San Agustín: Crede Ut Intelligas
San Agustín: Crede Ut Intelligas
San Agustín: Crede Ut Intelligas
Si bien este “Año de la Fe” (2012) comenzará formalmente el día 11 de octubre del
presente, y durará hasta la Solemnidad de Cristo Rey del próximo 2013, conviene
prepararnos del modo más adecuado posible para que una conmemoración de este tipo
sea provechosa. Y para esto, resulta muy útil mirar a los grandes testigos de la fe, que
con sus enseñanzas y con su propia existencia han mostrado las grandes riquezas
humanas, culturales y espirituales que surgen del creer. Se hace necesario, incluso,
resaltar hoy en día que la fe no lleva a la disminución de la persona, ni a la negación de
la razón, como algunos piensan, sino más bien a la plenitud del ser humano que, gracias
a la fe puede alcanzar la realización de su humanidad.
Justamente en la cuestión sobre las relaciones entre fe y razón se hace necesario
subrayar la importancia de la fe, no sólo porque es un aspecto imprescindible para el
desarrollo de la persona, que no puede reducirse a mera razón, sino porque la misma
razón, cerrada a lo trascendente y a lo sobrenatural, corre el riesgo de ser negada,
quitándole la posibilidad de alcanzar el conocimiento y la comprensión de lo que hace
al hombre ser algo más que un objeto en medio del mundo. En ese sentido, la fe “abre”
a la razón a dimensiones nuevas y más plenas, y al mismo tiempo la razón posibilita a la
fe ser auténticamente humana.
San Agustín de Hipona, el más grande de los Padres de la Iglesia, puede enseñarnos con
su doctrina cómo la fe y la razón, lejos de estar opuestas y enemistadas, se unen
armónicamente para llevar al hombre al conocimiento pleno de la verdad. En esta
ocasión, tomando como punto de referencia la conocida expresión “Crede ut intelligas”,
dentro de su contexto más amplio, que es el Sermón 43, revisaremos lo que dice
Agustín acerca de la fe y sus relaciones con la razón, y cómo de esta mutua implicancia
se siguen muy valiosas enseñanzas acerca de la teología, que, como sabemos, no es otra
cosa que la fe razonada críticamente, o, en expresión clásica, la fe que busca entender.
Nos anima a ello el mismo Papa Benedicto XVI cuando dice que: “todo el itinerario
intelectual y espiritual d San Agustín constituye un modelo válido también hoy en la
relación entre fe y razón, tema no sólo para hombres creyentes sino también para todo
hombre que busca la verdad, tema central para el equilibrio y el destino de todo ser
humano”[1] .
Contextualizando
El Sermón 43 no tiene una fecha exacta, aunque los estudiosos consideran que puede
situarse por el año 400. No se sabe tampoco el lugar en que fue pronunciado. Tiene
como tema la necesidad y excelencia de la fe, cosa que nos ubica de lleno en la materia
que tratamos. La fe, dice San Agustín, es el comienzo de una existencia buena y santa, y
por ella merecemos la vida eterna. Rápidamente recuerda el Santo Doctor dos
características de la fe: es un don otorgado gratuita e inmerecidamente; y es el más
grande de los dones que Dios nos ha regalado, pues nos pone en una dimensión única e
incomparable, cual es la participación en la vida de Dios.
Para precisar lo específico de la fe, San Agustín constata la peculiaridad del ser humano
sobre todas las demás criaturas de este mundo. El hombre no es uno más de entre los
seres creados. Él está a la cabeza de todo precisamente por su razón, por la inteligencia:
“Una cosa es la inteligencia y otra la razón. La razón la tenemos aún antes de entender;
por el contrario, no podemos entender sino tenemos razón. Es por ello el hombre un
animal capaz de razón; para decirlo de forma más clara y rápida, un animal racional de
cuya naturaleza forma parte la razón; antes de entender posee la razón: en tanto quiere
comprender en cuanto le precede la razón”[3] .
La racionalidad es condición universal del género humano, y está muy bien. Todo
hombre quiere entender y no hay excepciones a esta regla. Pero con la fe es distinto. No
todos quieren creer. Aún cuando no lo dice expresamente, San Agustín está hablando de
los problemas que se siguen de la predicación del Evangelio y de la dificultad de los no
creyentes en aceptar la fe, tanto de los paganos como de los que, pretendiéndose
creyentes, ven la fe como la culminación de un proceso racional. Se entreve aquí la
misma historia de Agustín, tal como la ha descrito en sus Confesiones. Habiendo
descubierto la sabiduría y el amor a ella mediante la lectura del Hortensius de Cicerón,
quiso encaminarse a ella mediante la razón, considerando que bastaba su ejercicio para
alcanzar la Verdad y así llegar a ser feliz. El que haya terminado en el maniqueísmo
revela su idea (equivocada) de que la sola razón es suficiente para alcanzar la verdad, y
dígase lo mismo de su breve estadía en el escepticismo de los platónicos de la Nueva
Academia. Con sufrimiento, y gracias a la providencia de Dios, aprendió que por la fe la
razón que busca halla la respuesta plena a sus inquietudes, y que el racionalismo, tanto
maniqueo como escéptico, lejos de acercarlo a la verdad, lo alejaba de ella:
“Todo hombre quiere entender; no existe nadie que no lo quiera; pero no todos quieren
creer. Me dice alguien: ‘entienda yo y creeré’. Le respondo: ‘cree y entenderás’…”[4] .
Queda planteada así una disyuntiva, a modo de aporía. ¿Hay que entender para creer?
Es el pedido del no creyente, que defiende los fueros de la naturaleza racional y reclama
un fundamento para poder abrirse a la fe. ¿Hay que creer para entender? Es lo que dice
San Agustín, afirmando que si no se parte de la aceptación, de la adhesión y acogida de
Dios, jamás se podrá entender qué es lo que Él nos quiere decir. Para salir de dudas, es
necesario –sigue diciendo el Doctor de Hipona en su sermón- acudir a un juez que
resuelve esta disyuntiva. No a un juez humano, sino a Dios mismo que habla por medio
del autor inspirado:
“Habiendo pues surgido entre nosotros una especie de controversia al respecto, en modo
que él me diga: ‘Entienda yo y creeré’ y yo le responda: Más bien cree para entender,
llevemos el pleito al juez; ninguno de nosotros pretenda fallar en causa propia. ¿A qué
juez iremos? Examinados uno a uno todos los hombres, no sé si podremos encontrar
otro juez mejor que un hombre mediante el cual Dios hable. No recurramos, pues, en
esta controversia y en este asunto a los autores profanos; no sea el poeta quien nos
juzgue, sino el profeta”[5] .
San Agustín recurre a la Palabra de Dios puesta por escrito, la que le brinda el juez que
necesita. Y encuentra en una cita de la Segunda Carta de San Pedro un pasaje que le
permite deducir la idoneidad del juez (o del árbitro, según como se vea) que hará
posible llegar a la clarificación del problema. Hablando de la Transfiguración del Señor
Jesús, del cual fueron testigos Pedro, Santiago y Juan, el pasaje petrino dice: “Porque
recibió de Dios Padre honor y gloria cuando la sublime Gloria le dirigió esta voz: ‘Este
es mi Hijo muy amado en quien me complazco’. Nosotros mismos escuchamos esta
voz, venida del cielo, estando con él en el monte santo. Y tenemos también la más firme
palabra de los profetas…” . Esta cita, a juicio de Agustín es sorprendente:
“Sonó del cielo aquella voz y, con todo, es más firme el testimonio de los profetas.
Prestad atención, amadísimos (…) ¿Quién de nosotros no se maravilla de que el apóstol
haya dicho que el testimonio profético es más firme que la voz venida del cielo? Dijo
que era más firme, no mejor ni más verdadera. Tan verdadera es aquella palabra venida
del cielo como el testimonio de los profetas, tan buena y tan útil. ¿Qué significa, pues,
más firme, sino que en ella encuentra certidumbre el oyente?” .
La palabra de los profetas es más firme que la voz que viene del cielo, según interpreta
Agustín, porque ofrece una certeza peculiar. Y explica porqué: lo que se cuenta de Jesús
–y aquí podría incluirse el episodio de la Transfiguración- es visto por algunos como
referido a la magia, y Jesús podría haber hecho resonar la voz mediante algún acto
mágico para presentarse como Hijo de Dios. Pero los profetas son anteriores a Jesús, y
anunciaron con siglos de anticipación al Hijo de Dios y los milagros que obraría. Si se
duda de Jesús con argumentos que pretenden ser razonables, no se puede dudar de lo
que los profetas anunciaron anticipadamente, antes que existiera Cristo. De aquí se
sigue la conclusión que extrae San Agustín:
“Aún no existía Cristo como hombre cuando fueron enviados los profetas. Quien dice
que fue mago y que mediante sus artes hizo que fuese adorado después de muerto,
piense si era mago antes de haber nacido. He aquí por qué el Apóstol Pedro dice:
Tenemos un testimonio más firme, el de los profetas. Existe, pues, la voz del cielo para
avisar a los creyentes y el testimonio profético para convencer a los incrédulos”[8] .
Tenemos, entonces, que el testimonio de los profetas es más firme y adecuado que otras
instancias para alcanzar certeza. Y en nuestro caso, ante la inquietud planteada: ¿es
necesario entender para creer? O por el contrario, ¿es necesario creer para entender? se
recurre al profeta Isaías. En efecto, este resuelve la cuestión:
“Surgió la controversia; vengamos al juez, juzgue el profeta. Mejor; juzgue Dios por
medio del profeta. Callemos ambos. Ya se ha oído lo que decimos uno y otro. ‘Entienda
yo, dices, y creeré’. ‘Cree, digo yo, para entender’. Responde el profeta: Si no creyereis,
no entenderéis (Is 7, 9 sec. LXX)”[9] .
Pero si bien el profeta, cual eficiente juez designado por Dios ya dio su veredicto, es
necesario considerar con el debido respeto y reverencia la objeción que plantea el
incrédulo, o el aún no creyente que sin embargo querría creer. En los cuestionamientos
e interrogantes que un no creyente plantea, Agustín percibe el trabajo discreto de la
gracia y de la misma fe que poco a poco lo van llevando hasta el momento en que pueda
decir: “Creo” con toda firmeza. En el reclamo: “Entienda yo y creeré” hay algo de
cierto. ¿Qué es? Que la persona debe ser ayudada, llevada hasta la fe por quien le
enseña, le predica y le testimonia su condición creyente. Pero el creer strictu sensu se
sitúa en otro plano, no el de la acción humana, sino la recepción de Dios y de su
Palabra. Y por eso es necesario “completar” el proceso:
Una vez indicado lo que dice Agustín en el Sermón 43, toca ahora reflexionar sobre el
sentido de estas expresiones tan ricas y sugerentes. Habíamos indicado que la doble
expresión “Intellige ut credas; crede ut intelligas” nos ofrece valiosas enseñanzas sobre
las relaciones entre fe y razón. Para alcanzar el núcleo de estas enseñanzas, conviene
tener en cuenta algunos aspectos fundamentales del pensamiento agustiniano.
Ante todo, hay que recordar cuál es la razón de ser de la reflexión filosófica en la
antigüedad clásica, y especialmente en la época en que San Agustín filosofaba. La
filosofía, como lo indica el nombre, es acercamiento amoroso a la sabiduría, y ello con
la finalidad de alcanzar la felicidad. A diferencia de lo que decía Aristóteles, que el
principio de la filosofía es el asombro, podría decirse que en San Agustín, el comienzo
de la filosofía está en la búsqueda de la felicidad. Más que una especulación teórica
sobre la esencia de las cosas, para el santo de Hipona la filosofía es una realidad
eminentemente práctica, y por eso Etienne Gilson puede afirmar: “Es un hecho de
capital importancia para la comprensión del agustinismo que la sabiduría, objeto de la
filosofía, haya sido siempre identificada para él con la felicidad. Lo que él busca es un
bien tal que su posesión apague todo deseo y otorgue como consecuencia la paz. Tal
eudemonismo innato depende en primer lugar del hecho que la filosofía fue y
permaneció siempre para Agustín una cosa diversa de la búsqueda especulativa de un
conocimiento desinteresado de la naturaleza”[11] .
Para conocer la verdad que lleva a la sabiduría, es fundamental el recurso a la
inteligencia. En efecto, con su razón el hombre puede elevarse a lo más alto y, de hecho,
puede llegar a la verdad, cosa que lo hace feliz. Considera Agustín que la felicidad no es
otra cosa que el gozo de la verdad y es obvio que sin la capacidad intelectual, sería
imposible acercarse a la verdad y gozar de ella. Ahora bien, San Agustín constató por
experiencia propia que la razón sola no basta para conocer la verdad y alcanzar la
felicidad. En su época de maniqueo, buscó una sabiduría que fuese obtenida por la sola
razón, y desde este criterio, reprobaba y despreciaba la autoridad que mueve a aceptar la
verdad. Por eso rechazaba la autoridad de la Iglesia, a su juicio, autoridad impositiva y
que recortaba la racionalidad humana. Es lo que, ya convertido, recuerda a su amigo
Honorato en una reflexión cargada de reminiscencias personales:
“Sabes, Honorato, que caímos bajo la influencia de los maniqueos sólo por esto, porque
dejando de lado la opresora autoridad, prometían a cuantos se pusiesen bajo su
dirección, llevarlos hasta Dios por un camino pura y estrictamente racional y librarlos
de todo error. ¿Qué es lo que me forzó a seguirlos y escucharlos (…) sino su afirmación
de que [en la Iglesia] se nos imponía un terror supersticioso y se nos obligaba a creer
antes de entender; y que en cambio ellos nunca imponían la fe, sino que primero
discutían y esclarecían la verdad?”[13] .
Aplicando esta metodología, Agustín no alcanzó la verdad, sino que más bien se alejó
de ella. La razón sola, incapaz de alcanzar la verdad como le prometían los maniqueos,
lo llevó al escepticismo[14] . Peor aún, no sólo no conocía en la verdad, sino que
además vivía inmerso en el mal y en el pecado, y se sabía y sentía infeliz. Descubrió, en
medio de sus angustias y de su miseria, que la fe, como aceptación humilde de la
autoridad de la Iglesia que enseña la verdad de Dios, es el camino que permite conocer
y comprender aquello que con tanta insistencia había buscado a lo largo de su vida. Y
en la obediencia de la fe, por medio de ella, encontró aquel gozo de la verdad que es la
meta de su existencia. Al racionalista y soberbio principio que le enseñaron los
maniqueos: “Entiende, y como consecuencia, creerás”, la vida y la gracia de Dios le
enseñó que el camino correcto es: “Cree, y así entenderás”. Y no sólo entenderás, sino
que así serás verdaderamente feliz:
“Yo había dicho: Si creyereis; y luego os di este consejo: Si no has entendido, cree. La
inteligencia es, pues, premio de la fe. No te afanes por llegar a la inteligencia para creer,
sino cree para que llegues a la inteligencia, ya que si no creéis, no entenderéis”[15] .
Más en concreto, la razón nos da los motivos por los cuales es bueno y conveniente
creer. De este modo se muestra que la fe no es un acto irracional, desgajado de la
facultad más elevada y noble de la persona. En ese sentido, San Agustín otorga un gran
valor a la razón, encomiándola en términos muy elogiosos. “Ama intensamente el
entender” [17]. El creer mismo está indisolublemente ligado al razonar, y la clásica
definición agustiniana va en esa misma línea: “Creer es pensar con asentimiento” [18].
Pero de lo que se trata, volviendo a la conclusión del sermón 43, es del “entiende para
que creas mi palabra”. La razón se dirige a mostrar que lo que otros nos dicen acerca de
Dios, de Jesucristo y, en última instancia, de la misma fe, es aceptable y coloca al
hombre en las mejores condiciones para aceptar, no ya el testimonio o los argumentos
de otros, sino lo que Dios mismo va a decir. Y esto remite a la segunda y más
importante dimensión que es …
Y es precisamente aquí donde entra el punto que venimos analizando. Sólo con esta
actitud de fe sobrenatural (= teologal), con esta transformación-conversión, la persona
puede comprender lo que son los misterios de Dios, y en cierto modo, puede entender
mejor a Dios que le ofrece su amistad. La fe no es el punto conclusivo del proceso de
comunión con la Verdad, más bien es el punto de partida. Creer lleva a la reflexión de lo
que se cree y aquí la razón tiene un papel decisivo. Sorprendentemente, San Agustín, a
pesar del gran valor que concede a la fe, la considera muy limitada, y como un auxilio
temporal que desaparecerá cuando el hombre haya alcanzado la plenitud. La meta no es
que el hombre crea, sino… ¡que conozca! Y para esto, la razón es lo último. Es lo que
dice el mismo Jesús, en la palabra que recoge el evangelista San Juan: “Esta es la vida
eterna: que te conozcan a Ti, el único Dios verdadero, y al que tú has enviado,
Jesucristo”[20] . La vida eterna no es tener fe, sino conocer.
Aplicaciones a la teología
3) La convocatoria del Papa Benedicto XVI a vivir un “Año de la Fe” nos pone,
además, en el compromiso de conocer a fondo la fe que profesamos. En este sentido,
quién mejor que un gran Doctor y Padre de la Iglesia como San Agustín para
enseñarnos a conocer y amar la fe católica, y resaltar esta dimensión que él denominaba
“credere Deum esse”. Conocer los contenidos de nuestra fe para enseñarlos a nuestros
hermanos más débiles e incipientes, haciendo frente a la gran ignorancia religiosa que
es uno de los más serios problemas que aquejan a nuestras Iglesias.
4) “Cree para entender la palabra de Dios”: “Crede ut intelligas, verbum Dei”. Cuando
la fe acoge a la razón que profundiza en lo creído, surge la teología. Y la fe, como diría
Agustín y también la enseñanza dogmática de la Iglesia, es adhesión y aceptación de
Dios y de lo que nos dice, no por la intrínseca verdad de las cosas, percibida por la luz
natural de la razón, sino por la autoridad del mismo Dios que revela, el cual no puede ni
engañarse ni engañarnos . Hay aquí un punto central en la noción de la fe que San
Agustín resalta, y es el de la AUTORIDAD. La fe reposa sobre la autoridad de Dios,
pero también sobre la autoridad de la Iglesia que nos ha transmitido la fe, y que a su vez
nos asegura, con su autoridad, sobre la verdad de la misma Escritura: “Yo no creería en
el Evangelio si no me indujera a ello la autoridad de la Iglesia Católica” . Ahora bien,
ante la autoridad, la actitud correspondiente es la de OBEDIENCIA. Y esto tiene que
ver también con la teología. Pues quien se dedica a este menester, debe reconocer que se
halla bajo la autoridad de la Iglesia y a su servicio, porque ha aceptado la fe, que es
reconocer la autoridad de Dios. Y solamente así, su teología será válida y provechosa.
Un teólogo y una teología que no reconozca más autoridad que la de la razón, o peor
aún, que la de SU razón, seguramente terminará mal, rechazando a Dios y a la Iglesia.
Lo que nos demuestra, por contraste, que la autoridad de la fe no es imposición ni
autoritarismo, sino más bien protección y cuidado para que la persona –y también la
razón- no se pierdan ni desvaríen.
De esta manera, en la mutua interacción entre razón y fe, entendiendo para creer y
creyendo para entender, San Agustín nos ofrece un camino válido que nos ayuda a vivir
con intensidad la fe, y también a cumplir con la tarea teológica que somos llamados a
realizar, sirviendo así a Dios, a la Iglesia y a todos los hombres y mujeres de nuestro
tiempo, invitados como nosotros a reposar nuestro inquieto corazón en Aquel que nos
creó para sí.
Notas