Este documento es una apología del ocio escrita por Robert Louis Stevenson. En tres oraciones resume lo siguiente:
Defiende que el ocio, entendido como hacer actividades no reconocidas como trabajo, tiene el mismo derecho a existir que la industria. Argumenta que durante la juventud es saludable dedicar tiempo al ocio y aprender de la experiencia directa, en lugar de solo a través de libros. Sostiene que quien dedica tiempo al ocio puede desarrollar una sabiduría y comprensión mayor que quien solo se concentra en estudios y trabajo recon
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Este documento es una apología del ocio escrita por Robert Louis Stevenson. En tres oraciones resume lo siguiente:
Defiende que el ocio, entendido como hacer actividades no reconocidas como trabajo, tiene el mismo derecho a existir que la industria. Argumenta que durante la juventud es saludable dedicar tiempo al ocio y aprender de la experiencia directa, en lugar de solo a través de libros. Sostiene que quien dedica tiempo al ocio puede desarrollar una sabiduría y comprensión mayor que quien solo se concentra en estudios y trabajo recon
Descripción original:
Ensayo
Título original
Apología Del Ocio - Robert Louis Stevenson - PDF (2)
Este documento es una apología del ocio escrita por Robert Louis Stevenson. En tres oraciones resume lo siguiente:
Defiende que el ocio, entendido como hacer actividades no reconocidas como trabajo, tiene el mismo derecho a existir que la industria. Argumenta que durante la juventud es saludable dedicar tiempo al ocio y aprender de la experiencia directa, en lugar de solo a través de libros. Sostiene que quien dedica tiempo al ocio puede desarrollar una sabiduría y comprensión mayor que quien solo se concentra en estudios y trabajo recon
Este documento es una apología del ocio escrita por Robert Louis Stevenson. En tres oraciones resume lo siguiente:
Defiende que el ocio, entendido como hacer actividades no reconocidas como trabajo, tiene el mismo derecho a existir que la industria. Argumenta que durante la juventud es saludable dedicar tiempo al ocio y aprender de la experiencia directa, en lugar de solo a través de libros. Sostiene que quien dedica tiempo al ocio puede desarrollar una sabiduría y comprensión mayor que quien solo se concentra en estudios y trabajo recon
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Apología del ocio
Robert Louis Stevenson
evenson BOSWELL: Cuando no hacemos nada, nos aburrimos.
JOHNSON: Esa sucede, señor, porque como
los demás están ocupados, nos falta compañía; si ninguno hiciera nada, no nos aburriríamos; nos divertiríamos los unos a los otros.
En esos tiempos en que todos estamos
obligados bajo pena de lesa respetabilidad a entrar en alguna profesión lucrativa y a trabajar en ella con entusiasmo, un grito del partido opuesto, el de los que se contentan con tener lo suficiente, con mirar a su alrededor y gozar mientras tanto, puede sonar un poco a bravata o fanfarronería. Sin embargo no debería ser así. Lo que suele llamarse ociosidad, que no consis- te en no hacer nada, sino en hacer mucho de lo que no está reconocido en los formularios dogmáticos de la clase dominante; tiene dere- cho a mantener su posición al igual que la in- dustriosidad. Es cosa admitida que la presencia de gentes que rehusan entrar en las profesiones que se premian con peniques, es a la vez un insulto y un desánimo para aquellos que lo hacen. Un buen muchacho (como vemos mu- chos) toma su determinación, vota por su ofi- cio, y según la enfática expresión americana, "va por ellos". Mientras éste avanza trabajosa- mente por el camino, no es difícil comprender su resentimiento al ver algunas personas echa- das tranquilamente en el prado al lado del ca- mino, con un pañuelo en las orejas y un vaso al alcance de la mano. Alejandro fue tocado en su punto más débil ante la indiferencia de Dióge- nes. ¿De qué servía a estos bárbaros la gloria de haber conquistado Roma, si al entrar a la Casa del Senado se encontraron allí a los Padres, sentados y silenciosos, indiferentes en absoluto de su éxito? Es duro haber trabajado tanto y escalado altas colinas, y cuando todo ha sido realizado, encontrar a la humanidad indiferente a los logros conseguidos. De ahí que los físicos condenen a los no físicos; los financistas sólo toleran superficialmente a aquéllos que poco saben acerca de la bolsa; la gente culta despre- cia a los incultos; y que la gente que tiene metas se alíe para menospreciar a quienes no las tie- nen. Pero aunque esta es una de las dificulta- des del tema, no es la mayor. A nadie se le puede meter en prisión por hablar contra la industria, pero sí puede ser enviado a Coventry por hablar como un loco. La mayor dificultad, en la mayoría de los temas, es tratarlos bien. Por tanto, recuerden por favor que esto es una apología. Es cierto que hay mucho que argu- mentar juiciosamente en favor de la diligencia. Sólo hay una cosa que decir contra ella, y es lo que diré en esta ocasión. Exponer un argumen- to no significa necesariamente estar sordo a los otros, y que un hombre haya escrito un libro de viajes sobre Monte- negro, no quiere decir que nunca haya estado en Richmond. Seguramente está fuera de toda duda que la gente suele estar un poco ociosa durante la juventud. Pues aunque pueda hallarse un Lord Macaulay que escapa de la escuela con todos los honores sin mengua de su ingenio, la mayo- ría de los muchachos pagan tan caro medallas y condecoraciones, que nunca más tienen un pe- nique en el bolsillo y comienzan su vida en bancarrota. Y lo mismo sucede cuando un mu- chacho se educa a sí mismo, o mientras otros lo educan. Debió haber sido un viejo caballero insensato el que se dirigió a Johnson en Oxford con estas palabras: "Joven, aplíquese diligente- mente a los libros ahora y adquiera una buena cantidad de conocimientos; ya que con el paso de los años advertirá que el andar entre los li- bros es una tarea bastante penosa". El viejo ca- ballero parece no haber tenido en cuenta que, aparte de los libros, también hay otras cosas no menos trabajosas, y que algunas llegan acaso a hacerse imposibles cuando el hombre se ve obligado a usar anteojos y no puede caminar sin la ayuda de un bastón. Los libros están bien en su estilo, pero son apenas un pálido sucedá- neo de la vida. Es una pena estar como la dama de Shalott, mirándose al espejo, de espaldas al clamor y al bullicio de la realidad. Y si un hom- bre se entrega demasiado a la lectura, como nos lo recuerda la vieja anécdota, no le quedará tiempo para pensar. Si recordamos los tiempos de nuestra educación, estoy seguro de que no serán las intensas, vívidas e instructivas horas de trave- suras las que deploremos; serán más bien los deslustrados períodos entre el sueño y la vela de las clases. Por mi parte, asistí a una buena cantidad de clases en mi tiempo. Todavía pue- do recordar que el girar de una peonza es un caso de estabilidad cinética. Recuerdo también que la enfiteusis no es una enfermedad, ni el estilicidio un crimen. Pero aunque no renuncio a estas migajas de ciencia, no las sitúo en el mismo lugar que otras cosas sueltas que apren- dí mientras vagaba en la calle. No es este el momento para extenderme sobre ese poderoso lugar de educación -la calle- que fue la. escuela favorita de Dickens y de Balzac, y que cada año otorga títulos a tantos desconocidos en el Arte de la Vida. Basta con decir esto: el muchacho que no aprende en la calle, es porque no tiene capacidad para aprender. No es preciso estar siempre en la calle para vagabundear, pues, si se lo prefiere, se puede ir al campo atravesando los suburbios; puede sentarse al lado de unas lilas y fumar innumerables pipas arrullado por el golpear del agua sobre las piedras. Un pájaro cantará en la enramada. Mientras tanto, podrá sumirse en agradables pensamientos, ver las cosas en una nueva luz. Si no es esto educación, ¿qué lo es? Podemos imaginar a Don Mundanal Prudencio, acercándose al muchacho y soste- niendo la siguiente conversación:
-Vamos muchacho, ¿qué haces aquí?
-A decir verdad, señor, paso el rato. --¿No es acaso tu hora de clase? ¿No de- berías ahora hallarte sumido en tus libros con diligencia, de modo que puedas obtener cono- cimientos? -¡Si usted me lo permite, así también aprendo! -Aprendes ¿qué? Contéstame, ¿matemá- ticas? -No, ciertamente. -¿Metafísica? -Tampoco. -¿Alguna lengua? -No, ninguna. -¿Comercio? -No, comercio tampoco. -¿Qué cosa, pues? -En efecto, señor, como pronto llegará para mí el momento de hacer mi peregrinaje, deseo saber qué hacen los que están en casos similares al mío, y dóndeestán los peores abis- mos y espesuras del camino. Además, quiero saber qué cosas me habrán de ser útiles para el camino. Más aún, estoy aquí, al lado del arroyo, para aprender una canción que mi maestro me enseñó y que se llama Paz o Contento.
Aquí el señor Mundanal Prudencio no
pudo contener su enojo y blandiendo su bastón de modo amenazador, se expresó de este modo: -¡Aprendiendo! ¡Qué va! Si por mí fuera, todos estos bandidos serían azotados por el verdugo!- Y siguió su camino, arreglándose la corbata entre crujidos de almidón, como un pavo cuan- do extiende sus plumas.
Ahora bien, esta opinión del señor Pru-
dencio es la opinión común. Un hecho, por ejemplo, no es considerado un hecho, sino me- ras habladurías, si no cae dentro de alguna de las categorías anotadas. Una investigación debe ir orientada en una dirección reconocida y con un nombre definido. De otro modo, no se estará investigando sino haraganeando, y el asilo será algo demasiado cómodo para nosotros. Se su- pone que todo conocimiento se encuentra en el fondo de un pozo, o a una distancia inusitada. Sainte Beuve, al envejecer, empezó a considerar toda experiencia como contenida en un gran libro único, en el que estudiamos unos pocos años antes de partir. Y le daba igual si se leía el capítulo XX, sobre el cálculo diferencial, o el capítulo XXXIX, sobre el oír tocar la banda en el jardín. De hecho, una persona inteligente, te- niendo abiertos los ojos y atentos los oídos, sin dejar de sonreír, adquirirá una educación más verdadera que muchos otros que viven en heroicas vigilias. Hay, en verdad, cierto árido y frío conocimiento propio de las cimas de las ciencias formales y laboriosas; pero es mirando alrededor como se podrán adquirir los cálidos y palpitantes hechos de la vida. Mientras otros llenan su memoria con una baraúnda de pala- bras, la mitad de las cuales olvidarán antes de que termine la semana, nuestro vagabundo aprenderá tal vez un arte útil como tocar el vio- lín, apreciar un buen cigarro o hablar con pro- piedad y facilidad a toda clase de personas. Muchos que se han aplicado a los libros con diligencia y lo saben todo a propósito de esta u otra rama de la sabiduría aceptada, terminan sus estudios con un aire de búhos viejos, y se muestran secos, rancios y dispépticos en los aspectos mejores y más brillantes de la vida. Algunos llegan a amasar grandes fortunas sin que por ello dejen de ser vulgares y patética- mente estúpidos hasta el final de sus días. Mientras tanto, ahí va nuestro ocioso, que em- pezó su vida a la par con ellos, y que nos mues- tra, si ustedes me lo conceden, una figura bien distinta. Ha tenido tiempo para cuidar de su salud y de su espíritu; ha pasado buena parte de su tiempo al aire libre, que es lo más saluda- ble tanto para el cuerpo como para la mente; y si nunca ha leído lo más oscuro y recóndito del libro, se ha hundido en él y lo ha ojeado con excelentes resultados. ¿No estaría acaso el es- tudiante dispuesto a entregar algunas raíces hebreas, y el hombre de negocios algunas de sus coronas, por compartir algunos conoci- mientos que el ocioso posee sobre la vida en general y sobre el Arte de Vivir? El ocioso, in- cluso, tiene otras y más importantes cualidades que estas. Me refiero a su sabiduría. Él, que con tanto detenimiento ha contemplado las pueriles satisfacciones de los otros en sus entretenimien- tos, mirará los propios con una muy irónica indulgencia. Su vozno se oirá entre el coro de los dogmáticos. Tendrá siempre una gran com- prensión por todo tipo de gentes y opiniones. Del mismo modo que no halla verdades irrefu- tables, tampoco se indentificará con flagrantes falsedades. Su camino lo lleva siempre por vías laterales, no demasiado frecuentadas, pero muy llanas y placenteras, que a menudo se las llama el Belvedere del Sentido Común. Desde allí contemplará un paisaje, si no noble, al menos agradable. Mientras otros contemplan el Este y el Oeste, el Demonio y la Aurora, él observará contento una suerte de hora matutina que se posa sobre todas las cosas sublunares, con un ejército de sombras que se cruzan rápidamente y en todas direcciones acercándose al luminoso día de la eternidad. Las sombras y las genera- ciones, los eruditos doctores y las clamorosas guerras, se hunden al cabo y para siempre en el silencio y el vacío. Pero, por encima de todo esto, un hombre puede ver, a través de las ven- tanas del Belvedere, un paisaje verde y pacífico. Muchas habitaciones alumbradas; la buena gente que ríe, bebe, y hace el amor como se hacía antes del Diluvio y la revolución francesa; y al viejo pastor que cuenta sus historias bajo el espino. El celo extremado, trátese de la escuela o del colegio, de la iglesia o del mercado, es sín- toma de deficiente vitalidad; y una capacidad para el ocio implica un apetito universal y un fuerte sentimiento de identidad personal. Hay un buen número de muertos-vivos, gentes gas- tadas, apenas conscientes de que están vivos, salvo por el ejercicio que les demanda una ocu- pación convencional. Lléveselos al campo, o embárqueselos, y se los verá cómo claman por su escritorio o sus estudios. Carecen de curiosi- dad; no pueden abandonarse a los excitantes imprevistos; y no derivan ningún placer en el ejercicio de sus facultades como tales; y a me- nos que la necesidad los espolee, no se move- rán de su lugar; no vale la pena hablar con esta gente: no pueden estar ociosos, su naturaleza no es lo suficientemente generosa; y pasan aquellas horas que no dedican furiosamente a hacer dinero, en un estado de coma. Cuando no tienen que ir a la oficina, cuando no están ham- brientos o sedientos, el mundo que respiran alrededor suyo está vacío. Si deben esperar una hora el tren, caen en un estúpido trance con los ojos abiertos. Al verlos, uno supone que no hay nada que mirar en el mundo, ni nadie con quién hablar. Se creerá que sufren de parálisis o de enajenación; y, sin embargo, se trata de gen- tes que trabajan duro en sus oficios, y que tie- nen una mirada rápida para descubrir un error en la escritura o un cambio en la bolsa. Han estado en el colegio y en la universidad, pero siempre han tenido los ojos fijos en las meda- llas; han recorrido el mundo y han tratado con gente de mérito, pero todo el tiempo han estado sumidos en sus propios asuntos. Como si el alma humana no fuera de por sí suficientemen- te pequeña, han empequeñecido y estrechado las suyas, mediante una vida dedicada al traba- jo y carente en absoluto de juego. Al llegar a los cuarenta, ahí los tenemos, con una atención distraída, la mente vacía de toda diversión, y ningún pensamiento qué frotar con otro mien- tras esperan el tren. Antes de "echarse los pan- talones largos", hubieran trepado a los vagones; a los veinte, seguramente habrían mirado a las muchachas; pero ahora la pipa se ha consumi- do, el rapé se agotó, y mi hombre se hallatieso sentado en una silla, con ojos lastimosos. Esta forma de éxito no me parece atractiva en lo más mínimo. Pero no es sólo la propia persona la que sufre con sus malos hábitos, sino también su mujer y sus hijos, sus amigos y conocidos, e inclusive la gente que se sienta con él en el tren o el carruaje. La perpetua devoción a lo que un hombre llama sus asuntos, sólo puede sostener- se a costa de la perpetua negligencia hacia mu- chas otras cosas; y no es de manera alguna cier- to que el trabajo de un hombre sea lo más im- portante. Desde una mirada imparcial, resulta claro que los papeles más sabios, más virtuosos y más benéficos que pueden representarse en el Teatro de la Vida son representados por actores gratuitos, y que estos aparecen ante el mundo en general como períodos de ocio; pues en di- cho Teatro, no sólo los caballeros paseantes, las doncellas que cantan, los diligentes violinistas de la orquesta, sino también aquéllos que ob- servan y aplauden desde las graderías cumplen con la misma eficacia su cometido en bien del resultado final. No hay duda de que depende- mos en buena medida del consejo de nuestros abogados y agentes de bolsa, del guarda y de los conductores que nos llevan rápidamente de un lugar a otro, del policía que se pasea por las calles para darnos protección; pero ¿hay un pensamiento de gratitud en nuestro corazón para algunos otros benefactores que nos hacen sonreír cuando nos los topamos, o sazonan nuestras comidas con su buena compañía? El coronel Newcome ayudaba a sus amigos a malbaratar su fortuna; Fred Bayham tenía la fea manía de pedir camisas prestadas; y, sin em- bargo, era preferible estar con ellos que con Mr. Barnes; y aunque Falstaff no fue ni sabio ni so- brio, conozco a más de un Barrabás sin cuya presencia el mundo no habría perdido mucho. Hazlitt comenta que se sintió más obligado para con Northcote, quien por lo demás no le prestó jamás nada que pudiera llamarse un servicio, que respecto a su círculo de ostentosos amigos; ya que consideraba que un buen com- pañero es, enfáticamente, el más grande bene- factor. Sé que hay personas que no pueden sen- tirse agradecidas a menos que el favor que se les haga se haya logrado al costo del dolor y las dificultades. Pero esto no es más que una mez- quindad. Un hombre nos envía seis cuartillas repletas de los chismes más entretenidos, o un artículo que nos hace pasar media hora diverti- da y provechosa. ¿Pensamos que el servicio habría sido mayor si los hubiera escrito con sangre, o en pacto con el demonio? Seríamos más considerados con nuestro corresponsal, en caso de que hubiera estado maldiciéndonos por nuestra falta de oportunidad? Aquello que hacemos por placer es más benéfico que lo que hacemos por obligación, pues, al igual que la piedad, resulta dos veces bendito. Un beso puede hacer felices a dos, pero una broma a veinte. Pero donde quiera que se encuentre un sacrificio, o el favor se conceda con dolor, la gente generosa lo recibe con confusión. Ningún deber se valora menos entre nosotros que el deber de ser felices. Siendo felices sembramos anónimamente beneficios para el mundo, que permanecen desconocidos aún para nosotros mismos, o que cuando se les revela a nadie sor- prenden tanto como a nosotros mismos. El otro día, un muchacho andrajoso y descalzo corría calle abajo detrás de una piedra, contal aire de felicidad que contagiaba a todo el que se encon- traba de su buen humor; una de estas personas, cuyos negros pensamientos habían desapareci- do como por arte de magia, detuvo al mucha- cho y le dio algunas monedas a tiempo que comentaba: "ya ves lo que sucede con sólo pa- recer contento". Si antes había parecido conten- to, ahora seguramente debía parecer mistifica- do. Por mi parte, no puedo dejar de justificar el que se anime a los niños a sonreír antes que a llorar. No deseo pagar por ver otras lágrimas que las del teatro. Encontrar un hombre feliz o una mujer feliz es mejor que encontrarnos con un billete de cinco libras. Él o ella son focos que irradian buenos sentimientos; y cuando entran a un salón, sucede algo así como si se hubiera encendido una vela de más. No nos importa si pueden o no demostrar la proposición cuarenta y siete; hacen algo más que eso: demuestran, prácticamente, el gran teorema de lo Vivible que es la Vida. Consecuentemente, si una per- sona sólo puede ser feliz permaneciendo ocio- sa, ociosa debe permanecer. Es un precepto revolucionario; pero debido al hambre y a los asilos, uno del que no puede abusarse fácil- mente; y dentro de límites prácticos, se trata de una de las más incontrovertibles verdades del Corpus Moral. Contemplemos uno de esos ti- pos industriosos por un momento. Siembra afanes y malas digestiones; hace rentar una gran cantidad de actividad, y recibe como bene- ficio una buena suma de desgaste nervioso. Una de dos: o se retira del mundo y de toda compañía, como un recluso en su buhardilla, con zapatillas y un pesado tintero, o se mete entre la gente ácida y afanosamente, sintiendo contracciones en su sistema nervioso, para des- cargar su malhumor antes de volver al trabajo. No me interesa qué tanto o qué tan bien trabaja, este sujeto es dañino para las vidas de los otros. Se viviría mejor si él hubiese muerto. Preferi- rían en la oficina pasarse sin sus servicios, antes que tener que tolerar su malhumor. Emponzo- ña la vida en la fuente. Es mejor verse empo- brecido por un sobrino bribón, que soportar día a día a un tío receloso.
¿Y para qué, Dios mío, tantos afanes?
¿Cuál es la causa por la que amargan sus vidas y las de otros? Que un hombre pueda publicar tres o treinta artículos al año, que pueda o no terminar su gran pintura alegórica, son asuntos de poca importancia para el mundo. Las filas de la vida están llenas; y aunque unos cuantos caigan, habrá siempre otros que vengan a llenar la brecha. Cuando se le dijo a Juana de Arco que debía estar en casa realizando oficios de mujer, ella respondió que había muchas para hilar y lavar; y lo mismo podría afirmarse de cualquiera, aunque tuviera las más raras habi- lidades; cuando la naturaleza es tan "descui- dada de la vida individual", ¿por qué habría- mos de imaginar que la nuestra tiene excepcio- nal importancia? Supongamos que Shakespeare hubiera sido golpeado en la cabeza alguna no- che oscura en la cota de caza de sir Thomas Lucy; ¿marcharía el mundo mejor o peor, deja- ría el cántaro de ir a la fuente, la hoz al grano y el estudiante al libro? Y ni de la pérdida del más sabio nos habríamos dado cuenta. Entre las obras existentes no hay muchas, si se miran las alternativas, que valgan lo que una libra de tabaco para un hombre de medios limitados. Esta es solamente una reflexión que serenará nuestra vanidad terrena. Ni siquiera el estan- quero podrá encontrar vanagloria personal en lo que acabo de expresar; pues aunque el taba- co resulte un excelente sedante, las cualidades requeridas para venderlo no son raras ni pre- ciosas en sí mismas. i Ay! Esto puede tomárselo como se quiera, pero pocas son las funciones individuales verdaderamente indispensables. Atlas fue solamente un individuo con una pro- longada pesadilla; y, con todo, es fácil ver co- merciantes que labran una gran fortuna y que terminan en los tribunales por quiebra; escri- bientes que pasan su vida escribiendo peque- ños artículos, hasta que su temperamento se convierte en una cruz para quienes están a su lado, como si se tratara de Faraones, que en vez-de construir pirámides, construyeran alfile- res; y muchachos que trabajan hasta el agota- miento, para ser transportados luego en una carroza fúnebre adornada de plumas blancas. ¿No suponemos que en el oído de éstos, al- guien habría susurrado la promesa de un desti- no sobresaliente? ¿Y que la bola en que su des- tino se jugó, era el centro y ombligo del univer- so? Y, sin embargo, no hay tal. Las metas por las que ellos entregaron su inapreciable juven- tud, en lo que les toca, pueden ser quiméricas o perjudiciales; las glorias y las riquezas que es- peran, pueden no llegar jamás, o llegar cuando les son indiferentes; y ellos mismos y el mundo que habitan son tan insignificantes, que la men- te se hiela con sólo pensarlo.