La Historia de Mi Vida
La Historia de Mi Vida
La Historia de Mi Vida
de Mi Vida
Por
George Sand
Capítulo I
Capítulo II
Capítulo III
Capítulo IV
Capítulo V
Por fin, el 4 fructidor (agosto, 1794) la señora Dupin se reunió con su hijo.
El drama terrible de la revolución desapareció, por un momento, de sus ojos.
Entregados enteramente a la dicha de encontrarse nuevamente juntos, esa
tierna madre y ese excelente niño, olvidando todo lo que habían sufrido, todo
lo que habían perdido, todo lo que habían visto, todo lo que podía suceder aún,
consideraron ese día como el más hermoso de su vida.
En su prisa por ir a Passy a besar a su hijo, la señora Dupin, no teniendo
todavía los certificados que le permitiesen pasar la barrera de París y temiendo
ser delatada en la puerta Maillot, se vistió de campesina y fue a tomar un barco
en el muelle de los Inválidos, para atravesar el Sena y llegar a Passy
caminando… Iba tan rápidamente, que Deschartres, quien también vestía de
campesino, tenía dificultad en seguirla. Durante la travesía en barco una
circunstancia fútil estuvo a punto de acarrearles nuevos inconvenientes. El
barco se encontró lleno de gentes del pueblo que advirtieron la blancura del
cutis y de las manos de mi abuela. Un valiente voluntario de la República hizo
en voz alta el comentario:
—He ahí —dijo— una damita de buen aspecto que no ha trabajado mucho
con seguridad.
Deschartres le contestó con torpeza:
—¿Qué te importa?
Una mujer echó mano a un paquete azul que salía del bolsillo de
Deschartres y, levantándolo, dijo: «Son aristócratas que huyen; si fuesen
personas como nosotros no tendrían sellos de lacre». Otra mujer, continuando
el inventario de lo que contenían los bolsillos de Deschartres, arrebató al pobre
pedagogo un frasco de agua de colonia, que él había comprado para mi abuela
sin que ella lo supiese… Maldijo su ocurrencia cuando se dio cuenta del
peligro; sin embargo, avanzó hacia el centro del barco, ahuecando la voz y
levantando los puños en actitud de amenaza contra el que se atreviera a
insultar a su comadre. Lo echaría al río. Los hombres se rieron de la
bravuconería. El barquero le contestó que arreglarían aquel asunto al llegar al
desembaracadero… Las mujeres respondieron son estentóreos «¡Bravos!»
Aunque el gobierno revolucionario aflojaba abiertamente en su sistema de
represión, el pueblo no abjuraba todavía de sus «derechos» y estaba pronto a
hacerse justicia por sí mismo. Entonces, mi abuela, siguiendo uno de esos
impulsos que son tan poderosos en las mujeres, fue a sentarse entre dos
«comadres» auténticas que la injuriaban y tomándoles las manos les espetó:
—Aristócrata o no, soy una madre separada de su hijo desde hace seis
meses; que creyó que no le volvería a ver y que hoy va a besarle con riesgo de
su vida. ¿Queréis perderme? Matadme a la vuelta, si queréis; pero ahora no me
impidáis ver a mi hijo. Pongo mi suerte en vuestras manos.
Las buenas mujeres respondieron:
—Anda, anda, ciudadana; no te deseamos mal alguno. Tienes razón en
confiar en nosotras, que también tenemos hijos y les amamos.
Aquellas mujeres impidieron que se molestara más a mi abuela y que
pidieran cuentas a Deschartres por su insolencia, al desembarcar. Mi abuela las
besó, llorando…
Sin otras molestias llegaron a Passy, donde Mauricio, que no les esperaba
todavía, casi se murió de alegría al besar a su madre. Arregló pronto sus
documentos para evitarse nuevas molestias. Aún poseo certificados de
residencia y de civismo, este último basado principalmente en que sus
sirvientes, con Antonio, el lacayo, a la cabeza, habían sido muy valientes,
según el testimonio de la sección, durante la toma de la Bastilla.
No tardaron en trasladarse todos a Nohant. Ello fue a principios del año III
de la República. Nerina, la perra, murió joven por haber tenido una existencia
muy agitada, en cambio, su hijo Tristán tuvo una extraordinaria longevidad.
Por rara coincidencia, su carácter tierno y melancólico respondía a su nombre;
fue muy mimado y vivió casi el resto de su vida con mi padre. Recuerdo haber
jugado con él en los días de mi primera infancia.
El 1 de brumario del año III, octubre de 1794, mi abuela recibió de los
administradores del distrito de La Chatre una carta con este epígrafe: «Unidad,
indivisibilidad de la República, libertad, igualdad, fraternidad o muerte». Y
seguía el texto: «A la ciudadana Dupin: Te enviamos la copia del contrato de
venta que Piaron ha consentido hacerte el 3 de agosto último (al estilo antiguo)
y la relación nominal de las peticiones que te formula, etc.… Saludo y
Fraternidad». Lo firmaban tres destacados burgueses que se sentían orgullosos
y contentos como niños grandes al tutear a la castellana de Nohant y al tratar
de Piaron a secas a su ex señor, a quien hasta poco antes habían llamado señor
conde Serennes.
Mi abuela sonreía y no se sentía ofendida. Observaba que los campesinos
no tuteaban a esos señores y agradecía que su carpintero la tutease con toda
naturalidad. Un día, encontrándose con su hijo en casa de este carpintero, que
era republicano audaz e inteligente, además de recaudador de la comunal,
pasaron ante la puerta dos burgueses, que estaban ebrios y creyeron una
valentía insultar a una mujer y a un niño, amenazarlos con la guillotina y darse
aires de Robespierre. Mi padre, que sólo tenía dieciséis años, se echó hacia
ellos, agarró la brida del caballo que uno de ellos montaba y les intimó a
batirse con él. Godar, el carpintero recaudador, acudió en su ayuda armado con
un gran compás. Y los provocadores no encontraron mejor salida que escapar
espoleando sus caballos. En 1847 les conocí y eran ardientes conservadores y
dinásticos. La cólera de aquellos burgueses tenía cierto motivo. Uno de ellos,
nombrado administrador de rentas de Nohant durante la ejecución de la ley
relativa a los sospechosos, había juzgado oportuno apropiarse de gran parte de
esas rentas y presentar cuentas erróneas a la República y a mi abuela. Ésta
pleiteó y lo obligó a restituirle sus rentas. Mas el proceso duró dos años y
durante ese tiempo la señora Dupin debió verse reducida a una gran penuria.
Durante más de un año se vivió con lo que rendía la huerta, unos quince
francos por semana. Poco a poco los asuntos se fueron arreglando. Pero, a
partir de la revolución, su renta nunca llegó a quince mil libras de utilidad.
Gracias a su admirable orden y a su resignación pudo hacer frente a todo.
Muchas veces le oí decir que nunca fue tan rica como cuando llegó a ser
pobre.
La renta de esta tierra de Nohant —donde fui educada, donde pasé casi
toda mi vida y donde desearía morir— es poco considerable. La casa es
sencilla y cómoda. Aunque ubicado en el centro del valle Negro, el lugar
donde está situada no es bello. Cuenta con una amplia faja de tierra para
sembrados; pero el paisaje es desnudo. Sea lo que fuere, nos gusta y la
queremos. Mi abuela la amó también y mi padre buscó allí dulces horas de
reposo en las agitaciones de su vida. Surcos de tierra oscura y rica, grandes
nogales redondos, senderitos sombreados, matorrales silvestres; un cementerio
lleno de hierbas, un pequeño campanario cubierto de tejas, un pórtico de
madera sin pulir, grandes olmos y casitas de labriegos rodeadas de lindas
cercas, con glorietas emparradas y verdes cañaverales. Todo es agradable a la
vista y caro al corazón, en un ambiente sereno, humilde y silencioso. El
castillo, por así llamarle, pues es una casa mediocre de la época de Luis XVI,
está contiguo a la aldea, a orillas de la plaza campestre, sin otro ordenamiento
que el que corresponde a una casa rural.
Las doscientas o trescientas chimeneas de la comunal están esparcidas por
toda la campiña. Los habitantes de Nohant, todos campesinos, todos pequeños
propietarios, son de carácter jocoso con una máscara de gravedad. Tienen
buenas costumbres, alguna piedad sin fanatismo, gran decencia en su aspecto
exterior y en sus modales; son lentos en la acción, pero constantes, y se
manifiestan ordenados, limpios hasta la pulcritud, francos y naturales de
espíritu. Nunca los adulé. Tampoco los humillé con lo que se llaman «obras de
caridad». Les he hecho favores y me los han retribuido con arreglo a sus
medios, por propia voluntad y en la medida que les dictara su bondad y su
inteligencia. No son aduladores ni serviles. Cada día tienen más cimentado su
orgullo y se manifiestan audaces sin llegar a abusar de la confianza que se les
dispensa. Tampoco son groseros. Poseen más tacto, discreción y cortesía que
muchos que pasan por gente bien educada.
Veintiocho años vivió mi abuela entre ellos y sólo tuvo motivos para
felicitarse de tal circunstancia. Deschartres, con su carácter irritable y su
excesivo amor propio no llevó allí una existencia tan plácida. Siempre
protestaba de la astucia, la picardía y la estupidez del campesino. Mi abuela
reparaba sus yerros y él, por la bondad que había en el fondo de su corazón, se
hizo perdonar sus ridiculeces y sus injustos arrebatos.
Pasó mi abuela varios años, con Deschartres, dedicada a la educación de
mi padre y a ordenar su situación pecuniaria. Su situación moral estaba trazada
en estas reflexiones que voy a transcribir. Tenía ella la costumbre de hacer
resúmenes de sus lecturas y de anotar algunas de sus impresiones. Escribió:
«Europa se permite atribuir los horrores de que Francia ha sido víctima a la
perversidad innata de un gran pueblo.
»¡Dios guarde a otras naciones de conocer por experiencia la furia de que
son susceptibles los hombres de un país cuando ningún lazo les retiene,
cuando se ha impreso a la máquina social una sacudida tan violenta que todos
pierden la noción de donde están! Todo puede cambiar si el gobierno mejora,
si se tranquiliza y si renuncia a mofarse de la debilidad de los hombres. ¡Ay!
Vayamos en busca de la esperanza, ya que los recuerdos nos matan. Corramos
hacia el porvenir, puesto que el presente está desprovisto de consuelo. Y
vosotros, los que debéis cuidar el juicio de la posteridad y lo fijáis para
siempre, historiadores y cronistas, interrumpid vuestros relatos para anunciar
una regeneración o un arrepentimiento. No terminéis vuestro trabajo antes de
poder indicar el primer resplandor de la aurora, en la lejanía de esta espantosa
noche. ¡Hablad del valor de los franceses, de su heroísmo; y echad, si es
posible, un velo sobre las acciones que han mancillado su gloria y han
empalidecido el brillo de sus triunfos! Los franceses están cansados de
desgracias. Han sido vencidos por una fuerza sobrenatural, y después de haber
experimentado el rigor de una pesada opresión, sólo desean tener una situación
más feliz. Sus votos están limitados y sus derechos restringidos. Estarían
contentos si pudiesen esperar el término de sus inquietudes. Una terrible
tiranía les ha hecho considerar la seguridad de la vida como uno de los bienes
más preciados del mundo… Se han vivido tantas penas que se ha perdido la
costumbre de asociarse al interés general. Los peligros personales, cuando
llegan a cierto límite, trasforman todas las relaciones y el olvido de la
esperanza cambia casi por completo nuestra naturaleza. Se necesita un poco de
dicha para entregarse al amor de la comunidad. Hay que tener para sí algo más
de lo necesario para poder aliviar la suerte de los demás…»
Los felices de ayer, los que habían dispuesto durante largo tiempo de la
felicidad ajena, debieron hacer un gran esfuerzo para acostumbrarse a un
destino precario. Los mejores, mi abuela, por ejemplo se lamentaron de no
tener nada para dar, y no poder aliviar los sufrimientos ajenos.
Los franceses de los ejércitos eran amigos de todo lo que había quedado en
Francia. Defendían el pueblo, la burguesía y la nobleza patriota. Heroicos
mártires de la libertad, tenían la misión de defender el territorio nacional. Es
indudable que el fuego sagrado no se había extinguido sobre Francia, que
producía en un abrir y cerrar de ojos semejantes ejércitos.
Citaré nuevos fragmentos de la correspondencia de mi padre, en los cuales
la época se muestra tal cual fue en la superficie, poco después del régimen
austero de la Convención: la ligereza, la embriaguez, la temeraria indiferencia
de la juventud, ávida de diversiones, de lo que estuvo tanto tiempo privada; la
nobleza volviendo a París medio muerta, pero prefiriendo el espectáculo del
triunfo de la burguesía a la vida austera de los castillos; el lujo explotado por
los nuevos poderes como medio de reacción; el pueblo mismo dando la mano
a la vuelta del pasado. Francia ofrecía el extraño espectáculo de una sociedad
que quiere salir de la anarquía y que no sabe todavía si se apoyará en el pasado
o si contará con el porvenir para encontrar las formas que garanticen el orden
y la seguridad individual.
Desde el año 1794, mi padre había estudiado mucho con Deschartres, pero
no había adelantado tanto en estudios clásicos. Únicamente sacaba provecho
de las lecciones de su madre. La música, las lenguas vivas, la declamación, el
dibujo y la literatura lo atraían con pasión. No gustaba de las matemáticas, ni
del griego, aunque toleraba un poco más el latín. La música era su estudio
preferido. Su violín fue el compañero de su vida. Tenía además una voz
magnífica y cantaba admirablemente. Era todo instinto, todo corazón, todo
impulso, todo valor, todo confianza; amando todo cuanto era bello y dándose
todo entero sin inquietarse ni del resultado ni de las causas. Más republicano
que su madre, personificó la faz caballeresca de las últimas guerras de la
República y de las primeras guerras del Imperio. Pero en el 96 era tan sólo un
artista. He aquí una carta que recuerda el delirio musical tan bien y tan
frecuentemente pintado por Hoffmann:
«24 de julio de 1796:
»Estoy en Argenton, mi buena madre. He dejado pasar un día de correo sin
escribirte porque lo pasé durmiendo imagínate que el día de mi llegada
encontré a todos los músicos de Chateauroux en casa del señor de Scévole. El
prior de Chantone, que es un bajo muy bueno hombre muy amable, estaba
también. Después de comer, nos instalamos en número de ocho, en un
pabellón que está en un extremo del jardín, donde ejecutamos sinfonías de
Pleyer hasta las cinco de la mañana. Al día siguiente fuimos a casa de la
señora de Ligondais. A las seis, el concierto se inició con una sinfonía en la
cual yo era el primer violín, porque el señor Thibault, el virtuoso del lugar, no
había llegado aún. Llegó al fin y le devolví su lugar con mucho placer, pues
eso se hacía difícil y podía comprometer mi reputación. Ejecuté luego un
cuarteto de Pleyel; en mi vida lo hice mejor. A cada paso era interrumpido por
ruidosos aplausos. Mi triunfo fue completo. Estaba de pie ante cincuenta
personas. A las diez, una vez terminado el concierto, todos los músicos
cenaron en casa del señor de Scévole. A los postres, el gordo prior, animado
por el excelente vino de Champagne, trajo su bajo, lo puso sobre la mesa y nos
hizo jurar sobre él que no nos separaríamos hasta el día. El prior se relevaba
con el bajo con un señor de Chateauroux y el señor de Scévole en el alto con
uno de sus vecinos. Yo interpretaba a primera vista, como un loco; nada me
detenía ya. Estaba un poco mareado; volaba entre nubes de notas sin comerme
una sola. Terminamos a las cinco y luego comimos. Dormí hasta mediodía y
me encuentro muy bien. Adiós, mi buena madre; me llaman para ejecutar de
nuevo.
»Te quiero y te beso con toda mi alma. Mauricio.»
Capítulo VI
Mis amigos me dicen: ¿Por qué ha hablado tan poco del mariscal de
Sajonia? ¿No es acaso la figura más notable de ese pasado que usted evoca
como base de sus relatos? ¿No sabe usted algún hecho particular de la vida de
este héroe que haya escapado a la historia? ¿Su abuela no tenía algo que contar
que pudiera aclarar el carácter particular y bastante misterioso todavía para la
posteridad?
No; mi abuela no tenía más que dos años cuando lo perdió; y, en sus
recuerdos vagos o en los relatos de su madre, constaba que había retrocedido
en el momento de ser besada por él en medio de una cena, porque despedía un
olor a manteca rancia que repugnaba. Su madre le explicó que el héroe gustaba
muchísimo de la manteca rancia, y que para satisfacerlo, no se encontraba
nunca una bastante nauseabunda. En cuestión de cocina, todos sus gustos
estaban de acuerdo. Gustaba del pan duro y de las legumbres casi crudas. Era
una suerte para este hombre que pasó en guerra las tres cuartas partes de su
vida.
No teniendo nociones particulares sobre el mariscal de Sajonia, lo único
que tengo para contar es lo que todo el mundo sabe: que se llamaba Arminius-
Mauricio y había nacido en Dresde, en 1696; que fue criado con su hermano,
príncipe electoral desde Augusto III, rey de Polonia; que a los doce años huyó
de la casa de su madre, atravesó Alemania a pie, fue a reunirse con el ejército
de los aliados que estaba bajo las órdenes de Eugenio de Saboya y de
Marlborough y que sitiaba a Lila. Se sabe que subió varias veces la trinchera
con audacia y recibió de los franceses, a quienes combatía entonces, su
bautismo de fuego. A los trece años, en el sitio de Tournay, el caballo que
montaba fue muerto y las balas atravesaron su sombrero. En el sitio de Mons,
al año siguiente, saltó entre los primeros al arroyo llevando a un soldado a
cuestas; mató de un tiro a uno de sus enemigos, que había creído poder
tomarlo prisionero con toda facilidad; y con una especie de furor se exponía
tanto a todos los peligros, que fue amonestado personalmente por el príncipe
Eugenio. Tal era el exceso de temeridad que había desplegado.
Se sabe que en 1711 marchó contra Carlos XII; que en 1712, a la edad de
16 años, dirigió un regimiento de caballería, que le mataron el caballo que
montaba, y que llevó doce veces a la carga su regimiento casi destruido.
Casado a los 17 años con la condesa Loven, padre a los 30 años de un hijo que
no vivió mucho tiempo; guerreando siempre con pasión, a veces contra Carlos
XII, a quien admiraba tan ingenuamente que se expuso diez veces a ser muerto
o tomado prisionero para verle de cerca; a veces contra los turcos, en calidad
de voluntario y por amor al arte, no regresaba al lado de su mujer más que
para sufrir justos reproches por sus infidelidades. Había declarado tener gran
adversión al casamiento; pero su madre no había tenido en cuenta eso cuando
lo encadenó apenas salió de la infancia. Era realmente tan niño en aquella
época que, después de haberse resistido obstinadamente al deseo de su madre,
se decidió repentinamente a casarse porque la joven se llamaba Victoria.
Dejó a su esposa en 1720 para trasladarse a Francia, donde el regente lo
hizo mariscal de campo. Mauricio hizo romper su casamiento un año después.
Su mujer lloró mucho, pero se volvió a casar casi en seguida. Todo cuanto
rodeaba a este joven, las costumbres de la regencia, la facilidad de romper
lazos contraídos sin creencia y sin amor, su propio nacimiento, los terribles
ejemplos de corrupción de su padre y de todos los lugares donde recibió
educación, fueron causas de su desorden y de su precoz desmoralización.
Elegido por los courlandeses duque de Courlande y Sémigalle, amado y
animado por la duquesa Ana Iwanowna, que luego fue zarina de Rusia, luchó
enérgicamente para conservar su principado contra las pretensiones vecinas.
Por su propia culpa perdió la protección de la duquesa Ana. Una noche que
atravesaba el patio del palacio de la duquesa llevando una mujer en sus brazos,
encontró a una anciana que llevaba una linterna, la cual, al verle, de miedo,
gritó. Dio Mauricio un puntapié a la linterna y resbaló y rodó por la nieve con
las dos mujeres. Acudió un centinela.
El asunto fue difundido. La futura zarina no lo perdonó y se vengó más
tarde, diciendo de él: «Hubiera podido ser emperador de Rusia. ¡Esa aventura
le ha costado muy caro!»
Las campañas de Mauricio de Sajonia en favor de Francia son bastante
conocidas como para que yo hable de ellas.
Mauricio despreciaba la política de la corte inepta y frívola, en la cual se
consideraba la guerra como una diversión, como una ocasión de destacarse,
sin ninguna preocupación por la sangre de los soldados y por el honor del país.
Cada oficial joven no piensa más que en su gloria particular, si gloria se puede
llamar la vanidad culpable de salvar su regimiento y uno mismo, no solamente
sin utilidad, sino a costa del perjuicio o del peligro de la campaña. Mauricio
había hecho esas locuras a los quince años. Había escuchado a Eugenio
cuando éste le decía: «Acostúmbrese a no confundir la temeridad con el
valor», y siendo aún muy joven, había reflexionado acerca de esta
amonestación; su madurez espiritual fue precoz y nadie fue más avaro que él
de la sangre de los hombres a quienes dirigía. Además de ser realmente muy
humano, ponía su gloria y su ciencia en prevenir los males de la guerra e
impedir esos hechos sensacionales de que quería servirse la nobleza, ávida de
retornar a sus placeres, para obtener honores y ascensos.
Dije que el mariscal de Sajonia no tenía nada de cortesano. Hijo de rey,
aspirando sin cesar a ser rey él mismo, tenía un gran orgullo. Y sin embargo
no era más que un aventurero audaz, que hubiera debido contentarse con su
gran título de general.
Sus obras militares (Reveries, notas, etc., publicadas en 1757) son muy
interesantes para estudiarlas. Hubiera querido dar al soldado un equipo más
sano y más cómodo; que la caballería volviera a tomar la armadura defensiva
y la lanza, que la infantería adoptara el paso de los prusianos; decidir los
encuentros con la bayoneta y no por el fuego; establecer una escuela de estado
mayor; llegar a los grados superiores por méritos y no por antigüedad;
máquinas dispuestas a formar parapetos bajo el agua, a la entrada de los
puertos, para detener los barcos; crear una infantería ligera. Muy preocupado
de proteger la vida y la salud del soldado, añoraba las antiguas armas
defensivas. Sus vicios se mezclaban con sentimientos de humanidad. Trataba
de hacer desaparecer la cruel costumbre de quemar los alrededores de las
ciudades amenazadas. Encadenaba a los espías en lugar de ahorcarlos.
Algunas veces filosofa: «¿Qué espectáculo nos presentan hoy las naciones?
Algunos hombres ricos, ociosos y voluptuosos labran su dicha a expensas de
una multitud…, la cual subsiste únicamente mientras está al servicio de
aquéllos. Este conjunto de hombres opresores y oprimidos forma lo que se
llama la sociedad; y esta sociedad reúne todo lo que tiene de más vil y de más
despreciable, y con eso forma su ejército. Con semejantes costumbres y con
semejantes brazos los romanos nos conquistaron el universo». Mauricio
quisiera que todo francés fuese soldado durante 5 años, sin excepción…
Las faltas de este héroe fueron las de su época y fruto de su educación.
Íntimamente su alma era noble y hermosa, y su carácter bueno y generoso. En
otro ambiente, y sostenido por otros consejos, otros principios y otros
ejemplos, este Ajax homérico hubiera conquistado su gloria militar sin
ninguna de las manchas acarreadas por su vida privada. «Fue vicioso, dice un
historiador de su vida, porque las mujeres pusieron en ello muy buena
voluntad y le ayudaron a serlo todo lo que pudieron.»
Mauricio amaba realmente a sus soldados y muy poco a las personas del
ejército de la corte. Testimonio de esto es su contestación a un teniente
general, quien, al proponerle el ataque de una plaza, agregaba: —Os exponéis
a perder cuando más una docena de soldados.
—De acuerdo estaría —respondió el mariscal—, si fuera una docena de
tenientes generales. Y volvió la espalda.
Esperó la muerte sin temor, diciendo a su médico:
—La vida es un sueño; el mío ha sido corto, pero muy hermoso.
Era, en fin, un espíritu muy exaltado y cuya excusa está en esa misma
exaltación. Sus obras fueron inferiores a la actividad que había en él. Tenía
necesidad de llegar a ser soberano, y como en esa época por derecho no podía
serlo, sus amigos tuvieron que defenderse a menudo contra la locura que sus
contemporáneos le atribuían. Si hubiese nacido cincuenta años más tarde,
hubiera tal vez buscado y realizado, en alguna parte, su sueño de realeza, a no
ser que Francia hubiera ahogado su ambición en el cadalso. El destino de
Napoleón es como una realización superada de los ardientes sueños de
Mauricio. Se sabe que el impetuoso sajón soñó con ser rey de Tabago, luego
de Córcega y por último de los judíos. Era un reformador sin luces suficientes.
Hubiera pedido consejo y se hubiera iluminado; y, así como Adrienne
Lecouvreur lo había iniciado en el arte del amor, algún espíritu justo y sabio
hubiera podido iniciarlo en las verdaderas ideas.
Capítulo VII
Capítulo VIII
Capítulo IX
Capítulo X
Capítulo XI
Capítulo XII
Capítulo XIII
Capítulo XIV
Capítulo XV
Capítulo XVI
Capítulo XVII
Capítulo XVIII
Capítulo XIX
Capítulo XX
Capítulo XXI
Capítulo XXII
Capítulo XXIII
De Mauricio a su madre
«Fin de brumario, año 13 (Noviembre, 1804).
»Creo que no iré por el momento a Fayel, pues el general Suchet me hizo
el honor de detener su coche expresamente ayer para hablarme; me dijo que
todos los generales de división iban a ser llamados para asistir a la ceremonia
de la coronación y que probablemente Dupont también vendría. Se espera a Su
Santidad mañana. Mis trabajos líricos tienen acá un éxito que no me esperaba
en Nohant. Me piden la romanza del Divorcio. El que se entusiasma mucho
con ella es Saint-Brisson. Está aquí para la coronación como presidente del
cantón y realiza sus visitas a las diez de la noche con medias de seda y a
caballo.»
«París, 7 frimario, año 13 (Noviembre, 1804).
»Estaba por salir para Fayel y perder la ceremonia de la coronación,
cuando el mariscal Ney me comunicó que acababan de llamar urgentemente a
Dupont. Éste llegó, en efecto, la víspera del gran día. Estamos en términos
muy amistosos. Luego presencié la ceremonia. Vi uno, dos, tres, cuatro, cinco
regimientos; húsares, coraceros, dragones, carabineros y mamelucos; uno, dos
tres, cuatro cinco, seis, siete, ocho nueve, diez, once, doce trece, catorce
coches con seis caballos cada uno y llenos de figuras de la corte; un coche;
con diez espejos lleno de princesas; el coche del archicanciller y, por fin, el del
emperador: ocho caballos blancos admirables, enjaezados y adornados hasta el
primer piso de las casas. El coche tiene diez espejos. Sobre la imperial de la
carroza lleva una corona rodeada de águilas. Por delante y detrás de ella treinta
pajes. El emperador estaba en el fondo, a la derecha; la emperatriz a la
izquierda. En la parte delantera, los príncipes José y Luis. A caballo, alrededor
de dicha carroza, los mariscales Monsey, Soult, Murat y Davoust. Caballos de
mano cubiertos de drapeados de oro y gualdrapas relumbrantes, llevados con
dos riendas de seda y oro por mamelucos a pie, vestidos con la mayor
munificencia. El coche del Papa con ocho caballos blancos empenachados. El
Papa solo en el fondo. Dos cardenales vis a vis. La cruz de oro, llevada delante
del coche, por un orgulloso gordo en traje de ceremonia y con un bonete
cuadrado montado sobre una mula. Veinte carrozas más, parecidas a las
primeras, todas con las armas y las libreas del emperador, transportaban el
resto de los cortesanos.
»En Notre Dame, el trono, cerca de la puerta, representando un arco de
triunfo bastante pesado y cuyo estilo griego desentonaba con el estilo gótico
de la iglesia; la emperatriz, sentada un poco más abajo que su esposo. Los
príncipes, dos gradas más abajo. Las tribunas, a derecha e izquierda,
adornadas por drapeados, ocupadas por el Consejo de Estado, el cuerpo
legislativo, los presidentes de cantón, los príncipes extranjeros y los invitados
oficiales. En la nave, los oficiales principales de la Legión de Honor.
»Después de la misa, el emperador bajó del trono con la emperatriz,
seguido por los príncipes y las princesas. Atravesaron la iglesia con paso grave
para acercarse al altar. El Papa puso óleo en la frente y en las manos del
emperador y de la emperatriz; luego Bonaparte se levantó, tomó la corona que
estaba en el altar, se la puso él mismo sobre la cabeza y pronunció en alta voz
el juramento de sostener los derechos de su pueblo y de mantener la libertad
del mismo. Regresó a su trono y se cantó el Tedeum. Después, de regreso,
iluminaciones magníficas, bailes, fuegos artificiales, etc. Todo era muy
hermoso, imponente; la pieza bien puesta en escena y los grandes papeles bien
desempeñados. ¡Saludos para la República! Tú no la lamentas, mi buena
madre, ni yo tampoco por lo que ha sido, pero sí por lo que debió ser, por lo
que era en mis sueños de niño.
»Ejecutaron mi “overtura” en casa de Augusto, con los músicos de
Feydeau. La presenté como obra de un amigo mío, y fue comparada con la
música de Haydn. Tuve un éxito que estaba lejos de esperar.
»Mi Aurora está muy bien de salud y es hermosa. Estoy encantado de que
me hayas preguntado por ella».
Se ha visto por la carta precedente que mi existencia estaba aceptada por la
buena madre y que no podía disimular su interés por mí; y, sin embargo, no
aceptaba el casamiento y con el abate Andrezel trataba de encontrar pruebas
de nulidad.
El abate Andrezel llegó a París con todos los poderes necesarios. Este
señor era uno de los hombres más espirituales y más amables que yo he
conocido. Había hecho no sé qué traducciones del griego y era considerado
como un sabio. Había sido rector de la Universidad y censor durante la
Restauración. Era un poco libertino. Por lo tanto, le resultaba algo penoso
encargarse de una misión tan grave como la que le había confiado mi abuela.
Sin embargo, trabajó con mucha actividad. De sus consultas resulta
indisoluble el matrimonio.
Mientras el abate Andrezel hacía sus diligencias en París y mi abuela
escribía, a su hijo, desde Nohant, sin demostrarle pesar ni irritación, mi padre,
siempre mudo con respecto al asunto del casamiento, le daba detalles de sus
asuntos:
«28 frimario, año 13.
»Llego de Montreuil. Debí estar allí antes del 30 y presentarme ante el
inspector durante las revistas para poder recibir el sueldo. A mi regreso
encontré a René muy entusiasmado en favor mío. Comió con Dupont y su
príncipe y hablaron extensamente de mí. El príncipe se extrañó mucho de que
yo no hubiera adelantado en mi carrera. Le seré presentado y ha dicho que se
interesará por mí. Desgraciadamente, su influencia no es mucha actualmente;
en cambio, si fuera su mujer la que interviniera en mis asuntos, creo que
tendría mucho más éxito. Dupont se casa con la señorita Bergon. Es muy
amante de la música, según se dice. Le ha comprado esta mañana un piano de
4.000 francos y un arpa de 150 luises. Estoy encantado; puede ser que cuando
tenga esposa con quien discutir nos dejará más tranquilos.»
«5 de enero, 1805.
»En Montreuil pude comprar un espléndido piano de cuatro pedales. Su
valor es de treinta y cinco luises y lo conseguí por dieciocho. Lo encontré en la
casa de un señor Grevin, empresario de ataúdes de todas las parroquias de
París. Había recibido ese piano como pago de una cuenta y no sabía qué hacer
con él.»
Otros fragmentos de cartas
«Aurora quedó muy complacida con el beso que le di de tu parte. Si
pudiera hablar o escribir, te desearía un feliz año nuevo. Aún no habla nada,
pero te aseguro que lo piensa. Adoro a esta criatura; perdóname este amor, no
perjudica en nada mi amor por ti; por el contrario, me hace comprender mejor
y apreciar más todo lo que tú me amas. El príncipe José será nombrado rey de
Lombardía y Eugenio Beauharnais rey de Etruria. Se habla de una próxima
guerra.»
«París, 9 ventoso.
»El emperador es el único que hace los nombramientos. Él sabe lo que
quiere hacer. Quiere rodear su familia y su persona de cortesanos arrancados
del antiguo régimen. No tiene necesidad de complacer a oficialitos como yo,
que han hecho la guerra con entusiasmo y de los cuales no hay nada que temer.
Debemos consolarnos. Viena, la guerra y todo lo demás cambiará todo esto.
Serviremos para algo cuando haya que hacer fuego, y entonces tal vez se
acordarán de nosotros.
»En medio de tus reproches siempre reaparece tu cariño. No sé quién te ha
dicho que yo estaba en la miseria y te inquietas por ello. Es cierto que el
verano pasado viví en una buhardilla y que mi hogar de poeta y de enamorado
contrastaba con los dorados de mi uniforme militar. No acuses a nadie por esas
dificultades pecuniarias, de las cuales no te hablé y de las que no me quejaré.
Una deuda que yo creía pagada y cuyo importe había pasado a manos
deshonestas, fue la causa de ese desastre, ya reparado con mi sueldo. Vivo
ahora en un departamentito muy agradable y no me falta nada.»
Aquí terminan las cartas de mi padre a su madre. Sin duda, le escribió
muchas otras durante los cuatro años que vivió y durante los cuales estuvieron
varias veces separados. Pero esa correspondencia ha desaparecido, ignoro por
qué y cómo. Para continuar la historia de mi padre, no me queda más que su
hoja de servicios, algunas cartas escritas a su mujer y vagos recuerdos de mi
niñez.
Mi abuela llegó a París sin avisar a Mauricio, con la intención de hacer
anular el casamiento de su hijo, esperando además que él consentiría en ello,
pues jamás lo había visto resistirse a sus lágrimas. Empezó a consultar al señor
Deseze sobre la validez del casamiento. Este señor realizó consultas con otros
abogados célebres y llegó a la conclusión de que el casamiento tenía nueve
oportunidades contra diez de ser declarado válido por los tribunales, que mi
partida de nacimiento era correcta y que, aunque se anulara el casamiento mi
padre se vería en el deber de llenar nuevamente las formalidades debidas y
contraer matrimonio con la madre del hijo que había legitimado. Mi abuela se
encontró probablemente aliviada de la mitad de su dolor al tener que renunciar
a sus veleidades hostiles. Quiso, a pesar de todo, pasar unos días sin ver a su
hijo, sin duda con el objeto de ver llegar a su fin la resistencia de su propio
espíritu y conseguir nuevos informes sobre su nuera.
Mi padre se enteró de que su madre estaba en París; comprendió que lo
sabía todo y me encargó a mí la defensa de su causa. Me tomó en sus brazos,
subió a un coche, se detuvo ante la casa donde mi abuela se alojaba, con pocas
palabras se conquistó la buena voluntad de la portera y me confió a esta mujer,
la cual desempeñó así la misión que se le había confiado: Subió al
departamento de mi abuela y, con cualquier pretexto, pidió hablar con ella.
Una vez en su presencia le habló de no sé qué cosa; mientras hablaba se
interrumpió para decirle: «—¡Vea usted, señora, qué linda es mi nieta!» «—
¡Oh, sí; es muy lozana y fuerte!» —dijo mi abuela mientras buscaba su
bombonera. Y en seguida, la buena portera me depositó sobre las rodillas de
mi abuela, quien me ofreció golosinas y empezó a mirarme con admiración y
muy emocionada. De repente me alejó de sí, gritando: —«¡Usted me engaña,
esta criatura no es suya; ya sé quien es!»
Asustada por el movimiento que me rechazaba, parece que me puse a llorar
con verdaderas lágrimas, las cuales causaron mucho efecto.
—«Ven, mi amorcito —dijo la portera tomándome en sus brazos—, aquí
no te quieren, vámonos.»
Mi pobre abuela quedó vencida. «¡Deme esa niña! —dijo—. ¡Pobrecita;
ella no tiene la culpa! ¿Quién la trajo?» «—Su señor hijo, él mismo, señora;
espera abajo, voy a devolverle su hija. Perdóneme si la he ofendido; yo no
sabía nada. Creí que le causaría un gran placer». —«Vaya, vaya, mi querida,
no estoy enojada con usted —dijo mi abuela; vaya a buscar a mi hijo y déjeme
la niña.»
Mi padre subió las escaleras de cuatro en cuatro. Me encontró sobre las
rodillas, contra el pecho de mi buena abuela, quien lloraba y trataba de
hacerme reír. No me contaron lo que pasó entre ellos, y como yo no tenía más
que ocho o nueve meses, no tomé nota de nada. Es probable que lloraron
juntos. Mi madre, que fue quien me contó esta primera aventura de mi vida,
me dijo que cuando volví a su lado tenía en mi mano un hermoso anillo con un
gran rubí, que mi abuela se había quitado de su mano, encargándome que lo
colocara en las manos de mi madre, cosa que mi padre se encargó de hacerme
cumplir.
Algún tiempo transcurrió sin que mi abuela consintiera en ver a su nuera.
Mas como ya se había propagado la noticia de que su hijo había hecho un mal
casamiento y que su oposición a la nuera podía redundar en perjuicio de
Mauricio, vino a entrevistarse con Sofía. Ésta la desarmó por sus lindos
modales y sumisión espontánea. El casamiento religioso fue celebrado en
presencia de mi abuela y, después, una comida de familia selló oficialmente la
adopción de mi madre y la mía.
Ambas mujeres procedieron de modo excelente; adoptaron para su trato los
dulces nombres de madre y de hija. Si el casamiento de mi padre provocó un
pequeño escándalo entre las personas de la intimidad de la familia, en cambio
el mundo frecuentado por mi padre aceptó a mi madre sin pedirle informes de
sus abuelos o de su fortuna.
Mi madre no se sintió jamás humillada ni honrada por encontrarse entre
personas que podían creerse superiores a ella. Se burlaba con delicadeza del
orgullo de los tontos y de la vanidad de los nuevos ricos y sintiéndose muy del
pueblo, se creía más noble que todos los patricios y los aristócratas de la tierra.
Tenía el hábito de decir que los de su raza eran de sangre más roja que los
demás y que sus venas eran más anchas.
Mi madre no era una intrigante audaz. Su actitud era tan reservada que
parecía tímida. Con las personas que le inspiraban respeto era atenta y
encantadora; pero su verdadera naturaleza era alegre, amiga de dar bromas,
activa y, sobre todas las cosas, enemiga de la afectación. Odiaba las grandes
comidas, las tertulias de etiqueta, las visitas frívolas. Era mujer de hogar y
amante de los paseos rápidos y animados. Vivió siempre retraída.
Como mi padre pensaba del mismo modo, ambos se entendieron siempre
muy bien. En ninguna parte estaban más felices que en su hogar. A mí me han
legado ese secreto salvajismo por el cual el mundo se me hace insoportable.
Todas las diligencias de mi padre para obtener un ascenso no tuvieron
resultado. Debió regresar al campamento de Montreuil; mi madre se reunió
con él en la primavera de 1801 y pasó dos o tres meses allí durante cuyo
tiempo, mi tía Lucía se encargó de mi hermana y de mí. Esta hermana, de la
cual hablaré más tarde, no era hija de mi padre. Me llevaba cinco o seis años y
se llamaba Carolina. Mi tía Lucía tenía una hijita nacida cinco o seis meses
después que yo. Es ésta mi querida prima Clotilde, mi mejor amiga de toda la
vida. Mi tía vivía entonces en Chaillot, donde mi tío había comprado una
casita. Alquilaba un burro para hacernos pasear en él. Nos colocaban sobre la
paja de unos canastos destinados a llevar las frutas y legumbres al mercado,
Carolina en uno, Clotilde y yo en el otro.
En este tiempo el Emperador iba camino de Italia y se encontró frente a
frente con Inglaterra, Austria y Rusia… Todo el ejército estaba reunido a
orillas del canal de la Mancha y esperaba el momento de la invasión a
Inglaterra, mas el Emperador, viendo su fortuna traicionada en el mar, cambió
todos sus planes en una noche.
Capítulo XXIV
Capítulo XXV
Capítulo XXVI
Si cada uno de mis lectores, al leerme evoca con placer las primeras
emociones de sus vida, si se siente otra vez niño durante una hora, ni él ni yo
habremos perdido el tiempo; pues la niñez es buena, cándida, y los mejores
seres son aquellos que guardan más o que pierden menos ese candor y esa
sensibilidad primitivos.
Recuerdo muy poco a mi padre antes de la campaña de España. Estaba
ausente durante largos intervalos. Pasó a nuestro lado el invierno de 1807 a
1808, pues recuerdo vagamente tranquilas comidas, durante las cuales mi
padre simulaba comer con gran entusiasmo algún postre, seguramente muy
modesto, para reírse de mi gula desilusionada. Recuerdo también que con su
servilleta anudada y plegada de distintos modos hacía muñecos que semejaban
un monje, un conejo y un títere, cosas que me causaban mucha gracia. Creo
que me mimaba muchísimo. Me han dicho que durante el poco tiempo que
podía pasar en familia era tan feliz que no quería separarse de nosotros ni un
instante, que jugaba conmigo durante días enteros y, que a pesar de lucir su
gran uniforme, no tenía vergüenza de llevarme en sus brazos por la calle y por
los bulevares.
Seguramente yo era muy feliz, porque era muy querida; éramos pobres y
yo no me daba cuenta de ello. Mi padre tenía entonces un buen sueldo y
hubiéramos podido encontrarnos en una situación holgada, si los gastos que le
provocaban sus funciones de ayudante de campo de Murat no hubieran sido
tan excesivos. Mi abuela se sacrificaba también para que él pudiera ostentar el
lujo que se exigía entonces, y, a pesar de todo, tenía deudas por los caballos,
trajes y equipos. Mi madre fue acusada a menudo de haber provocado, por su
desorden, la mala situación de la familia. Recuerdo tan netamente nuestro
hogar en esa época, que puedo afirmar que no merecía ninguno de esos
reproches. Tendía las camas, limpiaba el departamento, zurcía la ropa y hacía
la comida. Era una mujer de un valor extraordinario. Durante toda su vida se
levantó con el alba y se acostó a la una de la mañana, y no recuerdo haberla
visto jamás ociosa. Nadie nos visitaba, excepto nuestra familia y el excelente
amigo Pierret, quien tenía para mí la ternura de un padre y los cuidados de una
madre. Es el momento de hacer la historia y el retrato de este hombre
inapreciable a quien recordaré toda mi vida.
Pierret era hijo de un pequeño propietario de Champagne, y desde joven
estaba modestamente empleado en el tesoro. Era el más feo de los hombres.
Tenía una gruesa nariz aplastada, boca chica y ojos muy pequeños. Sus
cabellos estaban rizados y su piel era tan blanca y tan rosada que siempre
pareció joven. A los cuarenta años se enojó mucho porque en la alcaldía,
siendo testigo de mi hermana, le preguntaron si ya era mayor de edad. Por la
expresión cándida de su fisonomía se prestaba a ese equívoco. Tenía gustos
muy prosaicos. Gustaba del vino, de la cerveza, de la pipa, del billar y el
dominó. Cuando no estaba con nosotros pasaba el tiempo en un bar del
«faubourg» Poisonniére. Su vida transcurrió, pues, en un círculo muy oscuro y
monótono. Sin embargo, fue feliz. ¿Y cómo hubiera podido no serlo? Quien lo
conoció lo amo y nunca la idea del mal rozó su alma honrada y simple.
Era muy nervioso y, por consiguiente, susceptible; pero nunca hirió a nadie
con sus palabras. Nadie se da idea de la cantidad de exabruptos que tuve que
soportarle. Pateaba y se ponía rojo, mientras con un lenguaje poco protocolar,
lanzaba los más vehementes reproches. Mi madre tenía la costumbre de no
prestarle atención en esos momentos. Se contentaba con decir: «¡Ah, aquí está
Pierret rabiando; podremos ver unas lindas muecas!» Y en seguida Pierret,
olvidando su enojo, se ponía a reír.
Me había visto nacer y me había dado de comer. Esto es suficiente para dar
una idea de su carácter. Como mi madre estaba extenuada por la fatiga, una
noche, por propia iniciativa, me sacó de mi cuna, me llevó a su casa donde me
tuvo durante quince o veinte noches, durmiendo él apenas (tanto se
preocupaba por mí) y me hacía tomar leche y agua azucarada con tanta
solicitud, cuidado y limpieza como lo hubiera hecho la mejor de las nodrizas.
Todas las mañanas me llevaba nuevamente a mi casa; y por la noche volvía a
buscarme. No le importaba que todo el barrio viera que él muchacho de 22 o
23 años, hubiera tomado a su cargo semejante tarea. Me consideró siempre
como a una criatura.
Había trabado relación con mis padres en los días en que yo nací. Una
parienta suya vivía en la calle Meslée, al lado de mis padres. Esta mujer tenía
un niño de mi edad a quien descuidaba, y éste, privado de su alimento, lloraba
todo el día. Mi madre entró en el cuarto donde el pobrecito se moría de
hambre, le dio de mamar, y continuó ocupándose de él sin decir nada. Pierret,
al visitar un día a sus parienta sorprendió a mi madre en esa ocupación, se
enterneció y se dedicó a ella y a los suyos por siempre. Se encargó de todos
los asuntos de mi padre, le libró de todos los acreedores de mala fe y de todas
las preocupaciones materiales de las cuales entendía muy poco. Él elegía los
criados, arreglaba las cuentas, cobraba sus sueldos y le hacía llegar dinero
hasta cualquier lugar donde la guerra lo hubiera llevado. Mi padre no salía
nunca para una campaña sin decirle: «Pierret, te recomiendo mi mujer y mis
hijos, y si no vuelvo, piensa que esto es para toda la vida.» Pierret tomó esta
recomendación al pie de la letra, pues nos consagró su vida después de la
muerte de mi padre. Se quiso calumniar su amistad con nosotros, más
semejante suposición es un ultraje a su memoria.
Cuando quedó decidido nuestro viaje a España, Pierret hizo todos los
preparativos. No era ésta una empresa muy prudente para mi madre, pues
estaba encinta y quería llevarme con ella. Mi padre anunciaba una prolongada
permanencia en Madrid y creo que mi madre estaba un poco celosa y se dejó
entusiasmar por una ocasión que se le presentó. La mujer de un proveedor del
ejército a quien ella conocía salía en coche para Madrid y le ofreció compartir
el viaje.
El único protector de ambas señoras era un conductor de doce años.
Creo que no sufrí mucho al separarme de mi hermana, que quedaba en
pensión, y de mi prima Clotilde; como no las veía todos los días no me daba
cuenta de que esta separación pudiera ser más larga que las otras. Lo que
verdaderamente me entristeció durante los primeros momentos del viaje, fue el
haber dejado mi muñeca en un departamento desierto.
Salvo el pensamiento de mi muñeca, que me persiguió durante algún
tiempo, no recuerdo nada del viaje hasta las montañas de Asturias, pero
todavía experimento la admiración y el terror que me causaron esas grandes
montañas. Los bruscos virajes del camino en medio de ese anfiteatro, cuyas
cimas cerraban el horizonte, comprimían mi corazón y a cada rato me
angustiaban. Me parecía que estábamos encerrados entre esas montañas y que
no podríamos continuar nuestro camino ni volver atrás. Por primera vez vi en
la orilla del camino zarcillos en flor. Esas campanillas rosadas, delicadamente
rayadas de blanco, me gustaron mucho. Mi madre me abría instintivamente el
mundo de lo bello asociándome desde mi más tierna edad a todas sus
impresiones: así cuando había una hermosa nube, un hermoso efecto de sol o
una corriente de agua clara.
Al ver las campanillas en flor, me dijo: «Aspira su aroma y no lo olvides».
Cada vez que respiro flores de zarcillos recuerdo las montañas españolas y
la orilla del camino donde las recogí por primera vez.
Recuerdo otra circunstancia que no olvidaré jamás: estábamos en un lugar
bastante llano y no lejos de lugar habitado. La noche era clara, mas los grandes
árboles que bordeaban el camino la oscurecían por momentos. Estaba sobre el
asiento del coche con nuestro acompañante de doce años. El postillón aminoró
la marcha de sus caballos, se dio vuelta y gritó a este muchacho: «Diga a estas
señoras que no se asusten, tengo buenos caballos». Mi madre escuchó esas
palabras y asomándose por la portezuela vio tres personajes, dos sobre un lado
del camino y el otro enfrente.
«Son ladrones, gritó mi madre, postillón, vuelva atrás. Yo veo sus lusiles».
El postillón se rio. No contestó nada, castigó a los caballos y pasó rápidamente
delante de los tres personajes inmóviles. Cuando los caballos excitados y muy
asustados, hubieron recorrido una larga distancia, el postillón los puso al paso
y bajó para hablar con las viajeras. «Y bien señora, dijo, ¿habéis visto los
fusiles? Debían tener alguna mala intención, pues se quedaron de pie desde
que nos vieron. Mas yo confiaba en mis caballos. Si nuestro coche hubiera
volcado en ese lugar lo hubiéramos pasado muy mal, Eran tres grandes osos de
montaña, mi querida señora.»
Yo no tuve miedo; había conocido osos en mis cajas de Nuremberg. Les
había hecho devorar algunos personajes perversos de mis novelas
improvisadas y nunca se habían atrevido a dañar a mi buena princesa, con
quien yo me identificaba sin darme cuenta.
Aprendí lo que era la muerte en otra posada donde me dieron una paloma
viva entre las cuatro o cinco que habían destinado para nuestra comida. Esta
paloma me causó transportes de alegría y ternura. Nunca había tenido un
juguete tan hermoso, y un juguete vivo, ¡qué tesoro! Pero pronto me demostró
que un ser viviente es un juguete incómodo, pues se escapaba y era insensible
a mis besos. Aunque le decía las palabras más lindas, no me escuchaba. Eso
me cansó y pregunté a nuestro acompañante dónde estaban las otras palomas.
Me contestó que las estaban matando. «Bueno, dije yo, quiero que la maten a
ésta también.» Mi madre quiso hacerme renunciar a esta idea cruel, pero como
yo persistía en mi idea y lloraba y gritaba, le dijo a su compañera:
«Esta niña no debe darse cuenta de lo que pide; cree que morir es dormir.»
Me tomó de la mano y me llevó a la cocina donde estaban matando las
palomas. No sé cómo realizaban esa tarea, pero vi el movimiento del pájaro
que moría violentamente y su convulsión final. Proferí unos gritos
desgarradores y lloré amargamente creyendo que mi pájaro había corrido igual
suerte Mi madre, que lo tenía bajo su brazo, me lo mostró, y yo me quedé
encantada. Sin embargo, cuando a la hora de la comida nos presentaron las
palomas en un plato, no quise probarlas.
A medida que avanzábamos, el espectáculo de la guerra se hacía más
terrible. Pasamos la noche en un pueblo que había sido incendiado la víspera,
y en la posada donde descansamos quedaba únicamente una sala con una mesa
y un banco. Lo único que había para comer eran cebollas. Yo me conformé
con ellas; en cambio mi madre y su compañera no las probaron. No se atrevían
a viajar de noche. La pasaron despiertas y yo dormí sobre la mesa donde me
habían arreglado una cama con los almohadones del coche. Me es imposible
precisar cuál era la época de la guerra de España en ese entonces. Creo que
habíamos salido de París en el mes de abril de 1808 y que el terrible 2 de
mayo se produjo en Madrid cuando atravesábamos España para llegar allí.
Cuando dejamos París no hacía calor; pero apenas estuvimos en España el
calor nos aplastó.
Recuerdo también una circunstancia que me llamó mucho la atención. En
Burgos encontramos una reina que no podía ser otra que la reina de Etruria. Se
sabe que la partida de esta princesa fue la primera causa del movimiento del 2
de mayo en Madrid. La encontramos cuando se dirigía a Bayona, a donde el
Rey Carlos IV la llamaba a fin de reunir a toda su familia bajo la protección
del águila imperial.
En la posada donde nos habíamos detenido para comer, había un relevo de
posta, y en el fondo del patio un jardín bastante grande. En un rincón de ese
patio en una jaula, había una urraca que hablaba, cosa que fue para mí un
motivo de admiración. Decía en español algo que significaba «mueran los
franceses, o muera Godoy». Yo distinguía distintamente la primera palabra,
«muera, muera», Nuestra acompañante me dijo que estaba enojada conmigo y
que me deseaba la muerte. Me extrañé tanto de oír hablar a un pájaro, pensé
que debía sentir lo que él decía y temí muchos a esa especie de genio
malhechor que golpeaba con su pico los barrotes de la jaula mientras repetía
«¡muera, muera!»
Un nuevo acontecimiento me distrajo. Un coche grande, seguido de dos o
tres más, acababa de entrar en el patio y con toda rapidez eran cambiados los
caballos. Las personas del pueblo trataban de entrar en el patio gritando; «¡La
reina, la reina!» Mas el posadero y otras personas las repetían diciendo: «No,
no es la reina.» Sin embargo, una persona de la casa me acercó al coche
principal, haciéndome observar: «¡Mire, la reina!»
Yo experimenté viva emoción porque en mis novelas había siempre reyes y
reinas y yo me los representaba como seres de una belleza extraordinaria y
vestidos con gran lujo. Sin embargo, esa pobre reina a quien yo miraba, tenía
un vestido blanco muy ajustado, según la moda de la época, y muy amarillento
por la tierra del camino. Su hija, la cual me pareció tener ocho o diez años,
estaba vestida como ella y ambas me parecieron bastante feas. Tenían aspecto
triste e inquieto. Oí que mi madre decía: «Ahí va otra reina que huye.» En
efecto, esas reinas huían dejando a España en poder del extranjero. Iban a
Bayona a buscar la protección de Napoleón. Esta reina de Etruria era hija de
Carlos IV y se había casado con su primo, el hijo del anciano duque de Parma.
Napoleón, queriendo apoderarse del ducado, había dado en cambió a los
jóvenes esposos el título los reyes de Toscana.
Mas todo iba a quedar en suspenso, a consecuencia de la impotencia
política de Carlos IV.
Esta reina, cuando yo la vi, estaba bajo la protección francesa. Extraña
protección que la arrancaba así al amor tradicional del pueblo español,
consternado por ver partir a todos los miembros de la familia real, en medio de
una lucha terrible y decisiva contra el extranjero. En Aranjuez, el 17 de marzo,
el pueblo, a pesar de su odio hacia Godoy, había querido retener a Carlos IV;
en Madrid, el 2 de mayo, había querido retener al infante don Francisco de
Paula y la reina de Etruria y el 16 abril, en Vitoria, había querido retener a
Fernando.
En aquella época yo no comprendí nada de la escena que relato, pero
siempre recordé la fisonomía sombría de esta reina fugitiva. La nación
española estaba cansada de esos soberanos ineptos, mas, con todo, prefería
quedarse con ellos y no con el genial extranjero. Parecía haber tomado por
divisa la palabra enérgica que Napoleón decía siempre en ese sentido más
restringido: «Es necesarios lavar la ropa sucia en familia.»
Llegamos a Madrid en el mes de mayo sin haber experimentado ningún
incidente grave, cosa milagrosa, pues ya España estaba sublevada en varios
puntos.
Mi madre olvidó sus terrores y sus sufrimientos al ver a mi padre, y mi
fatiga se disipó al contemplar los magníficos departamentos donde íbamos a
instalarnos. Era el palacio del Príncipe de la Paz y allí me pareció que mis
cuentos de hadas se habían hecho realidad. Murat ocupaba el piso inferior de
ese mismo palacio, el más rico y el más confortable de Madrid, pues había
protegido los amores de la reina y de su favorito. En él había más lujo que en
el palacio del rey legítimo. Nuestro departamento estaba situado, creo, en el
tercer piso. Era enorme; enteramente tapizado de damasco de seda carmesí.
Las cornisas, las camas, los sillones, los divanes, todo era dorado y a mí me
pareció oro macizo, de acuerdo siempre con los cuentos de hadas. Otra
maravilla para mí fue un espejo gracias al cual me veía caminar por las
alfombras, y donde no me reconocí primero, pues nunca me había visto así,
desde la cabeza hasta los pies, y no tenía noción de mi estatura, la cual, por mi
edad, era bastante poca. A pesar de todo, me encontré tan alta que me asusté.
Estos hermosos departamentos eran de muy mal gusto, a pesar de la
admiración que me causaban. Por lo menos estaban muy sucios y llenos de
animales domésticos, entre otros había conejos que se metían por todos lados.
Había uno, blanco como la nieve, con ojos como rubíes, que se hizo muy
amigo mío. Se instaló en un rincón de mi dormitorio, detrás del espejo. Era de
bastante mal carácter, y muchas veces quiso rasguñar a las personas que lo
querían echar. En cambio, siempre fue muy dócil conmigo y se quedaba largos
ratos sobre mi falda cuando yo le contaba cuentos. Pronto tuve a mi
disposición una cantidad de hermosos juguetes; eran los que habían
abandonado los infantes de España y se encontraban ya bastante destruidos y
terminé la destrucción de los mismos pues mi padre tomó dos o tres personajes
de madera pintada y se los llevó a mi abuela en calidad de objetos de arte.
Todo el mundo los admiraba. Después de la muerte de mi padre, no sé cómo
volvieron a caer en mis manos.
Ya había visto a Murat en París y había jugado con sus hijos, mas no
conservaba ningún recuerdo de él. Cuando en Madrid le vi con su lujoso
uniforme me causó gran impresión. Le llamaban el príncipe, y como en los
cuentos de hadas los príncipes siempre son los protagonistas, creí estar en
presencia del príncipe Fanfarinet. Yo lo llamaba así muy naturalmente sin
darme cuenta que le dirigía una crítica. Mi madre tuvo que luchar mucho para
quitarme esa costumbre. Me acostumbraron a llamarlo mi príncipe, al hablarle,
y me tomó mucha amistad.
Cada vez que debía presentarme ante él me hacían vestir un uniforme. Éste
era una maravilla. Tenía un dormán blanco con galones y botones de oro, un
abrigo blanco de pieles con un forro negro echado sobre la espalda y un
pantalón amarillo con adornos y bordados de oro a la húngara. Tenía también
botas de marroquí rojo, espuelas doradas, sable y cinturón con presillas de
seda carmesí e hilitos de oro.
Al verme vestida como mi padre, Murat, halagado por esta atención de mi
madre, me presentó a las personas que lo rodeaban como su ayuda de campo y
nos admitió en su intimidad. Ese hermoso uniforme me martirizaba. Había
aprendido a llevarlo muy bien. Hacía arrastrar mi sable sobre los mosaicos del
palacio, mi abrigo flotaba sobre mi espalda del modo más conveniente, pero la
piel me daba mucho calor y estaba muy contenta cuando al volver a nuestras
habitaciones, mi madre me ponía la ropa española de la época, un vestido de
seda negro, bordeado por un fleco de seda y la mantilla negra bordeada por
una banda de terciopelo.
Murat cayó enfermo. Se dijo que era a consecuencia de su vida
desarreglada, cosa que no era cierta. Sufría de inflamación intestinal como
gran parte de nuestros soldados, y sufría violentos dolores, aunque no
guardaba cama. Se creía envenenado y no tenía paciencia para soportar su mal.
Sus gritos repercutían en todo el palacio, donde nadie dormía tranquilamente.
Recuerdo haber sido despertada por esos gritos y que gritaba, entre sollozos:
«¡Matan a mi príncipe Fanfarinet!» Se enteró él de mi dolor y por esto me
tomó aún más cariño. Una noche subió a nuestro departamento y se acercó a
mi cama. Mi padre y mi madre estaban con él. Regresaba de una cacería.
Murat colocó a mi lado un cervatillo. Me desperté y vi esa linda cabecita que
se inclinaba contra mi rostro. Abracé al cervatillo y me dormí de nuevo sin
poder dar las gracias al príncipe. Al día siguiente al despertarme, Murat estaba
otra vez a mi lado. Mi padre le había contado qué espectáculo formaba la
criatura y el animalito durmiendo juntos y él había querido verlo. Mi madre
me dijo que Murat lamentaba no poder hacer representar ese grupo por un
artista. Mis primeras caricias fueron para el cervatillo, quien parecía querer
devolvérmelas, pues el calor de mi camita lo había tranquilizado. Lo tuve
algunos días y lo amaba apasionadamente. Creo que murió por estar lejos de
su madre, y una mañana que no lo vi más me dijeron que se había ido a
reunirse con su madre en el bosque y que allí sería muy feliz.
Nuestra permanencia en Madrid duró alrededor de dos meses y, sin
embargo, me pareció extremadamente larga. Allí no tenía ningún niño de mi
edad para distraerme, y como mi madre debía salir con mi padre, me quedaba
sola al cuidado de una sirvienta madrileña. Ésta me dejaba sola en cuanto mis
padres salían. Mi padre tenía un sirviente llamado Weber. Era un hombre
buenísimo, que venía a menudo a cuidarme; mas este buen alemán me hablaba
un lenguaje ininteligible y despedía tan mal olor, que yo me descomponía
cuando él me llevaba en sus brazos. Yo le decía; «Weber, te quiero mucho y
vete.» Weber, dócil, me obedecía. Cuando se dio cuenta que yo me quedaba
muy tranquila, me encerraba en el departamento y salía. Conocí, pues, por
primera vez el placer de quedarme sola; estaba tan feliz con esto que me
apenaba cuando veía volver a mi madre.
En cuanto me quedaba sola en ese gran departamento lo recorría
libremente, me colocaba ante el espejo y ensayaba poses teatrales.
Cuando estaba cansada de bailar y de representar las obras de mi
imaginación, me iba a la terraza, que se extendía a todo lo largo del palacio y
era muy amplia y hermosa.
Nunca vi gente en ella. Es probable que después de la insurrección del 2 de
mayo no se dejara circular al pueblo alrededor del palacio del general en jefe.
Lo único que vi fueron soldados franceses y algo mejor aún para mi
imaginación: los mamelucos de la guardia. No me cansaba de mirar aquellos
hombres bronceados con sus turbantes y sus lujosos trajes orientales.
La plaza estaba a menudo desierta y aun durante el día reinaba en ella el
mayor silencio. Un día ese silencio me asustó y llamé a Weber, que pasaba en
ese momento por la plaza. Weber no me oyó, mas una voz semejante a la mía
repitió su nombre desde el otro extremo del balcón. Eso llamó mi atención y
como yo no sabía que eso era el eco, hice toda clase de ensayos para
comprender lo que sucedía. Llamé a mi madre, la voz repitió la llamada, me
llamé a mí, lo hice en diferentes tonos de voz y siempre el eco contestaba.
Como no comprendía nada me imaginé que había una persona conmigo en la
terraza, pero como no veía a nadie se me ocurrió una rara explicación. Pensé
que yo era doble y que a mi alrededor había otro yo invisible para mí, pero que
me veía siempre puesto que siempre me contestaba. Tuve deseos de ver ese
doble. Lo llamé cien veces y siempre me contestaba. Me enloquecía sin darme
cuenta de ello. Fui interrumpida por la llegada de mi madre, y no sé por qué en
lugar de interrogarla no le dije una palabra del asunto que me preocupaba.
¿La vida imaginativa está más desarrollada en los niños que la afectiva?
No recuerdo haber pensado en mi hermana, en mi buena tía, en Pierret, en mi
querida Clotilde, durante mi permanencia en Madrid.
Creo que la vida afectiva se reveló en mí cuando mi madre dio a luz en
Madrid.
Me habían anunciado la próxima llegada de una hermanita, y desde hacía
varios días veía a mi madre reposando. Un día me mandaron a jugar a la
terraza. No escuché ningún quejido; mi madre soportaba con mucho valor el
mal físico y daba a luz muy rápidamente; sin embargo, esta vez sufrió varias
horas, pero me alejaron de ella. Después, mi padre me llamó y me mostró un
niñito. Apenas llamó mi atención. Mi madre estaba tan pálida y con sus rasgos
tan contraídos que casi no la reconocí. Luego me asusté y corrí llorando a
besarla. Quería que me hablara, que contestara a mis caricias y como me
alejaron de ella para que descansara, me desesperé creyendo que se iba a
morir. Volví a la terraza llorando y no pudieron lograr que me interesara por el
recién nacido. El pobre chiquito tenía ojos de un azul claro, muy raros. Al
cabo de algunos días mi madre se inquietó por la palidez de sus pupilas, y
escuché a menudo a mi padre y a otras personas pronunciar ansiosamente la
palabra cristalino. Al cabo de quince días, no había más dudas; el niño era
ciego. No se quiso enterar de ello a mi madre. La dejaron en la duda. Se le dijo
que ese cristalino se podría formar en los ojos del niño. Se dejó consolar y el
pobre cieguito fue amado y mimado con tanta alegría como si su existencia no
hubiera sido una desgracia para él y para los suyos. Mi madre lo alimentaba, y
tenía apenas dos semanas cuando debimos regresar a Francia a través de
España en llamas.
Capítulo XXVII
Capítulo XXVIII
Capítulo XXIX
Capítulo XXX
Salimos para París a principios, creo, del invierno de 1810 a 1811, pues
Napoleón había entrado como vencedor en Viena y se había casado con María
Luisa durante mi primera permanencia en Nohant. En esa época se necesitaban
tres días para llegar a París. Mi abuela no podía pasar la noche en coche y
cuando había andado 25 leguas por día en su gran berlina, quedaba deshecha.
Este coche de viaje era una verdadera casa rodante. Las personas de edad y
refinadas se cargaban de detalles para la mayor comodidad del viaje:
provisiones de boca, golosinas, perfumes, naipes, libros, itinerarios, dinero,
etcétera. Parecía que nos embarcábamos para un mes. Mi abuela y su criada,
entre mantas y almohadones, estaban extendidas en el fondo del coche; yo
ocupaba el banco de adelante, y a pesar de encontrarme muy cómoda, me era
muy difícil contenerme en un espacio tan pequeño. Mi salud era perfecta; pero
no debía tardar en desmejorar entre Chateauroux y Orleans. Es necesario
atravesar toda la Sologne, región árida, sin grandeza y sin poesía.
El viaje me resultó divertido. Sin embargo, no hay nada más triste ni
monótono que el trayecto de París, cuyo clima siempre ha sido malo para mí.
Atravesar el bosque de Orleans no tiene ahora ninguna importancia. En mi
infancia, en cambio, era algo imponente y temible. Los árboles sombreaban el
camino durante un recorrido de dos horas y los coches eran detenidos a
menudo por los bandidos. Los postillones debían apresurarse para atravesarlo
antes de la noche; pero nosotros, a pesar de todo lo que se hizo, nos
encontrado en el bosque en plena noche. No sé por qué no me atemorizaban
los bandidos; pero tuve un miedo espantoso cuando oí que mi abuela decía a
Julia: «Ahora los robos no son muy frecuentes aquí y el bosque está muy
podado a orillas del camino en comparación de lo que era antes de la
revolución. Yo he tenido suerte, porque nunca nos ocurrió nada en nuestros
viajes y, sin embargo, mi marido y los criados iban siempre armados cuando lo
atravesábamos. Los robos y las muertes eran muy frecuentes. Cuando los
bandidos eran apresados, se los ahorcaba en los árboles del camino, en el
mismo lugar donde habían cometido el crimen; de modo que a cada lado del
camino y a poca distancia uno de otro se veían cadáveres colgados de las
ramas y balanceados por el viento. Cuando se hacía muchas veces el mismo
camino se conocía a todos los ahorcados. Cada año se encontraban cadáveres
nuevos, cosa que prueba que el ejemplo no servía de mucho.»
Mi abuela creía que yo dormía durante ese lúgubre relato. Yo estaba muda
de espanto y un sudor frío recorría mi cuerpo. Era la primera vez que me
representaba la muerte en una forma tan terrible; me crujían los dientes de
miedo. Este terror me duró mucho tiempo y volví a experimentarlo con igual
intensidad cada vez que atravesé el bosque, hasta que tuve quince o dieciséis
años.
En París nos instalamos en un hermoso departamento en la calle Neuve des
Mathurins. El mismo daba sobre amplios jardines. Estaba amueblado como
antes de la revolución. Era todo lo que había salvado del naufragio y era muy
lindo y muy confortable. El dormitorio de mi abuela estaba tapizado en
damasco celeste; por todos lados había alfombrado y mucho fuego en las
chimeneas. Nunca había estado tan bien alojada y todo me admiraba, puesto
que en Nohant nuestra instalación era menos confortable. Yo, educada en el
pobre cuarto de la calle Gran-de-Bateliere, no necesitaba todo ese confort y no
disfrutaba con él, aunque mi abuela hubiera querido que yo lo apreciara más.
Vivía y sonreía únicamente cuanto mi madre estaba a mi lado. Ella venía a
verme todos los días y mi pasión aumentaba en cada nueva entrevista. La
devoraba con mis caricias, y la pobre mujer, viendo que mi abuela sufría con
eso, trataba de contenerme y se abstenía ella misma en sus expresiones. Nos
permitían salir juntas, aunque esto no estuviera de acuerdo con el programa a
seguir para llegar a desligarme de ella.
Mi madre se desesperaba al ver que mi abuela me vestía como a una
viejecita. Con los abrigos usados de ella hacía los míos, de modo que yo
siempre estaba vestida con colores oscuros. Mis cabellos, muy dóciles, se
rizaban naturalmente humedeciéndolos un poco. Mi madre insistió tanto que,
al fin, consiguió peinarme a la china. Era un peinado espantoso y debió haber
sido inventado para los rostros que no tiene frente. Se levantaba el cabello
hacia lo alto, perpendicularmente y se enroscaba en la parte superior de la
cabeza. Además de ser feo era doloroso; se necesitaban ocho días de dolores
atroces antes de que el cabello tomara la dirección debida. Además se ajustaba
tan fuerte que se tenía la piel de la frente estirada y los ojos como los de los
chinos. Me sometí ciegamente a ese suplicio, porque mi madre lo deseaba y le
gustaba verme así.
Mi abuela me encontraba horrible y estaba desesperada, pero creyó
oportuno no enojarse por tan poca cosa con mi madre. Salía con ésta todos los
días o comía con ella y me separaba únicamente a las horas de dormir.
No nos habíamos visto con Carolina desde mí partida para España y parece
que mi abuela había exigido que no tuviéramos más contacto entre nosotros.
Carolina tenía 12 años. Estaba en pensión y cada vez que visitaba a nuestra
madre le suplicaba que la llevara a la casa de mi abuela para verme. Mi madre
eludía siempre su ruego. La pobre chica nada comprendía y no pudiendo
contener su impaciencia de verme, aprovechó un día la ausencia de nuestra
madre, pidió a la portera que la acompañara y llegó muy contenta a mi casa.
Yo jugaba melancólicamente sobre la alfombra de la sala, cuando mi criada
entreabrió la puerta y me llamó en voz baja. Mi abuela parecía dormir en su
sillón. En el momento en que yo salía en puntillas levantó la cabeza y me dijo
severamente: «¿Adónde va usted con tanto misterio, hija mía?» «No sé —le
repuse—, es la criada que me llama.» «Entre Rosa. ¿Qué quiere usted? ¿Por
qué llama usted a mi hija?» La criada termina por decir: «Es la señorita
Carolina que está ahí.»
Ese nombre tan puro y tan dulce provocó una reacción extraordinaria en mi
abuela. Habló con toda dureza, cosa que le sucedía muy raramente: «Qué se
vaya esa niña inmediatamente y que no vuelva nunca más. Sabe muy bien que
no debe ver a mi hija; mi hija no la conoce y yo tampoco y en cuanto a usted,
Rosa, si trata de introducirla aquí nuevamente, se tendrá que ir de esta casa.»
Rosa, asustada, desapareció; yo me quedé afligida y arrepentida de haber sido
un motivo para que mi abuela se enojara tanto. Mi extrañeza al verla en ese
estado me impidió en el primer momento pensar en Carolina. Pero de repente
escucho un sollozo ahogado y un grito desgarrador, el cual penetra en mi alma
y despierta la voz de la sangre. Es Carolina que llora y que se va
desesperadamente, humillada, herida en su orgullo y en su amor por mí.
En seguida la imagen de mi hermana se reanima en mi memoria, creo verla
tal cual era en la calle Grande-Bateliere y en Chaillot, menuda, dulce, modesta
y amable, esclava de mis caprichos, cantándome para hacerme dormir, o
contándome cuentos de hadas. Me echo a llorar y corro a la puerta; es
demasiado tarde, ya se ha ido; mi criada llora también y me recibe en sus
brazos. Mi abuela me llama y quiere sentarme en sus rodillas; yo me resisto,
huyo de sus caricias y me arrojo al suelo gritando: «¡Quiero irme con mi
mamá, no me quiero quedar aquí!» No quise escuchar las palabras de mi
abuela, ni de Julia y me llevaron a la cama. Me pasé toda la noche gimiendo y
suspirando en sueños. Sin duda, mi abuela pasó una mala noche.
Al despertar encontré sobre mi cama una muñeca que había deseado
mucho la víspera, por haberla visto con mi madre en una juguetería, y de la
cual había hecho una gran descripción a mi abuela cuando regresé del paseo.
Era una negrita que reía y mostraba sus dientes blancos y sus ojos brillantes.
Tenía un vestido de «crepe» rosa bordeado de una franja plateada. Me había
parecido admirable y esa mañana, antes de que yo despertara, mi pobre abuela
había mandado a buscar la muñeca para satisfacer mi gusto y distraer mi pena.
En efecto, mi primer movimiento fue de gran placer; tomé la muñeca en mis
brazos, su linda risa provocó la mía y la besé lo mismo que una joven mamá
besa a su recién nacido. Mas de repente recordé lo que había sucedido la
víspera, pensé en mi madre, en mi hermana, en la severidad de mi abuela y
arrojé la muñeca lejos de mí. Pero como la pobre negrita seguía riéndose la
volví a tomar en mis brazos, la acaricié, abandonándome a la ilusión de un
amor maternal excitado más vivamente en mí, ya que debía reprimir el amor
filial. De repente tuve un vértigo, dejé caer a la muñeca y me descompuse
tanto que mis criadas se asustaron.
Durante varios días estuve bastante enferma con sarampión. Una noche
tuve una visión muy desagradable. Habían dejado una lámpara en mi cuarto;
mis dos criadas dormían y yo tenía mucha fiebre, al mirar la lámpara vi que se
formaba un gran hongo bajo la mecha de la misma. De repente se transformó
en un hombrecito que bailaba en medio de la llama. Salió de allí y se puso a
girar rápidamente y a medida que giraba seguía creciendo hasta llegar a
transformarse en un gigante cuyos pasos sonaban sobre el suelo y cuya
cabellera rozaba el piso. Proferí unos gritos espantosos y acudieron a mí para
tranquilizarme; con todo, esta aparición se repitió nuevamente y duró hasta
que fue de día. Es la única vez que recuerdo haber delirado.
Capítulo XXXI
Capítulo XXXII
Capítulo XXXIII
Capítulo XXXIV
Capítulo XXXV
Capítulo XXXVI
Capítulo XXXVII
Capítulo XXXVIII
De los doce a los trece años, crecí tres pulgadas y adquirí una fuerza
excepcional. Era más o menos de la altura de mi madre, pero muy fuerte y
capaz de soportar marchas y fatigas. Mi abuela terminó por comprender que
yo necesitaba hacer ejercicios y andar al aire libre. Durante dos años, en los
cuales lloré y soñé más que nunca, corrí y anduve incansablemente. Mi cuerpo
y mi espíritu se ponían en actividad alternativamente. Devoraba los libros que
ponían a mi alcance y luego saltaba por la ventana, si ésta se encontraba más
cerca de mí que la puerta, y corría por el jardín o por el campo como un potro
en libertad. Amaba con pasión la soledad y la compañía de otros niños de mi
edad. Sabía en qué campo, en qué prado, en qué camino encontraría a
Fanchón, Pierrot, Liline, Rosette o Sylvain. Hacíamos estragos en la zanja, en
los árboles, en los arroyos. Cuidábamos los rebaños; es decir, los
descuidábamos, ya que mientras los corderos y las cabras pastaban, nosotros
bailábamos o merendábamos con galletas, queso, pan moreno, etc.;
ordeñábamos las cabras, las ovejas, las vacas y hasta las yeguas, cuando éstas
no eran muy ariscas. Asábamos patatas sobre la ceniza. Las peras y las
manzanas silvestres, las ciruelas y las moras eran deliciosas para nosotros.
Cada estación tenía sus atractivos. En tiempo del heno, ¡qué alegría poder
rodar sobre las parvas! Todas mis amigas y todos mis camaradas campesinos
venían a cosechar con los obreros en nuestros prados. Yo los ayudaba y les
daba todo lo que podían llevar. Deschartres se enojaba; decía que los
acostumbraba mal, que me arrepentiría un día de haber dado tanto y de haber
permitido que tomaran lo que era mío. En esa época, Deschartres quiso
hacerme conocer las ventajas que reporta el ser propietaria. No sé si es porque
yo estaba predispuesta o por falta de habilidad del profesor, lo cierto es que,
por reacción, me hice comunista. Creía que la igualdad de las riquezas era ley
de Dios, y que todo lo que la fortuna daba a uno lo rodaba a otro. Esa idea mía
se modificó más tarde de acuerdo con las necesidades morales de la vida. Ese
ideal quedó en mí como un sueño de felicidad paradisíaca cuando más tarde
practiqué la religión católica, ese sueño que tuvo como base la lógica del
Evangelio. Expuse ingenuamente mi utopía a Deschartres. No le pareció
peligrosa y se tomó el trabajo de discutirla metódicamente.
—Ya cambiará usted de parecer —me decía— y llegará a despreciar
demasiado a la humanidad, para querer sacrificarse por ella. Pero desde ahora
es necesario combatir esos instintos de prodigalidad que hereda de su padre.
Usted no tiene la menor idea de lo que es el dinero; se cree rica porque ve a su
alrededor tierra que le pertenece, sembrados que maduran y animales que le
reportarán todos los años un montón de dinero. Eso no significa que sea rica.
A su buena abuela le cuesta bastante mantener el tren de la casa.
Me llevaba luego a visitar nuestras propiedades, porque debía yo darme
cuenta del valor de mi fortuna y de cuáles eran mis gastos y mis rentas. Yo lo
escuchaba con aire complacido, pero cuando quería hacerme repetir sus
lecciones sobre la propiedad, comprobaba que no lo había escuchado o que me
había olvidado de lo que él decía. Sus cifras no tenían significado para mí.
Tomé tal aversión a la posesión de la tierra, que estoy tan ignorante a los
cuarenta y cinco años como a los doce. Lo confieso con vergüenza: no
distingo mis tierras de las del vecino. Yo he adorado siempre la poesía de las
escenas campestres y Deschartres se empeñaba en no dejarme ver en ellas lo
que a mí me agradaba. Si admiraba el aspecto imponente de los bueyes, debía
escuchar toda la historia de los mismos, desde su adquisición. ¡Adiós, poesía,
ideal serenidad de mi buey Apis, rey de los prados! ¡Adiós, visiones ideales
que me transportaban a tiempos y lugares remotos!
Cuando yo quería ir para un lado, Deschartres me llevaba para otro. Sí
durante el camino, Deschartres, con su anteojo de larga vista, veía gansos en
algún trigal, debíamos escalar la cuesta y bajo el ardiente calor del verano ir a
espantar a esas aves. Luego se sorprendía a algún muchacho robando frutas de
un árbol. Y al asno del vecino que había franqueado el cerco y se hartaba con
nuestro heno. Delitos como éstos había que reprimir continuamente. Si mi
abuela se enteraba del asunto, me daba dinero para que a escondidas de
Deschartres entregara al culpable el importe de la multa. Esto tampoco me
agradaba; no satisfacía mi ideal de igualdad fraternal. Al perdonar a esos
campesinos creí humillarlos. Me chocaba su agradecimiento y trataba de
hacerles comprender que lo único que hacía era justicia. Maldecía la
casualidad que me había hecho nacer en una clase social más elevada. Hubiera
deseado ser pastora, llamarme Naniche o Pierrot y poder llevar mis animales
por los caminos sin preocupaciones y sin temer un porvenir que me parecía tan
complicado y tan antipático. Pensaba que la fortuna que heredaría no me
serviría más que de estorbo; y no creo haberme equivocado.
Me sentía también inclinada a cultivar mi inteligencia, a pesar de que
consideraba que la ciencia era pura vanidad. De repente, en medio de mis
diversiones campestres, experimentaba un fuerte deseo de encontrarme sola o
de leer un libro; y pasando de un extremo a otro, con actividad febril me
entregaba a los libros durante varios días. Era difícil definir mi carácter:
turbulenta hasta la locura; seria y tranquila hasta la tristeza.
Deschartres se había dulcificado mucho desde la partida de mi hermano.
Pero, a veces me amenazó con pegarme; yo estaba siempre en guardia
dispuesta a no permitírselo.
Un día me arrojó un grueso diccionario de latín por la cabeza. Me hubiera
matado si no me inclino rápidamente. No dije nada; recogí mis cuadernos y
mis libros, los puse en el armario y me fui a pasear. Al día siguiente me
preguntó con afectada tranquilidad, haciendo como si hubiera olvidado el
incidente, si había hecho mi versión en latín:
—No —le dije—, ya estoy harta de latín y no quiero aprender más.
No me habló ya del asunto y el latín quedó olvidado. Esta aventura no me
impidió amarlo. Como ambos éramos francos no podíamos estar enemistados.
En otoño e invierno nos divertíamos más, pues los niños del campo están
más desocupados. Estos niños que viven en contacto con la naturaleza sin
comprenderla, tienen la facultad de ver con los ojos del cuerpo todo lo que les
presenta la imaginación.
Una de las creencias de nuestro valle Negro es la existencia de un ser
fantástico, terrible en su aspecto y en sus actos, al que llamaban la «gran
bestia».
Durante largo tiempo creí que esa bestia existía. Suponía que esa bestia era
noctámbula y anfibia; y que el terror impedía que los campesinos la
observaran y describieran bien.
Tardé mucho tiempo en convencerme de que ese animal no existía. Sin
embargo, el campesino no hace perdurar esas mentiras por el placer de
transmitir un error. El campesino es un animal primitivo. No tiene la misma
organización que el hombre de la ciudad, animal más civilizado y más
razonable, aunque menos poeta y menos sincero. La historia del campesino
está hecha a base de tradición y de leyenda. Es así como Juana de Arco
escuchaba realmente las voces celestiales que le hablaban. Era una alucinada
y, sin embargo, no estaba loca. Los hombres rústicos que me han contado sus
apariciones no son locos, ni cobardes; aseguran haber visto a la bestia y
agregan que aún la ven. Las leyendas cobran cuerpo en su imaginación y en
cualquier hecho imprevisto creen ver una manifestación sobrenatural a la que
relacionan con sus creencias o supersticiones.
Fui testigo de una de esas alucinaciones. Volvía de Saint-Chartier
acompañada de un monaguillo, a quien el cura había mandado para que me
acompañara y llevara unas palomas en una canasta. Era un muchacho de unos
catorce años; alto, fuerte, sano, de espíritu tranquilo y muy despierto. Eran las
tres de la tarde de un día hermoso de verano. Atravesamos los campos y los
prados caminando tranquilamente por los senderos. El muchacho se detuvo
para arreglar uno de sus zuecos y me dijo: «Siga caminando que en seguida la
alcanzaré.» No había caminado treinta pasos cuando lo vi llegar pálido y con
los cabellos erizados. Había dejado sus zuecos, la canasta y las palomas en el
lugar donde se había detenido. Creyó haber visto un hombre espantoso que lo
amenazaba con un palo. En esa época tenía diecisiete o dieciocho años y no
era miedosa. «Debe ser —dije— un pobre vagabundo muerto de hambre,
vamos a ver de qué se trata.» No quiso acompañarme, porque estaba
convencido de que aquello no era un hombre humano sino un hombre hecho
como una bestia. Me encaminé sola hacia aquel lugar. El valor que demostré
en tal ocasión no lo hubiera tenido tres años antes; porque en esa época vivía
entre los pastores, que me habían transmitido algo de sus temores. Aunque no
creía en los fantasmas, estaba vivamente impresionada. En aquel entonces me
turbaban los cuentos que oía de boca de los habitantes de la región. En mis
novelas he relatado muchas de esas escenas rústicas, pero no he podido relatar
en cambio esas historias maravillosas y absurdas que se escuchaban con tanta
emoción. El sacristán tenía su poesía peculiar: revestía con lo maravilloso las
cosas que eran de su dominio, sepulturas, campanas, la lechuza, el
campanario, los ratones, los murciélagos, etc.
No hay animales insignificantes ni objetos inanimados que el campesino
excluya de sus relatos, y el cristianismo de la Edad Media es tan fecundo en
personificaciones mitológicas como lo fueron las religiones anteriores. Yo
escuchaba esos relatos con avidez, lo cual era un mal para mí, porque luego no
podía dormir.
Me ha gustado siempre el invierno en el campo. Nunca he comprendido
por qué los ricos han hecho de París un lugar de fiestas en la estación del año
más enemiga de bailes, de toilettes y de diversiones. La naturaleza nos invita
en invierno a la vida de familia, reunidos alrededor del fuego.
Los ingleses ricos lo comprenden bien y pasan el invierno en sus castillos.
En París se imaginan que la naturaleza permanece muerta durante seis meses,
sin embargo, los trigales empiezan a crecer en otoño y el pálido sol del
invierno es el más vivo y el más brillante del año.
Durante el invierno mi abuela me permitía instalar mi sociedad en el gran
comedor, entibiado por una vieja estufa. Mi sociedad estaba formada por
algunos chicos de los alrededores.
En esa época me anunciaron que haría mi primera comunión.
Aprendí el catecismo como un loro, sin tratar de comprenderlo ni pensar en
burlarme de los misterios, pero muy decidida a no creer en ellos y a olvidar
todo en cuanto el asunto hubiera terminado, como decían en mi casa. La
confesión me repugnó, aunque el cura respetó, debo decirlo, la ignorancia de
mi edad y no me dirigió ninguna de esas preguntas infames con las que, a
menudo, un sacerdote hiere, conscientemente o no, el pudor de la niñez. Yo
conocía algunos de mis errores, pero no me parecieron suficientes como para
que el señor cura se contentara con ellos. Había mentido una vez a mi madre
para disculpar a Rosa y luego muy a menudo a Deschartres en beneficio de
Hipólito. Sin embargo, no era mentirosa y no tenía necesidad de serlo. Había
sido un poco golosa, pero de ello hacía mucho tiempo. Había sido irritable y
violenta, cosa que ya no ocurría. ¿De qué podría acusarme, además de haber
preferido el juego al estudio, haber perdido mis pañuelos y desgarrado mis
vestidos, cosas que mi criada calificaba como de terrible criatura? El sacerdote
se conformó con mis pecados y por penitencia me ordenó recitar la oración
dominical al salir del confesionario. Dicha penitencia me pareció muy dulce,
pues tal oración es hermosa, sublime y sencilla; y la dirigí a Dios con todo mi
corazón. Con todo, me sentí muy humillada por haberme arrodillado ante un
sacerdote por tan poca cosa.
Nunca se llevó a cabo con más rapidez una primera comunión. La víspera
del día fijado para la ceremonia pasé la tarde y la noche en la casa de una
encantadora amiga nuestra. Tenía dos hijos menores que yo. Había también
otros niños; yo me divertí enormemente, pues jugamos mucho y me fui a
dormir tan cansada que no me acordé para nada de la solemnidad del día
siguiente. Llegó mi abuela. Se había decidido a asistir a mi primera comunión,
después de mucho meditarlo; pues no había puesto los pies en una iglesia
desde el casamiento de mi padre. La señora Decerfz me dijo que le pidiera su
bendición y perdón por todos los malos ratos que podía haberle ocasionado.
Así lo hice y mi querida abuela me besó y me llevó a la iglesia. En cuanto
estuve allí empecé a considerar qué era lo que iba a hacer; aún no había
pensado en ello. ¡Estaba tan asombrada al ver a mi abuela en la iglesia! El
sacerdote me había dicho que era necesario creer, que si no se cometía un
sacrilegio; yo no deseaba ser sacrílega y no me sentía impía; mas no creía. Mi
abuela había impedido que yo creyese y, sin embargo, me había ordenado
comulgar. Yo me preguntaba si ambas no estaríamos cometiendo una
hipocresía; y, a pesar de mi apariencia serena y seria, me sentí muy incómoda
en esa situación.
De repente pensé algo que me calmó. Recordé la cena de Jesús y estas
palabras: «Éste es mi cuerpo y ésta es mi sangre» y las vi como una metáfora;
Jesús era demasiado grande y demasiado santo para haber querido engañar a
sus discípulos. Los había convidado a una comida fraternal y los había
invitado a probar juntos el pan en memoria suya. Al encontrarme en la mesa
de comunión al lado de una pobre mendiga anciana, quien recibió
devotamente la hostia antes que yo, tuve la primera explicación de estos
ágapes de la igualdad, cuyo símbolo había desconocido o falsificado la Iglesia.
Salí muy tranquila de la santa mesa. Ocho días después me hicieron tomar
la segunda comunión y luego no me hablaron más de religión, como si nada
hubiera sucedido.
Para las grandes fiestas me mandaban a La Chatre para que asistiera a las
procesiones y a los oficios. Yo no dejaba pasar esas ocasiones por mi afán de
estar en la casa de la familia Decerfz, donde me recreaba con los chicos y
embarullaba todo, rompiendo los muebles y las muñecas, y sacudiendo, a
veces, a los niños, demasiado débiles para mis modales de campesina.
Cuando volvía a casa, cansada de tanto ejercicio, me sumergía en mis
accesos melancólicos. Me entregaba a la lectura. Mi abuela me pedía que
trabajara ordenadamente. Nada hay más parecido al artista que el niño. Tiene
sus temporadas de trabajo y de pereza, deseos ardientes de producción y de
ocio.
Llegó a La Chatre un conjunto de artistas ambulantes, bastante bueno entre
paréntesis, y representó melodramas, comedias, vodeviles y óperas cómicas.
Había buenas voces, un primer cantor y dos cantantes bastante buenos.
La primera vez que fui a la función de La Chatre, nuestros antores
ambulantes representaron Alina, reina de Golconda. Regresé transportada de
alegría y sabiendo casi toda la ópera de memoria, canto, palabras,
acompañamientos y hasta los recitados.
Vi muchas otras obras, todas lindas, fáciles y alegres como eran las
operetas de ese tiempo. Me entregué con todo entusiasmo a la música, cantaba
todo el día y durante la noche lo hacía soñando. La música había poetizado
todo para mí. No me daba cuenta de la miseria de los decorados y de lo
absurdo de los trajes; mi imaginación y el prestigio de la música suplían todo
lo que faltaba.
Soy bastante vieja y, sin embargo, en muchos aspectos Dios me ha
concedido la gracia de permanecer niña. Los espectáculos me divierten
algunas veces como si aun tuviera doce años. Los que son más de mi agrado
son los ingenuos… Somos una raza desventurada y tenemos necesidad de
olvidar las cosas de la vida real con las mentiras del arte; cuanto más miente,
más nos divierte.
Capítulo XXXIX
Capítulo XL
Capítulo XLI
El día en que entré en la clase de las grandes fue uno de los más felices de
mi vida. Siempre he sido muy sensible a la luz. Me entristezco en una
atmósfera sombría. La clase grande era muy amplia; tenía varias ventanas, de
las que algunas daban al jardín. En ella había una buena chimenea y una
estufa. Se anunciaba la primavera; los castaños estaban brotando y sus racimos
rosados parecían candeleros. Creí entrar al paraíso.
La maestra de esta clase era una persona muy buena en el fondo, a pesar de
tener modales bastante raros. La llamaban la condesa, por su porte
aristocrático. Se alojaba en un departamento situado en la planta baja. Desde
una ventana de la clase podía ver lo que sucedía en su departamento. Con ella
vivía el único objeto de sus amores, un viejo loro desplumado, al que
acosábamos con desprecios e insultos. El loro pegaba agudos gritos en cuanto
se aburría. En seguida la condesa corría a la ventana, y si un gato merodeaba
por los alrededores, se olvidaba de todo y salía precipitadamente de la clase
para ir a acariciar a su adorado animal. Durante ese tiempo bailábamos sobre
las mesas o dejábamos la clase para emprender algún paseo por el sótano o por
tejados. La condesa era una persona de cuarenta o cincuenta años, de muy
buena familia (lo decía a cada rato), sin fortuna y poco instruida. Nunca tuve
motivos para quejarme de ella y me arrepiento de haberme reído de su aspecto
presuntuoso. Ella me defendía a mí ante las religiosas. Pero los chicos son
ingratos y la burla les parece un derecho inalienable.
La señora Eugenia vigilaba la clase. Era una mujer alta, de porte noble,
afable dentro de su solemnidad. Su rostro, rosado y arrugado como el de casi
todas las monjas, hubiera parecido hermoso sin la expresión de orgullo y de
burla que la hacía antipática de primera intención. Era más arrebatada que
severa y se dejaba llevar por antipatías personales. Fue afectuosa únicamente
conmigo. Ese afecto asombró a todas mis compañeras de clase.
El arzobispo de París debía confirmarnos unos días más tarde. Entraríamos
en retiro bajo la vigilancia de la señorita D. Ésta rehusó recibirme y dijo que
hiciera mi retiro sola, en el cuarto que me indicaran las religiosas. Entonces la
señora Eugenia salió en mi defensa y dijo que lo haría en su celda. La madre
Alicia vino a reunirse con nosotras. Yo entré en la celda mientras ellas
quedaron en el corredor y comprendí lo que ambas conversaban en inglés.
Convinieron que yo no era detestable, sino buena, aunque era más prudente
aplazar mi confirmación. La señora Eugenia conversó, creo, con la superiora.
Al cabo de una hora recibí la visita de la señorita D. Creo que la superiora o el
confesor la habían amonestado. Estaba dulce como la miel y quedé asombrada
por sus modales cariñosos. Me anunció que mi confirmación se realizaría al
año siguiente, pero que antes de entrar en retiro con las demás niñas deseaba
quedar en paz conmigo.
Le dije que la disculpaba y que obedecería todo lo que ella quisiera
decirme con buenos modales e indulgencia. Me besó, cosa que no me causó
gran placer, y con eso quedamos en paz para siempre.
Al año siguiente fui confirmada e hice el retiro bajo la atención de esta
misma señorita D. Tuvo conmigo muchos mimos. Nos hacía largas lecturas,
que desarrollaba y comentaba conmigo con elocuencia ruda y a veces
atrayente.
La madre María Agustina, hermana de la madre Alipia, a quien las
alumnas llamaban Poulette era la ecónoma del convento. Todas la queríamos
muchísimo. Rezongaba de un modo maternal y cariñoso. Nos vendía golosinas
o nos concedía crédito cuando no teníamos dinero; con frecuencia dichos
créditos, por olvido, no se pagaban y la buena madre tampoco reclamaba el
pago. Esta buena mujer estaba siempre alegre. Nos colgábamos de su cuello
para besarla en las mejillas, y nunca se enojó por las bromas que le dábamos.
La madre María Eugenia fue superiora del colegio durante cinco o seis años;
luego pidió que la relevaran del cargo porque estaba casi ciega.
Mi profesora de inglés era la madre María Winifred, miss Hurst cuando
novicia. Todos los días pasaba una hora en su celda. Me dictaba sus clases con
claridad y paciencia. La quería mucho. Siempre que he leído a Shakespeare o
Byron en su idioma original he pensado en ella, agradeciéndole de todo
corazón sus buenas lecciones.
La hermana Ana José era muy dulce y afectuosa, aunque poco inteligente.
No sabía hablar dos palabras seguidas. Se le confundían las ideas cuando
quería expresarlas. Preocupada con lo que quería expresar, decía unas palabras
por otras y dejaba trunca una frase para empezar la siguiente. Obraba tal como
hablaba. Hacía cien cosas a la vez y ninguna bien. Por su abnegación y su
dulzura parecía especial para las funciones de enfermera, que desempeñaba.
Sin embargo, procedía sin discernimiento al administrar los remedios y al
cuidar a las enfermas. Luego corría para buscar alguna droga a la farmacia, en
lugar de bajar la escalera la subía, o viceversa. Se pasaba la vida perdiéndose y
tratando de encontrar otra vez el camino.
Dedico las últimas líneas a la monja que más he amado, la madre María
Alicia. Era la mejor, la más inteligente y la más amable del convento. No tenía
aún treinta años cuando yo la conocí. Era muy hermosa, a pesar de su nariz
grande y su boca muy chica. Sus grandes ojos azules, bordeados de pestañas
negras, eran los más hermosos, los más francos y los más dulces que he visto
en mi vida. Toda su alma generosa, maternal y sincera, y toda su existencia
abnegada, casta y digna, estaba en sus ojos. Se les hubiera podido llamar, en
estilo católico, espejos de pureza. Durante largo tiempo tuve la costumbre de
noche, de pensar en esos ojos cuando me sentía oprimida por visiones
terroríficas, que me perseguían aun estando despierta. Había en ella algo de
ideal. Y el verla, aunque fuera un instante, inspiraba una súbita simpatía
respetuosa. Era humilde y modesta. Había nacido con todas las virtudes y con
todos los encantos, desarrollados después por la vida religiosa bien entendida
que llevaba. Su voz era agradable y su pronunciación de una distinción
exquisita, tanto en francés como en inglés. Nacida en Francia, de madre
francesa y educada en ese país, poseía la dignidad británica sin la rigidez
propia de la misma y la austeridad religiosa sin dureza.
Muchas religiosas adoptaban una pupila como hija; es decir, que se
preocupaban de ella de un modo maternal. Esa maternidad consistía en
pequeños cuidados particulares y en reprimendas cariñosas o severas, según
fueran oportunas. A la ahijada le era permitido ir a la celda de su madrina,
pedirle consejo o protección, tomar el té algunas veces con ella, ofrecerle
algún regalito en su día y finalmente podía decirle que la quería. Todas las
chicas querían ser hijas de Poulette o de la madre Alipia. También deseaban
serlo de la madre Alicia, pero esto era muy difícil de conseguir, porque, como
secretaria de la comunidad y encargada de todo el trabajo de escritorio de la
superiora, tenía muy poco tiempo libre.
Yo concebí esa ambición como cosa de una persona ingenua que no tiene
duda alguna. Sin titubear fui a decírselo, sin pensar en lo que me esperaba.
—¿Usted? —me dijo—. ¿Usted, el diablo más temible del convento?
¿Quiere usted hacerme padecer? ¿Usted, niña terrible? Yo creo que usted está
loca o que me tiene rencor.
—Bueno —le contesté, sin desconcertarme—: podría ensayar. Tal vez me
corrija por cariño hacia usted y llegue a ser una persona formal.
—Está bien —me contestó—; acepto esa tarea con la esperanza de que
usted se corregirá; con ello me proporciona usted un medio bastante penoso
para hacer penitencia. Pero, si después de haberme tomado tanto trabajo no
consigo mejorarla, ¿me ayudará por lo menos?
La madre Alicia se resignó con su nueva misión, y mis compañeras,
asombradas ante semejante adopción, me decían:
—Tú sí eres feliz. Eres el diablo en persona, continuamente haces
travesuras, y con todo la madre Eugenia te protege y la madre Alicia te quiere.
¡Has nacido con estrella!
Mi afecto por esta monja era, sin embargo, más serio de lo que se creía y
de lo que ella misma imaginaba. Mi única pasión había sido mi madre y aún lo
era; pero respondía a mi cariño a veces con demasiada exaltación y otras con
muy pocas demostraciones de cariño, y desde que yo estaba en el convento
parecía querer detener mis impulsos cariñosos. En cuanto a mi abuela, parecía
resentida conmigo, porque yo había aceptado con buena voluntad la reclusión
en el convento.
Yo necesitaba una madre capaz, y empezaba a comprender que el amor
maternal, para ser considerado por el hijo como un refugio, no debe ser una
pasión celosa. A pesar de mi alegría aparente y de mis travesuras, tenía
siempre mis horas de ensueños dolorosos y de sombrías reflexiones, de las
cuales no conversaba con nadie. A veces estaba tan triste en medio de mis
locuras, que me fingía enferma porque ya no podía soportar más aquellas
expansiones. Era diablo, más por comodidad que por gusto. Me hubiera
trasformado en prudente si los diablos lo hubieran querido. Yo los amaba, me
hacían reír, me hacían olvidar mis cosas… Pero cinco minutos de severidad de
la madre Alicia me sentaban mucho mejor. Si hubiera podido vivir en la sala
de labor de las monjas o en la celda de mi querida madre, al cabo de tres días
no hubiera podido tolerar ni comprender que una se divirtiera andando por los
techos y por sótanos. Tenía necesidad de amar a alguien y que ese alguien
ocupara un lugar superior en mis pensamientos; que pudiera venerarlo y
rendirle en mi corazón un culto asiduo. Ese alguien se personificaba en María
Alicia. Era mi ideal, mi santo amor, la madre elegida por mí. Después de la
oración de la noche me dirigía yo a su celda, donde podía quedarme hasta
cerca de las nueve. Al sonar esa hora debía yo estar en mi dormitorio.
—Vamos —me decía, abriéndome la puerta—, ya llega mi tormento.
Era su saludo habitual y el tono con que lo decía era tan amable, su sonrisa
tan cariñosa y su mirada tan dulce, que yo me encontraba muy alentada para la
entrevista. Y añadía:
—¿Qué me cuenta de nuevo hoy? ¿Se ha portado bien?
—No.
—Sin embargo, no tiene su gorro de noche.
—Lo tuve únicamente dos horas esta tarde.
—¡Ah, muy bien! ¿Y esta mañana?
—Esta mañana lo tenía puesto cuando estábamos en la iglesia y me
escondía detrás para que usted no me viera.
—No tema; no la miro con tal de no ver ese gorro. ¿Cuándo cambiará de
conducta?
—Por ahora, todavía no puedo.
—Entonces, ¿qué es lo que busca de mí?
—Vengo a verla y a que usted me riña.
—¿Se divierte usted con esto?
—No; no me divierte, sino que es un buen remedio para mí.
Entonces me corregía y yo apreciaba sus consejos. La escuchaba
respetuosamente, con el aspecto de una persona muy decidida a cambiar la
conducta y, sin embargo, no pensaba en ello.
—Espero que usted cambiará —me decía—; ya se cansará de hacer
tonterías y Dios hablará a su alma.
Me tomaba por la espalda y me meneaba como para que el diablo saliera
de adentro de mi cuerpo. Luego sonaba la hora de la despedida y me
despachaba riéndose. Yo me iba a mi dormitorio llevando como por influencia
magnética, dentro de mí algo de la serenidad y del candor de esta hermosa
alma.
También recuerdo especialmente a dos hermanas conversas, la hermana
Teresa y la hermana Elena. La hermana Teresa era mujer de edad, alegre,
brusca, burlona y adorablemente buena. Me había apodado Madcap. No sabía
una sola palabra de francés. Tenía predilección por los diablos y no los temía.
Se ocupaba de la destilación del agua de menta, industria muy
perfeccionada en nuestro convento. Cuando estaba dedicada a sus trabajos
parecía una bruja de Macbeth alrededor de sus hornos. A veces, estaba inmóvil
como una estatua, sentada al lado del alambique, donde el exquisito brebaje
pasaba gota a gota; leía la Biblia en silencio o murmuraba sus oficios con voz
monótona. En su ruda vejez era hermosa como un retrato de Rembrandt. Un
día en que se encontraba muy absorbida, me acerqué a ella en puntillas.
Cuando me vio en medio de sus frascos y de todas aquellas cosas frágiles
debió capitular y tolerar mi presencia. Era tan buena que me cobró afecto, y
desde entonces pude estar a su lado muchas veces. Al ver que yo no era torpe,
me dejó que la ayudara porque el olor de la menta le provocaba jaquecas. A mí
ese perfume me encantaba. La otra conversa, la hermana Elena, era fámula del
convento. Como después de la madre Alicia es a ésta a quien más he querido,
hablaré de ella en tiempo oportuno. En general, yo encontré mucha bondad
para conmigo en mi convento. ¿Cómo no recordar con amor esos años, los
más tranquilos y los más felices de mi vida?
Capítulo XLII
Capítulo XLIII
Apenas puse los pies en el templo me olvidé de la vieja jorobada. Mis ojos
no la siguieron. Me sentí turbada y encantada por el aspecto que ofrecía la
iglesia durante la noche. Era un largo rectángulo, sin estilo, de paredes
blanqueadas y semejante por su simplicidad a un templo anglicano. El altar,
muy modesto, estaba adornado por hermosos candelabros y flores siempre
frescas.
El ante coro donde nos encontrábamos estaba cubierto de sepulturas, sobre
cuyas lápidas se leían los nombres de monjas muertas antes de la revolución y
de varios personajes eclesiásticos y laicos. Se decía que el que iba a la iglesia a
media noche veía levantarse esas lápidas; y que los muertos aparecían con sus
cabezas descarnadas pidiendo con mirada ardiente oraciones para la paz de sus
almas. A pesar de la oscuridad que reinaba en la iglesia no me sentí
apesadumbrada. Estaba iluminada únicamente por la pequeña lámpara de plata
del santuario, cuya llama blanca se reflejaba sobre el mármol del pavimento
como una estrella en el agua inmóvil. La puerta situada en el fondo estaba
abierta a causa del calor, así como una de las grandes ventanas que daban al
cementerio. En el ambiente se percibía perfume de madreselvas y de jazmines.
Se respiraba una calma, un recogimiento y un misterio que yo no conocía.
Quedé en contemplación sin pensar en nada. Poco a poco, las raras personas
que había en la iglesia se habían retirado. Una religiosa atravesó el ante coro y
fue a encender una vela en la lámpara del santuario. Era alta y solemne. No
pude reconocerla, porque las monjas, al entrar en la capilla, tenían siempre el
velo caído sobre la cara. Su caminar lento y silencioso, su larga y profunda
prosternación sobre el pavimento y el incógnito de esta religiosa, que parecía
un fantasma listo para entrar en las lápidas funerarias, me causó una emoción
mezcla de terror y de arrobamiento. La poesía del santo lugar penetró en mi
imaginación. No sé qué era lo que pasaba en mí. Respiraba una atmósfera de
una suavidad indecible, más con el alma que con los sentidos. De repente, no
sé qué sacudida me conmovió; ante mis ojos pasa como una luz blanca y me
siento envuelta por la misma. Creo oír una voz que murmura a mi oído: tolle,
lege. Me vuelvo, creyendo que es María Alicia la que me habla. Estaba sola.
No me hice ninguna ilusión; no creí en un milagro. Me di cuenta de que
aquello había sido una alucinación. No quedé aturdida ni asustada.
Únicamente sentí que la fe penetraba en mí, como lo había deseado, por el
corazón. Estuve tan agradecida, tan maravillada, que un torrente de lágrimas
inundó mi rostro. Me di cuenta de que amaba a Dios, que mi pensamiento
abrazaba y aceptaba plenamente ese ideal de justicia, de ternura y de santidad,
que yo nunca había negado, pero que jamás me había encontrado en
comunicación directa. Veía un camino amplio, inmenso, sin límites, abrirse
ante mí; deseaba de todo corazón penetrar en él.
La hermana que venía a cerrar la iglesia oyó gemir y llorar; vino hacia mí
sin reconocerme, tampoco la reconocí a ella. Me levanté rápidamente y salí sin
mirarla. A tientas tomé el camino de mi celda.
Esa noche dormí extenuada por el cansancio, pero en un estado de
indecible beatitud. Al día siguiente, la condesa, que por casualidad se había
dado cuenta de mi ausencia durante la oración, me preguntó dónde había
pasado la tarde. Yo no era mentirosa y sin titubear, le contesté:
—En la iglesia.
Me miró asombrada, se dio cuenta de que yo decía la verdad y se quedó
callada. No busqué a la madre Alicia para abrirle mi corazón. No dije nada a
mis amigas los diablos. Estaba como avara de mi alegría interior. Esperaba
impacientemente la hora de la meditación en la iglesia. Mi devoción tuvo el
carácter de una pasión. Acepté todo, creí en todo sin combatir, sin sufrimiento,
sin lamentarme y sin falsa vergüenza.
Al cabo de unos días, Ana Fanelly, notando mi silencio y viendo que yo
iba a la iglesia todas las tardes, me dijo estupefacta:
—¿Cómo, mi querida Calepin, es que te has vuelto piadosa?
—Sí, así es.
—No es posible.
—Te doy mi palabra de honor.
—Bueno —contestó—; no trataré de sacarte esa idea de la cabeza. Creo
que sería inútil; eres una naturaleza apasionada. No podré seguirte en ese
terreno. Soy más fría; razono y creo que nunca podré tener entera fe.
—¿Me querrás menos por esto?
—Te conformarías más fácilmente si eso sucediera. La devoción absorbe y
compensa todo; mas como estimo muchísimo tu sinceridad continuaré siendo
tu amiga pase lo que pase.
Sofía no se dio gran cuenta de mi cambio. Las diabluras estaban pasando
de moda. Además Sofía era un diablo melancólico y también tenía sus cortos
acceso de devoción, mezclados con profundas crisis de tristeza, que no quería
confesar.
Fannelly me evitó el trabajo de confesarle mi cambio.
—Y bien; te has vuelto seria —me dijo—. Si tú eres feliz, eso basta, y si lo
quieres yo también caminaré. Soy capaz de hacerme piadosa para parecerme a
ti y para estar siempre contigo.
Encontré a Luisa de la Rochejaquelein en uno de los claustros, después de
mi conversión; como era mucho más razonable y más instruida que yo quise
saber qué efecto causaba en ella esa noticia.
—¿Qué pensarías de mí —le pregunté—, si supieras que he abrazado la
religión?
—Te diría —respondió— que has hecho muy bien y que te quiero ahora
más de lo que te quería antes.
Mary volvió de Inglaterra en esa época. Entró nuevamente en la clase de
las pequeñas e hizo otra vez tantas diabluras que sus padres tuvieron que
sacarla del convento poco tiempo después. Se burló de mi devoción y cuando
nos encontrábamos me hacía objeto de sarcasmos muy cómicos.
Mi conversión repentina absorbió todo mi tiempo. Fui a buscar a mi
confesor para pedirle que me reconciliara con el cielo. Era un sacerdote
anciano; el más paternal, el más sencillo, el más sincero y el más casto de los
hombres. Sin embargo, era un jesuíta, un padre de la fe, como se decía desde
la revolución. En él todo era rectitud y caridad. Se llamaba el abate de
Premord.
—Padre —le dije—, usted sabe que hasta ahora nunca me he confesado
bien. He venido aquí por obligación, todos los meses, como me ordenaban.
Por eso usted nunca me dio la absolución y yo no se la pedí. Hoy se la pido
porque quiero arrepentirme y confesarme de verdad. Debo decirle que no sé
cómo empezar porque no recuerdo haber cometido pecados voluntariamente;
he vivido, he pensado y he creído de acuerdo como me educaron.
—Espere, hija mía; veo que esto será un confesión general y que
tendremos mucho para conversar. Siéntese… Cuénteme sencilla y
tranquilamente toda su existencia, tal como la recuerda; tal como la concibe y
la juzga. No arregle nada, no busque ni el bien ni el mal de sus acciones y de
sus pensamientos; no vea en mí un juez ni un confesor; háblame como a un
amigo: Le diré luego lo que tenga usted que alentar o corregir para salvación
de su alma, es decir, por su dicha en esta vida y en la otra.
El relato de mi vida duró más de tres horas. El sacerdote me escuchó
atentamente, con interés paternal; varias veces vi que se enjugaba unas
lágrimas, sobre todo cuando le expliqué cómo había obrado la gracia en mí, en
el momento en que menos lo esperaba. Al terminar yo de hablar, me dijo:
—Su confesión está hecha. Si la gracia no la ha iluminado antes, la culpa
no es suya. Ahora debe tratar de no perder el fruto de las saludables emociones
que ha experimentado. Arrodíllese para recibir la absolución.
Cuanto terminó de pronunciar la fórmula sacramental, añadió:
—Vaya en paz; puede comulgar mañana; quédese tranquila y alegre, y no
se preocupe en vanos remordimientos. Dé gracias a Dios porque ha abierto su
corazón.
Al día siguiente, 15 de agosto, día de la Asunción, comulgué. Tenía quince
años y no había recibido ese sacramento desde mi primera comunión en La
Chatre.
Aquel día de verdadera primera comunión me pareció el más hermoso de
mi vida, ya que me sentí tan llena de fe y tan segura de ella. No sé cómo hice
para rezar. Rezaba a mi modo, ponía mi alma a los pies de Dios y con ella mis
lágrimas, mis recuerdos, mis afectos, mis buenos proyectos para el porvenir y
todos los tesoros de una juventud que se consagraba enteramente a una dicha
inalcanzable, a un sueño de amor eterno. Jesús, tal como los místicos lo han
interpretado, es un amigo, un hermano, un padre cuya presencia eterna, cuya
solicitud infatigable, cuya ternura y cuya mansedumbre infinita no pueden
compararse con nada.
El verano pasó para mí en la más completa beatitud; comulgaba todos los
domingos y a veces dos días seguidos. Me parecía milagrosa esa identificación
completa con la divinidad, yo ardía como Santa Teresa; ya no comía, no
dormía y caminaba sin darme cuenta; me obligaba a austeridades sin ningún
mérito, puesto que nada tenía que inmolar, cambiar o destruir en mí. Usaba en
el cuello un rosario de filigrana como cilicio. Sentía la frescura de las gotas de
sangre y eso me producía una sensación agradable y no un dolor. Vivía en
éxtasis. Mi cuerpo era insensible. Mi pensamiento tomaba un desarrollo
insólito. ¿Era el pensamiento? No; los místicos no piensan. Sueñan sin cesar,
contemplan, se queman, se consumen como lámparas.
Creo que las personas que no han experimentado esta enfermedad sagrada
no me comprenderán. Me había hecho seria, obediente y laboriosa sin ningún
esfuerzo. Las religiosas me trataban con gran afecto.
María Alicia continuó siendo angélicamente buena conmigo. No me
demostró más afección que antes de mi conversión; y esa fue una razón para
que mi afecto por ella aumentara. Al gustar la dulzura de esta amistad
maternal, tan pura y tan segura, saboreaba la perfección de su alma.
En cambio, la madre Eugenia, que había sido muy indulgente mientras yo
era diablo, se hizo más severa conmigo, a medida que me fue viendo más
razonable. Un día, yo estaba absorta en mis ensueños piadosos y no había oído
una de sus órdenes. Me colocó el gorro de noche. Aquello no me mortificó; yo
tenía conciencia de ser inocente. Por otra parte, la madre Eugenia seguía
demostrando la preferencia que tenía por mí. Si yo estaba enferma o triste, por
la noche llegaba hasta mi celda para interrogarme; lo hacía fríamente, hasta
parecía burlarse un poco de mí. Pero ese rasgo lo apreciaba yo mucho, puesto
que ella jamás se molestaba por nadie.
En esa época de mi primer fervor hice amistad con la hermana Elena, de
quien tengo el más dulce y caro recuerdo.
Un día que atravesaba el claustro la vi casi desfalleciente, sentada sobre la
última grada de la escalera, entre dos baldes de agua sucia. El peso de los
mismos y el olor que exhalaban habían vencido sus fuerzas. Estaba pálida y
bañada en sudor frío; parecía tuberculosa. Todas las pupilas se alejaban de ella
porque sus vestidos despedían olores desagradables. Era fea y pecosa; y en
ella se adivinaba un dolor reprimido. Corrí hacia ella, la sostuve en mis brazos
y no sabía qué hacer para socorrerla. Quise llamar a alguien en su auxilio.
Tuvo fuerzas para impedírmelo y levantándose pretendió tomar nuevamente su
carga; pero como no tenía fuerzas, terminé yo la tarea. Al cabo de un rato la
encontré con la escoba en la mano pretendiendo limpiar la capilla.
—Eso es un suicidio —le dije—, y Dios prohíbe buscar la muerte, aunque
sea trabajando.
—Quiero morir —replicó—; estoy condenada por los médicos. Prefiero
reunirme con Dios dentro de dos meses que dentro de seis.
Ante mi insistencia tuvo que consentir en que la ayudara en la limpieza de
la iglesia. Al día siguiente la encontré cuando iba a tender las treinta y pico
camas del dormitorio. Me preguntó si quería ayudarla, no tanto para aliviarla
de su trabajo, sino porque mi compañía empezaba a serle agradable. Cuando el
trabajo estuvo terminado nos sentamos a descansar y me dijo:
—Ya que usted es tan amable, podría enseñarme un poco de francés, pues
necesito saberlo para poder dirigir a las sirvientas francesas.
Yo accedí a ello y me alegré porque la petición significaba que la hermana
Elena no pensaba ese día en la muerte. Quedamos en que por la tarde iría a su
celda para darle la primera lección. Llegué hasta allí con cierto recelo, pues los
vestidos inmundos de la pobre monja me repugnaban bastante. Recibí una
sorpresa agradable al entrar en la celda; porque la encontré sumamente limpia
y con aroma de jazmín que subía desde el patio hasta su ventana. Ella estaba
también muy aseada; tenía un hábito nuevo y sus objetos de uso personal, bien
acomodados sobre una mesa, atestiguaban que era cuidadosa de su persona.
Vio en mis ojos cierta extrañeza y me dijo:
—He aceptado esta función tan desagradable de limpiar el convento
porque me espantan la suciedad y los malos olores. Cuando llegué a Francia
me causaron muy mal efecto el desaseo y el descuido que reinaban en esta
casa. Creí que no me acostumbraría jamás a vivir en un lugar tan descuidado.
Por eso, pedí que me destinaran a este trabajo, porque así haría más méritos
para mi salvación.
Dijo todo esto riéndose, pues era muy valiente y se mostraba siempre
satisfecha. Luego, con lenguaje simple y rústico, pero grandioso en su
ingenuidad, me contó su historia:
«Soy una campesina escocesa, mi padre tenía una posición bastante
holgada. Éramos muchos hermanos. Yo cuidaba los rebaños y me ocupaba de
los quehaceres domésticos. Amaba el campo y me parecía imposible poder
vivir en una ciudad. Un sermón que escuché me inspiró el deseo de
consagrarme a Dios. Ese sermón predicaba el renunciamiento y la
mortificación. Pensé que lo más agradable a Dios y lo más cruel para mí sería
abandonar el campo, perder mi libertad y separarme para siempre de mi
familia. En seguida, me resolví a tomar esa determinación. Me entrevisté con
el sacerdote que había predicado y, cuando le comuniqué mi vocación, no
quiso creerme y me llevó ante el obispo para que él examinara si mi vocación
era verdadera. Cuando éste vio que yo dejaba toda mi felicidad por amor a
Dios, me dijo que tenía una gran vocación, pero que debía obtener el
consentimiento de mis padres. Mi padre, al oírme expresar el deseo de entrar
en un convento, me dijo que me mataría. “Y bien, le contesté si usted me mata,
iré al cielo antes de lo que pensaba”. Mi madre y mis hermanas me
reprocharon lo que ellas creían mi ingratitud. Yo me afligí al oírlas, pero
comprendí que éste era el comienzo del martirio que debía soportar por el
amor de Dios.
»Cuando llegó el día en que yo debería partir me encerraron en mi cuarto y
me ataron con cuerdas a los pies de la cama. Por fin, mi madre y una de mis
tías, temiendo que mi padre me matara, trataron de convencerle para que me
dejara partir. “Que se vaya, dijo, pero que sepa que lleva mi maldición.” Y
salió de casa sin mirarme. Al quedarme sola con las mujeres y los niños de la
casa, todos se pusieron de rodillas a mi alrededor para que renunciara a mi
viaje, y yo les decía. “Más, aún no sufro tanto como quiero”. Por último,
viendo que todos los ruegos eran inútiles, el preferido entre mis sobrinitos,
acostándose sobre el umbral de la puerta, dijo: “Deberás caminar sobre mi
cuerpo para salir.” Yo pasé sobre él. Durante largo rato después de haber
salido de mi casa oí los gritos y los sollozos de mi madre, de mis tías y de
todos los pequeños. Volví la cabeza y les mostré el cielo, levantando un brazo
sobre mi cabeza. Mi familia, que no era impía, me comprendió. Entonces
proseguí mi camino y me di vuelta nuevamente cuando estuve bastante lejos.
Miré el humo y el techo de mi casa. No lloraba y llegué tranquila hasta donde
estaba el obispo. Unas señoras piadosas me acompañaron aquí.»
Esta historia, simple y terrible, aumentó mi entusiasmo por la religión y me
inspiró gran cariño por sor Elena. Vi en ella una santa de la antigüedad. Ruda,
ignorante, fanática y serena como Juana de Arco o como Santa Genoveva.
Le tomé las manos y exclamé:
—Creo que usted me indica el camino que debo seguir, ¡seré religiosa!
—Muy bien —me dijo con la confianza y la rectitud de un niño—; será
usted hermana conversa como yo y trabajaremos juntas.
Me pareció que el cielo me hablaba por boca de esta inspirada. Por fin
había encontrado a la santa de mis sueños. Me pareció más humana y más
divina que las otras monjas. Más humana porque sufría; más divina porque
amaba el sufrimiento. Su historia me hacía temblar y aumentaba mis deseos de
sacrificio.
No tardé en confiar mi proyecto a la madre Alicia. La digna y razonable
mujer me dijo sonriendo:
—Si esta idea le es grata, siga alimentándola en su corazón; pero no la
tome muy en serio. Se necesita más valor del que usted piensa para tomar
semejante determinación. Su madre y su abuela no consentirían en ello. Dirán
que nosotras la hemos aconsejado y eso no está en nuestra intención ni en
nuestro modo de obrar. Nunca alentamos vocaciones en cierne; esperamos que
ellas se desarrollen. Usted no se conoce a sí misma.
Las dudas de la madre Alicia sobre mi vocación me mortificaron un poco.
Y cuando trataba de conversar nuevamente con ella sobre mi sed de sacrificio
por Dios, me decía:
—Hija mía; si usted, quiere hacer méritos por el dolor, ya encontrará
suficiente cantidad en el mundo. Tenga en cuenta que una madre de familia,
por el solo hecho de haber dado a luz a sus hijos, ha sufrido y ha trabajado más
que nosotros. Los sacrificios de una buena madre y una buena esposa son
superiores a los que se hacen en la vida de claustro. No atormente su espíritu y
espere que Dios la inspire cuando esté en edad de elegir estado. Él sabe mejor
que usted y que yo lo que le conviene. Si usted desea sufrir, quédese tranquila;
ya la vida se encargará de proporcionarle el martirio que usted pretende
encontrar en el convento.
La actitud firme y serena de esta religiosa me preservó de hacer votos
imprudentes que pesan algunas veces para toda la vida sobre conciencias
timoratas.
Sin embargo, continuaba ayudando a sor Elena en sus rudos trabajos y
consagrándole mis recreos del día para darle su lección de francés. Ella no
dudaba de mi vocación. Le parecía que sería muy fácil obtenerme una licencia
especial para que pudiera entrar en el convento de Las Inglesas, a pesar de que
en él no había monjas de nacionalidad francesa. Confieso que no podía
soportar la idea de entrar en otro convento fuera de éste, y eso era una prueba
de mi falta de vocación.
Construíamos ambas castillos en el aire. Pensaba que podría llamarme
madre María Agustina, y que podría tener una celda vecina a la suya. También
cultivaríamos juntas el jardín. Había continuado yo manifestando mi amor por
la tierra. Por eso me entretenía en dirigir los trabajos de cultivo de las alumnas
más pequeñas, las que por tal causa me estiman mucho. En la clase de las
grandes se burlaban un poco de mí. Ana me encontraba embrutecida y Paulina
de Pontcarré, mi amiga de la infancia, que había entrado al convento hacía seis
meses, decía a su madre que yo me había imbecilizado y que no podía vivir
más que al lado de la hermana Elena y de las chicas de siete años.
Sin embargo, tenía una amistad que debía realzarme en la opinión de las
compañeras más inteligentes, puesto que era con la persona más capaz del
convento. Se trataba de Elisa Auster, que es hoy superiora de un convento de
Cork, en Irlanda. Elisa era de una belleza incomparable. Tenía un perfil griego
de líneas exquisitas. Su cutis parecía hecho de lirios y de rosas, sus cabellos
castaños eran soberbios, y sus ojos azules muy dulces y de gran penetración.
La mirada y la sonrisa revelaban en ella la ternura de un ángel, y la frente
derecha y el ángulo facial muy pronunciado, un gran poder y un gran orgullo.
Desde su más tierna edad se había inclinado a la piedad. Siempre se mantuvo
firme en su resolución de ser religiosa. Mantenía en su corazón una amistad de
carácter exclusivo con una religiosa de un convento de Irlanda, sor María
Borgia de Chantal, quien alentó siempre su vocación y con quien se reunió
más tarde al tomar los hábitos. Conservo aún un recuerdo del afecto que tuvo
por mí: se trata de un pequeño relicario, que esa misma religiosa le había
regalado. Le tenía tal apego que me hizo prometer que nunca me separaría de
él y he sabido mantener esa palabra. Elisa era la primera en todos los estudios
y procedía en esa forma porque quería estar más tarde en condiciones de
dirigir la educación de las jóvenes irlandesas que estarían a su cuidado. Yo
trataba de prestar la mayor atención posible; pero, en realidad, desde que era
piadosa, no había hecho más progresos que cuando era diablo. Mi único objeto
consistía en someterme a la regla del convento y como mi misticismo me
ordenaba sacrificar todas las vanidades del mundo, no pensaba que una
hermana conversa tuviera necesidad de saber piano, dibujo e historia. Por lo
tanto, después de tres años de estar en el convento, salí de él más ignorante de
lo que había entrado. Hasta había perdido el amor por el estudio. La devoción
me absorbía enteramente. Cuando lloraba durante una hora en la iglesia,
quedaba deshecha todo el día.
En Nohant había despreciado el estudio porque quería ser obrera al lado de
mi madre y en el convento lo despreciaba porque me parecía una ocupación
demasiado mundana y quería ser sirvienta, junto a la hermana Elena. Sin lucha
me estaba extenuando con mis expansiones piadosas. Empezaba a sentirme
enferma y pronto el malestar físico cambió el aspecto de mi devoción.
Capítulo XLIV
Capítulo XLV
Capítulo XLVI
El azar había decidido que al cumplir yo diecisiete años cesaran por algún
tiempo para mí las influencias exteriores, y que me perteneciera a mí misma,
enteramente, para transformarme para mi bien o mi mal, en lo que sería el
resto de mi vida.
Mi abuela paralítica no tuvo ya, ni en sus momentos más lúcidos, el menor
ascendiente intelectual sobre mí. Mi madre, a pesar de sus ruegos, no vino a
Nohant; dijo que el estado de mi abuela podía prolongarse infinitamente y que
ella no podía separarse de Carolina. Deschartres, abatido primero y resignado
después, pareció cambiar enteramente de carácter con respecto a mí. Puso en
mis manos contra mi oposición todos los poderes que mi abuela le había
otorgado y exigió que yo llevara la contabilidad de la casa y que diera todas
las órdenes. Me trató como a una persona de edad madura, capaz de dirigirse a
sí misma y a los demás.
Era fiarse demasiado de mi capacidad.
No tuve dificultades para mantener el orden establecido en la casa. Todos
los criados eran fieles. Deschartres continuaba dirigiendo los trabajos del
campo, de los cuales yo no entendía nada, a pesar de todos los esfuerzos que él
había hecho para encariñarme con ellos.
El pobre Deschartres hizo todo lo posible para distraerme y reanimarme.
Quiso que «Colette» me perteneciera enteramente y puso a mi alcance todas
las potrancas y los potrillos que había en nuestras propiedades para que variara
de cabalgadura cuando quisiera. Él los ensayó primero, cosa que le costó más
de una caída; tuvo que convenir que yo era un jinete más hábil que él. Se tenía
tan derecho y tan acompasado a caballo que se cansaba muy pronto. Quiso que
Andrés fuera mi escudero o más bien mi paje, y me suplicó que todos los días
hiciera un paseo a caballo por el campo.
Tomé la costumbre de hacer todas las mañanas ocho o diez leguas a
caballo en cuatro horas; me detenía algunas veces en una granja para tomar
leche, luego andaba a la ventura, exploraba la región y pasaba por lugares
reputados intransitables. Andrés, muy bien aleccionado por Deschartres, no
decía una palabra mientras andábamos. No comenzaba a estar locuaz hasta que
no nos deteníamos para comer y yo le exigía que compartiera mi mesa. Me
entretenía con sus reflexiones simples en el lenguaje berrichón. En estos
paseos, contemplaba esa sucesión lenta o rápida del paisaje, ya sombrío, ya
delicioso, y encontraba bandadas pintorescas de pájaros o rebaños de
animales, u oía el dulce ruido del agua… Me hice enteramente poeta y poeta
por gusto y por carácter, sin darme cuenta de que lo era y sin saberlo. Donde
no buscaba más que una expansión física encontraba una inextinguible fuente
de goces morales que me reanimaban y me renovaban cada día con más
fuerza. De no haber tenido que volver al lado de mi pobre enferma hubiera
andado durante días enteros; pero, como salía muy de mañana, casi siempre al
alba, cuando el sol comenzaba a calentar, al galope regresaba a casa. Me daba
cuenta de que el pobre Andrés estaba cansadísimo; yo me extrañaba de verlo
así, pues nunca mis fuerzas se han agotado andando a caballo y creo que las
mujeres, por su forma peculiar de montar o por la flexibilidad de sus
miembros, pueden cabalgar más tiempo que los hombres.
Gracias a este ejercicio saludable sentí una necesidad imperiosa de
instruirme. Primero bajo el peso de la pena y de la inquietud había tratado de
acortar las largas horas que pasaba al lado de mi abuela leyendo novelas de
Florián, de madame de Genlis y de Van der Welde. Estas últimas me
parecieron encantadoras; pero estas lecturas interrumpidas por los cuidados
que me imponía mi situación de enfermera no dejaron ninguna huella en mi
espíritu, y a medida que el temor de la muerte se alejaba volví a lecturas más
serias que muy pronto me apasionaron.
Mi confesor, el cura de La Chatre, me había prestado El genio del
Cristianismo. Devoré el libro. Me gustó apasionadamente en fondo y forma.
Sentí renovarse en mí la devoción que había disminuido un poco a
consecuencia de mi aislamiento y de la tristeza de mi situación. Mi fe no fue
ya una pasión ciega sino una luz brillante. Ya Juan Gerson me había tenido
durante mucho tiempo bajo la influencia de la humildad espiritual, del
aniquilamiento de toda reflexión y del desprecio de la ciencia humana. La
imitación de Jesucristo ya no era mi guía. Chateaubriand, el hombre
sentimental y entusiasta, se erigía como mi sacerdote y mi iniciador. No veía
en él al poeta escéptico, ni al hombre de la gloria mundana. Debía bajar al
abismo del examen; pero no como Dante, en la edad madura, sino en la flor de
los años y en toda la claridad de mi primer despertar.
La imitación es el libro del claustro por excelencia; es el código del
tonsurado. Es mortal para el alma de quien no ha roto con la sociedad de los
hombres y los deberes de la vida humana. De modo que yo había roto, en mi
alma y en mi voluntad, con los deberes de hija, de hermana, de esposa y de
madre; yo me había dedicado a la eterna soledad al beber en esta fuente de
beatitud personal.
Al releerlo después de El genio del Cristianismo me pareció enteramente
nuevo y vi todas las consecuencias terribles de su aplicación en la práctica de
la vida. Me ordenaba olvidar todo afecto terrestre… Comenzaba a estar
asustada y arrepentida de haber andado entre la familia y el claustro sin tomar
una determinación decisiva. Demasiado sensible a la pena de mis familiares o
a la necesidad que podían tener de mí, había sido irresoluta y temerosa, había
hecho numerosas concesiones a mi abuela, que quería verme instruida.
Había repudiado su doctrina, a partir del día en que, cediendo a las
imposiciones de mi director espiritual, me había vuelto alegre, afectuosa y
amable con mis compañeras, y sumisa y abnegada con mis familiares. Todo
era criminal en mi conciencia y en mi conducta, o el libro, el divino libro,
había mentido.
Para mi existencia futura, debía elegir entre el cielo y la tierra; o el
ascetismo con el cual me había alimentado a medias, era un alimento
pernicioso del que debía desligarme para siempre, o bien el libro tenía razón, y
debía rechazar el arte y la ciencia, la poesía y el razonamiento y la amistad y la
familia; y pasar los días y las noches en éxtasis y en oraciones al lado de mi
abuela moribunda y luego apartarme de todas estas cosas y encerrarme en un
lugar santo para no tener más tratos con la humanidad.
¿A quién creer? ¿Cuál de esos dos libros era el herético? Ambos me habían
sido dados por los directores de mi conciencia. ¿Había dos verdades
contradictorias en el seno de la iglesia? Chateaubriand proclamaba la verdad
relativa. La imitación de Jesucristo, de Gerson, la declaraba absoluta.
Yo estaba muy perpleja. Mientras galopaba, creía en Chateaubriand. A la
luz de mi lámpara, creía en Gerson, y por la noche me reprochaba mis
pensamientos de la mañana.
Una circunstancia exterior dio el triunfo al neo cristianismo. Mi abuela
había estado, nuevamente durante algunos días, en peligro de muerte. Yo me
había atormentado cruelmente con la idea de que no se reconciliaría con la
religión y que moriría sin sacramentos; y no me había atrevido siquiera a
decirle una palabra sobre mis deseos. Mi fe me ordenaba imperiosamente que
hiciera esa tentativa; mi corazón me lo impedía con más energía. Sufrí gran
angustia por este motivo. Por fin escribí al abate Premord, para pedirle
consejo. Lejos de condenar mi conducta, el excelente hombre la aprobó:
«Ha hecho muy bien, hija mía, al guardar silencio. Decir a su abuela que
estaba en peligro, hubiera sido matarla. Tomar la iniciativa en ese asunto
delicado de su conversión sería contrario al respeto que usted le debe. Tal
inconveniencia hubiera sido vivamente sentida por ella. Ha estado bien
inspirada callándose y pidiendo a Dios su inspiración. Siga siempre los
consejos de su corazón; el corazón no se equivoca. Rece siempre y espere, y
sea cual fuere el fin de su pobre abuela, tenga fe en la sabiduría y la
misericordia divinas. Su deber, con respecto a ella, es continua rodeándola de
los más tiernos cuidados, Al ver su amor, su modestia, la humildad y la
discreción de su fe, querrá, tal vez, para recompensarla, responder al secreto
deseo de usted y reconciliarla con la Iglesia».
De este modo, el amable y virtuoso anciano, transigía también con los
afectos humanos. Me daba lugar a esperar la salvación de mi abuela; aunque
muriera sin reconciliarse oficialmente con la Iglesia, y tal vez sin haber
pensado en ello. Este hombre era un santo, un verdadero cristiano. ¿A pesar de
ser un jesuíta, o por ser jesuíta?
Seamos equitativos. Desde el punto de vista político, como republicanos,
odiamos o tememos a esta secta enamorada del poder y deseosa de
dominación. Digo secta al hablar de los discípulos de Loyola, porque forman
una secta, lo sostengo; una importante modificación en la ortodoxia romana;
una herejía bien condicionada. Lo que pasa es que nunca se ha declarado tal.
Ha conquistado y minado al Papado sin hacerle una guerra aparente; pero se
ha reído de su infalibilidad declarándola soberana. En eso ha sido más hábil
que las otras herejías y sin embargo más poderosa y más durable.
Sí, el abate de Premord era más cristiano que la Iglesia intolerante; y era
hereje porque era jesuíta. La doctrina de Loyola es la caja de Pandora.
Contiene todos los males y todos los bienes. Es la base del progreso y el
abismo de destrucción, una ley de vida y de muerte. Como doctrina oficial,
mata; como doctrina oculta, resucita lo que ha matado.
Doctrina, espíritu o tendencia de institución, cuyo espíritu dominante y
activo consiste en abrir a cada uno el camino que le corresponde. Para ella la
verdad es soberanamente relativa y una vez que este principio está admitido en
el secreto de las conciencias, significa la caída de la Iglesia católica.
Esta doctrina tan discutida, tan criticada, tan señalada al horror de los
hombres progresistas, es la última arca de la fe cristiana. Tras ella no hay otra
cosa más que el ciego absolutismo del papado. Es la única religión practicable
para los que no quieren romper con Jesucristo Dios. La Iglesia Romana es un
gran claustro donde los deberes del hombre en sociedad son inconciliables con
la ley de la salvación. Que se suprima el amor y el matrimonio, la herencia y la
familia. Entonces, la ley del renunciamiento católico es perfecta. Su código es
la obra del genio de la destrucción; en cuanto admite otra sociedad que la
comunidad monástica, es un laberinto de contradicciones y de
inconsecuencias. Se ve en la obligación de mentirse a sí misma y de permitir a
cada uno lo que a todos prohíbe. Entonces la fe está vacilante; llega el jesuíta,
que dice al alma turbada e insegura:
—Sigue como puedas y de acuerdo con tus fuerzas. La palabra de Jesús es
eternamente accesible a la interpretación de la conciencia lúcida. Entre la
Iglesia y tú, nos ha enviado para ligar y desligar. Cree en nosotros; entrégate a
nosotros, que somos una nueva iglesia, dentro de la Iglesia; una iglesia
tolerada y tolerante, una tabla de salvación entre la regla y el hecho. Lo que
está mal puede estar bien, y recíprocamente, según el fin que se persiga. La
intención es todo; el hecho, nada.
De este modo habló Jesús a sus discípulos cuando les había dicho: «El
espíritu vivifica, la letra mata. No hagáis como esos hipócritas cuya religión
consiste en el ayuno y la penitencia exterior. Lavad vuestras manos y
arrepentíos en vuestros corazones.»
Pero Jesús había dicho palabras de vida, de una extensión inmensa. El día
en que el Papado y los Concilios se declaren infalibles en la interpretación de
ellas, mataron, sustituyeron a Jesús, como al miedoso a quien se dice: esto no
es nada. Mira y toca. Y en efecto, el mejor modo de fortificar el corazón y de
reanimar el espíritu es enseñándole el desprecio del peligro.
Pero este procedimiento, tan seguro en el dominio de la realidad, ¿es
aplicable a las cosas abstractas? ¿Puede someterse así de golpe la fe de un
neófito a grandes pruebas?
Me veía capaz de entusiasmo intelectual, pero tratada por una rigidez de
conciencia que podía arrojarme al terreno estrecho del catolicismo antiguo.
Luego, en la mano de un jesuíta, todo ser pensante es un instrumento que hay
que hacer vibrar. El espíritu de la institución sugiere a sus mejores miembros
un gran fondo de proselitismo. Un jesuíta que, encontrando un alma dotada de
cierta vitalidad, la dejara aniquilarse en una quietud estéril, hubiera faltado a
su deber y a su regla. De este modo Chateaubrian procedía, tal vez con
intención, tal vez sin saberlo, de acuerdo con los jesuítas, llamando los goces
del espíritu y los intereses del corazón en socorro del cristianismo. Ese hereje,
era innovador y mundano; era confiado y audaz como ellos o según el ejemplo
de los mismos.
Después de haberlo leído con entusiasmo saboreé El genio del
Cristianismo, tranquilizada por mi buen confesor. Y luego comprendí la
lectura de Mably, Locke, Condillac, Montesquieu, Bacon, Bossuet,
Aristóteles, Leibnitz, Pascal y Montaigne, de los cuales mi abuela me había
marcado los capítulos que debía leer. Después vinieron los poetas y los
moralistas: La Bruyère, Pope, Milton, Dante, Virgilio, Shakespeare, etcétera.
Sin orden y sin método, tal como cayeron en mis manos, y con una intuición
que no volví a encontrar jamás, y que era superior a mi lenta comprensión. El
cerebro era joven, la memoria huidiza, el sentimiento rápido y la voluntad
amplia.
Leía en los primeros tiempos con la audacia que me había sugerido mi
buen abate. Y luego, no teniendo plan, entremezclando en mis lecturas los
creyentes con los incrédulos, encontraba en los primeros el medio para
contestar a los otros. Yo era sentimental y el sentimiento era el único que
decidía las cuestiones que se presentaban a mi vista. Saludé respetuosamente a
los metafísicos; y todo lo que puedo decir en alabanza mía, a propósito de
ellos, es que me abstuve de considerar como vana y ridícula una ciencia que
fatigaba demasiado mis facultades. Más tarde cuando la estudié con más
detenimiento me reconcilié un poco más con ella.
En resumen, digo hoy que la búsqueda de la verdad en manos de grandes
espíritus, es el objeto de la metafísica; mas como yo no pertenezco a esa
categoría, no he necesitado de esa ciencia. Pero llegué a Rousseau, el hombre
apasionado y sentimental por excelencia, y entonces quedé confundida.
¿Era aún católica cuando iba a empezar la lectura de Juan Jacobo? Creo
que no. A pesar de practicar esta religión creo que, sin darme cuenta, me había
apartado del estrecho sendero de su doctrina. El espíritu de la Iglesia no está
ya en mí; tal vez no había estado jamás.
Las ideas estaban en gran fermentación en esa época. Italia y Grecia
combatían por su libertad nacional. La Iglesia y la monarquía eran contrarias a
esas generosas tentativas. Los diarios realistas de mi abuela gritaban contra la
insurrección; y el espíritu religioso, que hubiera debido estar de parte de los
cristianos de Oriente, se empeñaban en probar los derechos del Imperio turco.
Esa monstruosa inconsecuencia, ese sacrificio de la religión al interés político
me rebelaban. El espíritu liberal se hacía para mí sinónimo de sentimiento
religioso. Jamás podré olvidar que el impulso cristiano me empujó
resueltamente al campo del progreso, del que ya no debía volver a salir.
Me indignaba con Deschartres, al ver que no era devoto ni religioso,
combatía a la religión en la cuestión de los griegos y la filosofía en el
progreso. El pedagogo no tenía más que una idea, una ley, una necesidad, un
instinto: la autoridad absoluta frente a la sumisión ciega. Hacer obedecer a los
que deben obedecer, tal era su sueño; pero ¿por qué unos deben mandar a
otros? A esto, él, que tenía saber e inteligencia práctica, contestaba con
sentencias vacías y lugares comunes.
Sosteníamos discusiones cómicas. No podía yo tomarlas en serio con un
espíritu tan extravagante y obstinado como el suyo en ciertas cuestiones. Él
me trataba con bondad paternal y se atribuía la gloria de mis estudios, que se
imaginaba dirigir porque discutía el efecto de los mismos.
Cuando encontraba en Leibnitz o en Descartes argumentos matemáticos,
letra muerta para mí mezclados a la teología y a la filosofía, iba a su
encuentro, para que con analogías me explicara esos puntos inabordables. Lo
hacía con gran habilidad, gran claridad y con verdadera inteligencia de
profesor.
En política me encontraba fuera del seno de la Iglesia y no me atormentaba
por ello, pues las religiosas de mi convento no tenían opiniones determinadas
sobre las cuestiones de Francia y no me habían dicho que la religión ordenara
alistarse en pro o en contra de alguien. No había oído, leído ni escuchado en la
enseñanza religiosa algo que me prescribiera pedir a la autoridad espiritual la
apreciación de lo temporal. Yo me había extrañado al ver que la señora
Pontcarré identificaba la religión con la monarquía absoluta. Chateaubriand
identificaba también el trono con el altar; mas eso no me interesaba.
Chateaubriand era para mí un literato y no desde el punto de vista cristiano. Su
obra me bastaba como iniciación a la poesía de las obras de Dios y de los
grandes hombres.
Mably me había dejado disconforme. Me habían decepcionado sus
impulsos de franqueza y de generosidad, detenidos sin cesar por el
descorazonamiento frente a la aplicación de los mismos.
Leibnitz me parecía más grande que todos; ¡pero qué difícil era
interpretarlo cuando se elevaba treinta atmósferas sobre mí!
Me reía en grande de mi presuntuosidad al querer aprender lo que no
entendía. Sin embargo, el prefacio de la Teodicea, que resumía tan bien las
ideas de Chateaubriand y los sentimientos del abate de Premord sobre la
utilidad y hasta sobre la necesidad del saber, me deleitaron.
«La verdadera idea y la verdadera felicidad, decía Leibnitz, consisten en el
amor de Dios; pero en un amor inteligente, cuyo ardor esté acompañado por la
luz del saber. Esta especie de amor es fuente de ese placer en la buenas
acciones, quienes relacionando todo a Dios, como el centro propiamente
dicho, transportan lo humano a lo divino.»
Deschartres comenzó a darme clases. Y cuando habíamos trabajado
algunas horas, le decía:
—Gran hombre —siempre lo llamaba así—: esto me aniquila. Este estudio
es demasiado largo y el objeto está demasiado lejos. Estoy impaciente por
amar a Dios y si debo trabajar durante toda la vida para llegar a saber en mis
últimos días, por qué y cómo debo amarlo, me consumiré esperando ese
momento, y mi corazón habrá quedado destruido a expensas de mi cerebro.
Terminaba la clase, no con la mente cansada sino con el corazón abrumado
y salía a buscar al aire libre la vida que yo necesitaba. Yo quería instruirme por
medio de la emoción y encontraba en la poesía de los libros de imaginación y
en la naturaleza el alimento que mi alma necesitaba. Debo decir que los poetas
y los moralistas elocuentes han tenido más influencia para la conservación de
mi fe religiosa que los metafísicos y los filósofos.
Estas pobres migajas de instrucción, que Deschartres encontraba
sorprendentes, realizaban perfectamente la predicción del abate Premord,
cuando me dijo que al estudiar un poco me daría cuenta de que no sabía nada.
Como en el transcurso de mi vida nunca llegué a saber mucho más, el orgullo
no se adueñó de mí, como temía, y cada vez que alguien me cumplimentaba
por mi saber y mi capacidad, yo me reía interiormente.
Lo poco que había arrancado al reino de las tinieblas había fortificado mi
fe religiosa en general, y mi fe en el cristianismo en particular. ¿Y en cuanto a
la fe católica? No había pensado en ella.
Asistía a misa y no analizaba el culto. Sin embargo, recuerdo que éste ya
me parecía pesado y malsano. Sentía la disminución de mi piedad. En las
iglesias públicas no rezaba con el fervor con que lo hacía en la capilla de mi
convento. Añoraba las flores, los cuadros, la limpieza, los dulces cantos, los
profundos silencios de la noche y el edificante espectáculo de las religiosas
prosternadas en sus reclinatorios. En mi parroquia mi sensibilidad se resentía
al mirar las imágenes de santos y santas que parecían fetiches apropiados para
atemorizar a hordas salvajes; me impresionaban los bramidos de los cantores
aficionados que hacían juegos de palabras en latín con la mejor buena fe del
mundo; las viejas beatas que se dormían y roncaban con sus rosarios en la
mano; el viejo cura que protestaba en medio del sermón contra la indecencia
de los perros introducidos en la iglesia; los vestidos provincianos de las
señoras, sus cuchicheos y sus murmuraciones, como si se tratara de un lugar
destinado para difamarse unas a otras… Todos estos incidentes burlescos y la
falta de recogimiento de cada uno al rezar me eran odiosos.
Tal era la situación de mi espíritu cuando leí el Emilio, La profesión de fe
del vicario saboyano, Las cartas de la montaña, El contrato social y los
Discursos.
El decir de Juan Jacobo y la forma de sus deducciones penetraron en mí
como una música maravillosa iluminada por un sol resplandeciente. Lo
comparé con Mozart. Comprendía todas sus ideas. ¡Qué alegría para un
escolar incipiente y tenaz comprender todo lo que se presenta a sus ojos, sin
nubes que oscurezcan su entendimiento! Me hice discípula ardiente de tal
maestro y lo fui durante mucho tiempo sin ninguna restricción. En cuanto a
religión me pareció el más cristiano de todos los escritores de su época y le
perdoné haber abjurado del catolicismo por la forma forzada y antirreligiosa
con que le habían hecho profesar el mismo. Su condición de protestante, su
conversión y su vuelta al protestantismo por circunstancias justificables, acaso
inevitables, no me incomodó como no me había incomodado la de Leibnitz.
Aún más; tenía gran simpatía por los protestantes. Recordaba que el abate
Premord no condenaba a nadie.
No leí a Voltaire. Mi abuela me hizo prometer que no lo leería hasta llegar
a los treinta años. Cumplí mi promesa. Como para ella era lo que Juan Jacobo
fue para mí durante mucho tiempo, es decir, el motivo de toda su admiración,
pensaba que debía estar en todo el dominio de mi razón para interpretarlo.
Cuando más tarde lo leí, me impresionó vivamente, pero no tuvo ninguna
influencia sobre mí. Hay naturalezas que no se apoderan de otras naturalezas,
por superiores que sean.
Capítulo XLVII
En los hermosos días del verano, mi abuela experimentó una mejoría muy
sensible y quiso reanudar su correspondencia y sus relaciones de familia y
amistad. Bajo su dictado escribí cartas encantadoras de buen tono, como eran
todas las suyas. Recibió la visita de sus amigos, quienes no podían comprender
que hubiese estado tan enferma como afirmábamos. Tenía momentos en que
conversaba tan bien, que su salud parecía normal.
Pero cuando llegaba la noche, poco a poco, la luz se debilitaba en esa
lámpara agotada. Sus ideas se nublaban y a veces estaba atacada de
inquietante delirio, melancólico e infantil. Yo no pensaba ya en pedirle que se
reconciliara con la Iglesia. Sin embargo, esa reconciliación se produjo de un
modo completamente imprevisto. El arzobispo de Arles escribió a mi abuela y
anunció su llegada a Nohant.
M. L. de B., arzobispo de Arles, era hermano de mi abuela por parte de
padre, fruto de los amores muy apasionados y muy divulgados entre mi abuelo
Francueil y la célebre madame d’Epinay. Este romance fue revelado por la
publicación muy indiscreta e inconveniente de la encantadora correspondencia
de ambos amantes. El bastardo fue dedicado a la iglesia desde temprana edad.
Mi abuela lo conoció cuando era muy joven y al casarse con Francueil le
sirvió de madre. A pesar de su escasa inteligencia era muy bondadoso. Tenía
gran parecido con su madre, la cual, como dijo Juan Jacobo y como proclamó
ella misma, «no se destacaba por su belleza aunque si por sus bellas formas».
Poseo todavía uno de sus retratos, que ella dedicó a mi abuelo. Era
encantadora y obtuvo muchos homenajes galantes. El arzobispo era feo como
su madre y tenía la expresión de una rana. Además era de gordura excesiva,
glotón, demasiado alegre, intolerante al hablar y demasiado indulgente al
obrar; le agradaban los chistes; y sentía vanidad de sus trajes y de sus
privilegios eclesiásticos. Siempre tenía deseos de comer, beber, dormir o reír
para ahuyentar el aburrimiento. Cristiano sincero, pero poco indicado para
hacer prosélitos, era el único sacerdote capaz de hacer cumplir a mi abuela las
normalidades católicas, porque sabía dejarla hablar sin rebatirla.
—Querida mamá —le dijo sin preámbulos en la primera hora que pasó a su
lado—: usted sabe por qué estoy aquí. No andaré con rodeos para hablarle.
Quiero salvar su alma. Sé que esta afirmación mía le causará gracia; usted no
cree que será condenada si no hace lo que le pido; en cambio, yo si lo creo, y
como usted, gracias a Dios está sana, puede proporcionarme este placer sin
que su espíritu se atemorice. Le ruego, pues, a usted, que siempre me ha
tratado con cariño maternal, que sea gentil y complaciente con este su hijo
gordo. Usted sabe que la respeto demasiado para discutirle. Su preparación es
muy superior a la mía; pero aquí no se trata de eso; debe darme usted una
prueba de cariño y estoy dispuesto a pedírsela de rodillas. Como no puedo
hacer esto, porque mi abdomen no me lo permite, su nieta lo hará en mi lugar.
Quedé estupefacta ante semejante discurso y mi abuela se echó a reír. El
arzobispo me puso a sus pies, diciéndome:
—Creo que te haces rogar para ayudarme.
Entonces mi abuela, pasando repentinamente de la risa a la emoción, dijo
besándome:
—¿Me creerás condenada si rehúso?
—¡No —exclamé impetuosamente, llevada por la fuerza de una verdad
interior que estaba por encima de todos los prejuicios religiosos—, no, no!
Estoy de rodillas para bendecirla y no para predicarle.
El arzobispo, tomándome por un brazo, quiso hacerme salir de la
habitación, pero mi abuela me retuvo.
—¡Déjela, mi gordo Juan el blanco —exclamó ella—; predica mucho
mejor que usted! Te doy las gracias, hija mía —añadió, volviéndose a mí—.
Estoy contenta de ti y para probártelo, como sé que en el fondo de tu corazón
deseas que acceda al pedido de monseñor, diré que sí.
Monseñor le besó las manos llorando. Estaba verdaderamente emocionado
al ver tanta dulzura y cariño. Luego, frotándose las manos y golpeando con
ellas sobre el abdomen, dijo:
—¡Vamos; hay que machacar el hierro cuando está caliente! Mañana a la
mañana vuestro viejo cura vendrá a administrarle los sacramentos. Me he
permitido invitarle para que almuerce con nosotros…
Mi abuela quedó contenta durante el resto del día y el arzobispo aún más
que ella, pues pasó el tiempo bromeando, jugando con los perros y
amonestándome cariñosamente por haberle ayudado tan mal.
El cariz que tomaban las cosas me afligía. Me parecía que administrar así
los sacramentos a una persona que no creía en ellos y que lo hacía por
condescendencia hacia mí, era un sacrilegio. Estaba dispuesta a tener una
explicación sobre este asunto con mi abuela. Ésta, a la mañana siguiente,
parecía resucitada moralmente. Su razonamiento era nítido:
—Déjame hacer —me habló— creo, en efecto, que voy a morir. Adivino
tus escrúpulos. Sé que si muero sin reconciliarme con la Iglesia me lo
reprocharás o te lo reprocharán. No quiero poner tu corazón frente a tu
conciencia, ni permitir que tus amigos te juzguen. Estoy segura de no cometer
una cobardía ni una falsedad al cumplir con esas prácticas que no son de mal
ejemplo, en momentos de alejarme de los que uno ama. Quédate tranquila, yo
sé lo que hago.
Deschartres comprobó que tenía mucha fiebre y se enfureció contra el
arzobispo. Quiso echarlo de la casa porque, tal vez con razón, le atribuía la
causa de esa nueva crisis en aquella existencia tambaleante.
Mi abuela lo apaciguó:
—Quiero que usted se quede tranquilo, Deschartres.
Llegó el viejo cura. Quise salir de la habitación de mi abuela pero ésta
ordenó que me quedase. Luego, dirigiéndose al eclesiástico:
—Siéntate ahí mi viejo amigo. Quiero que mi nieta asista a la confesión.
—Está bien, está bien, mi querida señora —contestó el aludido, tembloroso
y turbado.
—Ponte de rodillas por mí, hija mía —ordenó mi abuela— y, con tus
manos en las mías, reza por mí. Haré mi confesión. Ya he pensado en ella. No
es malo hacer examen de conciencia antes de dejar este mundo. Por temor de
ir contra la costumbre no he hecho comparecer aquí a mis amigos y criados.
Después de todo la presencia de mi nieta me basta…
Mi abuela, después de escuchar las palabras iniciales de la confesión
pronunciadas por el sacerdote, exclamó:
—Nunca he hecho ni deseado mal a nadie. Hice todo el bien que pude. No
tengo que acusarme de mentira, de dureza ni de ninguna clase de impiedad.
Siempre creí en Dios. Pero escucha esto, hija mía —prosiguió mirándome—,
no lo he amado suficientemente. Me ha faltado valor; ése es mi pecado y
desde el día en que perdí a mi hijo, no he vuelto a bendecirle ni invocarle para
nada. Me pareció demasiado cruel al herirme con un golpe superior a mis
fuerzas. Hoy que me llama a Él, le doy las gracias y le ruego me perdone mi
debilidad. Él me había dado ese niño. Él me lo quitó. Que me reúna con él y
rezaré con toda mi alma.
Hablaba con una voz tan dulce y con tal acento de ternura y resignación
que quedé ahogada por las lágrimas y volví a sentir el fervor de mis mejores
días para rezar con ella.
El viejo cura, profundamente enternecido, se levantó y le dijo con gran
unción:
—Mi querida hermana; todos seremos perdonados, porque el buen Dios
nos ama y sabe bien que cuando nos arrepentimos es porque lo amamos. Yo
también lloré muchos a su hijo y le aseguro que ha de estar al lado de Dios y
que usted se reunirá con él. Diga conmigo el acto de contrición y le daré la
absolución.
El arzobispo, Deschartres y todos los criados de la casa asistieron a su
extremaunción; ella misma dirigió la ceremonia; me hizo colocar a su lado.
Estaba atenta a todo y conservando la admirable lucidez de su espíritu y la
elevada rectitud de su carácter, no quería comprar su reconciliación oficial con
la Iglesia Católica al precio de la menor hipocresía.
Deschartres estaba agitado y colérico, porque temía ver agravarse el estado
de la enferma. Yo no perdía una sola de las palabras de mi abuela ni ninguna
de las expresiones de su rostro; la vi con admiración resolver el problema de
someterse a la religión sin abandonar un instante sus convicciones íntimas y
sin perder por eso, su dignidad individual.
Antes de recibir la comunión proclamó en alta voz:
—Quiero morir en paz con todo el mundo. Si he dañado a alguien, que lo
diga, porque quiero reparar el mal, si lo he apenado que me lo perdone, que yo
lamento haberlo hecho.
Un sollozo de afecto le respondió por todos lados. Después de haber
recibido a Dios quiso descansar y se quedó a solas conmigo. Estaba extenuada
y durmió algunas horas. Durante algunos días tuvo fiebre. Luego se repuso y
pasamos algunas semanas tranquilos.
Pocos días después, el arzobispo partió de Nohant muy contento porque
creía que había cumplido con su obligación. La víspera de su partida cometió
una gran torpeza. Entró en la biblioteca, quemó algunos libros e inutilizó otros
que eran contrarios a la Iglesia. Dechartres llegó a tiempo para evitar que el
desastre fuera mayor y lo amenazó con delatarlo ante mi abuela. Añadió que
como responsable de la biblioteca y como alcalde de la comuna estaba
autorizado para acusarlo y condenarlo por ese delito. Yo llegué a tiempo para
establecer la paz entre ellos.
Poco tiempo después fui a confesarme con el cura de La Chatre, un
religioso de buenos modales, bastante instruido y al parecer inteligente. Me
dirigió unas preguntas que no hirieron mi castidad, pero imprudentes y poco
delicadas. No sé qué habladuría del pueblo había llegado hasta él. Creyó que
yo tenía una simpatía y quería saber de quién se trataba. Por ello me levanté
del confesionario sin escuchar más y no recibí en consecuencia la absolución.
Aun ahora no sé si hice bien o mal al romper de ese modo con ese
sacerdote. Ya que era cristiana y creía deber practicar el catolicismo, hubiera
debido, puede ser, aceptar con espíritu de humildad la sospecha que él
expresaba. Toda la pureza de mi ser se rebelaba contra una pregunta indiscreta,
imprudente y, según mi parecer, extraña a la religión. Si en realidad hubiera
tenido que hacer alguna confidencia, no me hubiera dirigido a él, puesto que
no era mi director espiritual. Yo pensaba que él había confundido la curiosidad
del hombre con la misión del sacerdote. Además, el abate Premord,
escrupuloso guardián de la santa ignorancia de las jóvenes me había dicho:
—No se deben hacer preguntas; yo no las hago nunca.
De este modo mis prácticas religiosas quedaron reducidas a mis oraciones.
Y, sin embargo, nunca me sentí más fervorosa. Nuevos horizontes se abrían
ante mí. Lo que Leibnitz me había anunciado, el amor divino redoblado y
reavivado por la fe, iluminada por el entendimiento, Juan Jacobo me lo había
hecho comprender y yo lo había experimentado al recobrar mi libertad de
espíritu, después de mi ruptura con el cura de La Chatre. Desde ese día las
bases esenciales de la fe quedaron firmes en mi alma. Mis simpatías políticas
o, más bien dicho, mis aspiraciones fraternales, me hicieron admitir, sin
titubeos y sin escrúpulos, que el espíritu de la Iglesia estaba desviado del buen
camino y que no debía seguirlo sin riesgo de extraviarme. También me pareció
que ninguna iglesia cristiana tenía el derecho de afirmar: «Fuera de mí no hay
salvación.»
Llamaré Claudio al joven que me habían atribuido como simpatía. Claudio
es un nombre supuesto. Su familia era una de las más nobles de la región y
había tenido fortuna. La educación de diez hijos había terminado por
arruinarla. Claudio era apuesto, inteligente e instruido. Se dedicaba al estudio
de las ciencias y quería llegar a ser médico. Deschartres, que había sido muy
amigo de su padre, se interesaba por este joven estudiante; me lo había
presentado y le había alentado para que diera algunas lecciones de física. En
esa época yo estudiaba también osteología, porque quería saber algo de cirugía
y de anatomía para estar en condiciones de ayudar a Deschartres en las
operaciones que él realizaba y para reemplazarlo en caso necesario. Ya lo
había ayudado en algunos casos en que él tuvo que cortar brazos o dedos y
poner muñecas y tobillos en su lugar o coser heridas.
Según él, yo era bastante hábil y lista y sabía vencer la repugnancia y el
miedo cuando era necesario. Desde temprana edad, él me había acostumbrado
a retener mis lágrimas y sobreponerme a mis desfallecimientos. Me hizo un
gran favor enseñándome a ser capaz de ayudar a otros.
Claudio apartó cabezas, brazos, piernas, que Deschartres necesitaba para
las explicaciones que debía darme. Bajo su dirección yo debía dibujarlos. Un
médico de La Chatre nos prestó el esqueleto de una niñita, el cual quedó
durante bastante tiempo sobre mi cómoda. A este respecto, relataré algo que
me sucedió. Una noche soñé que el esqueleto se levantaba y hacía correr las
cortinas de mi cama. Me desperté y viéndolo muy tranquilo en el lugar donde
yo lo había puesto, volví a conciliar el sueño. La pesadilla se repitió y esta
pobre chica disecada hizo tantas extravagancias, que no pudiendo soportarla
más me levanté y la saqué del cuarto, después de lo cual dormí perfectamente
bien.
Mis conversaciones con Claudio fueron puramente pedagógicas. Cuando
regresó a París, le encargué que me mandara un ciento de libros. Él me
escribió varias veces para consultarme sobre los mismos. No sé si buscó
pretextos para escribirme. Yo no me di cuenta hasta que llegó una carta suya
un poco pedante y sin embargo, bastante bella, que empezaba así: «Alma
verdaderamente filosófica: usted tiene razón, pero usted es la verdad que
mata.»
No recuerdo el resto, mas sé que como su estilo me extrañó, se la mostré a
Deschartres preguntándole, con entera ingenuidad, por qué esos grandes
elogios sobre mi lógica estaban mezclados con una especie de reproche
desesperado.
Deschartres no era mucho más experto que yo en esos asuntos. Él quedó
también extrañado, leyó, releyó y me dijo candorosamente:
—Creo que esto quiere ser una declaración de amor. ¿Qué es lo que ha
escrito usted a este joven?
—Ya no recuerdo —le contesté—; tal vez algunas líneas sobre La Bruyère,
con el cual estoy encantad por ahora. Eso le sirve de pretexto para volver,
como usted ve, a la conversación que sostuvimos los tres cuando él estuvo
aquí por última vez.
—Sí, sí, ya recuerdo —dijo Deschartres—. Usted, por boca de sus
moralistas, lanzó tantos anatemas contra la sociedad, que yo exclamé:
«Cuando se ven las cosas de ese color tan negro, lo mejor en entrar en un
convento.» Claudio se asustó. Usted habló de la vida monástica y de
renunciamiento de un modo tan capcioso, que aquél cree que usted ama
únicamente las cosas abstractas y que él se morirá de pena.
—Creo que usted se equivoca. Me parece que dice que mi desinterés por el
mundo es contagioso, y que él también se está haciendo escéptico.
Después de haber leído nuevamente la carta, nos convencimos de que ésta
no era una declaración de amor, sino una adhesión a mi modo de ver las cosas.
En efecto, Claudio me escribió otras cartas en las cuales explicó netamente
la resolución que había tomado desde que me conocía. Yo era a sus ojos un ser
superior y con pocas palabras había roto sus irresoluciones. Quería entregarse
a la ciencia, de ella elevarse a las ideas trascendentes y poder llegar al objeto
de la creación.
Nuestra correspondencia continuó. Deschartres la consideró muy natural.
Nunca hubo nada entre nosotros. Claudio era demasiado presuntuoso y tal vez
encontraba cierta satisfacción en no enamorarse, a pesar de habérsele
presentado la ocasión de hacerlo. En cuanto a mí, no tenía el menor
sentimiento de coquetería, ni la menor noción de lo que era el amor, de modo
que en él no vi en realidad más que un profesor.
En lo que se refiere a este sentimiento y en muchos otros problemas de la
vida social, yo procedía de un modo distinto a lo común, y Deschartres, lejos
de hacerme ver la verdad, me empujaba hacia lo que se llama excentricidad,
sin que ni uno ni otro nos percatáramos de esto. Un día volvió a casa muy
entusiasmado, porque había visto a una joven hija del conde… vestida como
un varón. Según sus palabras oídas al propio padre de la niña, esa
indumentaria era comodísima para andar y saltar por el campo y especial para
ayudar al desarrollo de las fuerzas. Deschartres se adhirió a la opinión de este
señor. Además, creo que estaba deseoso de verme vestida de hombre, para
poder persuadirse que yo pertenecía a ese sexo, ya que él se encontraba así
más cómodo, puesto que siempre había educado varones. Mis faldas eran un
estorbo para su gravedad; y cuando seguí su consejo y adopté el traje
masculino, se hizo más magister que nunca, y me cansó con su latín,
imaginándose tal vez que yo con esa ropa lo comprendía mejor que antes.
En cuanto a mí, estuve muy satisfecha vestida de ese modo, porque pude
correr con más soltura y facilidad.
Deschartres tenía la pasión de la caza y después de rogarme mucho obtenía
que algunas veces lo acompañara. Eso me aburría bastante. Me entretenía
únicamente con la caza de las codornices, con la red. Me hacia levantar al
alba. Íbamos al campo; yo me acostaba en el suelo y atraía a las perdices
imitando el grito de las mismas, mientras él las esperaba con la red. Todos los
días llevábamos a mi abuela ocho o diez piezas, que eran su única comida. Al
estar durante largo rato echada sobre los pastos mojados por el rocío de la
mañana, experimenté nuevamente dolores agudos en todo el cuerpo, como los
había tenido ya en el convento. Deschartres vio un día que yo no podía subir al
caballo y que los primeros movimientos en el mismo me arrancaban gritos de
dolor. Comprobó entonces que estaba atacada de reumatismo. Para curarme de
esta enfermedad, opinó que debía entregarme con más método y continuidad a
los ejercicios violentos y que, para hacerlo, lo más conveniente era seguir con
la ropa de varón. Mi abuela, recordando a su hijo, lloró al verme vestida de ese
modo.
—Te pareces demasiado a tu padre —me dijo—; vístete de ese modo para
correr por el campo, pero al volver a casa, ponte las ropas de mujer, porque si
no sufro muchísimo; hay momentos en que mi entendimiento se turba y no sé
en qué época de mí ya intensa vida me encuentro.
Mi modo de ser, tan distinto al de las demás jóvenes, fue la consecuencia
del ambiente en que vivía. Me juzgaron extravagante y rara, caprichosa y
versátil.
Relataré cómo sin darme cuenta llegué a escandalizar por mi modo de ser a
todos los habitantes de La Chatre. En esa época ninguna mujer de la región
montaba sola a caballo; lo hacían únicamente a la grupa de un criado. El traje
de amazona era abominable; el estudio de los huesos se consideraba como una
profanación; la caza como una destrucción y mi amistad con algunos jóvenes,
hijos de amigos de mi padre con quienes conversaba de vez en cuando y a
quienes estrechaba la mano sin enrojecer y sin turbarme, era considerada como
sinvergüenza. Mi actuación religiosa fue también calumniada. ¿Podía ser yo
piadosa al permitirme modales tan extravagantes? Eso era posible. Se dijo que
yo había entrado a caballo en la iglesia y que el cura me había echado. Andrés,
mi pobre acompañante, era considerado como mi amante por muchas de
aquellas pobres gentes.
De noche —seguían los comentarios—, iba con Deschartres a desenterrar
cadáveres al cementerio. Mi ferocidad era bien conocida. Tenía placer al ver
brazos y cabezas heridas y cada vez que la sangre corría, Deschartres me
llamaba para que yo gozara con ese espectáculo. Estos comentarios parecen
exagerados; yo misma no los hubiera creído de no haberlos visto después
escritos.
No hay nada más estúpidamente perverso que el habitante de los pueblos
chicos. Cuando yo oía estos comentarios, me reía sin saber que más tarde los
chismes y las habladurías mal intencionadas me acarrearían grandes disgustos.
Capítulo XLVIII
Capítulo XLIX
Capítulo L
Para soportar semejante existencia tenía que haber sido yo una santa. No lo
era, a pesar de mis deseos de llegar a ese estado. Mi voluntad era más fuerte
que mi organismo. Mi sistema nervioso estaba tan alterado, que dormía muy
poco y, a pesar de sentir apetito, me repugnaba la sola vista de los alimentos.
Mi ánimo estaba tan enfermo como mi cuerpo. No podía rezar y quise cumplir
con el precepto pascual. Como mi madre no me permitió ir a ver al abate de
Premond, quien me hubiera alentado y consolado, tuve que confesarme con un
viejo sacerdote malhumorado que no comprendía nada de las rebeliones
interiores contra el respeto filial de las cuales me acusaba. Al día siguiente
comulgué, y por más que me esforcé, no pude rezar con fervor.
Las personas que rodeaban a mi madre eran excelentes conmigo, pero no
sabían o no podían protegerme. Mi buena tía opinaba que yo debía tomar a
broma las rarezas de mi madre. Pierret, más justo y más indulgente que mi
madre habitualmente, se mostraba algunas veces susceptible y caprichoso,
confundía mi tristeza con frialdad y me lo reprochaba con su manera brusca y
cómica, que ya no me causaba gracia. Mi hermana se había hecho retraída y
hasta parecía desconfiada, como si temiera algún mal proceder de parte mía.
Su marido era un hombre excelente, si bien no tenía ninguna influencia en
nuestra familia. De parte de mi tío Beaumont no recibí ninguna demostración
de cariño. Siempre había sido egoísta y no podía soportar en su mesa un rostro
pálido y triste, sin molestarlo con sus pullas. Empezaba a inclinarse hacia los
chismes y creo que mi madre le había contado algunos de los que corrían en
La Chatre sobre mi persona.
Mi madre, sin embargo, tenía buenos momentos, en los que afloraba su
antigua candidez y su ternura hacia mí. Estos cambios en ella me
perjudicaban. De haber podido llegar a la indiferencia me hubiera hecho
estoica; en cambio, en cuanto la veía derramar una lágrima o me prodigaba el
menor cuidado maternal, sentía renacer mi amor por ella y esperaba mejores
días. Esas rarezas en el carácter de mi madre se debían en gran parte a que
estaba atravesando una crisis que fue excepcionalmente larga y dolorosa para
ella. Era pura por naturaleza, a pesar de todo lo que se dijo y se pensó de ella,
y sus costumbres irreprochables. A su alrededor debía haber siempre
agitación; cambiar de alojamiento, enemistarse con alguien, ir a pasar algunas
horas al campo y apresurarse luego para volver a la ciudad; comer en un
restaurante y luego en otro… A pesar de su frivolidad infantil, era muy
laboriosa y tenía gran cuidado de su casa. También se entretenía leyendo y
tenía especial predilección por d’Arlincourt. Cuando leía una de sus novelas se
quedaba despierta hasta la madrugada, cosa que no impedía que a las seis ya
estuviera de pie.
Cuando estaba de buen humor era verdaderamente encantadora y resultaba
imposible no dejarse llevar por su alegría y su hablar gracioso y pintoresco.
Desgraciadamente, tan buenas disposiciones no duraban un día entero y en el
momento más imprevisto estallaba en cólera. Sin embargo, me quería, o por lo
menos amaba en mí el recuerdo de mi padre y el de mi niñez; pero también
odiaba en mí el recuerdo de mi abuela y de Deschartres. Había amasado tanto
resentimiento y sufrido tantas humillaciones, que tenía necesidad de
deshacerse de todo ese rencor como la erupción larga, terrible y completa de
un volcán.
Una vez creí que toda amargura quedaría borrada entre nosotras y que
llegaríamos a entendernos definitivamente bien. Durante el día se había
mostrado extremadamente violenta y, como de costumbre, al apaciguarse
estaba muy razonable; se acostó y me pidió que permaneciera a su lado hasta
que se durmiera, porque se sentía triste. No sé cómo la induje a que me abriera
su corazón y me enteré entonces de toda la desgracia de su vida. Me contó más
de lo que yo quería saber; sin embargo, debo decir que lo hizo con simplicidad
y grandeza singulares. Con el recuerdo de sus emociones, lloró, rio, acusó y
hasta razonó con ingenio, sensibilidad y fuerza de convicción.
—Me parece —me dijo—, que nunca he cometido a sabiendas una mala
acción; he sido arrastrada, empujada, y a menudo obligada a ver y obrar. Todo
mi crimen consiste en haber amado. ¡Ah, si no hubiera amado a tu padre, sería
rica, libre, despreocupada, y no tendría nada que reprocharme!… En cuanto
me enamoré de tu padre, empezaron para mí las desgracias y los tormentos.
Me dijeron que yo era indigna de amar. Yo no comprendía eso. Sentía mi
corazón más amante y mi amor más verdadero que los de aquellas grandes
señoras que me despreciaban.
Llegué a sentirme humillada y me detesté a mí misma, y cuando no,
humillé a los demás y los detesté con toda mi alma, al verlos tan hipócritas. Te
juro que desde mi viudez he vivido correctamente, no para complacer a la
sociedad, sino porque no podía proceder en otra forma. He amado únicamente
a tu padre y después de haberlo perdido, ya no me importaba nada ni nadie.
Lloró torrentes de lágrimas al recordar a mi padre.
—¡Ah, qué feliz hubiera sido si hubiéramos podido envejecer juntos! Pero
Dios me separó de él en medio de mi dicha. No maldigo a Dios, puesto que Él
es nuestro señor, mas detesto y maldigo a la humanidad…
Escuchaba y recibía de este modo la respuesta a la confesión de mi abuela.
El dolor había provocado reacciones muy distintas en la madre y en la esposa.
Mi madre, no sabiendo qué hacer con su pasión y no sabiendo sobre quién
volcarla, aceptó la disposición divina; pero sintió que su energía se convertía
en odio contra el género humano. Mi abuela, no sabiendo qué hacer con su
ternura, se había indispuesto con Dios; pero había volcado sobre sus
semejantes tesoros de caridad.
Mi madre añadió bruscamente:
—He hablado demasiado, lo veo, y ahora me desprecias y me condenas
con conocimiento de causa. Prefiero eso. Prefiero arrancarte de mi corazón y
no amar a nadie después de tu padre; ni a ti.
—Usted se equivoca mucho —le contesté temblorosa tomándola en mis
brazos—. Yo desprecio al mundo. Desde hoy estoy, con usted, contra él. Para
mí su pasado es sagrado, no únicamente porque es usted mi madre, sino que
por razonamiento he comprobado que usted no ha sido nunca culpable.
—¡Ah, Dios mío! —exclamó mi madre que me escuchaba ávidamente—;
entonces, ¿qué es lo que condenas en mí?
—Su aversión y sus rencores contra ese mundo, ese género humano sobre
quien usted quiere vengar su sufrimiento. El amor la había hecho feliz y
generosa; el odio la hace injusta y desgraciada.
—Es cierto; muy cierto. Mas, ¿cómo debo proceder entonces?
—Por lo menos, perdóneme por caridad.
—La caridad, sí, la comprendo para los pobres infelices. La siento para las
pobres muchachas perdidas que mueren en la vergüenza, porque nunca han
podido ser amadas. A todos los que sufren, sin tener culpa de ese sufrimiento,
les daría todo lo que tengo. Pero, ¿caridad para las condesas, para una señora
tal que deshonra a su marido; por un señor cual que condenó el amor de tu
padre porque yo no accedí a sus galanteos? Todas esas personas son infames;
hacen el mal, aman el mal y llenan su boca con las palabras religión y virtud.
—Usted ve que, además de la ley divina, hay una ley fatal que prescribe el
perdón de las injurias y el olvido de los sufrimientos personales, y esta ley nos
castiga cuando la desconocemos.
—Explícate con más claridad.
—De tanto tender nuestro espíritu y prevenirnos contra las personas malas
y culpables, criticamos también a los inocentes y aplastamos con nuestras
sospechas a personas que nos respetan y nos quieren.
—Dices eso por ti.
—Sí; lo digo por mí. Pero podría decirlo por mí hermana, por mi tío, por
Pierret. ¿Acaso no lo cree usted, no lo dice usted misma cuando está serena?
—Sí, es cierto, yo produzco enfado a todo el mundo cuando me lo
propongo; pero no sé proceder en otra forma. Mi cabeza trabaja demasiado…
Se durmió bendiciéndome y agradeciéndome el bien que le había hecho;
declaró también que en adelante siempre sería justa conmigo. Esas buenas
determinaciones duraron tres días; tiempo demasiado largo para mi pobre
madre. La primavera había llegado y el carácter de mi madre se agriaba en
esta época.
Me llevó al campo, a la casa de unas personas que había visto tres días
antes, durante una comida en casa de mi tío Beaumont. Al día siguiente de
nuestra llegada, determinó dejarme allí diciéndome que volvería a buscarme
una semana después. Me dejó allí cuatro o cinco meses.
Me encontré entre nuevos personajes, en un ambiente al que el azar me
llevó repentinamente y donde la providencia quiso que encontrara seres
excelentes, amigos generosos; que esa temporada fuera un intervalo en mis
sufrimientos y que conociera allí un nuevo aspecto de la vida.
La señora Roettiers du Plessis, la dueña de casa, era franca y generosa.
Siendo una rica heredera, había estado enamorada, desde su infancia, de su tío
James Roettiers, capitán de cazadores, que fue el mejor de los esposos y de los
padres. Tenían diez años de casados y cinco hijos cuando yo los conocí. Se
amaban como el primer día de casados y continuaron en la misma forma
durante toda la vida.
Sus hijos eran cinco niñas; que corrían todo el día vestidas como varones y
eran sumamente buenas y alegres.
El castillo era una gran construcción de la época de Luis XVI, situado a
dos leguas de Melun. El parque era muy amplio y estaba cubierto de hermosa
vegetación. La señora Roettiers du Plessis y yo simpatizábamos a primera
vista. Ambas éramos francas y desde el primer momento sentimos que jamás
seríamos, por causa de nadie, rivales una de otra.
Ella pidió a mi madre que me dejara en su casa.
Como al cabo de la semana yo me inquietaba porque no me venían a
buscar, no porque me encontrara mal en ese ambiente, sino porque creía ser
una carga, les dije a James y Ángela —éste era el nombre de ella— lo que
pensaba. Entonces James me llevó aparte y me dijo:
Conocemos la historia de su familia. He conocido antes a su papá en el
ejército. Comprendo que usted no pueda tolerar que su mamá tenga recuerdos
agrios para su abuela. Comprendí que usted sería una compañera ideal para mi
mujer. Hablé francamente con su mamá y como ella se quejara del aspecto
triste de usted y dijera que deseaba verla casada pronto, le contesté que era
muy fácil casar a una niña que tiene dote, pero que es necesario colocarla en
un ambiente donde pueda elegir marido. Por eso estoy contento de que usted
se encuentre aquí, donde recibimos muchos amigos y camaradas míos a
quienes conozco muy bien. Ya que su mamá no ha querido quedarse, creo que
consentirá usted en permanecer una temporada con nosotros. ¿Querrá usted
hacerlo? Si se queda, seremos muy felices. Yo ya la considero como a una de
mis hijas, y mi mujer está encantada con usted. No la molestaremos por la
cuestión casamiento, porque si lo hacemos usted podrá creer que está de más
aquí; pero si entre los jóvenes que frecuentan esta casa hay alguno que le
agrade, háganoslo saber y le diremos si le conviene o no.
Ángela se unió a las instancias de su marido. Yo debía rendirme ante su
sinceridad y simpatía. Quería ser mi padre y mi madre y tomé la costumbre
que he conservado siempre, de llamarlos en esa forma. En la casa, hasta los
criados me consideraron como de la familia. Ángela me vistió y me calzó,
pues estaba de lo más desprovista de ropa. Tuve a mi disposición la biblioteca,
el piano y un caballo excelente.
Primeramente me cortejó un simpático oficial en retiro. Como no tenía más
que la mitad de su sueldo y era hijo de un campesino, aunque no me gustaba,
no me atrevía a decírselo, porque temía que se sintiera humillado. Le confié
mis escrúpulos a James y él se encargó con toda amabilidad de alejar a este
joven sin que me guardara rencor.
Tuve otros ofrecimientos de casamiento. El tío Marechal, el tío Beaumont,
Pierret, etc., presentaron sus candidatos. Algunos eran muy buenos en cuanto a
fortuna y nacimiento, contra las predicciones de mi primo Augusto. Con
mucha serenidad, para no encaprichar a mi madre, rechacé a todos, porque no
podía aceptar la idea de casarme con una persona que no me conocía y que se
dirigía a mí por conveniencia.
Mis buenos amigos du Plessis me probaron que tampoco ellos tenían prisa
por verme casada. Por lo tanto, mi vida al lado de ellos se deslizó conforme a
mis gustos y fue saludable para mi alma y mi organismo.
Creía que no podría amar a ningún otro lugar más que Nohant. Sin
embargo, Plessis se apoderó de mí como un edén. Ese enorme parque era
encantador. Los cervatillos saltaban por los matorrales espesos, por los claros
del bosque, alrededor de las aguas dormidas, bajo los viejos sauces. Ciertos
rincones eran tan poéticos como los de un bosque virgen. Un bosque es
siempre y en toda época algo admirable. Había también hermosas flores y
naranjos perfumados al lado de la casa, y, además, un huerto exuberante.
Siempre he gustado de los huertos. Además, en la casa había huéspedes
jóvenes, rostros siempre sonrientes, niñas traviesas y muy buenas. Durante
todo el día se oían gritos, risas y se jugaba continuamente. Yo me di cuenta
que aún era una criatura. Volví a disfrutar con los juegos que tanto me habían
gustado cuando estaba en el convento. Aquí no se repitieron mis accesos de
melancolía de Nohant, supe divertirme plenamente y me entregué sin
reticencias a la vida de familia hacia la cual me llevaron mis inclinaciones, aun
sin darme cuenta de ello. Nunca he podido soportar otra vida sin ponerme
melancólica. En Plessis renuncié por última vez a mi deseo de entrar al
convento. Comprendí que nunca podría vivir fácilmente sin estar en contacto
con el aire libre y el espacio amplio. Allí también comprendí cuán hermosa era
la unión conyugal y la verdadera amistad, al ver la armonía que reinaba en ese
hogar. Siempre había adorado a los míos. Tanto en Nohant como en el
convento había buscado la compañía de criaturas más jóvenes que yo. Las
hijitas de mi mamá Ángela fueron mis queridos tormentos.
James lamentaba no tener un hijo varón. Para hacerse esa ilusión vestía a
sus hijitas como varones. Las visitaban con frecuencia primos y amigos de su
misma edad y cuando todo ese pequeño mundo estaba reunido, yo era la
mayor del grupo y dirigía los juegos. Allí aprendí a vivir de acuerdo con mi
edad. Después de las cabalgatas y de los juegos de día, dormía tranquilamente
durante toda la noche. Allí no experimentaba el deseo de entablar ninguna
discusión, puesto que mis ideas no eran contradichas por nadie.
En política, James y Ángela eran bonapartistas, contrarios a la restauración
monárquica. No veían en la burguesía, de la cual formaban parte, una traición
más grande que la que habían hecho los grandes generales del Imperio. Eso no
se percibía aún entonces, y la caída del Emperador no era bien comprendida
por nadie. Los restos del gran ejército no pensaban en atribuirla al liberalismo
doctrinario que, sin embargo, había tenido bastante participación en ella. En
las épocas de opresión, todos los partidos opuestos llegan pronto a ponerse de
acuerdo contra el enemigo común. La idea republicana se personificaba
entonces en Carnot, y los bonapartistas lo apoyaban porque este hombre había
respetado a Napoleón en desgracia. Podía, pues, yo continuar siendo
republicana con J. J. Rousseau y bonapartista con mis amigos du Plessis, pues
conocía bastante en esa época el momento histórico en que me tocaba vivir.
Mis amigos, como la mayoría de los franceses de ese entonces, tampoco tenían
una noción evidente del panorama político de esa época.
El hermano mayor de James y algunos de sus amigos de más edad se
habían unido entusiastamente a la monarquía y detestaban el recuerdo de las
guerras ruinosas del Imperio. James combatía contra ellos como verdadero
caballero de Francia, no viendo otra cosa más que el honor de la bandera, la
vergüenza de la derrota, el dolor de la traición y el horror al extranjero.
Después de siete años de restauración, recordaba con lágrimas en los ojos a los
héroes del pasado. Yo le escuchaba siempre porque descubría en él cierto
talento de novelista histórico y algunas páginas de mi novela Jacques me han
sido sugeridas por vagos recuerdos de los relatos de mi papá James.
En la casa había un personaje bastante raro que se llamaba Stanislas Hue.
Era un solterón cuyos rasgos duros tenían cierta semejanza con los de
Deschartres; pero en su fisonomía no se leía la belleza de alma que había en la
de mi pedagogo. Stanislas no era bueno ni abnegado. A ratos amable,
preparado e ingenioso; pero pensaba y decía complacientemente el mal de
todo el mundo.
Sus manías divertían a la familia du Plessis, aun cuando no se atrevían a
comentarlas jocosamente en presencia suya. Como yo tenía la costumbre de
reírme de Deschartres y de hacerlo reír de sí mismo, procedí en la misma
forma con Stanislas. Éste se enojó y se reconcilió conmigo muchas veces. En
ciertas ocasiones él mismo provocaba mis bromas y generalmente era amable
conmigo.
«Fígaro», el hermoso caballo que yo montaba, era suyo. Algunas veces, si
lo había puesto de mal humor, me lo negaba. Escribía su diario y anotaba en
él, día por día, hora por hora, todo lo que se decía y hacía a su alrededor; de
modo que tenía una montaña de cuadernos y necesitaba un coche
especialmente para transportarlos cuando cambiaba de residencia. Otra manía
suya consistía en guardar todo lo que estaba fuera de su lugar correspondiente.
Juntaba en los rincones de la casa o en el jardín, los objetos olvidados y
abandonados y llevaba todo eso a su habitación, que se había convertido en un
museo de cosas viejas. Se puede presumir que esta fantasía tenía un fondo de
malicia y de crítica, para que las personas poco cuidadosas buscaran sus
objetos perdidos. Experimentaban una alegría secreta cuando los criados, los
niños y los huéspedes de la casa buscaban infructuosamente algún objeto. Uno
no podía dejar un libro sobre el piano o sobre la mesa de la sala, el sombrero
enganchado en la rama de un árbol, un rastrillo contra una pared, un candelero
sobre la escalera sin que al regresar, aunque fuera al cabo de cinco minutos, el
objeto hubiera desaparecido, mientras él observaba riéndose y frotándose el
mentón.
—No busque, decía mamá Ángela; si puede, entre en el cuarto de
Stanislas.
Esto era imposible, porque él estaba encerrado en su cuarto y si salía de
allí, dejaba la puerta cerrada con llave. Éste viejo zorro tenía, según se decía,
doce mil libras de renta. Había sido administrador en tiempos de guerra. No
queriendo gastar su pequeña fortuna, estaba en pensión en las casas de sus
amigos, pagando lo menos posible, y acumulaba rentas. A la larga, resultaba
un pensionista insoportable, que rezongaba por cualquier motivo. Era el
padrino de la hija menor de James; parecía quererla mucho y daba a entender
que se encargaría de su dote, cosa que no hizo, y después de haber fastidiado a
todo el mundo murió sin pensar en nadie.
Mi madre, mi hermana y Pierret fueron raramente a pasar un día o dos en
Plessis, para ver cómo me encontraba yo. A fines de la primavera, James y
Ángela fueron a pasar unos días a París y yo volví al lado de mi madre. Todos
los días me buscaban para pasear con ellos. Comíamos en algún «cabaret» y
luego íbamos al teatro. Casi siempre comíamos en el café de París o en «Les
Frères Provenceaux». Mi madre estaba también invitada para esas diversiones
y, sin embargo, aunque le gustaba la alegría, casi nunca nos acompañaba.
Parecía querer delegar sus derechos y sus funciones maternales en mamá
Ángela.
Una de esas noches, después del espectáculo, estábamos tomando helados
«chez Tortoni», cuando mamá Ángela dijo a su marido:
—Mira; ahí está Casimiro.
Un joven alto, bastante elegante, de aspecto alegre y porte militar vino a
saludarnos. Se sentó al lado de mamá Ángela y en voz baja le preguntó quién
era yo.
—Es mi hija —contestó en voz alta.
—Entonces —respondió en voz baja—, ¿es mi mujer? Recuerde usted que
me ha prometido la mano de su hija mayor. Creía que era Wilfrid, pero como
la edad de ésta parece andar más de acuerdo con la mía, la acepto si usted me
la quiere dar.
Mamá Ángela se puso a reír. Sin embargo, esta broma resultó una
predicción.
Algunos días después Casimiro Dudevant fue a Plessis y tomó parte en
nuestros juegos con un entusiasmo y una alegría que auguraban en él un muy
buen carácter. No me festejó, cosa que hubiera entorpecido la naturalidad de
nuestro trato y ni siquiera pensó en hacerlo. Entre nosotros se estableció una
camaradería tranquila y a mamá Ángela, que tenía la costumbre de llamarle su
yerno desde hacía tiempo, le decía:
—Su hija es un buen muchacho.
Yo no sé quién generalizó la broma. Stanislas, cuando jugábamos en el
jardín, me gritaba:
—¡Corra a su marido!
Casimiro, entusiasmado con el juego, gritaba por su lado:
—Libren a mi mujer.
Llegamos a tratarnos de marido y mujer sin ningún esfuerzo. Un día que
Stanislas me dijo algo desagradable con respecto a este asunto, le pregunté por
qué daba un cariz amargo a las cosas más insignificantes.
—Porque usted está loca al imaginarse —contestó—, que ese muchacho se
casará con usted. Tendrá setenta u ochenta mil libras de renta y seguramente
no la querrá para esposa.
Tales palabras me causaron mal efecto y resolví pedir a mi padre y a mi
madre que se terminara con esa broma. Papá James, al enterarse de las
palabras de Stanislas, me dijo:
—No tenga en cuenta los epigramas de ese viejo chino, porque no se puede
levantar un dedo sin que él haga una crítica. Pero con todo, hablamos
seriamente. El coronel Dudevant, padre de Casimiro, tiene una buena fortuna
mas su hijo, que es hijo natural, tiene derecho únicamente a la mitad de ésta.
Probablemente heredará todo, porque su padre lo quiere mucho y no tiene
otros hijos; con todo, su fortuna no excederá nunca de la vuestra. De modo que
no hay ningún obstáculo para que ustedes lleguen a ser marido y mujer y ese
casamiento sería aún más ventajoso para él que para usted. Quédese tranquila.
Si la broma le molesta rechácela, y si le es indiferente no le preste atención.
Las cosas quedaron en eso. Casimiro partió y regresó al cabo de un tiempo.
A su regreso estuvo más serio y me expresó sus deseos de casarse conmigo.
—Lo que yo hago no será muy correcto —me dijo—, mas procedo en esta
forma porque quiero que usted me dé su respuesta sin consultar con nadie. Si
yo no le soy antipático y usted no puede decidirse tan pronto, le ruego que me
preste un poco más de atención y me diga dentro de algunos días o dentro de
algún tiempo o cuando usted quiera, si mi padre puede hablar a su madre.
Ese proceder me resultó cómodo. El señor y la señora du Plessis estimaban
tanto a Casimiro y a su familia, que yo no tenía motivos para rehusarle la
atención que él había solicitado de mí. Le encontré sincero en sus palabras y
en su modo de ser. No me hablaba de amor y se confesó poco dispuesto a la
pasión ardiente y al entusiasmo, e inhábil para expresar esos estados de
espíritu de un modo elegante. Hablaba de una amistad sincera entre nosotros, y
creía poder brindarme una dicha doméstica comparable a la de nuestros
amigos, los dueños de casa.
—Para probarle que estoy muy seguro de mí mismo —decía—, quiero
confesarle que, en cuanto la vi, me gustó su aspecto bueno y razonable. No la
encontré hermosa ni linda; no sabía quién era usted y, sin embargo, cuando
dije riéndome a la señora Ángela que usted sería mi mujer, sentí que si tal cosa
sucedía, yo sería muy feliz. Esta idea fue tomando cuerpo en mí y cuando me
puse a jugar con usted me pareció que la conocía desde mucho tiempo atrás y
que éramos viejos amigos.
Creo que en la época de mi vida en que me encontraba y al salir de las
grandes irresoluciones entre la vida del convento y la de familia, una pasión
me hubiera atemorizado. Tal vez no le hubiera comprendido, me hubiera
parecido ridícula, como sucedió en las del primer pretendiente que se me
presentó en Plessis. En cambio me resultó agradable al hablar de Casimiro, y
después de haber consultado con mis padres adoptivos, quedamos ambos
ligados por una camaradería que parecía haber adquirido derechos de
existencia. No me había sentido nunca objeto de cuidados exclusivos, no me
había visto rodeada por esa sumisión voluntaria y feliz que conmueve a un
corazón joven. Por eso, pronto me pareció que Casimiro era el mejor de mis
amigos. Concertamos, con mamá Ángela, una entrevista con el coronel
Dudevant y mi madre, y hasta entonces no hicimos proyectos, porque el
porvenir dependía del capricho de mi madre. Si ella hubiera rehusado, no
debíamos pensar más en nuestra unión y quedaríamos como buenos amigos.
Mi madre llegó a Plessis y quedó impresionada, como yo, por la hermosa
figura, los cabellos plateados y el aspecto distinguido y bondadoso del anciano
coronel. Mi madre me dijo luego:
—He dicho que sí; pero puedo echarme para atrás. No sé todavía si el hijo
me gusta. No es buen mozo. Hubiera deseado un yerno hermoso para lucirme
con él.
El coronel me tomó del brazo para ir a visitar un prado artificial, situado
detrás de la casa, mientras conversaba de la agricultura con James. Cuando
quedamos solos me habló con gran afecto, me dijo que yo le gustaba
extraordinariamente y que sería para él una gran felicidad considerarme como
su hija. Mi madre se quedó algunos días con nosotros, estuvo amable y alegre,
hizo bromas a su futuro yerno para probar su carácter, encontró que era un
buen muchacho y se fue dejándonos juntos, bajo la vigilancia de mamá
Ángela.
Quedó convenido que para fijar la fecha del casamiento se esperaría el
regreso de la señora Dudevant a París, ya que ella se encontraba pasando una
temporada con su familia en Mens. Entonces las familias darían a conocer sus
recíprocas fortunas y el coronel debía determinar que renta aseguraría a su hijo
mientras él viviera.
Al cabo de unos quince días mi madre cayó como una bomba en Plessis.
Había descubierto que Casimiro, en medio de una existencia desordenada,
había sido durante algún tiempo mozo de café. No sé de dónde había sacado
este cuento. Creo que lo había soñado la noche anterior y que al despertar lo
había tomado como real. Se encolerizó al ver que sus palabras eran recibidas
con carcajadas. Por más que le dijeron los du Plessis que eso no podía ser
cierto, porque hacía años que se trataban continuamente con la familia
Dudevant, no lo quiso creer. Casimiro mismo le dijo que, aun cuando no le
parecía humillante haber sido mozo de café, negaba haber tenido tal
ocupación, puesto que de la escuela militar había salido para hacer su campaña
como subteniente, y que, después del licenciamiento del ejército, había
iniciado en París sus estudios de derecho; que siempre había vivido en casa de
su padre, que había gozado de una buena pensión y que nunca había tenido
deseos de servir en un café. Con todo, mi madre no quiso convencerse.
Pretendió que se burlaban de ella y llevándome aparte, se deshizo en
invectivas contra mamá Ángela, sobre las costumbres de la casa y las intrigas
de esa familia que pretendía sacar alguna ventaja al sacar a una rica heredera
con un aventurero. Para calmarla le dije que podría acompañarla a París y que
allí tomaríamos los informes necesarios. Primero aceptó mi proposición, y
luego me dijo:
—Me voy; aquí no estoy a gusto. El cambio, tú lo estás; quédate. Yo
tomaré informes y te haré saber lo que me digan.
Esa misma noche se fue. Aun volvió algunas veces para hacer escenas
semejantes y, por último, me dejó en Plessis hasta la llegada de la señora
Dudevant a París. Viendo entonces que no se había opuesto al casamiento, me
reuní con ella en un departamento bastante chico y bastante feo, que había
alquilado en la calle Saint-Lazare.
Hipólito se había retirado del ejército. Se había desilusionado al no hacer la
rápida carrera que mi primo Villenueve le había hecho entrever. Encontraba
que ese oficio de cuartel maestre sin esperanzas de guerra y de honores
embrutecía la inteligencia y no reportaba ningún provecho para el porvenir.
Opinaba que podía vivir con su pequeña pensión y yo le ofrecí entonces que se
quedara en mi casa, sin que mi madre se opusiera a ello, hasta que encontrara
un nuevo empleo. Su intervención entre mi madre y yo fue muy oportuna. La
comprendía y sabía llevarla mejor que yo. Se reía de sus impulsos, la halagaba
o se burlaba de ella. A veces hasta la reñía y ella le soportaba todo. Su cuerpo
de húsar era menos sensible que mi susceptibilidad y su despreocupación ante
las griterías de mi madre era tan evidente que ella terminaba por calmarse.
Trataba de alentarme en toda forma y quería probarme que yo me afligía
demasiado por esos vaivenes del carácter de mi madre.
La señora Dudevant hizo la visita oficial a mi madre. No la igualaba por el
corazón y la inteligencia, pero tenía modales distinguidos y exteriormente
parecía un ángel lleno de dulzura. Yo simpaticé inmediatamente con su
aspecto dolorido, su voz suave y su lindo rostro. Mi madre quedó halagada por
su amabilidad. El casamiento quedó decidido. Luego fue postergado. Después
quedó roto el compromiso. Más tarde se volvió a formalizar; y estos caprichos,
que duraron hasta el otoño, se enfermaron más de una vez. A pesar de que con
mi hermano reconocía el afecto que mi madre me profesaba, no podía
acostumbrarse a sus alternativas entre la alegría y la cólera, entre la ternura
expansiva y la indiferencia aparente y hasta la aversión. No se conformaba con
Casimiro. La nariz de éste no le gustaba; aceptaba sus atenciones y se divertía
en probar su paciencia, que no era muy grande, pero que sostuvo con la ayuda
de Hipólito y de Pierret. Por último se decidió y nos casamos en septiembre de
1822.
Capítulo LI
Capítulo LII
En París me vi con Clotilde y con varias amigas mías del convento. Las
que más frecuentaba eran Aimée y Jane. Estaban muy tristes, porque acababan
de perder a su hermana Chérie. Aimée estaba bastante enferma. Jane, mi
amiga predilecta, suave, seria y austera, era para mí el prototipo de la
verdadera santa. Como debían ir a los Pirineos en junio y nosotros nos
trasladaríamos hasta la casa de mi suegro en Nerac, convinimos en que
pasarían unos días en Nohant. El coronel Dudevant estaba en París con su
mujer. Mi suegro era el mejor de los hombres. Comíamos a menudo en su
casa, con Deschartres, a quien el viejo coronel gustaba dar bromas. Lo trataba
de «jesuíta», mientras Deschartres lo apodaba «jacobino», epítetos éstos tan
poco merecidos de uno como de otro.
Deschartres tenía un departamento en la plaza Royal. Parecía disfrutar de
cierto bienestar. Nos hablaba de ciertos pequeños negocios que le habían
fracasado, pero en provecho de uno más grande cuyo éxito era infalible.
Estaba cansado de los trabajos agrícolas. Quería comprar y vender. Había
trabado relaciones con personas muy hábiles, según él. Hacía proyectos,
cálculos y, cosa rara, él, que no aceptaba opiniones ajenas, había otorgado su
confianza y prestaba su dinero a desconocidos. Mi suegro le decía a menudo:
—Señor Deschartres: usted es un soñador; tenga cuidado porque lo
engañarán.
Deschartres amaba mucho a Mauricio, que era muy mimado por el coronel.
En la primavera de 1825 regresamos a Nohant. Tres meses transcurrieron
sin que Deschartres me diera noticias suyas. Asombrada ante este silencio pedí
informes en la plaza Royal.
El pobre Deschartres había muerto. Toda su fortuna había desaparecido en
malos negocios. Había guardado completo silencio hasta su última hora. Nadie
sabía nada de él y nadie lo había visto desde hacía mucho tiempo. Había
legado sus muebles y demás efectos a una planchadora que lo había cuidado
con abnegación. No dejó un recuerdo, ni una queja, ni un adiós a nadie.
Desapareció llevando el secreto de su ambición defraudada o de su confianza
traicionada.
Su muerte me afectó más de lo que puedo decir. Mi hermano, que lo había
odiado como a un tirano, lamentó su muerte, pero no lo lloró. Mi madre no lo
perdonó, ni al saber que estaba en la tumba.
En fin, con excepción de dos o tres campesinos, a quienes había salvado
generosamente la vida, únicamente yo lloré la muerte del gran hombre. Con él
se iba una buena porción de mi vida, todos los recuerdos de mi infancia,
agradables o tristes; todo el estimulante, ya enojoso, ya amable, de mi
desarrollo intelectual. Después de su muerte me sentí más huérfana que antes.
Es hora de que hable de mi hermano, quien ya me tenía muy preocupada y
que vivía por temporadas en mi casa, en La Chatre y en París. Se había casado
poco tiempo después que yo, con Emilie de Villeneuve, persona excelente y
relativamente rica, quien poseía una casa en París y debía heredar pronto
tierras vecinas a las nuestras. No administraba muy bien su fortuna, porque se
había enviciado con la bebida. Ese vicio provocó la anulación de una
inteligencia noble, de un corazón bueno y de un carácter amable, virtudes que
se destacaban en mi hermano. Se parecía, moral y físicamente, mucho a
nuestro padre; pero a la edad de treinta años ese parecido se fue esfumando a
consecuencia de su vicio.
Mi hermano y su mujer tenían una hijita más o menos de la edad de
Mauricio. La dejaban a mi cargo durante largas temporadas, cuando ellos
debían estar, por cuestiones de negocios en París. Leontina, éste era el nombre
de la niña, se crio casi con Mauricio.
A mediados de 1825 partimos en viaje para el Mediodía. He conservado
fragmentos del diario que escribí en esa época y que sirve de guía para mis
recuerdos. Algunas páginas del mismo demuestran cuál era mi estado de
espíritu en ese entonces.
«5 de julio 1825. Viaje a los Pirineos.
»Dentro de diez minutos habré dejado Nohant. Lo único que me apena
realmente es dejar aquí a mi hermano. ¡Cómo se ha enfriado nuestra antigua
amistad!
»¡Se ríe; está alegre a la hora de mi partida! ¡Adiós; Nohant, tal vez no te
volveré a ver!…»
«Chalus.
»… He tomado buenas resoluciones para el viaje: no me impacientaré por
los gritos de Mauricio, ni por lo largo del viaje, ni por el malhumor de mi
amigo.»
«Perigueux.
»… Esta ciudad me parece agradable aunque estoy tristísima. He llorado
mucho mientras caminaba; mas, ¿de qué sirven las lágrimas? Debo
acostumbrarme a tener la muerte en el alma y la risa en los labios…»
«… Hermoso cielo, aguas vivas, construcciones raras hechas con enormes
guijarros.»
«Tarbes es muy lindo, pero mi marido está siempre de mal talante. Se
aburre en viaje, ya quisiera haber llegado.
»Por fin, entramos en los Pirineos. Me sentí ahogada por la sorpresa y la
admiración. He soñado siempre con las altas montañas. Había guardado de
éstas un recuerdo confuso. No concebía la altura de estas masas enormes que
tocan las nubes y la variedad adorable de los detalles que presentan. Unas son
fértiles y cultivadas hasta su cima; otras están desprovistas de vegetación, pero
en cambio cubiertas de rocas formidables, colocadas en desorden como
después de un cataclismo universal.
»Al llegar a Cauterets divisé a Jane y Aimée en una ventana. Un instante
después nos abrazábamos efusivamente. Nos reservaron un cuarto al lado del
suyo. Los departamentos son de una simplicidad primitiva.
»El pueblo está todo construido en mármol bruto y los arroyos son
cristalinos.
»… El señor caza con pasión, mata gamuzas y águilas, se levanta a las dos
de la mañana y regresa a la noche. Su mujer se queja; no prevé que puede
llegar la época en que ella se alegrará de estas salidas…»
«Creo que la ausencia forzosa debe ser un estimulante para el afecto, pero
que la ausencia buscada apasionadamente por uno de los cónyuges significa
una gran lección de filosofía y de modestia para el otro. Hermosa lección sin
duda pero ¡cuánto aleja a uno de otro!
»El casamiento es hermoso para los amantes y útil para los santos. Fuera
de los santos y de los amantes hay una cantidad de personas normales y de
corazones apacibles que no conocen el amor y que no pueden llegar a la
santidad.
»El casamiento es el objeto supremo del amor. Cuando el amor desaparece,
queda el sacrificio. Muy bien para quien comprende el sacrificio. Eso supone
ciertos sentimientos y cierta inteligencia que no se encuentran por doquier.
»Tal vez no hay término medio entre la santidad y la insensibilidad. Sí,
existe un término medio: la desesperación.
»Mauricio está enfermo y yo me siento enferma. No puedo divertirme.»
«Mauricio ha sanado, vuelvo a estar contenta. Mi marido arregla una
excursión hasta Gavarnie con la familia Levoy. Deseo tomar parte en ella;
luego no. Por último sí.»
«Me han criticado porque salgo sin mi marido. Creo que no tienen razón,
puesto que él ha tomado esa iniciativa y yo voy donde él quiere.»
«De Cauterets a Luz, el trayecto es hermoso. El paisaje es más sombrío,
más desgarrador y más aterrador que otros lugares que ya he visto. El
precipicio del puente del Enfer da vértigos. Es un torrente espantoso que al
precipitarse rueda sobre sí mismo con loca alegría.
»El Marborée es algo indescriptible. Una muralla de hielo, de nieve, de
rocas enormes rodean una planicie donde una cascada cae con enorme fuerza.
Se ven puentes de nieve sobre los cuales pasan caravanas de pastores y de
rebaños. Mi marido es de los más intrépidos. Va por todos lados y yo lo sigo.
Se da la vuelta y me regaña. Dice que quiero hacerme la interesante. Ni he
pensado en ello.
»No hay refugio y debemos hacer siete leguas sobre una cornisa, de dos o
tres pies de ancho, donde los caballos deben andar con todo cuidado, porque
es de noche. En cuanto el sol baja se deja sentir un frío mortal. Yo quería
volver a Cauterets esa misma noche. No quería dejar a Mauricio
convaleciente, dos noches seguidas con su niñera. Había alquilado por la
mañana un caballo de repuesto en Luz. Con otra señorita de la caravana inicié
el regreso. Dejamos a los guías y a los demás atrás. Franqueamos al galope
pasos peligrosísimos. Llegamos al lugar llamado Chaos media hora antes que
los demás. Salimos nuevamente al galope cuando oímos llegar la caravana.
Cambié de caballo en Saint-Sauveur, y llegué a Cauterets a la noche, después
de haber recorrido treinta y seis leguas. Mauricio dormía como un ángel.»
«Nos visitamos con algunas personas. Es absurdo, puesto que no nos
volveremos a ver con ellas. Nos visitó la princesa de Condé, viuda del duque
de Enghien.»
«El general Foy está aquí. Se encuentra muy enfermo. Lo he encontrado
solo, pálido, triste, abatido, Dicen que morirá pronto.»
«Un sabio, Magendie, acaba de explotar las montañas por el lado de
Mallet. Casi se ha muerto de frío en el camino.
»El puente de España, la caída de Cerizey, el lago de Gaube, el glaciar de
Vignemale, ¡qué hermosuras! Deberíamos poder estar un mes en cada uno de
estos lugares. Todo esto es tan hermoso, tan atrayente, conmueve tanto, que
uno se queda como loco o mareado al contemplar uno de esos paisajes por
primera vez.»
Dejamos Cauterets a fines de agosto. Algunos bañistas se iban ya. Otros
turistas, al igual que yo, se encantaban al ver que la naturaleza se oscurecía y
se velaba cuando todavía podían saborearla. Los habitantes del lugar bajaban
de las altas cimas con sus rebaños y retornaban al llano.
Asistíamos a un espectáculo pintoresco viendo pasar continuamente esos
hombres y esos animales salvajes. Los robustos pastores, bronceados por el sol
y más parecidos a los árabes que a los franceses, caminaban por grupos dentro
de sus pintorescos trajes, acompañados por caballos pequeños o mulos que
llevaban sus enseres, es decir, frazadas, cuerdas, cadenas y esas grandes
vasijas de cobre brillante donde trabajaban la leche. Detrás de ellos seguían los
rebaños en los cuales se mezclaban vacas, corderos, cabras y burros. Un buen
número de animales había nacido durante esa temporada en la montaña y se
asustaban al atravesar los caseríos. Era peligroso encontrarse al paso de los
mismos por una de esas calles estrechas. En los flancos de las caravanas
corrían grandes perros de los Pirineos, tipos primitivos, dicen, de la raza
canina, animales espléndidos, que, a semejanza de los toros de raza, tienen la
cabeza, el cogote y las espaldas desproporcionadas con respecto a la parte
posterior, que parece hecha para correr carreras.
Quisimos ver Bagneres-de-Bigorre antes de dejar las montañas. Al salir de
las quebradas y de las cimas medianas de la cadena pirenaica nos encontramos
con el verano ardiente de las faldas de las montañas y de los amplios valles. El
calor era insoportable en Bagneres, ciudad de placer. Muchos ingleses,
residencias opulentas, exhibiciones de caballos y de carruajes de lujo; fiestas,
espectáculos y mucho ruido. Allí ya no me encontraba a gusto. Pasamos pocos
días, aunque Mauricio estaba muy contento con ese hermoso sol y con tanto
movimiento. Antes de tomar el camino de Nerac, hicimos una excursión muy
interesante mi marido, yo y uno de nuestros amigos, que había oído hablar de
los espeluncas o «spelonques» de Lourdes.
Era una aventura difícil y decidimos realizarla. Llegamos a Lourdes a
caballo, almorzamos allí luego tomamos un guía y nos internamos en el
laberinto de las cavernas de este lugar tan justamente renombrado.
La entrada no era atrayente. Debíamos arrastrarnos uno tras otro bajo las
rocas y este encierro de un instante en las tinieblas tenía algo de aterrador para
el espíritu. Sin embargo, un paseo de varias horas por ese mundo subterráneo
fue encantador. Galerías ya estrechas, asfixiantes, ya enormes a la luz de las
antorchas, torrentes invisibles que rugían dentro de las profundas entrañas de
la tierra, salas caprichosamente superpuestas, pozos sin fondo, es decir,
abismos perdidos en precipicios impenetrables, era todo lo que nos rodeaba.
Era éste un viaje para la imaginación, terrible para el cuerpo; pero no
pensábamos en eso. Queríamos penetrar por todos lados, descubrir siempre.
Estábamos un poco inconscientes y el guía amenazaba abandonarnos.
Caminábamos sobre cornisas situadas sobre abismos, que hacían pensar en el
infierno de Dante y quisimos bajar a uno de ellos.
Mis compañeros se hundieron resueltamente en él, caminando sobre las
salientes de las rocas. Los seguí atada con una cuerda que hicimos con
nuestros pañuelos anudados. Pronto debimos detenernos porque no
encontrábamos apoyo para nuestros pies y las sogas que llevábamos no eran
suficientes.
De Bagneres pasamos a Nerac. No recuerdo nada de este viaje porque
atravesé esta región con el recuerdo de los Pirineos. Estas montañas me habían
exaltado y mareado enormemente y debía tener sus paisajes en mi mente
durante muchos años.
Capítulo LIII
Capítulo LIV
Capítulo LV
Capítulo LVI
Capítulo LVII
Capítulo LVIII
Capítulo LIX
El año 1833 inició para mí una serie de amarguras profundas, de las que yo
creía haberme librado para siempre y que, por el contrario, no hacían más que
empezar. Había querido ser artista; por fin lo era. Me imaginaba haber logrado
lo que tanto había deseado; es decir, mi independencia material y espiritual.
En cambio, acababa de encadenarme a algo que no había previsto.
Por gusto no hubiera elegido la profesión literaria, y menos aún la gloría.
De haber obtenido suficiente ganancia, me hubiera dedicado a algún trabajo
manual, ya que mi renta era demasiado escasa para permitirme vivir fuera del
hogar conyugal, en el cual reinaban condiciones inaceptables. La única
objeción que se hacía ante mi deseo de salir de allí era que no había dinero
parar darme. Yo necesitaba ese dinero. Lo tenía, por fin. Por ese lado ya no
habría reproches ni disconformidad.
Hubiera deseado permanecer ignorada para el público, y como después de
la publicación de Indiana y de Valentina todavía los diarios afirmaban que el
autor de esas obras era un hombre, creí que podría conservar mi incógnito, y
que no tendría por qué alterar mis costumbres sedentarias ni la agradable
intimidad que me unía a personas tan desconocidas como yo. Lo única que
deseaba era tener una escalera más corta para llegar a mi hogar y un poco más
de leña para la chimenea.
Cuando me instalé en la buhardilla del muelle Malaquais, me creí en un
palacio. Desgraciadamente, allí como en todas partes, pronto añoraría mi
tranquilidad perdida; y, en vano, como Rousseau, correría pronto en busca de
soledad.
No supe cerrar mi puerta a los curiosos, a los desocupados y a los
mendigos de toda especie que llamaron a ella; y no tardé en darme cuenta que
ni mi tiempo ni mi dinero de un año bastarían para atender a las continuas
peticiones que recibía. En París hay una mendicidad organizada alrededor de
los artistas, por la que estos son continuamente explotados. Son presuntos
artistas de edad que se encuentran en la miseria y que van mendigando, de
puerta en puerta, con listas y firmas fraguadas por ellos mismos; o bien artistas
sin trabajo que solicitan una ayuda, madres que piden pan para sus hijos,
damas de caridad, etcétera.
Cuando se ha tenido la simplicidad de creer en uno de esos relatos de
miseria, todo ese conjunto de simuladores nos señala como una fuente de
recursos y uno se ve acosado a toda hora por peticiones.
Sin embargo, como en medio de esa gentuza encontraba, a veces,
verdaderos infortunados, no pude rechazar de un modo definitivo a todos esos
mendigos. Durante algún tiempo remuneré a ciertas personas para que
averiguaran bien los antecedentes de los que más lástima me inspiraban. Las
engañaron un poco menos que a mí, eso es todo; y, desde que no vivo en París,
recibo cartas de mendigos desde todos los rincones de Francia.
Hay, además, una cantidad de poetas y de autores que solicitan
protecciones, como si la protección pudiera suplir al talento. A esto hay que
agregar los pedidos de las personas que quieren trabajar en el teatro, o de
quienes solicitan cualquier empleo. También los artistas son requeridos para
que presten dinero. O es un obrero demócrata que ha resuelto el problema
social y que haría desaparecer la miseria de la sociedad si se le dan medios
para publicar su sistema. Asimismo aparecen los pequeños comerciantes
arruinados que necesitan unos miles de francos para levantar su negocio, etc.
Tengo en mi casa miles de cartas absurdas, manuscritos extravagantes,
romanzas u óperas magníficas, según sus autores… Todo eso llega
acompañado de peticiones de dinero la primera vez; con injurias al segundo
requerimiento, y con amenazas en el tercero. Tengo la paciencia de leer todas
esas cartas, siempre que no sean jeroglíficos o que no consten de muchas hojas
escritas con letra microscópica. Cuando en una de ellas veo un indicio de
talento, la pongo aparte y luego la contesto. Si el talento es manifiesto, me
ocupo en forma del autor de la carta.
Aún no he hablado de los simples curiosos, conjunto muy variado en el
que para librarse de ociosos inoportunos uno puede negarse a ver a algunas
personas honorables y simpáticas. Entre esos ociosos se encuentran los turistas
ingleses, que quieren veros nada más que para anotar ese detalle en su libro de
viaje. Como yo he olvidado demasiado el inglés, los que no saben hablar
francés me hablan en su idioma y yo les contesto en el mío. No comprenden
nada, contestan «¡Oh!» y se van. Existe también otra clase de curiosos: los
malévolos, que vienen con la intención de confesaros y que se van furiosos
cuando de la conversación no han podido obtener más que «si» o «no».
Como ya dije, en cuanto creía haber llegado al resultado que tanto había
deseado, me encontré ante una doble decepción. Creía haber logrado una
doble independencia para el empleo de mi tiempo y para disponer de mis
recursos como deseaba. Eso es lo que yo creía haber conseguido, y que, en
cambio, se transformó en una esclavitud irritante y continua. Viendo cómo con
el producto de mi trabajo no podía socorrer toda la miseria que me rodeaba,
doblé, tripliqué y hasta cuadrupliqué mis horas de labor. En ciertos momentos
me reproché mis horas de reposo y de distracción como una satisfacción
egoísta. Como me dejo llevar íntegramente por mis convicciones, durante
cierto tiempo me entregué al trabajo forzado y a la limosna sin límites, como
había hecho con el fervor católico en la época en que me privaba de los juegos
y de la alegría de la adolescencia para dedicarme a la oración y a la
contemplación.
Más tarde me consolé de la impotencia de mi abnegación y de los pocos
recursos que poseía para distribuir entre los pobres, soñando con una gran
reforma social. Había pensado, como tantos otros, que ciertas bases sociales
son indestructibles y que el único remedio contra los excesos de la desigualdad
estaban en el sacrificio individual y voluntario. Claro que esta teoría de la
limosna particular es una puerta abierta para los egoístas y para los generosos.
Nadie vive para comprobar quién da y quién no da. Hay una ley religiosa que
ordena dar, no únicamente lo superfluo, sino hasta lo necesario; pero no hay
poder constituido que pueda controlar qué cantidad destina cada persona a la
caridad. Claro que con esto no quiero decir que la limosna obligatoria sea una
solución social. Si la caridad depende de la conciencia de cada individuo,
mientras unos son generosos con exceso, otros espíritus fríos y positivos se
abstienen de socorrer y dejan a los primeros un peso imposible de llevar.
Sí, imposible; pues si un puñado de hombres pudiera salvar el mundo por
medio de un trabajo forzado y de una abnegación sin límites, podrían ellos
considerarse orgullosos y felices de esa misión. Pero el abismo de la miseria
no tiene fin y se necesita que una sociedad entera vuelque sus ofrendas en él
para colmarlo por un instante. En el estado en que se encuentran las cosas
actualmente parece que estos actos de caridad parciales ahondan y agrandan
ese abismo, puesto que la limosna envilece toda vez que quien cuenta con ella
se abandona a sí mismo.
Se ha despojado al clero y a las comunidades religiosas de los enormes
bienes que poseían, y se ha intentado, en una gran revolución social, crear una
clase de pequeños propietarios activos y laboriosos que sustituya a esa casta de
mendigos inertes y nocivos. Esto significa que la limosna no bastaba para
salvar la sociedad, aun cuando estuviera a cargo de una entidad bien
constituida y de considerables proporciones. Sí; desgraciadamente, la caridad
es impotente y la limosna inútil. Ha sucedido y volverá a suceder, que crisis
violentas obligarán a las dictaduras, sean populares o monárquicas, a tallar en
carne viva y a exigir sacrificios considerables de las clases acomodadas. Pero
ese será el derecho de un momento, nunca un derecho absoluto, si un nuevo
principio no lo consagra de un modo eterno en la libre creencia de los
hombres. Los gobiernos tampoco pueden remediar este problema. En vano
intentarían conseguir la salvación universal bajo una forma cualquiera. La
resistencia de las masas desbaratará la voluntad de los individuos por más
ardiente y milagrosa que ésta pueda ser.
Entonces, ¿qué debemos hacer nosotros, los individuos bien
intencionados? Mil veces me he planteado este problema y no he podido
resolverlo. La ley de Cristo: «Vended todo, dad el dinero a los pobres y
seguirme», está prohibida, hoy, por la ley de los hombres, pues aunque no
existieran esas leyes particulares sobre la propiedad, me lo prohíbe la ley
moral de la herencia de los bienes, que trae consigo la de la educación, la de la
dignidad y la de la independencia, puesto que faltando a ellas no cumplimos
con los deberes de familia. No tenemos libertad para legar miseria a nuestros
hijos. La miseria es degradante, puesto que humilla al que la padece; y el
único modo de escapar de ella es la muerte. Nadie puede legítimamente arrojar
a sus hijos a un abismo para salvar de él a los ajenos. Si todos son hijos de
Dios, tenemos la obligación con aquellos que él nos ha dado. De modo que
todo lo que encadena la libertad futura de un niño es un acto de tiranía, aun
cuando se haya hecho en nombre de la virtud. Si algún día, en el porvenir, la
sociedad nos pide el sacrificio de nuestros bienes, será sin duda porque ha de
proveer a la existencia de nuestros hijos, y los hará honrados y libres en el
seno de un mundo donde el trabajo constituirá el derecho de vivir. Lo único
que puede hacer la sociedad es tomar los bienes particulares para repartirlos
entre todo el pueblo. Esperando el reinado de esta idea, que actualmente no es
más que una utopía, obligados a debatirnos entre los lazos de la familia, que
serán siempre sagrados, y las terribles dificultades de la existencia por el
trabajo mientras nos conformamos con las leyes constituidas, ¿cuál es el deber
de los que quieren ayudar al prójimo contra el sufrimiento y la miseria? Éste
es un problema insoluble, si uno no decide vivir en medio de una
contradicción flagrante entre los principios del porvenir y las necesidades del
presente.
Los socialistas abordan esta cuestión francamente diciendo; «No den
limosnas; al dar al que pide, se le envilece.» Pero los mismos que hablan en
esa forma en momentos de convicción apasionada, dan limosna un rato
después, incapaces de resistir a la piedad que escapa al razonamiento; y como
al ayudar a alguien se es más humano y más útil que reduciéndose uno mismo
a la necesidad de recibirlo, creo que tienen razón al contravenir su propia
lógica y resignarse, como me sucede a mí, al no estar de acuerdo con ellos.
Para mí fue una cuestión de conciencia transmitir a mis hijos, intacta, la
pequeña herencia que recibí para ellos y he creído conciliar lo mejor posible el
amor de la familia con el amor de la humanidad, al disponer para los pobres
únicamente del dinero obtenido con mi trabajo. No sé si he obrado mal, pero al
hacerlo creí obrar bien. Tengo la certeza de haberme abstenido desde hace
años de toda satisfacción personal y de no haber gastado nada por vanidad, por
lujo o por pereza. El único sacrificio que me ha costado un poco, es renunciar
a los viajes, que me gustan con pasión y que me hubieran desarrollado como
artista. También me ha sido perjudicial renunciar a mi vida en París; pero me
he creído en la obligación de hacerlo, y ese sacrificio lo he visto compensado
con el amor encontrado en la vida de familia y el amor del campo.
He tratado de dejar a mis hijos en completa libertad moral. Les he hablado
de mis convicciones religiosas y los he dejado en libertad de adoptarlas o
rechazarlas. Les he predicado siempre la necesidad del trabajo. He tratado de
que mi hijo fuera educado como artista y como propietario, porque temía que
fuera únicamente lo último y tampoco quería obligarlo a ser artista
despojándolo de su propiedad. He creído cumplir escrupulosamente todas las
obligaciones que los contratos relativos al dinero imponen a todo el mundo.
Mientras viví en Nohant, antes de instalarme en París, había sufrido
muchísimo con preocupaciones de índole personal. En ese ambiente en que
vivía me pareció que las demás personas no pensaban ni sufrían como yo,
puesto que lo único que veía a mi alrededor eran preocupaciones de índole
material. Cuando mi horizonte se extendió, cuando conocí todas las tristezas,
todas las necesidades, todos los vicios de un gran ambiente social como es
París; cuando mis reflexiones pasaron más allá de lo relativo a mí misma para
posarse sobre el mundo del cual yo no era más que un átomo, mi desilusión
personal se extendió a todos los seres, y la ley de la fatalidad se levantó ante
mí en una forma tan poderosa que mi razón quedó atormentada.
Este momento en que se abrieron mis ojos, era solemne en la historia. La
República soñada en julio desembocaba en las matanzas de Varsovia y en el
holocausto del claustro Saint-Merry. El cólera acababa de diezmar al mundo.
El Sansimonismo, que había dado cierto impulso a la imaginación, era
perseguido y anulado sin haber decidido el gran problema del amor y aun,
según mi opinión, después de haberlo mancillado un poco. El arte también
había manchado por aberraciones deplorables la cuna de su reforma
romántica.
En ese momento reinaba el espanto y la ironía, la consternación y la
impudicia; unos lloraban la ruina de sus generosas ilusiones; otros reían sobre
los meros peldaños de un triunfo impuro; nadie creía en nada, unos por
descorazamiento, otros por el ateísmo. Nada, en mis antiguas creencias, era
bastante fuerte en mí, desde el punto de vista social, para ayudarme a luchar
contra ese cataclismo con que se inauguraba el reinado de la materia; y en las
ideas republicanas y socialistas del momento no encontraba luz suficiente para
combatir las tinieblas que Mammon echaba sobre el mundo. Me quedaba,
pues, sola con mi sueño de la Divinidad Todopoderosa, pero no Todoamorosa,
puesto que abandonaba la raza humana a su propia perversidad o a su propia
locura. Bajo la impresión de este abatimiento escribí Lelia, sin orden y sin
plan preconcebido de hacer una obra para publicarla. Sin embargo, cuando
escribí bastantes fragmentos alrededor de un romance, se los leí a Sainte-
Beuve, quien me alentó para que continuara esta obra y aconsejó a Baluz que
publicara un capítulo de ella en la Revue des Deux Mondes. A pesar de este
precedente, no me había decidido aún a que esta fantasía fuera un libro para el
público. Tenía excesivo carácter de sueño. Se parecía demasiado a Corambé
para que pudiera ser gustado por numerosos lectores. Este manuscrito anduvo
más de un año en mis manos. Es, creo, un libro que no tiene sentido común
desde el punto de vista del arte, pero que por eso ha llamado más la atención
de los artistas, como una obra de inspiración espontánea. Escribí dos prefacios
para ese libro y dije en ellos todo lo que debía sobre ese asunto. El éxito de su
estilo fue muy grande. El fondo del asunto fue amargamente criticado. Se
quiso ver retratos en todos los personajes, y revelaciones personales en todas
las situaciones; se llegó hasta dar un sentido morboso a ciertas partes escritas
con el mayor candor, y recuerdo que, para comprender de qué me acusaban,
me vi obligada a hacerme explicar algunas cosas que no sabía. No me afligí
mucho por las innobles calumnias que ocasionó esta crítica. Lo que es
completamente falso no duele. Me sentí, sí, extraña por las enemistades
personales que origina la emisión de las ideas. Nunca he podido comprender
que uno se sienta enemigo de un artista que piensa y crea en un sentido
opuesto al que uno ha elegido. Concibo que se disputa y combata el objeto de
su obra, pero que se altere deliberadamente este sentimiento para hacerlo
condenable es algo que no puedo comprender, como tampoco comprendo que
se calumnie la vida de un autor para injuriar a su persona.
Vi todos estos horrores con tristeza, pero con cierta tranquilidad. De algo
me había servido acumular en mi soledad gran cantidad de desdén para todo lo
que no es verdadero. De haber gustado de la opinión del mundo,
probablemente me hubiera atormentado la calumnia, que podía
momentáneamente cerrarme las puertas del mismo; pero como lo único que
me preocupaba era la amistad sincera, y como a ésta nada puede alterarla,
nunca me di realmente cuenta de los efectos que causa la maldad. Además, no
tengo en cuenta para nada las penas que me afectan a mí sola. Algunas que me
hicieron sufrir. Pero aprecio los sufrimientos morales, como creo que debe
apreciarlos la razón en seguida que vuelve a entrar en posesión de un dominio.
Nadie lamenta verse libre de sus males y nadie lamenta haberlo
experimentado. Todos sabemos que es necesario vivir cuando uno está en
pleno dominio de sus emociones, porque se debe haber vivido cuando se está
en pleno dominio de la reflexión. De los disgustos de la vida hay que lamentar
únicamente aquellos que nos hicieron un mal real y perdurable.
¿Cuál es ese mal real y perdurable? Lo explicaré. Todo dolor lento o fugaz
que debilita nuestras fuerzas y nos deja disminuidos, es un verdadero
infortunio del cual es muy difícil llegar a consolarse. Un vicio, un crimen
moral, una cobardía, son desgracias que envejecen de repente y por las cuales
uno merece ser compadecido y puede compadecerse a sí mismo. Hay en el
orden moral enfermedades análogas a las de la vida física, que nos dejan
inválidos para siempre.
Pero hay un dolor más difícil de soportar que todos los que soportamos
individualmente. Tiene una parte tan grande en mis reflexiones y hasta ha
envenenado tanto algunas fases de mi dicha personal, que debo decir en qué
consiste ese dolor. Es el sufrimiento general; es el sufrimiento de la raza
humana entera; es la observación, el conocimiento y la meditación sobre el
destino del hombre en la tierra.
Llegamos a comprendernos y a sentirnos nosotros mismos tan sólo
olvidándonos; es decir, perdiéndonos dentro de la gran conciencia de la
humanidad. Entonces, al lado de ciertas alegrías y de ciertas glorias, cuyo
reflejo nos engrandece y nos trasfigura, nos invade de repente un temor
invencible y un remordimiento lacerante al contemplar los males, los
crímenes, las locuras, las injusticias, las estupideces, las vergüenzas, en fin, del
hombre en general. No hay orgullo, no hay egoísmo que nos consuele cuando
examinamos esta idea. Diréis en vano: «Soy un ser razonable en medio de
millones que no lo son; yo no sufro de los males que ellos mismos se han
provocado.» Desgraciadamente, no quedaréis más tranquilos al decir estas
palabras, puesto que no podéis hacer nada para que vuestros semejantes se os
asemejen.
Os espantaréis aún más por vuestro aislamiento, porque os creeréis mejor
que los otros y más feliz que ellos. Vuestra inocencia misma, la conciencia de
vuestra probidad, la serenidad de vuestro propio corazón, no serán un refugio
contra la tristeza profunda que os rodea.
Ésta es la ley de la vida; pero de todas las leyes de la vida es la más cruel.
Ésta no es una recriminación política. La política actual, por más interesante
que pueda ser, no es más que un horizonte. La ley de dolor que planea sobre
nuestro mundo y la queja que ella exhala nace en las íntimas convulsiones de
su misma esencia; y ninguna revolución posible podría ahogar ni destruir sus
causas profundas. Cuando una se entrega con ahínco a esta búsqueda, se llega
a comprobar la acción del bien y del mal en la humanidad, se llega a dilucidar
el mecanismo de los efectos y de la resistencia, se llega a saber, por fin, cómo
se realiza este eterno combate.
¡Nada más! El por qué, Dios únicamente podría decirlo, él, que hizo al
hombre tan lentamente progresivo y que hubiera podido hacerlo más
inteligente y más poderoso para el bien que para el mal.
Ante esta pregunta que el alma puede dirigir a la suprema sabiduría,
confieso que el terrible mutismo de la divinidad consterna el entendimiento.
Ahí sentimos nuestra voluntad quebrarse contra la puerta de bronce de los
misterios impenetrables.
Convertirse en ateo y suponer que una ley sin inteligencia preside la ley del
destino del universo, es admitir algo más extraordinario y más increíble que
confesarse uno mismo, razón limitada, sobrepasada por motivos de una razón
infinita. La fe triunfa de sus propias dudas; pero el alma desconsolada siente
los límites de su poder, ajustarse estrechamente sobre ella y encadenar su
abnegación en tan pequeño espacio que el orgullo desaparece para siempre
mientras queda la tristeza.
He ahí bajo el imperio de qué preocupaciones secretas había escrito Lelia.
De ellas no hablé a nadie, pues sabía que nadie a mi alrededor podría
tranquilizarme; y, además, porque gustaba en cierto modo del secreto de mi
ensueño. He sido siempre amante de alimentarme yo sola con una idea
lentamente saboreada, por roedora y devorante que pueda ser. Es cierto que al
callarme así ante mis amigos, exhalaba, al publicar mi libro, una queja que
tendría mayor repercusión.
Primero no pensé en esto. Me dije que mi libro sería poco leído y sería más
bien un motivo de burla contra mí, porque lo considerarían como un montón
de sueños vacíos y que no influiría en la búsqueda de la solución de los
problemas sobre la duda y la creencia. Cuando vi que con él empezaban a
reflexionar algunas almas inquietas, pensé y pienso aún que el efecto de estos
libros es más bueno que malo y que en una época de materialismo esas obras
son más beneficiosas que los cuentos droláticos, aunque diviertan mucho
menos que éstos.
A propósito de los cuentos droláticos que aparecieron en esa misma época,
tuve una discusión bastante fuerte con Balzac, y como él, a pesar mío, quisiera
leerme unos fragmentos de aquellos, le arrojé su libro a la cara. Recuerdo que
como yo lo trataba de gordo indecente, me replicó que yo era una mojigata y
salió gritándome desde la escalera: «Usted no es más que una tonta.» Con
todo, seguimos siendo muy buenos amigos, porque Balzac era verdaderamente
simple y bueno.
Después de algunos días pasados en el bosque de Fontainebleau, tuve
deseos de visitar Italia, y esa visita me satisfizo en un sentido opuesto al que
yo esperaba.
Me cansé pronto de ver cuadros y monumentos. El frío me enfermó; luego
el calor me anuló, y su hermoso cielo terminó por aburrirme.
Mas, el encontrarme sola, me hallé a gusto en Venecia y me hubiera
quedado mucho tiempo allí de haber tenido a mis hijos conmigo.
Capítulo LX
Capítulo LXI
Antes de entrar en el año 1835, durante el cual, por primera vez en mi vida,
me sentí interesada por los acontecimientos de actualidad, hablaré de ciertas
personas con las cuales mantuve amistad.
Trabé amistad con la señora Dorval después de haber discutido con varios
amigos míos, que estaban injustamente prevenidos contra ella.
Nacida en un teatro de provincia y educada en medio del trabajo y de la
miseria, María Dorval había crecido sufrida y fuerte; linda y marchita, alegre
como un niño, triste y buena como un ángel condenado a caminar por los
caminos más duros de la vida. Su madre era una de esas naturalezas exaltadas
que excitaban desde temprana edad la sensibilidad de sus hijos. Al menor
yerro de María le decía: «¡Me matas; me matas de pena!»
La pobre chica, tomando en serio esos reproches exagerados, pasaba
noches enteras llorando, rezando y pidiendo a Dios, con profundo
arrepentimiento, que le conservara a su madre. Como resultado de haber
experimentado tantas conmociones, su vida emotiva se desarrolló en ella
intensamente.
Como esas plantas delicadas a las cuales se ve crecer, florecer, marchitar y
brotar de nuevo, esta alma exquisita, agobiada bajo el peso de violentos
dolores, florecía con el menor rayo de sol y buscaba ávidamente un soplo de
vida alrededor de ella. Enemiga de toda previsión, encontraba en la fuerza de
su imaginación y de su alma las alegrías de un día, las ilusiones de una hora,
que debían suceder a los dolores amargos.
Por ser generosa, olvidaba y perdonaba pronto las ofensas y recibiendo
nuevos golpes dolorosos con frecuencia, seguía viviendo, amando y sufriendo.
Todo era pasión en ella. La maternidad, el arte, la amistad, la abnegación y
la aspiración religiosa. Es raro que yo me haya ligado tanto a esta naturaleza
doliente que me comunicaba sus desalientos, sin hacerme reaccionar como ella
lo hacía. He buscado siempre las almas serenas, porque necesitaba la paciencia
de éstas y deseaba el apoyo de su equilibrio. Con respecto a María Dorval, mi
papel era completamente opuesto. Debía calmarla y convencerla, cosa muy
difícil para mí, sobre todo en la época en que, turbaba y atemorizaba de la vida
hasta la desesperación, no encontraba nada consolador para decirle que no
estuviera desmentido en mí por sufrimiento menos expansivo, pero tan
profundo. No escuchaba sus quejas apasionadas únicamente por deber y por
abnegación, sino porque encontraba un encanto extraño en sus palabras; y en
mi piedad había un respeto profundo por ese dolor que lejos de extinguirse se
renovaba continuamente. Con raras excepciones no soporto durante mucho
tiempo la compañía de las mujeres; no porque las considere inferiores a mí en
cuanto a inteligencia, sino porque la mujer en general es un ser nervioso e
inquieto que, a pesar mío, me comunica su misma inquietud. Otras mujeres
son tontas en cuanto hablan de asuntos serios, y las que no son artistas de
profesión llegan a tener un orgullo desproporcionado en cuanto se apartan de
los chismes y del comentario de las pequeñas cosas de todos los días. Esto es
resultado de la educación incompleta que reciben las mujeres.
Prefiero el trato de los hombres al de las mujeres y digo esto sin malicia
alguna, bien convencida de que los fines de la naturaleza son lógicos y
completos, que la satisfacción de las pasiones no es más que un aspecto
limitado y accidental de la atracción de un sexo hacia el otro y que, fuera de
todo trato físico, las almas se buscan siempre en una especie de unión
intelectual y moral en que cada sexo aporta lo que constituye el complemento
del otro. Si esto no ocurriera así, los hombres huirían de las mujeres y
viceversa cuando termina la edad de las pasiones, mientras que por el
contrario el principal elemento de la civilización humana está en sus
relaciones serenas y delicadas. Confieso que conozco y he conocido varias
mujeres verdaderamente femeninas por su sensibilidad y su gracia que me han
gustado mucho y me ha complacido su trato.
Cuando conocí a María Dorval se encontraba en todo el brillo de su talento
y de su gloria.
Antes de llegar a esa gloria, había pasado por todas las necesidades de la
vida nómada. Había formado parte de muchos conjuntos ambulantes. A los
catorce años protagonizaba Fanchette en el Mariage de Figaro, y no sé qué
otro papel en otra obra. Su único ajuar consistía en un vestido blanco, que
debía lucir en ambas obras. Para dar a Fanchette el aire español, cosía una
banda de género rojo en el borde de la falda que descosía rápidamente en
cuanto debía representar la otra obra. Se casó joven. Cantaba en la Ópera
Cómica, en Nancy, cuando su hijita se rompió una cadera durante la
representación. La pobre madre corría de la escena a atender a su hija, sin
haberse interrumpido la representación. Madre de tres hijos y teniendo a su
cargo a su pobre madre inválida, trabajaba con valor infatigable para el
sostenimiento de su familia.
Como era una persona honesta vegetó durante años en medio de la mayor
fatiga y de privaciones. Por fin se hizo conocer como eminente actriz
dramática, al desempeñar el papel de la Meuniére, en el melodrama muy en
boga en esa época denominado Duex Forats. Desde entonces sus éxitos fueron
brillantes y rápidos. Creó la protagonista del drama moderno, la heroína del
drama romántico. Creó también un tipo original en el papel de Jeanne
Veubernier (Madame Dubarry) donde con su gracia exquisita y su encanto
trivial resolvió una dificultad que parecía insalvable.
Debió luchar contra defectos naturales. Su voz era desagradable; era un
poco tartamuda y a primera vista su aspecto era más bien vulgar. Ella misma
se daba cuenta de que había locuciones teatrales que no podían salir
naturalmente de su boca, porque le era muy difícil decir expresiones que no
usaba comúnmente. Confesaba que había trozos en que hubiera deseado
improvisar y no repetir la letra del texto.
En las primeras escenas de las representaciones, sus defectos resaltaban
más que sus cualidades; pero en cuanto la obra empezaba a cobrar interés se
insinuaba su gracia flexible, y en cuanto la acción de la obra se iba perfilando,
la actriz ahondaba las emociones hasta el terror, y cuando la pasión culminaba,
los espectadores más fríos llegaban a entusiasmarse.
Acababa yo de publicar Indiana cuando, atraída hacia la señora Dorval por
una simpatía profunda, le escribí para pedirle una entrevista. Yo no era célebre
y creo que ella no había oído hablar de mi libro, pero mi carta la conmovió por
su sinceridad. El mismo día que la recibió, mientras yo hablaba de esa carta a
Jules Sandeau, la puerta de mi buhardilla se abrió y una mujer se abraza a mí
gritando:
—¡Aquí estoy; soy yo!
La había visto únicamente en las tablas; mas como su voz había quedado
tanto en mis oídos, la reconocí al momento. Era, más que linda, encantadora.
No era un rostro; era una fisonomía, un alma. Era delgada y su talle tan
flexible que parecía una caña balanceada por algún soplo misterioso.
Pregunté a la señora Dorval por qué mi carta la había convencido tan
pronto. Me contestó que esa declaración de amistad y de simpatía le había
recordado la que ella escribió a la señorita Mars después de haberla visto
representar:
«Al leer su carta, recordé que al escribir la mía yo me había sentido artista
por primera vez. Me dije que usted también debía ser artista, y también
recordé que la señorita Mars, en lugar de comprender mis palabras había sido
altanera conmigo y yo no quise proceder así.»
Estoy convencida de que una artista vale según el entusiasmo que le
inspira el talento de los demás. Nos invitó a comer el domingo siguiente, pues
trabajaba en el teatro todas las noches y pasaba el día de descanso con su
familia.
Estaba casada con el señor Merle, escritor distinguido, que había escrito
«vodeviles» muy agradables y que dirigía el boletín del teatro de la
Quotidienne con ingenio, gusto e imparcialidad.
No se sabe cuán conmovedora es la vida de los artistas de teatro, cuando
viven rodeados por sus familias. Actualmente son numerosos los que viven en
perfecto estado de normalidad doméstica. Sería tiempo de terminar con lo que
se prejuzga de ellos. Los hombres de teatro son más morales que las mujeres y
la causa de esta situación reside en que ellas, mientras son jóvenes y hermosas,
viven acosadas por toda clase de seducciones.
Sin embargo, aunque las actrices no lleven una vida regular de acuerdo con
las leyes civiles, son casi todas, madres excelentes y heroicas. Sus hijos son
generalmente más felices que los de otras mujeres del mundo; puesto que
algunas de estas, no queriendo confesar sus deslices, esconden y alejan el fruto
del amor y si por obra del casamiento, estos niños entran a formar parte de la
familia, la menor duda del cónyuge se manifiesta en una aversión terrible por
estos desgraciados niños. En el teatro, las madres solteras se ocupan de sus
hijos y son reprobadas las que los abandonan.
En este ambiente, los hijos legítimos o los bastardos son considerados en la
misma forma, y si la madre tiene talento, quedan de hecho ennoblecidos y
considerados como pequeños príncipes. En ninguna parte los lazos de la
sangre son más estrechos que entre los artistas teatrales.
Cuando la madre debe trabajar cinco horas por día en los ensayos y otras
cinco en las representaciones, sus mejores momentos son los pocos en que
puede acariciar a sus hijos; y los días de descanso constituyen verdaderas
fiestas.
Por más moderado que sea un actor, su sueldo nunca es suficiente pues no
puede vivir con la economía del pequeño comerciante o el artesano humilde.
El artista necesita vivir en cierto ambiente de elegancia y de confort. Sabe
apreciar lo bello. Necesita un poco de sol, algo de aire puro que cada día se
hace más caro en las ciudades populosas. Se quiere para los suyos lo mismo
que uno posee o más. El artista sabe cuánto ha sufrido y, como se ha visto en
el riesgo de fracasar por circunstancias que desea evitar a sus hijos, trata de
educarlos como a niños ricos y lo hace con mucho sacrificio, porque en
general los sueldos de estas personas no pasan de cinco mil francos por año.
Para llegar a ganar ocho o diez mil francos, se necesita tener talento
notable y un éxito extraordinario.
El artista resuelve sus problemas pasando penas y amarguras infinitas. El
amor propio excesivo y los celos pueriles que se les reprochan esconden
mucha veces cuestiones de vida o de muerte.
Ésta era la situación de la señora Dorval. Ganaba cuanto más quince mil
francos. No descansaba nunca y vivía del modo más sencillo, sabiendo dar a
su casa un aspecto elegante y lujoso por el gusto y la habilidad con que la
adornaba.
Pero, como era generosa, pagaba a menudo deudas ajenas y, como no sabía
rechazar a los parásitos que la rodeaban, vivía continuamente en apuros. La he
visto más de una vez vender alhajas que consideraba como reliquias para
poder vestir a sus hijas o para salvar a ciertos amigos que no merecían ese
sacrificio.
Una de sus hijas, Gabriela, le causó un gran disgusto. Estaba celosa de su
madre y deseaba ser libre. La madre no quería que sus hijas actuaran en el
teatro. «Yo sé demasiado lo que es eso», decía, y en ese grito se encerraba
todo el terror y toda la ternura de una madre. Gabriela dijo que su madre
temía, en la escena, la vecindad de su juventud y de su belleza. Yo me
sorprendí de ver tanta amargura y maldad escondida bajo su rostro angelical.
Poco tiempo después se enamoró de un escritor de talento, F., que escribía en
la Revue des Deux Mondes. F. era pobre y estaba enfermo de los bronquios.
María Dorval, dándose cuenta de que su hija sufriría con esos amores, quiso
apartarla de F., y la puso en un convento. Un buen día, Gabriela desapareció
de allí raptada por F. Éste era un hombre honrado, pero poco enérgico y poco
hábil para manejarse en la vida. Los enamorados se fueron a España y trataron
de casarse sin el consentimiento de la madre; y como no pudieron hacerlo se
vieron obligados a pedirlo a la señora Dorval. El casamiento se realizó y los
jóvenes esposos se trasladaron a Inglaterra. Fracasaron en sus actividades
teatrales y Gabriela, contagiada por su marido, murió poco tiempo después. F.,
regresó moribundo a París y sólo tuvo fuerzas para calumniar injustamente a
su suegra.
Los enemigos de María Doval recibieron con alegría estos comentarios.
Esta pobre mujer doblegada por las penas, pudo reaccionar gracias a su
trabajo, al afecto que les prodigaban los suyos y sobre todo por los cuidados
que dedicó a su hija más joven, Carolina, cuya salud quebrantada le había
inspirado durante mucho tiempo serios temores.
Carolina era buena, amaba a su madre; merecería ser feliz y lo fue.
Se casó con René Luguet, un joven actor en quien se perfilaba un
verdadero talento, un alma generosa y un carácter noble. En los primeros
tiempos de este casamiento vi a la señora Dorval triste y abatida. Un día me
dijo:
—Sin embargo, soy feliz (mientras lloraba amargamente). Sufro y no sé
por qué los afectos intensos me han envejecido prematuramente. Me encuentro
cansada, necesito reposar y no sé hacerlo. Quiero olvidarme de mí misma.
Quisiera también sentirme atraída por el arte; pero me es imposible: ¡Ah, si
tuviera rentas, me dedicaría a descansar!
Convino en que se aburría muchísimo desde que no tenía por qué
inquietarse puesto que las dos hijas que le quedaban, Luisa y Carolina, estaban
bien casadas y su marido, el señor Merle, era la serenidad personificada;
amable y encantador dentro de su egoísmo.
Pero se aburría y no conocía la causa de ese aburrimiento.
—Cuando pienso que este aburrimiento es ocasionado por la ausencia de
pasiones, me asusto tanto al pensar en que podría volver a empezar mi vida,
que prefiero mil veces permanecer en este estado de lasitud. Pero sueño
demasiado y sueño mal. Quisiera ver el cielo o el infierno, creer en Dios o en
el diablo de mi infancia, sentirme victoriosa después de un combate cualquiera
y descubrir una recompensa. Me esfuerzo en ciertos momentos por ser
piadosa. Necesito a Dios y no lo comprendo bajo la forma en que la religión
me lo da. Me parece que la iglesia es también un teatro y que, en él, ciertos
hombres están representando.
Y agregó mostrándome una reproducción en mármol blanco de la
Magdalena de Canova:
—Miro a esta mujer que llora y me pregunto por qué lo hace; si es de
arrepentimiento por la forma en que ha vivido o porque añora no seguir en esa
forma. ¿Qué es una abstracción?, me pregunto de repente. Leo esa palabra en
los libros y cuanto más me la explican, menos la comprendo. Una idea
abstracta no significa nada para mí. Puedo comprender a Dios como ser
abstracto y contemplar un instante la idea de la perfección a través de una
especie de velo. Siento la necesidad de amar a Dios, pero no puedo amar a una
abstracción… Y, además, ese Dios que vuestros filósofos y vuestros sacerdotes
dan a conocer, los unos como una idea, los otros bajo la forma de Cristo,
¿quién me asegura que no es únicamente fruto de la imaginación? Yo quiero
verlo. Si me ama un poco, que me lo diga y que me consuele. ¡Lo amaría tanto
yo! ¿Dónde se puede encontrar a ese divino Jesús?… Si yo hubiera conocido a
ese ser perfecto, no habría sido pecadora. ¿Son los sentidos los que llevan al
mal? No; es la sed de algo muy distinto; es el deseo de encontrar el amor
verdadero, que llama y que hay siempre…
Tal era esta alma turbada y ardiente. Aquel abatimiento fue pasajero.
Carolina tuvo un hijo, a quien su madre llamó Jorge; y este niño fue la alegría
y el supremo amor de María. Este corazón abnegado necesitaba un ser a quien
entregarse día y noche sin reposo y sin restricciones:
—Yo necesito olvidar mi sueño, mi reposo, mi vida por alguien —me
decía—. Únicamente los niños son dignos de ser mimados y cuidados a toda
hora. Estos queridos inocentes necesitan de nosotros y nos pertenecen por
entero. Soportamos todo de parte de ellos y para ellos, y como no les pedimos
otra cosa que vivan y sean felices, les agradecemos infinitamente cuando se
dignan sonreímos… Mira; yo necesitaba un santo, un ángel, un Dios visible
para mí: Dios me lo mandó… El amor divino está en una de sus caricias, y veo
el cielo en sus ojos azules.
Esta ternura inmensa que se despertaba en ella dio nuevos bríos a su
talento. Hizo el papel de Marie Jeanne y encontró en él gritos que parten el
alma, acentos de dolor y de pasión que no se oirán más en el teatro, porque
únicamente podían salir de su corazón y de su organismo y que tan sólo una
personalidad como la suya podía hacerlos terroríficos y sublimes.
Ensayó la tragedia clásica en el Odeón. Estudió Phédre con un cuidado
infinito buscando concienzudamente una nueva interpretación para su papel.
No quería ser una copia de Raquel. Hizo, en efecto, prodigios de inteligencia y
de pasión en esa interpretación.
En 1848 vi a María Dorval muy asustada por la revolución que acababa de
estallar. El señor Merle pertenecía al partido legitimista y su mujer se
imaginaba que podía ser perseguida. Ya se veía en la proscripción o en el
cadalso. Sus alarmas no eran tan fundadas. Pero ella, que debía luchar contra
la edad, la fatiga y su propio temor, tenía muy pocas probabilidades de resistir
a esta perturbación política que perjudicaba a los artesanos y artistas que viven
al día. Yo también me encontraba en situación bastante precaria; la crisis me
sorprendía endeudada a causa del casamiento de mi hija. Por una parte, me
amenazaban con embargar mi mobiliario. Por otra, la retribución por mis
trabajos se había reducido en tres cuartas partes y terminé por no recibir dinero
alguno durante algunos meses.
No me preocupaba mucho por los inconvenientes de esta situación. Sufría
por no poder pagar inmediatamente a mis acreedores y por no poder ayudar a
los que sufrían a mi alrededor. Pero cuando uno está alentado por una creencia
social, por una esperanza impersonal, disminuyen las ansiedades personales
por intensas que sean. María Dorval, que hubiera podido comprender muy
bien las ideas generales, no quería ni examinarlas, porque ya sufría demasiado
por su propia cuenta, según decía, y no veía más que desastres y catástrofes
sangrientas dentro de esta revolución de febrero.
¡Pobre mujer; presentía la horrible desgracia que iba a caer sobre su
familia!
En el mes de junio de 1848, después de esos terribles días en que se
acababa de matar a la República, armando a sus hijos unos contra otros y
cavando entre el pueblo y la burguesía un abismo que necesitaría veinte siglos
para ser tapado, estaba yo en Nohant muy amenazada por los odios cobardes y
los imbéciles terrores de la provincia.
No me preocupaba por esto. Mi alma había muerto y mi esperanza había
quedado aplastada bajo las barricadas.
Allí me llegó una carta desgarradora de María Dorval, en la cual me
anunciaba la muerte de su querido nieto. Después de contarme en qué forma se
había ido esa tierna criatura, me pedía: «… Escríbeme una carta que levante
un poco mi espíritu. Pido tu auxilio una vez más. Escríbeme como tú sabes
hacerlo. Tu corazón sabrá aliviar al mío. Adiós, mi querida Georges, mi amiga
y mi nombre querido.»
Aunque no tengo costumbre de transcribir los elogios que he recibido, lo
hago con éste, porque es sagrado para mí. Es la última bendición que recibí de
esta alma amante y creyente, a pesar de todo.
Los consuelos que se le dirigían no caían en el vacío. Realizó un nuevo
esfuerzo para aturdirse con el trabajo y para darse nuevamente a su abnegada
tarea.
Desgraciadamente, sus fuerzas estaban agotadas y ya no debía volverla a
ver. Poco tiempo después recibí una carta tristísima, en la cual Carolina me
anunciaba la muerte de su madre. También me escribió René Luguet, que
veneraba a María, dándome los detalles de su muerte.
Ambas cartas son una prueba de cómo fue amada y lloraba María Dorval.
Si fue traicionada y mancillada esta víctima del arte y del destino, fue también
muy querida y muy lamentada su desaparición.
Yo aún no he podido acostumbrarme a la idea de que ya no existe, de que
ya no podré consolarla y socorrerla; no he podido relatar su historia y
transcurrir estos detalles sin sentirme ahogada por las lágrimas; tengo la
convicción de que la volveré a encontrar en un mundo mejor, pura y santa
como el día en que su alma dejó el seno de Dios para venir a este mundo
insensato y caer más tarde exánime en estos caminos malditos.
Capítulo LXII
Eugenio Delacroix fue uno de mis primeros amigos del ambiente artístico.
Y es ahora uno de los más antiguos. Digo antiguo al referirme al tiempo desde
el cual data nuestra amistad y no a la persona. Delacroix no tiene y no tendrá
vejez. Es un genio y un hombre joven. Aunque por una contradicción muy
original critica continuamente el presente y se burla del porvenir, a pesar de
que se complazca en conocer, sentir y querer exclusivamente las obras y a
menudo las ideas del pasado, dentro de su arte es innovador por excelencia. Lo
considero el maestro de estos tiempos y comparándolo con los del pasado,
quedará como una de las mejores figuras en la historia de la pintura.
Como este arte no ha progresado desde el Renacimiento, y como parece
poco comprendido relativamente por las masas, es natural que un artista como
Delacroix, combatido durante mucho tiempo por esta decadencia del arte y por
esta perversión del gusto en general, haya reaccionado con toda la fuerza de
sus instintos contra el mundo moderno.
En todos los obstáculos que lo rodeaban ha creído ver monstruos que debía
derribar; y muchas veces esos monstruos se encontraban, para él, en las ideas
del progreso, de las cuales no ha sentido o no ha querido ver más que el lado
incompleto o excesivo.
La suya es una voluntad demasiado exclusiva y ardiente para conformarse
con cosas abstractas. En la apreciación de las cosas sociales, es él como era
María Dorval en cuanto a las ideas religiosas.
Las imaginaciones poderosas necesitan un tercero sólido para edificar el
mundo de sus ideas. No se les debe hablar de espera, hasta que la luz se haga.
Aborrecen lo vago, quieren la luz del día. Esto es muy simple, porque ellos
son luz y día al mismo tiempo.
No se puede esperar que se calmen diciéndoles que la verdad está y estará
siempre fuera del mundo en que se vive, y que la fe en el porvenir no debe
cortarse con el espectáculo de las cosas presentes. Tienen una agudeza visual
tan poderosa, que ven a menudo retrocesos de los hombres en una época
futura, y creen que la filosofía del siglo está también en retroceso.
En el arte no hay más que una verdad, lo bello; en la moral, esa verdad es
el bien y en la política, lo es la justicia.
Cuando se quiera excluir todo los que nos parece justo, bueno y hermoso,
se reduce tanto el ideal individual que cada persona llega a tener un ideal
distinto a los demás. Sin embargo, el cuadro de la verdad es más amplio de lo
que cada uno se imagina. La noción de lo infinito es la única que puede
ampliar un poco al ser finito que somos, y esta noción es la que más
difícilmente entre en nuestros espíritus.
El infinito no se demuestra; se busca, y lo hermoso se siente más en el
alma de lo que se puede expresar por medio de reglas.
Los manuales de arte y de política dan a conocer una y otra cosa de un
modo completamente infantil.
Dejemos que la gente discuta, puesto que esta enseñanza penosa, irritante y
pueril se necesita en nuestra época; pero que los que sienten un impulso
verdadero dentro de sí mismos no se dejen turbar por lo que oyen; que hagan
sus obras apartándose del ruido que los rodea.
Luego, cuando nuestra tarea del día esté terminada, miremos la de los
demás y no nos apresuremos en decir que no es buena, porque es diferente de
la de los otros. Aprovechar es mejor que contradecir. A menudo no se saca
provecho de nada, porque se quiere criticar demasiado.
Exigimos demasiada lógica en los otros y demostramos no poseer la
necesaria. Queremos que se vea por nuestros ojos en todas las cosas y cuanto
más nos llama la atención un individuo por sus grandes facultades, más
queremos asimilarle a las nuestras, que, si no son inferiores a las suyas, son
por lo menos muy diferentes.
Si somos filósofos, queremos que un músico se deleite con Spinoza; si
somos músicos, quisiéramos que un filósofo interpretara una ópera y cuando el
artista, audaz innovador dentro de sus facultades, retrocede ante la novedad de
una tentativa artística, lo consideramos inconsciente y débil de voluntad.
«—Artista, condeno tus obras de arte, porque no piensas como yo, porque
no perteneces a mi partido o a mi escuela. Filósofo: niego tu sabiduría, porque
tú no entiendes nada de la mía.»
Es así como se juzga a menudo y como la crítica llega a dar la última mano
a ese sistema de intolerancia, tan perfectamente fuera de razón.
Eso era muy sensible hace algunos años cuando muchos diarios y revistas
representaban diversos matices y opiniones. Se hubiera podido decir entonces:
«Dime en qué diario escribes, y te diré a qué artista alabarás o censurarás.» A
menudo me han dicho:
—¿Cómo puede usted ser amiga de tal persona, pensando ambos de un
modo tan distinto? ¿Qué concesiones mutuas se ven en la obligación de
hacerse?
Nunca hice ni pedí la menor concesión, y si algunas veces he discutido, ha
sido para instruirme haciendo hablar a los demás.
Delacroix es melancólico y taciturno en sus teorías; y alegre, encantador y
de trato fácil en la vida diaria.
Sus burlas son sin amargura, felizmente para aquellos a quienes critica,
pues tiene tanto ingenio como talento, cosa que uno no cree al mirar su
pintura, donde la gracia cede el lugar a la grandeza y donde la maestría no
admite la gentileza y la coquetería.
Sus personajes son austeros; agrada mirarlos de frente, llevan a una región
más elevada que aquella en que uno vive. Dioses, guerreros, poetas o sabios,
estas grandes figuras de la alegoría o de la historia, impresionan por su aspecto
formidable o por su serenidad olímpica.
Al contemplarlos no se puede pensar en los pobres modelos de estudio que
se encuentran en casi todas las pinturas modernas. Parece que Delacroix ha
hecho posar a hombres y a mujeres, y ha entornado los ojos para no verlos
demasiado reales.
Y, sin embargo, sus personajes son verdaderos, aunque idealizados en
cuanto a su movimiento dramático o a su majestad soñadora. Son hombres;
pero no simples como desea verlos el vulgo para poder comprenderlos. Viven;
pero con esa vida grandiosa, sublime o terrible, de la cual únicamente el genio
puede encontrar el soplo.
No hablo del color de Delacroix. Él únicamente sabría y tendría el derecho
de demostrar esta parte de su arte que sus adversarios más obstinados no han
podido discutir. Mas hablar de color en pintura, es como querer hacer sentir y
adivinar la música con la palabra.
¿Se puede describir el Réquiem de Mozart? Se podría escribir un poema al
escucharlo, pero sería un poema y no una traducción; las artes no se traducen
unas por otras. Se unen estrechamente en las profundidades del alma; pero no
hablan la misma lengua y se explican mutuamente sólo por misteriosas
analogías.
El único medio de analizar el pensamiento en cualquier arte, es a través de
un pensamiento de la misma naturaleza.
Las únicas obras de arte sobre arte que tienen importancia y que pueden ser
útiles, son las que tratan de desarrollar las cualidades del entendimiento de las
grandes cosas, y que de ese modo elevan y ensanchan el sentimiento de los
lectores.
Desde ese punto de vista, Diderot ha sido un gran crítico, y en nuestros
días, más de un crítico ha escrito hermosas páginas. Tengo ante mis ojos un
modelo superior de apreciación. Estas líneas están firmadas por Eugenio
Delacroix:
«No se puede negar la impresión, sin cesar decreciente, de las obras que se
dirigen a la parte más entusiasta del espíritu; es una especie de enfriamiento
mortal que se apodera de nosotros poco a poco, antes de helar enteramente las
fuentes de toda veneración de toda poesía… ¿Debe uno pensar que las obras
hermosas no están hechas para el público en general; que no son apreciadas
por él y que guarda su admiración únicamente para objetos sin importancia?
¿Será que siente una especie de antipatía para todo lo que sea una producción
extraordinaria que su instinto lo lleva naturalmente hacia lo que es vulgar y de
poca duración?…»
Después de este grito de dolor y de asombro, Delacroix nos habla del
Juicio final y, sin emplear término técnico alguno, sin incitarnos en
procedimientos que no necesitamos conocer, preocupado únicamente de
comunicarnos su entusiasmo, arroja en nuestro cerebro el propio pensamiento
de Miguel Ángel. Dice:
«El estilo de Miguel Ángel parece que fuera el único perfectamente
apropiado al tema que él ha elegido. Esa especie de convencionalismo,
particular en este estilo, de huir de toda trivialidad, a riesgo de caer en formas
demasiado grandes y de llegar hasta lo imposible, es adecuada en la pintura de
una escena que nos transporta a un medio completamente ideal. Es tan cierto
que nuestro espíritu va siempre más allá de lo que el arte puede expresar en
ese género, que aun la misma poesía, que parece tan inmaterial en sus medios
de expresión, no da siempre una idea demasiado definida de lo que quiere
expresar. Cuando el Apocalipsis de San Juan nos pinta las últimas
convulsiones de la naturaleza, las montañas que se derriban, las estrellas que
caen de la bóveda celeste, la imaginación más poética y más amplia encierra,
dentro de un campo limitado, el cuadro que se ofrece a su imaginación. Las
comparaciones empleadas por el poeta son sacadas de objetos materiales que
detienen el pensamiento en su vuelo. Miguel Ángel, por el contrario, con diez
o doce grupos de figuras dispuestas simétricamente y sobre una superficie que
la mirada domina sin esfuerzo, nos da una idea incomparablemente más
terrible de la catástrofe suprema que lleva al género humano a los pies de su
juez; y la influencia enorme que tiene sobre la imaginación del que observa su
cuadro, no la debe a ninguno de los recursos que pueden emplear los pintores
vulgares; es únicamente lo que le sostiene en las regiones de lo sublime y nos
arrastra allí, junto con él.
»El Cristo de Miguel Ángel no es un filósofo ni un héroe de novela. Es
Dios mismo cuyo brazo reducirá el universo a polvo. Miguel Ángel, el pintor
de las formas, necesita contrastes, sombras, luces sobre cuerpos musculosos y
en movimiento. El Juicio final es la fiesta de la carne en el momento que, al
son de la trompeta, se entreabren las tumbas y las gentes se despiertan de su
sueño secular…»
¿Quién ha escrito esas hermosas palabras? ¿No parece que fuera Miguel
Ángel el que habla de su obra y explica el pensamiento de la misma? ¡No!
Esas palabras están escritas por un maestro moderno que no se dedica a
escribir y que tampoco tiene tiempo para hacerlo. Fueron volcadas sobre el
papel en un día de intensa indignación contra la indiferencia del público y de
la crítica, en presencia de una hermosa copia del Juicio final, debida a Sigalon.
Estas palabras, como dije, pertenecen a Delacroix.
Transcribiré la conclusión a que llega Delacroix y por la cual se verá cómo
él ha llegado a ser un pintor de la misma categoría de Miguel Ángel:
«No se ha temido afirmar que la observación de una obra de arte de Miguel
Ángel dañaría el gusto de los alumnos y los podría inducir al amaneramiento,
como si pudiera haber algo más funesto que el mismo amaneramiento de las
escuelas. Claro que modelos tan sorprendentes no pueden ser interpretados por
todos los temperamentos…
»Después de todas las grandes desviaciones a que el arte podrá verse
arrastrado por el capricho y la necesidad de variar, el gran estilo del florentino
será como un polo hacia el cual habrá que volverse para encontrar nuevamente
el camino de la grandeza y de la belleza.»
¡He ahí el procedimiento! Primero admirar lo bello, luego comprenderlo y
hacerlo surgir de sí mismo.
Delacroix ha recorrido varias fases de su desarrollo imprimiendo a cada
una de las series de sus obras el sentimiento profundo propio de cada una de
las mismas.
Se inspiró en Dante, en Shakespeare, en Goethe; y los románticos, al haber
encontrado en él la más alta expresión del romanticismo, creyeron que
pertenecía exclusivamente a esa escuela. Pero tal ímpetu creador no podía
encerrarse en un círculo tan definido. Pidió al cielo y a los hombres espacio,
luz, artesonados suficientemente amplios para contener sus composiciones, y
lanzándose entonces al mundo de su ideal completo, sacó del olvido a que
habían sido relegadas, las alegorías del Olimpo, a las cuales, como gran
historiador de la poesía, mezcló con las interpretaciones de los demás siglos.
Autor de personificaciones sobrehumanas, ha creado un mundo de luces y de
efectos; la palabra color no es suficiente para expresar lo que el público siente
al contemplar esas obras, cuando el temor, el deslumbramiento y el
sobrecogimiento se apoderan de él. Ahí surge la personalidad del sentir de ese
maestro, enriquecido con el sentimiento colectivo de los tiempos modernos,
que, escondida en el fondo de los temperamentos superiores, aumenta siempre
a través de las edades. El talento de Delacroix es severo, y quien no sea capaz
de elevarse, no podrá comprenderlo enteramente. Delacroix no ha sido grande
únicamente en su arte, sino también en su vida de artista. No hablo de sus
virtudes privadas, de su culto por su familia, de su ternura hacia los amigos en
desgracia; esos son méritos individuales que la amistad no propala por todos
lados. Las expansiones de su corazón volcadas en sus cartas admirables, lo
pintarían mejor de lo que yo puedo hacerlo; mas ¿es correcto dar a conocer,
así, el modo de ser de amigos que viven, aunque sólo sea para glorificarlos?
Me parece que no. La amistad, como el amor, tiene su pudor. Pero hay prendas
morales que en Delacroix pertenecen a la apreciación pública como un noble
ejemplo; es la integridad de su conducta; es su desinterés, la vida modesta que
ha preferido llevar antes que hacer concesión alguna a principios que no eran
los suyos. Es la perseverancia heroica con que prosiguió su carrera artística no
obstante hallarse enfermo, riéndose de los desdenes, no devolviendo jamás el
mal por el mal; respetándose él mismo en las menores cosas, no resintiéndose
jamás con el público exponiendo sus trabajos anualmente, aun en medio de las
grandes invectivas que recibía, no descansando nunca, sacrificando sus
placeres más puros, pues ama y comprende perfectamente las otras artes. No
tengo por qué hacer la historia de nuestras relaciones. Cabe en estas pocas
palabras: amistad sincera. Le debo las mejores horas que he pasado como
artista. Si otras inteligencias grandes me han iniciado en los secretos de su
arte, en sus descubrimientos, en sus éxtasis, en la esfera de un ideal común,
ninguna me ha sido más simpática y más inteligible en su expansión
vivificante que la de este pintor.
No puedo hablar al lector de todos mis amigos. Un capítulo consagrado a
cada uno de ellos, además de herir su modestia, tendría interés únicamente
para mí y para un núcleo reducido de lectores. Si he hablado mucho de
Rollinat, es porque esta amistad tipo ha sido para mí la ocasión de levantar un
altar a esa religión del alma, que cada uno de nosotros lleva más o menos pura
dentro de sí.
En cuanto a los personajes célebres, no me atribuyo el derecho de abrir el
santuario de su vida íntima; pero considero un deber apreciar su vida en
conjunto con relación a la misión que desempeñan.
Que aquellos amigos míos que no encuentren sus nombres en las páginas
de esta historia, no crean que los he olvidado. Más de uno, obligado a alejarse
por las circunstancias del círculo en que yo vivo, ha dejado su recuerdo en mi
corazón. Entre ellos, nombraré, sin embargo, a David Richard, hombre noble y
bueno, alma pura como pocas… La caridad le hizo olvidarse de sí mismo, y
sus pacientes estudios y los impulsos generosos de su corazón lo arrojaron a
una vida de apóstol hasta la que yo lo he seguido siempre venerando.
Escuchaba, consolaba y calmaba siempre, no sé por medio de qué influencia
misteriosa, sobre la cual diría algo, si me atreviera, a propósito de un hombre
tan serio, a hablar de cosas que se relacionan con el más allá. Pero, ¿por qué
no he de atreverme? No siento ninguna desviación de mi buen sentido hacia
las ilusiones antojadizas o raras. No he encontrado nada de extraño en lo que
David Richard me ha dicho sobre la frenología y el magnetismo. Él se
ocupaba seriamente de este sistema de observaciones que le llevaban a buscar
la parte de fatalidad que existe en los destinos humanos pero sus tendencias
espiritualistas lo retenían en el clima racional y religioso que debe hacernos
rechazar la idea de una fatalidad invencible.
Esta noble inteligencia, después de haberse entregado con ardor a la
persecución de esa fatalidad, se detuvo en el punto en que un ateísmo
desesperante hubiera conmovido una creencia menos reflexiva y un carácter
menos amante que el suyo.
Estudió el mal para buscar en él un remedio. Se compadeció de enfermo y
puso toda su inteligencia en buscar la curación del mismo. Recordó que la
esperanza es una de las tres virtudes celestiales y cuando se encontró frente al
abismo de la duda, levantó sus ojos al cielo y rezó.
Sus amigos se atemorizaron ante su entusiasmo tranquilo y profundo. Me
rogaron que, si me era posible, le preservara de sus tendencias al misticismo.
Uno de los que me habló en esta forma fue el doctor Gaubert, de quien más
tarde fui tan amiga como de David Richard. Este médico se asemejaba a
Richard por su virtud y su bondad; pero su entusiasmo era expansivo y su
temperamento más absoluto. Yo nunca traté de cambiar las convicciones de
Richard, porque no me creía capaz de hacerlo y porque nunca me pareció que
su espíritu estaba en peligro al estudiar esas cuestiones arduas. Creo, si es que
he comprendido bien a Gaubert, que la discusión esencial entre ellos residía en
esto: saber si la fatalidad en el ser humano era absoluta o accidental; si la
voluntad divina había trazado a cada criatura la invencible ley de su salvación
o de su condenación en este mundo; o si ella había permitido que la voluntad
humana fuese sacudida por trastornos interiores más o menos graves, pero
siempre posibles de vencer.
Se ha visto al empezar esta obra, que yo me inclino hacia esta última
opinión. Me encontraba, pues, más de acuerdo con Richard que con Gaubert,
quien creía únicamente en ciertas modificaciones frenológicas aportadas por el
régimen de vida y la educación. No soy bastante instruida para dar mi opinión
en un sentido o en otro, ante hombres que han dedicado su vida a esta
especialidad. Mis creencias se basan en los sentimientos ante todo, y para mi
gobierno personal eso me ha bastado.
Mis dos amigos estaban de acuerdo al reconocer causas fatales del bien y
del mal en la esencia misma de cada ser. Diferían sobre la mayor o menor
eficacia del remedio que se debía aplicar al mal. Richard consideraba a Dios
como el remedio supremo, pero no se detenía ante el dogma católico, tanto
como lo hubiera deseado Gaubert, enemigo como yo del dogma de las penas
eternas más allá de la vida y de las penas absolutas aquí en la tierra.
Me parecía que ambos tendían hacia una verdad útil. Uno, queriendo
indulgencia en las leyes para el miserable privado de la conciencia de sus
actos. El otro, queriendo hacer la virtud y la fe sobre el alma extraviada o
perversa. Si la muerte no hubiera arrebatado a Gaubert en medio de su carrera,
hubiera llegado a alguna noble consagración de sus principios. Richard
completó la suya dedicándose a la curación de la locura. No sé a qué
conclusión ha llegado sobre el magnetismo, fenómeno en el que Gaubert creía
absolutamente.
Yo no soy una creyente sincera del magnetismo. Confieso que esa
conclusión me es muy difícil de ser admitida. La ciencia es a ese respecto nada
más que una búsqueda sobre las causas y la naturaleza de ciertos hechos
insólitos. ¿De que la atracción se opera sobre ciertas cosas materiales, puede
resultar que el pensamiento se aísle de las funciones del organismo y pueda
entrar en el dominio de las voluntades? He pensado mucho en eso sin la menor
prevención y aun con el violento deseo, tan natural a la imaginación poética,
de salir del mundo positivo y de entrar en un terreno desconocido. Me parece
que los sabios proceden mal al desdeñar el examen atento de los fenómenos
magnéticos. Me han parecido insustanciales las razones que dan para
dispensarse de este examen. Por mi parte, tampoco tengo convicciones firmes
para alistarme en favor del magnetismo. Reconozco que el ser humano tiene
cierta influencia magnética, así como ciertos animales atraen a otros y los
someten fascinándolos. Los grandes oradores, los grandes artistas, aun
personas vulgares dotadas de una voluntad tenaz e irreflexiva, ejercen ese
dominio sobre ciertas personas que se prestan especialmente para recibir esas
influencias.
Es éste un poder limitado que, para desarrollarse, necesita el
consentimiento de la otra parte; es decir, una disposición especial de ese
organismo.
Creo, pues, en las influencias. No sé calificar de otro modo ciertas
disposiciones repentinas en que nos colocan, contra nuestra voluntad y aun
contra la suya, aquellos a quienes amamos o los que nos disgustan. Que sea
una impresión recibida en una existencia anterior y de la cual hemos perdido
el recuerdo, o un fluido que emana de ellas, lo cierto es que el encuentro con
estas personas nos resulta o beneficioso o nocivo. Si lo que digo es una
superstición, confieso sentirla. Por experiencia he llegado a la conclusión de
que se sigue amando durante toda la vida a personas que gustaron desde que se
las vio por vez primera. Esto me sucedió con David Richard, a quien veo
desde hace más de diez años y con mi pobre Gaubert, a quien no volveré a ver
en esta vida. Verlos, constituía para mí un verdadero bienestar moral, que
acompañaba con cierto bienestar físico; me parecía respirar mejor, como si
ellos hubieran saneado la atmósfera que se encontraba a mi alrededor.
Hay almas, no diré hechas una para otra, pero sí almas que se convienen
por algún rasgo esencial o dominante. Cuando esas almas se encuentran, se
adivinan y se aceptan mutuamente sin titubear, como si se encontraran después
de una larga separación.
La mujer admirable e infortunada de que hablé en las páginas precedentes,
pedía al cielo que mandara santos y ángeles a la tierra. Recuerdo haberle dicho
que ya había algunos de ellos cerca de nosotros, pero que no siempre sabíamos
reconocerlos bajo las humildes formas y los pobres hábitos que muchas veces
los cubren.
La belleza, el ingenio y la gracia nos marean y corremos tras engañosos
meteoros, sin pensar que muchas veces los verdaderos santos están escondidos
entre la multitud y no colocados sobre un pedestal.
¡Santos y ángeles! Según mi opinión, Gaubert era un santo y Richard un
ángel; éste, sereno, viviendo dentro de su fulgor interior, y aquél, más agitado,
más impaciente, exhalando ardientes indignaciones contra la locura o la
perversidad que menos comprendía cuanto más las estudiaba.
Gaubert me inspiraba un cariño verdadero porque él lo experimentaba por
mí. Aunque sólo tenía diez años más que yo, era el tipo virtuoso y
cariñosamente paternal, severo y absoluto en sus teorías e indulgente en sus
afectos. En él veía un refugio contra mis descorazonamientos, una ley viviente
del deber y en él hallaba los consuelos que uno encuentra en el cariño paternal.
En cuanto a Richard, unas cuantas veces experimenté la influencia de su
fluido curativo. Me ocurrió que, al encontrarme en su presencia, dejaba de
padecer las fuertes jaquecas y ataques de hígado que me han hecho sufrir
muchísimo. Aseguro esto porque estoy convencida de que ciertos individuos
pueden obrar sobre otros por algo más que el sentimiento, la imaginación o los
sentidos.
No podemos llegar a conclusiones precisas sobre el magnetismo, porque la
ciencia necesita aún mucho tiempo para poder hacerlo. No debemos, pues,
avergonzarnos porque en nuestra época no se ha llegado al estudio definitivo
de esta cuestión. Cada siglo tiene sus problemas y debe detenerse en el camino
del progreso, para que en los siglos siguientes se continúe el estudio de los
mismos.
Capítulo LXIII
Capítulo LXIV
Capítulo LXV
Capítulo LXVI
Capítulo LXVII
Capítulo LXVIII
Capítulo LXIX
Capítulo LXX
Conclusión