Boina 5
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LOS TRIBUNALES
Y ahora, señores, tabla rasa . Nuevo Gobierno .
Nuevos métodos . ¡Afuera el enemigo y paso a la ju-
ventud ! ¡Oh, Democracia ! ¡Bendita Democracia a
cuya sombra eran posibles los cambios violentos! ¿Qué
no? Pues ahí estaba la prensa . ¡Los nuevos decre-
tos! Infelices empleados de ayer, periodistas, maes-
tritos, eran hoy gente bien, gente de Cadillac propio,
chalet en las afueras y otras cosas .
-Yo mismo, hasta hace poco, ¿quién era? Un in-
feliz empleado de tres al cuarto . ¿Y ahora? ¿Quién
soy? ¿Quién soy? ¡Ah!
Chan Solé se alegraba cuando tenía auditorio . Se
entusiasmaba tanto, que casi nunca faltaba a su te-
nida de cada tarde en la Plaza . Se sentía satisfecho
hilvanando pronósticos y comentarios .
El viraje violento de la política lo había vuelto
Fiscal . ¡Y ahora sí! ¡Iban a ver! ¡Al traste los re-
lajos y las bellaquerías! Había que renovar las vie-
jas prácticas . Sacudir el polvillo . Dorar la tradi-
ción con las nuevas ideas . ¡Sí, señor! Innovar, in-
novar . . .
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-¿Y qué Belga va a ser, amigo? El Belga Ley!
¿No sabe usted que ha vuelto de la guerra con un
perro alsaciano magnífico?
-Y dice usted . . .
-Que no le han aplicado la ley . Anda sin placa .
-Oh, en cuanto a eso, ya se la aplicarán . No se
preocupe .
-¡No hay tal! ¿Quién va a atreverse? ¡Si es un
perrazo enorme! Perro de guerra, amigo mío! No
se sabe cuántas muertes lleva encima . Ahí lo verá
usted echado en la tienda del amo, siempre en la puer-
ta. ¿Quién entra? ¡Yo no! Por mi parte, si solo
hubiera ropa en ese almacén preferiría andar des-
nudo. Con el miedito que les tengo yo a los perros!
Y dice usted que . . .
-¡Un portento, le digo! Sirvió mucho en la gue-
rra llevando mensajes . Y no había "tú tía", hombre
que lo atacaba era hombre muerto . Una sola mordi-
da, un remezón, y, listo! ¡Sangre afuera se ha dicho!
¡Y un sin fin de medallas! ¡Venga, venga! Ya lo
verá usted mismo . ¡Pero mucho cuidado! ¡No acer-
carse! Es un perro de presa . ¿Sabe como se llama?
¡ Karonte !
A Chan Solé le gustaban los perros . Allá en su
pueblo había tenido una perra lanuda, canela-clara
que era una maravilla . ¡Que cariñosa y buena! ¡Era
inteligentísima! ¿Y cazando? ¡La plata!
-La maté, sabe usted? Por error . Fuí a cazar,
una noche, con magnesio . . . Vi sus ojos brillantes
allá lejos . . . Creí que era algún tigre . . . Disparé .
-¿Cómo? ¡Si aquí no hay tigres!
-¿Qué quiere que le diga? ¡Miedo no más!
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Y, a pesar de que los pobres perreros no hacían
más que seguir órdenes superiores procurando que se
cumpliera la ley, se les rendía en todas partes una
cordial odiosidad . Y mas de una vecina hubo que, sin
reparos de pacotilla, se echaba las manazas a las ca-
deras y se ponía a insultar a los mulatos con su me-
jor colección de hijos de . . . la "mala palabra" como
decía don Ricardo Palma.
A pesar de todo, el fúnebre carro salía cada maña-
na a la caza de perros . Y, al caer la tarde, nuevos
ladridos lastimeros golpeaban las murallas del viejo
matadero .
Cuánta niña inocente no unió allí sus lamentos al
de las pobres bestias!
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obligado a realizar para salvarla . Testimonio ululan-
te de estos amores era Karonte, fiel compañero de
trincheras . ¡ Y qué buenos servicios había prestado a
la Cruz Roja durante la Gran Guerra! Transporte
de mensajes ; de heridos ; de comidas ; de alambres te-
lefónicos y pare usted de contar . . . ¡Lo habían con-
decorado tantas veces! ¡Si, señor! Y hasta le pro-
pusieron comprárselo . ¡Pero, que! ¡Nada de eso!
Karonte era para él como una especie de recuerdo sen-
timental . Por tal motivo se lo trajo consigo . Caro
era el viaje, eso sí! ¡Un dineral! Pero Kagonte se
merecía eso y mucho más (sobre todo por lo de la
Walkiria) . En el vapor había sido el encanto de los
viajeros . ¿ Y por qué no decirlo? Hasta una nueva
aventurilla le había proporcionado . ¡Si, señores!
¡Que maravilla de pego! Saltaba, que daba gusto
verlo . . . ¡Tres metros, por lo menos! Y eso que mu-
chas veces, bueno . . . ¿Una placa de cobre? ¡Ni es-
peranza! Si le dejaban hacerle una de plata, estaba
bien . . . ¿Cruzarlo? ¡Nada de eso! No había perra
para él . Pues cruzar a Karonte con cualquier goz-
quezuela de los palotes era un vil atentado contra el
pudor . Estaba bien cruzarlo con una perra fina,
¡claro! Y eso, de acuerdo con ciertas condiciones,
bien entendido! O la mitad de los cachorros o un
buen porcentaje sobre la venta de estos . Ni más ni
menos! Por eso había rehusado entrar en tratos con
doña Aldina, la vecina de enfrente . Ella se había
acercado a verlo con la idea de cruzar a su perrita
Lulú con Kagonte . Esa sí que era buena!
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-No niego que Lulú sea una perrita fina . ¡Oh, no!
Entendámonos! -le decía a su ayudante- ; lo que a
a mí me rebela es la ridícula . . . sí, señor, la ridícula
pretensión de creer que porque ella es más o menos
bonita, y porque Lulú se pasa el santo día coque-
teando desde el balcón con Kagonte, yo voy a per-
mitir que el cruce se efectúe sin ninguna ganancia de
mi parte . ¡Un cachogo! ¡Quería darle un cachogo so-
lamente! ¡Vaya a comer albóndigas la viuda!
El ayudante le daba siempre la razón con un me-
neo de cabeza . Tenía, por experiencia, conocimientos
profundo como éste : que cuando un dependiente con-
tradice al patrón, se corre el riesgo de cambiar de al-
macén . Sabía también que, a su vuelta (le Europa,
el Belga Ley había intentado conquistar a la viuda al
abordaje . Hubo sus arrumacos y carantoñas . La
sirvienta de doña Aldina le pagaba a él sus besos con
noticias del caso . ¡ Y en ciertos días, qué idilio! Sin
Sin embargo, de pronto, como si un chaparrón les
hubiese caído, aquel incendio voraz se había apagado .
Se dijo que las uvas estaban verdes etc . La verdad es
que el muerto dejaba más deudas que plata . ¡Y por
supuesto!
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traspiés, sin encontrar aun el brazo fuerte y acogedor
que ella anhelaba .
Bien lavadita, toda blanca, y con un lazo en el cue-
llo, diariamente de diverso color, aparecía Lulú cada
mañana, muy sentadita en su sillón . El mismo sillón
verde en que el finado -¡Dios lo tenga en la Gloria!-
tomaba el sol cuando vivía . También ella, Lulú, to-
maba el sol en el vetusto balcón . Sí, en el balcón so-
lamente, y nada de ir a la calle, porque esa placota
de cobre no la podían llevar perritas decentitas como
ella . Nada de placas sucias . Su lacito de seda sola-
mente. ¡Tan linda!
Abajo, en el portón de la tienda, estaba ya sentado,
invariablemente, el soberbio Karonte, mirando con
sublime desprecio a los curiosos que, con cierto recelo,
se mantenían a respetable distancia para admirarlo .
Arriba, ella, Lulú, cada vez más coqueta e insi-
nuante, hacía tantas zalemas cuantas su dignidad de
perrita educada se lo permitía .
De vez en cuando lanzaba unos chillidos capricho-
sos y muy a tono con su caninidad, para llamar la
atención del impasible estrasburgués . Pero Karonte
apenas alzaba la vista, ¡a volvía a bajar con profun-
do desprecio . ¡Mejores perras había visto en Europa!
¡No faltaba más! ¡Puaf! ¡Una perrita insignificante!
Pero a pesar de esa sublime indiferencia, la gracio-
sa constancia de Lulú había calado bien hondo, grado
a grado, en sus templadas fibras de macho aguerrido .
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Poco a poco fué poniendo su vista en el soleado bal-
cón, hasta que, al fin, la dejó allí clavada para no dar-
se el trabajo de bajarla .
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bajó las escaleras y, muy oronda y satisfecha, se pu-
so a menear la colita en el zaguán, lanzando sus gri-
titos para que se acercara Karonte .
Karonte no se movía nunca de la tienda .
Sin embargo, la atracción femenina era realmente
irresistible . No tendría más trabajo que cruzar la
calle en dos saltos y ya estaría al lado de ella . Lulú
seguía ladrando caprichosa, moviendo las orejas y la
cola ; Karonte no podía, no resistía ya más . Había ya
procurado dos veces levantarse, pero el Belga, desde
el fondo de la tienda, lo había obligado nuevamente a
sentarse con una orden guerrera .
Lulú cambió de táctica y se lanzó a correr coqueta-
mente por la acera . Se alejaba, saltando, lo bastan-
te para aumentar la inquietud de Karonte. Luego vol-
vía traviesa al punto de partida . . . y seguía coque-
teando.
-Jolinyú, jolinyú . . .
La fúnebre carreta de los perreros se acercaba lle-
na de aullidos y de rabitos .
El negro de la red vió a Lulú desde lejos .
Y, a pesar del lacito, supuso, por instinto salvaje,
que la perrita no llevaba placa .
Con expresión de júbilo, con pasos de leopardo y
con la red preparada, el perrero fue aproximándose
a su víctima .
Karonte había olfateado la intención del mulato, y,
a pausas militares, se le había ido acercando lenta-
mente . Ya estaba allí a dos pasos tras él .
De repente, el mulato presintió la inminencia del
peligro . Miró atrás . . . ¡My God! Preparado ya
para el salto, Karonte lo miraba con unos ojos fijos,
terrible . El perrero intentó alzar la red para golpear-
lo con ella ; pero el gran pánico le restó agilidad . Y
Karonte se echó como flecha sobre él . . .
-¡Jesus Christ!!!!
Fue una maniobra rápida, instantánea . Los que
oyeron el grito aterrador del mulato, corrieron, pero
nadie se atrevió a interceder . ¡Ni pensarlo! Y aun-
que el Belga salió casi enseguida, ya fue tarde . A un
lado de la calle estaba el cuerpo del enorme, antillano,
boca arriba, con la garganta deshecha a dentelladas .
Un gran chorro de sangre empurpuraba la acera .
Asustada por el crimen -¡qué horror!- Lulú se
había subido al balcón . Y, como si tal cosa, Karonte
estaba ya muy sentadito frente a la tienda limpián-
dose el hocico ensangrentado .
Se aglomeró la gente . Los curiosos salían de to-
das partes . Y aquellos que, debido a la gran muche-
dumbre, no podían ver, indagaban .
-¿Qué ha sucedido?
-¿Qué pasa?
-¿El perrazo Karonte?
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-¿Mató al Belga?
-; Bien hecho !
-¡No! ¡ No! Parece que . . .
-¿Un negro mató al perro? ¡Imposible!
-¿Y doña Aldina? ¡Qué milagro que no está en
el balcón!
La policía . La Prensa . Los empleados del Hospi-
tal . Unos se daban maña para llevarse al muerto .
Otros dificultaban la tarea .
-¡Un momento! ¡Un momento! -decía Cabredo,
el fotógrafo . ¡Una instantánea !
Se pusieron en pose tras el cadáver .
-¡ Clic!
Y un empleado muy competente, lápiz en mano,
comenzó a hacer las investigaciones del caso para lle-
gar a la verdadera causa del crimen .
El asunto era increíblemente complicado, por mil
razones .
-Porque, ¡claro! -decía Chan Solé- los dos pe-
rros, al estar en la calle sin placa, contravenían la
ley . . . Y el crimen fue cometido, precisamente con-
tra la autoridad encargada de hacerla cumplir .
-¿Qué autoridad? ¿El negro?
¡Ah, amigos míos, no me irán a negar que el negro
representaba allí a la autoridad . . . : Y nada menos
que al Alcalde .
Y como todos le hacían señas, indicándole que jus-
tamente a su espaldas, estab un famil ar del Al-
calde, Chan Solé se turbó .
-¡Pero es que yo no digo que el Alcalde sea un
negro! Háganme ustedes el santísimo favor de en-
tenderme! Lo que quiero decir es que el perro . . .
No, el negro . . . Me estoy confundiendo . . .
-A pesar de todo eso, -decía otro,- la única pe-
na que puede aplicársele a la perra es el pago del im-
puesto, ya que está demostrado que el perro del Bel-
ga había pagado el suyo.
-No había pagado nada, ¡qué diablos! ¡Ya vienen
con chanchullos!
-¡Ah, no, amigos! El asunto es más complicado
de lo que ustedes piensan.
Y, el que hablaba, pretendió descifrar el gran in-
tríngulis con ademanes y con voz de misterio .
Resultaba que el negro era una especie de caciqui-
llo político de Calidonia . . . Y la hermosa mulata que
lo lloraba . . . ¿Cuál mulata? ¿No la habían visto
todos? ¡Adelaide! ¡Muy conocida! En la Morgue
tuvieron que agarrarla . Quería entrar a la fuerza . Pa-
recía una pantera . Mordió a uno . Y por la noche
no hizo más que llorar en el velorio . Se decía, sin
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La sala estaba llena de gente . No había sitio don-
de sentarse . Y ni siquiera era fácil el acceso a los
corredores . En la calle ondulaba la torva y bullan-
guera muchedumbre de siempre . Mujeres, niños, hom-
bres . Todos querían entrar ; pero ya estaba restrin-
gida la entrada . Así lo había dispuesto un emplea-
do oficioso de la Oficina de Seguridad . Afirmaba
que, como la casa era de madera, podía venirse abajo,
Su ciencia era precisa.
Pero esto no fue obstáculo para que él mismo deja-
ra entrar a una trigueña hermosa que llegó muy oron-
da, toda llena de gracia y de jazmines .
-¡A los ángeles, sí, porque no pesan!
Y se subió tras ella, dando lugar así a que se su-
bieran también los polizontes y todo el público que
estaba en la calle .
De la sala salía un vaho severo, maloliente y pe-
sado .
El juez hizo sonar la campanilla .
La ola humana onduló todavía un poco mientras se
acomodaba .
-¡ Silencio !
Comenzó la lectura del expediente .
Los que estaban entre los corredores distinguían
apenas el silabeo .
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Privados de la vista y del oído, aunque no del olfa-
to, los que permanecían entre los corredores, al no-
tar nuevamente el rumor de la sala, preguntaban :
-¿Qué pasa, qué pasa?
-¿Ha terminado la lectura del expediente?
-Ah . . . ! Por mi parte . . .
Nuevamente se oyó la campanilla del Juez . La ola
de ruidos fue a romperse contra los corredores y aún
rugió allá un momento .
Alguién había tomado la palabra .
-¿Quién está hablando?
-¿Qué dice?
-¿El Fiscal? ¿ Y por qué habla el Fiscal?
-i Más alto ! i Más alto!
Cuando de pronto, nadie sabía por quién llamada,
ni de dónde salida, apareció, con su Lulú en los bra-
zos, doña Aldina, la viuda.
A su lado, un agente le abría paso dándole expli-
caciones .
-¡Es necesario, señora! ;Usted comprende!
Y, al entrar en la sala, que alboroto!
-¿Qué pasa? ¿Qué ha pasado?
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-¡No empujen!
-¿Han ordenado desalojar?
-¿Y esa vaina?
-¡Que bajen dicen!
La ruidosa avalancha descendió la escalera y se hizo
un remolino en la calle .
Ayes. Silbidos . Imprecaciones .
Desde abajo se distinguían apenas los gritos del
que hablaba .
Un policía a caballo hacía piruetas . El animal se
encabritaba a veces y resbalaba con gran estrépito .
De vez en cuando alguien gritaba desde arriba :
-¡Ya comenzó Medina!
-¡Ahora está hablando Loria!
Y se oían los aplausos de los pocos que habían
quedado arriba .
De pronto llegó una orden contradictoria .
-¡Que suba el pueblo!
Y la ola se lanzó rumbo arriba . . .
-¡Mi sombrero!
-¡No empujen, carajo!
-¡Orden! ¡Orden! ¡Respeten!
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La marea fue regándose, a la buena de Dios, en
la sala .
No había persona en el estrado .
-Están deliberando, -explicó Lapicito- . Todos
se hallan adentro .
-¡Nada de eso! -dijo otro .
-¿Qué pasa entonces?
-Que el Belga y la viudita están rindiendo declara-
ción privada .
-¿Sigue entonces la discusión?
-¿No se ha acabado?
-¿Qué va ! ¡Si esto va largo ! También está allá
dentro la mulata . . .
-¡Que lío! Yo creo que el Belga se va a enredar
al fin con Adelaide .
-Los que, gracias al sagrado desorden, no habían
podido entrar, estaban ya aburridos entre los corre-
dores con ganas de irse, cuando, de pronto, otra vez
la infernal batahola.
Venían de adentro gritos, aullidos, bastonazos y to-
da clase de ruidos .
Chillidos de la viuda . Maldiciones del Belga . La-
dridos de Karonte . Lamentos de Lulú .
-¿Qué sucede?
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-¿Otro muerto?
-Parece que . . .
-¿Karonte?
-¿Está rabioso?
-;Huye! ¡Huye!
-¡Ay, mi madre!
Pero, del público que estaba en la sala, se elevó de
repente una solemne carcajada . Todo el mundo reía .
La bullanga aumentaba .
Y Lapicito, al fin, hecho unas Pascuas, explicó el
laberinto .
¿Qué pasaba? ¡El disloque! Que mientras los
señores discutían afanosamente el modo de salir del
berenjenal, la traviesa Lulú había logrado acercarse
a Karonte y ambos, de mutuo acuerdo, habían creído
oportuno aprovechar la alta presencia del Tribunal,
para cumplir al menos con lo Civil . . .
I N D I C E
PÁGINAS
La Boina Roja 5
Hechizo 59