(Nosferatu 29) AA. VV. - Kenji Mizoguchi (38251) (r1.0)
(Nosferatu 29) AA. VV. - Kenji Mizoguchi (38251) (r1.0)
(Nosferatu 29) AA. VV. - Kenji Mizoguchi (38251) (r1.0)
Kenji Mizoguchi
Nosferatu - 29
ePub r1.0
Titivillus 01.07.17
Título original: Kenji Mizoguchi
AA. VV., 1999
Traducción: Bitez
Ilustraciones: Art&Maña
Diseño de cubierta: Art&Maña
Kenji Mizoguchi:
el hombre que amaba a las geishas
JESÚS ANGULO
Kenji Mizoguchi zine japoniarrak inoiz izan duen zuzendaririk garrantzitsuenetako bat da. Bere
karrera 1923 artean hasi zen Maitasuna itzultzen deneko eguna filmarekin eta 1956an amaitu
zen Lotsaren katea filmarekin. Laurogei filmetik gora zuzendu zituen, eta hauen artean Znearen
Historian klasiko bihurtu diren tituluak era badaude, hala Nota: Gioneko musikariak (1953).
Yang Kurei-Fei enpertriza (1954) edo Sansho intendentea (1954).
Elegía de Naniwa
A mediados de la década de los veinte, Mizoguchi continúa debatiéndose
entre películas más o menos próximas a las calificadas keiko-eiga, o filmes de
“tendencia”, influidas por la consolidación de la revolución rusa, que trajo
consigo el auge de las ideas marxistas en Japón, y simples películas de encargo,
como su participación en los filmes de episodios La sonrisa de nuestra tierra
(1925) y Escenas de la calle (1925) o su largometraje La canción de la tierra
natal (1925, la primera de sus películas que ha llegado hasta nuestros días). De
ésta última, afirmaba que “fue una película impuesta por los funcionarios para
aumentar la producción de arroz”.
1926 es el año de la confirmación de Mizoguchi como uno de los más
prestigiosos realizadores japoneses. Él mismo consideraba que con Murmullo
primaveral de una muñeca de papel empezó a encontrar su camino, al tiempo
que Yoda ve aparecer por primera vez en esta película su estilo lírico. La película
narra el amor entre dos jóvenes, paralelamente a la descripción de la absorción
de las pequeñas industrias por parte de un capitalismo cada vez más
desarrollado. Lirismo y realismo se daban así la mano, en una combinación
presente, a partir de ese momento, en toda su obra. El mismo año su antiguo
compañero de colegio Kawaguchi escribe para él su primer guión, a partir de una
obra de kabuki escrita por Encho Sanyutei, para El amor apasionado de una
profesora de canto, que tuvo buenas críticas y fue la primera de sus películas
vendida a Europa.
Las amapolas
Ese año es, por otro lado, el de la subida al trono del emperador Hiro-Hito,
con lo que da comienzo el convulso período Hôwa. El propio ejército japonés
encargó a Mizoguchi la realización de Gratitud al emperador (1927), lo que no
impidió que la película fuese censurada en una secuencia en la que un soldado
herido toca el acordeón, algo que fue visto como un recurso antimilitarista. Lo
cierto es que la omnipresente censura japonesa vivía años de preocupación ante
el auge de los keigo-eiga, que llevaría consigo la creación en 1928 de Pro-Kino,
una productora de izquierdas especializada en este tipo de filmes. Aunque la
vida de Pro-Kino fue efímera, esta corriente de izquierdas caló profundamente
en el cine japonés y, naturalmente, Mizoguchi no fue impermeable a este
movimiento.
En 1929 consigue el mayor éxito comercial de su carrera hasta el momento
con La vida de Tokio (1929), basada en una canción enormemente popular en la
época. En esta película, de la que se conservan tan sólo algunas secuencias,
Mizoguchi mostraba los grandes contrastes entre las clases altas de la capital y
los barrios más humildes. A partir de estos fragmentos Noël Burch ya constata la
presencia de “vagos indicios de las preocupaciones venideras”[8]. A la
preferencia por las tomas largas a los primeros planos, que el propio realizador
declaró odiar en varias ocasiones, se suma la movilidad de la cámara —si bien
un tanto excesiva respecto a sus filmes posteriores—, que le servía para utilizar
lo menos posible los recursos de montaje (otra de sus fobias), así como la
utilización de la profundidad de campo, un recurso que forzaba la sensación de
realismo inherente a su cine desde el principio. Basada en un conjunto de relatos
de escritores de izquierdas. Sinfonía de la gran ciudad (1929) abundaba al
parecer en una temática parecida. Mizoguchi recuerda que “el barrio en el que
rodamos la película era un barrio casi fuera de la ley: nos vimos obligados a
disfrazarnos de obreros, llevando la cámara escondida”. En la misma tendencia,
rodó en un barrio de prostitutas Y sin embargo, avanzan (1931), un film
antimilitarista que tuvo de nuevo problemas con la policía.
A pesar de todo ello el supuesto izquierdismo de Mizoguchi dejaba mucho
que desear. Varios de sus colaboradores le han tachado de ambiguo, cuando no
abiertamente oportunista. De hecho, como veremos, no dudó más adelante en
colaborar con el régimen militarista que acabó llevando a Japón a la guerra, al
lado de alemanes e italianos, primero, y con las fuerzas de ocupación aliadas,
tras finalizar la guerra, más tarde. Si sus méritos cinematográficos son
incuestionables y le colocan entre el más selecto puñado de los grandes
realizadores de la historia del cine, no se puede decir otro tanto de su coherencia
personal. El realizador Kaneto Shindo, que colaboraría con él durante quince
años como asistente de realización y guionista, se mostraba inmisericorde con él
en declaraciones informales reproducidas por el historiador Georges Sadoul:
“Mizoguchi era muy simple: sólo le interesaba el dinero. Y dinero para tener
mujeres. Amaba tanto a las mujeres y prostitutas que tuvo con ellas
innumerables experiencias, la mayoría de las veces felices. Seguía siendo muy
niño, muy curioso por todo, muy egocéntrico, y si se ocupó tanto del cine es
porque le reportaba bastante dinero para continuar llevando una vida tan
disipada. Su obra es en su conjunto bastante parecida a las calles de Tokio, tan
desiguales: uno circula por ellas perfectamente y a menudo cae en un gran
agujero. Mizoguchi encontró casi todos los temas de sus mejores obras en su
vida y sus experiencias personales. Adoraba irse de juerga, divertirse en farsas
de estudiantes, como mear desde el primer piso a los viandantes. Era muy
caprichoso, muy callejero y se encontraba a menudo humillado por las mujeres.
Era un poco esquizofrénico y su obra se puede considerar como una
acumulación de experiencias personales, como una especie de autobiografía. Si
criticó a la sociedad, fue siempre a través de las mujeres y su condición. No
podía proceder de otro modo”[9].
Paralelamente a los citados filmes “de tendencia”, Mizoguchi veló por
primera vez sus armas en el terreno del sonoro. Su primera experiencia, La
tierra natal (1930), es sólo parcialmente sonora. El sistema comercializado en
Japón era demasiado rudimentario y el realizador afirma que supuso muchas
dificultades y pocos resultados. Al tiempo, cuenta la anécdota de que el
responsable de sonido era un técnico del Ministerio de Correos, más bien
escasamente interesado por el cine. Ante la frustrada experiencia y las presiones
que en esos primeros años ejercieron los poderosos benshi, no tuvo más remedio
que replegarse de nuevo hacia el cine mudo.
Según Yoda, en Okichi, la extranjera (1930), Mizoguchi realizó sus
primeras serias experiencias en la utilización del plano secuencia. Sin embargo,
los continuos cortes producidos por la inserción de rótulos rompían con la
unidad dramática que el realizador buscaba con ellos y habría que esperar al
sonoro para que se afianzase en la que se convertiría en una de las principales
señas de identidad de su puesta en escena. Para Yoda, si utilizaba el plano
secuencia es porque “no le gustaba utilizar los recursos de montaje, porque le
era difícil identificar los planos realizados después del rodaje. Si prefería tomas
que a veces duraban dos o tres minutos, con movimientos de cámara muy
complicados, que era difícil poner a punto, era porque este método le permitía
filmar un sentimiento, una expresión, en su evolución y su exacta continuidad
temporal”[10]. Con esos movimientos de cámara, Mizoguchi podía pasar de un
plano fijo —casi siempre planos largos— a otro, sin necesidad de corte alguno.
Este deseo de continuidad era en cierto modo semejante al que defendía el más
grande de sus coetáneos, Yasujiro Ozu, quien, más estático, sustituía estos
movimientos de cámara por sus famosos planos de detalle o paisajes, insertados
entre dos tomas.
En 1931, Heinoshuke Gosho dirigía Madame to nyôbo, la primera película
totalmente sonora del cine japonés, que tuvo un enorme éxito comercial. La
Nikkatsu respondió con El dios guardián del presente (1932), película
sonorizada a posteriori, con la que Mizoguchi daba el éxito equivalente a la
productora con la que había realizado hasta el momento casi cincuenta
largometrajes y con la que no volvería a colaborar, si exceptuamos El
desfiladero del amor y del odio (1934).
En 1931 Japón invade Manchuria. Mizoguchi acepta la oferta de la
productora Shinkô, recién creada, para realizar El amanecer de la fundación de
Manchuria (1932), un encargo del ejército que puede calificarse, sin paliativos,
de film de propaganda militarista, aun cuando ninguna copia haya llegado hasta
nuestros días. La unanimidad de todas las fuentes a este respecto deja claro el
aspecto camaleónico que nuestro realizador practicó a menudo en el terreno
ideológico. Pese a que se trataba de un film sonoro, sus tres siguientes películas
con la Shinkô vuelven a ser mudas. De las tres, sólo se conserva la primera, El
hilo blanco de la catarata (1933), un melodrama protagonizado por uno de esos
personajes femeninos capaces de los mayores sacrificios por un hombre que,
generalmente, nunca está a su altura. Mientras para Antonio Santos se trata de un
film maniqueísta y con una puesta en escena titubeante[11], para Noël Burch
“tiene una elaborada estructura dramática y, aunque se desarrolla dentro del
marco de los códigos de montaje occidentales, la cámara tiene una tendencia
progresiva a permanecer a distancia y a posponer la necesidad de cambiar de
plano”, destacando, por otro lado, “su intenso erotismo, que no es superado
incluso por los últimos filmes de Mizoguchi”[12].
En 1934, tras su efímera vuelta con la Nikkatsu, funda junto a su amigo
Masaichi Nagata y a Daisuke Itô la productora Daiichi, con la que realizaría
cinco películas. La vida de la productora sería tan efímera como poco rentables
fueron sus resultados económicos, lo que no impide que entre esos cinco filmes
se encuentren las dos primeras obras maestras de Mizoguchi. El “periodo
Daiichi” es esencial en su obra por múltiples razones. Desde un punto de vista
estrictamente de puesta en escena, a lo largo de estas cinco películas va
afianzando su estilo. Si en las tres primeras (Osen, la de las cigüeñas, Oyuki, la
virgen y Las amapolas, las tres realizadas en 1935) todavía subsisten las
influencias del montaje occidental, más dinámico, así como la inclusión, en
mayor o menor medida, de recursos como la utilización del plano/contraplano o
del uso del contracampo, en las dos últimas (Elegía de Naniwa y Las hermanas
de Gion) ya queda en gran medida marcado ese estilo, apuntalado en el
frecuente uso de los planos largos; la preferencia del montaje dentro de la propia
secuencia (muy a menudo, como ya hemos dicho, prolongadas tomas estáticas,
unidas entre sí por suaves movimientos de cámara, en las que el único
movimiento es el que realizan los propios actores), en forma de planos
secuencia; el uso habitual del fuera de campo y de la elipsis; la sabiamente
combinada mezcla de realismo con esporádicas cuñas oníricas; la frecuente
utilización de una estructura dramática circular, apoyada en la utilización de
flashbacks, que a veces cubren la mayor parte del metraje de la película…
Las amapolas
Por otro lado, también en este periodo realiza su paso definitivo al sonoro.
Las poco fiables condiciones técnicas que en el terreno del sonido se daban en la
industria cinematográfica nipona, la propia inseguridad del realizador a la hora
de abordar los retos que el sonido traía consigo y factores tan externos como la
presión que los organizados benshi ejercían ante los estudios, habían dificultado
el acceso definitivo de Mizoguchi al cine hablado. De hecho Osen, la de las
cigüeñas es todavía muda, y Oyuki la virgen y Las amapolas participan, en
distinta medida, de las técnicas del sonoro, dentro de una estructura general
perteneciente al cine silente. Con Elegía de Naniwa, Mizoguchi entra ya
definitivamente en el sonoro.
Por último, el realizador se rodea de un grupo compacto de colaboradores
con los que alcanza un grado de compenetración, y de dominio del resultado
final, que no tenía en los tiempos de la Nikkatsu. El productor de los cinco
filmes es su amigo, y socio en la Daiichi, Masaichi Nagata, con el que se evitará
los “tira y afloja” de periodos anteriores. La fotografía corre a cargo de Minoru
Miki, cuya tendencia hacia los contrastes de luz y sombras sirve de perfecto
apoyo para retratar a unos personajes que a menudo se ven inmersos en turbios
submundos. Mizoguchi había colaborado por primera vez con Miki en El hilo
blanco de la catarata, y la contribución de su fotografía a la consecución del
clima entre real y surreal que exigían algunas de sus secuencias, no pasó
inadvertida al realizador, que hizo de él su habitual operador durante muchos
años. En cuatro de sus cinco filmes de esta época, la protagonista fue Isuzu
Yamada (sólo estuvo ausente en Las amapolas). Mizoguchi, que había contado
con ella por primera vez para El desfiladero del amor y del odio, consideraba a
Yamada una de las dos más grandes actrices japonesas, junto a la que será la
gran musa de su cine a partir de los años cuarenta: Kinuyo Tanaka.
Osen, la de las cigüeñas
Elegía de Naniwa
Sus dos siguientes filmes son sendas historias de amor, de muy distinta
catalogación. Los amantes crucificados está basada en la obra Daikyoji
Sekireki, de Monzaemon Chikamatsu, el gran autor clásico de teatro kabuki y
bunraku, conocido en su país como “el Shakespeare japonés”. A su vez esta obra
se basaba en un hecho real ocurrido en 1684, en vida del autor. El film que narra
la rebelión, en defensa de su amor, de Osan, la mujer del rico impresor imperial
Ishum, y uno de los más fieles empleados de éste, Mohei, alcanza memorables
momentos de un delicado lirismo. Es una vez más, como entre otros señala
Antonio Santos[30], una nueva lucha entre el giri (el deber de acatamiento a las
normas sociales, así como a los rígidos escalafones sociales del Japón clásico) y
el ninjo (el libre albedrío de los sentimientos). Si los amantes acaban huyendo e
incluso superando la tentación del suicidio, para defender un amor que les libera
del rígido autoritarismo de Ishum, tampoco se enfrentan de mal grado (sus
rostros radiantes en la secuencia final cuando son llevados al suplicio) a la
muerte que la sociedad les impone, precisamente por incumplir sus normas. Pese
a no escapar a las irregularidades de puesta en escena que los filmes de
Mizoguchi arrastran desde Historias de la luna pálida de agosto / Cuentos de
la luna pálida después de la lluvia (e incluso antes, desde principios de los
años cuarenta, si se exceptúa por diversos motivos Vida de una mujer galante
según Saikaku / La vida de Oharu, mujer galante), el desgarrado lirismo de
Los amantes crucificados, su elegante utilización de la elipsis y la construcción
de algunos memorables planos secuencia, convierten esta película en uno de los
mejores trabajos de su autor.
Mujeres de la noche
¿Pervive Mizoguchi?
DANIEL AGUILAR
Gaur egun. Mizoguchiren obre zinematografikoa bere jaioterriqan ia ahaztuta dago. Akira
Koruosawarekin gertatzen den ez bezala, berari buruz oso bibliografia gutxi dago eta bere
filmak ia ez dira programtzen. Filmotekazale amorratu gutxi batzuek bakarrik aldarrikatzen
dute bere obra zinematogrfikoa milurtekoaren amaierako Japonian.
Mujeres de la noche
1
La calle de la vergüenza
¿Y qué es eso? ¿Qué es lo que puede cegarnos? ¿Sólo la violencia sexual, sólo el
abuso, sólo la tortura? En ese caso estaríamos de nuevo en el territorio de la
imagen-cliché, ignoraríamos el otro lado de las cosas, ése que Mizoguchi
siempre aduce para justificar su incertidumbre, sus dudas a la hora de mirar: la
aberración del acto en sí, en efecto, pero también la irresistible atracción que nos
produce, ese arrastre continuo que nos deja exhaustos, a las puertas del horror,
luchando a la vez por verlo y por no verlo. E igualmente las diversas formas de
ese horror, su condición proteica y camaleónica. El horror de una madre que
contempla cómo su propia hija está enamorada del hombre que ella cree “suyo”.
Y el horror de una muchacha que comprueba, alucinada, que todo lo demás es
barbarie, que el universo entero que gira a su alrededor no es más que un
inmenso caos… Y decide, como la madre despechada, ocultarse.
La mujer crucificada / Una mujer de la que se habla
¿Qué tiene, entonces, ese último plano de La calle de la vergüenza, ese último
plano de la obra de Mizoguchi, ese plano que cierra un ciclo de alejamientos y
acercamientos, que no tenga el final análogo de Elegía de Naniwa (1936), una
película rodada más o menos veinte años antes en la que, además, también había
una violación filmada mediante un travelling hacia atrás? Pues que, en dos
frentes distintos pero en el fondo idénticos, nos permite, de nuevo, sin remisión,
urdir un relato, el relato que necesitábamos para entrelazar todo este discurso.
Primero, la vertiente mítica, esa mítica cinéfila que quiere ver en las últimas
películas, en los últimos planos rodados por ciertos “maestros”, a la vez un
resumen de toda su obra y un anuncio de lo que hubieran podido hacer después.
Segundo, la vertiente puramente narrativa, la clausura adecuada, el desenlace
que da sentido al planteamiento implícito en Mujeres de la noche y Los
músicos de Gion, y también al nudo que propone La mujer crucificada / Una
mujer de la que se habla. Y el relato resultante, ¿acaso no alude al acto
hermenéutico como a una serie más o menos ordenada demostraciones y
ocultaciones, de luces y sombras, de cosas que el analista ve y de otras que
“prefiere no ver” porque dañarían irremisiblemente la coherencia de sus
razonamientos? La clausura de un relato, la obra de Mizoguchi, coincide así con
la clausura de otro relato, el relato analítico, y esa extraña superposición deja al
espectador en la frontera de algo que le llama pero, finalmente, mediante fundido
en negro, le cierra el paso: algo parecido al placer sexual, el desvelamiento de
los mecanismos del texto, de los entresijos de la ficción. Y asimismo, la
tentación de identificar esa invitación al sexo, al texto, como una invitación a la
modernidad, al rasgado, a la violación de la representación ilusionista, ¿no es
demasiado fuerte como para dejarla pasar, tan fuerte, digamos, como el mito de
la “sobriedad” y la “elegancia”, o como el mito de la “reivindicación” y el
“realismo”? El último cine de Mizoguchi, en ese sentido, denuncia, deja en
evidencia al espectador como intruso que se dedica a construir mundos, como
voyeur, como violador que destruye la obra cinematográfica a través de su
interpretación, un proceso que se da en todo trabajo analítico pero que aquí
queda al descubierto, casi objeto de mofa por parte de esa chica que,
tímidamente, llama al público con su mano, intentando atraerlo, como
diciéndole: “Vamos, interpreta esto si te atreves, entra aquí si puedes”… El
espectador clásico, el cineasta clásico sorprendidos a las puertas de la
modernidad, como Moisés ante la tierra prometida: viéndola, pero haciendo
como si no la vieran, casi prefiriendo no verla. Lo cual, de todas maneras,
siempre es mejor que no haberla querido ver, como ocurre con la muerte y la
humillación. Aunque se trate de una simple imagen, de un simple espejismo.
Historia de los crisantemos tardíos
ESTEVE RIAMBAU
Mizoguchik bere kaarrera osoan zehar zuzendutako filmen laurdena inraganeko garaietan
girotuta daude. Hala eta guztiz ere, eta hauetariko batzuk paertosanaia errealetan oinarrituta
egon arren, errealizadore japoniarrak ez du Historia handia inoiz lautzen, aitzitik, garaiko
gizartearen eugneroko alderdiak erakusten dituzten egoerak aurkezten ditu.
A penas una veintena de títulos entre los poco más de ochenta filmes
realizados por Kenji Mizoguchi entre 1923 y 1956 abordan épocas
pretéritas. Desde el medioevo hasta la guerra ruso-japonesa a principios del
siglo XX, son diversos los periodos de la historia de su país que aparecen
reflejados en la filmografía del cineasta nipón. Sin embargo, las relaciones entre
cine e historia que se derivan de la obra del realizador de Historias de la luna
pálida de agosto / Cuentos de la luna pálida después de la lluvia (1953)
sobrepasan el horizonte de esas recreaciones del pasado mediante los vínculos
dialécticos que aquélla establece con el contexto de la cual surgió.
La perspectiva de Mizoguchi hacia la historia depende, en diversos grados de
proporción, del agitado contexto político en el cual se desarrolló su obra, de las
circunstancias de producción de sus películas y en tercer lugar, pero no menos
importante, de los distintos filtros establecidos por la literatura y el teatro. Vivir
entre 1898 y 1956 convirtió a Mizoguchi en el privilegiado testimonio de un país
que pasó desde la puesta en práctica de una “nueva era” destinada a superar el
feudalismo en 1871 hasta una democracia tutelada por los Estados Unidos tras la
derrota en una guerra mundial en la que Japón se había aliado con las fuerzas del
Eje como consecuencia de las afinidades ideológicas entre los fascismos
europeos y una política militar expansionista fundamentada en un exacerbado
nacionalismo. En el interregno, el país había afrontado además una guerra contra
Rusia, otra contra China y su implicación en la creación del estado de
Manchuria.
Cinco mujeres alrededor de Utamaro
La mayor parte de los “materiales” que Mizoguchi utiliza como punto de partida
para la construcción de sus películas son básicamente novelescos. En los años de
su etapa de madurez, los guiones propios son escasos y la mayoría de sus
películas son adaptaciones de novelas. Yoshikata Yoda, el fiel guionista de los
títulos más representativos de la obra de Mizoguchi, fue básicamente un
especialista en los trabajos de adaptación, partiendo tanto de los clásicos de la
literatura japonesa como de la literatura contemporánea. Entre los clásicos que
adapta Yoda se encuentra un texto de Saikaku Ihara, considerado como el padre
de la novela realista japonesa, escrito en 1685, que sirvió de fuente de
inspiración de Vida de una mujer galante según Saikaku / La vida de Oharu,
mujer galante; unos cuentos escritos por Akinari Ueda en 1776 fueron
utilizados como substrato de Historias de la luna pálida de agosto / Cuentos
de la luna pálida después de la lluvia y unos relatos transmitidos oralmente
dieron paso a una novela de Ogai Mori escrita en 1915 de la que partió El
intendente Sansho (1954). Yoda y Mizoguchi también adaptaron autores
contemporáneos como Juchirô Tanizaki, autor de la novela en la que se inspira
Señorita Oyu (1951).
El número de relatos novelescos adaptados por Mizoguchi es
significativamente superior al de las obras teatrales. Entre las adaptaciones
directas de materiales provenientes del teatro tradicional destacan La venganza
de los cuarenta y siete samuráis (1941) (cuyo origen es una obra kabuki) y Los
amantes crucificados (1954), que tiene como precedente una tragedia de
Chikamatsu, inspirada en un hecho real, que fue escrita para el teatro de
marionetas. Las películas que Mizoguchi realizó sobre el mundo del teatro
suelen partir de obras teatrales; éste es el caso de Historia de los crisantemos
tardíos (1939), film sobre el kabuki que se inspira en la adaptación teatral de
una novela, y El amor de la actriz Sumako (1947), una insólita película sobre
el peso que la tradición occidental ha tenido en el arte dramático japonés. La
película utiliza significativamente como punto de partida la historia de una actriz
que representa Casa de muñecas de Ibsen, obra en la que una mujer se rebela
contra la monotonía de la vida doméstica y contra el poder masculino.
El amor de lo actriz Sumoko
Las películas de Mizoguchi son relatos, por tanto, funcionan como discursos
cerrados que irrealizan una secuencia temporal de acontecimientos. Como todo
relato presentan problemas de enunciación, temporalidad, frecuencia, punto de
vista, configuración de los personajes como actuantes y verosimilitud. Al
estudiar las formas del relato del cine de Mizoguchi, el primer problema que se
nos presenta reside en saber considerar de qué modo los heterogéneos materiales
que utiliza como punto de partida imponen múltiples configuraciones narrativas.
No obstante, los bosques narrativos del cine de Mizoguchi funcionan como un
complejo sistema narrativo, a partir del cual se pueden establecer taxonomías y
clasificaciones. Si tomamos como objeto de estudio las últimas obras de su
filmografía, desde Cinco mujeres alrededor de Utamaro (1946) hasta La calle
de la vergüenza (1956), comprobaremos que existen unos estilemas que ponen
de relieve una serie de singulares opciones que sitúan al espectador frente un
universo armoniosamente construido.
4. Círculos
Señorita Oyu
Una vez presentados algunos de los laberintos que marcan la cartografía interna
de los bosques narrativos del cine de Mizoguchi, surge una cuestión que nos
remite forzosamente al problema de la integración entre lo narrado y lo mostrado
que abordábamos al inicio del presente artículo: ¿De que modo lo representado
ocupa una función narrativa en el cine de Mizoguchi?
En el cine de Mizoguchi la tradición teatral imprime, tal como han
constatado algunos de los diferentes autores que han estudiado los elementos de
la puesta en escena del maestro japonés, una determinada carencia ritual, que
marca el movimiento de los personajes. Esta carencia no sólo aparece delimitada
en el trabajo de constitución de algunos arquetipos, como el fantasma de Wakasa
de Historias de la luna pálida de agosto / Cuentos de la luna pálida después
de la lluvia, cuya existencia remite al teatro nô, sino también en la forma como
se ritualizan algunas acciones del relato. En numerosas películas, los
protagonistas asisten como espectadores a alguna ceremonia que se desarrolla
como si fuera un espectáculo.
A lo largo de la filmografía de Mizoguchi aparecen numerosas formas de
espectáculo, desde el bunraku en una escena de Vida de una mujer galante
según Saikaku / La vida de Oharu, mujer galante hasta los recitales poéticos
de koto presentes en Señorita Oyu. Dichas formas de espectáculo están
perfectamente integradas en el devenir de lo narrado. La mirada de los
personajes frente a la ficción produce una especie de catarsis cuyos ecos marcan
el relato. Esta lógica alcanza su plenitud en una larga escena de La mujer
crucificada / Una mujer de la que se habla en la que la viuda Hatsuko, su hija
y su amante asisten a una representación de teatro nô. En el transcurso de la
representación Hatsuko experimentará la catarsis al ver reflejada su propia
madurez en el personaje de una vieja enamorada que es rechazada por una pareja
de jovenes durante la representación. Como la famosa escena de la
representación teatral del Hamlet de Shakespeare, Mizoguchi no cesa de
establecer un juego de espejos entre las formas que determinan la acción
narrativa y las diferentes ficciones que bajo la forma de representación irrumpen
en el interior del relato. En algunos casos, como en El intendente Sansho, los
hechos narrados acaban constituyéndose en leyenda desde el interior mismo del
relato. En una escena de la película, el joven Zushio se transforma
sentimentalmente al oír a una vieja cantar una canción sobre su propio destino y
el de su madre. Zushio comprende que su propia vida se ha convertido en relato
oral. La preocupación de integrar lo dicho y lo mostrado, por establecer niveles
de autoconciencia mediante la utilización de diferentes puntos de vista, es, sin
ninguna duda, uno de los impulsos fundamentales de la poética de Mizoguchi.
Pero éste constituye otro sugestivo y rico tema de análisis, que va más allá de los
límites impuestos por nuestro paseo por los bosques narrativos del cine de
Mizoguchi.
Apuntes sobre los melodramas de
Kenji Mizoguchi
ANTONIO JOSÉ NAVARRO
A principios del siglo XI, a fin de llenar sus ratos de ocio, Murasaki Shikibu,
dama de la corte imperial de Heian-kyo (la actual Kyoto), empezó a
escribir un relato sobre la relajada existencia de la nobleza durante el período
Heian (794-1160). En 1011, tras invertir siete años de su vida en pintar los
ideogramas equivalentes a 630 000 palabras, la escritora finalizó La historia de
Genji (Genji Monogatari), uno de los grandes clásicos de la literatura japonesa
de todos los tiempos. Es quizá la primera novela propiamente dicha escrita en
cualquier idioma, comparada por algunos de sus más afamados estudiosos con la
narrativa de Marcel Proust[1]. En ella se cuentan las aventuras y desventuras
galantes del príncipe Genji, y posteriormente, de su hijo adoptivo Kaoru.
Ambos, con sus lances amorosos, con su tierna e incesante búsqueda del placer,
se asemejan al mito occidental de Don Juan, aunque desprovisto de su cinismo,
de su amargura.
Y es que La historia de Genji instaura el shibui en el arte nipón —palabra
que designa una altiva y serena elegancia impregnada de una delicada e hiriente
tristeza—, donde la felicidad y el dolor se mezclan sin capacidad de distinción;
profundiza en el mujo-kan —la fugacidad que marca todos los placeres humanos
—, presentándose el amor romántico como una especie de enfermedad que aflige
y debilita el espíritu; insiste en la lucha interior que cada individuo mantiene
entre el giri (el deber respecto a la sociedad, respecto al clan) y el ninjo (deseos
o sentimientos personales)… Describe un mundo lleno de disparidades y
contradicciones, donde la alegría de vivir es muy breve, el sufrimiento largo, y
cada acto de nuestra existencia está impregnado de una inquietante melancolía.
Pero más allá de tales sentimientos, de semejante filosofía. La historia de
Genji aclimata al lector a una exótica manera de vivir, única y remota en el
tiempo, de una gran intensidad humana. Su estilo fluido, hermoso, dota al relato
de una cadencia lírica que embriaga de manera estremecedora los sentidos del
lector. Por ejemplo, en uno de sus pasajes, la encantadora amante del príncipe
muere embrujada ante sus ojos. El príncipe trata de revivirla, pero todo es inútil.
Roto de dolor, cae enfermo hasta hallarse a las puertas de la muerte. Cuando
recupera la salud, ordena a los monjes que celebren los ritos budistas preceptivos
para honrar el alma de la muchacha. Mientras prepara sus ofrendas para las
exequias, leemos: “Cuando el príncipe buscaba secretamente entre sus
posesiones para hacer merced generosa a los sacerdotes, halló por azar cierto
vestido, y al doblarlo hizo el poema: ‘El ceñidor que hoy con lágrimas anudo,
¿lo desataremos un día en alguna vida futura?’. Hasta ahora, el espíritu de la
joven había vagado en el espacio, y con gran solicitud el príncipe oraba
continuamente por su seguridad”.
Sin duda, lo melodramático en el cine de Kenji Mizoguchi se inspira, por un
lado, en la musicalidad formal de La historia de Genji, capaz de provocar las
emociones más intensas a través de una minuciosa y estudiada puesta en escena.
Sólo hace falta recordar la sublime conclusión de La emperatriz Yang
Kwei-Fei (1954), impregnada de una insoportable tristeza: la casi litúrgica
gravedad con que camina la emperatriz cuando es prendida por los soldados; el
suave y majestuoso gesto con el que entrega al verdugo su pañuelo de seda para
envolver la cuerda de la horca; el travelling casi bressoniano que sigue el paso
de la emperatriz hacia la muerte, mostrando únicamente la cola de su vestido
arrastrándose por el suelo, mientras la condenada va desprendiéndose de sus
zapatillas, su túnica escarlata y oro, su collar y los pendientes… No obstante,
existen otros ejemplos tan elocuentes como el citado en la obra de Mizoguchi
que ilustran semejante teoría: el angustioso suicidio colectivo del rebelde Oishi
(Chôjurô Kawarazaki) y sus guerreros en La venganza de los cuarenta y siete
samuráis (1941), mostrado en off visual, oyéndose sólo la voz del chambelán
que anuncia el nombre del samurái al que se le ha practicado el seppuku,
mientras Oishi escucha con contenida desesperación; el extraordinario momento
de Cinco mujeres alrededor de Utamaro (1946), rebosante de un sutil y
exquisito erotismo, en que Utamaro (Minosuke Bandô), fascinado por la pálida
piel de la modelo Takasode (Toshiko Iizuka), pinta en su espalda un hermoso
retrato: el gesto delicado, sensual y apasionado, del pincel al ejecutar el trazo, la
mirada absorta de Utamaro, la pose provocativa de Takasode; la poética fisicidad
del palacio donde mora el espectro de Wakasa (Machiko Kyo) en Historias de la
luna pálida de agosto / Cuentos de la luna pálida después de la lluvia (1953),
tétrica y desolada mansión, de paredes ajadas y desconchadas, invadida por la
suciedad y la vegetación[2], evocando así la turbadora omnipresencia de lo
fantástico, de lo sobrenatural…
Por otra parte, el melodrama cinematográfico según Kenji Mizoguchi, como
sucede en gran parte de La historia de Genji, describe un mundo lleno de
injusticias y sinsentidos, donde la belleza es efímera, la felicidad deviene una
quimera, el dolor es duradero, cada acto de nuestra vida está dominado por la
fatalidad, y la esperanza es una tenue luz apenas vislumbrada. En cualquier caso,
los personajes se hallan siempre en lucha contra el destino, que implacablemente
los doblega a sus caprichosos designios. El propio Kenji Mizoguchi aclaraba su
postura al respecto: “…quiero hacer películas que presenten la vida y
costumbres de una sociedad. Pero en todo caso, no hay que exasperar al
espectador. Sería necesario inventar una nueva clase de humanismo que pueda
conllevar cualquier tipo de salvación. Quiero continuar expresando lo nuevo
pero no puedo, de ningún modo, abandonar lo antiguo. Mantengo un gran
apego al pasado mientras tengo pocas esperanzas en el porvenir”[3]… En Vida
de una mujer galante según Saikaku / La vida de Oharu, mujer galante
(1952), tales sentimientos quedan reflejados en la circularidad del relato: un
travelling lateral sigue el vacilante paso de Oharu (Kinuyo Tanaka),
encaminándose hacia un templo donde iniciará el recuerdo de su azarosa vida, el
mismo travelling que nos mostrará al fin de la película su lamentable destino,
mendigando puerta por puerta con aire tan digno como melancólico[4].
Por ello, no resulta nada descabellado afirmar que Kenji Mizoguchi fue un
realizador de melodramas. Desde los inicios de su carrera con La canción de la
tierra natal (1925) hasta el fin de la misma con La calle de la vergüenza
(1956), el cine del maestro nipón frecuentó el género con evidente delectación y
maestría. Ello lo emparenta con los grandes logros del género, a la altura de los
mejores trabajos de Murnau —Amanecer (Sunrise, 1927)— y de Sjöström —El
viento (The Wind, 1927)—, de Borzage —The Mortal Storm (1940)— y de
Sirk —Tiempo de amar, tiempo de morir (A Time To Love And A Time To Die,
1958), de Minnelli —Como un torrente (Some Came Running, 1958)— y de
Stahl —Que el cielo la juzgue (Leave Her To Heaven, 1945)—, de Bergman
—Fresas salvajes (Smultronstället, 1956)— y de Fassbinder —El matrimonio
de Maria Braun (Die Ehe der Maria Braun, 1979)—, pero desde una tradición
cultural diferente. Si el melodrama fílmico occidental bebe de la literatura
decimonónica de Scribe, Sardou o Decourcelle, el merodorama japonés se nutre
de un heterogéneo conglomerado artístico: desde textos del siglo X al estilo del
Libro de la almohada (Makura no shôsi) de Sei Shonagon hasta los poemas que
Matshuo Basho escribió en el siglo XV, pasando por la dramaturgia sewamono
(dramas de la vida corriente) muy abundante en el kabuki y el joruri (teatro de
marionetas), o los lienzos del ukiyo-e —pinturas del mundo flotante—,
realizados entre los siglos XVI y XVIII.
No obstante, salvando la dificultad que supone el
conocimiento y comprensión de las fuentes culturales
—literarias, teatrales, pictóricas…— que nutren el
cine japonés clásico, su “accesibilidad” por parte del
público occidental no es tan difícil como cabe
suponer. El cine, no lo olvidemos, no es un sistema
cerrado de signos como la escritura, sino que el
carácter abierto de su semántica facilita su
universalidad. Por ello, el talento de Mizoguchi es
capaz de conmovernos a nosotros, los observadores
lejanos del arte fílmico japonés, por su minuciosa
recreación de una exótica manera de entender la vida
Historias de la luna pálida
de agosto / Cuentos de la
y sus complejidades, poseedora de una humanidad
luna pálida después de la tan apasionante como singular. El cine de Mizoguchi,
lluvia como atestiguan obras maestras de la categoría de La
dama de Musashino (1951) o Los amantes crucificados (1954), es el resultado
de un estilo fluido, hermoso, el cual proporciona al relato una cadencia lírica que
embriaga de manera estremecedora los sentidos del espectador.
Pero lo melodramático en la obra de Kenji Mizoguchi hay que rastrearlo
solapado con otros géneros. En el cine japonés hay una clara tendencia a la
mezcla, de nítida raíz estructuralista. Así, títulos como Las hermanas de Gion
(1936), La espada Bijomaru (1945), El intendente Sansho (1954), o Historia
del clan de los Taira / El héroe sacrílego (1955), se inscriben dentro de los
géneros más populares del cine japonés, como el ken-geki o chambara (películas
de sable) —La espada Bijomaru—, el jidai-geki (filmes de tema histórico)
—El intendente Sansho, Historia del clan de los Taira / El héroe sacrílego—,
o el ukiyo-eiga (literalmente, cine del “mundo flotante”, es decir, de los placeres
mundanos al margen de la sociedad…) —Las hermanas de Gion—. Pero
Mizoguchi sabe trabajarlos a su antojo extrayendo de los mismos solamente un
contexto y unos personajes donde desarrollar su personalísimo discurso creativo.
Sabe que el melodrama es un género sin referentes específicos, al menos desde
un punto de vista argumental o iconográfico. La esencia del melodrama está en
el relato, en la forma en que se estructura la intriga. En ella existen elementos
dramáticos susceptibles de tildarse de melodramáticos —la lucha de clases,
conflictos reivindicativos, enfrentamientos generacionales, el sufrimiento, la
muerte, el amor…—, pero definidos a través de un travelling, del énfasis de un
gesto, de una mirada, en la composición del encuadre, en un matiz del decorado
o del vestuario, en la elipsis y el off visual.
Historia del clan de los Taira / El héroe sacrílego
Fue Douglas Sirk quien definió como el gran tema del melodrama “el amor y
su imposibilidad”. En Mizoguchi subsiste, sobre todo, la lucha entre el giri y el
ninjo, representados por el conflicto que se establece entre la belleza y la
fealdad, la tradición y la modernidad, entre la libertad y la tiranía. En Historia
de los crisantemos tardíos (1939), el conflicto que tortura a Kikunosuke
(Shôtarô Hanayagi) no es la lucha por superar su mediocridad como actor, sino
la imposibilidad de perpetuar la tradición familiar; el desafiante pintor Utamaro
en Cinco mujeres alrededor de Utamaro, no combate el orden establecido con
sus pinturas —“yo pinto sin temor al poder y a la espada”, exclama—, sino que
intenta aportar un poco de hermosura a un mundo cruel; el sacrilegio que comete
Taira (Raizô Ichikawa) en Historia del clan de los Taira / El héroe sacrílego
no obedece a la ambición de un clan, sino a la necesidad de superar el
obscurantismo; el amor entre Mohei (Kazuo Hasegawa) y Osan (Kyoko
Kagawa) en Los amantes crucificados no es un desafío a la ley, sino un
quebranto a la tiranía de las convenciones sociales y de mezquinos intereses de
casta… Una dialéctica oposición que puede darse en la guerra de sexos —la
turbulenta relación entre hombres y mujeres que preside toda su obra—, de los
grupos —los artistas “populares” del círculo de Utamaro, practicantes del ukiyo-
e, y los aristocráticos alumnos del sensei Kano en Cinco mujeres alrededor de
Utamaro—, e incluso de caracteres —Miyagi, esposa sumisa y fiel contra
Wakasa, fémina sensual y depredadora, en Historias de la luna pálida de
agosto / Cuentos de la luna pálida después de la lluvia.
En este enfrentamiento, los personajes de Kenji Mizoguchi no tienen libertad
posible: todo está escrito, vicio y virtud. Aquello a lo que aspiran o pretenden
desesperadamente no es más que un engaño, un espejismo. Quizá por ello, el
relato es un terrible camino hacia la fatalidad final —El intendente Sansho, La
calle de la vergüenza—, donde, en el mejor de los casos, la muerte actúa como
liberación —Las hermanas de Gion, La venganza de los cuarenta y siete
samuráis—. Aunque, en ocasiones, es posible la felicidad de manera fugaz: los
Amantes crucificados se dirigen al tormento con una extraña serenidad en el
rostro, a sabiendas de que su amor será libre y pleno en el más allá, o las
inolvidables risas del emperador y su amada esposa resonando en las desérticas
estancias de palacio al final de La emperatriz Yang Kwei-Fei. Mizoguchi, en el
fondo, superando su hiriente pesimismo, amaba a la vida, al arte, de la misma
manera que Kakuzo Okakura describe el delicado trabajo del jardinero en El
libro del té[5]: “Alabemos al hombre que se entrega a la cultura de las flores; al
hombre del tiesto que es infinitamente más humano que el hombre de las tijeras.
Lo vemos con placer inquietarse por la lluvia y el sol, cómo lucha con los
parásitos, su miedo a las heladas, su ansiedad cuando tardan en aparecer los
capullos, su éxtasis cuando las hojas tienen todo su esplendor”.
La muerte sin rostro
Enrique Alberich
Mirito Torreiro
“
D esde su más temprana edad (las mujeres japonesas) se han
acostumbrado a aceptar el hecho de que los varones tienen preferencia y
que les están destinados las atenciones y los regalos que a ellas se les niegan. La
norma de vida a la cual están sujetas les niega el privilegio de manifestar su
personalidad abiertamente” (Ruth Benedict)[1].
La frase que encabeza estas líneas, tomada de una de las obras de referencia
sobre la cultura japonesa, de las varias que la antropóloga norteamericana Ruth
Benedict dedicó al tema, es sólo una de las muchas que se pueden recoger en
multitud de fuentes sobre el papel de la mujer en la sociedad tradicional
japonesa. Aunque para tener tal vez una idea más contundente aún del triste,
cuando no abyecto rol a que el modelo ferozmente patriarcal en su versión
nipona condenó históricamente a la mujer, nada mejor que darle la palabra a uno
de los mayores historiadores del cine japonés, Tadao Sato, buen conocedor de la
obra de Mizoguchi. Según Sato, hay que buscar en otro lugar la raíz de la secular
postergación de las mujeres en el orden jerárquico japonés, en la religión: “El
budismo (…) consideraba la mujer como una existencia inmunda y el
confucianismo la discriminaba”, afirma el autor[2].
Parafraseando, aunque sea para negarla, la máxima china que afirma que “la
mujer es la mitad del cielo”, hay que convenir que en términos históricos, la
situación de indefensión jurídica, social y económica del sexo femenino en
Japón hizo de él un sujeto mucho más cerca del infierno que del paraíso. En esta
lacerante materia prima, Kenji Mizoguchi se habría de inspirar en gran número
de sus filmes, tantos como para constituir el mayor bagaje temático de toda su
carrera, una rica cantidad de abordajes que tanto en los productos pertenecientes
al modo llamado jidai-geki (dramas ambientados en el pasado), como en los
encuadrables en el gendai-geki (historias modernas), y en géneros específicos,
como el Meiji-mono (películas que abordan el periodo Meiji) o el karyu-mono o
filmes de geishas, daría obras maestras de gran calado, imposibles de afrontar en
su totalidad en el corto espacio asignado a este artículo. Aunque también, hay
que decirlo, no exentas de contradicciones.
Entre la biografía y la tradición
Sabido es, y todos los biógrafos de Mizoguchi insisten en ello, que nuestro
hombre vivió a lo largo de su vida diversas experiencias traumáticas
relacionadas con las mujeres que marcaron no sólo su carácter, sino incluso su
vida, como ya tuvimos ocasión de mencionar en estas mismas páginas[3]: debido
a la pobreza de su familia, una hermana, Suzu, fue vendida a una casa de geishas
—de la que sería rescatada por un hombre de fortuna, llamado por cierto
Matsudaira, como el daimyo de Vida de una mujer galante según Saikaku /
La vida de Oharu, mujer galante (1952), y cuya riqueza posterior permitiría la
supervivencia de la familia—, la temprana muerte de su madre, con quien estaba
muy unido, cuando el futuro cineasta tenía 17 años, así como la forma despótica
en que su padre la trataba; y hasta la posterior locura de su esposa, a
consecuencia de una sífilis hereditaria, que llevó a Mizoguchi, en una decisión
extraña si pensamos en el tono reivindicativo de sus filmes sobre la condición
femenina, a internarla en una institución psiquiátrica para, a continuación,
convivir maritalmente con la hermana de la enferma.
Bien sea por su propia biografía, bien por propio convencimiento, lo cierto es
que Mizoguchi comienza a tratar temas femeninos ya en los años 20, en algunos
de los filmes hoy perdidos. Y lo hace, afirman sus biógrafos, a partir del interés
que en él despiertan las lecturas de autores especialmente preocupados por un
tema que en la contradictoria, rica cultura japonesa tiene una gran tradición,
como Kyôka Izumi, a quien Mizoguchi adapta en títulos como El hilo blanco de
la catarata (1933) y Osen, la de las cigüeñas (1935), o de Kafu Nagai, cuyas
historias de geishas se cuentan entre las más famosas de la literatura japonesa de
todos los tiempos.
En este sentido, no es Mizoguchi un caso aislado en la producción
cinematográfica nipona. Pero tal vez sí lo sea en lo que hace a la continuidad de
su dedicación, a la amplitud de las historias que aborda y al arco cronológico que
éstas abarcan. Y si el cineasta fue capaz de mantener contra viento y marea esa
dedicación fue, entre otras cosas, por la preminencia que su prestigio le permitió
mantener en el cine japonés, ya desde los 30 (llegó a ser presidente perpetuo de
la Asociación de Cineastas y directivo del estudio Daiei). Y en segundo, como
explica Tadao Sato, porque “las empresas cinematográficas en Japón (Shôchiku,
Tôhô o Daiei) consideraban un honor hacer un film artístico que, si lo dirigía
Kenji Mizoguchi, seguramente sería seleccionado entre los diez mejores del año.
Son raros los cineastas como Mizoguchi, que podían realizar una película tras
otra para empresas diferentes”[4].
Retratos
Esta intensa, abrupta secuencia que clausura esa rareza que es Cinco
mujeres alrededor de Utamaro (1946), uno de los varios filmes biográficos
que Mizoguchi rueda tras el final de la Segunda Guerra Mundial, condensa en
ese momento culminante dos de los arquetipos más frecuentes en el cine del
director. Por un lado, la mujer coherente hasta el final con sus sentimientos y
hastiada hasta lo indecible por la falta de coraje para el compromiso de su
amante, que fluctúa siempre entre ella y el amor de otra cortesana. Por el otro, un
hombre que es mostrado siempre como un admirador de la mujer —“feminista”
es, en la tradición japonesa, un término “que remite tanto a la igualdad de
derechos como al hombre adorador de las mujeres y su mundo”[5]—, como un
idealista perseguidor de lo inefable del alma femenina.
Son éstos dos de los extremos posibles, aunque no los únicos, que ilustran,
en la concepción mizoguchiana, la complejidad de la dialéctica hombre/mujer. A
lo largo de su obsesiva búsqueda de la belleza, Utamaro se muestra como un
perfecto nimaime, ese arquetipo masculino importado por el cine japonés desde
el teatro kabuki, caracterizado por su carácter débil, propio de quien no cumple
un rol afectivamente activo y en cambio se deja querer —a lo largo del film,
Utamaro será capaz de defender con uñas y dientes su arte pictórico de
raigambre popular frente a la concepción elitista que concibe la pintura como
una copia de la escuela china, considerada como el cúlmine de la elegancia, pero
nunca se compromete seriamente con ninguna de las cinco mujeres con las que
se relaciona, y a las que el título remite (en realidad, más protagonistas que el
propio pintor)—, un arquetipo que se repetirá a lo largo de la filmografía
mizoguchiana: el sumiso Mohei de Los amantes crucificados (1954), el
pacífico doctor joven de La mujer crucificada / Una mujer de la que se habla
(1954), el servicial Kiyone de La espada Bijomaru (1945).
En cambio, Okita, a pesar de su evidente situación de subordinación frente a
la imposición masculina, es capaz de llevar su pasión hasta los límites de la
muerte. No es la geisha el único ejemplo de este coraje, de este tomar el destino
en sus manos para pasar por encima de la ley y llevar hasta sus últimas
consecuencias un deseo. En un film menor y anterior, La espada Bijomaru,
cuya acción transcurre en pasado, al final del periodo Tokugawa, la hija de un
asesinado samurái emprende sola la venganza contra quien mató a su padre. Una
vez más, el hombre que tiene a su lado, el herrero Kiyone, sólo será capaz de
proporcionarle la espada —de convertirse en una herramienta, en el fondo—,
mientras que ella, y sólo ella, se enfrentará con el guerrero Naito, el asesino.
Cambio de roles radical es, por tanto, el que convertirá a la bella Sasae en
guerrera, una vez más por obra de la incapacidad de Kiyone para asumir el papel
que le exige la mujer, aunque en un bello plano, en la secuencia final, Sasae se
vuelva, tras el combate, para observar con recato a su enamorado guerrero: esa
mirada sigue siendo la mejor invitación para el cortejo; Sasae domina la
situación incluso cuando debe ser la cortejada.
Las hermanas de Gion
El alfarero Genjurô (Mori otra vez) regresa a su casa, después de haber vivido
una extraña experiencia amorosa con una hermosa mujer fantasma (Kyo) y de
haber vendido toda la partida de piezas que llevó a la ciudad. Ha atravesado un
país en guerra, pero ha sobrevivido; junto al hogar lo espera su fiel esposa,
Miyagi (Tanaka), que lo acoge, le prepara algo de comer, se alegra de su vuelta.
Por la mañana, Genjurô se asombra de que su mujer no esté; se reencuentra con
su hijo y con sus parientes, que le informan de que Miyagi ha muerto; era en
realidad su fantasma quien lo recibió la noche anterior: hasta después de la
muerte lo ha esperado. Ahora, deberá aprender a vivir con su soledad… y con el
remordimiento por no haber sabido proteger a su mujer de los soldados que la
mataron: su obsesión por el dinero pudo más que la fuerza de su amor, como en
el caso de su hermano, que abandonó a su esposa para cumplir sus vanos sueños
de convertirse en guerrero. El destino, empero, no ha sido con él tan cruel: su
mujer, aunque dedicada a la prostitución, ha logrado sobrevivir…
Los dos protagonistas masculinos de Historias de la luna pálida de agosto /
Cuentos de la luna pálida después de la lluvia (1953) representan otro de los
polos habituales del cine de Mizoguchi: el de los hombres ambiciosos que no se
paran en barras con tal de llevar a cabo su programa vital, y los conflictos a que
esa ambición los condena. No son estrictamente tachiyaku, ese arquetipo viril,
también trasladado al cine desde el kabuki, que representa la otra polaridad
masculina por excelencia, el hombre de carácter duro, despótico y terrible del
que es arquetipo un actor frecuente en el cine de Mizoguchi, Eitarô Shindô —el
intendente Sansho, el avaro impresor imperial de Los amantes crucificados—,
y que gozó siempre de gran popularidad entre los japoneses. No: son
sencillamente seres incapaces —por formación, por cultura, y más allá de la
época en que les tocó vivir: en eso. Mizoguchi y sus guionistas no se llaman a
engaño, puesto que saben que, aunque con matices, la situación real de la mujer
en la sociedad japonesa poco ha evolucionado— de colocarse en el lugar del
otro, de avizorar —y respetar, por supuesto— el deseo ajeno. Y esa capacidad
los condena a llorar una pérdida provocada por su propia ceguera.
Tachiyaku es en cambio, y cómo, el despótico padre de la indefensa Oharu
(Tanaka) de Vida de una mujer galante según Saikaku / La vida de Oharu,
mujer galante, tal vez la película definitiva del maestro sobre la degradación
que una mujer puede sufrir, tanto a causa de su elección como a manos de un
hombre. Oharu no es una prisionera, mutilada y condenada a vivir en cautividad
por un cruel vasallo imperial tras ser comprada como esclava, como la madre de
El intendente Sansho (1954)[6], sino, según el ejemplo de la propia hermana del
cineasta, una guapa muchacha condenada. Tras ser expulsada de la corte
imperial a causa de su amor por un criado —que, él sí, será ejecutado por su
osadía—, es penalizada por la avaricia de su padre, primero, a ser la concubina
de un daimyo, y más tarde, directamente vendida a una casa de geishas. Hay en
este film oscuro y seco una obsesiva fijación por lo circular, por los destinos que
se terminan cumpliendo según las peores premoniciones: cuando Oharu
contempla, hacia la mitad del film, a la pobre tañedora de biwa que pide limosna
por las calles mientras toca su instrumento, y se acerca a la mujer para darle una
limosna, no sospecha que alguna vez ella misma se verá reducida a la misma
condición[7].
Mujeres de la noche
Autore zinematografiko baten estiloari buruz lutz egiterakoan funtsezkoa de kontzeptuelako bata
eszenaratzea da. Eta honen barruan alderdirik garrantzitsuetako bat eremuaren eta eremutik
kanpokoaren arteko erlazioa. Mizoguchi bezalako errealizadore batek eremutik kanpokoaren
erabilera jakin bat egitea ez da aukera formala soilik, bere notasunarekin serikusirik ere baita.
C uando a principios de la década de los cincuenta, en los albores de la
modernidad cinematográfica, se produjo el feliz encuentro europeo con el
cine japonés, se estaba dando más que una simple coincidencia. De hecho se
trataba de algo más cercano a la causalidad que a la casualidad, dado que
algunos de los rasgos aportados por el feliz hallazgo venían a confirmar o
ilustrar ciertos principios que sustentaban el despliegue crítico y teórico que iba
a acompañar al nacimiento del cine moderno. No se trataba tan sólo de lo que el
cine japonés venía a significar en cuanto a la constatación de que había otra
“manera” de entender el cine, diferente de los modelos hollywoodienses o
europeos habituales, en lo que luego hemos venido a entender como una variante
o alternativa al “modo de representación institucional” dominante. También
significaba la reafirmación de dos de los jalones básicos de la modernidad
cinematográfica: la noción de autor y la relevancia del concepto de “puesta en
escena”.
Sobre la condición de Mizoguchi como “autor” cinematográfico no hará falta
que nos extendamos, ya que la simple existencia de este monográfico sería
prueba suficiente del mantenimiento del autor de El intendente Sansho (1954)
en el Olimpo cinematográfico. Sin embargo, el objetivo de estas notas nos acerca
más al segundo y resbaladizo asunto —la noción de puesta en escena—,
centrándonos sobre todo en las relaciones campo/fuera de campo dadas en
algunas películas de Mizoguchi; es decir, una aproximación a la dimensión
espacial del trabajo fílmico del cineasta nipón. Ahora bien, la puesta en escena
se integraría a su vez en la constitución de ese “estilo” que ineludiblemente debe
acompañar a toda personalidad artística reconocible como tal, por lo que nuestra
reflexión se convierte así en una perspectiva particular sobre esa entidad artística
denominada Kenji Mizoguchi.
Recordemos que David Bordwell ha definido el estilo de un cineasta como
“aquel sistema formal de la película que organiza las técnicas
cinematográficas”[1], si bien no parece que el cine de Mizoguchi pueda asociarse
a ninguna de las caracterizaciones estilísticas referidas a los cuatro modos
narrativos históricos propuestos por ese autor. Ni la invisibilidad del estilo
propio de la narración clásica ni la retórica inherente a la narración histórico-
materialista nos parecen adecuados en relación a la obra de Mizoguchi, pero
tampoco me atrevería a ubicarle en el área de la narración de “arte y ensayo”
(esa espantosa y superficial denominación que propone Bordwell), con su
tendencia desviacionista respecto de las normas clásicas, ni menos en el ámbito
de la narración paramétrica donde “el sistema estilístico del film crea pautas
diferentes a las demandas del sistema argumental”[2]. Y sin embargo, el ejemplo
de la puesta en escena de Mizoguchi incidirá sobre muchos de los exponentes y
defensores de las dos últimas, comenzando por el propio Noël Burch —de quien
Bordwell toma el término “paramétrico”— y cuya sistematización de las
relaciones campo/fuera de campo ha resultado ser poco menos que canónica en
la reflexión cinematográfica de los últimos veinticinco años.
Finalmente, la piedra de toque básica del valor ético del juego campo/fuera
de campo en el cine de Mizoguchi y en el cine en general es la representación de
la muerte. De hecho, habría que hacer una Historia del Cine en función de las
formas de representar la muerte, desde la grandilocuencia teatralizante del film
d’art hasta la banalización coreográfica del cine de John Woo o la complacencia
de Quentin Tarantino y sobre todo sus deleznables imitadores. En ese recorrido,
sin duda que Mizoguchi ocuparía un lugar esencial, no derivado de ninguna
gazmoñería sino de la exaltación del pudor como actitud artística y concordancia
moral con la situación de tantos oprimidos que pueblan el martirologio
mizoguchiano. La agresión mortal de Miyagi en Historias de la luna pálida de
agosto / Cuentos de la luna pálida después de la lluvia no nos es hurtada,
mientras que los amantes Mohei y Osan serán crucificados una vez el film ya se
ha acabado, puesto que el último plano sólo nos muestra al cortejo alejándose,
tras haber tenido noticia de su paso por el ruido provocado desde el fuera de
campo, mientras los trabajadores de la imprenta de Ishum hablaban sobre el
caso; no obstante, no hay que olvidar que al principio de la película ya hemos
asistido a la ejecución de otros dos amantes, que a modo de intriga de
predestinación anticipa la conclusión de nuestra historia. La muerte de la
emperatriz Yang Kwei-Fei queda absolutamente fuera de campo, insinuada en
todo caso por ese conmovedoramente elegante despojamiento de joyas, ropas y
zapatos en planos de detalle que acompañan su marcha al cadalso. De todas
maneras, ningunas muertes tan emotivas como las resultantes del suicidio y
ninguna tan esencial como la de Anju en El intendente Sansho, cuando con el
acompañamiento en off de la canción de su madre, la muchacha se va
sumergiendo en las quietas aguas del lago hasta que un cambio de plano (que
nos lleva hasta la vieja esclava al lado de la empalizada) nos deja el momento
final de la inmersión fuera de campo, para luego retornar al plano en el que las
ondas concéntricas son el único vestigio de una vida sacrificada, mientras se
desvanece el sonido de la canción. Para el que suscribe probablemente ése sea el
momento culminante del lirismo mizoguchiano y uno de los momentos
culminantes de la poética del fuera de campo[9].
Mujeres de la noche
Mujeres de la noche
Elogio de la modulación
La poética del plano sostenido en Mizoguchi
Santos Zunzunegui
Mizoguchik bere helduaroko obretan maiz erabili zituen plano eutsiak direlakoak (ez sekuentzia-
planoak), halakotzat hartuz iraupen normala gainditzen dutenak, sekuentzia bat asorik hartzen
ez baduteere. Formula hau zuzenagoa da bere filmak azterzeko garaian, bree obran plano horik
ez baitituzte sekuentziak asorik barne hartzen.
Llegados a este punto me parece que puede ser oportuno recordar que la más
sugestiva aproximación realizada a la singularidad estilística de Mizoguchi Kenji
se encuentra en los textos del citado Gilles Deleuze[7] que, partiendo de las
adquisiciones ya clásicas de Noël Burch, tienen la enorme virtud de restituir a las
opciones formales del cineasta toda su densidad.
Desde este punto de vista, y aunque no haya por qué seguir a Deleuze
cuando se desliza desde la técnica hacia la metafísica, puede ser útil recordar que
Mizoguchi es presentado como ejemplo relevante de lo que allí se denomina la
“pequeña forma”. Precisamente serán las pinturas china y japonesa las que
ofrecerán un modelo sustancial para comprender el sentido recubierto por esa
denominación: sobre todo en su síntesis entre pequeña y gran forma a través de
los dos principios fundamentales que son la “espiral orgánica” y el “vacío
mediano”, el peso de la “totalidad” y la “separación de los acontecimientos
autónomos”. Como señala Deleuze, citando por dos veces la sabiduría
tradicional: “Todo el cine de la ejecución está en las anotaciones fragmentarias
y en las de interrupciones, aunque el fin sea obtener un resultado pleno…;
conviene que los trazos se interrumpan sin que se interrumpa el aliento, que las
formas sean discontinuas sin que lo sea el espíritu”.
Mizoguchi bera karreran zehar emakumezko pertsoniaiak erretratatzen espezializatu zen, bere
film gehienetan protagonistak baitziren, urteak igaro ahala aktore desberdinek interpretatu
ztuztenak. Hauen artean azpimarra daitezkeenak, funtsen. Takako Irie, Isuzu Yamada, Machiko
Kyo eta, batez ere, Kinuyo Tanaka dira.
Durante el período más turbulento del Japón moderno, tres magníficas actrices
caracterizan la trayectoria de Mizoguchi: Takako Irie, entre 1929 y 1934, Isuzu
Yamada, ídem 1934 y 1945, y, sobre todo, Kinuyo Tanaka, ésta de 1940 a 1954.
La primera (n. 1911) comenzó en el cine especializándose en roles de
vampiresa a la usanza occidental, y por ello ha sido comparada con Greta Garbo
y Marlene Dietrich: trabajó siete veces para Mizoguchi, de las cuales sobresalen,
desde un prisma tanto histórico como puramente interpretativo, las tres últimas,
y, a decir verdad, puede afirmarse que en todas éstas Mizoguchi estuvo al
servicio de ella más que al contrario. El motivo estriba en que Takako Irie
entonces suponía toda una star, hasta el extremo de regentar una productora, Irie
Productions, formada junto a unos parientes y el actor Ichiro Sugai y respaldada
por la Shinkô Kinema. Dado que Mizoguchi había rebotado de la Nikkatsu a esta
Shinkô Kinema, no tardó en entablar amistad con la actriz-productora,
integrándose rápidamente en su recién nacida empresa.
Abundando en el tema, debe señalarse que, pese a suponer una compañía
nueva, la primera producción de la “vampiresa” Irie, confiada a nuestro director,
fue un kolossal de presupuesto desorbitado para la época. El amanecer de la
fundación de Manchuria (1932). Rodado en exteriores de Manchuria, la Gran
Muralla China, Dailen y Shanghai, así como en un grandioso decorado
expresamente construido en Kyoto, en el fondo no era más que un convencional
melodrama de tibio trasfondo histórico-ideológico acerca de la visión japonesa
sobre la fricción Manchuria-Mongolia, lo cual, en general, le costó alimentar la
hoguera aliada de “películas incorrectas” y, en particular, provocó que
Mizoguchi fuera acusado de “camaleón político”. La actriz-productora
encarnaba una descendiente de los emperadores chinos que sufría mil visicitudes
para convertirse en reina de los mongoles (por cierto, que durante los años
cincuenta la inefable productora Shintôhô produjo varias películas en esta línea).
La siguiente colaboración de relevancia entre Takako Irie y Mizoguchi tuvo
lugar en El hilo blanco de la catarata (1933), y en ella la protagonista se adapta
al modelo preponderante de “mujer Mizoguchi” (insistimos, la humilde fémina
que facilita la ascensión de su amado a base de sacrificios, penalidades y hasta
su propia suerte). El tercer y último de los trabajos comunes con importancia. El
grupo Jinpu (1934), retomó la exaltación nacionalista y por lo tanto terminó en
la misma hoguera que la antedicha El amanecer de la fundación de
Manchuria, amén de padecer todo un fracaso comercial. Acaso por esto finalizó
la relación entre el director y la actriz-productora, la cual, por cierto, se mantuvo
en activo casi hasta su reciente fallecimiento en 1995, e incluso disfrutó de toda
una reivindicación profesional gracias al director Nobuhiko Ohbayashi, que
también ofreció papeles a la principiante hija de esta singular star, Wakana Irie.
La segunda actriz que destacamos en este epígrafe, Isuzu Yamada, de
verdadero nombre Mitsu Yamada, nació en Osaka en 1917, hija de un actor de
teatro, y llegaría a convertirse en una de las grandes figuras del cine japonés,
encarnando personajes invariablemente solemnes (por ejemplo, durante la
posguerra frecuentó los jidai-geki de Kurosawa). Debido a la amistad existente
entre su padre y el director de los estudios de la Nikkatsu en Uzumasa (Kyoto),
quien también ideó su nombre artístico, debuta en el cine a la temprana edad de
trece años, en Tsurugi wo koete (1930), de Kunio Watanabe, y al lado de un
actor hoy legendario en Japón, Denjiro Ohkochi. Pronto deviene presencia
habitual en los jidai-geki, al contar con un tipo clásico de belleza japonesa, al
que favorecen los kimonos y el cabello largo y lacio, y más tarde entra en la
productora de otro profesional mítico del país, Chiezo Kataoka, convirtiéndose
rápidamente en una de las actrices más cotizadas de la empresa, actuando a las
órdenes de cineastas con la categoría de Daisuke Itô, Mansaku Itami (padre del
reciente y escabrosamente fallecido Juzo Itami), Hiroshi Inagaki y Sadao
Yamanaka.
Por consiguiente, cuando Isuzu Yamada debuta en el cine de Mizoguchi con
El desfiladero del amor y del odio (1934), pese a su juventud cuenta ya con
una cierta trayectoria estelar; desempeñaba el papel de una actriz que deja las
tablas tras enamorarse de un revolucionario, por quien sufrirá mil penalidades,
incluida la prostitución, que culminan en el suicidio, arrojándose a un río. Por
cierto, el suicidio de la Mujer en el agua, de tantas resonancias mitológicas y
filosóficas, desde entonces devendrá conclusión recurrente en la poética de
Mizoguchi, y recientemente fue reinterpretado por el admirable Jim Jarmusch en
el sobrecogedor desenlace de su interesantísima Dead Man (Dead Man, 1995).
Oyuki, la virgen
QUIM CASAS
Mizoguchi bere karreran zehar bi film bakarrik zuzendu zituen koloretan: Yan Kwei-Fei
enperatriza (1954) eta Heroi sakrilegoa (1955). Bi film hauetan kolorea eszenaratzearen zati
bat geiago bezala erabiltzen du: ez ditu sentipen zehatzak adierazten soilik, ideia asko ere
aditzera ematen ditu, pertsonaien erabakiak indartzen ditu eta elkartze-aberastasun handiko
ehun dramatikoa osatzen du.
Abe, Yutaka: 78
Alsina Thevenet, Horacio: 87
Aprà, Adriano: 36
Astruc, Alexandre: 13, 39, 45
Atsumi, Kiyoshi: 77
Chaplin, Charles: 84
Chikamatsu, Monzaemon: 22, 36, 40
Cohen, Robert: 39, 45
Curtiz, Michael: 87
Daney, Serge: 28
Decourcelle: 48
Deleuze, Gilles: 70, 71, 73, 75
De Mille, Cecil B.: 84
Desser, David: 45
Dietrich, Marlene: 78
Doniol-Valcroze, Jacques: 13, 19, 24
Dreyer, Carl Theodor: 70, 84
Eisenstein, S. M.: 84
Elena, Alberto: 24
Fassbinder, R. W.: 48
Ford, John: 19, 35, 84
Freiberg, Freda: 82
Garbo, Greta: 78
Gaudreault, André: 38, 45
Godard, Jean-Luc: 13
Gosho, Heinosuke: 5, 9, 80
Guimerà, Ángel: 6
Hamon, Philippe: 45
Hanayagi, Shôtarô: 14, 15, 24, 49, 58
Harris, Townsend: 34
Hasegawa, Kazuo: 49
Hathaway, Henry: 85
Hazumi, Tsuneo: 24, 36, 50
Hiro-Hito: 7
Hoffmann, E. W.: 6
Honda, Inoshiro: 77
Ibsen, Henrik: 40
Ichikawa, Raizô: 49, 86
Ihara, Saikaku: 17, 18, 36, 39
Iizuka, Toshiko: 47
Inagaki, Hiroshi: 7, 9
Ippei, Okamoto: 6
Irie, Takako: 7 6, 78, 79
Irie, Wakana: 79
Isozaki, Arala: 50
Itami, Juzo: 79
Itami, Mansuku: 79
Itô, Daisuke: 9, 79, 80
Iwakasi, Akira: 14
Izumi, Kyôka: 11, 56
Lang, Fritz: 84
Leblanc, Maurice: 6
Legrand, Gerard: 19, 24
Loden, Francis: 45
Lubitsch, Ernst: 84
Magatani, Morihei: 26
Magrelli, Enrico: 36
Mamoulian, Rouben: 85, 87
Mann, Anthony: 86
Marcorelles, Louis: 24
Matsui, Sumako: 58
Maupassant, Guy de: 5, 11, 19, 35, 80
Mayama, Seika: 36
Melville, Herman: 28
Metz, Christian: 63, 68
Mifune, Toshiro: 18, 76, 81
Miki, Minoru: 10
Minnelli, Vincente: 48
Miyagawa, Kazuo: 84, 86
Mizoguchi, Suzu: 4, 5, 56
Mizoguchi, Yoshio: 4
Mizoguchi, Zentaro: 5
Mizutani, Hiroshi: 15, 86
Mnouchkine, Ariane: 24, 36, 87
Mollet, Luc: 24
Mori, Akiko: 58
Mori, Masayuki: 58, 81, 84
Mori, Ogai: 20, 35, 39
Murata, Minoru: 77, 78
Murnau, F. W.: 48
Nagai, Kafu: 56, 77
Nagashima, Ichiro: 80
Nagata, Masaichi: 9, 10, 19, 25
Nakagawa, Nobuo: 79
Nakamura, Shôtarô: 56
Naruse, Mikio: 80, 82, 84
Niogret, Hubert: 12, 24
Nobuchi, Akira: 26, 81
Noda, Kogo: 75
Nolletti, Jr. Arthur: 45
Nomura, Hiromasa: 26, 78, 80
O’Neill, Eugene: 6
Oguchi, Tadashi: 5
Ohbayashi, Nobuhiko: 79
Ohkochi, Denjiro: 79
Okakura, Kakuzo: 50
Ophuls, Max:, 82
Oya, Ichijiro: 86
Ozu, Yasujiro: 5, 9, 26, 75, 76, 77, 80, 81, 84
Pistagnesi, Patrizia: 36
Polanski, Roman: 82
Proust, Marcel: 46
Quintana, Ángel: 30
Renoir, Jean: 84
Rivette, Jacques: 13
Rohmer, Eric: 13, 19, 24
Romaguera i Ramió, Joaquim: 87
Rossellini, Roberto: 17, 19
Ryu, Chishu: 76
Sadoul, Georges: 8, 24
Saga, Chieko: 7, 77
Saigo, Takaniori: 34, 35
Sakai, Yoneko: 77, 78
Santos, Antonio: 9, 11, 12, 16, 22, 24, 82, 84
Sanyutei, Encho: 7
Sardou: 48
Sato, Tadao: 56, 60
Sawamura, Haruko: 77
Scribe: 48
Serceau, Daniel: 60
Shakespeare, William: 45
Shikibu, Murasaki: 22, 46, 50
Shima, Koji: 26, 77
Shindô, Eitarô: 59
Shindo, Kaneto: 8
Shonagon, Sei: 48
Sica, Vittorio de: 17
Sirk, Douglas: 48, 49
Sjöström, Victor: 48
Stahl, John M.: 48
Sternberg, Josef von:, 82
Sugai, Ichiro: 78
Sugiyama, Kôhei: 84, 85
Vidor, King: 84
Wakao, Ayako: 81
Wakayama, Osamu: 5
Walley, Arthur: 50
Watanabe, Kunio: 79
Welles, Orson: 70
Wenders, Wim: 76
Woo, John: 65
Zola, Emile: 5
Índice de películas
Calle de la vergüenza, La: 4, 21, 30, 31, 32, 40, 44, 48, 49, 51, 52, 53, 58, 60,
65, 68, 81, 82
Canción de la tierra natal, La: 7, 47
Canción del campamento, La: 13
Chi to Rei (véase Sangre y el alma, La)
Chikamatsu Monogatari (véase Amantes crucificados, Los)
Chûshingura: 15, 77
Cinco mujeres alrededor de Utamaro: 16, 28, 34, 35, 40, 43, 47, 49, 51, 52,
53, 54, 57, 80
Como un torrente: 48
Conjura de los boyardos, La: 84
Cuentos de la luna pálida después de la lluvia (véase Historias de la luna
pálida de agosto)
Daichi wa Hohoemu (véase Sonrisa de nuestra tierra, La)
Dama de Musashino, La: 17, 48, 54
Danjûro Sandai (véase Tres Danjuro, Los)
Dead Man: 79
Desfiladero del amor y del odio, El: 9, 10, 14, 79
Destino de la señora Yuki, El: 17, 54, 68, 81
Día en que vuelve el amor, El: 4, 5
Diligencia, La: 35
Dios guardián del presente, El: 9
Ehe der Maria Braun, Die (véase Matrimonio de Maria Braun, El)
Elegía de Naniwa: 6, 7, 10, 11, 12, 13, 14 32, 34, 35, 80
Emperatriz Yang Kwei-Fei, La: 4, 13, 21, 22, 35, 40, 43, 46, 47, 50, 52, 55, 64,
66 67, 68, 69, 71, 72, 81, 82, 83, 84, 85, 86, 87
En las ruinas: 6
Escenas de la calle: 7
Espada Kijomaru, La: 15, 35, 48, 57, 80
Europa 51: 19
Intendente Sansho, El: 4, 13, 20, 21, 35 39, 40, 45 48, 49, 53, 54, 59, 61, 62,
65, 66 67, 68, 81
Ivan Grozni II (véase Conjura de los boyardos, La)
Jasei no in: 26
Jigokmnon (véase Puerta del infierno, La)
Jinkyô (véase Mundo de aquí abajo, El)
Jinpûren (véase Grupo Jinpu, El)
Jo-i Kinuyo sensei: 80
Josei no Shôri (véase Victoria de las mujeres, La)
Joyû Sumako no Koi (véase Amor de la actriz Sumako, El)
Saikaka Ichidai Onna (véase Vida de una mujer galante según Saikaku)
Samidare Zôshu (véase Lluvia de mayo y papel de seda)
Sangre y el alma, La: 6
Sanshô Dayû (véase Intendente Sansho, El)
Seishun no Yumeji (véase Sueños de juventud)
Sen-un Ajia no Joo: 26
Señorita Oyu: 18, 38, 39, 42, 43, 45, 54, 76, 77, 80
Shikamo Karera wa Yuku (véase Y sin embargo, avanzan)
Shin Heike Monogatari (véase Historia del clan de los Taira)
Shishi no za: 80
Sinfonía de la gran ciudad: 8
Smultronstället (véase Fresas salvajes)
Some Came Running (véase Como un torrente)
Sonrisa de nuestra tierra, La: 7
Stagecoach (véase Diligencia, La)
Sueños de juventud: 77
Sunrise (véase Amanecer)
Francisco, 1978 (citado en AA. VV.: Kenji Mizoguchi. Ed. Filmoteca Nacional
de España/XXV Semana Internacional de Cine de Valladolid. Madrid-Valladolid,
1980). <<
[2] Santos, Antonio (Kenji Mizoguchi. Ed. Cátedra. Madrid, 1993) censa treinta y
Cinema. Ed. Scolar Press. Londres, 1979. Citado en Kenji Mizoguchi (ver nota
1). <<
[9]
Sadoul. Georges: “De Gion à Tokio”. Cahiers du Cinéma, número 158.
Agosto-septiembre, 1964. <<
[10] Ibídem. <<
[11] Op. cit., nota 2. <<
[12] Op cit., nota 8. <<
[13] Op. cit., nota 9. <<
[14] Op. cit., nota 2. <<
[15]
Niogret, Hubert: “Nouvelles perspectives sur Mizoguchi (à propos de
quatorce films inédits)”. Positif, número 212. Noviembre, 1978. <<
[16] Estos datos han sido tomados de Elena, Alberto: “En el país de Godzilla: una
páginas, The Tule Of Genji (The Modern Library. Londres, 1960). Desde la
muerte de su autora, Murasaki Shikibu, La historia de Genji ha sido objeto de
ávidos y numerosos análisis. Sólo en Japón se han escrito más de 10 000 libros
acerca de esta obra. Ya en el siglo XIII apareció un comentario japonés de 54
tomos, y en 1960, el mismo año en que Walley la tradujo al inglés, un editor
nipón publicó una Enciclopedia de la historia de Genji que ocupa unas 1200
páginas. Además, durante el siglo XII inspiró un hermosísimo emakimono —
pintura polícroma enrollada horizontalmente que se desenrolla de izquierda a
derecha— titulado “Genji Monogatari”, atribuido generalmente al artista
Fujiwara Takayoshi, pintado a la acuarela sobre un papel de arroz, que
actualmente se guarda en la Fundación Tokugawa Remei-kai de Tokio. <<
[2] Según la acertada observación del crítico estadounidense Audie Bock “del
joven Anju, que acepta morir para que su hermano se fugue y se reencuentre con
la madre de ambos. <<
[7] Este recurso de colocar a un personaje frente a su propio, especular destino se
plantea la semejanza entre fuera de campo y elipsis en: introduzione alla retorica
del cinema. Ed, Le Lettere. Florencia. 1994. Página 154. <<
[6] Pensemos que en un film desarrollado en un único plano la relación
campo/fuera de campo es absolutamente pertinente, mientras que ni siquiera
existe posibilidad de “puesta en serie” o montaje. <<
[7] “Qu’est-ce que la mise en scène”, en Cahiers du Cinéma, número 100. París,
cine? Rialp. Madrid, I960. Página 134. Dicho sea de pasada conviene hacer
notar que el énfasis sustancial de la argumentación de Bazin estaba bastante más
en la dimensión “profundidad de campo” que en la del “plano secuencia”
propiamente dicho, es decir, más en el despliegue “vertical” del tiempo que en su
desarrollo “horizontal”. <<
[2]
Bosch, Ignasi: “Esa silla vacía o el plano secuencia en Mizoguchi”.
Contracampo, número 19. Febrero. 1981. Páginas 24-27. <<
[3] Se hace necesaria una nueva cautela referida a la idea de planos de “duración
una serie de elementos temáticos con otros situados en niveles de lo que llamaré
la puesta en escena en sentido nato. <<
[7] Deleuze, Gilles: La imagen-movimiento. Estudios sobre cine 1. Paidós.
Barcelona, 1984. Capítulo 11; “Las líneas de universo en Mizoguchi: del trazado
al obstáculo”. Páginas 261-273. <<
[8] Burch, Noël: Praxis del cine. Ed. Fundamentos. Madrid. 1970. Páginas 21-23
y 85. <<
[9] Así denominaban a Mizoguchi sus amigos a decir de su fiel guionista Yoda
convendría señalar que esta lista es incompleta: al menos habría que añadir a los
enumerados por Deleuze el uso del espacio off (que además se vincula
directamente con el uso del plano sostenido en movimiento) como parámetro tan
decisivo como los anteriormente citados. <<
[11] La mansión Katsuki, en cuyas tinieblas reinan Wakasa y su dueña, es tratada
mediante un juego de blancos y negros que parecen ilustrar las ideas de Tanizaki
acerca de “el color de las tinieblas a la luz de una llama”. Véase Junichiro,
Tanizaki: Elogio de la sombra (1933). Siruela. Madrid. 1994. Páginas 78-79. <<
[12] Puede consultarse con provecho el análisis de Burch. Noël: To the Distant
y el cine en color” del citado volumen Textos y manifiestos del cine. Página 507.
<<
[5] Op. cit., nota 2. Página 25. <<