La Rosa Blanca

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La

Rosa Blanca muestra a Traven como escritor político de primer orden. La novela
describe uno de los episodios más violentos de la historia contemporánea de México:
el de la lucha del país por controlar sus recursos naturales.
B. Traven, descendiente espiritual de los cronistas novohispanos del siglo XVI, no
puede ocultar aquí su solidaridad y amor por este país al que amó entrañablemente.

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B. Traven

La Rosa Blanca
ePub r1.0
Titivillus 22.03.2019

ebookelo.com - Página 3
Título original: Die Weiße Rose
B. Traven, 1929

Editor digital: Titivillus
ePub base r2.0

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Índice de contenido

Cubierta

La Rosa Blanca

II

III

IV

VI

VII

VIII

IX

XI

XII

XIII

XIV

XV

XVI

XVII

XVIII

XIX

XX

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XXI

XXII

XXIII

XXIV

XXV

XXVI

XXVII

XXVIII

XXIX

XXX

XXXI

XXXII

XXXIII

XXXIV

XXXV

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XXXIX

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XLIII

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XLVI

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LXXI

Sobre el autor

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I

En la República operaban veinte compañías petroleras, entre las cuales la Condor Oil
Company Inc. Ltd., S. A. no era la más poderosa ni la más rica, pero sí la más
ambiciosa.
No solamente para el desarrollo del individuo, sino para el de una empresa
capitalista, la posesión de un apetito excelente es de consecuencias vitales, porque es
determinante fundamental del tiempo que se emplea y de la velocidad que se
desarrolla para el acaparamiento de dinero, que se traduce en poder. De ahí que sea el
apetito lo que finalmente decida los medios que deben ser empleados por
determinada empresa, para que esta llegue a ser un factor de control en los asuntos
nacionales e internacionales.
La Condor Oil era la empresa más joven de la República y, tal vez, atendiendo a
esa razón, no solo tenía el apetito más voraz, sino una digestión formidable y un
estómago que, sin revolverse jamás, era capaz de aceptar cualquier cosa ingerida
intencionalmente, por equivocación, por la fuerza o accidentalmente.
La lucha impía de todas las compañías petroleras en la República, tenía una meta
principal y esta era apropiarse de todas aquellas tierras que presentaran aún la más
leve posibilidad de producir petróleo algún día, en un futuro próximo o en cincuenta
o cien años. La cuestión era controlar todas las fuentes petroleras en el presente o en
el futuro. La mayoría de las compañías ponían en juego más poder, dinero y astucia
en la adquisición de tierras, que en la aplicación de recursos científicos para la
explotación hasta el límite de la capacidad de producción de las que ya poseían.
Solamente obteniendo tanto territorio o más que el poseído y controlado por las
compañías realmente grandes, podía la Condor esperar que algún día aquellos que
controlaban el negocio la consideraran real y seriamente como un poder en el
mercado.
El cuartel general de la Condor estaba en San Francisco, California, con varias
sucursales en Oklahoma, Tulsa, Pánuco, Tuxpan, Tampico, Ébano, Álamo, Las
Choapas y Minatitlán, y se encontraba lista para establecer algunas nuevas en el
Istmo, Campeche, Venezuela y en la región del Chaco.

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II

Una gran sección de los estados costeros del Noroeste, bien conocidos como ricos en
petróleo, eran poseídos, alquilados o controlados casi totalmente por la Condor Oil.
Ese vasto territorio era el mayor y más jugoso que la Condor había podido tragarse
desde que operaba en la República, y con la posesión de esa gran faja de tierra, la
compañía había dado un considerable paso hacia la meta que perseguía, y que era ser
considerada uno de los factores dominantes en el mercado.
Colindando y cortando en parte esa nueva posesión de la Condor, se hallaban las
tierras de una vieja hacienda llamada Rosa Blanca.
Rosa Blanca ocupaba más o menos mil hectáreas de tierra que producían maíz,
frijol, ajonjolí, chile, caña de azúcar, naranjas, limones, papayas, plátanos, piñas,
jitomates, y una especie de fibra con la cual se fabricaban reatas y hamacas. Además,
en ella se criaban caballos, mulas, burros, cabras, puercos y algo más preciado,
buenos muchachos y muchachas indígenas.
A pesar de su extensión y riqueza, la hacienda no enriquecía a su propietario, ni
siquiera le producía lo bastante para vivir confortablemente. En cierto grado, ello se
debía a determinadas condiciones inherentes al trópico. Sin embargo, la relativamente
escasa productividad del rancho resultaba de que todo se planeaba y se hacía en la
misma forma, o casi en la misma forma, en que se había hecho cuando los
antepasados de don Jacinto eran aún soberanos de la Huasteca. La organización social
y económica era patriarcal, basada en la tradición y en las características especiales
de la raza indígena.
La vida en Rosa Blanca era fácil. El elemento humano era tomado en cuenta antes
y sobre todas las cosas que se hicieran o tuvieran que hacerse. Nadie se ponía
nervioso, irritado o enojado jamás. Nadie guiaba y nadie era guiado. Ninguna prisa
turbaba aquella paz angélica que hacía pensar en la rosa blanca de un rosal jamás
tocado por el hombre.
Cuando en rarísimas ocasiones se cambiaba alguna palabra acre, ello se debía
únicamente a que el hombre, de vez en cuando, necesita de un cambio para apreciar
mejor su tranquilidad.
Todos los peones del rancho eran indígenas y de la misma tribu que el propietario.
Nadie ganaba salario elevado. De hecho, muy poco dinero pasaba por las manos, pero
todas las familias que trabajaban en el lugar vivían en él, por él y para él. Cada
familia tenía su hogar propio. Las casas eran de adobe o petate forrado de lodo y
techos de palma, como son todas las de los campesinos en la República. Ahora que,
como el clima tropical permite a la gente pasar todo el día a la intemperie durante
todo el año, la casa solamente se usa para protegerse de la lluvia o de algún viento
frío. Además, de haber construido mejores casas, estas habrían constituido más bien
un estorbo que una comodidad para ellos.

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Cada familia cultivaba una parcela cuyas dimensiones iban de acuerdo con el
número de bocas que tenía que alimentar.
Los productos de esa tierra eran propiedad indiscutible de la familia a la que el
propietario la había asignado.
Nadie pagaba a don Jacinto, propietario de Rosa Blanca, alquiler alguno por las
casas ocupadas y las tierras explotadas por aquellas familias. Y más aún, a cada
familia se le permitía criar determinado número de animales que pastaban en las
praderas de la hacienda. Don Jacinto, indio de pura raza como todos los que allí
habitaban, proporcionaba medicamentos a los que enfermaban. La patrona, su esposa,
india también, que había adquirido alguna habilidad para atender enfermos en un
hospital, actuaba como médico en algunos casos y en otros, especialmente los muy
precisos, como partera.
Todas las familias que habitaban Rosa Blanca descendían de incontables
generaciones que habían vivido en la misma forma y lugar. Raramente se aceptaba
una nueva familia, y si ocurría, ello se debía únicamente a matrimonios efectuados
con extraños. La mayoría de las familias eran de uno u otro modo parientes de
Jacinto. Muchos de ellos tenían que agradecer su presencia en el mundo no solo al
señor, sino a un buen número de antepasados de don Jacinto. Este era padrino y doña
Conchita, su esposa, madrina de más de la mitad de los chicos nacidos en la hacienda.
Convirtiéndose en compadre y comadre de los padres de los niños, lo que
establecía relaciones que se tenían por más íntimas que las que existen entre cuñados,
se consideraban muy honrados, ya que la elección se basa en la confianza que se
profesa al padrino.
Tomando en consideración que don Jacinto y doña Conchita eran compadres de la
mayoría de los peones de la hacienda, y que hasta el más humilde tenía derecho a
llamarlos de ese modo, se verá que las relaciones entre el propietario y los peones de
Rosa Blanca eran más íntimas que las que existen entre compañeros y socios y
muchos más que las que existen entre empleados y patrones. En realidad no había
diferencias sociales en la hacienda. Sin embargo, aun cuando esas extrañas relaciones
abolían cualquier diferencia social en grado máximo, no abolían las diferencias
económicas entre las dos partes. Y naturalmente, de esa clase de relaciones, similares
a las que habían mantenido los indios mucho antes del descubrimiento de América,
surgían condiciones no comprendidas fácilmente por gentes extrañas a la raza
indígena.
El patrón se encuentra en posesión legal de la hacienda, que ha pertenecido a su
familia durante siglos, probablemente desde muchos años antes del descubrimiento
de Colón. Atendiendo a buenas razones, los conquistadores españoles reconocieron
derechos a los indios en ese caso particular, así como en cientos de casos más, ya que
en muchos lugares era más conveniente tener a los jefes nativos como amigos que
como enemigos. Siendo indígena no solamente por su color, sino, sobre todo, por su
corazón, alma y concepción de la justicia, don Jacinto no se consideraba propietario

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de Rosa Blanca en la misma forma que Mr. Crookbeak se considera propietario de la
destartalada casa de apartamientos de Lleigh Avenue en St. Louis, Mo. Don Jacinto
se consideraba solamente un individuo a quien por casualidad la providencia le había
confiado Rosa Blanca por toda la vida.
Nunca poseyó realmente la hacienda, solamente tenía derecho para explotarla y
no solo en interés propio, sino también, y quizá más aún en favor de quienes
formaban parte de la comunidad de Rosa Blanca. Rosa Blanca no era solamente el
suelo, los edificios, los árboles, sino todas las familias que vivían en ella y de ella, y
quienes, debido al hecho de haber nacido en el lugar, gozaban del derecho inalienable
de vivir en la hacienda, como un hombre nacido en los Estados Unidos tiene, por
virtud de la Constitución y su aceptación general, el derecho legal de vivir en ese
país.
El mismo golpe que el destino dio para convertir a don Jacinto en propietario de
Rosa Blanca, sirvió para hacerle responsable de todos los habitantes de la hacienda.
Don Jacinto vestía apenas perceptiblemente mejor que todos los demás, y la
pequeña diferencia solamente podía ser notada por los indios de la región. Calzaba
huaraches como todos, su alimentación como la de los otros, consistía especialmente
en tortillas, frijoles, arroz, chile verde y té de hojas de naranjo o del llamado té limón.
De vez en cuando bebía café del que crecía en el lugar, hecho a la manera indígena,
con piloncillo, también elaborado en la hacienda.
Sin embargo, por extraño que pueda parecer, él no habría sentado a su mesa a
ninguno de sus peones, ni siquiera a su mayordomo. El honor de compartir su frugal
comida estaba reservado a sus parientes y huéspedes.
Ninguno de los vecinos habría ocurrido bajo circunstancia alguna a un juez. Don
Jacinto era la única autoridad de su mundo. Todas las diferencias que surgían entre
las familias que habitaban Rosa Blanca, respecto a la propiedad de un becerrito, o
bien cuando se trataba del deseo de dos jóvenes de unirse indebidamente, o cuando se
disputaba alguna herencia, o tratándose de cualquier dificultad que se presentara en
su vida social y económica, eran sometidas al juicio de don Jacinto, y aquel era
inapelable. Ninguno de los vecinos sabía leer ni escribir, y si era necesario escribir
una carta o leer alguna que se recibía, doña Conchita se encargaba de ello.
Cuando las cosechas eran malas o un huracán de los muy frecuentes por aquella
región arrasaba los campos y las casas, don Jacinto se veía obligado a albergar y
alimentar a los infortunados. Si morían, cuidaba de que fueran decentemente
enterrados en el cementerio de Rosa Blanca, y de que doña Conchita dijera las
oraciones durante el funeral. Don Jacinto se hacía cargo de las viudas, huérfanos y
ancianos del lugar. Atendía a que las viudas hallaran una segunda oportunidad y de
que los huérfanos tuvieran un buen hogar, que no solamente los albergara, sino en el
que encontraran amor.
En la casa grande, en la que habitaba junto con su familia, había una veintena de
niños y jóvenes a quienes se empleaba en trabajos domésticos. Muchos de ellos eran

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huérfanos; algunos, como todo el mundo sabía, inclusive doña Conchita, tenían
perfecto derecho para llamar padre a don Jacinto. Sin embargo, habría sido una falta
de respeto imperdonable que le hubieran llamado así, olvidando que eran retoños de
alguna viuda o de alguna madre que encontrara marido cuando ya era demasiado
tarde para salvar su reputación. Pero en cualquier forma don Jacinto era el que
decidía de qué dependía el buen nombre de alguien. Si él declaraba que una mujer era
honesta, y que un hombre de quien se sospechaba como ladrón de gallinas, no era
ladrón, todo el mundo aceptaba su juicio. Cada año, los muchachos en buena edad
debían casarse y formar nuevas familias.
Don Jacinto los proveía de hogar y tierra, porque muy pocos abandonaban Rosa
Blanca después de su matrimonio. Y no importaba la cantidad de hijos que una
familia pudiera producir, porque don Jacinto siempre encontraba un sitio para ellos.
Bajo esas condiciones ni una sola persona en Rosa Blanca criticaba a don Jacinto
por vivir en una casa más grande que la de los demás, por comer carne con más
frecuencia que los otros y por tomar unos cuantos tragos de mezcal cuando lo
deseaba. Pero sea cual fuere la cosa que hiciera o cualquiera la forma en que actuare,
nunca actuaba como gran jefe, como ogro que emplea y despide a su antojo. De
hecho no podía hacerlo, era la providencia la que empleaba y despedía a sus hombres,
y él aceptaba el hecho como una ley natural.
Condiciones semejantes, por supuesto, existen, o pueden existir solamente en
ranchos cuyo propietario es indígena, al igual que sus ayudantes. Porque si ocurre que
el propietario es un gachupín o, lo que es cien veces peor, un alemán, las condiciones
son exactamente las mismas que prevalecían en Rusia o en Prusia en el siglo XVIII.
Las condiciones de Rosa Blanca eran inmejorables, y cualquier asunto, cualquier
contacto entre don Jacinto y una compañía americana de petróleo, tenía forzosamente
que conducir a una tragedia inevitable, una vez que el contacto estuviera hecho. Vano
intento de mezclarse dos mundo extraños entre sí, dos mundos que no tenían
absolutamente nada en común. Las armas de que disponía don Jacinto y las que sabía
manejar en las ocasiones que juzgaba convenientes para determinadas finalidades, no
podían en caso alguno enfrentarse a las esgrimidas por una gran empresa capitalista
explotadora de petróleo, que pretendía hacer varios millones de dólares anuales para
no morir miserablemente.
Los accionistas de la compañía no podían vivir sin mansiones, mayordomos,
yates. Ni podían pasar sin comprar sus ropas en Londres y París, y todavía les
sobraba lo suficiente para jugar a la bolsa.

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III

La tierra que rodeaba Rosa Blanca, había estado cubierta en parte por la selva y en
parte ocupada por ranchos, pueblecitos y colonias. La Condor Oil había adquirido
aquel vasto territorio cuando nadie sospechaba que contuviera petróleo. Había sido
comprado o más bien había cambiado de dueño, no solo mediante pequeñas
cantidades de dinero, sino poniendo en juego toda clase de combinaciones,
corrompiendo a las autoridades, cohechando políticos y acosando a otras compañías
como tábanos a un rebaño en marcha.
Los propietarios auténticos, indios indefensos o campesinos mestizos en su
mayoría, vieron muy poco del dinero pagado por las compañías a cambio de sus
tierras. Lo que la compañía había gastado no era mucho, por término medio puede
calcularse en menos de medio dólar por acre, del cual los propietarios habían recibido
diez centavos o un poquito más. Si los propietarios no podían ser localizados, como
ocurría o como proponían que ocurriera en más de la mitad de los casos, el dinero de
los agentes de la compañía llenaba las bolsas de toda clase de funcionarios
corrompidos por la dictadura. El más pequeño acto criminal cometido por la Condor
era la falsificación de certificados de nacimiento para acreditar a supuestos herederos
como propietarios.
En una de las reuniones de directores de la Condor Oil Co.
Inc. Ltd., S. A., se dijo que la compañía tenía toda razón para considerar ese
territorio, adquirido tan inesperadamente, como su mayor tesoro, en realidad como su
tesoro más preciado, como su corona de perlas.
Entre esas perlas, sin embargo, faltaba la más codiciada, faltaba Rosa Blanca.
Como el suelo próximo a Rosa Blanca había resultado inmensamente rico en
petróleo, no podía dudarse de que el terreno en el cual florecía la rosa blanca era
igualmente rico, tal vez más rico.
Dos cosas había a las que la Condor Oil debía atender antes que nada. Una era
comprar Rosa Blanca o conseguirla por cualesquiera medios, aun cuando ellos
condujeran a una guerra entre los Estados Unidos y la República. Otro asunto que
embargaba la mente de los directores era la posibilidad de que otra compañía más
fuerte y en mejores relaciones con el gobierno de la República pudiera echar mano de
Rosa Blanca, sobre la que la Condor se sentía poseedora de una opción ilimitada y
hasta de una escritura no signada.
Si las manipulaciones de los directores de la Condor originaban una guerra o
cualquiera clase de dificultades internacionales, ninguno de ellos resultaría
perjudicado. Todos habían traspasado la edad señalada para combatir por su país.
Dos, que posiblemente habrían tenido que alistarse si la guerra se prolongaba,
contaban con la buena excusa de un padecimiento cardíaco que los imposibilitaba
para servir ni aun en la cocina de un campo de entrenamiento en California.

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Cuando los agentes de la Condor habían adquirido el nuevo territorio no habían
olvidado Rosa Blanca, pero de momento no les había parecido preciso obtenerla.
Además, como estaba bien cultivado su suelo, cosa que no ocurría con los ranchos
vecinos y las colonias, habían considerado que el precio sería demasiado alto,
tomando en cuenta sobre todo que nadie estaba seguro de que hubiera petróleo en el
lugar. Y siempre que el asunto salía a colación, los agentes estaban de acuerdo en
que, una vez probado el valor de los terrenos circunvecinos, podría obtenerse Rosa
Blanca por un precio conveniente.
El propietario, ese indio idiota, se sentiría enormemente feliz cuando le pusieran
enfrente de los ojos dos mil dólares, todos en moneda acuñada, sin un billete entre
ellos.
Los cinco primeros pozos habían empezado a producir, y se solicitó de don
Jacinto el arrendamiento de todas sus tierras, pagándole en cambio dos dólares
anuales por acre. Él no dijo ni sí ni no, y una hora después había olvidado el asunto.
Algunas semanas más tarde se le ofrecieron dos dólares por acre a cambio del
arrendamiento ilimitado o garantizado durante veinte años. Nuevamente olvidó la
proposición, y tres meses más tarde se le hizo una nueva, consistente en pagarle dos
dólares por acre anualmente durante veinte años y el uno por ciento sobre las
utilidades resultantes de la explotación de los pozos que se encontraran en el lugar.
Dos meses más tarde se aumentó la proposición al ocho por ciento en lugar del uno, y
sobre cualquier producto que se obtuviera de Rosa Blanca.
Había sido el señor Pallares, agente comprador de la Condor, quien
personalmente había hecho a don Jacinto aquella última oferta.
—Su proposición es magnífica —contestó don Jacinto—, pero siento no poder
aceptarla. No me es posible alquilar la hacienda, no tengo derecho para hacerlo. Mi
padre no pensó jamás en vender o alquilar el lugar, ni lo pensaron tampoco mi abuelo
o mi bisabuelo. Yo estoy obligado a cuidar de Rosa Blanca y a conservarla para
aquellos que vivan después de mí, quienes a su vez la guardarán para los que les
sucedan. Así ha venido ocurriendo desde el principio del mundo. ¿No recibí yo todos
los naranjos, tamarindos y mangos de mi padre? Ahora nada tendríamos de ello si mi
padre y mi abuelo no hubieran sembrado pensando en las generaciones venideras.
Atendiendo a esa misma razón he plantado algunos cientos de árboles este año, entre
ellos algunos que no habíamos tenido, tales como toronjas. Las matitas nos llegaron a
Tuxpan desde California, y ya las tenemos listas para plantarlas tan pronto como
vengan las lluvias. Es así como marchan aquí las cosas. Los muertos piensan en los
vivos y los vivos piensan en los que vendrán. ¿Comprende usted, señor?
—Desde luego —dijo el señor Pallares con aburrimiento. De hecho no
comprendía ni una sola palabra de lo que don Jacinto decía. Él era un hombre de
negocios, para quien la tierra representaba mercancía y nada más. Él, personalmente,
nunca había poseído tierra, ni tampoco su padre. Aparte del tráfico de tierras, se

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dedicaba a la política y esperaba llegar a ser diputado algún día, siempre que pudiera
obtener el dinero suficiente para pagar los gastos de su propaganda.
Informó a la oficina que don Jacinto estaba loco.
—¡Es maravilloso! —exclamó el vicepresidente de la Condor cuando leyó el
informe—. Si ese piojoso está loco, debemos enviarle al manicomio y dejarlo allí
olvidado para beneficio de la sociedad humana.
Don Jacinto no sería el primero que desaparecería encerrado en un manicomio
para morir olvidado y miserablemente por no haber facilitado a alguna compañía
petrolera la adquisición de su propiedad.

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IV

Otro agente, esta vez el señor licenciado Pérez, se presentó a don Jacinto para tratar el
asunto de la Condor. Consigo llevaba una bolsa de lona llena de dinero. No era toda
la cantidad que la Condor había prometido pagar a don Jacinto; sin embargo, era
bastante para hacer casi a todos los hombres cambiar de opinión en cualquier asunto,
aun tratándose de sus creencias religiosas.
El licenciado Pérez ya no pretendía alquilar. Los directores sustentaban la idea de
comprar la hacienda definitivamente. En tal caso la compañía ofrecía más dinero,
bastante más en verdad; a ello jacinto no podría rehusarse.
—Pero vea usted, señor licenciado, ¿cómo podría yo vender la hacienda? —dijo
don jacinto expresándose como lo hacía usualmente. El tiempo era algo indefinido
para él, lo empleaba para hablar con su esposa, con sus niños, con su mayordomo,
con su compadre, con los traficantes de ganado, con los comerciantes y nunca había
aprendido a darse prisa—. No; realmente, licenciado, como dije antes, siento mucho
disgustarlo, pero ya ve usted que me es imposible vender Rosa Blanca, porque en
realidad no me pertenece.
El señor Pérez se enderezó en su silla, se introdujo un dedo en la oreja, lo agitó en
forma cómica y miró a Jacinto estúpidamente.
Después dijo:
—¿Oí bien? ¿Puedo dar crédito a mis oídos? ¿Ha dicho usted, lealmente, que no
es el propietario? ¿Es verdad eso, don Jacinto?
El señor Pérez era el principal abogado de la Condor en la República, y recibía
fuertes sumas por representar a la compañía ante la ley y las autoridades de la
República. ¿Sería posible que él, abogado astuto y hábil, hubiera descuidado un
factor de primordial importancia tal como ignorar que aquel indio no era el
propietario legal de Rosa Blanca? Imposible. Eso cambiaría totalmente la situación
en un lapso de veinticuatro horas. Prácticamente, la mitad de las propiedades
adquiridas por compañías petroleras y mineras extranjeras, habían sido compradas a
precios ridículamente bajos y ello se debía, precisamente, a que en muchos casos los
propietarios no podían probar por medio de documentos legales sus derechos de
propiedad. Muchos cientos, si no miles de propiedades de la República, a menudo en
posesión de la misma familia durante muchas generaciones, no habían sido
registradas en parte alguna, a excepción de la oficina de contribuciones que nunca se
preocupaba por dilucidar quién era el verdadero dueño de una finca, en tanto que las
contribuciones impuestas a la misma fueran cubiertas puntualmente. Rosa Blanca
podía denunciarse como realmente abandonada, reclamarse como propiedad de la
nación y el gobernador del estado o cualquier político podían rematarla como
representantes de la nación, en una falsa subasta, por diez mil dólares, ganando por
ello una comisión de cien mil.

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El sudor bañó el gozoso rostro del señor Pérez, quien se lo secó, primero
abanicándose y después con el pañuelo, en medio de gran excitación.
Tragando saliva con dificultad, dijo tartamudeando:
—Lo que no… es decir yo he… Si yo mismo he revisado todos los registros,
todos los documentos referentes a la propiedad. Y solo puedo decir que no hallé ni el
más leve error en la documentación. La documentación se remonta a épocas tan
remotas que hubo necesidad de consultar con expertos traductores del castellano
antiguo, para hacerlos legibles en el moderno. Y no se descubrió ninguna falta,
ningún error en parte alguna. Usted es el propietario legal, don Jacinto, si el más
remoto lugar a duda. Para hablar francamente, le diré que bien me gustaría que no
fuera así.
El licenciado hizo una mueca semejante a una sonrisa.
—Claro está que soy el propietario legal. ¿Quién dice lo contrario?
—¿Pero no acaba usted de decir, solo hace un momento, que Rosa Blanca no es
suya?
—Sí, eso dije, pero tratando de significar algo distinto. El lugar es mío. Pero no
me pertenece al grado de que me sea posible hacer con él lo que me plazca.
—¡Pero en el nombre de Dios, don Jacinto! ¿Por qué no ha de poder usted
hacerlo?
—Trataré de explicarlo con claridad, señor licenciado. Naturalmente que yo
puedo cultivar la tierra, plantar en ella todo lo que me parezca conveniente para todos
nosotros. Y lo que quiero que comprenda es que yo no soy el único propietario. Mi
padre poseía la tierra como yo la poseo ahora y como mi hijo mayor la poseerá algún
día, cuando yo haya desaparecido. Así, pues, ella no pertenecía realmente a mi padre,
ya que él tenía que pasármela como habré yo de pasarla a mi hijo cuando sea
requerido fuera de este mundo.
—Don Jacinto, déjese ya de tonterías.
—No veo por qué ha de ser una tontería que yo diga que Rosa Blanca no es de mi
propiedad en grado ilimitado, y que carezco del derecho de hacer con ella lo mismo
que usted puede hacer con su reloj de oro. Porque aquellos que vengan cuando yo me
haya ido también habrán de vivir. Y exactamente como mi abuelo y mi padre
supieron que yo seguiría viviendo cuando ellos se marcharan, y que por tanto debían
seguir guardando Rosa Blanca, sin que jamás cruzara su mente la idea de venderla o
de alquilarla, precisamente en la misma forma, debo obrar yo. Comprenda usted,
licenciado, es mi sangre la que me hace sentir, pensar y obrar en la forma en que lo
hago. Yo soy responsable de la suerte de todos los que habitan Rosa Blanca. Yo no
puedo abandonarla. No soy el propietario, soy únicamente una especie de
administrador de la propiedad. Esa es la verdad. Así se han llevado las cosas desde
que se fundó Rosa Blanca, solo Dios Santo sabe quien lo haría, pero debe haber sido
hace muchos muchos cientos de años, de acuerdo con nuestras viejas sepulturas, las
que tienen mayor significado para mí que cualquier documento.

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—Pero hombre, esas son palabras solamente, sentimentalismos anticuados, mi
querido señor Yáñez. En este mundo cruel que habitamos, cada quien ha de mirar por
sus propios intereses. Deje que los otros cuiden de sí mismos. Y en lo que se refiere a
sus propios hijos, podrá usted darles todo el dinero que necesiten para ser felices o, si
lo prefiere, podrá heredarlos para que lo gocen después. ¿Cómo es posible que desee
usted que sus hijos vivan aquí en las condiciones de todos esos indios? Ellos son
jóvenes y desean gozar de la vida. ¿Por qué han de ser pastores y campesinos si
pueden ser mujeres y hombres cultos? ¿Doctores, abogados como yo o ingenieros,
capaces de vivir decentemente en una ciudad civilizada? Pero si no desean estudiar,
pueden comprar todas esas cosas excelentes que el dinero paga, todas esas cosas
hechas únicamente para la gente que tiene dinero.
—Tal vez —dijo don Jacinto lacónicamente—. Tal vez, señor licenciado, bien
dicho, nada más que así carecerían de tierra. Son humanos y necesitan comer, y
¿cómo podrían hacerlo si no sembraran maíz y frijol?
—No diga boberías, don Jacinto. Sus hijos podrán comprar todo el maíz y el frijol
que necesiten. ¿Qué no podrán con todos los miles de pesos que vamos a darle por su
tierra? —Don Jacinto no contestó. No le era dado pensar con la rapidez con que
suelen pensar los ahogados. Su pensamiento marchaba con minutos de retraso en
relación a la rapidez con que el señor Pérez deseaba encaminar las cosas.
Percatándose de ello, el señor Pérez decidió atacar al indio testarudo empleando una
estrategia diferente. Tenía experiencia en el manejo de campesinos y propietarios de
tierras.
—Algún día será usted viejo, tal vez se vea inválido y entonces preferiría vivir
fácil y confortablemente. ¿Verdad, don Jacinto?
—¿Yo viejo e inválido? ¿Yo? Nunca. No nunca. Yo nunca envejezco; el día que
ello ocurra moriré silenciosamente. A mí me bastará sentarme en una silla, llamar a
mi señora y a los niños, si es posible a toda la gente de aquí, para darles las gracias
por todo lo que han hecho por mí y para pedirles perdón por los errores que haya
cometido y los que no me fue posible evitar como humano. Después les diré adiós y
les pediré que me dejen solo y, una vez solo, moriré pacíficamente diciendo: «Dios
mío y Creador, voy hacia ti nuevamente, ni malo ni bueno, solamente como tú
deseaste que fuera. Gracias por haberme permitido ver el mundo y vivir en Rosa
Blanca». Después de ello mis gentes me enterrarán en el sitio en que mis antepasados
descansan. Ya verá usted, licenciado Pérez, que en esta forma yo no puedo envejecer
y arruinarme. Eso nunca nos ocurre a ninguno de nosotros. Mi padre jamás envejeció.
Murió precisamente el día en que al levantarse, salir al pórtico y mirar al sol, regresó
adonde mi madre se encontraba y dijo: «Dios mío, buen Dios, ¡qué fatigado me
siento ahora, querida Catalina!». Después trabajó como siempre durante todo el día,
cenó como acostumbraba y murió. Sí, señor licenciado, así ocurren las cosas entre
nosotros. Y en cuanto a la tierra, bien, señor, no puedo venderla porque aquellos que
queden en el mundo cuando yo parta, necesitarán de ella para vivir.

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Se encontraba listo para exponer al licenciado sus ideas acerca de los árboles que
debían plantarse en beneficio de futuras generaciones, pero recordó que ya lo había
hecho cuando conversara con aquel otro caballero, con el señor Pallares, que le había
visitado algunas semanas antes. Él solamente recordaba la ligera impresión que sus
palabras, que él consideraba expresión de pensamientos lógicos, le habían causado. Y
se percató de que el licenciado Pérez se mostraba tan aburrido con su charla, como se
había mostrado el señor Pallares cuando le hablara de árboles y frutos para futuras
generaciones.
Al darse cuenta de que hablaba en vano, pensó en otra forma de atraer la atención
de su visitante.
—Hay algo más, señor licenciado, que debemos tomar en consideración.
—Bien, don Jacinto, hable usted, que para escucharlo he venido.
—¿Qué harán todos mis compadres y mis comadres si yo abandono Rosa Blanca?
Piense usted en todas estas familia; yo soy responsable de ellas y de su bienestar. El
lugar les corresponde por razón natural. Son como árboles con profundas raíces en el
suelo. Si se les arranca de aquí se marchitarán y sus corazones y sus almas quedarán
destrozados. No, señor, lo siento mucho, pero me es imposible vender, porque todos
los que aquí habitan tienen los mismos derechos que yo. ¿Qué harían? ¿A dónde
irían? Todas estas gentes son parte de la tierra que habitan. ¿Qué harían el día que
perdieran el suelo en que se apoyan? Contésteme, señor.
El señor Pérez encendió un cigarrillo, apagó el cerillo y empezó a jugar con la
mecha emparafinada hasta que la deshizo entre sus dedos. Después, repentinamente,
hizo un gesto como significando que había llegado a la solución de un complicado
problema matemático, y dijo con acento sorprendido:
—¿Me pregunta usted qué va a hacer toda esta gente, don Jacinto? Pues la
respuesta es muy sencilla. Todos ellos encontrarán buen empleo en los campos
petroleros. Ganarán muchísimo más de lo que usted les paga aquí, don Jacinto.
¿Cuánto les paga usted? Bien, bien, no es necesario que me conteste. Cuando
mucho serán cincuenta centavos diarios. Tal vez setenta y cinco, si es usted generoso.
Eso es una pequeñez comparándolo con el salario que pueden ganar en los campos.
Cinco pesos será lo que ganen por día durante toda la semana, y cobrarán doble el
tiempo extra. Además, trabajarán estrictamente ocho horas y se les pagará doble todo
el tiempo extra que trabajen. Yo sé que hay una gran diferencia, porque conozco la
vida de nuestras haciendas. Se trabaja de sol a sol, y se reciben en pago unos cuantos
centavos cuando el hacendado le da la gana. Habla en general, don Jacinto, no me
refiero exclusivamente a su hacienda.
Don Jacinto movió la cabeza varias veces, sin pronunciar palabra.
El señor Pérez lo miró pensando en su estupidez y dijo para sí: «Solo el diablo
sabe por qué todos estos malditos indios no fueron ahogados o colgados por los
españoles. La República sería un lugar excelente para hacer dinero, si no fuera por

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esos malditos indios con su miserable maíz y frijol. Bueno, creo que es tiempo de dar
el golpe final y de terminar el asunto de una vez por todas».

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V

Arrimando la mecedora en que estaba sentado se aproximó más a don Jacinto y


haciendo un gesto con el que pensaba impresionar al indio, le habló en tono
confidencial:
—Mire, don Jacinto, sea razonable por lo menos una vez en su vida. Yo no tengo
ni la menor intención de estafarlo, de robarle lo que le pertenece, nunca haría
semejante cosa a un compatriota, para que esos malditos gringos pudieran
beneficiarse. Trato con usted honestamente, don Jacinto.
—Creo en lo que me dice, señor licenciado, no tengo razón alguna para dudar de
su honestidad. Lo considero un caballero respetable, y siempre lo tendré en alta
estima. Créame, señor.
—Gracias por su confianza, don Jacinto. Le compraré su tierra obrando con la
mayor honestidad. Trataré con usted como amigo y no como agente de una compañía
extranjera. Para mostrarle que comprendo su situación y que deseo obrar
honestamente con usted, le ofreceré un precio que nadie le ofrecería jamás. Todavía
iré más lejos, cualquiera que sea la oferta de otra compañía, yo la mejoraré en un diez
por ciento; palabra, don Jacinto.
—Pero, por favor, señor licenciado, yo… yo no puedo vender la tierra porque…
verá usted…
—Nada, don Jacinto, nada, no se precipite —interrumpió el licenciado con voz
suave, como si se dirigiera a un enfermo a quien no deseara irritar—. Usted puede
vender el rancho, yo sé que usted puede.
—No puedo, señor, no es mío, no puedo porque…
—Por favor, déjese de tonterías; eso ya me lo dijo antes cien veces, si no más. Ya
me sé de memoria todo eso. Diré a sus hombres, quiénes sin duda trabajan duramente
aquí, que en los campos su trabajo será mucho más fácil e infinitamente mejor
pagado. Podrán comprarse zapatos como los que usa la gente civilizada y dejarán de
usar los huaraches que están bien para los salvajes. Sí, sí, don Jacinto, ya sé que usted
también usa huaraches, don Jacinto. Pero si lo hace es solamente porque le acomodan
y no porque sea tan pobre como estos indios miserables que jamás se han probado un
zapato. Cuando trabajen en los campos podrán comprar a sus mujeres vestidos de
seda, zapatos de tacón alto, jabón perfumado y todas esas cosas que a ellas les gustan
sobre todo en el mundo. Y si los hombres no desperdician su dinero y se alejan del
mezcal, en poco tiempo podrán dedicarse al comercio y vivir libres y felices.
Jacinto volvió a callar. No contestó porque no comprendió de qué hablaba el
licenciado. En su mente había solo una idea inmutable, una idea que jamás estaría en
contacto con las ideas expresadas por el licenciado. Aquel pensamiento, el único que
tenía en aquel momento era, sin embargo, tan poderoso, que abarcaba el mundo
entero y solucionaba todos los problemas. Todas las preguntas que se le hicieran

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habrían podido ser definitivamente contestadas con aquel pensamiento único. No
podría expresarlo con las bellas palabras empleadas por los poetas, ni con la brevedad
de un científico capaz de usar símbolos comprendidos solo por otro científico.
Tampoco podría ilustrar su pensamiento con estadísticas semejantes a las hechas por
un estudiante de economía nacional. Solo pudo expresarlo diciendo:
—Pero si ellos carecen de tierra no podrán cultivar maíz. Maíz, esta palabra
significaba para él, para el indio, tanto como para nosotros expresa la oración que
elevemos al Señor: «¡El pan nuestro de cada día dadnos, Señor!». No el que
necesitaremos mañana, no, el que necesitamos ahora, el pan nuestro de cada día,
porque mañana podremos morir si ahora carecemos de él.
El señor Pérez sabía que había hablado en vano, que el indio no había seguido sus
pensamientos. Jacinto, aun cuando su vida hubiera dependido de ello, no habría
encontrado otra respuesta en su mente. Para él toda la sabiduría del mundo
descansaba en su único pensamiento, al igual que toda la sabiduría de la raza humana,
desde su origen en la tierra, tiene sus raíces en la primera y última verdad del hombre:
la tierra produce pan, y el pan vida. ¿Qué otra sabiduría habría hecho a Jacinto más
feliz, más rico o le habría satisfecho más?
Ningún abogado habría comprendido jamás la simpleza de esa sabiduría. El
licenciado Pérez sabía que en cualquier tienda podía comprarse maíz y que lo único
necesario es el dinero. La Condor tenía dinero y estaba dispuesta a pagar el terreno.
Jacinto podría comprarse cien barcos cargados de maíz y durante su vida podría
llenarse seis veces diarias de más maíz del que le fuera posible digerir. Maíz, maíz y
solo maíz, de nada más sabía hablar aquel testarudo, en nada más podía pensar. ¡Al
diablo con el maíz!
En cualquier forma, con toda su habilidad, con su gran conocimiento de las leyes
nacionales e internacionales, el licenciado no pensaba en el hecho de que antes de ser
vendido el maíz tenía que ser cultivado, comprado y convertido en alimento. En
algún sitio debía cultivarse el maíz o dejaría de haberlo, no obstante los muchos
cientos de dólares que el que necesitara el grano tuviera depositados en el banco.
El licenciado Pérez vivía en un mundo diferente. En el suyo el maíz y la tierra
podían separarse sin que surgieran problemas serios. En su mundo todas las
relaciones entre tierra y maíz, hombre y tierra habían sido separadas. En su mundo
los hombres conocían solamente una cosa: el producto. Cuando nosotros hayamos
partido bien puede diluviar, bien puede verse el mundo envuelto en llamas o sacudido
por terremotos y lodo, ello contemplado a través de un aparato de televisión. Tierra,
tierra y más tierra. ¿Qué significado tiene la tierra en cualquier forma? Nosotros
necesitamos extraer el petróleo de la tierra para alimentar el motor de nuestros carros.
Al diablo con ese indio idiota. Si realmente siempre necesitáramos maíz y no
pudiéramos conseguirlo directamente, debido a que hubiésemos cambiado toda la
tierra por petróleo, podríamos hacer maíz sintético en una prensa rotativa y comprarlo
en latas empacadas en Chicago y vendidas en cadena. Nosotros necesitamos la tierra

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para hacerla producir petróleo, y eso basta. Necesitamos petróleo para poder conducir
nuestros carros a ciento veinte millas por hora, aun cuando no tengamos precisión de
llegar a sitio alguno. ¿Por qué, por qué no ahogaron a todos esos malditos indios
cuando tuvieron oportunidad de hacerlo? Así se habría acabado de una vez para todas
con su maíz.

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VI

Jacinto, como siempre, atrasado en sus pensamientos, llegaba en aquel momento a la


proposición del señor Pérez relativa a conceder a sus hombres trabajo en los campos
petroleros.
—Es verdad, licenciado; lo que usted dice es verdad. Sé que los hombres pueden
ganar mucho dinero en los campos petroleros. El muchacho de José, quien también
nació aquí, trabaja en un campo. Dice que quiere ganar dinero pronto porque quiere
casarse, y el suegro no dará su consentimiento si no le entrega una buena vaca como
garantía de que el muchacho es merecedor. Pero ahí está Marcos que también ha
trabajado en los campos. Ahora se encuentra nuevamente entre nosotros. Dice que
jamás volverá a trabajar en un campo petrolero y que prefiere permanecer aquí. Dice
que en el campo siempre estuvo triste y se sintió desgraciado, en tanto que aquí
siempre es feliz.
—Pues debe ser un tonto ese tipo, ya que no sabe aprovechar las buenas
oportunidades. Es necesario conocer las condiciones y el medio cuando se quiere
hacer dinero. Esto es una regla bien sencilla. Nadie regala el dinero. Es necesario
trabajar para ganarlo o conseguirlo en alguna otra forma.
—Creo que tampoco a mí me gustaría trabajar en un campo.
—Pero usted nunca tendrá necesidad de hacerlo, don Jacinto. Usted podrá
comprarse un automóvil, uno de esos vehículos que no necesitan caballos ni mulas y
que corren diez veces más rápidamente que ellos.
—No necesito automóvil, porque no tengo para qué usarlo dijo Jacinto sin interés.
—Es que si tuviera uno podría llegar a Tuxpan en una hora.
—No deseo llegar a Tuxpan en una hora. ¿Para qué? Prefiero ir deteniéndome en
el camino para preguntar a las gentes cómo van el frijol y el maíz, qué tal están de
gordos sus marranos y cómo están sus niños. Deseo además mirar de cerca los ramos
de flores azules, y la floración de las rosas. También sabrá usted que estoy muy
interesado en el gran tronco de caoba derribado por el huracán en mitad del camino y
que parece no querer pudrirse, y que no hay quien se ocupe de retirarlo del camino o
de convertirlo en leña. Varias veces he prendido fuego debajo de él, pero no arde. Es
demasiado duro para ello. Yo creo que todavía durante muchos años tendremos que
rodearlo para pasar.
El señor Pérez bostezó: «Santo Dios, ¡qué hombre más estúpido! Y pensar que yo
tengo que perder mi precioso tiempo aquí sentado, escuchando su charla infantil, a fin
de sacarle algo», pensó para sí. Luego dijo en voz alta:
—Pero mire, don Jacinto, si usted tuviera un automóvil podría…
—Cuando preciso ir a Tuxpan para vender puercos o comprar un nuevo sombrero
para Nazario, o para conseguir semilla nueva, ensillo el macho amarillo y salgo a las
tres de la mañana. Nada hay más hermoso en la tierra que la mañanita del trópico. La

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desaparición de la oscuridad y los veinte minutos que preceden al amanecer y
después el sol lanzando sus rayos como en una tormenta surgida de la nada. Llego a
Tuxpan a las nueve o las diez. La hora importa poco, porque tiempo me sobra en este
mundo. Y así puedo gozar de todo lo que vale la pena de ver en el camino. Puedo
hablar con Rafael, que ahora techa su jacal con palapa, material que considera mejor
que la teja. Siempre llego a Tuxpan a hora conveniente para arreglar mis asuntos, por
ello no tengo necesidad de un automóvil. No, en realidad no lo necesito, y si tuviera
uno, nunca lo usaría; nunca, señor licenciado.
Pérez, casi desesperado, sentía como si le hubieran dado una patada sin tener
oportunidad de devolverla. Trabajó duramente para encontrar un nuevo y mejor
argumento contra don Jacinto, quien carecía totalmente de sentido financiero. Antes
de que encontrara la idea necesaria para infundir en aquel indio testarudo la misma
admiración que él rendía al dinero, don Jacinto había encontrado una respuesta
adecuada al ofrecimiento del licenciado de hallar trabajos bien remunerados para
todos los hombres que había en la hacienda. Y vaya que fue efectiva y mucho mejor
de lo que el señor Pérez habría podido esperar de aquel hombre sencillo.
Don Jacinto dijo:
—Sería muy bueno, magnífico, que todos nuestros hombres encontraran trabajo
en los campos petroleros. Estoy seguro de que todos ellos pueden trabajar allí y ganar
mucho dinero. Solo hay un pequeño inconveniente en ello. Supongamos que se
termina la perforación de todos los pozos, ¿qué ocurrirá entonces con el trabajo? Si el
trabajo en los campos termina, ya no habrá salario para ellos y entonces, ¿qué pasará,
señor Pérez?
La respuesta de Pérez fue rápida y él la consideró excelente:
—La compañía no perfora pozos aquí únicamente. Es propietaria de muchos
terrenos en la República. Si el trabajo se termina aquí, los hombres serán enviados a
los nuevos campos.
Don Jacinto, percatándose de que al fin llegaba el punto importante, dijo
lentamente:
—En aquellos campos lejanos de los que usted habla, y a los que nuestros
hombres serán enviados para trabajar, en esos sitios, ya hay trabajadores y deben ser
hombres que pertenecieron a otros ranchos y haciendas vendidos a la compañía.
Entonces, si nuestros hombres son enviados para allá, ¿a dónde irán ellos?
Pérez se sintió acorralado. Buscando una forma para salir del atolladero en que
aquel indio astuto lo había metido, explotó con esta respuesta:
—Sencillísimo, don Jacinto, nada más sencillo que eso. Aquellos hombres
tendrán que ir en busca de otro sitio cuando nuestros hombres de acá lleguen.
—Toda vez que la tierra que trabajaban y de la que vivían les ha sido comprada y
se encuentran sin hogar, ¿cómo podrán vivir si nuestros hombres llegan a quitarles el
trabajo? Sin tierra y sin trabajo morirán de hambre. Además, hay otra cosa en la que
aún no hemos pensado y es que los pozos no podrán perforarse eternamente, algún

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día dejarán de producir y entonces todos los hombres habrán olvidado la forma de
cultivar el maíz.
Todos los problemas se simplifican, cuando hay bastante tierra disponible y
hombres que sepan cultivar el suelo que aman, pero todos se complican a la vez, en el
momento en que los hombres son arrojados del suelo al que pertenecen. Hasta el
señor Pérez empezaba a comprender esto al enfrentarse con el problema de los
desocupados. El indio lo sacaba de la aparentemente invulnerable posición que
ocupaba en su propio mundo. Lo sacaba aún de las fronteras de todo aquello que
había estudiado en la escuela y aprendido de la vida. Si se encontrara sentado ante
otra persona culta como él, un comerciante, un hombre de negocios, un arquitecto o
un banquero en lugar de aquel indio, habría podido resolver fácilmente el problema,
en presencia de un hombre que como él viviera en una gran ciudad, para una gran
ciudad y de una gran ciudad. Los problemas podrían ser discutidos y resueltos entre
hombres de la misma posición, hablando el mismo lenguaje entre sí, con las mismas
perspectivas e incontables oportunidades en la vida. Esos caballeros habrían hablado
respecto a la necesidad de hacer nuevas leyes referentes a los desocupados. Habrían
mencionado decisiones del Congreso y decretos presidenciales, adiciones a la
constitución, mejoras a los medios de transporte, elevación de tarifas, restricciones a
la inmigración, disminución de importación, inflación, subsidios del gobierno a la
gran producción de artículos indispensables, ayuda a la agricultura, altas
contribuciones de tránsito de caminos; habrían hablado de la tolerancia con los
mendigos jóvenes, fuertes y saludables que prefieren pedir limosna antes que trabajar
y, sobre todo, considerar que el deseo de solucionar el problema de los desocupados
era tanto como querer que el estado cuidara de todos aquellos lo bastante indolentes o
tontos para cuidar de sí mismos. Sin embargo, a pesar de todo lo que se dijera, de
cuantos remedios fueran propuestos, la única cosa sin respuesta era: ¿dónde
encontraremos tierras qué cultivar? Porque hasta el licenciado admitía la
imposibilidad de esperar que algún día se hiciera maíz con escorias de carbón y
frijoles con residuos de petróleo.

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VII

Los razonamientos de don Jacinto sobre los problemas más difíciles de la raza
humana eran tan simples y tan hábiles que el señor Pérez se sintió casi perdido, sin
esperanzas. No podía llegar al indio dándole lecciones de alta y baja economía. Debía
tener presente que don Jacinto y él vivían en planetas diferentes.
Don Jacinto no sabía que había derrotado sin piedad al licenciado, porque no
imaginaba que otros seres humanos pudieran pensar en forma distinta a la suya. Él
vivía no solo de la tierra, sino con la tierra. Era un genuino producto del suelo,
semejante a un árbol que muere si se le arranca de él. Así, pues, siendo como era, no
podía ser conquistado por el recurso de mayor peso que el licenciado había reservado
durante su conversación.
El señor Pérez tomó el saco de lona blanca que había llevado y que al sentarse
había colocado sobre el piso, cerca de su mecedora.
Levantándolo y sopesándolo con ambas manos para hacerlo aparecer aún más
pesado de lo que en realidad era, sonrió ampliamente como para decir: «Ahora, buen
hombre, ahora va usted a ver todas las maravillas del mundo y algo más, esas que se
ven solamente una vez en la vida».
Lentamente, como si le fuera difícil ponerse de pie debido al peso de la bolsa de
lona, se levantó de la silla y dijo:
—¿Quiere usted entrar conmigo, don Jacinto? Le enseñaré algo que vale la pena
de ser visto.
Don Jacinto ya se había levantado. Ambos atravesaron las puertas abiertas de la
sala, un cuarto grande, especie de patio techado y con piso de ladrillo.
En medio del cuarto había una mesa pesada de caoba, construida tal vez hace
quinientos años. Algunas sillas del mismo material de la mesa se hallaban colocadas
en forma irregular alrededor de ella. No menos de una veintena más de sillas se
encontraban colocadas a lo largo de las paredes, poniendo de manifiesto que los
huéspedes numerosos no eran poco comunes en Rosa Blanca.
La mesa estaba desocupada.
—Sentémonos ahí, don Jacinto, y conversemos otro rato.
El señor Pérez, sonriendo ampliamente, hacía sonar el saco con su mano derecha
como si fuera una campana.
No acababa de sentarse don Jacinto junto a la mesa, cuando el licenciado,
repentinamente, como si fuera a ejecutar un acto de magia, levantó el saco bien alto
por encima del centro de la mesa, lo tomó por la parte del fondo, lo volvió y dejó
derramar su contenido sobre la mesa… Era una gran cantidad de monedas de oro de
las llamadas aztecas, con valor de veinte pesos cada una. Tan hábilmente había sido
puesta en juego la triquiñuela, que la mesa quedó literalmente cubierta de monedas de
oro, sin que una sola hubiera rebasado los bordes y caído al suelo. Cualquiera podría

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suponer que el licenciado había hecho el juego cien veces antes de llegar a adquirir
semejante perfección.
Al mirar el montón de oro con ojos acariciadores, tal vez veía la imagen del busto
de cierta mujer. Sus ojos brillaron y se fijaron en aquel busto. Evidentemente, una
especie de poder magnético encantó su vista al grado de que le era imposible separar
los ojos de allí. Era fácil descubrir que por su mente pasaban veintenas de
pensamientos, docenas de imágenes de objetos que podrían adquirirse con aquel
montón de oro, así como todos los placeres exquisitos que podría proporcionarse, de
pertenecerle.
Con un movimiento brusco salió del estado de trance en que se hallaba, y
produciendo un sonido audible, vació sus pulmones del aire que había retenido por
mayor tiempo que el normal. Apartando sus ojos del busto de oro, los volvió hacia
don Jacinto, que había permanecido inmóvil en su silla, sin inmutarse en lo mínimo a
la vista de lo que se hallaba sobre la mesa ante él. Mirando fijamente a don Jacinto y
tratando de penetrar los pensamientos del indio, el señor Pérez enrojeció.
«Gran Dios», pensó para sí. «Ojalá que este hombre no haya leído mis
pensamientos mientras me encontraba en ese largo viaje alrededor del mundo y en
grata compañía, además». Sacudió la cabeza para que su cerebro volviera a ocupar el
lugar que normalmente le correspondía y sonrió.
Con la amplia sonrisa dibujada en el rostro, recordó en aquel preciso momento
que en una ocasión, años atrás, había sonreído en la misma forma, cuando durante la
celebración de la llegada del año nuevo mirara el rostro de su novia, mientras le
mostraba un brazalete de diamantes que tenía cubierto con una servilleta, primer
regalo de valor real que podía ofrecerle.
Mantuvo la sonrisa durante el tiempo que contaba las monedas, cosa que hacía
como celebrando un rito. Obraba así, en parte para causar una profunda impresión en
don Jacinto, pero en parte porque consideraba aquello como el trabajo más noble que
un ser humano puede hacer.
Tuvo que emplear mucho tiempo para contar el dinero. Mientras contaba, lo hacía
como si la venta se hubiera efectuado y el recuento del dinero fuera acto necesario
para cerrar el trato.
Por muchas causas sentía que aquella noble tarea llegara tan pronto a su fin. Él
podría haberla desempeñado sin fatigarse jamás. De vez en cuando pensaba en la
estupidez de los empresario de espectáculos, a quienes no se les había ocurrido jamás
promover un maratón de contadores de monedas de oro a la vista del público, con
todas las puertas guardadas por policías con ametralladoras.
Colocaba las monedas en columnitas de cincuenta aztecas, poniendo cuidado en
que cada una de esas columnas quedara tan recta como si hubiera sido levantada a
plomo. Cada vez que paraba una, la acariciaba con voluptuosidad, con ambas manos,
por todos lados, para que quedara aún mejor colocada. Sin duda no habría acariciado

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el cuerpo de una mujer desnuda con mayor ternura y delicadeza que una de esas
columnas.
Por fin, el recuento terminó y cuatrocientas columnas quedaron alineadas en la
mesa, como soldaditos de oro, listos para ser revistados por un secretario de Guerra.
Reverentemente y con una marcada expresión de pesar miró a los soldaditos de
oro, y sin apartar la vista de ellos, dijo:
—He ahí, don Jacinto; ahora es usted un hombre rico; todo ese montón de oro se
lo da la compañía a cambio de Rosa Blanca. Cuatrocientos mil pesos oro, eso es lo
que la compañía le paga. Aquí los tiene usted ante los ojos, y repare en que no está
soñando. Como he dicho, lo que aquí ve son solamente doscientos mil pesos oro, solo
la mitad de lo que recibirá usted cuando el contrato esté firmado, sellado y aprobado
por las autoridades. Es decir, que recibirá usted otro montón de oro exactamente igual
a este, mañana mismo si usted quiere. El dinero está a su disposición.
La impresión que el señor Pérez esperaba causar a don Jacinto falló
absolutamente en todos sus detalles. Don Jacinto tomó una moneda, la sopesó en la
palma de su mano, le examinó el borde, la mordió con sus dientes aguzados y dijo:
—Hermosa moneda. El hombre que las hace debe ser un artista para darles esa
apariencia de lindas medallitas —después de decir lo cual volvió a colocar la moneda
en la columna de donde la había tomado.
Aquel montón de monedas brillantes carecía de significado para él, pues habría
apreciado mejor el valor de una pila de maíz o de quinientos cerdos. Desde luego que
no hubiera vendido Rosa Blanca ni por una montaña de maíz o por un tren cargado de
mulas. El valor de Rosa Blanca no podía expresarse en dinero, maíz, cerdos, caballos
u otra cosa.
El maíz, por elevada que fuera la montaña formada por él, sería consumido algún
día, y cuando un día tiene que llegar, llega tarde o temprano, pero llega y nadie puede
evitarlo.
¿Qué ocurriría entonces, cuando todo el maíz y los puercos se terminaran? Los
hombres que vinieran cuando ese día llegara empezarían a morir de hambre. Solo en
la tierra puede confiar el hombre. La tierra da, da con generosidad inagotable. El
suelo se rehace y vuelve a rehacerse incansablemente. El suelo se rehace una y otra
vez, eternamente. Ahora es puro, virginal, después se estremece de amor, después
ostenta su gran preñez para dar a luz, finalmente, en un acto triunfal. Después volverá
la faz agradecida al sol, para marchitarse lentamente, satisfecha y con sonrisa un poco
fatigada. Luego dormirá y volverá a empezar, a la mañana siguiente, a vivir, a amar, a
concebir y a dormir, y así eternamente, con la salida y puesta del sol, con el crecer y
menguar de la luna, con el brillar de los luceros en el cielo. No importa que los
hombres vivan o perezcan, el suelo producirá en tanto brille el sol en el firmamento.
Así, pues, el dinero, el maíz, la carne, aun en gran cantidad, es solo una vez y no
vuelve a ser. Cosas son estas que no se reproducen voluntariamente, y que cuando se
les fuerza para ello, solo podrán hacerlo con ayuda de la tierra, nunca sin ella.

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Don Jacinto conocía perfectamente el valor de los «aztecas». Un «azteca»
representaba el valor de cien o ciento cincuenta kilos de maíz; o determinados kilos,
arrobas, litros o quintales de frijol, de acuerdo con los precios del mercado. Un
«hidalgo» representaba el valor de un cerdo grande, no de la mejor calidad ni muy
pesado. Un «hidalgo» eran diez pesos oro, era mucho y buen dinero. Sin embargo,
aquel regimiento de columnas de oro acomodadas en forma ordenada sobre su mesa,
para jugar su papel en aquella representación, no causaron impresión alguna en su
mente. No le era posible medir el valor de tanto dinero. Difícilmente existían valores
semejantes en el mundo. Para él, aquello era magia negra.
—El espectáculo es muy agradable —dijo apreciando el trabajo que el señor
Pérez se había tomado para recrear la vista de don Jacinto.
—Todo es suyo, Jacinto —dijo Pérez empleando una forma más íntima para
dirigirse a él—. Todas esas hermosas monedas son suyas y le entregaremos otra
cantidad igual, como antes dije, porque, repito, esta es solamente la mitad de lo que
recibirá usted por Rosa Blanca. Tómela, Jacinto. Guárdela en sitio seguro.
La proposición de Pérez causó en don Jacinto la misma impresión que le habría
causado el mismo ofrecimiento a cambio de sacarle el corazón de su pecho viviente.
El regimiento de soldaditos dorados se negó a vivir para don Jacinto, permaneció
inanimado, sin despertar en él ninguna esperanza, sin inducirlo a soñar mirándolo, sin
despertar ningún deseo que lo obligara a decir: «Sí, aceptado, señor licenciado
Pérez». Y toda vez que el oro no tenía poder alguno sobre su mente, no podía
ganarlo.
Nunca lo ganaría, porque lo que tenía ante sí no era dinero. Ante sus ojos había
algo mayor que cualquier cantidad de dinero. Había algo elevado y sacro. Lo que él
recibiera de sus ancestros nunca lo consideró como propiedad suya. Lo había
aceptado como depósito para conservarlo y mejorarlo tanto como le fuera posible,
para entregarlo algún día a aquellos que tuvieran sobre él el mismo derecho que a él
lo asistiera al recibirlo. Supóngase que algún día encontrara él a sus mayores en los
campos de caza de la eternidad y que le preguntaran: «Jacinto, ¿qué hiciste con
nuestra Rosa Blanca?, ¿qué hiciste de la herencia de tus hijos, de tus nietos, de todos
tus descendientes? Contesta, Jacinto». Entonces no habría tenido qué contestar,
habría tenido que huir para esconderse avergonzado en algún rincón sombrío y
apartado. Y la cosa sería peor aún si ante él aparecieran los ancestros de todos sus
compadres y sus comadres para preguntarle: «¿Compadre, qué ha hecho usted a
nuestros hijos, a nuestras hijas? Mire lo que ha ocurrido con ellos, algunos son
criminales, otros almas perdidas, y usted es el único culpable de que sean lo que
ahora son».
Y cada treinta o cuarenta años llegarían nuevos hombres y mujeres a las moradas
eternas y le repetirían las preguntas y lo condenarían y él no tendría manera de huir
de ellos. Llegarían a sacarlo de su sombrío escondrijo para obligarlo a escuchar sus
preguntas durante el día y la noche. Luego lo arrojarían nuevamente a su rincón para

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que treinta o cuarenta años después lo hicieran salir de él otros que llegaran, y ello se
repetiría por incontables millones y millones de años. Sin poder descansar, sin poder
reposar jamás. Y en la misma forma en que el regimiento de soldados de oro aparecía
inanimado ante sus ojos, Rosa Blanca se presentaba viva y hermosa en aquel
momento en que la lucha por ella culminaba. Rosa Blanca era toda vida, adquiría
forma y se revestía de la personalidad de una diosa. No solamente surgía a la vida y
se movía, también le sonreía y le hablaba, humanizándose.
Y don Jacinto escuchó su canto.
No pudo soportarlo por mucho tiempo. Se le humedecía el corazón, le sangraba el
alma. La habitación desapareció a su vista como si hubiera sido tragada por la niebla.
Se levantó y salió al pórtico.

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VIII

Allí se detuvo con la vista fija en el amplio patio. Aquel no estaba muy ordenado.
Nunca lo estaba a pesar de las muchas recomendaciones de don Jacinto para que lo
tuvieran siempre limpio.
Cien veces había ordenado que cambiaran esto y quitaran aquello y siempre que
miraba hacia el patio deseaba que esos cambios se hicieran al momento, pero
generalmente no había nadie disponible que lo hiciera en aquel momento. Así, pues,
se olvidaba de ello tan pronto como volvía la espalda, o alguien distraía su atención,
hablándole. Y la cosa se aplazaba hasta que nuevamente volvía a mirar hacia el patio
y encontraba las cosas como habían estado siempre y como seguirían estando durante
siglos tal vez.
En el rincón más apartado, próxima al bajo muro de adobe que cercaba el patio,
se encontraba tirada la rueda rota de una carreta, y ninguno de los habitantes del lugar
recordaba cuándo había existido la carreta.
La rueda se hallaba totalmente podrida; pero estaba hecha de hierro y de dura
madera proveniente de árboles de la comarca, materiales cuya resistencia necesitaba
cinco siglos para ser destruida por la naturaleza. Todos los sábados alguien recibía la
orden de quitar de allí los restos de la rueda. Pero cada domingo, cuando él salía al
pórtico bostezando, estirándose y balanceando sus piernas para enterarse de si todavía
las tenía en buenas condiciones, lo primero que descubría era la rueda de la carreta y
siempre tuvo la curiosa idea de que le sonreía vencedora una vez más. Vencedora por
permanecer aún en aquel rincón del que formaba parte. El rincón se habría visto
vacío, triste tal vez sin la vieja rueda en él. Don Jacinto pensaba, moviendo la cabeza,
que pronto llegaría la tarde del sábado y que al mirar hacia el patio ordenaría al
primero que por allí acertara a pasar que quitara la rueda de una vez, y en caso de
desobediencia ya sabría él castigar al negligente.
Algunas semanas más tarde la orden fue repetida. Entonces don Jacinto recordó a
su padre diciendo: «Tal vez la rueda pueda servir todavía para algo, todavía está en
regulares condiciones y es muy fuerte. Quizá sea posible adaptarla a otra carreta, y si
no, para algo servirá. Ya hablaré de ello con Manuel tan pronto regrese de Tuxpan
para que me dé su opinión».
Cuando Jacinto tenía nueve años, jugaba con ella en compañía de otros
muchachos, convirtiéndola en un gimnasio completo en el que podían ejercitar sus
cuerpos para hacerlos ágiles y rápidos como los de una serpiente, y capaces de resistir
aventuras como aquellas que leía en los cuentos de Salgari.
Algunos años después, ya perdido el interés por llegar a ser bravos corsarios, los
muchachos se sentaban sobre la rueda hasta muy tarde, por la noche, para contarse
toda clase de historias horripilantes acerca de las aventuras en que aquella rueda
debió haber participado, como parte de una carreta destinada a cargar unas veces

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mercancías y otras el producto de minas de plata, cuyo cargamento debía ser
defendido por los arrieros librando feroces batallas con indios salvajes, bandidos y
salteadores de caminos.
Jacinto recordaba el día en que aquella rueda había servido para atar a ella un
coyote, que él con la ayuda de otros chicos había cogido en la selva cercana. Suya
había sido la idea de domesticar al coyote y usarlo como a salvaje perro vigilante,
capaz de aterrorizar a cualquiera que por allí se acercara. La única dificultad había
estribado en que antes de lograr domesticar al coyote, aquel había roto a mordiscos la
cuerda que lo ataba y había escapado, prefiriendo la vida insegura de la selva a la
segura existencia de un perro de hacienda.
Después se había ordenado que se hiciera leña de la rueda para que la utilizaran
las mujeres de la cocina; pero nuevamente el padre de Jacinto había esperado a que
Manuel llegara a la hacienda para consultarle lo que podría hacerse con ella, ya que
era más fuerte y mejor que cualquiera de las ruedas de las nuevas carretas que andan
por ahí ahora en día, y en las que nadie puede confiar como se podía confiar para el
acarreo de buenas cargas como las que solían transportar las antiguas. Podría ser de
gran utilidad en el trapiche, dijo para sí.
Jacinto había llegado a las veinte primaveras cuando las discusiones acerca de la
rueda no terminaban aún. Era entonces cuando a él le encantaba sentarse solo sobre la
rueda hasta bien entrada la noche. Allí podía suspirar, murmurar y soñar con su
muchacha, la que ahora fuera su compañera fiel desde hacía muchos años. Se sentaba
allí en las noches de luna, musitando palabras, cantando, silbando viejas y
sentimentales canciones rancheras, cargadas de amor eterno, de compromisos rotos y
de corazones destrozados. Y más de una noche, con luna o sin ella, se había sentado
allí para llorar como un niño su orgullo humillado por Conchita, la mujer cuyo único
objeto en la vida era amarlo y casarse con él para bien o para mal, Pero si ella no se
casaba con él permanecería soltero a pesar de cuanto la gente pudiera pensar de él,
emperador del pequeño imperio de Rosa Blanca, al ver que su nombre se extinguía
por falta de una esposa.
Después vino la época de los dulces recuerdos. Cuando, recién casados, se
sentaban juntos en la rueda a contemplar la luna, y él hacía marcas en la madera con
uno u otro objeto. Recordaba perfectamente por qué había hecho cada una de las
marcas. Desde el sitio en que se encontraba en aquel momento, imaginaba verlas y
podía contarlas.
Ahora, su padre había muerto y él, Jacinto, era absolutamente responsable de
Rosa Blanca. Pero la vieja rueda de carreta quedaría allí, sin que nadie la moviera
siquiera fuera una pulgada, del sitio en donde había estado desde el momento en que
él la lomara como parte de un juego de caballitos de feria.
Y Manuel, el mayordomo que a la sazón tenía setenta y cinco años, había muerto
también siguiendo a su amado amo y compadre a la eternidad. Él había sido aquel
Manuel que, en la época de su padre y aun en la época de su abuelo, había dado

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repetidas veces la orden de que retiraran la rueda, amenazado con terribles castigos al
que se atreviera a desobedecer. Y había sido también aquel Manuel a quien tan a
menudo se consultara lo que mejor convendría hacer con la rueda y que no fuera
convertirla en leña para las mujeres de la cocina.
La vieja rueda, sin embargo, no había sido afectada profundamente por la muerte
de esos dos hombres que tanto habían discutido su destino y su existencia con tan
pequeños resultados, más bien parecía que ambos hombres, huéspedes ahora de la
eternidad, podrían destinar parte de su tiempo a discutir lo que deberían haber hecho
con ella mientras se encontraron en la tierra.
Y así, durante años y años, todos los sábados, Jacinto, cuando el patio tenía que
ser aseado, daba órdenes estrictas para que arrojaran la rueda fuera del patio; aun
cuando el domingo por la mañana al salir al pórtico, bostezando y estirando los
miembros, lo primero con que su vista se tropezara fuera con la maldita rueda de
carreta, exactamente en el mismo sitio en el que permanecería hasta que el sábado
venidero diera órdenes de que la retiraran cuando se hiciera el aseo del patio. Y bien
sabía que si alguna vez llegaban a quitar la rueda de allí y en la hermosa asoleada
mañana de algún domingo se asomaba al pórtico y no la encontraba, sentiría como si
hubiera perdido lo mejor de su vida.
Allí descansaba la vieja rueda, pacíficamente, tenaz, sabedora de su gran valor,
soñando con su larga historia, consciente del excelente material de que estaba
construida, esperando calmada y filosóficamente el día en que la naturaleza terminara
con ella.
Don Jacinto veía de vez en cuando a su hijo sentarse en la rueda. Algunas veces
soñaba con los ojos abiertos, olvidando cuanto le rodeaba. Otras canturreaba y
silbaba. Noches hubo en que después de permanecer largo rato sentado sobre ella,
regresaba con los ojos rojos diciendo que había comido demasiado chile y que por
ello los tenía húmedos. También le había visto Jacinto hacer marcas en la madera de
la ruda. Don Jacinto creía saber quién era la muchacha, la aprobaba y pensaba que su
hijo había hecho una buena elección.
Pero cualquier cosa que Domingo hiciera, y quienquiera que la muchacha fuera,
don Jacinto podría estar seguro de que la vieja rueda estaría en su rincón, sin que la
hubieran movido ni una pulgada de su sitio, el día en que él fuera llamado por el
Creador, para encontrarse con su padre y con Manuel en la eternidad. Porque aquella
rueda no era un objeto inanimado, no era un trozo de madera podrida, era mucho más
que eso. Era un símbolo de la raza que poblaba la República. De una raza que fue, es
y será siempre igual. No podrá ser movida. La rueda de la carreta se había evadido al
tiempo.

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IX

Don Jacinto, apartando la vista de la rueda, descubrió a Emilio sentado en cuclillas en


el suelo, cerca del pasadizo que conducía a la cocina. Emilio era el hijo de la
cocinera. Tenía ante sí una canasta y desgranaba en ella mazorcas. En lugar de
emplear sus dedos en aquella tarea, empleaba otra mazorca ya desgranada.
Exactamente en aquella forma se habían desgranado las mazorcas quinientos años
atrás, y quizá en aquel mismo sitio. Una máquina habría hecho en cinco minutos la
tarea en la cual se empleaba una hora. La máquina costaría sesenta o setenta pesos.
¿Qué importa? Habría podido ser comprada desde que el padre de don Jacinto
viviera. Por lo menos esa había sido su intención.
También don Jacinto había tenido a menudo la idea de que una máquina
desgranadora prestaría muy buenos servicios, pero las cosas podían continuar
perfectamente en el estado en que se hallaban. En los últimos quinientos años no se
había necesitado una máquina como esa, ¿por qué entonces habría de comprarse en
esa semana? ¿Qué prisa había? La máquina podía esperar. Aquel muchacho, Emilio,
no tenía qué hacer sino trabajos tan insignificantes como aquel de vez en cuando, y
de no habérsele tenido ocupado en ello habría corrido a cazar conejos o a hacer
travesuras que no podían reportarle nada bueno. Para cazar conejos le sobraba
tiempo. Además, la tarea de desgranar mazorcas le fortalecería las manos y los dedos
y Dios bien sabía lo útiles que unos dedos y unas manos fuertes podrían serle al
muchacho en la vida. Emilio, ese chico perezoso, debía agradecer que se le dedicara a
aquella tarea.
En el segundo patio, separado del principal por una pequeña tapia de adobe,
Margarito, el mayordomo de Rosa Blanca se encuentra ocupado curando a media
docena de mulas, que padecen de mataduras en el lomo debido a las pesadas cargas
que se ven obligadas a llevar sobre él a través de accidentados atajos en las montañas.
Primero les asea las mataduras con jabón negro y agua caliente, y después les echa
creolina en los agujeros de las llagas, para obligar así a que salgan de ellas los
gusanos, con lo que bastará para que las heridas sanen. Algunas otras heridas las
rellenan con cenizas de cuero quemado con el objeto de lograr que la piel se renueve
en ellas. Margarito canta, mientras hace las curaciones ayudado por un muchacho.
Canta un corrido, una balada que habla de una hermosa doncella india, que estaba
enamorada, muy enamorada, profundamente enamorada de un joven indio. Pero un
día, un rico y orgulloso caballero vestido de charro llegó al rancho. Llegó como
venido de otro mundo, caballero en un magnífico potro blanco que arrojaba vapor por
las dilatadas ventanas de su nariz. El caballero aquel llegó como invitado del
ranchero, cabalgando orgullosamente el hermoso potro blanco. El noble caballero
llevaba espuelas pesadas de pura plata adornada con oro. Todas eran de oro y plata,
sí, de plata y oro. Llevaba un sombrero bordado y adornado con cordones de oro.

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Aquel noble y orgulloso caballero parecía un príncipe, cabalgando el piafante potro
blanco.
Y el noble caballero sabía hablar con dulces palabras jamás escuchadas antes por
la doncella india, a quien le parecían gotas de miel derramándose de los labios. De los
labios del noble y orgulloso caballero mexicano, el de las espuelas de plata y el
sombrero bordado de oro, de aquel sombrero que el viento no podía arrancar porque
lo llevaba sujeto con pesadas cintas de oro también. Y sus dulces, sus dulcísimas
palabras, hicieron perder la cabeza a la doncella, que asustada ante la majestad del
caballero, hizo cuanto aquel le ordenó que hiciera. Pero ni la majestad ni la dulzura
cambian a la naturaleza, y ocurrió lo que debía ocurrir. Un día la doncella se encontró
con un delicado niñito entre los brazos, con un niñito suave y delicado que no supo
cómo ni de donde llegó a sus brazos. Y su bien amado novio se fue para no volverla a
ver, se fue muy lejos, a la tierra de los gringos, mientras que en el rancho toda la
gente, toda esa gente desagradable y piadosa, señalaba con sus feos dedos a la joven y
a su delicado y dulce nene.
¿Qué podía hacer? Preguntad al mundo, ¿qué podía hacer la pobre muchacha? La
joven y morena mamacita linda se fue internando cada vez más en la selva, en las
oscuras profundidades de la selva, y allí, silenciosamente, en el rincón más apartado,
sombrío y profundo de la selva, murió con su dulce y delicado niñito entre los brazos.
Y llegó la gran reina de las hormigas y ordenó que hicieran una tumba para la
hermosa muchacha india y su delicado y dulce niño. Y las hormigas trabajaron y
trabajaron en las oscuras profundidades de la selva; trabajaron día y noche para hacer
una tumba regia a la hermosa muchacha india, amedrentada por el orgulloso caballero
galante que cabalgaba un hermoso potro blanco y usaba espuelas de plata y oro y
daba órdenes a todos los que lo rodeaban, quienes debían obedecer bajo amenaza de
muerte, de muerte cruel. La tumba que hicieron las hormigas era más hermosa que la
de cualquier reina de la tierra. Sobre la tumba real de la bella muchacha cayó una flor
azul, una hermosa flor azul de la selva, para cubrir el cuerpo de la joven a quien la
muerte sorprendiera tan temprano, de la muchacha que habría sido tan feliz al lado
del apuesto novio que se fuera a la tierra de los gringos para no volver más.
Y así se acaba el corrido de aquella linda joven, del caballero gallardo del blanco
caballo hermoso, de las espuelas de plata y el gran sombrero bordado; y del
muchacho que partió para no regresar jamás.
Y aquí termina este corrido de la muchachita india y de su nene chiquito, y del
caballero orgulloso que cabalgaba en blanco corcel y del muchacho indio que se fue
para no volver.
Margarito canta los ciento veinte versos del corrido con voz cascada y mucho
sentimiento, humedeciéndosele de vez en cuando los ojos al recordar los muchos
sufrimientos de la muchachita india, no importándole interrumpirse en el preciso
momento de cantar la estrofa más sentimental para gritar: «¡Mal rayo!, mula de

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todititos los diablos; te voy a cortar el pescuezote de un machetazo. ¡Por la Santísima
Virgen!».
Porque aunque la pobre mula sea estoica y dura, patea y se estremece cuando
Margarito le introduce en la herida abierta, hasta tocar el fondo con el objeto de
exterminar los parásitos, un palo con un trapo atado en la punta, impregnado de
creolina. Entonces Margarito pierde el hilo del corrido. Pero a pesar de sus
juramentos bestiales y de la crueldad de los castigos que promete a la sufrida mula
para intimidarla, jamás golpea al animal con dureza. Se concreta a darle unos cuantos
manazos en las costillas para recordarle que debe estarse quieta cuando la cura.
Después, con su acostumbrado buen humor, le da palmaditas en el lomo y la empuja
para que cambie de postura a fin de curarle alguna otra herida. El animal se inquieta y
vuelve a escuchar los peores juramentos que un arriero latinoamericano puede lanzar.
En cuanto el animal se tranquiliza, Margarito vuelve a cantar su corrido tomando
desde la estrofa anterior a aquella en que se detuviera, a fin de tener la seguridad de
no haber omitido ni una palabra del corrido. Repetía cada refrán varias veces, no
había una sola estrofa que no tuviera dos o tres y el último lo cantaba en falsete.
Don Jacinto, parado en el pórtico y mirando a través de la tapia de adobe hacia
donde Margarito trabaja curando a los animales, escuchaba su cantar. Aquel corrido
ranchero le impresiona enormemente. Lo conoce tan bien como Margarito y por
algunos momentos repite mentalmente la estrofa que aquel canta. La balada llega a su
alma, le va penetrando el son cantado por Margarito. Recuerda que cuando cortejaba
a Conchita no pasaba día sin que él cantara el corrido completo, con el mismo
cuidado y devoción con que hubiera cantado un himno religioso del que no había que
omitir ni una palabra.
Aunque Margarito ocasionalmente interrumpía su canto para dirigir la palabra a la
mula que cuidaba, no se notaba discordancia alguna cuando volvía a coger el hilo de
la canción. Parecía que esta, las interrupciones, los gritos y juramentos estaban en
completa armonía, tanto que el corrido habría parecido falso sin aquellas adiciones.
Margarito carece de sentido para distinguir las disonancias. Todo en Rosa Blanca es
exactamente como debe ser. Todo se encuentra en perfecta armonía. Las disonancias
no tienen cabida. El sol sale y se pone simplemente. Nadie se ocupa de contar el
tiempo.
Don Jacinto es compadre de Margarito. Aquel y su esposa son padrinos de casi
todos los niños de este y a su vez, Margarito es padrino de los dos hijos mayores de
don Jacinto. Aquella era toda la relación que tenían, por lo menos, eso pretendían
creer todos en Rosa Blanca. Sin embargo, todos sabían, y el que hubiera querido lo
habría podido averiguar fácilmente, que don Jacinto era también padre de Margarito.
Margarito nunca discutía el punto pero tampoco negaba su posibilidad, y se
concretaba a no mencionarlo. La madre, que vivía aún y se ocupaba del gallinero y
del manejo de la casa en general, nunca decía ni sí ni no. Tampoco se avergonzaba o
enorgullecía del rumor. En realidad, era cosa que a nadie importaba. Si el Señor había

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derramado su gracia sobre ella concediéndole el placer de tener un nene, la
procedencia de este carecía de importancia. El Señor, con su gran sabiduría, envía a
una mujer un hombre no para su placer, sino con un propósito perfectamente
definido. Problemas semejantes a los de las pensiones alimenticias en los divorcios y
cosas semejantes, no se presentaban en Rosa Blanca. El maíz y el frijol se producían
con abundancia. Las gallinas, puercos y cabras crecían, engordaban y cumplían su
cometido. A nadie le importa que los chicos de las familias que habitaban Rosa
Blanca sean cincuenta o cien. Gozan de vida y salud. Comen, pues que coman todo lo
que quieran. El padre se considera altamente honrado por el Señor al concederle
semejantes paternidades, aun cuando no le sea dado hacer ostentación de ellas.
El amo de Rosa Blanca jamás cuenta a los niños que se sientan a su mesa. ¿Por
qué habría de hacerlo? A los niños los envía el cielo, de otro modo no se encontrarían
aquí. Por tanto, tienen todo el derecho a permanecer. Si hay algún hombre no
dispuesto a aceptar la paternidad de algunos de los chiquillos, no es necesario
preocuparse, puesto que allí está el patrón de Rosa Blanca, es decir, don Jacinto. Él es
responsable de todas las criaturas, debe alimentarlas con apego a leyes indígenas,
jamás escritas pero vivas en los corazones y en las almas de los indios, cuya
concepción de la vida tiene sus raíces en otra historia, en otra tradición distinta a la de
los demás pueblos. Los problemas sociales que perturban al mundo en el que el
automóvil y la radio son factores de importancia, no existen para el indio que habita
lejos de las carreteras. Don Jacinto no necesita ser requerido por la corte para
obligarlo a alimentar a los huérfanos de los trabajadores. Él lleva las leyes en la
sangre. Las leyes que no se encuentran en la sangre de los hombres, son letra muerta.

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X

Su mirada vaga en dirección opuesta al sitio en que se encuentra el pueblo en el que


habitan todas las familias que pertenecen a Rosa Blanca, y a las que él considera un
pueblo verdadero encabezado por un rey y una reina. Pero no por un rey déspota, no
por un dictador. El rey de aquella nacioncita no vivía en el lujo ni en la crápula
explotando y esclavizando a sus súbditos. Don Jacinto era un verdadero rey. Era
consejero, padre y hermano de su pueblo. Sus derechos consistían únicamente en ser
responsable del bienestar de aquel pueblo que le había sido confiado por sus mayores.
Los habitantes no eran súbditos, vivían en igualdad de circunstancias. Este pueblo y
su rey habían aprendido en cientos, tal vez en miles de años de vida, que las disputas
y las luchas por las supremacías no conducían a nada. El ambiente que los rodeaba, la
selva, los bosques, les enseñaron a vivir como lo hacían y a regirse de aquel modo.
Bien pueden los bueyes pelear por un reinado, pero los indios de Rosa Blanca eran
humanos y no deseaban ser tomados por bueyes.
Los pueblos como el de Rosa Blanca pueden caer fácilmente en confusiones
acerca de su concepción de la vida y de la sencilla organización económica, así como
del orden y adhesión a sus tradiciones, si grupos pertenecientes a pueblos urbanos,
gentes constructoras de ciudades, aparecen pretendiendo inculcar sus ideas por medio
de propaganda o de la fuerza, a esos pueblos que son la verdadera infancia de la
humanidad. Las ciudades necesitan absorber masas humanas, pues de otro modo no
logran su desarrollo y perecen. Como las masas urbanas habitan en terrenos más
pequeños de los que les son necesarios para la producción de sus alimentos, no les
queda más alternativa que la de cambiar la estructura económica de los agricultores
con el objeto de convertirse en amos esclavizando a los campesinos.
Rosa Blanca desconocía toda influencia humana. Las cosas marchaban como si
todas las órdenes que ejecutaban y bajo la que vivían y trabajaban les llegaran
directamente de la naturaleza, sin intermediarios de ninguna especie.
A aquella hora salía humo de todos los jacales a través de las puertas siempre
abiertas, de los techos de palma, entre los otates que formaban algunas paredes.
Afuera, cubiertas por el techo colgante del pórtico, las mujeres molían el nixtamal.
Guajolotes, gallinas, puercos y pájaros domesticados; burros, perros, gatos y de vez
en cuando un mapache o un chango rondaban por el patio, frente a los jacales, y se
aproximaban en cuanto las mujeres comenzaban a moler el nixtamal y a hacer las
tortillas, porque cuando una de ellas se enderezaba para descansar un poco la espalda
o para enjugarse el sudor, tiraba algunos maíces a los animales, siempre hambrientos,
que emprendían un verdadero combate para ganar los granos. Era solo por el placer
de presenciar aquellos combates por lo que las mujeres tiraban algunos trocitos de
masa y de tortillas. Entonces reían, en ocasiones hasta llorar, si se presentaba algún
episodio cómico en ese escenario en el que la mujer y su pequeño mundo eran los

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actores. Aquellos pasatiempos las ayudaban a hacer su duro trabajo con energías
renovadas y con gusto. La molienda del nixtamal habría podido hacerse sin gran
esfuerzo, con la ayuda de un molino de mano adquirido por quince pesos o menos.
Nada más que entonces la mujer no habría sabido qué hacer con el tiempo que el
molino le ahorraba al moler en cinco minutos lo que ella molía en hora y media.
Aparte de esto, quizá su marido, los niños y hasta ella, no habrían gustado mucho de
las tortillas hechas con la masa salida de un molino, en vez de la molida en metate.
Para aquellos que saben apreciar el sabor delicado de una tortilla, resultan bien
diferentes el gusto entre las hechas a mano y las hechas en máquina.
La mujer se arrodilla en el suelo al que pertenece, y muele el grano en posición
semejante a la que se adopta para adorar al Señor creador del maíz. Un molino de
mano carece de vida, no produce sonrisas. Es un objeto seco e inanimado. Es
simplemente una máquina. Carece de alma y de corazón. Con el uso de un molino de
mano le habría sido imposible a la mujer contar a su marido, cuando regresara del
trabajo, todos los incidentes cómicos ocurridos mientras ella molía el nixtamal.
En el pórtico de uno de los jacales se hallaba suspendido de un mecate un aro de
barril oxidado en el que se columpiaba libremente un perico. Sin embargo, él no
usaba de su libertad y prefería permanecer en el aro desde el que se dedicaba a
molestar por igual a burros, gatos y perros. Sujeto al aro había un palo y sobre este
una lata con agua. Cuando le daban de comer al perico dos tortillas calientes
especialmente hechas para él, comía solamente parte de estas, despedazando el resto
y ofreciéndolo a los animales con quienes deseaba trabar amistad, o a quienes
deseaba ver pelear tratando de arrebatarse las migas que les tiraba. Parecía que un
puerco semisalvaje era su amigo predilecto. A menudo el loro dejaba caer los trocitos
de tortilla solo cuando aquel puerco se encontraba cerca. El puerco volvía los ojos
hacia el perico como si este fuera su único dios, capaz de darle un mundo.
Todos los días había que agregar un nuevo detalle a las variadas jugarretas del
loro. Si ocurría que algún otro puerco cogía el pedazo de tortilla tirado a su amigo
predilecto, él gritaba: «Cochino, cochinísimo, tal por cual,» Y seguía jurando con la
misma fuerza de la que es capaz un indio cuando se encuentra enojado.
Don Jacinto, parado en el pórtico y mirando hacia el hogar de sus compadres,
escuchó los horribles juramentos del loro proferidos en voz lo suficientemente alta
para ser oídos a una milla a la redonda. Cuando el viento cambiaba y llevaba los
juramentos del loro hasta la cocina, Conchita y las otras mujeres que trabajaban a su
lado tenían que cubrirse las orejas con las manos, cuando las tenían libres, para no
escuchar las blasfemias del pájaro.
Don Jacinto escuchaba la voz gangosa del animal y sonreía con profunda
felicidad. Aquel perico le simpatizaba mucho. Don Jacinto conocía todo cuanto le
rodeaba. Podía distinguir instantáneamente la procedencia y el significado de
cualquier sonido que llegara a sus aguzados oídos. La voz del perico lo alcanzaba no
como una nota aislada y especial, sino como tono abandonado en medio de los

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cientos de miles de notas de aquel eterno, bien conocido y nunca cambiante cantar de
Rosa Blanca. Todos los sonidos y los ruidos: el mugido aburrido del ganado, que a
esas horas del día descansaba sobre la pradera a la sombra de los árboles; el gruñir de
los puerros; el ruido producido por los guajolotes, el cacarear de las gallinas, el cantar
de los gallos, el rebuznar de los burros, los gritos jubilosos de los niños, el ladrido
ocasional de un perro al que respondían otros muchos; el llanto de algún chiquillo; el
sonido de las manos al hacer las tortillas; la charla de las mujeres en la cocina; los
juramentos y amenazas que Margarito profería mientras curaba a las mulas de carga,
mezclados con el corrido de la Linda Muchachita India; el chirriar de la puerta
posterior del patio, que al ser abierta por alguien pedía una gota de aceite; los gritos
de algún niño a quien su dulce madre golpeaba por haber roto algún trasto; el zumbar
de las moscas a su alrededor; los gritos de un hombre pidiendo ayuda a otro en el
campo; el zumbar, canturrear y chirriar de los bosques; el suave y dulce cantar del
viento, semejante al rumor que producirían las hadas agitando miles de invisibles
campanitas de plata. Todos aquellos sonidos se mezclaban para formar una canción,
la canción eterna de las haciendas del trópico, canción inconfundible en el mundo.
Esa era la canción de Rosa Blanca, su única e inimitable canción.
Atrás de los jacales, don Jacinto vio venir del río a las mujeres que habían ido por
agua. Caminaban con las pesadas ollas de barro sobre la cabeza, sujetándolas
ligeramente con una mano. Caminaban gentilmente, con el cuerpo erguido, tan
erguido, que era imposible imaginarlas inclinándolo. Tal vez si lo hacían sería
únicamente ante la Santísima. Caminaban descalzas, con los largos y espesos cabellos
negros húmedos aún por el baño en el río, sueltos sobre la espalda y siguiendo el
balanceo de sus cuerpos al deslizarse por el camino. El lavado del cabello,
sumergidas profundamente en las aguas del río, para lo que se desembarazaban
únicamente de la camisa bordada, era una especie de ceremonia cuando la realizaban
en compañía de otras mujeres. Llevaban vestidos largos, verdes y rojos con listas
horizontales. No eran altas pero debido a algo inexplicable lo parecían; tal vez ello se
debía a que todas eran esbeltas como muchachitas, aun las madres de siete criaturas.
Usaban camisas profusamente bordadas en colores vivos.
«Así», pensaba don Jacinto viéndolas venir del río, «viste también Conchita».
Y era cierto, la indumentaria de su esposa no difería de la de aquellas mujeres.
Solamente cuando iban a Tuxpan, el pueblo de importancia más cercano, a fin de
realizar la venta de sus productos, vestía ella un traje de percal y se calzaba, pero
nunca usaba sombrero. Jamás había tenido uno. Acostumbraba llevar el rebozo con
que se envolvía en casa. Además, habría resultado cómica la apariencia de una mujer
cabalgando en mula o caballo y tocada con un sombrero como los que usan las
mujeres de las ciudades.
Sin prisa alguna, los hombres regresaban del campo para comer o descansar.
Unos llevaban machetes, otros azadones. Algunos fumaban. Otros silbaban o

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canturreaban. Los chicos que habían estado en el campo con sus padres se perseguían
riendo, peleaban, gritaban y se hacían jugarretas.
La puerta de la capillita cercana al patio estaba adornada con flores frescas de la
milpa, el bosque y la selva. Sobre el piso de tierra se habían esparcido, a manera de
alfombra suave y espesa, ramas de ocote.

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XI

Don Jacinto se percataba de cuanto ocurría a su alrededor, mientras meditaba parado


en el pórtico.
En cierta forma lo veía como por primera vez en la vida. Nunca antes había
sentido tan honda satisfacción de ser no el amo, no el rey, sino algo más. Era el
centro, el eje de todo aquello. Era el corazón de Rosa Blanca.
En ese instante se percató claramente de que, de haber abandonado su
responsabilidad hacia Rosa Blanca, todo habría fracasado. Las familias se habrían
separado. Los lazos más antiguos se habrían roto. Los hijos desconocerían a sus
padres, los sobrinos a sus tíos. Rosa Blanca dejaría de ser el hogar de su pueblo. En la
memoria de sus hijos, Rosa Blanca sería solo un rancho, un rancho como los cientos
de ellos que había en la República. Un rancho en el que los peones tenían que trabajar
duramente, explotados por el ranchero, sin ver jamás un centavo, sin poseer nunca
algo, ni siquiera los harapos con que cubrían su cuerpo, ya que les eran fiados en la
tienda de raya. Rosa Blanca sería recordada por los niños como la hacienda solitaria
en la que sus padres trabajaran hasta abandonarla un día para marchar a un campo
petrolero o a una mina. Nada uniría su alma con la de Rosa Blanca, la hacienda
abandonada.
Se pensaría en Rosa Blanca como se pensaba en la planta en la que el padre
trabajaba para ganarse la vida, y a la que no se dedicaba ningún sentimiento personal.
Las familias irían de sitio en sitio hasta que el padre encontrara trabajo que asegurara
a su familia el pan de cada día.
Ya nada sería seguro. Ahora buen salario, mañana malo, pasado mañana ninguno.
Rosa Blanca no sabía de salarios bajos, de seguros sociales para los enfermos, los
impedidos, los viejos. Ignoraba el temor constante a perder el empleo y a vivir de la
caridad pública obligado a pararse horas y horas en largas filas para conseguir una
taza de sopa aguada.
Rosa Blanca no conocía el problema de los desocupados. Siempre había trabajo,
alimentos abundantes, techo y abrigo para todos. Mientras el sol saliera y se pusiera,
Rosa Blanca tendría trabajo y sustento para sus hombres.
Que haya algo, que pueda haber algo que garantice al hombre el pan de cada día,
sería un hecho que olvidarían los jóvenes, y cuando alguien se los asegurara lo
tomarían por un cuento de hadas. En la opinión de ellos, opinión formada a base de
su experiencia y aceptada como inevitable, solo las plantas, fábricas, campos
petroleros, minas de cobre, lugares en que los humanos se convierten en máquinas
que checan la hora de entrada y de salida, proveen de trabajo y por tanto de alimento.
Don Jacinto sabía poco de todas esas cosas. Poco conocía él del mundo que se
agitaba fuera de Rosa Blanca, del camino de Tuxpan y del pueblo. Solo una cosa
sabía con certeza, y ella era que si sus compadres y todos los que lo rodeaban se

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vieran privados de Rosa Blanca, algo horrible había de ocurrirles. No sabía si podía
imaginar el horror de ello, pero instintivamente sabía que les ocurriría algo semejante
a lo que sucede a los peces sacados del agua tirados en la arena, y a los árboles
arrancados y abandonados con la raíces al sol.

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XII

Alrededor de diez minutos permaneció don Jacinto contemplando su reinecito desde


el pórtico pensando, reflexionando sobre la solución que podía dar al problema que se
le presentaba gracias a un cambio en las condiciones del mundo exterior, con el que
tan poca relación tenía y al que difícilmente comprendía.
En aquellos diez minutos había vivido no solo el presente, sino el pasado y el
porvenir. Había conversado con antepasados a quienes nunca había visto, a quienes
no conocía, pero a quienes intuía. También había hablado a sus descendientes, a
quienes sabía de su sangre y de su tribu, aun cuando no los hubiera visto, ya que aún
no nacían. Durante estas conversaciones, le había sido más difícil dirigirse a sus
descendientes que a sus antepasados, porque localizar a aquellos había sido más duro.
Había tenido que recorrer todos los ámbitos de la República y aun rebasar las
fronteras adentrándose en los Estados Unidos, pues muchos de ellos no se
encontraban ni en Rosa Blanca ni en el estado del que eran nativos.
Rosa Blanca se había convertido en una serie de lotes, del número noventa al
número ciento sesenta, de la Condor Oil Co. Inc. Ltd., S. A. Rosa Blanca no era ya
más que un terreno. Un terreno totalmente cubierto de torres. Solo unos cuantos
indios, trabajadores diurnos, recordaban que aquellos terrenos habíanse llamado en
un tiempo Rosa Blanca. Y se habría considerado absurdo que un terreno con aquella
apariencia ostentara semejante nombre. Y aquel nombre habría parecido una cosa
tonta e irónica.
En el sitio donde tiempo atrás florecieran los naranjos y los limoneros, lucieran
sus dorados frutos los papayos, y el verde océano de los maizales fuera dulcemente
agitado por el viento, haciendo que las cañas se inclinaran unas sobre otras como para
contarse secretos y hacerse relatos de bodas y de fiestas encantadas celebradas entre
los ratones que se albergaban a sus plantas, ahora se arrastraban camiones pesados, y
los caterpillars cavaban con sus inclementes garras, torturando el suelo que sollozaba
dolorido.
Un laberinto de tubos de acero cubría la tierra. Y sobre ellos se veía un intrincado
tejido de cables y alambres que habían ahuyentado a los millares de pájaros que
solían despertar con sus gorjeos a los habitantes de Rosa Blanca. A cualquier sitio al
que se dirigiera la vista se encontraba con columnas de vapor que salían silbando, y
con pesadas nubes oscuras.
El suelo se hallaba en partes cubierto por una capa pegajosa de aceite, que daba al
suelo un aspecto pantanoso y que despedía gases dañosos a los pulmones.
Por todo aquel sitio en el que tiempo atrás había reinado una quietud celestial, se
escuchaban ahora gritos, órdenes de mando, chocar de metales y silbidos de vapor.
Largas filas de indios sudorosos, transportando sobre los hombros tubos de metal,
eran espoleados por capataces, y parecían esclavos sujetos unos a otros por aquellos

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tubos.
El ambiente soleado antaño, preñado de canciones, de risas gozosas, era invadido
ahora por gruñidos, crujidos, estampidos y rechinar de las pesadas máquinas, de las
bombas, de los martillos.
Solo quedaba uno de los descendientes de don Jacinto, y aquel marchaba entre la
fila de esclavos que recibían dos pesos cincuenta centavos diarios considerados ya
como un salario excepcionalmente elevado; y si no trabajaban a medida de los deseos
del capataz, si este consideraba que eran perezosos o si un tubo caía aplastándoles un
pie, eran despedidos sin piedad.
Don Jacinto reconocía a su descendiente. Lo detenía y le hablaba. «¿Qué te
parece esto, mi hijito?». Y el descendiente contestaba: «Muy bien, padre. Gracias. Me
pagan dos cincuenta, en las minas de plata solo me daban uno setenta y cinco. Pero
verá usted, padre; tengo ocho hijos, y me resulta muy difícil sostenerlos. El maíz está
a veintidós centavos kilo, y hay que tirar más de la mitad porque el grano está
agorgojado. Ahora, padrecito, perdóneme, no puedo detenerme a hablar con usted; el
capataz me está mirando y si pierdo cinco segundos más me despedirá, y no debo
olvidar a mis ocho hijos. Ahora es difícil encontrar trabajo. Adiós, padrecito mío,
adiós». Y se inclinaba a besar la mano de don Jacinto expresándole así su respeto.
En seguida daba un salto para colocarse en la fila de esclavos encadenados.

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XIII

Mientras don Jacinto fuera propietario de Rosa Blanca no le era necesario pensar en
la solución de aquel problema que se le presentaba en forma tan repentina. Él, siendo
el poseedor legal del lugar, podía hacer lo que gustara, olvidándose de toda pena. Sin
embargo, creyó conveniente pensar cuidadosamente antes de tomar una decisión de la
que podía arrepentirse más tarde. No tenía obligaciones legales, ni legítimas respecto
a las gentes que vivían en Rosa Blanca. Ninguno de los que consideraban aquel sitio
como su hogar, habría culpado a don Jacinto o le habría hecho reproches, si hubiera
vendido Rosa Blanca. Estaba absoluta e incuestionablemente en su derecho de
hacerlo.
Estudiando mentalmente todos los aspectos del problema, mirando las
probabilidades de venta desde todos los ángulos, recordó a otros rancheros que se
habían visto en casos semejantes. Y sabía, a través de la experiencia de los otros, que
si alguna poderosa compañía inglesa o americana se decidía a adquirir un terreno,
resultaba difícil, casi imposible, defenderlo. Ningún ranchero podía hacer frente a
instituciones tan poderosas como aquellas. Nadie puede pagar ni a los abogados ni a
los expertos siquiera una fracción de lo que las compañía pueden darles. Ningún
ranchero, no importa lo buen ciudadano que sea, podrá litigar con éxito en contra del
gobierno, aunque sea el de su país, si este declara que para beneficio de la nación es
necesario que una compañía petrolera tome posesión de la propiedad de un ciudadano
a cambio de determinado pago considerado como justo. Los gobiernos reciben
buenas contribuciones de las compañías petroleras que operan. Mientras más petróleo
extraigan las compañías extranjeras, mientras mayores cantidades sean exportadas,
mayores serán las entradas del gobierno. Y ahí están los gobernadores de los estados,
los generales, los senadores, los diputados que también tienen su parte en ese asunto,
ya que las compañías extranjeras necesitan siempre de intermediarios, y pagan bien a
quienes actúan como tales.
Ciertamente no era muy fácil para don Jacinto resolver aquel problema en forma
satisfactoria para todos.

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XIV

Don Jacinto dejó de soñar despierto. Llamó a Margarito, que seguía curando a las
mulas y cantando el gran corrido del que llevaba apenas cantadas sesenta estrofas,
quedándole otras sesenta por cantar.
—Oye, compadre —gritó don Jacinto—, ven acá un momentito.
—Sí, compadre, ¿qué quieres?, ¿pasa algo malo? —contestó Margarito,
encaminándose hacia el pórtico sin dejar de canturrear el corrido.
Se quedó parado en el campo, enfrente del pórtico, descansando perezosamente
los brazos sobre la baranda.
Don Jacinto hizo un movimiento de cabeza para indicar la presencia del
licenciado en el interior de la pieza, que vigilaba los soldaditos de oro, no fuera a ser
que se marcharan y no volvieran más.
—Allí en la sala hay un caballero que anda en busca de trabajadores, compadre.
De trabajadores para los campos petroleros. ¿Qué te parece, compadre?, ¿no quieres
trabajo tú?
—¿Yo?, ¿qué quieres decir, compadre?, ¿quieres que me vaya de aquí? ¿Quién
será tu mayordomo si yo me voy? Antes que nada quiero que me contestes eso.
—No te preocupes. Si es necesario podremos hacerlo regular nosotros solos.
Margarito vaciló un rato, inclinó la cabeza sobre su hombro derecho y miró de
reojo a su patrón. Algo extraño encontró en aquel asunto.
—¿Cuánto paga ese caballero, quiero decir, el señor que está en la sala?
—Cuatro pesos diarios.
—¿Diarios? —preguntó Margarito con la duda retratada en el rostro—. ¿Cuatro
pesos diarios? Imposible, nunca supe de nadie que pagara cuatro pesos diarios por un
día de trabajo común y corriente.
—No, en este caso es absolutamente cierto. Cuatro pesos diarios.
—Dios mío, ¡pero si ese es un montón de dinero! Porque ¡calumba!, ¡imagínate,
cuatro pesos por un día de trabajo! ¿Cuántos días durará el trabajo por el que pagan
cuatro pesos?
—Tanto tiempo como tú quieras. Tres meses, seis meses, un año o más, tal vez
largos años. Eso me figuro por lo que dice.
—Es demasiado tiempo. Bien, pero si a ti te parece absolutamente necesario que
yo acepte el trabajo, lo haré porque tú así lo quieres; por mi parte, como antes te dije,
no hay inconveniente. Nada más que dile, compadre, que no puedo aceptar el trabajo
por más de tres meses. Solo en esas condiciones aceptaré, y dentro de tres meses
estaré de regreso.
—Eso no es posible, compadre. Si te vas no podrás volver. Si te vas, sales para
siempre. —Al decir esto don jacinto le miró escrutadoramente.

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—¿Qué dices, compadre? Repítelo, por favor. ¿Que no he de volver más a Rosa
Blanca? ¿Que no he de regresar a mi hogar? ¿Por qué? —Margarito no concebía la
idea de que al dejar Rosa Blanca se cerraran tras él sus puertas para no abrirse jamás.
Aquel era su hogar. ¿Por qué había de negársele la entrada?
—La cosa es bien sencilla, compadre —dijo don Jacinto tratando de explicar la
situación—. Es sencillísimo. Verás, aquel caballero no tomará a ningún hombre que
no desee trabajo permanente. Aquel que acepte, deberá hacerlo entendido de que
acepta por largo tiempo. La compañía desea trabajadores experimentados y no quiere
hacer cambios de personal cada semana. Cuando el trabajo en un campo se termina,
los hombres son enviados a otra región, pero siempre pagados por la misma
compañía.
Eso no era exactamente lo que el señor Pérez había dicho, pero don Jacinto
pensaba que era así como obraban las grandes compañías.
—¿No podré volver a Rosa Blanca? ¿No regresaré jamás? —dijo Margarito
hablando para si más bien que dirigiéndose a su compadre. Y siguió murmurando
porque le era difícil resolver los problemas difíciles en silencio. Necesitaba hablar
para sí y con otro, si quería llegar al fondo de sus ideas—. ¿Nunca he de volver?
¿Jamás he de poner los pies en Rosa Blanca? ¿A quién se le ha ocurrido semejante
idea?
Apretó los dientes, movió las mandíbulas como si estuviera triturando algún
objeto duro y dijo en voz alta:
—No, compadre; prefiero no ir y olvidar los cuatro pesos. Después de pensarlo
bien, cuatro pesos no son mucho dinero, considerando lo que hay que gastar para
sostenerse en los campos, en donde los precios andan por los cielos. Dile al caballero
que está en la sala, que ninguno de los hombres de aquí lo seguirán si saben que no
podrán volver. ¿Por qué no va él a conseguir sus hombres en los pueblos grandes en
donde hay tantos sin trabajo? Eso es lo que yo no entiendo. ¿Cómo es posible que
venga acá? Y oye bien lo que voy a decirte, compadre: él no sacará de aquí ni a uno
solo de nuestros muchachos.
—Pero Margarito, ¿no te acuerdas que tres de aquí se fueron ya a trabajar a los
campos?
—Claro que me acuerdo. Todos nos acordamos. Pero Marcos ya regresó. Dice
que no volverá jamás a un campo, ni aunque le paguen seis pesos diarios. Dice que
nada tiene de agradable, que el trabajo es muy duro y siempre igual, tanto que acaba
uno por volverse loco. Dice que los capataces andan tras los hombres todo el día
gritando, dando órdenes, vigilando, y que si alguien se atreve a decir una palabra le
rompen el hocico alegando que se atrevió a insultarlos, aun cuando no sea cierto. Si el
hijo de Pedro se ha quedado allá, ello se debe únicamente a su deseo de juntar dinero
para poder casarse con Anselma, lo que no podrá hacer hasta entregar al padre de la
muchacha lo acostumbrado. José le prohibió a su muchacho regresar, de otro modo
ya estaría aquí de nuevo.

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—¿Por qué detesta José a su hijo de esa manera? Eso es algo que ignoro.
—Desde luego que lo ignoras, compadre; ellos nada dicen porque se
avergüenzan. El muchacho anda con una cabaretera y el muy idiota quiere casarse
con ella. Además usa unas expresiones, que aprendió en el campo, que hicieron
sonrojar a su madre. El padre tuvo que darle dos buenas cachetadas por hablar en su
casa en esos términos y en Semana Santa. Bueno, en cualquier forma cuatro pesos
son algo, pero es mejor que yo no vaya. Aquello apesta mucho, hay demasiado ruido
y muchos gritos. Ni siquiera de noche puede dormirse a causa del ruido que hacen los
camiones y las máquinas.
—Ya te acostumbrarás.
—Puede ser. No sé, exactamente. Pero si quieres mi opinión, te diré que no lo
creo, compadre. Además, hay algo que debe discutirse ante todo. ¿Quién cuidará de
los caballos y de las mulas si yo me voy? Tal vez me dirás que Serapión. Pero no
debes precipitarte. Serapión es un muchacho bueno y honesto, pero ¿quién sabe lo
que podría ocurrir si se encargara de los caballos y las mulas de Rosa Blanca? Él
nada sabe de caballos y menos aún de mulas, y hay algo más, compadre, nuestros
caballos, mulas y becerros solo a mí me escuchan, solamente conocen mi voz y ni
siquiera de la tuya hacen caso. Si no, haz la prueba y verás. Yo sé que tengo razón y
por eso no puedo dejar a los pobres animales en manos de Serapión o de cualquier
otro hombre. Y supongamos que me voy, ¿qué ocurrirá con mi mujer y con los niños?
¿Habías pensado en ellos, compadre?
—A todos podrás llevarlos al campo.
—¿Yo? ¿Llevarme yo a toda la familia al campo? No hagas que me ría y te pierda
el respeto, compadre. Allá no sabrían qué hacer y empezarían a tener malos
pensamientos. Además, compadre, ¿para qué seguir hablando si no he de ir? Nadie
irá en esas condiciones. Hazlo saber así al caballero. Pertenecemos a esta tierra y
todos deseamos volver a ella, aunque solo sea para morir. Es necesario que
comprendas esto, compadre.
Margarito respiró profundamente, gruñó algo para sí y agregó:
—Bueno, ahora que conoces mi opinión, compadre, más vale que regrese al lado
de las mulas, porque andan muy mal; Javier debía cuidarlas mejor. Ya se lo dije; pero
me contestó que no había podido hacerlo porque el camino está malísimo, y las aguas
lo han empantanado en muchos tramos. Yo sé que tiene razón; pero me pareció
conveniente darle una buena regañada para que tenga presente su obligación respecto
a las mulas. Creo que, en final de cuentas, tendré que enseñarle cómo ha de cargarlas
para evitar que se les hagan mataduras con tanta frecuencia.
Margarito atravesó el patio para regresar al sitio en que curaba a las mulas. En
cuanto echó a andar volvió a cantar el corrido, del que todavía faltaban por cantar
muchos versos para llegar al punto en que se canta el nacimiento del dulce niñito de
la muchachita india.

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Cuando se aproximó a los animales se percató de que una de las mulas, inquieta,
trataba de morder a otra que se encontraba atada a un poste. Al ver aquello, Margarito
interrumpió su canción en el preciso momento en que estaba por alcanzar el pasaje
más sentido y gritó: «¡Eh, macho tal por cual, espera tantito, ya verás las patadotas
que te doy en las nalgas para que aprendas!».
Sin embargo, cuando se aproximó olvidó las patadas y se concretó a apartar a la
mula provocativa de la otra, haciendo que la paz volviera a reinar en el corral.
Después de discutir con Margarito, don Jacinto se convenció aún más de que lo
que pensaba era lo mejor que podía hacer. De antemano sabía cómo tomarían las
gentes del lugar la venta de Rosa Blanca. Margarito no hablaba por los demás, sin
embargo, la forma en que él pensaba, era la misma en que pensaban todos los demás.
Y todos repetirían lo que él había dicho minutos antes. Ni siquiera habrían usado
otras palabras para expresar su opinión.
Margarito había ratificado lo que don Jacinto, al igual que todos sus antepasados,
aseguraran siempre; esto es, que Rosa Blanca no pertenecía a un solo hombre. El
verdadero propietario de Rosa Blanca no era don Jacinto. Era poseída por toda la
comunidad que vivía en ella y de ella. Ninguno de los hombres la habría abandonado
a menos que tuviera la seguridad de poder volver cuando quisiera. Si don Jacinto
hubiera reunido a todos los hombres, como venía haciéndolo cada mes para discutir
sus problemas, y les hubiera planteado el de la venta de Rosa Blanca, diciéndoles:
«¿Creen ustedes que debemos vender Rosa Blanca a cambio de una gran cantidad de
dinero?», todos habrían contestado a la vez: «No podemos vender Rosa Blanca,
tenemos que pensar en los niños, ya que nosotros no hemos de vivir siempre».

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XV

Cuando regresó a la sala, don Jacinto encontró al licenciado sentado aún frente a la
mesa, mirando las columnas doradas como si le hubieran encantado los ojos. De
ningún modo habría abandonado aquella fortuna para reunirse con don Jacinto en el
pórtico. De haberse arriesgado a abandonar la pieza por algunos minutos, parte de la
fortuna, si no toda, habría desaparecido. No conociendo el lugar ni a las gentes que lo
habitaban, cualquiera habría pensado que aquella suma de dinero corría peligro si se
le abandonaba.
El señor Pérez habría podido dejar el lugar por un día o por una semana sin
llevarse a sus soldaditos de oro, y al regresar no habría tenido necesidad de contarlos
o de examinar las columnas para ver si las habían movido en su ausencia. Ni una sola
moneda faltaría. Pero como él era abogado, no confiaba en nadie. Tal vez ni a su
propia madre le habría confiado una cuarta parte del dinero amontonado en la mesa.
—Bien, bien, don Jacinto —dijo el señor Pérez cuando vio entrar al indio—,
parece que ya echó usted un largo y último vistazo al lugar. Todo se ha arreglado y
ahora podemos estar contentos con la venta de Rosa Blanca. Cierto que me ha
costado un gran trabajo convencer a usted. Apuesto que ha salido a despedirse del
viejo hogar. ¿Verdad? Ahora, ¿quiere usted ser tan amable, don Jacinto, de contar el
dinero y firmar el recibo? Pues, a decir verdad, estoy ansiando que me releven de la
responsabilidad de cargar con semejante carretada de oro. ¡Por Cristo, si algunos
bandidos se hubieran enterado, tal vez no habría llegado vivo aquí! —Y rio de su
propia gracia—. Mire usted, don Jacinto, cada columna es de quinientos pesos. Basta
con que cuente usted una y vea que todas las demás tengan la misma altura. Así
resulta fácil contar una cantidad tan grande como esta.
Don Jacinto se detuvo. Su semblante se tornó severo y dijo con toda calma:
—Rosa Blanca no se ha vendido, señor licenciado. Rosa Blanca no se venderá
nunca. Rosa Blanca no será vendida ni por una cantidad diez veces mayor a la que ha
puesto usted en esa mesa, esa cantidad nada significa para mí. Para mí carece de
valor. Además, en mi opinión, ninguna tierra puede cambiarse por dinero. Id suelo es
suelo y el dinero, es dinero. Son dos cosas diferentes, tanto como un árbol y una
piedra.
El señor Pérez se levantó aterrorizado y dijo tartamudeando:
—¿Que no está vendida? ¿No vende usted Rosa Blanca a cambio de esa inmensa
cantidad de oro?
—No, no está vendida, señor licenciado.
—No entiendo. Usted debe estar loco para hablar en esa forma del suelo y del
oro. El suelo, cada pulgada de tierra es, ha sido y será cambiada por dinero algún día.
—El señor Pérez dijo aquello solo por decir algo. Pero una vez que hubo hablado le
pareció que su expresión resultaba tonta e inadecuada para un abogado.

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Don Jacinto, aún de pie y conservando aquella expresión que hacía aparecer su
cara como de hierro, repitió:
—No, señor licenciado, la tierra no puede cambiarse por oro.
—Muy bien —dijo el señor Pérez con voz cansada—. Perfectamente, entonces no
está vendida.
Y al tiempo que volvía a poner las monedas en la bolsa de lona, dejándolas
resbalar como si fueran puñados de arena, dijo con disgusto:
Don Jacinto, ¿quiere saber lo que pienso de usted? Es usted un viejo estúpido,
idiota, medio loco; es usted un desgraciado monstruo imbécil. No debiera permitirse
la existencia de individuos como usted, porque constituyen un peligro constante para
la sociedad humana. Debieran encerrarlo en un manicomio en donde deben guardarlo
por su propio bien, porque no cabe duda de que esta usted completamente loco. El
manicomio es el único sitio apropiado para tipos como usted. Y déjeme agregar algo
más nosotros hemos de obtener Rosa Blanca. Por eso no se preocupe, la
conseguiremos en cualquier forma, créamelo. Es más, la conseguiremos barata,
mucho más barata de lo que hemos estado deseando pagarle por ella, créame. No
dude de lo que le dice un experimentado hombre de leyes. Más, mucho más barata
hemos de obtenerla, como hemos de conseguirlo a usted vivo o muerto. No olvide
que lo prevengo.
—No me asusta usted, señor Pérez. Ni usted ni su desgraciada compañía podrán
conseguirme a mí. —Don Jacinto había perdido ligeramente la actitud estoica que le
era dado mantener en situaciones críticas, y habló con una dureza que jamás había
empleado—. Todos, incluyéndolo a usted, señor licenciado, podrán besarme las
nalgas, pero ni usted ni la cáfila de bandidos de su compañía lograrán nada. Y déjeme
decirle algo más, no conseguirán tampoco ni a uno solo de mis hombres ni aunque les
paguen veinte pesos diarios.
En seguida, cambiando de tono, dijo:
—Bueno, ¿qué tal si echarnos otro buen trago de mezcal antes de que usted
regrese? Ahí tiene, señor licenciado.
Llenó dos vasos de regular tamaño, tendió uno al señor Pérez, tornó el otro y
levantándolo a la altura de la cara de su visitante dijo:
—¡Salud!
El licenciado le contestó en la misma forma y ambos bebieron el mezcal de un
solo trago. En seguida se echaron a la boca un puño de gusanos de maguey salados.
—¿Qué le parece si lo repetimos, señor licenciado? —dijo don Jacinto riendo de
buen humor.
—Bueno, venga otra —contestó el licenciado riendo también.
Repitieron la ceremonia.
El licenciado, atando su bolsa de lona, se detuvo un momento para decir:
—¿Está usted seguro, absoluta y positivamente seguro, don Jacinto, de que no
cambiará de idea acerca de la venta del lugar?

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—Absolutamente seguro —contestó don Jacinto de prisa, indicando con el tono
de su voz que era aquella la última palabra que diría sobre el particular.
El licenciado ató la bolsa con firmeza, llamó a su mozo para que trajera los
caballos, y se despidió con todas las formalidades y cortesías nunca olvidadas por un
latinoamericano, ni siquiera cuando se despiden de una persona seriamente
disgustada. Montó, se volvió a mirar a don Jacinto, que había salido hasta la puerta
del patio, y sonriendo dijo una vez más:
—Adiós, don Jacinto; gracias por su hospitalidad, ¡hasta la vista! Se acomodó la
pistola en las caderas hasta la parte casi delantera de su cinturón, espoleó al caballo y
salió seguido por su mozo.
Don Jacinto, caminando lentamente hacia el pórtico, dijo para sí: «¿Por qué había
de mandarme él a un manicomio? Solo a los locos se les envía allí y yo no estoy loco,
ni tantito, siento la cabeza perfectamente. Es curiosa la forma en que algunas gentes
hablan».
Parado nuevamente en el pórtico, miró las nubes de polvo levantadas por los
jinetes y se rascó el cuello y los cabellos. Después dio la vuelta y atravesó las piezas
hasta llegar al patio posterior, desde donde dirigió la voz a la cocina diciendo:
—Conchita, ven un momentito por favor.
—Voy volando —contestó su mujer en voz alta.
Se paró delante de él secándose las manos en una toalla y diciendo:
—¿Qué pasa, Chinto? ¿Se ha ido? Creí que se quedaría a cenar o que pasaría aquí
la noche.
—Tenía prisa por regresar a la ciudad, yo creo que se quedará la noche en alguno
de los pueblos. —Después, mirando fijamente a los ojos de su mujer, preguntó—:
Conchita, ¿qué piensas de mí?
—¿Qué quieres decir, Chinto? No te entiendo.
—Mírame, mírame bien de cerca.
Mirándole a la cara, inclinando la cabeza de derecha a izquierda y de arriba a
abajo en forma cómica dijo:
—No encuentro nada de particular en ti. Tienes la misma apariencia de siempre.
Tal vez un poquito turbado, eso es todo.
—Tú no me crees loco, ¿verdad, Conchita?
Ella se echó a reír diciendo:
—¿Entonces es eso lo que te preocupa? Loco, Santo Dios, ¡qué tontería! Si tú
estás loco todos lo estamos, y yo especialmente. Loco tú. ¿Quién te ha hecho creer
semejante tontería? Debería juzgarte loco por el hecho de que crees que lo estás.
Nunca he visto a un hombre más sano de cuerpo y de mente que tú. Vaya una
simpleza. ¿Y para eso me has llamado, ahora que estoy tan ocupada? Debes estar loco
para hacerme esa pregunta. ¿Loco, loco? ¡Habráse visto tontería igual! —dijo
regresando a la cocina.

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—Ella debe saber —murmuró cuando se encontró de nuevo en el pórtico mirando
con ojos vacíos en dirección al camino que había tomado el licenciado unos minutos
antes—. Ella debe saber porque me conoce bien desde hace mucho tiempo. ¡Al
diablo! Yo no estoy loco y no iré a parar al manicomio ocurra lo que ocurra. Pelearé
con la compañía, con el gobierno y hasta con el mismo diablo si trata de meterse en
mis asuntos. ¿Loco yo? Ya les enseñaré su lección. Que se atrevan a venir.

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XVI

El presidente de la Condor Oil, Mr. C. C. Collins se arruinaba la vista leyendo las


cuartillas, limpiamente escritas a máquina, que formaban el informe que enviara por
correo el licenciado Pérez a la matriz de la compañía en San Francisco, Mr. Collins
no había llegado al final del informe que acababa de recibir, cuando golpeando
fuertemente el escritorio con el puño, exclamó:
—¡Habráse visto indio más asqueroso! ¿Qué supondrá semejante gusano,
semejante pigmeo infeliz? Atreverse a esto ese cuadrúpedo nieto de chimpancé,
montón de carne oscura. Atreverse semejante comadreja a ponerme trabas. Ya le
echaré yo mano a esa basura. ¡Por todos los diablos que lo haré! o hay todavía en el
universo entero un trozo de tierra del que no pueda disponer si me es necesario. Si
necesito un terreno lo tomaré aunque tenga que arrebatárselo al mismísimo Júpiter.
Interrumpió aquel discurso a gritos para decir en voz más baja:
—Ida, mire adonde está el Júpiter. —Y listo para continuar su interrumpido
discurso, volvió a cambiar de idea para decir—: No se preocupe Ida, no tiene
importancia.
Ida, que había saltado junto a la repisa en la que los libros se amontonaban,
regresó a su escritorio en donde esperaba el dictado que habría de tomar como
consecuencia de aquel informe, que había hecho perder los estribos a Mr. Collins una
vez más.
Ida era una competentísima secretaria particular. El hecho de ser una excelente
secretaria se debía sin duda a que su personalidad valía cero. A lo menos en la
oficina, jamás se había visto un destello de su individualidad, a excepción del hecho
de que nunca tratara de caminar como un ser humano ni en la oficina, ni cuando
entraba o salía de ella. Se arrastraba, y cuando caminando como gusano se apartaba
de su escritorio, hacía grandes, aun cuando invisibles esfuerzos, por que nadie la
viera. De hecho ni Mr. Collins ni sus visitantes notaban el ir y venir de Ida por la
oficina lo único que podía verse es que estaba tras de su escritorio o que el escritorio
estaba vacío. Su escritorio poseía toda la personalidad que a ella le faltaba. Y en vez
de decir «que se arrastraba» habría sido más correcto expresar la forma en que se
movía diciendo que lo hacía como si fuera un suspiro sobre dos piernas.
Mr. Collins poseía alguna cultura, aun cuando no tanta como para derrocharla.
Consciente de ese hecho, pero sin admitirlo jamás ni para sí, trataba de cubrir la falla
pronunciando las palabras en forma afectada y usando todos los términos poco
comunes que podía recordar, aun cuando no supiera a ciencia cierta su verdadero
significado. Poseía solo una vaga idea de lo que era una «comadreja». Si Ida le
hubiera dicho que se trataba de un insecto o de un morador de los desiertos
australianos, no habría discutido con ella. Ida era su enciclopedia, porque varios
diplomas certificaban su cultura. En otra forma él no la habría reconocido. También

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era muy vaga su idea de lo que era un pigmeo, la palabra se le había grabado cuando
oyera a uno de los miembros de su club decir: «Ese maldito mozo pigmeo me ha
traído la bebida helada y no la quería ni siquiera fría». Cualquier palabra extraña que
para Mr. Collins significaba algo así como insecto, basura o piltrafa, la aplicaba
cuando estaba enojado, la aplicaba a sus empleados o a cualquier persona que lo
disgustara. Entonces empleaba todas las palabras desagradables que le venían al
pensamiento y las que juzgaba más humillantes para su víctima.
Los defectos que hemos mencionado, eran los únicos que Mr. Collins tenía en su
calidad de presidente de una importante compañía petrolera. Si tenía otros defectos,
estos pasaban desapercibidos porque en su oficina y en las juntas de directores había
pocas oportunidades de apreciarlo. Solamente los moralistas a quienes se paga por
serlo habrían determinado que Basileen constituía uno de los mayores defectos de Mr.
Collins. Toda persona cuerda y normal, sin embargo, consideraba a Basileen como el
caudal más preciado de Mr. Collins, desde todo punto de vista.
El punto principal, y el único que realmente importaba en relación con su puesto
de presidente de aquella poderosa empresa, era que Mr. Collins era un excelente caza-
ocasiones de esos que no admiten competencia, y en su caso, «excelente» debe leerse
«duro», carente de todo sentimentalismo, pero con una individualidad empedernida
de las que parecen significar con todos sus actos: «Si tú no me muerdes, yo no te
morderé y así ambos estaremos lo suficientemente aptos y saludables para robarnos
mutuamente».
Mr. Collins pertenecía a la clase de hombres que saben hacer negocios cuando se
lo proponen y quienes, cuando pretenden jugar, bromear o divertirse lo hacen tan
cordialmente como si se tratara de un negocio.
Nadie sabía a punto fijo donde había nacido, quienes habían sido sus padres, ni si
había tenido una educación superior o había estudiado únicamente la secundaria, o
bien había vivido por su cuenta desde los catorce años. Algunos aseguraban que era
originario de Harrisburg, Pa., y que su padre tenía una tienda de abarrotes que le
producía menos de dos mil dólares anuales, y que Mr. Collins había dejado la
secundaria a los quince años porque su padre no había podido sostener sus estudios
por más tiempo.
Otros decían que aquello era falso y que Mr. Collins había nacido en St. Paul
Minneapolis, lo que hubiera sido exactamente lo mismo, y que su padre era policía
que nunca pudo ascender y que terminó siendo guarda de una cantina. Que Mr.
Collins había dejado la escuela a los veinte años y había huido y más tarde se le había
encontrado con un equipo de pescador en la había de Frisco. Los periodistas nunca
habían podido localizar a ninguno de aquellos parientes a quienes él mencionaba de
vez en cuando.
El hecho de que fueran varias las versiones que referentes a su origen y educación
circularan, llevaba a la conclusión de que ninguna de las historias que los cronistas y
otras gentes decían eran ciertas.

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El día en que su historia comenzó exactamente, y para poder hacer un claro relato
de su vida sin incurrir en error y sin que ningún episodio vital se pierda, fue cierto
quince de octubre, cuando obtuvo un empleo sin importancia en un banco en el que le
pagaban dieciséis dólares semanarios. La forma en que consiguiera aquel empleo y
gracias a la recomendación de quién, eran hechos desconocidos. Quienes lo
entrevistaron para escribir sobre su vida, recibieron varias explicaciones sobre el
punto, y estas siempre diferían entre sí.
Los métodos inmisericordes empleados por él para hacer negocios encubiertos
por su apariencia de cura honesto y estúpido, combinada con la de un político mañoso
de esos a quienes es posible ganar solo cuando su adversario resulta ser un positivo
caballero, habían sido las virtudes que le ganaron los importantes puestos que
ocupara, incluido el de presidente de la Condor Oil.
Nunca jugaba limpio. No podía hacerlo por la sencilla razón de que le faltaba la
profunda y radical inteligencia esencial para comprender que la honestidad en los
negocios conduce a mejores resultados y proporciona mejores oportunidades que las
que se presentan en el curso de malos manejos. Además, desconocía la paciencia. Y
lo que es más, era incapaz de estudiar con éxito el poder o la debilidad del hombre o
del negocio que pretendía conquistar.
Cuando estaba en sus quince, fue conquistado por un pulpo que vendía cursos por
correspondencia sobre el gran arte de influir a los hombres por medio del poder
magnético. El curso completo costaba treinta dólares, lo que estaba fuera de su
alcance. Al fin logró que el publicista le vendiera un ejemplar, de segunda mano, en
doce. Claro que el ejemplar no era de segunda mano, sino nuevo; pero aun así el
anunciante ganaba diez dólares y medio. Mr. Collins recibió una gran desilusión y se
dio cuenta de que lo habían timado. Aquel timo por parte de un hombre a quien él
creyera entregado al honesto propósito de ayudar a los demás, envenenó su carácter y
le hizo concebir la idea de tomar la revancha haciendo a otros lo que le hicieron a él,
porque entonces consideraba doce dólares como una fortuna. Estudiando el curso
nunca llegó más allá de la décimo sexta lección, tan aburrido le parecía el asunto.
Solo una frase se le grabó en la mente y desde entonces la mantuvo viva en su
pensamiento y solía decirla para sí o cuando hacía algún negocio. «Cuando desees
algo en la vida, dinero, poder, amor, influencia política, elevada posición social, todo
lo que tienes que hacer es desearlo tan profunda y tenazmente como si tu vida entera
dependiera de ello. Así tendrás la seguridad de conseguirlo. Desea y todo llegará a tus
manos sin esfuerzo y como por obra de magia».
Esas palabras no le decían nada nuevo, pues hasta donde alcanzaba su memoria
siempre había obrado de acuerdo con ellas, y le exasperaba haber pagado doce pesos
por palabras que traducían un pensamiento que juzgaba suyo.
En su oficina, tan grande que ocupaba casi la cuarta parte de un piso del edificio,
y que más tarde fuera imitada por los dictadores europeos, se hallaba rodeada de
varios lemas impresos y en marcos. Algunos eran tontos, la mayoría de ellos lugares

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comunes, y todos de mal gusto. Uno, en letras góticas impresas sobre papel de seda,
rezaba: «Sonríe siempre, trabaja duro y da una oportunidad a los postergados». Otro:
«La honestidad es la mejor política, porque lo que hagas a otros te harán a ti». «Tu
tiempo perdido no será recobrado, ni el mío, así, pues, amigo, sé breve y claro, y los
dos quedaremos satisfechos de nuestra entrevista». «Su tiempo carece de valor si me
hace perder el mío, así ambos saldremos perdiendo». Este último aparecía impreso en
grandes letras para ser leído aún por los más miopes y se hallaba colocado
exactamente en el sitio en que sus visitantes podían verlo. Solamente en un caso
habría sido capaz de darle un golpe para que cayera con la parte anterior sobre el
escritorio, este caso se llamaba Basileen.
Consideraba la vieja frase «Tiempo es dinero» demasiado vulgar para figurar
entre las divisas de una importante compañía petrolera. Había pensado y discutido
con Ida muy a menudo sobre lo mucho que le gustaría que lo consideraran inventor
de una nueva divisa que rezaría: «Petróleo es dinero». Solo que temía que los
directores y otros ciudadanos prominentes creyeran que se dedicaba a escribir en sus
ratos de ocio y lo consideraran ridículo. Nada le intimidaba tanto como la posibilidad
de aparecer chistoso o ridículo. Solo de una persona aceptaba sin protestar que lo
convirtiera en blanco de sus bromas. Esa persona se llamaba Basileen.
En su escritorio había una docena de costosos tinteros cada uno de los cuales
tenía tinta y pluma diferente. Dos de aquellas tintas eran usadas para firmar
exclusivamente los documentos destinados a existir no menos de doscientos años. El
fabricante de aquella tinta garantizaba su legibilidad por veinte mil y prometía la
devolución del dinero en caso de que el resultado no fuera el que aseguraba.
Mr. Collins usaba diferentes plumas en diferentes casos. Solamente cartas muy
importantes o dirigidas a personas muy importantes eran firmadas con una pluma que
producía rasgos semejantes a los de Napoleón I. Cierta tinta que usaba
frecuentemente, tenía la gran virtud de borrarse progresivamente y desaparecer por
completo en determinado tiempo.
Además de todos aquellos tinteros y de media docena de teléfonos, se veía sobre
su escritorio una carpeta de apariencia costosa en la que guardaba documentos y
cartas a los que prestaba atención personal a determinada hora. Sobre su escritorio no
permitía libros, ni hojas sueltas, ni periódicos. Ida debía vigilar para evitarlo.
La única cosa de las que había sobre su escritorio que en manera alguna tenía que
ver con su puesto de presidente, era un pesado marco de oro con el retrato de la
señora Collins, mujer en la edad crítica y que empezaba a tomar la apariencia de un
canónigo. Procurando hacer alusión a ella con el mayor respeto, diremos que la dama
se redondeaba en todas sus partes. Ahora que era esa la única apariencia que podía
tener en su calidad de esposa del presidente de una compañía petrolera.
Por instinto Mr. Collins sabía que aquel retrato sobre su escritorio ayudaba mucho
a causar una buena impresión en ciertos individuos, especialmente entre las viejas,
bueno, entre las mujeres de mediana edad poseedoras de respetables cuentas en los

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bancos y quienes lloraban continuamente por hacerlas aún más respetables… Y eran
estas viejas, bueno, estas mujeres de mediana edad, las que antes de invertir cien mil
dólares deseaban tratar las condiciones personalmente con el presidente, como único
representante de la compañía en cuyo escritorio empezaban y terminaban todos los
resortes que la movían. A él le encantaba que los visitantes le preguntaran quién era
la dama cuyo retrato se hallaba en el marco de oro, y le satisfacía inmensamente que
alguno de ellos sugiriera la posibilidad de que fuera la señora Collins y que él debía
amarla tiernamente, pues de otro modo no tendría su retrato constantemente ante él,
hombre tan ocupado y que debía cargar sobre sus hombros grandes
responsabilidades.
«Es raro encontrar en nuestro tiempo semejante amor entre marido y mujer,
casados hace más de veinte años». Esa era generalmente la frase final relativa al
retrato, después de lo cual podía considerar cerrado algún trato conveniente. Cerca
del gran retrato había otro más pequeño y cuyo marco era solo de plata. Representaba
a la señorita Collins, su prometedora hija de diecisiete años. Su retrato afectaba a
menudo más profundamente que el otro a ciertos visitantes adinerados —los que no
lo eran, tenían que contentarse con las hijas de vicepresidentes o empleados de
tercera o cuarta—. Un presidente casado es una persona en que se puede confiar
mucho más que tratándose de un soltero. Un presidente que es padre además, debe
ser un hombre de hogar, y los padres y las madres pueden abrigar respecto a él un
sentimiento fraternal, un sentimiento gracias al cual no podrán surgir desacuerdos en
los negocios.
El fotógrafo que había retratado a la señorita Collins no había sido lo
suficientemente artista para no hacer patente en la fotografía algo que ni el policía
más hábil, después de aplicar sus métodos más eficaces, habría logrado hacer
confesar a la muchacha. Claramente se veía en ella que la señorita Collins había
resuelto con éxito todos y cada uno de los problemas de la vida humana: sociales,
financieros, biológicos y todos sus aliados. Para ella no existían secretos. Desde otro
punto de vista aparecía en la fotografía como una artista de cine bien retratada.
Nada más podía verse o encontrarse en el escritorio de Mr. Collins, ni siquiera un
lápiz nuevo, roto o mordido.
Pero el escritorio tenía cajones, bastantes cajones. Entre aquellos cajones había
dos que se hallaban tan maravillosamente escondidos entre la masa de caoba que,
aparte del propietario, solo el constructor del escritorio sabía en dónde estaban y
cómo podía abrírseles. No estaban cerrados con llave porque una cerradura habría
indicado su existencia. Solo por medio de una serie de combinaciones podían abrirse.
Sin embargo, Mr. Collins nunca había usado ninguno de ellos y todavía no tenía
en qué emplearlos. Los cajones comunes y corrientes podían cerrarse tan bien que
resultaban lo bastante seguros para guardar documentos, libretas de cheques, y
algunas otras cosillas.

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Entre esas cosillas, en el cajón superior de la derecha, y disimuladas entre toda
clase de papeles y cartas, había varias fotografías de coristas; es decir, de damas del
coro. Damas, sí, damas suena mejor y no tiene ningún sabor amargo. De vez en
cuando comentan entre sí: «Miren al caballero francés, él conoce la vida, él sabe
cómo tratar a las damas cuando las ve, él nunca dice mademoiselle, que en cristiano
quiere decir señorita, siempre dice madame, aunque sepa perfectamente que madame
vive de recorrer las calles. Yo he estado en París y conozco la vida íntima de los
franceses, créeme Greasey».
Greasey era el nombre de combate de Mr. Collins.
Las damas del coro aparecían frescas, duras, hábiles y caras, por lo menos en los
retratos que de ellas tenía Mr. Collins. El fotógrafo en aquel caso había sido un gran
artista. Atendiendo a las órdenes que recibiera, había retratado los rasgos
característicos de las muchachas. Cualquiera que tuviera en su poder aquellas
fotografías, bien accidental o intencionalmente, si tenía alguna experiencia respecto
de las damas, no podía formular un juicio equivocado al pensar que era tan fácil tener
el retrato como el objeto real. Dos de aquellos retratos mostraban a damas del coro
saliendo del Pacífico en el preciso momento en que los tiburones les habían arrancado
el traje de baño, y antes de que pudieran cubrirse con sus batas. Por la fotografía era
fácil ver que estaban muy bien hechas ambas, la fotografía y la figura, ambas de
cuerpo entero.
En el mismo cajón, aun cuando no escondido entre papeles, sino dentro de una
carpeta que contenía talones de cheques y facturas pagadas, había otra fotografía
dedicada, sin duda escrita por alguien que no había practicado mucho la caligrafía, y
que decía: «Para mi adorado y dulce papacito, de Flossy».
Ella costaba a Mr. Collins un cheque de cinco mil dólares mensuales, y nunca
gruñía él por aquel gasto, porque Flossy era su cielo en los días tormentosos. Dulce,
tranquila, medio tonta, fácil de contentar, hacía cuanto Mr. Collins deseaba. Nunca le
negaba nada ni pretendía ser exigente. Teniendo una profunda comprensión de las
dificultades y necesidades de los hombres, se adelantaba siempre a sus deseos, aun
cuando estos no fueran exactamente apegados a los comúnmente aceptados como
buenos por un campesino de Nebraska. Cuando se hallaba con Flossy en su cómodo
departamento, no se veía obligado a guardar la pose de un magnate, algo en lo que su
esposa insistía aun cuando se encontraran solos por la noche. A Flossy podía hablarle
de tonterías, de las mayores tonterías usando determinada jerga y hasta solía hacerlo
empleando los términos más vulgares que se le ocurrían. A ella casi le agradaba
aquello. En su apartamento podía vagar en mangas de camisa, con el cuello abierto,
calzando unas pantuflas viejas, con toda la comodidad deseada por un hombre de
negocios cansado. Todos sus secretos, todos sus malos gustos en cuestión de paladar,
podía calmarlos sin avergonzarse y sin presenciar el gesto agrio de alguna cara.
Solían ir a sitios baratos, en parte por la gracia que les hacían y en parte por gustar de
la col y de la carne de buey, del estofado irlandés, de las olorosas hamburguesas, de

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las salchichas danesas fritas que allí servían. A menudo tenían deseos de saborear
algún platillo y si por una u otra circunstancias no deseaban salir, ella lo cocinaba.
Mientras más aburrido o agitado estaba, más le agradaba la compañía de Flossy. Ella
no le molestaba cuando no quería decir ni una sola palabra en toda la velada y se
concretaba a sentarse con toda quietud cerca de él. En su hogar nunca habría
encontrado verdadera tranquilidad. Allí tenía que contestar a preguntas tontas la
mayoría de las veces y era eso, justamente, lo que lo ponía de más mal humor que
antes de entrar en su casa. Su mujer nunca Ir permitía ser él mismo ni estar solo.
Tenía que vestirse para la cena y sentarse vestido toda la noche, porque alguien podía
llegar de improviso y la señora Collins aseguraba que moriría de vergüenza si alguna
visita encontraba a su esposo con la facha de un bombero en día de descanso.
Cuando tenía que resolver algún problema difícil, no intentaba hacerlo ni en su
casa ni en la oficina, el único sitio en el que podía hacerlo era en casa de Flossy. En
apariencia ella nada quería de él. Era aquella actitud suya la que lo ataba a ella más
que a la señora Collins, sí, y más aún que a Basileen, su reina. Tal vez no solo en
apariencia, sino en realidad, Flossy nada quería. Era feliz derramando sobre él su
afecto maternal y sabiéndose su amante. Realmente feliz, feliz en toda la acepción de
la palabra, solo podía sentirse en presencia de ella. Sin embargo, él nunca se habría
casado con Flossy ni aun cuando su negativa le pusiera en peligro de perderla. Ellos
nunca hacían referencia a ello, ni habían discutido jamás sobre semejante posibilidad.
A él mismo se le había ocurrido preguntarle si ella lo haría en caso de que él estuviera
libre. Por instinto sabía que ella no se habría casado con él, porque le agradaba más la
forma de vida que llevaban. Él nunca le había hecho preguntas sobre su pasado, ni
sobre cualquier aventura que pudiera tener simultáneamente con otro. De una sola
cosa podía estar seguro y era de que, no obstante las locuras, físicamente hablando,
que ella pudiera cometer de vez en cuando, le era leal como verdadera buena amiga
en quien podía confiarse infinitamente en asuntos de verdadera importancia. Sabía
bien que ella no vendía su lealtad por los cinco mil dólares que le daba cada mes, sin
contar regalos extras y pago de facturas.
Muchas veces, desde que se conocían, ella había podido tener el mismo dinero o
más, como se enterara más tarde, pero no se había interesado por la nueva
perspectiva. Aun cuando ella nunca lo decía, él sabía que lo amaba y que
permanecería a su lado aun cuando perdiera su dinero o su posición. De semejante
lealtad no estaba seguro respecto a Basileen. Flossy sabía que él tenía otras amigas
además de ella. No ignoraba la existencia de Basileen y de su influencia dominadora
sobre él. Mr. Collins estaba perfectamente enterado de que ella sabía de todas sus
actividades. Sin embargo, nunca hablaba sobre eso, lo que le hacía dudar algunas
veces de que estuviera enamorada de él.
Pocos de sus amigos, solo los más íntimos, sabían de sus relaciones con Flossy.
Cuando deseaban divertirse realmente, invitaban a las amigas que pertenecían más o
menos a la misma clase de Flossy y se dirigían en sus coches a algún pueblo distante

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en donde, haciéndose aparecer como empleados bien pagados, frecuentaban cafés
baratos, salones de baile, carpas y cines pobres; sitios en los que trataban de divertirse
en la misma forma intentada por la mayoría de los trabajadores americanos.
Si su esposa o sus amigos le hubieran encontrado durante una de aquellas
escapatorias, difícilmente le habrían reconocido. Es durante esas excursiones,
marcadas en el calendario de su oficina como «inspección de campos», cuando
paseaba a Flossy y cuando ella se sentía más feliz a su lado. Y fue en ocasión de una
con vención de Legiones, como él y sus amigos llamaban a esa clase de escapatorias,
cuando Flossy fue presentada a sus camaradas más íntimos. Desde entonces ellos la
conocían como Mr. C. Third, nombre con que él la había presentado y la llamaban
Miss Clird. Basileen era Mr. Second. Pero Mr. Collins nunca, ni aun borracho, se
había atrevido a presentarla a alguien con aquel nombre.

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XVII

En el cajón superior de la izquierda del escritorio de Mr. Collins, y también escondida


entre cartas y documentos importantes, había una cajita de cedro con adornos, llave y
cerradura de oro. Mr. Collins nunca olvidaba llevar consigo aquella llavecita de oro.
Dentro de la cajita había una miniatura hecha por un gran artista. De no haber
sido por el traje moderno, del que se veía una pequeña parte, y por el peinado a la
última moda, habría podido tomarse aquel retrato por uno del siglo XVIII, en el que las
miniaturas estuvieron en boga. Cualquiera que hubiera conocido personalmente al
sujeto, no lo habría reconocido fácilmente en el retrato y habría supuesto que aquella
hermosa y majestuosa mujer había muerto ciento cincuenta años atrás.
Bien habría podido Mr. Collins llevar la miniatura en una de las bolsitas de su
traje, pues si alguien la hubiera hallado no habría abrigado la menor sospecha, ni
siquiera la señora Collins, a quien solamente habría parecido raro, sabedora de que su
marido no tenía manías, por lo menos no la de coleccionar miniaturas. En tal caso se
habría entregado a grandes maquinaciones para descubrir por qué llevaba consigo
aquella miniatura. De cualquier modo, la señora Collins no lo habría atribuido a una
manía, ni habría tomado la miniatura por una antigüedad, porque conocía al sujeto
perfectamente, aun cuando nunca admitía su existencia.
La miniatura estaba colocada en un costoso marco de oro artísticamente
trabajado. Frecuentemente, con especialidad cuando Mr. Collins había dado órdenes
estrictas de que no le molestaran, porque tenía que concentrarse, se dedicaba a una
especie de rito. Sacaba la cajita del cajón, la abría, sacaba la miniatura y la colocaba
sobre el escritorio ante él, en forma tal que si leía algunos papeles o escribía podía
verla. Tenía la idea de que un poder mágico emanaba del retrato, dándole una buena
suerte extraordinaria en el negocio que pensaba o realizaba cuando tenía el retrato
enfrente, cosa que ocurría en forma relevante cuando la dama en persona estaba a su
lado o próxima a él. El retrato había sido pintado en forma tal, que los ojos de la
dama descansaban sobre el rostro del que lo miraba desde cualquier ángulo en que
este se colocara.
Ida era la única persona que había visto el retrato. Por lo tanto, él no lo sacaba
cuando se encontraba solo con ella en su oficina. Ida tenía una inocente manera de
ver que le impedía adivinar si había visto el retrato cierta vez en que lo tuviera sobre
el escritorio, ante él, y ella entrara como un suspiro sin que él se diera cuenta de su
presencia. Ella se había acostumbrado a aquel detalle porque había llegado a ser una
especie de apéndice del escritorio que ya no le llamaba la atención. Si alguien hubiera
entrado inesperadamente, como solían hacerlo la señora y la señorita Collins o algún
miembro del consejo de los que se consideraban lo suficientemente importantes para
no ser anunciados, Mr. Collins habría hecho desaparecer la miniatura en la palma de

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su mano, haciéndola invisible para el visitante. Esa era una de las razones por las que
el retrato había sido hecho tan pequeño.
El sujeto reproducido en aquella miniatura era Basileen, y nunca había recibido
de parte de Mr. Collins el ofrecimiento de un cheque mensual o semanal como el que
recibía Flossy. Semejante ofrecimiento habría costado una fortuna a Mr. Collins, pues
le habría resultado demasiado caro conseguir que la dama olvidara eso que ella habría
llamado un insulto. La primera regla que normaba sus relaciones, era la de que él
debía tener siempre bien presente que ni era su esposo ni la tenía a salario. Dependía
de su diplomacia la forma de cubrir todos sus gastos y de permitirle vivir como una
duquesa, sin preocuparse jamás por las facturas ni por la procedencia del dinero que
gastaba, siempre que llegara hasta ella en la forma más decente que es posible
tratándose de dinero.
Solamente hacía una semana que Mr. Collins le había comprado un automóvil de
la mejor marca, y por tanto del más elevado precio en el mercado del oeste de las
Rockies. El auto, de cuyo modelo solamente se habían construido seis especialmente,
parecía en su interior más un tocador que un vehículo. Realmente daba la impresión
de ser un tocador con motor. Ninguna gallina de la pantalla podría vanagloriarse de
semejante lujo.
Una vez que ella estuvo en posesión del carro, Mr. Collins tuvo la seguridad de
que la había satisfecho en lo que a carros se refiere. Debía haberla conocido mejor. La
culpa era suya, no de ella, si había cometido una falta. En cualquier forma fue una
falta que valía el dinero que costó, pues la experiencia le hizo un hombre sabio, un
gran diplomático, un experto conocedor de mujeres y un verdadero gigante en el
mercado internacional del petróleo.
Cuando ella se vio en posesión del elegante carro, se negó a continuar viviendo en
su destartalado departamento, en aquel departamento que, visto por cualquiera, habría
sido considerado como el más elegante que una mujer soltera de Frisco podía tener.
Sin embargo, un departamento, por elegante que fuera, no podía estar al nivel de
aquel tocador con motor y ruedas. Necesitaba un garaje de acuerdo con el carro. Y el
garaje que tuviera el honor de albergar aquel real automóvil, no podía existir sino en
una mansión en la que fuera solo una especie de humilde techado. No menos de dos
chóferes de primera serían necesarios. Uno para el día y otro para la noche, a fin de
que el hombre que tuviera el privilegio de guiar el carro se encontrara siempre en las
mejores condiciones. La mansión no podía ser atendida en la misma forma que el
departamento en el que, como frecuentemente le decía a Mr. Collins, ella no vivía
sino habitaba para tener un techo que la defendiera de la lluvia.
Dos veces por semana, Mr. Collins pasaba en su departamento parte de la tarde,
las noches y frecuentemente la hora del desayuno. A la mañana siguiente decía a la
señora Collins por teléfono que había dormido en el club, pues tenía que estar
temprano en la oficina y no había deseado levantarse a la madrugada.

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En aquellas noches placenteras, Basileen era todo amor y entusiasmo, y se
mostraba de excelente humor. Por ningún motivo hablaba entonces acerca del garaje,
la mansión y los seis criados sin los cuales no podía vivir. Pero al día siguiente le
llamaba por teléfono seis o siete veces. Bastaba con que dijera a la operadora cierta
palabrita mágica para que la pusieran en contacto inmediato con la oficina privada del
presidente, sin tomar en cuenta que la línea estuviera ocupada por algún personaje.
Aquel privilegio no era concedido ni siquiera a la esposa, la que, cuando se
comunicaba con él, tenía que esperar su turno.
Y fue por teléfono como Basileen dijo a Mr. Collins que era un viejo tacaño y
miserable que la privaba del garaje y de la mansión de la que aquel formaba parte. Él
contestó que no había encontrado ninguna propiedad en venta que llenara las
condiciones deseadas, y que si la residencia debía construirse de acuerdo con sus
gustos, no estaría lista en menos de doce meses. Ella agregó que no estaba dispuesta a
esperar un año, ni siquiera seis meses, porque necesitaba pronto el garaje con todos
los aditamentos que tan elocuente y frecuentemente había expresado. Lo más que
estaba dispuesta a esperar eran cuatro semanas, al cabo de las cuales ocurriría algo
grave si ella se veía obligada a vivir bajo un techo que goteaba.
«Algo tremendo ocurrirá», murmuró él cuando ella colgó el audífono
rápidamente. Dos minutos después volvió a llamar para decir. «Me olvidé de decirte
adiós. Dispénsame querido. Hasta mana na a las seis. By, by, kiss, kiss».
No tuvo tiempo de contestar porque ella no le dio oportunidad. Volvió a
murmuran «Algo ocurrirá. ¿Qué habrá querido decir con eso?». Y era ese «eso» lo
que le preocupaba siempre cuando ella hablaba en aquella forma. Temía seriamente
que si se negaba a complacerla, ella encontrara alguien más generoso en lo que se
refiere al garaje y sus aditamentos. No debía haber temido tal rompimiento.
Semejantes cosas no estaban de acuerdo con el carácter de ella. Sin embargo, él
ignoraba de lo que sería capaz en un momento desesperado. Así, pues, creía en la
posibilidad de que hiciera cualquier cosa, incluso ponerlo de patitas en la calle. Que
él no la conociera mejor en aquel aspecto resultaba una ventaja para ambos. Ella
representaba su papel maravillosamente.
El temor constante de perder el afecto de la otra parte en un asunto serio de amor,
constituye para la mayoría de los humanos una poderosa liga capaz de mantener
unidos a los amantes, a quienes no ata el matrimonio. Cada uno de ellos tiene que
luchar diariamente por no perder lo conquistado. La única conquista segura es aquella
por la que se pelea de continuo. El preciso día en que los amantes se dan cuenta de
que están absoluta e incuestionablemente seguros uno del otro, su amor empieza a
debilitarse.

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XVIII

Las dos damas del coro, cuyas fotografías guardaba Mr. Collins en el cajón superior
de mano derecha, separados de las fotografías de otras damas, constituían un
problema también. Los retratos no estaban dedicados por las damas, pues sabían por
experiencia que los caballeros no gustaban de intimidades gráficas, porque estas
suelen traer complicaciones y un verdadero caballero nada teme tanto como a las
complicaciones con una dama del coro o alguna similar.
Por mucho que Mr. Collins había tratado de evitar esas dificultades, no habían
dejado de surgir algunas que empañaban su horizonte. Y parecían destinadas a
transformarse en asuntos ligeramente complicados.
«Al diablo con eso», decía Mr. Collins con frecuencia a sus compañeros del Club.
«Sí, repito que al diablo con eso. Es fácil conseguir a una de esas damas sin gran
esfuerzo, cuando se le desea seriamente. Lo difícil no es meterlas en nuestra vida y en
nuestra cama, sino sacarlas de ellas».
Aquellas damas habíanse convertido en problemas no solo monetarios, si no de
otra índole bien distinta. Cada una tenía sus gustos y deseos especiales. Sin
excepción, todos esos gustos y deseos se traducían en una dolorosa sangría a la
cuenta corriente, sin importar que aquellos deseos tuvieran conexión directa con
dinero efectivo o no. Los caprichos habían aumentado considerablemente a últimas
fechas, porque cuando trataba de ponerles un dique, escuchaba ciertas palabras
pronunciadas por cualquiera de las damas en cuestión y que no estaban muy lejos de
asemejarse a una amenaza.
A pesar de lo precavido que había sido toda su vida, aquellas damas tenían
algunos plieguecitos de papel en los que él había escrito breves notas de su puño y
letra. Las notas habían sido escritas al iniciarse sus relaciones y cuando estas aún no
eran íntimas. Nunca pensó que aquellas notas, que en conjunto contenían cincuenta
palabras, serían conservadas por mayor tiempo que el necesario para leerlas. También
existían algunas fotografías tomadas en momentos de buen humor y otras hechas por
algún pobre diablo a quien se quería ayudar con una peseta, permitiéndole sacar una
fotografía de la dama y el caballero sentados a la mesa de algún café. «No duran»,
decía el fotógrafo para calmar a Mr. Collins al verlo vacilar. Porque él, el fotógrafo,
comprendía la situación en semejantes casos. De hecho aquellas fotografías no
duraban más de treinta horas cuando no se las fijaba. Pero las muchachas listas no
solían dejarlas sin fijar, y al día siguiente acudían a un buen fotógrafo para que las
arreglara dándole un baño fuerte, de modo que duraran hasta el día del Juicio.
Las dos damas del coro tenían bien poco, casi ningún elemento que ante un
tribunal decente pudiera constituirse en prueba acusatoria si intentaban hacer cargos a
Mr. Collins. Cualquier juez que al mismo tiempo fuera hombre de bien, habría hecho
caso omiso de la historia de la pobre muchacha trabajadora y habría echado a las

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damas a la calle. Las damas sabían aquello, pero sabían también cuánto valía Mr.
Collins y lo que sería capaz de hacer para evitar que alguien acudiera al editor de un
diario. Y aun cuando Mr. Collins estuviera seguro de que el editor de ningún tabloide
daría importancia a historia de tan poco relieve en aquellos momentos, bien podría
dársela un año más tarde bajo otras circunstancias. Así pues, resultaba prudente evitar
que sus retratos y sus cartas anduvieran por el escritorio de algún periodista.

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XIX

Todas aquellas relaciones diferentes entre sí, pero en conexión con una necesidad
muy humana, de naturaleza puramente física, habrían podido ser reducidas, desde
luego, a una sola. Muchos hombres pueden hacerlo, aunque a la mayoría les es
imposible, y el menos capacitado para ello resulta el presidente de una gran empresa
capitalista. El presidente de una empresa importante tiene que ser dinámico y
enérgico. Su vitalidad debe estar siempre a punto de hacerle estallar y debe, además,
derramar iniciativa. Se le paga un elevadísimo salario y se le entregan buenos
dividendos porque sea dinámico, agresivo, aplastante, amenazador. El pequeño,
decente y honesto tenedor de libros, que se apena cuando el mesero de un restauran le
sugiere algo más de lo que desea para postre, es un tenedor de libros, y lo será hasta
que se muera, porque pertenece a la clase de los que tiemblan cuando su mujer abre la
boca. Bien sabe que ella la tendrá abierta siempre, aun durante la noche, así, pues, no
le queda otro camino que el de la sumisión. Como carece de virilidad suficiente para
derramarla generosamente y a toda hora, carece del incentivo dramático y del
dinamismo capaces de lanzarlo fuera de su asiento de tenedor de libros. El éxito no se
basa solo en la inteligencia y en la habilidad ni es resultado de cierto talento como el
que se supone a un gran amante, pues de ser así muchos alcahuetes habrían llegado a
reyes del acero.
No debe dejarse de tomar en consideración que Mr. Collins tenía que ser lo que
era en atención a las leyes de la naturaleza. El hecho, sin embargo, era desconocido
por él y además ignoraba la forma de controlar las leyes que se veía obligado a seguir
involuntariamente. Tal vez la psicología y la fisiología podrían analizar y explicar
satisfactoriamente, los factores que constituían su carácter, explicando asimismo el
fenómeno que le impedía escapar a las dificultades que, de acuerdo con las leyes
morales, deben ser evitadas por un marido modelo. Sin embargo, parece que la
naturaleza no concede todos sus bienes al mismo tiempo a un individuo.
Aquellas relaciones que lo mantenían en constantes dificultades, que muchas
veces se veía obligado a atender con mayor urgencia que si se tratara de negocios de
monta, ponen de manifiesto el hecho de que el presidente de una importante
compañía no puede llevar la vida fácil que la mayoría de los hombres le atribuyen.
Sus asuntos personales, íntimos, se llevaban tanto de sus buenos años y de su tiempo
como la lucha constante por alcanzar la cumbre y mantenerse en ella. El dinero con
que contaba habría sido suficiente para sostener a cien familias de clase media. Sin
embargo, tenía una constante necesidad de tener más dinero. Para resolver sus dos
problemas satisfactoriamente, necesitaba vencer tantas dificultades como un obrero
textil con mujer y cinco hijos a quienes alimentar. El balance de los presupuestos de
estos dos hombres no difería mucho. Lo único que variaba era el monto de las sumas.

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Toda la habilidad y talento de un individuo altamente dotado, era necesario para
enfrentarse a los muchos y complicados problemas que Mr. Collins tenía que resolver
en este mundo. Él, el presidente, a quien todos los directores de la empresa miraban
no como a un semidiós, sino como a un dios, se veía obligado a resolver, no solo sus
problemas, sino los de la compañía, los de los directores y los de los más importantes
accionistas. Aquellos hombres no se contentaban con que él resolviera las
dificultades en una forma justa y simple. Tenía que hacer algo más y mejor. Cualquier
cosa que hiciera debía hacerla en forma tal, que no olvidara un solo detalle que
pudiera acarrear una reacción contraria a su buena reputación, o a la de la compañía y
el consejo de directores. La reputación de una empresa es tan delicada como la de una
matrona de sociedad. En ambos casos es difícil perder la buena reputación si las bases
son convenientes. Pero una vez perdida esta, difícilmente se recobra, lo mismo
tratándose de una dama que de una empresa. Las simples hablillas pueden
menoscabarla. En el caso de una empresa, si las hablillas no cesan pronto, sus
acciones empezarán a moverse, y una vez que han comenzado nadie sabe cuando
volverán a estabilizarse.
Los asuntos privados de Mr. Collins tenían que ser manejados tan
cuidadosamente como los de la empresa. Él estaba constantemente ocupado, ocupado
trabajando, gozando, gastando dinero, planeando nuevos negocios y solucionando
incidentes personales que amenazaban sacarlo de quicio.
No gustaba de trabajar intensamente ni de estar ocupado todo el día. Pero se
habría sentido vacío, tal vez hasta enfermo, si hubiera dispuesto durante el día o la
noche de una hora sin saber qué hacer con ella. Ocurría que cuando no tenía algo de
que ocuparse, lo acometía un temor semejante al que sentiría si se viera perseguido
por fantasmas. No practicaba ningún deporte, pues le desagradaba aun conducir su
propio carro, cosa que hacía solo en pos de aventuras con una dama. Siendo miembro
de uno de los más elegantes y privados clubes, consideraba el juego de golf como la
forma más tonta e inútil de perder su precioso tiempo y como el juego más tonto y en
el que solamente las gentes de inteligencia rudimentaria podían fingir estar
interesadas. Para él, el poker no era un juego. Era en parte una diversión y en parte
una forma de ejercitar el autocontrol. El bridge lo jugaba únicamente forzado por la
señora Collins y con disgusto manifiesto.
«Qué salario tan miserable recibo por todo mi trabajo y preocupaciones. Apenas
basta para pagar la sal de Epson y la aspirina que consumo», solía murmurar cuando
se encontraba en una situación difícil.
Mr. Collins tenía razón en considerar su salario miserable. Recibía trescientos mil
dólares anuales. Ahora que sus bonificaciones, pagadas en efectivo y en acciones
preferentes, representaban una suma considerablemente mayor. A todo esto podían
agregarse los dividendos que le resultaban. Además de ello tenía las manos puestas
en media docena de ricas empresas. Mientras mayores entradas se tienen, mayores
son las obligaciones. Sus entradas estaban tan hábilmente disimuladas que paga

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impuesto solo por setenta y cinco mil. Habría sido muy difícil, casi imposible en el
caso de una investigación federal, fijar el monto de sus entradas. La señora Collins no
habría mentido al jurar en la corte que no pasaban de setenta y cinco mil; pues de otro
modo ella lo sabría.
El presidente de una compañía petrolera realmente importante tiene muchas
obligaciones. ¡Y tantas! La vida no es tan sencilla como un indio idiota, como un
salvaje poseedor de un rancho por algún sitio cercano a Panamá, puede suponer. La
vida es un asunto muy complicado, pues de lo contrario no harían falta filosofía, la
economía política y las leyes internacionales. De hecho, la vida es algo por lo que hay
que estar en constante combate, sin que haya ni siquiera una hora de tregua.
¿A qué debemos atender? ¿Quiénes dependen de nosotros y de nuestras entradas?
Ningún demonio es capaz de salir de semejante atolladero. Pero él, el pobre Mr.
Collins, tenía que afrontarlo.
Veamos. Allí está la mansión situada en uno de los barrios más aristocráticos de la
ciudad, en la Colina. Tiene cuatro salas y veintiocho cuartos. A menudo la señora
Collins dice: «Si tuviera siquiera seis cuartos más, sería más cómoda. ¿No podríamos
tener una casa más grande, Chaney? ¿Qué dices?».
La señora Collins tiene mucha razón. El presidente de la Condor Oil no puede
vivir en una casucha. ¿Qué dirían los directores, los accionistas y especialmente los
nuevos inversionistas acerca de la solvencia de la compañía, si supieran que el
presidente vive en un cuchitril? Ello estaría permitido aun al presidente de los
Estados Unidos, pero al presidente de una rica compañía petrolera, nunca, eso
acabaría con la empresa.
Él no podía esperar que la señora y la señorita Collins hicieran los quehaceres de
la casa y lavaran la ropa. ¿Qué ocurriría con las partidas de bridge de la señora
Collins, si tuviera que dedicarse a remendar los calcetines de su esposo?
Dos o tres veces al mes le pedía después de la cena un cheque por dos mil
cuatrocientos o tres mil dólares, porque debido a su horrible mala suerte durante la
tarde, había tenido que firmar un pagaré a Lady Chippleburns. Y para evitar que se
irritara por su «es la última vez, querido», le contaba algún chiste acerca de Lady
Chippleburns, quien parecía padecer de algún mal de la garganta, pues no le era dado
pronunciar correctamente un término tan sencillo como I. O. U. y tenía que sacar a
colación todo el estado de Ohio y mitad del de Utah, diciendo «Ohioyou» en el
momento de cobrar.
La señora Collins recibía un cheque mensual de mil dólares para sus gastos
personales, pero todas sus facturas eran pagadas en la oficina. También se
consideraban como extras todos los gas tos de la casa. Eso desde luego. La señora
Collins graciosamente podía perder tres mil dólares en una partida de bridge entre
amigas íntimas, nada más, naturalmente. Aunque rara vez, ganaba sumas iguales,
pues de otro modo sus amigas íntimas, aquellas matronas de sociedad, habrían

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resultado ligeramente sospechosas. De sus ganancias nunca hablaba a Mr. Collins, a
menos que ellas no pasaran de cien pesos.
Mr. Collins tenía dos carros para su uso exclusivo. Uno para asuntos de negocios,
cuya marca y placas eran conocidas por la señora Collins. El otro, que jamás había
sido llevado a la casa, estaba registrado bajo un nombre supuesto. Nadie más que un
agente de tránsito o un juez de turno en la noche habrían podido encontrar alguna
irregularidad en la licencia de Mr. Collins, el enterarse de la ligera falta consistente en
el cambio de nombre.
También la señora Collins poseía su carro particular. Era uno solamente, pero este
se contaba entre los más elegantes de la ciudad. A ella le gustaba conducir, aun
cuando tenía un chofer a su servicio para que lo guiara cuando ella no tenía ganas de
hacerlo.
Naturalmente, también la señorita Collins tenía su propio carro. Era tipo sport y
de los más costosos de la marca. Habría sido un gran inconveniente para ella los
servicios de un chofer, aun cuando este fuera sordomudo. La muchacha estudiaba
secundaria y recibía un cheque de setenta y cinco dólares mensuales, más el pago de
todas sus facturas. También se contaba como extra el pago de infracciones por exceso
de velocidad, que muchas veces llegaban a doscientos dólares por mes. De vez en
cuando tenía que pagar daños y perjuicios no cubiertos por su seguro, los que
llegaban hasta ciento cincuenta dólares. Muchas veces le era recogida la licencia y
Mr. Collins tenía que recurrir al expediente de las elevadas contribuciones que se veía
obligado a pagar cada año y de los muchos donativos hechos al partido que estaba en
el poder, para conseguir que se la devolvieran, porque si no lo lograba no volvería a
tener ni una hora de paz en su hogar durante el desayuno, la comida y menos aún la
cena, si la muchacha asistía, pues generalmente estaba ausente, y cuando regresaba a
casa, bastante tarde para sus diecisiete años, jamás daba una explicación clara
respecto a lo que había hecho ni a las gentes que la habían acompañado. Y eran
aquellas inexplicables y muy frecuentes salidas las que la forzaban a ocurrir de vez en
cuando a la oficina privada de su padre, llevando un rayo de sol a aquella caverna y
privando pocos momentos después a su padre de él y de un cheque de cuarenta,
cincuenta o setenta dólares. Tampoco entonces explicaba claramente la forma en que
emplearía aquella cantidad; en lugar de ello se sentaría en sus piernas, le besaría la
barba, las mejillas, le alborotaría el cabello y le diría: «Papacito lindo, papacito
precioso, ya sabía que lo harías por tu pajarito; verás papacito, estamos preparando
algo muy especial en la escuela, ¿sabes?; algo en relación con una comedia, ¿sabes?
Pero no podemos revelar el secreto porque será una sorpresa, una gran sorpresa». En
otra ocasión no sería una comedia sino la contribución especial para alguna justa
deportiva, o la colecta para una compañera de escuela cuya madre muriera
repentinamente y a quien tenía que enterrar y no contaba con medios para hacerlo.
Pero cualquiera que fuera su historia sabía de antemano que ganaría y que obtendría
el cheque.

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Si ocurría, cosa rara, que Mr. Collins recordara alguna de las historias y
preguntara cuándo sería representada la comedia, ella, dando a su semblante
expresión de gran inocencia, decía que había tenido que suspenderse, porque dos de
sus compañeras, sin cuyo concurso no había éxito posible, habían salido de la escuela
por razones que solo el director sabía.
Si aquel hubiera sido el único aspecto de su vida, Mr. Collins se habría
considerado un esposo liberal y el común padre de familia que adora a su hija única.
Pero el presidente de una importante compañía petrolera necesita una casa de campo
para agasajar a una multitud de invitados los fines de semana. Sin invitaciones de fin
de semana no es posible establecer los nuevos contactos tan especiales en materia de
negocios. Aquel nidito en el campo no era precisamente una cabaña, aun cuando así
se le llamaba. De hecho ningún acomodado noble inglés se avergonzaría de poseer
aquella cabaña y de llamarla Adrington Hall o algo semejante. El sostenimiento de
aquella cabaña y los agasajos a los invitados costaban a Mr. Collins casi tanto como
su residencia en la ciudad.
Él nunca se tomaba unas vacaciones, porque jamás disponía de tiempo para ello.
Pero la señora Collins necesitaba disfrutar de las suyas y nunca lo hacía
modestamente. No siempre eran Francia, Inglaterra o Egipto. Sin embargo, adonde
quiera que fuera para disfrutar de un descanso que le era preciso, aun cuando no fuera
más allá de las Bermudas, Nassau, Cuba o Florida, era necesario que Mr. Collins le
entregara un cheque por la misma cantidad. Ahora que si se le ocurría comprar algo,
pedía que se le enviaran a su casa por cobrar.
La señorita Collins pasaba sus vacaciones generalmente en compañía de una de
sus condiscípulas y casi siempre en la casa de esta, por lo menos eso era lo que decía.
Aquellas vacaciones costaban a Mr. Collins tanto como si hubiera hecho un viaje por
tres meses con todos los gastos pagados, de los organizados por Cook, y en lo que los
extras son extra naturalmente.
Así, pues, Mr. Collins cumplía con su divisa predilecta: Sonríe, trabaja y da a los
pobres. Él sonreía, trabajaba y daba a los que lo necesitaban. Los necesitados son
pobres, pues si no lo fueran no le pedirían dinero.
Sin embargo, actualmente su mayor problema lo constituyen las dos damas del
coro. Ninguna de ellas sabe de la existencia de la otra, por supuesto que no, pues de
ese modo sus gastos ascenderían a lo increíble. Las damas pertenecen también a los
necesitados, y lo que necesitan lo necesitan inmediatamente y no aceptan un tal vez o
un mañana.
Siempre que pensaba en este asunto recordaba a Mr. Ayres, presidente también de
una corporación que explotaba refinerías. También Mr. Ayres tenía una dama del
coro, y también había sido el más feliz de los mortales el día en que conquistara a
aquella dama, porque sabía que ya había pasado de la edad en que un hombre puede
conquistar a una corista joven y guapa sin ofrecerle mayor recompensa que la de
hacerla sonrojarse cuando se hallaban solos en su alcoba. Indudablemente había

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pasado ratos agradables con ella y se había sentido joven una vez más. Su única falta
consistió en creer que era el amor lo que la había arrojado en sus brazos con un
suspiro, en cierta ocasión en que se hallaban sentados en un canapé de su cuarto.
A pesar de todas las píldoras tonificantes y de todas las secretas tinturas que
usaba, no podía luchar por más tiempo contra sus años. Así, pues, no pasó mucho sin
que dejara de considerar a aquella dama de mucha importancia para su bienestar y
dinamismo. Desde el principio de sus relaciones se había percatado de que ella era un
aditamento demasiado costoso, de hecho una verdadera carga de la que se habría
librado con gusto.
La sola insinuación bastó para que recibiera una carta de los señores
Simmons & Simmons, abogados, en la que le informaban que la señorita Minnie
White, a quien sin duda conocía personalmente, se encontraba en posición lamentable
y se veía obligada a pedir que lo enjuiciaran por ruptura de compromiso matrimonial,
ya que solo un día antes y debido a una mera casualidad se había enterado de que era
casado y de que no tenía la menor intención de obtener el divorcio en un plazo
razonable. La señorita White consideraba que los gastos que había hecho debido a su
compromiso, incluido el valor de las oportunidades perdidas y otros detalles más,
alcanzaban la suma de cien mil dólares, la que, tomando en consideración la posición
social y financiera de Mr. Ayres, lejos de ser exagerada debía considerarse como una
compensación justa y razonable.
Los señores Simmons & Simmons habían usado muchas palabras, haciendo con
ellas una mezcla casi incomprensible. Por teléfono fue avisado Mr. Ayres de que el
editor de La Trompeta había pedido una entrevista a Miss White y lamentaban
manifestarle que el columnista de aquel periódico, tan ampliamente leído, publicaría
algunas líneas sobre el caso en la edición dominical. Bien sabía Mr. Ayres lo que
significaría para él y para su familia que aquel periódico mencionase su nombre.
Mr. Ayres tuvo que pagar diez mil dólares a los señores Simmons & Simmons, y
que regalar un Cadillac a Miss White para lograr una reconciliación. Todos los
actores de aquella intriga sabían que Miss White nunca habría ganado el caso, esto lo
reconocían hasta sus mismos abogados. Sin embargo, Mr. Ayres no podía dejar de
confesar honradamente que la forma en que había solucionado el conflicto, le había
resultado mucho más económico de lo que imaginaba en un principio.
Mr Collins no había podido desechar de su mente el recuerdo de la aventura de
Mr. Ayres, desde que encontrara irritadas a sus damas del coro. Cómo, cuándo y en
dónde terminaría su caso, era una interrogación en cuya respuesta se negaba a pensar.
Sin embargo, en cierta ocasión había concebido la idea de quitar a ambas de su
camino, relatando sus dificultades a cierto tipo que él conocía. Pero después de
pensarlo bien, había terminado por reírse de sí mismo y por almacenar la idea.
Tenía otra sobre el particular que solía considerar con mayor atención. Esta era la
de presentarlas perfectamente envueltas. Primero a una y poco tiempo después a la
otra. Vestida como una dama de verdad, la mostraría a alguno de sus conocidos

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adinerados, a los que sabía con una gran inclinación por las amigas bien vestidas. Así
la pondría al alcance de alguien que lo librara de ella, pues contaba con su
infidelidad. «Tipo cochino», se llamaba a sí mismo, «sin embargo, ¿qué otra cosa
puedo hacer? Ahora ando muy apretado de dinero, además, tal vez encuentre otro
medio. Por lo pronto dejemos el asunto pendiente. Tal vez el Señor comprenda y me
las quite de encima, por lo menos a una, si no pueden ser las dos al mismo tiempo y
en el mismo accidente en la carretera».

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XX

El poderoso presidente de una importante compañía petrolera, no obstante toda su


capacidad, carece de poder para controlar ciertas cosas de las cuales la naturaleza y su
constitución de macho son las únicas responsables.
No obstante su poder y capacidad para manipular en Wall Street, lanzando en
ocasiones al suicidio a media docena de hombres honestos, tratándose de mujeres era
solamente un macho común y corriente que se diferenciaba de los otros por el hecho
de poder pagar más sin recibir en cambio más de lo que un hombre puede obtener de
una mujer sin importar su elegancia y hermosura. Siempre es lo mismo y nunca nada
más considerablemente vital, lo que un macho puede conseguir de una hembra, pues
ninguna puede dar más de lo que posee. Una vez que ella ha dado cuanto posee, el
macho llega a la sabia conclusión de que todas las mujeres son iguales por lo menos
en lo que a la naturaleza toca. Ningún humano ha conquistado aún a la naturaleza, en
el preciso momento en que el hombre crea haberla derrotado dejará de existir, en
tanto que ella continuará poderosa e invencible.
No cabe duda de que lo mismo que el hombre piensa de la mujer, piensa la mujer
del hombre. Los donativos del hombre también tienen su límite estricto, a pesar de la
forma y moneda en que sean hechos.
Así, pues, resulta perfectamente lógico que después de muchas y ricas
experiencias, el hombre llegue a la conclusión de que las diferencias que encuentra en
las mujeres, si es que las encuentra, son solamente un reflejo de su imaginación y de
que la mejor mujer que un hombre tiene, es siempre la primera. La memoria del
primer amor está bien lejana del estado actual de su mente y siempre unida a su
propia juventud, a sus años románticos. Desde luego rehúsa admitir el hecho de que
su juventud le parece romántica por haber pasado para no volver jamás. La mejor
cocinera que recuerda es siempre su querida madre. Sus guisos no le habrían parecido
tan buenos si entonces hubiera podido juzgar; pero tenía el apetito feroz de los chicos
en la edad del crecimiento, y habría sido capaz de comer papas crudas si su madre se
las hubiera dado diciéndole que debía comerlas para estar fuerte. Lo mismo ocurría
en el tiempo en que las manzanas verdes, especialmente las robadas, tenían para él un
valor mayor del que en la actualidad pueden tener el caviar y el champaña.
A las mujeres les ocurre algo semejante, y el hombre a quien amaron primero les
parece el mejor de cuantos conocieran, a tal grado que jamás cesan de amarlo, por lo
menos en su imaginación.
Nada se aprecia tanto como lo costoso. Es por eso que no apreciamos altamente el
aire que respiramos y el agua que bebemos. Las muchachas de la calle aman
solamente al hombre para el que deben ganar dinero y quien las golpea de vez en
cuando para que no olviden lo que el amor significa y quién es el dios ante el que
ellas tienen que arrodillarse.

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Así, pues, cualquier persona cuerda y normal sospecharía con justicia de un
hombre a quien se supone muy activo, dinámico y enérgico, si ese hombre rehuye
probar su poder de hombre en asuntos que no pueden llevarse a cabo sin la ayuda de
una mujer; Mr. Collins habría podido jactarse de aquellas cuatro pruebas de su
virilidad, de su hombría, de su audacia. De aquellas cuatro pruebas, Basileen era en
realidad la más apreciada, porque era la más costosa, pues le costaba cinco veces más
que todas las otras juntas.
Flossy recibía su cheque mensual con la misma puntualidad con que recibe el
dinero para el gasto un ama de casa. Tal vez por eso algunas veces tenía hacia ella
ciertos sentimientos semejantes a los que le inspiraba su esposa. Y la consideraba en
el mismo rango que a Mr. Alice Davis Collins.
Sentía la misma compasión por estas dos mujeres cuando se sentían mal o tenían
alguna pena.
De vez en cuando criticaba a Flossy como lo hacía con Mr. Collins. Nada más que
Flossy aceptaba aquellas críticas sin perder su buen humor, en tanto que Mr. Collins
protestaba vehementemente, no contra lo que él decía y en lo que casi siempre tenía
razón, sino por el hecho de atreverse a ser lo suficientemente brusco para censurarla a
ella, cuyo brillante abolengo no podía compararse con el oscuro pasado de él.
Mr. Collins no tenía solamente que costear dos períodos anuales de vacaciones a
la señora Collins, sino también a Flossy, aun cuando los gastos de esta eran cinco
veces más reducidos que los de aquella. Pues Flossy se sentía enteramente satisfecha
si podía ir a British Columbia, a algunas montañas o a los lagos californianos.
De vez en cuando Mr. Collins combinaba las vacaciones de Flossy con alguno de
sus viajes de inspección. La mandaba a Florida con una o dos semanas de
anticipación y de allí partían juntos para la Habana, en donde permanecían unos diez
días; de allí la mandaba de vuelta a casa y él partía a Tampico, en donde no gustaba
de tenerla a su lado, porque prefería cambiar un poco de perspectiva, y muy variadas
eran las que en Tampico podía encontrar fácilmente. Aquellas perspectivas no
hablaban inglés, y él no hablaba español, sin embargo se entendían siempre
perfectamente, ya que las perspectivas sabían expresar claramente la cantidad de
dólares que deseaban. Mr. Collins sabía expresar perfectamente su deseo por medio
de señas y como esa forma de expresión es universal, nunca hay dificultad para llegar
a una perfecta comprensión. Solía sentirse seriamente aliviado cuando se encontraba
solo después de pasar con Flossy dos semanas viéndose todo el día, desde por la
mañana hasta por la noche. Para su sorpresa, se daba cuenta de que Flossy empezaba
a parecerse mucho a la señora Collins, a excepción de que conservaba esa dulce y
suave actitud maternal que era su mayor atractivo y gracias a la cual estaba él tan
ligado a ella. Pero en otros aspectos cada vez se parecía más a la señora Collins, hasta
parecido físico llegaba a encontrarle. Ambas tenían gestos semejantes, un poquito
amanerados. Sus movimientos eran iguales cuando se ajustaban un cinturón, se
abotonaban una blusa, se estiraban para tomar un tenedor o pedían un salero. Aun en

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la cama, cuando apagaban la luz, varias veces había tenido la extraña sensación de no
poder distinguir en determinados momentos cuál de las dos estaba con él. Él era
simplemente el presidente de una compañía petrolera pero si hubiera sido un
psicólogo que no sufriera de ingestión o arterioesclerosis, habría comprendido que
cuando dos mujeres se encuentran por determinado tiempo bajo la influencia de un
mismo hombre, del que dependen económicamente, llegan a ser tan semejantes que
podría tomársele por gemelas.
Si hubiera hecho un balance, Mr. Collins habría hallado que Flossy era el menos
costoso de sus asuntos, de ahí que era la más fiel y en la que podía tener más
confianza. Era esta otra de las razones por las que, en ocasiones, se sentía tan
horriblemente fastidiado en su compañía como se sintiera siempre en compañía de
Mr. Collins.
Cualquiera de las dos damas del coro le costaba bastante más que Flossy.
Confrontando sus talonarios y viendo cuánto más que ella le costaban aquellos dos
chapulines del tablado, sentía gran simpatía por la buena y vieja Flossy y la llamaba
por teléfono para decirle que la vería esa noche y le llevaría un regalito a su dulce
mañana. El regalito le costaría doscientos o trescientos dólares y a la mañana
siguiente, a la hora del desayuno, se percataría de que había recibido más de lo que
había dado. Después la dejaría con una dulce impresión y ella cantaría para sí todo el
día.

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XXI

Casi todos los días Mr. Collins se veía atacado por crisis de temor respecto a las dos
damas del coro. Si le hubiera sido dable venderlas, o deshacerse por lo menos de una
de ellas facilitándola a alguno de sus amigos con dinero suficiente para pagarse
semejante satisfacción, hubiera sido capaz hasta de entregarle una dote para que
durante las dos primeras semanas no hubiera tenido que atacar la cuenta corriente de
su nuevo dueño, tomándose el tiempo necesario para engancharlo lo suficientemente
bien a fin de estar a disposición de sus asuntos financieros.
«¡Por Dios y el diablo! Necesito ir con mucho cuidado, hay que ser prudente»,
solía decir Collins aconsejándose a sí mismo cuando alguna de las zapateadoras del
coro perturbaba su ocupadamente.
En el mismo instante, sin embargo, se daba cuenta de que era extremadamente
difícil para él obrar con prudencia. ¿Cómo puede uno ser prudente cuando las órdenes
dadas por el centro geográfico del cuerpo son más enérgicas y poderosas en el
hombre maduro que en el joven de veinte años? A los veinte años se tienen ideas
románticas, y existe la creencia de que ciertas funciones del cuerpo son impuras. A
esa edad el hombre suele creer seriamente que la castidad no solamente es posible
sino que bien vale la pena luchar por defenderla hasta morir por ella si no cabe otro
remedio. A los veinte años, el hombre confunde las necesidades urgentes de su
organismo con el verdadero amor y si descubre la verdadera índole de sus
sentimientos, si llega a darse cuenta de que son originados por una mera necesidad
física, es capaz de llegar al suicidio. A los veinte años se cree en la pureza, no porque
a esa edad los pensamientos sean más nobles, simplemente porque se teme a la mujer,
a la realidad de la mujer en la que se intuyen misterios imposibles de resolver sin
enfrentarse instantáneamente a grandes peligros morales, físicos y financieros
combinados.
A los cincuenta años, después de vivir casado el veinticinco por ciento y después
de ensayar cincuenta, ochenta o cien oportunidades de bigamia, al cabo de una vida
tormentosa, se adquiere cierta sabiduría y se llega a comprender que los hábitos son
más fuertes y durables que las ideas románticas acerca de la vida y del amor. Todo se
ve desapasionadamente, casi desde un punto de vista comercial. Desaparece para
siempre la, en cierta época, irritante creencia de que el amor y la mujer encierran un
misterio. Es posible aun que la mujer, de vez en cuando, nos impresione como un ser
misterioso, ya que a pesar de la edad y la sabiduría que un hombre pueda tener, jamás
llega a conocer a la mujer. La mujer, cualquier mujer, está siempre dispuesta a hacer
alguna cosa, a obrar en forma tal que uno nunca habría sospechado, que jamás habría
imaginado posible en ella.
Cualquier cosa que ocurra en la vida de un hombre de cincuenta años es resultado
de un hábito que la mayoría de las veces se traduce en un desembolso monetario.

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A los veinte años el hombre cree en la castidad y en el idilio; a los veinticinco en
la frecuencia; a los treinta en la cantidad y en la consistencia; a los cincuenta en la
calidad y variedad de cuerpos, motivos y escenarios. A los cincuenta la frecuencia ya
no es posible y ni siquiera deseable; solo se pide calidad, calidad y perfección en el
cuerpo y en las maneras.
De ahí que, a la edad alcanzada por Mr. Collins, este no esperara ser amado por
ninguna nueva mujer atraída por su gallardía y por su ardor físico. Si alguna mujer le
hubiera dicho que le amaba por él mismo, habría sonreído afablemente y se habría
sentido halagado, pero inmediatamente habría hecho cálculos mentales para
determinar lo que aquella confesión le costaría.
Se había vuelto más exigente. Si entonces hubiera decidido casarse habría puesto
un gran cuidado en la elección que hiciera de su mujer legal, pero después de
pensarlo bien no se habría casado. El nivel social de la mujer no le habría importado
mucho, porque la posición que él ocupaba le era suficiente y bastante aburrido estaba
con ella. Su origen habría podido ser cualquiera siempre que llenara uno de los
requisitos esenciales que exigía de la mujer en la actual etapa de su vida.
La verdad es que Mr. Collins no tiene pensamientos ni más ni menos limpios que
cualquiera otra persona. Es honesto para consigo mismo en tanto que otros son
hipócritas. Es un producto de su época. Es solamente una partícula de polvo en la
tempestad que azota la tierra, haciendo susurrar al viento: «Si no te das prisa, te lleva
el diablo. Come de prisa antes de que seas comido. No hay que tener compasión a los
lentos, ¡al diablo los fallidos!».
Si hubiera vivido en otras condiciones, en una época en la que el petróleo no
fuera considerado como mercancía sino como una bendición de Dios para la raza
humana, Mr. Collins habría sido juzgado como el prototipo de lo que la naturaleza
deseaba que el hombre fuera. A pesar de su irrefrenado deseo de aventuras, él poseía
algo que a la mayoría de los hombres que lo juzgaban y censuraban despiadadamente
les faltaba en absoluto. Poseía una verdadera grandeza, una buena dosis de genio, una
constante afluencia de intuición, una increíble cantidad de buenas y brillantes ideas
entre las que seleccionaba al azar, sin esforzarse demasiado. Si las características
económicas de la sociedad hubieran sido otras, él sin duda habría sido una de las
figuras más destacadas. Pertenece a la categoría de los hombres que después de una
catástrofe pueden salvar todo lo que puede ser salvado y construir un nuevo mundo
sin necesidad de planos y hacer de él un sitio en el que es posible vivir más feliz, con
mayor riqueza y regidos con más sentido común que en el que actualmente se ve
forzado a vivir. Él no tenía la culpa de no poder vivir sin las mujeres y no podía
culpársele de ser un canalla y de obrar como tal.
Basileen había llamado a Mr. Collins para decirle que necesitaba hablarle sobre
asuntos urgentes e «inmediatamente, al instante, pues de lo contrario…». Él ignoraba
lo que ocurriría si hiciera «lo contrario», diciéndole que no podía atenderla en ese

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momento porque se encontraba celebrando una importante junta de directores en la
que tenían que resolverse asuntos inaplazables y de positiva trascendencia.
El hecho de «estar en conferencia» nada significaba para Basileen, y era esa una
de las ciento cincuenta razones por las que era considerada como la única y legítima
Basileen.
En aquellos momentos estaba desatada, menos que nunca dispuesta a aceptar la
excusa de la conferencia.
«¿En conferencia? ¡Vaya con la conferencia! A mí no me la pegas, hombre», dijo
ella para sí con voz incendiaria. La piel suave y aterciopelada de su rostro ardía.
Nadie puede jugar esa carta con Basileen. No con ella. Conferencia o no
conferencia, si ella tenía que ver a Mr. Collins, lo vería, aun cuando lo hubieran
enterrado dos meses antes.
Si la señora Collins se hubiera atrevido siquiera a hacer lo que Basileen se
disponía a hacer en aquellos momentos, Mr. Collins la habría estrangulado. Y si
hubiera sido procesado por cometer un asesinato con dos agravantes, no se habría
encontrado en todos los Estados Unidos un jurado, compuesto de hombres de
negocios en servicio activo, que hubiera sentenciado a Mr. Collins. Una junta de
directores es sagrada, y el que penetre al santuario para interrumpirla, merece ser
muerto. Esa es la ley desde que los humanos pueblan la tierra. ¿Qué puede ser más
sagrado, más santo, que la junta de directores de una empresa petrolera, explotadora
de acero o constructora de maquinaria, dejando a un lado a los ferrocarriles cuyo
funcionamiento va dejando de ser de vital importancia?
Resulta realmente difícil de comprender para cualquiera no iniciado, para
cualquier profano, la sagrada importancia que reviste la junta de directores de una
empresa americana. Las proposiciones hechas y las resoluciones tomadas en esas
juntas pueden traducirse en la construcción de un canal transcontinental para el
tránsito de cruceros de ochenta y cinco mil toneladas, directamente de Atlantic City a
San Diego, California; el nombramiento del futuro candidato a la presidencia del
G. O. P.; la ruptura de relaciones diplomáticas entre este país y el Uruguay; una
recomendación para hacer a un lado al general Sánchez, patriota venezolano; una
sugestión al gobierno norteamericano para que haga una severa advertencia a Perú
relativa a su intento de elevar los impuestos sobre la exportación de metales; la
proposición para lograr que eleven al doble las tarifas sobre mercancías extranjeras;
la renuncia del secretario de Marina en atención a su mala salud; serias instrucciones
a la policía de California para que obren con mayor energía en contra de los
comunistas arrestados en mítines callejeros; la misteriosa desaparición del juez
Belferwell, ampliamente conocido como padre y amigo de los trabajadores
desocupados, acusados de delitos menores; la ayuda a los huérfanos víctimas de un
terremoto en Afganistán; el envío de dos barcos de guerra a un pequeño puerto de El
Salvador, donde tres judíos, todos ciudadanos americanos, se encuentran en peligro
de ser deportados sin juicio legal, acusados de quiebra fraudulenta; el silencio del

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presidente de los Estados Unidos respecto al asunto del transporte clandestino de
armas en barcos turcos por los Dardanelos; la venta del Nevada Morning Times; la
renuncia voluntaria de los editores del Sacramento Daily Post; una sugestión al
congreso para la construcción de seis nuevas penitenciarías federales semejantes a
Alcatraz en el Oeste y en Pensilvania; crédito gubernamental excesivamente
garantizado al Paraguay; negativa de crédito de toda especie a Bolivia; una
recomendación para obrar inmediatamente contra el gobernador Flush, de California,
en atención a sus malos manejos respecto al fondo de leche para favorecer a los
estibadores huelguistas de San Francisco; otra acción en contra del mismo por
conceder créditos sobre los fondos del estado para construir casas baratas para los
trabajadores que perciben una entrada anual menor de mil quinientos dólares.
Basta pensar un poco sobre una sola de las resoluciones tomadas en una junta de
directores de una compañía petrolera para comprender fácilmente la sagrada
importancia que ellas revisten. No hay dios capaz de hacer combinaciones más
complicadas que las que se hacen en una junta de directores. En ellas los hombres y
las naciones son movidos como piezas en un tablero de ajedrez. Allí se resuelven
asuntos relacionados con las religiones cristiana, mahometana y budista. Se hacen y
deshacen demonios. Se derrumban montañas en el Este para levantarlas en el Norte;
los continentes se dividen en dos como pasteles; los océanos que existieron siempre
separados son forzados a mezclar sus aguas que jamás estuvieron al mismo nivel;
grandes masas de gentes son desarraigadas de su tierra natal y enviadas a países
hostiles; se crean nuevos países carentes de tradiciones y de lengua propia y se les
suministra un ejército para defender una independencia falta de razón. Lo que Dios
puede hacer solo en millones de años, puede ser improvisado en una conferencia de
directores de una compañía petrolera americana en quince minutos, después de lo
cual los asistentes se levantan sonrientes y salen a comer. Y el verdadero santuario
del hombre es, en realidad, el sitio donde semejantes creaciones y cambios pueden
llevarse a cabo con éxito.

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XXII

Sobre la puerta principal que conducía de la sala general de es pera al salón de


conferencias se leía el anuncio obligado: «Conferencia importante, prohibida la
entrada».
No habría sido necesario colgar semejante nota, ya que la entrada estaba
custodiada con mayor cuidado que la puerta del cielo. Aquel «Prohibida la entrada»
incluía a todos los individuos no invitados a la importante conferencia, y se incluía
también al presidente norteamericano, al rey de Inglaterra, Guillermina de Holanda,
los dos reyes americanos del petróleo, coronel Augustos, Miss Perkins y doña
Eleanor, el presidente del Chase National y los señores Morgan & Ochs. Hasta el
bueno y viejo Yahweh, en vuelo desde la cámara alemana de los horrores, debía
respetar aquel letrero, porque también a él, como al resto del mundo, abarcaba la
prohibición.
Solo un individuo en el universo entero era lo suficientemente poderoso para
perforar aquella aterradora muralla. Y aquel individuo solía transponerla en forma
muy especial, empujando la puerta con el mango de plata de su sombrilla, en forma
tan enérgica que los caballeros que se hallaban en el santuario tenían la impresión de
que alguien había disparado sobre la puerta de caoba maciza.
Las palabras, prontas a brotar de los labios secos, se congelaban y eran sustituidas
por un gesto de sorpresa. La puerta no tenía picaporte común y corriente y bastaba un
empujón ligero, pero firme para que se abriera. El mecanismo evitaba todo ruido y
daba la impresión de ser muy costoso y extraordinariamente exclusivo.
Sin dar importancia a aquel picaporte, que en final de cuentas carecía de todo
vapor práctico. Basileen, produciendo un gran ruido, empujaba la parte inferior de la
puerta con la punta de su zapato. La puerta se abría ampliamente y ella se quedaba
allí, de pie, pero dentro de la santa morada de los directores.
Cuando el golpe sobre la puerta había sonado, los directores no lo daban
demasiada importancia, aun cuando era un extraño incidente. Algunos de los
caballeros que daban la espalda a la puerta habían vuelto ligeramente la cabeza, otros
habían levantado la vista, dos o tres habían fruncido el ceño ante semejante
interrupción y otros habían soltado una exclamación entre dientes. Cualquier cosa
que hubiera producido aquel ruido no era suficiente para distraer seriamente su
atención. Uno había mirado a Mr. Collins como si él hubiera sido la causa del ruido.
Bien, y ¿por qué no? Ruidos semejantes pueden escucharse aun en las cámaras
privadas de los reyes.
Cuando los caballeros estaban a punto de olvidar el incidente, la interrupción de
Basileen hizo creer a los que se hallaban en el santuario que lo que se había
escuchado era un trueno, seguido de una luz brillante; la luz estaba en la aparición de
Basileen en la puerta, la que se había cerrado inmediatamente detrás de ella, y vuelto

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a abrir a medias solo para permitir que Miss Dalley se escurriera entre Basileen y el
marco de la puerta y se dirigiera de puntillas hacia donde Mr. Collins estaba. Con la
faz mortalmente pálida, temblando de pies a cabeza, se deslizó hasta donde el
presidente se hallaba y con voz temblorosa, casi sollozante, dijo:
—Oh, por favor, Mr. Collins; por favor, perdóneme, ¿me perdonará usted alguna
vez? No pude evitarlo. La señora me empujó y no pude detenerla. ¿Debo renunciar
inmediatamente? Oh, gracias, gracias, señor presidente.
Mr. Collins no contestó. Él la miró distraído y notó que uno de sus ojos aparecía
enrojecido con una mancha que indudablemente se convertiría al día siguiente en azul
y negra, amarilla y verde. Antes de que tuviera tiempo de imaginar lo que había
ocurrido a su segunda secretaria en la puerta de recepción, Miss Dalley desapareció
como un duende en busca de sitio seguro.
No solo Mr. Collins sino ninguno de los presentes se había dado cuenta completa
de la presencia de Miss Dalley, de lo que había dicho y de cómo había salido, y nadie
se habría ocupado de ello, porque una sensación más vigorosa los conmovió.
Aquella sensación no afectó su cerebro, fue absolutamente medular y cualquiera
que hubiera sido la importancia del gran plan elaborado por Mr. Collins para aplastar
a la Clinton Oil Company, plan que había originado la junta, perdía todo su interés en
aquel preciso momento. Porque en la puerta había algo que, al menos por un instante,
impresionó a todos los presentes más profundamente que lo que todos los presidentes
de las más importantes compañías petroleras hubieran logrado, de presentarse en el
santuario en forma igualmente inesperada. Pues aquello que se hallaba en la puerta
era algo más atractivo y excitante a los ojos de los directores que la larga y tediosa
mesa cubierta de papeles, hojas, lápices, tinteros, libretas, en fin, cosas que veían
siempre durante las horas de trabajo. Lo que no veían todos los días, o no habían
visto jamás, por lo menos en forma tan perfecta y tan distante del mundo de los
negocios como se encontraba el Polo Norte de la pequeña América, era lo que veían
en aquellos momentos. Y miraban aquello con los ojos asombrados de un niño que
viera la realización de un cuento de hadas.
—Buenos días, señores; excusen la intromisión.
La mayoría de los caballeros se había puesto de pie y solo aquellos que estaban
sentados de espalda a la puerta no lo habían hecho, pero en cuanto vieron levantarse a
los otros, los imitaron y al unísono murmuraron con sorpresa:
—¡Buenos días, señora; tome usted asiento!
Basileen les dirigió una sonrisa, ¡y qué sonrisa! ¡Caramba! Era toda miel
mezclada con sensualidad, y en ella se adivinaba la invitación muda: «Bueno, amigo,
¿qué hay de nosotros dos?».
Los directores contestaron con una sonrisa especial cada uno, en la que el buen
observador habría encontrado notables revelaciones sobre su carácter, detalles que
resultan embarazosos en la vida ordinaria y que se ocultan tras la máscara que, todo
hombre de negocios con éxito, se cree obligado a llevar si quiere ser tomado en serio.

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Basileen se quedó de pie y se volvió a Mr. Collins con movimiento rápido,
haciendo desaparecer instantáneamente su sonrisa, como si al correrse una cortina
hubiera descubierto al arcángel que prevenía a Adán por última vez, anunciándole
que si se traspasaba los límites, usaría una espada de fuego para recordarle su deber.
Mr. Collins quedó aterrado ante aquella mirada fiera. Nerviosamente, cogió un
puñado de papeles de la mesa y empezó a revolverlos, sin darse cuenta exacta de lo
que hacía.
—Conque me colgó usted la bocina, ¿verdad, señor presidente? Bien, pues quiero
que me conteste usted una cosa inmediatamente. ¿Cuándo tendré el garaje y todo lo
que con él necesito?… La cuestión no es decir qué y cómo, la única respuesta que
espero es cuándo. Y cuándo significa un plazo no mayor de cuatro semanas. ¿He
hablado claramente o necesito acudir a la suprema corte?
Mr. Collins volvió de su asombro, levantó la vista, la miró a la cara y por primera
vez en su vida se sintió como un dios, o como él creía que los dioses debían sentirse
cuando fueran todopoderosos y tuvieran conciencia del orgullo de ser dioses y no
miserables humanos.
Si el presidente de los Estados Unidos se hubiera encontrado con su gabinete
reunido y su señora, mejor conocida por la primera dama de la nación, se hubiera
presentado en la forma brusca en que lo había hecho Basileen, tanto él como los
miembros del gabinete se habrían sentido muy embarazados. Y aun cuando la
situación en la que Mr. Collins se hallaba en aquel momento difería mucho en esencia
de aquella, una vez pasada la sorpresa no se sintió en absoluto embarazado. Si alguno
de los directores hubiera criticado, en aquel momento o después, aquella situación
sorprendente y embarazosa, como inadecuada para un presidente de la Condor Oil,
Mr. Collins le hubiera gritado: «¡Al demonio con su maldita compañía petrolera y al
diablo con todos sus directores! Hemos terminado: ¿entienden, gusanos asquerosos?
¡Renuncio! Adiós». Habría dicho eso y habría renunciado con la decisión de un
hombre que no duda de que al día siguiente se encontrará en situación mejor y más
elevada. Y todo eso por Basileen.
Poco se había sentido perturbado él por la aparición con trueno y relámpago de
Basileen, y poco, igualmente, se habían sentido perturbados los otros miembros de la
reunión.
No era exactamente un rayo de sol el que había penetrado en el templo de las
finanzas. Para aquellos seres terrestres era más que un rayo de sol, del que en
cualquier forma puede gozarse en un buen día. Lo que tenían ante sí en aquellos
momentos era una reina que había descendido de su pedestal para derramar gracia
sobre sus devotos súbditos.
Basileen no era una reina como estas suelen serlo en la realidad, esto es, común y
corriente, pesada, anticuada, doméstica, con una eterna sonrisa cansada en sus labios
semejantes a trozos de hielo. No, ciertamente Basileen no tenía aquella apariencia.
Era como las reinas de las películas o como las que los saturados de romanticismo se

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imaginan cuando leen un folletín en el que buscan saciar su sed de belleza y de
aventura. Elegancia, garbo, refinamiento, belleza, pose, son cualidades que todos
desean para la reina de sus sueños. Con una rápida mirada de sus radiantes ojos, debe
ser capaz de dominar a todas las cosas y a todas las gentes que la rodeen. Debe tener
el poder de infundir un orgullo extraordinario. Debe saber despertar en uno el propio
deseo de elevación, infundiendo el orgullo de pertenecer a su misma raza: el amor al
Dios que tuvo la gracia suficiente de hacerla a ella del mismo barro que a uno. Ella se
comportará cual una reina solo cuando uno esté dispuesto a servirla y no juzgar jamás
nada de lo que pueda hacer, en ningún caso, como acción indigna de una reina, y en
caso de que obrara en determinada forma, ello serviría solo como prueba más de su
real origen.
Fue aquella, exactamente, la impresión que Basileen produjo sobre los directores
y, debido a ello, Mr. Collins no solamente conservó el prestigio que tuviera diez
minutos antes, sino que ascendió a los ojos de los directores a una altura que le hizo
aparecer temible cuando Basileen, abandonando la estancia, les permitió regresar a la
tierra y caminar nuevamente por el árido sendero de las finanzas. Un hombre capaz
de tener por favorita a una reina, y especialmente a una gran reina, y de todas las
grandes reinas de la tierra a aquella, Basileen, debía ser necesariamente un demonio;
era la única explicación aceptable.
No se expresaría uno con precisión si dijera que Basileen tenía buen gusto. Ella
tenía sencillamente gusto, y esto es muchos grados superior al buen gusto. Porque el
buen gusto puede adquirirse por educación o imitación; pero el gusto simple y
sencillo es algo innato y nada puede cambiarlo. Así, pues, Basileen tenía gusto.
Además de gusto tenía imaginación. Una riquísima, inagotable imaginación. El
gusto, la imaginación y la diligencia, cuando se mezclan debidamente, hacen un gran
artista, si no es que un verdadero genio.
Raramente compraba modelos de trajes, y si por acaso adquiría alguno, lo usaba
solamente una vez y lo dejaba. Mantenía la opinión de que el hecho de usar modelos
no era un signo de distinción, sino de falta de gusto e imaginación, ya que las mujeres
que los usan tienen que acogerse al gusto y a la fantasía de ciertos individuos que han
dado un mal paso en el mundo, naciendo machos en vez de nacer hembras. Las
mujeres carentes de personalidad necesitan usar modelos para revestirse de algo que
no poseen. A las mujeres les gusta presumir, de ahí que prefieran vestir modelos,
insistiendo por ese hecho en que se las tome por damas muy distinguidas. En realidad
son impostoras, y si no tuvieran dinero que gastar en sí mismas, nadie repararía en
ellas.
Era fácil para Basileen despreciar los modelos y apegarse a su opinión, pues bien
podía ponerse un vestido de ocho dólares y parecer una duquesa residente en Londres
y en viaje de compras a través del Canal, y atraería en las calles y en los restaurantes
hasta las miradas de las mujeres, quienes le envidiarían el vestido creyéndolo el

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último grito de Market Street o de la Quinta. No había vestido que hiciera a Basileen,
ella hacía a los vestidos que eran siempre sus esclavos.
Vestida con un modelo o con un traje de quince dólares, reina o no, con gusto o
sin él. Basileen cuando estaba de buen humor y verdaderamente alegre, gustaba de
emborracharse de vez en cuando.
Frecuentemente bebía cantidades increíbles y era entonces cuando ponía de
manifiesto que su gusto, garbo y real apostura no eran artificiales, pues aun cuando
no le fuera posible siquiera levantarse de su asiento, jamás ni por un momento perdía
la conciencia de sí misma, por lo menos en público y acompañada, ni siquiera
acompañada de Mr. Collins. Ahora que la forma de conducirse en su departamento a
nadie le importaba y, además, nadie se enteraba de ello.
Cuando estaba ebria, hablaba de cosas asombrosas, era capaz de contar los
cuentos más colorados en forma tan dulce e inocente como si sus palabras fuera
pronunciadas por una muchacha ignorante del significado de lo que decía. El
verdadero sabor en el relato de sus cuentos se hallaba en un imperceptible
movimiento de sus labios, que mantenía a su interlocutor intrigado por saber si ella
entendía realmente el sentido de sus cuentos y de aquellas bromas tan bien sazonadas.
Y cuando había caballeros en la reunión, si eran verdaderos caballeros, se quedaban
perplejos y no sabían si reír o no.
También, cuando estaba borracha, solía canturrear cancioncillas explosivas, de
esas que dejan a la imaginación de los oyentes la última palabra consonante, y que de
ser pronunciada haría estallar el cristal delicado de los vasos. Desde luego, la trampa
consiste en que la palabra que al final se dice no es la esperada, pero en su caso la
novedad consistía en que ella no usaba de esa trampa tan empleada en las funciones
que después de la media noche se dan solo para caballeros en algunos teatros, sino
que terminaba siempre rimando con la palabra adecuada, y su único truco consistía en
hacer una pequeña pausa antes de pronunciarla. Como todos los comensales, damas y
caballeros habían esperado la palabra que intencionalmente no rimaba, cada una de
sus exhibiciones resultaba un acontecimiento, ya que se resolvía en forma
enteramente diferente a la esperada por las gentes.
Siempre que se presentaba con Mr. Collins en el salón de un hotel, en algún
restaurante elegante o en un cabaret costoso, todas las miradas, como por obra de
magia, tanto de hombres como de mujeres, se volvían hacia ella. Era una duquesa
como todo buen americano desea que sean sus duquesas de elevada estirpe. Si la
música tocaba, aun los mejores bailarines perdían el ritmo y hasta había ocurrido que
los músicos dejaran de tocar confundidos, mirando a la duquesa y esperando la orden
del maestro de ceremonias para tocar el trozo que dejaban oír en semejantes
ocasiones. El director de orquesta, al percatarse de la confusión de sus hombres,
volvía la cara y al ver la causa de la interrupción se inclinaba varias veces hacia la
pareja. El gerente, sin importarle lo que estuviera haciendo en aquel momento, volaba

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hacia los recién llegados, haciéndoles caravanas y mostrando sus bien implantados
dientes.
Aquella exquisita grandeza suya era, naturalmente, transmitida a Mr. Collins
cuando iba a su lado.
Mr. Collins carecía de todo aquello que ella poseía en abundancia, esto es,
esplendor, distinción física y social, garbo, gusto, maneras refinadas, gracia,
romanticismo, una voz que encantaba a hombres y mujeres, una risa capaz de calentar
el alma, una sonrisa que, si los ojos de uno la sorprendían, alegraba el corazón por
una semana. ¿Qué era él, presidente de una compañía importante y poseedor de
varios millones, si se le comparaba con esa gran mujer? Él era más bien bajo que alto,
fuerte, bien proporcionado y sin vientre abultado, erguido, de sólido esqueleto, pelo
ralo sedoso y un poquito esponjado, nariz y barba salientes, ojos de color indefinible,
mirada atrevida, cara cuadrada, labios gruesos, orejas pequeñas de lóbulo carnoso,
cejas ralas, pecho musculoso más estrecho que las caderas, piernas rectas y recias con
las rodillas un poco curvadas hacia la parte posterior, pies de buen tamaño con el arco
elevado, brazos del largo natural; tenía el aspecto de la generalidad de los financieros
americanos, ni mejor ni más elegante, aun cuando vestido con mayor cuidado que la
generalidad. Habría podido tomársele por un suizo, holandés, francés del Norte,
escocés, irlandés, finés, danés, o por una combinación de todos ellos y media docena
más de nacionalidades. No había nada excepcional en él. Parecía como si él hiciera
todo lo posible para no señalarse entre una multitud congregada en domingo en
Coney Island. Al conocerlo se le podía suponer constructor de puentes o carreteras,
en tanto que por sus ropas se le habría juzgado banquero, accionista o gerente de
algún gran diario de Chicago, o importador de café. Nadie lo habría tomado por
empleado de la federación, diplomático, doctor, profesor, agente secreto o coronel
retirado. Y a pesar de que nunca usaba anillos de diamantes ni fistol de perlas,
cualquiera que se encontrara con él le habría considerado poseedor de no menos de
cinco millones, y a los tres minutos de conversación con él cualquiera habría
sospechado que era un negociante afortunado, promotor de la próxima feria mundial
en Kansas City o hacendado.
En ambientes desconocidos para él, se sentía inseguro y hasta totalmente perdido.
Aquel sentimiento, muy próximo al complejo de inferioridad, era la causa de que
tuviera el hábito de hablar en voz alta y enfática, semejante a la de los políticos de
postín y a la de los lanzafuegos del infierno que se dedican a salvar almas. A eso
agregaba una forma ostentosa de moverse y de estallar con una risa marcadamente
jovial, que, en muchas ocasiones, resultaba fuera de lugar. Solo en virtud de esos
hábitos, que había adquirido lenta pero firmemente, le era dado sentirse seguro en
determinadas circunstancias nuevas para él o en ocasiones en las que le parecía como
si el suelo resbalara bajo sus pies. Necesitó mucho tiempo para sentirse seguro en las
reuniones sociales, o en los clubes nocturnos distinguidos, a aquella hora en que los
clientes no se han emborrachado lo suficiente para hacer descender al club hasta el

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nivel de aquellos en que puede pedirse una botella de cerveza sin que la cara del
mozo se congele.
Con Basileen a su lado, Mr. Collins podía ir a donde tuviera que ir y quisiera ir. Él
se sentía a salvo a su lado, porque sabía que entonces nadie se fijaría en sus manos ni
en sus intentos de esconderlas. Cuando Basileen estaba con él, aquellos que se
consideraban lo suficientemente importantes para justificar su pretensión trataban,
por todos los medios, de trabar amistad con Mr. Collins. Entre las amistades así
adquiridas se hallaban reyes del ferrocarril, magnates de la conserva, caballeros de las
finanzas, gigantes del acero. No pocas conexiones de importancia en el mundo de los
negocios habían sido hechas en aquellas ocasiones.
La conclusión generalmente aceptada era que una persona que puede darse el lujo
de tener una Basileen, sostenerla, y mostrarla públicamente a su lado, aun cuando ese
público sea en cierto modo limitado, es persona de la que emana poder y el hecho de
ser su amigo y por ningún motivo su enemigo, puede resultar de consecuencias
vitales en los negocios, en la vida social y aun en la política. Pues hay que pensar en
la cantidad de dinero que ese hombre es capaz de hacer, para tener a una duquesa.
Hay que tratarlo con cuidado porque debe ser peligroso. Él tiene a aquella dama
porque la necesita. Para tenerla contenta, satisfecha y sin desear un cambio, ese
hombre es capaz de llegar hasta el límite en todas sus empresas. Será capaz de
asesinar si no le es posible conseguir en otra forma lo que necesita para ella. Ella, la
duquesa, puede conseguir al que quiera, puede elegir. Y si ella lo ha elegido a él y
permanece a su lado, la palabra de Mr. Collins en los negocios es tan buena como los
bonos del gobierno y menos expuesta a la inflación. El hecho de que aún viviera con
su esposa y no intentara separarse de ella, lo hacía aparecer en el mundo de los
negocios más poderoso aún. Solo algún jovencillo inexperto, que además no se habría
atrevido a aproximarse a Basileen, la habría llamado Mrs. Collins. Porque la forma
soberbia en que Basileen miraba en rededor al penetrar en algún sitio o al atravesar
algún salón al lado de él, no hay esposa que la haya conseguido. No fue la reina de
Francia, sino más bien madame Pompadour y madame Dubarry las que pudieron
causar, al presentarse en alguna ceremonia de la corte, una impresión semejante a la
causada por Basileen en algún sitio elegante.
«Ella debe conocer el verdadero valor de Mr. Collins, pues de otro modo no
estaría con él ni le seria tan fiel como le es en realidad. El mundo entero se abre ante
este hombre. Él tiene un gran futuro Más vale que lo tomemos tan en serio como él
desea que se le tome». Era esta la última frase pronunciada por importantes hombres
de negocios al discutir la personalidad de Mr. Collins cuando le veían con Basileen.
Tres de los directores y algunos de los más ricos accionistas de la Condor
conocían a Basileen y la consideraban una especie de socio de la empresa; constituía
una excelente propaganda y no costaba un centavo a la compañía. Exaltando la
personalidad de Mr. Collins como hábil presidente y hombre de negocios
experimentado, ella, consecuentemente, engrandecía también la reputación y la

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importancia de la Condor Oil. Mr. Collins que no solo tenía a Basileen, sino también
una familia que vivía lujosamente y para la que mantenía costosas mansiones; debía
ser, forzosamente, un gigante de las finanzas. Para él, sin duda, no era suficiente un
millón, cualquiera podía juzgar fácilmente que debía hacer un millón cada año, pues
en otra forma no habría podido sostener aquel tren de vida. Y una compañía que
permitía a su presidente hacer un millón cada año debía ser muy poderosa, y el
invertir en ella cien mil dólares o un cuarto de millón rendiría sin duda magníficos
dividendos.
Naturalmente que la Condor Oil podía haber tenido por presidente a algún famoso
científico, o a algún financiero conocido, o a un gran ingeniero. Hombres semejantes
podían ser buenos ciudadanos, excelentes maridos y devotos padres, hombres para los
que un cabaret representa la antecámara del infierno y que, de ser sorprendidos en
circunstancias ligeramente sospechosas con alguna dama que no es su esposa,
presentarían su renuncia inmediatamente, considerando eso como la única actitud
decente para recobrar el aprecio de las personas honorables. Un presidente de esa
especie, no raro en este país, habría sido sumamente cauto, un grande e incansable
trabajador capaz de llevar a su propia casa carretadas de correspondencia para
contestarla por las noches. Los empleados le habrían temido y no se habrían atrevido
a retrasarse ni dos minutos, y habría sido admirado por los muchachitos cuya ilusión
es llegar, de hombres, a la presidencia de los Estados Unidos. Si un hombre de esa
especie fuera presidente de la Condor, cien tímidos oficinistas habrían invertido sus
centavos ahorrados en los negocios de la compañía, para resistir malos tiempos, con
la seguridad de que veinte años más tarde su inversión estaría tan segura como en el
momento de hacerla y habría aumentado un veinte por ciento en volumen y un cinco
por ciento en importancia. Pero la Condor Oil estaba planeada para ser lo que en
realidad era, una empresa en la que invertirían solo gentes de dinero, quienes lo
harían no con menos de cincuenta mil dólares y con la mira de hacer, al lado de Mr.
Collins, una fortuna en dos años o, si las circunstancias lo exigían, terminar con él en
el cuarto de un hotel con la puerta atrancada por dentro y algunas cartas encerradas en
sus sobres sobre una mesa.
La Condor Oil no podría vivir sin un presidente como Mr. Collins, dotado de
insaciable virilidad, capaz de conquistar y retener a una Basileen. Y si algún día Mr.
Collins tenía la mala suerte de perder a Basileen, los directores tal vez se habrían
sentido obligados a sugerir que Mr. Collins emprendiera sus actividades con alguna
otra empresa ajena a la Condor.
Mr. Collins tenía que ganar en todo aquello que hiciera, en todo lo que
emprendiera y no podía soportar ninguna pérdida, ya que solo una bastaría para
acabar con él, total, definitivamente arrastrando todo cuanto le rodeaba.
Como su posición social estaba enteramente basada en su inmensa capacidad de
hacer millones con la facilidad con que otros hacen cientos, no podía ni siquiera
permitirse una tregua. Era aquella la razón por la cual tenía que aceptar riesgos que la

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mayoría de los buenos y trabajadores presidentes de una empresa rechazarían con
horror hasta en sueños. El presidente de la Condor debía ser de mente robusta,
carente de escrúpulos y de sentimentalismo cuando los intereses de la compañía se
hallaran en juego. Sin embargo, debía evitar todo escándalo que fuera más allá de lo
que puede considerarse publicidad. Basileen es una mujer que, debido a su
refinamiento, sería incapaz de envolverlo en un escándalo que causara mala
impresión en la opinión pública, pues entonces ella dejaría de ser la dama de calidad
que es. Menos aún podía esperarse que Mrs. Collins fuera objeto de escándalo.
Incontables veces Mrs. Collins había oído murmuraciones acerca de las relaciones
que mantenía Mr. Collins con Basileen. Cuando ella llegaba a escuchar algo al
respecto dicho por las mujeres de su círculo, solía sonreír amplia y tranquilamente
diciendo: «Tonterías, querida, tonterías. ¿No crees, querida, que si se tratara de algo
serio yo seria la primera en saberlo? Sí, claro, desde luego que yo conozco a la señora
de quien hablas. Ella es, bueno, sé bien como las llaman los hombres de negocios y
los banqueros, pero entiendo que es una especie de contacto femenino. Tú sabes,
querida, una de esas damas como hay también caballeros, que tienen ligas sociales y
que procuran nuevos clientes en los círculos que frecuentan. Bien sabes, querida, que
no pocas damas de sociedad venden sus caras, los decorados interiores de sus casas,
sus camas y sus firmas a empresas fabricantes de tabaco y de polvos para la cara. Así,
pues, la gran compañía de la cual mi esposo tiene el honor y el gran privilegio de ser
presidente necesita de esos contactos femeninos y también masculinos Yo creo que
nada malo hay en ello, ¿qué piensas tú, querida?». Mrs. Collins nunca haría algo que
pudiera lesionar el buen nombre de su marido en el mundo de los negocios. No por
cariño, naturalmente que no, ya que ni siquiera sabía si lo había querido alguna vez.
Le había gustado y aún le gustaba mucho. Además, y este era el punto vital de su
razonamiento, nada habría ganado con un divorcio y mucho menos con un escándalo.
Habría podido pedir y obtener una pensión jugosa, pero en el caso de que él quebrara
nada podría ella obtener. Estaba satisfecha con su vida como era y como había sido
en los últimos años. Se enorgullecía de haber sido aceptada y admitida en los más
elevados círculos sociales, y sabía que solo la situación que ocupaba su marido podía
mantenerla en la posición que ella ocupaba. La vida le había enseñado lo suficiente
para saber que cualesquiera que sean las causas del divorcio, que cualquiera que sea
la parte declarada culpable, una mujer pierde con él muchos puntos en su posición.
Muchas gentes le contarían un sin fin de historias diferentes, pero le bastaba
preguntar a alguna amiga divorciada lo suficientemente honesta para decir la verdad,
para darse cuenta de que era cien veces preferible estar casada aunque tuviera que
enfrentarse con un asunto más serio de los que en realidad distraían a su dinámico
marido. Una vez divorciada dejaría de seguir teniendo al poderoso Mr. Collins por
esposo. A su edad no le sería fácil conseguir un segundo marido, y en caso de
lograrlo no valdría ni la mitad de lo que valía Mr. Collins.

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Además, había otro ángulo de la situación que considerar. Suponiendo que se
divorciara de Mr. Collins, ¿qué ocurriría? Se casaría con Basileen o con alguna otra
de sus amigas. Bien sabía ella que no era solo Basileen. En cierto modo resultaba
bien que él tuviera otras mujeres, pensaba ella. Si solo la hubiera tenido a ella, la
habría aburrido mortalmente, habría intervenido en sus actividades sociales más de lo
que ella podía soportar, y en tal caso ella habría llegado al punto de no encontrar otra
salida que el divorcio, porque ella no podía soportar a un hombre de los llamados
caseros.
Evitaba encontrarse con Basileen, a quien conocía muy bien, pues buenas amigas
suyas se la habían mostrado varias veces, una en un restaurante a la hora del lunch,
otra en un concierto sinfónico y una más en un partido de futbol entre Stanford y
Southern California. De haberse encontrado por sorpresa y en circunstancias en las
que a ninguna de las dos fuera posible escapar discretamente sin empeorar la
situación, Mrs. Collins, especialmente si iba acompañada de algunas amigas suyas,
habría mostrado su sonrisa más dulce y sus modales más refinados invitando a
Basileen a pasar a su lado el fin de semana. Muchas veces había pensado que si Mr.
Collins invitaba a Basileen a permanecer entre ellos en su gran residencia de la
ciudad, tan espaciosa que es posible, si se desea, ignorar la existencia de los demás
habitantes, habría experimentado una satisfacción semejante a la que experimentaría
si pudiera golpear en ambas mejillas a las más bulliciosas y murmuradoras de sus
amigas. ¡Qué satisfacción, qué emoción le proporcionaría aquello!

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XXIII

Basileen hablaba en forma muy distinguida. Mr. Collins trataba frecuentemente de


averiguar cómo lo había logrado. Aquello no podía ser estudiado ni postizo, resultaba
demasiado natural para serlo. Hablaba lentamente y seleccionando con cuidado las
palabras que empleaba, como sí fuera acuñando cada una antes de pronunciarla para
darle su significado más correcto. Sus expresiones eran inteligentes y nunca
precipitadas. Aun cuando hablara de cosas comunes y corrientes parecía hablar de
cosas importantes, enriquecidas por un toque de ingenio sin que este apareciera
intencional. Su voz era llena y sonora como la de las grandes actrices, famosas por su
interpretación de los clásicos griegos. Cuando hablaba íntimamente daba a su voz una
entonación suave, ligeramente arrulladora, aun cuando parecía no darse cuenta de
ello. Aparte de su garbo y atractivo físico, su voz verdaderamente encantadora y la
forma en que la usaba podía considerarse como una de las principales causas del
dominio que ejercía, tanto sobre los hombres como sobre las mujeres.
Si estaba enojada, irritada, excitada y tenía que hablar a gentes de mediana
condición, lo hacía usando cierta jerga que daba mayor relieve a sus expresiones. No
usaba aquella jerga por desando o con el propósito de mostrar que ella también estaba
profundamente arraigada al suelo americano, la usaba intencionalmente para llegar
con mayor rapidez al punto que le interesaba. El efecto que causaba era grande y el
resultado sorprendente, por el hecho de que aquella jerga intencionada partía de los
labios de una dama a que ninguna dependienta de cajón o mecánico hubieran creído
capaz de poder escuchar siquiera, sin asustarse, semejantes expresiones. Cuando se
disgustaba con alguna mesera o con algún despachador de gasolina, se desahogaba
perfectamente expresándose a la Bronx.
Había nacido en Seatle, lugar en el que habitaban aún sus padres. Su papá
ocupaba un puesto de responsabilidad en un banco nacional. Ella había heredado
algún dinero de su bisabuela, una de las pioneras de Northern California y de quien
había sido la nietecita preferida. Al cabo de una brillante adolescencia se graduó en
literatura e historia. Hablaba bien francés, algo de español y tenía un mediano
conocimiento del italiano. No era una perfección en ninguna ciencia, arte, rama
comercial o en cualquier cosa útil para seguir una carrera y obtener una posición bien
pagada. Era perfecta en salud, cuerpo y mente. Al correr de los años llegó a adquirir
una perfección extraordinaria en sus maneras, en sus poses, en seguridad personal,
conversación y don de gentes. De habérsele requerido para ello, habría sido un
anfitrión oficial para atender a reyes y reinas y a presidentes franceses en
representación del gobierno norteamericano o de la primera dama, en caso de que
Jack Dempsey o algún negro comunista hubiese sido electo presidente. Bailaba
sorprendentemente bien, aun cuando nunca hubiera logrado hacer dinero como
bailarina profesional, ni siquiera como la tercera a la izquierda de la tercera fila de los

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Zee Follies. Sin embargo, bailando con algún caballero, en algún sitio público de alta
calidad, su gracia era incomparable.
El dinero que heredara de su bisabuela, aun sin ser mucho, la había salvado de
trabajar después de graduarse. Por una recomendación pudo obtener una plaza de
maestra en un pueblecito. En una ocasión, cuando sus alumnos leían un ensayo de
Voltaire y se vio obligada a explicar algunas expresiones difíciles, hizo notar que la
historia de la creación del hombre, de acuerdo con lo dicho por la Biblia, no debía
tomarse literalmente, ya que sobre ella existen otras versiones también plausibles.
Aquello había sido dicho al margen de la explicación y sin la menor intención de
ahondar en el tema. Sin embargo, algunos de sus alumnos dijeron en sus casas que la
maestra les había dicho que lo que la Biblia decía era una gran mentira y que nada
exacto había en ello.
Esa misma tarde la despidieron. Como causa principal se adujo que hacía dudar a
los niños de las palabras del Señor, y después, que había hecho leer a sus alumnos las
obras de Voltaire. Le dieron dos meses de sueldo y un boleto de ferrocarril para que
se dirigiera a cualquier pueblo del Estado, con la obligación de partir en un plazo de
doce horas sin hablar ni ver a nadie, excepción hecha de los tenderos y comerciantes
de quienes necesitara algo antes de partir.
Tomó un boleto que la condujera al extremo este del Estado y de allí partió
directamente para New York.
Iba a New York sin la intención de permanecer allí ni buscar trabajo o un puesto
en algún escenario. Su deseo era el de la mayoría de los costeños del Oeste: conocer
la gran ciudad, saber como es y enterarse de si realmente es tan maravillosa como la
pintan aquellos que de ella regresan a Northern California.
Es una gran ciudad realmente, pensó, pero no la maravilla que decían. Tuvo la
impresión de que Seattle o Sacramento eran más típicamente norteamericanas que
New York.
El dinero de su bisabuela le fue muy útil en el estudio de New York. Vio muchas
cosas nuevas, examinó nuevas oportunidades que podían serle de gran utilidad
cuando regresara a California. No intentaba permanecer allí, pero a medida que
transcurría el tiempo sentía mayores deseos de quedarse para siempre.
La ciudad parecía existir con el único objeto de ser barata, y de haber sido hecha
con la mira de abaratarla más cada vez. También las gentes, aun cuando anduvieran
medianamente vestidas, parecían baratas. Todo era en todas partes de mínima
categoría. Pensó que aquella pronunciada baratura era causada, evidentemente, por
esa prisa terrible de la que nadie parecía poder escapar. Aun los desocupados, sin
esperanza de conseguir empleo y que sabían nada tenían que hacer, se daban prisa.
Aquella prisa ininterrumpida que inducía a las gentes a comprar asientos para el
teatro, los conciertos y aun para ver una película con muchos meses de anticipación,
por temor a no seguirlos en su oportunidad, era causa de que las gentes tuvieran una
apariencia vulgar, que se vieran como neveros de barrio mal pagados.

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«Solo hay un Frisco en todo el mundo», decía colgándose de la manga de un
hombre para tenerse en pie en medio de la multitud mal oliente que llenaba el sub.
«Tal vez, pero cuando llegue usted a ser un pequeño engranaje en la gran máquina
llamada New York, quizá se sienta diferente», decía algunas veces como tratando de
explicarse ciertas impresiones dándose conferencias a sí misma.
Durante algunas semanas se mezcló con las gentes de Greenwich Village, con la
esperanza de encontrar valores genuinos, pero encontró gnomos solamente.
Hombrecitos y mujercitas que se creen muy importantes y en extremo interesantes,
que parecen vivir en constante exhibición en un circo y que hablan todo el día y toda
la noche, sintiéndose fenómenos de la época. Nunca trabajan, nunca hacen esfuerzo
alguno y viven de las migas que les tiran sus parientes; muchos se sostienen
ejerciendo tercerías o exprimiendo a pobres viejas a quienes fingen cariño. Tratan con
todas sus fuerzas de quitarle a Norteamérica lo que tiene de norteamericana, en la
misma forma en que trataron de convertir a Bucarest en otro París, y con la idea de
hacer de New York un suburbio del este de Moscú, llamando al Hudson el pequeño
Volga, obligando a algún pobre dentista americano cansado a creer que no hay cultura
más elevada que la del centro y sur de Asia. Se califican a sí mismos como la sal y
pimienta de Norteamérica, en tanto que nada hacen porque Norteamérica alcance su
propia cultura en arte, música, literatura y en todas las manifestaciones de su cultura
en general. Ellos viven en Norteamérica de la generosidad de hombres de negocios
americanos, de quienes aceptan dinero en tanto que los ridiculizan llamándolos
«Super-Babbits», aun cuando vivan de la hospitalidad de esos Babbits y pasen sus
horas elogiando la grandeza de Budapest y Bucarest, de París, Londres, Roma y
Viena, diciendo hasta el cansancio que son las únicas ciudades en las que hombres y
mujeres civilizados pueden vivir sin tener que mezclarse demasiado con el vulgar
mundo laborante.
Basileen se cansó rápidamente de esos superhombres y de esas supermujeres.
Acabó por abandonarlos con náuseas al cabo de dos semanas de escuchar sus
interminables charlas, con las que pretendían demostrar que eran el centro de la
cultura y los supremos destructores y constructores de la civilización, y una noche,
después de estar en compañía de un grupo que había hablado durante horas de la
sutileza de un pintor, en realidad incapaz de pintar y que en lugar de hacerlo había
dado tres brochazos sobre un lienzo llamando a aquello «Sol de medianoche en el
Potomac», se sintió tan irritada que al salir corriendo gritó: «El mío es Babbit de
Zenith, hablando en un lunch de los rotarios sobre el paraíso de los pescadores en
Green Lake, Wisconsin».
Pudo encontrar nuevamente a Norteamérica en New York, en dos sitios a los que
fue. Primero un juego de beisbol de los buenos, adornado con todas las payasadas que
se acostumbran, y después en Coney Island, en sábado. Siempre que más tarde
recordaba a New York, pensaba solo en aquello y decía: «Después de todo, creo que

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en New York viven aún algunos norteamericanos y que la ciudad forma parte todavía
de los Estados Unidos».

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XXIV

De vuelta en San Francisco, obtuvo un empleo en un periódico como reportera de


sociedad, especializada en entrevistar prominentes mujeres visitantes.
El gerente de la empresa quiso tenerla por secretaria particular y ella aceptó. Lo
que no aceptó fueron sus frecuentes invitaciones a comer y a cenar, hasta que él
perdió la paciencia y le dijo abiertamente que su trabajo no era satisfactorio y que
buscase otro empleo, porque debía dejar el que ocupaba en el término de una semana.
Mr. Onsling, encargado de la sección financiera del periódico, la encontró algunas
semanas más tarde en la calle, cuando se dirigía a comer. La invitó y cuando tomaban
sus asientos en el restaurante, apareció Mr. Collins. Al verlo, Mr. Onsling se levantó,
lo saludó y le preguntó si no tenía inconveniente en sentarse a su mesa, pues deseaba
que le diera ciertos informes sobre los asuntos petroleros en Venezuela, los que le
eran muy necesarios para afianzar ciertas relaciones con la América Latina.
Mr. Collins, después de buscar inútilmente una mesa desocupada, aceptó.
Basileen fue presentada como redactora del periódico, y le explicó que acababa
de renunciar. Mr. Collins se encantó con ella inmediatamente y prolongó el lunch
tanto como la decencia lo permitía.
Con el conocimiento que tenía de las mujeres, comprendió que no podría
aproximarse a ella en la misma forma en que lo había hecho con otras mujeres. En
primer lugar, no necesitaba ayuda de ninguna especie, por lo menos aquella que
pudiera crearle obligaciones hacia alguien.
Basileen había tenido una rápida experiencia íntima con un hombre, que había
llegado a ser notable por sus grandes cualidades. Esa pequeña excursión amorosa, sin
embargo, no había sido de serias consecuencias ni había dejado rastro alguno en su
alma, en su mente, en su cuerpo. No obstante, al perder en aquel hombre un amante
ocasional, había ganado un grande y buen amigo.
Mr. Collins no sabía la dirección de ella, y haciendo uso de un tacto raro en él, no
la preguntó a Mr. Onsling, quien además no habría podido servirle, porque la
ignoraba también y no sabía en donde trabajaba entonces. Mr. Collins ni siquiera
comprendió bien su nombre y, por tanto, le era imposible localizaría por el directorio
telefónico.
Pasaron algunas semanas. Mr. Collins había encontrado una cara que le atrajo y a
la que se dedicó con todo interés. Fue esa aventura la que le hizo olvidar enteramente
a Basileen. No le había dedicado un solo pensamiento en las últimas dos semanas y
había llegado a creer que algún hombre se cuidaba bien de ella, que tal vez era
casada, y que aun encontrándola nuevamente no le sería posible conseguirla. Con
anterioridad había encontrado a muchas damas encantadoras y las había olvidado
fácilmente, a pesar de que al encontrarlas había pensado siempre que correspondían
al tipo de mujer que deseaba desde hacía muchos años, y que de haber tenido la

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suerte de conquistarlas y conservarlas, se habría sentido satisfecho y retirado
finalmente de la circulación.
Casualmente entró un día en un restaurante sin recordar siquiera que en él había
sido presentado a Basileen. Buscó una mesa vacía y, al no hallarla, se disponía a salir
cuando de pronto descubrió una mesa próxima en la que se encontraba una dama
sentada sola, en espera sin duda de que la sirvieran. Le pareció que el peinado de ella
le era familiar. Inclinando la cabeza para poder verle la cara, se percató de que era
Basileen.
—¿Cómo está usted miss… miss…?
—Ah, ¿es usted, Mr. Collins? Mi nombre es Longsvill, Basileen Longsvill. ¿Se va
usted ya?
—No, ahora entro para comer y no encuentro mesa.
—¿Por qué no se sienta aquí conmigo? ¿Teme usted que le muerda?
—No estoy muy seguro de que no lo haga, ya que debe usted tener un buen
apetito y ni siquiera una rebanada de pan enfrente. Me parece que el servicio aquí es
lento. Bien, acepto la invitación; muchas gracias.
Él se sentó, ella dobló el periódico que leía y se lo puso sobre las piernas.
—Creo que este es su sitio preferido para almorzar, Miss Longsvill.
—No, señor, vengo raras veces porque el sitio está lejos de mi rumbo; pero ahora
tengo una cita cerca de aquí y al pasar me di cuenta que era hora de almorzar. Por eso
entré. Pero no he estado aquí ni seis veces.
—Hay a veces extrañas coincidencias —dijo él moviendo la cabeza y sonriendo
ampliamente—. Cosas realmente extrañas suelen ocurrir, verdaderamente extrañas,
diría casi milagrosas. Cuando vine a comer aquí la primera vez no encontré mesa y
tuve que aceptar la invitación que usted y su amigo, aquel editor, Mr. Osling, me
hicieron. Ahora que vengo aquí por segunda vez desde que abrieron este restaurante,
y creo que de eso hace muchos años, tampoco encuentro mesa desocupada y tengo
que aceptar la invitación. ¿No es esto realmente extraño?
—No veo nada extraño ni milagroso en el asunto, Mr. Collins. ¿Por qué había de
ser extraño?
—Porque… —vaciló intencionalmente—. Porque, verá usted, Miss Longsvill, no
he podido apartarle de mi pensamiento en todas estas semanas.
Ella rio.
—¿Es posible, Mr. Collins? Yo, a decir verdad, también he pensado en usted. No
podría decir que he pensado mucho en usted, solo de vez en cuando. Varias veces, al
pasar por el edificio en el que están sus oficinas, miro al elevado muro y me digo:
«Ahí es donde él está trabajando, ¿en qué piso estará su despacho? ¿En dónde estará
sentado, pensando cómo gastar su dinero y cómo ganar más?».
—¿Por qué no pasó usted y echó un vistazo al sitio en el que están las oficinas de
la compañía y la mía?
Ella se rio de buena gana.

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—No era tanto mi interés por usted, Mr. Collins. Además, eso habría puesto fin al
vuelo de mi imaginación.
—¿No tenía curiosidad siquiera por conocer la sala de espera? —preguntó en
tono burlón, pretendiendo sentir mucho la falta, su falta de curiosidad respecto a él.
—No, Mr. Collins; le repito que mi curiosidad no era tanta. —Volvió a reír con
mayor regocijo que antes.
Se sintió conquistado por aquella risa y se dijo para sí que nunca, en su vida,
había escuchado a nadie, ni hombre ni mujer, reír con el tono prodigioso de aquella
risa suya.
—No lo bastante interesada —repitió Mr. Collins—. ¡Qué lástima! ¿Es su marido
la causa de ese desinterés?
Ella contestó sonriendo:
—No soy casada.
—En ese caso, será su novio.
—¿Por qué ha de ser siempre un hombre el que ocasione que una mujer deje de
interesarse en otro? No, tampoco tengo novio. Soy absolutamente libre en ese
sentido.
—¿Y le gusta?
—Mucho. Se evita un dolor de cabeza, ¿sabe usted, Mr. Collins?
—Menos dolores de cabeza, es verdad —él dijo aquello suspirando levemente y
pensando durante dos segundos en sus coristas—. Menos dolores de cabeza, sí. Pero
también menos placer, menos alegría, menos satisfacción de vivir.
—Eso depende, Mr. Collins. Hay muchos placeres y alegrías que se compran a
precios demasiado elevados. En cuanto a la satisfacción de vivir, yo tengo mi propia
opinión a este respecto. Mientras un ser humano no llega a un perfecto entendimiento
de lo que para él significa la satisfacción de vivir, poco puede hacer para que su vida
sea rica y llena.
—En cualquier forma, creo que la vida puede facilitarse si dos se reúnen para
sacar de ella lo más posible. En la mayoría de los casos, el combatiente que lucha
solo está siempre a la defensiva.
—Concedido. Pero eso no quiere decir que si una mujer vive sola, sin compartir
su vida con un hombre, tenga la mente ocupada con la única idea de encontrar uno.
Ambos, hombre y mujer, pueden, sin perder mucho, vivir perfectamente solos si es
necesario. Nada más si es necesario. Pero en cualquier forma es preferible estar solo
y no emprender algo que puede convertirse en un fastidio.
Mr. Collins no podía dedicar mucho tiempo a meras discusiones filosóficas. Su
cerebro no estaba adiestrado para aquel duro ejercicio. Para conquistar a una mujer
necesitaba ir tan rápida y directamente como la dama lo permitiera. No contaba entre
sus virtudes el refinamiento para la preparación de sus conquistas. Había alcanzado
su limite cortejando a una dama culta y siguiendo las especulaciones de Basileen.
Pero comprendió que de seguir por ese camino pronto tropezaría y caería en forma

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estruendosa. Sus deseos se habrían visto colmados si hubieran intimidado con esa
mujer joven, encantadora y no maltratada por la vida, perteneciente a una clase que le
era desconocida.
Necesitaba poner fin a aquella discusión peligrosa y caminar sobre terreno
seguro.
Tomó la carta y la recorrió.
—¿Cocktail? —preguntó aliviado.
—Para mí no. Pero no le importe mi deseo, si usted quiere tomar uno y bien
cargado.
—Así lo haré y gracias por la idea.
La comida no permitiría que tomaran nuevamente la conversación en el punto en
que la habían dejado. Gracias a su diplomacia había ganado. Ahora podía hablar, y
así lo hizo, de comida, cafés, restaurantes y platillos especiales de la Habana y
Tampico. Ahora caminaba sobre seguro y su conversación resultó verdaderamente
interesante. Ahora, conversando con aquella gran dama se conducía en la misma
forma en que solía hacerlo cuando conversaba con hombres refinados. Sabía ocultar
su limitación encaminando rápidamente las conversaciones hacia tópicos que le eran
familiares. Cuando Basileen se despidiera de él, en aquella ocasión, quedaría con la
impresión de que era un hombre sutil, es más, de que poseía nivel intelectual
semejante al suyo. Eso creía él, pero Basileen había notado la acrobacia de que se
había valido para evadir el tema. Basileen siguió el curso que daba a la conversación,
con tanta facilidad que él creyó que también a ella le agradaba el cambio.
Sin embargo, Basileen, no obstante haberse dado cuenta de su inepcia para
aquellos ejercicios mentales, miró más lejos y descubrió en él algo que ninguna otra
mujer, y la suya menos que cualquiera otra, habría logrado descubrir, gracias a
haberse tomado el trabajo de analizarlo para servirse de ella, en beneficio propio.
En aquella comida se había entusiasmado profundamente con la idea de hacer
obrar a aquel hombre a su antojo, de forzarlo hasta el limite, aun en contra de su
propia voluntad. Se percató de haber encontrado una tarea a la que dedicar todas sus
facultades, su talento, virtudes y energías. Si realizaba su propósito se sentiría
satisfecha de haber venido a este mundo, aun cuando fuera con ese solo objeto. Lo
que no sabía era si él merecía todo aquel esfuerzo. Eso se aplicaría a averiguarlo en
algunos meses. Esos meses podrían muy bien, algún día, constituir un borrón en la
contabilidad de su vida y ella los deploraría como una gran falta, hasta como un
desastre y una pérdida total. Podría acabar avergonzándose y despreciándose a sí
misma por haberlo hecho. Sin embargo, era aquel el punto que la intrigaba más,
induciéndola a jugar el albur con todos sus riesgos.
Cuando terminó la comida él se apresuró a tomar la cuenta de ella preguntando:
—¿Puedo?
—Si quiere, hágalo —contestó ella con franqueza—. Pero no se imagine que
estoy para pedir. Tengo dinero suficiente; pero cuando un caballero quiere pagar por

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mí, y es lo suficientemente tonto para hacerlo pensando que con ello me complace, la
cosa no me importa y lo dejo hacer si ello le proporciona un placer. Resulta más
agradable para ambos no discutir y hacer una escena pública peleando por la cuenta.
Pague cuanto quiera por mí, en tanto esto lo haga feliz. Ahora que si ello le disgusta,
a mí me resulta igual.
Así comenzaron sus relaciones.
Algo más de seis meses transcurrieron antes de que Mr. Collins pudiera declarar
satisfechos sus más íntimos deseos. Pensó que una vez tomada la fortaleza podía
considerarse el amo de ella. En eso estaba totalmente equivocado. Había obtenido la
victoria que consideraba mayor sobre las mujeres. Sin embargo, examinando su
situación más de cerca, cuando habían transcurrido algunas semanas, se encontró
poseedor de la llave de la fortaleza, pero no de la fortaleza, no siéndole dado hacer
uso de la llave a su antojo. Gozaba de privilegios, de muchos privilegios, pero carecía
en absoluto de derechos. En cierto modo, se sentía tan alejado de Basileen como lo
había estado el primer día en que se iniciaran sus relaciones.
Y pasaba el día y la noche deseándola tanto como un infeliz hambriento desea una
comida.

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XXV

Mr. Collins había desempeñado su primer trabajo importante, en un banco, ganando


dieciséis dólares a la semana, buen salario para un principiante. Un año después le
aumentaran dos dólares. Cuando consideró el aumento se sintió mal. «A este paso
llegaré a ganar setenta y cinco dólares cuando tenga cincuenta años, con la amenaza
de que me despidan para dar el puesto a un hombre más joven. No señor, esa lentitud
no va conmigo. Más vale que renuncie y emprenda algo más productivo».
El joven Collins aceptó un puesto en una compañía de seguros, empezando con
veintidós pesos a la semana. Tres años más tarde ganaba cuarenta semanarios y
obtenía casi cincuenta mensuales de comisión.
«Todavía es demasiado lento para mí», y se apresuró a cambiarse a una agencia
de publicidad, en donde le pagaron cincuenta semanarios. Después de un año de
trabajo activo logró que le aumentaran a cien dólares semanarios. Aquel era un
salario extraordinario para hombre tan joven. Sin embargo, se lo ganaba bien, pues
sugería veintenas de ideas nuevas, atractivas y muy útiles a la agencia que en esa
forma estaba en posibilidad de aumentar su clientela.
Sus ideas abarcaban un campo vastísimo de productos, entre los que se contaban
pasta para dientes, cepillos, crema para la cara, cigarrillos Kentucky, whisky, un
tostador automático, pasta pulidora de metales, un aparato que doblado podía llevarse
en el bolsillo del pantalón y extendido servía de vehículo para transportar a un bebé.
Después apareció un nuevo material para techos hecho de una mezcla de concreto,
carbón, serrín y media docena más de ingredientes. Fue él el encargado de la
campaña de publicidad nacional de aquel producto y esta constituyó un gran éxito.
A la agencia llegaban muestras de los productos para que estos fueran estudiados
y se hallara la forma más conveniente de anunciarlos. Cuando los veía, no solo hacía
sugestiones respecto a la manera de anunciarlos, sino que también aconsejaba la
forma, empaque y botella en que debían ofrecerse al público, y exponía sus ideas
respecto al modo de mejorarlos en parte o en general. Llegó en un caso a aconsejar
que se redujera el precio de fábrica y, en otro, que se elevara el de menudeo; en uno
sugería la venta en grandes cantidades y en otro la venta en pequeños paquetes.
Una vez que casualmente vio los libros, se enteró de que la empresa había
obtenido con sus ideas una utilidad neta de cuarenta mil dólares.
La mayor bonificación que él había recibido era de doscientos cincuenta dólares.
Entonces se percató nuevamente de que si no emprendía un cambio radical en sus
relaciones comerciales acabaría muriendo, como un burro bípedo, en una institución
benéfica.
Sus jefes le habían enseñado por lo menos algo de valor, esto es, que nadie llega a
rico mientras trabaje en beneficio ajeno. Pronto se dio cuenta de que aquella
adquisición bien valía el tiempo que había empleado para adquirirla. Cuando dijo a

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los empresarios de la agencia que iba a renunciar, le ofrecieron ciento cincuenta
dólares a la semana, después ciento ochenta y, finalmente, doscientos cincuenta y un
cinco por ciento sobre las ganancias obtenidas con sus planes, ideas y sugestiones.
Tres años atrás habría dado diez años de vida y habría considerado la cúspide de
sus ambiciones aquel ofrecimiento de aumento. Pero ahora, poseedor de una
sabiduría pagada con cientos de disgustos y cientos de tardes y noches libres
sacrificadas mientras otros jóvenes paseaban con sus muchachas, deseaba resarcirse
justamente. Había acabado con los salarios de gotero, como él los llamaba. No
serviría más de recadero por sueldos de hambre. Claro que lo que ahora le ofrecían
era considerable, pero esperaba más aún, y se dispuso a obtenerlo.
Fue así como inició su gran golpe.

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XXVI

Durante su trabajo en la campaña de publicidad que hiciera al nuevo material para


techos, se había puesto en contacto con aquellos que se dedicaban a construir y a la
venta de inmuebles, y con quienes especulaban con los materiales de construcción.
Su primera idea al renunciar a su último empleo fue establecer un negocio de
compraventa de inmuebles. Antes de que encontrara un local adecuado para su
oficina, se presentó la gran huelga de los trabajadores de la construcción en Chicago.
Mr. Collins conoció accidentalmente a un individuo en los momentos en que este
se hallaba ebrio, y aquel incidente constituyó la oportunidad más brillante de su vida.
Encontró a aquel hombre en la trastienda de una droguería, en la que se servían
bebidas alcohólicas a clientes de confianza, exclusivamente, mientras que en el
mostrador solo se expendían bebidas suaves.
Mr. Collins era uno de aquellos clientes de confianza. El ebrio dejó escapar
algunas palabras sobre su gran importancia en los asuntos de la ciudad. Mr. Collins,
siempre a caza de oportunidades, captó el significado de lo que aquel balbucía y lo
llamó cabeza hueca, charlatán y falto de valor hasta para enfrentarse con una
cucaracha. El hombre cayó pronto en la celada, Mr. Collins lo había juzgado bien y
aquel le susurró al oído:
—Oiga, amigo, más vale que mida sus palabras y no me diga lo que soy,
¿entiende? Si yo le contara cierta anécdota, usted me admiraría al enterarse de la
altura desde la cual contemplo el mundo que se encierra en esta maravillosa ciudad.
Y nunca este mezquino mundo caduco se enterará de como ha sido manejada esta
brillante huelga y de los pequeños detalles que se han puesto en juego para lograrla.
Ahora, míreme bien, amigo, para que se entere del gran tipo que soy y para que sepa
que apariencia tenemos los que sabemos jugar por todo lo alto.
Al llegar a aquel punto, el hombre, que resultó lugarteniente del amo de la ciudad,
se detuvo repentinamente como percatándose de que ya había hablado demasiado.
Mr. Collins, cuando quería, podía mostrar el mismo espíritu de camaradería que el
diablo sería capaz de poner en juego si tratara de hacer caer en una trampa a un
obispo. Ofreció y aceptó copas. Pronto el lugarteniente aseguraba no haber conocido
nunca en su maldita vida a un camarada tan grande y sincero, a un amigo tan bueno
como su nuevo conocido.
—¿A qué te dedicas, Chañe? No te ocupes de contestarme, no me interesa, no me
interesa ni tantito. Cada uno de nosotros tiene sus mañas y sabe lo que debe hacer
para que se le llenen las manos cuando lo necesita.
—Mi maña está en las máquinas traganíqueles —dijo Mr. Collins, mintiendo.
—Máquinas traganíqueles, ¿eh? Buena maña también. Pero no puede compararse
con la mía. Bueno, podría contarte una gran anécdota, viejo, y por Dios que te
sorprendería.

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—¿Sorprenderme yo? No me hagas reír, amigo. Sé de cosas que pueden ser cien
veces más interesantes que lo tuyo. Tú no tienes historia, solo te gusta hablar,
presumir y darte aires de importancia. Yo te contaré una gran historia en la que yo
juego un papel importante, tanto que tú no te atreverías a imaginar siquiera, porque
hasta para eso te falta valor.
—¿Y me aseguras tu amistad mientras me llamas charlatán?
—¿Qué otra cosa puedo hacer de acuerdo con las circunstancias? Algunos tipos
corren el riesgo y lo corren con toda entereza, otros palidecen y desaparecen del
escenario. Ahora oye, amigo: cuando a mí se me presentó la oportunidad, es decir…
cuando… cuando…
—Espera, espera un momento, amigo —interrumpió el lugarteniente a Mr.
Collins—. No te precipites, amigo, no te precipites. ¿Quién es el que está contando la
historia, tú o yo? Tú solo debes escuchar como un buen chico lo que este lobo viejo
sabe sobre el interior del paisaje exterior. Verás, ocurrió así y comenzó cuando el
viejo me dijo que echara un buen vistazo a…
Así fue como Mr. Collins se enteró de la verdad sobre los movidos
acontecimientos acerca de los cuales los periódicos habían dado versiones incorrectas
o veladas, en parte, porque el amo había dado órdenes estrictas sobre lo que los
periódicos habían de publicar y lo que debían callar para siempre.
Parecía que dos hombres, ambos interesados en la compraventa de inmuebles y en
el negocio de construcciones, decidieron el mismo día que Chicago había dejado de
ser lo suficientemente amplio para ambos y, por tanto, uno de ellos debía
abandonarlo. Se habían negado a arreglar el asunto en la misma forma en que habían
resuelto otros, esto es, con un juego de poker después del cual el vencedor convencía
a los contribuyentes de que había necesidad urgente de construir seis nuevos rastros,
o cuatro estaciones más de bomberos bien equipadas, o algunos cambios en el lago o
ampliaciones en el departamento de Salubridad o el derrumbe de las barracas
habitadas por los negros.
En aquella ocasión ningún juego de poker serviría, porque ambos deseaban lo
mismo: poder ilimitado. Las condiciones generales los habían conducido a ese punto,
que no resultaba extraño cuando el poder en los negocios de inmuebles y
construcciones significa, al mismo tiempo, poder en política y en el manejo de la
ciudad.
Era obvio que el que manejara la ciudad tendría el privilegio de decidir sobre las
obras públicas y dictar órdenes para derribar, construir, convertir terrenos en parque o
sitios para construir grandes fábricas y determinar los lugares en que podían
levantarse nuevas estaciones del ferrocarril y cuáles quedaban vedados por razones de
salubridad pública. Podría recomendar la construcción de nuevos hospitales,
señalando los emplazamientos convenientes. Su recomendación significaría una
orden definitiva. Debido a su poder y a sus conocimientos, él, el gran jefe, pondría los
inmuebles que deseara a precios bajísimos, dando a entender simplemente a los

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vendedores que aquellos perderían su valor real por las razones que el hombre en el
poder, o los agentes pagados por él, les explicarían en detalle. Una vez adquirido en
aquella forma el inmueble deseado, se las arreglaba para que todas las mejoras que se
intentaran en la ciudad tuvieran que hacerse en lotes que él o sus agentes vendieran
con una ganancia del quinientos al cinco mil por ciento. Cualquier cosa necesaria
para el avance de la civilización, ya fueran plantas eléctricas, hospitales, asilos,
escuelas, casas de departamentos, drenaje, abastecimientos de aguas, parques,
campos deportivos, panteones, casas de maternidad, orfelinatos, cuarteles de policía,
prisiones, contribuirían en cualquier forma al enriquecimiento del amo. No había
manera de evitarlo, porque él gobernaba y los ciudadanos obedecían.
Naturalmente, el amo trataba de estar siempre en buenos términos con la ley,
excepción hecha de casos insignificantes, como aquellos en los que era necesario
hacer comprender a individuos obstinados que les resultaba más saludable acceder a
las sugestiones que se les hacían y evitar algún accidente inesperado con solo
obedecer estrictamente las órdenes que se les daban. Los dictadores de los países
democráticos, cuyos actos están protegidos por leyes democráticas, son igualmente
brutales que los dictadores de los países totalitarios. Con la diferencia de que a los
últimos se les conoce como dictadores, en tanto que a los amos políticos de las
democracias se les llama, generalmente, el gran benefactor de nuestra ciudad, o el
miembro más prominente del partido o el primer ciudadano de nuestra metrópoli.
Y ocurrió que cuando aquellos dos hombres peleaban a muerte por el codiciado
poder, cada uno controlaba la construcción en varios sectores diferentes de la ciudad.
El plan para la construcción de casas de departamentos, hoteles, cinematógrafos,
almacenes, edificios para oficinas, edificios municipales para escuelas, hospitales,
cuarteles de policía y de bomberos, alcanzaba un total de veinticuatro millones de
dólares.
La competencia había forzado a los constructores a firmar contratos, en los que se
estipulaban elevadas multas en caso de que la construcción no fuera terminada y
estuviera lista para ser ocupada en la fecha exacta fijada para su terminación.
Era evidente que los constructores cuyas casas se terminaran primero
conseguirían a todos los inquilinos que necesitaran habitaciones, estarían en situación
de cumplir todos los contratos, convenios y alquileres firmados de antemano para
asegurarse las mayores entradas posibles por concepto de rentas, y quedarían,
además, los contratantes obligados a pagar multas a los inquilinos cuando el
propietario hubiese firmado contratos de arrendamiento, fundándose para entregar la
construcción a los arrendatarios en determinada fecha, de acuerdo con la fijada para
que la construcción se terminara. Todos, aun las autoridades federales y las de la
ciudad, respaldaban sus contratos con cláusulas de esa especie. Así, pues, el
constructor que terminaba a tiempo no tenía que pagar multas y obtenía utilidades
desde el momento que había calculado empezaría a percibirlas. Pero el que se
atrasaba tenía que pagar fuertes multas, y corría el riesgo además de que sus edificios

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permanecieran a medias o totalmente deshabitados durante semanas y aun meses.
Semejantes pérdidas le harían quebrar y desaparecer de la arena del negocio.
Mr. Sheller, uno de aquellos dos contratistas, fue el primero en concebir la
brillante idea y también el primero dispuesto a invertir grandes cantidades de dinero
para poder realizarla.
Se entrevistó con el secretario de la unión y le habló de su excelente idea. El
secretario lo escuchó con toda atención. Y mientras lo escuchaba recordó que se
encontraba en un lío formidable del que saldría con un ojo morado si no se le
presentaba la oportunidad, casi imposible, de reunir quince mil dólares en cuatro días.
Sus dificultades obedecían en parte al poker, en parte a cierta cantidad de droga
hallada en una bolsa extraviada y, en parte, a la promesa hecha por cierta mujer de
que no guardaría silencio cualesquiera que fueran los resultados.
Quince mil dólares en cuatro días. Compromisos menores habían inducido a más
de un hombre a cometer doble asesinato y a matar a un policía. Quince mil dólares en
cuatro días. Aquel sí que era problema y de una naturaleza que jamás, cuando se
echaba a cuestas la empresa de conseguir un aumento de cinco por ciento en los
salarios de los miembros de su sindicato, se le había presentado.
Iniciado bajo la divisa de «honesto-para-con-Dios» y «Leal-al-capital», Sam,
constructor, emperador y al mismo tiempo dictador de la empresa totalitaria que
vendía las mercancías adecuadas a los adecuados clientes, en una palabra, el
secretario de la unión, había oído hablar del socialismo, del comunismo, del
anarquismo y, por supuesto, del criminal sindicalismo y había llegado a la conclusión
de que bajo ningún «ismo» la vida resulta tan fácil y regocijada como bajo el «ismo»
que el capital reconoce como el más efectivo para traficar con la mayor desgracia del
mundo y de la raza humana, esto es, la falta del pan nuestro de cada día en los lugares
en que es más necesitado, y la abundancia del mismo pan de cada día en donde las
gentes tiran carretadas de él a la basura o alimentan con él los hornos de sus casas.
No debe esperarse de ningún humano, ni siquiera del secretario de una unión, que
se resigne a pasar penas si ellas pueden mitigarse o evitarse con el solo hecho de
escuchar debidamente la proposición adecuada en el momento oportuno.
Lo que el lugarteniente que relataba esta sabrosa historia a Mr. Collins no podía
decir, era si el secretario de la unión metido en aquel terrible lío había sido inducido
por una hábil maniobra de Mr. Sheller a colocarse en aquella situación lamentable, o
si habían hecho llegar a los oídos de Mr. Sheller la noticia del lío en que el secretario
estaba metido, y si aquella noticia la habían hecho llegar a él aquellos más
interesados en que el secretario reuniera los quince mil dólares en cuatro días. Creía
el lugarteniente que había sido una mera casualidad que el secretario se encontrara en
apuros, y precisamente el día en que Mr. Sheller concibiera la brillante idea de llegar
a un pequeño entendimiento con él. El caso era que la situación del secretario era tal,
que quedaba ante la alternativa de asumir una actitud abiertamente complaciente a la
mayor brevedad o desaparecer de escena.

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Cuando Mr. Sheller expuso su idea, el secretario dijo:
—Mr. Sheller, lo siento mucho, pero debo decirle que no lo puedo hacer. Lo
siento, pero parece que usted olvida mi oficio, mis obligaciones y sobre todo mi
conciencia.
—No, al contrario; esto prueba que pienso en todo eso, de otro modo no habría
venido a verlo.
—Suponga usted que los miembros de la unión se enteran de nuestro trato;
estarían dispuestos a descuartizarme, usted lo sabe bien, Mr. Sheller.
El secretario estaba perfectamente dispuesto, pero hablaba a fin de vender mejor
el riesgo que corría. Todavía no se mencionaba precio alguno.
—No hay posibilidad de que nadie se entere; de ocurrir, yo me vería en una
situación cien veces peor que la suya. ¿Se da usted cuenta?
—Tal vez me sea posible, tal vez no. Explique la proposición, que le escucho.
—Veinticinco mil.
—Si el asunto falla, necesito un buen respaldo financiero, como deberá
comprender, Mr. Sheller. En caso de fracasar quedaré anulado en todo el país; así,
pues, que sean cincuenta.
—Treinta.
—Cincuenta.
—Bueno, mi última palabra son cuarenta.
El secretario se excitaba como si estuviera jugando póker. Necesitaba quince para
salvar el pellejo, en ello le iba tal vez hasta la vida. En aquella ocasión le era posible
conseguir cuarenta. Mientras el otro no se enterara de lo mucho que necesitaba los
quince mil, él podría defender su terreno hasta el límite. Pensaba, una vez que se
decide uno a jugar no puede uno ir lejos sin aceptar grandes riesgos.
—Cierto, Mr. Sheller, estoy perfectamente enterado de las cartas con que juega.
Serán cincuenta, porque no podré hacerlo por menos. Necesito de ese respaldo para el
caso de que las sospechas me obliguen a renunciar.
—Trato hecho. Pero si le doy cincuenta debe entender que necesito que haga
usted un trabajo que los valga, no lo olvide.
—Vengan.
—No —dijo Mr. Sheller riendo—, no me puedo confiar completamente.
Veinticinco —y se dispuso a llenar un cheque.
—Los quiero en efectivo, por favor. Claro que su cheque es bueno, pero prefiero
que me los dé mañana en su banco, a las once en punto y dentro de un sobre.
¿Cuándo me dará los otros veinticinco?
—El día en que termine la construcción de que le hablé.
—Debiera entregármelos antes; pero, en fin, acepto.
Durante un mitin que tuvo lugar algunos días después, el secretario descubrió que
la jornada de nueve horas y media era demasiado larga y que el salario de siete
dólares diarios era muy bajo para los trabajadores calificados que tenían necesidad de

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sostener una familia. Además, atendiendo al desarrollo que el negocio de
construcción había adquirido, aquella oportunidad era única en toda la historia de la
unión para ganar una huelga.
«Ahora, camaradas, ha llegado la oportunidad de poner coto a los monstruos del
capitalismo, que acuñan sus riquezas con el sudor de los trabajadores de la
construcción», gritaba el secretario ante la multitud.
«¿Por qué, pregunto a ustedes, trabajadores de esta gran ciudad, sí, de esta
poderosa ciudad que ustedes han construido con sus propias manos, haciendo de ella
lo que es ahora, por qué, vuelvo a preguntarles, fueron colgados aquellos honestos
trabajadores de la generación pasada en esta misma gran ciudad? ¿Por que
cometieron aquel acto de crueldad no igualada las bestias feroces del capitalismo y
sus banqueros, esos que, ustedes bien lo saben, rigen este país libre, que ofrece
ilimitadas oportunidades? Pues bien, fueron colgados, déjenme recordárselo,
camaradas, fueron colgados únicamente por recomendar la jornada de ocho horas
para los trabajadores de todas las industrias. Esos valerosos héroes de la clase
trabajadora no fueron ejecutados por robo o asesinato; no, amigos, ellos eran
trabajadores tan honestos como ustedes, como yo, como todos nosotros. Fueron
colgados porque los capitalistas no quieren hombres libres. El capitalismo quiere
esclavos. Fueron colgados por decir a los trabajadores que la conquista por la que
más debían luchar, era la jornada de ocho horas. Y eso ocurrió, amigos míos, a la
generación anterior, no hay que olvidarlo. Y nosotros, ¿tengo que decírselo?,
trabajamos aún nueve horas y media diarias, que en casi todos los casos son diez.
Ustedes saben de qué hablo. Actuemos, camaradas; hagámoslo inmediatamente».
Algunos miembros propusieron una huelga general. El secretario explicó que una
huelga general no sería conveniente, porque sería dar la oportunidad tan largo tiempo
esperada por el gobernador, que representaba un eslabón más del capitalismo, de
llamar a las milicias, a las tropas del Estado y a quien más pudiera, alegando que
debía hacerlo para salvaguardar los intereses públicos. Y una vez las fuerzas aquí
nadie sería capaz de predecir lo que ocurriría. Tal vez una matanza en la que
perecerían cientos de trabajadores honestos y de inocentes mujeres y niños. Una
matanza como el mundo no la ha presenciado durante los últimos cien años.
«¡No!», agregó el secretario elevando al máximo su voz, «no, digo que no, no y
no, amigos; eso no es lo que nosotros queremos; no, cien veces no. No queremos ver
asesinadas a nuestras madres, esposas y niños. Lo único que deseamos es una
participación justa en la riqueza que producimos. Solo queremos hacer uso de
nuestros derechos constitucionales. Y uno de esos derechos nos concede la libertad de
reunirnos pacíficamente con la finalidad de mejorar nuestra posición económica y de
declararnos en huelga si es esa la única forma de alcanzar la recompensa justa de
nuestro trabajo».
Fue aclamado por miles de personas que se hallaban en el mitin.

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Se permitió a los miembros que hablaran cuanto quisieran. Permitió que hablaran
aun aquellos que no intentaban esconder sus inclinaciones anarquistas.
Como su plan estaba listo, les dio gusto dejándolos hablar y hacer todas las
proposiciones que quisieran. Algunos de ello proponían medidas tales como la
abolición de la constitución norteamericana, el establecimiento de la dictadura del
proletariado encabezada por un albañil de buenos puños, capaz de poner en su lugar a
los capitalistas bebedores de sangre y chupadores de sudor. Mientras más hablaban y
mientras mayor era el número de miembros que ocupaba la tribuna, más contentos se
sentían todos de vivir en un país realmente democrático, en el que ningún secretario
sindical, o autoridad cualquiera, mandaba sobre los honestos sindicalistas, sino que
estos precisamente, aun los más humildes de ellos, tenían derecho de expresar su
opinión, y podían discutir y decidir, en la forma más democrática, lo que debía
hacerse y cómo debía hacerse.
La oportunidad del secretario llegó cuando ya no salían a relucir nuevas ideas y
cuando el auditorio empezaba a mostrarse cansado. Todos tenían hambre y querían
retirarse a casa o por lo menos beber un trago para refrescarse.
Haciendo un resumen, el secretario llegó a la conclusión de que la forma más
segura y rápida de ganar era la de apoyar la proposición hecha en el mitin por varios
de los miembros respecto a adoptar una táctica encaminada a vencer primero a uno de
los amos, después a otro, y finalmente, a todo el resto con un golpe final y efectivo.
Explicó que, por razones de estrategia, era necesario declarar la huelga solo en contra
de uno de los grandes amos, así podían contribuir en forma suficiente para sostener a
los huelguistas y a sus familias. «Supongamos que se declara una huelga general,
entonces nuestros fondos se terminarán en unas cuantas semanas. Los patrones
conocen tan bien como nosotros este punto débil y podrían predecir el día en que
necesariamente nos declararíamos vencidos y en la necesidad de aceptar sus
condiciones».
Aquello lo expresó tan bien, en forma tan hábil, tan lógicamente demostrado, que
su discurso fue interrumpido por largos aplausos, casi después de terminada cada
frase de las dirigidas a la asamblea. La suya, parecía, en verdad, la solución más
razonable al delicado punto de obtener la victoria con el menor número de pérdidas.
Descontando los pocos votos en favor de las proposiciones hechas por los
anarquistas, los criminales sindicalistas y los que deseaban al albañil de buenos puños
por presidente de los Estados Unidos, la mayoría votó por la declaración de la huelga.
El adversario financiero de Mr. Sheller, un tal Mr. Pyrols, fue el primer patrón
cuyas construcciones fueron paradas. Una vez declarada, la huelga se llevó a cabo
con toda la excitación y brutalidad acostumbrada en cuanto empiezan a aparecer los
primeros esquiroles, y Pinkerton se hizo cargo del resto. Se registraron muchos
encuentros con policías, huelguistas y especialmente con esquiroles. Media docena de
hombres de cada uno de los bandos sucumbió en la lucha. La policía empleó no
solamente palos y gases lacrimógenos, sino también fusiles ametralladoras.

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En tanto, Mr. Sheller desarrollaba todo su programa de construcción, sufriendo
solo algunos contratiempos sin importancia y que bien hubiera podido evitar si no
hubiera sido por su política encaminada a hacer aparecer que el asunto le afectaba a él
también.
Mr. Pyrols había tratado de llenar a medias las demandas de la unión y había
llegado más allá aun de lo que le permitía la estabilidad de su empresa.
Las ofertas del patrón eran recibidas en los mítines de la unión con terroríficas
demostraciones de desagrado y el secretario declaró que de las mismas ofertas se
desprendía que el patrón podría fácilmente acceder a las justas demandas de los
trabajadores si no perteneciera a la clase de obstinados patrones que insisten siempre
en ser el único amo de su casa, con derecho indiscutible para emplear y despedir a su
antojo.
—«… pero los tiempos han cambiado, camaradas y amigos. Ya no vivimos bajo
la esclavitud. Las uniones ocupan el lugar que merecen, han conquistado su poder y
están listas para conquistar por lo menos la mitad del que los patrones se creen con
derecho divino a conservar por entero entre sus manos», decía el secretario cuando
algunos cientos de huelguistas empezaba a flaquear y sostenían que el golpe había
fallado.
Mr. Pyrols no pudo rebasar sus ofertas sin quebrar, y cuando llegó el límite para
él y se dio cuenta de que era demasiado tarde para cumplir con sus contratos, se
declaró en quiebra. Había perdido su dinero, su negocio y, consecuentemente, estaba
fuera de combate.
Su falta había consistido en llegar al secretario cuando aquel gran líder acababa
de pagar los quince mil dólares que debía a alguien que lo hubiera despedazado sin
piedad.
Si Pyrols hubiera tenido la oportunidad de hacer lo que había pensado ya tarde,
habría hecho exactamente lo que Sheller y en la misma forma exactamente o
empleando métodos tal vez más brutales.
Los trabajadores de la construcción hablaban hasta extenuarse durante sus
mítines, respecto a la invulnerabilidad de la clase capitalista. La huelga se perdió con
muy pocas, si es que había algunas, esperanzas de recobrar parte de lo perdido,
porque si no queda dinero en la bolsa del amo que habrá de pagar, no podrá obtenerse
ni un centavo. Así, pues, los trabajadores decidieron una vez más lo que siempre
decidían en sus asambleas, esto es, que los sindicatos deben convertirse en verdaderas
fortalezas mecanizadas, en divisiones motorizadas. Y no deben descuidar ni al último
de los desheredados, pues todos deben ser organizados y bien organizados, porque
cuando todos los trabajadores se hayan organizado el capitalismo temblará, será
aplastado como nadie ha sido aplastado jamás, y entonces será establecido un
gobierno realmente socialista que asegure la justa supremacía a los trabajadores, ya
que, como hasta en las especies inferiores queda demostrado, ni los colmenares
subsistirían sin trabajadores que admitan una madre de la comunidad, no una reina.

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Con la huelga perdida o no, con colmenar provisto de madre común o sin ella, el
perfecto y detallado conocimiento de la verdad de los hechos de aquella huelga
inolvidable constituyó la base desde la que Mr. Collins pudo escalar las nubes.

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XXVII

Ocurrió en aquel período de la vida de Mr. Collins que cierto día, haciendo trabajar su
mente en busca de nuevas oportunidades, recordó a un antiguo amigo suyo, quien
inmediatamente después de dejar el colegio había obtenido un empleo en el mismo
banco en que Mr. Collins trabajaba entonces, desempeñando desde luego un puesto
de alguna importancia. Él y aquel compañero, junto con quien trabajara día tras día,
habían llegado a ser muy buenos compañeros. Ambos se habían separado del banco
durante el mismo mes y habían tomado direcciones distintas. Por una casualidad Mr.
Collins se había enterado del domicilio actual de su compañero, enterándose
asimismo de que el padre de este era tercer vicepresidente de la Emmerlin Anthracite
Company.
Mr. Collins señaló como primer objetivo en su campaña correr hacia aquel amigo,
arreglando las cosas inteligentemente de manera que su encuentro apareciera
realmente accidental y extraño. Materialmente se abalanzó sobre él en el lobby de un
hotel y ambos cayeron por tierra. Hallándose aún en la alfombra, Mr. Collins
reconoció a Mr. Huffler y expresó un asombro semejante al que expresaría quien
viera encarnar a un fantasma. El resultado de aquel encuentro casual fue que el
vicepresidente Huffler manifestó deseos de conocer a la primera amistad que su hijo
había tenido en el terreno de los negocios, y Mr. Collins fue invitado a cenar a la
residencia de Mr. Huffler.
Instintivamente supo Mr. Collins que la gran oportunidad llamaba a su puerta y
que si no la abría dándole paso tendría que esperar largo tiempo, tal vez años, a que
llamara nuevamente.
No había olvidado aquella charla fortuita sostenida años atrás con aquel truhán
que le diera la clave, como él la llamaba, de la huelga de los trabajadores de la
construcción, y que ahora constituía un capítulo en la historia de los trabajadores. De
aquella huelga hábilmente consumada con el único propósito de hacer que un pícaro
consolidara sus posiciones y pudiera ser por largo tiempo amo de la gran ciudad.
Nunca hasta entonces Mr. Collins había dado vueltas en su mente a aquella
historia hasta encontrar en ella una táctica que algún día resultaría muy útil en su
beneficio. El meollo de la idea era utilizar los sindicatos y las luchas obreras por un
mejoramiento económico, en la forma en que habían sido aprovechados en aquella
gran huelga ya casi olvidada. Mucho esfuerzo mental le había costado elaborar un
plan que propia y hábilmente ejecutado resultaría no solamente efectivo, sino también
que pudiera ser inteligente y sencillamente explicado para proponerlo con éxito a
directores y presidentes que, usualmente, tienen poca paciencia para escuchar la
exposición de nuevas ideas y planes demasiado alejados de lo común, difíciles de
captar antes de que el cerebro se canse y la atención se pierda.

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Debido a la entusiasta recomendación de su hijo, Mr. Huffler escuchó el plan de
Mr. Collins con mayor atención de la que había prestado a cualquier otro durante los
últimos diez años.
El plan le pareció tan brillante que encontró fácil la tarea de difundir en el consejo
de directores para que invitara a Mr. Collins a una conferencia especial en la que él,
esto es, Mr. Collins, expusiera sus ideas.
Mr. Collins había preparado tan bien su plan que con pocas alteraciones podría
aplicarse prácticamente a cualquier gran maniobra que una u otra gran industria
nacional decidieran emprender. Pero había algo más, su plan no era solamente hábil,
sino también difícil de ser robado a su autor y usado sin permitirle dirigirlo, porque
Mr. Collins había tenido la agudeza suficiente para exponer únicamente la estrategia
general, guardando para sí la táctica, esto es, la forma de llevarlo a cabo en detalle.
Hizo comprender a los directores que, en caso de que trataran de excluirlo, no le
faltaría el desparpajo necesario para dirigirse a los periódicos y relatarles la historia
completa, lo que significaría el final del presidente, del vicepresidente y todos los
demás. Además, si no era tratado en la forma que esperaba, podía interrumpir la
suave marcha de su plan en cualquiera de sus etapas, echándolo a perder todo.
Habiendo expuesto con toda claridad sus ideas al consejo de directores, y después
de convencerlo de que debía aceptarlo sin reservas o rechazarlo, dichos señores
estudiaron con interés la proposición y la aceptaron. Él tenía que garantizar que los
detalles nunca trascenderían, a fin de evitar que la reputación de la compañía y de los
directores fuera amenazada con un escándalo; era él quien debía aceptar todas las
responsabilidades ante el mundo y, en caso de una investigación, debía declarar que
ninguno de los directores había tenido conocimiento alguno de lo que él hacía,
después de lo cual tendría que desterrarse voluntariamente para no reaparecer jamás.
Mr. Collins pidió un diez por ciento de las entradas brutas que se obtuvieran
gracias a su plan. Se acordó finalmente que fuera un seis por ciento, del que dos
quintas partes debían ser pagadas en efectivo y el resto en acciones preferentes y
comunes. Además, Mr. Collins debía ser elegido miembro del consejo y nombrado
primer secretario particular del presidente, con un sueldo mensual de tres mil dólares.
El trabajo que oficialmente desempeñaba era insignificante, pues las labores
rutinarias eran desempeñadas por el secretario particular del presidente, que siempre
las había cumplido con eficacia. La obligación más importante de Mr. Collins era la
de estar disponible a cualquier hora del día o de la noche, a fin de vigilar los
movimientos de las tropas, y resolver todos los problemas y dificultades que no
podían ser resueltos a la vista del público o cuya trama solo de él era conocida.
Maniobras similares se habrían realizado con todo éxito, durante el último siglo,
en este país, especialmente en los asuntos relacionados con los ferrocarriles, el
telégrafo, los bienes raíces, la madera, el hierro, el petróleo, el carbón, el algodón, el
trigo y las industrias empacadoras. Las últimas grandes cosechas de esa naturaleza se

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habían obtenido durante la administración de Grant y los años siguientes y se habían
repetido en los novecientos.
En la actualidad resultaba difícil dar golpes de esa naturaleza, robando al pueblo
americano al por mayor, sin un ápice de misericordia. Un número limitado de
periódicos había adquirido un mayor sentido de honestidad, eran menos adictos a
venderse al mejor postor y, sobre todo, ciertos editores habían llegado a la altura de
pretender servir al público ante todo, pensando en segundo término en las dificultades
del jefe de circulación. Además, las gentes habían llegado, después de amargas
experiencias, a conocer mejor el juego y se dejaban sorprender con menor facilidad
que cincuenta años antes, cuando las cosas empezaban a fermentar. Por lo menos, así
parecía. Es, sin embargo, una equivocación común entre la mayoría de los
ciudadanos, la idea de que esos grandes golpes no pueden repetirse en gran escala
debido a las veintenas de restricciones, reglamentaciones, leyes y amenazas de
investigaciones. Nunca, en ninguna parte, se ha hecho ley alguna o expedido algún
decreto ni se harán o expedirán, que no pueden ser burlados por hábiles negociantes
estrategas, quienes suelen convertirlos contrariamente en aliados efectivos de las
grandes maniobras de las que el público se libraría más fácilmente sin la existencia de
esas leyes y decretos.

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XXVIII

Se dio vuelta a la ruleta y jugaron. Al cabo de algunas tiradas fue evidente que el
resultado del plan sería tal y como Mr. Collins lo había predicho.
Lo más importante del asunto era que ni una sola palabra había trascendido. La
Anthracite obraba sin prisa. Su cambio de operaciones no dejaba transparentar su
finalidad. Cualquier compañía, atendiendo a sus propios intereses, podía emplear
algunos cientos de brazos; amontonar grandes reservas o vender todas sus
existencias. Esto ocurre todos los días y mientras no afecta a alguna otra compañía o
a los consumidores, nadie repara en ello.
La Anthracite, primero con lentitud y apresuradamente semanas después, dedicó a
todos sus hombres a trabajar tiempo extra. Se pagaban altas bonificaciones a las
cuadrillas que obtenían los récords de trabajo semanal más elevados. Miles de nuevos
mineros fueron empleados. Se enviaron agentes a México y a Cuba para que
engancharan más trabajadores. Otros agentes fueron situados en los grandes puertos
del Atlántico para que echaran mano de los inmigrantes más convenientes. Se
almacenó la antracita en cuanto almacén y bodega cerrada o abierta pudo encontrarse.
Toda clase de locales fueron empleados para amontonar en ellos inmensas reservas de
antracita. Las nuevas órdenes se descuidaban intencionalmente. Los contratos
existentes con compañías navieras, ferrocarriles, plantas industriales y mayoristas
fueron respetados íntegramente, en todos aquellos casos en los que se estipulaban
multas si las entregas no eran oportunas y en la cantidad estipulada.
Aquella parte del juego fue ejecutada tan bien y desarrollada con tanta calma y
silencio que ninguna otra empresa habría sonado siquiera que se preparaba el más
formidable golpe financiero presenciado en el país, puesto que todos aquellos
preparativos se hacían durante aquel período de saciedad económica y de hartura
financiera que usualmente se convierte en depresión devastadora, pero que raras
veces es interpretada en esa forma por la mayoría de los financieros, mientras que los
que escriben sobre finanzas basándose en cálculos correctos, cuando predicen lo que
ocurrirá, son rechazados de mala manera, calificados de derrotistas y se exponen a
perder sus empleos o a dejar de vender sus artículos.
Y es durante esos períodos de satisfacción económica cuando todos consideran
buenos los negocios y nadie se atreve a negar que tal o cual negocio se encuentra en
su mejor período, porque todos hacen dinero. El número de desocupados resulta el
más bajo en muchos años. Las especulaciones aflojan. Pocos juegan en el mercado de
valores. Durante períodos semejantes de prosperidad no hay razón para precipitarse y
arriesgarse. Como todos ganan satisfactoriamente, desean que el período se
prolongue lo más posible, el riesgo de echar a perder tan próspera situación es
demasiado grande comparado con lo que puede ganarse, si algo llega a obtenerse.
Todos los comerciantes, manufactureros, productores, banqueros, se encuentran

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medianamente ocupados, cumpliendo con las órdenes que deben llenar y nadie se
ocupa demasiado de lo que hacen los demás. Teniendo buenas órdenes, bien
aseguradas, han llegado a presentarse ocasiones, pocas en largas etapas, en las que los
atareados hombres de negocios entregados a luchas salvajes pueden descansar,
olvidarse de la prisa y ocupar su mente con cosas mejores y más refinadas que la
tarea de cazar clientes y hacer dinero.
Y así ocurrió que cierto día, cuando todo parecía tan pacífico y grato como una
puesta de sol en otoño, y nadie esperaba ni el menor viento perturbador, el golpe se
dejó sentir.
Fue asestado con la fuerza y en la forma prevista por Mr. Collins y preparado
durante muchos meses de trabajo incesante.
Juzgado desde el exterior, el golpe sobre el mundo de los negocios no pareció
demasiado fuerte. Se inició como un suave redoble.
Todos disponían aún de tiempo para evadirse si se hallaban atados de algún
modo, todo lo que necesitaban era tener un olfato fino o la facultad de leer
correctamente y con la mente despejada los editoriales inteligentemente escritos en
las secciones financieras de cinco de los periódicos más finos del país. Nadie, por
supuesto, los tomaba en serio y pocos sabían, más por instinto que por razonamiento,
que una tempestad amenazaba desde algún sitio. Si se investigara, podría descubrirse
el hecho de que en toda la nación no llegaban a doscientos los individuos que habían
podido escapar oportunamente, obteniendo en dinero contante y sonante lo que hasta
entonces habían sido números escritos y ganancias en papel. El ligero tamborileo
consistió en el aviso dado por la Emmerlin Anthracite a sus trabajadores y empleados
de que, a partir del viernes siguiente al aviso, todas las bonificaciones y salarios sin
excepción serían rebajados un veinticinco por ciento.
La maniobra de Mr. Collins fue superior a la llevada a cabo por aquel pícaro que
se había elevado a gran patrón de la ciudad, promoviendo aquella importante huelga.
Mr. Collins no entrevistó a ningún secretario sindical, no compró a ninguno, ni le
hizo proposición de ninguna especie, no tuvo que hacerlo. Trabajó directamente, sin
intermediarios. El suyo era un nuevo truco, de su exclusiva invención y hechura. Su
éxito sería mayor, más efectivo, y con mucho mayor alcance sin la ayuda de los
secretarios sindicales. Sobre todo era cien veces menos peligroso. Los líderes
sindicales podían intervenir en forma inconveniente en el momento culminante.
Podían hacerse conscientes declarando una huelga en cualquier momento. Podían
hasta creer realmente en el socialismo y usar de un hábil truco, de la inteligente
maniobra de una compañía para lanzar un rápido ataque contra el capitalismo en el
momento en que la tempestad es más dura y la niebla más espesa, con la posibilidad
de hacer naufragar todo el sistema. Mr. Collins no olvidaba ni un solo instante que los
tiempos, las naciones, las ideas habían cambiado enormemente desde que los
soldados que fueron enviados a la guerra para acabar para siempre con ella, al
regresar a la patria habían encontrado sus sitios ocupados por pícaros y truhanes.

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En su plan no entraba la compra de líderes sindicales; sin que ellos se enteraran,
los empleaba como instrumento.
Poseedor de una desconfianza innata, desconfiaba en particular de los líderes de
los sindicatos mineros. No habría tenido derecho para calificarse a sí mismo como un
gran estratega de haber confiado en extraños susceptibles de fallar en el momento
más necesario. Prefería confiar en tácticas completamente nuevas, en aquellas que
nadie había usado con anterioridad.
Desde luego, nunca antes había el mundo presenciado la invasión de toda una
clase social humana por ciertas ideas extrañas, en forma tan intensa como había
ocurrido cuando uno de los mayores imperios fue arrebatado al capitalismo y
convertido en campo de experimentación de una forma de gobierno, influida por una
teoría medio sazonada, prácticamente vieja de un siglo, lógicamente incorrecta ya
desde el día en que fuera concebida, basada en presunciones y conclusiones
totalmente equivocadas, y cuyo éxito dependía de profecías y promesas de las cuales
ninguna se había realizado.
Los muchos miles de mineros y trabajadores en general, afectados por el cambio
de política de la Emmerlin Anthracite, celebraron asambleas y más asambleas sin
resultado visible. Consideraban sus salarios suficientemente altos aun para declarar
una huelga que podía resultar demasiado larga y empeorar la situación. Concluyeron
que si trabajaban con más empeño y rendían más, podían todavía alcanzar la escala
de salarios que percibieran con anterioridad. Cuando esa resolución llegó hasta el
consejo de directores, algunos de los miembros parecieron inquietarse, pensando en
que tal vez había algo que no marchaba bien y que Collins no era, des pues de todo,
el hombre apropiado para conducir aquel gigantesco golpe con éxito, y que podría
dejarlos sin esperanzas en el momento culminante. La creciente nerviosidad de los
directores no le impresionó en absoluto. Permaneció tranquilo e imperturbable, como
quien presencia una carrera con el único objeto de gozar del hermoso cuadro de los
caballos luchando por la victoria.
—Pero caballeros —decía sonriendo—, si todavía no empezamos siquiera. Lo
único que hemos hecho es dar los primeros signos de hallarnos totalmente despiertos
y listos para colocarnos en el lugar que nos corresponde, al lado del sol. Les
recomiendo que procuren por todos los medios evitar inquietudes, es más, no intenten
ningún movimiento de retroceso por esperar los resultados antes de tiempo. Les ruego
se percaten de lo seriamente que les hablo, caballeros. Bien, aquí está mi proposición.
Podrán condenarme a muerte si fallo. Y una vez que su sentencia haya sido acordada
yo la ejecutaré en la forma que ustedes ordenen, bien dándome un tiro, ahorcándome,
ahogándome, saltando del edificio más alto, envenenándome o empleando el método
que satisfaga su capricho. Pero quiero que entiendan claramente ahora, caballeros,
que mientras la pelea dure, ustedes deben confiar en mí. Les recuerdo que en virtud
de nuestro trato tengo poderes plenos e irrestringibles para hacerme cargo de todo.
Buenos días, caballeros, me voy.

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Por unanimidad de votos decidieron dejarlo en el sitio en que lo habían colocado,
ya que cada uno de ellos estaba deseoso de echar mano a uno o dos millones de pesos
como lo estaba Mr. Collins.

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XXIX

Una semana más tarde se canceló el sistema de bonificaciones.


A la semana siguiente se suprimió todo pago de tiempo extra.
Todos los mineros y trabajadores en general habían vivido con la seguridad de
que sus ingresos se estabilizarían por un tiempo definido, que calculaban en dos años
más o menos, pues era el tiempo que se les había insinuado cuando comenzara la
sobreactividad, y miles y más miles de brazos fueron empleados. Los sindicatos
debían haber protestado por la ocupación de tantos trabajadores, temerosos de que sus
miembros perdieran los empleos permanentes, si se seguía empleando mayor
cantidad de hombres de la que la industria del carbón podía absorber sin lesionar
intereses que ellos consideraban legítimos.
En la creencia de que gozarían de trabajo bien pagado por un tiempo indefinido,
los trabajadores y empleados habían contraído muchos compromisos, con la
seguridad de que podrían cumplirlos. Muchos habían enviado a sus hijos a las
escuelas secundarias y a las universidades. Otros habían tomado seguros de vida o
seguros mutualistas para contrarrestar los azares de la vida. Miles de notas, cheques y
contratos habían sido firmados y se hallaban en poder de gentes que no se habían
puesto a pensar en la posibilidad de cambios en las condiciones económicas de los
mineros.
Aquel cambio tan rápido en las posibilidades financieras de diez mil trabajadores
fue causa de un terrible descontento en varios miles de pequeños negocios en aquella
región minera, incluidos tenderos, carniceros, panaderos, plomeros, mecánicos. En
cierto grado, afectó hasta a grandes empresas tales como tiendas de ropa, almacenes
de cinco y diez centavos, agencias de motores, constructores y alcanzó a los
terratenientes.
Fue de aquella parte del país de donde llegó el primer golpe a los centros
financieros de New York. El mundo del comercio tardó en percatarse de que la
quietud y la seguridad habían alcanzado su límite en todos los rincones de la nación.
De haber existido en aquel período una fuerte tendencia a descargar en la bolsa, Mr.
Collins habría perdido su mejor bocado, porque la catástrofe económica que le era
necesaria para obtener un victoria completa, habría sido prevista a tiempo y se
lograría que causara daños en menor escala.
Semejante cosa había sido prevista también por Mr. Collins, aun cuando había
costado a la Anthracite Company dos millones de pesos evitar que sus acciones
cayeran. Se mantuvieron firmes, como acuñadas en concreto. Si fluctuaban era,
cuando más, subiendo o bajando un punto. Generalmente la diferencia se mantenía
entre un cuarto y siete octavos. Aquella firmeza de la Anthracite, cuyas acciones eran
vigiladas con intensa ansiedad por todos los que poseían alguna, aseguraba a la

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nación contra las bancarrotas y al mismo tiempo permitía a los jugadores de bolsa
respirar con facilidad.
«No hay por qué preocuparse», era la frase que en aquel episodio de la campaña
se escuchaba con mayor frecuencia que el cordial «Buenos días, ¿cómo andan las
cosas, viejo?».
La Anthracite introdujo nuevos reglamentos de trabajo para los mineros.
Reglamentos duros, aplicados sin piedad. Un minuto de retardo equivalía a la pérdida
del día, y el culpable tenía la obligación de permanecer en la mina, porque no era
posible darle lugar en las plataformas que salían, por lo que tenía que esperar hasta
que toda la cuadrilla terminara su jornada. Pero lo peor era que no solo perdía el
sueldo del día que no trabajaba, sino que, además, tenía que pagar medio salario del
día siguiente en que volvía a trabajar; con el importe de estas multas se formaba un
fondo de auxilios para las viudas y los huérfanos de los mineros.
El carbón entregado era revisado con minuciosidad nunca empleada antes. Si un
vagón llevaba más de diez libras de roca, que por ser del mismo color del carbón no
podía distinguirse a la mediana luz de la mina, el vagón entero era rechazado, lo que
significaba que la cuadrilla que entregaba el vagón no recibiría pago alguno por él, no
obstante que la compañía utilizaba la carga como cualquiera otra, mezclándola en el
mismo carguero con otras y dándole entrada con el precio regular.
Los mineros, sosteniendo que no podían soportar por más tiempo semejantes
injusticias, acudieron al sindicato para que pusiera remedio a la ultrajante explotación
de que se les hacía víctimas.
Semanas antes, cuando ocurriera la reducción de salarios y bonificaciones, la
comisión del sindicato destinada a investigar el caso había aconsejado a los mineros
que dejaran pendiente el asunto por algún tiempo y esperaran a ver lo que ocurría más
tarde, pues existían posibilidades de que la reducción fuera temporal como ya había
ocurrido en ocasiones anteriores, sobre todo cuando la primavera se aproximaba. La
comisión, en el informe que rindió a los miembros del sindicato, añadía que como la
conducta de la compañía podía obedecer a una maniobra en contra de las compañías
competidoras, resultaría poco razonable obrar precipitadamente, ya que de acuerdo
con la información adquirida en buenas fuentes, el negocio del carbón nunca había
sido mejor. Aquello había ocurrido semanas antes.
En la presente ocasión, las cosas tomaban un cariz más serio. Los representantes
del sindicato pidieron una cita al presidente de la compañía para discutir el
reglamento con él o con cualquier otro miembro responsable del consejo. La
compañía, en carta certificada, repuso que no trataría con nadie que no trabajara en
sus minas.
Tres días después, cuando los reglamentos empezaron a aplicarse con mayor
rigor, los mineros eligieron a cinco de sus compañeros para que se entrevistaran con
el presidente de la empresa.

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La comisión fue recibida personalmente por el presidente. Lo primero que se dijo
a sus miembros fue que se les pagaría su sueldo íntegro durante el tiempo que
perdieran representando a sus compañeros, «porque», concluyó el presidente, «la
compañía considera absolutamente natural y justo pagar a ustedes lo que pierdan
durante el tiempo que empleen hablando con nosotros. Gracias por haber venido,
caballeros, tomen asiento».
Los hombres habían llegado muy excitados y con la mente llena de reproches.
Pensaban estallar en la primer oportunidad que se les presentara. Pero aquella
recepción serena, amistosa, en la que casi se expresaba camaradería por parte del
presidente, especie de semidiós para los mineros, apaciguó sus intenciones, y
cualesquiera que fueran los malos instintos que los guiaran, se mostraron deseosos de
escuchar sin interrumpir con gritos llamando al presidente y a todo el consejo
vampiros, malditos capitalistas y algo más, como habían pensado hacerlo.
Fueron obsequiados con los mejores cigarros que había en la oficina, y al
invitarles a tomar asiento en los suaves y profundos sillones, se les dijo con una
sonrisa en los labios: «No se preocupen por sus ropas de trabajo, son el adorno más
honroso que puede lucir un minero honesto».
En el curso de aquella entrevista se les dijo en lenguaje claro y sencillo que la
compañía tenía almacenado un excedente increíble de antracita; como sería fácil
comprender a los caballeros de la comisión, ese inmenso excedente era resultado
lógico de la actividad excesiva de los últimos meses. La compañía había esperado
encontrar un mercado generoso, había hasta tenido la seguridad de que estallaría una
guerra en Europa para la que serían requeridas todas las existencias de carbón; pero
todos aquellos cálculos habían fallado, con profundo disgusto de la compañía, que se
enfrentaba a la lamentable decisión de cerrar varias de sus minas, tal vez hasta todas
ellas, dejando en sus puestos solamente a los carpinteros, bomberos y algunas
cuadrillas encargadas de conservarlas en buen estado.
El presidente ordenó que le trajeran los principales libros de contabilidad y que se
mostraran a la comisión, para que aquellos caballeros pudieran cerciorarse por sí
mismos de la situación real de la compañía, y para que por los reportes se percataran
de las enormes cantidades de antracita que tenían almacenada con la imposibilidad de
venderla.
Los miembros de la comisión, mejor adiestrados para sonreír leyendo las páginas
cómicas de los periódicos que para reflexionar al leer los editoriales de los periódicos
capitalistas, nada entendieron de lo que veían en los libros de contabilidad y en los
reportes que les pusieron enfrente. Señalaron algunas de las cifras, se las mostraron
entre sí, se hicieron señas con la cabeza y concluyeron que todo era exactamente
como el presidente, los contadores y los tenedores de libros se lo habían explicado
detalladamente y en lenguaje sencillo.
Durante toda la entrevista, el presidente y los miembros del consejo se dirigieron
a los trabajadores llamándolos «hombres» o «amigos» o «mire usted, Smith». A todos

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incluso al presidente, les daban tratamiento de caballeros y cuando se dirigían
especialmente a alguno de ellos le llamaban por su nombre, Mr. Gobblestone, o Mr.
D. Jones, o Mr. Holderman. De habérseles preguntado a estos mineros respecto a la
influencia que semejante política ejercía sobre ellos, habrían negado que afectaba su
libertad de pensamiento y su independencia de juicio, pero el hecho era que aquel
tratamiento, los sillones suaves, los buenos cigarros, las sonrisas y las bromas del
presidente y de sus lugartenientes los habían intoxicado. Una niebla los envolvía y de
vez en cuando tenían la sensación de ser ellos también miembros del consejo de
directores, llamados a discutir con el presidente sobre asuntos de vital importancia
para la compañía, como si fueran exactamente iguales a aquellos dignos caballeros a
quienes se consideraba inalcanzables.
«Qué gran país es este de los Estados Unidos de Norteamérica», pensaban para sí
al dejar la sala de conferencias. «Qué país este en el que mineros ordinarios, con sus
trajes sucios de trabajo, cubiertos de carbón y de polvo, oliendo a sudor y a jabón
barato, pueden sentarse en un profundo y cómodo sillón, tomar entre los dedos de sus
manos nudosas cigarros importados de los más caros y hablar con lo mejor de lo
mejor, con los tipos más ricos y encumbrados, exactamente en la misma forma en que
hablan con Joe, el cantinero. Eso no puede ocurrir en ningún otro sitio de la tierra, eso
jamás ocurrirá en países mezquinos, ello solo puede suceder en la grande y
maravillosa tierra de Dios».
Se sintieron orgullosos una vez más de hallarse en Norteamérica, más orgullosos
aún de ser ciento por ciento americanos, listos para hacer cualquier cosa; sí, señor,
cualquiera cosa para defender a aquel gran país de todo, hasta de una bancarrota en
Wall Street.
Con toda cortesía fueron conducidos a la puerta por el presidente en persona.
Una vez afuera, al enfrentarse nuevamente a su propio mundo, al respirar otra vez
el aire polvoriento que estaban acostumbrados a respirar y al sacudir de sus mentes
nubladas las ideas que les eran extrañas, se miraron entre sí con asombro y se
percataron de que estaban tan enterados de la situación, tal vez menos enterados que
la noche anterior cuando los eligieran para formar la comisión.
Les fue extremadamente difícil informar a la asamblea claramente sobre lo que
habían hecho en aquella conferencia, tan importante para los mineros.
Aquellos de la asamblea que, de haber sido elegidos habrían hecho exactamente
lo mismo que los miembros de la comisión, esto es, nada, gritaron y elevaron los
puños cerrados como amenazando con una paliza terrible al comité.
—Oigan, ratas asquerosas y cobardes, ¿cómo se dejaron engañar por los
cabezones? De entre todos los imbéciles habíamos de escoger a los peores para que
fueran a vendernos. Hipócritas, soplones, tales por cuales.
Uno gritó:
—¡Que los descuarticen, los salen y los tiren al río!
Otro más preguntó a gritos:

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—¿Cuánto te pagaron, Bill? Ahora podrás comprar el coche que tu vieja quiere.
Un tercero dijo varias palabrotas y agregó:
—Ahora podrás pagar el radio Streaky, y ya no tendrás que preocuparte por la
hipoteca de la casa. Dime, ¿tengo razón o no?
Los reunidos estallaron en carcajadas.
La asamblea no tardó en desintegrarse. Todos salieron sin esperar ninguna
conclusión.
El miércoles de la semana siguiente, la compañía anunció que todos los mineros
de la unión serían desocupados el sábado. Y que solo permanecerían en sus puestos
aquellos que, a más tardar el viernes en la tarde, entregaran en la oficina,
especialmente designada al objeto en cada una de las minas controladas por la
Emmerlin Co. sus tarjetas sindicales. Además, todos aquellos hombres que desearan
conservar el empleo debían firmar un documento en el que declararan expresamente
no pertenecer a ninguna organización, asociación, club, grupo o partido cuyo
programa incluyera la lucha contra el capitalismo en el país. Si después de ello se
encontraba que alguno pertenecía a cuales quiera de las agrupaciones mencionadas,
se le despediría inmediatamente y se le ordenaría, además, que desocupara cualquier
habitación que ocupara en terrenos propiedad de la compañía.
Pedir aquello a los mineros era pretender lesionar los derechos constitucionales de
los norteamericanos. Pero como el asalto procedía de una importante empresa
capitalista y no de la clase laborante o de algún grupo de la baja clase media, las
autoridades se desentendieron de él. ¿Por qué habían de intervenir? Una institución
tiene poder constitucional para proteger sus intereses y ante sus accionistas no solo
tiene el deber sino la obligación de salvaguardar sus inversiones. Nada puede hacerse
en contra de ese derecho y menos en contra de esa obligación. Por supuesto, los
mineros podían acogerse finalmente a la suprema corte. Tenían derecho a ello. Pero
antes de que aquella suprema corte, con su suprema dignidad, admitiera haber sido
enterada oficialmente de aquel ataque a la constitución americana, habría pasado
tanto tiempo que ningún minero podría recordar cuál era el asunto de que la corte
acababa de enterarse.
Los mineros, conocedores de su país y con un conocimiento más profundo aún de
las empresas mineras, tomaron el camino más corto para obligar a la Emmerlin
Anthracite a respetar la constitución americana. Consecuentemente, fue declarada la
huelga, prácticamente por unanimidad de votos.
En sábado por la mañana todas las minas y los alrededores de la Emmerlin se
hallaban custodiados.
Ni los mineros, ni sus hábiles y honestos líderes sindicales, ni los editores de los
periódicos del trabajo sabían, ni podían imaginar siquiera, que Mr. Collins necesitaba
de aquella huelga general, tanto como los sindicalistas de la solidaridad sindical. Sin
aquella huelga general en las minas de la Anthracite, Mr. Collins no habría podido
cobrar su parte. Peor aún, se habría encontrado muy cerca del momento en que

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tendría que ejecutarse, por propia mano, según lo había prometido a los directores, y
desaparecer del globo.
Allí en aquella ocasión, como casi siempre y en todas partes, los trabajadores
declararon la huelga en los momentos menos favorables para ellos, y cuando las
condiciones eran extremadamente ventajosas para el capitalismo nacional e
internacional. Los obreros no obran así por estupidez, como suelen creer y explicar
los ignorantes, sino impelidos por las leyes de acero del sistema capitalista. Cuanto
los trabajadores hagan y planeen dentro de este sistema social y económico al que
pertenecen y del que forman parte, tendrá como único resultado un robustecimiento
del capitalismo. Los sindicatos resultan de mayor valor para el capitalismo que para
los trabajadores. Mientras el sistema perdure, el trabajo estará inevitablemente
acoplado al capital, sin posibilidad de escape. Los trabajadores se hallan atados al
monstruo del capitalismo, lo mismo si su final representa muerte y desastre que vida
y culminación de nuestra cultura. Mientras rija este sistema, ningún trabajador podrá
escapar de las encrucijadas de la guerra. Podrá escoger entre la prisión y la sentencia
de muerte, pero no podrá escapar. Los activos producen, los inactivos sufren. Dentro
de este sistema los capitalistas son los activos, los trabajadores son los inactivos
porque tienen que recibir órdenes de los activos. El capitalista sabe lo que persigue.
Dinero, y después del dinero, poder. Los trabajadores persiguen solamente su porción
y si esta resulta suficiente para mantenerlos medianamente y permitirles ciertas
comodidades, se sienten satisfechos y aprecian el actual sistema.
Sin sindicatos altamente disciplinados con quienes tratar, el capitalismo pasaría
grandes dificultades para mantener el trabajo en su lugar. Los trabajadores se afilian a
los sindicatos con la única mira de sentirse respaldados en el momento de fijar el
monto de la porción que les corresponde de la riqueza nacional, y para asegurar en lo
posible cierta estabilidad en sus medios de subsistencia. El capitalismo puede lograr
eso tan bien o mejor que los sindicatos. En cientos de casos las empresas capitalistas
lo hacen tan bien, que sus trabajadores, sindicalizados o no, consideran al sindicato
solo como una reserva conveniente, para ser empleada como último recurso por los
modernos y dóciles trabajadores. El trabajador, dentro del sistema actual, no tiene
para sí mayor deseo que percibir una porción mayor que la alcanzada por sus
compañeros proletarios, porque de corazón es tan capitalista como el propietario de
un banco. De no ser por los sindicatos, la lucha entre el capital y el trabajo sería tan
fiera que sacudiría al sistema desde sus cimientos y causaría su pronta caída. Los
sindicatos son los reguladores de la porción que los trabajadores demandan del
capital. Los intoxican con la esperanza de una mejoría para el año siguiente,
arrancándoles así la valiosa esperanza de cambiar todo el sistema por otro en el que
deje de existir la inseguridad para los humanos, a excepción de aquella que
representan las catástrofes de la naturaleza. Dentro del sistema capitalista no hay
forma de escapar al círculo vicioso en el que el triunfo de una huelga de tahoneros
ocasiona la elevación del precio del pan; y la de los zapateros, implica que estos

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obtengan para ellos y sus familias calzado más caro y de peor material cuando los
patrones se han visto forzados a aumentar los salarios en un 20 por ciento.
Y es por esta y otras cien razones más por lo que cualquier cosa que ocurra, se
haga, o se luche por conseguir, dentro del actual sistema económico, ayudará a
robustecer ese sistema, a hacerlo invulnerable e invencible sin que los sindicatos
puedan evitar su activa participación en ello.
Por extraño que parezca, Mr. Collins, aquella columna del capitalismo, hombre
sin escrúpulos ni ética, que jamás había estudiado economía o materia alguna que le
hiciera comprensibles las leyes que sostienen al actual sistema, que desconocía todo
aquello que pudiera ayudarle a analizar las altas y las bajas del capitalismo, aquel
gran hombre, llegó únicamente por instinto a comprender las leyes bajo las que este
complicadísimo sistema marcha. Ese mismo instinto lo había guiado para descubrir el
hecho de que en el presente ninguna rama del sistema capitalista tiene mayor
influencia sobre la opinión pública que la lucha, o evento deportivo si se desea,
comúnmente llamado capital contra trabajo o trabajo contra capital. El trabajo no se
beneficia mucho materialmente con sus oportunidades positivas, sin embargo, algo
logra impresionando la opinión y la conciencia del público.
Todo eso lo sabía Mr. Collins desde la famosa huelga de los trabajadores de la
construcción de Chicago. Y ahora Mr. Collins empleaba en la forma más moderna al
trabajo organizado y a la propaganda que los trabajadores hacían entre todos los
desheredados de la tierra, para lograr sus propósitos. Estaba dispuesto a utilizar la
profusamente anunciada lucha de clases como el medio más efectivo para ganar la
gran batalla que había emprendido. Usaba a los trabajadores a manera de balas, a los
sindicatos como cañones, a la lucha obrera por la solidaridad como dinamita.
Personalmente nada le interesaban los trabajadores y sus sindicatos y menos aún la
amenaza de la solidaridad obrera, que podía llegar a poner el gobierno de América en
manos del proletariado. Él consideraba una tontería todo cuanto se decía sobre ello, lo
juzgaba invenciones de gente ociosa, que incapaz de tener éxito en los negocios o en
las profesiones se aprovechaba explotando la esperanza de los trabajadores de
alcanzar el paraíso terrenal.

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XXX

La Anthracite había empezado a beneficiarse con el plan de Mr. Collins. Fue la


Anthracite la primer empresa americana que hizo fortunas con las modernas ideas de
la llamada lucha de clases y con el proletariado en general. Hizo millones con la
propaganda de los líderes obreros para luchar y ganar una absoluta independencia
económica y social, con miras a la dictadura del proletariado y al establecimiento de
una sociedad sin clases. Desde el día en que Mr. Collins se valiera para llevar a cabo
su gigantesca maniobra capitalista del proletariado y de sus ideas de libertad,
derechos eternos e igualdad incondicional, la táctica ha sido aplicada con tanta
frecuencia que se ha convertido en un negocio común y corriente cuando las
condiciones ameritan un buen golpe. Los métodos se han convertido en rutina en los
últimos años y son estudiados, analizados y enseñados en las escuelas en que se
educan los futuros ejecutivos.
Países, gobernantes y especialmente gangsters convertidos en grandes hombres de
Estado no se han avergonzado de emplear el método de Mr. Collins para lograr
importantes cambios nacionales e internacionales. Muchos cambios de gran
importancia en los gobiernos de un buen número de países no se habrían efectuado de
no haber existido un Mr. Collins que elaborara el juego.
No debe hacerse uso del hombre cuando puede utilizarse su fe y su credo. El
hombre puede titubear o flaquear, pero su fe no cambiará. De ahí que su fe constituya
el sitio más apropiado para cimentar cualquier cosa que se desee, sea un palacio, un
campo de batalla, un asta de bandera, una nueva constitución, el bolchevismo,
fascismo, semitismo, antisemitismo o un país sobre poblado con capital en el polo
Sur.
Cuando Mr. Collins no tenía aún treinta años de edad, su sistema no sabía de
competencia. Ostentaba una flamante marca de fábrica, porque estaba basado en los
puntos más desarrollados de la fe y la esperanza de los trabajadores. Y como su plan
era el más moderno y absolutamente desconocido, ninguna empresa capitalista había
podido aprovecharse de él como lo hiciera la Anthracite en aquella ocasión.
La huelga de la Anthracite marchaba perfectamente. Abarcaba unos quince mil
mineros.
Los periódicos más importantes enviaban reporteros especiales a la región de la
huelga para obtener información exacta y escribir sobre aquellos puntos que a su
juicio, o a juicio del editor, interesaran más a la opinión pública. Algunos de aquellos
diarios se interesaban exclusivamente por las noticias sensacionales que les
permitieran publicar encabezados llamativos que aumentaran la circulación. Nada
habría gustado tanto a estos periódicos como las grandes peleas en la vía pública
entre huelguistas, policías, esquiroles (pinkerton hienas), y, si era posible —¡gran
Dios, que notición!— la intervención de la guardia nacional, policías disparando

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ametralladoras sobre la multitud de huelguistas, armas ligeras de las milicias
atacando barricadas y trincheras. —¡Caracoles, qué encabezado, tiemblo solo de
pensar en semejante cañonazo!— ciento cincuenta mineros muertos y cuatrocientos
setenta gravemente heridos y tendidos en plazas y calles. ¿Fotos?, ¡hombre, por Dios,
mándenos montones! No se preocupe, arréglelas, pague mujeres y niños que se tiren
en las calles imitando cadáveres. Policías golpeando cráneos, milicias surtiéndose de
municiones. Todos los gastos pagados. Eso es todo. Ponga manos a la obra o
considérese despedido, corrido, echado.
El consejo de directores comisionó a Mr. Chaney C. Collins, tercer presidente,
para satisfacer el hambre de información de los reporteros. El tratar a los periódicos
en forma adecuada y manejarlos hábilmente para que nunca sospecharan que eran
instrumento en el plan de Mr. Collins, a fin de que los beneficios de la compañía
aumentaran hora por hora, había sido una de las tácticas preparadas con mucha
anticipación por el gran estratega.
Se dijo a los reporteros muy confidencialmente y con un «por favor, caballeros,
no hagan pública esta información privada que les doy», que la compañía tenía
grandes existencias, que no sabía cómo salir de ellas en un tiempo razonable. Mr.
Collins les mostró cientos de fotografías en las que se veían enormes cantidades de
antracita para la que no había demanda.
—La venta de antracita ha aflojado en forma tan lamentable que no se encuentra
otro caso semejante en la historia del carbón. Nuestra empresa no sabe qué hacer,
sencillamente, con la exorbitante existencia de carbón, pues la demanda está muy
lejos de alcanzar la cantidad que poseemos y más lejana aun de lo que podemos
obtener por la explotación ordinaria de nuestras minas.
Todo cuando Mr. Collins decía, lo probaba con libros de contabilidad, hojas de
balance, listas de almacén, órdenes, reportes de las distintas minas y agencias
generales. Finalmente agregó que, hasta donde le era posible juzgar, habría una
inevitable baja en el precio del carbón mineral de todas especies. No bien acababa de
decir eso cuando la mayoría de los reporteros, corriendo, abandonaron la pieza como
disparados por algún explosivo. El mejor de los teléfonos fue para ellos el más
próximo. Aquellos caballeros de la prensa, que representaban a los periódicos más
serios y que perseguían material para editoriales serios y no únicamente noticias
sensacionales, permanecieron allí para escuchar las interesantes declaraciones de Mr.
Collins.
—Lo único que podemos hacer para remediar nuestra precaria situación es dejar
de pagar salarios elevados, que, debo hacer notar a ustedes, caballeros, han sido los
más altos que se han pagado en la industria del carbón. Pues solo cortando el pago de
esos salarios, hecho que nadie lamenta más que yo (pueden publicar esta frase
exactamente, caballeros; gracias) ha sido posible evitar la catastrófica depreciación
que nos amenazaba hace unas semanas, de haber hecho pública la marcha de los
negocios. Sin embargo, caballeros, nuestros trabajadores no ven el asunto desde el

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mismo punto de vista y yo personalmente no los critico por ello, pues les falta la
debida educación en economía nacional y respecto a las leyes que gobiernan la
producción y la demanda.
Los reporteros hacían anotaciones en sus cuadernos, como si estuvieran aún en la
escuela y escucharan atentamente al maestro disertando sobre economía, materia que,
de acuerdo con sus experiencias personales, desconocían según la opinión de sus
esposas cuando estas les pedían un aumento en el gasto de sus casas.
—No podemos, no podríamos continuar sin cortar los salarios. De no hacerlo, por
atender a razones puramente humanas y por consideración a nuestros trabajadores, la
Anthracite quebraría, y lo que es peor, conduciría a toda la industria americana del
carbón a un fracaso. Pienso que no es necesario decir a ustedes, señores de la prensa,
lo que ello representaría para la vida financiera de Norteamérica, y hasta para el
pueblo norteamericano.
Mr. Collins lanzó una mirada a una hoja que tenía ante sí.
—La compañía no podrá restablecer la antigua escala de salarios, ello sería un
suicidio. Y ustedes no esperarán que nos suicidemos, ¿verdad?
—Desde luego que no —gruñeron los hombres de la prensa.
Todos sonrieron porque Mr. Collins había dicho su última frase como bromeando.
—Lo que yo quisiera saber, Mr. Collins —dijo uno de los hombres—, es por qué
su compañía ha prohibido a sus hombres que se afilien a los sindicatos mineros o a
cualquier otro sindicato.
—Ya esperaba que el público hiciera esa pregunta. Mi respuesta es muy sencilla.
Nuestros trabajadores, me refiero a los empleados por nosotros, entienden
medianamente la situación, porque la hemos expuesto detalladamente a la comisión
que nombraron para discutir el problema con nosotros. Nuestros hombres se
mostraron anuentes a aceptar el corte porque sabían que, en cuanto el negocio se
enderece, recibirán un justo aumento que los nivelará tan pronto como los precios de
la antracita vuelvan a subir, cosa que esperamos. Era el sindicato o mejor dicho, los
líderes sindicales, para ser franco, los que nos ponían obstáculos, aconsejando a los
mineros que protestaran por el corte de sus salarios, insistiendo en que
mantuviéramos los salarios existentes. Nosotros no podemos, y creo que no es
posible para ninguna empresa que aprecie su independencia, permitir intervenciones
en la política relativa al negocio si esa intervención viene de fuentes extrañas. De
permitir esa influencia extraña perderíamos toda libertad de acción a la que cualquier
negocio grande o pequeño tiene derecho constitucionalmente. Lo que es peor, no nos
sería posible controlar semejante intervención, y si aparentemente tiene por objeto
favorecer a los trabajadores, hay muchas posibilidad de que sea una maniobra de
nuestros competidores o que provenga de alguna fuente tenebrosa del mercado,
posiblemente hasta del extranjero.
Uno de los reporteros, interrumpiendo las anotaciones que hacía sobre aquel gran
discurso, dijo:

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—Exactamente, Mr. Collins, nosotros conocemos de un caso en el que los líderes
sindicales actuaban como intermediarios de extraños.
—Ahí tienen ustedes, señores, lo que yo les decía. Como ustedes saben, sin duda,
hemos recomendado a nuestros trabajadores que formen una organización en la que
se permita la entrada solamente a los hombres que realmente trabajan en nuestras
minas o en cualquier otra rama de nuestra empresa. Nosotros estamos deseosos de
reconocer esa organización como la representante legal de nuestros trabajadores.
Precisamente ahora, dos de nuestros empleados versados en esos asuntos, trabajan en
los reglamentos de esa organización nuestra, y estarán listos para ser presentados a
nuestros trabajadores en unos cuantos días. Pero, caballeros… —dijo Mr. Collins,
dando énfasis a su voz para indicar que lo que iba a decir era sumamente interesante.
Los reporteros miraron con expectación al conferencista— … pero, caballeros, me
siento deprimido, profundamente deprimido, pues debo admitir ante ustedes que
nuestros trabajadores se obstinan en rechazar la proposición que les hacemos no solo
por nuestro bien y seguridad, sino igualmente por el bien de ellos mismos. Estos
hombres que se hallan enteramente bajo la influencia de agitadores, de agitadores
extranjeros, permítaseme agregar, entre los que encuentran hasta judíos de la más
baja estofa, siento decirlo, bien, nuestros trabajadores no dan ni la más ligera muestra
de querer resolver nuestro problema pacíficamente… Y por lo tanto, caballeros,
puedo decirles desde ahora y asegurarles positivamente que esta huelga será larga,
muy larga. No durará menos de seis meses, y yo, con mi larga experiencia de
ejecutivo, creo que durará diez o quince meses. Esta es la idea que deseo se grabe en
la mente de ustedes. Gracias, caballeros, por su amable atención. Gracias. Dios los
ben… ¡adiós!
Los reporteros también agradecieron a Mr. Collins su valiosa información, por
haberles dicho lo que pensaba sobre el futuro y por la caja de habanos legítimos que
cada uno de ellos había recibido, así como por el whisky importado que habían
consumido mientras escuchaban el sermón. Se despidieron con sonrisa amistosa de
socios, sin alcanzar a ver que sin percatarse de ello se habían convertido en
cómplices.

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XXXI

Los periodistas sirven solo a la verdad, nada más que a la verdad. La verdad desnuda
siempre hiere, si no a Mr. Jones, a Mr. Brown y si no a Miss Gelderline. Para evitar
herir a alguien no hay que mencionar nombres, y los periódicos se sienten inclinados
a suavizar la despiadada verdad con el propósito de no perjudicar la siempre delicada
digestión de sus lectores. Es por esta forma de dar noticias y explicar acontecimientos
considerando al mismo tiempo compasivamente la digestión de los lectores, por lo
que se acusa a los diarios de desvirtuar la verdad, diciéndola de manera que beneficie
a aquellos altos personajes que compran páginas enteras. Nadie puede servir a dos
amos, especialmente si estos difieren tanto como la verdad y los negocios. Ambos
jamás coinciden, ni siquiera en el paraíso de los trabajadores.
La verdad y solo la verdad, aunque sea necesario buscarla en los albañales, en las
sábanas de los nidos de amor o de los hogares honestos, o en el olvidado pasado de
una madre de hijos ya casados. Nada importa, la verdad ante todo. Toda vez que la
prensa de este país se considera en parte un buen negocio y en parte el medio de que
se vale Dios en la tierra para acabar con todos los ciudadanos corrompidos, con los
malhechores, anarquistas, agitadores, judíos y otros, que han llegado solo para
criticarnos y criticar nuestras sagradas instituciones, y tomando en cuenta que esta
prensa es absolutamente neutral, y publica solamente aquellas noticias que deben
publicarse, envió también reportero al sindicato, y a entrevistar a las comisiones de
huelga.
El público quedó complacido y altamente satisfecho cuando leyó en los
periódicos que los cronistas no solo habían sido enviados a inspeccionar en las
oficinas de la compañía, sino también al sindicato de los mineros huelguistas, a fin de
que los lectores estuvieran al tanto de la verdad en ambos lados, y así poder formar su
opinión como corresponde a las gentes de un país verdaderamente democrático.
Los lectores se sentían felices y seguros de sus hogares al enterarse por los diario
de que aquellos valientes y heroicos cronistas no habían encontrado, al entrevistar a
los huelguistas, la serenidad, tranquilidad y comprensión que la nación necesitaba y
que, en cambio, habían encontrado en la compañía.
De acuerdo con aquellas crónicas absolutamente imparciales, y durante las
reuniones de los huelguistas, nunca se habían expresado claramente los propósitos de
la huelga ni la forma y fecha en que se pensaba poner fin a ella. Nadie, absolutamente
nadie, ni siquiera los dirigentes del sindicato, sabía exactamente lo que querían.
Reinaba la más absoluta confusión. Todas las ideas diferían y cada quien sostenía que
la suya era la mejor y la que debía aceptarse, pues de no hacerse así obraría por su
cuenta y tal vez volvería al trabajo. Las reuniones comenzaban y terminaban con
explosiones de los más soeces insultos contra los directores de la compañía, los

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contratistas, capataces y todos aquellos que en las batallas se hallaban del lado de la
compañía.
Veintenas de veces durante la misma reunión se escuchaban feroces gritos tales
como: ¡Abajo el gobierno! ¡El gobierno y su atajo de vampiros deben ir a la horca!
¡Al diablo con todos los presidentes, directores y patrones! El lenguaje que se
empleaba en las reuniones de los huelguistas no podía, como los diarios anotaban
entre paréntesis, publicarse, porque haría desmayarse a los lectores, por lo tanto solo
algunas expresiones lo suficientemente suaves eran transcritas, a fin de que los
lectores juzgaran por sí mismos y se imaginaran lo demás. Menos aún podía
publicarse lo que en las reuniones se había dicho en contra del presidente de los
Estados Unidos y en contra de varios miembros del gabinete, especialmente de un
caballero muy rico e influyente de Pittsburg. Y mucho menos aún era posible publicar
lo que decía en aquellas reuniones de la vida privada de algunos directores de la
compañía, pues de haberlo publicado los editores, se hubieran visto envueltos en
varias docenas de juicios por difamación.
Lo único que habían encontrado los cronistas en las reuniones en el sindicato de
mineros había sido inquietud, nerviosidad, inseguridad, cobardía, pesimismo,
derrotismo, charlas tontas, niños y mujeres sollozantes, miseria en los hogares a causa
de la huelga y no, como decían los agitadores extranjeros, a causa de las condiciones
económicas fundamentales de los mineros en general. Durante las reuniones se había
observado en particular un incesante y absolutamente infundado griterío en demanda
de los derechos garantizados por la constitución norteamericana. El hecho de que
pudieran llevar a cabo sus ruidosas reuniones sin ser molestados por las autoridades
locales o del estado, era prueba de lo infundado de acusaciones tales como la de que
los derechos constitucionales de los mineros eran atropellados por la clase dominante,
la que usaba toda su fuerza para arrebatar al trabajo el derecho de organizarse para
luchar por mejores salarios y mejores condiciones para el trabajo humano.
Examinando todas las noticias, sin reparar en la parte que las proporcionaba,
podía notarse que había un punto que se hacía resaltar con vehemencia en cada
artículo. Aun cuando el punto parecía ser velado intencionalmente por toda clase de
giros, haciendo resaltar aún detalles sin importancia, ningún lector dejaba de notarlo.
Sin excepción alguna, todas las crónicas hacían comprender al público claramente
que los mineros no mostraban ni la más leve inclinación hacia un arreglo que no
garantizara su derecho de organizarse en la forma que ellos deseaban, y que no les
asegurara la percepción de sus antiguos salarios, admitidas solamente aquellas
reducciones que la comisión considerara justas. Y como la compañía insistía en que
por ningún motivo podía rectificar sus opiniones respecto al corte de salarios y a la
prohibición para que sus miembros pertenecieran a algún sindicato, los lectores
podían suponer que la huelga duraría mucho, muchísimo tiempo. Ambas partes
sostenían que la lucha no era solamente por los salarios de un lado y las ganancias de
otro, sino por cuestión de principios. Cualquiera y dondequiera que esté el campo de

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batalla, no hay combates más fieros que aquellos que se entablan por cuestión de
principios.
Respaldados por aquellas crónicas absolutamente imparciales, ya que provenían
de ambas fuentes, los periódicos se sentían justificados para poner a sus artículos
encabezados como este: «La huelga de los trabajadores de la Anthracite será
despiadadamente combatida, aun hasta el derramamiento de sangre». «Guerra sin
cuartel, es la divisa más oída en la región de la huelga». «Ninguna solución parece
posible». «Ninguna de las partes se muestra dispuesta a transigir mientras no se
reconozcan sus principios». «Toda la vida financiera del país amenazada». «Todas las
principales industrias afectadas». «Las industrias del acero y el carbón expuestas a un
procedimiento que sería seguido por todas las que dependen del carbón, el coke, el
acero y sus derivados». «La demanda de antracita aumenta rápidamente con pocas
posibilidades de que los pedidos sean servidos».
Si Mr. Collins en persona hubiera escrito aquellos encabezados amarillistas,
capaces de hacer temblar de miedo a millones de ciudadanos ante la perspectiva de
una catástrofe, no habrían resultado tan efectivos para servir sus fines.
Collins conocía al trabajo porque había observado sus manifestaciones, notado
sus mayores debilidades, sus más grandes ambiciones, y la profunda fe en sus credos.
Consecuentemente, y como parte importante de sus proyectos, había incluido en sus
tácticas un ataque feroz a los sindicatos mineros. A él personalmente le importaban
muy poco los sindicatos o el derecho de los trabajadores para organizarse. Él sabía
que con todos sus bien amados sindicatos, con todos sus partidos socialistas y
comunistas, los trabajadores no obtendrán mayor participación en la riqueza nacional
que la que el capital les permita y pueda proporcionarles. Consideraba a las
organizaciones obreras un valor muy problemático para el trabajo y en la misma
forma juzgaba los trusts y sindicatos patronales respecto al capital en cuanto a su
propósito único de combatir al trabajo.

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XXXII

Con los consejos de Mr. Collins, la Emmerlin Anthracite había informado a todas las
otras empresas explotadoras de antracita y de toda especie de carbón mineral, desde
largo tiempo atrás, de que sus operaciones decaían y de que estaban próximas a un
paro inusitado muy por abajo de todos los niveles. La Anthracite Company, en los
varios informes rendidos a otras corporaciones, había subrayado el hecho de tener
grandes reservas almacenadas a fin de evitar el pánico en el mercado, y que había
decidido llevar a cabo grandes cortes de salarios e introducir en su producción y
sistema de operaciones muchas alteraciones, a fin de mantener sus minas en
explotación.
Aquellas informaciones confidenciales de la Anthracite habían interesado muy
poco en un principio a las otras empresas, porque se hallaban grandemente ocupadas
y realizaban ventas excelentes, muy superiores a las de años anteriores. Que aquel
relativo mejoramiento se debiera en gran parte a las manipulaciones de Mr. Collins,
por haber almacenado sus reservas, era ignorado. Se consideraría tonto y hasta
estúpido amontonar cientos de miles de toneladas de antracita y dejar que el dinero en
ellas invertido permaneciera ocioso mientras que el mercado pedía carbón a gritos.
«Vende cuanto puedas ahora, porque quizá mañana un nuevo producto venga a
depreciar el tuyo». El petróleo habría depreciado totalmente al carbón de no haber
hallado su propia aplicación, con lo que no solo no perdió valor el carbón, sino que su
demanda fue mayor.
La mayoría de los competidores aceptaron los informes de la Anthracite con la
alegre satisfacción que cualquier competidor siente al enterarse de que las otras
empresas, dedicadas al mismo negocio, se encuentran en dificultades en tanto que a él
lo abruman los pedidos. Así, pues, cuando se presentó la crisis todo pareció
perfectamente explicable, el corte de salarios y la huelga causada por el despido de
todos los trabajadores.
Lo que las otras empresas no comprendían era por qué la Anthracite carecía de
pedidos, cuando todas, para cumplir con los suyos, tenían que trabajar a toda su
capacidad. Aquel hecho indujo a las empresas a obrar con mayor cautela.
Inmediatamente efectuaron reuniones de sus consejos de directores. En todas aquellas
reuniones se llegó a la conclusión de que si la Anthracite, una de las productoras de
carbón más importantes, daba muestras inequívocas de que sus negocios decaían al
grado de no haber estado en posibilidad de evitar un pánico general más que
almacenando grandes reservas, algo no muy bueno debía ocurrir. Todos los directores
salían de las reuniones preocupados, muchos nerviosos al grado de sentir la urgencia
de telegrafiar a sus corredores en New York dándoles nuevas instrucciones.
No había transcurrido una semana cuando todas las empresas mineras decidieron
ponerse a salvo. Los gerentes recibieron órdenes de elaborar nuevas tarifas de salarios

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y bonificaciones recortándolos en grande escala. Aquella tarifa, sin embargo, no sería
aplicada de momento, porque como los pedidos seguían llegando en cantidad como
anteriormente, las compañías no se atrevían a correr el riesgo de una huelga que en
cualquier forma vendría a empeorar la situación.
El mismo día que los periódicos publicaran la noticia de que la huelga de los
obreros de la Emmerlin duraría largo tiempo por las razones expuestas, la bolsa de
New York respondió con animado movimiento en las acciones de antracita y carbón.
Las acciones de la Emmerlin Anthracite perdieron dos puntos en el curso de ese
mismo día, y a la hora de cerrar se registraron cuatro y un quinto puntos menos de los
registrados a la hora de abrir. Las acciones de otras compañías de carbón y antracita
siguieron a la Emmerlin, aun cuando no con pérdidas tan grandes.
Al día siguiente las fluctuaciones alcanzaron también a las empresas
ferrocarrileras, navieras y constructoras de barcos, en tanto que el acero parecía
mantenerse al margen. El carbón había perdido varios puntos, ninguno se había
recuperado de los precios de cierre del día anterior.
El siguiente día, según pudo saberse más tarde por los periódicos, todos aquellos
que especulaban en la bolsa habían sufrido una pesadilla. Todos parecían asustarse
hasta de su propia voz. Pocos gritaban. Hasta aquellos corredores conocidos por
ruidosos y odiados por tratar de ahogar a las asambleas con sus gritos, hablaban con
voz apagada como si algo les obstruyera los pulmones.
Todos se mostraban cuidadosos de no hacer correr rumores o escuchar los que a
ellos llegaban, temerosos de que fueran lanzados con algún propósito. La antracita, el
carbón, los ferrocarriles, el acero y las empresas navieras fluctuaban, pero las altas y
las bajas no pasaban de algunos puntos.
—En cualquier forma —dijo un caballero a otro después de leer las cifras
anotadas en los pizarrones— cuatro puntos pueden hacer quebrar a un millonario,
como quince pueden dejarme a mí sin otra salida que un salto de buena altura para no
fallar.
Lunes. La atmósfera del salón interior de la Bolsa era similar a la de un día de
verano, pocos minutos antes de una tempestad.
Cada uno de los presentes abrigaba el temor de ser él quien desatara la tempestad
con el más leve movimiento, vendiendo, comprando o simplemente hablando a los
otros más de lo necesario para llevar a cabo las transacciones ordinarias. El aire
estaba peligrosamente cargado de pequeñas chispas, de tal manera que todos tenían la
misma idea, esto es, si en cualquier desafortunado instante se realizaba una fuerte
venta ordenada por teléfono desde larga distancia, la carrera comenzaría hasta su fin y
ocasionaría la catástrofe. Todos se esforzaban por aparecer serenos. Todos los
presentes hacían esfuerzos visibles por no mostrarse nerviosos e inquietos. Se
traficaba lentamente y con incertidumbre. Los traficantes, que de acuerdo con las
cotizaciones podían de vez en cuando aprovecharse y hacer fortuna, se guardaban de
ello temerosos de que sus actos desataran el torrente y de que lo ganado en un

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principio en determinada transacción se perdiera en una escala diez veces mayor una
hora más tarde. Así, pues, permanecieron quietos y esperaron la marcha de los
acontecimientos como lo hicieron todos los demás.
La tensión reinó durante cinco días en Wall Street y nadie, ni siquiera aquellos a
quienes se suponía dirigentes del tráfico, sabían en realidad nada respecto al origen
de la situación. Si solamente hubiera sido posible dar respuesta a esa pregunta, todo
se habría deslizado suavemente, a excepción de que la Bolsa habría registrado una de
las semanas de trabajo más intenso en el año. No obstante, todos sentían como por
instinto que el carbón tenía algo que ver con lo que ocurría.
Algunos de los traficantes más aptos decían:
—Después de todo bien podría no ser el carbón; tal vez se usa de él para encubrir
el verdadero motivo, porque, hablando francamente, no existe razón alguna para la
agitación. Ahora y por mucho tiempo más, el carbón constituye la inversión más
segura. En mi opinión, las inversiones en carbón resultan tan buenas, si no mejores,
que las hechas en bonos de cierto gobierno. No puede ser el carbón, insisto en que no
puede ser. El carbón es solo un anzuelo para pescar tontos, tan pronto como lo piquen
ocurrirá algo grande. Si pudiera saber siquiera qué hay en el fondo de todo esto y
quien maneja los cordeles.
El martes Chicago se hallaba igualmente embotado. Bastante extraño parecía, sin
embargo, que a pesar de aquel estado de cosas se notara una nerviosidad pronunciada
en el tráfico de trigo y algodón.
—Y ahora, por el diablo, ¿qué tienen que ver la antracita y el carbón con el
algodón y el trigo? —preguntaba un caballero a otro.
—Pregúnteme otra cosa, amigo, pues eso lo ignoro tanto como usted, créame.
La pregunta no parecía muy hábil si se consideraba que la hacia un caballero que
pagaba cuatrocientos dólares mensuales por ocupar un escritorio no mayor que su
pañuelo. Si las acciones del carbón bajan, ello ocurre porque hay poca demanda. La
poca demanda de carbón significa menos demanda de acero, menos tráfico
ferroviario, menos hombres ocupados, menos pan consumido, menos vestidos de
algodón vendidos. Así, pues, ¿cómo no había de sentirse afectado el trigo si el carbón
no tiene demanda? Si se quita una rueda de la maquinaría llamada negocios en
general o vida humana, la maquinaria no trabajará bien, privada de una parte de su
capacidad; podría hasta detenerse en cualquier momento. En atención a esto más vale
no tocar el carbón. Ya volverá a subir, mientras no se descubra algo que lo substituya
o algún método por medio del cual, convertido en átomos, con una sola libra de
carbón se produzca la misma energía que ahora se logra con diez mil. Y el
descubrimiento había sido hecho. Mr. Collins había empleado en su gran batalla la
misma idea, y obtenido resultados similares, solo que él nada sabía de los átomos, sus
conocimientos no iban más allá de una bien arreglada huelga de trabajadores de la
construcción en Chicago. Sabía que ningún juego con los átomos, difícil en cualquier
forma de ser comprendido por la mayoría, podía llenar sus propósitos tan bien como

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lo hacía su plan basado en lo que él sabía acerca de la verdadera historia de aquella
huelga.
Miércoles. El mercado se hallaba firme aún. Los valores que no tenían conexión
directa con el carbón, como la electricidad, el empaque de carne, las publicaciones,
los materiales de construcción, registraban ganancias regulares. Las industrias que
todos sabían dependían enteramente de la fuerza hidráulica, llegaban en algunas
ocasiones a ganar hasta seis puntos.
Los observadores imparciales y los viejos editores de las secciones financieras
aceptaban, sin embargo, que aquellas medianas ganancias eran un signo seguro de
que la confianza en el carbón existía aún y que el producto parecía todavía merecer
las principales inversiones. Los novatos declaraban ya abiertamente que el carbón
perdería nuevamente, y en esta ocasión en gran escala.
Jueves. Todos los valores no afectados directamente por la necesidad del carbón
comenzaron, media hora después de abrirse la bolsa, a moverse rápidamente y
después de medio día la rapidez en las transacciones había aumentado aún más. A la
hora de cerrar, algunos habían ganado tanto como dieciocho puntos y ninguno había
perdido.
Aquel fue el primer golpe del huracán que se aproximaba.
—Señalo el jueves —dijo Mr. Collins mientras leía la tira de papel que salía de la
máquina que marcaba las fluctuaciones de la bolsa, dirigiéndose a su secretaria
particular—, sin duda que lo señalo, porque el jueves parece ser mi día afortunado.
—¿Qué ocurre, Mr. Collins? —preguntó ella conteniendo la respiración—, ¿qué
ocurre? Nunca lo había visto así. ¿Son las carreras?
—Sí, son las carreras —dijo él, riendo a carcajadas.
—¿Qué caballo es el suyo?
—¿Caballo? ¿De qué caballo habla usted, Wil? Ah, sí, es un caballo, tiene usted
razón, pero en cierto modo no es un caballo.
—¿Qué no es caballo, Mr. Collins? Malo, diría yo. Dispénseme Mr. Collins si
digo semejantes cosas, pero hay veces que no entiendo de qué habla usted. En
ocasiones lo que usted dice no tiene ni pies ni cabeza para mí. Creo que muchas veces
piensa usted en voz alta. ¿Podría sugerirle amistosamente que tratara usted de dormir
un poco más, Mr. Collins?
—¿Más sueño, dice usted? ¿Quién habló de caballos? Bien, Wil, bien, no se
preocupe, la cosa no tiene importancia. Y ahora, con un diablo, póngase usted a
escribir esas cartas, pronto, por favor.
—Sí, sí, Mr. Collins, por supuesto, inmediatamente.
Cuando salió dijo a uno de sus compañeros:
—Temo que el jefe me coma uno de estos días.
—Felicitaciones, Wil. ¿Tan pronto?
—No seas tonto. Yo no me refiero a eso, soy muy poco para él. Él es de lo bueno.
Claro que me gustaría, pero no tengo tanta suerte. Bueno, precioso, ahora tengo que

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darme prisa con estas cartas.
Lo cierto era que Mr. Collins no estaba ni tantito nervioso. ¿Sueño? Era cierto, no
dormía suficiente. ¿Pero quién lo hacía? En aquellos lejanos días él sacrificaba con
placer su sueño por las caras agradables, las piernas torneadas y las caderas bien
formadas. Aun cuando se encontrara ocupado intensamente en sus negocios, siempre
parecía tener tiempo para ocuparse de una o varias damas con todo entusiasmo.
Se inclinaba sobre la máquina, concentrándose en las cifras y Wil no le
interesaba, además nunca se metía con las empleadas de la compañía, aunque
tuvieran bonitas caras y buenas piernas.
Inclinado sobre la máquina, recibía al mismo tiempo llamadas telefónicas de sus
agentes especiales, y telegramas de una docena de puntos diferentes del país que lo
mantenían informado de cuanto ocurría respecto a sus planes.
Los ferrocarriles, las empresas navieras, las fundiciones de acero, los traficantes
de carbón de mayor importancia, rechazaron la negociación de nuevos contratos,
demoraron la firma de los ya concertados y en muchos casos trataron de ser relevados
del cumplimiento de los ya existentes, o propusieron precios más bajos de los
estipulados.
Todo el mercado de carbón fue afectado y pronto todos los productores de carbón
empezaron a preocuparse. Nadie conservó grandes cantidades almacenadas, porque
estas requerían mayores créditos bancarios y, consecuentemente, causaban mayores
intereses. La maniobra de la Anthracite consistente en almacenar grandes cantidades
de carbón, obligó a otros productores a vender sus existencias. Para su gran
satisfacción, les era posible venderlas y a buen precio, hasta los viejos y medio
inservibles excedentes para los que raramente se encuentra salida a un precio que
corresponda al peso.
Como la demanda general de carbón había bajado peligrosamente y como todos
esperaban grandes descuentos antes de comprar, solo dos alternativas quedaban a las
empresas explotadoras de carbón, desocupar a la mitad, tal vez a las tres cuartas
partes de sus trabajadores, o bien almacenar su producción. El almacenamiento
requería grandes créditos bancarios. Los grandes créditos requieren largas
conferencias, investigaciones, inspecciones. Y, sobre todo, no se logran en pocos días.
Además, los bancos se habían vuelto muy precavidos al ver la Bolsa y el mercado tan
perdidos.
Los buenos valores, los colaterales de primera clase, aun el papel moneda,
perdían su prestigio y dejaban de considerarse fuera de duda. Si los bancos concedían
algún crédito a los explotadores de carbón, estos tenían que cubrirlo en un plazo que
no excediera de dos meses. Consecuentemente las compañías carboneras se
encontraban sin medios para almacenar reservas.
Como no era posible almacenar y como la demanda de carbón era menor cada
día, las compañías no encontraron otra forma de salir de su situación crítica que la de
producir carbón considerablemente más barato que en épocas anteriores. Solo

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vendiendo a precios mucho más bajos que los establecidos meses atrás tenían
esperanzas de mercado.
Dentro del actual sistema económico, existen pocos medios para realizar ventas a
precios más bajos que los establecidos. El preferido, el usado con mayor frecuencia,
consiste en cargar a los trabajadores la solución del problema, recortándoles los
salarios y rebajando sus condiciones de trabajo.
Los productores de carbón podían haber acudido a otros medios para rebajar el
costo de la producción, esto es, sustituir el trabajo de los hombres por el de las
máquinas hasta donde fuera posible, pero esas máquinas habrían costado cientos de
miles de dólares, dinero del que no se podía disponer en las actuales circunstancias.
Además de esto, se habrían necesitado meses, tal vez años, antes de que la
maquinaria necesaria para explotar las minas de carbón se inventara, diseñara y
construyera. Aun cuando las compañías hubieran tenido el dinero necesario para
invertirlo en máquinas economizadoras de trabajo, no habría podido esperar un año
para tenerlas, porque sus problemas los apremiaban y tenían que resolverlos en no
menos de dos semanas para evitar el desastre.
Lo único que las compañías podían hacer, era recortar los salarios. Para ponerse a
salvo desde el principio y para ahorrar trabajo innecesario, todas las minas de carbón
aplicaron la última tarifa de salarios, que aplicada por la Emmerlin Anthracite había
ocasionado la huelga de más de doce mil mineros.
La única respuesta que los mineros honestos podían dar a semejante ultraje fue
precisamente lo que Mr. Collins había esperado, y por la que había trabajado, se había
esclavizado y preocupado durante tantos meses, y por la que le habían pagado un
salario nominal de tres mil dólares mensuales.
Todos los mineros de aquellas compañías se tragaron el bocado preparado por Mr.
Collins desde hacía tiempo y declararon una huelga general de mineros en el país.
¿Qué otra cosa podían hacer si no declarar la huelga? En primer lugar tenían honor,
en segundo contaban con sus sindicatos inventados, organizados y realizados para
proteger sus intereses; y, en tercer lugar, tenían familias que protestaban contra la
rebaja de los salarios con que se habían sostenido en los últimos años.
Las pequeñas compañías y las empresas poseídas por un solo individuo, habían
resultado menos afectadas por el golpe de Wall Street. Ellos se preocupaban solo por
un mercado, por el mercado más próximo a sus minas, pero hasta estos pequeños
productores deseaban ponerse a salvo. Algunos rebajaron los salarios, otros
aprovecharon la situación para aplastar a los sindicatos, dentro de sus dominios
limitados. Aun otros, colocados firmemente en el dinero que lograron hacer en dos o
tres generaciones y temerosos de perderlo, evitaron cualquier riesgo cerrando sus
propiedades y despidiendo a sus obreros, diciéndoles que tenían que hacerlo así
atendiendo a las órdenes de las grandes compañías. Algunos hablaron del asunto con
sus obreros en forma paternal y los enviaron a casa para que esperaran allí el
resultado de los acontecimientos. Algunas otras pequeñas compañías, pocas de ellas

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permitieron a sus hombres que operaran las minas por su cuenta, ajustándose a las
bases de una especie de cooperativa, mientras la situación mejoraba.
Mr. Collins hábilmente había formado una especie de frente unido de todas las
compañías mineras para servir sus planes. Había procurado en forma muy inteligente
que ninguna compañía pudiera participar en la pesca de la Anthracite. Todas habían
quedado fuera de la hora señalada para la gran colecta. Mr. Collins las había
informado a todas oportunamente de que la Emmerlin tenía sus bodegas atestadas de
carbón y de que se vería obligada a rebajar los salarios y los gastos en general. En esa
forma lograba hacer aparecer que la Emmerlin actuaba en la misma forma que todas
las otras. Parecía que nadie se percataba de la sencilla verdad de que informando a los
otros de antemano sobre las intenciones de la Anthracite, tendía un velo sobre la
realidad de sus planes.
Doscientos cuarenta mil mineros se hallaban en huelga. Doscientos cuarenta mil
mineros se hallaban fuera de su trabajo, sin que ni uno solo de ellos se percatara de
que no eran ellos quienes habían tomado la iniciativa sino aquel hombre a quien ni
los humanos ni la nación le importaban un ápice, quien jugaba hábilmente en
beneficio propio y en el de unos cuantos caballeros que lo respaldaban.
Doscientos cuarenta mil mineros tenían que vivir de lo poco que les prestaban en
el sindicato y de lo que recibían de las colectas que hacían todos los trabajadores del
país que simpatizaban con ellos. Como aquellos doscientos cuarenta mil mineros
podían gastar solamente una fracción de lo que habían gastado anteriormente y como
esa fracción era aplicada a alimentos exclusivamente, miles de personas de la clase
media, de las llamadas comerciantes independientes, esperaban que se operara un
milagro que los salvara de la quiebra. Como diez mil de los llamados comerciantes
libres no podían gastar lo que acostumbraban, más y más sectores de la población
iban siendo arrastrados por el remolino y alejados de su seguridad social y
económica. Todos los días llegaban a los bancos nuevas personas para cerrar sus
cuentas retirando hasta el último dólar ahorrado y algunos trataban de obtener dinero
prestado garantizándolo en la forma que les era posible.
El fondo de los bancos se redujo. Cada día era más difícil que los depositarios
pudieran retirar todos sus fondos y la mayoría de los bancos establecieron un límite
para hacer pagos inmediatos y solamente una vez por semana al mismo depositante.
Los intereses llegaron a alturas increíbles. Cuanto podía empeñarse o venderse se
sacaba al mercado. Miles se vieron obligados por la necesidad a vender sus muebles,
radios, carros, y otras cosas más por la décima parte de su valor real. Y aun así, los
compradores eran escasos. Aquella gran venta de muebles y objetos a un precio que
distaba mucho de su valor fue un golpe para los comerciantes y los constructores de
muebles. Las agencias de automóviles pronto se negaron a comprar coches usados, ni
a precios bajísimos. Se daban cuenta que por muchos muchos meses las ventas serían
casi imposibles. Los fabricantes de automóviles alejados geográficamente,
informados de aquella gran cantidad de carros de segunda, tercera y hasta quinta

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mano almacenados, tomaron sus precauciones y redujeron su producción despidiendo
miles de hombres; temporalmente, según dijeron. Asimismo modificaron los
contratos que tenían con sus representantes, concediéndoles un número menor de
carros de nuevo modelo de los que se comprometían a vender en determinado tiempo.
Lo que ocurría con los muebles, carros y radios, ocurría prácticamente con todos los
otros objetos fabricados y vendidos bajo el sol. Era imposible asegurar el valor de
cualquier producto.
Los encuentros callejeros entre policías, guardias nacionales, esquiroles y
huelguistas, cuyas mujeres tomaban parte activa, se convirtieron en acontecimientos
diarios en todos los sitios próximos a una mina.
Durante sus reuniones, los obreros discutían poniendo el puño cerrado ante la cara
de aquellos compañeros que eran necesarios para conservar las minas en buen estado,
evitando que se inundaran o derrumbaran, y a quienes debía considerarse esquiroles.
Los mineros, con los nervios tensos, gritaban a sus mujeres que lloraban por dinero
para evitar que los niños murieran de hambre. Los trabajadores acusaban a las
comisiones de huelga y a sus dirigentes de ser agentes pagados por las compañías.
Cientos hicieron pedazos sus tarjetas sindicales, las tiraron al suelo y las escupieron
gritando: «Eso es lo que pienso de su maldito sindicato, hijos de…». Algunos se
aproximaban a sus contratantes, capataces o jefes inmediatos gimoteando y
pidiéndoles compasión, agregando que eran inocentes; pero que tenían que obedecer
las órdenes del sindicato si no querían ser apaleados hasta morir, y pidiendo en
nombre del buen Dios que los emplearan nuevamente tan pronto como la huelga
terminara, juraban y prometían por todos los santos y por todos los demonios no
volver jamás a tomar parte en una huelga ni aun cuando la compañía decidiera rebajar
los salarios en un cincuenta por ciento. Otros acudían al Salvation Army, a la
Y. M. C. A., a los ministros bautistas, episcopales, científicos cristianos, luteranos,
reformistas, calvinistas, devinistas, católicos romanos, judíos, etc., y se arrodillaban,
confesaban sus debilidades, veneraban al Salvador, se declaraban convertidos y
decían públicamente que su alma era pura y la ponían en manos del Señor, y que por
fin, después de tantos rodeos y después de tantos años de vida pecadora, habían
hallado el verdadero camino espinoso y lleno de obstáculos, pero que conducía
seguramente a nuestro Señor y Amo Jesucristo, y pedían que en nombre de él, la
congregación hiciera algo para mitigar sus penas terrenales.
En las reuniones se encontraban los eternos optimistas, los eternos pesimistas, los
eternos camorristas, los que siempre gruñen, regañan, insultan. Pero siempre y en
mayoría imponente estaban los fuertes, los hábiles, aquellos a quienes ni los palos, ni
la cárcel, ni los sermones ni los cohechos podían hacer perder la confianza en el gran
futuro de los trabajadores como dirigentes de los destinos del mundo. Era entre esos
hombres tranquilos que raramente hablaban, y cuando lo hacían era para decir unas
cuantas palabras, entre los que se encontraban los tipos que se sentaban, y se ponían
de pie con los puños cerrados y las quijadas apretadas como si fueran de acero, y

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quienes de vez en cuando decían al compañero más próximo a ellos: «Mire, amigo,
por el infierno y el demonio, prefiero morir miserablemente, como perro sarnoso y
que me tiren en un montón de inmundicia, antes de entregarme por un desgraciado
centavo. Hay que dejarlos que se ahorquen o se ahoguen; nosotros los trabajadores
seguiremos viviendo, y que el diablo se lleve al que opine lo contrario. ¡Arriba la
solidaridad de los trabajadores, arriba el sindicato!».
En esas reuniones se hallaban toda clase de tipos, como ocurre en toda revolución
o rebelión en cualquier punto de la tierra. No importa cuál sea el propósito que
peleando se persiga, siempre habrá hombres con deseos de comer y carentes de
alimentos, la diferencia entre «el deseo de comer» y «la carencia de alimentos»
motiva la diferencia en el juicio de los hombres. Algunos hombres son capaces de
vender su alma al diablo, al patrón o a la policía o al movimiento o al sindicato, con
el único objeto de asegurarse tres comidas diarias, en tanto que otros prefieren morir
de hambre antes que decir: «¡A sus muy apreciables órdenes, amo y señor!». En los
círculos, tanto en los más elevados como en los más bajos fondos de la sociedad,
podrán encontrarse siempre tipos semejantes a los que se hallan en las reuniones de
los llamados proletarios. Así, pues, la cuestión no solo es ¿qué es cierto después de
todo? Debía ser también ¿qué se entiende por clase? y ¿qué se entiende por una
sociedad sin clases?…

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XXXIII

Los huracanes predichos la semana anterior, habían llegado.


Wall Street tronaba, relampagueaba, gruñía, gritaba, bramaba, se arrastraba,
temblaba. Para el que no tuviera acciones o valores, resultaba aquello una divertida
comedia musical.
El cielo estaba oscurecido por negros jirones. Los cielos estaban oscurecidos por
los jirones del sistema más altamente apreciado por los humanos. Un hombre hábil e
industrioso inventa un motor, lo construye y lo pone en marcha. Es un gran motor, un
motor excelente. Muchas gentes desean poseer motores como el del constructor, pero
él carece de medios para construirlo. No importa, hombre, aquí está el dinero. Se lo
ofrecen porque cada vez hay más gentes que necesitan de su excelente motor. La
sangre, la vida, el alma, toda su existencia ha sido puesta en la construcción del
motor. ¿Pero gracias a qué malabarismo debe él perder su motor y su derecho a
construirlo no por su voluntad ni por su culpa, sino por el clamor de algunas voces de
Wall Street que al inventor y constructor no le es posible controlar, ni supervisar, ni
influir más que por medio de triquiñuelas vedadas a su sentido de honestidad? El
sistema social y económico más admirado por los humanos se despedazó. Wall Street
decidiría quien había de comer y quien no.
Granizo y truenos, todo al mismo tiempo. Los muros de aquel inmenso y
aparentemente recio edificio llamado capitalismo, temblaron.
Las barracas de los corredores se cuartearon y algunas cayeron por tierra en
pedazos.
Treinta puntos arriba. No hay tiempo que perder prestando atención a las
fracciones. A nadie le importan las fracciones. El gis se cansa de anotar altas y bajas
que no llegan a cinco o diez puntos. Antes de que el gis se apoye para anotar un tres
ganchudo, ya hay que cambiarlo por un cinco. Así, pues, hay que empezar desde
luego con un cinco para evitar que los brazos se acalambren… El gis no lo regalan,
cuesta. Así, pues, hay que ahorrarlo.
Veinte puntos.
«Venda pronto, pronto, pronto. Por el cielo, hombre, venda, venda, ¿no me oye?
Venda, venda o de lo contrario yo…». Demasiado tarde. Diez afuera. «Espere, Mr.
Clevermung, solo un momento. Diablo, ¿por qué tendrá este hombre ese nombre tan
largo? Demasiado tarde otra vez. No, esta vez no pestañearé siquiera. Gran Dios,
¿qué voy a hacer ahora? ¿Qué haré?».
Veinticinco abajo. No hay comprador.
«Bajarán todavía más dentro de un minuto… Espere, veremos quién tiene razón y
quién conoce el juego… ¿No se lo dije? Aquí está el golpe»… «¿Treinta fuera?
Diablo, ya es número»… «Ahora oiga aquello. Epa, ¿qué es esto? ¿Subiendo? Yo
compro. ¡Yo compro!»… «Diablo, ¿no acabo de decirle que comprara? ¿Qué hizo

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usted?»… «Ahora ya no puedo más, es demasiado para mí»… «Veamos algo más.
¿Qué le dije? Aquí están las ganancias». «¿Qué ocurre? ¿Rodando otra vez? ¡Gran
Dios, nuevamente es tarde!»… «Pero hombre, compre, compre todo cuanto pueda.
Compre, por Dios, compre lo más que sea posible. ¿Consiguió? ¡Magnífico!».
«¿Qué? ¿Dar más margen? ¿Cuánto dice usted? No puedo hacerlo, créame, no puedo.
¿Es que no puede fiarme esa insignificancia después de tantos años de amistad y de
hacer negocio juntos?…». «¿Aun más? ¿Me vende? ¿Cómo, le debo ochenta mil?
Gran Dios, oh, mi gran Dios, ¿qué voy a hacer? Era cuanto me quedaba y se ha
desvanecido».
Dos puntos arriba. El mercado empieza a afirmarse, por fin. Seis fuera. Parece
que aún se agita el mercado. Cuatro arriba. Esperanzas. Uno más. Más esperanzas.
Tres arriba. Vaya, algunos salen de lo peor. Cables trasatlánticos. El mercado se
estabiliza nuevamente a la una y cuarenta p. m. Catorce fuera. El mercado vuelve a
temblar. Cables trasatlánticos. Para Cuba y las Filipinas preguntando cotizaciones
exactas de azúcar no refinada, contestación inmediata esencial. Tres tiros dentro de
tres casetas de teléfonos en Wall Street. Cada caseta costaba cuatro mil al mes debido
a su buena situación. Si el ocupante eleva los hombros se los golpea contra las
paredes, y no le es posible inclinarse sin que su cabeza choque contra otra pared. No
obstante, resultan suficientemente amplias para que alguien se pegue un tiro.
Doce puntos arriba.
«Vaya, empiezan a anotar una vez más otras cifras fuera de los cinco y los dieces.
Parece que la tormenta se va alejando».
Tres puntos abajo. Siete abajo. Quince abajo. Dos arriba.
Las operadoras de los teléfonos se acalambran. Los telegrafistas dan muestras de
trastorno mental y tienen que ser enviados a los puestos de socorros para seguridad
suya y de sus compañeros.
En el interior de muchos cientos de oficinas en todo el país, en bancos, edificios,
casas particulares, en los cuartuchos ocupados por corredores, la tira de papel de la
máquina marcadora de la Bolsa, corría locamente, en tanto que el profundo silencio
de aquellos que leían las cifras era interrumpido únicamente por el monótono ruido
del aparato. De vez en cuando, el ruido cesa y una inspiración profunda de todos los
pulmones rompe el silencio. Los reunidos, uno, dos, o media docena de hombres bien
vestidos, no tienen calma suficiente para esperar que la tira de papel se desenrolle,
tiran de ella, esperando enterarse de las novedades un décimo de segundo antes.
En todos los rincones del país en donde los hombres vigilan la tira de papel que
surge como la lengua de un reptil, leen continuamente. Leen marcas y signos, leen
cifras e iniciales que para los profanos nada dicen y menos significan. Marcas y
signos, cifras e iniciales, salen del marcador en combinaciones siempre distintas. Las
combinaciones cambian como por arte de magia. Un delicado hilo del subconsciente
de esos hombres captaba el significado cabal de esas siempre cambiantes cifras e
iniciales, así como el significado que pueden tener esas cifras e iniciales para cientos

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de empresas financieras y cientos de miles de individuos que nunca han tenido
conexión alguna con el mercado de valores, y que jamás han poseído acciones de
ninguna especie. El destino de millones de personas puede cambiar definitivamente
por ese constante cambio de cifras e iniciales impresas en una tira angosta de papel,
lanzada incesantemente por una maquinita rechinante.
Muchos de esos caballeros bien vestidos y de próspera apariencia que rodean la
máquina vigilando la tira de papel, de la que tiran con dos dedos nerviosamente para
hacerla salir con mayor rapidez, mantienen la mano que les queda libre sobre la mesa
del teléfono para comunicarse en el momento preciso a larga distancia o dictar algún
cable. Sus mentes tienen que trabajar con rapidez. Con mayor rapidez que la mente
del piloto de pruebas en el momento de ensayar un nuevo avión militar. Porque en
menos de un segundo tienen que decidirse a vender o a comprar, a usar de alguna
triquiñuela o a jugar limpiamente; a acudir a su banquero o a su corredor; a vender
sus casas y haciendas o a hacer regresar de París o Londres a sus esposas, urgiéndolas
para que no gasten más.
Las cabezas, ojos, bocas, labios, brazos, dedos, piernas, de todos, se hallaban en
constante movimiento, cambiaban de posición con gran rapidez. El cerebro parece
estallar. Tal vez nunca antes en su vida tuvo su cerebro que trabajar tan rápida y
decididamente como en aquellas horas durante las que se pronunciaban sentencias de
increíbles alcances para la vida de aquellas personas, o para las condiciones tal vez de
diez mil vidas más. Sus cerebros tenían que captar y distribuir correctamente todo
aquello que se relaciona con la vida y la actividad humana en todos sus aspectos. En
los mismos escasos segundos, debían ordenar y decidir acerca de cifras, iniciales,
valores por vender, acciones que depositar, o de las cuales se echaba mano como
garantía, así como de aquellas que debían pasarse a la esposa, hijos, hijas, coristas o
mujeres casadas con otros; el valor de la casa que habitaban, la cantidad de dinero
que podían pedir prestada de su seguro de vida y del de la mujer y los hijos. El
cerebro, los labios, los cuellos, las orejas, las cifras y las letras, los dedos tirando de
un rollo que se mueve con demasiada lentitud; las manos sosteniendo el auricular del
teléfono, son fustigados por poderes invisibles y sentidos solo vagamente, pero
subconscientemente reconocidos, aceptados, rechazados, obedecidos exactamente
como el caso lo demandaba.
El rollo de papel aparentemente interminable es lanzado por el marcador, salta y
flota con abandono alrededor del escritorio sobre el que se halla.
Aquel angosto rollo de papel de color amarillento, surge de la maquinita dirigido
por poderes mágicos y disparado contra los caballeros, que retienen el aliento, luego
inspiran con fuerza y palidecen, para enrojecer después. La maquinita chirriante
decide en segundos el destino de trabajadores honestos, de pequeños e industriosos
comerciantes, de familias temerosas de Dios, de individuos tristes o enamorados, con
esperanzas o desesperados; de individuos cuya verdadera individualidad es barrida
por la maquinita y cuyo valor como humanos es enteramente decidido por unos

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cuantos puntos altos o bajos escritos con gis sobre un pizarrón a trescientas millas de
distancia. La misma maquinita decide el mañana de cientos de buenos ciudadanos
que jamás juegan y quienes luchan seriamente por ostentar una conducta modelo en
la tierra. Ella decide de su destino sin darles oportunidad para decir algo o para
intentar contrarrestar su influencia con un débil gesto. Ella decide los planes hechos
para la educación de sus hijos y su seguridad en la vejez o, en caso de enfermedad, de
sostenerse con lo que han logrado reunir a fuerza de trabajo.
Y aquella tira de papel angosta y de feo color corre y corre y corre. Corre de aquel
modo porque la fustiga un poder que se encuentra a miles de millas y debe obedecer
los gritos, las voces, los alaridos, los rugidos que se lanzan dentro de un hall en Wall
Street.
Tan pronto como el rollo de papel ha entregado su mensaje, es olvidado. Se le
relega sin consideración. Se va desenrollando, adelgazando, mientras más
rápidamente lanza la maquinita la lengua delgada, más delgado se va haciendo. El
marcador marca, marca, marca. Es el reloj marcador del día del juicio de miles y
miles de humanos. El rollo rueda hasta un montón de tiras inservibles de papel
amarillento con jeroglíficos impresos.
Los excitados caballeros, que no son ya seres humanos, sino máquinas
calculadoras, se paran sobre aquel montón de tiras de papel, que se enredan a sus pies
como una larga serpiente que tratara de sujetarlos y despedazarlos para comerlos
después quietamente.
Como gigantes y pigmeos, lobos y vampiros, mujeres jugadoras y nerviosas
dependientes de banco, tratan de decidir con la misma rapidez que el marcador les
ordena. Las cifras marcadas viven un segundo y mueren en seguida. La tira de papel
inerte se amontona sobre el cesto de basura. Nadie tiene tiempo para tirar aquel papel.
Se amontona y crece hasta alcanzar las caderas de los caballeros, parados sobre las
curvas y los anillos de aquella larga y delgada culebra.
Y he ahí, al fin, el cadáver de las ideas, de los pensamientos financieros.
Terremoto en Wall Street. Terremoto en el sistema económico, en un sistema
económico no inventado por la generación que más sufre por su causa; pero, no
obstante, aceptado por esa misma generación como el mejor para la vida del hombre.
No pasaba un solo día sin que se suicidara alguno de los hombres que la víspera
fueran grandes, poderosos, ricos, invulnerables, intocables. La víspera habían sido los
pilares del sistema que ahora los aplastaba y despedazaba. Ayer, aquel sistema parecía
tan vigoroso, sano, todopoderoso y elevado que esperaba uno ver al universo entero
inclinarse ante él atemorizado, como algo que ningún dios sería capaz de inventar, de
crear o controlar mejor.
No había ser humano capaz de controlar por más tiempo la situación. Los
magnates más poderosos, los más feroces leones financieros no tienen manera de
hacerlo. Todo cuanto pueden hacer es salvar su propio pellejo tratando de escapar de
la catástrofe lo menos lesionados posible, ganando algunos millones aquí y perdiendo

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otros pocos allá. La catástrofe va en aumento, sin que sea posible prever su fin. Lo
que parecía tan poderoso, tan bien organizado, tan perfectamente supervisado, tan
inteligentemente conducido, tan religiosamente admirado como el más alto producto
de la humanidad, ahora se cuartea y se derrumba. Todos sus cimientos explotan, por
la única razón de que una sola rama del sistema, una sola rama, perdió su seguridad.
Esta rama estaba constituida por un producto, el carbón, el alimento de la industria
moderna.
Nadie puede detener la rueda, nadie puede impedir que siga el camino elegido por
ella misma. Ella rueda, toma velocidad, rueda más y más rápidamente, más y más
profundamente sobre el cuerpo sangrante de la economía nacional.

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XXXIV

Las operaciones bancarias se detienen. Los depositarios son atacados de pánico.


Todos temen, no, peor aún, todos están seguros de que perderán todo el dinero por el
cual se han esclavizado, ayunado y preocupado durante años y años.
Formando grandes colas desde antes de media noche, los depositantes se
acomodan tratando de estar lo más próximos posible de la ventanilla de los cajeros
del banco, cuando este abra sus puertas a las diez de la mañana. Mientras más pronto
se llegue a la ventanilla, mayores posibilidades habrá de salvar algo aún. La
esperanza de obtener cien centavos a cambio del dólar depositado, se perdió hace
muchas horas, al mirar la hilera de depositantes crecer continuamente.
La ordenada rutina de los bancos ha saltado de sus bien engrasados rieles. Todos
los empleados son llamados para pagar y se les recomienda lo hagan tan lentamente
como les sea posible, deteniéndose a llenar todos los detalles exigidos por las reglas a
fin de ganar tiempo y de cansar a los depositantes. Nadie deposita. Todos los créditos
son exigidos por los bancos. Unos bancos acuden a otros pidiendo ayuda en caso de
emergencia. Se envían cables a los bancos establecidos en países extranjeros,
pidiéndoles ayuda. Todas las reservas de la asociación bancaria son demandadas.
Nada da resultado. Las colas de gentes que esperan ante los bancos crecen cada hora
que transcurre. No hay un solo individuo que ceda su puesto. Todos prefieren morir
en él. Allí permanecen día y noche, con viento y lluvia, sin comer ni beber. Nunca se
enteraron de lo que Wall Street hacía o dejaba de hacer. Todo cuanto hicieron fue
tomar su dinero duramente ganado y depositarlo en un prestigiado banco para que se
los guardara y les pagara un pequeño interés para tener derecho a prestarlo con la
garantía del banco. Habían llevado su dinero al banco, porque la amplia propaganda
nacional apoyada oficialmente les aconsejaba no guardar sus ahorros en casa, metidos
dentro de una media y escondidos cerca de la chimenea, de donde podían perderse o
ser robados. Debían portarse como buenos ciudadanos y depositarlos en las cuentas
de ahorros de los bancos, acto que ayudaría a la industria norteamericana para dar
empleo a mayor número de padres de familia con numerosa prole que alimentar.
Los bancos empiezan a quebrar. Ya no pueden pagar más depósitos. Al principio
solamente los pequeños cerraron definitivamente. Pronto siguieron los de mayor
importancia. Las consecuencias del desastre aumentaban cada vez más.
Y he aquí una cosa, la cosa más notable que se puede imaginar. Cuando pasó la
catástrofe azotando a la nación con inundaciones, incendios, tempestades de arena y
terremotos, el continente no había desaparecido. Esta increíble miseria que estruja a
todo el pueblo norteamericano entre sus impías manos, no ha sido causada por alguna
gigantesca agitación de las fuerzas de la naturaleza destruyendo billones de dólares
en valores que jamás serán restaurados por el poder y la inteligencia humanas. Pasada
esta quiebra de la seguridad y orden económicos constantemente amenazados por los

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agitadores, criminales sindicalistas, brutos revolucionarios, no se hallará gigante,
demonio o genio capaz de tomar los cordeles y preparar una función para su regocijo.
Todo cuanto ahora ocurre en Wall Street, y en veintenas de Bolsas de valores en todo
el país, ha sido causado por un humilde gorgojo, no, por algo menos visible que un
gorgojo. Ha sido causado por un microbio, por un microbio llamado miedo. El miedo
es lo que repentina y aparentemente, sin causa o razón definida, estrujó los
pensamientos de millones de humanos y condujo sus ideas por un camino al que no
estaban acostumbrados estos millones de humanos. Autosugestión de las masas.
Sugestión, imaginación: «¡Santo Dios del cielo, puedo perder!». Después, lágrimas
para regar el hermoso sistema creado por el Señor, protegido por el Señor,
comenzado con la cartilla del Señor.
Aquella catástrofe que destruyó la seguridad del pueblo, de la nación entera, no
fue causada por algo más allá del control del hombre. Todos los valores continúan
intocados como antes. Hay tanto carbón, hierro, oro y plata en la tierra como antes de
que las acciones de la Anthracite bajaran tres puntos. Todo el dinero valorado por el
hombre se encuentra aún sobre la tierra en una u otra forma. Ni un solo centavo ha
caído del globo al vacío, donde no se le podría recuperar. Todas las casas se
encuentran aún en el sitio en donde se hallaban por la mañana. Todos los bosques del
país pueden ser localizados en los sitios señalados en los planos. Cada río, todas las
caídas de agua, todos los lagos se encuentran en sus lugares acostumbrados. Ningún
océano ha desaparecido. Todos los ferrocarriles, trenes, camiones; todos los barcos se
encuentran aún en uso y en tan buenas condiciones como la semana anterior. Algunos
pueden haberse perdido, solamente algunos, haciendo una pérdida total de menos de
dos por millón. Y millones y millones y más millones de hombres y mujeres fuertes,
saludables, cuerdos, educados y civilizados desean trabajar, producir para engordar a
los ricos de la tierra cada vez que se les ordene hacerlo. Ningún ingeniero ha perdido
sus aptitudes para inventar y construir máquinas. Ninguna mina de carbón ha sido
destruida últimamente. Todas están en sus sitios. El viejo y buen sol está en el cielo
como siempre. Llueve como ha llovido desde que el hombre tiene memoria. El trigo
se desarrolla y pronto madurará. Hay bastante algodón, más del que puede
consumirse hasta la próxima cosecha. Nada de la riqueza existente del mundo ha sido
afectada. Los hombres, mirados en conjunto, son tan ricos como ayer. Y nada más, y
atendiendo únicamente al hecho de que la propiedad y el dinero poseído por
determinadas gentes amenazaba cambiar de manos sobrevino la catástrofe que puso
en peligro a la nación entera, tal vez al mundo entero, arrojándolo a la desesperación
y a la miseria. Es esta una catástrofe no muy diferente de aquellas de los tiempos
idos, cuando las cosechas perdidas en una parte del mundo significaban la muerte
para los pueblos afectados, debido a la imposibilidad de elaborar y embarcar
rápidamente alimentos para los necesitados, desde los sitios en donde las buenas
cosechas permitían socorrer. Entonces los hombres vencieron los efectos de las
irregularidades de la naturaleza, inventando y construyendo el telégrafo y los medios

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más rápidos de transporte. Los hombres, sin embargo, no han llegado a un grado de
civilización tan elevado como para poder controlar en absoluto el sistema económico
que corresponda a las necesidades y a la habilidad de producir de los humanos. El
hombre vive aún un primer período evolutivo en relación con un sistema económico
civilizado. En este sentido vive aún en cavernas, de no ser así, no existiría posibilidad
alguna para que hubiera más guerras.

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XXXV

Una gran crisis económica sacudió al país y fue seguida de una enorme depresión.
Fue precisa aquella horrible depresión tan temida como un castigo del cielo. El
choque de Wall Street, la crisis económica seguida de la gran depresión, habían sido
realmente profetizados, si no olvidamos el dedo levantado y las constantes
predicciones de los comunistas, anarquistas, sindicalistas, reformistas, socialistas,
independientes progresistas y cientos de otros istas que insistían en su capacidad para
pronosticar semejantes desastres, consultando su Biblia, es decir, El Capital.
Muy pocas gentes pueden juzgar las crisis y depresiones con clara visión y mente
despejada, en nada afectada por supersticiones. La mayoría de las gentes, y entre ellas
los financieros astutos, aceptan la depresión como algo tan inevitable como la muerte.
Aceptan estos desórdenes económicos como parte del sistema que, de acuerdo con su
opinión, está tan perfectamente acuñado que nada puede cambiarlo, y por tanto, nada
ni nadie puede evitar ni las crisis ni las depresiones. Noventa y nueve por cien
personas sufren los efectos de la depresión, unas más que otras. Y prácticamente
todas las gentes de la actualidad se encaran a la depresión con tan pocas esperanzas
como se encaraban hace miles de años las gentes de aquellas épocas a la peste y a las
hordas invasoras de mongoles, hunos, similares a los hitleristas.
Si millones de toneladas de útil y buen carbón grandemente necesitado, es
sustraído hábilmente del mercado sin que la gente tenga oportunidad de prepararse
contra esa manipulación, las consecuencias serán exactamente las mismas que las
acarreadas por un terremoto o una inundación que destruyeran gran parte del país.
Pero ningún capricho de la naturaleza causaría tanto desorden y expondría la vida de
los hombres a una especulación gigantesca, planeada y ejecutada por esos truhanes
sin escrúpulos llamados grandes financieros. En cualquier catástrofe de la naturaleza,
el hombre sabe qué hacer, pues la experiencia le indica cuáles son los medios a que
debe acudir y tiene la inteligencia suficiente para reparar las pérdidas
inmediatamente. La naturaleza no es tan bestial para causar desastres y destruir, sin
haber provisto al hombre del cerebro apropiado para reparar lo destruido y mejorarlo.
Pero ante las especulaciones criminales, el hombre se encuentra prácticamente
inerme, indefenso. No le es posible ver con claridad lo que ocurre y dónde ocurre,
como cuando la naturaleza desconcierta sus planes. Si el hombre especula y con sus
especulaciones ocasiona catástrofes, nadie puede saber si se trata de carbón, falta de
hierro, malas cosechas de algodón o agotamiento de mil pozos de petróleo. De ahí
que ningún equipo salvavidas y ningún escuadrón de salvamento lleguen
oportunamente al sitio de la catástrofe para mitigar sus crueldades, porque en las
catástrofes ocasionadas por el hombre hay solamente un individuo o media docena de
individuos que saben el punto preciso en que se origina. Y son esos cuantos
individuos los mismos que crean el desastre, quienes no divulgan lo que saben para

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beneficio de la raza humana, o de su propio país, porque sus ganancias materiales
serán mayores mientras más grande sea la confusión que ocasionan intencionalmente.
Todo el país se encuentra activo.
Economistas de grandes vuelos en el mundo de las ciencias aplicadas, magnates,
financieros, senadores y congresistas, escriben artículos muy hábiles en periódicos y
revistas. Todos estos reyes del saber llegan a la inteligente conclusión de que
solamente la falta de carbón en un país tan terriblemente necesitado de él es la causa
de la crisis actual; pero que en cuanto sea posible disponer de carbón en cantidades
suficientes, la depresión sufrida por todo el país desaparecerá inmediatamente. Sí,
inmediatamente y la prosperidad volverá a asomar su rostro sonriente.
Aquellos artículos estaban hábilmente escritos por autoridades del comercio y las
finanzas.
Todas las amas de casa sentían la falta de carbón. A esos inteligentes escritores de
artículos hábiles se les pagaba una peseta por palabra por decir a los lectores lo que
cualquier ciudadano necesitado de carbón sabía desde semanas atrás. Las mismas
autoridades en economía dijeron al mundo, también a peseta la palabra, que la causa,
la única y exclusiva causa de aquella horrible falta de carbón, era la huelga general de
los mineros, porque es lógico comprender que si todos los mineros se declaran en
huelga, las minas dejan de ser explotadas y no hay carbón.
En sus encabezados, los periódicos pedían al gobierno que pusiera fin a la huelga
valiéndose de los medios que fueran necesarios, pero que la terminara costara lo que
costara. Las compañías explotadoras de las minas de carbón y cientos de magnates en
otros terrenos protestaron contra esa medida, por la sencilla razón de que la
intervención del gobierno en los asuntos de las empresas privadas sería
anticonstitucional, porque afectaría por igual la libertad de las empresas y la de los
trabajadores. Las empresas, decían, resolverían la huelga por sus propios medios, y
no era necesario que ningún gobierno les dijera lo que era bueno, ya que las empresas
se habían manejado perfectamente durante los últimos cien años y no necesitaban del
consejo de nadie, ni del gobierno.
El gobierno federal nunca había pensado de hecho en atender a los gritos de la
prensa excitada. Lo único que los gobiernos locales y estatales habían hecho respecto
a la huelga general había sido enviar a todas las zonas afectadas tropas suficientes y
bien equipadas; ametralladoras, cocinas de campo y todo cuanto era necesario. Los
gobernadores de los estados y otras cabezas del gobierno explicaron ese movimiento
a los cronistas, diciéndoles que los derechos constitucionales de todos los ciudadanos
debían ser protegidos y que, siendo uno de los principales derechos de los ciudadanos
el trabajar donde quisieran y en las condiciones que mejor les convinieran, era
necesario vigilar que cada ciudadano fuera libre de hacer uso de sus derechos en
condiciones de seguridad. De ahí que ninguna intervención en esos derechos sería
permitida.

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Inmediatamente que la guardia nacional acampaba en algún sitio para
salvaguardar la paz, ocurrían encuentros entre los huelguistas y los bien armados
protectores de los derechos constitucionales. Las ametralladoras atronaban durante
horas enteras mucho tiempo después que las calles y las plazas habían sido
desalojadas. Los oficiales no desperdiciaban aquella bienvenida oportunidad de
practicar el tiro con ametralladora, ayudando al mismo tiempo a la industria
productora, en parte, a hacer mejores y mayores negocios.
Todos los buenos ciudadanos, esto es, todos los que no eran huelguistas y
aquellos que no temían la falta de carbón, decían siempre que encontraban algún oído
dispuesto a escucharlos, que el gobierno federal estaba en su perfecto derecho al
ocurrir a la guardia nacional; no solo en su derecho, sino en la obligación de dar una
lección efectiva a todos los anarquistas y los extranjeros que deseaban impedir a los
pobres que obtuvieran su carbón barato. «Hace bien el gobernador en velar por la paz
y el orden, todos los medios son dignos de aprobación cuando tengan por objeto dar
de golpes a los anarquistas, a los comunistas y a los socialistas, hasta hacer saltar sus
agitados sesos. Ello hará volver el sentido común a las cabezas duras de nuestros
mineros, que cordial y mentalmente son nobles; pero que se han dejado desviar por
extranjeros, judíos y otros que pretenden destruir al gran país de Dios sobre la tierra.
Tres hurras por nuestro gobernador. Puede estar seguro de su reelección. ¡Hurra!».
Entre los que no juzgaban muy bien a los mineros huelguistas se hallaban cientos
de miles de trabajadores en general. Aquellos trabajadores que no simpatizaban
totalmente con los mineros eran la gran mayoría, pues se daban cuenta de que, a
menos de que la huelga terminara pronto, cientos de fábricas, plantas y molinos
tendrían que cerrar por falta de carbón, lo que significaba ausencia de salarios y falta
de pan.
Los trabajadores de todo el país hacían colectas y más colectas para los
huelguistas y enviaban sumas considerables a los que más las necesitaban. Pero esas
colectas entre los proletarios eran recibidas en todas partes con caras agrias y todos
los trabajadores trataban de contribuir con lo menos posible sin perder prestigio entre
sus compañeros. «Hombre, no siempre podemos dar, tenemos que pensar primero en
nuestras familias. Debían terminar ya con su maldita huelga, esperar tiempos mejores
e intentarla con mejor suerte. Pero, en fin, si es como usted dice, apúnteme con dos
pesos. Pero me harán falta, créalo, los necesito, camarada».
La escasez de carbón pronto se tornó verdadera hambre de carbón. La gente
empezó a comprarlo antes de obtener carne, huevos y hasta pan. Las familias que
estaban en posibilidad de hacerlo compraron y almacenaron carbón en cantidad
suficiente para tres años de consumo. Pagaban tres y hasta cinco veces más sobre el
precio de menudeo, con el objeto de llenar sus alacenas, sus sótanos, sus carboneras y
todos los rincones disponibles. Y si almacenaban tanto que llegaban a sentirse
enterrados en carbón, se sentían felices y decían: «En cuanto a mí, vecino, bien puede
esa huelga durar cinco años si así lo desean. Estoy preparado para lo peor».

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Si cualquiera de sus conciudadanos después de que él había obtenido veinte
toneladas conseguía solamente provisiones para dos meses, era algo que no le
importaba. Que cada quien vea por sí mismo sin preocuparse por los demás, es lo
debido.
Los ferrocarriles, las compañías navieras, las fundiciones de acero, las fábricas de
motores y similares, esperaban la gran rebaja de precios que vendría tarde o
temprano. La mayoría de esas empresas tenían aún grandes cantidades de carbón que
habían obtenido cuando los precios fueron bajos, el crédito fácil y los intereses
razonables. Pero la locura de las amas de casa causada por el hambre de carbón de los
ciudadanos insignificantes forzó, naturalmente, los precios. Cuatro semanas después
de declarada la huelga el carbón costaba al mayoreo lo que anteriormente costaba al
menudeo cuando los pobres obtenían cantidades no mayores de diez libras.
Las grandes compañías empezaban a pensar en hacer tratos con las empresas
carboneras inglesas, belgas y francesas para obtener de ellas el carbón necesario en
caso de que la huelga durara más de lo calculado.

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XXXVI

Durante las últimas dos semanas, Mr. Collins había sido solamente observador listo a
ponerse en acción en cualquier momento. Vio que su plan marchaba mal. Sin
precipitarse observó primero el desarrollo de la situación general. Por todos los
medios tenía que obstruir el mercado para evitar que se equilibrara antes de que él
recogiera su cosecha.
Los cronistas deseaban consultarlo para obtener información de él. Los editores
de los periódicos se aproximaban a él juzgándolo en el comercio y las finanzas,
recordando que mucho tiempo atrás les había dicho lo que ocurriría y viendo que sus
profecías se cumplían en todos sus detalles. De haber los editores y los lectores creído
en sus predicciones cuando la huelga declarada a la Anthracite estalló, de haber
tomado en serio sus opiniones, la actual crisis probablemente habría sido evitada
totalmente o por lo menos detenida antes de que afectara todos los sectores del país.
En este período de los acontecimientos, ningún editor, ningún cronista, ningún
lector se había enterado de que mientras Mr. Collins contaba largas historias a los
reporteros, de hecho ni había dado consejo alguno ni había hecho advertencias a la
nación respecto a la crisis que se avecinaba. Pero a pesar de la vaguedad de las
explicaciones que diera entonces a los periodistas, todos ahora, en las altas o bajas
esferas nacionales, jurarían que Mr. Collins había predicho detalladamente los
acontecimientos.
Nuevamente los cronistas acudieron a él a pedir su opinión sobre la situación
actual.
Con firme convicción en lo que pensaba, creía y decía, fue directamente al punto
que tenía preparado para lanzarlo al público.
—Nadie más que los sindicatos y solo ellos, son responsables del lamentable
desastre al que la nación se enfrenta actualmente, y del que el pueblo norteamericano
no encuentra aún manera de salir, para regularizar la situación. Nosotros, la Emmerlin
Anthracite Company, podríamos haber llegado fácilmente a un entendimiento con
nuestros hombres. Todos ellos, quizá con insignificantes excepciones, son sobrios,
industriosos, honestos, buenos trabajadores, ciudadanos obedientes de las leyes, tan
buenos que ni el Señor podría enmendarlos. La dificultad está en que los dirigentes y
agitadores de los sindicatos se mezclan en los asuntos de los mineros rectos, que de
hecho no necesitan del consejo de extraños para guiar su vida de buenos mineros y de
ciudadanos honestos.
«Nosotros, como todas las empresas carboneras, hemos hecho cuanto es posible
bajo el sol por el mejoramiento de las condiciones de nuestros trabajadores. Los
sindicatos, por su lado, evitan todo buen entendimiento entre los patrones y los
obreros. Las intenciones de los sindicatos, en particular de los sindicalistas, son
obvias para cualquiera que desee ver claramente, y que no se deje engañar por todas

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esas fantasías acerca de la igualdad entre los hombres y el derecho eterno al trabajo
bien pagado. Yo pienso, señores de la prensa, que no tengo nada más que agregar
sobre hechos ya ampliamente conocidos por todo el país. Ustedes, caballeros, siendo
periodistas experimentados, saben más de todo esto que yo, que no soy más que un
sencillo hombre de negocios. Y solo para hacerme justicia diré que soy un hombre
que se ha hecho por sí mismo como cualquier norteamericano puede lograrlo, si tiene
verdaderas ambiciones. Respecto a mí no hay nada especial o particular que cualquier
otro norteamericano no posea».
Respiró profundamente y continuó:
—Consecuentemente, caballeros, llego a la conclusión de que los sindicatos y
especialmente las organizaciones que se llaman Trabajadores Industriales del Mundo,
mejor conocidos por W. I. T. U., tienen una sola mira, permítanme recordarlo,
caballeros de la prensa, y esa mira, es conducir al pueblo norteamericano a un caos de
confusión y desorden artificialmente preparado por agitadores que, escondiendo sus
siniestras intenciones aun ante las víctimas de sus desvíos, hacen cuanto pueden para
cargar la responsabilidad de acontecimientos como los actuales a la clase capitalista.
La verdadera meta perseguida por estos hombres es esta: una vez que los negocios y
la situación económica de la nación se encuentren tan horriblemente desfigurados, tan
terriblemente desordenados, tan infamemente confundidos que todo el pueblo,
trabajadores y no trabajadores, no tengan ni dinero ni pan, estos dirigentes sindicales
saltarán de sus oscuros cuchitriles, tomarán las riendas de la política del país y
declararán la dictadura del proletariado, para formar lo que ellos llaman un estado
socialista dentro del que toda propiedad privada será confiscada sin compensación
alguna, y en el que los trabajadores tomarán los sitios de esos nobles hombres y
mujeres a quienes justa y rectamente llamamos la clase dirigente del país.
Mr. Collins hizo una pausa para ver qué efecto producía su discurso. Todos los
cronistas escribían rápidamente para no perder una sola palabra del conjurador
financiero. Dando a su voz una entonación ligeramente dramática, continuó:
—Semejante cambio en nuestro gobierno significaría, naturalmente, el fin de
nuestra profunda y verdaderamente democrática república, de esta república por la
que nuestros antecesores pelearon, sufrieron y alcanzaron la más gloriosa muerte que
un norteamericano puede desear. Piensen, caballeros, en nuestras mujeres, nuestros
niños, nuestras esposas e hijas entregadas a esos agitadores que en sus propios países
tienen prohibido abrir la boca para propagar sus ideas anarquistas y sus planes
infames, y que ahora vienen a nosotros, pueblo libre e independiente, para envenenar
nuestras mentes, para contaminar los pensamientos de nuestros trabajadores con sus
criminales sugestiones. Nosotros les hemos dado hospitalidad y protección contra las
persecuciones de sus países en los que no se goza de libertad, y nos demuestran su
gratitud pretendiendo arruinar a nuestra patria. Si nosotros, la Emmerlin Anthracite
Company, no permitimos que nuestros mineros pertenezcan a otros sindicatos sino al
formado exclusivamente por aquellos que trabajan en nuestras minas, es que sabemos

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con exactitud lo que hacemos. No queremos ver a los Estados Unidos de
Norteamérica barridos de la tierra por hordas de anarquistas locos y de comunistas.
Deseamos conservar la nación en la situación en que se encuentra. Queremos hacerla
mejor y más grande cada día. Queremos que este grande y hermoso país sea el lugar
de la tierra en el que todos los hombres de buena voluntad puedan vivir feliz, pacífica
e independientemente.
Mr. Collins miró en rededor como tratando de encontrar nuevas ideas en los
rostros de los cronistas inclinados sobre sus libretas de apuntes.
—Por lo tanto, caballeros de la prensa, en mi opinión y en la de todos los buenos
y honestos norteamericanos, la destrucción de los sindicatos significa la conservación
de estos Estados Unidos de Norteamérica. Ahora no podemos retroceder, porque
nuestros propósitos van más allá de los negocios y el dinero. De valor
incomparablemente mayor que el dinero y los buenos negocios es para nosotros esta
patria nuestra. Así, pues, caballeros, en resumen, les diré ahora lo que hemos
decidido para el futuro. Tan pronto como hayamos destruido los sindicatos mineros
en este país, los sindicatos de los trabajadores de transportes de cualquier especie
serán atacados y haremos lo posible por destruirlos, así como al resto. Consideramos
a los sindicatos de trabajadores de transportes tan peligrosos como a los de mineros,
ya que esos trabajadores tienen sus puños sobre las ruedas de la industria y el
comercio de nuestro país. No podemos permitir que los sindicatos controlen los
ferrocarriles, los barcos que surcan los ríos y los mares, y los vehículos que cruzan
nuestras carreteras. El control de todos los medios de transporte en este país debe
estar bajo el control de las gentes de razón, esto es, en manos de responsables
financieros americanos. Gracias, señores, creo que por ahora esto es todo. Gracias.

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XXXVII

Los más viejos y experimentados de los cronistas habían oído esta historia y otras
similares antes, las sabían de memoria y conocían su verdadero valor. Aquellos de los
cronistas que, por mucho que trataran de lograrlo, no podían encontrar ningún matiz
nuevo en los viejos cuentos dichos por Mr. Collins con el propósito de presentarlos
como novedad, eran los mismos que entonces porfiaban por formar un sindicato de
periodistas, ya que los propietarios de periódicos los tenían tan agraviados o quizás
más que las compañías mineras a sus trabajadores. Sin embargo, por el momento no
podían hacer nada más que entregar sus crónicas de la entrevista con Mr. Collins a
sus editores, teniendo además, quisiéranlo o no, que escribir algunos párrafos para
hacer saber a Mr. Collins que él hablaba mejor que cualquier otro hombre en la
actualidad, ya que era uno de los directores y locutores más importantes de la
Anthracite, misma empresa que, desde luego en contra de su propia voluntad e
intenciones, había originado la situación de la que resultaba la actual depresión.
Es lógico suponer que las crónicas de las entrevistas con Mr. Collins aparecieran
en primera plana y con grandes encabezados. De esta manera sus opiniones llegaban
al punto exacto que él deseaba, y en el que deseaba fueran leídas con gran atención.
Una vez más ahorraba el dinero que podría gastarse en comprar dirigentes sindicales.
Nuevamente sabía cómo emplear la solidaridad de los trabajadores para beneficio de
sus egoístas propósitos, para lograr la gran colecta lista a efectuarse cualquier día.
Aquellos a quienes dirigía especialmente sus opiniones, eran los trabajadores y
operadores en conexión con los transportes, y especialmente a los bien disciplinados
y organizados. De no haber estado los trabajadores de transportes ya organizados en
forma bastante adelantada, Mr. Collins no habría jugado aquella carta.
Los sindicatos de los trabajadores de transportes publicaron un manifiesto en la
prensa, tres horas después de que el primer periódico que editó la entrevista se
vendía. El manifiesto dirigido a todos los trabajadores de los Estados Unidos de
Norteamérica y a todos los del mundo, se dirigía también al público norteamericano
en general y se imprimió en cinco millones de ejemplares que fueron distribuidos por
todos el país alcanzando hasta los rincones más lejanos, sin olvidar los aserraderos,
las minas aisladas, los plantíos de naranjas de Royal Valley y los rancho del Río
Grande.
Los trabajadores de transportes reaccionaron mejor y más efectiva mente de lo
que Mr. Collins imaginara. Mientras más enérgica fuera su respuesta, más
probabilidades tenía él de ganar la batalla.
Inmediatamente los trabajadores de transportes organizaron reuniones grandiosas
en todo el país. En todas aquellas reuniones se hacía conocer oficialmente a todos los
trabajadores el hecho de que por fin empezaba el gran combate, la verdadera batalla
cuya alternativa estaba en vivir o morir. Los salones y las plazas en los que las

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reuniones se efectuaban temblaban estremecidos por las voces estentóreas con que los
insultados, amenazados y heridos trabajadores expresaban al mundo su pensamiento.
El resultado fue que en todas las reuniones se acordó unánimemente pedir apoyo
ilimitado a todos los trabajadores organizados y no organizados del mundo, para los
mineros huelguistas, porque si se daba el caso de que los mineros perdieran el
combate contra los patrones, estos seguirían su obra destruyendo todo lo que el
trabajo, en una batalla de cien años, había ganado y le seria imposible recuperar por
lo menos en cincuenta más. Dentro de las resoluciones tomadas se incluía la de que
todos los estibadores de los puertos se negarían a cargar cualquier barco que trajera
carbón a puertos norteamericanos. Y en caso necesario se declararía la huelga general
de los trabajadores de transportes.
Las finanzas y la industria norteamericanas sufriendo aún las consecuencias de la
terrible depresión y gravemente heridas por la crisis general económica y financiera,
no podían correr el riesgo de otra huelga general y menos aún del gremio de
transportes. Por amargas experiencias, los financieros norteamericanos sabían que
todas las huelgas de ferrocarrileros o de trabajadores de cualquier medio de
transporte, locales o nacionales, eran inevitablemente acompañadas de sabotaje, y si
la huelga era ganada por los patrones apoyados por policías y otras fuerzas armadas,
las pérdidas de material rodante y daños a las carreteras alcanzaban sumas
considerablemente más elevadas que la pequeña disminución en las ganancias,
causada por el aumento de salarios y otras prestaciones concedidas a los trabajadores
por medio de tratos amistosos.
Los negocios en apogeo pueden soportar las huelgas con mayor facilidad y mejor
ánimo que los negocios profundamente agitados por la inseguridad general. Una
huelga de los trabajadores de transportes, aun de corta duración y en tiempos tan
críticos como estos, complicaría enormemente la situación y muchas buenas
oportunidades de controlar la crisis actual y de normalizar los negocios serían
gravemente afectadas y tal vez desaparecerían por completo.
Previendo todo esto, y tomando en consideración las posibles consecuencias, los
dirigentes de la industria norteamericana ordenaron la cancelación de todos los
contratos que se hubieran hecho para obtener carbón extranjero. Avisóse a todos los
barcos que traían cargas de carbón que cambiaran de rumbo y lo descargaron en
puertos no norteamericanos.
Era eso y nada más que eso lo que Mr. Collins deseaba que ocurriera, cuando dijo
a los cronistas que los sindicatos de trabajadores de transportes serían los próximos
sentenciados a muerte en cuanto los mineros lanzaran el último aliento. Tan poco
como le importaba que los mineros tuvieran un sindicato, lo mismo le importaba la
organización de los trabajadores de transportes. Él usaba el amor y el entusiasmo de
los trabajadores por sus organizaciones únicamente como un medio para la
consecución de sus propósitos.

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XXXVIII

A partir de este día, todo ocurrió como lo había planeado. Collins trabajaba de
acuerdo con la receta inventada y aplicada por primera vez por el buen Master
Joseph, onceavo hijo de Mynheer Jacob, y nieto de Israel, hijo del señor Abraham,
último habitante de la ciudad de Ur. Fue precisamente por medio de aquel invento
como el pájaro de cuenta que era Joseph, logró convertirse en virrey de Egipto y en
uno de los hombres más ricos de su tiempo en toda la costa del Mediterráneo. Para
agravio de más de un hombre vivo en aquellos remotos tiempos, fue un judío quien
consiguió el más alto grado de gentileza y se hizo inmensamente rico almacenando
trigo y guardándolo todo el tiempo que fue necesario para permitirle dictar precios.
Desde luego, la Biblia nos cuenta la historia en una forma enteramente distinta, pues
de otro modo resultaría insoportable para el resto de la raza humana, particularmente
para los arios, aceptar el hecho de que ya dos mil quinientos años antes, un judío
tenía mayor inteligencia y más aptitudes para los negocios que la mayoría de los
egipcios. Desde entonces los judíos se interesan vivamente por nuestro trigo, pero
muestran menos interés en cultivarlo que en comprarlo y venderlo. Ningún ario gordo
y astuto puede negar que los judíos tienen derecho a manejar nuestro trigo, ya que
son los que poseen más larga experiencia en esa rama del comercio.
Ahora que Mr. Collins no era judío. Era ciento cinco por ciento norteamericano y
ciento cincuenta por ciento ario. Y de ambos porcentajes se mostraba muy orgulloso a
pesar de no haber hecho absolutamente nada en particular para lograr esa distinción.
Siempre que surgía una discusión relacionada con ciertos problemas políticos en su
club, él defendía la conveniencia de que se dictara una ley especial que de una vez
por todas y para siempre prohibiera la entrada de los judíos y los medio judíos a los
Estados Unidos. En las proposiciones que no propagaba en público, sino entre los
miembros de su club que compartían sus opiniones, solía ir más lejos aún que la
mayoría de los antisemitas, ya que proponía que se prohibiera la entrada al país hasta
a los turistas y visitantes, compradores y agentes de origen judío. Fue atendiendo a
una sugestión suya, como el club había incluido en su reglamento una cláusula más
por la que se obligaba a cada miembro a declarar bajo su palabra de honor que, hasta
donde le era posible saber, no corría sangre judía por sus venas; incluíase en la regla
también a sirios, turcos, albanos y otros más. Deseaba que los negros
norteamericanos fueran segregados por los blancos y se les obligara a residir en
sectores especiales del país, o que fueran todos enviados fuera de Norteamérica para
habitar alguna isla. Esta buena idea era compartida por la totalidad de los miembros
del club, mientras que no todos ellos deseaban que se alejaran los grandes
compradores judíos de productos norteamericanos.
Mr. Collins era más grande que Joseph, y más grande también que Lord
Beaconsfield, porque es muy vieja la creencia de que si alguien es realmente grande y

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además increíblemente falto de escrúpulos, sin límites y sin consideraciones para los
demás, debe, indudablemente, ser judío. Y en esto reside el gran consuelo de todos
los arios que viven con la esperanza de que surja de ellos uno que supere a los judíos
como Mr. Collins superó a Joseph.
Sin duda alguna Mr. Collins era mucho más grande en verdad. Y además sus
métodos eran ultramodernos. Él no se valía de los sueños de otras personas. Hacía
uso perfecto y nunca antes ensayado de la solidaridad del proletariado, y en verdad
que era excelente el uso que hacía él de esa solidaridad acerca de la cual los
trabajadores escribían en forma tan vehemente en los periódicos socialistas y
comunistas.
Mr. Collins estaba respaldado por la ventaja de que todas las gentes de dinero
sufrían el temor mortal de que cierto día, muy próximo, la solidaridad del
proletariado se convirtiera en realidad y que su poder llegara a trastornar hasta el
sistema solar y a cambiar completamente nuestra concepción del universo.

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XXXIX

Mr. Collins había empezado su colecta, colectaba seria y activamente. Recogía la


crema de la riqueza nacional. ¡Gran Dios, cómo colectaba ese hombre! ¡Dios
todopoderoso, cómo fue sangrada la nación! El precio del carbón disponible subió un
treinta por ciento, después un cincuenta. Una semana más tarde, subió un veinticinco
por ciento más.
Cuando fue posible decir el precio sin que ni el comprador ni el vendedor
perdieran el aliento o cayeran muertos allí mismo, y cuando la opinión general era
que los precios estaban destinados a subir aún más, Mr. Collins decidió abrir sus
graneros para aliviar los sufrimientos de la industria norteamericana y ayudarla a
recuperar su alimento más indispensable.
En esta forma Mr. Collins se convirtió en salvador de la nación americana. De no
haber tenido ya la nación un padre de la patria y un libertador de los esclavos, Mr.
Collins hubiera tenido oportunidad de ganar cualquiera de esos dos o tal vez los dos
deseados títulos. Carecía de ambiciones políticas, pues de otro modo habría sido
elegido presidente de los Estados Unidos, por aclamación.
La Anthracite cobraba y cobraba. No tenía gastos. Todos los gastos ocasionados
por su acaparamiento y por la consecución de sus planes eran sufragados por los
trabajadores. Todos los ricos fondos de los sindicatos mineros y una gran parte de los
de otros sindicatos fueron consumidos por los huelguistas. Solamente los proletarios
tenían gastos. Los propietarios hacían colecta tras colecta entre sus compañeros, que
contribuían con cara dura y gesto agrio, pero fieles a su instinto de solidaridad. Los
leales contribuían con más de lo que les era posible. La colecta era para los sufridos y
hambrientos mineros y para sus pobres hijos, y todo honesto proletario
norteamericano se sentía en el sagrado deber de sostener la huelga. Los reyes
declaran las guerras y los proletarios sangran y mueren. Los magnates hacen temblar
a Wall Street y el proletariado sufre y sacrifica hasta su último centavo para ayudar a
sus hermanos necesitados.
La batalla había terminado.
La vida financiera volvía a su cauce y empezaba a sentirse calma en el campo de
la industria. Nuevamente se recibían y atendían pedidos en la forma acostumbrada.
Cuando las condiciones en todos los terrenos habían alcanzado un punto
medianamente satisfactorio, Mr. Collins consultó su libreta y se percató gozoso de
que estaba muy cerca de obtener dos millones más sobre la cantidad que estipuló el
día en que hizo su proposición a los directores de la Anthracite. Ya no necesitaba más
del trabajo, de los sindicatos obreros tendientes a formar un frente mundial, y todos
no le importaban ni un ápice. Ni los trabajadores norteamericanos, ni sus astutos
dirigentes, ni sus hábiles agitadores se enteraron jamás de que habían sido solamente
cartas, fichas, dados, en el juego de Mr. Collins.

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Los mineros esparcieron en todas direcciones la noticia de que habían obtenido
una victoria aplastante sobre el testarudo capitalismo al haber logrado recuperar sus
puestos con una rebaja del diez por ciento únicamente en sus salarios, en vez del
amenazante veinticinco por ciento. Lo que era más importante para ellos y lo que los
acababa de convencer de que habían obtenido una victoria, la más grande hasta
entonces del proletariado organizado, era el hecho de que todas las compañías
mineras reconocieron a los sindicatos. Así, pues, otra vez podía el trabajo gozar
legítimamente de su más preciado y amado juguete. ¿Qué le importa de hecho al
capitalismo que los trabajadores se organicen o no? Con sindicatos o sin ellos, los
trabajadores se mueren de hambre si carecen de trabajo o de cerebro suficiente para
crearse uno que les permita ser amos de sí mismos. Y el hecho de que un trabajador
retenga o no su trabajo no es cosa decidida en última instancia por el sindicato, sino
por aquellos que no predican ni escuchan sermones radicales y trabajan dieciséis
horas diarias en sus propias ocupaciones, sin un ápice de sentimentalismo cuando de
comer se trata.
Si los trabajadores escucharan exclusivamente conferencias y sermones en los
que se les hablara del paraíso que será suyo cuando el capitalismo se derrumbe, este
último, podría aún ganar la carrera. Porque ese paraíso de los trabajadores está tan
lejano como el prometido por la iglesia. Ambos se encuentran a igual distancia.
Nunca vendrán, es necesario que cada quien los haga con sus propias manos y con el
poder del deseo.
Mr. Collins disertaba sobre el capitalismo en la forma más perfecta. No tomaba en
cuenta ni los muertos ni las pérdidas. No le importaban para nada todos los hombres
muertos por la policía y la guardia nacional. No se cuidaba de enviar regalitos a los
cientos que por una u otra razón fueron enviados río arriba, algunos por períodos de
diez años. No lloró por los cientos de hombrecitos que habían perdido sus negocios,
su dinero, sus ahorros, todo cuanto poseían en el mundo. ¿Qué podían importarle a él,
admirador de las virtudes del capitalismo, las veintenas de suicidas y los trescientos
cincuenta locos, en números redondos, que se encontraban recluidos en el
manicomio? Tampoco envió flores al medio millar de hombres, mujeres y niños que
yacían en las camas de los hospitales, muchos de ellos inválidos para el resto de su
vida. Porque en realidad ni siquiera por los grandes generales perdidos en el campo
de batalla se debe llorar. Un gran general nunca tiene tiempo para tonterías. Necesita
preparar la próxima batalla, para evitar derrotas. El diablo sabe cuán ocupados
estamos con los vivos para perder el tiempo lamentando a los muertos.
Y mientras el proletariado entierra a sus muertos, llora sobre ellos y hace largos
discursos sobre sus tumbas abiertas para poner de manifiesto su habilidad oratoria, la
parte contraria piensa en la forma de engrandecer sus negocios a costa del
proletariado.

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XL

Mr. Collins se encontraba en la cúspide. En la cúspide desde la que podía llamar por
sus nombres a una docena de millonarios sin ser desairado.
Y he aquí que ocurrió algo que él no esperaba aun cuando, hombre fuerte como
era, no le importó un ápice.
Todos aquellos caballeros de la Emmerlin Anthracite, presidente, vicepresidente,
directores y altos jefes que durante los últimos meses habían trabajado codo con codo
con él empezaron a cambiar de actitud.
Tan poco sentimentales como él eran ellos. Cualquiera habría vacilado un poco
antes de decidirse a hacer una mala pasada a su amigo más íntimo aligerándolo de un
cuarto de millón, con el único fin de divertirse, porque necesidad verdadera de dinero
no tenían. No obstante, esos caballeros tenían un campo de acción diferente, con
ciertas limitaciones, en tanto que Mr. Collins —de esto se habían percatado durante el
tiempo que trabajaran con el mismo fin— no conocía más límites que los
considerados por la ley como criminales, sin lugar a duda.
Las operaciones de la Anthracite hasta aquel momento estaban estrictamente
dentro de la ley; que fueran aceptadas por la ética financiera, o la ética en general, era
cosa que no les preocupaba. La compañía había estado en su perfecto derecho de
obrar como lo había hecho y sus directores podían siempre asegurar que sus
manipulaciones habían sido aconsejadas por las circunstancias sobre las que carecían
de control. Ninguna investigación habría sido suficiente para probar lo contrario en el
caso particular de la Anthracite. Toda la maniobra, juzgada desde el punto de vista de
la ley escrita, y juzgada por los financieros y comerciantes norteamericanos, habría
sido considerada limpia y honesta. Tan honesta, limpia y hábil como cualquiera otra
realizada bajo condiciones similares y dirigida por la ambición podría ser juzgada en
los dominios del sistema capitalista. Porque aun del hecho de que las gentes se
dejaran estrangular por el pánico la Anthracite no era responsable, ciertamente no.
Por un acontecimiento tan lamentable uno puede hacer responsable si acaso al Señor,
creador del universo, incluido los débiles cerebros de los tontos. Si los humanos
tuvieran mayor disciplina mental, mayor confianza en su habilidad, más valor y
coraje, y si no temieran enfrentarse a la vejez sin una cuenta en el banco o una buena
póliza de seguros, nadie haría uso de los humanos en beneficio propio. El hombre que
exprime al tonto hasta donde le es posible debiera ser aclamado como gran cirujano.
Porque los tontos son tontos debido a que esperan que los otros sean lo bastante
tontos para entregarse por un quince por ciento de interés en sus inversiones.
Aunque toda la maniobra de la Anthracite había sido conducida legalmente, cada
uno de los miembros del consejo de directores, sin excluir al presidente, temblaban
ante la idea de llevar a cabo otra campaña como esa, o similar. Todos temían que si
Mr. Collins continuaba como miembro del consejo, los indujera a otra batalla

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peligrosa en la que se sufre un choque nervioso. Ahora todos lo conocían tan bien que
estaban seguros de que Collins necesitaba aquella clase de excitantes, tanto como
otros necesitan de la ruleta. Y se daban cuenta de que no siempre saldrían del paso
con tan buena suerte como en esta ocasión.
Razonando en esa forma, los caballeros llegaron a la conclusión de que lo mejor
para su seguridad era condecorar a Collins con tantas medallas que no le quedara otra
salida que renunciar para quedar libre y poder ocupar el puesto a que su habilidad le
hacía merecedor y que, desde luego, era más encumbrado que el que ocupaba en una
empresa guiada y controlada por abuelos tan cautos que preferían viajar en diligencia
en vez de usar un aeroplano.
Las medallas que los directores colgaron al pecho de Mr. Collins tintineaban con
un sonido más dulce al oído que el producido por las medallas dadas a los soldados
norteamericanos que salvaran a la nación de un ejército invasor mexicano. Mr.
Collins, poseedor de las acciones que le entregaron, parte en calidad de medallas,
parte como pago por su buen trabajo, resultaba aún muy peligroso para la Anthracite.
Así, pues, se le ofreció un precio ridículamente elevado por sus acciones. Él
comprendió el significado de la oferta y las vendió; quedóse únicamente con veinte
acciones con el objeto de no desligarse totalmente de la Anthracite, porque nadie
puede prever cuán útil será algún día el derecho a sentarse en una sesión de
accionistas de la Emmerlin.
Cuando salió de la sala de conferencias le hicieron tantas reverencias como si se
tratara de Mr. Morgan. Pero una vez que se cerró la puerta tras de él, todos los
caballeros respiraron aliviados y uno de ellos, hablando por todos, dijo: «Todavía lo
creo un aventurero. En cualquier forma, caballeros, no olviden que ahora vale dos
millones. Demasiado dinero en manos de semejante hombre».
En esta forma la Anthracite se deshizo de él. Los directores dieron gracias a Dios
y entregaron a un fondo de caridad veinte mil dólares.

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XLI

Los nervios y las arterias de la civilización son trigo, algodón, carbón y acero. Aquel
que domine uno de estos productos dados al hombre por la naturaleza, será tan
poderoso como Dios sobre la tierra, porque le será posible construir iglesias y
alimentar sacerdotes, así como dejar que los templos se derrumben y que los
servidores de Cristo mueran de hambre. Si el Señor no cuenta con sacerdotes que lo
representen en la tierra ante aquellos que lo niegan voluntariamente, pronto será
olvidado. Ya ha ocurrido antes y bien puede ocurrir otra vez. La carne, las pieles, el
algodón, los inmuebles, son también muy importantes para los civilizados. Pero el
hombre puede permanecer civilizado durante un largo tiempo sin carne y con los
zapatos hechos pedazos. Puede vivir en habitaciones pequeñísimas y sentirse aún
bien y civilizado, pero debe tener pan y si carece de algodón no podrá vivir mucho
tiempo en esta época en la que no hay suficientes pieles y lana en el mundo para
vestir a todos los necesitados de calor. Pero sin hierro y carbón, la civilización
moderna desaparecería en una generación, siempre que no se encontraran sustitutos.
Mr. Collins conocía los nervios de la civilización, de ahí que hiciera uso del
carbón para destacarse de la masa y elevarse hasta la cumbre.
El carbón lo había despedido honrosamente, porque resultaba demasiado
peligroso para ese producto. Consecuentemente, tenía que buscar otro nervio vital de
la civilización que lo ayudara a ganar más poder y riqueza.
Por experiencia había llegado a la convicción de que era más excitante jugar por
poder y dinero en un mercado abierto, a la vista de todo el país, que sentarse ante la
ruleta en un salón sobredecorado. Uno no puede mover la ruleta ni influir en sus
vueltas. Necesita aceptar lo que decida la suerte ciega. Cualquier idiota puede jugar
en Monte Carlo, es por ello que en Monte Carlo no se encuentran más que idiotas,
ladrones, pícaros y prostitutas con sus empresarios en espera de que alguno de los
idiotas gane.
Mr. Collins podía serlo todo, pero había algo que no era. No era idiota. Tenía un
buen cerebro, y usaba de su inteligencia a toda capacidad. Estaba en su naturaleza
jugar empleando hasta el límite la inteligencia que poseía y que era en cierto modo
limitada.
Examinó los asuntos del mundo y concluyó que el carbón daba signos definitivos
de vejez, y que sufría de alta presión arterial. Pudo prever que pronto llegaría la hora
en que el carbón no tuviera importancia para la humanidad, que podría prescindir de
él. Nadie lo tomaba en consideración. Cuando se inventaba un automóvil o un
aeroplano, nadie pensaba en alimentarlo con carbón, por lo menos en el estado en que
se produce actualmente.
Estas consideraciones indujeron a Mr. Collins a probar suerte con el petróleo.
Pensó en el petróleo y en su gran futuro en la misma forma en que pensaron los

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norteamericanos dinámicos de mitad del siglo pasado en el telégrafo y en los
ferrocarriles. En cuanto llegó a una conclusión en sus consideraciones, se apresuró a
comprar lotes en California, Oklahoma y Texas, confiando a su instinto y olfato las
localizaciones apropiadas. Compró determinadas parcelas a precios ordinarios,
porque nadie creía en la posibilidad de encontrar petróleo en ellas. Era su propio
gerente de campo y cuando las circunstancias lo demandaban ayudaba a equiparlo, a
perforar, a levantar las torres o a trabajar con alguna de las viejas máquinas de vapor
que había adquirido a precios más bajos aun de los que podía costar la sola caldera.
Cada vez eran mayores las cantidades de dinero que se hundían en los agujeros de
tres mil pies que tenía que abandonar por no hallar en ellos a esa profundidad ni el
más leve rastro de petróleo. Empezó a dudar de sus grandes aptitudes para tener éxito
en la realización de sus corazonadas. Cuando estaba a punto de retirarse del negocio
petrolero, encontró un pozo a cuatro mil seiscientos pies. Había apostado toda su
suerte y sus últimos cincuenta mil dólares a aquel agujero. En aquella región todos
los pozos había sido encontrados a tres mil pies de profundidad más o menos. Ningún
perforador, ningún buscador frenético habría gastado siquiera quinientos dólares en
perforar a más de tres mil cuatrocientos. Cuando llegados a los tres mil quinientos dio
orden de seguir perforando, los hombres creyeron que se había vuelto loco, porque ni
el más leve olor a algo que pudiera parecer petróleo era percibido ni por el fino olfato
de aquellos que, para lograr que el suyo fuera considerado de primera clase, habían
dejado hasta de fumar. Un buen número de petroleros, especialmente de los viejos en
el negocio, confiaban más en los de buen olfato que en los dos mil cuatrocientos
sesenta y tres aparatos recomendados como buenos para determinar la existencia de
petróleo aun a diez mil pies de profundidad.
Aquel pozo hallado por Collins con la ayuda de olfateadores, y siguiendo una vez
más su corazonada confiado en su buena suerte, empezó produciendo cuatrocientos
barriles por día, que pronto aumentaron a novecientos. No era mucho en comparación
con pozos que quedaban solo a veinte millas de distancia y que producían cinco y
diez mil barriles diarios. Pero de todos modos aquel era petróleo y había sido
obtenido en donde nadie creía que pudiera haberlo. En atención a aquel encuentro,
todo el territorio que rodeaba al pozo y que pertenecía a Collins, valía seiscientos por
ciento más de lo que a él le había costado.
Seis meses más tarde, Mr. Collins poseía cuatro agujeros productores de dos mil
quinientos barriles diarios.
Ya se podía considerar parte de la industria petrolera, petrolero calificado.
Durante un corto tiempo estuvo estudiando buenas proposiciones de compra y
habría podido hacer realmente una fortuna considerable, pero cambió de idea y pensó
en fundar una compañía de su propiedad. Después de pensarlo bien, abandonó esa
nueva idea, y concluyó que era mejor emplear el dinero de otros en vez del suyo,
ganado con tanto trabajo, para organizar algo grande en la industria, capaz de jugar
contra los reyes y los traficantes reales del imperio petrolero. Era jugador de

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nacimiento, pero se distinguía de los otros por el hecho de que ningún juego en el que
la suerte depende de ocasiones, trucos o embustes tontos, interesaba su atención.
Como tantas veces lo había hecho en su agitada vida, una vez más buscó la forma
de que una oportunidad llamara a su puerta. Y la oportunidad llegó cuando conoció
accidentalmente a un miembro de la Condor Oil Co., Inc.
Nunca había oído nombrar a esa compañía. Había sido formada cuatro años antes
y era respaldada por sus fundadores, cuatro millonarios, que habían hecho sus
fortunas en cuatro líneas diferentes, pero que no habían querido permanecer a
retaguardia del más prometedor de los negocios modernos. Hasta ahora, habían
considerado la empresa como un capricho, porque su sostenimiento les costaba cinco
veces más de lo que les producía. Eos planes de la Condor daban cabida a toda clase
de negocios relacionados con el petróleo. Esto es, tráfico, exportación, importación,
compraventa, alquiler de propiedades, producción, exploración y refinación. Todo se
hacía menos lo que se entiende por hacer negocio en gran escala y con éxito.
Cuando Mr. Collins trabó conocimiento con uno de los miembros de la Condor, la
compañía había hecho poco de importancia. Había manejado algunos contratos con
los gobiernos chino y japonés, que solicitaban entregas de petróleo, en parte crudo y
en parte refinado, para ser embarcado en un puerto mexicano del Pacífico. La
ganancia neta que resultara de esos contratos había sido insignificante. Tan pequeño
era el margen que si la empresa hubiera perdido uno solo de los barcos cargados
habría tenido que cerrar todos sus negocios con déficit. La compañía había adquirido
también algunos territorios, unos comprados y otros alquilados. Se habían adquirido
con la presunción de que producirían petróleo o por lo menos gas natural. Nada, sin
embargo, se había hecho para empezar a perforar y saber si la tierra era buena o no.
Aquella negligencia fue explicada por los directores en una forma que complació a
Collins. Dijeron que en tanto no se probara definitivamente que en aquellos lotes no
había petróleo, su valor permanecería siendo el mismo que cuando fueron adquiridos
y que con algún truco hasta podría obtenerse cierta ganancia, pues colindaban con
ciertos territorios que de hecho producían petróleo.
Fue aquella inteligente explicación la que hizo comprender a Mr. Collins que
había encontrado justamente la compañía y los hombres que buscaba. Cualquier
negocio bien establecido, sin tomar en cuenta la importancia que tuviera, controlado
por hombres realmente honestos y escrupulosos, nunca habría atraído la atención de
Mr. Collins, cuyo deseo se fijaba en los juegos al rojo blanco.
El consejo de la Condor estaba formado por seis directores. Se arregló una
reunión en la que se dio oportunidad a Mr. Collins de expresar lo que pensaba acerca
de lo que podía lograrse de aquella empresa, que yacía agonizante en su lecho de
muerte, si se le hacía una transfusión de sangre, y una vez curada se le alimentaba y
ejercitaba bien hasta convertirla en un buen pugilista capaz de pelear de frente y
espalda, a derecha e izquierda, de pies a cabeza con cualquiera que le saliera al
encuentro.

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Los fundadores de la Condor conocían las condiciones de la empresa, sabían que
moría de muerte miserable, pero insistían en continuar en el negocio petrolero por
una u otra razón. Debido a su ignorancia en la línea no se daban por vencidos.
Además, tanto gustaban del petróleo que preferían invertir dinero y más dinero en vez
de retirarse. Mr. Collins sumó estas razones a las que ya tenía para agregarse a la
empresa.
Cuando después de cuidadosas investigaciones encontró lo que cada miembro del
consejo valía en efectivo, acabó de convencerse de que la Condor era la empresa que
él necesitaba, la única que le hacía falta, desde el día en que antes de cumplir sus
veinte años le habían estafado doce dólares por un inservible curso por
correspondencia acerca de la forma de influir en los hombres y en las cosas
valiéndose de poder magnético. Entonces, se había dicho, los imbéciles hicieron un
imbécil de mí, pero llegará un día en que estos estafadores y todos los de su clase me
devuelvan mis doce dólares cinco millones de veces. En pago de sus acciones de la
Condor entregó sus cinco pozos en producción y todos los lotes que había adquirido.
La Condor fue fundada con cincuenta mil dólares. Siguiendo los consejos de Mr.
Collins, aumentó su capital a un millón. Ese primer acto de Mr. Collins obligó a los
directores a hacer un sin fin de cálculos para encontrar cuánto tendrían que pagar de
impuesto al gobierno por semejante expansión del capital.
—No se afanen tan pronto, caballeros, haremos negocio o no. Pero si lo hacemos
ha de ser con los mejores resultados. Se sorprenderán al saber lo que ese aumento de
capital significa para los que ahora piensan que la Condor es un muchachito sucio y
harapiento, que trata de mezclarse en el juego, escurriéndose por la grieta de la
muralla que mantiene alejados del negocio a los indeseables. Ahora marcharemos a
todo vapor o no lo haremos.
El mismo día en que el presidente del consejo de la Condor renunciara recomendó
a Mr. Collins para sucederle. Cuando se contaron los votos no se encontró ni uno en
contra.
Tres meses más tarde Mr. Collins, en su calidad de presidente, gozaba de poderes
prácticamente dictatoriales. Cinco meses después las acciones de la Condor eran
poseídas por cerca de doscientos individuos, en tanto que el día en que por primera
vez había oído Mr. Collins hablar de la compañía, los accionistas no pasaban de
catorce, todos parientes o amigos íntimos de los directores.
Transcurridos dos años, la Condor pagó impuestos sobre ganancias de un millón
setecientos cincuenta mil dólares. Poseía cincuenta mil acres de terreno, la mayor
parte en los Estados Unidos, el resto en varias repúblicas latinoamericanas.
Al cabo de dos años más, la Condor explotaba cuarenta y seis pozos, poseía
cuatro refinerías, tres barcos tanques y setecientas cincuenta millas de tubería
distribuidas en varias regiones del continente americano.
Sin embargo, el impuesto que la Condor pagaba era solamente veintiún mil
dólares más alto que el que pagaba dos años antes. Mr. Collins había cuidado de eso

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valiéndose de una veintena de trucos, fundando nuevas compañías, liquidando otras
anteriormente establecidas. Las ganancias obtenidas en alguna rama del negocio eran
disimuladas con pérdidas en otra. Ningún investigador federal habría podido
desenredar aquella maraña fabricada expresamente para hacer imposible poner en
claro la suma exacta ganada por la Condor. Los inspectores se habrían vuelto locos
antes de haber siquiera empezado a tratar de encontrar el principio de aquel laberinto.
Si era extremadamente difícil encontrar el monto verdadero de las ganancias de la
compañía, habría sido infinitamente más difícil probar las entradas exactas de Mr.
Collins, el presidente. Nunca pagaba un centavo más de lo que correspondía a la
vigésima parte de sus entradas, más bien a la treintava parte.

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XLII

Mr. Collins nunca se tomaba la molestia de preguntarse si era feliz o infeliz en su


matrimonio, si era el marido incomprendido que anda en pos de la compasión de
otras damas o si estaba satisfecho, como en realidad lo estaba. En cierta forma, no
disponía de tiempo para hurgar en el asunto. Respecto a su matrimonio se sentía
absolutamente neutral. Todas sus obligaciones maritales eran como las de los
verdaderos cabezas de familia, que parecen no tener otra función sobre la tierra que la
de abrir su bolsa y sacar de ella tal o cual cantidad de dinero o llenar cheques. En
cuanto a sus obligaciones inmateriales con Mr. Collins, las llenaba con la misma
economía que suele emplear un tacaño constantemente temeroso de hallarse un día
sin un solo centavo. Explicaba esta economía a Mrs. Collins en esa forma usual tan
ampliamente conocida y usada, esto es, sostenía que estaba enormemente cansado por
el exceso de trabajo y que sufría de un mal nervioso que se había convertido en
enfermedad crónica que le impedía excitarse con ciertos excesos.
Aunque parezca extraño había alguna circunstancia por que Mr. Collins no
recordaba cómo había llegado a ser el esposo de Mrs. Collins. Sin embargo,
recordaba no haber sido él quien casara con ella, sino ella quien casara con él. Había
caído en la vieja trampa cuando ella le dijera suspirando que se entregaría a él porque
sabía que era el predestinado. No hay hombre que escape de esa trampa. Ella no había
aportado dote alguna ni tenía relaciones sociales o comerciales que pudieran
beneficiarlo.
Había casado con ella cuando era empleado de una compañía de seguros y ganaba
treinta y cinco dólares a la semana. Con ese sueldo nadie puede esperar casarse con
una beldad o con alguna dama de la alta sociedad, o con la hija de un rico o de una
mujer reciente heredera de los diez millones de su último marido.
Ambos, tanto ella como él, se sorprendieron enormemente cuando cierto día
apareció en escena su hija, porque ninguno de los dos había hecho ningún esfuerzo
especial para que se produjera tan innecesario acontecimiento, y ninguno de los dos
había experimentado una sensación extraordinaria, ni la emoción más pequeña
cuando se enteraron de la existencia de aquella hija.
Como Mr. Collins estaba muy lejos de poder satisfacer su hambre de mujeres ni
su padecimiento por los goces sexuales, y nunca lo había logrado, él, un día, al abrir
inesperadamente sus ojos y con un suspiro de alivio, descubrió por primera vez en su
vida, que en este imperfecto mundo hay mujeres que no pueden ser designadas más
que por el nombre de mujeres. Mujeres y solo mujeres. Estos individuos no desean
ser para el hombre más que excelentes compañeras, amigas alegres, camaradas
agradables y colaboradoras deseosas en situaciones definidas.
Entre las muchas razones que existen para describir a Mr. Collins como a un
hombre extraordinario, y los cuales ponen de manifiesto los porqués de su incesante

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prisa, de su dinamismo, de su actuación sin escrúpulos, hay que considerar antes que
nada, su vida de casado con Mrs. Collins. Más que nada era esa vida de casado lo que
había hecho de él en un cincuenta por ciento lo que era. Si en vez de haberse casado
con Mrs. Collins se hubiera casado con una muchacha dulce y encantadora del tipo
suave descrito en las revistas, una muchacha que tal vez hubiera hecho un cielo de su
hogar, que llenara todas sus demandas y lo comprendiera ilimitadamente, esa
muchacha habría aplacado su ambición y habría podido hacer que él viera el mundo
en forma distinta, habría hecho que se sintiera contento y enteramente satisfecho con
un empleo seguro, con la perspectiva de llegar algún día a ganar veinte mil dólares
anuales para retirarse a los sesenta con un seguro que les proporcionara ciento
ochenta dólares al mes por el resto de sus vidas.
Como no había encontrado satisfacción en su vida de casado, había gastado su
caudal en virilidad con tan inconcebible economía que al llegar a los cuarenta,
cualquier dama de experiencia que lo conociera íntimamente le habría calculado no
más de treinta y dos. Y más tarde cuando frisaba en los cincuenta y después de
pasada esa edad, siempre constituía una gran sorpresa para cualquier mujer que,
deduciendo su edad del tiempo que llevaba dedicado a los negocios, llegaba a la
conclusión de que había pasado de la madurez. No pocas de sus amigas habrían
deseado ser sus compañeras no por su dinero o su posición, sino por las cualidades
que poseía y que esas damas consideraban de más valor para su bienestar y su salud
de lo que podían considerar al dinero y a las pieles. Mientras más mujeres consumía,
más poderosas parecían aquellas sus cualidades particulares y menos saciado se
sentía respecto al goce perfecto.
A menudo se cansaba de que tantas mujeres comieran lentamente su carne y su
dinero. La mayoría de ellas, si no todas, habían caído en sus manos porque
eternamente andaba en busca de la sola y única que poseyera todas las cualidades que
deseaba en una mujer.
De todas las mujeres que conocía, solo dos lo satisfacían realmente. De haber
logrado las diferentes cualidades de las dos en una de ellas, se habría sentido
inclinado a retirarse de la circulación y a establecerse para siempre.
Flossy y Basileen. De ellas Flossy había llegado a ser la mejor, la de más utilidad
para él, a la que no hubiera dejado o cedido por ningún precio, valor, ambición o
posición. Mientras más viejo se hacía más saludable era y más refinado en su gusto
por las mujeres. Este gusto, naturalmente, se encarecía mientras más refinado era y
cada vez demandaba más dinero.
Que su gusto por las mujeres había alcanzado un nivel que en un hombre como
Mr. Collins no tiene espacio para subir más aún, era probado por el hecho de que
hubiera sido capaz de conquistar a Basileen.
Ni Flossy ni Basileen habrían podido ser conquistadas solo con dinero y regalos;
aun cuando el dinero no había jugado un papel sin importancia para ganarlas, y
seguía jugándolo para conservarlas, ambas pertenecían a la clase de las que hubieran

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permanecido a su lado de haber perdido su dinero a menos que él no hubiera aceptado
semejante sacrificio, como lo habría llamado. Su ahora refinado gusto le habría hecho
duro el encontrarse imposibilitado para proporcionarles la vida fácil a que las había
acostumbrado.
Mientras Flossy se sentía enteramente satisfecha con una vida medianamente
segura y con tenerlo a él por único caballero y amante, Basileen demandaba más que
seguridad, dinero, trajes y diversiones; Basileen demandaba todo aquello que Mr.
Collins durante su excitada vida y su incesante búsqueda de la mujer ideal había
adquirido en la formación de su carácter, y personalidad y todo el caudal de virilidad
que poseía. Su intimidad con una increíble variedad de mujeres de todas clases
durante los últimos veinte años de su vida lo había enriquecido con grandes
cualidades especiales, muchas de ellas altamente apreciados por muchas damas cultas
que saben lo que desean del hombre. De haber estado respaldado en su primer
encuentro con Basileen por la sola experiencia de su vida de casado con Mrs. Collins,
no habría tenido suerte con ella. Ella lo habría imaginado vistiendo un largo camisón
y un gorro de lana para dormir. Y aun cuando ella no hubiera tenido un solo par de
zapatos y hubiera dejado de comer durante días enteros, habría rehusado intimar con
semejante escarabajo.
Las fortunas que había gastado en Basileen no habían sido ni derrochadas ni
desperdiciadas. Sin embargo, él estaba muy lejos de considerar sus relaciones con
ella como una inversión. A pesar de la forma poco escrupulosa que usaba para hacer
negocio y para cazar a sus víctimas, había en su corazón y en su alma ciertos rincones
que lo inducían a seguir una línea de conducta distinta para considerar a Basileen no
como una inversión, sino como a su amada, admirada, venerada y adorada amiga.
Cuando un día, no mucho tiempo atrás, se dio cuenta repentinamente de que en
realidad la amaba profundamente, recibió esa revelación como un duro golpe
asestado a lo que de puramente humano había en él. El hecho de que, aparte de su
mutua simpatía y admiración, ellos estuvieran tan fuertemente unidos por esa fuerza
inexplicable que atrae y une intensamente a caracteres, mentes e individualidades
enormemente opuestos, era algo absolutamente desconocido para él, y de haberlo
sabido, lo habría creído imposible en su caso.

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XLIII

La irrupción de Basileen en el sagrado recinto de los directores había sido un hábil


truco que nadie se habría atrevido a poner en práctica en la forma en que ella lo había
hecho. Mr. Collins, acorralado de aquella manera, no podría usar de más evasivas
para negarle el garaje y la mansión a la que este pertenecía.
Durante su estancia en la sala de conferencias resistió primero la apariencia de la
diosa de la ira y midió con la mirada a todos los directores como si se tratara de seres
inferiores; después asumió una actitud visiblemente serena. Sin lugar a duda, era una
gran actriz, aun cuando nunca había tomado lecciones y nunca había estado en un
escenario. Una vez serena, sonrió y pronto su sonrisa se convirtió en carcajada
abierta. En su risa había sonido de campanas de plata y notas apagadas de un órgano
que estuviera cubierto por espeso terciopelo. Era aquella risa bellísima de ella la que
encantaba a los hombres y les hacía perder la cabeza. En sus notas había cientos de
promesas y llenaban el ambiente de calor, produciendo la sensación de los perfumes
exóticos. Se extendían acariciando todos los objetos que alcanzaban, e inducían al
hombre a dar gracias a la naturaleza por haber dotado a un ser humano con semejante
risa y con aquella voz embrujada. Con aquella voz podía ella decir las mayores
simplezas y encantar a la gente como si cantara la más dulce de las melodías.
En su rostro lucía una sonrisa como rayo de sol en un valle cubierto de flores, y
con aquella su voz musical dijo:
—Caballeros, la presencia de ustedes será muy cara durante las fiestas íntimas
que daré en mi casa y cuyo carácter alegre y ardiente pondrá fuera de lugar a las
legales y eclesiásticas esposas de ustedes. Sin embargo, cada uno de los caballeros
que me hagan el grande honor de aceptar mi invitación estará en libertad o, para
hablar más claramente, estará obligado a traer consigo a alguna alegre compañía del
sexo opuesto, en otras palabras, a una o dos amigas. El hecho de llegar con menos de
una compañera no podrá tolerarse por razones que se explicarán en la fiesta, y el de
llevar más de dos resultará ciertamente inconveniente para todos, incluido el
culpable. La alegre y ardiente fiesta a que los invito perdurará en su memoria. Si
fallara en hacer de esa fiesta la más agradable, la más satisfactoria y discreta que
pueda imaginarse, prometo que el garaje y la mansión a la que este pertenece, será
convertida en hogar para las viejas e inútiles barrenderas de oficina. Por favor,
señores, salven el garaje de semejante destino ahora que es joven todavía y que está
próximo a ser bautizado con la amable ayuda de ustedes. Gracias, señores. Mr.
Collins dará a ustedes detalles posteriores acerca de la fecha y hora. Por conveniencia
propia les agradeceré vistan formalmente, y no olviden el equipo de fin de semana,
porque podrían necesitarlo. Una vez más, caballeros, gracias.
Inclinando graciosamente la cabeza ante los directores, y regalándolos con su más
dulce sonrisa, se volvió a Mr. Collins y dijo:

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—«Ya lo oíste, mi amor; todos estos simpáticos caballeros han aceptado la
invitación. Ahora no podemos dejarlos plantados, ¿verdad, encanto? Tú cuidarás de
los detalles. Puedo confiar en que solucionarás el asunto que tenemos pendiente.
Hasta la noche, mi rey. ¡Adiós!».
Le envió un beso con la punta de los dedos y salió.
Los directores habían permanecido de pie mientras Basileen estuvo en el salón.
Cuando salió tosieron, volvieron a respirar normalmente y lentamente fueron
tomando sus asientos. Todos sacaron el pañuelo y se enjugaron el cuello, la cara y la
frente como si, haciendo aquello automáticamente y por hábito después de una
situación excitante, recobraran la calma.
Al aceptar la inesperada invitación algunos lo habían hecho porque se hallaban en
cierto modo aturdidos, otros porque no habían tenido ni tiempo ni oportunidad de
rehusar, otros porque se sentían altamente complacidos de asistir a una fiesta de la
que Basileen sería anfitrión. Todos sabían que esa sería diferente a aquellas a las que
se veían obligados a asistir por razones sociales u obedeciendo órdenes de sus
esposas. Estaban firmemente convencidos de que aquella sería tal vez la fiesta más
movida y ardiente de todas a las que pudieran asistir o de las que hubieran oído
hablar. De ello no cabía duda después de la advertencia claramente hecha de que solo
las amigas serían aceptadas para hacerles compañía. Como el nivel social de esas
damas de compañía no había sido mencionado en forma alguna, era de esperar que no
habría restricciones ni límites. La selección de la dama se dejaba a la discreción y
buen gusto del caballero, quien después de llevarla se haría responsable de su
comportamiento y se comprometería a sacarla antes de que alborotara demasiado
debido al consumo exagerado de refrescos.
Todos los caballeros, hasta aquellos que no sufrían ya tentación alguna, llegaron a
la conclusión de que perder esa fiesta sería tanto como cometer un crimen contra la
propia carne y el espíritu, un pecado que el Señor, que sin duda deseaba que los
hombres gozaran de la vida que les había concedido, jamás podría perdonar.
Como pudo verse más tarde, los invitados de Basileen, cualquiera que fuera su
rango, directores de la Condor, presidentes, directores, funcionarios y accionistas de
una veintena más de poderosas empresas, habrían preferido perder negocios urgentes,
o algún viaje esencial a Washington que aquella fiesta. Algunos de ellos habían ido a
la fiesta olvidando intencionalmente juntas de vital importancia.
La invitación de Basileen no había sido una brillante pieza oratoria, pero
ciertamente había tenido éxito. Conocía a sus hombres, sabía cómo hablarles y cómo
despertar su interés. De haberles espetado las bien medidas frases que cualquier
matrona de sociedad se sentía obligada a pronunciar en ocasión semejante ante tan
distinguida reunión de hombres influyentes, los directores habrían mostrado tan poco
interés en aquella fiesta para el estreno de una casa como el que sentían en todas las
similares, cuando sabían de antemano que tendrían que soportar el usual e
inconmensurable aburrimiento de las reuniones de hombres y mujeres que decían

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eternamente las mismas cosas, por temor a decir algo fuera de lugar a personas no
adecuadas para escucharlo.
Como todos los directores de la Condor y otra veintena de importantes dirigentes
de la industria habían aceptado la invitación de Basileen al mismo tiempo, y Mr.
Collins había sido informado de ello en la noche de aquel agitado día sin darle
oportunidad de vetar ninguno de aquellos generosos actos, no tuvo más remedio que
comprar el garaje tan tenazmente peleado por su duquesa.
Cierta artista cinematográfica, que había hecho más dinero conservando vivo el
fuego del templo de Venus que actuando en las películas, ofrecía en venta su garaje.
Era aquel exactamente el tipo de garaje que Basileen tenía en la mente cuando lo
sugirió. La dama de la pantalla había sido obsequiada por uno de sus muchos amigos
con un palacio más grande y mejor del que ya poseía y del que deseaba deshacerse.
Mr. Collins quedó satisfecho con la compra y con las condiciones de venta y
consideró el palacio como una verdadera ganga, tomando en consideración todas las
circunstancias que en su adquisición mediaron.
Basileen rehusó aceptar los muebles que había en la casa. Sostuvo que nunca
toleraría en su hogar muebles usados por otra persona. Porque si ello fuera, bien
podía vivir en un hotel o alquilar un departamento amueblado.
Mr. Collins estuvo de acuerdo, pero de no haberlo estado el resultado hubiera sido
el mismo para Basileen, esto es, nuevos tapices, nuevos muebles, nuevas puertas y
ventanas, nuevo equipo para el baño, diferente apariencia del jardín, cambios en el
parque, otro sistema de calefacción y una cocina totalmente distinta.
Después de que un ejército de artesanos, decoradores y jardineros holandeses
trabajaron día y noche durante varias semanas, la muchacha del cine, aquella que
mantenía las lámparas de Venus ardiendo constantemente, no habría reconocido su
antigua residencia de haber regresado a ella.
El tanque de natación había sido destruido para construir uno que cualquier
emperador romano de la tercera centuria habría considerado más allá de sus sueños
más exagerados.
Se habían amueblado diez piezas exclusivamente para aquella fiesta y eran
destinadas para lo que Basileen llamaba recámaras nupciales. Porque mientras la
fiesta estuviera en su apogeo, habría matrimonios y divorcios cada cinco minutos.
Los caballeros y las damas tenían que arreglar, por supuesto, lo que Basileen llamaba
convenio para pensión alimenticia antes de que realizaran el matrimonio; y ambas
partes debían prometer solemnemente no abandonar la casa antes de haberse
divorciado convenientemente. Basileen había explicado con claridad a todos que
tanto el juez como el sacerdote estaban legalmente autorizados para llevar a cabo las
ceremonias en cuestión, y, por tanto, era necesario tener buen cuidado de no cometer
errores o descuidos, especialmente en lo que al divorcio se refería. Estas facilidades
fueron aprovechadas con gran generosidad durante la fiesta. Varios caballeros se
casaron y se divorciaron de diversas damas durante las treinta y seis horas que duró la

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fiesta. Las parejas tenían qué someterse a las ceremonias sugeridas por su anfitrión,
porque solamente las parejas casadas eran admitidas en las cámaras nupciales.
La única dama de la casa que no había hecho uso ni de las ceremonias ni de las
cámaras era Basileen. Sin embargo, no le había importado un ápice que Mr. Collins
hiciera lo que le viniera en gana, porque ya lo había ella dicho con anterioridad, si
esta ha de ser una fiesta, lo será de verdad y cada quien podrá obrar de acuerdo con su
discreción personal. Felicitaba a Mr. Collins por sus elecciones con tanta afabilidad
como si se hubiera tratado de alguien cuya conducta no le interesara particularmente.
Si ella había considerado los resultados de su generosidad con verdadera tolerancia o
con dolor, fue cosa que no se puso de manifiesto ni durante la fiesta ni más tarde. El
hecho es que cuando aquella fiesta pasó a la historia, Mr. Collins se convirtió en su
esclavo.
Dos bandas, una de jazz y otra de cuerda, habían sido contratadas. Los músicos
podían ser escuchados pero no vistos y ni los músicos ni sus dirigentes podían ver a
ninguno de los invitados.
Ni criados ni mayordomos habían sido admitidos en la fiesta, a excepción de
aquellos cuya honestidad y discreción había sido garantizada como ilimitada por
cierta agencia.
Tan pronto como los invitados se percataron de aquellos detalles y de otros, la
fiesta se convirtió en un éxito positivo. El éxito fue tal que ninguno de los invitados,
sin importar las fiestas a que hubiera concurrido en cualquier sitio de la tierra,
recordaba haber gozado tan intensamente como en aquella que se realizaba en su
propio país. Nadie quedó insatisfecho.
La fiesta había sido planeada para durar treinta y seis horas y todos tenían
derecho de continuarla por dos días si así lo deseaban. Cuando la fiesta terminó,
todos los invitados que permanecieron en la casa fueron tratados como huéspedes de
fin de semana, esperándose de ellos que se portaran como tales.
Puede parecer extraño y será difícil encontrar razones plausibles para explicar el
hecho, pero no obstante las libertades concedidas, la generosidad con que fueron
ofrecidos los refrigerios y las bebidas en abundancia de champagne o de cualquier
otra cosa deseada por los invitados, no había sido observado ni por un instante el más
leve destello de escándalo. Nadie había obrado ruidosamente ni cometido faltas
graves en contra del buen comportamiento. No cabía duda de que Basileen, por
medio de su personalidad dominante, había sido la causa de semejante disciplina
entre personas de tan diferente educación. Tal vez el éxito, la aparente decencia y la
relativa calma de la fiesta eran resultado de que todos habían disfrutado de todas las
oportunidades posibles para hacer lo que les viniera en gana, con la única restricción
de no lesionar conscientemente los derechos de los demás sin obtener licencia
anticipada de los interesados, que sostenían tener derechos inviolables en su opinión.
Basileen había guiado, reglamentado, animado, controlado y arbitrado todo en forma
tan discreta, que había logrado hacer que todos los invitados creyeran que actuaban

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de acuerdo con su propia iniciativa, cuando de hecho eran dirigidos prácticamente en
todos sus actos. Durante toda la fiesta Basileen había bebido solo tres copas de
champagne y aun eso atendiendo a brindis que le había sido imposible evitar.
Durante dos semanas después de la fiesta Mr. Collins suspiró a todas horas por
Basileen. Hubiera deseado tenerla sentada en su oficina durante las horas de trabajo.
Después, una noche, le ofreció matrimonio después de que lograra divorciarse de la
actual Mrs. Collins. Ella rio de la ocurrencia. Él hizo la proposición en una carta
manuscrita que firmó y le tendió. Ella tomó el papel lo hizo trizas y echó los pedazos
al fuego de la chimenea junto a la que comían y en donde desaparecieron
instantáneamente.
Después de eso, él habría sido capaz de cometer un asesinato por ella, no solo
uno, todos los que ella le hubiera ordenado o fueran necesarios para conservarla.
Pronto se lanzó en busca de una víctima para ensayar en sí mismo la sensación que
experimentaba un asesino.

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XLIV

Casi enloqueció a causa de su ansia creciente de poder, de poder ilimitado, de poder


superhumano. Se olvidó de sí mismo. Olvidó su propia existencia en este mundo, su
ego, su sentido del «yo». Dejó de desear poder para sí mismo, para su propio
bienestar. Persiguió el poder para encumbrar a Basileen tanto como no lo lograra
jamás mujer alguna; para hacerla poderosa entre las poderosas, y que el mundo la
considerara como a la más hábil, elegante y soberana entre las mujeres que pisaban la
tierra. De haber vivido en tiempos idos, habría afilada su espada y su lanza, habría
vestido la armadura y tocado su cabeza con pesado casco adornado de largas plumas,
y vestido y preparado en esa forma se habría lanzado a la conquista de un continente
y, de no haberle sido ello posible, habría libertado a Palestina de los turcos o de los
británicos.
Sin embargo, su sentido común de buen hombre de negocios norteamericano, le
hizo comprender que los continentes ya no eran conquistados por soldados de carne y
hueso. Los generales habían perdido su nimbo romántico. Ninguna muchacha o mujer
norteamericana realmente moderna habría caído por un general por el hecho de ser
general. Si nada más de valor tenía él que jugar, ella habría preferido un rey de los
botones o un magnate de los lápices. Una multitud, sí, toda una nación puede vitorear
a un general cuando se presenta con sus soldados luciendo pomposo uniforme y una
colección de medallas y desfilando triunfal por Broadway después de derrotar al
enemigo. ¿Por qué no, por qué no habría la gente de vitorearlo? Su presentación es
una opereta casi tan buena como las de Ringling. Pero al día siguiente todos habrán
olvidado al general, nadie recordará su nombre porque la vida moderna tiene cosas
más urgentes que atender y estas no son la veneración de los héroes.
El ejército que Mr. Collins dirigía para conquistar un continente —de hecho no
deseaba conquistar un continente en sí, sino controlar sus negocios— bien, su ejercito
era de una especie diferente. El de Mr. Collins no era un ejército de soldados sino de
agentes que recibían bonificaciones y altas comisiones. Sus soldados eran cheques.
La mayor parte de sus planes estratégicos están basados en propinas, propinas
concedidas en fiestas donde se juega la carrera del petróleo.
Ya no gobiernan el mundo los hombres que mandan al ejército más grande, que
disponen de la mayor cantidad de cañones y del número más grande de aeroplanos y
tanques. Bien pueden ocupar tal o cual parte del globo, pero no podrán retenerla
porque no pueden gobernarla. El hombre que gobierne al mundo y dicte sus leyes
será aquel que controle la producción petrolera. El más grande de los generales será
impotente en el momento en que Mr. Collins se niegue a proporcionarle suficiente
petróleo. De ocurrir esto, no habrá bombardero que vuele ni tanque que se mueva
contra el enemigo, ni transporte que conduzca las tropas a los lugares en que son
necesarias y los retire de aquellos en que sobran. No habrá submarino que navegue y

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hunda barcos enemigos o proteja los suyos. Ningún cañón gigante de veintiocho
pulgadas será movido y dirigido hacia los pesados cruceros o las líneas de defensa de
concreto.
Si Mr. Collins dijera: «Lo siento, viejo, pero no dispongo ni de una sola gota de
petróleo», le habrían creído y a nadie le habría sido fácil acusarlo de alta traición si
era lo suficientemente hábil para llevar a cabo lo que pretendía. En cajas fuerte de
acero guardaba todas las copias azules de los planos en que se hallaba la localización
de los oleoductos y sus intersecciones. En esas mismas cajas de acero o en ciertos
lugares ocultos guardaba mapas cifrados de las carreteras y de los sitios en que se
hallaban los pozos y las bombas con indicadores para llegar a ellos. Valiéndose de
algunas órdenes astutas podía causar tal confusión, que costaría mil barriles de
gasolina transportar cien mil barriles de petróleo crudo a los sitios en que se
necesitara o deseara.
Pero, sería posible confiscar todas sus propiedades en petróleo y campos
productores, refinerías y plantas. Por supuesto, eso sería posible. Pero si sus
conocimientos, sus fórmulas, su complicado y delicado sistema de explotación,
distribución y transporte no es confiscado también, la producción y la distribución
resultarían algo tan revuelto que durante muchos meses, años tal vez, su utilidad sería
consumida para poner en claro el sistema. Algunas naciones lo han ensayado y han
confiscado las propiedades petroleras. Los resultados han sido lamentablemente
lentos y flacos y, en cierta forma, desastrosos para la vida económica del país.

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XLV

Diez días habían transcurrido desde la fiesta de Basileen. Mr. Collins llegó a su
oficina, como siempre, a las once y media.
En su escritorio encontró amontonadas ciertas cartas y facturas que, por órdenes
especiales dadas a Ida, debían ser consideradas como correspondencia particular y
abiertas por ella exclusivamente.
Vio las facturas, las que ya estaban pagadas y las que esperaban ser cubiertas, e
hizo rápidamente un balance mental.
—¡Gran Dios! —exclamó reclinándose con fuerza sobre el respaldo del sillón—.
No puede ser verdad. Imposible. Debe ser una pesadilla. Mi Dios, debe haber alguna
equivocación. Pero… es que… esto es simplemente preposterior, sí, preposterior eso
es lo que es. Pero, por Dios, Ida, míreme, por el cielo, míreme pronto. Hay algo
extraño en mí. Véame, Ida. Hable. ¡Pronto!
Ida se volvió rápidamente de su asiento, diseñado expresamente incómodo por los
muebleros para evitar que las estenógrafas cabeceen y sueñen. Miró a su jefe cara a
cara, se puso de pie, dio medio paso para aproximarse con expresión perpleja y dijo:
—Bien, Mr. Collins, ya que me pregunta le diré que no noto nada de extraño en
usted. Tal vez falta de sueño, si he de decirlo, perdóneme, Mr. Collins, pero fuera de
eso está usted perfectamente, Mr. Collins.
Después de escuchar su voz sobria y adusta volvió en sí.
—Eso es todo, Ida. Por favor, déjeme solo unos instantes, necesito pensar; ya la
llamaré. Esté lista para dentro de un minuto. Tengo un sin fin de cartas que dictarle
esta mañana.
Ida salió de la oficina como un suspiro, sin producir ni el ruido más
insignificante.
—¡Ochocientos cuarenta mil dólares! ¡Ochocientos cuarenta mil! Esto es a lo que
yo llamo una fiesta. —Y lanzó una carcajada—. Y por lo que veo faltan las facturas
de sus trajes, sombreros, zapatos y todo lo demás, y que corresponden también a los
gastos de la fiesta. E incluyendo aquella pequeña porción de joyas vendrán a ser cien
mil más. Bien, digamos un millón en números redondos, dejando la fracción. ¡Huh,
un millón de pesos, huh!
Después levantó su labio superior como si intentara hacerle gestos a alguien o a
algo.
Retirando todas las facturas y las cartas tan lejos de él como le fue posible hacerlo
sin necesidad de levantarse, volvió a reclinarse en el respaldo del sillón y se puso a
pensar. Automáticamente sacó un cigarro negro y lo encendió, sin darse cuenta de lo
que hacía. Mirando los anillos azules que se rizaban ante sus ojos empezó a
canturrear indiferentemente. Pronto su canturreo adquirió un ritmo diferente y resultó
ser una canción en boga. Aquello transportó su mente a la fiesta de Basileen en la que

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la canción había sido tocada una y otra vez, ya por la orquesta de jazz, ya por la de
cuerda. Mientras la canción, como si se desarrollara por sí misma en su ritmo y
melodía exactos, iba trayendo a su imaginación el recuerdo de cada instante.
Recordaba cuanto había hecho, experimentado, escuchado, visto y deseado en la
fiesta que volvía a él tan claramente que parecía vivirla nuevamente desde el
momento en que se presentara en el hall hasta que dejara a Basileen después de tomar
con ella el desayuno dos días después.
Viviendo por segunda vez la fiesta un solo objeto se destacaba como esculpido en
roca. Cualquiera que fuera el significado de la fiesta para él, toda su atención se
concentraba en aquel solo y único objeto: Basileen.
Se dio a pensar en ella y en sus muchas cualidades hasta que se sintió excitado y
tuvo que levantarse de su asiento para pasear durante algunos minutos por la pieza,
poniéndose a salvo en aquella forma.
Volvió a su escritorio con la vista clavada en las facturas y las examinó con el
cerebro vacío.
Con movimiento rápido sacudió aquella inercia y se irguió tanto que parecía
haber crecido pulgadas en unos cuantos segundos.
—¡Ochocientos cuarenta mil dólares y cien mil más en camino! —dijo en voz alta
—. Un millón de dólares redondos. Un millón de dólares y ni un centavo menos.
Pero, ¡por el diablo!, en realidad aquello bien valía un millón.
Sonrió y acomodando una letra de su invención a la canción que tarareaba cantó:
million dollar baby! ¡Oh, a million dollar baby!
—¡Pero! —exclamó interrumpiendo su canturreo—. Vaya, no me habría hecho
gastar tanto si ella no tuviera la absoluta seguridad de que soy capaz de hacer un
millón en menos que canta un gallo. Y no solo uno, sino dos. Y bien sabe el diablo
que puedo hacerlo. Lo único que ella necesita es decir: «Quiero un millón de
dólares», para que yo conteste: «Bien, preciosa, allí lo tienes, haz con él lo que
gustes». ¿Qué es, después de todo, un millón? Cualquier tonto, cualquier idiota puede
hacerlo vendiendo mantequilla y queso. Eso se llama tener fe en su hombre, pensar
que puede ganar diez veces más de lo que ella puede gastar. Eso se llama ser un
hombre de éxito y eso soy yo. Ella sabe que yo soy el hombre, el único hombre a
quien ella debe querer, de otro modo no habría pensado en comprar un palacio y en
dar una fiesta como esa. ¿Qué podría yo hacer con todo el dinero que gano? ¿Darlo a
la iglesia? ¿O a la misión del país de los negros? No yo. Yo no soy ningún tonto.
Cualquier idiota puede hacer un millón y jugarlo como el buen idiota que es. Para
ello no se necesitan censos. Pero, por favor, nena, encuentra al tipo que pueda gastar
un millón como yo lo he gastado sin dejar de sonreír al mundo. Sé adónde ha ido mi
dinero. Y vaya buen camino el que ha tomado. No podría tomarlo mejor. Un millón
de dólares. ¡Huh, y otra vez huh! Eso es lo que yo digo. Solo desearía que me hiciera
gastar diez millones de un solo golpe. Estarían muy bien gastados porque es una
dama de verdad. Seguro, gran Dios, porque ella no solo puede hacerme gastarlos sino

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ganarlos. Y en eso consiste la diferencia entre unas damas y otras. Además, y ahí está
el punto, ahora deben ser diez millones, tuertos o derechos, pero diez millones. Y si
no los hago reventaré al mundo y me hundiré con él.
Cuando terminó la frase cerró el puño y lo soltó sobre el escritorio como si tratara
de hundirlo en el piso.
Inmediatamente después, Ida apareció en la puerta, la cerró tras de sí sin producir
el menor ruido, y aparentemente sin hacer ningún movimiento. Estaba mortalmente
pálida, y miró con los ojos desmesuradamente abiertos a Mr. Collins, que se volvió
con lentitud.
Ida, que evidentemente había tomado el golpe dado por Mr. Collins por un tiro
disparado contra sí mismo, y que esperaba encontrarlo estirado sobre la gruesa
alfombra, se ruborizó intensamente, empezó a temblar de pies a cabeza, sintió que las
rodillas se le aflojaban y con voz vacilante dijo:
—Perdóneme, Mr. Collins, creí que me llamaba usted.
—Bien, Ida, no la he llamado; pero ya que está usted aquí podremos… siéntese
por favor y tome esta carta.
—Sí, Mr. Collins —dijo sentándose ante su escritorio.
—¡Caramba! Pero esto puede esperar. Tengo que pensar aún. Yo la llamaré, Ida.
—Gracias, Mr. Collins —dijo la muchacha y volvió a salir.
Mr. Collins no podía concentrar su pensamiento más que en Basileen y en aquel
insignificante millón de los que seiscientos cincuenta mil pesos estaban en facturas
que había que pagar en un plazo de tres meses.
Sacó la miniatura de la sagrada cajita y la colocó ante él en el escritorio, mirando
aquella cara como si se tratara de encontrar en ella la explicación del tremendo poder
que tenía sobre él y sobre cualquiera que se aproximaba a ella.
Nuevamente volvió a hablar en voz alta para decir que ella valía todo el dinero
que él gastaba, y que teniéndola como amuleto le sería posible hacer cualquiera
cantidad necesaria para satisfacer todos sus deseos y caprichos sin importar de qué
especie fueran.
Después acarició el retratito para retirarlo con todo cuidado.
Sacando de otro cajón un puñado de papeles, examinó los balances de sus cuentas
bancarias, y se puso a escribir números y a hojear sus talonarios de cheques.
—Cuarenta y siete mil seiscientos dólares en efectivo. Eso es todo lo que tengo en
dinero contante y sonante. Qué lío, cuarenta y siete mil seiscientos dólares en efectivo
y un millón de dólares por pagar, la mayor parte en tres meses.
Miró hacia el muro opuesto, en el que se hallaba la puerta. De pronto volvió a reír
estruendosamente, con fuerza tal que cualquiera habría pensado que tenía intenciones
de hacer estallar su pecho.
Tan bruscamente como había empezado a reír dejó de hacerlo, porque
nuevamente Ida se encontraba en la puerta. Allí estaba como un duende. Mr. Collins,
con los ojos fijos en la puerta, no se había percatado de su presencia.

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Aquella inesperada y repentina aparición de Ida, sin embargo, no le molestó.
Como nunca le había molestado. Le gustaba esa quietud de ella, sobre todo porque él
era inquieto y ruidoso. Él siempre estaba nervioso e impaciente. No habría soportado
una secretaria particular irritable, nerviosa o ultrasensible; semejante persona no
habría podido trabajar a su lado más de un día. Ida nunca pareció afectarse por su
ruidoso modo de hablar y por su constante inquietud. Mientras más ruido hacía él,
menos era el que ella producía.
Cierto que sus entradas y salidas de la oficina tan suaves como un suspiro le
aplacaban los nervios y aquietaban su siempre cambiante humor, pero tenían algunas
desventajas en determinadas ocasiones, en las que a él le hubiera gustado más que
entrara haciendo un poquito de ruido.
En una ocasión había acaecido algo muy cómico, pues Ida había entrado en la
oficina como un suspiro en el preciso instante en que Mr. Collins tenía a una de sus
coristas en una postura bastante difícil de explicar, tratándose de una dama que menos
de media hora antes había sido anunciada para tratar con el presidente un asunto
absolutamente financiero y de vital importancia. Mr. Collins nunca había logrado
averiguar si Ida se había dado cuenta de aquellas acrobacias o había conservado los
ojos puestos en el piso. Como él pertenecía a la clase de gentes que no acepta
consideraciones gratuitas, en cuanto la danzarina serpiente se ausentó, llamó a Ida y
le dijo, mirándola con ojos escrutadores:
—Ida, es usted una secretaria en verdad eficiente, una de las mejores que he
tenido.
—Ida repuso, turbada:
—Oh, gracias, Mr. Collins; se lo agradezco muchísimo, Mr. Collins, esté usted
seguro de ello.
—Guarde los agradecimientos, Ida; en estos tiempos no hay lugar para dar las
gracias. Nunca espere agradecimiento de nadie y no llevará decepciones. Gracias.
¡Huh! Tenemos que luchar bien duro mientras seamos solo un trozo de carne
expuesto a ser devorada por los perros. ¿Cuánto le pagamos ahora, Ida?
—Pero Mr. Collins, yo creí que usted lo sabía; cincuenta a la semana.
—¿Eso? ¿Cincuenta a la semana? Veamos. Yo sé apreciar a las secretarias que no
solo son eficientes en su trabajo, sino que saber ser discretas acerca de los asuntos
internos de un negocios, cuyos detalles no deben ser conocidos por los competidores
si se desea evitar fuertes pérdidas a la compañía, usted sabe a qué me reifero, Ida.
—Así lo creo, Mr. Collins. Creo comprender la importancia de guardar
discreción.
—El asunto es importantísimo, Ida. Bien, como iba diciendo recibirá usted
setenta y cinco cada semana a partir de la primera del mes entrante. Lleve ese volante
a los cajeros.
Ida se tambaleó como si fuera a desmayarse o a caer. Palideció y se ruborizó
varias veces durante cinco segundos. Las lágrimas se le saltaron de los ojos y con voz

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temblorosa dijo:
—¡Oh…! ¡Oh…, Mr. Collins! ¡Ah, Mr. Collins! Debo… debo —y sin decir una
palabra más salió.
Pertenecía a las mujeres de trabajo que siempre reciben un salario más elevado de
lo que están acostumbradas a gastar, esto es, estaba un poco retrasada en lo que se
refiere a la forma de gastar por lo menos cuatro quintas partes de lo que ganaba.
Cuando ganaba veinte a la semana, su imaginación no alcanzaba a dictarle la forma
de gastar más de quince o dieciséis, y cuando después de muchas dificultades logró
llegar a la etapa en la que le era dado gastar dieciocho o diecinueve en su persona, su
salario aumentó a veinticinco, y una vez más tuvo que adaptarse a aquel salario. Ello
resultaba algunas veces tan penoso como resulta para un muchacho la sensación
desagradable de comezón y estiramiento que siente en las piernas cuando crece con
demasiada rapidez. Siempre iba correctamente vestida, arreglada decentemente, pero
a la moda, usaba los últimos modelos de sombreros, blusas, faldas y sacos; almorzaba
solamente en las mesas de los cafés de primera categoría y fuera de las horas en que
todos tienen prisa; vivía en un pequeño pero confortable departamento de dos piezas,
en un edificio moderno; estaba suscrita a tres revistas diferentes y a una biblioteca en
la que podían encontrarse de preferencia libros nuevos; asistía dos veces por semana
al cine o alternaba con un concierto o alguna conferencia. Fuera de esto no veía
posibilidad de gastar menos de lo que ganaba actualmente. Y ahora nuevamente tenía
que enfrentarse al problema, que siempre lo había causado horror, de saber qué hacer
con los veinticinco que acababa de recibir, y no como bonificación aislada, sino
permanentemente, cada semana.
Durante los tres o cuatro meses venideros pondría en su cuenta de ahorros
cuarenta dólares en vez de los quince o dieciocho que acostumbraba.
No era debido al aumento de salario, sino en atención a lo que Mr. Collins le
había dicho por lo que a partir de entonces él habría podido hacer de ella, a ella, con
ella, junto a ella y en su presencia lo que le hubiera venido en gana sin que ella
objetara lo más mínimo. La había encantado, como lo había hecho anteriormente con
muchos honestos hombres de negocios y para desventaja de estos en la mayoría de
los casos. Se había convertido en esclava y perdido la voluntad y su facultad de
pensar por sí misma. Era una de las muchas tácticas empleadas por Mr. Collins para
arreglárselas en este mundo. A algunas personas las arrastraba a la sumisión, a otras
las lisonjeaba y acariciaba hasta lograr su obediencia, a otras las gritaba, a otras las
reducía con feroces amenazas, y si estos métodos no daban resultado, apelaba al
golpe en la quijada privándolos de sentido mientras hacía de ellos lo que le placía. A
algunos les quitaba la vida y lograba lo que deseaba aún después de su entierro.

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XLVI

—Bien, Ida, ¿ahora de qué se trata? —dijo haciendo explosión y hablando con la voz
estentórea que minutos antes usara para gritar llamando a los diez millones que le
eran precisos inmediatamente.
Ida, parada en la puerta en actitud de quien ha cometido un pecado imperdonable,
y hablando como si pidiera misericordia, dijo con su suave voz:
—Perdone, Mr, Collins, que haya aparecido tan repentinamente, pero consideré
que este asunto no debía retardarse, ya que ha estado usted esperándolo día y noche
últimamente, si me permite que lo diga, Mr. Collins.
—¿Quién ha muerto, Ida? Diga, hable pronto. —Mr. Collins bromeaba en parte
por su nerviosidad e irritación pronunciadas y en parte atendiendo a la cortés excusa
de Ida por haber entrado cuando le había prohibido que no turbara aquellos
momentos de concentración que necesitaba dedicar a asuntos importantes. Desde
luego que hacía tiempo había olvidado aquella orden estricta, mientras que Ida, con
su eficiencia de secretaria particular de primera clase, la recordaba como si se la
hubieran dado medio minuto antes.
—Nadie ha muerto, Mr. Collins, nadie que yo sepa, perdóneme por no estar bien
informada de esos asuntos. La cosa es que el caballero comisionado por usted para
llevar a cabo órdenes especiales respecto a cierto proyecto en la república vecina,
acaba de preguntar por teléfono cuando puede verlo a usted para rendirle el informe
final.
—¿Por qué diablos, Ida, no comenzó usted por ahí? Dígale que venga
inmediatamente, sin importar dónde se encuentre y lo que esté haciendo. Ardo de
impaciencia por escuchar su informe.
Cuando Ida salió, Mr. Collins saltó de su asiento y empezó a bailar en la oficina.
—¿Por qué grité? —preguntó a las paredes—. Porque sé que los gritos son útiles.
¡Ahí está mi millón! ¡Allí está completo y redondo! ¡Bienvenido, dulce milloncito tan
necesario para papá. Llegas en el momento en que le esperaba! Cuando el Señor nos
quita algo es solo para devolvérnoslo mejorado inmediatamente. ¡Bendito sea el
Señor!
Solamente él, Mr. Collins y tal vez también el Señor, sabían las pocas
posibilidades que había de que pudiera hacer un millón en el corto tiempo que le
concedían los que suscribían las facturas. En tres meses tenía que enfrentarse a la
alternativa de pagar un millón de dólares en efectivo o… se detuvo y dejó de bailar
tan repentinamente como si alguien le hubiera clavado al piso. Se puso cenizo y sus
ojos brillaron como si fuera a ser presa de un ataque.
—En tres meses necesito tener un millón en efectivo o… —repitió respirando
penosamente. No se atrevió ni por un segundo más a pensar en aquel ominoso 0…

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porque podía volverse loco—. Qué he hecho —dijo tratando de respirar—. Santo
Dios, ¿qué he hecho?
El dinero disponible que tenía en la actualidad era insignificante, sobre todo si se
tenía en cuenta que ya había un buen número de facturas por cubrir aquella semana y
para las que estaba destinado.
—Un millón de dólares, un millón de dólares —repitió una y otra vez—. ¿De
dónde podré sacarlo? ¿De dónde, en tres meses?
Un ligero susurro partió del escritorio. Se inclinó preguntando:
—¿Qué hay, Ida…? ¿Quién?
Con el dedo en el contacto escuchó la respuesta y dijo:
—Muy bien, Ida… Si, sí… Oh, sí, perfectamente.
—Rosa Blanca —dijo después de cortar la comunicación con la oficina exterior
—. Rosa Blanca, mi ángel de la guarda. Bendita Rosa Blanca. Llegas en el preciso
instante. Gracias, Rosa Blanca, me salvas la vida y salvas a Basileen para mí.
Cien veces bendita Rosa Blanca. ¡Qué nombre más bonito, Rosa Blanca! Es como
una dulce canción.
Si alguien que conociera a Mr. Collins hubiera escuchado aquel discurso
sentimental, sin duda pensaría que se había vuelto loco, porque aquellas expresiones
pueriles eran tan ajenas a él como lo hubiera sido un dulce balbuceo a los oídos de
una colegiala, sentado junto a ella bajo un árbol y a la luz de la luna.
De pronto se dio cuenta de las simplezas que decía. Levantando la cabeza e
irguiendo todo su cuerpo, rodeó el escritorio, se sentó en el sillón, reanudó la
interrumpida comunicación y dijo:
—Listo, Ida; hágalo pasar y venga usted también para que le dicte. Y oiga, anote
cuanto digamos, porque necesitaré recordar con claridad ciertos detalles de la
conferencia. Cuide de que no nos molesten. Listo.
La conferencia duró menos de diez minutos. Había terminado y él se sentía
aturdido como si le hubieran dado un fuerte golpe en la cabeza en el momento en que
su mente había dado cabida a lo que le parecía increíble, esto es, que Rosa Blanca
quedaba descartada, sin esperanza de ser adquirida por dinero alguno.
En aquella crítica situación y cuando Mr. Collins recuperó su facultad de hablar,
fue cuando hizo explosión diciendo:
—No hay tierra en el universo entero que no pueda obtenerse, entiendan esto
todos ustedes, que lo oiga bien este mundo tuerto. Aun cuando el lote que deseo se
encontrara en Júpiter, lo conseguiría. Quiero a Rosa Blanca y la tendré. Y no habrá
Dios, ni presidente de los Estados Unidos ni presidente de ninguna maldita república
en parte alguna, ni liga de las naciones, ni asociación antiimperialista ni
probolchevista, ni Amigos de la América Latina, ni desgraciada institución o persona
que pueda impedirme conseguir esa maldita Rosa Blanca dejada de la mano de Dios.
La quebraré, la aplastaré, la haré pedazos, yo, C. C. Collins, pero la conseguiré, y la
conseguiré a mi modo aun cuando sea la última cosa que haga en este miserable

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mundo. ¡Mal rayo me parta si no! Ahora empecemos. ¿En qué estábamos, Ida? Bien,
ahora déjeme solo. Necesita poner en actividad mi cerebro, necesito trabajar como un
demonio. Por Cristo que no me dejaré derrotar por un salvaje, por un indio apestoso
como ese. Nunca. No yo. Necesito esa tierra y la conseguiré, juro que la conseguiré.
¿Me oye usted, Ida? Lo juro. Usted es testigo.
—Estoy segura, Mr. Collins; usted conseguirá Rosa Blanca.
—¿Se le ocurre alguna idea? —preguntó con rapidez, volviéndose a ella con la
esperanza de que hubiera concebido algún plan efectivo.
—Siento mucho decirlo, Mr. Collins, que no se me ha ocurrido idea alguna.
—Claro que no, ya lo sabía. Esa es la dificultad con usted y con todos los que me
rodean aquí, nadie concibe jamás una idea que pudiera ayudarme. Cualquiera que sea
la idea creadora, debe partir de mí, he de ser yo, el presidente de esta maldita
empresa, quien piense en todo. No soy más que un esclavo. El título de presidente
resulta vacío en mi caso. Pero no se preocupe, Ida; Rosa Blanca ya es mía. Nunca he
deseado algo sin conseguirlo, y siempre he obtenido lo doble de lo que me proponía.
Podré sufrir algún ligero retardo, esto será cuestión de semanas, tal vez de algunos
meses. Pero Rosa Blanca está en mi bolsillo. Solo habrá que esperar algunos meses.
Ida se había esfumado con sus últimas palabras. Estaba acostumbrada a sus
monólogos y acostumbraba a dejarlo solo cuando lo creía oportuno y estaba segura de
que nada tenía que ordenarle.
—Algunos meses solamente —siguió diciendo para sí. De pronto calló y miró en
rededor—. Vaya, no pueden ser más de tres meses, porque de lo contrario de nada me
servirían ya esos ranchos indígenas, aun cuando me los ofrecieran regalados con el
solo objeto de complacerme.
No podía esperar los tres meses que, de acuerdo con sus cálculos, eran necesarios
para apoderarse de Rosa Blanca. La necesitaba en menos de cuatro semanas, porque
para hacer los primeros agujeros necesitaría seis semanas más. Y hasta entonces, no
antes, tenía esperanzas de embolsarse la bonificación especial equivalente a un millón
de pesos, y si esto no era posible, obtener un adelanto por esa cantidad sobre las
ganancias que producirán los nuevos pozos. En la posibilidad de que no se encontrara
ni una gota de petróleo no pensó ni por un instante. Jugó con la certeza de que su
número saldría, pues de otro modo no habría jugado.
Le era difícil pensar con claridad. Siempre que se le ocurría una idea acerca de lo
que debía hacer en relación con Rosa Blanca, en seguida su mente se oscurecía y solo
quedaba en ella el pensamiento del millón que debía tener en tres meses o… Allí
estaba otra vez aquel «0» confundiendo sus pensamientos. Necesitaba conseguir una
extensión de cuatro, tal vez de seis semanas en el plazo de vencimiento para el pago
de sus facturas. Los tenedores de estas entrarían en sospechas y si la sospecha
prosperaba entre una o dos personas ello acarrearía la catástrofe y no le darían ni
veinticuatro horas para prepararse.

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XLVII

Aquella noche Mr. Collins la pasó con Basileen en el cabaret que preferían. Bailó
bastante y bebió con abundancia, la mayor parte en la cantina y el resto en su mesa.
Champaña, bebidas compuestas, y una serie de copas de licor puro. Estaba bastante
trastornado, pero solo ella pudo darse cuenta. Los demás podrían haberlo considerado
enteramente sobrio.
Regresaron juntos a casa, al garaje, como ella llamaba aún a la residencia
palaciega. Él rehusó acostarse. No quiso ir a dormir solo en su pieza ni con ella en la
suya.
Permaneció sentado en un sillón pensando.
Basileen nunca le interrogaba acerca de sus preocupaciones o ideas a menos de
que él hablara voluntariamente. Sin embargo, aquella noche, percatándose de que
algo importante ocupaba su pensamiento, faltó a su costumbre. La mente de él,
sobrecargada de tan bien mezclados «recuerdos», sufría grandes dificultades para
encauzar las ideas que iban y venían sin permanecer lo suficiente en su cerebro para
poder ser examinadas con detenimiento.
—Te ayudaré, querido. ¿De qué se trata?
—Nada de importancia, Leen. Se trata solo de un asunto tuerto que tengo que
enderezar, pero al que no le encuentro ni pies ni cabeza. Verás, necesito derrumbar a
ciertos tipos de posibles pero no encuentro la forma.
—¿Nunca has estado en aprietos similares, precioso?
—Claro que sí, muchacha.
—Y saliste de ellos haciendo, además, un montón de dinero, ¿verdad?
—Te juro que he salido de ellos ¡y cómo!, con un poquito… con un poquito… —
Se interrumpió como si de pronto alguna idea hubiera brillado y adoptando apariencia
física que se hubiera presentado ante sus ojos desenvolviéndose como en la pantalla
de un cine. No le era posible separar la mirada de aquella pantalla imaginaria, porque
necesitaba presenciar el desarrollo de la escena de principio a fin sin perder un solo
episodio.
De pronto dio un salto y gritó con toda la fuerza de sus pulmones:
—Con un diablo, Leen, ya la tengo. Gran Dios, ¿cómo no pensé antes en esto?
Dejaré que ese maldito indio se pudra un poco más comido por sus propios piojos,
entonces le echaré mano y tendrá que vérselas conmigo. Le tenderé la cuerda con
sonrisa tal que podrá ahorcarse cuando y donde le plazca. Ya lo tengo. Rosa Blanca o
cual fuere su maldito nombre puede esperar su turno y ya se sentirá satisfecha de caer
en manos de C. C. C. Primero hay que hacer lo más urgente.
Para entonces ya se había serenado. Había vuelto a la sobriedad, debido al gran
esfuerzo mental y a la satisfacción de alcanzar la solución del problema que lo
agobiaba y se sintió a salvo.

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Bostezó profundamente, miró en rededor y pareció sorprenderse al encontrarse
allí con Basileen, sin recordar claramente cómo había llegado y cuándo y en qué
condiciones. Nada podía recordar más que su gran idea por la que se hallaba
enérgicamente poseído. La estudió detalladamente y aquel esfuerzo lo salvó. Volvió a
bostezar y bostezando aún dijo:
—Bueno, linda, vamos a descansar. No, no en mi pieza, contigo si no te opones.
—No me opongo —dijo ella sonriendo, y agregó—: Al contrario, me complace
que su excelencia adivine mi pensamiento.
—Gracias, preciosa. Realmente fue excelente la idea que me diste; me apegaré a
ella y lograré una vez más la gran cosecha. Ahora dime, ¿en dónde están mis
pantuflas? Bueno, nada importa, me siento mejor sin pantuflas. —Ya en la cama y
estirándose, dijo—: ¿Sabes, encanto? A menudo pienso que no hay placer más grande
para un hombre, ni satisfacción mayor que hacer lo que le corresponde mientras
habita en el fango que es este mundo, y morir de pie y con las botas puestas. Creo que
eso será algo que me hará feliz sobre todas las cosas, exceptuando tu amor, desde
luego, preciosa mía. ¿Dejamos la luz prendida o la apagamos? Tu deseo será
cumplido. Bien, la apagaremos. Tú ganas.
De la oscuridad desvanecida apenas por las luces de la calle que se filtraban a
través de las cortinas, surgía su conversación. Poco a poco se oyó solo un cuchicheo,
después un murmullo seguido de suspiros, más tarde una respiración agitada e
interrumpida por sílabas casi inaudibles, y después de ello el ruido producido por
aspiraciones e inspiraciones profundas mezcladas con los inarticulados sonidos con
que los humanos expresan sus más hondas satisfacciones, las de sentir su propia
vitalidad.
Nuevamente se escucharon voces.
—¿Sabes, preciosa mía? Me gustaría que aumentaras unas ocho o diez libras. Me
encantaría, estoy seguro.
—Hombre, ¿estás loco? Por Dios que debes estarlo; no cabe duda de que estás
loco. Estoy a dieta para rebajar las tres libras que aumenté en los dos últimos meses.
Oh, vosotros los hombres tenéis las ideas más curiosas sobre las mujeres.
Con voz cada vez más gruesa y queda contestó:
—Por mí perfectamente, linda; como tú quieras. Fue solo una idea mía. Olvídalo.
Momentos después reían como dos criaturas.

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XLVIII

Mr. Collins citó para una junta urgente al consejo de la Condor. La hizo aparecer lo
suficientemente importante para que todos los miembros estuvieran presentes.
Los miró directamente a la cara y sonrió. Paseó su lengua por el interior de las
mejillas; primero por una, luego por otra, y habló.
Su discurso fue corto.
—Caballeros, me han enterado de algo muy importante y debo advertir a ustedes
seriamente para que no se dejen arrastrar por el pánico. No vendan, ocurra lo que
ocurra. Compren acciones de la Condor o de cualquier otra empresa prometedora,
cuando las nuestras o algunas otras, solo de las buenas, claro está, aparentemente se
hallen por los suelos. Y les repito nuevamente, no vendan. Retengan las que posean y
si es posible aumenten sus márgenes. Esta noticia debe quedar entre nosotros y es
necesario que prometan bajo su palabra de honor no dejarla escapar ni delante de sus
esposas, hijos, amigos o coristas. Espero que comprendan el alcance de lo que digo.
Cualquier indiscreción, cualquier falta de su parte, nos arruinaría inevitablemente.
Gracias, caballeros.
Mr. Collins no hizo promesas falsas. Precisamente al día siguiente comenzó la
carrera que debía dejarle el tan necesitado millón.
El consejo de directores se enteró por Mr. Collins de que algunos buscadores y
ciertas compañías tenían a últimas fechas dificultades debido a la presión permanente
que hacía la Condor para ensanchar su campo de acción. Consecuentemente Mr.
Collins debía encargarse de solucionar aquel nuevo obstáculo. Durante la junta se le
preguntó si había pensado en descartar a aquellos estorbos.
Él contestó:
—Desde luego, caballeros, bien que me he cuidado de ellos, de acuerdo con los
deseos de ustedes. Naturalmente que necesito disponer del dinero suficiente para
financiar el proyecto que he elaborado y además de ellos necesito el apoyo
incondicional e ilimitado de todos los presentes.
Todo cuanto Mr. Collins pidió le fue concedido, como siempre. Y Mr. Collins
comenzó a trabajar.
Lo primero que hizo fue buscar un objeto necesario a sus planes. Le sería precisa
determinada empresa industrial de buena reputación y dirigida por un consejo de
hombres de negocios de reconocida honestidad y de quienes se asegurara eran
incapaces de aceptar riesgos indebidos o de confiar al azar sus asuntos.
Mr. Collins encontró aquel objeto en la Laylitt Motor Corporation, de Laylitt,
Ohio. Aquella compañía fabricaba motores de gasolina para todos usos,
especialmente, sin embargo, de los pequeños usados en talleres modestos, en plantas
chicas y por los agricultores. Era un motor común y corriente el que fabricaba la
compañía, un motor que no presentaba ninguna novedad ni nada extraordinario en su

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construcción o funcionamiento. Se daba preferencia a un sistema por medio del cual
se lograba con el más económico uso de combustible el mayor rendimiento. Si la
compañía hubiera emprendido alguna propaganda nacional habría anunciado su
motor como «Planta Generadora para Hombres Modestos». Pero la compañía era lo
bastante tímida para semejante propaganda. Todos los pedidos que tenían venían de
gentes que habían visto el motor en casa de sus amigos, vecinos o conocidos, quienes
les habían enterado de su valor y de lo económico que resultaba.
El consejo de directores de la Laylitt y sus accionista se hallaban satisfechos con
lo que les producía su inversión, evidentemente no tenían intenciones de engrandecer
la empresa, lo que podría poner en peligro su buen dinero al intentar algo cuyos
resultados eran inciertos. Las acciones de la Laylitt se mantenían alrededor de
diecisiete puntos; y sus fluctuaciones, si las había, nunca pasaban de tres cuartos de
centavo.
Nunca se supo con precisión cómo había llegado Mr. Collins a descubrir aquella
tranquila y casi desconocida compañía, como no se pudo averiguar tampoco de qué
medios se valió para introducir en el consejo a dos caballeros que lo tenían
constantemente informado de cuanto se hacía. No se supo tampoco quién era aquel
que seguía sus órdenes sin que los otros miembros del consejo se enteraran del
verdadero papel que jugaban aquellos caballeros de quienes no se sospechó nunca, ni
siquiera meses después de que toda la operación había sido olvidada.
Cierto día la Bolsa empezó a agitarse media hora antes de cerrar. Las acciones de
la Laylitt, que prácticamente habían dormido todo el año, empezaron a correr como
despertadas por un cañonazo. Al abrir se había cotizado a cuarenta y siete tres
octavos. Sin aviso de ninguna especie, bajaron en quince minutos a cuarenta y uno;
por lo menos así parecía; sin razón alguna. Durante los quince minutos que siguieron
se recobraron lentamente y cerraron a cuarenta y dos quintos.
Muy pocos lectores de la sección financiera de los diarios se habían enterado de
la existencia de la Laylitt, y los pocos que se habían percatado de ella, estaban
convencidos de que las acciones eran poseídas por miembros de una misma familia y
tal vez por sus empleados y trabajadores. Ahora la mayoría de los periódicos
publicaban una línea diciendo «Observe mañana a la Laylitt Motor».
Al día siguiente, la Laylitt fue cotizada a cuarenta y uno un cuarto momentos
después de abrir. Después volvió a caer y después de una hora de inquietud se detuvo
en treinta y dos un quinto, cifra considerablemente más baja que la menor del día
anterior. Y ocurrió exactamente lo que la víspera, esto es, las acciones de la Laylitt
empezaron a subir repentinamente y para sorpresa de todos llegaron hasta cincuenta
dos octavos. Una vez alcanzada esa altura empezaron a caer y se detuvieron en
cuarenta y seis un octavo cuando se anunció la hora de cerrar.
Entonces la Laylitt Motor se convirtió en asunto de primera plana en todos los
periódicos del país.

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Mayores acontecimientos debían esperarse para el lunes. Al abrirse se ofrecieron
a cuarenta y cuatro, bajaron en las dos horas siguientes a treinta y seis un cuarto para
empezar una carrera tan fenomenal que nunca ha sido olvidada por los miembros de
la Bolsa que se hallaban presentes. Aquella carrera se detuvo solamente en virtud de
que el mercado fue cerrado. A la hora de cierre se cotizaban a setenta y nueve tres
cuartos. Un ejército de periodistas acechaban las oficinas de la Laylitt. Lo único que
lograron saber fue lo que el presidente declaró, en el sentido de que aquel
acontecimiento era tan sorprendente para él como para el resto del mundo y de que no
sabía cómo explicarlo.
Los cronistas, no satisfechos con aquella ligera excusa, consideraron la
declaración del presidente como una hábil evasiva y como evidencia posterior de que
su propia opinión se hallaba basada en hechos. Lo que ellos llamaban hechos eran
conclusiones a las que habían llegado guiados por varios rumores esparcidos
liberalmente y disfrazados como la más sensacional noticia que saliera jamás de Wall
Street. Aquella gran noticia era murmurada en cafeterías, restaurantes, carros
comedores, salas del hotel, tranvías, camiones, trenes suburbanos; en todas las
esquinas, en todos los elevadores y especialmente en New York siempre que dos
personas se encontraban en algún sitio. Aunque parezca extraño, solo en raros casos
el rumor se trasmitió por teléfono. Si se empleaba el teléfono, una voz decía:
—Escucha, necesito verte inmediatamente. Es urgente. Se trata de la noticia más
sensacional desde que Adán dejó el paraíso. No, no, imposible, no puedo decírtelo
por teléfono. ¿Dónde puedo verte? Perfectamente, no dejes de ir. Alguien engullirá
una fortuna. Perfectamente.
—Sí, viejo, a mí no pueden engañarme. A mí no podrán engañarme. Ellos andan
otra vez en busca de tontos, pero lo que es a mí, no me cogerán. Verás viejo hay una
sola cosa detrás de todo esto. Cualquiera que pueda ver claro, encontrará la razón de
tanto ruido con una compañía de la que antes nadie había oído hablar. Verás, escucha
con atención lo que va a decirte este zorro bien enterado. —Y seguiría cuchicheando
para que nadie de los que se hallaran próximos pudieran enterarse—. Ya ves, la cosa
ocurre así. Esa compañía L, ya sabes a qué me refiero, ha adquirido, inventado o
comprado la patente de un nuevo invento revolucionario, de un motor enteramente
nuevo en el que nadie había pensado, ni el viejo Henry, ni la G. M. ni la G. E. ni
nadie más. Ese motor servirá y ya ha sido probado, para diez mil usos diferentes.
Bien, como iba diciendo, ese motor rendirá los mismos caballos de fuerza con un
galón de gasolina común y corriente que cualquiera otro de los más económicos con
doce o tal vez quince. Eso es algo serio, hermano. Ahora te podrán explicar por qué la
compañía ha metido tanto ruido y se ha lanzado en esa carrera loca. Llegará a dos mil
o más, eso creo yo. Y fíjate en lo que te digo, camarada, ahora es la oportunidad, tal
vez mañana sea tarde. Bueno, es tiempo de que nos vayamos. No lo cuentes por ahí.
Adiós.

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Aquella versión acerca del nuevo motor adquirido por una compañía que se
dedicaba exclusivamente a fabricar motores con la característica de consumir la
menor cantidad de combustible y producir la mayor fuerza posible, era la razón más
plausible para el salto milagroso en las acciones de la Laylitt, aquella versión
resultaba, además, la más inteligente para las mentes norteamericanas. Así, pues, se
apoderó firmemente de todos los cerebros norteamericanos, en los que produjo los
comunes efectos norteamericanos inmediatamente.
La venta de nuevos motores descendió a las más bajas cifras registradas en la
historia de la industria norteamericana de motores. El peor de los golpes lo recibieron
los productores de petróleo. La venta de petróleo perdió a tal grado sus recursos, que
era imposible vender en grandes cantidades, ni siquiera a los precios realmente en
producción. Cerca de cuarenta pequeñas empresas explotadoras y refinadoras de
petróleo y una cantidad mucho mayor de pequeños explotadores no pudieron resistir
el golpe.
Mr. Collins estaba listo para echarse encima de unas ocho de esas empresas a
punto de desaparecer. Lo hizo tan gentilmente que los consejos de directores de las
mismas le mostraron su gratitud en todas las formas que les fue posible por lo que
ellos consideraban rara generosidad de su parte. Les pagó más de lo que tenían
razones para esperar. Lo hizo sin lamentarse, porque adquiría sus objetos a un precio
con mucho más bajo de lo que deseaba pagar. También echó mano a los pequeños
explotadores en quienes había puesto los ojos por menos de una quinta parte de lo
que en realidad valían.
Tan pronto como la Condor logró echar mano de las propiedades deseadas y
arreglar todas sus combinaciones, la Laylitt Motor volvió pacíficamente a su modesta
situación en el mercado de cambios y en la industria de motores. Finalmente sus
acciones se detuvieron en cincuenta y dos un octavo y se mantuvieron así durante tres
meses. Habían ganado tres puntos en aquella carrera emocionante. Todos los que
tenían relaciones con la empresa, con su presidente, directores, accionistas,
empleados y trabajadores quedaron satisfechos con los resultados finales. La
publicidad obtenida había desembarazado a la planta de todas sus existencias y los
pedidos habían llegado en cantidad tal que la compañía había tenido que trabajar
enormemente durante dos años para atender únicamente a los pedidos ya formulados.
Como siempre, después de un período de agitación intensa en Wall Street algunos
cientos de tontos yacían por tierra sin sentido, inválidos, heridos, amargados, en
desacuerdo con el mundo y especialmente con su país. Y como siempre, también
después de semejantes sacudimientos en la Bolsa, un ciento o más de pequeños
negociantes discretos e industriales honestos se arruinaban y perdían hasta el último
centavo.
Por medio de aquella afortunada operación, Mr. Collins obtuvo un control más
firme sobre la Condor y sus directores, y salió ganando, además, un millón y cuarto
de dólares. Los miembros del consejo no habían obtenido menos y de ahí que

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consideraran a Mr. Collins una especie de mago, que valiéndose de determinados
trucos podía hacer cualquier cantidad de dinero.
Fue precisamente entonces, en los momentos en que Mr. Collins se consideraba
como el más grande genio financiero, cuando el director de su banco lo llamó por
teléfono.
—¿Le sería posible, Mr. Collins, venir a verme alguno de estos días?… Sí,
perfectamente… Digamos el miércoles, a las once en punto… Sí, lo anotaré en mi
calendario… no, en mi despacho privado… por favor… Adiós, Mr. Collins.
Aquella mañana temprano llamaron a Ida del banco para estar seguros de que su
jefe no había olvidado la cita, pues era muy importante y urgente.
Mr. Collins llegó al banco, sonrió en todas direcciones, y dio los buenos días a
todo el que se le ponía enfrente. En aquel momento se sentía más seguro de su poder
que nunca. Creía leer en todos los ojos una profunda admiración por su grandeza. El
presidente del banco y todos los altos empleados sabían cuánto valía, y hasta lo
habrían mostrado a algunos de los clientes que parecían sorprendidos por la forma en
que Mr. Collins atravesaba el gran vestíbulo y era saludado cortésmente por cada uno
de los empleados, aun por aquellos usualmente reservados y que querían se les
considerara muy dignos.
Al llegar a la puerta del privado del presidente, aquella se abrió como si se
hubiera parado sobre un botón que la abriera automáticamente.
En el umbral apareció el director como si en aquel instante hubiera intentado salir.
—Buenos días, Mr. Collins —saludó sonriendo ampliamente—. ¿Cómo está
usted, Mr. Collins? Hermoso día, ¿verdad?
—Buenos días, Mr. Aldring, y usted, ¿cómo está? Magnífico. Y en verdad que es
una hermosa mañana. Bien, ¿qué se le ofrece Mr. Aldring, para qué me ha mandado
usted llamar? Debe ser algo muy importante, ¿no es así?
—En realidad, Mr. Collins, no soy yo quien desea verlo, se trata de alguien a
quien creo yo debe usted conocer mejor.
Al decir esto abrió la puerta con mayor amplitud, dio paso a Mr. Collins, lo siguió
y cerró tras sí.
Mr. Collins descubrió la presencia de un viejo con aspecto de gran cansancio,
sentado y casi perdido en un sillón, que contemplaba sus manos cuidadosamente
como si se las viera por primera vez.
—Estoy seguro que ya ustedes se conocen. Señor, aquí tiene usted a Mr. Collins,
Mr. Chaney C. Collins, de la Condor Oil Company. Creo que ahora pueden ustedes
quedarse solos. Lo siento, pero también tengo que concurrir a una cita.
Mr. Collins pensó que el presidente, intencionalmente o tal vez porque algo
importante ocupaba su mente, se había olvidado de presentarlo al viejo, de apariencia
tan cansada que hubiera uno podido esperar que se quedara dormido de un momento
a otro.

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El presidente del banco, mientras hablaba había acercado una pesada silla a Mr.
Collins, e indicándole con un gesto que tomara asiento. Mr. Collins se hallaba
sentado esperando que el caballero que tenía enfrente iniciara la conversación.
Observándole bien le pareció que su cara le era conocida, no porque lo hubiera visto
personalmente sino por haber visto algunas de sus fotografías en los periódicos. Sin
embargo, no podía recordar en relación con qué había visto sus retratos. El caballero
parecía en parte un agricultor civilizado, en parte uno de esos hombres de ciencia que
se pasan la vida enterrado en su laboratorio.
—Eso es —dijo para sí Mr. Collins—. Le he visto relacionado con algunos
microbios, o algo por el estilo, descubierto por él.
—Así que usted es Mr. Collins, de la Condor Oil —dijo el caballero hablando
lentamente y pronunciando las palabras en una forma que debió ser común en este
país hace ochenta o cien años. Se detenía en cada sílaba, la arrastraba y daba a ciertas
letras un sonido nasal como si sufriera de catarro constante. Cada palabra salida de
sus labios era emitida con firmeza tal que parecía destinada a vivir por toda la
eternidad.
—Exactamente, señor.
—Excúseme usted, Mr. Collins.
—Exactamente, señor, tengo el honor de ser presidente de la Condor Oil C. Mr…
Mr… Lo siento pero no comprendí bien su nombre, señor.
—Imposible, buen hombre, puesto que no le fue dicho. Creí que usted me
conocía.
—Lo siento mucho, señor, pero no he tenido el placer. Sin embargo, creo haber
visto su retrato en los periódicos varias veces, sí, varias veces.
No bien acababa de expresarse en aquella forma cuando tosió y tragó saliva
turbado, porque en aquel preciso momento llegaba a su mente como llamarada el
recuerdo del asunto con el que siempre había visto relacionados los retratos del
caballero y repentinamente recordó quien era aquel que se encontraba sentado frente
a él. Pareció que toda la sangre se le subía a la cabeza, y se movió ligeramente en su
asiento como para acomodarse o adoptar una postura mejor.
Sí, sin duda que él era. Mr. Collins sabía, como todos los que tenían qué ver con
el petróleo, que la industria y el comercio de petróleo norteamericano están
manejados, controlados y operados por medio ciento de individuos con maneras,
táctica y ética de pandilleros, por medio ciento más de individuos que siempre están
enarbolando la pluma, por unos cuantos técnicos muy hábiles, ingenieros y geólogos;
por una veintena de comerciantes verdaderamente reales, una docena de príncipes y
duques y por dos reyes. Estos dos son verdaderos reyes como se supone que sean, su
palabra es tan buena como los bonos del gobierno, y consideran su honor y
reputación de más valor que su propia vida y que su fortuna.
Mr. Collins tenía ante él a uno de aquellos reyes a quienes llamaba los magnates,
las joyas o los grandes tipos.

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Aspiró profundamente, se incorporó a medias en su asiento y dijo:
—Mucho gusto en conocerlo. ¿Cómo está usted?
Mr. Collins no sabía si era correcto tenderle la mano y estrechársela. Sus maneras
desenvueltas carecían de valor allí. De ello se había dado cuenta en el momento de
entrar y ver al caballero.
Tomando en cuenta la manera cauta, fría y cortesana empleada por el rey para
tratarlo, se enteró por primera vez del hecho de que el presidente de su banco, así
como los dos vicepresidentes, usaron de la misma forma solemne y reservada cuando
se hallaban en presencia de sus clientes. Varias veces se percató de que había caído en
el despacho privado del presidente del banco, casi como en la sacristía de una iglesia
frecuentada exclusivamente por los cuatrocientos más elevados. En semejante
ocasión no le fue posible mostrar su ruidosa jocundia. Se puso a pensar que tal vez,
después de todo, estaba equivocado en su métodos para hacer dinero. Tal vez los
hombres de negocios realmente grandes y espontáneos, aquellos en quienes la nación
entera podía confiar en todo tiempo, eran más bien como aquel rey que tenía enfrente
y como el presidente del banco. Y le asaltó la idea de que él, a pesar de su habilidad y
de la facilidad que tenía para hacer millones estaba, por su carácter y por la forma en
que hacía sus negocios, más de acuerdo con un promotor de ferias o de concursos
pugilísticos que con un hombre con el perfecto derecho a llamarse presidente de una
compañía petrolera.
En cualquier forma, aquellas ideas solo pasaban como relámpagos por su mente,
con rapidez tal que no se tomaba la molestia de analizarlas o de retenerlas para un
futuro examen. Por el contrario, cada vez se sentía más seguro de que la forma que
empleaba para hacer negocios era correcta y que todos aquellos llamados mercaderes
reales e industriales principescos estaban equivocados o actuaban simplemente como
embajadores, por la sencilla razón de que no eran capaces de actuar tan hábil y
rápidamente como él y necesitaban, por lo tanto, emplear en la mejor forma las
cualidades y el talento que poseían. Existen formas muy hábiles de las que se valen
los lentos y faltos de talento para ocultar prácticamente todos sus defectos. Los
defectos de Mr. Collins siempre salían a relucir, y frecuentemente en el momento
menos oportuno, y no era él de la clase de hombres capaces de cubrirlos con
serenidad y dignidad elevando las cejas. Él iba al grano en cuanto decía y no
encontraba otra forma de disimular sus defectos, con más o menos éxito, que
hablando y actuando ruidosa y precipitadamente. Sabía que si se hubiera hecho un
concurso para determinar quién podía vender mayor cantidad de carros nuevos o
usados en el menor tiempo posible en un mercado adormecido, él habría vendido en
una semana una cantidad mayor, y a mejores precios, que aquel presidente de banco o
aquel rey que tenía enfrente habría podido hacerlo en un año.
Y si aún faltaban pruebas acerca de su posición en el negocio petrolero, ellas
serían presentadas en aquel preciso instante. Era sabido que el rey no perdía tiempo.
Cada minuto de su vida, de día y de noche, le producía una ganancia de más de doce

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dólares, tal vez de veinte. No había ido allí a ver a Mr. Collins por la sola curiosidad
de saber que apariencia tenía. Algo había tras su deseo, y sin duda algo de
importancia, pues no habría hecho el largo recorrido que separaba la costa oriental de
allí si se tratara solo de dos o tres insignificantes millones. Las cartas que se jugarían
no serían por menos de treinta o setenta millones, tal vez cien.
—La manipulación de usted me produjo algunas horas de tensión nerviosa. —El
rey hablaba nuevamente después de haber dormitado un rato, según pareció a Mr.
Collins—. No por que yo hubiera podido perder o ganar con semejantes acrobacias,
pues siempre me encuentro al margen y jamás juego.
—Vaya, esto es el colmo —pensó para sí Mr. Collins—, ahora este viejo
sinvergüenza me sale con que nunca juega en la Bolsa, con el petróleo o con lo que
sea. Por el diablo, ¿qué otra cosa ha hecho toda su vida, si no jugar? Quisiera saberlo.
Embustero, eso es, y tratando de hacernos creer que nos dará el gran consejo a
nosotros, que empezamos a asustarlo con nuestras embestidas.
—Me costó algunas horas de nerviosidad, porque no sabía quién estaba tras del
asunto y qué pretendía en final de cuentas. De haber sabido que perseguía usted solo
una pequeña tajada, le habría ofrecido todo el pastel sin necesidad de meter aquel
ruido tremendo y con un saldo menor de víctimas y de gastos. No supe que lo que
usted pretendía era hacerse de algún dinero extra, pues entonces me habría explicado
el asunto inmediatamente. En cualquier forma, Mr. Collins, debo reconocer que obró
usted hábilmente. Hábilmente, sí, con habilidad; esa es la palabra.
Mr. Collins se encendía con el aprecio que le demostraba este gran personaje casi
venerado. Empezó a tratar de adivinar cuál sería la proposición y se hizo el propósito
de no vender por una bicoca. Tal vez se le ofrecería alguna combinación con un cargo
de responsabilidad ampliamente remunerado en los lejanos dominios del rey. Pero se
encarecería ¡y como! La gran oportunidad de su vida había llegado. En el futuro sus
entradas serían, si no exactamente, muy próximas al triple de las que tenía en la
actualidad.
—Muy hábil —volvió a decir la voz enérgica después de un corto silencio,
durante el que el rey pareció dormitar nuevamente—. Muy hábil, eso cree usted. Tuve
que poner tres de mis mejores hombres en la pista para que encontraran la madriguera
del leopardo. Mis hombres la descubrieron perfectamente. Antes de que salga usted
de este banco, Mr. Collins, no se olvide de dejar al cajero un cheque por cuatro mil
setecientos cuarenta y tres dólares sesenta y siete centavos, que fue exactamente lo
que tuve que pagar por seguir sus huellas.
Mr. Collins lo miró sorprendido, y frunció el entrecejo. Intentó decir algo, pero el
rey prosiguió:
—Sí, mis hombres descubrieron la madriguera perfectamente. Yo no había
pensado en usted. Nunca supuse que fuera usted tan tonto como para actuar en
aquella forma. Nosotros poseíamos todos los medios para cambiar totalmente el curso
del asunto y dejarlo a usted y a lo que usted llama su corporación en el basurero.

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Podríamos haberlo hecho, pero en cierta forma creo que el resultado ha sido mejor, ya
que algunos cientos de tontos se han retirado y esto es una gran ganancia para todo el
negocio. Ahora escuche, joven…
—Me ha llamado joven —pensó Mr. Collins— y tengo más de cincuenta años.
Estoy seguro de que él tiene cerca de ciento veinte, a juzgar por la forma en que se
queda dormido cada cinco minutos. Pero diablo, algo daría yo por tener a su edad la
memoria que él tiene. Basta ver la exactitud con que recuerda la suma que pagó
porque me localizaran. Yo ya la he olvidado y él ni siquiera tuvo qué consultar un
papel para recordar la complicada suma.
El rey salió nuevamente del sueño y continuó:
—Sí, escuche usted, joven. Le prevengo que no vuelva a usar de ese truco o de
otro similar. Porque si lo intenta una vez más lo aplastaré junto con todos sus
secuaces, y lo aplastaré en forma tal que no podrá echar mano ni de un pedazo de
papel cuando el diluvio caiga sobre usted.
—Con todo respeto, señor, me permito preguntarle, ¿no hizo usted alguna vez en
su larga y rica vida alguna operación semejante a la que yo he hecho?
Mr. Collins, que estaba seguro de conocer la historia completa de la vida del rey,
preguntó más por alargar la conversación que por recibir una lección de estrategia
financiera.
—No, joven farsante; nunca hice algo de esa especie. Siempre jugué con las
cartas descubiertas. Mi divisa era: tómelas o déjelas. No siempre, pero sí casi siempre
gané y no valiéndome de trucos, sino precisamente por jugar con las cartas
descubiertas y dar a cada quien su oportunidad para jugar rectamente. Aquellos que
pasan el límite son simplemente jugadores o mejor, como los llaman ahora, tontos. Y
los tontos siempre merecen su parte, porque son ellos, los tontos, quienes desean
hacernos tontos a nosotros los que jugamos limpio. Y son los tontos los que acarrean
esos devastadores pánicos en el desarrollo doméstico de los negocios honestos y de la
industria realmente importante. Y eso no es todo, joven. Lo hecho por Alejandro el
Grande, por César, por Atila o Carlomagno en su tiempo habríase considerado como
un horrible crimen de haber sido hecho por Napoleón. Y lo hecho por Inglaterra en el
siglo XVIII y por Napoleón al principio del XIX habrían sido pecados imperdonables
para la raza humana de hacerse ahora. Cada tiempo tiene sus propias leyes. El mío
tuvo las suyas y a ellas se apegaba mi vivir, trabajar y hacer negocios; el de usted
tiene otras que usted debe obedecer a menos que desee ser considerado como
criminal. Así, pues, joven, no olvide mi advertencia, porque no la repetiré dos veces.
El rey se levantó, caminó lentamente hasta la puerta y, sin volverse, dijo:
—Buenos días, señor.
Tocó ligeramente la puerta y esta se abrió para darle paso. Cuando la puerta se
hubo cerrado, el presidente del banco volvió a entrar. Sonrió tan ampliamente como
pudo, se aproximó a Mr. Collins, le estrechó la mano con entusiasmo y dijo:

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—Felicitaciones, Mr. Collins, felicitaciones. Estoy seguro de que la proposición
que le han hecho sobrepasa con mucho sus esperanzas. Sabía yo que esta entrevista se
realizaría algún día, pero nunca creía que fuera tan pronto. Este es realmente un
acontecimiento para la Condor. Tal vez una fusión. Bien, esperaré el resultado. Y de
paso, Mr. Collins, cualquier suma que necesite estará a su disposición siempre que
nuestras reglas lo permitan. Y una vez más, lo felicito sinceramente.
—Gracias, muchas gracias, Mr. Aldring. Puedo asegurarle que ha sido un gran día
para nosotros. —Mr. Collins tenía la apariencia de haber ganado un millón de dólares
—. Y muchas gracias por haber arreglado este agradable asunto en su institución.
—Siempre a sus órdenes, Mr. Collins —dijo el presidente, estrechándole la mano
y lo acompañó después hasta la puerta, haciendo tantas reverencias como nunca antes
le había hecho.
Mr. Collins se aproximó al cajero y solo tuvo que firmar, porque este ya tenía
hecho el cheque con la suma correspondiente.
Sentado en su coche y pensando en el último cuarto de hora transcurrido, Mr.
Collins dijo para sí: «Por Dios que atenderé su advertencia, y al pie de la letra, porque
es de las bestias que cumplen lo que prometen. Vaya, vaya, que es un hombre viejo.
Creo que tiene ciento veinte años en vez de ciento cincuenta. Pero estoy seguro de
que daría gracias a Dios de rodillas todos los días de mi vida si a los veinticinco
hubiera tenido la memoria y la clara y aguda inteligencia de ese viejo. ¡Vaya tipo!».

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XLIX

No conociendo bien a Mr. Collins, uno habría podido pensar que había olvidado a
Rosa Blanca o que había dejado las cosas en el estado en que se encontraban,
mientras se hallaba ocupado con su última aventura financiera. Pero la cosa, sin
embargo, no era así. Hasta a Ida le hablaba poco de Rosa Blanca, pero habría dejado
de ser Mr. C. C. Collins de haber aceptado una derrota en tanto que su oponente
viviera aún y su objetivo no hubiera sido destruido por un terremoto o por una
inundación. Consecuentemente, aun cuando se hallara sentado en un cabaret o se
encontrara solo con Flossy o con Basileen, habría pensado en el caso desde todos los
ángulos concebibles.
La mayoría de las propiedades de la Condor en la República habían sido
adquiridas aprovechándose de ciertos defectos en la legalización de los derechos de
propiedad de las personas que se hallaban en posesión de ellos. Pero con Rosa Blanca
la cosa era distinta. Nada podía hacerse con respecto a los títulos de propiedad de don
Jacinto. Eran tan legales y buenos como rara vez pueden encontrarse en países
siempre perturbados por revoluciones, rebeliones, cambios de leyes y de
constituciones. Cuando, finalmente, Mr. Collins se convenció de que por ningún
medio legal llegaría a Rosa Blanca, echó manos de otros medios.
El gobernador del estado, que después del presidente de la República era la más
alta autoridad, fue urgido para usar de su influencia con don Jacinto para convencerlo
de que vendiera. Ciertos párrafos de la nueva constitución concedían a las autoridades
derecho para privar de sus propiedades u obligar a los propietarios a vender sus
tierras, plantas, maquinarias o medios de transporte en todos aquellos casos en los
que las propiedades fueran de gran beneficio para la nación, operadas o poseídas por
el gobierno local, el del estado o el federal en vez de por un individuo o empresa
capitalista. Así, pues, el gobernador fue urgido para que dictara un decreto especial
por medio del cual Rosa Blanca pasara a ser propiedad del estado. Una vez en
posesión de la hacienda, el gobernador tendría el derecho constitucional de vender, o
arrendar, Rosa Blanca al individuo o corporación que contara con las mayores
posibilidades de manejar la propiedad para mayor beneficio del estado o de la nación.
Como el gobernador tenía fama de hombre justo, especie poco frecuente en el
país, Mr. Collins tenía pocas esperanzas de que obedeciera la sugestión que le hacía
el representante de la Condor en la República. Por tanto, se entrevistó con un
diputado. De los diputados de la República la mitad son hombres honestos y
caballeros que hacen cuanto pueden por lograr que su país sea grande y realmente
progresista y pertenecen a una clase de tipos no mejores en ningún sitio. Una cuarta
parte de los diputados no saben lo que desean ni qué partido tomar; fueron elegidos
por haber sido impuestos a ciudadanos ignorantes, y siempre siguen a los más fuertes,
a pesar de la opinión pública o la de sus votantes. Una quinta parte, más o menos,

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difieren de los pandilleros solo por el nombre, nunca dejan su casa si no van armados,
y hacen uso de sus fueros únicamente para cometer todos los ultrajes imaginables y,
sin excluir el asesinato, todos los crímenes mencionados o no en las leyes. Es esta
parte de los diputados la que ante el mundo degrada al constitucionalismo y a las
instituciones parlamentarias en esta y otras muchas de las repúblicas indoamericanas.
Así, pues, resultaba enteramente natural que los hombres de Mr. Collins se
entrevistaran con un diputado perteneciente a aquella quinta parte. El diputado en
cuestión tenía dos esposas, estaba legalmente casado con ambas sin haberse
divorciado de ninguna de ellas. Una de las dos vivía en la ciudad, la otra en un rancho
de cuya existencia estaba ignorante su esposa de la ciudad. Había obtenido aquel
rancho ordenando el asesinato de su dueño y de toda su familia, más tarde declaró
que nadie reclamaba la propiedad: lo que ocurría realmente, porque ninguno de los
herederos se atrevía a ello. Después de esto y alegando una deuda de contribuciones,
el rancho fue vendido en subasta pública, en la cual fue el diputado el único postor,
pues todos los demás se eliminaron por las mismas razones atendidas por los
herederos para no hacer reclamaciones. Y como este diputado no solo tenía dos
esposas legales, sino que también mantenía a tres más a la manera de Mr. Collins,
estaba como él, también, en constante necesidad de dinero.
El diputado, convenientemente preparado por los hombres de Mr. Collins, trató de
convencer al gobernador de que la nación necesitaba una considerable entrada de
fondos, los que podrían lograrse en primer lugar por concepto de impuestos sobre la
exportación y producción de petróleo en el país y, en segundo lugar, empleando todos
y cada uno de los medios posibles para inducir a los atrasados poseedores de tierras
productoras de petróleo a que se unieran al esfuerzo progresista de la nación, ya que
debía darse preferencia al bien común y considerar en segundo término los intereses
privados, venciendo la testarudez de individuos medio locos como aquel propietario
de Rosa Blanca, indio ignorante, de la especie más conservadora y carente de
influencias políticas. Rosa Blanca estaba considerada entre las tierras más ricas en
petróleo de la República. Así, pues, ni un gobernador, ni aun el presidente de la
República, tenían derecho a privar de aquellos tesoros naturales al resto del mundo,
menos aún cuando la explotación de esas tierras significaría empleos bien pagados,
buenas entradas y bienestar para muchos cientos de familias cuyos cabezas carecen
de trabajo y las que se ven obligadas a vivir como pobres animales.
El diputado habló bien y recitó la versión que sobre el asunto diera Mr. Collins;
tan bien, ni él mismo lo hubiera hecho. En cualquier forma, el discurso del diputado
fue mucho mejor, más inteligente que los que solía leer en la cámara. Cuando en
alguna ocasión hablaba en la Cámara de Diputados no lo hacía por el bienestar de su
patria, sino porque necesitaba hacer que el público se percatara de que vivía aún y de
que todavía era miembro del parlamento, pues consideraba la posición política que
ocupaba como expediente convenientísimo para enriquecerse.

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El gobernador no se dejaba convencer fácilmente por discursos de ninguna
especie, ni por los buenos ni por los malos, especialmente cuando sospechaba que no
habían sido concebidos por la mente del orador. Dio las gracias al diputado por su
visita y por su reveladora información y le dijo con toda cortesía que pensaría el
asunto.
Como el único resultado de las gestiones del diputado fue el pago de un cheque
por cinco mil pesos hecho por la Condor, se pidió por favor al señor Pérez que viera
al gobernador, solo una vez más, y que tratara de convencerlo en la mejor forma
posible de la urgente necesidad que tenía el país de los altos ingresos que dormían en
el subsuelo de Rosa Blanca, y de que el gobernador en persona debía hablar a don
Jacinto para hacerle comprender que la venta de sus tierras redundaría tanto en su
beneficio como en el de todas las familias en cuyo bienestar se interesaba tanto.
El gobernador, después de escuchar cuidadosamente la explicación del licenciado
Pérez, dijo:
—Investigaré el caso una vez más, pues me han estado molestando con él durante
meses y meses y estoy aburrido de oír hablar del asunto. Aburrido de él, señor
licenciado.
—Entonces, ¿está usted de acuerdo, señor gobernador? —preguntó Pérez con la
cara radiante de alegría.
—No he dicho tal, licenciado Pérez. He dicho que investigaré una vez más el caso
y trataré de enterarme qué hay en el fondo de todo esto, porque estoy perfectamente
convencido de que algo se oculta tras del asunto que yo y tal vez usted no podemos
alcanzar. Me es difícil creer que aquí o en cualquier otro sitio bajo el cielo pueda
existir un hombre que rehúse aceptar medio millón de dólares por una tierra que,
cuando más, le daría trescientos o cuatrocientos mil pesos. Quiero que comprenda
usted que estoy muy lejos de desear obstaculizar a esa empresa norteamericana y de
tratar intencionalmente de que no aumente sus operaciones y sus negocios en nuestro
estado o en cualquier otro sitio de la República. Por el contrario, deseo ayudar a esa
empresa, como he ayudado a otras cuando se me ha pedido que interpusiera mi
influencia en todos aquellos casos en los que tuve la convicción de poder obrar
rectamente en beneficio de las dos partes interesadas.
—Eso es, precisamente, lo que deseamos, señor gobernador; que use su influencia
para hacer correr este estancado asunto.
—Debe usted saber, licenciado Pérez, que siempre, mientras sea gobernador del
estado, ayudaré como he ayudado al desarrollo de cualquier producción útil, ya sea
azúcar, algodón, minerales, madera, frutos o petróleo. El hecho de que sea una
empresa extranjera o de que sea poseída y controlada por nuestros ciudadanos nada
tiene que ver en mis juicios. Mientras los extranjeros y sus empresas se apeguen a
nuestras leyes, los consideraré iguales a los nacionales y no tendré preferencias para
ninguno. Yo respeto y defiendo los derechos constitucionales de todos los residentes
en el estado, ya sea ciudadano o extranjero, indio, mestizo o criollo.

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—Estoy bien enterado de su tolerancia y justicia, señor gobernador; por eso tengo
confianza en su juicio respecto al caso que discutimos.
—Gracias, licenciado. Puedo asegurarle que no descuidaré ningún medio para
respaldar todos los propósitos legales de la Condor. Si me convenzo absolutamente de
que es esencial para la existencia de la Condor la explotación de Rosa Blanca, y más
aún de que resulta de vital interés nacional que Rosa Blanca sea transformada de
simple hacienda en algo de más valor, como son los campos productores de petróleo,
en ese caso trataré de convencer a don jacinto de que debe vender en beneficio de
todos.
—Me alegro de escucharle decir esto, señor gobernador.
—Ahora que, no obstante, cualquier cosa que yo proyecte hacer, no olvidaré ni
por un momento los derechos de don jacinto, sus derechos constitucionales, así como
todos los derechos que en su opinión particular tenga en el asunto. Sus razones serán
tan buenas como las de la Condor, tal vez mejores. Yo desconozco los detalles, pues
nunca llegué a una conclusión satisfactoria en mis investigaciones y no me es posible
juzgar. Además del de don jacinto está en juego el destino de unas sesenta familias
que viven de la hacienda. Esas sesenta o más familias son de mi sangre, de mi raza,
en tanto que los hombres de la Condor no lo son. Fui elegido gobernador con el
amplio y claro entendimiento de que ante todo están los intereses de nuestros
ciudadanos. Creo, licenciado Pérez, que fue eso lo que dijo usted cuando empezó
mencionando los intereses de la nación. Estas sesenta familias son la nación de la que
yo he hablado y a la que prometí proteger si me elegían.
—De todas esas familias se cuidará, señor gobernador. Cada hombre tiene
asegurado un trabajo por el que se le pagarán salarios ocho y diez veces más altos de
los que ahora reciben.
—Bien, ¿por qué no? En cualquier forma esa es solo la parte material del asunto,
y creo que en ello hay también una parte en la que se deben tomar en cuenta el alma y
el corazón. De esta nadie ha hablado, por lo menos que yo recuerde. ¿O ha hablado
usted, señor licenciado?
—No, no; creo que no, señor. Y no comprendo lo que usted pretende significar al
hablar de problemas del alma y del corazón.
Por algunos momentos el gobernador escudriñó la cara de Pérez para determinar
si hablaba en serio o en broma.
—¿Alma y corazón? Un abogado no puede saber mucho de almas y corazones
mientras considere a los hombres solamente como partes del caso que necesita ganar.
Pero debo recordarle que don Jacinto y esas familias, no solamente habrían de
desprenderse de unas cuantas hectáreas de suelo más o menos bien cultivado. Ese
suelo podía cambiársele hasta duplicándolo en cualquier otra región del país si fuera
necesario. Pero ellos habrían de ceder más que ese suelo, algo de mucho más valor,
algo que usted y yo comprendemos difícilmente. Estas gentes darían algo que
constituye su patria toda, su país natal, una tierra que ha sido fertilizada con sudor y

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sangre de los cuerpos de sus ancestros, de generaciones enteras tal vez durante dos
mil años o más. Esa pequeña patria suya ha sido fertilizada con las esperanzas, los
duelos, las desesperaciones, los goces, los deseos de ellos y de toda su raza. Tendrán
que ceder la tierra que les es sagrada, sagrada como mi madre, mi esposa, mis hijos
son sagrados para mí y los suyos para usted, licenciado. Y debido a estas razones, a
estas consideraciones yo no puedo, en este caso, pensar únicamente en el petróleo.
Debo pensar en los humanos, en los corazones y en las almas humanas. Y habría que
decidir en último término qué es más importante, si el petróleo o los corazones y las
almas humanas.
El gobernador se puso de pie, volvió a sentarse tras su escritorio y, cambiando de
tono, continuó:
—Como dije antes, licenciado Pérez, haré cuanto pueda por ayudarlo. Deseo
complacer a la compañía que usted representa. Pero debo agregar que si la Condor no
aduce razones realmente convincentes para que esa propiedad se convierta en campo
petrolero, nada pondré de mi parte para que don Jacinto acepte la idea. Dejaré que él
decida lo que sea más conveniente para él y para aquellos de cuyas vidas se siente
responsable. Él incuestionablemente está en su derecho de vender o negarse a
hacerlo, y tiene también perfecto derecho a exigir que no se le moleste más una vez
que haya dicho que no. Bien… —el gobernador volvió a cambiar de tono—, bien,
Pérez, ¿cómo están por su casa, cómo está su esposa, sus dos hijas? ¿Terminó
Margarito sus estudios de medicina?
—Todavía no, don Claudio, le faltan dos años. Y mi esposa se encuentra ahora en
Guadalajara visitando a su hermana.
—Salúdelas de mi parte. ¡Adiós!
Se estrecharon las manos con afabilidad, y Pérez abandonó el palacio de gobierno
en donde la audiencia había tenido lugar. Se dirigió al telégrafo y telegrafió a las
oficinas de la Condor: «El gobernador apoya firmemente el punto de vista de Jacinto
(punto) Se necesita más tiempo y paciencia».

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L

El gobernador hizo algunas anotaciones en su libreta de asuntos pendientes, oprimió


dos botones y empezó la audiencia con directores de compañías norteamericanas e
inglesas, con ingenieros, traficantes, presidentes de cámaras de comercio, gerentes de
empresas ferrocarrileras, grupos de turistas norteamericanos y canadienses,
administradores de empresas de transportes, secretarios sindicales, trabajadores en
traje de mecánico con las manos sucias aún por el trabajo. Campesinos indígenas,
peones, jefes de tribus habitantes de las altas mesetas y de las selvas, maestros,
arquitectos, científicos, exploradores, propietarios de diarios extranjeros, dictadores
destronados, generales de la revolución, alcaldes de varios pueblos, directores de
empresas de luz y fuerza, exdueños de bienes expropiados, plantadores de henequén
desposeídos, administradores de ingenios azucareros, plantadores de cacao,
cultivadores de plátano y concesionarios de transportes fluviales.
Muchas horas empleaba el gobernador para despachar aquella gran variedad de
asuntos y atender a tipos tan diversos. Cada tres o cuatro minutos se veía obligado a
pasar de un asunto a otro, del que oía hablar por primera vez en su vida, para pasar a
otro que le resultaba casi incomprensible, y en tanto que el perseguidor de la
audiencia hacía presión sobre su problema, era repentinamente abandonado sin
obtener la solución que esperaba en aquel preciso momento, porque anunciaban otro
visitante y aquel era despedido cortésmente, con la mente nublada, a fin de que dejara
su lugar a los otros que esperaban.
Durante aquella rápida revista de caras, cuerpos, problemas y asuntos, el
gobernador olvidóse completamente de Rosa Blanca. Y olvidó también que había
hecho notas relativas a aquel sitio que, aunque nunca había sido notable en ningún
aspecto, se iba convirtiendo en objeto cada vez más inquietante para el gobernador.
Para el próximo sábado el presidente de la República había citado a una reunión
general de todos los gobernadores de los estados y jefes de operaciones militares. El
objeto de aquella conferencia especial era discutir la forma de poner coto a la
creciente inquietud de los sindicatos obreros, que urgían al gobierno para que
reforzara la constitución adoptada muchos años antes por un movimiento
revolucionario victorioso.
Los sindicatos obreros demandaban en particular que se reforzaran aquellos
párrafos de la constitución que se referían a los derechos de la nación para expropiar
las tierras pertenecientes a grandes dominios feudales, dividirlas en parcelas y
entregar estas a los campesinos indígenas, constituyendo así ejidos, especie de
comunidades semejantes a las que existían entre los indios antes de Colón. Al mismo
tiempo, los de trabajadores mineros insistían en que el gobierno no dejara pasar más
tiempo sin establecer otro derecho constitucional, esto era la expropiación de todas

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las compañías mineras, extranjeras y nacionales, para que las propiedades fueran
poseídas y explotadas por la nación o por los sindicatos mineros.
La asamblea no pudo ponerse de acuerdo respecto a las proposiciones hechas por
algunos de los gobernadores más radicales, pues la mayor parte de los miembros
sostenían que el procedimiento de confiscar la propiedad de compañías o individuos
que explotaban el subsuelo de la República trastornaría inevitablemente la situación
económica del país, que se encontraba ya en no muy buenas condiciones y la que a
últimas fechas, y solo debido a grandes esfuerzos, se había logrado llevar a la
estabilización destruida por un largo período revolucionario.
Se llegó a la conclusión de que la expropiación de los grandes feudos y la división
de los mismos en ejidos se llevaría a cabo inmediatamente, ordenándose por decreto
presidencial y que toda vez que el Congreso no se hallaba en período de sesiones, la
cuestión relativa al reforzamiento de los párrafos de la constitución relativos al
derecho de la nación para confiscar o expropiar todas las propiedades del subsuelo, se
examinaría una vez más y con mayor cuidado, dando especial atención a todas las
consecuencias que podrían resultar de interferencia tan radical en la explotación de
concesiones hechas por gobiernos anteriores en forma legal a empresas capitalistas.
Fue en aquella reunión en donde el gobernador recordó nuevamente a Rosa
Blanca, y nuevamente volvió a anotar el nombre en su libreta de apuntes.
El lunes, cuando regresó a su oficina, lo primero que hizo fue pedir a un ingeniero
especialmente entrenado para estudiar y explicar los asuntos petroleros. Con su ayuda
examinó todos los planes y las operaciones de la Condor en la República, hizo valuar
sus propiedades e inventariar sus pozos, anotando los secos y los productivos,
inventariando asimismo su equipo, y registrando sus exportaciones y sus gastos
corrientes y particularmente el monto de salarios pagados a los nativos de la
República, además fueron tomadas en cuenta sus inversiones y sus posesiones,
aquellas que producían y las que tenían en reserva a fin de especular con ellas. Revisó
las anotaciones referentes a las reservas de la empresa en propiedades posiblemente
productoras y tomó en cuenta las tierras adquiridas cuyo valor como productoras de
petróleo era dudoso. Finalmente hizo llamar al ingeniero jefe de inspectores de
propiedades petroleras en el estado. En esa forma, y con la ayuda de dicho experto,
trabajó en el asunto durante una hora diaria hasta el jueves por la noche.
El viernes por la mañana, anunció que estaría fuera de su oficina durante tres o
cuatro días en viaje de inspección.
Con su criado indígena, hombre de toda su confianza, se dirigió a Rosa Blanca
para visitar a don Jacinto sin hacerse anunciar de antemano. Una vez allí, permaneció
dos días y dos noches.
Don Jacinto no entendía de diferencias sociales entre los humanos. Para él el
licenciado Pérez era tan buen hombre como podía serlo un traficante en cerdos o en
ganado o algún hacendado visitante y lo había tratado en la misma forma que al jefe

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de los censores o a los inspectores de Salubridad que habían estado allí días antes. En
esa misma forma fue recibido y tratado el gobernador.
El gobernador no había esperado nada más, y si don Jacinto hubiera hecho algo
especial en honor de su distinguido visitante, mostrándose satisfecho por la
deferencia, el gobernador se habría sentido engañado, porque se creía un gran juez
del hombre y de la naturaleza humana.
Se sentó a la misma mesa sencilla a la que don Jacinto se sentaba. Comió los
mismos alimentos cocinados a la manera india que don Jacinto comía. Durmió en la
mejor cama que Rosa Blanca podía ofrecer a sus huéspedes distinguidos, que no
difería en nada de aquella en la que dormían doña Conchita y don Jacinto, y que
consistía en tres tablones de magnolia unidos a cuatro elevados postes. Sobre aquellos
tablones había colocados dos colchones gruesos de palma de cacao, sobre los que se
colocaban dos petates suaves, brillantes y hábilmente tejidos con fibras de maguey.
Por cobijas tenía dos sarapes de lana hechos en Rosa Blanca, a los que, si lo deseaba,
podía agregar los que había llevado consigo a lomo de mula. Las noches eran
generalmente muy frías dos horas antes del amanecer.
Más de lo que al gobernador ofreció no podía dar Rosa Blanca, ni necesitaba más,
ni había tenido más durante los últimos diez siglos, y nada más había deseado nunca,
porque era y siempre había sido perfectamente feliz con lo que podía ofrecer. El
gobernador del estado recibió ni más ni menos la misma atención que los
emperadores aztecas, los reyes totonacas, los príncipes huastecas, los gobernadores y
los generales españoles habían recibido cuando visitaron Rosa Blanca.
El gobernador, con don Jacinto a su lado, visitó a todas las familias que habitaban
Rosa Blanca. Entró a todos los jacales y chozas de palapa construidas en el imperio
de Rosa Blanca. Habló con las gentes que encontraba, hombres, mujeres, niños. De
vez en cuando levantaba del suelo a los niños desnudos, algunos de ellos más sucios
que los cerdos, en cuyas suaves barrigas solían descansar cómodamente. Acariciaba a
los chiquillos, les daba centavos y dulces; hacía grandes amistades con los jovencitos,
quienes le enseñaban trucos hábiles o le mostraban algún animalito u objeto poseído
exclusivamente por ellos y que era el más ambicionado por todos los muchachos en
diez leguas a la redonda.
De cualquiera que fuera el hogar dejado por el gobernador para visitar otro, la
familia entera le seguía y con ella los animales que poseía, tales como perros,
puercos, burros, guajolotes, monos, cabras y ovejas.
Nadie en Rosa Blanca, ni don Jacinto, le cansaban agregando un «señor
gobernador» a cada palabra que decían, como era costumbre donde quiera. Nadie allí
le adulaba, nadie disputaba sus favores, ni siquiera sus sonrisas, nadie deseaba algo
de él, ni dinero, ni trabajo, ni una resolución rápida en asuntos pendientes. Le
consideraban sencillamente como a un visitante de la ciudad.
A la entrada de cada jacal era saludado por la persona más vieja de la familia que
lo habitaba, quien decía cortésmente: «A sus órdenes, señor, está usted en su casa y

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nos veremos muy honrados si dispone de cuanto poseemos como guste. ¡Gracias,
señor!». Pero ello no constituía una distinción, pues era la forma en que solían
saludar a cualquier visitante, gobernador o no.
El gobernador, seguida por una multitud de gentes y de animales, se dirigió a las
milpas para ver el maíz que maduraba y el frijol fructificando. Visitó los cañaverales,
las siembras de algodón, las huerta donde se cultivaban naranjas, limones, piñas,
plátanos y papayas. Contempló la vasta pradera y fue invitado a examinar la calidad
del ganado, los caballos, las mulas, los burros y especialmente los toros de pura
sangre, que eran los que más le interesaban. Tuvo que ver el perico que consideraba
como su amigo más querido a un puerco. Admiró el trapiche hábilmente construido y
que era el más primitivo de cuantos había visto trabajando aún eficazmente en toda la
línea, a pesar de estar hecho de madera, sin un ápice de hierro, y de ser movido por
un tronco de mulas o por una turbina hecha también de madera, en uso desde hacía
más de doscientos años y tan ingeniosamente construida que bastaba una débil
corriente de agua para moverla y producir la fuerza necesaria para operar el primitivo
trapiche.
El gobernador insistió en ver cuanto allí podía verse. Nunca se fatigaba y
mientras más veía más quería ver. Ponía tanto interés en todo aquello como si nunca
hubiera sido gobernador, como si no hubiera dejado una oficina siempre ligada a
preocupaciones, dolores de cabeza, envidias, corrupción, estupidez, pequeñeces,
amenazas, angustias, tristezas, piedad y raras veces, si había alguna, con un destello
de alegría, de felicidad y satisfacción.
Había nacido, crecido y vivido siempre en la ciudad. En la universidad nacional
de la capital, en Madrid y en París, había estudiado leyes y economía. Durante la
revolución se había puesto de parte de los constitucionalistas y renunciado a su grado
de coronel del ejército. A menudo había visitado haciendas y ranchos poseídos
prácticamente, en todos los casos, por ricos nativos no indígenas, sino mestizos,
criollos o españoles. Aquellos propietarios vivían en sus extensas posesiones como
grandes señores y reyes ingleses de la antigüedad. Pasaban la mayor parte del año en
la capital, en New York, Los Ángeles, New Orleans o la Habana dejando la
administración de sus haciendas en manos de mayordomos, sin ocuparse demasiado
de sus propiedades mientras los productos de las mismas les permitieran vivir en la
forma que acostumbraban.
Por primera vez en su vida el gobernador permanecía en una hacienda poseída por
un indio y en donde todos los habitantes eran indios también.
Ocurrió que, rápida e inesperadamente, la sangre indígena que corría por sus
venas se acumuló en su corazón y le hizo experimentar la sensación de que nunca
había sido más que indio. Aun cuando nacido en la ciudad e individuo culto y
altamente civilizado, vestido como cualquier newyorkino en un día de fiesta en
Miami, no podía ocultar su origen indígena. Sus cabellos, sus ojos, manos, pies y el
color de su piel lo denunciaban. Ahora, bajo la influencia del ambiente, empezaba a

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sentirse lo que en realidad era. Ahora entendía profundamente, más que con el
cerebro con el alma y el corazón, cosas y asuntos que antes le habían resultado
incomprensibles. Su cerebro parecía nublarse en la medida que su alma y su corazón
se reanimaban y sensibilizaban.
Cuando una semana antes hablara con el licenciado Pérez acerca de los derechos
que debían concederse a las gentes de Rosa Blanca, lo había hecho en la misma
forma en que se referiría al hogar alguien que hablara teóricamente. Él entonces había
pensado en la patria como algo que puede definirse apegándose a leyes y
reglamentos, tal y como se define la nacionalidad y las diferencias que existen entre
ciudadanos nativos y naturalizados en general y ciudadanos que han adquirido ciertos
derechos como residentes. La patria era entonces algo bien definido que podía
expresarse con documentos del registro civil. Era algo incidental más bien que
accidental, algo que podía ser influido por el viaje de una madre o por la emigración
de esta en determinada época. Aun atendiendo a cosas aparentemente tan faltas de
importancia como un error involuntario cometido en el registro civil, los derechos de
ciudadanía podían ser desviados de su curso natural.
Pero ahora, el gobernador conceptuaba a la patria en una forma nueva, hasta
entonces desconocida para él. La idea de patria que ahora tenía no podía ser explicada
por ninguna ley de nacionalidad ni definida por decisión alguna de la suprema corte,
ni modificada por las faltas de algún juez empleado del registro civil. La
interpretación de la patria que había encontrado allí y entonces era un asunto del
alma. Era alma. Allí estaba el germen de la patria. Los nacidos en la ciudad y la
mayoría de los campesinos pueden ser enviados a otra ciudad o a otro rancho o
pueblo y pronto se sentiría como en su propia casa. Pero las gentes de Rosa Blanca
formaban una unidad con el suelo que los había concebido y del que habían nacido.
Las gentes de Rosa Blanca habrían, tal vez, dejado hasta de ser humanos si su tierra
hubiera sido destruida y ellos se vieran obligados a abandonarla.
Guiado por su sangre indígena, tercamente conservadora como la misma tierra, el
gobernador llegó a la conclusión de que ningún motor Diesel, ningún China Clipper
tenía el valor suficiente para pagar el justo precio de aquellas tierras. El petróleo, los
aeroplanos, los automóviles son cosas maravillosas cuando se poseen. Facilitan el
trabajo y la vida del hombre. Realmente lo hacen. Sin embargo, sea cual fuere el
significado del petróleo o de los automóviles, de ser poseídos por estos hombres, solo
lograrían convertirlos en más pobres de corazón y de alma si en cambio de esos
objetos tuvieran que abandonar su patria, que es la quintaesencia de lo que ellos son y
del objeto de su vida que se traduce en goce, felicidad sencilla, bienestar de cuerpo y
mente, quietud y seguridad; amor, poesía, arte, religión, divinidad, paraíso, principio
y fin de todas las cosas.
Los hombres y las mujeres civilizados, todos esos tan orgullosos de su alta cultura
y avanzadas ideas, gozan de los complicados aparatos de estos días, gozan de las
complicadas máquinas que parecen tener cerebro humano y se creen felices porque

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poseen una radio de onda corta, un aparato de televisión o aviones gigantescos en los
que pueden viajar con la comodidad y lujo de un hotel de primera clase y llegar de
New York a Londres en veinticuatro horas. Nosotros admiramos y gozamos de los
hermosos y maravillosos productos de estos tiempos, porque hemos perdido nuestra
verdadera patria. La pérdida de nuestra patria nos deja tan lisiados que podemos
soportarla nada más porque nuestra mente se ha vuelto tan perezosa que no le es dado
reconocer su magnitud. Para poder olvidar nos intoxicamos, tratamos de borrar
nuestras penas, nuestras tristezas, con gasolina que se traduce en velocidad, en
rapidez. Tan intoxicados estamos, tan nublada se encuentra nuestra mente, que cada
vez necesitamos de mayor velocidad para huir de las interminables penas de nuestro
corazón y de nuestra alma.
Fue esta realidad la que llegó a la conciencia del gobernador, quien por su
educación, cultura y posición era carne y sangre de la nuestra a pesar de pertenecer a
la raza indígena. Y era su origen indígena el que lo hacía que estuviera más próximo
a la verdadera patria de la raza humana que lo que se encuentra el blanco que ha
perdido la suya desde hace más de trescientos años y quien, a partir de entonces, vive
en afán continuo, sin disponer de vez en cuando del tiempo necesario para respirar
profundamente, mirarse a sí mismo y determinar si ha obrado de acuerdo con las
cosas que realmente cuentan. Pero nunca tiene tiempo. Vive corriendo y agitándose.
Mientras mayor velocidad puede desarrollar con sus inventos, menos tiempo gana.
No importa que construya máquinas que corran sobre rieles o aviones trasatlánticos o
torres inalámbricas, seguirá corriendo cada vez con mayor rapidez después de cada
nuevo invento que le garantice mayor velocidad, pasando de un continente a otro, de
Asia a Europa, de Europa a América para volver a Asia en busca de nuevos
horizontes, dirigiéndose al Ártico y regresando al Antártico en donde, bajo los
glaciares de muchos kilómetros de espesor, encontrará algún día sepultada la
civilización que floreció hace millones de años.
El hombre hace guerras, y guerras mundiales, impulsado por el deseo de
encontrar un hogar al que en estos días, erróneamente, llama mercado. Y para agregar
algo más a toda esta creciente confusión y a la irritante e incesante inquietud del
hombre, el escolar, el científico, el arqueólogo, el geólogo, el biólogo, los
investigadores y exploradores de la nebulosa estelar, persiguen huellas perdidas con
la intención de redescubrir la patria original del hombre y su verdadero paraíso.
El gobernador conversaba con don Jacinto, con Margarito, y con todos aquellos
extraños hombres que vivían en su verdadera patria. Les hablaba como si los
conociera desde hacía diez mil años. Entendía todas las palabras que decían y
comprendía lo que trataban de explicarle como si desentrañara su significado más
bien con el alma que con la mente. Pronto tuvo la extraña sensación de pertenecer al
lugar, de haber partido de allí algunas generaciones atrás y de ser feliz al ser recibido
a su vuelta como un viejo miembro de la comunidad.

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Él, el indio, había encontrado su hogar perdido. El hijo que había dejado la casa
de su padre por los tesoros del mundo regresaba al hogar. Por la primera vez en su
vida escuchó la voz de su alma y de su corazón. Como no estaba acostumbrado a su
lenguaje, se irritó cuando al principio no pudo entender todo lo que deseaban decirle.
No obstante lo que hubiera en su mente, había algo indudable, y ello era la seguridad
de encontrarse nuevamente en su patria. Por la primera vez desde que tenía uso de
razón se sentía realmente feliz, contento, satisfecho, sin tristeza, sin temor. Se sentía
tan seguro como un niño en el regazo de su madre.
Pronto se quitó las elegantes botas de montar y le pidió a don Jacinto un par de
los huaraches que se fabricaban en Rosa Blanca. Se desembarazó de su saco de lino,
se abrió el cuello de la camisa, se quitó la costosa corbata y pasó la cabeza por la
abertura del cotón que le dio don Jacinto, cubriéndose con él el pecho y la espalda a
la manera india.
Comió tortillas, frijoles, chicharrones y barbacoa. Partió la carne con los dedos y
bañó los trocitos metiéndolos con ellos en el espeso, cremoso y rojo mole.
Sirviéndose de los dedos también, tomó sal de la cazuela de barro y se la echó en la
lengua como lo hacían doña Conchita, don Jacinto y sus hijos, y la revolvió en la
boca con pedazos de chile verde que cortara a mordiscos. Bebió del café cultivado en
la hacienda, endulzado con panocha elaborada también por don Jacinto. Rosa Blanca
tenía medio ciento de cabezas de ganado, pero raramente se obtenía un galón diario
de leche y la que se lograba, en parte, era dada a los niños, y en parte empleada en
algunos guisos de la cocina de los patrones; así, pues, todos bebían café negro, pues
nunca había leche que agregarle. Tampoco había crema ni mantequilla y solo se
comía queso de cabra, que por todos conceptos es mejor que cualquier otro.
El gobernador tuvo que montar todos los caballos y las mulas de carga a fin de
estimar sus respectivos valores. Todo el día estaba ocupado con un sin fin de cosas,
cada una de las cuales parecía de enorme importancia para él y para todos los otros;
en verdad, de mayor importancia que cualquiera de los cientos de asuntos que
usualmente tenía que atender los días de trabajo en su oficina.
La tarde estaba avanzada y él se hallaba sentado en una mecedora en el pórtico,
don Jacinto y Margarito el mayordomo estaban a su lado y los tres miraban el amplio
patio que se extendía frente al pórtico. Él, al igual que sus compañeros, hacía un
cigarrillo, usando tabaco del cultivado en la hacienda, enrollándolo en hoja de maíz,
como lo han hecho los indios durante cientos de años.
Al anochecer, los hombres de Rosa Blanca, después de la jornada de trabajo, se
dirigían a la casa del patrón hasta que prácticamente todos se reunían. Algunos se
sentaban en los escalones, otros en el piso del pórtico, otros se apoyaban en el
barandal. La mayoría se ponía en cuclillas o permanecía de pie en el patio, pero a
distancia conveniente para escuchar a su patrón y a su huésped.
De vez en cuando don Jacinto y Margarito llamaban a alguno de los hombres que
escuchaban las conversaciones en el pórtico para preguntarles algo respecto a su

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familia, a su trabajo o respecto a alguna aventura suya que don Jacinto relatara al
gobernador.
Los temas de las conversaciones de don Jacinto, el mayordomo y el gobernador
eran de lo más sencillos. Hablaban del maíz, de la caña de azúcar, de la sal, de los
precios del ganado, los puercos, los caballos, las mulas. Discutían asuntos relativos a
bosques, pastura y abonos. Estimaban la capacidad productora de otras haciendas y
ranchos que les eran conocidos, hablaban acerca de las enfermedades de los animales
domésticos y de la forma de curarlas. Los caminos y senderos que conducen a los
pueblos cercanos, a las regiones vecinas y a ciertos mercados, no eran olvidados en
sus conversaciones y recibían la atención que merecen como causa constante de
penas para gentes que necesitan usarlos y que no disponen de más medio de
transporte que el lomo de las bestias, y de vez en cuando una carreta.
Don jacinto decía que tenía pensado construir una escuela en el lugar, que estaba
dispuesto a pagar un maestro y que sería la primera cosa que haría después de la
futura temporada de lluvias.
Así continuaban hablando acerca del tiempo, de la lluvia, de la duración de la
temporada seca, de las posibilidades de irrigación y de los ensayos que se harían para
cultivar toronjas. Luego recordaban a los tigres, a los leones que solían meterse al
corral para robar cabras, y a los mosquitos que, formando verdaderas nubes,
permanecían durante días enteros convirtiendo en tortura cualquier trabajo. Además
intentarían sembrar henequén en grandes cantidades, del de mejor calidad, porque ese
podía venderse a muy buenos precios. Sí, había por lo menos cien diferentes plantas
medicinales. Hierbas, matas y árboles que crecían en Rosa Blanca. Entre los
productos de ellas se encontraba la corteza de un árbol que era remedio excelente
contra el paludismo. Y había un árbol con cuyas hojas se hacía un té bueno para curar
los efectos de cualquier picadura de alacrán. Hablaban de las muertes ocurridas
recientemente y de las consecuencias que habían traído consigo. Discutían sobre los
nacimientos y los matrimonios habidos en aquel año, sobre las fiestas celebradas y
sobre el resultado de la elección de los tres capitanes que habrían de conducir las
danzas y las representaciones de la temporada; de los achaques que doña Conchita
padecía desde el nacimiento de su último hijo; de la probable boda de su hija mayor
con don Paquito, hijo de don Lucio, propietario de Santa Marta, un buen rancho a
solo veinte leguas de allí; de los estudios del hijo segundo de don Jacinto en la
escuela de agricultura del estado; de la misteriosa muerte y resurrección de don
Pablo, el peón más viejo de Rosa Blanca… «Ven acá Pablo; no, me refiero al viejo, a
don Pablo. Sí, este es el que murió como cualquier hombre puede morir, pero varias
horas más tarde revivió, cuando ya se hallaba tendido en su ataúd. Este es». Y don
Pablo caminaba hasta el pórtico, saludaba a don Jacinto y decía: «Muy buenas tardes,
patroncito», después se volvía al gobernador, se inclinaba ante él y decía: «Muy
buenas tardes, señor, aquí me tiene a sus amables y apreciables órdenes. Gracias,
señor». El gobernador le estrechaba la mano y le contestaba: «Mucho gusto en

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conocerlo, don Pablo. Ciertamente que es extraño lo que le ha ocurrido. Espero que
viva ahora hasta que tenga por lo menos ciento veinte años, ya que de los cien hace
tiempo que pasó».
Cuando don Pablo bajó al pórtico, contó a sus compañeros los detalles de su
presentación al gobernador, dijo así: «El caballero parece no trabajar duro, porque
tiene las manos muy suaves, pero tal vez eso se deba a que trabaja con la cabeza».
En el pórtico la conversación continuó, refrescada de vez en cuando por un buen
trago de mezcal. Los tres hombres continuaron hablando sobre cien cosas más, todas
de vital interés para don Jacinto, don Margarito y sobre todo para Rosa Blanca.
Porque cuanto se decía, discutía y planeaba se relacionaba con ella. Rosa Blanca no
era solamente un sitio en el que aquellos acontecimientos tenían lugar, era un ser
viviente, era la diosa, la causa y el efecto, la esencia de cuanto ocurría, de cuanto
había ocurrido y ocurriría. Sin Rosa Blanca no habría vida sobre la tierra, por lo
menos para los que allí vivían.
Nadie se refería a asuntos políticos. El hecho de que fulano o mengano fuera
presidente de la República era algo que a nadie le importaba saber. Y a nadie de allí le
quitaba el sueño la idea de si los yanquis pensaban invadir la República o construir un
canal en Nicaragua o en el Istmo de Tehuantepec, u ocupar las Bermudas y Jamaica.
Su patria no era la República, de la que tenían solo una vaga idea. Su tierra natal era
Rosa Blanca. De ahí que los acontecimientos y las cosas que no tuvieran relación con
Rosa Blanca no existieran para ellos.
Y, no obstante que de vez en cuando pareciera que el horizonte de aquellas gentes
era extremadamente limitado, su conversación a menudo era sabia, llena de
pensamientos filosóficos y de ideas sutiles, al grado que el gobernador se sentía
muchas veces fuera de quicio. Comparaba los conceptos de ellos con los que
escuchaba en su oficina o en la cámara del estado, los que solían enfermarle.
Recordando los largos discursos escuchados en reuniones y actos públicos, y
comparándolos con los conceptos hábil y brevemente expresados por estos indios
sencillos, llegó a la conclusión de que cuanto se veía obligado a escuchar en su papel
de gobernador carecía de importancia y no podía hallarse en ello ninguna idea
constructiva, ni siquiera clara. Aquí cada minuto era vital y hacía historia. Cualquier
cosa que oyera le parecía nueva y le era presentada en forma tal que la juzgaba
totalmente distinta a como la había juzgado con anterioridad. Un nuevo mundo se
abría a su comprensión, un mundo cuya existencia había ignorado, aun cuando
pensaba haber estudiado todo cuanto al mundo y al hombre se refiere. Aquí todo era
sencillo y natural, libre de todo complejo. Todo era fácil y rápidamente comprensible
porque tenía raíces en las cosas y hechos naturales. Nada estaba velado o nublado por
párrafos, cláusulas, reglamentos, leyes, restricciones, fórmulas, decisiones de la corte,
actas o antecedentes. Aquí no había leyes, ni catecismos, ni estatuas, ni plataformas,
ni programas políticos, ni partidos contendientes. No obstante aquel primitivismo, los
hombres vivían una vida regular, cultivada de acuerdo con sus ideas, si se la

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examinaba sin prejuicios y con ojos no viciados por una súper exagerada civilización.
Allí no había confusión, ni prisa, ni intereses en oposición constante, ni fricciones.
Para todos la mesa estaba puesta y los alimentos listos. Todos crecían sanos una vez
pasado el primer año de vida, que es el más peligroso para estas gentes. Allí no había
problemas ni colisiones sociales. No había ni ricos ni pobres, ni esclavos ni vampiros
capitalistas. No había desocupados ni multitudes laborantes sudando, apretadas como
sardinas, en un taller. Si había riñas o peleas, y ellas ocurrían, por supuesto, ya que se
trataba de seres vivos y no de difuntos, eran motivadas por causas sencillas y
naturales, inevitables en las sociedades humanas. Aquellos pleitos eran solucionados
por don Jacinto para satisfacción de todos y su palabra era definitiva como suele serlo
la del padre en las familias bien dirigidas, en las que la mujer sabe el lugar que le
corresponde y lo acepta para bien o para mal. La injusticia no existía. La justicia era
natural y no se hallaba intencionalmente oculta por abogados que viven de
falsedades. Nadie allí pensaba en la justicia o en la injusticia, porque jamás habían
leído tratados filosóficos sobre la verdad y la justicia.

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LI

La noche había caído. La negrura del universo cayó sobre la tierra, y se encendió una
gran hoguera, en una especie de brasero construido en la mitad del amplio patio. En
aquel altar, que puede encontrarse en la mayoría de las haciendas más viejas, se
encienden todas las noches hogueras semejantes a aquella y se mantienen ardiendo
hasta media noche.
Como la visita del gobernador había interrumpido la regularidad de los días de
trabajo, la gente consideró aquella ocasión buena para celebrar un baile. Algunos
hombres tocaban violines, guitarras y flautas y dos de ellos manejaban el acordeón
con bastante habilidad. Los músicos y todos aquellos que no bailaban, cantaban,
porque consideraban que la música bailable era incompleta si no había quien cantara.
De vez en cuando nadie bailaba y todos se dedicaban a cantar. Cantaban viejos
romances, baladas, canciones de amor, cantos épicos y sones indígenas. En todas sus
canciones había una nota de tristeza, ya en la letra ya en la música. Todas las
canciones cuya música y letra eran alegres resultaban de origen norteamericano.
El gobernador bailó como si todavía fuera un joven estudiante de leyes. Bailó con
todas las mujeres y las jóvenes, bromeando con el pretexto de que necesitaba calificar
su aptitud de bailadoras, así como había estimado todas las cosas durante su corta
estancia en el lugar. Se sorprendió al encontrar que todas las mujeres bailaban mucho
mejor que cualquier muchacha de las que había encontrado en las fiestas de la capital
del estado. Sus pies descalzos parecían tocar apenas el suelo, y su cuerpo era tan
liviano como una pluma. Así, el gobernador se olvidó de sí mismo, olvidó las
reuniones urgentes, las conferencias importantes, la campaña antirreeleccionista de
aquellos a quienes consideraba sus más enconados enemigos. Todo aquellos había
dejado de existir en el mundo. El universo, América, la república de que era
ciudadano, el estado que gobernaba, habían dejado de ser. Solo había un mundo, y
ese era Rosa Blanca. En este mundo solo había música, baile, dulces canciones e
indescriptibles perfumes de una noche en el trópico, con la selva virgen próxima y los
cuerpos de las mujeres bañados con jabones de penetrante aroma.
Para él el mundo estaba hecho de grandes lenguas de fuego que se elevaban en el
espacio y desaparecían alumbrando y obscureciendo el patio. Descubría cabezas
erguidas orgullosamente, como se supone que sean las de las reinas; cuellos fuertes y
morenos; brazos relucientes como bronce pulido; ojos calé oscuro y profundamente
negros, suaves como terciopelo y en los que brillaban destellos de alegría, goce,
deseo y esperanza. Solo se veían listones rojos lindamente entretejidos con los
abundantes cabellos de las mujeres peinados en trenzas o sueltos y ondulados; la
mayoría los llevaba trenzados y colocados alrededor de la cabeza formando una
corona.

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Cuando la estrella matutina hubo levantado una mano sobre el horizonte, todas las
gentes desaparecieron como borradas por un céfiro llegado de la selva. El gobernador
se dio cuenta de que todos habían desaparecido sin que él hubiera sentido cómo ni
cuándo.
Ante él vio la amable cara de don Jacinto, que le sonreía ofreciéndole otro trago
de mezcal.
Un lunes, el gobernador regresó a la capital y pidió al licenciado Pérez que le
hiciera una visita particular, evitando intencionalmente usar la palabra audiencia.
Desde su regreso de Rosa Blanca se le había hecho más notable el tono enfático de
aquellos que le rodeaban, adoptado además por la mayoría de los que le visitaban y
quienes lo consideraban más de acuerdo con su alta investidura.
El licenciado Pérez llegó en el primer tren. Esperaba que el gobernador hubiera
tomado una decisión a favor de la Condor. Pero cuando se enteró de que el
gobernador en persona había hecho una visita a don Jacinto en Rosa Blanca, volvió a
abrigar dudas, porque por experiencia sabía en qué forma influía Rosa Blanca en los
que a ella se aproximaban y entraban en contacto con su extraño poder, el que se
extendía sobre los hombres, especialmente sobre los nacidos en la ciudad.
—Gracias por haber venido tan pronto, Pérez —dijo el gobernador tendiéndole la
mano—. Siéntese. ¿Quiere un cigarro?
Después de encender su cigarro y de darle una fumada, el licenciado Pérez miró
al gobernador con ojos expectantes.
—Entremos en materia, desde luego. He estudiado el caso de la Condor una vez
más y con mayor cuidado que antes Ahora estoy enteramente familiarizado con todos
los detalles del caso. El ingeniero Ramírez ha trabajado dieciocho horas diarias para
darme todos los informes necesarios a fin de que me fuera posible juzgar tan
justamente como le es dado hacerlo a un hombre, tomando una decisión que a nadie
dañe y que no prive ni a la nación ni al estado de beneficio alguno. He conocido
muchos detalles que me eran ajenos antes de esta acuciosa investigación.
—¿Sí, señor gobernador?
—La situación real es la siguiente: la Condor opera, o está por operar en los seis
meses próximos, un seis por ciento de sus concesiones. Y opera o está lista a operar
dentro de unos cuantos meses, solo el veinticuatro por ciento que de las mismas
concesiones está obligada a operar o a explorar. Si la Condor trabaja a la misma
velocidad y con la misma energía que ha empleado desde que comenzó sus
operaciones en la República, no le será posible agotar sus posesiones ni en cincuenta
años. A la fecha produce más de lo que le es posible vender al precio regular del
mercado mundial, y ha tenido que vender a precios considerablemente más bajos que
los establecidos, con detrimento de los intereses de otras empresas productoras, y lo
que es más importante para nosotros, también para perjuicio de los ingresos de la
nación, incluyendo los del estado.
El señor Pérez le lanzó una mirada de asombro.

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—Bien, ¡maldita sea! Yo ignoraba todos esos detalles.
—Le era imposible conocerlos, licenciado Pérez. Así, pues, verá usted por las
razones que he expuesto, que no hay causa justificada para que la compañía reclame
mayores propiedades en la República y pretenda que el gobierno de este estado o el
gobierno federal, la apoyen expropiando las tierras que ambiciona o haciendo presión
sobre sus propietarios para que las vendan. Este gobierno, actuando con apego a la
justicia, no puede y no obligará a la propiedad privada a aceptar la proposición de la
Condor porque no existe, por lo menos actualmente, interés nacional alguno que se
beneficie obligando a don Jacinto a vender su propiedad a la Condor. Si don Jacinto
desea vender, puede hacer lo que le plazca. Pero por mi parte nada haré para
sugerírselo siquiera.
»Por sus concesiones la Condor está obligada a operar ciertas de sus posesiones
de las que se sabe positivamente que contienen petróleo. Y el gobierno tiene derecho
a retirar esas concesiones a la compañía sin compensación si esta deja de cumplir con
lo estipulado en sus contratos. Sin embargo, el gobierno no tiene intenciones de
hacerlo. No solamente la Condor sino prácticamente todas las compañías
concesionarias están lejos de cumplir con sus obligaciones. Como la Condor no ha
explotado o tratado de explotar ni siquiera una tercera parte de sus concesiones,
puede verse claramente que su deseo de adquirir propiedades no se basa en su deseo
de extender sus operaciones, sino en el de franca especulación con predios,
especialmente con aquellos que contienen petróleo. Y este gobierno no puede
permitir la especulación con tierras en lugar de la verdadera producción de tanto
petróleo como es posible producir con las propiedades ya adquiridas. Algún día de
estos, de acuerdo con lo que el presidente de la República nos expresó recientemente
a los gobernadores en una conferencia, esta forma de hacer negocios en la nación
cesará, porque la especulación con la tierra va en contra del bienestar del pueblo en
general.
»Además, el mismo, exactamente el mismo interés nacional que la Condor desea
tomemos en consideración para su provecho es el que nos obliga a dejar Rosa Blanca
en irrestringida posesión de la familia que ha poseído el lugar desde hace siglos. Se
ha hablado tanto de que los intereses de la nación serán lesionados si Rosa Blanca
permanece en su estado actual que ya estoy cansado de ello, y mientras más habla la
Condor de los ingresos que la nación perderá si no hacemos presión sobre don Jacinto
para que venda, más obligado me siento a hacer cuanto esté a mi alcance para evitar
que Rosa Blanca se convierta en un apestoso campo petrolero.
»Los accionistas y los directores de la Condor son extranjeros todos, en tanto que
los propietarios de Rosa Blanca y todos los que habitan en ella son nativos a quienes
no debemos robar su patria y a quienes no se la robaremos, porque ello lesionaría por
lo menos a la parte de nuestra nación formada por las sesenta familias que habitan
Rosa Blanca».
—Me parece, señor gobernador, que he perdido el caso.

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—No totalmente, señor licenciado, pero no confíe en que ganará muy pronto.
Solo habría una ocasión en la que yo haría ver a don Jacinto el asunto desde otro
punto de vista, sugiriéndole y hasta forzándolo a vender. Supongamos que nos
quedáramos sin petróleo —lo que bien puede ocurrir algún día— y que no
contáramos con suficientes tierras ricas en petróleo para proveer de este a la
República; en ese caso Rosa Blanca tendría que ser sacrificada. Pero no espere usted
que eso ocurra muy pronto, licenciado. Porque creo firmemente que tenemos petróleo
suficiente para cincuenta años. Y transcurrido ese tiempo tal vez haya nuevos
inventos que hagan perder al petróleo su utilidad y su valor como combustible. Y por
tanto, ni entonces necesitaremos echar mano de Rosa Blanca para beneficio de la
nación.
—Cincuenta años. ¡Caramba! Demasiado tiempo.
—Sí, la espera resultaría larga. Por todas estas razones, Pérez, el caso Condor y
Rosa Blanca queda cerrado, y estará cerrado tanto tiempo como yo gobierne el estado
y esté en posibilidad de hacer cuanto pueda por evitar la venta. De hecho pienso, si
las cosas se ponen mal, pedir permiso a don Jacinto para pasar en Rosa Blanca el
resto de mis días, olvidando todas las penas y los trabajos del mundo.
El gobernador se levantó, dio una vuelta alrededor del escritorio y se aproximó al
sitio en el que Pérez estaba disponiéndose a ponerse en pie. El gobernador le obligó a
sentarse nuevamente, le dio unas palmaditas en el hombro y con la otra mano le
oprimió ligeramente el pecho.
—Lo que acabo de decir, Pérez, es oficial y podrá encontrarlo en las actas
concluyentes. Personalmente solo puedo decirle que, por favor, deje en paz a Rosa
Blanca. Sería una lástima que esa hermosa Rosa Blanca fuera despedazada y que la
tierra en que ha florecido durante cientos de años fuera convertida en un agujero
negro, ruidoso, feo y maloliente. Estuve allí solo hace unos días. Es una joya. Una
perla como no hay otra en el estado. Y los hombres que la habitan son los mejores
que el buen Dios ha hecho y permitido vivir. Indios, sí, es verdad. Pero tal vez sea
porque son indios por lo que es posible encontrar tan raros y maravillosos
especímenes como los que allí se encuentran. Buenas y nobles gentes que, de ser
Rosa Blanca entregada al capitalismo, se volverían tal vez bandidos o salteadores de
caminos. Se han dado muchos casos similares en la República, de los que tanto usted
como yo hemos tenido noticia. Con muy pocas excepciones nuestros descastados son
hombres que han perdido su Rosa Blanca en alguna forma, y que cuando se dan
cuenta de lo que en realidad han perdido, no saben qué hacer consigo mismos y de
qué vivir, y solo deja de importarles lo que fueron si les es posible hacer algo
extraordinario aun cuando sea peligroso; solo así pueden olvidar su pérdida. Para esas
gentes su Rosa Blanca es su religión. Una vez que el hombre pierde su religión y no
tiene nada adecuado a la mano para substituirla inmediatamente, queda vacío y
fácilmente se deja guiar por sus instintos sin consideración para otros humanos.

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«Hay algo más que deseo mencionar. Como usted lo sabe, el noventa por ciento
de nuestra producción petrolera, tal vez hasta más del noventa por ciento, es poseída
por capital extranjero, y el ciento por ciento es controlado por extranjeros que ni
siquiera residen en el país. Así, llegará un día en que nosotros, nuestro pueblo,
necesitará petróleo y no tendrá fuente de donde sacarlo sin intervenir en las
propiedades extranjeras. Y si ese día llega, la nación dará gracias a Dios de rodillas
por haberle permitido conservar intacta Rosa Blanca. Ese día Rosa Blanca será y
deberá ser sacrificada y así Rosa Blanca, ese pequeño país, salvará de una ruina cierta
a su gran madre la República. Yo le aseguro que de llegar esa urgente necesidad, don
Jacinto comprendería y sería el primero en adelantarse a ofrecer Rosa Blanca, y tal
vez la regalaría a toda la nación; sí, la ofrecería regalada sin aceptar ni un solo peso
en pago. Ese es el Jacinto Yáñez que yo conozco. Porque si alguna vez hubo algún
patriota real y verdadero en el que la nación pudiera confiar, en caso de necesidad y
de emergencia, es él. Como él no se encontrarán muchos en nuestro país, créame,
Pérez. Muy pocos individuos me han hecho impresión tan honda como él, y por él
siento el más profundo respeto que un hombre puede sentir hacia un semejante».
El gobernador se separó de Pérez y se apoyó en su escritorio:
—Bien —dijo—, eso es todo. Gracias por no haberme interrumpido. Necesitaba
desde hace tiempo dejar salir esto. En cualquier forma, le aseguro que cuanto pueda
hacer por usted en cualquier otro caso, si encuentro la manera de ayudarlo puede
contar conmigo. Salude cariñosamente a su familia. Adiós y buen viaje.
Pérez fue a las oficinas del cable para informar a la Condor por esa vía que Rosa
Blanca no podía ser adquirida a ningún precio.
Parado frente al mostrador y listo para entregar el original del cable al empleado,
se dio cuenta de que estaba allí un periodista norteamericano con un largo informe
dirigido a la A. P,. quien, al tratar con el empleado, hablaba solamente en inglés.
Pérez repentinamente y en apariencia sin ninguna razón particular, se sintió airado
respecto a los gringos, especialmente tratándose de periodistas que enviaban cables a
la A. P. y que hablaban en inglés a los nativos del propio país de Pérez. Sintió deseos
de picar a aquel gringo con la punta de su lápiz en el trasero de sus pantalones, con
todas sus fuerzas. Sin embargo, en un instante recordó que era un adulto,
profesionista especialmente respetable y representante principal en la República de
una importante compañía norteamericana. Así, pues, se concretó a suspirar y a
lamentar que debido a su posición social y a sus relaciones con el imperialismo
norteamericano tuviera que refrenar su más ardiente deseo.
Se sintió orgulloso de no ser norteamericano y de no pertenecer a un pueblo
deseoso de robar Rosa Blanca. Hizo pedazos el cable que había escrito y escribió otro
en estos términos: «Rosa Blanca quiere que le bese las nalgas».
Se sonrojó. Precipitadamente miró en rededor para cerciorarse de que nadie había
espiado por encima de su hombro. Releyó lo que había escrito y llegó a la conclusión
de que los norteamericanos de Prisco, al recibir aquel cable, considerarían que él y

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sus compatriotas eran indios que se tocaban aún con pluma en la cabeza en vez de
usar sombreros importados. Rompió ese nuevo cable, escribió otro y lo entregó al
empleado.
El empleado lo leyó y preguntó intrigado:
—¿Es eso todo lo que desea decir? Tiene derecho a diez palabras por el mismo
precio, señor.
—Sí, lo sé. Pero eso es todo, y además no está en clave. El empleado asintió y le
dijo el precio.
Pérez nada había hecho para salvar a Rosa Blanca, en beneficio de su patria y de
las gentes que la habitaban, de la codicia de Mr. Collins; sin embargo, se sentía
inexpresablemente satisfecho de que Rosa Blanca no se hubiera convertido en
propiedad de norteamericanos que solo la apreciarían por el número de barriles de
petróleo que obtuvieran de ella, una vez practicada la autopsia de su cuerpo muerto.

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LII

El cable recibido por Mr. Collins fue muy corto en verdad y en cuanto lo hubo
recibido gritó:
—¿Será posible? Ese cabezón, ese mantecoso de licenciado, en vez de
informarme detalladamente de los hechos gasta nuestro buen dinero para
comunicarme su maldita opinión. Vaya, si Basileen viniera en este momento y leyera
por casualidad el cable le darían calambres y pensaría que tengo algún otro lío por
aquellas tierras con alguna india puerca. «Rosa Blanca no se entregará». ¿Qué clase
de lenguaje es este? ¿Había usted oído algo más obsceno y asqueroso en su vida, Ida?
—Le diré, Mr. Collins, en mi opinión no es lenguaje comercial; tal vez está fuera
de la rutina común y corriente.
—Bueno. ¡Al diablo con esto! ¿Es que no puede darme una opinión clara y
concreta? ¿Es que tengo yo que interpretar todas y cada una de las cosas que aquí
ocurren? ¡Por Dios!, ¿para que tengo un ejército de agentes, empleados, expertos
ingenieros, perforadores y Dios sabe cuántos otros zánganos más que mantener si ni
siquiera me es posible obtener una información útil y correcta de alguien y sobre
alguna cosa? Tengo a mis órdenes un ejército de empleados y ejecutores más grande
que el de Francia durante la guerra y no puedo lograr que hagan algo por mí. Estése
quieta, por favor, Ida, o soy capaz de asesinar a alguien. Necesito concentrarme y
usted se mueve como si tuviera que arrastrar constantemente un cañón de treinta y
dos pulgadas de un rincón a otro. Mi Dios, ¿no puedo tener un poco de quietud en
esta pocilga de privado, para pensar sin que el mundo entero venga a molestarme?
El cañón de treinta y dos pulgadas que Ida arrastraba de un lado a otro, era un
tablero de kardex que llevaba a su escritorio para corregir algunas direcciones, y no
había hecho mayor ruido que el que pudiera hacer un ratoncito que llevara una miga
de pan a su agujero.
Mr. Collins estaba nervioso, ciertamente, y tenía razón para hallarse irritado; tenía
toda la razón que puede asistir a un hombre que solo un mes antes había obtenido
millón y cuarto de dólares y quien, después de pagar todas sus deudas y de cubrir
todas las facturas que tenía pendientes, contaba aún con doscientos mil dólares para
sus gastos corrientes, y que a la sazón se encontraba en un aprieto semejante a cuando
tuvo necesidad de hacer un millón para salvarse de abandonar el mundo con un
estallido.
Se trataba otra vez, al menos en parte, de damas, o simplemente de mujeres y
muchachas, ¿qué importa?, que entre otras cosas le urgían a que consiguiera por lo
menos medio millón más en menos de seis meses; aun cuando se trataba de damas
que había conquistado con la ayuda de los doscientos mil dólares que se suponía
reservaba para gastos corrientes y que le restaran de lo escamoteado a la bolsa.
Aquellos doscientos mil dólares habían rodado con gran rapidez.

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Tratando de hallar la forma de hacerse con aquella cantidad en el plazo de seis
meses, la única perspectiva que se le ofrecía era la de apoderarse definitivamente de
Rosa Blanca, y aprovecharse de su increíble riqueza. Apremiado como se encontraba,
no pensó ni por un momento en jugar otra mala pasada a Wall Street. Temía a los dos
reyes más de lo que ellos mismos pensaban haberlo intimidado con su energía.
Ahora, siempre que desplegaba un periódico por las mañanas, examinaba antes que
nada las noticias relacionadas con la salud del rey que personalmente le había hecho
aquella advertencia. Y cuando se enteraba de que la noticia ansiosamente esperada no
venía, murmuraba: «Por el diablo, ¿cuándo acabará de morirse ese esqueleto? Es más
viejo que lo que Matusalén soñara, y todavía tiene energías para patear con más
fuerza que una mula. A juzgar por la forma en que vive y conduce sus negocios,
vivirá aún sesenta años más dirigiendo el viejo truco petrolero y ya de mí no quedará
ni un hueso podrido. Más vale que lo deje en paz y busque otra salida».
Al llegar a su oficina un día después de recibir el cable del licenciado Pérez, dictó
una carta dirigida a este en la que le decía que tratara de convencer al gobernador,
primero con cien mil dólares, aumentando a ciento veinticinco mil y llegando, como
límite, basta ciento cincuenta mil.
La respuesta de Pérez fue corta y fría. Lo peor que podía hacer la compañía era
semejante ofrecimiento al gobernador, ello podría costar a la Condor una multa de un
millón de dólares, porque si bien es cierto que en la República existen ciertos
diputados venales y hasta algunos gobernadores que aceptarían ofrecimientos de esa
naturaleza, este gobernador lo consideraría como el peor de los insultos, como la
mayor ofensa, así que resultaría destruida la buena opinión que tiene de la Condor, y
esta quedaría en situación desventajosa para llevar a cabo futuras operaciones en la
República.
«Entonces, también esto queda fuera», dijo Mr. Collins cuando terminó de leer la
carta. «Pues he de conseguirla aun cuando hayan de asesinarme el mismo día que
presente al consejo la escritura. Tengo que conseguirla. Un reino por la buena idea o
una bonificación de quinientos mil dólares».
Aquel mismo día, Pérez dictó una carta por medio de la cual renunciaba a la
representación jurídica de la Condor. Releyéndola antes de firmarla concibió la idea
de que aquello estaba mal si trataba de proteger los intereses de Rosa Blanca, los de
don Jacinto y los de todas las gentes que habitaban la hacienda, así como los de su
país. Sabía perfectamente que la Condor trataría de encontrar un abogado que
cumpliera fielmente las órdenes de Mr. Collins siempre que la compensación valiera
la pena. Si Mr. Collins estaba dispuesto a sobornar al gobernador, fácil era
comprender que lo haría con abogados y jueces corrompidos.
Así, pues, Pérez se dijo: «Permaneceré en mi puesto, porque solo así me será
posible vigilar sus maniobras y contrarrestarlas si es necesario. Sé muy bien que Mr.
Collins no ha desistido de su idea de apoderarse de la hacienda, y si renuncio quedaré
sin poder alguno y permitiré que manejen las cosas a su antojo. Todos sus actos

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relacionados con sus posesiones aquí deben pasar por mis manos. Sí, más vale que
vigile sus procedimientos, y como todavía falta largo tiempo para que se cumpla mi
contrato, haré buen uso de él en beneficio de la justicia y de las operaciones
honestas».
Rompió la primera carta que había escrito y escribió otra, que envió.
Lo primero que Mr. Collins hizo después de leerla fue decir al vicepresidente: «El
licenciado Pérez, nuestro representante en la maldita, en la desventurada república del
sur, es evidentemente el mejor abogado que podríamos tener allá. Jurista de primera
clase, perteneciente a una de las mejores familias descendientes de la aristocracia
colonial, emparentado con gobernadores, ministros, embajadores, senadores y
obispos. Tiene buenas relaciones con el presidente y los gobernadores de los estados
en los que tenemos propiedades. Es un buen diplomático. La única dificultad es que
no es listo, carece de habilidad para moverse con rapidez y ganar puntos que son
vitales. En determinados casos resulta positivamente inútil. Ahora bien, ¿sabe lo que
voy a hacer? Me buscaré un tipo, y cuando digo tipo, sé lo que me digo. Lo que
necesito allá es alguien que sepa manejar bien los asuntos. Así colocaremos fuera de
foco al licenciado Pérez, pero lo conservaremos en el sitio privilegiado en que lo
necesitamos para algunos asuntos de importancia, desde el punto de vista legal. Usted
entiende lo que quiero decir. No quiero decir más sobre el particular, ya tendrá usted
ocasión de ver la escena final».
No pidió su opinión al vicepresidente, como no la pedía a ningún vicepresidente o
director de la Condor cuando proponía un plan. Sin embargo, todos quedaban con la
impresión de haberla emitido, porque Mr. Collins les daba la oportunidad de decir de
vez en cuando: «Estoy seguro, Mr. Collins. Claro que podrá hacerse». O bien:
«Necesitamos aprovechar la oportunidad». «Debiéramos ir un poco más despacio por
esta vez, ¿no cree usted, Mr. Collins?». O bien: «Perfectamente, si ha madurado sus
planes y ha previsto las consecuencias, creo, caballeros, que podernos confiar en Mr.
Collins en lo que al caso se refiere, y propongo que dejemos la discusión y aplacemos
los asuntos menos urgentes para la próxima reunión».
Después de que cada miembro del consejo decía lo que le venía en gana y
quedaba convencido de que los demás habían seguido sus sugestiones, Mr. Collins
hacía su proposición en forma tan hábil que cada uno de los miembros creía que
empleaba su idea y que su opinión había sido bien considerada, aun cuando Mr.
Collins tuviera sus proposiciones, planes o ideas bien preparadas desde mucho
tiempo antes de celebrar la reunión.

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LIII

Mr. Collins se mostraba generalmente nerviosísimo, sobreexcitado y extremadamente


irritado durante los días en que llevaba a cabo las primeras gestiones del desarrollo de
un plan para matar alguna competencia, encontrar nuevas víctimas o aumentar las
posesiones de la empresa. Una vez que daba los primeros pasos para la consecución
de sus planes, se calmaba y trabajaba en los detalles con tanta calma como si fuera a
seleccionar un nuevo modelo de carro desconocido para él hasta entonces. Pensaba en
los medios, tiempo, gastos, hombres necesarios, obstáculos que debían tomarse en
cuenta, como si se tratara de resolver un problema matemático. En adelante su
cerebro trabajaba casi automáticamente hasta el golpe final. Una vez que se decidía a
conseguir lo que necesitaba, no había escape posible para su víctima. Cuando,
finalmente, su víctima caía y quedaba fuera de combate, Mr. Collins olvidaba que
aquella víctima había vivido hasta el día anterior. Ello era algo que había olvidado
mucho tiempo atrás, porque consideraba muertas a sus víctimas antes de que estas se
percataran de que alguien las perseguía y trataba de eliminarlas.
Observando a Mr. Collins ahora, durante la lectura de cartas y cables enviados por
el licenciado Pérez, podría pensarse que no le importaba un ápice que don Jacinto
vendiera o no.
Basileen había dicho algo acerca de su deseo de hacer un viaje por el Pacífico
deteniéndose en algunos puertos mexicanos de nombre exótico y siguiendo después
hacia las islas del Sur, en donde ella pensaba que los amoríos podían pedirse por
catálogo. Quería hacer ese viaje en su propio barco de recreo, porque había
convencido a Mr. Collins de que él necesitaba una larga vacación si no quería
encontrarse hecho un desastre en menos de tres años. Mr. Collins tuvo pronto la
sensación de que, físicamente, se sentía igual a como Basileen lo pintaba, y
consideraba que ella tenía razón al proponerle el viaje.
Era necesario comprar el barco, no había escape posible. De no haber habido
necesidad de pasaportes, y de haber existido la misma libertad individual para viajar
que existía antes de la guerra emprendida para salvar la democracia, Mr. Collins y
Basileen habrían preferido viajar en un trasatlántico de lujo, porque en estos hay más
espacio, más diversiones, más alegría, mayor variedad de alimentos y bebida, mayor
comodidad y grandes oportunidades para hacer nuevas e interesantes amistades y
establecer valiosas conexiones en el terreno financiero. Por estas razones, un viaje en
un trasatlántico resultaba menos aburrido que en un barco particular, en donde es
preciso soportar a las mismas gentes durante semanas, tal vez meses, al grado que
todos llegan a pensar que solo les será posible soportarse medio día más y que al cabo
de ese tiempo asesinarán sin piedad por lo menos a dos personas y, en caso de que
ello sea posible, saltarán al mar con treinta kilos de hierro atados fuertemente a los
pies.

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Mr. Collins era un prisionero. Un prisionero de la posición por la que tan dura e
inescrupulosamente había luchado. Era prisionero de su familia y de las necesidades,
deseos y ambición de lujo de su familia. Y era prisionero también de su virilidad, de
esa virilidad suya que a su parecer crecía y se fortalecía tornándose cada día más
feroz, en vez de disminuir gradualmente como esperaba que ocurriera al pasar de la
edad mediana. A más de todo aquello, era sostén de Basileen. Le lastimaba
hondamente percatarse con toda claridad de vez en cuando, durante alguna noche de
insomnio, del hecho de haberse convertido en prisionero de una increíble variedad de
cárceles. Su amargura era mayor cuando se daba cuenta de que no le sería posible
escapar con vida de ninguno de sus carceleros. Ninguno de ellos le habría soltado
pacíficamente. Tenía qué seguir su camino con todas sus cárceles y carceleros,
procurando anestesiarse sumergiéndose en nuevas aventuras. Aventuras con negocios
excitantes, aventuras con mujeres recientemente descubiertas a quienes probaba
totalmente para ver si, al fin y al cabo, encontraba alguna diferencia entre ellas.
Basileen quería su propio barco, porque sabía que él no llegaría al final de los tres
próximos años si continuaba viviendo a aquella velocidad.
Si Rosa Blanca había de dar solo una cuarta parte del petróleo que los expertos
juraban que en ella existía, veinte meses después de que la compañía tomara posesión
de ella habría valido tres millones más de lo que valía en la actualidad. No era solo
Mr. Collins quien necesitaba dinero en abundancia todos los días para alguna nueva
urgencia. Había otros que también se encontraban en circunstancias apremiantes:
políticos, empleados de la policía, jueces, policías privados, tinterillos, notarios
públicos, abogados, y ninguno de ellos parecía poder salir nunca de apuros
definitivamente. Tan pronto como salían de uno de ellos, se percataban de la amenaza
de otro.
De entre esas gentes que se encuentran en apuros semejantes a los que casi
constantemente apremian a Mr. Collins, este eligió algunos que sin duda cumplirían
sus órdenes en la forma que precisaba para forzar a la víctima señalada.

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LIV

«Un reino o cincuenta mil dólares por una buena idea», se había dicho Mr. Collins al
percatarse de que necesitaba obrar certera y rápidamente o naufragar.
Así, pues, se dio a pensar en la clase de soldados que debía mandar para preparar
el terreno en el que operaría en el momento oportuno. Y pasó revista a todos los
soldados a sus órdenes.
La Condor Oil contaba entre su personal con un caballero a quien se había
empleado para desempeñar trabajos extraños, relacionados con todos los sucios
manejos de la compañía. Otras empresas habían dado atribuciones semejantes a
alguno de sus empleados. ¿Por qué, pues, no habría de hacerlo la Condor Oil? Esos
caballeros, con las atribuciones de que se ha hablado, son pagados para aceptar la
culpa de cuanto ocurra, aun cuando se trate de algún error en las declaraciones que se
hacen para el pago de impuestos. En esos casos tienen que renunciar, retirarse,
abandonar el país, ir a prisión y, si hace falta, sentarse en la silla eléctrica, por haber
convenido en que, de decir pío antes de que se les practique la autopsia, su padre,
madre, esposa, hijos o novias tendrán que sufrir las consecuencias, y se les conducirá
en viajes no muy agradables. En cambio, si los caballeros prueban ser caballeros
auténticos, capaces de cerrar la boca, sus herederos serán beneficiados por la
retribución a los buenos servicios del caballero. Este sistema, implantado y explotado
por varias empresas capitalistas, ha dado tan buenos resultados que todos los países
totalitarios lo han aceptado y legalizado totalmente.
Mr. Collins, repasando en su mente los nombres de sus empleados de confianza,
se detuvo al recordar a Mr. Abner. El padre de este señor deletreaba su apellido como
«Elmer» cuando llegó a New York como emigrante, acompañado de su esposa,
ambos procedentes de Alemania. Mr. Edel Abner nació en los Estados Unidos, se
graduó en la Eastern University, donde estudió leyes. De no haber estudiado leyes,
más bien, de no haberse educado en absoluto y sí lanzándose a la vida a los quince
años, habría resultado un chofer hábil, un buen mecánico o boticario tan próximo a la
honestidad como puede esperarse de cualquier dependiente que goza de la confianza
de su patrón. Dedicado a cualquiera de esas ocupaciones, Mr. Abner habría luchado
por la vida como cualquier buen ciudadano americano, capaz de había ahorrado a los
cuarenta años lo suficiente para asociarse con alguien en una estación de gasolina o
para comprar una tienda de abarrotes o una droguería.
Teniendo que soportar un título, su posición social le obligaba a llevar cuello
blanco y pantalones ajustados. Y se veía obligado a vivir de lo que producía su gran
título, cosa de la que, naturalmente, se enorgullecía.
Después de recuperar el peso perdido durante la preparación de su examen final,
se dedicó a visitar bufetes de abogados, tuvo que hacerlo durante tanto tiempo que
finalmente llegó a los que se hallaban situados en los suburbios de los suburbios.

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No debido a su talento o facultades, sino a su elegante título, pudo asegurarse un
empleo como socio minoritario de un bufete de tinterillos. Debía atender todos esos
casos insignificantes aceptados por los bufetes no porque dejen dinero, sino para que
sus empleados se coman todos los lápices que el patrón compra para uso de la
oficina.
La ocupación más importante de Mr. Abner y la única que su jefe le confiaba era
la caza de conductores de ambulancia y de hit-and-run. (?) Para el desempeño del
trabajo se le proporcionó un carretón destartalado, pero que poseía un motor que en
caso necesario podría dejar muy atrás a cualquier automóvil de los llamados de gran
potencia. Además del carricoche recibía un espléndido salario de diecisiete cincuenta
dólares a la semana, o sean dos dólares cincuenta diarios, ya que tenía que
presentarse a la oficina los domingos, porque era uno de los días más ocupados en la
línea que se le había encomendado, y cuando era posible obtener ganancias regulares.
Lo malo del asunto era que Mr. Abner tenía qué pagar de sus diecisiete cincuenta
semanarios la gasolina, el aceite y las reparaciones del auto. Para compensarlo, se le
daba una comisión del diez por ciento sobre las entradas de negocios trabajados con
éxito por Mr. Abner. Si algún caso fallaba, Mr. Abner tenía que aceptar la pérdida de
su comisión con una sonrisa en los labios y con la esperanza de mejor suerte con los
futuros chóferes borrachos que no acertaban a ver oportunamente a algún desocupado
hambriento, con heridas hechas de antemano y colocado sobre el pavimento en forma
tal que ni el más hábil conductor habría podido evitarle el golpe.
El jefe reconoció inmediatamente la afición innata de Mr. Abner para los asuntos
más sucios que pueden caer en manos de un tinterillo. Si los asuntos marchaban bien,
el jefe tomaba para sí el noventa por ciento de los honorarios y la reputación, pero si
iban mal y se presentaban demasiado arriesgados, el jefe se desentendía de ellos,
porque Mr. Abner era el único encargado de manejarlos así, pues, era él quien tenía
que enderezar las cosas y buscar la manera de contentar al juez y calcular cuánto
costaría aplacarlo. Nadie podría probar que su jefe había ganado veinte veces más
sobre la cantidad considerada como límite, en tanto que Mr. Abner en tan corto
tiempo se había hecho con reputación tal, que había perdido hasta su más pequeña
oportunidad de ser admitido como miembro de la barra de abogados, por lo menos en
su sección del Este. Finalmente, llegó el día tan esperado y preparado por los policías
de las compañías de seguros, y enormemente temido por Mr. Abner. Entonces, para
evitar la cárcel no le quedaba más remedio que suicidar a cierto hambriento que sabía
demasiado y que había sido sorprendido con las manos en la masa cuando colocaba
ciertos fantoches en la vía pública, los que ya en ocasión anterior habían causado la
muerte de dos chóferes, dos pasajeros y la destrucción total de un carro.
Por aquellos días, todos aquellos que tenían relaciones con la policía y con los
investigadores de las compañías de seguros conocían a Mr. Abner y no ignoraban su
afición. No fue posible aclarar ningún caso, pues las evidencias habían sido
destruidas con el suicidio, ya que el único testigo se encontraba en la cámara

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refrigeradora de un anfiteatro. Pero Mr. Abner fue advertido amistosamente por un
inspector de policía, dos investigadores y dos policías de las compañías de seguros de
que si no abandonaba el Estado y partía hasta el último confín del Sur, perdería su
buena salud antes de que veinticuatro horas más se perdieran en la eternidad,
arrojando en el caso otro suicida destinado a la refrigeradora en espera de su
identificación. Mr. Abner comprendió perfectamente la advertencia y voló hacia el
Sur en busca de nuevos horizontes.
Había constituido un rompecabezas para quienes conocían a ambos el hecho de
que Mr. Abner y Mr. Collins hubieran entablado relaciones, y no acertaban a
comprender dónde, cuándo y en qué circunstancias había ocurrido. El caso es que un
buen día Mr. Abner fue nombrado abogado consultor de la Cóndor, con un salario fijo
de setenta y cinco dólares semanales, una bonificación anual de trescientos y una
promesa firmada, no por Mr. Collins, para evitar suspicacias, sino por el
vicepresidente cuyo nombre figuraba en último término en los membretes de la
empresa, y en virtud de la cual Mr. Abner recibiría bonificaciones desde cien hasta
diez mil dólares por los servicios especiales que prestara y los cuales fueran
calificados como tales por el consejo o por cualquiera de sus miembros. Para merecer
las bonificaciones prometidas se dejaba a Mr. Abner un amplio campo de acción a fin
de que cumpliera, de acuerdo con su discreción, con las comisiones esbozadas
vagamente por los miembros del consejo.
Mr. Collins tenía un excelente instinto para juzgar correctamente el talento,
habilidad, capacidad, limitaciones y complejos de inferioridad o superioridad de
todos aquellos empleados de la empresa que estaba en contacto directo y personal con
él. Sabía que podía emplear a Ida para todo aquello que una mujer es capaz de hacer
y que ella obedecería cualquier orden que él le diera.
Abner no había estado por largo tiempo en la matriz de la empresa sin que Mr.
Collins lo conociera mejor de lo que aquel se conocía a sí mismo. Mr. Collins obtuvo
una información detallada acerca de las actividades de Abner en New York, Chicago
y San Louis relacionadas con ciertos bufetes de abogados. La información le satisfizo
enormemente. Sin embargo, nunca hizo alusión alguna respecto a los antecedentes
que tenía de Mr. Abner.
Desde que este trabajaba para la Condor, Mr. Collins le había encomendado
varios pequeños asuntos que Mr. Collins deseaba resolver discretamente, evitando en
absoluto que la cosa trascendiera y se relacionara en lo mínimo con algún miembro
prominente de la empresa.
Abner había desempeñado aquellas comisiones tan satisfactoriamente para Mr.
Collins, que en un año había ganado tres mil setecientos dólares extra.
Ni por un instante limitó Mr. Abner sus actividades al oscuro empleo que se le
había designado. En estos asuntos, Mr. Collins era franco y honesto, no por decencia,
sino porque la experiencia le había enseñado que en todos sentidos era más fácil
trabajar con un hombre si desde un principio se le hacía comprender claramente qué

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era lo que de él se esperaba, bueno o malo, dejándole el derecho de aceptar o
renunciar para que otro con menos dignidad ocupe el puesto.
Mr. Collins había informado debidamente a Abner de que era él, Abner, quien
llevaría el peso de la responsabilidad, y sufriría las consecuencias por cualquier falta
o descuido en el desempeño de sus comisiones. Mr. Abner conocía perfectamente el
alcance de la advertencia. En New York había perdido la mayor oportunidad de su
vida al negarse a servir a cierto individuo que controlaba Tammany Hall. Y hubiera
llegado a millonario antes de los treinta y cinco años, de haber sabido más sobre T. H.
de lo que sabía el día en que la oferta le había sido hecha.
Nunca le preocuparon los escrúpulos y la ética. Siempre había ignorado su
significado y ya en la Universidad tenía entre sus compañeros fama de ser capaz de
cometer un asesinato si se le ofrecía el precio conveniente. En cierta ocasión, los
estudiantes discurrieron elegir al muchacho más simpático y al más antipático entre
ellos. Su nombre no figuró entre los propuestos ni para uno ni para otro título. Sin
embargo, sus compañeros le estimaron considerablemente más antipático que el
elegido, un pequeño polaco de origen judío, físicamente defectuoso, feo, que
estudiaba como un demonio, era el primero en todas las clases, quien debido a
complejo de inferioridad no dirigía la palabra a nadie y había declarado abiertamente
que odiaba a todo ser viviente, especialmente a los aristócratas y a los oficiales del
ejército y la marina, pero que veneraba a sus padres más que a Dios.
Sin lugar a duda, Mr. Abner resultaba peor a los ojos de sus compañeros que
aquel pequeño judío, no obstante que él a nadie odiaba, a todos hablaba, saludaba a
sus maestros con una sonrisa amistosa y jamás trataba de aventajar a los estudiantes
ambiciosos, estudiando afanosamente o haciendo un ápice más de lo que los maestros
exigían. Sus relaciones con las muchachas estudiosas jamás duraban más de una
noche después de los bailes de fraternización.
Por supuesto que Mr. Abner sabía perfectamente por quién trabajaba y quien lo
respaldaba. La Condor Oil nunca permitiría que un hombre que le hubiera prestado
sus servicios se pudriera en una prisión, y no habría faltado ayuda en caso de apuro.
Mr. Collins había juzgado a Abner justamente al determinar que este habría atacado a
la compañía hasta el límite si la compañía intentaba atacarlo. Mr. Collins jamás se
habría atrevido a escomotear o a rebajar una de las comisiones ganadas por Abner.
Con el conocimiento perfecto que Mr. Collins tenía de los precios, siempre pagaba a
Abner el valor justo de los trabajos que desempeñaba. Una vez fijado el precio,
Abner sabía que podía contar con la suma, una vez que terminara con la comisión que
se le había sugerido.

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LV

Y fue a este Mr. Abner a quien se había llamado a la oficina privada del presidente.
Abner nunca había sido honrado en aquella forma. Ni por un momento sospechó que
lo llamaban para comunicarle su nombramiento como miembro del consejo. Supuso
en seguida que en esta ocasión se trataba de un trabajo de importancia, un trabajo
quizá como el que había deseado durante muchos años, capaz de rendirle diez mil o
hasta veinte mil pesotes.
Se tambaleó al enterarse de que la comisión sería de cincuenta mil. El monto
sugería que había necesidad de aligerar la tierra del peso de cinco vidas. Él habría
estado dispuesto a hacer semejante favor a nuestra madre tierra por treinta mil en
cualquier ocasión. Por cincuenta mil habría incluido al general Pershing, a Norman
Thomas, a los editores en jefe del Nation, del New Republic, a Al Smith, al padre
Coughlin, a Mr. Lemke y a cualquier ex presidente de los Estados Unidos, sin cobrar
ni un centavo extra. Ahora que la verdadera prensa habría costado solo un poquito
más y ni que decir de Milady Busbbody.
Mr. Collins no insinuó el asesinato ni con el más leve de sus gestos. Jamás lo
hizo, ni siquiera en los casos más urgentes. De haber escuchado la conferencia
algunos de los agentes del gobierno, tras las puertas o a través del más sensible de los
micrófonos, no habrían podido captar ni la más leve frase sospechosa que pudiera
poner de manifiesto la índole del trabajo.
Sin embargo, no hay que olvidar que Mr. Collins sabía a quien le hablaba y, por
tanto, no era necesario que precisara sus órdenes. Conocía tan bien a Mr. Abner que
ni siquiera le era necesario guiñar un ojo para hacerle comprender el sentido de la
comisión. Era por esto por lo que había llamado a su privado a Mr. Abner, en vez de
al primero o al segundo abogado consultor.
Mr. Abner fue invitado a tomar asiento y se le obsequió con uno de los cigarros
que se guardaban en caja especial, destinados a los directores.
En seguida, Mr. Collins sonrió confidencialmente, en la forma que empleaba
cuando intentaba cloroformizar a alguien a quien había decidido dormir. Mr. Abner
interpretó el significado de aquella sonrisa y se puso en guardia; sin embargo, sufrió
sus efectos en la misma forma en que los habían sufrido otros. Pensó que aquella
sonrisa ponía de manifiesto la confianza que Mr. Collins tenía en su habilidad.
—Nuestro querido Mr. Abner —dijo Collins, usando del tono de voz empleado
para lograr en su víctima el estado de hipnosis—. Yo… bien, nosotros, Mr. Abner,
nos encontramos ante una situación realmente difícil, que debe resolverse en plazo
perentorio, si queremos evitar pérdidas considerables. En nuestras últimas juntas de
directores, hemos discutido ampliamente y hemos examinado las aptitudes de todos
nuestros hombres para encontrar al que será capaz de resolver en forma apropiada
este delicado problema. Entre todos nuestros empleados de responsabilidad no hemos

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encontrado a ninguno que, a juzgar por pasadas experiencias, preparación, habilidad,
inteligencia, personalidad y cualidades generales sea capaz de desempeñar la
comisión más satisfactoriamente que usted, mi querido señor Abner.
Nunca en la vida de Mr. Abner, nadie, en la posición social de Mr. Collins, le
había hablado en aquella forma. Sintió bochorno y se agitó en su silla como si no
estuviera cómodamente sentado. Varias veces tragó saliva antes de decir:
—Gracias, Mr. Collins, por la confianza que usted y los caballeros del consejo
tienen en mi capacidad para servir a la compañía en la mejor forma posible. Le
aseguro, Mr. Collins, que haré cuanto esté de mi parte, cuanto humanamente sea
posible por evitar cualquier error.
—Exactamente, exactamente, eso es lo que yo deseaba escuchar de usted, Mr.
Abner. Fue precisamente ese sentido de responsabilidad de usted lo que nos decidió a
darle esta gran oportunidad para demostrarnos lo que realmente puede hacer. Porque
todos estamos convencidos de que usted es la única persona que podrá llevar a cabo
esta difícil y embarazosa tarea.
—Mr. Collins, permítame decirle que justamente la oportunidad que ahora me
brindan es la que he estado esperando durante todos estos meses que he tenido el
honor de trabajar para la compañía. Frecuentemente he dicho a Mr. Shiel y a Mr.
Limkshod que lo único que me hace falta es una gran oportunidad como esta. Porque
en las oportunidades que hasta ahora se me han brindado escasamente ha habido
alguna que no pudiera ser desempeñada por cualquiera de sus inteligentes empleados.
Lo que yo deseaba era algo extraordinario, algo especial, algo que saliera de lo
común.
Si se le hubiera encomendado a Abner ir al Tibet y robar el más sagrado altar del
más guardado templo de Buda en la ciudad sagrada, no vacilaría en hacerlo. Ni
siquiera Bonaparte habría sido capaz de lograr con sus discursos, cortos pero
efectivos, que sus soldados hicieran y soportaran lo que Mr. Collins lograba de sus
hombres una vez que los seleccionaba y lograba retenerlos para sí durante una hora.
—La cosa es esta, Mr. Abner: hemos hecho en aquel país del Sur, al que llaman
república, inversiones muy fuertes, tenemos allí más o menos veinte millones en
tierras que comprenden algunos campos que producen y otros que no producen,
regiones exploradas, refinerías, maquinaria, tuberías, lanchones de río, estaciones de
bombeo, de carga, camiones, oficinas, edificios residenciales, en fin, todo lo
necesario a una empresa importante como la nuestra.
Tosió y se humedeció los labios para continuar diciendo:
—Ahora, Mr. Abner, ponga atención en lo que voy a explicarle. Verá usted una de
nuestras propiedades más ricas y que se encuentra en determinado sitio de aquella
república. —Se detuvo, extendió un mapa que se hallaba sobre el escritorio y lo
volvió de manera que Mr. Abner pudiera verlo, acercóselo lo más posible con la
punta del lápiz, con el que estuvo jugando durante todo el tiempo que había estado
hablando con Abner. Señaló determinado punto en el mapa que debía haber sido

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señalado cientos de veces para que otros lo vieran antes, porque se había convertido
en un manchón negro, rojo, verde y azul hecho por lápices y plumas de todos los
colores, y un incontable número de huellas digitales.
Abner, poniendo de manifiesto un ardiente interés, aproximóse aún más al mapa
para ver el punto indicado, sin darse en realidad cuenta de su localización. Lo único
que deseaba era mostrar una gran atención a las explicaciones de Mr. Collins. Para
estudiar el mapa cuidadosamente ya tendría tiempo suficiente una vez que se fijaran
las condiciones del trabajo.
—Los ricos campos a que me he referido, son de los mejores, de los más
productivos que poseemos y de los que más prometen en el futuro. La dificultad
consiste en que, exactamente en medio de nuestras propiedades, se encuentra un
rancho, o eso que aquella gente del Sur, que todo lo confunde, llama una hacienda. Su
nombre es Rosa Blanca. El propietario legal es un indio llamado Jacinto Yáñez.
Todos los que habitan y trabajan en el lugar son indios, indios de la clase más inútil e
ignorante que existe. En mi opinión, si los pocos blancos decentes de aquella
república, en lugar de hacer revoluciones que conducen a la ruina a su país, tuvieran
el buen sentido de acabar con todos los indios matándolos de una buena vez, aquel
país sería uno de los mejores en poco tiempo y llegaría a ser tan progresista y
próspero como el nuestro en menos de cincuenta años.
—Soy de la misma opinión, Mr. Collins, pues debo decirle que he leído mucho en
los periódicos acerca de las condiciones que allá prevalecen, y he leído, además, una
media docena de libros sobre aquel país, en los que se describe su riqueza.
—Esos conocimientos, Mr. Abner, le servirán de mucho en el asunto que ahora le
damos oportunidad de manejar. Bien, como iba yo diciendo, ese rancho constituye un
verdadero obstáculo para nosotros, pues dificulta la intercomunicación de nuestros
campos. Si pudiéramos hacernos dueños de ese rancho, nuestros gastos disminuirían
considerablemente en lo que se refiere a transportes, y nuestros trabajos se
desarrollarían con mayor facilidad.
—La cosa es clara, Mr. Collins; comprendo perfectamente las dificultades de la
compañía debido a ese obstáculo.
—Obstáculo, bien dicho, Mr. Abner. Ha captado usted la idea perfectamente.
Ahora bien, no es solo ese obstáculo en nuestro sistema de transportes lo que nos
lleva a considerar aquel sitio como objeto que nos sea posible abandonar a su suerte y
al control absoluto de aquellos indios, para desventaja nuestra. El punto principal es
que, después de escrupulosas investigaciones, no queda ni el más remoto lugar a duda
de que la mayoría de nuestros pozos, si no todos, tienen su origen en cierta especie de
lagos subterráneos, lechos, corrientes, ríos, lagunas y veneros situados en el subsuelo
de ese rancho. Tal vez ya se vaya usted percatando de la índole de este problema, que
nos obliga a conseguir aquel sitio a toda costa. Es indispensable que lo consigamos
porque…

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—Porque si otra compañía se apoderara de él podría privarnos de nuestro
petróleo. ¿No es así, Mr. Collins?
—Lo ha comprendido, Mr. Abner, indudablemente que lo comprende. Lo felicito.
Su mente camina con rapidez. Ha tenido usted una clara visión de lo que ocurriría si
el propietario decidiera vender a otra compañía petrolera. En primer lugar el nuevo
propietario podría, si lo deseara, dificultarnos tanto la comunicación con nuestros
campos, que acabaría por derrotarnos y obligarnos a venderle nuestras propiedades al
precio que él tuviera la nobleza de pagarnos, anticipando la consabida frase que reza:
«Tómelo o déjelo». Y tendríamos que aceptar. En segundo lugar, si otra compañía
consiguiera apoderarse de aquel sitio, podría echamos de nuestros propios pozos
simplemente cortando nuestra comunicación con los veneros, cosa que
indudablemente haría. Ya esto lo comprendió usted perfectamente, solo quería
mencionarlo una vez más para concentrar su atención en el punto más importante de
este asunto. Si tuviéramos la absoluta seguridad de que el rancho no podría ser
vendido a ningún otro individuo o empresa, y si tuviéramos la seguridad, además, de
que nadie explotará jamás el petróleo de ese rancho, dejaríamos las cosas en el estado
en que se hallan. Pero carecemos de toda garantía y no nos es posible obtenerla ni
siquiera del gobierno.
—Entonces si ese sitio es de tanta importancia para nosotros (perdone la
pregunta, Mr. Collins), ¿por qué la compañía no lo compra ofreciendo a su
propietario un precio deslumbrante? Siendo como es un indio ignorante, creo que con
cincuenta mil dólares que se le ofrecieran sería posible lograr que se sintiera
millonario.
—Se equivoca usted, mi querido Mr. Abner. Se equivoca usted totalmente. El
indio es como usted se lo imagina, no posee un centavo, diez pesos constituyen una
fortuna para él, está lleno de piojos, nunca se lava la cara, y como único instrumento
de caza y pesca cuenta con un arpón. Así es él. Se complace en que toda la gente de
su rancho ande desnuda, tanto hombres como mujeres, si bien las mujeres solo llevan
descubierta la parte superior del cuerpo. Por ahí juzgará usted la clase de gente que
son. Se me ha dicho que el propietario está casi idiota y que varias veces ha estado a
punto de ser internado en un manicomio: La dificultad consiste en que lo respaldan
políticos influyentes que lo han salvado de la casa de locos. Un barril de aguardiente
para él y dos mil pesos para el alcalde del pueblo más cercano habrían bastado, si
aquellos sinvergüenzas no hubiera hecho esa especie de revolución que encumbró a
ciertos generales, quienes, a fin de conservarse en el poder, propusieron y adoptaron
una nueva constitución que reclama todo el petróleo para su país. Pero hechos
comprobados demuestran, sin embargo, que ellos desean todo el petróleo y todos los
ingresos que de este y de los minerales derivan, para sí, para esos políticos
encumbrados por la revolución y gracias a ella convertidos en amos y señores de la
llamada república.

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—En estas condiciones, Mr. Collins, existen muy pocas esperanzas de que
podamos lograr algo efectivo, a pesar de los esfuerzos que hagamos. ¿No es eso lo
que quiere usted decir, Mr. Collins?
—Sí y no. El hecho es que allá todavía es posible comprar y vender la tierra.
También diariamente se hacen nuevas concesiones para la explotación de la riqueza
común. Así, pues, verá usted que todavía podemos comprar el lugar a pesar de esa
nueva constitución de la que tanto hablan. Porque esa constitución carece de fuerza y
nunca la tendrá, porque aquel país necesita de nuestro dinero, y tanto su pueblo como
su gobierno prefieren vivir del que tenemos que pagarles en forma de elevados
impuestos, a ganar un centavo por su propio esfuerzo, porque ignoran e ignorarán
siempre lo que un día de trabajo significa.
—Entonces vuelvo a preguntar a usted, Mr. Collins. ¿Por qué no compramos el
lugar?
—Hemos llegado al punto, Mr. Abner. Si contáramos en aquel país con hombres
que hubieran trabajado por nuestros intereses y que en realidad hubieran ganado el
dinero que les enviamos a carretadas para cuidar de nuestros asuntos, todo marcharía
bien. Pero estos hombres, como he explicado a usted antes, no saben trabajar. Se
sientan en cualquier parte, se cuentan chistes, comen chile verde y dejan que sus
asuntos se resuelvan solos. Bueno, usted sabe como viven esas gentes de los países
tropicales. Buenas comidas, muchas mujeres, barriles de mezcal para beber (me han
dicho que ese es el whisky de ellos), y, además, gritar día y noche «¡viva la
libertad!». ¿Qué se puede esperar de estas gentes? Dígame, Mr. Abner.
—Ya había leído eso en los libros de que le hablé, Mr. Collins.
—Y tienen razón, me refiero a los libros. Pero los libros nunca dicen toda la
verdad. En aquel país la bigamia es solo una ligera falta técnica que puede ser
excusada por veinticinco pesos. Hay allá generales que tienen grandes harenes con
docenas de mujeres que han obtenido de los tratantes de blancas, y entre las que se
encuentran muchas norteamericanas. Si alguien desea conseguir una droga,
cualquiera que sea y en la cantidad que sea, bastará con que le rompa la nariz a un
policía y lo metan en la cárcel, en donde podrá conseguir no solo toda la droga que
desee, sino cualquier clase de mujer que apetezca, cualquier daga o cuchillo que
necesite y, si puede pagar algunos cuantos pesos más, hasta una ametralladora con
qué defenderse de los posibles ataques de otros viciosos o librarse de las molestias de
algún guardia.
—Eso también lo he leído en los periódicos.
—Exacto, yo he visto periódicos suyos en el que se habla de la bochornosa
conducta de sus generales y políticos, y creo que entre ellos no existen excepciones, a
juzgar por nuestros agentes de allá. Dos o tres veces al mes cablegrafían pidiendo
dinero y más dinero que gastan emborrachándose con mujeres en los cabarets,
matando a los propietarios o disparando contra los inocentes músicos, solo por vía de
diversión. Si nos cansamos de su pereza e incompetencia y les pedimos que hagan

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por lo menos algo por nosotros, inmediatamente escriben diciendo que lo primero que
debemos hacer es enviarles ametralladoras, municiones suficientes y cincuenta
aeroplanos para derrocar al actual gobierno y poner el poder en manos de otro que sea
más amigo de los capitalistas norteamericanos y canadienses, y que mientras no
hagamos tal, no podrán cambiar la situación ni un ápice.
»En resumen, Mr. Abner, en aquella república nada puede hacerse en forma
directa, honesta y legal empleada por nosotros en nuestro país para hacer negocios.
Pero nosotros estamos respaldados por un gobierno que comprende las necesidades y
dificultades de las empresas progresistas. Por otro lado, aquella gente ni sabe ni
quiere saber en dónde reside la verdad era felicidad. He llegado a la conclusión de
que nuestros abogados e intermediarios en aquel país no quieren y no pueden hacer
nada para resolver el problema que tanto nos preocupa, me refiero al rancho que
necesitamos conseguir por cualquier medio.
—¿El llamado Rosa Blanca, Mr. Collins?
—Sí, por supuesto. ¿De qué he estado hablando, sino de eso todo el tiempo?
Bien, pues la cosa molesta es que el hombre que posee aquellas tierras, y a quien
queremos comprarlas, no se deja convencer, por lo menos eso es lo que dicen. Si
pudiéramos tratar con él directa y personalmente estoy seguro de que podríamos
hacerle comprender la importancia de la fortuna que pierde por su testarudez. Con el
dinero que pretendemos pagarle, podría comprar uno de los mejores ranchos en
Arizona, Nuevo México o California en lugares en los que todavía la mayoría de la
gente habla castellano y en los que se sentiría como en su propia patria.
Mr. Abner saltó de su asiento y su cara se iluminó como aclarada por una luz
potente.
—Ahora, Mr. Collins, ahora comprendo perfectamente lo que tengo que hacer.
Traeremos aquí, a Frisco, a ese hombre y lo conduciremos hasta estas oficinas para
que usted, Mr. Collins, con la ayuda de intérpretes, pueda explicarle cuánto mejor
sería su situación poseyendo un rancho en Arizona, Nuevo México o California en
vez del puerco sitio que posee ahora. ¿Qué le parece, Mr. Collins?

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LVI

Mr. Collins no había pensado en invitar al señor Yáñez a Frisco. Su plan consistía en
invitar al hombre a la capital de su propio país o a cualquier otra gran ciudad, a fin de
que en alguno de esos sitios algunos buenos agentes hicieran todos los esfuerzos
posibles para convencerlo de que vendiera. Si esto fallaba, se comisionaría a gentes
de otra especie para que amontonaran ante él y su familia toda clase de regalos.
Además, le mostrarían la ciudad, le conseguirían la amistad de una o dos muchachas,
y lo intoxicarían con la vida de la ciudad, a fin de que gustara tanto de ella que
deseara quedarse allí para siempre. Entonces, cuando llegara a aquel estado de ánimo,
sin duda aceptaría la suma que se le ofrecía por la venta.
Aquel plan no era éticamente bueno, pero había dado magníficos resultados en
muchos negocios y, por tanto, se consideraría como recto, toda vez que el pez que se
trataba de pescar podía tragar o no el anzuelo.
Abner había sido el elegido para hacerse cargo de aquella maniobra y dirigir de
principio a fin, y el éxito del plan dependía de su habilidad y discreción. Se esperaba
que regresara a Frisco con las escrituras de Rosa Blanca. Ahora que la forma de
obtener aquellos papeles era cosa suya, y por ello recibiría su buena comisión.
Aun cuando el plan parecía muy bueno, examinado en el privado de Mr. Collins,
este abrigaba sus dudas acerca del resultado final. En cualquier forma era el mejor
que hasta entonces había podido discurrir, no obstante lo mucho que había
concentrado su atención en el asunto. Para perfeccionar los detalles confiaba en el
talento de Abner, quien de encontrar algún medio mejor, lo pondría en práctica sin
esperar nuevas órdenes.
Pero no bien hubo escuchado la proposición de Abner, se percató de que esta era
infinitamente superior que cualquiera de los muchos proyectos que él había trazado.
Desde luego era lo bastante hábil para no dejar traducir a Abner que su proyecto era
otro, y para hacerle creer que justamente ese era el que en aquel preciso momento iba
a sugerirle.
Mr. Collins hizo un signo de asentimiento y dijo:
—Sí, Mr. Abner, eso es exactamente lo que hemos estado pensando hacer. Lo que
usted ha dicho es exactamente lo que deseamos. Necesitamos a ese hombre en este
país, aquí, en Frisco, debemos tenerlo en esta oficina, esa es la idea. Aquí podremos
tratar el asunto con él tranquilamente, es aquí donde podemos hacerle comprender la
gran cantidad de beneficios que obtendrá si nos vende su rancho. Le enseñaremos una
veintena de ranchos y haciendas que le harán saltar el corazón de gusto y le inspirarán
el más ardiente deseo de poseer uno de esos sitios maravillosos, que sin duda le
parecerán pequeños paraísos con luz eléctrica, teléfono, caminos pavimentados,
ganado de raza tan buena como jamás ha visto, habitaciones modernas, establos y
caballerizas higiénicos donde los caballos y las vacas viven felizmente. Bien, en

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pocas palabras, le ofreceré todo aquello que puede constituir la felicidad de un
ranchero en cambio de un puerco e inservible trozo de tierra en el que solo es posible
cosechar maíz y frijol. Además, tendrá la bolsa bien llena, podrá traer aquí a su
familia y empezar su nueva vida en condiciones inmejorables. Obtendrá veinte veces
el valor de su rancho. La transacción es justa, ¿no le parece, Mr. Abner?
—Debo decir que es la proposición más justa que he conocido en circunstancias
similares. Tendré un gran placer en manejar este asunto que convertirá a un pobre e
ignorante ser humano en el hombre más feliz bajo el cielo.
—Exactamente, Mr. Abner —dijo Collins, mientras reflexionaba sobre algunos
detalles que debía sugerir para perfeccionar el plan.
Con frecuencia había hecho viajes a la República, en donde había vivido en los
mejores hoteles, y había visitado e inspeccionado los campos, sin haberse preocupado
jamás por ver a alguno de los nativos que trabajaban para él y le llenaban los
bolsillos. Así, pues, de hecho desconocía todo lo que se refería a aquel país y solo
sabía de él aquello que había ledo en periódicos y pasquines enemigos de la
República, y en películas que la mostraban como un país de bandidos, políticos
corrompidos, falsificadores, y mujeres vestidas de fantasía como no va vestida
ninguna en la República. También algunos cabarets y teatros habían sido fuentes de
información para él, pues en ellos había visto bailes y escuchado canciones que
decían eran típicamente indígenas, pero que habían sido escritas, compuestas y
orquestadas por músicos norteamericanos importados de Polonia, Rusia y Hungría.
Que la República tuviera una vida realmente suya, enteramente diferente de la
norteamericana, era algo que Mr. Collins ignoraba y no le interesaba saber. En cuanto
al contacto directo con los nativos de la República, le bastaba el que tenía con
muchachas nativas elegidas en algún cabaret u ofrecidas por algún administrador de
hotel.
Ahora que lo que no había podido saber acerca de la República por los periódicos,
las películas y sus nativas compañeras de cama, lo encontraba en el estrado de los
hoteles y en los fumadores de los carros dormitorio, en donde se mezclaba con otros
norteamericanos residentes o agentes viajeros, quienes para evitar que los tomaran
por pretenciosos, gustaban de narrar anécdotas de sus presidentes, generales,
gobernadores, diplomáticos, diputados, ministros, mineros y curas. Por medio de
aquellas anécdotas, muchas de las cuales databan de mediados del siglo pasado,
completaba su profundo, real y verdadero estudio de la vida, condiciones, tradiciones
y costumbres de la República, de ese país que anualmente producía para él y para la
compañía dos millones de dólares libres de gastos, contribuciones e impuestos, y
sobre cuya ganancia el gobierno de la República tenía una participación ridícula.
Basándose en aquellos conocimientos sobre la República y sus habitantes, Mr.
Collins juzgaba a don Jacinto y calificaba su reiterada negativa para vender Rosa
Blanca. A Mr. Collins le era imposible comprender que en esta tierra nuestra puedan
vivir, y vivir felizmente, gentes a quienes no preocupan el dinero, los automóviles,

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los barcos de placer, las residencias, los mayordomos, los viajes a Francia e
Inglaterra, y quienes no necesitan ninguna de esas cosas, sin las que la mayoría de los
norteamericanos creen imposible vivir. Si alguien hubiera dicho a Mr. Collins que
ciertas cosas inmateriales, tales como la infinita belleza de una flor silvestre, o la
posesión de un pequeño desierto para vivir, o la carrera de un potro indio al amanecer
de un día en el trópico, o el recorrido en una carreta crujiente viendo brillar la luna
entre los cuernos de las bestias, si alguien le hubiera dicho que alguna de esas raras
bellezas o dulces aventuras valían más para ciertas gentes que un millar de dólares,
aun cuando ellas no tuvieran más que tortillas y frijoles que comer, él habría
desconfiado de la actitud de esos individuos y la habría interpretado como un truco
para obtener de él más dinero.
—Creo, Mr. Abner, que ha comprendido usted claramente en qué consiste su
tarea, así, pues, dejo en sus manos el asunto con todos sus detalles —dijo Collins y
luego continuó—: Tendrá usted que traerme aquí, a Frisco, a ese don Jacinto. Usted
sabrá qué medios habrá de emplear para lograrlo. Pondré a su disposición el dinero
necesario. Podrá girar hasta veinte mil dólares. Quiero que entienda que no
conservaremos en nuestros archivos ningún giro o cheque firmados por usted que
rebasen las cantidades que nuestras relaciones normales pueden autorizar. Así como
que tampoco habremos de conservar registro alguno relacionado con este asunto,
puede usted confiar en mi palabra. Pero… —Mr. Collins se detuvo y levantando la
voz lo bastante para que de haber por allí algún agente confidencial del gobierno o
algún espía escondido tras las puertas, pudiera escuchar hasta la última palabra,
agregó—: Pero… le advierto, Mr. Abner… —En aquel preciso momento Ida apareció
como un fantasma sin que Abner se percatara en un principio de su presencia, pero
acabó por notarla cuando ella se hallaba ocupada ante un archivador, notoriamente
concentrada en su trabajo. Mr. Collins continuó su discurso—: … le advierto, no
deberá haber de por medio ningún crimen, ni plagio, ni paliza, ni habrá de usarse
drogas o tóxicos, ni introducción clandestina de extraños en este país, ni deberá
emplearse fuerza física alguna. Pues nada de ello será respaldado por mí, ni habré de
protegerle contra las consecuencias o resultados de actos fuera de la ley. Si alguno de
los medios citados es empleado, queda usted advertido, Mr. Abner, de que lo dejaré
caer hasta el fondo. Además, si emplea usted medios prohibidos por la ley de
cualquiera de los dos países, todo su trabajo será en vano y no tendrá derecho a
comisión alguna, porque el gobierno de aquella República consideraría sin duda
ilegal cualquier contrato o arreglo obtenido y nosotros tendríamos que renunciar a las
propiedades adquiridas, aun cuando solo fuera para conservar nuestra reputación de
empresa capitalista que actúa nada más dentro de los límites legales.
—Estoy seguro, Mr. Collins, de que podré desempeñar la comisión que se me da
en forma perfectamente legal.
—Mejor para usted. Don Jacinto tendrá que venir por su propia voluntad sin que
haya coacción de por medio. La forma de traerlo aquí legalmente depende de usted.

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Creo que es usted lo bastante hábil para lograr nuestro propósito sin necesidad de
fricciones; es por esta razón por la que lo hemos elegido para desempeñar la
comisión, porque estamos convencidos de que usted, como abogado de primer orden,
puede hacerlo exactamente de acuerdo con nuestros deseos y bajo las condiciones
que podemos aceptar como justas. ¿He sido lo suficientemente explícito, Mr. Abner?
—Así es, Mr. Collins.
En aquel preciso instante Ida abandonó la pieza tan silenciosamente como había
entrado. ¡Gran Dios, qué perfección de secretaria particular era aquella mujer!
—Bien, ahora puede usted trabajar. Empiece la semana próxima. Puede emplear
el resto de esta semana para hacer sus planes. Cuando don Jacinto se encuentre aquí,
en Frisco, habrá usted hecho la mitad del trabajo, que se considerará terminado
cuando tengamos las escrituras firmadas.
—Entiendo perfectamente, Mr. Collins.
—A propósito… —Mr. Collins se encaró a Abner mirándole con los ojos casi
cerrados y mordiéndose los labios. Después volvió la vista y dijo en tono distraído—:
A propósito, Abner le conseguiré un pasaporte antes de que salga. Sugiero que
obtenga visas para China, Argentina, Brasil y esté constantemente pendiente de las
fechas de salida de los barcos.
Mr. Collins, no hizo ni el más leve guiño, o gesto, ni sonrió ligeramente cuando
agregó:
—Un pasaporte válido por lo menos por diez meses o más y con visas para
determinados países, puede ser, cuando se le tiene a mano, de gran utilidad si las
cosas no marchan a medida de los deseos y se hace necesaria una vacación para curar
los nervios enfermos. Usted no ha gozado de vacaciones desde que está con nosotros,
¿verdad, Mr. Abner?
—Ciertamente, señor.
—En caso de que necesite vacaciones para restablecer su salud, permítame que le
sugiera que antes de tomarlas se acuerde, por favor, de renunciar a su puesto, a fin de
que podamos sustituirlo por el tiempo que se encuentre ausente. El puesto será suyo
nuevamente en cuanto regrese restablecido. Gracias, Mr. Abner. Es todo. Buenas
tardes.
Exactamente con la misma urgencia que Mr. Collins necesitaba una vez más de
un millón de dólares en unos cuantos meses, Mr. Abner necesitaba veinte mil dólares,
y los necesitaba casi obedeciendo a razones similares. La diferencia consistía en que
Mr. Abner era solo un empleado de inferior categoría en la empresa de la que Collins
era presidente y uno de los principales accionistas.
Así como Mr. Collins habría gustado de ver aquel millón tan urgentemente
necesitado convertirse en dos, asimismo Mr. Abner habría sido capaz de hacer
cualquier cosa, hasta sacar al mismísimo diablo del infierno, si en lugar de una
comisión de veinte mil dólares, conseguía cincuenta mil. Y era esa diferencia de
treinta mil dólares lo que induciría a Abner a no reconocer límites. Nada lo detendría

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hasta obtener la seguridad de haber ganado aquellos treinta mil dólares más sobre el
dinero que en realidad necesitaba urgentemente.

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LVII

El ardiente deseo de Mr. Collins de apoderarse de Rosa Blanca no estaba arraigado


solo en su salvaje ambición de dinero y de poder. No sería justo juzgar su carácter por
su actitud sardónica y por los actos aparentemente desalmados que enderezaba a la
destrucción de Rosa Blanca a fin de sumarla a las propiedades productivas de su
compañía. Claro está que necesitaba aquel millón de dólares que estaría a su
disposición tan pronto como poseyera la hacienda y los primeros pozos empezaran a
producir. Además, de momento no contaba con otra perspectiva para hacerse con el
millón que la de destrozar los hogares de muchas gentes y acabar así con su paz y con
su felicidad.
La explicación que él daba sobre su actitud habría podido soportar la crítica de los
capitalistas que se preocupaban grandemente porque el capitalismo, como sistema, no
emplee métodos demasiado severos en sus procedimientos y evite cualquier
brutalidad, sin tomar en cuenta en dónde y en razón de qué se cometan, con tal de
evitar que en el público nazcan sentimientos desfavorables al sistema. Todos aquellos
que juzgan el capitalismo como la quintaesencia del barbarismo económico, del caos,
de la desorganización y del completo descuido de los intereses humanos habrían sin
duda condenado a Mr. Collins como un representante más execrable de la clase
capitalista.
La verdad, sin embargo, era que Mr. Collins distaba mucho de ser una bestia
humana, un monstruo capitalista y un vampiro explotador de hombres, como suelen
decir los agitadores. Mr. Collins no era asesino, ni bandido ni ladrón.
Como hombre, merecía la amistad, amor, admiración y estimación de cientos de
hombres y mujeres que se habían cruzado en su camino.
Basileen no se habría enamorado de él, ni siquiera lo habría aceptado como
amigo, si hubiera sido el monstruo que le habría juzgado al leer la historia íntima de
su vida y de su trabajo.
Si se hubiera tomado la molestia de visitar personalmente Rosa Blanca, si hubiera
conocido a don Jacinto, a doña Conchita y a las otras personas que allí vivían y
hubiera permanecido varios días entre ellos, como el gobernador, y sobre todo, si
hubiera poseído la facultad de comprender la individualidad, sí, el verdadero espíritu
de la hacienda, y si hubiera sido capaz de considerar aquel lugar con amor por las
gentes sencillas que formaban una unidad con su hogar, no consideran dolo
simplemente desde el punto de vista de un industrial, habría empleado el mismo
poder de que ahora hacía uso para destruirlo, en la lucha por conservarlo. Él era el
tipo de negociante duro y frío, capaz de mirar sin piedad alguna a las gentes víctimas
de una crisis financiera. Sin embargo, era capaz de sentarse en un cine y llorar a
lágrima viva como una sentimental dependienta de sedería, al ver desarrollarse en la

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pantalla un drama cuyo argumento puede bien no diferir mucho del que él
desencadenaría con su decisión acerca de Rosa Blanca y su propietario indígena.
Desde luego resultaba imposible que él juzgara a Rosa Blanca desde el punto de
vista del gobernador. Había en su naturaleza demasiados elementos de buen
norteamericano para ser capaz de ver en un rancho algo más que un inmueble
comerciable. El rancho produce huevos, carne, verduras y trigo al igual que un campo
petrolero produce petróleo y da origen a fábricas de automóviles. Jamás había oído
hablar de que en América existiera algún rancho fundado con el único objeto de
convertirlo en hogar de su propietario y de la familia de este. Los ranchos eran
adquiridos para obtener los productos propios de ellos, o para mejorar su apariencia y
revenderlos y obtener una ganancia considerable. Los ranchos eran objetos
negociables y no podía considerárseles como lugar permanente de todas las
generaciones de una familia. Muy pocos rancheros se hallan ligados cordial y
espiritualmente a la tierra, al ganado que crían y a las plantas que cultivan. Cada árbol
que arraiga y promete fruto, significa una adición al precio que puede pedirse por el
rancho en caso de venta. Que un árbol posea alma o siquiera se le considere una vida
que puede resultar lesionada si se descuida su alma, es algo que induciría a un
ranchero norteamericano a considerar como loco a quien lo asegurara. Ningún
ranchero norteamericano, si lo es realmente, sería capaz de plantar un árbol con la
idea de que las futuras generaciones gocen de su fruto como gozarán él y su familia.
Poco le importa lo que las futuras generaciones habrán de comer o gustar. Hasta
donde el asunto puede interesarle, piensa que pueden conseguir su fruta en latas
traídas de Australia o de Siberia del Norte. Lo principal es que él venda sus
productos, los árboles deben fructificar lo suficiente para que su familia tenga un
aparato de radio y un refrigerador eléctrico. Por él las futuras generaciones pueden
irse al diablo. Si algún hombre activo e industrioso compra un rancho arruinado y
trabaja como un demonio para convertirlo en una hacienda de primera categoría, lo
hace porque de esa manera podrá conseguir una buena cantidad de dinero cuando lo
venda.
Nacido y criado en aquel país, conociendo solo a aquella clase de rancheros, Mr.
Collins podía ver únicamente en la testarudez del propietario de Rosa Blanca un truco
para hacerse pagar más. Veía en don Jacinto al hombre que ha oído hablar de los
billones ganados por las empresas petroleras y desea tener una justa participación.
Mr. Collins era solamente un producto común y corriente del medio en que se
había educado. ¿Por qué, entonces, habría de actuar en forma diferente? Los hechos
de Mr. Collins eran incuestionablemente lógicos y absolutamente correctos de
acuerdo con lo que se le había enseñado a juzgar como lógico y correcto, como
inteligente y debido en el terreno comercial. Cualquier otro presidente de cualquier
otra compañía petrolera habría obrado exactamente en la misma forma; tal vez otro
habría obrado en forma más diplomática y con menor rapidez, pero, en esencia, el
hecho sería el mismo. De mostrar debilidad en la forma de poner en juego su poder, o

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peor aún de mostrar falta de energía atribuible a su edad, el consejo decidiría,
tomando en consideración sus vacilaciones, concederle una vacación y recomendarle
que presentara su renuncia. Debe cuidar de que la compañía, de cuyos intereses es
responsable, y cuyos accionistas han depositado en él confianza infinita, no sufra
depreciación alguna en el valor de sus acciones, y nunca le perdonarían que por
sentimentalismo desperdiciara alguna buena oportunidad de obtener ricos campos
petroleros, creados por la naturaleza para beneficio de los accionistas. Hay que
conseguir lo que tiene que conseguirse, y no intentar reformar al mundo, so pena de
ser devorado por los perros. Una vez que Mr. Collins aceptó el alto puesto de
presidente de una empresa petrolera ambiciosa, estaba obligado a hacer lo que todo
ser viviente en los Estados Unidos esperaba de él, esto es, no ser considerado como
un fracasado.
Además él, como todos los que viven bajo el cielo, estarán de acuerdo en que
cualquier parcela con un subsuelo prometedor puede significar para su poseedor lo
mismo que Rosa Blanca significa para don Jacinto. Y si todos los trozos de tierra de
los que pueden obtenerse productos más valiosos que los derivados de la agricultura,
fueran considerados como Rosa Blanca y juzgados desde el punto de vista
sentimental de don Jacinto, no podría obtenerse en sitio alguno ni una gota de
petróleo, ni aun pagándolo a precio de oro. ¿Qué otra cosa pueden hacer en esas
circunstancias hombres que se consideran responsables del progreso y bienestar de la
raza humana? Sin duda ninguno de esos hombres actuaría en forma diferente a Mr.
Collins. Lo que hecho por un solo individuo puede considerarse como un crimen, se
acepta como perfectamente legal cuando lo hacen un gobierno o una nación. Así,
pues, resulta extremadamente difícil saber cómo debe llamarse a Mr. Collins:
criminal o benefactor de su país. No importa en qué grado puedan ser sentimentales
el señor y la señora Corazón-blando cuánto puedan deplorar el triste destino de Rosa
Blanca, porque si esos mismos señores Corazón-blando se quedan con su coche
nuevo a mitad de la carretera, sin poder llegar a casa por falta de la gasolina, que no
han podido obtener en virtud del respeto que Mr. Collins y otros petroleros tienen por
los sentimientos de tantas Rosas Blancas como hay en el mundo, esos Corazón-
blando serán los primeros en condenar a la compañías petroleras e insistir cerca del
gobierno para que expida decretos capaces de evitar infortunios semejantes a la falta
de gasolina en el preciso momento en que el señor y la señora Corazón-blando se
dirigen a jugar al bridge.
Solo es posible insistir una y otra vez en el hecho de que cuando una compañía
petrolera ha olfateado el líquido en alguna tierra, esta no encontrará medio para
escapar de su destino. Mr. Collins se sentía plenamente justificado ante su conciencia
y ante la de los poseedores de automóviles, y si alguien le hubiese pedido una
explicación habría contestado:
—Bueno, ¿y qué? ¿Quién se está quejando? La gente necesita petróleo, ¿verdad?
Mañana necesitarán diez veces la cantidad que ahora les es necesaria. Nadie sabe

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hasta dónde podrá llegar la demanda de petróleo. ¡Maldita sea aquella puerca
república! Dentro de poco las gentes podrán comprar un buen aeroplano por lo
mismo que hoy compran un carricoche usado, porque se emplea material menos
costoso en la construcción de un aeroplano que en la de un auto, y aquel se reduce a
lona pintada que envuelve un motor. Cuando las gentes puedan comprar carricoches
voladores por ciento cincuenta dólares, llenarán el espacio en forma tal que
cualquiera pensará que se trata de una nube de langosta egipcia cubriendo el sol.
Entonces la gente necesitará cantidades de petróleo un millón de veces mayores que
las que necesitará mañana, cuando crucen velozmente los siete mares buscando atajos
a través de los polos.
»Como iba diciendo, la Condor ha aceptado la responsabilidad de surtir a la gente
de cuanto petróleo le sea necesario. Con esa obligación a cuestas, la Condor no
encuentra otra solución, dentro de las humanas posibilidades, que la de obtener el
petróleo de donde lo haya. Si en la luna hubiera petróleo, buscaría la manera de
bajarlo para nuestros clientes. Supongamos que todos los pozos actualmente en
explotación se secan. ¿Entonces qué? Si el petróleo se acabara definitivamente,
algunos millones de trabajadores norteamericanos honestos y decentes se
encontrarían sin trabajo para dar a sus hijitos el pan de cada día y todos morirían de
hambre. Yo no puedo permitir que semejante cosa ocurra a los trabajadores
norteamericanos.
»Así, pues, ¿a qué viene tanta charla? Yo tengo que conseguir petróleo. No es
culpa mía si la gente quiere y necesita petróleo. Yo no inventé ni los automóviles ni el
petróleo. ¿Por qué entonces se me ha de reprochar la conversión de Rosa Blanca en
productora de petróleo? ¿Qué puedo hacer yo si un ciento de indios piojosos pierden
la tierra en que han trabajado? ¡Caramba! Nunca oí hablar de un rancho sobrecargado
de asalariados. Todos los ranchos necesitan brazos constantemente, mientras más
brazos tienen más trigo pueden cultivar. Todo el mundo sabe eso. Además, no serán
los de Rosa Blanca los primeros peones que tengan que buscar otro sitio en donde
trabajar. Alguien me contó que en cierta ocasión cientos de cocheros se colgaron y
cientos de conductores de las diligencias del express se pegaron un tiro desesperados
cuando los ferrocarriles prestaron mayor comodidad y rapidez ofreciendo menor
peligro.
»Que ese tinterillo, ese tipo Abner, cuya presencia me es insoportable por su
bestialidad, por su brutalidad, vaya a ese país a hacer entrar en razón a aquel
campesino indígena, es algo verdaderamente lamentable, simplemente horrible. Es un
crimen. Por Dios que es sucia la partida que ese bruto de Abner va a jugarle a esa
pobre basura de piel roja. Pero el buen Dios sabe que yo nada puedo hacer. No fui yo
quien creó el mundo, Dios es testigo de que yo nada tuve que ver en ello y, por tanto,
nadie puede culparme de que el mundo sea como es. Si el Señor, de quien se dice ser
todopoderoso y sabio, ha hecho el mundo como lo conocemos, ¿quién soy yo para
mezclarme en su creación y tratar de hacer su mundo mejor de como lo encontré y he

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tenido que aceptarlo, sin poder para cambiarlo ni un ápice? Creo tener derecho
absoluto para dejar al Señor toda responsabilidad, y de paso le dejaré la que resulte de
las gestiones de Abner en aquella república. Él sabe lo que al hombre le conviene y
arreglará las cosas en la forma mejor. ¿Qué más puedo hacer? ¿Qué podría yo hacer?
Si yo no ando listo, otro lo hará y los resultados serán exactamente los mismos en lo
que a la hacienda respecta, con la sola diferencia de que yo perderé y otro ganará, y
eso no puedo permitirlo. Por tanto, Rosa Blanca me pertenece desde todo punto de
vista del derecho humano. No fui yo quien puso petróleo en aquellas tierras. Y ya que
allí se encuentra, que el diablo me lleve si no lo saco para que gocen de él quienes lo
necesitan, aquellos que disponen de un elegante carro y que tendrían que enfrentarse
a la más terrible situación si no tuvieran gasolina para poner en movimiento esos
motores que se han llevado sus ahorros, todas sus esperanzas de placer y un medio
más para hacer mejores negocios».
Eso fue lo que Mr. Collins discurrió al tratar de encontrar la manera más cómoda
de justificar sus hechos ante su conciencia. Y en esos términos se expresaría si a la
entrada del cielo alguien le tomara cuenta de algunas de sus acciones en la tierra. Su
discurso no difería en absoluto de que cualquier otro honesto y decente petrolero
norteamericano habría pronunciado si se le pidiera cuenta de sus acciones y se le
exigiera una explicación acerca de la forma en que él las juzgaría si las viera
reflejarse ante sus ojos.

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LVIII

Mr. Abner había estudiado español en la escuela, y con gran éxito, según aseguraban
sus maestros quienes le habían concedido altas calificaciones en la materia. Sin
embargo, cuando llegó a la República descubrió con gran asombro que las gentes de
allí no comprendían su lengua natal. Por tanto, durante las dos primeras semanas de
su estancia tuvo muchas dificultades para entenderse con las gentes y comprender sus
ideas sobre la vida. Sin embargo, como ponía suficiente dinero, la necesidad de
hablar castellano con soltura no era imperativa. Encontró amigos en donde quiera que
fue y causó en las gentes la impresión de ser un hombre de recursos. Como
cualquiera de sus nuevos amigos hablaba inglés mejor de lo que él nunca hubiera
hablado el castellano, pronto se interiorizó convenientemente de las condiciones y
costumbres de la tierra.
Un día llegó a Tuxpan. Como era aquel el pueblo más cercano a Rosa Blanca,
decidió hacer de aquel lugar el centro de sus operaciones.
No fue directamente a ver a don Jacinto. Como buen tinterillo experimentado en
toda clase de trucos, ensayó todos los atajos antes de examinar el camino recto. Bien
podía tener éxito inmediato y ello hubiera mermado la cantidad de dinero que
esperaba ahorrar del que se le había autorizado para gastar a discreción.
Pasó la primera semana recorriendo cantinas, billares, burdeles y lugares
similares, en los que no solo pensaba encontrar determinada información, sino
también lograr las relaciones que le eran necesarias para lanzar su ataque contra don
Jacinto.
En cierta cantina, que era su preferida por ser la más limpia, encontró a un
mestizo hijo de un norteamericano, quien atraído por las facilidades de vida que se
hallaban en la República se había ido hundiendo cada vez más, hasta llegar a los más
bajos fondos. Vivía ebrio y finalmente consiguió una mujer mexicana con la que tuvo
un hijo. Ese hijo, cuyo nombre era Frigillo, había ido al país de su padre, esto es, a los
Estados Unidos, en donde había desempeñado veinte empleos diferentes, entre los
que se contaban algunos muy desagradables. Varias veces había tenido dificultades
con la policía debido a raterías y a violaciones de la ley Sullivan, actos que había
purgado en la penitenciaría, y finalmente había sido deportado a su país natal.
Hablaba bien el inglés y por ello tenía facilidad para conseguir trabajo como capataz
y tomador de tiempo en empresas petroleras norteamericanas e inglesas establecidas
en la República.
La disciplina de aquellos trabajos no había logrado borrar de su mente la idea
acerca de las comisiones que un muchacho listo puede desempeñar para ganar más
dinero con menores dificultades de las que tiene estar parado o sentado todo el día
bajo un sol tropical, fumando cuantos cigarrillos le vengan en gana, pero sin poder

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despegarse un instante del sitio en que sus hombres limpian la selva, porque de
hacerlo, estos se dedicarían a holgar inmediatamente que los perdiera de vista.
Aquel trabajo sin duda era para hombres experimentados como él. Cambiaba a
sus hombres a otro campo, y se convertía así en traficante de esclavos y en esclavo a
su vez. Viajaba por ranchos, haciendas y pueblos indígenas en los que contrataba
rebaños de pobres indios que conducía como ganado a las regiones petroleras, para
vender a las compañías los hombres con los contratos que con ellos había hecho y
proveer constantemente a las empresas de mano de obra barata. Así alcanzaba buenas
comisiones, no solamente de las compañías, sino también de los hombres que
contrataba. Esos trabajadores indios, acostumbrados a trabajar de sol a sol por un
salario de quince o veinte centavos diarios, casi enloquecían de gusto cuando se les
ofrecían dos pesos, y el goce les impedía sufrir cuando Frigillo los explotaba hasta el
límite.
Aquella clase de trabajo resultaba muy de su gusto, porque con él ganaba más que
con cualquiera otro de los que desempeñara en la República. No tenía patrón que lo
molestara por cualquier falta que sus hombres pudieran cometer, o por su pereza, si
las cosas no salían de acuerdo con planes preconcebidos, pero lo que más le placía
era no tener que permanecer horas enteras en el mismo sitio, y, por el contrario, poder
viajar por todo el país.
Como esos trabajadores indígenas rara vez permanecían largo tiempo en un sitio,
porque en cuanto sufrían la nostalgia de su hogar regresaban a él inmediatamente, las
compañías se hallan en necesidad constante de brazos, razón por la que al señor
Frigillo no le faltaban buenas oportunidades. Si los trabajadores no abandonaban el
trabajo con la frecuencia que él necesitaba, sabía arreglárselas perfectamente para
recibir nuevos pedidos, valiéndose de trucos para sacar de sus empleos a los hombres,
y si esto le fallaba, buscaba la manera de lanzarlos a una huelga que luego resolvía
por medio de una buena comisión que se hacía pagar por ambas partes.
En aquellos momentos, los pedidos escaseaban y él se encontraba falto de fondos.
Todas las empresas tenían a su personal completo y como los salarios habían sido
aumentados considerablemente en los últimos tiempos, los trabajadores se
estabilizaban por más tiempo y ni siquiera se declaraban en huelga o partían para
otros campos. Además de eso, los sindicatos y las uniones controlaban el trabajo cada
vez más, protegiendo a los nativos.
Naturalmente, el señor Frigillo estaba profundamente interesado en que se
explotaran nuevos campos petroleros, pues ello significaría demanda de muchos
cientos de brazos que él podría proporcionar. En consecuencia, apoyaba cualquier
propósito de expansión de operaciones de las empresas.
Mr. Abner se felicitó de haber conocido a Frigillo. Inmediatamente se percató de
que no habría podido descubrir a nadie que sirviera con mayor eficacia sus
propósitos. Sin embargo, obró con prudencia y durante la primera semana de sus
relaciones no dijo ni una palabra acerca de Rosa Blanca. Habló solamente de que

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visitaba la República con el objeto de comprar o alquilar algunas tierras prometedoras
de petróleo, operaciones que haría a medias con una poderosa empresa
norteamericana.
En toda la región se sabía que Rosa Blanca encerraba una gran riqueza en
petróleo. También se sabía no solo en el estado sino en dondequiera que los
interesados en petróleo se reunían, que una importante empresa petrolera había
ofrecido un precio ridículamente alto por la hacienda, pero que don Jacinto se había
negado denodadamente a aceptarlo diciendo que no le interesaba ni un ápice. La
suma que se rumoraba le había sido ofrecida se elevaba a cinco millones de dólares
en efectivo.
Era por demás natural que Mr. Abner no hubiera hablado al señor Frigillo con
demasiada amplitud de sus propósitos, en espera de que fuera él quien mencionara el
asunto de Rosa Blanca, como ocurrió. Frigillo le hizo una relación completa y
detallada de la forma en que habían marchado las negociaciones entre don Jacinto y
las compañías.
—Ese don Jacinto no está muy cuerdo que digamos. Le aseguro, amigo, que está
chiflado —dijo Frigillo—. Algo raro debe ocurrirle a ese tipo. ¡Imagínese la vida que
podría darse! ¡Dios mío, con cinco millones de dólares en efectivo, ni cheques, ni
bonos ni papeles de ninguna especie, dinero, dinero contante y sonante! La sola idea
me marea, Mr. Abner, me marea; siento que me tambaleo solo de pensar en la
montaña de dinero desdeñada y abandonada en algún banco.
—Yo opino exactamente lo mismo, señor Frigillo —dijo Abner distraídamente, y
como si el caso no le interesara.
Conversaban en aquella forma mientras jugaban a las carambolas en un salón de
billar.
—Ahora le toca tirar, señor Frigillo; haga una buena tirada para convencerme de
su habilidad.
—Y lo peor de todo —dijo Frigillo—; sí, lo peor de todo es que cientos y cientos
de honestos trabajadores nativos se ven obligados a dejar su tierra natal y dirigirse a
los Estados Unidos para buscar allá trabajo, cuando bien podrían quedarse en el país
y ganar buen dinero en los nuevos campos petroleros que podrían explotarse si ese
indio testarudo quisiera vender la tierra. ¿Qué espera ese tipo? ¿Obtener seis
millones, ocho o diez? No creo que haya empresa norteamericana, inglesa u
holandesa que los pague. Pienso que esa fue la oferta máxima. Tal vez ahora se
lamente y ruegue porque vuelvan una vez más a hacerle el mismo ofrecimiento…
Bueno, señor, ¿qué le parece mi última tirada?
Terminaron el juego. Frigillo ganó una vez más, según la costumbre, pues ganaba
nueve de las diez partidas que jugaban desde que se conocieran algunos días atrás.
Mr. Abner hacía todo lo posible para dejar a Frigillo ganar una buena cantidad de
dinero, tanto que este vivía a cuerpo de rey a expensas de Mr. Abner.

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Abner nunca permitía que Frigillo pagara ninguna cuenta, ni por comida ni por
bebida.
—Esta vez me toca pagar —decía cuando Frigillo hacía un ligero ademán
fingiendo intenciones de pagar.
Frigillo jamás perdía oportunidad alguna de hacer gestos semejantes, y de vez en
cuando discutía acaloradamente reclamando el derecho de pagar la cuenta. Pero así
como Mr. Abner ponía cuanto estaba de su parte porque Frigillo ganara en las
carambolas, Frigillo hacía cuanto podía porque Mr. Abner saliera vencedor pagando
la cuenta.
De aquellas discusiones salieron tan amigos que decidieron habitar en el mismo
cuarto del principal hotel, cuyas ventanas daban al río.
Cuando terminó el último juego de aquel día y, contra su costumbre, Frigillo se
abstuvo de hacer cualquier sugestión para seguir jugando, Mr. Abner dijo
sorprendido:
—¿Qué prisa tiene, Frigillo? ¿Se trata de faldas? Si es así nada digo, me privaré
esta noche de su compañía. Yo me dirigiré a cierta casa de la que un mozo me habló;
dice que hay cuerpos bien formados y que son finas, además. Agregó que aun
pertenecen a la buena sociedad pero que sus padres ignoran sus actividades, pues de
otro modo las matarían como a perros sarnosos, sin temer que se les condenara por
haber matado a esas hijas capaces de deshonrar a la familia.
—Ese mozo le dijo la verdad; los padres pueden obrar así en la República y
quedar libres en menos de veinticuatro horas, alegando haber obrado en defensa de su
honor, lo que equivale a obrar en defensa propia en los Estados Unidos.
—Bien… bien…, diría yo que… —dijo Abner arrastrando las palabras, porque
sus pensamientos volaban directamente hacia don jacinto, imaginando cierto plan en
el que figuraba la defensa del honor familiar y que podría resultar útilísimo cuando
tratara de convencer a don Jacinto de que no desperdiciara la gran oportunidad de su
vida—. Me parece, Frigillo, que en este país pueden hacerse muchas cosas de las que
es posible salir ileso cuando se tienen los bolsillos bien llenos. ¿No le parece?
Frigillo lanzó una rápida mirada a Abner, tratando de comprender el verdadero
sentido de lo expresado por el norteamericano, pero instantáneamente volvió la vista
a la mesa de billar sobre la que Abner acomodaba las bolas, como indicando su deseo
de seguir jugando.
Mirando inexpresivamente las bolas, Frigillo contestó:
—Eso depende, amigo mío; eso depende únicamente del asunto que se pretenda.
Claro que podrá usted evadir hasta las consecuencias de un asesinato, y me refiero a
un asesinato real, a darle muerte a un hombre o a una mujer. Ello depende,
naturalmente, del dinero que entre en juego. Debo agregar, además, que ello depende
también del valor que se considere a sí mismo el tipo elegido para hacer el viaje y de
la mente directriz que se encuentre entre bastidores… Vaya, vaya, ¿podré hacer un
buen tiro?

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—Yo tiraría desde la orilla inferior izquierda, aplicando un tiro rápido contra la
banda del lado derecho.
Frigillo dijo sonriendo:
—Es por eso por lo que siempre pierde usted, Mr. Abner. Por la forma en que ha
explicado usted la tirada, veo que no sabe usted mucho acerca de la técnica del billar.
No, señor; esa bola puede ser tirada únicamente en esta forma. Ahora, vea, como lo
hago… ¡Allá va! Esta es la forma, esta es la única forma en que una bola que se
encuentra en esa posición puede ser tirada, y es la verdadera técnica seguida por los
grandes maestros.
—Hay algo que me intriga —dijo Abner después de perder una bola más—. Es
algo que se refiere al sitio del que tanto me ha hablado y que si mal no recuerdo se
llama algo así como Rotcha Blinca, ¿no es así?
El señor Frigillo rio a carcajadas y se volvió para ver si alguien más había
escuchado aquella forma de pronunciar un nombre castellano y participaba de su
regocijo. Nadie prestaba atención a los dos jugadores.
—Se dice Rosa Blanca, Mr. Abner. Fíjese bien en mi boca para que aprenda a
pronunciar. Mire, así —casi se le desprendieron los labios de sus ángulos cuando
trató de mostrar a Abner la forma de pronunciar aquel nombre—. ¿Entiende usted,
señor?
Abner intentó decirlo varias veces, haciendo reír a Frigillo todas ellas. Este se
daba cuenta de que el burlado era él, porque Abner había sabido pronunciar el
nombre correctamente desde hacía mucho tiempo, desde antes que se hallara ligado a
una sociedad cazadora de ambulancias en New York. Hasta en sueños sabía como
pronunciar y escribir el nombre ya mucho antes de que emprendiera su viaje al sur
para restablecer su salud por recomendación de ciertas gentes.
—No importa la pronunciación, Frigillo. Lo que quería decir era… Bien, Frigillo,
he de confesar que es usted un buen jugador. Creo que podría llegar a campeón si se
tomara el trabajo de entrenar. Yo le llamo tirar a la forma en que usted lo ha hecho…
No, lo que pensaba decirle era que los campesinos que trabajan en aquel rancho
debían aprovechar la oportunidad de su vida. ¿Cuánto ganan ahora? Tal vez cincuenta
centavos.
—No tanto. Los peones rara vez ven un centavo. Cuanto ganan va a parar a la
tienda de sus amos, en donde compran todo lo que necesitan, porque es la única
tienda en el mundo que les vende a crédito; consecuentemente siempre están en
deuda con el patrón.
—Bien, bien, no quiero detalles ni conferencias sobre su economía nacional.
¿Qué me importa que ganen veinte o cincuenta centavos? Lo único que quiero decir
es que bien podrían ganar cuatro o cinco pesos diarios en los campos petroleros en
lugar de los cuantos centavos que ganan en el rancho. Si ellos insistieran en que su
patrón vendiera la tierra, podrían mejorar sus condiciones de vida más allá de lo que
pueden imaginar. ¿No le parece, Frigillo?

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—Perdóneme que le haga esta pregunta, ¿ha estado usted dormido todos estos
días? Eso es exactamente lo que no he cesado de decirle desde que nos conocimos.
Esto es, que todas esas gentes de Rosa Blanca podrían conseguir excelentes trabajos
bien remunerados, si tuvieran la inteligencia necesaria para saber lo que les conviene.
Me parece que son tan idiotas como su patrón. Bien, ¿qué otra cosa puede esperarse
de indios como ellos? Todos debieran ser ahogados, eso opino yo y eso opinan todos
los que tienen sentido común. Yo le aseguro, amigo, que estaríamos mejor si los
yanquis vinieran y tomaran a su cargo todos nuestros revueltos asuntos para sacar de
ellos algo realmente bueno. Porque nosotros nunca sabremos aprovechar lo que
tenemos, somos demasiado tontos para hacer algo bueno de nuestro país. Por eso
dejamos todo en manos de extranjeros: comercio, industria, en fin, todo.
—No, Frigillo; perdóneme pero ahora me toca a mí. Usted perdió y perdió bien.
¿Qué tomamos ahora? ¿Corona, Bohemia o un tequila? Bien. Tráeme lo mismo,
muchacho. Gracias. Abner untó cuidadosamente con tiza la punta de su taco. Luego
dijo:
—¿Sabe, Frigillo, lo que pienso? Que todos esos abogados y agentes que trabajan
aquí para las empresas norteamericanas nada saben de la forma en que hay que tratar
a la gente cuando se desea inducirla a que venda o compre algo. Nunca han hecho
estudios científicos acerca de la reacciones mentales de los clientes, como los han
hecho nuestros agentes vendedores. Para nosotros este es un asunto verdaderamente
científico, es más, consideramos que es la única ciencia que rinde utilidades. Me
parece que los agentes de aquí no se interesan ni tantito por averiguar si ese don
Jacinto quiere vender su rancho o conservarlo eternamente. Ello obedece a que esos
agentes ganan un sueldo fijo y gasto pagados, sean cuales fueren los resultados de sus
gestiones.
—¿Qué me dice usted? Son la gente más perezosa que existe. ¿Pero qué se puede
hacer? Es esa la forma en que nuestras gentes trabajan: «Mañana será otro día, ¿para
qué trabajar ahora tanto?». Tal vez ello se deba al clima o a la raza. Yo creo ser
diferente. Cuando necesito cien hombres los consigo y no descanso hasta completar
el número.
Abner hizo un signo de asentimiento.
—Sé que es usted diferente, Frigillo. Por eso nos entendemos tan bien. ¿Sabe lo
que me gustaría hacer?
—¿Cómo puedo saberlo, Mr. Abner? No tengo la facultad de leer el
pensamiento… Creo que haré un tiro alto por la izquierda hacia el rincón derecho.
¿Se fijó? Ese sí que fue un buen tiro.
—Magnifico. Quisiera saber en dónde ha adquirido tanta destreza… No, lo que
quiero decir es que me gustaría visitar ese lugar y probar qué puedo hacer para
convencer a aquel tipo de que venda. No es que me interese sobremanera obtener la
tierra. No, es, sencillamente, curiosidad por saber si yo tengo éxito en donde otros

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más eficientes y mejor preparados que yo han fracasado. Lo considero como una
especie de juego, ¿sabe?
—Bueno, Mr. Abner, entonces ¿qué espera usted? Ya que tiene la idea, ¿por qué
no la pone en práctica? Yo lo haría. No hay ningún peligro en intentarlo. Si fracasa,
ello no será prueba de que es usted inepto. Ahora que si gana usted una partida
perdida por tantos listos, podrá reírse de ellos a todo su sabor. Me gustaría verlo
trabajar en ese asunto para ver como maneja usted las cosas. Ahora, le propongo que
vayamos a aquel lugar, que veamos a don Jacinto y que lo engolosinemos un poco.
Creo que en esa forma lograremos que haga por usted lo que nadie podría esperar de
él. Nadie puede saber de lo que un indio engolosinado es capaz. Resultaría el
episodio cómico del siglo si usted y yo, sin la menor intención de comprar la tierra,
regresáramos a casa con la escritura en la bolsa.
—Me gustaría probar, Frigillo; honradamente, me gustaría intentarlo. El juego
puede resultar divertidísimo si se maneja con inteligencia.
—¿Quiere usted que lo acompañe a la hacienda? —preguntó Frigillo, aunque
sabía de antemano cuál sería la respuesta.
Abner le lanzó una intensa mirada.
—Creí habérselo dicho. Por supuesto que irá usted conmigo. Todos los gastos
serán por mi cuenta. ¿En quién podría yo tener confianza para que me acompañara si
no en usted?
—Gracias por su confianza, Mr. Abner.
—No hay por qué darlas. Usted sabe perfectamente que yo no podría hacer el
viaje solo, con lo poco que sé acerca de las costumbres de las gentes de aquí.
—Haré todo lo posible porque el éxito del viaje sea completo.
—Eso es lo que quería oírle decir. Iremos los dos a ver el rancho y a hablar con
ese don Jacinto, o no irá ninguno de los dos.
—Desde luego, solo que… —el señor Frigillo vaciló un instante—. Solo que hay
un detalle que deseo poner en claro antes de iniciar nuestro viaje.
—Diga, ¿cuál es? —Abner esperaba que Frigillo le exigiera algo especial a
cambio de su compañía, y estaba dispuesto a pagarle espléndidamente, sobre todo si
tenían éxito. Pensaba en que le pediría tres mil pesos y estaba dispuesto a darle hasta
seis mil.
—Quiero su promesa de encargarme de la contratación de todos los trabajadores
nativos que la empresa necesite una vez que Rosa Blanca esté lista para su
explotación.
Abner miró a Frigillo como si no comprendiera. Pero de pronto se percató de
haber penetrado el sentido de la aparente modestia de Frigillo. Este era más listo de lo
que él había creído. Con el contrato que pedía, especialmente manejado en la forma
que emplearía Frigillo, obtendría una cantidad considerablemente mayor de lo que
podía esperar que Abner le pagara en efectivo. «Tal vez tenga además otras razones
para no citar una cantidad fija», dijo Abner para sí. «No comprendo como hacen sus

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cálculos estas gentes. Tal vez quiera asegurar primero el contrato y pedir después
dinero. Bien, ya arreglaré las cosas a su debido tiempo».
—A nadie ha prometido usted todavía ese contrato, ¿o es que ya lo hizo usted? —
preguntó Frigillo con voz insegura al ver vacilar a Abner antes de contestarle.
—Perfectamente —dijo Abner asintiendo—, concedido; el contrato será suyo, se
lo prometo.
—¿No podríamos legalizar su promesa, Mr. Abner?
—¿Se refiere usted a hacerla por escrito?
Frigillo escrutó el semblante de Abner durante algunos instantes, al cabo de los
cuales dijo:
—Tal vez tenga usted razón. Mr. Abner, en papel escrito con tinta y guardado en
el bolsillo puede resultar inconveniente para alguno de los dos. Así, pues, olvidemos
este detalle. Confío en su palabra y al hacerlo confío también en la de las personas
que lo respaldan. Bien sabe usted lo que quiero decir y no el dudo comprenderá que
no sería una prueba de gran habilidad que usted o la empresa que representa trataran
de eludir esta promesa. Como usted verá yo me encuentro en mi propio país y me es
fácil manejar las cosas en la forma que más me convenga y ninguno de ustedes podría
hacer absolutamente nada para contrarrestar los resultados. Le ruego que explique
claramente esta idea a quienes pueda interesarles, a fin de que cada quien sepa el
lugar que le corresponde.
—Comprendo perfectamente lo que quiere decir, Frigillo. Pero le aseguro que no
habrá razón para que lo hagamos a un lado. Necesitaremos varios cientos de brazos, y
poco nos importa quién los contrate siempre que se nos ofrezca lo que necesitamos.
Además, la empresa a la que sirvo jamás ha sido ingrata con aquellos que han
colaborado con ella eficientemente. Nuestra empresa siempre paga bien, no se
preocupe.
Allá en mi tierra hemos aprendido una cosa, ella es que no conviene en ningún
caso aceptar servicios gratuitos.

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LIX

Frigillo no tenía prisa alguna por dejar el pueblo. Dijo a Abner que necesitaba hacer
muchos preparativos para el viaje, así como elaborar algún plan para explicar su
visita a Rosa Blanca sin despertar sospechas en don Jacinto, quien quizá hasta los
echaría si trataran de permanecer en su rancho por más tiempo del que lógicamente
puede permanecer un visitante ocasional.
Esa fue siempre la excusa dada por Frigillo cuando Abner sugería la conveniencia
de partir. El caso era que Frigillo no hallaba buenas razones para partir tan pronto.
Sabía que en cuanto Abner hiciera el viaje, dejaría de interesarle su amistad, dejaría
la República y regresaría a su patria. En tanto que aquel lo necesitara podría
exprimirlo ilimitadamente. Abner le dejaba ganar diariamente de diez a veinte pesos
en efectivo, pagaba todas sus cuentas de hotel y restaurante y le obsequiaba con
bebidas y diversiones, entre las que se contaba la compañía de algunas mujeres.
Frigillo se habría considerado un asno si no hubiera sacado a aquel gringo idiota todo
cuanto pudiera.
Así pues, en una semana no se movieron. Un día Frigillo dijo que su plan estaba
maduro para ser ejecutado y que todo, incluidos los caballos y el guía, estaba listo
para el viaje. Sugirió que se compraran regalos para don Jacinto, su mujer y otros
miembros de su familia, así como obsequios de menor importancia para el
mayordomo de la hacienda, cuya ayuda sería muy conveniente. Frigillo no habría
hecho aquellos preparativos de no haberse percatado de que Abner había descubierto
las razones que los retenían. Abner empezó a jugar al billar en la forma en que lo
había jugado toda su vida. Explicó su repentina habilidad, diciendo que Frigillo le
había enseñado los trucos que ponía en práctica y que estaba agradecidísimo por
aquellas maravillosas lecciones. Frigillo no solo había dejado de ganar veinte pesos
diarios, sino que ahora se veía obligado a pagar. Al cabo de algunos días sospechó
que Abner había sido siempre un gran jugador y que lo había dejado ganar
intencionalmente. Obedeciendo a estas circunstancias, resultó más conveniente para
Frigillo apresurar el viaje y sacar de él cuanto provecho le fuera posible.
Frigillo y don Jacinto se conocían de vista y se habían oído nombrar mutuamente,
pero nunca habían trabado conocimiento ni tenido relación alguna. Frigillo había
encontrado a don Jacinto dos o tres veces en el mercado de Tuxpan en donde se
habían cruzado algunas palabras respecto a los precios y al estado de los caminos.
Fuera de ello, Frigillo había estado dos o tres veces en la región para contratar
trabajadores y hasta había contratado a algunos hombres de Rosa Blanca que
encontrara en Tuxpan, y había declarado a sus amigos que el sitio más difícil para
enganchar trabajadores era el rancho de don Jacinto.
Llegados a Rosa Blanca, se apresuró a presentar Abner a don Jacinto como su
más querido amigo norteamericano, venido de San Francisco, California, y quien por

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haber oído hablar de la hermosa raza de caballos que se criaba en Rosa Blanca, venía
con el propósito de comprar algunos de los mejores para aprovecharlos en viajes de
inspección a los campos petroleros y en algunas exploraciones, y que podía estar
seguro de que los animales recibirían excelente trato, porque bien sabido es que los
norteamericanos tratan a sus animales como a seres humanos.
Don Jacinto miró directamente a los ojos de Abner. Abner contestó con una
mirada franca y una amplia sonrisa. Don Jacinto pensó que aquel hombre le sería
simpático. Su inocencia y la honestidad de su corazón y de su alma no le permitían
comprender que aquella sonrisa y aquella abierta mirada con que había sido saludado
habían sido cuidadosamente estudiadas durante largos años, y constituían la más
valiosa herramienta de los presidentes de banco, vendedores, dependientes de casas
de modas, agentes vendedores de carros nuevos y usados, dependientes de expendios
de gasolina, políticos, truhanes, jugadores profesionales, policías en ayuda de
ancianas para cruzar bocacalles de mucho tránsito, mujeres a caza de un nuevo
marido, tinterillos, lecheros, estrellas de la radio y el cine en los momentos de posar
para la prensa, Sinclair Lewis en los momentos de posar para ser presentado como el
primer novelista norteamericano, Mr. F. D. R. prometiendo al pueblo norteamericano
pollo asado todos los días y el retorno a los tiempos del licor abundante.
Don Jacinto volvió a mirar largo rato a Abner tratando de descubrir el significado
de su amplia sonrisa y, al parecer satisfecho, le estrechó la mano. Luego dijo
lentamente:
—Tengo buenos caballos, fuertes y saludables, nacidos y criados aquí, de raza
india, ni altos ni pesados, pero fuertes, resistentes, tenaces y acostumbrados a recorrer
grandes distancias a través de las cálidas planicies y de la fría sierra. Saben caminar
igual por camino pantanoso que por lugares pedregosos, alimentándose casi solo de
verde, bebiendo apenas agua y resistiendo los más bruscos cambios de temperatura. Y
a menos que se les dé demasiado maíz o que lo coman fuera de tiempo, jamás les dan
cólicos. Cualquier otra raza de caballos no serviría para el trabajo de aquí, moriría en
la estación seca y cálida y no podría recorrer ni media legua a través de la maleza
durante el tiempo de lluvias. Ahora que no tienen una hermosa estampa, como la que
buscaría un general para desfilar por las calles de la ciudad. No, bonita estampa no
tienen. Son peludos y siempre parece que van despeinados, especialmente si se les
mira desde el punto de vista de la generalidad de la gente. Pero son caballitos muy
buenos y muy finos. Haré que Margarito vaya a la pradera y lace media docena para
que usted los vea y pueda juzgar por sí mismo, señor.
Mr. Abner, apoyándose en uno de los pilares del pórtico, pensó que aquel indio no
parecía tan estúpido como Mr. Collins lo había pintado y que, por el contrario, sabía
bien cómo conducir una plática de negocios, tan hábilmente como podría hacerlo
cualquier comisionista de los Estados Unidos. Y empezó a creer que no le sería tan
fácil como en un principio creyera convencer a aquel hombre, pues no respondía
precisamente al tipo que Frigillo le había pintado.

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No obstante sus impresiones, Mr. Abner tenía que jugar sus cartas del principio
hasta el fin. Vio a don Jacinto con mirar cansado y le dijo:
—Se ha hecho tarde, don Jacinto. El día está para terminar. A decir verdad hemos
tenido un viaje muy pesado y yo no estoy acostumbrado a viajar de esta manera,
especialmente en los trópicos. Reconozco que mi energía está completamente agotada
por ahora. Si usted fuera tan amable, quiero decir, si no es abusar de su hospitalidad,
le rogaría nos permitiera pasar aquí uno o dos días, a fin de examinar los caballos
detenidamente y probarlos a mi gusto.
Abner sabía poco, sino es que nada, de caballos. Nunca había probado y
comprado uno en su vida. Había llegado a la hacienda en un viejo caballo alquilado y
no había tenido más trabajo que sentarse sobre una silla tan segura que no habría
caído de ella aun cuando lo hubiera intentado. Además de ello, solo era necesario que
se dejara conducir por donde el animal quería o por donde el muchacho que los
guiaba obligaba a ir.
Don Jacinto repuso sencillamente:
—Está usted en su casa, señor. La presencia de ustedes me honran y les doy la
bienvenida. Estoy a sus órdenes.
Después se inclinó levemente y gritó hacia el patio:
—Miguelito, lleva las bestias de estos caballeros al río para que beban. No dejes
que se metan en el agua hasta que se hayan enfriado. Más vale que hasta mañana no
los lleves a bañar al río. Dales de beber hoy y después dales pastura y pon cuidado
para que el garañón no los muerda o los patee. Antes de llevarlos a pastar mira si no
tienen mataduras en el lomo, y examínales las pezuñas y las piernas. Al negro
necesitas ponerle creolina en la matadura del cuello, pues me parece que ya tiene
hasta gusanos. Anda, a trabajar.
—Voy volando, padrino.
—Ojalá.
Mientras don Jacinto daba aquellas órdenes a Miguelito, examinaba los caballos,
les daba palmaditas en el lomo, los tomaba por la nariz e inspeccionaba sus dientes.

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LX

Los dos visitantes penetraron en una amplia pieza que hacía veces de la sala a la casa.
Un indio trajo una jicara llena de agua fresca y clara y la ofreció a los visitantes
junto con una toalla que llevaba sobre el brazo izquierdo y un trozo de jabón hecho
en casa, para que se lavaran las manos. No les recomendaban que se lavaran en
seguida la cara, porque aún la traían ardiendo por los rayos del sol y la humedad les
ocasionaría lesiones en la piel y en los músculos.
Otro muchacho trajo sobre una charola dos vasos de agua para que los caballeros
se enjuagaran la boca y la desembarazaran del polvo del camino.
El guía de los visitantes se había ido con Miguelito conduciendo los caballos al
río.
Don Jacinto trajo una botella de mezcal y llenó tres vasos hasta dos dedos de
altura. Cuando los caballeros terminaron su aseo, les ofreció un trago, brindando a su
salud.
—Muy buen mezcal, don Jacinto —dijo Frigillo lamiéndose los labios y mirando
con tristeza su copa vacía.
—Tiene que ser bueno —dijo don Jacinto con orgullo—. Sí, tiene que ser bueno,
porque ha sido hecho en la hacienda para exclusivo consumo de la casa. Tomen otra,
caballeros.
Frigillo sonrió y tendió la copa. Abner sonrió con lágrimas en los ojos y tendió
también su copa diciendo:
—Tomo una más solo para acostumbrarme, pero ¡por el diablo que es fuerte esta
bebida!
—A la nochecita probarán el habanero que hacemos aquí, verán como es el mejor
que han bebido. Los conocedores dicen que es mejor que el mejor y más viejo de los
cubanos.
Los dos visitantes y don Jacinto se hallaban sentados en sendas mecedoras en el
pórtico, esperando que la cena estuviera lista. Don Jacinto, para agradar a su huésped
norteamericano, habló de lo que sabía acerca de los Estados Unidos.
—Tengo entendido, señor, que las gentes de su país son muy ricas y que todas
ellas viven en casas tan altas que no es posible distinguir a un hombre cuando se
asoma uno a la calle desde el último piso. Y dígame, ¿es verdad que los ferrocarriles
y los automóviles atraviesan por debajo de los ríos y pueden cruzar por las azoteas de
las casas? Yo creo que eso es una leyenda, ¿verdad?
—No es leyenda, don Jacinto, es la verdad —confirmó Abner, en tanto que
Frigillo hacía un signo de asentimiento y agregó:
—Pero eso es poco, muy poco, don Jacinto. En San Francisco, donde Mr. Abner
vive, usted podría ver cosas mejores, más grandes, más maravillosas.
Don Jacinto lanzó a ambos una mirada dubitativa.

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—Como decía yo, don Jacinto, hay allá cosas maravillosas que ver. ¿Qué diría
usted si le contara que en los hospitales americanos los doctores sacan fotografías del
estómago de sus pacientes y de todo lo que tienen dentro, y si encuentran lo que
buscaban abren al paciente de punta a punta, le hacen la operación necesaria, lo cosen
como si nada le hubiera ocurrido y cuatro meses después esas gentes pueden volver a
su trabajo en mejores condiciones que antes?
—Pues deben ser buenos médicos aquellos si les es posible hacer semejante cosa
—dijo don Jacinto—. Eso es, si pueden, solo que no pueden y además no creo que
puedan hacerlo nunca.
—¿Así es que no nos cree, don Jacinto? ¿Y qué me dice de esas cajitas de música
que nos permiten escuchar la voz de gentes que hablan y cantan al otro extremo del
océano, gentes que cantan en alguna catedral de España e Inglaterra y a quienes es
posible escuchar desde la silla si usted lo desea?
—¡Vaya, vaya, señor Frigillo! —dijo don Jacinto riendo de buena gana—, eso que
dice usted está muy bien para entretenernos mientras está lista la cena, pero no me
crea usted tan inculto para no saber que esas cosas no son ciertas porque… bien,
porque no pueden ser ciertas.
—Así es que no me cree… Bien, Mr. Abner… —dijo volviéndose a su amigo—.
Bien, dígale a don Jacinto si miento o digo la verdad.
—Exacto, don Jacinto; mi amigo, el señor Frigillo, tiene razón. Realmente
tenemos unas cajitas por medio de las cuales podemos escuchar música y voces
originadas en cualquier parte del mundo. Esto en mi país no nos llama la atención,
porque ya en cada casa hay una o dos de esas cajitas. Desde luego, comprendo
perfectamente, don Jacinto, que usted no dé crédito a estas cosas. Si usted no ha
llegado a ver ni un teléfono, es imposible que crea en la existencia de cosas como la
radio, la televisión, las películas parlantes, los ferrocarriles subterráneos y los grandes
aviones. Lo mismo ocurriría si a alguna persona que jamás ha visto el sol se le
hablara de él pretendiendo que creyera en su existencia.
—Eso es enteramente diferente, señor; perdóneme, pero todos saben que el sol
existe, pues de no ser así no habría vida en la tierra —don Jacinto se detuvo como si
una idea repentina interrumpiera el hilo de sus pensamientos y agregó—: Bien, muy
bien, admito que debe haber muchas cosas en el mundo que me son desconocidas y
que existen no obstante mi ignorancia de ellas. Nunca he visto a nuestro gran Dios en
persona y, sin embargo, sé que existe para vigilarnos y guiarnos… Bueno, creo que la
cena debe estar ya lista caballeros.
Cenaron pollo en mole poblano, y frijoles fritos con chile verde y tortillas. Abner
lloraba con la cara enrojecida, como si hubiera perdido un mes de salario jugando al
poker.
—Ya se acostumbrará usted a los platillos indígenas —dijo don Jacinto tratando
de consolarlo y riendo a carcajadas—. Le bastará vivir por algún tiempo en ranchos y
haciendas de nuestro país, en donde no podrá comer más que de ellos y llegarán a

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gustarle más que los de su país. He oído decir que todo lo sacan de latas preparadas
en fábricas. ¿Es verdad?
—Hasta cierto punto, sí. Miles de familias hay que raras veces comen algo
guisado en casa —explicó Abner.
—Eso me gustaría, estoy seguro —dijo don Jacinto mojando un extremo de su
taco en la espesa salsa de mole.
Abner miró a don Jacinto y a Frigillo, que gozaban profundamente de sus platillos
sin dar ni la más leve muestra de que el chile afectara su lengua o su garganta.
—¡Maldita sea! —dijo riendo—. La forma en que ustedes saborean su comida me
hace pensar que he olvidado lo que es un buen plato. Esto que ustedes tragan como si
fuera azúcar quema de una manera espantosa, pero el pollo está muy bueno, don
Jacinto, y la salsa debe estarlo también, solo que yo no puedo con ella.
Como al parecer ya no había ningún tema de importancia que discutir, volvieron a
hablar de las maravillas de los Estados Unidos. Mr. Abner recordó que en su maleta
tenía algunas revistas ilustradas de importancia. La pidió, la abrió allí sobre la mesa,
sacó las revistas y las mostró a don Jacinto.
Viendo las ilustraciones, pensó que sus huéspedes tal vez habían dicho la verdad,
vio fotografías de edificios altísimos en las calles de las grandes ciudades
norteamericanas, vio aeroplanos gigantescos en el momento de ser tomados por sus
pasajeros, y ya en pleno vuelo por el espacio. También vio una ilustración en que
aparecía toda una familia sentada alrededor de una caja de música, notándose, por la
expresión de su semblante, que gustaban enormemente de lo que escuchaban a través
de la radio. La fotografía ilustraba el anuncio de una nueva marca de receptores.
¡Lástima que aquella fotografía no mostraba a algún oyente enloquecido por el
barullo que brotaba de su aparato, en trance de hacer pedazos toda la costosa
instalación!
Don Jacinto vio medio ciento más de ilustraciones que confirmaban el dicho de
sus huéspedes acerca de las maravillas y grandezas de su país. Así, pues, lentamente
fue creyendo en lo que el señor Frigillo le dijera antes de la cena, esto es, que los
médicos americanos eran tan hábiles que podían abrir la cabeza de un enfermo,
operar dentro de ella, lavarla, limpiarla y colocar dentro un nuevo cerebro arrancado
en un hospital a un moribundo a causa de un accidente automovilístico; después
volver a cerrar cosiendo la herida y dejar al hombre bien, capaz de hablar y de pensar
mejor que cuando sufría de dolores de cabeza que le impedían trabajar
eficientemente.
—Ahí tiene usted, don Jacinto, el aspecto que presenta exterior e interiormente un
hospital americano. Aquí puede usted ver la sala de operaciones, y aquí los doctores
operando, enmascarados para protegerse de la sangre que puede brotar de las heridas
de sus pacientes cuando estos son abiertos de punta a punta.
La ilustración mostrada a don Jacinto era reproducción de una conocida pintura
considerada como barata por la gente culta.

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—Ahora supongamos, y ojalá no ocurra —continuó diciendo Frigillo—, que
usted o su señora o cualquiera de su familia enferman gravemente; entonces bastaría
que fueran a los Estados Unidos y consultaran a uno de aquellos grandes médicos,
que los aliviaría en seguida.
—Yo y todos los que me rodean nos sentimos perfectamente. Mi mujer tiene
algunos achaques, pero eso ocurre siempre con las señoras que tienen muchos hijos;
pero ya se compondrá. Lo cierto es que cumple con sus deberes como siempre,
ayudada por varias mujeres en la cocina. Así, pues, no veo razón para consultar a un
doctor.
—No se limite a pensar en los doctores, don Jacinto —comenzó a decir
lentamente Frigillo, preparando a su víctima para el golpe que iban a administrarle—.
No son solo los doctores, son los trenes y automóviles que corren por las azoteas de
casas habitadas lo que debe usted ver, aun cuando solo sea para cerciorarse de que no
le he mentido acerca de las maravillas de mi país.
—Pero, señor, ¿para qué he de verlas y admirarlas? No hay razón para ello. Dice
usted que esas cosas existen. Pues bien, que ellas sigan existiendo y haciendo feliz a
la gente, si la gente no puede ser feliz de otro modo y se siente solitaria cuando no
escucha la voz de los niños que cantan en alguna catedral al otro extremo del mundo.
Por mí la cosa está bien. Yo soy feliz y no necesito de ninguna de esas maravillas,
como usted las llama… Bueno, bebamos otra copa. ¡Salud, caballeros!
Aquella comida, que para don Jacinto era cena, había terminado, y los tres
hombres volvieron a sentarse en el pórtico para fumar, conversar y beber de vez en
cuando una copa ya de mezcal, ya de habanero.
En el centro del patio se encendió la hoguera que solía prenderse todas las noches
y que iluminaba un gran espacio, dejando en una semioscuridad a los hombres que se
hallaban en el pórtico. Cerca de la puerta que conducía del pórtico al interior de la
casa, había colgada una lamparita de petróleo cuya luz destacaba el marco verde de la
puerta en medio de la oscuridad del pórtico.
Media docena de hombres de la hacienda se encontraban sentados en el patio o
apoyados en los pilares y hablaban entre sí en voz baja, mientras escuchaban la
conversación de los huéspedes. De vez en cuando se alejaba alguno de los hombres,
pero era reemplazado en seguida por otro que se aproximaba. Algunos se sentaban
cerca de la hoguera.
El bosque y la pradera cantaban, crujían y silbaban. Un grito agudo o un sollozo
lastimero en el bosque, recordaban de vez en cuando a los humanos que la vida y la
muerte se mantienen en constante oposición en el bosque como en todas partes.
Una vaca muge, un caballo relincha, algunos burros rebuznan y se escucha la
triste respuesta de otros. En uno de los jacales, a través de cuyo techo se ve brillar un
rayito de luz, ladra un perro y es apaciguado por un hombre que habla en voz baja.
Otros perros contestan en la lejanía y pronto el espacio se llena de estrepitosos
ladridos. Un gato maúlla lastimeramente, implorando una miguita de verdadero amor.

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Alrededor de las cercas primitivas de los jacales se agitan algunas sombras. Se
escuchan risitas reprimidas de algunas muchachas y recias carcajadas de jóvenes que
se encuentran en algún sitio entre la maleza. El parloteo de las mujeres en la cocina
situada en el patio posterior indica el incesante trabajo casero. De vez en cuando, la
voz pausada y sonora de doña Conchita se eleva sobre la de las otras mujeres. Con
frecuencia ella ríe de corazón. Se sienta en el centro de la inmensa cocina, fuma un
cigarrillo negro, se balancea en su mecedora, dándose impulso con la punta de los
pies y vigila a las muchachas. Después ríe y bromea. El niño de una de las cocineras
rompe a llorar amargamente, y mientras todas callan para saber qué le ocurre, doña
Conchita dice:
—Y tienen el valor de tener hijos. ¡Por Dios! Estás matando a esa criaturita.
Dámela. Pobrecita, pobrecita cosita. ¡Qué Dios perdone mis pecados! Miren como
está envuelto el inocente. Esta apretura te habría matado, chiquitito mío. Ya, solo un
momentito y estarás bien. ¡Qué madre, que estrangula a su nenito! Así, ahora
dormirás y soñarás con los angelitos. —El niño cesa de llorar en el momento mismo
en que doña Conchita lo toma. Cuando termina de arreglarlo, le echa en la carita una
bocanada de humo para ahuyentar a los moscos y a las moscas.
Los cerdos gruñen, chillan y pelean entre sí, al parecer por algo que uno de ellos
ha encontrado y que pretenden arrebatarle.

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LXI

A la mañana siguiente, después del desayuno, don Jacinto llevó a sus huéspedes a la
pradera. Cualquiera de los caballos que Abner deseaba examinar de cerca era lazado
por el vaquero, quien lo conducía hasta él.
Obedeciendo las indicaciones de Frigillo, Abner alababa a los animales como si
se tratara de los mejores del mundo, aun cuando solo fueran, como don Jacinto les
había dicho, caballos corrientes, solo que mejor tratados y alimentados que el resto de
los que se crían en la República.
Al ver lo mucho que se estimaba a sus caballos, don Jacinto, muy orgulloso de
cuanto se criaba en Rosa Blanca, se sentía complacido, naturalmente. Habría dejado
de ser humano y amante verdadero de los caballos si no se hubiera mostrado
encantado ante tanta estimación puesta de manifiesto por un extranjero que sin duda
había visto muchos buenos caballos en su país. Aun cuando el extranjero no
conociera mucho de caballos, según don Jacinto se había percatado la noche anterior,
y más aún aquella mañana, no obstante, juzgaba y estimaba la belleza y fuerza
particular, la gracia natural y la suavidad de paso de aquellos animales entendidos e
inteligentes. Tanto complacieron a don Jacinto los elogios de Abner que le regaló los
seis caballos que este había elegido.
Explicó aquel gesto generoso diciendo:
—¿Cómo podría yo tomar dinero de usted a cambio de estos caballos, si usted los
aprecia tanto y los considera acreedores a su admiración? Me dolería cambiar
animales tan admirados por dinero. En tales circunstancias me es imposible
venderlos, porque no podría fijar precio que justificara la gran estimación en que se
les tiene.
Don Jacinto acarició a cada uno de los caballos que habrían de ser enviados
aquella misma tarde a Tuxpan, donde serían puestos a disposición de Mr. Abner. Los
acarició y les habló como si fueran humanos capaces de comprender sus palabras y
sus sentimientos.
Frigillo picó a Abner en las costillas para recordarle su papel. Ambos, Abner y
Frigillo, habían ensayado la comedia que en aquellos momentos representaban, y que
planearan la noche anterior al encontrarse solos en la habitación que les fue ofrecida
en Rosa Blanca.
Abner recordó su época de cazador de ambulancias, cuando tenía que presentar
casos falsos ante jurados escépticos poseedores de automóviles, ante jueces
experimentados y ante abogados de compañías de seguros que solían reír
sardónicamente. También recordó los trucos que empleaban para lograr del jurado
una decisión favorable para sus clientes.
Con voz temblorosa y lágrimas en los ojos dijo:

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—Don Jacinto, mi querido don Jacinto, el honor que hace usted a mi humilde
persona al hacerme tan inesperado y liberal obsequio, este honor, y que Dios sea mi
testigo, me es imposible aceptarlo. —Su lloriqueo fue tal en aquel momento que tuvo
que hacer un esfuerzo para tomar aliento. Fingiendo sobreponerse con visible
dificultad, continuó—: No, mi querido don Jacinto, no puedo aceptar semejante
regalo. Hasta el sultán de Marruecos, si quisiera hacer un obsequio al presidente de
Francia, le daría solamente un caballo, en tanto que usted, mi querido don Jacinto,
insiste en darme con un gran gesto de desprendimiento, seis caballos de los más finos
y nobles que posee.
El indio, impresionado por el lloriqueo del norteamericano, estaba también a
punto de llorar. Ignorante de toda farsa, repuso:
—Por favor, Mr. Abner, por favor, no me fuera rechazando el regalo no mío, sino
de Rosa Blanca, que desea la aceptación de usted como recuerdo de la grata visita
que nos ha hecho. Me sentiría profundamente humillado si no aceptara usted lo que
se le ofrece con la misma cordialidad y amplio espíritu que nos ha animado a hacerle
el obsequio. Por ningún motivo me quedaré ya con los caballos y en seguida enviaré
los animales a Tuxpan. Usted y el señor Frigillo pueden, desde luego, permanecer
entre nosotros tanto tiempo como quieran. Si mando los caballos por anticipado es
con el objeto de que regresen ustedes tranquilamente. Una recua suele causar en
ocasiones muchísimas molestias cuando se le lleva por camino desconocido y
después de haber vagado durante meses por la libre pradera.
Don Jacinto había caído en la trampa. Ahora solo era necesario que la puerta de la
trampa se cerrara y no le dejara escapatoria. La trampa había sido concebida tan
ingeniosamente que, a pesar del aparente hermetismo de Frigillo, había que admitir
que sabía bien cómo enredar de la manera más diabólica a sus compatriotas. Solo un
nativo del país podía haber concebido una trampa como la que Frigillo había tendido
para atrapar a un humano, especialmente a un precavido indígena. En realidad, don
Jacinto no había dado sus caballos sencillamente sin recibir en cambio pago alguno.
La cosa no era así y cualquier latinoamericano o indio lo habría comprendido. Don
Jacinto era hombre de negocios experimentado a su manera, aun cuando tal vez no
muy listo. Hubiera sido contra todas las reglas del comercio, aun concebido este por
un ranchero indígena, el hecho de dar seis caballos sin esperar compensación alguna.
Si la intención hubiera sido esa, su propia familia le habría considerado loco.
Seguía estrictamente la costumbre y tradición de su país y de su raza. La
apreciación excesiva de sus caballos lo había imposibilitado para fijarles un valor
justo. Habría podido fijar un precio demasiado bajo, es decir, más bajo de lo que Mr.
Abner había esperado. En ese caso, su honorable huésped se habría considerado tonto
al admirar caballos que era posible obtener a tan bajo precio. Por otro lado si don
Jacinto hubiera dado un precio que justificara los exagerados elogios de Mr. Abner,
este podía haberse encontrado en el caso de no tener dinero suficiente para pagar lo
animales que tanto había admirado, y don Jacinto se habría sentido muy incómodo al

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colocar a su huésped en situación tan embarazosa. Desde luego quedaba una salida a
don Jacinto y esta era pedir a Abner que fijara el precio. Esto, sin embargo, no habría
resuelto el problema, ya que Abner ignoraba el precio que se pagaba en la República
por caballos como esos. Atendiendo a esas razones, don Jacinto optó por regalar los
caballos, y regalarlos con la convicción de que en cambio recibiría un regalo del
americano que equivaldría al valor de los caballos.
Abner habría dicho lo que iba a dar a cambio del regalo de haber olvidado que no
era aquel el momento oportuno para mencionarlo, en cuyo caso Frigillo le habría
recordado nuevamente su papel, picándole las costillas.
Frigillo tosió para dar tiempo a Abner de que recordara las primeras líneas de la
parte del discurso preconcebido que le correspondía en aquellos momentos.
—Mi querido don Jacinto, me honra usted tanto que mi humilde persona, no
habituada a que se le brinde una hospitalidad tan amplia y cordial, solo puede
inclinarse con admiración ante esta generosidad increíble bajo el cielo. En estas
circunstancias lo único que puedo hacer es aceptar y agradecer su liberalidad. Sí, don
Jacinto, tomaré los caballos, pero no para venderlos como era mi intención. Los
tomaré para guardarlos conmigo para siempre, ellos contarán entre las cosas que más
estimo. Adornarán mi rancho en California, en donde serán tratados como ni usted
mismo podría hacerlo. Mil, mil gracias don Jacinto, querido amigo.
Se aproximó a don Jacinto y lo abrazó dos veces, a la manera latinoamericana, y
de acuerdo con lo ensayado con Frigillo la noche anterior.
Por parte del indio se sellaba un pacto de amistad que duraría no solo toda la vida
de Abner, sino que alcanzaría hasta sus descendientes.
Mientras Abner abrazaba a don Jacinto, primero apoyándose en el hombro
izquierdo y luego en el derecho, su único pensamiento fue si tendría que besarle solo
una mejilla, las dos o ninguna. Recordaba haber visto hacerlo en las películas a
algunos hombres a quienes se suponía franceses. Lanzó una mirada a Frigillo
pidiéndole consejo a señas. Frigillo, con expresión de horror movió la cabeza
negativamente.
Esta ceremonia, tomada seriamente por don Jacinto y representada por Abner,
preparó el terreno para la escena siguiente, la que, aunque ensayada de antemano,
debía parecer espontánea.
Abner, después de pasear de un lado para otro, en apariencia sumido en profundas
reflexiones, se detuvo repentinamente ante Jacinto.
—No me es posible explicarle lo difícil que me resulta acertar con el regalo
adecuado para demostrarle mi estimación y lo que su amistad y hospitalidad
significan para mí. Cuando abandone su casa me iré con el corazón rebosante de
gratitud hacia usted y hacia Rosa Blanca, hacia este sitio que he llegado a querer
como a ningún otro en la tierra. Registrando en mi mente para encontrar algo digno
de corresponder su hospitalidad y su generosidad, he llegado a la conclusión de que
mi satisfacción no tendría límites si usted aceptara ser durante una o dos semanas

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huésped de mi país y mío, en mi hermoso y romántico rancho de California. Deme,
querido don Jacinto, la ambicionada oportunidad de tenerlo como huésped y de
permitirme mostrarle todas las maravillas, todas las grandezas de mi país de que
hablábamos la otra noche y sobre la existencia de las cuales dudó usted. Dos semanas
solamente. Bien, si no pueden ser dos, que sea una. Si es menos de una semana,
siento mucho decirle que me llevaré solamente un caballo en lugar de los seis que con
su ilimitada bondad y amabilidad me ha ofrecido.
En ese punto Abner se detuvo, como solía hacerlo cuando pronunciaba un largo
discurso ante los jueces a fin de que estos tuvieran tiempo de asimilarlo.
Don Jacinto escrutó el semblante de Abner como tratando de encontrar el
significado oculto de aquel discurso que le pareció demasiado largo para ser honesto,
y por la fracción de un segundo estuvo a punto de vislumbrar la celada que se le
preparaba. No obstante, la trampa estaba tan bien preparada que le era imposible
descubrirla a él, hombre honesto y primitivo, en el instante que dedicó a tratar de
descubrirla. En seguida se sintió avergonzado de haber tenido aquel pensamiento
malicioso. Abner continuó diciendo:
—Lo mejor, lo más grande y de lo que no he hablado aún es algo que por ningún
motivo debe usted dejar de ver si nuestra amistad significa algo para usted. Me
refiero a mi ocupación al trabajo a que dedico mi vida, esto es, a la cría de mulas. Yo
no crío de la raza pequeña que ustedes tienen por acá y a las que tal vez usted aprecie
mucho, ya que no conoce otras. Yo crío de la raza gigante, de la que usa nuestro
ejército para transportar cañones ligeros por las regiones montañosas. Era raza de
mulas es más alta que la generalidad de los caballos y tres veces más fuerte y
resistente.
»Allí se dará usted cuenta de cómo se lleva a cabo la cría científica en gran
escala. Yo creo que esta sola será razón suficiente, si es que otras maravillas no le
atraen, para que acepte mi invitación con la misma rapidez con la que yo acepté su
generoso obsequio.
—He visto fotografías de esas grandes mulas —admitió don Jacinto—, pero
nunca creía en la autenticidad de ellas, de las fotografías, quiero decir, hasta que vi
algunas iguales de nuestra artillería ligera en la que se emplea la misma clase de
animales, aun cuando ligeramente más pequeñas. Recorté las fotografías de algunos
periódicos y las tengo colgadas en las paredes del comedor. La verdad es, señor
Abner, que nada me gustaría tanto como criar mulas de esa raza. Sería una gran
alegría ver nacer animales semejantes en Rosa Blanca.
—Eso es lo que yo pensé, don Jacinto, y es más o menos mi propósito principal al
invitarlo para que visite mi rancho. Hubiera querido sorprenderlo pero no pude
resistir al deseo de hablarle de mis mulas colosales. Y eso no es todo, don Jacinto,
para corresponder al obsequio que me ha hecho de sus finos caballos, le daré tres
garañones y un burro especialmente seleccionados para la cría. Yo le procuraré todas
las facilidades para que pase la frontera con los animales. ¿Sabe? Podrá viajar, si así

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lo desea en el mismo carro de carga, para que pueda vigilarlos personalmente. Bien,
¿qué le parece, don Jacinto?
Don Jacinto no podía saber y no hubiera sospechado jamás que Abner y Frigillo
habían concebido la forma de llevarlo a California justamente al ver la cantidad de
fotografías de mulas que había en el comedor y de las que don Jacinto acababa de
hablar. Como las fotografías estaban colgadas en forma tal que don Jacinto pudiera
verlas desde su asiento cada vez que se sentaba a comer, Abner comprendió
inmediatamente cuál de todas las cosas en el mundo era la que más le gustaba a don
Jacinto.
Atado por los lazos de su pacto de amistad, de sus costumbres, de las tradiciones
de su pueblo y de su país, no atendiendo a razonamientos, sino exclusivamente a los
dictados de su corazón, que no le permitía herir los sentimientos de su amigo, don
Jacinto hizo a un lado todas las sospechas que pudiera haber abrigado sobre la
invitación de Abner. Él nunca se había encontrado con un tinterillo nato, abogado
defensor de truhanes y de bandidos. Como él era honesto, decente y franco, nunca
creyó posible maldad semejante a la que se empleaba con él. Sabía que algunos
traficantes de ganado y otros solían engañar de vez en cuando. Pero sus engaños eran
patentes y se habían sumado a su negocio en tal forma, que él a menudo extrañaba
algo en los tratos que hacía cuando algún traficante decía la verdad acerca de los
precios.
Tres días más larde, don Jacinto se hallaba en camino, acompañado de Abner y de
Frigillo.
Después de cruzar la laguna y de viajar en un camión destartalado, llegaron a la
estación del ferrocarril para enterarse solo de que no habría tren hasta la mañana
siguiente.
Se alojaron en un hotelito y después salieron de compras. Abner pidió a don
Jacinto que aceptara su primer regalo consistente en algunas ropas. Dijo que esas
ropas le servirían mejor para viajar y especialmente para cruzar la frontera, porque
sus trajes típicos llamarían poderosamente la atención sobre él, lo que lo llevaría a
sentirse muy incómodo. Don Jacinto al no ver a ningún nativo transitar las calles
vestido como él y al percatarse de que las gentes lo miraban extrañadas y algunos
sonreían, atendió la sugestión de Abner y se vistió como la generalidad. Al aceptar
aquellas ropas había cerrado un trato al que en adelante tendría que respetar. Y aquel
trato era parte de la entrega total que hacía a Abner de su persona y significaba
también que se encontraba prácticamente bajo la orden incontrarrestable de visitar el
rancho, de seleccionar los garañones y el burro que le habían ofrecido, y de regresar
con ellos a su hacienda. Ahora tenía que partir con Abner como obligado por la firma
de un contrato. Por el concepto que tenía de la vida, estaba atado a las costumbres
que obedecía. Era esclavo de las tradiciones a las que no podía escapar.
A la mañana siguiente los tres hombres se hallaban en la estación, donde Abner
había comprado dos boletos de primera clase y una sección del carro dormitorio.

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Abner condujo a don Jacinto a su asiento, y después de acomodarlo lo dejó, con el
pretexto de haber olvidado enviar un mensaje urgente y le rogó que permaneciera en
su asiento hasta que él regresara. Faltaban veinte minutos aún para que el tren saliera.
Abner podía ya despedir tranquilamente a Frigillo. El trabajo del mestizo había
terminado en Tuxpan; sin embargo, Abner había considerado prudente llevarlo
consigo hasta que ambos, Abner y don Jacinto, abordaran el tren que había de
llevarlos a San Antonio, en donde transbordarían.
Abner estaba listo para despedir a Frigillo que esperaba la partida del tren parado
en la plataforma.
Saliendo del tren, Abner se aproximó a Frigillo y le dijo:
—Bueno, Frigillo, me voy. Le prometí a usted cien dólares si lográbamos que el
hombre partiera conmigo.
—Sí. Mr. Abner, eso es lo que usted dijo —contestó Frigillo secamente.
—Le daré doscientos por haber venido hasta aquí, cosa que no estaba en el
programa; usted tendrá que hacer algunos gastos extra para regresar a Tuxpan.
Abner sacó cuatro billetes de cincuenta dólares y se los tendió a Frigillo, quien se
percató de que tenía dos más en la otra mano e hizo movimiento de quitárselos sin
tirar de ellos en realidad.
Sonriendo dijo:
—Oiga, amigo, ¿no podrían ser trescientos? Suena mejor, ¿sabe? y los tomaré con
la certeza de que a usted le producirán diez o quizás más veces.
Abner sonrió forzadamente cuando contestó:
—Bien, Frigillo, viejo amigo, pensé que estaría satisfecho con lo que ha logrado
desde el día que nos conocimos. Con estos dos me quedo para los gastos de viaje,
porque ahora somos dos y necesitamos comer durante los cinco días de camino. Pero
no quiero que me tome por tacaño; así, pues, tómelos y cómprese un aeroplano.
—Tal vez me convenga comprar uno de los burdeles en donde hemos estado
gozando tanto en Tuxpan. Con tantos petroleros norteamericanos como hay por allá,
ese es el mejor negocio. Un burdel o un hotel, en final de cuentas la cosa es igual.
—¿Propietario de un burdel? Creo que nadie mejor que usted para negocio
semejante —dijo Abner sonriendo maliciosamente.
—Con todo, es cien veces más honorable y decente que el negocio a que usted se
dedica, amigo.
—Dejemos el asunto, Frigillo; me fastidia y usted sabe, además, que no trabajo
por cuenta propia. Cuanto hago es obedecer órdenes.
—Usted puede mirar las cosas en forma distinta, pero los resultados son los
mismos. Bien, Mr. Abner, en cualquier forma, muchas gracias. Siento que se vaya tan
pronto.
Abner sonrió.
—No lo dudo, Frigillo. Estoy convencido de que le asisten las mejores razones
para sentirlo, porque no encontrará en el resto de su vida otro tonto como yo.

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—¿Tonto usted, Mr. Abner? —dijo Frigillo sonriendo a su vez—. ¿Tonto usted?
Quisiera saber quien de los dos es el tonto. Si me lo pregunta le diré que he sido yo el
verdadero tonto. Bien, olvídelo, Mr. Abner. Un trato es un trato y yo sé cumplir tan
honestamente o más que usted, ¿sabe? Mi madre no era gringa, por esa razón hay en
mí una buena dosis de honradez. Ahora que si mis padres hubieran sido gringos los
dos, la cosa sería diferente. Adiós, feliz y fructuoso viaje.
Se volvió y partió antes de que el tren recibiera la última señal de marchar.
Abner subió al tren y encontró a don Jacinto en el sitio en que lo había dejado. Lo
llevó al fumador e hizo que se familiarizara con él y con los pequeños departamentos
adjuntos. Después le explicó cierto mecanismo por medio del cual era posible
convertir los asientos en una especie de alcoba. A don Jacinto le sorprendían
especialmente las comodidades del dormitorio. Su sorpresa aumentó cuando
desayunaron en el carro comedor. Abner había tomado una sección del dormitorio no
solo para comodidad suya y de su invitado, sino para impresionar a don Jacinto con
las primeras manifestaciones de las maravillas que vería en los Estados Unidos.
Como don Jacinto jamás había visto un tren en su vida, lo admiraba, naturalmente,
por su velocidad, la suavidad con que se deslizaba, las comodidades que ofrecían su
carro comedor y su carro dormitorio, como la cosa más notable que podían haber
hecho los norteamericanos. Como entre las maravillas de que le habían hablado el
norteamericano y el mestizo, no habían mencionado el ferrocarril con sus carros
dormitorios y sus carros comedores, por haber considerado que no valía la pena
hablar de ellos, lentamente empezó a creer que, después de todo, cuanto aquellos le
habían dicho sobre las maravillas de los Estados Unidos podían ser hechos positivos
y no historias encaminadas a entretenerlo y a sacarlo de su casa.
En la noche, cuando se encontró en la cama baja de la sección, que le había sido
cedida por Abner para que le fuera más fácil acostumbrarse a dormir abordo de un
tren, don Jacinto había olvidado todas las dudas y sospechas que le acecharan en los
últimos días. Si aquel tren, aquel dormitorio y aquel comedor existían, todo lo demás,
incluyendo el rancho de Mr. Abner y su raza de mulas gigantes, debían existir sin
duda alguna. Antes de ser adormecido por el ritmo de las ruedas, que le parecía
semejante al ritmo del cantar de la selva, se sintió no solo absolutamente seguro, sino
agradecido a Mr. Abner por haberle dado la gran oportunidad de ver y experimentar
todas esas cosas extrañas que jamás había creído posibles en la tierra, y las que nunca
habría visto con sus propios ojos de no haberlo invitado aquel hombre.
No sabía como comunicarse con Abner a aquellas horas, pero si hubiera podido
hacerlo le habría pedido perdón por haber sospechado de las intenciones que abrigaba
al invitarlo. Mientras más se alejaba de Rosa Blanca y de su patria, más se alejaban
de su mente las imágenes de ambas. De vez en cuando cruzaba por su cerebro la idea
de que tal vez no sería tan malo vivir en los Estados Unidos y gozar de aquellas cosas
maravillosas y de todas aquellas increíbles comodidades. Se percató de que había
sido necesario que llegara a viejo para verlas por primera vez y se repitió varias veces

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al día: «Si hubiera muerto antes de conocer todo esto, habría perdido la ocasión de
saber cómo es la civilización».

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LXII

Llegados a San Francisco, Abner alquiló toda una casa amueblada. Su apariencia y su
situación le parecieron inmejorables para la consecución efectiva de sus planes.
Cuando instaló en ella a don Jacinto, le hizo creer que la casa era de su propiedad.
Al día siguiente se presentó en las oficinas de la Condor y fue recibido
inmediatamente por Mr. Collins.
En sus informes regulares no decía mucho acerca del desarrollo de sus gestiones.
De vez en cuando enviaba un telegrama en el que decía que tropezaba con
dificultades increíbles. En su último cable hablaba, por fin, de haber encontrado la
forma de lograr su propósito, pero sin mencionar, sin embargo, el momento en que
don Jacinto había caído en la trampa, ni el momento en que se ponía en camino de
San Francisco llevando consigo a su presa.
Cuando se enteró de que don Jacinto estaba en San Francisco habitando una casa
particular, Mr. Collins sintió deseos de saltar, de abrazar a Abner, de llamarlo gran
hombre y de ofrecerle el puesto de décimo vicepresidente. Pero se contuvo
oportunamente y después se felicitó de haberse mostrado sorprendido solamente,
diciendo en voz baja y en un tono como si siempre hubiera estado seguro de que las
cosas resultarían en aquella forma:
—Buen trabajo, Abner, buen trabajo. Tal vez podamos aumentar su comisión si
contamos con usted hasta la total consecución de nuestros planes. Si logra usted
convencer a ese hombre de que lo que hacemos es en beneficio suyo, aumentaríamos
su comisión hasta setenta y cinco mil dólares en lugar de cincuenta mil. Desde luego,
queda entendido de que nadie le pedirá cuentas detalladas de los gastos que haya
hecho. Consideraremos los veinte mil dólares que le entregamos como totalmente
comprobados.
—Gracias, Mr. Collins.
—Eso es todo por el momento, Abner. Ahora tengo qué concentrarme y ver qué
es lo que hay que hacer después. Cualquier consejo suyo será estimado. Buenas
tardes.
Abner llevó a don Jacinto a que conociera la ciudad. Atravesaron la bahía en
pesadas barcazas para dirigirse a todos los pueblos que se hallan frente a San
francisco; tomaron un bote especial que los condujo al Golden Gate; fueron al
parque, al cine, a las comedias musicales, a los espectáculos cómicos. Visitaron
China Town y don Jacinto experimentó un placer casi infantil mirando cómo los
tranvías subían y bajaban por las colinas con tanta facilidad y suavidad como si algún
gigante los condujera. Escuchó la radio con la boca abierta, y se asustó tanto que
habría corrido si Abner no le hubiera explicado con la mayor sencillez posible su
funcionamiento.

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Durante toda una semana se dedicaron a recorrer la ciudad. Abner mostraba a su
huésped la más amable atención y cuidaba de que nada faltara a su comodidad y
regocijo. Estas atenciones, los paseos y la inagotable paciencia de Abner para
contestar inmediatamente a todas las preguntas de su visitante, sin importar lo
simples que ellas pudieran ser, estrechaban más y más los lazos de unión entre Abner
y don Jacinto, quien creía ya seriamente en una verdadera y desinteresada amistad de
parte del primero. Como Abner no mencionó jamás a Rosa Blanca, don Jacinto llegó
a confiar en él infinitamente y quedó plenamente convencido de que lo había llevado
allí con el único objeto de corresponder al regalo de los seis caballos; pero ocurrió
que un día, paseando perezosamente por las calle, llegaron al edificio en el que tenía
sus oficinas la Condor.
Mr. Abner invitó a su huésped a ver, como parte del programa de aquel día, una
gran oficina americana y a examinarla en su funcionamiento interno para que pudiera
percatarse de la eficiencia con que se trabajaba, y admirar los cerebros humanos
escondidos en máquinas contadoras y calculadoras, en dictáfonos y en toda esa serie
de aparatos y mecanismos de los que ninguna oficina moderna puede prescindir sin
exponerse a ser considerada mezquina y anticuada, aun cuando la mayor parte de los
aparatos resulten útiles solamente para las gentes que los inventaron y construyeron.
Don Jacinto no comprendía ni mucho ni poco de las muchas cosas que veía allí y
que solo lograban confundir su mente, ya que no alcanzaba ni su significado ni su
efectividad para ahorrar trabajo, tiempo y dinero.
Ya no se encontraba en las oficinas generales cuando fue puesto en contacto con
el caballero elegido por Mr. Collins para hacer entrar en razón al indio.
Hasta aquel día, hasta aquel preciso momento, don Jacinto había vivido en San
Francisco como en un sueño. Tantas maravillas había visto, tantas habían sido las
impresiones recibidas, impresiones causadas por cosas extrañas por el medio
desconocido, que estaba como intoxicado por alguna droga. A menudo y durante
muchas horas perdía la claridad de pensamiento, y a veces le era difícil ajustar su
mente a actos sencillos tales como entrar en un restaurante y pedir una comida y una
taza de café.
Solo en compañía de Mr. Abner se sentía a salvo, dependía tanto de él como un
niñito perdido en una feria de la persona que lo encuentra. Rara vez se alejaba Abner
de él. Sin embargo, había veces que aquel tenía que atender algún negocio en la
oficina o sus asuntos particulares, y era entonces cuando don Jacinto quedaba solo.
Ahora, por primera vez desde su llegada a los Estados Unidos, despertaba.
Cuando esos caballeros trataban de convencerlo de que vendiera Rosa Blanca un
relámpago iluminó su cerebro y se percató con absoluta claridad de toda aquella
trama en la que él era el personaje central, por ser propietario de Rosa Blanca, tan
codiciada por las compañías petroleras norteamericanas. En aquel instante, cuando se
le forzaba empleándose métodos semejantes a los empleados en tercer grado por
algunos detectives, despertó de sus sueños y demostró no haber olvidado las

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respuestas que debía dar al respecto, con o sin maravillas de los Estados Unidos. Se
trataba de un negocio que le era familiar y sabía lo que le convenía y lo que no le
convenía en el asunto.
Debido a todas las novedades que habían penetrado su mente, no acostumbrada a
acumular y asimilar tantas cosas diferentes y nuevas para él en un tiempo demasiado
corto para su capacidad, ni aun para comprenderlas parcialmente, había casi olvidado
a Rosa Blanca y a su familia. Pero tan pronto como escuchó su nombre y la
conversación tuvo por objeto persuadirlo de que vendiera su tierra, esta se presentó
ante él con caracteres de belleza tal que ahuyentó de su mente toda idea acerca de las
maravillas que había visto últimamente. Mientras más le hablaban, mayores
proporciones tomaba a sus ojos la hermosura de Rosa Blanca y más insignificantes se
tornaban las maravillas que había visto en los últimos días comparadas con las que
Dios había hecho en la tierra que conocía y que, por voluntad de Dios, le pertenecía.
Finalmente le ofrecieron medio millón de dólares. Todos los trucos, medios y
promesas conocidos bajo el cielo norteamericano se pusieron en juego para inducirlo
a vender. Él permaneció imperturbable, como si fuera mudo. Se concretó a mover la
cabeza de vez en cuando y a repetir siempre:
—No, caballeros, no puedo vender Rosa Blanca, no puedo.
Cada vez más incómodo ante aquel terrible e ininterrumpido acoso llevado a cabo
por tantos hombres, miró en rededor como tratando de pedir auxilio o de encontrar
alguna excusa para dejar aquella acalorada discusión sin aparecer descortés. Su
corazón de indio le impedía ser descortés, aun con aquellos hombres que no lo
comprendían y que lo trataban como a su peor enemigo.
Y así, en busca de ayuda, su vista tropezó con la cara de su querido amigo Mr.
Abner. Pensó que aquel amigo suyo, que había sido huésped de Rosa Blanca, sería
capaz de comprender por qué aquel lugar no podía ni venderse ni cambiarse por
dinero, por ninguna cantidad de dinero y menos aún permitir que se convirtiera en un
mal oliente campo petrolero. Sin embargo, aquel amigo en quien había confiado,
aquel honorable huésped de Rosa Blanca, lo presionaba con mayor dureza que
cualquiera de los hombres presentes en la oficina. Fue aquella actitud del hombre a
quien había aceptado como amigo y a quien había abrazado como hermano la que, no
solo hizo sangrar su corazón y perder toda esperanza, sino que lo llevó a desear la
muerte en ese mismo instante. Aquel sentimiento desesperado, sin embargo, no duró
mucho tiempo. Se percató de que tenía que seguir luchando por Rosa Blanca, y que
no podía permitir que sus sentimientos le restaran energías.
Los caballeros, que habían tratado durante horas de convencer a don Jacinto, se
negaron a continuar, en parte por cansancio y en parte porque a pesar de lo
endurecidos que pretendían aparecer, sentían verdadera piedad por el sencillo indio
que se negaba a vender su tierra porque ella significaba para él más de lo que la patria
podrá significar nunca para un comerciante norteamericano. Este, en realidad, no
desea un hogar sino un lugar en el que le sea posible estirar cómodamente las piernas,

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elegir su programa favorito de radio, leer placenteramente la página cómica de los
diarios, ir al sitio en que se encuentra el refrigerador y sacar de él lo que más le guste
y a la hora que quiera, siempre que la señora no le haya prohibido tomar aquel
pedacito de algo por lo que sería capaz de dar las diez últimas horas de su vida. Pero
la razón más importante, sin embargo, para tener un hogar, es lograr tanto como un
norteamericano habitante de una sección residencial o de un suburbio puede
conseguir.
En aquel caso particular los promotores admitieron que don jacinto tenía una
opinión realmente diferente de lo que un hogar debe representar para un ser humano.
Algunos de aquellos caballeros sostenían comprender a don jacinto
perfectamente, y lo admiraban por rechazar con tanta entereza medio millón de
dólares por el rancho que no valía ni la veinteava parte de esa suma. Fueron esos
caballeros quienes comprendieron que él no podía vender Rosa Blanca como ellos no
podrían vender su necesidad de comer, de beber, su necesidad de dormir y de
experimentar placeres sensuales. Uno de ellos era abogado, los otros dos eran
conocidos como los promotores más duros de la ciudad. Los tres, antes de partir,
estrecharon la mano de don Jacinto y uno de ellos le dijo en español:
—Lo comprendo, señor Yáñez, y a pesar de que me hace usted perder una buena
comisión, lo admiro por su firmeza. Siento mucho haber sido duro de vez en cuando,
pero ello forma parte de mi trabajo. Y respecto a los cinco mil que pierdo, le diré que
los pierdo con un placer con el que nunca he perdido un dólar, y esto obedece a que
he aprendido de usted que aún hay cosas en el mundo que no pueden comprarse a
ningún precio. ¡Lástima que el amor no se encuentre entre las cosas que no se pueden
comprar! Considero un gran privilegio, Mr. Yáñez, haber tenido el placer de conocer
a un hombre tan noble como usted. Adiós y feliz viaje.
Don Jacinto regresó a la casa de Abner, recogió los pocos objetos de su
propiedad, los empacó en una maleta comprada en el camino y dijo a la filipina que
los atendía que había tomado habitaciones en el hotel de un nicaragüense situado al
otro extremo de la ciudad, en donde vivían gentes de habla española pertenecientes a
la más humilde clase media.
—Por favor, doña Clara —agregó—, dígale a Mr. Abner, que no puedo seguir
aceptando su hospitalidad, porque ya estoy demasiado obligado hacia él y no
encuentro por el momento la forma de corresponderle. Que en tal virtud, dejo su casa
para vivir como me sea posible.
Abner, al informar a Mr. Collins de lo ocurrido, le manifestó su temor de que el
indio quedara fuera de su control marchando a su país o bien cayendo en manos de
agentes de migración que lo pondrían inmediatamente en la frontera, conduciéndolo a
San Diego a bordo de un camión de la policía.
Mr. Collins reflexionó por un instante. Jugó con su lápiz y tamborileó con él
sobre el escritorio. Ida, que por experiencia sabía que aquello era una señal para que
saliera y lo dejara concentrarse, salió de la oficina tan suavemente como un suspiro.

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Abner, menos enterado de las costumbres de Collins, permaneció sentado y
silencioso durante largos minutos. Cuando pensó que tal vez su jefe esperaba que le
hiciera alguna sugestión, tosió y miró a Mr. Collins cara a cara.
—Bien, Abner. ¿Tiene usted alguna solución?
—Creo que la tengo, Mr. Collins. Pero le costará a usted cien mil dólares
redondos.
Mr. Collins frunció el entrecejo.
—Desde luego —se apresuró a decir Abner al notar que pedía demasiado—,
desde luego que en ello se considerará la comisión que se me prometió con
anterioridad.
—Eso ya es diferente, sí, diferente. ¿Sabe usted, Abner?… —Mr. Collins
interrumpióse para continuar diciendo—: Lo que quiero expresar es esto, Abner.
Recordará usted que con anterioridad le dije que no respaldaría ningún acto
condenable y que dejaría recaer sobre usted toda la responsabilidad en el caso de que
hiciera algo fuera de la ley Mi advertencia sigue en pie. ¿Soy bastante claro, Abner?
—Lo es usted, Mr. Collins. Pero el caso es que nunca he pensado en hacer
semejante cosa.
—Sí es así, puede poner en práctica sus propios planes, con la seguridad de que
los cien mil que pide le serán concedidos. Veré que la cantidad le sea acreditada a fin
de que no tenga que preocuparse. De paso, creo que no habrá olvidado lo que le dije
hace algunas semanas respecto al pasaporte que está a su disposición con visas
válidas y de la oportunidad de tomar cualquier barco.
—Lo sé, Mr. Collins.
—Muy bien, eso es todo, Mr. Abner.
Abner se disponía a decir algunas palabras sobre su plan, pero no bien se hubo
Collins percatado de ello, se apresuró a impedirlo diciendo:
—Por favor, Abner, no tengo tiempo de escucharlo. Hemos llegado a un acuerdo
en la comisión y creo que es todo cuanto concierne a la compañía en el trabajo que va
usted a realizar. Buenas tardes, Mr, Abner.

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LXIII

En el suburbio en el que don Jacinto se había alojado en un modesto hotel, encontró


por casualidad en un café a un compatriota suyo a quien conocía por ser vecino de
Tuxpan, en donde se había casado, y poco tiempo después había emigrado a los
Estados Unidos. Finalmente se había establecido en San Francisco, abriendo una
tiendecita de curiosidades, en la que vendía pequeños objetos exóticos de Cuba, Perú,
México y Bolivia. El hombre se apellidaba Espinosa.
Don Jacinto había dejado dicho en casa de Mr. Abner en dónde se hospedaba y,
por supuesto, iba a verlo casi todos los días, y juntos salían a comer y frecuentaban
teatros y cinematógrafos.
En forma alguna había Mr. Abner reprochado a don Jacinto el hecho de haber
abandonado su casa sin previo aviso. Es más, admitía que don Jacinto tenía derecho
de hacer lo que mejor le conviniera y a no considerarse como prisionero o como un
niñito temeroso de caminar solo sin su nana. Debido a aquella hábil diplomacia, don
Jacinto llegó a creerse obligado a disculparse con Abner por haber dejado su casa y
por haber sospechado que era más bien su enemigo que su amigo. Y a fin de borrar la
mala impresión que creía haber causado, aceptó todas las invitaciones de Mr. Abner y
lo hizo dejando de estar en guardia contra cualquier juego sucio que pretendiera
hacérsele.
Había llevado consigo doscientos cincuenta pesos para gastos personales que le
permitirían permanecer allí por algún tiempo y de los que Abner nada sabía.
El hecho de que decidiera permanecer en la ciudad por una o dos semanas más,
después de abandonar la casa de aquel, obedecía a la necesidad de arreglar el negocio
que tenía pendiente, esto es, de lograr el pago de los seis caballos que había dado a
Abner y que consistía en el garañón y el burro para cría. Desde la ventanilla del tren
había visto en campo abierto muchas de aquellas mulas gigantes de las que el
norteamericano aseguraba había en el rancho de su propiedad. Y mientras más mulas
de aquellas veía, mayor era su interés por criarlas en Rosa Blanca.
Fue nuevamente su cortesía lo que le impidió presionar a Abner para que lo
llevara a su rancho y recibir allí los animales que se le habían prometido a cambio de
los caballos. Solamente tocó el punto diciéndole en cierta ocasión después de una
función de teatro, que tenía que partir, porque no podía permanecer por más tiempo
ausente de su hogar.
A la noche siguiente, cuando regresaban a su hotel, hizo por primera vez alusión a
su deseo de volver a su tierra e iniciar en seguida la cría de mulas que había visto en
aquel país. Ninguna sugestión habría resultado mejor para Abner, quien desde hacía
tres días, percatándose de la inquietud de don jacinto, había estado exprimiendo su
cerebro en busca de alguna buena idea para terminar con aquel asunto, cobrar sus
cien mil dólares y entregarse a la buena vida o emprender algún negocio lucrativo.

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Hacía mucho tiempo que había olvidado su promesa de llevar a don Jacinto a su
rancho y de entregarle los animales que le había prometido en Rosa Blanca. «Ahora o
nunca», se dijo cuando don Jacinto exteriorizó su deseo de ver los animales y de
enterarse de los métodos seguidos para su cría en el rancho de Abner. Don Jacinto,
ansioso de abandonar aquel país cuanto antes, deseó saber si Mr. Abner tenía
intención aún de darle los animales para que los llevara consigo.
—Eso era lo que deseaba decir a usted esta noche, don Jacinto —repuso Abner
rápidamente, como aliviado.
De haber estado don Jacinto aún en guardia, habría deducido que tras de aquella
prisa y de la voz casi triunfal de Abner se escondía algo muy claro. Le entusiasmó
tanto la certeza de que Abner estaba dispuesto a cumplir con su promesa, que captó
solamente las palabras, sin percatarse de la entonación, que en aquel caso era mucho
más elocuente que las palabras.
—Sí, don Jacinto, de eso quería hablarle esta noche. Verá usted, no me fue
posible ausentarme antes, porque tengo negocios con una empresa a los que
necesitaba atender, pero a partir de mañana a medio día tomaré seis días de
vacaciones y mañana por la noche estaremos en camino. No está lejos. Desde luego
que si hablo de los seis días de descanso que tomaré, eso no quiere decir que usted
tenga que permanecer en el rancho todos ellos. Yo sé que usted tiene que regresar a
su tierra uno de estos días. Una vez en mi rancho podrá marcharse cuando quiera.
Hay un autobús que sale para San Francisco cuatro veces al día. Usted puede tomarlo
e ir a donde le plazca. Contrataré un carro de carga completo en la estación más
cercana y allí embarcaremos a los animales. Usted podrá viajar en el mismo tren si lo
desea.
El hecho de que Abner le hiciera notar que podía partir en autobús en el momento
en que lo deseara dio seguridades a don Jacinto, quien creyó no tener razón alguna
para sospechar o concebir siquiera la más ligera duda de que en alguna parte trataban
de tenderle un lazo y de obligarlo a vender Rosa Blanca. Además, la actitud amistosa
y honesta de aquellos tres caballeros que le hablaran en las oficinas de la Condor al
estrecharle la mano, le había llevado a creer con firmeza que la compañía renunciaba
finalmente a la idea de comprar la tierra, pues de no ser así habrían intentado, de
acuerdo con la empresa, emplear otros medios para convencerlo.
Partieron en el auto de Abner. Saliendo a las nueve, debían llegar al rancho entre
las once y las doce, de acuerdo con el dicho de Abner.
Se hallaban a setenta millas de la ciudad cuando el norteamericano tomó un
camino lateral. Habían recorrido a lo sumo dos millas cuando dos hombres, escopeta
en mano, los detuvieron.
Don Jacinto recibió un buen número de fuertes golpes en el cráneo. En medio de
su turbación recordó a Rosa Blanca, a la vieja rueda de carreta que se hallaba en el
patio y que daría órdenes de que retiraran el próximo sábado. Pensó en mulas
gigantes, en pobres caballitos indios apreciados en forma increíble. Pensó en

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Margarito, su mayordomo y compadre, que cantaba el corrido de la doncella india
que tuvo un niño y a la que habían devorado las hormigas en la selva. Pensó en el
perico que dejaba caer pedacitos de tortilla en la hora abierta de un puerquito feo.
Pensó en Domingo, su hijo mayor y en la forma en que habría administrado Rosa
Blanca durante la ausencia de su padre. Creyó escuchar a Conchita, su esposa, riendo
en la inmensa cocina, conversando con las criadas y arrullando a un niño que no era
suyo. Tal vez don Jacinto no pensó en ninguna de esas cosas. Tal vez no escuchó la
voz melancólica de doña Conchita. Nadie sabe. Sin embargo, podría suponerse que
fueron esas cosas las que acudieron a su cerebro antes de que la vida lo abandonara.
El carro dio una vuelta en redondo, y regresó por camino pavimentado hasta el
sitio en que este se cruzaba con la carretera. Otro carro había seguido al de Abner
fuera del mal camino. Los dos hombres que lo habían detenido saltaron de él.
Sacaron el cuerpo de don Jacinto del auto del norteamericano y apenas acabaron de
hacerlo, cuando Abner puso en marcha el motor y corrió como poseído por el
demonio.
Los dos hombres que quedaron atrás junto a su carro, desfiguraron el cuerpo del
indio y lo metieron en harapos confeccionados con distintos materiales. Dejáronlo
boca abajo, colocado sobre el duro pavimento y en mitad de la carretera. Hecho eso
tomaron su carro y se alejaron milla y media. Allí dieron la vuelta y corrieron a una
velocidad de noventa millas, teniendo buen cuidado de pasar sobre el cuerpo.
Después de repetir esto varias veces, detuvieron el carro cerca de él. Uno de los
hombres bajó y con una linterna lo examinó cuidadosamente. Satisfecho del examen
dijo al otro:
—Está peor que un costal de papas machacadas. Ahora, vamos a emborracharnos.
Sería capaz de beber todo un barril; creo que necesitamos refrescarnos y que lo
merecemos.
—Hecho, hermano; vamos.
Abner regresó a San Francisco por un camino totalmente distinto y corriendo a la
mayor velocidad que le era posible. Fue directamente a su café preferido, habló con
el propietario y con distintos mozos, preguntó dos o tres veces la hora exacta,
explicando que no sabía lo que ocurría a su reloj que se había descompuesto de
pronto, no obstante haberle costado setenta y cinco dólares y estar seguro de que ni el
piloto de un avión trasatlántico podría comprar otro mejor.
Fue antes del amanecer cuando el cuerpo fue descubierto por una patrulla de
caminos, que esperaron hasta que una ambulancia recogiera aquellos despojos
horrorizando a las damas y caballeros que cruzaban por allí de regreso de cabarets y
posadas de la carretera.
El dictamen del forense hablaba de accidente de tránsito en una carretera
nacional; la víctima era un pobre hombre al parecer mexicano y a quien no se había
identificado. A juzgar por las manos, debía ser trabajador del campo y sin duda había
entrado en el país subrepticiamente y, no acostumbrado a viajar por carreteras

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transitadas por automóviles que desarrollan altas velocidades, había sido atropellado
y muerto, después de lo cual medio centenar de carros habían pasado sobre él sin que
los automovilistas se hubieran percatado de ello, o más bien, sin que les hubiera
parecido lo bastante importante para detenerse. Para una posible identificación
posterior, se midió el cuerpo, se registró el probable peso, el color de la piel, cabellos,
ojos y señas particulares. Se tomaron huellas digitales y fotografías de lo que quedaba
de la cara y especialmente de las orejas, que estaban aún en su sitio y completas. Fue
sepultado el cadáver como perteneciente a un indígena.
El dictamen del forense, los informes detallados de la policía y las fotografías,
fueron archivadas en el departamento de Personas Perdidas de la Jefatura de Policía
de los Ángeles, en donde aquel expediente descansaría en paz hasta que un terremoto
viniera a destruir la ciudad y todos los documentos allí archivados. Porque nadie en
los Ángeles o en cualquier parte de la tierra se interesaría lo más mínimo por un peón
mexicano que había entrado en los Estados Unidos en forma subrepticia y fue
encontrado despedazado y convertido en una masa informe sobre la carretera de San
Francisco a los Ángeles. Las gentes tenían que interesarse en otros asuntos que no
eran los referente a extranjeros atropellados por autos poderosos en las carreteras
norteamericanas. Y después de todo, ¿por qué habría alguien de preocuparse?

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LXIV

Dos semanas después, los contratos de venta de Rosa Blanca fueron registrados en
Jalapa para su autorización, como requisito final exigido por la ley de propiedad de la
tierra en la República. Las escrituras y títulos fueron debidamente registrados en
nombre del nuevo propietario, la Condor Oil Inc. Ltd., S. A.; se pagaron las
contribuciones, se compraron los timbres y se colocaron, cancelados, en los contratos.
Las actas hablaban del pago de cuatrocientos mil dólares hecho al anterior propietario
don Jacinto Yáñez. Las escrituras habían sido firmadas por el propietario anterior y
por el primer abogado de la compañía. Las firmas de ambos contratantes, así como
las de los diferentes testigos, que constaban en los documentos, fueron autenticados
por dos notarios públicos, de acuerdo con la ley. Los contratos originales y sus
duplicados se acompañaron de un certificado del cónsul general de la República
residente en San Francisco, California. El documento certificaba la legalidad de la
venta; otro certificado extendido por un notario norteamericano garantizaba la
autenticidad de las firmas en todos los documentos. La traducción al castellano que se
acompañaba había sido autorizada por el cónsul general de la República como exacta
y verdadera en todas sus palabras y significado.
De acuerdo con ciertas reglas toda la operación debía haber sido realizada en las
oficinas del cónsul general de la República. Sin embargo, como el notario público
cuya firma autorizaba los documentos, el vicepresidente y el abogado de la empresa,
así como los testigos, eran caballeros respetabilísimos conocidos personalmente por
el cónsul, este no veía razón alguna para insistir en el cumplimiento de la formalidad
de firmar los documentos en su oficina. No era de su incumbencia investigar si
aquellos se basaban en hechos legales o constituían un fraude. En sí todos ellos eran
legales, de ahí que ni siquiera se parara a pensar que podía haber algo torcido en los
procedimientos.
Pasó un mes.
Un lunes, tres semanas después de que los documentos fueron registrados en
Jalapa, llegaron a Rosa Blanca los ingenieros de la Condor para hacer la medición de
la hacienda.
Apenas habían sacado sus instrumentos y levantado su tienda cuando surgieron
las dificultades. Domingo, el hijo mayor de don Jacinto, su madre y una veintena de
hombres se reunieron en rededor de los ingenieros y de sus trabajadores, y si los
primeros no hubieran suspendido sus trabajos, algo grave habría ocurrido.
Los ingenieros explicaron a Domingo y a doña Conchita que la Condor había
comprado la hacienda y que por lo tanto, tenía derecho absoluto para que los hombres
trabajaran donde lo ordenara el nuevo propietario.
El hijo y la esposa de don Jacinto alegaron que semejante venta no podía haberse
realizado, porque este nunca había pensado en venderla a precio alguno, y que si

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hubiera cambiado de idea y la hubiera vendido, sin duda habría avisado a su esposa
inmediatamente. Además, él estaba en los Estados Unidos aún, y habría tenido buen
cuidado de estar presente en el momento de la transferencia, ya que era asunto
delicado que no habría encomendado a nadie.
Los ingenieros se intrigaron y, finalmente, admitieron que el hijo y la esposa
tenían buenas razones para dudar de la venta, y como ellos, los ingenieros, no
llevaban constancia alguna de la compra y seguían únicamente órdenes verbales
recibidas en la sucursal más próxima, estaban incapacitados, al menos por el
momento, para probar que tenían derecho a estar allí y a trabajar de acuerdo con las
órdenes recibidas.
Al cabo de dos horas de discusión inútil, los ingenieros se excusaron cortésmente,
empacaron sus cosas y se marcharon.
La compañía cablegrafió al gobernador del estado pidiendo garantías y, en caso
necesario, la protección de las fuerzas a fin de que los ingenieros agrónomos y los
constructores pudieran trabajar tranquilamente en las tierras de Rosa Blanca,
recientemente adquiridas.
Fue la primera vez que el gobernador se enteró de la venta de Rosa Blanca,
porque los empleados del registro de la propiedad no vieron razón alguna para
informar del caso al gobernador; habían considerado el registro un asunto sin
importancia, porque frecuentemente se realizaban ventas de ranchos y haciendas, y en
su opinión informar al gobernador de cada una de ellos habría sido distraer
inútilmente su atención.
—Hay algo curioso en esto —dijo el gobernador a su secretario privado después
de leer el cable, en el que se le pedía que enviara soldados a Rosa Blanca para cuidar
el pellejo de unos ingenieros norteamericanos.
Pidió el expediente de Rosa Blanca y lo examinó cuidadosamente.
—Los documentos están en orden —dijo—. Están perfectamente legalizados,
firmados y sellados por nuestro cónsul general. Bien, Rodríguez, viéndolos de cerca
diría que son demasiado perfectos para estar fuera de sospecha. Traen un exceso de
firmas y certificados. Muchos notarios públicos intervinieron. Claro que ellos tenían
derecho a que intervinieran todas las personas autorizadas que quisieran, pero es
curioso. No comprendo a ese hombre, a don Jacinto. Él no pensaba ni por un instante,
ni en sueños, vender Rosa Blanca. Desde luego que el precio pagado fue en dólares.
Y hay una gran diferencia entre este y la última oferta que recibiera. Tal vez fue esa
diferencia la que lo convenció. Solo Dios sabe lo que esos gringos le hayan ofrecido,
prometido o dado además de ese dinero, para convencerle. Tal vez vio algún buen
rancho por allí dotado con el mejor ganado mular y caballar posible de obtener a
cambio de dinero. Recuerdo que estaba loco con la idea de crear mulas gigantes.
Bien, la cosa es así. Él es lo suficientemente viejo para saber lo que hace.
El gobernador devolvió el expediente. Tenía otros asuntos que atender.

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De regreso a su oficina después del almuerzo, encendió un cigarro y paseó por la
estancia durante algunos minutos. De pronto se detuvo ante el escritorio de su
secretario y dijo:
—Sin embargo, quisiera que el cielo me ayudara a comprender…
El secretario no podía adivinar que el gobernador no había cesado de pensar en
Rosa Blanca y su destino.
—¿Sí, señor gobernador?
—No puedo comprender por qué la compañía quiere soldados para proteger a los
hombres que envía a trabajar en el lugar. Si ha sido vendido y vendido a tan elevado
precio, ¿por qué, en nombre de Cristo y de la Santísima Virgen, no han de manejar la
tierra como les plazca, ya que la venta ha sido realizada legalmente y don Jacinto ha
recibido el precio estipulado de acuerdo, con el recibo adjunto a los documentos?
Nada puede cambiarse. ¿Qué don Jacinto no está aquí? ¿Que se encuentra aún en
California? Raro. Muy raro. Extrañísimo.
Se estremeció como sacudido por una descarga eléctrica. Un pensamiento
horrible había cruzado su mente.
Temblando, excitadísimo, gritó a su secretario:
—Inmediatamente, envíe un telegrama a Rosa Blanca o al sitio más cercano con
el encargo de entregarlo. Diga en él que deseo ver inmediatamente a doña Conchita y
a su hijo mayor y que traigan todas las cartas o cables que hayan recibido de él desde
que se ausentó. Si don Jacinto llegó ya cuando el telegrama sea entregado, que
acompañe a su esposa y a su hijo, que vengan los tres. Envíelo inmediatamente, por
favor.
Se detuvo y mirando vagamente a su secretario, que transmitía el telegrama por
teléfono, y en cuya mirada interrogante veía el deseo de que se le explicara algo de
todo aquello, dijo:
—Si don Jacinto no está en la hacienda, ¿dónde, en nombre de Dios, puede estar?
—Tal vez se esté divirtiendo por allá, gastando parte de los millones —dijo el
secretario riendo con ironía.
—Posible, muy posible, ¿por qué no? Se ha ganado la diversión después de
mucho trabajar y de no disfrutar jamás de un verdadero descanso en los días de su
vida. De cualquier forma tengo la convicción de que no es hombre capaz de
semejante cosa. Desde luego que nadie puede decir lo que una persona es capaz de
hacer cuando se ve en posesión de tantísimo dinero… No, pensándolo bien no creo en
ello. Tal vez por algunos días sí, algunos días puede haberse paseado, como sin duda
debió hacerlo después de realizar una venta de ganado o de maíz en Tuxpan. Pero
hace mucho que debía haber regresado. Eso es lo que me intriga.
—Tal vez vio algún buen rancho por allá, como dice usted, señor gobernador. Y
se halle ahora haciendo arreglos para llevarse a su familia y a un buen número de sus
peones.

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—Sí, eso es posible. Sin embargo, tengo la impresión de que sus familiares no
han recibido noticias suyas, porque parecen no estar enterados de la venta. Y la venta
de su tierra es algo tan importante que debía haber sido la primera cosa que él les
habría comunicado. Hay algo que no está muy claro en el asunto. Y, como dije antes,
hay muchos certificados y demasiadas firmas en los documentos.
—A mí me parecen esenciales —dijo el secretario—, ya que no fueron firmados
en las oficinas del consulado como debían haberlo sido y en lugar de ese requisito, no
precisamente esencial, se anexa el certificado notarial a manera de substituto legal.
Tal vez nuestro cónsul no estaba en la oficina cuando se extendieron las escrituras.
—En tal caso otro funcionario puede representarlo.
—Sí, es verdad, pero tal vez ningún otro funcionario estuviera debidamente
autorizado para testificar transacción tan importante y legalizarla.
—Pudiera ser. Además, las gentes de la Condor no dejarían de encontrar una
buena excusa para no hacer el contrato en la oficina de nuestro cónsul. Podrían
asegurar que don jacinto tenía prisa por volver y que no había tiempo que perder
esperando a que el cónsul estuviera de regreso en la ciudad. —Después de decir eso,
el gobernador se detuvo y se dio una palmada en la frente—. Pero eso no es todo,
algo vital debió haberse estado en juego. La empresa debe haber tenido buenas
razones para cargar los documentos de firmas y certificados. Necesitaba ponerse a
salvo, resguardarse más que lo usual, porque alguien sabe que hay algo torcido en el
asunto. Lo mejor que la compañía podía hacer era ver a nuestro cónsul general. Sin
embargo, rehuyeron ese requisito.
—Permítame recordarle, señor gobernador, que nuestro cónsul general autorizó
todos los documentos y sus traducciones.
—Pero veamos, Rodríguez, ¿qué es lo que e cónsul ha autorizado?, ¿qué? Por
favor, dígame. Ha identificado y autorizado las firmas de los caballeros a quienes al
parecer conoce personalmente y de cuya posición social no tiene duda. Presume,
además, que una empresa de la importancia de la Condor, nunca se atrevería a
intentar siquiera presentar documentos que no estuvieran absolutamente de acuerdo
con la ley. Él reconocerá y autorizará cualquier documento procedente de tan
importante compañía, porque rehusar hacerlo sería tanto como inferir una ofensa.
También ha identificado la personalidad de los notarios públicos autorizados por la
ley para certificar los documentos, y su derecho legal para hacerlo es indiscutible. En
cualquier forma, no me es posible encontrar en los documentos algún error que me
permitiera solicitar a nombre de doña Conchita y del hijo mayor, herederos de don
Jacinto, un plazo, mientras él viene, antes de que la compañía emprenda sus trabajos.
Por el momento lo único que puedo hacer es cumplir con las demandas de la
Condor… Envíe este telegrama a la sucursal de la compañía en Tuxpan: «Si se
considera necesario, a mediados de la semana próxima se enviará ayuda militar».
El secretario escribió el mensaje.

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—Ya ve, Rodríguez; aparentemente la compañía tiene a la ley de su parte. El
único recurso que puedo poner en juego es no enviar soldados inmediatamente y
hacer que la empresa espere diez días más. Eso significa diez días de gracia para
Rosa Blanca. Mientras tanto, doña Conchita vendrá y tal vez don Jacinto llegue o
envíe algún recado. Diez días para ti, querida Rosa Blanca —murmuró con los ojos
casi cerrados.

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LXV

Cuatro días después, doña Conchita y su hijo mayor, Domingo, llegaron a Jalapa y
fueron recibidos por el gobernador tan pronto como este se enteró de que se hallaban
en la capital. Recordaba perfectamente a ambos desde su visita a Rosa Blanca.
Doña Conchita así como Domingo estaban estragados. En su semblante podía
leerse lo que habían sufrido últimamente y cómo se habían apoderado de su mente
ideas penosas desde que don Jacinto se fuera sin haber vuelto a dar señales de vida a
partir del momento en que saltara en Tuxpan al bote de vapor, en donde algunos
conocidos le vieran por última vez. El gobernador, mostrándose en extremo cordial
con ellos, les inspiró confianza ilimitada en su amistad. Obsequió al hijo con cigarros
y a doña Conchita, con una caja de dulces que sacó de un cajón de su escritorio. Al
ofrecerle la caja hizo un ligero ademán de contrariedad y dijo:
—Perdóneme, doña Conchita, pero ahora recuerdo que usted habría preferido un
cigarro fuerte en lugar de dulces, ¿verdad?
Ella sonrió y tomó un cigarro de la caja reservada a los nativos, que gustan tabaco
puro y no mezclado con hierbas persas o egipcias que encierran en media cajetilla de
cigarros mil toses.
—Y bien, ¿dónde creen ustedes que esté don Jacinto? —preguntó entrando de
lleno en la materia.
Inmediatamente a los ojos de la mujer acudieron pesadas lágrimas que la
obligaron a buscar su pañuelo.
Domingo contestó por ella:
—Eso lo ignoramos, señor gobernador, es más, ni siquiera tenemos la menor idea.
La mujer dijo:
—Nunca en nuestra vida habíamos penado tanto como ahora. No acertamos a
imaginar lo que puede haberle ocurrido desde el día en que partió con el
norteamericano, pues desde entonces no hemos tenido ninguna noticia suya.
—Don Jacinto ha vendido Rosa Blanca.
—¡Esa es una mentira infame! —exclamaron ambos, madre e hijo, al unísono,
saltando de sus asientos.
La mujer, de pie, gritó:
—Es un puerco embuste. Jacinto no ha hecho ni hará jamás semejante venta.
Antes moriría que vender un metro cuadrado de Rosa Blanca.
En cuanto terminó de hablar se dejó caer en el asiento y lloró lastimeramente,
dejando correr las lágrimas por sus mejillas.
Domingo, todo amor y ternura, le habló dulcemente tratando de calmarla.
—No sea tonta, mamacita. Por favor deje usted de llorar. Estoy seguro que a mi
papá nada le ha pasado y que muy pronto estará de regreso; a lo mejor ya está en casa
afligiéndose por nuestra ausencia.

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Sollozando, la madre movió negativamente la cabeza y dijo:
—No, hijo; él no ha llegado. Mi corazón y mi alma lo sabrían. No está en casa ni
viene en camino, porque yo lo habría sentido.
Levantando la vista y encontrándose con los ojos oscuros y profundos del
gobernador, ensayó una sonrisa y dijo:
—Perdone, señor gobernador, no quisimos ofenderlo al decir que es una mentira.
La mentira no es de usted, es una mentira inventada por esa compañía. Jacinto nada
ha vendido. No habría vendido aunque le ofrecieran cien mil millones de dólares o
más. No hay dinero suficiente para convencerlo de hacer algo que en su concepto no
está bien. Y la venta de Rosa Blanca, para él sería la acción más vergonzosa que un
Yáñez podía cometer.
El gobernador tomó de su escritorio los documentos que un empleado le había
traído momentos antes y se los tendió a la mujer.
—Aquí están las copias certificadas de las escrituras de venta, doña Conchita.
Don Jacinto ha vendido Rosa Blanca por la suma de cuatrocientos mil dólares, no
pesos.
Tomando los papeles y enjugándose los ojos mecánicamente, recorrió las hojas
sin leer mucho en realidad, parecía buscar algo especial, determinada cláusula, o
párrafo referente a un asunto en particular. El hecho es que ella ignoraba en realidad
lo que quería encontrar.
Después de recorrer las diferentes páginas, tropezó con las firmas. Se inclinó para
ver mejor y gritó indignada:
—Esto es un fraude, es una cochina jugada de esos canallas. Ya sabía yo que se
trataba de una porquería. Jacinto no ha escrito esto, no fue él quien escribió aquí ese
nombre.
—¿Qué dice usted, doña Conchita? —preguntó el gobernador sorprendidísimo—.
¿Cómo sabe usted que don Jacinto no escribió ese nombre?
—Por la sencilla razón de que —la mujer hablaba con ansiedad creciente—, por
la sencilla razón de que no sabe ni leer ni escribir. Ni siquiera sabe escribir su
nombre. Siempre que tiene que firmar algo hace una especie de garabato que piensa
se asemeja a una «j».
Por más de un minuto nadie habló. Todos estaban bajo la impresión de un
pensamiento común. El gobernador miró a la mujer con ojos como vacíos, ausentes.
La mujer fue la primera en romper el silencio.
—Como decía yo, señor, Jacinto no sabe escribir ni una palabra. Nunca aprendió
a leer y a escribir. Todo lo que era necesario leer o escribir en Rosa Blanca, lo hacía
yo. Yo hice la primaria en Tuxpan, allí recibí mi educación. Por supuesto, como mi
vista no es tan buena como antes, mi hijo Domingo o alguno de los mayores escriben
lo necesario. Domingo cuida de las cuentas, de los libros y de las manifestaciones que
tenemos que hacer para el pago de contribuciones y para los inspectores de alcoholes.
Domingo estudió en una escuela comercial, pero Jacinto no escribe ni una palabra.

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—Así es que no puede escribir ni una palabra. Eso es sumamente interesante.
El gobernador, que había saltado de su asiento al oír aquella noticia, se hallaba
nuevamente sentado y miraba a la mujer en espera de que agregara algo más de vital
importancia.
Doña Conchita, reteniendo los papeles aún en sus manos, volvió a hojearlos y fijó
la vista en las firmas de los documentos que confirmaban que don Jacinto había
recibido el pago estipulado y comparó la firma de los recibos con las diferentes
firmas de los papeles.
—Extraña, muy extraña es la forma en que escriben nuestro nombre. Nosotros
escribimos nuestro nombre con «ñ» en medio, esto es, Yáñez, no Yanyes como aquí
se escribe.
El gobernador tomó los papeles que la mujer le tendía y examinó la firma.
—Tiene usted razón, doña Conchita; reconozco que yo no había notado la falta.
Los americanos no tienen ñ en su alfabeto y por eso la sustituyen con la y, pero un
mexicano nunca lo haría. No comprendo como nuestro cónsul no se percató del error.
Esto lo habría hecho sospechar.
—Eso no me parece raro, señor gobernador —intervino el secretario—. Cualquier
persona puede escribir su nombre como más le guste siempre que no cambie tanto
que no pueda ser identificado como suyo. Los latinoamericanos que viven en un país
de habla inglesa pueden escribir su nombre como más les convenga o como más
convenga a los que los rodean. Hasta donde yo sé, los norteamericanos suelen
escribir, digamos Jones, como Jons, Johnes o Hons y hasta Johnce y, sin embargo,
siempre es el mismo nombre. Nosotros podemos escribir papaya y papalla, vaya y
valla sin cambiar su significado aun cuando ortográficamente no sea muy aceptado
por los académicos. Pero tratándose de un nombre propio, cualquier ortografía es
buena mientras el significado sea el mismo. Por lo tanto, yo creo que nuestro cónsul
allá ha visto el nombre Yáñez tan frecuentemente escrito con dos íes, que no encontró
razón alguna para extrañarse de ello, menos aún si se tiene en consideración que los
documentos estaban redactados en inglés y escritos en una máquina americana
carente de la letra castellana ñ.
El gobernador asintió diciendo:
—Mucho de verdad hay en lo que dice usted, Rodríguez.
Gracias por la lección, que resulta realmente aclaratoria.
Se volvió hacia la señora Yáñez y le habló en forma amistosa casi con ternura,
diciéndole:
—Veamos, doña Conchita; necesitamos examinar el asunto con toda calma. No
debemos precipitarnos para evitar errores. Ni siquiera puedo recomendar una
suspensión de actos, porque no tenemos argumento para solicitarla con esperanzas de
éxito, ya que no tengo pruebas de que los documentos falsean los hechos o de que en
ellas existen errores fundamentales que deben aclararse antes de que la compañía
tome posesión. Tenemos que aceptar los documentos por su apariencia. Desde luego

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que emprenderemos una minuciosa investigación del asunto. Oficialmente no me es
posible decir a usted lo que pienso sobre todo esto. De acuerdo con la ley, los papeles
son perfectamente válidos. Por eso tengo que aceptarlos como legales y me veo
obligado a ayudar al nuevo propietario de Rosa Blanca a tomar posesión de la tierra,
doña Conchita.
—¿Quiere eso decir, que ya Rosa Blanca no es nuestra? ¿Que nosotros y todas las
familias que habitan la hacienda, tenemos que dejarla? —preguntó la señora Yáñez
con desesperación.
—Eso es, precisamente, doña Conchita. Siento mucho, muchísimo tener que
admitir que la compañía, al menos por el momento, tiene perfecto derecho de tomar
posesión de Rosa Blanca en el instante en que lo desee. Nada podemos hacer contra
eso. La empresa pediría al gobierno norteamericano que presionara al nuestro por la
vía diplomática si tratáramos de impedir que la compañía hiciera uso de los derechos
que la asisten, de acuerdo con estos documentos. Nuestro gobierno, y yo
precisamente, tendría que hacer uso de la fuerza militar en contra de ustedes si se
opusieran a que los hombres de la empresa realizaran sus trabajos e hicieran lo que
les conviene. Si usted tuviera documentos tan legales como estos y que la acreditaran
como propietaria de un rancho en los Estados Unidos y el antiguo propietario se
resistiera a permitir a usted la entrada en el rancho y a hacer de él lo que quisiera,
nuestro gobierno la ayudaría a tomar posesión del lugar, como el gobierno
norteamericano ayudará a la compañía si ustedes se niegan a abandonar la hacienda.
En casos como estos tiene uno que acogerse a las leyes internacionales. Y mientras
no podamos probar que se ha cometido un fraude en la confección de estos
documentos o antes de ella, la ley tiene que seguir su curso.
—¿Entonces nada es posible hacer para conservar nuestra tierra?
—Sí, existe el recurso que ya he mencionado, de probar que los documentos son
falsos. En ese caso, podríamos intervenir y obtendría para ustedes un amparo que los
dejaría en plena posesión de Rosa Blanca, hasta que el caso quedara aclarado para
satisfacción de todos, incluyéndome yo, y hasta que no quedara duda de quién es el
propietario legal del lugar. Pero de momento, no podemos hacer nada, absolutamente
nada. Los documentos como estos tienen carácter legal. Podemos dudar de la
autenticidad de la firma de don Jacinto, pero debemos probar que es falsa.
—Pero Jacinto no sabe escribir, señor gobernador —insistió la mujer—. Yo lo sé,
toda la gente de Rosa Blanca, todos sus amigos y todos los comerciantes de Tuxpan
lo saben.
—Sí, doña Conchita, todos ellos lo saben como lo sé yo también. Pero
necesitamos probar que en esa ocasión no escribió su nombre.
—¿Probar que él no es capaz de escribir su nombre, que yo tenía que escribirlo
todo por él porque solamente es capaz de hacer un garabato que se parece a una J,
pero que es generalmente aceptado por todos como firma?

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—Bien, doña Conchita, supongamos que alguien le llevó la mano cuando firmó
los documentos. Bajo ciertas condiciones ello es aceptable por la ley. Por el momento
no podemos saber si lo hicieron o no. Tal vez aprendió a escribir su nombre durante
los días que transcurrieron entre su viaje y la firma de los documentos. Estas firmas
parecen haber sido escritas por una persona con muy poca práctica.
La señora Yáñez, que fundaba todas sus esperanzas de salvar a Rosa Blanca en
poder probar la incultura de don Jacinto, nunca había pensado en semejante
probabilidad.
Se dio cuenta de que estaba vencida.
—Sobre todo, doña Conchita, no debe usted olvidar que las firmas han sido
certificadas y autorizadas como auténticas por un notario público. Todos los otros
contratantes ocupan una posición social que los pone fuera de toda sospecha.
—Todos son unos pícaros, unos estafadores —gritó la mujer.
—Usted puede decirlo, doña Conchita, pero si yo o el cónsul general en San
Francisco hiciéramos tal, nos meteríamos en un lío y empeoraríamos todas las cosas,
porque dejarían de tomarnos en serio aun cuando conserváramos nuestros puestos.
Repito que solamente en el caso de que pudiéramos probar el fraude, los documentos
serían anulados y Rosa Blanca volvería a pertenecer a ustedes en el mismo estado en
que fuera tomada por ellos, a quienes se obligaría a pagar cualquier daño que
hicieran. Por supuesto que para las angustias, las penas, las tristezas que ustedes han
sufrido, para eso no hay compensación posible, por lo menos en dinero.
—Así, pues ¿deberá transcurrir mucho tiempo antes de que tengamos derecho?
—Puede ser mucho. Tal vez años porque si la venta que hacen constar fue posible
por medio de trampas y malas jugadas, puede usted estar segura, doña Conchita, de
que estas fueron hecha con habilidad tal, con tanta inteligencia que será casi
imposible probarlo. No olvide usted ni por un momento quién es el nuevo propietario.
Contra él la única cosa efectiva sería una guerra contra los Estados Unidos en la que
nosotros saliéramos victoriosos. Y aun en ese caso, tendríamos que probar que los
documentos son fraudulentos.
»Así, pues, doña Conchita, estoy obligado a advertirle que no ponga más
dificultades a los ingenieros que envió la compañía y que no obstaculice la toma de
posesión de la tierra y de los edificios. Induciré a la compañía a que permita que
ustedes y todas las otras familias permanezcan allí hasta que se realice la cosecha o
por lo menos hasta que la empresa no comience realmente a perforar en los sitios en
que tienen ustedes sus hogares, y les dé tiempo suficiente para que encuentren
acomodo conveniente. Los ingenieros y los trabajadores que van a la hacienda son
inocentes de cuanto haya ocurrido, son empleados solamente, que tienen que
obedecer órdenes para conservar su empleo. ¿Me promete, doña Conchita, aceptar al
menos por el momento, el hecho de que Rosa Blanca ha cambiado de propietario?
—¡No, no; eso nunca! —gritó la mujer—. Nunca aceptaremos ni yo ni los míos
esa venta. Solo en el caso de que Jacinto personalmente me diga que ha vendido,

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jugado, o cambiado por una mula vieja nuestra Rosa Blanca, solo entonces, aceptaré
el hecho como correcto y legal. Pero mientras Jacinto en persona no me explique lo
que ha ocurrido, gritaré a los cuatro vientos que este es el crimen más odioso, más
espantoso que esos malditos, que esos herejes gringos desgraciados han cometido en
nuestra tierra.
Se detuvo bruscamente, porque se sintió de pronto avergonzada de haber
proferido aquellas palabras en presencia del señor gobernador.
El funcionario la miró sin mostrar disgusto por su violencia. Durante largo rato
permaneció en silencio, mirándolo con sus ojos oscuros y suaves.
Y ante la calma de aquel hombre que le había hablado en forma tan comprensiva
y amistosa, que había sido el huésped más honorable que había tenido Rosa Blanca
desde hacía mucho tiempo, que se había mostrado tan alegre, tan contento, tan libre
de las preocupaciones de su elevado puesto, la mujer volvió en sí. Tuvo la impresión
de estar sentada ante su propio padre vuelto a la vida después de muchos años de
ausencia, y que venía en su ayuda en el día más penoso de su vida para consolarla y
hacerle bien.
Con un nudo en la garganta hizo esfuerzos para retener las lágrimas que acudían
nuevamente a sus ojos y las palabras que su mente y su alma le dictaban y que
prefería no pronunciar.
Aún bajo la influencia de la mirada suave y calmante del hombre que se hallaba
frente a ella y de la que intentaba escapar, dijo en voz bajísima, casi murmurando:
—Bueno, señor gobernador, conforme. Diré a todos nuestros hombres que dejen
en paz a los ingenieros y a los trabajadores y que les permitan hacer su trabajo como
quieran. ¿Está bien, señor gobernador?
El gobernador se levantó de su asiento tras del escritorio, se aproximó a la mujer,
sentada con aire resuelto, tomó lenta y tiernamente primero una de sus manos y luego
la otra. Acarició la piel áspera y nudosa por el duro trabajo doméstico, acarició
aquellas manos como si fueran las de un niño. Luego se las llevó a los labios y las
besó con profundo respeto. En seguida habló en el mismo tono en que ella le hablara
antes:
—Gracias, doña Conchita. Le agradezco que facilite la tarea que tan dura me
parecía esta mañana. No olvide nunca; ocurra lo que ocurra a cualquiera de los dos
ahora o más tarde, que soy su amigo sincero, devoto y desinteresado. Ya no le hablo
como gobernador, le hablo como el mejor amigo de usted y de don Jacinto. Y como
amigo de ambos, prometo no descansar hasta obtener la verdad. Y una vez que haya
encontrado la verdad, cuidaré de que Rosa Blanca no sea destruida en vano. Aun
cuando tal vez para entonces ya no florezca en toda su belleza inmaculada, no se
marchitará, nunca morirá. Algún día sus frutos serán maduros y será entonces cuando
se inicie la independencia, la libertad real de nuestra patria, entonces viviremos en el
país que nos ha dado el Todopoderoso y en el que todos los rosales blancos o rojos,

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grandes o pequeños, florecerán con irrestringible libertad, tan hermosos y por tan
largo tiempo como Dios quiera.
La mujer no comprendió sus palabras pero sintió en el alma su signficado, y se lo
llevó en el corazón con la eterna fe del hombre en el advenimiento de la redención.

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LXVI

El gobernador, en la primera oportunidad que tuvo de ir a la capital, visitó al


licenciado Pérez.
—Don Jacinto ha vendido Rosa Blanca —dijo a Pérez, asaltándolo con la
información antes de saludarlo siquiera.
—Sí, señor gobernador, ya lo sabía. Yo mismo envié los papeles a las oficinas del
Catastro en Jalapa, para que fueran registrados y autorizados.
—Desde luego que lo hizo usted, esa es una de sus obligaciones. Pero dígame,
¿notó usted algo raro en los documentos? El licenciado miró directamente a los ojos
del gobernador, como tratando de saber el verdadero significado de sus palabras.
—¿Por qué me hace esa pregunta, señor gobernador? Sí, me percaté de que las
actas no habían sido firmadas en presencia del cónsul, pero para ello pudo haber
muchas razones. Todas las firmas y traducción fueron debidamente certificadas por
él, quien, según entiendo, conoce personalmente a todos los firmantes.
—¿Conocía nuestro cónsul a don Jacinto personalmente cuando certificó la firma
de este?
—Eso lo ignoro. Pero supongo que sí. Creo que lo conocía, pues de otro modo no
habría autorizado los documentos.
—Supongamos por un momento que le conociera y que no le cupiera duda de que
el hombre que le presentaban como a Jacinto Yáñez era realmente nuestro don
Jacinto, el propietario de Rosa Blanca.
—Señor gobernador, diría yo que esa es una insinuación muy aguda de su parte.
—¿No le parece raro, licenciado, que don Jacinto haya vendido tan rápida e
inesperadamente Rosa Blanca en cuanto se halló en San Francisco, en tanto que
mientras estuvo aquí nunca pensara en hacerlo?
—No es de extraviar si se mira el precio que le pagaron por ella. Yo le ofrecí en
pesos lo que ellos le pagaron en dólares. Tal vez no pudo resistir a semejante
cantidad, menos aún si tuvo oportunidad de admirar alguno de los maravillosos
ranchos de allá y pensó en comprar alguno, ya que contaba con el dinero necesario.
¿Quién podía rehusar semejante cantidad de dinero a cambio de algo que difícilmente
cuesta cincuenta mil pesos?
—¿Don Jacinto firmó las escrituras originales, los recibos, en fin, todos los
documentos que debía firmar? —dijo el gobernador.
—Sí, así lo hizo.
El funcionario agregó con lentitud:
—¿Sabía usted, Pérez, que don Jacinto no sabía escribir?
—¿Cómo? —gritó Pérez—. Repítalo, señor gobernador.
¿Quiere usted decir?…

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—Sí, eso es exactamente lo que quiero decir. Ni media letra, ni siquiera puede
escribir su nombre, lo único que puede hacer es un garabato que él considera como j,
es decir, como la inicial de su nombre y que todas sus relaciones comerciales en
Tuxpan reconocen como firma auténtica.
Después de reflexionar unos instantes, Pérez dijo:
—Alguien puede haberle guiado la mano para que escribiera.
—Tal vez tenga usted razón. Nada más que en tal caso, el hecho constaría en las
actas y habría sido certificado por el notario público, como debe hacerse cuando el
siguiente es analfabeto y se concreta a poner una cruz o cualquier otro sismo sobre el
papel.
—Algunas veces ello no se hace y, sin embargo, los documentos son
considerados como legales. Pero usted tiene razón, en este caso debía haberse hecho
como usted dice.
—Ahora dígame, licenciado, ¿cree usted que el primer vicepresidente de la
empresa, los testigos, el notario público y todos esos destacados personajes cuyas
firmas aparecen en los documentos, sean unos canallas?
El licenciado rio de buena gana.
—¿Cómo podría yo saber si todos esos señores, o algunos, uno solo de ellos son
ladrones? Todos parecen ciudadanos respetables con una elevada reputación en el
mundo de las finanzas y una magnífica posición social. A dos de ellos he tenido
oportunidad de conocerlos personalmente durante algunas de mis visitas a la matriz
de la empresa. Ahora que lo que en realidad sean, las características de su segunda
personalidad, eso, no puedo saberlo y es difícil que alguien lo sepa. Lo que la ley y el
público no aceptan o no conocen deja de existir en casos legales, y no puede
considerarse como arma acusatoria y lo que nosotros pensemos de uno u otro de estos
individuos, así como los rumores que corran acerca de ellos, nada tiene que ver en el
caso.
—Mi pregunta fue al parecer absurda, pero quiero aclarar esto. Suponga usted
que se ha cometido un crimen, o una felonía, o para no extremar, un hecho fuera de la
ley en algún punto crucial del negocio. ¿Cree usted que todas esas respetables
personas se convertirían en cómplices?
—No, señor gobernador, no lo creo. Cada uno de ellos es capaz, por supuesto, de
cometer de vez en cuando alguna falta de importancia contra la ley. ¿Por qué no? Se
han presentado cientos de casos de crímenes horrendos en los que se han visto
envueltos ciudadanos altamente estimados en sociedad. Pero, por lo que respecta a
los señores de quienes hablamos ninguno es capaz de cometer, asociado con otros,
algo en contra de la ley. Ello les resultaría muy peligroso, porque quedarían para
siempre a merced de sus cómplices. Estos señores son lo bastante cautos para
complicarse en algún caso tan serio como el que usted imagina.
—No sé si estaré en la pista correcta, licenciado, pero tengo la firme convicción
de que en este caso se ha cometido un crimen muy serio. No podría precisar cuál es

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él, pero espero saberlo, y esto me lleva a hacerle una pregunta más.
—Diga usted, señor gobernador.
—¿Está usted seguro, licenciado, de que todos los firmantes y los testigos se
encontraban reunidos cuando los documentos fueron firmados?
—Esa es otra cosa que no puedo saber.
—Desde luego, que no, señor Pérez. No puede usted saberlo porque no estaba
usted presente, y, sin embargo, aceptó los documentos como perfectamente correctos
y los autorizó con su firma como representante legal de la empresa en la República.
—No tenía por qué negarme a hacerlo. Los papeles llenan todos los requisitos que
marca la ley y ninguna corte ni local, ni alta, ni suprema podría imputarles ilegalidad.
—Como documentos, son legales. Pero hay algunos puntos dudosos, quiero decir
que no todas las bases en que se funda la legalidad de los documentos parecen
apoyadas en hechos verdaderos. Por ejemplo, ¿cuál es el procedimiento que debe
seguirse en ventas semejantes?
—Bueno, señor gobernador, hay docenas de formas diferentes para legalizar una
venta. En algunos casos basta una palabra y un apretón de manos para que el traspaso
de propiedad de objetos, con valor de medio millón de dólares, se considere legal
mientras no surja alguna dificultad que haga necesaria una constancia mejor que la
palabra de las partes. El contrato de que hablamos puede firmarse únicamente cuando
todos los signantes se hallan reunidos. Esto, hablando teóricamente. En la vida
práctica, sin embargo, ello raras veces se hace y si la ley insistiera en la presencia de
todos los interesados en el momento de legalizar un documento, pocos contratos se
firmarían.
»Es difícil reunir a todas las partes, porque puede ocurrir que una esté en el
hospital, otra en Chicago, alguien en Pittsburg, la compañía en San Francisco, su
abogado principal en Washington, el presidente en la boda de una de sus hijas. Estoy
seguro, señor gobernador, que usted mismo ha firmado muchos documentos sin
conocer personalmente a los demás signatarios porque algo impidió que se reunieran.
Para firmarlos debe usted confiar en la buena fe de los otros. Y por necesidad, el
noventa por ciento de los negocios y contratos se fundan más en la buena fe y en la
buena voluntad de las partes que en el texto de los documentos. En tanto exista la
materia del contrato este prevalece y cualquiera de sus cláusulas puede ser
interpretada en forma distinta a la que inicialmente se le dio. Nunca las cláusulas de
un contrato tienen un significado invariable.
»La firma de documentos y contratos ocurre más o menos así: El hombre
responsable de una empresa, en este caso el vicepresidente, firma todos los
documentos. Los firma junto con alrededor de otros cien más, entre cartas, cheques,
órdenes, etc., y todo en un lapso de veinte minutos. Rara vez se entera totalmente del
texto de los documentos y para firmarlos confía enteramente en su secretario o en su
abogado. De su oficina los papeles son llevados o enviados a don Jacinto, quien
puede estar en el mismo edificio o sentado en un café o en la cama de un hotelucho.

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Después de ello la escritura con todos los documentos anexos son enviados a un
testigo que puede estar en Blue Hill, por ejemplo, después a otro que se encuentra de
pesca en la costa occidental o tal vez más lejos aún, en Hawai. Cuando las partes y
los testigos exigidos por la ley han firmado, todos los documentos se envían al
notario público para su final autorización y después, como en nuestro caso, se
mandan al cónsul general para que los certifique. No está dentro de la obligación de
este, enterarse si todas las firmas asentadas en los documentos son genuinas. Él
confía en la reputación de la empresa y en los testimonios del notario público.
Prácticamente lo único que puede hacer es aceptar como perfectamente legales los
documentos que se presentan a su autorización, y con mayor razón si conoce
personalmente a la mayoría de los firmantes.
—Tal vez la forma de hacer el contrato fue más o menos correcta. Pero ahora se
me ocurre otra cosa. Si los documentos no fueron extendidos en la forma descrita por
usted, es posible entonces que no don Jacinto sino otro individuo haya firmado por él.
—Puede ser, aunque no es probable. Siendo posible puede haberse hecho como
usted supone y si fue hecho así sobran razones para presumir que hay un solo
responsable y que todos los demás son inocentes y firmaron de buena fe. Es más,
posiblemente la única persona conocedora de los hechos es alguien cuyo nombre no
aparece en los documentos. Si es así, el caso se complica aún más, ya que los
documentos serán enteramente legales, incluyendo además entre los firmantes al
criminal. El criminal puede ser condenado a prisión perpetua, en tanto que la venta de
Rosa Blanca es perfectamente legal.
—Vayamos más lejos, licenciado, supongamos que uno de los contratantes,
digamos don Jacinto, ha desaparecido para siempre, en tal caso no podría probarse
jamás que no fue él quien firmó la escritura.
—Oh, sí; eso puede probarse. Se compararía la firma del documento con otras de
cuya autenticidad no cupiera duda.
—Si no existen firmas anteriores, semejante evidencia es imposible.
—Tal vez.
—Pero podríamos probar que él no sabía escribir ni su nombre.
—Eso no prosperaría, señor gobernador, porque bien pudo haber aprendido a
escribir durante el tiempo que estuvo en compañía del hombre que lo llevó a los
Estados Unidos.
—Así, pues, estamos atados de manos ante un crimen perfecto.
—Así parece, aun cuando dicen que no hay crimen perfecto.
—He pensado que tal vez algún pobre diablo de las Filipinas, México, Cuba o
Puerto Rico, fue llamado a firmar en lugar de don Jacinto. Puede haberse elegido a
alguien cuyo nombre realmente fuera Jacinto Yanyez, ese nombre, aun cuando no
muy común, es lo bastante para ser encontrado en donde quiera que haya gentes de
habla española. Y es fácil que ese hombre haya probado ante un notario público
llamarse en realidad Jacinto Yanyez, escribiendo su nombre en la forma que podría

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esperarse que don Jacinto lo hiciera después de estudiar dos semanas. Al hombre
poco le importaba lo que firmaba mientras estuviera seguro de ganar veinte dólares
por hacerlo. Y no me sorprendería enterarme de que había sido asesinado poco
después de ganar sus veinte dólares.
El licenciado Pérez exclamó:
—Ha elegido usted mal su profesión, señor gobernador, debiera usted ser policía.
—Trataré de hacerlo algún día; gracias por el buen consejo. Pero hay aún un
punto muy importante que usted ignora. —El gobernador se detuvo para dar mayor
efecto a sus palabras—. ¿Sabe usted, Pérez, que don Jacinto no ha regresado aún de
los Estados Unidos?
Pérez saltó.
—¿Qué?, ¿cómo dice usted? ¿Qué don Jacinto no ha regresado?
—Exactamente. Todavía no regresó y nadie tiene noticias suyas. Nadie sabe en
dónde está. Nadie sabe en dónde están los cuatrocientos mil dólares que recibió.
—Eso no puede ser verdad, señor gobernador. Eso es sencillamente imposible.
No se habrían atrevido a hacer semejante cosa.
—¿Que no se atreverían? El diablo sabe de lo que son capaces para conseguir lo
que quieren. En cualquier forma, como decía a usted, don Jacinto no ha regresado y
es más, tengo la absoluta seguridad de que él no ha vendido Rosa Blanca. Mi opinión
descansa en dos hechos. En primer lugar, nunca deseó venderla y tenía la mejor de las
razones para no hacerlo. En segundo lugar, no podía haber firmado los documentos,
porque no sabía escribir su nombre y un hombre de su edad no habría aprendido ni en
tres meses. Así, pues, tengo la convicción de que lo han asesinado.
—¡Asesinado! Señor gobernador, ¿cómo puede usted decir semejante cosa? —
exclamó el licenciado.
—Digo que ha sido asesinado, y eso es lo que creo. Fue asesinado cuando se negó
firmemente a vender, y cuando aquellas gentes agotaron todos los medios legales,
decidieron sacrificarlo en el campo de batalla del petróleo. Ayer aún abrigaba dudas.
Ahora, después de las explicaciones que me ha dado usted respecto a la forma en que
han sido manejados los documentos, estoy plenamente convencido de que él no existe
y de que esas gentes obtuvieron Rosa Blanca en forma fraudulenta. Como usted
afirma, los documentos son legales. Así, pues, nada podemos hacer respecto a la
venta. Al menos por el momento. Es, además, mi creencia que don Jacinto nunca
recibió dinero alguno, y si lo recibió le fue robado en el momento de asesinarlo. Pero
estoy convencido de que nada recibió, así como de que nunca accedió a vender Rosa
Blanca. Si su cadáver fuera encontrado, se descubriría parte de la historia. Lo que no
se sabrá, sin importar que el cuerpo sea encontrado o no, será la forma en que los
documentos fueron legalizados. En cualquier forma, aun cuando el cuerpo fuera
encontrado, ello no cambiaría la situación de Rosa Blanca, pues bien pueden decir
que fue asesinado para robarle el dinero que recibió en pago de la hacienda. Pero le
permitiré me llame el mayor asno de la República si algún día sabe usted que el

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cuerpo fue encontrado. Será encontrado, pero no antes del día del juicio, y aun
entonces dudaré de que sea realmente el suyo.
—Todavía me es imposible creer en que se haya cometido crimen tan espantoso
con el único fin de obtener una vieja hacienda para una empresa capitalista. —El
señor Pérez movió la cabeza y continuó—: No, me resulta difícil creer semejante
cosa. Conozco muy bien al presidente de la Condor y a todos sus vicepresidentes y
directores. El nombre del presidente es Collins. Es verdad que es un tipo sumamente
hábil, muy listo y, como dicen allá, muy dinámico. Sin embargo, no le creo capaz de
un crimen, por lo menos de un crimen de esta especie.
—Usted, abogado de experiencia, no debía juzgar a la gente por la impresión que
le causa a primera vista. En este caso no se trata de criminales comunes, estos son de
la especie de los políticos. Ese asesinato no fue cometido por razones personales, se
hizo en nombre del engrandecimiento de la empresa. Esa empresa significa para sus
dirigentes lo que nuestra República para nosotros. Y cuando se comete un asesinato
en nombre de la patria, se llama heroísmo, no asesinato. Si se asesina en nombre de la
Condor, ese asesinato es tan esencial para el engrandecimiento de la compañía como
otro cualquiera ordenado por los gobernantes de un país para beneficio y seguridad
del mismo. Y usted sabe muy bien que el asesinato político no es juzgado ni por el
asesino, ni por la ley, ni por el público en la misma forma en que se juzga el crimen
común.
»Hasta la iglesia juzga con suavidad al asesino que mata de buena fe creyendo
salvaguardar con ello la religión. Apostaría mi honor a que un hombre como su Mr.
Collins no cometería jamás, bajo ninguna circunstancia, un crimen común. No sería
capaz siquiera de matar a un hombre si lo encontrara en el lecho de su esposa.
Retrocedería ante acto semejante y temería al escándalo. Pero como soldado enviado
a pelear contra esclavos alemanes, mataría cien, uno por uno, sentándose después a
cenar placenteramente. Con respecto a la empresa, que hombres como él consideran
igual que su patria si no es que más, él se siente un soldado, un oficial si le parece
mejor, que pelea por el engrandecimiento y la seguridad de la empresa. Si no
encuentra la forma de llevar a cabo algo vital y si el único medio factible es el
crimen, lo cometerá en nombre de los intereses de la empresa y dormirá más
tranquilamente que antes de cometerlo. Sea como sea, hasta donde concierne al
destino de Rosa Blanca, creo que la única forma en que tai vez podríamos remediar el
actual estado de las cosas será probando que Jacinto se encuentra realmente muerto,
probando además el día exacto en que dejó de existir. Una vez que esto quede
probado. Una vez que se obtenga la evidencia habrá que saber en qué fecha murió y
cuándo firmó las escrituras. Si se encuentra que los documentos fueron firmados
después de su muerte, estos serán anulados. ¿Qué le parece, Pérez?
—Perfectamente pensado. Creo que es la única forma en que podremos salvar a
Rosa Blanca. Pero créame, no será tan fácil probar los tres puntos a que se refiere;
esto es: la muerte de Jacinto, la fecha en que ocurrió y la fecha en que firmó los

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contratos después de morir. Cualquiera que haya tenido el asunto en sus manos debe
haber arreglado esos detalles muy inteligentemente. Le aseguro que probar que los
documentos fueron firmados después de la muerte será algo casi imposible, pues aun
cuando se cite una fecha en ellos, eso no quiere decir que don Jacinto haya firmado
exactamente ese día. Pueden alegar que firmó una semana antes, y que se
concluyeron después por razones que a la empresa no le será difícil explicar.
—De lo que quiero pedirle, lo más urgente es que escriba a la compañía diciendo
que se ha llenado el requisito de registro en el Catastro, pero que nuestro gobierno
quiere que don Jacinto ratifique la venta personalmente antes de aceptarla como un
hecho. Así ganaremos algún tiempo y quizá ocurra algo que cambie la situación.
—Perdóneme, señor gobernador, pero no me es posible hacer tal cosa. Quiero
decir que no escribiré a la compañía diciendo que don Jacinto debe presentarse
personalmente para que el gobierno acepte como legal el contrato. Porque
supongamos que don Jacinto vive aún y lo tienen solamente secuestrado en espera de
que acceda, en ese caso lo asesinarían inmediatamente y sin piedad. En mi opinión, lo
mejor que podemos hacer es permitir a la empresa que prosiga haciendo aparecer que
la venta es un hecho aceptado. Así daremos a don Jacinto la última oportunidad para
que regrese sano y salvo.
—Si puede —agregó el gobernador.
—Cierto. Si puede venir. Pero ahora me hace usted dudar de la posibilidad de
ello. Las razones que usted da para creer que ha sido asesinado, me parecen
perfectamente fundadas. Tal vez usted tenga mayores detalles que no me ha revelado.
—Tal vez, licenciado, tal vez sepa más del caso de lo que usted pueda imaginarse.

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LXVII

Ingenieros, mecánicos, constructores, perforadores y una multitud de peones nativos


trabajaban a toda capacidad en Rosa Blanca, como si temieran que la tierra
desapareciera del mundo en seis meses.
Obedeciendo órdenes superiores se arrasaba metódicamente cortando maíz, frijol,
cañas, naranjos, limoneros, papayos, árboles de mango viejos de doscientos años. A
todos los habitantes del lugar les dieron seis días para que desalojaran, con sus niños,
su perro, cabra, burro y gallo.
A cada una de las familias desalojadas se le entregaron doscientos cincuenta
pesos en vía de compensación por la pérdida de sus cosechas y de ciertos animales y
con el objeto de que se apresuraran. La cantidad les fue pagada en moneda nueva
para que los despojados consideraran aquello una fortuna. Y para todas las familias
representaba realmente una por fortuna, porque ninguna había visto jamás tanto
dinero junto. Y era aquella cantidad de dinero la que en opinión de las gentes de la
Condor curaría el dolor de los indios a quienes se privaba de su hogar. Los nuevos
propietarios sabían o pretendían saber que el dinero es la medicina que cura todos los
dolores del hombre. ¿Qué es, después de todo, la añoranza del hogar? Es una
enfermedad imaginaria, un sentimiento infundado, ya que tierra hay en todo el
mundo. El amor no tiene otro objeto que evitar la desaparición de la raza humana y el
dinero puede evitarla también, ya que un salario mayor representa más dinero y con
más dinero las mujeres proletarias pueden tener más hijos.
No pasó mucho tiempo sin que la familia de don Jacinto tuviera también que
abandonar el lugar, ya que el casco de la hacienda debía usarse como oficinas
provisionales y alojamiento para los administradores y empleados de la Condor. Tan
pronto como se construyeran locales apropiados, la Casa Grande habitada por las
generaciones de los Yáñez desde que fuera construida a principios del siglo XVII,
debía ser demolida para explorar cuidadosamente el suelo sobre el que se levantaba.
Sin duda justamente bajo la casa principal o en alguno de los amplios patios o bajo la
iglesia construida en el siglo XVI, y que ya había sido demolida para colocar sobre sus
cimientos la maquinaria pesada, debía haber petróleo.
«No podemos perder tiempo contando siglos. En seis semanas, ¡por todos los
infiernos!, tenemos que encontrar petróleo, con iglesia o sin iglesia, porque si no, el
maldito gobierno anarquista que aquí tienen nos confiscará todo el negocio en la
República sin importarle siquiera que ello sea causa de una guerra. Carecen de
sentido, eso es lo que ocurre. Abajo con todos esos edificios en ruinas. ¡En nombre
del diablo! ¿Cómo puede vivir gente que se considera civilizada en pocilgas de ratas
y pulgas? ¿Cómo es posible que se dediquen a la oración en cajas de piedra que
tienen el descaro de llamar catedrales? ¡Catedrales! Cualquier capillita nuestra resulta
más imponente y grande que sus catedrales. Estas gentes no son civilizadas, son

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salvajes a quienes no se debía permitir que entraran a los Estados Unidos, ni siquiera
para ayudar a los japoneses que cultivan naranjas y limones a cosechar el fruto por
treinta y cinco centavos diarios de sol a sol, sin exceptuar los domingos. Más vale
matarlos, ahogarlos, ¿para qué sirven?».
Todos los días llegaban por el camino, rápidamente construido, enormes
camiones cargados de madera, de alambre de púas, de cables de acero de todos
calibres y longitudes, tiendas, máquinas de vapor, calderas, bombas, útiles de cocina,
muebles, herramientas. Los conductores de los camiones invitaron a los habitantes
para que empacaran sus pertenencias, cogieran a sus animales y a sus hijos y subieran
a los camiones descargados que los conducirían al sitio elegido para radicarse.
Muchas familias, sin embargo, decidieron permanecer lo más próximas que fuera
posible a su antiguo hogar, porque todos los hombres que deseaban trabajar eran
admitidos en los campos, y para ello lo único que necesitaban hacer era solicitarlo el
jefe del campamento diciendo que eran de la hacienda. Cada uno recibió un salario de
cuatro pesos cincuenta centavos por ocho horas justas de trabajo y tiempo extra
doble.
El mestizo señor Frigillo llegó con los primeros camiones para recibir el pago de
su comisión por el enganche de trabajadores aun cuando para nada había intervenido
en él, nunca antes ganó tan fácilmente su dinero enganchando peones para una
empresa. No hizo gastos de transporte ni trabajo alguno, pues se había concretado a
rondar por los alrededores diciendo a los antiguos habitantes de Rosa Blanca a quien
debían hablar y cómo para conseguir trabajo, aconsejándoles la forma de portarse
mientras se hallaban en fila esperando su turno para ser contratados y para que se les
asignara el trabajo que debían desempeñar.
La familia de don jacinto se instaló en Tuxpan, cerca del río. Doña Conchita había
sido compensada por abandonar su casa y su cosecha con cuatro mil pesos oro. Al
principio había rehusado aceptar el dinero, porque decía que hacerlo a cambio de
abandonar Rosa Blanca era tanto como aceptar dinero por dejar al más querido de sus
hijos en manos extrañas. Además, había dicho que nunca tocaría dinero alguno salido
de las manos que habían robado Rosa Blanca dañando infinitamente a don Jacinto,
porque sentiría como si lo aceptara de manos asesinas.
Domingo, joven y menos sentimental, comprendiendo mejor la época que su
madre y percatándose de que debería vivir en un mundo nuevo que ella estaba
próxima a abandonar para siempre, pensó de otra manera y dijo:
—Madre, lo que piensas acerca de ellos y de su dinero es verdad, pero debes
comprender que, aceptes o no, el destino de Rosa Blanca no cambiará ni un ápice.
Estos hombres que han robado nuestra hacienda y que temo hayan matado a mi
padre…
—Por favor, hijo, no me tortures…
—Muy bien, madre; lo que quería decir es que a ellos les importa muy poco lo
que tú pienses de ellos, de su dinero o de sus actitudes. Debes comprender, madre,

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que ya no eres joven y que tu salud no es buena. Tal vez hasta sea necesaria una
operación para conservarle con nosotros por tanto tiempo como la Virgen Santísima
quiera. Así, pues, por esta razón y por cien más, debes aceptar el dinero y dar las
gracias como si pagaras por él. Porque has de saber, madre, que las palabras de
agradecimiento en tus labios, para las gentes que te conocen, tienen más valor que un
millón de pesos de esos gringos bárbaros.
Ella siguió el consejo de su hijo mayor y aceptó el dinero dando las debidas
gracias. Guardó una parte de él y la otra la empleó en comprarse una miscelánea en
Tuxpan que le proporcionaría una entrada regular y la tendría lo suficientemente
ocupada para impedirle cavilar demasiado, proporcionándole al mismo tiempo
muchas nuevas relaciones. Sobre todo, se sentiría independiente como antes y no
tendría que depender de la ayuda de sus hijos, que ya iban estando en edad de formar
sus propios hogares.
Domingo permaneció en Rosa Blanca, donde el gerente de campo le dio un
trabajo de responsabilidad y de confianza. Se le enseñó a guiar camiones, para que
transportara en ellos artículos ligeros, pero de valor, desde la lejana estación del
ferrocarril hasta el campo. Le pagaron diez pesos diarios desde que empezó a
entrenarse y quince cuando pudo guiar. Pronto los jefes se dieron cuenta de que tenía
muy buena educación y de que poseía, además, aptitudes para la mecánica y para el
manejo de hombres. Primero lo ascendieron a montador y después a perforador.
Después de un año y medio, desempeñaba dos trabajos al mismo tiempo, el de jefe de
perforadores y el de subgerente de campo. Los sueldos que le pagaban más las
bonificaciones que alcanzaba cuando las perforaciones tenían resultado positivo,
aumentaron sus ingresos a ochocientos dólares mensuales, con posibilidades de
alcanzar aún más. Y a pesar del triste destino de Rosa Blanca, la madre del hijo
mayor de don jacinto podía sentirse feliz porque en cierto modo él era una vez más
amo en su propia tierra.
Los hombres que en otro tiempo fueran parte de Rosa Blanca, como los árboles
arraigados a su suelo, se hallaban en la situación predicha por don Jacinto, aun
cuando había alguna diferencia entre lo que él y el gobernador habían supuesto en el
caso de que Rosa Blanca fuera sacrificada al petróleo. El inolvidable día en que los
compadres y las comadres tuvieron qué abandonar sus hogares, creyeron que no
podrían sobrevivir a la enorme pena que les causaba aquella pérdida. Pensaron que el
sol no volvería a brillar en el cielo para ellos como había brillado en el cielo de Rosa
Blanca. Sin embargo (el hombre es así) al cabo de algunas semanas ya se habían
acostumbrado al nuevo ambiente, a los nuevos jefes y capataces, al trabajo nuevo y
en particular a las nuevas condiciones de su vida y al nuevo cauce que tomaban sus
ideas. Tanto llegaron a gustar de esta vida, que muchos de ellos, la mayor parte, sino
todos, si se les hubiera dado la oportunidad no habrían deseado volver a su antigua
forma de vida y de trabajo.

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Todos, con poquísimas excepciones, iban mejor vestidos. Calzaban zapatos o
huaraches bien hechos. Sus mujeres, que jamás habían usado zapatos, ahora los
calzaban y vestían trajes finos. Usaban jabón en abundancia y trataban de parecer
mejor y más bonitas gastando en cosméticos que nunca habían usado.
Todos los niños iban a la escuela y aprendían lo que sus padres nunca habían
tenido oportunidad de aprender. Los adultos concurrían a la escuela nocturna tan
pronto como se daban cuenta de que los peones que sabían leer y escribir disfrutaban
a menudo de mejores puestos. Todos, especialmente los niños, vivían con mucha
mayor higiene de la que sus padres hubieran podido suponer siquiera que existía.
En el terreno material todo estaba ahora mejor preparado para la vida. Antes
temían abandonar el sitio seguro donde habían nacido para salir a un mundo en el que
todos parecían desear convertirse en sus peores enemigos. Ahora podían ir sin temor
a cualquier parte, siempre que allí hubiera posibilidad de obtener trabajo. Ya no eran
los compadres y las comadres ciudadanos de un país pequeñito en el que no sabían
del mundo y de los hombres más allá de lo que en él veían, porque para ellos el
mundo terminaba en la línea del horizonte y Tuxpan, el pueblo que se halla a orillas
del río, el mayor de la tierra, y muchas veces se sentían cohibidos al atravesar la calle
principal.
Ahora cada día se aproximaban más al tipo del verdadero ciudadano de un país
mucho más grande que Rosa Blanca. Ahora eran en realidad ciudadanos de la
República, algo que antes solo habían sido en los registros del departamento de
estadística. Empezaban a sentir la grandeza del mundo y a comprender que todos los
hombres en él trabajan codo con codo por el logro de cosas como la cultura, la
civilización y el progreso, cuyo proceso no se detiene jamás y sobrevive a las guerras,
a las catástrofes, a los brotes de barbarie y a la esclavitud forzada de ciertas naciones.
Antes sus enemigos eran los habitantes de las haciendas y de los poblados
próximos. Cuando concurrían a una fiesta que tenía lugar en alguno de esos sitios,
solían armar terribles camorras y se entablaban verdaderos combates entre los
hombres de Rosa Blanca y los de uno o dos poblados, por el simple hecho de que
alguno de los del pueblo solicitaba el honor de bailar con alguna de las muchachas de
Rosa Blanca.
Ahora que vivían en condiciones enteramente diferentes, todo lo concerniente a
los pequeños clanes y feudos, a las pequeñas enemistades de aquel mundo estrecho
había perdido importancia en cuanto estuvieron en contacto con un mundo que
parecía no tener límites ni fronteras.
Así llegaron, paso a paso, a entender la verdadera naturaleza de la raza humana y
la verdad fundamental de la vida y el progreso. Concibieron el más sagrado y
profundo de todos los credos, esto es, que todos los hombres de la tierra forman una
gran hermandad ligada por las inquebrantables leyes de la naturaleza.
En las carpas llevadas a los campos por empresarios hábiles, vieron por primera
vez en su vida películas y por ellas se enteraron de cómo trabajan, viven, veneran a

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sus dioses, construyen casas, piensan y se conducen las gentes de lejanas tierras. Así
fue como se percataron de que esas gentes no diferían mucho de ellos en lo que a
asuntos vitales se refiere. Que la cultura estrecha los lazos entre los hombres, aun
cuando estos jamás se hayan visto entre sí. A través de la radio escuchaban
conciertos, canciones, discursos y conferencias sobre educación, higiene y todos los
medios de que se vale el hombre para lograr su bienestar.
Además se relacionaron con trabajadores de otros campos, de otras industrias,
quienes les dieron una idea del ambiente en que viven los trabajadores del mundo.
Ambiente bien distinto de aquel en que vivían en su hacienda.
Asombrados contemplaban los muchos mundos que en tan poco tiempo se habían
abierto a sus ojos y en los que ahora vivían conscientemente, pues una vez despierto
su interés, tenían que esforzarse por entender esos mundos cada día mejor. Se
percataban de que pertenecían a aquel en el que no eran solamente súbditos tolerados,
sino en el que tenían perfecto derecho a estar, debido a su deseo y a la ayuda que
prestaban en la tarea común de hacer del mundo un sitio mejor para vivir. Una vez
que hubieron tomado su sitio en uno de esos nuevos mundos, al que habían sido
lanzados por circunstancias sobre las que no habían influido, llegaron a adquirir el
convencimiento de que eran necesarios y deseados allí, aun cuando solo fuera para
cargar tubos sobre sus hombros, porque esos tubos tenían que ser transportados
adonde eran necesarios, pues de no hacerse así el resto del mundo habría padecido la
falta de gasolina para hacer marchar sus automóviles. Y en muy poco tiempo y casi
instintivamente se dieron cuenta de que eran tan esenciales al progreso del nuevo
mundo como lo eran los patrones, los ingenieros, los perforadores, y aquellos
caballeros elegantemente vestidos que venían de la casa matriz a visitar el campo.
Cierto que habían perdido un hogar maravilloso, un paraíso, pero en cambio de su
casita tenían una casa más grande y hermosa. Su viejo hogar nunca variaba. En
cambio el nuevo se transformaba cada día y no estaba limitado por el horizonte como
el anterior. Su nuevo hogar crecía y crecía cada día más, abrazando a todos los
hombres, los pensamientos y los acontecimientos del futuro.
Esos hombres y mujeres habían perdido mucho, pero habían ganado en la misma
medida. Llegó un día en que registraron en su mente buscando la expresión de los
cambios que habían ocurrido en su interior y en su exterior y se dijeron: «Hemos
enriquecido, nuestra grandeza es mayor de la que jamás imaginamos, porque ahora
somos ciudadanos de este gran mundo y tenemos perfecta conciencia de nuestro
derecho a pertenecer a él porque lo comprendemos y tratamos de entender a los
hombres que en él viven y porque trabajamos y producimos para sostenerlo. Y toda
vez que entendemos al mundo y a los hombres mejor que antes, nuestro amor por
ellos ha aumentado. ¿Qué mayor utilidad puede obtener un hombre en la tierra que el
fortalecimiento creciente de su amor hacia los hombres?».

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LXVIII

El licenciado Pérez envió a Mr. Collins una carta certificada para la que pedía una
atención estrictamente personal. Deseaba que nadie más que Mr. Collins se enterara
del contenido de ella, y debido a eso se abstuvo de telegrafiar.
Mr. Collins palideció al leer esa carta. Inmediatamente hizo venir a Abner a su
despacho, del que Ida salió como un suspiro.
—¿No se lo advertí, Abner? —dijo con voz atronadora, dirigiéndose al hombre,
que tembló de miedo—. ¿No le advertí, grandísimo jumento, que no hiciera nada
indebido?
¿No le dije que no deseaba ninguna responsabilidad, ningún manejo
desautorizado por la ley? Nosotros no tenemos piedad para los imbéciles, lo único
que merecen es la cámara letal por no hacer un trabajo perfecto.
La cara de Mr. Abner aparecía intensamente pálida.
—¿Qué ocurriría si las cosas se ponen en claro? —preguntó con voz aterrorizada.
—¿Algo? No somos tan afortunados. Si solo ocurriera algo ya podría usted dar
gracias a Dios y al diablo. —El tono de la voz de Mr. Collins era helado e impío.
—Entonces lo único que me queda es comprar una pistola y usarla contra mí
mismo. —Abner se dejó caer en una silla consciente de su desamparo, con el aspecto
de un trapo viejo.
—Debe comprarla si aún le queda tiempo para hacerlo. De acuerdo con mis
cálculos cuenta usted apenas con veinticuatro horas y dentro de ese tiempo debe
hacer lo que se haya propuesto o será demasiado tarde hasta para usar la pistola. Y le
aconsejo que compre una buena, una que no falle en el momento preciso. Ese cónsul
general, que abrigó sospechas desde el principio, sin saberlo nosotros ha descubierto
todo el asunto.
Collins trabajaba rápida y duramente cuando había urgencia de ello. Sus policías
habían andado sobre la pista desde que don Jacinto llegara a San Francisco, porque
no confiaba en Abner ni un ápice y lo sabía capaz de apropiarse del filón o de
venderlo a otra empresa que le pagara mejor. Había prevenido a su policía particular
para que no dejara suelto ningún cabo.
El cónsul general no había sido menos hábil ni había estado menos alerta que Mr.
Collins. También él, desde el momento en que los documentos fueron presentados en
su oficina, había destacado a sus policías para que ataran cabos. En un principio había
creído que tal vez algunos ciudadanos expatriados de la República habían tenido que
ver en aquel trato de la Condor y que tal vez don Jacinto o bien necesitaba el dinero
para financiar algún complot o sería robado por aquellos compatriotas suyos que lo
necesitaba. El hecho de que el trato no era honesto y de que algo anormal había en él,
lo había deducido por muchas circunstancias, solo que le faltaban la evidencia para
poder actuar.

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Lo primero que hizo fue evitar cuidadosamente que cualquier persona relacionada
con la Condor se diera cuenta de sus sospechas. Devolvió los papeles debidamente
firmados y sellados sin hacer comentario alguno, sin referirse a ninguno de los
detalles. Pero había examinado los documentos con un cuidado que raras veces había
dedicado a otros y, además, los había mandado fotografiar.
Cierto día llegó al consulado un nativo pidiendo autorización para ciertos
documentos relacionados con la exportación de algunas mercancías de la república a
los Estados Unidos.
Por casualidad el cónsul entró en la oficina principal en el momento en que el
visitante daba los datos concernientes a su lugar de nacimiento, diciendo: «Tuxpan,
señor».
El cónsul tenía intenciones de pasar de largo entrando a su oficina, pero al
escuchar la palabra «Tuxpan» se detuvo ante el visitante.
—¿Es usted de Tuxpan, amiguito?
—Sí, señor; de allí mismo.
—¿Conoce usted por casualidad la vieja hacienda llamada Rosa Blanca?
—Bastante, señor. He estado allí varias veces para comprar ganado, maíz, puercos
y piloncillo.
—Entonces conocerá usted a don Jacinto Yáñez, el propietario.
—¿Qué si lo conozco? Somos los mejores amigos, ahora se encuentra aquí, en
Frisco, o por lo menos se encontraba, pues a decir verdad hace algún tiempo que no
lo veo. Me prometió avisarme cuando se iba para que antes de partir nos viéramos.
Hemos comido juntos varias veces en el restaurante mexicano del señor Pulido.
—¿Le habló don Jacinto de su propósito de vender Rosa Blanca a una empresa
petrolera?
—No señor, todo lo contrario. Me dijo que había venido con un norteamericano,
un tal Mr. Abner, propietario de un rancho aquí en California, en el que tiene
excelentes mulas. Don Jacinto me dijo haber dado a Abner seis de sus mejores
caballos cuando el norteamericano estuvo en Rosa Blanca.
—¿Es decir que el norteamericano visitó Rosa Blanca? Esto resulta interesante,
una verdadera novedad para mí. Venga a mi oficina, señor Espinosa, por favor.
Una vez que ambos se sentaron después de que el cónsul cerró la puerta, Espinosa
continuó informando.
—Don Jacinto dijo más aún, señor cónsul. Dijo que Mr. Abner insistía en darle en
recompensa por aquellos caballos algunos machos y un burro para que los llevara a
casa y criara la misma raza de mulas que él tenía en su rancho. Por ello el
norteamericano lo invitó para que lo visitara, y le ofreció pagar todos los gastos del
viaje y los de la estancia de don Jacinto.
Muchos de aquellos detalles eran conocidos del cónsul, por los informes que
había recibido del gobernador del estado.

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—Ahora dígame, señor Espinosa, ¿mencionó don Jacinto alguna vez, siquiera con
una palabra, el hecho de haber vendido Rosa Blanca, o su deseo de hacerlo, o le dijo
algo respecto a alguna proposición que se le hubiera hecho para hacer algún trato
aquí, en San Francisco?
—Sí, don Jacinto me habló de eso también, diciendo que le había sorprendido
grandemente el hecho de haber sido llevado un día a un gran edificio, en uno de
cuyos cuartos había encontrado reunido a un gran número de hombres que lo habían
atemorizado, pero que al cabo de un rato había perdido su temor, pues solo querían
ofrecerle cuatrocientos mil dólares en oro, o pesos, no recuerdo exactamente, por su
hacienda, y agregó que él no vendería jamás, por ningún motivo, ni aun cuando le
ofrecieran dos millones de dólares. Y sé que hablaba en serio porque yo lo conozco
bien.
—¿Dijo que se había atemorizado al mirar a todos aquellos caballeros reunidos en
la oficina?
—Exactamente, señor cónsul, eso es lo que dijo; pero agregó que más tarde había
perdido el temor.
—¿Y por qué?
—Porque, dijo, eran hombres muy finos y educados, y le hablaron en forma muy
amistosa, pero tratando de convencerlo que debía vender Rosa Blanca a buen precio,
pues de lo contrario harían que nuestro gobierno se la quitara declarándola propiedad
de la nación y que entonces nada obtendría y, si acaso, lograría mil pesos al cabo de
cinco años o más. Entonces yo le dije; «Mire, don Jacinto, si yo fuera usted, aceptaría
los cuatrocientos mil dólares a cambio de la hacienda, me daría buena vida por algún
tiempo y después compraría un magnífico rancho aquí en California, con casas
bonitas rodeadas de jardines». Pero él no quiso escucharme y replicó que no vendería
y que no creía capaz a nuestro gobierno de arrebatar de sus manos la tierra que su
familia había poseído desde que Dios creó el mundo y que sobre todo, él no quería
privar de sus hogares a las familias que vivían en la hacienda. Que no podía hacerse a
la idea de que sobre las tumbas en que descansaban sus antepasados, cruzaran
camiones cargados. E insistió una y otra vez en que no vendería ni por un millón de
dólares, pues tenía cien buenas razones para no hacerlo.
—¿Lo ha visto usted borracho alguna vez durante su estancia aquí?
—Ligeramente, diría yo. Y eso me hizo abrigar sospechar, porque yo sé que él
bebe moderadamente y en nuestra tierra nunca le vi borracho ni oí decir que alguien
le viera. De vez en cuando bebe mezcal como remedio para algún mal, ya que en la
región que habita se hace indispensable un buen trago de vez en cuando. Pero aquí es
diferente. Cuando le pregunté por qué había bebido tanto, me dijo que el tal Mr.
Abner no cesaba de ofrecerle toda clase de bebidas y que si rehusaba aceptarlas, Mr.
Abner le llamaba mal amigo y por ello se veía obligado a beber para no aparecer
incorrecto, pero que procuraba tomar lo menos posible y cuando Mr. Abner no lo veía
tiraba el contenido de las copas.

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—¿Le dijo haber estado en el rancho de Mr. Abner para ver las mulas y
seleccionar los animales que le daría a cambio de sus caballos?
—Me dijo que Mr. Abner nunca tenía tiempo de ir a su rancho, pero que le había
prometido procurarse una semana libre para llevarlo, tan pronto como su trabajo para
una empresa petrolera se lo permitiera. Y agregó don Jacinto que había llegado a
pensar que Mr. Abner no tenía rancho alguno e ignoraba todo lo referente a mulas,
pues no sabía ni siquiera detalles comúnmente conocidos sobre la cría de mulas,
cosas que cualquier niño de rancho sabe.
—¿En dónde se hospedó don Jacinto cuando llegó a esta?
—En la casa de Mr. Abner, que se encuentra situada en un rumbo absolutamente
opuesto al que yo habito. Pero me dijo que pronto se cambiaría para evitar que aquel
lo hiciera beber tanto.
—¿Le habló don Jacinto de haber recibido alguna suma considerable de dinero?
—No, ni una palabra.
—¿En qué condiciones financieras se encontraba aquí?
—¿Cuando lo vi por última vez…?
—Sí y ¿cuándo lo vio por última vez?
—Déjeme pensar señor, eso fue… debe haber sido… Sí, ya recuerdo. Fue el
miércoles.
—¿El miércoles de la semana pasada o cuál miércoles?
—El miércoles… el miércoles… cuatro… cinco… siete… ocho semanas atrás.
Sí, así es, fue el miércoles de hace ocho semanas.
—¿Cómo sabe usted con tanta exactitud el día?
—Fue exactamente el día en que tuve que comprar un cheque para mandarlo a
México para que me enviaran huaraches, sarapes y algunas cosas de petate. Recuerdo
exactamente el día, que en otra forma se habría borrado de mi mente. Pero cuando me
encaminaba al banco encontré a don Jacinto y me acompañó, porque quería saber
cómo se hacían la compra de un cheque y otras operaciones semejantes. Entonces me
dijo que tenía muy poco dinero y que tal vez tendría que pedirme prestado para
regresar, a lo que yo contesté que le prestaría todo el dinero que necesitara y que se lo
prestaría con todo gusto porque bien sabía que su palabra respaldaba cualquier
cantidad. Dijo que se marcharía pronto, ya que Mr. Abner nada decía de ir al rancho
ni de darle el dinero que como parte de su trato le había prometido para que regresara
a su tierra.
—Y después de ese día, ¿no ha vuelto usted a ver a don Jacinto?
—No, nunca más. Y me parece extraño que se haya ido sin despedirse de mí, pues
me lo había prometido, y él no es de las gentes que acostumbran hacer eso, mucho
menos a mí, su amigo y vecino. No hallo razón alguna tampoco para que no viniera
por el dinero para su viaje de regreso, pues sé muy bien que carecía de él. Y he de
decir a usted que me ha preocupado seriamente no haber vuelto a verlo ni a saber

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nada de él. Los hombres como don Jacinto no suelen romper sus promesas, aun
cuando se trate de sencilleces como una despedida.
—¿Es eso todo lo que usted sabe de su estancia aquí, en San Francisco?
—Sí, señor cónsul; eso es todo lo que sé.
—Bien, gracias por sus informes. Le ruego que deje su dirección actual al
empleado, porque tal vez lo vuelva a necesitar, señor Espinosa.
—Estoy a sus órdenes, señor cónsul.
—Muchas gracias. Bien… ahora debo decirle, señor Espinosa, que don Jacinto no
ha regresado a su casa, ni ha cruzado ningún puerto o frontera. Él vino, de eso nos
informó la oficina de inmigración. Pero no se ha marchado. Ahora, dice usted que lo
encontró el miércoles de hace ocho semanas.
—Sí, señor; ciertamente.
—En ese caso, ¿no le parece extraño que haya vendido Rosa Blanca solamente
cinco días después de que lo viera por última vez?
—No lo creo, señor cónsul; me habría dicho algo sobre el particular, porque una
operación tan importante no se decide en cinco días, creo yo.
—Perfectamente. Pero de acuerdo con los documentos, realizó la renta solamente
cinco días después de que usted lo diera en el banco.
—No lo creo, señor cónsul; perdóneme, pero no puedo creerlo. Él nunca tuvo
intención de vender, eso en primer lugar después que no es de los hombres capaces de
cambiar de opinión en cinco días. Necesitaría no días, sino meses para tomar una
decisión en asunto tan importante. Aun para decidirse a comprar un arado nuevo,
habría consultado a todos los que encontrara, discutido la cuestión con su mayordomo
durante seis meses sin decidirse aún y terminado por quedarse con su viejo arado.
—A pesar de lo que usted piensa, señor Espinosa, él firmó los contratos de venta
de Rosa Blanca.
—¿Cómo pudo haber firmado los papeles, señor cónsul, si no sabe ni leer ni
escribir, si ni siquiera puede escribir su propio nombre?
—Ahora lo sé, pero antes lo ignoraba. ¿No le dijo si aprendió a escribir su
nombre mientras estuvo con Mr. Abner? Tal vez él le enseñó en su casa mientras era
su huésped y disponían de tiempo suficiente en las noches para ello.
—No lo creo, porque el hecho de aprender a escribir su nombre a su edad hubiera
sido algo tan importante que no habría podido reservárselo ni un minuto. Y me lo
habría dicho inmediatamente que nos hubiéramos encontrado. Además, sé
positivamente que no sabía escribir ni su nombre, pues con frecuencia, cuando
cenábamos o comíamos en algún restaurante, era yo quien leía las noticias que traían
los periódicos de nuestra tierra, en ocasiones semejantes se le habría ocurrido darme
en seguida la noticia de que había aprendido a escribir su nombre. ¿No cree usted,
señor cónsul?
—Tiene usted razón, soy de la misma opinión.

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—Además, señor cónsul, don Jacinto no es hombre capaz de aprender en unas
cuantas semanas a escribir su nombre siquiera. Para la fecha en que los papeles
fueron firmados, habría llegado cuando mucho a escribir una o dos letras con gran
dificultad, pero las diez o doce letras necesarias para escribir su nombre completo,
eso, ni en ocho meses lo habría aprendido. Lo conozco bastante para saberlo, señor
cónsul. Me parece menos difícil que en dos o tres semanas un buey aprendiera a
bailar sobre una cuerda que don Jacinto llegara a escribir diez letras en tan poco
tiempo. Eso es imposible.
—Esa es la conclusión a que he llegado después de escuchar la descripción que
ha hecho usted del verdadero don Jacinto… Bien, señor Espinosa, ya le mandaré
llamar si lo necesitamos nuevamente. ¿Obtuvo los documentos que venía buscando?
—No, señor cónsul; los estaban haciendo cuando usted entró.
El cónsul tomó el teléfono y dijo:
—Veré que se los den en seguida. Pase a la oficina central y pídalos.
—Gracias, señor cónsul. Adiós.
—Adiós, señor Espinosa, y gracias otra vez.
Aquella misma tarde el cónsul dictaba el último informe sobre el caso para
enviarlo al gobernador del estado.

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LXIX

Con placer sardónico, casi perverso, Mr. Collins se percató de que Abner no podía
sobreponerse al terror que le había infundido momentos antes. Sus ojos brillaban
como los de un gato que contempla la agonía de un pájaro atrapado por sus garras y
le gritó:
—¿Sabía usted, desgraciado imbécil, perro cobarde, que su don Jacinto nunca
supo escribir, que nunca pudo escribir su nombre, que ni siquiera fue capaz de trazar
un rasgo legible?
Abner trató de levantarse rápidamente del asiento, pero estaba demasiado débil
para hacerlo y se dejó caer sobre el respaldo, con la flojedad de un saco de patatas.
Movió la cabeza con desesperación y dijo, balbuciendo más bien que hablando:
—En eso nunca pensé, ¿quién iba a creer que un señor hacendado no supiera
escribir ni su propio nombre?
—Sí, ¿quién podría pensar en insignificancia semejante? Hasta un burro lo habría
considerado. Pero no el asno que yo supuse tendría un ápice de inteligencia. Y yo que
le creí un buen marrullero, un tinterillo hábil, un cazador de ambulancias. Cazador.
Cazador de ambulancias. Ahora, ¡por un diablo!, dígame usted, tinterillo asqueroso,
¿quién le dio autorización para falsificar la firma de ese hombre? ¿Quién? ¡Dígalo, si
no quiere que le apriete el pescuezo hasta sacarle los ojos de las órbitas!
—Nadie —balbuceó Abner—. Yo pensé…
—Usted pensó, ¿con qué pensó usted, con las patas o con qué?
Abner pareció recordar haber sido un cazador de ambulancias y ladrón de
anfiteatros de primera clase y su cara recobró algo del color perdido cuando dijo:
—¿Cómo es posible que no supiera firmar si yo le enseñé durante el viaje y
durante su estancia en mi casa?
—Vaya a contarle ese cuento chino a otro. No hay escape para usted, Abner.
Descuidó un sin fin de huellas digitales sobre la carpeta, mientras se cuidaba de la
caja fuerte empotrada en el muro. El hombre encontró a un compatriota suyo, le
habló de todos los detalles importantes, incluso que no sabía escribir ni una sola letra
y eso solamente cinco días antes de firmar los contratos. Tráguese eso a ver si puede.
Su excusa es solo un veneno más, y no me importa que sea veneno para ratas o ratas
envenenadas lo que se trague, pues no merece usted el honesto golpe de la honesta
bala de una honorable pistola, porque usted es una rata, solamente una rata apestosa
de alcantarilla.
—Cállese, Mr. Collins, porque no seré responsable de mis actos si continúa
hablándome de ese modo.
Collins sonrió diabólicamente.
—¿Responsable de qué, de qué actos? Ahora el perro roñoso quiere dárselas de
valiente, cuando lo único que merece es la cámara de gas. ¿Qué puede hacerme?

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¿Acaso fui yo quien falsificó la firma? ¿Ordené a usted o alguien en el mundo que
falsificara las firmas para que usted pudiera quedar bien con nosotros? Dígalo,
hombre.
Mientras más se prolongaba la horrible conferencia, más complacido parecía
Collins. Mientras más torturaba a su víctima, más fresco y lleno de energías se sentía.
Experimentaba un inmenso placer sensual al contemplar la agonía física y mental de
Abner. Todavía no terminaba con su víctima, no; eso de ninguna manera. Él tenía que
sacar mucho más de aquella conferencia.
—De hecho, la falsificación de la firma parece no tener importancia real. Ya
encontraremos la forma de cubrir el error con algunos affidavits, no faltará manera de
hacerlo.
—Yo firmaré cualquier affidavit que usted quiera, Mr. Collins.
—¿Lo hará usted? Tiene usted que hacerlo, hombre. La cosa se compone. Como
dije, el asunto puede arreglarse. Lo peor es que la esposa del portero de la casa que
usted alquiló y con quien al parecer usted se olvidó de hacer ciertos arreglos, ha
hablado. Y vaya que ha hablado con todos aquellos que le han proporcionado el gran
placer de escuchar lo que ella tenía que decir. Ella lo vio a usted llevarse al hombre
en su carro, y después de eso, dice, nunca más volvió a verlo porque usted regresó
solo por la noche y bastante nervioso, tanto que tuvo el motor de su carro en marcha
hasta que consumió toda la gasolina.
—¿Y por qué no había de llevar a un amigo mío a donde quisiera ir? No es asunto
mío preguntarle qué va a hacer al sitio en el que me pide que lo deje.
—No diga simplezas. Claro está que en caso semejante tiene usted que saberlo,
tiene usted que interesarse en ello, porque de otro modo no tiene usted otra coartada.
—Collins conservaba una sonrisa traviesa—. Y si no puede interesarse en eso,
interésese en explicar a los agentes especiales que trabajan para el cónsul general, así
como para una compañía de seguros, quienes registraron hasta el último rincón de su
casa, después de alejar a la mujer del portero con una llamada telefónica. Abrieron
todos los roperos, todos los cajones. Examinaron hasta las hendiduras de su carro a la
manera antigua, con lentes, y a la manera moderna con toda clase de recursos
químicos.
—¿Por qué no habían de examinar cuánto poseo? Pueden hacerlo que ya les
crecerán las barbas antes de encontrar algo sospechoso.
—Se equivoca usted, señor, y por esto le he llamado para advertirlo, pues lo malo
está en que han encontrado huellas de sangre humana en su carro.
—¿Es posible? Pero ¿cómo? ¿Es eso verdad? Bueno, en tal caso me herí una
mano con un tornillo flojo.
—¿Otra vez a caza de ambulancias, Abner? En esta ocasión no es tan fácil.
Encontraron unos cuantos cabellos gruesos y negros de los que solamente los indios
tienen. Y entre los cabellos negros había uno que otro blanco por los que les fue
posible deducir la edad aproximada del hombre. Lo peor de todo ello es que los

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cabellos estaban pegados a algunas partículas de cuero cabelludo tumefacto.
Basándose en estas insignificantes pruebas, concluyeron que cierta noche, en el carro
de usted se había machacado el cráneo a un indio de determinada edad. ¿Qué me dice
de esto, señor?
Mientras más hablaba Mr. Collins sobre las evidencias del caso, como ni el mejor
de todos los agentes policíacos lo hubiera hecho, más se hundía Abner en su sillón
hasta aparecer casi perdido entre los cojines.
Collins, altamente satisfecho de poder seguir actuando por más tiempo, continuó
haciendo vibrar su voz de acero.
—Hay otro pequeño incidente, que es también conocido por el cónsul. Hay
además de la mujer del portero otros testigos más de que la última vez que vieron a
Jacinto fue en compañía de usted. Usted guiaba y él iba sentado a su lado. Él se
hospedó en su casa, no envió dinero a los suyos ni hizo depósito en banco alguno.
Como vivió en la casa de usted, como fue visto en su compañía por última vez, y es
usted, evidentemente, la única persona en el mundo que lo sabía en posesión de una
gran cantidad de dinero, todo ello junto hace lo que se llama una evidencia
circunstancial capaz de normar el criterio de cualquier jurado. Pero hay todavía
algunas cosas más que pueden quebrarlo así.
Mr. Collins rompió un lápiz produciendo tanto ruido como fue posible.
—No olvide que fue un indio latinoamericano el que fue visto en compañía de
usted, no un blanco, un norteamericano. Este detalle se grabó en la mente de muchos
testigos incidentales que en el caso de que el hombre que iba sentado a su lado, y más
tarde perdió partículas del cuero cabelludo, hubiera sido otro norteamericano. Pocos
habrían recordado a otro blanco sentado junto a usted. Pero en cada parada indicada
por un semáforo, podría decir que prácticamente todos los hombres y mujeres que
transitaban la calle o cuyos coches quedaban próximos al de usted se percataron de su
presencia. Los policías del consulado han localizado ya seis agentes de tránsito que lo
vieron con ese indio la última noche en que positivamente estaba vivo. ¿Qué le
parece eso, señor? Y lo peor de todo es que nunca antes de aquella noche, lo invitó
usted a pasear en su propio carro. Siempre que salían, detalle también conocido,
prefería usted tomar un carro de alquiler.
Abner continuó en su silla inmóvil y hecho un garabato.
—Levántese, Abner —ordenó Collins—. Tenemos que hacer algo
inmediatamente, antes de que sea demasiado tarde para todo.
Abner se enderezó tratando de sentarse bien.
La puerta se abrió silenciosamente y por ella entraron un notario público, el
primer vicepresidente, el abogado principal de la empresa e Ida.
El notario público, siguiendo las indicaciones de Abner, dictó a Ida un documento
en el que el segundo hacía constar que había enseñado a don Jacinto Yanyez a
escribir su nombre durante su viaje, a fin de que Yanyez tuviera menos dificultades al
cruzar la frontera internacional.

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Todos los presentes firmaron el documento como testigos. Cuando salieron,
dejando a Abner detrás, Mr. Collins volvió para continuar con su agradable empresa,
torturando a lo que quedaba aún de aquel Mr. Abner de tantos duelos.
—Teníamos que hacer ese affidavit mientras se encuentre usted todavía
dependiendo de la compañía —dijo Collins dando a su voz un tono indiferente—.
Eso hará legal para nosotros, por lo menos durante unos meses, la firma del indio,
mientras trabajaremos duro. El cónsul general solamente puede aducir evidencias
negativas acerca de la habilidad de don Jacinto para escribir su nombre, ya que su
testigos pueden hacer constar solamente que don Jacinto nada les dijo acerca de haber
aprendido a escribir su nombre, a lo que podríamos contestar diciendo que nada más
natural, ya que a don Jacinto no le habría gustado admitir que a su edad apenas había
aprendido a escribir su nombre.
—Bien, Mr. Collins, entonces todo está en perfecto orden —dijo Abner con un
suspiro de alivio.
—Supongo que para nosotros así es. Ahora que, para usted, lo dudo mucho.
Porque todavía queda por aclarar qué ocurrió con don Jacinto y su dinero. Eso, desde
luego, a nosotros no nos interesa un ápice. Nosotros pagamos a don Jacinto.
Averiguar su paradero y el de su dinero lo dejamos en manos de la policía y de los
comisionados por el cónsul del país del hombre a quien se supone poseedor de
cuatrocientos mil dólares en efectivo.
—¿Qué voy a hacer, Mr. Collins?
—¡Yo qué sé! Hace un instante firmó usted el documento y todavía se le
consideraba tinterillo, o si suena mejor a sus oídos, consejero legal de la Condor.
Ahora nada tenemos que ver con usted, Mr. Abner. Se ha convertido usted en una
carga demasiado pesada para los hombres de la compañía.
Mr. Collins sacó de su escritorio un sobre que había sido rasgado y se lo tendió a
Abner con extraña delicadeza, como si se tratara de evitar tocarle los dedos.
—En esta carta se hace constar que ha trabajado usted para nosotros por
determinado tiempo, que se separa por su voluntad para establecer su oficina y que
nosotros aceptamos con pena su renuncia. —Una vez dicho esto, Mr. Collins sonrió
desagradablemente—. No fui yo quien dictó eso de que aceptamos con pena. Mis
labios no habrían podido pronunciar esas palabras. Respecto a su comisión de cien
mil dólares la recibió usted el día en que se firmaron los documentos, ¿cierto?
—Cierto. Mr. Collins, y gracias por todo.
—Oh, no hay por qué. ¿Desea algo más?
—¿Qué opina usted de otros veinticinco mil, Mr. Collins? Creo que haré un viaje
más largo que el que había planeado esta mañana antes de venir aquí. Y veinticinco
mil más pueden venirme muy bien en un país lejano.
Tan pronto como se habló de dinero, Abner se recuperó totalmente y volvió a ser
tinterillo mentecato de los que merecen ser escupidos por los abogados decentes.
Collins lo miró con asombro.

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—¿Todavía le parece insuficiente lo que ha ganado con el caso? No hemos
querido hacer investigaciones respecto a la persona que ha hecho efectivos dos
cheques de don Jacinto por veinticinco mil dólares. Afortunadamente hemos echado
mano de lo que quedaba antes de que usted se adelantara.
—Ajá… —En esta ocasión fue Abner quien sonrió tan desagradablemente como
pudo—. Sí, Mr. Collins, usted o la empresa echaron mano de lo que aún quedaba, y
me he enterado de que ya lo cobraron.
—¿Cobrar dice usted? O simplemente volver al sitio de su procedencia, al lugar a
que legalmente corresponde. Hemos pagado elevadas sumas a las setenta u ochenta
familias que están abandonando la tierra y no esperará usted que esas
compensaciones salgan del bolsillo de nuestros accionistas. Una gran parte del dinero
que la empresa pagó a don Jacinto debe destinarse a ayudar a aquellas gentes que se
encuentran en mala situación. ¿No le parece, Abner?
—Tal vez, Mr. Collins. Yo fui aquí solo tinterillo, no director, así, pues, ¿qué
puedo saber del destino que se dio a la suma restante? La verdad es que no me
importa. Y ahora, ¿qué hay acerca de los cincuenta mil que me tomé la libertad de
pedirle hace un rato?
—Así es que ahora son cincuenta mil. Pensé que había usted dicho veinticinco
mil, señor.
—Así fue, señor presidente. Eso dije antes de enterarme de lo ocurrido a los
fondos restantes. Yo, inocente y honesto como soy, pensé que había usted enviado
esos cheques a la mujer y a los hijos de ese hombre, quienes no solo han perdido a su
padre, sino todo cuanto poseían. Cincuenta mil dije. Y si me veo obligado a esperar
unos minutos más no estoy muy seguro de llegar a cien mil en números redondos.
¿Comprende, Mr. Collins?
—Muy bien, que sean cincuenta mil —Collins firmó el cheque.
—Al portador, si me hace el favor.
—Hecho —dijo tendiendo el cheque a Abner.
Abner lo tomó, lo dobló con cuidado después de examinarlo y dijo
lacónicamente.
—Gracias, señor presidente.
—¿Está usted satisfecho, Abner?
—Bien, digamos que sí aun ahora.
—¿Sabe usted lo que pienso de usted, aparte de otras cosas?… Creo que es usted
codicioso… codicioso como un… Dios sabe qué, no puedo hallar punto de
comparación. Ya, aquí lo tengo, es usted codicioso como…
—… como el presidente de una compañía petrolera norteamericana, Mr. Collins.
¿No es eso lo que pensaba usted decir? —interrumpió Abner.
Collins sonrió maliciosamente.
—Esa ocurrencia debía haberla guardado para mejor ocasión, porque no fue la
más apropiada, ciertamente que no lo fue. Fue una broma barata que no hace sino

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probar una vez más que carece usted de inteligencia. Porque si hubiera tenido alguna,
no habría cometido ni la mitad de los errores que cometió. Cualquiera podía haber
cometido una falta o dos, hasta tres y cuatro, pero por veintenas solo un idiota, un
asno sería capaz de hacerlo. En cualquier forma, no es asunto mío educar a usted. Sin
embargo, una vez más le daré un buen consejo, Abner. No sé lo que tenga pensado
hacer en cuanto salga de la oficina. Pero no olvide esto: ya sea que use una pistola o
que salte desde una azotea, cualquiera que sea el medio de partida que use, no deje
pasar más de veinticuatro horas. Porque si la rebelión que se prepara en la República
no hace explosión rápidamente, no tendrá usted tiempo ni de cargar la pistola. Su
cónsul tiene todo listo para la demanda. Y ahora debe agradecerme el aviso.
—Gracias, señor. Adiós. Ojalá que Rosa Blanca le compense bien por todos los
gastos que le ha ocasionado.

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LXX

Sin lugar a duda, Rosa Blanca supo compensar. Sobrepasó a todos los sueños de Mr.
Collins. Pagó con toda la sangre de su corazón y con todos los suspiros de su alma
destruida.
Rosa Blanca se había convertido en el lote número 194. Y se explotaba a toda
capacidad. Millones de dólares se sacaron de Rosa Blanca. En tanto los nativos
capaces de vivir sin trabajo y sin pan, pero no sin un rifle, se atacaban mutuamente;
mientras los diputados se exhibían en los cabarets unas veces como payasos y otras
como gánsteres; mientras los jueces sentenciaban de acuerdo con determinados
precios; mientras ni un presidente municipal era elegido sin que por lo menos veinte
hombres del pueblo murieran en las calles antes de que aquel tomara posesión de su
cargo; mientras los dirigentes erigían monumento tras monumento a la memoria de
generales mucho tiempo atrás olvidados, sin destinar un centavo siquiera para la
organización de un cuerpo de bomberos.
Solo han pasado unos cuantos meses y nadie en la tierra recuerda que alguna vez
en un rincón de la República existió una Rosa Blanca. La mayoría de las comadres al
preguntárseles por el sitio que habitan dirán: «Vivimos en los Pozos Gigantescos en
donde nuestros hombres hacen mucho dinero».
Pozos Gigantescos era el nombre que la Condor había dado a Rosa Blanca.
Cualquier nacido y criado en Rosa Blanca, pero que la hubiera abandonado antes de
ser vendida, si hubiera regresado no habría encontrado ni una sola persona que lo
llevara a Rosa Blanca. Ese nombre se había olvidado, había sido borrado de la mente
de todos, porque Pozos Gigantescos pagaba salarios que se consideraban como
millones. En Rosa Blanca un centavito era algo que hombres, mujeres y niños eran
capaces de buscar durante largas horas si llegaba a perderse, lamentándose
profundamente si no les era posible encontrarlo. Ahora los compadres y las comadres
podían tirar hasta pesos de plata, es más, hasta piezas de oro sobre una mesa de juego
y, en caso de perderlas, tal vez ni una última mirada les habrían dedicado.
Si alguien buscara a Rosa Blanca no le habría sido posible encontrarla, ni siquiera
don Jacinto si hubiera podido volver a este mundo. Se había hecho todo lo posible y
con gran velocidad, a fin de que la tierra no volviera a convertirse en un rancho aun
cuando alguien se lo propusiera.
Rosa Blanca estaba ahora mal oliente, sucia, grasienta y cubierta por espesas
nubes de humo y vapores fétidos, que hacían a los humanos y a los animales
experimentar dolores en los pulmones, semejantes a los que causarían millares de
agujas al clavarse en ellos. Y una vez aparecidas nunca más desaparecerían aquellas
nubes que caían sobre los campos como una amenaza del cielo. Igual de día que de
noche, el mundo entero parecía aplastado por un ruido que despedazaba los nervios y
en el que se mezclaban chirridos, truenos, martillazos, choque de metales pesados,

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rugir de máquinas y roce de cables que se enredaban en tambores y carretes a
espantosa velocidad; silbatos, sirenas, ruedas de tractores corriendo por caminos
pedregosos; todo esto incesantemente.
El cuerpo torturado de Rosa Blanca era perforado sin piedad, sin descanso. Allí la
noche no existía. En cuanto el día se ocultaba en un breve crepúsculo, todo el campo
era inundado por la luz de las lámparas, porque se trabajaba de día y de noche, sin
exceptuar domingos y días festivos.
Morían perforadores aplastados por tambores y carretes que caían sobre sus
cabezas, porque la extracción se había precipitado sin que se hubiera dispuesto del
tiempo suficiente para asegurar andamios y plataformas. Los equipadores eran
aplastados por martillos de vapor que caían inesperadamente de andamios
descuidadamente fijados sobre soportes en los que no podían atornillarse
convenientemente. Los peones sucumbían bajo el peso de montañas de tubos que se
colocaban para tenerlos a mano rápidamente y que, al derrumbarse, alcanzaban a
todos los que tenían el infortunio de encontrarse cerca, matándolos o invalidándolos
para el resto de sus días.
Aquellos que salían con vida, aunque inválidos o heridos, eran llevados
rápidamente al hospital del poblado más cercano. La empresa pagaba por todos los
accidentes. Así las viudas y los huérfanos recibían una mediana compensación por las
pérdidas sufridas, y prácticamente en todos los casos aquellos que cobraban la
indemnización consideraban que ellas bien valían su pérdida y cesaban de llorar. Las
viudas pronto conseguían otros hombres y olvidaban hasta el nombre del perdido.
Cualquier hombre con un trabajo arriesgado constituía una mina para la mujer. Había
cientos de hombres que esperaban formando línea su oportunidad de ser tragados por
el monstruo humeante, hórrido, fétido.
El perforador bajaba y subía, bajaba y subía, bajaba y subía; tronaba y bombeaba,
bajaba y subía, tronaba y bombeaba y chirrr-i-a-ba. Y… ¡maldito cable, hijo de
una…!, ¡otra vez se ha enredado y el diablo sabe cómo lo desenredaremos! Diez
minutos más perdidos en enderezarlo. ¿Quién diablos volvió a dejar que se enredara?
El constante perforar de la broca era interrumpido solamente cuando se sacaba la
tierra para dar lugar a perforaciones más profundas en el esqueleto de Rosa Blanca.
Los compadres cargaban pesados tubos de acero sobre los hombros y así
marchaban en fila, como esclavos con cadenas alrededor del cuello arrastrados hacia
el trabajo o hacia el mercado. En el cuadro no faltaban ni los cuidadores, ni esos tipos
bien llamados capataces. Allí iban vigilando la larga fila de esclavos que
transportaban los tubos sobre sus hombros y a quienes gritaban para que se dieran
prisa. Llevaban pistolas y pequeños látigos en los cinturones. La circunstancia que
ponía de manifiesto que los hechos tenían lugar en la primera mitad del siglo XX, era
que los capataces no hacían uso de sus látigos, por lo menos en contra de los
trabajadores que llevaban tubos sobre los hombros. Sin embargo, el hecho de que se
les permitiera llevar pistolas cargadas y látigos, ponía de manifiesto la condición

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social en que vivían los peones en la primera mitad del siglo XX y después de que la
República había sufrido una revolución ganada bajo la divisa de: «¡Abajo los amos y
los capataces!». Cualquiera que fuera el aspecto del cuadro, era exactamente el
previsto por don jacinto durante sus reflexiones, cuando se hallaba sentado en el
pórtico de su casa escuchando cantar a Margarito mientras este curaba a las mulas y
después de haberse parado ante una mesa sobre la que había cuatrocientas columnas
de monedas de oro, ordenadas como soldados en desfile.
Por fin brotó el primer pozo. Era un manantial, un manantial maravilloso que
producía treinta mil barriles diarios. Inmediatamente después brotó otro más rico aún.
Sesenta y seis mil barriles diarios. La noticia se hizo llegar a todos los rincones del
mundo. Pozos Gigantescos adquirieron fama mundial en treinta y seis horas. De Rosa
Blanca nadie hablaba, ni en los periódicos ni en parte alguna. Pozos Gigantescos
pagaban contribuciones fabulosas, y el gobierno se sentía enormemente orgulloso de
que se hubiera descubierto en la República un campo tan rico en un apartado rincón
en el que se hallaba un rancho semi-arruinado del que casi no se obtenían ingresos. Y
así fue brotando petróleo de los pozos. Cada semana brotaban dos o tres o cinco que
parecían competir entre sí para producir.
Los bonos pagados a los perforadores adquirían grandes proporciones. Agujeros,
agujeros y más agujeros, y todavía más agujeros productores resultando muy pocos
secos o muertos, como suele llamárseles.

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LXXI

Mr. Collins se hallaba sentado en su oficina privada leyendo los cables recibidos de
Pozos Gigantescos.
—¿Ofrecerme el King George’s como barco particular de Basileen? —gritó—.
No, claro que no. Comparado con el barco que ella tendrá el King George’s parecerá
un carbonero del Hudson.
Tomó el audífono y habló con Basileen, llamándola «mi emperatriz». Primero
había sido «mi duquesa», después «mi princesa» y, después de ser «mi reina» durante
algún tiempo, la había ascendido finalmente al rango de emperatriz. Tenía pensado
construir una catedral para coronarla con todas las ceremonias del caso. En aquel
momento recordó que había prometido a una congregación de metodistas regalarles la
iglesia que les faltaba y cuyo ministro le había escrito una carta maravillosa,
diciéndole que lo consideraba el mayor benefactor del cristianismo y que él, esto es,
Mr. Collins, sería incluido en los rezos oficiales si era tan generoso de proveer a la
congregación con la iglesia que tanto necesitaba. Inmediatamente hizo algunas
anotaciones en el block que tenía ante sí en su escritorio, en tanto enviaba una docena
de besos a través del teléfono a su emperatriz.
Colgó el audífono en el momento en que Ida entró precipitadamente, esta vez no
como un suspiro sino en forma casi tempestuosa, lo que significaba que tenía algo
extraordinariamente grande que comunicar a Mr. Collins y que no pedía esperar ni un
segundo.
Se detuvo para tomar aliento, y Mr. Collins preguntó:
—¿Qué le ocurre, Ida?, nunca la había visto así. Cualquiera diría que va usted a
casarse dentro de media hora.
—¿Casarme yo, Mr. Collins? No, nunca; estoy segura.
Tenía necesidad de dar rienda suelta a lo que traía en la mente, pero Mr. Collins
no le dio tiempo.
—Bien, entonces si no es que va usted a casarse, ¿qué diablos es? Parece usted
haberse enterado de la más sensacional de las noticias. ¿Más telegramas de P. C.?
Ida, todavía tratando de tomar aliento, agitó un periódico que traía escondido
entre sus manos a su espalda.
—¡Noticias, Mr. Collins, las más sensacionales que hemos tenido hasta la fecha!
¡Vea, nada más!
Se había aproximado y extendido el periódico sobre el escritorio de Mr. Collins y
su excitación era creciente, porque deseaba saber cómo tomaba aquel la noticia.
Collins tomó el periódico y leyó el gran encabezado de la primera plana que
decía:
—Hombre de San Francisco asesinado en una casa de juego de Singapore al ser
descubierto haciendo trampas.

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Mr. Collins miró a Ida y movió la cabeza como si desconfiara de que la muchacha
estuviera en sus cabales. ¿Qué le importaba a él la muerte de un norteamericano
sorprendido con seis ases por no haberse deshecho a tiempo de los dos sobrantes?
Eso ocurría también en Frisco, en los Ángeles, Kansas City, Chicago, San Antonio,
Tex., Boston y el diablo sabe dónde más. Si él comenzara a preocuparse de
semejantes simplezas necesitaba dedicar todo el día a leer los periódicos.
Sencillamente, no comprendía a Ida. Tal vez se ha vuelto loca, pensó.
—¿Desde cuando, Ida, tiene usted la idea de que yo puedo interesarme en el
asesinato de un hombre de Frisco? Eso no es nuevo, eso ocurre todos los días —
agregó con aburrimiento.
—Fea usted, Mr. Collins, y quedará sorprendido. Tomó el periódico y empezó a
leer.
—¡Ah, ah! Humm… con que esas tenemos… bueno la cosa es diferente. Vaya,
vaya. Esto tiene mal cariz. De acuerdo con un talón encontrado en el bolsillo del
inmaculado traje del hombre, cuya edad aproximada era de 35 años, respondía al
nombre de Abner y era abogado, originario de San Francisco, California. Aún no se
conoce el domicilio en los Estados Unidos.
—Siento lo ocurrido a este hombre, Ida, ciertamente que lo siento. Si su muerte
hubiera ocurrido aquí le habría mandado flores, una gran cantidad de flores. Sin duda
que lo habría hecho. Es una lástima, pobre Mr. Abner. En asuntos de petróleo era
absolutamente inepto. Sus conexiones con el petróleo habían terminado. Había
cometido muchas estupideces. Era un idiota en cualquier forma y eso lo arruinó. ¿No
cree usted, Ida?
—Eso creo yo también, Mr. Collins. Era elegante, siempre andaba bien vestido,
pero, como usted dice, algo irregular había en él.
—Tiene usted razón, Ida. Habría hecho un buen presidente de una empresa
explotadora de hierro o de una compañía ferrocarrilera. Tenía los nervios necesarios
para esa clase de puestos. Solo que faltaba cierta fuerza a su personalidad. No tenía la
suficiente paciencia para ver desarrollarse normalmente los acontecimientos. Una
prueba de ello es el hecho de haber hecho trampas en el poker y sobre todo en un sitio
lleno de matones que viven de la recompensa que les dan los propietarios por matar a
los tramposos.
Collins sonrió como si acabara de oír un chiste y murmuró para sí. «Las armas de
largo alcance de la Condor están en perfecto orden. Funcionamiento irreprochable.
Blanco de primera clase».
Después sonrió a Ida mientras arrugaba el papel y lo lanzaba al rincón más lejano
de la oficina.
Tosiendo para limpiar su garganta y poder hacer uso de su voz resonante
preguntó:
—¿No han llegado nuevas cables de P. G., Ida?

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El nombre de Pozos Gigantes había llegado a ser de tanto uso en las oficinas de la
empresa, que a fin de ahorrar tiempo, se había ordenado que todos, al referirse a ellos,
usaran solamente las iniciales.
—Ocho —dijo Ida abreviando su respuesta y tendiendo a Mr. Collins los
mensajes.
—¿Cuántos muertos?
—Ninguno, Mr. Collins.
Con esa hábil y breve respuesta, Ida, la mejor secretaria particular que Mr. Collins
había conocido y que le era tan adicta que hasta se dejaba dar algunas nalgadas
cuando cometía alguna falta, cosa que raras veces ocurría, tan raras, que ambos se
sorprendían de ello en aquella ocasión; Ida con su breve respuesta, puso de
manifiesto que ya no era solo la secretaria particular del presidente de una compañía
petrolera. Había ascendido enormemente y había llegado a ser más que una
empleada. De hecho había alcanzado la cumbre en los negocios de petróleo, porque
había llegado a ser el petróleo mismo. Ida ya no trabajaba para una empresa petrolera.
Ya no se concretaba solo a tomar dictados referentes al petróleo. Ya no pensaba solo
en el petróleo y vivía para él, no, ella había llegado a ser petróleo, tanto que
comprendía el lenguaje del petróleo hasta en sus más delicados matices.
En Pozos Gigantes se trabajaba más allá de todo límite concebible. La Condor
temía perder la propiedad en un futuro no lejano, por razones conocidas
exclusivamente de Mr. Collins. Por lo tanto, ¡a sacar petróleo mientras fuera posible!
Ni una gota debía dejarse previendo el caso de que ciertos documentos fueran
privados de su validez.
Así, pues, para extraer del cadáver de Rosa Blanca la mayor cantidad de petróleo
en el menor tiempo imaginable, las comisiones habían sido elevadas a cantidades
prohibitivas. Esas comisiones, despertando la ambición de los hombres, los llevaba a
trabajar con intensidad febril, salvajemente. En realidad, nadie descansaba. La mayor
parte de cada veinticuatro horas de un día se consideraba como tiempo extra, y ese
tiempo extra era espléndidamente pagado.
Cada jefe de perforadores cedía liberalmente buena parte de sus comisiones a los
hombres que le ayudaban a lograr rápidos progresos en su trabajo. Así permitía a sus
ayudantes vivir nadando en dinero, pero solamente a aquellos a quienes concedía el
derecho a ello por responder incondicionalmente a la terrífica velocidad con que
desarrollaba su trabajo. Conocía a sus hombres porque él mismo era un proletario y
solo hay que dejar que un proletario vea un billete de cincuenta dólares para lograr
que olvide el comunismo, los frentes de trabajadores, la solidaridad y se constituya
inmediatamente en capitalista preocupado por encontrar la forma de convertir
aquellos cincuenta en cien. Por supuesto que ustedes, los que tienen una fe
inquebrantable en los ideales no lo creerán. No importa. Es absolutamente cierto.
Intente el truco, y los verá oprimir el acelerador con mayor empeño del que usted

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mismo pondría en llegar. Las comisiones pagadas ahora son mucho más efectivas de
lo que los látigos fueran en otro tiempo.
Si tres, cuatro, cinco, siete pozos, se comenzaban a perforar al mismo tiempo, el
jefe perforador del que brotara primero recibía una comisión extraordinaria de cinco
mil dólares. La empresa también dejaba que las gentes vivieran. Vivir y dejar vivir es
la ley suprema y ella debía ser la primera en todos los códigos.
Pero como resultado de semejante carrera, no pasaba un solo día en el que una,
dos y hasta tres docenas de obreros, entre los que algunas veces se contaban
perforadores y equipadores, perdiera su vida en la batalla del petróleo. Nunca se
mencionaba a los heridos o a los inválidos. La ambulancia se los llevaba, la basura no
servía al petróleo. Se les encerraba en un hospital y desaparecían del panorama. Se
los llevaban con rapidez tal que no se daba tiempo a que otros trabajadores pensaran
en que lo mismo podía haberles ocurrido a ellos, en aquel mismo instante. Los
cargamentos de humanos no cesaban de llegar durante el día y la noche, solicitando la
plaza que dejara vacante algún infortunado.
Por su perfecto conocimiento de estos hechos, debía medirse la grandeza de Ida,
capaz de comprenderlos e interpretarlos. Porque cuando Mr. Collins preguntó:
«¿Cuántos muertos?». Ida ni por la fracción de un segundo pensó que Collins se
refería al número de trabajadores muertos por los pozos. Ella comprendió
inmediatamente que Mr. Collins deseaba saber únicamente el número de «agujeros
muertos» que se hallaban entre los ocho pozos cuya perforación se había terminado el
día anterior. Ida conocía y comprendía el lenguaje del petróleo.
Los muertos jamás se mencionaban en los telegramas recibidos de Pozos
Gigantes. Cada palabra costaba setenta y cinco centavos. La Condor economizaba
palabras. Los muertos, los inválidos y los perdidos se incluían en el informe mensual.
Esos informes podían meterse en sobres junto con otros muchos papeles y su porte
costaba diez centavos. Había que considerar, además, que esos burros debían cuidar
mejor de sí mismos. Dios misericordioso sabe bien que un campo petrolero no es un
jardín de niños. En este mundo no hay sitio para los que no saben cuidar de sí mismos
sin pedir ayuda a los demás.
Nosotros somos duros, estamos bien curtidos. Y además, ¿qué nos importan los
hombres? Lo único que cuenta es el petróleo. Sí, el petróleo. ¡Gracias, Señor, por tu
infinita bondad! Amén.

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B. TRAVEN Nacido en Alemania, B. Traven fue marinero, actor, editor de revistas y
político anarquista antes de verse forzado a huir de su país después de la Primera
Guerra Mundial. Llega a México en 1924, y se inspira, como muchos intelectuales y
artistas que llegan de Europa y Estados Unidos, por la Revolución mexicana.
Llega a Tampico y escribe El barco de la muerte, un libro semi-autobiográfico sobre
su huida de Alemania a México. Esta novela se vuelve un best-seller en Alemania y
continúa siendo una obra clásica de la literatura mundial. Traven sigue con otra
novela, El tesoro de la Sierra Madre, aún más exitosa.
Viaja a Chiapas y se vuelve particularmente sensible a la forma de vida y a las
tradiciones milenarias indígenas. Publica su primer libro documental sobre Chiapas,
La tierra de la primavera, posteriormente. Une su pasión política con la realidad de
las etnias en una serie de novelas, una de ellas considerada como profética, sobre la
vida en la Selva Lacandona, en las que incluye: Puente en la selva, La carreta,
Gobierno, Troza, La rebelión de los colgados y Macario.
Las novelas de Traven se caracterizan por una apasionada denuncia social ligada con
una minuciosa descripción de los males que se están denunciando así como una fuerte
trama moral que pone en clara evidencia los dilemas que enfrentan sus personajes.
Desde su primera novela, Traven se vuelve famoso no solo en su Alemania nativa,
sino en el resto del mundo. Desde México, envía sus manuscritos, que se traducen a
44 idiomas. Sin embargo, Traven rechaza tanto la crítica como la luz pública,
pensando que sus libros deben hablar por sí solos.

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Este rechazo de publicidad personal lo convierte en «un misterio», aunque Traven es
ampliamente conocido entre su grupo de amigos en la ciudad de México, entre los
que figuran Gabriel Figueroa, Tina Modotti, Frida Kahlo, Adolfo y Esperanza López
Mateos (su primera traductora), Diego Rivera, David Alfaro Siqueiros, Federico
Canessi y Edward Weston, entre muchos más.
Viaja por todo el mundo y en los años cuarenta cuando reside en Acapulco, escribe el
guion para la película El tesoro de la Sierra Madre (que gana un Óscar). En la ciudad
de México se casa con Rosa Elena Luján, su traductora, apoderada y compañera
entrañable.
Traven sigue resistiendo la fama y la publicidad, y se dedica plenamente a su trabajo
hasta su muerte en la ciudad de México en 1969. Después de su muerte, de acuerdo
con sus deseos, sus cenizas se esparcen sobre la Selva Lacandona.
Mientras tanto, el legado de Traven sobrevive en sus obras, las 26 biografías que se
han escrito sobre él y su pasión por México y la justicia social.

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