La Rosa Blanca
La Rosa Blanca
La Rosa Blanca
Rosa Blanca muestra a Traven como escritor político de primer orden. La novela
describe uno de los episodios más violentos de la historia contemporánea de México:
el de la lucha del país por controlar sus recursos naturales.
B. Traven, descendiente espiritual de los cronistas novohispanos del siglo XVI, no
puede ocultar aquí su solidaridad y amor por este país al que amó entrañablemente.
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B. Traven
La Rosa Blanca
ePub r1.0
Titivillus 22.03.2019
ebookelo.com - Página 3
Título original: Die Weiße Rose
B. Traven, 1929
Editor digital: Titivillus
ePub base r2.0
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Índice de contenido
Cubierta
La Rosa Blanca
II
III
IV
VI
VII
VIII
IX
XI
XII
XIII
XIV
XV
XVI
XVII
XVIII
XIX
XX
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XXI
XXII
XXIII
XXIV
XXV
XXVI
XXVII
XXVIII
XXIX
XXX
XXXI
XXXII
XXXIII
XXXIV
XXXV
XXXVI
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XXXVIII
XXXIX
XL
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XLIII
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LXXI
Sobre el autor
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I
En la República operaban veinte compañías petroleras, entre las cuales la Condor Oil
Company Inc. Ltd., S. A. no era la más poderosa ni la más rica, pero sí la más
ambiciosa.
No solamente para el desarrollo del individuo, sino para el de una empresa
capitalista, la posesión de un apetito excelente es de consecuencias vitales, porque es
determinante fundamental del tiempo que se emplea y de la velocidad que se
desarrolla para el acaparamiento de dinero, que se traduce en poder. De ahí que sea el
apetito lo que finalmente decida los medios que deben ser empleados por
determinada empresa, para que esta llegue a ser un factor de control en los asuntos
nacionales e internacionales.
La Condor Oil era la empresa más joven de la República y, tal vez, atendiendo a
esa razón, no solo tenía el apetito más voraz, sino una digestión formidable y un
estómago que, sin revolverse jamás, era capaz de aceptar cualquier cosa ingerida
intencionalmente, por equivocación, por la fuerza o accidentalmente.
La lucha impía de todas las compañías petroleras en la República, tenía una meta
principal y esta era apropiarse de todas aquellas tierras que presentaran aún la más
leve posibilidad de producir petróleo algún día, en un futuro próximo o en cincuenta
o cien años. La cuestión era controlar todas las fuentes petroleras en el presente o en
el futuro. La mayoría de las compañías ponían en juego más poder, dinero y astucia
en la adquisición de tierras, que en la aplicación de recursos científicos para la
explotación hasta el límite de la capacidad de producción de las que ya poseían.
Solamente obteniendo tanto territorio o más que el poseído y controlado por las
compañías realmente grandes, podía la Condor esperar que algún día aquellos que
controlaban el negocio la consideraran real y seriamente como un poder en el
mercado.
El cuartel general de la Condor estaba en San Francisco, California, con varias
sucursales en Oklahoma, Tulsa, Pánuco, Tuxpan, Tampico, Ébano, Álamo, Las
Choapas y Minatitlán, y se encontraba lista para establecer algunas nuevas en el
Istmo, Campeche, Venezuela y en la región del Chaco.
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II
Una gran sección de los estados costeros del Noroeste, bien conocidos como ricos en
petróleo, eran poseídos, alquilados o controlados casi totalmente por la Condor Oil.
Ese vasto territorio era el mayor y más jugoso que la Condor había podido tragarse
desde que operaba en la República, y con la posesión de esa gran faja de tierra, la
compañía había dado un considerable paso hacia la meta que perseguía, y que era ser
considerada uno de los factores dominantes en el mercado.
Colindando y cortando en parte esa nueva posesión de la Condor, se hallaban las
tierras de una vieja hacienda llamada Rosa Blanca.
Rosa Blanca ocupaba más o menos mil hectáreas de tierra que producían maíz,
frijol, ajonjolí, chile, caña de azúcar, naranjas, limones, papayas, plátanos, piñas,
jitomates, y una especie de fibra con la cual se fabricaban reatas y hamacas. Además,
en ella se criaban caballos, mulas, burros, cabras, puercos y algo más preciado,
buenos muchachos y muchachas indígenas.
A pesar de su extensión y riqueza, la hacienda no enriquecía a su propietario, ni
siquiera le producía lo bastante para vivir confortablemente. En cierto grado, ello se
debía a determinadas condiciones inherentes al trópico. Sin embargo, la relativamente
escasa productividad del rancho resultaba de que todo se planeaba y se hacía en la
misma forma, o casi en la misma forma, en que se había hecho cuando los
antepasados de don Jacinto eran aún soberanos de la Huasteca. La organización social
y económica era patriarcal, basada en la tradición y en las características especiales
de la raza indígena.
La vida en Rosa Blanca era fácil. El elemento humano era tomado en cuenta antes
y sobre todas las cosas que se hicieran o tuvieran que hacerse. Nadie se ponía
nervioso, irritado o enojado jamás. Nadie guiaba y nadie era guiado. Ninguna prisa
turbaba aquella paz angélica que hacía pensar en la rosa blanca de un rosal jamás
tocado por el hombre.
Cuando en rarísimas ocasiones se cambiaba alguna palabra acre, ello se debía
únicamente a que el hombre, de vez en cuando, necesita de un cambio para apreciar
mejor su tranquilidad.
Todos los peones del rancho eran indígenas y de la misma tribu que el propietario.
Nadie ganaba salario elevado. De hecho, muy poco dinero pasaba por las manos, pero
todas las familias que trabajaban en el lugar vivían en él, por él y para él. Cada
familia tenía su hogar propio. Las casas eran de adobe o petate forrado de lodo y
techos de palma, como son todas las de los campesinos en la República. Ahora que,
como el clima tropical permite a la gente pasar todo el día a la intemperie durante
todo el año, la casa solamente se usa para protegerse de la lluvia o de algún viento
frío. Además, de haber construido mejores casas, estas habrían constituido más bien
un estorbo que una comodidad para ellos.
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Cada familia cultivaba una parcela cuyas dimensiones iban de acuerdo con el
número de bocas que tenía que alimentar.
Los productos de esa tierra eran propiedad indiscutible de la familia a la que el
propietario la había asignado.
Nadie pagaba a don Jacinto, propietario de Rosa Blanca, alquiler alguno por las
casas ocupadas y las tierras explotadas por aquellas familias. Y más aún, a cada
familia se le permitía criar determinado número de animales que pastaban en las
praderas de la hacienda. Don Jacinto, indio de pura raza como todos los que allí
habitaban, proporcionaba medicamentos a los que enfermaban. La patrona, su esposa,
india también, que había adquirido alguna habilidad para atender enfermos en un
hospital, actuaba como médico en algunos casos y en otros, especialmente los muy
precisos, como partera.
Todas las familias que habitaban Rosa Blanca descendían de incontables
generaciones que habían vivido en la misma forma y lugar. Raramente se aceptaba
una nueva familia, y si ocurría, ello se debía únicamente a matrimonios efectuados
con extraños. La mayoría de las familias eran de uno u otro modo parientes de
Jacinto. Muchos de ellos tenían que agradecer su presencia en el mundo no solo al
señor, sino a un buen número de antepasados de don Jacinto. Este era padrino y doña
Conchita, su esposa, madrina de más de la mitad de los chicos nacidos en la hacienda.
Convirtiéndose en compadre y comadre de los padres de los niños, lo que
establecía relaciones que se tenían por más íntimas que las que existen entre cuñados,
se consideraban muy honrados, ya que la elección se basa en la confianza que se
profesa al padrino.
Tomando en consideración que don Jacinto y doña Conchita eran compadres de la
mayoría de los peones de la hacienda, y que hasta el más humilde tenía derecho a
llamarlos de ese modo, se verá que las relaciones entre el propietario y los peones de
Rosa Blanca eran más íntimas que las que existen entre compañeros y socios y
muchos más que las que existen entre empleados y patrones. En realidad no había
diferencias sociales en la hacienda. Sin embargo, aun cuando esas extrañas relaciones
abolían cualquier diferencia social en grado máximo, no abolían las diferencias
económicas entre las dos partes. Y naturalmente, de esa clase de relaciones, similares
a las que habían mantenido los indios mucho antes del descubrimiento de América,
surgían condiciones no comprendidas fácilmente por gentes extrañas a la raza
indígena.
El patrón se encuentra en posesión legal de la hacienda, que ha pertenecido a su
familia durante siglos, probablemente desde muchos años antes del descubrimiento
de Colón. Atendiendo a buenas razones, los conquistadores españoles reconocieron
derechos a los indios en ese caso particular, así como en cientos de casos más, ya que
en muchos lugares era más conveniente tener a los jefes nativos como amigos que
como enemigos. Siendo indígena no solamente por su color, sino, sobre todo, por su
corazón, alma y concepción de la justicia, don Jacinto no se consideraba propietario
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de Rosa Blanca en la misma forma que Mr. Crookbeak se considera propietario de la
destartalada casa de apartamientos de Lleigh Avenue en St. Louis, Mo. Don Jacinto
se consideraba solamente un individuo a quien por casualidad la providencia le había
confiado Rosa Blanca por toda la vida.
Nunca poseyó realmente la hacienda, solamente tenía derecho para explotarla y
no solo en interés propio, sino también, y quizá más aún en favor de quienes
formaban parte de la comunidad de Rosa Blanca. Rosa Blanca no era solamente el
suelo, los edificios, los árboles, sino todas las familias que vivían en ella y de ella, y
quienes, debido al hecho de haber nacido en el lugar, gozaban del derecho inalienable
de vivir en la hacienda, como un hombre nacido en los Estados Unidos tiene, por
virtud de la Constitución y su aceptación general, el derecho legal de vivir en ese
país.
El mismo golpe que el destino dio para convertir a don Jacinto en propietario de
Rosa Blanca, sirvió para hacerle responsable de todos los habitantes de la hacienda.
Don Jacinto vestía apenas perceptiblemente mejor que todos los demás, y la
pequeña diferencia solamente podía ser notada por los indios de la región. Calzaba
huaraches como todos, su alimentación como la de los otros, consistía especialmente
en tortillas, frijoles, arroz, chile verde y té de hojas de naranjo o del llamado té limón.
De vez en cuando bebía café del que crecía en el lugar, hecho a la manera indígena,
con piloncillo, también elaborado en la hacienda.
Sin embargo, por extraño que pueda parecer, él no habría sentado a su mesa a
ninguno de sus peones, ni siquiera a su mayordomo. El honor de compartir su frugal
comida estaba reservado a sus parientes y huéspedes.
Ninguno de los vecinos habría ocurrido bajo circunstancia alguna a un juez. Don
Jacinto era la única autoridad de su mundo. Todas las diferencias que surgían entre
las familias que habitaban Rosa Blanca, respecto a la propiedad de un becerrito, o
bien cuando se trataba del deseo de dos jóvenes de unirse indebidamente, o cuando se
disputaba alguna herencia, o tratándose de cualquier dificultad que se presentara en
su vida social y económica, eran sometidas al juicio de don Jacinto, y aquel era
inapelable. Ninguno de los vecinos sabía leer ni escribir, y si era necesario escribir
una carta o leer alguna que se recibía, doña Conchita se encargaba de ello.
Cuando las cosechas eran malas o un huracán de los muy frecuentes por aquella
región arrasaba los campos y las casas, don Jacinto se veía obligado a albergar y
alimentar a los infortunados. Si morían, cuidaba de que fueran decentemente
enterrados en el cementerio de Rosa Blanca, y de que doña Conchita dijera las
oraciones durante el funeral. Don Jacinto se hacía cargo de las viudas, huérfanos y
ancianos del lugar. Atendía a que las viudas hallaran una segunda oportunidad y de
que los huérfanos tuvieran un buen hogar, que no solamente los albergara, sino en el
que encontraran amor.
En la casa grande, en la que habitaba junto con su familia, había una veintena de
niños y jóvenes a quienes se empleaba en trabajos domésticos. Muchos de ellos eran
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huérfanos; algunos, como todo el mundo sabía, inclusive doña Conchita, tenían
perfecto derecho para llamar padre a don Jacinto. Sin embargo, habría sido una falta
de respeto imperdonable que le hubieran llamado así, olvidando que eran retoños de
alguna viuda o de alguna madre que encontrara marido cuando ya era demasiado
tarde para salvar su reputación. Pero en cualquier forma don Jacinto era el que
decidía de qué dependía el buen nombre de alguien. Si él declaraba que una mujer era
honesta, y que un hombre de quien se sospechaba como ladrón de gallinas, no era
ladrón, todo el mundo aceptaba su juicio. Cada año, los muchachos en buena edad
debían casarse y formar nuevas familias.
Don Jacinto los proveía de hogar y tierra, porque muy pocos abandonaban Rosa
Blanca después de su matrimonio. Y no importaba la cantidad de hijos que una
familia pudiera producir, porque don Jacinto siempre encontraba un sitio para ellos.
Bajo esas condiciones ni una sola persona en Rosa Blanca criticaba a don Jacinto
por vivir en una casa más grande que la de los demás, por comer carne con más
frecuencia que los otros y por tomar unos cuantos tragos de mezcal cuando lo
deseaba. Pero sea cual fuere la cosa que hiciera o cualquiera la forma en que actuare,
nunca actuaba como gran jefe, como ogro que emplea y despide a su antojo. De
hecho no podía hacerlo, era la providencia la que empleaba y despedía a sus hombres,
y él aceptaba el hecho como una ley natural.
Condiciones semejantes, por supuesto, existen, o pueden existir solamente en
ranchos cuyo propietario es indígena, al igual que sus ayudantes. Porque si ocurre que
el propietario es un gachupín o, lo que es cien veces peor, un alemán, las condiciones
son exactamente las mismas que prevalecían en Rusia o en Prusia en el siglo XVIII.
Las condiciones de Rosa Blanca eran inmejorables, y cualquier asunto, cualquier
contacto entre don Jacinto y una compañía americana de petróleo, tenía forzosamente
que conducir a una tragedia inevitable, una vez que el contacto estuviera hecho. Vano
intento de mezclarse dos mundo extraños entre sí, dos mundos que no tenían
absolutamente nada en común. Las armas de que disponía don Jacinto y las que sabía
manejar en las ocasiones que juzgaba convenientes para determinadas finalidades, no
podían en caso alguno enfrentarse a las esgrimidas por una gran empresa capitalista
explotadora de petróleo, que pretendía hacer varios millones de dólares anuales para
no morir miserablemente.
Los accionistas de la compañía no podían vivir sin mansiones, mayordomos,
yates. Ni podían pasar sin comprar sus ropas en Londres y París, y todavía les
sobraba lo suficiente para jugar a la bolsa.
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III
La tierra que rodeaba Rosa Blanca, había estado cubierta en parte por la selva y en
parte ocupada por ranchos, pueblecitos y colonias. La Condor Oil había adquirido
aquel vasto territorio cuando nadie sospechaba que contuviera petróleo. Había sido
comprado o más bien había cambiado de dueño, no solo mediante pequeñas
cantidades de dinero, sino poniendo en juego toda clase de combinaciones,
corrompiendo a las autoridades, cohechando políticos y acosando a otras compañías
como tábanos a un rebaño en marcha.
Los propietarios auténticos, indios indefensos o campesinos mestizos en su
mayoría, vieron muy poco del dinero pagado por las compañías a cambio de sus
tierras. Lo que la compañía había gastado no era mucho, por término medio puede
calcularse en menos de medio dólar por acre, del cual los propietarios habían recibido
diez centavos o un poquito más. Si los propietarios no podían ser localizados, como
ocurría o como proponían que ocurriera en más de la mitad de los casos, el dinero de
los agentes de la compañía llenaba las bolsas de toda clase de funcionarios
corrompidos por la dictadura. El más pequeño acto criminal cometido por la Condor
era la falsificación de certificados de nacimiento para acreditar a supuestos herederos
como propietarios.
En una de las reuniones de directores de la Condor Oil Co.
Inc. Ltd., S. A., se dijo que la compañía tenía toda razón para considerar ese
territorio, adquirido tan inesperadamente, como su mayor tesoro, en realidad como su
tesoro más preciado, como su corona de perlas.
Entre esas perlas, sin embargo, faltaba la más codiciada, faltaba Rosa Blanca.
Como el suelo próximo a Rosa Blanca había resultado inmensamente rico en
petróleo, no podía dudarse de que el terreno en el cual florecía la rosa blanca era
igualmente rico, tal vez más rico.
Dos cosas había a las que la Condor Oil debía atender antes que nada. Una era
comprar Rosa Blanca o conseguirla por cualesquiera medios, aun cuando ellos
condujeran a una guerra entre los Estados Unidos y la República. Otro asunto que
embargaba la mente de los directores era la posibilidad de que otra compañía más
fuerte y en mejores relaciones con el gobierno de la República pudiera echar mano de
Rosa Blanca, sobre la que la Condor se sentía poseedora de una opción ilimitada y
hasta de una escritura no signada.
Si las manipulaciones de los directores de la Condor originaban una guerra o
cualquiera clase de dificultades internacionales, ninguno de ellos resultaría
perjudicado. Todos habían traspasado la edad señalada para combatir por su país.
Dos, que posiblemente habrían tenido que alistarse si la guerra se prolongaba,
contaban con la buena excusa de un padecimiento cardíaco que los imposibilitaba
para servir ni aun en la cocina de un campo de entrenamiento en California.
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Cuando los agentes de la Condor habían adquirido el nuevo territorio no habían
olvidado Rosa Blanca, pero de momento no les había parecido preciso obtenerla.
Además, como estaba bien cultivado su suelo, cosa que no ocurría con los ranchos
vecinos y las colonias, habían considerado que el precio sería demasiado alto,
tomando en cuenta sobre todo que nadie estaba seguro de que hubiera petróleo en el
lugar. Y siempre que el asunto salía a colación, los agentes estaban de acuerdo en
que, una vez probado el valor de los terrenos circunvecinos, podría obtenerse Rosa
Blanca por un precio conveniente.
El propietario, ese indio idiota, se sentiría enormemente feliz cuando le pusieran
enfrente de los ojos dos mil dólares, todos en moneda acuñada, sin un billete entre
ellos.
Los cinco primeros pozos habían empezado a producir, y se solicitó de don
Jacinto el arrendamiento de todas sus tierras, pagándole en cambio dos dólares
anuales por acre. Él no dijo ni sí ni no, y una hora después había olvidado el asunto.
Algunas semanas más tarde se le ofrecieron dos dólares por acre a cambio del
arrendamiento ilimitado o garantizado durante veinte años. Nuevamente olvidó la
proposición, y tres meses más tarde se le hizo una nueva, consistente en pagarle dos
dólares por acre anualmente durante veinte años y el uno por ciento sobre las
utilidades resultantes de la explotación de los pozos que se encontraran en el lugar.
Dos meses más tarde se aumentó la proposición al ocho por ciento en lugar del uno, y
sobre cualquier producto que se obtuviera de Rosa Blanca.
Había sido el señor Pallares, agente comprador de la Condor, quien
personalmente había hecho a don Jacinto aquella última oferta.
—Su proposición es magnífica —contestó don Jacinto—, pero siento no poder
aceptarla. No me es posible alquilar la hacienda, no tengo derecho para hacerlo. Mi
padre no pensó jamás en vender o alquilar el lugar, ni lo pensaron tampoco mi abuelo
o mi bisabuelo. Yo estoy obligado a cuidar de Rosa Blanca y a conservarla para
aquellos que vivan después de mí, quienes a su vez la guardarán para los que les
sucedan. Así ha venido ocurriendo desde el principio del mundo. ¿No recibí yo todos
los naranjos, tamarindos y mangos de mi padre? Ahora nada tendríamos de ello si mi
padre y mi abuelo no hubieran sembrado pensando en las generaciones venideras.
Atendiendo a esa misma razón he plantado algunos cientos de árboles este año, entre
ellos algunos que no habíamos tenido, tales como toronjas. Las matitas nos llegaron a
Tuxpan desde California, y ya las tenemos listas para plantarlas tan pronto como
vengan las lluvias. Es así como marchan aquí las cosas. Los muertos piensan en los
vivos y los vivos piensan en los que vendrán. ¿Comprende usted, señor?
—Desde luego —dijo el señor Pallares con aburrimiento. De hecho no
comprendía ni una sola palabra de lo que don Jacinto decía. Él era un hombre de
negocios, para quien la tierra representaba mercancía y nada más. Él, personalmente,
nunca había poseído tierra, ni tampoco su padre. Aparte del tráfico de tierras, se
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dedicaba a la política y esperaba llegar a ser diputado algún día, siempre que pudiera
obtener el dinero suficiente para pagar los gastos de su propaganda.
Informó a la oficina que don Jacinto estaba loco.
—¡Es maravilloso! —exclamó el vicepresidente de la Condor cuando leyó el
informe—. Si ese piojoso está loco, debemos enviarle al manicomio y dejarlo allí
olvidado para beneficio de la sociedad humana.
Don Jacinto no sería el primero que desaparecería encerrado en un manicomio
para morir olvidado y miserablemente por no haber facilitado a alguna compañía
petrolera la adquisición de su propiedad.
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IV
Otro agente, esta vez el señor licenciado Pérez, se presentó a don Jacinto para tratar el
asunto de la Condor. Consigo llevaba una bolsa de lona llena de dinero. No era toda
la cantidad que la Condor había prometido pagar a don Jacinto; sin embargo, era
bastante para hacer casi a todos los hombres cambiar de opinión en cualquier asunto,
aun tratándose de sus creencias religiosas.
El licenciado Pérez ya no pretendía alquilar. Los directores sustentaban la idea de
comprar la hacienda definitivamente. En tal caso la compañía ofrecía más dinero,
bastante más en verdad; a ello jacinto no podría rehusarse.
—Pero vea usted, señor licenciado, ¿cómo podría yo vender la hacienda? —dijo
don jacinto expresándose como lo hacía usualmente. El tiempo era algo indefinido
para él, lo empleaba para hablar con su esposa, con sus niños, con su mayordomo,
con su compadre, con los traficantes de ganado, con los comerciantes y nunca había
aprendido a darse prisa—. No; realmente, licenciado, como dije antes, siento mucho
disgustarlo, pero ya ve usted que me es imposible vender Rosa Blanca, porque en
realidad no me pertenece.
El señor Pérez se enderezó en su silla, se introdujo un dedo en la oreja, lo agitó en
forma cómica y miró a Jacinto estúpidamente.
Después dijo:
—¿Oí bien? ¿Puedo dar crédito a mis oídos? ¿Ha dicho usted, lealmente, que no
es el propietario? ¿Es verdad eso, don Jacinto?
El señor Pérez era el principal abogado de la Condor en la República, y recibía
fuertes sumas por representar a la compañía ante la ley y las autoridades de la
República. ¿Sería posible que él, abogado astuto y hábil, hubiera descuidado un
factor de primordial importancia tal como ignorar que aquel indio no era el
propietario legal de Rosa Blanca? Imposible. Eso cambiaría totalmente la situación
en un lapso de veinticuatro horas. Prácticamente, la mitad de las propiedades
adquiridas por compañías petroleras y mineras extranjeras, habían sido compradas a
precios ridículamente bajos y ello se debía, precisamente, a que en muchos casos los
propietarios no podían probar por medio de documentos legales sus derechos de
propiedad. Muchos cientos, si no miles de propiedades de la República, a menudo en
posesión de la misma familia durante muchas generaciones, no habían sido
registradas en parte alguna, a excepción de la oficina de contribuciones que nunca se
preocupaba por dilucidar quién era el verdadero dueño de una finca, en tanto que las
contribuciones impuestas a la misma fueran cubiertas puntualmente. Rosa Blanca
podía denunciarse como realmente abandonada, reclamarse como propiedad de la
nación y el gobernador del estado o cualquier político podían rematarla como
representantes de la nación, en una falsa subasta, por diez mil dólares, ganando por
ello una comisión de cien mil.
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El sudor bañó el gozoso rostro del señor Pérez, quien se lo secó, primero
abanicándose y después con el pañuelo, en medio de gran excitación.
Tragando saliva con dificultad, dijo tartamudeando:
—Lo que no… es decir yo he… Si yo mismo he revisado todos los registros,
todos los documentos referentes a la propiedad. Y solo puedo decir que no hallé ni el
más leve error en la documentación. La documentación se remonta a épocas tan
remotas que hubo necesidad de consultar con expertos traductores del castellano
antiguo, para hacerlos legibles en el moderno. Y no se descubrió ninguna falta,
ningún error en parte alguna. Usted es el propietario legal, don Jacinto, si el más
remoto lugar a duda. Para hablar francamente, le diré que bien me gustaría que no
fuera así.
El licenciado hizo una mueca semejante a una sonrisa.
—Claro está que soy el propietario legal. ¿Quién dice lo contrario?
—¿Pero no acaba usted de decir, solo hace un momento, que Rosa Blanca no es
suya?
—Sí, eso dije, pero tratando de significar algo distinto. El lugar es mío. Pero no
me pertenece al grado de que me sea posible hacer con él lo que me plazca.
—¡Pero en el nombre de Dios, don Jacinto! ¿Por qué no ha de poder usted
hacerlo?
—Trataré de explicarlo con claridad, señor licenciado. Naturalmente que yo
puedo cultivar la tierra, plantar en ella todo lo que me parezca conveniente para todos
nosotros. Y lo que quiero que comprenda es que yo no soy el único propietario. Mi
padre poseía la tierra como yo la poseo ahora y como mi hijo mayor la poseerá algún
día, cuando yo haya desaparecido. Así, pues, ella no pertenecía realmente a mi padre,
ya que él tenía que pasármela como habré yo de pasarla a mi hijo cuando sea
requerido fuera de este mundo.
—Don Jacinto, déjese ya de tonterías.
—No veo por qué ha de ser una tontería que yo diga que Rosa Blanca no es de mi
propiedad en grado ilimitado, y que carezco del derecho de hacer con ella lo mismo
que usted puede hacer con su reloj de oro. Porque aquellos que vengan cuando yo me
haya ido también habrán de vivir. Y exactamente como mi abuelo y mi padre
supieron que yo seguiría viviendo cuando ellos se marcharan, y que por tanto debían
seguir guardando Rosa Blanca, sin que jamás cruzara su mente la idea de venderla o
de alquilarla, precisamente en la misma forma, debo obrar yo. Comprenda usted,
licenciado, es mi sangre la que me hace sentir, pensar y obrar en la forma en que lo
hago. Yo soy responsable de la suerte de todos los que habitan Rosa Blanca. Yo no
puedo abandonarla. No soy el propietario, soy únicamente una especie de
administrador de la propiedad. Esa es la verdad. Así se han llevado las cosas desde
que se fundó Rosa Blanca, solo Dios Santo sabe quien lo haría, pero debe haber sido
hace muchos muchos cientos de años, de acuerdo con nuestras viejas sepulturas, las
que tienen mayor significado para mí que cualquier documento.
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—Pero hombre, esas son palabras solamente, sentimentalismos anticuados, mi
querido señor Yáñez. En este mundo cruel que habitamos, cada quien ha de mirar por
sus propios intereses. Deje que los otros cuiden de sí mismos. Y en lo que se refiere a
sus propios hijos, podrá usted darles todo el dinero que necesiten para ser felices o, si
lo prefiere, podrá heredarlos para que lo gocen después. ¿Cómo es posible que desee
usted que sus hijos vivan aquí en las condiciones de todos esos indios? Ellos son
jóvenes y desean gozar de la vida. ¿Por qué han de ser pastores y campesinos si
pueden ser mujeres y hombres cultos? ¿Doctores, abogados como yo o ingenieros,
capaces de vivir decentemente en una ciudad civilizada? Pero si no desean estudiar,
pueden comprar todas esas cosas excelentes que el dinero paga, todas esas cosas
hechas únicamente para la gente que tiene dinero.
—Tal vez —dijo don Jacinto lacónicamente—. Tal vez, señor licenciado, bien
dicho, nada más que así carecerían de tierra. Son humanos y necesitan comer, y
¿cómo podrían hacerlo si no sembraran maíz y frijol?
—No diga boberías, don Jacinto. Sus hijos podrán comprar todo el maíz y el frijol
que necesiten. ¿Qué no podrán con todos los miles de pesos que vamos a darle por su
tierra? —Don Jacinto no contestó. No le era dado pensar con la rapidez con que
suelen pensar los ahogados. Su pensamiento marchaba con minutos de retraso en
relación a la rapidez con que el señor Pérez deseaba encaminar las cosas.
Percatándose de ello, el señor Pérez decidió atacar al indio testarudo empleando una
estrategia diferente. Tenía experiencia en el manejo de campesinos y propietarios de
tierras.
—Algún día será usted viejo, tal vez se vea inválido y entonces preferiría vivir
fácil y confortablemente. ¿Verdad, don Jacinto?
—¿Yo viejo e inválido? ¿Yo? Nunca. No nunca. Yo nunca envejezco; el día que
ello ocurra moriré silenciosamente. A mí me bastará sentarme en una silla, llamar a
mi señora y a los niños, si es posible a toda la gente de aquí, para darles las gracias
por todo lo que han hecho por mí y para pedirles perdón por los errores que haya
cometido y los que no me fue posible evitar como humano. Después les diré adiós y
les pediré que me dejen solo y, una vez solo, moriré pacíficamente diciendo: «Dios
mío y Creador, voy hacia ti nuevamente, ni malo ni bueno, solamente como tú
deseaste que fuera. Gracias por haberme permitido ver el mundo y vivir en Rosa
Blanca». Después de ello mis gentes me enterrarán en el sitio en que mis antepasados
descansan. Ya verá usted, licenciado Pérez, que en esta forma yo no puedo envejecer
y arruinarme. Eso nunca nos ocurre a ninguno de nosotros. Mi padre jamás envejeció.
Murió precisamente el día en que al levantarse, salir al pórtico y mirar al sol, regresó
adonde mi madre se encontraba y dijo: «Dios mío, buen Dios, ¡qué fatigado me
siento ahora, querida Catalina!». Después trabajó como siempre durante todo el día,
cenó como acostumbraba y murió. Sí, señor licenciado, así ocurren las cosas entre
nosotros. Y en cuanto a la tierra, bien, señor, no puedo venderla porque aquellos que
queden en el mundo cuando yo parta, necesitarán de ella para vivir.
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Se encontraba listo para exponer al licenciado sus ideas acerca de los árboles que
debían plantarse en beneficio de futuras generaciones, pero recordó que ya lo había
hecho cuando conversara con aquel otro caballero, con el señor Pallares, que le había
visitado algunas semanas antes. Él solamente recordaba la ligera impresión que sus
palabras, que él consideraba expresión de pensamientos lógicos, le habían causado. Y
se percató de que el licenciado Pérez se mostraba tan aburrido con su charla, como se
había mostrado el señor Pallares cuando le hablara de árboles y frutos para futuras
generaciones.
Al darse cuenta de que hablaba en vano, pensó en otra forma de atraer la atención
de su visitante.
—Hay algo más, señor licenciado, que debemos tomar en consideración.
—Bien, don Jacinto, hable usted, que para escucharlo he venido.
—¿Qué harán todos mis compadres y mis comadres si yo abandono Rosa Blanca?
Piense usted en todas estas familia; yo soy responsable de ellas y de su bienestar. El
lugar les corresponde por razón natural. Son como árboles con profundas raíces en el
suelo. Si se les arranca de aquí se marchitarán y sus corazones y sus almas quedarán
destrozados. No, señor, lo siento mucho, pero me es imposible vender, porque todos
los que aquí habitan tienen los mismos derechos que yo. ¿Qué harían? ¿A dónde
irían? Todas estas gentes son parte de la tierra que habitan. ¿Qué harían el día que
perdieran el suelo en que se apoyan? Contésteme, señor.
El señor Pérez encendió un cigarrillo, apagó el cerillo y empezó a jugar con la
mecha emparafinada hasta que la deshizo entre sus dedos. Después, repentinamente,
hizo un gesto como significando que había llegado a la solución de un complicado
problema matemático, y dijo con acento sorprendido:
—¿Me pregunta usted qué va a hacer toda esta gente, don Jacinto? Pues la
respuesta es muy sencilla. Todos ellos encontrarán buen empleo en los campos
petroleros. Ganarán muchísimo más de lo que usted les paga aquí, don Jacinto.
¿Cuánto les paga usted? Bien, bien, no es necesario que me conteste. Cuando
mucho serán cincuenta centavos diarios. Tal vez setenta y cinco, si es usted generoso.
Eso es una pequeñez comparándolo con el salario que pueden ganar en los campos.
Cinco pesos será lo que ganen por día durante toda la semana, y cobrarán doble el
tiempo extra. Además, trabajarán estrictamente ocho horas y se les pagará doble todo
el tiempo extra que trabajen. Yo sé que hay una gran diferencia, porque conozco la
vida de nuestras haciendas. Se trabaja de sol a sol, y se reciben en pago unos cuantos
centavos cuando el hacendado le da la gana. Habla en general, don Jacinto, no me
refiero exclusivamente a su hacienda.
Don Jacinto movió la cabeza varias veces, sin pronunciar palabra.
El señor Pérez lo miró pensando en su estupidez y dijo para sí: «Solo el diablo
sabe por qué todos estos malditos indios no fueron ahogados o colgados por los
españoles. La República sería un lugar excelente para hacer dinero, si no fuera por
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esos malditos indios con su miserable maíz y frijol. Bueno, creo que es tiempo de dar
el golpe final y de terminar el asunto de una vez por todas».
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V
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habrían podido ser definitivamente contestadas con aquel pensamiento único. No
podría expresarlo con las bellas palabras empleadas por los poetas, ni con la brevedad
de un científico capaz de usar símbolos comprendidos solo por otro científico.
Tampoco podría ilustrar su pensamiento con estadísticas semejantes a las hechas por
un estudiante de economía nacional. Solo pudo expresarlo diciendo:
—Pero si ellos carecen de tierra no podrán cultivar maíz. Maíz, esta palabra
significaba para él, para el indio, tanto como para nosotros expresa la oración que
elevemos al Señor: «¡El pan nuestro de cada día dadnos, Señor!». No el que
necesitaremos mañana, no, el que necesitamos ahora, el pan nuestro de cada día,
porque mañana podremos morir si ahora carecemos de él.
El señor Pérez sabía que había hablado en vano, que el indio no había seguido sus
pensamientos. Jacinto, aun cuando su vida hubiera dependido de ello, no habría
encontrado otra respuesta en su mente. Para él toda la sabiduría del mundo
descansaba en su único pensamiento, al igual que toda la sabiduría de la raza humana,
desde su origen en la tierra, tiene sus raíces en la primera y última verdad del hombre:
la tierra produce pan, y el pan vida. ¿Qué otra sabiduría habría hecho a Jacinto más
feliz, más rico o le habría satisfecho más?
Ningún abogado habría comprendido jamás la simpleza de esa sabiduría. El
licenciado Pérez sabía que en cualquier tienda podía comprarse maíz y que lo único
necesario es el dinero. La Condor tenía dinero y estaba dispuesta a pagar el terreno.
Jacinto podría comprarse cien barcos cargados de maíz y durante su vida podría
llenarse seis veces diarias de más maíz del que le fuera posible digerir. Maíz, maíz y
solo maíz, de nada más sabía hablar aquel testarudo, en nada más podía pensar. ¡Al
diablo con el maíz!
En cualquier forma, con toda su habilidad, con su gran conocimiento de las leyes
nacionales e internacionales, el licenciado no pensaba en el hecho de que antes de ser
vendido el maíz tenía que ser cultivado, comprado y convertido en alimento. En
algún sitio debía cultivarse el maíz o dejaría de haberlo, no obstante los muchos
cientos de dólares que el que necesitara el grano tuviera depositados en el banco.
El licenciado Pérez vivía en un mundo diferente. En el suyo el maíz y la tierra
podían separarse sin que surgieran problemas serios. En su mundo todas las
relaciones entre tierra y maíz, hombre y tierra habían sido separadas. En su mundo
los hombres conocían solamente una cosa: el producto. Cuando nosotros hayamos
partido bien puede diluviar, bien puede verse el mundo envuelto en llamas o sacudido
por terremotos y lodo, ello contemplado a través de un aparato de televisión. Tierra,
tierra y más tierra. ¿Qué significado tiene la tierra en cualquier forma? Nosotros
necesitamos extraer el petróleo de la tierra para alimentar el motor de nuestros carros.
Al diablo con ese indio idiota. Si realmente siempre necesitáramos maíz y no
pudiéramos conseguirlo directamente, debido a que hubiésemos cambiado toda la
tierra por petróleo, podríamos hacer maíz sintético en una prensa rotativa y comprarlo
en latas empacadas en Chicago y vendidas en cadena. Nosotros necesitamos la tierra
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para hacerla producir petróleo, y eso basta. Necesitamos petróleo para poder conducir
nuestros carros a ciento veinte millas por hora, aun cuando no tengamos precisión de
llegar a sitio alguno. ¿Por qué, por qué no ahogaron a todos esos malditos indios
cuando tuvieron oportunidad de hacerlo? Así se habría acabado de una vez para todas
con su maíz.
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VI
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desaparición de la oscuridad y los veinte minutos que preceden al amanecer y
después el sol lanzando sus rayos como en una tormenta surgida de la nada. Llego a
Tuxpan a las nueve o las diez. La hora importa poco, porque tiempo me sobra en este
mundo. Y así puedo gozar de todo lo que vale la pena de ver en el camino. Puedo
hablar con Rafael, que ahora techa su jacal con palapa, material que considera mejor
que la teja. Siempre llego a Tuxpan a hora conveniente para arreglar mis asuntos, por
ello no tengo necesidad de un automóvil. No, en realidad no lo necesito, y si tuviera
uno, nunca lo usaría; nunca, señor licenciado.
Pérez, casi desesperado, sentía como si le hubieran dado una patada sin tener
oportunidad de devolverla. Trabajó duramente para encontrar un nuevo y mejor
argumento contra don Jacinto, quien carecía totalmente de sentido financiero. Antes
de que encontrara la idea necesaria para infundir en aquel indio testarudo la misma
admiración que él rendía al dinero, don Jacinto había encontrado una respuesta
adecuada al ofrecimiento del licenciado de hallar trabajos bien remunerados para
todos los hombres que había en la hacienda. Y vaya que fue efectiva y mucho mejor
de lo que el señor Pérez habría podido esperar de aquel hombre sencillo.
Don Jacinto dijo:
—Sería muy bueno, magnífico, que todos nuestros hombres encontraran trabajo
en los campos petroleros. Estoy seguro de que todos ellos pueden trabajar allí y ganar
mucho dinero. Solo hay un pequeño inconveniente en ello. Supongamos que se
termina la perforación de todos los pozos, ¿qué ocurrirá entonces con el trabajo? Si el
trabajo en los campos termina, ya no habrá salario para ellos y entonces, ¿qué pasará,
señor Pérez?
La respuesta de Pérez fue rápida y él la consideró excelente:
—La compañía no perfora pozos aquí únicamente. Es propietaria de muchos
terrenos en la República. Si el trabajo se termina aquí, los hombres serán enviados a
los nuevos campos.
Don Jacinto, percatándose de que al fin llegaba el punto importante, dijo
lentamente:
—En aquellos campos lejanos de los que usted habla, y a los que nuestros
hombres serán enviados para trabajar, en esos sitios, ya hay trabajadores y deben ser
hombres que pertenecieron a otros ranchos y haciendas vendidos a la compañía.
Entonces, si nuestros hombres son enviados para allá, ¿a dónde irán ellos?
Pérez se sintió acorralado. Buscando una forma para salir del atolladero en que
aquel indio astuto lo había metido, explotó con esta respuesta:
—Sencillísimo, don Jacinto, nada más sencillo que eso. Aquellos hombres
tendrán que ir en busca de otro sitio cuando nuestros hombres de acá lleguen.
—Toda vez que la tierra que trabajaban y de la que vivían les ha sido comprada y
se encuentran sin hogar, ¿cómo podrán vivir si nuestros hombres llegan a quitarles el
trabajo? Sin tierra y sin trabajo morirán de hambre. Además, hay otra cosa en la que
aún no hemos pensado y es que los pozos no podrán perforarse eternamente, algún
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día dejarán de producir y entonces todos los hombres habrán olvidado la forma de
cultivar el maíz.
Todos los problemas se simplifican, cuando hay bastante tierra disponible y
hombres que sepan cultivar el suelo que aman, pero todos se complican a la vez, en el
momento en que los hombres son arrojados del suelo al que pertenecen. Hasta el
señor Pérez empezaba a comprender esto al enfrentarse con el problema de los
desocupados. El indio lo sacaba de la aparentemente invulnerable posición que
ocupaba en su propio mundo. Lo sacaba aún de las fronteras de todo aquello que
había estudiado en la escuela y aprendido de la vida. Si se encontrara sentado ante
otra persona culta como él, un comerciante, un hombre de negocios, un arquitecto o
un banquero en lugar de aquel indio, habría podido resolver fácilmente el problema,
en presencia de un hombre que como él viviera en una gran ciudad, para una gran
ciudad y de una gran ciudad. Los problemas podrían ser discutidos y resueltos entre
hombres de la misma posición, hablando el mismo lenguaje entre sí, con las mismas
perspectivas e incontables oportunidades en la vida. Esos caballeros habrían hablado
respecto a la necesidad de hacer nuevas leyes referentes a los desocupados. Habrían
mencionado decisiones del Congreso y decretos presidenciales, adiciones a la
constitución, mejoras a los medios de transporte, elevación de tarifas, restricciones a
la inmigración, disminución de importación, inflación, subsidios del gobierno a la
gran producción de artículos indispensables, ayuda a la agricultura, altas
contribuciones de tránsito de caminos; habrían hablado de la tolerancia con los
mendigos jóvenes, fuertes y saludables que prefieren pedir limosna antes que trabajar
y, sobre todo, considerar que el deseo de solucionar el problema de los desocupados
era tanto como querer que el estado cuidara de todos aquellos lo bastante indolentes o
tontos para cuidar de sí mismos. Sin embargo, a pesar de todo lo que se dijera, de
cuantos remedios fueran propuestos, la única cosa sin respuesta era: ¿dónde
encontraremos tierras qué cultivar? Porque hasta el licenciado admitía la
imposibilidad de esperar que algún día se hiciera maíz con escorias de carbón y
frijoles con residuos de petróleo.
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VII
Los razonamientos de don Jacinto sobre los problemas más difíciles de la raza
humana eran tan simples y tan hábiles que el señor Pérez se sintió casi perdido, sin
esperanzas. No podía llegar al indio dándole lecciones de alta y baja economía. Debía
tener presente que don Jacinto y él vivían en planetas diferentes.
Don Jacinto no sabía que había derrotado sin piedad al licenciado, porque no
imaginaba que otros seres humanos pudieran pensar en forma distinta a la suya. Él
vivía no solo de la tierra, sino con la tierra. Era un genuino producto del suelo,
semejante a un árbol que muere si se le arranca de él. Así, pues, siendo como era, no
podía ser conquistado por el recurso de mayor peso que el licenciado había reservado
durante su conversación.
El señor Pérez tomó el saco de lona blanca que había llevado y que al sentarse
había colocado sobre el piso, cerca de su mecedora.
Levantándolo y sopesándolo con ambas manos para hacerlo aparecer aún más
pesado de lo que en realidad era, sonrió ampliamente como para decir: «Ahora, buen
hombre, ahora va usted a ver todas las maravillas del mundo y algo más, esas que se
ven solamente una vez en la vida».
Lentamente, como si le fuera difícil ponerse de pie debido al peso de la bolsa de
lona, se levantó de la silla y dijo:
—¿Quiere usted entrar conmigo, don Jacinto? Le enseñaré algo que vale la pena
de ser visto.
Don Jacinto ya se había levantado. Ambos atravesaron las puertas abiertas de la
sala, un cuarto grande, especie de patio techado y con piso de ladrillo.
En medio del cuarto había una mesa pesada de caoba, construida tal vez hace
quinientos años. Algunas sillas del mismo material de la mesa se hallaban colocadas
en forma irregular alrededor de ella. No menos de una veintena más de sillas se
encontraban colocadas a lo largo de las paredes, poniendo de manifiesto que los
huéspedes numerosos no eran poco comunes en Rosa Blanca.
La mesa estaba desocupada.
—Sentémonos ahí, don Jacinto, y conversemos otro rato.
El señor Pérez, sonriendo ampliamente, hacía sonar el saco con su mano derecha
como si fuera una campana.
No acababa de sentarse don Jacinto junto a la mesa, cuando el licenciado,
repentinamente, como si fuera a ejecutar un acto de magia, levantó el saco bien alto
por encima del centro de la mesa, lo tomó por la parte del fondo, lo volvió y dejó
derramar su contenido sobre la mesa… Era una gran cantidad de monedas de oro de
las llamadas aztecas, con valor de veinte pesos cada una. Tan hábilmente había sido
puesta en juego la triquiñuela, que la mesa quedó literalmente cubierta de monedas de
oro, sin que una sola hubiera rebasado los bordes y caído al suelo. Cualquiera podría
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suponer que el licenciado había hecho el juego cien veces antes de llegar a adquirir
semejante perfección.
Al mirar el montón de oro con ojos acariciadores, tal vez veía la imagen del busto
de cierta mujer. Sus ojos brillaron y se fijaron en aquel busto. Evidentemente, una
especie de poder magnético encantó su vista al grado de que le era imposible separar
los ojos de allí. Era fácil descubrir que por su mente pasaban veintenas de
pensamientos, docenas de imágenes de objetos que podrían adquirirse con aquel
montón de oro, así como todos los placeres exquisitos que podría proporcionarse, de
pertenecerle.
Con un movimiento brusco salió del estado de trance en que se hallaba, y
produciendo un sonido audible, vació sus pulmones del aire que había retenido por
mayor tiempo que el normal. Apartando sus ojos del busto de oro, los volvió hacia
don Jacinto, que había permanecido inmóvil en su silla, sin inmutarse en lo mínimo a
la vista de lo que se hallaba sobre la mesa ante él. Mirando fijamente a don Jacinto y
tratando de penetrar los pensamientos del indio, el señor Pérez enrojeció.
«Gran Dios», pensó para sí. «Ojalá que este hombre no haya leído mis
pensamientos mientras me encontraba en ese largo viaje alrededor del mundo y en
grata compañía, además». Sacudió la cabeza para que su cerebro volviera a ocupar el
lugar que normalmente le correspondía y sonrió.
Con la amplia sonrisa dibujada en el rostro, recordó en aquel preciso momento
que en una ocasión, años atrás, había sonreído en la misma forma, cuando durante la
celebración de la llegada del año nuevo mirara el rostro de su novia, mientras le
mostraba un brazalete de diamantes que tenía cubierto con una servilleta, primer
regalo de valor real que podía ofrecerle.
Mantuvo la sonrisa durante el tiempo que contaba las monedas, cosa que hacía
como celebrando un rito. Obraba así, en parte para causar una profunda impresión en
don Jacinto, pero en parte porque consideraba aquello como el trabajo más noble que
un ser humano puede hacer.
Tuvo que emplear mucho tiempo para contar el dinero. Mientras contaba, lo hacía
como si la venta se hubiera efectuado y el recuento del dinero fuera acto necesario
para cerrar el trato.
Por muchas causas sentía que aquella noble tarea llegara tan pronto a su fin. Él
podría haberla desempeñado sin fatigarse jamás. De vez en cuando pensaba en la
estupidez de los empresario de espectáculos, a quienes no se les había ocurrido jamás
promover un maratón de contadores de monedas de oro a la vista del público, con
todas las puertas guardadas por policías con ametralladoras.
Colocaba las monedas en columnitas de cincuenta aztecas, poniendo cuidado en
que cada una de esas columnas quedara tan recta como si hubiera sido levantada a
plomo. Cada vez que paraba una, la acariciaba con voluptuosidad, con ambas manos,
por todos lados, para que quedara aún mejor colocada. Sin duda no habría acariciado
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el cuerpo de una mujer desnuda con mayor ternura y delicadeza que una de esas
columnas.
Por fin, el recuento terminó y cuatrocientas columnas quedaron alineadas en la
mesa, como soldaditos de oro, listos para ser revistados por un secretario de Guerra.
Reverentemente y con una marcada expresión de pesar miró a los soldaditos de
oro, y sin apartar la vista de ellos, dijo:
—He ahí, don Jacinto; ahora es usted un hombre rico; todo ese montón de oro se
lo da la compañía a cambio de Rosa Blanca. Cuatrocientos mil pesos oro, eso es lo
que la compañía le paga. Aquí los tiene usted ante los ojos, y repare en que no está
soñando. Como he dicho, lo que aquí ve son solamente doscientos mil pesos oro, solo
la mitad de lo que recibirá usted cuando el contrato esté firmado, sellado y aprobado
por las autoridades. Es decir, que recibirá usted otro montón de oro exactamente igual
a este, mañana mismo si usted quiere. El dinero está a su disposición.
La impresión que el señor Pérez esperaba causar a don Jacinto falló
absolutamente en todos sus detalles. Don Jacinto tomó una moneda, la sopesó en la
palma de su mano, le examinó el borde, la mordió con sus dientes aguzados y dijo:
—Hermosa moneda. El hombre que las hace debe ser un artista para darles esa
apariencia de lindas medallitas —después de decir lo cual volvió a colocar la moneda
en la columna de donde la había tomado.
Aquel montón de monedas brillantes carecía de significado para él, pues habría
apreciado mejor el valor de una pila de maíz o de quinientos cerdos. Desde luego que
no hubiera vendido Rosa Blanca ni por una montaña de maíz o por un tren cargado de
mulas. El valor de Rosa Blanca no podía expresarse en dinero, maíz, cerdos, caballos
u otra cosa.
El maíz, por elevada que fuera la montaña formada por él, sería consumido algún
día, y cuando un día tiene que llegar, llega tarde o temprano, pero llega y nadie puede
evitarlo.
¿Qué ocurriría entonces, cuando todo el maíz y los puercos se terminaran? Los
hombres que vinieran cuando ese día llegara empezarían a morir de hambre. Solo en
la tierra puede confiar el hombre. La tierra da, da con generosidad inagotable. El
suelo se rehace y vuelve a rehacerse incansablemente. El suelo se rehace una y otra
vez, eternamente. Ahora es puro, virginal, después se estremece de amor, después
ostenta su gran preñez para dar a luz, finalmente, en un acto triunfal. Después volverá
la faz agradecida al sol, para marchitarse lentamente, satisfecha y con sonrisa un poco
fatigada. Luego dormirá y volverá a empezar, a la mañana siguiente, a vivir, a amar, a
concebir y a dormir, y así eternamente, con la salida y puesta del sol, con el crecer y
menguar de la luna, con el brillar de los luceros en el cielo. No importa que los
hombres vivan o perezcan, el suelo producirá en tanto brille el sol en el firmamento.
Así, pues, el dinero, el maíz, la carne, aun en gran cantidad, es solo una vez y no
vuelve a ser. Cosas son estas que no se reproducen voluntariamente, y que cuando se
les fuerza para ello, solo podrán hacerlo con ayuda de la tierra, nunca sin ella.
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Don Jacinto conocía perfectamente el valor de los «aztecas». Un «azteca»
representaba el valor de cien o ciento cincuenta kilos de maíz; o determinados kilos,
arrobas, litros o quintales de frijol, de acuerdo con los precios del mercado. Un
«hidalgo» representaba el valor de un cerdo grande, no de la mejor calidad ni muy
pesado. Un «hidalgo» eran diez pesos oro, era mucho y buen dinero. Sin embargo,
aquel regimiento de columnas de oro acomodadas en forma ordenada sobre su mesa,
para jugar su papel en aquella representación, no causaron impresión alguna en su
mente. No le era posible medir el valor de tanto dinero. Difícilmente existían valores
semejantes en el mundo. Para él, aquello era magia negra.
—El espectáculo es muy agradable —dijo apreciando el trabajo que el señor
Pérez se había tomado para recrear la vista de don Jacinto.
—Todo es suyo, Jacinto —dijo Pérez empleando una forma más íntima para
dirigirse a él—. Todas esas hermosas monedas son suyas y le entregaremos otra
cantidad igual, como antes dije, porque, repito, esta es solamente la mitad de lo que
recibirá usted por Rosa Blanca. Tómela, Jacinto. Guárdela en sitio seguro.
La proposición de Pérez causó en don Jacinto la misma impresión que le habría
causado el mismo ofrecimiento a cambio de sacarle el corazón de su pecho viviente.
El regimiento de soldaditos dorados se negó a vivir para don Jacinto, permaneció
inanimado, sin despertar en él ninguna esperanza, sin inducirlo a soñar mirándolo, sin
despertar ningún deseo que lo obligara a decir: «Sí, aceptado, señor licenciado
Pérez». Y toda vez que el oro no tenía poder alguno sobre su mente, no podía
ganarlo.
Nunca lo ganaría, porque lo que tenía ante sí no era dinero. Ante sus ojos había
algo mayor que cualquier cantidad de dinero. Había algo elevado y sacro. Lo que él
recibiera de sus ancestros nunca lo consideró como propiedad suya. Lo había
aceptado como depósito para conservarlo y mejorarlo tanto como le fuera posible,
para entregarlo algún día a aquellos que tuvieran sobre él el mismo derecho que a él
lo asistiera al recibirlo. Supóngase que algún día encontrara él a sus mayores en los
campos de caza de la eternidad y que le preguntaran: «Jacinto, ¿qué hiciste con
nuestra Rosa Blanca?, ¿qué hiciste de la herencia de tus hijos, de tus nietos, de todos
tus descendientes? Contesta, Jacinto». Entonces no habría tenido qué contestar,
habría tenido que huir para esconderse avergonzado en algún rincón sombrío y
apartado. Y la cosa sería peor aún si ante él aparecieran los ancestros de todos sus
compadres y sus comadres para preguntarle: «¿Compadre, qué ha hecho usted a
nuestros hijos, a nuestras hijas? Mire lo que ha ocurrido con ellos, algunos son
criminales, otros almas perdidas, y usted es el único culpable de que sean lo que
ahora son».
Y cada treinta o cuarenta años llegarían nuevos hombres y mujeres a las moradas
eternas y le repetirían las preguntas y lo condenarían y él no tendría manera de huir
de ellos. Llegarían a sacarlo de su sombrío escondrijo para obligarlo a escuchar sus
preguntas durante el día y la noche. Luego lo arrojarían nuevamente a su rincón para
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que treinta o cuarenta años después lo hicieran salir de él otros que llegaran, y ello se
repetiría por incontables millones y millones de años. Sin poder descansar, sin poder
reposar jamás. Y en la misma forma en que el regimiento de soldados de oro aparecía
inanimado ante sus ojos, Rosa Blanca se presentaba viva y hermosa en aquel
momento en que la lucha por ella culminaba. Rosa Blanca era toda vida, adquiría
forma y se revestía de la personalidad de una diosa. No solamente surgía a la vida y
se movía, también le sonreía y le hablaba, humanizándose.
Y don Jacinto escuchó su canto.
No pudo soportarlo por mucho tiempo. Se le humedecía el corazón, le sangraba el
alma. La habitación desapareció a su vista como si hubiera sido tragada por la niebla.
Se levantó y salió al pórtico.
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VIII
Allí se detuvo con la vista fija en el amplio patio. Aquel no estaba muy ordenado.
Nunca lo estaba a pesar de las muchas recomendaciones de don Jacinto para que lo
tuvieran siempre limpio.
Cien veces había ordenado que cambiaran esto y quitaran aquello y siempre que
miraba hacia el patio deseaba que esos cambios se hicieran al momento, pero
generalmente no había nadie disponible que lo hiciera en aquel momento. Así, pues,
se olvidaba de ello tan pronto como volvía la espalda, o alguien distraía su atención,
hablándole. Y la cosa se aplazaba hasta que nuevamente volvía a mirar hacia el patio
y encontraba las cosas como habían estado siempre y como seguirían estando durante
siglos tal vez.
En el rincón más apartado, próxima al bajo muro de adobe que cercaba el patio,
se encontraba tirada la rueda rota de una carreta, y ninguno de los habitantes del lugar
recordaba cuándo había existido la carreta.
La rueda se hallaba totalmente podrida; pero estaba hecha de hierro y de dura
madera proveniente de árboles de la comarca, materiales cuya resistencia necesitaba
cinco siglos para ser destruida por la naturaleza. Todos los sábados alguien recibía la
orden de quitar de allí los restos de la rueda. Pero cada domingo, cuando él salía al
pórtico bostezando, estirándose y balanceando sus piernas para enterarse de si todavía
las tenía en buenas condiciones, lo primero que descubría era la rueda de la carreta y
siempre tuvo la curiosa idea de que le sonreía vencedora una vez más. Vencedora por
permanecer aún en aquel rincón del que formaba parte. El rincón se habría visto
vacío, triste tal vez sin la vieja rueda en él. Don Jacinto pensaba, moviendo la cabeza,
que pronto llegaría la tarde del sábado y que al mirar hacia el patio ordenaría al
primero que por allí acertara a pasar que quitara la rueda de una vez, y en caso de
desobediencia ya sabría él castigar al negligente.
Algunas semanas más tarde la orden fue repetida. Entonces don Jacinto recordó a
su padre diciendo: «Tal vez la rueda pueda servir todavía para algo, todavía está en
regulares condiciones y es muy fuerte. Quizá sea posible adaptarla a otra carreta, y si
no, para algo servirá. Ya hablaré de ello con Manuel tan pronto regrese de Tuxpan
para que me dé su opinión».
Cuando Jacinto tenía nueve años, jugaba con ella en compañía de otros
muchachos, convirtiéndola en un gimnasio completo en el que podían ejercitar sus
cuerpos para hacerlos ágiles y rápidos como los de una serpiente, y capaces de resistir
aventuras como aquellas que leía en los cuentos de Salgari.
Algunos años después, ya perdido el interés por llegar a ser bravos corsarios, los
muchachos se sentaban sobre la rueda hasta muy tarde, por la noche, para contarse
toda clase de historias horripilantes acerca de las aventuras en que aquella rueda
debió haber participado, como parte de una carreta destinada a cargar unas veces
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mercancías y otras el producto de minas de plata, cuyo cargamento debía ser
defendido por los arrieros librando feroces batallas con indios salvajes, bandidos y
salteadores de caminos.
Jacinto recordaba el día en que aquella rueda había servido para atar a ella un
coyote, que él con la ayuda de otros chicos había cogido en la selva cercana. Suya
había sido la idea de domesticar al coyote y usarlo como a salvaje perro vigilante,
capaz de aterrorizar a cualquiera que por allí se acercara. La única dificultad había
estribado en que antes de lograr domesticar al coyote, aquel había roto a mordiscos la
cuerda que lo ataba y había escapado, prefiriendo la vida insegura de la selva a la
segura existencia de un perro de hacienda.
Después se había ordenado que se hiciera leña de la rueda para que la utilizaran
las mujeres de la cocina; pero nuevamente el padre de Jacinto había esperado a que
Manuel llegara a la hacienda para consultarle lo que podría hacerse con ella, ya que
era más fuerte y mejor que cualquiera de las ruedas de las nuevas carretas que andan
por ahí ahora en día, y en las que nadie puede confiar como se podía confiar para el
acarreo de buenas cargas como las que solían transportar las antiguas. Podría ser de
gran utilidad en el trapiche, dijo para sí.
Jacinto había llegado a las veinte primaveras cuando las discusiones acerca de la
rueda no terminaban aún. Era entonces cuando a él le encantaba sentarse solo sobre la
rueda hasta bien entrada la noche. Allí podía suspirar, murmurar y soñar con su
muchacha, la que ahora fuera su compañera fiel desde hacía muchos años. Se sentaba
allí en las noches de luna, musitando palabras, cantando, silbando viejas y
sentimentales canciones rancheras, cargadas de amor eterno, de compromisos rotos y
de corazones destrozados. Y más de una noche, con luna o sin ella, se había sentado
allí para llorar como un niño su orgullo humillado por Conchita, la mujer cuyo único
objeto en la vida era amarlo y casarse con él para bien o para mal, Pero si ella no se
casaba con él permanecería soltero a pesar de cuanto la gente pudiera pensar de él,
emperador del pequeño imperio de Rosa Blanca, al ver que su nombre se extinguía
por falta de una esposa.
Después vino la época de los dulces recuerdos. Cuando, recién casados, se
sentaban juntos en la rueda a contemplar la luna, y él hacía marcas en la madera con
uno u otro objeto. Recordaba perfectamente por qué había hecho cada una de las
marcas. Desde el sitio en que se encontraba en aquel momento, imaginaba verlas y
podía contarlas.
Ahora, su padre había muerto y él, Jacinto, era absolutamente responsable de
Rosa Blanca. Pero la vieja rueda de carreta quedaría allí, sin que nadie la moviera
siquiera fuera una pulgada, del sitio en donde había estado desde el momento en que
él la lomara como parte de un juego de caballitos de feria.
Y Manuel, el mayordomo que a la sazón tenía setenta y cinco años, había muerto
también siguiendo a su amado amo y compadre a la eternidad. Él había sido aquel
Manuel que, en la época de su padre y aun en la época de su abuelo, había dado
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repetidas veces la orden de que retiraran la rueda, amenazado con terribles castigos al
que se atreviera a desobedecer. Y había sido también aquel Manuel a quien tan a
menudo se consultara lo que mejor convendría hacer con la rueda y que no fuera
convertirla en leña para las mujeres de la cocina.
La vieja rueda, sin embargo, no había sido afectada profundamente por la muerte
de esos dos hombres que tanto habían discutido su destino y su existencia con tan
pequeños resultados, más bien parecía que ambos hombres, huéspedes ahora de la
eternidad, podrían destinar parte de su tiempo a discutir lo que deberían haber hecho
con ella mientras se encontraron en la tierra.
Y así, durante años y años, todos los sábados, Jacinto, cuando el patio tenía que
ser aseado, daba órdenes estrictas para que arrojaran la rueda fuera del patio; aun
cuando el domingo por la mañana al salir al pórtico, bostezando y estirando los
miembros, lo primero con que su vista se tropezara fuera con la maldita rueda de
carreta, exactamente en el mismo sitio en el que permanecería hasta que el sábado
venidero diera órdenes de que la retiraran cuando se hiciera el aseo del patio. Y bien
sabía que si alguna vez llegaban a quitar la rueda de allí y en la hermosa asoleada
mañana de algún domingo se asomaba al pórtico y no la encontraba, sentiría como si
hubiera perdido lo mejor de su vida.
Allí descansaba la vieja rueda, pacíficamente, tenaz, sabedora de su gran valor,
soñando con su larga historia, consciente del excelente material de que estaba
construida, esperando calmada y filosóficamente el día en que la naturaleza terminara
con ella.
Don Jacinto veía de vez en cuando a su hijo sentarse en la rueda. Algunas veces
soñaba con los ojos abiertos, olvidando cuanto le rodeaba. Otras canturreaba y
silbaba. Noches hubo en que después de permanecer largo rato sentado sobre ella,
regresaba con los ojos rojos diciendo que había comido demasiado chile y que por
ello los tenía húmedos. También le había visto Jacinto hacer marcas en la madera de
la ruda. Don Jacinto creía saber quién era la muchacha, la aprobaba y pensaba que su
hijo había hecho una buena elección.
Pero cualquier cosa que Domingo hiciera, y quienquiera que la muchacha fuera,
don Jacinto podría estar seguro de que la vieja rueda estaría en su rincón, sin que la
hubieran movido ni una pulgada de su sitio, el día en que él fuera llamado por el
Creador, para encontrarse con su padre y con Manuel en la eternidad. Porque aquella
rueda no era un objeto inanimado, no era un trozo de madera podrida, era mucho más
que eso. Era un símbolo de la raza que poblaba la República. De una raza que fue, es
y será siempre igual. No podrá ser movida. La rueda de la carreta se había evadido al
tiempo.
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IX
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Aquel noble y orgulloso caballero parecía un príncipe, cabalgando el piafante potro
blanco.
Y el noble caballero sabía hablar con dulces palabras jamás escuchadas antes por
la doncella india, a quien le parecían gotas de miel derramándose de los labios. De los
labios del noble y orgulloso caballero mexicano, el de las espuelas de plata y el
sombrero bordado de oro, de aquel sombrero que el viento no podía arrancar porque
lo llevaba sujeto con pesadas cintas de oro también. Y sus dulces, sus dulcísimas
palabras, hicieron perder la cabeza a la doncella, que asustada ante la majestad del
caballero, hizo cuanto aquel le ordenó que hiciera. Pero ni la majestad ni la dulzura
cambian a la naturaleza, y ocurrió lo que debía ocurrir. Un día la doncella se encontró
con un delicado niñito entre los brazos, con un niñito suave y delicado que no supo
cómo ni de donde llegó a sus brazos. Y su bien amado novio se fue para no volverla a
ver, se fue muy lejos, a la tierra de los gringos, mientras que en el rancho toda la
gente, toda esa gente desagradable y piadosa, señalaba con sus feos dedos a la joven y
a su delicado y dulce nene.
¿Qué podía hacer? Preguntad al mundo, ¿qué podía hacer la pobre muchacha? La
joven y morena mamacita linda se fue internando cada vez más en la selva, en las
oscuras profundidades de la selva, y allí, silenciosamente, en el rincón más apartado,
sombrío y profundo de la selva, murió con su dulce y delicado niñito entre los brazos.
Y llegó la gran reina de las hormigas y ordenó que hicieran una tumba para la
hermosa muchacha india y su delicado y dulce niño. Y las hormigas trabajaron y
trabajaron en las oscuras profundidades de la selva; trabajaron día y noche para hacer
una tumba regia a la hermosa muchacha india, amedrentada por el orgulloso caballero
galante que cabalgaba un hermoso potro blanco y usaba espuelas de plata y oro y
daba órdenes a todos los que lo rodeaban, quienes debían obedecer bajo amenaza de
muerte, de muerte cruel. La tumba que hicieron las hormigas era más hermosa que la
de cualquier reina de la tierra. Sobre la tumba real de la bella muchacha cayó una flor
azul, una hermosa flor azul de la selva, para cubrir el cuerpo de la joven a quien la
muerte sorprendiera tan temprano, de la muchacha que habría sido tan feliz al lado
del apuesto novio que se fuera a la tierra de los gringos para no volver más.
Y así se acaba el corrido de aquella linda joven, del caballero gallardo del blanco
caballo hermoso, de las espuelas de plata y el gran sombrero bordado; y del
muchacho que partió para no regresar jamás.
Y aquí termina este corrido de la muchachita india y de su nene chiquito, y del
caballero orgulloso que cabalgaba en blanco corcel y del muchacho indio que se fue
para no volver.
Margarito canta los ciento veinte versos del corrido con voz cascada y mucho
sentimiento, humedeciéndosele de vez en cuando los ojos al recordar los muchos
sufrimientos de la muchachita india, no importándole interrumpirse en el preciso
momento de cantar la estrofa más sentimental para gritar: «¡Mal rayo!, mula de
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todititos los diablos; te voy a cortar el pescuezote de un machetazo. ¡Por la Santísima
Virgen!».
Porque aunque la pobre mula sea estoica y dura, patea y se estremece cuando
Margarito le introduce en la herida abierta, hasta tocar el fondo con el objeto de
exterminar los parásitos, un palo con un trapo atado en la punta, impregnado de
creolina. Entonces Margarito pierde el hilo del corrido. Pero a pesar de sus
juramentos bestiales y de la crueldad de los castigos que promete a la sufrida mula
para intimidarla, jamás golpea al animal con dureza. Se concreta a darle unos cuantos
manazos en las costillas para recordarle que debe estarse quieta cuando la cura.
Después, con su acostumbrado buen humor, le da palmaditas en el lomo y la empuja
para que cambie de postura a fin de curarle alguna otra herida. El animal se inquieta y
vuelve a escuchar los peores juramentos que un arriero latinoamericano puede lanzar.
En cuanto el animal se tranquiliza, Margarito vuelve a cantar su corrido tomando
desde la estrofa anterior a aquella en que se detuviera, a fin de tener la seguridad de
no haber omitido ni una palabra del corrido. Repetía cada refrán varias veces, no
había una sola estrofa que no tuviera dos o tres y el último lo cantaba en falsete.
Don Jacinto, parado en el pórtico y mirando a través de la tapia de adobe hacia
donde Margarito trabaja curando a los animales, escuchaba su cantar. Aquel corrido
ranchero le impresiona enormemente. Lo conoce tan bien como Margarito y por
algunos momentos repite mentalmente la estrofa que aquel canta. La balada llega a su
alma, le va penetrando el son cantado por Margarito. Recuerda que cuando cortejaba
a Conchita no pasaba día sin que él cantara el corrido completo, con el mismo
cuidado y devoción con que hubiera cantado un himno religioso del que no había que
omitir ni una palabra.
Aunque Margarito ocasionalmente interrumpía su canto para dirigir la palabra a la
mula que cuidaba, no se notaba discordancia alguna cuando volvía a coger el hilo de
la canción. Parecía que esta, las interrupciones, los gritos y juramentos estaban en
completa armonía, tanto que el corrido habría parecido falso sin aquellas adiciones.
Margarito carece de sentido para distinguir las disonancias. Todo en Rosa Blanca es
exactamente como debe ser. Todo se encuentra en perfecta armonía. Las disonancias
no tienen cabida. El sol sale y se pone simplemente. Nadie se ocupa de contar el
tiempo.
Don Jacinto es compadre de Margarito. Aquel y su esposa son padrinos de casi
todos los niños de este y a su vez, Margarito es padrino de los dos hijos mayores de
don Jacinto. Aquella era toda la relación que tenían, por lo menos, eso pretendían
creer todos en Rosa Blanca. Sin embargo, todos sabían, y el que hubiera querido lo
habría podido averiguar fácilmente, que don Jacinto era también padre de Margarito.
Margarito nunca discutía el punto pero tampoco negaba su posibilidad, y se
concretaba a no mencionarlo. La madre, que vivía aún y se ocupaba del gallinero y
del manejo de la casa en general, nunca decía ni sí ni no. Tampoco se avergonzaba o
enorgullecía del rumor. En realidad, era cosa que a nadie importaba. Si el Señor había
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derramado su gracia sobre ella concediéndole el placer de tener un nene, la
procedencia de este carecía de importancia. El Señor, con su gran sabiduría, envía a
una mujer un hombre no para su placer, sino con un propósito perfectamente
definido. Problemas semejantes a los de las pensiones alimenticias en los divorcios y
cosas semejantes, no se presentaban en Rosa Blanca. El maíz y el frijol se producían
con abundancia. Las gallinas, puercos y cabras crecían, engordaban y cumplían su
cometido. A nadie le importa que los chicos de las familias que habitaban Rosa
Blanca sean cincuenta o cien. Gozan de vida y salud. Comen, pues que coman todo lo
que quieran. El padre se considera altamente honrado por el Señor al concederle
semejantes paternidades, aun cuando no le sea dado hacer ostentación de ellas.
El amo de Rosa Blanca jamás cuenta a los niños que se sientan a su mesa. ¿Por
qué habría de hacerlo? A los niños los envía el cielo, de otro modo no se encontrarían
aquí. Por tanto, tienen todo el derecho a permanecer. Si hay algún hombre no
dispuesto a aceptar la paternidad de algunos de los chiquillos, no es necesario
preocuparse, puesto que allí está el patrón de Rosa Blanca, es decir, don Jacinto. Él es
responsable de todas las criaturas, debe alimentarlas con apego a leyes indígenas,
jamás escritas pero vivas en los corazones y en las almas de los indios, cuya
concepción de la vida tiene sus raíces en otra historia, en otra tradición distinta a la de
los demás pueblos. Los problemas sociales que perturban al mundo en el que el
automóvil y la radio son factores de importancia, no existen para el indio que habita
lejos de las carreteras. Don Jacinto no necesita ser requerido por la corte para
obligarlo a alimentar a los huérfanos de los trabajadores. Él lleva las leyes en la
sangre. Las leyes que no se encuentran en la sangre de los hombres, son letra muerta.
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X
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actores. Aquellos pasatiempos las ayudaban a hacer su duro trabajo con energías
renovadas y con gusto. La molienda del nixtamal habría podido hacerse sin gran
esfuerzo, con la ayuda de un molino de mano adquirido por quince pesos o menos.
Nada más que entonces la mujer no habría sabido qué hacer con el tiempo que el
molino le ahorraba al moler en cinco minutos lo que ella molía en hora y media.
Aparte de esto, quizá su marido, los niños y hasta ella, no habrían gustado mucho de
las tortillas hechas con la masa salida de un molino, en vez de la molida en metate.
Para aquellos que saben apreciar el sabor delicado de una tortilla, resultan bien
diferentes el gusto entre las hechas a mano y las hechas en máquina.
La mujer se arrodilla en el suelo al que pertenece, y muele el grano en posición
semejante a la que se adopta para adorar al Señor creador del maíz. Un molino de
mano carece de vida, no produce sonrisas. Es un objeto seco e inanimado. Es
simplemente una máquina. Carece de alma y de corazón. Con el uso de un molino de
mano le habría sido imposible a la mujer contar a su marido, cuando regresara del
trabajo, todos los incidentes cómicos ocurridos mientras ella molía el nixtamal.
En el pórtico de uno de los jacales se hallaba suspendido de un mecate un aro de
barril oxidado en el que se columpiaba libremente un perico. Sin embargo, él no
usaba de su libertad y prefería permanecer en el aro desde el que se dedicaba a
molestar por igual a burros, gatos y perros. Sujeto al aro había un palo y sobre este
una lata con agua. Cuando le daban de comer al perico dos tortillas calientes
especialmente hechas para él, comía solamente parte de estas, despedazando el resto
y ofreciéndolo a los animales con quienes deseaba trabar amistad, o a quienes
deseaba ver pelear tratando de arrebatarse las migas que les tiraba. Parecía que un
puerco semisalvaje era su amigo predilecto. A menudo el loro dejaba caer los trocitos
de tortilla solo cuando aquel puerco se encontraba cerca. El puerco volvía los ojos
hacia el perico como si este fuera su único dios, capaz de darle un mundo.
Todos los días había que agregar un nuevo detalle a las variadas jugarretas del
loro. Si ocurría que algún otro puerco cogía el pedazo de tortilla tirado a su amigo
predilecto, él gritaba: «Cochino, cochinísimo, tal por cual,» Y seguía jurando con la
misma fuerza de la que es capaz un indio cuando se encuentra enojado.
Don Jacinto, parado en el pórtico y mirando hacia el hogar de sus compadres,
escuchó los horribles juramentos del loro proferidos en voz lo suficientemente alta
para ser oídos a una milla a la redonda. Cuando el viento cambiaba y llevaba los
juramentos del loro hasta la cocina, Conchita y las otras mujeres que trabajaban a su
lado tenían que cubrirse las orejas con las manos, cuando las tenían libres, para no
escuchar las blasfemias del pájaro.
Don Jacinto escuchaba la voz gangosa del animal y sonreía con profunda
felicidad. Aquel perico le simpatizaba mucho. Don Jacinto conocía todo cuanto le
rodeaba. Podía distinguir instantáneamente la procedencia y el significado de
cualquier sonido que llegara a sus aguzados oídos. La voz del perico lo alcanzaba no
como una nota aislada y especial, sino como tono abandonado en medio de los
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cientos de miles de notas de aquel eterno, bien conocido y nunca cambiante cantar de
Rosa Blanca. Todos los sonidos y los ruidos: el mugido aburrido del ganado, que a
esas horas del día descansaba sobre la pradera a la sombra de los árboles; el gruñir de
los puerros; el ruido producido por los guajolotes, el cacarear de las gallinas, el cantar
de los gallos, el rebuznar de los burros, los gritos jubilosos de los niños, el ladrido
ocasional de un perro al que respondían otros muchos; el llanto de algún chiquillo; el
sonido de las manos al hacer las tortillas; la charla de las mujeres en la cocina; los
juramentos y amenazas que Margarito profería mientras curaba a las mulas de carga,
mezclados con el corrido de la Linda Muchachita India; el chirriar de la puerta
posterior del patio, que al ser abierta por alguien pedía una gota de aceite; los gritos
de algún niño a quien su dulce madre golpeaba por haber roto algún trasto; el zumbar
de las moscas a su alrededor; los gritos de un hombre pidiendo ayuda a otro en el
campo; el zumbar, canturrear y chirriar de los bosques; el suave y dulce cantar del
viento, semejante al rumor que producirían las hadas agitando miles de invisibles
campanitas de plata. Todos aquellos sonidos se mezclaban para formar una canción,
la canción eterna de las haciendas del trópico, canción inconfundible en el mundo.
Esa era la canción de Rosa Blanca, su única e inimitable canción.
Atrás de los jacales, don Jacinto vio venir del río a las mujeres que habían ido por
agua. Caminaban con las pesadas ollas de barro sobre la cabeza, sujetándolas
ligeramente con una mano. Caminaban gentilmente, con el cuerpo erguido, tan
erguido, que era imposible imaginarlas inclinándolo. Tal vez si lo hacían sería
únicamente ante la Santísima. Caminaban descalzas, con los largos y espesos cabellos
negros húmedos aún por el baño en el río, sueltos sobre la espalda y siguiendo el
balanceo de sus cuerpos al deslizarse por el camino. El lavado del cabello,
sumergidas profundamente en las aguas del río, para lo que se desembarazaban
únicamente de la camisa bordada, era una especie de ceremonia cuando la realizaban
en compañía de otras mujeres. Llevaban vestidos largos, verdes y rojos con listas
horizontales. No eran altas pero debido a algo inexplicable lo parecían; tal vez ello se
debía a que todas eran esbeltas como muchachitas, aun las madres de siete criaturas.
Usaban camisas profusamente bordadas en colores vivos.
«Así», pensaba don Jacinto viéndolas venir del río, «viste también Conchita».
Y era cierto, la indumentaria de su esposa no difería de la de aquellas mujeres.
Solamente cuando iban a Tuxpan, el pueblo de importancia más cercano, a fin de
realizar la venta de sus productos, vestía ella un traje de percal y se calzaba, pero
nunca usaba sombrero. Jamás había tenido uno. Acostumbraba llevar el rebozo con
que se envolvía en casa. Además, habría resultado cómica la apariencia de una mujer
cabalgando en mula o caballo y tocada con un sombrero como los que usan las
mujeres de las ciudades.
Sin prisa alguna, los hombres regresaban del campo para comer o descansar.
Unos llevaban machetes, otros azadones. Algunos fumaban. Otros silbaban o
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canturreaban. Los chicos que habían estado en el campo con sus padres se perseguían
riendo, peleaban, gritaban y se hacían jugarretas.
La puerta de la capillita cercana al patio estaba adornada con flores frescas de la
milpa, el bosque y la selva. Sobre el piso de tierra se habían esparcido, a manera de
alfombra suave y espesa, ramas de ocote.
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XI
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vieran privados de Rosa Blanca, algo horrible había de ocurrirles. No sabía si podía
imaginar el horror de ello, pero instintivamente sabía que les ocurriría algo semejante
a lo que sucede a los peces sacados del agua tirados en la arena, y a los árboles
arrancados y abandonados con la raíces al sol.
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XII
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tubos.
El ambiente soleado antaño, preñado de canciones, de risas gozosas, era invadido
ahora por gruñidos, crujidos, estampidos y rechinar de las pesadas máquinas, de las
bombas, de los martillos.
Solo quedaba uno de los descendientes de don Jacinto, y aquel marchaba entre la
fila de esclavos que recibían dos pesos cincuenta centavos diarios considerados ya
como un salario excepcionalmente elevado; y si no trabajaban a medida de los deseos
del capataz, si este consideraba que eran perezosos o si un tubo caía aplastándoles un
pie, eran despedidos sin piedad.
Don Jacinto reconocía a su descendiente. Lo detenía y le hablaba. «¿Qué te
parece esto, mi hijito?». Y el descendiente contestaba: «Muy bien, padre. Gracias. Me
pagan dos cincuenta, en las minas de plata solo me daban uno setenta y cinco. Pero
verá usted, padre; tengo ocho hijos, y me resulta muy difícil sostenerlos. El maíz está
a veintidós centavos kilo, y hay que tirar más de la mitad porque el grano está
agorgojado. Ahora, padrecito, perdóneme, no puedo detenerme a hablar con usted; el
capataz me está mirando y si pierdo cinco segundos más me despedirá, y no debo
olvidar a mis ocho hijos. Ahora es difícil encontrar trabajo. Adiós, padrecito mío,
adiós». Y se inclinaba a besar la mano de don Jacinto expresándole así su respeto.
En seguida daba un salto para colocarse en la fila de esclavos encadenados.
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XIII
Mientras don Jacinto fuera propietario de Rosa Blanca no le era necesario pensar en
la solución de aquel problema que se le presentaba en forma tan repentina. Él, siendo
el poseedor legal del lugar, podía hacer lo que gustara, olvidándose de toda pena. Sin
embargo, creyó conveniente pensar cuidadosamente antes de tomar una decisión de la
que podía arrepentirse más tarde. No tenía obligaciones legales, ni legítimas respecto
a las gentes que vivían en Rosa Blanca. Ninguno de los que consideraban aquel sitio
como su hogar, habría culpado a don Jacinto o le habría hecho reproches, si hubiera
vendido Rosa Blanca. Estaba absoluta e incuestionablemente en su derecho de
hacerlo.
Estudiando mentalmente todos los aspectos del problema, mirando las
probabilidades de venta desde todos los ángulos, recordó a otros rancheros que se
habían visto en casos semejantes. Y sabía, a través de la experiencia de los otros, que
si alguna poderosa compañía inglesa o americana se decidía a adquirir un terreno,
resultaba difícil, casi imposible, defenderlo. Ningún ranchero podía hacer frente a
instituciones tan poderosas como aquellas. Nadie puede pagar ni a los abogados ni a
los expertos siquiera una fracción de lo que las compañía pueden darles. Ningún
ranchero, no importa lo buen ciudadano que sea, podrá litigar con éxito en contra del
gobierno, aunque sea el de su país, si este declara que para beneficio de la nación es
necesario que una compañía petrolera tome posesión de la propiedad de un ciudadano
a cambio de determinado pago considerado como justo. Los gobiernos reciben
buenas contribuciones de las compañías petroleras que operan. Mientras más petróleo
extraigan las compañías extranjeras, mientras mayores cantidades sean exportadas,
mayores serán las entradas del gobierno. Y ahí están los gobernadores de los estados,
los generales, los senadores, los diputados que también tienen su parte en ese asunto,
ya que las compañías extranjeras necesitan siempre de intermediarios, y pagan bien a
quienes actúan como tales.
Ciertamente no era muy fácil para don Jacinto resolver aquel problema en forma
satisfactoria para todos.
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XIV
Don Jacinto dejó de soñar despierto. Llamó a Margarito, que seguía curando a las
mulas y cantando el gran corrido del que llevaba apenas cantadas sesenta estrofas,
quedándole otras sesenta por cantar.
—Oye, compadre —gritó don Jacinto—, ven acá un momentito.
—Sí, compadre, ¿qué quieres?, ¿pasa algo malo? —contestó Margarito,
encaminándose hacia el pórtico sin dejar de canturrear el corrido.
Se quedó parado en el campo, enfrente del pórtico, descansando perezosamente
los brazos sobre la baranda.
Don Jacinto hizo un movimiento de cabeza para indicar la presencia del
licenciado en el interior de la pieza, que vigilaba los soldaditos de oro, no fuera a ser
que se marcharan y no volvieran más.
—Allí en la sala hay un caballero que anda en busca de trabajadores, compadre.
De trabajadores para los campos petroleros. ¿Qué te parece, compadre?, ¿no quieres
trabajo tú?
—¿Yo?, ¿qué quieres decir, compadre?, ¿quieres que me vaya de aquí? ¿Quién
será tu mayordomo si yo me voy? Antes que nada quiero que me contestes eso.
—No te preocupes. Si es necesario podremos hacerlo regular nosotros solos.
Margarito vaciló un rato, inclinó la cabeza sobre su hombro derecho y miró de
reojo a su patrón. Algo extraño encontró en aquel asunto.
—¿Cuánto paga ese caballero, quiero decir, el señor que está en la sala?
—Cuatro pesos diarios.
—¿Diarios? —preguntó Margarito con la duda retratada en el rostro—. ¿Cuatro
pesos diarios? Imposible, nunca supe de nadie que pagara cuatro pesos diarios por un
día de trabajo común y corriente.
—No, en este caso es absolutamente cierto. Cuatro pesos diarios.
—Dios mío, ¡pero si ese es un montón de dinero! Porque ¡calumba!, ¡imagínate,
cuatro pesos por un día de trabajo! ¿Cuántos días durará el trabajo por el que pagan
cuatro pesos?
—Tanto tiempo como tú quieras. Tres meses, seis meses, un año o más, tal vez
largos años. Eso me figuro por lo que dice.
—Es demasiado tiempo. Bien, pero si a ti te parece absolutamente necesario que
yo acepte el trabajo, lo haré porque tú así lo quieres; por mi parte, como antes te dije,
no hay inconveniente. Nada más que dile, compadre, que no puedo aceptar el trabajo
por más de tres meses. Solo en esas condiciones aceptaré, y dentro de tres meses
estaré de regreso.
—Eso no es posible, compadre. Si te vas no podrás volver. Si te vas, sales para
siempre. —Al decir esto don jacinto le miró escrutadoramente.
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—¿Qué dices, compadre? Repítelo, por favor. ¿Que no he de volver más a Rosa
Blanca? ¿Que no he de regresar a mi hogar? ¿Por qué? —Margarito no concebía la
idea de que al dejar Rosa Blanca se cerraran tras él sus puertas para no abrirse jamás.
Aquel era su hogar. ¿Por qué había de negársele la entrada?
—La cosa es bien sencilla, compadre —dijo don Jacinto tratando de explicar la
situación—. Es sencillísimo. Verás, aquel caballero no tomará a ningún hombre que
no desee trabajo permanente. Aquel que acepte, deberá hacerlo entendido de que
acepta por largo tiempo. La compañía desea trabajadores experimentados y no quiere
hacer cambios de personal cada semana. Cuando el trabajo en un campo se termina,
los hombres son enviados a otra región, pero siempre pagados por la misma
compañía.
Eso no era exactamente lo que el señor Pérez había dicho, pero don Jacinto
pensaba que era así como obraban las grandes compañías.
—¿No podré volver a Rosa Blanca? ¿No regresaré jamás? —dijo Margarito
hablando para si más bien que dirigiéndose a su compadre. Y siguió murmurando
porque le era difícil resolver los problemas difíciles en silencio. Necesitaba hablar
para sí y con otro, si quería llegar al fondo de sus ideas—. ¿Nunca he de volver?
¿Jamás he de poner los pies en Rosa Blanca? ¿A quién se le ha ocurrido semejante
idea?
Apretó los dientes, movió las mandíbulas como si estuviera triturando algún
objeto duro y dijo en voz alta:
—No, compadre; prefiero no ir y olvidar los cuatro pesos. Después de pensarlo
bien, cuatro pesos no son mucho dinero, considerando lo que hay que gastar para
sostenerse en los campos, en donde los precios andan por los cielos. Dile al caballero
que está en la sala, que ninguno de los hombres de aquí lo seguirán si saben que no
podrán volver. ¿Por qué no va él a conseguir sus hombres en los pueblos grandes en
donde hay tantos sin trabajo? Eso es lo que yo no entiendo. ¿Cómo es posible que
venga acá? Y oye bien lo que voy a decirte, compadre: él no sacará de aquí ni a uno
solo de nuestros muchachos.
—Pero Margarito, ¿no te acuerdas que tres de aquí se fueron ya a trabajar a los
campos?
—Claro que me acuerdo. Todos nos acordamos. Pero Marcos ya regresó. Dice
que no volverá jamás a un campo, ni aunque le paguen seis pesos diarios. Dice que
nada tiene de agradable, que el trabajo es muy duro y siempre igual, tanto que acaba
uno por volverse loco. Dice que los capataces andan tras los hombres todo el día
gritando, dando órdenes, vigilando, y que si alguien se atreve a decir una palabra le
rompen el hocico alegando que se atrevió a insultarlos, aun cuando no sea cierto. Si el
hijo de Pedro se ha quedado allá, ello se debe únicamente a su deseo de juntar dinero
para poder casarse con Anselma, lo que no podrá hacer hasta entregar al padre de la
muchacha lo acostumbrado. José le prohibió a su muchacho regresar, de otro modo
ya estaría aquí de nuevo.
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—¿Por qué detesta José a su hijo de esa manera? Eso es algo que ignoro.
—Desde luego que lo ignoras, compadre; ellos nada dicen porque se
avergüenzan. El muchacho anda con una cabaretera y el muy idiota quiere casarse
con ella. Además usa unas expresiones, que aprendió en el campo, que hicieron
sonrojar a su madre. El padre tuvo que darle dos buenas cachetadas por hablar en su
casa en esos términos y en Semana Santa. Bueno, en cualquier forma cuatro pesos
son algo, pero es mejor que yo no vaya. Aquello apesta mucho, hay demasiado ruido
y muchos gritos. Ni siquiera de noche puede dormirse a causa del ruido que hacen los
camiones y las máquinas.
—Ya te acostumbrarás.
—Puede ser. No sé, exactamente. Pero si quieres mi opinión, te diré que no lo
creo, compadre. Además, hay algo que debe discutirse ante todo. ¿Quién cuidará de
los caballos y de las mulas si yo me voy? Tal vez me dirás que Serapión. Pero no
debes precipitarte. Serapión es un muchacho bueno y honesto, pero ¿quién sabe lo
que podría ocurrir si se encargara de los caballos y las mulas de Rosa Blanca? Él
nada sabe de caballos y menos aún de mulas, y hay algo más, compadre, nuestros
caballos, mulas y becerros solo a mí me escuchan, solamente conocen mi voz y ni
siquiera de la tuya hacen caso. Si no, haz la prueba y verás. Yo sé que tengo razón y
por eso no puedo dejar a los pobres animales en manos de Serapión o de cualquier
otro hombre. Y supongamos que me voy, ¿qué ocurrirá con mi mujer y con los niños?
¿Habías pensado en ellos, compadre?
—A todos podrás llevarlos al campo.
—¿Yo? ¿Llevarme yo a toda la familia al campo? No hagas que me ría y te pierda
el respeto, compadre. Allá no sabrían qué hacer y empezarían a tener malos
pensamientos. Además, compadre, ¿para qué seguir hablando si no he de ir? Nadie
irá en esas condiciones. Hazlo saber así al caballero. Pertenecemos a esta tierra y
todos deseamos volver a ella, aunque solo sea para morir. Es necesario que
comprendas esto, compadre.
Margarito respiró profundamente, gruñó algo para sí y agregó:
—Bueno, ahora que conoces mi opinión, compadre, más vale que regrese al lado
de las mulas, porque andan muy mal; Javier debía cuidarlas mejor. Ya se lo dije; pero
me contestó que no había podido hacerlo porque el camino está malísimo, y las aguas
lo han empantanado en muchos tramos. Yo sé que tiene razón; pero me pareció
conveniente darle una buena regañada para que tenga presente su obligación respecto
a las mulas. Creo que, en final de cuentas, tendré que enseñarle cómo ha de cargarlas
para evitar que se les hagan mataduras con tanta frecuencia.
Margarito atravesó el patio para regresar al sitio en que curaba a las mulas. En
cuanto echó a andar volvió a cantar el corrido, del que todavía faltaban por cantar
muchos versos para llegar al punto en que se canta el nacimiento del dulce niñito de
la muchachita india.
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Cuando se aproximó a los animales se percató de que una de las mulas, inquieta,
trataba de morder a otra que se encontraba atada a un poste. Al ver aquello, Margarito
interrumpió su canción en el preciso momento en que estaba por alcanzar el pasaje
más sentido y gritó: «¡Eh, macho tal por cual, espera tantito, ya verás las patadotas
que te doy en las nalgas para que aprendas!».
Sin embargo, cuando se aproximó olvidó las patadas y se concretó a apartar a la
mula provocativa de la otra, haciendo que la paz volviera a reinar en el corral.
Después de discutir con Margarito, don Jacinto se convenció aún más de que lo
que pensaba era lo mejor que podía hacer. De antemano sabía cómo tomarían las
gentes del lugar la venta de Rosa Blanca. Margarito no hablaba por los demás, sin
embargo, la forma en que él pensaba, era la misma en que pensaban todos los demás.
Y todos repetirían lo que él había dicho minutos antes. Ni siquiera habrían usado
otras palabras para expresar su opinión.
Margarito había ratificado lo que don Jacinto, al igual que todos sus antepasados,
aseguraran siempre; esto es, que Rosa Blanca no pertenecía a un solo hombre. El
verdadero propietario de Rosa Blanca no era don Jacinto. Era poseída por toda la
comunidad que vivía en ella y de ella. Ninguno de los hombres la habría abandonado
a menos que tuviera la seguridad de poder volver cuando quisiera. Si don Jacinto
hubiera reunido a todos los hombres, como venía haciéndolo cada mes para discutir
sus problemas, y les hubiera planteado el de la venta de Rosa Blanca, diciéndoles:
«¿Creen ustedes que debemos vender Rosa Blanca a cambio de una gran cantidad de
dinero?», todos habrían contestado a la vez: «No podemos vender Rosa Blanca,
tenemos que pensar en los niños, ya que nosotros no hemos de vivir siempre».
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XV
Cuando regresó a la sala, don Jacinto encontró al licenciado sentado aún frente a la
mesa, mirando las columnas doradas como si le hubieran encantado los ojos. De
ningún modo habría abandonado aquella fortuna para reunirse con don Jacinto en el
pórtico. De haberse arriesgado a abandonar la pieza por algunos minutos, parte de la
fortuna, si no toda, habría desaparecido. No conociendo el lugar ni a las gentes que lo
habitaban, cualquiera habría pensado que aquella suma de dinero corría peligro si se
le abandonaba.
El señor Pérez habría podido dejar el lugar por un día o por una semana sin
llevarse a sus soldaditos de oro, y al regresar no habría tenido necesidad de contarlos
o de examinar las columnas para ver si las habían movido en su ausencia. Ni una sola
moneda faltaría. Pero como él era abogado, no confiaba en nadie. Tal vez ni a su
propia madre le habría confiado una cuarta parte del dinero amontonado en la mesa.
—Bien, bien, don Jacinto —dijo el señor Pérez cuando vio entrar al indio—,
parece que ya echó usted un largo y último vistazo al lugar. Todo se ha arreglado y
ahora podemos estar contentos con la venta de Rosa Blanca. Cierto que me ha
costado un gran trabajo convencer a usted. Apuesto que ha salido a despedirse del
viejo hogar. ¿Verdad? Ahora, ¿quiere usted ser tan amable, don Jacinto, de contar el
dinero y firmar el recibo? Pues, a decir verdad, estoy ansiando que me releven de la
responsabilidad de cargar con semejante carretada de oro. ¡Por Cristo, si algunos
bandidos se hubieran enterado, tal vez no habría llegado vivo aquí! —Y rio de su
propia gracia—. Mire usted, don Jacinto, cada columna es de quinientos pesos. Basta
con que cuente usted una y vea que todas las demás tengan la misma altura. Así
resulta fácil contar una cantidad tan grande como esta.
Don Jacinto se detuvo. Su semblante se tornó severo y dijo con toda calma:
—Rosa Blanca no se ha vendido, señor licenciado. Rosa Blanca no se venderá
nunca. Rosa Blanca no será vendida ni por una cantidad diez veces mayor a la que ha
puesto usted en esa mesa, esa cantidad nada significa para mí. Para mí carece de
valor. Además, en mi opinión, ninguna tierra puede cambiarse por dinero. Id suelo es
suelo y el dinero, es dinero. Son dos cosas diferentes, tanto como un árbol y una
piedra.
El señor Pérez se levantó aterrorizado y dijo tartamudeando:
—¿Que no está vendida? ¿No vende usted Rosa Blanca a cambio de esa inmensa
cantidad de oro?
—No, no está vendida, señor licenciado.
—No entiendo. Usted debe estar loco para hablar en esa forma del suelo y del
oro. El suelo, cada pulgada de tierra es, ha sido y será cambiada por dinero algún día.
—El señor Pérez dijo aquello solo por decir algo. Pero una vez que hubo hablado le
pareció que su expresión resultaba tonta e inadecuada para un abogado.
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Don Jacinto, aún de pie y conservando aquella expresión que hacía aparecer su
cara como de hierro, repitió:
—No, señor licenciado, la tierra no puede cambiarse por oro.
—Muy bien —dijo el señor Pérez con voz cansada—. Perfectamente, entonces no
está vendida.
Y al tiempo que volvía a poner las monedas en la bolsa de lona, dejándolas
resbalar como si fueran puñados de arena, dijo con disgusto:
Don Jacinto, ¿quiere saber lo que pienso de usted? Es usted un viejo estúpido,
idiota, medio loco; es usted un desgraciado monstruo imbécil. No debiera permitirse
la existencia de individuos como usted, porque constituyen un peligro constante para
la sociedad humana. Debieran encerrarlo en un manicomio en donde deben guardarlo
por su propio bien, porque no cabe duda de que esta usted completamente loco. El
manicomio es el único sitio apropiado para tipos como usted. Y déjeme agregar algo
más nosotros hemos de obtener Rosa Blanca. Por eso no se preocupe, la
conseguiremos en cualquier forma, créamelo. Es más, la conseguiremos barata,
mucho más barata de lo que hemos estado deseando pagarle por ella, créame. No
dude de lo que le dice un experimentado hombre de leyes. Más, mucho más barata
hemos de obtenerla, como hemos de conseguirlo a usted vivo o muerto. No olvide
que lo prevengo.
—No me asusta usted, señor Pérez. Ni usted ni su desgraciada compañía podrán
conseguirme a mí. —Don Jacinto había perdido ligeramente la actitud estoica que le
era dado mantener en situaciones críticas, y habló con una dureza que jamás había
empleado—. Todos, incluyéndolo a usted, señor licenciado, podrán besarme las
nalgas, pero ni usted ni la cáfila de bandidos de su compañía lograrán nada. Y déjeme
decirle algo más, no conseguirán tampoco ni a uno solo de mis hombres ni aunque les
paguen veinte pesos diarios.
En seguida, cambiando de tono, dijo:
—Bueno, ¿qué tal si echarnos otro buen trago de mezcal antes de que usted
regrese? Ahí tiene, señor licenciado.
Llenó dos vasos de regular tamaño, tendió uno al señor Pérez, tornó el otro y
levantándolo a la altura de la cara de su visitante dijo:
—¡Salud!
El licenciado le contestó en la misma forma y ambos bebieron el mezcal de un
solo trago. En seguida se echaron a la boca un puño de gusanos de maguey salados.
—¿Qué le parece si lo repetimos, señor licenciado? —dijo don Jacinto riendo de
buen humor.
—Bueno, venga otra —contestó el licenciado riendo también.
Repitieron la ceremonia.
El licenciado, atando su bolsa de lona, se detuvo un momento para decir:
—¿Está usted seguro, absoluta y positivamente seguro, don Jacinto, de que no
cambiará de idea acerca de la venta del lugar?
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—Absolutamente seguro —contestó don Jacinto de prisa, indicando con el tono
de su voz que era aquella la última palabra que diría sobre el particular.
El licenciado ató la bolsa con firmeza, llamó a su mozo para que trajera los
caballos, y se despidió con todas las formalidades y cortesías nunca olvidadas por un
latinoamericano, ni siquiera cuando se despiden de una persona seriamente
disgustada. Montó, se volvió a mirar a don Jacinto, que había salido hasta la puerta
del patio, y sonriendo dijo una vez más:
—Adiós, don Jacinto; gracias por su hospitalidad, ¡hasta la vista! Se acomodó la
pistola en las caderas hasta la parte casi delantera de su cinturón, espoleó al caballo y
salió seguido por su mozo.
Don Jacinto, caminando lentamente hacia el pórtico, dijo para sí: «¿Por qué había
de mandarme él a un manicomio? Solo a los locos se les envía allí y yo no estoy loco,
ni tantito, siento la cabeza perfectamente. Es curiosa la forma en que algunas gentes
hablan».
Parado nuevamente en el pórtico, miró las nubes de polvo levantadas por los
jinetes y se rascó el cuello y los cabellos. Después dio la vuelta y atravesó las piezas
hasta llegar al patio posterior, desde donde dirigió la voz a la cocina diciendo:
—Conchita, ven un momentito por favor.
—Voy volando —contestó su mujer en voz alta.
Se paró delante de él secándose las manos en una toalla y diciendo:
—¿Qué pasa, Chinto? ¿Se ha ido? Creí que se quedaría a cenar o que pasaría aquí
la noche.
—Tenía prisa por regresar a la ciudad, yo creo que se quedará la noche en alguno
de los pueblos. —Después, mirando fijamente a los ojos de su mujer, preguntó—:
Conchita, ¿qué piensas de mí?
—¿Qué quieres decir, Chinto? No te entiendo.
—Mírame, mírame bien de cerca.
Mirándole a la cara, inclinando la cabeza de derecha a izquierda y de arriba a
abajo en forma cómica dijo:
—No encuentro nada de particular en ti. Tienes la misma apariencia de siempre.
Tal vez un poquito turbado, eso es todo.
—Tú no me crees loco, ¿verdad, Conchita?
Ella se echó a reír diciendo:
—¿Entonces es eso lo que te preocupa? Loco, Santo Dios, ¡qué tontería! Si tú
estás loco todos lo estamos, y yo especialmente. Loco tú. ¿Quién te ha hecho creer
semejante tontería? Debería juzgarte loco por el hecho de que crees que lo estás.
Nunca he visto a un hombre más sano de cuerpo y de mente que tú. Vaya una
simpleza. ¿Y para eso me has llamado, ahora que estoy tan ocupada? Debes estar loco
para hacerme esa pregunta. ¿Loco, loco? ¡Habráse visto tontería igual! —dijo
regresando a la cocina.
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—Ella debe saber —murmuró cuando se encontró de nuevo en el pórtico mirando
con ojos vacíos en dirección al camino que había tomado el licenciado unos minutos
antes—. Ella debe saber porque me conoce bien desde hace mucho tiempo. ¡Al
diablo! Yo no estoy loco y no iré a parar al manicomio ocurra lo que ocurra. Pelearé
con la compañía, con el gobierno y hasta con el mismo diablo si trata de meterse en
mis asuntos. ¿Loco yo? Ya les enseñaré su lección. Que se atrevan a venir.
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XVI
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era muy vaga su idea de lo que era un pigmeo, la palabra se le había grabado cuando
oyera a uno de los miembros de su club decir: «Ese maldito mozo pigmeo me ha
traído la bebida helada y no la quería ni siquiera fría». Cualquier palabra extraña que
para Mr. Collins significaba algo así como insecto, basura o piltrafa, la aplicaba
cuando estaba enojado, la aplicaba a sus empleados o a cualquier persona que lo
disgustara. Entonces empleaba todas las palabras desagradables que le venían al
pensamiento y las que juzgaba más humillantes para su víctima.
Los defectos que hemos mencionado, eran los únicos que Mr. Collins tenía en su
calidad de presidente de una importante compañía petrolera. Si tenía otros defectos,
estos pasaban desapercibidos porque en su oficina y en las juntas de directores había
pocas oportunidades de apreciarlo. Solamente los moralistas a quienes se paga por
serlo habrían determinado que Basileen constituía uno de los mayores defectos de Mr.
Collins. Toda persona cuerda y normal, sin embargo, consideraba a Basileen como el
caudal más preciado de Mr. Collins, desde todo punto de vista.
El punto principal, y el único que realmente importaba en relación con su puesto
de presidente de aquella poderosa empresa, era que Mr. Collins era un excelente caza-
ocasiones de esos que no admiten competencia, y en su caso, «excelente» debe leerse
«duro», carente de todo sentimentalismo, pero con una individualidad empedernida
de las que parecen significar con todos sus actos: «Si tú no me muerdes, yo no te
morderé y así ambos estaremos lo suficientemente aptos y saludables para robarnos
mutuamente».
Mr. Collins pertenecía a la clase de hombres que saben hacer negocios cuando se
lo proponen y quienes, cuando pretenden jugar, bromear o divertirse lo hacen tan
cordialmente como si se tratara de un negocio.
Nadie sabía a punto fijo donde había nacido, quienes habían sido sus padres, ni si
había tenido una educación superior o había estudiado únicamente la secundaria, o
bien había vivido por su cuenta desde los catorce años. Algunos aseguraban que era
originario de Harrisburg, Pa., y que su padre tenía una tienda de abarrotes que le
producía menos de dos mil dólares anuales, y que Mr. Collins había dejado la
secundaria a los quince años porque su padre no había podido sostener sus estudios
por más tiempo.
Otros decían que aquello era falso y que Mr. Collins había nacido en St. Paul
Minneapolis, lo que hubiera sido exactamente lo mismo, y que su padre era policía
que nunca pudo ascender y que terminó siendo guarda de una cantina. Que Mr.
Collins había dejado la escuela a los veinte años y había huido y más tarde se le había
encontrado con un equipo de pescador en la había de Frisco. Los periodistas nunca
habían podido localizar a ninguno de aquellos parientes a quienes él mencionaba de
vez en cuando.
El hecho de que fueran varias las versiones que referentes a su origen y educación
circularan, llevaba a la conclusión de que ninguna de las historias que los cronistas y
otras gentes decían eran ciertas.
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El día en que su historia comenzó exactamente, y para poder hacer un claro relato
de su vida sin incurrir en error y sin que ningún episodio vital se pierda, fue cierto
quince de octubre, cuando obtuvo un empleo sin importancia en un banco en el que le
pagaban dieciséis dólares semanarios. La forma en que consiguiera aquel empleo y
gracias a la recomendación de quién, eran hechos desconocidos. Quienes lo
entrevistaron para escribir sobre su vida, recibieron varias explicaciones sobre el
punto, y estas siempre diferían entre sí.
Los métodos inmisericordes empleados por él para hacer negocios encubiertos
por su apariencia de cura honesto y estúpido, combinada con la de un político mañoso
de esos a quienes es posible ganar solo cuando su adversario resulta ser un positivo
caballero, habían sido las virtudes que le ganaron los importantes puestos que
ocupara, incluido el de presidente de la Condor Oil.
Nunca jugaba limpio. No podía hacerlo por la sencilla razón de que le faltaba la
profunda y radical inteligencia esencial para comprender que la honestidad en los
negocios conduce a mejores resultados y proporciona mejores oportunidades que las
que se presentan en el curso de malos manejos. Además, desconocía la paciencia. Y
lo que es más, era incapaz de estudiar con éxito el poder o la debilidad del hombre o
del negocio que pretendía conquistar.
Cuando estaba en sus quince, fue conquistado por un pulpo que vendía cursos por
correspondencia sobre el gran arte de influir a los hombres por medio del poder
magnético. El curso completo costaba treinta dólares, lo que estaba fuera de su
alcance. Al fin logró que el publicista le vendiera un ejemplar, de segunda mano, en
doce. Claro que el ejemplar no era de segunda mano, sino nuevo; pero aun así el
anunciante ganaba diez dólares y medio. Mr. Collins recibió una gran desilusión y se
dio cuenta de que lo habían timado. Aquel timo por parte de un hombre a quien él
creyera entregado al honesto propósito de ayudar a los demás, envenenó su carácter y
le hizo concebir la idea de tomar la revancha haciendo a otros lo que le hicieron a él,
porque entonces consideraba doce dólares como una fortuna. Estudiando el curso
nunca llegó más allá de la décimo sexta lección, tan aburrido le parecía el asunto.
Solo una frase se le grabó en la mente y desde entonces la mantuvo viva en su
pensamiento y solía decirla para sí o cuando hacía algún negocio. «Cuando desees
algo en la vida, dinero, poder, amor, influencia política, elevada posición social, todo
lo que tienes que hacer es desearlo tan profunda y tenazmente como si tu vida entera
dependiera de ello. Así tendrás la seguridad de conseguirlo. Desea y todo llegará a tus
manos sin esfuerzo y como por obra de magia».
Esas palabras no le decían nada nuevo, pues hasta donde alcanzaba su memoria
siempre había obrado de acuerdo con ellas, y le exasperaba haber pagado doce pesos
por palabras que traducían un pensamiento que juzgaba suyo.
En su oficina, tan grande que ocupaba casi la cuarta parte de un piso del edificio,
y que más tarde fuera imitada por los dictadores europeos, se hallaba rodeada de
varios lemas impresos y en marcos. Algunos eran tontos, la mayoría de ellos lugares
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comunes, y todos de mal gusto. Uno, en letras góticas impresas sobre papel de seda,
rezaba: «Sonríe siempre, trabaja duro y da una oportunidad a los postergados». Otro:
«La honestidad es la mejor política, porque lo que hagas a otros te harán a ti». «Tu
tiempo perdido no será recobrado, ni el mío, así, pues, amigo, sé breve y claro, y los
dos quedaremos satisfechos de nuestra entrevista». «Su tiempo carece de valor si me
hace perder el mío, así ambos saldremos perdiendo». Este último aparecía impreso en
grandes letras para ser leído aún por los más miopes y se hallaba colocado
exactamente en el sitio en que sus visitantes podían verlo. Solamente en un caso
habría sido capaz de darle un golpe para que cayera con la parte anterior sobre el
escritorio, este caso se llamaba Basileen.
Consideraba la vieja frase «Tiempo es dinero» demasiado vulgar para figurar
entre las divisas de una importante compañía petrolera. Había pensado y discutido
con Ida muy a menudo sobre lo mucho que le gustaría que lo consideraran inventor
de una nueva divisa que rezaría: «Petróleo es dinero». Solo que temía que los
directores y otros ciudadanos prominentes creyeran que se dedicaba a escribir en sus
ratos de ocio y lo consideraran ridículo. Nada le intimidaba tanto como la posibilidad
de aparecer chistoso o ridículo. Solo de una persona aceptaba sin protestar que lo
convirtiera en blanco de sus bromas. Esa persona se llamaba Basileen.
En su escritorio había una docena de costosos tinteros cada uno de los cuales
tenía tinta y pluma diferente. Dos de aquellas tintas eran usadas para firmar
exclusivamente los documentos destinados a existir no menos de doscientos años. El
fabricante de aquella tinta garantizaba su legibilidad por veinte mil y prometía la
devolución del dinero en caso de que el resultado no fuera el que aseguraba.
Mr. Collins usaba diferentes plumas en diferentes casos. Solamente cartas muy
importantes o dirigidas a personas muy importantes eran firmadas con una pluma que
producía rasgos semejantes a los de Napoleón I. Cierta tinta que usaba
frecuentemente, tenía la gran virtud de borrarse progresivamente y desaparecer por
completo en determinado tiempo.
Además de todos aquellos tinteros y de media docena de teléfonos, se veía sobre
su escritorio una carpeta de apariencia costosa en la que guardaba documentos y
cartas a los que prestaba atención personal a determinada hora. Sobre su escritorio no
permitía libros, ni hojas sueltas, ni periódicos. Ida debía vigilar para evitarlo.
La única cosa de las que había sobre su escritorio que en manera alguna tenía que
ver con su puesto de presidente, era un pesado marco de oro con el retrato de la
señora Collins, mujer en la edad crítica y que empezaba a tomar la apariencia de un
canónigo. Procurando hacer alusión a ella con el mayor respeto, diremos que la dama
se redondeaba en todas sus partes. Ahora que era esa la única apariencia que podía
tener en su calidad de esposa del presidente de una compañía petrolera.
Por instinto Mr. Collins sabía que aquel retrato sobre su escritorio ayudaba mucho
a causar una buena impresión en ciertos individuos, especialmente entre las viejas,
bueno, entre las mujeres de mediana edad poseedoras de respetables cuentas en los
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bancos y quienes lloraban continuamente por hacerlas aún más respetables… Y eran
estas viejas, bueno, estas mujeres de mediana edad, las que antes de invertir cien mil
dólares deseaban tratar las condiciones personalmente con el presidente, como único
representante de la compañía en cuyo escritorio empezaban y terminaban todos los
resortes que la movían. A él le encantaba que los visitantes le preguntaran quién era
la dama cuyo retrato se hallaba en el marco de oro, y le satisfacía inmensamente que
alguno de ellos sugiriera la posibilidad de que fuera la señora Collins y que él debía
amarla tiernamente, pues de otro modo no tendría su retrato constantemente ante él,
hombre tan ocupado y que debía cargar sobre sus hombros grandes
responsabilidades.
«Es raro encontrar en nuestro tiempo semejante amor entre marido y mujer,
casados hace más de veinte años». Esa era generalmente la frase final relativa al
retrato, después de lo cual podía considerar cerrado algún trato conveniente. Cerca
del gran retrato había otro más pequeño y cuyo marco era solo de plata. Representaba
a la señorita Collins, su prometedora hija de diecisiete años. Su retrato afectaba a
menudo más profundamente que el otro a ciertos visitantes adinerados —los que no
lo eran, tenían que contentarse con las hijas de vicepresidentes o empleados de
tercera o cuarta—. Un presidente casado es una persona en que se puede confiar
mucho más que tratándose de un soltero. Un presidente que es padre además, debe
ser un hombre de hogar, y los padres y las madres pueden abrigar respecto a él un
sentimiento fraternal, un sentimiento gracias al cual no podrán surgir desacuerdos en
los negocios.
El fotógrafo que había retratado a la señorita Collins no había sido lo
suficientemente artista para no hacer patente en la fotografía algo que ni el policía
más hábil, después de aplicar sus métodos más eficaces, habría logrado hacer
confesar a la muchacha. Claramente se veía en ella que la señorita Collins había
resuelto con éxito todos y cada uno de los problemas de la vida humana: sociales,
financieros, biológicos y todos sus aliados. Para ella no existían secretos. Desde otro
punto de vista aparecía en la fotografía como una artista de cine bien retratada.
Nada más podía verse o encontrarse en el escritorio de Mr. Collins, ni siquiera un
lápiz nuevo, roto o mordido.
Pero el escritorio tenía cajones, bastantes cajones. Entre aquellos cajones había
dos que se hallaban tan maravillosamente escondidos entre la masa de caoba que,
aparte del propietario, solo el constructor del escritorio sabía en dónde estaban y
cómo podía abrírseles. No estaban cerrados con llave porque una cerradura habría
indicado su existencia. Solo por medio de una serie de combinaciones podían abrirse.
Sin embargo, Mr. Collins nunca había usado ninguno de ellos y todavía no tenía
en qué emplearlos. Los cajones comunes y corrientes podían cerrarse tan bien que
resultaban lo bastante seguros para guardar documentos, libretas de cheques, y
algunas otras cosillas.
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Entre esas cosillas, en el cajón superior de la derecha, y disimuladas entre toda
clase de papeles y cartas, había varias fotografías de coristas; es decir, de damas del
coro. Damas, sí, damas suena mejor y no tiene ningún sabor amargo. De vez en
cuando comentan entre sí: «Miren al caballero francés, él conoce la vida, él sabe
cómo tratar a las damas cuando las ve, él nunca dice mademoiselle, que en cristiano
quiere decir señorita, siempre dice madame, aunque sepa perfectamente que madame
vive de recorrer las calles. Yo he estado en París y conozco la vida íntima de los
franceses, créeme Greasey».
Greasey era el nombre de combate de Mr. Collins.
Las damas del coro aparecían frescas, duras, hábiles y caras, por lo menos en los
retratos que de ellas tenía Mr. Collins. El fotógrafo en aquel caso había sido un gran
artista. Atendiendo a las órdenes que recibiera, había retratado los rasgos
característicos de las muchachas. Cualquiera que tuviera en su poder aquellas
fotografías, bien accidental o intencionalmente, si tenía alguna experiencia respecto
de las damas, no podía formular un juicio equivocado al pensar que era tan fácil tener
el retrato como el objeto real. Dos de aquellos retratos mostraban a damas del coro
saliendo del Pacífico en el preciso momento en que los tiburones les habían arrancado
el traje de baño, y antes de que pudieran cubrirse con sus batas. Por la fotografía era
fácil ver que estaban muy bien hechas ambas, la fotografía y la figura, ambas de
cuerpo entero.
En el mismo cajón, aun cuando no escondido entre papeles, sino dentro de una
carpeta que contenía talones de cheques y facturas pagadas, había otra fotografía
dedicada, sin duda escrita por alguien que no había practicado mucho la caligrafía, y
que decía: «Para mi adorado y dulce papacito, de Flossy».
Ella costaba a Mr. Collins un cheque de cinco mil dólares mensuales, y nunca
gruñía él por aquel gasto, porque Flossy era su cielo en los días tormentosos. Dulce,
tranquila, medio tonta, fácil de contentar, hacía cuanto Mr. Collins deseaba. Nunca le
negaba nada ni pretendía ser exigente. Teniendo una profunda comprensión de las
dificultades y necesidades de los hombres, se adelantaba siempre a sus deseos, aun
cuando estos no fueran exactamente apegados a los comúnmente aceptados como
buenos por un campesino de Nebraska. Cuando se hallaba con Flossy en su cómodo
departamento, no se veía obligado a guardar la pose de un magnate, algo en lo que su
esposa insistía aun cuando se encontraran solos por la noche. A Flossy podía hablarle
de tonterías, de las mayores tonterías usando determinada jerga y hasta solía hacerlo
empleando los términos más vulgares que se le ocurrían. A ella casi le agradaba
aquello. En su apartamento podía vagar en mangas de camisa, con el cuello abierto,
calzando unas pantuflas viejas, con toda la comodidad deseada por un hombre de
negocios cansado. Todos sus secretos, todos sus malos gustos en cuestión de paladar,
podía calmarlos sin avergonzarse y sin presenciar el gesto agrio de alguna cara.
Solían ir a sitios baratos, en parte por la gracia que les hacían y en parte por gustar de
la col y de la carne de buey, del estofado irlandés, de las olorosas hamburguesas, de
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las salchichas danesas fritas que allí servían. A menudo tenían deseos de saborear
algún platillo y si por una u otra circunstancias no deseaban salir, ella lo cocinaba.
Mientras más aburrido o agitado estaba, más le agradaba la compañía de Flossy. Ella
no le molestaba cuando no quería decir ni una sola palabra en toda la velada y se
concretaba a sentarse con toda quietud cerca de él. En su hogar nunca habría
encontrado verdadera tranquilidad. Allí tenía que contestar a preguntas tontas la
mayoría de las veces y era eso, justamente, lo que lo ponía de más mal humor que
antes de entrar en su casa. Su mujer nunca Ir permitía ser él mismo ni estar solo.
Tenía que vestirse para la cena y sentarse vestido toda la noche, porque alguien podía
llegar de improviso y la señora Collins aseguraba que moriría de vergüenza si alguna
visita encontraba a su esposo con la facha de un bombero en día de descanso.
Cuando tenía que resolver algún problema difícil, no intentaba hacerlo ni en su
casa ni en la oficina, el único sitio en el que podía hacerlo era en casa de Flossy. En
apariencia ella nada quería de él. Era aquella actitud suya la que lo ataba a ella más
que a la señora Collins, sí, y más aún que a Basileen, su reina. Tal vez no solo en
apariencia, sino en realidad, Flossy nada quería. Era feliz derramando sobre él su
afecto maternal y sabiéndose su amante. Realmente feliz, feliz en toda la acepción de
la palabra, solo podía sentirse en presencia de ella. Sin embargo, él nunca se habría
casado con Flossy ni aun cuando su negativa le pusiera en peligro de perderla. Ellos
nunca hacían referencia a ello, ni habían discutido jamás sobre semejante posibilidad.
A él mismo se le había ocurrido preguntarle si ella lo haría en caso de que él estuviera
libre. Por instinto sabía que ella no se habría casado con él, porque le agradaba más la
forma de vida que llevaban. Él nunca le había hecho preguntas sobre su pasado, ni
sobre cualquier aventura que pudiera tener simultáneamente con otro. De una sola
cosa podía estar seguro y era de que, no obstante las locuras, físicamente hablando,
que ella pudiera cometer de vez en cuando, le era leal como verdadera buena amiga
en quien podía confiarse infinitamente en asuntos de verdadera importancia. Sabía
bien que ella no vendía su lealtad por los cinco mil dólares que le daba cada mes, sin
contar regalos extras y pago de facturas.
Muchas veces, desde que se conocían, ella había podido tener el mismo dinero o
más, como se enterara más tarde, pero no se había interesado por la nueva
perspectiva. Aun cuando ella nunca lo decía, él sabía que lo amaba y que
permanecería a su lado aun cuando perdiera su dinero o su posición. De semejante
lealtad no estaba seguro respecto a Basileen. Flossy sabía que él tenía otras amigas
además de ella. No ignoraba la existencia de Basileen y de su influencia dominadora
sobre él. Mr. Collins estaba perfectamente enterado de que ella sabía de todas sus
actividades. Sin embargo, nunca hablaba sobre eso, lo que le hacía dudar algunas
veces de que estuviera enamorada de él.
Pocos de sus amigos, solo los más íntimos, sabían de sus relaciones con Flossy.
Cuando deseaban divertirse realmente, invitaban a las amigas que pertenecían más o
menos a la misma clase de Flossy y se dirigían en sus coches a algún pueblo distante
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en donde, haciéndose aparecer como empleados bien pagados, frecuentaban cafés
baratos, salones de baile, carpas y cines pobres; sitios en los que trataban de divertirse
en la misma forma intentada por la mayoría de los trabajadores americanos.
Si su esposa o sus amigos le hubieran encontrado durante una de aquellas
escapatorias, difícilmente le habrían reconocido. Es durante esas excursiones,
marcadas en el calendario de su oficina como «inspección de campos», cuando
paseaba a Flossy y cuando ella se sentía más feliz a su lado. Y fue en ocasión de una
con vención de Legiones, como él y sus amigos llamaban a esa clase de escapatorias,
cuando Flossy fue presentada a sus camaradas más íntimos. Desde entonces ellos la
conocían como Mr. C. Third, nombre con que él la había presentado y la llamaban
Miss Clird. Basileen era Mr. Second. Pero Mr. Collins nunca, ni aun borracho, se
había atrevido a presentarla a alguien con aquel nombre.
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XVII
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su mano, haciéndola invisible para el visitante. Esa era una de las razones por las que
el retrato había sido hecho tan pequeño.
El sujeto reproducido en aquella miniatura era Basileen, y nunca había recibido
de parte de Mr. Collins el ofrecimiento de un cheque mensual o semanal como el que
recibía Flossy. Semejante ofrecimiento habría costado una fortuna a Mr. Collins, pues
le habría resultado demasiado caro conseguir que la dama olvidara eso que ella habría
llamado un insulto. La primera regla que normaba sus relaciones, era la de que él
debía tener siempre bien presente que ni era su esposo ni la tenía a salario. Dependía
de su diplomacia la forma de cubrir todos sus gastos y de permitirle vivir como una
duquesa, sin preocuparse jamás por las facturas ni por la procedencia del dinero que
gastaba, siempre que llegara hasta ella en la forma más decente que es posible
tratándose de dinero.
Solamente hacía una semana que Mr. Collins le había comprado un automóvil de
la mejor marca, y por tanto del más elevado precio en el mercado del oeste de las
Rockies. El auto, de cuyo modelo solamente se habían construido seis especialmente,
parecía en su interior más un tocador que un vehículo. Realmente daba la impresión
de ser un tocador con motor. Ninguna gallina de la pantalla podría vanagloriarse de
semejante lujo.
Una vez que ella estuvo en posesión del carro, Mr. Collins tuvo la seguridad de
que la había satisfecho en lo que a carros se refiere. Debía haberla conocido mejor. La
culpa era suya, no de ella, si había cometido una falta. En cualquier forma fue una
falta que valía el dinero que costó, pues la experiencia le hizo un hombre sabio, un
gran diplomático, un experto conocedor de mujeres y un verdadero gigante en el
mercado internacional del petróleo.
Cuando ella se vio en posesión del elegante carro, se negó a continuar viviendo en
su destartalado departamento, en aquel departamento que, visto por cualquiera, habría
sido considerado como el más elegante que una mujer soltera de Frisco podía tener.
Sin embargo, un departamento, por elegante que fuera, no podía estar al nivel de
aquel tocador con motor y ruedas. Necesitaba un garaje de acuerdo con el carro. Y el
garaje que tuviera el honor de albergar aquel real automóvil, no podía existir sino en
una mansión en la que fuera solo una especie de humilde techado. No menos de dos
chóferes de primera serían necesarios. Uno para el día y otro para la noche, a fin de
que el hombre que tuviera el privilegio de guiar el carro se encontrara siempre en las
mejores condiciones. La mansión no podía ser atendida en la misma forma que el
departamento en el que, como frecuentemente le decía a Mr. Collins, ella no vivía
sino habitaba para tener un techo que la defendiera de la lluvia.
Dos veces por semana, Mr. Collins pasaba en su departamento parte de la tarde,
las noches y frecuentemente la hora del desayuno. A la mañana siguiente decía a la
señora Collins por teléfono que había dormido en el club, pues tenía que estar
temprano en la oficina y no había deseado levantarse a la madrugada.
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En aquellas noches placenteras, Basileen era todo amor y entusiasmo, y se
mostraba de excelente humor. Por ningún motivo hablaba entonces acerca del garaje,
la mansión y los seis criados sin los cuales no podía vivir. Pero al día siguiente le
llamaba por teléfono seis o siete veces. Bastaba con que dijera a la operadora cierta
palabrita mágica para que la pusieran en contacto inmediato con la oficina privada del
presidente, sin tomar en cuenta que la línea estuviera ocupada por algún personaje.
Aquel privilegio no era concedido ni siquiera a la esposa, la que, cuando se
comunicaba con él, tenía que esperar su turno.
Y fue por teléfono como Basileen dijo a Mr. Collins que era un viejo tacaño y
miserable que la privaba del garaje y de la mansión de la que aquel formaba parte. Él
contestó que no había encontrado ninguna propiedad en venta que llenara las
condiciones deseadas, y que si la residencia debía construirse de acuerdo con sus
gustos, no estaría lista en menos de doce meses. Ella agregó que no estaba dispuesta a
esperar un año, ni siquiera seis meses, porque necesitaba pronto el garaje con todos
los aditamentos que tan elocuente y frecuentemente había expresado. Lo más que
estaba dispuesta a esperar eran cuatro semanas, al cabo de las cuales ocurriría algo
grave si ella se veía obligada a vivir bajo un techo que goteaba.
«Algo tremendo ocurrirá», murmuró él cuando ella colgó el audífono
rápidamente. Dos minutos después volvió a llamar para decir. «Me olvidé de decirte
adiós. Dispénsame querido. Hasta mana na a las seis. By, by, kiss, kiss».
No tuvo tiempo de contestar porque ella no le dio oportunidad. Volvió a
murmuran «Algo ocurrirá. ¿Qué habrá querido decir con eso?». Y era ese «eso» lo
que le preocupaba siempre cuando ella hablaba en aquella forma. Temía seriamente
que si se negaba a complacerla, ella encontrara alguien más generoso en lo que se
refiere al garaje y sus aditamentos. No debía haber temido tal rompimiento.
Semejantes cosas no estaban de acuerdo con el carácter de ella. Sin embargo, él
ignoraba de lo que sería capaz en un momento desesperado. Así, pues, creía en la
posibilidad de que hiciera cualquier cosa, incluso ponerlo de patitas en la calle. Que
él no la conociera mejor en aquel aspecto resultaba una ventaja para ambos. Ella
representaba su papel maravillosamente.
El temor constante de perder el afecto de la otra parte en un asunto serio de amor,
constituye para la mayoría de los humanos una poderosa liga capaz de mantener
unidos a los amantes, a quienes no ata el matrimonio. Cada uno de ellos tiene que
luchar diariamente por no perder lo conquistado. La única conquista segura es aquella
por la que se pelea de continuo. El preciso día en que los amantes se dan cuenta de
que están absoluta e incuestionablemente seguros uno del otro, su amor empieza a
debilitarse.
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XVIII
Las dos damas del coro, cuyas fotografías guardaba Mr. Collins en el cajón superior
de mano derecha, separados de las fotografías de otras damas, constituían un
problema también. Los retratos no estaban dedicados por las damas, pues sabían por
experiencia que los caballeros no gustaban de intimidades gráficas, porque estas
suelen traer complicaciones y un verdadero caballero nada teme tanto como a las
complicaciones con una dama del coro o alguna similar.
Por mucho que Mr. Collins había tratado de evitar esas dificultades, no habían
dejado de surgir algunas que empañaban su horizonte. Y parecían destinadas a
transformarse en asuntos ligeramente complicados.
«Al diablo con eso», decía Mr. Collins con frecuencia a sus compañeros del Club.
«Sí, repito que al diablo con eso. Es fácil conseguir a una de esas damas sin gran
esfuerzo, cuando se le desea seriamente. Lo difícil no es meterlas en nuestra vida y en
nuestra cama, sino sacarlas de ellas».
Aquellas damas habíanse convertido en problemas no solo monetarios, si no de
otra índole bien distinta. Cada una tenía sus gustos y deseos especiales. Sin
excepción, todos esos gustos y deseos se traducían en una dolorosa sangría a la
cuenta corriente, sin importar que aquellos deseos tuvieran conexión directa con
dinero efectivo o no. Los caprichos habían aumentado considerablemente a últimas
fechas, porque cuando trataba de ponerles un dique, escuchaba ciertas palabras
pronunciadas por cualquiera de las damas en cuestión y que no estaban muy lejos de
asemejarse a una amenaza.
A pesar de lo precavido que había sido toda su vida, aquellas damas tenían
algunos plieguecitos de papel en los que él había escrito breves notas de su puño y
letra. Las notas habían sido escritas al iniciarse sus relaciones y cuando estas aún no
eran íntimas. Nunca pensó que aquellas notas, que en conjunto contenían cincuenta
palabras, serían conservadas por mayor tiempo que el necesario para leerlas. También
existían algunas fotografías tomadas en momentos de buen humor y otras hechas por
algún pobre diablo a quien se quería ayudar con una peseta, permitiéndole sacar una
fotografía de la dama y el caballero sentados a la mesa de algún café. «No duran»,
decía el fotógrafo para calmar a Mr. Collins al verlo vacilar. Porque él, el fotógrafo,
comprendía la situación en semejantes casos. De hecho aquellas fotografías no
duraban más de treinta horas cuando no se las fijaba. Pero las muchachas listas no
solían dejarlas sin fijar, y al día siguiente acudían a un buen fotógrafo para que las
arreglara dándole un baño fuerte, de modo que duraran hasta el día del Juicio.
Las dos damas del coro tenían bien poco, casi ningún elemento que ante un
tribunal decente pudiera constituirse en prueba acusatoria si intentaban hacer cargos a
Mr. Collins. Cualquier juez que al mismo tiempo fuera hombre de bien, habría hecho
caso omiso de la historia de la pobre muchacha trabajadora y habría echado a las
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damas a la calle. Las damas sabían aquello, pero sabían también cuánto valía Mr.
Collins y lo que sería capaz de hacer para evitar que alguien acudiera al editor de un
diario. Y aun cuando Mr. Collins estuviera seguro de que el editor de ningún tabloide
daría importancia a historia de tan poco relieve en aquellos momentos, bien podría
dársela un año más tarde bajo otras circunstancias. Así pues, resultaba prudente evitar
que sus retratos y sus cartas anduvieran por el escritorio de algún periodista.
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XIX
Todas aquellas relaciones diferentes entre sí, pero en conexión con una necesidad
muy humana, de naturaleza puramente física, habrían podido ser reducidas, desde
luego, a una sola. Muchos hombres pueden hacerlo, aunque a la mayoría les es
imposible, y el menos capacitado para ello resulta el presidente de una gran empresa
capitalista. El presidente de una empresa importante tiene que ser dinámico y
enérgico. Su vitalidad debe estar siempre a punto de hacerle estallar y debe, además,
derramar iniciativa. Se le paga un elevadísimo salario y se le entregan buenos
dividendos porque sea dinámico, agresivo, aplastante, amenazador. El pequeño,
decente y honesto tenedor de libros, que se apena cuando el mesero de un restauran le
sugiere algo más de lo que desea para postre, es un tenedor de libros, y lo será hasta
que se muera, porque pertenece a la clase de los que tiemblan cuando su mujer abre la
boca. Bien sabe que ella la tendrá abierta siempre, aun durante la noche, así, pues, no
le queda otro camino que el de la sumisión. Como carece de virilidad suficiente para
derramarla generosamente y a toda hora, carece del incentivo dramático y del
dinamismo capaces de lanzarlo fuera de su asiento de tenedor de libros. El éxito no se
basa solo en la inteligencia y en la habilidad ni es resultado de cierto talento como el
que se supone a un gran amante, pues de ser así muchos alcahuetes habrían llegado a
reyes del acero.
No debe dejarse de tomar en consideración que Mr. Collins tenía que ser lo que
era en atención a las leyes de la naturaleza. El hecho, sin embargo, era desconocido
por él y además ignoraba la forma de controlar las leyes que se veía obligado a seguir
involuntariamente. Tal vez la psicología y la fisiología podrían analizar y explicar
satisfactoriamente, los factores que constituían su carácter, explicando asimismo el
fenómeno que le impedía escapar a las dificultades que, de acuerdo con las leyes
morales, deben ser evitadas por un marido modelo. Sin embargo, parece que la
naturaleza no concede todos sus bienes al mismo tiempo a un individuo.
Aquellas relaciones que lo mantenían en constantes dificultades, que muchas
veces se veía obligado a atender con mayor urgencia que si se tratara de negocios de
monta, ponen de manifiesto el hecho de que el presidente de una importante
compañía no puede llevar la vida fácil que la mayoría de los hombres le atribuyen.
Sus asuntos personales, íntimos, se llevaban tanto de sus buenos años y de su tiempo
como la lucha constante por alcanzar la cumbre y mantenerse en ella. El dinero con
que contaba habría sido suficiente para sostener a cien familias de clase media. Sin
embargo, tenía una constante necesidad de tener más dinero. Para resolver sus dos
problemas satisfactoriamente, necesitaba vencer tantas dificultades como un obrero
textil con mujer y cinco hijos a quienes alimentar. El balance de los presupuestos de
estos dos hombres no difería mucho. Lo único que variaba era el monto de las sumas.
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Toda la habilidad y talento de un individuo altamente dotado, era necesario para
enfrentarse a los muchos y complicados problemas que Mr. Collins tenía que resolver
en este mundo. Él, el presidente, a quien todos los directores de la empresa miraban
no como a un semidiós, sino como a un dios, se veía obligado a resolver, no solo sus
problemas, sino los de la compañía, los de los directores y los de los más importantes
accionistas. Aquellos hombres no se contentaban con que él resolviera las
dificultades en una forma justa y simple. Tenía que hacer algo más y mejor. Cualquier
cosa que hiciera debía hacerla en forma tal, que no olvidara un solo detalle que
pudiera acarrear una reacción contraria a su buena reputación, o a la de la compañía y
el consejo de directores. La reputación de una empresa es tan delicada como la de una
matrona de sociedad. En ambos casos es difícil perder la buena reputación si las bases
son convenientes. Pero una vez perdida esta, difícilmente se recobra, lo mismo
tratándose de una dama que de una empresa. Las simples hablillas pueden
menoscabarla. En el caso de una empresa, si las hablillas no cesan pronto, sus
acciones empezarán a moverse, y una vez que han comenzado nadie sabe cuando
volverán a estabilizarse.
Los asuntos privados de Mr. Collins tenían que ser manejados tan
cuidadosamente como los de la empresa. Él estaba constantemente ocupado, ocupado
trabajando, gozando, gastando dinero, planeando nuevos negocios y solucionando
incidentes personales que amenazaban sacarlo de quicio.
No gustaba de trabajar intensamente ni de estar ocupado todo el día. Pero se
habría sentido vacío, tal vez hasta enfermo, si hubiera dispuesto durante el día o la
noche de una hora sin saber qué hacer con ella. Ocurría que cuando no tenía algo de
que ocuparse, lo acometía un temor semejante al que sentiría si se viera perseguido
por fantasmas. No practicaba ningún deporte, pues le desagradaba aun conducir su
propio carro, cosa que hacía solo en pos de aventuras con una dama. Siendo miembro
de uno de los más elegantes y privados clubes, consideraba el juego de golf como la
forma más tonta e inútil de perder su precioso tiempo y como el juego más tonto y en
el que solamente las gentes de inteligencia rudimentaria podían fingir estar
interesadas. Para él, el poker no era un juego. Era en parte una diversión y en parte
una forma de ejercitar el autocontrol. El bridge lo jugaba únicamente forzado por la
señora Collins y con disgusto manifiesto.
«Qué salario tan miserable recibo por todo mi trabajo y preocupaciones. Apenas
basta para pagar la sal de Epson y la aspirina que consumo», solía murmurar cuando
se encontraba en una situación difícil.
Mr. Collins tenía razón en considerar su salario miserable. Recibía trescientos mil
dólares anuales. Ahora que sus bonificaciones, pagadas en efectivo y en acciones
preferentes, representaban una suma considerablemente mayor. A todo esto podían
agregarse los dividendos que le resultaban. Además de ello tenía las manos puestas
en media docena de ricas empresas. Mientras mayores entradas se tienen, mayores
son las obligaciones. Sus entradas estaban tan hábilmente disimuladas que paga
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impuesto solo por setenta y cinco mil. Habría sido muy difícil, casi imposible en el
caso de una investigación federal, fijar el monto de sus entradas. La señora Collins no
habría mentido al jurar en la corte que no pasaban de setenta y cinco mil; pues de otro
modo ella lo sabría.
El presidente de una compañía petrolera realmente importante tiene muchas
obligaciones. ¡Y tantas! La vida no es tan sencilla como un indio idiota, como un
salvaje poseedor de un rancho por algún sitio cercano a Panamá, puede suponer. La
vida es un asunto muy complicado, pues de lo contrario no harían falta filosofía, la
economía política y las leyes internacionales. De hecho, la vida es algo por lo que hay
que estar en constante combate, sin que haya ni siquiera una hora de tregua.
¿A qué debemos atender? ¿Quiénes dependen de nosotros y de nuestras entradas?
Ningún demonio es capaz de salir de semejante atolladero. Pero él, el pobre Mr.
Collins, tenía que afrontarlo.
Veamos. Allí está la mansión situada en uno de los barrios más aristocráticos de la
ciudad, en la Colina. Tiene cuatro salas y veintiocho cuartos. A menudo la señora
Collins dice: «Si tuviera siquiera seis cuartos más, sería más cómoda. ¿No podríamos
tener una casa más grande, Chaney? ¿Qué dices?».
La señora Collins tiene mucha razón. El presidente de la Condor Oil no puede
vivir en una casucha. ¿Qué dirían los directores, los accionistas y especialmente los
nuevos inversionistas acerca de la solvencia de la compañía, si supieran que el
presidente vive en un cuchitril? Ello estaría permitido aun al presidente de los
Estados Unidos, pero al presidente de una rica compañía petrolera, nunca, eso
acabaría con la empresa.
Él no podía esperar que la señora y la señorita Collins hicieran los quehaceres de
la casa y lavaran la ropa. ¿Qué ocurriría con las partidas de bridge de la señora
Collins, si tuviera que dedicarse a remendar los calcetines de su esposo?
Dos o tres veces al mes le pedía después de la cena un cheque por dos mil
cuatrocientos o tres mil dólares, porque debido a su horrible mala suerte durante la
tarde, había tenido que firmar un pagaré a Lady Chippleburns. Y para evitar que se
irritara por su «es la última vez, querido», le contaba algún chiste acerca de Lady
Chippleburns, quien parecía padecer de algún mal de la garganta, pues no le era dado
pronunciar correctamente un término tan sencillo como I. O. U. y tenía que sacar a
colación todo el estado de Ohio y mitad del de Utah, diciendo «Ohioyou» en el
momento de cobrar.
La señora Collins recibía un cheque mensual de mil dólares para sus gastos
personales, pero todas sus facturas eran pagadas en la oficina. También se
consideraban como extras todos los gas tos de la casa. Eso desde luego. La señora
Collins graciosamente podía perder tres mil dólares en una partida de bridge entre
amigas íntimas, nada más, naturalmente. Aunque rara vez, ganaba sumas iguales,
pues de otro modo sus amigas íntimas, aquellas matronas de sociedad, habrían
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resultado ligeramente sospechosas. De sus ganancias nunca hablaba a Mr. Collins, a
menos que ellas no pasaran de cien pesos.
Mr. Collins tenía dos carros para su uso exclusivo. Uno para asuntos de negocios,
cuya marca y placas eran conocidas por la señora Collins. El otro, que jamás había
sido llevado a la casa, estaba registrado bajo un nombre supuesto. Nadie más que un
agente de tránsito o un juez de turno en la noche habrían podido encontrar alguna
irregularidad en la licencia de Mr. Collins, el enterarse de la ligera falta consistente en
el cambio de nombre.
También la señora Collins poseía su carro particular. Era uno solamente, pero este
se contaba entre los más elegantes de la ciudad. A ella le gustaba conducir, aun
cuando tenía un chofer a su servicio para que lo guiara cuando ella no tenía ganas de
hacerlo.
Naturalmente, también la señorita Collins tenía su propio carro. Era tipo sport y
de los más costosos de la marca. Habría sido un gran inconveniente para ella los
servicios de un chofer, aun cuando este fuera sordomudo. La muchacha estudiaba
secundaria y recibía un cheque de setenta y cinco dólares mensuales, más el pago de
todas sus facturas. También se contaba como extra el pago de infracciones por exceso
de velocidad, que muchas veces llegaban a doscientos dólares por mes. De vez en
cuando tenía que pagar daños y perjuicios no cubiertos por su seguro, los que
llegaban hasta ciento cincuenta dólares. Muchas veces le era recogida la licencia y
Mr. Collins tenía que recurrir al expediente de las elevadas contribuciones que se veía
obligado a pagar cada año y de los muchos donativos hechos al partido que estaba en
el poder, para conseguir que se la devolvieran, porque si no lo lograba no volvería a
tener ni una hora de paz en su hogar durante el desayuno, la comida y menos aún la
cena, si la muchacha asistía, pues generalmente estaba ausente, y cuando regresaba a
casa, bastante tarde para sus diecisiete años, jamás daba una explicación clara
respecto a lo que había hecho ni a las gentes que la habían acompañado. Y eran
aquellas inexplicables y muy frecuentes salidas las que la forzaban a ocurrir de vez en
cuando a la oficina privada de su padre, llevando un rayo de sol a aquella caverna y
privando pocos momentos después a su padre de él y de un cheque de cuarenta,
cincuenta o setenta dólares. Tampoco entonces explicaba claramente la forma en que
emplearía aquella cantidad; en lugar de ello se sentaría en sus piernas, le besaría la
barba, las mejillas, le alborotaría el cabello y le diría: «Papacito lindo, papacito
precioso, ya sabía que lo harías por tu pajarito; verás papacito, estamos preparando
algo muy especial en la escuela, ¿sabes?; algo en relación con una comedia, ¿sabes?
Pero no podemos revelar el secreto porque será una sorpresa, una gran sorpresa». En
otra ocasión no sería una comedia sino la contribución especial para alguna justa
deportiva, o la colecta para una compañera de escuela cuya madre muriera
repentinamente y a quien tenía que enterrar y no contaba con medios para hacerlo.
Pero cualquiera que fuera su historia sabía de antemano que ganaría y que obtendría
el cheque.
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Si ocurría, cosa rara, que Mr. Collins recordara alguna de las historias y
preguntara cuándo sería representada la comedia, ella, dando a su semblante
expresión de gran inocencia, decía que había tenido que suspenderse, porque dos de
sus compañeras, sin cuyo concurso no había éxito posible, habían salido de la escuela
por razones que solo el director sabía.
Si aquel hubiera sido el único aspecto de su vida, Mr. Collins se habría
considerado un esposo liberal y el común padre de familia que adora a su hija única.
Pero el presidente de una importante compañía petrolera necesita una casa de campo
para agasajar a una multitud de invitados los fines de semana. Sin invitaciones de fin
de semana no es posible establecer los nuevos contactos tan especiales en materia de
negocios. Aquel nidito en el campo no era precisamente una cabaña, aun cuando así
se le llamaba. De hecho ningún acomodado noble inglés se avergonzaría de poseer
aquella cabaña y de llamarla Adrington Hall o algo semejante. El sostenimiento de
aquella cabaña y los agasajos a los invitados costaban a Mr. Collins casi tanto como
su residencia en la ciudad.
Él nunca se tomaba unas vacaciones, porque jamás disponía de tiempo para ello.
Pero la señora Collins necesitaba disfrutar de las suyas y nunca lo hacía
modestamente. No siempre eran Francia, Inglaterra o Egipto. Sin embargo, adonde
quiera que fuera para disfrutar de un descanso que le era preciso, aun cuando no fuera
más allá de las Bermudas, Nassau, Cuba o Florida, era necesario que Mr. Collins le
entregara un cheque por la misma cantidad. Ahora que si se le ocurría comprar algo,
pedía que se le enviaran a su casa por cobrar.
La señorita Collins pasaba sus vacaciones generalmente en compañía de una de
sus condiscípulas y casi siempre en la casa de esta, por lo menos eso era lo que decía.
Aquellas vacaciones costaban a Mr. Collins tanto como si hubiera hecho un viaje por
tres meses con todos los gastos pagados, de los organizados por Cook, y en lo que los
extras son extra naturalmente.
Así, pues, Mr. Collins cumplía con su divisa predilecta: Sonríe, trabaja y da a los
pobres. Él sonreía, trabajaba y daba a los que lo necesitaban. Los necesitados son
pobres, pues si no lo fueran no le pedirían dinero.
Sin embargo, actualmente su mayor problema lo constituyen las dos damas del
coro. Ninguna de ellas sabe de la existencia de la otra, por supuesto que no, pues de
ese modo sus gastos ascenderían a lo increíble. Las damas pertenecen también a los
necesitados, y lo que necesitan lo necesitan inmediatamente y no aceptan un tal vez o
un mañana.
Siempre que pensaba en este asunto recordaba a Mr. Ayres, presidente también de
una corporación que explotaba refinerías. También Mr. Ayres tenía una dama del
coro, y también había sido el más feliz de los mortales el día en que conquistara a
aquella dama, porque sabía que ya había pasado de la edad en que un hombre puede
conquistar a una corista joven y guapa sin ofrecerle mayor recompensa que la de
hacerla sonrojarse cuando se hallaban solos en su alcoba. Indudablemente había
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pasado ratos agradables con ella y se había sentido joven una vez más. Su única falta
consistió en creer que era el amor lo que la había arrojado en sus brazos con un
suspiro, en cierta ocasión en que se hallaban sentados en un canapé de su cuarto.
A pesar de todas las píldoras tonificantes y de todas las secretas tinturas que
usaba, no podía luchar por más tiempo contra sus años. Así, pues, no pasó mucho sin
que dejara de considerar a aquella dama de mucha importancia para su bienestar y
dinamismo. Desde el principio de sus relaciones se había percatado de que ella era un
aditamento demasiado costoso, de hecho una verdadera carga de la que se habría
librado con gusto.
La sola insinuación bastó para que recibiera una carta de los señores
Simmons & Simmons, abogados, en la que le informaban que la señorita Minnie
White, a quien sin duda conocía personalmente, se encontraba en posición lamentable
y se veía obligada a pedir que lo enjuiciaran por ruptura de compromiso matrimonial,
ya que solo un día antes y debido a una mera casualidad se había enterado de que era
casado y de que no tenía la menor intención de obtener el divorcio en un plazo
razonable. La señorita White consideraba que los gastos que había hecho debido a su
compromiso, incluido el valor de las oportunidades perdidas y otros detalles más,
alcanzaban la suma de cien mil dólares, la que, tomando en consideración la posición
social y financiera de Mr. Ayres, lejos de ser exagerada debía considerarse como una
compensación justa y razonable.
Los señores Simmons & Simmons habían usado muchas palabras, haciendo con
ellas una mezcla casi incomprensible. Por teléfono fue avisado Mr. Ayres de que el
editor de La Trompeta había pedido una entrevista a Miss White y lamentaban
manifestarle que el columnista de aquel periódico, tan ampliamente leído, publicaría
algunas líneas sobre el caso en la edición dominical. Bien sabía Mr. Ayres lo que
significaría para él y para su familia que aquel periódico mencionase su nombre.
Mr. Ayres tuvo que pagar diez mil dólares a los señores Simmons & Simmons, y
que regalar un Cadillac a Miss White para lograr una reconciliación. Todos los
actores de aquella intriga sabían que Miss White nunca habría ganado el caso, esto lo
reconocían hasta sus mismos abogados. Sin embargo, Mr. Ayres no podía dejar de
confesar honradamente que la forma en que había solucionado el conflicto, le había
resultado mucho más económico de lo que imaginaba en un principio.
Mr Collins no había podido desechar de su mente el recuerdo de la aventura de
Mr. Ayres, desde que encontrara irritadas a sus damas del coro. Cómo, cuándo y en
dónde terminaría su caso, era una interrogación en cuya respuesta se negaba a pensar.
Sin embargo, en cierta ocasión había concebido la idea de quitar a ambas de su
camino, relatando sus dificultades a cierto tipo que él conocía. Pero después de
pensarlo bien, había terminado por reírse de sí mismo y por almacenar la idea.
Tenía otra sobre el particular que solía considerar con mayor atención. Esta era la
de presentarlas perfectamente envueltas. Primero a una y poco tiempo después a la
otra. Vestida como una dama de verdad, la mostraría a alguno de sus conocidos
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adinerados, a los que sabía con una gran inclinación por las amigas bien vestidas. Así
la pondría al alcance de alguien que lo librara de ella, pues contaba con su
infidelidad. «Tipo cochino», se llamaba a sí mismo, «sin embargo, ¿qué otra cosa
puedo hacer? Ahora ando muy apretado de dinero, además, tal vez encuentre otro
medio. Por lo pronto dejemos el asunto pendiente. Tal vez el Señor comprenda y me
las quite de encima, por lo menos a una, si no pueden ser las dos al mismo tiempo y
en el mismo accidente en la carretera».
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Así, pues, cualquier persona cuerda y normal sospecharía con justicia de un
hombre a quien se supone muy activo, dinámico y enérgico, si ese hombre rehuye
probar su poder de hombre en asuntos que no pueden llevarse a cabo sin la ayuda de
una mujer; Mr. Collins habría podido jactarse de aquellas cuatro pruebas de su
virilidad, de su hombría, de su audacia. De aquellas cuatro pruebas, Basileen era en
realidad la más apreciada, porque era la más costosa, pues le costaba cinco veces más
que todas las otras juntas.
Flossy recibía su cheque mensual con la misma puntualidad con que recibe el
dinero para el gasto un ama de casa. Tal vez por eso algunas veces tenía hacia ella
ciertos sentimientos semejantes a los que le inspiraba su esposa. Y la consideraba en
el mismo rango que a Mr. Alice Davis Collins.
Sentía la misma compasión por estas dos mujeres cuando se sentían mal o tenían
alguna pena.
De vez en cuando criticaba a Flossy como lo hacía con Mr. Collins. Nada más que
Flossy aceptaba aquellas críticas sin perder su buen humor, en tanto que Mr. Collins
protestaba vehementemente, no contra lo que él decía y en lo que casi siempre tenía
razón, sino por el hecho de atreverse a ser lo suficientemente brusco para censurarla a
ella, cuyo brillante abolengo no podía compararse con el oscuro pasado de él.
Mr. Collins no tenía solamente que costear dos períodos anuales de vacaciones a
la señora Collins, sino también a Flossy, aun cuando los gastos de esta eran cinco
veces más reducidos que los de aquella. Pues Flossy se sentía enteramente satisfecha
si podía ir a British Columbia, a algunas montañas o a los lagos californianos.
De vez en cuando Mr. Collins combinaba las vacaciones de Flossy con alguno de
sus viajes de inspección. La mandaba a Florida con una o dos semanas de
anticipación y de allí partían juntos para la Habana, en donde permanecían unos diez
días; de allí la mandaba de vuelta a casa y él partía a Tampico, en donde no gustaba
de tenerla a su lado, porque prefería cambiar un poco de perspectiva, y muy variadas
eran las que en Tampico podía encontrar fácilmente. Aquellas perspectivas no
hablaban inglés, y él no hablaba español, sin embargo se entendían siempre
perfectamente, ya que las perspectivas sabían expresar claramente la cantidad de
dólares que deseaban. Mr. Collins sabía expresar perfectamente su deseo por medio
de señas y como esa forma de expresión es universal, nunca hay dificultad para llegar
a una perfecta comprensión. Solía sentirse seriamente aliviado cuando se encontraba
solo después de pasar con Flossy dos semanas viéndose todo el día, desde por la
mañana hasta por la noche. Para su sorpresa, se daba cuenta de que Flossy empezaba
a parecerse mucho a la señora Collins, a excepción de que conservaba esa dulce y
suave actitud maternal que era su mayor atractivo y gracias a la cual estaba él tan
ligado a ella. Pero en otros aspectos cada vez se parecía más a la señora Collins, hasta
parecido físico llegaba a encontrarle. Ambas tenían gestos semejantes, un poquito
amanerados. Sus movimientos eran iguales cuando se ajustaban un cinturón, se
abotonaban una blusa, se estiraban para tomar un tenedor o pedían un salero. Aun en
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la cama, cuando apagaban la luz, varias veces había tenido la extraña sensación de no
poder distinguir en determinados momentos cuál de las dos estaba con él. Él era
simplemente el presidente de una compañía petrolera pero si hubiera sido un
psicólogo que no sufriera de ingestión o arterioesclerosis, habría comprendido que
cuando dos mujeres se encuentran por determinado tiempo bajo la influencia de un
mismo hombre, del que dependen económicamente, llegan a ser tan semejantes que
podría tomársele por gemelas.
Si hubiera hecho un balance, Mr. Collins habría hallado que Flossy era el menos
costoso de sus asuntos, de ahí que era la más fiel y en la que podía tener más
confianza. Era esta otra de las razones por las que, en ocasiones, se sentía tan
horriblemente fastidiado en su compañía como se sintiera siempre en compañía de
Mr. Collins.
Cualquiera de las dos damas del coro le costaba bastante más que Flossy.
Confrontando sus talonarios y viendo cuánto más que ella le costaban aquellos dos
chapulines del tablado, sentía gran simpatía por la buena y vieja Flossy y la llamaba
por teléfono para decirle que la vería esa noche y le llevaría un regalito a su dulce
mañana. El regalito le costaría doscientos o trescientos dólares y a la mañana
siguiente, a la hora del desayuno, se percataría de que había recibido más de lo que
había dado. Después la dejaría con una dulce impresión y ella cantaría para sí todo el
día.
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Casi todos los días Mr. Collins se veía atacado por crisis de temor respecto a las dos
damas del coro. Si le hubiera sido dable venderlas, o deshacerse por lo menos de una
de ellas facilitándola a alguno de sus amigos con dinero suficiente para pagarse
semejante satisfacción, hubiera sido capaz hasta de entregarle una dote para que
durante las dos primeras semanas no hubiera tenido que atacar la cuenta corriente de
su nuevo dueño, tomándose el tiempo necesario para engancharlo lo suficientemente
bien a fin de estar a disposición de sus asuntos financieros.
«¡Por Dios y el diablo! Necesito ir con mucho cuidado, hay que ser prudente»,
solía decir Collins aconsejándose a sí mismo cuando alguna de las zapateadoras del
coro perturbaba su ocupadamente.
En el mismo instante, sin embargo, se daba cuenta de que era extremadamente
difícil para él obrar con prudencia. ¿Cómo puede uno ser prudente cuando las órdenes
dadas por el centro geográfico del cuerpo son más enérgicas y poderosas en el
hombre maduro que en el joven de veinte años? A los veinte años se tienen ideas
románticas, y existe la creencia de que ciertas funciones del cuerpo son impuras. A
esa edad el hombre suele creer seriamente que la castidad no solamente es posible
sino que bien vale la pena luchar por defenderla hasta morir por ella si no cabe otro
remedio. A los veinte años, el hombre confunde las necesidades urgentes de su
organismo con el verdadero amor y si descubre la verdadera índole de sus
sentimientos, si llega a darse cuenta de que son originados por una mera necesidad
física, es capaz de llegar al suicidio. A los veinte años se cree en la pureza, no porque
a esa edad los pensamientos sean más nobles, simplemente porque se teme a la mujer,
a la realidad de la mujer en la que se intuyen misterios imposibles de resolver sin
enfrentarse instantáneamente a grandes peligros morales, físicos y financieros
combinados.
A los cincuenta años, después de vivir casado el veinticinco por ciento y después
de ensayar cincuenta, ochenta o cien oportunidades de bigamia, al cabo de una vida
tormentosa, se adquiere cierta sabiduría y se llega a comprender que los hábitos son
más fuertes y durables que las ideas románticas acerca de la vida y del amor. Todo se
ve desapasionadamente, casi desde un punto de vista comercial. Desaparece para
siempre la, en cierta época, irritante creencia de que el amor y la mujer encierran un
misterio. Es posible aun que la mujer, de vez en cuando, nos impresione como un ser
misterioso, ya que a pesar de la edad y la sabiduría que un hombre pueda tener, jamás
llega a conocer a la mujer. La mujer, cualquier mujer, está siempre dispuesta a hacer
alguna cosa, a obrar en forma tal que uno nunca habría sospechado, que jamás habría
imaginado posible en ella.
Cualquier cosa que ocurra en la vida de un hombre de cincuenta años es resultado
de un hábito que la mayoría de las veces se traduce en un desembolso monetario.
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A los veinte años el hombre cree en la castidad y en el idilio; a los veinticinco en
la frecuencia; a los treinta en la cantidad y en la consistencia; a los cincuenta en la
calidad y variedad de cuerpos, motivos y escenarios. A los cincuenta la frecuencia ya
no es posible y ni siquiera deseable; solo se pide calidad, calidad y perfección en el
cuerpo y en las maneras.
De ahí que, a la edad alcanzada por Mr. Collins, este no esperara ser amado por
ninguna nueva mujer atraída por su gallardía y por su ardor físico. Si alguna mujer le
hubiera dicho que le amaba por él mismo, habría sonreído afablemente y se habría
sentido halagado, pero inmediatamente habría hecho cálculos mentales para
determinar lo que aquella confesión le costaría.
Se había vuelto más exigente. Si entonces hubiera decidido casarse habría puesto
un gran cuidado en la elección que hiciera de su mujer legal, pero después de
pensarlo bien no se habría casado. El nivel social de la mujer no le habría importado
mucho, porque la posición que él ocupaba le era suficiente y bastante aburrido estaba
con ella. Su origen habría podido ser cualquiera siempre que llenara uno de los
requisitos esenciales que exigía de la mujer en la actual etapa de su vida.
La verdad es que Mr. Collins no tiene pensamientos ni más ni menos limpios que
cualquiera otra persona. Es honesto para consigo mismo en tanto que otros son
hipócritas. Es un producto de su época. Es solamente una partícula de polvo en la
tempestad que azota la tierra, haciendo susurrar al viento: «Si no te das prisa, te lleva
el diablo. Come de prisa antes de que seas comido. No hay que tener compasión a los
lentos, ¡al diablo los fallidos!».
Si hubiera vivido en otras condiciones, en una época en la que el petróleo no
fuera considerado como mercancía sino como una bendición de Dios para la raza
humana, Mr. Collins habría sido juzgado como el prototipo de lo que la naturaleza
deseaba que el hombre fuera. A pesar de su irrefrenado deseo de aventuras, él poseía
algo que a la mayoría de los hombres que lo juzgaban y censuraban despiadadamente
les faltaba en absoluto. Poseía una verdadera grandeza, una buena dosis de genio, una
constante afluencia de intuición, una increíble cantidad de buenas y brillantes ideas
entre las que seleccionaba al azar, sin esforzarse demasiado. Si las características
económicas de la sociedad hubieran sido otras, él sin duda habría sido una de las
figuras más destacadas. Pertenece a la categoría de los hombres que después de una
catástrofe pueden salvar todo lo que puede ser salvado y construir un nuevo mundo
sin necesidad de planos y hacer de él un sitio en el que es posible vivir más feliz, con
mayor riqueza y regidos con más sentido común que en el que actualmente se ve
forzado a vivir. Él no tenía la culpa de no poder vivir sin las mujeres y no podía
culpársele de ser un canalla y de obrar como tal.
Basileen había llamado a Mr. Collins para decirle que necesitaba hablarle sobre
asuntos urgentes e «inmediatamente, al instante, pues de lo contrario…». Él ignoraba
lo que ocurriría si hiciera «lo contrario», diciéndole que no podía atenderla en ese
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momento porque se encontraba celebrando una importante junta de directores en la
que tenían que resolverse asuntos inaplazables y de positiva trascendencia.
El hecho de «estar en conferencia» nada significaba para Basileen, y era esa una
de las ciento cincuenta razones por las que era considerada como la única y legítima
Basileen.
En aquellos momentos estaba desatada, menos que nunca dispuesta a aceptar la
excusa de la conferencia.
«¿En conferencia? ¡Vaya con la conferencia! A mí no me la pegas, hombre», dijo
ella para sí con voz incendiaria. La piel suave y aterciopelada de su rostro ardía.
Nadie puede jugar esa carta con Basileen. No con ella. Conferencia o no
conferencia, si ella tenía que ver a Mr. Collins, lo vería, aun cuando lo hubieran
enterrado dos meses antes.
Si la señora Collins se hubiera atrevido siquiera a hacer lo que Basileen se
disponía a hacer en aquellos momentos, Mr. Collins la habría estrangulado. Y si
hubiera sido procesado por cometer un asesinato con dos agravantes, no se habría
encontrado en todos los Estados Unidos un jurado, compuesto de hombres de
negocios en servicio activo, que hubiera sentenciado a Mr. Collins. Una junta de
directores es sagrada, y el que penetre al santuario para interrumpirla, merece ser
muerto. Esa es la ley desde que los humanos pueblan la tierra. ¿Qué puede ser más
sagrado, más santo, que la junta de directores de una empresa petrolera, explotadora
de acero o constructora de maquinaria, dejando a un lado a los ferrocarriles cuyo
funcionamiento va dejando de ser de vital importancia?
Resulta realmente difícil de comprender para cualquiera no iniciado, para
cualquier profano, la sagrada importancia que reviste la junta de directores de una
empresa americana. Las proposiciones hechas y las resoluciones tomadas en esas
juntas pueden traducirse en la construcción de un canal transcontinental para el
tránsito de cruceros de ochenta y cinco mil toneladas, directamente de Atlantic City a
San Diego, California; el nombramiento del futuro candidato a la presidencia del
G. O. P.; la ruptura de relaciones diplomáticas entre este país y el Uruguay; una
recomendación para hacer a un lado al general Sánchez, patriota venezolano; una
sugestión al gobierno norteamericano para que haga una severa advertencia a Perú
relativa a su intento de elevar los impuestos sobre la exportación de metales; la
proposición para lograr que eleven al doble las tarifas sobre mercancías extranjeras;
la renuncia del secretario de Marina en atención a su mala salud; serias instrucciones
a la policía de California para que obren con mayor energía en contra de los
comunistas arrestados en mítines callejeros; la misteriosa desaparición del juez
Belferwell, ampliamente conocido como padre y amigo de los trabajadores
desocupados, acusados de delitos menores; la ayuda a los huérfanos víctimas de un
terremoto en Afganistán; el envío de dos barcos de guerra a un pequeño puerto de El
Salvador, donde tres judíos, todos ciudadanos americanos, se encuentran en peligro
de ser deportados sin juicio legal, acusados de quiebra fraudulenta; el silencio del
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presidente de los Estados Unidos respecto al asunto del transporte clandestino de
armas en barcos turcos por los Dardanelos; la venta del Nevada Morning Times; la
renuncia voluntaria de los editores del Sacramento Daily Post; una sugestión al
congreso para la construcción de seis nuevas penitenciarías federales semejantes a
Alcatraz en el Oeste y en Pensilvania; crédito gubernamental excesivamente
garantizado al Paraguay; negativa de crédito de toda especie a Bolivia; una
recomendación para obrar inmediatamente contra el gobernador Flush, de California,
en atención a sus malos manejos respecto al fondo de leche para favorecer a los
estibadores huelguistas de San Francisco; otra acción en contra del mismo por
conceder créditos sobre los fondos del estado para construir casas baratas para los
trabajadores que perciben una entrada anual menor de mil quinientos dólares.
Basta pensar un poco sobre una sola de las resoluciones tomadas en una junta de
directores de una compañía petrolera para comprender fácilmente la sagrada
importancia que ellas revisten. No hay dios capaz de hacer combinaciones más
complicadas que las que se hacen en una junta de directores. En ellas los hombres y
las naciones son movidos como piezas en un tablero de ajedrez. Allí se resuelven
asuntos relacionados con las religiones cristiana, mahometana y budista. Se hacen y
deshacen demonios. Se derrumban montañas en el Este para levantarlas en el Norte;
los continentes se dividen en dos como pasteles; los océanos que existieron siempre
separados son forzados a mezclar sus aguas que jamás estuvieron al mismo nivel;
grandes masas de gentes son desarraigadas de su tierra natal y enviadas a países
hostiles; se crean nuevos países carentes de tradiciones y de lengua propia y se les
suministra un ejército para defender una independencia falta de razón. Lo que Dios
puede hacer solo en millones de años, puede ser improvisado en una conferencia de
directores de una compañía petrolera americana en quince minutos, después de lo
cual los asistentes se levantan sonrientes y salen a comer. Y el verdadero santuario
del hombre es, en realidad, el sitio donde semejantes creaciones y cambios pueden
llevarse a cabo con éxito.
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a abrir a medias solo para permitir que Miss Dalley se escurriera entre Basileen y el
marco de la puerta y se dirigiera de puntillas hacia donde Mr. Collins estaba. Con la
faz mortalmente pálida, temblando de pies a cabeza, se deslizó hasta donde el
presidente se hallaba y con voz temblorosa, casi sollozante, dijo:
—Oh, por favor, Mr. Collins; por favor, perdóneme, ¿me perdonará usted alguna
vez? No pude evitarlo. La señora me empujó y no pude detenerla. ¿Debo renunciar
inmediatamente? Oh, gracias, gracias, señor presidente.
Mr. Collins no contestó. Él la miró distraído y notó que uno de sus ojos aparecía
enrojecido con una mancha que indudablemente se convertiría al día siguiente en azul
y negra, amarilla y verde. Antes de que tuviera tiempo de imaginar lo que había
ocurrido a su segunda secretaria en la puerta de recepción, Miss Dalley desapareció
como un duende en busca de sitio seguro.
No solo Mr. Collins sino ninguno de los presentes se había dado cuenta completa
de la presencia de Miss Dalley, de lo que había dicho y de cómo había salido, y nadie
se habría ocupado de ello, porque una sensación más vigorosa los conmovió.
Aquella sensación no afectó su cerebro, fue absolutamente medular y cualquiera
que hubiera sido la importancia del gran plan elaborado por Mr. Collins para aplastar
a la Clinton Oil Company, plan que había originado la junta, perdía todo su interés en
aquel preciso momento. Porque en la puerta había algo que, al menos por un instante,
impresionó a todos los presentes más profundamente que lo que todos los presidentes
de las más importantes compañías petroleras hubieran logrado, de presentarse en el
santuario en forma igualmente inesperada. Pues aquello que se hallaba en la puerta
era algo más atractivo y excitante a los ojos de los directores que la larga y tediosa
mesa cubierta de papeles, hojas, lápices, tinteros, libretas, en fin, cosas que veían
siempre durante las horas de trabajo. Lo que no veían todos los días, o no habían
visto jamás, por lo menos en forma tan perfecta y tan distante del mundo de los
negocios como se encontraba el Polo Norte de la pequeña América, era lo que veían
en aquellos momentos. Y miraban aquello con los ojos asombrados de un niño que
viera la realización de un cuento de hadas.
—Buenos días, señores; excusen la intromisión.
La mayoría de los caballeros se había puesto de pie y solo aquellos que estaban
sentados de espalda a la puerta no lo habían hecho, pero en cuanto vieron levantarse a
los otros, los imitaron y al unísono murmuraron con sorpresa:
—¡Buenos días, señora; tome usted asiento!
Basileen les dirigió una sonrisa, ¡y qué sonrisa! ¡Caramba! Era toda miel
mezclada con sensualidad, y en ella se adivinaba la invitación muda: «Bueno, amigo,
¿qué hay de nosotros dos?».
Los directores contestaron con una sonrisa especial cada uno, en la que el buen
observador habría encontrado notables revelaciones sobre su carácter, detalles que
resultan embarazosos en la vida ordinaria y que se ocultan tras la máscara que, todo
hombre de negocios con éxito, se cree obligado a llevar si quiere ser tomado en serio.
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Basileen se quedó de pie y se volvió a Mr. Collins con movimiento rápido,
haciendo desaparecer instantáneamente su sonrisa, como si al correrse una cortina
hubiera descubierto al arcángel que prevenía a Adán por última vez, anunciándole
que si se traspasaba los límites, usaría una espada de fuego para recordarle su deber.
Mr. Collins quedó aterrado ante aquella mirada fiera. Nerviosamente, cogió un
puñado de papeles de la mesa y empezó a revolverlos, sin darse cuenta exacta de lo
que hacía.
—Conque me colgó usted la bocina, ¿verdad, señor presidente? Bien, pues quiero
que me conteste usted una cosa inmediatamente. ¿Cuándo tendré el garaje y todo lo
que con él necesito?… La cuestión no es decir qué y cómo, la única respuesta que
espero es cuándo. Y cuándo significa un plazo no mayor de cuatro semanas. ¿He
hablado claramente o necesito acudir a la suprema corte?
Mr. Collins volvió de su asombro, levantó la vista, la miró a la cara y por primera
vez en su vida se sintió como un dios, o como él creía que los dioses debían sentirse
cuando fueran todopoderosos y tuvieran conciencia del orgullo de ser dioses y no
miserables humanos.
Si el presidente de los Estados Unidos se hubiera encontrado con su gabinete
reunido y su señora, mejor conocida por la primera dama de la nación, se hubiera
presentado en la forma brusca en que lo había hecho Basileen, tanto él como los
miembros del gabinete se habrían sentido muy embarazados. Y aun cuando la
situación en la que Mr. Collins se hallaba en aquel momento difería mucho en esencia
de aquella, una vez pasada la sorpresa no se sintió en absoluto embarazado. Si alguno
de los directores hubiera criticado, en aquel momento o después, aquella situación
sorprendente y embarazosa, como inadecuada para un presidente de la Condor Oil,
Mr. Collins le hubiera gritado: «¡Al demonio con su maldita compañía petrolera y al
diablo con todos sus directores! Hemos terminado: ¿entienden, gusanos asquerosos?
¡Renuncio! Adiós». Habría dicho eso y habría renunciado con la decisión de un
hombre que no duda de que al día siguiente se encontrará en situación mejor y más
elevada. Y todo eso por Basileen.
Poco se había sentido perturbado él por la aparición con trueno y relámpago de
Basileen, y poco, igualmente, se habían sentido perturbados los otros miembros de la
reunión.
No era exactamente un rayo de sol el que había penetrado en el templo de las
finanzas. Para aquellos seres terrestres era más que un rayo de sol, del que en
cualquier forma puede gozarse en un buen día. Lo que tenían ante sí en aquellos
momentos era una reina que había descendido de su pedestal para derramar gracia
sobre sus devotos súbditos.
Basileen no era una reina como estas suelen serlo en la realidad, esto es, común y
corriente, pesada, anticuada, doméstica, con una eterna sonrisa cansada en sus labios
semejantes a trozos de hielo. No, ciertamente Basileen no tenía aquella apariencia.
Era como las reinas de las películas o como las que los saturados de romanticismo se
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imaginan cuando leen un folletín en el que buscan saciar su sed de belleza y de
aventura. Elegancia, garbo, refinamiento, belleza, pose, son cualidades que todos
desean para la reina de sus sueños. Con una rápida mirada de sus radiantes ojos, debe
ser capaz de dominar a todas las cosas y a todas las gentes que la rodeen. Debe tener
el poder de infundir un orgullo extraordinario. Debe saber despertar en uno el propio
deseo de elevación, infundiendo el orgullo de pertenecer a su misma raza: el amor al
Dios que tuvo la gracia suficiente de hacerla a ella del mismo barro que a uno. Ella se
comportará cual una reina solo cuando uno esté dispuesto a servirla y no juzgar jamás
nada de lo que pueda hacer, en ningún caso, como acción indigna de una reina, y en
caso de que obrara en determinada forma, ello serviría solo como prueba más de su
real origen.
Fue aquella, exactamente, la impresión que Basileen produjo sobre los directores
y, debido a ello, Mr. Collins no solamente conservó el prestigio que tuviera diez
minutos antes, sino que ascendió a los ojos de los directores a una altura que le hizo
aparecer temible cuando Basileen, abandonando la estancia, les permitió regresar a la
tierra y caminar nuevamente por el árido sendero de las finanzas. Un hombre capaz
de tener por favorita a una reina, y especialmente a una gran reina, y de todas las
grandes reinas de la tierra a aquella, Basileen, debía ser necesariamente un demonio;
era la única explicación aceptable.
No se expresaría uno con precisión si dijera que Basileen tenía buen gusto. Ella
tenía sencillamente gusto, y esto es muchos grados superior al buen gusto. Porque el
buen gusto puede adquirirse por educación o imitación; pero el gusto simple y
sencillo es algo innato y nada puede cambiarlo. Así, pues, Basileen tenía gusto.
Además de gusto tenía imaginación. Una riquísima, inagotable imaginación. El
gusto, la imaginación y la diligencia, cuando se mezclan debidamente, hacen un gran
artista, si no es que un verdadero genio.
Raramente compraba modelos de trajes, y si por acaso adquiría alguno, lo usaba
solamente una vez y lo dejaba. Mantenía la opinión de que el hecho de usar modelos
no era un signo de distinción, sino de falta de gusto e imaginación, ya que las mujeres
que los usan tienen que acogerse al gusto y a la fantasía de ciertos individuos que han
dado un mal paso en el mundo, naciendo machos en vez de nacer hembras. Las
mujeres carentes de personalidad necesitan usar modelos para revestirse de algo que
no poseen. A las mujeres les gusta presumir, de ahí que prefieran vestir modelos,
insistiendo por ese hecho en que se las tome por damas muy distinguidas. En realidad
son impostoras, y si no tuvieran dinero que gastar en sí mismas, nadie repararía en
ellas.
Era fácil para Basileen despreciar los modelos y apegarse a su opinión, pues bien
podía ponerse un vestido de ocho dólares y parecer una duquesa residente en Londres
y en viaje de compras a través del Canal, y atraería en las calles y en los restaurantes
hasta las miradas de las mujeres, quienes le envidiarían el vestido creyéndolo el
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último grito de Market Street o de la Quinta. No había vestido que hiciera a Basileen,
ella hacía a los vestidos que eran siempre sus esclavos.
Vestida con un modelo o con un traje de quince dólares, reina o no, con gusto o
sin él. Basileen cuando estaba de buen humor y verdaderamente alegre, gustaba de
emborracharse de vez en cuando.
Frecuentemente bebía cantidades increíbles y era entonces cuando ponía de
manifiesto que su gusto, garbo y real apostura no eran artificiales, pues aun cuando
no le fuera posible siquiera levantarse de su asiento, jamás ni por un momento perdía
la conciencia de sí misma, por lo menos en público y acompañada, ni siquiera
acompañada de Mr. Collins. Ahora que la forma de conducirse en su departamento a
nadie le importaba y, además, nadie se enteraba de ello.
Cuando estaba ebria, hablaba de cosas asombrosas, era capaz de contar los
cuentos más colorados en forma tan dulce e inocente como si sus palabras fuera
pronunciadas por una muchacha ignorante del significado de lo que decía. El
verdadero sabor en el relato de sus cuentos se hallaba en un imperceptible
movimiento de sus labios, que mantenía a su interlocutor intrigado por saber si ella
entendía realmente el sentido de sus cuentos y de aquellas bromas tan bien sazonadas.
Y cuando había caballeros en la reunión, si eran verdaderos caballeros, se quedaban
perplejos y no sabían si reír o no.
También, cuando estaba borracha, solía canturrear cancioncillas explosivas, de
esas que dejan a la imaginación de los oyentes la última palabra consonante, y que de
ser pronunciada haría estallar el cristal delicado de los vasos. Desde luego, la trampa
consiste en que la palabra que al final se dice no es la esperada, pero en su caso la
novedad consistía en que ella no usaba de esa trampa tan empleada en las funciones
que después de la media noche se dan solo para caballeros en algunos teatros, sino
que terminaba siempre rimando con la palabra adecuada, y su único truco consistía en
hacer una pequeña pausa antes de pronunciarla. Como todos los comensales, damas y
caballeros habían esperado la palabra que intencionalmente no rimaba, cada una de
sus exhibiciones resultaba un acontecimiento, ya que se resolvía en forma
enteramente diferente a la esperada por las gentes.
Siempre que se presentaba con Mr. Collins en el salón de un hotel, en algún
restaurante elegante o en un cabaret costoso, todas las miradas, como por obra de
magia, tanto de hombres como de mujeres, se volvían hacia ella. Era una duquesa
como todo buen americano desea que sean sus duquesas de elevada estirpe. Si la
música tocaba, aun los mejores bailarines perdían el ritmo y hasta había ocurrido que
los músicos dejaran de tocar confundidos, mirando a la duquesa y esperando la orden
del maestro de ceremonias para tocar el trozo que dejaban oír en semejantes
ocasiones. El director de orquesta, al percatarse de la confusión de sus hombres,
volvía la cara y al ver la causa de la interrupción se inclinaba varias veces hacia la
pareja. El gerente, sin importarle lo que estuviera haciendo en aquel momento, volaba
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hacia los recién llegados, haciéndoles caravanas y mostrando sus bien implantados
dientes.
Aquella exquisita grandeza suya era, naturalmente, transmitida a Mr. Collins
cuando iba a su lado.
Mr. Collins carecía de todo aquello que ella poseía en abundancia, esto es,
esplendor, distinción física y social, garbo, gusto, maneras refinadas, gracia,
romanticismo, una voz que encantaba a hombres y mujeres, una risa capaz de calentar
el alma, una sonrisa que, si los ojos de uno la sorprendían, alegraba el corazón por
una semana. ¿Qué era él, presidente de una compañía importante y poseedor de
varios millones, si se le comparaba con esa gran mujer? Él era más bien bajo que alto,
fuerte, bien proporcionado y sin vientre abultado, erguido, de sólido esqueleto, pelo
ralo sedoso y un poquito esponjado, nariz y barba salientes, ojos de color indefinible,
mirada atrevida, cara cuadrada, labios gruesos, orejas pequeñas de lóbulo carnoso,
cejas ralas, pecho musculoso más estrecho que las caderas, piernas rectas y recias con
las rodillas un poco curvadas hacia la parte posterior, pies de buen tamaño con el arco
elevado, brazos del largo natural; tenía el aspecto de la generalidad de los financieros
americanos, ni mejor ni más elegante, aun cuando vestido con mayor cuidado que la
generalidad. Habría podido tomársele por un suizo, holandés, francés del Norte,
escocés, irlandés, finés, danés, o por una combinación de todos ellos y media docena
más de nacionalidades. No había nada excepcional en él. Parecía como si él hiciera
todo lo posible para no señalarse entre una multitud congregada en domingo en
Coney Island. Al conocerlo se le podía suponer constructor de puentes o carreteras,
en tanto que por sus ropas se le habría juzgado banquero, accionista o gerente de
algún gran diario de Chicago, o importador de café. Nadie lo habría tomado por
empleado de la federación, diplomático, doctor, profesor, agente secreto o coronel
retirado. Y a pesar de que nunca usaba anillos de diamantes ni fistol de perlas,
cualquiera que se encontrara con él le habría considerado poseedor de no menos de
cinco millones, y a los tres minutos de conversación con él cualquiera habría
sospechado que era un negociante afortunado, promotor de la próxima feria mundial
en Kansas City o hacendado.
En ambientes desconocidos para él, se sentía inseguro y hasta totalmente perdido.
Aquel sentimiento, muy próximo al complejo de inferioridad, era la causa de que
tuviera el hábito de hablar en voz alta y enfática, semejante a la de los políticos de
postín y a la de los lanzafuegos del infierno que se dedican a salvar almas. A eso
agregaba una forma ostentosa de moverse y de estallar con una risa marcadamente
jovial, que, en muchas ocasiones, resultaba fuera de lugar. Solo en virtud de esos
hábitos, que había adquirido lenta pero firmemente, le era dado sentirse seguro en
determinadas circunstancias nuevas para él o en ocasiones en las que le parecía como
si el suelo resbalara bajo sus pies. Necesitó mucho tiempo para sentirse seguro en las
reuniones sociales, o en los clubes nocturnos distinguidos, a aquella hora en que los
clientes no se han emborrachado lo suficiente para hacer descender al club hasta el
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nivel de aquellos en que puede pedirse una botella de cerveza sin que la cara del
mozo se congele.
Con Basileen a su lado, Mr. Collins podía ir a donde tuviera que ir y quisiera ir. Él
se sentía a salvo a su lado, porque sabía que entonces nadie se fijaría en sus manos ni
en sus intentos de esconderlas. Cuando Basileen estaba con él, aquellos que se
consideraban lo suficientemente importantes para justificar su pretensión trataban,
por todos los medios, de trabar amistad con Mr. Collins. Entre las amistades así
adquiridas se hallaban reyes del ferrocarril, magnates de la conserva, caballeros de las
finanzas, gigantes del acero. No pocas conexiones de importancia en el mundo de los
negocios habían sido hechas en aquellas ocasiones.
La conclusión generalmente aceptada era que una persona que puede darse el lujo
de tener una Basileen, sostenerla, y mostrarla públicamente a su lado, aun cuando ese
público sea en cierto modo limitado, es persona de la que emana poder y el hecho de
ser su amigo y por ningún motivo su enemigo, puede resultar de consecuencias
vitales en los negocios, en la vida social y aun en la política. Pues hay que pensar en
la cantidad de dinero que ese hombre es capaz de hacer, para tener a una duquesa.
Hay que tratarlo con cuidado porque debe ser peligroso. Él tiene a aquella dama
porque la necesita. Para tenerla contenta, satisfecha y sin desear un cambio, ese
hombre es capaz de llegar hasta el límite en todas sus empresas. Será capaz de
asesinar si no le es posible conseguir en otra forma lo que necesita para ella. Ella, la
duquesa, puede conseguir al que quiera, puede elegir. Y si ella lo ha elegido a él y
permanece a su lado, la palabra de Mr. Collins en los negocios es tan buena como los
bonos del gobierno y menos expuesta a la inflación. El hecho de que aún viviera con
su esposa y no intentara separarse de ella, lo hacía aparecer en el mundo de los
negocios más poderoso aún. Solo algún jovencillo inexperto, que además no se habría
atrevido a aproximarse a Basileen, la habría llamado Mrs. Collins. Porque la forma
soberbia en que Basileen miraba en rededor al penetrar en algún sitio o al atravesar
algún salón al lado de él, no hay esposa que la haya conseguido. No fue la reina de
Francia, sino más bien madame Pompadour y madame Dubarry las que pudieron
causar, al presentarse en alguna ceremonia de la corte, una impresión semejante a la
causada por Basileen en algún sitio elegante.
«Ella debe conocer el verdadero valor de Mr. Collins, pues de otro modo no
estaría con él ni le seria tan fiel como le es en realidad. El mundo entero se abre ante
este hombre. Él tiene un gran futuro Más vale que lo tomemos tan en serio como él
desea que se le tome». Era esta la última frase pronunciada por importantes hombres
de negocios al discutir la personalidad de Mr. Collins cuando le veían con Basileen.
Tres de los directores y algunos de los más ricos accionistas de la Condor
conocían a Basileen y la consideraban una especie de socio de la empresa; constituía
una excelente propaganda y no costaba un centavo a la compañía. Exaltando la
personalidad de Mr. Collins como hábil presidente y hombre de negocios
experimentado, ella, consecuentemente, engrandecía también la reputación y la
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importancia de la Condor Oil. Mr. Collins que no solo tenía a Basileen, sino también
una familia que vivía lujosamente y para la que mantenía costosas mansiones; debía
ser, forzosamente, un gigante de las finanzas. Para él, sin duda, no era suficiente un
millón, cualquiera podía juzgar fácilmente que debía hacer un millón cada año, pues
en otra forma no habría podido sostener aquel tren de vida. Y una compañía que
permitía a su presidente hacer un millón cada año debía ser muy poderosa, y el
invertir en ella cien mil dólares o un cuarto de millón rendiría sin duda magníficos
dividendos.
Naturalmente que la Condor Oil podía haber tenido por presidente a algún famoso
científico, o a algún financiero conocido, o a un gran ingeniero. Hombres semejantes
podían ser buenos ciudadanos, excelentes maridos y devotos padres, hombres para los
que un cabaret representa la antecámara del infierno y que, de ser sorprendidos en
circunstancias ligeramente sospechosas con alguna dama que no es su esposa,
presentarían su renuncia inmediatamente, considerando eso como la única actitud
decente para recobrar el aprecio de las personas honorables. Un presidente de esa
especie, no raro en este país, habría sido sumamente cauto, un grande e incansable
trabajador capaz de llevar a su propia casa carretadas de correspondencia para
contestarla por las noches. Los empleados le habrían temido y no se habrían atrevido
a retrasarse ni dos minutos, y habría sido admirado por los muchachitos cuya ilusión
es llegar, de hombres, a la presidencia de los Estados Unidos. Si un hombre de esa
especie fuera presidente de la Condor, cien tímidos oficinistas habrían invertido sus
centavos ahorrados en los negocios de la compañía, para resistir malos tiempos, con
la seguridad de que veinte años más tarde su inversión estaría tan segura como en el
momento de hacerla y habría aumentado un veinte por ciento en volumen y un cinco
por ciento en importancia. Pero la Condor Oil estaba planeada para ser lo que en
realidad era, una empresa en la que invertirían solo gentes de dinero, quienes lo
harían no con menos de cincuenta mil dólares y con la mira de hacer, al lado de Mr.
Collins, una fortuna en dos años o, si las circunstancias lo exigían, terminar con él en
el cuarto de un hotel con la puerta atrancada por dentro y algunas cartas encerradas en
sus sobres sobre una mesa.
La Condor Oil no podría vivir sin un presidente como Mr. Collins, dotado de
insaciable virilidad, capaz de conquistar y retener a una Basileen. Y si algún día Mr.
Collins tenía la mala suerte de perder a Basileen, los directores tal vez se habrían
sentido obligados a sugerir que Mr. Collins emprendiera sus actividades con alguna
otra empresa ajena a la Condor.
Mr. Collins tenía que ganar en todo aquello que hiciera, en todo lo que
emprendiera y no podía soportar ninguna pérdida, ya que solo una bastaría para
acabar con él, total, definitivamente arrastrando todo cuanto le rodeaba.
Como su posición social estaba enteramente basada en su inmensa capacidad de
hacer millones con la facilidad con que otros hacen cientos, no podía ni siquiera
permitirse una tregua. Era aquella la razón por la cual tenía que aceptar riesgos que la
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mayoría de los buenos y trabajadores presidentes de una empresa rechazarían con
horror hasta en sueños. El presidente de la Condor debía ser de mente robusta,
carente de escrúpulos y de sentimentalismo cuando los intereses de la compañía se
hallaran en juego. Sin embargo, debía evitar todo escándalo que fuera más allá de lo
que puede considerarse publicidad. Basileen es una mujer que, debido a su
refinamiento, sería incapaz de envolverlo en un escándalo que causara mala
impresión en la opinión pública, pues entonces ella dejaría de ser la dama de calidad
que es. Menos aún podía esperarse que Mrs. Collins fuera objeto de escándalo.
Incontables veces Mrs. Collins había oído murmuraciones acerca de las relaciones
que mantenía Mr. Collins con Basileen. Cuando ella llegaba a escuchar algo al
respecto dicho por las mujeres de su círculo, solía sonreír amplia y tranquilamente
diciendo: «Tonterías, querida, tonterías. ¿No crees, querida, que si se tratara de algo
serio yo seria la primera en saberlo? Sí, claro, desde luego que yo conozco a la señora
de quien hablas. Ella es, bueno, sé bien como las llaman los hombres de negocios y
los banqueros, pero entiendo que es una especie de contacto femenino. Tú sabes,
querida, una de esas damas como hay también caballeros, que tienen ligas sociales y
que procuran nuevos clientes en los círculos que frecuentan. Bien sabes, querida, que
no pocas damas de sociedad venden sus caras, los decorados interiores de sus casas,
sus camas y sus firmas a empresas fabricantes de tabaco y de polvos para la cara. Así,
pues, la gran compañía de la cual mi esposo tiene el honor y el gran privilegio de ser
presidente necesita de esos contactos femeninos y también masculinos Yo creo que
nada malo hay en ello, ¿qué piensas tú, querida?». Mrs. Collins nunca haría algo que
pudiera lesionar el buen nombre de su marido en el mundo de los negocios. No por
cariño, naturalmente que no, ya que ni siquiera sabía si lo había querido alguna vez.
Le había gustado y aún le gustaba mucho. Además, y este era el punto vital de su
razonamiento, nada habría ganado con un divorcio y mucho menos con un escándalo.
Habría podido pedir y obtener una pensión jugosa, pero en el caso de que él quebrara
nada podría ella obtener. Estaba satisfecha con su vida como era y como había sido
en los últimos años. Se enorgullecía de haber sido aceptada y admitida en los más
elevados círculos sociales, y sabía que solo la situación que ocupaba su marido podía
mantenerla en la posición que ella ocupaba. La vida le había enseñado lo suficiente
para saber que cualesquiera que sean las causas del divorcio, que cualquiera que sea
la parte declarada culpable, una mujer pierde con él muchos puntos en su posición.
Muchas gentes le contarían un sin fin de historias diferentes, pero le bastaba
preguntar a alguna amiga divorciada lo suficientemente honesta para decir la verdad,
para darse cuenta de que era cien veces preferible estar casada aunque tuviera que
enfrentarse con un asunto más serio de los que en realidad distraían a su dinámico
marido. Una vez divorciada dejaría de seguir teniendo al poderoso Mr. Collins por
esposo. A su edad no le sería fácil conseguir un segundo marido, y en caso de
lograrlo no valdría ni la mitad de lo que valía Mr. Collins.
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Además, había otro ángulo de la situación que considerar. Suponiendo que se
divorciara de Mr. Collins, ¿qué ocurriría? Se casaría con Basileen o con alguna otra
de sus amigas. Bien sabía ella que no era solo Basileen. En cierto modo resultaba
bien que él tuviera otras mujeres, pensaba ella. Si solo la hubiera tenido a ella, la
habría aburrido mortalmente, habría intervenido en sus actividades sociales más de lo
que ella podía soportar, y en tal caso ella habría llegado al punto de no encontrar otra
salida que el divorcio, porque ella no podía soportar a un hombre de los llamados
caseros.
Evitaba encontrarse con Basileen, a quien conocía muy bien, pues buenas amigas
suyas se la habían mostrado varias veces, una en un restaurante a la hora del lunch,
otra en un concierto sinfónico y una más en un partido de futbol entre Stanford y
Southern California. De haberse encontrado por sorpresa y en circunstancias en las
que a ninguna de las dos fuera posible escapar discretamente sin empeorar la
situación, Mrs. Collins, especialmente si iba acompañada de algunas amigas suyas,
habría mostrado su sonrisa más dulce y sus modales más refinados invitando a
Basileen a pasar a su lado el fin de semana. Muchas veces había pensado que si Mr.
Collins invitaba a Basileen a permanecer entre ellos en su gran residencia de la
ciudad, tan espaciosa que es posible, si se desea, ignorar la existencia de los demás
habitantes, habría experimentado una satisfacción semejante a la que experimentaría
si pudiera golpear en ambas mejillas a las más bulliciosas y murmuradoras de sus
amigas. ¡Qué satisfacción, qué emoción le proporcionaría aquello!
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Zee Follies. Sin embargo, bailando con algún caballero, en algún sitio público de alta
calidad, su gracia era incomparable.
El dinero que heredara de su bisabuela, aun sin ser mucho, la había salvado de
trabajar después de graduarse. Por una recomendación pudo obtener una plaza de
maestra en un pueblecito. En una ocasión, cuando sus alumnos leían un ensayo de
Voltaire y se vio obligada a explicar algunas expresiones difíciles, hizo notar que la
historia de la creación del hombre, de acuerdo con lo dicho por la Biblia, no debía
tomarse literalmente, ya que sobre ella existen otras versiones también plausibles.
Aquello había sido dicho al margen de la explicación y sin la menor intención de
ahondar en el tema. Sin embargo, algunos de sus alumnos dijeron en sus casas que la
maestra les había dicho que lo que la Biblia decía era una gran mentira y que nada
exacto había en ello.
Esa misma tarde la despidieron. Como causa principal se adujo que hacía dudar a
los niños de las palabras del Señor, y después, que había hecho leer a sus alumnos las
obras de Voltaire. Le dieron dos meses de sueldo y un boleto de ferrocarril para que
se dirigiera a cualquier pueblo del Estado, con la obligación de partir en un plazo de
doce horas sin hablar ni ver a nadie, excepción hecha de los tenderos y comerciantes
de quienes necesitara algo antes de partir.
Tomó un boleto que la condujera al extremo este del Estado y de allí partió
directamente para New York.
Iba a New York sin la intención de permanecer allí ni buscar trabajo o un puesto
en algún escenario. Su deseo era el de la mayoría de los costeños del Oeste: conocer
la gran ciudad, saber como es y enterarse de si realmente es tan maravillosa como la
pintan aquellos que de ella regresan a Northern California.
Es una gran ciudad realmente, pensó, pero no la maravilla que decían. Tuvo la
impresión de que Seattle o Sacramento eran más típicamente norteamericanas que
New York.
El dinero de su bisabuela le fue muy útil en el estudio de New York. Vio muchas
cosas nuevas, examinó nuevas oportunidades que podían serle de gran utilidad
cuando regresara a California. No intentaba permanecer allí, pero a medida que
transcurría el tiempo sentía mayores deseos de quedarse para siempre.
La ciudad parecía existir con el único objeto de ser barata, y de haber sido hecha
con la mira de abaratarla más cada vez. También las gentes, aun cuando anduvieran
medianamente vestidas, parecían baratas. Todo era en todas partes de mínima
categoría. Pensó que aquella pronunciada baratura era causada, evidentemente, por
esa prisa terrible de la que nadie parecía poder escapar. Aun los desocupados, sin
esperanza de conseguir empleo y que sabían nada tenían que hacer, se daban prisa.
Aquella prisa ininterrumpida que inducía a las gentes a comprar asientos para el
teatro, los conciertos y aun para ver una película con muchos meses de anticipación,
por temor a no seguirlos en su oportunidad, era causa de que las gentes tuvieran una
apariencia vulgar, que se vieran como neveros de barrio mal pagados.
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«Solo hay un Frisco en todo el mundo», decía colgándose de la manga de un
hombre para tenerse en pie en medio de la multitud mal oliente que llenaba el sub.
«Tal vez, pero cuando llegue usted a ser un pequeño engranaje en la gran máquina
llamada New York, quizá se sienta diferente», decía algunas veces como tratando de
explicarse ciertas impresiones dándose conferencias a sí misma.
Durante algunas semanas se mezcló con las gentes de Greenwich Village, con la
esperanza de encontrar valores genuinos, pero encontró gnomos solamente.
Hombrecitos y mujercitas que se creen muy importantes y en extremo interesantes,
que parecen vivir en constante exhibición en un circo y que hablan todo el día y toda
la noche, sintiéndose fenómenos de la época. Nunca trabajan, nunca hacen esfuerzo
alguno y viven de las migas que les tiran sus parientes; muchos se sostienen
ejerciendo tercerías o exprimiendo a pobres viejas a quienes fingen cariño. Tratan con
todas sus fuerzas de quitarle a Norteamérica lo que tiene de norteamericana, en la
misma forma en que trataron de convertir a Bucarest en otro París, y con la idea de
hacer de New York un suburbio del este de Moscú, llamando al Hudson el pequeño
Volga, obligando a algún pobre dentista americano cansado a creer que no hay cultura
más elevada que la del centro y sur de Asia. Se califican a sí mismos como la sal y
pimienta de Norteamérica, en tanto que nada hacen porque Norteamérica alcance su
propia cultura en arte, música, literatura y en todas las manifestaciones de su cultura
en general. Ellos viven en Norteamérica de la generosidad de hombres de negocios
americanos, de quienes aceptan dinero en tanto que los ridiculizan llamándolos
«Super-Babbits», aun cuando vivan de la hospitalidad de esos Babbits y pasen sus
horas elogiando la grandeza de Budapest y Bucarest, de París, Londres, Roma y
Viena, diciendo hasta el cansancio que son las únicas ciudades en las que hombres y
mujeres civilizados pueden vivir sin tener que mezclarse demasiado con el vulgar
mundo laborante.
Basileen se cansó rápidamente de esos superhombres y de esas supermujeres.
Acabó por abandonarlos con náuseas al cabo de dos semanas de escuchar sus
interminables charlas, con las que pretendían demostrar que eran el centro de la
cultura y los supremos destructores y constructores de la civilización, y una noche,
después de estar en compañía de un grupo que había hablado durante horas de la
sutileza de un pintor, en realidad incapaz de pintar y que en lugar de hacerlo había
dado tres brochazos sobre un lienzo llamando a aquello «Sol de medianoche en el
Potomac», se sintió tan irritada que al salir corriendo gritó: «El mío es Babbit de
Zenith, hablando en un lunch de los rotarios sobre el paraíso de los pescadores en
Green Lake, Wisconsin».
Pudo encontrar nuevamente a Norteamérica en New York, en dos sitios a los que
fue. Primero un juego de beisbol de los buenos, adornado con todas las payasadas que
se acostumbran, y después en Coney Island, en sábado. Siempre que más tarde
recordaba a New York, pensaba solo en aquello y decía: «Después de todo, creo que
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en New York viven aún algunos norteamericanos y que la ciudad forma parte todavía
de los Estados Unidos».
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XXIV
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suerte de conquistarlas y conservarlas, se habría sentido satisfecho y retirado
finalmente de la circulación.
Casualmente entró un día en un restaurante sin recordar siquiera que en él había
sido presentado a Basileen. Buscó una mesa vacía y, al no hallarla, se disponía a salir
cuando de pronto descubrió una mesa próxima en la que se encontraba una dama
sentada sola, en espera sin duda de que la sirvieran. Le pareció que el peinado de ella
le era familiar. Inclinando la cabeza para poder verle la cara, se percató de que era
Basileen.
—¿Cómo está usted miss… miss…?
—Ah, ¿es usted, Mr. Collins? Mi nombre es Longsvill, Basileen Longsvill. ¿Se va
usted ya?
—No, ahora entro para comer y no encuentro mesa.
—¿Por qué no se sienta aquí conmigo? ¿Teme usted que le muerda?
—No estoy muy seguro de que no lo haga, ya que debe usted tener un buen
apetito y ni siquiera una rebanada de pan enfrente. Me parece que el servicio aquí es
lento. Bien, acepto la invitación; muchas gracias.
Él se sentó, ella dobló el periódico que leía y se lo puso sobre las piernas.
—Creo que este es su sitio preferido para almorzar, Miss Longsvill.
—No, señor, vengo raras veces porque el sitio está lejos de mi rumbo; pero ahora
tengo una cita cerca de aquí y al pasar me di cuenta que era hora de almorzar. Por eso
entré. Pero no he estado aquí ni seis veces.
—Hay a veces extrañas coincidencias —dijo él moviendo la cabeza y sonriendo
ampliamente—. Cosas realmente extrañas suelen ocurrir, verdaderamente extrañas,
diría casi milagrosas. Cuando vine a comer aquí la primera vez no encontré mesa y
tuve que aceptar la invitación que usted y su amigo, aquel editor, Mr. Osling, me
hicieron. Ahora que vengo aquí por segunda vez desde que abrieron este restaurante,
y creo que de eso hace muchos años, tampoco encuentro mesa desocupada y tengo
que aceptar la invitación. ¿No es esto realmente extraño?
—No veo nada extraño ni milagroso en el asunto, Mr. Collins. ¿Por qué había de
ser extraño?
—Porque… —vaciló intencionalmente—. Porque, verá usted, Miss Longsvill, no
he podido apartarle de mi pensamiento en todas estas semanas.
Ella rio.
—¿Es posible, Mr. Collins? Yo, a decir verdad, también he pensado en usted. No
podría decir que he pensado mucho en usted, solo de vez en cuando. Varias veces, al
pasar por el edificio en el que están sus oficinas, miro al elevado muro y me digo:
«Ahí es donde él está trabajando, ¿en qué piso estará su despacho? ¿En dónde estará
sentado, pensando cómo gastar su dinero y cómo ganar más?».
—¿Por qué no pasó usted y echó un vistazo al sitio en el que están las oficinas de
la compañía y la mía?
Ella se rio de buena gana.
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—No era tanto mi interés por usted, Mr. Collins. Además, eso habría puesto fin al
vuelo de mi imaginación.
—¿No tenía curiosidad siquiera por conocer la sala de espera? —preguntó en
tono burlón, pretendiendo sentir mucho la falta, su falta de curiosidad respecto a él.
—No, Mr. Collins; le repito que mi curiosidad no era tanta. —Volvió a reír con
mayor regocijo que antes.
Se sintió conquistado por aquella risa y se dijo para sí que nunca, en su vida,
había escuchado a nadie, ni hombre ni mujer, reír con el tono prodigioso de aquella
risa suya.
—No lo bastante interesada —repitió Mr. Collins—. ¡Qué lástima! ¿Es su marido
la causa de ese desinterés?
Ella contestó sonriendo:
—No soy casada.
—En ese caso, será su novio.
—¿Por qué ha de ser siempre un hombre el que ocasione que una mujer deje de
interesarse en otro? No, tampoco tengo novio. Soy absolutamente libre en ese
sentido.
—¿Y le gusta?
—Mucho. Se evita un dolor de cabeza, ¿sabe usted, Mr. Collins?
—Menos dolores de cabeza, es verdad —él dijo aquello suspirando levemente y
pensando durante dos segundos en sus coristas—. Menos dolores de cabeza, sí. Pero
también menos placer, menos alegría, menos satisfacción de vivir.
—Eso depende, Mr. Collins. Hay muchos placeres y alegrías que se compran a
precios demasiado elevados. En cuanto a la satisfacción de vivir, yo tengo mi propia
opinión a este respecto. Mientras un ser humano no llega a un perfecto entendimiento
de lo que para él significa la satisfacción de vivir, poco puede hacer para que su vida
sea rica y llena.
—En cualquier forma, creo que la vida puede facilitarse si dos se reúnen para
sacar de ella lo más posible. En la mayoría de los casos, el combatiente que lucha
solo está siempre a la defensiva.
—Concedido. Pero eso no quiere decir que si una mujer vive sola, sin compartir
su vida con un hombre, tenga la mente ocupada con la única idea de encontrar uno.
Ambos, hombre y mujer, pueden, sin perder mucho, vivir perfectamente solos si es
necesario. Nada más si es necesario. Pero en cualquier forma es preferible estar solo
y no emprender algo que puede convertirse en un fastidio.
Mr. Collins no podía dedicar mucho tiempo a meras discusiones filosóficas. Su
cerebro no estaba adiestrado para aquel duro ejercicio. Para conquistar a una mujer
necesitaba ir tan rápida y directamente como la dama lo permitiera. No contaba entre
sus virtudes el refinamiento para la preparación de sus conquistas. Había alcanzado
su limite cortejando a una dama culta y siguiendo las especulaciones de Basileen.
Pero comprendió que de seguir por ese camino pronto tropezaría y caería en forma
Ocurrió en aquel período de la vida de Mr. Collins que cierto día, haciendo trabajar su
mente en busca de nuevas oportunidades, recordó a un antiguo amigo suyo, quien
inmediatamente después de dejar el colegio había obtenido un empleo en el mismo
banco en que Mr. Collins trabajaba entonces, desempeñando desde luego un puesto
de alguna importancia. Él y aquel compañero, junto con quien trabajara día tras día,
habían llegado a ser muy buenos compañeros. Ambos se habían separado del banco
durante el mismo mes y habían tomado direcciones distintas. Por una casualidad Mr.
Collins se había enterado del domicilio actual de su compañero, enterándose
asimismo de que el padre de este era tercer vicepresidente de la Emmerlin Anthracite
Company.
Mr. Collins señaló como primer objetivo en su campaña correr hacia aquel amigo,
arreglando las cosas inteligentemente de manera que su encuentro apareciera
realmente accidental y extraño. Materialmente se abalanzó sobre él en el lobby de un
hotel y ambos cayeron por tierra. Hallándose aún en la alfombra, Mr. Collins
reconoció a Mr. Huffler y expresó un asombro semejante al que expresaría quien
viera encarnar a un fantasma. El resultado de aquel encuentro casual fue que el
vicepresidente Huffler manifestó deseos de conocer a la primera amistad que su hijo
había tenido en el terreno de los negocios, y Mr. Collins fue invitado a cenar a la
residencia de Mr. Huffler.
Instintivamente supo Mr. Collins que la gran oportunidad llamaba a su puerta y
que si no la abría dándole paso tendría que esperar largo tiempo, tal vez años, a que
llamara nuevamente.
No había olvidado aquella charla fortuita sostenida años atrás con aquel truhán
que le diera la clave, como él la llamaba, de la huelga de los trabajadores de la
construcción, y que ahora constituía un capítulo en la historia de los trabajadores. De
aquella huelga hábilmente consumada con el único propósito de hacer que un pícaro
consolidara sus posiciones y pudiera ser por largo tiempo amo de la gran ciudad.
Nunca hasta entonces Mr. Collins había dado vueltas en su mente a aquella
historia hasta encontrar en ella una táctica que algún día resultaría muy útil en su
beneficio. El meollo de la idea era utilizar los sindicatos y las luchas obreras por un
mejoramiento económico, en la forma en que habían sido aprovechados en aquella
gran huelga ya casi olvidada. Mucho esfuerzo mental le había costado elaborar un
plan que propia y hábilmente ejecutado resultaría no solamente efectivo, sino también
que pudiera ser inteligente y sencillamente explicado para proponerlo con éxito a
directores y presidentes que, usualmente, tienen poca paciencia para escuchar la
exposición de nuevas ideas y planes demasiado alejados de lo común, difíciles de
captar antes de que el cerebro se canse y la atención se pierda.
Se dio vuelta a la ruleta y jugaron. Al cabo de algunas tiradas fue evidente que el
resultado del plan sería tal y como Mr. Collins lo había predicho.
Lo más importante del asunto era que ni una sola palabra había trascendido. La
Anthracite obraba sin prisa. Su cambio de operaciones no dejaba transparentar su
finalidad. Cualquier compañía, atendiendo a sus propios intereses, podía emplear
algunos cientos de brazos; amontonar grandes reservas o vender todas sus
existencias. Esto ocurre todos los días y mientras no afecta a alguna otra compañía o
a los consumidores, nadie repara en ello.
La Anthracite, primero con lentitud y apresuradamente semanas después, dedicó a
todos sus hombres a trabajar tiempo extra. Se pagaban altas bonificaciones a las
cuadrillas que obtenían los récords de trabajo semanal más elevados. Miles de nuevos
mineros fueron empleados. Se enviaron agentes a México y a Cuba para que
engancharan más trabajadores. Otros agentes fueron situados en los grandes puertos
del Atlántico para que echaran mano de los inmigrantes más convenientes. Se
almacenó la antracita en cuanto almacén y bodega cerrada o abierta pudo encontrarse.
Toda clase de locales fueron empleados para amontonar en ellos inmensas reservas de
antracita. Las nuevas órdenes se descuidaban intencionalmente. Los contratos
existentes con compañías navieras, ferrocarriles, plantas industriales y mayoristas
fueron respetados íntegramente, en todos aquellos casos en los que se estipulaban
multas si las entregas no eran oportunas y en la cantidad estipulada.
Aquella parte del juego fue ejecutada tan bien y desarrollada con tanta calma y
silencio que ninguna otra empresa habría sonado siquiera que se preparaba el más
formidable golpe financiero presenciado en el país, puesto que todos aquellos
preparativos se hacían durante aquel período de saciedad económica y de hartura
financiera que usualmente se convierte en depresión devastadora, pero que raras
veces es interpretada en esa forma por la mayoría de los financieros, mientras que los
que escriben sobre finanzas basándose en cálculos correctos, cuando predicen lo que
ocurrirá, son rechazados de mala manera, calificados de derrotistas y se exponen a
perder sus empleos o a dejar de vender sus artículos.
Y es durante esos períodos de satisfacción económica cuando todos consideran
buenos los negocios y nadie se atreve a negar que tal o cual negocio se encuentra en
su mejor período, porque todos hacen dinero. El número de desocupados resulta el
más bajo en muchos años. Las especulaciones aflojan. Pocos juegan en el mercado de
valores. Durante períodos semejantes de prosperidad no hay razón para precipitarse y
arriesgarse. Como todos ganan satisfactoriamente, desean que el período se
prolongue lo más posible, el riesgo de echar a perder tan próspera situación es
demasiado grande comparado con lo que puede ganarse, si algo llega a obtenerse.
Todos los comerciantes, manufactureros, productores, banqueros, se encuentran
Los periodistas sirven solo a la verdad, nada más que a la verdad. La verdad desnuda
siempre hiere, si no a Mr. Jones, a Mr. Brown y si no a Miss Gelderline. Para evitar
herir a alguien no hay que mencionar nombres, y los periódicos se sienten inclinados
a suavizar la despiadada verdad con el propósito de no perjudicar la siempre delicada
digestión de sus lectores. Es por esta forma de dar noticias y explicar acontecimientos
considerando al mismo tiempo compasivamente la digestión de los lectores, por lo
que se acusa a los diarios de desvirtuar la verdad, diciéndola de manera que beneficie
a aquellos altos personajes que compran páginas enteras. Nadie puede servir a dos
amos, especialmente si estos difieren tanto como la verdad y los negocios. Ambos
jamás coinciden, ni siquiera en el paraíso de los trabajadores.
La verdad y solo la verdad, aunque sea necesario buscarla en los albañales, en las
sábanas de los nidos de amor o de los hogares honestos, o en el olvidado pasado de
una madre de hijos ya casados. Nada importa, la verdad ante todo. Toda vez que la
prensa de este país se considera en parte un buen negocio y en parte el medio de que
se vale Dios en la tierra para acabar con todos los ciudadanos corrompidos, con los
malhechores, anarquistas, agitadores, judíos y otros, que han llegado solo para
criticarnos y criticar nuestras sagradas instituciones, y tomando en cuenta que esta
prensa es absolutamente neutral, y publica solamente aquellas noticias que deben
publicarse, envió también reportero al sindicato, y a entrevistar a las comisiones de
huelga.
El público quedó complacido y altamente satisfecho cuando leyó en los
periódicos que los cronistas no solo habían sido enviados a inspeccionar en las
oficinas de la compañía, sino también al sindicato de los mineros huelguistas, a fin de
que los lectores estuvieran al tanto de la verdad en ambos lados, y así poder formar su
opinión como corresponde a las gentes de un país verdaderamente democrático.
Los lectores se sentían felices y seguros de sus hogares al enterarse por los diario
de que aquellos valientes y heroicos cronistas no habían encontrado, al entrevistar a
los huelguistas, la serenidad, tranquilidad y comprensión que la nación necesitaba y
que, en cambio, habían encontrado en la compañía.
De acuerdo con aquellas crónicas absolutamente imparciales, y durante las
reuniones de los huelguistas, nunca se habían expresado claramente los propósitos de
la huelga ni la forma y fecha en que se pensaba poner fin a ella. Nadie, absolutamente
nadie, ni siquiera los dirigentes del sindicato, sabía exactamente lo que querían.
Reinaba la más absoluta confusión. Todas las ideas diferían y cada quien sostenía que
la suya era la mejor y la que debía aceptarse, pues de no hacerse así obraría por su
cuenta y tal vez volvería al trabajo. Las reuniones comenzaban y terminaban con
explosiones de los más soeces insultos contra los directores de la compañía, los
Con los consejos de Mr. Collins, la Emmerlin Anthracite había informado a todas las
otras empresas explotadoras de antracita y de toda especie de carbón mineral, desde
largo tiempo atrás, de que sus operaciones decaían y de que estaban próximas a un
paro inusitado muy por abajo de todos los niveles. La Anthracite Company, en los
varios informes rendidos a otras corporaciones, había subrayado el hecho de tener
grandes reservas almacenadas a fin de evitar el pánico en el mercado, y que había
decidido llevar a cabo grandes cortes de salarios e introducir en su producción y
sistema de operaciones muchas alteraciones, a fin de mantener sus minas en
explotación.
Aquellas informaciones confidenciales de la Anthracite habían interesado muy
poco en un principio a las otras empresas, porque se hallaban grandemente ocupadas
y realizaban ventas excelentes, muy superiores a las de años anteriores. Que aquel
relativo mejoramiento se debiera en gran parte a las manipulaciones de Mr. Collins,
por haber almacenado sus reservas, era ignorado. Se consideraría tonto y hasta
estúpido amontonar cientos de miles de toneladas de antracita y dejar que el dinero en
ellas invertido permaneciera ocioso mientras que el mercado pedía carbón a gritos.
«Vende cuanto puedas ahora, porque quizá mañana un nuevo producto venga a
depreciar el tuyo». El petróleo habría depreciado totalmente al carbón de no haber
hallado su propia aplicación, con lo que no solo no perdió valor el carbón, sino que su
demanda fue mayor.
La mayoría de los competidores aceptaron los informes de la Anthracite con la
alegre satisfacción que cualquier competidor siente al enterarse de que las otras
empresas, dedicadas al mismo negocio, se encuentran en dificultades en tanto que a él
lo abruman los pedidos. Así, pues, cuando se presentó la crisis todo pareció
perfectamente explicable, el corte de salarios y la huelga causada por el despido de
todos los trabajadores.
Lo que las otras empresas no comprendían era por qué la Anthracite carecía de
pedidos, cuando todas, para cumplir con los suyos, tenían que trabajar a toda su
capacidad. Aquel hecho indujo a las empresas a obrar con mayor cautela.
Inmediatamente efectuaron reuniones de sus consejos de directores. En todas aquellas
reuniones se llegó a la conclusión de que si la Anthracite, una de las productoras de
carbón más importantes, daba muestras inequívocas de que sus negocios decaían al
grado de no haber estado en posibilidad de evitar un pánico general más que
almacenando grandes reservas, algo no muy bueno debía ocurrir. Todos los directores
salían de las reuniones preocupados, muchos nerviosos al grado de sentir la urgencia
de telegrafiar a sus corredores en New York dándoles nuevas instrucciones.
No había transcurrido una semana cuando todas las empresas mineras decidieron
ponerse a salvo. Los gerentes recibieron órdenes de elaborar nuevas tarifas de salarios
Una gran crisis económica sacudió al país y fue seguida de una enorme depresión.
Fue precisa aquella horrible depresión tan temida como un castigo del cielo. El
choque de Wall Street, la crisis económica seguida de la gran depresión, habían sido
realmente profetizados, si no olvidamos el dedo levantado y las constantes
predicciones de los comunistas, anarquistas, sindicalistas, reformistas, socialistas,
independientes progresistas y cientos de otros istas que insistían en su capacidad para
pronosticar semejantes desastres, consultando su Biblia, es decir, El Capital.
Muy pocas gentes pueden juzgar las crisis y depresiones con clara visión y mente
despejada, en nada afectada por supersticiones. La mayoría de las gentes, y entre ellas
los financieros astutos, aceptan la depresión como algo tan inevitable como la muerte.
Aceptan estos desórdenes económicos como parte del sistema que, de acuerdo con su
opinión, está tan perfectamente acuñado que nada puede cambiarlo, y por tanto, nada
ni nadie puede evitar ni las crisis ni las depresiones. Noventa y nueve por cien
personas sufren los efectos de la depresión, unas más que otras. Y prácticamente
todas las gentes de la actualidad se encaran a la depresión con tan pocas esperanzas
como se encaraban hace miles de años las gentes de aquellas épocas a la peste y a las
hordas invasoras de mongoles, hunos, similares a los hitleristas.
Si millones de toneladas de útil y buen carbón grandemente necesitado, es
sustraído hábilmente del mercado sin que la gente tenga oportunidad de prepararse
contra esa manipulación, las consecuencias serán exactamente las mismas que las
acarreadas por un terremoto o una inundación que destruyeran gran parte del país.
Pero ningún capricho de la naturaleza causaría tanto desorden y expondría la vida de
los hombres a una especulación gigantesca, planeada y ejecutada por esos truhanes
sin escrúpulos llamados grandes financieros. En cualquier catástrofe de la naturaleza,
el hombre sabe qué hacer, pues la experiencia le indica cuáles son los medios a que
debe acudir y tiene la inteligencia suficiente para reparar las pérdidas
inmediatamente. La naturaleza no es tan bestial para causar desastres y destruir, sin
haber provisto al hombre del cerebro apropiado para reparar lo destruido y mejorarlo.
Pero ante las especulaciones criminales, el hombre se encuentra prácticamente
inerme, indefenso. No le es posible ver con claridad lo que ocurre y dónde ocurre,
como cuando la naturaleza desconcierta sus planes. Si el hombre especula y con sus
especulaciones ocasiona catástrofes, nadie puede saber si se trata de carbón, falta de
hierro, malas cosechas de algodón o agotamiento de mil pozos de petróleo. De ahí
que ningún equipo salvavidas y ningún escuadrón de salvamento lleguen
oportunamente al sitio de la catástrofe para mitigar sus crueldades, porque en las
catástrofes ocasionadas por el hombre hay solamente un individuo o media docena de
individuos que saben el punto preciso en que se origina. Y son esos cuantos
individuos los mismos que crean el desastre, quienes no divulgan lo que saben para
Durante las últimas dos semanas, Mr. Collins había sido solamente observador listo a
ponerse en acción en cualquier momento. Vio que su plan marchaba mal. Sin
precipitarse observó primero el desarrollo de la situación general. Por todos los
medios tenía que obstruir el mercado para evitar que se equilibrara antes de que él
recogiera su cosecha.
Los cronistas deseaban consultarlo para obtener información de él. Los editores
de los periódicos se aproximaban a él juzgándolo en el comercio y las finanzas,
recordando que mucho tiempo atrás les había dicho lo que ocurriría y viendo que sus
profecías se cumplían en todos sus detalles. De haber los editores y los lectores creído
en sus predicciones cuando la huelga declarada a la Anthracite estalló, de haber
tomado en serio sus opiniones, la actual crisis probablemente habría sido evitada
totalmente o por lo menos detenida antes de que afectara todos los sectores del país.
En este período de los acontecimientos, ningún editor, ningún cronista, ningún
lector se había enterado de que mientras Mr. Collins contaba largas historias a los
reporteros, de hecho ni había dado consejo alguno ni había hecho advertencias a la
nación respecto a la crisis que se avecinaba. Pero a pesar de la vaguedad de las
explicaciones que diera entonces a los periodistas, todos ahora, en las altas o bajas
esferas nacionales, jurarían que Mr. Collins había predicho detalladamente los
acontecimientos.
Nuevamente los cronistas acudieron a él a pedir su opinión sobre la situación
actual.
Con firme convicción en lo que pensaba, creía y decía, fue directamente al punto
que tenía preparado para lanzarlo al público.
—Nadie más que los sindicatos y solo ellos, son responsables del lamentable
desastre al que la nación se enfrenta actualmente, y del que el pueblo norteamericano
no encuentra aún manera de salir, para regularizar la situación. Nosotros, la Emmerlin
Anthracite Company, podríamos haber llegado fácilmente a un entendimiento con
nuestros hombres. Todos ellos, quizá con insignificantes excepciones, son sobrios,
industriosos, honestos, buenos trabajadores, ciudadanos obedientes de las leyes, tan
buenos que ni el Señor podría enmendarlos. La dificultad está en que los dirigentes y
agitadores de los sindicatos se mezclan en los asuntos de los mineros rectos, que de
hecho no necesitan del consejo de extraños para guiar su vida de buenos mineros y de
ciudadanos honestos.
«Nosotros, como todas las empresas carboneras, hemos hecho cuanto es posible
bajo el sol por el mejoramiento de las condiciones de nuestros trabajadores. Los
sindicatos, por su lado, evitan todo buen entendimiento entre los patrones y los
obreros. Las intenciones de los sindicatos, en particular de los sindicalistas, son
obvias para cualquiera que desee ver claramente, y que no se deje engañar por todas
Los más viejos y experimentados de los cronistas habían oído esta historia y otras
similares antes, las sabían de memoria y conocían su verdadero valor. Aquellos de los
cronistas que, por mucho que trataran de lograrlo, no podían encontrar ningún matiz
nuevo en los viejos cuentos dichos por Mr. Collins con el propósito de presentarlos
como novedad, eran los mismos que entonces porfiaban por formar un sindicato de
periodistas, ya que los propietarios de periódicos los tenían tan agraviados o quizás
más que las compañías mineras a sus trabajadores. Sin embargo, por el momento no
podían hacer nada más que entregar sus crónicas de la entrevista con Mr. Collins a
sus editores, teniendo además, quisiéranlo o no, que escribir algunos párrafos para
hacer saber a Mr. Collins que él hablaba mejor que cualquier otro hombre en la
actualidad, ya que era uno de los directores y locutores más importantes de la
Anthracite, misma empresa que, desde luego en contra de su propia voluntad e
intenciones, había originado la situación de la que resultaba la actual depresión.
Es lógico suponer que las crónicas de las entrevistas con Mr. Collins aparecieran
en primera plana y con grandes encabezados. De esta manera sus opiniones llegaban
al punto exacto que él deseaba, y en el que deseaba fueran leídas con gran atención.
Una vez más ahorraba el dinero que podría gastarse en comprar dirigentes sindicales.
Nuevamente sabía cómo emplear la solidaridad de los trabajadores para beneficio de
sus egoístas propósitos, para lograr la gran colecta lista a efectuarse cualquier día.
Aquellos a quienes dirigía especialmente sus opiniones, eran los trabajadores y
operadores en conexión con los transportes, y especialmente a los bien disciplinados
y organizados. De no haber estado los trabajadores de transportes ya organizados en
forma bastante adelantada, Mr. Collins no habría jugado aquella carta.
Los sindicatos de los trabajadores de transportes publicaron un manifiesto en la
prensa, tres horas después de que el primer periódico que editó la entrevista se
vendía. El manifiesto dirigido a todos los trabajadores de los Estados Unidos de
Norteamérica y a todos los del mundo, se dirigía también al público norteamericano
en general y se imprimió en cinco millones de ejemplares que fueron distribuidos por
todos el país alcanzando hasta los rincones más lejanos, sin olvidar los aserraderos,
las minas aisladas, los plantíos de naranjas de Royal Valley y los rancho del Río
Grande.
Los trabajadores de transportes reaccionaron mejor y más efectiva mente de lo
que Mr. Collins imaginara. Mientras más enérgica fuera su respuesta, más
probabilidades tenía él de ganar la batalla.
Inmediatamente los trabajadores de transportes organizaron reuniones grandiosas
en todo el país. En todas aquellas reuniones se hacía conocer oficialmente a todos los
trabajadores el hecho de que por fin empezaba el gran combate, la verdadera batalla
cuya alternativa estaba en vivir o morir. Los salones y las plazas en los que las
A partir de este día, todo ocurrió como lo había planeado. Collins trabajaba de
acuerdo con la receta inventada y aplicada por primera vez por el buen Master
Joseph, onceavo hijo de Mynheer Jacob, y nieto de Israel, hijo del señor Abraham,
último habitante de la ciudad de Ur. Fue precisamente por medio de aquel invento
como el pájaro de cuenta que era Joseph, logró convertirse en virrey de Egipto y en
uno de los hombres más ricos de su tiempo en toda la costa del Mediterráneo. Para
agravio de más de un hombre vivo en aquellos remotos tiempos, fue un judío quien
consiguió el más alto grado de gentileza y se hizo inmensamente rico almacenando
trigo y guardándolo todo el tiempo que fue necesario para permitirle dictar precios.
Desde luego, la Biblia nos cuenta la historia en una forma enteramente distinta, pues
de otro modo resultaría insoportable para el resto de la raza humana, particularmente
para los arios, aceptar el hecho de que ya dos mil quinientos años antes, un judío
tenía mayor inteligencia y más aptitudes para los negocios que la mayoría de los
egipcios. Desde entonces los judíos se interesan vivamente por nuestro trigo, pero
muestran menos interés en cultivarlo que en comprarlo y venderlo. Ningún ario gordo
y astuto puede negar que los judíos tienen derecho a manejar nuestro trigo, ya que
son los que poseen más larga experiencia en esa rama del comercio.
Ahora que Mr. Collins no era judío. Era ciento cinco por ciento norteamericano y
ciento cincuenta por ciento ario. Y de ambos porcentajes se mostraba muy orgulloso a
pesar de no haber hecho absolutamente nada en particular para lograr esa distinción.
Siempre que surgía una discusión relacionada con ciertos problemas políticos en su
club, él defendía la conveniencia de que se dictara una ley especial que de una vez
por todas y para siempre prohibiera la entrada de los judíos y los medio judíos a los
Estados Unidos. En las proposiciones que no propagaba en público, sino entre los
miembros de su club que compartían sus opiniones, solía ir más lejos aún que la
mayoría de los antisemitas, ya que proponía que se prohibiera la entrada al país hasta
a los turistas y visitantes, compradores y agentes de origen judío. Fue atendiendo a
una sugestión suya, como el club había incluido en su reglamento una cláusula más
por la que se obligaba a cada miembro a declarar bajo su palabra de honor que, hasta
donde le era posible saber, no corría sangre judía por sus venas; incluíase en la regla
también a sirios, turcos, albanos y otros más. Deseaba que los negros
norteamericanos fueran segregados por los blancos y se les obligara a residir en
sectores especiales del país, o que fueran todos enviados fuera de Norteamérica para
habitar alguna isla. Esta buena idea era compartida por la totalidad de los miembros
del club, mientras que no todos ellos deseaban que se alejaran los grandes
compradores judíos de productos norteamericanos.
Mr. Collins era más grande que Joseph, y más grande también que Lord
Beaconsfield, porque es muy vieja la creencia de que si alguien es realmente grande y
Mr. Collins se encontraba en la cúspide. En la cúspide desde la que podía llamar por
sus nombres a una docena de millonarios sin ser desairado.
Y he aquí que ocurrió algo que él no esperaba aun cuando, hombre fuerte como
era, no le importó un ápice.
Todos aquellos caballeros de la Emmerlin Anthracite, presidente, vicepresidente,
directores y altos jefes que durante los últimos meses habían trabajado codo con codo
con él empezaron a cambiar de actitud.
Tan poco sentimentales como él eran ellos. Cualquiera habría vacilado un poco
antes de decidirse a hacer una mala pasada a su amigo más íntimo aligerándolo de un
cuarto de millón, con el único fin de divertirse, porque necesidad verdadera de dinero
no tenían. No obstante, esos caballeros tenían un campo de acción diferente, con
ciertas limitaciones, en tanto que Mr. Collins —de esto se habían percatado durante el
tiempo que trabajaran con el mismo fin— no conocía más límites que los
considerados por la ley como criminales, sin lugar a duda.
Las operaciones de la Anthracite hasta aquel momento estaban estrictamente
dentro de la ley; que fueran aceptadas por la ética financiera, o la ética en general, era
cosa que no les preocupaba. La compañía había estado en su perfecto derecho de
obrar como lo había hecho y sus directores podían siempre asegurar que sus
manipulaciones habían sido aconsejadas por las circunstancias sobre las que carecían
de control. Ninguna investigación habría sido suficiente para probar lo contrario en el
caso particular de la Anthracite. Toda la maniobra, juzgada desde el punto de vista de
la ley escrita, y juzgada por los financieros y comerciantes norteamericanos, habría
sido considerada limpia y honesta. Tan honesta, limpia y hábil como cualquiera otra
realizada bajo condiciones similares y dirigida por la ambición podría ser juzgada en
los dominios del sistema capitalista. Porque aun del hecho de que las gentes se
dejaran estrangular por el pánico la Anthracite no era responsable, ciertamente no.
Por un acontecimiento tan lamentable uno puede hacer responsable si acaso al Señor,
creador del universo, incluido los débiles cerebros de los tontos. Si los humanos
tuvieran mayor disciplina mental, mayor confianza en su habilidad, más valor y
coraje, y si no temieran enfrentarse a la vejez sin una cuenta en el banco o una buena
póliza de seguros, nadie haría uso de los humanos en beneficio propio. El hombre que
exprime al tonto hasta donde le es posible debiera ser aclamado como gran cirujano.
Porque los tontos son tontos debido a que esperan que los otros sean lo bastante
tontos para entregarse por un quince por ciento de interés en sus inversiones.
Aunque toda la maniobra de la Anthracite había sido conducida legalmente, cada
uno de los miembros del consejo de directores, sin excluir al presidente, temblaban
ante la idea de llevar a cabo otra campaña como esa, o similar. Todos temían que si
Mr. Collins continuaba como miembro del consejo, los indujera a otra batalla
Los nervios y las arterias de la civilización son trigo, algodón, carbón y acero. Aquel
que domine uno de estos productos dados al hombre por la naturaleza, será tan
poderoso como Dios sobre la tierra, porque le será posible construir iglesias y
alimentar sacerdotes, así como dejar que los templos se derrumben y que los
servidores de Cristo mueran de hambre. Si el Señor no cuenta con sacerdotes que lo
representen en la tierra ante aquellos que lo niegan voluntariamente, pronto será
olvidado. Ya ha ocurrido antes y bien puede ocurrir otra vez. La carne, las pieles, el
algodón, los inmuebles, son también muy importantes para los civilizados. Pero el
hombre puede permanecer civilizado durante un largo tiempo sin carne y con los
zapatos hechos pedazos. Puede vivir en habitaciones pequeñísimas y sentirse aún
bien y civilizado, pero debe tener pan y si carece de algodón no podrá vivir mucho
tiempo en esta época en la que no hay suficientes pieles y lana en el mundo para
vestir a todos los necesitados de calor. Pero sin hierro y carbón, la civilización
moderna desaparecería en una generación, siempre que no se encontraran sustitutos.
Mr. Collins conocía los nervios de la civilización, de ahí que hiciera uso del
carbón para destacarse de la masa y elevarse hasta la cumbre.
El carbón lo había despedido honrosamente, porque resultaba demasiado
peligroso para ese producto. Consecuentemente, tenía que buscar otro nervio vital de
la civilización que lo ayudara a ganar más poder y riqueza.
Por experiencia había llegado a la convicción de que era más excitante jugar por
poder y dinero en un mercado abierto, a la vista de todo el país, que sentarse ante la
ruleta en un salón sobredecorado. Uno no puede mover la ruleta ni influir en sus
vueltas. Necesita aceptar lo que decida la suerte ciega. Cualquier idiota puede jugar
en Monte Carlo, es por ello que en Monte Carlo no se encuentran más que idiotas,
ladrones, pícaros y prostitutas con sus empresarios en espera de que alguno de los
idiotas gane.
Mr. Collins podía serlo todo, pero había algo que no era. No era idiota. Tenía un
buen cerebro, y usaba de su inteligencia a toda capacidad. Estaba en su naturaleza
jugar empleando hasta el límite la inteligencia que poseía y que era en cierto modo
limitada.
Examinó los asuntos del mundo y concluyó que el carbón daba signos definitivos
de vejez, y que sufría de alta presión arterial. Pudo prever que pronto llegaría la hora
en que el carbón no tuviera importancia para la humanidad, que podría prescindir de
él. Nadie lo tomaba en consideración. Cuando se inventaba un automóvil o un
aeroplano, nadie pensaba en alimentarlo con carbón, por lo menos en el estado en que
se produce actualmente.
Estas consideraciones indujeron a Mr. Collins a probar suerte con el petróleo.
Pensó en el petróleo y en su gran futuro en la misma forma en que pensaron los
Diez días habían transcurrido desde la fiesta de Basileen. Mr. Collins llegó a su
oficina, como siempre, a las once y media.
En su escritorio encontró amontonadas ciertas cartas y facturas que, por órdenes
especiales dadas a Ida, debían ser consideradas como correspondencia particular y
abiertas por ella exclusivamente.
Vio las facturas, las que ya estaban pagadas y las que esperaban ser cubiertas, e
hizo rápidamente un balance mental.
—¡Gran Dios! —exclamó reclinándose con fuerza sobre el respaldo del sillón—.
No puede ser verdad. Imposible. Debe ser una pesadilla. Mi Dios, debe haber alguna
equivocación. Pero… es que… esto es simplemente preposterior, sí, preposterior eso
es lo que es. Pero, por Dios, Ida, míreme, por el cielo, míreme pronto. Hay algo
extraño en mí. Véame, Ida. Hable. ¡Pronto!
Ida se volvió rápidamente de su asiento, diseñado expresamente incómodo por los
muebleros para evitar que las estenógrafas cabeceen y sueñen. Miró a su jefe cara a
cara, se puso de pie, dio medio paso para aproximarse con expresión perpleja y dijo:
—Bien, Mr. Collins, ya que me pregunta le diré que no noto nada de extraño en
usted. Tal vez falta de sueño, si he de decirlo, perdóneme, Mr. Collins, pero fuera de
eso está usted perfectamente, Mr. Collins.
Después de escuchar su voz sobria y adusta volvió en sí.
—Eso es todo, Ida. Por favor, déjeme solo unos instantes, necesito pensar; ya la
llamaré. Esté lista para dentro de un minuto. Tengo un sin fin de cartas que dictarle
esta mañana.
Ida salió de la oficina como un suspiro, sin producir ni el ruido más
insignificante.
—¡Ochocientos cuarenta mil dólares! ¡Ochocientos cuarenta mil! Esto es a lo que
yo llamo una fiesta. —Y lanzó una carcajada—. Y por lo que veo faltan las facturas
de sus trajes, sombreros, zapatos y todo lo demás, y que corresponden también a los
gastos de la fiesta. E incluyendo aquella pequeña porción de joyas vendrán a ser cien
mil más. Bien, digamos un millón en números redondos, dejando la fracción. ¡Huh,
un millón de pesos, huh!
Después levantó su labio superior como si intentara hacerle gestos a alguien o a
algo.
Retirando todas las facturas y las cartas tan lejos de él como le fue posible hacerlo
sin necesidad de levantarse, volvió a reclinarse en el respaldo del sillón y se puso a
pensar. Automáticamente sacó un cigarro negro y lo encendió, sin darse cuenta de lo
que hacía. Mirando los anillos azules que se rizaban ante sus ojos empezó a
canturrear indiferentemente. Pronto su canturreo adquirió un ritmo diferente y resultó
ser una canción en boga. Aquello transportó su mente a la fiesta de Basileen en la que
—Bien, Ida, ¿ahora de qué se trata? —dijo haciendo explosión y hablando con la voz
estentórea que minutos antes usara para gritar llamando a los diez millones que le
eran precisos inmediatamente.
Ida, parada en la puerta en actitud de quien ha cometido un pecado imperdonable,
y hablando como si pidiera misericordia, dijo con su suave voz:
—Perdone, Mr, Collins, que haya aparecido tan repentinamente, pero consideré
que este asunto no debía retardarse, ya que ha estado usted esperándolo día y noche
últimamente, si me permite que lo diga, Mr. Collins.
—¿Quién ha muerto, Ida? Diga, hable pronto. —Mr. Collins bromeaba en parte
por su nerviosidad e irritación pronunciadas y en parte atendiendo a la cortés excusa
de Ida por haber entrado cuando le había prohibido que no turbara aquellos
momentos de concentración que necesitaba dedicar a asuntos importantes. Desde
luego que hacía tiempo había olvidado aquella orden estricta, mientras que Ida, con
su eficiencia de secretaria particular de primera clase, la recordaba como si se la
hubieran dado medio minuto antes.
—Nadie ha muerto, Mr. Collins, nadie que yo sepa, perdóneme por no estar bien
informada de esos asuntos. La cosa es que el caballero comisionado por usted para
llevar a cabo órdenes especiales respecto a cierto proyecto en la república vecina,
acaba de preguntar por teléfono cuando puede verlo a usted para rendirle el informe
final.
—¿Por qué diablos, Ida, no comenzó usted por ahí? Dígale que venga
inmediatamente, sin importar dónde se encuentre y lo que esté haciendo. Ardo de
impaciencia por escuchar su informe.
Cuando Ida salió, Mr. Collins saltó de su asiento y empezó a bailar en la oficina.
—¿Por qué grité? —preguntó a las paredes—. Porque sé que los gritos son útiles.
¡Ahí está mi millón! ¡Allí está completo y redondo! ¡Bienvenido, dulce milloncito tan
necesario para papá. Llegas en el momento en que le esperaba! Cuando el Señor nos
quita algo es solo para devolvérnoslo mejorado inmediatamente. ¡Bendito sea el
Señor!
Solamente él, Mr. Collins y tal vez también el Señor, sabían las pocas
posibilidades que había de que pudiera hacer un millón en el corto tiempo que le
concedían los que suscribían las facturas. En tres meses tenía que enfrentarse a la
alternativa de pagar un millón de dólares en efectivo o… se detuvo y dejó de bailar
tan repentinamente como si alguien le hubiera clavado al piso. Se puso cenizo y sus
ojos brillaron como si fuera a ser presa de un ataque.
—En tres meses necesito tener un millón en efectivo o… —repitió respirando
penosamente. No se atrevió ni por un segundo más a pensar en aquel ominoso 0…
Aquella noche Mr. Collins la pasó con Basileen en el cabaret que preferían. Bailó
bastante y bebió con abundancia, la mayor parte en la cantina y el resto en su mesa.
Champaña, bebidas compuestas, y una serie de copas de licor puro. Estaba bastante
trastornado, pero solo ella pudo darse cuenta. Los demás podrían haberlo considerado
enteramente sobrio.
Regresaron juntos a casa, al garaje, como ella llamaba aún a la residencia
palaciega. Él rehusó acostarse. No quiso ir a dormir solo en su pieza ni con ella en la
suya.
Permaneció sentado en un sillón pensando.
Basileen nunca le interrogaba acerca de sus preocupaciones o ideas a menos de
que él hablara voluntariamente. Sin embargo, aquella noche, percatándose de que
algo importante ocupaba su pensamiento, faltó a su costumbre. La mente de él,
sobrecargada de tan bien mezclados «recuerdos», sufría grandes dificultades para
encauzar las ideas que iban y venían sin permanecer lo suficiente en su cerebro para
poder ser examinadas con detenimiento.
—Te ayudaré, querido. ¿De qué se trata?
—Nada de importancia, Leen. Se trata solo de un asunto tuerto que tengo que
enderezar, pero al que no le encuentro ni pies ni cabeza. Verás, necesito derrumbar a
ciertos tipos de posibles pero no encuentro la forma.
—¿Nunca has estado en aprietos similares, precioso?
—Claro que sí, muchacha.
—Y saliste de ellos haciendo, además, un montón de dinero, ¿verdad?
—Te juro que he salido de ellos ¡y cómo!, con un poquito… con un poquito… —
Se interrumpió como si de pronto alguna idea hubiera brillado y adoptando apariencia
física que se hubiera presentado ante sus ojos desenvolviéndose como en la pantalla
de un cine. No le era posible separar la mirada de aquella pantalla imaginaria, porque
necesitaba presenciar el desarrollo de la escena de principio a fin sin perder un solo
episodio.
De pronto dio un salto y gritó con toda la fuerza de sus pulmones:
—Con un diablo, Leen, ya la tengo. Gran Dios, ¿cómo no pensé antes en esto?
Dejaré que ese maldito indio se pudra un poco más comido por sus propios piojos,
entonces le echaré mano y tendrá que vérselas conmigo. Le tenderé la cuerda con
sonrisa tal que podrá ahorcarse cuando y donde le plazca. Ya lo tengo. Rosa Blanca o
cual fuere su maldito nombre puede esperar su turno y ya se sentirá satisfecha de caer
en manos de C. C. C. Primero hay que hacer lo más urgente.
Para entonces ya se había serenado. Había vuelto a la sobriedad, debido al gran
esfuerzo mental y a la satisfacción de alcanzar la solución del problema que lo
agobiaba y se sintió a salvo.
Mr. Collins citó para una junta urgente al consejo de la Condor. La hizo aparecer lo
suficientemente importante para que todos los miembros estuvieran presentes.
Los miró directamente a la cara y sonrió. Paseó su lengua por el interior de las
mejillas; primero por una, luego por otra, y habló.
Su discurso fue corto.
—Caballeros, me han enterado de algo muy importante y debo advertir a ustedes
seriamente para que no se dejen arrastrar por el pánico. No vendan, ocurra lo que
ocurra. Compren acciones de la Condor o de cualquier otra empresa prometedora,
cuando las nuestras o algunas otras, solo de las buenas, claro está, aparentemente se
hallen por los suelos. Y les repito nuevamente, no vendan. Retengan las que posean y
si es posible aumenten sus márgenes. Esta noticia debe quedar entre nosotros y es
necesario que prometan bajo su palabra de honor no dejarla escapar ni delante de sus
esposas, hijos, amigos o coristas. Espero que comprendan el alcance de lo que digo.
Cualquier indiscreción, cualquier falta de su parte, nos arruinaría inevitablemente.
Gracias, caballeros.
Mr. Collins no hizo promesas falsas. Precisamente al día siguiente comenzó la
carrera que debía dejarle el tan necesitado millón.
El consejo de directores se enteró por Mr. Collins de que algunos buscadores y
ciertas compañías tenían a últimas fechas dificultades debido a la presión permanente
que hacía la Condor para ensanchar su campo de acción. Consecuentemente Mr.
Collins debía encargarse de solucionar aquel nuevo obstáculo. Durante la junta se le
preguntó si había pensado en descartar a aquellos estorbos.
Él contestó:
—Desde luego, caballeros, bien que me he cuidado de ellos, de acuerdo con los
deseos de ustedes. Naturalmente que necesito disponer del dinero suficiente para
financiar el proyecto que he elaborado y además de ellos necesito el apoyo
incondicional e ilimitado de todos los presentes.
Todo cuanto Mr. Collins pidió le fue concedido, como siempre. Y Mr. Collins
comenzó a trabajar.
Lo primero que hizo fue buscar un objeto necesario a sus planes. Le sería precisa
determinada empresa industrial de buena reputación y dirigida por un consejo de
hombres de negocios de reconocida honestidad y de quienes se asegurara eran
incapaces de aceptar riesgos indebidos o de confiar al azar sus asuntos.
Mr. Collins encontró aquel objeto en la Laylitt Motor Corporation, de Laylitt,
Ohio. Aquella compañía fabricaba motores de gasolina para todos usos,
especialmente, sin embargo, de los pequeños usados en talleres modestos, en plantas
chicas y por los agricultores. Era un motor común y corriente el que fabricaba la
compañía, un motor que no presentaba ninguna novedad ni nada extraordinario en su
No conociendo bien a Mr. Collins, uno habría podido pensar que había olvidado a
Rosa Blanca o que había dejado las cosas en el estado en que se encontraban,
mientras se hallaba ocupado con su última aventura financiera. Pero la cosa, sin
embargo, no era así. Hasta a Ida le hablaba poco de Rosa Blanca, pero habría dejado
de ser Mr. C. C. Collins de haber aceptado una derrota en tanto que su oponente
viviera aún y su objetivo no hubiera sido destruido por un terremoto o por una
inundación. Consecuentemente, aun cuando se hallara sentado en un cabaret o se
encontrara solo con Flossy o con Basileen, habría pensado en el caso desde todos los
ángulos concebibles.
La mayoría de las propiedades de la Condor en la República habían sido
adquiridas aprovechándose de ciertos defectos en la legalización de los derechos de
propiedad de las personas que se hallaban en posesión de ellos. Pero con Rosa Blanca
la cosa era distinta. Nada podía hacerse con respecto a los títulos de propiedad de don
Jacinto. Eran tan legales y buenos como rara vez pueden encontrarse en países
siempre perturbados por revoluciones, rebeliones, cambios de leyes y de
constituciones. Cuando, finalmente, Mr. Collins se convenció de que por ningún
medio legal llegaría a Rosa Blanca, echó manos de otros medios.
El gobernador del estado, que después del presidente de la República era la más
alta autoridad, fue urgido para usar de su influencia con don Jacinto para convencerlo
de que vendiera. Ciertos párrafos de la nueva constitución concedían a las autoridades
derecho para privar de sus propiedades u obligar a los propietarios a vender sus
tierras, plantas, maquinarias o medios de transporte en todos aquellos casos en los
que las propiedades fueran de gran beneficio para la nación, operadas o poseídas por
el gobierno local, el del estado o el federal en vez de por un individuo o empresa
capitalista. Así, pues, el gobernador fue urgido para que dictara un decreto especial
por medio del cual Rosa Blanca pasara a ser propiedad del estado. Una vez en
posesión de la hacienda, el gobernador tendría el derecho constitucional de vender, o
arrendar, Rosa Blanca al individuo o corporación que contara con las mayores
posibilidades de manejar la propiedad para mayor beneficio del estado o de la nación.
Como el gobernador tenía fama de hombre justo, especie poco frecuente en el
país, Mr. Collins tenía pocas esperanzas de que obedeciera la sugestión que le hacía
el representante de la Condor en la República. Por tanto, se entrevistó con un
diputado. De los diputados de la República la mitad son hombres honestos y
caballeros que hacen cuanto pueden por lograr que su país sea grande y realmente
progresista y pertenecen a una clase de tipos no mejores en ningún sitio. Una cuarta
parte de los diputados no saben lo que desean ni qué partido tomar; fueron elegidos
por haber sido impuestos a ciudadanos ignorantes, y siempre siguen a los más fuertes,
a pesar de la opinión pública o la de sus votantes. Una quinta parte, más o menos,
La noche había caído. La negrura del universo cayó sobre la tierra, y se encendió una
gran hoguera, en una especie de brasero construido en la mitad del amplio patio. En
aquel altar, que puede encontrarse en la mayoría de las haciendas más viejas, se
encienden todas las noches hogueras semejantes a aquella y se mantienen ardiendo
hasta media noche.
Como la visita del gobernador había interrumpido la regularidad de los días de
trabajo, la gente consideró aquella ocasión buena para celebrar un baile. Algunos
hombres tocaban violines, guitarras y flautas y dos de ellos manejaban el acordeón
con bastante habilidad. Los músicos y todos aquellos que no bailaban, cantaban,
porque consideraban que la música bailable era incompleta si no había quien cantara.
De vez en cuando nadie bailaba y todos se dedicaban a cantar. Cantaban viejos
romances, baladas, canciones de amor, cantos épicos y sones indígenas. En todas sus
canciones había una nota de tristeza, ya en la letra ya en la música. Todas las
canciones cuya música y letra eran alegres resultaban de origen norteamericano.
El gobernador bailó como si todavía fuera un joven estudiante de leyes. Bailó con
todas las mujeres y las jóvenes, bromeando con el pretexto de que necesitaba calificar
su aptitud de bailadoras, así como había estimado todas las cosas durante su corta
estancia en el lugar. Se sorprendió al encontrar que todas las mujeres bailaban mucho
mejor que cualquier muchacha de las que había encontrado en las fiestas de la capital
del estado. Sus pies descalzos parecían tocar apenas el suelo, y su cuerpo era tan
liviano como una pluma. Así, el gobernador se olvidó de sí mismo, olvidó las
reuniones urgentes, las conferencias importantes, la campaña antirreeleccionista de
aquellos a quienes consideraba sus más enconados enemigos. Todo aquellos había
dejado de existir en el mundo. El universo, América, la república de que era
ciudadano, el estado que gobernaba, habían dejado de ser. Solo había un mundo, y
ese era Rosa Blanca. En este mundo solo había música, baile, dulces canciones e
indescriptibles perfumes de una noche en el trópico, con la selva virgen próxima y los
cuerpos de las mujeres bañados con jabones de penetrante aroma.
Para él el mundo estaba hecho de grandes lenguas de fuego que se elevaban en el
espacio y desaparecían alumbrando y obscureciendo el patio. Descubría cabezas
erguidas orgullosamente, como se supone que sean las de las reinas; cuellos fuertes y
morenos; brazos relucientes como bronce pulido; ojos calé oscuro y profundamente
negros, suaves como terciopelo y en los que brillaban destellos de alegría, goce,
deseo y esperanza. Solo se veían listones rojos lindamente entretejidos con los
abundantes cabellos de las mujeres peinados en trenzas o sueltos y ondulados; la
mayoría los llevaba trenzados y colocados alrededor de la cabeza formando una
corona.
El cable recibido por Mr. Collins fue muy corto en verdad y en cuanto lo hubo
recibido gritó:
—¿Será posible? Ese cabezón, ese mantecoso de licenciado, en vez de
informarme detalladamente de los hechos gasta nuestro buen dinero para
comunicarme su maldita opinión. Vaya, si Basileen viniera en este momento y leyera
por casualidad el cable le darían calambres y pensaría que tengo algún otro lío por
aquellas tierras con alguna india puerca. «Rosa Blanca no se entregará». ¿Qué clase
de lenguaje es este? ¿Había usted oído algo más obsceno y asqueroso en su vida, Ida?
—Le diré, Mr. Collins, en mi opinión no es lenguaje comercial; tal vez está fuera
de la rutina común y corriente.
—Bueno. ¡Al diablo con esto! ¿Es que no puede darme una opinión clara y
concreta? ¿Es que tengo yo que interpretar todas y cada una de las cosas que aquí
ocurren? ¡Por Dios!, ¿para que tengo un ejército de agentes, empleados, expertos
ingenieros, perforadores y Dios sabe cuántos otros zánganos más que mantener si ni
siquiera me es posible obtener una información útil y correcta de alguien y sobre
alguna cosa? Tengo a mis órdenes un ejército de empleados y ejecutores más grande
que el de Francia durante la guerra y no puedo lograr que hagan algo por mí. Estése
quieta, por favor, Ida, o soy capaz de asesinar a alguien. Necesito concentrarme y
usted se mueve como si tuviera que arrastrar constantemente un cañón de treinta y
dos pulgadas de un rincón a otro. Mi Dios, ¿no puedo tener un poco de quietud en
esta pocilga de privado, para pensar sin que el mundo entero venga a molestarme?
El cañón de treinta y dos pulgadas que Ida arrastraba de un lado a otro, era un
tablero de kardex que llevaba a su escritorio para corregir algunas direcciones, y no
había hecho mayor ruido que el que pudiera hacer un ratoncito que llevara una miga
de pan a su agujero.
Mr. Collins estaba nervioso, ciertamente, y tenía razón para hallarse irritado; tenía
toda la razón que puede asistir a un hombre que solo un mes antes había obtenido
millón y cuarto de dólares y quien, después de pagar todas sus deudas y de cubrir
todas las facturas que tenía pendientes, contaba aún con doscientos mil dólares para
sus gastos corrientes, y que a la sazón se encontraba en un aprieto semejante a cuando
tuvo necesidad de hacer un millón para salvarse de abandonar el mundo con un
estallido.
Se trataba otra vez, al menos en parte, de damas, o simplemente de mujeres y
muchachas, ¿qué importa?, que entre otras cosas le urgían a que consiguiera por lo
menos medio millón más en menos de seis meses; aun cuando se trataba de damas
que había conquistado con la ayuda de los doscientos mil dólares que se suponía
reservaba para gastos corrientes y que le restaran de lo escamoteado a la bolsa.
Aquellos doscientos mil dólares habían rodado con gran rapidez.
«Un reino o cincuenta mil dólares por una buena idea», se había dicho Mr. Collins al
percatarse de que necesitaba obrar certera y rápidamente o naufragar.
Así, pues, se dio a pensar en la clase de soldados que debía mandar para preparar
el terreno en el que operaría en el momento oportuno. Y pasó revista a todos los
soldados a sus órdenes.
La Condor Oil contaba entre su personal con un caballero a quien se había
empleado para desempeñar trabajos extraños, relacionados con todos los sucios
manejos de la compañía. Otras empresas habían dado atribuciones semejantes a
alguno de sus empleados. ¿Por qué, pues, no habría de hacerlo la Condor Oil? Esos
caballeros, con las atribuciones de que se ha hablado, son pagados para aceptar la
culpa de cuanto ocurra, aun cuando se trate de algún error en las declaraciones que se
hacen para el pago de impuestos. En esos casos tienen que renunciar, retirarse,
abandonar el país, ir a prisión y, si hace falta, sentarse en la silla eléctrica, por haber
convenido en que, de decir pío antes de que se les practique la autopsia, su padre,
madre, esposa, hijos o novias tendrán que sufrir las consecuencias, y se les conducirá
en viajes no muy agradables. En cambio, si los caballeros prueban ser caballeros
auténticos, capaces de cerrar la boca, sus herederos serán beneficiados por la
retribución a los buenos servicios del caballero. Este sistema, implantado y explotado
por varias empresas capitalistas, ha dado tan buenos resultados que todos los países
totalitarios lo han aceptado y legalizado totalmente.
Mr. Collins, repasando en su mente los nombres de sus empleados de confianza,
se detuvo al recordar a Mr. Abner. El padre de este señor deletreaba su apellido como
«Elmer» cuando llegó a New York como emigrante, acompañado de su esposa,
ambos procedentes de Alemania. Mr. Edel Abner nació en los Estados Unidos, se
graduó en la Eastern University, donde estudió leyes. De no haber estudiado leyes,
más bien, de no haberse educado en absoluto y sí lanzándose a la vida a los quince
años, habría resultado un chofer hábil, un buen mecánico o boticario tan próximo a la
honestidad como puede esperarse de cualquier dependiente que goza de la confianza
de su patrón. Dedicado a cualquiera de esas ocupaciones, Mr. Abner habría luchado
por la vida como cualquier buen ciudadano americano, capaz de había ahorrado a los
cuarenta años lo suficiente para asociarse con alguien en una estación de gasolina o
para comprar una tienda de abarrotes o una droguería.
Teniendo que soportar un título, su posición social le obligaba a llevar cuello
blanco y pantalones ajustados. Y se veía obligado a vivir de lo que producía su gran
título, cosa de la que, naturalmente, se enorgullecía.
Después de recuperar el peso perdido durante la preparación de su examen final,
se dedicó a visitar bufetes de abogados, tuvo que hacerlo durante tanto tiempo que
finalmente llegó a los que se hallaban situados en los suburbios de los suburbios.
Y fue a este Mr. Abner a quien se había llamado a la oficina privada del presidente.
Abner nunca había sido honrado en aquella forma. Ni por un momento sospechó que
lo llamaban para comunicarle su nombramiento como miembro del consejo. Supuso
en seguida que en esta ocasión se trataba de un trabajo de importancia, un trabajo
quizá como el que había deseado durante muchos años, capaz de rendirle diez mil o
hasta veinte mil pesotes.
Se tambaleó al enterarse de que la comisión sería de cincuenta mil. El monto
sugería que había necesidad de aligerar la tierra del peso de cinco vidas. Él habría
estado dispuesto a hacer semejante favor a nuestra madre tierra por treinta mil en
cualquier ocasión. Por cincuenta mil habría incluido al general Pershing, a Norman
Thomas, a los editores en jefe del Nation, del New Republic, a Al Smith, al padre
Coughlin, a Mr. Lemke y a cualquier ex presidente de los Estados Unidos, sin cobrar
ni un centavo extra. Ahora que la verdadera prensa habría costado solo un poquito
más y ni que decir de Milady Busbbody.
Mr. Collins no insinuó el asesinato ni con el más leve de sus gestos. Jamás lo
hizo, ni siquiera en los casos más urgentes. De haber escuchado la conferencia
algunos de los agentes del gobierno, tras las puertas o a través del más sensible de los
micrófonos, no habrían podido captar ni la más leve frase sospechosa que pudiera
poner de manifiesto la índole del trabajo.
Sin embargo, no hay que olvidar que Mr. Collins sabía a quien le hablaba y, por
tanto, no era necesario que precisara sus órdenes. Conocía tan bien a Mr. Abner que
ni siquiera le era necesario guiñar un ojo para hacerle comprender el sentido de la
comisión. Era por esto por lo que había llamado a su privado a Mr. Abner, en vez de
al primero o al segundo abogado consultor.
Mr. Abner fue invitado a tomar asiento y se le obsequió con uno de los cigarros
que se guardaban en caja especial, destinados a los directores.
En seguida, Mr. Collins sonrió confidencialmente, en la forma que empleaba
cuando intentaba cloroformizar a alguien a quien había decidido dormir. Mr. Abner
interpretó el significado de aquella sonrisa y se puso en guardia; sin embargo, sufrió
sus efectos en la misma forma en que los habían sufrido otros. Pensó que aquella
sonrisa ponía de manifiesto la confianza que Mr. Collins tenía en su habilidad.
—Nuestro querido Mr. Abner —dijo Collins, usando del tono de voz empleado
para lograr en su víctima el estado de hipnosis—. Yo… bien, nosotros, Mr. Abner,
nos encontramos ante una situación realmente difícil, que debe resolverse en plazo
perentorio, si queremos evitar pérdidas considerables. En nuestras últimas juntas de
directores, hemos discutido ampliamente y hemos examinado las aptitudes de todos
nuestros hombres para encontrar al que será capaz de resolver en forma apropiada
este delicado problema. Entre todos nuestros empleados de responsabilidad no hemos
Mr. Collins no había pensado en invitar al señor Yáñez a Frisco. Su plan consistía en
invitar al hombre a la capital de su propio país o a cualquier otra gran ciudad, a fin de
que en alguno de esos sitios algunos buenos agentes hicieran todos los esfuerzos
posibles para convencerlo de que vendiera. Si esto fallaba, se comisionaría a gentes
de otra especie para que amontonaran ante él y su familia toda clase de regalos.
Además, le mostrarían la ciudad, le conseguirían la amistad de una o dos muchachas,
y lo intoxicarían con la vida de la ciudad, a fin de que gustara tanto de ella que
deseara quedarse allí para siempre. Entonces, cuando llegara a aquel estado de ánimo,
sin duda aceptaría la suma que se le ofrecía por la venta.
Aquel plan no era éticamente bueno, pero había dado magníficos resultados en
muchos negocios y, por tanto, se consideraría como recto, toda vez que el pez que se
trataba de pescar podía tragar o no el anzuelo.
Abner había sido el elegido para hacerse cargo de aquella maniobra y dirigir de
principio a fin, y el éxito del plan dependía de su habilidad y discreción. Se esperaba
que regresara a Frisco con las escrituras de Rosa Blanca. Ahora que la forma de
obtener aquellos papeles era cosa suya, y por ello recibiría su buena comisión.
Aun cuando el plan parecía muy bueno, examinado en el privado de Mr. Collins,
este abrigaba sus dudas acerca del resultado final. En cualquier forma era el mejor
que hasta entonces había podido discurrir, no obstante lo mucho que había
concentrado su atención en el asunto. Para perfeccionar los detalles confiaba en el
talento de Abner, quien de encontrar algún medio mejor, lo pondría en práctica sin
esperar nuevas órdenes.
Pero no bien hubo escuchado la proposición de Abner, se percató de que esta era
infinitamente superior que cualquiera de los muchos proyectos que él había trazado.
Desde luego era lo bastante hábil para no dejar traducir a Abner que su proyecto era
otro, y para hacerle creer que justamente ese era el que en aquel preciso momento iba
a sugerirle.
Mr. Collins hizo un signo de asentimiento y dijo:
—Sí, Mr. Abner, eso es exactamente lo que hemos estado pensando hacer. Lo que
usted ha dicho es exactamente lo que deseamos. Necesitamos a ese hombre en este
país, aquí, en Frisco, debemos tenerlo en esta oficina, esa es la idea. Aquí podremos
tratar el asunto con él tranquilamente, es aquí donde podemos hacerle comprender la
gran cantidad de beneficios que obtendrá si nos vende su rancho. Le enseñaremos una
veintena de ranchos y haciendas que le harán saltar el corazón de gusto y le inspirarán
el más ardiente deseo de poseer uno de esos sitios maravillosos, que sin duda le
parecerán pequeños paraísos con luz eléctrica, teléfono, caminos pavimentados,
ganado de raza tan buena como jamás ha visto, habitaciones modernas, establos y
caballerizas higiénicos donde los caballos y las vacas viven felizmente. Bien, en
Mr. Abner había estudiado español en la escuela, y con gran éxito, según aseguraban
sus maestros quienes le habían concedido altas calificaciones en la materia. Sin
embargo, cuando llegó a la República descubrió con gran asombro que las gentes de
allí no comprendían su lengua natal. Por tanto, durante las dos primeras semanas de
su estancia tuvo muchas dificultades para entenderse con las gentes y comprender sus
ideas sobre la vida. Sin embargo, como ponía suficiente dinero, la necesidad de
hablar castellano con soltura no era imperativa. Encontró amigos en donde quiera que
fue y causó en las gentes la impresión de ser un hombre de recursos. Como
cualquiera de sus nuevos amigos hablaba inglés mejor de lo que él nunca hubiera
hablado el castellano, pronto se interiorizó convenientemente de las condiciones y
costumbres de la tierra.
Un día llegó a Tuxpan. Como era aquel el pueblo más cercano a Rosa Blanca,
decidió hacer de aquel lugar el centro de sus operaciones.
No fue directamente a ver a don Jacinto. Como buen tinterillo experimentado en
toda clase de trucos, ensayó todos los atajos antes de examinar el camino recto. Bien
podía tener éxito inmediato y ello hubiera mermado la cantidad de dinero que
esperaba ahorrar del que se le había autorizado para gastar a discreción.
Pasó la primera semana recorriendo cantinas, billares, burdeles y lugares
similares, en los que no solo pensaba encontrar determinada información, sino
también lograr las relaciones que le eran necesarias para lanzar su ataque contra don
Jacinto.
En cierta cantina, que era su preferida por ser la más limpia, encontró a un
mestizo hijo de un norteamericano, quien atraído por las facilidades de vida que se
hallaban en la República se había ido hundiendo cada vez más, hasta llegar a los más
bajos fondos. Vivía ebrio y finalmente consiguió una mujer mexicana con la que tuvo
un hijo. Ese hijo, cuyo nombre era Frigillo, había ido al país de su padre, esto es, a los
Estados Unidos, en donde había desempeñado veinte empleos diferentes, entre los
que se contaban algunos muy desagradables. Varias veces había tenido dificultades
con la policía debido a raterías y a violaciones de la ley Sullivan, actos que había
purgado en la penitenciaría, y finalmente había sido deportado a su país natal.
Hablaba bien el inglés y por ello tenía facilidad para conseguir trabajo como capataz
y tomador de tiempo en empresas petroleras norteamericanas e inglesas establecidas
en la República.
La disciplina de aquellos trabajos no había logrado borrar de su mente la idea
acerca de las comisiones que un muchacho listo puede desempeñar para ganar más
dinero con menores dificultades de las que tiene estar parado o sentado todo el día
bajo un sol tropical, fumando cuantos cigarrillos le vengan en gana, pero sin poder
Frigillo no tenía prisa alguna por dejar el pueblo. Dijo a Abner que necesitaba hacer
muchos preparativos para el viaje, así como elaborar algún plan para explicar su
visita a Rosa Blanca sin despertar sospechas en don Jacinto, quien quizá hasta los
echaría si trataran de permanecer en su rancho por más tiempo del que lógicamente
puede permanecer un visitante ocasional.
Esa fue siempre la excusa dada por Frigillo cuando Abner sugería la conveniencia
de partir. El caso era que Frigillo no hallaba buenas razones para partir tan pronto.
Sabía que en cuanto Abner hiciera el viaje, dejaría de interesarle su amistad, dejaría
la República y regresaría a su patria. En tanto que aquel lo necesitara podría
exprimirlo ilimitadamente. Abner le dejaba ganar diariamente de diez a veinte pesos
en efectivo, pagaba todas sus cuentas de hotel y restaurante y le obsequiaba con
bebidas y diversiones, entre las que se contaba la compañía de algunas mujeres.
Frigillo se habría considerado un asno si no hubiera sacado a aquel gringo idiota todo
cuanto pudiera.
Así pues, en una semana no se movieron. Un día Frigillo dijo que su plan estaba
maduro para ser ejecutado y que todo, incluidos los caballos y el guía, estaba listo
para el viaje. Sugirió que se compraran regalos para don Jacinto, su mujer y otros
miembros de su familia, así como obsequios de menor importancia para el
mayordomo de la hacienda, cuya ayuda sería muy conveniente. Frigillo no habría
hecho aquellos preparativos de no haberse percatado de que Abner había descubierto
las razones que los retenían. Abner empezó a jugar al billar en la forma en que lo
había jugado toda su vida. Explicó su repentina habilidad, diciendo que Frigillo le
había enseñado los trucos que ponía en práctica y que estaba agradecidísimo por
aquellas maravillosas lecciones. Frigillo no solo había dejado de ganar veinte pesos
diarios, sino que ahora se veía obligado a pagar. Al cabo de algunos días sospechó
que Abner había sido siempre un gran jugador y que lo había dejado ganar
intencionalmente. Obedeciendo a estas circunstancias, resultó más conveniente para
Frigillo apresurar el viaje y sacar de él cuanto provecho le fuera posible.
Frigillo y don Jacinto se conocían de vista y se habían oído nombrar mutuamente,
pero nunca habían trabado conocimiento ni tenido relación alguna. Frigillo había
encontrado a don Jacinto dos o tres veces en el mercado de Tuxpan en donde se
habían cruzado algunas palabras respecto a los precios y al estado de los caminos.
Fuera de ello, Frigillo había estado dos o tres veces en la región para contratar
trabajadores y hasta había contratado a algunos hombres de Rosa Blanca que
encontrara en Tuxpan, y había declarado a sus amigos que el sitio más difícil para
enganchar trabajadores era el rancho de don Jacinto.
Llegados a Rosa Blanca, se apresuró a presentar Abner a don Jacinto como su
más querido amigo norteamericano, venido de San Francisco, California, y quien por
Los dos visitantes penetraron en una amplia pieza que hacía veces de la sala a la casa.
Un indio trajo una jicara llena de agua fresca y clara y la ofreció a los visitantes
junto con una toalla que llevaba sobre el brazo izquierdo y un trozo de jabón hecho
en casa, para que se lavaran las manos. No les recomendaban que se lavaran en
seguida la cara, porque aún la traían ardiendo por los rayos del sol y la humedad les
ocasionaría lesiones en la piel y en los músculos.
Otro muchacho trajo sobre una charola dos vasos de agua para que los caballeros
se enjuagaran la boca y la desembarazaran del polvo del camino.
El guía de los visitantes se había ido con Miguelito conduciendo los caballos al
río.
Don Jacinto trajo una botella de mezcal y llenó tres vasos hasta dos dedos de
altura. Cuando los caballeros terminaron su aseo, les ofreció un trago, brindando a su
salud.
—Muy buen mezcal, don Jacinto —dijo Frigillo lamiéndose los labios y mirando
con tristeza su copa vacía.
—Tiene que ser bueno —dijo don Jacinto con orgullo—. Sí, tiene que ser bueno,
porque ha sido hecho en la hacienda para exclusivo consumo de la casa. Tomen otra,
caballeros.
Frigillo sonrió y tendió la copa. Abner sonrió con lágrimas en los ojos y tendió
también su copa diciendo:
—Tomo una más solo para acostumbrarme, pero ¡por el diablo que es fuerte esta
bebida!
—A la nochecita probarán el habanero que hacemos aquí, verán como es el mejor
que han bebido. Los conocedores dicen que es mejor que el mejor y más viejo de los
cubanos.
Los dos visitantes y don Jacinto se hallaban sentados en sendas mecedoras en el
pórtico, esperando que la cena estuviera lista. Don Jacinto, para agradar a su huésped
norteamericano, habló de lo que sabía acerca de los Estados Unidos.
—Tengo entendido, señor, que las gentes de su país son muy ricas y que todas
ellas viven en casas tan altas que no es posible distinguir a un hombre cuando se
asoma uno a la calle desde el último piso. Y dígame, ¿es verdad que los ferrocarriles
y los automóviles atraviesan por debajo de los ríos y pueden cruzar por las azoteas de
las casas? Yo creo que eso es una leyenda, ¿verdad?
—No es leyenda, don Jacinto, es la verdad —confirmó Abner, en tanto que
Frigillo hacía un signo de asentimiento y agregó:
—Pero eso es poco, muy poco, don Jacinto. En San Francisco, donde Mr. Abner
vive, usted podría ver cosas mejores, más grandes, más maravillosas.
Don Jacinto lanzó a ambos una mirada dubitativa.
A la mañana siguiente, después del desayuno, don Jacinto llevó a sus huéspedes a la
pradera. Cualquiera de los caballos que Abner deseaba examinar de cerca era lazado
por el vaquero, quien lo conducía hasta él.
Obedeciendo las indicaciones de Frigillo, Abner alababa a los animales como si
se tratara de los mejores del mundo, aun cuando solo fueran, como don Jacinto les
había dicho, caballos corrientes, solo que mejor tratados y alimentados que el resto de
los que se crían en la República.
Al ver lo mucho que se estimaba a sus caballos, don Jacinto, muy orgulloso de
cuanto se criaba en Rosa Blanca, se sentía complacido, naturalmente. Habría dejado
de ser humano y amante verdadero de los caballos si no se hubiera mostrado
encantado ante tanta estimación puesta de manifiesto por un extranjero que sin duda
había visto muchos buenos caballos en su país. Aun cuando el extranjero no
conociera mucho de caballos, según don Jacinto se había percatado la noche anterior,
y más aún aquella mañana, no obstante, juzgaba y estimaba la belleza y fuerza
particular, la gracia natural y la suavidad de paso de aquellos animales entendidos e
inteligentes. Tanto complacieron a don Jacinto los elogios de Abner que le regaló los
seis caballos que este había elegido.
Explicó aquel gesto generoso diciendo:
—¿Cómo podría yo tomar dinero de usted a cambio de estos caballos, si usted los
aprecia tanto y los considera acreedores a su admiración? Me dolería cambiar
animales tan admirados por dinero. En tales circunstancias me es imposible
venderlos, porque no podría fijar precio que justificara la gran estimación en que se
les tiene.
Don Jacinto acarició a cada uno de los caballos que habrían de ser enviados
aquella misma tarde a Tuxpan, donde serían puestos a disposición de Mr. Abner. Los
acarició y les habló como si fueran humanos capaces de comprender sus palabras y
sus sentimientos.
Frigillo picó a Abner en las costillas para recordarle su papel. Ambos, Abner y
Frigillo, habían ensayado la comedia que en aquellos momentos representaban, y que
planearan la noche anterior al encontrarse solos en la habitación que les fue ofrecida
en Rosa Blanca.
Abner recordó su época de cazador de ambulancias, cuando tenía que presentar
casos falsos ante jurados escépticos poseedores de automóviles, ante jueces
experimentados y ante abogados de compañías de seguros que solían reír
sardónicamente. También recordó los trucos que empleaban para lograr del jurado
una decisión favorable para sus clientes.
Con voz temblorosa y lágrimas en los ojos dijo:
Llegados a San Francisco, Abner alquiló toda una casa amueblada. Su apariencia y su
situación le parecieron inmejorables para la consecución efectiva de sus planes.
Cuando instaló en ella a don Jacinto, le hizo creer que la casa era de su propiedad.
Al día siguiente se presentó en las oficinas de la Condor y fue recibido
inmediatamente por Mr. Collins.
En sus informes regulares no decía mucho acerca del desarrollo de sus gestiones.
De vez en cuando enviaba un telegrama en el que decía que tropezaba con
dificultades increíbles. En su último cable hablaba, por fin, de haber encontrado la
forma de lograr su propósito, pero sin mencionar, sin embargo, el momento en que
don Jacinto había caído en la trampa, ni el momento en que se ponía en camino de
San Francisco llevando consigo a su presa.
Cuando se enteró de que don Jacinto estaba en San Francisco habitando una casa
particular, Mr. Collins sintió deseos de saltar, de abrazar a Abner, de llamarlo gran
hombre y de ofrecerle el puesto de décimo vicepresidente. Pero se contuvo
oportunamente y después se felicitó de haberse mostrado sorprendido solamente,
diciendo en voz baja y en un tono como si siempre hubiera estado seguro de que las
cosas resultarían en aquella forma:
—Buen trabajo, Abner, buen trabajo. Tal vez podamos aumentar su comisión si
contamos con usted hasta la total consecución de nuestros planes. Si logra usted
convencer a ese hombre de que lo que hacemos es en beneficio suyo, aumentaríamos
su comisión hasta setenta y cinco mil dólares en lugar de cincuenta mil. Desde luego,
queda entendido de que nadie le pedirá cuentas detalladas de los gastos que haya
hecho. Consideraremos los veinte mil dólares que le entregamos como totalmente
comprobados.
—Gracias, Mr. Collins.
—Eso es todo por el momento, Abner. Ahora tengo qué concentrarme y ver qué
es lo que hay que hacer después. Cualquier consejo suyo será estimado. Buenas
tardes.
Abner llevó a don Jacinto a que conociera la ciudad. Atravesaron la bahía en
pesadas barcazas para dirigirse a todos los pueblos que se hallan frente a San
francisco; tomaron un bote especial que los condujo al Golden Gate; fueron al
parque, al cine, a las comedias musicales, a los espectáculos cómicos. Visitaron
China Town y don Jacinto experimentó un placer casi infantil mirando cómo los
tranvías subían y bajaban por las colinas con tanta facilidad y suavidad como si algún
gigante los condujera. Escuchó la radio con la boca abierta, y se asustó tanto que
habría corrido si Abner no le hubiera explicado con la mayor sencillez posible su
funcionamiento.
Dos semanas después, los contratos de venta de Rosa Blanca fueron registrados en
Jalapa para su autorización, como requisito final exigido por la ley de propiedad de la
tierra en la República. Las escrituras y títulos fueron debidamente registrados en
nombre del nuevo propietario, la Condor Oil Inc. Ltd., S. A.; se pagaron las
contribuciones, se compraron los timbres y se colocaron, cancelados, en los contratos.
Las actas hablaban del pago de cuatrocientos mil dólares hecho al anterior propietario
don Jacinto Yáñez. Las escrituras habían sido firmadas por el propietario anterior y
por el primer abogado de la compañía. Las firmas de ambos contratantes, así como
las de los diferentes testigos, que constaban en los documentos, fueron autenticados
por dos notarios públicos, de acuerdo con la ley. Los contratos originales y sus
duplicados se acompañaron de un certificado del cónsul general de la República
residente en San Francisco, California. El documento certificaba la legalidad de la
venta; otro certificado extendido por un notario norteamericano garantizaba la
autenticidad de las firmas en todos los documentos. La traducción al castellano que se
acompañaba había sido autorizada por el cónsul general de la República como exacta
y verdadera en todas sus palabras y significado.
De acuerdo con ciertas reglas toda la operación debía haber sido realizada en las
oficinas del cónsul general de la República. Sin embargo, como el notario público
cuya firma autorizaba los documentos, el vicepresidente y el abogado de la empresa,
así como los testigos, eran caballeros respetabilísimos conocidos personalmente por
el cónsul, este no veía razón alguna para insistir en el cumplimiento de la formalidad
de firmar los documentos en su oficina. No era de su incumbencia investigar si
aquellos se basaban en hechos legales o constituían un fraude. En sí todos ellos eran
legales, de ahí que ni siquiera se parara a pensar que podía haber algo torcido en los
procedimientos.
Pasó un mes.
Un lunes, tres semanas después de que los documentos fueron registrados en
Jalapa, llegaron a Rosa Blanca los ingenieros de la Condor para hacer la medición de
la hacienda.
Apenas habían sacado sus instrumentos y levantado su tienda cuando surgieron
las dificultades. Domingo, el hijo mayor de don Jacinto, su madre y una veintena de
hombres se reunieron en rededor de los ingenieros y de sus trabajadores, y si los
primeros no hubieran suspendido sus trabajos, algo grave habría ocurrido.
Los ingenieros explicaron a Domingo y a doña Conchita que la Condor había
comprado la hacienda y que por lo tanto, tenía derecho absoluto para que los hombres
trabajaran donde lo ordenara el nuevo propietario.
El hijo y la esposa de don Jacinto alegaron que semejante venta no podía haberse
realizado, porque este nunca había pensado en venderla a precio alguno, y que si
Cuatro días después, doña Conchita y su hijo mayor, Domingo, llegaron a Jalapa y
fueron recibidos por el gobernador tan pronto como este se enteró de que se hallaban
en la capital. Recordaba perfectamente a ambos desde su visita a Rosa Blanca.
Doña Conchita así como Domingo estaban estragados. En su semblante podía
leerse lo que habían sufrido últimamente y cómo se habían apoderado de su mente
ideas penosas desde que don Jacinto se fuera sin haber vuelto a dar señales de vida a
partir del momento en que saltara en Tuxpan al bote de vapor, en donde algunos
conocidos le vieran por última vez. El gobernador, mostrándose en extremo cordial
con ellos, les inspiró confianza ilimitada en su amistad. Obsequió al hijo con cigarros
y a doña Conchita, con una caja de dulces que sacó de un cajón de su escritorio. Al
ofrecerle la caja hizo un ligero ademán de contrariedad y dijo:
—Perdóneme, doña Conchita, pero ahora recuerdo que usted habría preferido un
cigarro fuerte en lugar de dulces, ¿verdad?
Ella sonrió y tomó un cigarro de la caja reservada a los nativos, que gustan tabaco
puro y no mezclado con hierbas persas o egipcias que encierran en media cajetilla de
cigarros mil toses.
—Y bien, ¿dónde creen ustedes que esté don Jacinto? —preguntó entrando de
lleno en la materia.
Inmediatamente a los ojos de la mujer acudieron pesadas lágrimas que la
obligaron a buscar su pañuelo.
Domingo contestó por ella:
—Eso lo ignoramos, señor gobernador, es más, ni siquiera tenemos la menor idea.
La mujer dijo:
—Nunca en nuestra vida habíamos penado tanto como ahora. No acertamos a
imaginar lo que puede haberle ocurrido desde el día en que partió con el
norteamericano, pues desde entonces no hemos tenido ninguna noticia suya.
—Don Jacinto ha vendido Rosa Blanca.
—¡Esa es una mentira infame! —exclamaron ambos, madre e hijo, al unísono,
saltando de sus asientos.
La mujer, de pie, gritó:
—Es un puerco embuste. Jacinto no ha hecho ni hará jamás semejante venta.
Antes moriría que vender un metro cuadrado de Rosa Blanca.
En cuanto terminó de hablar se dejó caer en el asiento y lloró lastimeramente,
dejando correr las lágrimas por sus mejillas.
Domingo, todo amor y ternura, le habló dulcemente tratando de calmarla.
—No sea tonta, mamacita. Por favor deje usted de llorar. Estoy seguro que a mi
papá nada le ha pasado y que muy pronto estará de regreso; a lo mejor ya está en casa
afligiéndose por nuestra ausencia.
El licenciado Pérez envió a Mr. Collins una carta certificada para la que pedía una
atención estrictamente personal. Deseaba que nadie más que Mr. Collins se enterara
del contenido de ella, y debido a eso se abstuvo de telegrafiar.
Mr. Collins palideció al leer esa carta. Inmediatamente hizo venir a Abner a su
despacho, del que Ida salió como un suspiro.
—¿No se lo advertí, Abner? —dijo con voz atronadora, dirigiéndose al hombre,
que tembló de miedo—. ¿No le advertí, grandísimo jumento, que no hiciera nada
indebido?
¿No le dije que no deseaba ninguna responsabilidad, ningún manejo
desautorizado por la ley? Nosotros no tenemos piedad para los imbéciles, lo único
que merecen es la cámara letal por no hacer un trabajo perfecto.
La cara de Mr. Abner aparecía intensamente pálida.
—¿Qué ocurriría si las cosas se ponen en claro? —preguntó con voz aterrorizada.
—¿Algo? No somos tan afortunados. Si solo ocurriera algo ya podría usted dar
gracias a Dios y al diablo. —El tono de la voz de Mr. Collins era helado e impío.
—Entonces lo único que me queda es comprar una pistola y usarla contra mí
mismo. —Abner se dejó caer en una silla consciente de su desamparo, con el aspecto
de un trapo viejo.
—Debe comprarla si aún le queda tiempo para hacerlo. De acuerdo con mis
cálculos cuenta usted apenas con veinticuatro horas y dentro de ese tiempo debe
hacer lo que se haya propuesto o será demasiado tarde hasta para usar la pistola. Y le
aconsejo que compre una buena, una que no falle en el momento preciso. Ese cónsul
general, que abrigó sospechas desde el principio, sin saberlo nosotros ha descubierto
todo el asunto.
Collins trabajaba rápida y duramente cuando había urgencia de ello. Sus policías
habían andado sobre la pista desde que don Jacinto llegara a San Francisco, porque
no confiaba en Abner ni un ápice y lo sabía capaz de apropiarse del filón o de
venderlo a otra empresa que le pagara mejor. Había prevenido a su policía particular
para que no dejara suelto ningún cabo.
El cónsul general no había sido menos hábil ni había estado menos alerta que Mr.
Collins. También él, desde el momento en que los documentos fueron presentados en
su oficina, había destacado a sus policías para que ataran cabos. En un principio había
creído que tal vez algunos ciudadanos expatriados de la República habían tenido que
ver en aquel trato de la Condor y que tal vez don Jacinto o bien necesitaba el dinero
para financiar algún complot o sería robado por aquellos compatriotas suyos que lo
necesitaba. El hecho de que el trato no era honesto y de que algo anormal había en él,
lo había deducido por muchas circunstancias, solo que le faltaban la evidencia para
poder actuar.
Con placer sardónico, casi perverso, Mr. Collins se percató de que Abner no podía
sobreponerse al terror que le había infundido momentos antes. Sus ojos brillaban
como los de un gato que contempla la agonía de un pájaro atrapado por sus garras y
le gritó:
—¿Sabía usted, desgraciado imbécil, perro cobarde, que su don Jacinto nunca
supo escribir, que nunca pudo escribir su nombre, que ni siquiera fue capaz de trazar
un rasgo legible?
Abner trató de levantarse rápidamente del asiento, pero estaba demasiado débil
para hacerlo y se dejó caer sobre el respaldo, con la flojedad de un saco de patatas.
Movió la cabeza con desesperación y dijo, balbuciendo más bien que hablando:
—En eso nunca pensé, ¿quién iba a creer que un señor hacendado no supiera
escribir ni su propio nombre?
—Sí, ¿quién podría pensar en insignificancia semejante? Hasta un burro lo habría
considerado. Pero no el asno que yo supuse tendría un ápice de inteligencia. Y yo que
le creí un buen marrullero, un tinterillo hábil, un cazador de ambulancias. Cazador.
Cazador de ambulancias. Ahora, ¡por un diablo!, dígame usted, tinterillo asqueroso,
¿quién le dio autorización para falsificar la firma de ese hombre? ¿Quién? ¡Dígalo, si
no quiere que le apriete el pescuezo hasta sacarle los ojos de las órbitas!
—Nadie —balbuceó Abner—. Yo pensé…
—Usted pensó, ¿con qué pensó usted, con las patas o con qué?
Abner pareció recordar haber sido un cazador de ambulancias y ladrón de
anfiteatros de primera clase y su cara recobró algo del color perdido cuando dijo:
—¿Cómo es posible que no supiera firmar si yo le enseñé durante el viaje y
durante su estancia en mi casa?
—Vaya a contarle ese cuento chino a otro. No hay escape para usted, Abner.
Descuidó un sin fin de huellas digitales sobre la carpeta, mientras se cuidaba de la
caja fuerte empotrada en el muro. El hombre encontró a un compatriota suyo, le
habló de todos los detalles importantes, incluso que no sabía escribir ni una sola letra
y eso solamente cinco días antes de firmar los contratos. Tráguese eso a ver si puede.
Su excusa es solo un veneno más, y no me importa que sea veneno para ratas o ratas
envenenadas lo que se trague, pues no merece usted el honesto golpe de la honesta
bala de una honorable pistola, porque usted es una rata, solamente una rata apestosa
de alcantarilla.
—Cállese, Mr. Collins, porque no seré responsable de mis actos si continúa
hablándome de ese modo.
Collins sonrió diabólicamente.
—¿Responsable de qué, de qué actos? Ahora el perro roñoso quiere dárselas de
valiente, cuando lo único que merece es la cámara de gas. ¿Qué puede hacerme?
Sin lugar a duda, Rosa Blanca supo compensar. Sobrepasó a todos los sueños de Mr.
Collins. Pagó con toda la sangre de su corazón y con todos los suspiros de su alma
destruida.
Rosa Blanca se había convertido en el lote número 194. Y se explotaba a toda
capacidad. Millones de dólares se sacaron de Rosa Blanca. En tanto los nativos
capaces de vivir sin trabajo y sin pan, pero no sin un rifle, se atacaban mutuamente;
mientras los diputados se exhibían en los cabarets unas veces como payasos y otras
como gánsteres; mientras los jueces sentenciaban de acuerdo con determinados
precios; mientras ni un presidente municipal era elegido sin que por lo menos veinte
hombres del pueblo murieran en las calles antes de que aquel tomara posesión de su
cargo; mientras los dirigentes erigían monumento tras monumento a la memoria de
generales mucho tiempo atrás olvidados, sin destinar un centavo siquiera para la
organización de un cuerpo de bomberos.
Solo han pasado unos cuantos meses y nadie en la tierra recuerda que alguna vez
en un rincón de la República existió una Rosa Blanca. La mayoría de las comadres al
preguntárseles por el sitio que habitan dirán: «Vivimos en los Pozos Gigantescos en
donde nuestros hombres hacen mucho dinero».
Pozos Gigantescos era el nombre que la Condor había dado a Rosa Blanca.
Cualquier nacido y criado en Rosa Blanca, pero que la hubiera abandonado antes de
ser vendida, si hubiera regresado no habría encontrado ni una sola persona que lo
llevara a Rosa Blanca. Ese nombre se había olvidado, había sido borrado de la mente
de todos, porque Pozos Gigantescos pagaba salarios que se consideraban como
millones. En Rosa Blanca un centavito era algo que hombres, mujeres y niños eran
capaces de buscar durante largas horas si llegaba a perderse, lamentándose
profundamente si no les era posible encontrarlo. Ahora los compadres y las comadres
podían tirar hasta pesos de plata, es más, hasta piezas de oro sobre una mesa de juego
y, en caso de perderlas, tal vez ni una última mirada les habrían dedicado.
Si alguien buscara a Rosa Blanca no le habría sido posible encontrarla, ni siquiera
don Jacinto si hubiera podido volver a este mundo. Se había hecho todo lo posible y
con gran velocidad, a fin de que la tierra no volviera a convertirse en un rancho aun
cuando alguien se lo propusiera.
Rosa Blanca estaba ahora mal oliente, sucia, grasienta y cubierta por espesas
nubes de humo y vapores fétidos, que hacían a los humanos y a los animales
experimentar dolores en los pulmones, semejantes a los que causarían millares de
agujas al clavarse en ellos. Y una vez aparecidas nunca más desaparecerían aquellas
nubes que caían sobre los campos como una amenaza del cielo. Igual de día que de
noche, el mundo entero parecía aplastado por un ruido que despedazaba los nervios y
en el que se mezclaban chirridos, truenos, martillazos, choque de metales pesados,
Mr. Collins se hallaba sentado en su oficina privada leyendo los cables recibidos de
Pozos Gigantescos.
—¿Ofrecerme el King George’s como barco particular de Basileen? —gritó—.
No, claro que no. Comparado con el barco que ella tendrá el King George’s parecerá
un carbonero del Hudson.
Tomó el audífono y habló con Basileen, llamándola «mi emperatriz». Primero
había sido «mi duquesa», después «mi princesa» y, después de ser «mi reina» durante
algún tiempo, la había ascendido finalmente al rango de emperatriz. Tenía pensado
construir una catedral para coronarla con todas las ceremonias del caso. En aquel
momento recordó que había prometido a una congregación de metodistas regalarles la
iglesia que les faltaba y cuyo ministro le había escrito una carta maravillosa,
diciéndole que lo consideraba el mayor benefactor del cristianismo y que él, esto es,
Mr. Collins, sería incluido en los rezos oficiales si era tan generoso de proveer a la
congregación con la iglesia que tanto necesitaba. Inmediatamente hizo algunas
anotaciones en el block que tenía ante sí en su escritorio, en tanto enviaba una docena
de besos a través del teléfono a su emperatriz.
Colgó el audífono en el momento en que Ida entró precipitadamente, esta vez no
como un suspiro sino en forma casi tempestuosa, lo que significaba que tenía algo
extraordinariamente grande que comunicar a Mr. Collins y que no pedía esperar ni un
segundo.
Se detuvo para tomar aliento, y Mr. Collins preguntó:
—¿Qué le ocurre, Ida?, nunca la había visto así. Cualquiera diría que va usted a
casarse dentro de media hora.
—¿Casarme yo, Mr. Collins? No, nunca; estoy segura.
Tenía necesidad de dar rienda suelta a lo que traía en la mente, pero Mr. Collins
no le dio tiempo.
—Bien, entonces si no es que va usted a casarse, ¿qué diablos es? Parece usted
haberse enterado de la más sensacional de las noticias. ¿Más telegramas de P. C.?
Ida, todavía tratando de tomar aliento, agitó un periódico que traía escondido
entre sus manos a su espalda.
—¡Noticias, Mr. Collins, las más sensacionales que hemos tenido hasta la fecha!
¡Vea, nada más!
Se había aproximado y extendido el periódico sobre el escritorio de Mr. Collins y
su excitación era creciente, porque deseaba saber cómo tomaba aquel la noticia.
Collins tomó el periódico y leyó el gran encabezado de la primera plana que
decía:
—Hombre de San Francisco asesinado en una casa de juego de Singapore al ser
descubierto haciendo trampas.