Trabajo Evangelii Gaudium Capítulos 1, 3 y 5.

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Esta exhortación nace tras la XIII Asamblea General Ordinaria del Sínodo de los

Obispos sobre la Nueva evangelización para la transmisión de la fe cristiana.


Pretende dar algunas líneas sobre la evangelización, sin pretender terminar el
tema. De hecho el Papa aboga por una descentralización de la Iglesia, dejando en
las Iglesias locales el discernimiento de sus problemáticas particulares sobre la
evangelización.
En este documento Francisco marca las líneas centrales por donde discurrirá su
pontificado. Se dirige en ella a todos los fieles cristianos recordando la alegría y
liberación que nacen del encuentro con Cristo, invitándonos a llenar la
evangelización del gozo de este encuentro, dándole un nuevo impulso.
El mundo actual, con su cultura del consumo, el hedonismo y tantas cosas más,
nos lleva a olvidarnos de Dios al caer en un individualismo feroz que nos
conduce a la tristeza y al sin sentido. Nos olvidamos de los pobres, nos
olvidamos de amar, nos olvidamos de Dios.
Dios nunca nos rechaza, somos nosotros los que le damos la espalda al
olvidarnos de Él. Por el contrario Él siempre nos espera con los brazos abiertos y
una sonrisa de amor. Él es siempre perdón y misericordia. Francisco nos invita a
volver a Dios, donde recuperaremos el sentido y la alegría de vivir.
En todo el Antiguo Testamento se nos anticipa y prepara para la alegría que ha de
venir. La gran alegría de Dios, ¡ Cristo! Y en el Nuevo Testamento, con su
llegada, esta alegría explota, e impregna la realidad entera. Todo el Evangelio
está preñado de este profundo gozo, que continua en el tiempo de la Iglesia,
como vemos en los Hechos de los Apóstoles.
Y el cristiano está llamado a experimentar esta alegría en su vida. Es cierto que
hay personas que viven una realidad sufriente debido a los acontecimientos, pero
siempre el cristiano en lo más profundo de sí alberga un brote de luz que da
sentido, un punto de alegría al saber que Dios nos ama y nos sonríe cada mañana
haciéndola nueva.
Alegría que tiene su origen y centro en el encuentro con Jesucristo. Encuentro
que no lo es con una ética, sino que es el encuentro con una Persona que vive,
con un acontecimiento que amplía sin límites el horizonte de la vida.
Y este bien y esta alegría y liberación que Cristo nos trae, ¡No podemos
guardarla para nosotros! ¡Es imposible! Desearemos comunicarla a los demás
para que también la experimenten. Esta experiencia enardece e impulsa nuestra
evangelización. Por ello el evangelizador nunca puede ser una persona triste y
desalentada, debe irradiar la alegría y el fervor que tiene el que se ha encontrado
con Cristo. Todos los hombres tienen el derecho a recibir el anuncio del
Evangelio y los cristianos el deber de anunciarlo.

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Hemos de estar continuamente mirando a Jesús, bebiendo en su agua. Él es
eterno y el Evangelio también. Es la fuente inextinguible de la alegría. Siempre
hemos de estar convirtiéndonos, acrecentando y renovando nuestro amor y
nuestra alegría.
Adentrándonos ya en la evangelización, la Nueva evangelización, que es el tema
del sínodo que origina el presente documento, tiene tres ámbitos donde se realiza:
en la pastoral ordinaria para avivar los corazones de los fieles que frecuentan la
comunidad y se reúnen el día del Señor, en el caso de personas bautizadas que
viven de espaldas al sacramento que un día recibieron y especialmente en las
personas que no conocen a Jesucristo o siempre lo han rechazado.
Los temas que el Papa trata en la encíclica son de suma importancia en la vida de
la Iglesia, la extensión con los que los trata da fe de ello, y ayudan a dibujar el
perfil que ha de tener el evangelizador de hoy.

Capítulo 1. La transformación misionera de la Iglesia


Una Iglesia en salida será aquella que, siguiendo el mandato misionero que hizo
Jesús a los apóstoles, sale de sí misma para ir a anunciar el Evangelio a todos los
pueblos del mundo. Todos estamos llamados a esta tarea, llamados a salir de
nuestra zona de confort llevando a Cristo a los que necesitan su luz.
Esta Iglesia en salida es una Iglesia que primerea, es decir que toma la iniciativa,
que se involucra, que busca a los alejados e invita a los excluidos siguiendo el
ejemplo de su Maestro.
Una Iglesia que es cercana, que se achica abajándose hasta la humillación si es
necesario para hacerse una con el sufrimiento de los hombres. Y una Iglesia que
es acompañamiento a la humanidad en todos sus procesos, por lentos y sufrientes
que sean, que sabe esperar. La evangelización tiene mucho de paciencia. Y una
Iglesia que es capaz de dar la vida por la Palabra y su acogida.
Pero también es la Iglesia del gozo, de la fiesta con cada paso que se da en la
evangelización, con cada hombre que se convierte. Gozo que expresa la liturgia,
la cual también es vehículo de la evangelización. Mediante ella la Iglesia
evangeliza y se evangeliza a sí misma.
Y una Iglesia así es una Iglesia en continua renovación, en continua conversión
para reflejar cada vez más nítidamente el rostro de Cristo, para ser cada día más
fiel a su vocación: el anuncio de Cristo.
Esta renovación no es algo nuevo. Ya Pablo VI invitaba a la Iglesia entera a
renovarse profundizando y meditando en su propia conciencia y misterio. Más
tarde es el Concilio Vaticano II el que presenta la necesidad de una permanente
conversión eclesial para aumentar la fidelidad a su vocación, a Cristo.

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La vocación genuina de la Iglesia será realizar lo que Cristo le encomendó, el
anuncio del Evangelio a todo el mundo, la evangelización. Y ese será el núcleo
profundo de la renovación, hacer que todos los elementos y estructuras a tener en
cuenta en la evangelización sean más misioneras, que propicien una mejor
evangelización.
El ministerio Papal ha de convertirse, encontrando una nueva forma de ejercerlo,
para que sea más acorde al sentido que Cristo quiso darle y a las necesidades de
la evangelización.
Cada Iglesia particular tiene en sí también una llamada a la conversión misionera,
ya que ella es el sujeto primario de la evangelización. Una conversión que
impulse su labor misionera de manera que sea más intensa y fecunda. Para ello su
Obispo ha de fomentar la comunión misionera al estilo de las primeras
comunidades.
Las parroquia, comunidad de comunidades, situada en medio del pueblo, en
contacto con los hogares y la vida del pueblo, que a través de todas sus
actividades alienta y forma a sus miembros para ser agentes de evangelización,
ha de ser también objeto de conversión. Para así ser más cercana, para avivar la
comunión y la participación y para hacerse completamente misionera.
Hasta ahora hemos estado refiriéndonos a los evangelizadores, pero en cuanto al
mensaje su forma de transmitirlo también se verá afectada en pro de que llegue a
todos sin excepciones ni exclusiones. Para ello el anuncio ha de centrarse en lo
esencial, en lo más necesario.
Todas las verdades reveladas proceden del mismo Dios y todas son creídas con la
misma fe, pero no cabe duda que unas son más importantes que otras, “jerarquía
de verdades”, al expresar más claramente lo nuclear del Evangelio: Dios que por
amor gratuito, salva a los hombres por medio de la muerte y resurrección de su
Hijo Jesucristo. Este es el núcleo evangélico, el Kerygma.
Esto no significa que haya que mutilar el mensaje. Todas las verdades tienen su
importancia y se iluminan unas con otras, pero entre todas ellas lo nuclear del
Evangelio ha de brillar con claridad.
La Verdad debe ser continuamente conquistada por la Iglesia, mediante exegetas
y teólogos que con su investigación, apoyada en el diálogo con otras ciencias
humanas, la hagan crecer en la interpretación de la Palabra y en el conocimiento
de la Verdad.
Será también muy importante el tipo de lenguaje en que expresemos el mensaje.
Debe ser tal que permita expresar las verdades de siempre y su permanente
novedad; por ello se hace imprescindible una renovación que nos permita
transmitir al hombre de hoy el significado atemporal e inmutable del mensaje.

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Pese a todo esto no podemos olvidar que la fe siempre guarda algún punto de
oscuridad, aunque ello no minusvalora la firmeza de la adhesión al Evangelio.
Hay cosas que más que con razonamientos sólo se comprenden con la adhesión
del corazón desde el amor. Por ello lo que más convierte los corazones es la
cercanía, el testimonio y el amor.
La Iglesia al mirarse a sí misma puede reconocer en ella costumbres y preceptos
eclesiales que no están ligados directamente al núcleo del Evangelio, propios de
un pasado histórico y cuyo mensaje hoy no es percibido adecuadamente. No
debemos tener miedo de revisarlos. Este debería ser uno de los criterios a la hora
de reformar la Iglesia y su predicación, que esta llegue realmente a todos.
En orden a los evangelizados, la Iglesia debe acompañarlos, siendo paciente y
misericordiosa en sus tiempos y procesos de crecimiento. Muy importante es la
labor de los sacerdotes en el confesionario, el lugar de la misericordia de Dios.
Vemos así lo importante que es en la labor evangelizadora tanto el lenguaje como
tener en cuenta las circunstancias, procurando transmitir de la mejor forma
posible el Evangelio en un contexto concreto sin renunciar a la Verdad.
Al principio del documento se hablaba de la necesidad de que la Iglesia fuese una
Iglesia en salida. Esto no significa que corra sin destino a tontas y a locas. Quiere
decir una Iglesia volcada hacia fuera, hacia los demás, de puertas abiertas y
corazón amoroso, de acompañamiento y esperas, de hombro en el que apoyarse;
una Iglesia que prime lo comunitario y en la que todos seamos importantes
pudiendo participar e integrarnos. Una Iglesia en definitiva que con su testimonio
propicie el encuentro del hombre con Cristo.
La Iglesia tampoco se puede olvidar que aunque esté destinada a todos, sus hijos
predilectos y destinatarios privilegiados del Evangelio son los pobres y enfermos,
los despreciados y olvidados. Ellos son imagen de Cristo: “tuve hambre y me
disteis de comer, tuve sed y me disteis de beber”.

Capítulo 3. El anuncio del evangelio


Se ha dejado claro en el anterior capítulo que no puede existir evangelización sin
que exista anuncio explícito de Cristo, que murió en la cruz y resucitó al tercer
día trayéndonos la salvación. Y como también se ha dicho, el sujeto de esta
evangelización es todo el pueblo de Dios, la Iglesia peregrina.
Dios por puro amor gratuito y gracia, reúne a los hombres en un pueblo,
enviando al Espíritu a sus corazones y haciéndolos hijos suyos, haciéndonos
capaces de responder a su amor con nuestra vida. Ese pueblo es la Iglesia, el
pueblo de Dios.

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Y la Iglesia es enviada por Jesucristo a evangelizar, convirtiéndola en sacramento
de salvación. Una salvación que realiza Dios y la Iglesia anuncia. Una salvación
que es para todos y en comunidad.
Este pueblo de Dios no es un concepto abstracto. Se encarna de manera concreta
en todos los pueblos de la tierra, con una cultura concreta y una forma de ser
determinada.
Cuando un pueblo se adhiere al anuncio de la salvación, el Espíritu Santo ilumina
los corazones y la cultura con la fuerza transformadora del Evangelio. Por ello
aunque el cristianismo es siempre el mismo en todos los pueblos de todos los
tiempos, en cada lugar y tiempo se expresará de modo distinto al inculturarse,
permaneciendo siempre fiel al Evangelio y a la Tradición de la Iglesia.
Estos diferentes rostros que la Iglesia presenta, son por tanto don de Dios; por lo
que la Iglesia debe estar atenta para evitar el riesgo de la sacralización de su
propia cultura.
Cada miembro del pueblo de Dios, por el Bautismo, es convertido por el Espíritu
en misionero, sea cual sea su condición e ilustración de su fe. Pero esta
participación de cada miembro del pueblo de Dios, debe impulsarse con un
protagonismo renovado en la nueva evangelización.
Aunque el Espíritu es el que nos hace discípulos misioneros, por el encuentro con
Cristo, estamos llamados a crecer como evangelizadores. Para ello debemos
profundizar en nuestra formación, en nuestro amor y dejar que los demás nos
evangelicen continuamente; esto hará que nuestro testimonio brille cada vez con
más claridad.
Y cada uno de los pueblos en los que el Evangelio se ha inculturado son sujetos
colectivos de evangelización. En este sentido es importante la piedad popular, de
increíble fuerza misionera, que es la respuesta a la evangelización espontánea del
pueblo de Dios. Ella es la expresión del modo en el que el Evangelio se encarnó
en una determinada cultura y se transmite. Refleja la sed de Dios de los pobres y
sencillos, que no podemos olvidar: son los predilectos de Jesús.
Otra forma de ser misionero y que lleva a que el Evangelio se infiltre y empape a
toda la sociedad, es una que es competencia de todos y que consiste en hacer el
anuncio a las personas que cada uno trata en su vida cotidiana.
Esta evangelización consiste en un diálogo personal, respetuoso y cordial, en el
que nos encontramos con la profundidad de la persona que tenemos delante. Y
sólo cuando hayamos conectado con su interior le ofrecemos la Palabra,
recordando el anuncio fundamental de que por amor Dios se hizo hombre,
entregó su vida por nosotros y resucitó, y está vivo ofreciéndonos su salvación y
su amor. Anuncio que se hace desde una actitud de humildad.

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El Espíritu Santo también suscita carismas en la Iglesia, encaminados a la
evangelización. Él es el responsable de la diversidad, que a pesar de las
diferencias que trae entre personas y comunidades, puede convertirse en un
dinamismo evangelizador muy atrayente.
El encuentro entre razón, fe puede ser otro espacio de acogida del Evangelio,
incorporando categorías de las ciencias al anuncio del mensaje y convirtiéndose
en instrumento de evangelización. La teología, es decir la ciencia de la fe, en su
diálogo con otras ciencias y experiencias humanas tendrá un papel clave en cómo
hacer llegar el Evangelio a las diferentes culturas.
Considerando la predicación dentro de la liturgia, la homilía, esta puede ser un
espacio privilegiado de encuentro con la Palabra y el Espíritu, así como fuente de
renovación.
La homilía no puede ser objeto de entretenimiento, muy al contrario debe llenar
la celebración de fervor y sentido. Al estar en el marco de una celebración
litúrgica debe evitar parecer una clase magistral y ha de ser breve, ya que no es el
centro de la celebración. Y ha de ser hecha en un lenguaje y modo, tal como le
hablaría una madre a su hijo: con cercanía, calidez de tono, mansedumbre,
alegría…
Es un momento tan importante el de la homilía que ha de ser preparada con
tiempo prolongado con oración, reflexión e imaginación pastoral. Y algo muy
simple pero muy a tener en cuenta en la predicación es el no intentar responder a
cuestiones que nadie se hace.
El predicador debe ser una persona de gran familiaridad con la Palabra, que se
acerque a ella con corazón humilde y orante, que debe escuchar antes la Palabra
que ha de predicar para luego transmitirla. De esta manera la homilía se convierte
en la comunicación de lo que previamente se ha contemplado. Y siempre con la
confianza de que el Espíritu pone las palabras en la boca del que se deja poseer y
conducir por Él.
En cuanto al lenguaje usado ha de ser un lenguaje positivo que no se centre en lo
que no tenemos que hacer, sino en lo que podemos hacer mejor proponiéndolo. Y
sobre todo intentar huir de la queja, la crítica, el lamento, el remordimiento… que
no conducen a nada.
Retomando de nuevo el proceso de la evangelización, el primer anuncio del
kerygma una vez hecho debe conducir a un camino de formación y maduración
de la fe.
Este camino, sostenido por la educación y la catequesis, no se centra en la
enseñanza doctrinal, más bien es una enseñanza vivencial, transformadora, en el
que nuestra vida se hace nueva y se va asemejando a la de Cristo respondiendo

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de esta manera al amor gratuito que Dios nos brinda. Es un proceso integral que
abarca todas las dimensiones de la persona.
El kerygma ocupa un lugar central en la catequesis al igual que en toda la
actividad evangelizadora y en todo intento de renovación de la Iglesia, y es el
contenido del primer anuncio. El nombre de “primer anuncio” no es por ser el
primero de una lista, sino por ser el principal y el más importante: tanto nos ama
Cristo que para salvarnos entregó su vida por todos nosotros muriendo en la cruz.
Resucitó y ahora está vivo junto a nosotros para liberarnos, fortalecernos y
sostenernos.
De hecho la catequesis, como toda formación cristiana, es la profundización del
kerygma, de manera que cualquier tema dado en la catequesis es iluminado por
él.
Otra característica de la catequesis es la iniciación mistagógica. Esta consiste en
que, habiendo recibido ya los sacramentos de iniciación cristiana e integrados en
la comunidad, renovamos y profundizamos en la valoración de los sacramentos
recibidos. Es algo así como “regustarlos”.
Y en todo este proceso de crecimiento se hace necesario el acompañamiento
personal, que hace presente la mirada y la cercanía personal de Jesús en la vida
del que es catequizado. Este acompañamiento se desarrolla desde el respeto y la
compasión, pero a la vez es sanador, liberador y ha de alentar la maduración. Sin
olvidar y no caer en ello que no es una terapia, es un proceso de Dios y a Él debe
conducir.

Capítulo 5. Evangelizadores con Espíritu


Un evangelizador que se abre a la acción del Espíritu pondrá todo lo que
pueda de sí en la evangelización, encarándola desde el fervor, la
generosidad, el amor y la alegría, de manera que será una evangelización
que contagia la vida que trae el fuego del Espíritu.
Las características del evangelizador con Espíritu son fundamentalmente la
oración y el trabajo. Sin oración, sin encuentro con la Palabra, el trabajo
pierde su sentido, el cansancio y las dificultades nos abruman y el fervor
por evangelizar desaparece.
El amor que hemos recibido de Jesús, la experiencia de ser salvados por Él
que nos lleva a amarlo más, es lo primero que nos mueve a evangelizar,
pues el que ama siente la imperiosa necesidad de dar a conocer el objeto de
su amor. Y en la oración dejamos que Él vuelva a tocar nuestra existencia
empujándonos a comunicar su vida nueva. Por ello la mejor motivación

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para evangelizar es acercarse al Evangelio, contemplarlo, deleitarse,
dejando que la Palabra nos empape.
El misionero está completamente confiado que el Espíritu, en los pueblos y
hombres, aún sin ellos ser conscientes, suscita una espera de la Palabra, una
espera por conocer la Verdad.
Y su entusiasmo por anunciar la Verdad nace de la profunda convicción
que tiene de llevar un tesoro que es la respuesta con mayúsculas a todo el
sentido que el hombre busca. Y esta convicción es sostenida por su propia
experiencia de vida en un contacto íntimo y continuo con el mensaje que ha
de proclamar. Sabe bien que la vida con Jesús se vuelve mucho más plena y
que con Él podemos encontrar un sentido a todo.
El evangelizador siente pasión por Jesús, pero también ha de sentir pasión
por su pueblo, al que Jesús mira con profundo amor. El misionero es
escogido por Jesús entre el pueblo y es enviado por Él al pueblo. Es del
pueblo para el pueblo. Nunca puede perder esta identidad.
Por ello ha de integrarse plenamente en la sociedad, compartir la vida con
todos, escuchándolos, colaborando con ellos, comprometiéndonos en la
construcción de un mundo nuevo con ellos. Y para poder compartir la vida
con la gente y entregarnos generosamente a ella, hemos de descubrir que
toda persona es merecedora de nuestra entrega por ser obra de Dios.
Cristo resucitado y glorioso es de donde brota nuestra esperanza en la
misión, pues confiamos en su ayuda para llevarla a cabo. Su resurrección
no es algo del pasado, es actual, es una fuerza de vida que lo llena todo.
Aún en medio de las injusticias vemos brotar la vida que termina
floreciendo. El bien siempre tiende a nacer y a extenderse. Esa es la fuerza
de la resurrección, y el evangelizador es instrumento de ella.
Aunque a veces el evangelizador no consigue distinguir estos nuevos
destellos de vida, tiene la certeza de que nada es estéril, que Dios actúa, y
actúa siempre, incluso en medio de los aparentes fracasos. Es lo que se
llama la certeza misionera. Es saber que todos los esfuerzos que se hagan
con amor, por pequeños que sean, serán fecundos aunque ni lo parezca ni
sepamos cómo.
Y María nos acompaña siempre junto al Espíritu, como madre que Jesús
nos dejó. Ella es la Madre de la Iglesia evangelizadora sin la cual no
acabamos de comprender el sentido de la nueva evangelización.

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En María descubrimos que la humildad y la ternura no son virtudes de
débiles, sino de fuertes. Ella conserva todo en su corazón meditándolo,
sabe reconocer las huellas del Espíritu en los acontecimientos, es la mujer
orante, trabajadora y contemplativa. Es por todo ello modelo para la Iglesia
y para la evangelización.

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