Notas Antifilosóficas de Jorge Aleman

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Notas antifilosóficas

Por Jorge Alemán *

* Miembro de la Escuela de la Orientación Lacaniana y del Consejo Académico del


Centro Descartes. El texto publicado forma parte de Notas antifilosóficas (Grama
Ediciones), de reciente aparición.

Estas notas se proponen captar los diversos alcances de la tesis de Lacan formulada
en su Seminario 20: “No hay relación sexual”.

La existencia se vuelve humana cuando se torna parlante, sexuada, mortal. Cuando


la lengua captura al ser vivo en sus redes simbólicas, hace posible que surja la
existencia que en “cada caso somos” como algo único, irrepetible, singular. Se puede
establecer con valor de axioma que la lengua “siempre ya está desde antes” que un
hablante la realice. Pero la lengua lo espera, pues necesita del hablante para
nutrirse de dicha captura. La lengua “parasita” al ser vivo, le sustrae vida y le añade
un “modo de satisfacción” anómalo, irregular, sin adaptación definitiva. El plus de
satisfacción de los seres parlantes carece de utilidad, sólo busca realizarse. La
hipótesis del inconsciente es un modo de concebir la captura del ser hablante por la
lengua, como un acto complejo y de imprevisibles consecuencias, de tal modo que
resulta imposible que un sistema lógico-lingüístico pueda establecer su
formalización. Desde el momento en que se acepta que hay inconsciente, resulta
que la lengua que corresponde a tal hipótesis no puede ser considerada sólo como
un sistema de signos lingüísticos. Es un conjunto que se revela incompleto e
inconsistente, un mixto de dos tipos de signos que conectan dos ámbitos
heterogéneos: el del sentido y el goce. Ambitos que mantienen entre sí una relación
de unión y separación a la vez, estableciéndose una topología de frontera. Hay
signos que, al conectarse unos con otros y al sustituirse unos a otros, producen
efectos de significación: son los significantes. Hay otros signos que constituyen
inscripciones en el cuerpo del hablante, carentes de significación. Son “letras”,
trazos sin sentido, huellas y marcas que repiten su trazo ilegible, mojones de la
pulsión que configuran el zócalo de lo humano, el basamento libidinal, para el cual
se reserva el término “goce”. Se observará que en este caso el término goce no
expresa una fuerza ni una energía primera anterior al discurso, pues, para que haya
goce, el ser vivo debe ser atrapado por la lengua, aunque la misma no pueda luego
significarlo. El goce infiltra de tal modo la lengua, que el significante ya no puede
concebirse meramente como una unidad lingüística, ni la escritura como una simple
transposición de la voz a la presencia material del trazo. La concepción misma de la
lengua ha quedado profundamente alterada, atravesada por una exterioridad
radical, tras la aceptación indudablemente ética de la hipótesis del inconsciente.
¿Tendrá la existencia el coraje de aceptar su fractura, y sabrá leer, en el
inconsciente, el modo singular en que habita la lengua?

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La existencia parlante, sexuada y mortal no se apropia sin más del sexo, la muerte y
la lengua. La asunción de estas tres determinaciones no implica una suma, es más
bien una fractura que hace surgir una subjetividad tachada, escindida, una herida
inaugural incurable que arroja a la existencia fuera de sí. La existencia no puede con
el sexo, la lengua, la muerte, estar en ella misma como en su casa. El inconsciente
implica que la casa natal y el idioma de los parientes están al fin, en el lugar del
Otro.

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La lengua, el sexo, la muerte nombran el mismo exilio, la misma imposibilidad;


jamás podrá ser conquistada una identidad plena ni por la reflexión de la
conciencia, ni por el dominio del yo, ni por el “autocontrol”, ni por el proceso de
emancipación. La existencia siempre construye su casa o refugio desde el temblor
de las huellas de lo imposible.

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Esta marca de exilio e imposibilidad propia de la existencia se escribe como un


jeroglífico en la carne, es la huella “no histórica” que convoca todas las historias, es
la letra muda que invoca todas las palabras, es el “resto” que impide que un hombre
sea un hombre en un sentido pleno, que una mujer sea una mujer. El “resto” –la
Cosa exterior e imposible– que ataca a las identificaciones absolutas, está en “mí”
más que yo mismo.

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Se llama “malestar en la civilización” a los dispositivos históricos que intentan, a


través del Discurso del Amo, establecer las representaciones sobre el sexo, la
muerte, la lengua, codificar sus trayectos en las distintas épocas, establecer sus
sentidos. Los dispositivos se transforman en su estrategia y procedimiento:
Sociedad disciplinaria, Sociedad de control, Sociedad del espectáculo, Imperio,
Discurso Capitalista. En cualquier caso la Civilización intenta, o bien fijar
identidades que pretendan suturar el desgarramiento incurable de la existencia, o,
cuando todo esto falla, dejan que el propio mercado se alimente –y alimente a su
vez–, a la denominada “cultura marginal”. El vacío exterior-interior, el “resto”, o
bien se vuelve causa del deseo infundado, o deviene la escoria que en su excepción
apuntala el “Todo” de la Civilización.

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Lengua, sexo, muerte, nombran entonces la misma imposibilidad, la de establecer


una relación sustancial, permanente, natural, con la vida. La vida está parasitada
por el aluvión de marcas, huellas, inscripciones. Si en la existencia parlante,
sexuada, mortal, hubiera una relación articulable en el plano sexual, dicha relación
debería enunciarse en los siguientes términos: todos los de un mismo sexo con
todos los del otro sexo. Este enunciado sólo puede postularse según la fórmula
semántica del Universal. Pero esta fórmula semántica del Universal remite
finalmente a la relación entre sexos según el modo de lo animal. El sueño de la
neurosis y de la vana literatura imagina un goce sin fallas, mítico y absoluto, una
cópula animal no interferida por la lengua y su modo siempre fallido y parcial de
gozar.

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Se llama pulsión al “resto” de vida marcado por el nudo que constituye lengua, sexo
y muerte. A cada existencia contingente le atañe, a lo largo de su transcurrir, el ir y
venir de la pulsión oral, anal, invocante (voz), escópica (mirada). Ir y venir que
circunda el vacío topológico exterior-interior.

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La pulsión es la parte maldita, el excedente inútil que se satisface “más allá del
placer” y que no establece relación alguna. Dirigiéndose a un fragmento del cuerpo
del otro sin jamás capturarlo del todo, retorna a la zona erógena, revelando siempre
su carácter parcial, incompleto. Estos fragmentos del cuerpo, intentando colonizar
el vacío de la existencia, se transfiguran en objetos fetiches, escenas fantasmáticas,
recuerdos indelebles y encubridores, piezas sagradas, reliquias absurdas,
automatismos de pensamiento, consignas teológico-políticas. Pero ningún “objeto”
borra el vacío de la diferencia.

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¿Por qué no se puede escribir lógicamente la relación entre el hombre y la mujer?


¿No se dispone acaso de los términos hombre y mujer, presentes en todas las
lenguas? ¿Por qué no asignarle a la mujer la letra x y al hombre la letra y, tal cual se
hace en genética según el tipo cromosómico? La pulsión goza de tal modo que no
establece una relación-proporción con el goce del otro. Cada satisfacción en la
existencia de cada uno, tarde otemprano, de un momento a otro, se vuelve
inconmensurable con el goce del otro. La pulsión no escribe “x R y”. A que sea
“necesario” que haya biológicamente dos sexos en el reino animal, le corresponde
que sea “imposible” escribir la relación sexual entre un goce y Otro. ¿Qué tipo de
acontecimiento puede “contingentemente” interrumpir la perennidad de lo
necesario y lo imposible? ¿Una invención amorosa que se dirija a lo real del goce
pulsional; una escritura no literaria, sin sentido, que pueda presentar la letra en la
pureza de su goce ilegible; un evento político que establezca un antes y un después;
un corte en el continuo del mercado capitalista? Se denomina Acontecimiento a lo
que suspende transitoriamente lo necesario y lo imposible.

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Por tanto, la pulsión en el acto sexual, al no escribir la relación sexual, está abocada
a la repetición.

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Esta repetición conmemora el resto de goce, que no se complementa con nadie y


que llama a distintos suplementos.

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La identidad es el suplemento frágil e inestable, que se construye en relación a y


como respuesta al carácter impersonal de la pulsión.

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El amor, los vínculos sociales, las estructuras elementales del parentesco, las
identificaciones, los dispositivos jurídicodisciplinarios, constituyen diversas
modalidades históricas de suplementos que se hacen cargo del “vacío irreductible”
entre un goce pulsional y otro.

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No hay que curarse de ningún estilo de práctica sexual, pero sí del carácter
mortificante con el que la repetición se apropia del recorrido de la pulsión. El
“cuidado de sí” debe saber que tras la promesa del Ideal se encubre una orden
insensata que asfixia con su exigencia el deber del deseo. Se llama deseo al modo en
que en cada existencia se resguarda el vacío. Hay deseo en la medida en que los
“objetos” de la pulsión no colonicen definitivamente el hueco, el vacío exterior-
interior. Las distintas figuras que intentan apropiarse del lugar vacío deben a su vez
ser “expropiadas” por el movimiento del deseo.
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La heterosexualidad, como género o práctica dominante, se ha constituido en la


norma histórica desde la que se pretende explicar las otras prácticas sexuales; el
núcleo fuerte de sentido desde el cual se quiere conjurar la ausencia de proporción-
relación sexual.

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Homosexualidad, heterosexualidad, lesbianismo, etcétera, son identidades;


respuestas a la imposibilidad de la relación-proporción sexual. Constituyen la
respuesta “sintomática” de la existencia al Deber de su deseo. Cualquier intento de
estratificar, jerarquizar, darle prioridad o fundamento a una práctica sobre las otras
es siempre un intento de dar consistencia ontológica a una identidad.

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No hay forma de gozar armónica, estable, natural. El goce se escribe con el estilo del
síntoma, pero lo sintomático no remite en este caso a un patrón de normalidad. Se
llama síntoma al modo en que la existenciaparlante, sexual y mortal construye su
“identidad” marcada por el exilio, la marca que desde siempre acompaña el ritmo
del encuentro discordante entre los goces.

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