Globalización

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Globalización: tribalismo o ciudadanía

Cristina Ambrosini 

Resumen

         En este trabajo se toman en consideración algunas ideas de corte claramente


kantiano presentes en la obra del sociólogo polaco  Zygmunt Bauman cuando
propone resignificar el concepto de “ciudadanía” frente al recrudecimiento de
formas nuevas del “tribalismo”.  El imperativo de nuestra época impone ocuparse
de lo que Bauman llama “las consecuencias humanas de la globalización”
especialmente para revisar sus consecuencias perversas. Para Bauman la
República es la única alternativa a las ciegas, erráticas y descontroladas fuerzas
de la globalización ya que el tribalismo puede ser visto como “las flores pútridas
que nacen sobre la tumba del Estado-Nación”.  Frente a los efectos distópicos de
la globalización, Bauman propone una suerte de puntos cardinales hacia los que
concentrar esfuerzos, que tienen como meta recrear el modelo republicano del
Estado y la ciudadanía. Esta propuesta normativista será presentada con el
sentido crítico de revisarla y mostrar sus limitaciones.

1. Presentación del tema

    
        En busca de la política es el título de un libro de Zygmunt Bauman donde se
plantea un problema de aparición recurrente en torno a las transformaciones
sociales ocurridas en los últimos años, ligadas a la notoria deserción de interés
del ámbito público y la consecuente privatización de la vida social, es decir, su
reclusión en el ámbito de lo privado. Así, parece que, en la modernidad, el
incremento de las libertades individuales coincide con la impotencia colectiva,
con la apatía política, en tanto los puentes entre la vida pública y privada se
encuentran desmantelados. Distintos sociólogos destacan la mutación operada en
las instituciones entre las que se encuentra la política. En términos de Bauman,
actualmente asistimos a una licuefacción de las instituciones modernas y según
Maffesoli hay una “saturación” de la política. Según Giddens, vivimos en una
sociedad postradicional: una vez roto el lazo con la tradición, todo el aparato
institucional depende de mecanismos de confianza potencialmente volátiles
donde hay una errancia de la confianza, lo que debilita la cohesión social. Beck
acunó el término Risikogesellschaft (sociedad del riesgo) de donde se desprende
una descripción de una clase de sociedad en la que la condición humana es
deRisikoleben, una vida en la que ningún acto es “con certeza” un paso en la
dirección correcta. Esta caracterización de la vida se parece a un “andar a
tientas”.

                       En este trabajo se revisarán los caracteres de la “política”, esa


institución moderna ligada al Contrato Social y a los ideales republicanos cuando
la trinidad Estado-Nación-Territorio permitía establecer identidades estables a la
vez que alentaba los ideales de progreso y fe en el futuro. Repensar las
instituciones creadas por la modernidad tiene el sentido de no dejarnos llevar por
lo que Castoriadis llama “la tentación pesimista”: admitir que nuestra época no es
nihilista sino, sencillamente, nula, y poner un voto de confianza en que “lo
común” no se extinguió sino que cambió de lugar, o, dicho en otros términos, que
puede ubicarse en un no-lugar.

        

                    2. Comunidad ética – comunidad política

         Tanto en el ámbito sociológico como en el filosófico, la comunidad es un


foco de interés privilegiado. En estos planteos se señala a Kant como un punto de
referencia en los debates contemporáneos. Aquí se alude al esfuerzo por dar
sentido al lema de La Fraternidad a partir de su particular lectura de la Historia
Universal donde, guiado por las exigencias de la epistemología newtoneana,
busca los principios, los hilos conductores que hacen entendibles los
comportamientos del hombre en sociedad. Entre otros principios ubica un
antagonismo: la insociable sociabilidad como la causa de la necesidad de un
orden legal coercitivo. Por otro lado, La Fraternidad, el lema revolucionario
republicano, impone la idea de una comunidad puramente inclusiva. Kant asume
el desafío, advierte que este requisito, inherente a una nueva versión del Contrato
Social, es una anticipación contrafáctica, un como sí, una idea regulativa
destinada a cumplir una función práctica: preservar la dignidad del sujeto moral.
La Fraternidad, entendida como una hospitalidad recíproca y universal, es un
mandato irrevocable de la razón destinado a la instauración de un Estado
cosmopolita, orientado a la preservación del mandato moral supremo: “no debe
haber más guerras”. El cumplimiento del deber tiene un escenario público y
permite, en oposición al viejo orden feudal, fundar un nuevo ethos: la igualdad
obtenida a partir de la clara conciencia de libertad y dignidad. La libertad, la
categoría básica de la ética y la política kantiana, es concebida como
autolegislación racional del hombre. Su distanciamiento de cualquier forma de
eudaimonismo es central para ubicar el corte radical que efectúa respecto de la
tradición política anterior. Para Kant, el fin del Estado no deberá ser la
preservación de la felicidad de los ciudadanos ya que esto puede encontrarse en
el estado de naturaleza o incluso en un despotismo, sino la máxima coincidencia
con los principios del derecho a partir del cumplimiento del imperativo
categórico. Al despotismo, basado sobre el principio de la felicidad, Kant opone
el republicanismo.

   El optimismo de Kant acerca del porvenir de la Humanidad no es un optimismo


ingenuo, por el contrario, reconoce las grandes limitaciones de la naturaleza
humana para llegar a establecer un sistema de convivencia pacífica. Su visión
acerca de esta naturaleza humana, en algunos aspectos, se acerca a Hobbes.
 

              Con una madera tan retorcida como es el hombre no se puede conseguir nada completamente
derecho.[1]

  

       En Idea de una historia universal en sentido cosmopolita (1784), obra


contemporánea al proceso que dio lugar a la Revolución francesa y a la
Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano (1789), inspirada en la
Declaración de los Derechos de Virginia (Estados Unidos, de 1776), Kant
propone una visión teleológica de la historia[2] buscando, al modo de un Newton
de la historia, encontrar los principios que rigen la naturaleza fenoménica de los
hombres. Comienza diciendo:
 
   Cualquiera sea el concepto que, en un plano metafísico, tengamos de la libertad de la voluntad, sus
manifestaciones fenoménicas, las acciones humanas, se hallan determinadas, lo mismo que los demás
fenómenos naturales, por las leyes generales de la Naturaleza. La historia que se ocupa de la narración de
estos fenómenos, nos hace concebir la esperanza, a pesar de que las causadas de los mismos pueden yacer
profundamente ocultas, de que, si ella contempla el juego de la libertad humana en grande, podrá descubrir en
él un curso regular.[3]

   Para ello, propone ubicar los hilos conductores para tal historia en sentido


cosmopolita, al modo como Kepler sometió los movimientos excéntricos de los
planetas a determinadas leyes y Newton explicó estas leyes por una causa natural
general. Así enuncia nueve principios. Entre ellos, en el cuarto principio, señala
un antagonismo del que se vale la Naturaleza y que es la causa del orden legal:
la insociable sociabilidad. La inclinación gregaria de los hombres, que los mueve
a formar una comunidad, a la vez, va unida a una resistencia que amenaza con
disolverla. La tendencia a entrar en sociedad se ve contrarrestada por la tendencia
a aislarse. Kant nos habla de la insociable sociabilidad para referirse a este
antagonismo siempre presente, que amenaza toda comunidad. Este principio
admite que el hombre tiene la tendencia a socializarse, ya que  solamente en ese
estado se siente hombre, pero también a individualizarse, ya que encuentra
también, en él mismo, la tendencia antisocial a orientarlo todo de acuerdo con sus
fines egoístas. Esto da como resultado una sociedad antisocial. Kant señala las
tendencias contradictorias que mueven nuestros afectos y nuestros
comportamientos hacia los demás: la inclinación a vivir en sociedad es
inseparable de una hostilidad que amenaza constantemente con disolver esa
sociedad. Para Kant, no habría que desconocer estos principios ni maldecirlos,
por el contrario, hay que tomarlos en cuenta para evaluar las dificultades y
obstáculos en el camino hacia el fin final de la Historia.

         Kant subraya algunos derechos que hoy resultan particularmente


desafiantes: el derecho en común que tienen todos los habitantes del
planeta sobre la superficie de la tierra, “no teniendo nadie originariamente más
derecho que otro a estar en un determinado lugar de la tierra”, y el derecho que
tiene el extranjero a no ser  tratado con hostilidad por el hecho de haber llegado
al lugar que está ocupado por otro pueblo, mientras no arribe con ánimo de
conquista. Kant lo reitera: la superficie del planeta pertenece a la especie
humana. Reconoce con claridad que no hay certeza alguna en lo referente al
inicio de un proceso que pueda desembocar en la instauración de un tratado de
paz perpetua, no vislumbra en el horizonte la inminencia de tal
acontecimiento. Sin embargo, a despecho de la realidad, nos señala con igual
lucidez  “que hemos de actuar con vistas a su establecimiento como si fuera algo
que a lo mejor no es”: si el deseo resultara irrealizable, es de todas maneras
nuestro deber el tener que actuar de acuerdo con esa justificada y legítima
aspiración.

   Kant propone, entonces, la utopía de una unificación perfecta de la especie


humana en una ciudadanía común. Ésta es la manera en que debemos aceptar la
hospitalidad recíproca como un mandato supremo.

        En estos 200 años, el mundo parece haber evolucionado a espaldas de esta
advertencia premonitoria.[4]

                   3. El agora atacada

              Castoriadis  revisa el poder de la política, considerada como una de las


instituciones básicas de la modernidad. Toda sociedad instituye un poder
explícito al que se asocia lo político. Este poder instituido constituye instancias
capaces de emitir órdenes sancionables, explícita y efectivamente.  ¿Por qué es
necesario este poder y es uno de los escasísimos universales de lo social-
histórico?, se pregunta Castoriadis. En respuesta afirma que toda sociedad ha de
conservarse, preservarse, defenderse ya que siempre está amenazada por el
inframundo previo a su construcción social, está amenazada por sí misma, y,
sobre todo, está amenazada por el futuro porque éste no incluye una codificación
previa y exhaustiva de las decisiones que han de tomarse. Este poder explícito
que concierne a lo político y que normalmente concentra el significado del
término “poder”, no reposa principalmente en la coerción sino en la
interiorización de las significaciones instituidas.  Este poder instituyente nunca
puede explicitarse plenamente, se ejerce en la imposición de un lenguaje pero,
afirma, “un lenguaje, no es solo un lenguaje, es un mundo”[5]. Estas formas hacen
ser un mundo, es decir, constituyen un sistema de normas, de instituciones, de
valores, de finalidades.

                  En el núcleo de estas formas se hallan las diferentes significaciones


imaginarias sociales creadas por una sociedad y encarnadas en sus instituciones.
Dios es una de estas significaciones imaginarias sociales, pero también lo es la
racionalidad moderna, y así sucesivamente.[6]

      Lo que existe en toda sociedad es lo político referido al poder instituido,


capaz de emitir órdenes. Podemos pensar sociedades sin Estado pero no
sociedades sin instituciones explícitas de poder. Por otra parte, entre las
instituciones modernas, la política no existe siempre y en todas partes, es el
resultado de una creación socio-histórica rara y frágil, asociada, para Castoriadis,
a la aparición de la polis entre los siglos VIII y V a. C entre los griegos y, por
otra parte, en la Europa occidental a partir del primer renacimiento (siglos XI y
XII). Esta distinción, entre “lo” político y “la” política, se examina a la luz de la
distinción entre “sociedades heterónomas” y sociedades “autónomas”. En las
primeras, la creación de las instituciones se adjudica a una realidad extra-social
(los dioses, los héroes fundadores, dios, los antepasados, la naturaleza, la Razón,
la Historia). Para Castoriadis, solamente dos casos, la Grecia antigua y la Europa
occidental a partir del primer Renacimiento,  interrumpen la larga historia de las
sociedades heterónomas. En ambos casos se admite que las instituciones son
creaciones de la sociedad misma y, por lo tanto, sujetas a la crítica, revisión y
modificación mediante las decisiones de los ciudadanos. La ruptura de la
clausura de significados[7], propio de las sociedades heterónomas, es la apertura
de la interrogación ilimitada, es el inicio de la filosofía que se diferencia de la
interpretación canónica de los textos sagrados. Lo mismo puede decirse de la
democracia, cuando la sociedad no se detiene en un concepto determinado de
libertad, justicia o igualdad. La política también se crea por primera vez en estos
dos ámbitos históricos.

              En el mundo griego antiguo, Castoriadis distingue tres instituciones  que


representan: el ámbito privado (el oikos), el ámbito público (la ecclesia) y el
ámbito público-privado (el agora)[8].

El oikos representa la esfera privada, la casa-familia

El agora representa el mercado, la plaza pública, el lugar de reunión donde los


individuos se encuentran, intercambian bienes, discuten, etc.

La ecclesía, es el lugar desde donde se ejerce el poder, es el lugar público, donde


se articula el ejercicio de los distintos poderes políticos

          Castoriadis nos recuerda que el agora era, para los miembros de la polis, el
espacio de encuentro entre lo público y lo privado. Entre el oikos y
la ecclesia los griegos situaban una esfera de comunicación. Esta tercera esfera,
el agora, aseguraba un ámbito de tráfico y constante fluido entre lo privado y lo
público dentro de la polis. Este territorio sin dueño, o mejor, donde los dueños
son todos, no dejó de ser un lugar de tensión y pugna de poder tanto como una
zona de diálogo y cooperación.

                     Zygmunt Bauman alude a esta distinción de Castoriadis para señalar


las mutaciones en el vínculo entre lo público y lo privado en las sociedades
autónomas, es decir, en aquellas donde se reconoce que las instituciones son
creaciones humanas y no el ejercicio de un mandato de orden divino. Recupera
las ideas de Castoriadis acerca del agora al advertir que, sin ella, ni la polis ni los
ciudadanos podrían conservar la libertad de decidir el significado del bien común.
El agora  moderna es ese espacio social donde las preocupaciones privadas se
debaten hasta elevarse al rango de asuntos públicos y donde los ciudadanos
luchan por encauzar en soluciones públicas sus problemas privados de un modo
ruidoso, caótico e indisciplinado. Para este autor, el agora puede ser atacada
poniendo en peligro su integridad, distorsionando o socavando el rol que
desempeña, provocando la retracción de la autonomía tanto de la sociedad en
general como de cada uno de los ciudadanos. Así ubica la tendencia totalitaria
que Bauman encuentra arraigada en el “proyecto moderno” y que llevó a las
guerras del siglo XX. De modo fatalista, Bauman admite que todo proyecto de
“sociedad civil”, equivalente contemporáneo del agora, permanece a la sombra
de este recuerdo. Según Hannah Arendt, la tendencia totalitaria es la tendencia a
“volver superfluos a los seres humanos”. La tendencia totalitaria apunta a la
aniquilación de la esfera privada y a la disolución de lo privado en lo público. No
existe la necesidad del diálogo ya que los súbditos no tienen nada que decirle al
poder. La tendencia totalitaria necesita de la ideología como escalera pero, una
vez en el poder, se convierte en “poder estatal” instalado en las certezas y ya se
impone solamente “la lógica de la deducción” suplantando a toda lógica de la
argumentación. Una vez concretado el Estado totalitario (fascista o comunista,
para Bauman) los ideólogos ya no son necesarios. Se ha consumado el
exterminio del agorapor la ecclesia.

          Actualmente el agora sigue siendo un territorio invadido pero no ya por


tropas estatales disciplinadas y uniformadas sino por aventureros ansiosos de
invadirla. Los poderes que verdaderamente cuentan ya no necesitan de filósofos,
educadores o predicadores, no pretenden la elevación espiritual de las masas así
como tampoco cruzadas culturales o conversiones masivas. El agora ha sido
colonizada por lo que Bauman llama “la economía política de la incertidumbre”
entendida como el conjunto de reglas para acabar con las reglas. Ya no hace falta
el pesado panóptico. Ahora la “libertad de mercado” condiciona toda forma de
conducta humana y las primeras víctimas son las instituciones republicanas.

            Unsicherheit es el nuevo vocablo al que Bauman dedica atención  para


explicar, en última instancia, porqué nos hemos distanciado de la política. Según
nos indica, tres términos necesita el español para conceptualizarlo:
“incertidumbre, inseguridad y desprotección”. Vivir en la incertidumbre parece
ser el único estilo de vida posible ya que las instituciones políticas que deberían
proteger a las personas del ejercicio del poder no generan confianza. Lo político
ocurre por fuera de la política.  Mientras lo privado se abisma en la
“desconfianza existencial corrosiva”, lo público se ha retirado buscando amparo
en lugares políticamente inaccesibles. La tendencia más marcada de nuestra
época es la separación del poder de la política: mientras el primero fluye o tiene
una representación extraterritorial, el segundo tiene carácter local. Como
consecuencia, la crisis actual del proceso político, según interpreta el autor,
radica en la ausencia de una agencia capaz legitimar, promover o cumplir
cualquier conjunto de valores.   Con todo, el nihilismo y la desesperanza parecen
ser en el pensamiento de Bauman cuestiones de conformistas y cobardes.
Haciéndose eco del concepto hipocrático de “crisis” como instancia de decisión o
determinación más que de “desastre” o “catástrofe”, propone una suerte de
puntos cardinales hacia los que concentrar esfuerzos: recrear el modelo
republicano del Estado y la ciudadanía; el establecimiento universal de un
ingreso básico y la ampliación de las instituciones de una sociedad autónoma
para devolverles capacidad de acción e igualarlas con poderes que, en la
actualidad, son extraterritoriales. Adoptando una actitud normativista,
Bauman  afirma: “La política debe ponerse a la altura del poder que se ha
liberado para vagar, sin control, por el espacio de lo político”. Asumiendo ahora
un rasgo kantiano afirma:

   Lo que se necesita es nada menos que una institución republicana internacionales una escala equivalente a
la de los poderes trasnacionales (…) lo que hace falta es “un nuevo internacionalismo”. [9]

   En las actuales circunstancias internacionales, la propuesta parece de


realización lejana pero, también en un rasgo kantiano, Bauman no pierde de vista
la realidad. Por el contrario, lúcidamente reconoce que los estallidos de
solidaridad internacional son carnavalescos, esporádicos y de corta vida. La
globalización ha reemplazo al universalismo porque la primera es
supraestatal,  de facto, naturaliza lo que sucede mientras que el universalismo
suponía la anticipación de una idea regulativa. Para Bauman la república es la
única alternativa a las ciegas, erráticas y descontroladas fuerzas de la
globalización. La propuesta es “rediseñar y repoblar el ágora”.  

   4.Incivismo intelectual: la valorización del tribalismo

                  Para el sociólogo francés Michel Maffesoli el tribalismo es un signo


de la época que hay que celebrar. Desde su punto de vista hay un nuevo lazo
social en gestación. El encierro en el pequeño yo de la modernidad, ya es historia
vieja[10]. Así, los fundamentos de una moral universal: razón, progreso, libertad ya
no parecen ser los ingredientes de las prácticas contemporáneas que prevalecen
en las “tribus posmodernas”. Aparece una nueva deontología, una deontología
efímera, tiene algo “animal” que escapa a la normatividad racional. Estamos lejos
del cogito moderno, del ciudadano responsable, del homo politicus, del individuo
que es la causa del contrato social que fue la expresión del estar juntos en la
modernidad. Aparece el retorno al primitivismo y a lo nativo, la celebración de la
sangre, los humores y el pelo. ¡Lo verdadero está en el éxtasis báquico! ya
señalado por Hegel, tomando elementos de la masonería a la que no era del todo
ajeno, señala Maffesoli, para señalar una unión invisible, una fusión mística, una
sociedad secreta, una iglesia invisible, un vértigo tribal que aparece en las
histerias musicales, en las fiestas deportivas, en las liquidaciones. Esta es una
deontología que renuncia a la universalidad, que acepta lo heterogéneo y sin
embargo hay una coherencia, un centro de unión de los fragmentos constitutivos
del mundo real. La libertad queda relativizada, se vuelve intersticial, todo reposa
en la manera de habituarse, de con-formarse: nos ajustamos a los otros de la
tribu. El cuerpo ya no es un “objeto” dominado por un “sujeto” soberano sino
que es visto como un “compañero de viaje”, con el debemos contar, al que
debemos aceptar en su finitud con un sentido “ecológico”, de cuidado, de cura,
en el sentido heideggeriano. Pluralización de la persona, fragmentaciones
tribales, policulturalismos galopantes, son algunas de las características de la vida
social que para algunos “gruñones” representan un irracionalismo retrógrado, un
panteísmo regresivo, un orientalismo mancillado. Sin embargo, para el sociólogo
francés, no se trata de adjudicarle un juicio de valor  sino con la constatación de
un hecho. Esos llantos de alegría o de pena que unen a los miembros de las tribus
a través de un reality show, de un mundial de fútbol, en los escándalos
mediáticos, en los desfiles y carnavales son las comuniones posmodernas que
expresan la fuerza de una “deontología”: “vivir en el presente de los modos más
antiguos”. Las calles de las megalópolis posmodernas expresan las fantasías
desenfrenadas de las tribus urbanas: cabellos multicolores, atuendos
abigarrados, piercings y tatuajes diversos. Maffesoli constata una mutación en el
humanismo que, desde el cristianismo hasta el siglo de las Luces, dejó su
impronta en los sistemas teóricos del siglo XIX. Esta transmutación es más
vivida que pensada y el desasosiego que llaman “crisis” no es más que el
desacuerdo existente entre una idealización universalista y una vida empírica que,
para bien o para mal está determinada por una sensibilidad localista. Por un lado
la abstracción de la moral y por el otro el particularismo de las deontologías
éticas específicas donde tampoco está ausente la figura del kamikaze, el terrorista
que protagoniza un suicidio sagrado y devastador que nos recuerdan la voz
subterránea de esos instintos “bárbaros” fundidas a través de la violencia de los
sentimientos que afirman y fundan las tribus.

 Maffesoli recurre al concepto de “socialidad” para indicar un particular modo


del estar juntos en sociedad. Así destaca como una nota de lo dionisíaco, lo
festivo que irrumpe esporádicamente, reaparece cada tanto como una válvula de
escape, por un rato, más que para destruir el orden imperante, para aflojar la
tensión, para renovar las fuerzas de cohesión. Sin prohibiciones y sin normas
represivas no hay comunidad posible pero tampoco este aspecto agota el
fenómeno de la socialidad. Maffesoli destaca el carácter de la “socialidad”: un
ser-juntos primordial, arquetípico, que pone en escena los caracteres reputados
como “frívolos”, a fin de celebrar la vida, aunque sea teatralizando la muerte,
como si la fiesta supusiera un gesto de burla a la muerte a la vez que renueva los
cimientos del estar-juntos. Al respecto afirma:

      Sí, hay muerte en la exacerbación del cuerpo. Es cierto que la frivolidad y la apariencia señalan la finitud
y la impermanencia de todas las cosas. Pero tal proximidad puede llegar a un exceso de vida. La decadencia,
no lo repetiremos nunca lo suficiente, no es una destrucción total, sino el hecho de que ciertos elementos, que
participaron en la construcción de un mundo, se saturen.[11]

             

             En este planteo se admite que Nietzsche y su decir “sí a la vida” es una
fuente de inspiración para comprender nuestro tiempo. Los objetos fetiches
(cualquiera que sean: vestimenta, teléfono celular, etc) son constitutivos de las
personas, en el sentido etimológico de “máscara”, en los diversos roles de la
teatralidad. Estos rituales, signos de reconocimiento, constituyen los cimientos
del lazo social muchos más fuertes que la moral universalista de los derechos del
hombre, de la política, del contrato social. Este “lugar que hace lazo” sería el
receptáculo de un destino común. En este sentido, el territorio, festivo o banal, es
la metáfora del cosmos, del mundus, el mitwelt.

     Llegando al reconocimiento del otro, vivo, al lado mío, sobre un territorio


común, lo trágico, inducido por la aceptación de ese mundo conduce también al
reconocimiento y a la aceptación del otro en mí mismo.[12]
Algunas conclusiones (a favor de Bauman)

  Como ya señalan los autores aludidos en este trabajo, se constatan formas


crecientes del “tribalismo” en el mundo globalizado, la pérdida de sentido de las
instituciones modernas permiten que afloren formas nuevas de manifestaciones
arcaicas de la cultura. Para Bauman el comunitarismo o tribalismo reinstala los
peligros que el Contrato Social creía poder contrarrestar. No olvidemos que el
Contrato Social  tiene como principal función “sacarnos” del estado de naturaleza
representado por los sentimientos de pertenencia tribal siempre dispuesto a
eliminar a los infieles, los herejes, los más tibios dentro de sus propias filas y
cuanto más a los enemigos externos.  

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