El Lector en La Historia de La Iglesia

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EL LECTOR EN LA HISTORIA DE LA IGLESIA

LOS PRIMEROS SIGLOS


Según el parecer más común, el lectorado tiene sus orígenes en el
inicio mismo del culto cristiano. Siguiendo el modelo de las celebraciones
sinagogales, la liturgia de la palabra “y con ella la presencia de lectores”
tuvo siempre, de una manera u otra, su lugar en el contexto de las asambleas
culturales cristianas.

Con todo, el primer testimonio sobre el ministerio del lector no lo


tenemos (explícito por más que escueto) hasta la mitad del siglo II.
San Justino. Año 150
“El día que llamamos del sol se celebra una reunión de todos los que
moran en las ciudades o en los campos, y allí se leen, en cuanto el tiempo lo
permite, los Recuerdos de los Apóstoles o los escritos de los profetas.
Luego, cuando el lector termina, el presidente, de palabra, hace una
exhortación e invitación a que imitemos estos bellos ejemplos” (San
Justino, Apología I, 67,3-4).
Tertuliano. Hacia el año 200
“…hoy es diácono el que mañana es lector…” (Tertuliano, La
prescripción de los herejes, c. 41).

San Cipriano. Otoño del 250.


Un primer texto nos muestra su solicitud y atención en la elección de los
lectores.

“Sabed que he ordenado lector a Saturo y subdiácono al confesor


Optato, a los que ya hace tiempo, de común acuerdo, los teníamos preparados
para la clericatura, puesto que a Saturo más a una vez la habíamos
encargado la lectura del día de Pascua y, últimamente, cuando
examinábamos meticulosamente a los lectores con los presbíteros
instructores, ordenamos a Optato entre los lectores que instruyen a los
catecúmenos” (Carta 29).

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En otra carta es la motivación para instituir en el lectorado lo que nos
resulta más significativo. Tan significativo como el perfil que traza del oficio
de lector.

“Aurelio, nuestro hermano, ilustre joven, bueno para el Señor y caro a


Dios, de pocos años todavía, pero provecto por los méritos de su labor y fe,
ha sostenido dos combates, dos veces ha confesado a Cristo, dos veces
glorioso por la victoria de su confesión, una cuando fue desterrado al vender
en la carrera, y otra cuando luchó en combate más rudo y salió triunfador y
victorioso en la prueba del martirio. (…) Tal joven merecía los grados
superiores del clericato y promoción más alta, a juzgar no por sus años sino
por sus méritos. Pero, desde luego, se ha creído que empiece por el oficio de
lector, ya que nada mejor cuadra a la voz que ha hecho tan gloriosa confesión
de Dios que resonar en la lectura pública de la divina Escritura; después de
las sublimes palabras que se pronunciaron para dar testimonio de Cristo, es
propio leer el Evangelio de Cristo por lo que se hacen los mártires, subir el
ambón después del potro; en éste quedó, expuesto a la vista de la
muchedumbre de paganos; aquí debe estarlo a la vista de los hermanos; allí
tuvo que ser escuchado con admiración del pueblo que le rodeaba aquí ha de
ser escuchado con gran gozo por los hermanos. Así que, hermanos
amadísimos, debéis saber que este joven ha sido ordenado por mí y los
colegas que estaban presentes” (Carta 38).
Con motivo de la elevación al lectorado de Celerino, san Cipriano
insiste sobre estos mismos aspectos.
“¿Qué otra quedaba por hacer sino elevar (a Celerino) sobre el estrado,
es decir, sobre al ambón de la Iglesia, para que, puesto encima de tan elevado
puesto, a la vista de todo el pueblo, conforme a la gloria de sus méritos dé
lectura pública a los preceptos y el evangelio del Señor, que tan valerosa y
fielmente ha seguido? La voz que ha confesado al señor. Puede haber grados
más elevado a los que puede ascender en la Iglesia, pero nada hay en donde
pueda aprovechar más a los hermanos un confesor de la fe que escuchando
de su boca la lectura del Evangelio, pues debe imitar la fidelidad del lector
todo el que lo oiga” (Carta 39).
En la misma carta, san Cipriano da cuenta de la consideración de que
quiere que sean objeto de lectores Aurelio y Celerino.

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“Con todo, debéis saber que hemos ordenado por ahora a éstos como
lectores, porque convenía poner sobre el candelero a los rostros
resplandecientes de gloria, todos los de su alrededor, ofrezcan a todos los
que los miran un estímulo de su gloria. Además, debéis, saber que les hemos
asignado un honor idéntico al del presbiterado, para que reciban la
“espórtula” (la ración o gratificación) como los presbíteros y participen en
las distribuciones mensuales por igual; se sentarán con nosotros más adelante
cuando sean más avanzados en años, si bien no puede parecer inferior en
nada, por motivos de la edad, quien cumplió la edad por los méritos del
honor” (Carta 39).
También nos es atestiguada la presencia de numerosos lectores en la
Iglesia de Roma. Tenemos noticia de ello por la carta (del año 251)
del papa Cornelio a Fabio, obispo de Antioquia. Al hablar de la
composición del clero romano indica que, junto al único obispo de
Roma, había:
Roma, año 251
“Cuarenta y seis presbíteros; siete diáconos y otros tantos
subdiáconos; cuarenta y dos acólitos; cincuenta y dos exorcistas, lectores y
ostiarios” (Eusebio, Historia eclesiástica, VI, 43,11).
Será bueno, en este contexto, detenerse en las disposiciones
“canónicas” que nos atestiguan la estabilidad del ministerio del
lector, así como del rito propio de su institución. El primero de estos
textos nos traslada a Romas de comienzos del siglo III.
La tradición apostólica de san Hipólito
“El lector es instituido cuando el obispo le entrega el libro, puesto que
no le imponen las manos” (n. 11).
Constituciones de la Iglesia Egipcia
“Que el lector sea instituido por el obispo entregándole el libro del
apóstol, Que ore sobre él, pero que no le imponga las manos” (v.35).
Cánones de Hipólito
“El que es instituido como lector debe estar adornado con las virtudes
del diácono; pero que el obispo no imponga a las manos al lector, sino que
el entregue el Evangelio” (VIII, 48).
Constituciones apostólicas (Año 380)

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“Acerca de los lectores, yo, Mateo, llamado también Leví, antes
publicado, determino lo siguiente. Para instituir al lector, imponle la mano y
ora a Dios de esta manera:
Dios eterno, rico en piedad y misericordia, tú que, por medio de cuanto
has hecho, has manifestado la armonía del mundo y guardas en el mundo
entero el número de tus elegidos, dirige ahora tu mirada sobre este siervo
tuyo escogido para leer las sagradas Escrituras a tu pueblo y concédele el
Espíritu Santo, el espíritu profético. Tú, que en la antigüedad instruiste a
Esdras, tu siervo, para que leyera tus preceptos a tu pueblo, instruye ahora,
te lo suplicamos, a este siervo tuyo y concédele que cumpla de manera
irreprochable el oficio que se le ha confiado y pueda merecer un grado
superior, Por Cristo, a ti la gloria y la veneración, en el Espíritu Santo, por
los siglos. Amén”. (VIII, 22).
Unos textos de notable significación para conocer la historia del
lectorado son los que provienen de las Actas de los mártires. En estos textos
no sólo se nos habla del lectorado como de un ministerio estable, sino
también de la responsabilidad que tenían en relación a la custodia de los
libros de la Sagrada Escritura. Sobre todo nos hablan del testimonio público
de fe que dieron los lectores. He aquí los textos principales.

Martirio de san Fructuoso. Tarragona, 21 enero 259


“Llegados que fueron al anfiteatro, acercósele al obispo un lector suyo,
por nombre Augustal, y, entre lágrimas, le suplicó que le permitiera
descalzarle”.
Martirio de san Félix, obispo de Tibinca, Año 303
“Entonces se publicó el decreto en la ciudad de Tibinca el día de las
nonas de junio y, en consecuencia, Magniliano, administrador de la ciudad,
mandó que se presentaran ante él los presbíteros del pueblo cristiano, pues
aquel mismo día el obispo el obispo Félix había marchado a Cartago. En
´particular, mandó a traer a Apro, presbítero, y Cirilo y Vidal, lectores.”
Actas de Munacio Félix, flamen perpetuo. Cirta, 19 mayo 303
“Llegaron a la casa en que los critianos acostumbran a reunirse, Félix,
flamen perpetuo, administrador, dijo al obispo Pablo:
-Sacad las Escrituras de vuestra ley y todo lo demás que aquí tengáis como
está mandado, a fin de obedecer a las órdenes de los emperadores.

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El obispo Pablo dijo:
-Las escrituras las tienen los lectores; por nuestra parte, os entregamos, lo
que aquí hay.
Félix flamen perpetuo, administrado, dijo a obispo Pablo:
-Di quienes son los lectores o mando por ellos.
Pablo, obispo dijo:
-Todos los conocéis.
Félix, flamen perpetuo, administrador de la cosa pública, dijo:
-No Sabemos quiénes son.
El obispo Pablo dijo:
-Los conoce la audiencia pública, quiero decir los escribanos Edusio y Junio.
(…)
(Los subdiáconos) Catulino y Marcuclio (después de entregar un solo códice
de extraordinario tamaño) dijeron:
-No tenemos más, pues nosotros somos subdiáconos; los códices los guardan
los lectores.
Félix, flamen perpetuo, administrador de la cosa pública, dijo:
-¡Descubrid a los lectores!
Marcuclio y Catulino dijeron:
-¡No sabemos dónde viven!
Félix, flamen perpetuo, administrador de la cosa pública dijo:
-Si no sabéis donde viven, dad, por lo menos, sus nombres.
Catulino y Marcuclio dijeron:
-Nosotros nos somos traidores. Aquí nos tienes: manda que nos maten.
Félix, flamen perpetuo, administrador de la cosa pública dijo:
-Que sean arrestados.
Llegados a casa de Eugenio, Félix, flamen perpetuo, administrador de
la cosa pública dijo a Eugenio:
-Saca las escrituras que tienes a fin de obedecer a lo mandado.
-Y Saco cuatro códices.
Félix, flamen perpetuo, administrador de la cosa pública dijo a Silvano
y Caroso (subdiáconos):
-Descubrid a los demás lectores.
Silvano y Caroso dijeron:
-Ya dijo el obispo que los escribanos Edusio y Junio los conocen a todos.
Que ellos te los descubran en sus casas.
Edusio, y Junio escribanos, dijeron:
-Nosotros te los descubrimos, Señor.
Y llegados que hubieron a casa de Félix, constructor de mosaicos,
presentó cinco códices mayores y dos menores; y en casa del gramático
Víctor, Félix, flamen perpetuo, administrador de la cosa pública dijo a
Víctor:

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-Saca las Escrituras pues tienes más.
Víctor, gramático, dijo:
-Si más tuviera, más hubiera presentado.
En casa de Euticio, natural de Cesárea, Félix, flamen perpetuo,
administrador de la cosa pública, dijo a Euticio:
-Saca las escrituras que tienes, a fin de obedecer a lo mandado.
Euticio dijo:
-No tengo ninguna.
Félix, flamen perpetuo, administrador de la cosa pública dijo:
-Tu declaración constara en las actas.
En casa de Coddeón, su mujer presento seis códices. Félix, flamen
perpetuo, administrador de la cosa pública dijo:
-Busca bien no sea que tengas más y sácalos.
La mujer contesto:
-No tengo más.
Félix, flamen perpetuo, administrador de la cosa pública dijo a
Buey, esclavo público:
-Entra y busca haber si tienes más.
El esclavo público dijo:
-He buscado y no he encontrado.
Félix, flamen perpetuo, administrador de la cosa pública dijo a Victoriano,
Silvano y Caroso:
-Si se ha dejado algo, vosotros sois responsables.”

Martirio de san Polión. Cibalis, 304

“Puesto en su presencia dijo el presidente:


-¿Cómo te llamas?
Respondió:
-Polión.
El presidente Probo dijo:
-¿Eres cristiano?
Polión respondió:
-Sí, soy cristiano.
El presidente Probo dijo:
-¿Qué oficio tienes?
Polión respondió:
-Soy el primicerio (el que está responsabilizado, maestro) de los lectores.
El presidente Probo dijo:
-¿De qué lectores?
Polión respondió:
-De los que tienen costumbre de leer a los pueblos la sabiduría divina.
El presidente Probo dijo:
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-¿Esos que se dice que pervierten a las mujeres incautas, prohibiéndoles que
se casen y persuadiéndoles que vivan en vana castidad?
Polión respondió:
-Hoy podrás comprobar nuestra fragilidad y vanidad.
Probo dijo:
-¿Cómo?
Polión respondió:
-Son frágiles y vanos los que, apartándose de su Creador, siguen vuestras
supersticiones. En cambio los leales y constantes en la fidelidad al Rey
eterno se esfuerzan por cumplir los preceptos que leyeron, por más tormentos
que se lo pretendan impedir.
El presidente Probo dijo:
-¿Cuáles son?
Polión respondió:

-Los que enseñan que hay un solo Dios cuya vos retumba en los cielos; que
muestran con saludable esperanza que no pueden recibir el nombre de dioses
los que están fabricados con madera o piedra; que corrigen y enmiendan los
delitos; que fortalecen a los inocentes para que perseveren en sus propósitos
y los guarden; que enseñan a las vírgenes a alcanzar las cimas de su pureza
y a la cónyuge honesta a guardar continencia en la procreación de los hijos;
que persuaden a los amos a mandar sobre sus esclavos con piedad más que
con ira, haciéndoles considerar su común condición humana, y a los esclavos
a cumplir sus deberes más por amor que por temor; que nos mandan obedecer
a los reyes, si ordenan cosas justas, y a las autoridades superiores cuando
mandan cosas buenas; que perciben honrar a los padres, corresponder a los
amigos, perdonar a los enemigos, ser amable con los ciudadanos, muestras
de humanidad con los huésped, ser misericordiosos con los pobres, tener
caridad para con todos y no hacer daño a nadie; dar de los propios bienes y
no codiciar los ajenos ni con el deleite de la mirada; que nos enseñan que
recibirá el eterno triunfo aquel que, a causa de la fe, desprecie la muerte
momentánea que vosotros les podéis inferir (…)”

Martirio de los santos Saturnino, Dativo y otros muchos. Abitinas, 12


febrero 304

“Saturnino, presbítero, con sus cuatro hijos, a saber Saturnino, el


joven, y Félix lectores (…)”

El mismo documento se habla del lector Emérito.

“En este momento, saltando el combate el lector Emérito, mientras el


sacerdote luchaba, dijo:
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-Yo soy el responsable, pues las reuniones se han celebrado en mi
casa”.

Mártires de Palestina. Año 310-311

“Con él (el obispo Silvano) había varios confesores más, procedentes


de Egipto, entre ellos (el lector) Juan, que sobrepasó a todos nuestros
contemporáneos por la fuerza de su memoria. Juan estaba ya de antes privado
de vista; sin embargo, al confesar brillantemente su fe, sufrió, al igual que
los otros, la inutilización, por cauterio, de uno de los pies y le aplicaron el
hierro rubiente a unos ojos que ya no veían. Hasta este extremo de barbarie
llevaron los verdugos su crueldad inhumana. Siendo admirable por sus
costumbres y vida de verdadero filósofo, era, sin embargo, ahí donde más se
le admiraba, por no parecer en ello tan prodigioso cuando en la fuerza de su
retentiva, por la que fue capaz de grabar, con alma traslucida y limpísimo ojo
de su inteligencia, libros enteros de las Sagradas Escrituras, no en tablas de
piedra, como dice el divino Apóstol, ni en pieles de animales o papel, que la
polilla y el tiempo destruyeron, sino real y verdaderamente en las tablas de
carne del corazón. Y así, cuando quería, podía recitar, como si lo sacara de
un tesoro de palabras, ora un escritura de la ley o de los profetas, ora un
pasaje histórico, ya el Evangelio, ya los escritos apostólicos. Yo mismo
confieso haberme quedado atólico, cuando por vez recitando unos pasajes de
la divina Escritura. De pronto, como soló podía oír la voz, me imaginé que
estaba leyendo alguno, según es costumbre en nuestras asambleas culturales;
mas, cuando me acerque más, me di cuenta de lo que pasaba: sanos de sus
ojos los que los rodeaban, y él, que no disponía sino de los ojos de su
inteligencia, estaba realmente hablando como un profeta (…).”

EL LECTORADO,
UN MINISTERIO CONFERIDO EN LA INFANCIA

Una característica de los lectores de los primeros siglos es la de ser


generalmente jóvenes. O que empezaran de jóvenes su servicio en la Iglesia.
A me nudo se explica por la modulación de su voz, así como por su inocencia
de vida.
Sidón Apolinar (+ 482) dice de Juan, Obispo de Chalon:

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“Fue, primeramente, lector y, por tanto, ministro del altar, desde la
infancia; después, con el paso del trabajo y del tiempo, archidiácono”.
Paulino de Nola, dice a propósito de san Félix:
“Sirvió como lector desde sus primeros años”.
En la carta del papa Siricio a Himerio, Obispo de Tarragona
(11 febrero 385) se determina:
“El que se ha entregado al servicio de la Iglesia desde la Iglesia
desde la infancia debe ser bautizado antes de la edad de la pubertad y
ser incorporado al ministerio de los lectores”. (Y lo será hasta la edad
de treinta años. Entonces podrá acceder a otros grados).
Los epitafios de algunos papas también nos atestiguan esta
costumbre, al mismo tiempo que nos muestran que empezaron
como lectores el itinerario del ministerio eclesiástico.

Del papa Liberio (362 – 366) se dice:

“Su natural piadoso hizo que fuera lector desde pequeño y que desde
entonces empezara a pronunciar las dulces palabras de la Escritura…”
Del papa Dámaso (366-384) se indica que fue: “Lector, diácono,
sacerdote…”

ESCUELAS DE LECTORES

Posiblemente, desde la mitad del siglo IV, existió en Roma una “escuela de
lectores”.

Lo que sí es cierto es que las escuelas para los jóvenes lectores (para
instruirlos en las Escrituras, las ciencias sagradas y la modulación del canto)
se debieron difundir por Italia. Lo atestigua el concilio de Vairon (52(0, que
exhortaba a imitar su ejemplo en las Galias:

“según la costumbre que sabemos que se encuentran muy difundida


por toda Italia” (cn.1)

De la existencia de estas escuelas nos da también noticia una


inscripción sepulcral que habla de un tal Esteban, muerto el 552 a los sesenta
y cinco años. De él se dice que era el “Maestro (primicerius) de la escuela
de lectores”.

Esta escuela debió tener varios siglos de existencia puesto que el


obispo, en el siglo IX, dice: “Tengo una escuela de cantores, algunos de los
cuales son tan eruditos que pueden enseñar a otros. Además de esta, tengo

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una escuela de lectores sino también para quienes buscan progresar, con la
meditación, en el conocimiento de los libros divinos (…)

Después del siglo VI, el Roma, el Patriarcado lateranense fue la


escuela en la que muchos pontífices de los siglos VIII y IX iniciaron su
formación eclesiástica. En aquel momento, para ser ordenado lector era ya
precisa la “edad legal”, que Justiniano, en el 546 (Novella 123,3), había
fijado alrededor de los dieciocho años, además de haber recibido la tonsura
y haber demostrado saber leer. Los niños entraban en la “escuela de los
cantores” si no podían en traer en la “escuela de los lectores”.

PAULATINA DECADENCIA DEL LECTORADO

Un a cierta disminución de funciones, en cuanto al lectorado.


En Oriente tenemos noticia de esta situación en las Constituciones
Apostólicas (380) al decir que, después de la lectura apostólica, será un
diacono o un presbítero “quien leerá los Evangelios” (II, 57,7).

En occidente tenemos el testimonio de san Jerónimo “El Evangelio de Cristo


será recitado por medio del diacono” (Carta a Sabiniano, PL 22,1200). El
Evangelio pasa, así, al ministro más calificado después del sacerdote. La
norma precisa la de San Gregorio Magno (+606), que confió al diácono
(concilio de Roma, año 595) la lectura del Evangelio y la de las restantes
lecturas al subdiácono.
Durante los siglos IV y V en que, paulinamente, el lector va quedándose sin
la lectura del Evangelio, su ministerio tiene aún pleno vigor en cuanto a las
restantes lecturas.

Narra Víctor de Vita en su Historia persecuciones wandalica. Nos dice que


durante la celebración de la Pascua del 459: “Había llegado el momento del
canto que una y otra vez va siendo escuchado y retomado por los fieles y un
lector, de pie en el ambón, cantaba las modulaciones del aleluya. Justo
entonces, éste fue alcanzado en el cuello por una flecha, su libro le resbaló
de las manos y cayó muerto”.

Aparte de estos casos, en los que el lectorado fue desapareciendo a la


par que desaparecían las comunidades a las que servía, también en el mundo
romano el lector va perdiendo protagonismo y las lecturas, sobre todo en las
grandes solemnidades, van siendo confiadas a ministros superiores.

De hecho, el lector, desde el Decreto de 595 hasta el siglo XX sólo


conserva su lugar –y aun, con poca incidencia en la práctica- en las misas
solemnes con más de dos lecturas. En el Misal Romano de San Pio V se
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encuentra, Ritus celebrandi Missam, esta rúbrica: “En aquellos casos en los
que el celebrante canta la Misa sin diacono y su subdiácono, canta la Epístola
en lugar de costumbre, un lector revestido con sobrepelliz, que al final no b
esa la mano del celebrante” (VI, 8).

De manera más específica, encontramos de nuevo el lector, y


habiéndole sido devuelta su función más propia, en el Rito simple de la
Semana Santa restaurada (Vaticano, 1957).

Con todo, para una recuperación más plena del ministerio del lector
tendrá que llegar el Vaticano II y las disposiciones canónicas y litúrgicas que
les siguieron y concretaron su naturaleza sus funciones.

EL LECTOR
EN LA DOCUMENTACIÓN RECIENTE

Constitución “Sacrosanctum Concilium (4.XII.63).

29. También los acólitos, lectores, comentadores y los que pertenecen a la


“schola cantorum” desempeñan un auténtico ministerio litúrgico. Por tanto,
deben ejercer su oficio con la piedad sincera y el orden que tanto convienen
a un ministerio tan grande y que el Pueblo de Dios exige, con razón, de ellos.

Por eso, es necesario que éstos, cada uno a su manera, estén profundamente
penetrados del espíritu de la liturgia y sean instruidos para cumplir su función
debida y ordenadamente.

Motu proprio “Ministeria quaedam” (Pablo VI, 15. VIII. 72)

V. El lector queda instituido para la función, que le es propia, de leer


la palabra de Dios en la asamblea litúrgica. Por lo cual proclamará las
lecturas de la Sagrada Escritura, pero no el Evangelio, en la Misa y en las
demás celebraciones sagradas; faltando el salmista, recitará el Salmo
interleccional; proclamará las intenciones de la Oración Universal de los
fieles, cuando no haya a disposición diácono o cantor; dirigirá el canto y la
participación del pueblo fiel; instruirá a los fieles para recibir debidamente
los Sacramentos. También podrá, cuando sea necesario, encargarse de la
preparación de otros fieles a quienes se encomiende temporalmente la lectura
de la Sagrada Escritura en los actos litúrgicos. Para realizar mejor y más
perfectamente estas funciones, medite con asiduidad la Sagrada Escritura.

El lector, consiente de la responsabilidad adquirida, procure con todo


empeño y ponga los medios actos para conseguir cada día más plenamente
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el suave y vivo amor) Cf. SC, 24; DV, 25), así como el conocimiento, de la
Santa Escritura, para llegar a ser más perfecto discípulo del Señor.

Ordenación General de la Liturgia de las Horas (11.IV.71)


259. Quienes desempeñan el oficio del lector leerán de pie, en un lugar
adecuado, las lecturas, tanto las largas como las breves.
Ordenación General del Misal Romano (segunda edición 27.III.75)
Ministerio del lector
66. El lector es instituido para proclamar las lecturas de la Sagrada
Escritura, excepto el Evangelio. Puede también proponer las intenciones de
la oración universal y, no habiendo salmista, proclamar el salmo
responsorial.
El lector tiene un ministerio propio en la celebración eucarística,
ministerio que debe ejercer él, aunque haya otro ministro de grado superior.

Para que los fieles lleguen a adquirir una estima suave y viva de la
Sagrada Escritura por la audición de las lecturas divinas (cf. SC, 24), es
necesario que los lectores que ejercen tal ministerio, aunque no hayan sido
instituidos en él, sean de veras aptos y diligentemente preparados.

El lector en los ritos iniciales en la Misa


148. En la procesión al altar, en ausencia del diácono, el lector puede
llevar el libro de los Evangelios: en este caso, antecede al sacerdote; de lo
contrario va con los otros ministros.
149. Al llegar al altar, hecha la debida reverencia, junto con el
sacerdote; sube al altar, deja sobre él el libro de los Evangelios y se coloca
en el presbiterio junto con los otros ministros.
El la liturgia de la palabra
150. Lee en el ambón las lecturas que preceden al Evangelio. Cuando
no hay salmista, después de la primera lectura puede proclamar el salmo
responsorial.

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151. En ausencia del diacono, el lector puede proclamar las
intenciones de la oración universal, después que el sacerdote ha hecho la
introducción a la misa.
152. Si no hay canto de entrada ni de comunión y los fieles no recitan
las antífonas propuestas en la Misal, las dice en el momento conveniente.
Lectura de la pasión del Señor:
Domingo de Ramos, n. 22. Para la lectura de la Pasión del Señor no se
lleva ni sirios ni inciencio, ni se hace el principio de la salutación habitual,
ni se signa el libro. Esta lectura la proclama el diácono o, su efecto, el mismo
celebrante. Pero puede también ser proclamada (en defecto de diáconos o
presbíteros) por lectores laicos, reservando, si es posible, al sacerdote la parte
correspondiente a Cristo.
Si los lectores de la Pasión son diáconos, piden, como de costumbre,
la bendición al celebrante antes de empezar la lectura; pero si los lectores no
son diáconos, se omite esta bendición.
Viernes Santo. Celebración de la Pasión del Señor, n. 8. Se lee la
historia de la Pasión del Señor según San Juan del mismo modo que el
domingo precedente.

Ordenación de las lecturas de la Misa (21.I.81)


Ministerios en la liturgia de la palabra
49. La tradición litúrgica asigna la función de leer las lecturas bíblicas
en la celebración de la Misa a los ministros: lectores y diácono. A falta de
diacono o de otro sacerdote, el mismo sacerdote celebrante leerá el evangelio
(OGMR, 34) y, si tampoco hay lector, todas las lecturas (OGMR, 96).
50. Corresponde al diácono, en la liturgia de la palabra de la Misa,
proclamar el Evangelio, hacer la homilía en algunos casos especiales y
proponer al pueblo las intenciones de la oración universa (OGMR, 41,
61,132; Instrucción Inestimabile donum, 3).
51. “El lector tiene un ministerio propio en la celebración
eucarística, ministerio que debe ejercer él, aunque haya otro ministro de
grado superior” (OGMR, 66). Al ministerio de lector conferido con el rito
litúrgico hay que darle la debida importancia. Los lectores instituidos, si los
hay, deben ejercer su función propia, por lo menos los domingos y días
festivos, sobre todo en la celebración principal. También se les podrá confiar
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el encargo de ayudar en la organización de la liturgia de la palabra y de
cuidar, si es necesario, la preparación de los otros fieles que, por encargo
temporal, han de leer las lecturas en la celebración de la Misa (Ministeria
quaedam, V).
52. La asamblea litúrgica necesita de lectores, aunque no estén
instituidos para esta función. Hay que procurar, por tanto, que haya algunos
laicos, los más idóneos, que estén preparados para ejercer este ministerio
(Inestimabile donum, 2 y 18; Directorio para las Misas con niños, 22,
24,27). Si se dispone de varios lectores y hay que leer varias lecturas,
conviene distribuirlas entre ellos.
53. En las misas sin diácono, la función de proponer las intenciones
de la oración universal hay que confiarla a un cantor, principalmente cuando
estas intenciones son cantadas, a un lector o a otro (OGMR, 47, 66,151).
54. El sacerdote distinto del celebrante, el diácono y el lector instituido
en su propio ministerio, cuando suben el ambón para leer la palabra de Dios
en la celebración de la Misa con participación del pueblo, deben llevar la
vestidura sagrada propia de su función. Los ejercen el ministerio del lector
de modo transitorio, e incluso habitualmente, pueden subir al ambón con la
vestidura ordinaria, aunque respetando las costumbres de cada lugar.
55. “Para que los fieles lleguen a adquirir una estima suave viva de la
sagrada Escritura por la audición de las lecturas divinas, es necesario que los
lectores que ejercen tal ministerio, aunque no hayan sido instituidos en él,
sean de veras aptos y diligentemente preparados” (OGMR, 66).
Esta preparación debe ser antes que nada espiritual, pero también es
necesaria la preparación llamada técnica. La preparación espiritual
presupone, por lo menos, una doble instrucción: bíblica y litúrgica. La
instrucción bíblica debe apuntar a que los lectores estén capacitados para
percibir el sentido de las lecturas en su propio contexto y para entender a la
luz de la fe el núcleo central del mensaje revelado. La instrucción litúrgica
debe facilitar a los lectores una cierta percepción del sentido y de la
estructura de la liturgia de la palabra y las razones de la conexión entre la
liturgia de la palabra y la liturgia eucarística. La preparación técnica debe
hacer que los lectores sean cada día mas actos para el arte de leer ante el
pueblo, ya sea de viva voz, ya sea con la ayuda de los instrumentos modernos
de amplificación de la voz.
56. Corresponde al salmista o cantor del salmo cantar, en forma
responsorial o directa, el salmo u otro cántico bíblico, el gradual y el Aleluya

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u otro cantico bíblico el gradual y el Aleluya u otro canto interleccional. Él
mismo, si se juzga oportuno, puede incoar el Aleluya y el versículo (OGMR,
37 a y 67).
Para ejercer esta función de salmista es conveniente que en cada
comunidad eclesial haya unos laicos dotados del arte de salmodiar, y de
facilidad en la proclamación y en la dicción. Lo que hemos dicho
anteriormente acerca de la formación de los lectores se aplica también a los
cantores del salmo.
57. Igualmente, el comentador que, desde el lugar apropiado, propone
a la asamblea de los fieles unas explicaciones y moniciones oportunas,
claras, diáfanas pos su sobriedad, cuidadosamente preparadas, normalmente
escritas y aprobadas con anterioridad por el celebrante, ejerce un verdadero
ministerio litúrgico (OGMR, 37 a y 68).
Código de Derecho Canónico (25.I.83)
230.1) Los varones laicos que tengan la edad y condiciones
determinadas por decreto de la Conferencia Episcopal, pueden ser llamados
para el ministerio estable del lector y acólito, mediante el rito litúrgico
prescrito; sin embargo, la colación de estos ministros no les da derecho a ser
sustentados o remunerados por la Iglesia.
2) Por encargo temporal, los laicos pueden desempeñar la función de
lector en las ceremonias litúrgicas así mismo todos los laicos puedan celebrar
las funciones de comentador, cantor y otras, a tenor de la norma del derecho.
3) Donde lo aconseje la necesidad de la Iglesia y no hayan ministros,
pueden también los laicos aunque no sean lectores ni acólitos suplirles en
algunas de sus funciones, es decir, ejercitar el ministerio de la palabra,
presidir las oraciones litúrgicas, administrar el bautismo y dar la sagrada
Comunión, según las prescripciones del derecho (Cf C. 766). Exceptuada la
homilía (C. 767).

Ceremonial de los Obispo (14. IX. 84)


Los lectores
30. El lector tiene un ministerio propio en la celebración litúrgica, que
él mismo debe ejercer, aunque haya otros ministros de grado superior
(OGMR, 66).
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31. De entre los ministros inferiores, del primero históricamente hay
constancia es del lector es instituido para el ministerio siempre se ha
conservado. El lector es instituido para el ministerio que le es propio, a saber,
leer la palabra de Dios en la asamblea liturgia. Por ello, en el Evangelio. Si
no hay salmista, recita, recita el salmo internacional. En caso de no haber
diácono, propone las intenciones de la oración universal.
Cuando sea necesario, el lector podrá encargarse de la preparación de
los fieles que puedan leer la sagrada Escritura presididas por el Obispo,
convienen que lean lectores instituidos según el rito previsto y, si son varios,
se distribuirán entre ellos las lecturas (Ministeria quaedam, V; OLM, 51-55;
OGLH, 259).
32. Conscientemente de la dignidad de la palabra de Dios y de la
importancia de su oficio, tendrá constante preocupación por la dicción y
pronunciación, para que la palabra de Dios sea claramente comprendida por
los participantes.
Ya que el lector anuncia a los otros la Palabra divina, recíbala también
él dócilmente, medítela asiduidad y con su modo de vivir, sea testigo de ella.

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