FINDLAY, MICHAEL - El Valor Del Arte - II Eufrosine PDF
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PRIMEROS ENCUENTROS
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día de libertad en Londres, y aquello era divertido por sí mismo. Elegíamos con
quién íbamos, así que estábamos en compañía de amigos. Y cuando volvíamos,
hablábamos de lo que nos interesaba en clase, que era otra actividad social. Kerr
jamás discutía nuestras elecciones, pero sí la calidad de nuestro escrutinio. Poco
imaginaba yo por entonces que aquellas agradables experiencias intercaladas en
mi “verdadera” educación iban a iniciar un interés que no sólo me proporcionó
una profesión, sino una vida llena de personas fascinantes.
Para muchos, su introducción al arte no es tan afortunada. Algunos coleccionistas
me han contado que cuando eran estudiantes odiaban el arte y no lo entendían
en absoluto, en particular el arte m oderno y contem poráneo. ¿Qué les hizo
cambiar de parecer? ¿Cómo llegaron a entenderlo? Muchas veces, la respuesta
implica un contacto social del tipo “Aquel chico tan guapo me invitó a salir y
me llevó a un museo”.
A principios de los años sesenta, el editor de libros de arte y famoso coleccionista
Harry Abrams tenía un amigo en el negocio editorial, John Powers, que dirigía
Prentice Hall. A Harry le gustaba el arte contemporáneo casi tanto como hacer
proselitismo. Se empeñó en compartir su pasión con John, que al principio no
entendía nada el arte moderno. Exasperado, Harry envió al despacho de John
un conjunto de grandes y coloridos cuadros de Alfred Jensen, como préstamo a
la rgo plazo ( f i g . 2 4 ).
Tiempo después, de visita en Prentice Hall, Harry vio los cuadros, todavía embalados,
en un pasillo. “No sé dónde ponerlos”, dijo John, aunque en realidad tenía mucho
espacio; lo que pasaba era que no los entendía.
Harry cogió los cuadros, buscó la cafetería de la empresa y los colgó él mismo.
“El resultado fue asombroso e inmediato -m e contó John muchos años después-.
Todo el mundo en la empresa tenía una opinión; a unos les gustaban, otros los
detestaban, algunos no los entendían y otros estaban encantados. Pero todo el
mundo dijo algo, y el efecto en la moral fue grande. De la noche a la mañana
me hice converso al poder que tiene el arte para conmover y unir a la gente.”
John Powers, con su esposa Kimiko, se convirtió en uno de los primeros grandes
coleccionistas de obras de Johns, Rauschenberg, Warhol, Rosenquist, Oldenburg
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FIG. 24
ALFREDJENSEN
El número entero domina el
universo, Per II, Lo positivo
atrae a lo negativo
1960
Óleo sobre lienzo
190,5 x 124,5 cm
Colección privada
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a mí son más poderosas y complejas que si estoy sentado en casa con un libes *
mirando un simulacro en un ordenador.
Lo ideal es que el interés por el arte comience con una experiencia social. Los ~ j»
privilegiados tal vez hayan mantenido, de niños, conversaciones en la mesa ao B 3
de la última adquisición de su familia. Es mucho más probable que durante ia.
enseñanza primaria o media te llevaran aun museo con toda la clase, como actívidsir
extraescolar. Si tenías un profesor particularmente comunicativo y brillante, puede
que se encendiera una chispa y puede que el rescoldo permaneciera durante mucii®
años antes de que surgiera la llama de tu interés al hacerte mayor. Los profesoras
a los que no interesa el arte o que carecen de fe en la capacidad de sus alnmrv»
para pensar por sí mismos pueden, convertir el arte en algo incom prensibk •
aburrido para el resto de la vida del estudiante.
La interacción entre un profesor y un grupo de estudiantes es básicamente social, coca:
las interacciones entre los estudiantes mismos. Para una clase bien dirigida que *
agrupa en tomo a un cuadro o una escultura de un museo, el arte puede cobrar xxü.
Si se reduce a un recitado de datos y opiniones ajenas, puede morir.
En una visita a la colección permanente de la National Gallery ofArt de Washingt on
D.C., encontré varios grupos de estudiantes adolescentes, en grupitos.de cuatr:
o cinco, en las proximidades de diversas obras de arte pero sin mirarlas. Vestían
uniformes y yo las catalogué como alumnas de un colegio privado. Dos profesoras
circulaban entre los grupos controlando su actividad. Fingí interés por uno de los
cuadros que habían elegido, escuché y miré. Era evidente que a una estudiante
de cada grupo se le había encargado la tarea de preparar una breve charla sobre
la obra.
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Un par de años después, estaba recorriendo las galerías del Seattle Art Museum,
y oí delante de mí unas voces muy jóvenes que se alzaban emocionadas. Al doblar
una esquina, vi unos doce niños de ocho y nueve años sentados en el suelo con las
piernas cruzadas, delante de un gran cuadro de Rothko, campos rectangulares
de colores gloriosos. A un lado estaba la profesora, una mujer joven que estaba
intentando que los vociferantes niños hablaran de uno en uno. ¿Por qué estaban
tan excitados? Ella les estaba haciendo una serie de preguntas simples:
¿Qué es lo que ves?
¿Qué te parece?
¿En qué te hace pensar?
¿Cómo te hace sentir?
Los niños se lo estaban pasando en grande compitiendo por expresar sus ideas
sobre el cuadro. No utilizaban lenguaje artístico y no creo que tuvieran ni idea
de quién era el pintor, cuándo pintó el cuadro y cómo se titulaba. Ni falta que les
hacía: estaban completamente absortos, completamente cautivados.
De no ser en nuestra casa, rara vez estamos a solas con una obra de arte. Y dado
que somos seres básicamente sociales, lo que saquemos en limpio al contemplar
una obra de arte queda validado cuando se lo comunicamos a otros, tanto si
están de acuerdo como si no. Si estamos solos en otra ciudad y matamos un par
de horas en el museo, vemos algo que destaca, algo que nos habla a nosotros; y
hacemos una fotografía o compramos una postal como recuerdo, pero también
para recordarnos que tenemos que comunicar la experiencia.
Lo más habitual es que visitemos el museo con un amigo o con la pareja, con tus
padres o con tus hijos. Yo arrastro a mi hija hacia mi Matisse favorito y ella lo que
quiere es mirar ese Dalí tan raro. Mi mujer, que es artista, suele ver la estructura
de una obra de arte mucho más claramente que yo, y esto me resulta emocionante
y absorbente. Algo que a mí me entusiasma, ella apenas lo mira, y después se pasa
minutos mirando una obra de un artista que yo siempre paso por alto. Hablamos
y aprendemos.
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A veces, la pasión coleccionista de una persona no sólo cambia su vida, sino que
puede determinar las de sus hijos. Sidney Janis, nacido en 1896, fue un próspero
fabricante de camisas que diseñó una camisa de manga corta con dos bolsillos que
se hizo enormemente popular en los años veinte. Junto con su esposa, Harriet,
desarrolló una pasión por el arte moderno, y en 1948 vendió su negocio y abrió una
galería que se alzó rápidamente a lo más alto de la profesión, exponiendo y a veces
representando a Pollock, De Kooning y otros destacados expresionistas abstractos,
y una década después a varios artistas de la siguiente generación, como Oldenburg,
Diñe y Wesselmann. Le sucedieron en el negocio sus hijos y nietos. Como muchos
galeristas de mucho éxito, reunió una colección personal que rivalizaba con las de
sus clientes. A diferencia de los coleccionistas que buscan la inmortalidad a base
de crear museos propios, o que insisten en que los museos existentes creen galerías
con su nombre para albergar sus colecciones, Sidney y Harriet donaron 103 obras
de su colección al MoMA en 1967, con pocas condiciones. Su incisiva definición de
un auténtico coleccionista era “un hombre que tiene que comprar cuadros, tanto si
puede permitírselo como si no”37.
Hay quien se considera afortunado por haber nacido en una familia de coleccionistas,
pero otros están resentidos por haber tenido que competir con obras de arte por la
atención de sus padres. Más adelante, este resentimiento se puede mitigar cuando
se hereda la colección. Los coleccionistas inteligentes implican a sus hijos en lo
que ellos hacen, van juntos a visitar galerías y hablar con marchantes, e incluso
los llevan a subastas.
Una cosa que una colección garantiza es la atención. Los coleccionistas de edad
avanzada pueden haber sobrevivido a sus amigos y vivir lejos de sus nietos, pero
siempre pueden estar seguros de que recibirán frecuentes visitas de conservadores,
marchantes y subastadores, cuyos motivos pueden ser interesados, pero que están
dispuestos a escuchar una y otra vez las embellecidas historias de sus tratos con
artistas famosos y galeristas legendarios.
Una de las maneras en que un individuo rico puede intentar sobrevivir a las
vicisitudes de la historia es financiar una galería en un museo prestigioso, o incluso
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crear su propio museo. John Paul Getty, que creó en 1954 la institución que lleva
su nombre, lo expresó sucintamente: “Me gustaría que se me recordara en una
nota al pie de la historia, pero como coleccionista de arte, no como hombre de
negocios forrado de dinero”3*.
Parece que California ha engendrado muchos de estos museos-mausoleos. El
fundador de Occidental Petroleum, Armand Hammer, y el magnate de los alimentos
enlatados Norton Simón crearon instituciones que llevan sus nombres en la zona
de Los Ángeles. La fundación de este tipo de instituciones suele ir precedida por un
largo y elaborado galanteo con uno o más de los museos existentes, que intentan,
pero al final no consiguen, prometer lo suficiente para satisfacer las aspiraciones
a la inmortalidad del donante. El financiero Eli Broad hizo construir el Broad
Contemporary Art Museum como atracción central del Los Ángeles County Museum
of Art, tras prometer que donaría al museo el grueso de su amplísima colección. En
enero de 2008, un mes antes de inaugurarse, Broad decidió mantener el control
permanente de sus obras. Alegó como motivo su deseo de tener expuesta toda su
colección todo el tiempo, algo que pretenden con frecuencia los coleccionistas que
crean sus propios museos. Pocas instituciones importantes, si es que hay alguna,
aceptarían semej ante estipulación para una donación, por muy suntuosa y deseable
que sea, porque quieren tener flexibilidad para prestar obras a otros museos para
exposiciones concretas y cambiar las instalaciones de sus colecciones permanentes.
Algunos coleccionistas crean museos con sus nombres en un intento de procurarse
una reseña favorable de sus vidas. Henry Clay Frick legó a la posteridad la Colección
Frick en la Q uinta Avenida de Nueva York: un maravilloso museo en lo que
antes fue su vivienda, lleno de bellos objetos y grandes obras de arte. Así tal vez
olvidemos la muerte a tiros, en Pittsburgh en 1892, de siete huelguistas del metal
desarmados a manos de los trescientos pistoleros contratados por Frick, e incluso
su propia muerte a causa de la sífilis. De un tipo algo diferente fue la donación
del magnate del rayón, Samuel Courtauld, que legó a la nación británica su casa
y su colección de obras maestras impresionistas y postimpresionistas francesas.
Aunque no necesitaba tanta absolución como Frick, también estableció un fondo
de adquisición para las galerías Tate y National. Courtauld fue un tipo que aprendía
deprisa, como dem uestra el hecho de que sus tiempos de com prador fueron
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FIG. 25
THOMAS EAKINS
Retrato del Dr. Samuel D. Gross (La Clínica Gross)
1875 Óleo sobre lienzo 243,8 x 198,1 cm
Philadelphia Museum of Art
Donado en 1878 por la Asociación de Alumnos a la Facultad de Medicina de Jefferson, y adquirido en
2007 por la Pennsylvania Academy of the Fine Arts y el Philadelphia Museum of Art, con el generoso
1 apoyo de más de 3.600 donantes.
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y tampoco suele tener mucho que ver con ellas, aparte de algunos comentarios
elogiosos de tipo general. Pocos museos permiten ya las bebidas en sus galerías,
así que la experiencia real de mirar la exposición suele apresurarse para pasar
pronto a los cócteles, las tostas de salmón ahumado y la oportunidad de cambiar
de sitio las tarjetas en la mesa de la cena. La conversación entre los comensales,
ya sean amigos o desconocidos, suele tener como temas los cotilleos, los hijos o
los viajes, más que las profundidades del arte. Dado que las inauguraciones tienen
un carácter básicamente social, es perfectamente aceptable decir “No he tenido
tiempo de ver los cuadros. Pienso volver la semana que viene para mirarlos bien”.
La cena suele estar puntuada por discursos desde un estrado, que varían en calidad
duración, y que suele iniciar el presidente de la empresa patrocinadora, después de
k> cual el director del museo pide dinero. De vez en cuando interviene una estrella.
Cuando el MoMA organizó una retrospectiva del artista noruego Edvard Munch
en 2006, fue presentada por la reina Sonia de Noruega, cuya docta y cautivadora
rapacidad para hablar de arte le perm itirá ganarse bien la vida en caso de que se
produzca un golpe de Estado en Noruega.
Ir. realidad, muchos eventos de gala del mundo del arte son fomentados por
el gobierno de Estados Unidos porque facilitan las contribuciones deducibles
áe personas ricas que pagan grandes sumas por codearse unos con otros en lo
r t ; ahora pasa por ser la alta sociedad. La inauguración de un nuevo museo,
o de un ala nueva en un museo antiguo de cualquier parte del país, provoca
■ n frenesí de compra de vestidos de noche y pulido de gemelos entre los peces
gordos de la zona. Un nuevo museo en un centro im portante suele requerir
. importación de invitados de postín. En 1995, cuando se inauguró el nuevo
ño del Museum of Modern Art de San Francisco, los administradores de las
rcm rípales instituciones de todo el país disfrutaron de una semana de actividades
re día y de noche. Los coleccionistas de la zona, justam ente elogiados por sus
fcnec promocionadas contribuciones a los costes del museo, abrieron sus casas
a los visitantes, en jovial competencia unos con otros, y Christie’s patrocinó
la. flota de limusinas que llevaba a los invitados eminentes de los Rothkos y el
cham pán a los Warhols y el caviar. La lim usina en la que yo iba como guía se
«■ rdó atascada brevemente en una curva cerrada de Napa Valley, y el conductor
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La prim era vez que un artista, ham briento o no, recibe la visita de un posible
coleccionista, el nivel de ansiedad suele ser alto por ambas partes. “¿Debería
estar trabajando cuando lleguen?”, se pregunta el artista. “¿Me cepillo el pelo?
¿Limpio el cuarto de baño? ¿Querrán café? ¿Y si echan un vistazo y se marchan?
¿Y si preguntan precios?”
El coleccionista, si es nuevo en el juego, estará pensando “Esto es un error. ¿Qué
digo si no hay nada que me guste? Y si me gusta algo, ¿debo hacer una oferta?
¿Y si digo alguna tontería? ¿Cuánto tiempo tengo que quedarme?”.
Algunos artistas, y esto tal vez les honre, nunca llegar a ser seres sociables, ni
siquiera cuando tienen éxito. Prefieren la compañía de su familia o amigos y rara
vez aparecen en actos públicos; a veces esto incluye sus propias inauguraciones.
No quieren o no saben venderse, y en ocasiones viven felices tras su reputación,
de personas difíciles. A mediados de los años sesenta, la pintora británica Bridget
'T tiley fue recibida jubilosamente en Nueva York. Sus deslumbrantes pinturas en
blanco y negro se etiquetaron como Op Art y sus imágenes se utilizaban para todo,
desde servilletas de papel hasta vestidos de alta costura. Espantada y agobiada,
volvió a Londres y me confesó que antes de convertirse en un entretenimiento
público prefería, como dijo James Joyce, “el silencio, el exilio y la astucia”. Algunos
artistas se las arreglan para m antener algo así hasta el fin de sus vidas. Pienso
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IIIIIIIIIIIUIIIIIIIIlItlIlllllItlIlÜlllllillllllllllllllllllllllllllItlIlllllllllNlllllilllll
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FIG. 2 6
HENRY MOORE
Ovejas
1971-1972
Bronce
Altura, 570 cm
Fundación Henry Moore, Perry Green,
Hertfordshire, Gran Bretaña
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al que no se veía con frecuencia en los actos sociales era sin embargo
ero Dale Carnegie cuando se trataba de oportunidades de venta de
a persona. Henry Moore, que sin duda era un escultor de primera fila,
a fortuna gracias a los americanos que visitaban su estudio y su casa de
Kadham, en plena campiña inglesa ( fig . 26). Yo me mostré debidamente
Lado la primera vez que una pareja de coleccionistas con una enorme
ra de Moore en su jardín de Allentown (Pensilvania) me m ostró con
cía las fotografías de su visita al artista en los años sesenta. “Fue tan
y tan sencillo -m e contaba la m ujer-. Tuvimos una comida maravillosa,
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lí>45, los artistas se han ido haciendo cada vez más interesantes para los
de comunicación convencionales, y sus nombres son conocidos fuera del
del arte. En mayo de 1972, di una fiesta de cumpleaños para David Hockney
~ del SoHo. Él cumplía 35 años y estaba en pleno proceso de transformación,
irn *terrible rubio de bote a miembro bien pagado del establishment artístico.
celebrando la venta completa de toda una exposición en solitario en la
i de Andró Emmerich. Como yo tenía amistades en el mundo de la moda,
'"d e en el del arte, la fiesta fue objeto de un largo fotorreportaje en Women’s
Da ily, que entonces era el órgano oficial de la movida social de M anhattan43.
los años ochenta, la siguiente generación de artistas y marchantes perfeccionó
fusión de espectáculo y marketing, usando el glamour como pegamento. Las
de Julián Schnabel, Ross Bleckner, Eric Fischl y su marchante Mary Boone
páginas de prensa, y sus fiestas eran el sitio para ver y ser visto. Cuando
-y otros artistas de los ochenta alcanzaron el éxito, sus estudios aparecían en las
p is ta s de diseño, y ellos y sus amigos, esposas, maridos, novios y novias posaban
para los fotógrafos de moda. Veinte años después se cerró el círculo cuando la
¡pieria de Tony Shafrazi en Chelsea colocó un cuadro de Basquiat en la portada
ári dominical del New York Times*6. El cuadro mismo no está identificado, porque
es simplemente un fondo para una modelo que lleva un “vestido de encaje dorado
eon raída abultada” de L’Wren Scott en la presentación de la nueva colección de
k diseñadora en la galería, como parte de la Semana de la Moda de Nueva York.
Durante todo el siglo xx, la moda cortejó al arte, con casos famosos como cuando
Eisa Schiaparelli recurrió a Dalí para el diseño del infame “vestido de la langosta”
para la foto prenupcial que le hizo Cecil Beatón a la duquesa de Windsor en 1937,
con el crustáceo rojo-fuego situado estratégicamente entre las piernas (fig. 28 ).
Muchos artistas, como Riley, han rechazado a gritos la identificación con la llamada
ndustria de los trapos. Barnett Newman protestó airadamente cuando una revista
de moda le pidió permiso para reproducir un gran lienzo rojo en un reportaje sobre
d artista, pero en realidad lo utilizó como fondo para unas modelos con vestidos
igualmente rojos. Otros artistas se sienten muy halagados por las atenciones de
la industria de la moda. Takashi Murakami y Robert Wilson diseñan para Louis
Yuitton; Tracey Emin, para Longchamp. “Trabajar con Louis Vuitton fue un verdadero
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CAPÍTULO II
122
EUFRÓSINE: EL VALOR SOCIAL DEL ARTE
fi-;
FIG. 28
ELSA SCHIAPARELLI,
en colaboración con
SALVADOR DALÍ
Vestido de mujer
Febrero de 1937
Organza de seda,
tela de crin
Longitud frente: 132,1 cm
Cintura: 55,9 cm
Philadelphia
Museum of Art
Donación de Elsa
Schiaparelli, 1969
<
I
123
CAPÍTULO'II
más o menos formales, y a principios de los ochenta, desde Venecia (Italia) hasta
Venice (California), sentarse al lado de Andy en una cena se había convertido en
el premio gordo de la vida social.
Por supuesto, tanto para el artista como para el coleccionista hay un claro interés
económico en establecer y mantener unos fuertes lazos sociales. Al artista le gustaría
tener la seguridad de que va a seguir vendiendo durante toda una vida en la que
su popularidad podría subir y bajar, y al coleccionista que está profundamente
comprometido con la obra de un artista concreto le gustaría tener un puesto
preferente para su nueva obra. Entre ellos se encuentra el marchante, que muchas
veces es el orquestador de estas conexiones sociales, que él o ella manipula con actos
que pueden ir desde cenas de gala en su casa con muchos platos y las posiciones
cuidadosamente asignadas, hasta mariscadas de verano en la playa, mucho más
bulliciosas pero no con menos cuidado en la selección de invitados, incluidos
perros y niños pequeños.
FIG. 2 9
Interior de la residencia de William Goetz y señora, con obras de Pablo Picasso,
Edouard Manet y Alfred Sisley, hacia 1.955. Fotógrafo desconocido
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ALARDEANDO EN CASA
Una importante coleccionista me dijo una vez que cuando iba a cenar a casa de
otros coleccionistas, siempre pedía ir al cuarto de baño del piso alto, porque quería
ver qué obras de arte tenían en sus alcobas. “La gente que se toma en serio el arte
tiene lo que más les gusta donde puedan verlo más a menudo”, decía. “Si lo mejor
que tienen está en el salón, lo tienen sólo para lucirlo.” Según mi experiencia, las
pinturas de lucimiento suelen estar en el comedor, justo enfrente de los asientos
de los invitados.
No todas las grandes obras de arte están en mansiones de lujo, ni mucho menos.
El modesto apartam ento de Billy W ilder en Brentwood tenía cuadros y dibujos
impresionantes apretujados en todas las paredes. Y había más am ontonados
en el suelo debajo de la cama, e incluso detrás de la bañera: toda una vida de
compras asombrosas, desde dibujos de Egon Schiele adquiridos en Berlín nada
más term inar la Segunda Guerra M undial hasta obras recientes de Hockney.
FIG. 3 0
BOTELLA OCTOGONAL KUAN YAO
Dinastía Song del Sur (1127-1279)
Colección privada
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C A P ÍT U L O II
Muy diferente, pero muy cercana, era la casa en Beverly Hills de Edith Mayer
Goetz y su marido, el productor William Goetz, donde en los cincuenta y sesenta
se reunía la realeza de Hollywood para tomar martinis entre cuadros sensacionales
de Cézanne, Monet, Manet, Renoir, Bonnard y Picasso (fig . 29). Saludando a los
invitados en el vestíbulo estaba la figura de bronce La pequeña bailarina de catorce
años, de Degas, casi de tamaño natural, con falda y cinta rosa de verdad. Edith era
hija del fundador de la MGM, Louis B. Mayer. El actor John Forsythe cenaba con
frecuencia en casa de los Goetz, y una vez me contó que aunque era corriente que
se invitara a poderosos jefes de los estudios, productores y directores, los únicos
actores y actrices invitados a aquellas cenas eran los que tenían suficiente éxito
para que sus nombres aparecieran encima del título de la película en los carteles
y marquesinas de los cines.
En Chicago, al lado de Lakeshore Drive, los legendarios coleccionistas Morton
y Rose Neumann vivieron hasta el fin de sus vidas en una abarrotada casita con
obras dignas de un museo de casi todos los grandes artistas del siglo xx, desde
Picasso y Miró hasta Johns y Warhol. Los muebles no tenían nada de particular, y
las visitas tenían que retirar un montón de periódicos y revistas para encontrar un
sitio donde sentarse. No era raro ver un bronce de Giacometti haciendo equilibrios
encima del televisor y una escultura realista de Duane Hanson sujetando una
puerta para mantenerla abierta.
Independientemente de la formalidad (o falta de ella) en la casa de un auténtico
coleccionista, la conversación suele girar en tomo a las circunstancias de la adquisición,
y no de los sentimientos evocados por las obras. Las parejas recuerdan las obras
que se regalaron uno a otro, el viaje en el que las adquirieron, las idiosincrasias del
galerista. Se citan las opiniones positivas de conservadores conocidos y directores
de museos. Si la obra es fácilmente reconocible por los invitados como un Picasso,
se convierte en “muy típica de su mejor período”. Si es irreconocible, entonces
“nuestro Picasso es una verdadera rareza, el único que se le parece está en el Museo
de Cleveland” (probablemente, en el almacén).
No hace mucho, se solía considerar tabú hablar del precio de las cosas. Un Van
Gogh tardío en una pared indicaba que tus anfitriones eran sumamente ricos,
pero no se mencionaban cifras. La primera vez que visité a Marión Cook, me dijo
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nada más abrir la puerta “Nunca hablo de dinero y de arte al mismo tiempo”. Si
aquello siguiera siendo verdad, las cenas del mundo del arte serían mudas. “¿Te
lo puedes creer? Hace dos años sólo pagué seis millones por ese Warhol, y ayer
me ofrecieron diez” Después de semejante declaración, parecería una verdadera
grosería preguntar “¿Qué es exactamente lo que te gusta de él?”. En general, las
cuestiones de calidad y juicio crítico quedan superadas por las grandes cifras.
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FIG. 31
PAULCÉZANNE
Cuatro manzanas en un plato
h a c ia 1 8 8 2
Oleo sobre lienzo
Nationalgalerie, Musseum Berggruen, Staatliche Museum, Berlín
Cuando empecé a hacer negocios en Japón en los años ochenta, conocí al legendario
coleccionista y marchante Sadao Ogawa. Me invitó a la primera de muchas comidas
maravillosas en su casa, que siempre culminaban con la ceremonia del té. En una
sala tradicional para la ceremonia del té hay una zona llamada tokonoma, reservada
para un rollo de papel japonés o un arreglo floral. En el tokonoma de Ogawa-san
había un pequeño bodegón de Cézanne con manzanas en un plato ( f i g . 31). El
tiempo se detiene durante el ritual del té, y con la relajada conversación me resultó
muy fácil dejar que el cuadrito ejerciera su magia de una manera que jamás se
habría dado si lo hubiera visto al pasar por un pasillo de una mansión de Bel-Air.
Algunas personas que pueden permitirse coleccionar arte disfrutan viendo sus
nombres en las columnas de cotilleos, y gran parte de sus vidas sociales, incluidos el
matrimonio, las amistades y los viajes, puede estar determinada por sus actividades
de coleccionismo y propiedad. Esto no se limita a los superricos. Allá por 1965
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capítulo ii
todos. Es posible que en el futuro nos aguarde una utopía de arte patrocinado por
el Estado, con cientos de miles de minimuseos en aldeas, pueblos y ciudades. Se
podría comprar para el bien común la producción entera de artistas seleccionados
por un comité de servidores públicos imparciales y con credenciales impecables.
H asta que llegue ese momento, tenem os en Estados Unidos y en el resto del
mundo museos que están abiertos al público, algunos incluso gratuitos, a los que
acude tanta gente como a los eventos deportivos, o más. No obstante, en algunos
museos que se anuncian como gratuitos hay que pasar por un mostrador donde
te piden donativos, y en otros te cobran la entrada a exposiciones especiales
dentro del museo (la Tate Modern y la Tate Britain, por ejemplo). La política y la
economía de lo “gratis” varían según el lugar del mundo. Edmund Capón, director
d eja Art Gallery de Nueva Gales del Sur en Sídney, me contó con regocijo que
desde que habían dejado de cobrar la entrada, los ingresos de las concesiones del
museo (restaurante, cafetería, tienda) se habían disparado gracias al aumento de
público. También se pueden ver grandes obras de arte con relativa comodidad y
absolutamente gratis en galerías comerciales de la mayoría de las grandes ciudades.
Toda visita a una obra de arte expuesta al público es una experiencia social.
Aunque vayas solo, encontrarás otras personas que comparten la experiencia.
Algunos, incluso, pueden estar tapándote la visión de tu cuadro favorito, riñendo
a sus niños o intentando encontrar cobertura para su teléfono móvil. Si se permite
hacer fotografías, se pasarán más tiempo mirando por los visores que viendo el
arte colgado de las paredes. Para alguien tan criticón e irascible como yo, esto
puede ser una experiencia social deprimente. Una vez que fui a una exposición
de austeras y serenas pinturas grises de Johns en el Metropolitan, apenas pude
concentrarme a causa del constante runrún de una docena de audioguías. Para
colmo de males, el teléfono móvil de una señora empezó a sonar a todo volumen,
pero claro, ella no podía oírlo porque estaba pegada a su audioguía.
- Con una actitud diferente, la experiencia del museo puede elevar de verdad el
contacto social. Esto suele significar acudir con personas que comparten tus gustos
generales, aunque no tus preferencias más concretas. Conrad Fried, cuñado de De
I Kooning, recordaba que en los años treinta iba con él a los museos de Nueva York:
130
am
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Aunque creo que con la práctica podemos aprender a mirar mejor, no soy muy
rirtidario de intentar enseñar teoría del arte a personas adultas y razonablemente
bien educadas en otros aspectos. Es mucho más importante y agradable ir y mirar
simplemente el arte. Claro que desde el punto de vista social, puede ser interesante
ü istir a conferencias y coloquios en el museo local, e incluso apuntarse a un
recorrido con guía. Si donde vives hay una feria de arte anual, seguro que hay
visitas organizadas para el público, y muchas veces actividades culturales paralelas.
Estarás en compañía de personas con ideas similares. No excluyo por completo la
posibilidad de encontrar así una pareja para toda la vida, pero las posibilidades
de sim plemente hacer amigos son mayores que en un andén del metro. Las
instituciones culturales de todo tipo ofrecen oportunidades de contemplar obras
de arte con otras personas, ya sea con fines recreativos o como parte de un curso
al que pueden asistir estudiantes de cualquier edad.
En ciudades con muchas galerías de arte suele ser fácil unirse a un grupo autónomo
: con algún profesional a cargo. En ciertos días del mes, el grupo entra y sale de las
--'-rías comerciales con o sin comentarios de un director o del personal de las galerías.
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C A P ÍT U L O II
ARTE INTERPRETADO
Hemos visto que el arte proporciona excelentes motivos para muchos tipos de
interacciones sociales. En la segunda mitad del siglo xx aparecieron formas de arte
que dependían por completo de la interacción social. Con raíces en el movimiento
Dadá europeo de los años veinte, e influidas por la pintura de acción de Pollock,
los happenings eran actuaciones sin guión que muchas veces precisaban de la
participación de los espectadores y confiaban en que ocurrieran cosas no planificadas.
El primer happening fue probablemente una búsqueda de setas que tuvo lugar en
Nueva Jersey por iniciativa de los profesores-artistas de la Universidad Rutgers Alian
Kaprow y George Segal. Difuminando las fronteras entre artista, evento, objeto y
espectador, de una manera que a veces parecía caótica, los happenings influyeron
en muchos artistas, entre ellos Oldenburg, cuya instalación semipermanente Store
Days (1961) en el Lower East Side de M anhattan consistía en una auténtica tienda
a nivel de la calle, donde el artista hacía, exhibía y vendía sus simulaciones de
artículos de consumos, hechas con escayola pintada, desde faldas y zapatos hasta
hamburguesas y pasteles.
El domingo 23 de marzo de 1969, yo presenté Fire, del artista conceptual Jon
van Saun, que consistía en varios materiales ardiendo de diferentes maneras y a
diferentes velocidades en tres plantas de un edificio de S0H 0 ( f i g . 32). Duraba tres
horas y asistieron unas doscientas personas que entraban y salían. Su presencia
era fundamental para la obra.
Uno de los artistas más subversivos y evasivos que participaron en experimentos sociales
file el enigmático collagista Ray Johnson, que utilizó el Servicio de Correos de Estados
Unidos como principal medio para lo que él llamaba la Escuela por Correspondancia
(sic) de Nueva York. Se enviaba a la gente imágenes y textos extraídos de fuentes muy
diversas, con instrucciones de reenviarlos a otros individuos concretos. Muchos de
ellos no se conocían. Johnson organizó reuniones de la escuela, la primera en una
casa de reuniones cuáqueras en el Bajo Manhattan. Asistió mucha gente, aunque no
había un programa, y el propio Johnson no se presentó. Había anunciado que en la
reunión no se trataría de “nada”. Uno a uno, los asistentes empezaron a levantarse
para decir y hacer cosas, y al final “ocurrieron” muchas cosas.
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EU F R Ó S IN E : EL V A LO R S O C IA L D E L AR T E
FIG. 3 2
JOHN VAN SAUN
Performance con fuego en la
Galería Feigen Downtown,
23 de marzo de 1969
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