Katharine Ashe - Se Busca Príncipe 02 Me Enamoré de Un Lord
Katharine Ashe - Se Busca Príncipe 02 Me Enamoré de Un Lord
Katharine Ashe - Se Busca Príncipe 02 Me Enamoré de Un Lord
KATHARINE ASHE
Libro 2 de la Serie: "Se busca príncipe"
¿Qué puede suceder cuando se une un misterio con los enigmas del amor y la
pasión?
Querida lectora
Las obras de ficción que más me gustan son las novelas románticas bien
escritas. Y si además incluyen un poco de aventura, me encantan. También adoro
los misterios ambientados en mansiones de campo y castillos lejanos, en especial si
son asesinatos. Por eso, cuando Ravenna Caulfield, la hermana más joven y
rebelde de mis cazadoras de príncipes, me sugirió que se moría por vivir esa clase
de diversión espeluznante, aproveché encantada la oportunidad de escribir su
historia. Metí en la maleta mis jerséis llenos de pelusa y los calcetines de lana, y me
marché a las montañas de Francia.
¿Francia, dices? ¿Por qué Francia? Bueno, imaginé que si el Hércules Poirot
de Agatha Christie, que era belga, podía resolver misterios en Inglaterra, mi
heroína inglesa podría resolver un misterio en Francia. N’est-ce pas? Y, además,
tenía el pálpito de que en el lugar al que me dirigía encontraría la inspiración ideal.
Quel éxito! Cuando viajaba por el sudeste de París, me detuve cerca de Suiza,
en una de las regiones más poéticas de un campo precioso, el Franco Condado.
Aquí, las antiguas montañas Jura descienden hasta convertirse en valles regados
por la luz del sol y cubiertos de viñedos. En este paraíso degusté el Comté, un
delicioso queso duro suave, que acompañé del famoso vino blanco típico de la
región. Mojé cortezas de pan crujiente en burbujeantes cazuelas de fondue
humeante, y saboreé tartas de ciruela deliciosas mientras admiraba iglesias
medievales y castillos del siglo xviii. Estudié sus escalinatas, los muebles, los
dormitorios, los salones, los establos, los garajes de los carruajes, hasta la
fontanería de aquellas gloriosas mansiones donde residieron, en su día, príncipes y
princesas, y estuve paseando por los cuidados jardines de aquellas mansiones en
un estado de euforia. Resumiendo, me enamoré. Y me pareció el lugar perfecto
para que mis protagonistas se enamoraran también.
Os ofrezco Me enamoré de un lord, una historia de misterio envuelta en un
tierno y apasionado romance ambientado en un entorno muy elegante. Espero que
disfrutéis tanto leyéndola como disfruté yo escribiéndola.
Con cariño, Katharine
Indice
He recibido una carta del señor Pettigrew que me ha apenado mucho. Me ha dicho que
Bestia ha muerto y que mi hermana está desolada. Le he pedido a Ravenna que se venga
conmigo a Combe, pero mi hermana no contesta. Sé que estará de acuerdo conmigo en que
le convendría cambiar de aires. Por eso quiero hacerle una proposición. Un buen amigo de
mi marido, Reiner de Sensaire, me ha informado de que el príncipe Sebastiao de Portugal
celebrará una fiesta en Francia el mes que viene. ¿Sería tan amable de acompañar a
Ravenna a la fiesta? Allí habrá un castillo con muchos caballos y otros animales, y estoy
convencida de que eso podría consolarla un poco. Ya he conseguido invitaciones para usted,
para mi hermana y para el señor Pettigrew. Le ruego que acepte.
Cuando lord Vitor Courtenay ató su caballo a una rama y entró en la iglesia
de piedra gris que había en la cima de la montaña, ya se veían algunos copos de
cristal gélido flotando por entre los árboles. Cerró la puerta y cruzó la nave
desnuda de adornos, sus pasos resonaban en la bóveda. Al llegar a los escalones de
piedra caliza del presbiterio, se puso de rodillas, se quitó el sombrero, y se
santiguó.
Años atrás, había acudido a aquella ermita de la montaña en busca de
comida, refugio y seguridad. En ese momento no necesitaba nada de eso. La
riqueza que había amasado durante la guerra trabajando para Inglaterra y Portugal
estaba cogiendo polvo en su banco de Londres, y en ese momento disponía de
todos los lujos del Chateau Chevriot.
Esa mañana buscaba otra clase de ayuda.
La iglesia olía a incienso y a velas de sebo, y la fragancia se mezclaba con un
aroma antiguo y sagrado: el olor de la tierra de su verdadero padre. Catorce años
atrás, cuando descubrió quien era su padre biológico, Vitor viajó primero a esta
tierra, pero volvió a partir cuando la familia real portuguesa se llevó la amenaza de
Napoleón hasta Brasil. Sin embargo, no cruzó el Atlántico junto al resto de la corte.
Su padre, Reynaldo, primo del príncipe regente, se retiró a las montañas. Desde su
escondite envió a su hijo inglés —joven y ansioso por demostrar su valía—, a
España, y luego a Francia, para que aprendiera lo que pudiera con el objetivo de
poner a salvo Lisboa y restaurar la corte de la reina.
Y él no lo decepcionó.
Se tocó el labio hinchado con la lengua. Por lo visto no todo el mundo
respetaba a los héroes de guerra.
Por detrás de las gradas de madera del coro crujió una puerta. Agachó la
cabeza y esperó. Los pasos de unas sandalias se arrastraron hasta él y se
detuvieron a su lado. El ermitaño se arrodilló en la piedra fría y el tintineo de las
cuentas de su rosario quedó amortiguado por la lana de su hábito.
—In nomine Patris, et Filii, et Spiritus Sancti.
No le olía el aliento a vino. Todavía.
—Amén.
—¿Para qué pecado has venido en busca de absolución, mon fils? —preguntó
el sacerdote, y luego añadió—: Esta vez.
—Padre…
—¿Has actuado con ira?
El ermitaño le hizo la pregunta siguiendo una tradición antigua, según la cual
el sacerdote sonsacaba la confesión del pecador mediante las preguntas. Los dos
años que Vitor pasó viviendo en el monasterio que estaba en lo alto de las
montañas de la Serra dal Estrela, había leído todos los libros que encontró en la
biblioteca de los hermanos benedictinos, incluyendo algunos manuales del
confesor. Y aquel ermitaño no había elegido el pecado de la ira por capricho. Ya
sabía que era una de sus debilidades.
—No —contestó con la garganta seca—. No ha sido ira.
«Esta vez no.»
—¿Codicia?
—No.
—¿Orgullo?
—No.
—¿Envidia?
—No.
—Es imposible que hayas pecado de perezoso —dijo el ermitaño con un tono
de voz suave—. No has dormido ni una sola noche entera en toda tu vida, joven
vagabundo.
—No.
«Elige ya al pecado correcto.»
—¿Has mentido?
—No.
—¿Has robado?
Eso se podría discutir.
—No exactamente.
—¿Has codiciado los bienes de tu vecino?
Por un momento, aunque la palabra «bienes» no era la más adecuada para
definirlo.
—No.
—Hijo…
—Padre…
Vitor se llevó los nudillos a la frente.
El sacerdote guardó silencio un momento que se alargó mecido por el aire
helado.
—¿Has vuelto a matar?
—No.
El suspiro de alivio del francés resonó en las paredes del presbiterio. Se sentó
sobre los talones y se cruzó de brazos por encima de las voluminosas mangas que
llevaba.
—Y entonces, ¿qué has hecho que te haya llevado a abandonar la reunión que
se celebra en la casa de tu hermanastro, y dónde se requiere tu presencia?
—He besado a una chica.
Silencio.
—¿Padre?
—Vitor, vas a acabar en un manicomio.
—O en el infierno. —Se pasó la mano por el pelo y se volvió hacia el
sacerdote. El anciano francés lo miraba con paciente tolerancia. Vitor negó con la
cabeza—. No tendría que haberlo hecho, Denis.
—Puede que te estés tomando tus votos monásticos demasiado en serio, mon
fils, en especial teniendo en cuenta que los abandonaste hace seis meses. —Alzó sus
cejas peludas—. O eso me dijiste entonces.
El monasterio fue el lugar perfecto donde retirarse después de la guerra. Pero
los padres de Vitor, el marqués de Airedale y el príncipe Raynaldo de Portugal, no
opinaban lo mismo. ¿Dónde estaba aquel hombre leal a ambas familias, el hombre
al que habían confiado las misiones más peligrosas para que sirviera con lealtad
tanto a Inglaterra como a Portugal? ¿Dónde estaba aquel hombre sediento de
aventura?
«Atado a una silla, apaleado, hecho jirones.»
El monasterio le vino muy bien. Durante un tiempo. Pero cuando hubo
conseguido reprimir su ira, empezó a sentirse ansioso por seguir adelante.
—No es por los votos. —Volvió la cabeza hacia el altar desnudo hecho con
piedras de granito extraídas de aquella misma montaña—. No era exactamente una
chica.
El sacerdote se atragantó.
—Puede que ya sea hora de que hablemos sobre ese monasterio.
Vitor lo miró con el ceño fruncido.
—Oh, cielo santo, Denis. Era hembra.
—Ah. Bon. —El viejo sacerdote volvió a suspirar aliviado—. Entonces, ¿estás
confesando el pecado de la fornicación?
—No. —Vitor se volvió para sentarse en el escalón y aliviar así el dolor de la
pierna que ella le había golpeado con la horca más pesada del mundo. Se pasó la
mano por la cara—. Solo la besé.
El ermitaño se rió.
—Si te cobró solo por eso, debería ser ella quien se confesara.
Denis se metió la mano en un bolsillo del hábito y sacó una bota.
—No era una puta. Era una dama. —Aunque llevaba un vestido de sirvienta
y estaba trasteando en los establos en plena noche—. Yo la asusté. —En sus ojos
vio ira, indignación y miedo. Tenía unos preciosos ojos negros. A la luz del candil,
parecía un ángel. Un ángel oscuro y tentador—. Fue como si un demonio se
apropiara de mis actos. Ella estaba allí… —debajo de él, él notaba todas sus curvas
bajo su cuerpo, su cuerpecito exuberante y femenino, sus ojos brillantes— y yo
quería besarla, más de lo que he deseado nada en la vida. No pude reprimirme.
Debería haberse contenido mucho antes de seguirla hasta el establo. La vio
cruzar el patio en plena oscuridad como si estuviera acostumbrada a ir por ahí
sola, con paso firme, con la tela de la falda ceñida al trasero y a los muslos, y esa
imagen lo excitó, pues la estaba observando desde las sombras gélidas. Ninguna
mujer de buena cuna caminaba de esa forma. La luz del candil se reflejaba en el
cabello negro que le enmarcaba la cara y suplicaba que alguien lo liberara de sus
confines. La había seguido tanto para poder verla mejor, como porque le pareció
que tenía intenciones sospechosas.
Su joven hermanastro Sebastiao disfrutaba citándose con las sirvientas en los
establos. Curiosamente, decía que le hacía sentir como el libertino que no era. Sin
embargo, ese divertido pasatiempo no encajaba con los invitados del príncipe.
Pero Sebastiao no estaba en el establo con la chica, solo había un montón de
cachorros mestizos y una maldita horca que parecía de piedra. Y, entonces, cuando
la inmovilizó en la paja y ella le miró la boca…
Se volvió un poco loco.
Dos años de silenciosa contemplación no lo transformaban a uno
necesariamente en un monje convencido.
Denis asintió.
—Al diablo le encanta adoptar forma de mujer.
—No. Yo malinterpreté la situación.
La joven no era una sirvienta que había ido a las caballerizas en busca de un
revolcón rápido con algún mozo de cuadra, sino, por lo visto, una de las
potenciales esposas de Sebastiao. Una elección extraña: la antigua sirvienta de un
baronet inglés menor. Pero el deber de Vitor en Chevriot no era el de juzgar las
intenciones de su padre biológico, solo la de asegurarse de que su hermanastro
cumplía con su deber.
Denis le miró el labio hinchado.
—¿Le pediste perdón después de besarla?
—No.
Lo haría hoy. Y luego se mantendría todo lo alejado de ella que pudiera.
—Hay muchas chicas en ese castillo —dijo el francés haciéndose eco de sus
pensamientos—. Sebastiao se quedará sin opciones si tú te interesas por una de
ellas.
No. Ya había creado problemas en una ocasión al interponerse entre uno de
sus hermanos y una mujer. No pensaba volver a hacerlo.
—No tengo ningún interés en ella —murmuró.
—Sigues en secreto de confesión, Vitor.
Volvió la cabeza.
—¿Cómo lo haces?
—¿Reconocer las mentiras? Es un don. El tuyo es servir a tu familia. A tus dos
familias. Hay que conseguir que Sebastiao siente la cabeza. Después de todas las
veces que le has salvado del desastre, tú lo sabes mejor que nadie.
—Es posible que obligarlo a casarse lo tranquilice un tiempo, pero no
cambiará su forma de ser.
Igual que él no había cambiado después de sufrir torturas. Puede que su
hermano mayor Wesley hubiera heredado toda la templanza de los Courtenay.
Puede que él, como no tenía tanta sangre Courtenay, hubiera heredado la
inconstancia de su madre.
Era un vagabundo.
—Sebastiao es inestable y propenso a los excesos —dijo Denis—. Pero la
nieve lo retendrá aquí hasta que elija esposa —opinó el ermitaño—. Y el príncipe
Raynaldo sabe que tú no le fallarás.
Nunca lo había hecho. Pero esta misión le quedaba grande.
—Cuando todo esto haya acabado, Denis, regresaré a Inglaterra.
—¿Para hacer qué, mon fils? Gastar tu oro en bebida, juego y mujerzuelas?
—¿Por qué no? No tengo nada mejor que hacer con él.
Durante las largas y silenciosas noches que pasó en el monasterio, con la
barriga vacía y las manos llenas de callos, estuvo considerando entregarse a la vida
para la que había nacido, una vida que se podía permitir. Pero incluso entonces
sabía que eso no le satisfaría. Pronto se enteraría de alguna oportunidad en el
extranjero, u olería el frescor de los vientos de la primavera, y se volvería a
marchar.
Se frotó distraídamente la cicatriz que tenía entre el pulgar y el dedo índice
por encima de los guantes. Le picaba.
—Bon. —El sacerdote dejó la bota sobre el escalón y entrelazó las manos—. Te
has confesado del pecado de la lujuria, mon fils —dijo con sencillez—. Estás
arrepentido, n’est-ce pas?
Vitor cerró los ojos y vio los de aquella joven, brillando como estrellas.
—Sí.
—Como penitencia te impongo una novena a nuestra madre la Virgen María,
y la tarea de emparejar a tu hermano con una mujer que le haga sentar la cabeza.
—¿Solo eso? —Vitor alzó una ceja—. Padre, eres demasiado indulgente.
El padre dibujó una cruz en el aire delante de su frente.
—Ego te absolvo a peccatis tuis in nomine Patris, et Filii, et Spiritus Sancti.
—Amén.
—Ahora ve a buscar una puta de verdad y apaga parte de ese fuego que te
corre por la sangre.
Cogió la bota.
El camino que bajaba por la ladera estaba salpicado por la nieve que cada vez
caía más rápido por entre el toldo de píceas y pinos. Un jinete apareció como una
sombra por entre la cortina blanca. Cuello de la camisa levantado, botones
dorados, unos calzones impolutos y fusta torcida, tenía la pose estudiada hasta
cuando iba a lomos del caballo.
—¿Ya estás otra vez con ese rollo papista, hermano? —dijo Wesley
Courtenay, conde de Case, arrastrando las palabras.
Tenía el pelo castaño lleno de copos de nieve y también algunos alrededor de
los ojos de color azul oscuro que ambos compartían con su madre.
—¿Y tú ya vuelves a poner esa pose de lord de siempre, hermano?
Se detuvieron uno frente al otro y se dieron la mano.
Wesley sonrió.
—Me alegro de verte después de tanto tiempo, Vitor —dijo con el tono grave
y con la voz cálida, una voz que, a veces, podía sonar fría como el acero en
invierno—. Pero ¿qué narices te has hecho en el labio? —Ondeó la mano—. Da
igual. Te afea un poco, así que me siento casi en deuda contigo.
—Mi ayudante de cámara me debe de haber cortado mientras me afeitaba.
—Eso podría ser si tuvieras ayudante —contestó su hermanastro mayor—. O
puede que ahora sí lo tengas. Hace tanto tiempo que no te veo por Inglaterra que
apenas sé cómo te van las cosas. Me puse muy contento cuando recibí tu invitación
para venir a esta reunión —dijo en un tono conversador mientras de fondo se oían
los sonidos apagados de la nieve cayendo a los pies de los árboles.
—¿Ah, sí?
—¿Un castillo lleno de damiselas buscando esposo? —Wesley fingió
sorpresa—. Pues claro. ¿Qué hombre razonable no estaría encantado ante tal
perspectiva?
Vitor se rió.
—Ya sé que es probable que esas chicas sean demasiado inocentes para tu
gusto, Wes. Pero sus padres son muy ricos. Unas sesiones de juegos nocturnos no
te harán daño.
—Claro. ¿Por qué me has invitado, Vitor?
—No fue cosa mía. Papá te invitó y te dijo que había sido yo. Recibí su carta
un día antes de salir de Lisboa.
Wesley detuvo su montura.
Vitor prosiguió y dejó que Ashdod siguiera al paso que quisiera.
—Tengo entendido que mamá se muere por tener nietos. Puede que tenga la
esperanza de que, si te quedas atrapado con un montón de doncellas casaderas,
acabes encontrando esposa.
—Papá quiere que nos reconciliemos —dijo Wesley por detrás de él.
Vitor detuvo al rucio y miró por encima del hombro.
—Por si te sirve de algo, me alegro de que papá lo hiciera. Me alegro de verte,
Wes.
—Eso espero, después de siete años.
Pero no hacía siete años que había dejado de oír la voz de su hermano, solo
cuatro. Sin embargo, Wesley era un tonto arrogante y desconocía que él lo sabía.
—Bueno, no me podía resistir a la invitación. —Wesley contempló aquellos
bosques que tan alejados estaban de su moderna sociedad londinense—. En esta
época la ciudad es muy aburrida, y mamá es un fastidio. —Le brillaron los ojos—.
¿Por qué no naciste tú primero en lugar de ser yo el primogénito?
—Si aceptas las reglas, el destino es una amante cómoda, Wes.
Destino: la amante que hacía cuatro años lo puso en manos de unos
mercenarios que se lo entregaron a los británicos para que lo torturaran.
—Ahora el monje pretende sermonearme sobre amantes. —Wesley se rió—. Y
hablando del tema… El príncipe no parece muy contento con las perspectivas
matrimoniales. ¿Ha venido obligado?
—Pregúntaselo tú mismo.
Wesley nunca había reconocido en voz alta la relación de Vitor con la realeza
portuguesa. Pero sabía que su madre se había acostado con otro hombre y de esa
unión había nacido un hijo. El marqués de Airedale, un padre indulgente para sus
dos hijos, no se opuso a que él abandonara Inglaterra para irse a vivir a casa del
hombre que lo había engendrado. Y la única vez que había regresado a Inglaterra
siendo ya un hombre, el marqués lo había recibido con los brazos abiertos.
Vitor comprendía a su hermano mayor. Por mucho que Wesley se preocupara
por él, también estaba resentido por el amor que le profesaba su padre. Pero sobre
todo le odiaba por culpa de un agravio de hace siete años que, por lo visto, no
podía olvidar ni perdonar. Vitor lo sabía porque, durante la guerra, cuando había
estado prisionero en su propio país, acusado de traición, había oído la voz invernal
de su hermano mayor mientras lo torturaba.
Ravenna paseó los dedos de los pies por la alfombra mientras se acercaba a la
puerta del salón; e iba dejando marcas en el estampado. Ahora que el mundo fuera
del castillo se había convertido en un torbellino de nieve y viento, no podía evitar a
los humanos que se alojaban allí a menos que quisiera quedarse encerrada en su
dormitorio. Pero retrasó su salida todo lo que pudo.
Le sonrió al lacayo apostado en la puerta del salón y miró por encima de su
hombro.
—¡Por nuestro anfitrión! —exclamó sir Henry, el criador de pura sangres—.
¡Le deseo mucha prosperidad!
—¡Por nuestro anfitrión!
Los invitados levantaron sus copas en dirección al príncipe. Estaba plantado
ahí, resplandeciente en medio de la estancia, con un cuello que le llegaba hasta la
barbilla y unas solapas enormes. Tenía los ojos rojos, la mirada desorientada y una
sonrisa vacilante. Les hizo una reverencia, era evidente que estaba bebido.
El conde de Whitebarrow, un hombre alto y rubio de mirada arrogante y
nariz aristocrática, le echó a Ravenna una ojeada rápida y evaluadora. El joven
señor Martin Anders se la quedó mirando fijamente por debajo de un flequillo
despeinado. Tenía el ojo derecho rojo y rodeado de una sombra, como si le
hubieran dado un puñetazo. Su padre, el barón Prunesly y reputado biólogo, la
miró por encima de las gafas y frunció el ceño.
Ravenna buscó la delicadeza oscura de mademoiselle Dijon y la encontró
sentada junto a su padre, el general. Tenía su perrito acurrucado en el regazo y
decorado con los mismos lazos que ella llevaba en el vestido. Por lo menos había
una persona en la fiesta que estaba bien acompañada.
El almuerzo había sido un purgatorio de conversaciones banales, taimadas y
silenciosas evaluaciones por parte de las mujeres, y peculiares escrutinios por parte
de los hombres. Ella estaba segura de que la cena sería más de lo mismo. Y todavía
tendría que soportar docenas de comidas más hasta que sir Beverley la dejara
marchar de aquella cárcel. Tenía que encontrar alguna actividad, y rápido.
Y, preferiblemente, algo que la mantuviera alejada de los establos.
Sir Beverley había hablado con el jefe de los mozos del príncipe. No había
ningún mozo de establo, cochero ni otro sirviente que hubiera venido con alguno
de los invitados que encajara con la descripción del hombre que la había
inmovilizado en el suelo la noche anterior. Había un pueblecito al otro lado de la
fortaleza, pero el mozo dijo que allí vivía muy poca gente y que los conocía bien.
Chevriot era propiedad de la familia del príncipe Sebastiao desde hacía un siglo, lo
consiguieron después de que algún miembro de su familia se casara con una
heredera francesa. Los lugareños eran leales a sus señores, que acostumbraban a
estar ausentes, y recelaban de los desconocidos.
De todas formas, cuando salió el sol, Ravenna había cruzado los caminos
llenos de nieve que conducían al pueblo y había entrado en las tiendas de todos los
artesanos que encontró, lo estaba buscando. Si se enfrentaba a su atacante a la luz
del día, en público, el príncipe se vería obligado a tomar medidas contra él. A fin
de cuentas, que el mundo la considerara una dama tenía sus ventajas.
Pero no encontró ningún hombre de espaldas anchas y ojos de color añil al
que se le hacía un pliegue en la mejilla izquierda cuando sonreía, y que le
provocaba un aleteo en el estómago. Regresó al castillo de muy mal humor con la
nieve pegada a las medias y los bajos del vestido cubiertos de hielo.
Y aquella fiesta tampoco la estaba ayudando.
Al otro lado del salón, las rubias gemelas Whitebarrow se estaban acercando
a la tímida Ann Feathers como si estuvieran paseando con despreocupación. Pero
se adivinaban las malas intenciones en sus pálidos ojos azules. A ella se le erizó el
vello de la nuca.
La señorita Ann Feathers levantó su agradable mirada del suelo y les hizo
una reverencia incómoda a las gemelas. Entonces comenzó la tortura, parecían un
par de niñas malcriadas arrancándole las alas a una mariposa. No necesitaba oírlas
hablar para imaginar su conversación. La señorita Feathers se sonrojó, abrió mucho
los ojos y el champán empezó a bailar en su copa cuando se puso a temblar. Se
llevó una mano a los volantes que le adornaban el cuello para tocárselos con
timidez, y lady Penelope esbozó una sonrisa dura.
Ravenna rugió por lo bajo. Se separó de la pared y se acercó al trío.
Alguien le tocó el codo y, cuando se volvió, se encontró con los ojos de lady
Iona McCall, eran tan azules como el cuerpo de una libélula en verano.
—Señorita Caulfield —dijo en voz baja con un tono musical—. Admiro su
valentía. —Echó una rápida ojeada en dirección a las hermanas Whitebarrow, que
seguían torturando a la señorita Feathers—. Pero yo intentaría no hacer enfadar a
nadie a estas alturas tan tempranas del juego.
Ravenna se rió.
—Bueno, es un alivio saber que hay más personas que son conscientes de que
es un juego.
—Sí. Está claro que es una competición. —Los diamantes que adornaban el
flamante recogido de lady Iona brillaban a la luz de las velas. Aquella belleza de
las Tierras Altas era hija de una duquesa viuda y también heredera, y tenía más
posibilidades de ganarse la admiración del príncipe que cualquiera de las demás
presentes—. Pero hay otros premios que una dama inteligente podría valorar
además de su alteza real —añadió.
Ravenna siguió su mirada divertida hasta el otro lado de la habitación.
Lord Prunesly y su hija Cecilia estaban junto a la chimenea acompañados de
otros dos hombres, el conde de Case y otro que les daba la espalda.
—Lord Case es guapo, cierto —comentó ella señalando lo evidente.
—Sí. Pero su hermano es todavía más guapo —dijo Iona con un ronroneo de
puro regocijo—. Solo hemos hablado una vez, pero creo que ya podría estar
enamorada de él.
—¿Es ese? —La verdad es que tenía buen porte visto desde atrás, las piernas
largas, su postura desprendía seguridad y la casaca se ceñía a la perfección a sus
hombros anchos—. ¿Acaba de llegar?
—No. Llegó ayer, pero nadie lo había visto hasta ahora. Lord Case ha dicho
que se ha pasado todo el día en la ermita de la colina. —Se rió—. ¿Se lo imagina,
señorita Caulfield? ¿Un lord inglés que prefiere rezar que divertirse?
El hombre volvió la cabeza hacia Cecilia Anders y Ravenna notó el aleteo de
una mariposa en el estómago. Tenía la mandíbula suave y recia, y un pelo casi tan
oscuro como el suyo que se descolgaba por su cuello. La señorita Anders se rió de
algo que le dijo y él sonrió. Desde el otro lado de la habitación, Ravenna pudo ver
el pliegue en su mejilla recién afeitada.
Se calentó de pies a cabeza. Luego se enfrió. Y luego volvió a sentir calor.
«Imposible.»
Entonces él pareció percibir su alarma, miro por encima del hombro y la vio.
Y la saludó inclinando la cabeza con aquella pequeña sonrisa todavía en los labios
heridos.
—Vaya, señorita Caulfield —dijo lady Iona—, ya tiene un admirador. ¡Muy
bien, muchacha!
«No puede ser.» Y, sin embargo, ahí estaba, su labio morado era la prueba
definitiva.
¿Era un lord? ¿El hijo de un marqués? ¿El hermano de un conde? ¿Es que no
podía tener más mala suerte? Pensaba que le había dado una buena lección a un
mozo de cuadra. Pero ahora resultaba que su atacante era de una clase muy
superior a la suya. Ya no podía pedir justicia.
Pero podía conseguir que se hiciera justicia en otra parte. Le asintió a lady
Iona y prosiguió su camino en busca de la tímida Ann Feathers y las gemelas
Whitebarrow. Cuando se acercaba, lady Penelope y lady Grace parecían estar
examinando el bolso de la señorita Feathers.
—¿No te parece fantástico, Grace? —preguntó lady Penelope.
—Ya lo creo, Pen. Cuántos abalorios —comentó Grace con una sonrisita.
—Los bolsos y los abanicos con abalorios eran estupendos… —Penelope se
posó la mano en la boca y le dijo a su hermana con un susurro perfectamente
audible—: el año pasado.
La señorita Feathers tocó los brillantes abalorios cosidos en la tela del bolso.
—Papá me lo compró en la calle Bond en enero.
Lady Penelope la miró con una mueca de lástima.
—Bueno, eso lo explica todo. Las mejores tiendas de la ciudad cierran
después de Navidad.
—¿Ah, sí?
Igual que todo lo que la concernía, los ojos de la señorita Feathers eran
redondos como las ruedas de un carro.
—Lo dudo. —Ravenna se metió en aquel pequeño círculo que destilaba
crueldad y tristeza—. Lo ha dicho para hacerla sentir mal, señorita Feathers. Sus
abalorios son muy bonitos. Mucho más que cualquier cosa que yo pueda tener, eso
se lo aseguro.
—Vaya, esa es una sugerencia envidiable, ¿no?
Vio un brillo en los ojos entornados de Penelope.
—Querida señorita Caulfield —ronroneó lady Grace—. ¿De dónde ha sacado
ese vestido? ¿De la habitación de la doncella?
—La verdad es que sí —dijo con el cuello en llamas.
No era verdad. Pero cuando Petti había chasqueado la lengua al juzgar los
vestidos que había elegido para aquel viaje, ella le había dicho que las muselinas
delicadas y las sedas no iban con su personalidad, y que acabaría destrozando esas
telas tan finas; se sentía mucho más cómoda con lanas resistentes. Sería más ella
misma.
—Oh, querida —dijo lady Penelope. Era más sutil que Grace, y paseaba la
mirada entre Ravenna y la señorita Feathers—. ¿No es cierto que su madre fue
doncella, señorita Feathers?
—Cuando mi padre la conoció era la cocinera de un conde —susurró la
señorita Feathers.
—¿Cocinera? Eso lo explica —comentó lady Grace observando la figura
rotunda de lady Feathers—. Pero querida señorita Caulfield. —Se volvió hacia
Ravenna—. Usted debe de haber pasado toda la temporada de verano en el mar.
—No.
—Y entonces, ¿cómo es posible que su piel haya adquirido ese brillo tan…
bonito?
—Puede que le guste pasear, Gracie —terció lady Penelope—. ¿Recuerdas la
temporada pasada cuando paseabas cada día por el parque del brazo del vizconde
Crowley? Ni siquiera el sombrero y el paraguas consiguieron protegerte del todo
del sol.
—No creo que el problema de la señorita Caulfield tenga nada que ver con
los paseos del brazo de un vizconde, Pen —objetó lady Grace—. ¿Verdad, señorita
Caulfield?
—Supongo que tienes razón, Grace —añadió su hermana—. Pero puede que
le guste montar a caballo. A veces eso puede provocar un moreno espantoso. ¿Le
gusta montar, señorita Caulfield?
Entonces apareció un lacayo junto a Ravenna con una bandeja de plata en la
que había copas llenas de burbujeante vino blanco. Ella no acostumbraba a beber
vino. «Tengo que salir de aquí.» Alargó la mano para coger una copa y pidió —con
todas sus fuerzas—, que el sol brillara y se fundiera la nieve.
—Permítame.
La voz que había oído entre las sombras la noche anterior, profunda y
maravillosamente otoñal y muy alejada del tono de un mozo de cuadra, sonó sobre
su hombro. Le quitó la copa medio vacía a la señorita Feathers con la mano en la
que tenía la cicatriz, y le dio una copa llena, luego le ofreció otra a Ravenna. Ella se
vio obligada a aceptarla, no importaba que él no la hubiera mirado, pero debía de
haberla reconocido.
—Buenas noches, milord —lo saludó lady Penelope haciendo una reverencia.
Lady Grace y la señorita Feathers siguieron su ejemplo. Las tres chicas se lo
quedaron mirando como si fuera un dios. Ella se quedó inmóvil. Solo le haría una
reverencia a un hombre que la había atacado cuando el cerdo de sir Beverly
aprendiera a volar.
—Señorita Feathers, dado que usted es la única dama que conozco de este
encantador cuarteto —dijo con una sonrisa que dejaba muy claro que sabía que
estaba dejando sin aliento a todas las damas de la sala—, ¿sería tan amable de
presentarnos?
La señorita Feathers obedeció. Las gemelas le hicieron otra reverencia, más
pronunciada esta vez. Lord Vitor Courtenay, el segundo hijo del marqués de
Airedale, se inclinó.
—¿Qué le ha pasado en el labio? —le preguntó Ravenna—. Parece doloroso.
La señorita Feathers se llevó los dedos a la boca.
—Le agradezco su preocupación, señorita Caulfield. —Tenía los ojos de un
azul muy oscuro, y seguían rodeados por las pestañas más largas que ella había
visto en ningún hombre. Era una combinación perfecta de atractivo, virilidad,
seguridad y arrogancia. No le extrañaba que aquellas tontas se lo quedaran
mirando embobadas—. Me mordieron —dijo.
—Oh, cielos —exclamó lady Penelope haciendo un puchero—. Eso debió de
ser terrible.
—No tanto. Ya me había mordido algún gato. —Esbozó media sonrisa—.
Pero este —dijo volviendo su oscura y divertida mirada hacia Ravenna—, era
encantador.
—¿Y qué me dice del moretón de la frente? —le preguntó ella—. ¿Eso
también se lo hizo el gato?
—Me caí del caballo —dijo esbozando una lenta sonrisa mientras le miraba
los labios—. Y al caerme también me hice daño en la pierna.
Era absolutamente impertinente y muy atractivo, uno de esos nobles
consentidos de los que tanto había oído hablar a Petti, la clase de hombre que se
comportaba de forma irresponsable y que esperaba no tener que responder nunca
por ello. Ravenna supuso que sería igual que el príncipe.
—Vaya, qué lastima —dijo—. El hecho de que haya sido maltratado por un
gato y después por un caballo, no dice mucho de su buena relación con los
animales, ¿no? Quizá sea mejor que no se acerque mucho a ellos.
—En realidad, eso refuerza mi determinación de hacer todo lo contrario.
¿Qué clase de hombre sería si huyera de los desafíos?
Un escalofrío de pánico se mezcló con aquel extraño calor que sentía y se coló
en su interior. Había algo en esa sonrisa… ¿Cómo podía ser que su boca le
resultara tan familiar?
«Porque cuando me inmobilizó contra la paja, se la miré.»
No, no lo había hecho.
«Sí, se la miré.» Pero por miedo, claro.
Fuera por miedo o no, tenía una boca perfecta, tanto cuando estaba en reposo
como cuando sonreía, y a pesar de aquella herida violeta. Y él lo sabía.
—Milord —dijo lady Penelope con dulzura—. No debe culpar a la señorita
Caulfield por desconocer el comportamiento masculino. Su padre es sacerdote en
un pueblo. No es de extrañar que no sepa nada sobre la determinación de un
noble.
Hasta el aliento que escapaba por entre sus labios era condescendiente.
—Pero debe usted saber que la iglesia es la más noble de las profesiones,
milady —contestó lord Vitor, y cogió dos copas más de la bandeja del lacayo. Le
ofreció una a lady Penelope—. Señorita Caulfield, qué admirable guía moral ha
debido de disfrutar durante su impresionable juventud…
El lacayo se inclinó hacia delante de repente, la bandeja se tambaleó, y la
última copa de champán se volcó sobre lady Grace.
Jadeó. El lacayo cogió la copa. Lord Vitor le cogió la bandeja y la dejó encima
de una mesa. Ravenna se quedó mirando la escena fijamente, pero no a lady Grace.
El pliegue de la mejilla de lord Vitor se había intensificado.
Lady Grace miró al lacayo con furia.
—Maldito…
—Me temo, milady —terció Vitor—, que la culpa no es de este pobre hombre,
sino mía.
—Mais… monseigneur… —balbució el lacayo.
—No, no, buen hombre. No pienso dejar que cargue con la culpa. Esta
maldita herida de la pierna me ha provocado un espasmo. Le he dado una patada,
lamento mucho haberlo hecho tropezar. —Se volvió hacia lady Grace e inclinó la
cabeza—. Estoy devastado, milady. ¿Podrá perdonarme?
La joven separó los labios y después de un momento de silencio dijo:
—Pues claro, milord.
Entonces apareció lady Whitebarrow y se colocó entre Ravenna y la señorita
Feathers.
—Querida Grace, ¿qué ha pasado? —preguntó con serenidad—. Ven.
Retrasarán la cena para que puedas cambiarte. No te preocupes. Le pediremos a su
alteza que despida a este lacayo inmediatamente.
Lady Penelope posó la mano sobre la de su madre.
—Eso no será necesario, mamá. Grace estará bien en cuanto se cambie de
vestido. —Miró a Ravenna y el color azul de sus ojos pálidos se tornó duro como el
diamante—. No es culpa de nadie.
Ravenna le devolvió la mirada. Puede que la inocente Ann Feathers no
hubiera entendido lo que había pasado, pero lady Penelope lo comprendía
perfectamente. Había sido el noble quien había cargado con las culpas, pero sería
Ravenna quien lo pagaría.
Sin embargo, aquella vez no había ningún pájaro, ni crías, no podían utilizar
nada para hacerle daño. Estaba sola y, aún así, era perfectamente capaz de
defenderse, incluso de un atacante oculto entre las sombras. Podía enfrentarse a
dos memas caprichosas y vengativas. Incluso podía conseguir que se hiciera
justicia con un lord arrogante.
4
El caballero
Volvía a nevar y el salón estaba envuelto en una luz pálida salpicada de tonos
dorados procedentes de los candiles y las chimeneas encendidas al otro lado de la
estancia. Los invitados del príncipe Sebastiao estaban sentados en ansiosos
grupitos alrededor de mesas doradas. Colgados sobre sus cabezas, los observaban
los rostros de los reyes y las reinas fallecidos hacía ya muchos años, monarcas
ataviados con enormes cuellos de volantes y pelucas que relucían en marcos
dorados. El príncipe aguardaba en la puerta y examinaba a sus invitados al lado de
lord Vitor.
—¿Por qué crees que nos ha reunido aquí? —Lady Iona se inclinó sobre el
hombro de Ravenna—. ¿Crees que ya ha elegido novia?
—No creo que la haya elegido tan pronto.
Esa extraña reunión no tenía nada que ver con las novias del príncipe.
—Preferiría que hubiera elegido novias para sus amigos. Eso sería mucho
mejor, ¿verdad? Te dejaré elegir al que más te guste —lord Case o lord Vitor—, y
yo me quedaré con el otro. ¿Trato hecho?
Lord Whitebarrow entró en el salón con su esposa de nariz estrecha. Lady
Iona siguió susurrando por lo bajo.
—Tampoco me habría importado quedarme por ese lord —susurró—. A
pesar de sus cuarenta y cinco años, es un hombre que no está nada mal. Me gusta
su pelo. Es una lástima que la reina de hielo le haya echado el lazo. Probablemente
se lo camelara con esa cara bonita antes de dejarlo ver su corazón de piedra.
Lady Penelope y lady Grace, que eran ambas la fría imagen de lady
Whitebarrow, siguieron a sus padres hasta el salón. Penelope se detuvo junto a
lord Vitor y el príncipe y los miró agitando sus pestañas doradas.
—Cómo me gustaría darle un buen pellizco —susurró lady Iona—. Esa ha
sacado la sonrisa falsa de su madre.
Ravenna se rió. Lord Vitor la miró y ella notó algo caliente e inoportuno que
se retorcía en su vientre.
El lacayo cerró las puertas.
—Lamento deshinchar los ánimos a estas alturas de las festividades —dijo el
príncipe Sebastiao arrastrando las palabras, cosa que podía deberse a un tono
natural en él o a una consecuencia de los excesos. Eran las once de la mañana, y
Ravenna esperó que solo fuera su forma de hablar. Pero cuando hablaba en inglés
tenía un acento maravilloso, pronunciaba con suavidad algunas palabras, y otras
con cierta incomodidad—. Pero me temo que debo anunciarles una tragedia
espantosa: ha habido una muerte en la casa.
El silencio se adueñó de la estancia. Se oyeron algunos murmullos de
disgusto y algunos invitados miraron con disimulo a su alrededor.
—¿De quién se trata, alteza? —preguntó al fin el señor Martin Anders con un
brillo dramático en el único ojo que se le veía; el otro estaba oculto bajo una
cortinilla de pelo oscuro.
—De un inglés llamado Oliver Walsh. El problema es… —prosiguió el
príncipe haciendo un gesto con la mano. Tenía la muñeca rodeada de cordones
dorados al más puro estilo militar— que al parecer ha sido asesinado.
Lady Margaret jadeó y las joyas que le colgaban de las orejas, de las muñecas
y del cuello se agitaron. Mademoiselle Arielle Dijon se tapó la boca con sus manos
esbeltas. Un anciano obispo italiano que había llegado justo antes de que empezara
a nevar, y que iba ataviado con un hábito violeta con su capa, se santiguó con gesto
cansado. Su sobrina, la señorita Juliana Abraccia, siguió su ejemplo, agachó la
cabeza oscura con gesto piadoso y entrelazó las manos enguantadas. La señorita
Ann Feathers palideció. Lady Iona se quedó mirando al príncipe con sus ojos
brillantes, estaba completamente estupefacta.
—Teniendo en cuenta que estamos atrapados por la nieve, y que el difunto no
lleva muerto ni un día —explicó el príncipe con mucho dramatismo—, hemos
llegado a la conclusión de que el asesino tiene que ser uno de nosotros.
—¡Cielo santo!
—Mater Dei.
—¡Alteza!
—Me temo que no podemos hacer nada —dijo el príncipe agitando la cabeza
con pesar—. La policía local llegará pronto para interrogarlos a todos.
—Alteza. —El conde de Whitebarrow dio un paso adelante y alzó su
mandíbula angulosa—. Esto es insultante.
—Para todos —lo apoyó lord Case.
Miraba a su hermano con un brillo en los ojos.
—Supongo que nadie interrogará a las familias nobles —dijo lord
Whitebarrow.
—Es evidente que debe de haberlo hecho algún sirviente —opinó lady
Whitebarrow volviendo su nariz hacia lady Margaret, sir Henry y su tímida hija—.
Nunca se puede confiar del todo en la servidumbre.
—Mi Merton no puede haber sido —comentó lord Prunesly observando la
escena a través de sus anteojos—. Lleva muchos años conmigo.
—La mayoría de sus sirvientes estaban juntos en el salón del servicio cuando
se produjo el asesinato —dijo lord Vitor—. Por tanto, ya han sido informados, y
están de camino al pueblo. Se alojarán allí hasta que descubramos la identidad del
asesino.
—¿Nuestros sirvientes se han marchado? —Lady Penelope abrió las pestañas
doradas de par en par—. Mamá, no puedes permitir esto.
—Es una lástima que la belleza de una muchacha dependa de sus sirvientas
—opinó la duquesa McCall. Miró con orgullo a su hija—. Si quieres, Iona puede
intentar ayudarte.
—¿También me planchará los vestidos y me limpiará los zapatos? —le espetó
la rubia de los ojos cristalinos.
—Tranquila Penelope —siseó lady Whitebarrow. Se volvió hacia la
duquesa—. Verá, duquesa, como siempre ha vivido en Londres, mi hija no está
acostumbrada a la relajación que imagino que reinará en su casa del norte. Pero
nos las arreglaremos de todas formas. Gracias.
La señorita Cecilia Anders se rió. Lady Penelope le lanzó una mirada gélida.
—Los sirvientes que no estaban presentes mientras los demás cenaban juntos
—comentó lord Vitor—, son una doncella de la cocina, el cocinero, tres lacayos y la
sirvienta personal de lady Iona. Ellos se quedarán en la casa hasta que se haya
resuelto el misterio de la muerte del señor Walsh. También se quedarán los
guardias de su alteza.
Lord Whitebarrow frunció el ceño.
—Esto es un ultraje.
—Bueno —exclamó la duquesa—. Si no lo hizo usted, ¿por qué está tan
preocupado?
—¿Disculpe?
Los ojos de la duquesa brillaron con la misma luz traviesa que lucía en los de
su hija.
—Puede que no sea a mí a quien deba pedir disculpas, sino al difunto.
—Oiga, yo…
—Bueno, bueno —intervino el príncipe Sebastiao extendiendo un brazo—.
¿Quién dice que no entró algún intruso mientras estábamos todos bebiendo
champán, y se topó con el hombre por accidente?
—En nombre de Zeus, ¿quién era el desafortunado señor Walsh? —preguntó
sir Henry.
Su tímida hija agachó la cabeza a su lado.
—Un amigo lejano de la familia —contestó el príncipe lanzando una rápida
mirada a lord Case, luego se llevó la copa a los labios—. ¿Por qué lo pregunta, sir
Henry? ¿Acaso le conocía? Quizá lo conociera lo suficiente como para desear su
muerte.
Sir Henry frunció su pesado ceño.
—Verá, alte…
—Papá —susurró Ann Feathers—. Por favor.
Su madre se puso en pie y le crujieron las ballenas del vestido.
—Jamás había escuchado semejante montón de extrañezas. Pero si su alteza
desea interrogarnos a todos, yo seré la primera en prestarme a ello. Creo que
deberíamos hacer lo que sea necesario para que encuentren al asesino lo más
rápido posible y podamos dormir bien esta noche.
Lady Margaret se volvió a estremecer de nuevo y sus joyas repicaron otra
vez.
—No sé cómo podrá dormir bien después de que, en la cena, se comiera su
postre y después el de sir Henry —le susurró lady Penelope a su hermana.
A la señorita Ann Feathers le ardieron las mejillas.
—Eso no puede ser, Margaret —protestó sir Henry—. No pienso permitir que
te interrogue nadie, aunque se trate de un caballero.
—Sí que lo permitirá, monsieur —dijo un hombrecillo desde la puerta.
Contemplaba la reunión con un temblor en el bigote pelirrojo—. Si no accede, su
alteza los mantendrá retenidos en sus aposentos hasta que hayamos descubierto la
identidad del asesino. Sommes-nous bien d’accord?
Lord Whitebarrow se puso rojo.
—¡Por todos los santos! ¿Quién es usted?
—Gaston Sepic —dijo inclinando un poco la cabeza—. Maire de Chevriot
durante los últimos seis años. Los cuarteles de la policía más cercanos están al otro
lado de la montaña. La nieve no permite el paso. Así que, en ausencia de los
detectives de la policía, yo supervisaré cette enquête. Este es monsieur Paul, mi
adjunto. —Hizo un gesto para señalar hacia atrás. El hombre que aguardaba junto
a él tenía las mejillas caídas y los ojos rojos, y portaba un abrigo de lona y unas
botas desgastadas que parecía haber olvidado que llevaba puestas desde el mes de
enero—. Él me ayudará —concluyó monsieur Sepic.
Monsieur Paul se quitó el sombrero y dejó al descubierto su pelo lacio y una
mirada un tanto grosera.
—No pienso permitirlo —afirmó lord Whitebarrow.
—Venga, milord. —El príncipe Sebastiao trató de engatusar al conde con una
sonrisa—. Aceptemos todos los deseos del alcalde y acabemos con esto cuanto
antes para que podamos volver a divertirnos. ¿Sí?
Al final, lord Whitebarrow asintió con reticencias.
—Alors —dijo el alcalde—. Llamaré a los primeros sospechosos a declarar cet
après-midi.
Se dio media vuelta hacia el príncipe y lord Vitor y le dio la espalda a la
estancia llena de lores y damas.
Los invitados empezaron a murmurar. Ravenna se acercó a lord Vitor y al
alcalde.
—Monsieur Sepic —le estaba diciendo cuando se acercó—, los guardias del
príncipe tienen instrucciones de mantener vigiladas todas las salidas y entradas al
castillo y al pueblo.
El alcalde se inclinó para hablar en voz baja al tiempo que miraba a su
adjunto con los ojos entornados.
—Por desgracia, monsieur, solo cuento con la asistencia de un único
ayudante. Me temo que es incompétent para la ardua tarea que tenemos entre
manos, pero deberemos proceder con tales limitaciones. —Negó con la cabeza—.
Mais bon, en cuanto esté al corriente de los hechos, lo enviaré de vuelta al pueblo
para que interrogue a los sirvientes que han mandado ustedes allí. —Observó a
lord Vitor—. Eso ha sido muy inteligente, monseigneur. Pero ahora debe dejar la
investigación en manos de profesionales. —Se volvió hacia el mayordomo—. A
présent, monsieur Brazil, lléveme a ver el cadáver. Me pondré a trabajar enseguida.
El mayordomo se llevó al alcalde y a su ayudante.
—Un asunto feo. —El príncipe Sebastiao negó con la cabeza como si estuviera
apesadumbrado. Luego se le iluminó la cara y dio una palmada—. Bueno, ¿quién
quiere jugar a cartas?
Algunos invitados se marcharon del salón con el príncipe. Lord Case se
acercó a ellos.
—Ya le estás salvando el culo otra vez, ¿verdad, hermano? —dijo lord Case
arrastrando las palabras mientras veía marchar al príncipe Sebastiao. Se volvió
para observar a Ravenna con aprecio y luego la saludó inclinando la cabeza—. ¿O
acaso tu conversación confidencial con monsieur le Maire solo tenía la intención de
impresionar a esta dama?
—Eso es poco probable —respondió ella—. La otra noche intentó besarme y
yo le ataqué con una horca para remover heno.
El conde esbozó una sonrisa.
—Bien hecho, señorita Caulfield. ¿Quiere que me bata en duelo con él en su
nombre? La verdad es que no debería dispararle a mi hermano en el corazón. Pero
no veo qué otra cosa podría hacer para defender la virtud de una dama.
—Gracias. Puedo defenderme sola. Y tengo la intención de ayudar a
monsieur Sepic en la investigación.
—Pero él no quiere que lo ayuden —dijo lord Vitor lanzándole su mirada
oscura e inquietantemente cálida—. ¿Cómo espera superar ese obstáculo?
—Supongo que de la misma forma que lo hará usted.
Él esbozó una escueta sonrisa.
—¿Qué crees que hacía Walsh en el castillo, hermano? —preguntó lord
Case—. Y precisamente cuando nosotros también estamos aquí.
—No tengo ni idea. ¿Y tú?
—No. —El conde miraba a su hermano con los ojos entornados, pero luego
volvió la vista hacia el resto de los invitados que quedaban en el salón—. Un grupo
de sospechosos… interesante. ¿El príncipe tiene algún recelo?
—No sabe más de lo que sabemos tú y yo.
Se comunicaron algo en silencio. Ravenna observó el intercambio como si
fuera un partido de tenis y advirtió la sorprendente ira que reflejaron los ojos de
lord Case, y la firme aceptación de esa emoción en los ojos de su hermano.
—¿Acaso Sebastiao o su padre invitaron a Walsh a la fiesta? —preguntó al fin
lord Case.
—Me ha dicho que no.
—Ah. —Hizo una pausa—. ¿Y tú, Vitor?
—¿Por qué crees que haría una cosa así, Wesley?
Entonces sonó un grito de angustia en la puerta. Mademoiselle Dijon estaba
allí con sus preciosos ojos abiertos como platos y se tapaba la boca con una mano
pálida.
—¡Ma petite Marie ha desaparecido! —exclamó por entre los dedos—.
¡Alguien me ha robado el perro!
Monsieur Sepic y su adjunto examinaron el cuerpo del señor Walsh y su
equipaje, y declararon que no le habían robado nada. Ravenna no tenía ni idea de
cómo estaban tan seguros. Pero no mostraba mucha confianza en la inteligencia del
alcalde y mucho menos en la de su adjunto. Aquel misterio necesitaba un detective
mucho más despierto.
Se pasó toda la tarde consolando a Arielle Dijon por la pérdida de su perro y
tomando una taza de té tras otra mientras animaba a las damas a parlotear.
Cuando cayó la noche —y mientras monsieur Sepic disfrutaba de un aperitivo
junto a los hombres—, monsieur Paul empezó a entrevistar a las damas. Ravenna
contestó a sus escuetas preguntas con sinceridad. Acabó con ella en un cuarto de
hora y luego se sirvió una copa del decantador lleno de vino que tenía encima de la
mesa.
La mañana siguiente, después de encender el fuego de su habitación, lavarse
con agua congelada, y pasear a los carlinos por el patio, regresó al salón donde las
damas se habían reunido el día anterior. Solo se encontró con el mayordomo, que
estaba recogiendo tazas y platitos. Ataviado con aquel abrigo y pantalones
inmaculados, y a su edad, daba una imagen un tanto peculiar entregado a aquella
tarea. Pero como solo se habían quedado en el castillo el cocinero, una doncella y
unos cuantos lacayos, y estaban todos ocupados preparando y sirviendo comidas,
encendiendo fuegos, y atendiendo todas las peticiones personales de los invitados,
monsieur Brazil tenía que hacer el trabajo de dos docenas de sirvientes.
—Lord Vitor se ha marchado, mademoiselle —le dijo, como si hubiera
advertido sus intenciones.
Ravenna notó un pinchazo en el corazón.
—¿Se ha ido?
—Oui, mademoiselle.
Ravenna miró por la ventana en dirección al patio delantero, convertido en
un extenso manto blanco. La nieve había cubierto las torres, las almenas, las colinas
y las copas de los árboles que rodeaban el castillo durante la noche. En ese
momento el sol brillaba en un cielo despejado.
—Pero ¿adónde se ha ido?
—No lo ha dicho, mademoiselle —le contestó el mayordomo con rigidez.
—¿Se ha marchado a caballo?
—Non, mademoiselle.
Bajó al vestíbulo, se puso la capa, se subió las solapas para taparse las orejas y
salió al patio. Examinó el brillante manto blanco. De la puerta principal se alejaban
un único par de huellas. Se volvió a mirar hacia el castillo y vio movimiento en una
de las ventanas de arriba, una cortina que volvía a su sitio.
Junto a una de las puertas abiertas de la verja había un guardia apostado.
—Buenos días —lo saludó.
El príncipe había dado órdenes de que nadie saliera del castillo. El guardia la
saludó inclinando la cabeza, pero no le dijo nada. Ravenna se escabulló
rápidamente por la puerta.
El reguero de pisadas que se distinguían sobre la nieve fresca no bajaba en
dirección al pueblo, sino que seguía por el lateral derecho de la valla en dirección
al flanco norte del castillo, siguiendo el cauce del río. Ravenna siguió el rastro por
el muro exterior sorteando la nieve que le llegaba por encima de los tobillos. A su
derecha, un grupo de cedros viejos bordeaban el claro de una colina. Ella ya había
paseado por aquel camino hacía dos días, justo antes de que empezara a nevar.
Ahora estaba oculto por la nieve, era una ruta irreconocible que descendía junto al
río hasta unas salinas que estaban a unos quinientos metros de distancia. Cientos
de años atrás, los dueños de aquella montaña habían erigido la fortaleza para
proteger aquel bien tan preciado.
Le costaba mucho seguir las pisadas y avanzaba muy despacio; pronto
empezó a sudar y a jadear. Se detuvo en la colina y se volvió para mirar hacia
atrás. Los muros del castillo se elevaban sobre el río plateado y asomaban por
encima de los pinos y los cipreses. Los tejados y las almenas estaban cubiertos por
una espesa capa de color blanco, pero el edificio era tan oscuro como el río que
corría a sus pies, parecía que estuviera casi en su elemento entre aquella naturaleza
tan elegante, era un gigante dormido en pleno paisaje invernal.
Un conejo demasiado delgado debido al largo invierno, asomó la nariz por
entre el follaje al pie de los arbustos que crecían en el camino, e inspiró a la luz del
sol. Ravenna sonrió.
Un brazo la rodeó por la cintura y alguien le tapó la boca. Ella forcejeó,
intentó gritar, las lágrimas volvieron a asomar a sus ojos.
—Qué mujer más tonta —rugió una voz dura junto a su oído.
Pero a pesar del olor a miedo que ella misma emanaba, advirtió el de él:
limpio, masculino, como de piel. Se retorció entre sus brazos.
Lord Vitor la soltó, la agarró de los hombros y la hizo volverse. La luz del sol
se reflejó en sus pómulos, que parecían obra de un escultor.
—Si sigues así acabarás siendo la segunda víctima del asesino. ¿Es que
quieres morir?
—Tengo una pista. —Se soltó y se tambaleó hacia atrás—. Pero si me vuelves
a agarrar sin mi permiso, te haré lo que le hizo el asesino al señor Walsh.
Vio un brillo en los ojos del color de la medianoche de lord Vitor.
—¿Sin tu permiso?
—Jamás.
—¿Una pista?
—Sobre el asesinato. —Ravenna tenía la cara muy caliente y los pies fríos. A
su alrededor, la nieve sumía el mundo en un profundo silencio, y solo se oía el
trino de los pájaros del invierno y su respiración agitada—. Sé como se hace,
¿sabes?
Él esbozó media sonrisa con su boca perfecta.
—¿Reses y ovejas?
—Bueno, nunca lo he hecho. Pero he presenciado el procedimiento muchas
veces.
—Ahora que sé que eres una experta me siento mucho más aliviado.
¿Podemos centrarnos en la pista?
—¿No vas a poner ninguna objeción a que intente resolver este crimen?
—¿Acaso serviría de algo?
—Probablemente no. El asesino no era un hombre.
—¿Cómo lo sabes?
El cielo enmarcó su atractivo rostro de azul. Por detrás de él, los cipreses se
alzaban altos y gruesos.
—¿Qué haces aquí fuera? ¿Por qué te escondes detrás de los árboles para
poder abalanzarte sobre las mujeres confiadas?
—Estaba en el pueblo. Quería estar presente cuando monsieur Paul
interrogara a los sirvientes. El alcalde no exageraba cuando afirmó que su
ayudante es un incompetente.
—¿No es de ayuda?
—Es un mentecato y un borracho. Y también es el sobrino del alcalde.
—Volvió a sonreír—. Qué le vamos a hacer, esto es una comunidad rural.
—Pero ahora estás aquí. Al norte del castillo. Y el pueblo queda hacia el sur.
—Debo de haberme perdido.
Ravenna frunció los labios.
—Me estás ocultando información. Eso está claro. Pero es cierto que monsieur
Sepic es un zoquete. Si queremos descubrir la identidad del asesino, será mejor que
trabajemos juntos. ¿Vale?
Él pareció considerarlo, aunque más bien parecía que la estuviera mirando a
ella, y luego dijo:
—¿Qué has descubierto?
Ella se quitó los guantes y se levantó la capa para meterse la mano en el
bolsillo de la falda. Se sentía observada. Era la primera vez que le importaba que
un hombre la contemplara; ningún hombre lo hacía nunca a menos que ella
estuviera trabajando con sus animales. Deslizó los dedos por el paquete que
llevaba en el bolsillo.
Lord Vitor le cogió la mano. Tenía una mano grande y, a pesar de no llevar
guantes, su tacto era cálido. Ravenna se echó para atrás.
—He hablado con mademoiselle Dijon y con lady Margaret y su hija Ann
—dijo demasiado deprisa—, luego con la duquesa y con lady Iona. Por desgracia
no he descubierto nada de interés. Es posible que no baste con los chismorreos
para sonsacarles información.
—Entonces lo admites, qué sincera.
—No soy una persona orgullosa.
Él dio un paso adelante.
—Es refrescante oír eso. El orgullo es uno de mis peores defectos.
—¿Estás admitiendo una debilidad? Estoy asombrada.
—Intento llamar la atención de tu lado bueno.
Ella levantó la vista del paquete y se le pegó la lengua al paladar.
—No me mires así.
—¿Cómo?
—Como si quisieras volver a besarme.
—Yo no te estoy mirando así.
—¿Es lo que pretendes?
—Teniendo en cuenta lo claras que has dejado las consecuencias a las que me
enfrentaría de volver a hacerlo sin tu permiso…
—Jamás.
—… no creo que me interese mucho, ¿no?
—Nunca me he dejado llevar por una cara bonita.
Él levantó una de sus cejas oscuras. No llevaba sombrero y la luz del sol se le
reflejaba en los ojos y los iluminaba como si fueran dos zafiros, como el que llevaba
en la corbata que había lucido la noche anterior.
—¿Bonita?
—Bueno, guapa. Bestia era el cachorro más feo de la manada.
—¿Y quién es Bestia?
—El mejor… —Se le apelmazó la garganta—. Es igual.
Lord Vitor tenía los pómulos encendidos y la mirada muy seria, igual que
cuando estaba hablando con su hermano en el salón.
—La verdad es que deseo besarte, señorita Caulfield, por poco inteligente que
sea.
A ella le latía el corazón con tanta fuerza que casi podía oírlo.
—Pero no lo harás.
—Aunque quisiera, lo cierto es que les tengo cariño a todas las partes de mi
cuerpo.
—¿Sigues cojeando?
—Yo nunca cojeo.
—Ayer por la noche cojeabas.
La miró a los ojos.
—¿Y esa pista?
—Después de hablar con las damas, le pregunté a monsieur Brazil lo que
opinaba el alcalde sobre la herida y la ropa del señor Walsh. Me dijo que no
parecía que monsieur Sepic tuviera mucho interés en nada de eso. Así que volví a
examinar la ropa del cadáver.
—¿Ah, sí?
—No me hables con condescendencia.
—Yo no te hablo con condescendencia. Estoy sorprendido de que tengas una
mente tan curiosa, me gusta.
Había reaparecido el pliegue en su mejilla. Ravenna lo ignoró. Pero le costaba
mucho no mirarle la boca, que tenía un contorno perfecto, era firme, y estaba muy
bien definida a pesar de la herida. Y esa boca la había besado, cosa que la convertía
en una boca única entre las bocas de todos los hombres.
—Y encontré esto enredado en uno de los botones del abrigo.
Ravenna abrió el paquete con los dedos fríos y sacó un pelo.
Lord Vitor lo examinó sobre la palma de la mano.
—Martin Anders tiene un pelo parecido.
—Exacto. Eso y el ojo morado, del que por lo visto no le ha hablado a nadie,
podrían convertirlo en nuestro principal sospechoso.
—Yo tengo una herida en el labio y otra en la frente y tampoco se lo he
explicado a nadie. ¿Crees que eso también me convierte en sospechoso?
—Se lo explicaste a lady Penelope, a lady Grace y a la señorita Feathers.
—Es verdad.
—Tenemos que centrarnos en los sospechosos con el pelo largo.
Él la miró a la cara y luego contempló su pelo aprovechando que se le había
caído la capucha de la capa. Ravenna nunca se había preocupado por su pelo.
Nunca le había importado que Arabella y Eleanor hubieran intentado enseñarle
peinados, ni las muchas bromas que le hiciera Petti. Pero en ese momento era muy
consciente de que tenía la melena enredada y húmeda después de aquel paseo por
la nieve. Por un momento deseó saber cómo peinárselo y recogérselo como una
dama, como la ardiente Iona McCall, o la preciosa Arielle Dijon, o cualquiera de las
chicas guapas que había en el castillo, y cuyos zapatos y faldas no estaban
empapados de nieve, unas chicas a las que aquel noble jamás habría confundido
con sirvientas, no le cabía ninguna duda.
Pero ella no se preocupaba por su pelo. Ni por su vestido. Ni por los zapatos.
Nunca le habían importado esas cosas.
—Soy entusiasta y curiosa —dijo extrañamente tensa.
—Me parece que ya he dicho que me he dado cuenta, ¿no?
—Y, sin embargo, crees que soy una tonta por salir sin protección.
—Al contrario. Ya sé que no eres tonta. Solo he tenido una… preocupación
momentánea por tu seguridad. He reaccionado con demasiada aspereza. Te pido
disculpas. Otra vez.
Esbozó una sonrisa de medio lado.
Ella frunció el ceño.
—¿Por qué los guardias de la entrada me han dejado salir del castillo?
—Yo les he dicho que te permitieran salir.
Ravenna temió haberse quedado boquiabierta. Confiaba en ella. Respetaba su
inteligencia. Incluso parecía que le caía bien. Ella contaba con la amistad de sus
ancianos patronos y de varios granjeros y mozos de campo y vecinos de Shelton
Grange. Pero nunca había sido amiga de un joven noble y atractivo. La idea de ser
amiga de un hombre así le provocó un hormigueo de placer que la recorrió de pies
a cabeza.
—No puedes saber si fui yo quien lo mató —le dijo—. Y ahora tienes una
prueba de que quizá lo hiciera yo.
—Una prueba que me has dado tú misma.
—¿Y si te lo he dicho con la intención de distraer tu atención?
Él le volvió a mirar el pelo y luego se regodeó en sus labios unos segundos.
Le acercó la mano a la cara. Toda la sangre de Ravenna pareció amontonarse en su
corazón. Pretendía tocarla. El hormigueo de placer que paseaba por sus venas se
transformó en un arrebato de repentino y ardiente pánico. Se echó hacia atrás.
—¡Au!
Le abofeteó la mano que le había posado en la cara.
Él le enseñó el pelo que le había arrancado.
—Vamos a compararlos.
—Lo has hecho a propósito.
—¿El qué?
Dejó el cabello sobre la extensa palma de su mano como si estuviera
tendiendo un collar de perlas sobre una almohada de satén.
—Me has hecho creer que… —Se le enredó la lengua—. Oh, da igual.
Ravenna cogió el pelo que había encontrado en el abrigo del señor Walsh y se
lo puso en la palma. El suyo era mucho más oscuro comparado con el otro, que era
castaño.
—Ya no tengo nada que temer —dijo, y le devolvió los dos cabellos.
Ella lo miró.
—No tenías miedo.
—De eso no. —Agachó la cabeza—. Pero tanto si hay guardias como si no,
señorita Caulfield, no quiero que salgas del castillo sin protección.
—¿Es mejor que me quede encerrada con el asesino?
—Le he pedido a uno de los guardias que te vigile cuando estés en el castillo.
Parpadeó.
—¿Ah, sí? ¿Y fuera no?
—Debería haberte seguido cuando has salido. Le daré nuevas instrucciones.
¿Tienes alguna objeción?
—Mi cuñado, el duque de Lycombe, le asignó un guardia a mi hermana sin
decírselo. Ella pensó que lo hacía porque creía que le estaba siendo infiel…
—Cosa que en este caso es absolutamente indiferente.
—…pero en realidad era porque estaba preocupado por su seguridad. ¿Si
saliera del castillo con lord Case o con el príncipe, podría sentirme debidamente
protegida?
Él frunció el ceño.
—Con el príncipe, sí.
—¿Con tu hermano no?
Él miró el castillo envuelto por el abrazo del invierno por encima del hombro
de Ravenna.
Ella se estremeció.
—Ayer, cuando estábamos en el salón, parecíais un par de toros dando coces
en el suelo. ¿Realmente sospechas de él?
—Mi hermano no tenía ninguna disputa amorosa con Oliver Walsh.
—¿De qué se conocían?
—Walsh fue secretario de mi padre durante varios años. Hubo un tiempo en
que mi hermano quería casarse con su hermana.
«¿Secretario de su padre?»
—¿Hubo un tiempo?
—Ella murió antes de que pudieran casarse.
—Oh. Eso es una tragedia. ¿Y de qué murió?
—Se le rompió el corazón.
6
Prisas
El sol del invierno se reflejaba en los enormes ojos de Ravenna. Tenía los
labios entreabiertos, eran de un rosa muy oscuro y muy expresivos. Había salido
vistiendo solo una capa para protegerse del frío, una prenda enmarcada por su
salvaje melena de rizos negros. Tenía la piel sonrosada, desde la frente hasta el
cuello. Podría posar la boca sobre el pulso que latía allí y sentir la vida que brotaba
de ella mientras la acariciaba. Se le escapaba por todos los poros de la piel, el
placer, la vitalidad y la vibrante urgencia que le robaba el sentido y lo obligaba a
admitir en voz alta que quería besarla a pesar de haberse prometido que no se
acercaría a ella.
Y, sin embargo, se adivinaba tristeza en sus ojos. La había visto brillar un
momento cuando había hablado de la bestia, y acababa de reaparecer un segundo
justo antes de que la reprimiera.
—No creo que nadie pueda morir de un corazón roto. —Sus palabras ásperas
cruzaron el aire gélido—. ¿De qué enfermó?
—De fiebre.
—¿A lord Case no le caía bien el señor Walsh?
—No.
—Tú conocerás a tu hermano mejor que nadie, pero no me lo imagino
asesinando y castrando a un hombre —dijo con una arruguita entre las cejas—. Ha
sido muy amable con Arielle Dijon y se ha mostrado muy atento cuando la joven
ha perdido a su perro.
Otro misterio. El animal había desaparecido. Era una perra de cría premiada,
un ejemplar de los pocos bichones que había en el continente y en América: el
general le había explicado que el animalito de la joven francesa valía una fortuna.
Cuando se reunieron en el salón estaba con mademoiselle Dijon, pero desapareció
poco después. El robo beneficiaba al asesino del señor Walsh. Los invitados
estaban convencidos de que el perro había escapado por una de las grietas del
enorme castillo, y enseguida se pusieron a buscarlo. Vitor se había ido al pueblo
tanto para escapar del caos que se había organizado, como para evitar a la mujer
que tenía delante en ese momento.
—¿De verdad piensas que se lo ha llevado alguien? —le preguntó.
—Es posible.
Ravenna seguía frunciendo el ceño.
—¿Por qué has venido?
—Para hacerle un favor al príncipe Raynaldo, tengo que asegurarme de que
Sebastiao elige esposa.
—No. ¿Por qué estás aquí? ¿Fuera del castillo en este momento?
—Para examinar eso. —La cogió del brazo que asomaba de la capa, y la
volvió hacia el castillo. Ravenna se puso tensa, pero no se apartó. Era pequeña,
pero tenía fuerza, eso ya lo sabía, y no se asustaba con facilidad. Lord Vitor sabía
que si la amenazara, ella pelearía contra él, o contra quien fuera, antes de gritar
pidiendo ayuda. Pero le gustaba cogerla. Le gustaba sentirla entre sus manos—.
¿Ves esa escalera que sale del castillo y desciende por el muro exterior por detrás
de los árboles?
—Me parece que sí. Está cubierta de nieve, ¿no? No veo el final.
—Empieza en la torre noroeste y sigue por esa esquina hasta llegar a un
embarcadero de piedra que hay en la orilla del río.
La inquietud se apoderó de la expresión de Ravenna.
—¿El asesino pudo escapar con un barco?
—Es posible. Todavía tengo que investigar el embarcadero, pero desde aquí
no veo nada que dé a entender que alguien haya utilizado esa escalera desde que
empezó a nevar.
—La desesperación puede provocar acciones temerarias. Si bajamos hasta el
río, ¿qué posibilidades hay de que nos encontremos a una persona que hace dos
noches intentara marcharse por esa escalera, resbalara en la nieve y muriera debido
al golpe de la caída?
—Muy pocas.
—¿Lo dices porque lo piensas de verdad o porque no quieres que te
acompañe a investigarlo?
—Por lo segundo.
Ravenna se dio media vuelta, como si fuera un cervatillo correteando por la
nieve, y cruzó el camino en dirección a la pendiente que conducía al río seguida de
su capa, que revoloteaba a su espalda. Él la siguió hasta que ella llegó a unos
árboles donde se podría esconder una persona, y se puso a su lado. Los rayos del
sol que se reflejaban en la nieve hacían que resultara difícil ver algo entre las
sombras, y lord Vitor se quedó junto a ella. Costaba mucho caminar por la
pendiente nevada, y eso justificó que la agarrara del brazo cuando ella resbaló. Ella
lo fulminó con la mirada y se soltó. Él siguió caminando a su lado.
Las palabras que le había dicho Denis el día anterior resonaban en su mente
como los cánticos matinales: al diablo le gustaba adoptar forma de mujer para
tentar a los hombres. Vitor lo sabía muy bien. Deseaba a aquella mujer porque no
podía tenerla, y también porque era directa y encantadora, con su melena negra
descolgándose sobre sus hombros y sus ojos brillantes como estrellas, que se
encogían cuando se encontraban con su mirada. Ella le abría el apetito.
Al pie del castillo, la ladera descendía con brusquedad hasta el río, donde la
nieve había formado una repisa en la orilla del agua que reflejaba el cielo como si
fuera un espejo. Vitor ya había navegado por las anchas aguas de aquel río
engañosamente tranquilo. Sabía que podía tragarse a un hombre antes de que le
diera tiempo siquiera a protestar. Ravenna se alejó de la brillante superficie del
agua en dirección al pie de la escalera que trepaba por el lateral del castillo como
una cicatriz, hasta alcanzar la torreta más alta. Intentó acercarse a los escalones,
pero la nieve le llegaba a las rodillas. Lo volvió a intentar tres veces, y resbaló otras
tantas. La tercera vez se cayó de culo.
—¿Ya has acabado? —le preguntó él desde cierta distancia.
—De momento. —Se limpió la nieve del abrigo y examinó las plataformas—.
Nadie podría bajar con toda esta nieve. ¿De verdad crees que alguien habrá huido
por aquí?
—No. Creo que alguien lo intentó.
—¿Por qué?
—La alfombra y el suelo de la puerta de la habitación que hay en lo alto de la
torre están empapados, y he encontrado unas huellas que van desde la estancia
hasta las escaleras. También hay bastante óxido en el umbral, cosa que sugiere que
alguien ha abierto una puerta que hacía mucho que no se utilizaba. Es posible que
intentara salir por ella, pero luego desistiera.
—¿Y por qué querías venir a ver la base de la escalera si sabías que el asesino
no había llegado hasta el final?
—Para hacer memoria. —Caminó hasta el embarcadero desde donde se podía
botar un barco en estaciones más cálidas—. Para intentar imaginar las intenciones
que podría tener el asesino al bajar.
Ravenna se alejó mirando hacia lo alto de la torre y desapareció por detrás de
la esquina.
—Puede que no fuera el asesino quien abriera la puerta de la torre —le gritó
desde el otro lado—. Quizá fuera otra persona.
—Encontré sangre en la manecilla de la puerta, y en el suelo había un
candelero, también manchado de sangre. —Justo delante de él, medio enterrada,
había una puerta que conducía a una despensa en el muro del castillo—. Podrías
registrar las pertenencias de las damas en busca de prendas de ropa con manchas
de sangre.
—Si puedo lo haré. Aunque sería muy sencillo disfrazar una mancha así de…
¿Qué? ¡No!
La salpicadura que oyó tras la exclamación de Ravenna le encogió el pecho y
catapultó sus piernas por el muro hasta doblar la esquina del castillo. Vio una
silueta negra que se ocultaba entre los árboles, pero sus ojos buscaban la mujer del
río. La capa y la falda flotaban en la superficie gracias al aire que se había quedado
atrapado debajo, pero pronto la arrastrarían hasta el fondo. Ella intentó llegar a la
orilla sin malgastar el aliento en gritar, pero la corriente la arrastraba mucho más
deprisa de lo que ella nadaba.
Vitor se quitó el abrigo y las botas y se tiró al agua.
7
El héroe
Vitor la alcanzó bajo el agua helada y la agarró por debajo de los brazos. Se le
enredaron las piernas en la falda de Ravenna. Pateó hasta soltarse y nadó con ella
contracorriente. Ella le ayudó, pero ya tenía la piel blanca.
Cuando alcanzó el embarcadero tuvo la sensación de que había pasado una
eternidad presa de aquel dolor frío. Tiraron juntos de las ropas empapadas de
Ravenna hasta que salió por completo del agua. Ella se peleó con el cierre de la
capa con las manos temblorosas. Cuando Vitor logró ponerse de pie, fue en busca
de su abrigo, desenvainó el cuchillo y se arrodilló delante de ella.
—No puedo… —Tiró del nudo—. Sacar…
Sus palabras eran casi inaudibles y tenía los labios azules.
Vitor le apartó las manos y cortó el cierre de la capa, luego le dio la vuelta y
pasó la cuchilla por los broches del vestido de lana y la ropa interior que llevaba
debajo. Los lazos de las ballenas se dividieron con el roce del filo y ella se
desembarazó de la ropa. Él le alcanzó el abrigo y ella metió los brazos enseguida
mientras Vitor se ponía las botas. Ravenna se levantó en aquel agujero que habían
hecho en la nieve. Parecía un fantasma, tenía el pelo negro pegado a la cara y el
cuello, y sus ojos eran dos círculos negros que contrastaban con la piel pálida de su
rostro.
Entonces la cogió en brazos y se fue hacia la carretera. Estaba helada. Ella
enterró la cara y las manos en su pecho y no protestó ni una sola vez, cosa que lo
tenía aterrorizado.
Cuando cruzó la entrada del castillo, temblaba tanto que su cuerpo se sacudía
entre sus brazos. Pero Vitor notaba su respiración, profunda, y sabía que estaba
peleando. Un guardia los siguió. Ninguno de los invitados que estaban en el salón
principal se movió. Vitor la llevó a los aposentos diurnos del ama de llaves, una
estancia pequeña que no costaba mucho de calentar.
—Ordena que enciendan un fuego inmediatamente y trae té —le ordenó al
guardia—. Luego alerta a monsieur Brazil y a sir Beverley, pero no se lo digas a
nadie más. Y rápido.
—Si, meu senhor.
El hombre se marchó.
La dejó en la silla que aguardaba frente a la chimenea, le quitó el abrigo de los
brazos agarrotados, y la envolvió en una manta. Ella se lo permitió todo inmersa
en un tembloroso silencio. Pero cuando él le remetió la lana alrededor de los pies y
le cogió las manos para frotárselas, las apartó.
—Vete —susurró sin dejar de tiritar—. Sécate.
—Tienes que quitarte la ropa mojada. ¿A quién quieres que llame para que te
ayude?
Ella negó con la cabeza.
—Vete.
—Cuando regrese el guardia.
Ravenna levantó las pestañas húmedas y vio sus ojos —relucientes como
estrellas—, encendidos por la ira.
—Vete.
—Maldita sea…
—Meu senhor —dijo el guardia entrando con un candil en una mano y un haz
de leña en la otra—. Monsieur Brazil está preparando el té.
Se acercó a la chimenea y se arrodilló para encender el fuego.
—Vete. —A duras penas conseguía mover la boca—. O le diré a todo el
mundo cómo te hiciste la herida del labio.
—A ver si te atreves. Y me iré cuando llegue sir Beverley.
Ravenna lo fulminó con la mirada, pero no tenía fuerzas. Cuando él le volvió
a coger las manos ella no las apartó.
—¿Qué has visto? —le preguntó en voz baja.
—Nada. —Se estremeció—. Debes…
—Si sigues insistiendo en que me marche, te quitaré yo mismo la blusa
mojada.
Ella apretó los labios.
El guardia llegó con el té y el fuego empezó a calentar la minúscula estancia.
Ravenna estaba bebiendo de la taza humeante cuando entraron sir Beverley y el
señor Pettigrew.
—Cielo santo. —Sir Beverley se acercó a ella con una mueca de tristeza en el
rostro—. Brazil nos ha dicho que se ha caído al río.
—La han empujado.
—Pero querida, eso es espantoso.
Pettigrew se sentó a su lado y le dio unas palmaditas en la mano.
Ella volvió a mirar a Vitor.
—Vete. —Los dientes chocaron con la porcelana—. Ahora.
Vitor cogió su abrigo empapado y se marchó. Monsieur Brazil aguardaba en
el pasillo.
—Monseigneur, me he tomado la libertad de prepararle un baño a
mademoiselle en su habitación.
—Perfecto. —Tenía los labios entumecidos y arrastraba las palabras al hablar.
Toda la ropa se le pegaba al cuerpo—. Dígaselo a sir Beverley.
Cruzó el imponente vestíbulo. Salió por la puerta que daba al patio. Se moría
de ganas de ir en busca de las posibles pistas que pudiera encontrar sobre la
identidad de la persona que la había atacado. Pero no podría ayudarla mucho si
moría a causa de la fiebre. Subió las escaleras. Una vez en su habitación, colgó la
ropa para que se secara, y luego cruzó el pasillo hasta la habitación de Ravenna. Y
una vez allí, se quedó parado delante de la puerta completamente desconcertado.
La había sacado del río y habían examinado un cadáver en plena noche. Y, sin
embargo, no disponía de ningún sirviente en ese momento y se sentía perdido. Lo
único que sabía sobre la ropa de una mujer era lo necesario para quitarla. También
tenía la absoluta seguridad de que, si aquella mujer en particular, se enteraba de
que había entrado en su habitación, aunque solo fuera para coger ropa seca para
ella, le volvería a hacer daño.
Tardó tres segundos en decidir que podía aceptar las consecuencias. Alargó la
mano para coger el pomo de la puerta.
—¡Ah, milord! Estás aquí. Te estaba buscando. —Sebastiao se acercó a él con
una apatía exagerada—. ¿Por qué estás parado delante de esta puerta? ¿Crees que
si la sigues mirando durante el tiempo suficiente se abrirá solo porque tú quieras?
—No lo había pensado.
—¿Y de quién es la habitación en la que no estás pensando en entrar?
Su hermanastro hizo ondear las cejas.
—De la señorita Caulfield.
—Ah, la preciosa gitanita.
Vitor se volvió del todo hacia él.
—¿Gitana?
—Es más morena que una sarracena. Si no fuera inglesa podría pasar por
andaluza. ¿En qué crees que pensaba mi padre cuando la incluyó en este grupo de
inestimables doncellas casaderas?
Vitor se sorprendió apretando el puño.
—Supongo que en tu felicidad.
Sebastiao se llevó la mano a la barbilla y frunció los labios.
—Es muy locuaz. Y eso me gusta en una mujer. Aunque está claro que lo
único que un hombre puede valorar en una mujer de virtud, es que tenga una
buena conversación. —Sonrió y luego entornó los ojos con aire desafiante—. Sabes
que una vez conocí a una andaluza que…
—Sebastiao…
—Me estuvo cabalgando como un jinete durante tres días seguidos sin apenas
hacer una pausa para tomarse una copa de vino. Por lo visto es cierto lo que se dice
sobre la virtud de las mujeres del sur. —Esbozó una sonrisa que solo podría poner
un joven que gustase de regodearse de sus conquistas—. Tienen la sangre muy
caliente, ¿sabes? Ahí abajo. —Alzó una ceja—. ¿Crees que nuestra gitanita también
tendrá la sangre caliente?
Vitor suspiró, intentaba relajarse.
—Alteza.
Sebastiao arrugó la cara de golpe.
—Oh, no me llames alteza. Odio que hagas eso. —Bajó los hombros y la
bravuconería desapareció de repente—. Solo estoy enfadado. Whitebarrow me ha
levantado la nariz y no me puedo desprender del hedor de su superioridad. Estoy
seguro de que piensa que me está haciendo un favor tratando de encasquetarme a
alguna de esas hijas tan frías que tiene —dijo con aire taciturno—. Aunque la mujer
me trata con respeto. Supongo que es porque desea que sus nietos tengan sangre
real, y quiere conseguirlo a cualquier precio. —Levantó la cabeza con una
expresión sincera—. La lengua me ha traicionado, Vitor. Ya sabes que no he
pretendido insinuar que la señorita Caulfield no sea una dama de virtud. Ya sé que
lo he hecho, pero no hablaba en serio. Y lo sabes.
Era más bien una pregunta, un ruego. Llevaba años actuando de aquella
forma, tenía un comportamiento escandaloso, depravado, chulesco, y luego
esperaba que todo el mundo se mostrara comprensivo con él. Era un niño muy
sensible atrapado en el cuerpo de un príncipe malcriado. Lo peor de lo que se lo
podía acusar era de ser un hombre inestable y, lo mejor, que era un consentido.
—No tienes por qué justificarte conmigo, Sebastiao.
—¡Al contrario! Tú eres la única persona ante la que debo justificarme
continuamente. Tú y papá. —Sebastiao hablaba mirando hacia la puerta, volviendo
la cabeza—. Él te admira. Confía en ti. Y me lo dice cada vez que se le presenta la
ocasión. —Inspiró decidido y lo miró—. No tienes ni idea de la carga que supone
para mí intentar vivir a tu sombra.
—Los dos sabemos que es una tontería que pienses que debes hacer tal cosa.
—¿Lo ves? Eres capaz de demostrar que soy tonto con cuatro palabras. Como
siempre. —Se volvió—. Tu lealtad es un ejemplo que ningún hombre debería verse
obligado a seguir.
—Tu padre nunca ha esperado que seas una persona diferente de la que eres.
—Mi padre me ha exiliado a este castillo contigo como domini canis con la
última e inútil esperanza de que aprenda a ser un hombre por necesidad. ¿Acaso
una esposa curará mi abandono? ¿Apaciguará mi espíritu indómito? ¡Ja! Si esta no
es la mejor comedia que he visto en mi vida, entonces quiere decir que no he
pisado un buen teatro en todos estos años.
Vitor guardó silencio. A pesar de sus cambios de humor, Sebastiao siempre
había sabido controlar lo que decía. Pero en ese momento, y a diferencia de otros
ataques anteriores, estaba sobrio. El sufrimiento se reflejaba en su rostro.
—Oh, hermano —gimoteó Sebastiao cuando vio que él no contestaba—, no
hace falta que digas nada, porque ya sé lo que piensas. ¡Hasta tus suspiros me
avergüenzan!
—Buenos días, alteza. Milord.
El susurro, tan contenido como un ratón que asomara la cabeza por una
grieta de la pared, se oyó varios metros más lejos. Ann Feathers estaba detrás de
un rayo de sol que se colaba por una ventana. Llevaba un vestido abultado, tenía el
pelo recogido en un moño exquisito y la mitad inferior de su rostro estaba
especialmente pálido y redondo; parecía un ratoncillo asustado.
Pero era la persona a la que Vitor necesitaba en ese momento.
—Buenos días, señora.
Ella se acercó como si fuera de puntillas.
Sebastiao recuperó la compostura y le hizo una elegante reverencia.
—Me he encontrado a mi hermano paseando por los pasillos y lo estaba
convenciendo para que viniera conmigo al salón a jugar a las cartas. Le suplico que
venga con nosotros a hacernos compañía y nos anime un poco.
Ella le hizo una reverencia más pronunciada.
—Es un honor, alteza, pero me temo que no soy muy animosa ni una
compañía especialmente entretenida.
—No debe contradecirme. Soy un príncipe, ¿sabe?
Le lanzó a Vitor una mirada curiosa mezclada con preocupación, cogió la
mano de la dama y la ayudó a levantarse.
—Señorita Feathers, ¿le puedo pedir un pequeño favor? —preguntó Vitor.
Ella asintió.
—La señorita Caulfield ha sufrido un accidente…
La joven jadeó. Sebastiao abrió los ojos como platos.
—Está bien. —Esperaba que fuera verdad—. Pero necesita ropa limpia. Dado
que las doncellas no están, ¿podría confiar en usted para que elija las prendas
adecuadas?
—Por supuesto, milord.
Sebastiao se puso derecho.
—Yo la ayudaré, señora. Una señorita tan delicada como usted no debe hacer
tareas propias de la servidumbre.
—Oh, no me importa, alteza —dijo mirándose los zapatos—. Me gusta
ayudar.
Sebastiao le cogió la mano y se la apoyó en el brazo.
—¿Vamos?
Abrieron la puerta de la habitación de la señorita Caulfield y entraron. Vitor
se frotó la nuca y se marchó al vestíbulo en busca de su abrigo.
—Gracias, señorita Feathers. Es usted muy amable, le agradezco que me
preste estos vestidos.
Ravenna se llevó la mano al espumoso cuello del vestido de muselina, una
prenda completamente absurda para estar en un castillo en pleno invierno, pero no
podía rechazarla.
—Espero que le gusten. El príncipe ha insistido. Me ha dicho que… —Las
mejillas de la señorita Feathers se sonrojaron como melocotones maduros—. Que
sus vestidos…
—¿Que mis vestidos no son tan elegantes como los de las demás? —Eso era el
eufemismo del siglo. Petti había tratado de convencerla de que se llevara otros
vestidos aparte de los que solía tomarle prestados al ama de llaves. Y, aún así,
tampoco tenía nada que se pudiera comparar con la ropa que lucían las potenciales
prometidas del príncipe—. No me importa, señorita Feathers. En mi día a día no
tengo necesidad de lucir prendas tan finas.
—¿Señorita Caulfield?
Ravenna tomó otro sorbo de té. Le estaba sentando de maravilla; el frío le
había calado hasta los huesos y empezaba a disiparse. Petti había sugerido que le
podían añadir un poco de whisky al té, pero ella no quería estar mareada la
próxima vez que el asesino intentara acabar con su vida. O cuando lord Vitor se
acercara a menos de cinco metros.
—¿Sí?
—¿Podría…? —dijo la señorita Feathers con actitud vacilante—. O sea, me
pregunto si no le molestaría que le preguntara… Lo que quiero decir es si podría
considerar…
—Me encantaría llamarte Ann si tú me llamas Ravenna.
La joven se relajó.
—¿No te importa que te lo pregunte?
—No me lo has preguntado. Yo me he ofrecido.
Ann se tocó uno de los volantes que llevaba en las muñecas.
—Nunca he tenido una hermana. Y he tenido muy pocas…
—¿Amigas? —Ravenna le cogió la mano y se la estrechó—. Ahora ya tienes
una.
—¿No crees que yo… Bueno, que… que yo…?
Se miró el regazo presa de la confusión.
—¿Que seas la asesina? No lo creo. Eres demasiado buena, como demuestran
los vestidos y todo lo que me has prestando. —Ravenna se había quitado la blusa
empapada y puesto una de las suaves blusas de lino francés de Ann, un corsé con
unos lazos muy suaves, unas enaguas con un bordado de rosas diminutas y un
vestido a rayas de color verde pálido. Y así, envuelta en una manta y acurrucada
en el comodísimo sillón que el señor Brazil había colocado junto al fuego de su
habitación, se sentía como una auténtica reina—. Puede que tú nunca hayas tenido
una amiga a quien poder llamar por su nombre de pila, pero yo nunca me había
puesto un vestido tan bonito.
A pesar de los tres volantes que tenía en la base, aunque pensó que se los
podría quitar utilizando la aguja que llevaba en el equipaje para las intervenciones
quirúrgicas de emergencia.
Sospechaba que si utilizaba el cuchillo de lord Vitor acabaría incluso antes. Él
le había quitado la ropa helada como si estuviera acostumbrado a cortarle la ropa a
las mujeres. Y luego la había llevado en brazos pegada a su pecho.
—Pero verás, Ravenna…
Ann pronunció el nombre como si fuera extranjero, cosa que era cierta. Ella
no recordaba ni a su madre ni a su padre, y no tenía ni idea de por qué le habían
puesto el nombre de una ciudad italiana. Quizá tuvieran debilidad por las
extravagancias. Y por eso su madre acabó metiendo a sus tres hijas pequeñas en un
barco que las llevó desde las Antillas hasta Inglaterra sin más protección que la de
una niñera anciana.
—¿Qué decías? —insistió.
Ann miró la puerta cerrada y luego la volvió a mirar a ella, sus ojos parecían
delicadas flores grises.
—Me encontré con el señor Walsh la noche que… —Se llevó la mano a la boca
y luego se apresuró a añadir—: creo que me lo encontré justo antes de que muriera.
Ravenna se incorporó de golpe. Vertió un poco de té sobre la manta.
—Oh, no —exclamó Ann—. Mira lo que te he hecho hacer. Sabía que no
debía…
—Ann, te lo suplico, explícamelo.
Entonces se abrió la puerta y el príncipe Sebastiao esbozó una sonrisa tan
radiante que se le vieron todos los dientes. Vestía una vibrante casaca roja
decorada con charreteras doradas y un fajín lleno de medallas.
—Señorita Feathers, ya sé que me ha pedido que esperara, pero no podía
aguardar ni un minuto más. Soy de naturaleza impaciente. —Le hizo una
reverencia a Ravenna. Ella y Ann hicieron ademán de levantarse, pero él
exclamó—: ¡No! No deben levantarse por mí. Más bien soy yo quien debería
postrarse a sus pies. Señorita Caulfield, lamento mucho que la hayan atacado en mi
casa.
Su sonrisa era radiante y burlesca al mismo tiempo. No era un hombre
particularmente guapo, pero resultaba atractivo cuando no estaba borracho. Se le
arrugaban las comisuras de los ojos.
—No se lamente, alteza —le contestó.
—Bueno, es un alivio —respondió fingiendo un sosiego exagerado—. Ahora
que no dispongo de mi rebaño de sirvientes, no podría conseguir un par de
pantalones nuevos tan deprisa como de costumbre. Y no debería ensuciar las
rodillas de los que llevo.
—Y si decidiera postrarse boca abajo su casaca también se resentiría. Esas
medallas son demasiado bonitas, sería una pena que se rallaran.
El príncipe se miró el pecho y tocó las condecoraciones.
—¿A que sí? —Volvió a esbozar una sonrisa de medio lado—. Son falsas.
Todas y cada una. Son invenciones del joyero real, solo sirven para decorar. Soy el
único heredero de mi padre y no permitió que fuera a la guerra.
La señorita Feathers abrió los ojos como platos.
—Está usted sorprendida. Y con razón. Bueno —suspiró—, nunca he
afirmado ser un noble guerrero. Las pistolas hacen mucho ruido y lo manchan
todo.
—Es usted demasiado modesto, alteza.
—En absoluto. Solo sincero… en esta ocasión. —Inclinó la cabeza—. Queridas
damas, parecen sacar lo mejor de mí.
Puede que no fuera tan disoluto y libertino después de todo. Quizá solo fuera
joven y consentido.
—Pero ya basta de hablar de mí —dijo—. Señorita Caulfield, solo tiene que
pedírmelo y haré que vacíen ese maldito río y que lo llenen de barro.
La señorita Feathers se rió por lo bajo.
—Eso no será necesario, alteza —contestó Ravenna.
El placer brilló en las mejillas del príncipe. Le lanzó una mirada relajada a
Ann.
—Rechaza mi oferta. Dígame, señorita Feathers, ¿cómo debe actuar un
hombre con una mujer obstinada?
—Debe permitirle ser obstinada —dijo lord Vitor desde el umbral de la
puerta—. Cuando llegue el momento se dará cuenta de que no le beneficia en
nada.
—Eres una bestia, Courtenay —lo regañó el príncipe volviéndose hacia él—.
Un auténtico caballero no puede ser tan frío.
Lord Vitor miró a Ravenna.
—Entonces no debo de ser un auténtico caballero.
—¡Eso ya lo sé! —exclamó el príncipe con alegría—. Deberíamos volver a lo
nuestro. Hace dos años celebré un gran baile de máscaras para festejar la captura
de Napoleón. Fue una fiesta magnífica. Todo el mundo llevaba unos trajes
espectaculares. Estoy seguro de que Brazil los encontrará, estarán escondidos en
algún rincón de este viejo castillo, en el desván o algo así. Será justo lo que
necesitamos para alegrar el ánimo de los invitados. Señorita Caulfield, usted
tendrá un asiento privilegiado.
—Pero, alteza —susurró Ann—. Ha habido un… asesinato.
—Razón de más para que los entretenimientos sean de bandera. No se puede
hacer nada hasta que descubran al culpable y pase el peligro, y Sepic está
trabajando mucho para conseguirlo. —La cogió de la mano y la ayudó a
levantarse—. Entretanto, la siguiente víctima podría ser cualquiera de nosotros.
Debemos vivir mientras todavía seamos jóvenes, señorita Feathers.
La joven no parecía saber donde mirar. El príncipe se rió y la acompañó hasta
la puerta.
—Ven con nosotros, Courtenay —dijo con alegre autoridad—. Necesitaremos
que estés cerca con cara de tristeza para que todos recordemos que necesitamos
estar alegres. Señorita Caulfield, le ordeno que se quede en la cama veinticuatro
horas. No debemos dejar que desaparezca el rubor de sus preciosas mejillas.
Acompañó a la señorita Feathers hasta el pasillo.
Lord Vitor no los siguió.
A Ravenna se le hizo un nudo en el estómago y se levantó de un salto.
—Les ayudaré.
Él la cogió de la muñeca para detenerla.
—Tú te quedarás aquí —le dijo en voz baja.
Ella se soltó y gritó por el pasillo:
—Señorita Feathers, espero que podamos seguir conversando luego.
Cuando Ann volvió la cabeza, en sus ojos brillaba la confusión: se debatía
entre la preocupación y el placer.
Entonces se volvió hacia el hombre que la había rescatado.
—Me ha dicho que se encontró con el señor Walsh la noche que lo asesinaron.
Pero el príncipe Sebastiao nos ha interrumpido cuando me iba a explicar lo que
pasó.
—Interesante. Su confesión podría ser una distracción para maquillar la
verdad.
—Parece una persona sincera.
—Aún así, me gustaría que intentaras examinar la ropa de las damas,
incluyendo la suya.
—¿Para ver si encuentro sangre?
—Lo que sea. Pero ya lo harás mañana. Hoy tienes que descansar.
—No necesito…
—El príncipe lo ha ordenado. Y yo también.
—Tú no tienes ninguna autoridad para darme órdenes. Y, en realidad, él
tampoco. Y me volveré loca si me quedo encerrada en mi habitación mientras están
sucediendo tantas cosas.
—Me pregunto cómo reaccionarías si te engatusara con palabras dulces de
ánimo, y te asegurara que todo irá bien en tu ausencia y que tu salud y bienestar
son de la mayor importancia para todos nosotros.
—Probablemente me dormiría en medio de tu discurso.
Se le contrajo un músculo de la mandíbula y apareció el pliegue de la mejilla
derecha.
—Venga —dijo ella—. Estoy perfectamente bien para poder asistir a la cena
de esta noche. Solo ha sido…
—Un episodio de vida o muerte.
—Una vez me pasé una semana entera supervisando partos de ovejas
mientras peleaba contra la fiebre. Estoy bien.
—Tu convalecencia, por valiente que seas, me podría… distraer.
—Pues ponte una venda en los ojos.
—Lo que me distraería es el peligro al que te podrías estar enfrentando.
Alguien ha intentado ahogarte.
Ravenna se estremeció, pero dijo:
—No entiendo por qué. Nadie sabe que estoy investigando el asesinato. Solo
tú.
—Si quisiera eliminarte, no tendría mucho sentido que te lanzara a un río
helado para salvarte después.
—Quizá tenías la esperanza de que la fiebre se apoderara de mí debido al
chapuzón, y que muriera.
—Es evidente que no me ha salido bien, y también estoy perdiendo el tiempo
intentando convencerte de que te quedes aquí hasta mañana. Acabas de tiritar.
—No es verdad.
—Claro que sí.
Ravenna miró con añoranza la taza de té, que se estaba enfriando sobre la
mesa.
—Si prometo venir a compartir contigo cualquier información que descubra
hoy —le dijo—. ¿Te quedarás en esta habitación?
Todavía tenía el frío metido en los huesos.
—Está bien.
Lord Vitor asintió e hizo ademán de marcharse.
—Espera. Primero explícame lo que viste en el río.
—Por la profundidad y el peso de las pisadas, la persona que vi en el río
podría ser un hombre pequeño o una mujer.
—El príncipe no es mucho más alto que yo y es delgado. Puede que fuera el
señor Anders. Un momento. ¿Has vuelto a salir a examinar las huellas mientras yo
me daba un baño caliente y tomaba el té?
—Si me hubieras invitado a compartir el baño contigo, habría retrasado
encantado mi excursioncita.
A Ravenna se le apelmazó la garganta. Carraspeó algo incómoda.
—Me has llamado obstinada.
—No recuerdo haberlo hecho de una forma tan directa.
—Lo has insinuado. Y, sin embargo, me haces estos comentarios
escandalosos, como si quisieras besarme y bañarte conmigo.
Él se cruzó de brazos por encima de ese pecho sobre el que ella se había
apoyado, y pegó el hombro al marco de la puerta.
—Me pregunto qué efecto tienen esos comentarios contradictorios en una
dama.
—Pues que a la dama le dan ganas de darte un buen tirón de orejas.
—Mmmm. Entonces he conseguido mi propósito.
Tenía una pequeña sonrisa en los labios.
—¿Cómo escapó la persona que me empujó al río? ¿Cómo llegó al río sin
dejar un rastro de pisadas que nos advirtiera de su presencia?
—Hay un camino que cruza el cementerio y llega hasta una abertura del
muro, luego sigue por una pendiente. Yo desconocía esa abertura hasta hoy.
—Ahora entiendo mejor por qué quieres que examine la ropa de las damas.
Pero ¿qué hay de los guardias de la puerta? ¿No habrían visto que alguien se
colaba en el cementerio?
—Solo había un hombre vigilando la puerta, y te siguió hasta que vio que me
habías encontrado.
—Entonces la persona que me ha atacado ha debido de salir del castillo justo
en ese momento. Pero entonces, ¿cuándo ha vuelto?
—El guardia solo conocía esa salida. Se quedó con los demás centinelas en la
puerta, esperando a que tú regresaras.
Ravenna se apoyó en el marco de la puerta.
—El tamaño de Chevriot…
—Dificulta las cosas —concluyó él—. Pero no es imposible. Y ahora tú estarás
bien protegida.
—¿Y qué hay de ti? —preguntó ella sin atreverse a mirarlo—. ¿Qué pasa si el
asesino te tira al río?
—Yo no llevo una falda que me impida nadar hasta la orilla —le recordó, y su
voz grave la obligó a mirar su atractivo rostro—. Espero que no se te ocurra
protegerme.
Ella parpadeó.
—No estaba…
—Claro que sí.
—No.
—El príncipe te admira.
—¿Qué? Eso no es verdad. Ya sé que lo has dicho para distraerme, pero no
soy una de esas mujeres con la cabeza hueca, y no pienso dejar que me distraigas.
—Nunca hace nada por nadie a menos que sus acciones sean fruto de la
devoción.
—¿Devoción? —repitió ella con un tono débil.
Él seguía sonriendo. Ravenna todavía podía sentir esos labios pegados a los
suyos. El diablo que anidaba en su interior deseaba haberle dado la oportunidad
de besarla de verdad en el establo. Ella nunca había querido besar a un hombre.
Hasta que él la sacó del río, nunca había deseado pegar la cara al pecho de un
hombre y perderse en él.
—Eso es imposible —dijo—. No he hablado con él más de tres veces.
—Sus pasiones suelen despertar rápido. Y hacía meses que no lo veía sobrio.
Ravenna no le creía. Ningún príncipe, por joven e ingenuo que fuera, la
elegiría a ella como esposa pudiendo elegir a cualquier otra dama del castillo. En
realidad, ya era todo un milagro que un noble con el que no la unía ningún
parentesco estuviera hablando con ella.
—Gracias —le dijo.
—¿Por darte la esperanza de que quizá algún día te conviertas en princesa?
—Por arriesgar tu vida para salvarme.
Vitor descruzó los brazos. Por un momento ella temió que pretendiera
tocarla.
—Qué sorpresa. Yo esperaba una reprimenda.
—¿Una reprimenda?
—Por volver a rescatarte. A fin de cuentas, te enfrentaste al incidente del
champán con la misma elegancia.
—Qué gracioso. Si no quieres que te dé las gracias, no me rescates.
—Esperemos que no vuelva a tener ocasión de hacerlo. —Se acercó a ella,
pero al final no la tocó—. El guardia que te he asignado debería asegurarse de ello.
—¿Por qué lo has hecho?
—Por tu seguridad. Ya te he dicho que…
—No me refiero al guardia. ¿Por qué has arriesgado tu vida para sacarme del
río?
—Pues porque necesito tu ayuda para desenmascarar al asesino.
Volvió a esbozar una sonrisa discreta.
—Te demostraré que me necesitas. —A Ravenna le dio un brinco el
corazón—. Que me necesitas para que te ayude con esto —se apresuró a añadir.
Él pareció contemplarla.
—Lo que necesito es que no te conviertas en la segunda víctima del asesino
por culpa de mis negligencias.
—Tú no fuiste negligente. Fue culpa mía.
Vitor se volvió para marcharse.
—Le he pedido a monsieur Brazil que te suban la cena.
—Sabías que aceptaría.
—Sí. Esto sí.
—¿Y si no hubiera sido así?
Hizo un gesto con la mano.
—Te habría atado a esa cama.
Ravenna se puso nerviosa.
—¿Es que no aprendiste nada del incidente con la horca?
Le dedicó otra sonrisa de medio lado y se despidió de ella inclinando la
cabeza.
—Hasta mañana, señorita Caulfield.
Ella lo vio marchar. Luego cerró la puerta, se estrechó la manta alrededor de
los hombros y regresó a su fría y solitaria cama.
8
Flirteos confusos
Lord Vitor no regresó aquel día ni tampoco vino a compartir ninguna noticia
con ella. Petti y los carlinos fueron a visitarla después de cenar.
—Querida, se te cierran los ojos mientras te hablo de la sopa. ¿Cómo es
posible?
—Lo siento, Petti. Estoy exhausta.
—Supongo que es normal después del chapuzón que te has dado en ese río
congelado. Aunque tampoco debe de haber ayudado que lleves dos meses sin
dormir.
Ella se esforzó por mantener los ojos abiertos.
—¿Qué?
—Beverley y yo hemos venido contigo hasta aquí. Y estábamos contigo en
Grange.
—¿Sabíais que no dormía?
—Querida, no somos tus enfermeras o tus niñeras o como sea que te guste
llamarnos. Nosotros no nos metemos en tus asuntos —le dijo con una sonrisa
cariñosa—. Pero no nos gusta verte infeliz.
—Yo no soy infeliz. Echo de menos a Bestia.
«Muchísimo.»
Le dio una palmada en la mano.
—Ya lo sé.
La mañana siguiente, Ann la visitó para informarla de que el príncipe había
anunciado que, si alguien la veía antes de cenar, debía enviarla de nuevo a la cama.
Ravenna se pasó toda la tarde paseando de una punta a otra de su habitación.
Cuando por fin sonó el gong que advertía a los huéspedes que ya podían
bajar a cenar, salió a toda prisa de su celda y descubrió que la cena de Chevriot se
había convertido en un evento muy peculiar durante su encarcelamiento. El
príncipe Sebastiao la presidía con majestuosa efervescencia, y explicaba historias
de las opulentas fiestas que había celebrado en el castillo desde que había acabado
la guerra. Sus anécdotas provocaban las tímidas risitas de Ann Feathers, que estaba
sentada a su izquierda, y las graves carcajadas de la duquesa McCall, que ocupaba
la silla de su derecha y, por consiguiente, de todas las damas a las que él prestaba
toda su atención. El resto de invitados respondían a su optimismo con distintos
grados de deferencia mientras murmuraban con sus compañeros de mesa.
—Esta reclusión es una idiotez y un insulto —le murmuró el conde de
Whitebarrow a sir Henry—. Yo le digo que la persona que asesinó a ese hombre
era un intruso que venía de fuera.
—¿Y quién era ese tal Walsh? —contestó sir Henry con los carrillos llenos de
hígado de ternera estofado.
—Me temo que era un trepa de la alta burguesía —apuntó lady Whitebarrow
con serenidad.
—Como mi asistente no estaba, esta mañana me he visto obligado a llevar un
recipiente lleno de agua caliente desde la cocina hasta mi habitación —comentó
lord Prunesly con aire abstraído.
—Cielo santo, milord —exclamó lady Margaret—. ¡Eso es terrible!
—En realidad, la experiencia me ha resultado fascinante, señora. Cuando
subía, el agua se iba cayendo del cubo de forma directamente proporcional a la
irregularidad de mis pasos por la escalera.
—Supongo que recogería el agua del suelo y la pesaría a conciencia, ¿no,
padre? —preguntó Martin Anders con gesto arisco—. La ciencia siempre es lo
primero, ¿no?
—La doncella no ha venido a mi habitación para encenderme el fuego hasta
las nueve de la mañana —le comentó lady Margaret a lord Prunesly con
complicidad—. Yo me he quedado temblando bajo las sábanas y no he sido capaz
de levantarme hasta las diez.
Sus joyas tintinearon sobre su pecho generoso cuando ella fingió un
escalofrío.
Ravenna se inclinó hacia Petti y susurró:
—¿Ayer por la noche también estaban así?
—Y durante todo el día.
Tomó un bocado de tarta de ganso.
—Le aseguro que fue un intruso —insistió lord Whitebarrow levantando su
nariz aristocrática y mirando a ambos lados de la mesa.
Miró a lady Iona, cuyas carcajadas reverberaban contra la plata y la porcelana
como si fuera algo de lo que se debía disfrutar con el vino. Sus rizos brillaban a la
luz de las velas. Llevaba el pelo recogido con una diadema escarlata que
combinaba con los bordados del corsé de su vestido. Las sencillas cenefas
enrevesadas llamaban la atención sobre sus pechos de una forma incluso más
efectiva que las joyas de lady Margaret.
Cuando vio que lord Whitebarrow la estaba mirando, Iona ensartó con el
tenedor las cerezas de su brandy y luego se deslizó las púas por entre los labios
muy despacio. A continuación asomó la punta de la lengua para lamer una gota de
zumo de cereza que se le había quedado en el labio inferior.
Martin Anders se quedó boquiabierto y no acertó a meterse la cuchara en la
boca por donde debía.
Su hermana Cecilia lo vio y frunció el ceño con preocupación. A Ravenna no
le extrañaba. Si ella tuviera un hermano tan tonto como Martin Anders, es muy
probable que también se preocupara por él. Taliesin, el chico gitano a quien su
padre le daba clases, siempre había sido como un hermano para ella, pero era él
quien se preocupaba de cuidarla. Eleanor y Arabella también. Y su papá, el pobre y
estudioso papá, que nunca supo qué hacer con el gigantesco perro negro que él
mismo le había llevado a casa, ni con la chica del perro negro.
Pero ahora ya sabía por experiencia que, a menudo, los hombres que
dedicaban su vida a la iglesia no sabían enfrentarse al mundo. El prelado que
tenían en medio, el obispo Abraccia, que seguía ataviado con sus vestimentas
clericales de colores negros y violetas, ni siquiera se podía comer la cena sin la
ayuda de su sobrina. Mientras le cortaba la carne a su tío, Juliana Abraccia le
lanzaba miradas coquetas a Martin Anders desde el otro lado de la mesa. Sin
embargo, el señor Anders seguía sin poder quitarle los ojos de encima a la belleza
escocesa.
Ravenna echó un vistazo a su alrededor. Los invitados del príncipe no solo se
dedicaban a gruñirse entre ellos. También se miraban. Lo hacían todos. Y no eran
solo miradas educadas que intercambiaban mientras conversaban. Se observaban a
conciencia. La luz de las velas les iluminaba la cara y les confería un brillo
ambarino y sombras, y todo el mundo parecía estar mirando a alguien.
Y no era de extrañar. Uno de ellos había asesinado al señor Walsh, y quizá
tuviera intención de volver a matar.
Pero a ella no la miraba nadie, y no todas las miradas eran de desconfianza.
Puede que todas aquellas miraditas no tuvieran nada que ver con el asesinato.
La condesa de Whitebarrow observaba a su marido con frialdad. Lord
Whitebarrow seguía mirando a lady Iona. El general Dijon estaba mirando a su
hija, igual que el conde de Case. Arielle no devolvía ninguna de las miradas; ella se
estaba dedicando a pasear la comida por el plato y fingía comer, cosa que Ravenna
comprendía perfectamente: había perdido a su querida Marie hacía solo dos días.
Pero no era la única dama con aire taciturno. Lady Grace miraba a su madre con
tristeza.
—En nombre de Zeus, ¿de verdad ha desaparecido el perro? —le preguntó sir
Henry a toda la mesa—. La cara de esa pobre chica deja bien claro que nadie lo ha
encontrado.
—No sabemos donde está —le explicó el general Dijon con seriedad—.
Sabemos que alguien se lo ha llevado, pero todavía no sabemos quien ha sido.
—¿Y qué es el extravío de un perro comparado con la certeza de que hay un
asesino suelto entre nosotros? —Lady Margaret se estremeció. Esta vez fingió el
escalofrío, pero las joyas tintinearon de una forma igual de efectiva—. Es como
para tener pesadillas.
Volvió a mirar a escondidas a lord Prunesly. El profesor observaba su copa de
vino mientras la hacía girar, presumiblemente poniendo a prueba a menor escala
su teoría del agua derramada.
—Ese animal es una de las únicas cuatro perras de su raza que existen en este
o en cualquiera de los continentes del mundo —le dijo el general Dijon a lady
Margaret con severidad—. Tiene más valor que todas las joyas que usted pueda
guardar en el joyero, je vous assure.
Sir Henry dejó el tenedor.
—Oiga, señor. No pienso dejar que le hable de esa forma a mi esposa.
A su lado, su hija Ann aguardaba sentada con la cabeza agachada, y se
miraba el regazo con las mejillas lívidas.
El príncipe la miró.
—Querida señorita Feathers —le dijo—. Parece un poco decaída. Debería
beber un poco más de vino para alegrarse.
Le hizo señas a un lacayo para que le llenara la copa.
—Oh, no puedo beber más, alteza, gracias —le espetó Ann—. No quiero
marearme y acabar diciendo cosas que no debo.
Él frunció el ceño. Luego le hizo un gesto al lacayo para que se marchara y
separó la copa del plato.
—Debe de ser horroroso ponerse tan roja incluso a pesar del frío que hace
—le dijo lady Penelope a lord Vitor, que estaba sentado a su lado.
Miró a Ann fingiendo simpatía. Ella no hacía algo tan vulgar como
estremecerse, pero se acarició el chal. Llevaba las manos enguantadas, y sus dedos
estilizados atraían la atención con sutileza hacia sus pechos perfectos.
Pero lord Vitor no pareció advertirlo; él estaba mirando al príncipe. Aunque
le lanzó una mirada a Ravenna. Ese pliegue en su mejilla.
Lengua. Seca.
«Vino.»
Ravenna cogió la copa y se encontró con los ojos de lord Case al otro lado de
la mesa. Pero se volvió hacia su hermano.
En ese momento lord Vitor estaba conversando tranquilamente con la sobrina
del obispo, que estaba sentada al otro lado. A Juliana le brillaron los ojos. Se rió y
luego le contestó con delicadeza. La voz de la joven sonaba dulce incluso desde
lejos, teñida de ese acento italiano, era muy musical.
A Ravenna se le revolvió el estómago de repente. La alegre risa de Iona se le
antojó falsa, las carcajadas de sir Henry forzadas, las mejillas de lady Grace grises,
y la silenciosa preocupación de Cecilia Anders una trompeta estridente. Sir
Beverley miró a Petti con seriedad al otro lado de la mesa. Le estaban ocultando
algo. Ya sabía que tenían secretos, cosas que nunca le explicaban pero que ella
comprendía. Sin embargo, ahora no entendía qué pasaba.
Por lo visto todo el mundo tenía secretos.
Le empezó a dar vueltas la cabeza: sería por el humo de las velas, la comida
pesada, la gran cantidad de personas que había en aquel salón lanzándose miradas
cargadas de sospecha, de preocupación o… de algo más. Tenía que marcharse.
Tenía la sensación de que las paredes del salón se iban acercando a la mesa poco a
poco, y que la luz de las velas se estaba apagando. Le costaba respirar.
—Señorita Caulfield —dijo sir Henry—. Sir Beverley dice que es usted una
especie de doctora.
—Tengo bastante experiencia con animales enfermos, sí —consiguió
responder.
¿Cómo podían soportarlo los demás? La nieve helada del exterior se le
antojaba mucho más apetecible.
—Me preguntaba si no le importaría acompañarme mañana a las caballerizas
—le pidió sir Henry—. Uno de los animales que he traído para que el príncipe los
vea parece cojear. Mi cochero cree que podría ser un absceso. Pero es francés, y no
le confiaría mis animales con la misma tranquilidad con la que se los confiaría a un
inglés.
Le guiñó el ojo con actitud amistosa.
—Lo examinaré encantada.
—Estupendo. —Tomó un buen trago de vino—. Verá, a mí no me importa
viajar. Y a lady Margaret tampoco. Pero no me gusta que ningún extranjero se
ocupe de mis animales, esa es la verdad.
—Pero ¿no tiene intención de hacer negocios con el padre del príncipe
Sebastiao?
El hombre soltó una carcajada.
—En nombre de Zeus, ¡ya lo creo! Pero cuando haya pagado por los
animales, ya no serán míos, ¿no?
Se rió.
Ravenna intentó sonreír.
Ahora lord Vitor le estaba sonriendo a Juliana.
—Querida —le dijo Petti en voz baja—. Parece que vayas a saltar de la silla en
cualquier momento.
—¿Ah, sí? Pues no. —Agachó la cabeza—. Nunca se me ocurriría
avergonzarte así, ni a ti ni a sir Beverley.
—Ese Courtenay… —Petti hablaba enfatizando las sílabas—. Es un joven
muy apuesto, ¿verdad?
A Ravenna se le encogió el estómago.
—¿Tú crees?
—Y, por lo que dice Beverley, también es inteligente.
Tamborileó un suave staccato en el borde de la mesa.
—Te gusta, ¿verdad? —murmuró Ravenna.
—Bueno, mi corazón pertenece a otro. Pero no estoy muerto. Puedo apreciar
a un ser humano de calidad desde una distancia considerable. —Vio un brillo en
sus ojos entornados—. Pero no creo que tú debas hacer lo mismo.
—¿Apreciar la calidad?
—No, apreciarla desde lejos.
—Si sigues por ese camino —susurró—, me levantaré, me marcharé ahora
mismo y me dará igual si os avergüenzo o no.
Él se rió.
—Beverley y yo no estaremos contigo toda la vida, querida. Debes encontrar
tu santuario en otra parte mientras seas joven.
—Pero… —Se le hizo una bola de pánico en el estómago—. Yo…
Él le dio una palmadita en la mano.
—Todavía no hemos alquilado tu habitación de Shelton Grange, querida. No
tienes de qué preocuparte.
El príncipe Sebastiao se levantó y le ofreció el brazo a Ann.
—¿Nos trasladamos al salón? ¡Sí, sí! Vámonos todos juntos, que no quede por
aquí ni un solo caballero. Venga, señorita Feathers. Lady Iona.
El guardia les abrió la puerta.
Ravenna escapó, rodeó el vestíbulo y se marchó en dirección a la entrada. El
guardia de la puerta la saludó asintiendo con la cabeza, pero no la siguió cuando
salió en dirección a las caballerizas. No veía a su guardia personal por ninguna
parte, ese que le había asignado lord Vitor. Pero ahora llevaba un cuchillo en el
bolsillo. Estaba prevenida e iba armada, no tenía nada que temer.
Cuando entró en el establo los aromas que la recibieron la relajaron. Se ciñó
un poco más el chal y le pidió a un mozo que le indicara cuál era la cuadra de sir
Henry. Allí se encontró con un caballo precioso, aunque algo asustadizo. Estaba al
fondo de la cuadra, pero ella lo engatusó para que se acercara hablándole con
suavidad. El animal se aproximó cojeando. Parecía de buen temperamento, pero
ella no entraría en la cuadra en ese momento. Le podría examinar la pata mucho
mejor a la luz del día. Y la verdad era que no había ido a las caballerizas a ver al
caballo.
La madre de los cachorros estaba tendida de lado en el establo que hacía las
veces de almacén. Cuatro de sus cachorros estaban comiendo, pero el más pequeño
se había quedado atrás, lejos de las tetas de su madre, y aguardaba su turno de
hacerse con las sobras. La perra levantó la cabeza con cansancio y sacudió la cola
contra la paja.
—Cómo habéis crecido en dos días —les dijo poniéndose de rodillas. El
pequeñín volvió la cabeza al oír su voz, se levantó y se tambaleó por la paja hacia
ella—. Esta vez no he venido con las manos vacías.
Ravenna deshizo el nudo que le había hecho a su vestido prestado y sacó un
pedacito de carne que había metido en una corteza de pan. La cortó en trocitos y se
los dio de comer al cachorro. Luego se fue colocando a los cinco perritos sobre el
regazo y los fue examinando uno a uno. Los pequeños amasijos de músculos
elásticos y piel sedosa le mordisqueaban las manos con sus dientes afilados
mientras ella diagnosticaba que estaban completamente sanos. Luego se concentró
en la perra, le examinó la boca, las orejas, las pezuñas y el abdomen. Alguien la
estaba alimentando bien, cosa que explicaba que siguiera dejando mamar a los
cachorros y que el pequeño siguiera con vida.
Cuando decidió que ya no había nada más que hacer se levantó.
—Hasta mañana.
Se volvió para marcharse.
Unos dientes minúsculos le tiraron de los bajos del vestido. El pequeñín le
estaba mordiendo la falda.
—¡Cielos! Este vestido no es mío. No me lo rompas. —Se agachó y le rascó las
orejas al cachorro mientras desenganchaba las diminutas fauces del perrito del
vestido de Ann—. Ahora sí. Buenas noches.
El cachorrito la siguió y gimoteó cuando ella lo empujó hacia dentro con los
dedos de los pies para poder cerrar la puerta. El perrito ladró y rascó la madera
con las pezuñas. Ravenna retrocedió y abrió la puerta. El pequeño contoneó la cola
con alegría y le saltó a los tobillos. Los demás seguían calentitos junto a su madre y
no se daban cuenta de lo que ocurría a sus espaldas.
—Quieres aventura, ¿verdad? —Se lo metió en el pecho del vestido—. Un día
conocí un perrito que era igual que tú. —Acarició una de sus suaves patas con los
dedos—. Era completamente negro y se hizo muchísimo más grande de lo que
llegarás a ser tú algún día. Pero me parece que tienes un espíritu parecido. —Le
frotó la nariz contra su frente sedosa e inspiró su aroma—. Ya sé lo que voy a hacer
contigo.
Lo tapó con el chal y se lo pegó bien al pecho.
El mozo le dio las buenas noches y ella cruzó el patio en dirección al castillo.
La última vez que había vuelto allí desde las caballerizas, lo hizo corriendo. En esa
ocasión la habían tirado al suelo y un desconocido la había besado en la oscuridad:
había sentido miedo, ira y confusión.
En ese momento sus pasos eran ligeros y se sentía un poco mareada.
Cuando entró en el castillo oyó las voces de los demás invitados en el salón.
Alguien estaba tocando una melodía preciosa al pianoforte, probablemente fuera
Arielle Dijon. Puede que lord Case hubiera conseguido animarla por un momento.
Ravenna subió a la primera planta por la escalera del servicio. Se encontró un
guardia en medio del pasillo.
—¿Cuál es la habitación de lord Vitor? —le preguntó.
El hombre la guió por el pasillo.
La puerta se abrió enseguida, y una vez dentro, vertió un poco de agua en el
aguamanil y se la ofreció al cachorro. El perrito gimoteó y volvió a ladrar cuando
ella cerró la puerta y lo dejó en la habitación. Pero allí estaría calentito y enseguida
se quedaría dormido. Esbozó una sonrisa de oreja a oreja mientras recorría el
pasillo hacia sus aposentos.
Había un hombre junto a su puerta. Estaba apoyado contra la pared y la vela
que llevaba en la mano le iluminaba la cara.
—¿Señor Anders? —Ravenna no permitió que se le notaran los nervios en la
voz. Por lo visto su guardia había desaparecido para siempre. Estaba sola y a
oscuras con uno de los sospechosos principales—. Esta es el ala de las damas. ¿Se
ha perdido?
—Solo por admiración.
Dejó la vela encima de una mesa y se acercó a ella.
—Oh. —Ella alargó la mano hacia la manecilla de la puerta—. En ese caso, le
desearé buenas noches y….
Él la agarró del hombro y le dio media vuelta.
—No me abandone todavía. La noche es muy joven, querida señorita
Caulfield.
No llegaba al cuchillo que se había metido en el bolsillo. Qué tonta era.
—¿Abandonarlo? —Le habló con despreocupación—. Si apenas he hablado
con usted. ¿Cómo podría abandonarlo?
Él la agarró por ambos brazos.
—Y, sin embargo, yo tengo la sensación de que los momentos que he pasado
admirándola rodeado de esos huéspedes tan molestos han sido infinitos; una
tortura interminable provocada por una admiración ardiente y, aun así, obligado a
estar tan alejado de la persona que la provoca.
No olía a alcohol, pero tampoco percibía mala intención.
—Señor Anders, hay un guardia apostado en cada una de esas esquinas —le
mintió—, que lo atravesarán con sus enormes espadas portuguesas si los llamo.
—¡Yo nunca le haría daño! ¡Sería incapaz! Usted es un auténtico tesoro.
Ya no tenía miedo. Aquello no era un intento de asesinato, sino un ejemplo de
la idiotez natural de un joven. Tampoco lo creía capaz de cometer ninguno.
—Señor, quíteme las manos de encima y déjese de tonterías.
Un mechón de pelo largo —que no era lo bastante extenso como el que había
encontrado en la casaca del señor Walsh—, le caía sobre la frente y le tapaba el ojo.
Pero el joven la observaba ardientemente con el otro.
—Ahora que la he tocado, ya no puedo soltarla. Permítame quedarme cerca
de usted. Cuanto más lejos está, mayor es mi tormento.
—Señor, suélteme o lo lamentará.
—¡Pero yo la amo!
—¿Ah, sí?
—Poderosa, profunda y verdaderamente. Mi amor.
—No hace ni dos horas estaba babeando en la sopa por lady Iona. Si esto es
amor verdadero, me parece que no quiero saber lo que es el deseo.
El joven frunció el ceño.
—Esa mujer es muy bella, pero no hay pasión en ella. Ella no aprecia los
verdaderos sentimientos. Pero usted, señorita Caulfield, usted pertenece a una raza
emocional.
—¿Qué?
Ravenna se atragantó al decir la palabra.
—Su sangre oscura y exótica sabe muy bien lo que es el verdadero deseo. Lo
veo en sus ojos. Tiene usted los ojos de una criatura salvaje. Usted necesita un
hombre que le amanse el corazón. Yo quiero ser ese hom…
La rodilla de Ravenna impactó justo donde había apuntado. El señor Anders
se inclinó hacia delante soltando un rugido y ella se metió en la habitación y cerró
la puerta. Ni siquiera se molestó en encender el fuego. Se quitó su delicado vestido
a rayas propio de una dama, se acurrucó bajo las colchas y aguardó a que llegara la
mañana.
Vitor le quitó los arreos al caballo, lo acarició y llenó el comedero de heno, y
lo hizo todo un poco mareado. Aquella noche no había dormido. Había pasado
noches más apacibles en el campo de batalla. Cuanto más alejaba al chucho, más
fuerte gimoteaba.
Se frotó los ojos y miró al perrito, que se revolcaba por la paja que había entre
las pezuñas de Ashdod.
—Venga, vamos.
El cachorro lo miró con la cabeza ladeada.
Le abrió la puerta de la cuadra.
—Tu señora querrá saber que estás bien.
Cuando cruzaba el patio, su hermano mayor se acercó a él; el cielo se había
vuelto a poner gris la noche anterior.
—¿Tu puedes salir a montar mientras los demás nos tenemos que quedar
encerrados entre estas paredes? —dijo observando cómo el cachorro avanzaba
tambaleándose por encima de la nieve siguiendo los pasos de Vitor.
—El príncipe sabe que yo no soy el asesino.
—Pero el resto de nosotros no lo sabemos. —Wesley se dio media vuelta y se
puso a su lado—. Puede que tu intención sea ir eliminándonos a todos uno a uno.
Yo podría ser el siguiente, y entonces tú te convertirías en conde, y cuando papá
muriera todos tus sueños se harían realidad.
—Yo nunca he tenido esa clase de sueños.
La noche anterior sus sueños habían girado entorno a una mujer de ojos
oscuros. Su sueño había recreado lo que había ocurrido junto al río cuando le quitó
la ropa empapada. La había visto con la ropa mojada pegada al cuerpo y, por
debajo de las transparencias, había asomado la oscuridad de sus pezones erectos
bajo la tela. En su sueño le había quitado la ropa y la había ayudado a entrar en
calor con las manos y la boca. Él nunca había deseado los títulos de su padre o de
su hermano. Él nunca había querido otra cosa que ser útil para sus dos padres y
para sus reinos. Pero ahora deseaba a Ravenna Caulfield.
—Ya lo sabes —añadió.
—Sí —respondió Wesley con despreocupación—. ¿Qué piensas de la hija del
general?
—¿Quieres saber si creo que es la asesina?
—Quiero saber si piensas que podría ser condesa.
Cuatro años atrás, Vitor había pasado una quincena interminable aguantando
el interrogatorio de su hermano mayor sin decir una sola palabra. En ese momento,
a pesar de lo mucho que lo había sorprendido la pregunta, mantuvo su paso firme.
—Supongo que sí.
—Es de sangre noble. —Wesley lo dijo como si no fuera una gran ventaja—.
Su padre es el quinto hijo de un conde francés con pocas tierras y un estatus muy
bajo, aunque disfrutó de cierta notoriedad durante los primeros meses de bonanza
de Carlos Estuardo. Al principio, el general siguió los pasos de su padre, pero
cuando lo llevaron a Rusia cambió de intereses y se marchó a Estados Unidos. Allí
se hizo un nombre como asesor del ejército y empezó a criar perros de caza de
primera clase. Al final acabó amasando una fortuna considerable y ahora posee
muchas tierras. Creo que papá no pondría objeciones al pedigrí de la dama.
Vitor guardó silencio. No podía añadir nada.
—La señorita Caulfield también es arrebatadora. —Wesley hablaba con
demasiada despreocupación—. Aunque como no tiene ninguna conexión con la
nobleza la posibilidad de un matrimonio es cuestionable. ¿Sabías que es huérfana?
Supongo que su padre adoptivo no se opondría a una relación temporal, aunque
me imagino que sir Beverley podría ser más problemático. Aunque yo ya sé cómo
sortear esa clase de inconvenientes. Ayer por la noche mantuve una conversación
muy interesante con él mientras Sebastiao repartía los papeles para representar
Romeo y Julieta. ¿No te parece peculiar que haya elegido esa obra teniendo en
cuenta las circunstancias en las que nos encontramos? Aunque su alteza parece un
tipo extraño. No sé cómo te las has arreglado para aguantarlo todos estos años.
Vitor había dejado de caminar.
Wesley se volvió para mirarlo.
—¿Hermano?
—¿Por qué me estás hablando de esto?
—¿Y por qué no?
—No juegues con ella para hacerme daño, Wes. Si lo haces, haré que te
arrepientas.
Su hermano lo miró con los ojos entornados.
—Entonces no lo niegas, ¿eh? Y eso que me pareció que ella dijo que ya te
había rechazado una vez.
Vitor se acercó a él. Eran de la misma altura y lo miró directamente a los ojos.
—Ya han pasado siete años, Wes. ¿Cuándo vas a superar ese rencor?
—Quizá no sea el rencor que siento por ti lo que me atraiga de la señorita
Caulfield, sino su encanto natural. No soy el único hombre de este castillo que la
ha estado observando con atención.
La noche anterior, cuando estaban en el salón, Sebastiao preguntó por ella y
Vitor fue a buscarla. Pero el guardia encargado de su protección le informó de que
se había retirado pronto.
Wesley pareció estudiarlo.
—Ah, por lo visto no sabe lo que piensa la dama —dijo como para sí
mismo—. Puede que piense que a ella le guste otro. —Entornó los ojos—. Dime,
hermanito, ¿qué se siente?
Aguardó un momento y luego se dio media vuelta para entrar en el castillo.
Vitor lo siguió. La actividad del salón resonaba en las paredes del gran
vestíbulo. Ravenna apareció en la puerta. Se acercó a él sin detenerse, se agachó en
el suelo de piedra y cogió al cachorro. Le acarició el cuello y luego siguió por
detrás de las orejas.
—Monsieur Sepic está en el salón haciendo gala de su completa inutilidad
—dijo cuando dejó el perrito en el suelo. El cachorro atacó los bajos de su
vestido—. Ha acusado a lord Whitebarrow de ser obstinado y arrogante, cosa que
es perfectamente cierta, y a la duquesa le ha dicho que no deja de decir tonterías.
No la entiende cuando habla francés, y ella se niega a hablarle en inglés. Es muy
entretenido. —Le brillaban los ojos. Entonces frunció el ceño—. Por lo menos es
mejor que la cena de ayer por la noche. —Ravenna siguió a Vitor por el vestíbulo
seguida del cachorro—. ¿Has descubierto algo interesante esta mañana?
—Las botas y los bajos de la casaca de Martin Anders estaban empapados.
Cuando he salido al alba, me he encontrado las prendas secándose delante de la
chimenea. Debe de haber estado fuera bastante rato para acabar con la ropa tan
mojada.
—Como todo el mundo. Los invitados pasean dentro de los muros del castillo
bajo la supervisión de los guardias del príncipe. Puede que saliera a pasear al alba
para evitar encontrarse con los demás. Las botas de sir Henry están muy brillantes
para haber ido tantas veces a las caballerizas.
—Feathers es bastante más rico que Prunesly. Tendrá más de un par. Pero es
posible que el hijo de Prunesly no tenga más que uno.
—¿Y tú? ¿También eres bastante rico?
Vitor no pudo evitar sonreír.
—Siempre dices cosas muy raras.
—Mi padre intentó inculcarme modales, pero no le escuchaba mucho. Petti y
sir Beverley llevan años desesperándose conmigo. Aunque no soy la única que dice
cosas raras de los dos.
—Solo soy un segundo hijo.
—El segundo hijo de un noble rico, según dicen, y eso debe significar que
vives bastante cómodo, eso si no eres asquerosamente rico. ¿Por qué estás aquí?
Vitor la miró.
—¿Qué estás haciendo en las montañas de Francia, en marzo, en una fiesta
cuyo único objetivo es que un príncipe portugués encuentre esposa? —le aclaró.
—¿Cuánto tiempo llevas pensando en eso?
—Se me acaba de ocurrir. En realidad se me ocurrió cuando te vi sacar tu
caballo. Es un animal precioso. Soberbio. Debe de haberte costado una fortuna.
Ashdod había costado una fortuna, pero solo le había supuesto una mera
fracción del dinero que tenía en los bancos de Londres y de Lisboa.
—¿Me estabas mirando desde la ventana? —le preguntó.
—Estaba en el establo examinando una pezuña hinchada.
¿Antes del alba? Aunque también estaba en el establo después de
medianoche cuando la conoció. Esa vez no la había visto y ella no le había dicho
que se encontraba allí.
—¿Vestida así?
Le miró la ropa. El vestido rosa era juvenil, ligero, y se le ajustaba demasiado
bien a los pechos. Parecía que acabara de entrar, porque tenía las mejillas
encendidas por el frío y el dobladillo lleno de paja y barro.
—Te recuerdo que despedazaste mi mejor vestido.
Le dedicó una sonrisa exageradamente dulce.
Él negó con la cabeza.
—Yo…
—¿Te sientes culpable?
¿Por haberla dejado en ropa interior y haber podido ver la belleza que
esconde bajo la ropa? «No.» No sabía qué decir.
Ella se rió.
—Tengo más vestidos. Pero como Ann Feathers invitó al príncipe a examinar
mi guardarropa mientras yo estaba en la habitación del ama de llaves, ahora sé que
su alteza prefiere que lleve los suyos en lugar de los míos. Me prestó este y dos
más, todos con muchos más lazos y encajes. Lady Margaret tiene un gusto muy
florido.
Él inclinó la cabeza y le dijo al fin:
—Siento habértelo destrozado.
—No pasa nada, pero no vuelvas a hacerlo. Puede que tú seas un aristócrata
rico, pero yo soy hija de un vicario pobre. No me podré permitir pagarle el vestido
a la señorita Feathers si se te ocurre destrozar alguno de los suyos la próxima vez.
—No creo que haya una próxima vez.
Ella batió rápidamente las pestañas, dos veces.
—En ese caso quizá quieras reconsiderar la fiabilidad del guardia que me has
asignado. No lo vi por ninguna parte cuando el señor Anders me arrinconó junto a
mi habitación ayer por la noche.
«Celos.» Una punzada caliente y rápida.
—Anders seguía en el salón cuando me retiré. —¿Le había mentido el guardia
cuando aseguró que Ravenna se había retirado pronto?—. ¿Cuando lo viste?
—No creo que sea el asesino —se limitó a contestar.
—¿Tienes algún motivo para pensarlo?
—No. Como dicen esos teólogos medievales que a mi padre le gusta tanto
citar: soy una mujer y carezco de habilidad para razonar. Por tanto, las
conclusiones a las que llego no están basadas en la lógica, sino en las emociones,
cosa que, según el señor Anders, me sobra.
A Ravenna se le nublaron los ojos.
Él la agarró del codo y la detuvo.
—¿Qué pasó?
«Ravenna.» Quería decir su nombre. Ella le había dado permiso. Pero hacerlo
lo convertiría en un sinvergüenza, en un tonto. Lo deseaba con demasiadas ganas.
Ella miró la mano con la que él le agarraba el codo y se le contrajo la garganta
con suavidad. Se soltó.
—Tuve ocasión de ver de cerca el moretón que tiene en el ojo —dijo—. Si
goza de buena salud física y mental, y parece que sí, creo que se hizo la herida
pocas horas antes de que encontráramos el cadáver. El señor Walsh podría haber
golpeado al señor Anders en el ojo. Aunque lo más acertado sería concluir que el
señor Anders es un necio. Pudo haberme hecho daño, incluso haberme
amenazado, y no lo consiguió.
Vitor intentó que no se le notara el enfado en la voz.
—Quizá pretendiera congraciarse contigo con la intención de actuar más
tarde, cuando no lo esperes.
—¿Seduciéndome con malas intenciones? Aunque no me refiero a las
intenciones que tenías tú, claro.
En los ojos de la joven se adivinaba diversión e incertidumbre.
—Ravenna.
Vitor se permitió el placer de decirlo. Era embriagador.
Ella bajó la vista, como si por un momento también hubiera sentido lo mismo.
Luego la levantó con seguridad.
—No te pediré que vuelvas a disculparte. —Le dedicó una sonrisita
impenitente—. Pero me gusta verte arrepentido.
—No te confundas. De lo único de lo que me arrepiento es de no haber
conseguido que disfrutaras del momento que compartimos en el establo.
A ella le brillaron los ojos.
—Esa admisión te costará una disculpa cada hora de aquí en adelante.
—No la tendrás.
—¿Por qué no?
Porque la absolución por confesar un pecado requería una verdadera
penitencia. Y Vitor ni estaba arrepentido ni era un penitente. No solo quería que
ella disfrutara de sus caricias, sino que las esperara.
—¿Por qué piensas que Anders no tiene malas intenciones? —le preguntó.
—Pensé que quizá hubiera tratado de engatusarme para que confiara en él.
Pero la verdad es que no creo que sea lo bastante inteligente como para planificar
algo así. —Hizo una pausa—. ¿Es lo que estás haciendo tú?
—Pensaba que ya habías decidido que no soy el asesino.
—Acabas de evitar contestar a mi pregunta sobre tu presencia en Chevriot. Y
el guardia que dijiste que me habías asignado es, como poco, inconstante. Estoy
empezando a desconfiar de ti.
—Hablaré con él. —Se acercó a ella—. Debes confiar en mí. Puedes hacerlo.
Ella volvió el hombro como si se dispusiera a marchar.
—¿Por qué estás aquí? A menos que lleves un disfraz espectacular, no eres el
padre de ninguna doncella casadera ni una doncella casadera. ¿Verdad?
Oírla bromear sobre su recelo le daba esperanza.
—Llevo diez años viviendo en la corte del príncipe Raynaldo, el padre de
Sebastiao, en calidad de persona relacionada con la familia. En este momento hay
unos asuntos de Estado que requieren la presencia del príncipe Raynaldo en casa.
Me pidió que acudiera a esta reunión en su nombre.
—¿Para servir al príncipe?
—Para que me asegure de que elige esposa.
—¿Y ya tienes favorita? —La reticencia le seguía tiñendo la voz. Ravenna
levantó la mano y se puso un mechón de pelo descarriado detrás de la oreja, luego
se mordió el labio inferior—. Para él.
Vitor se obligó a mirarla a los ojos.
—Cualquiera que no haya asesinado y castrado a un hombre servirá.
—Vaya. Veo que tienes grandes expectativas. El príncipe sabe que estás
investigando el asesinato al margen de la actuación de monsieur Sepic, ¿verdad?
—Sí.
—¿Y confía en ti?
—Sí.
—¿Por qué?
—Porque durante la guerra hice un trabajo similar.
Ella guardó silencio un momento.
—Creo que deberíamos hacer una lista de los sospechosos y buscar sus
respectivos móviles individuales. A monsieur Sepic todavía no se le ha ocurrido
algo tan evidente, quizá se lo podríamos proponer nosotros. Y entonces podríamos
ir eliminando de la lista los que nos parezcan más improbables.
Ravenna parecía tener una curiosidad infinita y, sin embargo, no quería
hacerle más preguntas sobre su vida.
—Lo haremos esta tarde, cuando vuelva al castillo.
Ella asintió y se separó de él. Entonces se detuvo y miró hacia atrás.
—¿Ni rastro del perro de mademoiselle Dijon durante tu paseo?
—No. —Después de visitar la ermita para llevarle una botella a Denis, había
cabalgado por los caminos que rodeaban el castillo y seguido el curso del río que
había intentado tragársela. A excepción de los caminos por los que había pasado
Sepic para llegar hasta el castillo desde el pueblo, las pezuñas de Ashdod habían
pisado nieve virgen. Nadie había transitado por aquella montaña desde la última
nevada—. Solo el ermitaño.
—¿El ermitaño?
—El fraile que vive en la ermita que hay bajo la cresta de la montaña.
Ella abrió sus ojos brillantes como estrellas.
—¿Hay un ermitaño viviendo en la montaña? ¿En serio? ¿Hay alguna otra
información que quieras compartir conmigo? ¿O acaso su excelencia no piensa que
yo merezca conocer detalles que podrían ser claves para resolver este misterio?
—No te estoy escondiendo nada. —Excepto que cuando adivinaba la
distancia que estaba viendo en sus ojos en ese momento, algo se le retorcía por
debajo de las costillas—. El padre Denis lleva tres décadas viviendo allí. La familia
del príncipe lo conoce mejor que nadie. Y como no soy duque bastará con que te
refieras a mí como milord. O Vitor.
Quería oírla decir su nombre.
—No debo llamarte por tu nombre.
Sus ojos seguían distantes.
—¿Por qué metiste un perro en mi cama?
—Pensé que quizá necesitaras compañía.
Esbozó una sonrisa fugaz y se volvió de nuevo. Vitor la vio marchar; el dolor
era cada vez más intenso.
¿Martin Anders? Ella pensaba que era idiota, pero ¿habría aceptado sus
atenciones? ¿Habría dejado que se acercara a ella? ¿Y qué pasaba con los demás
hombres? ¿Cuáles de ellos aparte de Wesley y Anders la veían como una conquista
potencial?
Vitor fue hacia el salón; por debajo de la piel le hervía una ira que no había
sentido desde hacía dos años y medio. Él no era ningún asesino, pero si algún otro
hombre de aquel castillo la tocaba, podría llegar a convertirse en uno.
9
Una especie de armadura
Ella hacía mucho tiempo que deseaba que alguien la tocara, pero quería que
la tocaran de verdad, no le bastaba con las palmaditas de Petti o el contacto fugaz
de alguna mano amiga. Llevaba muchas noches añorando el contacto de la masa
caliente de Bestia, para poder acurrucarse contra él y sentirse a gusto. Y cuando
aquel hombre la cogió en brazos, Ravenna se sintió segura a pesar del helado
estupor.
En ese momento, cuando él la rozó con la mano, no sentía ni consuelo ni
relajación, solo miedo. Todo su cuerpo se preparó para salir corriendo, pero
cuando le rozó los nudillos con suavidad, las suelas de sus pies siguieron pegadas
al suelo de piedra. Fue una caricia muy superficial, pero la encendió por dentro.
Vitor empezó a tocarla con la yema de los dedos, sin rozarla apenas, un contacto
muy efímero, y, sin embargo, ella se sentía plena. Seguía sin poder respirar. Nadie
la había tocado nunca de aquella forma. Nadie la había tocado como si quisiera
sentirla, como si quisiera conocer esa pequeña parte de ella, cualquier parte de ella.
Entonces le tocó las yemas de los dedos mientras la miraba fijamente.
Ravenna no esperaba el hormigueo que le provocó el jadeo sorprendido que se le
escapó.
Él la acarició con suavidad y, por dentro, sintió un vacío, el florecer del deseo
y una agitación embriagadora. Vitor tenía la mano caliente. La tomó de la suya
para que pudiera sentir su fuerza. Ella lo observó iluminada por la palidez de la
antorcha: contempló la firmeza de su mandíbula y las sombras que bailaban en sus
ojos. Lo que le estaba haciendo era tan íntimo y estaba tan mal como el beso que le
había robado en las caballerizas. Pero en ese momento no le estaba imponiendo
nada, solo existía el deseo que crecía en su interior y la embriagadora exploración
de los dedos de aquel hombre.
Luego le pasó el pulgar por la palma de la mano. «No debería permitirlo.» Se
le escapó un diminuto susurro de resistencia. Él repitió la caricia. Era un placer
extraño y profundo del que ella no sabía nada, y Ravenna era tan consciente de su
ignorancia como suponía que lo sería él de su seguridad. Lo advertía en la forma
de sus labios: Vitor tenía la boca cerrada, pero ella se había quedado boquiabierta.
Cada vez que él le acariciaba la palma de la mano, a ella se le aceleraba la
respiración. Pero se dio cuenta de que a él le pasaba lo mismo, y que se le agitaba
el pecho deprisa y con fuerza.
Le volvió la mano, entrelazó los dedos con los suyos y pegó la palma a la
suya.
Ravenna reprimió un suspiro. Se le cerraron los párpados. Estaban piel con
piel, podía sentirlo entre los dedos y cuando le rozaba la palma de la mano le
provocaba un hormigueo que la mareaba un poco. Le parecía un milagro poder
estar conectada así con alguien, sentir el calor de la vida de un hombre entrelazado
con el suyo. No podía escapar. A pesar de lo fuerte que era, Vitor la estaba
reteniendo con el poder de su voluntad. No quería separarse de él, solo quería
seguir disfrutando de aquella conexión de piel y calor. Entonces se dio cuenta de
que levantaba la cabeza y le miraba los labios. Sus hombros se rozaron. Ella lo
sentía por todas partes. Vitor agachó la cabeza.
—Ravenna —susurró pegado a los suyos.
Una bofetada resonó por el corredor.
—¡No, signore!
Ella se soltó de la mano de él. Se esforzó por ver lo que ocurría al otro lado de
la verja.
Juliana corría por el pasillo tapándose la boca con la mano. El señor Anders se
había quedado allí plantado y se bamboleaba ligeramente mientras la luz de la
antorcha le iluminaba el ceño fruncido. La joven desapareció por las escaleras. Pero
Anders rugió con rabia y la siguió. Ravenna se posó las manos en la falda y se
obligó a mirar al hombre que tenía al lado. Vitor tenía la mano en la nuca y los
hombros rígidos. La miró de reojo. Inspiró hondo y se detuvo en sus labios durante
un buen rato.
—Deberías irte —le dijo en voz baja—. Ahora.
Ella cogió el farol, salió de detrás de la verja y cruzó el corredor a toda prisa.
Él la siguió a cierta distancia sin ocultar el sonido de sus pasos, pero ella no miró
atrás. No sabía por qué había dejado que la tocara. No debería haberlo hecho. Y,
aún así, sabía que él la seguiría hasta su dormitorio para asegurarse de que llegaba
bien.
Ravenna se desperezó después de haber pasado otra noche sin dormir, se
vistió y se fue a buscar a la hija del general Dijon. Arielle estaba sentada en el salón
vacío y tenía las manos inmóviles encima de las teclas del pianoforte. Cuando la
vio acercarse se levantó y cruzó el salón con los ojos brillantes.
—¿Han encontrado a ma petite? —preguntó esperanzada—. ¿Han encontrado
a Marie?
Su inglés era suave y su acento galo le daba musicalidad a su discurso.
Ella negó con la cabeza.
—Todavía no. Pero estoy segura de que la encontrarán.
La pasada noche, ella y Vitor no habían hablado sobre el perro, aunque ella
tenía la intención de hacerlo. No habían buscado la daga ni tampoco habían
repasado ninguno de los demás detalles de la investigación. Se habían dedicado a
hacer manitas en la oscuridad. Y él había estado a punto de besarla.
Cuando se sentó con Arielle en el sofá, notó cómo le ardían las mejillas.
—¿Por qué está aquí sola? El príncipe ordenó que todo el mundo debía estar
siempre acompañado de, por lo menos, dos personas.
—Mademoiselle Anders estaba aquí conmigo, pero hace algunos minutos se
impacientó y se marchó.
—¿Y por qué se impacientó? ¿Lo sabe?
Arielle negó con la cabeza.
—Mademoiselle Dijon, todavía no he tenido la oportunidad de hablar con
usted sobre la noche que asesinaron al señor Walsh.
La joven francesa frunció su precioso ceño.
—Entonces es cierto —dijo—. ¿Usted y lord Vitor esperan desenmascarar al
loco que cometió esos crímenes?
—¿Lo sabe todo el mundo?
—Lady Iona me dijo que le parecía que estaban ustedes investigando.
Monsieur Sepic es…
Hizo un gesto totalmente galés con sus delgados hombros.
Lady Iona era demasiado observadora para el gusto de Ravenna, y era
evidente que monsieur Sepic no inspiraba confianza a ninguno de los invitados de
Chevriot.
—¿Es cierto? —preguntó la chica francesa.
—¿Puedo ser sincera con usted?
Arielle asintió y abrió los ojos: sus pestañas negras contrastaban con el tono
pálido de su piel. Era una preciosidad, tenía la piel suave como la porcelana, rizos
negros y los labios perfectos, parecía una muñeca.
—Ayer, monsieur Sepic nos sugirió a lord Vitor y a mí que su perro había
desaparecido justo en un instante en el que, suponiendo que usted hubiera
asesinado al señor Walsh, le habría venido muy bien una distracción para parecer
menos sospechosa.
La joven abrió los ojos como platos.
—Mais, ¡yo nunca asesinaría a un hombre!
Ravenna suspiró con rigidez.
—Esperaba que dijera eso.
—¿Y qué otra cosa podría decir?
—Que jamás se le ocurriría poner a Marie en peligro ni se separaría de ella, ni
siquiera para ocultar un crimen.
Ahora frunció sus labios sonrosados con inquietud.
—Pero es cierto.
—Pues claro. Comprendo muy bien el cariño que le tiene. Y es precisamente
ese cariño y que haya insistido usted en que nunca asesinaría a un hombre, lo que
demuestra su inocencia.
—Si no hubiera sido una persona incapaz de asesinar a otra, ¿habría hablado
primero de Marie?
Ravenna asintió.
Arielle se llevó una mano delgada a los labios temblorosos.
—Pero su desaparición me ha dejado desolada.
Le cogió las manos.
—La encontraremos. Se lo prometo.
—Ah. —Se oyó un sedoso ronroneo procedente de la puerta—. Qué escena
más conmovedora. —Lady Penelope inclinó su cabeza rubia hacia los rizos
plateados de su hermana—. Por lo visto nuestra amiga del campo no sabe que una
dama debe contener el impulso de atacar a sus conocidos. —Se encogió de
hombros con delicadeza y entró en el salón—. Supongo que no le importa,
¿verdad, mademoiselle? En América debe de estar acostumbrada a las faltas de
tacto, n’est-ce pas?
Se le marcaron los hoyuelos de las mejillas y se agachó para sentarse en un
canapé. Llevaba un impactante vestido de día. Su hermana se sentó a su lado. A
pesar de la ausencia de sirvientes en el castillo, las dos aparecían cada día vestidas
con una elegancia impoluta. Ravenna supuso que se ayudarían la una a la otra.
Arielle posó su delicada mano sobre la de Ravenna.
—Merci, mademoiselle —le dijo en voz baja.
Lady Penelope se rió.
—Querida mademoiselle Dijon, ella no habla francés. Señorita Caulfield, le ha
dicho que se lo agradece.
—Gracias por la traducción. En realidad me alegro de verla. Monsieur Sepic
me ha pedido que le pregunte a usted, a su madre y a su hermana lady Grace sobre
la noche que se cometió el asesinato. —Mintió sin que le remordiera ni un ápice la
conciencia—. Podemos empezar ahora.
—Cuando se refiera a mi madre debe llamarla lady Whitebarrow —dijo
Penelope—, eso si dejo que hable de ella. Y cuando mi hermana y yo estemos
preparadas para contestar preguntas impertinentes de una campesina indigente y
presuntuosa ya se lo haré saber.
—Su hermana es duquesa, Penny —susurró lady Grace como si las demás no
pudieran oírla perfectamente.
—¿Disfrutó del baile de la pasada noche, señorita Caulfield? —le preguntó
lady Penelope con dulzura—. Ah, me olvidaba. No sabe bailar, ¿verdad?
Ravenna se enardeció.
—Mira, Grace —dijo Penelope con una sonrisa en sus labios perfectos—. Se le
nota el rubor incluso estando tan morena. Increíble.
—Vaya, qué preciosa reunión de pajarillos —exclamó lady Margaret desde la
puerta.
Apareció cogida del brazo de Petti y respiraba con dificultad. A su
acompañante le brillaban los ojos. Le encantaba estar acompañado de mujeres
locuaces y hombres guapos. Teniendo en cuenta que entre los invitados se
encontraban lady Margaret y la duquesa McCall, y varios hombres muy atractivos,
Petti estaba de un buen humor perpetuo a pesar del asesinato y el robo. Ravenna
no pudo evitar sonreír.
Entraron en el salón y la tímida Ann apareció también detrás de su madre.
—Ven, Ann querida. —Lady Margaret le hizo gestos con su mano rechoncha
para que la siguiera—. Tienes que enseñarles las perlas que tu orgulloso papá te ha
regalado esta mañana.
El ratón asomó por detrás de la matrona.
—Oh, señorita Feathers. —Arielle se acercó y alejó a Ann de su madre—. Su
padre debe de quererla mucho. Es un collar precioso.
Era grande, vulgar y debía de pesar como tres kilos. Sir Henry tenía muy
buen gusto para elegir a sus pura sangre, pero por lo visto no sabía escoger joyas
de mujer. La pobre Ann caminaba prácticamente encorvada, y lucía dos círculos
carmesíes sobre las mejillas que no combinaban nada con su vestido a rayas de
color gris y amarillo.
—Madre mía —ronroneó lady Penelope—. Menudo despliegue.
Pero no se refería al collar de Ann, sino al pronunciado escote de lady
Margaret, que borbotaba por encima de su corsé como una sopa en ebullición. La
esposa de sir Henry había empezado a ponerse vestidos muy atrevidos y a
agacharse delante de lord Prunesly. El reputado erudito que tanto nombre tenía
por toda Europa gracias a sus descubrimientos en materia de filosofía natural, no
parecía muy interesado en aquel ansioso espécimen biológico.
—No puedo estar más de acuerdo, querida —dijo Petti en un tono agradable,
y sentó a lady Margaret en un sillón que había al lado de las gemelas—. Las damas
tienen un encanto especial cuando van bien adornadas.
Penelope le dio un codazo a su hermana.
—Pero ¿no cree, señor que dadas las circunstancias en las que nos
encontramos, es un poco inapropiado comportarse como si estuviéramos de fiesta
cada día? —le espetó Grace.
—Pero, querida, es que sí que estamos en una fiesta. Y nuestro anfitrión
quiere que nos divirtamos. Por tanto, debemos hacerlo. Cuando se está bajo la
amenaza de un asesino, una dama debe ponerse más guapa que nunca. Para
alegrarnos a todos, ¿comprende? Debemos seguir el ejemplo de ese tipo del
medievo que escribió ese libro tan brillante. Cuando todos los campesinos estaban
muriendo de peste, las damas y los caballeros se marcharon al campo y se
entretuvieron explicando unas historias encantadoras. Diez historias cada noche
durante diez días, hasta que pasó la plaga de peste.
—¿Ah, sí? —canturreó Ann.
—Ya lo creo, querida. Esos italianos eran muy inteligentes.
—Pero, monsieur —intervino Arielle—, esta peste seguirá entre nosotros por
mucho que intentemos escapar. Uno de nosotros es el asesino.
—Yo me declaro inocente. —Lord Case entró en el salón—. ¿Me creeríais,
mademoiselle?
Arielle bajó la mirada con modestia.
—Si vos lo decís, milord.
—Hablando de italianos —dijo Petti—, ya solo nos falta la compañía de la
señorita Abraccia, la señorita Anders y lady Iona para completar el grupo de
sacrificios virginales de la casa. ¿Qué opina, milord? ¿Deberíamos llamar a las
demás y encargar un óleo de la escena?
La habitación se quedó en silencio absoluto. Ravenna reprimió una carcajada.
Lord Case sonrió, pero miró a la hija del general. En cuanto le prestó toda su
atención, el placer desapareció de sus ojos. La risa de Ravenna se extinguió.
—Oh, señor. —Lady Margaret se deshizo en estridentes carcajadas—. ¡Me
halaga! Ya han pasado diecinueve años desde que yo era una doncella, aunque
quizá no se habría dado cuenta de no ser porque mi querida Ann está aquí
sentada. Es usted muy divertido.
Le dio una palmada juguetona en la mano.
—Señor Pettigrew. —Ann entrelazaba los dedos sobre su regazo—. Le ruego
que me disculpe, pero está siendo injusto con su alteza. Es un buen hombre. Yo no
consideraría un sacrificio casarme con él. En realidad siento todo lo contrario.
Lady Margaret esbozó una sonrisa orgullosa de oreja a oreja.
—Así es como habla una auténtica dama, señorita Feathers. —Petti miró a su
alrededor—. Bueno, ¿a quién le apetece interpretar algo de Shakespeare? Yo nunca
he actuado, pero cuando era joven conocí a muchas actrices, así que supongo que
se puede decir que soy un experto en teatro.
—Oh, señor. —Lady Margaret se rió—. ¡Es usted incorregible!
—Me encanta que las damas me digan eso, querida. Usted recíteme sus frases
y yo intentaré ponerme a la altura. Señorita Feathers, venga a ayudarnos a su
madre y a mí.
Ann se acercó obediente, se sentó junto a lady Margaret, y los tres inclinaron
la cabeza sobre el texto.
—Lord Case —dijo lady Penelope con un tono almibarado—, ¿de verdad le
apetece interpretar el papel de Benvolio? El primo de Romeo parece poco noble
para usted. Quizá se lo tendrían que haber asignado a otro caballero.
—Teniendo en cuenta que en el castillo hay un príncipe, un conde, un barón y
un caballero, por no mencionar a mi aterradoramente impresionante hermano,
tendría que darme miedo exigir otro papel que no sea el que me otorguen esos
inestimables caballeros.
—Es usted demasiado modesto —ronroneó lady Penelope—. Eso demuestra
su buen gusto, cosa que —miró a lady Margaret, deteniéndose un momento en
Ravenna, y volvió a mirar al conde—, no es algo muy común entre los invitados
del príncipe.
Él esbozó una rígida sonrisa.
—A decir verdad le hablo con mucha humildad. En realidad mi carácter no
puede competir con ninguna de las damas presentes.
—Eso es imposible —se opuso lady Penelope inclinándose un poco hacia él
como si Ravenna y Arielle no estuvieran delante—. Aunque supongo que tenemos
que ser benévolos con nuestros inferiores.
Mademoiselle Dijon se puso en pie.
—Señorita Caulfield, me gustaría que me aconsejara sobre un gorro que he
tejido para mi padre. ¿Sería tan amable de ayudarme?
Ravenna salió con ella del salón. Lord Case observó cómo se alejaba a pesar
de que las gemelas insistían en llamar su atención.
Cuando cruzaron la puerta, Arielle agachó la cabeza apretando los labios.
—Les soeurs… lady Penelope y lady Grace… ce sont des vipères. ¿En inglés se
dice así? ¿Las víboras?
Ravenna se rió.
—Sí. Supongo que hay mujeres que son espantosas en todos los idiomas.
—Pero debo advertirle, Ravenna… que a lady Grace no le gusta todo lo que
dice su hermana.
—¿Qué le hace pensar eso?
—La otra noche, cuando lady Penelope bailaba con el príncipe, estuve
observando a su hermana. Aguardaba sola junto a su madre. Y miraba a Penelope
con una cara froide comme la pierre. Como una piedra.
Había ocurrido lo mismo durante la cena que se celebró dos noches antes.
Grace estaba sentada junto a su hermana, pero se movía y hablaba como si fuera su
sombra, la imitaba en todo. Sin embargo, cuando estaba separada de su gemela, se
comportaba de una forma muy distinta.
—Gracias por contármelo, mademoiselle Dijon.
—Je vous en prie, mademoiselle. Enfin, supongo que no quiere perder el
tiempo cosiendo conmigo, ¿non? Ahora debe marcharse. Le ruego que resuelva
este asesinato y que encuentre a ma chère petite.
Ravenna cruzó el pasillo donde la noche anterior había estado a punto de
perder la cabeza al sentir el contacto de la mano de un hombre. Se detuvo al pie de
la escalera. Oyó unas voces masculinas procedentes de una puerta que había cerca
del comedor, y entre ellas distinguió el inconfundible acento de monsieur Sepic. Se
acercó a la puerta abierta.
Los caballeros descansaban en una estancia con las paredes forradas de
paneles de madera con una mesa de billar en el centro. Sir Henry y el príncipe
estaban junto a la mesa con sendos tacos de billar en la mano, y el general Dijon los
observaba. Lord Prunesly le daba la espalda al juego y admiraba, a través de sus
anteojos, un diagrama de perros de caza enmarcado con un cristal, y su hijo estaba
encorvado en un rincón con un mechón de pelo sobre la frente.
Sir Beverley se había sentado con su elegancia habitual en un sillón orejero
delante de monsieur Sepic, que tenía un vaso en la mano lleno de un líquido
ambarino. Y lord Vitor se encontraba apoyado en la pared junto a la chimenea, y
fue el único hombre de la habitación que advirtió su presencia.
Los únicos caballeros que faltaban en aquella reunión eran lord Whitebarrow,
Petti y lord Case.
Sir Henry levantó la vista de la mesa.
—Ah, señorita Caulfield. —Se acercó a ella con el taco de billar en la mano—.
Estoy encantado de verla. ¡Encantado! Nos encuentra entregados al vicio de buena
mañana. Su alteza le estaba enseñando a milord —hizo un gesto señalando a lord
Prunesly—, unos cuantos trucos del juego, y como ha vuelto a nevar, los demás
nos hemos sumado al entretenimiento. Pero eso no tiene ninguna importancia para
una chica inteligente como usted, ¿verdad? ¡Inmensamente inteligente se lo
aseguro, caballeros! La cataplasma que le puso a mi caballo en la pata ha
funcionado. Esta mañana ha dado tres vueltas al patio sin quejarse ni una sola vez.
Aunque sigue cojeando. Aún tardará un tiempo en cicatrizar. Pero ha mejorado
mucho. En nombre de Zeus, ¡ya lo creo! Ahora tendré que llamarla lady Milagros.
—Adoptó una expresión meditabunda—. Sería un buen nombre para un caballo.
—Ah, mademoiselle. —El príncipe se acercó a ella, le cogió la mano y se la
llevó a los labios—. Le da usted luz a esta reunión de caballeros con la sonrisa de
sus ojos. Con eso me basta para estar alegre toda la mañana. —Ladeó la cabeza—.
Y, sin embargo, y aunque suene grosero, me voy a aprovechar de que soy su
anfitrión para pedirle que me regale también una sonrisa de sus labios para estar
alegre todo el día.
Ravenna claudicó.
—¿Con esto bastará, alteza?
El príncipe le estrechó la mano.
—Bastaría para toda una vida si no fuera tan avaricioso. —Hizo un gesto en
dirección a la mesa de billar—. Como verá tenemos mucho trabajo.
«Nada que tenga que ver con la investigación del asesinato.»
Ravenna se contuvo para no mirar a lord Vitor.
—Ya veo. ¿Y lord Prunesly ya ha aprendido lo necesario para convertirse en
un buen oponente?
—Me temo que no tiene mucha habilidad para el juego —dijo el príncipe
frunciendo los labios. Bajó la voz—. Ya conoce a estos ratones de biblioteca. Mucho
cerebro pero ninguna valentía.
Le guiñó el ojo.
—Mi hermana Eleanor es una erudita y tiene el valor de un arcángel. Pero
como estamos en su casa dejaré que siga usted equivocado.
Él le sonrió e intentó hacerla entrar en la habitación. Ella apartó la mano.
—No quiero interrumpir su partida. —Ni acercarse más al hombre junto al
que había estado en la oscuridad la noche anterior. Ya tenía el pulso lo bastante
acelerado, y eso que él se encontraba en la otra punta de la habitación—. Quería
hablar con monsieur Sepic.
—Ah. —El príncipe se puso serio de repente y alargó el labio inferior—.
Querida señorita, está usted dedicada a una tarea que, si pudiera, preferiría fingir
que no existe. Me avergüenza.
—No es mi intención.
—Verá, Dijon —exclamó sir Henry—. Ya le he dicho que se le dan muy bien
los caballos. Pero apuesto a que también sabe mucho de perros. Debería dejar que
se ocupara de su perrita cuando la encuentren.
—Gracias, señor —contestó ella. Luego se volvió hacia el alcalde Sepic. El
hombre tenía las piernas cruzadas y se aferraba a su vaso, parecía que no tuviera
ninguna intención de moverse en todo el día—. Monsieur, ¿puedo hablar con
usted?
—Mais bien sûr, mademoiselle.
Se levantó.
—¿En el pasillo? —le sugirió.
El alcalde se despidió de los hombres inclinando la cabeza varias veces y se
apresuró a salir de la sala. Todos los caballeros la estaban mirando, pero a ella solo
le importaba el hombre de la casaca azul, una prenda que parecía hecha del mismo
color de sus ojos para que pudiera destrozar a cualquier desafortunada mujer a la
que se le ocurriera mirarlo. La noche anterior la había mirado con intensidad, pero
en ese momento solo brillaba en sus ojos un interés relajado.
Entonces salió al pasillo.
—¿Monsieur, ha pensado en lo que le sugerí sobre pedir a todos los invitados
que escriban el mensaje que encontramos en la nota que llevaba el señor Walsh en
el bolsillo para que podamos comparar la caligrafía?
—Ah, oui. —Asintió y se atusó el bigote—. Es una idea excelente, vraiment.
Pero en esta ocasión no nos será de mucha ayuda. Verá, mi investigación ha
tomado otra dirección.
La dirección hacia la sala de billar, por lo visto.
—¿Y qué dirección es esa?
—Entienda que no puedo compartir información de la policía con una dama,
naturellement. —Le sonrió con gran condescendencia—. Verá, mademoiselle, todo
irá bien. No tiene que —comment dire?—, preocuparse.
—Monsieur, solo tiene que pedirles a los sospechosos que le proporcionen
una muestra de su letra y yo me encargaré de comparar las notas con la prueba.
—Oui, oui. Muy buena idea. —Se atusó el bigote de nuevo—. Prometo pensar
en ello. —Miró con impaciencia por encima del hombro de Ravenna—.
Mademoiselle.
Se despidió con una inclinación de cabeza y regresó a la sala del billar.
Ravenna soltó un suspiro cargado de frustración. Pero era de esperar. Hasta
hace dos días, aquel hombre solo era el alcalde de un minúsculo pueblo de
montaña. Ahora, unos caballeros ricos y poderosos se esforzaban por congraciarse
con él con la esperanza de que no los acusara de asesinato. Monsieur Sepic estaba
flotando en un embriagador delirio de felicidad.
Lo entendía. La noche anterior, cuando estaba en la galería y aquel hombre
noble le había acariciado la mano y le prestó más atención de la que le había
prestado ningún otro, ella también había delirado un poco.
Subió al piso de las habitaciones y comprobó que la puerta del dormitorio de
lady Penelope y lady Grace seguía cerrada. Sepic no pensaba dejar que le ayudara
con la investigación. Y lord Vitor no parecía muy interesado en el misterio aquella
mañana.
Aunque quizá la actitud de lord Vitor no tuviera nada que ver con el
asesinato. La noche anterior él le había pedido que se marchara, y ella había
obedecido de inmediato. Pero antes de esa insensatez de acariciarse las manos, se
llevaban muy bien. De hecho, comprendía que las cosas se hubieran puesto un
poco raras entre ellos. No podían volver a quedarse a solas. Y quizás él pensara lo
mismo.
Fue a la sala en la que habían estado examinando el cuerpo. Monsieur Sepic
se lo había llevado de allí; solo quedaba la ropa del señor Walsh y la armadura. No
vio nada entre sus prendas que le proporcionara más información de la que ya
tenía. Cuando estaba deslizando los dedos por encima de las escasas posesiones
que el hombre llevaba encima antes de fallecer, se detuvo en su anillo de sello.
Parecía un objeto de mucho valor para un hombre de su clase. Aunque también lo
era un anillo de oro y rubíes para una mujer que hasta hacía tres meses solo era
una sirvienta.
No había vuelto a ver el anillo de su familia desde que se lo entregó sir
Beverley. La idea de casarse con el príncipe Sebastiao —o con cualquier otro
hombre— le parecía ridícula. Se lo comunicaría a Arabella en cuanto regresara a
Inglaterra. Le devolvería el anillo a su hermana y regresaría a…
«Ninguna parte.» Ya no se podía quedar en Shelton Grange. Pero regresar a
casa de su padre y volver a vivir bajo su autoridad después de haber pasado seis
años de libertad virtual, y esa vez sin la compañía de Bestia… «Impensable.» En la
residencia ducal de Arabella tendría menos restricciones, pero seguirían siendo
mayores de lo que le gustaría.
Se quedó mirando el anillo del señor Walsh. En su día fue secretario de un
marqués. Puede que se lo diera su patrón. O quizá lo hubiera robado. Tal vez él
también hubiera ido al castillo de Chevriot para evitar la cárcel. Como ella.
Le parecía increíble que solo fuera una coincidencia que un hombre hubiera
viajado hasta Francia para alojarse en una casa junto a los hijos de su antiguo
patrón. El príncipe Sebastiao había asegurado que su padre, Raynaldo, no había
invitado a Oliver Walsh a la fiesta, y que Walsh era un intruso. Pero quizá no lo
supiera todo. Y era posible que lord Vitor no le hubiera contado todo lo que sabía
sobre la presencia del señor Walsh en Chevriot. Puede que no le estuviera
contando toda la verdad.
Contempló el anillo más detenidamente con una extraña pesadez en el pecho.
Tenía grabada la cabeza de un león. Hizo memoria. Cerró los ojos, pasó el dedo
por el grabado y luego se lo pegó a la palma de la mano. Dos noches atrás había
examinado de cerca el moretón que Martin Anders tenía alrededor del ojo. Y
enterrado en ese moretón, pegado a la huesuda cuenca del ojo, había visto una
profunda laceración del tamaño del león de aquel anillo.
Se moría por metérselo en el bolsillo, pero sabía que si alguien le registraba
las cosas, quedaría como una ladrona con un interés especial en anillos de hombre
de gran valor, así que lo dejó donde estaba. Pero se sentía optimista. Había
conectado dos pistas, aunque ninguna de ellas tenía nada que ver con el marqués
de Airedale o con sus hijos. Disminuyó el dolor que sentía en el pecho. Tendría que
compartir su descubrimiento con lord Vitor de inmediato.
Pero entonces recordó cómo la había mirado en la sala de billar y sus ojos
inescrutables, y se le quedaron los pies pegados al suelo.
Ya se lo diría a la hora de comer. Entonces insistiría en que el señor Anders
escribiera esa nota y compararían las caligrafías.
Se volvió hacia la ropa del señor Walsh. No encontró ninguna pista nueva.
Cogió la nota, la desdobló, volvió a examinar las palabras, y pasó la yema del dedo
por el sello roto mientras pensaba en cómo convencer al resto de los sospechosos
para que le proporcionaran una muestra caligráfica. Quizá pudiera engañarlos,
inventarse algún juego que requiriera que todos escribieran y sugerírselo al
príncipe. Seguro que aceptaba. Desde que la habían tirado al río, Sebastiao se había
mostrado muy atento y encantador. Era alegre y un poco exaltado, pero afectuoso
y de buen talante, no tenía nada que ver con el canalla disoluto que había creído
que era cuando lo conoció.
¿Cuánto le habría contado lord Vitor sobre su investigación encubierta? O
puede que —al igual que el beso del establo y el momento que habían compartido
tras la verja la noche anterior—, fuera su secreto, que solo conocía la observadora
lady Iona y ahora Arielle Dijon. Pero él sabía lo del beso. Ella se lo había dicho.
Colocó el pulgar en el centro del disco de cera. La punta encajaba
perfectamente en la suave hendidura. La acercó a la vela con cuidado de que no se
fundiera. Había una huella dactilar superficial encima.
El día anterior, monsieur Sepic había encontrado el papel y la cera con la que
se había escrito y sellado la nota en un cajón del salón de la torre. Pero ahí acabó
toda la curiosidad que le había despertado la nota. Sin embargo, alguien —una
mujer—, había dejado una huella dactilar en ese círculo de cera caliente. Debió de
haberse quemado el dedo.
«Ha llegado la hora de examinar las huellas dactilares.» Ravenna salió de esa
pequeña sala helada que se encontraba en el rincón más alejado del castillo y se
encaminó hacia la torre noroeste. Todavía no había tenido tiempo de examinar la
gota de sangre que lord Vitor le había dicho que había encontrado en la manecilla
de la puerta, y sospechaba que monsieur Sepic también habría ignorado aquella
pista. Cuando le hubiera echado un vistazo, intentaría abrir de nuevo la habitación
de las gemelas Whitebarrow.
Lord Vitor le había sugerido que registrara la ropa de las damas en busca de
alguna mancha de sangre. ¿Cómo creía que podría hacer una cosa como esa? Quizá
solo pretendía mantenerla ocupada con alguna tarea imposible. Puede que en
realidad no quisiera resolver el misterio. Tal vez no tuviera interés en descubrir la
identidad del asesino. Quizá… cuando le estuvo cogiendo la mano detrás de las
armaduras la noche anterior, solo lo hizo para distraerla y que no siguiera
buscando la daga.
No la seguía ningún guardia. A pesar de las órdenes de Vitor, ella todavía no
había visto al hombre que le había asignado. ¿O acaso no le había asignado
ninguno?
En la última escalera de caracol que daba acceso a la habitación de la torre, el
aire estaba inmóvil y frío. Cuando llegó arriba, su aliento se había convertido en
vaho. Giró la manecilla y entró en la estancia.
Al otro lado de la sala había una mujer inclinada sobre una mesa, con la falda
subida a la altura de la cintura, y el trasero completamente desnudo a la luz del
invierno que se colaba por las ventanas. Un hombre rubio con los calzones bajados
hasta las rodillas estaba colocado entre sus piernas separadas, la agarraba de las
caderas y la embestía como lo haría un carnero.
«Ahora ya sé donde estaba lord Whitebarrow.»
Ravenna se quedó paralizada.
La mujer rugió:
—Más fuerte. —El siguiente rugido fue una súplica—. Se lo suplico, milord.
Más fuerte.
—Zorra —le espetó, y la embistió con tanta fuerza que la mesa crujió.
Ella se tambaleó hacia atrás y se golpeó el hombro contra el marco de la
puerta. Su amortiguada exclamación de sorpresa sonó por debajo de los gruñidos
de lord Whitebarrow.
Lady Iona giró los hombros, se le salían los pechos del vestido y, cuando la
vio, abrió los ojos como platos. Se miraron la una a la otra, las dos paralizadas. El
conde alargó el brazo, le metió la mano en el corpiño y la embistió de nuevo. La
preciosa cara de la joven se contrajo en una mueca de dolor. Cerró los ojos, agachó
la cabeza y gimió:
—Sí, milord. Sí. Justo así.
«Por lo visto, en realidad no siente dolor.»
Ravenna se peleó con la manecilla de la puerta, salió de la habitación y la
cerró lo más silenciosamente que pudo. Luego se apoyó en la pared y trató de
recuperar la respiración.
Lady Iona y lord Whitebarrow.
«¿Lady Iona y lord Whitebarrow?»
Podría haber imaginado que se encontraría con la señorita Abraccia y el señor
Anders. Tampoco le habría sorprendido toparse con lady Margaret y a lord
Prunesly, eso si el hombre olvidaba alguna vez sus estudios, claro. Pero ¿Iona? ¿Y
lord Whitebarrow? Él estaba casado y ella era… por lo visto no era virgen después
de todo. Cierto que llevaba varios días haciéndole comentarios subidos de tono
sobre los caballeros de la casa. Pero cuando estaba acompañada se comportaba con
recato.
Sin embargo, lo que estaba haciendo con lord Whitebarrow en aquella
estancia no tenía nada que ver con el recato. Ravenna no sabía que un hombre
podía aparearse con una mujer como si fuera un semental montando una yegua.
Ella siempre había imaginado que las personas copulaban cara a cara. A fin de
cuentas, podían hacerlo. Era anatómicamente más viable. Las hembras del mundo
animal tenían pezuñas y zarpas para sostenerse. Las mujeres no. Haciéndolo cara a
cara una mujer no tendría que preocuparse por acabar con las rodillas arañadas o,
en ese caso, con astillas en los codos. Pero no le había parecido que Iona tuviera
ningún problema con la mesa. Al contrario. Y lord Whitebarrow tampoco parecía
especialmente incómodo.
«¿Zorra?»
No podía imaginarse que ningún hombre le dijera algo así. La habían
llamado marimacho, y a menudo. Pero ¿zorra? Le encantaría poder borrar aquellos
sonidos y las imágenes de su cabeza. Especialmente la mirada horrorizada de Iona.
Y su gemido de placer. «Todo el episodio.» Se le estaban clavando las ballenas en
las costillas y se sentía acalorada.
Al otro lado de la puerta, los rugidos y los gemidos aumentaron. Ravenna se
separó de la pared, se tapó los ojos y corrió escalera de caracol abajo.
Vitor se obligó a soportar unos cuantos minutos más el peloteo de los
caballeros con Sepic antes de marcharse de la sala de billar. Ya había pasado el
tiempo suficiente para evitar que ninguno de ellos se pudiera imaginar que estaba
siguiendo a Ravenna.
Pero sí que la estaba siguiendo.
La noche anterior, cuando se encontraban en aquella galería, no había sido
capaz de alejarse de ella lo suficientemente rápido. Pero apenas había cerrado la
puerta de su habitación cuando —al tiempo que oía los ladridos del perrito que
ella le había obligado a quedarse—, se maldijo por haberse marchado tan rápido.
Le había pedido que se alejara de él como medida de seguridad temporal. La había
deseado desde la primera vez que le puso las manos encima. Pero no supo hasta
qué punto hasta que ella no le dio la mano en la oscuridad.
—Monseigneur. —El general Dijon salió de la sala detrás de él—. Le ruego
que espere un momento. —Se le acercó con la espalda tan recta como cualquier
buen militar—. Mi hija ha oído que usted y la señorita Caulfield están investigando
el asesinato y el robo del perro por su cuenta.
—Así es, señor.
El general relajó el ceño.
—Bien. Quizá así encontremos al criminal.
—Me temo que de momento tenemos más dudas que respuestas.
—De todos modos saberlo me tranquiliza. —El general negó con la cabeza—.
No pretendo insultar a Sepic. El servicio que hace para esta comunidad es
admirable. Pero no confío mucho en su inteligencia.
Vitor pensó que era mejor no contestar.
—Verá —prosiguió el general con cierta urgencia—, la perra no solo es un
animal fantástico para la cría. Mi mujer se la regaló a nuestra hija. Durante mucho
tiempo fueron, ¿cómo se dice?, incompatibles, siempre tenían conflictos. Mi esposa
estaba desesperada y triste. Ya sabe como son las mujeres.
Muy poco. Y menos una en particular.
—Yo quiero mucho a mi hija —le confesó el general—. Pero mi mujer, señor,
es la reina de mi corazón. Lo es desde hace veinte años. Cuando le regaló la perrita
y volvieron a llevarse bien, no le podía pedir nada más a la vida.
—Comprendo.
—Confío en que la encontrará.
—Lo haré.
Primero tenía que encontrar a la mujer. Dejó al general y se marchó a
buscarla. Un guardia la había visto subir las escaleras que daban acceso a la torre
noroeste. Vitor empezó a ascender por la escalera de caracol. No pasó ni un
segundo desde que escuchó los pasos y vio el cuerpo que bajaba por la espiral.
Ravenna chocó contra él.
—¡Oh!
Él la cogió y la agarró de los hombros para estabilizarla y ella levantó la
cabeza para mirarlo. Tenía una mirada distante.
—¿Qué pasa? —Miró hacia la curva de la escalera y escuchó con atención por
si alguien la seguía. Pero Ravenna tenía una expresión de confusión, no de
miedo—. ¿De qué huyes?
—De nada. De nada en absoluto.
Agachó la cabeza e intentó deshacerse de sus manos, pero él no la soltó. Le
posó un dedo bajo la barbilla y le levantó la cabeza.
—Cuéntamelo.
—He dicho que no es nada.
—Jamás te he visto huir de nada, ni siquiera de mí. No me mientas.
Tenía la piel caliente. Ravenna le paseó los ojos por la cara.
—Huí de ti el día del establo.
—Ravenna…
—Pero ahora no estoy huyendo. Me estoy alejando rápidamente de dos
personas que no deberían estar haciendo lo que están haciendo cuando me las he
encontrado por accidente.
—¿Dos personas?
Ravenna apartó la cabeza y él dejó que se separara un poco. Pero seguía
teniendo las mejillas sonrojadas.
—¿Qué dos personas?
—No te lo puedo decir. Yo no soy lady Penelope.
—Cosa que agradezco mucho.
Ella parpadeó.
—¿Ah, sí?
—Por supuesto. —Aquella mañana no había estado pensando en las palabras
de los antiguos profetas ni de los apóstoles de las escrituras, sino en ella—. ¿En qué
te diferencias de esa joven?
—Yo no voy por ahí difundiendo chismes malintencionados.
«Ah.» Vitor apoyó el hombro en la columna central de la escalera.
—Decirme a quien has visto no es difundir un chisme malintencionado.
Como imagino que ya sabes, yo no pienso explicárselo a nadie.
—Eso no lo sé. ¿Cómo se enteró lady Penelope de que no sé bailar?
—No se lo dije yo.
—¿Y cómo es posible que el señor Walsh trabajara para tu padre pero tú no
tuvieras ni idea de que estaría en este castillo francés justo cuando tú y lord Case
estáis aquí?
—No lo sé. Es posible que mi hermano lo sepa, pero si es así no me lo ha
explicado.
—¿De verdad?
—Sí. Ravenna, te estoy diciendo la verdad.
Ella apartó la mirada.
—No sé si lo que acabo de descubrir tiene alguna utilidad para resolver el
asesinato.
Pero incluso mientras ella hablaba, Vitor advirtió que dudaba de sus palabras
y que estaba preocupada. La joven no tenía una naturaleza propensa al secretismo,
era más bien sincera. Tenía manos de sanador y la belleza de una criatura salvaje, y
él quería abrazarla y descubrir su sabor, en ese momento, allí, hasta saciarse.
Ravenna se mordió el labio inferior.
—Tengo la sensación de poder ver cómo trabaja el mecanismo de tu cerebro
—dijo para olvidarse de lo que quería hacer con sus labios.
Ella subió un escalón y se separó un poco más de él.
—Mi cabeza no es un reloj. No hay ningún mecanismo.
—Comparte tus pensamientos conmigo. Por favor —añadió.
—He visto a lord Whitebarrow, pero… no estaba con lady Whitebarrow.
No le sorprendía. Como la mayoría de los hombres de su estatus,
Whitebarrow cogía lo que quería. Quizá le resultara más instructivo conocer la
identidad de su acompañante.
Ella esbozó una sonrisa reticente.
—Yo he pensado lo mismo.
—¿Y qué es?
—Que con una condesa tan fría como su mujer no me extraña que se fije en
otras.
Mientras se perdía en los brillantes ojos oscuros de la mujer que tanto
deseaba, recordó la devoción que el general había manifestado sentir por su
esposa.
—Whitebarrow no estaba solo mirando.
En los ojos de Ravenna volvió a aparecer la confusión que él había advertido
en ellos cuando la tocó la noche anterior.
—No —admitió.
—¿Con quién estaba?
—No te lo puedo decir.
Había pocas opciones. Lady Margaret: improbable. La duquesa: improbable
por distintos motivos. Una sirvienta: era posible.
—Lady Iona —le espetó.
A Ravenna se le escapó un jadeo.
—No te lo puedo confirmar.
Se le daba tan mal ocultar sus sentimientos como esconder su belleza debajo
de esos vestidos sencillos y los peinados mal hechos. La había estado observando
en compañía de los demás invitados, y tenía pocas dudas acerca de sus lealtades.
—De todas las mujeres que hay en esta casa, irías a la horca por lady Iona o
por la señorita Feathers.
Ella levantó un poco la barbilla.
—Puede que no me conozcas lo suficiente como para saber a quién protegería
llegado el caso.
—Claro que sí.
—¿Ah, sí? Entonces ya que has dejado tan claro conocer mi lealtad hacia las
mujeres de la casa, dime, ¿a qué caballeros defendería?
—A sir Beverley y a Pettigrew.
—Eso es evidente.
En ese momento le podría decir lo que tendría que haberle dicho cuando
estaban a oscuras en aquel pasillo y le ordenó que se marchara. Le podría hablar
del deseo que había visto brillar en sus ojos cuando la tocó con tanta sencillez, el
evidente anhelo. Le podría decir que le había pedido que se marchara porque no
había confiado en su capacidad para no aprovecharse de ello.
Le dijo:
—Y a mí.
11
La criatura salvaje
Posó los labios sobre los de Ravenna con tanta delicadeza que, por un
momento, ella dejó de respirar.
Entonces la besó. No percibió sabor a vino ni a alcohol de ninguna clase, solo
calor y el deseo de Vitor. La cogió de la cara con ambas manos y unió sus bocas con
ternura y pasión. Tras cada caricia se internaba más en su cavidad en busca de su
lengua, hasta que a ella se le aflojaron las piernas y se agarró a él. Entonces la
abrazó y ella descubrió lo que se sentía cuando un hombre le tocaba los hombros y
la espalda, cuando la abrazaba con sus enormes y fuertes manos como si fuera una
figura de cristal fino que pudiera romperse en cualquier momento. Excitante.
Embriagador. Natural. Era como si él quisiera demostrarle que la consideraba una
dama.
Entonces dio un rugido que resonó en su pecho, la apoyó contra el tronco del
árbol, y desapareció cualquier rastro de esa caballerosa contención. Exigía que le
prestara toda su atención con la boca y con las manos. Ella se sometió encantada.
Estaban pegados el uno al otro, tensos y necesitados. La fugaz satisfacción que
sintió cuando a él se le abrió el abrigo y a ella la capa, solo dio paso a la frustración
de no poder entregarse a un contacto más completo. Vitor la besó profundamente,
estaba sin aliento, enredaba las manos en su pelo y en la nieve, y el poderoso ritmo
del roce de sus cuerpos alimentaba el dolor que ella sentía en su interior. Solo la
había besado una vez y, sin embargo, el sabor de sus labios, la perfecta cadencia
con la que sus bocas se acariciaban y el apetito de sus cuerpos, le resultaba
delirantemente familiar. Separó los muslos ante la urgencia de él, y cuando la
necesidad de ambos se convirtió en una sola, a él se le escapó un rugido.
—Ravenna. —Decía su nombre con urgencia—. Quiero hacerte el amor.
Tengo que hacerte el amor. Como es debido.
Ella se pegó a él y clavó sus sensibles pechos a su torso.
—¿Cómo es debido?
Vitor le besó la comisura de los labios. La mandíbula, la sensible curva de su
cuello. Ella se estremeció al percibir el placer de sus caricias y le deslizó los dedos
por el pelo mientras estiraba el cuello para que pudiera seguir besándola, cosa que
hacía que lo deseara todavía más.
—Esta noche —dijo él.
Ella se moría por seguir sintiendo la boca de Vitor sobre su piel, esas manos
en su cintura, su duro y poderoso cuerpo pegado al suyo.
—¿Y por qué no ahora?
—Porque ahora —dijo besándola por detrás de la oreja y haciéndola
temblar—, lo haría en un segundo, y mereces algo mejor. Y además he quedado
con alguien y llegará al lugar donde debemos encontrarnos dentro de un
momento, maldita sea. —La besó en los labios y le cogió la cara con las manos—.
Me encantaría que las cosas fueran de otra manera.
La sinceridad que vio en sus ojos la sorprendió.
—Hace un momento me has dicho que no debía estar aquí.
—Hace un momento no te tenía entre los brazos y todavía conservaba un
poco de contención. Pero, Dios, por mucho que me gusten tus labios —la volvió a
besar—, los prefiero sonrosados que azules. Tú estás helada y a mí me esperan en
otra parte. Debes irte. Ahora mismo. Pero no la soltó. Le echó la cabeza hacia atrás
y le contempló la cara como si estuviera buscando algo. Entonces ella volvió a ver
la seriedad que había visto antes en sus ojos—. Ravenna…
—Yo no quiero tu dinero, ni tus propiedades ni cualquiera de las cosas que
pueda tener un despreciable segundo hijo —le dijo ella con aspereza.
Se hizo el silencio y entonces él dijo en voz baja:
—¿Qué?
—Quiero que las cosas estén claras. —Estaba temblando—. Para que no haya
ningún malentendido. No estoy intentando atraparte para que te cases conmigo.
La ira ardió en aquellos ojos del color de la medianoche.
—¿Ah, no?
—¡No! Ni siquiera había pensado en eso.
Por un momento él pareció buscar algo en su cara. Luego la soltó de golpe, se
dio media vuelta y sus botas crujieron por la nieve cuando comenzó a pisar el
camino.
—Vete, Ravenna. Interrumpe las plegarias del padre Denis y pídele que te
acompañe al castillo —le ordenó por encima del hombro—. Vuelve a tu torre
—añadió en voz baja.
—Mi habitación no está en la torre —le gritó ella.
Vitor negó con la cabeza.
—¿Vendrás? —se obligó a preguntar con la sensación de que el amasijo de
calor y deseo que sentía era más confuso que nunca—. ¿Vendrás a mi habitación, a
mi cama, esta noche?
Vitor aminoró el paso y se volvió parcialmente hacia ella, pero siguió
caminando de espaldas.
—Sí.
A Ravenna le latía tan fuerte el corazón que le dolían las costillas. Él esbozó
una gran sonrisa rebosante de una pizca de confianza.
—Ni un perro salvaje ni doméstico podría impedirlo.
Vitor llegó hasta su caballo, se subió con una elegancia que la dejó sin aliento,
y desapareció entre los árboles. Ravenna tenía los pies hundidos en la nieve y el
estómago revuelto, se sentía como una liebre a la que el lobo le hubiera prometido
regresar para acabar de comer.
Y tal como le había pedido él, se marchó hacia la ermita y se dispuso a
esperar toda la tarde para demostrar que ella también podía ser un lobo.
Vitor se sentía acalorado y apretaba los puños, estaba completamente
decidido a partirle la cara a su hermano en cuanto apareciera por el camino. Sabía
que Wesley acudiría a su llamada, y también sabía lo que le diría. Solo esperaba
que se lo dijera antes de darle su merecido.
Además de la justificación y la debida motivación, sentía una frustración
iracunda que necesitaba sacar. La cara de Wesley le serviría. Para empezar.
Ella estaba dispuesta —incluso ansiosa— por entregarle su cuerpo, pero no
esperaba nada más de él, ni siquiera parecía quererlo. Le había robado la virtud,
pero no le había quitado la fe. Vitor no dudaba que lo deseara. También tenía claro
que ella estaba más que capacitada para seguir con su vida sin él. Era una situación
sin precedentes y sorprendente, pero clara.
Por un momento se planteó hacerla esperar hasta que le entregara lo que más
deseaba, con tanto ardor como sus besos. Pero esa espera había resultado ser
excesivamente corta. No podía aguantar ni una noche más, necesitaba poseerla.
Tener que esperar horas ya le parecía una tortura de la que estaría encantado de
culpar a su hermano.
Cuanto antes llegara, mejor. Espoloneó los flancos de Ashdod y galopó por el
camino helado.
—¡Vitor!
El grito de su hermano se oyó justo al mismo tiempo que el disparo.
Un segundo después oyó un fuerte chasquido en la nuca.
La noche cayó y el castillo se llenó de cientos de preciosas velas. Monsieur
Brazil les había pedido a los lacayos que iluminaran la lámpara de araña del salón
principal. El cocinero, de nuevo auxiliado por sus ayudantes habituales, había
preparado un festín para su señor y sus invitados. Todo el mundo lucía sus
mejores galas: los caballeros jóvenes llevaban corbatas almidonadas y casacas de
colores vivos; los mayores vestían elegantes pantalones negros de satén; y las
damas resplandecían con sus vestidos, los brazos desnudos, los guantes largos, los
estilosos peinados, y sus joyas en las muñecas, las orejas, el cuello y en el pelo. Ann
fue a la habitación de Ravenna una hora antes de la cena para prestarle un vestido
para el baile. Era un vestido para una verdadera dama: de seda, de color azul claro,
y llevaba un bordado de encaje muy delicado con cuentas de nácar.
—Me he pasado todo el día quitándole los volantes y el exceso de encaje, y
me parece que ha quedado muy bien, ¿verdad? —le dijo con timidez—. Me
gustaría que te lo pusieras esta noche, aunque no te lo quedes después. Estoy
segura de que a lord Vitor le encantará verte con él.
A ella no se le ocurrió nada que decir que no sonrojara sus traicioneras
mejillas. Aceptó el vestido, le dio las gracias a Ann y después aceptó también que
la ayudara a peinarse.
Alguien llamó a la puerta. El corazón le dio un brinco, pero sabía que Vitor
no iría a su habitación a esa hora por muchos compromisos que tuviera después.
Ann abrió la puerta. Sir Beverley y Petti la saludaron inclinando la cabeza,
estaban muy elegantes. La joven les sonrió y se hizo a un lado.
—Estáis los dos guapísimos —dijo Ravenna—. No sabía que podíais sacaros
tanto brillo.
—Te podría decir lo mismo —le contestó sir Beverley haciéndole un gesto a
Petti para que cogiera la silla que había junto al fuego—. Pero yo no soy la
marimacho que se ha resistido a aprender modales desde que nació, así que no lo
haré.
Ravenna sonrió. A pesar de estar segura de que todavía no habían
encontrado al verdadero asesino, tenía muchas ganas de asistir a la fiesta de
aquella noche y sentía una traviesa expectativa por la velada que tenía por delante.
Podía disfrutar de una noche, y en esa, en particular, se sentiría deseada.
Petti se sentó y la observó a conciencia.
—Estás espléndida, querida. Eres toda una princesa.
—Yo no quiero ser princesa.
«Solo quiero estar guapa.»
—Es una lástima —terció sir Beverley acercándose a ella y sacándose de la
espalda un pequeño estuche de piel. Cuando lo abrió, ella jadeó—. Supongo que
tendremos que darle esto a alguna otra joven, Francis.
Sobre un lecho de terciopelo del color de los ojos de lord Vitor, descansaba
una diadema de plata brillante decorada con diamantes.
—Eso no es para mí —afirmó. Se llevó la mano a la boca—. ¿Es para mí?
—susurró.
—Nuestra princesa —dijo Petti con cariño.
Ravenna les dio un beso a cada uno, primero a sir Beverley, en la mejilla,
luego a Petti, en la frente. Después abrazó a Petti y lo estrechó.
—Gracias. Gracias. Jamás había deseado nada parecido en toda mi vida. Pero
gracias por pensar que debería tener una.
—Ya vale, querida, a mi asistente no le hará ninguna gracia que me arrugues
el pañuelo.
—¡Oh! —Lo soltó y le recolocó la tela almidonada con los dedos—. Oh, no. Lo
siento, Petti, querido.
Él le cogió las manos y le besó los nudillos con galantería.
—Por ti, princesa, llevaría la corbata arrugada. Por lo menos hasta que
pudiera volver a mi habitación para pedirle a Archer que me ponga una nueva.
—Ha sido el peor agradecimiento que he visto en mi vida —dijo sir
Beverley—. Eres una chica muy impertinente.
Ravenna le hizo una reverencia, le quitó el estuche y se acercó al espejo. Sacó
la brillante diadema de la caja y se la colocó sobre los rizos que Ann había logrado
arreglarle, por lo menos en parte. La joya brillaba como el sol.
—Madre mía —suspiró.
—Le gusta nuestro regalito, Bev.
—Mmm. Eso parece.
Luego se cogió del brazo de Petti y fue hasta el salón como en una nube,
flotando. Casi todo el mundo estaba allí, los invitados se veían elegantes y ansiosos
porque la fiesta del príncipe diera comienzo cuanto antes. Excepto lord Vitor. Ella
intentó disfrutar del comentario que le susurró Iona sobre las elegantes ropas de
los caballeros. Pero cada vez que se abría la puerta para dar paso a otro de los
invitados del príncipe, contenía la respiración y, después, soltaba el aire cuando se
daba cuenta de que no se trataba del hombre que ella quería ver. Al final llegó el
príncipe, ataviado con una casaca de estilo militar y luciendo las brillantes
medallas que él aseguraba que no eran más que objetos decorativos. Puede que lo
fueran, pero le conferían una elegancia majestuosa de todas formas. Se acercó
directamente a Ann, le cogió la mano y besó sus nudillos enguantados, luego
bromeó con ella por el rubor que le había teñido las mejillas.
—¿Vamos a cenar? —les preguntó a sus invitados.
—Falta lord Case, alteza —dijo la duquesa mirando a su alrededor—. Y lord
Vitor.
Mandaron un lacayo a buscarlos. Pero los hermanos Courtenay no estaban en
sus aposentos. El príncipe mandó a otros lacayos a buscarlos por las almenas y por
los pisos inferiores. Todo el mundo conversaba animadamente mientras esperaban,
pero Ravenna tenía el corazón acelerado.
Los caballeros no aparecieron, ni en las torres ni entre los aposentos de la
servidumbre. El príncipe frunció el ceño y recibió la aparición de monsieur Brazil
en la puerta del salón con evidente alivio.
El mayordomo inclinó la cabeza.
—Alteza, la cena está servida.
—Excelente. Vengan todos. No hay duda de que nuestros amigos estarán
ocupados con alguna tarea de importancia, ya vendrán a cenar cuando puedan.
Monsieur Brazil, pregúnteles a sus asistentes cuándo esperan al conde y a lord
Vitor y después envíe a uno de mis guardias al pueblo para que les pida que se
apresuren —ordenó haciéndose a un lado mientras los invitados se aproximaban a
la puerta del salón—. Me apuesto lo que sea a que están borrachos en esa miserable
taberna, celebrando que el asesinato por fin está resuelto.
Guiñó un ojo y tomó la mano de la duquesa para apoyarla en su brazo.
El pánico se apoderó de Ravenna. Todavía no habían encontrado al
verdadero asesino y lord Vitor no estaba borracho, ni de vino ni de ninguna otra
cosa, por lo menos después de la noche anterior, y mucho menos tras la promesa
que le había hecho ese día. No se lo podía creer.
El señor Anders se acercó a ella y le tendió el brazo.
—Señorita Caulfield, me ha encantado saber que me sentaré junto a usted en
la cena de esta noche. ¿Me permite que la acompañe al salón?
—Yo… Sí.
Le cogió el brazo, pero lo soltó antes de que llegaran al pasillo. El joven se
volvió hacia ella y el mechón de su flequillo le cubrió el ojo.
—Le ruego que me disculpe, señorita Caulfield —le dijo a toda prisa y en voz
baja—. ¿Podrá perdonarme por haberla insultado la otra noche en la puerta de
su…?
—No. Sí —le contestó—. En realidad no me importa.
—Pero…
—Sí. Sí, le perdono.
Él pareció aliviado.
—Le estoy muy agradecido por…
—Oh, silencio. —Le agarró del brazo—. Señor Anders, debo pedirle un favor.
—Lo que sea —le dijo con ardor—. Estoy a su servicio. O sea —añadió con
cierta inquietud—, hasta después de cenar, cuando mi querida señorita Abraccia
merezca toda mi atención.
—Sí, sí, claro. Por favor, vaya a las caballerizas y pregunte si lord Vitor ha
regresado con su caballo esta tarde.
—¿A las caballerizas? ¿Al otro lado del camino? ¿Ahora?
—Sí. Ahora. Tan rápido como pueda.
—Pero llevo los zapatos de noche.
Levantó el pie para enfatizar su comentario.
Ravenna perdió la paciencia.
—Señor Anders, el hombre que le protegió de las ridículas acusaciones de
monsieur Sepic, por no mencionar de su fétida cárcel, podría correr un gran
peligro en este momento. Lo menos que puede hacer es mojarse los zapatos para
ayudarlo.
—¿En peligro? Pero si ya han cogido al asesino y lo han encarcelado en esa
celda de la que usted habla.
—Monsieur Paul no es el asesino. Usted no urgió a nadie al asesinato.
Todavía no sabemos quién mató al señor Walsh, pero no fue el sobrino del alcalde.
Ahora, se lo suplico, vaya.
Y se fue. Cuando Ravenna llegó al salón inventó una excusa para justificar su
ausencia y aguantó la celosa mirada de Juliana Abraccia. Los invitados
conversaban con ligereza mientras les servían los entremeses, pero ella no dejaba
de mirar la puerta esperando a que regresara el señor Anders. Cuando por fin
volvió, tenía el ceño fruncido y las mejillas sonrosadas a causa del frío.
—Me temo que no traigo buenas noticias —le comentó en voz baja mientras
tomaba asiento a su lado—. El caballo de lord Vitor ha regresado hace ya varias
horas, pero sin jinete.
Ravenna sintió pánico.
—¿Y qué hay de lord Case?
—No se ha llevado el caballo, y hoy no lo ha visto ninguno de los mozos.
—¿Y por qué no han informado a su alteza de la peculiar aparición de su
caballo?
—El mozo con el que he hablado informó a uno de los guardias del príncipe,
y este le aseguró que se encargaría personalmente de explicárselo a su señor.
—Negó con la cabeza—. Pero no debe de haberlo hecho.
—Tengo que saber de qué guardia se trata —dijo levantándose de la silla.
—Señorita Caulfield, no puede abandonar la mesa antes de que lo haga el
príncipe.
—Transmítale mis excusas. No me encuentro bien —le dijo, y salió a toda
prisa del comedor.
Se marchó directamente hacia las caballerizas. El mozo con el que había
hablado el señor Anders le describió al guardia, le explicó que era uno de los
hombres nuevos, uno de los que todavía no había estado en el castillo. Encajaba
con la descripción del guardia al que había sorprendido con lady Grace.
Fue a la cuadra de Ashdod y, presa del pánico, pasó la mano por la cruz del
animal y por su poderoso cuello.
—Cuéntamelo. —Pegó los labios a la piel gris del caballo y susurró—: Dime
lo que le ha pasado y dónde está.
El caballo agachó la cabeza un momento y luego la echó de nuevo hacia atrás.
Mientras cruzaba el camino en dirección a la casa bajo un cielo encapotado de
nubes, se encontró con Iona y sir Beverley.
—Has salido sin la capa, muchacha. Estás helada como la muerte.
Iona se quitó la suya y se la puso sobre los hombros.
—El señor Anders nos ha explicado lo que has descubierto —dijo sir
Beverley—. El príncipe ha pedido que le trajeran al guardia con el que habló el
mozo. Ha desaparecido.
Iona le cogió los dedos.
—Le encontraremos —le aseguró—. Le encontraremos y estará bien,
muchacha. Ya lo verás.
Encendieron antorchas y varios sirvientes y los caballeros de la casa se
envolvieron en abrigos de lana y se hicieron a la noche para la búsqueda. Las
nubes que ocultaban la luna empezaron a descargar; el agua convertía la nieve en
charcos y empapó a Ravenna, que estaba en la puerta del castillo esperando en
compañía de Iona y Cecilia.
—Tendría que haber ido con ellos.
Ravenna no soportaba sentirse inútil.
—El príncipe lo ha prohibido —dijo Cecilia—. Los rastreadores no deben
sentirse preocupados por proteger a las damas mientras buscan.
—Yo no soy ninguna dama —susurró.
—Han salido treinta hombres a buscarlos, señorita Caulfield. Los
encontrarán.
—Pero yo fui la última en verlo.
—Buscarán donde usted les ha indicado, señorita Caulfield. Los encontrarán.
Iona la cogió de la cintura y la estrechó.
Un rato después, las antorchas fueron regresando por parejas y por tríos, y
los rostros de sus portadores se veían bajo los círculos de luz, en sus caras brillaba
la lluvia y la tristeza. El último par de guardias regresó con sir Beverley, que había
subido hasta el refugio de la ermita; tenía los labios azules y la mirada triste.
—Los encontraremos mañana, querida —le dijo.
Pero más tarde, mientras el agua helada repicaba contra su ventana, Ravenna
se pegó al cristal deseando tener los ojos de un lobo para ver en la oscuridad, y la
fuerza de un lobo para poder cazar en la noche. Faltaba demasiado para que
llegara mañana.
17
Mirad, qué luz.
Cuando Vitor se despertó a la luz gris del alba, ya no había ninguna mujer de
ojos negros decorando su cama. Tampoco estaba sentada en el sillón que
aguardaba junto al fuego o en el vestidor, que estaba vacío. Se frotó la barba
incipiente de la mandíbula y se preguntó cómo y cuándo habría regresado a su
habitación con el vestido que llevaba la noche anterior, y cómo les explicaría a las
personas que se cruzaran con ella, por qué andaba por ahí con su perro antes
siquiera de que despuntara el día.
Su perro.
Su mujer.
El siguiente pensamiento lo dejó helado: él era su hombre.
Se quedó muy quieto y lo consideró con el corazón acelerado: era absurdo.
Cuando cumplió quince años descubrió la verdad sobre su filiación y dos
semanas después se embarcó en una fragata rumbo a Lisboa. Tres años después,
cuando la corte portuguesa se marchó de Lisboa, se comprometió a cumplir con un
proyecto con el que sus dos padres estaban de acuerdo: servir a Portugal y a
Inglaterra en España o Francia, o dondequiera que lo necesitaran. Enseguida se
cansó de la combinación de largas esperas propias del trabajo de inteligencia y de
los escasos días de acción, a veces semanas, de terrible peligro, así que viajó a
Inglaterra y, sin querer, se vio mezclado en el desastroso cortejo de Wesley y
Fannie Walsh. Regresó a Portugal, cruzó los pirineos y entró en Francia, donde
cayó en manos de unos mercenarios que se lo devolvieron a los ingleses a cambio
de una buena suma de dinero. Ellos utilizaron a su vengativo hermano para que lo
torturara.
El honor, la lealtad, y todas las lecciones que había aprendido en la escuela,
en la guerra y de boca de sus padres… todo desapareció en quince días. Después
de aquello, esconderse en un monasterio de la remota Serra dal Estrela le pareció la
mejor forma de superar su ira mediante el trabajo duro y la contemplación
silenciosa de entidades superiores. Incluso cuando aceptó el hábito, sabía que no
estaba hecho para la vida monacal, y estuvo seguro, desde el principio, que
añoraría a las mujeres. Pero en ese momento le vino muy bien la soledad y dejar de
ponerse en peligro.
El descanso fue corto. Dos años. Entonces se sintió preparado para volver a
empezar.
Y ahora, por primera vez tras una vida de perseguir aventuras y cortejar el
peligro, estaba aterrado. Denis solía regañarlo por ser tan vagabundo. Pero aquello
no era cosa de risa. ¿Por fin podría dejar de correr después de catorce años? ¿Por
una mujer?
Pero Ravenna Caulfield no era una mujer cualquiera.
Agachó la cabeza y cerró los ojos.
Alguien llamó a su puerta. No cabía duda de que se trataba de la dama, que
regresaba a su habitación con su perro antes de que la viera alguien. Se puso la
camisa de dormir y fue a abrir la puerta.
El anciano asistente de su hermano aguardaba entre las sombras, estaba muy
serio.
—Milord. —Le temblaba la voz—. Su señoría está muy enfermo. Debe
acompañarme.
La nieve de la montaña empezó a fundirse y se deslizaba por la ladera con un
goteo tan poderoso como el de la lluvia. Árboles, tejados y muros fueron
apareciendo gradualmente por debajo de su helado manto a medida que la
primavera trataba de asomar la cabeza con valentía.
Cuando el sol asomó la nariz por encima de la montaña, Ravenna estaba
sorteando los charcos del patio, y la joven pensó que era muy adecuado que las
carreteras empezaran a despejarse justo ese día. Lord Whitebarrow y su familia se
marcharían. Y era evidente que se les llenaría el carruaje de barro por el camino.
Qué lástima.
Sonrió.
Aunque Grace no se lo merecía. Lo único que la había empujado a seguir el
ejemplo de su hermana era su falta de carácter. Pero la joven había amado de
verdad, a pesar de la censura que le habría impuesto la sociedad por elegir una
unión tan desigual. Ella comprendía ese dolor. Grace había recibido un castigo más
que suficiente por las crueldades que hubiera cometido en el pasado.
A medida que se acercaba a la puerta principal, se fue poniendo cada vez más
nerviosa. Había dormido muy poco y se había despertado junto al cálido cuerpo de
un hombre que se había quedado dormido agarrado de su brazo. Durante la
noche, Vitor le había hecho cosas que ella jamás había imaginado y que ahora, solo
con pensarlas, conseguían que le ardiera la cara y esa sensible zona de su cuerpo
que tenía escondida entre los muslos. Luego le había ordenado que se quedara,
como si fuera perfectamente razonable que le pidiera que durmiera en su cama y
que se despertara allí también. Era evidente que no se había planteado cómo se
marcharía o cuándo, solo había pensado en conseguir lo que quería, según sus
órdenes y sus condiciones.
Ella se había quedado un momento de pie junto a su cama, envuelta por un
halo de luz del amanecer. Mientras lo veía dormir, había querido tocarlo, pasear
las manos por los contornos definidos de su pecho y los brazos que se adivinaban
bajo las sábanas, había querido despertarlo besándole la piel. Se le había calentado
el cuerpo y había querido abrazarlo e inspirar su olor, para después acariciarlo
como él le había enseñado a hacerlo durante la noche, como ella había hecho por
voluntad propia y con tanto entusiasmo.
Algunas órdenes eran fáciles de obedecer.
Entró en la casa acompañada de Gonzalo y con una sonrisa secreta en los
labios, y siguió el aroma a café y a pan recién hecho que la llevó hasta el comedor.
Se cruzó con Ann en el pasillo.
—¡Oh, gracias a Dios, por fin te encuentro!
A Ravenna se le pusieron los nervios de punta. La noche anterior había
quedado bastante claro que se marchó del salón con él. A Iona no le importaría.
Pero Ann era muy recatada. Quizá no lo comprendiera.
—Te hemos buscado por todas partes —anunció Ann—. Acabo de mandar a
un lacayo a la torre pensando que quizás estuvieras allí. Pero el señor Franklin…
—¿El señor Franklin? ¿Lord Case no se encuentra bien?
—Está muy mal. El señor Franklin teme por su vida. Tienes que ayudarle,
Ravenna. No soportaría ver morir a un hombre tan bueno de esa forma. Y la pobre
Arielle… Ella no debe sufrir el mismo destino que Grace y…
Se le quebró la voz y le estrechó las manos a Ravenna.
Ella se apartó.
—Subiré a por mi botiquín e iré directamente a sus aposentos.
Cuando llegó a la puerta de lord Case, el señor Franklin la dejó pasar. Las
cortinas de la cama estaban abiertas y Vitor sentado en una silla a los pies del
lecho, en mangas de camisa con los codos apoyados en las rodillas y las manos en
la cara. Levantó la cabeza y advirtió enseguida lo compungido que estaba. Se
levantó de un salto. Ella cruzó la habitación. Lord Case descansaba completamente
inmóvil y tenía la piel cerúlea. Apartó la colcha que le cubría el brazo herido y el
olor la obligó a arrugar la nariz.
—Quítele la camisa.
Dejó el botiquín en la mesita y lo abrió.
—Pero, señora… —empezó a decir el ayudante.
—Quítesela ahora mismo. Córtela si es necesario. Y el vendaje también.
Vitor alargó el brazo para coger su casaca, agarró el cuchillo que había
utilizado en el río para cortarle el vestido y poder quitárselo, y deslizó la cuchilla
por la camisa de noche del conde, desde el cuello hasta la muñeca.
—Dios mío —murmuró.
Tenía el brazo tan hinchado que había aumentado dos veces su tamaño hasta
el codo, y se le veía la piel morada. El vendaje, amarillo, estaba pegado a la piel.
—Corta la venda —dijo Ravenna—. Aunque lo note, seguro que le aliviará.
Vitor hizo lo que ella le decía y la herida quedó al descubierto: era una úlcera
supurante. El señor Franklin se sobresaltó y dio un paso atrás llevándose un
pañuelo a la boca. Lord Case no movió ni un músculo.
—Necesito vino tinto —ordenó ella—. Hay que limpiar y secar la herida.
¿Cuándo fue la última vez que le administró el medicamento para la fiebre, señor
Franklin?
El asistente no contestó.
Vitor se dirigió a él con aspereza:
—Habla.
—Ayer por la mañana, milord.
Ravenna lo miró.
—¿Y por qué no se lo administró con la regularidad que yo le expliqué?
El anciano se llevó el pañuelo a la boca.
—El señor Pierre me dijo que no debía darle más medicinas que pudieran
espesarle la sangre, pero que hoy debía sangrarle…
—¿El señor Pierre? —Ravenna pegó el trapo empapado en vino sobre la
herida—. ¿Es que hay un médico en el pueblo?
—El señor Pierre es el cocinero del castillo —dijo Vitor—. Franklin, ¿le
pediste consejo médico al cocinero?
—Sí, milord. Él es quien se encarga de atender a los sirvientes cuando están
enfermos y a los aldeanos cuando…
—¿Le aplicó usted el ungüento que le dejé en la herida, señor Franklin?
La carne infectada estaba pegajosa, y el vino se deslizaba por encima del
brazo en chorretones.
—No, señora. El señor Pierre me recomendó que le pusiera grasa curada de
cerdo…
—¿Grasa de cerdo? —Ravenna se tragó el pánico—. Cielo santo, le ha
envenenado la sangre. Linaza. Carbón vegetal, incluso estiércol, si es necesario.
Pero nunca hay que utilizar grasa animal. Pero lo arreglaré. —Se concentró
intentando que no le temblaran las manos—. Lo arreglaré. No hay nada que temer.
«No hay nada que temer.» No habría más muertes en aquella casa. No habría
más pérdidas. Ella lo salvaría con sus manos. Tenía que salvarlo.
—¿Por qué siguió el consejo del cocinero cuando yo le había dejado
perfectamente claro que debía consultar con la señorita Caulfield cualquier cosa
que tuviera que ver con la herida de lord Case?
—Milord…
Ravenna apenas podía oír la voz del asistente. El pulso le latía en los oídos
con fuerza mientras trabajaba; como las olas del océano rompiendo en las rocas,
era un sonido de su más tierna infancia, unos años que ya casi había olvidado, pero
no del todo. Nunca se alejaban lo suficiente.
—Es una mujer —dijo el asistente.
—Sal —le espetó Vitor—. Dile a mi asistente que venga, e informa a su alteza
de que necesito que se persone aquí enseguida. Ahora. —Se acercó a ella—. Confío
en ti. No tengo miedo de nada.
Pero ella sí. Tenía miedo de no poder soportar una nueva pérdida. Le
perdería a él, a ese hombre que estaba a su lado y cuyo mundo no tenía nada que
ver con el suyo. Lo sabía con la misma seguridad con la que sabía cómo curar a su
hermano. Y en lo más profundo de su corazón deseó, por milésima vez, haberse
marchado volando con aquel pájaro que había conocido hacía ya tanto tiempo y, al
igual que él, no haber regresado nunca.
Ravenna no volvió a quedarse a solas con él excepto cuando estaba junto a la
cama de su hermano. Vitor le pidió que se fuera a dormir, pero ella no lo dejaba
entrar en su habitación ni tampoco recibía a ninguna de sus amigas. Durante el
almuerzo, los invitados se quedaron mirando sus respectivos platos sin apenas
comer nada. Estaban malhumorados. Nadie podía imaginar entregarse a ningún
entretenimiento mientras la vida del conde siguiera en peligro. Y cuando apareció,
fue solo para comer lo que lady Iona le servía en el plato; luego dejaba que Vitor
estuviera presente mientras examinaba a Wesley. Solo hablaba de la herida, de la
fiebre y de cómo había que tratarlas.
—Hay que cambiarle el hielo con frecuencia. El frío es esencial para evitar
que el calor de la herida siga infectándola.
Le limpió el brazo a Wesley y se lo volvió a vendar, le colocó compresas de
hielo nuevas alrededor y luego cerró su botiquín médico y se marchó hacia la
puerta.
—Ravenna…
—Volveré dentro de una hora. Deberías quedarte con él. No le confíes su
cuidado a nadie.
—No lo haré.
—Lo hiciste mientras estabas en el comedor.
—Había bajado a buscarte.
—No vuelvas a hacerlo. Envía a algún sirviente a por mí. Si hay algún
cambio, haz que me avisen enseguida.
—Ravenna, déjame…
Pero ella se volvió. Lady Iona y la señorita Feathers aguardaban en la puerta.
—No hay cambios.
Ella ignoró la preocupación de las chicas y se marchó sola.
La hinchazón del brazo del conde disminuyó durante la noche. La mañana
del día siguiente le bajó la fiebre. Un lacayo fue a informar a Ravenna. Ella corrió
hasta su habitación y entró sin llamar.
Lord Case estaba incorporado en la cama y su hermano sentado en una silla a
su lado.
Vitor se levantó.
—¿Lo ves, Vitor? —dijo el conde con debilidad—. Ella se pasea por aquí
como si a mí me gustara que me viera en este estado, cosa que podría ser cierta en
otras circunstancias, pero ahora no, por el amor de Dios. —Hablaba despacio pero
con la voz muy clara, y ella se empezó a sentir más aliviada. El conde la observó
con los párpados entornados—. No tiene ningún respeto por la vanidad o el
orgullo de un hombre.
Entonces trató de controlar sus nervios y se acercó a la cama.
—Me alegro de que esté mejor.
Le cogió la muñeca con el dedo pulgar y el índice y contó en silencio.
—¿Fui un monstruo despreciable mientras estaba inconsciente?
Su voz había perdido parte de su arrogancia.
—Absolutamente —respondió ella—. ¿Verdad?
—Sí —admitió Vitor—. Pero en tu caso no es nada fuera de lo normal, Wes.
—Me ofendéis. Los dos. Os echaría pero, probablemente, el imbécil de
Franklin me mataría en menos de una hora. Supongo que no puedo deshacerme de
vosotros. —La miró a la cara—. ¿Estoy muerto?
—Hoy no. —Ravenna reprimió una sonrisa vacilante y lo soltó—. He dado
órdenes en la cocina de que traigan caldo y té. —Se volvió hacia Vitor—. Asegúrate
de que se bebe ambas cosas. Nada de vino ni alcohol o me enfadaré mucho.
—No me gustaría ver eso —murmuró el conde, pero Vitor sonrió.
La sonrisa anidó en el vientre de Ravenna y luego se deslizó hasta los dedos
de sus pies, se hizo un ovillo y le dieron ganas de echarse a reír, correr por un
campo de flores silvestres, sentir el calor del sol en su piel y volver a hacer el amor
con él.
Cogió su botiquín y se fue hacia la puerta tratando de mantenerse seria.
—Volveré a venir después de desayunar.
—Señorita Caulfield —dijo el conde—. Espere un momento, si es tan amable.
Vitor, sal un momento, por favor.
—No pienso dejarla a solas contigo.
El conde se puso serio.
—Puedes salir —le dijo Ravenna—. Soy inmune al abuso y, en cualquier caso,
es muy probable que en este momento sea diez veces más fuerte que él. Me
sorprendería que pudiera ponerse en pie.
—Lo que me preocupa no es que pueda ponerse de pie —dijo Vitor, pero se
adelantó. Cuando pasó junto a ella le tocó la mano y Ravenna sintió una oleada de
cálido placer—. Esperaré.
Ella cerró la puerta y se volvió hacia la cama.
—Señorita Caulfield —dijo lord Case—. Le ruego que me disculpe y espero,
con vehemencia, que algún día encuentre la indulgencia necesaria para
perdonarme.
—Un discurso precioso. Me parece que el príncipe se equivocó con el reparto.
Tendría que haber tenido usted más texto.
—Me comporté como una bestia.
—No. Me habría encantado que se comportara como Bestia —le dijo— y, en
realidad, es usted muy inferior a él. Pero no soy tonta…
—Más bien lo contrario, si debo creer lo que dice mi hermano.
—…y reconozco que habló y actuó acorde con su posición. Le perdonaré por
haberme insultado si usted promete no volver a comportarse de esa forma tan
lamentable en el caso de que algún día vuelva a levantarse.
Él negó con la cabeza.
—Usted no es consciente de la superioridad de mi posición, ¿verdad?
—Soy tan consciente de la superioridad de su posición y de la del resto de
personas de esta casa, que no puedo pensar en otra cosa. Pero soy plenamente
consciente del lugar que ocupo en el esquema de las cosas, es más, estoy muy
contenta con ese lugar. Su insulto no me ofendió ni me dolió, pero ahora tengo
mejor concepto de usted por haberse disculpado.
—¿Cuándo cree que volveremos a tener la ocasión?
—¿Disculpe?
—¿Cuándo cree que volveré a sentir la necesidad de proteger a mi hermano
de una mujer que pueda tener malas intenciones?
A Ravenna se le aceleró el corazón.
—Yo… yo…
—Me parece, señora, que esa tarea en particular podría ser cosa suya en un
futuro.
Ravenna no tenía nada que decir al respecto y se dio media vuelta con las
mejillas enardecidas. Vitor aguardaba apoyado en la pared opuesta del pasillo. Ella
cerró la puerta; él se acercó y la cogió de la mano, solo de la mano, cuando en
realidad podría haberse apropiado de todo su ser si quería.
—Tengo que ir a lavarme y a cambiarme de ropa —dijo un tanto vacilante.
—Has estado magnífica, muy competente y concentrada todo el tiempo. Te
agradezco mucho lo que has hecho.
—Yo…
Y entonces se apropió de ella, pero solo le cogió las manos con delicadeza y la
besó. No fue un beso largo ni particularmente apasionado, pero cuando la soltó,
ella se moría por quedarse entre sus brazos, pegar la mejilla a su pecho y
embriagarse de su solidez y su vida.
—Ahora vete —le dijo y se separó de ella haciendo un evidente esfuerzo—.
Lávate. Cámbiate de ropa. Come algo. Estás muy delgada. Me gusta que las
mujeres tengan un poco de carne; tendrás que ponerle remedio enseguida.
—¿Para complacerte?
—Para complacerme, claro. —Le hizo un gesto para que se marchara—.
Venga, vete. Cuando termines ya sabes donde estoy.
Le dedicó una sonrisa que no se le clavó en el estómago, sino que se coló por
debajo de sus costillas. Iba cargada de un deseo dulce y profundo que le provocó
dolor, un dolor bueno y alegre.
Se marchó a toda prisa balanceando el botiquín en la mano. La puerta de su
habitación estaba abierta. Cruzó el umbral y reconoció la espalda recta y elegante
del hombre en cuya casa había pasado los últimos seis años de su vida. Estaba
junto a la ventana.
—¡Buenos días! —Ravenna estaba muy feliz—. ¿Te has enterado? Lord Case
ya está mucho mejor. Le ha bajado la fiebre y la herida se está curando bien otra
vez. Ya no hay ningún asesino en el castillo y la terrible Penelope y su madre se
han marchado. Y te aseguro que solo lo último ya es motivo suficiente para
celebrarlo. Todo va bien y…
Sir Beverley se dio media vuelta con una expresión muy triste. Estaba
llorando. En los seis años que hacía que lo conocía, no le había visto llorar ni una
sola vez.
—Francis ha muerto —se limitó a decir.
Fue como si el mundo se detuviera, palideciera y se congelara. Ravenna negó
con la cabeza.
—Llévame con él. Yo le ayudaré. Yo…
—Ocurrió hace algunas horas, querida —le dijo—. Murió mientras dormía.
Parece que se ha marchado apaciblemente, no se advierte ninguna señal de
angustia. Lo encontré hace treinta minutos, cuando fui a buscarlo para desayunar.
—No. —Ravenna parecía incapaz de dejar de negar con la cabeza—. No. No
puede habernos dejado.
—No —se limitó a repetir sir Beverley, y el temprano sol de la primavera se
reflejó en sus lágrimas como si se burlara de ellos.
No le pidió a nadie que lo llamara ni fue en su busca. La mañana dio paso a la
tarde y, cuando por fin Vitor salió de la habitación de su hermano y lo dejó al
cuidado de su competente asistente, descubrió el motivo de que ella no hubiera
vuelto.
—Estamos todos conmocionados, se lo aseguro, milord. —Se encontraban en
el salón. Lady Margaret estaba sentada con su hija, sir Henry y Sebastiao, y la
dama se enjugó las lágrimas con un pañuelo—. Era un hombre encantador. Y
divertido. Demasiado joven como para irse de noche de esta forma. No podía tener
más de sesenta y cinco años. Pero sir Beverly nos ha dicho que tenía el corazón
débil, y que el querido señor Pettigrew ya lo esperaba. Y, sin embargo, no se lo dijo
a nadie, ni siquiera a esa pobre chica. Estoy asombrada. Y devastada. Se lo aseguro,
devastada.
—Es una lástima. —Sir Henry negó con la cabeza—. En nombre de Zeus,
nunca me había encontrado con un hombre que conociera igual de bien a sus
caballos que sus corbatas.
Vitor se despidió inclinando la cabeza y se marchó hacia la puerta.
Sebastiao lo siguió.
—Vitor, espera.
Se detuvo, pero quería irse, necesitaba encontrarla y… No sabía qué hacer,
pero le daría cualquier cosa que ella necesitara.
—Es muy inoportuno —le dijo Sebastiao—, pero tengo que decirte una cosa
antes de que lo descubran los demás. Le he pedido a sir Henry la mano de su hija
en matrimonio. Me ha dado su aprobación y Ann, la señorita Feathers, a pesar de
todo lo que sabe acerca de mi pasado, me ha aceptado.
Ya llevaba sobrio casi quince días y volvía a parecer el niño que fue, un
chiquillo alegre con ganas de complacer; el príncipe lo miró con esperanza en los
ojos.
—Enhorabuena, Sebastiao. Os deseo mucha felicidad a ti y a la señorita
Feathers.
—Papá se pondrá contento, ¿no crees? Las caballerizas de sir Henry son
soberbias y tiene intención de darle a su hija una buena parte de todo lo que posee.
—Estoy seguro de que se alegrará de saber que te casas.
—Supongo que no debería importar que me guste —dijo con más alegría y su
habitual despreocupación—. Pero en realidad me gusta mucho.
—Me parece que eso es lo más importante.
—Gracias por haber venido conmigo a Chevriot, Vitor. No tenías por qué, y
ha sido una fiesta espantosa. Pero te agradezco todo lo que has hecho. Por lo que
has hecho siempre.
Él asintió y se marchó.
—¿Vuelves a la habitación de Case? —Sebastiao sonrió—. La verdad es que
eres un hermano devoto. Tanto él como yo somos muy afortunados.
—Estoy buscando a la señorita Caulfield. ¿La has visto?
—Hace un cuarto de hora estaba en el patio, supervisando los preparativos
del carruaje de sir Beverley para esos perros ridículos… Ups. —Se le borró la
sonrisa y frunció el ceño—. No debería hablar mal de los muertos. Me parece que
los perros eran de Pettigrew. Sigo siendo un imbécil.
—¿Carruaje? ¿Es que sir Beverley se marcha?
—Quieren aprovechar que hace frío para llevarse el cuerpo a Inglaterra. Lo
están ultimando todo mientras hablamos.
—¿Hoy? ¿Se marchan hoy?
—¿No lo sabías?
Mientras salía, el enfado que le presionaba el pecho se convirtió en una bola
de ira que se afincó en su estómago. Vio a un grupo de lacayos que cargaban el
equipaje en un carruaje y, a lo lejos, a una mujer ataviada con una capa paseando
por entre las tumbas del cementerio. La reconoció por su silueta y su forma de
moverse.
Salió de detrás de un mausoleo y, a sus pies, había cuatro perritos marrones
atados con tres correas que llevaba cogidas de la mano. Ravenna levantó la vista
como si hubiera percibido el peso de su mirada.
Aguardó inmóvil hasta que llegó. Pero antes de que pudiera cogerle las
manos, ella las escondió entre los pliegues de la capa y dio un paso atrás. Estaba
pálida y tenía una sombra alrededor de los ojos.
—Ravenna, lo siento.
—Tú no has hecho nada por lo que debas disculparte —le dijo sin ánimo—.
Pero ya te entiendo. Gracias.
—Me han dicho que te vas, y lo veo con mis propios ojos, pero no me lo
puedo creer.
—Sí. Cuanto antes partamos hacia el norte, menos hielo tendremos que
comprar por el…
—Me lo ha explicado Sebastiao. —Dio un paso hacia ella, pero Ravenna se
alejó de nuevo. Vitor no conseguía llenarse del todo los pulmones—. Puedes estar
segura de que os acompañaré a…
—No. —Se volvió un poco y escondió la cara en la capucha—. Sir Beverley es
un viajero experimentado. No necesitaremos nada durante el viaje. No tienes por
qué preocuparte.
—No es eso lo que me preocupa. Te acompañaré porque quiero estar contigo.
Se volvió hacia él con el ceño fruncido.
—No puedo estar contigo como estuvimos la otra noche.
—Por el amor de Dios, yo no he dicho que quiera eso ahora. ¿Qué clase de
hombre crees que soy?
—Un hombre de privilegios acostumbrado a tener todo lo que quiere. Como
has dejado claro que en este momento me quieres de esa forma, sería absurdo por
mi parte que imaginara…
—Para. —Se acercó a ella, pero por muchas ganas que tuviera de abrazarla,
no podía hacerlo. Si la tocaba sin su permiso solo demostraría que ella tenía razón.
Apretó los puños—. Solo quiero consolarte, hacer que te resulte más fácil
sobrellevar esta tragedia.
—Y te agradezco tu amable oferta. Pero ya tendré suficiente con los perros de
Petti y también cuento con otra distracción que ocupará mis pensamientos y mis
planes durante un buen tiempo: el general Dijon me ha ofrecido un puesto en
Filadelfia. Estoy muy cualificada para…
—No.
—Claro que estoy cualificada.
—No tengo ninguna duda de que estás cualificada, para ese puesto y para
muchos más. Pero eso es ridículo, Ravenna.
—¿Ridículo?
Vitor negó con la cabeza.
—¿De verdad pretendes marcharte a América?
—No es ridículo. Siempre he deseado un trabajo como ese. Lo había soñado.
Y ahora lo tengo al alcance de la mano. No es habitual que nadie ofrezca un puesto
de trabajo así a una mujer. En realidad no ocurre nunca. Es la oportunidad de mi
vida.
La ira que sentía Vitor se estaba desintegrando y a su paso dejaba solo
confusión. ¿Tanto la había malinterpretado? ¿Habría visto a una gatita asustadiza
cuando en realidad lo que ella sentía era una sincera indiferencia? La relajada
convicción que estaba demostrando en ese momento sugería que podía ser así. La
pasión con la que lo había tocado decía todo lo contrario, pero él había hecho el
amor con mujeres por las que no sentía mucho apego. ¿Por qué no podía hacerlo
también una mujer? Aquella mujer era única. Sería un error por su parte imaginar
que ella pudiera comportarse de una forma predecible.
—Cuando regreses a casa de sir Beverley —le dijo esforzándose por
reordenar todo lo que había estado imaginando desde aquel encuentro en la
escalera de la torre, recordar las palabras de Ravenna y verlas de una forma
distinta. «Por favor, no dejes que acabe.» Quizá esa frase fuera cosa del vino. Le
había dicho directamente que no quería atraparlo para que se casara con ella. Y, sin
embargo, él nunca había imaginado que no la conseguiría. Quizá fuera cierto lo
que ella decía y él era completamente inconsciente de las expectativas que se
creaba como fruto de su posición privilegiada. Era un necio—. ¿Viajarás sola a
América?
Ella esbozó una tímida sonrisa de medio lado.
—Estoy muy acostumbrada a estar sola.
Volvió de nuevo la cabeza y tiró de los perritos hacia delante.
—Ravenna —le dijo a su espalda con un cosquilleo de pánico en la piel, era la
misma clase de miedo que sentía cada vez que pensaba en seguir adelante, en
buscar una nueva aventura, un nuevo peligro—. Tienes que dejar que te acompañe
a Inglaterra.
—No. Será mejor que nos despidamos ahora. —Lo miró por encima del
hombro—. Ha sido un placer conocerte, lord Vitor Courtenay. Nunca había tenido
un amigo como tú. Un amigo con derecho a roce. —La sonrisa de medio lado
volvió a asomar a sus labios—. Pero ahora debemos separarnos.
Vitor no la creía. No podía.
«Solo un hombre poseído por una pasión ingobernable sería capaz de hacer
algo tan peligroso teniendo en cuenta la cantidad de inconvenientes potenciales.»
Ella parpadeó deprisa y luego se volvió para alejarse. Pero se detuvo de
nuevo.
—¿Cómo se despide la gente en este país? ¿Se dice au revoir o adieu?
—À bientôt —dijo—. Dicen à bientôt.
Ravenna asintió y él se quedó allí plantado entre las tumbas mientras la veía
desaparecer.
«Hasta la vista.» No pensaba despedirse de ella para siempre, le daba igual lo
que dijeran los franceses. «Hasta la vista.» Porque le parecía una eternidad pensar
en pasar un solo momento sin ella.
21
El regalo
Por mucho que me duela escribir esto antes de poder ver de nuevo tu preciosa cara,
debo despedirme de ti. Las objeciones de tu familia a nuestra unión son demasiado
poderosas y no puedo luchar contra ellas. Tu madre me ha dejado bien claro que, si nos
casamos, tu familia te despreciará y te repudiará. Y yo me estremezco al pensar en las
inevitables consecuencias de ese aislamiento. Mi sueldo es pequeño, y nuestro hogar sería
pobre. Me duele indeciblemente imaginarte viviendo en un departamento minúsculo y
pensar que cada día que pasara iría viendo cómo menguaba tu belleza mientras yo me
marchaba a trabajar para mantenerte con escasas comodidades.
Lo que yo deseo para ti, mi gentil dama, no es la ignominia y la pobreza, sino felicidad
y un lugar entre aquellas personas a las que perteneces por derecho. ¡Si tus padres cedieran
y consintieran nuestra unión, todo iría bien! Pero eso no ocurrirá nunca y ya no tengo
ninguna esperanza de ser feliz. Por el amor que siento por ti, debo liberarte ahora. Cásate
con un hombre de tu mismo rango que pueda ponerse junto a tu padre con orgullo. Querida
dama, olvídate de mí.