JFK El Ultimo Testigo
JFK El Ultimo Testigo
JFK El Ultimo Testigo
JFK
El último testigo
Traducción de
Manuel Monge Fidalgo
P r i m e r a edición: septiembre de 2 0 0 4
Diseño d e cubierta: C o m p a ñ í a
Fotografía de cubierta: B e t t m a n n / C O R B I S
Fotografías de interior: Éditions F l a m m a r i o n
ISBN: 84-9734-210-0
D e p ó s i t o legal: M . 2 8 . 9 1 5 - 2 0 0 4
F o t o c o m p o s i c i ó n : I R C , S. L.
Fotomecánica: S t a r - C o l o r
Impresión: H u e r t a s
Encuadernación: Huertas
Impreso en España-Printed in Spain
índice
Agradecimientos 13
Prefacio: Yo sé quién mató a Kennedy 15
Prólogo: Reencuentros 21
P R I M E R A PARTE
A la caza del h o m b r e
1. Sombra 27
2. Perspectiva 30
3. Ilusión 31
4. Cangrejo 36
5. Invisible 37
6. Mareaje 39
7. Bala mágica 41
8. Silencio 45
9. Contratiempo 49
10. Escondite 51
11. Fotografías 52
12. Agresión 60
13. Visita 64
14. Ogro 67
15. Cortesana 70
16. Comerciante 78
17. Encuentro 80
18. Test 82
19. Regreso 83
20. Quimera 85
21. Partida 89
SEGUNDA PARTE
El último testigo
22. El 22 de noviembre 93
23. Tejas 94
24. Comprensión 99
25. Sin retorno 107
26. Primeros pasos 121
27. Corrupción 128
28. Cliff 134
29. Cadáveres 140
30. Elecciones amañadas 146
31. Dinero en efectivo 151
32. Poder 154
33. Estrategia 157
34. Cazador de cabezas 160
35. 1960 165
36. Connally 170
37. Yarborough 172
38. Hoover 176
39. Visita 181
40. Seguro de vida 182
41. La caída 185
8
42. Algodón 187
43. RFK 195
44. Traición 199
45. Depósitos 201
46. Pánico 205
47. Republicanos 209
48. La ejecución 212
49. Silencio 215
50. Abandono 219
51. Malestar 222
52. Suicidios 223
53. Escándalo 227
54. Militares 229
55. Dinero 232
T E R C E R A PARTE
Autopsia de un complot
9
69. Tormentos 302
70. Velada 305
71. Doble 308
72. Especialista 310
73. Limpieza 316
74. Desaparición 323
75. Segunda vida 327
76. Asesinato 330
77. Explicaciones 344
78. Veneno 355
79. Disculpas 356
10
A Jessica, Thomas y Cody.
Agradecimientos
13
Thanks to Nathan Darby, Kyle B r o w n , J e r r y Hill, James F o n -
velle, Pam Estes and her husband, Blake, Lois, Debbie, Georgia
and R i c h della Rosa.
Gracias también a Bernard Nicolás,Jean-Claude Fontan,Jean-
Marc Blanzat y Laurent Caujat. Mis cazadores de exclusivas pre-
feridos. Vamos... On the road again!
Mog, tu amistad y tu entusiasmo son m u y valiosos para mí.
N o cambies.
Gracias igualmente a Michel Despratx y Marc Simón.
Por último, gracias a todos los usuarios del foro www.william-
reymond.com por haberme animado con sus incesantes comentarios
y sugerencias a volver con ganas sobre las huellas de los asesinos
de Kennedy.
Este libro ha terminado, el debate puede empezar.
14
Prefacio
15
He tenido asimismo el privilegio, y a veces la desgracia, de
que mi destino se cruzase con el de las personalidades que crea-
ron la América de la posguerra. N u n c a olvidaré a Vito G e n o -
vese, Carlos Marcello, J i m m y H o f f a , el d o c t o r M a r t i n L u t h e r
King y R o b e r t Kennedy. Todos ellos, cada u n o a su manera, esta-
ban habitados por la luz.
Por mi parte, tanto en mis éxitos c o m o en mis fracasos, creo
haber actuado siempre p o r el interés de mis semejantes. Por
supuesto, para algunos no soy más que un truhán, pero para otros
soy un santo. Entre lo u n o y lo otro se esconde la verdad.
16
a m o r resistió a dos penas de prisión, a mis extraños amigos y
a innumerables rumores. N o s enamoramos a primera vista y la
perdí un día de San Valentín.
17
La aventura de este libro se inició seis meses antes del falleci-
miento de mi esposa. William y Tom habían sido completamente
claros c o n m i g o . N o s e c o n f o r m a r í a n c o n u n m e r o papel d e
confesores. Q u e r í a n probar que mis declaraciones eran ciertas.
No para satisfacer mi orgullo, sino porque era la única manera
de terminar con el misterio del asesinato de J o h n F. Kennedy. Y
lo más sorprendente es que lo consiguieron.
Así, un día, v i n i e r o n para h a c e r m e escuchar una cinta. Es
preciso aclarar q u e las cintas magnetofónicas, grabadas, en la
medida de lo posible, sin que mi «interlocutor» lo supiera, j u e -
gan un papel esencial en mi historia. Instrumentos de p o d e r y
de presión entre mis manos, si a algo le d e b o la vida es a esas
cintas. De manera que, algún t i e m p o después de la desapari-
ción de mi esposa, mis dos investigadores me hicieron escuchar
una grabación clandestina, e inédita, de las sesiones del Gran
J u r a d o de 1984 relativas al fallecimiento de H e n r y Marshall.
A ustedes este nombre seguramente no les dirá nada. Sin embar-
go, la aclaración de las circunstancias de su asesinato era una de
las claves q u e p e r m i t i r í a n desenmascarar la i d e n t i d a d de los
hombres que estuvieron detrás de los sucesos del 22 de noviem-
bre de 1963.
La existencia, aún p o r confirmar, de esta cinta constituye u n o
de los r u m o r e s más excitantes que hayan r e c o r r i d o Tejas en
muchos años. En primer lugar, porque aquí las sesiones del Gran
Jurado son clasificadas c o m o secretas ad vitam aeternam. Sea cual
sea el motivo, el plazo transcurrido o el bando en el poder, las
declaraciones efectuadas detrás de los espesos muros de la sala de
deliberaciones deben permanecer para siempre sustraídas al cono-
cimiento del público. Esta obsesión por el secreto absoluto per-
mite garantizar, por un lado, la seguridad total de los participantes
en las sesiones y, p o r el otro, la o b t e n c i ó n de u n a c o n f e s i ó n
completa.
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No obstante, y a pesar del carácter inédito de esa supuesta gra-
bación ilegal, en el seno de las clases política y mediática tejanas
se murmuraba que la cinta magnetofónica contenía informacio-
nes de capital importancia acerca de la cara oculta del presidente
Lyndon Johnson.
Escuché la grabación atentamente. R e c o n o c í mi voz, la del
capitán Clint Peoples y también la de Griffin N o l a n , el único
testigo del asesinato de H e n r y Marshall. Y, a medida que la cinta
giraba, yo fui sintiendo c ó m o mis recuerdos iban saliendo a la
superficie.
19
Prólogo
REENCUENTROS
21
No fue nada difícil convencer a Billie Sol Estes. Casi c o m o si
hubiese estado esperando mi petición, aceptó inmediatamente
retomar la conversación donde la habíamos dejado. Esta vez, ya
no se trataba de franquearse con Tom y c o n m i g o en la intimi-
dad de un despacho con unos bolígrafos y unos magnetófonos
por todo instrumental, sino de responder a nuestras preguntas
ante la fría mirada de una cámara. Ahora Sol tenía que acceder
a algo a lo que, durante m u c h o tiempo, había rechazado enfren-
tarse.Yo le había advertido de que le iba a pedir que repitiera las
revelaciones que había ido desgranando a lo largo de nuestros
numerosos encuentros. Q u e se desmarcase de cuatro décadas de
enfermiza protección de sus secretos. Yo deseaba que él hablase
sin ambages y con precisión de la veintena de asesinatos que
habían marcado su relación con Lyndon B. Johnson. Y él sabía
que mis preguntas se referirían inevitablemente al misterio Ken-
nedy. Después de todo, ¿no era la promesa de descubrir por fin
la verdad lo que había motivado mi viaje a Tejas?
23
h o m b r e que quería el poder a toda costa. Y que estaba dispuesto
a t o d o con tal de llegar a la cima. No es nada complicado. Al
contrario, es m u y sencillo. Y tú lo sabes...
Ya está todo dicho.
Ahora sólo tengo que desarrollarlo.
24
PRIMERA PARTE
SOMBRA
27
atención a sus ojos y un p o c o menos a su contabilidad, habrían
logrado echarlo abajo bastante más rápido.
En unos segundos tomaremos la primera calle a mano izquierda
y él habrá desaparecido. C o m o de costumbre, desde hace ahora
casi un año, ni Tom ni yo hemos roto el silencio. Antes, era una
especie de reflejo de investigación. Esperábamos hasta haber salido
de su campo de visión para cambiar impresiones. Ahora, en reali-
dad, mentalmente por lo menos, seguimos sentados en su salón.
No solamente aún lo estoy mirando sino que estoy oyendo su voz
que, p o r m o m e n t o s , se descuelga para perderse en los agudos.
C o m o si el anciano de hoy tendiese la mano al niño que fue.
Acabábamos de pasar p o r delante de la casa de su hija, el bed
& breakfast que ella alquila en verano a los turistas. Tom acelera
finalmente y suelta:
— ¿ Y ahora?
Y ahora, no sé o, más bien, ya no sé. Acabo de pasar once meses
en un territorio desconocido, con reglas extrañas y una historia
terrorífica. Un año o casi tratando de d o m a r una lengua, unas
costumbres y unos códigos misteriosos. Trescientas treinta noches
con el sueño agitado, intentando neutralizar mis miedos.
En realidad, acabo de vivir una vida...
—¿Crees que p o d r e m o s escribir t o d o eso? ¿ C o n t a r toda la
verdad?
28
de pruebas, de testimonios y otros documentos, presentamos una
visión personal de un acontecimiento. ¿Culpable o inocente?
¿Víctima o villano? ¿Mentira o sinceridad? A fin de cuentas, siem-
pre son nuestra educación, nuestra cultura, nuestros valores o
nuestro inconsciente los que determinan el p u n t o de vista. Sólo
la experiencia, la ética, el savoir faire hacen esperar de nosotros
un poco más de acierto en el juicio. Esa dosis ínfima que, al final,
permitirá que la balanza se incline del lado correcto. Por eso no
encuentro nada m e j o r que decirle que esto:
— C r e o que, ante todo, t e n e m o s q u e tratar de ser lo más
honestos que podamos. C o n nuestro editor, con nuestros lecto-
res, con él y con nosotros mismos. Mira, Tom, lo que marca la
diferencia siempre es la sinceridad. Te perdonan la pasión, la ira
y hasta el error en el juicio siempre que seas sincero.
T o m sonríe. Y c o m o cada vez que está de acuerdo conmigo,
finge escandalizarse:
—¡Los franceses sois unos locos peligrosos! Surgís de la nada
con la intención de perseguir el crimen del siglo y convencidos
de ser capaces de descubrir la solución. Porque, si te he e n t e n -
dido bien, cuando hablas de sinceridad quieres decir que estás
dispuesto a no dejarte nada en el tintero. Es eso, ¿no?
Yo reflexiono un instante para asegurarme de que he captado
todas y cada una de sus palabras, distorsionadas por su acento teja-
no. El semáforo acaba de ponerse en rojo. Nuestro vehículo se
detiene. Me vuelvo hacia él y contesto:
—Así es...
29
2
PERSPECTIVA
El 22 de n o v i e m b r e de 1963, J o h n E Kennedy, t r i g é s i m o
q u i n t o presidente de Estados Unidos, fue asesinado en Dallas.
Eran exactamente las 12.30. Media hora más tarde, las lágrimas
corrían por toda la faz de la Tierra. En los días que siguieron, el
objetivo de las cámaras no le ahorró a América ni la e m o c i ó n
de los funerales nacionales ni el estupor de otro asesinato en vivo
y en directo, el del presunto culpable, Lee Harvey Oswald. La
m u e r t e de un presidente estaba en todos los canales de televi-
sión. Y las preguntas en todas las mentes.
El 22 de noviembre de 1963, Billie Sol Estes tenía treinta y
ocho años y su declive estaba próximo. C o m o cualquier ameri-
cano, con las excepciones de Richard N i x o n y George H. Bush,
recuerda exactamente lo que estaba haciendo en el m o m e n t o
en el que se enteró del fallecimiento de JFK. Se encontraba en
Pecos, extremo Sur de Tejas, c o m i e n d o una hamburguesa en el
modesto restaurante situado a la entrada de la ciudad. Su primera
reacción fue la sorpresa. La segunda, el alivio. Y p o r último, se
dijo que, finalmente, «ellos» habían tenido los cojones de hacerlo.
Seguidamente, t e r m i n ó su coca-cola y se marchó.
En cuanto a mí, el 22 de noviembre de 1963 ni siquiera había
nacido.
30
3
ILUSIÓN
31
— E s o sería maravilloso, pero... ¿tú crees que es posible?
H a c e precisamente u n o s pocos días, la agencia de prensa
Sygma ha contactado conmigo, a consecuencia de un c o m u n i -
cado de la agencia de noticias France Presse acerca de mi libro.
A sus responsables, p o r lo visto, les encantaría que trabajásemos
j u n t o s . La idea es m u y sencilla: ir a Dallas, entrevistarme c o n
algunos testigos, traerme unas cuantas fotografías y escribir un
texto. Yo me beneficiaría de una publicidad suplementaria y ellos
del p r o d u c t o de la venta. Sygma tiene b u e n o s contactos en la
dirección del Figaro Magazine.
La cita es con Franz-Olivier Giesbert, que se muestra intere-
sado pero no está convencido de cuál puede ser el interés de vol-
ver a abordar un asunto sobre el que parece que todo está más
que dicho. El hecho es que yo disfruto bastante con este tipo de
situaciones y que el misterio Kennedy me apasiona lo suficien-
te c o m o para tratar de convencerle yo mismo.
— ¿ Q u é se puede decir todavía que mi amigo N o r m a n Mai-
ler no haya escrito ya sobre el tema?
A mi lado, los contactos de Sygma se miran los zapatos. Franz
ha abierto el f u e g o e m p l e a n d o su artillería pesada. Yo no me
inmuto y le sostengo la mirada. A decir verdad, me esperaba una
p r e g u n t a de este tipo. A l g u n o s meses antes había sido Jean
Daniel, el m a n d a m á s Le Nouvel Observateur, q u i e n me había
m o n t a d o el mismo n u m e r i t o . El 22 de noviembre de 1963 él
se estaba bañando en el mar en compañía de Fidel Castro. K e n -
nedy le había recibido p o c o antes en la Casa Blanca y le había
p e d i d o que transmitiera a C u b a un m e n s a j e de paz. C u a n d o
u n o ha tocado la Historia con las manos, se puede permitir algu-
nos zarpazos.
— C r e o que Mailer no disponía de los elementos de los que
disponemos hoy en día. Además, y él será el primero en admi-
tirlo, su viaje a Minsk no fue sino una formidable maniobra de
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los servicios secretos rusos. Allí no vio más que lo que tuvieron
a bien enseñarle.
Giesbert me escucha. Es el m o m e n t o ideal para darle la puntilla:
—Sin olvidar que la intencionalidad de su libro me parece un
tanto extraña. Unas pocas semanas antes de su publicación, esta-
ba firmando el prefacio de una obra que favorecía la tesis de la
conspiración...
El redactor j e f e Le Fígaro repasa sus notas y r e c u r r e a sus
recuerdos.
—¿Sabe?, yo crecí en Estados Unidos y me acuerdo de que
nuestra criada estaba convencida de la culpabilidad del vicepre-
sidente Lyndon Johnson. O sea, que lo que usted me está p r o -
p o n i e n d o es demostrar que ella tenía razón...
Y así fue cómo, una vez más, nos encontramos en el aeropuerto
de Dallas-Fort Worth. Gracias a la asistenta de la familia Giesbert.
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dieron los años sesenta, nos hace un caluroso recibimiento en su
despacho. Los americanos son así. Tienen esa facultad extraordi-
naria de dar la impresión de conocernos de toda la vida para luego
olvidarse de nosotros en el m i n u t o siguiente a nuestra partida.
Naturalmente, en ese m o m e n t o todavía no sé que me voy a
pasar los próximos meses recorriendo Tejas de una punta a otra.
Y menos aún que T o m participará en el viaje.
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sin conseguirlo. Otros habían evitado hacerlo, asustados por los
rumores referidos a muertes violentas de las que habrían sido
víctimas aquellos que le buscaban las vueltas.
Pero, dado que la conclusión del libro estaba próxima, yo había
preferido no adentrarme en un terreno tan resbaladizo. Y, por
otra parte, me había dado cuenta del peligro q u e c o r r e t o d o
investigador: no saber parar. Si me dejaba arrastrar por mis qui-
meras, podía pasarme la vida entera ocupado con los arcanos del
misterio Kennedy.
—Estes es una ilusión, T o m — l e dije y o — . U n a leyenda que
no se puede p o n e r por escrito. Nadie ha logrado jamás hacerle
hablar. Olvidémoslo...
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4
CANGREJO
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5
INVISIBLE
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ros escalofríos de paparazzi. Había vuelto curado de espanto de
Washington, donde, j u n t o a centenares de periodistas, le había
estado siguiendo la pista a Monica Lewinsky. De la vida sexual
de un presidente a la m u e r t e de otro...
Hacía dos horas q u e esperábamos. El Cadillac estaba ahí y
podíamos ver movimiento detrás de las cortinas. Si yo hubiera
conocido mejor las costumbres del personaje, habría trasladado
la cacería al d o m i n g o : Estes nunca se había perdido una misa,
por lo que su salida de la iglesia nos habría proporcionado una
fotografía de lo más decente.
Por fin, la puerta se abrió. Pascal se preparó. Si Estes salía, no
podía fallar. Teníamos un ángulo de tiro inmejorable y estába-
mos tan sólo a una veintena de metros.
Pero Billie Sol no cruzó el umbral de la puerta. Se limitó a
ser una sombra fugaz que, durante el tiempo que dura un suspi-
ro, se había aproximado a una ventana.
En el j u e g o del gato y el ratón, el felino no siempre es quien
nosotros creemos...
Ahora las cosas han cambiado. Hace algunos días, Estes pasó
una hora con Tom. No hablaron de Kennedy sino de los viejos
tiempos. De Tejas, de sus hombres y de su historia.
Ahora Billie Sol empieza a confiar y, alentado p o r su mujer,
quiere seguir adelante.
Paciencia.
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6
MARCAJE
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— L o s Archivos Nacionales...
— ¿ S u visita a Dallas tiene relación con la m u e r t e de K e n -
nedy?
— N o , lo de JFK ha terminado... Es para otro proyecto.
N o s mira. Él sabe, no es posible que sea de otro m o d o , que
hace un b u e n rato que le decimos lo primero que se nos pasa
p o r la cabeza. Aparte de JFK, ¿qué otra cosa nos haría venir a
Dallas? ¿El equipo de los Dallas Cowboys? Cierra mi libro y me
lo tiende:
— O K , se pueden ir. Q u e tengan una buena estancia en Tejas.
¿Falsa alarma? ¿Control de rutina? No tengo ni idea. M i e n -
tras la skyline de Dallas se dibuja ante nosotros, Pascal señala con
el dedo hacia el retrovisor:
—Llevan ahí desde que salimos del aeropuerto.
La situación, tan excitante en una buena película, es aterra-
dora en la realidad. Y dado que no sabemos c ó m o hacerle frente,
decidimos hacernos a ella y habituarnos a llevar ese Ford gris
pegado en los talones por las calles de Dallas.
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7
BALA MÁGICA
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t o d o el m u n d o a su alrededor, se e c h ó al suelo. En m e d i o de
la confusión, sintió un intenso dolor a la altura de la mejilla.
C o n un gesto maquinal, se pasó la m a n o p o r la cara. Sus dedos
estaban cubiertos de sangre. A u n q u e en un p r i m e r m o m e n t o
creyó haber sido alcanzado p o r una bala, p r o n t o constató que
en realidad se trataba de un pedazo de c e m e n t o de u n o de los
pilares. U n o de los disparos dirigidos al presidente había erra-
do su objetivo y había ido a parar a p o c o s metros de Tague.
James volvió a respirar.
Llegaría tarde a su cita.
La Historia se había fijado en él.
42
Warren es perfectamente consciente de que el presidente lo ha
escogido para sedar a un país traumatizado y no para descubrir
a los verdaderos asesinos de J o h n Kennedy.
Así, el trabajo de la comisión de investigación se centra en
defender la tesis de los primeros días. La tesis mantenida por el
FBI de J. Edgar H o o v e r , en la que se describe a Lee Harvey
Oswald c o m o un desequilibrado aislado de la sociedad. Y poco
después, dado que la originalidad no es la principal virtud de los
funcionarios del FBI, el asesinato televisado de Oswald cae en el
mismo saco. Jack R u b y — e l d u e ñ o del Carrousel C l u b — asi-
d u o visitante de los pasillos del departamento de policía, trafi-
cante de armas, antiguo confidente del FBI, amigo de los capos
de la mafia, el h o m b r e que a su vez ejecuta a Oswald al p o c o
rato, es presentado como un ciudadano que también se ha dejado
llevar por la locura.
43
Actualmente, encuentra divertido este cúmulo de coinciden-
cias. Y se lo pasa m u y bien escuchando las tesis conspiracionis-
tas que lo colocan en el centro del complot, a él, que ni siquiera
estaba de servicio la mañana de ese viernes 22 de n o v i e m b r e
de 1963. A u n q u e Hill se adhiere a las conclusiones de la c o m i -
sión Warren, no deja por ello de criticar los métodos de trabajo
de los sabuesos del FBI. En su opinión, no cabe la m e n o r duda
de que Hoover no tenía ningún interés en descubrir la verdad.
Si creemos a este policía, la principal preocupación de H o o v e r
era maquillar los errores del FBI. O mejor aún, para utilizar una
expresión típicamente tejana: to cover his ass! Pero por muchas
lagunas que tengan, a Hill le satisfacen plenamente las explica-
ciones de Earl Warren. En su opinión, si se p r o d u j o el c r i m e n
del siglo fue sencillamente porque en 1963 había dos chiflados
viviendo en Dallas.
1
Salvar el culo. (N. del 77)
44
8
SILENCIO
Verano de 1964.
Mientras Lyndon J o h n s o n esperaba tranquilamente su n o m -
b r a m i e n t o para p o d e r instalarse p o r fin en la Casa Blanca, la
comisión Warren finalizaba sus trabajos en m e d i o de la desidia
más absoluta. La tasa de absentismo aumentaba constantemente
y las r e u n i o n e s eran cada vez m e n o s frecuentes. De h e c h o , a
falta de algunas correcciones, el i n f o r m e estaba listo. La prensa
de la Costa Este, siempre bien situada cuando se trata de reco-
ger filtraciones orquestadas p o r el propio gobierno, se permitió
incluso publicar una primicia con las líneas maestras del infor-
me. Las informaciones oficiales aseguraban que Oswald había
actuado solo, sin cómplices, y detallaban la secuencia del tiro-
teo. La primera bala salida del Carcano de Oswald había alcan-
zado a Kennedy. El segundo disparo había errado su objetivo,
alcanzando al g o b e r n a d o r J o h n Connally, que iba m o n t a d o en
la limusina presidencial. Finalmente, el tercer y último disparo
había destrozado el cráneo de JFK. Acompañada por las imáge-
nes de la película de Abraham Zapruder, confirmada por los cas-
quillos encontrados en el q u i n t o piso del Texas School B o o k
Depository, la explicación era, pues, irrebatible. C o n la salvedad
45
de que prescindía c o m p l e t a m e n t e de James Tague y su herida
en la mejilla.
*
46
teniendo la extraña ecuación entre el n ú m e r o de heridas, la bala
perdida y la cantidad de casquillos encontrados.
Entonces, un joven investigador llamado Arlen Specter inventó
la bala mágica, siendo recompensado p o r ello p o s t e r i o r m e n t e
con una larga, tranquila y lucrativa carrera política. Una bala fabu-
losa que habría experimentado improbables cambios de trayec-
toria, un t i e m p o de suspensión de lo más extraño, y todo ello
violando las más elementales leyes de la física. Si no hubiera sido
por Tague, la comisión se habría ahorrado el tener que hacer el
ridículo de esta manera y hoy en día tendría sin duda más adep-
tos de los que tiene.
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C u a n d o nos acompaña, Tague, incrédulo, insiste una vez más:
— P u e d o c o m p r e n d e r todos esos silencios en 1964... Pero
ahora, ¿por qué? ¿ Q u é hay detrás del asesinato de J F K que les
da tanto miedo?
48
9
CONTRATIEMPO
Volvemos al Adolphus.
A Pascal, que está en pleno descubrimiento de todo este asunto,
no se le ha escapado la simplicidad de Tague. C r e o que tiene
razón, el tejano no es más que un hombre rígido y motivado por
una única cosa: su deseo de p o d e r mirarse en el espejo cada
mañana.
Seguimos sin recibir el fax de Billie.
Extrañados de tanto silencio, llamamos p o r teléfono a Tom.
Sí, le consta que Billie tiene p o r costumbre faltar a sus citas
pero, por haber hablado con él la víspera, nos puede asegurar que
ya debería habernos llegado su fax. A lo mejor, deja caer al final
de la conversación, es que nuestra máquina no funciona.
Imposible. Antes de salir de nuestra habitación, Pascal y yo
comprobamos la instalación.
Por si acaso, descuelgo el receptor. Y entonces me encuentro
con un sonido raro, apagado. Pascal está de acuerdo conmigo en
que no es un t o n o normal. En todo caso, ya no es el de hace un
momento.
Diez minutos después, el técnico de mantenimiento del hotel
entra en nuestra habitación. Empieza por tranquilizarnos: la repa-
49
ración no llevará más que unos minutos. Los aparatos son n u e -
vos, y por tanto el problema sólo puede venir de la conexión a
la red.
Rebusca en su caja de herramientas y, sin dejar de hablar con
nosotros, levanta la carcasa. De repente, silencio. No termina su
frase. Su turbación es evidente. Sin darnos t i e m p o a decir esta
boca es mía, vuelve a ajustar la carcasa y balbucea:
— N o sé... Esto me supera... Me tengo que ir.
Y, con la misma, se va dejándonos tirados y sin más opciones
que cerrar nuestras maletas y recurrir al plan B.
50
10
ESCONDITE
51
11
FOTOGRAFÍAS
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Jack W h i t e está asimismo dispuesto a jurar que la famosa pelí-
cula de Zapruder ha sido manipulada por los conspiradores. Q u e
algunos fotogramas, esas imágenes minúsculas, han sido supri-
midos. M e j o r aún, afirma que parte de la manipulación se prac-
ticó directamente sobre el original en 8 mm de Abraham Z a p r u -
der. La manipulación de películas es tan vieja c o m o el propio
cine pero, más allá de esto, t o d o es posible. H o y en día, en la
práctica, no se puede apreciar en qué etapa se produce el cam-
biazo. Aun así, quedan muchas cuestiones por resolver.
Por ejemplo, ¿por qué la difícil curva que t o m ó la limusina
no aparece en la película de 8 m m ? ¿Es acaso p o r q u e así se
demostraría que, al diseñar el recorrido, el Servicio Secreto apro-
bó, siempre según la versión de la comisión Warren, un viraje
que forzaba al vehículo presidencial a reducir peligrosamente su
velocidad? ¿Y por qué no aparece en la imagen el m o m e n t o en
que la limusina se detiene casi completamente durante el tiro-
teo, cuando h u b o tantos testigos que lo vieron? ¿ N o será p o r -
que despertaría sospechas acerca de la actuación de Bill Greer,
el conductor? ¿ Q u é pasa con la declaración de Paul R o t h e r m e l ,
el responsable de seguridad del millonario tejano H. L. H u n t ,
que afirma haber enviado a su rico cliente una copia de la pelí-
cula de Z a p r u d e r pocas horas después del asesinato? Esta copia,
si es que existe, no figura en la detallada cronología de la histo-
ria de la película de 8 m m . ¿Eso significa que el resto de la cade-
na de acontecimientos queda invalidado?
¿Y qué hay de las declaraciones de personas de Estados U n i -
dos y de otros sitios que dicen haber visto «otra película»? Yo
mismo me he visto en el centro de esta polémica a consecuen-
cia de una nota a pie de página de JFK, autopsia de un crimen de
Estado. Entonces escribí, y lo repito aquí, que yo había tenido la
oportunidad de ver una película distinta de la de Abraham Zapru-
der. No tengo la m e n o r autoridad técnica para afirmar que lo
53
que yo vi fuera una versión completa de la filmación más céle-
bre realizada por un aficionado de cuantas recogen el asesinato
de Kennedy. Las condiciones de su visionado en 1995 y mi des-
conocimiento de entonces acerca de todo este asunto me desau-
torizan. De ahí mi reticencia a manejar esa información en mi
obra. Mis confidencias a Jack W h i t e y a otros investigadores me
llevaron a pronunciarme sobre el tema sin disponer de pruebas.
Lo que me ha valido ser o b j e t o de n u m e r o s o s ataques, p r i n -
cipalmente a través de internet. Lo c o m p r e n d o . Y, mientras no
esté en situación de poder probar mis afirmaciones, también lo
respeto.
54
tarse u n o de los asesinos de Kennedy. Casualmente, Jack tuvo
acceso hace años a una copia de primera generación. U n a toma
de suficiente calidad c o m o para permitir un análisis en p r o f u n -
didad del segundo plano. Junto con otro investigador, Gary Mack,
W h i t e identificó lo que podría ser un h o m b r e en posición de
disparo. Mack y W h i t e llegaron además a la conclusión de que
su sospechoso llevaba un u n i f o r m e de la policía de Dallas e, ins-
pirándose en el reflejo de su insignia, lo bautizaron c o m o el Bad-
geman2. Ilusión óptica o realidad, el descubrimiento es perfecta-
mente visible en las diapositivas que Jack proyectó para nosotros.
2
H o m b r e de la insignia. (N. del T)
55
cuyo recorrido, c o m o es lógico, finaliza con los acontecimien-
tos de noviembre de 1963, proponiendo el visionado de la pelí-
cula de Abraham Zapruder. Lo cual también es lógico, dado que,
en 1998, la familia del antiguo sastre de Dallas legó al museo la
cinta de 8 m m .
Popularizada en Europa p o r Oliver Stone y su JFK, la pelí-
cula de Z a p r u d e r es utilizada con frecuencia por los críticos de
la comisión Warren para demostrar que Oswald no estaba solo.
Tengo que decir, p o r q u e lo he comprobado una y otra vez, que
a todas las personas que se han enfrentado a las imágenes del
bote hacia atrás y hacia la izquierda de J o h n Kennedy les cues-
ta creer que los disparos venían de atrás y sólo de atrás. U n a
imagen vale más que mil palabras, y tal vez eso explique p o r
qué, en el m o m e n t o de su publicación en los anexos, la c o m i -
sión W a r r e n invirtió el o r d e n de las fotografías, d a n d o así la
impresión de que el movimiento se produce de atrás hacia delan-
te. Q u i z á sea p o r eso p o r lo que la cinta se ha sustraído a los
ojos del público durante muchos años. Dicho sea de paso, y aun-
que no se trate del único motivo, conviene recordar que la cen-
sura entre las instituciones y la opinión pública americanas data
precisamente de la fecha en que tuvo lugar la primera emisión
en televisión de la película de Zapruder. En cuanto el telespec-
tador m e d i o tuvo acceso a las terribles imágenes del asesinato
del presidente, el rechazo de las conclusiones de la comisión
Warren fue masivo.
La película de Z a p r u d e r , el Santo Grial del asunto J F K , se
p u e d e ver, p o r tanto, en ese santo lugar de la educación de las
masas que es el Sixth Floor M u s e u m de Dallas. Pero claro, cua-
renta años de adoctrinamiento no se superan así c o m o así.
La proyección se desarrolla con normalidad hasta que llega el
m o m e n t o del disparo mortal, que es el que hace saltar hacia atrás a
JFK. Entonces, se produce un fundido en negro.
56
N o , no se trata de un fallo técnico, ni de un error h u m a n o .
El Sixth Floor M u s e u m proyecta una versión censurada de la
película de Zapruder.
57
— ¿ T i e n e usted la impresión de que la gente dispone de los
medios necesarios para ello?
— E s o no me toca a mí decirlo. Mi o p i n i ó n personal no
importa.
Eso está claro, B o b no ha debido de perderse ningún semi-
nario de comunicación del museo. Y, c o m o es de esperar, siem-
pre tiene una sonrisa en los labios.
—Ustedes proyectan la película de Zapruder...
— E n efecto, es un elemento importante.
—La proyectan quitándole el final.
—Así es.
B o b empieza a triturar su bolígrafo. Su mirada se vuelve h u i -
diza. Es obvio que se está preguntando a dónde quiero ir a parar:
—¿Por qué?
— U n espacio público no es el lugar apropiado para ello.
H a c e diez minutos, yo era un francesito c o n un simpático
acento. De repente, me he convertido en un gabacho insolente.
Pero la cosa no se queda ahí:
— E n t o n c e s , c o n eso basta para formarse una o p i n i ó n , ¿no
cree? Ustedes suprimen el bote hacia atrás, la escena que invali-
da las conclusiones de la comisión Warren.
— U n espacio público no es el lugar apropiado para esa esce-
na... ¿ C ó m o decirle? Es pornográfico.
Esta vez soy yo el sorprendido:
—¿Eso qué quiere decir?
— E n ella se ve a un h o m b r e que está siendo asesinado, es
impactante. P u e d e herir la sensibilidad de nuestros visitantes.
Me lo ha puesto en bandeja. Le asesto el golpe de gracia:
— E n cambio, una copia ampliada de la fotografía tomada por
B o b Jackson en el m o m e n t o en que Oswald es asesinado p o r
Jack R u b y sí que figura en la exposición. ¿Acaso no es impac-
tante también la agonía de Oswald?
58
B o b guarda silencio. Luego se levanta y me tiende la mano:
— T e n g o cosas que hacer.
Ahí lo tienen, cuarenta años después del asesinato de JFK, Bob
es la viva imagen de cierto sector de la población americana:
puritanismo e hipocresía.
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12
AGRESIÓN
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F. Kennedy fue asesinado por una coalición formada por el ejér-
cito y la industria. El coronel habla con conocimiento de causa,
ya que durante m u c h o tiempo estuvo al frente de las operacio-
nes secretas del ejército americano. Al ser el golpe de Estado su
principal especialidad, es capaz de r e c o n o c e r todos sus i n g r e -
dientes en los acontecimientos del 22 de noviembre de 1963 en
Dallas. Prouty sostiene que Kennedy fue eliminado porque tenía
la intención de retirarse de Vietnam. U n a interpretación de la
que Oliver Stone se hizo eco en su JFK. Es cierto que Prouty
no aparece bajo su verdadero nombre, pero no cabe duda de que
el señor X encarnado p o r D o n a l d Sutherland es un doble del
militar. Y sus revelaciones en Washington a un Kevin C o s t n e r
estupefacto constituyen u n o de los m o m e n t o s álgidos de la p e -
lícula.
—¿Sabes? — p r o s i g u e Jack c o n un brillo entusiasta en los
ojos—, un día P r o u t y me dijo que yo era el investigador más
temido por la CIA. ¿Y sabes p o r qué?
— P u e s no.
— P o r q u e yo sólo trabajo con hechos. No me interesan las
teorías, las reconstrucciones, los testimonios. Yo estudio el ins-
tante captado por la máquina, la imagen, y ésa es la única ver-
dad capaz de aterrarnos.
61
C o m o es natural, no dejo pasar la ocasión de preguntarle por
el origen de su dolencia. Entonces, c o m o si yo le hubiese c o n -
seguido una cita con un agente de la CIA, Jack me susurra:
— N o sé si d e b o contártelo... No tengo ganas de asustarte.
U n a introducción c o m o ésa obliga a continuar. Y Jack lo sabe.
—La cosa se remonta unos cuantos años atrás... Al m o m e n t o
en que se rodó en Dallas la película de Stone.
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—Estaba completamente desnudo. No sé c ó m o se las arregló
para llegar a nuestra habitación. Ninguna de las alarmas de la casa
se había activado...
Jack tiene la mirada perdida. Su relato se ha apoderado de él.
— D e pronto, antes de que pudiera abrir la boca, se lanzó sobre
mí. Entonces fue cuando vi el picador de hielo... Me lo clavó
varias veces. Me perforó un p u l m ó n . U n o s pocos centímetros
más a la derecha y no lo cuento... Y, en cuanto al bastón, lo llevo
p o r q u e a raíz de aquello he perdido el sentido del equilibrio.
Antes de que podamos preguntárselo nosotros, se nos adelanta
y concluye diciendo:
—Desapareció tan rápido c o m o había aparecido. Yo yacía en
un charco de sangre. La policía nunca dio con él...
Luego, mientras nos acompaña hasta la puerta, añade en un
t o n o casi jovial:
— C u i d a d o , yo no he dicho que eso guarde relación con el
asesinato de JFK. Pero tampoco digo lo contrario.
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VISITA
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— D e b e de haber sido un rayo... A veces ocurre.
El suelo a nuestro alrededor está encharcado y el camino está
cubierto de hojas muertas. C o m o es habitual en Tejas, las rabie-
tas del cielo duran poco pero son de una violencia extrema. Abro
la puerta e intento dar la luz.
—Mira, el rayo no ha debido de caer muy lejos. Se ha ido la luz.
Hoy no se me hubiera ocurrido poner el pie en aquel lugar des-
conocido, aislado y sumido en la más completa oscuridad. Pero en
ese m o m e n t o no se nos pasó por la cabeza la idea de quedarnos
fuera. Pascal había dejado su equipo fotográfico en su habitación y
nuestra prioridad era comprobar que no faltaba nada. Y, por otra
parte, era muy posible que todo se debiese a un rayo.
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para olvidarnos de las preocupaciones del día. Desde que encen-
dimos una vela, el ambiente se ha vuelto casi íntimo. Pascal ha
subido a acostarse.
De repente se oye un crujido.
Me doy la vuelta.
Pascal está ahí de pie c o m o un pasmarote, lívido. El m i e d o
que veo en sus ojos es el de un animal asustado. Me hace una
seña y, sin decir una sola palabra, barre con su linterna el suelo
del salón. La luz se encuentra con un reflejo, y luego otro. Son
unos minúsculos charcos de agua. Pascal dirige el haz de luz de
derecha a izquierda. No hay ninguna duda, son huellas de pasos.
Nos esforzamos por mantener la sangre fría. Seguimos las h u e -
llas. U n a , dos, tres, cuatro, cinco, diez.
Silencio.
Estamos delante de la puerta trasera de la granja, la que da al
patio. Alguien ha corrido el pestillo... ¡por dentro!
Pánico. Miedo. Correr. ¡Joder! La despensa. Cerrada p o r d e n -
tro. ¿Y si...?
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14
OGRO
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A Estes, cuyos más próximos colaboradores se han visto afec-
tados p o r una curiosa epidemia de suicidios en cadena.
Tom tiene razón. Estoy loco. Completamente enfermo.Y sea-
m o s serios, ¿qué es lo q u e p r e t e n d o ? ¿Resolver el enigma?
¿Hacerme con una exclusiva? ¿Ganar el Pulitzer? ¿Embolsarme
el premio Albert Londres? Todo lo que quiero es volver a casa.
F u n d i r m e en un abrazo con mi m u j e r y besar a mi hijo.
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el misterio del siglo, destinada a un público ávido de i n f o r m a -
ción actualizada.
Q u i z á sea p o r eso p o r lo que esta n o c h e me e n c u e n t r o en
este m o t e l perdido en mitad de la nada, a un lado de la 1-35.
Para llegar a entender.
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15
CORTESANA
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La entrevista con ella, hace unos días, fue un gran m o m e n t o .
En efecto, Madeleine posee un talento especial: es capaz de des-
cribir con precisión la anatomía del presidente al mismo tiempo
que sorbe con delicadeza una taza de té. La señora Brown, ella
misma lo admite, accedió durante un tiempo a satisfacer la des-
bordante libido de LBJ. La fórmula no debería molestar a nadie,
de hecho es más discreta que la empleada por la propia M a d e -
leine.Y es que la antigua niña bien no se hace ilusiones: aunque
haya amado a Lyndon, es m u y consciente de que para el tejano
ella nunca fue más que un aliviadero.
Antes de hacerle preguntas, primero hace falta acostumbrar-
se a ese extraño ritmo consistente en que, entre dos reflexiones
acerca del pasado en general, la vieja señora desliza sus recuer-
dos plagados de polvos rápidos.
Pero la historia de esta m u j e r de Tejas no es solamente la his-
toria de una cortesana. Madeleine B r o w n constituye u n o de los
últimos vestigios de la Dallas de los años sesenta, esa ciudad
pequeña —para lo que es Estados U n i d o s — a caballo entre la
provincia y la expansión urbanística desenfrenada. Ese pueblo
g r a n d e d o n d e un m i l l o n a r i o podía pasarse las tardes en el
m u g r i e n t o club de un m u c h a c h o venido de Chicago, el mítico
Carrousel.
Haroldson Lafayette H u n t , por p o n e r un ejemplo. Su n o m -
bre nunca cruzó el Atlántico, pero podría haberlo hecho perfec-
tamente. En 1963, H. L. era nada más y nada menos que el h o m -
bre más rico del m u n d o . La suya fue una fortuna prácticamente
espontánea obtenida gracias a los campos de petróleo del Este
de Tejas y aumentada sobre las mesas de los clubs de póquer. En
1963, la empresa para la que trabajaba Madeleine alquilaba des-
pachos en el edificio que albergaba las oficinas del magnate. Y
todas o casi todas las mañanas, la amante de LBJ aparcaba su coche
a escasos metros del de H u n t . H. L., fiel a sus buenos modales
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sureños, le abría la puerta a la despampanante pelirroja. Luego,
al t é r m i n o de sus respectivas jornadas, todos se encontraban, al
dar las cinco, en el club lleno de h u m o de C o m m e r c e Street
regentado por el famoso Jack Ruby. Brown, c o m o mucha otra
gente en el D o w n t o w n de Dallas, lo conocía, y H u n t también.
A fin de cuentas, era u n o de los pocos locales de la ciudad en
los que se podía beber alcohol. Y, además, el Carrousel era f a m o -
so por su parte trasera, sus discretas partidas de p ó q u e r y el calu-
roso recibimiento de su dueño.
72
rir su derrota y la pérdida de sus riquezas en beneficio del Norte.
Para los H u n t , los Murchinson, los Byrd y los Richardson, K e n -
nedy era un representante del enemigo.
Madeleine ha bajado sensiblemente su tono de voz. Me tengo
que inclinar para entender su murmullo.
— F u e Dallas quien mató a Kennedy. Fue Dallas quien mató
al presidente...
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siones de la comisión Warren. J i m ha trabajado sobre la simbo-
logía del asesinato y está convencido de que J o h n F. Kennedy fue
ejecutado porque sus decisiones políticas no eran del agrado de
la industria militar. Y de hecho, él percibe una analogía con la
pena capital:
— M á s allá del castigo, ¿cuál es la función de la pena de m u e r -
te? Dar ejemplo. Históricamente, las ejecuciones siempre fueron
públicas. El mensaje era m u y claro: mirad lo que os puede pasar
si no respetáis la ley.
— Y entonces...
—Entonces, el 22 de noviembre de 1963 tiene lugar una eje-
cución pública ante los ojos de millones de personas. Y el m e n -
saje ha calado. El atentado decía claramente: esto es lo que pasa
cuando no se respeta nuestra voluntad. Fue una advertencia des-
tinada a la clase política. Y eso explica la relación de sumisión de
la presidencia respecto de la industria militar hasta nuestros días.
El verdadero poder está ahí.
Marrs es persuasivo y su tesis cobra verdadera relevancia en
cuanto se coteja con la política exterior de Estados Unidos, pero
la necesidad de dar ejemplo no me parece razón suficiente para
explicar la elección del escenario. Se hubiera podido lanzar idén-
tico mensaje en Chicago, Los Angeles o Miami.
La inquietante pregunta sigue sin respuesta: ¿por qué Dallas?
74
pieza de caza que previamente ha sido acorralada. Un trofeo atra-
pado en el fuego cruzado de expertos tiradores. Los asesinos eran
unos cazadores que sorprendieron a Kennedy cuando éste come-
tió la imprudencia de colarse en su territorio.
Antes incluso de Madeleine, de Billie, de Tejas, tengo la sen-
sación de que yo hubiera sido capaz de darme a mí mismo una
respuesta. ¿Por qué Dallas? Porque era el hábitat, el territorio de
caza de los asesinos del presidente. De los que se encontraban en
Dealey Plaza el 22 de noviembre de 1963 y de los que tomaron
tan terrible decisión.
75
tados que sigue con vida no se acuerda de esa velada. Un deta-
lle que parece no preocupar a la antigua cortesana.
— M i lista es incompleta. Algunos siguen vivos y un día daré
sus nombres. Pero por el m o m e n t o es demasiado peligroso.
Su a r g u m e n t o no me impresiona. Esta paranoia me parece
completamente injustificada. Estamos en 1998, JFK lleva m u e r t o
treinta y cinco años y, salvo los fanáticos de la serie Expedien-
te X, nadie piensa que indagar en el tema equivalga a jugarse
la vida. Por otra parte, aun admitiendo que Madeleine nos haya
dado una lista errónea, ¿ c ó m o explicar la presencia de J o h n -
son? Tanto más cuanto que si hacemos caso del i n f o r m e Warren
— o b v i a n d o p o r un m o m e n t o todas nuestras reservas—, el f u t u -
ro inquilino de la Casa Blanca habría pasado su última n o c h e
c o m o vicepresidente... ¡en la habitación de su hotel de Fort
W o r t h ! Total, que sigue sin c o n v e n c e r m e . Además, no creo a
Madeleine Brown. A u n q u e sus tesis son interesantes, he dejado
de prestarle atención.
— ¿ A l g u n a vez ha hablado del asesinato de J F K c o n LBJ?
— l e pregunto.
— U n a sola vez. Fue algunos meses más tarde. Yo necesitaba
saber. En Dallas aumentaban las sospechas acerca de la existen-
cia de una implicación de los millonarios de la ciudad y por ende
también de Lyndon.
L y n d o n J o h n s o n , cuya carrera política era p r o d u c t o de la
voluntad de influyentes personajes tejanos conscientes de la i m -
portancia de tener en Washington a u n o de los suyos.
—Así que, después de acostarme c o n él, se lo p r e g u n t é . Y
entonces a Lyndon le entró una especie de ataque de ira. Me
agarró, me zarandeó y me amenazó. Yo no debía volver a hablar-
le del tema nunca más. Ésa fue la respuesta que me dio.
Si no se hubieran dado todos esos elementos contradictorios
a los que me refería antes y que me obligaban a inclinarme por
76
la prudencia, Madeleine habría p o d i d o c o n v e n c e r m e con esta
confidencia. Ella sigue poseída p o r sus recuerdos. Y antes de que
pueda hacerle una nueva pregunta, continúa:
— D e todos m o d o s , yo ya estaba segura. Bastaba con ver la
actitud de H. L. H u n t a su regreso de Washington.
En efecto, en los minutos siguientes al asesinato de Kennedy,
Hunt abandonaba Dallas. Escoltado por su guardia personal, c o m -
puesta p o r antiguos agentes del FBI, el h o m b r e más rico del
m u n d o huía en dirección a la capital federal, en la que p e r m a -
neció por espacio de un mes, viviendo en el mismo barrio que
J. Edgar H o o v e r y el n u e v o presidente, su p r o t e g i d o L y n d o n
Johnson.
— H u n t no paraba de sonreír. U n a nueva fuerza le asistía
—precisa la señora B r o w n .
En el nuevo mapa político que se había dibujado en A m é r i -
ca a consecuencia del 22 de noviembre, Madeleine B r o w n se
había cruzado con un caballo ganador.
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16
COMERCIANTE
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aún, R o b e r t vive desde entonces de la venta de productos que
él mismo fabrica. Así, todos los fines de semana, Groden se ins-
tala en Dealey Plaza y atiende su negocio. En Estados U n i d o s
todo es business y, seamos sinceros, hay cosas peores que ganar
dinero a costa de un presidente asesinado. Además, c o m o repite
el propio Groden cada vez que habla con un periodista, ¿qué hay
de la libertad de expresión?
Ésa fue, de hecho, mi p r i m e r a impresión. Al principio vi a
Groden c o m o un islote de contrapoder en un lugar arrasado por
la autoridad legitimista del Sixth Floor M u s e u m . Poco a poco,
sin embargo, se instaló en mí la idea de que, más que en difun-
dir un determinado mensaje, el interés de un comerciante se cen-
tra principalmente en su volumen de negocio. La escena del cri-
m e n está ocupada p o r una tribu de vendedores ambulantes
contratados p o r G r o d e n . R e m u n e r a d o s según resultados, estos
comerciales de la conspiración asaltan sin tregua a los visitantes.
Luego, bajo el sol achicharrante de Tejas, cansados de recorrer la
plaza, estos mercaderes del templo se beben una cerveza tras otra
y vacían la vejiga detrás de la valla de madera del Grassy Knoll,
dando lugar así a un insoportable hedor.
Por eso Groden no me cae simpático. Porque ha olvidado que
aquí mataron a un h o m b r e . Y que, p o r tanto, el lugar m e r e c e
quietud y respeto.
Pero t a m b i é n p o r q u e su p e q u e ñ a empresa afecta negativa-
m e n t e a la imagen de las personas q u e critican a la comisión
Warren. Entre los terroríficos teóricos de la conspiración m u n -
dial, por un lado, y los vendedores de ilusiones, por el otro, han
h e c h o m u y difícil el c o n v e n c e r a nadie de q u e Lee Harvey
Oswald no p u d o actuar en solitario.
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ENCUENTRO
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Soy consciente de que Estes también está observándome a su
vez. Él sabe que si yo estoy aquí, en casa de Madeleine, es exclu-
sivamente por él. Sin embargo, no hace nada para facilitarme la
tarea. No espero que se me acerque y se ponga de buenas a pri-
meras a c o n t a r m e todo lo que sabe, desde luego. Pero de todos
modos me extraña su actitud. Lejos de cerrarse en banda, Estes
deja caer de vez en cuando una sonrisa.
Por fin, me decido.
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18
TEST
Si este libro existe, si las cintas de Billie Sol Estes que daban
pie a los rumores se han convertido en una realidad sobre la que
he podido apoyarme, es porque esa noche, en casa de Madeleine,
mantuve la boca cerrada.
En el último m o m e n t o comprendí que el tejano me estaba
p o n i e n d o a prueba. Al tratar de p o n e r m e en su piel, me había
dado cuenta de que no le habría hecho ninguna gracia tener que
ponerse a responder preguntas acerca de su pasado en presencia
de una amiga y de los amigos de ésta.
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19
REGRESO
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compartido con él las reflexiones de White, Tague y compañía,
Marc situó inmediatamente el misterio J F K en sus justos t é r m i -
nos, es decir, en su marco actual. En su opinión, Billie Sol Estes
era «la oreja» que debía llevarnos hasta nuestra solución. Y su
silencio de casi cuarenta años, la prueba de la actualidad de este
asunto.
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QUIMERA
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no vive en ningún sitio. Inasible c o m o una corriente de aire, él
es la quimera del caso Kennedy.
Y, por fin, ahí está la leyenda. Llegamos con cuarenta m i n u -
tos de adelanto, pero él ya está esperándonos. Sol no está solo.
Un criado que le tiende su toalla, una secretaria, un chófer, Estes
nunca se mueve sin acompañantes. Una reminiscencia de la edad
de oro, de aquellos años cincuenta en los que el antiguo paleti-
llo había llegado a valer más de cien millones de dólares. El dine-
ro se evaporó, pero los hábitos permanecieron. Crazy Fred no se
podría haber llamado de otra manera. Melena plateada, tatuajes
de motero y, sobre todo, sendos diamantes engastados en los inci-
sivos. Pero no es una cuestión estética. Fred el loco tiene p r o -
blemas con el fisco. Así que, como vive en una caravana, ha inver-
tido todo lo que tiene en esas dos piedras:
-—Si el gobierno quiere mi pasta, que venga aquí a buscarla...
C o m o un perro rabioso, Fred retira los labios, dispuesto a m o r -
der. Billie Sol sonríe, y c o m o si de una vulgar reunión de n e g o -
cios se tratase, dice:
—Señores, les doy tres horas. Ni un minuto más. ¿Por d ó n d e
quieren empezar?
86
Marc está contento, Estes parece relajado, ahora me toca a mí
pasar a la acción.
Y c o m o el contador sigue en marcha, voy al grano.
87
minuto, me estaba planteando cambiar de profesión. Ahora pare-
ce que sí, que por fin va a ofrecernos algo interesante.
5
Trato hecho. (N. del T)
88
21
PARTIDA
89
SEGUNDA PARTE
El último testigo
21
EL 22 DE NOVIEMBRE
93
23
TEJAS
94
mientras en el resto de Estados Unidos la gente habla, el tejano
apenas silba las palabras, c o m o si, agobiado por el calor, también
hubiera renunciado a esforzarse en este sentido.
95
había ido allí para representar a su g r u p o en un congreso de
empresas dedicadas al embotellado de bebidas. En el m o m e n t o
en que el Air Forcé O n e , el avión presidencial, iniciaba sus
maniobras de aproximación al aeropuerto de Love Field, en el
corazón de la ciudad, N i x o n salía de Tejas con r u m b o a Nueva
York. El Dallas Morning News dedicaba su portada, obviamente,
a la visita de JFK, y reproducía una declaración que el candida-
to frustrado a las elecciones de 1960 había realizado poco antes
de partir: «Kennedy va a separarse de LBJ para las elecciones de
1964.»
Unas horas más tarde, Lyndon Baines J o h n s o n era proclama-
do presidente.
En cuanto a George Bush padre, también él pretextaría más
tarde un fallo de m e m o r i a . U n a laguna que, c o m o era de espe-
rar, iba a dar alas a los fantasmas de una parte de la comunidad
conspiracionista, tanto más cuanto que un i n f o r m e especial del
departamento de policía de Dallas se hacía eco de la presencia
en la ciudad de un tal G e o r g e Bush, a la sazón m i e m b r o de la
C I A . ¿ C ó m o describir el entusiasmo de los aficionados a las
coincidencias diabólicas c u a n d o relacionaron este dato con el
hecho de que, antes de convertirse en vicepresidente de R e a -
gan y seguidamente en d u e ñ o del m u n d o , Bush fue el director
de la famosa agencia? Él mismo se encarga de desmentir éstas y
otras hipótesis afirmando que hasta su elección a finales de los
años setenta no había tenido la m e n o r relación con la CIA, y
que en 1960 él no era más que un padre de familia que i n t e n -
taba meterse en el m u n d o del petróleo y en política. Y que, en
cualquier caso, aunque no consiga acordarse de dónde se e n c o n -
traba el 22 de noviembre de 1963, puede asegurar que no estu-
vo en Dallas.
96
Billie Sol estaba en Pecos, pero habría dado lo que fuera por
estar en Dealey Plaza. A u n q u e el peso de su educación religiosa
le obliga a expresar su repulsa ante el asesinato y a calificar de
inmoral la destrucción de una vida humana, no hay que equi-
vocarse: para Estes, c o m o para muchos otros, el asesinato era una
medida que siempre había que contemplar. U n a especie de últi-
mo estadio de la negociación. Y también un legado cultural, hasta
ese p u n t o el recurso a la violencia está inscrito en las mentes de
esta clase de hombres. No c o m o vicio, sino c o m o seña de iden-
tidad.
El Tejas de 1963 estaba más cerca del de 1863 que del de 2003.
Dallas aún seguía siendo un p o b l a c h ó n . Los tejanos crecen al
ritmo de los disparos de un Colt. C u a n d o J F K hablaba de una
«nueva frontera», en Tejas no se pensaba ni en la conquista del
espacio ni en el desarrollo económico, sino en la conquista de
tierras y en la defensa del territorio, batallas estas que se libran a
tiros y a cambio de grandes sacrificios y m u c h o dolor.
El Oeste de verdad, el de Tejas, no tenía nada que ver con la
versión edulcorada transmitida p o r Hollywood. Aquí, hombres
y mujeres se habían dejado la piel para poder ofrecer un palmo
de tierra a sus descendientes. Aquí, una generación entera se había
criado en el odio a la Costa Este. Despojados de sus bienes al
finalizar la Guerra de Secesión, las familias sudistas habían vuelto
a empezar en Tejas. Antes de partir, habían asistido impotentes
al reparto de sus riquezas en beneficio de «la gente del Norte».
En Tejas tuvieron que olvidarse del esclavismo y de su proyecto
c o m o nación. A partir de entonces, y para una mayoría, desde la
élite hasta el pueblo, la Costa Este representaría al enemigo, al
usurpador.
La elección de J o h n F. K e n n e d y c o m o presidente en 1960
r e m o v i ó viejas pasiones e hizo aflorar a la superficie esa ani-
madversión larvada. En suma, reactivó el odio hacia «el Norte».
97
Los tejanos se consolaban pensando que Lyndon B. Johnson, u n o
de los suyos, al que apreciaban y llevaban apoyando desde 1948
con cariño y grandes sumas de dinero, defendería sus intereses
en Washington.
Pero el hecho es que, c o m o el propio N i x o n había anuncia-
do el 21 de noviembre de 1963, Kennedy había decidido pres-
cindir del bueno de Lyndon. Los usurpadores estaban volviendo
a las andadas. Y Tejas no estaba dispuesta a sufrir una nueva
derrota.
98
24
COMPRENSIÓN
99
tras desconectar su colección de móviles. El h o m b r e que nunca
había hablado está ansioso por comenzar.
Yo también lo estoy, aun a sabiendas de que, antes de llegar a
la muerte de JFK, tendré que hacer frente a interminables rodeos.
De todas maneras, estoy e m p e z a n d o a c o m p r e n d e r que no se
trata de desvíos ni de pistas falsas, sino de una parte de la verdad
necesaria para entender m e j o r los mecanismos que condujeron
a la decisión de deshacerse del presidente de Estados Unidos.
—Yo nací durante una t o r m e n t a de nieve —suelta Billie Sol
de buenas a primeras—. Así que las dentelladas de ese bichejo
llamado Bobby Kennedy no me iban a hacer retroceder.
Más incluso que hacia J F K , Estes siente aún hoy en día un
odio feroz hacia su h e r m a n o R o b e r t F. Kennedy, el que fuera
fiscal general y que en 1968 también sería asesinado. De hecho,
fue él quien dirigió la persecución a la que Estes se vio someti-
do. Y no p o r q u e Estes hubiera h e c h o algo que no debía, sino
porque era la única manera de doblegar a Tejas. R e d u c i r a Billie
equivalía inmediatamente a reducir a Lyndon. Y, j u n t o con este
último, a esas familias que, escondidas en sus inmensos ranchos
anegados por la riqueza procedente del oro negro, habían deci-
dido tomar en sus manos las riendas del país.
— E r a el blue northern6 — p r o s i g u e S o l — . Un v i e n t o q u e
viene de Colorado, te hiela hasta los huesos y te deja las m e j i -
llas azuladas. Hacía veinticuatro horas q u e mi m a d r e se esfor-
zaba p o r t r a e r m e al m u n d o , p e r o yo me t o m a b a mi t i e m p o .
Mi padre, m o n t a d o en su caballo, había salido a avisar al médico.
En c u a n t o llegaron, el m é d i c o decidió acelerar el parto y así
fue c o m o conseguí nacer. Me pusieron el n o m b r e de Billie Sol
p o r q u e el m é d i c o me había a p o d a d o Blizzard Bill1, y p o r -
6
Viento frío del Norte. (N. del T.)
1
Del inglés blizzard, tormenta de nieve. (N. del T.)
100
q u e Sol era un h o m e n a j e a u n o de mis tíos, q u e se llamaba
Solomon.
C u a n d o estaba en la cresta de la ola, algunos periodistas ávi-
dos de metáforas pretendían que Billie se había puesto el patro-
nímico Sol porque así es c o m o se llama el astro rey en español.
D e b i d o a la proximidad de la frontera mejicana, estos periodis-
tas lo consideraban un guiño por parte de Estes. Así pues, se tra-
taba de un bulo.
— E n 1925, mi padre criaba perros de caza, para sus necesi-
dades personales y para venderlos. Para poder pagar los servicios
del médico tuvo que vender algunos de sus mejores animales. Yo
siempre he dicho que c u a n d o empiezas a vivir c a m b i a n d o tu
nacimiento p o r un par de perros sólo puedes ir a mejor. C r é e -
me, el hambre de éxito ha corrido por mis venas desde el prin-
cipio.
101
m a n o pequeño parece ser la única cosa capaz de emocionarle en
la actualidad. Tal vez p o r q u e la parte más oscura de su historia
está ligada a ese recuerdo.
— M i padre era un h o m b r e m u y cerebral. No era tan imagi-
nativo c o m o mi madre, pero a cambio tenía una opinión acerca
de todo. Y c u a n d o una idea se le metía entre ceja y ceja, ya
no volvía a salir. Su visión de la familia era m u y simple: un edi-
ficio en el que todos teníamos una función. Así, a cada hijo se le
asignaban tareas extenuantes desde el m o m e n t o en que podía
arreglárselas solo, es decir, desde m u y pronto. Y en cuanto p e n -
saba que u n o de nosotros ya estaba listo para traer dinero a casa,
lo enviaba a trabajar a las granjas vecinas. Fuimos educados en el
respeto al trabajo, a Dios, a la familia y a nuestro país. Mis ante-
pasados también creían en Dios, en la familia, en la tierra y en
Tejas.
Billie Sol medita sobre su última frase. Luego la repite con
orgullo, y por último añade:
—Exactamente por ese orden.
8
La Iglesia de Cristo. (N. del T.)
102
Christ instala sus templos a la entrada y a la salida de todos los
pueblos. C o m o es de esperar, sus miembros son m u y puritanos
y conservadores, y t e m e n al d e m o n i o por encima de todo. No
llegan a ser c o m o David Koresh y sus davidianos de Waco, pero
la proximidad entre ambos f e n ó m e n o s no es m e r a m e n t e g e o -
gráfica.
Así pues, Estes fue un h o m b r e piadoso antes de convertirse
en un individuo dispuesto a todo. Siguiendo los preceptos de su
iglesia, cuando se encontraba en la cima de su éxito, instauró en
su piscina unos turnos de baño para los nuevos retoños. P r i m e -
ro se bañaban las niñas y luego los niños. Pero lo que alejó a Sol
de la palabra de Dios no fueron sus diferencias con la ley, sino la
cuestión racial:
— M i iglesia comete un grave error — a d m i t e — . Sus m i e m -
bros creían que los negros fueron marcados en tiempos de Caín
y Abel. Q u e el color de su piel indicaba que eran inferiores y
que nunca podrían entrar en el Paraíso. Para ellos, un alma negra
es un alma perdida. Yo no c o m p a r t o esta opinión en absoluto.
En el Sur segregacionista, Estes constituye una excepción. Su
compasión hacia los inmigrantes mejicanos y su m a n o tendida
a los negros le han h e c h o acreedor de odios furibundos y per-
sistentes. Durante m u c h o tiempo, Billie Sol figuró en la lista negra
del Ku Klux Klan.Y al poco de meterse en política se dio cuen-
ta de que sus millones de dólares no podrían nada contra la dere-
cha racista y reaccionaria.
— H o y puede parecer increíble, pero durante gran parte de mi
vida la palabra negro fue un término peyorativo de uso frecuente
en el habla cotidiana. Yo mismo la utilizaba cuando era joven, y
todavía me lo reprocho. Por suerte, mis padres me habían ense-
ñado que todos los hombres han sido creados por igual y que la
educación es la única defensa contra la estupidez. Así que, cuan-
do me convertí en un millonario, me negué a subvencionar todos
103
los centros educativos que practicasen la segregación racial. Es
más, estoy tremendamente orgulloso de haberme hecho cargo de
la educación de más de un millar de negros, en una época en la
que te podían colgar de un árbol por m u c h o menos.
Ésta es una de las paradojas de Billie Sol Estes. Tejano hasta la
médula, con la c o r r u p c i ó n en la sangre, un tipo que no pesta-
ñea ante la posibilidad de tener que eliminar físicamente a sus
rivales, ha defendido sin embargo, y contra viento y marea, la
causa de los negros:
— T a m b i é n presté mi apoyo a M a r t i n L u t h e r K i n g e hice
generosas donaciones al movimiento por los derechos civiles. En
la actualidad sigo ayudando c o m o p u e d o a las minorías de mi
país, en especial a los inmigrantes mejicanos, por más que hayan
cruzado nuestra frontera de manera ilegal. Las fronteras entre los
países no son obra de Dios.
104
tra casa. Siempre fuimos andando. Mi maestra, Thelma Berry, era
la m u j e r de nuestro vecino y fue la primera persona que se dio
cuenta de mi capacidad para resolver m e n t a l m e n t e los proble-
mas matemáticos más complejos. Siempre he contado con la ven-
taja de no tener que t o m a r m e la molestia de escribir un proble-
ma para hallar su solución. No es por alardear, pero mi cociente
intelectual ha llegado a ser valorado en 185. De todos modos, la
inteligencia es algo relativo. Prueba de ello es que la mía no me
ha impedido hacer grandes tonterías.
105
Mis primeras entrevistas con Billie Sol consisten, pues, en una
lucha contra mi somnolencia. No me siento para nada a gusto
en la piel de un pájaro. Y el único gusano que me interesa es el
que me ha de llevar hasta los asesinos de Kennedy. También tengo
que acostumbrarme a su idioma, a sus digresiones, a sus inter-
minables paréntesis, a los días en los que no tiene ganas de hablar
y a los días en los que no puede parar de hacerlo.
D u r a n t e dos semanas, no habla más que de sí mismo. Yo he
intentado varias veces centrar la conversación en JFK, pero él,
por el m o m e n t o , no quiere mojarse.
—Paciencia. Antes de saber tienes que comprender.
Tom también ha decidido aceptar su criterio, pues quiere evi-
tar que Estes acabe contándonos cualquier cosa con tal de salir
del paso. Las declaraciones de Billie Sol sólo surtirán efecto si
podemos probarlas. Desde este p u n t o de vista, la narración de su
ascenso social y de su éxito tiene una importancia capital. Al final
de esta historia, Billie Sol nos revelará los secretos del 22 de
noviembre de 1963. U n a recompensa y un desenlace al mismo
tiempo.
Descubrir cuál ha sido su vida, someter a verificación tanto
sus relaciones c o m o sus afirmaciones y conocer su ambiente nos
permitirá dar credibilidad a su estatuto de último testigo.
106
25
SIN RETORNO
— M i vida es c o m o un cuento...
A Billie Sol le gusta escucharse.
—Puedes creerme, todo empezó un 25 de diciembre. Aquellas
Navidades yo tenía siete años. Y, en vez de un juguete, el regalo
que yo quería era una oveja. Me pasé varias semanas persiguiendo
a mis padres para que me la compraran. El día de Nochebuena,
nii madre nos metió a todos en su Ford A y nos llevó a Clyde a
ver el desfile de Navidad. Cuando, al final del día, volvimos a casa,
había decorado el árbol con nuestros regalos. Estaban todos menos
107
el mío, que me esperaba afuera atado a una estaca. Le pusimos al
joven cordero el nombre de Merry. Mi súbito deseo de tener un
animal era todo menos un capricho momentáneo: M e r r y era en
realidad la primera piedra de un edificio rigurosamente planeado.
H a b i e n d o observado que los granjeros odiaban tener que o c u -
parse de los corderos que habían perdido a sus madres, ya que ello
suponía un esfuerzo adicional sin garantías de éxito, dadas las esca-
sas posibilidades de supervivencia de un cordero huérfano, yo tenía
la intención de criar a M e r r y para demostrarles que podía hacer
ese trabajo p o r ellos. C u a n d o di p o r concluido mi p e r i o d o de
aprendizaje, hice correr de granja en granja el r u m o r de que los
hermanos Estes se habían puesto a criar corderos huérfanos.
Un cuento de Navidad que marca el principio de una carrera
hacia el éxito imparable y precoz.
— U n a vez que se acostumbraron a trabajar conmigo, los gran-
jeros me dieron permiso para esquilar las ovejas muertas. En un
año, mi labor de crianza y mis negocios empezaron a convertirse
en algo serio. Entre otras cosas, porque entonces empecé a cam-
biar mis servicios p o r la autorización de utilizar los machos de
los granjeros para fecundar mis propias ovejas. Así fue cómo, rein-
virtiendo mis beneficios y el dinero que me daban en la vaque-
ría, me encontré a los ocho años con mi primer rebaño. Un año
después, mi maestra me dio permiso para faltar a clase y así poder
acompañar a su marido al mercado de ganado, en el que a mí me
fue mejor que a él porque yo era más rápido a la hora de calcu-
lar mentalmente el importe de las transacciones. C u a n d o cumplí
diez años, mi rebaño se componía de una veintena de ovejas. Entre
todas las hembras parían unos treinta corderos al año. A veces, el
parto se complicaba y había que ayudar al pobre animal. Lo cual
significaba que yo me tenía que remangar y meter mis antebra-
zos en sus entrañas para poder sacar al cordero.
Billie Sol se ríe de mi mueca de asco:
108
— P r u e b a a hacer eso j u s t o después de desayunar, y ense-
guida comprenderás el significado de la palabra responsabilidad.
Pero eso no era lo peor. Yo siempre me quedaba con las h e m -
bras, y los machos los vendía. Para que su carne supiese m e j o r
tenía que castrarlos... ¡y lo hacía yo mismo! U n a de las técni-
cas consiste en hacer un corte en el escroto con un cuchillo, y
luego retirar el testículo. El riesgo de esta técnica es que la heri-
da no cicatrice bien, se infecte y acabe provocando la m u e r t e
del animal. Yo no podía p e r m i t i r m e algo así. De manera que
utilizaba otro método, consistente en romper el cordón que ali-
menta el testículo de manera que éste, desprovisto de sangre,
se atrofia y se v u e l v e inactivo. El p r o b l e m a es q u e la ú n i c a
manera de hacerlo es t u m b a r al cordero patas arriba y m o r d e r
con fuerza el escroto para partir el dichoso cordón con los dien-
tes. Puedes estar tranquilo, no era mi ocupación favorita. ¡Menos
mal que me las arreglé para convencer a Bobbie Frank de hacer-
lo en mi lugar!
109
— E l programa 4 - H fue creado a principios de siglo para que
los miembros de la juventud rural con edades comprendidas entre
los nueve y los diecinueve años recibieran una formación y unos
consejos que les permitieran aprender a gestionar una granja. El
programa lo dirigía una sección del D e p a r t a m e n t o de Agricul-
tura en colaboración con las autoridades locales y algunas u n i -
versidades. Trataban de enseñarnos a sacar adelante una familia,
a cuidar nuestras tierras, a conocer las nuevas tecnologías y, en
general, a ser unos buenos americanos. Gracias a este programa,
yo entré en contacto con los métodos más m o d e r n o s de cría de
ganado, aprendí el arte de cultivar cereales y algodón, así c o m o
a llevar mi propia contabilidad. El paso siguiente fue la o b t e n -
ción de créditos bancarios destinados a financiar mi desarrollo.
Mi condición de m i e m b r o del club me permitía también parti-
cipar en las ferias agrícolas regionales. Lo que más me impresio-
nó de este programa fue algo que me o c u r r i ó en 1936. B o b y
yo estábamos en Dallas para asistir a una versión americana de
la Exposición Universal con motivo del centenario de la exis-
tencia de Tejas. Nunca habíamos visto tanta gente junta. El recin-
to ferial era inmenso, y Bobbie Frank quería que nos quedáse-
m o s allí t o d o el día, p e r o no p o d í a m o s desaprovechar la
oportunidad que nos brindaba aquella feria para conseguir finan-
ciación. De manera que lo convencí para que me acompañara
en mi búsqueda de los grandes terratenientes. Yo quería saber
cuál era su secreto. A pesar de tener tan sólo once años, me di
cuenta de que debía pasar a la etapa siguiente. Los cerdos y los
corderos estaban m u y bien para empezar, pero si quería hacerme
rico tenía que dedicarme a la cría de ganado vacuno. Así pues,
consagramos nuestra estancia en aquella feria a informarnos sobre
todas las especies de bovinos imaginables, mientras nuestros cama-
radas se divertían y el ruido de los desfiles nos perforaba los tím-
panos. El primer stand que visité era el de King R a n c h , la mayor
110
explotación de ganado vacuno del m u n d o , dos veces tan gran-
de c o m o Suiza, que contaba con una especie propia capaz de
reproducirse, el Santa Gertrudis, un verdadero prodigio por su
potencia. Yo quería criar ganado de esa especie en Clyde. Así que
pedí p o d e r hablar con el responsable del stand y, para mi gran
sorpresa, pues era un mocoso, me recibió. R o g e r Kleberg, u n o
de los congresistas más acaudalados, me a t e n d i ó c o n s u m a
amabilidad y me desaconsejó implantar su especie en mi granja
porque el clima no era el adecuado. De manera que acabé deci-
d i é n d o m e por los Hereford, una especie más resistente. Algunos
años después, cuando yo ya era un h o m b r e de negocios con un
pie en Washington, coincidí en varias ocasiones con Kleberg.
Yo había d e j a d o de ser un g r a n j e r o más para ser su igual, y
muchas veces rememoramos juntos aquel primer encuentro nues-
tro de 1936.
111
tar de demostrar, independientemente de que Billie Sol Estes la
recuerde perfectamente.
Lyndon Johnson es, por consiguiente, un tema recurrente en
nuestras conversaciones.
—¿Sabes p o r qué te cuento todo esto? ¿Sabes p o r qué toda-
vía no hemos llegado a Dealey Plaza?
C u a n d o Billie Sol hace una pregunta, no siempre espera una
respuesta. Prueba de ello es que no me da tiempo a decir esta
boca es mía y él mismo se contesta:
— S ó l o quiero que entiendas una cosa: Lyndon y yo tenemos
el mismo pasado. Y cuando u n o ha salido de d o n d e salimos nos-
otros, ni se plantea el dar marcha atrás. Todo nos valía con tal de
prosperar en la vida. Y estábamos dispuestos a hacer cualquier
cosa para no tener que volver al p u n t o de partida. Si c o m p r e n -
des esta mentalidad, habrás dado un paso hacia la verdad. M é t e -
telo en la cabeza: Lyndon jamás contempló la posibilidad de fra-
casar. Jamás!
Le tiembla la boca y tiene las pupilas contraídas. Pero se c o n -
trola y ya no dice nada más. Sin embargo, yo sé adonde quiere
ir a parar. Estes es de los q u e piensan q u e el fin justifica los
medios, y eso incluye el asesinato.
Se sirve una copa y, consciente de que aún le queda m u c h o
por contar, vuelve a zambullirse en sus recuerdos.
112
m e n t e atractivo. De manera que yo me puse a visitar los ran-
chos más cercanos o f r e c i é n d o m e para o c u p a r m e de los cactus
a c a m b i o del 80 p o r ciento de la subvención. Luego les p r o -
metí a mis h e r m a n o s el 50 p o r ciento de lo que yo recibiría
a cambio de que ellos hiciesen el trabajo, y me q u e d é con el
otro 50 p o r ciento en c o n c e p t o de h o n o r a r i o s p o r mi idea y
mi descaro. Este dinero tan fácil me abrió los ojos: las ayudas
gubernamentales representaban un filón inagotable para a q u e -
llos que lo supiesen explotar. Y yo no fui el ú n i c o q u e se dio
cuenta.
Estes, al igual que J o h n s o n , es un niño de la crisis de 1929.
U n a depresión sin precedentes, fuente de miseria para muchos,
pero también de motivación para otros, c o m o p o r ejemplo para
Billie Sol.
— P o r si la crisis económica no fuese suficiente, nuestro país
fue arrasado p o r la mayor t o r m e n t a de polvo de su historia. Lo
arrasaba t o d o a su paso, los animales se morían, las reservas de
agua se secaban. D i c h o en pocas palabras, habíamos padecido
una p r i m e r a plaga con el presidente H o o v e r y sus cómplices
republicanos que destruyó la economía al permitir que los ricos
siguieran enriqueciéndose. En ese m o m e n t o llegó la segunda,
ese viento del d e m o n i o que convertía las granjas en sucursales
del infierno. He p e r d o n a d o a Dios p o r lo de la t o r m e n t a , p o r -
que sé q u e Él había d e c i d i d o p o n e r a p r u e b a nuestra fe. En
cambio, nunca olvidaré lo que nos hizo el Partido Republicano
al i m p o n e r n o s a H e r b e r t Hoover. La crisis p e r m i t i ó a los ricos
instalarse aún más c ó m o d a m e n t e en el poder. Eso f u e lo que
o c u r r i ó . En cuanto a nosotros, parias de la tierra, H o o v e r nos
c o n v i r t i ó e n u n o s pordioseros q u e n o tenían d ó n d e caerse
muertos.
La rabia se apodera de Billie. Para calmarse, evoca 1932 y la
victoria en las elecciones presidenciales de Franklin D. R o o s e -
113
velt, un demócrata con un programa político, el N e w Deal, que
dedicaba gran parte de sus esfuerzos a tratar de mejorar el nivel
de vida del campesinado:
— R o o s e v e l t m e j o r ó nuestra calidad de vida — a f i r m a e n t u -
siasmado—. Creó la Seguridad Social, que nos garantizaba una
pensión para cuando fuésemos demasiado viejos para cuidar de
un rebaño o para doblar el espinazo sobre la tierra. En mi caso,
el N e w Deal constituyó también un hito importante en mi carre-
ra hacia el éxito. En la escuela, nuestros maestros no se cansaban
de repetir que el gobierno tenía la obligación de ayudar al p u e -
blo cuando éste lo necesitaba, pero que había que pedírselo. Yo
tenía quince años y, siguiendo ese consejo, le dicté a mi h e r m a -
na Joan una carta dirigida al presidente. U n a carta en la que le
describía la situación de Clyde y le pedía que me enviara la lista
con las ayudas previstas para socorrer a mis vecinos. Bueno, pues,
unas semanas más tarde, recibí una respuesta de los asistentes de
Franklin Delano Roosevelt en la que me sugerían que me aco-
giese al programa sobre excedente de grano. La idea era hacer-
se con los excedentes de producción en los Estados que se habían
salvado de la sequía y transportarlos hasta nosotros. El gobierno
nos los vendería a un precio m í n i m o y luego les reembolsaría la
diferencia a los productores.
Siendo aún un adolescente, y armado con su carta de la Casa
Blanca, Billie Sol se las arregló para o b t e n e r un préstamo p o r
valor de 3.500 dólares.
— E r a una suma e n o r m e , teniendo en cuenta que en aquella
época los ingresos de mi padre no superaban los 3.000 dólares
al año. Sí, yo tenía q u i n c e años, una visión de futuro, m u c h a
ambición y los arrestos necesarios para tirar para adelante. Antes
de aprobar la compra del excedente de grano, el D e p a r t a m e n t o
de Agricultura envió un inspector a Clyde con el fin de asegu-
rarse de la validez de la transacción. C u a n d o llegó a la granja de
114
mi padre y pidió hablar con el señor Estes, mi padre le contes-
tó: «Ah, usted está en un error, es a mi hijo a quien busca. Y resul-
ta que en estos m o m e n t o s está en la escuela...»
El inspector respondió: «Ya veo. El señor Estes es maestro...»
Mi padre, sin inmutarse, replicó: «Sigue sin c o m p r e n d e r l o .
Billie Sol es u n o de los alumnos.»
El inspector, creyendo que le estaban gastando una b r o m a
pesada, iba a volverse a Abilene para anular la operación cuando
mi padre insistió en que me esperara. No me costó m u c h o obte-
ner su aprobación.
115
sí a la hora de imaginármelo negociando unos préstamos b a n -
carios y cerrando contratos con el gobierno cuando aún no era
más que un adolescente.
Pero me equivocaba. Su afiliación al club de las cuatro haches
presenta la e n o r m e ventaja de dejar constancia p o r escrito de
sus actividades c o m o aprendiz de millonario. En efecto, Billie
Sol entró en el club a los nueve años. Hay d o c u m e n t o s que así
lo atestiguan. También es cierto que un año más tarde estaba
en posesión de un sólido capital. Y aún hay más. En 1940, Billie
Sol Estes, sin haber c u m p l i d o todavía los quince años, les v e n -
dió más de una tonelada y m e d i a de g r a n o a sus vecinos de
Clyde y alrededores. Según las cifras oficiales del D e p a r t a m e n -
to de Agricultura, los negocios de Billie inyectaron en la e c o -
nomía de los granjeros locales una cantidad de dinero superior
a los 5 0 . 0 0 0 dólares, q u e era la diferencia entre el precio de
venta y la tarifa habitual en Tejas. 50.000 dólares de 1940, o sea
cerca de diecisiete veces los ingresos anuales de su padre. Un
a ñ o más tarde, el j o v e n Estes poseía ciento c i n c u e n t a ovejas,
cuarenta cabezas de ganado v a c u n o y otras tantas de ganado
porcino. O c h o años después de la llegada de M e r r y el día de
Navidad, sólo la venta de sus ovejas le reportó la extraordina-
ria suma de 38.000 dólares. Y cuando, unos meses más tarde, se
e n c o n t r ó con que tenía quinientos cerdos, el club de las cua-
tro haches decidió que había llegado el m o m e n t o de premiar
a ese n i ñ o prodigio.
— C a d a condado elegía al joven granjero más p r o m e t e d o r y
lo enviaba al concurso regional. El vencedor participaba a c o n -
tinuación en el concurso nacional. Los criterios de selección eran
el éxito económico, la independencia, el peso c o m o m o d e l o y
la contribución al desarrollo del campo. En 1943, yo me alcé con
el premio nacional: fui elegido c o m o el joven granjero más pro-
m e t e d o r de Estados Unidos.
116
La entrega del premio tuvo lugar en Chicago durante la Expo-
sición Agrícola Universal, y gracias a eso Estes tuvo el h o n o r de
conocer al presidente de Estados Unidos.
— E l propio Roosevelt en persona me entregó el premio: una
cubertería de plata con el escudo del gobierno de Estados U n i -
dos grabado.
Estes se levanta y abre la puerta del aparador. Saca una pesa-
da caja de madera. Dentro de ella está la cubertería de plata, que
parece no haber sido empleada ni una sola vez. C o n la manga,
Estes le quita el polvo al símbolo del p o d e r americano.
—Ese día aproveché para hablarle de mi carta. Me daba mucha
vergüenza, pero aun así lo hice. Me dijo que se acordaba m u y
bien de ella y yo cometí la imprudencia de creerle, incluso sigo
creyéndole hoy en día.
117
Salí en la portada del Houston Chronicle. El artículo contaba mi
periplo y describía u n o p o r u n o mis logros. Esas pocas líneas y
el apretón de manos de Roosevelt me pusieron en condiciones
de obtener de cualquier banco del Sur de Estados Unidos al que
yo se lo pidiera la concesión de préstamos p o r un valor superior
a los 5.000 dólares. Al aumentar mi capacidad de endeudamien-
to, mis beneficios sobre la inversión se multiplicaron.
Los años cuarenta también fueron los del encuentro con Patsy,
su futura esposa.
— D e s d e el primer m o m e n t o supe que me había enamorado
de ella — n o s confiesa Billie e m o c i o n a d o — . Al menos, para ser
sinceros, lo que yo sentía al verla era completamente nuevo para
mí. Se lo conté a mis hermanos y ellos me animaron a superar mis
miedos. Pero eso no me hizo volverme audaz. En mis negocios
yo seguía un método que funcionaba. La visión era cosa mía, y la
realidad era cosa de Bobbie Frank. Pero en este caso, si bien yo
había tenido la visión del amor, ¿cómo iba a pedirle a mi h e r m a -
no pequeño que la hiciera realidad? Bueno, pues eso fue exacta-
mente lo que hice. Bobbie me consiguió mi primera cita con Patsy.
Se me pueden reprochar muchas cosas, pero no la incapacidad para
reconocer un buen negocio. Y Patsy era el mejor de todos.
118
de la liberación. Mi vida a b o r d o se parecía en cierta manera a
la que solía llevar en Clyde. Todos los días le escribía una carta
a Patsy y el resto del tiempo lo dedicaba a hacer negocios con
los soldados. Aparte de eso, fue en la marina m e r c a n t e d o n d e
aprendí a jugar al póquer. Y en 1946, cargado de toda clase de
recuerdos, volví a Tejas.
Billie se i n t e r r u m p e bruscamente. Piensa durante unos ins-
tantes y luego se lanza:
— H a y algo que te tengo que contar. Para que sepas hasta qué
punto se tomaron represalias contra mí. Fue en 1981, en una época
en la que yo había vuelto a la cárcel. Caí gravemente enfermo, y
los médicos rápidamente aconsejaron mi hospitalización. Nuestro
sistema de prestaciones sociales es u n o de los peores del mundo,
ya que si no tiene un seguro privado, al paciente no le queda otra
que reventar c o m o un perro. Por suerte, c o m o todo ex comba-
tiente, t e n g o derecho a la cobertura ofrecida p o r T h e Veterans
Administration. Para poder acabar conmigo, decidieron que no
encontraban mi expediente. Oficialmente, mis dos años en la mari-
na mercante no existían. C o m o no he nacido ayer, sé perfecta-
m e n t e que se trataba de una nueva artimaña del gobierno para
castigarme por haberme negado a colaborar. D a d o que yo no era
más que un m u c h a c h o de Clyde que había tenido la osadía de
enfrentarse a Washington, creyeron que con un poco más de pre-
sión conseguirían doblegarme. Craso error. No obstante, mi fami-
lia y mis amigos se vieron obligados a confirmar lo que yo decía.
Lo más gracioso fue que, una vez reunidas las pruebas de mi pasa-
do militar, mi expediente apareció c o m o por arte de magia.
119
día y medio. C o m o la sola idea de perder una oportunidad de
negocio le enfermaba, enseguida le entraron ganas de volver al
trabajo. Además, los dos años que había pasado lejos de Clyde
habían acabado con su popularidad. Sabía que para acceder a la
etapa siguiente no le iba a bastar con su ingenio y su pequeña
libreta de direcciones. Tenía que dar el salto a la política.
—Era el final de la guerra y el comienzo de un nuevo m u n d o
— n o s cuenta—. El mercado era gigantesco pero yo sabía que,
sin el apoyo de gente influyente, me estaba vedado. Por esta razón
e m p e c é a participar en la carrera política de un h o m b r e con
futuro: Lyndon Johnson.
120
26
PRIMEROS PASOS
121
trario que los Murchinson, H u n t , Brown, Marsh y Richardson,
fue el único que pasó p o r la cárcel.
En cualquier caso, nosotros teníamos que decidirnos entre
creer a Billie Sol, que aseguraba haber entregado varios millo-
nes de dólares a LBJ, o a los guardianes de la m e m o r i a de éste,
que limitaban la relación entre estos dos hombres a una sola carta
fechada a inicios de los años sesenta.
Pero antes de salir en busca de testimonios y d o c u m e n t o s
que apoyasen una u otra versión, le pedimos a Billie Sol que
nos describiera c ó m o se realizaban esas transferencias de dinero.
Por ejemplo, tanto a T o m c o m o a mí nos parecía inconcebible
q u e J o h n s o n se h u b i e r a r e l a c i o n a d o d i r e c t a m e n t e c o n un
corruptor. Billie Sol c o n f i r m ó nuestra visión: la red de contac-
tos era m u y compleja y sus relaciones c o n el senador tenían
lugar a través de un i n t e r m e d i a r i o llamado Cliff Carter. Un
h o m b r e tan influyente c o m o carente de escrúpulos cuyo único
objetivo era el éxito político de LBJ. Sus actividades iban desde
reunir dinero en efectivo hasta organizar el asesinato de un pre-
sidente.
122
tactos de LBJ, el cual, por aquel entonces, era un congresista que
preparaba su salto al Senado.
Billie Sol entró en la zona de influencia de Cliff Carter con
ocasión del desmantelamiento de las bases militares americanas
de la Segunda Guerra Mundial.
— U n día, Carter m e n c i o n ó el próximo cierre de esas bases.
Creadas para responder a las enormes necesidades generadas por el
conflicto, habían perdido su razón de ser con el advenimiento de
la paz. Las casas prefabricadas y los hangares se subastaban. Para
adquirirlos, bastaba con tener buenos contactos e información sobre
el desarrollo de las subastas. Cliff me ofreció la información a la
que él tenía acceso. Gracias a él, mi hermano y yo siempre éramos
los primeros en examinar el material y entrevistarnos con el agen-
te responsable de la transacción. Así fue como me convertí en socio
de Cliff. Nuestra primera operación tuvo como objetivo la base de
Bastrop, cerca de Smithville, la ciudad natal de Cliff Carter.
La venta de casas prefabricadas constituía un n e g o c i o m u y
rentable. Al t é r m i n o de la guerra, muchos soldados volvieron a
casa con la intención de fundar una familia, lo cual c o n d u j o a
una situación de escasez de viviendas en todo el país, sobre todo
en el Sur y en el Oeste. Los materiales de construcción también
escaseaban, por lo que el gobierno decidió desmantelar la mayor
parte de sus bases y sacar a la venta las casas prefabricadas. C o n
unos pequeños cambios en su estructura y su decoración, se con-
vertían en viviendas aptas para su ocupación p o r una familia.
C o n el fin de evitar las corruptelas locales, la venta no podía
efectuarse en el territorio d o n d e estaba situada la base.
— E s t a restricción no supuso el m e n o r p r o b l e m a para mí
— n o s cuenta Estes—. En diez años vendimos cerca de cinco mil
viviendas, de Tennessee a California. Incluso fuimos los p r i m e -
ros en ofrecérselas a las familias negras. C u a n d o Carter me pro-
porcionaba las fechas de cierre de las bases, yo le hacía llegar una
123
parte de los beneficios. Además, al trabajar con pocos socios, a
los que pagaba religiosamente, me garantizaba una venta c ó m o -
da, a un precio razonable y con pocos intermediarios.
—Estamos hablando de Cliff Carter. Es cierto que su papel
de consejero del príncipe es un h e c h o histórico. Pero sigo sin
ver a Lyndon Johnson por ningún lado.
A Billie Sol le hace gracia mi impaciencia y sonríe:
— L o que aún no te he dicho es que Cliff obtenía su infor-
mación acerca del calendario de cierre de las bases... del propio
Lyndon. Y que los favores de LBJ siempre costaron dinero. A par-
tir de aquel momento, para que mis negocios prosperasen, e m p e -
cé a contribuir a la financiación de las campañas de J o h n s o n .
124
de la guerra sin cuartel que libraban los Kennedy contra el clan
Johnson, esa fortuna no me servía de nada. De todos modos, su
oferta me emocionó.
Al evocar algunos de sus recuerdos, Estes da la impresión de
que se olvida de nosotros y de las grabadoras. Detrás de los cris-
tales de sus gafas, adivino una mirada que se pierde en el vacío.
— A m e n u d o m e acuerdo d e J i m m y — c o n t i n ú a — . Era u n
m u c h a c h o sencillo que amaba a su familia y al que le encanta-
ba ponerse a hurgar en un motor. El poder y el dinero lo vol-
vieron loco. Al final se volvió tan ambicioso que la mafia tuvo
que asesinarlo. Su propio asesinato fue algo sencillo.
Estes es una fuente muy valiosa de anécdotas y revelaciones sobre
la historia del crimen organizado en Estados Unidos. La Cosa Nos-
tra fue uno de los resortes de su ascensión, pero, sobre todo, Billie
Sol tuvo el privilegio de pasar algunos años en la cárcel en compa-
ñía de Vito Genovese, el padrino de los padrinos, que jamás renegó
de la amistad que lo unía al hombre de negocios caído en desgra-
cia. Por otro lado, Estes nunca ocultó que mantenía relaciones con
esos a los que él sigue llamando hoy en día «hombres de honor».
125
el único restaurante de la ciudad y me puse a hablar con un gran-
jero. Acababa de instalar en sus tierras un p e q u e ñ o sistema de
regadío pero había tenido que posponer su utilización a causa
de lo elevado de los costes. Estaba p r o f u n d a m e n t e enojado, ya
que la tierra era tan fértil que bastaba con regarla para que el
algodón y los cereales prosperasen sin n i n g ú n problema. Para
convencerme, me invitó a visitar sus tierras. Tenía razón: al lle-
gar a su propiedad pude contemplar el más bello espectáculo que
me haya sido dado presenciar.
«Aquella noche me fue imposible conciliar el sueño. No para-
ba de darle vueltas a un proyecto. C u a n d o cerraba los ojos, veía
llanuras inmensas, perfectamente organizadas, con miles de plan-
tas de algodón. Cada planta, a su vez, estaba cubierta de algodón
puro y sedoso. Casi podía sentir el frescor del agua que brotaba
de mis bombas de agua antes de correr p o r mis acequias. Me
imaginaba también muchos depósitos de fertilizantes, de abonos
químicos, así c o m o silos completamente automatizados. Sin olvi-
dar un tren con los vagones listos para transportar las cosechas.
Por último, en mi sueño vi unos grandes carteles sobre los que
se podía leer, en letras rojas, la inscripción "Estes Enterprises".
A la mañana siguiente, Billie había tomado una decisión: iba
a mudarse para instalarse en aquel lugar. Pero antes de c o m u n i -
cárselo a su familia, se cercioró de que podía contar con el apoyo
financiero y político necesario para llevar adelante su costoso
proyecto de expansión.
— C o g í de inmediato el teléfono para llamar a Cliff. Siempre
tenía buenos consejos y además necesitaba su ayuda. Le expli-
qué con toda sencillez que yo no iba a poder llevar a cabo solo
un proyecto de tal envergadura. Me prometió su apoyo y el de
Lyndon, para entonces ya convertido en senador. Estas simples
palabras me bastaron, en la medida en que yo sabía lo que sig-
nificaban: Johnson y Carter pasaban a ser mis socios ocultos.
126
»Sin mi h e r m a n o B o b b i e Frank, nada de t o d o eso habría
sido posible. Él era el segundo pilar del emporio Estes, y la única
persona en el m u n d o en la que confiaba.
127
27
CORRUPCIÓN
128
Reeves recibía un j a m ó n o una caja de melones. Esto puede pare-
cer ridículo hoy en día, c u a n d o la c o r r u p c i ó n cuenta con un
nivel de organización diabólico, pero en aquella época cinco kilos
de carne de buey conseguían fácilmente marcar la diferencia
entre dos aspirantes. Y también bastaban para conseguir el apoyo
de la oficina en relación con un plan de financiación propuesto
por Washington. En unos cuantos meses, mi lista de contactos se
vio considerablemente aumentada, llegando a extenderse hasta
Washington. A finales de los años cincuenta figuraban en ella
personalidades de la categoría de Lyndon B. Johnson o el propio
J o h n F. Kennedy.
129
son no sólo estaba esperando mi llamada sino que se ofreció a
venir a verme la semana siguiente. En unas pocas horas, íbamos
a cerrar un trato que sentaría las bases de mi nuevo emporio. Así,
Harvey y yo nos asociamos mediante la fundación de la Pecos
Growers Gas Company. La empresa M o r r i s o n - K n u d s e n puso
cinco millones de dólares sobre la mesa, una suma colosal, m i e n -
tras que yo me convertía en el presidente de la nueva compañía
con una participación minoritaria en las acciones. Todo el m u n d o
se abalanzó de inmediato sobre mi gas y mis bombas de agua,
porque la electricidad costaba hasta un 75 p o r ciento más cara.
Aparte de algunos imbéciles y algunos reaccionarios, t o d o el
Oeste de Tejas se convirtió rápidamente en cliente de la Pecos
Growers Gas.
130
conseguir una tonelada de a b o n o por 90 dólares y, al venderla,
obtenía un beneficio de 10 dólares. C o m o yo hacía pedidos por
cantidades más grandes, negocié con mis proveedores un precio
de compra más bajo, tan bajo que no cubría mi precio de venta
al público, que era de 60 dólares. Mi propósito era desencadenar
una guerra de precios que me permitiera librarme de la c o m p e -
tencia. A finales de 1958, mis pérdidas ascendían a medio millón
de dólares. Al menos sobre el papel, ya que en realidad se trataba
de partidas dejadas a deber a mi principal proveedor, C o m m e r -
cial Solvents. Al ser una suma considerable, Maynard Wheeler, el
presidente, se apresuró a telefonearme para pedirme que fuera a
verle a N u e v a York i n m e d i a t a m e n t e . Este e n c u e n t r o f u e otro
p u n t o de inflexión fundamental en mi carrera.
131
sición de un stock de abonos químicos con el fin de controlar el
mercado, y que los 225.000 dólares restantes servirían para ampliar
mi negocio de almacenamiento de grano.
Billie se vuelve hacia mí y me mira directamente a los ojos:
— ¿ Y sabes p o r q u é aceptó? P o r q u e yo le garantizaba una
inversión exenta de riesgos. ¿ C ó m o ? De la manera siguiente. A
raíz de mis conversaciones con Lyndon y Cliff, yo sabía que podía
contar con suficientes contratos g u b e r n a m e n t a l e s c o m o para
cubrir la suma solicitada a C o m m e r c i a l Solvents. No obstante,
haciendo gala de su prudencia, mi interlocutor quería tener algún
tipo de garantía. Maynard se puso en contacto con el senador
Lyndon J o h n s o n para preguntarle si él me avalaba. Y LBJ res-
pondió con rotundidad: «Si Billie construye los silos, yo me encar-
garé de que siempre estén llenos.»
A finales de 1959, la deuda que Estes tenía con Commercial
Solvents superaba los tres millones y medio de dólares.
132
cillos y mis perspectivas de beneficio ilimitadas. Sólo había una
pega.
La pega, c o m o dice Estes, se encontraba en las instancias de
control. La p r o d u c c i ó n de algodón estaba p o r aquel entonces
sometida a la vigilancia del Departamento de Agricultura. Ahora
bien, para evitar la caída de los precios, el Departamento de Agri-
cultura establecía un n ú m e r o m á x i m o de lotes de tierra cultiva-
bles. En sus directrices, el condado de Pecos quedaba fuera de la
categoría de zona prioritaria. Y los escasos lotes autorizados esta-
ban, naturalmente, sometidos al régimen general de control de
la producción.
—Para sortear este obstáculo, inicié una ronda de negocia-
ciones —sigue explicando—.Y ahí sí que no hay vuelta de hoja.
O tienes talento, o tienes la influencia suficiente c o m o para c o n -
vencer al funcionario que lleva tu expediente. Gracias a que yo
tenía ambas cosas, obtuve fácilmente la autorización para culti-
var 2.000 acres de algodón, que era a lo que ascendía la cuota
oficial. Pero en realidad yo la superaba con creces y, lo que es
más, con el beneplácito de los representantes locales del Depar-
tamento de Agricultura, a los que yo había tenido la habilidad
de m e t e r m e en el bolsillo.
La Billie Sol Estes Enterprise, con cuatro mil personas en plan-
tilla, se convirtió a partir de entonces en el modelo de empresa
exitosa de la década. Sol aún no tenía treinta años pero ya era
multimillonario.
133
28
CLIFF
134
jurídicas, nos pasaba la i n f o r m a c i ó n y a partir de entonces era
cosa nuestra el sacarle partido, naturalmente con la obligación de
p o n e r a su disposición una parte de los beneficios.
A finales de los años cincuenta, la influencia de Cliff Carter
en el seno del D e p a r t a m e n t o de Agricultura era tal que llegó a
intervenir en cada n o m b r a m i e n t o oficial para Tejas. Y Billie Sol
Estes estuvo a su lado cuando se trató de lanzar la candidatura
de numerosos granjeros para puestos clave.
—La mayor parte de ellos eran clientes y me debían dinero
—precisa—. C r é e m e , William, una buena deuda constituye el
medio más rápido y eficaz para hacerse con una red de contac-
tos fieles y útiles.
135
El caso Marshall, más tarde lo veremos, fue la piedra angular
de las acusaciones de Billie contra Lyndon B. Johnson. También
es la clave para comprender lo que ocurrió el 22 de noviembre
de 1963.
136
que le garantizaba el poder seguir prosperando. Por ello, cuando
en 1956 decidió incrementar sus actividades de almacenamien-
to y tratamiento de grano, no vaciló en volver a recurrir a Cliff
Carter.
— E l gobierno quería mantener el precio del grano con el fin
de evitar la ruina de numerosos granjeros, y para ello impuso, como
en el caso del algodón, un límite a la producción. Mientras te man-
tuvieras dentro de la cuota autorizada, el gobierno te compraba
tu cosecha sin rechistar y la almacenaba en unos silos. Pero no para
revenderla a precio de costo, sino para asegurarse unas reservas con
las que poder responder en caso de que se presentase una crisis a
causa de una sequía. A mediados de los años cincuenta, sin embar-
go, los progresos de la química y las técnicas de riego permitieron
alcanzar nuevos récords de producción, p o r lo que el gobierno
tuvo que buscar nuevas zonas de almacenamiento.
Advertido por Cliff Carter de esta nueva oportunidad, Billie
Sol se puso a comprar silos de manera sistemática.
— A h o r a imaginad la reacción de un antiguo propietario de
una zona de a l m a c e n a m i e n t o ignorada p o r el D e p a r t a m e n t o
de Agricultura que, al día siguiente de haber firmado el p r o t o -
colo de venta con mi empresa, veía desembarcar un convoy de
trenes cargados de grano del gobierno destinado a llenar los silos
y por tanto a procurarme una renta...
137
rios era enorme. Mi imperio financiero todavía era frágil. Yo había
concentrado mis posibilidades de crédito en otras operaciones,
así q u e me encontraba en un impasse. Sin embargo, era cons-
ciente de que aquella operación podía resultar de lo más b e n e -
ficiosa. Las perspectivas que ofrecía Plainview, sumadas al apoyo
político que podía proporcionarme Lyndon, me parecían extraor-
dinarias. De m o d o que llamé a Cliff para proponerle un trato. Él
me pidió un poco de tiempo para pensárselo. Pero cuando nos
reunimos al sábado siguiente, una vez que él h u b o hablado con
Lyndon, me puso en la m a n o medio millón de dólares en efec-
tivo. A cambio quería un 10 por ciento de los beneficios de Plain-
view. Lo que significaba que además del 10 p o r ciento habitual,
necesario para garantizar la llegada de grano, Johnson se quedaba
con un buen pellizco adicional. El resultado fue que un 20 por
ciento de los millones de dólares que sacamos de Plainview fue
a parar a su bolsillo.
138
— D i s p o n í a m o s de todos los testimonios necesarios para
desenmascarar a LBJ, p e r o la g e n t e estaba aterrorizada — n o s
d i j o — . N a d i e quería ir a declarar ante un j u r a d o . Y si yo me
hubiera arriesgado a convocar a un testigo sin un acuerdo pre-
vio, éste se habría desdicho de sus declaraciones. Nosotros c o n o -
cíamos todas las operaciones al detalle, toda la estructura. No
necesitábamos más que una prueba, por insignificante que fuera.
Un trozo de papel, algo por escrito, cualquier cosa tangible.
El fracaso de Wilson no sorprende a Billie Sol:
— E r a m o s e x t r e m a d a m e n t e cautelosos — c o m e n t a s o n r i e n -
d o — . C u a n d o Cliff y yo teníamos que hablar p o r teléfono uti-
lizábamos un lenguaje codificado. El dinero de los beneficios de
Plainview que yo iba pasándole recorría innumerables cuentas
bancarias independientes entre sí. Carter solía desplazarse hasta
la zona de almacenamiento, avisándome unas horas antes para
que pudiéramos encontrarnos. A decir verdad, esos encuentros
improvisados no eran casuales: Cliff venía para comprobar que
yo pagaba religiosamente lo que me correspondía p o r el p o r -
centaje acordado, y que no desviaba hacia mis propias arcas una
parte de los beneficios. Además del grano, hasta 1962, también
hablábamos de mis frecuentes problemas con el D e p a r t a m e n t o
de Agricultura y de las soluciones más apropiadas para los mis-
mos. El listado de mis llamadas telefónicas demuestra, en cual-
quier caso, que el 11 de enero de 1962, a las 7 de la tarde, yo
llamé a Plainview para charlar con Cliff Carter.
139
29
CADÁVERES
140
A u n q u e es una buena respuesta a nosotros no nos convence
demasiado. Billie Sol lo advierte e improvisa una justificación
económica:
—A m e n u d o se desconoce hasta qué p u n t o p u e d e n ser sus-
tanciosos los márgenes de beneficio en el negocio de la muerte.
Embalsamar un cadáver y vender un féretro o una lápida son
actividades extremadamente lucrativas. Para una familia que ha
perdido a u n o de sus miembros, la diferencia de precio entre
un féretro y otro p u e d e elevarse a sus b u e n o s 1.000 dólares.
Sin embargo, en lo que respecta a su coste de fabricación, la
diferencia n u n c a supera los 100 dólares. C o m o es lógico, mi
equipo estaba entrenado para incitar a la compra del modelo más
caro.
141
abandonar nuestro papel de confesores para enfrentarlo a sus res-
ponsabilidades.
Ahora, al escribirlo, parece una tarea fácil. Pero cara a cara,
bajo su mirada penetrante y recordando sus legendarios ataques
de ira, el muro que debíamos franquear nos parecía gigantesco.
No obstante, teníamos que hacerlo: estaba en j u e g o el éxito de
nuestra empresa.
—Billie, tenemos un problema. Estoy seguro de que los már-
genes de beneficio eran m u y interesantes, pero siete cuerpos en
un año es algo que raya en lo milagroso.
Estes monta en cólera. U n a cólera fría, serena, imperturbable.
Yo ya me había percatado de que, cuando estaba fuera de sí, no
se alteraba sino que permanecía impasible. Se quedaba quieto,
listo para atacar, y el único indicio de su furor era el cambio que
se producía en el color de sus ojos. Pues bien, en aquel m o m e n -
to sus pupilas se oscurecieron...
—Esas cifras son falsas. Son tonterías inventadas por el perio-
dista.
Ahora me toca a mí pasar al ataque.
— D e acuerdo, Billie, admitamos que Fortune dice tonterías.
Pero, ¿cómo explicas entonces que Colonial Funeral H o m e fuese
una empresa tan grande? ¿Para qué necesitabas tener tantos ataú-
des en tu morgue?
142
controlaba la práctica totalidad del territorio americano, c o m -
partía los mismos intereses. Droga, juego, prostitución, extorsión
y corrupción, la mafia tejana tenía un campo de actuación m u y
amplio.
Al amparo del anonimato, ese gánster retirado nos c o n f i r m ó
lo que Jay ya nos había contado a principios del mes. Jay era un
ex policía de Dallas que, estando de servicio el 22 de n o v i e m -
bre de 1963, había llegado a Dealey Plaza pocos minutos des-
pués de los disparos y que desde entonces no había cejado en su
e m p e ñ o de investigar la m u e r t e de Kennedy.
— ¿ H a n oído hablar de un sheriff que detuvo un cortejo f ú n e -
bre y se puso a registrar el furgón d o n d e iba el ataúd, y luego el
propio ataúd? — n o s preguntó de buenas a primeras.
El antiguo gerifalte de la mafia tejana empezaba con fuerza.
No se molestó en esperar nuestra respuesta.
— C l a r o que no. Y p o r si les interesa, les diré q u e nosotros
también nos habíamos fijado en él.
Al t é r m i n o de la guerra, Tejas se había convertido en u n o de
los centros del tráfico de heroína. Era el canal por el que pasaba
la droga procedente de Méjico.
—Algunas veces, la heroína se escondía en los ataúdes de los
muertos. Otras veces, en los propios cadáveres, ya que trabajába-
mos en colaboración con los embalsamadores.
Jay, por su parte, también había compartido con nosotros su
descubrimiento de tales prácticas: «Tenían la costumbre de cor-
tar los cadáveres por la mitad: la mitad superior era lo que veía
la familia, mientras que la i n f e r i o r era sustituida p o r kilos de
droga.» El antiguo policía de Dallas estaba convencido de que
ese tráfico no habría sido posible sin la aquiescencia de los ver-
daderos dueños de Tejas, las grandes familias, y de que Lyndon,
c o m o tantos otros, había participado en el negocio, obteniendo
pingües beneficios.
143
Por nuestra parte, el e m p e ñ o de Billie en explicarnos su sor-
prendente interés por las pompas fúnebres nos hizo pensar que él
también había tomado parte en el transporte de la heroína. Tom y
yo queríamos enfrentarlo a sus contradicciones y no íbamos a dejar
de insistir hasta que no nos diera una respuesta convincente.
144
Estes tenía razón. A finales de los años cincuenta, B e n n y
Binion decidió abrir en Las Vegas el Horseshoe Gambling Casi-
no. Binion, inventor del campeonato del m u n d o de póquer, se
hizo rico gracias a que organizó en Dallas una sólida red de con-
tactos mañosos en t o r n o a las apuestas deportivas. En aquella
época, su capacidad e c o n ó m i c a era tal q u e podía aceptar una
apuesta de un millón de dólares sin tener que esperar la aproba-
ción del padrino. Su red de influencias cubría la mayoría de los
bares y clubes de la ciudad. De hecho, Jack R u b y era u n o de sus
clientes. Si Binion consiguió hacerse con el mercado de Las Vegas
fue p o r q u e eludió todos los controles al pagar en efectivo. Para
llevar el dinero hasta Las Vegas utilizaba cortejos fúnebres con la
complicidad de algunos empresarios del sector. Ésa fue sin duda
una de las razones por las cuales, a partir de 1963, empleó en su
casino a u n o de los mejores embalsamadores de Estados Unidos,
para el que el aire de Dallas se había vuelto irrespirable...
145
30
ELECCIONES AMAÑADAS
146
Para los observadores más avispados, aquellos que no suscri-
ben necesariamente las editoriales del Washington Post y The New
York Times, la batalla de Florida no fue una sorpresa. El sistema
de grandes electores asegura efectivamente un puesto privile-
giado en el c o n j u n t o del Estado. Y desde siempre las elecciones
presidenciales se ganan de un solo modo, aparte del voto p o p u -
lar: mediante el control sobre los representantes del Estado. En
el mapa electoral del candidato republicano Bush, Florida era
una victoria obligada. Había buenas perspectivas: su h e r m a n o era
el gobernador y por tanto el encargado de supervisar el desarrollo
de las elecciones.
Billie Sol, c o m o muchos otros, asiste al tongo de Talahasse son-
riendo de medio lado. C o m p r e n d e que no hay nada nuevo bajo
el sol de Florida. La estrategia de los Bush tiene incluso un n o m -
bre: desde 1948, eso se llama «ganar las elecciones a la tejana».
147
n ú m e r o de manos posible, J o h n s o n evaluó i n c o r r e c t a m e n t e la
fidelidad de sus electores. Y la n o c h e de la primera vuelta Ste-
venson ganaba por una diferencia de 71.460 votos.
— C o k e hubiera debido ganar a la primera —explica Billie—.
Pero c o m o había demasiados candidatos no logró alcanzar la
mayoría absoluta. Lo cual no fue fruto del azar sino de una estra-
tegia diseñada por el equipo de Lyndon, el cual había sufragado
las campañas de m u c h o s candidatos pequeños que se encarga-
ban de garantizar la distribución de las papeletas.
Cuatro semanas después, Stevenson tuvo que ir a la segunda
vuelta contra Johnson.
El proceso de escrutinio fue algo increíble: a medida que iban
saliendo resultados, la ventaja de Stevenson se evaporaba.
El cambio de t o r n a t u v o su expresión más flagrante en el
c o n d a d o de Bexar y en tres condados situados bajo el control
de una misma persona: el j u e z G e o r g e Parr. Así, en Bexar se
pasó de una ventaja de 12.000 votos a favor de Stevenson en
la primera vuelta a la victoria de Johnson p o r 2.000 votos en la
segunda.
— C l i f f había conseguido ganarse la confianza de O w e n Kil-
day, el sheriff del lugar — n o s dice Billie con una sonrisa—. En
aquella época, en Tejas, el p o d e r local lo detentaba el sheriff. El
cual no era un servidor de la ley, sino la ley misma. Cárter puso
35.000 dólares sobre la mesa. Ése fue el precio de la victoria de
Lyndon.
En los tres condados «controlados» por Parr y Kilday, LBJ ven-
ció a Stevenson p o r treinta a uno. Después de estar claramente
en cabeza hasta cuatro semanas antes de la votación, el derrotado
Stevenson no obtuvo más que trescientos sesenta y o c h o sufra-
gios contra diez mil quinientos de Johnson.
148
C o m o también haría Al Gore en el año 2000, Stevenson inter-
puso un recurso y, cinco días después, un comité independiente
iniciaba un nuevo recuento de votos. C o n arreglo a la ley elec-
toral, el recuento debía ser supervisado por el más alto magis-
trado del c o n d a d o . . . el inevitable George Parr. No obstante, la
institución invirtió el resultado: a partir de ese m o m e n t o , Ste-
venson fue el vencedor con 113 votos de ventaja sobre LBJ.
— L y n d o n sabía q u e Parr le había p r o m e t i d o el c o n d a d o y
también sabía que podía confiar en él. Así que el muy astuto hizo
lo único que faltaba por hacer: sin esperar, anunció su victoria
por el único medio eficaz de la época, es decir, por la radio. Para
lo cual estaba en la m e j o r de las situaciones, ya que, aprove-
chándose de la desregulación anterior a la guerra, se había c o n -
vertido en el propietario de numerosas emisoras del Sur de Tejas.
Por su parte, el j u e z Parr se negó a dar por válido el primer
recuento, que otorgaba la victoria a Stevenson, e incluso ordenó
un examen suplementario de las papeletas de voto. Finalmente,
los hombres del j u e z dieron milagrosamente con una urna desa-
parecida la noche de la segunda vuelta. En su interior había 200
papeletas. Y, c ó m o no, todas ellas estaban a n o m b r e de Johnson.
149
desde la corrupción al asesinato pasando p o r el tráfico de dro-
gas, eran del dominio público. Al apostar en 1948 por el caballo
ganador se aseguró de no ser molestado mientras LBJ viviera. El
1 de abril de 1975, algunos meses después del fallecimiento de
LBJ, los Texas R a n g e r s decidieron ir a por el viejo magistrado.
Al ver que habían rodeado su casa, Parr optó por suicidarse para
así evitar el tener que rendir cuentas de sus actividades.
150
31
DINERO EN EFECTIVO
151
C o m o muchos otros colaboradores tejanos, Billie Sol recibió
una llamada personal de Johnson, y más tarde Carter le puso al
corriente del programa para los siguientes meses.
— C l i f f me dijo que había llegado la hora de que yo hiciera
público mi apoyo a la candidatura de LBJ, ya que p o r fin había
empezado a tener una influencia real, y además mis conciuda-
danos parecían apreciar mi criterio. También me pidió que reu-
niera la mayor cantidad posible de dinero en efectivo para ali-
m e n t a r los f o n d o s secretos de L y n d o n . Así que me puse a
acumular cientos de miles de dólares y a esconderlos un p o c o
por todas partes. Tengo que admitir que durante un tiempo los
ataúdes de la m o r g u e de mi empresa de pompas fúnebres pare-
cían los cofres de un banco suizo. Sobre todo si se piensa que
gran parte de ese dinero procedía de la venta de fertilizantes.
El problema fue que el tejano tenía delante a un temible o p o -
nente, J o h n Fitzgerald Kennedy. Q u e no paraba de ganar ente-
ros entre los demócratas y en los sondeos de opinión. En la pri-
mavera de 1960, c u a n d o el bando de Johnson se percató de la
magnitud de la amenaza que representaba JFK, la necesidad de
liquidez destinada a asegurarse el apoyo de los futuros represen-
tantes en el congreso del partido se hizo aún más perentoria.
— C l i f f me ordenó un día que hiciera llegar medio millón de
dólares al cuartel general de la campaña en Austin. C o m o había
tenido dificultades para reunir dicha cantidad en billetes y la iner-
cia de la gestión de mis actividades me había atrapado a mi pesar,
me retrasé unos cuantos días. Yo pensaba que no iba a pasar nada
cuando, una noche, el teléfono e m p e z ó a sonar. Me levanté a
cogerlo medio dormido, pero antes de que pudiera hablar oí la
voz de un Lyndon especialmente cabreado:
—Billie, ¿dónde está el puto dinero?
El candidato estaba c o m p l e t a m e n t e fuera de sí. C o m o era
habitual en él, debía de haberse pimplado ya su botella de b o u r -
152
bon mezclada con agua y había perdido el control sobre sus pala-
bras. Bajo los efectos de la sorpresa, yo le contesté:
— L y n d o n , ¿tienes idea de la hora que es?
Su respuesta fue demoledora:
— ¡ N o te he llamado para que me digas la hora! ¡Saca de la
cama a tu piloto, mándale al aeropuerto y arréglatelas para que
yo tenga el dinero mañana al amanecer!
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32
PODER
154
Y una vez en Washington le tocaría moverse a él para llegar a la
presidencia.
155
—Los republicanos no creían ni en la igualdad ni en la soli-
daridad con los pobres, lo único que querían era que los ricos
fueran todavía más ricos — n o s dice excitado—. El presidente
Roosevelt y su N e w Deal hicieron de mí un demócrata para
el resto de mi vida. M e j o r aún, un liberal declarado. C r e o en
la igualdad de oportunidades, en el reparto de la riqueza y en la
necesidad de una actividad gubernamental intensa. El presidente
Lyndon Johnson compartía mis ideas. Era un tejano, un m i e m -
bro eminente de T h e C h u r c h of Christ y, sobre todo, él también
procedía de una humilde familia de granjeros.
Billie se apacigua y, c o m o queriendo recalcar especialmente
lo que iba a decir, se quita las gafas y adopta un t o n o grave:
— M e gustaba su visión política igual que apreciaba su p e r -
sona. Ésa es una de las razones p o r las que nunca he dicho nada
malo de él.
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ESTRATEGIA
157
A finales de los años cincuenta, los bajos salarios de los f u n -
cionarios del Estado americano permitieron que la red de corrup-
ción de Estes se extendiera con facilidad. En un t i e m p o en el
que los salarios mensuales rara vez alcanzaban los 1.000 dólares,
Billie Sol t o m ó la c o s t u m b r e de recompensar los favores con
regalos y primas de un valor superior a 100 dólares.
— O t r a regla de oro del corruptor es hacerlo saber — n o s dice
Billie Sol divertido—. En cuanto mis amigos políticos empeza-
ron a ocupar cargos de relevancia, yo me puse a hablar en todos
los sitios de lo importante que era la gente con la que me rela-
cionaba. La mayor parte de los empleados que tomaron decisio-
nes favorables a mis intereses lo hicieron b a j o la presión del
m i e d o . Al c o n o c e r mis c o n e x i o n e s c o n tal o cual senador o
m i e m b r o del Congreso, temían que una negativa p o r su parte
implicase un apercibimiento o incluso el despido.
158
— E l primer m i e m b r o del Congreso que se benefició de mi
apoyo f u e J. T. R u t h e r f o r d , al q u e le financié prácticamente la
campaña entera. U n a vez que fue elegido, yo seguí o c u p á n d o -
me de sus gastos. De todos sus gastos. Cualesquiera que fuesen.
D u r a n t e su carrera hacia el escaño yo le hice el 75 p o r ciento
de las donaciones que recibió. Pero no me puedo quejar. A cam-
bio, él votó sistemáticamente a favor de las propuestas que más
me convenían, incluso en los casos en que para ello tuviera que
ir en contra de las directrices de su partido.
En 1961, cuando Billie Sol cayó súbitamente en desgracia y
se convirtió en un apestado, R u t h e r f o r d pagó cara su alianza con
él: fue derrotado sin paliativos en las elecciones.
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34
CAZADOR DE CABEZAS
160
—La cosa no tiene ningún misterio. A esos niveles, el dinero
es lo único que permite alcanzar el éxito. Cliff untaba a los jefes
de los cantones, que eran los responsables de los colegios elec-
torales, y además tenía que asegurarse el apoyo de las redes de
influencia locales. Fabricar un futuro presidente implica una inver-
sión gigantesca. En tiempo, por supuesto, pero sobre todo en gra-
tificaciones. Por ello, cuando la amenaza que representaba Ken-
nedy se fue haciendo cada vez más grande, todos los que habían
participado en esos pequeños acuerdos entre amigos se pusieron
a temer lo peor. En el preciso m o m e n t o en el que su estrategia
por fin iba a dar fruto, ese maldito guaperas del N o r t e irrumpía
en escena. Mientras escalaba puestos en los sondeos en 1960 para
acabar batiendo a Lyndon en la carrera hacia la investidura, esta-
ba destrozando los planes de mucha gente. Y una vez en la Casa
Blanca, con su deseo de deshacerse del propio Lyndon, que le
resultaba un vicepresidente muy pesado, siguió siendo una moles-
tia para los mismos personajes. U n a opción inviable.
161
centro de formación, una vez que se han convertido en aboga-
dos o en hombres de negocios, es total. Por otra parte, un gran
jefe reclutará preferentemente a colaboradores que hayan pasa-
do por los mismos sitios que él. Y si el entrenador del equipo de
fútbol propaga a los cuatro vientos su adhesión a un determina-
do candidato, éste p u e d e estar seguro de que habrá ganado
muchos votos.
Hay algo más específico todavía. Cada universidad tiene unos
clubes cuyas actividades son más o m e n o s secretas, unos g r u -
púsculos en la sombra compuestos por la flor y nata de la insti-
tución. Su poder sobre la vida del campus es considerable y la
solidaridad entre sus miembros es para siempre. El más presti-
gioso —y el más secreto— de los clubes de Austin era el c o m -
puesto por los Friars. Todos los años acogía en su seno a los diez
estudiantes con mayor proyección. Los que nunca faltaban eran
el capitán del equipo de fútbol, el presidente de la oficina de los
estudiantes y el m i e m b r o de más edad de la p r o m o c i ó n . Y si
los Friars se enfadaban, todo el campus se ponía en pie de g u e -
rra. Eso fue lo que ocurrió una vez a raíz de un conflicto con la
dirección: el resultado fue que todos los estudiantes dejaron de
ir a clase y se manifestaron por las calles de la ciudad.
El director no tuvo más remedio que ceder y sustituir a los
miembros de la administración que el club rechazaba. De algu-
na manera, los Friars son el equivalente sureño de los Skulls and
Bones de la Costa Este, sociedad secreta famosa p o r la categoría
social de sus integrantes, y cuyos antiguos miembros están ahora
en las grandes empresas, en los pasillos del Congreso, en la direc-
ción de la CIA y del FBI (como fue el caso de George W. Bush),
en fin, son la vanguardia del poder americano.
— C l i f f se infiltró en los Friars para atraerlos a la órbita de
Lyndon. A cambio, cada u n o de los miembros que fuera reclu-
tado pasaba a ser un protegido de LBJ. Carter les conseguía lo
162
que quisiesen. Y en cuanto salían de la universidad, esas lumbre-
ras se iban a Washington a trabajar con Lyndon.
El interés del equipo de Johnson por esa élite podía ser una
leyenda. Así que, para corroborar los recuerdos de Billie, Tom y
yo nos hicimos con la lista de los miembros de los Friars a fina-
les de los años cuarenta, en el m o m e n t o en que Carter constru-
yó la red de influencias para su jefe. Los nombres que figuran en
ella son de lo más elocuente. Para empezar p o r q u e se trata de
una sabia mezcla de herederos de las grandes familias tejanas y
de personas con un origen más modesto, pero con unas cuali-
dades y un carisma excepcionales. Y, en segundo lugar, porque
allí están, efectivamente, los nombres de los futuros miembros de
la guardia pretoriana de LBJ, tanto en el Senado c o m o luego en
la Casa Blanca.
163
O t r o detalle de este proceso tan rocambolesco, si creemos a
Estes, lo constituye el hecho de que el antiguo Friars fue defen-
dido p o r J o h n Cofer, u n o de los abogados más caros y famosos
de Estados Unidos, además de consejero de Lyndon J o h n s o n .
Pero hay algo más fuerte todavía: poco después, y a pesar de
que h u b o un i n f o r m e desfavorable de los servicios secretos, este
ex alumno de la Universidad de Tejas y ex presidiario pasó a ocu-
par un puesto de responsabilidad en la industria armamentísti-
ca. Un cargo con influencia situado bajo la autoridad directa de
los servicios de seguridad nacional.
U n a vez más, pues, la información de Billie Sol era correcta.
Y, efectivamente, en la lista de los miembros de los Friars del
año 1949, justo después de H o r a c e Bugsby, u n o de los futuros
consejeros de Lyndon que estuvieron presentes cuando éste pres-
tó j u r a m e n t o c o m o presidente en el Air Force O n e el 22 de
noviembre de 1963, figuraba el nombre que Estes nos había dado.
Poco a poco, gracias a él, las sombras de Dallas iban dando
paso a la luz.
164
35
1960
165
Esta obsesión arrastró a Lyndon a una huida hacia delante con
el objetivo de pararle los pies a J o h n F. Kennedy. U n a tarea difí-
cil debido al contraste entre la imagen refinada y dinámica del
apuesto cuarentón y la más tradicional y convencional del teja-
no. A partir de entonces, en su cabeza, la victoria era lo único
que importaba y, además, podía justificar cualquier cosa.
— D e esta manera, dos semanas antes del inicio del congreso
del partido, unos ladrones entraron en un edificio de Manhattan.
R e c o r r i e r o n dos plantas, pero parecía tratarse de una especie de
broma. Lo único que les interesaba era la consulta de un médi-
co, el que visitaba a JFK. Los cacos se llevaron su historia clínica.
Así es, los problemas de espalda de Kennedy eran bien c o n o -
cidos en la época, pero unos rumores alarmistas, propagados por
sus adversarios, empezaron a cuestionar el estado de salud del
candidato. Sin embargo, los rumores no son pruebas, de ahí que
hiciera falta reunir elementos en busca de certezas.
—A Lyndon no le bastaba con las interpretaciones: lo que él
buscaba eran pruebas fehacientes. Hoover, desde el FBI, le pasó
la información de que JFK era un mujeriego. LBJ esperaba hacer-
se con un d o c u m e n t o que probase que su c o n t r i n c a n t e había
contraído algún tipo de enfermedad venérea.
La operación fue un fracaso. Lo que se llevaron los ladrones
no revelaba ningún problema de salud. No obstante, Johnson le
pidió a J o h n Connally, u n o de sus hombres de confianza, que
organizara la propagación de los bulos sobre la salud de K e n -
nedy. C o m o ya no podían hablar de una ETS, se inventaron un
«síndrome mortal» que reducía drásticamente la esperanza de vida
del aspirante a presidente.
166
— P e r o Lyndon no podía atacar abiertamente a J F K por ese
flanco. Se le ocurrió pedirle a H. L. H u n t , de Dallas, que pusiera
su inmensa fortuna a su disposición. El millonario tejano hizo
imprimir cientos de miles de panfletos en los que se denuncia-
ba la confesión de Kennedy. Y en los que se podía leer clara-
m e n t e que si JFK salía elegido, lo primero que haría sería arro-
jarse a los pies del Papa y acabar c o n la libertad religiosa en
nuestro país.
Un año más tarde, a consecuencia de una denuncia presenta-
da por la familia Kennedy, una investigación realizada por el Sena-
do dio con el origen de las calumnias. C o m o Johnson era into-
cable, al ser el vicepresidente, la comisión se conformó con acusar
a H. L. H u n t . A u n q u e la difusión de ese tipo de material estaba
perseguida p o r la ley electoral federal, el millonario de Dallas
sólo fue obligado a hacer un comunicado en el que pidió excu-
sas públicamente, sin olvidarse de recordar cuáles eran sus inten-
ciones: «Yo sólo quería ayudar a Lyndon.»
167
su padre, Joseph, estaba llena hasta reventar de ruidosos colabo-
radores adscritos a la causa de JFK. Un obstáculo que Lyndon,
lógicamente, prefirió sortear. En contra del uso establecido, invi-
tó públicamente a John Fitzgerald Kennedy a mantener un deba-
te cara a cara en la sala de baile del hotel Biltmore, que era donde
se alojaba su séquito.
— E r a una trampa — c o m e n t a Estes—. Lyndon, en el fondo,
esperaba que Kennedy rechazase la invitación y quedase c o m o
un gallina que tenía que aprender a respetar a la personalidad
más importante del partido.
Pero, frustrando los planes de Johnson, J F K demostró tener
coraje. Se presentó él solo en el Biltmore, ocupado en su totali-
dad por las tropas de Johnson. Éste, al sentirse en una posición
de fuerza, cometió un grave error: al tomar la palabra atacó con
dureza a Kennedy.
—Después le llegó el t u r n o a Kennedy, que intervino entre
nuestros abucheos. C o n un gran sentido de la política, no res-
pondió a la provocación sino que invocó la unidad del partido.
C u a n d o a b a n d o n ó la sala, seguros c o m o estábamos de nuestra
victoria, nos quedamos largo rato aplaudiendo a J o h n s o n . . . pero
sería la última ocasión que tendríamos de hacerlo.
168
fue creciendo en intensidad. En una ocasión que se me presen-
tó para darle mi opinión sobre este p u n t o , le desaconsejé que
aceptara la oferta. Yo no creía correr ningún riesgo al tomar esa
postura, p o r q u e estaba seguro de que los Kennedy no se atreve-
rían a hacerle un regalo semejante. C o n lo que yo no había c o n -
tado fue con la presión del bando de JFK y los millones de dóla-
res que circularon entre los financiadores de los dos candidatos.
Resultado: le propusieron el puesto a LBJ y éste aceptó.
La estrategia de Kennedy era tremendamente inteligente. Al
embarcar a Johnson en su aventura, J F K aumentaba su credibi-
lidad en los Estados del Sur y calmaba al sector conservador del
partido. Más aún, silenciaba las críticas internas y se jugaba su
futuro.
—JFK sabía que si Lyndon se quedaba al frente del Senado,
su mandato sería un calvario y se vería obligado a negociar cada
una de sus decisiones p o r p e q u e ñ a que fuera. El r e n c o r de
Lyndon no iba a desaparecer tan fácilmente. Así que K e n n e d y
no hizo otra cosa que aplicar el mismo principio que yo seguía
en mis negocios: convierte a tus enemigos en tus socios. En socios
a los que sea posible mantener alejados: una vez n o m b r a d o vice-
presidente, Lyndon se dedicaría a dar la vuelta al m u n d o .
La maniobra, m u y eficaz, tenía algo de maquiavélica. Por eso
despertó cierto recelo.
—A Bobby Kennedy no le gustaba nada Lyndon. Lo consi-
deraba un vulgar destripaterrones y no le perdonaba sus n u m e -
rosos golpes bajos durante la campaña. En realidad, lo que des-
bloqueó la situación fue la propuesta de H. L. H u n t : impaciente
p o r ver a un tejano bien situado en Washington, el millonario
ofreció p o n e r su poder e c o n ó m i c o al servicio de Kennedy. Era
una apuesta p o r el futuro. C o m o Lyndon se encargó de recor-
darle a la prensa ese mismo día, con un poco de suerte J F K falle-
cería antes de finalizar su mandato.
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CONNALLY
170
ojos de muchos electores, este cambio de chaqueta, al día siguien-
te de la violenta desaparición de Kennedy, fue una cortina de
h u m o al servicio de Johnson, una prueba de su inocencia. Pero
Billie Sol no comparte este análisis.
— N o hay que fiarse de las apariencias. Para Connally no era
más que una cuestión de oportunidad. Al haber notado la cre-
ciente presencia de republicanos a su alrededor, decidió subirse
al tren en marcha. C o m o Lyndon ya ocupaba la Casa Blanca, de
lo que se trataba era de prepararse para cuando terminase su man-
dato. Además, si se hubiesen peleado, ¿cómo se explica que C o n -
nally, Johnson y su m u j e r actuasen poco después c o m o socios en
negocios relacionados con las plataformas petrolíferas?
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YARBOROUGH
172
— J o h n s o n y C a r t e r me pidieron que me convirtiera en el
principal financiador de Yarborough y que hiciese público mi
apoyo a su candidatura. Querían ayudarle a conseguir el segun-
do escaño de senador p o r Tejas para así tenerlo a su m e r c e d .
C o m o Lyndon era el jefe indiscutible del g r u p o en el Senado,
una vez en Washington podía designar a Yarborough para formar
parte de diferentes comisiones y así mantenerlo alejado de Tejas.
Total, que le hicieron la cama para no tener que volver a p r e o -
cuparse por su causa.
173
—Necesitaba tener p e r m a n e n t e m e n t e aliados en el departa-
mento. Para ello, recibía puntualmente de Cliff la información
con los nombres de las personas a las que había que comprar.
Después iba a ver a Ralph, le entregaba la lista y le pedía que me
consiguiera citas con esas personas. El «objetivo» c o m p r e n d í a
inmediatamente que yo no sólo contaba con el apoyo de J o h n -
son sino también con el de Yarborough.
174
debido a que Estes se encontraba en ese m o m e n t o envuelto en
un caso de desvío de fondos públicos a gran escala. Yarborough,
pese a haber sido el favorito en todos los sondeos, cayó derro-
tado.
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HOOVER
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— L y n d o n tenía una gran necesidad de sexo —cuenta Estes—.
Algunas personas de su equipo le proveían de revistas, pelícu-
las, juguetitos. Y hoy en día t o d o el m u n d o sabe que H o o v e r
también era una autoridad en la materia.
En aquella época, el mercado de la pornografía era ilegal. Era
una actividad m u y rentable y estaba controlada p o r el c r i m e n
organizado, pues la mafia enseguida vio cuáles eran sus ventajas:
costes bajos y precios de venta astronómicos. Y sobre todo, los
vicios h u m a n o s p e r m i t e n controlar, p o r m e d i o del chantaje, a
personajes famosos.
— L y n d o n y H o o v e r se respetaban y se odiaban al m i s m o
tiempo —aclara Estes—. Se necesitaban m u t u a m e n t e pero tam-
bién desconfiaban el u n o del otro. Por prudencia y p o r q u e era
su costumbre, ambos a c u m u l a b a n i n f o r m e s q u e revelaban las
debilidades o perversiones del otro, en la esperanza de tener con
qué negociar llegado el caso. H o o v e r tenía agarrado a J o h n s o n
porque conocía tanto sus múltiples actividades ilegales c o m o sus
hábitos sexuales. Y viceversa, LBJ tenía agarrado a H o o v e r p o r -
que sabía cuál era su p u n t o débil: su inclinación p o r el género
masculino. Gracias a las devastadoras informaciones y a las f o t o -
grafías que poseía sobre la vida del jefe del FBI, Hoover se encon-
traba a su merced. Desde entonces, cada u n o de los dos sabía lo
que tenía que hacer si se le pasaba por la cabeza, aunque no fuera
más que p o r un segundo, traicionar al otro.
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y cinco años y, salvo una decisión contraria del presidente en
persona, le tocaba jubilarse. D u r a n t e la época de los h e r m a n o s
Kennedy, Hoover había expresado su deseo de seguir en su pues-
to pasado el límite de edad oficial. Sus repetidas peticiones en
este sentido habían sido ignoradas por John y R o b e r t , por lo que
Hoover tenía serias dudas acerca del cumplimiento de su plan.
El asesinato de JFK cambió las tornas: ahora le tocaba a LBJ deci-
dir la suerte del director del FBI. Sin q u e fuera una sorpresa
para nadie, J o h n s o n modificó la ley para p o d e r mantenerlo en
su puesto. Gracias a él, el jefe del FBI se convertía en funcionario
de por vida.
— L y n d o n usaba una expresión m u y gráfica para explicar su
decisión de conservar a Hoover —nos cuenta Estes—. Solía decir:
«Prefiero tenerlo en mi campo meando hacia fuera, que tenerlo
fuera m e a n d o hacia mi campo.»
178
— E l hotel y el h i p ó d r o m o eran propiedad de Clint M u r -
chinson, un millonario de Dallas —prosigue Estes—. Él se hacía
cargo de la estancia de H o o v e r y pagaba todos sus gastos. Los de
él y los de todo su séquito, incluyendo las pérdidas por apuesta
en las carreras o en los juegos de cartas. También solía arreglár-
selas para que H o o v e r ganase de vez en cuando. De este modo,
H o o v e r no estaba siendo s o b o r n a d o sino que estaba t e n i e n d o
mucha suerte.
Entre los regalos de Murchinson al jefe del FBI se llegaron a
contar algunos títulos de propiedad referidos a pozos de petró-
leo tejanos. U n o s regalos que todos los años producían una for-
tuna en rentas.
Pero ése no era el único medio de presión del que disponían
los hombres de Dallas:
— E n el hotel, Hoover y Tolson se alojaban en el apartamen-
to privado de Murchinson. Un lugar atiborrado de micrófonos
y cámaras ocultas. Unas cuantas fotos de la pareja en compañía
de jovencitos de origen mejicano pasaron a enriquecer la colec-
ción de Lyndon.
179
meros, iba a ser el encargado de realizar la investigación sobre la
m u e r t e de un presidente.
En 1963, y desde siempre, Murchinson, Richardson y H u n t
tenían la osadía de creer que su dinero les daba derecho a mani-
pular a su antojo la política americana.
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VISITA
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SEGURO DE VIDA
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Eso era todo. N u n c a habló de una cita ni de cumplir su p r o m e -
sa. En su opinión, nosotros, antes de reclamar el privilegio de
escucharlas, teníamos que c o n o c e r su naturaleza, su origen, su
contexto. Teníamos que enterarnos de c ó m o y por qué nuestro
tejano había decidido convertirse en el guardián de las cintas
magnetofónicas.
— C r e o q u e el d e t o n a n t e f u e el episodio del c o n g r e s o de
1960. Por primera vez en mi vida, vi el odio en acción. Por ambas
partes. Y comprendí que, a pesar de mis millones, yo no tenía el
m e n o r peso. Así que t o m é precauciones... y e m p e c é a grabar
mis conversaciones.
Aparte de su implicación en los tejemanejes de la política, Sol
descubrió que la expansión de su imperio económico pasaba por
frecuentar también un m u n d o nuevo cuyos usos y costumbres
eran bastante más terribles de lo que él imaginaba.
—Tenía que protegerme — a ñ a d e — . Después de conquistar
Tejas, quería h a c e r m e con el país entero y a b r i r m e al m u n d o .
Necesitaba nuevos socios, algunos de los cuales se movían en los
límites de la legalidad.
Billie Sol se puso a consultar con los suyos, buscando la mejor
manera de grabar sus conversaciones.
— C o n o c í a un ingeniero electrónico de Texas Instruments
en Dallas. Después de asegurarme de que podía contar con su
discreción, le pagué generosamente para que me pusiera a punto
una grabadora con las cintas disponibles entonces en el m e r -
cado.
Nuestra investigación nos ha permitido descubrir una carta
que perteneció a la correspondencia entre los dos hombres. No
alude directamente a las grabaciones sino a una lista de c o m p o -
183
nentes. Elementos necesarios para la fabricación del sistema de
vigilancia.
—A partir de entonces, me puse a grabar clandestinamente el
c o n j u n t o de mis conversaciones telefónicas y, gracias a u n o s
micrófonos ocultos, las que tenían lugar en mis oficinas y en mi
casa. C o m o medida de precaución.
En un m u n d o que cada vez le parecía más peligroso, Billie
Sol Estes acababa de contratar el seguro de vida más eficaz que
existe.
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LA CAÍDA
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dificultades con la justicia. En cuanto a mi intención de incre-
m e n t a r mi actividad c o m o p r o d u c t o r de algodón, suscitó una
serie de problemas políticos q u e t e r m i n a r o n en un e n f r e n t a -
miento directo con Bobby Kennedy. A partir de entonces, entre
1961 y 1962, tuve que combatir en tres frentes a la vez. La causa
de toda esta vendetta política eran los secretos de Johnson. Por-
que, por mi mediación, R o b e r t Kennedy estaba seguro de poder
acabar con J o h n s o n , p r o b a n d o que se estaba e n r i q u e c i e n d o a
costa del dinero negro y del bolsillo de los contribuyentes.
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ALGODÓN
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saciones, les vendían un trozo de tierra en Pecos al que inmedia-
tamente se transfería su permiso para cultivar. El último paso con-
sistía en que el granjero, conchabado con ellos, les arrendaba ese
terreno que luego ellos explotaban. Un ardid perfectamente legal...
a pequeña escala. El truco estaba en la manera en que se sucedían
las diferentes etapas del proceso. Estes quería hacerse con miles de
permisos, y sabía incitar a los granjeros a cederle sus tierras.
— T o d o estaba pensado para conseguir que nos siguieran en
nuestra aventura. C u a n d o firmaba el contrato de compraventa,
el granjero no nos debía nada hasta pasados doce meses. Más aún,
nosotros le pagábamos un año p o r adelantado de la renta que
nos autorizaba a cultivar sus tierras. Pasado un año, el granjero
tenía dos opciones: o bien pagarme el precio de la tierra, más
elevado que la renta anual a la que yo me había c o m p r o m e t i d o
con él, o bien quedarse ese dinero y c e d e r m e la tierra en usu-
fructo j u n t o con el permiso para cultivar algodón. Obviamente,
nueve de cada diez preferían la segunda opción.
188
Su firma era imprescindible, sin ella el proceso se bloqueaba.
Pero con su bendición, el e m p o r i o Estes se volvía intocable.
— M i h e r m a n o Bobbie Frank y mi abogado J o h n D e n n i s o n
se pasaron muchas horas en su despacho explicándole nuestro
punto de vista, recordándole que nosotros siempre habíamos sido
generosos con él y que ahora le tocaba a él echarnos una mano.
Nadie podía imaginar en aquel m o m e n t o que esa historia iba a
terminar con su asesinato.
El 20 de diciembre de 1960, cuando el condado de Reeves
se disponía a autorizar el p r i m e r paquete de transacciones de
Billie Sol, a pesar de sus súplicas, y de sus presiones, Henry Mars-
hall, amparándose en el texto de una ley, decidió bloquear el pro-
ceso. U n a catástrofe para Estes, que acababa de pagar p o r ade-
lantado la renta anual de miles de alquileres, una suma e n o r m e
que ya no podía recuperar.
— F u e un golpe m u y duro para mí — r e c o n o c e Billie Sol—.
Sin embargo, c o m o yo no soy de los que se rinden, seguí luchan-
do con todas mis fuerzas. Y a principios del año 1961 pude darle
la vuelta a la tortilla, demostrándole a Marshall que había hecho
una interpretación errónea de la ley. Pero en realidad el que no
había entendido nada era yo: mi atención se centraba en Mars-
hall, cuando resulta que el origen del problema se encontraba en
Washington. Yo aún no lo sabía, pero R o b e r t K e n n e d y había
decidido defenestrarme, con la esperanza de que yo arrastraría a
Lyndon en mi caída.
189
ción de Orville Freeman, secretario de Estado de Agricultura.
Creyendo haber convencido a todo el m u n d o , gracias a su don
de gentes, de que su operación no tenía nada de malo, ya mira-
ba hacia el año siguiente con más optimismo cuando la oficina
en la que trabajaba Marshall volvió a la carga. Y concibió un pro-
cedimiento muy complicado, pero muy inteligente, para no que-
dar en evidencia al mismo tiempo que le paraban los pies a Estes.
—Basándose en la directiva CSS178 — n o s cuenta este últi-
m o — , el D e p a r t a m e n t o de Agricultura de Estados Unidos exi-
gió que todos los granjeros que transfiriesen tierras a Tejas se des-
plazasen en persona para confirmar su intención de cultivar la
tierra y no de revenderla. Esto acabó con todo el montaje. No
había ninguna duda, esta vez necesitaba, y con urgencia, la ayuda
de Lyndon.
190
En cuanto a Johnson, satisfecho con el resultado, le envió a
Billie una copia de la correspondencia de Freeman. C o n una
nota escrita de su p u ñ o y letra en la que se podía leer: «Esto
podría interesarte. Lyndon.»
191
c u a n d o se trata de recordar el asesinato de H e n r y Marshall le
cuesta m u c h o expresarse. Sin duda porque esta sórdida historia
entronca con el principio de su caída en desgracia. Y sin duda
también porque desvelar los secretos concernientes a la m u e r t e
del jefe de la oficina regional del D e p a r t a m e n t o de Agricultura
supone revelar al mismo tiempo las claves de otro asesinato, el
de J o h n F. Kennedy.
— F u e R a l p h Yarborough quien le contó a R o b e r t Kennedy
lo que estaba pasando. En parte por miedo: temía que mis tro-
pelías atrajesen la atención sobre las relaciones que habíamos
mantenido en el pasado y quería curarse en salud. Y en parte por
estrategia política: R a l p h seguía odiando a Johnson c o m o el pri-
m e r día. Kennedy no tenía más remedio que escucharle atenta-
mente. Así pues, para echarnos el lazo, Bobby decidió presionar
a Henry Marshall. Quería convencerle de que diera fe de la exis-
tencia de mis relaciones con Lyndon.
Aparte de la implicación de Marshall y Estes, la perspectiva
de c o m p r o m e t e r al vicepresidente en una trama de desvío de
fondos públicos constituía p o r sí sola una carta esencial en la
lucha intestina que estaba teniendo lugar entre los clanes K e n -
nedy y Johnson.
— H e n r y Marshall era p e r r o viejo, y estaba al c o r r i e n t e de
muchos secretos. No se le escapaba que una parte de mis b e n e -
ficios iba a parar a la cuenta secreta de Johnson. Hacerle hablar
sería c o m o abrir la caja de Pandora. La cuestión era c ó m o c o n -
seguirlo. La última semana de mayo, su casa se i n c e n d i ó . Un
amigo que trabajaba en Bryan nos informó de que Marshall esta-
ba dispuesto a colaborar con el Departamento de Justicia. Hasta
llegó a plantearse el presentarse en Washington.
El 3 de j u n i o de 1961, H e n r y Marshall fue encontrado m u e r -
to en su rancho de Franklin. A pesar de las numerosas heridas de
192
bala que había en su cuerpo, el sheriff Howard Stegall concluyó
que se trataba de un suicidio y archivó el caso.
—Stegall era u n o de los contactos de Cliff Carter y . . .
Billie se detiene sin motivo aparente. Ahora su tono es inse-
guro:
— N o sé si estoy preparado para hablarte de eso. C r e o que
aún es demasiado pronto.
193
y exclusivamente a Tom. En el peor, me amenazaba, si bien es
cierto que generalmente lo hacía sin perder el sentido del humor.
Un h u m o r gélido, entre la sonrisa y la mueca. Y siempre c o m o
si fuera una pregunta, en t o n o interrogativo. Me interroga con
aires de inocencia si quiero dejar viuda a mi m u j e r o si creo que
algún día podré volver a Francia. N o r m a l m e n t e le respondo en
su misma línea o, simplemente, lo ignoro.
Pero hoy es diferente. Para empezar, estoy hasta las narices.
Además no advierto el m e n o r indicio de risa en su voz. Y por
último, es la p r i m e r a vez q u e Estes se refiere al episodio más
oscuro de su historia: la extraña epidemia de suicidios con dió-
xido de carbono que se extendió a su alrededor.
— ¿ Q u é tal si volvemos a nuestra lista? — m u r m u r a con la
mirada cargada de ira.
Tom intenta calmar los ánimos haciendo una broma. Billie no
aparta sus ojos de mí. Por un acto reflejo, yo sostengo su mirada.
Por fin, r o m p o el silencio.
—Vale, Billie, t e r m i n e m o s con tu historia. Y luego volvere-
mos a Marshall. Pero entonces ya no será ni demasiado pronto
ni demasiado tarde. Habrá llegado el m o m e n t o de que nos lo
digas todo.
Estes p r o r r u m p e en carcajadas.
—¿Todos los franceses son c o m o tú?
Yo no contesto y me concentro en mi lista de preguntas.
Mi mensaje ha sido recibido.
194
43
RFK
195
—¿Está usted enterado de que un h o m b r e ya ha pagado con
su vida esas malditas transferencias?
La referencia al difunto H e n r y Marshall tiene el efecto de un
electroshock sobre el responsable del Departamento de Agricul-
tura. Acaba de comprender que ya no se trataba de un caso de
interpretación torticera de la ley, sino de un caso criminal. I n m e -
diatamente, solicitó la apertura de una investigación sobre el ori-
gen de la fortuna de Billie Sol.
— E l 14 de noviembre fueron anulados mis arrendamientos
para 1962. C o m o es natural, me puse en contacto con Cliff. Él
sabía que yo había invertido basándome en mis previsiones y que
ese mes de noviembre de 1961 yo ya no tenía en mi p o d e r la
suma total, que no debía volver a mi bolsillo hasta 1962.
H u b o un m o m e n t o de tregua. La intervención del brazo dere-
cho de Lyndon tuvo el efecto deseado. A principios de enero de
1962, el D e p a r t a m e n t o de Agricultura de Estados Unidos des-
bloqueó los millones que Billie esperaba.
— F u e una excelente noticia, pero yo no veía en ella más que
un primer paso. Ahora tenía que lograr detener las investigacio-
nes en curso. De lo contrario, a fuerza de escarbar, los sabuesos
del departamento iban a encontrar lo que buscaban.
196
— C a r t e r me pidió que fuera a verle a Washington —prosi-
gue Billie—. Los Johnson iban a dar una recepción, así que noso-
tros podríamos r e u n i m o s sin oídos indiscretos a nuestro alrede-
dor y sin que mi visita despertara sospechas. Pero, en realidad,
Lyndon quería p o n e r m e a prueba. Yo no cometí el mismo error
que Marshall y le garanticé mi lealtad. Por su parte, LBJ me ase-
g u r ó q u e iba a p o n e r s e a buscar una solución de inmediato.
C u a n d o se fue para reunirse con sus invitados, Carter se inclinó
sobre mí y me recordó que a partir de ese m o m e n t o iba a nece-
sitar aún más dinero para «engrasar la máquina».
El 16 de enero, con arreglo a la promesa de la víspera, Walter
Jenkins, un ayudante de Johnson con un acceso privilegiado al
núcleo del FBI, llamó por teléfono a Billie y le i n f o r m ó de que
el vicepresidente había encontrado al h o m b r e adecuado para el
D e p a r t a m e n t o de Agricultura y que todo iba a arreglarse.
— E s e mismo día, siguiendo las instrucciones de Cliff, saqué
145.015 dólares en efectivo de una de mis cuentas y se los hice
llegar. U n a vez más, C a r t e r me garantizaba la fidelidad de
Lyndon.
197
me llegó una invitación para la recepción privada ofrecida por
J o h n y Jackie en los salones de la Casa Blanca.
Cegado por el orgullo de encontrarse entre los grandes, Estes
no percibió lo que Johnson, p o r su parte, ya presentía.
— D u r a n t e ese cóctel entre amigos, yo me dediqué a pasar de
un g r u p o a otro hasta que un h o m b r e se me acercó y me dijo
que R o b e r t Kennedy quería hablar conmigo a solas en u n o de
sus despachos. C o n f u n d i d o , acepté y al poco me encontré cara
a cara con el fiscal general. Por desgracia para él, Bobby no era
Lyndon. No tenía el m e n o r carisma, parecía incluso tímido. Era
imposible mirarle a los ojos. Bobby quería c o n o c e r m e mejor y
volver a verme para hablar de mi futuro. D e j ó caer también que
se podía imaginar que yo sucediera algún día a Connally en el
cargo de gobernador de Tejas.
A lo largo de esta breve entrevista, Estes fue bajando de la nube.
Se daba cuenta de lo extraño del encuentro y le entró pánico. Si
el fiscal general entraba a matar de esa manera era porque hacía
tiempo que se había preparado para ello.
— L e dije que estaba de acuerdo y que me alegraba m u c h o
de poder conversar con él, pero que mis ocupaciones me i m p e -
dían hacerlo en ese m o m e n t o . En cambio, cualquier otro día...
U n a frase que no me comprometía a nada y a la vez me daba
tiempo para consultar con Lyndon y Cliff. Este último me sugi-
rió que aceptara la invitación con el fin de evaluar la posición
del h e r m a n o del presidente. Pero a mí no me engañaba: lo que
realmente le interesaba a Cliff era saber hasta qué p u n t o Bobby
representaba una amenaza para LBJ.
198
44
TRAICIÓN
199
saron de vulnerar la legislación comercial interestatal. Eso no
tenía nada que ver con el cultivo de algodón pero, con el fin de
evitar un escándalo, Orville Freeman t o m ó la decisión de anu-
lar definitivamente el c o n j u n t o de los permisos transferidos. En
un segundo, todas mis esperanzas se desvanecieron en el aire. Ya
no me encontraba en una situación delicada sino al borde del
abismo.
La decisión era irrevocable, de manera que el coste para mis
finanzas iba a ser incalculable. Aparte del dinero invertido en la
batalla jurídica y el tráfico de influencias de los últimos meses,
Billie Sol había dedicado decenas de millones de dólares al alquiler,
la c o m p r a y la irrigación de las parcelas de algodón. Al q u i -
tarle t o d o eso lo estaban a r r u i n a n d o . Pero Billie Sol también
comprendió que Johnson, con tal de librarse de la amenaza que
representaban los Kennedy, estaba dispuesto a todo.
200
45
DEPÓSITOS
201
deduciendo su margen, claro está, se convertían en los titulares
de todo un capital.
202
ración, ya que su buena reputación no había bastado para c o n -
vencer a los organismos de crédito. El rescate de los contratos
ficticios sólo había sido posible gracias a que el vicepresidente
había intervenido poniéndose en contacto directo con los direc-
tores de las instituciones de crédito. Había avalado la seriedad del
solicitante de los créditos, al tiempo que les prometía que las ayu-
das agrícolas, que permitían a los granjeros adquirir equipamiento,
seguirían lloviendo sobre Pecos y alrededores.
— L y n d o n no hacía nada a cambio de nada. Si salió en mi
defensa fue porque las perspectivas económicas de la operación
habían convencido previamente a Cliff Carter. En cambio, ignoro
c ó m o llegó el D e p a r t a m e n t o de Justicia a intuir la implicación
de LBJ. Lo que es seguro es que Bobby entró en el baile a cau-
sa de Lyndon.
Esta vez, el fiscal general fue al grano:
— M i persistente silencio le incomodaba. Así, un día, me llamó
por teléfono él mismo. Nervioso, casi agresivo, se ahorró las fio-
rituras... «Sabemos que usted contribuye generosamente a los
fondos secretos de Lyndon — m e soltó—. Díganos cuánto dine-
ro le ha dado, ayúdenos y a cambio le ofrezco la inmunidad.» Mi
respuesta no dejó lugar a dudas acerca de mis intenciones: «Lo
siento, pero no sé de qué me habla.»
203
— H a b l é con Cliff. El pánico todavía no había hecho presa en
mí, pero yo tenía la impresión de que todo se iba a venir abajo
de un m o m e n t o a otro. Cliff se mostró m u y sereno. Me tran-
quilizó y me pidió que confiara en él. A juzgar p o r su reacción,
todo se iba a arreglar.
204
46
PÁNICO
205
Según los recuerdos de Billie, la r e u n i ó n d u r ó más de una
hora. Un tiempo relativamente largo, si lo comparamos con la
duración habitual de las entrevistas de Johnson.
— E m p e z a m o s repasando mis problemas legales — r e c u e r d a
Estes—. Pero eso sólo fue una introducción. En realidad, el inte-
rés de Lyndon se centraba en otra cosa: lo que él quería era que
yo le facilitase una lista con las personas que conocían la exis-
tencia de nuestra relación. A cada n o m b r e que yo decía, Cliff,
que por supuesto estaba presente, asentía con la cabeza. Lyndon
aclaró en varias ocasiones que el silencio era lo único que acep-
taba. Y que en recompensa por mi discreción él se las arreglaría
para que todo volviese a ser c o m o antes. De todos modos, aña-
dió, yo tenía que estar preparado para encontrarme ante un tri-
bunal y para luchar hasta el final. Y una vez más, antes de sepa-
rarnos, insistió en que, con independencia de las circunstancias,
yo no debía decir una sola palabra.
206
con una tirada tan reducida que la convertía poco menos que en
un pasquín confidencial, recibió una información venida direc-
tamente de Midland: dicha información no había sido contras-
tada pero el jefe de redacción, confiando en su fuente, decidió
publicarla bajo la forma de un breve escrito en m o d o condicio-
nal. Sin embargo, antes incluso de q u e la revista llegase a la
imprenta, el equipo de Johnson, enterado de las intenciones del
redactor, apeló a Hoover para bloquear su publicación. El direc-
tor del FBI en persona se dirigió, así pues, por escrito a los res-
ponsables de la revista con el fin de disuadirles de propagar «un
falso rumor». Hoover, c o m o prueba de sus afirmaciones, empleó
el a r g u m e n t o de que, el día de la entrevista a la que se refería
d i c h o r u m o r , J o h n s o n no podía estar en M i d l a n d ya que se
encontraba de viaje oficial por Europa... El problema era que la
fecha que mencionaba el director del FBI no era ni la que había
dicho Billie ni la que figuraba en la información procedente de
Midland. En cualquier caso, el escrito fue podado y ni el n o m -
bre de Estes ni el de Johnson aparecieron en él.
A u n q u e toda esta energía gastada en neutralizar la i n f o r m a -
ción nos pareció sospechosa, no llegaba a ser una prueba sufi-
ciente a nuestros ojos. Había otro medio de saber si Billie Sol
Estes se había entrevistado o no con el vicepresidente de Esta-
dos Unidos. En su declaración, Estes había compartido con noso-
tros el recuerdo de su paso p o r el p u n t o de control, en el que
dio sus datos personales. Por otra parte, todos los aeropuertos lle-
vaban un registro en el que consignaban los horarios de aterri-
zaje y despegue de los aviones. Si Estes había dicho la verdad y
el Air Force Two había estado efectivamente estacionado sobre
la pista de Midland, tenía que haber quedado constancia de ello
en el registro.
Nuestra búsqueda fue breve. No había... ¡nada! U n a ausen-
cia de documentos de lo más elocuente. Si nos había sido i m p o -
207
sible encontrar la más mínima huella escrita de la presencia de
Johnson en el aeropuerto, no era porque Billie nos hubiera m e n -
tido, sino p o r q u e la totalidad de los informes de la actividad del
aeropuerto de Midland correspondientes al día 28 de abril de
1962 había sido clasificada c o m o secreta. Más aún, también nos
enteramos de que en 1964 un oficial militar dio la orden de des-
truirlos.
U n a orden que venía directamente de la Casa Blanca, en la
que, desde el 22 de noviembre de 1963, Lyndon Johnson o c u -
paba el sillón que tanto había anhelado.
208
47
REPUBLICANOS
209
podía hacer caer a LBJ, con lo cual JFK quedaría tocado. De ahí
que tomaran la decisión de acercarse a ese millonario a p u n t o
de arruinarse.
—A principios de mayo de 1962, recibí la visita de un influ-
yente amigo que pertenecía al Partido R e p u b l i c a n o — n o s
cuenta Billie—. Me preguntó si estaba dispuesto a encontrarme
con Lee Potter, un militante cercano a la dirección del partido.
Según su intermediario, el tal Potter estaba en condiciones de
evitar que Billie fuera a la cárcel. Más aún, le podía conseguir
dinero para retomar sus actividades financieras.
— L o que Potter quería era que le pasase información sobre
el Partido Demócrata. Jamás se me ha pasado p o r la cabeza trai-
cionar a nadie, y menos a Lyndon, que tan claro había hablado
en Midland. Habría sido completamente estúpido por mi parte
no darme cuenta de que el m e n o r acto de colaboración equi-
valdría a firmar mi sentencia de m u e r t e , de m o d o que decidí
verlo pero sin revelar nada.
Así pues, consciente de que iba a necesitar todas las m u n i -
ciones que pudiera conseguir para la batalla judicial que le espe-
raba, Billie Sol accedió a la propuesta de Potter.
210
sotros encontramos da fe de los medios empleados por LBJ para
asegurarse de que su benefactor oculto guardaría silencio.
C o m o es lógico, los archivos de la biblioteca presidencial
Lyndon B. J o h n s o n en Austin c o n t i e n e n pocas informaciones
relativas a la cara oculta del vicepresidente. Para poder mantener
la fascinación hacia el hombre político, la LBJ Library evita entrar
en ese tema tan espinoso, contentándose con ofrecer un discurso
de lo más estereotipado. Pero la historia oficial también tiene
sus perlas. C o m o muestra, un b o t ó n : una factura p o r valor d e . . .
84,56 dólares.
El 12 de mayo de 1962, O w e n Kilday, sheriff de San Antonio,
recibió la orden de someter a escucha la habitación de hotel en
la que se alojaba Lee Potter. Kilday no era nuevo en la red de
contactos de Lyndon. En 1948 participó activamente en el fraude
electoral que catapultó a LBJ a Washington. U n a vez más recu-
rrían a él, esta vez para espiar a Billie. Kilday contrató a un detec-
tive privado, Charles S. B o n d , para que colocara micrófonos en
el Hilton de San Antonio. Un espía por horas. Así, a finales de
mayo, O w e n Kilday se dirigió a LBJ para que le reembolsara los
cerca de 85 dólares que le habían costado los servicios de B o n d
y el alquiler de su material de seguimiento.
Billie Sol Estes acertó al hacer caso de su corazonada: si hubie-
ra acudido al hotel y hubiera confiado datos sensibles al repre-
sentante republicano, J o h n s o n lo habría sabido en las horas
siguientes.
211
48
LA EJECUCIÓN
Lee Potter volvió de Tejas con las manos vacías, así que el Par-
tido Republicano cambió de estrategia. C o m o Estes se negaba a
colaborar, su caso iba a convertirse en el caballo de batalla de la
oposición. Mientras nuestro tejano ocupaba simultáneamente las
portadas de Fortune y de Time, la polémica crecía. Y c o m o no hay
mejor cuña que la de la misma madera, fue John F. Kennedy, como
buen político, el encargado de dar la señal para la ejecución.
—JFK sabía que si no tenía m a n o dura el escándalo iba a sal-
picarle y que además le reprocharían su pasividad. Por ello, soli-
citó al Congreso la creación de una comisión de investigación
sobre mis actividades y mis apoyos. En realidad se trataba de un
brindis al sol. JFK se daba perfecta cuenta de que Lyndon tenía
el suficiente control sobre el Congreso y el Senado c o m o para
asegurarse de que los trabajos de esa comisión no llegaran a nada.
La maniobra tenía la finalidad de introducir un cambio y de tran-
quilizar a los electores.
La C á m a r a de R e p r e s e n t a n t e s , b a j o la dirección de L. H.
Fountain, se encargó de la investigación sobre el almacenamiento
212
de grano. Al Senado, bajo la autoridad de J o h n McClellan, le
tocó por su parte investigar las transferencias de los permisos para
cultivar algodón. Algunas personas bien situadas calmaron los áni-
mos y fueron recompensadas p o r ello. Así, u n o de los miembros
demócratas del segundo comité, el senador H u b e r t Humphrey,
heredó el puesto de vicepresidente cuando, en 1964, LBJ fue ele-
gido presidente de Estados Unidos.
—Yo no soy la persona más indicada para quejarme, pero los
comités fueron una mascarada — r e c o n o c e Billie—. Se trataba
de acallar las protestas y sobre todo de ocultar la verdad.
Un muro contra el que enseguida se estrellaron algunos inves-
tigadores.
213
Pero entonces Miller se desdijo de todo. A u n q u e estaba bajo
juramento, el responsable de Dallas ya no m e n c i o n ó a Johnson
sino que en su lugar citó al senador Yarborough. Desconcerta-
do, Manuel reclamó la comparecencia de Miller y le preguntó
por qué había modificado sus declaraciones, a lo que Carl res-
pondió encogiéndose de hombros y abandonando la sala sin decir
una sola palabra.
Desesperado, Manuel convocó a la prensa. Y le reveló que el
comité había tenido acceso a puerta cerrada a unas pruebas de
transferencias de dinero efectuadas por Billie Sol Estes, una lista
en la que figuraban varios miembros del Congreso. U n a inicia-
tiva desafortunada que le costó su puesto en la administración.
El largo y demoledor i n f o r m e sobre este asunto no m e n c i o n a -
ría, c o m o es lógico, ni la primera entrevista con Carl Miller ni
la famosa lista de Estes. Es más, las dos comisiones de investiga-
ción no encontraron indicios de la m e n o r intervención desde
Washington en los hechos denunciados. Según estos documentos,
los corruptos eran meros funcionarios y el único prevaricador
era un p e q u e ñ o ganadero que un día se creyó al frente de un
emporio.
214
49
SILENCIO
215
acusado de asesinato, C o f e r se las ingenió para lograr una c o n -
dena inesperada de cinco años de prisión.
—La estrategia de C o f e r era m u y sencilla: yo no debía abrir
la boca. Daba igual que fuera para d e f e n d e r m e o para explicar-
me, yo tenía que p e r m a n e c e r callado mientras él, con bastante
éxito por cierto, se las arreglaba para aplazar el proceso. Estaba
claro que mi condena iba a enturbiar la campaña de 1964, puesto
que Lyndon se negaba a proporcionarle a JFK un pretexto para
dejarlo fuera.
216
su generosidad. Billie Sol, olvidando las amenazas de Lyndon, se
retiró a su mansión de Pecos.
El 8 de agosto de 1963, los Estes se despertaron sobresaltados.
Alguien acababa de plantar una cruz de madera envuelta en lla-
mas delante de su casa. Era la firma habitual del Ku Klux Klan,
pero también podía ser una advertencia de carácter más general.
—Yo no quería irme pero esta advertencia me alarmó. Desde
hacía varios días tenía la sensación de que mi casa estaba siendo
vigilada. Por otra parte, todos los abogados con los que me puse
en c o n t a c t o declinaron ayudarme. Y además sabía p o r ciertas
fuentes que Lyndon estaba rabioso. Total, que no me llegaba la
camisa al cuello.
217
bloque D de la zona de alta seguridad de una cárcel construida
para sustituir a la de Alcatraz.
Se había codeado con los Johnson y los Kennedy, y ahora tenía
que entenderse con su compañero de celda, un tal... Vito G e n o -
vese, el padrino de los padrinos.
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50
ABANDONO
219
Ya no le quedaba a Estes más que una única posibilidad: diri-
girse al presidente Lyndon B. J o h n s o n para pedirle el indulto.
— D u r a n t e m u c h o tiempo me negué a ello. Luego, un día, me
acordé de una de mis últimas conversaciones con Cliff: según sus
palabras, Lyndon agradecía mi silencio y no dudaría en ayudar-
me cuando llegase el m o m e n t o . Tras varios meses encerrado, me
dije que ya era hora de apelar a sus buenos recuerdos.
A su entender, bastaba con proporcionarle a Johnson un pre-
texto judicial que le forzase a cumplir sus promesas. Así que plan-
teó una solicitud de indulto, acompañándola con cartas de anti-
guos miembros de las comisiones de investigación y de abogados
del Estado en las que se denunciaba lo injusto de su condena.
C o m o era de esperar, la solicitud fue rechazada.
U n a conclusión lógica, según Estes.
—Johnson no podía tomar una decisión c o m o ésa. Era algo
demasiado arriesgado desde un p u n t o de vista político y mediá-
tico. Estoy incluso convencido de que le pidió personalmente a
Ramsey Clark, su fiscal general, que enterrase mi solicitud. Seguro
q u e algún día sus archivos p e r m i t i r á n p r o b a r lo q u e estoy
diciendo.
220
d e j a d o en la estacada y se había olvidado de mí. Si en aquel
m o m e n t o el D e p a r t a m e n t o de Justicia me hubiera propuesto
un trato, yo no habría dudado en hablar. Para obtener mi liber-
tad pero sobre todo para desquitarme p o r la afrenta de la que
había sido objeto.
—¿Habrías acusado a LBJ?
— S i n n i n g ú n g é n e r o de dudas. Las consecuencias para él
habrían sido desastrosas. Acosado diariamente p o r las protestas y
la situación en Vietnam, Lyndon no habría podido hacer frente
además a una crisis interna. Y m u c h o menos aún asumir su par-
ticipación en el asesinato de J o h n F. Kennedy.
221
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MALESTAR
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SUICIDIOS
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El 4 de abril de 1962, poco después de que Billie obtuviera
la libertad bajo fianza, un c u e r p o sin vida f u e e n c o n t r a d o en
Clint, un p e q u e ñ o pueblo cerca de El Paso.
— U n granjero encontró el cadáver en un coche. Todo a p u n -
taba a que se trataba de un suicidio, y que la m u e r t e se había
producido por inhalación de m o n ó x i d o de carbono, ya que había
un tubo de goma acoplado al tubo de escape.
La víctima era George Krutilek, un contable que había tra-
bajado en ciertas ocasiones para Billie Sol. U n a vez más, c o m o
en el caso del fallecimiento de H e n r y Marshall, el sheriff del lugar
consideró que se trataba de un suicidio, en contra del criterio de
Frederick Bornstein, un médico forense de El Paso que examinó
el c u e r p o antes de su i n h u m a c i ó n y había llegado a la c o n -
clusión de que la pequeña cantidad de m o n ó x i d o de carbono
emitida por el coche no podía haber sido la causa de la muerte.
El médico había «olvidado» que, el 2 de abril, unos agentes del
FBI le habían apretado las clavijas con la intención de saber cuá-
les eran las amistades políticas de Estes, y que él se había decla-
rado dispuesto a colaborar.
—Si este contable hubiera acudido directamente a los hombres
de Bobby Kennedy, la historia hubiera sido otra: habría podido sal-
varse. Pero al confiar en el FBI, firmó su sentencia de muerte. H o o -
ver estaba demasiado cerca de Lyndon. En cualquier caso, Krutilek
fue la segunda persona muerta a causa de mi relación con LBJ.
224
Billie Sol Estes (a la derecha) tuvo un sexto sentido para los negocios desde su
más tierna infancia. En su Tejas natal concibió la idea de ponerse a criar
ganado, actividad que le permitió ganar m u c h o dinero. Así fue c o m o
se gestó su imperio agrícola y financiero.
1953. Billie Sol Estes
(sentado a la izquierda)
fue elegido uno
de los diez jóvenes
empresarios americano
con un futuro más
prometedor. En aquella
época, su fortuna rozaba
los cien millones de
dólares. A cambio de su
apoyo financiero,
consiguió el respaldo de
las más altas instancias
del poder político.
1961. Billie Sol Estes
(primero por la
derecha), uno de
los principales
financiadores de las
campañas electorales
del Partido
Demócrata
americano, asistió
a la ceremonia en la
que John Fitzgerald
Kennedy prestó
juramento c o m o
presidente de
Estados Unidos.
Durante la comida
compartió mesa
con los personajes
más poderosos
del momento.
El presidente John F. Kennedy en persona reconoció la aportación política
y financiera de Billie Sol Estes. Una aportación que contribuyó a su
elección, así c o m o a la del vicepresidente Lyndon Johnson.
El titular de Time, revista de referencia en Estados Unidos, lo dice todo.
Encima de una caricatura que representa a Estes con sus depósitos de
abono, origen de la polémica en torno a su persona, el semanario incluye
el siguiente titular: «El escándalo Billie Sol Estes.» Este asunto derivó
en una batalla judicial y política cuyo propósito era acabar con él y con el
vicepresidente Johnson por su implicación en numerosos negocios ilegales.
En 1962, Billie Sol Estes,
a vueltas con la justicia,
tuvo que guardar silencio
para no salpicar a Lyndon
Johnson. Para asegurarse
de ello, Johnson le impuso
a su propio abogado,
John Cofer. Hasta la
elaboración de este libro,
Billie Sol Estes se ha
negado a revelar los
secretos de Johnson.
En aquel m o m e n t o , eso
le costó una condena
Aunque en la actualidad
los guardianes de la
memoria de Johnson
pretenden que éste jamás
conoció a Billie Sol,
abundan los documentos,
c o m o esta fotografía
dedicada, que demuestran
lo contrario.
El 22 de noviembre
de 1963, Lyndon Johnson
prestó juramento y se
convirtió en el trigésimo
sexto presidente de
Estados Unidos,
cumpliendo así su sueño
de toda la vida. A su lado
se encuentra Jackie
Kennedy, aún bajo
los efectos del slwck
producido por el asesinato
de su marido. Entre las
personas que están
a su alrededor destacan
algunos amigos del
segundo hombre que disparó
sobre su predecesor.
En esta portada de Time aparece Clint Murchison, otro de los millonarios
tejanos que rechazaban las decisiones políticas y económicas de John E
Kennedy. Gracias a su influencia, contó con la adhesión de John Edgar
Hoover, el jefe del FBI, que fue la persona encargada de dirigir
la investigación sobre la muerte de JFK.
En 1963, J. Edgar Hoover se acercaba a la edad de la jubilación. Robert Kennedy,
fiscal general, y su hermano John pretendían deshacerse de él. Tras el asesinato
de JFK, el jefe de los policías de Estados Unidos, amigo de los grandes
productores de petróleo tejanos y de Lyndon Johnson,
pasó a ocupar su cargo con carácter vitalicio.
¿Conocía John
Ligget, uno de los
protagonistas
del complot que
condujo a la muerte
de JFK, a Jack Ruby,
el asesino
de Lee Harvey
Oswald? En esta
fotografía inédita
se puede ver a Jack
Ruby (tercero por
la izquierda),
compartiendo mesa
con algunos de sus
amigos. Malcolm
Ligget, hermano
de John Ligget, está
situado a su derecha.
Cuando el fallecimiento de JFK aún no había sido anunciado oficialmente,
Johnson (a la derecha), el nuevo presidente en funciones, abandonó
precipitadamente el hospital de Parkland. Hace cuarenta años que los primeros
datos acerca de las heridas de JFK y los procedentes de su autopsia no
coinciden. Mientras que los médicos de Dallas apoyaron la hipótesis de la
existencia de varios tiradores, la autopsia corroboró la versión oficial: no hubo
más que un tirador. Una posible explicación de esta divergencia
es la implicación de John Ligget, el especialista en reconstrucción facial.
Había que maquillar la verdad.
En 1951, Malcolm Everett Wallace fue acusado del asesinato del amante de la
hermana de Lyndon Johnson. Fue declarado culpable pero, para sorpresa
de propios y extraños, sólo fue condenado a cinco años de prisión. El j u e z
era amigo de LBJ. Las huellas tomadas por la policía siguen jugando hoy
en día un papel esencial en la determinación de la identidad
del segundo tirador que disparó contra JFK.
En 1961, sin que su nombre hubiera trascendido jamás, Mac Wallace ya había
matado por encargo de Johnson. Veintitrés años más tarde, gracias al testimonio
secreto de Billie Sol Estes ante un Gran Jurado, el asunto Henry Marshall quedó
por fin resuelto: su «suicidio» ocultaba en realidad un asesinato. El retrato-robot
del asesino y la fotografía de Mac Wallace también concuerdan. Un asunto
terrible que fue mantenido en secreto durante m u c h o tiempo y que arroja luz
sobre el misterio en torno al caso Kennedy.
225
— L y n d o n tenía un complejo de inferioridad respecto de las
personas más inteligentes que él. Y Bobby era un tipo brillante.
A Johnson le gustaba que le vieran con él en los pasillos del Sena-
do, y le decía a q u i e n quisiera oírlo que tenían negocios en
c o m ú n . Todos los días, la prensa se hacía eco de declaraciones de
este tipo.
C o m o en el caso de Estes, al ver que los rumores se exten-
dían, J o h n Kennedy empezó a temer que los escándalos en los
que se veía envuelto su vicepresidente acabasen afectándole a él
también. En febrero de 1963, nueve meses antes de su asesinato,
le pidió al Congreso que llevase a cabo una investigación sobre
Bobby Baker. Y, excepcionalmente, les dijo a los encargados de
la misma que no se preocupasen por las consecuencias políticas
que pudiera acarrear.
— H a b l a n d o en plata, había dado su autorización para que
buscasen los fondos secretos de Lyndon. Pero el Congreso no se
atrevió a llegar tan lejos. Tras la m u e r t e de Kennedy, Lyndon
se sirvió de su poder c o m o presidente para p o n e r fin a la inves-
tigación. Baker fue acusado de corrupción y se pasó varios años
en la cárcel.
Sin que él tampoco desvelara jamás la cara oculta del nuevo
presidente de la nación.
228
54
MILITARES
229
55
DINERO
233
T E R C E R A PARTE
Autopsia de un complot
56
CITAS
237
no hay que dejarlo escapar. Pertenezco al gremio de los parte-
ros. Y para dar la vida, hace falta reírse de la muerte.
Ni se nos pasa por la cabeza interrumpir nuestra estancia. Billie
Sol aún tardará un tiempo pero ya está en el saco. Sólo hay que
esperar un poco.
238
54
IMPULSO
239
Bebe un vaso tras otro, se vuelve a servir, fija su mirada en la
cámara y deja escapar un silbido glacial:
— ¿ Q u é tal si v o l v e m o s a hablar de la m u e r t e de H e n r y
Marshall?
El último testigo ha tomado impulso. Ya nada lo va a detener.
240
54
HOMICIDIO
241
A las 7 de la mañana, Marshall dejó a su hijo en casa de su
tío, prometiendo estar de vuelta hacia las 4 de la tarde, después
de hacer un alto en H e a r n e , d o n d e tenía que ocuparse de un
asunto de ganado.
—Marshall pasó la mano por los cabellos de Donald, se m o n t ó
en su ranchera y dio un bocinazo. El chaval vio pasar a su padre,
sin imaginar por un solo instante que ésa sería la última vez que
lo vería con vida.
A las 5 de la tarde, la señora Marshall, deseosa de saber cuán-
do volverían a Bryan su hijo y su marido, llamó p o r teléfono a
Owens. Desde las 7 de la mañana, le explicó él, no había vuelto
a tener noticias de Henry. Sorprendida e inquieta, la esposa de
Marshall suplicó a su h e r m a n o que fuera al rancho, que c o n o -
cía c o m o la palma de su m a n o al haber trabajado en él con fre-
cuencia, para ver si todo estaba en orden.
— L a p r o p i e d a d tenía dos entradas — p u n t u a l i z a Estes—.
O w e n s entró p o r la principal y se m e t i ó c o n el c o c h e p o r el
camino que conduce a la granja. Al no ver a nadie, se dio media
vuelta pensando que se habrían cruzado sin darse cuenta.
242
C u a n d o el sheriff H o w a r d Stegall llegó al lugar de los hechos
ya estaba anocheciendo. C o n ayuda de una linterna de bolsillo,
inspeccionó rápidamente la ranchera y examinó el cuerpo de la
víctima.
—Marshall se encontraba a algunos metros de su coche, con
su rifle tirado a su lado. Su posición parecía indicar que se había
sentado en el suelo antes de caer sobre su lado izquierdo.
Stegall apreció una herida en la cabeza y cuatro impactos de
bala sobre el pecho y el abdomen. Curiosamente, la camisa del
muerto apenas se había manchado de sangre. Su cartera, sus gafas
y una navaja de afeitar estaban alineadas sobre el asiento del coche.
Había rastros de sangre p o r la puerta y el parachoques trasero.
El sheriff también observó que la víctima probablemente había
respirado el m o n ó x i d o de carbono emitido p o r el tubo de esca-
pe de su ranchera. En c u a n t o a la cara de Marshall, tenía una
herida que recordaba la marca de un golpe asestado con un obje-
to contundente.
Después de echarle un último vistazo al cadáver, Howard Ste-
gall concluyó sin vacilar que se había tratado de un suicidio.
243
borrando de esta manera todas y cada una de las huellas digitales.
Finalmente, como a su parecer no había lugar para abrir una inves-
tigación, Stegall se marchó sin realizar atestado ninguno ni tomar
fotografías, acabando con la posibilidad de que una eventual inves-
tigación posterior pudiera apoyarse sobre indicios concretos.
244
Estados U n i d o s c o m o la de un sheriff de Franklin, es algo m u y
caro. Por medio de cierta financiación a la antigua usanza se con-
siguen aliados fiables. Es fidelidad a cambio de dólares.
245
Clyde, se había q u e d a d o pasmado ante las incoherencias del
informe policial, de manera que se t o m ó m u y en serio la inves-
tigación del caso. Tanto que, sin saberlo, iba a estar dándole vuel-
tas durante más de veinte años hasta dar con las huellas de los
asesinos de JFK.
— P r e c i s o y detallado, el i n f o r m e llegaba a una conclusión
bien distinta: homicidio, y criticaba con dureza el c o m p o r t a -
m i e n t o del sheriff Stegall. Peoples daba a entender incluso que
alguna influencia externa había condicionado el resultado de la
investigación preliminar.
Destrozada por este segundo informe, que corroboraba su ínti-
ma convicción según la cual Marshall no podía haberse suicida-
do, la familia de la víctima lo utilizó para solicitar la reapertura
del caso. Y obtuvo, en 1962, 1a celebración de un juicio ante un
Gran Jurado.
246
59
MANIOBRAS
247
habitual era que las sesiones de este órgano se produjesen sin
despertar la m e n o r atención, esta vez acudió un e n j a m b r e de
periodistas. Bajo la mirada del millar de habitantes del villorrio
tejano, la prensa desembarcó con gran aparato.
— N o me lo esperaba en absoluto, pero recibí una convoca-
toria para ir a declarar. Yo sabía, para mí era una certeza —-y lo
sigue siendo hoy en día—, que Bobby Kennedy estaba detrás de
las acusaciones vertidas por Freeman.
En la misma época, varias filtraciones provenientes de la Casa
Blanca confirmaron que el propio JFK tenía un vivo interés en
el caso de la misteriosa desaparición de H e n r y Marshall. C u a n -
do, unos días más tarde, el j u e z Barron, encargado de m o d e r a r
los debates, hizo pública la lista de los miembros del jurado, se
vio m u y claro que el sheriff Stegall no tenía la m e n o r intención
de dejarse contradecir.
— D u r a n t e la selección — c u e n t a Billie Sol—, Stegall y sus
hombres ejercieron presión con discreción pero con eficacia sobre
ciertos ciudadanos de Franklin para que rechazasen su n o m b r a -
miento, de manera que el j u e z dispusiese de una lista limitada de
posibles miembros del jurado. Stegall se las arregló también para
imponer la presencia de Pryse Metcalfe Jr., su propio yerno. A u n -
que de cara a la galería el primer miembro del j u r a d o era G e o r -
ge Matthews, todo el m u n d o sabía que en realidad los debates
eran dirigidos y controlados por Metcalfe.
248
le entregara un i n f o r m e secreto de ciento setenta y cinco pági-
nas, con fecha de 27 de o c t u b r e de 1961, q u e tenía un título
m u y sobrio: «Billie Sol Estes, Pecos, Tejas».
— E n t o n c e s f u e c u a n d o B a r e f o o t Sanders e n t r ó e n escena
maniobrando con habilidad. Fiscal de distrito para el N o r t e de
Tejas, pero sobre todo protegido de Lyndon, hizo de i n t e r m e -
diario entre el poder central y el j u e z Barron. Hábilmente, j u -
gando con ciertas consideraciones jurídicas referentes a la c o n -
fidencialidad, i m p u s o al magistrado una ley de silencio total,
p r o h i b i é n d o l e q u e desvelara la m e n o r i n f o r m a c i ó n sobre el
d o c u m e n t o a los miembros del j u r a d o sin su autorización escri-
ta. En fin, una treta que le permitía paralizarlo todo.
De este modo, el informe del Departamento de Agricultura ya
nunca se le presentó al Gran Jurado. ¿Por qué? Nosotros nos lo
encontramos en el curso de nuestra investigación, y la sorpresa
consistió en que no apreciamos ninguna revelación interesante. En
cualquier caso, este d o c u m e n t o ofrece un retrato exacto de la red
de contactos de Estes. Entre los nombres que menciona, figu-
ran los de altos funcionarios en ejercicio, tanto en Tejas c o m o en
Washington, que no ocultan sus relaciones con Lyndon Johnson.
—Éste es un detalle a tener en cuenta: una vez que se hizo
con la presidencia, Lyndon le ofreció el prestigioso puesto de
juez federal de Dallas a su amigo Barefoot Sanders.
249
có a un conductor la dirección del rancho de Marshall. Y tam-
bién dijo haber visto a la misma persona pararse otra vez al día
siguiente para contarle que le había indicado mal, pero que de
todos m o d o s había podido encontrar a la persona que buscaba.
M u y preciso en su descripción, el testimonio de N o l a n p e r m i -
tió establecer un retrato-robot del desconocido, con el que sin
embargo nunca se p u d o dar.
250
tiempo que había tomado partido. Hay otra prueba más que surge
de una extraña paradoja. En respuesta a la petición de su supe-
rior jerárquico, Hoover se vio obligado a enviar setenta y cinco
agentes encargados de investigar a Estes, una parte de los cuales
se quedaron en Pecos durante varios meses, alojándose sin saber-
lo —es una anécdota— en un hotel que pertenecía a su «objeti-
vo». Sin embargo, aunque los archivos del FBI son faraónicos y
aunque Hoover, como buen fanático de los informes, había trans-
f o r m a d o a sus hombres en celosos servidores de la administra-
ción, pariendo memoria tras memoria y acumulando una suma
colosal de detalles sin interés, no existe rastro alguno de las inves-
tigaciones relativas a Billie Sol Estes. C o m o si Hoover, preocu-
pado por la suerte de su aliado político, hubiera decidido lavar él
mismo sus propios trapos sucios.
— U n a de las estrategias utilizadas por Lyndon Johnson para
eludir su responsabilidad fue insistir en mis relaciones supuesta-
mente privilegiadas con R a l p h Yarborough, su principal adver-
sario —prosigue Estes—. C o m o si Cliff y Lyndon lo tuvieran
todo preparado desde hacía años, se las arreglaron para sacar par-
tido de lo que yo había construido por orden suya, soltando al
mismo tiempo una cortina de h u m o que ocultara una vez más
sus fechorías.
LBJ no se m a n t u v o al margen. Mientras, entre bambalinas,
sus contactos trabajaban a pleno rendimiento para impedir que
el incendio se propagase, él t o m ó la iniciativa llamando por telé-
fono al j u e z Barron. El magistrado revelaría posteriormente que
el vicepresidente se había implicado «en los trabajos del Gran
Jurado» y había mostrado «un gran interés p o r nuestros progre-
sos». T a m b i é n dijo, entre otras cosas: «Cliff Carter, la persona
encargada del caso, me telefoneó dos o tres veces. No paraba de
decir que J o h n s o n quería que la verdad saliese a la luz, que la
investigación condujese a alguna conclusión. En realidad, lo que
251
estaba haciendo era colocar a J o h n s o n en una posición benefi-
ciosa.»
Estes confirma esto último al añadir:
— U n a vez que obtuvo de boca del propio j u e z un informe
c o m p l e t o y confidencial sobre los progresos del Gran Jurado,
Cliff me llamó para p o n e r m e al corriente. Por eso llamó a Barron
la víspera de mi declaración.
252
Y su conclusión no dejó lugar a dudas: «Lyndon temía que se
descubriera quién había enviado al asesino de H e n r y Marshall.»
253
60
SOLUCIÓN
254
nos c ó m o hacernos con las subvenciones programadas p o r el
gobierno. En la medida en que su criterio era respetado y apre-
ciado por los miembros de los organismos oficiales téjanos que
trabajaban para el D e p a r t a m e n t o de Agricultura, su influencia
era para nosotros de gran ayuda y le convertía en u n o de nues-
tros contactos más provechosos.
— ¿ C ó m o lograron acorralarle?
— D e s d e principios de los años cincuenta, Cliff había dado
con las palabras y los a r g u m e n t o s indicados para convencer a
H e n r y de colaborar en la promoción de mis intereses, así c o m o
de los otros granjeros que se beneficiaban de las ayudas guber-
namentales. Pero p o c o a poco, con los cambios en la o r i e n t a -
ción, su colaboración en los planes de Cliff se le fue haciendo
moralmente insoportable. Las nuevas leyes sobre los permisos de
cultivo de algodón y su transferencia fueron la gota que colmó
el vaso. Por primera vez, Marshall se encontró frente a un texto
legislativo que se oponía frontalmente a los requerimientos de
Carter. Negándose a seguir sorteando la ley, el veterano f u n c i o -
nario del D e p a r t a m e n t o de Agricultura anunció que las cosas
habían cambiado.
—¿Y qué ocurrió?
—A principios de septiembre de 1960, Cliff me llamó p o r
t e l é f o n o visiblemente p r e o c u p a d o . Se había e n t e r a d o de q u e
H e n r y Marshall acababa de enviar un i n f o r m e a sus superiores
jerárquicos en el que se refería a las compras abusivas de parce-
las de algodón por parte de diversos agricultores de Tejas y del
Estado de N u e v o Méjico. Mi n o m b r e no figuraba en el d o c u -
m e n t o pero los ejemplos citados eran lo bastante n u m e r o s o s
como para comprender que, a partir de ese momento, mi manera
de hacer negocios iba a ser seguida de cerca p o r Washington.
255
El 20 de enero de 1961, Billie Sol Estes se e n c o n t r a b a en
Washington para asistir a la c e r e m o n i a de investidura de J o h n
Kennedy. C o m o ya sabemos, tras la c e r e m o n i a oficial a c u d i ó
a la suntuosa mansión de Lyndon Johnson, situada en el mismo
v e c i n d a r i o q u e la de J. E d g a r H o o v e r , para p a r t i c i p a r en el
cóctel organizado p o r el vicepresidente c o n el fin de mostrar
su a g r a d e c i m i e n t o a sus generosos donantes téjanos. Pero su
presencia allí se debía p r i n c i p a l m e n t e a la i n t e n c i ó n de Cliff
C a r t e r de hablar del caso M a r s h a l l c o n el n u e v o v i c e p r e -
sidente.
— A l final de la velada nos r e u n i m o s en u n o de los salo-
nes de la casa. Yo expuse mis t e m o r e s en t o d o lo referente a
Marshall. Cliff los c o n f i r m ó u n o por uno, ya que estaba en per-
m a n e n t e c o n t a c t o c o n él. La situación e m p e z a b a a p o n e r s e
realmente difícil para L y n d o n : H e n r y Marshall era, lo repito,
la única persona del D e p a r t a m e n t o de Agricultura que c o n o -
cía su implicación y su interés en el c o n j u n t o de los p r o g r a -
mas de subvenciones. Gracias a sus relaciones con Carter, a su
posición privilegiada y al papel que había d e s e m p e ñ a d o desde
el p r i n c i p i o , estaba en c o n d i c i o n e s de p r o b a r las relaciones
entre L y n d o n , Cliff y yo. Y no olvidemos q u e en esta o p e r a -
ción estaban implicados decenas de granjeros que se b e n e f i -
ciaban del sistema construido p o r Cliff y entregaban una parte
de sus beneficios a esa empresa llamada L y n d o n B. J o h n s o n .
No cabía duda, estábamos c o n el agua al cuello. Teníamos q u e
actuar.
En esa reunión tan trascendental se barajaron varias solucio-
nes. Se impuso la más simple: matar a ese f u n c i o n a r i o que los
escrúpulos habían echado a perder.
—Lyndon declaró que le buscaría un ascenso y que Cliff lo sus-
tituiría por alguien más fácil de controlar — n o s explica Estes—.
Luego nos separamos con este acuerdo, convencidos de que todo
256
el m u n d o tiene un precio y de que nosotros habíamos fijado el
de H e n r y Marshall.
257
61
SEGUNDA OPORTUNIDAD
258
d i j o — , ya es hora de que les expliquemos algunas cosas a los
Marshall. J o h n Paschall, el fiscal del distrito, está listo para c o n -
vocar un nuevo Gran Jurado. También está dispuesto a c o n c e -
derte una inmunidad total si hablas.»
C o m o había pasado un tiempo, c o m o el bienestar de una
familia estaba en juego, c o m o Peoples, en el fondo, se parecía a
él, Estes se dijo que había llegado el m o m e n t o de decir la ver-
dad. O p o r lo m e n o s una parte de la verdad. De manera que
aceptó ir a declarar.
Pero impuso sus condiciones.
Para empezar, pidió y obtuvo la garantía de que sus declara-
ciones no le harían acreedor de más investigaciones. Además,
decidió por adelantado cuál iba a ser el objeto de sus revelacio-
nes: demostraría que H e n r y Marshall había sido asesinado pero
no iría más allá. Y por último, si había aceptado ir a declarar había
sido porque el propio marco del Gran Jurado era la mejor garan-
tía de confidencialidad. Recurso habitual de los arrepentidos per-
tenecientes al crimen organizado, un Gran Jurado tiene siempre
lugar, efectivamente, a puerta cerrada. Las deliberaciones se rea-
lizan bajo j u r a m e n t o y son secretas, pero es que además lo son
ad vitam aeternam, dado que no prescriben y no hay reapertura
de archivos. Lo que se dice detrás de las puertas herméticas de
la sala de audiencias no trasciende jamás al exterior.
259
autopsia al cadáver e x h u m a d o de Marshall y, por último, exigió
la presencia de Nolan Griflin, el antiguo empleado de gasoline-
ra que, el 3 de junio de 1961, le indicó a un desconocido el cami-
no que conducía a la propiedad de Marshall.
El 20 de marzo de 1984, fecha de la apertura de los debates
del Gran Jurado, Paschall le tenía reservada otra sorpresa a Billie
Sol. Si sus declaraciones no encajaban con los resultados de la
investigación de Peoples y con los otros testimonios, lo acusaría
de perjurio. Lo cual implicaba una pena de cinco años de pri-
sión. Estes se vio atrapado en su p r o p i o j u e g o : no sólo iba a
hablar, sino que, además, no iba a mentir.
260
— C u a n d o leí en los periódicos los resúmenes de lo que se
suponía que habían sido mis declaraciones me quedé estupefacto
— r e c u e r d a Estes d i v e r t i d o — . La c o m p a r a c i ó n era de lo más
ilustrativa, porque todos se quedaban cortos.
261
62
SUCIEDAD
262
Estes q u e d ó abierta y todos se abalanzaron sobre él. La prensa
tejana se escandalizó ante las acusaciones de este último, sin
tomarse por ello la molestia, salvo en raras excepciones, de poner-
se en contacto con J o h n Paschall o Clint Peoples, los cuales, sin
embargo, confirmaban sus revelaciones. Lyndon Johnson llevaba
m u e r t o diez años, pero sus redes de contactos seguían en f u n -
cionamiento y lo último que iban a permitir es que se ensucia-
ra su m e m o r i a .
A la cabeza de esta ofensiva se encontraba Barefoot Sanders.
Aquel que en 1962 había servido de enlace entre Johnson y el
j u e z Barron, encargado del p r i m e r Gran Jurado. Aquél cuyos
esfuerzos habían permitido limitar la utilización de documentos
que implicasen a Johnson. En buena lógica, c o m o buen guardián
del templo, puso en marcha toda su capacidad de influencia y se
aprovechó del j u r a m e n t o de silencio prestado p o r los miembros
del Gran Jurado para intervenir en los medios de comunicación
y montar un escándalo.
263
un día Barefoot Sanders en persona quiso entrevistarse con su
jefe. Ni el estado de ánimo con el que este último volvió de la
entrevista con el defensor de la moralidad en el reino de LBJ.
— N u n c a lo había visto en semejante estado — m e dijo la
señora—. Clint estaba ciego de ira. Cuando le pregunté qué pasa-
ba, aflojó las mandíbulas lo justo para responderme: «¡Sanders!
Me acaba de llamar mentiroso.»
Ese día, en efecto, el antiguo asesor de L y n d o n J o h n s o n le
pidió al US Marshall que dejase de acusar a LBJ. Según G e o r -
gia, la discusión fue degenerando y acabó con unas amenazas mal
disimuladas.
264
¿No bastaba c o m o prueba la ausencia de documentos conserva-
dos en los que se mencionase su nombre? Los archivos no c o n -
tenían el m e n o r escrito, por insignificante que fuera, intercam-
biado entre estos dos hombres. Conclusión: la relación nunca
existió. Estes se lo había inventado todo.
Cuando menos, esta argumentación era tendenciosa. Y la mejor
manera de tomar a la opinión pública por imbécil. Porque, ¿quién
ha visto jamás que en un caso de c o r r u p c i ó n , de trasiego de
sobres llenos de billetes, hayan aparecido los acusados de recibir
los favores?
265
batalla contra R o b e r t Kennedy. También pudimos encontrar en
ellos los números de Johnson, tanto el de su despacho en el Sena-
do c o m o el de la sede de la vicepresidencia, c o m o el de su p r o -
pia casa de Washington.
Asimismo, c o n t a m o s c o n varias cartas p e r t e n e c i e n t e s a su
correspondencia.
Mientras los archivos de la LBJ Library declaraban no tener
más que una, nosotros teníamos nada menos que diecinueve. Las
últimas de ellas databan de finales de 1961, la época en la que
Estes se convirtió en un apestado. Algunas, por supuesto, no c o n -
tienen nada especialmente significativo, pero otras, en cambio,
tienen un carácter íntimo. Una, escrita por Lyndon Johnson, invi-
ta al m a t r i m o n i o Estes... ¡a pasar el fin de semana en compañía
del vicepresidente y su esposa en su r a n c h o del Sur de Tejas!
Otras seis cartas aluden directamente a las dificultades de Billie
Sol con el D e p a r t a m e n t o de Agricultura y confirman la inter-
vención del vicepresidente en su favor.
266
la cámara delante que él mismo había entregado cientos de miles
de dólares a LBJ y Cliff Carter, todos con un m i s m o origen:
Billie Sol Estes.
Esta auténtica información de caja negra nos fue confirmada
por otro testigo, James Fonvelle, antiguo m i e m b r o de la policía
de Dallas. En 1960, este hombre vivía en Pecos, donde solía pres-
tarle servicios de seguridad y vigilancia a Billie Sol. En algunas
ocasiones, nos cuenta, él también iba a Austin, al hotel Driskill,
para entregarles dinero a Carter y a Johnson.
Por último, entramos en contacto con Lonnie Sikes, que a sus
ochenta y ocho años es u n o de los últimos hombres de n e g o -
cios tejanos que financiaron la carrera política de Johnson. En el
ocaso de su vida, Sikes aceptó recibirnos p o r q u e conocía a la
familia de Tom, y confirmó cuanto le dijimos. N o s contó delan-
te de la cámara aquella edad de oro en la que, c o m o tantos otros,
él contribuyó a alimentar los fondos secretos de Lyndon J o h n -
son. Se había cruzado con Billie Sol en varias ocasiones y siem-
pre supo que él también pertenecía al círculo de los generosos
donantes.
267
63
VIOLACIÓN
268
Lo cual eximía de toda responsabilidad al viejo tejano, dado que
se había sometido a una vasectomía en los años setenta.
Al día siguiente, el j u e z designó a un experto para que c o m -
probara si la operación había sido realizada correctamente. Tras
la lectura de los resultados, archivó el caso.
—Yo presenté inmediatamente una querella contra la asistenta
y Steve — p r o s i g u e Estes—. Pero f u e imposible dar c o n ellos.
Posteriormente, he oído decir que murieron asesinados al otro
lado de la frontera.
269
la discreción. Hice bien, teniendo en cuenta que, como por casua-
lidad, la acusación por violación se hizo pública el día de nues-
tra visita al tribunal. Si Estes se hubiera encontrado en la sala de
audiencias, con arreglo a la ley habría tenido que ser arrestado
en el m o m e n t o de prestar juramento, y el caso Marshall habría
vuelto a ser enterrado, mientras que la imagen de Johnson per-
manecería intacta.
270
La verdad sobre la falsa violación nos esperaba en la frontera
mejicana. Y en las múltiples ramificaciones de las revelaciones de
Estes.
Y es que, en un p r i m e r m o m e n t o , no había q u e r i d o decír-
noslo todo. Si había examinado el expediente j u n t o con su abo-
gado hasta encontrar la prueba de su inocencia, fue porque, unos
días antes, había recibido una extraña llamada de un j u e z meji-
cano. Al parecer, deseaba verle con la intención de proporcio-
narle una solución para sus problemas. Estes, convencido de que
vigilaban cada u n o de sus movimientos, prefirió enviar a u n o de
sus hombres, Kyle Brown, el cual se entrevistó con el j u e z y vol-
vió de la entrevista escandalizado.
— E s e magistrado c o r r u p t o me dijo bien a las claras que él
estaba en el origen del asunto y que podía cerrarlo con la misma
facilidad con que lo había creado. En el curso de nuestra c o n -
versación llegó a comentar que no era la primera vez que monta-
ba esa clase de operación, y que siempre lo había hecho con la
misma asistenta.
A cambio de sus «buenos oficios», el j u e z pedía 50.000 dóla-
res con el fin de asegurarse de que la «víctima» no se personaría
en el juicio. Billie Sol se negó a ceder al chantaje sin ignorar que
una nueva condena implicaría su ingreso en prisión a perpetui-
dad. El detalle de su vasectomía le ofrecía una salida impagable.
Brown iba a continuar con su negociación, pero esta vez con la
finalidad de descubrir quién había pagado al mejicano para que
organizara todo el tinglado.
—Tres días más tarde volví a la frontera — n o s cuenta Kyle—.
C o n una maleta repleta de dinero en efectivo. La visión de los
billetes desató enseguida la lengua del corrupto. Y me dio el n o m -
bre de quien le había pagado.
Brown, en el curso de una entrevista que grabamos, no d u d ó
en darnos la i n f o r m a c i ó n , y nosotros sólo nos q u e d a m o s sor-
271
prendidos a medias. Se trataba de un a n t i g u o partidario de
Lyndon Johnson que llevaba un tiempo mostrándose hostil hacia
Estes en público. Sin embargo, nos sorprendió volver a e n c o n -
trárnoslo envuelto en una operación tan sórdida. ¿Pero acaso
había otro m o d o de impedir que Estes pusiera al descubierto la
cara oculta de Lyndon Johnson?
—Antes de marcharme, le advertí al procurador de que si se
quedaba con el dinero que ese intermediario le había dado, ése
sería su último golpe. No me creyó y se equivocó. Unas semanas
después su c u e r p o y el de su asistenta mejicana fueron hallados
en una fosa en la q u e descansaban las víctimas de un gángster
mejicano.
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64
CARTA
273
Billie Sol decidió proponerle un pacto secreto al g o b i e r n o
americano: a cambio de su testimonio y de las pruebas de que
disponía en relación con varios asesinatos, el fisco dejaría de per-
seguirlo.
— M i abogado Douglas Caddy, de Houston, era conocido por
haber sido el representante legal de H o w a r d H u n t , u n o de los
artífices del Watergate. Tras varias reuniones de trabajo, D o u g
escribió a Stephen Trott, el ayudante del fiscal del distrito encar-
gado de los casos criminales, haciéndole nuestra oferta.
E m p e z ó entonces una correspondencia entre el representan-
te de Estes y el Departamento de Justicia. C o n f i a d o al c o m p r o -
bar el interés que mostraba el gobierno, Billie Sol aceptó incluso
precisar las condiciones del acuerdo el 9 de agosto de 1984.
—El comunicado redactado por mi abogado mencionaba una
vez más que yo aceptaba cooperar con la justicia americana a
cambio de la condonación de mi deuda con Hacienda y de un
indulto presidencial en lo referente a mi participación indirecta
en esa serie de asesinatos.
C o m o muestra el d o c u m e n t o que figura en el anexo, Estes
no se anduvo con rodeos. En efecto, afirma por escrito estar en
posesión de las pruebas que implican a Cliff Carter y Lyndon
Johnson en once asesinatos. El último de los cuales sería el del
presidente J o h n E Kennedy.
—Esta última línea sembró el pánico en Washington — n o s
cuenta—. El D e p a r t a m e n t o de Justicia me propuso inmediata-
m e n t e una discreta entrevista en un hotel de Abilene. Lo cual
me hizo darme cuenta de que mis cintas no me protegían c o n -
tra todo.
Un miembro de la mafia tejana, la organización criminal que
había contribuido al lanzamiento de Johnson y que aún seguía
controlando numerosas actividades ilegales, se puso en contacto
con Billie Sol.
274
— M e explicó que mi propósito de cooperar era un error. Y
me advirtió de que si seguía por ese camino no llegaría a viejo.
C o m o mi apego al h o n o r no me convierte en un estúpido ni
en un suicida, di marcha atrás.
Estes se negó, por tanto, a acudir a la cita y le pidió a D o u g
Caddy que abandonara las negociaciones.
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65
ACCIDENTE
276
El 22 de junio de 1992, Clint Peoples volvía a su casa en Waco
cuando su coche, sin razón aparente, se salió de la carretera y fue
a empotrarse contra un poste de la luz. Peoples tenía ochenta y
un años.
Es cierto, la comunidad de los investigadores apasionados por
el caso Kennedy tiene una costumbre muy mala: cada fallecimiento
de una persona que hubiera tenido alguna relación, por muy leja-
na que fuera, con el caso Kennedy era invariablemente clasifica-
do dentro de la categoría de las muertes sospechosas. La desapari-
ción de Clint Peoples no fue una excepción. Es verdad que murió
en un barrio residencial que conocía desde hacía treinta años. Es
verdad que su «accidente» tuvo lugar a plena luz del día, sobre una
calzada impecable y una meteorología estable y tranquila. Es ver-
dad que los médicos del Hillcrest Baptist Medical Center dicta-
minaron que ni la velocidad ni un problema de corazón fueron la
causa de su accidente. Pero Clint Peoples tenía ochenta y un años
y el 22 de noviembre de 1963 quedaba tan lejos...
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D o s años antes, M a d e l e i n e B r o w n , que t a m b i é n conocía a
Peoples, ya me había dejado con la misma duda. Se me había
olvidado al unirse a los miles de historias extrañas, y a m e n u d o
falsas, que pululaban alrededor del asesinato de JFK. A c o m p a -
ñ a n d o su frase de una pequeña sonrisa, Billie Sol había h e c h o
aflorar ese recuerdo a la superficie. Pero no quiso seguir adelan-
te. Sus informaciones, decía, las había obtenido a raíz de una dis-
cusión que mantuvo con un empleado de una funeraria. Yo lo
dejé estar, prefiriendo concentrar toda mi atención sobre el expe-
diente de Peoples.
278
censura, treinta años después del asesinato de JFK, me obligaba
a h a c e r m e preguntas acerca de la desaparición de Peoples. Yo
seguía creyendo en la hipótesis del accidente, pero ahora nece-
sitaba verificarla.
La cabeza me da vueltas.
El 22 de noviembre de 1963 me había llevado tras las huellas
de Billie Sol Estes, el cual había compartido conmigo sus recuer-
dos. Seguidamente aterricé sobre el caso Marshall al tratar de
c o m p r e n d e r c ó m o la m u e r t e de un f u n c i o n a r i o del D e p a r t a -
m e n t o de Agricultura podía c o n d u c i r m e hasta la de Kennedy.
Y aún tuve que descubrir las viles maniobras ejecutadas veinte
años después de esa m u e r t e para preservar la imagen de Lyndon
279
J o h n s o n . Entonces, una vocecita e m p e z ó a susurrarme q u e el
accidente de un anciano de ochenta y un años quizá no había
sido... tal accidente.
Necesito un respiro. Ver claro. Por nada del m u n d o debo dejar
que esto me obsesione. Entonces me viene a la memoria la c o n -
versación con Georgia. De repente, entiendo m e j o r su miedo a
hablar conmigo. A u n q u e estemos en 2003, la antigua secretaria
de Clint Peoples sigue aterrorizada.
Ella nos confesó su miedo, alegando que «demasiadas perso-
nas habían m u e r t o ya a causa de esta historia», pero yo la escu-
ché sin creerla. ¿Clint Peoples formaba parte de esa lista? La que
lo había visto a diario hasta 1989 era la única persona capaz de
darnos una respuesta.
280
Georgia ya no nos dirá más. Pero de su silencio deduzco que
conoce la identidad de ese testigo principal. Q u e ese encuentro
no fue en absoluto casual. C o m o queriendo confirmar mi pre-
sentimiento, Georgia termina soltando, a m o d o de conclusión:
— N o p u e d o decir nada más. Esta señora aún está viva... y
demasiada gente está muerta.
Yo todavía quiero saber una cosa. Banks excitó mi curiosidad
al revelar que Peoples preparaba una rueda de prensa sobre la
muerte de Kennedy, y yo esperaba que Georgia pudiera ilumi-
narme sobre este asunto:
—¿Sabía usted que Clint siguió trabajando en algunos expe-
dientes hasta el m o m e n t o de su muerte?
Veo inmediatamente en sus ojos que su respuesta no va a ser
negativa.
— E s cierto, algo de eso llegó a mis oídos. U n a historia refe-
rente a una rueda de prensa que quería dar, pero yo no estaba
enterada. Lo que ustedes necesitan es echarle el g u a n t e a ese
expediente.
Ignoraba las dificultades con que nos habíamos encontrado
nosotros a la hora de seguirles la pista a los archivos de Peoples,
pero preferí dejarla en su ignorancia.
—¿Por qué?
— P o r q u e Clint había conseguido relacionar el caso Marshall
con la muerte de Kennedy.
281
Y además se nos abrió una nueva puerta. Gracias a una c o n -
fidencia de Will Wilson.
Volvimos a Austin y le preguntamos al antiguo magistrado
tejano si p o r casualidad no podía ayudarnos.
D u d ó largo rato antes de responder, con una sonrisa de oreja
a oreja:
—¿Por qué no le preguntan al j u e z Barefoot Sanders?
282
66
BOURBON
283
Al hojear artículos de prensa de la época, en los que tan pron-
to se decía una cosa c o m o la contraria, nos llamó la atención un
r u m o r increíble. Al parecer, se habría realizado una grabación
clandestina de los debates del Gran Jurado. La información, per-
dida entre la masa de noticias falsas, se basaba en una filtración
de origen desconocido. Lo que es lo m i s m o que decir que las
probabilidades de que fuera una información auténtica eran muy
reducidas. Pero después de haberlo intentado todo era la única
pista que teníamos.
284
— H a b í a alguien más...
La frase nos pilla desprevenidos.
Y a Billie Sol le brillan los ojos.
— E n la sala también se encontraba un antiguo policía. Un
h o m b r e que había trabajado un par de veces para Paschall y que
había dado con Nolan Griffin, el empleado de la gasolinera.
Estes ya no se acuerda de c ó m o se llamaba, pero está seguro
de que el fiscal de distrito de Franklin nos puede p o n e r sobre la
pista de este policía jubilado. Sólo queda esperar que aún siga
con vida.
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número de teléfono de D o n Marshall, el hijo de Henry, así c o m o
varios documentos referentes al asunto.
Jack nos a c o m p a ñ ó hasta el coche. U n a vez que Tom se ins-
taló detrás del volante, en el m o m e n t o en que yo le tendía la
m a n o y le daba las gracias, el antiguo policía nos preguntó:
—¿Están seguros de que no quieren tomar un trago?
N u n c a se niegue a tomar una copa con un policía retirado...
Jack sacó dos cajas de cerveza fresca y una botella de b o u r -
bon. Tom no quiso beber. Así que me tocaba a mí. C o m o Jack
contaba con cierta ventaja y yo no pensaba alcanzarlo, la c o n -
versación fue extraña. Nuestro policía se expresaba por m e d i o
de frases inacabadas, sus ideas se perdían en los vapores alcohó-
licos. La mezcla de cerveza y b o u r b o n pegaba fuerte. Yo p r o c u -
raba beber con moderación, tratando de que mi copa durase el
mayor tiempo posible. Sin embargo, el policía no estaba relaja-
do. Tenía algo que decirnos pero antes teníamos que a c o m p a -
ñarle p o r el laberinto de sus recuerdos.
Serían las 2 de la tarde cuando Jack se levantó de un salto con
una agilidad s o r p r e n d e n t e . Su esposa no podía tardar, así que
había que hacerle creer que no había bebido una gota.
Mientras yo me p r e g u n t a b a c ó m o pretendía c u m p l i r esa
misión imposible, él se fue a su dormitorio. Desde donde yo esta-
ba sentado le vi abrir el cajón de su mesita de noche y sacar algo.
Se acercó a mí y abrió la m a n o :
— A q u í tienen, quédensela. ¡No quiero volver a oír hablar de
esta historia!
Sobre la palma ligeramente h ú m e d a de su m a n o descansaba
una cinta.
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67
SECRETOS
287
sepa sobre este caso. (...) Lo más sencillo será que usted nos pre-
sente la información de manera narrativa y que nosotros lo inte-
r r u m p a m o s c u a n d o tengamos preguntas precisas que hacerle.
¿Está de acuerdo?
Billie Sol Estes: Sí.
Fiscal: Bueno, pues cuando quiera, le escuchamos...
Billie Sol Estes: Lyndon estaba paranoico a causa de la guerra
que libraban los Kennedy contra él. La animosidad entre Bobby
y él era inmensa y el señor Marshall o p t ó p o r colaborar con
Bobby, dándole algunas informaciones. Lyndon sabía que eso nos
destruiría a todos. Y también sabía que aquello destruiría el par-
tido y que todos nosotros íbamos a dar con nuestros huesos en
la cárcel.
Al oír esto, o b t u v i m o s nuestra c o n f i r m a c i ó n oficial: tanto
delante del Gran Jurado c o m o delante de nosotros, Estes había
desvelado sin pestañear el móvil del asesinato de H e n r y Mars-
hall. Seguidamente, h u b o que volver sobre la oposición entre
Johnson y los Kennedy.
Billie Sol Estes: Bobby Kennedy y J o h n Kennedy me ofrecie-
ron la i n m u n i d a d a c a m b i o de que declarase en contra de
Lyndon. Realmente necesitaron a Lyndon para ganar en el Sur...
JFK no habría p o d i d o ser elegido sin él. De todas maneras, una
vez conquistada la Casa Blanca, Bobby Kennedy decidió o c u -
parse de Lyndon. (...) Los Kennedy pertenecían a la élite de la
Costa Este y nosotros éramos otro m u n d o . Todo eso c o n t r i b u -
yó a crear esa animosidad, esa atmósfera...
Sin impacientarse, J o h n Paschall le pidió entonces al testigo
que hablase de sus propias relaciones con Marshall.
Billie Sol Estes: Mi h e r m a n o era q u i e n se relacionaba c o n
H e n r y Marshall. Yo nunca me entrevisté con él. (...) C r e o que la
causa de la muerte de H e n r y Marshall fue su honradez. Nosotros
no podíamos hacer negocios con él. No podíamos...
288
Estes ya no tenía elección, no podía seguir andándose por las
ramas. Por primera vez, se vio obligado a desvelar los preparati-
vos de ese asesinato.
Billie Sol Estes: Lyndon dijo que teníamos que deshacernos de
él. Entonces yo dije: «Bueno, ofrezcámosle un cambio.» «Eso es
— d i j e — , trasladémoslo. Quitémoslo de ahí. Démosle un puesto
mejor. Nombrémoslo ayudante del Secretario de Estado de Agri-
cultura. E n c o n t r é m o s l e un puesto mejor.» N a d i e rechaza un
ascenso. Pero él lo hizo. Entonces, L y n d o n volvió a decir que
teníamos que deshacernos de él. A mí no me parece que Lyndon
tuviera nada personal contra Marshall. Yo diría que simplemen-
te era un obstáculo en medio del camino, un obstáculo para su
causa. Marshall representaba una grave amenaza...
Billie Sol pide un m i n u t o de receso. En la grabación se oye
claramente cómo bebe. Al reanudar la sesión, y siguiendo el orden
cronológico de los sucesos objeto de investigación, el fiscal del
distrito quiso saber si conocía la identidad del asesino. Sol d u d ó
unos instantes y luego respondió:
Billie Sol Estes: Mac Wallace... C r e o que su n o m b r e comple-
to era Malcolm... Malcolm Everett Wallace. Carter y él me dije-
ron q u e fue él quien m a t ó a H e n r y Marshall... Q u e lo había
pillado por sorpresa... Venía de los pastizales... Le saltó encima,
lo golpeó y le metió la cabeza en una bolsa. Así fue, le metió la
cabeza en una bolsa de plástico.Y cuando estaba asfixiándolo con
m o n ó x i d o de carbono, oyó venir un c o c h e y le entró miedo.
Estaba preocupado por haber tenido que dispararle. Eso es, Mac
disparó sobre H e n r y Marshall. A Cliff, p o r su parte, le p r e o c u -
paba otra cosa. Se trataba de ese coche. N u n c a h e m o s sabido
quién iba en ese coche. Pero ahí estaba ese coche misterioso...
No podían estar seguros de si alguien los había visto o los seguía.
Fiscal: Señor Estes, ¿quién le dijo que Mac Wallace había mata-
do a H e n r y Marshall?
289
Billie Sol Estes: ... ClifF Carter y el propio Mac Wallace me lo
dijeron. Estuvimos hablando de ello los tres juntos.
Fiscal: ¿Quién era ClifF Carter?
Billie Sol Estes: Pues yo diría q u e era el brazo d e r e c h o de
Lyndon. Su más fiel aliado durante muchos años.
Fiscal: ¿Ha muerto?
Billie Sol Estes: Sí.
Fiscal: Si le he entendido bien, todas las personas relacionadas
con este caso han fallecido...
Billie Sol Estes: Me gustaría aclarar que yo no sabía que Mac
Wallace había muerto hasta que se inició este proceso. C r e o que
Clint Peoples me lo contó hace un par de semanas.
Ahora que conocía la identidad del asesino de Marshall, J o h n
Paschall pasó al capítulo de las responsabilidades.
Fiscal: ¿Mac Wallace asumió en solitario la responsabilidad de
disparar sobre el señor Marshall o fue otra persona la que le dio
la orden de matarlo?
Billie Sol Estes: Todo lo que sé es que Lyndon dijo que Mars-
hall tenía que desaparecer. Tuvimos una segunda reunión en la
que Lyndon volvió a decir que teníamos que librarnos de él para
siempre. Yo iba a buscarle otro puesto. Cliff iba a trasladarlo. ¿Por
qué no se hizo así? No lo sé. Se suponía que Cliff se encargaría
de su traslado, pero Lyndon dijo: «Libradme de él.»
Fiscal: ¿Dónde tuvo lugar esa reunión? Usted nos ha hablado
de una reunión entre Cliff Carter, Lyndon Johnson y Mac Walla-
ce en la que estuvo presente. ¿Se trata de la misma reunión?
Billie Sol Estes: Sí. Fue en el patio trasero de la casa de Lyndon.
Fiscal: ¿En Tejas?
Billie Sol Estes: En Washington.
Billie Sol ya había puesto en conocimiento de J o h n Paschall
la identidad del asesino del f u n c i o n a r i o del D e p a r t a m e n t o de
Agricultura en los días previos a la sesión del Gran Jurado, por
290
lo que al fiscal de distrito le había dado t i e m p o a concebir un
plan. Se proponía confirmar esta información llamando a decla-
rar a N o l a n Griffin, el empleado de la gasolinera que le había
indicado la dirección del rancho a un desconocido, para ense-
ñarle una fotografía del famoso Malcolm Wallace.
Fiscal: Aquí tenemos el retrato-robot elaborado por los R a n -
gers de Tejas en 1961 siguiendo las indicaciones de Nolan Griffin.
También tenemos una fotografía de Malcolm Everett Wallace
tomada en 1951. Ahora vamos a enseñárselas a N o l a n Griffin,
c o m o m o d o de comprobación [le muestra la fotografía], ¿Éste es
el h o m b r e al que usted vio en 1961?
Nolan Griffin: ¡Oh, sí!
Fiscal: ¿Se corresponde con la descripción que usted hizo de
él en aquel m o m e n t o ?
Nolan Griffin: Es la misma persona. La única diferencia es algo
que tenía en el pelo.
Fiscal: ¿ U n remolino?
Nolan Griffin: Un remolino, eso es. No pude evitar fijarme en
eso. C o n un remolino en el pelo, yo diría que se trata exacta-
m e n t e de la misma persona.
Una tras otra, todas las piezas del puzle iban encajando delante
del Gran Jurado. Faltaba por oír a Clint Peoples, el otro testigo
clave. A lo largo de la semana, Paschall había invertido varias
horas en repasar el espeso expediente elaborado por el antiguo
R a n g e r de Tejas, luego convertido en US Marshall. Sabía que
Peoples era su mejor baza. Su reputación de h o m b r e i n c o r r u p -
tible y el prestigio de su puesto eran la garantía que necesitaba
el Gran Jurado. Tanto es así que si Peoples confirmaba las decla-
raciones de Billie Sol, las razones que llevaron a la m u e r t e de
H e n r y Marshall podrían ser modificadas.
291
C o n su expediente delante y una mano apoyada sobre él como
si fuese a prestar juramento, Clint Peoples dio salida a veintitrés
años de frustración.
— E n primer lugar, me gustaría recordarles que Billie Sol Estes
no tiene el m e n o r interés en venir aquí a contar mentiras.Y tam-
bién quisiera decir, antes de seguir, que en mis años de investi-
gación he p o d i d o demostrar q u e Billie Sol Estes conocía a
Lyndon Johnson, que frecuentaba a Cliff Carter y que conocía
a M a c Wallace. No cabe la m e n o r duda de que estaba familiari-
zado con la red de contactos establecida en Austin. He descu-
bierto que asistió a algunas reuniones en el hotel Driskill en las
que se encontró con Lyndon Johnson. Asimismo, estoy en c o n -
diciones de afirmar que Billie Sol Estes contribuía financiera-
m e n t e no sólo a las campañas electorales sino también al e n r i -
quecimiento personal de Lyndon Johnson.
U n a vez confirmada la pertinencia de lo dicho previamente
por Billie Sol, Peoples fue exponiendo todo lo que sabía acerca
de Malcolm Wallace, el asesino de H e n r y Marshall.
— C o n o z c o p e r f e c t a m e n t e el pasado de M a c Wallace. F o r -
maba parte del círculo de personas más cercanas a Lyndon J o h n -
son. Conocía a toda la familia Johnson. A Lyndon y a Lady Bird,
su esposa. Su relación databa de la época de sus estudios en Aus-
tin. M a c era un m u c h a c h o caracterizado p o r una sangre fría
extraordinaria. En 1951 fue detenido por primera vez, acusado
de asesinato.
Aquí es necesario referirse al asesinato de D o u g Kinser, un
j u g a d o r de golf al q u e M a c Wallace m a t ó de cinco balazos.
Defendido p o r J o h n Cofer, el caso de Mac, recordémoslo, estu-
vo en boca de todos al obtener la ridicula condena de cinco años
de prisión. El jurado, que dudaba entre la cadena perpetua y la
pena capital, prefirió dejar que fuese el juez quien decidiera. Pos-
teriormente, la familia Kinser recibió durante un tiempo las lla-
292
madas de antiguos miembros del jurado que pedían disculpas por
haber sido tan pusilánimes, explicando que se habían visto pre-
sionados por gente interesada en la absolución de Mac Wallace.
«Su abogado y algunos miembros del jurado pertenecían al círcu-
lo de Lyndon», puntualizó Peoples. Y luego añadió:
— C i n c o años de prisión por un asesinato con el agravante de
la premeditación. N u n c a he visto nada igual en cincuenta y cua-
tro años de profesión.
C o n el fin de probar que Malcolm Wallace era efectivamen-
te un protegido de Lyndon B. Johnson, el ex policía siguió expli-
cando:
— U n o s años después, en 1961, recibí la visita de un inspec-
tor de los servicios secretos de la Marina ( O N I ) . Estaba llevan-
do a cabo una investigación sobre Mac Wallace, pues iba a acce-
der a un puesto de responsabilidad y necesitaba la aprobación
del O N I . Se trataba de un puesto en una empresa del sector
armamentístico, con repercusiones para la seguridad nacional. Se
presentó en mi despacho de Waco y me preguntó si conocía a
Mac Wallace. Le pregunté p o r qué buscaba i n f o r m a c i ó n sobre
Mac Wallace y me contestó que tenía que recabar información
para que los servicios secretos pudiesen autorizar su colocación
en un determinado puesto de trabajo. Yo repliqué: «No pueden
atribuirle semejante responsabilidad. De verdad que no.» Su res-
puesta fue: «Pues vamos a hacerlo de todos modos.» Yo no salía
de mi asombro. Así que le proporcioné toda la información de
que disponía acerca de Mac Wallace. Aparte de haber sido c o n -
denado por asesinato, también había sido detenido por desorden
público. Bebía demasiado. Tenía una vida sexual de lo más deca-
dente. Y se le conocían amistades comunistas, que era lo p e o r
que se podía decir de alguien en aquella época. Él me volvió a
decir que tenían que aprobar su designación. Entonces le pre-
gunté por qué. El inspector me respondió:
293
—Política...
—Pero, ¿qué clase de político p u e d e querer que semejante
personaje d e s e m p e ñ e f u n c i o n e s relacionadas con la seguridad
nacional?
Entonces me dijo:
— E l vicepresidente.
Yo insistí:
—¿El vicepresidente Johnson?
Y él respondió:
—Exactamente...
294
En segundo lugar, esa grabación, que contenía las declaraciones
más importantes, efectuadas bajo juramento por Griffin, Peoples
y Estes, revelaba la existencia de un nuevo personaje, un asesino
que trabajaba para Lyndon Johnson.
Pero seguía faltándonos el n e x o de u n i ó n al que tanto Sol
c o m o Phil Banks c o m o Georgia se habían referido. Todavía nos
faltaba p o r descubrir por qué la m u e r t e de Marshall nos había
de conducir, a Tom y a mí, hasta la de John F. Kennedy.
Yo lo tenía claro: el único que podía darme una respuesta era
Billie Sol. U n a respuesta que no me decepcionó:
— E l 22 de noviembre de 1963, a las 12.30, Malcolm Wallace
estaba en Dallas.
295
68
SEGUNDO TIRADOR
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Wallace, estaba contribuyendo a aumentar la lista, a enriquecer
el catálogo.
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m e n t o de compras de Ling Electronics, filial de L i n g - T e m c o -
Vought (LTV), una empresa especializada en la fabricación de
circuitos electrónicos y de misiles que lo había contratado nueve
años antes, justo después de su condena a cinco años de cárcel.
Durante nueve años, antes de irse a California, Mac trabajó en
la sede de la empresa en Garland, una ciudad situada a pocos
kilómetros de Dallas. El accionista principal de la compañía era
el propietario del Texas School B o o k Depository.
Y lo más inquietante de todo: conseguí el testimonio de un
colega de Mac Wallace, según el cual éste no se presentó a su tra-
bajo en toda la semana del 22 de noviembre de 1963.
Sin embargo, todo eso no lo convertía en un asesino. Si Mal-
colm Wallace había participado en el crimen, teníamos que pro-
barlo o callarnos.
298
Jay había guardado en su m e m o r i a otra pregunta sin respues-
ta. El 22 de noviembre de 1963, poco después del tiroteo, la sec-
ción judicial de la policía de Dallas registró a conciencia el quin-
to piso. D o s especialistas del D e p a r t a m e n t o de Policía se
encargaron de obtener las huellas digitales presentes en los car-
tones que le habían servido al tirador para ocultarse. Encontra-
ron treinta y una huellas. Unas eran de Lee Harvey Oswald, otras
de empleados del Texas School Book Depository y otras más de
dos policías. Pero había una, incompleta, que ni el Departamento
de Policía ni el FBI lograron identificar. U n a huella que, p o r
orden de J. Edgar Hoover, fue clasificada c o m o anónima y sepul-
tada en el olvido de los archivos nacionales.
Gracias a su red de contactos, Jay p u d o hacerse con una copia
de alta definición de la huella anónima del 22 de noviembre de
1963. Y cuando llegaron a sus oídos las acusaciones efectuadas
por Billie Sol Estes, se le ocurrió una idea: pedirle a un experto
que comparase la huella del Texas School B o o k Depository con
las de Malcolm Wallace.
299
chable. Además, él fue quien implantó el sistema de obtención y
conservación de huellas digitales, en la época en la que estuvo
al frente de la policía de Austin. Fue bajo su autoridad, y siguien-
do su m é t o d o , c o m o u n o de sus hombres entintó en 1951 los
dedos de Mac Wallace.
Para evitar una manipulación del experimento, Jay entregó a
Darby dos ejemplares «ciegos». El primero no permitía saber que
procedía de los archivos del FBI y que había sido obtenido en
Dallas el 22 de noviembre. Al segundo, la ficha de 1951, le había
quitado el n o m b r e de Mac Wallace y otras informaciones que
pudieran servir para identificarlo.
Desde el primer m o m e n t o , Darby identificó la huella del 22
de noviembre. Se trataba de la cara exterior del dedo m e ñ i q u e
de la m a n o izquierda. Su impronta, irregular, demostraba que el
sospechoso se estaba moviendo en el m o m e n t o de dejar su h u e -
lla. En resumen, se trataba de una huella accidental.
Nathan, verdadero artista de las líneas de los dedos, prosiguió
su examen.
— C u a n d o una persona está sometida a un f u e r t e estrés, su
cuerpo se pone a transpirar. Pues bien, la huella anónima no tiene
relieve en su cara interior. Es el signo habitual de una fuerte des-
carga de adrenalina.
El personaje a n ó n i m o del quinto piso estaba, pues, sometido
a una gran tensión interna cuando rozó u n o de los cartones que
protegían al asesino del presidente.
U n a vez que le i n f o r m a m o s del tipo de material en el que
se había encontrado la huella, Darby nos dio otro dato i m p o r -
tante.
— E s preciso recordar q u e el c a r t ó n actúa c o m o un papel
secante. Tiende a absorber la huella. La esperanza de vida de ésta
se limita, p o r tanto, a unas pocas horas. Y si el sitio está cerrado,
con escasa circulación de aire, su duración es aún más breve.
300
Nathan Darby acababa de datar el m o m e n t o en que la h u e -
lla quedó fijada sobre el cartón. Prácticamente el mismo instan-
te en el que J F K fue asesinado.
Pero aún podía ser más preciso. Al comparar las otras huellas
obtenidas el 22 de noviembre, entre ellas también las de Lee Har-
vey Oswald, dijo:
— T i e n e n la misma intensidad.
—¿Eso qué significa?
— Q u e quedaron fijadas en el mismo lapso de tiempo.
Q u e d a c o n f i r m a d o que el 22 de n o v i e m b r e de 1963 había
un desconocido, m u y estresado, en el q u i n t o piso cuando J o h n
F. Kennedy fue ejecutado.
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TORMENTOS
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Ahora hacía falta que me concentrara en todas esas historias
que implicaban a Johnson y a las que yo no había querido pres-
tar atención.
*
303
tantes, Lyndon Johnson estaba atormentado. C o m o si, enfrenta-
do a su propia muerte, le hubiera costado asumir sus secretos.
«Tiene usted mi palabra de que seguiré cumpliendo, c o m o
hasta ahora, c o n lo q u e en materia financiera d e j ó previsto
Lyndon para usted y Steve. (...) Seguiré visitándola todas las sema-
nas con el fin de asegurarme de que no les falta nada.» Si Johnson
había dispuesto que se le siguiera haciendo llegar dinero a M a -
deleine y Steve después de su muerte, estaba claro que la anti-
gua amante no mentía.
C o m o en el d o m i n ó , c u a n d o una ficha arrastra a otras al
caer, me surgió una nueva pregunta. ¿Y si los recuerdos de la
vieja señora relativos al 21 de noviembre de 1963, o lo que es
lo mismo, la víspera del asesinato de Kennedy, t a m b i é n eran
ciertos?
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VELADA
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Madeleine obtuvo la confirmación de lo que temía. Lyndon le
p r o h i b i ó de un m o d o bastante v i o l e n t o q u e sacara ese tema.
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DOBLE
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Billie Sol acaba de sacar dos nombres nuevos de su baúl de
los recuerdos. Y yo necesito que me diga algo más:
— U n o p o r vez, si te parece. ¿Quién es ese Peck?
Jay Bert Peck era un pariente lejano de Lyndon con el que
tenía la particularidad de guardar un sorprendente parecido. Peck
era un sosias perfecto de Lyndon Johnson.
Estes advierte mi extrañeza.
— N o hay nada de misterioso en eso. Peck era incluso el sosias
oficial de Lyndon. Ganaba algo de dinero participando en algu-
nos eventos y llegó a interpretar el papel de LBJ en una película.
U n a visita a la biblioteca de Dallas me sirvió para confirmar
las informaciones de Billie. Yo no lo sabía pero, al igual que Sadam
Husein y Fidel Castro, LBJ tenía un doble.
— L y n d o n sacó partido muchas veces de ese inquietante pare-
cido, principalmente cuando necesitaba una buena coartada. Ése
fue el caso de la noche del 21 al 22 de noviembre. LBJ se fue a
Dallas para conocer los últimos detalles de la operación m i e n -
tras Peck se hacía pasar p o r él en Fort Worth.
Al escuchar esto, yo me q u e d ó inmóvil, indeciso entre el
asombro y la carcajada.
Sol menea la cabeza, ligeramente molesto:
— P o r eso fue p o r lo que Ligget liquidó a Peck.
Sin darme tiempo a decir nada, Billie insiste:
—Y tú deberías ir a preguntarle a su m u j e r dónde estaba Lig-
get el 22 de noviembre de 1963.
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ESPECIALISTA
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Ligget era embalsamador. Y era un excelente profesional. En
Estados Unidos, d o n d e existe la costumbre de embalsamar los
cadáveres, John estaba especializado en reconstrucción facial. Ver-
dadero m a g o de la cera, su talento le llevaba a veces fuera de
Dallas, aunque el cementerio en el que trabajaba, Restland, era
el más grande del país. Al m e n o s en dos ocasiones, Ligget fue
también a Nueva Orleans para hacerles el último tratamiento de
belleza a unos clientes ricos. Pero su mayor hazaña tuvo lugar
con ocasión de la m u e r t e de la actriz Jane Mansfield:
—Mansfield iba en un descapotable que se salió de la carre-
tera. A resultas del choque, su cabeza quedó separada de su cuerpo
y rodó varios cientos de metros. La familia de la actriz quería
que su público pudiera verla en un ataúd abierto. J o h n le devol-
vió su prestancia a la difunta, de manera que nadie notó las h u e -
llas del accidente.
Pero otra cita con la Historia iba a cambiar la vida de este
perito en cadáveres.
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—Tal y c o m o me anunció mi marido, no volví a tener noti-
cias de él hasta veinticuatro horas más tarde. Y cuando volvió a
casa el sábado por la tarde se encontraba en un estado lamenta-
ble. J o h n , que solía ir siempre bien vestido, afeitado y p e r f u m a -
do, no había d o r m i d o nada y seguía con la misma ropa puesta.
Aparte de su aspecto físico, lo que más le llamó la atención a
Lois fueron las primeras palabras de Ligget:
— M e dijo: «Coge a los niños, algo de ropa y ven conmigo al
coche. Nos vamos ahora mismo.» C o m o su tono no daba lugar a
ninguna réplica, la familia se puso en marcha y poco después par-
tíamos en dirección al Sur. Hicimos un alto en Austin. Nos para-
mos en un bar que John frecuentaba. Estuvo charlando unos veinte
minutos con dos hombres y luego seguimos camino hacia San
Antonio. Mi marido conducía tan rápido que un policía nos paró.
A las afueras de San Antonio nos detuvimos en un motel horrible.
Debbie, la hija de Lois, que en 1963 tenía doce años, intervi-
no para confirmar los recuerdos de su madre:
— J o h n se sentó al borde de la cama y encendió la televisión.
Fumaba un cigarrillo tras otro. C u a n d o J o h n se ponía nervioso,
le salía un tic en la mandíbula. Era incapaz de controlarlo. En
aquel m o m e n t o , se notaba esa tensión en toda su cara.
Ahora sigue Lois:
— E n la televisión no se hablaba de otra cosa que del asesi-
nato del presidente. C u a n d o vimos las imágenes en las que Lee
Harvey Oswald iba escoltado por policías de Dallas y un h o m -
bre salía de entre la multitud para dispararle, J o h n se volvió hacia
mí, aplastó su cigarrillo y me dijo: «Bueno, ahora ya p o d e m o s
volver a casa.»
En Dallas, Jack R u b y acababa de matar al único sospechoso
del asesinato de JFK.
C o m o es lógico, Lois intentó en varias ocasiones que Ligget
le contara sus extrañas jornadas de noviembre de 1963. Pero su
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m a r i d o le dejó bien claro q u e no tenía nada que decir al res-
pecto.
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la película de Zapruder. Igualmente, el aspecto general de la cara
es extraño, ceroso. Por último, se p u e d e ver una sorprendente
pátina alrededor de su ojo derecho.
¿Fue J o h n Ligget, el m a g o de la cera, el especialista en la
reconstrucción de caras destruidas, quien i n t r o d u j o esos c a m -
bios? ¿Participó en un maquillaje del cuerpo de JFK con el fin
de favorecer la hipótesis según la cual un único tirador habría
disparado sobre el presidente desde atrás?
Es imposible afirmarlo, pero existe un indicio cuando menos
inquietante. Cuando, el 22 de noviembre de 1963, John Ligget se
fue precipitadamente de Restland al hospital de Parkland, no
estaba solo. Wes Allen, tal y c o m o recuerda Lois, lo acompañaba.
En agosto de 2003, cuando por fin dimos con él, Tom le llamó
por teléfono. Alien expresó su resistencia a hablar del tema, y le
dijo que no entendía nuestro interés por J o h n Ligget. Y cuando
Tom se refirió a la fecha del 22 de noviembre de 1963, sus res-
puestas se volvieron aún más vagas.
—¿John Ligget era amigo suyo?
—Sí, a m e n u d o trabajamos j u n t o s en el cementerio.
— ¿ Q u é o c u r r i ó el viernes 22?
— N o m e acuerdo.
— ¿ C ó m o se enteró de que el presidente había muerto?
— H m m . . . No me acuerdo. Alguien debió de decírmelo. Algún
empleado de Restland.
—¿John también trabajaba aquel día?
— D e eso no me acuerdo. Probablemente...
— S u esposa y su hijastra nos han contado que usted y él se
fueron j u n t o s a Parkland.
— N o recuerdo ese detalle.
314
—Ellas recuerdan que usted i n f o r m ó a Ligget de la m u e r t e
de JFK y que acto seguido se fueron de Restland.
— N o lo recuerdo. Lo siento.
Tom iba a colgar cuando Alien, deseoso él también de termi-
nar la conversación, hizo esta curiosa aclaración:
— C o m p r é n d a m e bien, yo no digo que todo eso sea falso. Lo
único que digo es que no lo recuerdo.
Después de Richard N i x o n y George H. Bush, Wes Alien, el
colega de John Ligget, era la tercera persona aquejada de a m n e -
sia en lo tocante al 22 de noviembre de 1963.
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LIMPIEZA
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—-John me anunció que le iban a detener por asesinato al día
siguiente. Y añadió q u e si le ocurría algo yo no tenía de q u é
preocuparme ya que él había contratado un seguro de vida cuyos
beneficiarios eran mis hijos. Antes de despedirnos, John le regaló
a Debbie unos gemelos que habían pertenecido a su padre.
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tante, oficialmente Peck no era más que el jefe de seguridad del
millonario Murchinson.
Para Estes, no hay duda alguna de que a Peck le pagaron para
que participara en el asesinato de Kennedy.
—Su problema era que jugaba demasiado y perdía mucho. En
1968 tuvo que hacer frente a una e n o r m e deuda de juego. Para
salir del atolladero recurrió a Lyndon, y Ligget recibió la orden
de ocuparse de su caso. Un fin de semana, Ligget llamó a la puer-
ta del chantajista y le pidió a Jay Peck que le acompañara al d o r -
mitorio. U n a vez allí, le disparó una bala en la cabeza. Al salir,
Ligget pasó p o r el salón y, sin inmutarse, le dijo a la m u j e r de
Peck que su marido acababa de suicidarse.Y que tenía que espe-
rar media hora antes de avisar a la policía.
Hasta 1974, la viuda de Peck había respetado las consignas de
Ligget, pero ahora que había intentado asesinarla también a ella,
consideraba que el pacto había quedado roto. Ya podía d e n u n -
ciarlo.
318
dólares por año, y los pagos eran efectuados por Ed Clark, u n o
de los abogados de Lyndon que entre otras cosas se encargaba de
la opacidad fiscal de sus gastos.
Sobre este punto, Estes no me decía nada nuevo. Algunas sema-
nas antes, en efecto, yo había hablado p o r t e l é f o n o con Barr
McClellan. Empecé por felicitarlo, ya que u n o de sus hijos, cer-
cano a George W. Bush, se había convertido en portavoz de la
Casa Blanca. Barr, que estaba terminando de redactar una obra
que también ponía en tela de juicio la actuación de Lyndon J o h n -
son, había sido un asociado de Ed Clark y decía lo mismo que
Billie. Desde Austin, Clark se había encargado de pagar a los ase-
sinos del presidente sin levantar sospechas.
— C a r t e r — a ñ a d e Billie—, el principal gestor de los fondos
secretos, m u r i ó en 1971. Lyndon, por su parte, m u r i ó en 1974.
Reinaba cierta inquietud entre los diferentes protagonistas de ese
complot. El pago anual debía mantenerse aún tres años más...
Finalmente, la familia de un millonario de Dallas puso el dine-
ro. Pero no para la totalidad de los implicados. Clark percibió su
parte así c o m o los tiradores. Los otros, en cambio, recibieron la
visita de Ligget.
319
En 1974, Ligget asesinó a Lewis T. Stratton y M a u r i n e Joyce
Elliot, una pareja de cafeteros que fue quemada viva en el incen-
dio que siguió a la paliza y la mutilación. ¿A qué se debió esta
ejecución? A que M a u r i n e era una antigua camarera del Creek
Lounge, un bar cercano a Restland en el que en otro tiempo se
reunía el hampa de Dallas y en el que Ligget comentaba sus tra-
bajos, incluidos los realizados fuera del cementerio. D a d o que
ella podía haber oído retazos de las conversaciones y Stratton
tenía la mala suerte de ser su compañero, tenían que morir.
— T a m b i é n me enteré a través de fuentes fiables —prosigue
Billie— de que Ligget asesinó a R o s c o e W h i t e y ocultó el cri-
m e n m e d i a n t e un i n c e n d i o accidental. En el m o m e n t o de su
desaparición, R o s c o e tenía una seria deuda de j u e g o y, además,
una tendencia a hablar demasiado. No había participado en el
asesinato de Kennedy, pero se relacionaba con u n o de los tira-
dores. W h i t e m u r i ó en 1971, al igual que M a l c o l m Wallace y
Cliff Carter. Algunos lo considerarían una mera casualidad...
El rastro del tirador reaparece en Nueva Orleans. Y todavía
en 1974, cuando tres personas m u r i e r o n en las mismas c o n d i -
ciones: las víctimas era salvajemente golpeadas, luego mutiladas
y finalmente abandonadas a las llamas. A u n q u e Billie ignora la
causa directa de esas muertes, sí encuentra una relación entre
ellas: el hecho de que las tres víctimas trabajaban para un g r u p o
cuyo accionista principal era u n o de los millonarios de Dallas.
—-John Kennedy no fue la única víctima del 22 de n o v i e m -
bre de 1963 —afirma Estes—. Porque además de los Peck y de
la lista de Ligget, también cayeron R u f u s McClean, George De
Mohrenschildt, J o h n Holmes Jenkins, Sam Campisi, Joseph Fran-
cis Civello, M a r y Ester Germany, R o s e C h e r a m i e , C l a y t o n
Fowler... Y seguro que se me olvida alguien.
320
R u f u s McClean, fiscal de El Paso, fue el primero que, en 1961,
intentó acabar con Billie Sol Estes. En cambio, no me sentía del
todo c ó m o d o al incluir el n o m b r e de George De Mohrenschild
en esa lista. Oficialmente, en efecto, se había suicidado horas antes
de su cita con el investigador de la comisión de investigación del
Congreso que había decidido reabrir el caso JFK.
—Suicido, asesinato... P u e d o afirmar que su inestabilidad psi-
cológica preocupaba a numerosas personas en Dallas. Y por tanto,
que su suerte estaba echada —declara Estes.
Por su parte, De Mohrenschild era una pieza del puzle que
no se podía descuidar. Era un amigo cercano de Oswald que, en
una película inédita grabada pocas semanas antes de su desapa-
rición y que hoy está en manos de un coleccionista privado en
Europa, reconocía haber manipulado a Lee Harvey para asegu-
rarse de que participaría en el asesinato de JFK.
En cuanto a R o s e Cheramie, fue hallada muerta al borde de
una carretera secundaria de Tejas el 4 de septiembre de 1965.
Antes del asesinato de Kennedy, trabajaba haciendo striptease en
el Carrousel Club de Jack Ruby. Y el 19 de noviembre de 1963
la habían encontrado caminando por la cuneta de una carretera
de Nueva Orleans, al límite de la sobredosis de heroína y cubier-
ta de hematomas. En varias ocasiones, mientras estuvo hospita-
lizada, dijo que a J F K lo iban a matar en Dallas.
— ¿ Y Mary Ester Germany?
— E r a la casera del último domicilio de Lee Harvey Oswald
en el barrio de Oak Cliff —explica Billie Sol—. La mataron por-
que conocía la identidad de los inquilinos de las otras diecinue-
ve habitaciones y las c o n e x i o n e s entre Lee Harvey Oswald y
algunos miembros de la mafia tejana.
Sam Campisi, p o r su parte, representaba a la Cosa Nostra en
Dallas y era amigo de Jack Ruby. C o m o Joseph Civello, el h o m -
bre de Carlos Marcello, el padrino de Nueva Orleans, en Tejas.
321
Por último, Clayton Fowler, m u e r t o el 22 de marzo de 1971 a
la edad de cuarenta y nueve años, estuvo al frente de la defensa
de Jack R u b y durante su proceso.
—Y si mis informaciones son buenas — i n t e r v i e n e Estes—,
la razón de que lo matasen fue que conocía algunos detalles acer-
ca de la red de lavado de dinero q u e trabajaba al servicio de
Lyndon.
En cuanto a J o h n Ligget, el antiguo especialista en recons-
trucción facial convertido en asesino en serie, nunca llegó a pasar
por un tribunal. En 1975, durante un traslado, intentó escapar y
fue abatido de un disparo p o r la espalda.
Siempre según la versión oficial, claro está.
322
74
DESAPARICIÓN
323
que él tenía un buen motivo para querer verme en su celda de
Dallas. Así, sin hablar de ello con nadie, t o m é la decisión de ir a
verlo. Pero en el último m o m e n t o cambié de idea. Había reci-
bido una llamada de Malcolm, el h e r m a n o mayor de John, que
quería v e r m e de inmediato en un parque de Austin. Se había
enterado, sin que yo supiera cómo, de que me proponía visitar a
J o h n y me aconsejó, por el bien de mi familia, que me olvidara
de esa idea y del propio J o h n . Por prudencia, obedecí.
A Malcolm, h e r m a n o de J o h n , que se movía entre Austin,
centro del p o d e r tejano, y Washington, se le p u e d e ver en una
fotografía en blanco y n e g r o tomada en 1963. Sentado a una
mesa de un bar, mira directamente al objetivo. A su izquierda se
encuentra Jack Ruby.
324
p o r supuesto, se trataba de J o h n Ligget. En ese m o m e n t o , ella
comprendió que era m e j o r callarse.
De ser ciertos, los recuerdos de Lona transmitidos p o r D e b -
bie p u e d e n explicar la actitud de Ligget antes de su detención.
U n a vez finalizada su tarea c o m o maquillador de cadáveres, los
que le encargaron el servicio le ofrecieron una salida: la deten-
ción derivó en una falsa huida hacia algún sitio soleado.
325
tenía ningún motivo para p o n e r en duda su desaparición. Hasta
el día en que se encontró... con él.
— F u e durante las vacaciones de Navidad. Yo estaba pasando
unos días en Las Vegas con mis nietos. Estábamos una n o c h e en
el Horseshoe, el casino de Benny Binion, cuando de pronto sentí
una presencia que me era conocida. Delante de mí vi la espalda
de un h o m b r e q u e me resultó familiar. Me q u e d é parada y
observé atentamente aquella nuca, tratando de averiguar a quién
me recordaba. El individuo sintió entonces el peso de mi mira-
da y se dio la vuelta. Sus ojos azules, una auténtica firma perso-
nal, se clavaron en los míos. Era J o h n .
El intercambio de miradas duró un par de segundos.
—Bruscamente, volvió la cabeza y se acercó a u n o de los agen-
tes de seguridad del casino. Le dijo algunas palabras al oído seña-
lando hacia nuestro grupo. A continuación, se precipitó en el
ascensor mientras el agente se aseguraba de que fuera imposible
seguirle. Fue algo m u y breve pero estoy segura de que acababa
de ver a J o h n Ligget.
326
75
SEGUNDA VIDA
327
Durante su investigación, Jay, el antiguo policía de Dallas que
ahora colaboraba c o n T o m y c o n m i g o , c o n o c i ó a u n o de los
médicos de Pittsburgh. Actualmente establecido cerca de Austin,
este h o m b r e recordaba la llegada de la p r i m e r a víctima de la
carretera del año 1971.
— E r a mi p r i m e r cadáver en Pittsburgh. Y tuvimos algunas
dudas a propósito del cuerpo. Había ciertamente señales del acci-
dente, pero también había indicios que sugerían que la m u e r t e
se remontaba a u n o o dos días antes.
El médico no se acordaba, en cambio, de quién había redac-
tado el certificado de defunción. Sin embargo, era un documento
interesante ya que se estuvo m o v i e n d o d u r a n t e un año entre
Pittsburgh y Austin antes de ser dado p o r válido p o r el Estado
de Tejas. Un documento interesante sobre todo porque en el ori-
ginal se puede apreciar que las causas del fallecimiento y la des-
cripción de las heridas fueron modificadas en varias ocasiones.
328
tactos de Johnson no eran más que matones a sueldo. Asesinos
que trabajaban para la mafia del Sur de Estados Unidos. Al estar
Las Vegas bajo el control de la Cosa Nostra desde siempre, era
casi natural apelar a una poderosa organización para escapar a las
iras de otra.
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76
ASESINATO
330
Por fin estábamos listos para oír la verdad acerca del 22 de
noviembre de 1963.
331
el Trade Mart. Tras de un breve discurso, JFK debía volver a su-
birse al Boeing oficial, esta vez con destino a Austin, donde estaba
previsto que durmiera en el rancho de Lyndon B. Johnson, des-
pués de la enésima recepción en su honor.
El Air Force O n e aterrizó en el a e r o p u e r t o Love Field de
Dallas a las 11.37. Había dejado de llover, hacía buen tiempo y
el t e r m ó m e t r o marcaba casi treinta grados. La limusina presi-
dencial, una Lincoln convertible m o d e l o 1961, estaba esperan-
do para el desfile. La comitiva salió de Love Field a las 11.50 e
inició el recorrido que habían anunciado los periódicos locales.
Jesse Curry, el jefe de la policía de Dallas, Bill Decker, sheriff
de la ciudad, y dos agentes de los servicios secretos iban en cabeza.
En la limusina, situada en segunda posición, J o h n Connally y
su esposa Nelly acompañaban a J o h n y Jackie. Inmediatamente
detrás de la Lincoln iba el Q u e e n Mary, un coche del Servicio
Secreto ocupado por agentes armados. El vehículo siguiente trans-
portaba al vicepresidente Lyndon B. Johnson, el senador R a l p h
Yarborough y sus esposas. Algunas autoridades locales, miembros
del gabinete presidencial y representantes de la prensa cerraban
la comitiva. Los vehículos avanzaron hasta el centro de Dallas sin
mayores dificultades.
En los años sesenta, el centro de negocios de la ciudad se
encontraba a la altura de M a i n Street. M a i n Street y otras dos
calles m u y transitadas, C o m m e r c e Street y E l m Street, conver-
gían j u s t o después de Dealey Plaza. El itinerario c o n t i n u a b a
hasta la Stemmons Freeway para finalizar en el Trade Mart. Para
ello, la comitiva debía girar a la derecha p o r H o u s t o n Street y
luego a la izquierda p o r Elm Street, antes de bajar hasta D e a -
ley Plaza. Un itinerario complicado que incluía un viraje m u y
cerrado. Los vehículos estaban obligados a reducir su velocidad
a su paso por un edificio de ladrillo ocre: el Texas School B o o k
Depository.
332
Según la comisión Warren, fue en ese m o m e n t o cuando Lee
Harvey Oswald abrió fuego, realizando tres disparos desde una
ventana situada en el quinto piso del edificio. U n a de las balas
erró su objetivo y rebotó sobre u n o de los pilares de cemento del
puente de la vía férrea cercana. Otra, más conocida c o m o la «bala
mágica», acertó en la espalda del presidente y luego volvió a salir
por su garganta antes de alcanzar a Connally también por la espal-
da, reventándole un costado y saliendo por su pecho para acabar
alojándose en u n o de sus muslos. Por último, el tercer proyectil,
disparado desde atrás, hizo saltar por los aires el cráneo de JFK.
Inmediatamente, la Lincoln presidencial salió a escape en direc-
ción al hospital de Parkland, d o n d e los médicos intentaron en
vano salvar al trigésimo quinto presidente de Estados Unidos. A
la 1 de la tarde, su m u e r t e fue anunciada oficialmente.
U n a vez conocido el fallecimiento de JFK, Lyndon Johnson
subió al Air Force O n e . Entonces comenzó una larga espera, sólo
interrumpida por la llegada del c u e r p o de J o h n Kennedy. Antes
de que el avión despegase con r u m b o a Washington, LBJ deci-
dió prestar j u r a m e n t o a bordo. La dificultad de encontrar al j u e z
exigido p o r J o h n s o n justificó el retraso c o n el que el B o e i n g
abandonó la pista de Love Field.
Siempre según el i n f o r m e Warren, Lee Harvey Oswald fue
detenido a primera hora de la tarde en un cine, el Texas T h e a -
tre. Bajo una fuerte escolta, fue conducido de inmediato a la cár-
cel de la ciudad. Pero el domingo siguiente por la mañana, cuan-
do se iniciaba su traslado a la prisión del condado de Dallas, Jack
Ruby, propietario de un club, irrumpió entre la nube de perio-
distas y disparó a bocajarro sobre el prisionero. U n a vez. U n a
sola. Pocas horas después, el presunto asesino de J o h n F. Kennedy
moría en el hospital de Parkland.
Un año más tarde, la comisión de investigación, designada por
Lyndon Johnson y presidida por Earl Warren, llegaba a la c o n -
333
clusión de que sólo había habido un asesino. Según ella, no h u b o
ningún complot en Dallas.
334
ron el peso de la conversación. Y rápidamente Carter recibió la
orden de encargarse del asunto.
— N o sé quién t o m ó la decisión final de pasar a la acción.
Pero en cambio estoy convencido de que Cliff pidió en n o m b r e
de Lyndon que el proceso se acelerase y que se tomase una pos-
tura definitiva sobre el tema.
En realidad, si bien la mafia tejana planeaba asesinar a JFK
desde hacía algún tiempo, la reflexión de LBJ y Carter estaba
m u c h o más avanzada. A m b o s tenían un m i s m o objetivo, pero
todavía hacía falta sumar las voluntades de todo el m u n d o y dar
el paso.
—Carter ya había empezado a reflexionar sobre los medios
necesarios para llevar a cabo tal operación. C o n el propósito de
conservar el control sobre el asunto, anunció esa misma noche
que el dinero utilizado para sacar adelante el proyecto tendría que
salir de los fondos secretos de Lyndon. Y que los participantes
serían pagados a c o n t i n u a c i ó n según las modalidades que él
mismo establecería. Y en ese mes de mayo de 1963, los j u g a d o -
res de póquer se comprometieron a p o n e r un millón de dólares
sobre la mesa. Cliff tuvo buen cuidado de tranquilizar a sus «inver-
sores»: sus nombres nunca serían relacionados con el asesinato.
Para evitar toda posibilidad de filtración, no les daría ningún deta-
lle de la operación. Se limitó a precisar que el mes de noviem-
bre parecía el m e j o r m o m e n t o .
Unas semanas antes, el presidente Kennedy había aceptado la
idea de ir a Tejas a presidir una ceremonia en h o n o r de Albert
Thomas, un m i e m b r o local del Congreso.
335
apoyo financiero del sheriff de Dallas, Bill Decker. Convencido
de su influencia, se encargó de ganarse la confianza de Decker,
pero también de incorporar a su causa a dos personajes clave del
departamento de policía de Dallas. El control de los dos cuer-
pos de seguridad de Dallas era en efecto esencial para el éxito
de la operación.
En cuanto a D. H. Byrd, aliado político de Lyndon desde hacía
muchos años, magnate agrícola y empresario petrolero con par-
ticipaciones importantes en compañías relacionadas con la aero-
náutica militar, c o m o LTV, que llevaba utilizando los servicios
de Mac Wallace desde 1951, gestionaba sus intereses pensando a
corto plazo.
— U n a vez que LBJ se h u b o instalado en la Casa Blanca, los
contratos vinculados a la guerra de Vietnam reportaron a Byrd
bastante más de lo que había invertido en los fondos secretos
de Lyndon aquella n o c h e de mayo de 1963. Implicado en el
sector inmobiliario — t e recuerdo que era el d u e ñ o del edificio
del Texas School Book Depository—, ha llegado a revelar a u n o
de sus amigos con el que estaba en Tyler, la n o c h e del 22 de
n o v i e m b r e de 1963: «Han utilizado mi edificio para matar al
presidente.»
Otro «generoso donante» del complot, H. L. Hunt, era un per-
sonaje complejo y apasionante. Así, aunque era ultraconservador,
practicaba la bigamia sin el m e n o r rubor. U n a parte de su for-
tuna «alimentaba» a centenares de grupos de extrema derecha a
lo largo y ancho del m u n d o , también en Francia. Pero su autén-
tica pasión era el poder. E n t r e otras cosas, distribuía gratuita-
m e n t e por todo el territorio de Estados Unidos unos libros en
los que describía su visión de una sociedad mejor. En el m u n d o
de Hunt, el derecho al voto guardaba una proporción directa con
el p o d e r adquisitivo, de manera que un millonario valía siete
veces más que un obrero.
336
— H u n t era brillante. Había visto, por ejemplo, el partido que
podía sacar de la radicalización de la lucha de la comunidad negra
y realizó una importante aportación financiera a la causa de Mal-
colm X. Esperaba que una vez armado el g r u p o desencadenaría
una guerra civil y él podría aprovecharse del caos subsiguiente.
Algunos minutos después del tiroteo de Dealey Plaza, H. L.
H u n t se fue de Dallas a Washington, d o n d e tenía una casa cer-
cana a las de J o h n s o n y Hoover.
337
Tras la aprobación de la visita a Tejas, Carter abandonó Was-
hington para ir a instalarse en Austin. Esto o c u r r i ó en el mes de
julio de 1963.
— S u regreso a Tejas respondía a la voluntad de conocer todos
los detalles de los preparativos del crimen. El desfile de Dallas
fue así controlado enteramente p o r hombres de Lyndon. J o h n
Connally, de quien ignoro si f o r m ó parte del complot, participó
en cambio activamente en la elaboración del itinerario.
De esta manera, cuando Jerry Bruno, responsable del Partido
Demócrata encargado de preparar el programa de actividades y
el itinerario del presidente, desaprobó oficialmente la elección
de los lugares, el gobernador Connally viajó a Washington y obtu-
vo la c o n f i r m a c i ó n de q u e él era la única persona que podía
tomar las decisiones finales relativas al trayecto presidencial.
De creer a Estes, había infiltrados p o r todas partes. Los otros
dos h o m b r e s que supervisaban el desfile presidencial también
estaban bajo el control de Cliff Carter. Jake P u t e r b a u g h , q u e
decidió el trazado final, había trabajado a su lado en el D e p a r -
tamento de Agricultura con Malcolm Wallace. El reparto de las
acreditaciones de prensa y de las plazas en el desfile había sido
otorgado a Weekly y Valenti, la agencia de relaciones públicas
instalada en Austin y cuyo presidente, Jack Valenti, trabajaba para
L y n d o n desde m e d i a d o s de los años c i n c u e n t a . Asimismo, se
encargó de la cena de gala ofrecida en h o n o r de Albert T h o m a s
en H o u s t o n .
—Jack Valenti se encontraba t a m b i é n en el Air Force O n e
cuando LBJ prestó juramento. Una de las primeras decisiones del
nuevo presidente de Estados Unidos fue la de nombrar un c o n -
sejero especial, asignándole unos h o n o r a r i o s considerables. Y
cuando, en la n o c h e del 22 al 23, Lyndon se retiró a sus aposen-
tos, sólo dos hombres lo acompañaron para preparar su primera
jornada al frente del país: Cliff Carter y Jack Valenti.
338
En cuanto a la seguridad del recorrido, corría a cargo de los
servicios secretos, del departamento de policía de Dallas y de la
oficina del sheriff Bill Decker. Ahora bien, en cada una de esas
organizaciones, Cliff Carter, Lyndon Johnson o algún otro m i e m -
bro influyente de su red de contactos controlaban a los perso-
najes clave.
339
muchas luces, era fácilmente influenciable y estaba necesitado de
dinero, su manipulación no representaba ningún problema.
340
petrar varios «suicidios», estoy seguro de que no le faltaban n o m -
bres ni direcciones. En 1971 Carter me confesó que el equipo
estaba compuesto principalmente p o r tejanos, pues conocía su
sentido de la discreción. En varias ocasiones oí m e n c i o n a r un
n o m b r e cubano y dos o tres nombres franceses, pero ignoro si
efectivamente participaron en la operación. De la misma m a n e -
ra que t a m p o c o sé cuál f u e la posición exacta de los tiradores
que estaban al acecho en Dealey Plaza. En sus confidencias, Cliff
me ha revelado que M a c se encontraba en el q u i n t o piso con
Oswald. Y que había reservado el puesto situado detrás de la
empalizada del Grassy Knoll al m e j o r tirador del grupo.
Según Estes, la ejecución del presidente Kennedy resultó fácil.
Principalmente porque el trabajo previo había dado sus frutos y
la zona de tiro estaba controlada. U n a vez perpetrado el crimen,
como los primeros representantes de la ley que acudieron al lugar
dependían de la oficina del sheriff Decker, el cual también esta-
ba allí, los miembros del c o m a n d o pudieron dispersarse sin p r o -
blemas. Tanto su protección c o m o su huida habían sido planifi-
cadas, y los e l e m e n t o s que debían apoyar la hipótesis de la
existencia de un único tirador fueron hábilmente colocados en
su sitio correspondiente. El único contratiempo, nada desprecia-
ble, fue la detención de Lee Harvey Oswald, que no se desarro-
lló c o m o estaba previsto.
341
complot. Y de que no fue hasta entonces cuando se recurrió a
Jack Ruby. Jack no tuvo elección: recibió la orden acompañada
de garantías de clemencia judicial y no p u d o negarse. Pensaba
que podría ser juzgado en Dallas p o r amigos de Lyndon y que,
alegando demencia, conseguiría irse de rositas. De todas m a n e -
ras, si se hubiera negado, habría firmado de a n t e m a n o su sen-
tencia de muerte.
Pero toda esta precipitación hizo cometer un error a los artí-
fices del complot. C u a n d o , el d o m i n g o 24 de noviembre, Jack
R u b y disparó a quemarropa sobre Lee Harvey Oswald, no se dio
cuenta de que había olvidado un trozo de papel arrugado d e n -
tro de u n o de sus bolsillos. El papelito fue encontrado cuando
lo registraron, y en él aparecía el n ú m e r o personal de la fiel y
discreta secretaria del sheriff Bill Decker.
342
ban expresar sus reservas, se les dio a entender sin miramientos
que se equivocaban, es decir, que les faltaba patriotismo.
— L y n d o n y Cliff ejercieron una presión tremenda sobre las
investigaciones efectuadas por los servicios de Dallas y el Estado
de Tejas. En varias ocasiones, y especialmente entre los días 22 y
24 de noviembre, Cliff entró en contacto con diversos respon-
sables para aconsejarles que se atuvieran a la tesis del tirador soli-
tario. Su contacto principal era Wagonner Carr, el fiscal general
de Tejas, con el que había estudiado. Gracias a él, su mensaje fue
aceptado sin demasiadas reticencias. Sobre todo le pidió que sofo-
cara todo intento de ver más allá. La excusa era fácil de e n c o n -
trar: estaba en j u e g o la seguridad del país.
343
77
EXPLICACIONES
344
sentaba para él. Fue un estúpido, cegado p o r el orgullo habitual
de la élite de la Costa Este. J o h n F. Kennedy nunca se imaginó
que LBJ y sus amigos tendrían los cojones de acabar con él!
345
cía morir. Principalmente p o r q u e era católico y, c o n s e c u e n t e -
mente, había prestado un j u r a m e n t o de fidelidad al Papa. Pero
claro, en mi opinión, c o m o en la de otros, no le era posible ser-
vir a dos amos: entre R o m a y el pueblo americano no estábamos
seguros de a quién elegiría. Cuando uno piensa, además, que había
decidido tomarla con nuestros productores de petróleo y no sólo
eso, sino que se comportaba c o m o un yanqui pretencioso, c o m o
un nordista que mejor se hubiera quedado en su club de campo,
creo que había motivos suficientes para tratar de derribarlo.
346
todavía nos quedaba p o r aclarar un último misterio: ¿cómo es
que Billie Sol se había enterado de todos esos detalles? Y, sobre
todo, ¿por qué seguía aún con vida?
— C o m o ya sabes, cuando me enteré de la m u e r t e de K e n -
nedy yo estaba en Pecos c o m i é n d o m e una hamburguesa. Mi pri-
mer sentimiento fue totalmente egoísta: mientras la radio trans-
mitía las primeras informaciones llegadas de Dallas, me dije que
mi pesadilla había terminado y que Lyndon iba a ocuparse de mí.
Pero inmediatamente después me asaltó la incredulidad: ¿cómo
alguien había podido matar al presidente de Estados Unidos? Y,
al mismo tiempo, me sentí casi admirado: ¿cómo se las habría arre-
glado Carter? ¿Estaría Mac Wallace una vez más en el ajo?
-¿Y?
— B u e n o , no tuve que esperar m u c h o para obtener respues-
tas. A principios de diciembre, Cliff quiso que nos viésemos en
el hotel Driskill de Austin. Me alegré de que me lo propusiera,
porque desde la sustitución de Kennedy por Johnson yo estaba
esperando que viniese a anunciarme el fin de mis problemas. Tras
pasar la n o c h e en el hotel, vi llegar a Cliff... a c o m p a ñ a d o por
Mac Wallace. Al ver sus caras comprendí de inmediato que nues-
tra entrevista no iba a ser fácil.
347
—Así pues, juré guardar silencio, solicitando a cambio la ayuda
de Lyndon. Cliff me garantizó el apoyo de LBJ pero también me
dijo q u e tendría q u e tener paciencia. Porque en Washington,
Johnson estaba bajo la mirada de las cámaras y cada u n o de sus
gestos era analizado. A pesar de que me costó aceptar la idea,
Cliff también me aclaró que la intervención de Lyndon podría
adoptar la forma de un indulto. Lo cual significaba que yo debía
avenirme a pasar algún tiempo en la cárcel.
— ¿ Y te lo creíste?
—Sí, porque yo sabía que no tenía elección.
En el curso de esa misma reunión, Billie Sol i n f o r m ó a Cliff
Carter de la existencia de sus grabaciones.
— C o n esa revelación maté dos pájaros de un tiro: le avisaba de
que disponía de medios de presión tan potentes c o m o una bomba
atómica, al tiempo que declaraba que no tenía la menor intención
de utilizarlos. En realidad, lo que hice fue darle a entender que
mi única preocupación era asegurarme de que tanto yo c o m o mi
familia estábamos protegidos. Y para demostrarle que mi objetivo
nunca había sido chantajear a Johnson, le propuse incluso darle
una copia. Él no hizo ningún comentario, pero de su silencio dedu-
je que había conseguido darle la vuelta a la situación.
Billie Sol Estes se había convertido en inmortal.
— C o n el paso del tiempo, me he alegrado de haber tenido
esa conversación y de haber revelado la existencia de mis cintas.
Estoy seguro de que en diciembre de 1963 mi n o m b r e figuraba
en la lista de los candidatos a ser eliminados. Así que era vital
que Cliff supiese que yo tenía en mi poder los medios suficien-
tes para p r o t e g e r m e . Y que se lo dijera a L y n d o n . A partir de
entonces, mi m e j o r y más peligroso aliado ya sabía que yo c o n -
taba con un seguro de vida.
348
El último testigo siente que se acerca el fin del viaje. Porque
no quiere dejar ninguna zona de sombra, porque quiere aprove-
char la última oportunidad de explicar sus razones y las de la red
de contactos de J o h n s o n , sigue adelante con sus confesiones.
—Para Cliff Carter, el asesinato de JFK era una medida nece-
saria para imponer al país las ideas de Lyndon, cuya visión polí-
tica le parecía m u c h o más acertada que la de Kennedy. Y c o m o
a principios de 1963 las malversaciones de fondos públicos por
parte del vicepresidente habían empezado a levantar sospechas,
las acusaciones de h a b e r a c e p t a d o q u e el g r u p o B r o w n and
R o o t financiase sus campañas habían v u e l t o a hacer acto de
aparición y R o b e r t K e n n e d y estaba haciendo t o d o lo posible
para que todo el m u n d o se enterara del escándalo Bobby Baker
y de mis problemas con la justicia, habíamos llegado a un p u n t o
sin retorno.
Ante semejante acumulación de malas noticias, Johnson ya no
podía contar con su p o d e r para salvarse. Según Estes, J o h n s o n
había sido necesario para conseguir los votos del Sur de Estados
Unidos y el apoyo financiero de los millonarios tejanos, pero tres
años después, a pocos meses del inicio de la campaña electoral,
esas cuestiones habían dejado de ser esenciales. Los sondeos indi-
caban que Kennedy saldría reelegido sin demasiados problemas.
Por tanto, los servicios de LBJ ya no eran necesarios. Mediante
la decisión de vender los excedentes de producción de grano a
la U R S S , JFK se había ganado el apoyo de los Estados del Medio
Oeste, tradicionalmente republicanos.
En cuanto a Tejas, feudo de los demócratas conservadores, las
cosas habían cambiado. Para empezar, se había producido la pri-
mera victoria de un republicano. El cual pasó a ocupar el escaño
que había dejado vacante J o h n s o n . Y además, un proyecto de
ley presentado en primavera por un diputado local, George H.
Bush, proponía la modificación del sistema electoral con el fin
349
de equilibrar el número de tejanos en el Congreso. Lo cual impli-
caba rediseñar las circunscripciones electorales.
— D e s d e 1948, Cliff había blindado el Estado en beneficio de
Lyndon. C o n la nueva redistribución, muchos intereses se iban
a ver seriamente afectados. Más concretamente, Connally, al que
apoyaban los magnates conservadores próximos a Lyndon, iba a
encontrarse con muchas dificultades en su intento de ocupar el
puesto de gobernador en lugar de Yarborough.
Y lo que era más inquietante todavía, el proyecto preveía la
asignación de una cantidad de dinero tan grande a quien se alza-
se con el triunfo en las elecciones que su poder quedaba asegu-
rado por un largo periodo de tiempo.
— F u e precisamente esa reforma electoral lo que llevó a Ken-
nedy a Tejas, pues sus consejeros le hicieron ver que era la o p o r -
tunidad de ganar puntos por primera vez en ese estado hostil sin
tener que recurrir a Lyndon.
Si en ese nuevo contexto un fiel aliado c o m o R a l p h Yarbo-
rough lograba la victoria, K e n n e d y ya no tendría que p r e o c u -
parse por Tejas y estaría un poco más cerca de su reelección en
1964.
350
desde el cual, gracias a sus muchos aliados, habría convertido el
nuevo mandato de Kennedy en un auténtico infierno.
Y c o m o por los pasillos del Congreso y del Senado circula-
ban rumores que aseguraban que los Kennedy soñaban con ins-
talarse en el p o d e r durante m u c h o s años, y R o b e r t parecía el
candidato natural a la sucesión de su h e r m a n o en 1968, se daban
todos los elementos para que estallara la guerra.
—Cliff pensaba sinceramente que Bobby iba a conseguir des-
truir p o l í t i c a m e n t e a L y n d o n . Las i n f o r m a c i o n e s que recibía
demostraban que el fiscal general se estaba acercando a su obje-
tivo. Bien pronto, el caso Bobby Baker haría saltar a las portadas
de los periódicos las relaciones de Lyndon con J i m m y Hoffa y
con algunas familias de la Cosa Nostra.
En su estrategia, el clan Kennedy contemplaba incluso la posi-
bilidad de perder Tejas. U n a pérdida que esperaban compensar
con los votos de otras regiones menos rebeldes. El m é t o d o era
m u y sencillo: criticar los privilegios de los tejanos, que el resto
del país encontraba exorbitantes.
—Ésa es una de las razones por las que el presidente empezó
a cuestionar una vez más la entrega de los contratos de a r m a -
m e n t o a la industria militar asentada en Tejas. Después del escán-
dalo de la atribución del contrato T F X , Kennedy quería demos-
trar que no cedería a las presiones de los millonarios de Dallas.
351
En 1960, en plena campaña presidencial, los beneficios fisca-
les concedidos a algunas industrias ya eran objeto de debate. Entre
ellos figuraba la oil depletion allowance, una deducción fiscal del
27,5 por ciento sobre el total de los ingresos de los productores
de petróleo. Aprobada a principios de siglo cuando la extracción
del oro negro era una actividad peligrosa, esta ley perdió su razón
de ser a mediados del siglo XX. Aunque existía un consenso sobre
este punto, ninguno de los sucesivos proyectos de reforma plan-
teado había logrado pasar más allá de los pasillos del Congreso,
ya que m u c h o s de sus miembros recibían dinero del lobby del
petróleo.
C o n ocasión del tercer debate televisado en el que se enfren-
taba a R o b e r t N i x o n , J o h n F. Kennedy expresó su voluntad de
erradicar esa injusticia fiscal. El presentador, visiblemente irrita-
do, le preguntó entonces qué era lo que realmente podía hacer,
pues se decía que los productores de petróleo habían impuesto
la presencia de Johnson en su lista electoral con el fin de asegu-
rarse de que la ley que los protegía seguiría vigente. J F K no res-
pondió, limitándose a reiterar su deseo de revisar las exenciones
fiscales.
El candidato demócrata no mentía. En octubre de 1962, impu-
so al Congreso la Kennedy Act, que fue la primera etapa de su
famosa reforma fiscal. Si bien no afectaba a la oil depletion allo-
wance, suprimía algunas ventajas fiscales sobre los beneficios gene-
rados por las inversiones realizadas fuera de Estados Unidos. Sin
embargo, el principal sector afectado era... la industria petrolera.
La asociación de explotadores de pozos de petróleo de O k l a h o -
ma calculó entonces q u e el texto iba a reducir a la mitad sus
beneficios.
El 14 de enero de 1963, J F K volvió a la carga explicando a
grandes rasgos su proyecto de reforma. Esta vez abordó directa-
mente la cuestión de la oil depletion allowance y justificó sin amba-
352
ges sus propósitos declarando lo siguiente: «Nunca jamás debe-
ría ser autorizado un sector industrial a obtener beneficios fis-
cales en detrimento de la mayoría.» Kennedy tuvo incluso la osa-
día de hacer una alusión directa a H. L. H u n t , el millonario de
Dallas, al que detestaba desde que este último se había servido
de sus ingresos no fiscalizables para distribuir gratuitamente folle-
tos en su contra.
—-JFK tampoco había perdonado la campaña de 1960, en la
que H u n t financió la difusión de los panfletos referentes a sus
enfermedades y a su religión. T a m p o c o había digerido que el
propio H u n t , en cierta manera, le hubiera impuesto a Lyndon.
En cualquier caso, los millonarios tejanos tenían buenos moti-
vos para estar inquietos. Antes de ir a p o r ellos, el joven presi-
dente ya había arremetido contra los privilegios del sector del
acero. Y, sin retroceder, sin temer la posibilidad de perder elec-
tores en un bastión demócrata, impuso a los ricos propietarios
una drástica disminución de sus ventajas fiscales.
— N o había n i n g u n a d u d a de que J F K estaba decidido a
imponer su voluntad. No había comprendido que estaba j u g a n -
do con fuego. Al reducir a la mitad los beneficios fiscales, les qui-
taba de golpe trescientos millones de dólares a las familias de
Dallas. ¡Trescientos millones de dólares al año! O sea, una can-
tidad que superaba con creces el precio de la vida de un h o m -
bre, aunque ese h o m b r e fuera el presidente.
353
significaba, para los personajes influyentes de Tejas, la ausencia de
representantes dignos de confianza en un puesto clave de Was-
hington.
U n a novedad tras veinte años en los cuales el n o m b r a m i e n t o
de John Nance Garner para el puesto de vicepresidente de Fran-
klin Roosevelt fue seguido por la eclosión política de Sam R a y -
b u r n y, más tarde, de LBJ.
— U n a vez liberados de Lyndon, los K e n n e d y iban a hacer
todo lo posible para imponer un nuevo panorama político. Q u e ,
por supuesto, iría en contra de los intereses de Tejas. Las elec-
ciones de 1964 se presentaban c o m o una pesadilla. El peligro era
evidente.
Y, poco a poco, en Dallas, los rumores dieron paso a un bra-
mido de pánico: «¡Hay que matar a este cabrón de J F K antes de
que sea demasiado tarde!»
354
78
VENENO
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79
DISCULPAS
356
—Así que los fantasmas de Dealey Plaza te siguen acosando,
¿no es eso?
Yo sonrío y adivino que ni siquiera necesito recurrir al chan-
taje. Y además, de todas maneras, es algo que no se me da bien.
— S é lo que quieres. Me llevas rondando demasiado tiempo.
Pero mira, es que no consigo decidirme. No sé si es una buena
idea dejarte escuchar esas cintas.
Yo balbuceo algunas palabras vacías de contenido.
—Además, la cosa no está exenta de riesgos. No es conmigo
con quien estás j u g a n d o sino con la Historia. Vamos a ver, ¿estás
seguro de que quieres escucharlas?
Yo no había pensado en los riesgos. Tom tampoco. N i n g u n o
de los dos era capaz de valorar hasta qué p u n t o era cierto lo que
Estes acababa de decirnos. El Santo Grial se ofrecía a nuestros
ojos pero su belleza nos cegaba.
De m o d o que, c o m o dos náufragos que no tienen nada que
perder, nos lanzamos al agua.
357
sumido por la guerra de Vietnam, psicológicamente trastornado,
no había querido volver a presentarse en 1968. Su imagen y su
«legado histórico» le importaban demasiado.
C o m o el gran campeón de la política que era, prefirió reti-
rarse tras una victoria abultada, la de 1964, a hacerlo tras una
derrota anunciada. J o h n s o n supo evitar un enfrentamiento del
que no iba a salir bien parado.
— C l i f f se pasó por mi casa de Abilene pocos días después de
llamarme. Había abandonado la política antes del fin del m a n -
dato de Lyndon y trabajaba c o m o agente de grupos de presión.
Vivía en Virginia, en la ciudad de Alejandría, cerca de Washing-
ton. Gracias a su talento y a su increíble cartera de contactos en
Washington, conseguía una y otra vez la asignación de grandes
cantidades para la investigación en la Universidad de Tejas A &
M. Por lo visto, seguía teniendo una gran influencia en el seno
del Departamento de Agricultura.
Oficialmente, Carter había dejado de trabajar para Lyndon
Johnson en 1966. Habían pasado casi veinte años desde el inicio
de su colaboración. En 1964, LBJ se separó por primera vez de
él, cuando Carter abandonó los pasillos de la Casa Blanca para
irse a las oficinas del comité nacional del Partido Demócrata. En
realidad no se trataba ni de un relevo generacional, c o m o creye-
ron algunos analistas, ni de una degradación, sino más bien de
un cambio de funciones. Y de una nueva maniobra de infiltra-
ción. LBJ, que por aquel entonces pretendía asegurarse un segun-
do mandato, envió a su general en jefe a la batalla más i m p o r -
tante. Carter no fue a la sede nacional del Partido D e m ó c r a t a
por afán de protagonismo sino para obtener más financiación.
— S e convirtió en el jefe del comité electoral y t o m ó en sus
manos el control del President's club, un organismo del partido
encargado de atraer a personajes influyentes para que apoyaran
la candidatura.
358
R e t o m a n d o sus antiguas costumbres, no ocultaba en sus ges-
tiones cuál era la recompensa a la generosidad con su partido:
una donación sustanciosa garantizaba un acceso directo al presi-
dente de Estados Unidos.
Pero, en 1966, Carter se vio obligado a abandonar la direc-
ción del comité nacional del Partido Demócrata. Sus métodos
para recaudar fondos empezaban a ser considerados inmorales.
— C l i f f seguía el mismo m o d u s operandi que había seguido
siempre. El 10 por ciento de las cantidades aportadas a la causa
iba directamente al bolsillo de Johnson. Naturalmente, él se lle-
vaba un buen pellizco. Pero h u b o gente que se negó.
A Carter no le sentó bien tener que irse de Washington. Por
primera vez desde la Segunda Guerra Mundial, después de las
batallas de 1948, 1954, 1960 y 1963, se encontraba apartado del
ejercicio del poder.
359
encubierto y cometido los peores crímenes por un h o m b r e que
a fin de cuentas no había sabido encarnar el papel de continua-
dor que se esperaba de él.
—Él sabía que tenía que pasar página. Tanto él como yo éramos
conscientes de haber fracasado. Compartíamos el mismo análisis:
Lyndon, como todo gran dirigente, había tenido su propia visión
del mundo. Pero la ambición de cambiar la vida de los americanos
a veces va acompañada de acciones al margen de la ley. Lyndon no
era ni un santo ni un demonio. Él opinaba, c o m o dice el prover-
bio, que el fin justifica los medios. LBJ hizo avanzar considerable-
mente a nuestro país, aunque en ocasiones tuviera que saltarse sus
propias convicciones. ¿No luchó en favor de los derechos civiles al
comprender que eso sería b u e n o para Estados Unidos? Johnson
también trabajó en favor de los pobres, pues sabía por experiencia
propia lo que significaba pasar hambre. Pero su mandato quedó
marcado por un doloroso drama: la guerra de Vietnam.
Para Carter y Estes, la paradoja de Lyndon Baines Johnson saltó
por los aires a consecuencia de esa sucia guerra imperialista.
— L y n d o n quería mejorar la vida de su pueblo pero al mismo
t i e m p o provocó la m u e r t e de miles de inocentes en Vietnam.
Ahora bien, la finalidad de dicho conflicto no fue aumentar la
grandeza y el bienestar de nuestro país, sino satisfacer su necesi-
dad de enriquecimiento personal. Y Cliff, que desde sus p r i m e -
ros pasos en la política al lado de Lyndon había compartido sus
mismos ideales, también perdió pie. Tuvo que asistir impotente
a la destrucción de sus sueños de paz y prosperidad en los cam-
pos de batalla asiáticos. A medida que el conflicto se complica-
ba, la verdad se fue haciendo insostenible: su visión de un m u n d o
diferente, de una América conservadora más justa, nunca se vería
realizada en el terreno de los hechos. Así, Cliff se puso a lamen-
tar las decisiones tomadas p o r Lyndon y p o r él mismo cuando
trataban de convertirlo en presidente de Estados Unidos.
360
Carter estaba incluso dispuesto a hacer algo que nunca hubie-
ra imaginado: hablar.
361
empezó a notar los síntomas de una neumonía. M u r i ó al poco
rato de haber ingresado en el hospital.
362
Epílogo
EN OTRO SITIO
363
U N A CARTA DE J O H N FITZGERALD KENNEDY A BILLIE SOL ESTES
Senado de los Estados Unidos
Washington D.C.
23 de noviembre de 1960
Q u e r i d o s amigos:
J o h n F. Kennedy
367
LA CORRESPONDENCIA E N T R E BILLIE SOL ESTES Y L Y N D O N
JOHNSON
368
Lyndon B. Johnson
Tejas
2 de junio de 1960
Querido amigo:
Lyndon B. Johnson.
369
370
Lyndon B. Johnson
Tejas
2 de agosto de 1960
Q u e r i d o Billie Sol:
Lyndon B. Johnson.
371
372
Lyndon B Johnson
Tejas
26 de agosto de 1960
Mi querido amigo:
Lyndon B. Johnson.
373
374
Senador de los Estados Unidos
Lyndon B. Johnson
Para Vicepresidente
Sede Central-1001 Connecticut Av. N.W.Washington,
D. C.-Distrito7-1717
23 de octubre de 1960
Mi querido amigo:
Lyndon B. Johnson.
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Lyndon B. Johnson
Tejas
19 de noviembre de 1960
Lyndon B. Johnson.
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Lyndon B. Johnson
Líder Demócrata al Senado
12 de enero de 1961
Q u e r i d o Billie Sol:
Lyndon B. Johnson.
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EL V I C E P R E S I D E N T E
Washington
7 de diciembre de 1961
Q u e r i d o Billie Sol:
Lyndon B. Johnson.
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EL V I C E P R E S I D E N T E
Washington
15 de febrero de 1962
Lyndon B. Johnson.
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A L G U N O S DATOS SOBRE M A L C O L M MAC WALLACE
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L O Q U E O C U R R I Ó C U A N D O BlLLIE S O L ESTES P R O P U S O
C O N T Á R S E L O T O D O A LAS A U T O R I D A D E S A M E R I C A N A S
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Douglas Caddy
Abogado
General Homes Building
7322 Southwest Freeway
Suite 610
Houston, Tejas, 77074
(713) 981-4005
9 de agosto de 1984
I. Asesinatos
1. El asesinato de Henry Marshall.
2. El asesinato de George Krutilek.
3. El asesinato de Ike Rogers y de su secretaria.
4. El asesinato de Harold Orr.
5. El asesinato de Coleman Wade.
6. El asesinato de Josefa Johnson.
7. El asesinato de John Kinser.
8. El asesinato de J. F. Kennedy.
El Sr. Estes quiere testificar que todos estos asesinatos los planeó LBJ y que recibió las órde-
nes a través de Cliff Carter y que Mac Wallace fue quien llevó a cabo los asesinatos. En los casos del
uno al siete, el señor Estes supo los detalles precisos de cómo se ejecutaron estos crímenes por las con-
versaciones que sostuvo, poco después de cada evento, con Cliff Carter y Mac Wallace.
Poco después, en 1971, cuando el Sr. Estes fue liberado de la prisión, se encontró con Cliff
Carter y ambos recordaron lo sucedido en el pasado, incluyendo los asesinatos. Durante esta conver-
sación, Carter recopiló una lista de diecisiete asesinatos, algunos de los cuales no le eran conocidos al
Sr. Estes. Había un testigo vivo de aquella conversación, que además estaría dispuesto a testificar acer-
ca de lo que escuchó. El individuo de marras es el Sr. Kyle Brown, que recientemente se ha mudado
desde Houston a Brady, Tejas.
El Sr. Estes afirma que Mac Wallace, a quien describe como un «asesino de sangre fría», con
un pasado comunista, reclutó a Jack Ruby que, a su vez, hizo lo mismo con Lee Harvey Oswald. El
Sr. Estes dice que Cliff Carter le contó que Mark Wallace disparó una vez desde el Grassy Knoll en
Dallas y que acertó a JFK delante.
El Sr. Estes ha declarado que Cliff Carter le comentó que el día que fue asesinado Kennedy,
tenía que haberlo sido Fidel Castro y que Robert Kennedy, mientras esperaba a que se le comunicara
la muerte de Castro, recibió en su lugar la noticia del asesinato de su hermano.
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El Sr. Estes afirma que la mafia no tuvo nada que ver en este crimen, aunque su partici-
pación se discutió antes del hecho y fue rechazada por LBJ, que creía que si la mafia se involucraba,
nunca dejarían de chantajearlo.
El Sr. Estes asevera que el Sr. Ronnie Clark, de Wichita, Kansas, ha intentado en varias oca-
siones hacerle hablar. El Sr. Clark, que visita frecuentemente Las Vegas, ha demostrado tener en estas con-
versaciones unos conocimientos detallados, basados en lo que el Sr. Estes conoce, del asesinato de JFK.
El Sr. Clark asegura haberse encontrado con Jack Ruby unos pocos días antes del crimen, momento en
el que se planeó el asesinato de marras.
El Sr. Estes ha declarado que se sostuvieron algunas negociaciones con Jimmy Hoffa en las
que se buscaba su ayuda; de forma que Larry Cabell asesinara a Robert Kennedy mientras este últi-
mo conducía su descapotable.
El Sr. Estes conserva las grabaciones que hizo de las llamadas telefónicas que mantuvo con
las personas que he mencionado en el presente escrito.
III. Sobornos
El Sr. Estes está dispuesto a revelar los planes que tenían de soborno. Él recogía y hacía lle-
gar a Cliff Carter y LBJ millones de dólares. El Sr. Estes se ocupó de recaudar el dinero obtenido de
los sobornos de Herman Brown de Brown y Root, en más de una ocasión y lo enviaba a LBJ.
En su carta del 29 de mayo de 1984, usted pide: 1) Información y las pruebas que el Sr.
Estes reunió de todos los acontecimientos que violaran la ley criminal; 2) sus fuentes de información
y 3) hasta qué punto estuvo involucrado en cada uno de esos actos y sus sucesivos encubrimientos.
En cuanto al primer punto, quisiera declarar, como abogado del Sr. Estes, que mi cliente
está preparado para proporcionar cuanta información posee. Gran parte de la información incluida en
esta carta la supe ayer por primera vez. Aunque el Sr. Estes se ha sentido agobiado por conocer estos
detalles durante los últimos veintidós años; no fue hasta ayer, cuando empezamos a hablar, que se atre-
vió a revelar lo que sabía a otra persona. La impresión que saqué de nuestra conversación fue que mi
cliente, situado en el debido contexto, podrá recordar y proporcionar oral y detalladamente una vasta
cantidad de información con respecto a estos actos criminales. Me parece, asimismo, que un interro-
gatorio en dicho contexto lo ayudará a estimular la memoria, con lo que podrán obtener un volu-
men mayor de evidencias que corroboren los hechos.
Con respecto al segundo punto, el Sr. Estes ha procurado incluir sus fuentes de informa-
ción en el presente escrito.
En relación al tercer punto, el Sr. Estes asegura que nunca ha participado en ninguno de
los asesinatos. Podrían alegar, sin embargo, que participó en los encubrimientos posteriores. Su res-
puesta a ello es que si hubiera actuado de una forma diferente, también él hubiera sido víctima de un
asesinato.
El Sr. Estes desea que le haga saber que se atendrá a las condiciones expuestas en su carta
y que tiene la intención de actuar con total honestidad y franqueza en sus tratos con el Departamen-
to de Justicia o cualquier otra agencia de investigación federal.
A cambio de su cooperación, el Sr. Estes estaría interesado en recibir la inmunidad, que se
le exima de cumplir la libertad condicional, se le dé un trato favorable en cuanto a la posibilidad de
recomendar que se suprima su prolongada deuda tributaria y se le conceda el perdón.
Le saluda atentamente,
Douglas Caddy.
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Bibliografía
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