Breves Ensayos Sobre Crítica Literaria
Breves Ensayos Sobre Crítica Literaria
Breves Ensayos Sobre Crítica Literaria
Hay grandes temas que se consideran suicidios periodísticos. Tal vez uno de ellos
sea la crítica literaria. Algunas de las voces muy acreditadas y convocadas a
pronunciarse comentan que nadie, o apenas nadie, lee ya las críticas. ¿Quién leerá
entonces unos textos, no ya de crítica, sino sobre la crítica? Proponerlo significa
tensar la soga.
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A estas críticas páginas sobre la crítica han prestado su voz figuras muy
legitimadas para retratar el tema, en su naturaleza y en su actual situación. Según el
escritor Enrique Vila-Matas la labor del crítico puede compararse con la de la
policía, para Eduardo Jordá (escritor, traductor y crítico literario) una buena crítica
no debería distinguirse demasiado del veredicto de una agencia de calificación
bursátil; Santos Sanz Villanueva (escritor, ensayista, profesor de la Universidad
Complutense de Madrid y crítico regular de ‘El Cultural’ de El Mundo) ve al crítico
como un cazador que sale al campo olfateando una pieza única y exuberante. A sus
aproximaciones se suman otras. Ignacio Echevarría, editor y crítico literario,
durante años desarrolló su actividad en el suplemento ‘Babelia’, de El País, y en la
actualidad colabora asiduamente con ‘El Cultural’ de El Mundo y con la ‘Revista de
Libros’ de El Mercurio, de Santiago de Chile. Eduardo Lago, escritor, traductor y
crítico regular del suplemento ‘Babelia’, fue director del Instituto Cervantes de
Nueva York. Javier Rodríguez Marcos, poeta y escritor, fue redactor y crítico del
suplemento ‘ABC Cultural’, del diario ABC, y actualmente lo es de ‘Babelia’. Isabel
Núñez es escritora, traductora, y crítica literaria (escribe en el suplemento
‘Cultura/s’ de La Vanguardia, Letras Libres y Metrópolis). José María Pozuelo
Yvancos, catedrático de la Universidad de Murcia, teórico y crítico literario de ‘ABC
Cultural’, acaba de publicar (como director) Las ideas literarias (1214-2010),
volumen octavo de la Historia de la literatura española.
En textos independientes firmados por cada uno de ellos, que muestran libremente
sus estilos y sus enfoques diversos, abordan el tema de la crítica literaria, haciendo
hincapié en cuál es su quehacer, cómo se vive, e identifican sus grandes riesgos. Sus
amenazas. Algunos de ellos escriben un texto independiente, otros responden a
modo de entrevista a las preguntas que se les plantearon como posible orientación:
¿Qué define a una buena crítica?, ¿cómo lee un crítico?, ¿con qué actitud debe
acercarse a la obra?, ¿cree que hoy en día se ejerce la crítica literaria con libertad,
dada la presión del mercado, la necesidad de publicidad y la preexistencia en los
medios de comunicación de líneas editoriales concretas?, ¿quién escucha la voz del
crítico en un mundo que tiene acceso inmediato a internet, al sinfín de opiniones
sobre cualquier tema que circulan por la red? De esta manera, entre todos tejen un
panorama que, completándose poco a poco desde los distintos prismas, va
definiendo este gran asunto suicida que es la crítica literaria.
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Enrique Vila-Matas: Unas palabras sobre la crítica
La crítica tiene muchas veces un carácter represor, policial. Pero ¿es malo esto? No
me lo parece. A los literatos abiertos a lo que proponen críticos que pueden llegar a
ser hasta sus adversarios (no hay muchos de esos literatos), la crítica policial les
puede hasta ayudar a estar alerta y buscar nuevas formas para decir lo que desean
decir, del mismo modo que el trabajo de la policía ha obligado a los delincuentes a
evolucionar y a ensayar formas más inteligentes de crimen. La represión crítico-
policial ha empujado a los verdaderos escritores a aguzar y elevar su ingenio. Sólo
ya por eso, la crítica literaria me parecería imprescindible. Pero es que, además, es
necesaria más que nunca en tiempos como los de ahora, cuando hay tanta
confusión entre lo valioso (quiero recordar que lo valioso no pertenece a una sola
tendencia literaria o a una ideología única y que puede hallarse en los más distintos
callejones) y lo que es tan sólo repetición de lo ya hecho o bien –la mayoría de las
cosas- pura bazofia industrial.
Me gustan los críticos –generalmente son escritores poco críticos- que saben hallar
en los libros no precisamente muy buenos aciertos parciales que abren caminos
inesperados para la creación. Son críticos obviamente ligados a la creación.
Pero me gustan también los críticos que saben hablar de los buenos libros en el
momento en que éstos se publican, no después –cincuenta años después, por
ejemplo- cuando es más fácil. Son críticos inteligentes, y tan humildes como al
mismo tiempo sabios: críticos que saben comunicar a sus lectores lo que han leído:
dan información sobre el tema y el argumento y explican en qué tradición se inserta
el libro que comentan y si éste ha logrado lo que puede intuirse que se proponía, e
incluso se aventuran a decir si perdurará en el tiempo, por mucho que sepamos que
a la larga nada perdura.
Eduardo Lago: Nada peor que una crítica ambigua, que exige leer entre líneas
La crítica es un servicio público. El crítico se tiene que acercar a la obra para hacer
de intermediario o embajador entre autor y lector. Es importante mantener para
ello criterios de objetividad. Aunque es inevitable hablar desde la propia poética, el
crítico debe buscar la objetividad y, sobre todo, tiene la obligación de actuar en
defensa del lector, descodificando lo que hay detrás de la obra, y detrás de la obra
hay muchos intereses: editoriales, comerciales, etcétera.
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El crítico tiene que estar a la altura de la responsabilidad que supone ser
considerado por los lectores como un experto, y en este sentido está obligado a
manifestarse con claridad. Nada peor que una crítica ambigua, que exige leer entre
líneas. Al crítico no hay que descifrarlo, es él o ella quien ha de descifrar
honestamente a la autora o el autor. En España la crítica no es independiente, salvo
en contados casos, muy reducidos. El crítico es muy consciente de los códigos a los
que tiene que prestar atención. Está sometido a demasiadas presiones. Un ejemplo
claro y bastante constante es la tiranía de los nombres consagrados. Es una estafa al
público lector que una y otra vez es bombardeado con reseñas que le recuerdan que
Fulanito o Menganita son poco menos que unos genios. Son muy pocos los que se
atreven a tirar de la manta. También ocurre que muchas veces los críticos hacen las
veces de peones que otros utilizan para hacer guerras extraliterarias.
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Isabel Núñez: El sillón de orejas del crítico
Hace más de dos décadas que empecé a colaborar como crítica en distintas
publicaciones, y aún sigo considerándome hasta cierto punto intrusa en el ámbito
de la crítica, tal vez porque me siento más libre y cómoda en los márgenes que en el
núcleo duro del púlpito.
Antes que escritora soy y he sido lectora: conservo intacta la pasión bibliófila de
descubrimiento de la época en que aprendí a leer y leí el primer cuento. En How to
be alone, Jonathan Franzen citaba un estudio de la antropóloga Shirley Brice Heath
sobre aquellos que empezaron a leer para no estar solos, porque en los libros
encontraban una comunidad de espíritus y unas afinidades que parecían ausentes
en el entorno de su infancia. Soy una de esos lectores que pescan de forma perenne
en librerías y bibliotecas. Sigo buscando con la misma fruición libros capaces de
sorprenderme, de sacudirme, de cambiar mi percepción del mundo y la literatura,
de acompañarme y asociarse a un momento de mi vida, libros que me hablan
particularmente a mí.
Tal vez precisamente por esa condición intrusa, me parece una trampa escribir
crítica como si no existiera la subjetividad. Más allá de ciertos factores indudables
de calidad que separan la literatura de la morralla y el talento de la mediocridad,
nada es objetivo ni universal, como señalaba aquel comentario de Proust,
observando los verres grossissants del óptico de Combray, de que cada lector lee un
libro distinto, pues cada uno pone la lupa en un aspecto particular.
En ese sentido, parece más útil la crítica que intenta mostrar lo que es un libro o lo
que el crítico ha leído en él, para después argumentar por qué cree que el autor ha
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logrado algo o ha fracasado en su empeño, para dar espacio a un lector que pudiera
disentir e interesarse justamente por lo que al crítico no le convence. Es decir, el
lector tiene derecho a saber qué puede encontrar en un libro, sea éste como sea.
Pues si algunos lectores buscan la perfección estructural, otros prefieren un libro
más irregular, con momentos memorables.
Naturalmente, quien escribe crítica debería conocer las distintas posturas que ha
habido para enfrentarse a lo literario, desde los clásicos a los contemporáneos,
pasando por el estructuralismo y los estudios culturales, el posmodernismo o el
abordaje de quienes se les oponen. Conocer esas aproximaciones significa
simplemente tenerlas en cuenta, como se tiene en cuenta el contexto histórico, la
mirada diacrónica o sincrónica, el modo en que una obra se relaciona con el
momento en que se vive o con el pasado de la literatura.
Eso no significa perder la libertad de valorar un libro por razones propias, porque
su lectura nos parezca capaz de transformar nuestra visión de las cosas, más allá de
que lo logre utilizando con brillo los lenguajes de otros medios, de las redes y las
nuevas tecnologías o de que revise, recree y parodie la literatura anterior, o que
parta del realismo más desnudo o vuelva a la pura metáfora. En mi caso, me
interesa más la sacudida que pueda producirme, el diálogo de ese libro con mis
ideas y con las de los libros que leí antes, su relación con lo vivo, su ser-en-el-
mundo (el heideggeriano Dasein) y el peso o el poso que tiene sobre mis
pensamientos. A veces parece que cada libro nos pida una forma de abordaje
distinta.
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cualquier lugar, sector social, edad y género), es un país donde editores, directores
de suplemento y críticos miran con reverencia lo que ha triunfado y con
desconfianza o desdén lo que no. Muy pocos buscan y encuentran más allá de lo ya
reconocido y muy pocos se atreven a criticar lo que todos defienden. Apenas existen
revistas literarias. Las redes podrían ser un espacio alternativo para esa falta, pe ro
la mayoría de comentaristas se limitan a seguir los mismos patrones establecidos:
se apoya lo reconocido, se silencia y/o desdeña lo que no. Muy pocos críticos
descubren un buen libro del que no se haya hablado ya. No sé muy bien a qué se
debe esa inseguridad y esa falta de crítica, pero me temo que caracteriza a nuestro
país en todos los niveles. Es más, cuando alguien ocupa por primera vez un cargo
desde el cual podría dar entrada a nuevos talentos, en lugar de aprovechar para
abrir esas posibilidades con entusiasmo, suele ponerse rígido, dejar de coger el
teléfono a quienes conocía y admiraba de antes y se concentra en seguir los
caminos trillados y dar paso a los de siempre.
¿Quién escucha la voz del crítico en nuestro mundo? Es difícil decirlo. Todas las
fuentes afirman que las reseñas no influyen en las ventas, y sin embargo, escritores
y editores y una minoría de lectores sí les prestan atención. Los medios se reflejan
en las redes, a veces convertidas en espejos permanentes de suplementos efímeros.
Todo escritor espera encontrar ese crítico que sepa leerle, que encuentre el valor de
lo que ha escrito y sepa defenderlo, aunque pocas veces ocurra así. Nos consuela
que nuestros libros interesen y entusiasmen a otros escritores, cuyo talento
admiramos, o que sean entendidos por la crítica.
Es cierto que las redes son un laberinto, pero para eso, como para leer, hace falta
tener criterio y poder distinguir la voz de un lector mediocre de una voz crítica
original, que piensa por su cuenta. Igual que el escritor encuentra sus lectores, el
crítico encuentra los suyos. Hay lectores que esperan nuestros artículos para saber
qué leer, para averiguar qué hemos encontrado en los libros. Es una suerte. No
puedo imaginar trabajo mejor que leer –en una hamaca, a la sombra de un árbol
generoso en verano, escuchando un rumor de agua, como me ocurre en este
momento; o en el sofá de los inviernos, o en aquel sillón de orejas bernhardiano en
el que despotricaba furiosamente el narrador de Tala– y tener ocasión después de
contar lo que se ha leído por escrito, en ese ejercicio analítico fascinante que
consiste en comprender qué es lo que nos interesa, lo que funciona y lo que no, y
explicar sin miedo y con habilidad cuáles son las razones, nuestras razones del
gusto o del disgusto, y cobrar por ello. Lástima que en este país se valore tan
escasamente este oficio nuestro.
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Eduado Jordá: Sobre la crítica
–Una buena crítica no debería diferenciarse mucho del veredicto de una agencia de
calificación bursátil. ¿Vale la pena que me gaste 15 euros en ese libro? ¿Obtendré
algún beneficio si lo compro? ¿No habré tirado el dinero? Una buena crítica debería
responder a estas preguntas. Y también debería despertar la curiosidad del lector
acerca del libro, hablándole de la trama, del estilo, de los personajes, y hablándole
también del autor. He citado las agencias de calificación bursátil porque la crítica,
en España, suele comportarse con la misma fiabilidad que esas agencias que daban
una máxima calificación a Lehman Brothers en la víspera de su quiebra. Hay
excepciones, por supuesto, pero no abundan. En España se hace una crítica
demasiado académica y demasiado timorata. Muy pocos críticos se atreven a juzgar
por su simple experiencia de lector. Muy pocos críticos se atreven a decir que un
libro les ha aburrido o les ha maravillado. Muy pocos críticos se atreven a señalar
las inverosimilitudes de una trama o los excesos de un estilo pomposo. De todos
modos, por fortuna hay excepciones. Me atrevo a citar algunas: Andrés Ibáñez,
Rodrigo Fresán, José María Nadal Suau.
–Ya he dicho que los críticos españoles, en general, leen de una forma demasiado
cautelosa y aprensiva. Si les toca reseñar una novela firmada, por ejemplo, por un
premio Cervantes o por un premio Nobel, la mayoría de críticos suelen escribir la
reseña en posición de firmes –no me pregunten cómo lo hacen, pero consiguen
hacerlo-, y algunos de ellos incluso consiguen el milagro de escribir su reseña
presentando armas, por usar un símil militar, cosa que sin duda tiene mucho
mérito, aunque en el fondo sea un error de juicio. En realidad, el libro de un premio
Nobel merece las mismas cautelas –y los mismos entusiasmos- que el libro de un
principiante.
–La única actitud con que un crítico debe enfrentarse a una obra es la curiosidad.
Un crítico no se diferencia nada de un buen lector. Y el buen lector sólo se mueve
por la curiosidad y por el deseo de experimentar placer –un placer casi físico-
leyendo un libro. El buen lector sólo tiene un criterio del que pueda fiarse, y ese
criterio es el suyo propio, que es siempre arbitrario, caprichoso y despótico, pero
que es su único detector de simplificaciones narrativas y de sobreactuaciones
literarias. Y gracias a ese criterio caprichoso, el buen lector descubre al instante el
adjetivo innecesario, la frase que cojea o el alarde de ingenio que sólo sirve para
enturbiar un buen pasaje. El buen lector intuye cuál es la respiración más ajustada a
un relato, el tono preciso para describir una despedida o la música adecuada para
un diálogo en el que alguien revela a su pesar que ya no se atreve a ser feliz.
–El buen crítico no se deja engañar. Detecta la frase hecha que se hace pasar por
una verdad sublime, o la retórica que encubre la vacuidad de una descripción, o la
astucia tramposa con que un autor disimula su pereza o su falta de talento. El buen
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lector, por lo demás, carece de principios. El único que respeta es el que proclama
que en literatura no se puede aplicar jamás la presunción de inocencia, porque
cualquier escritor –aunque sea premio Nobel o venda quince millones de
ejemplares- es culpable de haber escrito un libro malo hasta no que logre
demostrar lo contrario.
–Un crítico debería leer como cualquier buen lector. Y un buen lector no se deja
engañar por el nombre del autor ni por el prestigio de la editorial que lo publica,
sino que más bien desconfía de esas coartadas mercantiles. Y para el buen lector no
valen los grandes nombres, ni mucho menos las listas de ventas. Y eso hace que el
buen lector someta a un escrutinio riguroso a todos los libros que hayan conseguido
vender más de veinte o treinta mil ejemplares en muy poco tiempo. Pero eso no
significa que el buen lector crea que los buenos libros son invendibles. Nada de eso.
Un buen lector sabe que los buenos libros se venden muy bien, sólo que su ritmo de
venta siempre suele ser mucho más lento. Yo tengo una teoría, que no sé hasta qué
punto es verificable: si un libro vende 300.000 ejemplares en un solo año, no es un
buen libro. Si los vende en cinco años, sí puede serlo.
–Un buen crítico debería ser capaz de hacer una crítica negativa de un libro escrito
por un buen amigo. Algo como lo que hizo George Orwell, en 1936, al reseñar The
Rock Pool, la primera –y única- novela de Cyril Connolly que contaba la vida de un
grupo de artistas bohemios en el sur de Francia. Un ejemplo del estilo de Orwell:
“Es evidente que el señor Connolly admira a los bichos repulsivos que describe, y es
indudable que los prefiere al cortés y sumiso ciudadano medio”. Me pregunto si hay
un crítico en España que sea capaz de escribir algo así de un buen amigo suyo.
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Ignacio Echevarría: El crítico es, por así decirlo, un político de la literatura
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difícil hacerse un lugar en los medios de comunicación, de los que tiende a ser
desplazada. Entre sus tareas se cuenta, sin embargo, la de encontrar las rendijas por
las que colarse y dejarse oír, ensayando para ello toda suerte de estrategias, de
disfraces y de retóricas. En un momento en el que los medios de prensa
convencionales atraviesan una crisis profunda, el reseñismo está obligado a
reformularse y buscar otros alojamientos. Puede que la Red sea el más apropiado,
pero lo será sólo a condición de dar con fórmulas aún inéditas, capaces de ampliar
el muy limitado radio de acción, de representación y de incidencia que hoy tienen
los blogs y, en general, las webs literarias, en las que la se asiste un y otra vez al
malentendido consistente en confundir la libertad de expresión con la simple
desinhibición.
Pues, como decía Auden, una mezcla de erudición e intuición. La primera sirve para
presentar autores, culturas y épocas desconocidos y para destacar valores que el
lector no ha sabido ver. La segunda, para explicar el proceso de composición, para
llevar al lector más allá y para relacionar el arte con la vida. Y sin perder de vista
que uno debe escribir tanto para alguien que ha podido leer la obra criticada como
para alguien que no lo ha hecho todavía o no lo va a hacer jamás.
Muchas veces, simplemente leyendo, no pensando en hacer una crítica del libro que
tuviera entre manos. Yo no soy crítico, todo lo más, periodista –una buena etiqueta
para mi ignorancia–; muchas veces, leyendo, decía, he pensado que un crítico hace
el viaje inverso al del escritor: agrupa elementos que el autor había desperdigado.
Tiene algo de mecanismo por el cual uno vuelve conceptual aquello que no lo era
necesariamente. De no hacerlo así terminaría escribiendo el libro entero. Por otro
lado, idealmente, un crítico lee con atención, con tiempo, es decir, con lentitud.
Lo importante no es cómo se acerca a una obra, sino cómo se aleja de ella. La última
página es la definitiva. Uno puede acercarse con entusiasmo, pereza, rabia,
inocencia (raro) o prejuicios, pero es la propia obra la que dicta la crítica cuando
ésta es honesta.
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¿Hoy se ejerce la crítica literaria con libertad, dada la presión?
Hoy se ejerce con tanta o tan poca libertad como en cualquier momento si
exceptuamos los periodos dictatoriales. Actualmente, más preocupante que la
censura es la autocensura. ¿El mercado, la publicidad, la sinergias? Ahí están, como
la vanidad del crítico, sus amigos escritores (y editores y críticos), sus enemigos
(ídem). Las mayores estafas se dan con las críticas positivas, no con las negativas.
Éstas perjudican a menos gente que aquéllas.
Me temo que muy poca gente, cada vez menos. ¿Nadie? Eso sí ha cambiado. Los
medios tradicionales, y con ellos sus críticos, han perdido la capacidad de
mediación que tenían antes de internet. Eso por el lado de las generaciones más
jóvenes. Por el lado de las mayores, los lectores toman la crítica, creo, co mo una
variante de la publicidad. Sucede también entre la gente del gremio (editores,
autores). Está muy bien decir que ojalá hubiera una crítica seria, etcétera, pero los
interesados no están dispuestos a apoyarla cuando son objeto de sus juicios
negativos o de su desdén. Los intereses no están sólo de un lado. La crítica está mal
pagada y peor apoyada. Y los empleos precarios producen lo que producen.
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mismos. Montañas de libros en las mesas de novedades se superponen unos a otros,
primero, y se sustituyen con facilidad. Todos son obras maestras según las
promociones editoriales, y Kafka coincide allí con sus remedos. El sucedáneo vive
en nivelación con el original.
3. Resulta más difícil de explicar eso que he llamado “el tercer sentido” de un acto
crítico. Para mí una crítica debe contener toda la presencia necesaria para ganar
lectores y eso sólo se logra cuando en la crítica no se limita a ser ya la que informa,
ni siquiera la que juzga, esto es, los dos estadios hasta ahora analizados, sino la que
es una invitación a leer un libro. Se trata de esa complicidad del entusiasmo que los
buenos lectores que leen en solitario necesitan reconocer en los críticos. Tendría
que ver con el cuidado del acto crítico como forma de creación.
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mi larga trayectoria de crítico he gozado de total libertad y nunca recibí presión
alguna de ningún director, ni de editorial o grupo. Es así, y eso honra a los
directores distintos de los medios que he colaborado.
Para que ocurra eso es muy bueno que la crítica no sea tu forma de vida.
Difícilmente un crítico subsistiría únicamente con los ingresos de esa crítica.
Considero muy positivo que los críticos tengamos resuelto el oficio y la forma de
vida en otro lugar distinto al medio en que ejercemos esa actividad. Eso, quiérase o
no, proporciona una libertad grande. Yo soy catedrático de universidad y ese es mi
mayor oficio y forma de vida. Da un apoyo y tranquilidad para rechazar cualquier
influencia, aunque insisto que en mi caso no se ha producido nunca.
A pesar de los muchos años que llevo ejerciendo la crítica literaria de actualidad,
no me siento ni capaz ni autorizado para elaborar una teoría ni para sentar
doctrina. Pero acaso sí pueda decir en tono un tanto de andar por casa alguna cosa
acerca de las penas y contentos, de las incertidumbres y peligros que rodean la
labor cotidiana del crítico.
Me gusta imaginar al crítico con la imagen de un cazador que sale al campo no para
abatir piezas sino para descubrir alguna única, especial y exhibirla en público con
algo de vanidad. Obsérvese que si la pieza merece la pena, el mérito será suyo y no
de quien la señaló. Por tanto, poca vanagloria le cabe al cazador.
Siguiendo con esa imagen hay que hacerse al menos algunas pocas preguntas:
¿persigue el susodicho señor lo que quiere y cuando quiere?, ¿pregona sus
resultados por los medios más idóneos?, ¿qué satisfacciones obtiene?
Por aquí vamos a parar a una de las restricciones básicas del trabajo del crítico. Por
lo común, éste no es quien decide qué obra merece su atención, elegida del
repertorio de novedades que ha leído, En toda crítica publicada hay un inevitable
proceso previo de selección: alguien decide qué libros se van a comentar de entre
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una producción editorial de varios millares de obras. La decisión se adopta por una
serie de razones al margen de la calidad intrínseca de los textos: porque se trate de
nombres de prestigio o de moda; porque el autor tenga amplias relaciones
personales; por los vínculos o intereses económicos del editor. Así, en buena
medida una crítica se publica en función de criterios no literarios. Y, al fin, cada día
más el crítico es alguien que lee porque escribe y no alguien que escribe porque lee.
Como las jeremiadas siempre son de mala educación, no debe insistirse en factores
adversos. Además, al fin y al cabo, a nadie le obligan a ser crítico. Me parece
razonable pensar que se trata de una actividad cuya justificación social es más
propia de otros tiempos que de los actuales. El mediador entre autor y lector sería
curiosamente más necesario hoy que nunca en la era de la información que acumula
noticias pero no discrimina. Pero está ocurriendo de otra manera: el mercado o las
redes sociales sustituyen al orientador cualificado. En cualquier caso, la sociedad
actual ha venido a despojar al crítico de las atribuciones que hace un siglo le había
concedido. Seguramente generalizo en exceso. La inutilidad actual del crítico no es
absoluta (si no, los medios habrían prescindido ya por completo de su figura). Tal
vez ocurre otra cosa. La información y la opinión llegan ahora al lector por
múltiples canales y la antigua situación casi de monopolio ha prescrito. Por eso la
crítica toma una dirección nueva. Deja de ser un mediador general y se convierte en
un intermediario limitado. Un mediador que ha pasado a interesar a unos pocos,
todavía una amplia minoría.
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