te serenidad.

¿ C ó m o explicar el detalle todavía más insólito de que J o h n


fuera interrogado y su caso i n m e d i a t a m e n t e archivado c o m o
secreto? ¿Por qué el juez de Dallas prohibió a la policía de Plano,
d o n d e vivían los Peck, q u e interrogara a ese sospechoso? ¿Y
c ó m o es que Ligget se q u e d ó encerrado durante varios meses
sin rendir cuentas p o r su actuación aunque, eso sí, sometido a
una discreta vigilancia?
— J o h n me escribió un día para pedirme que fuera a visitar-
lo a la cárcel — n o s dice Lois—.Yo vivía en Austin, pero me dije

323
que él tenía un buen motivo para querer verme en su celda de
Dallas. Así, sin hablar de ello con nadie, t o m é la decisión de ir a
verlo. Pero en el último m o m e n t o cambié de idea. Había reci-
bido una llamada de Malcolm, el h e r m a n o mayor de John, que
quería v e r m e de inmediato en un parque de Austin. Se había
enterado, sin que yo supiera cómo, de que me proponía visitar a
J o h n y me aconsejó, por el bien de mi familia, que me olvidara
de esa idea y del propio J o h n . Por prudencia, obedecí.
A Malcolm, h e r m a n o de J o h n , que se movía entre Austin,
centro del p o d e r tejano, y Washington, se le p u e d e ver en una
fotografía en blanco y n e g r o tomada en 1963. Sentado a una
mesa de un bar, mira directamente al objetivo. A su izquierda se
encuentra Jack Ruby.

Y la propia muerte de J o h n Ligget, mientras aguardaba la que


hubiera sido su primera confrontación con la justicia, ¿no era
también de lo más sospechosa? ¿Acaso su intento fallido de huida
no beneficiaba a mucha gente?
A principios de los años noventa, Debbie, la hija de Lois, deci-
dió saber un p o c o más sobre la extraña personalidad de su ex
padrastro. Para ello, se entrevistó con Lona Ligget, la última esposa
de J o h n , una mujer que, confiando en el parentesco que la unía
a Debbie, le dio algunas informaciones inquietantes.
— E l cadáver de J o h n fue enviado a Restland. Y Lona, que
había decidido verlo una última vez, se presentó sin previo aviso
en la morgue. La condujeron hasta el ataúd d o n d e descansaba el
c u e r p o de J o h n , y entonces se llevó una sorpresa: aquel cadáver
no era el de su compañero. Fue categórica: el cadáver tenía inclu-
so un bigote. C u a n d o pidió explicaciones, el empleado de las
pompas fúnebres volvió a tapar el ataúd sin dejar de repetir que,

324
p o r supuesto, se trataba de J o h n Ligget. En ese m o m e n t o , ella
comprendió que era m e j o r callarse.
De ser ciertos, los recuerdos de Lona transmitidos p o r D e b -
bie p u e d e n explicar la actitud de Ligget antes de su detención.
U n a vez finalizada su tarea c o m o maquillador de cadáveres, los
que le encargaron el servicio le ofrecieron una salida: la deten-
ción derivó en una falsa huida hacia algún sitio soleado.

El guión era perfecto, pero yo no estaba en una película. Y


aunque no ignoraba que ése era un tipo de operación frecuen-
te en el marco del programa de protección de testigos, tenía que
demostrar, si era posible, que Ligget, c o m o los mafiosos arre-
pentidos, había desaparecido realmente de esta forma.
La incoherencia de los datos favorecía esta hipótesis. Así, de
creer en la versión oficial, Ligget fue abatido durante su trasla-
do de la oficina del sheriff al tribunal, es decir, a unas decenas de
metros de Dealey Plaza. P r i m e r a cosa extraña: su certificado
de defunción mencionaba otra calle, situada a varios centenares de
metros del lugar en el que habría muerto. La siguiente era que
se desconocía la identidad del sheriff que lo mató. Su n o m b r e ni
siquiera figuraba en las listas de los antiguos empleados del Depar-
tamento de Policía. Por último, y esto era lo más inquietante, el
certificado de defunción de J o h n Ligget decía que había m u e r -
to a consecuencia de una herida en la parte frontal del tórax.
Pero según la versión oficial Ligget fue alcanzado en la espalda
mientras corría h u y e n d o de la policía. ¿Por qué, entonces, su
cadáver presentaba una herida en el lado opuesto?
Hasta 1999, Lois no se había planteado estas preguntas. En su
opinión, J o h n Ligget había m u e r t o en 1974, llevándose consigo
sus secretos. Al desconocer el lado oscuro de su ex marido, no

325
tenía ningún motivo para p o n e r en duda su desaparición. Hasta
el día en que se encontró... con él.
— F u e durante las vacaciones de Navidad. Yo estaba pasando
unos días en Las Vegas con mis nietos. Estábamos una n o c h e en
el Horseshoe, el casino de Benny Binion, cuando de pronto sentí
una presencia que me era conocida. Delante de mí vi la espalda
de un h o m b r e q u e me resultó familiar. Me q u e d é parada y
observé atentamente aquella nuca, tratando de averiguar a quién
me recordaba. El individuo sintió entonces el peso de mi mira-
da y se dio la vuelta. Sus ojos azules, una auténtica firma perso-
nal, se clavaron en los míos. Era J o h n .
El intercambio de miradas duró un par de segundos.
—Bruscamente, volvió la cabeza y se acercó a u n o de los agen-
tes de seguridad del casino. Le dijo algunas palabras al oído seña-
lando hacia nuestro grupo. A continuación, se precipitó en el
ascensor mientras el agente se aseguraba de que fuera imposible
seguirle. Fue algo m u y breve pero estoy segura de que acababa
de ver a J o h n Ligget.

Aparte de que Lois es una persona de fiar, la historia de un


encuentro imprevisto con J o h n Ligget, veinticinco años después
de su muerte, no me sorprendió lo más mínimo.
Porque desde hacía algunos meses yo tenía la seguridad de
que Malcolm Wallace también había ido a parar a la capital del
juego... tras su m u e r t e accidental en 1971.

326
75

SEGUNDA VIDA

U n a vez más, Billie Sol saca el tema de la m u e r t e del segun-


do tirador. Tom y yo hablamos de la desaparición de Cliff C a r -
ter en 1971 cuando Estes deja caer lo siguiente:
— C l i f f m u r i ó el m i s m o año que Mac. En realidad, para ser
exactos, debería decir «el mismo año en que Mac se evaporó».

El 7 de enero de 1971, Malcolm E. Wallace fue llevado al ser-


vicio de urgencias del Hospital Médico y Quirúrgico de Pittsburgh,
Tejas. Eran las 19.58 y el parte médico fue: «Ingresó cadáver.» En
su informe, R o n n y Lough, el guardia de tráfico de fe autopista,
declaró que «el conductor debió de perder el control sobre su vehícu-
lo, saliéndose de la carretera y yendo a empotrarse contra el pilar
de un puente sobre la autopista 271». El policía puntualizaba que
la calzada «no tenía hielo ni estaba mojada, y ningún otro vehícu-
lo se vio implicado en el accidente», y terminaba con un detalle
interesante: «No ha sido posible encontrar ningún testigo.»
M a c Wallace, el tirador del Texas School B o o k Depository,
tenía cuarenta y nueve años.

327
Durante su investigación, Jay, el antiguo policía de Dallas que
ahora colaboraba c o n T o m y c o n m i g o , c o n o c i ó a u n o de los
médicos de Pittsburgh. Actualmente establecido cerca de Austin,
este h o m b r e recordaba la llegada de la p r i m e r a víctima de la
carretera del año 1971.
— E r a mi p r i m e r cadáver en Pittsburgh. Y tuvimos algunas
dudas a propósito del cuerpo. Había ciertamente señales del acci-
dente, pero también había indicios que sugerían que la m u e r t e
se remontaba a u n o o dos días antes.
El médico no se acordaba, en cambio, de quién había redac-
tado el certificado de defunción. Sin embargo, era un documento
interesante ya que se estuvo m o v i e n d o d u r a n t e un año entre
Pittsburgh y Austin antes de ser dado p o r válido p o r el Estado
de Tejas. Un documento interesante sobre todo porque en el ori-
ginal se puede apreciar que las causas del fallecimiento y la des-
cripción de las heridas fueron modificadas en varias ocasiones.

— H a b í a n puesto precio a su cabeza.


Billie Sol no desea compartir su fuente con nosotros pero es
categórico: Mac Wallace no m u r i ó en 1971.
— B e b í a y jugaba demasiado. Él siempre había tenido estos
vicios, pero esta vez habían adquirido unas proporciones peli-
grosas para la red de contactos que utilizaba sus servicios. Mac
era una persona viciosa, m u y viciosa.
— ¿ Y entonces?
— E n t o n c e s decidieron deshacerse de él. Pero Mac se enteró
y preparó su propia huida, logrando desaparecer entre Califor-
nia y Las Vegas, d o n d e tenía algunos amigos en el Horseshoe.
Encontrarnos con Mac Wallace en el mismo lugar que J o h n
Ligget nos parecía lógico: algunos miembros de la red de c o n -

328
tactos de Johnson no eran más que matones a sueldo. Asesinos
que trabajaban para la mafia del Sur de Estados Unidos. Al estar
Las Vegas bajo el control de la Cosa Nostra desde siempre, era
casi natural apelar a una poderosa organización para escapar a las
iras de otra.

Tom B o w d e n y yo mismo somos, pues, categóricos: Malcolm


E. Wallace vivió hasta principios de los años ochenta. No en vano
existen pruebas de su presencia en Las Vegas en 1979 y 1980. En
cualquier caso, siguiendo los consejos de nuestro último testigo,
h e m o s preferido dejar para otros la tarea de hacerlas públicas.

329
76

ASESINATO

Hacía ya cerca de tres años que, gracias a las revelaciones de


Billie Sol, yo me había sumergido en el meollo del complot.
Tres años d u r a n t e los cuales había percibido, c o n t r a s t a d o y
seguido pistas falsas, y había descubierto informaciones autén-
ticas. Tres años de esperanzas, de dudas, de decepciones y t a m -
bién de miedo.
Por m o m e n t o s , ese periplo me había entusiasmado. Otras
veces, en cambio, me había aterrado. Durante un tiempo llegué
a perder el sueño mientras Tom, por su parte, dejaba una pisto-
la al alcance de la m a n o cuando se acostaba. C o m o si la muerte
fuera a visitarnos por la noche.
Poco a poco, finalmente, nos acostumbramos a vivir con los
secretos del 22 de noviembre de 1963.
Nosotros sabíamos que nos iba a resultar difícil ser convin-
centes, pero que al llegar a nuestra meta respiraríamos mejor,
liberados del peso del conocimiento.
Nuestro recorrido a través de la Historia de Tejas y de Esta-
dos U n i d o s había sido m u y instructivo. Había sido necesario
cerrar el caso Marshall. A partir de ese momento, Billie Sol podía
seguir adelante.

330
Por fin estábamos listos para oír la verdad acerca del 22 de
noviembre de 1963.

—La práctica totalidad de mis informaciones sobre el asesi-


nato de J o h n K e n n e d y la o b t u v e c o n p o s t e r i o r i d a d al 22 de
noviembre. Y muchas de ellas proceden de una reunión con Cliff
C a r t e r y M a l c o l m Wallace en el hotel Driskill de Austin en
diciembre de 1963. Otras surgieron de mis conversaciones con
Cliff, Mac y el propio Lyndon. La más importante se remonta
de todos modos a agosto de 1971, durante una conversación con
Carter. Por último, algunos detalles p r o c e d e n de e n c u e n t r o s
con algunas personas implicadas en el asesinato cuya identidad
no voy a revelar.

El viaje de J o h n Jackie Kennedy a Tejas c o m e n z ó con una


recepción en H o u s t o n y una parada en San Antonio. Si bien ofi-
cialmente JFK se encontraba en ese Estado para rendir un h o m e -
naje a u n o de sus compañeros de travesía política y recolector
de fondos, la verdadera razón por la que se había desplazado hasta
allí era para poner orden en las filas del Partido Demócrata. Dado
que un año más tarde Kennedy se iba a presentar de nuevo a las
elecciones presidenciales, R a l p h Yarborough y J o h n Connally
estaban obligados a reconciliarse.
Después de pasar la n o c h e en un hotel de Fort W o r t h y de
desayunar al día siguiente con los representantes de la cámara
de comercio de la ciudad, el presidente se m o n t ó en el Air Force
O n e para volar hasta Dallas. Aquí el programa preveía que des-
filaría por las calles antes de acudir a un banquete organizado en

331
el Trade Mart. Tras de un breve discurso, JFK debía volver a su-
birse al Boeing oficial, esta vez con destino a Austin, donde estaba
previsto que durmiera en el rancho de Lyndon B. Johnson, des-
pués de la enésima recepción en su honor.
El Air Force O n e aterrizó en el a e r o p u e r t o Love Field de
Dallas a las 11.37. Había dejado de llover, hacía buen tiempo y
el t e r m ó m e t r o marcaba casi treinta grados. La limusina presi-
dencial, una Lincoln convertible m o d e l o 1961, estaba esperan-
do para el desfile. La comitiva salió de Love Field a las 11.50 e
inició el recorrido que habían anunciado los periódicos locales.
Jesse Curry, el jefe de la policía de Dallas, Bill Decker, sheriff
de la ciudad, y dos agentes de los servicios secretos iban en cabeza.
En la limusina, situada en segunda posición, J o h n Connally y
su esposa Nelly acompañaban a J o h n y Jackie. Inmediatamente
detrás de la Lincoln iba el Q u e e n Mary, un coche del Servicio
Secreto ocupado por agentes armados. El vehículo siguiente trans-
portaba al vicepresidente Lyndon B. Johnson, el senador R a l p h
Yarborough y sus esposas. Algunas autoridades locales, miembros
del gabinete presidencial y representantes de la prensa cerraban
la comitiva. Los vehículos avanzaron hasta el centro de Dallas sin
mayores dificultades.
En los años sesenta, el centro de negocios de la ciudad se
encontraba a la altura de M a i n Street. M a i n Street y otras dos
calles m u y transitadas, C o m m e r c e Street y E l m Street, conver-
gían j u s t o después de Dealey Plaza. El itinerario c o n t i n u a b a
hasta la Stemmons Freeway para finalizar en el Trade Mart. Para
ello, la comitiva debía girar a la derecha p o r H o u s t o n Street y
luego a la izquierda p o r Elm Street, antes de bajar hasta D e a -
ley Plaza. Un itinerario complicado que incluía un viraje m u y
cerrado. Los vehículos estaban obligados a reducir su velocidad
a su paso por un edificio de ladrillo ocre: el Texas School B o o k
Depository.

332
Según la comisión Warren, fue en ese m o m e n t o cuando Lee
Harvey Oswald abrió fuego, realizando tres disparos desde una
ventana situada en el quinto piso del edificio. U n a de las balas
erró su objetivo y rebotó sobre u n o de los pilares de cemento del
puente de la vía férrea cercana. Otra, más conocida c o m o la «bala
mágica», acertó en la espalda del presidente y luego volvió a salir
por su garganta antes de alcanzar a Connally también por la espal-
da, reventándole un costado y saliendo por su pecho para acabar
alojándose en u n o de sus muslos. Por último, el tercer proyectil,
disparado desde atrás, hizo saltar por los aires el cráneo de JFK.
Inmediatamente, la Lincoln presidencial salió a escape en direc-
ción al hospital de Parkland, d o n d e los médicos intentaron en
vano salvar al trigésimo quinto presidente de Estados Unidos. A
la 1 de la tarde, su m u e r t e fue anunciada oficialmente.
U n a vez conocido el fallecimiento de JFK, Lyndon Johnson
subió al Air Force O n e . Entonces comenzó una larga espera, sólo
interrumpida por la llegada del c u e r p o de J o h n Kennedy. Antes
de que el avión despegase con r u m b o a Washington, LBJ deci-
dió prestar j u r a m e n t o a bordo. La dificultad de encontrar al j u e z
exigido p o r J o h n s o n justificó el retraso c o n el que el B o e i n g
abandonó la pista de Love Field.
Siempre según el i n f o r m e Warren, Lee Harvey Oswald fue
detenido a primera hora de la tarde en un cine, el Texas T h e a -
tre. Bajo una fuerte escolta, fue conducido de inmediato a la cár-
cel de la ciudad. Pero el domingo siguiente por la mañana, cuan-
do se iniciaba su traslado a la prisión del condado de Dallas, Jack
Ruby, propietario de un club, irrumpió entre la nube de perio-
distas y disparó a bocajarro sobre el prisionero. U n a vez. U n a
sola. Pocas horas después, el presunto asesino de J o h n F. Kennedy
moría en el hospital de Parkland.
Un año más tarde, la comisión de investigación, designada por
Lyndon Johnson y presidida por Earl Warren, llegaba a la c o n -

333
clusión de que sólo había habido un asesino. Según ella, no h u b o
ningún complot en Dallas.

La verdadera historia del asesinato de J o h n F. K e n n e d y no


tiene nada que ver con este relato. C o m o dice Billie Sol Estes,
es incluso una historia relativamente sencilla. En cualquier caso,
menos complicada de lo que cuarenta años de tesis conspiracio-
nistas podrían hacernos creer.
—La decisión final de eliminar a Kennedy fue tomada duran-
te una partida de p ó q u e r celebrada en el restaurante Brownies
situado en Grand Avenue, en Dallas —asevera Estes.
Desde finales de los años cuarenta, el lugar era la meca de todo
aficionado a los juegos de cartas clandestinos. A principios de los
años cincuenta, el primer piso había sido transformado en una
sala de juegos, mientras que en la planta baja se apretaba hasta
bien entrada la n o c h e una clientela heterogénea compuesta de
millonarios y pobres, policías y delincuentes, prostitutas y p r o -
xenetas. H. L. H u n t , el h o m b r e más rico del m u n d o , pertenecía
al círculo de los clientes habituales del restaurante y de la sala de
arriba. En cuanto al padre de Malcolm Wallace, su oficina esta-
ba instalada en ese mismo primer piso.
— E n mayo de 1963 —insiste Billie—, Cliff asistió a una par-
tida de p ó q u e r que enfrentaba a altos cargos de la mafia tejana.
Los cuales m e n c i o n a r o n la posibilidad de deshacerse de K e n -
nedy, con la que llevaban soñando varios meses. Pero esta vez,
cuando la sala se vació al final de la partida, la conversación t o m ó
un giro m u c h o más serio. H. L. H u n t y D. H. Byrd, el propieta-
rio del Texas School B o o k Depository, estaban presentes.
A u n q u e está claro que no estaban solos, según Cliff Carter
— q u e fue quien se lo contó a Estes—, ellos fueron los que lleva-

334
ron el peso de la conversación. Y rápidamente Carter recibió la
orden de encargarse del asunto.
— N o sé quién t o m ó la decisión final de pasar a la acción.
Pero en cambio estoy convencido de que Cliff pidió en n o m b r e
de Lyndon que el proceso se acelerase y que se tomase una pos-
tura definitiva sobre el tema.
En realidad, si bien la mafia tejana planeaba asesinar a JFK
desde hacía algún tiempo, la reflexión de LBJ y Carter estaba
m u c h o más avanzada. A m b o s tenían un m i s m o objetivo, pero
todavía hacía falta sumar las voluntades de todo el m u n d o y dar
el paso.
—Carter ya había empezado a reflexionar sobre los medios
necesarios para llevar a cabo tal operación. C o n el propósito de
conservar el control sobre el asunto, anunció esa misma noche
que el dinero utilizado para sacar adelante el proyecto tendría que
salir de los fondos secretos de Lyndon. Y que los participantes
serían pagados a c o n t i n u a c i ó n según las modalidades que él
mismo establecería. Y en ese mes de mayo de 1963, los j u g a d o -
res de póquer se comprometieron a p o n e r un millón de dólares
sobre la mesa. Cliff tuvo buen cuidado de tranquilizar a sus «inver-
sores»: sus nombres nunca serían relacionados con el asesinato.
Para evitar toda posibilidad de filtración, no les daría ningún deta-
lle de la operación. Se limitó a precisar que el mes de noviem-
bre parecía el m e j o r m o m e n t o .
Unas semanas antes, el presidente Kennedy había aceptado la
idea de ir a Tejas a presidir una ceremonia en h o n o r de Albert
Thomas, un m i e m b r o local del Congreso.

U n o de los jugadores, cuyo n o m b r e Billie no quiere hacer


público, era un industrial tejano y al mismo tiempo el principal

335
apoyo financiero del sheriff de Dallas, Bill Decker. Convencido
de su influencia, se encargó de ganarse la confianza de Decker,
pero también de incorporar a su causa a dos personajes clave del
departamento de policía de Dallas. El control de los dos cuer-
pos de seguridad de Dallas era en efecto esencial para el éxito
de la operación.
En cuanto a D. H. Byrd, aliado político de Lyndon desde hacía
muchos años, magnate agrícola y empresario petrolero con par-
ticipaciones importantes en compañías relacionadas con la aero-
náutica militar, c o m o LTV, que llevaba utilizando los servicios
de Mac Wallace desde 1951, gestionaba sus intereses pensando a
corto plazo.
— U n a vez que LBJ se h u b o instalado en la Casa Blanca, los
contratos vinculados a la guerra de Vietnam reportaron a Byrd
bastante más de lo que había invertido en los fondos secretos
de Lyndon aquella n o c h e de mayo de 1963. Implicado en el
sector inmobiliario — t e recuerdo que era el d u e ñ o del edificio
del Texas School Book Depository—, ha llegado a revelar a u n o
de sus amigos con el que estaba en Tyler, la n o c h e del 22 de
n o v i e m b r e de 1963: «Han utilizado mi edificio para matar al
presidente.»
Otro «generoso donante» del complot, H. L. Hunt, era un per-
sonaje complejo y apasionante. Así, aunque era ultraconservador,
practicaba la bigamia sin el m e n o r rubor. U n a parte de su for-
tuna «alimentaba» a centenares de grupos de extrema derecha a
lo largo y ancho del m u n d o , también en Francia. Pero su autén-
tica pasión era el poder. E n t r e otras cosas, distribuía gratuita-
m e n t e por todo el territorio de Estados Unidos unos libros en
los que describía su visión de una sociedad mejor. En el m u n d o
de Hunt, el derecho al voto guardaba una proporción directa con
el p o d e r adquisitivo, de manera que un millonario valía siete
veces más que un obrero.

336
— H u n t era brillante. Había visto, por ejemplo, el partido que
podía sacar de la radicalización de la lucha de la comunidad negra
y realizó una importante aportación financiera a la causa de Mal-
colm X. Esperaba que una vez armado el g r u p o desencadenaría
una guerra civil y él podría aprovecharse del caos subsiguiente.
Algunos minutos después del tiroteo de Dealey Plaza, H. L.
H u n t se fue de Dallas a Washington, d o n d e tenía una casa cer-
cana a las de J o h n s o n y Hoover.

— E l c o n j u n t o de mis conversaciones de 1963 a 1971 c o n


Cliff Carter, M a l c o l m Wallace y Lyndon J o h n s o n me p e r m i t e
afirmar que Carter era el cerebro de esta operación. Era un ver-
dadero estratega. Su inteligencia era superior y sus años en el
ejército y luego c o m o US Marshall lo habían preparado para
organizar y gestionar esa clase de operaciones. Por último, y sobre
todo, poseía una cualidad de gran valor para Lyndon: era una
persona de una lealtad inquebrantable.
Según Billie Sol, fue el propio Cliff Carter quien tuvo la idea
de ofrecer un culpable a la opinión pública.

— U n a vez reunido el dinero y con el plan trazado a grandes


rasgos, la etapa siguiente fue asegurarse de que K e n n e d y iba a
venir a Tejas. U n a tarea reservada a Lyndon y a su equipo, así
c o m o a una persona cercana a Kennedy. En efecto, Cliff tenía
un h o m b r e en el círculo del presidente. Después de la m u e r t e
de JFK, esta persona se convirtió en un miembro importante del
comité electoral de LBJ en 1964. Su proximidad a Cliff fue deter-
minante para su nombramiento.

337
Tras la aprobación de la visita a Tejas, Carter abandonó Was-
hington para ir a instalarse en Austin. Esto o c u r r i ó en el mes de
julio de 1963.
— S u regreso a Tejas respondía a la voluntad de conocer todos
los detalles de los preparativos del crimen. El desfile de Dallas
fue así controlado enteramente p o r hombres de Lyndon. J o h n
Connally, de quien ignoro si f o r m ó parte del complot, participó
en cambio activamente en la elaboración del itinerario.
De esta manera, cuando Jerry Bruno, responsable del Partido
Demócrata encargado de preparar el programa de actividades y
el itinerario del presidente, desaprobó oficialmente la elección
de los lugares, el gobernador Connally viajó a Washington y obtu-
vo la c o n f i r m a c i ó n de q u e él era la única persona que podía
tomar las decisiones finales relativas al trayecto presidencial.
De creer a Estes, había infiltrados p o r todas partes. Los otros
dos h o m b r e s que supervisaban el desfile presidencial también
estaban bajo el control de Cliff Carter. Jake P u t e r b a u g h , q u e
decidió el trazado final, había trabajado a su lado en el D e p a r -
tamento de Agricultura con Malcolm Wallace. El reparto de las
acreditaciones de prensa y de las plazas en el desfile había sido
otorgado a Weekly y Valenti, la agencia de relaciones públicas
instalada en Austin y cuyo presidente, Jack Valenti, trabajaba para
L y n d o n desde m e d i a d o s de los años c i n c u e n t a . Asimismo, se
encargó de la cena de gala ofrecida en h o n o r de Albert T h o m a s
en H o u s t o n .
—Jack Valenti se encontraba t a m b i é n en el Air Force O n e
cuando LBJ prestó juramento. Una de las primeras decisiones del
nuevo presidente de Estados Unidos fue la de nombrar un c o n -
sejero especial, asignándole unos h o n o r a r i o s considerables. Y
cuando, en la n o c h e del 22 al 23, Lyndon se retiró a sus aposen-
tos, sólo dos hombres lo acompañaron para preparar su primera
jornada al frente del país: Cliff Carter y Jack Valenti.

338
En cuanto a la seguridad del recorrido, corría a cargo de los
servicios secretos, del departamento de policía de Dallas y de la
oficina del sheriff Bill Decker. Ahora bien, en cada una de esas
organizaciones, Cliff Carter, Lyndon Johnson o algún otro m i e m -
bro influyente de su red de contactos controlaban a los perso-
najes clave.

— E l plan era sencillo: Kennedy tenía que ser asesinado p o r


un único asesino que, a su vez, moriría durante su detención. A
continuación, desde Dallas a Washington, se haría todo lo nece-
sario para proteger a Lyndon, asegurándose de que la tesis del
enajenado fuese la única existente.
En la medida en que J. Edgar H o o v e r comía en la m a n o de
Johnson y sus aliados, esta estrategia tenía todas las posibilidades
de funcionar.
— A l finalizar la Segunda Guerra mundial, Cliff construyó la
red de contactos políticos de L y n d o n . Se dedicó a reclutar a
la élite universitaria del Estado, siendo su caladero preferido la
Universidad de Tejas en Austin. Un centro que era la segunda
antena universitaria más importante de la CIA en el Sur de Esta-
dos Unidos. Allí fue d o n d e Mac Wallace, estudiante en aquella
época, entró en contacto con G e o r g e De Mohrenschildt y se
lo presentó a Cliff. De Mohrenschildt daba clases en Austin, al
t i e m p o que se preparaba para la o b t e n c i ó n de un diploma en
geología.
En 1963, Mac se enteró de que De Mohrenschildt, que tra-
bajaba para la CIA, vigilaba por encargo de la agencia a un tal
Lee Harvey Oswald, que acababa de volver de la U n i ó n Sovié-
tica. Wallace se puso en contacto con su antiguo amigo de Aus-
tin y le pidió que le presentase a Lee. C o m o el joven no tenía

339
muchas luces, era fácilmente influenciable y estaba necesitado de
dinero, su manipulación no representaba ningún problema.

— C a r t e r y Wallace también conocían a Jack Ruby. Cliff había


coincidido con él en algunas partidas de póquer, ya que el p r o -
pietario del Carrousel C l u b jugaba ocasionalmente y recibía de
vez en cuando en su despacho privado. Sin embargo, no creo
que Jack R u b y estuviera enterado de nada antes de su propia
entrada en escena, puesto que no estaba previsto que Oswald
fuese a ser capturado con vida. En cuanto a mí, yo había estado
en la práctica asociado a R u b y a principios de los años sesenta.
Alexander R u e l , u n o de mis socios en Superior Manufacturing,
la sociedad encargada de p r o v e e r m e de depósitos para fertili-
zantes y de falsas facturas, pretendía invertir en aquella época en
el Carrousel Club y me pidió que le presentara a Jack. La n e g o -
ciación no llegó a b u e n t é r m i n o porque R u e l se enteró, a tra-
vés de un detective privado, de que Jack era homosexual. Lo cual
era a sus ojos un defecto invalidante.
Éste es un detalle fácil de verificar, puesto que la anécdota
figura en la página 883 del pliego X X I I del informe de la comi-
sión Warren.

Todavía quedaba p o r reclutar a los otros tiradores, aquellos


que debían rematar la faena iniciada p o r Oswald. Carter delegó
esta misión en Malcolm Wallace.
— I g n o r o los detalles concernientes al equipo f o r m a d o p o r
Mac. Pero conociendo su experiencia en ese terreno, su talento
para conseguir unos cómplices eficientes que permitiesen p e r -

340
petrar varios «suicidios», estoy seguro de que no le faltaban n o m -
bres ni direcciones. En 1971 Carter me confesó que el equipo
estaba compuesto principalmente p o r tejanos, pues conocía su
sentido de la discreción. En varias ocasiones oí m e n c i o n a r un
n o m b r e cubano y dos o tres nombres franceses, pero ignoro si
efectivamente participaron en la operación. De la misma m a n e -
ra que t a m p o c o sé cuál f u e la posición exacta de los tiradores
que estaban al acecho en Dealey Plaza. En sus confidencias, Cliff
me ha revelado que M a c se encontraba en el q u i n t o piso con
Oswald. Y que había reservado el puesto situado detrás de la
empalizada del Grassy Knoll al m e j o r tirador del grupo.
Según Estes, la ejecución del presidente Kennedy resultó fácil.
Principalmente porque el trabajo previo había dado sus frutos y
la zona de tiro estaba controlada. U n a vez perpetrado el crimen,
como los primeros representantes de la ley que acudieron al lugar
dependían de la oficina del sheriff Decker, el cual también esta-
ba allí, los miembros del c o m a n d o pudieron dispersarse sin p r o -
blemas. Tanto su protección c o m o su huida habían sido planifi-
cadas, y los e l e m e n t o s que debían apoyar la hipótesis de la
existencia de un único tirador fueron hábilmente colocados en
su sitio correspondiente. El único contratiempo, nada desprecia-
ble, fue la detención de Lee Harvey Oswald, que no se desarro-
lló c o m o estaba previsto.

— E l plan inicial preveía su muerte, y no su identificación y


su interrogatorio en el D e p a r t a m e n t o de Policía. Tengo buenas
razones para creer que el policía J. D.Tippit era el encargado de
liquidarlo. Pero, a falta de una confirmación p o r parte de C a r -
ter, no me atrevo a afirmarlo. En cambio, estoy seguro de que
esta d e t e n c i ó n s e m b r ó el pánico entre los participantes en el

341
complot. Y de que no fue hasta entonces cuando se recurrió a
Jack Ruby. Jack no tuvo elección: recibió la orden acompañada
de garantías de clemencia judicial y no p u d o negarse. Pensaba
que podría ser juzgado en Dallas p o r amigos de Lyndon y que,
alegando demencia, conseguiría irse de rositas. De todas m a n e -
ras, si se hubiera negado, habría firmado de a n t e m a n o su sen-
tencia de muerte.
Pero toda esta precipitación hizo cometer un error a los artí-
fices del complot. C u a n d o , el d o m i n g o 24 de noviembre, Jack
R u b y disparó a quemarropa sobre Lee Harvey Oswald, no se dio
cuenta de que había olvidado un trozo de papel arrugado d e n -
tro de u n o de sus bolsillos. El papelito fue encontrado cuando
lo registraron, y en él aparecía el n ú m e r o personal de la fiel y
discreta secretaria del sheriff Bill Decker.

U n a vez c o m e t i d o el crimen, todavía faltaba convencer a la


opinión pública y a los medios de comunicación de que ese cri-
m e n histórico había sido perpetrado por un loco solitario. Fue
un magistral trabajo de desinformación preparado de antemano.
—Cliff conocía a la perfección el engranaje mediático que se
pondría en marcha en las horas siguientes a un asesinato de tal
relevancia. En cualquier asesinato, esas horas son determinantes
tanto para el asesinato c o m o para la dirección en la que va a ir
la información de la televisión y los periódicos. Tras controlar las
pruebas recogidas en el lugar del crimen, se las confió al FBI. La
imagen pública de Hoover en la época era la de un patriota inco-
rruptible, por lo que nadie puso en duda su imparcialidad.
El director del FBI se mostró dispuesto a confirmar la culpa-
bilidad en exclusiva de Oswald y Estados Unidos, llevado por su
trauma, lo siguió c o m o un solo hombre. Y cuando algunos osa-

342
ban expresar sus reservas, se les dio a entender sin miramientos
que se equivocaban, es decir, que les faltaba patriotismo.
— L y n d o n y Cliff ejercieron una presión tremenda sobre las
investigaciones efectuadas por los servicios de Dallas y el Estado
de Tejas. En varias ocasiones, y especialmente entre los días 22 y
24 de noviembre, Cliff entró en contacto con diversos respon-
sables para aconsejarles que se atuvieran a la tesis del tirador soli-
tario. Su contacto principal era Wagonner Carr, el fiscal general
de Tejas, con el que había estudiado. Gracias a él, su mensaje fue
aceptado sin demasiadas reticencias. Sobre todo le pidió que sofo-
cara todo intento de ver más allá. La excusa era fácil de e n c o n -
trar: estaba en j u e g o la seguridad del país.

El 22 de noviembre de 1963, mientras el cráneo de J o h n E


Kennedy estallaba a causa de los disparos, Lyndon Baines J o h n -
son vio por fin realizado su sueño de adolescente: ocupar la Casa
Blanca. Sin adivinar, claro está, que ese puesto no le proporcio-
naría el placer con el que había soñado.
—A Lyndon, en realidad, no le gustaba su f u n c i ó n . N u n c a
logró imponer su visión de una América más justa.
Y es que los amigos que le habían instalado en el codiciado
sillón presidencial ahora iban a arrastrarlo a su guerra.
Bien lejos de Tejas y de los árboles p e r m a n e n t e m e n t e verdes
de Dealey Plaza.

343
77

EXPLICACIONES

Habríamos p o d i d o terminar ahí.


Yo había ido a Tejas para conocer la verdad acerca del 22 de
noviembre de 1963 y Billie Sol había saciado mi deseo.
Pero yo no conocía la historia entera. Quería conocer en pro-
f u n d i d a d los móviles de la red de contactos de J o h n s o n . ¿Por
qué, a principios del año 1963, decidió matar al presidente de la
primera potencia mundial?

Mi pregunta p o n e nervioso a Billie Sol.


— E s una historia m u y sencilla. No te c o m p l i q u e s la vida.
¿ C ó m o habrías reaccionado tú si hubieras estado a un paso de
entrar en la Casa Blanca y, de repente, te dijeran que ibas a p e r -
derlo todo? LBJ no tenía corazón y habría matado a su propia
madre con tal de alcanzar el éxito.
—Pero...
—William, ¿quieres que te diga lo que pienso realmente? Pues
bien: tú eres c o m o J F K . Él no entendía a Tejas ni sus reglas.
N u n c a debió venir aquí. Él sabía que la mayoría de los tejanos
lo detestaba, pero no comprendió la amenaza que este odio repre-

344
sentaba para él. Fue un estúpido, cegado p o r el orgullo habitual
de la élite de la Costa Este. J o h n F. Kennedy nunca se imaginó
que LBJ y sus amigos tendrían los cojones de acabar con él!

Estes está cabreado. Es por tanto el m o m e n t o ideal para pre-


guntarle por su propio papel en esta gigantesca partida de aje-
drez. Se queda callado unos segundos y luego me mira.
—Voy a serte sincero. Yo no estaba al corriente de la planifi-
cación del asesinato, a pesar de que el tema había salido en varias
ocasiones en mis conversaciones con Cliff o con Lyndon. No
olvides que en o t o ñ o de 1963, Carter y Johnson limitaban sus
contactos conmigo al m í n i m o indispensable: yo era un persona-
je molesto. Y además, yo estaba más ocupado luchando para no
ir a la cárcel que preocupado por la suerte de JFK. Desde que
Bobby había tratado de acabar con Lyndon utilizándome a mí
c o m o pretexto mi vida se había convertido en un infierno.
—¿Pero qué es lo que piensas tú de la m u e r t e de Kennedy?
¿Habrías aprobado la decisión de matarlo?
Después de haber j u g a d o siempre limpio con T o m y c o n m i -
go, Estes nos sorprende a los dos con un extraordinario ejerci-
cio de escaqueo verbal:
— C o m o todo buen ciudadano americano, respeto la institución
del presidente de Estados Unidos. E incluso teniendo en cuenta
mis problemas personales, creo que me habría resultado sumamente
difícil intentar quitarle la vida al inquilino del despacho oval...
Al darse cuenta de que su respuesta más que divertirme me
interesa, vuelve a empezar:
— Q u e yo apruebe o deje de aprobar el asesinato del 22 de
noviembre es algo que no tiene importancia. Todo lo que p u e d o
decir es que si se mira desde el punto de vista de un tejano, mere-

345
cía morir. Principalmente p o r q u e era católico y, c o n s e c u e n t e -
mente, había prestado un j u r a m e n t o de fidelidad al Papa. Pero
claro, en mi opinión, c o m o en la de otros, no le era posible ser-
vir a dos amos: entre R o m a y el pueblo americano no estábamos
seguros de a quién elegiría. Cuando uno piensa, además, que había
decidido tomarla con nuestros productores de petróleo y no sólo
eso, sino que se comportaba c o m o un yanqui pretencioso, c o m o
un nordista que mejor se hubiera quedado en su club de campo,
creo que había motivos suficientes para tratar de derribarlo.

Sol está disparado. Hay que aprovechar la oportunidad e inten-


tar lo imposible.
—¿Tu dinero sirvió para preparar el asesinato de JFK?
—Si te soy sincero, no tengo ni idea. Mi última aportación a
los fondos secretos de Lyndon se remonta a enero de 1963 y no
tenía ese objetivo en particular.
— ¿ Y si Cliff te hubiera pedido que participaras directamen-
te en el proyecto?
Estes exhibe una sonrisa maliciosa. Ha captado mi maniobra.
—Tendrás que encontrar tú mismo la respuesta. Pero antes de
pronunciarte, recuerda lo delicado de mi situación: sobre mí pesa-
ba la amenaza de una larga condena. Si tú hubieras estado en la
misma situación y alguien te hubiera dicho que a cambio de un
millón de dólares tus problemas desaparecerían, ¿qué habrías hecho?

Después de tantas confidencias, revelaciones, secretos c o m -


partidos, elementos que, puestos en fila, dibujaban con precisión
escalofriante el engranaje de la máquina infernal que c o n d u j o a
la m u e r t e del trigésimo q u i n t o presidente de Estados Unidos,

346
todavía nos quedaba p o r aclarar un último misterio: ¿cómo es
que Billie Sol se había enterado de todos esos detalles? Y, sobre
todo, ¿por qué seguía aún con vida?
— C o m o ya sabes, cuando me enteré de la m u e r t e de K e n -
nedy yo estaba en Pecos c o m i é n d o m e una hamburguesa. Mi pri-
mer sentimiento fue totalmente egoísta: mientras la radio trans-
mitía las primeras informaciones llegadas de Dallas, me dije que
mi pesadilla había terminado y que Lyndon iba a ocuparse de mí.
Pero inmediatamente después me asaltó la incredulidad: ¿cómo
alguien había podido matar al presidente de Estados Unidos? Y,
al mismo tiempo, me sentí casi admirado: ¿cómo se las habría arre-
glado Carter? ¿Estaría Mac Wallace una vez más en el ajo?
-¿Y?
— B u e n o , no tuve que esperar m u c h o para obtener respues-
tas. A principios de diciembre, Cliff quiso que nos viésemos en
el hotel Driskill de Austin. Me alegré de que me lo propusiera,
porque desde la sustitución de Kennedy por Johnson yo estaba
esperando que viniese a anunciarme el fin de mis problemas. Tras
pasar la n o c h e en el hotel, vi llegar a Cliff... a c o m p a ñ a d o por
Mac Wallace. Al ver sus caras comprendí de inmediato que nues-
tra entrevista no iba a ser fácil.

— M a c Wallace y Cliff Carter apenas hablaron del asesinato


de Kennedy, pero dijeron lo suficiente c o m o para convencerme
de su implicación.
Durante ese encuentro, Carter le advirtió a Billie de que por
nada del m u n d o había que hablar con nadie de los asesinatos
perpetrados entre 1961 y 1963. Carter dejó incluso bien claro
que la mínima infracción de esta regla se saldaría con la m u e r t e
de Billie Sol.

347
—Así pues, juré guardar silencio, solicitando a cambio la ayuda
de Lyndon. Cliff me garantizó el apoyo de LBJ pero también me
dijo q u e tendría q u e tener paciencia. Porque en Washington,
Johnson estaba bajo la mirada de las cámaras y cada u n o de sus
gestos era analizado. A pesar de que me costó aceptar la idea,
Cliff también me aclaró que la intervención de Lyndon podría
adoptar la forma de un indulto. Lo cual significaba que yo debía
avenirme a pasar algún tiempo en la cárcel.
— ¿ Y te lo creíste?
—Sí, porque yo sabía que no tenía elección.
En el curso de esa misma reunión, Billie Sol i n f o r m ó a Cliff
Carter de la existencia de sus grabaciones.
— C o n esa revelación maté dos pájaros de un tiro: le avisaba de
que disponía de medios de presión tan potentes c o m o una bomba
atómica, al tiempo que declaraba que no tenía la menor intención
de utilizarlos. En realidad, lo que hice fue darle a entender que
mi única preocupación era asegurarme de que tanto yo c o m o mi
familia estábamos protegidos. Y para demostrarle que mi objetivo
nunca había sido chantajear a Johnson, le propuse incluso darle
una copia. Él no hizo ningún comentario, pero de su silencio dedu-
je que había conseguido darle la vuelta a la situación.
Billie Sol Estes se había convertido en inmortal.
— C o n el paso del tiempo, me he alegrado de haber tenido
esa conversación y de haber revelado la existencia de mis cintas.
Estoy seguro de que en diciembre de 1963 mi n o m b r e figuraba
en la lista de los candidatos a ser eliminados. Así que era vital
que Cliff supiese que yo tenía en mi poder los medios suficien-
tes para p r o t e g e r m e . Y que se lo dijera a L y n d o n . A partir de
entonces, mi m e j o r y más peligroso aliado ya sabía que yo c o n -
taba con un seguro de vida.

348
El último testigo siente que se acerca el fin del viaje. Porque
no quiere dejar ninguna zona de sombra, porque quiere aprove-
char la última oportunidad de explicar sus razones y las de la red
de contactos de J o h n s o n , sigue adelante con sus confesiones.
—Para Cliff Carter, el asesinato de JFK era una medida nece-
saria para imponer al país las ideas de Lyndon, cuya visión polí-
tica le parecía m u c h o más acertada que la de Kennedy. Y c o m o
a principios de 1963 las malversaciones de fondos públicos por
parte del vicepresidente habían empezado a levantar sospechas,
las acusaciones de h a b e r a c e p t a d o q u e el g r u p o B r o w n and
R o o t financiase sus campañas habían v u e l t o a hacer acto de
aparición y R o b e r t K e n n e d y estaba haciendo t o d o lo posible
para que todo el m u n d o se enterara del escándalo Bobby Baker
y de mis problemas con la justicia, habíamos llegado a un p u n t o
sin retorno.
Ante semejante acumulación de malas noticias, Johnson ya no
podía contar con su p o d e r para salvarse. Según Estes, J o h n s o n
había sido necesario para conseguir los votos del Sur de Estados
Unidos y el apoyo financiero de los millonarios tejanos, pero tres
años después, a pocos meses del inicio de la campaña electoral,
esas cuestiones habían dejado de ser esenciales. Los sondeos indi-
caban que Kennedy saldría reelegido sin demasiados problemas.
Por tanto, los servicios de LBJ ya no eran necesarios. Mediante
la decisión de vender los excedentes de producción de grano a
la U R S S , JFK se había ganado el apoyo de los Estados del Medio
Oeste, tradicionalmente republicanos.
En cuanto a Tejas, feudo de los demócratas conservadores, las
cosas habían cambiado. Para empezar, se había producido la pri-
mera victoria de un republicano. El cual pasó a ocupar el escaño
que había dejado vacante J o h n s o n . Y además, un proyecto de
ley presentado en primavera por un diputado local, George H.
Bush, proponía la modificación del sistema electoral con el fin

349
de equilibrar el número de tejanos en el Congreso. Lo cual impli-
caba rediseñar las circunscripciones electorales.
— D e s d e 1948, Cliff había blindado el Estado en beneficio de
Lyndon. C o n la nueva redistribución, muchos intereses se iban
a ver seriamente afectados. Más concretamente, Connally, al que
apoyaban los magnates conservadores próximos a Lyndon, iba a
encontrarse con muchas dificultades en su intento de ocupar el
puesto de gobernador en lugar de Yarborough.
Y lo que era más inquietante todavía, el proyecto preveía la
asignación de una cantidad de dinero tan grande a quien se alza-
se con el triunfo en las elecciones que su poder quedaba asegu-
rado por un largo periodo de tiempo.
— F u e precisamente esa reforma electoral lo que llevó a Ken-
nedy a Tejas, pues sus consejeros le hicieron ver que era la o p o r -
tunidad de ganar puntos por primera vez en ese estado hostil sin
tener que recurrir a Lyndon.
Si en ese nuevo contexto un fiel aliado c o m o R a l p h Yarbo-
rough lograba la victoria, K e n n e d y ya no tendría que p r e o c u -
parse por Tejas y estaría un poco más cerca de su reelección en
1964.

También en Washington se estaban dando pasos en la misma


dirección. El clan Kennedy trataba de tomar el control del Sena-
do y de la Cámara de Representantes, d o n d e durante m u c h o
tiempo la red de contactos de Johnson había ejercido su influen-
cia. Era una lucha sin cuartel por el poder, a lo largo de la cual
la posibilidad de prescindir de Lyndon con vistas a las eleccio-
nes presidenciales de 1964 parecía cada vez más real.
— B o b b y fue m u y claro con los suyos. Quería ver a Lyndon
definitivamente h u n d i d o para así impedirle volver al Senado,

350
desde el cual, gracias a sus muchos aliados, habría convertido el
nuevo mandato de Kennedy en un auténtico infierno.
Y c o m o por los pasillos del Congreso y del Senado circula-
ban rumores que aseguraban que los Kennedy soñaban con ins-
talarse en el p o d e r durante m u c h o s años, y R o b e r t parecía el
candidato natural a la sucesión de su h e r m a n o en 1968, se daban
todos los elementos para que estallara la guerra.
—Cliff pensaba sinceramente que Bobby iba a conseguir des-
truir p o l í t i c a m e n t e a L y n d o n . Las i n f o r m a c i o n e s que recibía
demostraban que el fiscal general se estaba acercando a su obje-
tivo. Bien pronto, el caso Bobby Baker haría saltar a las portadas
de los periódicos las relaciones de Lyndon con J i m m y Hoffa y
con algunas familias de la Cosa Nostra.
En su estrategia, el clan Kennedy contemplaba incluso la posi-
bilidad de perder Tejas. U n a pérdida que esperaban compensar
con los votos de otras regiones menos rebeldes. El m é t o d o era
m u y sencillo: criticar los privilegios de los tejanos, que el resto
del país encontraba exorbitantes.
—Ésa es una de las razones por las que el presidente empezó
a cuestionar una vez más la entrega de los contratos de a r m a -
m e n t o a la industria militar asentada en Tejas. Después del escán-
dalo de la atribución del contrato T F X , Kennedy quería demos-
trar que no cedería a las presiones de los millonarios de Dallas.

— P e r o fue precisamente al meterse con el m u n d o del petró-


leo cuando JFK firmó su sentencia de muerte. Porque LBJ nunca
habría p o d i d o hacer nada sin los hombres que lo respaldaban.
Sin su dinero, sin su influencia, Lyndon era c o m o una m a r i o -
neta a la que le hubieran cortado los hilos que dirigían sus m o -
vimientos.

351
En 1960, en plena campaña presidencial, los beneficios fisca-
les concedidos a algunas industrias ya eran objeto de debate. Entre
ellos figuraba la oil depletion allowance, una deducción fiscal del
27,5 por ciento sobre el total de los ingresos de los productores
de petróleo. Aprobada a principios de siglo cuando la extracción
del oro negro era una actividad peligrosa, esta ley perdió su razón
de ser a mediados del siglo XX. Aunque existía un consenso sobre
este punto, ninguno de los sucesivos proyectos de reforma plan-
teado había logrado pasar más allá de los pasillos del Congreso,
ya que m u c h o s de sus miembros recibían dinero del lobby del
petróleo.
C o n ocasión del tercer debate televisado en el que se enfren-
taba a R o b e r t N i x o n , J o h n F. Kennedy expresó su voluntad de
erradicar esa injusticia fiscal. El presentador, visiblemente irrita-
do, le preguntó entonces qué era lo que realmente podía hacer,
pues se decía que los productores de petróleo habían impuesto
la presencia de Johnson en su lista electoral con el fin de asegu-
rarse de que la ley que los protegía seguiría vigente. J F K no res-
pondió, limitándose a reiterar su deseo de revisar las exenciones
fiscales.
El candidato demócrata no mentía. En octubre de 1962, impu-
so al Congreso la Kennedy Act, que fue la primera etapa de su
famosa reforma fiscal. Si bien no afectaba a la oil depletion allo-
wance, suprimía algunas ventajas fiscales sobre los beneficios gene-
rados por las inversiones realizadas fuera de Estados Unidos. Sin
embargo, el principal sector afectado era... la industria petrolera.
La asociación de explotadores de pozos de petróleo de O k l a h o -
ma calculó entonces q u e el texto iba a reducir a la mitad sus
beneficios.
El 14 de enero de 1963, J F K volvió a la carga explicando a
grandes rasgos su proyecto de reforma. Esta vez abordó directa-
mente la cuestión de la oil depletion allowance y justificó sin amba-

352
ges sus propósitos declarando lo siguiente: «Nunca jamás debe-
ría ser autorizado un sector industrial a obtener beneficios fis-
cales en detrimento de la mayoría.» Kennedy tuvo incluso la osa-
día de hacer una alusión directa a H. L. H u n t , el millonario de
Dallas, al que detestaba desde que este último se había servido
de sus ingresos no fiscalizables para distribuir gratuitamente folle-
tos en su contra.
—-JFK tampoco había perdonado la campaña de 1960, en la
que H u n t financió la difusión de los panfletos referentes a sus
enfermedades y a su religión. T a m p o c o había digerido que el
propio H u n t , en cierta manera, le hubiera impuesto a Lyndon.
En cualquier caso, los millonarios tejanos tenían buenos moti-
vos para estar inquietos. Antes de ir a p o r ellos, el joven presi-
dente ya había arremetido contra los privilegios del sector del
acero. Y, sin retroceder, sin temer la posibilidad de perder elec-
tores en un bastión demócrata, impuso a los ricos propietarios
una drástica disminución de sus ventajas fiscales.
— N o había n i n g u n a d u d a de que J F K estaba decidido a
imponer su voluntad. No había comprendido que estaba j u g a n -
do con fuego. Al reducir a la mitad los beneficios fiscales, les qui-
taba de golpe trescientos millones de dólares a las familias de
Dallas. ¡Trescientos millones de dólares al año! O sea, una can-
tidad que superaba con creces el precio de la vida de un h o m -
bre, aunque ese h o m b r e fuera el presidente.

A principios de 1963, se llegó a un consenso en el bando de


Johnson.
— R e c o n f o r t a d o p o r el eco del escándalo Bobby Baker y de
mis problemas, J o h n Kennedy iba a separarse de Lyndon. Inclu-
so había elegido a su sustituto, un diputado de Florida. Lo cual

353
significaba, para los personajes influyentes de Tejas, la ausencia de
representantes dignos de confianza en un puesto clave de Was-
hington.
U n a novedad tras veinte años en los cuales el n o m b r a m i e n t o
de John Nance Garner para el puesto de vicepresidente de Fran-
klin Roosevelt fue seguido por la eclosión política de Sam R a y -
b u r n y, más tarde, de LBJ.
— U n a vez liberados de Lyndon, los K e n n e d y iban a hacer
todo lo posible para imponer un nuevo panorama político. Q u e ,
por supuesto, iría en contra de los intereses de Tejas. Las elec-
ciones de 1964 se presentaban c o m o una pesadilla. El peligro era
evidente.
Y, poco a poco, en Dallas, los rumores dieron paso a un bra-
mido de pánico: «¡Hay que matar a este cabrón de J F K antes de
que sea demasiado tarde!»

354
78

VENENO

El último testigo había cumplido con su deber.


Y yo había llegado al final de mi camino.
Yo había estado fantaseando con ese m o m e n t o . Había imagi-
nado, al iniciar mi investigación con Tom, que iba a sentir una
gran satisfacción. Pero no fue así. Me sentía cansado y al borde
de la náusea.
La letra de una canción de Bruce Springsteen no dejaba de
rondarme la cabeza: «Una vez que la serpiente te ha mordido, tú
también te conviertes en una serpiente.»
En ese momento, sin saber muy bien por qué, yo pensaba que
había sido escrita para mí.
Estaba claro, había llegado el m o m e n t o de volver a París y
olvidar Tejas.
Pero el regreso fue difícil: el veneno estaba en mí. Y la h e r i -
da no cicatrizaba. Yo conocía el antídoto: tenía que volver a ver
a Billie para conseguir lo que nos había estado n e g a n d o hasta
entonces.
Sus cintas eran lo único que me podía salvar.

355
79

DISCULPAS

T o m no se sorprendió lo más m í n i m o de v e r m e volver. Él


también se había enganchado al j u e g o de la investigación y tenía
el mismo sentimiento de frustración. D u r a n t e meses habíamos
codiciado las pruebas. Estes nos las había descrito mil veces pero,
c o m o a unos niños a los que se castiga, nos había privado del
derecho a conocerlas directamente.
A u n q u e las horas pasadas en compañía de Billie nos habían
enseñado que nuestras posibilidades eran mínimas, también sabía-
mos que, para alcanzar nuestro objetivo, teníamos que apostar
fuerte. Así, Tom y yo decidimos decirle que el libro no existiría
mientras él siguiera en sus trece. No me costó asumir la respon-
sabilidad de comunicarle nuestra amenaza porque yo realmente
lo veía así. La última página seguiría en blanco mientras yo no
me hubiera deshecho de todas mis dudas.

Sol nos esperaba en su casa. A él tampoco le sorprendió nues-


tra súbita necesidad de certeza. C o m o tantas otras veces, se nos
había adelantado.

356
—Así que los fantasmas de Dealey Plaza te siguen acosando,
¿no es eso?
Yo sonrío y adivino que ni siquiera necesito recurrir al chan-
taje. Y además, de todas maneras, es algo que no se me da bien.
— S é lo que quieres. Me llevas rondando demasiado tiempo.
Pero mira, es que no consigo decidirme. No sé si es una buena
idea dejarte escuchar esas cintas.
Yo balbuceo algunas palabras vacías de contenido.
—Además, la cosa no está exenta de riesgos. No es conmigo
con quien estás j u g a n d o sino con la Historia. Vamos a ver, ¿estás
seguro de que quieres escucharlas?
Yo no había pensado en los riesgos. Tom tampoco. N i n g u n o
de los dos era capaz de valorar hasta qué p u n t o era cierto lo que
Estes acababa de decirnos. El Santo Grial se ofrecía a nuestros
ojos pero su belleza nos cegaba.
De m o d o que, c o m o dos náufragos que no tienen nada que
perder, nos lanzamos al agua.

Estes nos propuso escuchar la cinta más importante. La única


que nos interesaba: la que contenía los secretos relativos al ase-
sinato del trigésimo quinto presidente de Estados Unidos.
El 12 de julio de 1971, a las 23.57, Billie Sol Estes se reen-
contraba con la libertad. Había superado la prueba de los tribu-
nales y de la cárcel sin hablar, respetando el pacto de silencio que
tenía con Johnson y Carter.
—A finales del mes de agosto de 1971, recibí la llamada que
estaba esperando desde mi puesta en libertad. Era Cliff. Su voz
me pareció más apagada, pero la reconocí inmediatamente. Había
vuelto a Tejas para pasar el verano y quería verme. En ese perio-
do, Lyndon se había retirado a un discreto segundo plano. C o n -

357
sumido por la guerra de Vietnam, psicológicamente trastornado,
no había querido volver a presentarse en 1968. Su imagen y su
«legado histórico» le importaban demasiado.
C o m o el gran campeón de la política que era, prefirió reti-
rarse tras una victoria abultada, la de 1964, a hacerlo tras una
derrota anunciada. J o h n s o n supo evitar un enfrentamiento del
que no iba a salir bien parado.
— C l i f f se pasó por mi casa de Abilene pocos días después de
llamarme. Había abandonado la política antes del fin del m a n -
dato de Lyndon y trabajaba c o m o agente de grupos de presión.
Vivía en Virginia, en la ciudad de Alejandría, cerca de Washing-
ton. Gracias a su talento y a su increíble cartera de contactos en
Washington, conseguía una y otra vez la asignación de grandes
cantidades para la investigación en la Universidad de Tejas A &
M. Por lo visto, seguía teniendo una gran influencia en el seno
del Departamento de Agricultura.
Oficialmente, Carter había dejado de trabajar para Lyndon
Johnson en 1966. Habían pasado casi veinte años desde el inicio
de su colaboración. En 1964, LBJ se separó por primera vez de
él, cuando Carter abandonó los pasillos de la Casa Blanca para
irse a las oficinas del comité nacional del Partido Demócrata. En
realidad no se trataba ni de un relevo generacional, c o m o creye-
ron algunos analistas, ni de una degradación, sino más bien de
un cambio de funciones. Y de una nueva maniobra de infiltra-
ción. LBJ, que por aquel entonces pretendía asegurarse un segun-
do mandato, envió a su general en jefe a la batalla más i m p o r -
tante. Carter no fue a la sede nacional del Partido D e m ó c r a t a
por afán de protagonismo sino para obtener más financiación.
— S e convirtió en el jefe del comité electoral y t o m ó en sus
manos el control del President's club, un organismo del partido
encargado de atraer a personajes influyentes para que apoyaran
la candidatura.

358
R e t o m a n d o sus antiguas costumbres, no ocultaba en sus ges-
tiones cuál era la recompensa a la generosidad con su partido:
una donación sustanciosa garantizaba un acceso directo al presi-
dente de Estados Unidos.
Pero, en 1966, Carter se vio obligado a abandonar la direc-
ción del comité nacional del Partido Demócrata. Sus métodos
para recaudar fondos empezaban a ser considerados inmorales.
— C l i f f seguía el mismo m o d u s operandi que había seguido
siempre. El 10 por ciento de las cantidades aportadas a la causa
iba directamente al bolsillo de Johnson. Naturalmente, él se lle-
vaba un buen pellizco. Pero h u b o gente que se negó.
A Carter no le sentó bien tener que irse de Washington. Por
primera vez desde la Segunda Guerra Mundial, después de las
batallas de 1948, 1954, 1960 y 1963, se encontraba apartado del
ejercicio del poder.

— E m p e z a m o s a hablar del pasado y, en varias ocasiones, Cliff


me pidió disculpas por los años que yo había tenido que pasar
en la cárcel. Sin embargo, yo no tenía la menor intención de des-
quitarme ni de hacerle reproches. El tiempo había hecho su tra-
bajo y yo había decidido olvidar. Enseguida nos pusimos a hablar
de Lyndon. Y Carter me confió que LBJ se había vuelto defini-
tivamente paranoico a causa de su t e m o r a que su lugar en la
Historia se viera c o m p r o m e t i d o por las cosas que había hecho
en el pasado. Me llegó a decir que Lyndon estaba bebiendo más
que nunca, que su salud mental había e m p e o r a d o gravemente
desde que se había retirado, y que incluso llevaba el pelo tan largo
c o m o los hippies a los que odiaba.
Cliff Carter estaba agotado y amargado. D e c e p c i o n a d o p o r
haber trabajado tanto, p o r haber aceptado tantas cosas y haber

359
encubierto y cometido los peores crímenes por un h o m b r e que
a fin de cuentas no había sabido encarnar el papel de continua-
dor que se esperaba de él.
—Él sabía que tenía que pasar página. Tanto él como yo éramos
conscientes de haber fracasado. Compartíamos el mismo análisis:
Lyndon, como todo gran dirigente, había tenido su propia visión
del mundo. Pero la ambición de cambiar la vida de los americanos
a veces va acompañada de acciones al margen de la ley. Lyndon no
era ni un santo ni un demonio. Él opinaba, c o m o dice el prover-
bio, que el fin justifica los medios. LBJ hizo avanzar considerable-
mente a nuestro país, aunque en ocasiones tuviera que saltarse sus
propias convicciones. ¿No luchó en favor de los derechos civiles al
comprender que eso sería b u e n o para Estados Unidos? Johnson
también trabajó en favor de los pobres, pues sabía por experiencia
propia lo que significaba pasar hambre. Pero su mandato quedó
marcado por un doloroso drama: la guerra de Vietnam.
Para Carter y Estes, la paradoja de Lyndon Baines Johnson saltó
por los aires a consecuencia de esa sucia guerra imperialista.
— L y n d o n quería mejorar la vida de su pueblo pero al mismo
t i e m p o provocó la m u e r t e de miles de inocentes en Vietnam.
Ahora bien, la finalidad de dicho conflicto no fue aumentar la
grandeza y el bienestar de nuestro país, sino satisfacer su necesi-
dad de enriquecimiento personal. Y Cliff, que desde sus p r i m e -
ros pasos en la política al lado de Lyndon había compartido sus
mismos ideales, también perdió pie. Tuvo que asistir impotente
a la destrucción de sus sueños de paz y prosperidad en los cam-
pos de batalla asiáticos. A medida que el conflicto se complica-
ba, la verdad se fue haciendo insostenible: su visión de un m u n d o
diferente, de una América conservadora más justa, nunca se vería
realizada en el terreno de los hechos. Así, Cliff se puso a lamen-
tar las decisiones tomadas p o r Lyndon y p o r él mismo cuando
trataban de convertirlo en presidente de Estados Unidos.

360
Carter estaba incluso dispuesto a hacer algo que nunca hubie-
ra imaginado: hablar.

— M e preguntó si yo seguía teniendo en mi poder mis graba-


ciones de los años sesenta. Me quedé atónito. Le respondí que se
encontraban en un lugar seguro y que en cierta manera seguían
velando por mí. Cliff dudó durante unos segundos antes de decir-
me: «¿Y si fueras a buscar tu magnetófono?» Su pregunta me sor-
prendió, pero el hecho es que acabábamos de hablar de la m u e r -
te de Mac Wallace en las desoladas afueras de Pittsburgh, Tejas. Y
ninguno de nosotros pensaba que se hubiese tratado realmente de
un accidente. Cliff había intentado saber más a través de algunos
contactos y nadie le había podido confirmar siquiera la naturale-
za del accidente de Malcolm Wallace. C o m o último recurso, deci-
dió preguntarle a Lyndon por su versión de los hechos. Cliff tam-
bién había constatado la acumulación de «accidentes» ese mismo
año y quería protegerme. Le pareció que la m e j o r solución era
compartir c o n m i g o los secretos del 22 de noviembre de 1963.

Billie Sol Estes y Cliff Carter se instalaron en el patio de la


mansión. Sobre la mesa, entre una jarra de limonada y unos vasos
de té helado, una cinta magnetofónica registró para siempre la
solución al crimen del siglo. Carter tardó treinta minutos en con-
tarlo todo. Reveló todos los detalles que Estes pondría en nues-
tro c o n o c i m i e n t o p o s t e r i o r m e n t e . U n a vez q u e su confesión
q u e d ó grabada en la cara A de la cinta, se despidió de Billie.
— F u e nuestro último encuentro. Treinta y seis horas después
de c o m p a r t i r c o n m i g o la verdad sobre el caso Kennedy, Cliff

361
empezó a notar los síntomas de una neumonía. M u r i ó al poco
rato de haber ingresado en el hospital.

El último testigo hace una pausa. Luego, renunciando al silen-


cio, añade:
—Si no he hablado hasta ahora es porque no creo en las casua-
lidades.
Las circunstancias del fallecimiento de Cliff Carter son efec-
tivamente extrañas. Antes de que el clan Johnson anunciara las
razones de su desaparición y se hiciese cargo del funeral, la secre-
taria de Cliff había dado una versión diferente de su muerte. Ella
aseguraba que su jefe no había sido víctima de una n e u m o n í a
pues su cadáver había sido hallado en un motel de Virginia. Por
desgracia, todos nuestros esfuerzos p o r dar con ella fueron en
vano. De alguna manera, la desaparición de Cliff Carter t e r m i -
nó en las mismas ignotas estanterías que el propio caso Kennedy.
Algo que se puede ver c o m o un acto de justicia, al fin y al cabo.

Billie Sol aprieta el b o t ó n que p o n e en marcha el aparato.


La cinta silba, resopla y finalmente se estabiliza.
De repente, se oye una voz metálica:
— L y n d o n no debería haberle dado a Mac la orden de matar
al presidente.
Mi m e m o r i a también se activa y empieza a girar en círculos
concéntricos.
Lyndon no debería haberle dado a Mac la orden de matar al presi-
dente. ..

362
Epílogo

EN OTRO SITIO

El ritmo de los coches se ha vuelto más irregular. Ya no hay


suficiente luz para descifrar las imágenes de la cámara digital situa-
da en la ventana del quinto piso. Dealey Plaza por fin p e r t e n e -
ce a sus fantasmas.
Mañana una nueva remesa de turistas pisoteará la hierba rala
del Grassy Knoll.
Mañana, borrachos de cerveza tibia, los vendedores de souve-
nirs irán a vaciar sus vejigas contra la valla de madera.
Mañana el olor a grasa de los perritos calientes a 2 dólares la
pieza saturará el aire.
M a ñ a n a , fiel a cuarenta años de mentiras, el Sixth Floor
M u s e u m volverá a contar la eterna historia del encuentro trági-
co, necesariamente trágico, entre dos destinos. El de JFK, con su
papel de víctima perfecta, y el de Oswald, ese asesino previsible.
Mañana Dallas se hundirá un poco más en el olvido.
Mañana yo estaré en otro sitio.

363
U N A CARTA DE J O H N FITZGERALD KENNEDY A BILLIE SOL ESTES
Senado de los Estados Unidos
Washington D.C.

23 de noviembre de 1960

Empresas Billie Sol Estes


C.P. 1052
Pecos, Tejas

Q u e r i d o s amigos:

Quisiera agradeceros la cordial carta que me enviasteis


después de mi elección a la presidencia.
Estoy extremadamente conmovido por los buenos deseos
que he recibido de todos vosotros. Sé que reflejan el sentimiento
de unidad que siente nuestra nación. Espero que, durante los
próximos cuatro años, mi gobierno pueda recompensar la gene-
rosa confianza que habéis depositado en mí.
Deseándoos lo mejor, se despide sinceramente,

J o h n F. Kennedy

367
LA CORRESPONDENCIA E N T R E BILLIE SOL ESTES Y L Y N D O N
JOHNSON

La Lyndon B. Johnson Library —los archivos del vice-


presidente— niega la existencia de relaciones entre Billie Sol
Estes y Johnson, pero nosotros hemos encontrado diecinueve
cartas que demuestran la existencia de una amistad, que nació
a finales de los años cuarenta, entre estos dos personajes.

368
Lyndon B. Johnson
Tejas

Senado de los Estados Unidos


Oficina del Líder Demócrata
Washington, D.C.

2 de junio de 1960

Sr. Billie Sol Estes


United Elevators
C.P. 1592
Plainview, Tejas

Querido amigo:

Te agradezco el mensaje en el que me comunicas tu oposi-


ción a la enmienda de Yates añadida por la Casa de los Represen-
tantes a la Ley de Apropiación en la agricultura.
Estoy convencido de que te alegrará saber que el Senado ha
eliminado dicha enmienda a la ley. Espero que podamos mantener
el propósito frente al comité.
Me despido con los mejores deseos, tuyo sinceramente,

Lyndon B. Johnson.

369
370
Lyndon B. Johnson
Tejas

Senado de los Estados Unidos


Oficina del Líder Demócrata
Washington, D.C.

2 de agosto de 1960

Q u e r i d o Billie Sol:

C o m o las últimas semanas en el Congreso van a ser una locu-


ra, hago un alto en los informes que o b t e n g o de la radio y la
televisión, y aprovecho el m o m e n t o para agradecerte la ayuda
que me has prestado para hacerlo posible.
C u a n d o estás a dos mil setecientos setenta y ocho kilómetros de
distancia, resulta m u y complicado mantener el contacto con tus
conciudadanos tejanos, pero creo que mis emisiones semanales
han ayudado m u c h o a acortar ese camino.
Te agradezco de nuevo tu lealtad y confianza.
Se despide cordialmente,

Lyndon B. Johnson.

Sr. Billie Sol Estes


C.P. 1052
Pecos, Tejas

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372
Lyndon B Johnson
Tejas

Senado de los Estados U n i d o s


Oficina del Líder Demócrata
Washington, D.C.

26 de agosto de 1960

Mi querido amigo:

Muchas, muchísimas gracias por los deliciosos melones


Cantaloupe.
Eres un compañero atento y maravilloso.
Sinceramente,

Lyndon B. Johnson.

Sr. Billie Sol Estes.


Pecos, Tejas.

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374
Senador de los Estados Unidos
Lyndon B. Johnson

Para Vicepresidente
Sede Central-1001 Connecticut Av. N.W.Washington,
D. C.-Distrito7-1717

23 de octubre de 1960

Sr. Billy Sol Estes


Pecos, Tejas

Mi querido amigo:

H e m o s pasado ocho maravillosas semanas haciendo cam-


paña por toda la nación. Ahora nos dirigimos a casa para estar
la última semana en compañía de nuestros mejores amigos. A la
señorita Bird y a mí nos complacería m u c h o verte y espero que
así sea cuando nos acerquemos a tu vecindad.
Me gustaría que trabajaras para mí y que juntos podamos
obtener una victoria en Tejas el día 8 de noviembre. Los d e m ó -
cratas están ganando en la nación y nuestro estado ganará con
ellos. Este año, hemos atajado gran parte del prejuicio que exis-
tía contra nuestra región. Estoy convencido de que nos e n c o n -
tramos ante el umbral de nuevas influencias y oportunidades, y
que una mayoría tejana nos abrirá las puertas de un futuro en el
que habremos de conseguir los objetivos que tanto tiempo lle-
vamos persiguiendo.
Sabes cuánto te agradezco todo lo que has hecho. Te ade-
lanto mi gratitud p o r el esfuerzo que estás h a c i e n d o ahora y
hasta el día de la elección, que espero nos traiga la m e j o r de las
victorias.
Os agradecería muchísimo que tú y tu familia me ayu-
déis cuanto podáis ahora.
Un saludo sincero, tu amigo,

Lyndon B. Johnson.

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Lyndon B. Johnson
Tejas

Senado de los Estados Unidos


Oficina del Líder Demócrata
Washington, D.C.

19 de noviembre de 1960

Estimado Billie Sol:

No sé c ó m o podré corresponder a todo lo que has hecho


por mí. Pero quiero que sepas que aprecio cuanto has hecho y
que nunca lo olvidaré. Sé que tuviste que enfrentarte a proble-
mas tremendos y es un tributo a tu inteligencia y perseverancia
que las cosas hayan salido tan bien.
Deseándote sinceramente lo mejor,

Lyndon B. Johnson.

Sr. Billie Sol Estes


C . P 1052
Pecos, Tejas

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Lyndon B. Johnson
Líder Demócrata al Senado

12 de enero de 1961

Q u e r i d o Billie Sol:

Las rosas eran preciosas y el detalle era justo lo que la casa


necesitaba durante el periodo de vacaciones.
Gracias por acordarte de nosotros, es fantástico tener ami-
gos c o m o tú.
C o n mis mejores y sinceros deseos,

Lyndon B. Johnson.

Sr. Billie Sol Estes


C.P. 1052
Pecos, Tejas

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EL V I C E P R E S I D E N T E
Washington

7 de diciembre de 1961

Q u e r i d o Billie Sol:

Nuestro amigo c o m ú n , Frank Moore, me ha escrito para


contarme lo m u c h o que nos has ayudado y quería aprovechar
el m o m e n t o para decirte cuán agradecido te estoy p o r eso.
C u a n d o pueda ayudarte, espero que no dudes en hacér-
melo saber.
Te saluda atentamente,

Lyndon B. Johnson.

Sr. Billie Sol Estes


C.P. 1592
Plainview, Tejas

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EL V I C E P R E S I D E N T E
Washington

15 de febrero de 1962

Estimado Billie Sol:

Me alegra saber de ti y te agradezco que me escribas con


motivo de las iglesias de Cristo en Tanganika. Estoy convenci-
do de que te darás cuenta de q u e no sería o p o r t u n o q u e yo
escribiera directamente al ministro de E d u c a c i ó n de D a r - e s -
Salaam. No obstante, hoy t e n g o la intención de presentar tus
dudas ante el D e p a r t a m e n t o de Estado y preguntarles si p o d e -
mos o c u p a r n o s de q u e este tema llegue hasta las autoridades
c o m p e t e n t e s en ese país. Me p o n d r é en contacto c o n t i g o en
cuanto obtenga alguna respuesta.
Te doy las gracias p o r h a b e r m e advertido de esta situa-
ción y t e n g o la esperanza de que te dirijas a mí siempre que
pueda prestaros mi ayuda a ti o a los tuyos.
Te saluda atentamente,

Lyndon B. Johnson.

Sr. Billie Sol Estes


C . P 1052
Pecos, Tejas

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A L G U N O S DATOS SOBRE M A L C O L M MAC WALLACE

Malcolm Mac Wallace, matón a sueldo de la red de con-


tactos de Johnson, estuvo implicado en numerosos crímenes,
c o m o demuestran diversos documentos.
En 1951, fue hallado culpable de asesinato, pero sólo
fue condenado a cinco años de prisión. Se ha podido demos-
trar que el juez que dictó la sentencia era amigo de su m e n -
tor.
En 1961, los servicios secretos de la Armada n o r t e a -
mericana, el O N I , abrieron una investigación sobre Wallace.
A pesar de que el i n f o r m e resultante no lo dejaba bien para-
do, fue n o m b r a d o para un puesto de responsabilidad en un
sector estratégico para la seguridad nacional. También es cier-
to que Lyndon Johnson intercedió en su favor.
En 1963, el día del asesinato de Kennedy, Wallace se
encontraba en Dallas. Y en una huella encontrada sobre los
cartones tras los q u e se ocultó Oswald, en el Texas School
Book Depository, se pueden apreciar treinta y tres puntos coin-
cidentes con las suyas. M a l c o l m Wallace fue, p o r tanto, el
segundo tirador.
Por último, aunque oficialmente pereció en un acci-
dente de tráfico en 1971, existen testimonios fidedignos de su
presencia en Las Vegas en 1979.

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L O Q U E O C U R R I Ó C U A N D O BlLLIE S O L ESTES P R O P U S O
C O N T Á R S E L O T O D O A LAS A U T O R I D A D E S A M E R I C A N A S

En 1984, Billie Sol Estes propuso un trato al g o b i e r n o


americano. A cambio de una inmunidad total, él demostraría la
implicación de Lyndon Johnson en el asesinato de J o h n F. Ken-
nedy. U n a propuesta que se quedó en papel mojado.

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392
393
Douglas Caddy
Abogado
General Homes Building
7322 Southwest Freeway
Suite 610
Houston, Tejas, 77074
(713) 981-4005

9 de agosto de 1984

Sr. Stephen S. Trott


Asistente del Fiscal General
División Criminal
Departamento de Justicia de los EE.UU.
Washington, D.C. 20530

RE: Sr. Billie Sol Estes

Estimado señor Trott:

Mi cliente, el señor Estes, me ha autorizado a responder a la carta que envió el 29 de mayo


de 1984.
El Sr. Estes formaba parte de un grupo de cuatro miembros que lideraba Lyndon Johnson
y que cometió actos criminales durante los años sesenta en Tejas. Los otros dos, además del señor Estes
y LBJ, eran Cliff Carter y Mac Wallace. El Sr. Estes está dispuesto a revelar cuanto sabe acerca de los
siguientes casos criminales:

I. Asesinatos
1. El asesinato de Henry Marshall.
2. El asesinato de George Krutilek.
3. El asesinato de Ike Rogers y de su secretaria.
4. El asesinato de Harold Orr.
5. El asesinato de Coleman Wade.
6. El asesinato de Josefa Johnson.
7. El asesinato de John Kinser.
8. El asesinato de J. F. Kennedy.

El Sr. Estes quiere testificar que todos estos asesinatos los planeó LBJ y que recibió las órde-
nes a través de Cliff Carter y que Mac Wallace fue quien llevó a cabo los asesinatos. En los casos del
uno al siete, el señor Estes supo los detalles precisos de cómo se ejecutaron estos crímenes por las con-
versaciones que sostuvo, poco después de cada evento, con Cliff Carter y Mac Wallace.
Poco después, en 1971, cuando el Sr. Estes fue liberado de la prisión, se encontró con Cliff
Carter y ambos recordaron lo sucedido en el pasado, incluyendo los asesinatos. Durante esta conver-
sación, Carter recopiló una lista de diecisiete asesinatos, algunos de los cuales no le eran conocidos al
Sr. Estes. Había un testigo vivo de aquella conversación, que además estaría dispuesto a testificar acer-
ca de lo que escuchó. El individuo de marras es el Sr. Kyle Brown, que recientemente se ha mudado
desde Houston a Brady, Tejas.
El Sr. Estes afirma que Mac Wallace, a quien describe como un «asesino de sangre fría», con
un pasado comunista, reclutó a Jack Ruby que, a su vez, hizo lo mismo con Lee Harvey Oswald. El
Sr. Estes dice que Cliff Carter le contó que Mark Wallace disparó una vez desde el Grassy Knoll en
Dallas y que acertó a JFK delante.
El Sr. Estes ha declarado que Cliff Carter le comentó que el día que fue asesinado Kennedy,
tenía que haberlo sido Fidel Castro y que Robert Kennedy, mientras esperaba a que se le comunicara
la muerte de Castro, recibió en su lugar la noticia del asesinato de su hermano.

394
El Sr. Estes afirma que la mafia no tuvo nada que ver en este crimen, aunque su partici-
pación se discutió antes del hecho y fue rechazada por LBJ, que creía que si la mafia se involucraba,
nunca dejarían de chantajearlo.
El Sr. Estes asevera que el Sr. Ronnie Clark, de Wichita, Kansas, ha intentado en varias oca-
siones hacerle hablar. El Sr. Clark, que visita frecuentemente Las Vegas, ha demostrado tener en estas con-
versaciones unos conocimientos detallados, basados en lo que el Sr. Estes conoce, del asesinato de JFK.
El Sr. Clark asegura haberse encontrado con Jack Ruby unos pocos días antes del crimen, momento en
el que se planeó el asesinato de marras.
El Sr. Estes ha declarado que se sostuvieron algunas negociaciones con Jimmy Hoffa en las
que se buscaba su ayuda; de forma que Larry Cabell asesinara a Robert Kennedy mientras este últi-
mo conducía su descapotable.
El Sr. Estes conserva las grabaciones que hizo de las llamadas telefónicas que mantuvo con
las personas que he mencionado en el presente escrito.

II. Cargamentos ilegales de algodón.


El Sr. Estes tiene intención de explicar con gran detalle los infames planes que se tenían para los
cargamentos ilegales de algodón. Tiene en su poder grabaciones de las conversaciones que LBJ, Cliff Carter
y él tuvieron cuando discutían el asunto. Estas grabaciones se hicieron a sabiendas de Carter para que ambos
pudieran protegerse si LBJ ordenaba que los mataran.
El Sr. Estes está convencido de que la razón de que no lo hayan asesinado es por los rumo-
res que corren acerca de que posee éstas y otras grabaciones.

III. Sobornos
El Sr. Estes está dispuesto a revelar los planes que tenían de soborno. Él recogía y hacía lle-
gar a Cliff Carter y LBJ millones de dólares. El Sr. Estes se ocupó de recaudar el dinero obtenido de
los sobornos de Herman Brown de Brown y Root, en más de una ocasión y lo enviaba a LBJ.
En su carta del 29 de mayo de 1984, usted pide: 1) Información y las pruebas que el Sr.
Estes reunió de todos los acontecimientos que violaran la ley criminal; 2) sus fuentes de información
y 3) hasta qué punto estuvo involucrado en cada uno de esos actos y sus sucesivos encubrimientos.
En cuanto al primer punto, quisiera declarar, como abogado del Sr. Estes, que mi cliente
está preparado para proporcionar cuanta información posee. Gran parte de la información incluida en
esta carta la supe ayer por primera vez. Aunque el Sr. Estes se ha sentido agobiado por conocer estos
detalles durante los últimos veintidós años; no fue hasta ayer, cuando empezamos a hablar, que se atre-
vió a revelar lo que sabía a otra persona. La impresión que saqué de nuestra conversación fue que mi
cliente, situado en el debido contexto, podrá recordar y proporcionar oral y detalladamente una vasta
cantidad de información con respecto a estos actos criminales. Me parece, asimismo, que un interro-
gatorio en dicho contexto lo ayudará a estimular la memoria, con lo que podrán obtener un volu-
men mayor de evidencias que corroboren los hechos.
Con respecto al segundo punto, el Sr. Estes ha procurado incluir sus fuentes de informa-
ción en el presente escrito.
En relación al tercer punto, el Sr. Estes asegura que nunca ha participado en ninguno de
los asesinatos. Podrían alegar, sin embargo, que participó en los encubrimientos posteriores. Su res-
puesta a ello es que si hubiera actuado de una forma diferente, también él hubiera sido víctima de un
asesinato.
El Sr. Estes desea que le haga saber que se atendrá a las condiciones expuestas en su carta
y que tiene la intención de actuar con total honestidad y franqueza en sus tratos con el Departamen-
to de Justicia o cualquier otra agencia de investigación federal.
A cambio de su cooperación, el Sr. Estes estaría interesado en recibir la inmunidad, que se
le exima de cumplir la libertad condicional, se le dé un trato favorable en cuanto a la posibilidad de
recomendar que se suprima su prolongada deuda tributaria y se le conceda el perdón.
Le saluda atentamente,

Douglas Caddy.

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Bibliografía

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