Nuestra Necesidad de Consuelo Es Insaciable

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Nuestra necesidad de consuelo es insaciable

Stig Dagerman1

Estoy desprovisto de fe y no puedo, pues, ser dichoso, ya que un hombre dichoso


nunca llegará a temer que su vida sea un errar sin sentido hacia una muerte cierta.
No me ha sido dado en herencia ni un dios ni un punto firme en la tierra desde el
cual poder llamar la atención de dios; ni he heredado tampoco el furor disimulado
del escéptico, ni las astucias del racionalista, ni el ardiente candor del ateo. Por eso
no me atrevo a tirar la piedra ni a quien cree en cosas que yo dudo, ni a quien
idolatra la duda como si ésta no estuviera rodeada de tinieblas. Esta piedra me
alcanzaría a mí mismo ya que de una cosa estoy convencido: la necesidad de
consuelo que tiene el ser humano es insaciable.

Yo mismo persigo el consuelo como el cazador su presa. Por dondequiera que en el


bosque lo vislumbre, disparo. A menudo no alcanzo más que el vacío; pero alguna
que otra vez cae a mis pies una presa. Y como sé que el consuelo no dura más que
el soplo del viento en la copa del árbol, me apresuro a apoderarme de ella.

¿Y qué tengo entonces entre mi brazos? Puesto que estoy solo: una mujer amada o
un desdichado compañero de viaje. Puesto que soy poeta: un arco de palabras que
no puedo tensar sin un sentimiento de dicha y de horror. Puesto que soy
prisionero: una súbita mirada hacia la libertad. Puesto que estoy amenazado por la
muerte: un animal vivo aún caliente, un corazón que palpita sarcásticamente.
Puesto que estoy amenazado por el mar: un arrecife de duro granito.

Pero también hay consuelos que me llegan como huéspedes sin haberlos invitado y
que llenan mi aposento de odiosos cuchicheos: Soy tu deseo - ¡ama a todo el
mundo! Soy tu talento -¡abusa de él como abusas de ti mismo! Soy tu sensualidad
- ¡solamente viven los sibaritas! Soy tu soledad -¡menosprecia a los seres
humanos! Soy tu deseo de muerte -¡corta!

El equilibrio es un listón estrecho. Veo mi vida amenazada por dos poderes: por un
lado, por las ávidas bocas del exceso; y por otro, por la avara amargura que se
nutre de sí misma. Pero rehuso elegir entre la orgía y la ascesis, aunque sea al
precio de una confusión mental. Para mí no basta con saber que, puesto que no
somos libres en nuestros actos, todo es excusable. Lo que busco no es una excusa
a mi vida sino todo lo contrario a una excusa: la reconciliación. Al fin me doy
cuenta que cualquier consuelo que no cuente con mi libertad es engañoso, al no ser
más que la imagen reflejada de mi desespero. En efecto, cuando mi desespero me
dice: Desespera, puesto que cada día no es sino una tregua entre dos noches, el
falso consuelo me grita: Espera, pues cada noche no es más que una tregua entre
dos días.

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Stig Dagerman nació el 25 de octubre de 1923 en Suecia, y murió voluntariamente el 5 de noviembre de
1954 en el mismo país escandinavo. Desde muy joven, y hasta el fin de su vida, colaboró con la prensa
anarcosindicalista. También escribió novelas y dramas que le hicieron conocido como excelente escritor
en Europa. El texto que aquí reproducimos fue originalmente publicado con el título "Vart behov av tröst
är omättligt" en la revista "Husmodern", en 1952. Ha sido extraído del volumen de ensayos titulado
"Nuestra necesidad de consuelo es insaciable", firmado por varios autores y publicado en 1997 por Al
Margen (Valencia), Etcétera (Barcelona) y la Fundació D´Estudis LLibertaris i Anarcosindicalistes
(Barcelona). La traducción al castellano es de José Mª Caba

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Pero de nada le vale al ser humano un consuelo brillante; necesita un consuelo que
ilumine. Y todo aquel que quiera convertirse en una persona malvada, es decir, una
persona que actúa como si todas las acciones fueran defendibles, debería, al
lograrlo, tener al menos la bondad de advertirlo.

Son innumerables los casos en los que el consuelo es una necesidad. Nadie sabe
cuándo caerá el crepúsculo y la vida no es un problema que pueda ser resuelto
dividiendo la luz por la oscuridad y los días por las noches; es un viaje imprevisible
entre lugares inexistentes. Puedo, por ejemplo, andar por la orilla y sentir de
repente el horrible desafío que la eternidad lanza sobre mi existencia y el perpetuo
movimiento del mar y la huida constante del viento. ¡En qué se convierte entonces
el tiempo sino en un consuelo por el hecho de que nada de lo humano es duradero
y qué consuelo tan miserable que sólo enriquece a los suizos!

Puedo estar sentado ante la lumbre en la habitación menos expuesta al peligro y


sentir de pronto que la muerte me rodea. Está en el fuego, en todos los objetos
puntiagudos que me rodean, en la solidez del techo y en el grueso de las paredes,
está en el agua y en la nieve, en el calor y en mi sangre. ¡En qué se convierte
entonces el sentimiento humano de seguridad sino en un consuelo por el hecho de
que la muerte es lo más cercano a la vida y qué consuelo más miserable que no
hace más que recordarnos aquello que quiere hacernos olvidar! Puedo llenar todas
las hojas en blanco con la más hermosa combinación de palabras que mi cerebro
pueda imaginar. Puesto que deseo confirmar que mi vida no es absurda y que no
estoy solo en la tierra, junto todas estas palabras en un libro y se lo ofrezco al
mundo. A cambio, éste me da dinero, gloria y silencio. Pero qué me importa a mí el
dinero y qué me importa contribuir al progreso de la literatura; sólo me importa
aquello que nunca consigo: la confirmación de que mis palabras conmueven el
corazón del mundo. ¡En qué se convierte entonces mi talento sino en un consuelo a
mi soledad y qué consuelo más terrible que sólo consigue que sienta mi soledad
cinco veces más fuerte!

Puedo ver la libertad encarnada en un animal que atraviesa veloz un claro del
bosque y oír una voz que murmura: ¡vive con sencillez, toma lo que desees y no
temas las leyes! ¡Pero qué es este buen consejo sino un consuelo por el hecho de
que la libertad no existe y qué implacable consuelo para quien entiende que el ser
humano tarda millones de años para convertirse en lagarto!

Puedo, finalmente, descubrir que esta tierra es una fosa común en la que el rey
Salomón, Ofelia y Himler reposan uno junto al otro. De lo cual concluyo que el
verdugo y la infeliz gozan de la misma suerte que el sabio y que la muerte puede
parecer un consuelo a una vida errónea. ¡Pero qué consuelo más atroz para quien
querría ver la vida como un consuelo por la muerte!

No tengo filosofía alguna por la que moverme como pájaro en el aire o como pez en
el agua. Todo lo que tengo es un duelo que se libra cada minuto de mi vida entre
los falsos consuelos que sólo aumentan mi impotencia y hacen más profundo mi
desespero, y los consuelos verdaderos que me llevan a la liberación momentánea, o
mejor dicho: el consuelo verdadero, puesto que sólo existe para mí un consuelo
verdadero, aquel que me dice que soy un hombre libre, un individuo inviolable, un
ser soberano dentro de mis límites.

Pero la libertad empieza por la esclavitud, y la soberanía, por la dependencia. La


señal más cierta de mi servidumbre es mi temor de vivir. La señal definitiva de mi
libertad es el hecho de que mi temor cede el sitio a la alegría de la independencia.
Puede parecer que necesito la dependencia para poder conocer, al fin, el consuelo

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de ser un hombre libre, y seguramente es cierto. A la luz de mis actos me doy
cuenta que el objetivo de toda mi vida ha sido labrar mi propia desdicha. Lo que
podría traerme libertad me trae esclavitud y cargas en vez de pan.

Otra gente tiene otros señores. A mí, por ejemplo, me esclaviza mi talento hasta el
punto de no atreverme a utilizarlo por miedo a perderlo. Además, soy de tal modo
esclavo de mi nombre que apenas me atrevo a escribir por miedo a dañarlo. Y
cuando al fin llega la depresión soy también su esclavo. Mi mayor aspiración es
retenerla, mi mayor placer es sentir que todo lo que yo valía residía en lo que creo
haber perdido: la capacidad de crear belleza a partir de mi desesperación, de mi
hastío y de mis debilidades. Con amarga dicha deseo ver mis casas caer en ruina y
verme a mí mismo sepultado en las nieves del olvido. Pero la depresión es una
muñeca rusa y en la séptima muñeca hay un cuchillo, una hoja de afeitar, un
veneno, unas aguas profundas y un salto al vacío. Acabo por convertirme en
esclavo de todos estos instrumentos de muerte. Como perros me persiguen, o yo a
ellos como si fuese yo mismo un perro. Y creo comprender que el suicidio es la
única prueba de la libertad humana.

Pero, viniendo de un lugar insospechado, se acerca el milagro de la liberación.


Puede acaecer en la orilla y la misma eternidad que, hace un momento suscitaba en
mí temor, es ahora el testigo de mi nacimiento a la libertad. ¿En qué consiste este
milagro? Simplemente en el súbito descubrimiento que nadie, ni ningún poder ni
ningún ser humano tiene derecho a exigirme que mi deseo de vivir se marchite. Ya
que si este deseo no existe, ¿qué es lo que puede existir?

Puesto que estoy en la orilla del mar puedo aprender del mar. Nadie puede exigirle
al mar que sostenga todos los navíos, o al viento que hinche constantemente todas
las velas. De igual modo nadie puede exigirme que mi vida consista en ser
prisionero de ciertas funciones. ¡No el deber ante todo, sino la vida ante todo! Igual
que los demás hombres debo tener derecho a unos instantes durante los cuales
pueda dar un paso al lado y sentir que no soy únicamente parte de esta masa a la
que llaman población, sino una unidad autónoma.

Solamente en este instante puedo ser libre ante los hechos de la vida que antes
causaron mi desesperación. Puedo confesar que el mar y el viento me sobrevivirán
y que la eternidad no se preocupa de mí. ¿Pero quién me pide preocuparme de la
eternidad? Mi vida es corta sólo si la emplazo en el cepo del tiempo. Las
posibilidades de mi vida son limitadas sólo si cuento el número de palabras o de
libros que tendré tiempo de escribir antes de morir. ¿Pero quién me pide contar? El
tiempo es una falsa unidad de medida para medir la vida. El tiempo, en el fondo, es
una unidad de medida sin valor ya que sólo alcanza las obras avanzadas de mi
vida.

Pero todo lo importante que me ocurre y que da a mi vida un maravilloso


contenido: el encuentro con una persona amada, una caricia, la ayuda en la
necesidad, el espectáculo de un claro de luna, un paseo a vela por el mar, la alegría
que se siente por un hijo, el estremecimiento ante la belleza, todo esto ocurre
completamente fuera del tiempo. Da lo mismo que encuentre la belleza en el
espacio de un segundo o de cien años. La dicha no solamente se sitúa al margen
del tiempo sino que niega toda relación entre la vida y el tiempo.

Descargo pues de mis hombros el fardo del tiempo y, a la vez, la exigencia de sacar
buenos resultados. Mi vida no es algo que deba ser medido. Ni el salto del ciervo ni
la salida del sol son buenos resultados conseguidos en una prueba. Tampoco una
vida humana es la superación de una prueba, sino algo que crece hacia la
perfección. Y lo que es perfecto no realiza pruebas con buenos resultados, lo que es

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perfecto obra en estado de reposo. Es absurdo pretender que el mar está hecho
para sostener armadas y delfines. Ciertamente lo hace, pero conservando su
libertad. Del mismo modo es absurdo pretender que el ser humano esté hecho para
otra cosa que para vivir. Ciertamente aprovisiona máquinas y escribe libros, y
también podría hacer otras cosas. Lo importante es que, haga lo que haga, lo hace
conservando su libertad y con la plena conciencia de ser, como cualquier otro
detalle de la creación, un fin en sí. Reposa en sí mismo como una piedra en la
arena.

Puedo incluso librarme del poder de la muerte. No es que pueda librarme de la idea
que la muerte corre detrás de mis talones, y menos aún puedo negar su existencia;
pero puedo reducir a la nada su amenaza dejando de apoyar mi vida en soportes
tan precarios como el tiempo y la gloria.

Por el contrario no está en mi poder permanecer siempre vuelto hacia el mar y


comparar su libertad con la mía. Llegará el momento en que tendré que volverme
hacia la tierra y encararme a los organizadores de mi opresión. Entonces me veré
obligado a reconocer que el ser humano ha dado a su vida unas formas que, al
menos en apariencia, son más fuertes que él. Incluso con mi libertad recientemente
alcanzada no puedo destruirlas, sino solamente suspirar bajo su peso. Por el
contrario, entre las exigencias que pesan sobre el hombre puedo distinguir las que
son absurdas y las que son ineludibles. Para mí, un tipo de libertad se ha perdido
para siempre o por un largo tiempo: la libertad que procede de la capacidad de
dominar su propio elemento. El pez domina el suyo, el pájaro el suyo, el animal
terrestre el suyo. Thoreau dominaba todavía el bosque de Walden. ¿Dónde se
encuentra ahora el bosque en el que el ser humano pueda probar que es posible
vivir en libertad fuera de las formas congeladas de la sociedad?

Debo responder: en ninguna parte. Si quiero vivir libre debo hacerlo, por ahora,
dentro de estas formas. El mundo es más fuerte que yo. A su poder no tengo otra
cosa que oponer sino a mí mismo, lo cual, por otro lado, lo es todo. Pues mientras
no me deje vencer yo mismo soy también un poder. Y mi poder es terrible mientras
pueda oponer el poder de mis palabras a las del mundo, puesto que el que
construye cárceles se expresa peor que el que construye la libertad. Pero mi poder
será ilimitado el día que sólo tenga mi silencio para defender mi inviolabilidad, ya
que no hay hacha alguna que pueda con el silencio viviente.

Este es mi único consuelo. Sé que las recaídas en el desconsuelo serán numerosas


y profundas, pero la memoria del milagro de la liberación me lleva como un ala
hacia la meta vertiginosa: un consuelo que sea algo más y mejor que un consuelo y
algo más grande que una filosofía, es decir, una razón de vivir.

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