Tengo Sed
Tengo Sed
Tengo Sed
Luis de Granada, subió al pulpito para explicar al pueblo cristiano los dolores inefables
del Redentor del mundo clavado en la cruz. Comenzó su discurso con estas palabras:
“Pasión de Nuestro Señor Jesucristo según San Juan”. Y no dijo más. Una emoción
indescriptible se apoderó de todo su ser; sintió que la voz se le anudaba en la garganta,
estalló en un sollozo inmenso... y con el rostro bañado en lágrimas hubo de bajarse del
pulpito sin acertar a decir una sola palabra más. Ningún otro sermón de cuantos
pronunció en su vida causó, sin embargo, una impresión tan profunda en su auditorio.
Todos rompieron a llorar, y, golpeando sus pechos, pidieron a Dios, a gritos, el perdón de
sus pecados.
No exageraron. ¡No exageraron! Porque es preciso tener el corazón muy duro o muy
amortiguada la fe para no conmoverse profundamente ante el solo anuncio del sermón de
los dolores que Nuestro Señor Jesucristo padeció por nosotros en la cruz.
Que esas meditaciones sobre la Pasión Dolorosa de Nuestro Señor produzcan también en
nuestras almas verdadera contrición por nuestros pecados, y autentico amor a Él que nos
redimió por su Crucifixión y muerte.
Con esa intención continuamos nuestra meditación de las siete Palabras pronunciadas por
Jesús en la Cruz. Momentos después de pronunciar, el divino Mártir del Calvario, su
cuarta palabra, desgarradora, abrió de nuevo sus labios divinos para decir: “Tengo sed”.
Era la quinta palabra que pronunció clavado en la Cruz.
Sed ardiente, ¡Un poquito de agua, tengo sed! ¡Pobre Jesús! Nadie le socorrerá. Tendrá
que morir de sed. Delante de Él tenía a la Virgen Santísima, pero Ella no podía hacer
absolutamente nada.
Nuestro Señor Jesucristo, el Creador del mundo, el que había creado todos los océanos
del universo, el que mandó a Moisés herir con su vara una roca de la que brotó una fuente
de agua clara y cristalina, no tendrá ni una sola gota de agua donde apagar su ardiente
sed. ¡Se morirá de sed!
Uno de aquellos soldados, al escuchar esta palabra, mojó una esponja en un jarro con un
poco de agua mezclada con vinagre, nada más y la acercó con su lanza a la boca del
divino Mártir.
Jesucristo tenía una sed inmensa de agua natural. Pero nuestro Salvador, con esas
palabras quería decirnos algo más alto y más sublime todavía.
Toda la tradición católica está de acuerdo en decirnos que, además de la sed material,
tenía una sed espiritual verdaderamente devoradora. Nuestro Señor Jesucristo, en esta
palabra, alargando su mano de mendigo, nos pedía un poquito de amor, un poquito de
correspondencia a su infinita generosidad. En esta palabra se nos presenta como divino
mendigo del amor del pobre corazón humano.
Cerremos los ojos en esos momentos mientras escuchamos esa meditación. ¡Es imposible
que no nos conmueva! ¿No se escuchan aquella voz tan dulce y suave, pronunciar esas
palabras? - “Dame tu corazón… Dame tu corazón… Dame tu corazón…”
Dice San Pablo, "Cumplo en mi carne lo que falta de las aflicciones de Cristo por su
cuerpo, que es la iglesia."
Es lo que simboliza la gota de agua que el Sacerdote coloca en el cáliz junto con el vino
para la Consagración - el sufrimiento de todos los fieles que se junta a la sangre de Cristo.
¡Pero qué bonito! Esa agua también es transubstanciada con el vino en la sangre de
Cristo. Así nuestro sufrimiento solo nada vale. Pero unido con los méritos infinitos del
sufrimiento de Nuestro Señor tiene valor.
Jesús tenía esa sed ardiente, sed de almas. Almas que generosamente aceptan su pedido
amoroso, “El que quiera venir detrás de mí, que renuncie a sí mismo, que cargue con su
cruz cada día y me siga”. Almas que no solamente aceptan la Cruz, pero que la reciben
con amor. Almas que se entregan totalmente a seguir ese camino trazado por Nuestro
Salvador, la “Vía Regia de la Cruz”.
Desde lo alto de la Cruz Nuestro Señor veía a cada uno de nosotros. Se dirigía esas
palabras a cada uno de nosotros… “Tengo sed…” ¡Tenía sed de nuestras almas!
Si queremos ser aquellos que darían a beber a Nuestro Señor en el momento en que
padecía sed, ¡aceptemos con amor nuestras cruces! La cruz es menos pesada cuando la
abrazamos, pesa más cuando la cargamos con amargura…
El mundo de hoy se encuentra en la situación en que está, porque las almas huyen de la
Cruz. No consideremos pues la Cruz como un azar, sino como un honor y una señal del
amor de Jesucristo por nosotros. Decía Plinio Corrêa de Oliveira que cuando un rey
quiere condecorar alguien por un gran mérito, le condecora con una cruz. ¡Así también
las grandes condecoraciones que Dios y la Virgen reservan para nosotros son las cruces!
Cuantos entre nosotros juzgamos que, como no cometemos grandes pecados, somos
buenos, mejores que los otros. Pero dejar de ofender Dios, no basta. Tenemos que
llenarnos de tanto amor, y tanto odio al pecado que seamos una consolación para Nuestro
Señor.
Cuantas veces hacemos una pequeña oración, ofrecemos un pequeño sacrificio, hacemos
un pequeño acto de caridad y pensamos que estamos haciendo un GRAN FAVOR a
Jesús, como si no fuera Él que nos concedió la gracia de hacerlo.
Sin embargo, del alto de la Cruz, Cristo continua a suplicarnos, “Tengo sed…” Jesucristo
tiene sed de almas generosas, almas sedientas de PERFECCIÓN, que no se contentan en
ser buenos, pero que quieren ser PERFECTOS, como nuestro Padre Celestial es perfecto.
Tiene sed de almas sufridoras, que sufren generosamente, con amor y gratitud.
De la Cruz Nuestro Divino Salvador está en ese momento, nos pidiendo a cada uno de
nosotros, “Dame tu corazón, dame tu corazón, dame tu corazón… ¡Tengo sed!”
Cuando sufrimos acordemos eso. Estamos dando a beber a Nuestro Señor Jesucristo
padeciendo con sed en la Cruz, en los momentos en que sufrimos aceptando la Cruz con
alegría.
***
Esa meditación abre delante de nuestros ojos, una perspectiva de la vida cristiana muy
muy alta. Pero delante de un llamado tan alto para la santidad, es posible que entre en
nuestras almas una tentación a mediocridad y a desánimo.
Es posible que entre en nuestros corazones en ese momento ese pensamiento -- "Todo eso
es muy bonito! Pero yo me siento indigno, soy incapaz de tanta perfección. Yo me
contento en ser una buena persona. La perfección no es para mí...."
Pero no es solamente para ser 'buenos' que nos llamó Nuestro Señor. Sus palabras indican
claramente que todos son llamados a la perfección. “Sean perfectos como es perfecto el
Padre que está en el cielo.”
He aquí algo muy poco conocido por la mayoría de los católicos. No basta ser
mediocres. Quien no desea la perfección constantemente, no es ni capaz de
practicar los mandamientos de Dios. Quien no desea la perfección, le faltaría fuerzas
para mantenerse en el estado de gracia.
¡Pero no tenemos fuerzas para ser santos! Es cierto, nadie tiene fuerzas para alcanzar la
perfección o la santidad.
La hermana de Santo Tomás de Aquino, una vez, le preguntó, "¿Que tengo que hacer
para alcanzar la santidad?" El santo le contesto, "¡¡Desear la santidad!!"
El segundo paso es, pedir la ayuda de Dios. Ahí entre el papel de la ORACIÓN.
La Iglesia nos enseña que sin la gracia de Dios no somos capaces de conseguir
absolutamente nada en la vida espiritual. Ni siquiera podemos hacer la señal de la Cruz
con piedad sin la ayuda de la gracia. Por eso dice Santo Tomás de Aquino que una gota
de gracia vale más que el universo entero. Entonces para alcanzar la santidad, que es una
gracia de Dios y NO ES UN PRODUCTO DE NUESTROS ESFUERZOS, tenemos que
simplemente pedir a Dios, por la intercesión de María esa gracia.
Pero porque nuestras oraciones no son atendidas? Para la oración ser atendida tiene
que ser constante, perseverante e insistente. No basta pedir a veces. Así como el
cuerpo no se puede sustentar por mucho tiempo sin alimentarse tres veces por día, así
también el alma no puede vivir sin la oración diaria. Podemos decir más. Así como la
vida del cuerpo no se puede conservar sin la respiración, así también, la vida del alma
necesita la oración constantemente.
Pero hay otro punto aún más importante que tenemos que considerar. He aquí otro punto
aún menos conocido y mucho menos practicado por la mayoría de los católicos. En la
oración tenemos que pedir sobre todo las grandes gracias necesarias para nuestra
Salvación. Quien pide sobre todo por esas gracias, es también atendida en los
pedidos por cosas materiales.
Cuantos son los católicos que acuden a las Iglesias, recorren a todos los santos, repiten
tantas novenas, para conseguir favores materiales de Dios. Pero somos todos criados para
la eternidad, nuestra patria Celestial. ¿Quién se preocupe en pedir a Dios la paciencia, la
pureza, la confianza? Pues esas virtudes son favores que solo los que piden los consiguen.
¿Quién pide para vencer los defectos, la vanidad, el orgullo, la pereza? ¿De qué servirá
pedir tantas cosas materiales si no deseamos las gracias espirituales? “¿De qué le servirá
al hombre ganar el mundo entero, si pierde su vida?” pregunta Nuestro Señor en el
Evangelio.
¿Si entre nosotros todavía hay alguien que siente desanimado y sin fuerzas que debería
hacer? Si hay alguien que no siente ni el deseo de santidad, ¿qué solución tiene? Pues
decimos que el primer paso es desear la santidad. ¿Que consejo hay para alguien que no
tiene ese deseo?
Terminemos la meditación, pidiendo todas esas gracias, rezando a Ella que es nuestra
vida, dulzura y esperanza, esa oración :
Dios te salve, Reina y Madre de misericordia, vida, dulzura y esperanza nuestra; Dios te
salve. A Ti llamamos los desterrados hijos de Eva; a Ti suspiramos, gimiendo y llorando,
en este valle de lágrimas. Ea, pues, Señora, abogada nuestra, vuelve a nosotros esos tus
ojos misericordiosos; y después de este destierro muéstranos a Jesús, fruto bendito de tu
vientre. ¡Oh clementísima, oh piadosa, oh dulce siempre Virgen María!
Obras consultadas - Antonio Royo Marin- LA PASIÓN DEL SEÑOR o Las Siete
Palabras de Nuestro Señor Jesucristo.