Para Que Sirve La Poesia 877959

Descargar como pdf o txt
Descargar como pdf o txt
Está en la página 1de 6

¿Para qué sirve

la poesía?
Félix Grande
EL POETA FÉLIX GRANDE RECOGE UNA DE LAS PREGUNTAS RADICALES
REFERIDAS A LA POESÍA Y NOS ENTREGA UNA RESPUESTA APASIONADA.

¿Para qué sirve la poesía? A todos los poetas nos han emplaza-
do a que respondamos a esta pregunta envenenada. Nos ponen la
pregunta delante, a menudo con solidaridad, a veces con una
curiosidad condescendiente, y hay ocasiones en que nos la dispa-
ran con hostilidad, como deseando que reconozcamos que la poe-
sía no sirve para nada, y nosotros tampoco. En este último caso
tenemos que dejarnos de cortesías y entrar directamente en gue-
rra. A veces esa guerra es difícil. Cuando yo era adolescente y lle-
gaba a mi casa cada noche con uno o dos libros que añadir a mi
incipiente biblioteca, mi madre me miraba con el espanto de ver
cómo su hijo se encaminaba hacia la perdición, y exclamaba, des-
portillada por el desconsuelo: «¿Traes más libros? ¡Pero si ya tie-
nes muchos!» Más tarde, cuando vio mi fotografía en los periódi-
cos y mi persona ocupando algunos instantes esa residencia hip-
nótica que llaman televisión, mi madre presumía en el vecindario
de tener un hijo aposentado en la estratosfera de la fama, y le con-
taba a todo el mundo que ya desde pequeño a su Felicito se le
notaba que estaba destinado a empresas tan excelsas que habrían
de ser el asombro del mundo...pero de puertas adentro conserva-
ba un inalterable recelo ante oficio tan inquietante y tan poco
seguro como el de ganarse la vida escribiendo miles y miles de
palabras con obcecación de poseso, y argumentaba que a ella le
habían contado gentes de mucha confianza que un tal Miguel de
Cervantes, por obsesionarse con la escritura de novelas, dramas y

9
poesías, había pasado muchas necesidades, y lo habían llevado a la
cárcel, y no una sola vez, y había perdido el seso hasta el punto de
que se creía que los molinos de viento eran gigantes, y encima se
había muerto en la pobreza. Cuando yo trataba de tranquilizarla
dicíéndole que nunca quedó claro si los molinos eran molinos o
gigantes, que esas cosas nunca se saben, que hay muchos intereses
por medio, y que Cervantes había muerto de hidropesía, mi
madre, que a pesar de ser diabética no sabía qué clase de enferme-
dad pecaminosa era ésa de nombre tan secreto, zanjaba la cuestión
secándose las manos con el mandil y comentando con rigurosa
lógica: «Pues ya me contarás qué diferencia hay entre la hidrope-
sía y la miseria... ¡Y no te burles de tu madre, que los molinos son
molinos!» Mi pobrecita madre murió con casi noventa años sin
aceptar que en el siglo XVII los gigantes se disfrazaban de moli-
nos, pero eran gigantes, y de una perversidad increíble, tanta que
contagiaban enfermedades espantosas, como la hidropesía y la
prisión.
Los hidrópicos son criaturas que siempre están sedientas. Los
poetas, al menos en la adolescencia, también nos morimos de sed.
Por ejemplo, de sed de amor. En realidad, no sólo los poetas: el
que esté libre de sed de amor, que arroje la primera prosa. Pero
parece claro que tal vez nunca somos más sinceros ni más respe-
tuosos con nuestras emociones que durante la adolescencia, y tal
vez ser poeta consiste en recordarle a todo el mundo que conser-
var sinceridad y respeto emocionales en nuestra etapa adulta es la
manera mas atinada que tenemos para que no carezca de majestad
ni de fraternidad nuestra vida casual, brevísima y destinada al
adiós y al olvido. Si esto es así, habrían resultado un acierto y una
premonición aquellos poemas amorosos que escribíamos hacia los
quince años. Fue entonces cuando yo redacté un maremoto de
sonetos y de silvas y de romances y de octavas reales a una mucha-
cha de mi pueblo que era, sin ninguna vacilación, la mujer más
bella y más perfecta de la Tierra, infinitamente mas bella y más
perfecta y más acongojante y más digna de los altos suspiros de su
caballero que la mismísima Dulcinea del Toboso, que hasta con
Don Quijote de la Mancha hubiera yo medido la fuerza de mi
brazo y toda mi certidumbre de corazón en sin igual combate si
Don Quijote hubiera pretendido persuadirme de que la Encarna,

10
vecina de la calle de Carboneros, y ella misma carbonera sublime,
no era la dama más eximia del Universo conocido, y ante cuya
persona sólo cabían el respeto y el estupor. Tanto respeto y tanto
estupor guiaban la entrega de mi ánimo, que le mandaba mis poe-
mas sin firma y sin remite, ofuscado por el espanto y la felicidad
de ser el rendido sirviente de la dama más dulce y más recatada de
todos los confínes del mundo. Aquel amor, destinado a ser el
pasmo de las generaciones y a taladrar con su ímpetu la memoria
de la procesión de los siglos, se convirtió en humo y en el miste-
rioso perfume del fracaso cuando la Encarna se puso de novia con
un guarnicionero, un muchacho formal y de buena familia» deján-
dome en el alma el conocimiento de la fatalidad y el abecedario de
la pena y del infortunio. Aquella decisión de Encarna, de cuyo
buen juicio y de cuya caridad espero que haya purificado en el
fuego mis poemas primerizos, para el bien de mi reputación, y a
cuyos hijos y nietos les deseo larga vida y muchas alegrías, me
proporcionaría después la ocasión de conocer a Francisca Agui-
rre, una chiquilla de quien me enamoré en el invierno del 57 y
para quien hoy, casi medio siglo después, puedo reproducir unas
palabras extraordinariamente profundas del escultor Manolo
Hugué; son éstas: «A mí, con mi mujer, me ha ocurrido una cosa
muy curiosa: empecé enamorándome de ella y he acabado que-
riéndola de verdad.» Quien sepa resumir el amor con más cono-
cimiento, que levante la mano.
Con la poesía nos ocurre lo mismo. Empezamos pidiéndole
socorro para encauzar la turbulencia de nuestras emociones y aca-
bamos, sencillamente, necesitándola para vivir. Empezamos recla-
mando la presencia de las palabras para que nos defiendan de la
desmesura de nuestra incompetencia ante los secretos y las evi-
dencias del mundo, y acabamos comprendiendo que si nos de-
sampalabrásemos nos quedaríamos tiritando en una desnudez
infernal. Y es que durante mucho tiempo, y algunos durante el
transcurso entero de la vida, nos comportamos con una distrac-
ción asombrosa: navegamos en el océano de los tiempos y en
medio de las borrascas de la Historia sin darnos cuenta de que si
nos quedásemos sin nuestra embarcación, es decir, sin palabras,
caeríamos en una soledad descomunal, en un naufragio pavoroso.
Cuando nos damos cuenta de que somos seres humanos porque

11
nos precede y porque nos socorre el lenguaje es cuando com-
prendemos que somos beneficiarios de una milenaria fortuna.
Beneficiarios; todo lo más, herederos: no dueños. Cada hablante
de esa especie formada por una multitud de «animales inconsola-
bles» (el acierto poético lo escribió José Saramago) sabe o debiera
saber que las palabras son el consuelo más fulminante y duradero
y fraternal con que contamos para mitigar la llaga incurable de
sabernos criaturas frágiles y mortales. Por eso a los jóvenes poe-
tas les sobreviene siempre ese momento, luminoso en que sienten
una oceánica gratitud por los maestros del habla, es decir, por los
poetas que a ellos les han antecedido. ¿Qué se aprende de los ver-
daderos maestros, de los poetas radicales? Lo resumió don Miguel
de Unamuno: «Tened fe en las palabras, porque ellas son cosa
vivida.» Con esa frase don Miguel nos recuerda que las palabras
españolas nos anteceden en mil años, que nos llegan con canas de
mil años de longitud, y que por ello hemos de aproximarnos al
lenguaje con el respeto con que nos aproximaríamos a ancianos
milenarios. Algo más nos muestra don Miguel con esa recomen-
dación: cada palabra que nosotros usamos ha sido pronunciada, y
durante diez siglos, por centenares de magos del lenguaje, por
centenares de profundos poetas; y además, y sobre todo, las pala-
bras, antes de llegar en forma de pomada a las heridas de nuestra
pequenez y de nuestro estupor de criaturas finitas, han sido pro-
nunciadas por billones de seres anónimos, por billones de herma-
nos que descansan bajo la tierra después de haber ensalivado con
su ser el lenguaje mientras vivieron y se comunicaron con pala-
bras. «Cosa vivida», escribió don Miguel: cosa condecorada por
las canas. Todo verdadero poeta ha conversado siempre con las
canas de la emoción y las palabras, esas canas que ya eran venera-
bles cuando nuestros antepasados mitigaban sus penas viejas
calentando sus manos en el fuego que no se apaga nunca, esa
hoguera formada por la emoción y las palabras de los seres huma-
nos. Porque esa hoguera es colectiva, nadie es dueño de ella. El
poeta Luis Rosales acertó a señalar que «las emociones, como el
lenguaje, nacen en una fuente remota del sentir colectivo.» Esto
quiere decir que de las materias primas con que se levanta el edi-
ficio de nuestra identidad, las emociones y el lenguaje, no somos
propietarios, sino favorecidos.

12
Las emociones y el lenguaje no han llegado hasta nuestro trán-
sito para que los encarcelemos en la mazmorra de nuestras pro-
piedades, sino para que los celebremos en agradecido usufructo.
Sentir y hablar son dones, No son nuestra proeza: son nuestra
herencia y nuestro privilegio. Desdichado todo aprendiz de poeta
que no haya advertido que las palabras y las emociones no han
venido desde tan lejos sólo para servirnos a nosotros, sino tam-
bién y sobre todo para que las sirvamos. N o hay que gastarlas,
sino administrarlas y tratar de hacerlas crecer siquiera un poco,
siquiera en la medida de nuestro fervor desconsolado, elocuente,
emocionado y pasajero. Porque eso es lo que somos: criaturas
desconsoladas, elocuentes, emocionadas y fatalmente pasajeras.
Por el contrario, el lenguaje no es pasajero y no es desconsolado:
viene siendo remoto y colectivo antes del suceso casual de nues-
tro nacimiento, y continuará siendo social y duradero cuando
nosotros ya no estemos aquí. Y ahora hagamos de nuevo la pre-
gunta: ¿para qué sirve la poesía? Lo hemos visto: para ir hacién-
donos ricos de humildad, para saber que ni siquiera nuestros ape-
llidos son nuestros, sino de nuestros padres, quienes, como nos-
otros, recibieron sus apellidos en usufructo. ¿Para qué sirve la
poesía? Para habitar el modesto orgullo de no desconocer que al
hablar y al sentir no somos únicamente criaturas mortales, sino
parte de una presencia milenaria y multitudinaria: para participar
de la magia y del susurro y la sorpresa de lo que no se acaba. Es
decir: para ser momentáneamente inmortales. No a causa de nues-
tro talento, puesto que esa pequeñita inmortalidad también es
pasajera, sino a causa de nuestro abrazo con las palabras y con las
emociones en donde millones de años y billones de seres han
venido sumando su júbilo de ser, su pena democrática y su ilusión
de renacer cada vez que cualquiera de nosotros escucha la emo-
ción, y habla. ¿Para qué sirve la poesía? Para recibir el alivio de
participar en una aventura tan comunitaria y remota que ha aca-
bado sonando con la palpitación de lo sagrado. Para saber que no
somos únicamente fortuitos y fugaces pasajeros, sino tamben
antiquísimos y sociales y misteriosos. Sin palabras seríamos erra-
bundos y repetidos, como los pobres animales. Sin emociones
seríamos cosas petrificadas, como lo son las piedras. Sólo con el
socorro de la palabra poética alcanzamos a ser personas. Es decir:

13
individuos reunidos: criaturas pertenecientes a una inmensa fami-
lia que cruza su tránsito «de lo oscuro a lo oscuro» sabiendo que
vivir no es una maldición ni una eventualidad: es un milagro.
Compartir el perfume remoto y la música antigua de la palabra
poética es compartir fraternalmente la multitudinaria y enigmáti-
ca majestad del barbecho de siglos en donde nace y grana nuestra
raza. Para cosas así de sigilosas y de enormes es para lo que sirve
la palabra poética... Por todo eso, suelo felicitar a los adolescen-
tes que empiezan a escribir poemas, aunque no sepan todavía que
han comenzado a conversar con la historia de nuestra especie. Y a
todos ellos les sugiero que tanquilicen a su madre diciéndole que
don Miguel de Cervantes Saavedra no se murió de hambre. Quizá
tampoco murió de hidropesía. Y ni siquiera de esa otra dolencia
que llamamos pena española. Hay la seria sospecha de que quizá
continua vivo, escarmentando ovejas, defendiendo a los descon-
solados, suspirando por Dulcinea y provocando siglo tras siglo la
admiración de Sancho Panza: ese hombre pobre a oscuras que de
repente ve la luz. Por cierto: ese hombre pobre a oscuras que de
repente ve la luz. Por cierto: ese hombre pobre a oscuras somos
todos nosotros. La luz es la poesía. Y no nos pertenece. Pero nos
iluminaC

14

También podría gustarte