La Risa Del Vampiro

Descargar como docx, pdf o txt
Descargar como docx, pdf o txt
Está en la página 1de 12

«La risa del vampiro»: Robert Bloch; relato y análisis

«La risa del vampiro»: Robert Bloch; relato y análisis.

La risa del vampiro (The Grinning Ghoul) —a veces traducido como: La sonrisa del
vampiro o El vampiro sonriente— es un relato de vampiros del escritor
norteamericano Robert Bloch (1917-1994), publicado originalmente en la edición de junio de
1936 de la revista Weird Tales, y desde entonces reeditado en numerosas antologías.

La risa del vampiro, uno de los cuentos de Robert Bloch más tempranos de su vasta
producción literaria —fue escrito cuando tenía apenas diecinueve años—, relata la historia de
un eminente psiquiatra, ahora internado en un manicomio, como consecuencia de haber
tratado a un misterioso paciente, llamado Alexander Chaupin, un hombre alto, delgado, con
algún tipo de afección en la piel, que lo hacía lucir pálido y decrépito.

Chaupin padecía sueños recurrentes, y muy perturbadores, en los que era conducido a una
bóveda en el cementerio local, y desde allí hacia profundos túneles debajo del cementerio,
donde fue testigo de los ritos de adoración de una repugnante raza de vampiros: los Ghouls.

Lo preocupante del caso era que Chaupin consideraba que esos sueños eran recuerdos de
eventos reales. Esto lo llevó a consultar varios libros prohibidos, como el Necronomicón y
el De Vermis Mysteriis, para rastrear la historia de los Ghouls. En este contexto, convence a su
psiquiatra para que lo acompañe al cementerio, donde ambos finalmente se encuentran con
estas odiosas criaturas, y el propio Chaupin se revela como una de ellas.

La risa del vampiro pertenece a los Mitos de Cthulhu de H.P. Lovecraft. De hecho, los Ghouls
del relato son los mismos seres que aparecen en El modelo de Pickman (Pickman's Model).
Hay muchas referencias a los libros de los Mitos de Cthulhu, como el Cultes des
Goules, Necronomicóny Los Misterios del Gusano, pero también a otras criaturas de los Mitos
de Cthulhu, como Nyarlathotep, e incluso una mención al propio H.P. Lovecraft, bajo el
nombre Luveh-Kerapht.

La risa del vampiro.


The Grinning Ghoul, Robert Bloch (1917-1994)

El destino nos juega extrañas bromas, ¿no es así? Hace seis meses yo era un psiquiatra de
fama, y en la práctica de mi profesión gozaba de un éxito más que moderado; hoy soy un
interno en un sanatorio para enfermos mentales. En mi especialidad como alienista y médico,
habla confiado muchas veces a mis pacientes a la misma institución en la que hoy me
encuentro confinado, y ahora -¡ironía de las ironías!- soy su hermano en mi desgracia.

Y no obstante, en realidad no estoy loco. Me enviaron aquí porque quise decir la verdad, y no
era la clase de verdad que los hombres se atreven a revelar o a reconocer. Soy consciente de
que mi papel en el asunto me llevó a sufrir una fuerte depresión nerviosa, pero no me afectó
demasiado. Mi historia es cierta; lo juro -pero ellos no me creyeron. Naturalmente, no tenía
pruebas suficientes que ofrecer; no he visto al Profesor Chaupin desde aquella noche repleta
de acontecimientos del pasado Agosto, y mis subsiguientes investigaciones fallaron al acreditar
su pretensión a un puesto en Newberry College: Esto, no obstante, sólo atestigua la validez de
mi declaración; una declaración que me envió a este vergonzoso confinamiento, a una muerte
en vida que aborrezco.

Hay otra prueba concreta que podría dar si me atreviera, pero sería demasiado horrible. No
debo conducirles al mismo lugar de aquel cementerio desconocido, indicarles el pasadizo que
se abre bajo aquella tumba. Es mejor que sufra solo, que el mundo se ahorre el conocimiento
que destruye la cordura. Con todo, es difícil para mi vivir así, y a la monotonía de mis días se
añade el tormento sin fin de mis sueños nocturnos. Es por esto que he decidido escribir este
relato. Quizás el desarrollo de mi historia servirá de algun modo a aliviar el difícil peso de mis
recuerdos.

El asunto empezó un día del pasado Agosto en mi oficina de la ciudad. Aquella mañana había
sido una aburrida espera, y la larga y cálida tarde llegaba a su fin cuando la enfermera hizo
entrar al primer paciente. Era un caballero que venía a verme por primera vez; un hombre que
se presentó como el Profesor Alexander Chaupin, de Newberry College. Hablaba de una forma
sibilante, con un peculiar acento extranjero que me hizo presumir que no era natural de este
país. Le invité a que se sentara y procuré estudiarlo rápidamente mientras aceptaba mi
invitación.
Era alto y delgado. El cabello comenzaba a blanquear, tirando a platino, aunque por su aspecto
general aparentaba tener unos cuarenta años. Sus ojos verdes, vacilantes, se hundían bajo una
pálida frente protuberante, bajo unas cejas largas y oscuras. La nariz era ancha, con sensuales
ventanillas, pero sus labios eran delgados, un contraste físico que en seguida llamó mi
atención. Las huesudas manos que descansaban sobre la mesa eran extraordinariamente
pequeñas, con largos dedos rematados por uñas afiladas, y pensé que se dedicaba a trabajos
de consulta y al estudio. Su postura flexible era como la de una pantera en reposo; tenía la
desenvoltura de un aventurero y los modales refinados.

A la luz del sol pude observar su rostro, y vi que todo su semblante estaba cubierto con una
red de finas arrugas. También noté la extraña palidez de su piel, que indicaba alguna afección
dermatológica. Pero lo más extraño de él era su modo de vestir. La ropa, evidentemente
nueva, era incongruente en dos aspectos: demasiado elegante para presentarse a aquella hora
y además, no parecía hecha para él. Su traje era curiosamente holgado, los pantalones grises a
rayas le pendían, y la chaqueta parecía desplomarse sobre su cuerpo. Había barro seco en sus
zapatos de cuero y no llevaba sombrero. Sin duda, era un tipo excéntrico, quizás, un
esquizofrénico, con tendencia a la hipocondría.

Me preparé para hacerle las preguntas de rutina, pero en seguida me interrumpió. Me dijo que
era un hombre de negocios, y que me iba a informar al instante de sus dificultades, sin
necesidad de preliminares o presentaciones. Se acomodó en el sillón, donde la luz del sol se
diluía en sombras, se aclaró la garganta y empezó. Dijo que estaba preocupado por ciertas
cosas que había leido y oído; le proporcionaban extraños sueños, y a menudo le procuraban
periodos de incontrolable melancolía. Esto interfería en su trabajo, y por consiguiente no podía
hacer nada, pues sus obsesiones estaban fundadas en la realidad.

Finalmente había decidido venir a verme para hacer un análisis de sus dificultades. Le pedí que
me contara sus sueños e imaginaciones, esperando oír una de las usuales descripciones del
dispéptico. Mi suposición, sin embargo, demostró ser funestamente incorrecta.

El sueño más corriente sucedía en lo que llamaré el Cementerio de la Misericordia, por razones
que pronto se sabrán. Este se hallaba en un antiguo lugar, grande y medio abandonado en la
parte más vieja de la ciudad, que había sido próspera a Últimos del pasado siglo. El lugar
exacto de sus visiones nocturnas era dentro y en los alrededores de cierta bóveda recluida,
situada en la parte más arcaica y derruida del cementerio, y los incidentes del sueño siempre
sucedían de noche, bajo una pálida y sepulcral luna. Fantásticas visiones parecían acariciar
lúgubremente el paisaje nocturno, y habló vagamente de voces que oía a medias que le
instaban a avanzar hasta que se encontraba en el paseo de grava que conducía a las puertas de
la tumba.

Por lo general, sus sueños empezaban de esta manera, en medio de un sueño tranquilo. De
pronto, se hallaba caminando por la noche por un sendero bordeado de árboles y entraba en
esta tumba desatando las cadenas enmohecidas que cerraban sus puertas. Una vez dentro, no
hallaba dificultad en conducir sus pasos por la oscuridad, sino que con misteriosa familiaridad
se dirigía directamente a cierto nicho que estaba entre los ataúdes. Entonces, se arrodillaba y
apretaba un pequeño y escondido resorte o palanca entre las desmenuzadas piedras del suelo.
Un pivote mostrándole una pequeña entrada que conducía a una caverna que se hallaba
empotrada abajo.
Al llegar aquí habló del húmedo salitre que emanaba de este pasadizo y de los peculiares
olores nauseabundos que salían de la profunda oscuridad. No obstante, en sus sueños no se
sentía repelido, sino que entraba rápidamente en la misma y después descendía por una serie
de interminables y largas escaleras cortadas en la piedra y la tierra, y bruscamente se
encontraba en el fondo.

Luego empezaba otro largo viaje a través de laberintos y bóvedas sepulcrales. Sucesivamente,
vagaba por cavas y criptas, túneles y horadados fosos abismales, todos envueltos en la negrura
de la noche inmemorable. Al llegar aquí se detuvo en su narración, y su voz se redujo a un
estridente y excitado susurro.

El horror venía siempre después. Se encontraba en una sucesión de cámaras oscuramente


iluminadas, y mientras permanecía encubierto en las sombras, veía cosas. Estos eran los
moradores de la cueva de abajo; los lívidos engendros que hacían presa en la muerte: éste era
su botín. Habitaban en cavernas oscuras construidas con huesos humanos y adoraban los
dioses primitivos ante altares en forma de cráneo. Había galerías que condudan a las tumbas y
fosos aún más hondos en donde estaban al acecho de sus presas vivas. Estos eran los
espantosos seres nocturnos que contemplaba en sus sueños: eran los vampiros.

Debió haber visto la expresión de mi cara, pero no titubeó. Su voz, mientras continuaba, se
hacía más tensa. No tenía intención de describir esos monstruos, excepto para decir que era
horroroso contemplarlos. Era fácil para él reconocerlos a causa de ciertos actos signnicativos
que siempre ejecutaban. Era la visión de estos actos, más que otra cosa, lo que lo horrorizaba.
Hay cosas que no deben siquiera insinuarse a mentes sanas, y entre ellas se encontraban las
que le perseguían por las noches.

En sus visiones, esos seres no se le acercaban y parecían no preocuparse de su presencia;


continuaban entregándose a horrendos festines en las cámaras sepulcrales o a unirse en orgías
sin nombre. Pero de esto no diría más. Sus viajes nocturnos siempre acababan con el tránsito
de una vasta procesión de estas monstruosidades por una caverna aún más profunda, un viaje
que veía desde el borde superior. Una visión rápida y estremecedora de los reinos inferiores le
recordaban el Infierno de Dante, y gritaba en sus sueños, mientras veía la procesión
demoníaca desde el borde, había perdido pie precipitándose dentro del enjambre sepulcral
que había abajo. Aquí, su sueño terminaba afortunadamente y se despertaba bañado en sudor
frío.

Noche tras noche, las visiones se sucedían, pero esto no era lo peor de sus preocupaciones. ¡Su
auténtica obsesión, su verdadero pavor consistía en el conocimiento de que estas visiones
eran ciertas! Al llegar aquí le interrumpí con impaciencia, pero él insistió en proseguir. ¿No
había visitado el cementerio desde sus primeros sueños y no había encontrado la misma
bóveda que reconocía a través de sus visiones? ¿Y qué había de los libros? Le habían enviado
para que iniciara una extensa investigación entre los libros particulares de la biblioteca de un
colega antropólogo. Seguramente, yo, como hombre instruido, debía admitir las veladas y
sutiles verdades reveladas de modo tan furtivo en tales libros como Los misterios del Gusano,
de Ludvig Prinn, o el grotesco Ritos Negros, del místico Luveh-Kerapht, el sacerdote del
escondido Bast. Recientemente, había emprendido algunos estudios en el loco y legendario
Necronomicon de Abdul Alhazred. No pudo impugnar el misterio que se halla detrás de todas
esas cosas como el censurado e infame Fábula de Nyarlathotep, o La leyenda de Elder Saboth.

Aquí irrumpió en un divagador discurso sobre los oscuros secretos míticos, con frecuencia
alusiones a las antiguas creencias, como el labuloso Leng, el oscuro N'ken y el diablo
encantado Nis; también habló de las blasfemias de la luna de Yiggurath y la secreta parábola
de Byagoonae, el Sin Rostro.

Era evidente que estos desvaríos eran la llave que abría sus dificultades, y con este argumento
conseguí calmarle lo suficiente para explicárselo. Sus lecturas e investigaciones le habían
producido este ataque, y añadí que no debía someter su cerebro a estas meditaciones, y que
estas cosas son peligrosas para las mentes normales. Había leído y oído lo suficiente para saber
que tales ideas no estaban concebidas para que los hombres las buscaran o comprendieran.
Además, no debía tomarse demasiado en serio estos pensamientos. pues después de todo,
estas leyendas eran únicamente alegóricas. No existen vampiros ni demonios mitológicos,
debía verse que estos sueños podían ser interpretados simbólicamente.

Cuando terminé, se sentó en silencio durante un momento. Dio un suspiro y luego habló con
mucha cautela. Para mí era muy fácil decirlo, pero él pensaba diferente. ¿No había reconocido
el lugar de sus sueños?

Intervine con una observación sobre la influencia del subconsciente, pero él, sin hacer caso de
mi aseveración, continuó. Luego, me informó con una voz que vibraba con una excitación
histérica, me contaría lo peor. Aún no me había contado todo lo que sabía y lo que le había
ocurrido cuando descubrió la bóveda de su sueño en el cementerio. No se había detenido al
ver corroborar sus visiones. Hacía algunas noches, había llegado aún más lejos. Entró en la
necrópolis y encontró el nicho en la pared; descendió las escaleras y sorprendió el resto. Cómo
se las arregló para regresar, nunca lo supo, pero en todas estas excursiones, que habían sido
tres, él había siempre regresado y por lo visto se había ido a dormir, y a la mañana siguiente
siempre estaba en la cama.

Era cierto —me dijo—, ¡había visto esos seres!

Ahora, debía ayudarle en seguida, antes de que cometiera algún acto irreflexivo. Le calmé con
dificultad, mientras procuraba encontrar un método de tratamiento lógico y eficiente. Se
hallaba casi al borde de la locura. De nada serviría persuadirle o intentar convencerle de que
había soñado todos aquellos incidentes, de que su sistema nervioso le había llevado a
alucinaciones afines. No podía esperar que él se diera cuenta, en su estado presente, que los
libros responsables de su enfermedad habían sido escritos por mentes desordenadas y con el
propósito de producir locos delirios. Era evidente que el único camino abierto era alegrarle, y
luego demostrarle concretamente el completo engaño de sus creencias.

Por lo tanto, en respuesta a sus reiterados ruegos, cerramos un trato. El se comprometía a


conducirme al lugar donde pretendía que ocurrían sus sueños y viajes, y después,
demostrarme la verdad de lo que había manifestado. En resumidas cuentas, quedamos que a
las diez de la noche del día siguiente nos encontraríamos en el cementerio. Su satisfacción fue
tan grande al saber que estaba dispuesto a acompañarle, que casi era patético el verlo, y me
sonrió como un chiquillo cariñoso a quien le han regalado un nuevo juguete. Le prescribí un
sedante suave para que lo tomara aquella noche, arreglé los menores detalles de nuestra
futura cita y nos despedimos hasta la noche siguiente.

Su partida me dejó en un estado de gran excitación. ¡Por fin veía un caso digo de estudio: un
profesor inteligente, un colega bien educado, sujeto a grotescas pesadillas como un niño de
tres años! En el acto decidí escribir una monografía sobre los procedimientos que debía seguir.
Estaba seguro de que después de la noche siguiente podría demostrar de una manera
concluyente la falsedad de sus aberraciones y efectuar una cura inmediata. La noche la pasé en
un frenesí de investigaciones y meditaciones calculadas, y la mañana siguiente en una rápida
lectura de la edición expurgada del conde d'Erlette Cultes des Goules.

El anochecer me encontró dispuesto para la tarea. A las diez, provisto de altas botas, una
chaqueta de lana gruesa y un casco de minero con una lámpara en el extremo, me hallaba de
pie en la entrada del cementerio. Estaba dispuesto a recibir al Profesor Alexander Chaupin.
Debo confesar que sentía una extraña inquietud y un espantoso terror nocturno. No sentía
ningún placer en seguir aquella desagradable tarea. De pronto, me hallé ansioso esperando la
llegada de mi paciente, aunque sólo fuera para tener una compañía.

Por fin llegó, vestido como el día anterior, y al parecer, de mejor humor. Juntos escalamos la
baja muralla que rodeaba la necrópolis. Luego, me condujo a través de un jardín de grava
iluminado por la luna y dentro de las sombras que se deslizaban, de un silencioso bosquecillo
en el corazón del cementerio. Aquí, las piedras de las tumbas parecían mirar de soslayo
burlonamente en medio de la oscuridad, y los rayos de la luna no penetraban hasta ese lugar.
Un terror atávico me estremeció involuntariamente, mientras mi mente insistía, desatada en
su locura, en escuchar el tráfago de los gusanos. No me preocupé en dejar que mis
pensamientos descansaran sobre las sepulturas, o la diabólica densidad de las sombras que las
circundaban.

Sentí un consuelo cuando Chaupin, imperturbable, me condujo al fin por una larga avenida
cubierta de árboles hasta los prohibidos portales de la tumba que pretendía haber profanado.
No voy a entrar en detalles sobre lo que siguió, ni les contaré cómo desatamos las cadenas que
cerraban la tumba, ni a describir el espantoso interior del mausoleo. Es suficiente para mí
declarar que la promesa de Chaupin fue ampliamente cumplida, pues encontró el nicho a la luz
de nuestros cascos de minero. Encontró el nicho y apretó el botón secreto, hasta que se nos
mostró el túnel que había abajo.

Me quedé horrorizado ante esta inesperada revelación, y una ráfaga de temor hirió mis
sentidos manteniéndolos en un estado de tensión sobrenatural. Debía de haber estado
mirando dentro de aquel negro orificio durante varios minutos. Ningu no de los dos decíamos
nada.

Por primera vez vacilé. Ya no tenía duda respecto a la validez de las declaraciones del profesor.
Me las había demostrado más allá de toda duda. No obstante, esto no significaba que
estuviera completamente cuerdo; esto no lo curaba de su obsesión. Me di cuenta, con
repulsión, que mi trabajo estaba muy lejos de haber llegado a su fin, de que debíamos
descender hasta aquellas profundidades y dejar arregladas de una vez para siempre todas
aquellas preguntas todavía sin respuesta. No estaba preparado para creer en aquellas
jerigonzas incoherentes de Chaupin sobre imaginarios vampiros; la mera existencia de un
pasaje hacia una tumba no conducía necesariamente a demostrar sus otras pretensiones.
Quizá si fuera con él hasta el fondo del foso, su mente podría al fin descansar respecto a su
singular sospecha. Pero aunque me horrorizaba reconocer la posibilidad, ¿por qué suponer
que había realmente una malvada y retorcida verdad en su relato y que abajo algo nos
acechaba, esperándonos? ¿Alguna banda de refugiados? ¿Fugitivos que acaso huían de la ley?
¿Quién podía residir en aquel foso? Quizás accidentalmente habían encontrado aquel lugar
escondido. En este caso, ¿qué pasaría luego?

Aún así, algo me dijo que debíamos continuar y comprobarlo con nuestros ojos. A este impulso
interior, Chaupin añadió sus ruegos:

—Déjeme que le muestre la verdad —dijo— y ya no dudará más.

Después de esto creería y sólo con la creencia podría ayudarle. Me rogaba que continuara,
pero si me negaba tendría que pedir a la policía que hiciera una investigación del lugar. Fue
esto último lo que me decidió. No podía permitir que mi nombre se viera envuelto en un
escándalo. Si el hombre estaba loco, ya sabría cuidar de mí. Si no lo estaba... bueno, pronto lo
íbamos a ver. Por consiguiente, le di mi consentimiento, aunque de mala gana, para continuar,
y luego me puse a su lado para que me enseñara el camino.

La entrada parecía la boca de un monstruo mitológico. Bajamos por una escalera en declive en
forma de serpentina hasta el pasaje de piedra húmeda que estaba socavado en la sólida roca.
El túnel era caliente y húmedo y en el aire flotaba el olor de vida putrefacta. Era como un viaje
por el más fantástico reino de la pesadilla, un viaje que conducía a los secretos desconocidos
bajo los cadáveres enterrados. Aquí todo era secreto excepto para los gusanos, y mientras
continuábamos, empecé a desear que siguieran así. Estaba, en realidad, presa del más
espantoso pánico, aunque Chaupin parecía extrañamente tranquilo.

Varios factores contribuían a mi creciente inquietud. No me gustaban las furtivas ratas que
roían incesantemente desde innumerables agujeros diminutos que se alineaban en la segunda
espiral del pasaje. Un enjambre de ellas invadió la escalera; blandas, gruesas y abotargadas.
Empecé a comprender la causa de aquella hinchazón y las probables fuentes de su
alimentación. Luego, también me di cuenta de que Chaupin parecía saber el camino
perfectamente, ¿y si fuera cierto que él había estado antes aquí, entonces, qué pasaba con el
resto de su historia? Al mirar hacia abajo, recibí todavía otra sorpresa. En las escaleras no
había polvo. ¡Parecía como si las hubieran estado usando constantemente!

Durante un momento, mi mente rehusó comprender la importancia de este descubrimiento,


pero cuando al fin estalló claramente en mi cerebro, me sentí de pronto lleno de asombro. No
me atrevía a mirar otra vez, no fuera que mi imaginación evocara la probable imagen de lo que
podía subir de abajo y ascender por aquella escalera. Rápidamente, encubriendo mi terror
pueril, me apresuré a seguir a mi silencioso guía, cuya vela lanzaba extrañas sombras sobre los
agujeros de la pared. Me daba cuenta de lo nervioso que me ponía todo aquel asunto y en
vano traté de razonar conmigo mismo, ahuyentando los temores para concentrarme en algún
objeto definido.

Mientras proseguíamos no había nada tranquilizador a nuestro alrededor. Las paredes


resquebrajadas del túnel parecían vacías y espantosas a la luz de la antorcha. Sentí de pronto
que este antiguo sendero no había sido construido para nada normal o parecido a la
normalidad, y no temí que mis pensamientos incidieran en las últimas revelaciones que
podrían encontrarse más adelante. Durante un buen rato nos deslizamos en el más absoluto
silencio. Abajo, abajo, abajo, nuestro camino cada vez se estrechaba más hacia una oscuridad
más profunda y húmeda. Luego, la escalera terminó bruscamente en una cueva. Había una luz
azulada, fosforescente, como ultravioleta, y me pregunté cuál sería su origen.

Me mostró una extensión abierta pequeña y de superficie lisa, de donde colgaban hileras de
colosales estalactitas y varios pilares de gran anchura. Al fondo, en la densa oscuridad, había
unas aberturas que daban a otras excavaciones que conducían a perspectivas sin fin de una
noche olvidada. Un aire de horror heló mi corazón; parecía que habíamos profanado con
nuestra intrusión algunos misterios que hubiera sido mejor no ver. Empecé a temblar, pero
Chaupin me agarró fuertemente y hundió sus finos dedos en mis hombros mientras me
aconsejaba que guardara silencio.

Hablaba con voz bisbiseante mientras caminábamos juntos, uno al lado del otro, en aquella
oscura y sombría caverna bajo tierra; murmuraba aterradoramente lo que nos acechaba en la
oscuridad. Quería demostrar ahora que sus palabras eran ciertas; debía esperar aquí mientras
él se adelantaba en las tinieblas: al regresar, me traería las pruebas. Al decir esto, dio unos
pasos rápidos hacia delante, desapareciendo casi inmediatamente en una de las excavaciones
que nos precedían. Me dejó tan de repente que no tuve ni tiempo de decirle que me oponía a
su propuesta. Me senté en la oscuridad y esperé, sin atrever a preguntarme qué era lo que
esperaba. ¿Volvería Chaupin? ¿Era todo un monstruoso engaño? ¿Estaba Chaupin loco, o todo
era cierto?

En ese caso, ¿qué podría sucederle en aquel laberinto del fondo? ¿Y qué me pasaría a mí?
Había sido un loco en venir, todo el asunto era una locura. Quizás aquellos libros no eran tan
absurdos como pensaba: la tierra puede abrigar los secretos más horribles en su pecho sin
piedad.

La luz arrojaba sombras sobre las paredes de estalactitas y se estrechaba alrededor del oscuro
círculo luminescente que procuraba mi pequeña antorcha. No me gustaban esas sombras:
eran retorcidas, enfermizas, desconcertadamente profundas. El silencio era aún más potente;
parecía insinuar cosas sin nombre que aún debían venir: se burlaba de manera intolerable de
mi creciente miedo y soledad. Los minutos se arrastraban como larvas y nada rompía aquella
mortal quietud. Entonces llegó el grito: un grito rápido, que iba en aumento, de inenarrable
locura, brotó sobre el aire sepultado, y sentí que mi alma se partía, pues sabía muy bien lo que
aquel grito significaba.

Ahora sabía —ahora, cuando era demasiado tarde— que las palabras de Chaupin eran ciertas.
Pero no me atreví a detenerme a reflexionar, pues en seguida oí unas suaves pisadas que
llegaban de lo más profundo de las tinieblas, el crujiente escarbar de frenéticos movimientos.
Me volví y subí corriendo la escalera subterránea con la velocidad que da la más profunda
desesperación. No necesitaba mirar atrás; mis horrorizados oídos captaron claramente la
cadencia de unos pies que corrían. No oía nada más que el clamor de esos pies o zarpas hasta
que mi aliento raspaba en mis oídos cuando daba la vuelta a la primera espiral de aquellas
interminables escaleras. Me tambaleé hacia arriba, jadeando, ahogándome: una verificación
en mi alma que consumía cualquier pensamiento, excepto el del miedo mortal y la risa de
horror. ¡Pobre Chaupin!

Me parecía que los ruidos se acercaban cada vez más; luego brotó un ronco aullido en las
escaleras directamente debajo de mí. Un bestial aullido que me dejó extenuado con sus tonos
infrahumanos, acompañado de una risa nauseabunda y espantosa. ¡Estaban llegando! Seguí
corriendo, al rítmico trueno de los pasos de abajo. No me atrevía a mirar hacia atrás, pero
sabía que se estaban acercando al hueco de la escalera. Los cabellos se erizaron en mi nuca,
mientras aceleraba el tramo de escalera sin fin que se retorcía como una serpiente en la tierra.
Me afanaba con dificultad y chillé con todas mis fuerzas, pero los horrorosos aullidos me
pisaban los talones. Arriba, arriba, arriba, más cerca, más cerca, más cerca, mientras mi cuerpo
ardía de angustia y espanto.

Por fin se terminaron las escaleras y yo trepaba locamente por la estrecha abertura mientras
los monstruos corrían por la oscuridad a pocos pasos de mí. Llegué cuando la luz de mi casco
se apagaba; luego, atasqué la piedra en su sitio, lleno aún de los rostros de los primeros
horrores que se adelantaban. Pero al hacerlo, la moribunda luz llameó por un segundo y pude
ver al primero de mis perseguidores al resplandor de la luz. Luego se apagó. Cerré de golpe el
portal y pude llegar tambaleándome al mundo de los mortales.

Nunca olvidaré aquella noche, por más que quisiera borrar aquellos espantosos recuerdos;
nunca más encontraré el sueño que tanto ansiaba. No me atrevo ni a matarme por temor a
que me entierren en lugar de ser quemado; aunque la muerte sería bien recibida por lo que he
llegado a ser. Nunca lo olvidaré, pues ahora conozco toda la verdad del asunto; pero hay un
recuerdo por el que daría incluso mi alma para conseguir borrarlo para siempre de mi cerebro,
aquel momento loco cuando vi a los monstuos a la luz de la antorcha: la risa, los babeantes
horrores de abajo.

¡Pues el primero y principal de todos fue la risa del malvado monstruo conocido por los
hombres como el Profesor Chaupin!

Robert Bloch (1917-1994)

Relatos góticos. I Relatos de Robert Bloch.

Más literatura gótica:

 Relatos de terror.

 Relatos pulp.

 Relatos norteamericanos.

 Relatos fantásticos.
El análisis y resumen del cuento de Robert Bloch: La risa del vampiro (The Grinning Ghoul),
fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a
[email protected]

Balbuceado por (Aelfwine) Sebastian Beringheli Etiquetas: cuentos, H.P. Lovecraft,historias de


cementerios, Mitos de Cthulhu, relatos, relatos de terror, relatos de vampiros,relatos
fantasticos, relatos goticos, relatos pulp, robert bloch, Weird Tales

0 comentarios:

Publicar un comentario

Entrada más recienteEntrada antiguaPágina principal

Lo más visto esta semana en El Espejo Gótico:

«Excalibur»

Poemas de amor en alemán y español.

«Adiós, profesor»

El libro que conduce a la locura.

Índice.

Relato de C.L. Moore y Henry Kuttner.

«Codex Rohonczi»

«Lo innombrable»

Vernon Lee: cuentos destacados.


Libro y análisis.

Relato de H.P. Lovecraft.

Relatos de Vernon Lee.

También podría gustarte