A Mis Sacerdotes

Descargar como docx, pdf o txt
Descargar como docx, pdf o txt
Está en la página 1de 141

Mensajes de Nuestro Señor

Jesucristo a sus Hijos Los


Predilectos.
(“A mis Sacerdotes”) por medio de la
Beata Conchita Cabrera de Armida.

CAPITULO l: ¡AMOR
SACERDOTAL!
"¡Ay!... ¡quiero almas de sacerdotes...ternuras...
consuelo! ¡Quiero amor en las almas
sacerdotales, quiero destruir la indiferencia que
me hiela en ellas; quiero vida interior, intimidad
Conmigo en esas almas consagradas; quiero
desterrar la apatía en sus corazones y hacerlos
arder en el celo de mi gloria; quiero activar la
vida divina en tantas almas de los míos que
desfallecen ; quiero destruir la indiferencia que
paraliza la acción de Dios y aleja de los
sacerdotes mis gracias; quiero hacer de cada
pecho un nido para el Espíritu Santo; quiero
barrer de mi Iglesia y arrasar todo lo que no sea
puro!

¿Si se pudiera ver lo que Yo veo, lo que me hiere


y me lastima en mi Iglesia, cubierto con la capa
de la hipocresía, de la falsedad, de la mentira y
aun del deber?

Mi Iglesia necesita una sangría de México; una


llamada enérgica en muchos corazones
resfriados.

Y todo ¿por qué? Porque les falta Espíritu Santo,


porque el mundo ha llegado a los altares, porque
la impureza ¡ay! ha minado muchos corazones.

Había y hay pecados ocultos que expiar,


indiferencia en los actos litúrgicos y religiosos,
tibieza en mi servicio, comodidad y molicie para
servir a las almas. , mucha exterioridad y poco
fondo, y sobre todo, ¡poco amor! Es necesario
volver a encender el fuego, y esto solo se hará
por el Espíritu Santo, por el Verbo, ofreciéndolo
al Padre, clamando misericordia.

Quisiera que se activara ese ofrecimiento del


Verbo al Padre en favor de la Iglesia de México
por medio de María. Quisiera que se diera un
impulso poderoso a ese acto expiatorio, uniendo
víctimas a la gran Víctima para desagraviar y
apresurar el triunfo de la Iglesia en México. Es
necesario que los sacerdotes mismos se muevan
a este fin, porque hay que expiar en ellos mismos
mucho de la causa de la actual situación
religiosa.

Mi Padre quiere perdonar, el Espíritu Santo


quiere la paz; pero el Verbo divino hecho hombre
es el canal por donde desciende y se compra toda
gracia.

Vendrá la reacción, pero por este medio y por


María; y se apresurará a medida que se haga lo
que pido.

Que todos a una me ofrezcan y se ofrezcan en mi


unión, y sean hostias con la Hostia, y pidan a mi
padre con María que limpie a México, que una a la
Iglesia y que una también los corazones en la
caridad.

Yo, aunque Dios, no dejo de ser hombre, y los


pecados - sobre todo los de mis sacerdotes-,
hacen que me ruborice ante la Divinidad
ofendida. Este es un secreto, un martirio oculto
de mi Corazón de hombre que ama a los hombres
y a los sacerdotes con fibras y latidos especiales,
y quiere -como tierra madre- cubrir lo incubrible
ante las miradas de mi Padre amado.

En este punto muy principalmente tengo tales


fibras de madre que quisiera Yo solo cargar con
el lodo con que manchan las vestiduras de mi
Iglesia, la Esposa inmaculada, y lavar con mi
sangre y ocultar con mi Blancura las impurezas
¡ay! de los que se llaman míos. Nadie se imagina
esta vergüenza de las vergüenzas para Mí; estas
faltas que hieren en lo más vivo mis entrañas de
cándido amor, que obligan a mi Padre a los
castigos, y que Yo, como Dios hombre, quisiera,
renovando mis dolores, impedirlos.

Este martirio oculto de mi Corazón es casi


desconocido; martirio de amor divino-humano,
porque mi Corazón de hombre ama con todas las
cualidades del amor humano divinizado.

¿Se comprenden ahora más profundamente las


quejas de mi corazón lastimado en lo que más
ama?

Cierto que hay mucho bueno en la Iglesia; pero


nadie sabe lo que hieren el fondo de mis entrañas
los pecados de esas almas escogidas que tanto
me han costado. Una ofensa de ellas es para Mí
como miles del común de las gentes que no han
recibido esa superabundancia de carismas. No
hay quien alcance a comprender la delicadeza
torturante con que sé sentir sus ingratitudes..."

CAPITULO II: Mirada


"Antes de la consagración de la hostia en las Misas, los
sacerdotes levantan su mirada a mi padre como para
pedirle, como para implorarlo y darle gracias, y ése es el
momento más cruel de martirio en mis sacerdote indignos,
más que la transubstanciación, que operan sus palabras -
que como mías operan su labios-; ese momento de la
mirada de a mi Padre es más doloroso para mí por tratarse
de Él, por burlarse de Él, por tener el cinismo de mirarlo
con esas miradas que no son puras. ¡Ay! esas miradas me
ruborizan, me hieren en lo más íntimo, y con sonrojo vengo
a las manos del sacerdote sin negarme jamás, pero ¿cómo
viene mi corazón?... sangrando y más sacrificado que en el
sacrificio de Calvario.
¿Por qué miran así a mi Padre amado que les dio a su Hijo,
como arrancándoselo de sus entrañas?, ¿por qué le pagan
con ingratitud? ¿No es este crimen como un reto al cielo
que clama castigo y venganza en vez de misericordia?

Éste, éste es otro de los dolores secretos que espinan mi


Corazón, que contristan al Espíritu Santo, y tienen eco
penoso en María, y atraen la justicia sobre los pueblos.

Que no miren así a mi Padre ojos que no sean limpios, que


no se atrevan a mirar al cielo ojos que tienen crímenes de
lodo en la tierra. Que esas miradas sean puras, sean
castas, sean amorosas, sean humildes y llenas de respeto
cuando en tan solemnes momentos se dirigen a mi Padre.
Les da su verbo y recibe ultrajes de lesa majestad; se le
implora con burla, con sarcasmo, con indiferencia cuando
menos, en esa mirada que debe ser suplicante, humilde,
implorante y pura.

Mucha parte de los castigos que Dios envía a los pueblos


vienen de esos crímenes ocultos del altar, de esas misas
sacrílegas en que viene el Cordero a ser desgarrado, no tan
solo en el sacrificio incruento del altar, sino en el sacrificio
de mi corazón herido. ¡Y esto es tan frecuente!

Y por más que quiero cubrir lo incubrible -como lo quisiera


mi amor en cuanto hombre- , soy también Dios, soy el
verbo engendrado del Padre a quien debo todo; y si
detengo la justicia, no puedo, no debo a veces usar como
Dios de solo misericordia. Y éstos son dos martirios de mi
ternura, mi Padre y el hombre, Dios y su Justicia.

Además, esa mirada osada y altiva es mirada mía, que la


toma el sacerdote como suya, y esa e otra ofensa, entre
tantas, en ese solo acto de la Misa.

Yo soy en el sacerdote quien mira a mi Padre, quien le da


gracias anticipadas por el Misterio que se va a obrar en el
Altar, quien lo implora, quien lo glorifica; y ¿cómo serían
puros, como serían santos, como sus ojos serían sus ojos,
mis manos sus manos, mi cuerpo su Cuerpo, mi Corazón el
suyo.

Ellos al consagrar no dicen: "Esto es el cuerpo de Jesús",


sino que dicen: " Esto es mi cuerpo... mi sangre". Por eso
en rigor, nadie podría subir al Altar sin estar transformado
en Mí, pero, siquiera, en esos instantes tan trascendentales
para el mismo sacerdote y para el mundo entero, siquiera
entonces ¡ay! en esos momentos ¡que fueran ellos Yo!

¿Dónde descargar ese terrible peso que me oprime como a


Dios hombre, como a hombre Dios? ¿Dónde desahogar mi
pecho comunicando lo que más me duele en mis
sacerdotes: esa mirada que como mía -e impura- mira a mi
Padre; esa mirada que cuando menos manchada con el
mundo, fría, indiferente, con que ofenden su majestad y su
ternura.

Para consolarme de esta pena, hay que ofrecer al divino


verbo en expiación de esos crímenes, porque solo Yo, Dios
hombre, puedo expiar los pecados del hombre. Yo soy el
ofendido en mi Padre, y a la vez, el perdón de mi Padre. Yo
soy a la vez la víctima y la expiación; me hacen ser en el
momento de la misa, mis sacerdotes sacrílegos, el que
representa el pecado en ellos (esto es horrible para Mí) y a
la vez la víctima pura que redime y salva.

Los pecados del común de los fieles los cargo por mi


voluntad misericordiosa; pero eso me los hacen cargar
entonces las almas que más amo y en quienes he
derramado los Dones del Espíritu Santo, y en los instantes
en que el Cielo se abre. ¡Qué ingratitud!

En esos momentos de la Misa estoy anhelante por renovar


el Sacrificio del Calvario en favor del mundo; ¡cómo palpita
mi Corazón ansioso de que ese instante llegue! ¡Cómo se
me hace tarde inmolarme y ofrecerme puro al Padre para
expiar los millones de pecados en todos los siglos!

Pero ¡ay! ¡Es mucho pedir a un puñado de almas escogidas


que me toquen mano puras, que me ofrezcan corazones
limpios, que miren a mi Padre ojos castos?

Me duelen todos los pecados, y más en mis sacerdotes;


pero ese vicio de la impureza a donde van a parar otros
muchos vicios lo odio, porque va contra la luz que es Dios,
contra el mismo candor, inocencia, limpidez, pureza que
soy Yo.

Por eso para llegar al altar exijo esta virtud angelical."

III: Penas de Jesús en las misas

“Es un martirio para Mí que no se celebre el santo sacrificio


de la Misa con fervor.

Es más común esta espada cruel de lo que parece. No


siempre al mirar a mi Padre en las misas lo miran con ojos
manchados, pero si con glacial indiferencia, con rutina y
distracciones, con falta de devoción, de espíritu, con el
pensamiento ocupado en cosas y preocupaciones
mundanas y humanas que no son Yo.
Para borrar esas manchas basta el ofrecimiento del Verbo,
siempre víctima por el hombre.

Sufro doblemente en esas miradas; porque me duele la


ofensa a mi Padre y los castigos que acumulan los
sacerdotes sobre ellos y sobre el campo que abarquen sus
deberes: hasta allá alcanzan los pecados de los sacerdotes.

Los pecados de los míos tienen repercusión, tienen


consecuencias en las almas que los rodean y en otras
muchas. Por eso un pecado de mis sacerdotes toma
mayores proporciones que un pecado de los fieles, por el
reflejo de la Trinidad en ellos y por la unción del Espíritu
Santo que los consagró para el cielo.

En esas miradas manchadas, me ofendo a Mí mismo, en el


Padre y en el Espíritu Santo. Yo, en el sacerdote,
identificado con él, soy el mismo Dios… ¡Qué sentiré como
Dios y como hombre? Es terrible la transformación de Mí en
el sacerdote. El sacerdote debiera transformarse en Mí y no
lo hace; pero yo si me transformo en él, en el sentido de
que siendo él Yo, en el momento de la mirada y de la
Consagración, soy al mismo tiempo el ofendido y el ofensor
de Mí mismo, en mi Divinidad, una con el Padre y esto es
horrible.

¿Donde se ha visto que Dios ofenda a Dios? Pues esto hace


que se realicen los sacerdotes sacrílegos en las Misas, en
esa mirada de que voy hablando, con la transformación en
Mí que –dignos o indignos-, se efectúa en esos momentos
solemnes, y hacen que Dios –ellos en Mí-, ofenda a Dios –
Yo en ellos-.

Y este tremendo crimen se comete tan a menudo como


nadie se figura; y mis sacerdotes ni piensan en ello ni
miran sus consecuencias. De suerte que en esas Misas se
representan dos Crucifixiones para Mí: la del Altar, la
mística que reproduce la del Calvario; y la real (por parte
de los sacerdotes) que me crucifica con la mayor crueldad y
me obliga a ser Yo mismo, el esplendor del Padre, el que
echa lodo sobre mi Padre, sobre el Espíritu Santo, sobre la
Divinidad, una en las tres divinas Personas.

Otra derivación de mis martirios en las Misas es ésta: en


las Hostias consagradas estoy Yo con mi Cuerpo, Sangre,
Alma y Divinidad; pero con rigor también tiene allí parte el
sacerdote que consagra y que se transforma en Mí y Yo, en
él. Al consagrar somos uno: él desaparece en Mí y Yo en él:
somos dos en uno.

Yo dije: “Tomad y comed todos de él, porque esto es mi


Cuerpo”, y aún para la comunión de los fieles todos, me
comulgan a Mí desapareciendo en Mí el sacerdote. Pero
¿qué hago Yo? Lo absorbo en mi Divinidad, y sin que lo
sienta, lo transformo en Mí con un segundo fin; no tan solo
para ofrecerlo a mi Padre en el sacrificio del Altar, sino
también para darme a las almas.

¿Se comprende acaso lo que Yo sentiré transformando en


Mí una cosa manchada? ¿Puede alcanzarse a entender la
pena inmensa de mi Corazón, de mi alma de lirio al
absorber en mi seno, en mi cáliz, la suciedad y negrura de
un alma manchada de sacerdote?

Claro está que mi sangre se derrama en el sacrificio del


Altar para perdonar todos los pecados, que es una ola de
Sangre redentora para lavar los crímenes del mundo; pero
cuando esta sangre tiene que comenzar por lavar los
crímenes, las ofensas del sacerdote,… ¡en lugar de que la
del sacerdote unida a la mía y, una sola cosa con la mía,
borrará los crímenes del mundo...! esto es horrible para mi
Corazón de amor.

He querido revelar esta pena, entre las otras penas o


esquinas que tengo que sufrir en la Consagración de mi
cuerpo y de mi sangre, en las misas por sacerdotes
indignos; y ellos ni piensan ni se dan cuenta de la
extensión de su crimen ni de las dolorosas y múltiples
consecuencias que alcanzan un radio incalculable para el
hombre que sólo Yo sé Medir.

Hay que pedir para que los sacerdotes sean víctimas con la
Víctima Divina y con las mismas cualidades.”

V LOS SACERDOTES Y EL
PURGATORIO

“No piensan tampoco los sacerdotes impuros en su


obligación de unir, limpios, su sacrificio al mío a favor de
las almas del purgatorio. El sufragio más grande que por
ellas puede hacerse. Un sacerdote manchado ¿cómo podrá
apagar con su sangre impura el fuego que las acrisola?
Claro está que el efecto expiatorio de esta sangre es mío,
por lo divino que hay en Mí; pero como sacerdote en la Misa
es Yo por su transformación en Mí, tiene que ser puro,
tiene que ser santo para unir su sacrificio al mío, es decir,
para ser Conmigo una misma víctima a favor de mi Iglesia
purgante.
No se dan cuenta los sacerdotes manchados de este otro
aspecto santo, de esta santa obligación que tienen de ser
puros para purificar, de ser santos para satisfacer, de ser
en verdad sacerdotes para impetrar y alcanzar gracias del
cielo. Porque no tan sólo en las Misas que se dicen ex
profeso por las almas del purgatorio deben concurrir estas
condiciones en el sacerdote, sino que en todas las misas se
pide por las almas del purgatorio y cae mi sangre preciosa
en ese lugar para su alivio y descanso, y para conmutar sus
penas.

El sacerdote, por este otro matiz que explico, tiene también


parte en esta obra expiatoria, en este sagrado deber para
con la Iglesia paciente y purgante. ¡Y aun cuando solo
fuera para cumplir este deber tendría que transformarse en
Mí, siendo puro, siendo víctima, siendo santo!

Casi nunca se piensa en este punto capital de la Misa que


se extiende no tan solo a la humanidad entera en la Iglesia
militante, sino también en las almas de los difuntos que
esperan anhelantes este rocío que purifica, vivifica y salva.

Para esto también los sacerdotes tienen que ser otros Yo,
otros Jesús, en su transformación en Mí. Pues mi Sangre
porque es pura, es en esos momentos más que en ningún
otro expiatoria, si cabe decirlo; la del sacerdote –una con la
mía- debe ser pura también: no debe tener mancha esa
alma que se transforma en la pureza inmaculada.

¿Cómo conmutar las penas de las almas del Purgatorio un


sacerdote manchado, que merece no purgatorio sino
infierno?

¿Cómo tiene cara para ofrecerse en satisfacción de las


venialidades, el que carga montañas de pecados mortales?

¿Cómo limpiar el que está manchado?

¿Cómo impetrar para otras almas el que no impetra para la


suya?

¿Cómo apagar las llamas del Purgatorio el que lleva en sí


mismo el fuego impuro y consentido de la concupiscencia
de la carne?

¡Ay! Quiero que estas verdades aterradoras para los


sacerdotes y desoladoras para Mí, se remedien, se
extingan, y desaparezcan de los altares.

Aquí está otro secreto de los dolores internos de mi


Corazón en los sacerdotes; aquí está otro martirio íntimo,
entre tantos que sufro en mis sacerdotes amados”.
VI LOS SACERDOTES Y LOS
FIELES
“Al consagrar los sacerdotes indignos si no estuviera toda
mi ternura y mi potencia salvadora, en las Misas, en las que
cubro Yo los Crímenes de los sacerdotes indignos, solo
servirían esas Misas para atraer al mundo fuego del cielo,
rayos de justicia, la ira de mi Padre, al verse burlado así en
su Iglesia amada.

Pero todo esto, todo este horrible peso, todo ese muladar
de basura, cae sobre mi Corazón; y ¿qué hago?... ¡seguir,
seguir en los millares de Misas sacrificándome; ocultando
lo que me hiere, lo que tengo a la vista, lo que he de cubrir
con mi Blancura, lo que me ofende, lo que se arroja con
audacia increíble y hasta con malicia infernal sobre mi
Rostro, sobre la misma Divinidad!

¡Y prosigo bajando a manos impuras e indignas; y sigo mi


constante crucifixión que derrama gracias; y continúo de
víctima expiatoria, y no me escondo airado, y no me niego,
y salgo al encuentro de dolor tan horrendo…! Y este es mi
papel, de día y de noche, ante mis ministros culpables, y
ante un Dios ofendido, en cierto sentido, por Mí mismo, por
otro Dios, Yo en el sacerdote.

¿No se comprende ahora mi sed de descanso?... ¿No se


palpa cómo no descanso con las ingratitudes del mundo,
pero sobre todo con las espinas más dolorosas y crueles
que son las de los míos?

Para remediar estos males hay que ofrecer al Verbo, que


sacrificar a Jesús, que este es mi papel desde la
Encarnación hasta mi muerte, y en la Eucaristía, hasta el
fin de los siglos. No sólo fui Víctima en el mundo, sino que
sigo siendo, porque ab aeterno, desde la Creación del
mundo, me ofrecí a mi Padre para ser Víctima, y en María
confirmé mi ofrecimiento que ha seguido en las Misas, y
que quiero que siga en los corazones para bien de mi
Iglesia y de las almas.

Esto es lo único que exijo de mis sacerdotes, que me


sacrifiquen puros; porque lo manchado repugna con mi
Blancura, porque mi martirio mayor es unirme con lo que
no está limpio”.
VII LOS SACERDOTES Y LA
COMUNIÓN
“La comunión borra los pecados veniales, porque mi
acercamiento purifica. Pues bien, los sacerdotes tienen
parte –una parte pasiva, pero real-, en las hostias
consagradas; porque al decir ellos: “Esto es mi Cuerpo”,
cuando consagran en la Misa, es en cierta manera su
cuerpo en Mí. Porque no solo se transforma el sacerdote
interiormente en Mí, sino que también su cuerpo y todo
cuanto es se pierde en Mí. Y sea que consagre una hostia o
muchas, queda él en Mí en ellas, aunque absorbido por la
potencia absorbente de mi Divinidad.

¡Oh y qué grande y qué sublime participación tiene el


sacerdote, digno o indigno, en su ser de sacerdote en esta
altísima dignidad que Yo le di!

Pues bien: si el sacerdote es impuro, es indigno, está


manchado, ¿cómo va a borrar los pecados en las almas,
convertido en Mí? Este punto es tan sutil que se pierde para
los ojos humanos; pero para los míos tiene resonancia,
tiene eco en Mí y constituye una falta de delicadeza punible
que hiere las fibras de mi Corazón.

Esta dignidad del sacerdote es tan extensa que el


entendimiento humano no alcanza a abarcarla, sobre todo,
cuando administra con potestad divina los sacramentos de
mi Iglesia, en los que siempre me representa. Ningún
sacramento, sin embargo, ningún acto tan transcendental
ni mayor que el que ejerce en la Misa; porque de él se
derivan incalculables efectos para el cielo, para la tierra,
para el purgatorio, para miles de almas. ¡Ya se ve si
deberán los sacerdotes ser dignos, ser puros, ser santos,
ser Jesús!"

VIII LOS SACERDOTES Y MARÍA


“Al transformarse los sacerdotes en Mí, en la
Misa, pasan a ser más íntimamente, más
completamente en esos momentos, más -digo-
hijos de María Inmaculada, al ser Yo mismo en
ellos. Y este pensamiento no se ahonda, no se les
ocurre, no lo agradecen…
Y María, entonces, tiene para ellos toda la
ternura que tuvo y que tiene para Conmigo,
porque ve en cada sacerdote otro Yo; y los mira
complacida, y los envuelve en su calor, y los
estrecha en su seno, y los acaricia, y los ama…
porque me ve en ellos a Mí.

María en las Misas tiene siempre un gran papel;


porque, si ocurre como Corredentora en todos los
sacramentos, más, mucho más está presente en
las Misas.

Y ésta es otra pena para mi Corazón filial, el más


delicado que pueda existir; el ver que mi Madre
cargue, en ellos, lo impuro; en que comparta, en
su inmaculado candor, su pena con la mía; en que
Yo la va, la sienta estremecerse cuando a su
corderito lo desgarren como tigres los sacerdotes
sin conciencia, los sacerdotes manchados, los
indiferentes al menos; tratando con frialdad, con
tibieza y hasta con cierto desprecio lo que Ella
más ama, a su Hijo unigénito más puro que la luz,

¿No son acaso estas penas íntimas, profundas y


doloras?

Mi primer amor, después del de mi Padre, es


María; y después, mis sacerdotes, mi Iglesia; y en
ella, las almas. Esos son mis amores, y en estos
amores inmensos están también mis dolores. Y
quiero comunicarlos a mis sacerdotes, ¡porque
reclaman un consuelo, un alivio, un descanso!

María impregnada de todos los misterios, toca


parte muy activa con la Iglesia en implorar
perdones y derramar gracias. María no ha dejado
de ser Madre mía y de los pecadores; y ¡cuánto
hieren a su Corazón purísimo las ofensas que me
hacen, y más las de los míos! Si yo soy Mártir en
las Misas celebradas por sacerdotes indignos, Ella
–asistiendo en los altares a mi pasión incruenta,
como asistió a la cruenta del Calvario-, contempla
desolada lo que con su Hijo se atreven a hacer.
Y su papel, unido al mío, es olvidar, en cierto
sentido, su pena y clamar al Padre en mi unión:
¡misericordia! María ofrece su pureza y sus
lágrimas en esas Misas infames para que en lugar
de castigos lluevan perdones para el mundo, para
el purgatorio, para los mismos sacerdotes
indignos; porque su corazón identificado con el
mío, es todo caridad y amor ternísimo.

María, después del Padre y del Espíritu Santo, es


la que contempla sin velos la lucha mía entre el
Dios hombre y el hombre Dios, entre la Justicia y
la Misericordia, la eterna lucha de mi amor, ¡de
mi infinito amor a la humanidad en mi Corazón de
Dios hombre y de hombre Dios! Y María con su
Corazón Inmaculado se interpone a los merecidos
rayos de la Justicia, y la desarma ofreciendo a su
Hijo ante la Divinidad tan bajamente, tan
rastreramente ofendida.

¡Y los sacerdotes, ignorantes de esto, no saben


¡ay! A quien deben no estar partidos por él rayo
de la justicia, no caer desde luego en el infierno!
Es María, después de Mí, su pararrayos; es María
en mi unión la que implora; es María la que con
su Blancura limpia en mi alma las negruras.
Porque si Yo las cubro – esas negruras de los
sacerdotes sacrílegos- o quiero y trato de
cubrirlas ante mi Padre celestial, ¡Ella, mi Madre,
las cubre, quiere cubrirlas ante las miradas mías!

Y no es que Yo rehúse el sufrimiento o que no


quisiera pasar estas penas –místicas, pero
reales- en cuanto hombre; lo que me duele más
son las ofensas a mi Padre en Mí; los castigos a
mis sacerdotes malos, y al mundo por ellos; y la
dolorosa pena de María, en la que entra muy
vivamente su amor al Hijo y a los Hijos también
suyos, los sacerdotes indignos”.
IX SE RENUEVA EL CALVARIO
EN LAS MISAS
“En las misas tengo mis más dolorosos calvarios
cuando la celebran sacerdotes indignos que se
ceban en hacerme Víctima de sí mismos. No les
basta el que Yo, espontáneamente, en el curso de
los siglos, me sacrifique para aplacar a la Divina
Justicia, para soterrar el nivel que salve a las
almas, entre tantos pecados e ingratitudes.

No les basta mi vida de sacrificio en los altares,


de holocausto constante que se quema en su
favor, mi papel de Víctima, repito, consumada por
el eterno amor al hombre; sino que añaden
cínicamente, maliciosamente, descaradamente,
¡cuántos de mis sacerdotes!, leña para el
sacrificio, puñales para despedazarme, más
veneno, si pudieran, con el que al retarme a Mí se
emponzoñan ellos.

Hay sacerdotes con esta negrura; ¡porque apenas


he dejado ver el velo que cubre tanta corrupción
en lo que debiera ser nieve, ser blancura, pureza,
luz! ¡Oh si comprendieran ellos el don de Dios, las
riquezas inmortales que en sus manos pongo, los
tesoros de mi Iglesia, que ni debieran tocar los
que no son limpios! ¡Lloro estas falacias, este
desorden, estas ingratitudes sin nombre!

¡Lloro la condenación de tantas almas que me


deben más que la vida, porque en cada Misa les
doy la vida y mi Vida; reproduzco en ellos la
encarnación mística, mi Pasión y mi Muerte. Y
¿éste es el pago que recibo?

Sufro mística, pero realmente, primero por el


amor a mi Padre, por la ofensa al ultrajar al Amor
que es el Espíritu Santo, a la Divinidad (una
Conmigo el Verbo) pisoteada y despreciada.
Sufro en todos los visos o matices que he
enumerado.
Sufro en María y por María; sufro por las almas
que arrastran esta corriente de sacrilegios,
porque denigran mi Iglesia, Esposa inmaculada
del Cordero y esposa purísima de todo sacerdote,
por el lodo con que la manchan y la quieren
manchar, deshonrándola, y por los ultrajes que
ella, la Iglesia amada, recibe en sus ministros.

Sufro también, y ¡cuánto!, por el mismo indigno


sacerdote que a tanto se atreve, y que me costó
una Redención con toda mi Sangre en el Calvario,
y que desperdicia, y otra redención con toda mi
Sangre, también en el altar, que clama, que grita
al cielo, en vez de misericordia, ¡infierno!

Y tal es la inmensa ternura de mi Corazón que


quisiera repetir mil Pasiones en su favor y que
repito mil Calvarios en las Misas que quisieran
también fueran en su favor, pero que les sirven, a
mi pesar, de mayor castigo, para más
reprobación, para mayor infierno.

Porque un solo sacrilegio, enfría, quita la fe,


ciega y mata el alma.

Pues tantos sacrilegios en un alma de sacerdote


¿Qué será? Porque si está en pecado, cada acto
sacramental que ejerza, son nuevos pecados
mortales que comete, eslabones de pesada
cadena que lo aherrojan con Satanás.

Por este hecho del sacrilegio, pierden la fe, y


¡cuántos! Se entibian en mi servicio, les es
insoportable la suavidad de mi yugo, y se arrojan
al lodo, creyendo apagar sus remordimientos con
una vida que no es la suya, la que juraron seguir
en sus ordenación.

Son estos descarríos, los vicios de muchas clases,


en muchas formas, que Satanás les brinda,
haciéndolos suyos; y otro dolor, ¡entre tantos!,
pareciendo a la faz del mundo, míos. Esta
hipocresía satánica me lacera el alma ¿por qué?
Porque Satanás con diabólico sarcasmo se mofa
entonces de mi Poder, de mis Atributos, de mi
Pasión, de mi Iglesia y de mi Sangre y triunfa,
¡cuántas veces arrebata, para siempre de mis
brazos y de mi Corazón, lo que es mío!

Y esa hipocresía Yo la cubro por la dignidad de mi


Iglesia, y en silencio sufro los infames
procederes de mis sacerdotes: Yo las disimulo
ante las miradas humanas y me sonrojo ante mi
Padre.

¿Y son muchos los sacerdotes que se condenan?

Chorreando sangre mi Corazón, digo que sí, que


muchos se condenan, y a sabiendas; por no
prescindir de una pasión infame, y lo que es más
horrible para mi Corazón es esto: que se
condenan, queriendo condenarse.

Al perder la fe, pierden y se les amortiguan los


remordimientos, y entonces, ruedan y se
despeñan por una pendiente que desemboca en
el Infierno.

El orgullo, la impureza, la embriaguez, la codicia


y la cobardía, la desconfianza y mil otros vicios
los envuelven, e impregnan a su alma, que
debiera ser espejo, candor y luz, viniéndoles el
desprecio y el odio a lo divino; ese odio a lo santo
y al Santo de los Santos, y con esto, la
impenitencia final, y el eterno castigo.

¡Oh y cuánto deben velar los sacerdotes sobre sí


mismos, alejándose del mundo y viviendo del
Sagrario!

Los sacerdotes santos son el contrapeso, que en


mi unión, detienen la divina justicia; pero sobre
todo, la detengo Yo, Víctima del hombre y por el
hombre; Yo Dios y hombre, siempre doy vida con
la Vida, y reclamo al cielo, con mi Sangre, perdón
y misericordia”.
X Jesús quiere una reacción en
el clero por el Espíritu Santo y la
Oración.

“Quiero una reacción viva, palpitante, potente y


poderosa del clero, por el Espíritu Santo; quiero
renovar el fervor en corazones dormidos; quiero
extinguir la impureza, el lucro, la avaricia, la
codicia, el mundo en fín, que se ha infiltrado en
muchos corazones de los míos. Este cúmulo de
vicios en los corazones de los que me pertenecen
hace que se entibie su fe, y que vivan arrastrando
su vocación sacerdotal.

Y ¿Cuál es el remedio? El Espíritu Santo en


general, pero en particular, su remedio está en la
oración, en esas horas de trato intimo Conmigo
en las que Yo derramo mis luces con más
abundancia, en las que me acerco a los corazones
y les comunico mi Espíritu, y los conforto, y los
ilustro, y los enciendo, y les facilito con mi amor
el camino del deber, el espinoso sendero que
deben recorrer sacrificándose.

Un sacerdote ya no se pertenece; es otro Yo y


tiene que ser todo para todos; pero ha de
santificarse primero, que nadie da lo que no
tiene, y solo el Santificador santifica.

Por consiguiente, si quiere ser santo como es su


deber ineludible, debe estar poseído,
impregnado, del Espíritu Santo; porque si este
divino espíritu es indispensable para dar la vida
de la gracia a cualquier alma, para las almas de
los sacerdotes debe ser Él su aliento y vida.

Si son Jesús los sacerdotes ¿cómo no han de


tener el espíritu de Jesús? Y ¿cuál es éste, sino el
Espíritu Santo? Sus desalientos, sus tentaciones,
su tibieza y hasta sus caídas vienen del descuido
punible que muchos tienen para la oración;
porque viven aturdidos en las cosas del mundo, o
por el cúmulo de ocupaciones buscadas que les
estorban; porque rebajan su dignidad por su
familiaridad por personas de quienes debieran
hacerse respetar; por no huir de las ocasiones;
por dar lugar a las vanidades humanas; por su
falta de mortificación interior y exterior; por ver
como secundarios sus sagrados deberes, como el
Oficio Divino, etc., sintiéndolos como pesada
carga. Pero todo les viene por su disipación, falta
de oración y unión Conmigo; y esta falta tiene su
raíz ¡ay! En la falta de amor, que es lo que más
contrista mi corazón.

Necesita ahora más que nunca el Clero del calor


de sus Pastores, del cuidado de sus almas, de
procurarles retiros y ejercicios, y atracción
paternal en todos los sentidos.

Satanás hace su cosecha con pecados ocultos,


con ocasiones peligrosas, con finos lazos de
hipocresía traidora: las almas de los sacerdotes
son su manjar más codiciado.

Que las almas oren y se sacrifiquen en mi unión


por esa parte escogida que mucho necesita, en
estos momentos críticos, de oraciones y
penitencias, de gracias especiales que se
comprar con dolor.

He querido dar a mi Clero una lección de amor;


he querido herir en lo más íntimo el fondo del
corazón de los míos. Y si no, ve quienes están
sufriendo en esta prueba por la que cruza mi
Iglesia; mis sacerdotes y religiosos. Y es que
quiero purificarlos, acrisolar su virtud; porque si
mucho me hieren las ofensas ocultas, pero
patentes a mis ojos, de los que debieran ser solo
míos.

Claro está que los buenos pagan por los malos,


que hay almas inocentes que sufren las
consecuencias de las que no lo son, pero estas
precisamente puras y limpias, son las que están
comprando gracias y apresurando el tiempo de la
libertad y de la paz.

Los Obispos tienen que cargar las culpas de sus


hijos, cómo Yo tengo que cargar las culpas de los
míos. Purgarán sus deficiencias culpables los que
las tengan –Obispos y sacerdotes- y se
purificarán con sus penas el triunfo de la Iglesia
y la santificación de los suyos.

No crean que todo es castigo en ésta época


desoladora de la Iglesia, que mucho es prueba
para acrisolar la fe y la unión de los corazones.

Había mucha tierra en muchos de los que yo amo,


y este sacudimiento general, será saludable.
Tampoco este sacudimiento general, será
saludable. Tampoco crean que Yo no veo los
sufrimientos, ni escucho las plegarias, pero tengo
mis tiempos, y estoy haciendo reaccionar a
muchos corazones dormidos.

El triunfo vendrá por el Verbo, por el Espíritu


Santo en el Padre, por medio de María. Que todos
esperen confiados y serenos, la hora de Dios”.

XI -SEMINARIOS Y NOVICIADOS

“Yo soy el primer Sacerdote, y cubro las faltas de


los míos, aunque con mi Corazón amargado y
triturado. Así han de ser los Obispos, deben
cubrir con caridad las faltas de sus hijos; pero a
la vez, los han de apartar de las ocasiones
peligrosas.

Pero hay a veces descuidos punibles en ordenar a


los que por experiencia se veían con malas
inclinaciones y poca virtud. De ahí se originan
males sin cuento; y después vienen las penas y
lamentaciones, y los excesos y crímenes del altar
que tanto ofenden. Más vale pocos sacerdotes
puros y no muchos que no lo son.

Los Seminarios deben ser semilleros de santos o


gérmenes de santidad. Que pidan mucha luz para
los encargados de esos planteles de virtudes; es
poco redoblar ahí la vigilancia y la piedad, en
esas almas que van a ser mías. Hay que pedir
también por los Noviciados. Que nadie suba al
altar sin las condiciones muy afinadas para ello:
que los que formen esos corazones sean santos,
sean aptos, sean espejos en donde ellos se
miren.

Que el Espíritu Santo reine en esos lugares como


primer factor, y la Inmaculada sea su amor y su
vida.

Los Seminarios y los Noviciados son el porvenir


de la Iglesia y de las almas; y los Obispos hacen
bien de preocuparse y consagrar toda su atención
a ellos, sacrificándolo todo en su favor. Con esto
¡cuántos futuros martirios me evitarán y cuántos
castigos del cielo!

A las veces los ordenados son buenos y hasta


después se vuelen malos. Pero siempre hay en el
fondo de ciertas almas tendencias no santas que
ellos deben conocer.

Y ¿cómo? De muchos modos, pero más con la


oración, y la luz sobrenatural del Espíritu Santo.
Y en caso de duda, mejor nada que un futuro
desastroso y terrible.”.

XII DEL ESCÁNDALO Y DE LOS


PECADOS OCULTOS

“¡Y los pecados de escándalo de mis sacerdotes


qué inmensidades abarcan!, ¡qué gloria me
quitan, y de cuán honda manera traspasan mi
Corazón!

Es incalculable para el hombre, el radio que


abrazan esos pecados de escándalo de mis
sacerdotes, y sólo en le eternidad, a la vista de
aquella gran luz, alcanzan a ver el casi infinito
mal que produjeron con estos pecados
innumerables. Y digo innumerables, porque un
pecado de escándalo de sacerdote, se multiplica
y alcanza generaciones.

¡Quien lo creyera!, más me duelen a Mí los


pecados ocultos, las culpas secretas que sólo Yo
veo porque van directamente, maliciosamente, a
atacar mi predilección, mi confianza, mi herido
amor de elección. Estos pecados ocultos que
nadie ve son los que más hieren a mi alma de
azucena; los que más lodo arrojan contra la
Divinidad.

Y ¿saben por qué? ¨Porque atacan la fe, ciegan la


esperanza, y matan la caridad.

Me atacan los sacerdotes con esos pecados, en la


fe, porque pecan como si no creyeran en mi
presencia, esencia y potencia; pecan
directamente contra los atributos de la Trinidad.

Pecan contra el Padre que todo lo ve; contra Mí,


le Verbo hecho carne, haciéndome sonrojar como
Dios-Hombre; pecan contra el Espíritu Santo, ala
abusar en la tenebrosidad y ocultamiento, de su
confianza, al no importarles pecar y teniéndoles
sin cuidado el denigrar la santa unción con que
fueron consagrados.

Pecan contra la Trinidad, pero en un radio


incalculable para el hombre, pues Yo señalo los
puntos generales, pero los particulares de cada
punto de estos abarca mundos de malicia, de
traición, de ingratitudes sin nombre.

¿Y cuáles son los pecados ocultos de los


sacerdotes?

Existen pecados ocultos de muchas clases que los


sacerdotes cometen, y se gozan en ellos, contra
Mí.

¡Esos pecados, manchan tan hondamente!, ¡y me


punzan a Mí, la Blancura sin par, tan
íntimamente!

Esos pecados, casi más que ningunos otros, sólo


se borran con mucha Sangre Mía, porque son
acreedores a mucha venganza de un Dios
ofendido. Y estos pecados, son los que a Satanás
más le complacen, los que busca con codicia
infernal, los que arroja con cinismo sobre mi
Rostro, porque sabe que son los que más ofenden
mi luz, mi claridad, mi nitidez, mi blancura.

Él, Satanás, el rey de las tinieblas, se revuelca


complacido en la tenebrosidad de su ser, y se
complace en revolcar a las almas, y más a las
predilectas, que son las de mis sacerdotes, en el
cieno de esas negruras, de esas opacidades,
cubiertas para el mundo, pero muy patentes para
Mí.

Las almas sacerdotales me consuela por estos


pecados ocultos con el amor y la entrega.

Pero lo que Yo quiero decir, es que esos


horrendos pecados ocultos, necesitan,
expiaciones especiales; torrentes, y no solo gotas
de Sangre de un Dios y Hombre, para borrarlas.

Claro está que una sola gota de mi Sangre es


igual, tiene igual poder, que torrentes de ella
misma, por la virtud divina que hay en Mí, Dios y
Hombre, en razón de la unidad divina, que
alcanza su influencia hasta mi humanidad
Sacratísima; pero es una manera de explicar, en
el lenguaje humano, la potencia expiatoria que
necesitan esos crímenes ocultos en mis
sacerdotes, en los que se llaman míos.”.
XIII DEL ABUSO EN LOS
CONFESONARIOS
“Otro punto muy importante, en el que mucho
sufre mi Corazón, es en el de los confesonarios.

Muchos confesonarios sirven para comercios


infames, y para activar malas pasiones. Se cubre
con lo santo, con lo que debiera ser intachable,
muchos crímenes nefandos, muchas citas no
santas y se concertan atrocidades de horribles
consecuencias para la Iglesia y para las almas.

Se toman también los confesonarios como


instrumentos para cariños humanos, para
alabanzas mutuas, se sostienen almas que
buscan al confesor y no a Mí en ellos: manchan
este lugar sagrado con chanzas y conversaciones
nada dignas de ese santo lugar.

Pero mi mayor pena, en este Sacramento


purificador y santo, es cuando sacerdotes
indignos, manchados toman a la Trinidad
Santísima para absolver los pecados, y por este
Poder, conferido al sacerdote, se borran esos
pecados confesados con las disposiciones
debidas; pero en el sacerdote manchado que
absuelve, queda el horrible pecado mortal
duplicado.

El sacerdote indigno que me representa, peca al


tomar lo sagrado; y abusa del sacramento, en
este sentido, de tomar el poder que le he
conferido en labios, en manos y en corazón
manchado.

Éste es otro suplicio, entre tantos que sufro en mi


Iglesia, que soporto en silencio sin retirar mi
poder; ¡el poder de todo un Dios!, como es el de
perdonar el sacerdote los pecados,
representándome.
Abre el cielo a las almas, el sacerdote indigno y
se lo cierra él; perdona, en mi Nombre bendito, el
que no pide perdón al cielo.

Abusa de mi confianza, y si éste es un crimen aun


tratándose en lo humano, pues ¿qué será
tratándose de lo divino, de lo que me costó la
Sangre y la Vida?

Cada sacramento me costó la Sangre y la Vida, y


en cada absolución el sacerdote toma Sangre, la
Sangre del Cordero, para borrar los pecados.
Pero que toquen mi Sangre manos impuras, me
horroriza.

Y Yo, callo; y Yo sigo obrando y cumpliendo mi


palabra en la Iglesia: y Yo me dejo manejar en
mis Sacramentos de manos indignas, de
corazones descarriados, de ministros
humanizados hasta los tuétanos.

¿Cómo aconsejar pureza el que no la tiene;


prodigalidad el que es avaro, paciencia el
iracundo, humildad el soberbio, etc.?

Espejos donde los fieles se miren deben ser mis


sacerdotes, pero ¡cuántas veces las almas no ven
en ellos sino intolerables defectos en su dignidad,
y hasta pecados en sus inicuos procederes!

¡Pidan por mis sacerdotes culpables! Pidan luz


para que considerando profundamente mi papel,
siempre de Víctima, se compadezcan ellos de Mí;
¡siquiera mis sacerdotes que deben ser mi
corona, que no agreguen hiel a la que me dan los
mundanos!”

XIV FALTA DE AMOR A LA


EUCARISTÍA
“Otro punto que me contrista en muchos de mis
sacerdotes, es el poco amor y el poco respeto que
tienen muchos al adorable Sacramento de la
Eucaristía en la que ellos tienen tanta parte.

Poco amor en vivir alejados de los Sagrarios sin


visitarme, sin consolarme, sin esa íntima y
perfecta amistad, más que de amigo, que
Conmigo debieran tener. Prefieren las creaturas y
los negocios a un rato de gozar de mi presencia -
¡y Yo que tanto los amo!-, y dan además mal
ejemplo a los fieles con su frialdad glacial hacia
el Sacramento del amor.

Dicen muchos sacerdotes su Misa y hasta el día


siguiente vuelven a acordarse de que existo
sacramentado –por su amor, principalmente- en
los altares. Este olvido, nacido de la indiferencia
que existe en sus corazones, me hiere en lo más
íntimo.

Los dos, él y Yo, por mi infinita predilección,


tenemos parte en la Eucaristía, por la
consagración de la hostia en las Misas, en las que
no tan sólo me presta su concurso el sacerdote,
sino que, identificado Conmigo, es otro Yo, es
decir, es entonces Yo mismo al consagrar en ese
misterio de amor que se realiza en la
transubstanciación.

Éste debiera ser un motivo más para que mis


sacerdotes, con más fervor que nadie, adoraran
la Eucaristía, porque más que nadie saben ellos el
estupendo milagro de amor que ahí se ha obrado;
pero ¡cuántos corazones de mis sacerdotes no se
detienen a considerar ni a penetrar ni a
agradecer ese portento de amor que muchos
fieles tienen más en cuenta que ellos! Esta
frialdad, indiferencia e ingratitud de los míos
lacera mi alma.

¡Cuántas veces los veo Yo, contristado, alejarse


de Mí y preferir la tierra al cielo! ¡Cuántas, su
disipación, el atractivo de las creaturas y del
mundo los aleja de los tabernáculos! Y sobre
todo, los sacerdotes sacrílegos quisieran que no
existieran los Sagrarios en la tierra, porque les
dan en rostro y huyen de lo único que pudiera
salvarlos: ¡mi compañía!

Y ¿por qué me hiere tan hondamente esta


indiferencia en los que debieran arder, en los que
debieran tener sus delicias en los Sagrarios y
vivir de su calor? Porque todo esto les viene de la
falta de amor, y la falta de amor les trae la
tibieza en mi servicio. Pero esta falta de amor les
viene de la falta de oración y vida interior, de las
manchas del alma, que dejan acumular
tranquilos, sin ese ahínco de tener pura la
conciencia.

Un punto capital del enfriamiento para Conmigo


es la soberbia. ¡Ay! esto casi no se toma en
cuenta por las dignidades de mi Iglesia, por los
que se llaman míos: ¡y es tan frecuente que se
crean superiores a todos! Claro está que su
dignidad los eleva sobre todos los cristianos,
pero también sus virtudes debieran ser
superiores a las de todos los fieles. Manejan mis
tesoros con cierta arrogancia y altanería, como si
fueran propios y no tuvieran obligación de
impartirlos a las almas, puesto que son tesoros
del cielo.

Muchos se creen superiores al resto de los


mortales, sin pensar ni tener en cuenta que me
representan y que Yo vine al mundo a servir y no
a ser servido. De la dignidad a la soberbia hay un
paso, y si no están mis sacerdotes bien fundados
en la humildad, caen en este escollo muy
frecuentemente, y lastiman mi Corazón.

Si Yo soy su ideal, si soy su modelo, ¿por qué no


imitarme? Ellos no son los soberanos, Yo lo soy, y
gran predilección mía es el haberlos escogido
entre millones para mi servicio y gran honra es
para ellos el que ponga los tesoros de mi Iglesia,
mi misma sangre redentora en sus manos.
¡Modelo, Maestro y Rey humilde y manso, Rey
obediente en sus manos, y el mismo perdón de
Dios! Soy el Sacerdote eterno a quien debieran
copiar.

¡Si se asomaran al interior de su Jesús esos


sacerdotes disipados y soberbios! ¡Si me
estudiaran como es debido, si me copiaran en sí
mismos como es su obligación sagrada, otros
serían, y Yo no tendría que lamentar en ellos
tantas espinas que clavan en mi Corazón! Pero
les falta amor, porque les falta Espíritu Santo.

¡Que deber tienen los sacerdotes de recorrer las


etapas de la escala mística que los transforme en
Mí!

También les falta no sólo amor, sino respeto al


Santísimo Sacramento; y éste es otro punto
doloroso, entre tantos, que también lastima de
una manera muy íntima mi delicadeza y mi
ternura; pero esta falta de respeto en mis
sacerdotes se deriva de la falta de amor y de la
tibieza de su fe.

¡Como se impacientan muchos por tener que dar


la comunión y con qué fastidio y malos modos la
dan a veces! ¡Más valiera que no me tocaran y
que dejaran con hambre a las almas! ¡Cómo
dejan caer las partículas con descuido inaudito,
con precipitación y sin preocuparse siquiera! ¡No
hay esmero, no hay pulcritud, no hay limpieza, no
hay respeto, no hay amor…en tantas ocasiones
diarias, al manejar mi Cuerpo sacratísimo que
debiera ser tocado con delicadeza y ternura! ¡Si
Yo les hiciera ver las veces que por descuido
culpable caigo al suelo y soy pisoteado! Todo esto
me contrista muy hondo y ofende muy
profundamente a mi Padre y a María.

Esta manera de tratar lo santo y al Santo de los


Santos me lastima en lo más íntimo del alma.
¡Les sirvo de carga en muchas ocasiones a mis
sacerdotes tibios! Y esto es para mí delicadeza
horrible sufrimiento.

Eso de ver y sentir que les soy pesado, que les


soy molesto en el servicio de las almas, a las que
por deber están consagrados, me llega a lo más
íntimo!

¡Estorbar Yo que todo soy caridad y ternura!


¡Serles carga Yo qué cargo sus tibiezas, sus
indiferencias y sus pecados para blanquearlos!
Estos sacerdotes que así obran sólo llevan el
nombre y están muy lejos de serlo, aunque lo
parezcan.

Estos sentimientos dolorosos tan íntimos me


hacen sufrir y los descubro para que me
acompañen a sentirlos.

¡Nadie se imagina lo que sentiré Yo (siempre


dispuesto a favor de las almas) al ver que les sea
pesado a mis sacerdotes confesar, dar la
comunión, llevar viáticos, impartir, en fin, mis
sacramentos; manejar mi Cuerpo, mi Sangre, aun
mi Divinidad en ellos con esos malos
tratamientos, fastidiados, airados, sin devoción,
por salir del paso, pensando en otras cosas, y
sobre todo, sin amor!...

¡Ay! ¡Si Yo descubriera hasta el fondo esas penas


íntimas, delicadas e internas de mi Corazón de
hombre que tan afinadamente siente las
indelicadezas de los míos! Pero si siento como
hombre, con Corazón de hombre esos desprecios,
¿qué sentiré como Dios hombre que soy con toda
la finura de la Divinidad ofendida?”

XV CÓMO DEBEN
ADMINISTRARSE LOS
SACRAMENTOS
“Todos los sacramentos purifican, porque llevan
algo divino: llevan mi Sangre, llevan nada menos
que la influencia viva y palpitante de la Trinidad;
en todos campea muy principalmente el Espíritu
Santo. El Padre fecundando; el Hijo, redimiendo;
el Espíritu Santo, santificando. Y los sacerdotes
que apliquen estos sacramentos deben estar sin
mancha, porque imparten tesoros del cielo sobre
los cuerpos y sobre las almas; ponen mi sello
divino en los corazones; lavan con mi Sangre y
dan eficaces auxilios de gracias a quienes los
reciben.
Yo quisiera que al impartir mis Sacramentos, los
sacerdotes se hicieran en cargo de su papel; con
más razón los Obispos a quienes está reservada
la confirmación y las Órdenes sagradas. Que cada
sacerdote piense de antemano lo que va a
impartir, que son las riquezas espirituales del
cielo; que no se atreva jamás a tocar lo santo con
manos y corazones que no lo son.
No quiero escrúpulos que dañan a las almas y
que detienen las gracias; solo pido rectitud y un
corazón puro al impartirlos.
Curas, vicarios y todos los que impartan a las
almas lo divino tienen obligación de estar
divinizados, porque me representan a Mí.
Y si estando manchados no pueden confesarse,
siempre pueden hacer un acto de contrición y
arrepentirse; siempre tienen elementos en la
Iglesia para purificarse.
También los pecados veniales me ofenden, y en
su delicadeza para Conmigo, deben tocar lo puro
purificados. Tienen muchos medios en la Iglesia
para limpiarse.
Sí; hay mucho descuido y laxitud en esto; ya no
hablo aquí de sacerdotes en pecado mortal, que
ya saben lo que acumulan en sus impuras almas
ejerciendo actos de su ministerio con culpa
grave; pido también que los sacerdotes buenos
se limpien más y que no toquen ni a la Trinidad ni
a la Eucaristía, en los sacramentos, con
corazones menos limpios.
Todo en mi Iglesia debe inspirar pureza, luz;
porque Dios es luz y sus irradiaciones en la
Iglesia y en las almas son de claridad, de pureza.
Todo lo que no es luz no es Dios; todo lo que no
es puro es satánico, porque Satanás es
antagonista de la luz; por eso en él y en los suyos
todo es doblez, oscuridad y tinieblas. Uno de los
caracteres de Satanás consiste en lo tenebroso
de sus procederes; y en la oscuridad, engaña,
transforma y oculta. Su hipócrita táctica es
siempre velar, empañar el alma, llenarla de
humareda, ocultarle sus perversos fines y
envolverla en tinieblas.
Pero mi Iglesia es luz y las almas que son mías
deben ser de luz, de claridad, transparentándome
a Mí, transparentando el cielo. Todo lo tenebroso
no es mío, todo lo compuesto no es mío, que soy
simplísimo; y mi doctrina nace de la unidad toda
pura y trata siempre de unificar las almas en Mí,
en un solo rebaño y un solo Pastor.
Quiero quitar de mi Iglesia los abusos e
indelicadezas de los míos en el modo de impartir
los sacramentos, de observar las rúbricas, de
unificar el sentir de los sacerdotes con sus
Pastores. Esa unificación es muy necesaria y no
existe en muchos de los corazones de los
sacerdotes con su Pastor; de esto se derivan
grandes males.
Y ¿cómo se remedian? Unificando los espíritus en
un Espíritu, en el Espíritu Santo, teniendo los
sacerdotes con su Pastor un solo querer y una
sola alma. En este punto hay mucho que
reformar, porque mientras los obispos no tengan
la confianza y la voluntad de sus sacerdotes,
habrá separación, no existirá fundamento sólido
de caridad, y con esto me lastiman a Mí y se
causan muchos daños a las almas.
Quiero afirmar estos puntos en mi Iglesia; quiero
evitar ofensas a mi Padre y castigos para los
pueblos, que muchos vienen por este lado que
parece pequeño y no lo es.
Quiero delicadezas en los míos y unión con sus
almas tan escogidas y amadas de mi Corazón.
Quiero sacerdotes celestiales, tales como los
necesita mi Iglesia y ha concebido mi Corazón.
Para esto doy estos puntos generales y
particulares, para que los pongan en práctica
quienes deban.
México se va a distinguir en mi amor y en mi
Servicio…
Así lo espero, que yo cuando pido doy. Ya he
comenzado a sentir los efectos consoladores de
algunos corazones”.

XVI - CUANTA NECESIDAD


TIENEN LOS SACERDOTES DE
SER VIRTUOSOS PARA NO
ALEJAR A LAS ALMAS.

“Quiero humildad en mis sacerdotes. Pido mucha


humildad para mis sacerdotes; viven en un
ambiente de adulación, de diplomacias, de
alabanzas, -¡cuántas falsas e hipócritas!-, y
necesitan de un gran contrapeso de humildad y
de propio conocimiento para no levantarse, pues
son hombres; más que nadie necesitan
mansedumbre, paciencia y humildad.
Cuántas almas se alejan de los sacerdotes por su
mal carácter, por la frialdad en su persona y en
sus palabras que hielan y cortan la confianza.
Sólo Yo sé las veces que se deja trunca la acción
divina en las almas por un solo acto de estos, por
un capricho, o comodidad y molicie del sacerdote,
por su poca paciencia y amabilidad. Cortan la
confianza a las almas, repito; las alejan de los
confesonarios, de los sacramentos, y dan además
ocasión de escándalo, de murmuraciones, que no
se detienen sólo contra los sacerdotes
imperfectos y de poca virtud, sino que se pasan a
lo santo, a lo divino, a lo mío, y me ofenden.
Muy delicado es el papel del sacerdote en las
almas, por eso, más que nadie, necesitan los
sacerdotes de abnegación, de dominio propio, de
dulzura, de caridad y de muchas virtudes en el
ejercicio de su ministerio y en su trato con las
almas.
¡Qué difícil es el papel del sacerdote! Pero Yo le
ayudo en todos sus ministerios. Debe ser amable
sin rebajarse; dulce, con energía; atractivo con
límites; paciente con discreción; suave con
limitación y prudente, siempre”.

XVII -ESTUDIO
“Lo que mucho perjudica a mis sacerdotes es la
falta de estudio; esa ciencia inagotable que
nunca deben abandonar. Los libros santos y
buenos son la salvación de los sacerdotes y el
amor a ellos los librará de muchos males.
Aparte de que un sacerdote debe ser instruido y
completo en sus estudios para poder aconsejar
acertadamente y sólo por servir a Dios y a las
almas; estos estudios constantes repito, lo
librarán de peligros sin cuento.
Pero en la ciencia también hay escollos y peligros
para el orgullo, sobre todo en la poca ciencia.
Para dedicar un tiempo a los estudios, necesitan
recogimiento, y ésta es una virtud indispensable
para el corazón y para la vida exterior del
sacerdote. La disipación mata la inteligencia o la
amortigua para el estudio, y entorpece la
voluntad.
En su trato exterior debe el sacerdote ser amable
y sencillo, todo para todos; pero ha de conservar
el recogimiento interior y la presencia de Dios.”
Pero en la ciencia también hay escollos y peligros
para el orgullo, sobre todo en la poca ciencia.

XVIII - RELACIONES CON LOS


SEGLARES
“Muy contadas deben ser sus relaciones con
personas extrañas y nunca la familiaridad con
ellas debe llegar a sus puertas. ¡Cuántas penas
tiene mi Corazón en este punto que parece
sencillo y no lo es, en esas visitas innecesarias en
las que pierden el tiempo, y cuántas veces
también pierden a Dios!
Como un cristal es de delicado el corazón del
sacerdote; y porque también es humano., ¡con
qué cautela debe protegerlo en sus relaciones
exteriores e internas con las almas! El sacerdote,
siempre y en toda ocasión, debe ser digno
sacerdote para atraer las almas a Dios; pero al
mismo tiempo, vigilante para consigo mismo,
debe velar sobre sus sentimientos, inclinaciones,
y conducta; sobre sus relaciones con el mundo y
con las almas. ¡Con qué esmero debe pedirle
cuenta a su conciencia!
Que cuidado debe tener, en sus relaciones
exteriores, de impartir a Dios, de hablar de cosas
piadosas, de hacerse respetar por sus virtudes,
por su humildad y sencillez. Deben mis
sacerdotes no solo parecer Jesús, sino ser Jesús,
solos o acompañados, en la calle o en el templo,
en su ministerio o fuera de él.
¡Cuánto deben los obispos darse cuenta y vigilar
las relaciones exteriores de los sacerdotes, de
donde vienen tantos males que sólo Yo veo,
tantas y tantas caídas que más que a nadie, me
duelen a Mí!”

XIX - RELACIONES CON LAS


RELIGIOSAS
“¡Y esto no es tan solo para el mundo en donde el
sacerdote debe vivir! Sino también, y muy
principalmente, en el trato exterior e intimo con
las religiosas.

Ahí lo espera Satanás, muchas veces


transformado en ángel de luz, para perderlo, para
mancharlo, para encariñarlo con lazos que
comienzan por espirituales y acaban por amores
no santos.

En este punto deben estar muy alertas los


Obispos y los superiores de comunidades. Hay
ahí más de lo que se figuran; hay mucho malo
que a Mí me hiere en esos tratos íntimos con las
almas, pero que muchas veces también entran
los cuerpos y los corazones para convertir y
aparentar con capa de santidad lo que está muy
lejos de serlo.

Cuántos peligros hay en este punto tan capital en


mí Iglesia; cuántas desorientaciones en almas
que sólo me veían a Mí y después miran a otro
que no soy Yo, y que debiera ser Yo.

Satanás tiene su campo favorito en este punto y


se goza en sus malignos engaños, en sus
hipócritas procederes al cubrir de santidad lo que
es diabólico.

Transformado en ángel de luz engaña a ambas


partes y con el caramelo y con el atractivo de lo
extraordinario, detiene y entretiene y revuelve y
ofusca, sacando para su cosecha lo que pretende.

No siempre mancha, pero sí empaña; no siempre


triunfa, pero siempre alborota; no siempre su
veneno mata, pero sí enferma.

A Satanás le gusta, con toda su hipócrita malicia,


imitar lo santo: y aquí tiene sus redes y engaña
muy pausadamente, muy sutilmente a sacerdotes
y dirigidas, y se necesita mucha luz de arriba
para conocerlo, desenmascararlo, y despreciarlo.

Pone el cebo de lo santo a las almas buenas para


traicionarlas después; pone en juego todo su arte
para imitar lo divino, siendo todo compuesto de
su infernal malicia para perder las almas.

¡Cuidado!, ¡cuidado para ellos y para ellas! Que


esas almas, escondidas y ocultas, son las más a
propósito para incendiarse, engañadas primero, y
al descubierto después cuando ya están cogidos
por Satanás.

Cuando menos, puede haber cariños que


detienen y entretienen tontamente para enfriar
poco a poco la vida de intimidad Conmigo. Este
punto es muy resbaladizo y Satanás se goza en
sus innumerables conquistas al mermar lo que es
mío y hasta arrancar de mis brazos almas buenas
que me consolaban.

El Corazón es corazón: y si no está bien orientado


y enraizado en Mí, muy fácil le es deslizarse en lo
humano, en lo terreno, y hasta en lo pecaminoso
y sensual.

Mucho cuidado en este punto tan delicado de


tanta trascendencia para sacerdotes y para las
almas. Y si los Obispos deben vigilar las
relaciones exteriores, deben también, con toda
prudencia y tino, tocar, hasta donde les sea
permitido, estas llagas interiores remediándoles.

Este trato íntimo, tan necesario en los


confesonarios y en las direcciones espirituales,
tienen sus escollos, tiene sus peligros y necesitan
mucha virtud, mucha pureza, y mucha unión
Conmigo las almas para ver en los sacerdotes
sólo escalas para ir a Mí sin detenerse en el
camino.

XX - PELIGROS EN LA
DIRECCIÓN ESPIRITUAL
“Un gancho de Satanás para los sacerdotes es
que cuando encuentran almas perfectas se les
pegan interiormente con el santo pretexto,
aunque interior, de aprender de ellas, de que Yo
les comunique algo por su conducto.
Muy peligroso es este camino. Cierto es que hay
almas más santas que las de algunos sacerdotes;
cierto que tienen que aprender de ellas; pero de
esto, a encariñarse con ellas, hay un paso y el
sacerdote y la dirigida deben estar muy alertas
en su corazón y tenerlo a raya y aumentar su
oración y tocar el sacerdote muy
sobrenaturalmente a aquella alma, porque
¡cuánta tierra se mezcla con lo divino!

¡Cómo Satanás ofusca en este delicado punto y


hace ver lo no recto con todos los visos de que lo
es!

Y así comienzan muchas direcciones y


confesiones que al jugar con fuego llegan,
cuantas veces, a quemarse!

Mucha gloria que me quitan los sacerdotes en las


almas cuando se quedan ellos como fin y no
como medios que las conduzcan a Mí. Cuidado
con robarme corazones, cuidado con entibiar el
fervor en las almas por dejar mezclarse la tierra.

Muchas espinas tiene mi Corazón en este punto


de poner en las almas tierra, atoramientos con el
confesor, cariños que si no manchan, empolvan y
quitan el brillo humanizando.

Claro está, que los confesores y directores deben


tener cierto atractivo santo y espiritual para con
las almas; pero en su deber, en su rectitud, y
hasta en su talento debe estar muy clara la raya
que separe lo humano de lo divino, lo divino de lo
humano.

En el sacerdote está el poner un ‘hasta aquí’ y no


dejar pasar de ahí los corazones; le propio y los
ajenos. Sólo Yo, sólo en Espíritu Santo tiene
derecho absoluto, campo abierto para con las
almas. ¡Cuidado, repito, con engañarse!

Este campo, ordinario y extraordinario, como les


digo, tiene innumerables peligros que dan acceso
a que Satanás coseche frutos para él, y con
pinzas se deben manejar a las almas y, sobre
todo, con la coraza de mucha oración, de mucha
pureza de alma, y de ayuda del Espíritu Santo.

Tiene forzosamente los sacerdotes que recorrer


esta senda de confesonario, y muchos, de
direcciones espirituales; es su deber, pero
espinoso deber, erizado camino en el que tienen
que poner sus plantas sin lastimarse ni
lastimarme.

Con estudios serios del caso, con cierta


experiencia y astucia, con santidad personal y
vida de unión con Dios, se pueden manejar a las
almas y llevarlas directamente a Mí sin temor.

Estas cualidades deben tener los confesores y los


directores sobre todo. Conocimiento práctico de
la vida interior; conocimiento práctico del
corazón humano, y mucho Espíritu Santo que sea
el velo, el intermedio entre el confesor y la
confesada, entre el director y la dirigida.

¿Cómo dar a Dios, quien no tiene a Dios y en los


grados que debiera tener a Dios?

¿Cómo tocar las profundidades de un alma pura,


el que no ve más que la superficie de la vida
espiritual?

¿Cómo internarse en regiones intrincadas, en las


que el Espíritu Santo y Satanás se disputan el
puesto, los directores que solo conocer la corteza
de las almas?

¿Cómo conocer los engaños del demonio y sus


astutas redes y la sutileza de sus procederes,
¡Tantos!, los que no tienen la luz de lo alto, la del
Espíritu Santo?

¿Cómo dirigir acertadamente los que no tienen el


don de consejo ni lo han pedido ni se han hecho
capaces, no digo dignos de recibirlo?
¿Cómo conducir un ciego, un miope en la vida
espiritual, a las almas que se le confían?

Mucho tengo que lamentar en este punto capital


de las almas en el que mis sacerdotes, muchos,
se dan de cabezazos y no aciertan ni a
comprender ni ha llegar al fondo de los corazones
ni a discernir en los espíritus el trabajo del
demonio ni en el Espíritu Santo.

Y por esto, ¡cuántos designios de Dios en las


almas se quedan truncos, cuánta vida espiritual
se pierde y muere por culpa de mis sacerdotes!,
por su falta de estudios, por su falta de virtud, de
oración, de vida interior y de trato íntimo
Conmigo, de luz, de Espíritu Santo. Y al tocar este
punto del Espíritu Santo, diré que lo contristan
mis sacerdotes muy frecuentemente en muchas
cosas: en adelantarse a su acción en las almas al
abrogarse derechos que no tienen, en querer ser
más que Él, en cierto sentido, por no esperar que
obre en los corazones y atropellar su acción,
quitar sus derechos, disponer de los corazones
como si no tuvieran un Dueño superior que las
gobierne y las rige.

El papel del director es ir detrás del Espíritu


Santo y no adelantarse a Él. Es pedirle sus dones
y vivir subordinado a su acción en él y en las
almas; es vivirlo y respirarlo, ser su nido, tener
su luz, y vivir una vida toda sobrenatural y
divina.

No todos los sacerdotes pueden ser directores si


no tienen las condiciones para ello, porque se
hacen acreedores a muchos fracasos; pero si,
todos los sacerdotes deben procurar serlo para
mi servicio íntimo en las almas, pero con las
condiciones dichas.

Muy difícil es ser un buen director espiritual,


prudente y santo, pero no cuando Yo ayudo,
cuando se tiene gracia de estado, virtud y
Espíritu Santo.

La vida mística se detiene por falta de directores


santos y esto es una merma para los fines de mi
Iglesia, ¡pero se desarrollará bajo estas
condiciones y dará grande gloria a la Trinidad!”

XXI - LA AVARICIA
“Otro punto muy doloroso para mi Corazón, que
todo es bondad y caridad, es el de la avaricia en
mis sacerdotes; el ver a corazones apegados a lo
que no es el fin santo de su vocación al altar.

Este despreciable vicio se enseñorea de muchos y


a tal grado, que comercian hasta con lo divino de
la Iglesia que no les pertenece, hasta con lo
espiritual que se da de balde, que es mío, que Yo
lo compré con toda mi Sangre en el Calvario.

Y si la avaricia exterior es tan odiosa en un


sacerdote, y que debe quitar a toda costa, ¿Qué
será la avaricia en lo santo, ese robo a Mí mismo
por especular con lo mío que no le pertenece y
que solo he puesto mis tesoros en sus manos
para que los reparta desinteresada y
amorosamente en las almas?

Ese horrible vicio va directamente contra el Ser


de Dios mismo, de la Trinidad Beatísima. Del
Padre que dio nada menos que a su Hijo divino,
que lo regaló al hombre en mil formas para su
servicio, para su imitación, para su consuelo,
para su salvación eterna.

El Verbo, Yo hecho hombre, he regalado mi


Sangre y mi vida en una Cruz, y mi Cuerpo y mi
Alma y Divinidad en la Eucaristía, y me doy y me
regalo en todos los sacramentos.

Y el Espíritu Santo se da también a todas las


almas por la gracia santificante, se derrama a
torrentes en favores y carismas, en dones y
frutos y se convierte Él mismo en Don.

Entonces, ¿por qué mis sacerdotes no imitan a


Dios, no imitan la munificencia de mi Iglesia que
es toda para todos, que abre su seno maternal,
sus arcas, sus tesoros inmortales, sus
sacramentos y que me regala hasta a Mí mismo
para quien me quiera tomar en la Eucaristía.

De día y de noche y siempre está dando esta


Iglesia amada su leche, su comida, su vida, sus
celestiales tesoros, Ella da siempre aunque no
reciba; Ella regala cuanto tiene, hasta un cielo y
no quiere tener en su seno ni a su servicio almas
egoístas, almas tacañas que se cuidan mucho de
dar y menos de darse como debieran, en su
sagrado misterio, a las almas.

Mucho ofenden a mi liberalidad estos pecados de


avaricia espiritual en mis sacerdotes. Ellos son,
como el Espíritu Santo, como mi Padre, padres de
los pobres y no sólo deben dar, con toda buena
voluntad, los auxilios espirituales, pero aun es de
su obligación dar, y aun buscar auxilios
materiales hasta donde sus fuerzas y haberes se
lo permitan.”

XXII -LA EMBRIAGUEZ


“Un vicio que me contrista en sumo grado, en
algunos de mis sacerdotes, es el de la
embriaguez; este vicio va ligado, lleva en sí a
otros vicios y nefandas caídas.

Es un vicio que entorpece y mancha, que mata a


la vida del espíritu y la luz de la fe y avasalla todo
para satisfacerse. Es un vicio con séquito: lleva
impureza y mil torpezas nefandas y apaga la
caridad en los corazones.
El corazón del sacerdote, más que ningún otro,
debe arder en las tres virtudes teologales muy
principalmente; y la embriaguez opaca estas
virtudes y hasta llega a destruirlas; pero ¡ay del
sacerdote que pierda este infinito tesoro, porque
no le quedará más que un infierno eterno!

Muchos de mis sacerdotes tibios, arrepentidos de


llevar la dignidad santa que Yo les di, braman
contra ella, si no exteriormente, si en su interior
que Yo veo, porque los priva de muchos apetitos
malos y les exige una vida angélica y santa.

Estos, generalmente, son los que se lanzan


desesperados a embotar sus sentidos, para no
sentir el peso de la vocación sacerdotal que les
oprime.

Buscan descanso en donde sólo encontrarán


pecados y remordimientos; en lugar de cultivar
su espíritu, de practicar virtudes, de clamar al
cielo, de dedicarse a estudios, etc.; se lanzan a la
disipación, a las tertulias con la gente del mundo,
a diversiones y a las mil ocasiones de pecar que
Satanás no desperdicia.

Y en vez de encontrar alivio en ese desenfrenado


torbellino, encuentran incentivos, que los
precipitan a su ruina.

Y Yo, ¿qué sentiré al ver pisoteada semejante


gracia de la vocación sacerdotal? ¡Qué herida tan
honda para mi Corazón de amor!

Los ángeles se admiran de semejante aberración,


y los demonios aplauden su obra, en lo que más
me duele, en esas almas selectas, de predilección
infinita, que desde la eternidad las amé y destiné
a mi servicio.

¿Sentir que es carga, una gracia tan insigne?...


¿Tirarme a la cara ese don celestial?... ¿Arrastrar
por el suelo, esa predilección que no tiene
nombre?

¡Hasta dónde llega la ingratitud de quienes más


amo sobre la tierra! ¿Cómo no chorrear sangre mi
Corazón tan fiel con semejantes deslealtades?

Dejen que derrame en su alma la amargura de la


Mía, que me lacera, que me tritura, que me da la
muerte, que no muero de dolor sólo porque soy
Dios, porque ya morí como hombre y por los
hombres.

Mi Iglesia llora la pérdida de sus sacerdotes;


María gime, y Yo busco sangre para borrar esos
crímenes ante mi Padre celestial, para detener
sus iras, para redoblar mis gracias sobre esas
desgraciadas almas, que se pierden por ese vicio
de la embriaguez y que aborrecen su vocación.

El remedio para un sacerdote, tentado en su


vocación, es orar, descubrirse a su Obispo, y
buscar refugio en mi Corazón y en María.

Su remedio está en la oración, en la meditación


de las verdades eternas, en la penitencia, en
acercarse confiados más a Mí, con la fe y la
confianza, en el trabajo constante. Y la ola
envenenada pasará, y su alma, acrisolada, tendrá
un aumento de gracia santificante, que nunca
niego si se me pide con humildad.

¡Que acudan al Espíritu Santo, que limpien su


alma para ver a Dios en ella; que se renuncien,
que se venzan, que obedezcan, que se humillen,
que clamen misericordia! ¡Cuántas almas se
alejan de Mí por el escándalo que mis sacerdotes
les dan embriagados y que no han sido capaces
de vencer el vicio!

Este pecado también es de grandes


consecuencias, porque no sólo se me ofende
personalmente a Mí sino que hace que otras
muchas almas me ofendan, se retiren de los
sacramentos, murmuren de la Iglesia y hasta
pierdan la fe.

Una cadena de almas arrastra al mal un


sacerdote indigno del nombre que lleva.

¿Cómo aconsejar la templanza al que no la tiene?


¿Cómo aplicar los santos sacramentos el que no
está en sus cabales por el alcohol? ¿Cómo tomar
en sus indignas manos mi Sangre, para aplicarla
a las almas, quien sacrílegamente se la toma
deshonrándola?

¿Cómo decir Misa, y hasta a veces gozándose en


el licor material que va a consagrar, el que tiene
ese vicio que me repele (que hasta ahí abusa de
la cantidad), que repugna a la infinita limpidez de
mi ser?

A veces, con torpeza material y no en sus cinco


sentidos, hay quien celebre tan alto sacramento:
y esto no puede nadie comprender hasta qué
grado de repugna bajar a aquellos labios que
apenas saben lo que dicen; a aquellas manos
manchadas, a aquel corazón más negro que la
noche.

Pero Yo, al oír pronunciar las palabras de la


Consagración, siempre bajo, siempre opero la
transubstanciación, siempre transformo al
sacerdote en Mí.

Y ¡qué sentiré cuando el sacerdote está lleno de


brumas y encadenado a este vicio detestable de
la embriaguez? Éstos son los martirios que oculto
en mi Corazón: ¡cuánta es mi felicidad en cumplir
mi palabra de bajar a los altares! ¡Oh amor
infinito con que voluntariamente me he atado,
obedeciendo siempre las palabras del sacerdote
al consagrar, por más indigno que este sea!

¡He aquí un viso de mi amor si cálculos, de mi


infinito amor, que sabiendo lo que había de sufrir
en las Misas me ofrecí y acepté gozoso este papel
de Víctima, este misterio con todas sus
consecuencias y sólo por estar cerca de las
almas, para darme a ellas en el Sacramento del
altar, para hacerlas felices, para que mi Iglesia
tuviera en Mí al tesoro de los tesoros! Pasé por
todo con tal de que el hombre tuviera un Jesús –
hostia, sacrificado por su amor; no sólo en la
institución de aquella memorable noche en el
Cenáculo, sino Crucificado en lo más íntimo de mi
alma por los mismos míos que debieran ser otros
Yo y que no lo son.

Sólo Yo sé lo que sufro, lo que cubro, lo que


disimulo, lo que perdono, lo que detengo ante un
cielo airado con los sacerdotes culpables. Sólo
Yo, sólo María contempla y presencia dolorida
estos crímenes inauditos, sabemos el alcance de
tan horribles ofensas que hacen temblar al cielo.

Pero Yo, en mi papel de Redentor, y María, en su


papel de corredentora, detenemos el rayo de la
ira de mi Padre, al ofrecerle mi Sangre, mis
méritos, mis suspiros, mis sollozos como
Hombre-Dios que quiere arrancar del cielo
perdones y no venganzas para quienes tan
duramente, tan ingrata y cínicamente me tratan
–como un trapo viejo- y con tan negra villanía”.

XXIII - PREDICACIONES
“En la predicación también tengo mis calvarios,
también ahí entra el mundo para robarme gloria.

Muchos predicadores buscan la gloria propia y no


la mía, solamente la mía; se buscan a sí mismos
con sermones elevados que les den fama; con
palabras y conceptos rebuscados, pavoneándose
en su vasta instrucción y cualidades oratorias, en
hacer lucir sus talentos (que son míos) y su
erudición que los eleva por encima de sus
compañeros y de los fieles.
¡Ay! ¡Cuánta vanidad lamento en esos púlpitos
que convierten en teatros, en esas conferencias
que tienen más de mundanas que de Dios; más
incienso propio que santa unción para mover los
corazones! Y con esto ¡Cuánta gloria me quitan
mis sacerdotes! Hacen que las almas vayan a
buscar al predicador, y no a Mí en sus
enseñanzas. ¡Cuántas veces ni se acuerdan de
que existo, y sólo van a deleitar su oído con una
música armoniosa, pero hueca, que pasa sin
dejar la menor huella en el alma!

¡Que vacío tan hondo deja en los espíritus un


predicador mundano y vanidoso! Pero, ¡qué
cuenta tiene que darme el sacerdote que así usa
de los púlpitos, dejando frío en los que lo
escuchan y amargura en mi Corazón!

La misión de los sacerdotes es sembrar mi


doctrina, mover a arrepentimiento, ilustrar los
espíritus, convertir las almas, hacer reaccionar
los corazones y no echar anzuelos para sacar
alabanzas.

Tiene el predicador que tener tino y discreción


con el auditorio y plegarse a las circunstancias.
Su palabra debe ser sencilla; y si es elocuente,
llena de modestia y caridad con todos.

Debe buscar no brillar, sino convertir; y sólo el


que es santo santifica. Para este ministerio
necesita el sacerdote ser hombre de oración,
porque para dar a las almas es preciso recibir de
lo alto, y no se recibe sino se ora y si no se
mortifica.

Debe también el sacerdote no abusar de lo


sagrado, subiendo al púlpito sin estudios previos
y sin preparación, que van a tocar las almas lo
divino en sus labios, y ellos a depositar el germen
de lo santo en los corazones.

Con grande humildad deben ocupar los púlpitos


los sacerdotes, porque la soberbia es el mayor
estorbo para el fruto de la predicación en las
almas. Un alma humilde comunica humildad, y un
alma soberbia ¿qué podrá esparcir? Para tocar a
las almas y hacerlas vibrar para el cielo es
preciso ser humilde, para alcanzar a mover los
corazones es preciso ser santo.

Podrán los sacerdotes hacer ruido, conquistar


aplausos, admirar por su saber y electrizar por su
elocuencia; pero esto no es lo que me da gloria a
Mí, sino a ellos; no es lo que debe buscar el
verdadero sacerdote, sino mover a compunción, a
contrición, a enamorar a las almas de lo divino,
arrancándolas de lo terrero; recordarles sus
postrimerías; alentarlas en el ejercicio de las
virtudes; ponderándoles mi Pasión; enseñarles
mi vida de amor y sacrificio, enamorarlas de la
cruz, del dolor, de sus calvarios; enseñarles el
precio de la Redención y del sacrificio; abrir a sus
ojos horizontes de perfección y facilitarles el
camino para el cielo.

Que no haya sermón en el que dejen de nombrar


a María; que a menudo ensalcen sus
prerrogativas excelsas, enseñen sus virtudes y
muevan a las almas a practicarlas. Que enseñen y
ponderen y hagan amar sus martirios de soledad
tan poco estimados y conocidos de las almas.

Que enamoren los corazones del que es el Amor -


-¡y tan poco conocido y menos predicado!--, el
Espíritu Santo; que enseñen sus Dones, sus
Frutos, sus excelencias, su acción tan íntima en
las almas.

Que me prediquen a Mí, el Verbo hecho carne,


crucificado; los encantos del dolor, las riquezas
encerradas en el padecer, la necesidad del
sufrimiento que purifica, redime y salva; el
desperdicio de los padecimientos, sino se unen a
los míos.

¡Oh! Mi doctrina es vastísima, los Evangelios


riquísimos e inagotables. ¿Por qué buscar temas
ajenos a darme la gloria?

Son poco explotados los púlpitos, las


predicaciones en mi Iglesia, cuando éste es un
recurso poderosísimo con el que los sacerdotes
cuentan para la salvación y perfección de las
almas. ¡Cuántos sacerdotes se hacen del rogar
para predicar un sermón! La tibieza en este punto
es muy grande; el celo por mi gloria muy
mezquino y la preparación en muchos de mis
sacerdotes, muy mediocre.

En los Seminarios y Noviciados se debe explotar


mucho este elemento tan capital para mi gloria,
pero con las condiciones dichas. Quiero
sacerdotes sabios, pero humildes; instruidos,
pero sin vanagloria; hombres de oración y santo
celo que hagan guerra a Satanás, descubriendo a
las almas sus traiciones; almas interiores y
virtuosas que lo que digan, lo hagan; que lo que
prediquen, lo hayan practicado primero.

Quiero sacerdotes de luz, almas puras,


mortificadas, penitentes, que más que con las
palabras, atraigan con el ejemplo, derramando en
toda ocasión el perfume, el buen olor de Cristo
crucificado.

¡Oh! Si lo sacerdotes me amaran, se incendiarían


en el cielo de mi gloria y no descansarían en
procurármela de todos modos, renunciándose.

Pidan que esa chispa celestial incendie, active y


prenda el fuego santo en las almas sacerdotales.

Pidan para que muera la inercia, el egoísmo, la


apatía, la pereza y el tedio en los corazones.

Pidan para que, sacudiendo el letargo que a


muchos invade, se lancen sin más interés que el
darme almas, y en ellas consuelo, a trabajar por
puro amor en mi Viña, que Yo sabré en mi
largueza recompensarlos”.
XXIV - TIBIEZA
“La tibieza en mis sacerdotes es para mi alma
una espina muy honda. Porque proviene de
ingratitud y del poco amor que me tienen; y
también del poco fervor en sus Misas. De esa
tibieza en la celebración del Sacrificio le vienen y
le provienen el sacerdote muchos males; porque
según es la Misa, así es el día para el sacerdote.
Por eso más que en ningún otro acto de su
ministerio, el sacerdote debe poner toda su
atención y su vida en celebrar en las condiciones
en que que se requieren en este sublime acto y
con la debida preparación y acción de gracias.
Debe ser la misa el acto más trascendental de su
vida, el blanco de sus aspiraciones y el ideal
supremo de su unión Conmigo.

Pero ¡cuánto tengo que lamentar en el corazón


de mis muchos sacerdotes la rutina, la poca o
ninguna devoción con que dicen la Misa y la
ninguna preparación para celebrar! No me clavan
el puñal del sacrilegio, pero si la espada muy
dolorosa de la frialdad con que se acercan a los
altares.

La tibieza enerva las facultades del alma y esta


debilidad se comunica a las demás acciones del
sacerdote.

La tibieza, cuando se apodera del alma del


sacerdote, hace que tome como carga pesada y
molesta todos sus deberes. El rezo del
Breviariorio le cansa; a los salmos no les
encuentra jugo ni sustancia, pasándolos sin
contemplar ni sentir ni gustar las riquezas que
encierran; no paladea el divino sabor que hay en
ellos; porque la apatía por lo santo impregna los
corazones. Y ¿por qué? Porque la tibieza los ha
hecho su presa, fruto de su mundana disipación;
porque han dejado que se llenen sus corazones
de ruidos y vanidades del mundo; por la falta de
oración, recogimiento, vida interior y trato íntimo
Conmigo y con María.

Si un sacerdote es tibio, que busque luego la


causa y huya de ella.

Los peligros crecen y se multiplican a medida que


el fervor se aleja de sus corazones. Sus días son
tristes, sus noches dolorosas y agitadas; su vida,
una asfixia espiritual, y no encuentran a su
alrededor más que tedio, fastidio y hasta
desesperación.

Todo ese conjunto de males forma la red que


Satanás va tejiendo para perderlos; les introduce
insensiblemente el mundo, y con esto, el
desasosiego, las tentaciones, las luchas y
fastidios con que, arrastrándose, cumplen los
sagrados deberes de su ministerio.

¡Cuidado con dejar entrar el mundo en el corazón


de los sacerdotes! Este capital enemigo aleja al
Espíritu Santo y, sin ese fuego divino que todo lo
ilumina y calienta, el corazón del sacerdote se
enfría y oscurece, y sólo le queda hielo en el
alma, en el fondo de su espíritu.

Comienza la tibieza y acaba el fervor, se debilita


la fe y viene al traste la vocación sacerdotal. ¡Así
comienza el demonio a horadar el edificio!, ¡así
arroja el veneno poco a poco, pausadamente,
debilitando las energías del alma! No es malo en
realidad el sacerdote, pero es tibio e indolente,
no está perdido pero se encuentra en un plano
inclinado que desemboca en el infierno.

No puede haber término medio en el sacerdote,


no debe haberlo: o fervoroso o tibio; o del altar o
del mundo; o de Jesús o de Satanás. Es terrible
esta disyuntiva en el sacerdote; ¡y cuantos, ¡ay!,
que se han dejado invadir por la tibieza y ruedan
por fin, y triunfan las pasiones malas y perversas
que solo se iniciaron al principio, pero que
concluyen luego envolviéndolos en sus garras
para no soltarlos más!

Es terrible, repito, la tibieza en el sacerdote,


porque ésta va directamente a quitarles la fe; y
un sacerdote sin las virtudes teologales está
perdido para siempre. A él ya no le conmueven
las verdades eternas; para él las postrimerías se
vuelven sombras y aun sarcasmos. Las tinieblas
de las dudas lo envuelven y lo penetran; los
remordimientos se alejan y vienen al traste su
vocación y su salvación eterna.

Hasta allá va a dar la tibieza que comenzó por


una nonada y que concluye con un infierno;
porque las verdades de la fe, que hacen temblar a
los pecadores ordinarios, a un sacerdote caído no
le mueven, no le hieren, no lo tocan, no lo rozan
siquiera; porque Satanás a puesto en su alma un
impermeable en el que no penetran ni los
castigos ni las promesas ni siquiera el dolor y el
amor infinito con que compré su santa y sublime
vocación.

Por eso dije que la tibieza en mis sacerdotes es


para Mí una espina muy profunda, por los males
que acarrea.

Y otra cosa. Como el fervor tiene el don de


comunicarse, ¡la tibieza tiene el funesto vaho
para adormecer a tantas almas! Y éste es otro
punto por el que el sacerdote debe evitar
enfriarse; porque, aparte de que desedifica, lleva
el triste don de comunicar el hielo a los
corazones.

Porque ¿cómo un sacerdote frío ha de dar calor?,


¿cómo un sacerdote indiferente a las cosas de
Dios ha de comunicar fervor?, ¿cómo enamorar a
las almas de lo que él está muy lejos de apreciar,
adorar y sentir?

No; en los sacerdotes no puede haber medianías;


tienen a toda costa que ser santos y que sacudir
la tibieza de sus almas con la penitencia, el
alejamiento del mundo y con la oración, para que
sus almas no se dejen debilitar y aletargar con
ese vaho satánico y mortífero con que el demonio
quiere envolverlos.

Que jamás abran las puertas de su alma a la


inacción, a la molicie y al deleite que llevan a la
tibieza. El trabajo asiduo, el olvido propio, la
penitencia y la mortificación son las almas que
deben esgrimir contra las del demonio que tan
pausadamente y tan solapadamente usa para
envolverlos con el solo fin de perderlos para
siempre y quitarme gloria.

Los sacerdotes nacieron para las almas y tienen


que prescindir de sus gustos, comodidades y
regalo: no se pertenecen. Cierto que esto cuesta
a la naturaleza, pero le premio para ellos será
centuplicado y mi gracia superabundará en ellos,
si me la piden, si son fieles en mi servicio, si se
hacen dignos de recibirla.

De la tibieza viene la comodidad y la molicie en el


sacerdote; a su vez la molicie y la comodidad
traen la tibieza. Simultáneamente se ayudan
estos defectos para acaparar el corazón del
sacerdote. Nació él para otros, y un sacerdote
debe prescindir de todo regalo, cuando las almas
se lo exijan, y alejar toda pereza de su cuerpo y
de su alma. Tiene que hacerse la guerra, y debe
siempre estar listo para servirles en cualesquiera
circunstancia y momento.

Debe morir a cada paso a sí mismo y ser otro


Jesús, no tan solo en el cumplimiento de sus
sagrados deberes para con el Padre celestial,
sino también para quienes lo busquen y lo
soliciten.

Y más aún. Un sacerdote a quién anime el ardor


amoroso del Espíritu Santo no debe conformarse
con un puñado de almas que lo rodeen, sino
lanzarse, con santo pero discreto celo, a salvar
muchas almas, a arrancarlas del vicio y a
comunicarles pureza, virtudes, fervor, amor, y
Espíritu Santo, ¡María!

No hay excusa para un sacerdote en el campo de


las almas. Pero ¡ay!, ¡cuánta tibieza, cuántos
pretextos, cuántas fútiles excusas, cuánto
mimarse a sí mismos lamenta mi Corazón
amargado por lo que Yo solo veo en este campo
tan extenso de la tibieza de mis sacerdotes!...

¡Cuánta pereza, ¡ay! –y esto es lo que más me


duele-, nacida del poco amor con que pagan mis
predilecciones sin nombre! No son Yo; no velan
por mis intereses; no por la gloria de mi Padre;
no hacen aprecio de mi Sangre que compró las
almas; y por una comodidad, por una enfermedad
ligera, por un descanso, por un regalo y aun, por
un pasatiempo o diversión, dejan perder un alma,
y muchas veces abren el campo para Satanás y
sus secuaces.

La falta de celo por mi gloria y por las almas ¿no


es acaso en el fondo falta de amor? ¡Y cuánto de
esto tengo que lamentar, que llorar a solas en los
Sagrarios, en el regazo de mi Madre y en el de las
almas para que me consuelen!...

Sólo Yo se los designios de Dios que dejan


truncos en las almas mis sacerdotes tibios, los
perezosos y sin celo, es decir, los sacerdotes sin
amor. ¿Para qué se ordenaron sino me amaban?,
¿para qué se dejaron ungir en el óleo santo, sino
estaban dispuestos a ser ministros de un Dios
crucificado?, ¿para qué se dejaron consagrar sino
iban a cumplir con su ministerio hasta la muerte?

¡Ah! Que se les explique de todo esto, todo, antes


de ser ordenados. Deben ser otros Yo, pero
crucificados, pero muertos a sus comodidades y
regalos y vivos para mi amor, para mí servicio,
para las almas.

Que les hagan hincapié en estas verdades de


tanta trascendencia; que las graben muy
hondamente en su corazón y que los que no se
sientan con fuerzas para ello, se queden sin subir
al Altar, que en mi servicio íntimo y en el de las
almas no debe haber medianías.

¡Ay! es tiempo de que la Iglesia sacuda la inercia


de muchos sacerdotes y encienda en las almas el
vivo fuego que viene a traer a la tierra, el del
amor y del dolor, por el Espíritu Santo, Él es
quien quita la tibieza de los corazones, y los
enciende, y los impulsa, y los eleva de la tierra, y
les da alas, y les sacude la pereza con su
actividad, y destruye el propio interés mío de
salvar almas.

El Espíritu Santo es quien sopla, y mueve los


corazones, y los levanta de la tierra, y los lleva a
horizontes celestiales, y les comunica la sed por
la gloria de Dios. Él es quien les dará su luz y su
fuego para incendiar la tierra entera. Así quiero a
los sacerdotes, poseídos del Espíritu Santo y
olvidados de sí mismos, todos para Dios, todos
para las almas.

Que pidan esta reacción, este nuevo Pentecostés,


que mi Iglesia necesita sacerdotes santos por el
Espíritu Santo.

El mundo se hunde, porque faltan sacerdotes de


fe que lo saquen del abismo en que se encuentra;
sacerdotes de luz que iluminen los caminos del
bien; sacerdotes puros para sacar del fango a
tantos corazones; sacerdotes de fuego que llenen
de amor divino el universo entero.

Que se pida, que se calme al cielo, que se ofrezca


al Verbo para que todas las cosas se restauren en
Mí, por el Espíritu Santo, y por medio de María.

Los Obispos tienen que activarse en su celo por


las vocaciones sacerdotales y hacer germinar
vocaciones santas para el Altar. Los sacerdotes
tienen que reaccionar de muchos modos en su
tibieza, comodidad y celo; pero sobre todo en su
amor a Mí y a las almas, en el aprecio por su
vocación muy principalmente, y en su unión
sincera, amorosa, obediente, y franca con sus
Obispos y representantes.

El mundo necesita este sacudimiento íntimo en la


Iglesia para hacerla más floreciente en las almas
y en las sociedades. ¡Que reine el Espíritu Santo
por la Cruz, por María, y será salvo!

Que se conozcan mis deseos y que clamen al


cielo por esta nueva era de fervor que vendrá; si,
vendrá a remediar muchos males y a darme
muchos sacerdotes santos”

XXV - ASEO
“Otra de las espinas que tengo en muchos de mis
sacerdotes es el poco aseo en sus personas y en
las cosas del culto, pero sobre todo respecto de
los Sagrarios.

¡Tocar con cuerpos sucios- al celebrar, al dar la


comunión- tocar, digo, al que es el esplendor del
Padre, a la Pureza misma! ¡Habitar Yo, el Dios de
la luz, la Limpieza por esencia, en Sagrarios
sucios y posarme en lienzos manchados!

Yo, solo como hombre y en mi humildad sin


término, pasaría por todo sin quejarme; pero soy
Dios hombre, y Yo mismo, en cuanto hombre, sé
honrar a la Divinidad mía, una con la del Padre y
del Espíritu Santo. Como hombre tengo que darle
su lugar a Dios; como puro hombre –si esto fuera
posible en Mí-, nada exigiría, nada pediría; pero
como soy al mismo tiempo Dios y hombre, exijo
pulcritud y suma limpieza en lo relativo al culto
divino, aun en lo material. Y aunque tengo en
más aprecio la limpieza interior que la exterior,
me lastima la falta de cuidado, porque implica
falta de fe y falta de amor.

Me agradaría que se formara una comisión para


cerciorarse de la limpieza y que cesara este mal
que ha cundido más de lo que se cree. Na bastan
las Visitas pastorales; Yo quisiera una vigilancia
más asidua para enterarse de este punto que
lastima mi delicadeza. No pido riquezas, pero si
grande limpieza y aseo.

¡Si vieran las vergüenzas que paso ante mi Padre


Celestial, con estos descuidos increíbles de los
míos en lo que debiera ser asunto primordial de
mis sacerdotes!

Los vasos sagrados a veces no serían dignos de


presentarse al mundo más bajo, ¡y ahí estoy Yo,
con mi Cuerpo, mi Sangre y mi Divinidad! ¡Los
corporales!... ¡Cuántas veces me repugna reposar
en ellos sacramentado! Las manos sucias de
algunos sacerdotes me repelen; y ahí estoy, y me
dejo coger, manejar, poner y quitar siempre
callado y obediente, siempre en silencio,
sonrojándome ante mi Padre amado ante la
mirada de los ángeles que se cubren el rostro,
que llorarían si pudieran al verme tratado así.

Pero aunque este trato exterior e indigno me


lastima, lo que más hiere mi Corazón es la falta
de fe viva en mis sacerdotes, la rutina con que se
acostumbrar tratar lo santo y al Santo de los
santos.

Me duele también el descuido en las rúbricas


sagradas y el poco aprecio o ninguno que hacen
de ellas algunos sacerdotes.

Me lastiman esas maneras tan poco finas de dar


la comunión, de exponerme en la Custodia y
hasta de omitir palabras que debieran pronunciar
y que no lo hacen por sus prisas, por su fastidio;
y administran los sacramentos (por ejemplo,
bautismos, confesiones, etc.), por salir del paso,
sin darles todo el peso divino y santo que los
sacramentos merecen.

Y ¿de qué viene todo esto? De la falta de amor,


repito; de que toman los deberes sacerdotales y
santos como una carga pesada y molesta; de que
no miden lo sublime de su cargo y de sus deberes
para con Dios y para con las almas, de que se
familiarizan con el Altar y no lo respetan ni lo dan
a respetar como debieran hacerlo.

¡Ay! ¿Quién recibirá estas quejas de mi Corazón


herido? ¿Quién las hará saber a quienes deben
remediar estas arbitrariedades en mi Iglesia?

Muchos sacerdotes, al no amarme a Mí, tampoco


aman a la Iglesia, y esto para Mí es horrible, por
tratarse de sus mismos ministros en donde ella
descansa. Ven como cosa de poco más o menos
mi honra y abusan de sus bondades y desbordan
mi Iglesia, que llora no sólo la pérdida de sus
hijos, sino también el descuido inaudito y la poca
finura y delicadeza con que la tratan lo que son
más que sus hijos.

Y la Iglesia, como quien dice, soy Yo; y el alma de


la Iglesia es el Espíritu Santo; y ni a Mí, ni al
Espíritu Santo, ni al cuerpo de la Iglesia que son
los fieles, les hacen caso. No reflexionan ni se
hacen el cargo de la sublime dignidad y grandeza
de la Iglesia. Esposa inmaculada del Cordero,
Esposa espiritual también suya; y es que falta
solidez, penetración, seriedad en esos corazones
ligeros que no se detienen a considerar la gracia
insigne y sin precio que han recibido del cielo con
la vocación sacerdotal.

Pero, ¿es difícil que un sacerdote sea así con


todas esas cualidades?

Difícil, no. Porque al recibir al Espíritu Santo,


reciben sus Dones y quedan sus almas
consagradas a Mí. Claro está que tienen que
luchar, como hombres, con la tierra natural del
hombre; pero por eso mismo, un sacerdote no
debe vivir a lo natural, sino a lo sobrenatural y
divino. Está en la tierra, pero también en el cielo;
tiene que tocar el polvo, pero con alas y
suficientes fuerzas para emprender el vuelo a lo
alto sobre las miserias humanas. ¿Quién puede
creer que Yo sea injusto y que le reclame cosas
que no pueden hacer?

Al darles la vocación, al concederles la oración


sacerdotal, al admitirlos a los Altares, Yo abundo
y sobreabundo en gracias especiales, en gracias
de estado; y por eso reclamo el servicio que me
pertenece, el celo, la fidelidad que me juraron, y
el amor, el amor divino del que debieran estar
poseídos sus corazones.

Además, es una gran gracia para ellos que Yo


reclame mis derechos, que Yo haga llegar a sus
oídos mis quejas, que mi palabra dolorida llegue
hasta sus corazones. Porque si pido remedio para
sostener la dignidad de la Trinidad y de la Iglesia,
les hago una merced muy grande, quitándoles si
me escuchan, pecados, faltas, purgatorio y ¡ay!
hasta el infierno.

Entiéndase que Yo no me quejo por deshonrar a


los sacerdotes. Me quejo, si bien es cierto para
quitar ofensas a mi Padre y al Espíritu Santo y
espinas a mi Corazón, también lo hago para el
bien de los sacerdotes y por la honra inmaculada
de mi Iglesia, a quien se debe dar gloria, y lustre,
y honor e todos los sentidos, interior y
exteriormente.

Con esto, también ganarán las almas en muchos


sentidos, en grandes escalas que sólo Yo veo, y
se quitarán muchas murmuraciones y ocasiones
de ofenderme.

Deben reaccionar todos los sacerdotes: los


buenos enfervorizándose más; los tibios,
recibiendo mi Palabra como el paralítico del
Evangelio: -“Levántate y anda”-, activándose en
el amor y el sacrificio; y los malos, llorando sus
pecados y convirtiéndose a Mí.

Yo soy todo caridad y no puedo moverme sin


esparcirla; soy amor y no puedo dar más que
amor, y mis advertencias, y mis quejas, y aun mis
castigos en este mundo, son amor, sólo amor,
puro amor… Si tengo en la otra vida que usar la
justicia, mi justicia entonces también es amor.
Pero ¿cómo? Porque el amor todo lo perdona,
todo lo olvida; pero no puede perdonar el amor la
falta de amor: ésa es la única cosa que no
perdona el amor…”

XXVI - ADVERTENCIAS
“Hay que hacer mucho hincapié, en los
seminarios y en los Noviciados, en hacer
entender a los aspirantes al sacerdocio la divina
sublimidad de su vocación. Hay que advertir y
recalcar y ponderar los santos deberes que el
sacerdote contrae y en el gran peligro de perder
su alma, sino cumple su vocación. Hay que
hacerles ver claramente, los calvarios a que van a
subir por mi amor. Hay que advertirles muy a lo
vivo las tentaciones a que van a verse expuestos
y la guerra sin cuartel que les va a hacer en todos
los días de su vida Satanás.

Que no aleguen después ignorancia de las


tempestades que les esperan, de las amarguras
que tienen que apurar, de las soledades del
corazón que van a sufrir y de las persecuciones,
calumnias, etc., a las que se van a ver expuestos
por mi Nombre.

Pero también hay que hacerles entender bien el


lado contrario. El favor insigne de predilección
mía al ascenderlos al sacerdocio. Los dones
especiales, y luces, y gracias, y carismas, y
coronas inmortales que les esperan. Las divinas
bendiciones en que se verán envueltos. LA
fortaleza de Dios y el amor infinito y especial del
Espíritu Santo sobre ellos. El grado divino que los
elevan en la tierra sobre todas las criaturas. La
gracia de las gracias y sin rival de la santa Misa.
El mismo poder de Dios que se les comunica de
perdonar los pecados y de abrir el cielo de las
almas. La elevación a otra esfera en la tierra y en
el cielo sobre el común de las gentes, etc.

Yo quiero una reacción poderosa en el clero; un


cuidado más asiduo de los Obispos en la
formación de las almas sacerdotales; una
vigilancia mayor en los Seminarios, en los
cuerpos y en los espíritus, educando sacerdotes
dignos, ilustrados, humildes, compasivos y llenos
de amor al Espíritu Santo y a María.

Hay que hacer reflexionar profundamente a los


que están próximos a llegar al Altar en la
semejanza Conmigo que el Padre les exige para
confiarles lo que a mí me confió: ¡las almas! Hay
que impregnarlos de la idea de que deben
transformarse en Mí, ser otros Yo, no sólo en el
Altar, sino siempre, y asemejarse a Mí desde muy
antes de ser ordenados.

Que se den cuenta bien clara de que el Padre


mismo les va a comunicar su santa fecundación
para que le den almas santas a la Iglesia de Dios.
Mucho recurso al Padre, mucha gratitud para con
Él, deben tener esas almas de elección,
predilectas de su divino e infinito amor. Y como
en cada acto de ministerio del sacerdote concurra
la Trinidad, deben vivir absortos en Ella,
adorando, amando y bendiciendo a las tres
Divinas Personas en general y cada una en
particular.

Los sacerdotes más que nadie tienen filiación


santa e íntima con el Divino Padre; fraternidad
santa y pura con el Divino Verbo humanado, y
unión profunda, perfecta y constante con el
Espíritu Santo, por sus Dones, por sus Frutos, por
sus luces, por su fuego divino y puro, que apaga
todas las concupiscencias y los guarda.

Constantemente tiene presente el sacerdote a la


Trinidad en cada acto de su culto y de su
ministerio. En las oraciones que tiene por deber
que rezar, muy a menudo se encuentra con esa
Trinidad Santísima. Pero por desgracia, las más
de las veces no piensa en Ella; con la costumbre y
la rutina mecánicamente la nombra; y esto
contrista mi Corazón.

Como hombre, ¡cuánto honro a la Divinidad unida


a mi humanidad en la persona del Verbo! Esa
humanidad la humillo ante la Divinidad, para
darle gloria y atraerle por mis infinitos méritos
(infinitos por lo que tienen de divino), almas y
corazones que alaban a la Trinidad, tres personan
en una sola sustancia. Por esto me contrista ese
abandono, esa poca devoción del sacerdote al
nombrar a la Trinidad y al invocarla y alabarla
muchas veces con la boca y pocas con el corazón.

Yo la honro; y el sacerdote, mi representante en


la tierra, la deshonra. Ya un sacerdote no debe
vivir sino dentro de ese ciclo divino de la Trinidad
, y de ahí tener su s delicias, y de ahí formar su
cielo en la tierra, y ahí encontrar, si quiere su
felicidad, su descanso, su paz, su dicha, su calma
y su todo.

Que no busque nada el sacerdote fuera de la


Trinidad y de María. Ahí debe fijar su vida, sus
aspiraciones, el círculo de su existencia.

De ahí sacará luz, gracia, fuerza virtudes, dones y


cuanto necesite. ¿Para qué buscar en otra parte
lo que no hay? Ciencia, pensamientos elevados,
un océano sij fondo ni riberas de perfecciones y
abismos de amor, de consuelos santos y de dicha
en sus amarguras tiene ahí. Todo lo tiene en la
Trinidad; todo lo tiene en Mí, Dios Hombre.

¡Oh! ¡y cuánto anhelo sacerdotes según el ideal


de mi Padre!
¿Y cuál es ese ideal?

Yo mismo. Sacerdotes Jesús, sacerdotes puros,


dulces, santos y crucificados. Obispos Yo;
seminaristas iniciados a ser Jesús. Todos
enamorados, como Yo, del Padre y por las almas;
todos generosos y celosos tan sólo de la gloria de
Dios, mirando siempre al cielo sin descuidar los
pormenores de la tierra en cuánto sean para mi
glorificación. Quiero sacerdotes que me vean a Mí
y no se busquen a sí mismos: quiero realizar en
mi Iglesia ese ideal que me trajo a la tierra, esa
perfección sacerdotal que hace sonreír a mi
Padre, embelesarme de alegría y derramar
bendiciones sobre el mundo.

Quiero reinar por mis sacerdotes santos; quiero


millones de almas que me amen; pero atraídas
por corazones puros, sin más interés que el de
consolarme, glorificando al Padre por el Espíritu
Santo.

La gloria del Padre es mi mayor consuelo; y como


lo que más ama en la tierra son sus sacerdotes,
quiero darles sacerdotes según mi Corazón,
según su mente, según el ideal que llevo en mi
alma y del que di ejemplo a mi paso por la tierra.

Hay mucha paja y poco grano; muchas


apariencias y poca realidad; mucha superficie y
poco fondo; muchas hojas y muy escaso fruto;
mucho número pero pocos, relativamente, que
satisfagan los anhelos de mi Corazón.

Claro que también hay en mi Iglesia mucho


bueno que hace contrapeso a lo malo; pero ya
estoy cansado de medianías, y el mundo, se
hunde, no porque falten obreros en mi Viña, sino
porque faltan buenos y santos obreros que solo
vivan por mis intereses y por la gloria de Dios.

Aun en las Comunidades hay mucho que deja que


desear; y quiero una reacción vibrante que se
deje sentir en favor de mi Iglesia tan amada. Y
esta reacción vendrá; sí, vendrá por el Espíritu
Santo y por María, por el verbo, Yo, para honrar a
mi Padre y reparar las ofensas que se le hacen en
las Misas sobre todo, por sacerdotes indignos.

Ha llegado el tiempo de sacudir de muy hondo a


muchos corazones de Obispos y sacerdotes. Ya
no más esperas que me urge la salvación de las
almas; y si el mundo se hunde, y si la tibieza
avasalla los corazones, es porque faltan ¡ay!
sacerdotes celosos y enamorados de mi cruz que
la practiquen , que la prediquen, que incendien
con este santo leño a las almas.

La ola de la iniquidad y del sensualismo ahoga al


mundo –y ¿lo diré?-, ha penetrado hasta el
Santuario y lastima en lo más intimo las fibras de
mi Corazón. Satanás gana terreno, cree ya
triunfar, y no es justo que mis sacerdotes
duerman y se ocupen de todo lo que no soy Yo.

Por esto, de raíz tiene que venir el remedio en los


sacerdotes presentes y en la nueva generación
que dé a la Iglesia sacerdotes dignos, apóstoles
de fuego que ardan en amor y que, por el Espíritu
Santo y con el Espíritu Santo y con María,
encienden el divino fuego en el mundo
paganizado por Satanás.

Hay que activarse y no dormir sobre laureles,


cuando el enemigo avasalla, y engaña, y hunde
miles de almas en el Infierno.

Oración, Oración, penitencia y ofrecerme; ofrecer


al Verbo único que pueda abrir los canales de
gracias divinas y extraordinarias para las almas.

***

Que nadie diga que nada se puede hacer; porque


todos pueden orar, pueden mortificarse, pueden
ofrecerme puros al Padre y así apresurar la hora
de la reconquista de este amado pueblo…. Que es
mi consentido, como llegaré a probarlo.

Pero que me hagan caso aquí y en la redondez de


la tierra.

Entre otras cosas, estos cataclismos los envío


para renovar la fe, y la Iglesia tiene que dar un
gran vuelo en la regeneración y en la perfección
de los sacerdotes”.

XXVII - LOS POBRES


“Otro delicado punto que lacera mi alma en
algunos sacerdotes, por no decir que en muchos,
es el poco aprecio de los pobres como si no
fueran todos, pobres y ricos, hijos de Dios. Y
antes bien, la preferencia en caso de haberla,
salvo excepciones, debía inclinarse a proteger a
los desvalidos, a los ignorantes, a los que cargan
el peso del trabajo material y que tanto necesitan
de quienes los sostengan.

¡Hay muchas almas tan hermosas entre los


pobres! ¡Hay almas tan dispuestas a recibir el
roció del cielo, probadas por las inclemencias de
la tierra! ¡Hay almas tan puras, tan sacrificadas,
que se ven despreciadas por su posición social y
su miseria!

No; este punto hay que remediarlo en muchos


sacerdotes que solo quieren rozarse y ejercer su
ministerio con la clase que brilla, que no siempre
es la que me da más gloria. Para la naturaleza no
es agradable ese trato con la gente pobre, ruda,
sucia y poco inteligente. Pero Yo vine a salvar a
todos sin distinción: a pobres y a ricos, y mi
caridad prefirió a los menesterosos, a los
desvalidos, a los pobres. Y Yo mismo fui pobre
para atraerlos a Mí sin que se avergonzaran. Y si
los sacerdotes tienen que ser Yo, la misma
caridad, abnegación y humildad tienen que tener,
y el mismo sentir que Yo.

Hay que atenderlos con calma y vida: hay que


evangelizarlos como Yo lo hice; hay que abrirles
los brazos y el corazón, abajándose para
levantarlos; hay que atraerlos por el cariño y por
los ejemplos para llevarlos a Mí; hay que formar
el criterio y el corazón del pobre desde pequeño
hasta mayor, desde la cuna hasta la muerte. Mi
Iglesia es Madre, y sus sacerdotes deben tener
para con los pobres entrañas maternales.

No hay que ahuyentar a los pobres con durezas y


malos modos, sino soportarlos, enseñarles
pacientemente el amor a Dios y al prójimo. ¿Por
qué los ricos han de tener más Dios que ellos?
¿Por qué esas distinciones que los humillan y los
ofenden? ¡Me duele a Mí lo que a ellos les hacen!
Claro está que se les debe dar el pan de mi
doctrina a su alcance; pero ¿cuántas veces se
estremece mi corazón de pena ante las injusticias
con que humillan mis sacerdotes a esas amadas
almas! ¡Hay que educarlas, soportarlas,
defenderlas, protegerlas y amarlas!

Un sacerdote debe ser todo para todos; y


recuerde que Yo amo tanto a los pobres, que me
hice pobre, que viví entre los pobres, que
distinguí a los pobres y que a los pobres prometí
el reino de los cielos. Y me igualé de tal manera
con ellos, que ofrecí eterna recompensa a los
misericordiosos que tuvieran misericordia, y dije
que lo que a ellos hicieran, me lo harían a Mí.

Yo amo mucho a los pobres; y falta en mi Viña,


en mi Iglesia, quien los ame como Yo. Hay sus
deficiencias, sus grandes lagunas en este punto
capital para mi Corazón de amor, y hay muchos
sacerdotes culpables sobre este particular,
acerca del cual llamo la atención.

Todas son almas; todas me costaron la Sangre y


la Vida; a todas sin distinción de clases me doy
en la eucaristía, y un mismo cielo cobijará
eternamente a pobres y ricos, donde se premian
virtudes y no categorías mundanas. Muy bien que
en el mundo tenga que haber escalas sociales;
más para mis sacerdotes no debe haber sino
almas, almas que darme y por quienes
sacrificarme.

Más de lo que se supone tengo que lamentar en


mi religión –que es toda caridad- sobre este
punto; y pido, y quiero y mando que se remedie
lo que hubiere sobre este punto tan importante y
que deseo remediar, que precisamente por su
ignorancia, por sus malas inclinaciones, por el
medio en que vive, necesita de más caridad, de
doble paciencia, de grande generosidad y aun de
heroicas abnegaciones.

Pero Yo sé premiar esos heroísmos con una


gloria eterna. Para Mí no pasas desapercibidos
los sacrificios sobre este punto tan importante y
que deseo remediar. Y si lo hacen por mi amor.,
Yo premio esas liberalidades y vencimientos; Yo
me regalo a Mi mismo con muchas formas en esta
vida, con inefables consuelos, y derramo en las
almas caritativas con los pobres mis más
delicadas caricias.

Y no sólo los premio las limosnas para los


cuerpos (que deben hacerse según las fuerzas de
cada cual), sino más la limosna a las almas, los
consejos a los pobres, la amabilidad con ellos, la
formación de sus corazones para el cielo.

¡Cuántos de mis sacerdotes tratan a los pobres


en los confesonarios con cierto desprecio e
impaciencia! ¡Cuántas veces se quedan corridos y
avergonzados los pobres, porque dan la
preferencia a las personas de otra posición!
¡Cuántas veces esperan la comunión que a todos
pertenece con humillante paciencia hasta que va
otra persona rica a pedirla!

En el mismo ejercicio del ministerio se distingue


la manera de hacer los bautismos, los
matrimonios, los viáticos, etc., de los pobres y de
los ricos; y Yo quiero llamar la atención sobre
este punto que lastima la caridad de mi Corazón.

Yo busco almas, no posiciones; Yo amo las almas


en cualquier escala social en que se encuentren.
El Espíritu Santo no distingue. Mi Padre el sol
sobre todos, y quiero que los míos me imiten y
tengan un mismo corazón con todas las almas y
vena en ellas sólo a Mí, porque reflejan las
Trinidad cuya imagen llevan. Con este
pensamiento, que es realidad, se les facilitará a
los sacerdotes la igualdad en el trato caritativo y
santo para con los pobres a quienes he ofrecido
el reino.”
RESPETO A LOS SACERDOTES

H
“ asta para el respeto que deben tener los fieles al sacerdote es conveniente su
transformación en Mí. El sacerdote por su dignidad se eleva sobre el común de las demás
gentes, y es una insensatez, una desgracia lamentable y hasta puede ser pecaminosa, que
arrastre esa dignidad por los suelos y que se aseglare. Aunque joven, debe portarse el
sacerdote como quien es, y no ha de rebajar su vocación ni degenerar la dignidad que el
Espíritu Santo le confirió.

Nunca orgulloso, pero si digno, puesto que me representa; siempre afable y humilde, pero
conservando una prudente distancia, sobre todo con personas de otros sexo. Nada de
familiaridades que repugnan a su condición de sacerdote.

Puro, recto, inflexible en lo que no debe ser; y suave y armonizador y conciliador en los
casos en que mi doctrina y mi moral no sufran menoscabo. El tino que el sacerdote debe
tener en el trato y en los negocios debe pedírselo al Espíritu Santo. Él es el gran Regulador
y amable Conciliador que une y santifica.

El sacerdote debe esparcir a su alrededor la unción de que debe estar lleno, y entonces la
malicia de los mundanos y las ocasiones peligrosas se estrellarán, y los nubarrones y
tentaciones de Satanás se desharán al tocarlo. Un sacerdote transformado en Mí será
impenetrable a los dardos del enemigo; lo acometerá de mil modos, lo tentará en mil
formas, pero como Yo, vencerá las tentaciones y el demonio quedará corrido y
avergonzado.

Bastaría la virtud y la unción del Espíritu Santo que el sacerdote recibe en su ordenación
para ser invulnerable; porque esa unción especial lo blinda como con una coraza para que
el mal no lo penetre. Pero el mundo y la carne, esos enemigos consentidos por Él, rompen
ese impermeable divino, y por ahí se cuela Satanás –que siempre acecha al sacerdote- y lo
penetra, y lo avasalla, y lo hace suyo, y aleja a su antagonista que es el Espíritu Santo. Los
más opuestos polos, los más grandes enemigos son el Espíritu Santo y el Espíritu diabólico
que luchan constantemente en las almas, especialmente en la de los sacerdotes. El bien y
el mal continuamente luchan en el corazón del sacerdote, pero este tiene mayores medios,
más poderosas armas para triunfar.

Por eso en sus caídas los sacerdotes son más culpables, porque si bien son hombres,
también han recibido insignes gracias y están en contacto continuo con la Trinidad. Y ¡qué
triste es que por los escándalos culpables los sacerdotes desciendan, a las miradas de los
fieles, del pedestal en donde la Iglesia los tiene! Deben reflexionar que, si ellos no son lo
que deben ser, los fieles juzgan no a los individuos solamente, sino a mi Iglesia, digna de
todo respeto y honor.
Pero todo eso se acabaría, si los sacerdotes se transformarán en Mí; entonces se tendría a
mi Iglesia en la altura en que debe estar y su atracción sería más poderosa y la acción del
sacerdote en la sociedad y en las almas mucho más fecunda, y brillaría el sol de mi Iglesia
sin manchas ni desperfectos, y honraría siempre a la Trinidad.
En este punto del respeto a mis sacerdotes no se piensa mucho, y se desprecia a mi Iglesia
y hasta se burlan de Ella los malos, por la culpa de los sacerdotes que con su conducta ligera
e indigna le denigran los primeros.

También se predica poco la dignidad y origen divino de mi Iglesia, y muchos ignoran lo que
vale, lo que es y los tesoros inmortales que contiene. ¡Cuántos la ven como una sociedad
cualesquiera sin escuchar sus enseñanzas ni apreciar los misterios y sublimidades de que
está llena!

Es mi voluntad que se prediquen sus excelsitudes y que se den a conocer más y más sus
grandezas.

Pero que los sacerdotes correspondan con su conducta exterior al rango sagrado a que
pertenecen. Si Yo soy digno de honor y de respeto, mis sacerdotes lo son también, porque
me representan y deben honrar a la Iglesia por su santidad y transformación en Mí. Encargo
mucho a quien corresponda este punto muy poco estimado por los fieles, si, pero con
mucha culpa de mis sacerdotes, el de la falta de respeto a ellos, y en ellos a mi Iglesia y a
Mí.

Deben darle lustre al nombre que llevan, a la más que nobleza que representarme a Mí en
la tierra. Y si lastima hondamente a mi Corazón cualquier desprecio o injuria a mis
sacerdotes –más que si fuera a Mi mismo-, mucho más me duele que den ocasión a mis
sacerdotes a murmuraciones y a juicios merecidos por su innoble conducta y por su más
que roce con los mundanos, impropio de su dignidad.

Este defecto que parece de poca monta no lo es, por razón de que baja el nivel moral,
espiritual y respetuoso en los fieles, y aumenta la indiferencia, cuando menos, a los
sacerdotes que a mi Iglesia representan.

Lejos de Mí –toda caridad- el que sean altaneros y soberbios mis sacerdotes; pero tampoco
quiero que denigren su dignidad, que la rebajen de mil maneras que ellos saben y que
repugnan con el origen divino y santo de su vocación. Un exterior de paz, de dulzura, de
caridad que deben presentar mis sacerdotes, a la vez que deben guardar cierta distancia,
sobre todo, repito, con personas de otro sexo. Nada de familiaridades que desvirtúen el
carácter serio del sacerdote; nada de nivelarse con la vulgaridad de las personas mundanas;
sino que, conservada la distancia que debe mediar, sean, a la vez que amables, discretos; a
la vez que atractivos por virtud, serios; a la vez que bondadosos, dignos; sin faltar a la
pulcritud cristiana, caridad y cordialidad.
Que en sus conversaciones siempre mezclen a Dios; que en sus juicios y apreciaciones se
trasluzca la caridad de Cristo; que la igualdad de carácter distinga, sin preferencias por los
ricos; que sacrificios y abnegaciones sean de igual interés para todos.

Que vean almas y no nacionalidades ni categorías; que tengan un solo corazón, el mío, para
enjugar todas las lágrimas, consolar todas las penas, y sobre todo que sean otros Yo; y con
esto sólo todo lo tendrán para su santificación propia y para llenar su misión divina en las
almas que les he confiado; y que unidos e identificados Conmigo, ellos y las almas, alcancen
el fin e ideal de mi Padre amado; la perfecta unión por medio del Espíritu Santo en la unidad
de la Trinidad”.

EL GRAN MEDIO PARA LA TRANSFORMACIÓN

A
“ las almas sacerdotales son a las que más amo en la tierra por el reflejo que en sí llevan
de la fecundación de mi Padre: en El los amo y por Él los salvo. Esas almas llevan en sí el
germen comunicado del cielo para reproducirme a Mí en las almas; y por Mí las virtudes
que deben santificarlas y salvarlas de mil peligros que Yo sé.

Pero las almas sacerdotales imprescindiblemente tienen que ser víctimas; tienen que
convertirse en don, renunciándose y ofreciéndose puras a mi Padre en mi unión, y
entregándose también en donación a las almas, como Yo, dentro de mi Iglesia y doctrina.

Hay almas sacerdotales consagradas con la unción sacerdotal; y también en el mundo hay
almas sacerdotales que aunque sin la dignidad o consagración del sacerdote, tienen una
misión sacerdotal, porque se ofrecen en mi unión al Padre para la inmolación que a Él le
plazca. Estas almas ayudan poderosamente a la Iglesia en el campo espiritual y tendrán en
el cielo un especial premio. Pero también para estas almas es indispensable su
transformación en Mí.

Y ¿cómo se opera más perfectamente la transformación? Por la encarnación mística, la cual


todo sacerdote debe llevar de una manera muy honda, muy íntima y muy familiar, aunque
respetuosa, puesto que en el Altar la opera diariamente en el sacrificio de la Misa.
Ahí encarna al Verbo –por decirlo así-, en cada hostia consagrada que transforma, por la
transustanciación, en Jesús; pero como entonces, él es Jesús, queda en su alma la estela de
esa encarnación que el sacerdote debiera guardar en su corazón con todo el ahínco del
amor, con toda la fuerza de su fervor, con toda la avidez de sus deseos, con toda la ternura
humilde de su maternal cariño.

En cierto sentido, el sacerdote encarna a Jesús en la hostia; más como el sacerdote se vuelve
Jesús, al ofrecer la hostia al Padre, transformado en Jesús, también es hostia, también es
víctima, también se ofrece. Y cuando pasa el sacrificio, queda Jesús encarnado
místicamente, Jesús haciéndose al sacerdote Jesús, por la unión transformante que es la
encarnación mística en mayor o menos escala.

Sólo que el sacerdote no se da cuenta, no se hace el cargo; pero ninguna alma como la del
sacerdote tiene la propiedad –por la gracia de estado, o sea por la unción recibida del cielo
en su ordenación-, de encarnar místicamente al Verbo en su alma para su perfecta
transformación; y la transformación atrae la encarnación mística en más o menos grados.

Este es el más poderoso y santísimo medio en el sacerdote para su transformación en Mí;


porque al poseer el Verbo al alma, el alma se pierde en el Verbo como una gota de agua se
pierde en el mar, como el solo absorbe la luz: la inmensidad del mar absorbe a la gota y el
sol divino, al punto de luz. La divinidad del verbo absorbe lo divino que tiene el alma, y la
endiosa, y la transforma, y la convierte en Él, y la pierde en Él.

El reflejo de este misterio de la Encarnación lo recibe diariamente en la Misa el sacerdote;


lo que sucede es que lo deja pasar, lo enturbia, lo opaca con las cosas exteriores y puede
extinguirlo con el pecado. Pero el alma del sacerdote que abraza y cultiva con su
correspondencia a la gracia este don de Dios, es el más dispuesto a recibir y ensanchar la
gracia sin precio de la encarnación mistica en el alma, que es gracia sacerdotal en todas sus
partes, gracia por excelencia de donación mutua, gracia insigne transformante y unitiva que
atrae a la Trinidad; porque el Verbo no puede apartarse en su divinidad ni del Padre ni del
Espíritu Santo, una sola esencia con Él.

Y así el alma que llega a la transformación –y más por el rápido camino de la encarnación
mística- llega naturalmente a la unidad en la Trinidad, que es la que pido, la que anhelo, la
que ofrezco hoy a todos mis sacerdotes.

Ya he puesto a su vista el camino más corto para la transformación en Mí: el de la


encarnación mística.

Las almas de los sacerdotes son las más apropiadas y a propósito para recibir esta gracia en
toda su plenitud. Pero claro está que necesitan retener ese reflejo que en las misas
reciben; y con el concurso de sus virtudes, y con el esfuerzo de su santidad, preparar el
terreno para recibir esa incomparable gracia en toda su perfección.
Pero, ¿sin la encarnación mística no pueden llegar los sacerdotes a la transformación en Mí
que pido de ellos?

Si pueden, en cierto sentido; pero la manera más rápida de su transformación es la gracia


de la encarnación mística, por esa gracia fecunda, operativa y transformante, cuyo don
viene directamente del Espíritu Santo.

María goza cuando comunica a su Verbo hecho carne; y si al concebir a Jesús en su casto
seno, recibió en Jesús el germen sacerdotal, los sacerdotes son para Ella otros Jesús, y más
que nadie quiere transformarlos místicamente en Jesús.

Pero esto no se piensa, ni se intenta, ni se desea, ni se pide, ni los sacerdotes procuran


hacerse dignos de recibir esa gracia.

Que conozcan estas inefables verdades, estos santísimos medios para que, meditándolos,
pidiéndolos y abriendo humildemente sus almas puras y víctimas al don de Dios, reciban
con más efusión esta gracia en su plenitud y no solo en su reflejo.

¡Oh! ¡y cuánto ama mi Corazón a las almas de mis sacerdotes y cómo ansío reflejar en ellas
mis misterios! Siendo otros Yo se aclararán para ellos estos misterios; y las virtudes
teologales, perfeccionadas, los llevarán a distancias infinitas, e iluminarán con luz increada
los abismos de su inteligencia creada, y los llenarán de Dios.

Y si el ser de Dios es darse y comunicarse y difundir sus tesoros y sus esplendentes gracias,
¿a quién más que a mis sacerdotes escogería Yo para transformarlos en Mí, para difundirme
por ellos en las almas?

Que las almas oren y se sacrifiquen más para que llegue esa hora feliz para Mí en la que me
recree en una pléyade de sacerdotes santos que presenten a mi Padre el ideal de lo que
más ama.

Sin duda que hay sacerdotes santos, pero a Mí me sobra Dios, por decirlo así; y quiero
endiosarlos; y no quiero miles, sino que los quiero a todos, otros Yo, transformados en Mí-
uno, para perderlos en la unidad de la Trinidad.
ALMAS

“ Y si los sacerdotes se engendraron Conmigo en su vocación sacerdotal en el Padre y


nacieron Conmigo de María, deben vivir mi vida y morir como Yo morí, en cualquiera cruz,
por las almas; deben en mi unión conquistarlas y comprarles con sus dolores el cielo. Pero
si son ellos amor, si son Yo-amor, no les costará esto y se endulzarán no solo sus continuos
sacrificios, sino su muerte, gloriosa en cualquier lugar y del modo que a Mí me plazca
enviársela, ofrecida al Padre por tan noble fin y consumida por tan digna causa.

¡Oh! Si los sacerdotes fueran otros Yo, quedaría resuelto el problema de tantas cosas que
afligen a mi Iglesia, y las almas crecerían en perfección, y Yo tendría más medios para
comunicarme en el mundo.

Muchas almas se pierden por culpa de los sacerdotes.

Al crear una vocación sacerdotal, vinculo la perfección y salvación de muchas almas en ella;
y si se pierden, será en mucha parte por la inercia del sacerdote. Este aguijón, que es una
realidad por la causa que lo produce; sería otro de los motivos que debiera activar la
santidad en los sacerdotes: la cuenta que tienen que darme de las almas que les señalé para
salvarlas –almas que pongo en su camino y almas que deben buscar-. Para eso tienen gracia
de estado; y por inercia, disipación y falta de celo, pecan de omisión y de otras cosas, dejan
truncos los designios de Dios en muchas de aquellas almas que deben santificar para que
me den eterna gloria en el cielo.

Sólo Yo sé contar las vidas espirituales en las almas que no realizan mis designios por culpa
de mis sacerdotes. En el campo espiritual hay mucho de esto. ¡Cuántos sacerdotes por
miedo de sacrificarse en muchos sentidos desatienden a las almas y las dejan rondar en un
círculo, sin estudiar en ellas los designios de Dios y ayudarlas a cumplirlos!

En el campo espinoso de las direcciones hay mucho sobre el particular, ya por la pereza de
los sacerdotes, ya por pusilanimidad y miedo a meterse en honduras que no saben medir ni
resolver. Mas para esto tienen los estudios, tienen la oración, me tienen a Mí, tienen al
Espíritu Santo siempre dispuesto a ayudarles cuando con humildad lo invocan.

Muy delicado en este punto en el que se registran muchas lagunas en los deberes del
sacerdote, creado expresamente a mi imitación para salvar y santificar a las almas. Muchos
tienen que resolver en mi presencia de su poca aplicación en este punto cuando no saben
ni la santidad ni la calidad de las almas que vinculé a su vocación para salvarlas y a cuántas
puse en su camino para santificarlas.

Ya he dicho, sin embargo, los errores, las imprudencias y peligros que en este campo de las
confesiones y direcciones se registran; pero eso no quita que cada sacerdote se esfuerce en
arrebatar las almas al demonio y prudentemente santificarlas.

Un punto es éste que los sacerdotes deben meditar temblando, pero confiados en Mí, y con
recta intención y santas miras satisfacer. Deben cumplir divinamente este punto capital de
su vocación.

En los sacerdotes religiosos, la obediencia al superior lo llena todo, pero los sacerdotes
diocesanos y con deberes de ministerio deben formar su plan y santamente cumplirlo. Ya
he dicho que así como un sacerdote ha de encontrar en el cielo almas salvadas que vinculé
a su vocación sacerdotal; así, otros verán almas condenadas, o que no llegaron al punto de
perfección al que Yo las amé, por su culpa.

Mucho hay que meditar sobre este punto interesante y que atañe muy de cerca al
sacerdote. Debe éste examinar, arrepentirse y proponerse un plan para llenar esta
obligación que tiene el deber de cumplir.

Pero si es delicada esta carga para los sacerdotes, Yo sé suavizar este deber y endulzar este
trabajo con gracias especiales y luces que no le faltarán, si me son fieles.

Ya se puede ver si en un sacerdote estará permitida la ociosidad cuando tiene que llenar
estos deberes ineludibles de su vocación: la salvación de las almas. Ya se puede ver si estará
bien en ellos la pereza, la disipación y el regalo cuando las almas peligran y otras se mueren
de sed y anhelan quien sacie las necesidades espirituales que padecen. ¡Ya se comprende
si un sacerdote puede ocuparse tranquilamente de sí mismo en la inacción, cuando las
multitudes lo esperan y las almas llamadas a la perfección lo necesitan!

Un sacerdote, repito, no se pertenece; es mío, y de María, y de las almas, como Yo soy de


mi Padre, de María y de las almas.
¡Qué corona le prepara en el cielo la Trinidad misma!

¡La vida pasa, los trabajos tienen fin, y el premio es eterno!

¡Cómo brillará con fulgores de la Trinidad un sacerdote que haya cumplido con perfección
su misión en la tierra!

¡Después del de María, no habrá ni existe trono más alto que el de un sacerdote
transformado en Mí!

Porque si el sacerdote ha sido otro Yo en la tierra, habrá realizado plenamente la misión


que se le confiara. Habrá salvado y perfeccionado centenares de almas, no habrá dejado
truncos los designios de Dios en ellas; unas conoció en la tierra, y otras – a quienes llegaron
las irradiaciones de su espiritual fecundación, sacándolas del pecado y atrayéndolas por sus
oraciones, virtudes y ocultos sacrificios hacia Mí, para que me glorifiquen eternamente -,
hasta allá las verá.

Muy grande, muy intensa y muy viva será la posesión que de Dios goce el sacerdote fiel y
transformado en Mí, en la tierra.

Vale la pena llevar mi suave yugo, el dulce peso de las almas y de los deberes sacerdotales
en la tierra, por el peso inmenso de gloria infinita que los absorberá eternamente en el
cielo”.
SECRETO.

“Si mis sacerdotes se convirtieran en Mí, si fueran otros Yo, tendrían mi atractivo divino y
comunicarían pureza, humildad, luz y todas las virtudes; comunicarían Dios; y las almas y las vidas
se endiosarían con lo divino de mí Ser, comunicado por el sacerdote santo. ¡Cómo cambiaría no sólo
la faz del mundo, sino también el interior de los corazones! ¡Cómo se respetaría entonces a mi Iglesia
santa con sacerdotes santos, unos con el eterno Sacerdote Yo, con el Santo de los santos.
¿Nos figuramos esos otros Yo en el mundo, en los altares, en el ministerio, en las predicaciones,
que conmueven, enseñan, atraen y abrasan en el amor a las almas y las hacen arder por medio de
mi Corazón, de la Cruz, del Espíritu Santo, para la gloria de mi Padre?.
De los mismos medios y elementos que quiero valerme en esta reacción que ya se vislumbra, que
Yo espero enternecido y que mi Padre, que ya la ve presente, le sonríe y se complace en ella.
La gran palanca para apresurar esta reacción es, como he dicho, el Espíritu Santo por María. Y María
está muy interesada en esta reacción por poder verme reproducido fiel y constantemente en cada
sacerdote transformado en Mí, no tan solo en el Altar, sino en todos sus actos, en la Iglesia y en las
almas.
Ya late tiernamente su Corazón de Madre, ya se abre más que en el Calvario para recibir en él y
esconder en él a esos sacerdotes, otros Yo, convertidos en Mí, que llevan todos los rasgos de la
fisonomía divina de su Hijo adorado.
María anhela verme a Mí en cada sacerdote (como debiera ser) y no tan solo en el acto sublime de
la Misa, sino siempre, siempre; y si los sacerdotes la aman, deben darle gusto y reproducir en ellos
lo que más ama esa Madre incomparable, a Mí, en todos los actos de mi vida y de su vida.

Voy a revelar un secreto.


Y es que al engendrar el Padre en el seno de María por obra del Espíritu Santo, engendró Conmigo
en Ella, el germen de los sacerdotes en el Sacerdote Eterno. El divino Espíritu comunicó a María una
fibra divina de la fecundación de los sacerdotes futuros, engendrados en el seno del Padre, de toda
la eternidad.
Por eso María es más Madre de los sacerdotes, por estar Conmigo, en su seno inmaculado, aquella
fibra sacerdotal unida a mi naturaleza humana divinizada.
Y por eso María tiene mucho de sacerdote; y por eso María busca por justicia a su Jesús en cada
sacerdote, concebido Conmigo en su virginal seno, al encarnar el Verbo en sus entrañas purísimas.
Por eso, se les exige a los sacerdotes la pureza, por descender de la Luz del Padre y de María
Virgen, Reina de la Iglesia y Madre del Sacerdote eterno, en el Verbo Encarnado, y de los sacerdotes,
-germen fecundo de la Iglesia, engendrados por la divina fecundidad de la Trinidad Virgen, en el
seno purísimo de una Virgen sin mancha-.
Y si los hijos deben parecerse a las madres y gozar de sus prerrogativas, ¿no se comprende que los
sacerdotes deben ser como un reflejo de María, deben también ser madres, y llevar en sus almas la
encarnación mística del Verbo en su Madre; y por esto, el más estricto y dulce deber de parecerse a
Mí, o más bien, de transformarme en Mí?
¡Hasta dónde hemos llegado!, ¡hasta donde nadie se lo figuraba! Qué reales y certísimas
consecuencias hemos sacado a la vista y que llevaba yo en el fondo de mi alma para hacerlo patente
hoy, en estos tiempos en que más que nunca necesita la Iglesia de sacerdotes, transformados en
Mí.
Si no conmueve a mis sacerdotes este secreto de mi alma que he querido que salga a la luz, serán
hijos desnaturalizados y contristará a María semejante ingratitud.
En el calvario proclamé a María Madre universal de todos los hombres; y el privilegio particular del
Padre para con mis sacerdotes, en su asombrosa fecundación divina, data del día en que el Verbo
encarnó en María, aunque este designio del Padre en la Trinidad, que tuvo en cuenta eternamente
a su Iglesia, no tiene principio.
Fueron concebidos, como lo fue el Verbo en María, la vocación y el ser espiritual y divino de mis
sacerdotes, por la fecunda profusión del Padre, por el amor fecundo, por el amor purísimo del Espíritu
Santo. Por eso el Verbo en su eterna generación nació por el amor y del amor, y el Verbo tomó en
María carne por el amor, y comunicó a mi Humanidad sacratísima un ser o naturaleza humana de
amor, un cuerpo de luz, de pureza y de amor, y un alma y un Corazón de amor.
Dios es amor; Yo soy Dios amor y Hombre amor. Y los sacerdotes que se transforman en Mí deben
ser lo que Yo soy, luz, pureza, amor; todos caridad para derramarla en el mundo, todos Yo para
formar la unidad de mi Iglesia en la Trinidad, y otros Yo para con María, más Madre de ellos que de
nadie, formando en Mí un solo Jesús para amarla, glorificarla y complacerla.
¡Cómo los sacerdote deben pagar a María su ser de hijos que los engendró, a la vez que a Mí me
engendró, y que en Mí nacieron y que en mi Iglesia, -imagen de la maternidad de María- se crearon,
crecieron, y se hicieron dignos de sustituirme con ella por su sacerdocio y de representarme en cada
acto de su ministerio.!
Si tienen corazón y nobleza de sentimientos, si saben agradecer las fibras maternales, si aman a su
Madre María, no pueden obsequiarla con mayor presente que con su transformación en Mí, que les
obliga más y más por ese secreto que hoy he puesto en su corazón para que lo sepan y se rindan
por amor a mi voluntad”.

PEREZA

“La pereza para mis sacerdotes es un filón que Satanás explota para sus fines contra Mí.
Porque impide el celo que los sacerdotes deben tener por mi gloria. Es muy fino y astuto
Satanás con sus pretextos, con sus exageraciones, con sus múltiples excusas de ningún valor
en un alma que de veras me ama. Sabe poner la inercia, el fastidio, el cansancio, y el
desaliento en el corazón del sacerdote para desarrollar en él la pereza y disculpar a sus
mismos ojos, con frívolos motivos, lo que es solo pereza en mi servicio.

¡Cuánto perjudica a mi Iglesia y en ella a las almas este vicio capital que tanta gloria me
quita! Muchos sacerdotes hay que se forman la conciencia y creen cumplir sus deberes con
decir la Misa más o menos fervorosamente y rezar el Breviario con más o menos devoción,
cómo sino hubiera almas a quien atender y evitarle peligros y santificarlas para mi gloria;
como si no hubiera enemigos que atacan la plaza de mi Iglesia en mil formas y con diferentes
medios.

¿Será posible que trabaje más Satanás para perder las almas que mis sacerdotes para
salvarlas? Y la pereza corporal y espiritual es la causa de ese poco celo y de esa inercia que
los aprisiona; es el sopor con el que el demonio adormece a las almas sacerdotales en
muchas ocasiones. Se creen cansados, enfermos y aun con falsas humildades, inútiles para
mi servicio, dejan la carga para otros y descansan ellos, como si ese tiempo precioso de
males imaginarios no nos perteneciera a Mí y a las almas.

Un sacerdote que no sabe en que emplear su tiempo no es digno ni del nombre que lleva
ni de la sublime misión que le he confiado. ¿Cómo matar el tiempo quien debe emplearlo
todo en mi servicio, en su ministerio, en su apostolado, en su oración, estudio y trato íntimo
Conmigo? Activo es el Espíritu Santo en el que debe arder el corazón del sacerdote digno
del cargo que ha recibido, del sacerdote fiel a su vocación y que no debe desperdiciar ni un
átomo del don de Dios, ni una sola ocasión de hacer el bien.

El sacerdote es sembrador y su misión es arrojar la semilla en las almas, cultivarlas y


presentarlas al Padre como maduros frutos que Él debe cosechar. Un sacerdote perezoso
que busca su comodidad exageradamente, que se tiene muy en cuenta en lo que toca a su
cuerpo, que piensa mucho en sí mismo, está muy lejos del Espíritu Santo que es, repito.
Espíritu activo, que es de fuego, que no descansa de trabajar en las almas que se le prestan,
que no cesa de derramarse siempre en dones y gracias e inspiraciones, porque es el
continuo movimiento de efluvios santos en la Trinidad y en las almas.

Por eso los sacerdotes que tienen en la Iglesia la misión de dar la vida a las almas y de
formarlas para el cielo, de infundirles lo divino, de predicar e insistir a todas horas y siempre
en la extensión de mi Evangelio, más que nadie deben vivir unidos al Espíritu Santo y
desterrar toda pereza que los detenga en su alta y activa misión.

No hay cosa más quieta que Dios ni más activa que Dios en el amor. Así los sacerdotes deben
tener el alma quieta con la paz de los santos, y al mismo tiempo deben arder con el celo de
las almas y con sed ardiente de impulsarlas para el cielo, de librarlas de los peligros, de
enamorarlas de lo que no pasa, de lo eterno, de Mí, crucificado por su amor, de María, de
las virtudes y de mi imitación.

Y todos estos vicios y defectos que he enumerado ¿cómo se quitan? Por un solo medio, por
la transformación de los sacerdotes en Mí. Entonces sentirían como Yo, amarán con el
Espíritu como Yo, salvarán a las almas como Yo y las ofrecerán a la Trinidad como Yo”.

VANIDAD

“Otros de los grandes defectos que pierden a mis sacerdotes, o a lo menos les impide la
perfección, es la vanidad y la sed de vanagloria y los aprecios humanos.

Este vicio, cuando se inicia en el alma del sacerdote debe cortarlo de raíz, porque si llega a
enseñorearse con él y a poseerlo, lo aleja de la vida interior y espiritual –que debe ser
donde gravite su existencia-, lo rebaja a las cosas de la tierra y a deleitarse en ellas.
Entonces se entristece cuando le faltan las alabanzas humanas y sólo goza cuando se ve
envuelto en ellas.

¡Cómo le hacen falta y llegan a ser estas alabanzas su elemento y su vida –Si no las tiene,
las busca con mil pretextos, y a veces descaradamente; y llega a tal grado este vicio y
odioso defecto en su alma, que si no encuentra las alabanzas, las finge en su
entendimiento y en su corazón, y se complace imaginariamente en sus efectos.

Se enorgullece el sacerdote que tiene el vicio de la vanidad, de su persona, de su figura, de


su talento, de su trato social, de sus maneras, de sus sermones, de sus direcciones, etc.; se
forma, con la poderosa ayuda de Satanás que lo atiza, su incienso íntimo, que, al
complacerlo, entenebrece para él el campo de las virtudes y la humildad en el propio
conocimiento que debe envolverlo.

¡Cuántos sacerdotes pasan la vida incensándose a sí mismos y buscando y complaciéndose


en las adulaciones mundanas y espirituales! ¡Cuánto tiempo pierden muchos de los míos,
haciéndose a sí mismo sus panegíricos y echando redes para ser ensalzados! ¡Cuánto
humo, cuanta vanidad que no deja en las almas sino negrura, sofocación y desaliento para
las sólidas virtudes y abnegaciones que el ministerio sacerdotal necesita y exige!, ¡y cómo
Satanás, entonces, se aprovecha para meter en las almas sacerdotales el cansancio, el
fastidio, la tibieza, el desaliento y tentaciones mayores que sólo Yo veo y que llegan a
precipitar en insondables abismos!

¡Cuántas veces comienza la vanidad por lo poco y acaba por minar la sagrada e
incomparable vocación sacerdotal! ¡Hasta allá alcanza la astucia de Satanás que pone
suavísimamente el anzuelo para pescar los corazones y hundirlos en el infierno!

La vanidad nace de la soberbia: es el ser mismo de Satanás que se goza en comunicar e


infiltrar, sobre todo en el corazón de los míos. Los sacerdotes son, como he dicho, su más
codiciado manjar; y por su semejanza Conmigo, el Sacerdote Eterno, más se complace en
perseguirlos, el introducirles el mundo con todos sus vicios y la carne con todas sus
monstruosidades; y cualquier triunfo en ellos es un bofetón que quiere darme, y su
conquista definitiva es para él como si me diera la muerte.

De ese grado y de esa magnitud es su infame malicia al tocar, al poseer, y al arrancar de


mis brazos y de mi Corazón cada sacerdote. Mi Iglesia es su pesadilla constante, y sus
mejores tiros los guarda para Ella, y su veneno más ponzoñoso los guarda para los que la
sirven, y sus triunfos más aplaudidos son las funestas victorias sobre las almas
sacerdotales, esencia de mi Corazón, fibras de mi alma, en quienes mi Padre se complace
y a quienes toda la Trinidad ha distinguido eternamente con singulares privilegios y
escogidísimas gracias.

Por eso el infierno en un sacerdote réprobo no tiene comparación porque tampoco la


tienen sus pecados y espantosas ingratitudes, cometidas con los abusos voluntarios de
estupendas desgracias y pisoteadas. Y lo triste es que se comienza a bajar por ese plano
inclinado –que concluye en la desgracia eterna- con nimias pasiones de envidias, celos,
vanaglorias, etc., que consentidas y alimentadas, toman vuelo y se agigantan, y envuelven
a las almas de los sacerdotes, las cuales como ningunas otras deben estar siempre en
guardia, y rechazar, luchar e impedir en sí mismos esas pasioncillas rastreras, y degollarlas
sin piedad en sus principios. Deben de tener muy en cuenta la más que astuta malicia de
Satanás para ellos y sus terribles fines.

Y ¿cómo se blindan contra esas pasiones terrenas? Con la santa coraza de lo divino, con su
transformación en Mí; con su vida sobrenatural que los eleve de la tierra; con su unidad
de en la Trinidad en la que Satanás se estrella y lo que es, para él, impenetrable. Ahí esta
el asilo del sacerdote: en su unión perfecta con el Dios perfectísimo, cuyo escalón es
María, al eterna enemiga de Satanás y del infierno todo.

Que recurran a María mis sacerdotes y Obispos porque en el mundo nadie está exento de
los ataques de mis enemigos y menos mis sacerdotes; y que por María, pasen a Mí; y por
Mí al Padre en el Espíritu Santo. ¡Así llegarán a lo que tanto pido en ellos; a ese Puerto
seguro que en estas confidencias les ha querido señalar mi amor eterno, singular y
misericordioso; a la unidad que es su cielo en la tierra y que será su cielo en el cielo!

Que estos mis deseos lleguen a mis Pastores para que los utilicen en favor de los
sacerdotes, mis hijos, y en sí mismos.

Que si señalo defectos, no es para echarlos en cara –que esto no lo sufre ni mi fineza ni mi
caridad con los que los amo-, sino por el deseo vivo y ardiente de su perfección que en mi
Corazon arde y que en estas confidencias santas ha querido desahogar en sus infinitos
anhelos de hacer el bien.”.
LIMPIEZA DEL ALMA

“Para llevar a cabo mis planes de santificación personal, mis sacerdotes deben, ante todo,
conservar a todo trance la pureza de sus almas, base y fundamento sobre el cual deben
comenzar su transformación en Mí.

La pureza es la que más asemeja a Jesús y la que refleja a Dios en las almas. Por tanto, y
como medio principal para esta pureza, los sacerdotes no deben descuidar jamás la
frecuente de sus culpas, para lavarse en el sacramento de la penitencia. Hay descuido en
muchos sobre el particular y dejan pasar mucho tiempo – a veces considerable – sin recurrir
a esta saludable humillación que purifica.

Cuántas veces el respeto humano y la falta de humildad impiden este acto de suprema
importancia para el sacerdote, y como Satanás se vale de estos medios para impedir la
pureza en las almas de mis sacerdotes que deben estar siempre tersas y sin mácula para
reflejar a Dios en ellas. Elemento principal es este, para su transformación en Mí, purísimo
de cuerpo y alma, transparente y divino, que refleja a la Trinidad en la limpidez candidísima
y luminosa de mi Corazón de hombre.

¡Cuánto insisto en la pureza de mis sacerdotes! Porque la Trinidad no se refleja sino en el


cristal sin mancha de una conciencia y de un alma pura. La basura lastima sus miradas, el
pecado las rechaza y solo la pureza las atrae, porque Dios es pureza.

Y si pido al común de las almas la limpieza de corazón para comunicármeles, ¡cuánto más
la querré de mis sacerdotes, que no por ser sacerdotes dejan de ser tierra y de andar entre
la tierra!

Deben también mis sacerdotes, si quieren santificarse, tomar y tener un director santo.
Nada más fácil en mis sacerdotes que acostumbrase a mandar, que el sentirse superiores a
los fieles; y si es cierto esto, por la dignidad sacerdotal que llevan consigo, también lo es
que deben depender de otro, si quieren adelantar en su santificación. ¿No envié acaso a
San Pablo con Ananías para que de él recibiera instrucciones? Este es un acto de
dependencia y de humildad muy útil en los míos y que Yo me complazco en bendecir.

Y si en estas confidencias he querido tratar de la regeneración y santificación de mis


sacerdotes, éste es un punto útil en gran manera (el que tenga un director) y en muchos
casos indispensable, para la santificación de las almas sacerdotales. Nadie más a propósito
para mandar que el que obedece, nadie mejor para dirigir a las almas que el que es dirigido.

Todo va encaminado a realizar mi fin en ellos, a su transformación en Mí, a quitar los


elementos que la impiden, y a unificarlos en la unidad de la Trinidad, para la que fueron
engendrados en el seno del Padre, creados y ordenados para mi servicio con la unción y la
acción divina del Espíritu Santo.
Yo acudo siempre a tiempo y oportunamente en las épocas del mundo, a favorecer a mi
Iglesia militante; y ahora, en los momentos presentes, necesitan esta reacción divina mis
sacerdotes para resistir los embates del enemigo, para rechazar al mundo que se ha
introducido hasta en el santuario, para prevenir futuros males, para consolar a mi Corazón
y dar gloria a mi Padre, purificar y santificar más y más los elementos de mi Iglesia amada.

Vendrán épocas peores para mi Iglesia, y ésta necesita de sacerdotes y ministros santos que
la hagan triunfar de mis enemigos, no con cañones, sino con virtudes; no esgrimiendo
venganzas ni rencores, sino con el Evangelio de paz, de perdón y de caridad; con mi doctrina
de amor que vencerá al mundo, cumpliendo con ellos mis promesas de que las puertas del
infierno no prevalecerán contra ella.

Pero necesito un ejército de santos sacerdotes transformados en Mí que respiren virtudes


y que atraigan a las almas con el suave olor de Jesucristo. Necesito otros Yo en la tierra,
formando un solo Yo en mi Iglesia por su unidad de miras, de intenciones y de ideales,
formando un solo Cuerpo místico Conmigo, un solo querer con la voluntad de mi Padre; una
sola alma con el Espíritu Santo, una unidad en la Trinidad por deber, por justicia y por amor.

Solo esta unidad hará la fuerza, sólo esta unidad rechazará al infierno, sólo mi Iglesia única
salvará a las almas, sólo en esta unidad –que tanto pido en estas confidencias – tendrá gloria
la Trinidad y su triunfo la Iglesia de Dios.

El Espíritu Santo, y María salvarán a México y al mundo entero.

Que se activen en pedir día y noche y en sacrificarse por alcanzar esta reacción poderosa de
los sacerdotes tan necesaria en estos tiempos, tan indispensable para el futuro, tan del
agrado de mi Padre, y proporcionen así un gran consuelo a mi Corazón”.

ENVIDIAS

“Otro de los puntos capitales por su extensión en los que me veo ofendido por muchos de
mis sacerdotes es el de la envidia de sus compañeros de Altar, o sea a otros sacerdotes sus
hermanos.

Hay envidias en los púlpitos, en los confesonarios, en las amistades con la gente alta, en las
preferencias de los Obispos y sus superiores, en los puestos, en las jerarquías que creen
merecer, en los estudios, en los talentos, en las Congregaciones, en los cariños o afectos,
etc.,etc.
Este punto es muy común porque los sacerdotes son hombres, tienen pasiones de hombres,
andan en la tierra y el polvo se les pega; pero por su ser de sacerdotes y por ser almas
escogidas y vasos de elección, deben vivir en la tierra con vida de cielo, deben alejar de si
esas pasiones rastreras y no dejar que se enseñoreen de sus corazones, porque perderán la
paz y los envolverán en mil pasiones más, que se irán encadenando hasta arrastrarlos a
terribles males.

¡Esas envidias entre si de los que se llaman míos son de consecuencias incalculables y de
daños cuantas veces irreparables, que llegan a ofenderme gravísimamente! Muy delicado
es este vicio en los que me sirven, y mi Iglesia resiente sus estragos, y los Obispos sufren
con estas disensiones, y los fieles se escandalizan, y Yo soy ofendido!

¡Cómo quisiera Yo, manso y humilde, que los míos tuvieran mucho cuidado de cortar las
envidias entre sí con el contrapeso de la verdadera humildad y con el suave y dulce trabajo
de su transformación en Mí! ¿Qué importa que unos sacerdotes tengan más talento, más
simpatías y que brillen más que otros? La verdadera grandeza, para Mí, no está en lo que
brilla, en lo que pasa, en lo que se ve, en lo humano, sino en el secreto escondido de un
corazón puro, humilde y amoroso. No me pago Yo de ruidosas victorias y mi mayor gloria
no consiste en la conmoción de las multitudes, sino en la santidad y perfección del interior
de las almas.

Dueño Yo de repartir mis talentos a quien me plazca, pero será mi consuelo el sacerdote
humilde, el sacerdote apóstol que no busca su gloria ni los aplausos, sino mi gloria en sus
sacrificios ocultos, en sus abnegaciones silenciosas, en su caridad para con los demás
sacerdotes, teniéndose siempre en menos que ellos y respetándolos y alabándolos y
amándolos en la sinceridad de su corazón.

En este punto hay muchos descalabros que lastimas a mi Iglesia y a mi Corazón; en un punto
muy doloroso que me contrista y que ardientemente deseo que se remedie.

¡Cuántas murmuraciones, cuántas malas voluntades, cuántos odios, escándalos, quejas e


injusticias se registran en este punto de las envidias entre los míos! ¡Cuántos celos, rencillas
y acusaciones exteriores y cuántas amarguras y soberbias y odios interiores despierta este
vicio que llega a pasión y ofusca!

¡Satanás siembra esta cizaña en muchos corazones y para él no hay dignidades ni jerarquías
que respete su infernal astucia! Siembra la ponzoña de la envidia en los altos y bajos y en
todas las escalas eclesiásticas, y se goza en cosechar abundantes y variados frutos, y va
siempre a su punto capital, la caridad, y mancha honras, abulta faltas, envenena las rectas
intenciones, exagera los juicios; y todo esto tiene por causa las envidias y los celos, que se
goza en meter hasta en el Santuario.
¡Cuánto ganaría mi Iglesia si esto se corrigiera en los míos, sacerdotes y comunidades!
¡Cuánta gloria le quita a la Trinidad esa basura que parece de poca monta y que llega a cosas
graves que sólo Yo veo y lamento en el silencio de los sagrarios!

Si mis sacerdotes se ocuparan en su transformación en Mí, se acabaría esto y brillaría en


ellos mi caridad como radiante sol, disipando las tinieblas en las que Satanás oculta sus
perversas mañas e intenciones.

¡Qué más da que algunos me den más gloria –o así lo parezca- en algunas Asociaciones u
obras que en otras?

Si todos mis sacerdotes forman un mismo Cuerpo cuya cabeza soy Yo, con una sola alma
que es el Espíritu Santo, ¿qué más debe darles ser pies o manos de ese cuerpo místico , si
todo es UNO en mi unidad, si todo sirve a un mismo fin de distintos grados? Si todos forman
una sola cruz, si son astillas de esa cruz, ¿qué más les da estar arriba o abajo, si todos son
mi Cruz?

Por eso insisto en la unidad de ellos entre sí, fundidos en la Trinidad; por eso señalo estos
puntos dolorosos que me contristan, para que se quiten, se quemen y consuman en el amor,
en el divino fuego del Espíritu Santo que es caridad.

Quiero a mis Obispos y a mis sacerdotes muy puros, muy luminosos, sin mácula que los afee
ante mis ojos. Viven en la tierra y tienen su parte de tierra, y tiene que llegarles el polvo de
las miserias de la tierra; pero me tienen a Mí y a María, más unidos a ellos que a las demás
criaturas; se transforman diariamente en Mí, en el sacrificio de la Misa; andan en contacto
casi continuo con la Trinidad, en el ejercicio de su Ministerio; me tocan en muchas almas;
me tienen presente en sus oraciones, breviario y deberes sacerdotales; y todo esto los
cubre, los ayuda y los eleva sobre las mil pasiones terrenas.

Y si, como deben, tienen vida interior de unión Conmigo y trato íntimo en su oración, parece
un contrasentido que con estas armas poderosas, que con estos escudos que los blindan,
den cabida a esas miserias que pueden llegar y llegan a pecados y que detienen las gracias
para sus almas”.

FECUNDIDAD DE LA VIRGINIDAD

“Insisto en la pureza de los sacerdotes, en la virginidad en las almas y en los cuerpos


sacerdotales.
La Trinidad por virgen es más fecunda, y éste es uno de los misterios más altos de la
Trinidad: la fecundidad en la unidad. Porque el Padre, virgen, es fecundado en Sí mismo, y
con tal potencia divina, creadora, santificadora, que al engendrar al Verbo, en todo igual a
Él, en ese instante feliz y eterno, procedió de ambas Personas divinas el Espíritu Santo,
santificador por lo que tiene del Padre y del Verbo, que es al mismo tiempo el Espíritu del
Padre y del Hijo, su Soplo amoroso, el lazo perenne de amor que los une eternamente en
aquella unidad de esencia une eternamente en aquella unidad de esencia que produce y
reproduce mundos y almas y seres que lo alaben, y reflejen su procedencia, que es en
sustancia y esencia el amor.

El amor es la esencia y la felicidad de Dios; pero amor UNO, con flujo y reflujo en las tres
Personas vírgenes en su unidad y múltiples en sus irradiaciones infinitas, que salen de la
unidad –como miles de rayos del Sol de la pureza y de la virginidad- de la Trinidad Santísima,
y que vuelven al mismo Sol de donde partieron. Reflejos cándidos, esplendores nítidos de
una Pureza-amor, de un amor infinito de infinita pureza.

Por eso la pureza refleja a Dios, la virginidad asemeja a Dios, que al reflejarse en las almas
vírgenes, en las almas cándidas y puras, atraen (como imán al acero) las cualidades de Dios,
el atributo de su fecundidad espiritual y divina. Y este efecto que se produce felizmente en
cualquier alma virgen, con más razón y derecho se comunica a las almas vírgenes de los
sacerdotes, a las almas puras de los que son míos.

La virginidad no se recupera una vez perdida, pero la suple la Trinidad en los suyos por la
castidad y transformación en Mí; esta transformación tan pedida por Mí en estas
confidencias, sino hace que recuperen la virginidad perdida, sí los asemeja a ella, por la
castidad y la unión divina que le comunica la Trinidad-Virgen, por su contacto purísimo con
lo divino de mi esencia y por la gracia del Espíritu Santo.

Claro está que las almas de los sacerdotes que no han perdido la virginidad, esa fecunidad
que comunica Dios a las almas vírgenes es más espontánea; pero para consuelo de muchos,
la suplen, como dije, los grados mas o menos elevados y similares de su transformación en
Mí. Ese contacto constante con la Trinidad-Virgen, que tiene y debe tener el sacerdote, lo
blanquea, lo purifica, lo sublima, lo une íntimamente con la pureza misma, lo angeliza y lo
lava y lo pule para la unidad en la Trinidad.

Por ese ser eterno de la Virginidad en la Trinidad, pido la pureza en mis sacerdotes,
engendrados en el seno mismo del Padre donde yo fui eternamente engendrado con la
fecundidad divina, con la potencia infinita del Santo, del Puro, del Inmaculado Amor.

Por esto mismo los sacerdotes, distinguidos entre los mortales por este noble origen, tienen
la más que sagrada obligación de ser no tan sólo castos, sino puros; vírgenes reales, o puros
por su transformación en el que es Luz de Luz y eterno foco de inmarcesible blancura.

De todos modos, tienen los sacerdotes el deber de reflejar al Padre virgen para poder
cumplir con su purísima y sagrada misión de engendrar, a su vez, almas santas para el Santo
de los santos, almas puras, nacidas y criadas al reflejo de la pureza.
Deben asemejarse, por su transformación en Mí, al Verbo hecho hombre todo pureza, todo
pureza en sus dos naturalezas; y esta transformación en Mí es la que precisamente les
acarrea la mirada amorosa y fecunda de mi Padre que, al mirarlos –complacido y sonriente,
por lo que de Mí tienen en su transformación más o menos perfecta- les comunica una de
sus cualidades propias, la fecundidad divina, para producir en las almas lo divino y para que
le den en ellas gloria como Él la quiere, gloria de pureza.

Éste es el secreto del apostolado fecundo de los sacerdotes, su transformación en Mí, que
le merece la fecundidad del Padre comunicada para el fruto de ese apostolado.

Un sacerdote que no tiene la mirada del Padre, que no recibe la fecundidad del Padre, que
no es virgen, ni puro –ya por no haber conservado intacta esa pureza, ya por no haberla
comprado en cierto sentido, por su transformación en Mí-, no dará fruto de vida eterna, y
su contacto con las almas será estéril y su palabra infecunda, y su cosecha vana y nula, y de
ningún valor para el cielo.

Ya se ve si es cosa seria eso de que los sacerdotes sean otros Yo en su transformación en Mí


puro, en Mí luz, en Mí candor, en Mí víctima; que si soy acepto al Padre en cuánto hombre,
es por mi inmaculada blancura, es por mi dolor inocente, es por méritos sin mancha, por mi
unión virgen con la Trinidad-Virgen.

En María Virgen, en la Iglesia Virgen y en las almas vírgenes tiene sus delicias toda la
Trinidad, y el cielo entero las mira con amor.

Y el Espíritu Santo también es Virgen, ¡cómo no!, ¡si es en su unidad con la Trinidad la
fecundidad eterna del amor! Por eso tiene El que ver tanto con el sacerdote, por su
fecundidad virgen en la gracia y en el amor. Las expresiones todas al consagrar al sacerdote
y al Obispo, todas son de unión, de unción, de pureza y de amor, todas simbolizan la
fecundidad del amor, la unidad en la Trinidad del amor.

Y si deben tanto al Espíritu Santo los sacerdotes, ellos también deben transformarse en Mí,
poseer plenamente al Espíritu mío que los anime, y les dé vida eterna y fecunda, que los
purifique y santifique con el caudal de sus Dones y Frutos, y que por ese contacto íntimo
con el Divino Espíritu posean pureza, trasciendan pureza, esparzan pureza, comuniquen
pureza a las almas derramando en ellas el reflejo de la virginidad de la Trinidad,
unificándolas por la pureza en la unidad. Allá va a parar toda la perfección divina y humana;
a esa unidad-pureza, unidad-luz, unidad-amor, que todo lo abraza, que todo lo abarca, que
todo lo fecunda y que es, en su virginidad infinita, el eterno foco de toda vida”.
¡PIDO PUREZA! ¡PIDO PUREZA!...

“¡Por todo lo dicho se verá si deben ser puros los que toquen a mi Iglesia, cándida y sin
mancha!, ¡si esos corazones que la forman deberán tener la nitidez de la nieve, una blancura
más que de ángeles! ¡Ya se comprenderá que las manos que me toquen y los labios que
pronuncien las palabras divinas de la Consagración deben estar purificados de toda
mancha!¡Cómo esas manos deben derramar beneficios!, ¡Cómo esos labios no se han de
abrir sino para ensalzarme en el altar y en las almas!, ¡cómo esos corazones, sobre todo,
deben –como cristales- reflejar la Trinidad y ser más que copones que me contengan, otros
Yo, cándidos y puros, limpios y santos, unidos a la Trinidad!

Más para esto, los sacerdotes, más que nadie, deben usar muy frecuentemente del
sacramento de la Penitencia, pues que ángeles deben ser para cada acto de su ministerio,
limpios de corazón para reflejar a Dios a quien representan. ¡Cómo late mi pecho al
considerar una legión de sacerdotes realizando estos ideales de mi Corazón! ¡Si son los otros
Yo, mi Padre los escuchará complacido y les sonreirá, porque en ellos me verá a Mí; y en
vez de hacer ellos la voluntad de Dios, Dios hará la suya, porque será una sola voluntad con
la de Él, un solo querer y amor en Él!

¡Qué indispensable es que todos los sacerdotes tomen en serio su transformación en Mí en


esta época del mundo en la que más que nunca debe parecérseme! ¡Qué necesaria es la
unidad en ellos, formando un bloque de corazones puros, de manos cándidas que me
levanten al cielo pidiendo misericordia!

¡Qué feliz sería mi Corazón si México se distinguiera en esta falange de sacerdotes santos,
en esta reacción universal que quiero para salvar al mundo que se hunde en el sensualismo!
Basta ya de crucificarme doblemente en los altares por los corazones no limpios, no
fervorosos, no sacrificados, no enamorados de la Trinidad y de la Iglesia de quiénes son y a
quienes pertenecen.

Quiero almas sacerdotales que detengan la ira del cielo sobre las naciones; éste será el
único contrapeso a tanta maldad, al odio satánico a mi Iglesia y a mi Corazón, de tantas
almas.

Un núcleo de sacerdotes santos será capaz de transformar al mundo con su vida de unión
Conmigo y con la pureza de sus corazones.

Tengo sed de pureza que es lo que más asimila a Mí. Tengo sed de sacrificio para unirlos a
los míos y ofrendarlos al Padre como incienso de expiación infinita. Quiero que mis
sacerdotes olvidados de sí mismos, puros y víctimas, me ofrezcan y se ofrezcan por la
salvación del mundo, por la regeneración de los sacerdotes caidos, por los sacrilegios en los
que me veo diariamente envuelto.
Pido y clamo hoy a mis Obispos y sacerdotes un impulso de pureza, por María, para mi
Iglesia pura, para gloria de la Trinidad virgen. ¡Pido pureza!... ¡Pido pureza!...
¿Me la podrán negar los corazones de los míos a quienes amo con la ternura de mil madres,
con la candidez de un Dios?... Por mi Sangre, por su vocación sublime, por mis
predilecciones sin nombre, les pido pureza y unidad en la Trinidad.

Les pido que aviven en sus almas su amor a mi Iglesia, y que la sostengan, y que la defiendan
y amparen, y le den gloria con miles de almas puras. El pecado de impureza ha cundido
espantosamente desgarrando mi Corazón; por eso clamo: ¡pureza, pureza!... ¿Y a quien he
de pedirle primero, sino a los míos en quienes tengo derecho de amor y de predilección?

¡Que me consuelen con sacerdotes santos!

Que me los pidan y que me los de sacrificándose para comprarles gracias en unión del
Verbo; gracias y virtudes y dones, que, aunque los dones se dan, el terreno se prepara con
virtudes para recibirlos”.

UNIDAD – VIRGINIDAD-FECUNDIDAD
“No existe una cosa más comunicable que la unidad. Parece esto un contrasentido,
pero es maravilloso contrasentido que efectúa el milagro de la multiplicidad en la unidad.

La virginidad es unidad; y nada tan fecunda como la Trinidad, como María virgen, como la
Iglesia-Virgen, como las almas vírgenes. Esta es una comparación, en cierto sentido, gráfica
de la unidad de la Trinidad. Pero, si la virginidad trae la fecundidad, es por el reflejo de la
Paternidad eterna, es decir, del Padre, que eternamente engendró al Hijo por Sí mismo.
Pero esta fecundidad en la unidad solo pudo realizarla el amor, la potencia infinita del amor,
el ardor y fuego e impetuosidad del amor divino, que haciendo –por decirlo así- divina
explosión en el Padre, hizo que fuera engendrado el Hijo en aquel eterno arrebato.
Deleitable y candidísimo del amor.

En cierto sentido se puede decir que el Verbo recibió el ser del Padre por el amor; que el
amor es la sustancia del Verbo por ser la sustancia del Padre; que el Padre engendró al Hijo,
y con Él a su Iglesia, a los sacerdotes y a las almas por el amor, con sustancia divina de amor,
de ese amor en el que se derrama la Trinidad en las creaciones y almas y vidas y cuando
existe y existirá fecundado todo el amor. Por eso el amor es el que fecunda, porque procede
de aquel volcán infinito de amor, de solo amor, de puro amor fecundísimo en su virginidad,
en su unidad.
Pues bien, las almas vírgenes reflejan la fecundidad del Padre, y un alma virgen no deja
estéril su paso por la tierra, porque lleva el germen fecundado de la Trinidad que es una
sola esencia y vida en Tres personas unidas, identificadas, sublimadas y perfectísimas,
porque son amor.

Por eso también quiero a todos mis Obispos y sacerdotes absorbidos en la unidad de la
Trinidad, para que sean fecundos en las almas, para que engendren en la Iglesia-Virgen
almas para el cielo.

¡Y si dijera que el cielo es virgen, porque lo forma la unidad, porque lo constituye el amor!
¡El cielo virgen!... Sí; el cielo virgen, fecundado por el amor, que es gozo infinito, que es
delicia eterna, que es unidad sin fin, que es centro único de todas las dichas, porque lo
forma Dios. Dios es un piélago de amor, un mar sin riberas de amor, un espacio infinito y
sin fondo de amor…

Dios es amor, se dice pronto; pero en ese Dios amor y unidad, se encierran derivaciones
infinitas, extensiones incalculables, hermosuras y venturas inenarrables, por ser amor.

Por tanto, ya se ve la grandeza y sublimidad de Espíritu Santo que es la Persona del amor y
la que procediendo del Padre y del Hijo, es sin embargo, el amor y las delicias y la virginidad
y la unidad entre el Padre y el Hijo.

Y ¿por qué es virgen la Trinidad? Porque es unidad, porque nada tan fecundo en Dios como
esa unidad que, difundida, por decirlo así, en tres Personas divinas y distintas, es una sola
unidad, una sola voluntad, una sola caridad eterna.

Y ¿por qué es virgen el cielo? Porque, aunque sus delicias y gozos son múltiples, están
encerrados en la unidad virgen y fecunda, en la unidad de Dios, dentro de la cual se
reproduce sin cesar la embriaguez del amor purísimo de la Trinidad. Ahí todos los goces son
un gozo; todas las dichas, una dicha; todas las felicidades, una felicidad; porque las formas
la unidad de Dios.

Dentro de esa unidad se encierra el cielo y la tierra, y lo existente y lo por existir. Pero el
cielo es la expansión del amor unitivo: se descorre el velo de la fe que encubre a Dios e la
tierra y se goza plenísimamente en Él, dentro de Él, que todo lo llena –mundos, eternidades
y creaciones- en un punto infinito que es la unidad.

¡Qué incomprensible es Dios!...

Si no fuera incomprensible, no sería Dios. Solo Dios se comprende y se abarca a Sí mismo.


Dios es misterio, pero misterio de Luz sin principio; y la fe en su oscuridad y misterio es luz,
porque viene de Dios directamente, que es luz.
¡Ah! Los arcanos de la Trinidad sólo los entiende la Trinidad; y su eterna dicha es, en su
unidad, el secreto infinito de la Trinidad. Ella tiene para Sí misma abismos y secretos en los
que divinamente se goza, y solo sus reflejos, sus resplandores, sus efluvios son los que hacen
eternamente felices a los bienaventurados; pero en la Trinidad hay abismos que ni el ángel
ni el hombre alcanzarán jamás a penetrar y a comprender. ¡Abismos inexplorados, vírgenes,
en los que la Trinidad-Virgen en Sí misma se deleita, se extasía se recrea, se goza,
infinitamente desde el principio sin principio, desde que Dios es Dios!”

ORIGEN DEL SACERDOTE

“Cuando el Padre engendró al Hijo desde toda la eternidad sin principio, engendró con Él,
en cierto sentido, a los sacerdotes. De allá procede la generación espiritual y en cierta
manera divina del sacerdote, en la del sacerdote eterno, en el entendimiento y en el
corazón del Padre que es su voluntad, que es el Espíritu Santo. Tan alta, tan santa y
distinguida, nacida del amor –es decir, del concurso del Espíritu Santo con el Padre (aunque
el Espíritu Santo proceda del Padre), en aquel arrebato de inefable amor, al engendrar al
Verbo, todo igual al Padre-, fue la concepción eterna de la Iglesia y de sus futuros
sacerdotes.

Ya se recreaba desde aquella eternidad el Padre al ver a su Hijo amadísimo en los


sacerdotes, y por esto mismo los amaba. El Padre, como frente a un espejo, refleja en el
Hijo toda su perfección, hermosura y querer. Y la luz que ilumina estas perfecciones eternas
es el mismo Espíritu Santo, que es luz, porque es amor; y es amor porque es luz. Y en aquel
espejo, el Verbo –iluminado por aquella refulgente y divina luz, procede del Padre y del Hijo,
es decir, del Espíritu Santo-, sonreía el Padre al contemplar a sus sacerdotes santos, como
nacidos, como transformados en lo que El más ama, en lo único que ama, en el Verbo, en
donde todas las cosas ama.

Ya se verá si las vocaciones sacerdotales, pueden tener origen mas alto, más santo, más
perfecto, engendradas por el Padre eternamente al engendrar al Verbo, que lo reproducía
en todos sus esplendores, con toda la pureza, la fuerza y el amor y el amor infinito de la
Divinidad. En Dios, lo futuro es presente, y el Padre veía al verbo reflejado en su Iglesia que
lo poseería; y veía además una a una, todas las jerarquías esclesiásticas, cuyo principio en
la tierra es el sacerdocio, pero cuyo principio divino es la Trinidad Santísima de quien
proceden.

Y si ya veía también la Santísima Trinidad todos los defectos e ingratitudes de los suyos,
¿por qué sin embargo fundó su Iglesia?

Por su amor, porque su amor es más grande que todo, lo abarca todo, lo avasalla todo, pasa
por todo; porque el amor es Dios, porque su caridad es infinita, porque su ser es darse,
comunicarse, difundirse; porque las almas, imagen de la Trinidad, tienen tal atracción para
la Trinidad misma, que las ama con pasión infinita, con pasión de un Dios.

Y por eso dio el Padre a su propio Hijo para salvarlas; para que ese reflejo de la Trinidad que
lleva cada hombre volviera a la Trinidad misma. Y para ese fin fundo su Iglesia; y para que
la defendieran y ampararan y salvaran a las almas, dio tan alta generación, en el seno del
Padre, a los sacerdotes.

Y con este fin vine Yo al mundo, para que me conocieran, imitaran mi vida, mis virtudes, mi
amor al Padre y glorificaran a la Eternidad, dándole almas santas y volviendo a la Divinidad
lo que tienen las almas de divino, un soplo del Altísimo, una imagen de la Trinidad, un reflejo
inmortal de Dios mismo.

Por eso valen tanto las almas, por venir de la Trinidad para volver a Ella y glorificarla
eternamente. Más para salvar y santificar esas almas en el destierro, creé a mis sacerdotes,
y engendrados por el Padre, nacieron en mi Corazón por el amor, es decir, por el Espíritu
Santo.

En el entendimiento del Padre fueron engendrados eternamente; y cuando el Verbo se hizo


hombre, en su Corazón nació la Iglesia. Y en ese costado abierto por la lanza tuvieron su
cuna los sacerdotes de la Iglesia, siglos antes anunciada, pero cuyo principio fue mi sacrificio
de la Cruz, en lo alto del Calvario, a la sombra de María.

Pentecostés fue el principio de su extensión por el Espíritu Santo. Mi vida fue su anuncio; el
Calvario, su cuna con María; y fueron sancionados divinamente en mi Ascensión a los cielos.

Y así engendrados mis sacerdotes y nacidos en mi Corazón, ¿Cómo no amarlos con pasión
divina, con el amor infinito de la Trinidad? ¿Cómo no los ha de ver el Padre con la ternura
misma con que me ve a Mi?¿Cómo no ha de querer asemejarlos al Verbo hecho hombre,
en sus virtudes, en su Cruz, si los lleva en su alma? Y ¿cómo el Espíritu Santo –que es el alma
de la Iglesia, porque es El como el alma del amor-, no ha de querer a sus sacerdotes
perfectos, y poseerlos, avasallarlos y guardarlos en la intimidad de Sí mismo, y derretirlos al
contacto mismo de sus Dones que queman, y ampliar así mismo su capacidad de poseerlo?
¿Cómo no tener derecho la Trinidad a quererlos muy santos y perfectos, si deben reflejar
su origen, si nacieron en mi Corazón, si tienen que ir al cielo y que poblar el cielo?

Dios no puede amar más que a Sí mismo y a todas las cosas en Él. Él es amor, y los sacerdotes
en rigor ¿no tuvieron el principio divino de sus vocaciones en el seno del Padre?, ¿no
participaron de las facultades intimas del Padre, como son la fecundación y el amor? Ellos,
repito, deben engendrar almas para el cielo, deben llevar lo que tienen de divino a la
Divinidad misma, lo que tienen de la Trinidad, a la Trinidad misma, y evitar que caigan en el
fango esos tesoros inmortales.

El cielo no es sino la extensión de la Santísima Trinidad; la extensión, la dilatación del amor


en el amor mismo. Y todo amor debe volver al amor, su centro; y todo el desequilibrio del
hombre está en olvidar ese divino amor, en sustituirlo con las concupiscencias y desviarse
de ese amor que debe llevarlo a su centro, que debe volverlo al cielo.

Las almas salieron de la Trinidad y para su eterna dicha deben vivir –en la tierra y en el cielo-
de la Trinidad. Y para este fin fue creada la Iglesia y con este fin engendrados los sacerdotes,
el de llevar las almas a la Trinidad por los medios puestos a su alcance en la Iglesia.

Y si toda alma debe vivir de la Trinidad para volver a Ella, ¿con cuánta mayor razón los
sacerdotes?

Las almas son una extensión también de la Trinidad, su cielo en la tierra, y como a Ella se
les debe respetar y amar en lo que tienen de inmortal y divino.

Los sacerdotes son como una creación aparte, con más carismas, formados con más amor,
queridos con más predilección; y por tanto, deben corresponder fidelísimamente a esta
elección de la Trinidad, transformándose en Mí crucificado, porque sólo la virtud de la Cruz
nunca queda infecunda.

Todo puede fracasar, menos un sacerdote crucificado por mi amor en sus deberes, en su
conducta, en sus relaciones, en su proceder, en su intimidad Conmigo (olvidado de sí
mismo), en su esfuerzo para glorificar, en sí y en las almas, a esa Trinidad inefable de donde
vino y a donde va.

Ésta es la razón de mis quejas en estas confidencias de mi alma. Quejas de amor dolorido,
pero siempre de amor; quejas de caridad, porque en lo mío todo es caridad; quejas para
curar, quejas para perfeccionar, quejas para premiar.

¿Se ve claro con todo esto el ideal de mi Padre en cada sacerdote, reproducirme a Mí? ¿Se
ve claro el anhelo del Espíritu Santo en santificar más y más a esos corazones? ¿Se ve claro
mi fin de caridad al desear ardientemente una reacción poderosa, efectiva y real, en todos
mis sacerdotes para bien de sus almas, de la Iglesia y del mundo, y gloria de la Trinidad?”.
RESPETO HUMANO

“Muy común es el respeto humano en algunos de mis sacerdotes; respeto humano que
mancha la pureza de intención que deben tener todos sus actos.

Este gran defecto, les impide mucho fruto en el desempeño de su misión en la tierra: viene
generalmente de la soberbia y del burlarse a si mismos y no a Mí en todas las cosas. Y
cuando el respeto humano mueve al sacerdote, todo se va al traste en el sentido espiritual,
porque ese vicio empaña y mancha la pureza de sus acciones, las cuales deben ser siempre
sencillas y llanas, todas de caridad sin móviles mundanos.

No solo es el respeto humano defecto que opaca las obras de celo en los sacerdotes, sino
que también mancha y se infiltra hasta lo más hondo de alma hasta llevarla al pecado. Es
un vicio de cobardía en mi servicio, de cierta dolorosa vergüenza de pertenecerme, que
quita la libertad con que todos los sacerdotes deben defender mi causa ante pobres y ricos,
magnates o plebeyos, y ante el mundo entero.

Y si este odioso respeto humano en mis fieles me lastima, ¡cuánto más en el corazón
cobarde de algunos sacerdotes que llegan a avergonzarse de pertenecerme ante los
mundanos y los grandes de la tierra! Esto existe por desgracia en corazones ruines,
apocados que nadan entre dos aguas, que quieren servir a dos señores, que quisieran
combinar las máximas del Evangelio con las doctrinas del mundo, que les falta valor para
confesar a la faz del cielo y de la tierra mi Nombre bendito.

En ninguna circunstancia de la vida del sacerdote debe renunciar a serlo, retando al vicio y
ensalzando la virtud; en ninguna ocasión debe darle la razón a lo malo, a lo injusto, a lo
pecaminoso, a lo no recto, venga de quien viniere; sino que la rectitud debe llevarlo siempre
a defender mi doctrina. El papel de Nicodemus no, no es del sacerdote fiel que debe
gloriarse ante todas las miradas humanas de serlo y honrarse en pertenecerme.

A veces flaquean algunos en circunstancias especiales, por no malquistarse, por respetos


sociales, por conveniencias propias, por contemporizar con ciertas personas y criterios no
rectos; y esto de ninguna manera –él, menos que nadie-, debe hacerlo el sacerdote que me
representa.

Y digo esto, porque los hay, y me lastiman; porque desgraciadamente el mundo también se
infiltra en el corazón del sacerdote; porque el valor del apóstol, de discípulo fiel y aun de
mártir suele faltar a muchos.
Estos puntos dolorosos e íntimos que parecen nada, contristan mi Corazón de amor, su
delicadeza y ternura; y mi pasión en muchos de sus pasos se renueva moralmente en las
fibras de mi alma, y me veo azotado, ultrajado, escarnecido, abandonado de los míos,
indefenso, expuesto a burlas, traicionado y pospuesto, como entonces, a Barrabás.
Parece poco una falta de respeto humano en mis sacerdotes, y no lo es; porque lastima mi
honra y mi doctrina y la santidad de mi Iglesia, invulnerable en sus principios, inconmovible
en su moral y en su verdad. Y si a los míos les falta valor para sostenerla y defenderla aun
con su propia sangre y vida ¿qué espero de los demás?

No quiero cobardías en mi servicio; no componendas imposibles entre el mundo y el


Evangelio.
Con pretextos de prudencia se cometen en este punto muchas faltas y errores que traen
dolorosas consecuencias a mi Corazón. Un sacerdote, más que nadie, debe estar firmísimo
en su fe e impartirla y comunicarla hasta el heroísmo.

******

Sin duda que muchas de estas cosas las saben ya mis sacerdotes: pero, ¿qué no tengo Yo
derecho a recordarles sus deberes, a impulsarlos a su práctica, a ahondar en sus procederes,
a quejarme en su corazón de mis espinas, a pedirles el remedio?

Es un bien que les hago a mis sacerdotes el señalarles lo que me hiere, lo que me punza, lo
que lastima la finura y delicadeza y ternura de mi Corazón.

Quiero conmoverlos; quiero su perfección y santificación; y en todas mis acciones llevo


siempre un fin de caridad; porque Yo no me puedo mover sin derramar perdones, luz,
misericordias; y es un favor extensivo a otros el que hago al desahogar mi pecho en su
alma.”

INTENCIONES

“Otro punto en el que deben fijarse mucho mis sacerdotes es en la intención que deben
hacer, no como simples hombres, sino como enviados del Altísimo, en los actos
sacramentales de su ministerio.

Basta una intención que influya en el acto para que el sacramento sea válido; pero también
conviene renovar la intención pura, operativa y santa en todos esos actos en los que me
representan. En este punto tengo que lamentar descuidos, indelicadezas y hasta cosas muy
serias en el ejercicio del ministerio sacerdotal. Pueden quedar nulos muchos actos sin esa
intención de hacerlos en mi nombre. No quiero escrúpulos, pero sí que se fijen mis
sacerdotes en no hacer rutinariamente y con descuido los actos de que vengo hablando.
Sólo Yo sé los descalabros que en este punto registra mi Iglesia y que no se ven, pero que
desgraciadamente existen. Mucho cuidado en este punto personal del sacerdote y de tan
incalculable trascendencia.

Mucho, mucho encargo este punto tan capital en mi Iglesia y del que depende una cadena
de responsabilidades gravísimas. ¡Ay!... si ahondara en la vista de mis sacerdotes lo que Yo
veo, lo que Yo lamento, lo que Yo suplo, lo que no puedo suplir por estar ya determinadas
las leyes de mi Iglesia, que Yo soy el primero en respetar, llorarían sus almas Conmigo por
las mil espinas con que punzan a mi Corazón.

Yo vine al mundo para salvarlo por el divino medio de mi Iglesia, Esposa muy amada del
Cordero; y por eso le dejé mi doctrina en relación con mis ejemplos, y le dí mi Sangre, y mi
vida, y mi Madre, y cuanto era y tenía un Dios hombre, un hombre Dios. Dejé trazado el
camino para el cielo con mis ejemplos y mi cruz. Y para consolidar esa Iglesia amada, envié
al Espíritu Santo para completar mi obra redentora y salvadora; y Él es la luz y el alma de
esa Iglesia amada, obsequio para mi Padre, que vine a prepararle en la tierra, con el fin de
darle adoración, almas, sacerdotes, ¡gloria!

El verbo y el Espíritu Santo obsequian al Padre con la Iglesia militante, que pasa a ser
purgante y triunfante, tres en una sola, para glorificarlo. Yo, al modo de hablar de los
hombres, puse mi cinco sentidos, todo mi amor, en formar esa Iglesia amada, gloria de la
Trinidad. Yo formé el papado, el Episcopado y todas las jerarquías de la Iglesia con mis
representantes en la tierra, para honrar a mi Padre y salvar al mundo. Y con esto se
comprenderá si amaré a mi Iglesia y si me interesará la santidad de quienes la dirigen y la
sirven.

La Iglesia es la puerta para ir al cielo; es el único medio de salvación en donde he depositado


los tesoros inmortales. Y para manejar esos tesoros solo dignos de que los manejara Yo,
puse a mis Obispos y sacerdotes, pero con la obligación de que sean otros Yo; y sólo así
podía ser manejada esta hechura mía, esta Esposa pura e inmaculada, esta Madre del
catolicismo que nunca se cansa de perdonar, porque me tiene a Mí que soy el perdón de
Dios, el Salvador de los hombres.

En mi Iglesia tengo mi asiento en la tierra; en la Iglesia tiene sus delicias un Dios Humanado;
en la Iglesia se veneran los misterios de su vida, pasión y muerte. Ella tiene mis Evangelios
que son mi palabra latente y con vida. En los sagrarios estoy Yo; en los sacramentos estoy
Yo que doy, que me derramo e infiltro en los corazones puros. Nada existe para Mí en la
tierra más bello que mi Iglesia, que baja al purgatorio y se remonta al cielo. Mi padre la mira
complacido por lo que tiene de Mí, por lo divino que contiene, por ser obra mía y del Espíritu
Santo.

Por eso mismo se contrista cuando ve en la candidez de la Iglesia manchas que la deshonran;
cuando contempla lastimado esa serie de puntos que he confiado para que se remedien; y
su justicia se inflama cuando contempla, descuidos, rutina, desprecios e ingratitudes y
deshonras en los que más ama.

Muy celosa de la Iglesia es la Trinidad, como que en ella tiene su asiento en la tierra; como
que de ese manantial perenne beben la virtud, la pureza y el perdón de las almas.

¡Cómo no he de querer el ideal de mi Padre en los sacerdotes? ¡El me los pide así! Y Yo ¿Qué
hago? ¿Cómo le doy gusto, Yo, que me desvivo por glorificarlo en la tierra y que sólo me
quedé en ella para seguirlo obsequiando con mi Iglesia y con las almas?

Que me ayuden a conseguir ese ideal, ilusión de mi Corazón todo amor a mi Padre,
inmolándose con ese fin, el de la renovación, regeneración y perfección de mis sacerdotes,
para realizar el ideal de mi Padre que es, como dije, hacerlos otros Yo, desde su formación,
llegando al medio día de la perfección en su santo ministerio. Ésta es mi mayor gloria, por
ser la de mi Padre y la del Espíritu Santo: mis Obispos y mis sacerdotes santos.

Yo –El Verbo- y el Espíritu Santo, estamos empeñados en esta última etapa del mundo en
levantar a la Iglesia con sacerdotes santos; y por este medio divino del Verbo y del Espíritu
Santo con María, se hará esta reacción universal.

Vendrá una nueva redención, no por mi pasión humana, sino por mi pasión en las almas
crucificadas; y un nuevo Pentecostés por el impulso vivo y ardiente del Espíritu Santo y Yo.

Pero para salvar a las almas, para incendiar a las almas, para perfeccionar a las almas,
tenemos que comenzar por la raíz, que es la Iglesia en mis sacerdotes, como poderosa
ayuda para la obra salvadora que va a venir, que está a las puertas.

Mi padre obra activamente, y el verbo y el Espíritu Santo también, y vendrá el fuego y el


soplo divino inundará los corazones de los sacerdotes por el impulso suave y enérgico del
Espíritu Santo en su Iglesia.

Yo estoy dispuesto a todo; y si me fuera dado volver al mundo y ser crucificado -¡tal es mi
amor al Padre y a las almas! – lo haría. Pero se renovará y continuará esa misma pasión en
las almas, porque la moneda con que se compran las gracias es el dolor.

Sufriré en las almas; expiaré en las almas y compraré con mis méritos –en las almas- la nueva
era de fervor en mi Iglesia, y afinaré los elementos futuros muy ajustados al fin que me
propongo para gloria de la Trinidad.

Yo moveré corazones de Obispos y de sacerdotes, que comiencen ya una vida de más fervor
en mi servicio; y que cumplan mis anhelos, para que sean otros Jesús. Yo les ayudaré. Yo les
agradeceré cuanto hagan con estas confidencias a favor de la Trinidad., y Yo también seré
su recompensa aun en el destierro y después junto al trono de mi Padre.
Hay también pecados horribles que vomitan malicia directa contra Mí; pecados ocultos e
infernales en mis sacerdotes y que consisten en practicar los actos del ministerio sin
intención de que se efectúen y, con esto, quedan nulos para las almas y de consecuencias
incalculables para el hombre.

Celebran sin intención y este es un pecado mortal; confiesan sin intención de absolver los
pecados, bautizan sin intención de bautizar, y aumentan horriblemente pecados sobre
pecados al lanzar sus infernales flechas sobre mi Corazón de amor y atravesar sus más
delicadas fibras.

Estos pecados vienen de un odio intimo y satánico contra Mí; y los hay, y en sacerdotes
católicos, pero renegados en el fondo de su corazón.

Preferiría el cisma en ellos a esa hipócrita hiel con que cubren, como si fueran míos, sus
inicuas intenciones de ofenderme cara a cara; de retarme con su falta de fe y sus traiciones
infernales.

Y estos crímenes que hacen temblar a mi Corazón de amor, sólo Yo los veo, sólo Yo los lloro
y lamento en el silencio de mi lacerada alma y cubro con lágrimas ante mi Padre estos
horrores de los que son míos.

Hasta allá llega la malicia infame de Satanás en algunos de mis sacerdotes que en su corazón
han perdido la fe y se han entregado ocultamente a mil errores y a todos los vicios,
aborreciéndome.

Sin intención del sacerdote al celebrar y al impartir los sacramentos, no operan estos ni
la transustanciación, ni el perdón de los pecados; si será un horrendo crimen éste de
engañar traidoramente a las almas con lo divino y de tomar lo santo con tan cínica burla,
sabiendo que Yo lo veo y que apuñalan mi Corazón.

Estos son pecados de odio contra Dios y contra su Iglesia santa; pecados de quien ha
renegado en su alma del carácter imborrable del sacerdote legítimamente consagrado.

¡Y estos crímenes, pocos ciertamente, pero que existen, se comprende a que grado laceran
mi pecho amoroso.

Otro pecado oculto, entre muchos que acaecen, es en sacerdotes que están en pecado y
que tienen a su cargo templos o parroquias y deberes que llenar; suelen decir Misa sin
intención de que se efectué el sacrificio y creen con esto hacer menos mal; celebran sin
celebrar. ¡Aumentan pecados sobre pecados!

Lo que tienen que hacer es un acto de contrición perfecta, celebrar debidamente, y


confesarse lo más pronto que puedan.
¡Abusar del ministerio, jugar con lo santo es un crimen que merece el infierno!

¡Oh y qué limpio debe ser el corazón del sacerdote! ¡Qué lleno de Dios, y que alejado de
Satanás y de sus diabólicas redes debe vivir!

¡Con qué ardor, confianza, sinceridad y pureza debe acudir a Mí en el Sagrario, a Mí en la


Misa, a Mí en la oración, y a María siempre!

A esas monstruosidades, que les de dicho de hacer los actos sagrados del ministerio sin
intención, los conduce la tibieza; hasta allá va a dar este vicio consentido, vivido y
acariciado.

Esos sacerdotes llevan el adulterio con la Iglesia en el corazón y de ahí les nace el odio por
lo puro, por lo santo, por la Trinidad; se enfrentan contra Ella, porque ella está presente en
todos los actos de la Iglesia, y la retan y la desprecian.

Estos pecados enormes en su magnitud y en su castigo, se los doy hoy para ser lavados con
sangre; para ser expiados con amor, y para curar esas heridas de tan negras ingratitudes
con el bálsamo de la caridad. Esos horrendos crímenes y más, y más, quiero perdonarlos;
me duelen, me trituran, pero mi alma se conmueve ante tanta soberbia y malicia, y busco
almas que se unan a mi dolor para alcanzarles gracias salvadoras.

Yo ciertamente podría obtener todo esto con un gemido del Corazón pero tengo necesidad
de almas. Estas almas no son necesarias a mi Omnipotencia sino a mi Amor”.

CELOS

“Un punto para reformar en varios sacerdotes es el gran cuidado que deben tener en los
confesonarios de no provocar celos y envidias; es muy común esto y se convierte ese lugar
sagrado en ocasión de ofensas para Mí. Iras, murmuraciones, despechos, etc., se originan
por el poco contacto de algunos confesores que no tienen la prudencia necesaria de poner
medio entre los extremos.

Cierto que muchas veces ellos no tienen la culpa; pero son ocasión, sin embargo, de culpas
ajenas que hieren mi Corazón.

Deben los sacerdotes hacer respetar los confesonarios y exteriormente, al menos, tratar
con igualdad a las almas, que en lugar de llegar al sacramento con las disposiciones debidas,
la contrición no aparece; y con amargura, y con decepción, y hasta con ira se acercan por
salir del paso del sacramento, que cuando menos es nulo en muchas ocasiones.
El sacerdote santo debe mover a contrición y a compunción y hacer de aquel lugar de
perdón y de justicia un santuario en el que se respete a Dios en el sacerdote, en el que se
vea a Dios y no al hombre en el sacerdote, en el que la confianza vaya unida al santo temor
de Dios.

Abusan mucho las almas buenas en estos lugares de reconciliación; y a los sacerdotes toca
educarlas. Que las atraigan sólo con sus virtudes, que nada humano permitan en este trato
frecuente, pero que debe ser siempre santo y desinteresado.

Nunca un sacerdote manchado debe sentarse a confesar, y antes de ocupar el lugar que Yo
ocupo en persona, debe borrar hasta sus pecados veniales, elevando su alma a Dios y
pidiendo a María su presencia allí, para no contaminarse con lo que llegue a sus oídos y a
su corazón.

Cuando tenga que detenerse con alguna alma necesitada, que sea de ordinario cuando no
lo esperan las multitudes, y aun entonces vea muy bien, dilucide muy bien y aparte lo
superfluo de lo necesario, lo natural de lo sobrenatural, con mucho tino, cautela y caridad,
sin dar ocasión a juicios y murmuraciones, de los cuales el sacerdote se debe librar.

Un cristal diáfano debe ser la honra del sacerdote y su conducta, en toda ocasión, no tan
solo para Dios, sino también para el mundo.

No basta que sea intachable ante Dios, sino también no debe tener mucha mancha ante la
sociedad, para honrar a la Iglesia a quien pertenece.

VOCACIONES

“El ideal de un sacerdote es ser Jesús, puro, dulce, humilde, paciente, delicado, crucificado
y muy amante del Padre Celestial, del Espíritu Santo y de María.

Más para realizar este ideal se necesita que las vocaciones sean divinas, que vengan
directamente de Dios; y en este punto hay que tener luz de lo alto para discernir, en los
Seminarios y en los Noviciados, a la luz de la oración, a los que sean dignos de subir a los
altares.

Hay cierta ligereza, a veces, en esto; hay buena fe en los Superiores, pero existen vocaciones
que lo parecen y no lo son, porque se las han infundido de muy atrás, y en realidad no son
vocaciones divinas. Además, una vocación al sacerdocio, aunque sea divina, hay que
cultivarla y cuidarla, porque Satanás rodea de mil modos las vocaciones y las enturbia.
Cuántas veces las que no lo son las atiza para un futuro fracaso que alcanza el a entender o
vislumbrar; y a las vocaciones santas, al contrario, las impide de mil modos, con muchas
mañas, tentaciones y ocasiones para convencer de que no existen.

Mucho tiempo, mucho conocimiento y mucha oración y discreción de espíritus necesita


quien decide dar las órdenes sagradas a seminaristas y estudiantes. Todavía hasta la última
hora hay que ver, formar y reformar, advertir y cerciorarse de la índole del sujeto, de sus
inclinaciones y sólido fervor, de sus estudios y de sus flaquezas, de sus caías y recaídas, etc.

Que los obispos miren y remiren las almas antes de que se comprometan con Dios, a quien
tienen que responder. ¡Cuánto depende de los Obispos el futuro de los sacerdotes! Que en
este punto se peque de menos que de mas, porque las tristes y aun horribles consecuencias
son triples: para Mí, para las almas y aun para el sacerdote mismo, aparte de la
responsabilidad que contraen los Obispos con las vocaciones falsas.

Hay vocaciones divinas, vocaciones a medias y vocaciones falsas; hay que saber discernir
con la luz del Espíritu Santo cuáles son las divinas y no engañarse con las que no lo son.

Los sacerdotes tienen que ir al cielo, no solos, sino con un séquito de almas salvadas por su
conducto; ¡y cuántos van al infierno arrastrando también almas condenadas por su culpa!

Muy delicado es el papel del sacerdote y su misión en la Iglesia y en el campo de las almas;
y por eso, cuando la vocación no es divina, se lamentan tantos descalabros, porque son a
medias o falsas con que Satanás engaña.

En los Seminarios hay muchas cosas de fondo que estudiar y que corregir para un futuro
santo. Desde ahí debe comenzar el futuro sacerdote a serlo, practicando las virtudes que
deben después llegar a su desarrollo. Generalmente en los seminarios se puede adivinar el
futuro del sacerdote, y en el criterio de los que dirigen está el velar y orar, porque estos dos
elementos son necesarios e indispensables en los Obispos y encargados a cuyo cuidado
están esos planteles de las esperanzas de la Iglesia.

Velar siempre y asiduamente y muy de cerca sobre esas almas, pulsar su valor y sus méritos,
y a la vez orar, orar mucho, y pedir luz meridiana para ver claro, tanto el fondo de esos
corazones como la divina Voluntad en ellos. Este es el punto capital de los Seminarios y
Noviciados: la vigilancia y la oración.

Esto implica sacrificio, exige mucha constancia; pero todo será poco en mi obsequio en este
delicado punto en el que hay mucho que reformar, si se estudia a fondo la cuestión tan
delicada cuanto indispensable para mi gloria. De ahí se derivan muchos de los males que he
mencionado; es el punto de la partida de grandes dificultades o de grandes bienes para la
Iglesia y para las almas.
Allí se forman los héroes y los santos, allí se abastecen los corazones de piedad, de celo, de
grandes virtudes. Allí tengo yo mis ojos y también mi corazón; y eso mismo deben tener allí,
en los Seminarios, los Obispos: sus ojos y su corazón.

Que se examine este punto capital, porque hay mucho que desear en planteles de esa clase;
y de ahí se lamentan después males irremediables y de capital trascendencia.

Yo no niego la luz a quien me la pide con humildad. Yo soy pródigo en mis gracias. Yo soy el
que doy las vocaciones divinas y no las humanas y engañosas de tan fatales consecuencias.
Yo soy el que premio las virtudes y los suspiros y los clamores de los Obispos amados con
las divinas vocaciones para el sacerdocio, con ministros dignos, con santos que honren a la
Iglesia en la tierra y sean su corona ante el Padre celestial.

Que mis obispos sean santos, que vivan del Espíritu Santo y tendrán hijos santos.

Pidan, lo repetiré mil veces, ofrezcan su alma y su vida y cuanto tienen, porque prospere la
Iglesia con vocaciones divinas, con sacerdotes santos, para que el mundo espiritual se
enriquezca, para que el mundo material se salve.

Quiero sacerdotes santos para que más tarde estos mismos sean Obispos santos y mi Iglesia
florezca más, hermoseada por la pléyade futura que espera ansioso mi Corazón”.

LOS POBRES

“Otro delicado punto que lacera mi alma en algunos sacerdotes, por no decir que en
muchos, es el poco aprecio de los pobres como si no fueran todos, pobres y ricos, hijos de
Dios. Y antes bien, la preferencia en caso de haberla, salvo excepciones, debía inclinarse a
proteger a los desvalidos, a los ignorantes, a los que cargan el peso del trabajo material y
que tanto necesitan de quienes los sostengan.

¡Hay muchas almas tan hermosas entre los pobres! ¡Hay almas tan dispuestas a recibir el
roció del cielo, probadas por las inclemencias de la tierra! ¡Hay almas tan puras, tan
sacrificadas, que se ven despreciadas por su posición social y su miseria!

No; este punto hay que remediarlo en muchos sacerdotes que solo quieren rozarse y ejercer
su ministerio con la clase que brilla, que no siempre es la que me da más gloria. Para la
naturaleza no es agradable ese trato con la gente pobre, ruda, sucia y poco inteligente. Pero
Yo vine a salvar a todos sin distinción: a pobres y a ricos, y mi caridad prefirió a los
menesterosos, a los desvalidos, a los pobres. Y Yo mismo fui pobre para atraerlos a Mí sin
que se avergonzaran. Y si los sacerdotes tienen que ser Yo, la misma caridad, abnegación y
humildad tienen que tener, y el mismo sentir que Yo.

Hay que atenderlos con calma y vida: hay que evangelizarlos como Yo lo hice; hay que
abrirles los brazos y el corazón, abajándose para levantarlos; hay que atraerlos por el cariño
y por los ejemplos para llevarlos a Mí; hay que formar el criterio y el corazón del pobre
desde pequeño hasta mayor, desde la cuna hasta la muerte. Mi Iglesia es Madre, y sus
sacerdotes deben tener para con los pobres entrañas maternales.

No hay que ahuyentar a los pobres con durezas y malos modos, sino soportarlos, enseñarles
pacientemente el amor a Dios y al prójimo. ¿Por qué los ricos han de tener más Dios que
ellos? ¿Por qué esas distinciones que los humillan y los ofenden? ¡Me duele a Mí lo que a
ellos les hacen! Claro está que se les debe dar el pan de mi doctrina a su alcance; pero
¿cuántas veces se estremece mi corazón de pena ante las injusticias con que humillan mis
sacerdotes a esas amadas almas! ¡Hay que educarlas, soportarlas, defenderlas, protegerlas
y amarlas!

Un sacerdote debe ser todo para todos; y recuerde que Yo amo tanto a los pobres, que me
hice pobre, que viví entre los pobres, que distinguí a los pobres y que a los pobres prometí
el reino de los cielos. Y me igualé de tal manera con ellos, que ofrecí eterna recompensa a
los misericordiosos que tuvieran misericordia, y dije que lo que a ellos hicieran, me lo harían
a Mí.

Yo amo mucho a los pobres; y falta en mi Viña, en mi Iglesia, quien los ame como Yo. Hay
sus deficiencias, sus grandes lagunas en este punto capital para mi Corazón de amor, y hay
muchos sacerdotes culpables sobre este particular, acerca del cual llamo la atención.

Todas son almas; todas me costaron la Sangre y la Vida; a todas sin distinción de clases me
doy en la eucaristía, y un mismo cielo cobijará eternamente a pobres y ricos, donde se
premian virtudes y no categorías mundanas. Muy bien que en el mundo tenga que haber
escalas sociales; más para mis sacerdotes no debe haber sino almas, almas que darme y por
quienes sacrificarme.

Más de lo que se supone tengo que lamentar en mi religión –que es toda caridad- sobre
este punto; y pido, y quiero y mando que se remedie lo que hubiere sobre este punto tan
importante y que deseo remediar, que precisamente por su ignorancia, por sus malas
inclinaciones, por el medio en que vive, necesita de más caridad, de doble paciencia, de
grande generosidad y aun de heroicas abnegaciones.

Pero Yo sé premiar esos heroísmos con una gloria eterna. Para Mí no pasas desapercibidos
los sacrificios sobre este punto tan importante y que deseo remediar. Y si lo hacen por mi
amor., Yo premio esas liberalidades y vencimientos; Yo me regalo a Mi mismo con muchas
formas en esta vida, con inefables consuelos, y derramo en las almas caritativas con los
pobres mis más delicadas caricias.
Y no sólo los premio las limosnas para los cuerpos (que deben hacerse según las fuerzas de
cada cual), sino más la limosna a las almas, los consejos a los pobres, la amabilidad con ellos,
la formación de sus corazones para el cielo.

¡Cuántos de mis sacerdotes tratan a los pobres en los confesonarios con cierto desprecio e
impaciencia! ¡Cuántas veces se quedan corridos y avergonzados los pobres, porque dan la
preferencia a las personas de otra posición! ¡Cuántas veces esperan la comunión que a
todos pertenece con humillante paciencia hasta que va otra persona rica a pedirla!

En el mismo ejercicio del ministerio se distingue la manera de hacer los bautismos, los
matrimonios, los viáticos, etc., de los pobres y de los ricos; y Yo quiero llamar la atención
sobre este punto que lastima la caridad de mi Corazón.

Yo busco almas, no posiciones; Yo amo las almas en cualquier escala social en que se
encuentren. El Espíritu Santo no distingue. Mi Padre el sol sobre todos, y quiero que los
míos me imiten y tengan un mismo corazón con todas las almas y vena en ellas sólo a Mí,
porque reflejan las Trinidad cuya imagen llevan. Con este pensamiento, que es realidad, se
les facilitará a los sacerdotes la igualdad en el trato caritativo y santo para con los pobres a
quienes he ofrecido el reino.”

Que el Espíritu Santo y la Virgen María los transforme en otros Jesús,

***********

“A los Sacerdotes, hijos predilectos de la Virgen Santísima.”

Os invito a todos a uniros a la oración que vuestra Madre Celeste dirige cada día al Padre,
unida al Espíritu Santo, su esposo Divino: “Ven Señor Jesús”

ADVERTENCIAS

“Hay que hacer mucho hincapié, en los seminarios y en los Noviciados, en hacer entender
a los aspirantes al sacerdocio la divina sublimidad de su vocación. Hay que advertir y
recalcar y ponderar los santos deberes que el sacerdote contrae y en el gran peligro de
perder su alma, sino cumple su vocación. Hay que hacerles ver claramente, los calvarios a
que van a subir por mi amor. Hay que advertirles muy a lo vivo las tentaciones a que van a
verse expuestos y la guerra sin cuartel que les va a hacer en todos los días de su vida
Satanás.
Que no aleguen después ignorancia de las tempestades que les esperan, de las amarguras
que tienen que apurar, de las soledades del corazón que van a sufrir y de las persecuciones,
calumnias, etc., a las que se van a ver expuestos por mi Nombre.

Pero también hay que hacerles entender bien el lado contrario. El favor insigne de
predilección mía al ascenderlos al sacerdocio. Los dones especiales, y luces, y gracias, y
carismas, y coronas inmortales que les esperan. Las divinas bendiciones en que se verán
envueltos. LA fortaleza de Dios y el amor infinito y especial del Espíritu Santo sobre ellos. El
grado divino que los elevan en la tierra sobre todas las criaturas. La gracia de las gracias y
sin rival de la santa Misa. El mismo poder de Dios que se les comunica de perdonar los
pecados y de abrir el cielo de las almas. La elevación a otra esfera en la tierra y en el cielo
sobre el común de las gentes, etc.

Yo quiero una reacción poderosa en el clero; un cuidado más asiduo de los Obispos en la
formación de las almas sacerdotales; una vigilancia mayor en los Seminarios, en los cuerpos
y en los espíritus, educando sacerdotes dignos, ilustrados, humildes, compasivos y llenos de
amor al Espíritu Santo y a María.

Hay que hacer reflexionar profundamente a los que están próximos a llegar al Altar en la
semejanza Conmigo que el Padre les exige para confiarles lo que a mí me confió: ¡las almas!
Hay que impregnarlos de la idea de que deben transformarse en Mí, ser otros Yo, no sólo
en el Altar, sino siempre, y asemejarse a Mí desde muy antes de ser ordenados.

Que se den cuenta bien clara de que el Padre mismo les va a comunicar su santa
fecundación para que le den almas santas a la Iglesia de Dios. Mucho recurso al Padre,
mucha gratitud para con Él, deben tener esas almas de elección, predilectas de su divino e
infinito amor. Y como en cada acto de ministerio del sacerdote concurra la Trinidad, deben
vivir absortos en Ella, adorando, amando y bendiciendo a las tres Divinas Personas en
general y cada una en particular.

Los sacerdotes más que nadie tienen filiación santa e íntima con el Divino Padre; fraternidad
santa y pura con el Divino Verbo humanado, y unión profunda, perfecta y constante con el
Espíritu Santo, por sus Dones, por sus Frutos, por sus luces, por su fuego divino y puro, que
apaga todas las concupiscencias y los guarda.

Constantemente tiene presente el sacerdote a la Trinidad en cada acto de su culto y de su


ministerio. En las oraciones que tiene por deber que rezar, muy a menudo se encuentra con
esa Trinidad Santísima. Pero por desgracia, las más de las veces no piensa en Ella; con la
costumbre y la rutina mecánicamente la nombra; y esto contrista mi Corazón.

Como hombre, ¡cuánto honro a la Divinidad unida a mi humanidad en la persona del Verbo!
Esa humanidad la humillo ante la Divinidad, para darle gloria y atraerle por mis infinitos
méritos (infinitos por lo que tienen de divino), almas y corazones que alaban a la Trinidad,
tres personan en una sola sustancia. Por esto me contrista ese abandono, esa poca devoción
del sacerdote al nombrar a la Trinidad y al invocarla y alabarla muchas veces con la boca y
pocas con el corazón.

Yo la honro; y el sacerdote, mi representante en la tierra, la deshonra. Ya un sacerdote no


debe vivir sino dentro de ese ciclo divino de la Trinidad , y de ahí tener su s delicias, y de ahí
formar su cielo en la tierra, y ahí encontrar, si quiere su felicidad, su descanso, su paz, su
dicha, su calma y su todo.

Que no busque nada el sacerdote fuera de la Trinidad y de María. Ahí debe fijar su vida, sus
aspiraciones, el círculo de su existencia.

De ahí sacará luz, gracia, fuerza virtudes, dones y cuanto necesite. ¿Para qué buscar en otra
parte lo que no hay? Ciencia, pensamientos elevados, un océano sij fondo ni riberas de
perfecciones y abismos de amor, de consuelos santos y de dicha en sus amarguras tiene ahí.
Todo lo tiene en la Trinidad; todo lo tiene en Mí, Dios Hombre.

¡Oh! ¡y cuánto anhelo sacerdotes según el ideal de mi Padre!

¿Y cuál es ese ideal?

Yo mismo. Sacerdotes Jesús, sacerdotes puros, dulces, santos y crucificados. Obispos Yo;
seminaristas iniciados a ser Jesús. Todos enamorados, como Yo, del Padre y por las almas;
todos generosos y celosos tan sólo de la gloria de Dios, mirando siempre al cielo sin
descuidar los pormenores de la tierra en cuánto sean para mi glorificación. Quiero
sacerdotes que me vean a Mí y no se busquen a sí mismos: quiero realizar en mi Iglesia ese
ideal que me trajo a la tierra, esa perfección sacerdotal que hace sonreír a mi Padre,
embelesarme de alegría y derramar bendiciones sobre el mundo.

Quiero reinar por mis sacerdotes santos; quiero millones de almas que me amen; pero
atraídas por corazones puros, sin más interés que el de consolarme, glorificando al Padre
por el Espíritu Santo.

La gloria del Padre es mi mayor consuelo; y como lo que más ama en la tierra son sus
sacerdotes, quiero darles sacerdotes según mi Corazón, según su mente, según el ideal que
llevo en mi alma y del que di ejemplo a mi paso por la tierra.

Hay mucha paja y poco grano; muchas apariencias y poca realidad; mucha superficie y poco
fondo; muchas hojas y muy escaso fruto; mucho número pero pocos, relativamente, que
satisfagan los anhelos de mi Corazón.

Claro que también hay en mi Iglesia mucho bueno que hace contrapeso a lo malo; pero ya
estoy cansado de medianías, y el mundo, se hunde, no porque falten obreros en mi Viña,
sino porque faltan buenos y santos obreros que solo vivan por mis intereses y por la gloria
de Dios.

Aun en las Comunidades hay mucho que deja que desear; y quiero una reacción vibrante
que se deje sentir en favor de mi Iglesia tan amada. Y esta reacción vendrá; sí, vendrá por
el Espíritu Santo y por María, por el verbo, Yo, para honrar a mi Padre y reparar las ofensas
que se le hacen en las Misas sobre todo, por sacerdotes indignos.

Ha llegado el tiempo de sacudir de muy hondo a muchos corazones de Obispos y sacerdotes.


Ya no más esperas que me urge la salvación de las almas; y si el mundo se hunde, y si la
tibieza avasalla los corazones, es porque faltan ¡ay! sacerdotes celosos y enamorados de mi
cruz que la practiquen , que la prediquen, que incendien con este santo leño a las almas.

La ola de la iniquidad y del sensualismo ahoga al mundo –y ¿lo diré?-, ha penetrado hasta
el Santuario y lastima en lo más intimo las fibras de mi Corazón. Satanás gana terreno, cree
ya triunfar, y no es justo que mis sacerdotes duerman y se ocupen de todo lo que no soy
Yo.

Por esto, de raíz tiene que venir el remedio en los sacerdotes presentes y en la nueva
generación que dé a la Iglesia sacerdotes dignos, apóstoles de fuego que ardan en amor y
que, por el Espíritu Santo y con el Espíritu Santo y con María, encienden el divino fuego en
el mundo paganizado por Satanás.

Hay que activarse y no dormir sobre laureles, cuando el enemigo avasalla, y engaña, y hunde
miles de almas en el Infierno.

Oración, Oración, penitencia y ofrecerme; ofrecer al Verbo único que pueda abrir los
canales de gracias divinas y extraordinarias para las almas.

*****************************************************

Que nadie diga que nada se puede hacer; porque todos pueden orar, pueden mortificarse,
pueden ofrecerme puros al Padre y así apresurar la hora de la reconquista de este amado
pueblo…. Que es mi consentido, como llegaré a probarlo.

Pero que me hagan caso aquí y en la redondez de la tierra.

Entre otras cosas, estos cataclismos los envío para renovar la fe, y la Iglesia tiene que dar
un gran vuelo en la regeneración y en la perfección de los sacerdotes”.

****************
“A los Sacerdotes, hijos predilectos de la Virgen Santísima.”

Mi propiedad

“Si permanecéis en el jardín de mi Corazón Inmaculado, sois míos. Nadie entonces podrá
arrebataros de Mí, porque Yo misma seré vuestra defensora; debéis sentiros seguros.

No temías, por tanto, ni a Satanás, ni al Mundo, ni a la fragilidad de vuestra propia


naturaleza.

Sentiréis, eso sí, la seducción y la tentación, que el Señor permite como prueba, y que a la
vez os da la medida de vuestra debilidad.

Pero os defenderé del Maligno, que de ningún modo puede hacer daño a los que me
pertenecen.

ASEO

“Otra de las espinas que tengo en muchos de mis sacerdotes es el poco aseo en sus
personas y en las cosas del culto, pero sobre todo respecto de los Sagrarios.

¡Tocar con cuerpos sucios- al celebrar, al dar la comunión- tocar, digo, al que es el esplendor
del Padre, a la Pureza misma! ¡Habitar Yo, el Dios de la luz, la Limpieza por esencia, en
Sagrarios sucios y posarme en lienzos manchados!

Yo, solo como hombre y en mi humildad sin término, pasaría por todo sin quejarme; pero
soy Dios hombre, y Yo mismo, en cuanto hombre, sé honrar a la Divinidad mía, una con la
del Padre y del Espíritu Santo. Como hombre tengo que darle su lugar a Dios; como puro
hombre –si esto fuera posible en Mí-, nada exigiría, nada pediría; pero como soy al mismo
tiempo Dios y hombre, exijo pulcritud y suma limpieza en lo relativo al culto divino, aun en
lo material. Y aunque tengo en más aprecio la limpieza interior que la exterior, me lastima
la falta de cuidado, porque implica falta de fe y falta de amor.

Me agradaría que se formara una comisión para cerciorarse de la limpieza y que cesara este
mal que ha cundido más de lo que se cree. Na bastan las Visitas pastorales; Yo quisiera una
vigilancia más asidua para enterarse de este punto que lastima mi delicadeza. No pido
riquezas, pero si grande limpieza y aseo.
¡Si vieran las vergüenzas que paso ante mi Padre Celestial, con estos descuidos increíbles
de los míos en lo que debiera ser asunto primordial de mis sacerdotes!

Los vasos sagrados a veces no serían dignos de presentarse al mundo más bajo, ¡y ahí estoy
Yo, con mi Cuerpo, mi Sangre y mi Divinidad! ¡Los corporales!... ¡Cuántas veces me repugna
reposar en ellos sacramentado! Las manos sucias de algunos sacerdotes me repelen; y ahí
estoy, y me dejo coger, manejar, poner y quitar siempre callado y obediente, siempre en
silencio, sonrojándome ante mi Padre amado ante la mirada de los ángeles que se cubren
el rostro, que llorarían si pudieran al verme tratado así.

Pero aunque este trato exterior e indigno me lastima, lo que más hiere mi Corazón es la
falta de fe viva en mis sacerdotes, la rutina con que se acostumbrar tratar lo santo y al Santo
de los santos.

Me duele también el descuido en las rúbricas sagradas y el poco aprecio o ninguno que
hacen de ellas algunos sacerdotes.

Me lastiman esas maneras tan poco finas de dar la comunión, de exponerme en la Custodia
y hasta de omitir palabras que debieran pronunciar y que no lo hacen por sus prisas, por su
fastidio; y administran los sacramentos (por ejemplo, bautismos, confesiones, etc.), por salir
del paso, sin darles todo el peso divino y santo que los sacramentos merecen.

Y ¿de qué viene todo esto? De la falta de amor, repito; de que toman los deberes
sacerdotales y santos como una carga pesada y molesta; de que no miden lo sublime de su
cargo y de sus deberes para con Dios y para con las almas, de que se familiarizan con el Altar
y no lo respetan ni lo dan a respetar como debieran hacerlo.

¡Ay! ¿Quién recibirá estas quejas de mi Corazón herido? ¿Quién las hará saber a quienes
deben remediar estas arbitrariedades en mi Iglesia?

Muchos sacerdotes, al no amarme a Mí, tampoco aman a la Iglesia, y esto para Mí es


horrible, por tratarse de sus mismos ministros en donde ella descansa. Ven como cosa de
poco más o menos mi honra y abusan de sus bondades y desbordan mi Iglesia, que llora no
sólo la pérdida de sus hijos, sino también el descuido inaudito y la poca finura y delicadeza
con que la tratan lo que son más que sus hijos.

Y la Iglesia, como quien dice, soy Yo; y el alma de la Iglesia es el Espíritu Santo; y ni a Mí, ni
al Espíritu Santo, ni al cuerpo de la Iglesia que son los fieles, les hacen caso. No reflexionan
ni se hacen el cargo de la sublime dignidad y grandeza de la Iglesia. Esposa inmaculada del
Cordero, Esposa espiritual también suya; y es que falta solidez, penetración, seriedad en
esos corazones ligeros que no se detienen a considerar la gracia insigne y sin precio que han
recibido del cielo con la vocación sacerdotal.

Pero, ¿es difícil que un sacerdote sea así con todas esas cualidades?
Difícil, no. Porque al recibir al Espíritu Santo, reciben sus Dones y quedan sus almas
consagradas a Mí. Claro está que tienen que luchar, como hombres, con la tierra natural del
hombre; pero por eso mismo, un sacerdote no debe vivir a lo natural, sino a lo sobrenatural
y divino. Está en la tierra, pero también en el cielo; tiene que tocar el polvo, pero con alas y
suficientes fuerzas para emprender el vuelo a lo alto sobre las miserias humanas. ¿Quién
puede creer que Yo sea injusto y que le reclame cosas que no pueden hacer?

Al darles la vocación, al concederles la oración sacerdotal, al admitirlos a los Altares, Yo


abundo y sobreabundo en gracias especiales, en gracias de estado; y por eso reclamo el
servicio que me pertenece, el celo, la fidelidad que me juraron, y el amor, el amor divino
del que debieran estar poseídos sus corazones.

Además, es una gran gracia para ellos que Yo reclame mis derechos, que Yo haga llegar a
sus oídos mis quejas, que mi palabra dolorida llegue hasta sus corazones. Porque si pido
remedio para sostener la dignidad de la Trinidad y de la Iglesia, les hago una merced muy
grande, quitándoles si me escuchan, pecados, faltas, purgatorio y ¡ay! hasta el infierno.

Entiéndase que Yo no me quejo por deshonrar a los sacerdotes. Me quejo, si bien es cierto
para quitar ofensas a mi Padre y al Espíritu Santo y espinas a mi Corazón, también lo hago
para el bien de los sacerdotes y por la honra inmaculada de mi Iglesia, a quien se debe dar
gloria, y lustre, y honor e todos los sentidos, interior y exteriormente.

Con esto, también ganarán las almas en muchos sentidos, en grandes escalas que sólo Yo
veo, y se quitarán muchas murmuraciones y ocasiones de ofenderme.

Deben reaccionar todos los sacerdotes: los buenos enfervorizándose más; los tibios,
recibiendo mi Palabra como el paralítico del Evangelio: -“Levántate y anda”-, activándose
en el amor y el sacrificio; y los malos, llorando sus pecados y convirtiéndose a Mí.

Yo soy todo caridad y no puedo moverme sin esparcirla; soy amor y no puedo dar más que
amor, y mis advertencias, y mis quejas, y aun mis castigos en este mundo, son amor, sólo
amor, puro amor… Si tengo en la otra vida que usar la justicia, mi justicia entonces también
es amor. Pero ¿cómo? Porque el amor todo lo perdona, todo lo olvida; pero no puede
perdonar el amor la falta de amor: ésa es la única cosa que no perdona el amor…”

Que el Espíritu Santo y la Virgen María los transforme en otros Jesús,

************

“A los Sacerdotes, hijos predilectos de la Virgen Santísima.”

Las acechanzas de mi adversario


“Dejaos conducir siempre por Mí, hijos míos predilectos, con la mayor confianza a mi
Corazón Inmaculado.

Para ser dóciles a mis órdenes, para formar mi ejército invencible, debéis resistir a las
acechanzas de mi Adversario, que en estos tiempos más que nunca, se ha desatado contra
vosotros.

Os quiere llevar a la desconfianza y al desánimo; os hace sufrir con su acción astuta y


engañosa.

Hasta os quiere hacer dudar de que no sois ni mis elegidos, ni mis predilectos, poniéndose
insistentemente delante de vuestra gran miseria y haciéndoos sentir toda vuestra humana
fragilidad.

Para llevaros a la parálisis del espíritu y haceros así inofensivos, lanza contra vosotros toda
clase de tentaciones.

Estad alerta, hijos míos predilectos, éstas son las acechanzas de mi Adversario.

Ésta es el arma secreta que emplea contra vosotros; es su mordedura venenosa con que
intenta hacer daño a este pequeño talón mío.

Vuestra Madre quiere descubriros hoy su trama y poneros en guardia contra sus insidias.

Vosotros sois mis lirios y por eso os atormenta con imágenes, fantasías y tentaciones
impuras.

TIBIEZA

“La tibieza en mis sacerdotes es para mi alma una espina muy honda. Porque proviene de
ingratitud y del poco amor que me tienen; y también del poco fervor en sus Misas. De esa
tibieza en la celebración del Sacrificio le vienen y le provienen el sacerdote muchos males;
porque según es la Misa, así es el día para el sacerdote. Por eso más que en ningún otro
acto de su ministerio, el sacerdote debe poner toda su atención y su vida en celebrar en las
condiciones en que que se requieren en este sublime acto y con la debida preparación y
acción de gracias. Debe ser la misa el acto más trascendental de su vida, el blanco de sus
aspiraciones y el ideal supremo de su unión Conmigo.
Pero ¡cuánto tengo que lamentar en el corazón de mis muchos sacerdotes la rutina, la poca
o ninguna devoción con que dicen la Misa y la ninguna preparación para celebrar! No me
clavan el puñal del sacrilegio, pero si la espada muy dolorosa de la frialdad con que se
acercan a los altares.

La tibieza enerva las facultades del alma y esta debilidad se comunica a las demás acciones
del sacerdote.

La tibieza, cuando se apodera del alma del sacerdote, hace que tome como carga pesada y
molesta todos sus deberes. El rezo del Breviariorio le cansa; a los salmos no les encuentra
jugo ni sustancia, pasándolos sin contemplar ni sentir ni gustar las riquezas que encierran;
no paladea el divino sabor que hay en ellos; porque la apatía por lo santo impregna los
corazones. Y ¿por qué? Porque la tibieza los ha hecho su presa, fruto de su mundana
disipación; porque han dejado que se llenen sus corazones de ruidos y vanidades del
mundo; por la falta de oración, recogimiento, vida interior y trato íntimo Conmigo y con
María.

Si un sacerdote es tibio, que busque luego la causa y huya de ella.

Los peligros crecen y se multiplican a medida que el fervor se aleja de sus corazones. Sus
días son tristes, sus noches dolorosas y agitadas; su vida, una asfixia espiritual, y no
encuentran a su alrededor más que tedio, fastidio y hasta desesperación.

Todo ese conjunto de males forma la red que Satanás va tejiendo para perderlos; les
introduce insensiblemente el mundo, y con esto, el desasosiego, las tentaciones, las luchas
y fastidios con que, arrastrándose, cumplen los sagrados deberes de su ministerio.

¡Cuidado con dejar entrar el mundo en el corazón de los sacerdotes! Este capital enemigo
aleja al Espíritu Santo y, sin ese fuego divino que todo lo ilumina y calienta, el corazón del
sacerdote se enfría y oscurece, y sólo le queda hielo en el alma, en el fondo de su espíritu.

Comienza la tibieza y acaba el fervor, se debilita la fe y viene al traste la vocación sacerdotal.


¡Así comienza el demonio a horadar el edificio!, ¡así arroja el veneno poco a poco,
pausadamente, debilitando las energías del alma! No es malo en realidad el sacerdote, pero
es tibio e indolente, no está perdido pero se encuentra en un plano inclinado que
desemboca en el infierno.

No puede haber término medio en el sacerdote, no debe haberlo: o fervoroso o tibio; o del
altar o del mundo; o de Jesús o de Satanás. Es terrible esta disyuntiva en el sacerdote; ¡y
cuantos, ¡ay!, que se han dejado invadir por la tibieza y ruedan por fin, y triunfan las
pasiones malas y perversas que solo se iniciaron al principio, pero que concluyen luego
envolviéndolos en sus garras para no soltarlos más!
Es terrible, repito, la tibieza en el sacerdote, porque ésta va directamente a quitarles la fe;
y un sacerdote sin las virtudes teologales está perdido para siempre. A él ya no le
conmueven las verdades eternas; para él las postrimerías se vuelven sombras y aun
sarcasmos. Las tinieblas de las dudas lo envuelven y lo penetran; los remordimientos se
alejan y vienen al traste su vocación y su salvación eterna.

Hasta allá va a dar la tibieza que comenzó por una nonada y que concluye con un infierno;
porque las verdades de la fe, que hacen temblar a los pecadores ordinarios, a un sacerdote
caído no le mueven, no le hieren, no lo tocan, no lo rozan siquiera; porque Satanás a puesto
en su alma un impermeable en el que no penetran ni los castigos ni las promesas ni siquiera
el dolor y el amor infinito con que compré su santa y sublime vocación.

Por eso dije que la tibieza en mis sacerdotes es para Mí una espina muy profunda, por los
males que acarrea.

Y otra cosa. Como el fervor tiene el don de comunicarse, ¡la tibieza tiene el funesto vaho
para adormecer a tantas almas! Y éste es otro punto por el que el sacerdote debe evitar
enfriarse; porque, aparte de que desedifica, lleva el triste don de comunicar el hielo a los
corazones.

Porque ¿cómo un sacerdote frío ha de dar calor?, ¿cómo un sacerdote indiferente a las
cosas de Dios ha de comunicar fervor?, ¿cómo enamorar a las almas de lo que él está muy
lejos de apreciar, adorar y sentir?

No; en los sacerdotes no puede haber medianías; tienen a toda costa que ser santos y que
sacudir la tibieza de sus almas con la penitencia, el alejamiento del mundo y con la oración,
para que sus almas no se dejen debilitar y aletargar con ese vaho satánico y mortífero con
que el demonio quiere envolverlos.

Que jamás abran las puertas de su alma a la inacción, a la molicie y al deleite que llevan a la
tibieza. El trabajo asiduo, el olvido propio, la penitencia y la mortificación son las almas que
deben esgrimir contra las del demonio que tan pausadamente y tan solapadamente usa
para envolverlos con el solo fin de perderlos para siempre y quitarme gloria.

Los sacerdotes nacieron para las almas y tienen que prescindir de sus gustos, comodidades
y regalo: no se pertenecen. Cierto que esto cuesta a la naturaleza, pero le premio para ellos
será centuplicado y mi gracia superabundará en ellos, si me la piden, si son fieles en mi
servicio, si se hacen dignos de recibirla.

De la tibieza viene la comodidad y la molicie en el sacerdote; a su vez la molicie y la


comodidad traen la tibieza. Simultáneamente se ayudan estos defectos para acaparar el
corazón del sacerdote. Nació él para otros, y un sacerdote debe prescindir de todo regalo,
cuando las almas se lo exijan, y alejar toda pereza de su cuerpo y de su alma. Tiene que
hacerse la guerra, y debe siempre estar listo para servirles en cualesquiera circunstancia y
momento.

Debe morir a cada paso a sí mismo y ser otro Jesús, no tan solo en el cumplimiento de sus
sagrados deberes para con el Padre celestial, sino también para quienes lo busquen y lo
soliciten.

Y más aún. Un sacerdote a quién anime el ardor amoroso del Espíritu Santo no debe
conformarse con un puñado de almas que lo rodeen, sino lanzarse, con santo pero discreto
celo, a salvar muchas almas, a arrancarlas del vicio y a comunicarles pureza, virtudes, fervor,
amor, y Espíritu Santo, ¡María!

No hay excusa para un sacerdote en el campo de las almas. Pero ¡ay!, ¡cuánta tibieza,
cuántos pretextos, cuántas fútiles excusas, cuánto mimarse a sí mismos lamenta mi Corazón
amargado por lo que Yo solo veo en este campo tan extenso de la tibieza de mis
sacerdotes!...

¡Cuánta pereza, ¡ay! –y esto es lo que más me duele-, nacida del poco amor con que pagan
mis predilecciones sin nombre! No son Yo; no velan por mis intereses; no por la gloria de
mi Padre; no hacen aprecio de mi Sangre que compró las almas; y por una comodidad, por
una enfermedad ligera, por un descanso, por un regalo y aun, por un pasatiempo o
diversión, dejan perder un alma, y muchas veces abren el campo para Satanás y sus
secuaces.

La falta de celo por mi gloria y por las almas ¿no es acaso en el fondo falta de amor? ¡Y
cuánto de esto tengo que lamentar, que llorar a solas en los Sagrarios, en el regazo de mi
Madre y en el de las almas para que me consuelen!...

Sólo Yo se los designios de Dios que dejan truncos en las almas mis sacerdotes tibios, los
perezosos y sin celo, es decir, los sacerdotes sin amor. ¿Para qué se ordenaron sino me
amaban?, ¿para qué se dejaron ungir en el óleo santo, sino estaban dispuestos a ser
ministros de un Dios crucificado?, ¿para qué se dejaron consagrar sino iban a cumplir con
su ministerio hasta la muerte?

¡Ah! Que se les explique de todo esto, todo, antes de ser ordenados. Deben ser otros Yo,
pero crucificados, pero muertos a sus comodidades y regalos y vivos para mi amor, para mí
servicio, para las almas.

Que les hagan hincapié en estas verdades de tanta trascendencia; que las graben muy
hondamente en su corazón y que los que no se sientan con fuerzas para ello, se queden sin
subir al Altar, que en mi servicio íntimo y en el de las almas no debe haber medianías.

¡Ay! es tiempo de que la Iglesia sacuda la inercia de muchos sacerdotes y encienda en las
almas el vivo fuego que viene a traer a la tierra, el del amor y del dolor, por el Espíritu Santo,
Él es quien quita la tibieza de los corazones, y los enciende, y los impulsa, y los eleva de la
tierra, y les da alas, y les sacude la pereza con su actividad, y destruye el propio interés mío
de salvar almas.

El Espíritu Santo es quien sopla, y mueve los corazones, y los levanta de la tierra, y los lleva
a horizontes celestiales, y les comunica la sed por la gloria de Dios. Él es quien les dará su
luz y su fuego para incendiar la tierra entera. Así quiero a los sacerdotes, poseídos del
Espíritu Santo y olvidados de sí mismos, todos para Dios, todos para las almas.

Que pidan esta reacción, este nuevo Pentecostés, que mi Iglesia necesita sacerdotes santos
por el Espíritu Santo.

El mundo se hunde, porque faltan sacerdotes de fe que lo saquen del abismo en que se
encuentra; sacerdotes de luz que iluminen los caminos del bien; sacerdotes puros para
sacar del fango a tantos corazones; sacerdotes de fuego que llenen de amor divino el
universo entero.

Que se pida, que se calme al cielo, que se ofrezca al Verbo para que todas las cosas se
restauren en Mí, por el Espíritu Santo, y por medio de María.

Los Obispos tienen que activarse en su celo por las vocaciones sacerdotales y hacer
germinar vocaciones santas para el Altar. Los sacerdotes tienen que reaccionar de muchos
modos en su tibieza, comodidad y celo; pero sobre todo en su amor a Mí y a las almas, en
el aprecio por su vocación muy principalmente, y en su unión sincera, amorosa, obediente,
y franca con sus Obispos y representantes.

El mundo necesita este sacudimiento íntimo en la Iglesia para hacerla más floreciente en
las almas y en las sociedades. ¡Que reine el Espíritu Santo por la Cruz, por María, y será
salvo!

Que se conozcan mis deseos y que clamen al cielo por esta nueva era de fervor que vendrá;
si, vendrá a remediar muchos males y a darme muchos sacerdotes santos”

Que el Espíritu Santo y la Virgen María los transforme en otros Jesús,

*************

“A los Sacerdotes, hijos predilectos de la Virgen Santísima.”

¿Cuántos son hoy los Pastores que ya no defienden la Grey, que Jesús les ha confiado?
Algunos guardan silencio, cuando deberían hablar con valor pata defender la verdad y
condenar el error y el pecado. Toleran para no arriesgarse, se rebajan al compromiso con
tal de mantener sus privilegios.
Así se van difundiendo el error bajo formulas ambiguas y ya no se repara el pecado en una
progresiva apostasía de Jesús y de su Evangelio.

Hoy es necesaria una gran fuerza de oración. ¡Es necesaria una gran cadena de sufrimientos
que se eleve a Dios en una reparación!

Llamo a mis predilectos y a todos mis hijos consagrados a mi Corazón Inmaculado a unirse
al dolor de vuestra Madre Celeste, para que se cumpla en todos vosotros, lo que falta a la
Pasión de Jesús…”

PREDICACIONES

“En la predicación también tengo mis calvarios, también ahí entra el mundo para robarme
gloria.

Muchos predicadores buscan la gloria propia y no la mía, solamente la mía; se buscan a sí


mismos con sermones elevados que les den fama; con palabras y conceptos rebuscados,
pavoneándose en su vasta instrucción y cualidades oratorias, en hacer lucir sus talentos
(que son míos) y su erudición que los eleva por encima de sus compañeros y de los fieles.

¡Ay! ¡Cuánta vanidad lamento en esos púlpitos que convierten en teatros, en esas
conferencias que tienen más de mundanas que de Dios; más incienso propio que santa
unción para mover los corazones! Y con esto ¡Cuánta gloria me quitan mis sacerdotes!
Hacen que las almas vayan a buscar al predicador, y no a Mí en sus enseñanzas. ¡Cuántas
veces ni se acuerdan de que existo, y sólo van a deleitar su oído con una música armoniosa,
pero hueca, que pasa sin dejar la menor huella en el alma!

¡Que vacío tan hondo deja en los espíritus un predicador mundano y vanidoso! Pero, ¡qué
cuenta tiene que darme el sacerdote que así usa de los púlpitos, dejando frío en los que lo
escuchan y amargura en mi Corazón!

La misión de los sacerdotes es sembrar mi doctrina, mover a arrepentimiento, ilustrar los


espíritus, convertir las almas, hacer reaccionar los corazones y no echar anzuelos para sacar
alabanzas.

Tiene el predicador que tener tino y discreción con el auditorio y plegarse a las
circunstancias. Su palabra debe ser sencilla; y si es elocuente, llena de modestia y caridad
con todos.
Debe buscar no brillar, sino convertir; y sólo el que es santo santifica. Para este ministerio
necesita el sacerdote ser hombre de oración, porque para dar a las almas es preciso recibir
de lo alto, y no se recibe sino se ora y si no se mortifica.

Debe también el sacerdote no abusar de lo sagrado, subiendo al púlpito sin estudios previos
y sin preparación, que van a tocar las almas lo divino en sus labios, y ellos a depositar el
germen de lo santo en los corazones.

Con grande humildad deben ocupar los púlpitos los sacerdotes, porque la soberbia es el
mayor estorbo para el fruto de la predicación en las almas. Un alma humilde comunica
humildad, y un alma soberbia ¿qué podrá esparcir? Para tocar a las almas y hacerlas vibrar
para el cielo es preciso ser humilde, para alcanzar a mover los corazones es preciso ser
santo.

Podrán los sacerdotes hacer ruido, conquistar aplausos, admirar por su saber y electrizar
por su elocuencia; pero esto no es lo que me da gloria a Mí, sino a ellos; no es lo que debe
buscar el verdadero sacerdote, sino mover a compunción, a contrición, a enamorar a las
almas de lo divino, arrancándolas de lo terrero; recordarles sus postrimerías; alentarlas en
el ejercicio de las virtudes; ponderándoles mi Pasión; enseñarles mi vida de amor y
sacrificio, enamorarlas de la cruz, del dolor, de sus calvarios; enseñarles el precio de la
Redención y del sacrificio; abrir a sus ojos horizontes de perfección y facilitarles el camino
para el cielo.

Que no haya sermón en el que dejen de nombrar a María; que a menudo ensalcen sus
prerrogativas excelsas, enseñen sus virtudes y muevan a las almas a practicarlas. Que
enseñen y ponderen y hagan amar sus martirios de soledad tan poco estimados y conocidos
de las almas.

Que enamoren los corazones del que es el Amor --¡y tan poco conocido y menos predicado!-
-, el Espíritu Santo; que enseñen sus Dones, sus Frutos, sus excelencias, su acción tan íntima
en las almas.

Que me prediquen a Mí, el Verbo hecho carne, crucificado; los encantos del dolor, las
riquezas encerradas en el padecer, la necesidad del sufrimiento que purifica, redime y salva;
el desperdicio de los padecimientos, sino se unen a los míos.

¡Oh! Mi doctrina es vastísima, los Evangelios riquísimos e inagotables. ¿Por qué buscar
temas ajenos a darme la gloria?

Son poco explotados los púlpitos, las predicaciones en mi Iglesia, cuando éste es un recurso
poderosísimo con el que los sacerdotes cuentan para la salvación y perfección de las almas.
¡Cuántos sacerdotes se hacen del rogar para predicar un sermón! La tibieza en este punto
es muy grande; el celo por mi gloria muy mezquino y la preparación en muchos de mis
sacerdotes, muy mediocre.

En los Seminarios y Noviciados se debe explotar mucho este elemento tan capital para mi
gloria, pero con las condiciones dichas. Quiero sacerdotes sabios, pero humildes; instruidos,
pero sin vanagloria; hombres de oración y santo celo que hagan guerra a Satanás,
descubriendo a las almas sus traiciones; almas interiores y virtuosas que lo que digan, lo
hagan; que lo que prediquen, lo hayan practicado primero.

Quiero sacerdotes de luz, almas puras, mortificadas, penitentes, que más que con las
palabras, atraigan con el ejemplo, derramando en toda ocasión el perfume, el buen olor de
Cristo crucificado.

¡Oh! Si lo sacerdotes me amaran, se incendiarían en el cielo de mi gloria y no descansarían


en procurármela de todos modos, renunciándose.

Pidan que esa chispa celestial incendie, active y prenda el fuego santo en las almas
sacerdotales.

Pidan para que muera la inercia, el egoísmo, la apatía, la pereza y el tedio en los corazones.

Pidan para que, sacudiendo el letargo que a muchos invade, se lancen sin más interés que
el darme almas, y en ellas consuelo, a trabajar por puro amor en mi Viña, que Yo sabré en
mi largueza recompensarlos”.

Que el Espíritu Santo y la Virgen María los transforme en otros Jesús,

***************

“A los Sacerdotes, hijos predilectos de la Virgen Santísima.”

“Estáis aquí, hijos predilectos, en este monte Conmigo en oración. Es un continuado


Cenáculo, como el de Jerusalén después del retorno de mi Hijo Jesús al Padre.

Aquí también estoy Yo siempre con vosotros. Lo estoy unida en la oración para enseñaros
a orar bien, para animaros a pedir sin interrupción por todos mis pobres hijos extraviados,
pero no definitivamente perdidos. Los salvaré por vuestro medio; por eso necesito de
vuestra oración.
Estoy aquí para ayudaros a que os améis cada día más. Soy la Madre que enciende en
vosotros el deseo de conoceros, que os impulsa a amaros, que os invita a estar unidos y que
cada día va haciendo más fuerte la unión entre vosotros.

Estoy aquí para formaros en la vida de unión Conmigo. Ya que por vuestra consagración me
pertenecéis, ahora realmente puedo vivir y manifestarme en vosotros, especialmente
cuando habláis como Sacerdotes a mis hijos.

El Espíritu Santo es quien os sugiere todo; pero es la Madre la que da palabra y forma a
cuánto el Espíritu Santo os mueve a decir para que llegue al Corazón y al alma de los que os
escuchan, en sintonía con su capacidad de recepción y sus necesidades espirituales.

LA EMBRIAGUEZ

“Un vicio que me contrista en sumo grado, en algunos de mis sacerdotes, es el de la


embriaguez; este vicio va ligado, lleva en sí a otros vicios y nefandas caídas.

Es un vicio que entorpece y mancha, que mata a la vida del espíritu y la luz de la fe y avasalla
todo para satisfacerse. Es un vicio con séquito: lleva impureza y mil torpezas nefandas y
apaga la caridad en los corazones.

El corazón del sacerdote, más que ningún otro, debe arder en las tres virtudes teologales
muy principalmente; y la embriaguez opaca estas virtudes y hasta llega a destruirlas; pero
¡ay del sacerdote que pierda este infinito tesoro, porque no le quedará más que un infierno
eterno!

Muchos de mis sacerdotes tibios, arrepentidos de llevar la dignidad santa que Yo les di,
braman contra ella, si no exteriormente, si en su interior que Yo veo, porque los priva de
muchos apetitos malos y les exige una vida angélica y santa.

Estos, generalmente, son los que se lanzan desesperados a embotar sus sentidos, para no
sentir el peso de la vocación sacerdotal que les oprime.

Buscan descanso en donde sólo encontrarán pecados y remordimientos; en lugar de cultivar


su espíritu, de practicar virtudes, de clamar al cielo, de dedicarse a estudios, etc.; se lanzan
a la disipación, a las tertulias con la gente del mundo, a diversiones y a las mil ocasiones de
pecar que Satanás no desperdicia.
Y en vez de encontrar alivio en ese desenfrenado torbellino, encuentran incentivos, que los
precipitan a su ruina.

Y Yo, ¿qué sentiré al ver pisoteada semejante gracia de la vocación sacerdotal? ¡Qué herida
tan honda para mi Corazón de amor!

Los ángeles se admiran de semejante aberración, y los demonios aplauden su obra, en lo


que más me duele, en esas almas selectas, de predilección infinita, que desde la eternidad
las amé y destiné a mi servicio.

¿Sentir que es carga, una gracia tan insigne?... ¿Tirarme a la cara ese don celestial?...
¿Arrastrar por el suelo, esa predilección que no tiene nombre?

¡Hasta dónde llega la ingratitud de quienes más amo sobre la tierra! ¿Cómo no chorrear
sangre mi Corazón tan fiel con semejantes deslealtades?

Dejen que derrame en su alma la amargura de la Mía, que me lacera, que me tritura, que
me da la muerte, que no muero de dolor sólo porque soy Dios, porque ya morí como
hombre y por los hombres.

Mi Iglesia llora la pérdida de sus sacerdotes; María gime, y Yo busco sangre para borrar esos
crímenes ante mi Padre celestial, para detener sus iras, para redoblar mis gracias sobre esas
desgraciadas almas, que se pierden por ese vicio de la embriaguez y que aborrecen su
vocación.

El remedio para un sacerdote, tentado en su vocación, es orar, descubrirse a su Obispo, y


buscar refugio en mi Corazón y en María.

Su remedio está en la oración, en la meditación de las verdades eternas, en la penitencia,


en acercarse confiados más a Mí, con la fe y la confianza, en el trabajo constante. Y la ola
envenenada pasará, y su alma, acrisolada, tendrá un aumento de gracia santificante, que
nunca niego si se me pide con humildad.

¡Que acudan al Espíritu Santo, que limpien su alma para ver a Dios en ella; que se renuncien,
que se venzan, que obedezcan, que se humillen, que clamen misericordia! ¡Cuántas almas
se alejan de Mí por el escándalo que mis sacerdotes les dan embriagados y que no han sido
capaces de vencer el vicio!

Este pecado también es de grandes consecuencias, porque no sólo se me ofende


personalmente a Mí sino que hace que otras muchas almas me ofendan, se retiren de los
sacramentos, murmuren de la Iglesia y hasta pierdan la fe.

Una cadena de almas arrastra al mal un sacerdote indigno del nombre que lleva.
¿Cómo aconsejar la templanza al que no la tiene? ¿Cómo aplicar los santos sacramentos el
que no está en sus cabales por el alcohol? ¿Cómo tomar en sus indignas manos mi Sangre,
para aplicarla a las almas, quien sacrílegamente se la toma deshonrándola?

¿Cómo decir Misa, y hasta a veces gozándose en el licor material que va a consagrar, el que
tiene ese vicio que me repele (que hasta ahí abusa de la cantidad), que repugna a la infinita
limpidez de mi ser?

A veces, con torpeza material y no en sus cinco sentidos, hay quien celebre tan alto
sacramento: y esto no puede nadie comprender hasta qué grado de repugna bajar a
aquellos labios que apenas saben lo que dicen; a aquellas manos manchadas, a aquel
corazón más negro que la noche.

Pero Yo, al oír pronunciar las palabras de la Consagración, siempre bajo, siempre opero la
transubstanciación, siempre transformo al sacerdote en Mí.

Y ¡qué sentiré cuando el sacerdote está lleno de brumas y encadenado a este vicio
detestable de la embriaguez? Éstos son los martirios que oculto en mi Corazón: ¡cuánta es
mi felicidad en cumplir mi palabra de bajar a los altares! ¡Oh amor infinito con que
voluntariamente me he atado, obedeciendo siempre las palabras del sacerdote al
consagrar, por más indigno que este sea!

¡He aquí un viso de mi amor si cálculos, de mi infinito amor, que sabiendo lo que había de
sufrir en las Misas me ofrecí y acepté gozoso este papel de Víctima, este misterio con todas
sus consecuencias y sólo por estar cerca de las almas, para darme a ellas en el Sacramento
del altar, para hacerlas felices, para que mi Iglesia tuviera en Mí al tesoro de los tesoros!
Pasé por todo con tal de que el hombre tuviera un Jesús – hostia, sacrificado por su amor;
no sólo en la institución de aquella memorable noche en el Cenáculo, sino Crucificado en lo
más íntimo de mi alma por los mismos míos que debieran ser otros Yo y que no lo son.

Sólo Yo sé lo que sufro, lo que cubro, lo que disimulo, lo que perdono, lo que detengo ante
un cielo airado con los sacerdotes culpables. Sólo Yo, sólo María contempla y presencia
dolorida estos crímenes inauditos, sabemos el alcance de tan horribles ofensas que hacen
temblar al cielo.

Pero Yo, en mi papel de Redentor, y María, en su papel de corredentora, detenemos el rayo


de la ira de mi Padre, al ofrecerle mi Sangre, mis méritos, mis suspiros, mis sollozos como
Hombre-Dios que quiere arrancar del cielo perdones y no venganzas para quienes tan
duramente, tan ingrata y cínicamente me tratan –como un trapo viejo- y con tan negra
villanía”.

Que el Espíritu Santo y la Virgen María los transforme en otros Jesús,


************

“A los Sacerdotes, hijos predilectos de la Virgen Santísima.”

En la pureza, en el silencio y en la fidelidad seguid cada día a la Madre Celeste, que os


conduce por la misma vía de Jesús Crucificado.

Es la vía de la renuncia y de la perfecta obediencia, del sufrimiento y de la inmolación.

Es la vía del Calvario, que también vosotros debéis recorrer, llevando cada día vuestra cruz
y siguiendo a Jesús hacia la consumación de la Pascua.

Entonces me daréis también a Mí una poderosa fuerza de intercesión, con la cual podré
forzar la puerta de oro del Corazón de mi Hijo para derramar la plenitud de su Misericordia
(…).”

LA AVARICIA

“Otro punto muy doloroso para mi Corazón, que todo es bondad y caridad, es el de la
avaricia en mis sacerdotes; el ver a corazones apegados a lo que no es el fin santo de su
vocación al altar.

Este despreciable vicio se enseñorea de muchos y a tal grado, que comercian hasta con lo
divino de la Iglesia que no les pertenece, hasta con lo espiritual que se da de balde, que es
mío, que Yo lo compré con toda mi Sangre en el Calvario.

Y si la avaricia exterior es tan odiosa en un sacerdote, y que debe quitar a toda costa, ¿Qué
será la avaricia en lo santo, ese robo a Mí mismo por especular con lo mío que no le
pertenece y que solo he puesto mis tesoros en sus manos para que los reparta
desinteresada y amorosamente en las almas?

Ese horrible vicio va directamente contra el Ser de Dios mismo, de la Trinidad Beatísima.
Del Padre que dio nada menos que a su Hijo divino, que lo regaló al hombre en mil formas
para su servicio, para su imitación, para su consuelo, para su salvación eterna.

El Verbo, Yo hecho hombre, he regalado mi Sangre y mi vida en una Cruz, y mi Cuerpo y mi


Alma y Divinidad en la Eucaristía, y me doy y me regalo en todos los sacramentos.
Y el Espíritu Santo se da también a todas las almas por la gracia santificante, se derrama a
torrentes en favores y carismas, en dones y frutos y se convierte Él mismo en Don.

Entonces, ¿por qué mis sacerdotes no imitan a Dios, no imitan la munificencia de mi Iglesia
que es toda para todos, que abre su seno maternal, sus arcas, sus tesoros inmortales, sus
sacramentos y que me regala hasta a Mí mismo para quien me quiera tomar en la
Eucaristía.

De día y de noche y siempre está dando esta Iglesia amada su leche, su comida, su vida, sus
celestiales tesoros, Ella da siempre aunque no reciba; Ella regala cuanto tiene, hasta un cielo
y no quiere tener en su seno ni a su servicio almas egoístas, almas tacañas que se cuidan
mucho de dar y menos de darse como debieran, en su sagrado misterio, a las almas.

Mucho ofenden a mi liberalidad estos pecados de avaricia espiritual en mis sacerdotes. Ellos
son, como el Espíritu Santo, como mi Padre, padres de los pobres y no sólo deben dar, con
toda buena voluntad, los auxilios espirituales, pero aun es de su obligación dar, y aun buscar
auxilios materiales hasta donde sus fuerzas y haberes se lo permitan.”

Que el Espíritu Santo y la Virgen María los transforme en otros Jesús,

*****************

“A los Sacerdotes, hijos predilectos de la Virgen Santísima.”

La humanidad ha caído bajo el dominio de Satanás y de su gran poder, ejercitado con las
fuerzas satánicas y de masónicas; Mi Iglesia ha sido oscurecida por el humo que han entrado
dentro de ella.

PELIGROS EN LA DIRECCIÓN ESPIRITUAL

“Un gancho de Satanás para los sacerdotes es que cuando encuentran almas perfectas se
les pegan interiormente con el santo pretexto, aunque interior, de aprender de ellas, de
que Yo les comunique algo por su conducto.

Muy peligroso es este camino. Cierto es que hay almas más santas que las de algunos
sacerdotes; cierto que tienen que aprender de ellas; pero de esto, a encariñarse con ellas,
hay un paso y el sacerdote y la dirigida deben estar muy alertas en su corazón y tenerlo a
raya y aumentar su oración y tocar el sacerdote muy sobrenaturalmente a aquella alma,
porque ¡cuánta tierra se mezcla con lo divino!

¡Cómo Satanás ofusca en este delicado punto y hace ver lo no recto con todos los visos de
que lo es!

Y así comienzan muchas direcciones y confesiones que al jugar con fuego llegan, cuantas
veces, a quemarse!

Mucha gloria que me quitan los sacerdotes en las almas cuando se quedan ellos como fin y
no como medios que las conduzcan a Mí. Cuidado con robarme corazones, cuidado con
entibiar el fervor en las almas por dejar mezclarse la tierra.

Muchas espinas tiene mi Corazón en este punto de poner en las almas tierra, atoramientos
con el confesor, cariños que si no manchan, empolvan y quitan el brillo humanizando.

Claro está, que los confesores y directores deben tener cierto atractivo santo y espiritual
para con las almas; pero en su deber, en su rectitud, y hasta en su talento debe estar muy
clara la raya que separe lo humano de lo divino, lo divino de lo humano.

En el sacerdote está el poner un ‘hasta aquí’ y no dejar pasar de ahí los corazones; le propio
y los ajenos. Sólo Yo, sólo en Espíritu Santo tiene derecho absoluto, campo abierto para con
las almas. ¡Cuidado, repito, con engañarse!

Este campo, ordinario y extraordinario, como les digo, tiene innumerables peligros que dan
acceso a que Satanás coseche frutos para él, y con pinzas se deben manejar a las almas y,
sobre todo, con la coraza de mucha oración, de mucha pureza de alma, y de ayuda del
Espíritu Santo.

Tiene forzosamente los sacerdotes que recorrer esta senda de confesonario, y muchos, de
direcciones espirituales; es su deber, pero espinoso deber, erizado camino en el que tienen
que poner sus plantas sin lastimarse ni lastimarme.

Con estudios serios del caso, con cierta experiencia y astucia, con santidad personal y vida
de unión con Dios, se pueden manejar a las almas y llevarlas directamente a Mí sin temor.

Estas cualidades deben tener los confesores y los directores sobre todo. Conocimiento
práctico de la vida interior; conocimiento práctico del corazón humano, y mucho Espíritu
Santo que sea el velo, el intermedio entre el confesor y la confesada, entre el director y la
dirigida.

¿Cómo dar a Dios, quien no tiene a Dios y en los grados que debiera tener a Dios?
¿Cómo tocar las profundidades de un alma pura, el que no ve más que la superficie de la
vida espiritual?

¿Cómo internarse en regiones intrincadas, en las que el Espíritu Santo y Satanás se disputan
el puesto, los directores que solo conocer la corteza de las almas?

¿Cómo conocer los engaños del demonio y sus astutas redes y la sutileza de sus procederes,
¡Tantos!, los que no tienen la luz de lo alto, la del Espíritu Santo?

¿Cómo dirigir acertadamente los que no tienen el don de consejo ni lo han pedido ni se han
hecho capaces, no digo dignos de recibirlo?

¿Cómo conducir un ciego, un miope en la vida espiritual, a las almas que se le confían?

Mucho tengo que lamentar en este punto capital de las almas en el que mis sacerdotes,
muchos, se dan de cabezazos y no aciertan ni a comprender ni ha llegar al fondo de los
corazones ni a discernir en los espíritus el trabajo del demonio ni en el Espíritu Santo.

Y por esto, ¡cuántos designios de Dios en las almas se quedan truncos, cuánta vida espiritual
se pierde y muere por culpa de mis sacerdotes!, por su falta de estudios, por su falta de
virtud, de oración, de vida interior y de trato íntimo Conmigo, de luz, de Espíritu Santo. Y al
tocar este punto del Espíritu Santo, diré que lo contristan mis sacerdotes muy
frecuentemente en muchas cosas: en adelantarse a su acción en las almas al abrogarse
derechos que no tienen, en querer ser más que Él, en cierto sentido, por no esperar que
obre en los corazones y atropellar su acción, quitar sus derechos, disponer de los corazones
como si no tuvieran un Dueño superior que las gobierne y las rige.

El papel del director es ir detrás del Espíritu Santo y no adelantarse a Él. Es pedirle sus dones
y vivir subordinado a su acción en él y en las almas; es vivirlo y respirarlo, ser su nido, tener
su luz, y vivir una vida toda sobrenatural y divina.

No todos los sacerdotes pueden ser directores si no tienen las condiciones para ello, porque
se hacen acreedores a muchos fracasos; pero si, todos los sacerdotes deben procurar serlo
para mi servicio íntimo en las almas, pero con las condiciones dichas.

Muy difícil es ser un buen director espiritual, prudente y santo, pero no cuando Yo ayudo,
cuando se tiene gracia de estado, virtud y Espíritu Santo.

La vida mística se detiene por falta de directores santos y esto es una merma para los fines
de mi Iglesia, ¡pero se desarrollará bajo estas condiciones y dará grande gloria a la
Trinidad!”

Que el Espíritu Santo y la Virgen María los transforme en otros Jesús,


************

“A los Sacerdotes, hijos predilectos de la Virgen Santísima.”

En estos tiempos la madre Celeste os pide obras de penitencia y de conversión. La oración


vaya siempre acompañada de interior y fecunda mortificación.

Mortificad vuestros sentidos para que podáis ejercitar el dominio sobre vosotros mismos y
sobre vuestras pasiones desordenadas.

RELACIONES CON LAS RELIGIOSAS

“¡Y esto no es tan solo para el mundo en donde el sacerdote debe vivir! Sino también, y
muy principalmente, en el trato exterior e intimo con las religiosas.

Ahí lo espera Satanás, muchas veces transformado en ángel de luz, para perderlo, para
mancharlo, para encariñarlo con lazos que comienzan por espirituales y acaban por amores
no santos.

En este punto deben estar muy alertas los Obispos y los superiores de comunidades. Hay
ahí más de lo que se figuran; hay mucho malo que a Mí me hiere en esos tratos íntimos con
las almas, pero que muchas veces también entran los cuerpos y los corazones para convertir
y aparentar con capa de santidad lo que está muy lejos de serlo.

Cuántos peligros hay en este punto tan capital en mí Iglesia; cuántas desorientaciones en
almas que sólo me veían a Mí y después miran a otro que no soy Yo, y que debiera ser Yo.

Satanás tiene su campo favorito en este punto y se goza en sus malignos engaños, en sus
hipócritas procederes al cubrir de santidad lo que es diabólico.

Transformado en ángel de luz engaña a ambas partes y con el caramelo y con el atractivo
de lo extraordinario, detiene y entretiene y revuelve y ofusca, sacando para su cosecha lo
que pretende.

No siempre mancha, pero sí empaña; no siempre triunfa, pero siempre alborota; no siempre
su veneno mata, pero sí enferma.
A Satanás le gusta, con toda su hipócrita malicia, imitar lo santo: y aquí tiene sus redes y
engaña muy pausadamente, muy sutilmente a sacerdotes y dirigidas, y se necesita mucha
luz de arriba para conocerlo, desenmascararlo, y despreciarlo.

Pone el cebo de lo santo a las almas buenas para traicionarlas después; pone en juego todo
su arte para imitar lo divino, siendo todo compuesto de su infernal malicia para perder las
almas.

¡Cuidado!, ¡cuidado para ellos y para ellas! Que esas almas, escondidas y ocultas, son las
más a propósito para incendiarse, engañadas primero, y al descubierto después cuando ya
están cogidos por Satanás.

Cuando menos, puede haber cariños que detienen y entretienen tontamente para enfriar
poco a poco la vida de intimidad Conmigo. Este punto es muy resbaladizo y Satanás se goza
en sus innumerables conquistas al mermar lo que es mío y hasta arrancar de mis brazos
almas buenas que me consolaban.

El Corazón es corazón: y si no está bien orientado y enraizado en Mí, muy fácil le es


deslizarse en lo humano, en lo terreno, y hasta en lo pecaminoso y sensual.

Mucho cuidado en este punto tan delicado de tanta trascendencia para sacerdotes y para
las almas. Y si los Obispos deben vigilar las relaciones exteriores, deben también, con toda
prudencia y tino, tocar, hasta donde les sea permitido, estas llagas interiores
remediándoles.

Este trato íntimo, tan necesario en los confesonarios y en las direcciones espirituales, tienen
sus escollos, tiene sus peligros y necesitan mucha virtud, mucha pureza, y mucha unión
Conmigo las almas para ver en los sacerdotes sólo escalas para ir a Mí sin detenerse en el
camino.

Que el Espíritu Santo y la Virgen María los transforme en otros Jesús,

******************

“A los Sacerdotes, hijos predilectos de la Virgen Santísima.”

Vive hijo mío, de tal manera que pueda derramar sobre ti toda la ternura de mi Corazón
Inmaculado y dolorido (…)

Cualquiera que te mire, te escuche, pase por tu lado, debe poder sentir que llega a su alma
una ráfaga de este perfume sobrenatural, de la ternura que el Corazón de Madre siente
hacia todos sus Hijos. Por eso te quiero verdaderamente despegado de todos. No busques
otras voces ni otros apoyos. ¿No sientes que Yo misma te hablo y te conduzco? Mi Corazón
Inmaculado será tu único consuelo y sólo de éste Corazón te vendrá todo aliento.

ESTUDIO

“Lo que mucho perjudica a mis sacerdotes es la falta de estudio; esa ciencia inagotable que
nunca deben abandonar. Los libros santos y buenos son la salvación de los sacerdotes y el
amor a ellos los librará de muchos males.

Aparte de que un sacerdote debe ser instruido y completo en sus estudios para poder
aconsejar acertadamente y sólo por servir a Dios y a las almas; estos estudios constantes
repito, lo librarán de peligros sin cuento.

Pero en la ciencia también hay escollos y peligros para el orgullo, sobre todo en la poca
ciencia.

Para dedicar un tiempo a los estudios, necesitan recogimiento, y ésta es una virtud
indispensable para el corazón y para la vida exterior del sacerdote. La disipación mata la
inteligencia o la amortigua para el estudio, y entorpece la voluntad.

En su trato exterior debe el sacerdote ser amable y sencillo, todo para todos; pero ha de
conservar el recogimiento interior y la presencia de Dios.”

Pero en la ciencia también hay escollos y peligros para el orgullo, sobre todo en la poca
ciencia.

Que el Espíritu Santo y la Virgen María los transforme en otros Jesús,

************

“A los Sacerdotes, hijos predilectos de la Virgen Santísima.”

Vivid sólo, con perfecto amor y perfecto abandono, el presente que Yo misma –momento
por momento- dispongo para vosotros, hijitos míos.

Por eso acostumbraos a no mirar a las cosas, sino a Mí sola. No indaguéis lo que os espera,
las vicisitudes tan atribuladas de este tiempo vuestro. No miréis todo lo que muchos hoy
obran contra mi Hijo y contra Mí y se disponen a hacer contra vosotros.

EL SANTO CURA DE ARS

“No conseguiremos la castidad porque no nos negamos a nosotros mismos y no hacer


sacrificios. Mortificarse en el comer, en el beber, en el mirar y en el dormir”.

CUANTA NECESIDAD TIENEN LOS SACERDOTES DE SER VIRTUOSOS PARA nO ALEJAR A


LAS ALMAS.

“Quiero humildad en mis sacerdotes. Pido mucha humildad para mis sacerdotes; viven en
un ambiente de adulación, de diplomacias, de alabanzas, -¡cuántas falsas e hipócritas!-, y
necesitan de un gran contrapeso de humildad y de propio conocimiento para no levantarse,
pues son hombres; más que nadie necesitan mansedumbre, paciencia y humildad.

Cuántas almas se alejan de los sacerdotes por su mal carácter, por la frialdad en su persona
y en sus palabras que hielan y cortan la confianza. Sólo Yo sé las veces que se deja trunca la
acción divina en las almas por un solo acto de estos, por un capricho, o comodidad y molicie
del sacerdote, por su poca paciencia y amabilidad. Cortan la confianza a las almas, repito;
las alejan de los confesonarios, de los sacramentos, y dan además ocasión de escándalo, de
murmuraciones, que no se detienen sólo contra los sacerdotes imperfectos y de poca
virtud, sino que se pasan a lo santo, a lo divino, a lo mío, y me ofenden.

Muy delicado es el papel del sacerdote en las almas, por eso, más que nadie, necesitan los
sacerdotes de abnegación, de dominio propio, de dulzura, de caridad y de muchas virtudes
en el ejercicio de su ministerio y en su trato con las almas.

¡Qué difícil es el papel del sacerdote! Pero Yo le ayudo en todos sus ministerios. Debe ser
amable sin rebajarse; dulce, con energía; atractivo con límites; paciente con discreción;
suave con limitación y prudente, siempre”.

Que el Espíritu Santo y la Virgen María los transforme en otros Jesús,

************

“A los Sacerdotes, hijos predilectos de la Virgen Santísima.”


¿Veis cuántos hermanos vuestros Sacerdotes traicionan la verdad, en el intento de
adaptarla a la mentalidad del mundo, movidos por la falaz ilusión de ser mejor
comprendidos, más escuchados y más fácilmente seguidos?

No hay ilusión más peligrosa que ésta.

¡Anunciad siempre con fidelidad y claridad el Evangelio que vivís! Vuestro hablar sea: “Sí,
sí; no, no”; lo demás viene del Maligno.

CÓMO DEBEN ADMINISTRARSE LOS SACRAMENTOS

“Todos los sacramentos purifican, porque llevan algo divino: llevan mi Sangre, llevan nada
menos que la influencia viva y palpitante de la Trinidad; en todos campea muy
principalmente el Espíritu Santo. El Padre fecundando; el Hijo, redimiendo; el Espíritu Santo,
santificando. Y los sacerdotes que apliquen estos sacramentos deben estar sin mancha,
porque imparten tesoros del cielo sobre los cuerpos y sobre las almas; ponen mi sello divino
en los corazones; lavan con mi Sangre y dan eficaces auxilios de gracias a quienes los
reciben.

Yo quisiera que al impartir mis Sacramentos, los sacerdotes se hicieran en cargo de su papel;
con más razón los Obispos a quienes está reservada la confirmación y las Órdenes sagradas.
Que cada sacerdote piense de antemano lo que va a impartir, que son las riquezas
espirituales del cielo; que no se atreva jamás a tocar lo santo con manos y corazones que
no lo son.

No quiero escrúpulos que dañan a las almas y que detienen las gracias; solo pido rectitud y
un corazón puro al impartirlos.

Curas, vicarios y todos los que impartan a las almas lo divino tienen obligación de estar
divinizados, porque me representan a Mí.

Y si estando manchados no pueden confesarse, siempre pueden hacer un acto de contrición


y arrepentirse; siempre tienen elementos en la Iglesia para purificarse.

También los pecados veniales me ofenden, y en su delicadeza para Conmigo, deben tocar
lo puro purificados. Tienen muchos medios en la Iglesia para limpiarse.
Sí; hay mucho descuido y laxitud en esto; ya no hablo aquí de sacerdotes en pecado mortal,
que ya saben lo que acumulan en sus impuras almas ejerciendo actos de su ministerio con
culpa grave; pido también que los sacerdotes buenos se limpien más y que no toquen ni a
la Trinidad ni a la Eucaristía, en los sacramentos, con corazones menos limpios.

Todo en mi Iglesia debe inspirar pureza, luz; porque Dios es luz y sus irradiaciones en la
Iglesia y en las almas son de claridad, de pureza.

Todo lo que no es luz no es Dios; todo lo que no es puro es satánico, porque Satanás es
antagonista de la luz; por eso en él y en los suyos todo es doblez, oscuridad y tinieblas. Uno
de los caracteres de Satanás consiste en lo tenebroso de sus procederes; y en la oscuridad,
engaña, transforma y oculta. Su hipócrita táctica es siempre velar, empañar el alma, llenarla
de humareda, ocultarle sus perversos fines y envolverla en tinieblas.

Pero mi Iglesia es luz y las almas que son mías deben ser de luz, de claridad,
transparentándome a Mí, transparentando el cielo. Todo lo tenebroso no es mío, todo lo
compuesto no es mío, que soy simplísimo; y mi doctrina nace de la unidad toda pura y trata
siempre de unificar las almas en Mí, en un solo rebaño y un solo Pastor.

Quiero quitar de mi Iglesia los abusos e indelicadezas de los míos en el modo de impartir
los sacramentos, de observar las rúbricas, de unificar el sentir de los sacerdotes con sus
Pastores. Esa unificación es muy necesaria y no existe en muchos de los corazones de los
sacerdotes con su Pastor; de esto se derivan grandes males.

Y ¿cómo se remedian? Unificando los espíritus en un Espíritu, en el Espíritu Santo, teniendo


los sacerdotes con su Pastor un solo querer y una sola alma. En este punto hay mucho que
reformar, porque mientras los obispos no tengan la confianza y la voluntad de sus
sacerdotes, habrá separación, no existirá fundamento sólido de caridad, y con esto me
lastiman a Mí y se causan muchos daños a las almas.

Quiero afirmar estos puntos en mi Iglesia; quiero evitar ofensas a mi Padre y castigos para
los pueblos, que muchos vienen por este lado que parece pequeño y no lo es.

Quiero delicadezas en los míos y unión con sus almas tan escogidas y amadas de mi Corazón.
Quiero sacerdotes celestiales, tales como los necesita mi Iglesia y ha concebido mi Corazón.
Para esto doy estos puntos generales y particulares, para que los pongan en práctica
quienes deban.

México se va a distinguir en mi amor y en mi Servicio…

Así lo espero, que yo cuando pido doy. Ya he comenzado a sentir los efectos consoladores
de algunos corazones”.
Que el Espíritu Santo y la Virgen María los transforme en otros Jesús,

*************

“A los Sacerdotes, hijos predilectos de la Virgen Santísima.”

“Permaneced siempre en mi Corazón Inmaculado. Sí lo hacéis. Yo seré la que haga todo en


vosotros, en todo momento.

No es preocupéis más. Aceptad vuestra pequeñez con humildad y mansedumbre. Decid al


Señor: “Soy tu hijo más pequeño. Conozco mi pobreza y te doy gracias””.

FALTA DE AMOR A LA EUCARISTÍA

“Otro punto que me contrista en muchos de mis sacerdotes, es el poco amor y el poco
respeto que tienen muchos al adorable Sacramento de la Eucaristía en la que ellos tienen
tanta parte.

Poco amor en vivir alejados de los Sagrarios sin visitarme, sin consolarme, sin esa íntima y
perfecta amistad, más que de amigo, que Conmigo debieran tener. Prefieren las creaturas
y los negocios a un rato de gozar de mi presencia -¡y Yo que tanto los amo!-, y dan además
mal ejemplo a los fieles con su frialdad glacial hacia el Sacramento del amor.

Dicen muchos sacerdotes su Misa y hasta el día siguiente vuelven a acordarse de que existo
sacramentado –por su amor, principalmente- en los altares. Este olvido, nacido de la
indiferencia que existe en sus corazones, me hiere en lo más íntimo.

Los dos, él y Yo, por mi infinita predilección, tenemos parte en la Eucaristía, por la
consagración de la hostia en las Misas, en las que no tan sólo me presta su concurso el
sacerdote, sino que, identificado Conmigo, es otro Yo, es decir, es entonces Yo mismo al
consagrar en ese misterio de amor que se realiza en la transubstanciación.

Éste debiera ser un motivo más para que mis sacerdotes, con más fervor que nadie,
adoraran la Eucaristía, porque más que nadie saben ellos el estupendo milagro de amor que
ahí se ha obrado; pero ¡cuántos corazones de mis sacerdotes no se detienen a considerar
ni a penetrar ni a agradecer ese portento de amor que muchos fieles tienen más en cuenta
que ellos! Esta frialdad, indiferencia e ingratitud de los míos lacera mi alma.
¡Cuántas veces los veo Yo, contristado, alejarse de Mí y preferir la tierra al cielo! ¡Cuántas,
su disipación, el atractivo de las creaturas y del mundo los aleja de los tabernáculos! Y sobre
todo, los sacerdotes sacrílegos quisieran que no existieran los Sagrarios en la tierra, porque
les dan en rostro y huyen de lo único que pudiera salvarlos: ¡mi compañía!

Y ¿por qué me hiere tan hondamente esta indiferencia en los que debieran arder, en los
que debieran tener sus delicias en los Sagrarios y vivir de su calor? Porque todo esto les
viene de la falta de amor, y la falta de amor les trae la tibieza en mi servicio. Pero esta falta
de amor les viene de la falta de oración y vida interior, de las manchas del alma, que dejan
acumular tranquilos, sin ese ahínco de tener pura la conciencia.

Un punto capital del enfriamiento para Conmigo es la soberbia. ¡Ay! esto casi no se toma
en cuenta por las dignidades de mi Iglesia, por los que se llaman míos: ¡y es tan frecuente
que se crean superiores a todos! Claro está que su dignidad los eleva sobre todos los
cristianos, pero también sus virtudes debieran ser superiores a las de todos los fieles.
Manejan mis tesoros con cierta arrogancia y altanería, como si fueran propios y no tuvieran
obligación de impartirlos a las almas, puesto que son tesoros del cielo.

Muchos se creen superiores al resto de los mortales, sin pensar ni tener en cuenta que me
representan y que Yo vine al mundo a servir y no a ser servido. De la dignidad a la soberbia
hay un paso, y si no están mis sacerdotes bien fundados en la humildad, caen en este escollo
muy frecuentemente, y lastiman mi Corazón.

Si Yo soy su ideal, si soy su modelo, ¿por qué no imitarme? Ellos no son los soberanos, Yo lo
soy, y gran predilección mía es el haberlos escogido entre millones para mi servicio y gran
honra es para ellos el que ponga los tesoros de mi Iglesia, mi misma sangre redentora en
sus manos. ¡Modelo, Maestro y Rey humilde y manso, Rey obediente en sus manos, y el
mismo perdón de Dios! Soy el Sacerdote eterno a quien debieran copiar.

¡Si se asomaran al interior de su Jesús esos sacerdotes disipados y soberbios! ¡Si me


estudiaran como es debido, si me copiaran en sí mismos como es su obligación sagrada,
otros serían, y Yo no tendría que lamentar en ellos tantas espinas que clavan en mi Corazón!
Pero les falta amor, porque les falta Espíritu Santo.

¡Que deber tienen los sacerdotes de recorrer las etapas de la escala mística que los
transforme en Mí!

También les falta no sólo amor, sino respeto al Santísimo Sacramento; y éste es otro punto
doloroso, entre tantos, que también lastima de una manera muy íntima mi delicadeza y mi
ternura; pero esta falta de respeto en mis sacerdotes se deriva de la falta de amor y de la
tibieza de su fe.
¡Como se impacientan muchos por tener que dar la comunión y con qué fastidio y malos
modos la dan a veces! ¡Más valiera que no me tocaran y que dejaran con hambre a las
almas! ¡Cómo dejan caer las partículas con descuido inaudito, con precipitación y sin
preocuparse siquiera! ¡No hay esmero, no hay pulcritud, no hay limpieza, no hay respeto,
no hay amor…en tantas ocasiones diarias, al manejar mi Cuerpo sacratísimo que debiera
ser tocado con delicadeza y ternura! ¡Si Yo les hiciera ver las veces que por descuido
culpable caigo al suelo y soy pisoteado! Todo esto me contrista muy hondo y ofende muy
profundamente a mi Padre y a María.

Esta manera de tratar lo santo y al Santo de los Santos me lastima en lo más íntimo del
alma. ¡Les sirvo de carga en muchas ocasiones a mis sacerdotes tibios! Y esto es para mí
delicadeza horrible sufrimiento.

Eso de ver y sentir que les soy pesado, que les soy molesto en el servicio de las almas, a las
que por deber están consagrados, me llega a lo más íntimo!

¡Estorbar Yo que todo soy caridad y ternura! ¡Serles carga Yo qué cargo sus tibiezas, sus
indiferencias y sus pecados para blanquearlos! Estos sacerdotes que así obran sólo llevan el
nombre y están muy lejos de serlo, aunque lo parezcan.

Estos sentimientos dolorosos tan íntimos me hacen sufrir y los descubro para que me
acompañen a sentirlos.

¡Nadie se imagina lo que sentiré Yo (siempre dispuesto a favor de las almas) al ver que les
sea pesado a mis sacerdotes confesar, dar la comunión, llevar viáticos, impartir, en fin, mis
sacramentos; manejar mi Cuerpo, mi Sangre, aun mi Divinidad en ellos con esos malos
tratamientos, fastidiados, airados, sin devoción, por salir del paso, pensando en otras cosas,
y sobre todo, sin amor!...

¡Ay! ¡Si Yo descubriera hasta el fondo esas penas íntimas, delicadas e internas de mi Corazón
de hombre que tan afinadamente siente las indelicadezas de los míos! Pero si siento como
hombre, con Corazón de hombre esos desprecios, ¿qué sentiré como Dios hombre que soy
con toda la finura de la Divinidad ofendida?”

Que el Espíritu Santo y la Virgen María los transforme en otros Jesús,

***********

“A los Sacerdotes, hijos predilectos


de la Virgen Santísima.”
Sed fieles al misterio de los Sacramentos, especialmente al de la Reconciliación, que tiene
la misión de restituir la Gracia a aquellos que la han perdido, por causa de los pecados
mortales cometidos.

Hoy, en la Iglesia está desapareciendo este precioso y necesario Sacramento.

Pastores de la Iglesia, Obispos por Cristo al frente de la guía de su grey, abrid los ojos a este
mal que se difunde por todas partes en la Iglesia como un terrible cáncer.

Intervenid con valor y celo, para que el Sacramento de la Reconciliación pueda volver a
florecer en toda su plenitud y así las almas sean ayudadas a vivir en Gracia y la Iglesia sea
curada de sus llagas sangrientas de los pecados y de los sacrilegios que la recubren por
entero como una leprosa.

DEL ABUSO EN LOS CONFESONARIOS

“Otro punto muy importante, en el que mucho sufre mi Corazón, es en el de los


confesonarios.

Muchos confesonarios sirven para comercios infames, y para activar malas pasiones. Se
cubre con lo santo, con lo que debiera ser intachable, muchos crímenes nefandos, muchas
citas no santas y se concertan atrocidades de horribles consecuencias para la Iglesia y para
las almas.

Se toman también los confesonarios como instrumentos para cariños humanos, para
alabanzas mutuas, se sostienen almas que buscan al confesor y no a Mí en ellos: manchan
este lugar sagrado con chanzas y conversaciones nada dignas de ese santo lugar.

Pero mi mayor pena, en este Sacramento purificador y santo, es cuando sacerdotes


indignos, manchados toman a la Trinidad Santísima para absolver los pecados, y por este
Poder, conferido al sacerdote, se borran esos pecados confesados con las disposiciones
debidas; pero en el sacerdote manchado que absuelve, queda el horrible pecado mortal
duplicado.
El sacerdote indigno que me representa, peca al tomar lo sagrado; y abusa del sacramento,
en este sentido, de tomar el poder que le he conferido en labios, en manos y en corazón
manchado.

Éste es otro suplicio, entre tantos que sufro en mi Iglesia, que soporto en silencio sin retirar
mi poder; ¡el poder de todo un Dios!, como es el de perdonar el sacerdote los pecados,
representándome.

Abre el cielo a las almas, el sacerdote indigno y se lo cierra él; perdona, en mi Nombre
bendito, el que no pide perdón al cielo.

Abusa de mi confianza, y si éste es un crimen aun tratándose en lo humano, pues ¿qué será
tratándose de lo divino, de lo que me costó la Sangre y la Vida?

Cada sacramento me costó la Sangre y la Vida, y en cada absolución el sacerdote toma


Sangre, la Sangre del Cordero, para borrar los pecados. Pero que toquen mi Sangre manos
impuras, me horroriza.

Y Yo, callo; y Yo sigo obrando y cumpliendo mi palabra en la Iglesia: y Yo me dejo manejar


en mis Sacramentos de manos indignas, de corazones descarriados, de ministros
humanizados hasta los tuétanos.

¿Cómo aconsejar pureza el que no la tiene; prodigalidad el que es avaro, paciencia el


iracundo, humildad el soberbio, etc.?

Espejos donde los fieles se miren deben ser mis sacerdotes, pero ¡cuántas veces las almas
no ven en ellos sino intolerables defectos en su dignidad, y hasta pecados en sus inicuos
procederes!

¡Pidan por mis sacerdotes culpables! Pidan luz para que considerando profundamente mi
papel, siempre de Víctima, se compadezcan ellos de Mí; ¡siquiera mis sacerdotes que deben
ser mi corona, que no agreguen hiel a la que me dan los mundanos!”

*********

“A los Sacerdotes,
hijos predilectos de la Virgen Santísima.”

“Mirad hoy al que traspasaron.

Hijos predilectos, vivid este día Conmigo, Madre Dolorosa de mi Pasión.


¡Cuánta sangre vieron mis ojos llorosos en este día!

Mi hijo Jesús quedó reducido todo Él a una llaga por la flagelación.

Los terribles azotes romanos abrieron en su cuerpo heridas profundas, de las cuales brotó
en abundancia la sangre que lo recubrió de un manto purpúreo. La corona de espinas
atravesó su cabeza de la que brotaron regueros de sangre, que descendieron, recubrieron
y desfiguraron su rostro.

“Tan desfigurado estaba que no tenía aspecto de hombre” (Is. 52, 13).

DEL ESCÁNDALO Y DE LOS PECADOS OCULTOS

“¡Y los pecados de escándalo de mis sacerdotes qué inmensidades abarcan!, ¡qué gloria
me quitan, y de cuán honda manera traspasan mi Corazón!

Es incalculable para el hombre, el radio que abrazan esos pecados de escándalo de mis
sacerdotes, y sólo en le eternidad, a la vista de aquella gran luz, alcanzan a ver el casi infinito
mal que produjeron con estos pecados innumerables. Y digo innumerables, porque un
pecado de escándalo de sacerdote, se multiplica y alcanza generaciones.

¡Quien lo creyera!, más me duelen a Mí los pecados ocultos, las culpas secretas que sólo Yo
veo porque van directamente, maliciosamente, a atacar mi predilección, mi confianza, mi
herido amor de elección. Estos pecados ocultos que nadie ve son los que más hieren a mi
alma de azucena; los que más lodo arrojan contra la Divinidad.

Y ¿saben por qué? ¨Porque atacan la fe, ciegan la esperanza, y matan la caridad.

Me atacan los sacerdotes con esos pecados, en la fe, porque pecan como si no creyeran en
mi presencia, esencia y potencia; pecan directamente contra los atributos de la Trinidad.

Pecan contra el Padre que todo lo ve; contra Mí, le Verbo hecho carne, haciéndome sonrojar
como Dios-Hombre; pecan contra el Espíritu Santo, ala abusar en la tenebrosidad y
ocultamiento, de su confianza, al no importarles pecar y teniéndoles sin cuidado el denigrar
la santa unción con que fueron consagrados.
Pecan contra la Trinidad, pero en un radio incalculable para el hombre, pues Yo señalo los
puntos generales, pero los particulares de cada punto de estos abarca mundos de malicia,
de traición, de ingratitudes sin nombre.

¿Y cuáles son los pecados ocultos de los sacerdotes?

Existen pecados ocultos de muchas clases que los sacerdotes cometen, y se gozan en ellos,
contra Mí.

¡Esos pecados, manchan tan hondamente!, ¡y me punzan a Mí, la Blancura sin par, tan
íntimamente!

Esos pecados, casi más que ningunos otros, sólo se borran con mucha Sangre Mía, porque
son acreedores a mucha venganza de un Dios ofendido. Y estos pecados, son los que a
Satanás más le complacen, los que busca con codicia infernal, los que arroja con cinismo
sobre mi Rostro, porque sabe que son los que más ofenden mi luz, mi claridad, mi nitidez,
mi blancura.

Él, Satanás, el rey de las tinieblas, se revuelca complacido en la tenebrosidad de su ser, y se


complace en revolcar a las almas, y más a las predilectas, que son las de mis sacerdotes, en
el cieno de esas negruras, de esas opacidades, cubiertas para el mundo, pero muy patentes
para Mí.

Las almas sacerdotales me consuela por estos pecados ocultos con el amor y la entrega.

Pero lo que Yo quiero decir, es que esos horrendos pecados ocultos, necesitan, expiaciones
especiales; torrentes, y no solo gotas de Sangre de un Dios y Hombre, para borrarlas.

Claro está que una sola gota de mi Sangre es igual, tiene igual poder, que torrentes de ella
misma, por la virtud divina que hay en Mí, Dios y Hombre, en razón de la unidad divina, que
alcanza su influencia hasta mi humanidad Sacratísima; pero es una manera de explicar, en
el lenguaje humano, la potencia expiatoria que necesitan esos crímenes ocultos en mis
sacerdotes, en los que se llaman míos.”.

Que el Espíritu Santo y la Virgen María los transforme en otros Jesús,

*********

“A los Sacerdotes,
hijos predilectos de la Virgen Santísima.”
Durante las tres horas de desgarradora agonía, Yo permanecí, con Juan y las mujeres
piadosas, bajo la Cruz y juntos fuimos bañados por su preciosa sangre.

Jesús quiere una reacción en el clero por el Espíritu Santo y la Oración.

“Quiero una reacción viva, palpitante, potente y poderosa del clero, por el Espíritu Santo;
quiero renovar el fervor en corazones dormidos; quiero extinguir la impureza, el lucro, la
avaricia, la codicia, el mundo en fín, que se ha infiltrado en muchos corazones de los míos.
Este cúmulo de vicios en los corazones de los que me pertenecen hace que se entibie su fe,
y que vivan arrastrando su vocación sacerdotal.

Y ¿Cuál es el remedio? El Espíritu Santo en general, pero en particular, su remedio está en


la oración, en esas horas de trato intimo Conmigo en las que Yo derramo mis luces con más
abundancia, en las que me acerco a los corazones y les comunico mi Espíritu, y los conforto,
y los ilustro, y los enciendo, y les facilito con mi amor el camino del deber, el espinoso
sendero que deben recorrer sacrificándose.

Un sacerdote ya no se pertenece; es otro Yo y tiene que ser todo para todos; pero ha de
santificarse primero, que nadie da lo que no tiene, y solo el Santificador santifica.

Por consiguiente, si quiere ser santo como es su deber ineludible, debe estar poseído,
impregnado, del Espíritu Santo; porque si este divino espíritu es indispensable para dar la
vida de la gracia a cualquier alma, para las almas de los sacerdotes debe ser Él su aliento y
vida.

Si son Jesús los sacerdotes ¿cómo no han de tener el espíritu de Jesús? Y ¿cuál es éste, sino
el Espíritu Santo? Sus desalientos, sus tentaciones, su tibieza y hasta sus caídas vienen del
descuido punible que muchos tienen para la oración; porque viven aturdidos en las cosas
del mundo, o por el cúmulo de ocupaciones buscadas que les estorban; porque rebajan su
dignidad por su familiaridad por personas de quienes debieran hacerse respetar; por no
huir de las ocasiones; por dar lugar a las vanidades humanas; por su falta de mortificación
interior y exterior; por ver como secundarios sus sagrados deberes, como el Oficio Divino,
etc., sintiéndolos como pesada carga. Pero todo les viene por su disipación, falta de oración
y unión Conmigo; y esta falta tiene su raíz ¡ay! En la falta de amor, que es lo que más
contrista mi corazón.

Necesita ahora más que nunca el Clero del calor de sus Pastores, del cuidado de sus almas,
de procurarles retiros y ejercicios, y atracción paternal en todos los sentidos.

Satanás hace su cosecha con pecados ocultos, con ocasiones peligrosas, con finos lazos de
hipocresía traidora: las almas de los sacerdotes son su manjar más codiciado.

Que las almas oren y se sacrifiquen en mi unión por esa parte escogida que mucho necesita,
en estos momentos críticos, de oraciones y penitencias, de gracias especiales que se
comprar con dolor.

He querido dar a mi Clero una lección de amor; he querido herir en lo más íntimo el fondo
del corazón de los míos. Y si no, ve quienes están sufriendo en esta prueba por la que cruza
mi Iglesia; mis sacerdotes y religiosos. Y es que quiero purificarlos, acrisolar su virtud;
porque si mucho me hieren las ofensas ocultas, pero patentes a mis ojos, de los que
debieran ser solo míos.

Claro está que los buenos pagan por los malos, que hay almas inocentes que sufren las
consecuencias de las que no lo son, pero estas precisamente puras y limpias, son las que
están comprando gracias y apresurando el tiempo de la libertad y de la paz.

Los Obispos tienen que cargar las culpas de sus hijos, cómo Yo tengo que cargar las culpas
de los míos. Purgarán sus deficiencias culpables los que las tengan –Obispos y sacerdotes-
y se purificarán con sus penas el triunfo de la Iglesia y la santificación de los suyos.

No crean que todo es castigo en ésta época desoladora de la Iglesia, que mucho es prueba
para acrisolar la fe y la unión de los corazones.

Había mucha tierra en muchos de los que yo amo, y este sacudimiento general, será
saludable. Tampoco este sacudimiento general, será saludable. Tampoco crean que Yo no
veo los sufrimientos, ni escucho las plegarias, pero tengo mis tiempos, y estoy haciendo
reaccionar a muchos corazones dormidos.

El triunfo vendrá por el Verbo, por el Espíritu Santo en el Padre, por medio de María. Que
todos esperen confiados y serenos, la hora de Dios”.

*********

"A los sacerdotes, hijos predilectos de la Virgen Santísima"


Tengo necesidad de todo vuestro sufrimiento, es el arma más preciosa y eficaz para usar
en la batalla mía"

LOS SACERDOTES Y LOS FIELES

“Al consagrar los sacerdotes indignos si no estuviera toda mi ternura y mi potencia


salvadora, en las Misas, en las que cubro Yo los Crímenes de los sacerdotes indignos, solo
servirían esas Misas para atraer al mundo fuego del cielo, rayos de justicia, la ira de mi
Padre, al verse burlado así en su Iglesia amada.

Pero todo esto, todo este horrible peso, todo ese muladar de basura, cae sobre mi Corazón;
y ¿qué hago?... ¡seguir, seguir en los millares de Misas sacrificándome; ocultando lo que me
hiere, lo que tengo a la vista, lo que he de cubrir con mi Blancura, lo que me ofende, lo que
se arroja con audacia increíble y hasta con malicia infernal sobre mi Rostro, sobre la misma
Divinidad!

¡Y prosigo bajando a manos impuras e indignas; y sigo mi constante crucifixión que derrama
gracias; y continúo de víctima expiatoria, y no me escondo airado, y no me niego, y salgo al
encuentro de dolor tan horrendo…! Y este es mi papel, de día y de noche, ante mis ministros
culpables, y ante un Dios ofendido, en cierto sentido, por Mí mismo, por otro Dios, Yo en el
sacerdote.

¿No se comprende ahora mi sed de descanso?... ¿No se palpa cómo no descanso con las
ingratitudes del mundo, pero sobre todo con las espinas más dolorosas y crueles que son
las de los míos?

Para remediar estos males hay que ofrecer al Verbo, que sacrificar a Jesús, que este es mi
papel desde la Encarnación hasta mi muerte, y en la Eucaristía, hasta el fin de los siglos. No
sólo fui Víctima en el mundo, sino que sigo siendo, porque ab aeterno, desde la Creación
del mundo, me ofrecí a mi Padre para ser Víctima, y en María confirmé mi ofrecimiento que
ha seguido en las Misas, y que quiero que siga en los corazones para bien de mi Iglesia y de
las almas.
Esto es lo único que exijo de mis sacerdotes, que me sacrifiquen puros; porque lo manchado
repugna con mi Blancura, porque mi martirio mayor es unirme con lo que no está limpio”.

********

“A los Sacerdotes, hijos predilectos de la Virgen Santísima.”

Vivid como fieles discípulos de Jesús, en el desprecio del mundo y de vosotros mismos, en
la pobreza, en la humildad, en el silencio, en la oración, en la mortificación, en la caridad y
en la unión con Dios mientras sois desconocidos y despreciados por el mundo.

LOS SACERDOTES Y EL PURGATORIO

“No piensan tampoco los sacerdotes impuros en su obligación de unir, limpios, su sacrificio
al mío a favor de las almas del purgatorio. El sufragio más grande que por ellas puede
hacerse. Un sacerdote manchado ¿cómo podrá apagar con su sangre impura el fuego que
las acrisola? Claro está que el efecto expiatorio de esta sangre es mío, por lo divino que hay
en Mí; pero como sacerdote en la Misa es Yo por su transformación en Mí, tiene que ser
puro, tiene que ser santo para unir su sacrificio al mío, es decir, para ser Conmigo una misma
víctima a favor de mi Iglesia purgante.

No se dan cuenta los sacerdotes manchados de este otro aspecto santo, de esta santa
obligación que tienen de ser puros para purificar, de ser santos para satisfacer, de ser en
verdad sacerdotes para impetrar y alcanzar gracias del cielo. Porque no tan sólo en las Misas
que se dicen ex profeso por las almas del purgatorio deben concurrir estas condiciones en
el sacerdote, sino que en todas las misas se pide por las almas del purgatorio y cae mi sangre
preciosa en ese lugar para su alivio y descanso, y para conmutar sus penas.

El sacerdote, por este otro matiz que explico, tiene también parte en esta obra expiatoria,
en este sagrado deber para con la Iglesia paciente y purgante. ¡Y aun cuando solo fuera para
cumplir este deber tendría que transformarse en Mí, siendo puro, siendo víctima, siendo
santo!

Casi nunca se piensa en este punto capital de la Misa que se extiende no tan solo a la
humanidad entera en la Iglesia militante, sino también en las almas de los difuntos que
esperan anhelantes este rocío que purifica, vivifica y salva.

Para esto también los sacerdotes tienen que ser otros Yo, otros Jesús, en su transformación
en Mí. Pues mi Sangre porque es pura, es en esos momentos más que en ningún otro
expiatoria, si cabe decirlo; la del sacerdote –una con la mía- debe ser pura también: no debe
tener mancha esa alma que se transforma en la pureza inmaculada.

¿Cómo conmutar las penas de las almas del Purgatorio un sacerdote manchado, que merece
no purgatorio sino infierno?

¿Cómo tiene cara para ofrecerse en satisfacción de las venialidades, el que carga montañas
de pecados mortales?

¿Cómo limpiar el que está manchado?

¿Cómo impetrar para otras almas el que no impetra para la suya?

¿Cómo apagar las llamas del Purgatorio el que lleva en sí mismo el fuego impuro y
consentido de la concupiscencia de la carne?

¡Ay! Quiero que estas verdades aterradoras para los sacerdotes y desoladoras para Mí, se
remedien, se extingan, y desaparezcan de los altares.

Aquí está otro secreto de los dolores internos de mi Corazón en los sacerdotes; aquí está
otro martirio íntimo, entre tantos que sufro en mis sacerdotes amados”.

**********

“A los Sacerdotes, hijos predilectos de la Virgen Santísima.”

Soy la Inmaculada Concepción.


Soy toda bella: toda pulchra.
Soy el tabernáculo viviente de la Santísima Trinidad, donde el Padre es perennemente
glorificado, el Hijo perfectamente amado y el Espíritu Santo plenamente poseído.

Soy la puerta que se abre para vuestra salvación.

Mi misión materna es la de prepararos a recibir a mi Hijo que viene.

- Abrid las puertas a Cristo.

También podría gustarte