Ray Bradbury

Descargar como pdf o txt
Descargar como pdf o txt
Está en la página 1de 7

Ray Bradbury

Ray Douglas Bradbury nació en Illinois en 1920, fue novelista y cuentista estadounidense conocido
principalmente por sus libros de ciencia ficción.

Bradbury fue un ávido lector durante toda su juventud. Se graduó de Los Angeles High School en
1938, pero no pudo asistir a la universidad por razones económicas. Para ganarse la vida, comenzó
a vender periódicos de 1938 a 1942. Además, se propuso formarse de manera autodidacta
pasando la mayor parte de su tiempo en la biblioteca pública leyendo libros y, en ese mismo
momento, comenzó a escribir sus primeros cuentos. Sus trabajos iniciales los vendió a revistas, y
así, a comienzos de 1940, algunos de estos fueron compilados en Dark Carnival en 1947.
Finalmente, se estableció en California, donde residió y continuó su producción hasta su
fallecimiento.

Escribió cuentos y novelas de diversos géneros, desde el policial hasta el realista y costumbrista,
pero se le conoce como un escritor clásico de la ciencia ficción por Crónicas marcianas (1950) que
cuenta sobre los seis primeros viajes hacia Marte y su posterior colonización. También trabajó
como argumentista y guionista en numerosas películas y series de televisión, entre las que cabe
destacar su colaboración con John Huston en la adaptación de Moby Dick para la película
homónima que este dirigió en 1956. Además escribió poemas y ensayos.

Existe un asteroide llamado (9766) Bradbury en su honor. En 1947, se casó con Marguerite
McClure (1922–2003), con quien tuvo cuatro hijas, Bettina, Alexandra, Susan y Ramona.

Murió el 6 de junio de 2012 a la edad de 91 años en Los Ángeles, California.

Entre sus obras destacan: Crónicas marcianas (1950); El hombre ilustrado (1951); Las doradas
manzanas del sol (1953); El país de octubre (1955). Icarus Montgolfier Wright (1956); Remedio
para melancólicos (1960); Las maquinarias de la alegría (1964). Memoria de crímenes (1984).
Fahrenheit 451 (1953); El vino del estío (1957); La feria de las tinieblas (1962); El árbol de las brujas
(1972); La muerte es un asunto solitario (1985); Cementerio para lunáticos (1990); El ruido de un
trueno (1990); Sombras verdes, ballena blanca (1992). Matemos todos a Constance (2004); El
verano de la despedida (2006); Ahora y siempre (2009), entre otros.

Crónicas marcianas
(Fragmento)
Noche de verano

horizonte. Era una noche de verano en el templado y apacible planeta Marte. Las embarcaciones,
delicadas como flores de bronce, se entrecruzaban en los canales de vino verde, y en las largas,
interminables viviendas que se curvaban como serpientes tranquilas entre las lomas, murmuraban
perezosamente los amantes, tendidos en los frescos lechos de la noche. Algunos niños
preparaba alguna

o, como el aroma
de una flor.

y comenzaron otra vez.

Avanza envuelta en belleza, como la noche de regiones sin nubes y cielos estrellados; y todo lo
mejor de lo oscuro y lo brillante

se une en su rostro y en sus ojos...

La ca

— —


pasa? —

La mujer se ec

una nieve blanca.

y su pobre perro no tuvo nada...


— — gritaron los adultos —

— e no se entienden.

Las puertas se cerraron. Las calles quedaron desiertas. Sobre las colinas azules se
estrella verde.

En el hemisferio nocturno de Marte los amantes despertaron y escucharon a sus amadas, que
cantaban en la oscuridad.

Y en mil casas, en medio de la noche, las mujeres se despertaron gritando. Las


rodaban por las mejillas y los hombres trataban de calmarlas. —
pasa? ¿Alguna pesadilla?

— Algo terrible va a o

El alba de Marte fue tranquila, tan tranquila como un pozo fresco y negro, con estrellas

s, y desiertos anfiteatros de piedra.

aminaba por una calle distante,

Fahrenheit 451
(Fragmento)

—¡Ninguno! Lo sabe tan bien como yo. ¡Ninguno! Faber colgó.

Montag dejó el aparato. Ninguno. Ya lo sabía, desde luego, por las listas del cuartel de bomberos.
Pero, sin embargo, necesitaba oírlo de labios del propio Faber.

En el vestíbulo, el rostro de Mildred expresaba una gran excitación.


—¡Bueno, las señoras van a venir!

Montag le enseñó un libro.

—Este es el Antiguo y el Nuevo Testamento, y...

—¡No empieces otra vez con eso!

—Podría ser el último ejemplar en esta parte del mundo. —¡Tienes que devolverlo esta misma
noche! El capitán Beatty sabe que lo tienes, ¿no es así?

—No creo que sepa qué libro robé. Pero ¿cómo escojo un sustituto? ¿Deberé entregar a
Jefferson? ¿A Thoreau? ¿Cuál es menos valioso? Si escojo un sustituto y Beatty sabe qué libro
robé, creerá que tengo toda una biblioteca aquí.

Mildred frunció los labios.

—¿No ves lo que estás haciendo? ¡Arruinarás nuestras vidas! ¿Quién es más importante, yo o esa
Biblia?

Empezaba a chillar, sentada como una muñeca de cera que se derritiese en su propio calor.

Le parecía oír la voz de Beatty. «Siéntate, Montag. Observa. Delicadamente, como pé talos de una
flor. Quema la primera página; luego, la segunda. Cada una se convierte en una mariposa negra.
Hermoso, ¿ver dad? Enciende la tercera página con la segunda y así sucesivamente, quemando en
cadena, capítulo por capítulo, todas las cosas absurdas que significan las palabras, todas las falsas
pro mesas, todas las ideas de segunda mano y las filosofías caducas con el tiempo.»

Beatty estaba sentado allí levemente sudoroso, mientras el suelo aparecía cubierto de enjambres
de polillas nuevas que ha bían muerto en una misma tormenta.

Mildred dejó de chillar tan bruscamente como había empezado. Montag no la escuchaba.

—Solo hay una cosa que hacer —determinó—. Antes de que llegue la noche y deba entregar el
libro a Beatty, tengo que conseguir un duplicado.

—¿Estarás aquí, esta noche, para ver al Payaso Blanco y a las señoras que vendrán? —preguntó
Mildred.

Montag se detuvo junto a la puerta, de espaldas. —Millie...

Un silencio.

—¿Qué?

—Millie, ¿te quiere el Payaso Blanco?


No hubo respuesta.

—Millie, te... —Montag se humedeció los labios—. ¿Te quiere tu «familia»? ¿Te quiere muchísimo,
con toda el alma y el corazón, Millie?

Montag sintió que ella parpadeaba lentamente.

—¿Por qué me haces una pregunta tan tonta?

Montag sintió deseos de llorar, pero nada ocurrió en sus ojos o en su boca.

—Si ves a ese perro ahí fuera —dijo Mildred—, pégale un puntapié de mi parte.

Montag vaciló, escuchó junto a la puerta. La abrió y salió. La lluvia había cesado y el sol aparecía
en el cielo despejado. La calle, el césped y la escalinata de la entrada estaban vacíos. Montag
exhaló un gran suspiro.

Cerró dando un portazo.

Estaba en el metro.

«Me siento entumecido —pensó—. ¿Cuándo ha empezado este entumecimiento en mi rostro, en


mi cuerpo? La noche en que, en la oscuridad, di un puntapié al frasco de píldoras y fue como si
hubiera pisado una mina enterrada.

»El entumecimiento desaparecerá. Necesitaré tiempo, pero lo conseguiré, o Faber lo hará por mí.
Alguien, en algún sitio, me devolverá el viejo rostro y las viejas manos tal como habían sido.
Incluso la sonrisa, la vieja y profunda sonrisa que ha desaparecido. Sin ella, estoy perdido.»

El convoy pasó veloz frente a él, crema, negro, crema, negro, números y oscuridad, más oscuridad
y el todo sumándose a sí mismo.

En una ocasión, siendo niño, se había sentado en una duna amarillenta junto al mar, bajo el cielo
azul y el calor de un día de verano, tratando de llenar de arena una criba, porque un primo cruel le
había dicho: «Llena esta criba y ganarás diez centavos». Cuanto más aprisa echaba arena, más
velozmente se escapaba produciendo un cálido susurro. Le dolían las manos, la arena ardía, la
criba estaba vacía. Sentado allí, en pleno mes de julio, sin un sonido a su alrededor, sintió que las
lágrimas resbalaban por sus mejillas.

En esos momentos, mientras el metro neumático lo llevaba velozmente por el subsuelo muerto de
la ciudad, Montag recordó la ló gica terrible de aquella criba, y bajó la mirada y vio que llevaba la
Biblia abierta. Había gente en el metro, pero él continuó con el libro en la mano, y se le ocurrió
una idea absurda: «Si lees aprisa y lo lees todo, quizá parte de la arena permanezca en la criba».
Pero Montag leía y las palabras lo atravesaban, y pensó: «Dentro de unas pocas horas llegará
Beatty y yo se lo entregaré, de modo que no debe escapárseme ninguna frase. Cada línea ha de
ser recordada. Me obligaré a hacerlo».
Apretó el libro entre sus puños.

Tocaron unas trompetas.

«Dentífrico Denham».

«Cállate —se dijo Montag—. Piensa en los lirios en el campo.»

«Dentífrico Denham.»

«No mancha...»

«Denham...»

«Piensa en los lirios en el campo, cállate, cállate.»

«¡Dentífrico!»

Montag abrió violentamente el libro, pasó las páginas y las palpó como si fuese ciego, fijándose en
la forma de las letras, sin parpadear.

«Denham. Deletreando: D-e-n...»

«No mancha, ni tampoco...»

Un feroz susurro de arena caliente a través de la criba vacía. «¡Denham lo consigue!»

«Considera los lirios, los lirios, los lirios...»

«Denham para la higiene dental.»

—¡Calla, calla, calla!

Era una súplica, un grito tan terrible que Montag se encontró de pie, mientras los sorprendidos
pasajeros del vagón lo miraban, apartándose de aquel hombre que tenía expresión de demente, la
boca contraída y reseca, el libro abierto en la mano. La gente que, un momento antes, había
estado sentada, llevando con los pies el ritmo de «Dentífrico Denham», «Duradero Dentífrico
Denham», «Dentífrico Denham», Dentífrico, Dentí frico, uno, dos, uno, dos, uno dos tres, uno dos,
uno dos tres. La gente cuyas bocas habían articulado apenas las palabras Dentífrico, Dentífrico,
Dentífrico. La radio del metro vomitó sobre Montag, como represalia, una carga completa de
música compuesta de hojalata, cobre, plata, cromo y latón. La gente era forzada a la sumisión, no
huía, no había sitio adonde huir; el gran convoy neumático se hundió en la tierra dentro de su
tubo.

—Lirios del campo.

«Denham».
—¡He dicho lirios!

La gente miraba.

—Llamen al guardia.

—Este hombre está loco...

«¡Knoll Wiew!»

El tren produjo un siseo al detenerse. «¡Knoll Wiew!» Un grito.

«Denham.» Un susurro.

Los labios de Montag apenas se movían.

—Lirios...

La puerta del vagón se abrió produciendo un silbido. Montag permaneció inmóvil. La puerta
empezó a cerrarse. Entonces, Montag pasó de un salto junto a los otros pasajeros chillando
interiormente, y se coló en el último momento por la rendija que dejaba la puerta corrediza.
Corrió hacia arriba por los túneles, ignorando las escaleras mecánicas, porque deseaba sentir
cómo se movían sus pies, cómo se balanceaban sus brazos, cómo se hinchaban y contraían sus
pulmones, cómo se resecaba su garganta con el aire. Una voz fue apagándose detrás de él:
«Denham, Denham». El tren silbó como una serpiente y desapareció en su agujero.

—¿Quién es?

—Montag.

—¿Qué desea?

—Déjeme pasar.

—¡No he hecho nada!

—¡Estoy solo, maldita sea!

—¿Lo jura?

—¡Lo juro!

La puerta se abrió lentamente. Faber atisbó, y parecía muy viejo, muy frágil y muy asustado. El
anciano tenía aspecto de no haber salido de casa en varios años. Él y las paredes blancas de yeso
del interior eran muy semejantes. Había blancura

También podría gustarte