A Mis Sacerdotes
A Mis Sacerdotes
A Mis Sacerdotes
CAPITULO l: ¡AMOR
SACERDOTAL!
"¡Ay!... ¡quiero almas de sacerdotes...ternuras...
consuelo! ¡Quiero amor en las almas
sacerdotales, quiero destruir la indiferencia que
me hiela en ellas; quiero vida interior, intimidad
Conmigo en esas almas consagradas; quiero
desterrar la apatía en sus corazones y hacerlos
arder en el celo de mi gloria; quiero activar la
vida divina en tantas almas de los míos que
desfallecen ; quiero destruir la indiferencia que
paraliza la acción de Dios y aleja de los
sacerdotes mis gracias; quiero hacer de cada
pecho un nido para el Espíritu Santo; quiero
barrer de mi Iglesia y arrasar todo lo que no sea
puro!
Hay que pedir para que los sacerdotes sean víctimas con la
Víctima Divina y con las mismas cualidades.”
V LOS SACERDOTES Y EL
PURGATORIO
Para esto también los sacerdotes tienen que ser otros Yo,
otros Jesús, en su transformación en Mí. Pues mi Sangre
porque es pura, es en esos momentos más que en ningún
otro expiatoria, si cabe decirlo; la del sacerdote –una con la
mía- debe ser pura también: no debe tener mancha esa
alma que se transforma en la pureza inmaculada.
Pero todo esto, todo este horrible peso, todo ese muladar
de basura, cae sobre mi Corazón; y ¿qué hago?... ¡seguir,
seguir en los millares de Misas sacrificándome; ocultando
lo que me hiere, lo que tengo a la vista, lo que he de cubrir
con mi Blancura, lo que me ofende, lo que se arroja con
audacia increíble y hasta con malicia infernal sobre mi
Rostro, sobre la misma Divinidad!
XI -SEMINARIOS Y NOVICIADOS
XV CÓMO DEBEN
ADMINISTRARSE LOS
SACRAMENTOS
“Todos los sacramentos purifican, porque llevan
algo divino: llevan mi Sangre, llevan nada menos
que la influencia viva y palpitante de la Trinidad;
en todos campea muy principalmente el Espíritu
Santo. El Padre fecundando; el Hijo, redimiendo;
el Espíritu Santo, santificando. Y los sacerdotes
que apliquen estos sacramentos deben estar sin
mancha, porque imparten tesoros del cielo sobre
los cuerpos y sobre las almas; ponen mi sello
divino en los corazones; lavan con mi Sangre y
dan eficaces auxilios de gracias a quienes los
reciben.
Yo quisiera que al impartir mis Sacramentos, los
sacerdotes se hicieran en cargo de su papel; con
más razón los Obispos a quienes está reservada
la confirmación y las Órdenes sagradas. Que cada
sacerdote piense de antemano lo que va a
impartir, que son las riquezas espirituales del
cielo; que no se atreva jamás a tocar lo santo con
manos y corazones que no lo son.
No quiero escrúpulos que dañan a las almas y
que detienen las gracias; solo pido rectitud y un
corazón puro al impartirlos.
Curas, vicarios y todos los que impartan a las
almas lo divino tienen obligación de estar
divinizados, porque me representan a Mí.
Y si estando manchados no pueden confesarse,
siempre pueden hacer un acto de contrición y
arrepentirse; siempre tienen elementos en la
Iglesia para purificarse.
También los pecados veniales me ofenden, y en
su delicadeza para Conmigo, deben tocar lo puro
purificados. Tienen muchos medios en la Iglesia
para limpiarse.
Sí; hay mucho descuido y laxitud en esto; ya no
hablo aquí de sacerdotes en pecado mortal, que
ya saben lo que acumulan en sus impuras almas
ejerciendo actos de su ministerio con culpa
grave; pido también que los sacerdotes buenos
se limpien más y que no toquen ni a la Trinidad ni
a la Eucaristía, en los sacramentos, con
corazones menos limpios.
Todo en mi Iglesia debe inspirar pureza, luz;
porque Dios es luz y sus irradiaciones en la
Iglesia y en las almas son de claridad, de pureza.
Todo lo que no es luz no es Dios; todo lo que no
es puro es satánico, porque Satanás es
antagonista de la luz; por eso en él y en los suyos
todo es doblez, oscuridad y tinieblas. Uno de los
caracteres de Satanás consiste en lo tenebroso
de sus procederes; y en la oscuridad, engaña,
transforma y oculta. Su hipócrita táctica es
siempre velar, empañar el alma, llenarla de
humareda, ocultarle sus perversos fines y
envolverla en tinieblas.
Pero mi Iglesia es luz y las almas que son mías
deben ser de luz, de claridad, transparentándome
a Mí, transparentando el cielo. Todo lo tenebroso
no es mío, todo lo compuesto no es mío, que soy
simplísimo; y mi doctrina nace de la unidad toda
pura y trata siempre de unificar las almas en Mí,
en un solo rebaño y un solo Pastor.
Quiero quitar de mi Iglesia los abusos e
indelicadezas de los míos en el modo de impartir
los sacramentos, de observar las rúbricas, de
unificar el sentir de los sacerdotes con sus
Pastores. Esa unificación es muy necesaria y no
existe en muchos de los corazones de los
sacerdotes con su Pastor; de esto se derivan
grandes males.
Y ¿cómo se remedian? Unificando los espíritus en
un Espíritu, en el Espíritu Santo, teniendo los
sacerdotes con su Pastor un solo querer y una
sola alma. En este punto hay mucho que
reformar, porque mientras los obispos no tengan
la confianza y la voluntad de sus sacerdotes,
habrá separación, no existirá fundamento sólido
de caridad, y con esto me lastiman a Mí y se
causan muchos daños a las almas.
Quiero afirmar estos puntos en mi Iglesia; quiero
evitar ofensas a mi Padre y castigos para los
pueblos, que muchos vienen por este lado que
parece pequeño y no lo es.
Quiero delicadezas en los míos y unión con sus
almas tan escogidas y amadas de mi Corazón.
Quiero sacerdotes celestiales, tales como los
necesita mi Iglesia y ha concebido mi Corazón.
Para esto doy estos puntos generales y
particulares, para que los pongan en práctica
quienes deban.
México se va a distinguir en mi amor y en mi
Servicio…
Así lo espero, que yo cuando pido doy. Ya he
comenzado a sentir los efectos consoladores de
algunos corazones”.
XVII -ESTUDIO
“Lo que mucho perjudica a mis sacerdotes es la
falta de estudio; esa ciencia inagotable que
nunca deben abandonar. Los libros santos y
buenos son la salvación de los sacerdotes y el
amor a ellos los librará de muchos males.
Aparte de que un sacerdote debe ser instruido y
completo en sus estudios para poder aconsejar
acertadamente y sólo por servir a Dios y a las
almas; estos estudios constantes repito, lo
librarán de peligros sin cuento.
Pero en la ciencia también hay escollos y peligros
para el orgullo, sobre todo en la poca ciencia.
Para dedicar un tiempo a los estudios, necesitan
recogimiento, y ésta es una virtud indispensable
para el corazón y para la vida exterior del
sacerdote. La disipación mata la inteligencia o la
amortigua para el estudio, y entorpece la
voluntad.
En su trato exterior debe el sacerdote ser amable
y sencillo, todo para todos; pero ha de conservar
el recogimiento interior y la presencia de Dios.”
Pero en la ciencia también hay escollos y peligros
para el orgullo, sobre todo en la poca ciencia.
XX - PELIGROS EN LA
DIRECCIÓN ESPIRITUAL
“Un gancho de Satanás para los sacerdotes es
que cuando encuentran almas perfectas se les
pegan interiormente con el santo pretexto,
aunque interior, de aprender de ellas, de que Yo
les comunique algo por su conducto.
Muy peligroso es este camino. Cierto es que hay
almas más santas que las de algunos sacerdotes;
cierto que tienen que aprender de ellas; pero de
esto, a encariñarse con ellas, hay un paso y el
sacerdote y la dirigida deben estar muy alertas
en su corazón y tenerlo a raya y aumentar su
oración y tocar el sacerdote muy
sobrenaturalmente a aquella alma, porque
¡cuánta tierra se mezcla con lo divino!
XXI - LA AVARICIA
“Otro punto muy doloroso para mi Corazón, que
todo es bondad y caridad, es el de la avaricia en
mis sacerdotes; el ver a corazones apegados a lo
que no es el fin santo de su vocación al altar.
XXIII - PREDICACIONES
“En la predicación también tengo mis calvarios,
también ahí entra el mundo para robarme gloria.
XXV - ASEO
“Otra de las espinas que tengo en muchos de mis
sacerdotes es el poco aseo en sus personas y en
las cosas del culto, pero sobre todo respecto de
los Sagrarios.
XXVI - ADVERTENCIAS
“Hay que hacer mucho hincapié, en los
seminarios y en los Noviciados, en hacer
entender a los aspirantes al sacerdocio la divina
sublimidad de su vocación. Hay que advertir y
recalcar y ponderar los santos deberes que el
sacerdote contrae y en el gran peligro de perder
su alma, sino cumple su vocación. Hay que
hacerles ver claramente, los calvarios a que van a
subir por mi amor. Hay que advertirles muy a lo
vivo las tentaciones a que van a verse expuestos
y la guerra sin cuartel que les va a hacer en todos
los días de su vida Satanás.
***
H
“ asta para el respeto que deben tener los fieles al sacerdote es conveniente su
transformación en Mí. El sacerdote por su dignidad se eleva sobre el común de las demás
gentes, y es una insensatez, una desgracia lamentable y hasta puede ser pecaminosa, que
arrastre esa dignidad por los suelos y que se aseglare. Aunque joven, debe portarse el
sacerdote como quien es, y no ha de rebajar su vocación ni degenerar la dignidad que el
Espíritu Santo le confirió.
Nunca orgulloso, pero si digno, puesto que me representa; siempre afable y humilde, pero
conservando una prudente distancia, sobre todo con personas de otros sexo. Nada de
familiaridades que repugnan a su condición de sacerdote.
Puro, recto, inflexible en lo que no debe ser; y suave y armonizador y conciliador en los
casos en que mi doctrina y mi moral no sufran menoscabo. El tino que el sacerdote debe
tener en el trato y en los negocios debe pedírselo al Espíritu Santo. Él es el gran Regulador
y amable Conciliador que une y santifica.
El sacerdote debe esparcir a su alrededor la unción de que debe estar lleno, y entonces la
malicia de los mundanos y las ocasiones peligrosas se estrellarán, y los nubarrones y
tentaciones de Satanás se desharán al tocarlo. Un sacerdote transformado en Mí será
impenetrable a los dardos del enemigo; lo acometerá de mil modos, lo tentará en mil
formas, pero como Yo, vencerá las tentaciones y el demonio quedará corrido y
avergonzado.
Bastaría la virtud y la unción del Espíritu Santo que el sacerdote recibe en su ordenación
para ser invulnerable; porque esa unción especial lo blinda como con una coraza para que
el mal no lo penetre. Pero el mundo y la carne, esos enemigos consentidos por Él, rompen
ese impermeable divino, y por ahí se cuela Satanás –que siempre acecha al sacerdote- y lo
penetra, y lo avasalla, y lo hace suyo, y aleja a su antagonista que es el Espíritu Santo. Los
más opuestos polos, los más grandes enemigos son el Espíritu Santo y el Espíritu diabólico
que luchan constantemente en las almas, especialmente en la de los sacerdotes. El bien y
el mal continuamente luchan en el corazón del sacerdote, pero este tiene mayores medios,
más poderosas armas para triunfar.
Por eso en sus caídas los sacerdotes son más culpables, porque si bien son hombres,
también han recibido insignes gracias y están en contacto continuo con la Trinidad. Y ¡qué
triste es que por los escándalos culpables los sacerdotes desciendan, a las miradas de los
fieles, del pedestal en donde la Iglesia los tiene! Deben reflexionar que, si ellos no son lo
que deben ser, los fieles juzgan no a los individuos solamente, sino a mi Iglesia, digna de
todo respeto y honor.
Pero todo eso se acabaría, si los sacerdotes se transformarán en Mí; entonces se tendría a
mi Iglesia en la altura en que debe estar y su atracción sería más poderosa y la acción del
sacerdote en la sociedad y en las almas mucho más fecunda, y brillaría el sol de mi Iglesia
sin manchas ni desperfectos, y honraría siempre a la Trinidad.
En este punto del respeto a mis sacerdotes no se piensa mucho, y se desprecia a mi Iglesia
y hasta se burlan de Ella los malos, por la culpa de los sacerdotes que con su conducta ligera
e indigna le denigran los primeros.
También se predica poco la dignidad y origen divino de mi Iglesia, y muchos ignoran lo que
vale, lo que es y los tesoros inmortales que contiene. ¡Cuántos la ven como una sociedad
cualesquiera sin escuchar sus enseñanzas ni apreciar los misterios y sublimidades de que
está llena!
Es mi voluntad que se prediquen sus excelsitudes y que se den a conocer más y más sus
grandezas.
Pero que los sacerdotes correspondan con su conducta exterior al rango sagrado a que
pertenecen. Si Yo soy digno de honor y de respeto, mis sacerdotes lo son también, porque
me representan y deben honrar a la Iglesia por su santidad y transformación en Mí. Encargo
mucho a quien corresponda este punto muy poco estimado por los fieles, si, pero con
mucha culpa de mis sacerdotes, el de la falta de respeto a ellos, y en ellos a mi Iglesia y a
Mí.
Deben darle lustre al nombre que llevan, a la más que nobleza que representarme a Mí en
la tierra. Y si lastima hondamente a mi Corazón cualquier desprecio o injuria a mis
sacerdotes –más que si fuera a Mi mismo-, mucho más me duele que den ocasión a mis
sacerdotes a murmuraciones y a juicios merecidos por su innoble conducta y por su más
que roce con los mundanos, impropio de su dignidad.
Este defecto que parece de poca monta no lo es, por razón de que baja el nivel moral,
espiritual y respetuoso en los fieles, y aumenta la indiferencia, cuando menos, a los
sacerdotes que a mi Iglesia representan.
Lejos de Mí –toda caridad- el que sean altaneros y soberbios mis sacerdotes; pero tampoco
quiero que denigren su dignidad, que la rebajen de mil maneras que ellos saben y que
repugnan con el origen divino y santo de su vocación. Un exterior de paz, de dulzura, de
caridad que deben presentar mis sacerdotes, a la vez que deben guardar cierta distancia,
sobre todo, repito, con personas de otro sexo. Nada de familiaridades que desvirtúen el
carácter serio del sacerdote; nada de nivelarse con la vulgaridad de las personas mundanas;
sino que, conservada la distancia que debe mediar, sean, a la vez que amables, discretos; a
la vez que atractivos por virtud, serios; a la vez que bondadosos, dignos; sin faltar a la
pulcritud cristiana, caridad y cordialidad.
Que en sus conversaciones siempre mezclen a Dios; que en sus juicios y apreciaciones se
trasluzca la caridad de Cristo; que la igualdad de carácter distinga, sin preferencias por los
ricos; que sacrificios y abnegaciones sean de igual interés para todos.
Que vean almas y no nacionalidades ni categorías; que tengan un solo corazón, el mío, para
enjugar todas las lágrimas, consolar todas las penas, y sobre todo que sean otros Yo; y con
esto sólo todo lo tendrán para su santificación propia y para llenar su misión divina en las
almas que les he confiado; y que unidos e identificados Conmigo, ellos y las almas, alcancen
el fin e ideal de mi Padre amado; la perfecta unión por medio del Espíritu Santo en la unidad
de la Trinidad”.
A
“ las almas sacerdotales son a las que más amo en la tierra por el reflejo que en sí llevan
de la fecundación de mi Padre: en El los amo y por Él los salvo. Esas almas llevan en sí el
germen comunicado del cielo para reproducirme a Mí en las almas; y por Mí las virtudes
que deben santificarlas y salvarlas de mil peligros que Yo sé.
Pero las almas sacerdotales imprescindiblemente tienen que ser víctimas; tienen que
convertirse en don, renunciándose y ofreciéndose puras a mi Padre en mi unión, y
entregándose también en donación a las almas, como Yo, dentro de mi Iglesia y doctrina.
Hay almas sacerdotales consagradas con la unción sacerdotal; y también en el mundo hay
almas sacerdotales que aunque sin la dignidad o consagración del sacerdote, tienen una
misión sacerdotal, porque se ofrecen en mi unión al Padre para la inmolación que a Él le
plazca. Estas almas ayudan poderosamente a la Iglesia en el campo espiritual y tendrán en
el cielo un especial premio. Pero también para estas almas es indispensable su
transformación en Mí.
En cierto sentido, el sacerdote encarna a Jesús en la hostia; más como el sacerdote se vuelve
Jesús, al ofrecer la hostia al Padre, transformado en Jesús, también es hostia, también es
víctima, también se ofrece. Y cuando pasa el sacrificio, queda Jesús encarnado
místicamente, Jesús haciéndose al sacerdote Jesús, por la unión transformante que es la
encarnación mística en mayor o menos escala.
Sólo que el sacerdote no se da cuenta, no se hace el cargo; pero ninguna alma como la del
sacerdote tiene la propiedad –por la gracia de estado, o sea por la unción recibida del cielo
en su ordenación-, de encarnar místicamente al Verbo en su alma para su perfecta
transformación; y la transformación atrae la encarnación mística en más o menos grados.
Y así el alma que llega a la transformación –y más por el rápido camino de la encarnación
mística- llega naturalmente a la unidad en la Trinidad, que es la que pido, la que anhelo, la
que ofrezco hoy a todos mis sacerdotes.
Las almas de los sacerdotes son las más apropiadas y a propósito para recibir esta gracia en
toda su plenitud. Pero claro está que necesitan retener ese reflejo que en las misas
reciben; y con el concurso de sus virtudes, y con el esfuerzo de su santidad, preparar el
terreno para recibir esa incomparable gracia en toda su perfección.
Pero, ¿sin la encarnación mística no pueden llegar los sacerdotes a la transformación en Mí
que pido de ellos?
María goza cuando comunica a su Verbo hecho carne; y si al concebir a Jesús en su casto
seno, recibió en Jesús el germen sacerdotal, los sacerdotes son para Ella otros Jesús, y más
que nadie quiere transformarlos místicamente en Jesús.
Que conozcan estas inefables verdades, estos santísimos medios para que, meditándolos,
pidiéndolos y abriendo humildemente sus almas puras y víctimas al don de Dios, reciban
con más efusión esta gracia en su plenitud y no solo en su reflejo.
¡Oh! ¡y cuánto ama mi Corazón a las almas de mis sacerdotes y cómo ansío reflejar en ellas
mis misterios! Siendo otros Yo se aclararán para ellos estos misterios; y las virtudes
teologales, perfeccionadas, los llevarán a distancias infinitas, e iluminarán con luz increada
los abismos de su inteligencia creada, y los llenarán de Dios.
Y si el ser de Dios es darse y comunicarse y difundir sus tesoros y sus esplendentes gracias,
¿a quién más que a mis sacerdotes escogería Yo para transformarlos en Mí, para difundirme
por ellos en las almas?
Que las almas oren y se sacrifiquen más para que llegue esa hora feliz para Mí en la que me
recree en una pléyade de sacerdotes santos que presenten a mi Padre el ideal de lo que
más ama.
Sin duda que hay sacerdotes santos, pero a Mí me sobra Dios, por decirlo así; y quiero
endiosarlos; y no quiero miles, sino que los quiero a todos, otros Yo, transformados en Mí-
uno, para perderlos en la unidad de la Trinidad.
ALMAS
¡Oh! Si los sacerdotes fueran otros Yo, quedaría resuelto el problema de tantas cosas que
afligen a mi Iglesia, y las almas crecerían en perfección, y Yo tendría más medios para
comunicarme en el mundo.
Al crear una vocación sacerdotal, vinculo la perfección y salvación de muchas almas en ella;
y si se pierden, será en mucha parte por la inercia del sacerdote. Este aguijón, que es una
realidad por la causa que lo produce; sería otro de los motivos que debiera activar la
santidad en los sacerdotes: la cuenta que tienen que darme de las almas que les señalé para
salvarlas –almas que pongo en su camino y almas que deben buscar-. Para eso tienen gracia
de estado; y por inercia, disipación y falta de celo, pecan de omisión y de otras cosas, dejan
truncos los designios de Dios en muchas de aquellas almas que deben santificar para que
me den eterna gloria en el cielo.
Sólo Yo sé contar las vidas espirituales en las almas que no realizan mis designios por culpa
de mis sacerdotes. En el campo espiritual hay mucho de esto. ¡Cuántos sacerdotes por
miedo de sacrificarse en muchos sentidos desatienden a las almas y las dejan rondar en un
círculo, sin estudiar en ellas los designios de Dios y ayudarlas a cumplirlos!
En el campo espinoso de las direcciones hay mucho sobre el particular, ya por la pereza de
los sacerdotes, ya por pusilanimidad y miedo a meterse en honduras que no saben medir ni
resolver. Mas para esto tienen los estudios, tienen la oración, me tienen a Mí, tienen al
Espíritu Santo siempre dispuesto a ayudarles cuando con humildad lo invocan.
Muy delicado en este punto en el que se registran muchas lagunas en los deberes del
sacerdote, creado expresamente a mi imitación para salvar y santificar a las almas. Muchos
tienen que resolver en mi presencia de su poca aplicación en este punto cuando no saben
ni la santidad ni la calidad de las almas que vinculé a su vocación para salvarlas y a cuántas
puse en su camino para santificarlas.
Ya he dicho, sin embargo, los errores, las imprudencias y peligros que en este campo de las
confesiones y direcciones se registran; pero eso no quita que cada sacerdote se esfuerce en
arrebatar las almas al demonio y prudentemente santificarlas.
Un punto es éste que los sacerdotes deben meditar temblando, pero confiados en Mí, y con
recta intención y santas miras satisfacer. Deben cumplir divinamente este punto capital de
su vocación.
En los sacerdotes religiosos, la obediencia al superior lo llena todo, pero los sacerdotes
diocesanos y con deberes de ministerio deben formar su plan y santamente cumplirlo. Ya
he dicho que así como un sacerdote ha de encontrar en el cielo almas salvadas que vinculé
a su vocación sacerdotal; así, otros verán almas condenadas, o que no llegaron al punto de
perfección al que Yo las amé, por su culpa.
Mucho hay que meditar sobre este punto interesante y que atañe muy de cerca al
sacerdote. Debe éste examinar, arrepentirse y proponerse un plan para llenar esta
obligación que tiene el deber de cumplir.
Pero si es delicada esta carga para los sacerdotes, Yo sé suavizar este deber y endulzar este
trabajo con gracias especiales y luces que no le faltarán, si me son fieles.
Ya se puede ver si en un sacerdote estará permitida la ociosidad cuando tiene que llenar
estos deberes ineludibles de su vocación: la salvación de las almas. Ya se puede ver si estará
bien en ellos la pereza, la disipación y el regalo cuando las almas peligran y otras se mueren
de sed y anhelan quien sacie las necesidades espirituales que padecen. ¡Ya se comprende
si un sacerdote puede ocuparse tranquilamente de sí mismo en la inacción, cuando las
multitudes lo esperan y las almas llamadas a la perfección lo necesitan!
¡Cómo brillará con fulgores de la Trinidad un sacerdote que haya cumplido con perfección
su misión en la tierra!
¡Después del de María, no habrá ni existe trono más alto que el de un sacerdote
transformado en Mí!
Muy grande, muy intensa y muy viva será la posesión que de Dios goce el sacerdote fiel y
transformado en Mí, en la tierra.
Vale la pena llevar mi suave yugo, el dulce peso de las almas y de los deberes sacerdotales
en la tierra, por el peso inmenso de gloria infinita que los absorberá eternamente en el
cielo”.
SECRETO.
“Si mis sacerdotes se convirtieran en Mí, si fueran otros Yo, tendrían mi atractivo divino y
comunicarían pureza, humildad, luz y todas las virtudes; comunicarían Dios; y las almas y las vidas
se endiosarían con lo divino de mí Ser, comunicado por el sacerdote santo. ¡Cómo cambiaría no sólo
la faz del mundo, sino también el interior de los corazones! ¡Cómo se respetaría entonces a mi Iglesia
santa con sacerdotes santos, unos con el eterno Sacerdote Yo, con el Santo de los santos.
¿Nos figuramos esos otros Yo en el mundo, en los altares, en el ministerio, en las predicaciones,
que conmueven, enseñan, atraen y abrasan en el amor a las almas y las hacen arder por medio de
mi Corazón, de la Cruz, del Espíritu Santo, para la gloria de mi Padre?.
De los mismos medios y elementos que quiero valerme en esta reacción que ya se vislumbra, que
Yo espero enternecido y que mi Padre, que ya la ve presente, le sonríe y se complace en ella.
La gran palanca para apresurar esta reacción es, como he dicho, el Espíritu Santo por María. Y María
está muy interesada en esta reacción por poder verme reproducido fiel y constantemente en cada
sacerdote transformado en Mí, no tan solo en el Altar, sino en todos sus actos, en la Iglesia y en las
almas.
Ya late tiernamente su Corazón de Madre, ya se abre más que en el Calvario para recibir en él y
esconder en él a esos sacerdotes, otros Yo, convertidos en Mí, que llevan todos los rasgos de la
fisonomía divina de su Hijo adorado.
María anhela verme a Mí en cada sacerdote (como debiera ser) y no tan solo en el acto sublime de
la Misa, sino siempre, siempre; y si los sacerdotes la aman, deben darle gusto y reproducir en ellos
lo que más ama esa Madre incomparable, a Mí, en todos los actos de mi vida y de su vida.
PEREZA
“La pereza para mis sacerdotes es un filón que Satanás explota para sus fines contra Mí.
Porque impide el celo que los sacerdotes deben tener por mi gloria. Es muy fino y astuto
Satanás con sus pretextos, con sus exageraciones, con sus múltiples excusas de ningún valor
en un alma que de veras me ama. Sabe poner la inercia, el fastidio, el cansancio, y el
desaliento en el corazón del sacerdote para desarrollar en él la pereza y disculpar a sus
mismos ojos, con frívolos motivos, lo que es solo pereza en mi servicio.
¡Cuánto perjudica a mi Iglesia y en ella a las almas este vicio capital que tanta gloria me
quita! Muchos sacerdotes hay que se forman la conciencia y creen cumplir sus deberes con
decir la Misa más o menos fervorosamente y rezar el Breviario con más o menos devoción,
cómo sino hubiera almas a quien atender y evitarle peligros y santificarlas para mi gloria;
como si no hubiera enemigos que atacan la plaza de mi Iglesia en mil formas y con diferentes
medios.
¿Será posible que trabaje más Satanás para perder las almas que mis sacerdotes para
salvarlas? Y la pereza corporal y espiritual es la causa de ese poco celo y de esa inercia que
los aprisiona; es el sopor con el que el demonio adormece a las almas sacerdotales en
muchas ocasiones. Se creen cansados, enfermos y aun con falsas humildades, inútiles para
mi servicio, dejan la carga para otros y descansan ellos, como si ese tiempo precioso de
males imaginarios no nos perteneciera a Mí y a las almas.
Un sacerdote que no sabe en que emplear su tiempo no es digno ni del nombre que lleva
ni de la sublime misión que le he confiado. ¿Cómo matar el tiempo quien debe emplearlo
todo en mi servicio, en su ministerio, en su apostolado, en su oración, estudio y trato íntimo
Conmigo? Activo es el Espíritu Santo en el que debe arder el corazón del sacerdote digno
del cargo que ha recibido, del sacerdote fiel a su vocación y que no debe desperdiciar ni un
átomo del don de Dios, ni una sola ocasión de hacer el bien.
Por eso los sacerdotes que tienen en la Iglesia la misión de dar la vida a las almas y de
formarlas para el cielo, de infundirles lo divino, de predicar e insistir a todas horas y siempre
en la extensión de mi Evangelio, más que nadie deben vivir unidos al Espíritu Santo y
desterrar toda pereza que los detenga en su alta y activa misión.
No hay cosa más quieta que Dios ni más activa que Dios en el amor. Así los sacerdotes deben
tener el alma quieta con la paz de los santos, y al mismo tiempo deben arder con el celo de
las almas y con sed ardiente de impulsarlas para el cielo, de librarlas de los peligros, de
enamorarlas de lo que no pasa, de lo eterno, de Mí, crucificado por su amor, de María, de
las virtudes y de mi imitación.
Y todos estos vicios y defectos que he enumerado ¿cómo se quitan? Por un solo medio, por
la transformación de los sacerdotes en Mí. Entonces sentirían como Yo, amarán con el
Espíritu como Yo, salvarán a las almas como Yo y las ofrecerán a la Trinidad como Yo”.
VANIDAD
“Otros de los grandes defectos que pierden a mis sacerdotes, o a lo menos les impide la
perfección, es la vanidad y la sed de vanagloria y los aprecios humanos.
Este vicio, cuando se inicia en el alma del sacerdote debe cortarlo de raíz, porque si llega a
enseñorearse con él y a poseerlo, lo aleja de la vida interior y espiritual –que debe ser
donde gravite su existencia-, lo rebaja a las cosas de la tierra y a deleitarse en ellas.
Entonces se entristece cuando le faltan las alabanzas humanas y sólo goza cuando se ve
envuelto en ellas.
¡Cómo le hacen falta y llegan a ser estas alabanzas su elemento y su vida –Si no las tiene,
las busca con mil pretextos, y a veces descaradamente; y llega a tal grado este vicio y
odioso defecto en su alma, que si no encuentra las alabanzas, las finge en su
entendimiento y en su corazón, y se complace imaginariamente en sus efectos.
¡Cuántas veces comienza la vanidad por lo poco y acaba por minar la sagrada e
incomparable vocación sacerdotal! ¡Hasta allá alcanza la astucia de Satanás que pone
suavísimamente el anzuelo para pescar los corazones y hundirlos en el infierno!
Y ¿cómo se blindan contra esas pasiones terrenas? Con la santa coraza de lo divino, con su
transformación en Mí; con su vida sobrenatural que los eleve de la tierra; con su unidad
de en la Trinidad en la que Satanás se estrella y lo que es, para él, impenetrable. Ahí esta
el asilo del sacerdote: en su unión perfecta con el Dios perfectísimo, cuyo escalón es
María, al eterna enemiga de Satanás y del infierno todo.
Que recurran a María mis sacerdotes y Obispos porque en el mundo nadie está exento de
los ataques de mis enemigos y menos mis sacerdotes; y que por María, pasen a Mí; y por
Mí al Padre en el Espíritu Santo. ¡Así llegarán a lo que tanto pido en ellos; a ese Puerto
seguro que en estas confidencias les ha querido señalar mi amor eterno, singular y
misericordioso; a la unidad que es su cielo en la tierra y que será su cielo en el cielo!
Que estos mis deseos lleguen a mis Pastores para que los utilicen en favor de los
sacerdotes, mis hijos, y en sí mismos.
Que si señalo defectos, no es para echarlos en cara –que esto no lo sufre ni mi fineza ni mi
caridad con los que los amo-, sino por el deseo vivo y ardiente de su perfección que en mi
Corazon arde y que en estas confidencias santas ha querido desahogar en sus infinitos
anhelos de hacer el bien.”.
LIMPIEZA DEL ALMA
“Para llevar a cabo mis planes de santificación personal, mis sacerdotes deben, ante todo,
conservar a todo trance la pureza de sus almas, base y fundamento sobre el cual deben
comenzar su transformación en Mí.
La pureza es la que más asemeja a Jesús y la que refleja a Dios en las almas. Por tanto, y
como medio principal para esta pureza, los sacerdotes no deben descuidar jamás la
frecuente de sus culpas, para lavarse en el sacramento de la penitencia. Hay descuido en
muchos sobre el particular y dejan pasar mucho tiempo – a veces considerable – sin recurrir
a esta saludable humillación que purifica.
Cuántas veces el respeto humano y la falta de humildad impiden este acto de suprema
importancia para el sacerdote, y como Satanás se vale de estos medios para impedir la
pureza en las almas de mis sacerdotes que deben estar siempre tersas y sin mácula para
reflejar a Dios en ellas. Elemento principal es este, para su transformación en Mí, purísimo
de cuerpo y alma, transparente y divino, que refleja a la Trinidad en la limpidez candidísima
y luminosa de mi Corazón de hombre.
Y si pido al común de las almas la limpieza de corazón para comunicármeles, ¡cuánto más
la querré de mis sacerdotes, que no por ser sacerdotes dejan de ser tierra y de andar entre
la tierra!
Deben también mis sacerdotes, si quieren santificarse, tomar y tener un director santo.
Nada más fácil en mis sacerdotes que acostumbrase a mandar, que el sentirse superiores a
los fieles; y si es cierto esto, por la dignidad sacerdotal que llevan consigo, también lo es
que deben depender de otro, si quieren adelantar en su santificación. ¿No envié acaso a
San Pablo con Ananías para que de él recibiera instrucciones? Este es un acto de
dependencia y de humildad muy útil en los míos y que Yo me complazco en bendecir.
Vendrán épocas peores para mi Iglesia, y ésta necesita de sacerdotes y ministros santos que
la hagan triunfar de mis enemigos, no con cañones, sino con virtudes; no esgrimiendo
venganzas ni rencores, sino con el Evangelio de paz, de perdón y de caridad; con mi doctrina
de amor que vencerá al mundo, cumpliendo con ellos mis promesas de que las puertas del
infierno no prevalecerán contra ella.
Solo esta unidad hará la fuerza, sólo esta unidad rechazará al infierno, sólo mi Iglesia única
salvará a las almas, sólo en esta unidad –que tanto pido en estas confidencias – tendrá gloria
la Trinidad y su triunfo la Iglesia de Dios.
Que se activen en pedir día y noche y en sacrificarse por alcanzar esta reacción poderosa de
los sacerdotes tan necesaria en estos tiempos, tan indispensable para el futuro, tan del
agrado de mi Padre, y proporcionen así un gran consuelo a mi Corazón”.
ENVIDIAS
“Otro de los puntos capitales por su extensión en los que me veo ofendido por muchos de
mis sacerdotes es el de la envidia de sus compañeros de Altar, o sea a otros sacerdotes sus
hermanos.
Hay envidias en los púlpitos, en los confesonarios, en las amistades con la gente alta, en las
preferencias de los Obispos y sus superiores, en los puestos, en las jerarquías que creen
merecer, en los estudios, en los talentos, en las Congregaciones, en los cariños o afectos,
etc.,etc.
Este punto es muy común porque los sacerdotes son hombres, tienen pasiones de hombres,
andan en la tierra y el polvo se les pega; pero por su ser de sacerdotes y por ser almas
escogidas y vasos de elección, deben vivir en la tierra con vida de cielo, deben alejar de si
esas pasiones rastreras y no dejar que se enseñoreen de sus corazones, porque perderán la
paz y los envolverán en mil pasiones más, que se irán encadenando hasta arrastrarlos a
terribles males.
¡Esas envidias entre si de los que se llaman míos son de consecuencias incalculables y de
daños cuantas veces irreparables, que llegan a ofenderme gravísimamente! Muy delicado
es este vicio en los que me sirven, y mi Iglesia resiente sus estragos, y los Obispos sufren
con estas disensiones, y los fieles se escandalizan, y Yo soy ofendido!
¡Cómo quisiera Yo, manso y humilde, que los míos tuvieran mucho cuidado de cortar las
envidias entre sí con el contrapeso de la verdadera humildad y con el suave y dulce trabajo
de su transformación en Mí! ¿Qué importa que unos sacerdotes tengan más talento, más
simpatías y que brillen más que otros? La verdadera grandeza, para Mí, no está en lo que
brilla, en lo que pasa, en lo que se ve, en lo humano, sino en el secreto escondido de un
corazón puro, humilde y amoroso. No me pago Yo de ruidosas victorias y mi mayor gloria
no consiste en la conmoción de las multitudes, sino en la santidad y perfección del interior
de las almas.
Dueño Yo de repartir mis talentos a quien me plazca, pero será mi consuelo el sacerdote
humilde, el sacerdote apóstol que no busca su gloria ni los aplausos, sino mi gloria en sus
sacrificios ocultos, en sus abnegaciones silenciosas, en su caridad para con los demás
sacerdotes, teniéndose siempre en menos que ellos y respetándolos y alabándolos y
amándolos en la sinceridad de su corazón.
En este punto hay muchos descalabros que lastimas a mi Iglesia y a mi Corazón; en un punto
muy doloroso que me contrista y que ardientemente deseo que se remedie.
¡Satanás siembra esta cizaña en muchos corazones y para él no hay dignidades ni jerarquías
que respete su infernal astucia! Siembra la ponzoña de la envidia en los altos y bajos y en
todas las escalas eclesiásticas, y se goza en cosechar abundantes y variados frutos, y va
siempre a su punto capital, la caridad, y mancha honras, abulta faltas, envenena las rectas
intenciones, exagera los juicios; y todo esto tiene por causa las envidias y los celos, que se
goza en meter hasta en el Santuario.
¡Cuánto ganaría mi Iglesia si esto se corrigiera en los míos, sacerdotes y comunidades!
¡Cuánta gloria le quita a la Trinidad esa basura que parece de poca monta y que llega a cosas
graves que sólo Yo veo y lamento en el silencio de los sagrarios!
¡Qué más da que algunos me den más gloria –o así lo parezca- en algunas Asociaciones u
obras que en otras?
Si todos mis sacerdotes forman un mismo Cuerpo cuya cabeza soy Yo, con una sola alma
que es el Espíritu Santo, ¿qué más debe darles ser pies o manos de ese cuerpo místico , si
todo es UNO en mi unidad, si todo sirve a un mismo fin de distintos grados? Si todos forman
una sola cruz, si son astillas de esa cruz, ¿qué más les da estar arriba o abajo, si todos son
mi Cruz?
Por eso insisto en la unidad de ellos entre sí, fundidos en la Trinidad; por eso señalo estos
puntos dolorosos que me contristan, para que se quiten, se quemen y consuman en el amor,
en el divino fuego del Espíritu Santo que es caridad.
Quiero a mis Obispos y a mis sacerdotes muy puros, muy luminosos, sin mácula que los afee
ante mis ojos. Viven en la tierra y tienen su parte de tierra, y tiene que llegarles el polvo de
las miserias de la tierra; pero me tienen a Mí y a María, más unidos a ellos que a las demás
criaturas; se transforman diariamente en Mí, en el sacrificio de la Misa; andan en contacto
casi continuo con la Trinidad, en el ejercicio de su Ministerio; me tocan en muchas almas;
me tienen presente en sus oraciones, breviario y deberes sacerdotales; y todo esto los
cubre, los ayuda y los eleva sobre las mil pasiones terrenas.
Y si, como deben, tienen vida interior de unión Conmigo y trato íntimo en su oración, parece
un contrasentido que con estas armas poderosas, que con estos escudos que los blindan,
den cabida a esas miserias que pueden llegar y llegan a pecados y que detienen las gracias
para sus almas”.
FECUNDIDAD DE LA VIRGINIDAD
El amor es la esencia y la felicidad de Dios; pero amor UNO, con flujo y reflujo en las tres
Personas vírgenes en su unidad y múltiples en sus irradiaciones infinitas, que salen de la
unidad –como miles de rayos del Sol de la pureza y de la virginidad- de la Trinidad Santísima,
y que vuelven al mismo Sol de donde partieron. Reflejos cándidos, esplendores nítidos de
una Pureza-amor, de un amor infinito de infinita pureza.
Por eso la pureza refleja a Dios, la virginidad asemeja a Dios, que al reflejarse en las almas
vírgenes, en las almas cándidas y puras, atraen (como imán al acero) las cualidades de Dios,
el atributo de su fecundidad espiritual y divina. Y este efecto que se produce felizmente en
cualquier alma virgen, con más razón y derecho se comunica a las almas vírgenes de los
sacerdotes, a las almas puras de los que son míos.
La virginidad no se recupera una vez perdida, pero la suple la Trinidad en los suyos por la
castidad y transformación en Mí; esta transformación tan pedida por Mí en estas
confidencias, sino hace que recuperen la virginidad perdida, sí los asemeja a ella, por la
castidad y la unión divina que le comunica la Trinidad-Virgen, por su contacto purísimo con
lo divino de mi esencia y por la gracia del Espíritu Santo.
Claro está que las almas de los sacerdotes que no han perdido la virginidad, esa fecunidad
que comunica Dios a las almas vírgenes es más espontánea; pero para consuelo de muchos,
la suplen, como dije, los grados mas o menos elevados y similares de su transformación en
Mí. Ese contacto constante con la Trinidad-Virgen, que tiene y debe tener el sacerdote, lo
blanquea, lo purifica, lo sublima, lo une íntimamente con la pureza misma, lo angeliza y lo
lava y lo pule para la unidad en la Trinidad.
Por ese ser eterno de la Virginidad en la Trinidad, pido la pureza en mis sacerdotes,
engendrados en el seno mismo del Padre donde yo fui eternamente engendrado con la
fecundidad divina, con la potencia infinita del Santo, del Puro, del Inmaculado Amor.
Por esto mismo los sacerdotes, distinguidos entre los mortales por este noble origen, tienen
la más que sagrada obligación de ser no tan sólo castos, sino puros; vírgenes reales, o puros
por su transformación en el que es Luz de Luz y eterno foco de inmarcesible blancura.
De todos modos, tienen los sacerdotes el deber de reflejar al Padre virgen para poder
cumplir con su purísima y sagrada misión de engendrar, a su vez, almas santas para el Santo
de los santos, almas puras, nacidas y criadas al reflejo de la pureza.
Deben asemejarse, por su transformación en Mí, al Verbo hecho hombre todo pureza, todo
pureza en sus dos naturalezas; y esta transformación en Mí es la que precisamente les
acarrea la mirada amorosa y fecunda de mi Padre que, al mirarlos –complacido y sonriente,
por lo que de Mí tienen en su transformación más o menos perfecta- les comunica una de
sus cualidades propias, la fecundidad divina, para producir en las almas lo divino y para que
le den en ellas gloria como Él la quiere, gloria de pureza.
Éste es el secreto del apostolado fecundo de los sacerdotes, su transformación en Mí, que
le merece la fecundidad del Padre comunicada para el fruto de ese apostolado.
Un sacerdote que no tiene la mirada del Padre, que no recibe la fecundidad del Padre, que
no es virgen, ni puro –ya por no haber conservado intacta esa pureza, ya por no haberla
comprado en cierto sentido, por su transformación en Mí-, no dará fruto de vida eterna, y
su contacto con las almas será estéril y su palabra infecunda, y su cosecha vana y nula, y de
ningún valor para el cielo.
En María Virgen, en la Iglesia Virgen y en las almas vírgenes tiene sus delicias toda la
Trinidad, y el cielo entero las mira con amor.
Y el Espíritu Santo también es Virgen, ¡cómo no!, ¡si es en su unidad con la Trinidad la
fecundidad eterna del amor! Por eso tiene El que ver tanto con el sacerdote, por su
fecundidad virgen en la gracia y en el amor. Las expresiones todas al consagrar al sacerdote
y al Obispo, todas son de unión, de unción, de pureza y de amor, todas simbolizan la
fecundidad del amor, la unidad en la Trinidad del amor.
Y si deben tanto al Espíritu Santo los sacerdotes, ellos también deben transformarse en Mí,
poseer plenamente al Espíritu mío que los anime, y les dé vida eterna y fecunda, que los
purifique y santifique con el caudal de sus Dones y Frutos, y que por ese contacto íntimo
con el Divino Espíritu posean pureza, trasciendan pureza, esparzan pureza, comuniquen
pureza a las almas derramando en ellas el reflejo de la virginidad de la Trinidad,
unificándolas por la pureza en la unidad. Allá va a parar toda la perfección divina y humana;
a esa unidad-pureza, unidad-luz, unidad-amor, que todo lo abraza, que todo lo abarca, que
todo lo fecunda y que es, en su virginidad infinita, el eterno foco de toda vida”.
¡PIDO PUREZA! ¡PIDO PUREZA!...
“¡Por todo lo dicho se verá si deben ser puros los que toquen a mi Iglesia, cándida y sin
mancha!, ¡si esos corazones que la forman deberán tener la nitidez de la nieve, una blancura
más que de ángeles! ¡Ya se comprenderá que las manos que me toquen y los labios que
pronuncien las palabras divinas de la Consagración deben estar purificados de toda
mancha!¡Cómo esas manos deben derramar beneficios!, ¡Cómo esos labios no se han de
abrir sino para ensalzarme en el altar y en las almas!, ¡cómo esos corazones, sobre todo,
deben –como cristales- reflejar la Trinidad y ser más que copones que me contengan, otros
Yo, cándidos y puros, limpios y santos, unidos a la Trinidad!
Más para esto, los sacerdotes, más que nadie, deben usar muy frecuentemente del
sacramento de la Penitencia, pues que ángeles deben ser para cada acto de su ministerio,
limpios de corazón para reflejar a Dios a quien representan. ¡Cómo late mi pecho al
considerar una legión de sacerdotes realizando estos ideales de mi Corazón! ¡Si son los otros
Yo, mi Padre los escuchará complacido y les sonreirá, porque en ellos me verá a Mí; y en
vez de hacer ellos la voluntad de Dios, Dios hará la suya, porque será una sola voluntad con
la de Él, un solo querer y amor en Él!
¡Qué feliz sería mi Corazón si México se distinguiera en esta falange de sacerdotes santos,
en esta reacción universal que quiero para salvar al mundo que se hunde en el sensualismo!
Basta ya de crucificarme doblemente en los altares por los corazones no limpios, no
fervorosos, no sacrificados, no enamorados de la Trinidad y de la Iglesia de quiénes son y a
quienes pertenecen.
Quiero almas sacerdotales que detengan la ira del cielo sobre las naciones; éste será el
único contrapeso a tanta maldad, al odio satánico a mi Iglesia y a mi Corazón, de tantas
almas.
Un núcleo de sacerdotes santos será capaz de transformar al mundo con su vida de unión
Conmigo y con la pureza de sus corazones.
Tengo sed de pureza que es lo que más asimila a Mí. Tengo sed de sacrificio para unirlos a
los míos y ofrendarlos al Padre como incienso de expiación infinita. Quiero que mis
sacerdotes olvidados de sí mismos, puros y víctimas, me ofrezcan y se ofrezcan por la
salvación del mundo, por la regeneración de los sacerdotes caidos, por los sacrilegios en los
que me veo diariamente envuelto.
Pido y clamo hoy a mis Obispos y sacerdotes un impulso de pureza, por María, para mi
Iglesia pura, para gloria de la Trinidad virgen. ¡Pido pureza!... ¡Pido pureza!...
¿Me la podrán negar los corazones de los míos a quienes amo con la ternura de mil madres,
con la candidez de un Dios?... Por mi Sangre, por su vocación sublime, por mis
predilecciones sin nombre, les pido pureza y unidad en la Trinidad.
Les pido que aviven en sus almas su amor a mi Iglesia, y que la sostengan, y que la defiendan
y amparen, y le den gloria con miles de almas puras. El pecado de impureza ha cundido
espantosamente desgarrando mi Corazón; por eso clamo: ¡pureza, pureza!... ¿Y a quien he
de pedirle primero, sino a los míos en quienes tengo derecho de amor y de predilección?
Que me los pidan y que me los de sacrificándose para comprarles gracias en unión del
Verbo; gracias y virtudes y dones, que, aunque los dones se dan, el terreno se prepara con
virtudes para recibirlos”.
UNIDAD – VIRGINIDAD-FECUNDIDAD
“No existe una cosa más comunicable que la unidad. Parece esto un contrasentido,
pero es maravilloso contrasentido que efectúa el milagro de la multiplicidad en la unidad.
La virginidad es unidad; y nada tan fecunda como la Trinidad, como María virgen, como la
Iglesia-Virgen, como las almas vírgenes. Esta es una comparación, en cierto sentido, gráfica
de la unidad de la Trinidad. Pero, si la virginidad trae la fecundidad, es por el reflejo de la
Paternidad eterna, es decir, del Padre, que eternamente engendró al Hijo por Sí mismo.
Pero esta fecundidad en la unidad solo pudo realizarla el amor, la potencia infinita del amor,
el ardor y fuego e impetuosidad del amor divino, que haciendo –por decirlo así- divina
explosión en el Padre, hizo que fuera engendrado el Hijo en aquel eterno arrebato.
Deleitable y candidísimo del amor.
En cierto sentido se puede decir que el Verbo recibió el ser del Padre por el amor; que el
amor es la sustancia del Verbo por ser la sustancia del Padre; que el Padre engendró al Hijo,
y con Él a su Iglesia, a los sacerdotes y a las almas por el amor, con sustancia divina de amor,
de ese amor en el que se derrama la Trinidad en las creaciones y almas y vidas y cuando
existe y existirá fecundado todo el amor. Por eso el amor es el que fecunda, porque procede
de aquel volcán infinito de amor, de solo amor, de puro amor fecundísimo en su virginidad,
en su unidad.
Pues bien, las almas vírgenes reflejan la fecundidad del Padre, y un alma virgen no deja
estéril su paso por la tierra, porque lleva el germen fecundado de la Trinidad que es una
sola esencia y vida en Tres personas unidas, identificadas, sublimadas y perfectísimas,
porque son amor.
Por eso también quiero a todos mis Obispos y sacerdotes absorbidos en la unidad de la
Trinidad, para que sean fecundos en las almas, para que engendren en la Iglesia-Virgen
almas para el cielo.
¡Y si dijera que el cielo es virgen, porque lo forma la unidad, porque lo constituye el amor!
¡El cielo virgen!... Sí; el cielo virgen, fecundado por el amor, que es gozo infinito, que es
delicia eterna, que es unidad sin fin, que es centro único de todas las dichas, porque lo
forma Dios. Dios es un piélago de amor, un mar sin riberas de amor, un espacio infinito y
sin fondo de amor…
Dios es amor, se dice pronto; pero en ese Dios amor y unidad, se encierran derivaciones
infinitas, extensiones incalculables, hermosuras y venturas inenarrables, por ser amor.
Por tanto, ya se ve la grandeza y sublimidad de Espíritu Santo que es la Persona del amor y
la que procediendo del Padre y del Hijo, es sin embargo, el amor y las delicias y la virginidad
y la unidad entre el Padre y el Hijo.
Y ¿por qué es virgen la Trinidad? Porque es unidad, porque nada tan fecundo en Dios como
esa unidad que, difundida, por decirlo así, en tres Personas divinas y distintas, es una sola
unidad, una sola voluntad, una sola caridad eterna.
Y ¿por qué es virgen el cielo? Porque, aunque sus delicias y gozos son múltiples, están
encerrados en la unidad virgen y fecunda, en la unidad de Dios, dentro de la cual se
reproduce sin cesar la embriaguez del amor purísimo de la Trinidad. Ahí todos los goces son
un gozo; todas las dichas, una dicha; todas las felicidades, una felicidad; porque las formas
la unidad de Dios.
Dentro de esa unidad se encierra el cielo y la tierra, y lo existente y lo por existir. Pero el
cielo es la expansión del amor unitivo: se descorre el velo de la fe que encubre a Dios e la
tierra y se goza plenísimamente en Él, dentro de Él, que todo lo llena –mundos, eternidades
y creaciones- en un punto infinito que es la unidad.
“Cuando el Padre engendró al Hijo desde toda la eternidad sin principio, engendró con Él,
en cierto sentido, a los sacerdotes. De allá procede la generación espiritual y en cierta
manera divina del sacerdote, en la del sacerdote eterno, en el entendimiento y en el
corazón del Padre que es su voluntad, que es el Espíritu Santo. Tan alta, tan santa y
distinguida, nacida del amor –es decir, del concurso del Espíritu Santo con el Padre (aunque
el Espíritu Santo proceda del Padre), en aquel arrebato de inefable amor, al engendrar al
Verbo, todo igual al Padre-, fue la concepción eterna de la Iglesia y de sus futuros
sacerdotes.
Ya se verá si las vocaciones sacerdotales, pueden tener origen mas alto, más santo, más
perfecto, engendradas por el Padre eternamente al engendrar al Verbo, que lo reproducía
en todos sus esplendores, con toda la pureza, la fuerza y el amor y el amor infinito de la
Divinidad. En Dios, lo futuro es presente, y el Padre veía al verbo reflejado en su Iglesia que
lo poseería; y veía además una a una, todas las jerarquías esclesiásticas, cuyo principio en
la tierra es el sacerdocio, pero cuyo principio divino es la Trinidad Santísima de quien
proceden.
Y si ya veía también la Santísima Trinidad todos los defectos e ingratitudes de los suyos,
¿por qué sin embargo fundó su Iglesia?
Por su amor, porque su amor es más grande que todo, lo abarca todo, lo avasalla todo, pasa
por todo; porque el amor es Dios, porque su caridad es infinita, porque su ser es darse,
comunicarse, difundirse; porque las almas, imagen de la Trinidad, tienen tal atracción para
la Trinidad misma, que las ama con pasión infinita, con pasión de un Dios.
Y por eso dio el Padre a su propio Hijo para salvarlas; para que ese reflejo de la Trinidad que
lleva cada hombre volviera a la Trinidad misma. Y para ese fin fundo su Iglesia; y para que
la defendieran y ampararan y salvaran a las almas, dio tan alta generación, en el seno del
Padre, a los sacerdotes.
Y con este fin vine Yo al mundo, para que me conocieran, imitaran mi vida, mis virtudes, mi
amor al Padre y glorificaran a la Eternidad, dándole almas santas y volviendo a la Divinidad
lo que tienen las almas de divino, un soplo del Altísimo, una imagen de la Trinidad, un reflejo
inmortal de Dios mismo.
Por eso valen tanto las almas, por venir de la Trinidad para volver a Ella y glorificarla
eternamente. Más para salvar y santificar esas almas en el destierro, creé a mis sacerdotes,
y engendrados por el Padre, nacieron en mi Corazón por el amor, es decir, por el Espíritu
Santo.
Pentecostés fue el principio de su extensión por el Espíritu Santo. Mi vida fue su anuncio; el
Calvario, su cuna con María; y fueron sancionados divinamente en mi Ascensión a los cielos.
Y así engendrados mis sacerdotes y nacidos en mi Corazón, ¿Cómo no amarlos con pasión
divina, con el amor infinito de la Trinidad? ¿Cómo no los ha de ver el Padre con la ternura
misma con que me ve a Mi?¿Cómo no ha de querer asemejarlos al Verbo hecho hombre,
en sus virtudes, en su Cruz, si los lleva en su alma? Y ¿cómo el Espíritu Santo –que es el alma
de la Iglesia, porque es El como el alma del amor-, no ha de querer a sus sacerdotes
perfectos, y poseerlos, avasallarlos y guardarlos en la intimidad de Sí mismo, y derretirlos al
contacto mismo de sus Dones que queman, y ampliar así mismo su capacidad de poseerlo?
¿Cómo no tener derecho la Trinidad a quererlos muy santos y perfectos, si deben reflejar
su origen, si nacieron en mi Corazón, si tienen que ir al cielo y que poblar el cielo?
Dios no puede amar más que a Sí mismo y a todas las cosas en Él. Él es amor, y los sacerdotes
en rigor ¿no tuvieron el principio divino de sus vocaciones en el seno del Padre?, ¿no
participaron de las facultades intimas del Padre, como son la fecundación y el amor? Ellos,
repito, deben engendrar almas para el cielo, deben llevar lo que tienen de divino a la
Divinidad misma, lo que tienen de la Trinidad, a la Trinidad misma, y evitar que caigan en el
fango esos tesoros inmortales.
Las almas salieron de la Trinidad y para su eterna dicha deben vivir –en la tierra y en el cielo-
de la Trinidad. Y para este fin fue creada la Iglesia y con este fin engendrados los sacerdotes,
el de llevar las almas a la Trinidad por los medios puestos a su alcance en la Iglesia.
Y si toda alma debe vivir de la Trinidad para volver a Ella, ¿con cuánta mayor razón los
sacerdotes?
Las almas son una extensión también de la Trinidad, su cielo en la tierra, y como a Ella se
les debe respetar y amar en lo que tienen de inmortal y divino.
Los sacerdotes son como una creación aparte, con más carismas, formados con más amor,
queridos con más predilección; y por tanto, deben corresponder fidelísimamente a esta
elección de la Trinidad, transformándose en Mí crucificado, porque sólo la virtud de la Cruz
nunca queda infecunda.
Todo puede fracasar, menos un sacerdote crucificado por mi amor en sus deberes, en su
conducta, en sus relaciones, en su proceder, en su intimidad Conmigo (olvidado de sí
mismo), en su esfuerzo para glorificar, en sí y en las almas, a esa Trinidad inefable de donde
vino y a donde va.
Ésta es la razón de mis quejas en estas confidencias de mi alma. Quejas de amor dolorido,
pero siempre de amor; quejas de caridad, porque en lo mío todo es caridad; quejas para
curar, quejas para perfeccionar, quejas para premiar.
¿Se ve claro con todo esto el ideal de mi Padre en cada sacerdote, reproducirme a Mí? ¿Se
ve claro el anhelo del Espíritu Santo en santificar más y más a esos corazones? ¿Se ve claro
mi fin de caridad al desear ardientemente una reacción poderosa, efectiva y real, en todos
mis sacerdotes para bien de sus almas, de la Iglesia y del mundo, y gloria de la Trinidad?”.
RESPETO HUMANO
“Muy común es el respeto humano en algunos de mis sacerdotes; respeto humano que
mancha la pureza de intención que deben tener todos sus actos.
Este gran defecto, les impide mucho fruto en el desempeño de su misión en la tierra: viene
generalmente de la soberbia y del burlarse a si mismos y no a Mí en todas las cosas. Y
cuando el respeto humano mueve al sacerdote, todo se va al traste en el sentido espiritual,
porque ese vicio empaña y mancha la pureza de sus acciones, las cuales deben ser siempre
sencillas y llanas, todas de caridad sin móviles mundanos.
No solo es el respeto humano defecto que opaca las obras de celo en los sacerdotes, sino
que también mancha y se infiltra hasta lo más hondo de alma hasta llevarla al pecado. Es
un vicio de cobardía en mi servicio, de cierta dolorosa vergüenza de pertenecerme, que
quita la libertad con que todos los sacerdotes deben defender mi causa ante pobres y ricos,
magnates o plebeyos, y ante el mundo entero.
Y si este odioso respeto humano en mis fieles me lastima, ¡cuánto más en el corazón
cobarde de algunos sacerdotes que llegan a avergonzarse de pertenecerme ante los
mundanos y los grandes de la tierra! Esto existe por desgracia en corazones ruines,
apocados que nadan entre dos aguas, que quieren servir a dos señores, que quisieran
combinar las máximas del Evangelio con las doctrinas del mundo, que les falta valor para
confesar a la faz del cielo y de la tierra mi Nombre bendito.
En ninguna circunstancia de la vida del sacerdote debe renunciar a serlo, retando al vicio y
ensalzando la virtud; en ninguna ocasión debe darle la razón a lo malo, a lo injusto, a lo
pecaminoso, a lo no recto, venga de quien viniere; sino que la rectitud debe llevarlo siempre
a defender mi doctrina. El papel de Nicodemus no, no es del sacerdote fiel que debe
gloriarse ante todas las miradas humanas de serlo y honrarse en pertenecerme.
Y digo esto, porque los hay, y me lastiman; porque desgraciadamente el mundo también se
infiltra en el corazón del sacerdote; porque el valor del apóstol, de discípulo fiel y aun de
mártir suele faltar a muchos.
Estos puntos dolorosos e íntimos que parecen nada, contristan mi Corazón de amor, su
delicadeza y ternura; y mi pasión en muchos de sus pasos se renueva moralmente en las
fibras de mi alma, y me veo azotado, ultrajado, escarnecido, abandonado de los míos,
indefenso, expuesto a burlas, traicionado y pospuesto, como entonces, a Barrabás.
Parece poco una falta de respeto humano en mis sacerdotes, y no lo es; porque lastima mi
honra y mi doctrina y la santidad de mi Iglesia, invulnerable en sus principios, inconmovible
en su moral y en su verdad. Y si a los míos les falta valor para sostenerla y defenderla aun
con su propia sangre y vida ¿qué espero de los demás?
******
Sin duda que muchas de estas cosas las saben ya mis sacerdotes: pero, ¿qué no tengo Yo
derecho a recordarles sus deberes, a impulsarlos a su práctica, a ahondar en sus procederes,
a quejarme en su corazón de mis espinas, a pedirles el remedio?
Es un bien que les hago a mis sacerdotes el señalarles lo que me hiere, lo que me punza, lo
que lastima la finura y delicadeza y ternura de mi Corazón.
INTENCIONES
“Otro punto en el que deben fijarse mucho mis sacerdotes es en la intención que deben
hacer, no como simples hombres, sino como enviados del Altísimo, en los actos
sacramentales de su ministerio.
Basta una intención que influya en el acto para que el sacramento sea válido; pero también
conviene renovar la intención pura, operativa y santa en todos esos actos en los que me
representan. En este punto tengo que lamentar descuidos, indelicadezas y hasta cosas muy
serias en el ejercicio del ministerio sacerdotal. Pueden quedar nulos muchos actos sin esa
intención de hacerlos en mi nombre. No quiero escrúpulos, pero sí que se fijen mis
sacerdotes en no hacer rutinariamente y con descuido los actos de que vengo hablando.
Sólo Yo sé los descalabros que en este punto registra mi Iglesia y que no se ven, pero que
desgraciadamente existen. Mucho cuidado en este punto personal del sacerdote y de tan
incalculable trascendencia.
Mucho, mucho encargo este punto tan capital en mi Iglesia y del que depende una cadena
de responsabilidades gravísimas. ¡Ay!... si ahondara en la vista de mis sacerdotes lo que Yo
veo, lo que Yo lamento, lo que Yo suplo, lo que no puedo suplir por estar ya determinadas
las leyes de mi Iglesia, que Yo soy el primero en respetar, llorarían sus almas Conmigo por
las mil espinas con que punzan a mi Corazón.
Yo vine al mundo para salvarlo por el divino medio de mi Iglesia, Esposa muy amada del
Cordero; y por eso le dejé mi doctrina en relación con mis ejemplos, y le dí mi Sangre, y mi
vida, y mi Madre, y cuanto era y tenía un Dios hombre, un hombre Dios. Dejé trazado el
camino para el cielo con mis ejemplos y mi cruz. Y para consolidar esa Iglesia amada, envié
al Espíritu Santo para completar mi obra redentora y salvadora; y Él es la luz y el alma de
esa Iglesia amada, obsequio para mi Padre, que vine a prepararle en la tierra, con el fin de
darle adoración, almas, sacerdotes, ¡gloria!
El verbo y el Espíritu Santo obsequian al Padre con la Iglesia militante, que pasa a ser
purgante y triunfante, tres en una sola, para glorificarlo. Yo, al modo de hablar de los
hombres, puse mi cinco sentidos, todo mi amor, en formar esa Iglesia amada, gloria de la
Trinidad. Yo formé el papado, el Episcopado y todas las jerarquías de la Iglesia con mis
representantes en la tierra, para honrar a mi Padre y salvar al mundo. Y con esto se
comprenderá si amaré a mi Iglesia y si me interesará la santidad de quienes la dirigen y la
sirven.
En mi Iglesia tengo mi asiento en la tierra; en la Iglesia tiene sus delicias un Dios Humanado;
en la Iglesia se veneran los misterios de su vida, pasión y muerte. Ella tiene mis Evangelios
que son mi palabra latente y con vida. En los sagrarios estoy Yo; en los sacramentos estoy
Yo que doy, que me derramo e infiltro en los corazones puros. Nada existe para Mí en la
tierra más bello que mi Iglesia, que baja al purgatorio y se remonta al cielo. Mi padre la mira
complacido por lo que tiene de Mí, por lo divino que contiene, por ser obra mía y del Espíritu
Santo.
Por eso mismo se contrista cuando ve en la candidez de la Iglesia manchas que la deshonran;
cuando contempla lastimado esa serie de puntos que he confiado para que se remedien; y
su justicia se inflama cuando contempla, descuidos, rutina, desprecios e ingratitudes y
deshonras en los que más ama.
Muy celosa de la Iglesia es la Trinidad, como que en ella tiene su asiento en la tierra; como
que de ese manantial perenne beben la virtud, la pureza y el perdón de las almas.
¡Cómo no he de querer el ideal de mi Padre en los sacerdotes? ¡El me los pide así! Y Yo ¿Qué
hago? ¿Cómo le doy gusto, Yo, que me desvivo por glorificarlo en la tierra y que sólo me
quedé en ella para seguirlo obsequiando con mi Iglesia y con las almas?
Que me ayuden a conseguir ese ideal, ilusión de mi Corazón todo amor a mi Padre,
inmolándose con ese fin, el de la renovación, regeneración y perfección de mis sacerdotes,
para realizar el ideal de mi Padre que es, como dije, hacerlos otros Yo, desde su formación,
llegando al medio día de la perfección en su santo ministerio. Ésta es mi mayor gloria, por
ser la de mi Padre y la del Espíritu Santo: mis Obispos y mis sacerdotes santos.
Yo –El Verbo- y el Espíritu Santo, estamos empeñados en esta última etapa del mundo en
levantar a la Iglesia con sacerdotes santos; y por este medio divino del Verbo y del Espíritu
Santo con María, se hará esta reacción universal.
Vendrá una nueva redención, no por mi pasión humana, sino por mi pasión en las almas
crucificadas; y un nuevo Pentecostés por el impulso vivo y ardiente del Espíritu Santo y Yo.
Pero para salvar a las almas, para incendiar a las almas, para perfeccionar a las almas,
tenemos que comenzar por la raíz, que es la Iglesia en mis sacerdotes, como poderosa
ayuda para la obra salvadora que va a venir, que está a las puertas.
Yo estoy dispuesto a todo; y si me fuera dado volver al mundo y ser crucificado -¡tal es mi
amor al Padre y a las almas! – lo haría. Pero se renovará y continuará esa misma pasión en
las almas, porque la moneda con que se compran las gracias es el dolor.
Sufriré en las almas; expiaré en las almas y compraré con mis méritos –en las almas- la nueva
era de fervor en mi Iglesia, y afinaré los elementos futuros muy ajustados al fin que me
propongo para gloria de la Trinidad.
Yo moveré corazones de Obispos y de sacerdotes, que comiencen ya una vida de más fervor
en mi servicio; y que cumplan mis anhelos, para que sean otros Jesús. Yo les ayudaré. Yo les
agradeceré cuanto hagan con estas confidencias a favor de la Trinidad., y Yo también seré
su recompensa aun en el destierro y después junto al trono de mi Padre.
Hay también pecados horribles que vomitan malicia directa contra Mí; pecados ocultos e
infernales en mis sacerdotes y que consisten en practicar los actos del ministerio sin
intención de que se efectúen y, con esto, quedan nulos para las almas y de consecuencias
incalculables para el hombre.
Celebran sin intención y este es un pecado mortal; confiesan sin intención de absolver los
pecados, bautizan sin intención de bautizar, y aumentan horriblemente pecados sobre
pecados al lanzar sus infernales flechas sobre mi Corazón de amor y atravesar sus más
delicadas fibras.
Estos pecados vienen de un odio intimo y satánico contra Mí; y los hay, y en sacerdotes
católicos, pero renegados en el fondo de su corazón.
Preferiría el cisma en ellos a esa hipócrita hiel con que cubren, como si fueran míos, sus
inicuas intenciones de ofenderme cara a cara; de retarme con su falta de fe y sus traiciones
infernales.
Y estos crímenes que hacen temblar a mi Corazón de amor, sólo Yo los veo, sólo Yo los lloro
y lamento en el silencio de mi lacerada alma y cubro con lágrimas ante mi Padre estos
horrores de los que son míos.
Hasta allá llega la malicia infame de Satanás en algunos de mis sacerdotes que en su corazón
han perdido la fe y se han entregado ocultamente a mil errores y a todos los vicios,
aborreciéndome.
Sin intención del sacerdote al celebrar y al impartir los sacramentos, no operan estos ni
la transustanciación, ni el perdón de los pecados; si será un horrendo crimen éste de
engañar traidoramente a las almas con lo divino y de tomar lo santo con tan cínica burla,
sabiendo que Yo lo veo y que apuñalan mi Corazón.
Estos son pecados de odio contra Dios y contra su Iglesia santa; pecados de quien ha
renegado en su alma del carácter imborrable del sacerdote legítimamente consagrado.
¡Y estos crímenes, pocos ciertamente, pero que existen, se comprende a que grado laceran
mi pecho amoroso.
Otro pecado oculto, entre muchos que acaecen, es en sacerdotes que están en pecado y
que tienen a su cargo templos o parroquias y deberes que llenar; suelen decir Misa sin
intención de que se efectué el sacrificio y creen con esto hacer menos mal; celebran sin
celebrar. ¡Aumentan pecados sobre pecados!
¡Oh y qué limpio debe ser el corazón del sacerdote! ¡Qué lleno de Dios, y que alejado de
Satanás y de sus diabólicas redes debe vivir!
A esas monstruosidades, que les de dicho de hacer los actos sagrados del ministerio sin
intención, los conduce la tibieza; hasta allá va a dar este vicio consentido, vivido y
acariciado.
Esos sacerdotes llevan el adulterio con la Iglesia en el corazón y de ahí les nace el odio por
lo puro, por lo santo, por la Trinidad; se enfrentan contra Ella, porque ella está presente en
todos los actos de la Iglesia, y la retan y la desprecian.
Estos pecados enormes en su magnitud y en su castigo, se los doy hoy para ser lavados con
sangre; para ser expiados con amor, y para curar esas heridas de tan negras ingratitudes
con el bálsamo de la caridad. Esos horrendos crímenes y más, y más, quiero perdonarlos;
me duelen, me trituran, pero mi alma se conmueve ante tanta soberbia y malicia, y busco
almas que se unan a mi dolor para alcanzarles gracias salvadoras.
Yo ciertamente podría obtener todo esto con un gemido del Corazón pero tengo necesidad
de almas. Estas almas no son necesarias a mi Omnipotencia sino a mi Amor”.
CELOS
“Un punto para reformar en varios sacerdotes es el gran cuidado que deben tener en los
confesonarios de no provocar celos y envidias; es muy común esto y se convierte ese lugar
sagrado en ocasión de ofensas para Mí. Iras, murmuraciones, despechos, etc., se originan
por el poco contacto de algunos confesores que no tienen la prudencia necesaria de poner
medio entre los extremos.
Cierto que muchas veces ellos no tienen la culpa; pero son ocasión, sin embargo, de culpas
ajenas que hieren mi Corazón.
Deben los sacerdotes hacer respetar los confesonarios y exteriormente, al menos, tratar
con igualdad a las almas, que en lugar de llegar al sacramento con las disposiciones debidas,
la contrición no aparece; y con amargura, y con decepción, y hasta con ira se acercan por
salir del paso del sacramento, que cuando menos es nulo en muchas ocasiones.
El sacerdote santo debe mover a contrición y a compunción y hacer de aquel lugar de
perdón y de justicia un santuario en el que se respete a Dios en el sacerdote, en el que se
vea a Dios y no al hombre en el sacerdote, en el que la confianza vaya unida al santo temor
de Dios.
Abusan mucho las almas buenas en estos lugares de reconciliación; y a los sacerdotes toca
educarlas. Que las atraigan sólo con sus virtudes, que nada humano permitan en este trato
frecuente, pero que debe ser siempre santo y desinteresado.
Nunca un sacerdote manchado debe sentarse a confesar, y antes de ocupar el lugar que Yo
ocupo en persona, debe borrar hasta sus pecados veniales, elevando su alma a Dios y
pidiendo a María su presencia allí, para no contaminarse con lo que llegue a sus oídos y a
su corazón.
Cuando tenga que detenerse con alguna alma necesitada, que sea de ordinario cuando no
lo esperan las multitudes, y aun entonces vea muy bien, dilucide muy bien y aparte lo
superfluo de lo necesario, lo natural de lo sobrenatural, con mucho tino, cautela y caridad,
sin dar ocasión a juicios y murmuraciones, de los cuales el sacerdote se debe librar.
Un cristal diáfano debe ser la honra del sacerdote y su conducta, en toda ocasión, no tan
solo para Dios, sino también para el mundo.
No basta que sea intachable ante Dios, sino también no debe tener mucha mancha ante la
sociedad, para honrar a la Iglesia a quien pertenece.
VOCACIONES
“El ideal de un sacerdote es ser Jesús, puro, dulce, humilde, paciente, delicado, crucificado
y muy amante del Padre Celestial, del Espíritu Santo y de María.
Más para realizar este ideal se necesita que las vocaciones sean divinas, que vengan
directamente de Dios; y en este punto hay que tener luz de lo alto para discernir, en los
Seminarios y en los Noviciados, a la luz de la oración, a los que sean dignos de subir a los
altares.
Hay cierta ligereza, a veces, en esto; hay buena fe en los Superiores, pero existen vocaciones
que lo parecen y no lo son, porque se las han infundido de muy atrás, y en realidad no son
vocaciones divinas. Además, una vocación al sacerdocio, aunque sea divina, hay que
cultivarla y cuidarla, porque Satanás rodea de mil modos las vocaciones y las enturbia.
Cuántas veces las que no lo son las atiza para un futuro fracaso que alcanza el a entender o
vislumbrar; y a las vocaciones santas, al contrario, las impide de mil modos, con muchas
mañas, tentaciones y ocasiones para convencer de que no existen.
Que los obispos miren y remiren las almas antes de que se comprometan con Dios, a quien
tienen que responder. ¡Cuánto depende de los Obispos el futuro de los sacerdotes! Que en
este punto se peque de menos que de mas, porque las tristes y aun horribles consecuencias
son triples: para Mí, para las almas y aun para el sacerdote mismo, aparte de la
responsabilidad que contraen los Obispos con las vocaciones falsas.
Hay vocaciones divinas, vocaciones a medias y vocaciones falsas; hay que saber discernir
con la luz del Espíritu Santo cuáles son las divinas y no engañarse con las que no lo son.
Los sacerdotes tienen que ir al cielo, no solos, sino con un séquito de almas salvadas por su
conducto; ¡y cuántos van al infierno arrastrando también almas condenadas por su culpa!
Muy delicado es el papel del sacerdote y su misión en la Iglesia y en el campo de las almas;
y por eso, cuando la vocación no es divina, se lamentan tantos descalabros, porque son a
medias o falsas con que Satanás engaña.
En los Seminarios hay muchas cosas de fondo que estudiar y que corregir para un futuro
santo. Desde ahí debe comenzar el futuro sacerdote a serlo, practicando las virtudes que
deben después llegar a su desarrollo. Generalmente en los seminarios se puede adivinar el
futuro del sacerdote, y en el criterio de los que dirigen está el velar y orar, porque estos dos
elementos son necesarios e indispensables en los Obispos y encargados a cuyo cuidado
están esos planteles de las esperanzas de la Iglesia.
Velar siempre y asiduamente y muy de cerca sobre esas almas, pulsar su valor y sus méritos,
y a la vez orar, orar mucho, y pedir luz meridiana para ver claro, tanto el fondo de esos
corazones como la divina Voluntad en ellos. Este es el punto capital de los Seminarios y
Noviciados: la vigilancia y la oración.
Esto implica sacrificio, exige mucha constancia; pero todo será poco en mi obsequio en este
delicado punto en el que hay mucho que reformar, si se estudia a fondo la cuestión tan
delicada cuanto indispensable para mi gloria. De ahí se derivan muchos de los males que he
mencionado; es el punto de la partida de grandes dificultades o de grandes bienes para la
Iglesia y para las almas.
Allí se forman los héroes y los santos, allí se abastecen los corazones de piedad, de celo, de
grandes virtudes. Allí tengo yo mis ojos y también mi corazón; y eso mismo deben tener allí,
en los Seminarios, los Obispos: sus ojos y su corazón.
Que se examine este punto capital, porque hay mucho que desear en planteles de esa clase;
y de ahí se lamentan después males irremediables y de capital trascendencia.
Yo no niego la luz a quien me la pide con humildad. Yo soy pródigo en mis gracias. Yo soy el
que doy las vocaciones divinas y no las humanas y engañosas de tan fatales consecuencias.
Yo soy el que premio las virtudes y los suspiros y los clamores de los Obispos amados con
las divinas vocaciones para el sacerdocio, con ministros dignos, con santos que honren a la
Iglesia en la tierra y sean su corona ante el Padre celestial.
Que mis obispos sean santos, que vivan del Espíritu Santo y tendrán hijos santos.
Pidan, lo repetiré mil veces, ofrezcan su alma y su vida y cuanto tienen, porque prospere la
Iglesia con vocaciones divinas, con sacerdotes santos, para que el mundo espiritual se
enriquezca, para que el mundo material se salve.
Quiero sacerdotes santos para que más tarde estos mismos sean Obispos santos y mi Iglesia
florezca más, hermoseada por la pléyade futura que espera ansioso mi Corazón”.
LOS POBRES
“Otro delicado punto que lacera mi alma en algunos sacerdotes, por no decir que en
muchos, es el poco aprecio de los pobres como si no fueran todos, pobres y ricos, hijos de
Dios. Y antes bien, la preferencia en caso de haberla, salvo excepciones, debía inclinarse a
proteger a los desvalidos, a los ignorantes, a los que cargan el peso del trabajo material y
que tanto necesitan de quienes los sostengan.
¡Hay muchas almas tan hermosas entre los pobres! ¡Hay almas tan dispuestas a recibir el
roció del cielo, probadas por las inclemencias de la tierra! ¡Hay almas tan puras, tan
sacrificadas, que se ven despreciadas por su posición social y su miseria!
No; este punto hay que remediarlo en muchos sacerdotes que solo quieren rozarse y ejercer
su ministerio con la clase que brilla, que no siempre es la que me da más gloria. Para la
naturaleza no es agradable ese trato con la gente pobre, ruda, sucia y poco inteligente. Pero
Yo vine a salvar a todos sin distinción: a pobres y a ricos, y mi caridad prefirió a los
menesterosos, a los desvalidos, a los pobres. Y Yo mismo fui pobre para atraerlos a Mí sin
que se avergonzaran. Y si los sacerdotes tienen que ser Yo, la misma caridad, abnegación y
humildad tienen que tener, y el mismo sentir que Yo.
Hay que atenderlos con calma y vida: hay que evangelizarlos como Yo lo hice; hay que
abrirles los brazos y el corazón, abajándose para levantarlos; hay que atraerlos por el cariño
y por los ejemplos para llevarlos a Mí; hay que formar el criterio y el corazón del pobre
desde pequeño hasta mayor, desde la cuna hasta la muerte. Mi Iglesia es Madre, y sus
sacerdotes deben tener para con los pobres entrañas maternales.
No hay que ahuyentar a los pobres con durezas y malos modos, sino soportarlos, enseñarles
pacientemente el amor a Dios y al prójimo. ¿Por qué los ricos han de tener más Dios que
ellos? ¿Por qué esas distinciones que los humillan y los ofenden? ¡Me duele a Mí lo que a
ellos les hacen! Claro está que se les debe dar el pan de mi doctrina a su alcance; pero
¿cuántas veces se estremece mi corazón de pena ante las injusticias con que humillan mis
sacerdotes a esas amadas almas! ¡Hay que educarlas, soportarlas, defenderlas, protegerlas
y amarlas!
Un sacerdote debe ser todo para todos; y recuerde que Yo amo tanto a los pobres, que me
hice pobre, que viví entre los pobres, que distinguí a los pobres y que a los pobres prometí
el reino de los cielos. Y me igualé de tal manera con ellos, que ofrecí eterna recompensa a
los misericordiosos que tuvieran misericordia, y dije que lo que a ellos hicieran, me lo harían
a Mí.
Yo amo mucho a los pobres; y falta en mi Viña, en mi Iglesia, quien los ame como Yo. Hay
sus deficiencias, sus grandes lagunas en este punto capital para mi Corazón de amor, y hay
muchos sacerdotes culpables sobre este particular, acerca del cual llamo la atención.
Todas son almas; todas me costaron la Sangre y la Vida; a todas sin distinción de clases me
doy en la eucaristía, y un mismo cielo cobijará eternamente a pobres y ricos, donde se
premian virtudes y no categorías mundanas. Muy bien que en el mundo tenga que haber
escalas sociales; más para mis sacerdotes no debe haber sino almas, almas que darme y por
quienes sacrificarme.
Más de lo que se supone tengo que lamentar en mi religión –que es toda caridad- sobre
este punto; y pido, y quiero y mando que se remedie lo que hubiere sobre este punto tan
importante y que deseo remediar, que precisamente por su ignorancia, por sus malas
inclinaciones, por el medio en que vive, necesita de más caridad, de doble paciencia, de
grande generosidad y aun de heroicas abnegaciones.
Pero Yo sé premiar esos heroísmos con una gloria eterna. Para Mí no pasas desapercibidos
los sacrificios sobre este punto tan importante y que deseo remediar. Y si lo hacen por mi
amor., Yo premio esas liberalidades y vencimientos; Yo me regalo a Mi mismo con muchas
formas en esta vida, con inefables consuelos, y derramo en las almas caritativas con los
pobres mis más delicadas caricias.
Y no sólo los premio las limosnas para los cuerpos (que deben hacerse según las fuerzas de
cada cual), sino más la limosna a las almas, los consejos a los pobres, la amabilidad con ellos,
la formación de sus corazones para el cielo.
¡Cuántos de mis sacerdotes tratan a los pobres en los confesonarios con cierto desprecio e
impaciencia! ¡Cuántas veces se quedan corridos y avergonzados los pobres, porque dan la
preferencia a las personas de otra posición! ¡Cuántas veces esperan la comunión que a
todos pertenece con humillante paciencia hasta que va otra persona rica a pedirla!
En el mismo ejercicio del ministerio se distingue la manera de hacer los bautismos, los
matrimonios, los viáticos, etc., de los pobres y de los ricos; y Yo quiero llamar la atención
sobre este punto que lastima la caridad de mi Corazón.
Yo busco almas, no posiciones; Yo amo las almas en cualquier escala social en que se
encuentren. El Espíritu Santo no distingue. Mi Padre el sol sobre todos, y quiero que los
míos me imiten y tengan un mismo corazón con todas las almas y vena en ellas sólo a Mí,
porque reflejan las Trinidad cuya imagen llevan. Con este pensamiento, que es realidad, se
les facilitará a los sacerdotes la igualdad en el trato caritativo y santo para con los pobres a
quienes he ofrecido el reino.”
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Os invito a todos a uniros a la oración que vuestra Madre Celeste dirige cada día al Padre,
unida al Espíritu Santo, su esposo Divino: “Ven Señor Jesús”
ADVERTENCIAS
“Hay que hacer mucho hincapié, en los seminarios y en los Noviciados, en hacer entender
a los aspirantes al sacerdocio la divina sublimidad de su vocación. Hay que advertir y
recalcar y ponderar los santos deberes que el sacerdote contrae y en el gran peligro de
perder su alma, sino cumple su vocación. Hay que hacerles ver claramente, los calvarios a
que van a subir por mi amor. Hay que advertirles muy a lo vivo las tentaciones a que van a
verse expuestos y la guerra sin cuartel que les va a hacer en todos los días de su vida
Satanás.
Que no aleguen después ignorancia de las tempestades que les esperan, de las amarguras
que tienen que apurar, de las soledades del corazón que van a sufrir y de las persecuciones,
calumnias, etc., a las que se van a ver expuestos por mi Nombre.
Pero también hay que hacerles entender bien el lado contrario. El favor insigne de
predilección mía al ascenderlos al sacerdocio. Los dones especiales, y luces, y gracias, y
carismas, y coronas inmortales que les esperan. Las divinas bendiciones en que se verán
envueltos. LA fortaleza de Dios y el amor infinito y especial del Espíritu Santo sobre ellos. El
grado divino que los elevan en la tierra sobre todas las criaturas. La gracia de las gracias y
sin rival de la santa Misa. El mismo poder de Dios que se les comunica de perdonar los
pecados y de abrir el cielo de las almas. La elevación a otra esfera en la tierra y en el cielo
sobre el común de las gentes, etc.
Yo quiero una reacción poderosa en el clero; un cuidado más asiduo de los Obispos en la
formación de las almas sacerdotales; una vigilancia mayor en los Seminarios, en los cuerpos
y en los espíritus, educando sacerdotes dignos, ilustrados, humildes, compasivos y llenos de
amor al Espíritu Santo y a María.
Hay que hacer reflexionar profundamente a los que están próximos a llegar al Altar en la
semejanza Conmigo que el Padre les exige para confiarles lo que a mí me confió: ¡las almas!
Hay que impregnarlos de la idea de que deben transformarse en Mí, ser otros Yo, no sólo
en el Altar, sino siempre, y asemejarse a Mí desde muy antes de ser ordenados.
Que se den cuenta bien clara de que el Padre mismo les va a comunicar su santa
fecundación para que le den almas santas a la Iglesia de Dios. Mucho recurso al Padre,
mucha gratitud para con Él, deben tener esas almas de elección, predilectas de su divino e
infinito amor. Y como en cada acto de ministerio del sacerdote concurra la Trinidad, deben
vivir absortos en Ella, adorando, amando y bendiciendo a las tres Divinas Personas en
general y cada una en particular.
Los sacerdotes más que nadie tienen filiación santa e íntima con el Divino Padre; fraternidad
santa y pura con el Divino Verbo humanado, y unión profunda, perfecta y constante con el
Espíritu Santo, por sus Dones, por sus Frutos, por sus luces, por su fuego divino y puro, que
apaga todas las concupiscencias y los guarda.
Como hombre, ¡cuánto honro a la Divinidad unida a mi humanidad en la persona del Verbo!
Esa humanidad la humillo ante la Divinidad, para darle gloria y atraerle por mis infinitos
méritos (infinitos por lo que tienen de divino), almas y corazones que alaban a la Trinidad,
tres personan en una sola sustancia. Por esto me contrista ese abandono, esa poca devoción
del sacerdote al nombrar a la Trinidad y al invocarla y alabarla muchas veces con la boca y
pocas con el corazón.
Que no busque nada el sacerdote fuera de la Trinidad y de María. Ahí debe fijar su vida, sus
aspiraciones, el círculo de su existencia.
De ahí sacará luz, gracia, fuerza virtudes, dones y cuanto necesite. ¿Para qué buscar en otra
parte lo que no hay? Ciencia, pensamientos elevados, un océano sij fondo ni riberas de
perfecciones y abismos de amor, de consuelos santos y de dicha en sus amarguras tiene ahí.
Todo lo tiene en la Trinidad; todo lo tiene en Mí, Dios Hombre.
Yo mismo. Sacerdotes Jesús, sacerdotes puros, dulces, santos y crucificados. Obispos Yo;
seminaristas iniciados a ser Jesús. Todos enamorados, como Yo, del Padre y por las almas;
todos generosos y celosos tan sólo de la gloria de Dios, mirando siempre al cielo sin
descuidar los pormenores de la tierra en cuánto sean para mi glorificación. Quiero
sacerdotes que me vean a Mí y no se busquen a sí mismos: quiero realizar en mi Iglesia ese
ideal que me trajo a la tierra, esa perfección sacerdotal que hace sonreír a mi Padre,
embelesarme de alegría y derramar bendiciones sobre el mundo.
Quiero reinar por mis sacerdotes santos; quiero millones de almas que me amen; pero
atraídas por corazones puros, sin más interés que el de consolarme, glorificando al Padre
por el Espíritu Santo.
La gloria del Padre es mi mayor consuelo; y como lo que más ama en la tierra son sus
sacerdotes, quiero darles sacerdotes según mi Corazón, según su mente, según el ideal que
llevo en mi alma y del que di ejemplo a mi paso por la tierra.
Hay mucha paja y poco grano; muchas apariencias y poca realidad; mucha superficie y poco
fondo; muchas hojas y muy escaso fruto; mucho número pero pocos, relativamente, que
satisfagan los anhelos de mi Corazón.
Claro que también hay en mi Iglesia mucho bueno que hace contrapeso a lo malo; pero ya
estoy cansado de medianías, y el mundo, se hunde, no porque falten obreros en mi Viña,
sino porque faltan buenos y santos obreros que solo vivan por mis intereses y por la gloria
de Dios.
Aun en las Comunidades hay mucho que deja que desear; y quiero una reacción vibrante
que se deje sentir en favor de mi Iglesia tan amada. Y esta reacción vendrá; sí, vendrá por
el Espíritu Santo y por María, por el verbo, Yo, para honrar a mi Padre y reparar las ofensas
que se le hacen en las Misas sobre todo, por sacerdotes indignos.
La ola de la iniquidad y del sensualismo ahoga al mundo –y ¿lo diré?-, ha penetrado hasta
el Santuario y lastima en lo más intimo las fibras de mi Corazón. Satanás gana terreno, cree
ya triunfar, y no es justo que mis sacerdotes duerman y se ocupen de todo lo que no soy
Yo.
Por esto, de raíz tiene que venir el remedio en los sacerdotes presentes y en la nueva
generación que dé a la Iglesia sacerdotes dignos, apóstoles de fuego que ardan en amor y
que, por el Espíritu Santo y con el Espíritu Santo y con María, encienden el divino fuego en
el mundo paganizado por Satanás.
Hay que activarse y no dormir sobre laureles, cuando el enemigo avasalla, y engaña, y hunde
miles de almas en el Infierno.
Oración, Oración, penitencia y ofrecerme; ofrecer al Verbo único que pueda abrir los
canales de gracias divinas y extraordinarias para las almas.
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Que nadie diga que nada se puede hacer; porque todos pueden orar, pueden mortificarse,
pueden ofrecerme puros al Padre y así apresurar la hora de la reconquista de este amado
pueblo…. Que es mi consentido, como llegaré a probarlo.
Entre otras cosas, estos cataclismos los envío para renovar la fe, y la Iglesia tiene que dar
un gran vuelo en la regeneración y en la perfección de los sacerdotes”.
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“A los Sacerdotes, hijos predilectos de la Virgen Santísima.”
Mi propiedad
“Si permanecéis en el jardín de mi Corazón Inmaculado, sois míos. Nadie entonces podrá
arrebataros de Mí, porque Yo misma seré vuestra defensora; debéis sentiros seguros.
Sentiréis, eso sí, la seducción y la tentación, que el Señor permite como prueba, y que a la
vez os da la medida de vuestra debilidad.
Pero os defenderé del Maligno, que de ningún modo puede hacer daño a los que me
pertenecen.
ASEO
“Otra de las espinas que tengo en muchos de mis sacerdotes es el poco aseo en sus
personas y en las cosas del culto, pero sobre todo respecto de los Sagrarios.
¡Tocar con cuerpos sucios- al celebrar, al dar la comunión- tocar, digo, al que es el esplendor
del Padre, a la Pureza misma! ¡Habitar Yo, el Dios de la luz, la Limpieza por esencia, en
Sagrarios sucios y posarme en lienzos manchados!
Yo, solo como hombre y en mi humildad sin término, pasaría por todo sin quejarme; pero
soy Dios hombre, y Yo mismo, en cuanto hombre, sé honrar a la Divinidad mía, una con la
del Padre y del Espíritu Santo. Como hombre tengo que darle su lugar a Dios; como puro
hombre –si esto fuera posible en Mí-, nada exigiría, nada pediría; pero como soy al mismo
tiempo Dios y hombre, exijo pulcritud y suma limpieza en lo relativo al culto divino, aun en
lo material. Y aunque tengo en más aprecio la limpieza interior que la exterior, me lastima
la falta de cuidado, porque implica falta de fe y falta de amor.
Me agradaría que se formara una comisión para cerciorarse de la limpieza y que cesara este
mal que ha cundido más de lo que se cree. Na bastan las Visitas pastorales; Yo quisiera una
vigilancia más asidua para enterarse de este punto que lastima mi delicadeza. No pido
riquezas, pero si grande limpieza y aseo.
¡Si vieran las vergüenzas que paso ante mi Padre Celestial, con estos descuidos increíbles
de los míos en lo que debiera ser asunto primordial de mis sacerdotes!
Los vasos sagrados a veces no serían dignos de presentarse al mundo más bajo, ¡y ahí estoy
Yo, con mi Cuerpo, mi Sangre y mi Divinidad! ¡Los corporales!... ¡Cuántas veces me repugna
reposar en ellos sacramentado! Las manos sucias de algunos sacerdotes me repelen; y ahí
estoy, y me dejo coger, manejar, poner y quitar siempre callado y obediente, siempre en
silencio, sonrojándome ante mi Padre amado ante la mirada de los ángeles que se cubren
el rostro, que llorarían si pudieran al verme tratado así.
Pero aunque este trato exterior e indigno me lastima, lo que más hiere mi Corazón es la
falta de fe viva en mis sacerdotes, la rutina con que se acostumbrar tratar lo santo y al Santo
de los santos.
Me duele también el descuido en las rúbricas sagradas y el poco aprecio o ninguno que
hacen de ellas algunos sacerdotes.
Me lastiman esas maneras tan poco finas de dar la comunión, de exponerme en la Custodia
y hasta de omitir palabras que debieran pronunciar y que no lo hacen por sus prisas, por su
fastidio; y administran los sacramentos (por ejemplo, bautismos, confesiones, etc.), por salir
del paso, sin darles todo el peso divino y santo que los sacramentos merecen.
Y ¿de qué viene todo esto? De la falta de amor, repito; de que toman los deberes
sacerdotales y santos como una carga pesada y molesta; de que no miden lo sublime de su
cargo y de sus deberes para con Dios y para con las almas, de que se familiarizan con el Altar
y no lo respetan ni lo dan a respetar como debieran hacerlo.
¡Ay! ¿Quién recibirá estas quejas de mi Corazón herido? ¿Quién las hará saber a quienes
deben remediar estas arbitrariedades en mi Iglesia?
Y la Iglesia, como quien dice, soy Yo; y el alma de la Iglesia es el Espíritu Santo; y ni a Mí, ni
al Espíritu Santo, ni al cuerpo de la Iglesia que son los fieles, les hacen caso. No reflexionan
ni se hacen el cargo de la sublime dignidad y grandeza de la Iglesia. Esposa inmaculada del
Cordero, Esposa espiritual también suya; y es que falta solidez, penetración, seriedad en
esos corazones ligeros que no se detienen a considerar la gracia insigne y sin precio que han
recibido del cielo con la vocación sacerdotal.
Pero, ¿es difícil que un sacerdote sea así con todas esas cualidades?
Difícil, no. Porque al recibir al Espíritu Santo, reciben sus Dones y quedan sus almas
consagradas a Mí. Claro está que tienen que luchar, como hombres, con la tierra natural del
hombre; pero por eso mismo, un sacerdote no debe vivir a lo natural, sino a lo sobrenatural
y divino. Está en la tierra, pero también en el cielo; tiene que tocar el polvo, pero con alas y
suficientes fuerzas para emprender el vuelo a lo alto sobre las miserias humanas. ¿Quién
puede creer que Yo sea injusto y que le reclame cosas que no pueden hacer?
Además, es una gran gracia para ellos que Yo reclame mis derechos, que Yo haga llegar a
sus oídos mis quejas, que mi palabra dolorida llegue hasta sus corazones. Porque si pido
remedio para sostener la dignidad de la Trinidad y de la Iglesia, les hago una merced muy
grande, quitándoles si me escuchan, pecados, faltas, purgatorio y ¡ay! hasta el infierno.
Entiéndase que Yo no me quejo por deshonrar a los sacerdotes. Me quejo, si bien es cierto
para quitar ofensas a mi Padre y al Espíritu Santo y espinas a mi Corazón, también lo hago
para el bien de los sacerdotes y por la honra inmaculada de mi Iglesia, a quien se debe dar
gloria, y lustre, y honor e todos los sentidos, interior y exteriormente.
Con esto, también ganarán las almas en muchos sentidos, en grandes escalas que sólo Yo
veo, y se quitarán muchas murmuraciones y ocasiones de ofenderme.
Deben reaccionar todos los sacerdotes: los buenos enfervorizándose más; los tibios,
recibiendo mi Palabra como el paralítico del Evangelio: -“Levántate y anda”-, activándose
en el amor y el sacrificio; y los malos, llorando sus pecados y convirtiéndose a Mí.
Yo soy todo caridad y no puedo moverme sin esparcirla; soy amor y no puedo dar más que
amor, y mis advertencias, y mis quejas, y aun mis castigos en este mundo, son amor, sólo
amor, puro amor… Si tengo en la otra vida que usar la justicia, mi justicia entonces también
es amor. Pero ¿cómo? Porque el amor todo lo perdona, todo lo olvida; pero no puede
perdonar el amor la falta de amor: ésa es la única cosa que no perdona el amor…”
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Para ser dóciles a mis órdenes, para formar mi ejército invencible, debéis resistir a las
acechanzas de mi Adversario, que en estos tiempos más que nunca, se ha desatado contra
vosotros.
Hasta os quiere hacer dudar de que no sois ni mis elegidos, ni mis predilectos, poniéndose
insistentemente delante de vuestra gran miseria y haciéndoos sentir toda vuestra humana
fragilidad.
Para llevaros a la parálisis del espíritu y haceros así inofensivos, lanza contra vosotros toda
clase de tentaciones.
Estad alerta, hijos míos predilectos, éstas son las acechanzas de mi Adversario.
Ésta es el arma secreta que emplea contra vosotros; es su mordedura venenosa con que
intenta hacer daño a este pequeño talón mío.
Vuestra Madre quiere descubriros hoy su trama y poneros en guardia contra sus insidias.
Vosotros sois mis lirios y por eso os atormenta con imágenes, fantasías y tentaciones
impuras.
TIBIEZA
“La tibieza en mis sacerdotes es para mi alma una espina muy honda. Porque proviene de
ingratitud y del poco amor que me tienen; y también del poco fervor en sus Misas. De esa
tibieza en la celebración del Sacrificio le vienen y le provienen el sacerdote muchos males;
porque según es la Misa, así es el día para el sacerdote. Por eso más que en ningún otro
acto de su ministerio, el sacerdote debe poner toda su atención y su vida en celebrar en las
condiciones en que que se requieren en este sublime acto y con la debida preparación y
acción de gracias. Debe ser la misa el acto más trascendental de su vida, el blanco de sus
aspiraciones y el ideal supremo de su unión Conmigo.
Pero ¡cuánto tengo que lamentar en el corazón de mis muchos sacerdotes la rutina, la poca
o ninguna devoción con que dicen la Misa y la ninguna preparación para celebrar! No me
clavan el puñal del sacrilegio, pero si la espada muy dolorosa de la frialdad con que se
acercan a los altares.
La tibieza enerva las facultades del alma y esta debilidad se comunica a las demás acciones
del sacerdote.
La tibieza, cuando se apodera del alma del sacerdote, hace que tome como carga pesada y
molesta todos sus deberes. El rezo del Breviariorio le cansa; a los salmos no les encuentra
jugo ni sustancia, pasándolos sin contemplar ni sentir ni gustar las riquezas que encierran;
no paladea el divino sabor que hay en ellos; porque la apatía por lo santo impregna los
corazones. Y ¿por qué? Porque la tibieza los ha hecho su presa, fruto de su mundana
disipación; porque han dejado que se llenen sus corazones de ruidos y vanidades del
mundo; por la falta de oración, recogimiento, vida interior y trato íntimo Conmigo y con
María.
Los peligros crecen y se multiplican a medida que el fervor se aleja de sus corazones. Sus
días son tristes, sus noches dolorosas y agitadas; su vida, una asfixia espiritual, y no
encuentran a su alrededor más que tedio, fastidio y hasta desesperación.
Todo ese conjunto de males forma la red que Satanás va tejiendo para perderlos; les
introduce insensiblemente el mundo, y con esto, el desasosiego, las tentaciones, las luchas
y fastidios con que, arrastrándose, cumplen los sagrados deberes de su ministerio.
¡Cuidado con dejar entrar el mundo en el corazón de los sacerdotes! Este capital enemigo
aleja al Espíritu Santo y, sin ese fuego divino que todo lo ilumina y calienta, el corazón del
sacerdote se enfría y oscurece, y sólo le queda hielo en el alma, en el fondo de su espíritu.
No puede haber término medio en el sacerdote, no debe haberlo: o fervoroso o tibio; o del
altar o del mundo; o de Jesús o de Satanás. Es terrible esta disyuntiva en el sacerdote; ¡y
cuantos, ¡ay!, que se han dejado invadir por la tibieza y ruedan por fin, y triunfan las
pasiones malas y perversas que solo se iniciaron al principio, pero que concluyen luego
envolviéndolos en sus garras para no soltarlos más!
Es terrible, repito, la tibieza en el sacerdote, porque ésta va directamente a quitarles la fe;
y un sacerdote sin las virtudes teologales está perdido para siempre. A él ya no le
conmueven las verdades eternas; para él las postrimerías se vuelven sombras y aun
sarcasmos. Las tinieblas de las dudas lo envuelven y lo penetran; los remordimientos se
alejan y vienen al traste su vocación y su salvación eterna.
Hasta allá va a dar la tibieza que comenzó por una nonada y que concluye con un infierno;
porque las verdades de la fe, que hacen temblar a los pecadores ordinarios, a un sacerdote
caído no le mueven, no le hieren, no lo tocan, no lo rozan siquiera; porque Satanás a puesto
en su alma un impermeable en el que no penetran ni los castigos ni las promesas ni siquiera
el dolor y el amor infinito con que compré su santa y sublime vocación.
Por eso dije que la tibieza en mis sacerdotes es para Mí una espina muy profunda, por los
males que acarrea.
Y otra cosa. Como el fervor tiene el don de comunicarse, ¡la tibieza tiene el funesto vaho
para adormecer a tantas almas! Y éste es otro punto por el que el sacerdote debe evitar
enfriarse; porque, aparte de que desedifica, lleva el triste don de comunicar el hielo a los
corazones.
Porque ¿cómo un sacerdote frío ha de dar calor?, ¿cómo un sacerdote indiferente a las
cosas de Dios ha de comunicar fervor?, ¿cómo enamorar a las almas de lo que él está muy
lejos de apreciar, adorar y sentir?
No; en los sacerdotes no puede haber medianías; tienen a toda costa que ser santos y que
sacudir la tibieza de sus almas con la penitencia, el alejamiento del mundo y con la oración,
para que sus almas no se dejen debilitar y aletargar con ese vaho satánico y mortífero con
que el demonio quiere envolverlos.
Que jamás abran las puertas de su alma a la inacción, a la molicie y al deleite que llevan a la
tibieza. El trabajo asiduo, el olvido propio, la penitencia y la mortificación son las almas que
deben esgrimir contra las del demonio que tan pausadamente y tan solapadamente usa
para envolverlos con el solo fin de perderlos para siempre y quitarme gloria.
Los sacerdotes nacieron para las almas y tienen que prescindir de sus gustos, comodidades
y regalo: no se pertenecen. Cierto que esto cuesta a la naturaleza, pero le premio para ellos
será centuplicado y mi gracia superabundará en ellos, si me la piden, si son fieles en mi
servicio, si se hacen dignos de recibirla.
Debe morir a cada paso a sí mismo y ser otro Jesús, no tan solo en el cumplimiento de sus
sagrados deberes para con el Padre celestial, sino también para quienes lo busquen y lo
soliciten.
Y más aún. Un sacerdote a quién anime el ardor amoroso del Espíritu Santo no debe
conformarse con un puñado de almas que lo rodeen, sino lanzarse, con santo pero discreto
celo, a salvar muchas almas, a arrancarlas del vicio y a comunicarles pureza, virtudes, fervor,
amor, y Espíritu Santo, ¡María!
No hay excusa para un sacerdote en el campo de las almas. Pero ¡ay!, ¡cuánta tibieza,
cuántos pretextos, cuántas fútiles excusas, cuánto mimarse a sí mismos lamenta mi Corazón
amargado por lo que Yo solo veo en este campo tan extenso de la tibieza de mis
sacerdotes!...
¡Cuánta pereza, ¡ay! –y esto es lo que más me duele-, nacida del poco amor con que pagan
mis predilecciones sin nombre! No son Yo; no velan por mis intereses; no por la gloria de
mi Padre; no hacen aprecio de mi Sangre que compró las almas; y por una comodidad, por
una enfermedad ligera, por un descanso, por un regalo y aun, por un pasatiempo o
diversión, dejan perder un alma, y muchas veces abren el campo para Satanás y sus
secuaces.
La falta de celo por mi gloria y por las almas ¿no es acaso en el fondo falta de amor? ¡Y
cuánto de esto tengo que lamentar, que llorar a solas en los Sagrarios, en el regazo de mi
Madre y en el de las almas para que me consuelen!...
Sólo Yo se los designios de Dios que dejan truncos en las almas mis sacerdotes tibios, los
perezosos y sin celo, es decir, los sacerdotes sin amor. ¿Para qué se ordenaron sino me
amaban?, ¿para qué se dejaron ungir en el óleo santo, sino estaban dispuestos a ser
ministros de un Dios crucificado?, ¿para qué se dejaron consagrar sino iban a cumplir con
su ministerio hasta la muerte?
¡Ah! Que se les explique de todo esto, todo, antes de ser ordenados. Deben ser otros Yo,
pero crucificados, pero muertos a sus comodidades y regalos y vivos para mi amor, para mí
servicio, para las almas.
Que les hagan hincapié en estas verdades de tanta trascendencia; que las graben muy
hondamente en su corazón y que los que no se sientan con fuerzas para ello, se queden sin
subir al Altar, que en mi servicio íntimo y en el de las almas no debe haber medianías.
¡Ay! es tiempo de que la Iglesia sacuda la inercia de muchos sacerdotes y encienda en las
almas el vivo fuego que viene a traer a la tierra, el del amor y del dolor, por el Espíritu Santo,
Él es quien quita la tibieza de los corazones, y los enciende, y los impulsa, y los eleva de la
tierra, y les da alas, y les sacude la pereza con su actividad, y destruye el propio interés mío
de salvar almas.
El Espíritu Santo es quien sopla, y mueve los corazones, y los levanta de la tierra, y los lleva
a horizontes celestiales, y les comunica la sed por la gloria de Dios. Él es quien les dará su
luz y su fuego para incendiar la tierra entera. Así quiero a los sacerdotes, poseídos del
Espíritu Santo y olvidados de sí mismos, todos para Dios, todos para las almas.
Que pidan esta reacción, este nuevo Pentecostés, que mi Iglesia necesita sacerdotes santos
por el Espíritu Santo.
El mundo se hunde, porque faltan sacerdotes de fe que lo saquen del abismo en que se
encuentra; sacerdotes de luz que iluminen los caminos del bien; sacerdotes puros para
sacar del fango a tantos corazones; sacerdotes de fuego que llenen de amor divino el
universo entero.
Que se pida, que se calme al cielo, que se ofrezca al Verbo para que todas las cosas se
restauren en Mí, por el Espíritu Santo, y por medio de María.
Los Obispos tienen que activarse en su celo por las vocaciones sacerdotales y hacer
germinar vocaciones santas para el Altar. Los sacerdotes tienen que reaccionar de muchos
modos en su tibieza, comodidad y celo; pero sobre todo en su amor a Mí y a las almas, en
el aprecio por su vocación muy principalmente, y en su unión sincera, amorosa, obediente,
y franca con sus Obispos y representantes.
El mundo necesita este sacudimiento íntimo en la Iglesia para hacerla más floreciente en
las almas y en las sociedades. ¡Que reine el Espíritu Santo por la Cruz, por María, y será
salvo!
Que se conozcan mis deseos y que clamen al cielo por esta nueva era de fervor que vendrá;
si, vendrá a remediar muchos males y a darme muchos sacerdotes santos”
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¿Cuántos son hoy los Pastores que ya no defienden la Grey, que Jesús les ha confiado?
Algunos guardan silencio, cuando deberían hablar con valor pata defender la verdad y
condenar el error y el pecado. Toleran para no arriesgarse, se rebajan al compromiso con
tal de mantener sus privilegios.
Así se van difundiendo el error bajo formulas ambiguas y ya no se repara el pecado en una
progresiva apostasía de Jesús y de su Evangelio.
Hoy es necesaria una gran fuerza de oración. ¡Es necesaria una gran cadena de sufrimientos
que se eleve a Dios en una reparación!
Llamo a mis predilectos y a todos mis hijos consagrados a mi Corazón Inmaculado a unirse
al dolor de vuestra Madre Celeste, para que se cumpla en todos vosotros, lo que falta a la
Pasión de Jesús…”
PREDICACIONES
“En la predicación también tengo mis calvarios, también ahí entra el mundo para robarme
gloria.
¡Ay! ¡Cuánta vanidad lamento en esos púlpitos que convierten en teatros, en esas
conferencias que tienen más de mundanas que de Dios; más incienso propio que santa
unción para mover los corazones! Y con esto ¡Cuánta gloria me quitan mis sacerdotes!
Hacen que las almas vayan a buscar al predicador, y no a Mí en sus enseñanzas. ¡Cuántas
veces ni se acuerdan de que existo, y sólo van a deleitar su oído con una música armoniosa,
pero hueca, que pasa sin dejar la menor huella en el alma!
¡Que vacío tan hondo deja en los espíritus un predicador mundano y vanidoso! Pero, ¡qué
cuenta tiene que darme el sacerdote que así usa de los púlpitos, dejando frío en los que lo
escuchan y amargura en mi Corazón!
Tiene el predicador que tener tino y discreción con el auditorio y plegarse a las
circunstancias. Su palabra debe ser sencilla; y si es elocuente, llena de modestia y caridad
con todos.
Debe buscar no brillar, sino convertir; y sólo el que es santo santifica. Para este ministerio
necesita el sacerdote ser hombre de oración, porque para dar a las almas es preciso recibir
de lo alto, y no se recibe sino se ora y si no se mortifica.
Debe también el sacerdote no abusar de lo sagrado, subiendo al púlpito sin estudios previos
y sin preparación, que van a tocar las almas lo divino en sus labios, y ellos a depositar el
germen de lo santo en los corazones.
Con grande humildad deben ocupar los púlpitos los sacerdotes, porque la soberbia es el
mayor estorbo para el fruto de la predicación en las almas. Un alma humilde comunica
humildad, y un alma soberbia ¿qué podrá esparcir? Para tocar a las almas y hacerlas vibrar
para el cielo es preciso ser humilde, para alcanzar a mover los corazones es preciso ser
santo.
Podrán los sacerdotes hacer ruido, conquistar aplausos, admirar por su saber y electrizar
por su elocuencia; pero esto no es lo que me da gloria a Mí, sino a ellos; no es lo que debe
buscar el verdadero sacerdote, sino mover a compunción, a contrición, a enamorar a las
almas de lo divino, arrancándolas de lo terrero; recordarles sus postrimerías; alentarlas en
el ejercicio de las virtudes; ponderándoles mi Pasión; enseñarles mi vida de amor y
sacrificio, enamorarlas de la cruz, del dolor, de sus calvarios; enseñarles el precio de la
Redención y del sacrificio; abrir a sus ojos horizontes de perfección y facilitarles el camino
para el cielo.
Que no haya sermón en el que dejen de nombrar a María; que a menudo ensalcen sus
prerrogativas excelsas, enseñen sus virtudes y muevan a las almas a practicarlas. Que
enseñen y ponderen y hagan amar sus martirios de soledad tan poco estimados y conocidos
de las almas.
Que enamoren los corazones del que es el Amor --¡y tan poco conocido y menos predicado!-
-, el Espíritu Santo; que enseñen sus Dones, sus Frutos, sus excelencias, su acción tan íntima
en las almas.
Que me prediquen a Mí, el Verbo hecho carne, crucificado; los encantos del dolor, las
riquezas encerradas en el padecer, la necesidad del sufrimiento que purifica, redime y salva;
el desperdicio de los padecimientos, sino se unen a los míos.
¡Oh! Mi doctrina es vastísima, los Evangelios riquísimos e inagotables. ¿Por qué buscar
temas ajenos a darme la gloria?
Son poco explotados los púlpitos, las predicaciones en mi Iglesia, cuando éste es un recurso
poderosísimo con el que los sacerdotes cuentan para la salvación y perfección de las almas.
¡Cuántos sacerdotes se hacen del rogar para predicar un sermón! La tibieza en este punto
es muy grande; el celo por mi gloria muy mezquino y la preparación en muchos de mis
sacerdotes, muy mediocre.
En los Seminarios y Noviciados se debe explotar mucho este elemento tan capital para mi
gloria, pero con las condiciones dichas. Quiero sacerdotes sabios, pero humildes; instruidos,
pero sin vanagloria; hombres de oración y santo celo que hagan guerra a Satanás,
descubriendo a las almas sus traiciones; almas interiores y virtuosas que lo que digan, lo
hagan; que lo que prediquen, lo hayan practicado primero.
Quiero sacerdotes de luz, almas puras, mortificadas, penitentes, que más que con las
palabras, atraigan con el ejemplo, derramando en toda ocasión el perfume, el buen olor de
Cristo crucificado.
Pidan que esa chispa celestial incendie, active y prenda el fuego santo en las almas
sacerdotales.
Pidan para que muera la inercia, el egoísmo, la apatía, la pereza y el tedio en los corazones.
Pidan para que, sacudiendo el letargo que a muchos invade, se lancen sin más interés que
el darme almas, y en ellas consuelo, a trabajar por puro amor en mi Viña, que Yo sabré en
mi largueza recompensarlos”.
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Aquí también estoy Yo siempre con vosotros. Lo estoy unida en la oración para enseñaros
a orar bien, para animaros a pedir sin interrupción por todos mis pobres hijos extraviados,
pero no definitivamente perdidos. Los salvaré por vuestro medio; por eso necesito de
vuestra oración.
Estoy aquí para ayudaros a que os améis cada día más. Soy la Madre que enciende en
vosotros el deseo de conoceros, que os impulsa a amaros, que os invita a estar unidos y que
cada día va haciendo más fuerte la unión entre vosotros.
Estoy aquí para formaros en la vida de unión Conmigo. Ya que por vuestra consagración me
pertenecéis, ahora realmente puedo vivir y manifestarme en vosotros, especialmente
cuando habláis como Sacerdotes a mis hijos.
El Espíritu Santo es quien os sugiere todo; pero es la Madre la que da palabra y forma a
cuánto el Espíritu Santo os mueve a decir para que llegue al Corazón y al alma de los que os
escuchan, en sintonía con su capacidad de recepción y sus necesidades espirituales.
LA EMBRIAGUEZ
Es un vicio que entorpece y mancha, que mata a la vida del espíritu y la luz de la fe y avasalla
todo para satisfacerse. Es un vicio con séquito: lleva impureza y mil torpezas nefandas y
apaga la caridad en los corazones.
El corazón del sacerdote, más que ningún otro, debe arder en las tres virtudes teologales
muy principalmente; y la embriaguez opaca estas virtudes y hasta llega a destruirlas; pero
¡ay del sacerdote que pierda este infinito tesoro, porque no le quedará más que un infierno
eterno!
Muchos de mis sacerdotes tibios, arrepentidos de llevar la dignidad santa que Yo les di,
braman contra ella, si no exteriormente, si en su interior que Yo veo, porque los priva de
muchos apetitos malos y les exige una vida angélica y santa.
Estos, generalmente, son los que se lanzan desesperados a embotar sus sentidos, para no
sentir el peso de la vocación sacerdotal que les oprime.
Y Yo, ¿qué sentiré al ver pisoteada semejante gracia de la vocación sacerdotal? ¡Qué herida
tan honda para mi Corazón de amor!
¿Sentir que es carga, una gracia tan insigne?... ¿Tirarme a la cara ese don celestial?...
¿Arrastrar por el suelo, esa predilección que no tiene nombre?
¡Hasta dónde llega la ingratitud de quienes más amo sobre la tierra! ¿Cómo no chorrear
sangre mi Corazón tan fiel con semejantes deslealtades?
Dejen que derrame en su alma la amargura de la Mía, que me lacera, que me tritura, que
me da la muerte, que no muero de dolor sólo porque soy Dios, porque ya morí como
hombre y por los hombres.
Mi Iglesia llora la pérdida de sus sacerdotes; María gime, y Yo busco sangre para borrar esos
crímenes ante mi Padre celestial, para detener sus iras, para redoblar mis gracias sobre esas
desgraciadas almas, que se pierden por ese vicio de la embriaguez y que aborrecen su
vocación.
¡Que acudan al Espíritu Santo, que limpien su alma para ver a Dios en ella; que se renuncien,
que se venzan, que obedezcan, que se humillen, que clamen misericordia! ¡Cuántas almas
se alejan de Mí por el escándalo que mis sacerdotes les dan embriagados y que no han sido
capaces de vencer el vicio!
Una cadena de almas arrastra al mal un sacerdote indigno del nombre que lleva.
¿Cómo aconsejar la templanza al que no la tiene? ¿Cómo aplicar los santos sacramentos el
que no está en sus cabales por el alcohol? ¿Cómo tomar en sus indignas manos mi Sangre,
para aplicarla a las almas, quien sacrílegamente se la toma deshonrándola?
¿Cómo decir Misa, y hasta a veces gozándose en el licor material que va a consagrar, el que
tiene ese vicio que me repele (que hasta ahí abusa de la cantidad), que repugna a la infinita
limpidez de mi ser?
A veces, con torpeza material y no en sus cinco sentidos, hay quien celebre tan alto
sacramento: y esto no puede nadie comprender hasta qué grado de repugna bajar a
aquellos labios que apenas saben lo que dicen; a aquellas manos manchadas, a aquel
corazón más negro que la noche.
Pero Yo, al oír pronunciar las palabras de la Consagración, siempre bajo, siempre opero la
transubstanciación, siempre transformo al sacerdote en Mí.
Y ¡qué sentiré cuando el sacerdote está lleno de brumas y encadenado a este vicio
detestable de la embriaguez? Éstos son los martirios que oculto en mi Corazón: ¡cuánta es
mi felicidad en cumplir mi palabra de bajar a los altares! ¡Oh amor infinito con que
voluntariamente me he atado, obedeciendo siempre las palabras del sacerdote al
consagrar, por más indigno que este sea!
¡He aquí un viso de mi amor si cálculos, de mi infinito amor, que sabiendo lo que había de
sufrir en las Misas me ofrecí y acepté gozoso este papel de Víctima, este misterio con todas
sus consecuencias y sólo por estar cerca de las almas, para darme a ellas en el Sacramento
del altar, para hacerlas felices, para que mi Iglesia tuviera en Mí al tesoro de los tesoros!
Pasé por todo con tal de que el hombre tuviera un Jesús – hostia, sacrificado por su amor;
no sólo en la institución de aquella memorable noche en el Cenáculo, sino Crucificado en lo
más íntimo de mi alma por los mismos míos que debieran ser otros Yo y que no lo son.
Sólo Yo sé lo que sufro, lo que cubro, lo que disimulo, lo que perdono, lo que detengo ante
un cielo airado con los sacerdotes culpables. Sólo Yo, sólo María contempla y presencia
dolorida estos crímenes inauditos, sabemos el alcance de tan horribles ofensas que hacen
temblar al cielo.
Es la vía del Calvario, que también vosotros debéis recorrer, llevando cada día vuestra cruz
y siguiendo a Jesús hacia la consumación de la Pascua.
Entonces me daréis también a Mí una poderosa fuerza de intercesión, con la cual podré
forzar la puerta de oro del Corazón de mi Hijo para derramar la plenitud de su Misericordia
(…).”
LA AVARICIA
“Otro punto muy doloroso para mi Corazón, que todo es bondad y caridad, es el de la
avaricia en mis sacerdotes; el ver a corazones apegados a lo que no es el fin santo de su
vocación al altar.
Este despreciable vicio se enseñorea de muchos y a tal grado, que comercian hasta con lo
divino de la Iglesia que no les pertenece, hasta con lo espiritual que se da de balde, que es
mío, que Yo lo compré con toda mi Sangre en el Calvario.
Y si la avaricia exterior es tan odiosa en un sacerdote, y que debe quitar a toda costa, ¿Qué
será la avaricia en lo santo, ese robo a Mí mismo por especular con lo mío que no le
pertenece y que solo he puesto mis tesoros en sus manos para que los reparta
desinteresada y amorosamente en las almas?
Ese horrible vicio va directamente contra el Ser de Dios mismo, de la Trinidad Beatísima.
Del Padre que dio nada menos que a su Hijo divino, que lo regaló al hombre en mil formas
para su servicio, para su imitación, para su consuelo, para su salvación eterna.
Entonces, ¿por qué mis sacerdotes no imitan a Dios, no imitan la munificencia de mi Iglesia
que es toda para todos, que abre su seno maternal, sus arcas, sus tesoros inmortales, sus
sacramentos y que me regala hasta a Mí mismo para quien me quiera tomar en la
Eucaristía.
De día y de noche y siempre está dando esta Iglesia amada su leche, su comida, su vida, sus
celestiales tesoros, Ella da siempre aunque no reciba; Ella regala cuanto tiene, hasta un cielo
y no quiere tener en su seno ni a su servicio almas egoístas, almas tacañas que se cuidan
mucho de dar y menos de darse como debieran, en su sagrado misterio, a las almas.
Mucho ofenden a mi liberalidad estos pecados de avaricia espiritual en mis sacerdotes. Ellos
son, como el Espíritu Santo, como mi Padre, padres de los pobres y no sólo deben dar, con
toda buena voluntad, los auxilios espirituales, pero aun es de su obligación dar, y aun buscar
auxilios materiales hasta donde sus fuerzas y haberes se lo permitan.”
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La humanidad ha caído bajo el dominio de Satanás y de su gran poder, ejercitado con las
fuerzas satánicas y de masónicas; Mi Iglesia ha sido oscurecida por el humo que han entrado
dentro de ella.
“Un gancho de Satanás para los sacerdotes es que cuando encuentran almas perfectas se
les pegan interiormente con el santo pretexto, aunque interior, de aprender de ellas, de
que Yo les comunique algo por su conducto.
Muy peligroso es este camino. Cierto es que hay almas más santas que las de algunos
sacerdotes; cierto que tienen que aprender de ellas; pero de esto, a encariñarse con ellas,
hay un paso y el sacerdote y la dirigida deben estar muy alertas en su corazón y tenerlo a
raya y aumentar su oración y tocar el sacerdote muy sobrenaturalmente a aquella alma,
porque ¡cuánta tierra se mezcla con lo divino!
¡Cómo Satanás ofusca en este delicado punto y hace ver lo no recto con todos los visos de
que lo es!
Y así comienzan muchas direcciones y confesiones que al jugar con fuego llegan, cuantas
veces, a quemarse!
Mucha gloria que me quitan los sacerdotes en las almas cuando se quedan ellos como fin y
no como medios que las conduzcan a Mí. Cuidado con robarme corazones, cuidado con
entibiar el fervor en las almas por dejar mezclarse la tierra.
Muchas espinas tiene mi Corazón en este punto de poner en las almas tierra, atoramientos
con el confesor, cariños que si no manchan, empolvan y quitan el brillo humanizando.
Claro está, que los confesores y directores deben tener cierto atractivo santo y espiritual
para con las almas; pero en su deber, en su rectitud, y hasta en su talento debe estar muy
clara la raya que separe lo humano de lo divino, lo divino de lo humano.
En el sacerdote está el poner un ‘hasta aquí’ y no dejar pasar de ahí los corazones; le propio
y los ajenos. Sólo Yo, sólo en Espíritu Santo tiene derecho absoluto, campo abierto para con
las almas. ¡Cuidado, repito, con engañarse!
Este campo, ordinario y extraordinario, como les digo, tiene innumerables peligros que dan
acceso a que Satanás coseche frutos para él, y con pinzas se deben manejar a las almas y,
sobre todo, con la coraza de mucha oración, de mucha pureza de alma, y de ayuda del
Espíritu Santo.
Tiene forzosamente los sacerdotes que recorrer esta senda de confesonario, y muchos, de
direcciones espirituales; es su deber, pero espinoso deber, erizado camino en el que tienen
que poner sus plantas sin lastimarse ni lastimarme.
Con estudios serios del caso, con cierta experiencia y astucia, con santidad personal y vida
de unión con Dios, se pueden manejar a las almas y llevarlas directamente a Mí sin temor.
Estas cualidades deben tener los confesores y los directores sobre todo. Conocimiento
práctico de la vida interior; conocimiento práctico del corazón humano, y mucho Espíritu
Santo que sea el velo, el intermedio entre el confesor y la confesada, entre el director y la
dirigida.
¿Cómo dar a Dios, quien no tiene a Dios y en los grados que debiera tener a Dios?
¿Cómo tocar las profundidades de un alma pura, el que no ve más que la superficie de la
vida espiritual?
¿Cómo internarse en regiones intrincadas, en las que el Espíritu Santo y Satanás se disputan
el puesto, los directores que solo conocer la corteza de las almas?
¿Cómo conocer los engaños del demonio y sus astutas redes y la sutileza de sus procederes,
¡Tantos!, los que no tienen la luz de lo alto, la del Espíritu Santo?
¿Cómo dirigir acertadamente los que no tienen el don de consejo ni lo han pedido ni se han
hecho capaces, no digo dignos de recibirlo?
¿Cómo conducir un ciego, un miope en la vida espiritual, a las almas que se le confían?
Mucho tengo que lamentar en este punto capital de las almas en el que mis sacerdotes,
muchos, se dan de cabezazos y no aciertan ni a comprender ni ha llegar al fondo de los
corazones ni a discernir en los espíritus el trabajo del demonio ni en el Espíritu Santo.
Y por esto, ¡cuántos designios de Dios en las almas se quedan truncos, cuánta vida espiritual
se pierde y muere por culpa de mis sacerdotes!, por su falta de estudios, por su falta de
virtud, de oración, de vida interior y de trato íntimo Conmigo, de luz, de Espíritu Santo. Y al
tocar este punto del Espíritu Santo, diré que lo contristan mis sacerdotes muy
frecuentemente en muchas cosas: en adelantarse a su acción en las almas al abrogarse
derechos que no tienen, en querer ser más que Él, en cierto sentido, por no esperar que
obre en los corazones y atropellar su acción, quitar sus derechos, disponer de los corazones
como si no tuvieran un Dueño superior que las gobierne y las rige.
El papel del director es ir detrás del Espíritu Santo y no adelantarse a Él. Es pedirle sus dones
y vivir subordinado a su acción en él y en las almas; es vivirlo y respirarlo, ser su nido, tener
su luz, y vivir una vida toda sobrenatural y divina.
No todos los sacerdotes pueden ser directores si no tienen las condiciones para ello, porque
se hacen acreedores a muchos fracasos; pero si, todos los sacerdotes deben procurar serlo
para mi servicio íntimo en las almas, pero con las condiciones dichas.
Muy difícil es ser un buen director espiritual, prudente y santo, pero no cuando Yo ayudo,
cuando se tiene gracia de estado, virtud y Espíritu Santo.
La vida mística se detiene por falta de directores santos y esto es una merma para los fines
de mi Iglesia, ¡pero se desarrollará bajo estas condiciones y dará grande gloria a la
Trinidad!”
Mortificad vuestros sentidos para que podáis ejercitar el dominio sobre vosotros mismos y
sobre vuestras pasiones desordenadas.
“¡Y esto no es tan solo para el mundo en donde el sacerdote debe vivir! Sino también, y
muy principalmente, en el trato exterior e intimo con las religiosas.
Ahí lo espera Satanás, muchas veces transformado en ángel de luz, para perderlo, para
mancharlo, para encariñarlo con lazos que comienzan por espirituales y acaban por amores
no santos.
En este punto deben estar muy alertas los Obispos y los superiores de comunidades. Hay
ahí más de lo que se figuran; hay mucho malo que a Mí me hiere en esos tratos íntimos con
las almas, pero que muchas veces también entran los cuerpos y los corazones para convertir
y aparentar con capa de santidad lo que está muy lejos de serlo.
Cuántos peligros hay en este punto tan capital en mí Iglesia; cuántas desorientaciones en
almas que sólo me veían a Mí y después miran a otro que no soy Yo, y que debiera ser Yo.
Satanás tiene su campo favorito en este punto y se goza en sus malignos engaños, en sus
hipócritas procederes al cubrir de santidad lo que es diabólico.
Transformado en ángel de luz engaña a ambas partes y con el caramelo y con el atractivo
de lo extraordinario, detiene y entretiene y revuelve y ofusca, sacando para su cosecha lo
que pretende.
No siempre mancha, pero sí empaña; no siempre triunfa, pero siempre alborota; no siempre
su veneno mata, pero sí enferma.
A Satanás le gusta, con toda su hipócrita malicia, imitar lo santo: y aquí tiene sus redes y
engaña muy pausadamente, muy sutilmente a sacerdotes y dirigidas, y se necesita mucha
luz de arriba para conocerlo, desenmascararlo, y despreciarlo.
Pone el cebo de lo santo a las almas buenas para traicionarlas después; pone en juego todo
su arte para imitar lo divino, siendo todo compuesto de su infernal malicia para perder las
almas.
¡Cuidado!, ¡cuidado para ellos y para ellas! Que esas almas, escondidas y ocultas, son las
más a propósito para incendiarse, engañadas primero, y al descubierto después cuando ya
están cogidos por Satanás.
Cuando menos, puede haber cariños que detienen y entretienen tontamente para enfriar
poco a poco la vida de intimidad Conmigo. Este punto es muy resbaladizo y Satanás se goza
en sus innumerables conquistas al mermar lo que es mío y hasta arrancar de mis brazos
almas buenas que me consolaban.
Mucho cuidado en este punto tan delicado de tanta trascendencia para sacerdotes y para
las almas. Y si los Obispos deben vigilar las relaciones exteriores, deben también, con toda
prudencia y tino, tocar, hasta donde les sea permitido, estas llagas interiores
remediándoles.
Este trato íntimo, tan necesario en los confesonarios y en las direcciones espirituales, tienen
sus escollos, tiene sus peligros y necesitan mucha virtud, mucha pureza, y mucha unión
Conmigo las almas para ver en los sacerdotes sólo escalas para ir a Mí sin detenerse en el
camino.
******************
Vive hijo mío, de tal manera que pueda derramar sobre ti toda la ternura de mi Corazón
Inmaculado y dolorido (…)
Cualquiera que te mire, te escuche, pase por tu lado, debe poder sentir que llega a su alma
una ráfaga de este perfume sobrenatural, de la ternura que el Corazón de Madre siente
hacia todos sus Hijos. Por eso te quiero verdaderamente despegado de todos. No busques
otras voces ni otros apoyos. ¿No sientes que Yo misma te hablo y te conduzco? Mi Corazón
Inmaculado será tu único consuelo y sólo de éste Corazón te vendrá todo aliento.
ESTUDIO
“Lo que mucho perjudica a mis sacerdotes es la falta de estudio; esa ciencia inagotable que
nunca deben abandonar. Los libros santos y buenos son la salvación de los sacerdotes y el
amor a ellos los librará de muchos males.
Aparte de que un sacerdote debe ser instruido y completo en sus estudios para poder
aconsejar acertadamente y sólo por servir a Dios y a las almas; estos estudios constantes
repito, lo librarán de peligros sin cuento.
Pero en la ciencia también hay escollos y peligros para el orgullo, sobre todo en la poca
ciencia.
Para dedicar un tiempo a los estudios, necesitan recogimiento, y ésta es una virtud
indispensable para el corazón y para la vida exterior del sacerdote. La disipación mata la
inteligencia o la amortigua para el estudio, y entorpece la voluntad.
En su trato exterior debe el sacerdote ser amable y sencillo, todo para todos; pero ha de
conservar el recogimiento interior y la presencia de Dios.”
Pero en la ciencia también hay escollos y peligros para el orgullo, sobre todo en la poca
ciencia.
************
Vivid sólo, con perfecto amor y perfecto abandono, el presente que Yo misma –momento
por momento- dispongo para vosotros, hijitos míos.
Por eso acostumbraos a no mirar a las cosas, sino a Mí sola. No indaguéis lo que os espera,
las vicisitudes tan atribuladas de este tiempo vuestro. No miréis todo lo que muchos hoy
obran contra mi Hijo y contra Mí y se disponen a hacer contra vosotros.
“Quiero humildad en mis sacerdotes. Pido mucha humildad para mis sacerdotes; viven en
un ambiente de adulación, de diplomacias, de alabanzas, -¡cuántas falsas e hipócritas!-, y
necesitan de un gran contrapeso de humildad y de propio conocimiento para no levantarse,
pues son hombres; más que nadie necesitan mansedumbre, paciencia y humildad.
Cuántas almas se alejan de los sacerdotes por su mal carácter, por la frialdad en su persona
y en sus palabras que hielan y cortan la confianza. Sólo Yo sé las veces que se deja trunca la
acción divina en las almas por un solo acto de estos, por un capricho, o comodidad y molicie
del sacerdote, por su poca paciencia y amabilidad. Cortan la confianza a las almas, repito;
las alejan de los confesonarios, de los sacramentos, y dan además ocasión de escándalo, de
murmuraciones, que no se detienen sólo contra los sacerdotes imperfectos y de poca
virtud, sino que se pasan a lo santo, a lo divino, a lo mío, y me ofenden.
Muy delicado es el papel del sacerdote en las almas, por eso, más que nadie, necesitan los
sacerdotes de abnegación, de dominio propio, de dulzura, de caridad y de muchas virtudes
en el ejercicio de su ministerio y en su trato con las almas.
¡Qué difícil es el papel del sacerdote! Pero Yo le ayudo en todos sus ministerios. Debe ser
amable sin rebajarse; dulce, con energía; atractivo con límites; paciente con discreción;
suave con limitación y prudente, siempre”.
************
¡Anunciad siempre con fidelidad y claridad el Evangelio que vivís! Vuestro hablar sea: “Sí,
sí; no, no”; lo demás viene del Maligno.
“Todos los sacramentos purifican, porque llevan algo divino: llevan mi Sangre, llevan nada
menos que la influencia viva y palpitante de la Trinidad; en todos campea muy
principalmente el Espíritu Santo. El Padre fecundando; el Hijo, redimiendo; el Espíritu Santo,
santificando. Y los sacerdotes que apliquen estos sacramentos deben estar sin mancha,
porque imparten tesoros del cielo sobre los cuerpos y sobre las almas; ponen mi sello divino
en los corazones; lavan con mi Sangre y dan eficaces auxilios de gracias a quienes los
reciben.
Yo quisiera que al impartir mis Sacramentos, los sacerdotes se hicieran en cargo de su papel;
con más razón los Obispos a quienes está reservada la confirmación y las Órdenes sagradas.
Que cada sacerdote piense de antemano lo que va a impartir, que son las riquezas
espirituales del cielo; que no se atreva jamás a tocar lo santo con manos y corazones que
no lo son.
No quiero escrúpulos que dañan a las almas y que detienen las gracias; solo pido rectitud y
un corazón puro al impartirlos.
Curas, vicarios y todos los que impartan a las almas lo divino tienen obligación de estar
divinizados, porque me representan a Mí.
También los pecados veniales me ofenden, y en su delicadeza para Conmigo, deben tocar
lo puro purificados. Tienen muchos medios en la Iglesia para limpiarse.
Sí; hay mucho descuido y laxitud en esto; ya no hablo aquí de sacerdotes en pecado mortal,
que ya saben lo que acumulan en sus impuras almas ejerciendo actos de su ministerio con
culpa grave; pido también que los sacerdotes buenos se limpien más y que no toquen ni a
la Trinidad ni a la Eucaristía, en los sacramentos, con corazones menos limpios.
Todo en mi Iglesia debe inspirar pureza, luz; porque Dios es luz y sus irradiaciones en la
Iglesia y en las almas son de claridad, de pureza.
Todo lo que no es luz no es Dios; todo lo que no es puro es satánico, porque Satanás es
antagonista de la luz; por eso en él y en los suyos todo es doblez, oscuridad y tinieblas. Uno
de los caracteres de Satanás consiste en lo tenebroso de sus procederes; y en la oscuridad,
engaña, transforma y oculta. Su hipócrita táctica es siempre velar, empañar el alma, llenarla
de humareda, ocultarle sus perversos fines y envolverla en tinieblas.
Pero mi Iglesia es luz y las almas que son mías deben ser de luz, de claridad,
transparentándome a Mí, transparentando el cielo. Todo lo tenebroso no es mío, todo lo
compuesto no es mío, que soy simplísimo; y mi doctrina nace de la unidad toda pura y trata
siempre de unificar las almas en Mí, en un solo rebaño y un solo Pastor.
Quiero quitar de mi Iglesia los abusos e indelicadezas de los míos en el modo de impartir
los sacramentos, de observar las rúbricas, de unificar el sentir de los sacerdotes con sus
Pastores. Esa unificación es muy necesaria y no existe en muchos de los corazones de los
sacerdotes con su Pastor; de esto se derivan grandes males.
Quiero afirmar estos puntos en mi Iglesia; quiero evitar ofensas a mi Padre y castigos para
los pueblos, que muchos vienen por este lado que parece pequeño y no lo es.
Quiero delicadezas en los míos y unión con sus almas tan escogidas y amadas de mi Corazón.
Quiero sacerdotes celestiales, tales como los necesita mi Iglesia y ha concebido mi Corazón.
Para esto doy estos puntos generales y particulares, para que los pongan en práctica
quienes deban.
Así lo espero, que yo cuando pido doy. Ya he comenzado a sentir los efectos consoladores
de algunos corazones”.
Que el Espíritu Santo y la Virgen María los transforme en otros Jesús,
*************
“Otro punto que me contrista en muchos de mis sacerdotes, es el poco amor y el poco
respeto que tienen muchos al adorable Sacramento de la Eucaristía en la que ellos tienen
tanta parte.
Poco amor en vivir alejados de los Sagrarios sin visitarme, sin consolarme, sin esa íntima y
perfecta amistad, más que de amigo, que Conmigo debieran tener. Prefieren las creaturas
y los negocios a un rato de gozar de mi presencia -¡y Yo que tanto los amo!-, y dan además
mal ejemplo a los fieles con su frialdad glacial hacia el Sacramento del amor.
Dicen muchos sacerdotes su Misa y hasta el día siguiente vuelven a acordarse de que existo
sacramentado –por su amor, principalmente- en los altares. Este olvido, nacido de la
indiferencia que existe en sus corazones, me hiere en lo más íntimo.
Los dos, él y Yo, por mi infinita predilección, tenemos parte en la Eucaristía, por la
consagración de la hostia en las Misas, en las que no tan sólo me presta su concurso el
sacerdote, sino que, identificado Conmigo, es otro Yo, es decir, es entonces Yo mismo al
consagrar en ese misterio de amor que se realiza en la transubstanciación.
Éste debiera ser un motivo más para que mis sacerdotes, con más fervor que nadie,
adoraran la Eucaristía, porque más que nadie saben ellos el estupendo milagro de amor que
ahí se ha obrado; pero ¡cuántos corazones de mis sacerdotes no se detienen a considerar
ni a penetrar ni a agradecer ese portento de amor que muchos fieles tienen más en cuenta
que ellos! Esta frialdad, indiferencia e ingratitud de los míos lacera mi alma.
¡Cuántas veces los veo Yo, contristado, alejarse de Mí y preferir la tierra al cielo! ¡Cuántas,
su disipación, el atractivo de las creaturas y del mundo los aleja de los tabernáculos! Y sobre
todo, los sacerdotes sacrílegos quisieran que no existieran los Sagrarios en la tierra, porque
les dan en rostro y huyen de lo único que pudiera salvarlos: ¡mi compañía!
Y ¿por qué me hiere tan hondamente esta indiferencia en los que debieran arder, en los
que debieran tener sus delicias en los Sagrarios y vivir de su calor? Porque todo esto les
viene de la falta de amor, y la falta de amor les trae la tibieza en mi servicio. Pero esta falta
de amor les viene de la falta de oración y vida interior, de las manchas del alma, que dejan
acumular tranquilos, sin ese ahínco de tener pura la conciencia.
Un punto capital del enfriamiento para Conmigo es la soberbia. ¡Ay! esto casi no se toma
en cuenta por las dignidades de mi Iglesia, por los que se llaman míos: ¡y es tan frecuente
que se crean superiores a todos! Claro está que su dignidad los eleva sobre todos los
cristianos, pero también sus virtudes debieran ser superiores a las de todos los fieles.
Manejan mis tesoros con cierta arrogancia y altanería, como si fueran propios y no tuvieran
obligación de impartirlos a las almas, puesto que son tesoros del cielo.
Muchos se creen superiores al resto de los mortales, sin pensar ni tener en cuenta que me
representan y que Yo vine al mundo a servir y no a ser servido. De la dignidad a la soberbia
hay un paso, y si no están mis sacerdotes bien fundados en la humildad, caen en este escollo
muy frecuentemente, y lastiman mi Corazón.
Si Yo soy su ideal, si soy su modelo, ¿por qué no imitarme? Ellos no son los soberanos, Yo lo
soy, y gran predilección mía es el haberlos escogido entre millones para mi servicio y gran
honra es para ellos el que ponga los tesoros de mi Iglesia, mi misma sangre redentora en
sus manos. ¡Modelo, Maestro y Rey humilde y manso, Rey obediente en sus manos, y el
mismo perdón de Dios! Soy el Sacerdote eterno a quien debieran copiar.
¡Que deber tienen los sacerdotes de recorrer las etapas de la escala mística que los
transforme en Mí!
También les falta no sólo amor, sino respeto al Santísimo Sacramento; y éste es otro punto
doloroso, entre tantos, que también lastima de una manera muy íntima mi delicadeza y mi
ternura; pero esta falta de respeto en mis sacerdotes se deriva de la falta de amor y de la
tibieza de su fe.
¡Como se impacientan muchos por tener que dar la comunión y con qué fastidio y malos
modos la dan a veces! ¡Más valiera que no me tocaran y que dejaran con hambre a las
almas! ¡Cómo dejan caer las partículas con descuido inaudito, con precipitación y sin
preocuparse siquiera! ¡No hay esmero, no hay pulcritud, no hay limpieza, no hay respeto,
no hay amor…en tantas ocasiones diarias, al manejar mi Cuerpo sacratísimo que debiera
ser tocado con delicadeza y ternura! ¡Si Yo les hiciera ver las veces que por descuido
culpable caigo al suelo y soy pisoteado! Todo esto me contrista muy hondo y ofende muy
profundamente a mi Padre y a María.
Esta manera de tratar lo santo y al Santo de los Santos me lastima en lo más íntimo del
alma. ¡Les sirvo de carga en muchas ocasiones a mis sacerdotes tibios! Y esto es para mí
delicadeza horrible sufrimiento.
Eso de ver y sentir que les soy pesado, que les soy molesto en el servicio de las almas, a las
que por deber están consagrados, me llega a lo más íntimo!
¡Estorbar Yo que todo soy caridad y ternura! ¡Serles carga Yo qué cargo sus tibiezas, sus
indiferencias y sus pecados para blanquearlos! Estos sacerdotes que así obran sólo llevan el
nombre y están muy lejos de serlo, aunque lo parezcan.
Estos sentimientos dolorosos tan íntimos me hacen sufrir y los descubro para que me
acompañen a sentirlos.
¡Nadie se imagina lo que sentiré Yo (siempre dispuesto a favor de las almas) al ver que les
sea pesado a mis sacerdotes confesar, dar la comunión, llevar viáticos, impartir, en fin, mis
sacramentos; manejar mi Cuerpo, mi Sangre, aun mi Divinidad en ellos con esos malos
tratamientos, fastidiados, airados, sin devoción, por salir del paso, pensando en otras cosas,
y sobre todo, sin amor!...
¡Ay! ¡Si Yo descubriera hasta el fondo esas penas íntimas, delicadas e internas de mi Corazón
de hombre que tan afinadamente siente las indelicadezas de los míos! Pero si siento como
hombre, con Corazón de hombre esos desprecios, ¿qué sentiré como Dios hombre que soy
con toda la finura de la Divinidad ofendida?”
***********
Pastores de la Iglesia, Obispos por Cristo al frente de la guía de su grey, abrid los ojos a este
mal que se difunde por todas partes en la Iglesia como un terrible cáncer.
Intervenid con valor y celo, para que el Sacramento de la Reconciliación pueda volver a
florecer en toda su plenitud y así las almas sean ayudadas a vivir en Gracia y la Iglesia sea
curada de sus llagas sangrientas de los pecados y de los sacrilegios que la recubren por
entero como una leprosa.
Muchos confesonarios sirven para comercios infames, y para activar malas pasiones. Se
cubre con lo santo, con lo que debiera ser intachable, muchos crímenes nefandos, muchas
citas no santas y se concertan atrocidades de horribles consecuencias para la Iglesia y para
las almas.
Se toman también los confesonarios como instrumentos para cariños humanos, para
alabanzas mutuas, se sostienen almas que buscan al confesor y no a Mí en ellos: manchan
este lugar sagrado con chanzas y conversaciones nada dignas de ese santo lugar.
Éste es otro suplicio, entre tantos que sufro en mi Iglesia, que soporto en silencio sin retirar
mi poder; ¡el poder de todo un Dios!, como es el de perdonar el sacerdote los pecados,
representándome.
Abre el cielo a las almas, el sacerdote indigno y se lo cierra él; perdona, en mi Nombre
bendito, el que no pide perdón al cielo.
Abusa de mi confianza, y si éste es un crimen aun tratándose en lo humano, pues ¿qué será
tratándose de lo divino, de lo que me costó la Sangre y la Vida?
Espejos donde los fieles se miren deben ser mis sacerdotes, pero ¡cuántas veces las almas
no ven en ellos sino intolerables defectos en su dignidad, y hasta pecados en sus inicuos
procederes!
¡Pidan por mis sacerdotes culpables! Pidan luz para que considerando profundamente mi
papel, siempre de Víctima, se compadezcan ellos de Mí; ¡siquiera mis sacerdotes que deben
ser mi corona, que no agreguen hiel a la que me dan los mundanos!”
*********
“A los Sacerdotes,
hijos predilectos de la Virgen Santísima.”
Los terribles azotes romanos abrieron en su cuerpo heridas profundas, de las cuales brotó
en abundancia la sangre que lo recubrió de un manto purpúreo. La corona de espinas
atravesó su cabeza de la que brotaron regueros de sangre, que descendieron, recubrieron
y desfiguraron su rostro.
“Tan desfigurado estaba que no tenía aspecto de hombre” (Is. 52, 13).
“¡Y los pecados de escándalo de mis sacerdotes qué inmensidades abarcan!, ¡qué gloria
me quitan, y de cuán honda manera traspasan mi Corazón!
Es incalculable para el hombre, el radio que abrazan esos pecados de escándalo de mis
sacerdotes, y sólo en le eternidad, a la vista de aquella gran luz, alcanzan a ver el casi infinito
mal que produjeron con estos pecados innumerables. Y digo innumerables, porque un
pecado de escándalo de sacerdote, se multiplica y alcanza generaciones.
¡Quien lo creyera!, más me duelen a Mí los pecados ocultos, las culpas secretas que sólo Yo
veo porque van directamente, maliciosamente, a atacar mi predilección, mi confianza, mi
herido amor de elección. Estos pecados ocultos que nadie ve son los que más hieren a mi
alma de azucena; los que más lodo arrojan contra la Divinidad.
Y ¿saben por qué? ¨Porque atacan la fe, ciegan la esperanza, y matan la caridad.
Me atacan los sacerdotes con esos pecados, en la fe, porque pecan como si no creyeran en
mi presencia, esencia y potencia; pecan directamente contra los atributos de la Trinidad.
Pecan contra el Padre que todo lo ve; contra Mí, le Verbo hecho carne, haciéndome sonrojar
como Dios-Hombre; pecan contra el Espíritu Santo, ala abusar en la tenebrosidad y
ocultamiento, de su confianza, al no importarles pecar y teniéndoles sin cuidado el denigrar
la santa unción con que fueron consagrados.
Pecan contra la Trinidad, pero en un radio incalculable para el hombre, pues Yo señalo los
puntos generales, pero los particulares de cada punto de estos abarca mundos de malicia,
de traición, de ingratitudes sin nombre.
Existen pecados ocultos de muchas clases que los sacerdotes cometen, y se gozan en ellos,
contra Mí.
¡Esos pecados, manchan tan hondamente!, ¡y me punzan a Mí, la Blancura sin par, tan
íntimamente!
Esos pecados, casi más que ningunos otros, sólo se borran con mucha Sangre Mía, porque
son acreedores a mucha venganza de un Dios ofendido. Y estos pecados, son los que a
Satanás más le complacen, los que busca con codicia infernal, los que arroja con cinismo
sobre mi Rostro, porque sabe que son los que más ofenden mi luz, mi claridad, mi nitidez,
mi blancura.
Las almas sacerdotales me consuela por estos pecados ocultos con el amor y la entrega.
Pero lo que Yo quiero decir, es que esos horrendos pecados ocultos, necesitan, expiaciones
especiales; torrentes, y no solo gotas de Sangre de un Dios y Hombre, para borrarlas.
Claro está que una sola gota de mi Sangre es igual, tiene igual poder, que torrentes de ella
misma, por la virtud divina que hay en Mí, Dios y Hombre, en razón de la unidad divina, que
alcanza su influencia hasta mi humanidad Sacratísima; pero es una manera de explicar, en
el lenguaje humano, la potencia expiatoria que necesitan esos crímenes ocultos en mis
sacerdotes, en los que se llaman míos.”.
*********
“A los Sacerdotes,
hijos predilectos de la Virgen Santísima.”
Durante las tres horas de desgarradora agonía, Yo permanecí, con Juan y las mujeres
piadosas, bajo la Cruz y juntos fuimos bañados por su preciosa sangre.
“Quiero una reacción viva, palpitante, potente y poderosa del clero, por el Espíritu Santo;
quiero renovar el fervor en corazones dormidos; quiero extinguir la impureza, el lucro, la
avaricia, la codicia, el mundo en fín, que se ha infiltrado en muchos corazones de los míos.
Este cúmulo de vicios en los corazones de los que me pertenecen hace que se entibie su fe,
y que vivan arrastrando su vocación sacerdotal.
Un sacerdote ya no se pertenece; es otro Yo y tiene que ser todo para todos; pero ha de
santificarse primero, que nadie da lo que no tiene, y solo el Santificador santifica.
Por consiguiente, si quiere ser santo como es su deber ineludible, debe estar poseído,
impregnado, del Espíritu Santo; porque si este divino espíritu es indispensable para dar la
vida de la gracia a cualquier alma, para las almas de los sacerdotes debe ser Él su aliento y
vida.
Si son Jesús los sacerdotes ¿cómo no han de tener el espíritu de Jesús? Y ¿cuál es éste, sino
el Espíritu Santo? Sus desalientos, sus tentaciones, su tibieza y hasta sus caídas vienen del
descuido punible que muchos tienen para la oración; porque viven aturdidos en las cosas
del mundo, o por el cúmulo de ocupaciones buscadas que les estorban; porque rebajan su
dignidad por su familiaridad por personas de quienes debieran hacerse respetar; por no
huir de las ocasiones; por dar lugar a las vanidades humanas; por su falta de mortificación
interior y exterior; por ver como secundarios sus sagrados deberes, como el Oficio Divino,
etc., sintiéndolos como pesada carga. Pero todo les viene por su disipación, falta de oración
y unión Conmigo; y esta falta tiene su raíz ¡ay! En la falta de amor, que es lo que más
contrista mi corazón.
Necesita ahora más que nunca el Clero del calor de sus Pastores, del cuidado de sus almas,
de procurarles retiros y ejercicios, y atracción paternal en todos los sentidos.
Satanás hace su cosecha con pecados ocultos, con ocasiones peligrosas, con finos lazos de
hipocresía traidora: las almas de los sacerdotes son su manjar más codiciado.
Que las almas oren y se sacrifiquen en mi unión por esa parte escogida que mucho necesita,
en estos momentos críticos, de oraciones y penitencias, de gracias especiales que se
comprar con dolor.
He querido dar a mi Clero una lección de amor; he querido herir en lo más íntimo el fondo
del corazón de los míos. Y si no, ve quienes están sufriendo en esta prueba por la que cruza
mi Iglesia; mis sacerdotes y religiosos. Y es que quiero purificarlos, acrisolar su virtud;
porque si mucho me hieren las ofensas ocultas, pero patentes a mis ojos, de los que
debieran ser solo míos.
Claro está que los buenos pagan por los malos, que hay almas inocentes que sufren las
consecuencias de las que no lo son, pero estas precisamente puras y limpias, son las que
están comprando gracias y apresurando el tiempo de la libertad y de la paz.
Los Obispos tienen que cargar las culpas de sus hijos, cómo Yo tengo que cargar las culpas
de los míos. Purgarán sus deficiencias culpables los que las tengan –Obispos y sacerdotes-
y se purificarán con sus penas el triunfo de la Iglesia y la santificación de los suyos.
No crean que todo es castigo en ésta época desoladora de la Iglesia, que mucho es prueba
para acrisolar la fe y la unión de los corazones.
Había mucha tierra en muchos de los que yo amo, y este sacudimiento general, será
saludable. Tampoco este sacudimiento general, será saludable. Tampoco crean que Yo no
veo los sufrimientos, ni escucho las plegarias, pero tengo mis tiempos, y estoy haciendo
reaccionar a muchos corazones dormidos.
El triunfo vendrá por el Verbo, por el Espíritu Santo en el Padre, por medio de María. Que
todos esperen confiados y serenos, la hora de Dios”.
*********
Pero todo esto, todo este horrible peso, todo ese muladar de basura, cae sobre mi Corazón;
y ¿qué hago?... ¡seguir, seguir en los millares de Misas sacrificándome; ocultando lo que me
hiere, lo que tengo a la vista, lo que he de cubrir con mi Blancura, lo que me ofende, lo que
se arroja con audacia increíble y hasta con malicia infernal sobre mi Rostro, sobre la misma
Divinidad!
¡Y prosigo bajando a manos impuras e indignas; y sigo mi constante crucifixión que derrama
gracias; y continúo de víctima expiatoria, y no me escondo airado, y no me niego, y salgo al
encuentro de dolor tan horrendo…! Y este es mi papel, de día y de noche, ante mis ministros
culpables, y ante un Dios ofendido, en cierto sentido, por Mí mismo, por otro Dios, Yo en el
sacerdote.
¿No se comprende ahora mi sed de descanso?... ¿No se palpa cómo no descanso con las
ingratitudes del mundo, pero sobre todo con las espinas más dolorosas y crueles que son
las de los míos?
Para remediar estos males hay que ofrecer al Verbo, que sacrificar a Jesús, que este es mi
papel desde la Encarnación hasta mi muerte, y en la Eucaristía, hasta el fin de los siglos. No
sólo fui Víctima en el mundo, sino que sigo siendo, porque ab aeterno, desde la Creación
del mundo, me ofrecí a mi Padre para ser Víctima, y en María confirmé mi ofrecimiento que
ha seguido en las Misas, y que quiero que siga en los corazones para bien de mi Iglesia y de
las almas.
Esto es lo único que exijo de mis sacerdotes, que me sacrifiquen puros; porque lo manchado
repugna con mi Blancura, porque mi martirio mayor es unirme con lo que no está limpio”.
********
Vivid como fieles discípulos de Jesús, en el desprecio del mundo y de vosotros mismos, en
la pobreza, en la humildad, en el silencio, en la oración, en la mortificación, en la caridad y
en la unión con Dios mientras sois desconocidos y despreciados por el mundo.
“No piensan tampoco los sacerdotes impuros en su obligación de unir, limpios, su sacrificio
al mío a favor de las almas del purgatorio. El sufragio más grande que por ellas puede
hacerse. Un sacerdote manchado ¿cómo podrá apagar con su sangre impura el fuego que
las acrisola? Claro está que el efecto expiatorio de esta sangre es mío, por lo divino que hay
en Mí; pero como sacerdote en la Misa es Yo por su transformación en Mí, tiene que ser
puro, tiene que ser santo para unir su sacrificio al mío, es decir, para ser Conmigo una misma
víctima a favor de mi Iglesia purgante.
No se dan cuenta los sacerdotes manchados de este otro aspecto santo, de esta santa
obligación que tienen de ser puros para purificar, de ser santos para satisfacer, de ser en
verdad sacerdotes para impetrar y alcanzar gracias del cielo. Porque no tan sólo en las Misas
que se dicen ex profeso por las almas del purgatorio deben concurrir estas condiciones en
el sacerdote, sino que en todas las misas se pide por las almas del purgatorio y cae mi sangre
preciosa en ese lugar para su alivio y descanso, y para conmutar sus penas.
El sacerdote, por este otro matiz que explico, tiene también parte en esta obra expiatoria,
en este sagrado deber para con la Iglesia paciente y purgante. ¡Y aun cuando solo fuera para
cumplir este deber tendría que transformarse en Mí, siendo puro, siendo víctima, siendo
santo!
Casi nunca se piensa en este punto capital de la Misa que se extiende no tan solo a la
humanidad entera en la Iglesia militante, sino también en las almas de los difuntos que
esperan anhelantes este rocío que purifica, vivifica y salva.
Para esto también los sacerdotes tienen que ser otros Yo, otros Jesús, en su transformación
en Mí. Pues mi Sangre porque es pura, es en esos momentos más que en ningún otro
expiatoria, si cabe decirlo; la del sacerdote –una con la mía- debe ser pura también: no debe
tener mancha esa alma que se transforma en la pureza inmaculada.
¿Cómo conmutar las penas de las almas del Purgatorio un sacerdote manchado, que merece
no purgatorio sino infierno?
¿Cómo tiene cara para ofrecerse en satisfacción de las venialidades, el que carga montañas
de pecados mortales?
¿Cómo apagar las llamas del Purgatorio el que lleva en sí mismo el fuego impuro y
consentido de la concupiscencia de la carne?
¡Ay! Quiero que estas verdades aterradoras para los sacerdotes y desoladoras para Mí, se
remedien, se extingan, y desaparezcan de los altares.
Aquí está otro secreto de los dolores internos de mi Corazón en los sacerdotes; aquí está
otro martirio íntimo, entre tantos que sufro en mis sacerdotes amados”.
**********