Deleuze - Lógica Del Sentido - Decimaoctava Serie

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DECIMOCTAVA SERIE

DE LAS TRES IMÁGENES DE FILÓSOFOS

La imagen del filósofo, tanto la popular como la científica, parece haber sido fijada por el
platonismo: un ser de las ascensiones, que sale de la caverna, se eleva y se purifica
cuanto más se eleva. En este «psiquismo ascensional», la moral y la filosofía, el ideal
ascético y la idea de pensamiento han anudado lazos muy estrechos. Dependen de ella,
la imagen popular del filósofo en las nubes, y también la imagen científica según la cual el
cielo del filósofo es un cielo inteligible que nos distrae de la tierra de la que no comprende
su ley. Pero, en los dos casos, todo ocurre en las alturas (aunque sea en la altura de la
persona, en el cielo de la ley moral). Cuando preguntamos: «¿qué significa orientarse en
el pensamiento?», parece que el mismo pensamiento presupone ejes y orientaciones
según los cuales se desarrolla, que tiene una geografía antes de tener una historia, que
traza dimensiones antes de construir sistemas. La altura es el Oriente propiamente
platónico. La operación del filósofo se determina entonces como ascensión, como
conversión, es decir, como el movimiento de girarse hacia el principio de lo alto, de donde
procede, y determinarse, llenarse y conocerse al amparo de una tal moción. No deben
compararse las filosofías y las enfermedades, pero hay enfermedades propiamente
filosóficas. El idealismo es la enfermedad congénita de la filosofía platónica y, con su
sucesión de ascensiones y caídas, la forma maníacodepresiva de la filosofía misma. La
manía inspira y guía a Platón. La dialéctica es la fuga de las Ideas, la Ideen f lucht: como
dice Platón de la Idea, «ella huye o perece...». Incluso en la muerte de Sócrates hay algo
de un suicidio depresivo.

Nietzsche dudó de esta orientación por lo alto y se preguntó si, en lugar de representar el
cumplimiento de la filosofía, no sería más bien la degeneración y el extravío lo que
comienza con Sócrates. De este modo, Nietzsche vuelve a poner en cuestión todo el
problema de la orientación del pensamiento: ¿acaso no es según otras direcciones como
el acto de pensar se engendra en el pensamiento y el pensador se engendra en la vida?
Nietzsche dispone de un método de su invención: no hay que contentarse ni con la
biografía ni con la bibliografía, hay que alcanzar un punto secreto en el que es la misma
cosa una anécdota de la vida y un aforismo del pensamiento. Es como el sentido que, en
una cara, se atribuye a estados de vida y, en la otra, insiste en las proposiciones del
pensamiento. Hay ahí dimensiones, horas y lugares, zonas glaciares o tórridas, nunca
moderadas, toda la geografía exótica que caracteriza un modo de pensar, y también un
estilo de vida. Quizá Diógenes Laercio, en sus mejores páginas, tuvo un presentimiento
de este método: encontrar Aforismos vitales que fueran también Anécdotas del
pensamiento; la gesta de los filósofos. Empédocles y el Etna, ésa es una anécdota
filosófica. Vale tanto como la muerte de Sócrates, aunque opera precisamente en otra
dirección. La filosofía presocrática no sale de la caverna; estima por el contrario que no se
está lo suficientemente comprometido con ella, lo suficientemente hundido en ella. Lo que
recusa en Teseo es el hilo: «Qué nos importa vuestro camino que sube, vuestro hilo que
conduce afuera, que lleva a la felicidad o a la virtud... ¿Queréis salvarnos con la ayuda de
este hilo? Nosotros os rogamos insistentemente: ¡colgaos de ese hilo!» Los presocráticos
han instalado el pensamiento en las cavernas, la vida en la profundidad. Sondearon el

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agua y el fuego. Hicieron filosofía a martillazos, como Empédocles rompiendo las


estatuas, el martillo del geólogo, del espeleólogo. En un diluvio de agua y de fuego, el
volcán tan sólo devuelve una cosa de Empédocles: su sandalia de plomo. A las alas del
alma platónica, se opone la sandalia de Empédocles, que prueba que era de la tierra, bajo
la tierra y autóctono. Frente al batir de alas platónico, el martillazo presocrático. Frente a
la conversión platónica, la subversión presocrática. Las profundidades encajonadas le
parecen a Nietzsche la verdadera orientación de la filosofía, el descubrimiento
presocrático a recuperar en una filosofía del porvenir, con todas las fuerzas de una vida
que es también un pensamiento, o de un lenguaje que es también un cuerpo. «Detrás de
toda caverna, hay otra más profunda, debe haber otra más profunda, un mundo más
vasto, más extraño, más rico bajo la superficie, un abismo bajo todo fondo, más allá de
todo fondo.»1 En el principio, la esquizofrenia: el presocratismo es la esquizofrenia
propiamente filosófica, la profundidad absoluta cavada en los cuerpos y el pensamiento, la
que hace que Hölderlin antes que Nietzsche supiera encontrar a Empédocles. En la
célebre alternancia empedocleana, en la complementariedad del odio y el amor,
encontramos, por una parte, el cuerpo del odio, el cuerpo-colador y troceado, «cabezas
sin cuello, brazos sin hombros, ojos sin frente», y, por otra parte, el cuerpo glorioso y sin
órganos, «todo de una pieza», sin miembros, sin voz ni sexo. Incluso Dionisos nos
muestra sus dos rostros, su cuerpo abierto y lacerado, su cabeza impasible y sin órganos;
Dionisos desmembrado, pero también Dionisos impenetrable.

Este hallazgo de la profundidad, Nietzsche sólo lo consiguió conquistando las superficies.


Pero no permanece en la superficie; ésta le parece más bien aquello que debe ser
juzgado desde el punto de vista renovado del ojo de las profundidades. Nietzsche se
interesa poco por lo que pasa después de Platón, estimando que es la secuencia
necesaria de una larga decadencia. Sin embargo, conforme al mismo método, tenemos la
impresión de que se alza una tercera imagen de filósofos. Y es a ellos a quienes se aplica
particularmente el dicho de Nietzsche: ¡cuán profundos eran esos griegos a fuerza de ser
superficiales.2 Este tercer tipo de griegos, de hecho no son enteramente griegos. No
esperan la salvación en las profundidades de la tierra o en la autoctonía, ni tampoco en el
cielo y la Idea, la esperan lateralmente, del acontecimiento, del Este, allí donde, como
dice Carroll, se levantan todas las buenas cosas. Con los megáricos, los cínicos y los
estoicos empiezan un nuevo filósofo y un nuevo tipo de anécdotas. Releamos los más
bellos capítulos de Diógenes Laercio, el que trata de Diógenes el Cínico, el de Crisipo el
Estoico. Vemos desplegarse allí un curioso sistema de provocaciones. Por una parte, el
filósofo come con extrema glotonería, se atiborra; se masturba en la plaza pública,
lamentando que no se pueda hacer lo mismo con el hambre; no condena el incesto con
madre, hermana o hija; tolera el canibalismo y la antropofagia; y, por supuesto, es sobrio y
casto en grado. extremo. Por otra parte, calla cuando se le pregunta, o bien os da un
bastonazo, o bien, cuando le planteáis una pregunta abstracta y difícil, contesta
designando un alimento, o incluso dándoos una caja de alimentos que luego rompe
encima vuestro, siempre de un bastonazo; y sin embargo, su discurso es nuevo, un nuevo
1
Es extraño que Bachelard, buscando caracterizar la imaginación nietzscheana la presente como «psiquismo
ascensional» (El aire y los sueños, cap. V). No sólo Bachelard reduce al mínimo el papel de la tierra y de la
superficie en Nietzsche, sino que interpreta la «verticalidad» nietzscheana como si fuera, ante todo, altura y
ascensión. Sin embargo, ella es más bien profundidad y descenso. El ave de presa no asciende, salvo
accidentalmente: se abate y «cala». Es necesario decir también que la profundidad le sirve a Nietzsche para
denunciar la idea de altura y el ideal de ascensión; la altura no es sino una mistificación, un efecto de
superficie que no engaña al ojo de las profundidades y que se deshace bajo su mirada. Véanse a este
respecto las observaciones de Michel Foucault, «Nietzsche, Freud, Marx», en Nietzsche, Cahiers de
Royaumont, edición de Minuit, 1967, págs: 186-187.
2
Nietzsche contra Wagner, epílogo § 2.

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logos animado de paradojas, valores y significaciones filosóficas nuevas. Es evidente que


estas anécdotas ya no son ni platónicas ni presocráticas.

Es una reorientación de todo el pensamiento y de lo que significa pensar: ya no hay ni


profundidad ni altura. Las burlas cínicas y estoicas contra Platón son innumerables:
siempre se trata de destituir a la Idea y de mostrar que lo incorporal no está en lo alto,
sino en la superficie, que no es la causa más alta, sino el efecto superficial por excelencia,
que no es Esencia, sino acontecimiento. Y en el otro frente, se mostrará que la
profundidad es una ilusión digestiva, que completa la ilusión óptica ideal. En efecto, ¿qué
significan esta glotonería, esta apología del incesto, esta apología del canibalismo?
Siendo común este último tema a Crisipo y a Diógenes el Cínico, Laercio no da ninguna
explicación sobre Crisipo, pero propuso una sobre Diógenes particularmente convincente:
«No consideraba tan odioso comer carne humana, como lo hacen los pueblos extranjeros,
diciendo con recto juicio que todo está en todos lados. Hay carne en el pan y pan en las
hierbas; estos cuerpos y tantos otros entran en todos los cuerpos por conductos ocultos, y
se evaporan juntos, como lo muestra en su obra titulada Tiestes, si es que las tragedias
que se le atribuyen son suyas... » Esta tesis, que también vale para el incesto, establece
que en la profundidad de los cuerpos todo es mezcla; y no hay reglas que permitan decir
que una mezcla es más mala que otra. Contrariamente a lo que creía Platón, no hay para
las mezclas una medida en altura, combinaciones de Ideas que permitan definir las
mezclas buenas y malas. Contrariamente a los presocráticos, no hay tampoco medida
inmanente capaz de fijar el orden y la progresión de una mezcla en las profundidades de
la Fisis; toda mezcla vale lo que valen los cuerpos que se penetran y las partes que
coexisten. ¿Cómo no iba a ser el mundo de las mezclas el de una profundidad negra en la
que todo está permitido?

Crisipo distinguía dos clases de mezclas, las mezclas imperfectas que alteran los
cuerpos, y las mezclas perfectas que los dejan intactos y los hacen coexistir en todas sus
partes. Sin duda, la unidad de las causas corporales entre sí define una mezcla perfecta y
líquida, en la que todo está exactamente en el presente cósmico. Pero los cuerpos
tomados en la particularidad de sus presentes limitados no se encuentran directamente
según el orden de su causalidad, que sólo vale para el todo, teniendo en cuenta todas las
combinaciones a la vez. Por ello, cualquier mezcla puede ser llamada buena o mala:
buena en el orden del todo, pero imperfecta, mala, e incluso execrable en el orden de los
encuentros parciales. ¿Cómo condenar el incesto y el canibalismo, en este dominio en el
que las pasiones mismas son cuerpos que penetran otros cuerpos, y la voluntad particular
un mal radical? Tomemos como ejemplo las extraordinarias tragedias de Séneca. Cabe
preguntarse cuál es la unidad del pensamiento estoico con este pensamiento trágico que
pone en escena por vez primera a unos seres consagrados al mal, prefigurando con gran
precisión el teatro isabelino. No bastan unos coros estoizantes para hacer la unidad. Lo
que, aquí, es verdaderamente estoico, es el descubrimiento de las pasiones-cuerpo, y las
mezclas infernales que éstas organizan o sufren, venenos ardientes, festines paidófagos.
La comida trágica de Tiestes no es sólo el tema perdido de Diógenes, sino también el de
Séneca, felizmente conservado. Las túnicas envenenadas comienzan por quemar la piel,
devorar la superficie; luego alcanzan lo más profundo, en un trayecto que va del cuerpo
perforado al cuerpo troceado, membra discerpta. Por doquier, en la profundidad de los
cuerpos hierven mezclas venenosas, se elaboran abominables necromancias, incestos y
alimentos. Busquemos el antídoto o la contra-prueba: el héroe de las tragedias de Séneca
como el de todo el pensamiento estoico es Hércules. Ahora bien, Hércules se sitúa
siempre en relación con los tres reinos: el abismo infernal, la altura celeste y la superficie
de la tierra. En la profundidad, tan sólo ha encontrado mezclas horribles; en el cielo, sólo

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ha encontrado el vacío, o incluso monstruos celestes, dobles de los infernales. Pero, él es


el pacificador y el apeador de la tierra, pisa la superficie de las aguas incluso. Sube o baja
a la superficie por todos los medios; lleva allí consigo al perro de los infiernos y al perro
celeste, la serpiente de los infiernos y la serpiente del cielo. Ya no Dionisos en el fondo, ni
Apolo en lo alto, sino el Hércules de las superficies, con su doble lucha contra la
profundidad y la altura: todo el pensamiento reorientado, nueva geografía.

A veces, se presenta el estoicismo como si llevara a cabo, más allá de Platón, una
especie de vuelta al presocratismo, al mundo heracliteano por ejemplo. Se trata más bien
de una reevaluación total del mundo presocrático: al interpretarlo mediante una física de
las mezclas en profundidad, los cínicos y los estoicos lo entregan, por una parte, a todos
los desórdenes locales que tan sólo se concilian con la Gran mezcla, es decir, con la
unidad de las causas entre sí. Es un mundo del terror y la crueldad, del incesto y la
antropofagia. Y hay también, sin duda, otra parte: lo que, del mundo heracliteano puede
subir a la superficie y va a recibir un estatuto totalmente nuevo: el acontecimiento en su
diferencia de naturaleza con las causas-cuerpos, el Aión en su diferencia de naturaleza
con el Cronos devorador. Paralelamente, el platonismo sufre una reorientación total
análoga: él, que pretendía hundir todavía más el mundo presocrático, reprimirlo aún
mejor, aplastarlo bajo todo el peso de las alturas, se ve destituido de su propia altura, y la
Idea cae en la superficie como simple efecto incorporal. Es el gran descubrimiento
estoico, a la vez contra los presocráticos y- contra Platón: la autonomía de la superficie,
independientemente de la altura y la profundidad, contra la altura y la profundidad; el
descubrimiento de los acontecimientos incorporales, sentido o efectos, que son tan
irreductibles a los cuerpos profundos como a las altas Ideas. Todo lo que sucede, y todo
lo que se dice, sucede y se dice en la superficie. Esta no está menos por explorar, no es
menos desconocida, y quizás aún más que la profundidad y la altura, que son sinsentidos.
Porque la frontera principal ha sido desplazada. Ya no pasa, en lo alto, entre lo universal y
lo particular. Ni tampoco en profundidad, entre la sustancia y los accidentes. Quizás haya
que concederle a Antístenes la gloria de este nuevo trazado: entre las cosas y las
proposiciones mismas. Entre la cosa tal cual es, designada por la proposición, y lo
expresado, que no existe fuera de la proposición (la sustancia ya no es sino una
determinación secundaria de la cosa, y lo universal, una determinación secundaria de lo
expresado).

La superficie, la cortina, la alfombra, el manto, ahí es donde el cínico y el estoico se


instalan y con lo que se envuelven. El doble sentido de la superficie, la continuidad del
derecho y el revés, sustituyen a la altura y la profundidad. Nada tras la cortina, sino
mezclas innombrables. Nada sobre la alfombra, sino el cielo vacío. El sentido aparece y
se juega en la superficie, por lo menos si se sabe batirla convenientemente, de modo que
forme letras de polvo, o como un vapor sobre el cristal sobre el que el dedo pueda
escribir. La filosofía a bastonazos de cínicos y estoicos sustituye a la filosofía a golpe de
martillo. El filósofo ya no es el ser de las cavernas, ni el alma o el pájaro de Platón, sino el
animal plano de las superficies, la garrapata, el piojo. El símbolo filosófico ya no es el ala
de Platón, ni la sandalia de plomo de Empédocles, sino el manto doble de Antístenes y de
Diógenes. El bastón y el manto, como Hércules con su maza y su piel de león. ¿Cómo
denominar a la nueva operación filosófica en tanto que se opone, a la vez, a la conversión
platónica y a la subversión presocrática? Quizá con la palabra perversión, que, cuanto
menos, conviene al sistema de provocaciones de este nuevo tipo de filósofos, si es cierto
que la perversión implica un extraño arte de las superficies.

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