Desarrollo Emocional en Los Primeros Años de Vida - Marta Giménez-Dasi PDF
Desarrollo Emocional en Los Primeros Años de Vida - Marta Giménez-Dasi PDF
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Relación de autores
Natalia Alonso-Alberca
Departamento de Métodos de Investigación y Diagnóstico en Educación. Facultad de Educación, Filosofía y
Antropología. Universidad del País Vasco.
Alberto Fernández-Angulo
Escuela de Doctorado. Facultad de Psicología. Universidad de Valencia.
Marta Fernández-Sánchez
Equipo de Orientación Educativa y Psicopedagógica Pozuelo. Consejería de Educación. Comunidad
Autónoma de Madrid.
Marta Giménez-Dasí
Departamento de Psicología Evolutiva y de la Educación. Facultad de Psicología. Universidad de Valencia.
Beatriz Lucas-Molina
Departamento de Psicología Evolutiva y de la Educación. Facultad de Psicología. Universidad de Valencia.
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Francesc Sidera Caballero
Departamento de Psicología. Facultad de Educación y Psicología. Universidad de Girona.
Harriet Tenenbaum
Departamento de Psicología. Facultad de Salud y Ciencias Sociales. Universidad de Surrey, Reino Unido.
Ana I. Vergara
Departamento de Métodos de Investigación y Diagnóstico en Educación. Facultad de Educación, Filosofía y
Antropología. Universidad del País Vasco.
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Índice
Prefacio
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4. La regulación de las emociones
1. Introducción
2. Definiciones y modelos de regulación emocional
2.1. Evolución del concepto de regulación emocional
2.2. Tipologías de regulación emocional
3. Desarrollo de la regulación emocional
3.1. De 0 a 2 años. Etapa neonatal
3.2. De 2 a 6 años. Etapa preescolar
3.3. De 6 a 12 años. Etapa escolar
3.4. Adolescencia
4. Conclusiones
Referencias bibliográficas
5. Las relaciones entre la comprensión emocional y la teoría de la mente
1. Introducción
2. La comprensión emocional precede y predice la teoría de la mente
3. La teoría de la mente precede y predice la comprensión emocional
4. La comprensión emocional y la teoría de la mente como habilidades
paralelas
5. El papel del lenguaje en la teoría de la mente y la comprensión emocional
5.1. La influencia del lenguaje en la teoría de la mente
5.2. La relación entre lenguaje y comprensión emocional
5.3. La relación entre lenguaje, teoría de la mente y comprensión emocional
6. Conclusiones
Referencias bibliográficas
6. Conocimiento emocional y lenguaje
1. Introducción
1.1. Comunicación, lenguaje y emoción
2. Verbalizando emociones
2.1. Desarrollo del vocabulario sobre emociones
2.2. Cuestiones pendientes
3. Conceptualizando emociones
3.1. El punto de vista construccionista y la CAT
3.2. La interacción entre el desarrollo emocional y lingüístico
3.3. Cuestiones pendientes
4. Lenguaje, lenguas y emociones
4.1. Cuestiones pendientes
Referencias bibliográficas
7. Conocimiento emocional, empatía y conducta prosocial
1. Introducción
2. La empatía como elemento de la cognición social
2.1. Importancia de la empatía para el funcionamiento social
2.2. Evolución filogenética de la capacidad empática: cooperación vs.
manipulación
6
2.3. Desarrollo ontogenético: modelo de Hoffman
3. ¿De qué hablamos cuando hablamos de empatía?
3.1. Los componentes de la empatía
3.2. Evidencia empírica acerca de la distinción entre empatía emocional y
empatía cognitiva
3.3. Desarrollo ontogenético de los distintos componentes
4. El conocimiento emocional que la empatía facilita ¿da siempre como
resultado un comportamiento prosocial? debate acerca de la relación entre
empatía e inteligencia maquiavélica
5. Conclusiones
Referencias bibliográficas
7
5. Una mirada a los datos: el Quijote y los vaqueros
6. Discusión: microhistoria
7. Conclusiones
Referencias bibliográficas
Créditos
8
Prefacio
Hace varios años que pensamos en editar este libro. Nuestro objetivo era recoger
en castellano el panorama actual sobre el desarrollo emocional en la primera infancia
para que colegas y alumnos pudieran acceder a esta información sin tener que pasar,
necesariamente, por las ediciones anglosajonas. Siempre que hablábamos de este
proyecto, decíamos: «tenemos que hacer el libro». Al final nos referíamos a él como
«el libro», como si no hubiera otro en el mundo. Así pasaron varios años, hasta que
en 2017 nos decidimos a organizar dos simposios para poder vernos, contarnos y
compartir parte de lo que llevamos años haciendo. Compartir entre colegas la
investigación que hacemos es una de las actividades más estimulantes que nos quedan
en el ámbito universitario. El libro ha sido la forma de conseguir que ese placer de
compartir conocimiento y reflexión no se pierda y pueda expandirse más allá de las
salas de los simposios en las que nos vimos en Santander y Oviedo en 2017.
La idea original era recoger los temas en los que cada uno trabaja, dándoles un
marco más amplio que nos permitiera salir de nuestra investigación concreta, y
ligarlos a otros trabajos y teorías para poder reflexionar sobre el estado de la cuestión.
Así, organizamos varios bloques de temas. En el primero se recogen cuestiones
teóricas y metodológicas fundamentales. El capítulo de Laura Quintanilla constituye
una revisión crítica de las posturas teóricas que a lo largo de los años han intentado
explicar qué es y cómo se produce el conocimiento emocional. El panorama teórico
es bastante complejo, y en muchas ocasiones hemos sentido que no hay una teoría
clara que explique cómo los niños 1 aprenden sobre emociones. Aunque,
evidentemente, no existe una única respuesta, el capítulo permite construir una visión
clara sobre el panorama teórico actual con sus luces y sus sombras. El capítulo de
Natalia Alonso y Ana Vergara recoge las herramientas de evaluación que se utilizan
para acceder al conocimiento emocional en los primeros años de vida y expone, con
gran claridad, los importantes problemas metodológicos a los que debemos
enfrentarnos. El problema de la evaluación es muy complejo en cualquier ámbito de
la psicología, pero cuando se trata de la infancia temprana, la cuestión se complica
mucho más. La creación de instrumentos fiables de evaluación es una tarea
fundamental que tiene muchos retos pendientes.
En el segundo bloque se exploran en detalle algunos componentes del
conocimiento emocional y las relaciones entre este y otros ámbitos estrechamente
relacionados, como la teoría de la mente, la empatía o el lenguaje. Los capítulos de
Ariadna Peña, Inmaculada Montoya, Silvia Postigo y Laura Villena se centran en
componentes específicos del conocimiento emocional. Por una parte, Ariadna Peña
explica cómo se desarrolla el conocimiento emocional más sencillo, es decir, los
componentes básicos que se refieren a la capacidad para identificar las expresiones
emocionales asociadas a las emociones básicas, la habilidad para nombrar o etiquetar
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emociones y la capacidad para entender las causas o las situaciones que provocan las
emociones básicas. Como veremos, estos inicios de la comprensión emocional ya
muestran importantes relaciones con otras variables de ajuste psicológico. Por otra
parte, Inmaculada Montoya, Silvia Postigo y Laura Villena se centran en una de las
habilidades más importantes y complejas del conocimiento emocional: la regulación
emocional. Esta capacidad, ligada a las funciones ejecutivas, tiene una especial
relevancia por el impacto directo que ejerce sobre la competencia social y emocional.
Las autoras adoptan un enfoque evolutivo y recorren los cambios que esta habilidad
experimenta con la edad. Las relaciones entre conocimiento emocional, teoría de la
mente, lenguaje y empatía son enormemente complejas. En los últimos años ha
aumentado notablemente el número de investigaciones que intentan explicar estas
relaciones, pero quedan múltiples cuestiones sin responder. Renata Sarmento explora
las relaciones o influencias entre el conocimiento emocional y la teoría de la mente,
sin olvidar el papel mediador que parece tener el lenguaje. Este capítulo plantea,
quizá, más preguntas que respuestas y destaca la dificultad de comparar estudios que
evalúan las habilidades de manera diferente. En este sentido, el enlace con los
problemas metodológicos que se tratan en el capítulo 2 es claro. Elisabet Serrat y
Francesc Sidera profundizan en las relaciones entre conocimiento emocional y
lenguaje, una relación que ha salido a la luz hace relativamente poco tiempo pero que
ha abierto toda una línea de investigación a la que le queda mucho recorrido. En este
capítulo se plantear cuestiones ligadas a la conversación y el desarrollo emocional
que también trata Renata Sarmento y que se volverán a plantear cuando se aborde la
influencia del género en el desarrollo emocional. Además, se hace un interesante
análisis sobre la influencia de las lenguas en el desarrollo emocional desde un punto
de vista cultural. Por último, en este bloque, Elena Gaviria realiza una interesante
revisión sobre la empatía, sus componentes y su relación con la inteligencia
maquiavélica, el conocimiento emocional y la conducta prosocial. Este capítulo se
adentra, además, en cuestiones filo y ontogenéticas de gran interés, ofreciendo así una
perspectiva más amplia del fenómeno de la empatía.
El tercer bloque se dedica a explorar cómo influyen algunos contextos o variables
presentes en contextos en el desarrollo emocional (el género, los contextos de riesgo
y la escuela). Harriet Tenenbaum y Ana Aznar se adentran en las diferencias de
género a la hora de expresar emociones y en cómo diferentes variables, como la edad,
la cultura o el interlocutor, afectan a esa expresión emocional siempre en función del
género. Este capítulo permite comprender cómo los roles y estereotipos de género
afectan incluso a las cuestiones más íntimas de cada persona —algo tan íntimo como
la manera en la que cada uno expresa las emociones— y cómo la cultura es un marco
clave que moldea cómo pensamos, sentimos y nos relacionamos. Alberto Fernández-
Angulo revisa cómo los contextos familiares vulnerables o desajustados influyen en
el desarrollo emocional de los niños. Una de sus principales conclusiones es la
importancia de intervenir de forma temprana para compensar estos efectos y, sobre
todo, la relevancia específica de la regulación emocional. Para cerrar este bloque, y
como enlace al siguiente, el capítulo de Mabel Encinas recoge la interacción e
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influencia de las emociones en el aula, en el rendimiento académico y en las
interacciones entre iguales y entre alumnos y profesores dentro del contexto escolar.
La observación microgenética que se expone en este capítulo ofrece claves, que
suelen pasar desapercibidas, sobre la importancia y el impacto de la gestión
emocional en el aprendizaje y en la propia actividad que se mantiene dentro del aula.
Por último, el cuarto bloque aborda aspectos educativos o de intervención,
revisando los programas de intervención para la mejora y promoción de las
competencias emocionales y sociales que existen en Educación Infantil y sus efectos
en los niños. Marta Fernández-Sánchez y Marta Giménez-Dasí ofrecen un panorama
completo y actualizado de las iniciativas de intervención validadas que en España y
en contextos anglosajones han mostrado ser eficaces. Como cierre final, se presenta
una reflexión actualizada sobre el acoso escolar, un fenómeno muy preocupante en el
ámbito educativo, que revela las consecuencias —o al menos una de las
consecuencias— que puede tener un desarrollo emocional y social desajustado.
Beatriz Lucas-Molina revisa y reflexiona sobre el acoso escolar en el período de
Educación Infantil y su relación con la competencia emocional, poniendo de
manifiesto la naturaleza contextual del fenómeno.
A pesar de que en estos capítulos se recoge el panorama investigador actual sobre
cuestiones ligadas al desarrollo emocional en los primeros años de vida y,
probablemente, investigadores, doctorandos y alumnos sean los lectores más
interesados, creemos que los profesores de todos los niveles educativos e incluso los
padres podrían también interesarse por y beneficiarse de este conocimiento. Sin duda,
los profesores de Educación Infantil necesitan saber cómo se organiza y cambia el
desarrollo emocional para poder trabajar con niños de 0 a 6 años. Este desarrollo está
en estrecha relación con las competencias sociales que se van configurando en la
etapa de Primaria y que tantas repercusiones tienen durante la Secundaria y, después,
en la vida adulta. Como muestra la investigación (véase Sánchez Puerta, Valerio y
Gutiérrez Bernal, 2016, para una revisión reciente en castellano), el impacto de las
competencias emocionales y sociales en la vida de las personas es enorme. Algunos
estudios longitudinales, que siguen poblaciones amplias durante muchos años, han
encontrado una influencia muy significativa de estas competencias en el rendimiento
académico de los niños a lo largo de toda su escolaridad, además de una importante
repercusión en las decisiones que se toman sobre la trayectoria académica durante los
años de escolarización. Como resultado de esta influencia, la evidencia señala
claramente que las competencias emocionales y sociales inciden en algunos aspectos
de la vida, como el tipo de trabajo que uno tiene, la remuneración que obtiene o la
posibilidad de sufrir momentos de inestabilidad laboral o desempleo.
Desde un punto de vista psicológico, las competencias emocionales y sociales son
claves en la adaptación del niño, es decir, en su ajuste conductual y psicológico.
Muchos estudios muestran que los niños con mayores competencias emocionales y
sociales tienen menos problemas internalizantes (i.e. depresión) y externalizantes (i.e.
agresividad y ansiedad) y se muestran más prosociales, empáticos y cooperativos con
los demás. Estos rasgos revierten, lógicamente, en una mayor aceptación social, lo
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cual incide en una mejor autoestima. Como sabemos, la autoestima es fundamental
para el bienestar psicológico. La valoración que hacemos de nosotros mismos
condiciona la percepción de autoeficacia y, por tanto, las expectativas ante los retos y
metas que nos proponemos. Otra cuestión en la que las competencias emocionales y
sociales parecen incidir son las conductas de riesgo. Los niños y adolescentes con
mayores competencias emocionales y sociales se implican menos en conductas de
riesgo y, por tanto, disfrutan de un desarrollo más sano porque protegen su salud.
Todas estas cuestiones se encuentran muy relacionadas entre sí, pero si nos
paramos a pensar en términos más generales, podríamos afirmar que las competencias
emocionales y sociales constituyen un núcleo central de la persona que incide o
repercute en muchos aspectos del desarrollo. Podemos resumir toda esta
investigación diciendo que las competencias emocionales y sociales tienen un efecto
directo en dos grandes áreas que afectan al desarrollo de las personas: la personalidad
y la salud. Esta evidencia nos permite atrevernos a afirmar, sin temor a equivocarnos,
que cualquier persona que esté en contacto con niños y adolescentes debe conocer
cómo se produce el desarrollo emocional y social, qué impacto tiene en la trayectoria
vital de las personas y cómo se pueden mejorar o, en situaciones más desfavorecidas,
compensar y promover. Este es, quizá, nuestro último objetivo con este libro:
extender el conocimiento que hoy tenemos sobre cómo afectan estas competencias al
desarrollo y promover entre todos los agentes sociales un conocimiento científico y
accesible para expandir el patente efecto positivo que el manejo de estas
competencias tiene para el desarrollo humano. Los retos a los que se enfrenta el
mundo actual son grandes y complejos, pero creemos de manera firme que intervenir
en estas competencias desde la infancia temprana contribuye al desarrollo sano, a la
menor incidencia de los problemas de salud mental, a la mejora de la calidad de vida
de las personas, al aumento de la satisfacción vital y, en definitiva, a mejorar la
sociedad y el mundo en el que vivimos. En vista de la evidencia empírica actual, el
principal objetivo de nuestro trabajo es difundir este conocimiento entre el mayor
número posible de agentes implicados en la educación de niños y jóvenes.
NOTAS
1 A lo largo de todo el libro utilizamos el término «niño» en su acepción neutra, que incluye a los niños y a
las niñas.
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PARTE PRIMERA
Teorías explicativas y aspectos
metodológicos
13
1
La relación entre emoción, cognición y conciencia en las
teorías del desarrollo emocional
LAURA QUINTANILLA
1. INTRODUCCIÓN
El objetivo de este capítulo es ofrecer una visión general de las teorías del
desarrollo emocional en la infancia. Estas teorías tratan de abordar distintos
problemas del desarrollo: si las emociones son innatas o adquiridas, qué función
tienen en el proceso de adaptación al medio, cómo se relacionan la emoción y la
cognición o cómo las emociones, en tanto que experiencias subjetivas, se organizan y
se relacionan con otras áreas del desarrollo (i. e. desarrollo motor, cognitivo, social,
adquisición de lenguaje y las habilidades comunicativas). A su vez, esas propuestas
teóricas del desarrollo emocional están franqueadas por cuestiones más generales
como la distinción entre emoción y sentimiento, el carácter de la emoción como un
experiencia subjetiva y consciente, la existencia de emociones básicas y no básicas, y
los criterios o requisitos para definirlas e identificarlas, la universalidad de las
emociones básicas, las relaciones entre la emoción y el cuerpo, los procesos
fisiológicos y cerebrales o la relación entre la emoción y la cultura. Ofrecer una
panorámica de estas teorías es parecido, a primera vista, a observar un jardín que ha
crecido bajo el cuidado de diferentes criterios estéticos, esto es, anárquicamente.
En definitiva, adentrarse en la maraña de ideas que han ido tejiendo los estudiosos
de las emociones en la infancia puede resultar confuso; sin embargo, si a uno le gusta
deleitarse, no sin cierta dosis de paciencia, siguiendo el hilo para descubrir dónde está
el nudo conceptual de las teorías, puede resultar una tarea entretenida, como quien
trata de desenredar una madeja de lana y se siente más que orgulloso por conseguir
deshacer el último nudo. No me propongo desenredar todos los nudos de la madeja.
No obstante, es muy posible que con este capítulo el lector pueda obtener
información general sobre cuáles son las teorías del desarrollo emocional, y con esto
yo me daría por satisfecha, ya que significaría que he conseguido sistematizar esta
información. Aun así, no renuncio a la posibilidad de poder transmitir, aunque sea
con indicaciones generales, cuáles son los caminos que nos han guiado para llegar a
esta diversidad de teorías sobre las emociones e intentar atisbar alguna vía para la
investigación futura. Presento las teorías abordando dos cuestiones relacionadas: la
emoción y la cognición y la emergencia de la conciencia.
14
inclusiva
15
Este esquema muy general de emoción, conocimiento y competencia emocional
nos servirá de plataforma para ofrecer un marco general sobre el que se asientan las
teorías del desarrollo emocional.
16
mentalistas, los niños comprenden las emociones como la tristeza y la alegría y las
utilizan en sus relaciones cotidianas (Dunn, 1988). Previamente a los 4 años, durante
la primera infancia, muestran un reconocimiento de las expresiones faciales, que
utilizan como una referencia sobre el significado del mundo, como lo muestran los
trabajos sobre el abismo visual de Gibson y Walk (1960). Estos resultados no apoyan,
en términos evolutivos, la primacía de la cognición frente a las emociones. Como
veremos enseguida, las teorías que abordan el desarrollo emocional proponen
diferentes maneras de entender el origen de las emociones y su relación con la
cognición.
Entre las teorías del desarrollo emocional encontramos una gran diversidad de
propuestas. Algunas de ellas se sitúan en una línea más innatista, siguiendo las tesis
evolucionistas de Darwin, y sostienen que las emociones forman parte de las
disposiciones genéticas. Desde esa perspectiva presentaremos la teoría de las
emociones diferenciales de Carroll Izard (2009), por una parte, y, por otra, los
postulados de Trevarthen (2005) sobre las emociones y su papel en la llamada inter-
subjetividad primaria o la preparación para la interacción.
Otra de las teorías del desarrollo emocional que goza de gran difusión es la teoría
propuesta por Michael Lewis (1989, 2008, 2011). Desde una perspectiva más
cognitiva de las emociones, Lewis plantea que las emociones básicas (interés, alegría,
tristeza, asco, miedo y sorpresa) se desarrollan en los primeros meses de vida, pero
requieren algunas habilidades cognitivas, y más tarde aparecen las llamadas
emociones no básicas o autoconscientes. Estas emociones se desarrollan a partir del
reconocimiento del yo y de la distinción del yo con los demás.
Por otra parte, las teorías construccionistas, propuestas por Lisa Feldman Barrert y
James Russell (2014), consideran que las emociones no están diferenciadas desde el
principio, sino que siguen una diferenciación progresiva en el desarrollo. Estas teorías
son mucho más radicales y sustentan la tesis de que la experiencia nos conduce a
percibir las emociones tal y como las conocemos, siendo este conocimiento un punto
de llegada y no de partida, como plantean las tesis innatistas.
Las teorías funcionalistas plantean un modelo interesante en el desarrollo de la
emoción. Karen Caplovitz Barrett retoma algunos de los elementos de las teorías
previas y postula la existencia de una relación bidireccional entre las emociones y
otros aspectos del desarrollo, cognitivo, motor, social, etc.
Una de las cuestiones clave de las teorías del desarrollo emocional es la discusión
sobre la primacía entre la emoción y la cognición, y su papel en el desarrollo de las
emociones llamadas básicas y no básicas. Una segunda cuestión muy relacionada con
la anterior es la relación entre la conciencia y las emociones. Tal y como lo plantea
Lewis (2008), la conciencia resultaría un requisito para la emergencia de las
emociones llamadas no-básicas, mientras que otros autores plantean una relación
previa de las emociones. Sobre estos ejes gira esta presentación de las teorías.
17
2.1. Teorías innatistas
18
movimiento del brazo en los bebés más mayores para provocar enfado; el modo de
medir objetivamente la expresión facial, en algunos casos, usando la codificación
interobservador con escalas estandarizadas como el FACS 4 y en estudios más
recientes con técnicas más avanzadas, como los potenciales evocados, eye tracking, o
la resonancia magnética (fMRI) para observar la preferencia de la mirada ante las
expresiones faciales (Hoehl, 2014). Asimismo, se han obtenido las expresiones
faciales de los bebés en situaciones interactivas de observación sin intervención por
parte del experimentador (Kochanska, Coy, Tjebkes y Husarek, 1998). Todos estos
factores pueden contribuir a la diversidad de los resultados.
Si la teoría innatista supone que los niños vienen dotados con la capacidad de
mostrar emociones diferenciales, lo más razonable es que manifiesten patrones de
expresión emocional ante los mismos eventos, que indiquen la presencia subyacente
de aquellas. Sin embargo, la evidencia obtenida no parece apoyar de manera
contundente esta primera afirmación de la teoría. Así, por ejemplo, algunos estudios
ponen de manifiesto que niños de entre 4 y 5 meses muestran expresiones de enfado y
movimientos de los brazos en contextos de frustración en una sesión de aprendizaje
(Sullivan y Lewis, 2003), mientras que otros autores (Camras et al., 1998) no
encuentran patrones de expresión parecidos en bebés de 11 meses de edad de
diferentes culturas, chinos, japoneses y americanos, en las expresiones de sonrisa y
llanto. Por otra parte, los trabajos de Soussignan y su equipo mostraron que las
expresiones faciales producidas por olores placenteros (vainilla) o repulsivos (ácido
butírico) no generaban de manera unívoca un patrón de expresiones faciales en
neonatos. Así, por ejemplo, para algunos niños el olor agradable generaba una
expresión de asco (con la nariz arrugada) y para otros una expresión de placer,
parecido a la sonrisa o bien al gesto de succión. Lo mismo ocurría con el olor
desagradable (Soussignan et al., 1997). En resumen, esta pequeña muestra de estudios
no parece apoyar la idea de la TED sobre la existencia de un programa
neurofisiológico de expresiones específicas.
Ciertamente, ¿por qué habría la naturaleza de dotarnos de una expresión facial
completamente vinculada a un estado fisiológico y a un determinado estímulo o
evento del medio? Dado que el medio social y cultural humano es tan variado, una
estrategia fija de expresiones faciales y corporales asociadas a un estado fisiológico y
a un evento o estímulo proporcionaría muy poca adaptabilidad a un medio tan
diverso. Esto es, seríamos muy torpes para adaptarnos a la diversidad cultural y social
con la que los humanos estamos destinados a entendernos. Como apunta Damasio
(2006), estamos dotados para proporcionar al sistema nervioso nuevas asociaciones,
nuevos aprendizajes, y enriquecer los sustratos biológicos con nuevos eventos,
formando representaciones que de algún modo transmiten información a los órganos
internos y al sistema motor para activar nuestro cuerpo y configurar una postura
corporal y facial. Pero estas reacciones son aprendidas, son emociones producto de la
experiencia individual.
Desde otra perspectiva innatista con un acento más funcional encontramos la
propuesta de Cowlyn Trevarthen, quien argumenta que las emociones son la causa de
19
la conciencia y a través de ellas se genera la actividad motora. Son los elementos
«activantes» de la experiencia. Las emociones se encarnan en el cuerpo modulando
su ritmo y su movimiento. Lo que más interesa a Trevarthen es cómo las emociones,
en la primera infancia, están relacionadas con la llamada intersubjetividad primaria.
Esta es una habilidad innata que se refiere a la disposición para la relación empática
con otros humanos (Trevarthen, 1979). Esta perspectiva no tiene una posición muy
definida con respecto a la evolución de las emociones, es decir, no mantiene una
secuenciación fija de las emociones básicas o no-básicas. De hecho, se plantea que
ciertas emociones llamadas no-básicas o autoconscientes, como la vergüenza o la
timidez, pueden aparecer durante el primer año de vida. En términos generales,
Trevarthen (2005) propone que «las emociones son como los evaluadores internos
que anticipan la consecución de nuestros proyectos, experiencias y relaciones en la
sociedad. Nos guían en el modo en que percibimos el mismo mundo del “sentido
común”…» (p. 62). Para Trevarthen resulta esencial comprender que el vínculo 5 (con
los demás) está basado en los procesos emocionales de los cuales surge la conciencia;
utilizando la expresión de Hobson (1993), en estos primeros vínculos sociales se halla
«la cuna del pensamiento». Como se puede apreciar, en esta propuesta la conciencia y
la cognición son propiedades emergentes de las relaciones y las emociones. No
obstante, plantea una progresión flexible en términos de edad de conductas
socioemocionales que se pueden apreciar en la tabla 1.1.
Uno de los comportamientos socioemocionales al inicio del desarrollo es la
comunicación a través de lo que Bates (1979) denominó «protoconversaciones». Este
vínculo inicial, que en términos de Bowlby (1988) es descrito como apego, es la
relación que se establece entre el adulto y el bebé como base para la exploración del
medio. Esta relación implica descubrir y crear significados con el adulto. Las
emociones refuerzan el vínculo con el adulto para crear conocimiento y aprender las
actividades cooperativas de la vida social. A medida que se desarrolla el sistema
motor, el bebé manipula, explora, alcanza objetos y busca la atención del adulto para
conectarse. Del mismo modo que las emociones son el soporte de estos vínculos
iniciales, también lo son para la exploración, los juegos rítmicos con el adulto y las
rutinas de broma o sentido del humor. Así, dada la creciente actividad y la vida social
del niño, aparecen, para Trevarthen, los primeros signos emocionales, como el
orgullo (alegría por el logro) y la pena (por el fallo). En este período (entre los 6 y los
9 meses) aparecen los primeros signos de autoconciencia, la emoción es la evaluadora
del «yo». Por ejemplo, al final del primer año de vida, cuando un bebé alcanza con
gran esfuerzo un objeto de difícil acceso, esta actividad genera la emoción por el
logro conseguido. Reddy (2005) también muestra que a estas edades pueden aparecer
emociones como el orgullo. Esta autora se distancia de las teorías que proponen
requisitos cognitivos, como la conciencia del yo, para que estas emociones aparezcan.
Como veremos más adelante, este es el planteamiento de Michael Lewis, el más
aceptado y conocido dentro de las teorías del desarrollo emocional.
TABLA 1.1
20
Fases de la evolución de las conductas socioemocionales en la primera infancia
propuestas por Trevarthen (adaptado de Trevarthen, 2005)
III. Juegos Autorreconocimiento Juegos con el adulto, mayor control del movimiento y
manipulativos del espejo manipulación de objetos. Rutinas de bromas.
persona- (4-6 meses)
persona-objeto
21
aumentan sus intentos comunicativos cuando son imitados. En esta misma línea de
razonamiento, el procedimiento ideado por Tronick y su equipo (Tronick, Als,
Adamson, Wise y Brazelton, 1978), el paradigma denominado still-face (cara
inmóvil/inexpresiva), muestra la necesidad de ser visto, notado, señalado y de estar
conectado con el otro. El procedimiento consiste en que el adulto, después de un
período de comunicación fluida cara a cara con el niño, interrumpe esta
comunicación mostrando una cara inmóvil. La reacción inmediata del niño es intentar
reenganchar la conexión perdida. Reddy propone que no solo es la necesidad de ser
visto y estar conectado, que el otro advierta tu presencia, sino también de mover y
emocionar a los demás. Los bebés, antes de un año de vida, descubren que,
ejecutando ciertas acciones, y con la adquisición de sus nuevas habilidades motrices,
hacen alguna «gracia» que provoca una reacción emocional en el adulto, de tal modo
que empiezan a lucirse, intentan ser vistos, incluso bromear, buscando emocionar y
mover al otro (Reddy, 2012).
En definitiva, las teorías innatistas de Carroll Izard y Colwyn Trevarthen nos
plantean dos modos de entender las emociones. Aunque Izard reformuló su teoría a lo
largo de los años, se reafirma en la idea de que los bebés nacen con la capacidad de
diferenciar emociones, aunque ya no las llame básicas, sino esquemas emocionales.
Su idea es que los humanos nacemos con patrones predispuestos genéticamente. Es
importante señalar que Izard no presenta una cronología de la aparición de las
emociones, aunque sí indica que la relación entre la cognición y la emoción es
dinámica, y tal como las presenta en sus siete principios de la teoría, no parece
decantarse por una primacía entre la cognición y la emoción en su versión más
reciente de la TED 7 . Por el contrario, Colwyn Trevarthen ofrece una idea muy clara
de la primacía de las emociones en relación con la cognición y la conciencia. La
intersubjetividad (relación con el otro) es un vínculo social que sin mediación de las
emociones es inviable en la posición de Trevarthen. Además, solo es posible que la
diferenciación entre el Yo y el Otro se produzca a partir de la interacción afectiva
entre el bebé y el adulto. Es evidente que, desde esta perspectiva, Trevarthen no
divide las emociones en básicas y no-básicas en una clara secuencia evolutiva. Más
bien plantea la existencia de ciertas emociones como el orgullo, la vergüenza o la
timidez como emociones que mueven al bebé para implicarse socialmente. Desde este
espacio van emergiendo los primeros indicios de la autoconciencia.
22
aprendizaje del individuo. Tal como comentábamos antes, Antonio Damasio señalaba
que las asociaciones entre las reacciones emocionales no podían estar relacionadas
con un solo estímulo, sino que las asociaciones entre reacciones y estímulos se
diversificaban utilizando las vías neurales de las relaciones primigenias. Igualmente,
Lewis (2008) indica que las reacciones emocionales cambian a lo largo del
desarrollo. Ante un estímulo que en su versión original causaba miedo, más tarde este
estímulo puede dejar de provocar esa emoción. En este proceso, Lewis concibe «que
estas conexiones cambian en la medida en que cambia el sistema de significado de un
individuo particular» (p. 307). Aquí Lewis introduce un concepto un tanto polémico,
como es el significado del estímulo, y al introducirlo está indicando que los
significados son individuales 8 . Es así como introduce el papel de lo cognitivo en el
proceso emocional, aludiendo a los significados o a las imágenes mentales que el
individuo tiene que procesar frente a los eventos o estímulos. En la teoría de Lewis no
es fácil discernir cómo se adquieren los significados, ni cómo se adquieren las
representaciones o imágenes que hacen que lloremos o nos enfademos ante un evento
u otro.
Tal como señalaran Dragui-Lorenz, Reddy y Costall (2001) en su excelente
reflexión sobre las emociones no-básicas, la teoría cognitiva de Lewis suena un poco
confusa con respecto a la relación emoción, cognición y conciencia. Por una parte,
expone que los estados emocionales son constructos que inferimos y, por tanto,
requieren cognición. Por otra, también indica que un estado emocional puede ser no
consciente porque va desde la percepción de un predador que provoca la huida y el
miedo hasta estados más elaborados que son producto de pensamientos o situaciones
normativas (como la vergüenza). La diferencia entre estos estados, según Lewis,
consiste en el grado de cognición. De acuerdo con Lewis, los principales cambios en
el desarrollo de la emoción dependen de los eventos que los producen, del
comportamiento y de las estructuras cognitivas del niño. Así pues, dado que los
estados emocionales no pueden estar conectados fijamente a los eventos, sino que
dependerán de la experiencia y de este modo individual de significar los eventos, las
emociones entonces dependerán de la cognición. Pero, dicho sea de paso, este
constructo, la cognición o los procesos cognitivos implicados en la emoción, tampoco
es definido por Lewis (Dragui-Lorenz et al., 2001).
Una de las tesis más conocidas de Lewis y que comparten muchos autores sobre el
desarrollo emocional es la siguiente: las emociones autoconscientes o autoevaluativas
requieren de cognición, más en concreto del reconocimiento del yo. Así pues, uno de
los trabajos más conocidos es el estudio en el que mostraba que los niños que eran
capaces de pasar la tarea de autorreconocimiento también fueron capaces de mostrar
expresiones de vergüenza. La secuencia del desarrollo emocional es, según Lewis,
que las primeras expresiones emocionales —las llamadas básicas— aparecen en el
primer año de vida; y durante el segundo año de vida, cuando aparece un
comportamiento autorreferencial, la diferencia entre Yo-Otro, o el reconocimiento de
sí mismo, se produce la emergencia de las emociones autoconscientes. Los estudios
realizados para mostrar la relación autoconocimiento del yo y emoción
23
autoconsciente obtuvieron una correlación positiva entre dos medidas, el auto-
reconocimiento en el espejo (como medida autorreferencial) y la expresión de
vergüenza (o timidez) (Lewis, Sullivan, Stanger y Weiss, 1989). En este estudio se
observó a 27 niños divididos en tres grupos de edad: 9-12, 15-18 y 21-24 meses. En
un primer momento, sentados frente al espejo con su madre, tenían un punto rojo en
la nariz. Si los niños tocaban su nariz, se suponía que se reconocían. La medida de la
vergüenza fue obtenida cuando el niño descubría que estaba siendo mirado por un
adulto (infracción a la intimidad) y la conducta que mostraba como indicativo de la
vergüenza consistía en esbozar una sonrisa con la mirada desviada o gestos con las
manos con movimientos nerviosos. Los resultados indicaron que los niños que
manifestaron una conducta de vergüenza habían presentado autorreconocimiento en
el espejo. De aquí los autores infieren que todas las emociones secundarias requieren
de autorreferencia, esto es, una conciencia del yo. Desde nuestro punto de vista, estas
evidencias no son suficientes para establecer una relación causal de precedencia de
autorreconocimiento y emociones autoconscientes, por dos razones. La primera es
simplemente metodológica. Se trata de un diseño en el que se encuentra una
correlación, pero con la que no se puede concluir una relación causa-efecto. Con el
mismo resultado, sería válido decir lo contrario, es decir, que el estado emocional
ante la mirada del otro podría facilitar la toma de conciencia del yo. La percepción de
la vergüenza indicaría que el bebé sabe que está siendo mirado, que el otro escudriña
su Yo, y, en consecuencia, se produce esta especie de turbación. Los resultados
obtenidos en este estudio, además, constataron que de los diez niños que mostraron
esta expresión de vergüenza, dos estaban entre los 9-12 meses, y tres, entre los 15 y
18 meses. Los otros cinco se situaban en el grupo de los mayores, entre los 18-24
meses. De acuerdo con Lewis, es a partir de los 2 años cuando los niños consolidan
su autoconsciencia. Así, las edades encontradas en este estudio no se ajustan
totalmente.
La segunda razón es que este resultado no parece coincidir con las evidencias
encontradas por Reddy (2005) que hemos comentado previamente, según las cuales
los bebés, antes de cumplir los 12 meses, y cuando aún no tendrían habilidades de
autorreconocimiento, muestran expresiones de orgullo (showing off) o hacen gracias
para provocar reacciones emocionales en los demás, por ejemplo. El orgullo también
es una emoción autoconsciente que, según Reddy, se observaría antes del
autorreconocimiento.
De acuerdo con la tesis de Lewis, los niños solo tienen experiencias emocionales
cuando perciben, interpretan y evalúan el estado emocional y la expresión. Así, para
tener una experiencia emocional, se requiere un estado representacional; sin embargo,
¿cómo puede ser posible que existan experiencias no conscientes? Esta es la crítica
que Draghi-Lorenz et al. (2001) hacen a la propuesta del modelo de Lewis. Siguiendo
esta línea de pensamiento, y como apuntábamos antes, uno de los problemas que
presenta la tesis de Lewis sobre los eventos generadores de los estados emocionales
(o estímulos) es el problema del significado de los eventos que generan emociones.
¿Cómo se producen estos significados y a qué hacen referencia? ¿Qué hace posible
24
que un extraño cause miedo y cierta ansiedad a un bebé a los 7-8 meses y más
adelante la misma situación deje de producir ese significado emocional? ¿Cuál es la
relación entre la construcción de la conciencia y el significado que se le otorga al
evento? Para Lewis, una expresión como «estoy feliz» es una experiencia consciente,
que implica capacidades autorreflexivas porque es la lectura de un estado interno.
Así, los niños antes de los 2 años no pueden experimentar la felicidad, como una
experiencia fenoménica, porque no tienen autoconsciencia, aunque puedan sentir el
estado emocional de la felicidad. La cuestión es, entonces, si los significados de los
eventos que producen estados emocionales se adquieren con la autorreflexión
consciente, ¿no hay significados emocionales antes de la conciencia del yo?
El trabajo de Vasudevi Reddy sobre las emociones autoconscientes durante la
primera infancia avanza una interesante propuesta al problema de la relación entre la
conciencia del yo y estas emociones. Sus estudios durante el primer año de vida sobre
la timidez, la vergüenza y el orgullo o showing off 9 son muestras de un indicio de un
conocimiento del yo, pero también del otro. Las expresiones de timidez o vergüenza
no son parecidas a las del adulto porque no implican las mismas evaluaciones en
términos de los estándares que se aplican a estas edades —son distintas incluso de las
de los niños de 3 años—. Estas expresiones han sido observadas en bebés desde los 2
meses, cuando el adulto saluda o mira al niño. Ante esta mirada del adulto se produce
una reacción de timidez o vergüenza. Las reacciones emocionales de esconderse de la
atención de otro, en el caso de la timidez, indican que se siente mirado por otro,
mientras que lucirse, con alguna habilidad nueva, mostrando una respuesta de
orgullo, sugiere querer ser mirado por el otro y provocar alguna reacción emocional.
Estas reacciones ¿manifiestan una conciencia del yo? Reddy indica que es un
conocimiento sobre el yo, probablemente no es una conciencia del yo tan avanzada
como muestran los niños de 3 años, pero antes de llegar a este desarrollo de
conciencia hay una serie de procesos previos.
No resulta fácil definir que es la autoconciencia, y, por tanto, cuando le agregamos
el adjetivo «emocional», se complica aún más. Sin embargo, la propuesta de Reddy
(2008) sobre cómo llegar a la conciencia implica no solo el conocimiento del yo
diferenciado del mundo y diferenciado del Otro. De manera muy sucinta, implica
tomar la perspectiva en segunda persona. Esto es, el bebé se hace consciente del yo
porque se da cuenta de que está siendo conocido por Otro. Además, es a través de los
estados afectivos compartidos entre el bebé y el adulto como se vuelve consciente de
que está siendo sentido, movido, querido por otro.
Desde una postura más acorde con las tesis de Vygotski (1982), Reddy sitúa las
emociones en el corazón de la emergencia de la conciencia del yo, y simultáneamente
a la conciencia del otro. Se distancia claramente de la posición cognitivista más
conocida de Lewis, esta que asume la primacía de la cognición y divide las
emociones entre básicas y no-básicas. Desde la perspectiva de Reddy, las
interacciones afectivas cotidianas con los otros hacen posible la conciencia del yo y
del otro. Aunque la postura de Reddy explica la emergencia de la autoconciencia, la
cuestión es: ¿esto hace posible un conocimiento de las emociones? Esto es, cómo
25
llegamos a tener un conocimiento de las emociones y cuál es este proceso que nos
indica qué emociones mostrar, cómo aprendemos a interpretar las emociones
expresadas en la cara y en el cuerpo de los demás, cómo comunicarlas de manera
consciente y para qué comunicarlas. La cuestión es, si los niños tienen emociones
llamadas autoconscientes a tan tierna edad, y estas tienen la función de sentirnos o
emocionarnos con el otro, y de proporcionarnos una conciencia del yo, ¿cómo
llegamos a ese conocimiento emocional que nos permite, por ejemplo, distinguir el
orgullo (o la alegría por uno mismo) de otras alegrías? ¿O la envidia (la pena por el
éxito del otro) de otras tristezas?
Una de las teorías más radicales que rompe con el paradigma establecido y sus
conocidas afirmaciones sobre la naturaleza innata de las emociones es la de Barrett y
Russell (2014), cuya idea esencial es, obviamente, la inexistencia innata de
emociones, y menos aún que sean discretas, puesto que para tener una experiencia
emocional se requiere de una estructura conceptual que no se posee en el nacimiento.
Basada en una amplia evidencia neurofisiológica, Lisa F. Barrett (2017a, 2017b)
muestra la falta de correlación uno a uno entre los estados emocionales y los estados
neurofisiológicos y plantea que el conocimiento de las diferentes emociones es
aprendido. Pero, además, apunta que estas son categorías (i. e. alegría, tristeza,
enfado, miedo, asco) que pertenecen a la psicología popular. Estas categorías están
instaladas en el vocabulario lego, y la psicología científica tiene que arreglárselas
para abordar su estudio y dilucidar si tienen una correspondencia uno a uno con la
neurología, con los estados corporales y las expresiones faciales. No me voy a
detener en la vasta evidencia del papel de los mecanismos cerebrales y su dinámica
con las emociones. Lo que trataré es de presentar algunas evidencias que apuntan a
que las emociones son una construcción.
A finales del siglo pasado, en 1990, James A. Russell aportaría una evidencia
intrigante para quienes pensaban que los niños de 4 años ya tienen totalmente
superado el reconocimiento facial de las llamadas emociones básicas: los niños
mostraban un mejor conocimiento emocional cuando las emociones eran evocadas
por su nombre que por su expresión facial (i. e. contento versus la sonrisa). Antes de
estos resultados, Camras y Alison (1985) señalaron que los niños eran más precisos
cuando usaban los nombres que cuando recurrían a expresiones faciales al tratar de
identificar emociones. Sherry Widen y James A. Russell han abordado el asunto del
desarrollo emocional en la infancia desde una perspectiva construccionista tratando
de estudiar y analizar este problema.
En una revisión reciente, Widen (2013) hace un resumen amplio de los estudios,
analiza pormenorizadamente la evidencia sobre el reconocimiento facial en niños y
encuentra algunas pruebas que indican que los niños responden, en general, a
expresiones faciales en términos de valencia (positiva o negativa), pero no a las
emociones discretas. Esto es, expresan que se sienten «bien» o «mal» y en menor
26
medida mencionan el nombre de la emoción («triste», «enfadado», etc.). En su lugar,
propone que gradualmente los niños van adquiriendo las diferenciaciones de las
categorías discretas. Este proceso gradual no tiene el reconocimiento facial como
punto de partida para el conocimiento emocional de estas categorías, sino que se trata
de una clave más, entre otras muchas, por las que se llegan a adquirir los conceptos
emocionales. A diferencia de lo que plantea Harris (1989), que supone la
identificación de la expresión emocional como un punto de partida para el
conocimiento emocional y para la adquisición de la teoría de la mente, la
identificación de las expresiones faciales de la emoción en las tesis de los
construccionistas solo es una parte del proceso de construcción de la experiencia
emocional. Así pues, para mostrar el proceso evolutivo, Widen analiza el patrón del
desarrollo del reconocimiento gradual de las emociones «básicas» en niños de entre 2
y 9 años, utilizando los datos de estudios que ella misma había obtenido a lo largo de
una década, aproximadamente. Constató así una especie de heterocronía en la
identificación de emociones. Los niños a los 2 años, por ejemplo, identifican mejor la
sonrisa (alegría) y en menor medida, el enfado y la tristeza, mientras que la expresión
de asco (la nariz arrugada) la reconocen mucho después.
Estos resultados parecen ir en consonancia con una línea de investigación reciente,
desarrollada por Stephanie Hoehl, quien estudia cómo los niños procesan las
expresiones faciales a lo largo del primer año de vida mediante la técnica de
potenciales evocados. En concreto, presentan a niños preverbales expresiones faciales
y evalúan cuál es la que prefieren mirar. Sucintamente, estos estudios nos muestran
un patrón de preferencia de mirada interesante. Entre los 4 y 7 meses de edad,
prefieren las caras sonrientes antes que las normales o las de enfado. A los 7 meses
los estudios indican que su preferencia es por las expresiones de miedo antes que por
las caras sonrientes. Es posible, apunta Stephanie Hoehl, que la preferencia hacia la
expresión de alegría esté en función de las interacciones con el entorno porque los
bebés a los 4 meses tienen principalmente interacciones positivas con el adulto. Sin
embargo, una vez que empiezan a desplazarse y su motricidad se desarrolla, las
expresiones de miedo por parte del adulto son más frecuentes debido a que sus
desplazamientos pueden representar algún peligro, y la cara de miedo del adulto
puede servir a la vez como signo de un mensaje de peligro (Hoehl, 2014). En
definitiva, la experiencia en la interacción con los demás es un factor que influye en
cómo procesamos las expresiones faciales. Además, es interesante resaltar que las
medidas sobre la preferencia de la mirada solo adquieren sentido cuando se les
provee de una función en el contexto social. Tal como nos mostraba Vasudevi Reddy,
las emociones solo son posibles y adquieren significado en la interacción con el otro.
Probablemente, agregaría, porque la interpretación que hace el adulto de las
reacciones corporales del bebé, a su vez, es acompañada de expresiones corporales
del adulto que serán indicios que el bebé incorporará más adelante como signos o
representaciones de estados afectivos.
Sin embargo, desde la perspectiva construccionista, probablemente uno se
preguntaría si la preferencia de la mirada de los bebés hacia unas u otras fotografías
27
con expresiones faciales indica una identificación de alegría o de miedo. No está del
todo claro qué significa la preferencia de la mirada en niños de 4 o 7 meses cuando
miran fotos de expresiones faciales. Es decir, no sabemos si el niño interpreta la
alegría o el miedo en el gesto del adulto, y si esa interpretación coincide con la
alegría y el miedo en términos del adulto. No sabemos si la expresión facial se ha
convertido en un signo, que remite a otra cosa, es decir, si es una representación de
algo, como señala Eco (1988). Así, desde una tesis construccionista, al plantear que
los conceptos solo son posibles mediante el lenguaje, todo este período prelingüístico
en la comunicación emocional adolece de un cierto vacío.
Volviendo al análisis de Sherry Widen, que presentábamos antes sobre los niños
de 2 a 9 años, con respecto al etiquetado de las emociones a partir de las expresiones
faciales, los resultados indicaron un proceso gradual en la adquisición de las etiquetas
emocionales. Una representación gráfica de este desarrollo está resumida en la figura
1.1. El resultado es que los niños tienen que realizar un gran trabajo de diferenciación
con las emociones llamadas negativas. Es destacable que los niños pequeños parecen
categorizar el enfado antes que otras emociones. Este hallazgo ha sido replicado en
una muestra de niños españoles de 2 años (Fernández-Sánchez, Giménez-Dasí y
Quintanilla, 2014).
Desde una perspectiva pragmática, esa edad constituye un período fuerte de
socialización, en el que hay que aprender nuevas reglas sociales y también ciertos
conocimientos básicos para la supervivencia en un entorno doméstico que puede
implicar ciertos riesgos. Y la reacción emocional propia del adulto, cuando el niño
desobedece la regla de evitar estos entornos, con cierta frecuencia es la de enfado.
La tesis de Widen y Russell (2010) es que esta construcción de categorías
emocionales se produce gracias a lo que ellos denominan guiones o scripts. El guion
es una especie de escenario en el que hay una secuencia prototípica de causas,
expresiones vocales y faciales, consecuencias conductuales y una etiqueta o palabra
para ese concepto. Los guiones o scripts utilizan todos los componentes que ayudan a
conceptualizar cada una de las emociones. No es la expresión facial de la emoción la
base para la conceptualización de las emociones, sino el propio script. Widen y
Russell (2002, 2004), en trabajos posteriores, han estudiado el efecto que denominan
el efecto de la inferioridad de la cara, similar a lo que encontró Russell en años
anteriores. Los estudios consisten en un procedimiento experimentalmente sencillo de
comparación entre historias y expresiones faciales de emoción. Un grupo de niños
escucha una historia en la que se narran las causas de un estado emocional y deben
inferir qué está sintiendo el protagonista de la historia (i.e. Judith oyó que algo se
movía en su armario. No sabía lo que era. Ella quería esconderse debajo de la cama).
Mientras, otro grupo de niños observa una expresión emocional de miedo y debe
decir de qué emoción se trata. Los resultados obtenidos indicaron que los niños
nombraban más la emoción de miedo en la condición de la historia que en la
condición de la presentación de la expresión facial de miedo (Russell y Widen, 2002).
28
Figura 1.1.—Representación esquemática de la progresión gradual del etiquetado emocional. Las flechas
indican el flujo de la diferenciación (adaptada del original de Widen, 2013).
29
uno u otro grupo étnico explicó el 35 por 100 de la varianza. Al contrario, la
contribución del lenguaje a la variabilidad entre los grupos, que también fue evaluada
mediante un test, no resultó significativa, a pesar de que los niños gitanos puntuaron
más bajo que los payos.
Estos resultados advierten que las prácticas culturales y el entorno
socioeconómico son determinantes en la adquisición del conocimiento emocional. El
uso del lenguaje o de la expresión facial o el script como medio para expresar o
definir lo que significa una emoción dependerá del tipo de emoción. Los niños
gitanos evaluados en este estudio procedían de una zona marginal y están más
expuestos a ciertos riesgos y peligros que los niños payos, quienes procedían de una
clase media alta. Como vemos al comparar grupos culturales diferenciados, la
experiencia emocional y el conocimiento emocional no pueden estar fuera de la
experiencia social y cultural.
En resumen, la tesis construccionista de la diferenciación gradual de las
emociones supone que: 1) los humanos no nacemos con cierto conocimiento sobre las
emociones básicas, y estas no están determinadas biológicamente; 2) las expresiones
faciales no son reconocidas por los bebés en términos de emociones discretas, ni son
el inicio del conocimiento emocional; 3) los niños pequeños de 2 a 3 años entienden
las emociones en función de la valencia emocional (positiva o negativa) y de
activación, y 4) la progresiva categorización de las emociones llamadas básicas es un
punto de llegada que se produce a través de los scripts o guiones para su comprensión
y diferenciación.
Es posible que los scripts formen representaciones sobre qué son las emociones,
cuáles son sus causas y consecuencias. Pero ¿es un mecanismo eficiente para adquirir
las emociones? ¿Cuántos scripts tendría que aprender el niño hasta conseguir
comprender todas las emociones? ¿Cómo se explicaría que una misma situación
pueda producir emociones diferentes en otras personas? Estas son las preguntas con
las que Paul Harris trata de cuestionar la tesis de los scripts.
Harris (2008) se opone rotundamente a la idea de que los scripts sean un modo de
aprender las emociones, pues para entender lo que otra persona siente el niño tendría
que aprender los scripts de otras personas. Es decir, esta estrategia de conocimiento
emocional demandaría una carga de memoria muy alta para comprender las
emociones. Harris propone entonces que la comprensión emocional consiste en un
proceso de evaluación (appraisal) de la relación entre el deseo y la meta de las
personas. Esta evaluación daría como resultado un estado emocional. Por tanto, según
Harris, hay que comprender primero los estados mentales tales como los deseos y
evaluar si se ajustan a las condiciones de satisfacción de estos deseos. Y esta es la
lógica en la que los niños pueden llegar a comprender que, si A quiere un osito y A
tiene un osito, entonces A estará feliz (de otro modo, estará triste). Los estados
mentales, como los deseos, se empiezan a comprender a partir de los 2 años. Así
30
pues, el proceso de reconocer las emociones como resultado de los estados mentales
es largo. La tesis que sostiene Harris y sus colaboradores es muy organizada,
jerárquica y, sobre todo, está centrada en el progreso de la representación como un
elemento en la comprensión emocional.
En esta teoría se asume que el conocimiento de las emociones básicas es un logro
que se adquiere en la primera infancia y plantea tres fases evolutivas. En la primera se
produce un conocimiento de la emoción de carácter externo. Este carácter externo
incluye el conocimiento de expresiones faciales de las emociones básicas, de sus
causas situacionales y de la incidencia de los deseos. En la segunda se conoce la
dimensión interna de la emoción, es decir, la naturaleza mentalista —el papel de las
creencias, intenciones y recuerdos— de las emociones. El tercer período se refiere a
la dimensión reflexiva, es decir, a las emociones morales, las emociones ambiguas y
el conocimiento de estrategias de regulación emocional. Las tres fases tienen una
relación jerárquica; por tanto, comprender los aspectos externos es un prerrequisito de
la comprensión mentalista, que, a su vez, es un requisito para comprender algunos
aspectos más complejos de regulación emocional, como el impacto que tiene
reflexionar sobre la emoción.
Así pues, desde este punto de vista, la relación entre emoción y cognición parece
clara. Los procesos de percepción y evaluación de los eventos que desencadenan las
emociones son de carácter cognitivo y están en el primer nivel de la comprensión
emocional. Respecto a la relación entre TM y emoción y el problema al que hacíamos
referencia cuando hablábamos de la relación entre cognición y emoción al inicio del
capítulo, plantea una clara posición a favor de la preeminencia de los aspectos
cognitivos y evaluativos del evento sobre la emoción.
Algunos autores han investigado la relación entre emoción y cognición desde el
paradigma de la falsa creencia (Hadwin y Perner, 1991; Bradmetz y Schneider, 1999;
De Rosnay y Harris, 2002). Estos estudios revelan un desfase en el conocimiento
mentalista respecto del conocimiento emocional. Los niños de 4 años que predicen
acertadamente la acción del protagonista de la historia de la creencia falsa, sin
embargo, no son capaces de predecir la emoción. La situación utilizada por De
Rosnay y Harris (2002) es la del recipiente engañoso: a un personaje A le gusta la
leche y odia el zumo de naranja. Otro personaje B ha cambiado el contenido del bote
de la leche y ha puesto zumo de naranja. A se acerca al bote de leche. La pregunta
crítica es: ¿cómo se siente A cuando ve el bote encima de la mesa, antes de beber del
bote? ¿Contento o triste? Si los niños entienden que A cree que en el bote hay leche
(porque no ha visto que B la cambió por zumo de naranja), la respuesta debería ser
«contento». Sin embargo, hasta los 6 años los niños no predicen la emoción correcta.
Ha habido algunas críticas importantes a la tarea de la creencia falsa como un test
adecuado para evaluar el conocimiento emocional 12 , pero no vamos a tratar este tema
en detalle, pues la cuestión que nos interesa resaltar es que este desfase es una
evidencia que parece indicar que las representaciones (estados mentales) tienen un
papel preponderante en la comprensión de las emociones.
El instrumento creado por Francisco Pons y Paul Harris (2000) que evalúa la
31
comprensión emocional, el Test de comprensión emocional (TEC por sus siglas en
inglés, Test of Emotional Comprehension), tiene su fundamento teórico en esta tesis
jerárquica de los componentes que permiten diferentes niveles de emoción y está
organizado cumpliendo estos criterios.
Sin embargo, no podemos olvidar los efectos de inferioridad de la expresión de la
cara o de superioridad de la etiqueta en los trabajos antes comentados. La
identificación emocional no se produce en el mismo período en los niños de 2 a 4
años, y los niños de 2 años que reconocen los estados mentales de deseo tienen más
aciertos en el reconocimiento de enfado que en el reconocimiento de tristeza
(Fernández-Sánchez et al., 2014). Asimismo, el desfase de la predicción emocional
basada en la creencia, que Harris explica como un patrón evolutivo general, ha sido
puesto en cuestión en varios estudios. Por ejemplo, cuando se modifica el rol pasivo
del participante como espectador (al que se le cuenta que alguien tiene una creencia
falsa) por un rol activo (el participante con el experimentador crea una creencia falsa
en otro), los niños de 3 años son capaces de predecir la emoción basada en la creencia
falsa (Arias, 2008). Estas tareas se caracterizan porque, además del papel activo que
otorgan al participante, proporcionan un entorno de la tarea mucho más pragmático.
El objetivo era gastar una broma a otro (perspectiva en segunda persona del
participante), haciendo una declaración falsa (no hay chocolatinas cuando sí las hay),
para crear un estado emocional acorde con la declaración (triste) y en contra de los
hechos. En estos estudios se puso en evidencia que los niños incluso de 3 años y
medio eran capaces de predecir un estado emocional acorde con la creencia falsa y no
con los hechos. Estas evidencias parecen indicar que el procedimiento con el que se
evalúa el conocimiento emocional puede influir en la percepción y conceptualización
que tenemos del desarrollo emocional y cognitivo en el niño. Pero, además, esta
forma de evaluar en escenarios en directo conecta, a su vez, con la sagaz idea de
Reddy sobre el papel de situarse en segunda persona (no como espectador sino como
la relación yo-otro) que pone en funcionamiento habilidades mentalistas para hacer
que el otro se mueva. Esto es, provocar en el otro que sienta algo (tristeza)
comunicando una declaración falsa para descubrirle después que es una broma y,
entonces, se ría conmigo.
No obstante, la idea de los componentes como organizadores de la comprensión
emocional ha calado hondo en el estudio del desarrollo emocional en la infancia. El
mismo equipo de Izard (Morgan, Izard y King, 2009) desarrolló una prueba, el
Emotion Matching Test, que evalúa el conocimiento de las emociones básicas para
niños de 3 a 6 años y el conocimiento emocional utilizando los tres componentes
propuestos también por Harris (identificación, etiquetado y conocimiento causal de la
situación). Izard (2011) conviene en la necesidad de los appraisals para el
conocimiento emocional y sostiene que no son incoherentes con su teoría, pues los
esquemas de emoción son los procesos en los que la cognición y la emoción
interactúan dinámicamente.
Por último, la teoría propuesta por Harris y sus colaboradores no deja muy clara su
posición con respecto a la relación emociones y conciencia, ni su relación con la vida
32
social, ni tampoco se expresa claramente sobre cómo los niños entienden las
emociones autoconscientes como la culpa, la envidia o la vergüenza. ¿Por qué la
identificación de la expresión facial sería un prerrequisito de las emociones morales si
hay emociones como la envidia, la gratitud o la humillación que no tienen una
expresión facial típica como la tiene el enfado o la alegría? En definitiva, una de las
preguntas que tendríamos que hacernos es: ¿qué es lo que se desarrolla en el
desarrollo emocional?
En este último apartado vamos a dar de nuevo un giro a las teorías del desarrollo y
trataremos de explicar los elementos que las teorías funcionalistas aportan a esta
última pregunta. Karen Caplovitz Barrett (1998) afirma con claridad que las
emociones no son entidades, ni están en el cerebro ni en la conducta; las emociones
son procesos que se desarrollan entre ese espacio que hay entre el organismo y el
ambiente que se impactan mutuamente. Puede, o no, ser un proceso que se siente.
Puede estar asociado, o no, a una conducta observable, pero siempre se relacionan
con una tendencia o un tipo de acción. Barrett describe el proceso emocional de la
siguiente manera: un individuo tiene una relación con el medio y entonces valora los
elementos del medio (que pueden ser una persona, un evento o un contexto) y los
asocia a una emoción. Estas valoraciones o apreciaciones pueden ser inmediatas,
«precableadas», y pueden tener un valor adaptativo; por tanto, es una relación
significativa o relevante para el organismo. Este proceso emocional es distinto a las
emociones. Barrett mantiene como idea central que existen familias de emociones,
como el miedo, que pueden estar relacionadas con situaciones muy dispares. Por
ejemplo, estar en el borde de un abismo o en presencia de un perro rabioso son
situaciones que implican peligro, y las emociones tratan de evitar las consecuencias
de la situación. Así pues, cada familia de emociones tiene, según Barrett, tres
funciones adaptativas: regula la conducta en una situación concreta, regula una
conducta social (interpersonal) y regula un estado interno (intrapersonal). Las
funciones de las emociones se pueden inferir de la conducta, pero no son la conducta
y tampoco estas funciones necesitan ser conscientes. Las familias de emociones son
una especie de red de semejanzas en las emociones, cuyos límites no están definidos
de manera rígida, no tienen límites precisos en tanto que cambian con el entorno y
con el desarrollo del individuo. En un contexto puede haber diferentes procesos
emocionales, se pueden solapar o pueden ser concurrentes. ¿Qué ventaja tiene hablar
de familias de emociones? Según Barrett, tiene dos propósitos. Primero, las familias
pueden hacer destacables funciones parecidas en un conjunto de respuestas, lo que
capacita para hacer predicciones acerca de qué proceso emocional podría ocurrir bajo
determinadas circunstancias. Segunda, un conjunto de respuestas puede ser indicativo
de una familia de emoción porque satisface una función en un contexto específico.
De algún modo, Karen C. Barrett deja abierta la concepción de las emociones. Se
distancia de las clasificaciones entre las emociones básicas y no básicas. Pero trata de
33
explicar cómo funciona el proceso en términos generales. Esto le conduce a definir
qué es lo que se desarrolla y lo que no se desarrolla en el desarrollo emocional. Para
Barrett (1998) el desarrollo emocional se define como «cambios en el proceso
emocional o familias de emociones que están asociadas con las experiencias y los
cambios madurativos» (p. 114). Implican cambios estructurales, cognitivos, y
cualquier cambio relativo a la edad afecta al proceso emocional. Lo que no cambia en
el desarrollo son las tres funciones que mencionamos previamente y que definen las
familias de emociones.
En cambio, los procesos de socialización y la presión de la socialización en el niño
para adquirir reglas o los estándares sociales tienen efectos tanto en el proceso
emocional como en el modo de evaluar o medir las emociones en el desarrollo. Si las
conductas observables —de las que se infiere el proceso emocional— son resultado
de las reglas sociales adoptadas y esto produce una mejora en la habilidad del niño
para controlar las respuestas emocionales (de responder de acuerdo con el estándar
social), entonces dichas conductas son menos fiables a la hora de ser medidas.
Durante el desarrollo aumenta la conciencia que se adquiere de las situaciones que
generan las emociones (i.e. no todos los miedos se generan en las mismas
situaciones), varían los repertorios con respuestas cada vez más socializadas, estos
cambios generan nuevos subtipos de miembros de familia y, por tanto, hacen que la
naturaleza de la familia de las emociones se modifique. Los cambios en la emoción
(familia) ocurren como una función del desarrollo cognitivo, social, de la
personalidad, motor, así como de las experiencias de la socialización, y, por tanto,
dichos cambios son acumulativos, graduales y cualitativos. Para Barrett las
emociones no ocurren a una edad determinada, y la edad de aparición de nuevas
familias dependerá de la experiencia individual. Todos los cambios en las emociones
influyen en el funcionamiento adaptativo del niño para su autorregulación, los
comportamientos relacionados con el logro, la moral, etc. Barrett estudia
específicamente el proceso de las familias de las emociones de la vergüenza y el
orgullo. Al igual que Reddy (2008), Barrett critica las posiciones de Lewis sobre la
necesidad de conciencia del Yo para la vergüenza y el orgullo. Una de las críticas es
el uso del reconocimiento del punto rojo en la nariz como única prueba de
autorreconocimiento. En algunos estudios se ha encontrado que los niños presentan
estas familias de emociones a los 11 meses de edad (aun cuando no hay
autorreconocimiento); por ejemplo, cuando el niño completa una tarea específica, este
logro les proporciona un sentido de habilidad o competencia personal y, por tanto, un
sentimiento de orgullo (Barrett, MacPhee y Sullivan, 1992).
Aunque no vamos a tratar aquí el desarrollo específico de la vergüenza y el
orgullo, es importante mencionar que Barrett rechaza la idea de que las emociones
básicas son un prerrequisito de las emociones llamadas emociones no-básicas o
autoconscientes, como la vergüenza y el orgullo. Barrett plantea que un funcionalista
no se pregunta a qué edad aparecen las emociones, sino en qué condiciones los
miembros de estas familias de emociones son observables. En el transcurso de un
comportamiento, en determinado contexto, se generan las funciones de las emociones
34
de un determinado miembro de esa familia. Así, por ejemplo, en el caso de la
vergüenza y el orgullo, las funciones sirven para el aprendizaje de las normas
sociales, además de evaluarse uno mismo y a los demás. Estas dos emociones están
implicadas en los contextos donde se trata de seguir una regla social, y para
conseguirlo la comunicación emocional es una cuestión clave.
Como hemos mencionado antes, el período entre los 12 meses y los siguientes dos
o tres años son períodos fuertes de socialización de aprendizaje de prácticas
culturales, de reglas y de convenciones sociales. Se aprende, por ejemplo, a ejercer
control de los esfínteres y a retrasar gratificaciones. Fracasar o lograr los objetivos y
metas de las convenciones sociales está conectado con el orgullo y la vergüenza, en
tanto que el adulto aprueba o desaprueba si se ha cumplido o no con la regla. La
relación con el adulto (madre o padre) es la que dota de significado y relevancia al
hecho de cumplir con la regla. Al proporcionar el significado de lograr una meta —de
acuerdo con las convenciones—, el niño aumenta su conciencia como agente (que
realiza una acción intencional). A la vez, cuando el Yo es visto por otros, es evaluado
también, y así se concibe el Yo como objeto (como alguien que se muestra y es visto
por los demás). Todos estos logros se producen en las interacciones interpersonales
con el adulto, pero cuando el mundo social del niño se expande, al entrar en relación
con iguales, se amplían los repertorios de comportamiento.
En definitiva, Karen C. Barrett plantea algunas cuestiones que coinciden con
algunas de las propuestas de Vasudevi Reddy con respecto al desarrollo de las
emociones. Así pues, aparentemente despoja el proceso emocional de los elementos
representacionales o lingüísticos; sin embargo, es solo apariencia porque sitúa el
desarrollo emocional en concurrencia con otras áreas del desarrollo como la
cognición, la conciencia o la motricidad. Además, vincula el desarrollo a los procesos
de regulación de la conducta en situaciones intra e interpersonales y particulares.
Desde mi punto de vista, esta visión funcionalista coincide, de algún modo, con
las tesis de Sherry Widen y James A. Russell, en cuanto que los niños pequeños no
tienen desde el principio algo parecido a categorías emocionales. Pero a diferencia de
estos, Barrett defiende que el proceso emocional no requiere ser conceptual, puede no
ser consciente. Al mismo tiempo, los componentes que plantean Harris y sus
colaboradores serían desde su perspectiva factores que estarían dentro de lo que ella
denomina proceso emocional.
En definitiva, la perspectiva funcionalista del desarrollo emocional parece una
línea de trabajo abierta, se libera de las fases del desarrollo fijas, concibiendo el
desarrollo emocional como un desarrollo de los procesos con tres funciones
esenciales. Reconoce el papel del desarrollo motor, cognitivo, social y lingüístico,
que permite definir las familias y los subtipos de las familias de emociones,
introduciendo en el desarrollo emocional las funciones reguladoras de las emociones
en el comportamiento, el papel de las reglas o los estándares sociales.
Por último, y de manera muy sucinta, mencionaré a dos autoras bastante
conocidas, Sussan Denham y Carolyn Saarni, quienes han trabajado para dar
estructura y organización a las teorías del desarrollo emocional. Estas dos autoras
35
asumen posturas cercanas al funcionalismo y al constructivismo y entienden que el
desarrollo emocional no está desligado del conocimiento social. Saarni (1999) trata
de construir una visión general de la competencia emocional. En algunos casos
coincide con ciertos postulados de las diferentes teorías, al igual que Denham. En
particular, Saarni (1999) se alinea con la tesis de Lazarus (1991), quien plantea una
teoría de las emociones relacional-motivacional-cognitiva. Para explicar el desarrollo
de la competencia emocional, Saarni (1999) plantea que ser competente
emocionalmente es posible en un contexto social, y utiliza el concepto de autoeficacia
como un factor motivacional para obtener los resultados que uno desea. Las dos
autoras no toman una postura clara con respecto al rol de la conciencia en las
emociones llamadas no-básicas. Sin embargo, Saarni parece intuir que resulta más
atractiva la idea de que las emociones autoconscientes son factores en la emergencia
de la conciencia y coadyuvan a la autorregulación.
Ambas, también, utilizan las evidencias aportadas desde diferentes líneas de
investigación, como la empatía, la teoría de la mente, las expresiones emocionales, la
comunicación, para destacar que la relación entre cognición y emoción concurre en el
desarrollo. Su aportación es ofrecer un panorama amplio del desarrollo emocional de
la competencia tanto emocional como de la social. En resumen, las dos autoras
desarrollan y estructuran el desarrollo del niño considerando la amplia evidencia de
los diferentes elementos que constituyen la competencia emocional.
Una de las cuestiones que me proponía con este capítulo, tal como avanzaba al
principio, era apuntar algunos huecos que en el desarrollo emocional se podrían ir
vislumbrando. En primer lugar, me gustaría señalar que mucho de lo que hemos
estado estudiando sobre el conocimiento emocional en bebés es muy parecido a lo
que empezaría Tomkins (1995) a mediados del siglo XX, y seguirían algunos de sus
discípulos, como Izard y Ekman, con adultos: observar si reconocen las emociones a
partir de las expresiones faciales. Esperamos una respuesta de reconocimiento, y los
estudios con las nuevas tecnologías son interesantes, pero no sabemos qué significa
para el bebé mirar más una expresión que otra.
Resulta bastante razonable la propuesta de Trevarthen sobre las emociones, cuyo
papel es servir de vínculo para ser y estar con otro, y, como apunta Reddy, las
emociones nos producen esa sensación de ser señalado, sentido y querido, además de
que se constituyen como instrumentos para emocionar y mover a los demás.
Desde mi punto de vista, una de las más encarnadas funciones mentales es la de
las emociones. Aunque los estudiosos de las emociones en el desarrollo postulan que
las expresiones faciales, corporales y vocales no obedecen necesariamente a un
estado emocional, ni a un estado neurofisiológico, lo que resulta evidente es que
terminamos utilizando como signos partes de nuestro cuerpo para expresar nuestras
emociones. Asimismo, utilizamos ciertos tonos vocales para enfatizar, mostrar, pedir,
apasionar o compadecer (Camras, 2011). ¿Cómo llegan los niños a comprender los
36
signos emocionales en el cuerpo, la cara, la entonación? ¿Cómo llegan a utilizar con
eficiencia estos signos corporales de la emoción para comunicar y obtener algún tipo
de respuesta por parte del otro? Creo que, dado que no todas las culturas comparten
los mismos signos corporales para expresar emociones parecidas, resulta bastante
atractiva la idea de que las expresiones emocionales son convenciones que
aprendemos. Descubrir este aprendizaje sería un camino interesante que explorar.
Mientras redactaba este capítulo, una amiga me recordó una viñeta de Mafalda.
Guille, el hermano pequeño de Mafalda, está solo, subido a una silla e intentando
alcanzar el bote de las galletas. Como no lo alcanza, pierde el equilibrio, cae al suelo
y se da un buen golpe, rompiendo el frasco de las galletas. A continuación, coge la
silla y se pone delante de la puerta de la entrada. Cuando ve que su madre está
llegando, rompe a llorar y señala hacia la cocina. El uso de las expresiones
emocionales para mover, para hacer que el otro actúe, es el uso de signos
emocionales para asuntos muy prácticos. Sabemos que los niños utilizan sus gestos
para pedir ser cogidos, para estar acompañados, aun cuando no tienen todavía
lenguaje. E igualmente, los niños crean señales emocionales falsas para conseguir
algunos beneficios (Sidera, Amadó y Serrat, 2013). Pero sabemos realmente muy
poco sobre cómo llegan los niños a conocer y utilizar las convenciones de los signos
emocionales para una comunicación eficiente. Algunas propuestas, como la de
Camras y Halberstadt (2017), plantean que la comunicación emocional no depende
exclusivamente de la producción y el uso de las expresiones faciales prototípicas. Es
posible que la comunicación esté además utilizando el cuerpo, y no solo esto, sino
también el contexto, el cual connota el significado, acompañando al cuerpo como
signo de la emoción. Tal como indica Lisa F. Barrett, las emociones llamadas básicas
son convenciones, y estas expresiones prototípicas no son otra cosa que un
aprendizaje. Además, las expresiones emocionales en la vida real, aunque están
reguladas por las normas sociales, son mucho más ricas y dinámicas, y a veces
pueden ser menos evidentes en su significado que las que utilizamos en signos tan
convencionalizados.
Para finalizar, pienso que el avance teórico sobre el desarrollo emocional se
beneficiaría claramente de los estudios de las emociones en niños con desarrollo
atípico en diferentes áreas como el lenguaje, déficits sensoriales y motores o
trastornos específicos del desarrollo. En concreto, sería interesante conocer el papel
que las emociones tienen en estos procesos y si la mejora en su comprensión y
regulación tendría algún beneficio en el ajuste a su entorno. Igualmente, una parte
importante de este avance teórico sobre las emociones vendrá de la mano del estudio
de los procesos de socialización en diferentes culturas, tal como Heidi Keller (2007)
ha realizado en el área de las relaciones parentales y el reconocimiento del yo.
Aunque existen algunos avances en este sentido, aún queda un largo recorrido para
comprender de manera integrada el desarrollo de las emociones con las otras áreas del
mundo mental.
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NOTAS
2 Phineas Gage sufrió un grave accidente en el que una enorme barra de hierro le atravesó la mejilla y salió
por la parte superior de la cabeza. A pesar de la severidad del accidente, Gage tuvo una extraordinaria
recuperación. Sus funciones cognitivas y el lenguaje quedaron intactos. Sin embargo, su comportamiento
cambió totalmente. Se volvió bastante rudo, descuidando las normas mínimas de convivencia hacia los demás,
y algunas de las decisiones que tomó después de su recuperación lo llevaron a perder a su familia y amistades.
El lector puede encontrar una descripción más detallada en el libro de Damasio (2006).
4 Son las siglas en inglés del sistema de codificación de la acción facial, Facial Action Coding System,
elaborado por Ekman y Friessen (1976). Actualmente existe una versión de lectura automatizada de
codificación facial (Lewinski, Uyl y Butler, 2014).
5 Este concepto en inglés, relatedness, tiene varios significados. Puede indicar algo así como parentesco,
relación con otro o afiliación, pero lo hemos traducido como el vínculo, como una propiedad de los humanos
para relacionarnos con los demás.
6 Esta reflexión se encuadra dentro de la discusión sobre la emoción y el movimiento del cuerpo como una
parte fundamental de la relación entre las emociones y las expresiones.
7 Aunque Izard (1978) planteaba la primacía de las emociones como un soporte para la cognición y la
conciencia, esta concepción ha ido derivando a posiciones distintas, más parecidas a las que plantea Lewis
sobre la necesidad de la cognición para experimentar emociones.
8 El problema con el significado individual supone un dilema importante, porque, si esto es así, cada
individuo tendría la tarea de reinventarse nuevamente la interpretación de las cosas (el significado), y supone
además que los significados están en la cabeza del individuo. Desde una perspectiva más constructivista, el
significado no está en la cabeza, sino que los significados se van construyendo en la relación con el otro. El
adulto, que es un individuo ya socializado, conoce muchos significados, y en la interacción con los niños estos
van construyendo lo que significa la realidad que comparten.
9 La emoción del showing off no tiene una traducción en español como emoción, sino que es más bien una
acción de lucimiento, una especie de exhibicionismo causado al haber conseguido algo. En el adulto es más
parecido a mostrarse orgulloso. Un ejemplo es cuando el bebé trata de abrir un bote y, no sin cierta dificultad,
lo consigue, mientras el adulto lo observa y el niño mira al adulto con expresión de satisfacción, tratando de
llamar la atención sobre su logro. Finalmente, el adulto le halaga por el logro conseguido.
10 Las tesis constructivistas y construccionistas comparten algunos principios, como que la concepción de la
42
realidad es una construcción. La diferencia entre ellas es que el constructivismo plantea una relación entre
sujeto y objeto que conoce, mientras que los construccionistas sociales hacen énfasis en la relación social que
media en el proceso de conocimiento. La interacción con el objeto de conocimiento requiere de la relación con
los otros.
11 Este es el nombre que los gitanos asignan a los que no son de su etnia.
12 Siguiendo la propia lógica de Harris, uno se siente feliz cuando el deseo se ha satisfecho, no antes. En la
historia, ver el bote de leche no es una condición que satisfaga el deseo de A. Creer que hay leche en el bote
no significa tampoco que se quiera la leche (Arias, 2008). Probablemente para resolver la tarea de la
predicción de emoción basada en la creencia falsa hay que realizar una suerte de inferencias, como que A se
acerca al bote de leche y, por tanto, es probable que quiera leche, y que se la quiera tomar. Y si cree que hay
leche, entonces se sentirá contento.
43
2
¿Cómo se evalúa la competencia emocional? Aspectos
metodológicos
NATALIA ALONSO-ALBERCA
ANA I. VERGARA
1. INTRODUCCIÓN
44
En la cima de las habilidades emocionales se halla la regulación emocional; antes
de llegar al tercer año de vida los niños ponen en marcha la habilidad para regular las
emociones, es decir, toman iniciativas dirigidas a modificar la reacción emocional, en
relación tanto con su expresión como con su intensidad o con su duración,
adecuándola de este modo para alcanzar sus objetivos personales (Gross y Thompson,
2007).
En el período comprendido entre los 3 y los 6 años, la mayoría de los niños
experimentan grandes progresos en sus habilidades emocionales, lo que les permite
entender y gestionar mejor una vida emocional que se va tornando más compleja y
variada, y así ajustarse paulatinamente a los diferentes entornos en los que se
desenvuelven. En esta etapa del desarrollo, se establece una sólida base de
conocimiento de la vida emocional, que se evidencia en la creciente capacidad para
reconocer y etiquetar emociones, para hablar sobre las causas de las emociones y para
poner en marcha acciones que sirvan para regular el estado emocional propio y el de
otras personas (Zeidner, Matthews, Roberts y MacCann, 2003). A ello contribuye el
incremento significativo de las experiencias sociales en las que el niño se ve
implicado, así como su creciente autonomía y la mayor determinación de su identidad
(Saarni, 1999). Su puesta en marcha va a depender, en cierto grado, del contexto en
que se encuentre, de la emoción concreta de la que se trate o de la intensidad
emocional con la que viva la situación.
En este sentido, como profesionales implicados en el desarrollo y el bienestar
infantil, debemos ser conscientes de la relevancia que tiene forjar una base sólida de
habilidades emocionales desde los primeros años de la vida, y de la importancia que
tendrá nuestra implicación activa dirigida a favorecer la consolidación de dichas
habilidades emocionales, tanto detectando fortalezas y limitaciones como generando
propuestas para potenciar el ajuste del niño, promoviendo estas habilidades.
No cabe duda de que para lograr estos objetivos hemos de contar con recursos que
nos ayuden a constatar el avance en la adquisición de las habilidades emocionales. En
este sentido, en múltiples ocasiones será necesario determinar el nivel de desempeño
del niño en ellas y detectar las posibles dificultades que surjan en su adquisición, todo
ello dirigido a poder realizar una evaluación del proceso que permita identificar los
aspectos concretos a los que prestar especial atención o sobre los que sea conveniente
intervenir. Para ello es imprescindible contar con herramientas y estrategias de
evaluación válidas y fiables que permitan realizar el diagnóstico de la situación y su
seguimiento.
Así, en este capítulo se justifica la importancia de evaluar la competencia
emocional, y se aportan una serie de criterios que han de guiar esta práctica, así como
pautas y recomendaciones para una aplicación rigurosa que garantice la fiabilidad de
los resultados. A continuación se ofrece una revisión de las herramientas de
evaluación disponibles que pueden ser de utilidad para profundizar en la competencia
emocional en la primera infancia, y se plantean una serie de retos a alcanzar en el
ámbito de la evaluación. Con ello se pretende prestar orientación a los profesionales
que, tanto en el ámbito de la investigación como en el ámbito aplicado, tengan como
45
objetivo evaluar las habilidades emocionales de los niños en los primeros años de la
infancia.
46
interacciones sociales poco ajustadas y carentes de sensibilidad, respuestas poco
adaptativas que pueden conducir a asentar problemas emocionales y dificultades de
relación social.
Como se ha comentado previamente, un elemento clave para avanzar en este
ámbito es la evaluación rigurosa de las habilidades para expresar, percibir,
comprender y regular las emociones, lo cual ha sido abordado por diversos autores
que nos aportan propuestas dirigidas a este fin (Denham, Ferrier, Howarth, Herndon y
Bassett, 2016; MacCann, Lipnevich y Roberts, 2012; Wigelsworth, Humphrey,
Kalambouka y Lendrum, 2010).
Sin embargo, aunque se han diseñado numerosos programas de intervención
basados en la evidencia científica relativa a aspectos evolutivos y educativos, algunos
de estos programas adolecen de estudios científicos que avalen su efectividad, por lo
que es necesario llevar a cabo procesos de evaluación que permitan extraer
conclusiones válidas acerca de los beneficios de dichos programas y que permitan su
implementación, con garantías, en otros colectivos, culturas, etc. (Humphrey, 2013;
Osher et al., 2016).
En definitiva, corresponde a los profesionales de la educación y de la psicología la
evaluación rigurosa de estas habilidades y de los aspectos relacionados con ellas, con
el propósito de identificar las necesidades de los niños y de los grupos y proporcionar
a educadores, gestores e instituciones educativas las claves necesarias para planificar
sus propuestas dirigidas a la promoción del desarrollo emocional en la infancia.
47
que pone en marcha sus habilidades emocionales (Denham, Bassett y Zinsser, 2012;
Schultz et al., 2010; Trentacosta y Fine, 2010), cuestiones que se abordarán en el
siguiente epígrafe de este capítulo.
En definitiva, y dada la escasez de herramientas en nuestro contexto, es un
objetivo prioritario disponer de medidas con adecuada fiabilidad y validez específicas
para la infancia (Wigelsworth et al., 2010; Zeidner et al., 2003). Alcanzar este reto
requiere que las medidas sean adecuadas para la población y la cultura a la que se
dirigen (Friedlmeier, Corapci y Cole, 2011), para lo cual es imprescindible
implementar procedimientos de diseño y de adaptación rigurosos que garanticen las
adecuadas propiedades psicométricas de esas medidas.
Pero además de contar con herramientas válidas, fiables y adaptadas al contexto
lingüístico y cultural en el que van a utilizarse, es necesario también tener en cuenta
otros aspectos que van a influir en los resultados que obtengamos.
A este respecto, hemos de tener en cuenta que en el desarrollo de la vida
emocional del niño en general, y de sus habilidades emocionales en particular,
intervienen diversos factores internos, como los neurológicos, los genéticos o los
temperamentales, y otros externos, como son el contexto familiar, el social y el
cultural en los que crece y se desarrolla (Alegre, 2011; Del Barrio, 2002; Harden et
al., 2017; Schultz, Izard y Abe, 2005). Así, aunque existen períodos clave en la
infancia para el desarrollo de las habilidades emocionales, estas no siempre se
alcanzan por todos los niños en la edad referida, y las variables en el temperamento,
en la salud, en la estimulación temprana, en la atención de los padres o en el vínculo
afectivo, entre otras, determinan estas diferencias (Izard et al., 2011; Morris, Silk,
Steinberg, Myers y Robinson, 2007).
Sabemos también que el desarrollo de las habilidades emocionales está
relacionado con la edad y con la habilidad verbal del niño (Izard, Stark, Trentacosta y
Schultz, 2008; Trentacosta y Fine, 2010). La progresiva exposición del niño a
experiencias emocionales favorece el desarrollo del conocimiento emocional. Del
mismo modo, la creciente habilidad verbal le permitirá incorporar más lenguaje
emocional e interaccionar utilizando dicho lenguaje, lo cual constituirá la base para
configurar su comprensión emocional y progresar en su conocimiento sobre la
regulación emocional (Izard et al., 2008; Zeidner et al., 2003). En cuanto al género,
las investigaciones ofrecen resultados menos esclarecedores sobre su relación con las
habilidades emocionales. En general, la investigación muestra que las niñas obtienen
puntuaciones más elevadas que los niños, aunque algunos estudios no hallan
diferencias (Bennett, Bendersky y Lewis, 2005; McClure, 2000), aunque otros
trabajos apuntan a una interacción entre el género y la edad, no existiendo diferencia
en el conocimiento emocional de los niños en los primeros años (Alonso-Alberca,
2014).
A modo de conclusión, para una adecuada evaluación de las habilidades
emocionales, los profesionales deben disponer de herramientas válidas y fiables,
adecuadamente adaptadas al contexto cultural en el que vayan a aplicarse. Asimismo,
se debe contemplar la inclusión en la evaluación de variables relevantes que deben
48
ser recogidas y ser objeto de control, tales como la edad, el género y la habilidad
verbal, entre otras.
49
registrarse para posteriormente incluirla en el análisis. En este sentido, es conveniente
que el profesional que vaya a aplicar las medidas realice previamente un
entrenamiento supervisado que garantice la aplicación estable de estas, y la
corrección e interpretación libres de sesgos.
Cabe recordar que la adquisición de las habilidades emocionales en la infancia es
progresiva y mantiene una estructura jerárquica, es decir, el desarrollo de las
habilidades más complejas, como la regulación, se sustenta en el avance de las más
básicas (Zeidner et al., 2003). Así, es necesario que el profesional analice y detecte si
los resultados obtenidos en ciertas habilidades emocionales pueden indicar la
necesidad de estudiar posibles déficits en las habilidades más básicas.
En tercer lugar, y estrechamente ligado al criterio anterior, es necesario que las
tareas sean apropiadas para la edad y para las características de la población objeto
de evaluación. Así, las tareas planteadas deben tener en cuenta los aspectos
evolutivos que caracterizan la etapa y las diferencias individuales que puedan darse:
debe atenderse al desarrollo lingüístico (tanto comprensivo como receptivo), a los
niveles de atención esperables, a la posible existencia de dificultades para establecer
una relación con el evaluador, a la lengua materna del niño, etc. La variabilidad de
estas características es tan grande a estas edades que debemos ser muy cuidadosos y
rigurosos a la hora de escoger el instrumento y la metodología con la que se aplicará.
En cuarto lugar, y con el fin de minimizar los problemas a los que hemos aludido,
y que son inherentes a esta etapa evolutiva, se recomienda utilizar diversos métodos
para evaluar las habilidades emocionales (técnicas multimétodo). Esta estrategia
metodológica tiene como objetivo la evaluación del mismo constructo (en el caso que
nos ocupa, las habilidades emocionales) utilizando diferentes estrategias, como son
los cuestionarios, la observación, las entrevistas con distintos niveles de
estructuración, la utilización de estímulos escritos, fotografías, vídeos, etc. Es
importante tener en cuenta que cada estrategia o método empleado debe aportar un
valor extra a la evaluación, es decir, que no se trata de incorporar cuantas estrategias
y herramientas conozcamos tan solo por compilar más información, sino que el
objetivo debe ser que entre todos los métodos utilizados podamos obtener una
información más precisa acerca de las habilidades emocionales del niño.
En quinto lugar, puede ser conveniente recoger la información a partir de
informantes diversos (método multiinformante). Esto permitirá configurar un perfil
más ajustado de la competencia emocional del niño en diferentes contextos (la
escuela y el hogar, por ejemplo) y en contextos de interacción diversos. Debemos ser
conscientes de que la información recogida a partir de diferentes informantes no solo
puede diferir, sino que existe evidencia empírica de que suele ser así (De los Reyes,
2011). Los profesionales que habitualmente trabajan con niños de estas edades son
conscientes de que el comportamiento y la actitud pueden ser muy diferentes
dependiendo del contexto (familia, escuela, contexto formal, contexto informal).
Asimismo, ante una misma conducta, la percepción de diversos informantes puede
diferir (Sarmento, Lucas-Molina, Quintanilla y Giménez-Dasí, 2017).
Este criterio puede hacer más compleja la interpretación de la información pero,
50
en las primeras etapas de la infancia en las que aún no están desarrolladas la
comprensión y la expresión verbales, la evaluación debe realizarse con la información
que nos proporcionan las personas que habitualmente se relacionan con el niño o
niña, situación en la que está especialmente indicado utilizar el método
multiinformante.
En sexto lugar, es recomendable la participación de varios evaluadores a la hora
de recoger y codificar los datos, fundamentalmente cuando se utilizan métodos como
la observación conductual o respuestas abiertas, y proceder un acuerdo interjueces
que garantice la correcta codificación de las respuestas obtenidas, estrategia que se
complementará con el cálculo de los estadísticos adecuados (i.e. kappa de Cohen).
Como último criterio, diversos autores (Denham, Wyatt, Bassett, Echeverria y
Knox, 2009; Trentacosta y Fine, 2010) han alertado acerca de la necesidad de llevar a
cabo diseños longitudinales que permitan estudiar el proceso de adquisición de las
habilidades emocionales a lo largo de esta etapa evolutiva. Este tipo de estudios
permitirán analizar la capacidad predictiva de estas habilidades en variables con las
que han demostrado tener relación, como son las habilidades sociales, el ajuste
escolar, el rendimiento académico, los problemas internalizantes y externalizantes o
la conducta disruptiva, entre otros.
En epígrafes anteriores se ha señalado que uno de los problemas que debe afrontar
el profesional que trabaja en el ámbito de las competencias emocionales con
población de la etapa infantil es la escasez de herramientas de medida, problema aún
más patente si se pretende utilizar instrumentos de medida adaptados a nuestro
contexto cultural.
En este apartado se ofrece una revisión de las herramientas que con mayor
frecuencia se están utilizando en este ámbito desde los primeros meses hasta los 6
años, la mayoría de las cuales están adaptadas y validadas al español o en proceso de
adaptación. En la tabla 2.1 se ofrece una breve descripción de estas pruebas, así como
los principales datos psicométricos que avalan su utilidad en el ámbito que nos ocupa.
Affective Knowledge Test – AKT (Denham, 1986). Esta prueba evalúa la
percepción y la comprensión de las emociones básicas (alegría, tristeza, enfado y
miedo) y puede aplicarse desde los 30 meses hasta los 5 años. Consta de cuatro tareas
en las que se utilizan láminas con expresiones emocionales y representaciones con
marionetas. Se solicita al niño que reconozca emociones y les ponga un nombre
(«¿Cómo se siente este niño?») y que asocie expresiones a etiquetas verbales
(«Señala la cara del que está…»). También evalúa la comprensión emocional,
preguntándole sobre las causas de las emociones en una serie de situaciones
planteadas. Por último, se plantean situaciones en las que el protagonista siente una
emoción congruente con la situación y otras que son incongruentes o ambiguas, para
evaluar el grado de reconocimiento y comprensión de la emoción ajena cuando es
51
diferente a la propia. Para ello, antes de aplicar la prueba con el niño, se interroga a
los padres sobre las emociones habituales de su hijo ante situaciones como las que se
presentan. La aplicación del AKT requiere en torno a 20 minutos. Es necesario contar
con dos evaluadores para poder representar las situaciones y recoger las respuestas
del niño, y/o el uso de videocámara.
Aunque no se ha publicado un estudio sobre la adaptación de la herramienta en
nuestra cultura, esta medida ha sido ampliamente utilizada en la investigación en la
etapa infantil. En investigaciones con muestra infantil española la consistencia interna
ha sido adecuada (i.e. Giménez-Dasí et al., 2015).
Children’s Behavior Questionnaire abreviado (CBQ. SV) y muy abreviado
(CBQ. VSV) (Putnam y Rothbart, 2006); adaptación española (De la Osa, Granero,
Penelo, Doménech y Ezpeleta, 2014). Se trata de dos versiones de la misma escala
que evalúan el temperamento de niños entre 3 y 8 años. Es cumplimentada por los
padres/madres basándose en el comportamiento de su hijo en las situaciones diarias.
Deben responder en qué medida la afirmación que se les presenta es verdadera o
falsa. La versión abreviada consta de 94 ítems y requiere unos 15 minutos. La forma
muy abreviada tiene 36 ítems y requiere aproximadamente 5 minutos.
Los resultados se engloban en torno a tres factores del temperamento:
extraversión, afectividad negativa y control de esfuerzos. La herramienta permite
profundizar en la expresión emocional y la regulación emocional, dado que el
temperamento refleja diferencias individuales en la reactividad emocional y
autorregulación, es decir, afecta a la manera en la que el niño tiende a responder a los
estímulos respecto a la intensidad, frecuencia y duración de la respuesta.
Las versiones en español tienen una fiabilidad aceptable, con índices de
consistencia interna superiores a 0,79 para las tres dimensiones del CBQ. SF, y
superiores a 0,65 para el CBQ. VSF. Se recomienda usar la versión abreviada, y
emplear la muy abreviada en casos de tiempo limitado o para evitar un efecto de
saturación que impida mantener la atención y la motivación por la tarea.
Emotion Matching Task (EMT) (Izard Haskins, Schultz, Trentacosta, y King,
2003; EMT adaptación española (Alonso-Alberca, Vergara, Fernández-Berrocal,
Johnson e Izard, 2012). El EMT evalúa el conocimiento emocional de las emociones
básicas (alegría, tristeza, enfado, miedo y sorpresa) en niños entre 3 y 6 años. Consta
de cuatro dimensiones: 1) asociación de expresiones emocionales; 2) causalidad de
las emociones; 3) etiquetado de emociones, y 4) reconocimiento de emociones.
Mediante fotografías de niños y niñas con diferentes expresiones emocionales se pide
al niño que asocie expresiones emocionales, que establezca la correspondencia entre
expresiones emocionales y una situación planteada, que ponga nombre a las
expresiones emocionales y, por último, que señale la expresión de las emociones
indicadas. El evaluador debe evitar aportar pistas emocionales, verbales o no
verbales, para evitar sesgos. La aplicación y la corrección son sencillas, y la demanda
verbal de las tareas propuestas es baja, lo que minimiza el sesgo debido a la habilidad
verbal del niño.
La versión española del EMT mostró unas adecuadas consistencia interna (Ω de
52
0,81, 0,74, 0,98 y 0,91 para las cuatro subescalas, respectivamente) y validez.
Cabe señalar que el EMT ha sido adaptado al catalán y al euskera, así como a
culturas como la italiana o la brasileña. Las investigaciones realizadas hasta la fecha
empleando el EMT muestran que las puntuaciones en la prueba se relacionan con el
ajuste del niño (regulación emocional, control de esfuerzos, problemas conductuales
y emocionales…) y han probado ser sensibles en la detección de cambios en el
conocimiento emocional tras intervenciones dirigidas a la mejora de este (DiMaggio,
Zappulla, Pace e Izard, 2016; Izard et al., 2008).
Emotion Regulation Checklist (ERC) (Shields y Cicchetti, 1997). Esta escala
evalúa la regulación emocional del niño informada por el profesor o por
padres/madres. Consta de 24 ítems en torno a dos subescalas: a) labilidad emocional,
referida a la falta de flexibilidad y al afecto negativo, y b) regulación emocional. Las
puntuaciones en la escala de regulación emocional se relacionan con el ajuste social y
escolar, mientras que las de labilidad emocional se asocian a indicadores de
desadaptación. La aplicación de la escala requiere aproximadamente 5 minutos.
La versión original del ERC tiene una buena consistencia interna, con un α de 0,89
para la escala total, y de 0,96 y de 0,83 para labilidad emocional y regulación
emocional, respectivamente. Aunque no se ha publicado una versión adaptada de la
prueba en español, existe abundante evidencia transcultural de su validez, y diversos
estudios sobre regulación emocional en niños pequeños en nuestro país confirman
estos resultados.
Batería de evaluación de temperamento (LabTAB) (Goldsmith y Rothbart, 1996).
Esta batería evalúa el temperamento, desde los 6 meses hasta los 5 años, en un
entorno de laboratorio. Existen diferentes versiones del Lab-TAB, en función de la
edad del niño, que consisten en una serie de tareas o situaciones, de entre 3 y 5
minutos, preparadas para provocar emociones específicas (miedo, frustración,
interés…). En ellas se estudia la expresión emocional del niño (vocalizaciones y
verbalizaciones, intensidad, expresión facial…) y su regulación emocional, dado que
se analizan las estrategias que emplea, el tipo de estrategia de que se trata o la
frecuencia e intervalos en que se dan.
Hasta la fecha no se ha publicado una versión adaptada de la batería en español.
Percepción, valoración y expresión de emociones (PERVALEX-1.0) (Mestre,
Guil, Martínez-Cabañas, Larrán y González, 2011). Está diseñado para evaluar la
percepción, expresión y valoración de emociones básicas en niños de entre 3 y 6
años. Consta de 16 ítems que se presentan mediante el uso de ordenador. Hay tres
tipos de presentaciones: la primera de ellas muestra a los niños diferentes expresiones
emocionales y han de indicar cuál de ellas corresponde con la emoción básica
indicada. La segunda tarea evalúa la habilidad para discriminar entre dos expresiones
emocionales y discernir cuál de las dos se ajusta a la cuestión planteada. La tercera
tarea presenta una música, y se le pide que diga la emoción que suscita. El tiempo de
administración oscila entre 5-10 minutos. La prueba muestra una buena consistencia
interna (α = 0,93, 0,90 y 0,76 para las tres tareas respectivamente).
Procedimiento de las marionetas (Cole, Dennis, Smith‐Simon y Cohen, 2009;
53
versión española (Alonso-Alberca, 2014). Evalúa la regulación emocional a través del
reconocimiento de estrategias eficaces y de la generación de estrategias de
regulación. Para ello se representan dos situaciones de contenido emocional, una de
tristeza (debido a la pérdida de una mascota) y una de enfado (dos personajes quieren
el mismo juguete). Tras ello se le pregunta al niño cómo pueden los personajes dejar
de estar tan tristes o tan enfadados, situación ante la que el niño aporta sus
sugerencias. Posteriormente se categorizan según el número de estrategias, la
tipología de estas (cognitiva, conductual, búsqueda de ayuda), su foco (dirigida a
resolver el problema o a otro aspecto) y su efectividad teórica como reguladora. En la
segunda parte, los propios personajes proponen estrategias, y el niño debe elegir las
que considera efectivas.
La fiabilidad de la versión en español fue alta para el reconocimiento de
estrategias (Ω = 0,96) y para la generación de estrategias, calculada mediante acuerdo
interjueces (κ = 0,7 – 0,94). La aplicación requiere un evaluador en la representación
con marionetas y otro que dialogue con el niño y recoja las respuestas. Se recomienda
que sea grabado en vídeo. El tiempo de aplicación oscila entre 10-15 minutos.
Test of Emotion Comprehension (TEC) (Pons, Harris y De Rosnay, 2004)
Esta herramienta evalúa la comprensión emocional para niños entre 3 y 11 años.
Consta de 37 ítems agrupados en nueve dimensiones que se organizan de manera
jerárquica: reconocimiento de emociones básicas, comprensión de las causas de las
emociones, comprensión de la influencia de las emociones en deseos, creencias y
recuerdos, distinción entre emociones fingidas y reales, ambivalencia emocional,
comprensión de las emociones morales y regulación emocional. Se le presenta al niño
una lámina mientras el evaluador lee una historia; luego le hace preguntas sobre el
personaje (en función de la tarea concreta, por ejemplo, «¿cómo se siente este
niño?»). Las historias van aumentando progresivamente su complejidad, empezando
por componentes sencillos como la identificación de la emoción en la expresión facial
y finalizando por aspectos complejos como la comprensión de emociones morales.
La simplicidad del lenguaje que utiliza reduce el efecto de la capacidad verbal del
niño en los resultados. El evaluador debe evitar aportar pistas emocionales verbales o
no verbales para eliminar posibles sesgos.
Sobre la fiabilidad de la prueba, algunos estudios muestran alta correlación test-
retest.
A pesar de que hasta la fecha no se ha publicado una versión adaptada del TEC en
población española, la prueba ha sido ampliamente utilizada y replicada.
Test de inteligencia emocional de la Fundación Botín para la Infancia
(TIEFBI) (Fernández-Berrocal et al., 2015). El TIEFBI está dirigido a la evaluación
de la inteligencia emocional en niños desde 2 años y 6 meses hasta los 12 años.
Mediante viñetas, fotografías y hojas de registro, la prueba evalúa las habilidades de
percepción de emociones, comprensión emocional y regulación emocional. Su
aplicación puede ser individual o colectiva. El TIEFBI cuenta con un manual con
información acerca de la descripción de la prueba, su estructura e instrucciones para
su empleo.
54
Hasta la fecha no existen datos sobre sus propiedades psicométricas.
TABLA 2.1
Instrumentos de medida empleados en la evaluación de las habilidades emocionales
en población infantil
55
de la evaluación de su impacto, ya que es la única forma de avanzar en el
conocimiento de este ámbito en el que la investigación está aún en los primeros pasos
de su desarrollo. Y esto se debe, en gran medida, a la complejidad que tiene la
recogida de datos con niños de tan corta edad. A pesar de ello, y como se ha
evidenciado en las páginas precedentes, en los últimos años se están haciendo
importantes esfuerzos en nuestro país para poder contar con herramientas válidas y
fiables en esta franja de edad.
A modo de conclusión, ha quedado evidenciada la necesidad de que la
intervención y evaluación de las competencias emocionales sea abordada desde
equipos multidisciplinares en los que se combinen los conocimientos del ámbito
educativo, de los currículums escolares en los que deben incluirse las intervenciones,
de la psicología evolutiva, de la metodología de investigación y de la psicometría,
entre otros. Así, consideramos necesario sensibilizar a los responsables del ámbito
educativo sobre la necesidad de configurar equipos multidisciplinares en los que
educadores, padres y madres, psicólogos y pedagogos aporten sus conocimientos
especializados en cada área.
Asimismo, se ha puesto de manifiesto que la evaluación de las habilidades
emocionales debe contemplar otras variables concomitantes que tienen un alto valor
predictivo en estos estudios, como son la edad, el sexo, la competencia verbal,
dimensiones del contexto familiar, etc., así como variables criterio tales como las
habilidades sociales, los problemas conductuales, los problemas internalizantes o
externalizantes, la adaptación al entorno escolar o el rendimiento académico.
Centrándonos en las herramientas de medida, es clave seguir avanzando en la
adaptación y/o creación de instrumentos que permitan una evaluación válida y fiable
de las habilidades emocionales en esta edad. Para ello es necesario que los psicólogos
elaboren y/o adapten herramientas y que, a la hora de publicar estos instrumentos,
incluyan un manual de evaluación en el que se expongan con detalle y claridad los
elementos descriptivos básicos, los objetivos que se pretende abordar, las habilidades
objeto de medición y las edades para las que dicho instrumento es adecuado.
Asimismo, es necesario que en dichos manuales se aporten evidencias de los distintos
tipos de validez (constructo, convergente, discriminante, etc.), así como los índices de
fiabilidad y otras propiedades psicométricas, como la estructura factorial del
instrumento. Por último, consideramos de suma importancia que en dichos manuales
se incluyan las especificaciones y orientaciones necesarias para que los profesionales
que vayan a utilizar la herramienta puedan aplicar la medida con seguridad y
garantías respecto a su aplicación y corrección. Asimismo, es necesario incluir los
posibles problemas o incidencias que el evaluador deberá afrontar teniendo en cuenta
la población objeto de estudio. En este sentido, no debería descartarse la posibilidad
de publicar protocolos de entrenamiento para la aplicación de las medidas.
Una vez realizada la evaluación, será necesario contar con expertos en el
tratamiento y análisis de los datos, aunque también los manuales aludidos podrían
incluir algunas pautas básicas para la realización de análisis estadísticos básicos que
guíen en la interpretación de los resultados obtenidos y que permitan la extracción de
56
conclusiones.
En definitiva, es necesario avanzar en la adaptación y/o elaboración de
herramientas, tarea en la que un reto a afrontar es la elaboración de una herramienta
única en la que se integre la medición de todas las competencias emocionales.
Es imperativo para el bienestar a largo plazo de los niños y el éxito académico
tener herramientas de evaluación que ayuden a identificar las fortalezas y debilidades
en las habilidades emocionales (Denham, 2006), que permitan evaluar la efectividad
de las intervenciones e iniciativas para promover la competencia emocional.
En conclusión, pensamos que las habilidades emocionales desempeñan un papel
clave en el ajuste desde los primeros años, ya que tienen implicaciones tanto a corto
como a largo plazo, promueven la adaptación y previenen la aparición de problemas
sociales y emocionales. Las habilidades emocionales se pueden enseñar para proteger
a los niños y las niñas de problemas y dificultades y para mejorar su vida. Estas
habilidades deben nutrirse de manera continua o, de lo contrario, pueden perderse.
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60
PARTE SEGUNDA
El desarrollo emocional en detalle
61
3
La comprensión de los componentes básicos del
conocimiento emocional: identificación, expresión y
causalidad
ARIADNA PEÑA MEDINA
1. INTRODUCCIÓN
2. IDENTIFICACIÓN DE EMOCIONES
62
madres mostrando alegría. En cambio, cuando sus madres manifestaban enfado, los
bebés mostraron enfado, pero no interés, y raramente expresaron tristeza, ni siquiera
cuando esta era la emoción que expresaban sus madres.
Para saber si los bebés detectan el cambio de la expresión emocional, algunos
experimentos realizados con bebés menores de 10 meses han utilizado el
procedimiento de habituación como un artefacto experimental. Durante el proceso de
habituación, una expresión emocional es mostrada a los niños hasta que pierden el
interés. Seguidamente esta expresión facial se sustituye por una diferente. En
consecuencia, los neonatos miran más tiempo la nueva expresión facial indicando que
han detectado el cambio. Widen y Russell (2008) afirman que la interpretación más
adecuada de esas observaciones es que los bebés discriminan entre rasgos o patrones
de rasgos, pero que esto no implica la demostración del reconocimiento de emociones
discretas como la alegría o el enfado. Sostienen, no obstante, que es posible que los
niños comiencen a detectar diferentes rasgos básicos, como la forma del ceño, la
apertura de los ojos y la curvatura de la boca, y posteriormente distingan expresiones
faciales a partir de la combinación de estos rasgos llegando a formar una categoría,
como la sonrisa. Sin embargo, esto tampoco implicaría que los niños comprendiesen
el significado del patrón identificado.
En un estudio realizado por Kahana-Kalman y Walker-Andrews (2001) se pone de
manifiesto no solo la capacidad de los bebés para identificar rasgos faciales de
expresiones emocionales que dependen del input visual sino que, además, reconocen
las emociones a través de la voz de la madre. Esto es, establecen una correspondencia
entre ambas modalidades perceptivas. En este estudio mostraron a bebés de 3,5 meses
de edad dos vídeos en dos pantallas adyacentes de manera simultánea, representando
dos expresiones faciales diferentes, en una la alegría y en la otra la tristeza. Uno de
los dos vídeos incluía la voz correspondiente a la expresión facial. Se formaron tres
grupos de niños, que vieron los vídeos en tres condiciones: 1) con sus madres, donde
la expresión facial (movimiento de labios) y la voz estaban sincronizados; 2) igual
que en la anterior condición, pero la voz y la imagen no estaban sincronizadas, y 3) la
presentación de una mujer desconocida. Los resultados concluyeron que todos los
niños miraron más tiempo los vídeos que mostraban la expresión facial de alegría que
la de tristeza. A su vez, cuando las expresiones emocionales fueron representadas por
las propias madres, los niños detectaron la correspondencia intermodal entre la voz y
la imagen mirando durante más tiempo el vídeo del sonido específico. Los niños
percibieron la expresión facial y voz de la alegría y la tristeza como una expresión
multimodal unificada, incluso cuando estos estímulos no estuvieron sincronizados.
Por el contrario, cuando los vídeos fueron representados por mujeres no familiares,
los niños no supieron detectar la correspondencia entre la voz y la expresión facial
sobre estas mismas emociones. Esto muestra la importancia del adulto cuidador (o de
la madre) en el reconocimiento y aprendizaje de las emociones desde el nacimiento,
así como la temprana sensibilidad de los bebés hacia las expresiones emocionales de
sus madres. Walker-Andrews (2008) pone de manifiesto que los bebés experimentan
procesos intermodales. Desde su nacimiento, están expuestos a una experiencia
63
afectiva emocional multimodal: en la interacción con sus cuidadores no solo ven sus
caras u oyen su voz, sino que perciben un conjunto de reacciones emocionales que
acompañan a las sensaciones propioceptivas y cinésicas.
Dentro de este período de edad, otros estudios han estado dirigidos a estudiar la
comunicación emocional entre las madres y sus bebés. Izard et al. (1995) realizaron
varios estudios longitudinales con el objetivo de observar la estabilidad de las
expresiones faciales de la emoción, producidas por los bebés de 2,5 a 9 meses de
edad, como respuesta ante las diferentes expresiones emocionales por parte de sus
madres. El objetivo era comprobar si las expresiones de interés, alegría, enfado y
tristeza se mantenían estables durante este período de desarrollo, y si los niños
respondían de forma diferente a las expresiones de enfado y tristeza de sus madres.
Las emociones que más frecuentemente expresaron los bebés durante los primeros 9
meses de vida (medidas a los 2,5, 3, 4,5, 6 y 9 meses) fueron el interés, seguido de la
alegría, el enfado y, por último, la tristeza. En cuanto al patrón diferencial de
respuesta de los bebés ante la expresión de la madre, los resultados indicaron que, con
independencia de la expresión facial de la emoción de la madre, tristeza o enfado, los
bebés de tres meses reaccionaban con otras emociones —interés, alegría y enfado— y
en menor medida tristeza. A los 6 meses de edad los bebés mostraron el mismo
patrón diferencial de respuesta ante las expresiones faciales de emoción de la madre.
Según estos autores, la respuesta emocional más positiva de los bebés a la edad de 3
meses puede interpretarse como una conducta adaptativa protectora del niño a fin de
evitar la emergencia de emociones negativas y favorecer la expresión de emociones
positivas en sus madres. Sin embargo, otra explicación podría ser que a los 3 meses
de edad los niños apenas están aprendiendo a distinguir los patrones de los rasgos en
las expresiones emocionales de sus madres, por lo que sus respuestas a una emoción
negativa, como la tristeza, son mayormente respuestas de valencia emocional
diferente, como el interés y la alegría. Por el contrario, a los 6 meses de edad el
aprendizaje producido a través del vínculo y los intercambios con sus madres
permitiría una respuesta emocional de la misma valencia. Así, ante una emoción
negativa el bebé de 6 meses responde con más probabilidad con otra emoción
negativa.
Veamos ahora lo que ocurre con el comportamiento y las decisiones que los niños
toman ante las expresiones emocionales faciales de sus madres. Hacia el final del
primer año y durante el segundo año de vida, los niños intentan descubrir o dar
significado a las situaciones a través de la información obtenida de las expresiones
emocionales y las voces de sus cuidadores, para regular sus acciones y predecir las de
los demás (Widen y Russell, 2008). Una prueba de esto es el estudio clásico de Sorce,
Emde, Campos y Klinnert (1985) que mostró que los niños de un año expuestos al
dispositivo del abismo visual decidían cruzar o no el abismo dependiendo de las
expresiones faciales de la emoción que mostraba la madre en el lado opuesto del
dispositivo. En el primer estudio, las emociones mostradas por la madre fueron la
alegría vs. el miedo; en el segundo, el interés vs. el enfado, y en el tercero, la tristeza.
Así pues, cuando las madres expresaron miedo, ninguno de los niños cruzó el abismo,
64
mientras que el 74 por 100 lo hicieron al ver la cara de alegría en sus madres. En el
segundo estudio, cuando las madres mostraron interés, el 73 por 100 cruzaron el
abismo, mientras que solo lo hizo el 11 por 100 cuando sus madres mostraron enfado.
En el tercer estudio, el 33 por 100 atravesaron el abismo cuando sus madres
exhibieron tristeza. Se halló una diferencia significativa entre la reacción de los niños
ante las expresiones de tristeza y miedo, pero no entre la tristeza y el enfado, ni entre
este y el miedo. Los investigadores que enfatizan el papel de la referencia social en el
desarrollo emocional suponen que estos resultados indican que los niños atribuyen un
significado a las expresiones emocionales de los adultos y esto les ayuda a interpretar
el entorno. Sin embargo, para Widen y Russell (2008) una interpretación alternativa
podría ser que las emociones expresadas por los adultos causan un estado emocional
particular en los niños (bienestar o malestar) que influye en su predisposición a
atravesar o no el abismo visual. Aun aceptando esta explicación, cabe señalar que los
resultados muestran una considerable diferencia en el comportamiento de los niños
ante la expresión emocional de sus madres. Cuando estas muestran emociones
positivas, como la alegría o el interés, la mayoría de los niños (entre el 73 y 74 por
100) son capaces de atravesar el abismo visual a pesar de la aversión que pudiese
provocar la percepción de la profundidad a esta edad, mientras que cuando ellas
muestran emociones negativas, el porcentaje de niños que lo atraviesan desciende
notablemente, e incluso llega a 0 cuando la expresión implicada es el miedo.
3. ETIQUETADO EMOCIONAL 13
Entre los 24 y los 36 meses de vida, y con la adquisición del lenguaje, los niños
comienzan a nombrar los objetos de su entorno y aparecen las primeras palabras
referentes a las emociones básicas, como la alegría, la tristeza, el enfado y el miedo
(Ridgeway, Waters y Kuczaj, 1985; Widen y Russell, 2008). Se adquiere así un
importante componente del conocimiento emocional, denominado conocimiento
emocional expresivo, que permite tanto la comunicación y la expresión como la
comprensión. En los estudios realizados a partir de conversaciones espontáneas de
niños, se ha observado que estos utilizan algunas etiquetas emocionales más que
otras. El orden de frecuencia de estas palabras fue, en primer lugar, la alegría, seguida
de tristeza, enfado, miedo, sorpresa y, por último, asco. Según Widen y Russell
(2008), a medida que los niños crecen, van incorporando más etiquetas emocionales
de forma espontánea, desde ninguna a los 30 meses hasta cinco a los 62 meses.
Debido a que la mayoría de investigaciones sobre el etiquetado emocional incluyen
otros componentes como la identificación y el conocimiento causal, continuaremos
describiendo este aspecto de forma conjunta.
65
A medida que progresa el desarrollo cognitivo, los niños comienzan a comprender
la relación entre los deseos y las emociones, de manera que el cumplimiento de un
deseo causa emociones positivas, y su incumplimiento, emociones negativas.
Wellman y Woolley (1990) encontraron que niños de 2 años podían asociar la alegría
con la satisfacción de los deseos y la tristeza con un deseo incumplido. Asimismo, a
esta edad los niños empiezan a asociar algunas situaciones con determinadas
emociones, a comprender las diferentes causas que las provocan y a anticipar
emociones en situaciones reales o imaginarias. Este componente ha sido llamado
conocimiento emocional situacional o conocimiento causal (Izard, Haskins, Schultz,
Trentacosta y King, 2003; Morgan et al., 2010). El estudio de Fernández-Sánchez,
Giménez-Dasí y Quintanilla (2014) es uno de los pocos que ha explorado la
comprensión de las emociones en niños de 2 años considerando varios componentes:
identificación de emociones básicas, etiqueta lingüística y causalidad. Para llevarlo a
cabo utilizaron el Affective Knowledge Test (AKT, Denham, 1986). Este test consta
de tres marionetas con expresiones faciales y cuatro caras adicionales que expresan
las cuatro emociones básicas. Las tareas de evaluación de la causalidad incluyen
situaciones de causalidad típica en las que se interroga al niño sobre cómo se siente la
marioneta ante un determinado hecho y situaciones atípicas en las que la marioneta
representa la emoción opuesta a la que expresaría el niño en esa circunstacia. En este
estudio también se valoró el nivel de desarrollo cognitivo de los niños a fin de
analizar su relación con el desarrollo del conocimiento emocional. La muestra fue
dividida en dos grupos de edad, el pequeño, de 21 a 26 meses, y el mayor, de 27 a 32
meses. Los pequeños obtuvieron puntuaciones inferiores en comparación con el
grupo de mayores en la prueba de conocimiento emocional. Esta diferencia estuvo
relacionada más con el nivel de desarrollo cognitivo que con la edad cronológica. El
análisis de los resultados mostró una correlación positiva con la escala de desarrollo
cognitivo para los componentes de identificación, etiquetado y causalidad típica,
aunque no para la causalidad atípica. Las tareas mejor resueltas por todos los niños
fueron la identificación y la causalidad típica, y las puntuaciones más bajas se
registraron en etiquetado y causalidad atípica. Con relación a las diferentes
emociones, los niños identificaron mejor, y en este orden, el enfado, seguido de la
alegría, la tristeza y, por último, el miedo.
Con niños de tres años (M= 37,5 meses) y un tamaño de la muestra bastante
inusual (N= 808), Székely et al. (2011) estudiaron la identificación de emociones
empleando una pantalla táctil. La prueba de conocimiento emocional estaba
compuesta por fotografías en color de personas adultas caucásicas que expresaban las
cuatro emociones básicas con gran intensidad (alegría, tristeza, miedo y enfado).
Estas imágenes fueron presentadas a los niños, quienes debían señalar la respuesta en
una pantalla. La prueba constaba de dos tareas de identificación: una consistió en
realizar la correspondencia de expresiones faciales de emociones, y la otra, en señalar
la expresión nombrada por el experimentador. Los resultados indicaron que los niños
de tres años identificaban mejor, y en este orden, la alegría, el miedo, la tristeza y el
enfado. Estas dos últimas fueron significativamente inferiores a las dos primeras. En
66
la tarea de etiquetado, los niños señalaron correctamente, y en la misma proporción,
las emociones de enfado, alegría y tristeza, mientras que los aciertos fueron más bajos
para la emoción de miedo. En el análisis de los errores se observó que, al etiquetar
emociones, la alegría fue más frecuentemente confundida con la cara de miedo, y que
las emociones negativas fueron confundidas más frecuentemente con otras emociones
de la misma valencia. Como podemos observar, mientras que en el estudio de
Fernández-Sánchez et al. (2014) el orden en que los niños parecen comprender mejor
las emociones es enfado, alegría, tristeza y miedo, en este último la secuencia es
distinta (alegría, miedo, tristeza, enfado). Aunque los resultados de estos estudios
plantean interrogantes sobre qué emociones específicas los niños reconocen primero,
es posible que sus hallazgos no sean comparables debido a las diferencias en el
método utilizado, la edad de los niños y la cultura como factores importantes en la
investigación de la comprensión emocional.
Un año después del estudio anterior, estos investigadores (Szèkely et al., 2012)
presentaron los resultados de un estudio longitudinal llevado a cabo con niños
evaluados a los 18 y 36 meses de edad. En este estudio se analizó la relación entre el
rendimiento de los niños en las tareas de identificación y etiquetado descritos en el
estudio anterior y los índices sobre los problemas internalizantes y externalizantes,
obtenidos con el cuestionario Child Behavior Checklist (CBCL, Achenbach y
Rescorla, 2000), proporcionado por los padres. Los resultados mostraron una
correlación negativa entre problemas internalizantes y aciertos en identificación y
etiquetado de emociones en los niños de 36 meses. Es decir, a mayor puntuación en
problemas internalizantes, sobre todo en las escalas de ansiedad y depresión, peor
rendimiento en las tareas de identificación y etiquetado de emociones. Además, en lo
referente a emociones específicas, se encontró, por una parte, una correlación positiva
entre el tipo de emoción y los problemas internalizantes. Los niños que a los 18
meses puntuaron alto en este tipo de problemas posteriormente, a los 36 meses,
puntuaron alto en el etiquetado de tristeza. Por otra parte, se constató una correlación
negativa entre estas dos medidas. A los 36 meses los niños que obtuvieron
puntuaciones altas en problemas internalizantes puntuaron bajo en el etiquetado de
las expresiones faciales de alegría y enfado. En términos generales, además, se
encontró una relación entre los problemas externalizantes y la conducta agresiva con
un pobre rendimiento en conocimiento emocional general. Asimismo, el análisis
longitudinal de estos niños mostró que los problemas externalizantes y la conducta
agresiva predijeron una menor precisión en las tareas de identificación de expresiones
emocionales y una asociación más débil con la tarea de etiquetado. Este estudio nos
revela que variables intrapersonales como los problemas internalizantes
(especialmente escalas que miden ansiedad y depresión) y problemas externalizantes
parecen tener también influencia en la capacidad de los niños pequeños para
reconocer y nombrar emociones. Las investigaciones sobre cómo se produce el
desarrollo típico de la comprensión emocional en niños pequeños, en comparación
con aquellos que podrían presentar problemas relacionados con la salud emocional,
nos ofrecen pautas para intervenir de forma más temprana a fin de subsanar déficits y
67
promover el desarrollo emocional.
Otro estudio en el que se analizan las relaciones entre factores intrapersonales e
interpersonales en el desarrollo del conocimiento emocional es el de Denham, Zoller
y Couchoud (1994) con niños de 41 meses edad. Este estudio destaca, por una parte,
cuestiones que ya hemos mencionado (i.e. la relación entre el conocimiento
emocional y factores intrapersonales como la edad, el nivel de desarrollo cognitivo y
del lenguaje) y, por otra, su relación con los factores interpersonales como la
sensibilidad emocional (positiva y negativa) de la madre en la interacción con su hijo
y el lenguaje emocional utilizado por esta en el diálogo con su hijo. Para la
evaluación del conocimiento emocional se utilizó el Affective Knowledge Test (AKT,
Denham, 1986). Las variables interpersonales fueron medidas mediante grabaciones
en el laboratorio de un tiempo de juego libre madre-hijo, seguido de un tiempo de
juego estructurado, un período de lectura de un libro con fotografías de niños
mostrando expresiones emocionales intensas y una simulación de las madres de
tristeza y enfado. En el ámbito intrapersonal, la edad de los niños y el grado general
de desarrollo cognitivo y del lenguaje mostraron ser indicadores del conocimiento
emocional general, tal como se ha constatado en los estudios descritos previamente.
En el área interpersonal, los niños cuyas madres constatado más enfado obtuvieron
puntuaciones bajas en el conocimiento emocional en general. Por el contrario, la
sensibilidad emocional positiva de las madres mostró estar relacionada positivamente
con la puntuación en el conocimiento emocional situacional, con el lenguaje
emocional infantil y el nivel de conocimiento emocional general. Los resultados de
este estudio apoyan la tesis de la importancia de la referencia social y del impacto de
las emociones positivas de las madres en el desarrollo del conocimiento emocional de
sus hijos.
Entre los años 2010 y 2014 se llevaron a cabo diversos estudios aplicando la
prueba Emotion Matching Task (EMT, Izard et al., 2003; Morgan et al., 2010). Lo
interesante de estos estudios radica principalmente en que utilizaron la misma
metodología para la evaluación del conocimiento emocional. Por otro lado, el que se
realizaran en diversos países y distintas lenguas aporta información sobre la
influencia de variables culturales y lingüísticas en el conocimiento emocional. La
prueba Emotion Matching Task fue elaborada para evaluar el conocimiento
emocional en niños de 3 a 5 años en poblaciones con diversidad cultural. Esta prueba
ha sido descrita en el capítulo 2, así que no nos detendremos en ella. La validación de
la prueba EMT (Morgan et al., 2010) aportó buenas evidencias de validez
convergente con otras pruebas de conocimiento emocional, como el Kusché
Emocional Inventory (KEI; Kusche, 1984, citado en Morgan et al., 2010) y el
Affective Knowledge Test (AKT; Denham, 1986). Se encontró una correlación
positiva con la edad y con el lenguaje. Igualmente, todas las pruebas utilizadas para
evaluar el conocimiento emocional mostraron similares coeficientes de correlación
con estas variables. En cuanto a cada una de las partes de la prueba, se detectó que los
niños obtuvieron mejores puntuaciones en la correspondencia entre la etiqueta
emocional (cuando esta es verbalmente aportada por el entrevistador) y la expresión
68
facial (parte 4, conocimiento emocional receptivo), seguido de manera similar por la
correspondencia entre dos expresiones faciales y la tarea de etiquetado (partes 1 y 3,
conocimiento emocional receptivo y expresivo, respectivamente). La tarea que
pareció resultar más difícil para los niños fue la asociación entre la emoción
expresada y sus causas (parte 2, conocimiento emocional situacional). En relación
con otras variables, el conocimiento emocional situacional parece ser un indicador del
control conductual de los niños, y el conocimiento emocional receptivo
(correspondencia entre la etiqueta y la expresión facial emocional), un indicador de la
regulación emocional. Sin embargo, estos resultados no fueron consistentes con los
obtenidos mediante la prueba AKT (Morgan et al., 2010).
En 2012 Alonso-Alberca, Vergara, Fernández-Berrocal, Johnson e Izard llevaron a
cabo la adaptación de esta prueba al castellano, y en 2013 Di Maggio, Zapulla, Pace e
Izard la adaptaron al italiano. Más recientemente se adaptó la prueba al catalán (Peña,
Navas y Quintanilla, en revisión). Todos los estudios obtuvieron resultados similares
al original. En relación con otras variables, el conocimiento emocional mostró estar
relacionado con la edad (sobre todo entre los niños de 3 años en comparación con los
de 4 y 5), el lenguaje, las habilidades adaptativas, la regulación emocional y la
competencia social. Los resultados de estos tres estudios en los que se aplicó la
misma prueba con rango similar de edad en tres culturas diferentes permiten afirmar
que los niños de 3 a 5 años, en un primer momento, son capaces de relacionar la
palabra emocional con la expresión facial correspondiente. Después pueden comparar
e identificar expresiones faciales que expresan la misma emoción. En tercer lugar,
consiguen nombrar emociones y, por último, aquello que parece ser más difícil, el
conocimiento de las causas que provocan emociones.
Por otra parte, Pons, Harris y De Rosnay (2004) se propusieron investigar sobre
los cambios en diferentes períodos del desarrollo en la comprensión emocional
infantil. Además, les interesaba saber si el dominio de algunos componentes del
conocimiento emocional constituye un prerrequisito para la adquisición de otros. De
este modo partían de una teoría jerárquica del conocimiento emocional. En su estudio
participaron 100 niños británicos de 3 a 11 años divididos en cinco grupos de edad: 3,
5, 7, 9 y 11 años. Evaluaron los nueve componentes que forman el TEC (véase el
capítulo anterior para una descripción más completa). Así como en los otros estudios
comentados los resultados mostraron un efecto de la edad en el nivel de conocimiento
emocional de los niños, casi todos los niños de 3 años respondieron adecuadamente a
dos componentes y casi todos los niños de 11 años lo hicieron en ocho o nueve
componentes. Asimismo, se observó un aumento de aciertos para cada uno de los
componentes conforme aumentaba la edad de los niños. Un poco más de la mitad de
los niños de 3 años fueron capaces de reconocer cuatro de las cinco expresiones
faciales presentadas (componente 1). Los componentes que resultaron más difíciles a
esta edad y en los cuales la tasa de aciertos fue igual o inferior al 10 por 100 fueron
(en orden de menor a mayor) la capacidad para regular las emociones, el
ocultamiento, la comprensión de emociones mixtas y la comprensión de emociones
morales (componentes 6, 7, 8 y 9). A los 5 años entre el 65 y 80 por 100 de los niños
69
pudo reconocer diferentes expresiones emocionales, identificar las causas externas de
las emociones y comprender el papel del recuerdo en la emoción (componentes 1, 2 y
5). A los 7 años la mayoría de los niños fueron capaces de entender el rol de los
deseos y creencias y la diferencia entre la expresión sentida y manifestada
(componentes 3, 4 y 7). Por último, entre los 9 y 11 años la mayoría de los niños
comprendieron la naturaleza mixta o ambivalente de las emociones, la posibilidad de
regularlas mediante estrategias mentales y la influencia de las convicciones morales
sobre las emociones (componentes 8, 6 y 9). Estos hallazgos posibilitaron a Pons et
al. (2004) postular que el desarrollo de la comprensión emocional puede dividirse en
tres períodos. El primero (primeros 5 años de vida), caracterizado por la comprensión
del aspecto visible de las emociones: su expresión facial, las causas que las provocan
y los hechos u objetos que suscitan recuerdos reactivando emociones pasadas. En el
segundo período (alrededor de los 7 años) los niños comprenden la naturaleza mental
de las emociones: la importancia de los deseos y creencias, y la posibilidad de ocultar
emociones. Y en un tercer período (9-11 años) los niños son capaces de adoptar
diferentes perspectivas sobre una situación determinada y comprender el carácter
mixto y ambivalente de las emociones, las emociones morales y la regulación
cognitiva de estas. En relación con el segundo objetivo de este estudio, sobre si el
dominio de algunos componentes del conocimiento emocional es necesario para la
adquisición de otros, efectivamente los resultados indican una organización jerárquica
en la cual la comprensión de los aspectos externos de las emociones constituye un
prerrequisito para la comprensión de aspectos psicológicos internos (deseos,
creencias y ocultamiento) de la emoción, y estos, a su vez, un prerrequisito para la
comprensión del impacto de la reflexión sobre las emociones (capacidad para adoptar
diferentes perspectivas, emociones mixtas, morales y regulación emocional
cognitiva).
A pesar de que hasta ahora los estudios plantean que la identificación emocional
es un conocimiento que se adquiere pronto en la infancia, estudios como el de Herba,
Landau, Russell, Ecker y Phillips (2006) muestran que en el proceso de identificación
no solo se trata de identificar de qué emoción se trata sino de conocer otra dimensión
de la identificación emocional: la intensidad. Para ello estos autores seleccionaron
una muestra de 150 niños con edades comprendidas entre los 4 y los 15 años. Se
utilizaron dos tareas para la identificación de emociones. En ambas tareas se
mostraba, en la parte superior, una expresión facial emocional y, en la inferior, dos
expresiones faciales de las cuales una era neutra. Las expresiones faciales
emocionales correspondían a cinco categorías emocionales: miedo, alegría, enfado,
tristeza y asco, en cuatro intensidades: 25 por 100, 50 por 100, 75 por 100 y 100 por
100. La primera tarea consistió en que el niño señalara, entre las opciones de debajo
de la pantalla, la expresión facial que mostraba la misma emoción que en la parte
superior (tarea de procesamiento emocional explícito). La segunda tarea, en
seleccionar de la parte inferior de la pantalla solamente la cara (sin expresión
emocional) de la misma persona que se presentaba en la parte superior. Se pretendía
con esta tarea de correspondencia de identidad de la cara de personas controlar la
70
habilidad del reconocimiento facial y analizar el efecto del tipo de expresión
emocional. Para el análisis se formaron tres grupos de edad: de 4 a 7,5 años, de 7,5 a
10 años y de 10 a 15 años. Los resultados mostraron que la precisión en la tarea de
procesamiento emocional explícito mejora con la edad, en primer lugar para el miedo
y el asco, seguido de la alegría y la tristeza, aunque no para el enfado. A su vez, en
esta tarea, la precisión mejora conforme aumenta la intensidad en la expresión
emocional facial, especialmente para el miedo y la alegría, con niveles de intensidad
superiores al 50 por 100. La edad también tuvo un efecto sobre la precisión de los
niños en la tarea de procesamiento emocional implícito (correspondencia de identidad
de la persona) sobre todo cuando las expresiones faciales fueron de alegría, miedo y
tristeza. La intensidad en la emoción expresada tuvo un efecto negativo, pues la
precisión disminuyó con el aumento de la intensidad, lo que sugiere que esta puede
desempeñar un papel distractor en la tarea de correspondencia de la identidad para
todas las emociones excepto la tristeza. Los autores señalan que esto podría deberse a
la mayor similitud entre la expresión facial neutra y la de tristeza que entre otras
expresiones faciales emocionales.
5. CONCLUSIONES
Las investigaciones llevadas a cabo con niños desde los primeros años de vida
hasta la pubertad permiten suponer que, si bien el conocimiento emocional puede
tener cierta base biológica, se desarrolla ampliamente durante la infancia. El
desarrollo del conocimiento emocional parece estar influido por factores
interpersonales y sociales (experiencias de interacción emocional con personas
afectivamente significativas para el niño) y factores intrapersonales, como el
desarrollo cognitivo y del lenguaje y la edad. A su vez, un desarrollo emocional
desajustado podría estar relacionado con algunas dificultades, como problemas de
conducta, agresividad, ansiedad y depresión.
Desde una perspectiva del desarrollo, las diferencias en los resultados encontrados
sobre el orden en el que los niños reconocen las distintas emociones básicas (alegría,
enfado, miedo y tristeza, a las que algunos autores agregan interés y asco) plantean
nuevos interrogantes y abren líneas de trabajo novedosas. Por un lado, son necesarias
más investigaciones en las cuales el método (número de participantes, rango de edad
y agrupamientos, procedimiento y pruebas) sea similar para hacer comparables sus
resultados. Por otro lado, es preciso estudiar la adquisición del conocimiento de las
emociones básicas en cada uno de los componentes del conocimiento emocional, ya
que cada uno de ellos podría estar implicando procesos cognitivos diferentes
(percepción, memoria, pensamiento, lenguaje, etc.).
La investigación muestra que el conocimiento más básico que se adquiere sería la
identificación de emociones en las expresiones faciales. La adquisición del lenguaje
constituye un hito en el desarrollo del niño y posibilita tanto el aprendizaje del
lenguaje emocional (etiquetado) como la producción del diálogo emocional,
contribuyendo así a mejorar su comprensión. Tal como comenta Harris (2008), el
71
lenguaje permite que los niños comiencen a hablar de sus propios sentimientos y de
los de otros y a proyectar sentimientos en los objetos con los que juegan. Esto permite
que los niños generen teorías sobre las emociones y sus causas, revisen experiencias
emocionales pasadas, suscitando la reactivación de la emoción sentida, y puedan
pensar en el futuro comenzando a anticipar conductas y manifestaciones emocionales
en sí mismos y los demás. Asimismo, otros componentes del conocimiento
emocional, como los deseos, creencias y expectativas, influyen en la atribución que
los niños hacen de las emociones que pueden provocar determinadas situaciones. La
clave está en la valoración de la situación y en la capacidad para adoptar diferentes
perspectivas, algo que también se va adquiriendo con el desarrollo. Por último, la
capacidad para comprender el carácter mixto y ambivalente que pueden tener las
emociones, así como las emociones morales (la culpa y el orgullo), parece ser, junto
con la regulación emocional cognitiva, el último logro de la etapa infantil al llegar a
la pubertad.
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NOTAS
73
13 No nos extenderemos en este apartado, pues en el capítulo 6 se aborda con más profundidad la relación
entre lenguaje y conocimiento emocional.
74
4
La regulación de las emociones
INMACULADA MONTOYA-CASTILLO
SILVIA POSTIGO ZEGARRA
LAURA VILLENA GUIRAO
1. INTRODUCCIÓN
75
El desarrollo de las habilidades de regulación emocional en los niños es un área
que suscita mucho interés, ya que se ha relacionado con un mayor grado de
competencia social y de empatía y con el mantenimiento de relaciones positivas con
los pares en distintas etapas de la infancia (Cole, Martin y Dennis, 2004; Denham y
Burton, 2003; Fabes et al., 2003; Hastings, Zahn-Waxler, Robinson, Usher y Bridges,
2000). La empatía es una variable que influye en el desarrollo de la regulación
emocional (Eisenberg, Fabes, Nyman, Bernzweig y Pinuelas, 1994), observándose
que los niños con problemas clínicos de comportamiento tienen niveles más bajos de
preocupación por otros (según lo informado por las madres, los maestros y los
propios niños) en relación con otros grupos (Hastings et al., 2000). Asimismo, se
considera que una de las funciones fundamentales de la emoción es la comunicación,
por lo que tiene un objetivo social propio y es muy importante en el desarrollo de
habilidades sociales (Spinrad et al., 2006). Promover el desarrollo de la regulación
emocional puede tener un impacto crucial, sobre todo en la vida de los que están
socialmente más desfavorecidos (Bierman et al., 2008).
En el ámbito académico, se ha observado que los niños que muestran
comportamientos disruptivos en clase y hacia sus compañeros parecen tener
habilidades de regulación emocional más pobres en comparación con otros niños de
su misma edad (Cole, Zahn-Waxler, Fox, Usher y Welsh, 1996). En cambio, los
niños más moderados en la intensidad emocional son considerados por sus profesores
como más fáciles de enseñar y alcanzan niveles académicos más altos (Graziano,
Reavis, Keane y Calkins, 2006; Rimm-Kaufman, Pianta y Cox, 2000). Por otra parte,
las habilidades tempranas de regulación emocional —que miden propiamente la
capacidad de un niño pequeño para seguir instrucciones, centrar la atención y
cooperar con los maestros y compañeros— tienen relación con las habilidades
académicas tempranas (Rubin, Coplan, Nelson, Cheah y Lagace-Seguin, 1999),
pudiendo predecir las habilidades matemáticas y de lectura (Blair y Razza, 2007;
Graziano, Reavis, Keane y Calkins, 2006).
Dados los beneficios de desarrollar un buen nivel de regulación emocional, cabe
promover el aprendizaje de estas habilidades en el aula, teniendo en cuenta que la
dinámica de la clase y el diálogo del maestro ejercen una importante influencia en el
desarrollo de la regulación emocional y actúan modelando esta habilidad (Whitebread
y Basilio, 2012). A continuación, se explica en detalle el concepto para comprender
de qué hablamos cuando hacemos referencia a regulación emocional.
76
El concepto de regulación emocional ha evolucionado asociado a la relevancia de
la investigación sobre emociones. En este sentido, han ido apareciendo diferentes
modelos teóricos que varían en cuanto a qué se entiende por regulación emocional.
Una de las primeras definiciones fue la de Thompson (1994), según el cual la
regulación emocional son «los procesos externos e internos responsables de
monitorizar, evaluar y modificar nuestras reacciones emocionales para cumplir
nuestras metas» (Thompson, 1994, pp. 27-28). Aunque el concepto ha ido
evolucionando, esta definición continúa siendo muy utilizada, como prueba que en
enero de 2016 recibiera 2.082 citas en revistas científicas (Sabatier, Restrepo,
Moreno, Hoyos y Palacio, 2017).
Unos años más tarde, Gross (1999) la definió como «aquellos procesos por los
cuales las personas ejercemos una influencia sobre las emociones que tenemos, sobre
cuándo las tenemos y sobre cómo las experimentamos y las expresamos» (Gross,
1999, p. 275). Nelson y Bouton (2002) señalaron que la regulación emocional
implicaba numerosos y diferentes procesos psicológicos. Para ellos, un sistema de
regulación inteligente debía implicar como mínimo: 1) los procesos inhibitorios que
permiten controlar o suprimir una emoción que podría estar ya produciéndose; 2) la
capacidad de discriminar entre emociones que pueden ser funcionales en algunas
situaciones, pero inapropiadas en otras, y 3) ser capaz de adaptarse a los cambios que
ocurren en el tiempo.
Kopp y Neufeld (2003), desde una perspectiva evolutiva, señalaron que la
regulación emocional durante los primeros años de vida es un proceso que implica el
despliegue de procesos intrínsecos y extrínsecos, en cualquier nivel de madurez del
niño, para gestionar los estados de arousal, para realizar adaptaciones biológicas y
sociales efectivas y para conseguir objetivos individuales. Estos autores recogían así
dos aspectos ya mencionados por Thompson (1994): que la regulación emocional
implica procesos externos y/o internos y el sentido último de la regulación emocional,
que es el ajuste, la adaptación y el logro.
Cole, Martin y Dennis (2004) definieron la regulación emocional como «la
utilización de estrategias que los individuos ponen en marcha para modificar el curso,
intensidad, duración y expresión de las experiencias emocionales que poseen en pos
del cumplimiento de objetivos individuales» (Cole, Martin y Dennis, 2004, p. 269).
Estos autores centran el concepto de regulación en el cambio producido sobre una
respuesta emocional inicial. Más recientemente, y ahondando en este aspecto de la
regulación emocional, se reconoce implícitamente la posibilidad de que la regulación
emocional ocurra de forma inconsciente. De esta forma, se considera que la
regulación ocurre cuando la persona activa, consciente o inconscientemente, recursos
o estrategias con el objetivo de influir en el proceso generativo de la emoción (Gross,
Sheppes y Urry, 2011).
Desde una perspectiva procesual, Mayer, Salovey y Caruso (2000) consideran la
regulación emocional la última etapa dentro del desarrollo de la inteligencia
emocional, sugiriendo que la regulación de emociones empieza con su percepción. El
paso siguiente es llegar a comprender los procesos emocionales y considerar sus
77
variaciones (comprensión emocional). Finalmente, con la información obtenida de las
emociones, su manejo o regulación nos permiten adaptarnos a contextos inter e
intrapersonales (Mestre, Palmero y Guil, 2004). Desde este punto de vista, la
regulación emocional sería la última área que se desarrolla con respecto a la
inteligencia emocional, y lo haría en un proceso formado por cuatro habilidades que
se adquieren progresivamente (Mayer y Salovey, 1997):
1. Habilidad para estar abiertos a los sentimientos, tanto los placenteros como los
displacenteros (aceptación de las emociones).
2. Habilidad para atraer o distanciarse reflexivamente de una emoción
dependiendo de su información o utilidad juzgada (autodistanciamiento). Esta
habilidad estaría integrada en el plano de la regulación interpersonal, ya que
incluye la posibilidad de decidir mostrar las emociones mejor ajustadas
socialmente. Esto permite a los niños sentir una emoción pero mostrar otra.
3. Habilidad para monitorizar reflexivamente las emociones en relación con uno
mismo y con los otros, por ejemplo reconocer cómo de claros, típicos,
influyentes o razonables son las conductas y pensamientos asociados a dichas
emociones (autocontrol).
4. Habilidad para regular las emociones en uno mismo y en otros, mitigando las
emociones negativas e intensificando las placenteras, sin reprimir o exagerar la
información que transmiten (autorregulación).
78
conductual (Dodge y Garber, 1991; Scherer, 2000). Esto implica que la regulación
emocional puede dirigirse a modificar la activación fisiológica asociada a la emoción,
la experiencia o interpretación de la emoción, y/o su expresión conductual.
Según la eficacia, podemos distinguir entre estrategias eficaces e ineficaces para
conseguir la regulación (Dodge y Garber, 1991; Hervás y Vázquez, 2006). Las
estrategias eficaces consiguen la regulación emocional, si bien cabe distinguir entre
estrategias adaptativas o funcionales, como hacer deporte o expresar asertivamente
una emoción, y desadaptativas o disfuncionales, como el consumo de alcohol o
drogas y las conductas autolesivas, que se caracterizan por ser eficaces solo a corto
plazo, causando perjuicios mayores a largo plazo. Las estrategias ineficaces hacen
referencia a los dos polos del continuo de la regulación emocional: 1) la
desregulación, que conduce a la inercia o labilidad afectiva, caracterizada por la no
utilización de técnicas de regulación o el uso de técnicas no eficaces, y 2) el control
excesivo de las emociones, que ahoga la experiencia emocional y resulta igualmente
ineficaz a largo plazo.
TABLA 4.1
Tipologías de la regulación emocional
79
de modular y modificar las propias respuestas (emocionales y cognitivas) por
demandas específicas (Rothbart, Ellis, Rueda y Posner, 2003; Vohs y Baumeister,
2004; Lewis y Todd, 2007) y se genera de forma voluntaria, aunque no
necesariamente consciente. Sin embargo, la regulación social es siempre pública y
está dirigida a modificar el estado afectivo de otra persona o influir sobre el
comportamiento generado por un estado emocional de otra persona (Masters, 1991).
No obstante, la regulación a nivel intrapersonal está vinculada con la regulación
interpersonal, por lo que los mismos procesos y habilidades parecen subyacer a
ambos planos, si bien la regulación intrapersonal se desarrollará primero como base
de la regulación interpersonal (Reyes y Mora, 2007).
Según el nivel de voluntariedad o conciencia, podemos hablar de regulación
inconsciente y regulación consciente o reflexiva. Por ejemplo, los niños recién
nacidos utilizan mecanismos para autorregularse, como balancear los pies, frotarse las
manos, realizar cambios posturales o gestos faciales involuntarios que se ejecutan con
la finalidad de reducir la intensidad de la emoción (Reyes y Mora, 2007). Este tipo de
actividad autorreguladora es inconsciente y principalmente fisiológica (Stifter,
Spinrad y Braungart-Rieker, 1999) y, junto con la experiencia vivida con los
cuidadores, constituye la base de los aprendizajes sobre nuestra regulación
emocional. Pero también los adultos ejecutamos actividades reguladoras de forma
inconsciente, y el cambio a otro proceso implica un esfuerzo cognitivo, una
evaluación de la nueva estrategia y la consolidación hasta su automatización (Mestre
y Guil, 2012).
Según el momento en que se ponen en marcha las estrategias de regulación
emocional, Gross y Thompson (2007) diferencian entre las estrategias focalizadas en
el antecedente y las focalizadas en la respuesta, que constituyen los dos mecanismos
básicos de regulación emocional. Las estrategias focalizadas en el antecedente se
ponen en marcha antes de que la respuesta emocional esté completamente activada e
incluyen: a) la selección de la situación, que hace referencia a la realización de
acciones que nos van a permitir ser parte de una situación que genere emociones
placenteras o displacenteras, por ejemplo, seleccionar una situación tranquilizadora
antes de ir a dormir, como leer un cuento; b) el cambio de una situación o de alguno/s
de sus elementos intentando modificar el curso de esta; c) el control de nuestra
atención sobre unos elementos u otros, y d) tener en consideración que nuestra
interpretación puede variar y, por tanto, el impacto emocional. Las estrategias
focalizadas en la respuesta se ponen en marcha una vez que la respuesta emocional ha
sido generada y pueden dirigirse al cambio de la experiencia emocional (dimensión
cognitiva), de la expresión emocional (dimensión conductual o motora) y/o de la
activación fisiológica que la emoción conlleva (Fox y Calkins, 2003; Gross, 2002;
Gross y Thompson, 2007; Hervás y Vázquez, 2006).
Teniendo en cuenta las definiciones y los tipos de regulación emocional, en el
siguiente apartado se muestra cómo se produce el desarrollo de esta habilidad a nivel
evolutivo.
80
3. DESARROLLO DE LA REGULACIÓN EMOCIONAL
TABLA 4.2
Desarrollo de la regulación emocional
81
adulto.
82
para calmarlo, mientras que a partir de esa edad consiguen distraerlo de la activación
emocional orientando su atención hacia un estímulo alternativo (Kopp, 1982). Este
manejo de la atención será el primer logro de la autorregulación, ligada a las
funciones ejecutivas superiores (Posner y Rothbart, 2000, 2007). Siguiendo el modelo
propuesto por estos autores, se ha observado que el desarrollo de las redes de
atención se lleva a cabo en tres fases: 1) la red de alerta está presente desde el
nacimiento, e incluye la formación reticular, estructuras del tálamo y el locus
coeruleus. Es una atención reactiva que posibilita estrategias de regulación básicas
como la autoestimulación física y las conductas repetitivas; 2) alrededor de los 3-4
meses aparece la red de orientación o sistema posterior de la atención, que incluye al
lóbulo parietal y posibilita el «desenganche» de la atención del bebé del estímulo
molesto, y 3) a la edad de 9-10 meses el sistema límbico (responsable de las
reacciones emocionales primarias) empieza a funcionar de manera conjunta con los
lóbulos frontales, lo que implica el inicio del control de la atención, apareciendo la
red ejecutiva o sistema anterior, que no madurará hasta alcanzar el año de edad
aproximadamente (Aldrete-Cortez et al., 2014; Berger et al., 2007; Posner y Rothbart,
2000, 2007).
La creciente sofisticación del cerebro hace posibles los avances en la vida
emocional del bebé, y también alrededor del primer año de edad el gran hito
emocional será regular la ansiedad ante los extraños y ante la separación. En las
conductas de cuidado, y a través del vínculo de apego establecido con el niño, los
cuidadores funcionan como extensiones de los sistemas reguladores internos del bebé
(Hervás y Vázquez, 2006). Aunque no siempre es fácil establecer esa conexión, pues
se requiere tener la capacidad de percibir y comprender las necesidades que el bebé
no puede expresar, y los conocimientos, la energía y los recursos necesarios para
responder de manera útil. Además, algunos bebés, conocidos como «de alta
demanda», pueden mostrar un temperamento excitable y miedoso que dificulta la
regulación emocional interna y externa (Berger et al., 2007; Cole, Martin y Dennis,
2004). En este sentido, el desarrollo emocional de los padres podría ser de mucha
importancia, pues los datos sobre comprensión emocional indican que los bebés no
solo discriminan las expresiones emocionales básicas sino que reaccionan en
consecuencia a cada una de ellas (Feldman, 2007). Esto es posible por la maduración
de las funciones cognitivas, en especial la memoria evocativa y la capacidad de
establecer esquemas de acción propios de la etapa sensoriomotora (Piaget e Inhelder,
1969). Dos reacciones típicas a la ausencia prolongada del cuidador principal dan
cuenta de esta maduración: tanto la protesta inicial como la inhibición y la apatía que
suelen seguir a dicha protesta infructuosa exigen una evocación de los esquemas del
pasado y una anticipación de lo que puede suceder. En otros términos, la vida
emocional del bebé y sus capacidades de regulación emocional se construyen
alrededor del sentimiento de confianza vs. desesperación que se enmarcan en el
desarrollo de un vínculo de apego seguro y pueden tener una relación directa con la
regulación emocional tanto en la infancia como en la edad adulta (Cole, Martin y
Dennis, 2004; Erikson, 2002; Fox y Calkins, 2003; Hervás y Vázquez, 2006; Muñoz-
83
Muñoz, 2017). En este sentido, el tipo evitativo de apego inseguro estaría
caracterizado por un control emocional «excesivo», mientras que el tipo ansioso se
caracterizaría por una dependencia excesiva de la interacción social para regularse
(Diamond y Aspinwall, 2003).
84
establecerse como referencia. Por un lado, esto implica que el modelado se convierta
en la principal fuente de aprendizaje. Por otro, que las emociones que aparecen a los
5 y 6 años tengan como causa inmediata la estimación de las propias cualidades en
comparación con los demás (Feldman, 2007). Las consecuencias de esta estimación
llevan a reacciones emotivas como vergüenza, culpa, inseguridad, inferioridad u
orgullo. Estas emociones autoconscientes tienen un carácter moral, pues se basan en
un juicio sobre la bondad de las propias acciones y el propio ser y motivan conductas
éticas como la reparación del daño, siendo imprescindibles en el desarrollo social del
niño (Eisenberg, 2000). Ampliando esta relación entre el desarrollo emocional y el
desarrollo moral, pueden vincularse las emociones y su regulación con el
descubrimiento y consolidación de valores y significados propios que marcan la
trayectoria vital de la persona y las decisiones que toma (Montoya, Postigo y
González, 2016). Si bien dichas decisiones serán realmente reflexionadas más
adelante, en esta etapa se sientan las bases de la relación entre ambos ámbitos del
desarrollo.
Con el progresivo desarrollo de la empatía afectiva y de la teoría de la mente, el
niño empieza a razonar sobre creencias y falsas creencias, interpretando
adecuadamente el punto de vista cognitivo y afectivo de los demás (Eisenberg, 2000;
Feldman, 2007). Así, puede darse cuenta y manejar su propio estado emocional
(plano intrapersonal) y el de los demás (plano interpersonal). En un estudio con niños
de 3 a 4 años se observó que el 50 por 100 de ellos podía proponer de forma verbal
estrategias para dejar de estar triste o enfadado, como «acudir a alguien» o «jugar»
(Dias, Vikan y Gravas, 2000). Posteriormente, niños de 5 a 7 años (Endrerud y
Vikan, 2007) refirieron estrategias que pueden organizarse en cuatro categorías:
manejo del estímulo (propiciar cambios en el ambiente), interacción social (pedir
ayuda a otros, hablar con el otro, pedir perdón o jugar con otros), actividades de
distracción (dejar de discutir, construir algo, juego solitario) y técnicas cognitivas
para modificar directamente una emoción (pensar en cosas que te hacen feliz, pensar
que no tiene importancia) o para suprimirla (olvidarlo, no pensarlo, pensar en otra
cosa). No obstante, a pesar de que niños de esta edad son capaces de formular
estrategias cognitivas de regulación emocional, no suelen utilizarlas o muestran
muchas dificultades para hacerlo con éxito, y las más frecuentes siguen siendo las
estrategias de interacción social (Endrerud y Vikan, 2007). Esto significa que todavía
necesitan y confían en el contexto social para regular su nivel de activación, y es
necesario ayudar al niño, en el momento de la activación emocional, a trasladarse
desde el control cerebral límbico hacia la autorregulación basada en las vías corticales
y el lenguaje, pues él va construyendo el significado de sus experiencias emocionales
a partir de sus interacciones con las personas con las que se vincula (Caycedo et al.,
2005; Gallardo, 2006; Rieffe, 2014).
85
concretas, que le permiten operar simbólicamente en un mundo de hechos y acciones
concretas (Piaget e Inhelder, 1969), así como expresar y darse cuenta de dichas
operaciones (Fedman, 2007). Estas capacidades, unidas al desarrollo del control
atencional y la interiorización del lenguaje, permiten estrategias de regulación
emocional más internas y cognitivas. Así, hacia los 8-9 años, los niños pueden regular
sus emociones mediante la interiorización de conductas en cogniciones o
pensamientos acerca de sí mismos, sus sentimientos y los de otros, ya sea mediante
estrategias adaptativas —como la aceptación, la planificación y la reevaluación
cognitiva— o desadaptivas —como la rumiación y la catastrofización— (Garnefski,
Rieffe, Jellesma, Terwogt y Kraaij, 2007). Alrededor de los 10 años el niño posee ya
buenas capacidades de metacognición, es decir, que puede reflexionar sobre su
situación más que actuar sobre ella (Rieffe, 2014), iniciando la denominada
«regulación emocional reflexiva» (Mayer y Salovey, 1997).
Por otra parte, el niño va mejorando en su comprensión emocional, lo que le
permite empezar a aceptar y comprender las emociones ambivalentes (Gallardo,
2006; Rieffe, 2014). Entre los 3 y 5 años no aceptará la posibilidad de que una misma
situación puede provocar más de una emoción; entre los 6 y 7 años aceptará esta
posibilidad siempre que las emociones sean secuenciales, es decir, que una preceda a
la otra, y ya entre los 7-8 años comprenderá que pueden darse simultáneamente dos o
más emociones, incluso si son contradictorias. Esta comprensión emocional,
conjuntamente con la capacidad de reflexionar sobre las situaciones y sobre sí mismo,
permitirá el control cognitivo sobre la activación emocional y abrirá la puerta al uso
de las estrategias centradas en el antecedente: la selectividad estimular, el cambio
estimular, la regulación del foco de atención y la interpretación de las situaciones
(Gross, 2002). Así, desde el aprendizaje de la distracción atencional (que es una
estrategia cognitiva), el niño empieza a desarrollar otras estrategias simbólicas más
sofisticadas y enfocadas en el antecedente, como la reevaluación cognitiva de las
situaciones. Por otra parte, a la par que el uso de estrategias cognitivas se hace más
frecuente (sin que disminuya el uso de las estrategias conductuales), las técnicas
basadas en la interacción social empiezan a ser menos habituales y trasladadas de los
padres a los iguales (Caycedo et al., 2005).
El niño de esta edad que ha llevado un desarrollo normativo de la regulación
emocional suele mostrar una serenidad global en sus emociones, unida a un alto y
positivo sentimiento de sí mismo, con ganas de hacerse notar y hacerse valer, porque
empieza a poder controlar las situaciones frustrantes. En el caso de muchos niños, el
logro académico durante los primeros dos o tres años de formación escolar parece
tener fundamento en una base sólida de sus habilidades emocionales y sociales
(Gallardo, 2006). Por ello el desarrollo de la inteligencia emocional será afianzado en
el sentimiento de responsabilidad, más que en la comparación o modelo de los otros,
pues apela a la laboriosidad y al sentimiento de «poder hacer» del niño (Erikson,
2002). Es el momento en que el menor pone a prueba sus habilidades en múltiples
ámbitos y las emociones estarán presentes en todos ellos.
86
3.4. Adolescencia
4. Conclusiones
87
intervención y evaluar si el desarrollo de un niño es saludable o no. En la medida en
que conocemos cómo se desarrolla la regulación emocional en cada etapa evolutiva,
mejor se podrán orientar las intervenciones ajustándose a la edad de los niños. Por
ejemplo, para la mayoría de los niños de 6 años va a ser difícil centrarse de una forma
autónoma en el antecedente de la emoción y realizar acciones que hagan más positiva
su experiencia emocional, como hacer una actividad tranquila antes de ir a dormir o
dejar de jugar para ir a cenar, dado que en esa etapa sus estrategias están focalizadas
en la respuesta y son estas las que podemos afianzar.
Así, una posible línea de investigación futura sería concretar qué permite el
desarrollo de la regulación emocional en cada etapa evolutiva, qué podemos enseñar
en cada edad y cómo ayudar a los niños a pasar a la siguiente etapa en su desarrollo
emocional, tanto en población general como en poblaciones que presentan problemas
comportamentales, emocionales o psicológicos. En este sentido, se plantean varias
cuestiones: ¿qué factores influyen en el adecuado desarrollo de la regulación
emocional en cada etapa?, ¿qué competencias se deterioran o se quedan estancadas
según el trastorno psicológico que pueda presentar un niño?, ¿los niños con
temperamentos más difíciles aprenden con las mismas estrategias que otros? y,
cuando se ha producido un mal aprendizaje de estrategias, ¿cómo podemos
desaprender y enseñar estrategias eficaces?
Consideramos que la regulación emocional es una competencia que se puede
adquirir a lo largo de toda la vida, pero sabemos también por el trabajo clínico con
adultos que los aspectos emocionales que se han consolidado en la infancia requieren,
en ocasiones, de un gran trabajo emocional para deshacer, modificar y reconstruir
estrategias más adaptativas a su realidad actual. En este sentido, surge la cuestión de
si existe un período crítico o sensible de consolidación de la regulación emocional a
partir del cual puede volverse más complejo el aprendizaje de nuevas estrategias. Por
este motivo, podemos preguntarnos si existe un período crítico o sensible para
realizar las intervenciones sobre el desarrollo de la inteligencia emocional o si, por el
contrario, bastaría con ajustar al ciclo evolutivo las estrategias y habilidades que se
enseñan. Un análisis en profundidad de los programas de intervención existentes en
regulación emocional nos permitiría conocer si han tenido en cuenta la capacidad del
niño para aprender las estrategias y competencias que pretenden desarrollar. Algunos
programas pueden ser, por ejemplo, muy eficaces para niños de 6-7 años y
absolutamente ineficaces para niños de 2 o de 11 años. Esta cuestión abre otra línea
de investigación importante: evaluar la eficacia de los programas de intervención
respecto a la edad, en el sentido de poder señalar concretamente qué habilidades han
permitido desarrollar en determinadas edades y qué habilidades no han mejorado tras
la intervención.
Finalmente, cuando hablamos de regulación emocional, se suele pensar primero en
los estados displacenteros, lo cual tiene mucho sentido porque son los que se viven
con malestar, pero también es necesario aprender a regular los estados placenteros,
como la euforia, cuando no es adecuada al contexto (Gratz y Roemer, 2004). Por
ejemplo, la euforia y la alegría de aprobar un examen deberían regularse para
88
ajustarse socialmente si el resto de los iguales no ha aprobado (Hervas y Vázquez,
2006). La cuestión que se plantea aquí es: ¿las mismas estrategias que son eficaces
para regular los estados displacenteros son eficaces para regular los placenteros? O,
como la experiencia emocional y las consecuencias son diferentes, ¿debemos enseñar
a los niños otras habilidades de regulación específicas para estados placenteros?
En resumen, la investigación en emociones y, más concretamente, en regulación
emocional es un campo muy interesante y amplio que está siendo cada vez más
estudiado. Pero, cuanto más se avanza, más preguntas surgen, abriendo nuevas líneas
de investigación. No obstante, el objetivo siempre será crear las condiciones
necesarias, suficientes e idóneas para favorecer un desarrollo saludable, un buen nivel
de bienestar psicológico, la construcción de ajustes creativos y el crecimiento
emocional que permita a los niños y adolescentes desarrollar un proyecto de vida
ético y con sentido.
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93
5
Las relaciones entre la comprensión emocional y la
teoría de la mente
RENATA SARMENTO HENRÍQUEZ
1. INTRODUCCIÓN
94
creencias; en particular, los niños perciben que dos personas pueden tener deseos
diferentes por el mismo objeto antes de darse cuenta de que dos personas pueden
tener diferentes creencias sobre el mismo objeto. El siguiente paso en la comprensión
de la TM es la capacidad de los niños para identificar que ellos y otra persona pueden
tener creencias diferentes sobre la misma situación (cuando el niño no sabe qué
creencia es verdadera y cuál es falsa). Posteriormente son capaces de percibir que
alguien puede tener una creencia falsa sobre una situación (el niño sabe qué creencia
es verdadera y cuál es falsa). La diferenciación entre la emoción real y aparente
aparece más tarde en los preescolares. En los niños con desarrollo típico, este proceso
tiene lugar entre los 3 y los 5 años de edad (Wellman y Liu, 2004), con un punto
crítico alrededor de los 4-5 años, cuando empiezan a comprender la creencia falsa
(Wellman, Cross y Watson, 2001; Wimmer y Perner, 1983).
Diversos autores han señalado la importancia de la CE y la TM para el desarrollo
sociognitivo del individuo (Dunn, 1995; Jenkins y Astington, 2000; Weimer y
Guajardo, 2005). Entender cómo se establece la relación entre estos dos dominios nos
ayudará a comprender mejor el desarrollo socioemocional infantil. Comprender cómo
se da la relación entre CE y TM en el período que va desde los 3 hasta los 6 años
cobra relevancia por el momento evolutivo en que el niño se encuentra. Como se ha
mencionado anteriormente, los niños alrededor de los 4 años dominan la relación
entre deseos y emoción, y están en un proceso en el que empiezan a dominar la
creencia falsa para aplicarla a la predicción del comportamiento. Se trata, pues, de ver
cómo se relaciona la comprensión emocional en este período de transición en el que
comienzan a comprender la creencia falsa. Además de muchas cuestiones prácticas de
cara a una mejor intervención, aclarar la relación entre CE y TM nos ayudará a
entender mejor el debate (no resuelto) sobre la relación entre emoción y cognición.
Algunos autores proponen que la comprensión emocional precede a la
comprensión mentalista (Dunn, 2000; Hughes y Dunn, 1998; O’Brien et al., 2011).
Para otros, los niños necesitan primero de la comprensión de los estados mentales.
Esta comprensión les permite entender después las emociones ajenas (De Rosnay,
Pons, Harris y Morrell, 2004; Weimer, Sallquist y Bolnick, 2012). Por último, otros
autores entienden la CE y la TM como dos elementos que se desarrollan de forma
paralela, es decir, de manera independiente, aproximadamente en el mismo espacio
de tiempo, pero sin relación causal entre ambas (Cutting y Dunn, 1999).
Además de las posibles relaciones que puedan darse entre ambas habilidades,
numerosos estudios han señalado la importancia que el desarrollo lingüístico tiene
tanto en el desarrollo de la TM (Astington y Jenkins, 1999; Astington y Baird, 2005;
P. de Villiers, 2005; Peterson y Siegal, 1995, 1999; 2000; Woolfe, Want y Siegal,
2002) como en el desarrollo de la CE (Cutting y Dunn, 1999; De Rosnay y Harris,
2002; Hughes, White y Ensor, 2014; Pons, Lawson, Harris y De Rosnay, 2003).
En este capítulo revisamos el panorama que ofrece la investigación sobre la
relación entre comprensión emocional y teoría de la mente. En primer lugar,
expondremos los trabajos que evidencian la precedencia temporal y causal de la CE
sobre la TM. En segundo lugar, nos detendremos en aquellos estudios que, por otro
95
lado, muestran la necesidad del desarrollo de las habilidades mentalistas para que
luego tenga lugar el desarrollo de la CE. A continuación nos centraremos en los
trabajos que ponen de manifiesto que estos dos constructos comparten un desarrollo
temporal, pero lo hacen de forma paralela sin que haya una relación de causalidad ni
precedencia de uno sobre el otro. Por último, revisamos de qué forma el lenguaje
influye en la relación entre CE y TM. Esta reflexión nos permitirá analizar qué son y
cómo se relacionan ambos dominios para poder plantear algunas hipótesis finales.
Algunos autores defienden que las emociones y los afectos son las vías primarias
de acceso intersubjetivo, es decir, los primeros caminos a la mente del otro (Hobson,
1993; Rivière y Núñez, 2001; Trevarthen, 1986). Las experiencias de
intersubjetividad temprana, cuya génesis está en las emociones, desembocarían en las
habilidades mentalistas. Como vemos, para estos autores la comprensión emocional
aparece primero en el tiempo y gracias a ella emerge después el conocimiento
mentalista.
Los estudios realizados con bebés (1-4 meses) utilizando el paradigma conocido
como still-face son un ejemplo de cómo emergen las habilidades emocionales y
sociales a edades muy tempranas (Tronick, Als, Adamson, Wise y Brazelton, 1978).
El paradigma de still-face consta de tres pasos: 1) interacción de juego entre bebé-
adulto; 2) el adulto deja de responder a la interacción y mantiene una expresión facial
neutra (exenta de emoción), y 3) el adulto vuelve a la interacción dejuego. El
metaanálisis llevado a cabo por Mesman, Van IJzendoorn y Bakermans-Kranenburg
(2009) ha confirmado el efecto clásico de este paradigma, revelando que los bebés
desde muy pronto (1-4 meses) en situaciones de atención conjunta identifican y se
acomodan a las expresiones emocionales de los adultos. Los bebés se muestran
afectados por los cambios en los estados emocionales y de comportamiento del
adulto, por lo que hacen muchos esfuerzos para que este vuelva a engancharse en la
interacción y vuelva a mostrar alegría (Weinberg, Beeghly, Olson y Tronick, 2008).
En la misma línea, Reddy (2008) afirma que los bebés a los 2 meses muestran ya una
increíble sensibilidad a las expresiones emocionales de los adultos y son capaces de
aprender sobre su significado a partir de la respuesta de estos a sus propias
expresiones emocionales (p. 82). En este sentido, los trabajos de Hoehl (2014) sobre
expresión emocional revelan que los bebés desde muy pequeños (3 meses) responden
de forma conductual a las expresiones emocionales de sus cuidadores. Para esta
autora el niño va dando significado al mundo que le rodea a través de las expresiones
emocionales de los adultos.
Todo este conocimiento emocional y social se despliega antes del desarrollo de la
intencionalidad y la revolución cognitiva, alrededor de los 9 meses de acuerdo con
Tomasello (1999). Aparentemente nos encontramos con la siguiente paradoja: si la
atención conjunta se puede entender como un precursor de la TM (Baron-Cohen,
96
Leslie y Frith, 1985; Tomasello, 1995) y si no hay intencionalidad hasta los 9 meses,
¿qué es lo que lleva al bebé a intentar recuperar la armonía en la interacción con el
adulto? Esta aparente paradoja es aclarada por Trevarthen (1986), quien sostiene que
nos encontramos con un bebé que muestra una clara intencionalidad comunicativa
aunque no disponga de un repertorio conductual que le permita mostrarlo.
Asimismo, Rochat (2004) pone de manifiesto el importante avance en cuanto a
comprensión emocional y social que ocurre en el primer año de vida. Hacia el
segundo mes de vida, el bebé empieza a desarrollar expectativas sociales, adoptando
en la relación con el adulto la sonrisa social. Un poco más tarde, alrededor de los 4-6
meses, los bebés manifiestan una sensibilidad hacia los indicios sociales y
emocionales que muestra el adulto en su conversación y en el juego. Para Rochat, una
vez que el bebé está dotado de esta intersubjetividad primaria, está preparado ya para
dar el siguiente paso en la comprensión de los demás como agentes intencionales.
En el mismo sentido, Hobson (1993) retoma las ideas de Vygostki en las que
sugiere que los niños adquieren una comprensión de sí mismos y de los otros a través
de sus experiencias en las relaciones interpersonales. En estas relaciones las
emociones cumplen un papel fundamental. Para este autor, la comprensión social
tiene un origen emocional, así como la conciencia emocional tiene un origen social.
Las relaciones afectivas son necesarias para que el niño desarrolle su concepto de
«persona»; este concepto a su vez es necesario para comprender el concepto de uno
mismo como persona; el reconocimiento de la existencia del otro implica la
capacidad de reflexión y autoconciencia, incluyendo la conciencia de la experiencia
emocional (p. 237). Estas relaciones se convierten, entonces, en una condición
imprescindible para el desarrollo de la mente representacional.
Considerando los trastornos del neurodesarrollo, podemos entender algunas
alteraciones desde esta perspectiva. En este sentido, las personas con autismo podrían
mostrar las consecuencias que una afectación en el origen emocional de la
comprensión social tiene para el desarrollo del individuo. La ausencia de interés para
el contacto afectivo con el otro es uno de los rasgos distintivos de este trastorno
(Kanner, 1943). Se puede interpretar que esta falta de enganche emocional tiene
importantísimas consecuencias en la cognición social. Desde esta perspectiva, por
tanto, las relaciones afectivas serían la base de la comprensión del otro como un ser
con mente propia. Cuando esta habilidad emocional se altera o no aparece, la
cognición social no se desarrolla con normalidad.
En esta línea, Trevarthen (1986) sostiene que la capacidad para relacionarse con
los demás regula el desarrollo mental. Los niños llegan al mundo dotados de una gran
inmadurez psicológica, biológica y física, pero, a la vez, de una predisposición a
conectar emocionalmente con el otro. A partir de esta conexión con el otro, de este
compartir experiencias y emociones, el niño va accediendo al mundo social. En este
sentido, Abe e Izard 14 (1999) defienden que las emociones desempeñan un papel
central en la consecución de los hitos cognitivos en cada etapa del desarrollo. Para
estos autores no se puede olvidar el peso de los intercambios emocionales en la
construcción de la cognición.
97
Así pues, como vemos, existe un numeroso grupo de autores que considera que el
bebé se basa en el conocimiento emocional para desplegar después el conocimiento
mentalista. Sin embargo, ¿qué ocurre un tiempo más tarde? ¿Se sigue manteniendo
este apoyo de lo mental sobre lo emocional? Otros autores han analizado las
relaciones entre CE y TM en preescolares. Para Bartsch y Wellman (1995) los niños a
los 2 años utilizan ya términos emocionales y de deseo para solo posteriormente
hablar sobre creencias. Estos autores sugieren que a través de la interacción social los
niños aprenden cómo las creencias influyen en el comportamiento de las personas. En
la misma línea, los trabajos de Dunn (2000) y Hughes y Dunn (1998) sugieren que los
niños entienden primero los estados emocionales para posteriormente ampliar dicha
comprensión a los estados cognitivos. Como las emociones son mostradas
externamente, no así los estados mentales, los niños pueden reconocer cuándo sus
emociones y las de los demás son diferentes antes que los estados mentales. Los
autores que apoyan esta visión se basan en el carácter externo de las emociones frente
al interno de los estados mentales como un facilitador de la primacía de la CE frente a
la TM.
Los trabajos con preescolares utilizan otros tipos de medidas y otras definiciones
de lo que son la CE y TM, como veremos a continuación. Este es un hecho a tener
muy en cuenta porque puede determinar los resultados de una investigación, máxime
cuando se trata de trabajos sobre el desarrollo infantil. En función de cómo se defina
el constructo, se utilizarán unas medidas u otras, como podremos ver más adelante.
Además, dependiendo del momento del desarrollo en el que se tome la medida,
podemos obtener unos resultados u otros. Se observa una amplia variedad de tareas
que miden la teoría de la mente, así como la comprensión emocional y sus distintos
componentes. Los estudios con preescolares utilizan distintas medidas y en su
mayoría no analizan todos los elementos de CE y TM, por lo que disponemos de un
conocimiento bastante «compartimentado» del funcionamiento socioemocional del
niño.
En un estudio longitudinal, Dunn, Brown, Slomkowski, Tesla y Youngblade
(1991) analizaron la relación entre TM y CE en una muestra de 50 niños a los 33 y a
los 40 meses. Encontraron que los niños que crecen en entornos donde las
conversaciones familiares versan en mayor medida sobre las emociones y sus causas
mostraron ser más hábiles 7 meses después al explicar las emociones y acciones de
los protagonistas en las tareas de creencia falsa. Para estos autores, pues, la
comprensión emocional aparece antes que la habilidad para comprender la mente de
los demás y relacionar las acciones con las creencias. Asimismo, Hughes y Dunn
(1998) descubrieron que las tareas de toma de perspectiva afectiva a los 3 años
predecían el rendimiento en TM a los 5 años, cuando se controlaba la edad, las
habilidades lingüísticas verbales y no verbales.
Del mismo modo, en un estudio más reciente con niños de 3 y 4 años (O’Brien et
al., 2011) se tomaron medidas longitudinales de CE a través de tareas de etiquetado,
toma de perspectiva afectiva y causalidad. La TM fue evaluada a través de tareas de
localización inesperada, contenido inesperado, distinción apariencia-realidad y toma
98
de perspectiva conceptual. Los autores hallaron que la CE a los 3 años predecía los
cambios producidos en la ejecución en las tareas de TM de 3 a 4 años. Sin embargo,
el rendimiento en TM a los 3 años no predecía cambios en la CE durante el mismo
período de tiempo. Los datos sugieren, pues, que la CE precede a la TM en estas
edades.
Otro grupo de estudios que sugiere la precedencia de CE sobre la TM pone de
manifiesto los problemas de comprensión de las habilidades mentalistas en niños que
han sido víctimas de malos tratos. Numerosos trabajos constatan que los niños
víctimas de malos tratos muestran dificultades en las habilidades socioemocionales.
Los padres maltratadores son posiblemente menos propensos a mostrar estilos
parentales que fomenten la comprensión social y emocional (Luke y Banerjee, 2013).
En las situaciones de maltrato hay una interacción cuidador-niño alterada, de manera
que al niño le resulta difícil interpretar y predecir el comportamiento del cuidador.
Estos niños crecen en un ambiente donde escasean las experiencias necesarias para un
desarrollo ajustado de la CE (Alink, Cicchetti, Kim y Rogosch, 2009; Maughan y
Cicchetti, 2002). El metanálisis llevado a cabo por Luke y Banerjee (2013) pone de
manifiesto las dificultades que presentan los niños maltratados en comprensión
emocional, toma de perspectiva afectiva y creencia falsa.
El desarrollo desajustado en CE puede afectar también al desarrollo de las
habilidades mentalistas. Pears y Fisher (2005) han encontrado diferencias
significativas en CE y TM entre niños institucionalizados víctimas de malos tratos y
un grupo de iguales sin historia previa de maltrato. En una reciente revisión llevada a
cabo por Benarous, Guilé, Consoli y Cohen (2015) se analizaron 12 trabajos que
estudian la relación entre maltrato y desarrollo de la TM. Es importante señalar la
dificultad en este tipo de estudios puesto que la definición de malos tratos es a veces
compleja y difusa. El término «maltrato» incluye el físico, el sexual, la negligencia
y/o el psicológico o emocional. Muy posiblemente no todos los tipos de maltrato
tengan las mismas consecuencias para el individuo. A pesar de las dificultades
conceptuales, la revisión concluye que los niños con historia de malos tratos muestran
más dificultades en tareas de creencia falsa comparados con sus iguales que no han
sufrido malos tratos.
A modo de conclusión, podemos decir, a raíz de los resultados de los estudios que
defienden la precedencia de la CE sobre la TM, que venimos al mundo
preformateados para conectar con el otro y a través de la socialización llegamos a
interpretar el mundo mental del otro. Las emociones se pueden entender, por tanto,
como el vehículo primario que da sentido al mundo. Dar sentido al mundo es, dicho
de otro modo, incorporar (e interpretar) el significado que el otro tiene del mundo (en
un sentido muy abstracto de lo que es otro). En las interacciones afectivas el adulto
guía al niño para el proceso de socialización. Estas relaciones afectivas son las que
nos hacen ver e interpretar el mundo de una manera determinada. Cuando se
presentan problemas en el «preformateo», todo el proceso de desarrollo emocional,
socialización y acceso al mundo mental parece estar afectado. Esto es lo que ocurriría
en niños con trastorno autista, cuyas capacidades biológicas parecen estar alteradas, o
99
en niños en situaciones de maltrato, en las que la experiencia afectiva temprana está
igualmente alterada.
Otros estudios apuntan a que los niños necesitan desarrollar una comprensión de
estados mentales para luego identificar estados emocionales ajenos. Es posible que
los niños necesiten reconocer primero que los demás tienen creencias y deseos que
son diferentes a los propios para poder comprender las emociones ajenas. En este
sentido, se encuentran dos tipos de evidencia. Por un lado, algunos autores
encuentran que los niños son mejores en TM que en CE. Por otro lado, hay otros
estudios que, aunque solo evalúan la comprensión de la creencia falsa, también
evidencian que los niños predicen mejor los estados mentales que los emocionales.
Harwood y Farrar (2006), en un estudio con niños de 3 a 5 años, comprobaron la
relación entre las tareas de toma de perspectiva afectiva y creencia falsa. Para medir
la habilidad de los niños para predecir sus propias emociones y las emociones de un
amigo (tareas de toma de perspectiva afectiva), tuvieron en cuenta dos posibles
escenarios: 1) que la emoción del niño y del amigo fuera coincidente (alegría-alegría
o tristeza-tristeza) y 2) que la emoción del niño y del amigo no fuera coincidente
(alegría-tristeza o tristeza-alegría). Encontraron que el rendimiento en tareas de
creencia falsa estaba positivamente relacionado con la habilidad del niño para
predecir la emoción del amigo cuando esta era diferente a la suya, pero no cuando la
emoción de ambos era coincidente. Estos resultados muestran que la adquisición de la
creencia falsa puede ampliar la comprensión del niño de que las personas tienen
creencias diferentes que les hacen actuar de manera distinta, lo que promueve el
desarrollo de la CE. Estos resultados deben ser tomados con cautela puesto que es
arriesgado establecer una relación de precedencia de un elemento sobre otro en un
estudio transversal. Además, se utilizan medidas muy concretas de la TM (creencia
falsa) y CE (toma de perspectiva afectiva).
Asimismo, Weimer et al. (2012) examinaron la relación entre la comprensión de
creencias falsas y la comprensión emocional (medida a partir de algunos ítems del
TEC) en 78 niños de 4 a 6 años. Una vez controlada la edad, el rendimiento en las
tareas de creencia falsa correlacionaba positivamente con el reconocimiento y la
comprensión de las causas de las emociones, pero no con las medidas de comprensión
emocional más complejas (comprensión de emociones basadas en deseos, creencias,
recuerdo, emociones ocultas y predicción de emociones basada en creencia falsa).
Para estos autores, pues, la comprensión de la creencia falsa puede ofrecer a los niños
la oportunidad de aprender acerca de las emociones de una manera más amplia.
Del mismo modo, Seidenfeld, Johnson, Cavadel e Izard (2014) analizaron las
competencias mentalistas y la comprensión emocional de forma longitudinal de 60
niños del programa Head Start 15 con edades comprendidas entre los 3 y los 5 años.
Concluyeron que las representaciones mentales, medidas a través de tareas de
100
creencia falsa, promovían el desarrollo del reconocimiento de expresiones
emocionales y la identificación de causas y consecuencias de las emociones. Sus
resultados apoyan la hipótesis de la precedencia de la TM sobre la CE. Para estos
autores, la comprensión de la creencia falsa puede ser un hito crucial para que los
niños empiecen a generalizar su conocimiento básico de las emociones y puedan
aplicarlo en contextos sociales más amplios.
En este sentido, Doherty (2009) sugiere que la comprensión de las creencias falsas
marca un punto de inflexión en el conocimiento social del niño. Antes de los 4 años,
los niños poseen una comprensión básica con respecto al comportamiento del otro,
pero no son capaces de comprender todavía la naturaleza subjetiva de los estados
mentales. A partir de los 5 o 6 años es cuando el niño es capaz de darse cuenta de que
las emociones se basan en las creencias más que en la realidad objetiva. Esta
reflexión concuerda con lo sostenido por Harris, Johnson, Hutton, Andrews y Cooke
(1989). Estos autores defienden que los niños de 3 a 7 años progresivamente van
reconociendo que las reacciones emocionales de una persona ante una situación se
rigen por la evaluación que hace aquella de esta más que por las características
objetivas de la situación misma.
Asimismo, Harris et al. (1989) mostraron que, a medida que los niños de entre 3 y
6 años maduran, son cada vez más capaces de hacer atribuciones emocionales sobre
la base de las creencias y, al hacerlo, tienen en cuenta conjuntamente las creencias y
los deseos. En uno de sus trabajos con tres grupos de niños de 4, 5 y 6 años, Mickey,
un personaje travieso, gastaba bromas a otros protagonistas. Durante la ausencia del
protagonista, Mickey reemplazaba el contenido deseable de un recipiente de comida o
bebida por uno indeseable (o al contrario, reemplazaba algo no apetecible por algo
deseable). Al regreso del protagonista, se les pedía a los participantes que predijeran
su emoción en dos momentos distintos: 1) al ver por primera vez el recipiente pero
antes de abrirlo y 2) después de descubrir el contenido real. Los resultados indicaron
que las predicciones erróneas basadas en el contenido real del recipiente (lo que el
participante sabía pero no el personaje) decrecieron con la edad para la pregunta 1
pero no para la pregunta 2. En cuanto a las justificaciones, el grupo de 6 años dio más
respuestas correctas con respecto al grupo de 5 y de 4 años. En conjunto, los
resultados de los tres trabajos mostraron que los niños de 3 a 7 años predicen y
explican la emoción con referencia a la teoría de la mente, o al menos con una
referencia conjunta a dos de los elementos clave de la TM: creencias y deseos.
En la misma línea, De Rosnay et al. (2004) entienden que existe un desfase entre
la comprensión de las creencias falsas y la habilidad para atribuir emociones basadas
en creencias falsas. Sugieren que las habilidades lingüísticas, así como las
conversaciones en el contexto familiar, son los elementos que ayudan a disminuir este
desfase. Los resultados de sus trabajos apuntan a que la comprensión de la creencia
falsa no garantiza que el niño sea capaz de hacer una evaluación correcta sobre el
estado emocional cuando este depende de una creencia falsa. Estos autores
interpretan este desfase como una evidencia a favor de la precedencia de la TM sobre
la CE y creen que la comprensión de la emoción basada en la creencia requiere de las
101
funciones ejecutivas, es decir, que se trata de un conocimiento que va más allá de la
comprensión de la creencia falsa (Harris, De Rosnay y Ronfard, 2014). Más adelante
volveremos a tratar el papel del lenguaje en la comprensión de los estados mentales y
emocionales.
Es importante poner de manifiesto que los argumentos de estos últimos trabajos se
refieren no a la CE como la entendemos, sino a un componente avanzado de la CE.
Es decir, se trata de una comprensión emocional que por definición exige que el niño
tenga adquirido el desarrollo de la creencia falsa, un elemento clave de la TM. En este
sentido, y por definición, está claro que el niño necesita primero desarrollar la
creencia falsa para luego comprender las emociones que se basan en creencias falsas.
Parece plausible pensar que, una vez desarrollada la comprensión de la creencia falsa,
el niño necesita un tiempo para ajustar/acomodar este nuevo hito mentalista a la
comprensión emocional de la que dispone.
102
discurso del padre, con más alusiones a términos emocionales negativos y a
explicaciones sobre deseos y emociones, predecía la ejecución en TM del niño.
Parece claro que el discurso influye en el desarrollo social del niño; sin embargo,
distintos aspectos del discurso influyen en diferentes ámbitos del conocimiento.
En definitiva, estos trabajos sugieren que la CE y la TM son dos aspectos distintos
del conocimiento social y que su desarrollo no tiene por qué estar necesariamente
vinculado. Pueden confluir en algún momento del proceso, aunque estos autores
defienden que CE y TM siguen diferentes trayectorias. Es importante señalar que esta
línea de trabajo no ha sido de las que más evidencias ha cosechado. Desde nuestro
punto de vista, y en consonancia con la mayor parte de la evidencia empírica, resulta
difícil negar la relación entre CE y TM, que ambos comparten antecedentes y
convergen en el desarrollo socioemocional del individuo.
Como se ha podido mostrar a lo largo de este apartado, muchos son los trabajos
que han tratado de arrojar luz a cómo se establece la relación entre CE y TM a lo
largo del desarrollo. Sin embargo, la pregunta no tiene una respuesta unívoca. La
respuesta dependerá de la edad de los participantes en los estudios y, por tanto, del
período evolutivo en el que se encuentran, de la definición que hagan los
investigadores de los constructos y sus elementos, de los instrumentos utilizados, así
como de las medidas tomadas. No todos los estudios analizan todos los componentes
de la CE y los distintos estados mentales de la TM. Como hemos podido comprobar,
muchos son los trabajos que resumen la TM a las tareas de creencia falsa, obviando
los demás elementos: deseos, intenciones, emociones, etc.
Otro de los problemas observados en muchos de los trabajos es la variación en el
rango de edad de los niños en los que se estudia la relación entre comprensión
emocional y teoría de la mente. Este rango varía desde los 3 a 5, 4 a 6 y 3 a 7 años.
Además, en algunos de estos estudios se utilizan grupos bastante heterogéneos, dicho
rango de edad oscila en más de 12 meses. En este período evolutivo, los preescolares
están inmersos en importantes cambios a nivel lingüístico, cognitivo y
socioemocional (Piaget e Inhelder, 1997; Vygotski, 1986). De ahí la necesidad de
tomar los datos transversales con mucha cautela. En este sentido, cobra relevancia la
realización de estudios longitudinales que nos aporten una visión más amplia del
desarrollo.
Como se ha comentado anteriormente, muchos de los trabajos sobre CE y TM
reducen ambos constructos a determinados elementos. Por un lado, la CE se suele
medir a través del etiquetado y la expresión, mientras que la TM suele quedar
reducida a la comprensión en las tareas de creencia falsa (De Rosnay et al., 2004;
Dunn et al., 1991; Harris et al., 1989; Harwood y Farrar, 2006; Seidenfeld et al.,
2014; Weimer et al., 2012). Es importante hacer un esfuerzo por intentar considerar,
en la medida de lo posible, todos los elementos de la CE y la TM para así poder
profundizar en los factores que determinan el desarrollo infantil.
103
Como se puede ver, la relación entre TM y CE no está clara; sin embargo, no
podemos obviar el papel que desempeña el lenguaje en esta relación.
Los resultados del metaanálisis llevado a cabo por Milligan, Astington y Dack
(2007) confirman que hay una fuerte relación entre la comprensión de la creencia
falsa y las habilidades lingüísticas, que se mantiene cuando se aplican distintas
medidas de lenguaje, así como distintos tipos de tareas de creencia falsa. El desarrollo
del lenguaje parece ser un buen predictor del desarrollo posterior de TM, medida a
partir de tareas de creencia falsa y apariencia-realidad, no siendo la ejecución en
dichas tareas de TM un buen predictor del desarrollo lingüístico posterior (Astington
y Jenkins, 1999).
Una vez más, desde el ámbito de las alteraciones del desarrollo podemos aportar
alguna evidencia para entender cómo se relacionan estos constructos. Algunas
discapacidades sensoriales, como la discapacidad auditiva, retrasan 16 la adquisición
del lenguaje y la comprensión de la conversación. Estos elementos pueden
desempeñar un papel crucial en el desarrollo de la TM (Siegal y Peterson, 2008). El
estudio de la TM en personas con discapacidad auditiva nos aporta información
relevante acerca del papel que desempeña el lenguaje en la comprensión de la
creencia falsa y sobre la contribución relativa de sus distintos elementos (P. de
Villiers, 2005). Los niños con deficiencia auditiva, hijos de padres oyentes, además
de mostrar retraso en el lenguaje, presentan un retraso en la CE (Gray, Hosie, Russell,
Scott y Hunter, 2007; Ludlow, Heaton, Rosset, Hills y Deruelle, 2010) y en la
comprensión de creencia falsa (Peterson y Siegal, 2000; Peterson, 2004), incluso
cuando son evaluados a través de tareas con baja demanda lingüística (Levrez,
Bourdin, Driant, D’Arc y Vandromme, 2012; Schick, De Villiers y Hoffmeister,
2007). En el mismo sentido, el metaanálisis llevado a cabo por Nilsson y De López
(2016) pone de manifiesto el retraso que muestran los niños con trastorno específico
del lenguaje en el desarrollo de la TM. Estos estudios aportan evidencia sobre el
factor mediador del lenguaje sobre la TM.
Para Jackson (2001), hay propiedades específicas del lenguaje que son necesarias
para la comprensión de las tareas de creencia falsa, más allá de experiencias
relacionadas con la edad y la maduración neurológica, como también sugieren
Remmel, Bettger y Weinberg (2001). El lenguaje proporciona recursos sintácticos,
semánticos y pragmáticos que facilitan la comprensión de las tareas de creencia falsa
(J. de Villiers y Pyers, 2002).
Parece claro, pues, que el lenguaje cumple un importante papel en el desarrollo de
la comprensión de la creencia falsa. Es importante señalar que, una vez más, los
estudios que analizan el desarrollo de la TM y su relación con el lenguaje se centran
únicamente en la comprensión de la creencia falsa y no tienen en cuenta los demás
elementos que componen la TM. La interpretación de los trabajos, por tanto, nos
impide sacar conclusiones más generales, como ya se ha comentado anteriormente.
104
5.2. La relación entre lenguaje y comprensión emocional
105
muestran más dificultades en comprensión emocional (Spackman, Fujiki y Brinton,
2006) y regulación emocional que sus iguales sin alteraciones lingüísticas (Fujiki,
Brinton y Clarke, 2002).
En línea con Saarni (1999), parece claro, pues, que el lenguaje aporta la
herramienta para representar de forma eficiente nuestra experiencia emocional,
además de dar forma a las relaciones sociales.
106
Chapman, 2001). En estos aspectos reside la dificultad de estudiar el desarrollo
infantil, puesto que es necesario tener en cuenta que las distintas habilidades no se
manifiestan de manera aislada, sino más bien por medio de relaciones que se van
complementando.
6. CONCLUSIONES
A lo largo de este capítulo hemos ido analizando las distintas posturas teóricas
acerca de la relación entre la comprensión emocional y la teoría de la mente, haciendo
hincapié en el papel que desempeña el desarrollo lingüístico en dicha relación.
Como hemos podido comprobar, hay un cuerpo teórico que defiende que la
comprensión emocional es la que precede al desarrollo mentalista, entendiendo que el
niño nace ya predispuesto a conectar con el adulto y necesita a la vez de este para
comprender el mundo social. A través del proceso de socialización, el niño va
aprendiendo a interpretar el mundo mental del otro. Por otro lado, otros autores
sugieren que a partir de las habilidades mentalistas los niños van teniendo un mayor
entendimiento de la comprensión emocional. Es posible, pues, que los niños necesiten
reconocer primero que los demás tienen creencias y deseos que son diferentes a los
propios antes de comprender las emociones. Y, como una tercera posibilidad,
defendida por algunos autores y que muestra poca evidencia, se sugiere una
separación entre los dos constructos.
Llegados a este punto, podemos retomar las preguntas planteadas en la
introducción. ¿Existe simplemente una relación de precedencia temporal de un
elemento sobre el otro? ¿Se trata más bien de una relación causal en la que uno
funciona como prerrequisito o soporte del otro? ¿Podemos decir que son dos aspectos
separados del conocimiento y que no tienen relación entre sí? Es difícil simplificar el
desarrollo infantil y, por tanto, tan solo contestar sí o no a cualquiera de estas
preguntas. Las relaciones existentes entre nuestras distintas capacidades están lejos de
ser explicadas de una manera sencilla, más que nada porque el ser humano es un ser
complejo y en nuestro funcionamiento cerebral no hay compartimentos que digan
esto pertenece a la CE o esto pertenece a la TM. En el desarrollo todo está mucho
más interrelacionado, no existen separaciones tan claras. Parece difícil negar la
importancia que tienen en el desarrollo temprano la comunicación y los intercambios
afectivos. Varios autores sostienen que a partir de la intersubjetividad primaria y la
capacidad para conectar con el otro (capacidad de la que depende la vida en los
primeros momentos) el bebé va construyendo su mundo mental a la vez que el adulto
le va dando las claves para interpretar el mundo mental del otro (Rochat, 2004;
Trevarthen, 1986). Durante los primeros años, en este contexto, el lenguaje tendrá un
papel primordial a la hora de dotar de herramientas al niño para que sea capaz de
relacionar esta comprensión emocional, las habilidades mentalistas y otras funciones
cognitivas más avanzadas (Saarni, 1999). Sabemos que el desarrollo de la TM se da
entre los 3 y los 6 años con un punto crítico alrededor de los 4-5 años, cuando el niño
pasa a comprender la creencia falsa (Bartsch y Wellman, 1995; Doherty, 2009;
107
Wellman, 2011). Sin embargo, es importante no perder de vista que, cuando el niño
emprenda este viaje que desembocará en la comprensión de la TM, llevará ya un
bagaje de CE a sus espaldas. Por tanto, este recorrido es el que le va a permitir
percibir que las emociones se basan en las creencias alrededor de los 5 o 6 años. Esta
capacidad para comprender que nuestras emociones, así como nuestras acciones, se
basan en nuestras creencias y deseos es crucial para el desarrollo socioemocional
posterior.
Nos parece importante volver a señalar las complicaciones metodológicas y
conceptuales que tiene tratar de aclarar la relación entre CE y TM. Por un lado, los
estudios nos aportan distintas definiciones de ambas capacidades. En función de esta
definición, se determinan las medidas que habrán de ser tomadas, que en la mayoría
de las ocasiones es una medida «reduccionista», es decir, reduce la CE a etiquetado y
expresión emocional, y la TM a comprensión de la creencia falsa. Además, muy
relacionado con la medida está el momento evolutivo en el que se toma dicha medida.
En este sentido, hay que tener mucha cautela con la interpretación de los trabajos que
presentan exclusivamente datos transversales. Asimismo, estrictamente desde el
punto de vista metodológico, el análisis de covariables (ANCOVA) que no sean
independientes de las variables medidas puede generar confusión en la interpretación
de los datos (Miller y Chapman, 2001). La inmensa mayoría de los trabajos revisados
utilizan esta metodología para el análisis de sus datos. Las variables tratadas, como
hemos podido observar, están muy entrelazadas (lenguaje, TM, CE, edad) y, por
tanto, se vuelve muy complejo separar el efecto que tiene una u otra utilizando esta
metodología. A pesar de estas dificultades metodológicas y conceptuales, parece
plausible pensar que la CE y la TM son habilidades que están relacionadas.
Posiblemente, y en línea con los estudios de Dunn et al. (1991), Hughes y Dunn
(1998), O’Brien et al. (2011) y otros, la CE precede en el tiempo y servirá de base
para el desarrollo de la TM. En la medida en que el niño se va desarrollando, muy
probablemente estas dos capacidades van sirviendo de base la una a la otra para dar
forma al mundo socioemocional del individuo. Las alteraciones que se dan en el
desarrollo emocional y de las habilidades mentalistas en los niños con autismo, los
estudios que demuestran las dificultades de comprensión emocional y en tareas de
TM en niños signantes tardíos o bien los estudios que sugieren un desarrollo
emocional y una comprensión de la TM alterados en niños víctimas de malos tratos
ponen de manifiesto la estrecha relación que mantienen estos dos constructos. Sin
embargo, la evidencia empírica todavía no nos permite asegurar cuál de las dos
variables es la que aparece primero en esta relación y cuándo. No nos podemos
olvidar que en la investigación sobre el desarrollo nos movemos sobre algo en
construcción, en movimiento; por tanto, es muy probable que esta relación vaya
sufriendo cambios a lo largo del tiempo. Los estudios longitudinales que incluyan
medidas de ambas variables a lo largo del desarrollo serán los que nos aporten, quizá,
más claridad al campo.
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NOTAS
14 Posteriormente, Izard (2011) matiza parte de su teoría y reconoce la necesidad de algunos mecanismos
cognitivos muy básicos, como por ejemplo la percepción del contorno de la cara del adulto por parte de los
bebés. Sin embargo, no obvia la importancia de las emociones básicas para el desarrollo social.
15 El programa Head Start está dirigido a niños en edad preescolar pertenecientes a familias con bajos
ingresos. Tiene como objetivo fomentar el desarrollo a través de apoyo en el aprendizaje temprano, salud y
bienestar familiar.
16 En este sentido, cabe matizar que no es la discapacidad auditiva en sí la que retrasa la adquisición del
lenguaje, sino la experiencia lingüística atípica. Los niños con discapacidad auditiva cuyos padres son
signantes no muestran este tipo de retraso (Spencer, 2011).
114
6
Conocimiento emocional y lenguaje
ELISABET SERRAT
FRANCESC SIDERA
1. INTRODUCCIÓN
115
interactúan y se despliegan para formar las posibilidades de comprensión y expresión
lingüísticas y las posibilidades representacionales de una persona determinada. En
esta línea, para conectar lenguaje y emoción, hemos de plantearnos inicialmente qué
tipo de interacción se da entre el lenguaje y la cognición. Asumiremos en este
capítulo que el lenguaje y la cognición interactúan. Asumiremos que la manera en
que la cognición humana funciona tiene una influencia en la estructura del lenguaje
humano y que, a su vez, el lenguaje influye en la cognición humana. Qué fuerza tiene
la relación del lenguaje en la cognición es una discusión que domina el ámbito acerca
del relativismo lingüístico y que no podemos retomar aquí en toda su extensión. Para
nuestros propósitos, sí conviene plantearnos cómo deberíamos entender la relación
entre lenguaje y emoción. Además, vamos a asumir que la cognición interactúa con la
emoción (Damasio, 1994) y que lo hace de una manera estrecha, pero no podemos
profundizar en esta tesis, puesto que va más allá del objetivo del capítulo. Las
personas tenemos la habilidad de conceptualizar emociones, no solamente las propias,
sino también las de los demás, y, en este sentido, la cognición sirve como
intermediario entre lenguaje y emoción. Además, un hablante también tiene la
posibilidad de expresar sus emociones directamente con el lenguaje, dando como
resultado la expresión lingüística de las emociones (también denominado lenguaje
emotivo o afectivo).
Por una parte, el lenguaje permite el intercambio de información entre dos o más
hablantes que utilizan un mismo código o lengua. En cuanto a esta funcionalidad
comunicativa, hay que destacar que es la función primigenia o primera en un sentido
evolutivo. Utilizamos el lenguaje para comunicar emociones; en nuestra vida diaria
gracias al lenguaje podemos comunicar voluntariamente nuestros estados
emocionales. Es más, la comunicación lingüística de las emociones no se centra
solamente en la comunicación oral, ya que también comunicamos emociones a través
del lenguaje escrito u otros sistemas lingüísticos no orales, como el lenguaje de
signos, e incluso con recursos más recientes como los emoticonos. En este capítulo
vamos a abordar la comunicación oral de las emociones, puesto que es aquella que se
da en la primera infancia.
A lo largo del desarrollo los niños aprenden el lenguaje y cómo expresar diferentes
hechos, vivencias y estados de ánimo. Aprenden también a expresar no verbalmente
las emociones y a fingirlas, minimizarlas, exagerarlas u ocultarlas según lo requieran
las reglas del contexto social en el que se hallan inmersos. Pero como hemos
apuntado, el lenguaje no solamente permitiría comunicar y expresar emociones, sino
que también ayudaría a adquirir, organizar y utilizar el conocimiento conceptual
emocional, que es un elemento esencial en la percepción de emociones e incluso en
su experiencia y regulación (Lindquist, Satpute y Gendron, 2015).
Por tanto, durante la primera infancia va a ser fundamental adquirir el lenguaje (o
determinados aspectos del lenguaje) para el desarrollo del conocimiento emocional.
Hay que tener en cuenta, además, que la expresión lingüística de emociones se realiza
en una lengua determinada y, por tanto, en una cultura determinada, con lo cual la
expresión y comprensión de las emociones, así como su representación conceptual,
116
pueden variar en función de la lengua de adquisición.
2. VERBALIZANDO EMOCIONES
Recursos paralingüísticos
Según Poyatos (1994, p. 28), el paralenguaje se define como «las cualidades no
verbales de la voz y sus modificadores, las emisiones independientes cuasiléxicas y
los silencios momentáneos, que utilizamos consciente o inconscientemente para
apoyar o contradecir los signos verbales, kinésicos, proxémicos, etc.,
simultáneamente o alternando con ellos, tanto en la interacción como en la no-
interacción».
En esta línea, en Cestero (2006) se detalla cuáles son los aspectos paralingüísticos.
En el cuadro 6.1 se recogen algunos ejemplos en relación con la comunicación de
emociones.
CUADRO 6.1
Aspectos paralingüísticos relacionados con la comunicación de emociones
— Cualidades y modificadores fónicos: timbre, resonancia, volumen, registros, campo entonativo, etc., y
todos los distintos tipos de voz.
— Sonidos fisiológicos y emocionales: el llanto, la risa, el suspiro, el jadeo, la tos, el bostezo, el carraspeo,
el eructo, etc.
117
— Elementos cuasi-léxicos: la mayoría de las interjecciones, las onomatopeyas, sonidos que cuentan con
nombre propio (chistar, sisear, lamer, gruñir…) y otros sonidos que no llevan asociados un signo
lingüístico concreto pero que tienen un importante valor comunicativo (uff, hum, ouu…).
— Pausas y silencios.
Recursos lingüísticos
Si vemos a alguien quejándose o llorando, podemos asumir que se ha hecho daño
o que está triste, y quizá por el nivel de llanto podremos deducir su intensidad. Pero la
información no verbal que nos aportan las lágrimas no nos indica de qué experiencia
de dolor o de tristeza se trata: en un sentido más corporal (se ha golpeado con algo),
más cognitivo (le han insultado, está solo) o sobre las circunstancias que han llevado
a este estado (ha perdido el trabajo, se ha muerto su mascota). Sin embargo, la
comunicación verbal de los estados emocionales puede proporcionar información,
aunque no perfecta, sí bastante precisa sobre la forma específica de una emoción
como la tristeza, la depresión o la alegría, su origen o motivo. De este modo, los
niños a lo largo del desarrollo aprenden a expresar emociones, a describirlas y a
comprenderlas explícitamente gracias al lenguaje.
En efecto, al comunicar con palabras las emociones, no solo se hace referencia a la
descripción de emociones externas, sino que la expresión lingüística de emociones a
118
menudo se halla impregnada subjetivamente de sentimiento y, de hecho, las
funciones comunicativas referencial y emotiva del lenguaje se desarrollan
conjuntamente (Wilce, 2009).
Esta expresión de emociones a través del lenguaje se puede hallar en todos los
niveles o componentes lingüísticos.
119
primer momento, la gran mayoría de estudios se centraron en la aparición del léxico
emocional básico recogido a partir de informes parentales. Otros estudios se han
centrado en la identificación y denominación de expresiones faciales. Además,
también podemos referir estudios experimentales y obtener evidencia a partir de
bases de datos de inventarios comunicativos.
120
A esta edad empiezan a utilizar algunas etiquetas para describir las expresiones de
emociones faciales, pero no todas las que sí aparecen en el habla espontánea de los
niños en los estudios mencionados anteriormente. Ante la denominación libre de
expresiones faciales (el experimentador enseña al niño una foto de una expresión
emocional y pregunta «¿cómo se siente esta persona?»), el orden en que aparecen las
etiquetas emocionales en los niños de habla inglesa se ilustra seguidamente:
Widen y Russell (2003) hallan que los niños cometen errores en la denominación
de expresiones prototípicas de emociones y que estos no son aleatorios, sino
sistemáticos. Encuentran que es más probable que se equivoquen en una expresión
con una etiqueta de una categoría emocional parecida, por ejemplo es más probable
que se equivoquen entre enfado y miedo que entre felicidad y enfado, puesto que el
enfado y el miedo comparten valencia negativa. También observan que las etiquetas
para expresiones emocionales emergen para la mayoría de los niños en un orden
determinado y no otro, tal y como se ha esquematizado en la figura 6.1.
La extensión semántica de las categorías emocionales en un principio es muy
amplia, pero a medida que los niños se hacen mayores estas etiquetas se van
concretando y perfilando gradualmente. Así, inicialmente utilizan de manera general
la palabra «contento» indistintamente para una expresión facial de alegría o de
sorpresa; sin embargo, los niños mayores ya usan «contento» y «sorprendido» para
las expresiones faciales correspondientes (Widen y Russell, 2008). En concreto,
Widen (2013) propone que inicialmente los niños tienen solo dos categorías
emocionales, que se van perfilando lentamente hasta llegar al sistema adulto de
categorías discretas. De acuerdo con esta autora, este desarrollo conceptual no puede
ser atribuido solo al vocabulario, ya que antes de los 3 años ya tienen etiquetas para
las emociones básicas. En efecto, puede considerarse que las palabras referidas a
expresiones faciales son mucho más que esto, ya que contienen información sobre
expresiones vocales, comportamientos y causas asociadas a esta etiqueta. Siguiendo a
esta autora, la comprensión de emociones específicas no empieza a través de las
expresiones faciales, sino del establecimiento de relaciones con otros componentes de
la comprensión emocional, como entender los antecedentes y consecuentes
comportamentales de estas emociones. No obstante, cómo ocurre exactamente este
proceso es aún un tema de investigación. De hecho, Fernández-Sánchez, Giménez-
Dasí y Quintanilla (2014) hallan que los niños menores de 3 años en primer lugar
identifican la expresión emocional facial, luego incorporan la comprensión de la
causalidad típica y tras ello muestran que pueden etiquetar correctamente expresiones
121
faciales. Por tanto, parece que los datos de unos y otros estudios nos mostrarían que
los niños adquieren el vocabulario emocional básico tempranamente, primero en su
vertiente de comprensión lingüística, para luego ser capaces de producir o denominar
las emociones en las expresiones faciales.
Así pues, los resultados obtenidos en los estudios sobre denominación de
emociones en expresiones faciales nos muestran la aparición del vocabulario
emocional en una situación determinada y fundamentalmente a partir de los 3 años.
Ahora bien, hemos comentado otro tipo de estudios que, en situaciones
observacionales espontáneas, exponen que los niños comienzan a utilizar el léxico
emocional antes de su segundo aniversario. Por tanto, queda por perfilar el encaje de
los datos de unos y otros estudios. Para resolver esta aparente contradicción,
probablemente haya que profundizar en cuál es el significado que los niños atribuyen
a los términos para emociones a tan corta edad.
122
Figura 6.2.—Adquisición del vocabulario sobre estados emocionales. Proporción de niños que producen
vocabulario sobre emociones. Elaborada a partir de los datos de producción lingüística de los CDI-I (12, 15
y 18 meses) y CDI-II (de 18 meses a 30 meses) del español de México (Jackson-Maldonado et al., 2003)
obtenidos a partir de la base de datos Wordbank (Frank, Braginsky, Yurovsky y Marchman, 2017). Para los
datos de los 18 meses se ha utilizado la media aritmética a partir de los dos cuestionarios. No se ha
contemplado la palabra «fuchi» (México y Honduras), frecuente en el corpus del CDI de México, que se
utiliza para expresar asco, desagrado o rechazo, porque puede tener un uso como interjección.
Según estos datos, antes de los 3 años gran parte de los niños utilizan y
comprenden el vocabulario para los estados emocionales básicos; sin embargo, hay
que tener en cuenta que entre la mitad y un tercio de los niños no dispondrían en su
vocabulario expresivo de las palabras para describir estados de enfado, alegría y
tristeza: «enojado», «contento» y «triste».
Estos datos, aun siendo generales, nos sirven para poner de manifiesto dos ideas
principales:
123
misma línea, las diferencias en el contenido o el habla familiar sobre emociones
cuando los niños tienen 3 años correlacionan con la comprensión de emociones de los
demás a los 6 años (Dunn, Brown y Beardsall, 1991). Dunn et al. (1991) también
encuentran que las madres y niños que hablan de emociones más frecuentemente en
sus interacciones cotidianas son más propensos a hablar sobre las causas y
consecuencias de las emociones. Otros estudios también han detectado que el grado
con el cual los niños comprenden emociones está influenciado por la frecuencia con
la que sus madres hablan sobre emociones (Denham, Renwick-DeBardi y Hewes,
1994; Harris et al., 2005). A partir de ahí, se ha aducido que las explicaciones sobre
emociones, el hecho de denominar una emoción o de explicitar por qué se tiene una
emoción permiten a los niños conceptualizar las emociones, de manera que estas
explicaciones sobre emociones predicen la comprensión emocional (Wellman y
Lagattuta, 2004).
Otras diferencias en la comprensión emocional pueden explicarse por el modo
diferencial en que los padres manejan estas interacciones conversacionales en
relación con sus hijos. De hecho, se ha encontrado que, durante la interacción
conversacional sobre emociones, los padres ajustan sus estrategias de socialización
emocional al nivel de comprensión emocional de los niños. Así, se han hallado
diferencias en función del orden de nacimiento entre hermanos, del género de los
niños y también entre padres y madres (Van del Pol et al., 2015): las madres muestran
mayor tendencia a discutir emociones que los padres, de manera que el habla materna
puede predecir, en mayor grado que la de los padres, la comprensión emocional en
edades más avanzadas (Aznar y Tenenbaum, 2013).
El habla figurativa
Más allá del lenguaje literal o de los mecanismos paralingüísticos, diversos
autores sostienen que para comunicar emociones es fundamental el lenguaje
figurativo. De hecho, el habla figurativa se usa a menudo en relación con las
emociones.
Consideremos las dos expresiones siguientes:
«Estoy apenado» en comparación con «Tengo el corazón en un puño» o «Estoy
irritada» comparada con «¡Me hierve la sangre!».
Estas expresiones no vehiculan el mismo significado, no las entendemos del
mismo modo si las manifestamos de manera figurada o literal. Parece ser que es con
las expresiones no literales, en ocasiones con términos soeces, con las que más
frecuentemente manifestamos emociones y sentimientos. Se ha argumentado que esto
es así porque las emociones son «abstractas» y es difícil hablar de ellas sin metáforas
o metonimias. Las emociones pertenecen a la clase de referentes no neutrales, sobre
los cuales a menudo hablamos de una manera implícita (Foolen, 2012). El habla
figurativa contribuye a ello, la expresión figurada nos permite evocar o vivenciar una
experiencia física. Cuando se buscan efectos emocionales, se utiliza el habla
figurativa en mayor frecuencia (publicidad, literatura, etc.), a diferencia del uso
literal, que se da en contextos más racionales, como en este capítulo de libro. En
124
definitiva, el uso del habla figurativa nos ayuda a expresar el lenguaje afectivo de
manera más importante de lo que suele considerarse (Fussell y Moss, 1998).
Aunque los niños no van a comenzar a utilizar expresiones de este tipo
probablemente hasta la infancia media, es importante remarcar que se trata de
recursos muy importantes y habituales para la expresión de emociones y sobre los
cuales carecemos de estudios que aporten evidencia acerca de su desarrollo.
3. CONCEPTUALIZANDO EMOCIONES
125
emocionales ya generados. Algunos autores proponen que también permite
conceptualizar las emociones al de dar coherencia a las sensaciones en la percepción
de estados emocionales. Esta posibilidad que nos brinda el lenguaje se predice con
detalle a partir de un marco construccionista que sugiere que el lenguaje desempeña
un papel en la emoción porque fundamenta el conocimiento conceptual utilizado para
dar significado a las sensaciones corporales en un contexto determinado (Lindquist,
Satpute y Gendron, 2015). Para profundizar en esta cuestión, primero revisaremos
sucintamente las posturas principales al respecto, centrándonos en la perspectiva
construccionista, para posteriormente presentar estudios que ponen de relieve la
importancia del lenguaje, tanto en el desarrollo normal como en el caso de
dificultades del desarrollo.
De modo general, y en aras de la necesaria síntesis en este capítulo, los estudios
sobre la relación entre el lenguaje y la representación de emociones se podrían
encajar en dos posturas opuestas. Por una parte, la de los autores que consideran que
el lenguaje tiene un papel poco relevante en la representación de emociones, de
manera que meramente comunica o etiqueta los estados emocionales (Ekman y
Cordaro, 2011; Wood y Niedenthal, 2015), a la que llamaremos perspectiva
comunicativa. Por otra parte, la de los autores que sostienen que el lenguaje tiene un
papel fundamental en la conceptualización de emociones (Barrett, Lindquist y
Gendron, 2007; Lieberman et al., 2007; Lindquist, Satpute y Gendron, 2015), ya sea
porque actúa como guía de la conceptualización de emociones o porque actúa de
etiquetaje de la experiencia emocional y, a partir de ahí, interviene en la
representación emocional (Ogarkova, 2013). El punto de vista que se adopta en este
apartado sigue a los autores de la segunda perspectiva, asumiendo que el lenguaje
tiene un papel importante en la formación de categorías sobre emociones y, por tanto,
un papel fundamental en el desarrollo del conocimiento emocional. Denominaremos
a este punto de vista perspectiva representacional.
Los autores que se enmarcan dentro de la perspectiva comunicativa otorgan poco
papel al lenguaje, pero no niegan que a partir de él se pueden describir las emociones
que experimentan las personas y que lo que otras personas nos dicen puede afectar a
nuestras emociones. Por consiguiente, el papel que conceden al lenguaje se situaría en
la dimensión comunicativa que hemos comentado al inicio de este capítulo. Sin
embargo, no asumirían que el lenguaje desempeña un papel también en la
conceptualización o representación de emociones, negando así la función
representacional del lenguaje en relación con el ámbito emocional.
Los autores que se enmarcan dentro de la perspectiva representacional sostienen
que el lenguaje desempeña un papel fundamental en la conceptualización emocional.
En este caso sí que admiten una doble importancia del lenguaje en relación con las
emociones, tanto en la vertiente comunicativa como en la vertiente conceptual o
representacional. Estos autores ponen el énfasis en que el lenguaje tiene un papel
crucial en la formación de los conceptos o categorías sobre emociones. Las distintas
categorías para las emociones emergen gracias a las palabras usadas con referencia a
ciertos eventos psicológicos que son vagamente similares. Esta perspectiva, llevada al
126
extremo, conecta con concepciones de raíz whorfiana, puesto que las palabras para
emociones no solamente reflejan las emociones sino que guían e incluso determinan
la percepción, el reconocimiento y la conceptualización de la experiencia. En esta
misma línea, otros autores enfatizan el papel de la cultura: es la arquitectura cultural
de una comunidad lingüística (reglas emocionales, valores, normas, conceptos
salientes) la que guía la lexicalización y tiene un impacto cuantitativo y cualitativo en
los recursos léxicos de una lengua. Desde este punto de vista, la elaboración de una
emoción como focal o, alternativamente, como «silenciada» fundamenta la
lexicalización de algunos conceptos emocionales, como «vergüenza» en chino. O, de
manera inversa, la escasa lexicalización de otros, como «tristeza» y «culpa», entre los
tahitianos, entre otros ejemplos. De este modo, el vocabulario relacionado con el foco
de una cultura se asume que es directamente proporcional a su relevancia en ella.
Aunque en este caso se focaliza en un aspecto diferente, poniendo el acento en la
cultura como fuente previa a la lexicalización, también se asume que las
representaciones lingüísticas son indicadores fiables de categorías conceptuales
(Ogarkova, 2013). En definitiva, estas aproximaciones defienden la existencia de una
relación causal entre el lenguaje y la conceptualización de las emociones.
Retomaremos esta idea con más profundidad más adelante en el apartado siguiente.
Esta línea teórica está generando variedad de estudios y revisiones para describir y
explicar cómo se concreta la influencia del lenguaje en la emoción, incluso a nivel
neuronal. Es el caso del metaanálisis de Brooks et al. (2017), que demuestra que las
palabras emocionales tienen un impacto en la representación neuronal de la emoción.
En este metaanálisis los resultados muestran que las tareas que implican palabras
emocionales provocan recuperación semántica y uso del conocimiento conceptual
emocional relevante durante la experiencia y percepción de emociones. Por otra parte,
los autores constatan que cuando el estudio no implica lenguaje emocional, se
observa actividad en la amígdala. Estos resultados son consistentes con un papel de la
amígdala que señala incertidumbre sobre el significado de sensaciones afectivas
cuando el conocimiento conceptual no es fácilmente accesible. Por tanto, son
consistentes con un punto de vista según el cual la incertidumbre sobre el significado
de los estímulos afectivos se resuelve cuando el conocimiento conceptual sobre la
emoción se hace más accesible y se usa para categorizar el significado de las
sensaciones afectivas. Según los autores, esto sería así porque las palabras referidas a
conceptos emocionales ayudan a refinar el significado de estados afectivos que de
otro modo resultarían ambiguos.
Otros estudios muestran que el hecho de no poder acceder al significado de las
palabras emocionales afecta a la habilidad para percibir emociones en el rostro. Sin
acceso al significado de las palabras emocionales como «miedo» o «tristeza», las
personas perciben esas expresiones emocionales faciales como simplemente
desagradables (Lindquist, Gendron, Barrett y Dickerson, 2014). Estos resultados
sugieren que el acceso al significado de una palabra emocional (y a los conceptos que
representa) es un componente esencial en la comprensión de los significados
discretos de las emociones faciales. Por otra parte, otros estudios sugieren que poner
127
palabras a las emociones también puede cambiar la experiencia emocional (Lindquist,
Gendron y Satpute, 2016). Una vez que una persona categoriza un afecto
desagradable como «miedo», entonces sabe lo que este estado afectivo significa, qué
hacer con ello e incluso como regularlo implícitamente. También la evidencia
proveniente de la investigación transcultural es consistente con la idea de que el
lenguaje desempeña un rol constitutivo en la emoción (por ejemplo, Gendron,
Roberson, Van der Vyver y Barrett, 2014).
En conjunto, la idea de una relación importante entre lenguaje y emoción cobra
fuerza a la luz de estudios y metaanálisis como los mencionados; sin embargo, la
investigación ha de continuar aportando resultados en esta línea para completar la
explicación dentro de la perspectiva representacional. Veamos con mayor detalle la
propuesta teórica más elaborada al respecto: la Conceptual Act Theory o CAT
(Barrett, 2006; Lindquist, MacCormack y Shablack, 2015).
Figura 6.3.—Perspectiva comunicativa sobre el papel del lenguaje en la emoción. Elaborada a partir de
Lindquist, Satpute y Gendron (2015).
128
Barsalou, 2011).
En concreto, el punto de vista construccionista en el que se sitúa la CAT abarca
diversas teorías que conciben las emociones como «compuestos» psicológicos que
son el resultado de la combinación de elementos más básicos que en ellos mismos no
son específicos de las emociones (Lindquist, MacCormack y Shablack, 2015). Según
la CAT, los elementos básicos que contribuyen a las emociones son representaciones
de sensaciones corporales internas (el affect), representaciones de sensaciones
externas (sensaciones exteroceptivas) y el conocimiento conceptual utilizado para
conferir significado a esas sensaciones en contexto.
Figura 6.4.—Perspectiva representacional sobre el papel del lenguaje en la emoción. Elaborada a partir de
Lindquist, Satpute y Gendron (2015).
129
constitutivo del conocimiento conceptual y el lenguaje en las emociones. Estos
autores revisan diversas líneas de estudio que sugieren que el lenguaje desempeña
este importante papel en la emoción, pero quedan aún por conocer los mecanismos
precisos mediante los cuales se realiza. En definitiva, el CAT sostiene que el lenguaje
ayuda a la adquisición y uso de conocimiento conceptual sobre emoción, pero poco
trabajo de investigación se ha realizado que atienda a esta hipótesis hasta el momento.
Si se admite la formación de conceptos emocionales a través del lenguaje, es
primordial conocer cómo se forman estos conceptos o representaciones sobre
emociones durante el desarrollo, puesto que para la formación de dichas
conceptualizaciones ha de darse una relación estrecha entre el desarrollo del lenguaje
y el desarrollo emocional, aspecto que trataremos seguidamente.
130
vida hasta el momento no ha indagado la adquisición del conocimiento sobre
categorías emocionales.
El lenguaje tiene importancia en el desarrollo de distintos aspectos de la
comprensión emocional y, de hecho, hay evidencias sobre esta relación: los niños
más avanzados lingüísticamente son aquellos que también son más capaces de
predecir y explicar las emociones (Pons, Lawson, Harris y De Rosnay, 2003; Sidera,
Serrat y Amadó, 2014). No solo en el reconocimiento emocional, sino también en
otros componentes de esta comprensión, como por ejemplo la comprensión de que las
emociones se pueden regular, la comprensión de que podemos recordar situaciones
del pasado para revivir emociones pasadas, etc. Por otra parte, como hemos
comentado anteriormente, también hay estudios que conceden importancia no solo al
nivel lingüístico de los niños, sino también a las conversaciones familiares sobre
emociones y su relación con otros estados mentales y sus efectos sobre el
comportamiento de las personas. Desde este punto de vista, la forma en que los
cuidadores hablan con los niños de los estados mentales tiene una influencia directa
sobre cómo estos comprenderán las emociones (De Rosnay y Hughes, 2006).
Algunos aspectos clave en este sentido son: hablar no solo de qué siente alguien sino
de por qué lo siente (Garner, Jones, Gaddy y Rennie, 1997); que las madres
conversen con el niño de forma conectada sobre estados mentales y ajustada a sus
capacidades de comprensión emocional (Ensor y Hughes, 2008; Taumoepeau y
Ruffman, 2008). A partir de ahí, se ha aducido que las explicaciones sobre
emociones, el hecho de denominar una emoción o de explicitar por qué se tiene una
emoción ayudan a los niños a conceptualizar las emociones, de manera que estas
explicaciones sobre emociones predicen la comprensión emocional (Wellman y
Lagattuta, 2004).
La evidencia de los estudios de desarrollo sugiere que los padres ayudan a los
niños a adquirir los conceptos emocionales gracias al lenguaje en el contexto de
conversaciones o situaciones en las que se denominan las conceptualizaciones
emocionales. Aunque, de nuevo, son necesarios más estudios para profundizar en
cómo ocurre este desarrollo, se admite que el marco conversacional entre padres e
hijos fomenta primordialmente el aprendizaje de la conceptualización emocional en la
infancia temprana. En este sentido, son muy relevantes los estudios realizados con
trastornos del desarrollo ya que permiten observar cómo se gesta el desarrollo de la
conceptualización emocional en el caso de niños con dificultades en el desarrollo del
lenguaje. En el estudio de Sidera, Amadó y Martínez (2017) se halló una relación
entre el nivel lingüístico y el reconocimiento de expresiones faciales en niños sordos
de 3 a 8 años. Por otra parte, diferentes componentes lingüísticos pueden tener una
relación más estrecha que otros con la conceptualización emocional (Sidera, Serrat,
Amadó y Morgan, en prensa). Los resultados de este último estudio muestran que la
importancia de los diferentes componentes del lenguaje para esta conceptualización
varía en diferentes momentos del desarrollo. Por otro lado, el estudio de Rieffe y
Wiefferink (2017) prueba que niños de 3-4 años con o sin trastorno del lenguaje
actuaban de forma similar en tareas no verbales de discriminación emocional. En
131
cambio, los niños con trastorno del lenguaje mostraban un peor rendimiento en tareas
de reconocimiento emocional que implicaban denominar emociones básicas. Los
resultados obtenidos en las dos tareas también estaban relacionados con el nivel de
lenguaje emocional de los niños. En su conjunto, este estudio sugiere que los niños
con dificultades lingüísticas tienen un problema en el reconocimiento de emociones
que no es solamente lingüístico, sino también conceptual. Además, esta dificultad
para reconocer emociones parece ser no solo una cuestión de vincular vocabulario
emocional a expresiones faciales, sino de construir lingüísticamente los conceptos
emocionales a través (de la discusión) de las experiencias emocionales, sus causas o
sus consecuencias en el comportamiento de las personas (véase Widen, 2013).
132
niños menores de 2 años comprenden implícitamente que algunas expresiones
emocionales no son reales, es decir, son fingidas, aunque tampoco estudian el
lenguaje en relación con esta capacidad. Sin embargo, el estudio de Meristo et al.
(2012) sí sugiere que la comprensión implícita de estados mentales podría estar
vinculada al desarrollo del lenguaje. Estos autores encontraron dificultades en los
niños sordos de padres oyentes en la comprensión implícita de la falsa creencia, que
atribuyeron a una restricción lingüística y comunicativa vinculada a la sordera.
Probablemente este campo de investigación, sobre la relación entre la comprensión
emocional implícita y el lenguaje, tendrá una atención creciente en los próximos
años.
Finalmente, si durante el desarrollo se da una diferenciación creciente de los
conceptos emocionales, apoyada en los recursos conceptuales y lingüísticos que
también se desarrollan, ello redundará en la habilidad infantil para identificar y
articular lo que están sintiendo, de manera que se facilitará una regulación efectiva de
la emoción (tanto externa como interna). Este aspecto acerca del desarrollo de las
posibilidades de la regulación emocional apoyada en (o gracias a) las habilidades
lingüísticas también es un campo que ha de ser atendido en la investigación sobre el
desarrollo emocional en la infancia temprana.
133
a) A pesar de las diferencias en el tamaño del vocabulario emocional, la mayoría
de lenguas que se han estudiado tienen palabras o expresiones específicas para
denominar lo que podríamos etiquetar como «estados emocionales».
b) Las lenguas tienen palabras para sadness y para shame/guilty (Hupka, Lenton y
Hutchison, 1999) y también palabras que vehiculan significados similares a
angry, ashamed y afraid (Wierzbicka, 1999).
c) En la mayoría de las lenguas las emociones se manifiestan con expresiones
sobre sensaciones somáticas y metáforas somáticas, es decir, con expresiones
que hacen referencia a partes del interior del cuerpo o con el cuerpo, ya sea de
manera literal o imaginaria (por ejemplo, en inglés she blushed, his hair stood
on his head o his heart sank). Estas expresiones se hallan en una amplia
variedad de lenguas de familias lingüísticas diversas, tanto modernas como
antiguas (latín, griego antiguo), hecho que se ha utilizado como prueba de una
universalidad de la emoción.
d) Los términos emocionales son similares en cuanto a la dimensionalidad.
Comparables, pero no idénticos, en una amplia variedad de lenguas (Galati,
Sini, Tinti y Testa, 2008).
e) En términos de la aproximación prototípica, las categorías emocionales se
hallan en el nivel básico de categorización en lenguas tipológicamente
distantes.
134
criterios más restrictivos sobre las expresiones que describen propiamente emociones
(véase tabla 6.1).
TABLA 6.1
Cantidad de categorías para denominar emociones
N.º de términos/
Estudio Lengua
uso habitual
CUADRO 6.2
Ejemplos de diferencias translingüísticas en el vocabulario emocional
En tahitiano se contabilizan 46 términos diferenciados para el enfado, mientras que en inglés pueden
135
contabilizarse menos de diez; además, en tahitiano no hay un concepto para tristeza.
En ifaluk o en malayo no existe una palabra para la sorpresa, considerada una emoción básica. En ifaluk se
distingue entre dos tipos de sorpresa según si se trata de una sorpresa agradable (ker) o no (rus). En esa
lengua tampoco existe un vocablo para la culpa, a la que se hace referencia con el término metagu, cuyo
significado sería miedo o ansiedad.
En samoano la palabra lotomaualalo no tiene equivalente en lenguas occidentales. Se refiere a una
emoción agradable en la que hay ausencia de malicia, tristeza o resentimiento, en situaciones de conflicto
potencial en las que esas emociones podrían esperarse.
Dentro de las lenguas indoeuropeas también hallamos ejemplos de términos que no tienen correspondencia
en otros idiomas. Por ejemplo, la palabra Schadenfreude, que se refiere al placer derivado del displacer de
otros, no tiene equivalente en inglés o español.
Una de las emociones consideradas básicas en muchos estudios, disgust en inglés, traducida como «asco»
en español, no tiene equivalente en polaco.
Por otra parte, si antes referíamos que las distintas lenguas representan las
emociones mediante expresiones somáticas, se han hallado diferencias en la manera
en que ello se realiza o con la parte del cuerpo con la que se asocian determinadas
emociones. Por ejemplo, en las culturas occidentales las emociones se consideran a
menudo provenientes del corazón, pero en otras culturas se asocian al hígado o a los
intestinos (Parkinson, Fisher y Manstead, 2005). Ante la descripción de las
diferencias entre lenguas en cuanto al vocabulario sobre emociones, Russell (1991)
apunta la posibilidad de que se manifieste la emoción mediante otro tipo de
expresiones verbales, como frases o sentencias metafóricas. Wierzbicka (1999), por
su parte, considera posible utilizar términos lingüísticos básicos que están presentes
en todas las lenguas, como pensar o saber. Esta misma estrategia se ha propuesto y
utilizado con niños pequeños que aún no han desarrollado un término emocional
específico (Quintanilla y Sarriá, 2009). Aun así, según el modelo construccionista
psicológico de la emoción, el lenguaje no solo «traduce» los sentimientos a palabras,
sino que puede llegar a cambiar la naturaleza de estos sentimientos. De este modo, las
palabras referidas a emociones ayudan a crear las experiencias que sentimos y
percibimos en los demás (Lindquist et al., 2016), de modo que algunas experiencias
emocionales pueden ser difíciles de comprender si no existen semejanzas culturales
sobre los comportamientos y actividades a los cuales esas emociones se refieren.
136
tener creencias erróneas sobre la realidad, tenían dificultades para comprender que
nuestras emociones dependen de esas creencias (por ejemplo, para comprender que
Caperucita está contenta cuando el lobo se ha comido a su abuela, porqué aún no lo
sabe). Vinden alude al hecho de que en algunas culturas la emoción no se entiende en
términos individuales y, por tanto, no tiene mucho sentido atribuir emociones debido
a las creencias falsas de un individuo. Su trabajo nos muestra que existen diferencias
culturales y lingüísticas que tienen un impacto sobre el desarrollo de los conceptos
emocionales de sus miembros, que no deben ser entendidos cómo déficits sino como
conceptualizaciones distintas de la realidad. En el apartado anterior comentamos que
el habla sobre estados mentales en las conversaciones con los hijos es un elemento
importante para el desarrollo de la comprensión emocional. En este sentido, estudios
sobre el discurso han encontrado que las madres de niños de 3 años de Estados
Unidos hacen más referencia a estados mentales cognitivos y emocionales que las
madres de China, y discuten más sobre el porqué de sus emociones. Debido a ello, los
niños de Estados Unidos muestran una mejor comprensión de las situaciones que
provocan determinadas emociones. Sin embargo, la perspectiva cultural nos permite
comprender que las madres de China no están tan preocupadas por mejorar la
comprensión emocional de sus hijos como porque estos actúen para reparar las
relaciones sociales rotas, o bien porque cumplan con los estándares morales y las
normas expresivas de su cultura, aspectos más propios de un modelo cultural
colectivista o interdependiente (Friedlmeier, Çorapçi y Benga, 2015). En efecto, una
gran parte de la literatura sobre la comprensión de emociones está relacionada con
una comprensión individual y subjetiva de las emociones, hecho que puede implicar
dificultades a la hora de comprender la intersubjetividad de las relaciones humanas en
culturas más colectivistas (Karasawa, 1995).
En contraposición con Vinden (1999), Avis y Harris (1991) descubrieron que los
niños baka, una sociedad cazadora recolectora y prealfabetizada, eran capaces de
comprender que las emociones de las personas dependen de sus creencias a unas
edades similares a las de los niños occidentales, hacia los 5 años. Harris (1995a)
interpreta estos resultados indicando que esta comprensión no depende de la
escolarización o del lenguaje. Asimismo, Harris propone que la capacidad de
distinguir entre la apariencia y la realidad emocional, que se desarrolla
aproximadamente entre los 4 y los 6 años, es un concepto universal adquirido por los
niños de todas las sociedades (en ausencia de trastornos o dificultades específicas), de
manera que las diferencias entre culturas podrían residir simplemente en el momento
de adquisición de este concepto. Ahora bien, esta propuesta está por determinar, así
como la universalidad de los otros componentes de la comprensión emocional. Aparte
del estudio de Vinden, existen evidencias de dificultades (o diferencias) en otros
componentes de esta comprensión en otras culturas, como en la quechua de Perú
(Tenenbaum, Visscher, Pons y Harris, 2004). Quintanilla y Sarriá (2009), por
ejemplo, estudiaron la comprensión de la envidia en niños españoles y zapotecos de 3
a 5 años y encontraron resultados similares en ambas culturas en niños de 4 y 5 años
(hecho que puede sugerir cierta universalidad en la comprensión de los aspectos
137
básicos de la envidia) pero no a los 3 años, edad en la cual los niños zapotecos
parecen tener más dificultades para detectar y explicar la emoción positiva del
envidioso en una situación donde el objeto de la envidia es destruido.
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144
7
Conocimiento emocional, empatía y conducta prosocial
ELENA GAVIRIA
1. INTRODUCCIÓN
La cognición social engloba todos aquellos procesos cognitivos que hacen posible
y facilitan la interacción social. Por tanto, es fundamental en una especie como la
nuestra, en la que la interacción con otros individuos es inevitable. La empatía forma
parte de este conjunto por cuanto es una capacidad que permite entender el estado
afectivo de otras personas y responder ante él de forma adecuada, lo cual facilita unas
interacciones sociales positivas. Pero la empatía posee también un fuerte componente
emocional, que se traduce en compartir de forma vicaria el estado afectivo del otro, o
bien en reaccionar emocionalmente ante la situación del otro. En este sentido, se trata
de un constructo en el que lo afectivo y lo cognitivo se combinan y solo
artificialmente son separables. Aunque los investigadores elijan centrarse en uno u
145
otro aspecto por razones de simplificación y control, no debemos perder de vista que
estamos ante un fenómeno complejo en el que ambos componentes se influyen
mutuamente.
La capacidad de entender los estados emocionales de los demás, sus causas y sus
consecuencias, y de reaccionar de forma adecuada ante ellos, posee un indudable
valor para funcionar en el entorno social en el que se desenvuelve el ser humano. Y
esto ha sido así desde tiempos ancestrales. Nuestra especie ha evolucionado en un
medio social, de grupos pequeños, en los que la interdependencia entre los miembros
era obligatoria, no optativa, puesto que ningún individuo podía sobrevivir en
aislamiento (Brewer, 1997). Pero, al igual que la necesidad de supervivencia del
individuo le obligaba a vivir en grupo, la necesidad de supervivencia y viabilidad de
los grupos exigía la cooperación entre sus miembros para lograr metas comunes, para
lo cual es imprescindible un cierto grado de comunicación y coordinación. La
capacidad empática ha evolucionado probablemente debido a esos imperativos, y
desempeña un papel esencial en el funcionamiento de los grupos al permitir la
comunicación, la coordinación y la cooperación entre las personas. Además, con un
valor añadido, dado que también impulsa el comportamiento prosocial. Incluso puede
facilitar el logro de metas individuales, como veremos más adelante.
La capacidad empática del ser humano no ha surgido de la nada, sino que ha ido
evolucionando a lo largo de la historia de nuestra especie, probablemente a partir de
una disposición más rudimentaria presente en nuestros ancestros primates e, incluso,
mucho antes. De hecho, su origen se suele retrotraer al cuidado parental característico
de los mamíferos (De Waal, 2012; Hoffman, 1981; MacLean, 1985). Aquellos
progenitores que estuvieran pendientes de las necesidades de sus crías y las
atendieran tendrían sin duda más éxito reproductivo que los que se mostraran
indiferentes. En especies sociales, sobre todo si viven en grupos pequeños, como era
el caso humano en tiempos ancestrales, esa capacidad se extendería a las necesidades
de otros miembros del grupo, lo que favorecería, como decíamos, la comunicación, la
coordinación y el bienestar grupal, y conferiría un valor adaptativo añadido a la
tendencia empática (De Waal, 2008). Los grupos mejor coordinados y cuyos
miembros se cuidaran unos a otros aventajarían a aquellos en los que predominara el
egoísmo y la filosofía de «cada cual a lo suyo y sálvese quien pueda», como diría
Eduardo Galeano 17 .
Esta evolución filogenética se plasma en el cerebro. Existe abundante
investigación en neurociencia sobre los correlatos cerebrales de la empatía. En este
146
capítulo no podemos extendernos en esa cuestión (el lector puede consultar revisiones
de esa literatura: Decety y Michalska, 2012; Decety y Svetlova, 2012; González-
Liencres, Shamay-Tsoory y Brüne, 2013; Shamay-Tsoory, 2009; Singer, 2006;
Tousignant, Eygène y Jackson, 2017). Pero sí consideramos importante exponer, por
su influencia en la investigación posterior, el modelo de percepción-acción (PAM,
según sus siglas en inglés), desarrollado por Stephanie Preston y Frans de Waal
(2002), para explicar cómo ha evolucionado la capacidad empática a nivel cerebral.
Según estos autores, la selección natural habrá favorecido la evolución de un
sistema nervioso que permita responder rápida y automáticamente a elementos del
ambiente que sean relevantes para la supervivencia. En el caso de especies sociales
como la nuestra, los elementos más importantes del ambiente son otros miembros del
grupo de los que el individuo depende para conseguir sus metas, normalmente amigos
y parientes. Cuando los miembros de un grupo poseen un cerebro con esta capacidad
de respuesta ante las señales de los demás, el resultado es la reciprocidad y la mejora
de la eficacia biológica inclusiva, es decir, de la aptitud para transmitir la propia
dotación genética a la siguiente generación.
De acuerdo con el modelo, el núcleo de la capacidad empática lo constituye un
mecanismo que permite al observador, mediante sus propias representaciones
neurales y corporales, tener acceso al estado subjetivo de otro individuo y generar una
respuesta apropiada. El proceso, que se basa en el funcionamiento de las llamadas
«neuronas espejo», es el siguiente: cuando el observador percibe el estado emocional
del otro, se activan automática e inconscientemente sus representaciones neurales de
un estado similar. Cuando ese estado es desagradable, la tendencia conductual
inmediata es reducirlo, lo que suele implicar ayudar al otro para que cese el malestar.
Esto ocurre con más facilidad cuanto mayores son la semejanza, la proximidad social
y el número de experiencias compartidas entre el observador y el observado, porque
aumenta la identificación y eso fomenta que las respuestas motoras y autonómicas del
primero sean similares a las del segundo. Este mecanismo de percepción-acción no
solo funciona en relación con la convergencia emocional, sino que es mucho más
general; también interviene en la sincronización corporal, la coordinación, la
imitación y la emulación.
Por otra parte, cuando se dice que el PAM permite generar una respuesta
apropiada, no se está haciendo referencia únicamente a conductas de ayuda. En
función de la representación que se haga del otro y de la situación, la acción
apropiada en ese caso puede ser también la de castigarle. De hecho, una de las
funciones que se atribuye a la empatía como convergencia emocional es la de facilitar
el castigo a los «tramposos» que violaban la norma de reciprocidad, básica para el
funcionamiento del grupo en tiempos ancestrales. Estas acciones para hacer cumplir
la norma beneficiarían al grupo pero supondrían un fuerte coste para el que las llevara
a cabo, en términos de esfuerzo y de posibles represalias por parte del castigado. De
ahí que se denomine a este tipo de comportamiento prosocial «castigo altruista». Por
ello, sería necesario algún tipo de recompensa que incentivara esa conducta. Esa
recompensa podría venir del propio grupo, pero estaría sujeta a posibles
147
imponderables. Mucho más inmediata y automática sería si el propio cerebro del
altruista la produjera.
Esto es lo que encontraron De Quervain y sus colegas (2004) en un experimento
en el que empleaban técnicas de neuroimagen. Cuando se daba al participante la
opción de castigar a otro que violaba una norma de reciprocidad, incurriendo a la vez
en un riesgo (simulando la condición del castigo altruista), se activaban las áreas
cerebrales asociadas con la recompensa. Al imaginar la reacción emocional del otro
mientras recibía el castigo, los sujetos estaban participando de forma vicaria del
estado mental de aquel y se sentían reforzados ante la idea del escarmiento.
Resultados similares fueron obtenidos por Singer y sus colaboradores (2006). Cuando
los participantes presenciaban el dolor que sufría un cómplice del experimentador, se
activaban en ellos distintas áreas cerebrales en función de que esa persona se hubiera
mostrado cooperadora (áreas relacionadas con el dolor) o tramposa (áreas
relacionadas con la recompensa).
Estos estudios ponen de manifiesto que la capacidad empática sirve tanto para
ayudar a otros como para castigar a los que violan normas básicas de convivencia, y
en ambos sentidos cumple una función prosocial. Pero también demuestran que la
empatía tiene mucho que ver con un sentimiento que se conoce como Schadenfreude
(placer ante el malestar ajeno).
Según De Waal (2008), a este mecanismo básico de percepción acción se irían
superponiendo, a lo largo de la evolución humana, otros más complejos, en un patrón
similar al de las muñecas rusas, a medida que el desarrollo del cerebro (sobre todo del
lóbulo frontal) fuera permitiendo una más clara distinción entre el yo y los otros. De
esta forma, el carácter puramente emocional de contagio ante la percepción del estado
del otro se combinaría con la comprensión de la situación y de las causas de ese
estado emocional, lo que daría lugar a lo que se conoce como preocupación empática.
El último paso en la evolución sería la aparición de la capacidad para adoptar la
perspectiva del otro. Esta se relaciona con la lectura de la mente de los demás y sirve
también para poder detectar sus intenciones y predecir su conducta. La complejidad
creciente de las relaciones sociales en los grupos humanos hizo necesarias estas
habilidades, lo que impulsaría la evolución de la capacidad empática hacia procesos
cognitivos más sofisticados.
De acuerdo con los defensores de la hipótesis de la inteligencia social (p. ej.,
Barton y Dunbar, 1997; Byrne y Whiten, 1988; Dunbar, 2003), lo que provocó el
desarrollo sin precedentes del cerebro en nuestra especie fue una «carrera de
armamento cognitivo» entre los que intentaban engañar, es decir, utilizar su
capacidad de lectura mental para manipular y engañar a otros, y los que intentaban
detectar ese engaño. Aparte de esta función puramente competitiva, sin duda hubo
también imperativos de carácter más prosocial que impulsaron esa evolución (De
Waal, 1996). Cuando esta capacidad cognitiva se combina con el componente
emocional de la empatía, se hace posible la adopción de perspectiva empática, que
permite comprender el estado de necesidad del otro y ofrecer una ayuda más ajustada
a esa necesidad.
148
En resumen, cuando se contemplan las razones que justifican la aparición de la
empatía en la historia de nuestra especie, parece innegable que el ser humano es
empático por naturaleza, pero esa capacidad ha evolucionado incluyendo aspectos
prosociales y otros que no lo son tanto (Young, 2012). Aunque la empatía es innata,
no es indiscriminada, sino que parece depender de factores interpersonales y
contextuales que influyen tanto en la cognición como en la conducta.
149
colaboradores (Zahn-Waxler y Radke-Yarrow, 1982; Zahn-Waxler, Radke-Yarrow,
Wagner y Chapman, 1992) con niños de edades comprendidas entre 1 año y 2 años y
medio. Utilizando una metodología basada en la observación natural y el empleo de
estímulos de malestar estandarizados (daño fingido), encontraron que, en torno a los 2
años, la mayoría de los niños mostraban: a) la capacidad cognitiva de interpretar, de
forma simple, el estado físico y psicológico de otros a partir de sus expresiones; b) la
capacidad emocional de experimentar afectivamente el estado de otros, y c) un
repertorio conductual que permite al niño tratar de aliviar el malestar de otros.
No obstante, estudios más recientes están poniendo de manifiesto que, si bien el
patrón general propuesto por Hoffman es correcto, las edades que establece para la
adquisición de las distintas habilidades pueden estar algo desfasadas. Por ejemplo,
parece ser que tanto la capacidad para diferenciar entre el yo y los otros como la
preocupación empática (auténtica empatía) podrían estar presentes ya en el primer
año de vida, como también lo estarían los circuitos cerebrales que sustentan su
expresión (Light y Zahn-Waxler, 2012). Otros trabajos muestran que, a los 18 meses,
los niños distinguen entre alguien que está sufriendo y alguien que no, incluso en
ausencia de expresiones faciales de dolor, lo que sugiere una forma incipiente de
adoptar la perspectiva del otro que no depende del contagio emocional (Vaish,
Carpenter y Tomasello, 2009). Además, a esa edad, dan muestras de ayuda
instrumental, que requiere, por una parte, inferir la meta que quiere alcanzar el otro y,
por otra, la motivación empática para ayudarle a conseguirla (Warneken y Tomasello,
2006).
150
empatía impulse siempre acciones prosociales? Esta pregunta es el eje del presente
capítulo. Para poder responderla es necesario empezar analizando los distintos
componentes de la empatía para así tener una idea de a qué nos estamos refiriendo
cuando empleamos este término.
151
los procesos que abarcan como en lo referente a las áreas cerebrales implicadas y los
mecanismos neuroquímicos que intervienen en cada uno, si bien a menudo
interactúan (Shamay-Tsoory, 2009; Singer, 2006).
Por ejemplo, Tania Singer (2006) distingue las áreas asociadas a funciones que
ella denomina empáticas, que permiten entender las emociones de los demás al
compartir sus estados afectivos (esto es posible cuando existe una congruencia entre
los estados afectivos propios y los del otro), de las áreas que intervienen en procesos
mentalistas (teoría de la mente y empatía cognitiva, necesaria cuando no existe una
representación del estado afectivo del otro en uno mismo, por ejemplo, cuando el
sufrimiento de alguien nos produce ira ante los que se lo han provocado, o culpa y
remordimiento si somos los causantes), que carecen de experiencia corporal. Las
primeras son las estructuras límbicas o paralímbicas, que son más antiguas
filogenéticamente, se desarrollan antes en la vida del individuo y formarían parte de
lo que se suele conocer como «cerebro emocional» o «cerebro social». En cambio, las
habilidades mentalistas están asociadas al neocórtex (córtex prefrontal y temporal),
aparecieron más tarde en la filogenia y se desarrollan más despacio en la ontogenia.
Otros autores encuentran también que los procesos cognitivos y los afectivos se
asocian con regiones parcialmente distintas en el cerebro adulto, aunque aparecen
solapamientos (Bzdok et al., 2012; Carrington y Bailey, 2009; Kanske, Böckler,
Trautwein y Singer, 2015).
La distinción entre empatía emocional y empatía cognitiva se ve muy clara en dos
tipos de trastornos que implican un desequilibrio entre los dos componentes: el
autismo y la psicopatía. Respecto al primero, Baron-Cohen (2002) ha propuesto la
teoría del «cerebro masculino extremo», que sostiene que las personas con trastorno
del espectro autista (específicamente con síndrome de Asperger) presentan un déficit
general de empatía junto con un normal o alto nivel de sistematización. Frente a esta
postura, otros autores, como Smith (2006), sugieren que el conflicto motivacional que
caracteriza el autismo no se debe a un déficit general en la capacidad de empatizar,
sino, al contrario, a una hipersensibilidad emocional ante las emociones de otros, lo
que Hoffman (2000) llama «sobreactivación empática». El problema residiría en un
fuerte desequilibrio entre el componente afectivo y el componente cognitivo, que
estaría muy poco desarrollado (Blair, 2005). Según Smith (2006), la aparente falta de
conexión emocional que muestran estas personas puede ser un mecanismo de
defensa. Es posible que compartan las emociones de otros pero que no sepan
interpretarlas ni manejarlas, y la única forma de regular su propia experiencia
emocional sea desviar la atención de la fuente de malestar, como hacen los bebés
(véase más adelante).
En cuanto a la psicopatía, las personas con este trastorno parecen ser
perfectamente conscientes de las emociones de los demás, pero son incapaces de
compartirlas, lo que elimina cualquier obstáculo motivacional para hacerles daño. Por
tanto, en este trastorno ocurre lo contrario que en el autismo: la empatía cognitiva
aparece intacta, mientras que el déficit se encuentra en el componente emocional
(Blair, 2005; Wai y Tiliopoulos, 2012).
152
De todo lo anterior se deduce que, probablemente, toda respuesta empática, en un
cerebro normal, ponga en marcha los dos sistemas, y que el grado en que cada uno
funcione dependa de diversos factores del contexto social, como la relación entre el
observador y el otro o la semejanza percibida entre ambos, y también de variables
personales, como las experiencias pasadas del observador, sus actitudes o sus metas.
Empatía emocional
Según indica la evidencia empírica basada en datos conductuales, los seres
humanos nacemos con la capacidad de enviar y recibir señales afectivas y de
distinguir los estados emocionales de otras personas. Algunas muestras de esta
evidencia son las manifestaciones de inquietud de los recién nacidos ante el llanto de
otro, pero no ante el sonido de su propio llanto (Dondi, Simion y Caltran, 1999; Sagi
y Hoffman, 1976), la respuesta diferenciada y la imitación de los bebés ante distintas
expresiones faciales de su madre a las 10 semanas (Haviland y Lelwica, 1987) o las
expresiones de preocupación, faciales, vocales y posturales, ante el malestar de su
madre desde los 8 meses (Roth-Hanania, Davidov y Zahn-Waxler, 2011). Los
estudios que emplean técnicas de neuroimagen también encuentran evidencia del
funcionamiento de mecanismos de percepción-acción en edades muy tempranas
(Marshall y Meltzoff, 2014).
Por otra parte, y en contra de lo que tradicionalmente se ha sostenido, se han
encontrado desde muy pronto precursores de un sentido de autoconsciencia y agencia
en el que se basa la capacidad para diferenciar entre el yo y el otro en las experiencias
empáticas. Entre los 2 y los 6 meses los bebés desarrollan un sentido del yo como
agente social y aprenden que su conducta puede afectar a la respuesta emocional del
otro (Neisser, 1991). De todas formas, hasta el segundo año los niños no empiezan a
reconocerse a sí mismos y a los demás como agentes intencionales cuyas acciones
vienen causadas por estados mentales subyacentes, como emociones, creencias y
deseos.
Empatía cognitiva
La adopción de la perspectiva del otro permite al observador centrar su atención
en los estados emocionales de la otra persona y también hacer inferencias sobre esos
estados emocionales cuando no existen claves externas que los identifiquen. Esta
153
capacidad sigue un curso de desarrollo bastante más lento que la empatía emocional.
Hasta los 3 o 4 años los niños no empiezan a entender que los demás pueden tener
pensamientos, deseos o emociones distintos de los propios. No obstante, algunos
estudios han encontrado signos de atribución de emociones en niños mucho más
pequeños. Mientras que a los 14 meses dan muestras de egocentrismo ofreciendo a
otros lo que a ellos mismos les gusta, a los 18 meses son capaces de inferir
correctamente los deseos de otro a partir de su expresión emocional (Repacholi y
Gopnik, 1997), e incluso de mostrar preocupación ante el malestar de otro en
ausencia de expresiones faciales de malestar (Vaish, Carpenter y Tomasello, 2009).
154
evolucionar desde un tipo de altruismo ingenuo hacia conductas de ayuda más
selectivas a medida que crecen. El desarrollo sociocognitivo de la toma de
perspectiva y la regulación de la emoción capacitan al niño para demostrar conductas
prosociales en una mayor variedad de situaciones y de forma más selectiva.
Esta evolución de la capacidad empática desde los primeros años en adelante tiene
que ver tanto con el desarrollo cognitivo, que permite al niño comprender cada vez
mejor los sentimientos y los pensamientos de los demás, como con el desarrollo
social, que le expone continuamente a experiencias interpersonales evocadoras de
emociones, y también con la socialización por parte de los adultos, que van
dirigiendo sus respuestas a esas experiencias.
Aunque se suele asociar la empatía con conductas prosociales, motivadas por una
preocupación por el bienestar de otros, hay casos en los que esa asociación no se
produce. Uno de ellos ya se ha mencionado: cuando el conocimiento del malestar del
otro provoca un grado tal de malestar en uno mismo (sobreactivación empática) que
la motivación resultante se dirige a reducir el propio estado desagradable, lo que
puede llevar a huir de la situación. Pero también es posible utilizar el conocimiento
del estado emocional del otro para manipularle y conseguir beneficios propios a su
costa.
155
manipulación. La segunda, más generalizada, defiende que la empatía promueve el
comportamiento prosocial y, por tanto, es incompatible con la manipulación.
Los defensores de la primera postura suelen equiparar empatía con teoría de la
mente y centrarse en el componente cognitivo, o lo que se ha dado en llamar
«empatía fría», que no incluye compartir la emoción del otro (Astington, 2003; Davis
y Stone, 2003). Algunos estudios han obtenido correlaciones positivas entre este tipo
de empatía y conductas de manipulación. Por ejemplo, Barnett y Thompson (1985)
encontraron que los niños de 9 a 11 años que puntuaban bajo en empatía emocional y
alto en empatía cognitiva eran los que mostraban puntuaciones más altas en una
escala de maquiavelismo, y eran valorados por los profesores como menos serviciales
que sus compañeros cuando alguien necesitaba claramente ayuda. La conclusión que
extraen los autores es que es la empatía emocional la que motiva la conducta de
ayuda altruista.
Por su parte, Sutton, Smith y Swettenham (1999), en un estudio con niños entre 7
y 10 años donde relacionaban, entre otras variables, la empatía cognitiva y el
comportamiento de acoso (bullying), encontraron que los acosadores líderes obtenían
puntuaciones significativamente más altas en una tarea de comprensión emocional
que sus secuaces y que las víctimas. Sin embargo, en un estudio posterior con
preescolares (Monks, Smith y Swettenham, 2005) no apareció esa superioridad
cognitiva en los bullies. La posible explicación de esa disparidad de resultados
estaría, según los autores, en la diferente forma de funcionar de los acosadores a
distintas edades: los más pequeños recurren a métodos de agresión directos, mientras
los mayores emplean formas más indirectas; además, los pequeños suelen actuar
solos, mientras que los mayores lo hacen en grupo. Tanto la agresión indirecta como
la necesidad de organizar a una banda de secuaces y convencerles para que le apoyen
en sus acciones requieren unas mayores habilidades cognitivas en el acosador. De ahí
sus mayores puntuaciones en tareas de teoría de la mente y empatía cognitiva.
En esta misma línea, Kaukiainen y sus colaboradores (1999) encontraron que la
empatía (cognitiva y afectiva) mostraba relaciones negativas significativas con la
agresión directa (verbal y física), pero no con la agresión indirecta en niños de 12
años. Por otra parte, apareció una relación positiva entre agresión indirecta y lo que
ellos llaman «inteligencia social», que contiene algunos ítems que podrían
considerarse empatía cognitiva (p. ej., «es capaz de adivinar los sentimientos de otros,
incluso cuando no quieren expresarlos»; «se da cuenta fácilmente cuando otros
mienten»).
Estos resultados, y los de los estudios antes citados de Sutton et al. (1999) y
Monks et al. (2005), son coherentes con el modelo de Bjökqvist, Lagerspetz y
Kaukiainen (1992) sobre el desarrollo de la agresión. Según este modelo, la agresión
de los niños pequeños es fundamentalmente física; pasa a ser verbal a medida que las
habilidades verbales se desarrollan; y en la tercera etapa (preadolescencia) aparece la
agresión indirecta y manipulativa, que requiere un cierto nivel de inteligencia social.
Lo que Kaukiainen y sus colegas (1999) sugieren es que la inteligencia social (que se
solapa en parte con la empatía cognitiva) no debe entenderse como sinónimo de
156
habilidades prosociales ni tampoco de maquiavelismo, sino como una herramienta
neutra que puede emplearse con propósitos tanto prosociales como egoístas. El uso
que se haga de ella dependerá de las demandas de la situación y de factores
personales, como el nivel de preocupación empática (empatía emocional). De hecho,
numerosos autores han encontrado, en edades muy diferentes y muestras muy
distintas, que es el componente emocional de la empatía el que promueve la conducta
prosocial e inhibe la antisocial (p. ej., Barnett y Thompson, 1985; Jolliffe y
Farrington, 2006; LeSure-Lester, 2000; Renouf et al., 2010; Warden y Mackinnon,
2003).
Otros estudios han intentado encontrar relaciones entre la empatía cognitiva
(entendida como teoría de la mente y a veces como inteligencia emocional) y el
«maquiavelismo» (conductas en las que un individuo utiliza a otro como instrumento
para lograr sus fines), desde la lógica de que, si la inteligencia maquiavélica es una
estrategia favorecida por la evolución para engañar a otros, los que puntúen alto en
escalas de maquiavelismo deberían tener facilidad para resolver las tareas de teoría de
la mente. Lo que demuestran los resultados, tanto en adultos (p. ej., Austin, Farrelly,
Black y Moore, 2007; Paal y Bereczkei, 2007) como en niños (p. ej., Barlow, Qualter
y Stylianou, 2010), es que la relación es negativa: cuanto mayor es la capacidad para
interpretar o inferir el estado mental o emocional del otro, más probable es que se
produzcan interacciones cooperativas y conductas de apoyo al que necesita ayuda.
Esta relación negativa parece ser más acusada en las niñas. No obstante, una baja
puntuación en una escala de maquiavelismo no significa que esa persona no sea capaz
de engañar y manipular a otros, sino que habitualmente no utiliza sus habilidades de
comprensión de las emociones de otros para manipularles.
Los defensores de la segunda postura consideran que no es posible entender la
empatía separando sus elementos; tiene tanto un componente cognitivo como un
componente emocional, independientes pero con una necesaria interacción (Davis y
Stone, 2003; Feshbach, 1987). Según estos autores, no es posible entender y
experimentar las emociones y las necesidades de otra persona, ni responder
empáticamente a ellas, sin percibir la situación desde su punto de vista. Refiriéndose
al ámbito de la investigación neurocientífica, Zaki y Ochsner (2012) subrayan que,
aunque los dos sistemas se han estudiado por separado empleando estímulos y tareas
simplificados, no se debe perder de vista que en la mayoría de las situaciones de la
vida real son indisociables, como lo demuestran los estudios que emplean métodos
naturalistas. Ambos sistemas se activan cuando las personas se enfrentan a
información social compleja, ambos están funcionalmente interconectados para
responder a esas claves sociales y ambos son necesarios para una respuesta adecuada.
En esta misma línea, Smith (2006) sostiene que la capacidad para emplear ambos
componentes de la empatía de una forma integrada permite que ambos se
complementen y se facilite el comportamiento prosocial. Por ejemplo, la empatía
emocional puede facilitar la motivación prosocial, impulsándonos a ayudar a alguien,
mientras que la empatía cognitiva proporciona una comprensión prosocial y permite
ver con más claridad cuál es la forma más apropiada de ayudar a esa persona (Caputi,
157
Lecce, Pagnin y Banerjee, 2012). Además, la empatía emocional puede limitar el uso
maquiavélico de la empatía cognitiva (Lonigro, Laghi, Baiocco y Baumgartner,
2014).
En apoyo de esta necesaria complementariedad, numerosos estudios confirman
una relación positiva entre capacidad empática (tanto afectiva como cognitiva) y
conducta prosocial, y una relación negativa entre esta capacidad y conductas
agresivas o antisociales (p. ej., Eisenberg, Eggum y Di Giunta, 2010; Eisenberg,
Spinrad y Sadovsky, 2006; Feshbach, 1978; Gini, Albiero, Benelli y Altoè, 2007;
Hoffman, 2000; Lyons, Caldwell y Schultz, 2010; Richardson, Hammock, Smith,
Gardner y Signo, 1994).
Por otra parte, como afirma Astington (2003), la capacidad para atribuir estados
mentales a otros es una condición necesaria pero no suficiente para el funcionamiento
social. Probablemente, la capacidad de empatizar con los demás, experimentando sus
emociones y «simpatizando» con ellas, es un elemento esencial entre la teoría de la
mente y la competencia social (Eisenberg, Huerta y Edwards, 2012; Lonigro et al.,
2014).
Teniendo en cuenta todo lo anterior, ¿cómo pueden explicarse resultados tan
divergentes? Aparte de la cuestión innegable relativa a la disparidad de métodos y de
conceptualizaciones del mismo constructo, ¿es factible que ambas posturas tengan
parte de razón? ¿Existe la posibilidad de que la empatía, entendida como capacidad
cognitivo-emocional, se relacione tanto con la conducta prosocial como con la
manipulación de otros en beneficio propio? Esto es lo que predice la teoría
evolucionista, que parte de la premisa de que lo más adaptativo es la flexibilidad, es
decir, la versatilidad de los mecanismos heredados para que puedan ser útiles en
distintos contextos y ante distintas necesidades.
A partir de lo visto en este capítulo, la clave podría estar en el mecanismo que
controla la experiencia emocional de la empatía. Lo que proponemos aquí es que las
dos posturas podrían tener parte de razón si la capacidad de regulación de la emoción
hiciera que el propio malestar emocional ante el sufrimiento del otro se regulara hacia
abajo a conveniencia (Decety, 2010), facilitando una desensibilización (como ocurre
en los profesionales de la salud; Hojat et al., 2009). Esto implicaría que la
manipulación no es un rasgo fijo, sino una estrategia, que dependería de las metas del
observador.
Parte del proceso de desarrollo puede que consista en adquirir conductas más
complejas y elaboradas, en que haya más ocasiones que evoquen emoción, pero
también en la adquisición de estrategias que protejan contra esa evocación, como
mayor distanciamiento, distracción y evitación. La respuesta empática emocional
puede ser más fuerte en los niños, y con la edad y la maduración del cerebro, junto
con las experiencias interpersonales que están fuertemente moduladas por diversos
factores contextuales y sociales, los niños y los adolescentes se van haciendo más
sensibles a las normas sociales que regulan el comportamiento prosocial, y también
más selectivos en sus respuestas a los otros. Ser capaz de manejar las propias
emociones de forma eficaz (controlando la sobreactivación empática, por ejemplo) no
158
solo hace posible una conducta socialmente apropiada (Eisenberg, Fabes, Gauthrie y
Reiser, 2000), sino que también reduce un posible obstáculo para el logro de los
propios objetivos (Repacholi, Slaughter, Pritchard y Gibbs, 2003; Smith, 2006).
5. CONCLUSIONES
159
relación del conocimiento emocional que proporciona la capacidad empática con la
conducta prosocial y con la persecución de las propias metas, o, dicho en otros
términos, con el comportamiento altruista y el egoísta. Para ello hemos partido del
planteamiento evolucionista, que considera la empatía como una capacidad versátil,
que promueve el cuidado de los demás y la cooperación entre los miembros del grupo
y, al mismo tiempo, el engaño y la manipulación de otros en beneficio propio. Frente
a una visión excluyente que sostiene que una de las dos funciones tiene más peso que
la otra, hemos defendido la coexistencia de ambas, mucho más coherente con el
enfoque evolucionista y su énfasis en la flexibilidad necesaria para una mejor
adaptación a distintos contextos. En este sentido, la empatía sería una capacidad
neutra, y la saliencia de una u otra función en un momento dado dependería de
variables personales, como las metas, las experiencias previas o la capacidad de
regulación del individuo, y de factores contextuales, como el grado de relación con la
otra persona o las normas que rigen en esa situación concreta.
Coincidimos con Dale Hay (2009) cuando afirma que, probablemente, uno de los
mayores logros del desarrollo infantil sea la adquisición de la capacidad para
equilibrar las tendencias prosociales con las necesidades individuales, y para
discriminar cuándo es apropiado compartir, simpatizar y ayudar a otros y cuándo es
prioritario centrarse en los intereses propios. La empatía es una herramienta más para
facilitar el comportamiento social, y no viene de fábrica con una direccionalidad
predeterminada.
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NOTAS
17 Galeano, E. (2008). Espejos. Una historia casi universal (p. 4). Madrid: Siglo XXI.
165
PARTE TERCERA
El desarrollo emocional en contexto
166
8
Diferencias de género en la expresión emocional en la
infancia
HARRIET R. TENENBAUM
ANA AZNAR
1. INTRODUCCIÓN
167
1991; Fabes et al., 2001; Shields y Cicchetti, 2001). La causa de esta relación puede
ser que los niños emocionalmente competentes tienen más capacidad para entender y
reaccionar de manera apropiada a los sentimientos de los demás que sus compañeros
menos competentes emocionalmente. Esta habilidad les permite establecer relaciones
sociales de mayor calidad. Segundo, la competencia emocional está relacionada con
el rendimiento académico (Garner, 2010; Trentacosta e Izard, 2007; Valiente,
Swanson y Eisenberg, 2012). Por ejemplo, Izard et al. (2001) encontraron que la
comprensión emocional a los 5 años predecía el rendimiento académico a los 9 años.
Diversas investigaciones también demuestran que la regulación emocional está unida
al rendimiento académico (Sanson, Hemphill y Smart, 2004), probablemente porque
los niños que tienen dificultad para controlar sus emociones, a su vez, tienden a tener
problemas para concentrarse (Blair, 2002). Por último, la competencia emocional está
unida al desarrollo de psicopatologías. Los niños que tienen una baja competencia
emocional corren mayor riesgo de sufrir síntomas de depresión, ansiedad y problemas
psicosomáticos en comparación con sus compañeros con una mayor capacidad
emocional (Garber, Braafladt y Zeman, 1991; Garber, Zeman y Walker, 1990). En
resumen, la habilidad de entender, expresar y regular las propias emociones y las de
los demás desempeña un papel fundamental en la capacidad para funcionar con éxito
en la sociedad. Este capítulo examinará solo un aspecto de la competencia emocional:
la expresión de emociones y específicamente las diferencias de género en la
expresión de emociones en la infancia.
3. LA EXPRESIÓN EMOCIONAL
168
1994). Por último, los niños que no expresan sus emociones de manera efectiva
corren mayor riesgo de sufrir psicopatologías que aquellos que tienen mejor
expresividad emocional (Chaplin y Cole, 2005).
169
Piense en la persona más emocional que conoce. La mayoría de los lectores habrá
pensado en una mujer debido a que existe el estereotipo de que las mujeres son más
emocionales que los hombres (Brody y Hall, 2000; Fivush y Buckner, 2000; Zahn-
Waxler, Cole y Barrett, 1991). Este estereotipo está relacionado con la idea de que los
hombres son racionales mientras que las mujeres son emocionales, noción que
proviene de la distinción binaria que existe en Occidente entre la razón y la emoción
y la asociación de cada una de ellas con la masculinidad y la feminidad
respectivamente (Lloyd, 2002). Más aún, la asociación de la emocionalidad con las
mujeres y la razón con los hombres sitúa a estos en un estatus superior al de las
mujeres. Por ello es fundamental establecer si el estereotipo de que las mujeres son
más emocionales que los hombres es cierto. En esta sección exploraremos la
literatura sobre diferencias de género en la expresión emocional para así determinar si
este estereotipo tiene o no fundamento.
En general, la mayoría de investigaciones sugieren que hay diferencias de género
en la expresión emocional durante la infancia y que se plasman en que las niñas
tienden a ser más expresivas emocionalmente que los niños. Es importante tener en
cuenta que, cuando hay diferencias de género, estas tienden a ser pequeñas (Chaplin y
Aldao, 2013), pero suelen aparecer incluso usando diferentes métodos de análisis.
Los estudios con adultos también sugieren que las mujeres tienden a ser más
expresivas emocionalmente que los hombres. Sin embargo, es importante destacar
que algunos estudios no han encontrado diferencias de género en expresividad
emocional entre adultos (p. ej., Cupchik y Poulos, 1984; Vrana, 1993; Wagner,
1990), pero no hay ningún estudio, al menos que las autoras conozcan, que haya
encontrado que los hombres son más expresivos emocionalmente que las mujeres.
Las diferencias de género en expresión emocional tienden a aparecer tanto en la
comunicación verbal como en la no verbal de emociones durante la infancia y la edad
adulta. Aunque el análisis de la comunicación no verbal de emociones no es el
objetivo de este capítulo, nos gustaría resaltar que, al igual que ocurre en la expresión
verbal de emociones, las investigaciones sobre diferencias de género en la expresión
emocional no verbal (p. ej., llanto) apoyan el estereotipo de que las mujeres son más
emocionales que los hombres y que esta diferencia tiende a aparecer en la infancia. El
estudio de las diferencias de género en la expresión verbal de emociones ha recibido
mucha atención. Gran parte de estos estudios exploran las diferencias de género en
niños y niñas cuando hablan sobre emociones con sus madres mediante el análisis del
número de palabras sobre emociones mencionadas, la calidad (p. ej., si el niño
explica las emociones que menciona o no) y el signo de dichas conversaciones (p. ej.,
si el niño se refiere a emociones positivas o negativas) durante actividades como la
reminiscencia (p. ej., Fivush et al., 1989, 2002, 2009, 2013), el juego (p. ej., Aznar y
Tenenbaum, 2013; Cervantes, 2002; Cervantes y Callanan, 1998) y la lectura de
libros (p. ej., Van der Pol et al., 2015; Garrett-Peters et al., 2008; Jessee, McElwain y
Booth-LaForce, 2016). Los resultados en esta área son contradictorios, pero tienden a
sugerir que cuando hay diferencias, las niñas mencionan más emociones en
conversaciones con sus madres que los niños.
170
Además de los estudios que examinan las diferencias de género en expresión
emocional durante la infancia en general, también hay investigaciones que analizan
las diferencias de género en el uso de las distintas emociones. De acuerdo con los
estereotipos, hay emociones, como el miedo y la tristeza, que se consideran
femeninas y otras emociones, como la ira y la frustración, que se consideran
masculinas (Brody, 1996). Si consideramos el enfado una emoción asertiva y la
tristeza una emoción pasiva (Leaper, 2002), podemos concluir que los estereotipos
sobre emociones concuerdan con los estereotipos más generales sobre hombres y
mujeres (Anderson, 1998). La pregunta entonces es si los estereotipos sobre
emociones tienen fundamento científico. La investigación sobre diferencias de género
en expresión emocional no es concluyente para determinar si estas diferencias
aparecen en todas las emociones. Estudios con adultos sugieren que, en general, las
mujeres tienden a expresar más frecuentemente tristeza, alegría y miedo, mientras que
los hombres tienden a manifestar enfado y orgullo más a menudo (Hess, Blairy y
Kleck, 2000; Kelly y Hutson-Comeaux, 1999; Kring, 2000; Plant, Hyde, Keltner y
Devine, 2007; Weber y Wiedig-Allison, 2007). Por tanto, estos resultados coinciden
con el estereotipo occidental. Sin embargo, Van der Pol et al. (2015) no encontraron
diferencias de género en las conversaciones entre padres y madres con sus hijos sobre
tristeza, alegría, enfado y miedo.
Las diferencias de género en la expresión de emociones específicas a lo largo de la
infancia también han sido examinadas. Empezando con niños en edad escolar (Brody,
1985) y adolescentes (Stapley y Haviland, 1989), las niñas dicen expresar más
tristeza que los niños, e incluso dicen sentirse peor cuando no expresan sus
emociones negativas que cuando sí lo hacen (Zeman y Shipman, 1997). Al contrario,
los niños dicen expresar enfado más frecuentemente que las niñas (Brody y Hall,
1993). En un reciente metaanálisis de 166 estudios que examinaba diferencias de
género en expresión emocional en niños y niñas de entre 0 y 17 años, Chaplin y
Aldao (2013) encontraron diferencias de género, pero muy pequeñas. Principalmente
detectaron que los niños tienden a expresar enfado con mayor frecuencia que las
niñas y estas suelen expresar más frecuentemente emociones positivas, tristeza y
ansiedad. En resumen, podemos conluir que hay diferencias de género en la expresión
de emociones específicas y que estas diferencias tienden a reflejar esterotipos de
género más generales.
Sin embargo, hay que ser cautos al afirmar que las niñas y las mujeres son más
emocionales que los hombres y los niños por dos razones. Primero, la manera en la
que hombres y mujeres expresan sus emociones depende del canal empleado (Brody,
1999). Segundo, la expresión emocional tiende a estar influida por diversos factores
sociales, culturales y situacionales (Adelmann y Zajonc, 1989; Chaplin y Aldao,
2013; Lang, Bradley y Cuthbert, 1990; Miller y Kozak, 1993) como, por ejemplo, la
emoción de la que se habla, el interlocutor o características personales como la edad,
el idioma o la cultura (Brody, 1999; Chaplin y Aldao, 2013). En los siguientes
apartados revisaremos cómo estos factores muy probablemente desempeñan un papel
importante en las diferencias de género en la expresión emocional.
171
5.1. Edad
172
niñas tienden a expresar más tristeza que los niños, mientras que estos tienden a
demostrar más enfado que aquellas (Brody, 1999; Saarni, 1984).
Las investigaciones con adolescentes, aunque más escasas, continúan demostrando
diferencias de género en expresión emocional. Cuando hablan con sus padres, las
adolescentes son más emocionales que los adolescentes de la misma edad (Aldrich y
Tenenbaum, 2006). En relación con la calidad de las conversaciones sobre
emociones, las adolescentes declaran expresar más tristeza y afecto, mientras que los
adolescentes tienden a expresar más enfado (Brody y Hall, 1993; Safyer y Hauser,
1994).
En resumen, y de acuerdo con los estereotipos culturales, las diferencias de género
en expresividad emocional se incrementan con la edad, y tanto verbal como no
verbalmente las niñas y las mujeres son más expresivas emocionalmente que los
hombres y los niños.
5.2. Interlocutor
173
registraron diferencias en niños y niñas de 3 y 4 años. Resultados parecidos han sido
encontrados en niños al final de la edad preescolar en Estados Unidos, donde las
niñas usaban más términos emocionales y más variados que los niños cuando
hablaban sobre el pasado con sus madres (Kuebli et al., 1995). Sin embargo, Melzi y
Fernández (2004) no encontraron diferencias de género en la frecuencia de las
emociones mencionadas por preescolares en Perú cuando hablaban sobre el pasado
con sus madres. Finalmente, Aldrich y Tenenbaum (2006) encontraron que las
adolescentes en Estados Unidos mencionaban más emociones que los adolescentes
cuando discutían dilemas morales con sus padres varones.
En resumen, el interlocutor influye en la manera en la que niños y niñas hablan
sobre emociones, pero este efecto no es claro. Cuando hay diferencias, las niñas
mencionan más emociones que los niños al dialogar con sus madres. Estos estudios
apoyan la teoría del modelo contextual de género (Brody y Hall, 2008; Deaux y
Major, 1987; Fischer y Evers, 2011; LaFrance, Hecht y Paluck, 2003), y sugieren que
el género de la persona que habla y el de su interlocutor desempeñan un papel en la
expresión emocional en la infancia.
5.3. Cultura
Cada cultura dicta cómo, cuándo y con quién es o no aceptable expresar las
emociones (Brody y Hall, 2000; Matsumoto, 1990; McCarty et al., 1999). A traves de
las prácticas de socialización transmitidas principalmente por los padres y por otros
adultos de la sociedad (Rogoff, 1990), los niños y niñas aprenden estas reglas,
incluidas las referidas al género, sobre cómo las emociones pueden y deben ser
expresadas (Fivush y Buckner, 2000). Ciertamente, los estereotipos de género que
existen en cada cultura están relacionados con lo que significa ser mujer u hombre
(Williams y Best, 1990). Por ejemplo, en la cultura china, las emociones
(especialmente las negativas) son consideradas destructivas y peligrosas para las
relaciones sociales y por ello deben mantenerse bajo un estricto control (Wang,
2013). Al contrario, en la cultura occidental, la estadounidense o la europea, por
ejemplo, la expresión emocional se promueve porque se considera la expresión de
uno mismo (Markus y Kitayama, 1991).
La gran mayoría de investigaciones sobre la expresión emocional están realizadas
en Estados Unidos y en algunos países de Europa (p. ej., España, Reino Unido, Italia)
con niños de clase media y media-alta (Brody y Hall, 1993; Chaplin y Aldao, 2013;
Manstead, 1992). Por ello todavía no está claro si los resultados de estas
investigaciones se pueden extrapolar a otras culturas. Sin embargo, hay algunos
ejemplos de investigaciones en otras culturas. Si examinamos conversaciones sobre
emociones entre padres e hijos, los padres asiáticos tienden a elaborar menos sus
relatos cuando hablan con sus hijos (Wang, 2001) que los padres europeos y
estadounidenses (Wang y Fivush, 2005). Schroder, Keller y Kleis (2013) examinaron
a padres y madres de Costa Rica, México y Alemania hablando sobre emociones con
sus hijos de 3 años. Los resultados sugieren que mientras que las familias de las tres
174
culturas eran comparables en elaboración, los padres y madres alemanes eran los
menos «socialmente» orientados de los tres. Es decir, las familias alemanas hablaban
menos sobre otras personas (p. ej., «¿estaba tu primo con nosotros?») y se referían
más frecuentemente a objetos, números, comida o animales (p. ej., «¿de qué color era
el coche?») que las familias de México o Costa Rica.
Algunas investigaciones analizan las diferencias de género en expresión
emocional en distintas culturas durante las conversaciones sobre el pasado entre
padres e hijos. Estudios con participantes hispanohablantes sugieren que las madres
mexicanas (Eisenberg, 1999) y españolas (Aznar y Tenenbaum, 2015) mencionan
más palabras sobre emociones cuando hablan con sus hijas que con sus hijos. Sin
embargo, las madres peruanas hablan más sobre emociones con sus hijos que con sus
hijas (Melzi y Fernández, 2004). Otras investigaciones han examinado el estilo de las
conversaciones sobre emociones entre padres e hijos en diferentes culturas. Los
padres y madres en Europa y América elaboran más sus relatos cuando hablan sobre
el pasado con sus hijas que con sus hijos (p. ej., Fivush, Berlin, McDermott Sales,
Mennuti-Washburn y Cassidy, 2003; Reese y Fivush, 1993). Sin embargo, hay
investigaciones que sugieren que no hay diferencias en el nivel de elaboración de
madres y padres cuando hablan sobre emociones con sus hijos e hijas (con una
muestra china, Fivush y Wang, 2005; con una muestra peruana, Melzi, Schick y
Kennedy, 2011). Finalmente, en un estudio que comparó muestras de madres chinas y
americanas, las madres mencionaron más explicaciones con sus hijas que con sus
hijos.
Por el contrario, muy pocas investigaciones abordan la manera en la que los niños
y las niñas hablan sobre emociones cuando conversan sobre el pasado con sus
madres. Por ejemplo, Wang y Fivush (2005) encontraron que en China los niños y las
niñas de 40 meses de edad se atribuyen más emociones a sí mismos que los niños en
Estados Unidos de la misma edad. También los niños y niñas en Estados Unidos
hablan más sobre las causas de sus emociones que los niños y niñas chinos de la
misma edad. Wang y Fivush (2005) detectaron que el modo en que los niños hablan
sobre emociones tiende a reflejar la manera en que sus madres hablan sobre
emociones, lo que significa que a través de las conversaciones las madres transmiten
los valores culturales a sus hijos. Además, estos resultados cuestionan por qué
aparecen las diferencias entre culturas y específicamente sobre por qué la cultura
occidental promueve las diferencias de género en la expresividad de emociones. En
resumen, parece que el efecto de la cultura en la expresión emocional de los niños y
las niñas no demuestra una pauta clara y que son necesarios más estudios para
determinar el papel que desempeña la cultura en la expresión emocional.
175
Estas diferencias aparecen en la infancia y continúan durante la edad adulta. Sin
embargo, las razones por las que estas diferencias aparecen no están todavía claras.
Hay dos corrientes teóricas que intentan explicar estas diferencias. La primera
mantiene que las diferencias de género son estables y se deben a diferencias
biológicas como, por ejemplo, el temperamento (Buss, 1995; Else-Quest, Hyde,
Goldsmith y Van Hulle, 2006). La segunda mantiene que las diferencias de género no
son estables y están basadas en la experiencia (Beall y Sternberg, 1993; Bussey y
Bandura, 1999; Epstein, 1997). Esta teoría confiere una especial relevancia a la
socialización de emociones (Chaplin et al., 2005; Eisenberg, Cumberland y Spinrad,
1998; Wood y Eagly, 2002), y en especial al papel que la familia desempeña en la
socialización (Cassano y Zeman, 2010; Denham, Zoller y Couchoud, 1994; Dunn y
Brown, 1994; Garner, Dunsmore y Southam-Gerrow, 2008; Martin y Green, 2005).
En esta sección, revisaremos tres teorías que pretenden explicar las diferencias de
género en expresión emocional (Chaplin, 2015; Chaplin y Aldao, 2013).
La teoría del desarrollo social mantiene que a lo largo del crecimiento las niñas y
los niños aprenden las reglas sobre expresión emocional propias de su género,
observando las expresiones de emociones de otros a traves de la experiencia y
mediante conversaciones explícitas sobre emociones. Esta última tiene especial
relevancia en este capítulo y merece ser explicada en más detalle. Desde la más
temprana infancia, las madres y los padres hablan con sus hijos e hijas sobre
emociones. Aznar y Tenenbaum (2015) llevaron a cabo un estudio en el que padres y
madres en España realizaron dos actividades con uno de sus hijos de 4 o 6 años:
jugaron con una familia de muñecos mientras contaban una historia y hablaron sobre
cuatro hechos pasados importantes para los niños, como, por ejemplo, el primer día
de colegio. Los resultados muestran que las madres hablaron más sobre emociones
que los padres y que tanto los padres como las madres hablaron más sobre emociones
con sus hijas que con sus hijos. Estos resultados sugieren que, a través de las
conversaciones con sus padres, los niños y las niñas reciben las reglas sobre
expresión emocional propias de su género internalizando el mensaje de que es más
apropiado hablar sobre emociones para las niñas y las mujeres que para los niños y
los hombres. Además, de acuerdo con esta teoría, las diferencias de género en
expresión emocional se incrementan con la edad a medida que los niños y las niñas
tienen un mayor número de experiencias de socialización.
Las teorías basadas en la biología explican que los niños y las niñas nacen con
diferencias innatas debido a factores prenatales o a factores que ocurren durante el
nacimiento o, por el contrario, mantienen que las diferencias aparecen con la edad.
Diversas investigaciones sugieren que las hormonas sexuales (especialmente la
testosterona) afectan al cerebro masculino y femenino de manera diferente. Por
ejemplo, niveles más elevados de testosterona en el feto están relacionados con
niveles más bajos de empatía (Knickmeyer, Baron-Cohen, Raggatt y Taylor, 2005a),
con problemas en las relaciones sociales (Kickmeyer, Baron-Cohen, Raggatt, Taylor
y Hackett, 2005b) y con niveles más elevados de agresividad en los niños que en las
niñas (Kemper, 1990). También es posible que las diferencias biológicas se
176
desarrollen a lo largo del crecimiento. Especial importancia tiene la adolescencia,
período en el que las hormonas afectan de manera diferente al crecimiento de las
niñas y los niños. Por ejemplo, en las niñas los niveles de estrógenos y de
progesterona pueden explicar la dificultad creciente que tienen las adolescentes para
recuperarse del estrés (Young, 1998). Si examinamos las teorías biológicas en
relación con la expresión emocional, la evidencia sugiere que el cerebro femenino y
el masculino son diferentes en cuanto a la expresividad emocional (Brody, 1999),
pero lo que no está claro es si estas diferencias son una consecuencia o una causa. Por
ejemplo, la dirección de la relación entre la testosterona y la expresión de la
agresividad no está clara. Puede ser que un nivel elevado de testosterona produzca
mayor agresividad o, por el contrario, que un nivel elevado de agresividad provoque
un nivel elevado de testosterona (Kung, Browne, Constantinescu, Noorderhaven y
Hines, 2016). Por otro lado, las mujeres suelen tener mayor habilidad lingüística que
los hombres (Hyder y Linn, 1988) y, como hemos visto a lo largo de este capítulo,
tienden a expresar verbalmente sus emociones más frecuentemente que los hombres,
pero no está claro si la mayor habilidad lingüística de las mujeres se debe a
diferencias en la lateralización cerebral de hombres y mujeres (Brody, 1999). Otra
posibilidad es que las diferencias de sexo en expresión emocional sean una
consecuencia de la interacción entre factores biológicos y factores sociales (Brody,
1999). Diversas investigaciones sugieren que la regulación emocional y la capacidad
lingüística se influyen mutuamente. Por ejemplo, la capacidad de regular las
emociones de los bebés predice su habilidad lingüística ocho meses después (Dixon y
Smith, 2000).
Finalmente, la teoría construccionista explica los procesos por los cuales los
individuos tratan de entender el mundo en el que viven (Gergen, 1985) y propone que
el contexto tiene un papel fundamental en la aparición de las diferencias de género en
el comportamiento humano. De acuerdo con esta teoría, los niños y las niñas cambian
su comportamiento para adaptarse a los diferentes estereotipos y expectativas que la
sociedad tiene para hombres y mujeres (Buss y Bandura, 1999; Shields, 2002). Así,
según esta teoría, los niños y las niñas adaptan su expresión emocional a los
estereotipos y expectativas de la sociedad en la que viven.
En resumen, estas tres teorías proponen diferentes explicaciones sobre los
mecanismos que subyacen a las diferencias de género en el comportamiento humano
y, más específicamente, a la expresión emocional. Sin embargo, la mayor parte de los
investigadores en esta área mantienen que es una combinación de estos factores lo
que probablemente explique las diferencias de género. En efecto, analizando estas
tres teorías podemos concluir que las diferencias de género en la expresión emocional
dependen del contexto y que aumentan a medida que los niños y las niñas crecen
como resultado del incremento tanto de las diferencias biológicas entre hombres y
mujeres como de las experiencias de socialización de los niños y las niñas (Chaplin y
Aldao, 2013).
7. CONCLUSIONES
177
En resumen, el campo de la psicología ha dedicado mucha atención al estudio de
las diferencias de género en el comportamiento humano. Durante décadas, los
psicólogos estuvieron divididos en el estudio del género. Algunos consideraban que
el género es un rasgo estable, mientras que otros no lo consideraban estable. Más
recientemente, los investigadores en este campo han adoptado una perspectiva
contextual que mantiene que las diferencias de género en el comportamiento humano
dependen de factores contextuales como la cultura o la edad. En el caso específico del
estudio de diferencias de género en la expresión emocional durante la infancia, un
gran número de investigaciones sugiere que cuando hay diferencias, las niñas y
mujeres son más expresivas emocionalmente que los niños y los hombres (Deaux y
Major, 1987). Estas diferencias aparecen en la infancia y continúan durante la
adolescencia y la edad adulta. El estudio de las diferencias de género en la expresión
emocional es importante porque nos ayuda a mejorar la comunicación entre hombres
y mujeres, lo que a su vez puede contribuir a reducir la desigualdad entre hombres y
mujeres.
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El desarrollo emocional en contextos de riesgo
ALBERTO FERNÁNDEZ ANGULO
1. INTRODUCCIÓN
187
2. EXCLUSIÓN SOCIAL Y VULNERABILIDAD
188
renta estatal. La crisis laboral o las políticas de ajuste implementadas en los últimos
años como remedio han tenido un importante impacto en la situación de familias
venidas de otros países. Las cifras nos dicen que, entre la población extranjera
residente en nuestro país, la pobreza relativa o la privación material son bastante
habituales (Mahía y De Arce, 2013). Respecto a los niños y niñas de estas familias,
después de las experiencias vitales traumáticas vividas durante el proceso migratorio,
llegan a un lugar, a menudo hostil para ellos, donde las costumbres, los valores y el
idioma son distintos. Como iremos viendo, todos estos factores suponen una
desventaja en la adaptación social y les hacen claramente propensos a un desarrollo
socioemocional deficitario (Balsells, 2003).
189
con trayectorias vitales problemáticas. Conducta antisocial, abuso de drogas y/o
alcohol, experiencias de maltrato o trastornos psicológicos, entre otros (Arruabarrena
y De Paúl, 2002; Moreno, 2002; Rodríguez, Camacho, Rodrigo, Martín y Máiquez,
2006). A menudo a estas familias se les ha denominado multiproblemáticas o de alto
riesgo, puesto que no solo exteriorizan un síntoma en particular, sino una variedad de
estresores que hacen que su vulnerabilidad sea mayor (Linares, 1997; Sharlin y
Shamai, 1995; Walsh, 2004). Existe bastante acuerdo en la literatura respecto a
estilos parentales en familias de alto riesgo donde predominan la negligencia o la
coercitividad (Martín, Máiquez, Rodrigo, Correa y Rodríguez, 2004; Rodrigo,
Máiquez, Martín y Byrne, 2008; Rodríguez et al., 2006). Como producto de estos
estilos de vida relacionados con drogas y/o delincuencia, los padres terminan con
estancias en la cárcel y se producen, evidentemente, para los hijos situaciones de
desamparo, bien por la falta de supervisión parental, bien porque esta se produce de
forma negligente. Ambas circunstancias se han relacionado estrechamente con la
inestabilidad emocional del niño (Roberts et al., 2014).
La influencia del nivel educativo fue estudiada por Bennet, Bendersky y Lewis
(2005) en una investigación con 188 niños de 4 años y nivel socioeconómico bajo.
Los resultados de este trabajo pusieron de manifiesto que los hijos con mayor
capacidad cognitiva, cuyas madres tenían mejor aptitud verbal, poseían un mayor
conocimiento de las emociones que aquellos cuyas madres tenían peor aptitud verbal.
Esto refuerza la idea de que el ambiente intelectual puede ser un apoyo para el
desarrollo emocional del niño y, al mismo tiempo, podría respaldar la hipótesis de
que un ambiente intelectualmente desfavorecido predice el conocimiento emocional
deficitario.
Hallazgos anteriores habían mostrado que el nivel educativo de los padres y la
presencia de ambos progenitores en casa correlacionaban de forma directa con el
conocimiento que el niño tiene de las emociones (Cutting y Dunn, 1999; Smith y
Walden, 1998). De forma contraria, se puede intuir que un bajo nivel educativo de los
padres o la ausencia de cualquiera de ellos puede afectar emocionalmente al niño.
Además de las pautas de crianza, los estilos parentales o la exposición a múltiples
riesgos, otros factores se han revelado importantes para explicar los déficits en
competencias emocionales de niños en situación de riesgo. Las circunstancias en que
se desarrolla el día a día de estas familias propician pocos argumentos para la
expresión de emociones positivas y más situaciones en que se produce el descontrol
de emociones como la ira (Ackerman, Izard, Schoff, Yougstrom y Kogos, 1999;
Miller y Olson, 2000). Además, se trata de hogares expuestos a una múltiple
combinación de factores estresantes, lo que, sin duda, afecta de manera intensa al
desarrollo emocional y afectivo de los niños, especialmente menores de 6 años
(Wadsworth et al., 2008).
Por tanto, nos hemos referido a los padres que expresan poco afecto, tendentes al
desapego, la coerción o la negligencia y que pueden presentar problemas
psicológicos, emocionales y otras situaciones problemáticas. Si a esto le sumamos la
propia privación material, podemos entender que la coyuntura social en que se
190
sumergen estas familias presenta una difícil escapatoria. Bajo nivel educativo, poca
cualificación laboral, inestabilidad psicológica y emocional, consumo de tóxicos o
conducta antisocial son algunos de los aspectos que más comúnmente se registran y
que dificultan una mejoría de la situación socioeconómica familiar. Además, se trata
de factores que no actúan de forma unitaria, sino que suelen interactuar de una forma
conjunta, afectando tanto a los estilos de crianza como al desarrollo del niño (Barudy
y Dantagnan, 2010; Richaud de Minzi et al., 2012; Vargas Rubilar y Lemos, 2011).
En resumen, dada la influencia que tienen las pautas de crianza parentales sobre el
desarrollo emocional en los menores, sobre todo en contextos de bajos ingresos,
podría resultar beneficioso no solo el trabajo directo con los niños sino también con
sus padres. No en vano, algunos estudios sugieren que el compromiso paterno en el
cuidado de los niños resulta un buen predictor de los niveles de autorregulación. A
pesar de la desventaja socioeconómica, los niños que reciben cuidados competentes y
comprometidos por parte de sus padres pueden llegar a desarrollar habilidades de
autorregulación efectivas y un buen grado de ajuste emocional (Garner y Spears,
2000; Raver, 1996). El hecho de que la implicación y el compromiso parentales estén
relacionados con el desarrollo de competencias emocionales efectivas en sus hijos
puede arrojar esperanzas en cuanto al trabajo preventivo con estas familias,
habitualmente desahuciadas por la sociedad.
Además de los bajos ingresos económicos, vamos a revisar con más detenimiento
otros factores que comúnmente se encuentran asociados a factores de riesgo
psicosocial, como encarcelamiento de los padres, consumo de tóxicos, violencia de
género o maltrato infantil y las implicaciones que tienen en el desarrollo emocional
infantil.
Vivir en un hogar cuyos ingresos económicos se encuentran por debajo del umbral
de la pobreza, tal y como hemos visto, puede estar acompañado de una serie de
factores de riesgo para la infancia, como la desnutrición, un nivel educativo
deficiente, vivienda inestable, inseguridad del vecindario, exposición a tóxicos o
ausencia de los progenitores. En estas condiciones es habitual que las prácticas
parentales se vean afectadas, lo que puede influir negativamente en el desarrollo de
las competencias afectivas del menor y repercutir en etapas posteriores de la vida.
Es habitual que en condiciones de pobreza haya una alteración en los roles
parentales, la cual suele venir acompañada de pobreza psicológica y afectiva (Ortiz-
Andrellucchi, Peña, Albino, Mönckeberg y Serra-Majem, 2006). En esta dirección,
los trabajos de distintos autores ponen de manifiesto que la interacción padres-hijos
en entornos de pobreza se suele caracterizar por escaso apoyo y pocas
manifestaciones de afecto positivo (Garret, Ng’andu y Ferron, 1994; Smith y Sandhu,
2004).
Además de las explicaciones centradas en las prácticas parentales o el tiempo que
191
invierten los progenitores en la crianza de los hijos, otros autores han sugerido
algunas alternativas para explicar el impacto de la pobreza en la primera infancia a lo
largo de la vida. Los niños desfavorecidos socioeconómicamente presentan una
mayor propensión a enfrentarse a una amplia gama de estresores físicos, como el
alojamiento deficiente o el hacinamiento, y psicosociales, como la exposición a la
violencia, agitación familiar o la separación de sus cuidadores adultos. A medida que
estos factores se van sucediendo y cronificando, los procesos de autorregulación, que
ayudan a los niños a afrontar las demandas externas, se ven seriamente dañados
(Evans y Kim, 2013).
Siguiendo con esta explicación, la exposición a múltiples factores de estrés, tanto
físico como psicosocial, puede contribuir a explicar por qué uno de cada cinco niños
en condiciones de pobreza en América presenta riesgo de dificultades emocionales.
Un trabajo de Evans y English (2002) con niños de bajos ingresos de entre 8 y 10
años reportó factores asociados al entorno y factores psicosociales que estos niños
sufrían en mayor medida que niños de ingresos medios. Estos resultados otorgan
importancia a las circunstancias contextuales que acompañan a la pobreza como
explicación de las dificultades socioemocionales de los menores.
En consecuencia, si los contextos de riesgo suponen una exposición a estresores
físicos y psicosociales que terminan debilitando los mecanismos de autorregulación,
conviene prestar atención al papel que estos mecanismos regulatorios pueden tener
para los menores que viven en contextos de riesgo, por su implicación preventiva
respecto a conductas problemáticas futuras.
Otros trabajos apoyan empíricamente esta propuesta, como el de Lengua (2002),
que, en una investigación llevada a cabo con 101 niños de primaria, estudió la
interacción entre la exposición a múltiples riesgos, emocionalidad y autorregulación
para predecir el ajuste social. Los resultados fueron esperanzadores. Por encima del
impacto que puede causar la exposición a múltiples riesgos, el ajuste social se
predecía mucho mejor mediante las medidas emocionales y la autorregulación. Esta
última intervenía también como moderador entre el riesgo múltiple y el grado de
ajuste, resultando que niños con baja autorregulación eran más vulnerables al riesgo y
presentaban un peor ajuste. Estos resultados invitan a considerar las competencias
emocionales y la capacidad de regulación factores protectores en contextos de riesgo
social múltiple.
Más recientemente Flouri, Midouhas y Joshi (2014), comparando a niños en
situación de pobreza y niños con ingresos medios en el período que va desde la
primera infancia hasta la preadolescencia, investigaron el papel de la autorregulación
emocional y la capacidad cognitiva verbal en las conductas y competencias
emocionales. Hallaron una relación positiva entre la desventaja socioeconómica y los
problemas emocionales, que era mayor cuando los niños tenían una capacidad verbal
más baja. En la condición de pobreza, con los años se evidenció un número mayor de
problemas emocionales y conductuales en los niños que tenían bajos niveles de
autorregulación. Sería interesante proponer investigaciones que profundizasen en la
importancia que puede tener la capacidad cognitiva verbal y la interacción de esta con
192
la autorregulación, puesto que podrían ejercer un papel protector respecto al desajuste
social de menores en situación de pobreza.
Dejando a un lado las posibles diferencias culturales de crianza, cuando se
comparan familias de distinta etnia, raza o país de origen, los déficits emocionales
hallados en niños en situación de riesgo social se explican principalmente por la
desventaja socioeconómica de la familia. Una investigación de Zilanawala, Sacker,
Nazroo y Kelly (2015) con niños bengalíes, paquistaníes, africanos negros y blancos
de 7 años no obtuvo diferencias relevantes en variables emocionales y sociales que no
se pudieran explicar aludiendo a diferencias culturales. Los autores apuntaron hacia la
privación económica como factor a tratar para reducir las diferencias encontradas
entre grupos minoritarios. Otro resultado interesante de este trabajo apuntaba a la
angustia psicológica de la madre como variable parcialmente mediadora entre las
condiciones económicas adversas y las dificultades socioemocionales.
Un trabajo llevado a cabo por Peña y Canga (2009) en nuestro país comparó niños
y niñas de primaria, españoles e inmigrantes, en control emocional y otras variables
socioemocionales. La formación de ambos grupos, más allá de la distancia cultural,
no contempló desigualdades socioeconómicas relevantes. Los hallazgos de este
trabajo no apreciaron diferencias significativas en competencias emocionales entre
españoles e inmigrantes, lo que sugiere que las diferencias culturales debidas al país
de origen resultan insuficientes para hallar déficits emocionales en niños inmigrantes
y, por tanto, las desigualdades en desarrollo emocional entre grupos étnicos, que a
menudo se han evidenciado en la literatura, pueden estar más relacionadas con la
situación de desventaja socioeconómica del grupo minoritario.
Hemos realizado hasta aquí un abordaje integral de los riesgos asociados a los
contextos de bajos ingresos o pobreza. En los siguientes subapartados ampliaremos
esta información resaltando pormenorizadamente algunos factores específicos de
riesgo y las implicaciones que tienen en el desarrollo de las competencias
emocionales en la infancia. No obstante, el concepto de familias multiproblemáticas,
al que nos hemos referido anteriormente, hace alusión al hecho de que habitualmente
se presentan varios de estos factores interaccionando entre sí de forma compleja.
193
Sayal et al., 2009).
Esto podría deberse a la dificultad para encontrar mujeres que reconocieran haber
abusado del alcohol en los últimos meses de embarazo, puesto que es una conducta
poco deseable socialmente. Una reciente investigación de Niclasen, Andersen,
Strandberg-Larsen y Teasdale (2014) resulta novedosa al poner el foco en el consumo
de alcohol durante los últimos meses de embarazo. Los resultados mostraron que los
niños expuestos de forma tardía presentaban, a los 7 años, más problemas
conductuales y de desarrollo emocional que niños no expuestos o expuestos solo de
forma temprana.
En cuanto al consumo de otras drogas, Molitor, Mayes y Ward (2003) examinaron
la asociación entre el consumo de cocaína materno y la regulación emocional de los
niños comparando tres grupos de madres: no consumidoras de drogas, no
consumidoras de cocaína, pero con alguna historia pasada de alcohol y/o marihuana,
y consumidoras actuales de cocaína. Los resultados constataron que las madres
consumidoras presentan menor compromiso emocional que las otras y, como
consecuencia de ello, se advirtieron déficits en la expresión y regulación de
emociones de sus hijos. Estos déficits fueron más acusados en los hijos de madres
consumidoras de cocaína.
194
Dallaire, Folk y Thrash, 2017). El estudio de Zeman et al. (2016) estaba centrado en
la percepción del niño acerca de la socialización materna de emociones de ira y de
tristeza. Los niños tenían que reportar si la respuesta emocional de sus madres ante
situaciones específicas relacionadas con el encarcelamiento se centraba en sí mismas
o en el propio problema. Ante la ira no hubo resultados particularmente relevantes.
Cuando la emoción era de tristeza, la percepción infantil de una respuesta emocional
por parte de la madre centrada en sí misma resultó un buen predictor de problemas
psicológicos, déficits de regulación y mayor inestabilidad emocional en sus hijos.
Esto no ocurría cuando la madre se centraba en el problema. Estos resultados nos
invitan a ser críticos respecto a cómo operan los procesos de socialización emocional
en niños criados en contextos atípicos.
Los niños criados en contextos de encarcelamiento materno muestran también una
problemática mayor a la hora de regular emociones como la ira, teniendo
comportamientos externalizantes desajustados (Zeman et al., 2017). Estos hallazgos
destacan el papel de los procesos de socialización emocional, así como la centralidad
de la regulación emocional a la hora de explicar desajustes, lo que, sin duda, puede
tener implicaciones para las intervenciones preventivas.
195
4.4. Maltrato infantil
El maltrato infantil es otro de los factores de riesgo que queremos destacar, puesto
que algunos trabajos han constatado que hasta un 80 por 100 de los niños
preescolares maltratados exhiben patrones de desregulación emocional (Maughan y
Cicchetti, 2002).
Un trabajo de Shields y Cicchetti (1998) puso de manifiesto la interacción
existente entre atención, emoción y agresión comparando niños que habían sufrido
maltrato con un grupo de control. Analizaron las conductas de socialización entre los
niños en un campamento de verano y descubrieron que los niños maltratados exhibían
muchas más conductas agresivas que el resto. Otros hallazgos de este estudio se
refieren a una mayor desregulación de las emociones que se manifestaba como
negación, labilidad afectiva o conductas emocionales socialmente inadecuadas.
5. CONCLUSIONES
Como hemos visto a lo largo del capítulo, las circunstancias que habitualmente
vienen asociadas a contextos de alto riesgo provocan importantes alteraciones en el
ajuste de los niños y en el desarrollo de sus competencias emocionales. No obstante,
encontrarnos con estas situaciones no debe llevarnos a perder la esperanza y dejar a
los menores abandonados a su suerte. La literatura especializada resalta algunas
estrategias de trabajo que favorecerán el adecuado desarrollo del menor.
Se ha argumentado a lo largo del capítulo la importancia de la socialización de los
padres para regular las emociones de sus hijos en estos ambientes. Aunque se trata de
trabajos recientes que están abriendo nuevas líneas de investigación, autores como
Sanders, Zeman, Poon y Miller (2015) han estudiado la importancia que tiene la
socialización parental de emociones en la regulación emocional de los niños. Algunos
de los resultados más interesantes mostraban que si la expresión de emociones en los
niños va seguida de respuestas desfavorables por parte de los padres, se fomenta un
menor afrontamiento emocional que más adelante deriva en una mayor desregulación
emocional. Los propios padres, mediante medidas de autoinforme, percibían que, a
niveles altos de respuestas no favorables a las emociones, los niños regulaban mal o
directamente no afrontaban sus respuestas de ira. Vemos, pues, la influencia que los
padres ejercen en las habilidades regulatorias de los menores e insistimos en la
conveniencia de diseñar programas de trabajo preventivos que ayuden a los
progenitores a facilitar el desarrollo emocional del niño.
Aparece aquí otra variable a la que queremos conceder la importancia que merece.
Se trata de la regulación emocional en contextos de riesgo que, como hemos
comentado, propician una alta emocionalidad debido al estrés y las circunstancias a
las que se encuentran sometidos diariamente padres e hijos. En estos casos la
regulación puede resultar un factor clave para predecir el grado de ajuste psicosocial
que presentará el niño, puesto que si presenta una elevada emocionalidad, pero
dificultades regulatorias, su adaptación será peor (Rydell, Berhlin y Boilin, 2003).
196
Por tanto, la regulación en niños emocionalmente muy reactivos resultará una
habilidad de especial importancia al estar relacionada con la conducta prosocial y los
problemas conductuales (Eisenberg et al., 1990; Eisenberg y Fabes, 1998). Por tanto,
creemos que es importante diseñar programas específicos de trabajo dirigidos a la
infancia y años posteriores que refuercen las competencias emocionales en general y
en particular esta, la regulación.
Desde el ámbito educativo hasta el momento se ha hecho hincapié en la
escolarización de los niños en situación de riesgo, considerando múltiples criterios,
pero siempre relacionados con el currículo escolar. Educar emocionalmente supone
mejoras, no solo en el ámbito emocional sino también en bienestar psicológico y en
competencia social, como ha demostrado la literatura sobre esta cuestión (Denham et
al., 2003; Denham y Brown, 2010).
Existe evidencia de que la regulación y comprensión emocional contribuyen al
ajuste escolar, especialmente en niños preescolares en riesgo, teniendo los maestros
una especial influencia en su competencia emocional por la función reguladora que
pueden ejercer (Shields et al., 2001).
Por tanto, fomentar programas de trabajo dirigidos tanto a la socialización
emocional de los padres como a la mejora de las competencias emocionales de los
niños, especialmente la regulación, puede traer consigo que muchos menores en
riesgo no estén claramente abocados a una situación de exclusión y puedan tener otra
alternativa. Se trata, en última instancia, de realizar intervenciones preventivas que
repercutirán en un número menor de adolescentes con problemas conductuales,
psicológicos o emocionales.
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201
10
El papel de las emociones en el aula: una aproximación
histórico-cultural
MABEL ENCINAS
1. INTRODUCCIÓN 18
202
mostrar la síntesis que ofrece Vygotski. Como explicaré, esta síntesis considera las
emociones un fenómeno individual y social simultáneamente. Termino esta primera
sección desarrollando los elementos necesarios para pensar las emociones
microhistóricamente. Después, presento la metodología utilizada en mi estudio,
basada en el análisis de vídeos de interacciones en clases, que son extractos a los que
llamo microsituaciones. Enseguida, y a través de un ejemplo, discuto las
consecuencias de pensar las emociones en una perspectiva histórico-cultural.
Concluyo este capítulo con las implicaciones que esta perspectiva puede tener tanto
para pensar las prácticas escolares y la formación docente como para considerar las
posibles vertientes de investigación con esta vía.
203
décadas ha habido una ebullición en el estudio de las emociones del ser humano en
las ciencias sociales de tal magnitud, que algunos investigadores hablan de un «giro
afectivo» (Clough, 2007). En este contexto, las perspectivas teóricas acerca de las
emociones desarrolladas durante este período en las ciencias sociales pueden
agruparse en dos grandes vertientes: aquellas que enfatizan las emociones como
resultado del proceso de evolución de la especie humana (Stets y Turner, 2006;
Turner, 2000, 2004, 2007; Turner y Stets, 2005; Turner y Stets, 2006b) y aquellas que
destacan su carácter social (Bendelow y Williams, 1998; Hochschild, 1979, 1983,
1998, 2003, 2005; Williams y Bendelow, 1998). Estas dos vertientes son opuestas,
pero, como veremos a continuación, implícitamente conllevan un principio común.
Por un lado, la perspectiva de las emociones cuyo fundamento es la evolución
separa los aspectos naturales de los aspectos sociales. Las emociones tienen un
sustrato fisiológico que constituye un prerrequisito para el desarrollo de la historia
humana y, con ello, de las emociones más complejas. Estas tesis enfatizan el carácter
esencial de las emociones (Charmaz y Milligan, 2006; Clanton, 2006; Clark, 2006;
Davis, 2006; Felmlee y Sprecher, 2006; Schieman, 2006; Turner y Stets, 2006) con
independencia de las situaciones sociales en que se presentan. El significado
sociocultural de las emociones se concibe como un fenómeno sobrepuesto, o un
epifenómeno. La segunda vertiente sociológica en cambio, socioconstruccionista,
sostiene que las emociones se construyen a partir de reglas sociales, a las que los
individuos se ajustan, de modo que las emociones varían en diversos contextos
históricos y culturales (Bendelow y Williams, 1998; Hochschild, 1979, 2003), y lo
que sucede en el cuerpo es solo un aspecto más de los significados construidos
socialmente. Para explicar ese proceso, Hochschild (1979, 2003) acuñó el concepto
de «trabajo emocional», el cual concibe como el control de los sentimientos para
crear expresiones (corporales y faciales) públicamente.
Ambas posiciones, la que enfatiza la evolución y la que enfatiza la historia, sin
embargo, comparten la concepción con un dualismo implícito: la biología y la cultura
son dos sustratos independientes, cada uno regido por sus propias reglas.
Para romper este dualismo, Vygotski (1999) argumentó que las emociones no son
un estado dentro de otro estado, sino que, simultáneamente, pertenecen al ámbito
individual y social. Resulta necesario romper con este dualismo implícito en las dos
posiciones sociológicas señaladas y estudiar lo humano como una unidad, donde
cognición y emoción, individuo y sociedad, cuerpo y mente no se conviertan en polos
artificialmente separados. De aquí la necesidad de encontrar una síntesis unificadora
que permita estudiar las emociones en el aula. Con este objetivo, Vygotski (1999)
estudió en profundidad las deficiencias de las perspectivas psicológicas de su tiempo
en relación con las emociones. Debatió los fundamentos filosóficos del materialismo
mecanicista de James (1884) y Lange (1887) en relación con las emociones y el
cuerpo, así como la psicología idealista propuesta por Dilthey (1988) y Freud (1999)
con respecto a la interpretación subjetiva de las emociones (lo que además tuvo gran
influencia en Piaget, 1968, 1971). Así pues, esta crítica dirigida a la separación en dos
ámbitos (el material y el interpretativo) para estudiar las emociones demarca la
204
fundamentación filosófica para analizar críticamente las dos teorías sociológicas de
las emociones contemporáneas. En ambos casos, las emociones se explican como un
fenómeno en dos niveles: el biológico o el de la experiencia subjetiva, pero no integra
la explicación de ambos niveles. Desafortunadamente, Vygotski no tuvo tiempo de
construir una teoría que integrara plenamente las emociones y que estuviera al nivel
de sus fructíferas contribuciones en temas tales como pensamiento, lenguaje,
aprendizaje y desarrollo, como puede verse en sus obras escogidas. Sin embargo, el
análisis crítico que Vygotski (1999) llevó a cabo en su tiempo sugiere que para
comprender las emociones es necesario construir una psicología no dualista, que
recupere, por un lado, la psicología narrativa, o descriptiva, y, por otro, la psicología
«explicativa», i.e., inspirada en las ciencias naturales (Cole, 1996). La primera parte
es la psicología identificada por Wundt (1921) en los inicios de la disciplina. Esta
sección de la psicología fue relegada en favor de la segunda vertiente, que se
desarrolló como ciencia bajo los parámetros de la ciencia natural: el conductismo
(Cole, 1996; Vygotski, 1999) y, posteriormente, como su heredera, la psicología
cognitiva (Bruner, 1990). Vygotski (1999) identificó la necesidad de estudiar las
emociones de manera unitaria, unificada, integrando la comprensión de la fisiología
en el contexto de las prácticas sociales donde se construye su sentido, es decir, su
significado concreto.
Como consecuencia, el estudio de las emociones debe partir de un claro supuesto,
el carácter situado de las emociones en el contexto social. El sustrato biológico no es
independiente ni previo a la participación en la cultura y la vida social, ya que la
relación entre evolución e historia resulta inextricable (Cole, 1996). Asimismo, el
estudio de las emociones ha de partir de considerar que los ámbitos individual y
social son inseparables. Desde el principio, no es posible concebir el desarrollo
individual fuera del mundo social para la supervivencia (Cole y Cole, 2001). La
comprensión de las emociones, según Vygotski, tiene que involucrar la comprensión
de tal fusión en una unidad inseparable. Como dice Vygotski (citado por Cole, 1996)
refiriéndose al desarrollo:
205
(1985) señala que el objetivo de Vygotski consistió en desentrañar los mecanismos
por los que «la transformación de lo natural a lo histórico tiene lugar en los
fenómenos de la vida mental» (Scribner, 1985, p. 121), con la finalidad de hacer
evidente la idea de que la continuidad de las emociones humanas y del resto del
mundo animal se rompe gracias a la cultura. Solo comprendiendo la historia, pueden
entenderse simultáneamente las emociones «básicas» y las emociones «superiores», y
cómo se produce el tránsito entre unas y otras, incluyendo tanto la continuidad como
la ruptura entre ellas. La historia comprende tanto el peso del pasado como el hito del
potencial futuro. Ambos se juegan en las circunstancias concretas del presente.
La consecuencia de la comprensión de lo social como la base para comprender la
vida mental en general, y las emociones en particular, es que la cultura tiene un efecto
lamarckiano. Lamarck (1914) sostiene que las características adquiridas por un
organismo durante su vida podrían ser transferidas a sus descendientes por herencia.
A pesar de que en biología sus ideas fueron descartadas hace tiempo, hoy estas tesis
reviven con la epigenética, que estudia los mecanismos que algunos organismos
transmiten transgeneracionalmente como una respuesta a factores ambientales,
también llamada transferencia horizontal, sin que ocurran cambios genotípicos
(Jablonka y Lamb, 1989, 2002, 2014; Jablonka, Lamb y Avital, 1998; Jablonka y
Raz, 2009). Ahora bien, en términos culturales, esa transferencia tiene lugar a través
de prácticas sociales que transitan de una generación a la siguiente, y que incluyen no
solo comportamientos coordinados socialmente sino un mundo material humanizado
por los artefactos producidos por las generaciones previas. Tanto en los
comportamientos como en los artefactos, existen intenciones implícitas. Por ejemplo,
ante una pérdida, la psicoterapia es una práctica social que tiene la intención de
apoyar al individuo en afrontamiento del proceso emocional. Además, se han
desarrollado artefactos, como los antidepresivos, que buscan transformar el balance
químico de los neurotransmisores del cerebro que afectan a los estados de ánimo. No
es este el lugar para analizar el uso de los antidepresivos; sin embargo, los menciono
solo con la intención de reconocerlos como herramientas culturales que transforman
las emociones.
En resumen, las prácticas sociales de las generaciones previas modifican la vida
cotidiana a lo largo de la historia, transformando el mundo en que vivimos y la
experiencia humana, que a su vez tienen consecuencias en la transformación de
nosotros mismos como seres humanos, y como parte de ello, en las emociones. A
través de la historia general, se puede entender la síntesis entre naturaleza y
educación (Vygotsky, 1987b, citado por Scribner, 1985; Toulmin, 1979). La
discusión de Vygotski en relación con la historia general tiene una función teórica
importante en la confrontación con las posiciones dualistas planteadas arriba y
sugiere una dirección para el estudio de los fenómenos mentales (Scribner, 1985, p.
125). En este sentido, se puede concluir que hace falta estudiar las emociones como
parte de prácticas sociales, como parte del contexto del aula, en este caso, y
comprender cómo emergen, qué hacen y cómo cambian en un corto período de
tiempo.
206
Emociones y desarrollo adolescente
El segundo nivel de la historia estudiado por Vygotski es la historia individual o la
historia del niño o adolescente (Vygotskiy, 1987b, citado por Scribner, 1985). En este
sentido, Vygotski (1986) se centra en el mismo tema que en su análisis de la historia
general: los «aspectos del comportamiento únicamente humanos» (Vygotski, 1978,
citado por Scribner, 1985). En este nivel también se deben distinguir las dos líneas de
desarrollo que mencionábamos más arriba y que se entremezclan: la biológica (a
veces denominada natural) y la cultural (Scribner, 1985, p. 124). Los niños nacen en
un momento histórico-cultural particular, que tiene un impacto en su desarrollo
ontogenético. Las emociones son parte de su desarrollo individual. Como afirma Cole
(1996), con respecto al desarrollo ontogenético, no es posible afirmar que los
aspectos filogenéticos estén presentes antes que los aspectos culturales o
individuales. Todos están allí desde el principio de la vida de cada niño o niña. De
esta manera, desde el punto de vista individual, las emociones son moldeadas a lo
largo de la vida mediante la participación en prácticas sociales.
La historia de los niños y adolescentes implica un proceso de internalización de un
conocimiento social sobre cómo afrontar, gestionar y transformar las emociones. A su
vez, implica un proceso de externalización en el que los niños y adolescentes
participan en la vida social de manera activa y expresan y comunican sus emociones.
Es en ese proceso dual de internalización y externalización como los niños reciben
del mundo cultural una intención de futuro, a la que Cole (1996) llama prolepsis. Los
adultos apoyan el desarrollo de las emociones marcando implícita o explícitamente
qué emociones es válido y apropiado sentir y expresar en qué situaciones. El proceso
de socialización es fundamental para que el niño comprenda las emociones, las
exprese y las comunique adecuadamente en el momento y en el lugar adecuados. Este
interés coincide con otras perspectivas psicológicas que pretenden avanzar en el
desarrollo conjunto de las habilidades sociales y emocionales (Giménez-Dasí y
Quintanilla, 2009; Giménez-Dasí, Quintanilla y Daniel, 2013).
Vygotski resume este proceso en su ley del desarrollo: «cualquier función en el
desarrollo cultural del niño (y el adolescente) aparece en escena dos veces, en dos
planos, primero entre las personas como una categoría interpsicológica y entonces
dentro del niño como una categoría intrapsicológica» (Vygotski, 1991, p. 40,
paréntesis mío). Por esta razón, para entender el desarrollo de las emociones en niños
y adolescentes se necesita partir de la sociogénesis (Vygotski, 1991).
En este proceso, los niños y adolescentes son agentes activos en la negociación de
su propio desarrollo. Esto es especialmente importante en la adolescencia, el período
de la vida en que
207
En las culturas occidentales, la creación cultural y el cuestionamiento de los
adolescentes a las reglas establecidas son actividades prominentes; sin embargo, estas
actividades darán lugar a nuevos productos culturales, que buscan disminuir o
extinguir lo antiguo (Cole y Gajdamashko, 2009). Así, se desvela que el desarrollo no
siempre es funcional y coincidente con las intenciones y objetivos de las generaciones
previas (Engestrom, 1996). En efecto, la transformación que los adolescentes ofrecen
sea en forma de resistencia, rebelión o incluso «negatividad» contra lo establecido
genera algo nuevo, lo cual puede resultar sorprendente para los adultos. En relación
con esta idea, la investigación ha señalado que, por sus características innovadoras y
transformadoras, los adolescentes son quienes frecuentemente inician movimientos
sociales (Sherrod, Flanagan, Kassimir y Syvertsen, 2006).
Emociones y microhistoria
Vygotski (1978) estudió el desarrollo infantil a partir de la génesis de los procesos
psicológicos y utilizó el concepto de microgénesis para identificar un momento de
cambio, el punto en que emerge una nueva estructura de pensamiento-acción. La
microgénesis se define como «el tiempo crítico en que una reacción aparece y cuando
sus vínculos funcionales son establecidos y ajustados» (Vygotski, 1978, p. 68). Por
tanto, este concepto es usado para estudiar el desarrollo infantil, ya que, como afirma
Werstch (1985), Vygotski realiza observaciones repetidas de manera longitudinal en
un corto período de tiempo para entender cómo y cuándo emergen ciertas funciones
psicológicas. Por ejemplo, la formación de conceptos científicos. Asimismo,
Vygotski usa la «microgénesis» para referirse al «desdoblamiento de un acto
perceptivo o conceptual, a menudo en un período de milisegundos» (Werstch, 1985,
p. 55). En ese caso, él estaba interesado en captar transformaciones específicas, como
por ejemplo el movimiento del pensamiento a la expresión verbal (Werstch, 1985), en
cuyo caso el lapso es extremadamente corto. El concepto de microgénesis resulta útil
para estudiar las emociones de manera situada, ya que el propósito es comprender
cómo «están siendo» las emociones en el contexto del aula. En este ambiente, los
procesos estudiados no son ni tan breves, como la segunda acepción usada por
Vygotski, ni tan duraderos (como los estudios longitudinales) para revelar el
desarrollo emocional de los participantes. Para comprender las emociones «en
acción», de manera situada, propongo llevar a cabo un estudio microhistórico.
El tiempo tiene diferentes ritmos según la escala que se utilice. Introduzco el
concepto de microhistoria para dar cuenta de la historia que tiene lugar en pequeños
períodos de tiempo, en el análisis de microsituaciones. Estas microsituaciones pueden
durar varios segundos o algunos minutos, y sus puntos de inicio y final están
definidos por lo que ocurre en el contexto de las tareas del aula. En las
microsituaciones, las interacciones humanas ocurren como parte de una actividad
(Cole, 1996, siguiendo a Leontiev, 1974) mientras se desarrolla el tiempo presente.
Una actividad constituye un sistema de acciones y operaciones que tiene un
propósito, un motivo que les da sentido (Leontiev, 1974; Engestrom, 1987). Una
mirada microhistórica abre la posibilidad de captar el carácter situado de las
208
emociones, constituido y constituyente del contexto y de la actividad en la que
emergen. El análisis microhistórico permite estudiar, pues, lo que sucede con las
emociones en el contexto de la actividad y tiene el potencial de captar las
transformaciones tanto individual como socialmente.
Al estudiar un fenómeno históricamente, es importante no plantearlo solo en
términos lineales como el resultado de un desdoblamiento del pasado sobre el
presente, únicamente como el resultado de las condiciones que le anteceden. En este
nivel, también el futuro está presente. Por ejemplo, el enojo de una maestra por algo
que considera irrespetuoso tiene un sentido diferente cuando está dentro de su clase
que cuando está discutiendo con su hermana. En el segundo contexto, su enojo
cobraría distintas direcciones, puesto que, en relación con su hermana, se
entremezclan diferentes historias: la cultura social en que viven, la cultura familiar y
la historia de su relación, vinculado además con las expectativas previstas de su
relación. Pues en este caso la relación entre hermanas podría preverse con más
continuidad y necesidad de establecer acuerdos. En el primer contexto, todas estas
historias se entremezclan también, pero con un motivo y una razón distintos en
relación con su participación como educadora, cuya función es formar a los
estudiantes y con un futuro quizá no tan a largo plazo como en la relación familiar.
En ambos contextos, además, la conciencia, o no, del enojo puede tener implicaciones
distintas.
El estudio microhistórico de los acontecimientos que ocurren en el día a día tiene
el potencial de identificar que tanto las intenciones y posibles futuros como las
circunstancias particulares del presente contribuyen a abrir un espacio de
indeterminación, creando un sistema abierto en el que participan, en este caso,
maestra y alumnos, y del que emergen y toman forma las emociones.
3. LAS PREGUNTAS
Son tres las preguntas que guían el trabajo en análisis que se presenta en este
capítulo en relación con la microhistoria. La primera es: ¿es posible identificar en las
microsituaciones patrones en la manera en que las emociones surgen y se transforman
a través del tiempo? La segunda pregunta es: ¿Pueden la «negatividad» y la rebeldía
adolescente afectar a las emociones en clase y viceversa? La tercera pregunta es:
¿Cuál puede ser la consecuencia del clima emocional creado durante las clases?
209
de episodios de interacción en el aula que suman un total de 100 microsituaciones.
Llamo microsituaciones, como mencioné más arriba, a las acciones e interacciones
que ocurren en muy breves períodos de tiempo, las cuales están incluidas en la
microhistoria. Estas microsituaciones tienen un inicio y un final definidos por lo que
está sucediendo. Por ejemplo: la invitación de una maestra a que un alumno pase al
frente de la clase, que concluye cuando el alumno regresa a su lugar; la explicación
de un maestro de la actividad a realizar, que es interrumpida por el descubrimiento de
que una alumna no tiene el ordenador en la pantalla correcta y concluye cuando el
maestro, después de llamarle la atención, continúa su clase; la maestra hace una
pregunta que los alumnos responden y que termina antes de iniciar la siguiente
pregunta. Las microsituaciones, entonces, están definidas por el contenido, por lo que
está sucediendo. De allí que su longitud sea variada.
La metodología utilizada es cualitativa (Bryman, 2015). Por esta razón, el análisis
de los datos implicó la construcción conjunta del método y la mirada teórica
histórico-cultural que permitiera dar cuenta de las emociones en contexto (Creswell y
Poth, 2017). El análisis detallado del vídeo se llevó a cabo prestando atención a los
pequeños cambios que ocurren en el tiempo (Mavers, 2012). Estos «cambios» se
convirtieron en transcripciones con dibujos, usando flechas y otros indicadores para
enfatizar lo que ocurría en el aula. Además de su función metodológica, los dibujos
tuvieron la función ética de mantener el anonimato de los maestros y alumnos
participantes.
Al analizar los vídeos, pude identificar dos maneras en que las emociones
aparecen en el aula: (1) acompañando las tareas de enseñanza y aprendizaje en
relación con los contenidos curriculares y (2) convirtiéndose en el centro de las tareas
de enseñanza y aprendizaje, el trabajo sobre el contenido curricular se detiene y, de
esta forma, el «contenido» no esperado de la clase son las emociones. A
continuación, presento una microsituación del primer tipo. Se trata de la risa ruidosa
que produce el disfrute de una broma. En esta situación el humor y la risa surgen al
trabajar en una clase de español (de lengua). La microsituación tiene una duración de
1 minuto y 18 segundos. La secuencia de los sucesos es la siguiente: Sofía, la
maestra, presenta la actividad del grupo. Una broma hecha por un alumno provoca un
efecto en el grupo. Después Sofía empatiza con la broma y se crea una situación de
familiaridad y cercanía; enseguida Sofía retoma el liderazgo y orienta al grupo hacia
el trabajo en el ejercicio propuesto. Finalmente, la pregunta planteada por Sofía es
respondida. En las próximas subsecciones se encuentra el desarrollo. En la figura
11.2 los números corresponden a la secuencia presentada.
210
(véase la figura 10.1). María leyó, de un libro que Sofía llevó a la clase, una versión
moderna del primer capítulo de Don Quijote de la Mancha, y un comentario sobre los
personajes. Después Sofía propuso jugar a responder preguntas de «falso» y
«verdadero» e indicó que cuando la respuesta fuera «falsa» los alumnos tendrían que
decir cuál era la respuesta correcta. Las preguntas eran en realidad afirmaciones que
ella improvisaba de la lectura recién escuchada por todos.
211
Figura 10.2.—La broma que un alumno hace y su efecto en el grupo.
212
no rechaza la respuesta, le pide elaborar. Rubén hace un intento de responder, y dos
alumnos lo hacen. Sofía toma la respuesta correcta, ignorando el intento de otro
alumno por recordar la broma. «Leía libros de caballería.» Ella asegura que la
respuesta correcta fue escuchada por el grupo con el patrón inicio-respuesta-
evaluación (Cazden y Beck, 2003; Cuban, 1984; Mehan, 1979), que en términos de
Wells se conoce como incio-respuesta-retroalimentación (IRF) (Wells, 1993).
Como podemos ver en los cinco párrafos anteriores, es válido reír en la clase de
Sofía. Ella, de hecho, acompaña el humor y, suave pero firmemente, conduce a los
alumnos a la actividad. Esta interacción no es solo la comunicación entre un grupo de
personas, es una conversación que ocurre como parte de una práctica social, la
enseñanza en el aula. Los estudiantes ríen y expresan que la broma les divierte, pero
Sofía, sutil y pacientemente, regula la risa, retoma el liderazgo y, sin reprimir la risa
de sus alumnos, regresa al trabajo. La risa surge, toma sentido y se convierte en un
dispositivo «vivo» de la acción que tiene lugar en el aula. No se puede saber si la risa
en esta ocasión fue placentera para Sofía, pero podemos observar que ella conduce la
risa y promueve la integración e implicación de los alumnos en la práctica del aula.
En este segmento, los alumnos se movieron aparatosamente, golpearon la mesa,
rieron, murmuraron entre ellos, siguieron la broma, pero al final llegaron a la
respuesta, y continuaron con la tarea. Sofía no reprimió la risa, la siguió, la acompañó
y contribuyó a que los alumnos regularan su disfrute y a que aceptaran interesarse en
la actividad.
6. DISCUSIÓN: MICROHISTORIA
213
inesperada, y aunque todos los participantes en el aula se enfrentan a esas sorpresas,
los docentes deben aceptar el desafío que representan, en sus roles principales como
profesores.
Las sorpresas se definen como eventos inesperados, desde la mirada del docente,
en la medida en que surgen como una alteración a los planes del profesor en relación
con el objetivo de la actividad propuesta. Esto recuerda el trabajo de Suchman (1987)
en relación con la distancia entre los planes y las acciones situadas. En relación con
las intenciones de los docentes, las sorpresas pueden tener un sentido didáctico en las
actividades, aunque suponen limitaciones de tiempo para abordar los contenidos
curriculares. El sistema de actividad en el aula de Sofía tiene un motivo: el
aprendizaje de los estudiantes; en la tarea contenida en la microsituación presentada
Sofía tiene un propósito, que es el estudio del libro clásico de la literatura española.
Pese a que Sofía tiene una meta, ella responde a la broma riendo, a los grandes
movimientos con grandes movimientos, al desafío de Juan. Luego desafía la
estructura de la broma: «debiste haber dicho…». Para interpretar esto, utilizo la
metáfora de Suchman (1987) y la aplico al aula como una manera de navegar a través
de las aguas. Sofía conduce la «navegación» del aula respondiendo a las corrientes,
las condiciones meteorológicas y el interés de visitar un puerto inesperado. La ruta no
es fija entre el lugar donde se encuentran y el puerto de destino. Por esta razón, la
clase parece navegar a la deriva, pero solo por un corto período, puesto que después
de un tiempo retoman el rumbo. La respuesta empática de Sofía le permite ganar una
posición de influencia para liderar al grupo de regreso al trabajo. Es interesante
observar que la introducción de la broma acerca de los Libros Vaqueros durante la
lectura, así como la risa, aproxima a los adolescentes hacia el contexto de una historia
del siglo XVII (don Quijote), de una cultura totalmente ajena al entorno en el que
viven. Con ello se acercan a la reflexión o intuición sobre la locura, el romance y el
despertar erótico a través de la risa y el humor. La profesora, tal vez, no puede captar
todo eso sobre la marcha; sin embargo, no lo censura porque, además, tiene la presión
de mantener su planificación de la actividad de lectura.
Dentro de la estructura presentada, diferentes emociones pueden ser identificadas
respondiendo a las circunstancias en que maestra y alumnos viven el tiempo presente.
Las emociones pueden ser observadas, lo mismo que la respuesta a ellas de manera
performativa. Disfrute, excitación y preocupación (de parte de Sofía) aparecen como
formas en que las personas individuales se involucran en el tiempo presente. Sin
embargo, los datos sugieren que las emociones no desempeñan un papel específico
como causa (algo que tiene un impacto) o como consecuencia (algo que recibe un
impacto de una situación o acción particular) en el análisis microhistórico. Las
emociones parecen emerger de lo que sucede en el contexto: la broma, pero su
transformación no se origina en lo que las desencadena, sino en el hecho de que las
emociones son el resultado de una compleja interacción entre la situación en la que
surgen y la negociación del futuro. Vygotski (1997, 1999) subraya la complejidad de
las características psicológicas: su función varía a lo largo del tiempo, ya sea como
causa o como consecuencia. No obstante, es posible señalarlos, aunque no podemos
214
separarlos del contexto como se separa el tejido con un bisturí.
215
del aprendizaje tiene que ver con la continuidad en términos de recibir recursos
culturales construidos por generaciones anteriores. Por otro lado, los adolescentes se
mueven en la dirección del cambio mediante la inclusión de los Libros Vaqueros en
el contexto escolar. Sin embargo, no está claro cuál será el resultado final de estos
dos aspectos antagónicos del aprendizaje y el desarrollo en su vida adulta. En general,
las emociones son parte tanto de la repetición colectiva como de la transformación
colectiva.
Los estudiantes también retan las habilidades docentes para conseguir trabajar
juntos, tal como muestra la microsituación de Sofía y su grupo. La empatía que
muestra, su acompañamiento paciente y su enfoque amable para hacer que los
estudiantes vuelvan al trabajo sin desafiarlos abiertamente crean una estructura
emocional que apoya la creación de vínculos y fortalece la confianza de los
estudiantes en el maestro y en el trabajo conjunto.
Adicionalmente, el análisis sugiere que se está produciendo un aprendizaje
colectivo en el que se construye un sentido particular en relación con lo que es
trabajar juntos. Trabajar juntos, sin embargo, puede significar al menos dos
cuestiones: por un lado, puede significar que hay que trabajar juntos a pesar de estar
en una situación difícil. Por otro lado, que hay que trabajar juntos en el contenido y
en relación con los objetivos sugeridos por el docente, así como con los contenidos y
las actuaciones que los alumnos producen sobre la marcha. Como sugiere Engestrom
(1996), en resumen, maestra y alumnos están cruzando fronteras, entre el saber
escolar y los saberes de los adolescentes.
Sofía calma la risa de los jóvenes. Su plan de clase apunta hacia el apoyo al
aprendizaje de los estudiantes; la forma en que ella responde a las acciones y
emociones de los estudiantes parece contribuir a la construcción de un camino para la
transformación de las emociones tanto para Sofía como para los estudiantes. Las
formas en que los docentes hacen frente a las acciones de los estudiantes, que
incluyen emociones y participación de apoyo, tienen el potencial de fortalecer los
valores de la aceptación de la diversidad. Esto crea un clima en el cual es posible
trabajar juntos y apoyar una cultura de cuidado y de tolerancia hacia la emergencia de
emociones, pese a que el maestro las vive quizá como distractores de la actividad. De
manera performativa, Sofía las acepta y las conduce a buen puerto.
7. CONCLUSIONES
216
argumentado que el estudio de la microhistoria ayuda a identificar patrones en
relación con la emergencia y transformación de las emociones, así como las
contradicciones en las relaciones sociales que están asociadas con el proceso de
desarrollo tanto de los adolescentes, particularmente en relación con su «negatividad»
y rebeldía, como de los docentes que participan en ellas. Las sorpresas de los
estudiantes entonces tienen también un impacto en la configuración de las emociones,
cuestionando la posibilidad de definirlas como causas de una manera simplista. En el
conjunto mostré algunos elementos de aprendizaje individual y colectivo, de
participación y diversidad y de posibilidades en la resolución de conflictos entre las
metas de la maestra y las de sus alumnos.
La atracción hacia el futuro que define el contexto del aula implica la intención de
apoyar el aprendizaje de los estudiantes, y esto se negocia con las sorpresas
planteadas por los alumnos, que ofrecen un camino para que las emociones
particulares surjan, cambien y se desvanezcan. Finalmente, argumenté que las
negociaciones entre los estudiantes y sus profesores ofrecen diferentes caminos de
transformaciones colectivas en aulas particulares, lo que puede conducir a diferentes
maneras de hacer juntos y colaborar.
Con el estudio de la secuencia de eventos que la microhistoria favorece he
analizado las contradicciones en las relaciones sociales asociadas con el proceso de
desarrollo tanto de los adolescentes como de los docentes que participan en las
prácticas sociales. Esto ha permitido identificar patrones en la transformación de las
emociones, asociados con las tensiones entre el peso del pasado, la situación presente
y los posibles futuros. Finalmente, discutí el papel de las emociones en la
transformación colectiva del aula y el impacto del clima o el ambiente en las
posibilidades para el futuro. Con todo ello, mi intención ha sido desarrollar una
manera de entender la ambiciosa agenda de Vygotski con la idea de integrar una
mirada de la psicología donde lo individual y lo social no se separen, a partir de una
concepción de los fenómenos humanos como una unidad y como procesos históricos.
Quedan muchas preguntas para posibles investigaciones futuras, pero, en relación con
las prácticas educativas en el aula, este tipo de análisis sugiere que los maestros
enseñan de forma sutil qué hacer con las emociones, y que lo que se hace en el aula
con las emociones puede apoyar el aprendizaje escolar.
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NOTAS
19 El Libro Vaquero es un cómic que tuvo su punto de tirada cumbre en la década de los ochenta, al imprimir
hasta 78 millones de ejemplares al año (López Parra, s.f.); actualmente tiene una presencia importante en los
cómics mexicanos. La característica principal de El Libro Vaquero es el elemento romántico y erótico de sus
historietas.
222
PARTE CUARTA
Intervención y desajustes del
desarrollo emocional
223
11
Programas de intervención educativa para niños de 0 a
2 años
MARTA FERNÁNDEZ SÁNCHEZ
MARTA GIMÉNEZ-DASÍ
1. INTRODUCCIÓN
— Que abarquen las edades entre los 0 y 2 años de edad, bien en la totalidad de su
propuesta o bien en alguna parte de ella.
— Que mejoren bien la competencia emocional, la competencia social o ambas,
tratando varias o algunas de las habilidades que las conforman.
— Que se configuren como una propuesta secuenciada y planificada en la
intervención, con objetivos, actividades y/o materiales organizados y
accesibles.
— Que sean programas evaluados y probados en distintos estudios o
investigaciones.
— Que sean universales (para toda la población) o dirigidos a población en
situación de riesgo o desventaja, pero no a población con trastornos o
224
alteraciones en su conducta o desarrollo.
2. PROGRAMAS EN EL EXTRANJERO
225
Research Scientist Award, The Lela Rowland Award 1997 y 2002, The Center for
Substance Abuse Prevention (CSAP) y American Psychological Division 12 Task
Force.
En la figura 11.1 recogemos los distintos programas que configuran la amplia
propuesta de IY. De estos, en este capítulo tan solo desarrollaremos aquellos dirigidos
a los más pequeños, entre 0 y 2 años, que se centran en este caso en el ámbito
familiar: Parents and Babies Program (para familias y niños de 0 a 12 meses) y
Toddlers Parent Program (programa para familias de niños de 1 a 3 años). Los
programas y propuestas para el ámbito escolar se recogerán en el siguiente capítulo.
Parents and Babies Program. El programa Parents and Babies de IY va dirigido
a familias de niños entre 0 y 12 meses y pretende enseñar a los padres cómo mejorar
el desarrollo físico y comunicativo con sus bebés, así como ayudarles a sentirse
seguros, protegidos y queridos. Se organiza mediante sesiones grupales de formación
a padres, de dos horas de duración, a lo largo de ocho a diez semanas. En estas
sesiones se visionan vídeos con ejemplos y actividades. El programa consta entre sus
materiales de tres DVD, una guía de actividades en el hogar, un manual y materiales
complementarios.
Los resultados sobre la validez y eficacia de este programa son por el momento
226
limitados. Algunos autores han encontrado efectos positivos en cuanto a la
sensibilidad materna en la interacción con los bebés en poblaciones con situaciones
de desventaja (Hedd Jones, 2013). Sin embargo, otros autores sugieren que los
resultados no resultan significativos cuando se aplica de manera universal y no solo
en contextos desfavorecidos (Pontoppidan, Klest y Sandoy, 2016).
Toddler Basic Program (IYTBP). Programa de formación con padres (parenting)
de niños entre 1 y 3 años que pretende enseñar a los padres cómo apoyar el desarrollo
positivo de sus hijos, haciéndoles sentir seguros y animando su desarrollo social,
emocional y lingüístico. Para ello se enseña a los padres a establecer unas rutinas
claras y predecibles, a manejar las separaciones y los encuentros adecuadamente y a
regular la conducta de los niños positivamente.
Se desarrolla a través de ocho bloques de contenido para la formación a los padres,
con ejemplos, vídeos y tutoriales. Estos bloques trabajan la regulación emocional, la
autoestima, las separaciones y las normas a través del juego y del lenguaje. Para ello
cuenta con los siguientes materiales: manual para padres, actividades para casa, seis
DVD, pegatinas, pósteres y una caja de herramientas.
227
El programa está dirigido a padres de niños y adolescentes, desde el nacimiento
hasta los 16 años. Entre sus objetivos, el programa pretende incrementar las
habilidades, conocimientos y confianza de los padres y reducir la prevalencia de
problemas emocionales, comportamentales y de salud entre los niños y adolescentes.
Además, pretende promover la autosuficiencia y autoeficacia de los padres.
La aplicación de este programa se implementa tanto grupal como individualmente.
En la modalidad grupal, los padres participan en cuatro sesiones intensivas de 2 horas
que se desarrollan semanalmente, mientras que en la aplicación individual se
imparten diez sesiones de 1 hora. Para todo ello existen varias metodologías de
trabajo que van desde el asesoramiento a los padres por el terapeuta, en el que se les
ofrece un manual de ejercicios y consultas con un mínimo contacto, hasta el
entrenamiento intensivo de padres. Las sesiones las llevan a cabo psicólogos,
trabajadores sociales, terapeutas de familia, educadores y personal escolar, con
formación previamente acreditada.
Entre los contenidos que aborda encontramos las 17 habilidades clave para
aumentar conductas prosociales y disminuir problemas de comportamiento (por
ejemplo: establecer normas, enseñanza incidental, tiempo fuera, consecuencias claras
y consistentes, atención, etc.).
Este programa ha sido ampliamente validado a través de distintos estudios de
niños entre 2 y 5 años con problemas de conducta, niños entre 3 y 6 años en situación
de riesgo social o niños entre 3 y 9 años diagnosticados con TDAH o trastorno
negativista desafiante (Bor, Sanders y Markie-Dadds, 2002; Cann, Rogers y
Mathews, 2003; Leung, Sanders, Leung, Mak y Lau, 2003; Markie-Dadds y Sanders,
2006; Morawska
y Sanders, 2006; Sanders, Markie-Dadds, Tully y Bor, 2000; Sanders y McFarland,
2000; Turner, Richards y Sanders, 2007). Nos gustaría destacar el estudio
comparativo sobre la eficacia de las diferentes modalidades llevado a cabo por
Sanders, Markie-Dadds, Tutty y Bor (2000). Estos autores mostraron que, con
independencia del modo de aplicación —dirigida por el terapeuta o autoadministrada,
mediante manual de ejercicios y consultas telefónicas semanales—, la eficacia resultó
equiparable en ambos casos.
Por otra parte, en los últimos 30 años se han llevado a cabo numerosas
investigaciones y estudios para evaluar la eficacia de este programa. Muestra de ello
es el estudio realizado por Matsumoto, Sofronoff y Sanders (2010) en el que los
participantes en el programa mejoraron significativamente en prácticas parentales,
competencias parentales, funcionamiento familiar, comportamiento de los niños y
adaptación familiar.
Nowak y Heinrichs (2008) llevaron a cabo un metaanálisis donde se analizaron los
resultados de 55 estudios que evaluaron la eficacia del programa. A través de este
análisis, encontraron efectos positivos en cuanto a problemas de comportamiento,
actitudes parentales y bienestar familiar. También se constató una mejora
significativa en la calidad de las relaciones familiares.
228
Pathaway to Competence in Young Children (Landy y Thompson, 2006)
Pathaway to Competence es un programa de formación a padres cuyo objetivo es
ofrecer orientación y estrategias a los padres para incrementar el desarrollo y el
comportamiento adecuado en sus hijos. Se dirige a niños desde el nacimiento hasta
los 7 años.
El programa consiste en diez sesiones semanales de trabajo con los padres, a lo
largo de 20 semanas, impartidas en pequeños grupos conducidos por un
psicopedagogo, trabajador social o profesional de la materia. Entre los contenidos que
se trabajan en las sesiones encontramos: desarrollo de los niños, interacción padre-
hijo, jugar con mis hijos, manejar la conducta, normas y límites, manejar emociones
negativas, estimular conductas prosociales y empatía, solución de problemas.
Este programa ha sido evaluado con madres de niños con problemas de
agresividad y sin ellos y ha demostrado un descenso de problemas de conducta y de
rasgos clínicos de posibles trastornos (Landy, Menna y Sockett-Dimarcio, 1997;
Landy y Menna, 2006).
229
habilidades para mejorar el desarrollo social, emocional, cognitivo y del lenguaje de
sus hijos. El programa se lleva a cabo a través de padres-entrenadores que han
recibido formación previa y dirigen las sesiones en el hogar enseñando distintas
técnicas y estrategias mediante vídeos y sesiones prácticas.
El programa cuenta con dos bloques en función de la edad:
— PALS Infant (5-18 meses). Consiste en diez sesiones, con frecuencia semanal,
de 90 minutos de duración.
— PALS Toddlers (18 meses-3 años). Consiste en 12 sesiones, con frecuencia
semanal, de 90 minutos.
230
4. Relaciones entre las familias para compartir recursos.
231
Universidad de Milán y que se detalla a continuación.
The Stories of Ciro and Beba: cómo fomentar conversaciones emocionales con
niños pequeños (Ornaghi, Agliati y Gazzani, 2014)
La reciente propuesta de estas autoras italianas toma como marco de referencia
una intervención basada en el diálogo emocional y las conversaciones sobre
emociones para mejorar la comprensión emocional, las conductas prosociales y la
comprensión de estados mentales.
Consiste en un conjunto de ocho cuentos sobre dos conejitos: Ciro y Beba. Las
pequeñas historias se irán leyendo con los niños siguiendo el guion o secuencia que
proponen las autoras: introducción, lectura, conversación sobre emociones a partir de
la lectura y resumen o cierre. Las autoras aportan un guion para dinamizar la
conversación con los niños de manera que se aborden los principales elementos de la
comprensión emocional (identificación de emociones, comprensión de emociones y
su causalidad, regulación de emociones y conductas de ayuda y cooperación) con
cada cuento. Por ejemplo, tras la lectura del cuento «Beba se enfada en la playa», se
proponen las siguientes preguntas para dinamizar la conversación:
232
propuestas dirigidas al ámbito familiar como en las centradas en el ámbito escolar.
Fruto de este enorme vacío y dentro del marco de un proyecto de investigación
dirigido por Marta Giménez-Dasí, se plantea el diseño y validación de un programa
para mejorar la competencia emocional y social en niños de educación infantil, desde
los 2 hasta los 5 años, Pensando las emociones (Giménez-Dasí, Fernández y Daniel,
2013).
233
con marionetas, se va introduciendo a los niños en la capacidad de identificar y
expresar emociones, de entender sus causas y de adquirir estrategias para regularlas.
Cuenta con unas marionetas: Ana, Daniel y su perro Bigotes, y una serie de
materiales que se facilitan en un CD.
Se estructura en cuatro grandes bloques en torno a los cuatro componentes básicos
de la comprensión emocional (identificación, expresión, causalidad y regulación de
emociones) trabajando las cuatro emociones básicas con cada uno de ellos. En la
tabla 11.1 aparece un ejemplo de las diferentes actividades realizadas estructuradas
por componentes y emociones. Estos bloques de contenido se van trabajando a través
de sesiones semanales, entre 20 y 30, a lo largo de seis u ocho meses. Se propone
desarrollar una sesión semanal dentro del horario escolar, que cuenta con una
estructura fija. Primero aparecen las marionetas, que introducen la sesión, y después
se realiza el juego/cuento o dramatización que corresponda. Se complementa con
actividades transversales, que se pueden realizar diariamente o cuando considere el
profesor, y actividades para desarrollar en casa con los padres.
El programa para niños de 2 años ha sido implementado y evaluado en distintas
escuelas infantiles de la Comunidad de Madrid, llevando a cabo un proyecto de
investigación en una de ellas. Los resultados del estudio sugieren que el programa
mejora significativamente los distintos componentes de la comprensión emocional
evaluados (identificación, expresión y causalidad de emociones), así como de la
competencia social. Sin embargo, no se obtienen resultados en la mejora de la
regulación emocional de los niños (Fernández, Quintanilla y Giménez-Dasí, 2015).
4. CONCLUSIONES
234
instrumentos empleados a la hora de evaluar sus efectos o resultados. Su objetivo
claramente preventivo y compensador busca una incidencia más global, de manera
que mejorando el contexto familiar se mejoren las competencias y el desarrollo futuro
de los niños en un sentido amplio. Sin embargo, a pesar de esta situación, en que las
CSE están más difuminadas, la mayoría de estos programas han demostrado su
eficacia y validez a largo plazo con estudios longitudinales que constatan mejoras
significativas en cuanto al abandono escolar, el éxito académico o los ingresos
personales de los sujetos.
TABLA 11.1
Componentes y ejemplos de actividades realizadas en el aula
Identificación de Ocho Buscando emociones: la alegría. En este juego los niños deben
emociones sesiones, encontrar, en láminas repartidas por el aula, caras que representen
dos para una emoción concreta, en este caso la alegría. Para ello el profesor
cada habrá repartido láminas con fotos e imágenes que expresen dos
emoción emociones: alegría y tristeza, y les pedirá que localicen aquellas
caras que están contentas.
La caja sorpresa. Consiste en un juego para adivinar la expresión
emocional que se esconde en una caja. Para ello el profesor dirá lo
siguiente: «Triste o contento, ¿cómo está? Dímelo tú y lo vemos
ya». A continuación se muestra a los niños la cara escondida para
que adivinen la emoción.
Causalidad de Cinco Cuéntame cuándo estás… triste. A través de las marionetas del
emociones sesiones, programa se representarán situaciones sencillas y cotidianas que
dos para generen tristeza. Los niños deberán identificar la emoción del
la personaje y qué le ha hecho sentir así.
alegría y Me gusta, no me gusta. Es una actividad transversal que se puede
una para plantear antes de distintas rutinas (el patio, el comedor, la
cada psicomotricidad). Consiste en recordar y verbalizar con los niños
emoción aquellas cosas que les gustan y no les gustan concretamente en la
negativa rutina que se va a desarrollar. Por ejemplo, antes de salir al recreo
hablar con los niños recordándoles y explicitando qué les gusta hacer
en el patio (qué les hace sentir bien) y qué no les gusta hacer o que
les hagan (qué les hace sentir mal).
Estrategias de Tres ¿Qué puedo hacer cuando estoy… triste? Esta actividad se trabaja
afrontamiento sesiones, con las tres emociones que hacen sentir mal a los niños. La idea es
una para dotarles de algunas estrategias sencillas para afrontar mejor estas
emoción situaciones y regular su estado emocional. La actividad se desarrolla
negativa a continuación del juego «Cuéntame cuándo estás triste» que se ha
235
realizado con las marionetas. Tras las representaciones se pregunta a
los niños qué puede hacer la marioneta con su tristeza para sentirse
mejor. Se les deja un tiempo de respuesta y se simula la aplicación
de las estrategias con las marionetas, cambiándoles su estado
emocional. Si los niños no proponen estrategias, el adulto les guiará
hacia estrategias de reparación y consuelo (ayudarle, curarle, darle
algo que le gusta) y estrategias comunicativo-conductuales (por
ejemplo: el señor No).
Por último, estos programas dirigidos al ámbito familiar resultan muy frecuentes
en países anglosajones, pero prácticamente inexistentes en nuestro país, al menos
hasta donde llega nuestra revisión. Pensamos que se abre una línea de actuación muy
interesante para poder iniciar programas de intervención en edades muy tempranas
dirigidos al ámbito familiar, tanto preventivos y compensadores como de carácter
universal. Las experiencias y antecedentes de otros países sugieren su gran eficacia en
el desarrollo posterior de los niños y las familias, en la adecuada preparación para la
escolarización, en los mejores índices de éxito escolar y en la disminución del
abandono escolar.
Finalmente, centrándonos en el análisis de las escasas propuestas dirigidas al
ámbito escolar, encontramos interesantes conclusiones que pueden arrojar cierta luz
sobre qué funciona y qué no en la intervención educativa en edades tan tempranas.
The Stories of Ciro and Beba (Ornaghi et al., 2014) y Pensando las emociones
(Giménez-Dasí et al., 2013) son dos programas dirigidos al ámbito escolar que
cuentan con numerosos elementos en común, que podemos entender como factores
que sí funcionan respecto a la intervención:
Ambos son programas estructurados y planificados y que han sido llevados a cabo
por los propios profesores del centro educativo previa formación y no por personal
externo al aula.
La metodología de los dos programas se basa, total o parcialmente, en el diálogo,
la conversación sobre emociones y estados mentales y el lenguaje emocional. Aunque
este enfoque resulte poco común para edades tan tempranas, muestra su eficacia en
ambos casos y confirma numerosas líneas de investigación sobre el desarrollo
emocional temprano y su relación con el diálogo y la conversación emocional (De
Rosnay y Hudges, 2006; Ornaghi, Grazzani, Cherubin, Conte y Piralli, 2015; Pons,
Doudin, Harris y De Rosnay, 2006; Raikes y Thompson, 2008; Tenenbaum, Alfieri,
Brooks y Dunne, 2008).
Los efectos positivos encontrados en ambos programas en la mejora de
competencias emocionales y sociales en niños de 2 años nos indican la importancia
de iniciar la intervención lo antes posible, incluyendo este tipo de actuaciones de
manera permanente y regular dentro de las aulas y desde los primeros momentos.
Por otra parte, junto a las luces que arrojan estos programas, también encontramos
ciertas limitaciones. Por un lado, en los efectos obtenidos sobre algunos componentes
de la comprensión emocional o de la competencia social. En el programa Pensando
las emociones no se obtienen resultados concluyentes en cuanto a la mejora de la
regulación emocional desde un punto de vista cuantitativo, aunque sí cualitativamente
en la valoración del profesorado. Por su parte, Las historias de Ciro y Beba no
236
derivan en mejoras significativas en conductas prosociales y de ayuda en los niños
tras su aplicación que sí se observan tras la aplicación del programa español. Estas
limitaciones, en algunos casos como apuntan las autoras, se podrían deber a los
instrumentos de medida empleados para evaluar la regulación social o las conductas
prosociales. Sería interesante para futuros estudios emplear distintos instrumentos
para evaluar elementos de la competencia social y la regulación emocional con el fin
de tratar de arrojar resultados más concluyentes en estos aspectos.
Por otro lado, hay una ausencia de estudios longitudinales que nos permitan
observar los efectos más duraderos y a largo plazo de estas intervenciones en el
desarrollo posterior de los niños. Esta circunstancia resultaría fundamental de cara a
comprobar la posible eficacia de este tipo de programas como herramientas para
prevenir el conflicto en las aulas, mejorando la convivencia escolar y disminuyendo
situaciones de abuso o acoso escolar por parte de iguales.
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NOTAS
20 En Estados Unidos el sistema educativo se inicia en Pre Kindergarden, que abarca desde los 3 hasta los 5
años. En Gran Bretaña empiezan con 4 años en el Foundational Stage. En Italia, Francia y Alemania
comienzan a los 3 años. En España, al igual que en Dinamarca, el sistema educativo propone una Educación
Infantil no obligatoria desde los 0 hasta los 6 años, que se divide en 0-3 años y 3-6 años.
240
12
Programas de intervención educativa para niños de 3 a
5 años
MARTA GIMÉNEZ-DASÍ
MARTA FERNÁNDEZ SÁNCHEZ
1. INTRODUCCIÓN
241
autoeficacia.
Su objetivo principal es promover la CS y la CE en los niños, así como la
autorregulación y el desarrollo de un comportamiento positivo en el ámbito escolar.
Está dirigido a niños en edad preescolar, entre los 3 y los 8 años, así como a niños en
situaciones de riesgo.
El programa consta de 60 sesiones anuales. Se desarrolla a lo largo de tres cursos
escolares, mediante dos sesiones semanales de unos 40 minutos. Las sesiones se
dividen en dos partes: la primera, de 20 minutos, con todos los niños sentados en
círculo, y la segunda, también de 20 minutos, realizando actividades en pequeños
grupos. Se trabaja con la clase completa y lo desarrollan los profesores. Es necesaria
la formación, disponible a través de distintos cursos certificados impartidos por
profesionales acreditados, y cuenta con materiales complementarios.
Entre los contenidos que aborda encontramos el aprendizaje de normas escolares,
literatura emocional, resolución de problemas interpersonales, regulación del enfado,
habilidades sociales y habilidades de comunicación. La metodología se basa en el
modelado de estrategias y habilidades a través de role-playing, representaciones con
marionetas, modelado con vídeos, prácticas en pequeños grupos, grupos de debate,
juegos y promoción de habilidades a lo largo del día.
La eficacia del programa ha sido evaluada con una amplísima muestra (1.768
niños) de niños escolarizados en escuelas infantiles, Head Start 21 y aulas de primer
curso de infantil (3-4 años), y ha demostrado un aumento de la competencia social y
la autorregulación emocional, así como un descenso de los problemas de conducta
(Webster-Stratton, Reid y Stoomiller, 2008).
242
competencia social. Asimismo, se ha observado un descenso en la expresión
emocional negativa, la agresividad o conductas negativas de interacción entre iguales
o con adultos (Izard, Trentacosta, King y Mostow, 2004; Izard, King, Trentacosta,
Morgan, Laurenceau, Krauthamer-Ewing y Finlon, 2008). Sin embargo, aún no se ha
podido probar su generalización y la permanencia de sus efectos a lo largo del
tiempo.
243
encuentra la regulación emocional, la empatía, la solución de problemas, el control de
impulsos y la regulación del enfado. La metodología se basa en el uso de claves por
parte de los profesores para generar habilidades, a través del role-playing, marionetas
y cómics. El programa cuenta con diversos materiales complementarios.
El programa ha sido evaluado con niños preescolares de 3 a 5 años y niños de
casas de acogida entre 4 y 7 años, que han registrado un incremento en su empatía,
control de impulsos, solución de problemas y regulación del enfado. Asimismo, se ha
observado una disminución de las conductas disruptivas y de las agresiones físicas y
verbales. Sin embargo, no se han obtenido datos sobre su generalización o
mantenimiento a lo largo del tiempo (McMahon, Washburn, Felix, Yakin y Childrey,
2000).
Social Skills in Pictures, Stories and Song (Serna, Nielsen y Forness, 2007)
Este programa ha sido fruto de un proyecto de seis años de estudio conducidos por
Serna et al. (2007) para diseñar una herramienta que mejore las competencias sociales
y emocionales en niños pequeños. Se fundamenta en los principios de la
autodeterminación. Su objetivo principal es ayudar a los niños a aprender habilidades
sociales y emocionales necesarias para la preparación al colegio. Está dirigido a niños
a partir de 3 años.
El programa consiste en 22 lecciones que se pueden presentar de manera flexible.
Al implementarlo en estudios empíricos, las sesiones se realizaban semanalmente,
con una duración entre 2 y 3 horas a lo largo de 12 a 14 semanas. Se desarrolla con la
clase completa y lo llevan a cabo los profesores del aula. Entre los contenidos que
aborda encontramos habilidades de autorregulación, solución de problemas y
conductas prosociales. La metodología se basa en actividades que faciliten el
desarrollo y aprendizaje de estas habilidades a través de cuentos, role-palying, juegos
con marionetas, apoyos visuales, canciones y reglas mnemotécnicas.
El programa ha sido evaluado con niños del programa Head Start y niños en
riesgo de alteraciones socioemocionales, mostrando fiabilidad en el tratamiento. Se
han observado mejorías en las conductas adaptativas y de interacción, así como un
incremento en las habilidades sociales. Por otra parte, también han disminuido
problemas de conducta y falta de atención (Serna, Nielsen, Lambros y Forness, 2000;
Serna, Lambros, Nielsen y Fornes, 2002; Serna, Nielsen Mattern y Fornes, 2003).
244
reducir y prevenir problemas de conducta. Consta de 59 sesiones, de 20 minutos cada
una, desarrolladas semanalmente. Se lleva a cabo en pequeños grupos por parte del
profesor del aula, que cuenta con formación disponible. Entre sus contenidos
encontramos: solución de problemas a través del lenguaje, identificación de
emociones y habilidades para solución de conflictos. La metodología se basa en la
interacción grupal, juegos con marionetas y role-playing, junto con la presencia del
profesor para mediar y guiar la solución de conflictos cuando estos surgen en el aula.
Destaca también el uso del diálogo como componente central del programa para
dirigir las actividades.
El programa ha sido evaluado con niños en escuelas infantiles públicas,
observándose una generalización y mantenimiento de los resultados de la
intervención. En su evaluación se encuentra un aumento de conductas ajustadas, así
como de la capacidad para solucionar conflictos, y un descenso de conductas
inhibidas, impulsivas o desajustadas (Feis y Simons, 1985; Shure, Spivark y Jaeger,
1972; Shure y Spivark, 1979).
Los resultados de algunos estudios reflejan que el programa ayuda a mejorar el
ajuste social de los niños, promueve comportamientos prosociales positivos y
disminuye la impulsividad (Boyle y Hassett-Walker, 2008; Feis y Simons, 1985).
245
2.2. Programas dirigidos al ámbito familiar
246
(SEL) y de la inteligencia emocional, que se están desarrollando en distintos puntos
de España y se dirigen a diferentes grupos de edad, desde nuestro conocimiento los
específicos para las edades de educación infantil con evidencia empírica son solo tres.
A continuación revisamos cada uno de ellos.
247
resultados obtenidos. Así, aunque los resultados mostraron mejoras en las habilidades
sociales y emocionales, autoconcepto, asertividad y resolución de problemas
(Monjas, 1993; Monjas y González, 1998; Verdugo, Monjas y Arias, 1992), tal y
como señala la propia autora, el diseño de investigación cuenta con numerosas
dificultades y limitaciones metodológicas que impiden la interpretación unívoca de
los resultados (Monjas y González, 1998). No hemos encontrado evidencia empírica
posterior acerca de la eficacia del programa.
248
intervención mediante el Child Behavior Checklist-Teacher Report Form (CBCL-
TRF) y el Preschool and Kindergarten Behavior Scales (PKBS) para padres y
profesores. Los resultados obtenidos mostraban una disminución de las conductas
antisociales y un aumento significativo de la competencia social en los niños del
grupo experimental frente al control. Así pues, podemos afirmar que este programa ha
mostrado ser eficaz para la mejora de comportamientos prosociales y la prevención
de conductas disruptivas en niños de 3 años (Fernández, 2010; Justicia-Arráez et al.,
2015a) y niños de 4 años (Benítez et al., 2011). No obstante, los resultados están
basados en cuestionarios dirigidos a padres o profesores, quienes informaron de los
avances de los niños. Así, no se realizaron evaluaciones de la ejecución o el
rendimiento a través de las respuestas de los propios niños.
Por último, este programa ha sido evaluado de forma longitudinal a través de una
intervención llevada a cabo durante tres cursos escolares con niños de 3 a 5 años
(Justicia-Arráez, Pichardo y Justicia, 2015b). La muestra estuvo compuesta por 91
niños de 3 años, divididos en grupo control y experimental, que fueron evaluados en
seis momentos temporales diferentes. En cada curso escolar se llevó a cabo una
intervención de 12 semanas de duración. Los resultados mostraron que los niños del
grupo experimental mejoraron en competencia social respecto de los niños del grupo
control. El instrumento de medida utilizado fue una escala de observación de la
competencia social de 34 ítems agrupados en tres subescalas que evaluaban
habilidades de interacción social, cooperación social e independencia social. A pesar
de que los resultados generales fueron positivos, tal y como los propios autores
señalan, este trabajo tiene algunas limitaciones. En primer lugar, la evaluación es
realmente escasa (un único instrumento de medida que consta de 34 ítems). Además,
no se incluyen valoraciones desde la propia ejecución de los niños ni ningún informe
de otros posibles evaluadores, como los padres. Por último, los evaluadores de los
niños del grupo experimental son los mismos adultos que realizan la intervención en
el aula. Esta falta de independencia entre quien implementa la intervención y quien
evalúa los resultados, junto con la ausencia de otras fuentes de información, hace que
los resultados puedan estar realmente sesgados.
A pesar de que este programa necesita más evidencia empírica y aumentar la
potencia de las medidas de validez, se trata de una de las propuestas más rigurosas e
interesantes que han aparecido en nuestro país en los últimos años. Sin duda este es el
tipo de investigación que se necesita en la actualidad para mejorar las competencias
sociales de los niños.
249
emocionales y sociales en niños pequeños surge, precisamente, al constatar el vacío
que existe en nuestro país en cuanto a programas con evidencia empírica. Por otra
parte, la revisión de la evidencia anglosajona también nos hizo tomar conciencia de
que trabajar con niños de forma principalmente conductual no era siempre todo lo
eficaz que se esperaba y que, en algunas ocasiones, los efectos no se mantenían a
largo plazo o no se generalizaban a contextos naturales (Grossman y Hughes, 1992;
Kam, Greenberg y Kusché, 2004; Palardy, 1992). Estos son dos de los problemas más
importantes que la intervención psicológica debe afrontar para convertirse en una
forma eficaz de mejorar la calidad de vida de las personas. En este sentido, una de
nuestras principales preocupaciones fue encontrar una forma de trabajo que dejara
huellas más profundas en la mente del niño que el modelado o las autoinstrucciones.
Otro elemento decisivo fue diseñar un programa que abordara las bases de
conocimiento emocional lo antes posible. A partir de la evidencia sobre la plasticidad
del desarrollo cerebral y la desconfiguración inicial del cerebro humano, pensamos
que ofrecer al niño lo antes posible las bases del conocimiento emocional contribuiría
a instaurar también las bases del desarrollo socioemocional sano (Karmiloff-Smith,
2012). Como muchos autores señalan, la intervención primaria debe iniciarse en las
primeras etapas de la vida (Nelson, 2003). Por último, otro de nuestros principales
objetivos fue elaborar un material claro, explícito y completo para que cualquier
profesor de educación infantil pudiera contribuir a mejorar las competencias
emocionales y sociales de sus alumnos. Uno de los principales problemas que
siempre nos encontramos en este ámbito es que los autores que proponen las
intervenciones no suelen explicitar las actividades que realizan y, por tanto, se limitan
a propuestas muy vagas que el profesor no sabe cómo poner en práctica en su aula.
Aunque existen algunas excepciones, como el programa Aulas Felices, nos hemos
encontrado en muchas ocasiones con profesores que no disponen de información
concreta para trabajar estas competencias y que, sobre todo, no tienen ninguna
formación previa para poder abordarlas de forma autónoma. Esta situación
contribuye, sin duda, a que el trabajo en clase sea esporádico, desconectado de otros
ámbitos y sin planificación previa. Como ya hemos señalado en el capítulo anterior y
veremos en la conclusión, las intervenciones que se realizan en estas circunstancias
suelen ser poco eficaces. Desde nuestro punto de vista, es fundamental que los
profesores de educación infantil tomen conciencia de la enorme contribución que
pueden realizar al desarrollo sano y del importante papel que las competencias
socioemocionales tienen en ese desarrollo sano. Esta toma de conciencia pasa,
necesariamente, por una formación exigente y de calidad que los futuros maestros
deberían recibir y no tienen. En este sentido, podemos decir que nuestro objetivo al
diseñar un programa completo y claro era cubrir el vacío en la formación de los
maestros y la ausencia de propuestas estructuradas y explícitas.
Una de nuestras principales preocupaciones a la hora de diseñar el programa fue
encontrar un tipo de intervención que lograra resultados profundos y duraderos.
Como acabamos de señalar, algunas variables son muy relevantes a la hora de diseñar
intervenciones eficaces, entre ellas el uso de una metodología secuenciada, explícita y
250
activa. Partiendo de esta base, elaboramos un programa dialógico, basado en la
filosofía para niños de Mathew Lipman, y adaptamos los contenidos de las
discusiones filosóficas a cuestiones sociales y emocionales (Lipman, Sharp y
Oscayan, 1980). De forma muy complementaria y más cercana a nuestro ámbito,
adoptamos el marco teórico elaborado por Karmiloff-Smith (1992), cuya idea central
sobre cómo llegamos a conocer el mundo consiste en un proceso en el que los
conocimientos pragmáticos e implícitos (el saber cómo) se transforman en procesos
más explícitos (el saber qué). De esta forma, gracias a la redescripción de las
representaciones en formato explícito, nos volvemos conscientes del conocimiento,
de las reglas que rigen los procesos de pensamiento y, en nuestro caso, de las reglas
que rigen las emociones y la interacción social. Desde este marco entendemos que
uno de los principales problemas para lograr ser social y emocionalmente competente
es que esta información permanece implícita porque no existe un discurso elaborado
—una instrucción formal— que la aborde. Este es el principal problema de estas
competencias incluso en la edad adulta: la mayor parte de las personas no saben qué
hay que hacer para ser emocional y socialmente competentes, y parece que aquellas
que lo consiguen simplemente tienen un don especial. Sin embargo, cuando nos
proponemos estudiar de cerca una competencia concreta, podemos identificar los
elementos que la componen, cuándo aparece en el desarrollo y cómo fomentarla.
Nuestra comprensión del desarrollo temprano nos permitió abordar después el diseño
de un programa de intervención.
Dado que el programa se inicia con niños de 2 años que no han desarrollado sus
habilidades lingüísticas, diseñamos una secuencia de contenidos basada en la pauta
evolutiva típica del conocimiento emocional y social en la que el protagonismo del
lenguaje va aumentando progresivamente. Así, para los niños de 2 años se abordan
los componentes básicos de identificación, expresión, causalidad y regulación
emocional a través de actividades visuales y lúdicas. A partir de los 3 años se
introducen contenidos algo más elaborados (i. e. empatía y competencia social) y se
revisan los componentes básicos de forma más compleja. Para los niños de 4 y 5 años
muchas de las actividades se plantean en forma de diálogos que les hagan reflexionar
sobre cuestiones emocionales y sociales. A partir del diálogo, que recoge los intereses
del niño y le obliga a explicitar conocimiento emocional y social, se intercambia y se
crea conocimiento entre iguales.
La implementación del programa Pensando las emociones (Giménez-Dasí,
Fernández-Sánchez y Daniel, 2013) con niños de 2, 4 y 5 años ha mostrado mejoras
significativas en conocimiento emocional, conducta prosocial, conocimiento de
estrategias para resolver conflictos con iguales, clima de aula y estatus sociométrico
en los grupos experimentales frente a los controles (Fernández-Sánchez, Quintanilla y
Giménez-Dasí, 2015; Giménez-Dasí, Fernández-Sánchez y Quintanilla, 2015;
Giménez-Dasí, Quintanilla y Daniel, 2013). Otra intervención realizada con niños
pertenecientes a entornos sociales vulnerables y en riesgo de exclusión también
mostró mejoras significativas en conocimiento emocional y competencia social en los
grupos experimentales frente a los controles (Giménez-Dasí, Quintanilla, Ojeda y
251
Lucas-Molina, 2017; Giménez-Dasí, Quintanilla y Lucas-Molina, en revisión). Estas
intervenciones se han realizado durante siete meses, en sesiones semanales de una
hora, siguiendo un estricto control de fidelidad en la aplicación del programa y con
profesores experimentados y previamente formados. Además, el currículo
socioemocional se integró a la vida cotidiana del aula.
En un trabajo posterior realizamos una intervención longitudinal de tres cursos de
duración con el mismo grupo de niños (iniciando en primero de segundo ciclo de EI y
finalizando en tercero, es decir, de 3 a 5 años). A lo largo de esos años evaluamos
diferentes variables en seis momentos temporales. En este caso la implicación de los
profesores fue mucho menor. Los primeros resultados analizados muestran que los
niños del grupo experimental incorporaron rápidamente estrategias conductuales y
mejoraron de forma significativa en regulación emocional y conducta prosocial frente
a los controles. Esta mejora se produjo desde los 3 años, siguió aumentando y se
mantuvo significativa a lo largo de los 3 años de intervención (Giménez-Dasí,
Sarmento, Lucas-Molina y Quintanilla, 2017). Sin embargo, aunque los niños del
grupo experimental mejoraron más que los controles en conocimiento emocional y
mentalista, estas diferencias no resultaron significativas. Este resultado pone de
manifiesto que la implicación del profesorado y la incorporación de estas
competencias a la vida cotidiana del aula son elementos esenciales en la adquisición
del conocimiento explícito. Otro resultado relevante de cara a la evaluación de las
competencias es la diferencia encontrada entre la percepción de los profesores,
comparada con la de los padres, a la hora de valorar los avances de los niños a lo
largo del tiempo (Sarmento, Lucas-Molina, Quintanilla y Giménez-Dasí, 2017).
Por último, recientemente realizamos una revisión de programas para el ciclo de
primaria (Pons, Giménez-Dasí, Sala, Molina, Tornare y Andersen, 2015) y diseñamos
la continuación lógica del programa para este ciclo. Para primaria se presentan tres
programas diferentes estructurados por ciclo (6-7, 8-9 y 10-11 años) en los que se
trabajan contenidos cada vez más complejos. Así, por ejemplo, se abordan algunas
emociones complejas o sociales (como el orgullo, la vergüenza y la envidia), el
impacto de las emociones sobre el aprendizaje, competencias sociales complejas y un
amplio apartado sobre regulación emocional (Giménez-Dasí, Quintanilla y Arias,
2016). Además de las actividades dialógicas, este programa incorpora actividades de
atención plena.
Las técnicas de atención plena o mindfulness están recibiendo gran atención en los
últimos años. Aunque hay todavía poca evidencia con niños, algunas revisiones
muestran beneficios significativos en bienestar emocional, aprendizaje y salud mental
(Burke, 2009; Harnett y Dawe, 2011). Otros trabajos muestran mejoras en las
competencias socioemocionales, la conducta prosocial, las emociones positivas y el
optimismo y descensos de conductas agresivas y oposicionistas (Flook, Goldberg,
Pinger y Davidson, 2015; Napoli, Krech y Holley, 2005; Polehlmann-Tynan et al.,
2016; Ramler, Tennison, Lynch y Murphy, 2016; Schonert-Reichl y Lawlor, 2012).
Desde la psicología clínica y educativa, los trabajos de Richard Davidson han
encontrado que el uso combinado de técnicas cognitivas y de atención plena produce
252
mejoras significativas e incluso modificaciones en los correlatos neurológicos
(Davidson, Kabat-Zinn et al., 2003). Ante estos resultados, los países anglosajones
están desarrollando programas de atención plena para aplicar de forma integrada en el
contexto escolar (véase, por ejemplo, el programa «.b» o el Mindfulness In School
Project).
Esta evidencia nos ha llevado a diseñar un programa para primaria en el que el
diálogo y la atención plena se combinan, introduciendo también actividades de
atención plena para el programa original de educación infantil (Giménez-Dasí,
Fernández-Sánchez, Daniel y Arias, 2017). Igual que las técnicas cognitivas y la
atención plena se completan y su uso conjunto es eficaz, el diálogo y la atención
plena, tal y como se plantean en este programa, constituyen dos formas
complementarias de trabajar las mismas competencias. El diálogo supone la
apropiación por parte del niño del conocimiento social (de fuera hacia dentro) a
través de la reflexión sobre las normas que rigen la vida socioemocional y la forma de
regular las emociones. La atención plena ayuda a tomar conciencia y regular los
estados emocionales (de dentro hacia fuera).
Los tres estudios piloto que hemos realizado para comprobar la eficacia de este
uso conjunto de técnicas han mostrado resultados positivos en contextos y edades
diferentes. El programa de primaria se probó con un grupo de niños de 8 años que
viven en contextos de riesgo de exclusión social. La intervención mostró mejoras
significativas en variables como regulación emocional, adaptación social e
inestabilidad emocional (Fernández-Angulo, Quintanilla y Giménez-Dasí, 2016).
El programa para EI se probó con dos grupos muy diferentes de niños de
educación infantil. En primer lugar, se realizó una intervención durante tres meses
con un grupo de 21 niños de 3 años con desarrollo típico. La intervención se llevó a
cabo en 12 sesiones de 30-40 minutos de duración dentro del centro escolar por el
psicólogo municipal que atiende el colegio. Además, se seleccionó una muestra
equivalente de niños dentro del mismo centro educativo para comparar con un grupo
control (N = 25). Los padres y el tutor de los niños evaluaron las habilidades de
autorregulación antes y después de la intervención a través del BRIEF-P (Isquith,
Crawford, Espy y Gioia, 2005). En segundo lugar, se intervino con un grupo de cinco
niños de 5 años con problemas de autorregulación. En este caso el psicólogo de un
centro privado que atiende las necesidades psicológicas y educativas de estos niños
fue quien realizó la intervención estructurada en ocho semanas. Los niños realizaban
cuatro sesiones semanales de 30 minutos de duración. En este caso, dadas las
características de la muestra, no pudimos contar con grupo control. Los padres de los
niños evaluaron las habilidades de autorregulación antes y después de la intervención
a través del BRIEF-P y la Escala de regulación emocional (Shields y Cicchetti, 1997).
Los resultados del estudio con niños de 3 años de desarrollo típico mostraron
mejoras significativas en el grupo experimental en todas las escalas (inhibición,
flexibilidad, control emocional, memoria de trabajo y planificación y organización) e
índices (autocontrol inhibitorio, flexibilidad metacognición emergente y función
ejecutiva global) del BRIEF-P evaluados por los padres. Al contrario, para el grupo
253
control no hubo en ningún caso diferencias significativas entre las medidas pre y post.
Los resultados fueron casi similares en el caso de la evaluación del profesor: el grupo
experimental mostró diferencias significativas en todas las escalas (excepto la de
flexibilidad) e índices y el grupo control no registró diferencias significativas en
ninguna de ellas. En el caso de los niños con problemas de conducta, se encontraron
exactamente los mismos resultados al analizar el BRIEF-P. Los niños mejoran de
forma significativa en todas las escalas, excepto flexibilidad, e índices globales.
Además, también mostraron mejoras significativas en regulación emocional y
labilidad emocional (Giménez-Dasí y Edo, 2017; Villena, Fernández-Angulo y
Giménez-Dasí, 2017).
254
El proyecto ha sido evaluado en 2007, con la participación de 73 centros, 590
docentes y 12.128 alumnos, mediante un cuestionario aplicado a los profesores
(Fernández Berrocal, 2008). Los resultados arrojan una percepción de cambio y
mejora por parte del profesorado. A nuestro entender, el estudio muestra importantes
limitaciones porque basa sus resultados tan solo en las valoraciones de los profesores
a través de un cuestionario y no obtiene ni evaluaciones proporcionadas por los niños
ni desde la percepción de los padres.
Por su parte, en las actuaciones intensivas se implican pocos centros, pero de alta
intensidad. Este proyecto, denominado VyVE (Vida y valores en la educación), está
dirigido a niños de 3 a 18 años y se está llevando a cabo en tres centros educativos de
Cantabria. El proyecto pretende fomentar de manera más intensiva el desarrollo de
competencias socioemocionales a través de las áreas curriculares. Para ello propone
una serie de actividades que fomenten la competencia socioemocional secuenciadas
para incorporar de manera transversal a las áreas curriculares.
Entre las actuaciones que se llevan a cabo con el alumnado nos centraremos en las
desarrolladas en educación infantil, con alumnos de 3 a 5 años:
255
secuencia y temporalización de los bloques para cada grupo de edad, permitiendo al
profesorado ajustar en función de cada grupo-clase. Se propone desarrollarlo
conjuntamente con el grupo para los niños más mayores, mientras que en las primeras
edades sugiere la posibilidad de pequeños grupos de trabajo para cada actividad.
A nuestro juicio, las propuestas y actividades de López Cassá resultan interesantes
como un conjunto de actividades y juegos, con un carácter muy lúdico y creativo a la
hora de abordar actividades en edades tempranas. Sin embargo, la falta de estudios
que evalúen su puesta en práctica y eficacia, así como su configuración como un
conjunto de propuestas no secuenciadas por edades, nos dibuja un programa con
importantes carencias.
Sentir y pensar. Programa de inteligencia emocional para niños y niñas de 3 a 5
años (Ibarrola, 2004)
El programa Sentir y pensar de inteligencia emocional para niños de 3 a 5 años
desarrollado por Ibarrola (2004) forma parte del programa Sentir y pensar, proyecto
más amplio diseñado por Moreno (2001) para trabajar la IE con alumnos de
educación primaria.
Su objetivo principal es ayudar a los niños a ser personas emocionalmente sanas,
personas con una actitud positiva ante la vida, que sepan expresar y controlar sus
sentimientos, que conecten con las emociones de otras personas, que tengan
autonomía y capacidad para tomar decisiones adecuadas y puedan superar las
dificultades y conflictos que inevitablemente surgen en la vida.
El programa consta de nueve módulos, en cada uno de los cuales se proponen
diferentes dinámicas y actividades: autoconocimiento, autoestima, autonomía,
comunicación, habilidades sociales, escucha, solución de conflictos, pensamiento
positivo y asertividad. La metodología se basa en el uso de cuentos sobre emociones
y fichas y actividades para trabajarlos, que se acompañan con el programa. Hasta el
momento, no se han encontrado estudios que avalen su puesta en práctica y eficacia.
Programa SICLE (Siendo inteligentes con las emociones) (Vallés Arándiga, 1999)
Este programa va dirigido a alumnado desde infantil hasta secundaria y ofrece a
cada grupo de edad actividades y contenidos específicos adaptados al grupo. El
programa tiene como objetivo principal enseñar a los alumnos habilidades
emocionales que les permitan enfrentarse a las dificultades de la vida diaria que se
dan en el ámbito escolar, pero además también pretende desarrollar las capacidades
emocionales de los alumnos mediante el aprendizaje de la identificación y expresión
de las propias emociones, los sentimientos, la empatía y las habilidades de
comunicación interpersonal.
Entre las habilidades que incluye el programa SICLE se encuentran conocerse a sí
mismo, solucionar los problemas con los compañeros, reconocer y regular las propias
emociones, respetar, ser optimista, expresar adecuadamente las emociones, descubrir
emociones en los demás, expresar opiniones, comunicarse bien con los demás y saber
qué comportamientos son adecuados e inadecuados.
El programa consta de un cuadernillo en el que se incluye vocabulario que hace
referencia a conceptos emocionales (emoción, sentimiento, enfado, ira, rabia, alegría,
256
empatía, etc.). El profesor puede ampliar este vocabulario introduciendo otras
palabras aportadas por los alumnos y referidas a la identificación de estados de
ánimo. Además, en este cuadernillo también se plantean actividades, juegos,
situaciones personales, etc.
Para llevar a cabo el programa, la metodología parte de un enfoque práctico y
vivencial que incluye técnicas como la del juego de roles o ensayo de conducta,
teatro, música, observación, etc., a través de las cuales los alumnos dramatizarán o
escenificarán las situaciones interpersonales que se presentan en las páginas del
cuaderno y otras situaciones que el profesor estime de interés. En estas
escenificaciones se tendrán en cuenta la expresión y la identificación de los
componentes no verbales de la comunicación interpersonal (gestos e indicadores
faciales de estados de ánimo), con el objetivo de capacitar a los alumnos en la
interpretación de los mensajes emocionales de los demás. A pesar de que se trata de
una propuesta interesante, tampoco hemos encontrado ningún estudio que evalúe su
eficacia en niños de educación infantil.
4. CONCLUSIONES
257
las intervenciones que cuentan con pruebas de fidelidad son más eficaces; f) la forma
en la que se plantee la intervención incide en su eficacia: cuando las competencias se
trabajan de forma secuenciada, planificada y explícita, dedicándoles un tiempo
específico y con una participación activa por parte del niño, los beneficios son
mayores; g) las intervenciones que promueven la participación de los padres son más
eficaces. Así, los futuros programas de intervención que puedan ir apareciendo en el
panorama español y las intervenciones que sigamos realizando deben cumplir estos
requisitos para aumentar su eficacia.
Por último, una de las cuestiones de mayor importancia a nuestro juicio tiene que
ver con la implicación y la formación del profesorado. Mientras los profesores de
todos los niveles educativos no tomen conciencia de la importancia de estas
competencias y de las enormes consecuencias que tienen en la vida de las personas,
los avances serán escasos. En el mismo informe del Banco Mundial que acabamos de
mencionar se realiza una revisión de los efectos a corto, medio y largo plazo que las
competencias emocionales y sociales tienen a nivel psicológico y social. Sin querer
ser exhaustivos, este tipo de intervención tiene efectos duraderos a largo plazo que
impactan en aspectos sociales tan importantes como la salud, las oportunidades
laborales, el nivel retributivo o el rendimiento académico. Desde un punto de vista
psicológico, se observan mejoras conductuales y de personalidad evaluadas a través
de variables como el locus de control, los problemas externalizantes e internalizantes,
la conducta prosocial o las dimensiones de los Cinco Grandes (véase Sánchez Puerta
et al., 2016, para una revisión). Sin duda, para que los actuales y futuros profesores
puedan entender la trascendencia de la cuestión necesitan recibir una formación
adecuada en la que se muestre toda esta evidencia y se les ofrezcan los recursos
necesarios para realizar las intervenciones rigurosas y sistemáticas que sabemos que
son eficaces. La implicación de los centros educativos y los profesores en esta tarea y,
sobre todo, la formación que las universidades ofrecen son la llave para lograr que los
niños del futuro sean social y emocionalmente competentes y, por tanto, más felices y
más sanos.
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Author.
NOTAS
21 Head Start es un programa federal de Estados Unidos que promueve la preparación para la escolarización
de los niños de 0 a 5 años, procedentes de familias con pocos recursos, fomentando su desarrollo cognitivo,
social y emocional a través de distintos servicios en función de las necesidades de cada comunidad (escuelas
donde acuden los niños media jornada o jornada completa, hogares de acogida o servicios de apoyo familiar).
263
13
Desarrollo emocional desajustado: el acoso escolar
BEATRIZ LUCAS-MOLINA
1. INTRODUCCIÓN
El acoso escolar es uno de los problemas más graves que afectan al sistema
escolar del mundo desarrollado. Por desgracia, es raro encontrar hoy en día a alguien
que no haya tenido una experiencia más o menos directa con este fenómeno, ya sea a
través de los medios de comunicación o por la vivencia de algún conocido o familiar.
En este capítulo vamos a ver algunas cuestiones sobre este tipo de violencia entre
iguales. Empezaremos con algunos aspectos sobre el acoso que suponemos no
sorprenderán en exceso (definición, prevalencia, etc.), para pasar a adentrarnos en un
terreno más desconocido y arenoso: el acoso en preescolar, intentando dar respuesta
primeramente a la siguiente pregunta: ¿podemos hablar de «acoso preescolar»? Una
vez puestos sobre la mesa los retos a los que se enfrenta el estudio del acoso en
preescolar, presentaremos algunas evidencias científicas sobre el fenómeno en esta
etapa educativa, prestando especial atención al carácter grupal y contextual del
fenómeno. En un tercer momento, pasaremos a explorar la relación existente entre
acoso y competencia emocional. Si bien, como refleja el título del presente capítulo,
parece que el acoso escolar podría ser el resultado de un desajuste emocional, hay
pocos estudios que hayan examinado de forma directa esta relación, especialmente en
infantil. Por otra parte, ¿el desajuste emocional lo presentaría el alumno que participa
en el acoso o el contexto en el que este se produce? En este tercer apartado
intentaremos reflexionar sobre estas cuestiones, buscando poner el acento en la
naturaleza contextual de ambos constructos: el acoso y la competencia emocional.
Por último, finalizaremos con algunas conclusiones, así como con posibles líneas de
investigación futura. Esperemos que la lectura de este capítulo despierte la curiosidad
del lector por saber más sobre estos complejos fenómenos y su relación.
264
«presencial», por ser el tipo de acoso que puede darse desde preescolar.
La mayor parte de los estudios realizados sobre el fenómeno, tanto dentro como
fuera de España, se han desarrollado básicamente en los últimos cursos de primaria y
primeros de secundaria, y han arrojado tasas de prevalencia muy dispares (Lucas-
Molina, Pérez de Albéniz y Giménez-Dasí, 2016). Según un reciente estudio de la
Organización Mundial de la Salud realizado sobre 219.460 estudiantes provenientes
de 42 países (entre ellos España), un 11 y 8,5 por 100 de los estudiantes informó
haber sufrido y ejercido, respectivamente, acoso en los dos últimos meses (Inchley et
al., 2016). Estos resultados indican que en un aula de 25 alumnos, entre dos y tres
alumnos podrían ser potenciales agresores o víctimas de acoso. En cuanto al género,
se ha visto que los chicos suelen ejercer y sufrir en mayor medida este tipo de
situaciones, si bien hay estudios que no encuentran estas diferencias (Iossi, Pereira,
Mendonça, Nunes y Oliveira, 2013). Respecto a la edad, se ha observado una
disminución con la edad con un repunte al inicio de la educación secundaria (Hymel
y Swearer, 2015).
Las consecuencias negativas del acoso a corto y largo plazos han sido
ampliamente documentadas en muy diversos estudios (p. ej., Young-Jones, Fursa,
Byrket y Sly, 2015), poniendo de manifiesto que tanto el alumnado agresor como
víctima se encuentran en mayor riesgo de sufrir desajustes psicosociales y trastornos
psicopatológicos en la adolescencia y la vida adulta. Además, diversos estudios
indican que observar las situaciones de acoso, sin participar de forma directa en ellas,
puede tener también un efecto negativo en el desarrollo y la adaptación escolar
(Rivers, Poteat, Noret y Ashurst, 2009).
De este modo, en los últimos años el enfoque adoptado por los expertos en el tema
ha pasado de centrarse casi exclusivamente en la díada agresor-víctima a ampliar el
foco examinando el papel desempeñado por los espectadores y el contexto social en
el que se producen las situaciones de acoso (Salmivalli, 2010; Thornberg, Wänström,
Hong y Espelage, 2017). Así, se ha observado que determinados alumnos pueden
estar reforzando el comportamiento de los alumnos agresores u observando
pasivamente, mientras que otros estudiantes pueden intervenir para ayudar al
compañero víctima (Salmivalli et al., 1996; Hymel y Swearer, 2015). Es importante
señalar que cuando los espectadores defienden al alumno víctima, el acoso suele
detenerse en más del 50 por 100 de las ocasiones (Hawkins, Pepler y Craig, 2001).
Además, estas intervenciones reducen los efectos perniciosos de la victimización
(Kärnä, Voeten, Poskiparta y Salmivalli, 2010). De hecho, muchos de los programas
actuales sobre prevención e intervención en acoso están incorporando de un modo u
otro a los espectadores (Salmivalli, 2016; Salmivalli, Karna y Poskiparta, 2011; Ttofi
y Farrington, 2011).
Si bien la mayor parte de estos estudios se han realizado sobre población pre y
adolescente, los metaanálisis existentes sobre la efectividad de los programas de
prevención del acoso escolar en contextos educativos (Nocentini, Zambuto y
Menesini, 2015; Ttofi y Farrington, 2011; Zych, Ortega-Ruiz y Del Rey, 2015)
plantean la necesidad de prevenir este tipo de conductas y fomentar las conductas de
265
defensa ya no solo desde los inicios de educación primaria sino incluso desde infantil.
El programa KiVa (Williford et al., 2013), el programa más ampliamente
implementado y evaluado en Finlandia, se trata del más claro ejemplo de este enfoque
preventivo. A pesar de esto, como vamos a ver a continuación, el número de
investigaciones realizadas en la etapa de preescolar sigue siendo muy limitado.
266
versión auto como heteroinforme. Esto explicaría que la mayor parte de los estudios
sobre el fenómeno se haya realizado con población mayor de 8 años, edad a partir de
la cual resulta fiable utilizar cuestionarios (Vlachou, Botsoglou y Andreou, 2013).
Por ejemplo, se ha observado una baja fiabilidad de las medidas diseñadas para
profesores debido a las dificultades que ellos mismos manifiestan a la hora de
diferenciar entre acoso y agresión entre iguales (Levine y Tamburrino, 2014; Vlachou
et al., 2011; Vlachou et al., 2013). Los instrumentos de recogida de datos más
adecuados para estas edades son la entrevista, las técnicas de nominaciones entre
iguales basadas en fotografías y la observación, herramientas cuya aplicación, análisis
e interpretación requieren de muchos recursos temporales (Vlachou et al., 2013). Por
tanto, si en general es recomendable la adopción de un enfoque multimétodo y
multiinformante en el estudio del acoso, este se hace especialmente necesario cuando
se trabaja con población preescolar.
Teniendo las anteriores restricciones conceptuales y metodológicas en mente,
podemos decir que los pocos estudios que han examinado la prevalencia del acoso en
la etapa preescolar han encontrado tasas de prevalencia muy dispares, al igual que
ocurre en primaria y secundaria (Jansen et al., 2012; Monks et al., 2011). Por
ejemplo, Monks et al. (2005), a partir de lo que informaron profesores y compañeros,
identificaron a un 25 por 100 de agresores y un 22,1 por 100 de víctimas. Perren y
Alsaker (2006) detectaron, por su parte, a un 6 por 100 de víctimas y un 11 por 100
de agresores. Estos últimos porcentajes sí seguirían la tendencia señalada por estudios
internacionales realizados en la etapa escolar (p. ej., Inchley et al., 2016).
267
empezar a observarse posibles dificultades en las interacciones con los compañeros
(Vlachou et al., 2013). El preescolar tiene que aprender a construir y mantener
amistades, a establecer grupos de compañeros de juego más o menos estables, a
adquirir reputación social dentro de su grupo y a aceptar las primeras situaciones de
rechazo, y todo ello sin la presencia de sus adultos significativos de referencia
(Denham et al., 2003). Por tanto, aunque no podamos hablar de acoso en la etapa de
infantil, no podemos negar que es importante detectar posibles problemas de
adaptación social en estas edades con el fin de impedir su escalada futura, así como
minimizar su impacto negativo en el desarrollo y bienestar de los niños.
Para cuando los niños tienen 5 o 6 años, es bastante probable que ya tengan
algunas amistades recíprocas y formen parte de pequeños grupos, y que hayan dejado
de lado las actividades solo para participar cada vez más en juegos de carácter social,
pasando más tiempo con sus compañeros y amigos (Camilli et al., 2010; Rubin,
Bukowski y Parker, 1998). De este modo, la complejidad de las relaciones sociales va
aumentando, con los niños de mayor edad formando grupos sociales más grandes y
cohesionados (Strayer y Santos, 1996). Por ello, al estar aún los niños pequeños
menos interesados en sus compañeros, la relación entre victimización y la calidad de
las relaciones en infantil es más frágil e inestable que entre los alumnos de primeros
cursos de primaria, socialmente más conectados.
Por otra parte, como se ha comentado con anterioridad, con la edad los niños
avanzan en sus capacidades sociocognitivas, haciendo que sus conceptualizaciones de
los otros sean más elaboradas y comiencen a incorporar en ellas el papel de la
reputación social (Rubin et al., 1998). Además, a mayor edad, los niños tienen
mayores habilidades de regulación emocional y conductual en situaciones sociales,
consiguiendo un mayor autocontrol (Card, Stucky, Sawalani y Little, 2008). En este
sentido, los niños de infantil tienen menor control a la hora de decidir en qué
actividades participar y con quién interactuar. Como resultado de estos cambios, con
la edad los niños pueden ser más proclives a dirigir su comportamiento agresivo hacia
determinados niños basándose en la reputación social de estos, en vez de hacerlo de
forma aleatoria e indiscriminada (Card et al., 2008; Hanish, Martin, Fabes, Leonard y
Herzog, 2005).
En último lugar, no podemos dejar de comentar algunas cuestiones sobre el papel
de la agresión y su desarrollo en la infancia. A diferencia de la agresión física, que se
ha visto que alcanza su pico alrededor de los 30 meses de edad (Broidy et al., 2003),
diversos estudios transversales sobre la agresión indirecta, aquella dirigida a dañar las
relaciones sociales del otro (p. ej., excluirlo del grupo, expandir falsos rumores sobre
él, etc.), han puesto de manifiesto que los niños mayores la utilizan con mayor
frecuencia que los pequeños (Björkqvist et al., 1992; Little, Henrich, Jones y Hawley,
2003). Asimismo, estudios longitudinales han demostrado que la agresión indirecta
aumenta con la edad (Card et al., 2008). Estas diferencias relacionadas con la edad en
el uso de la agresión física e indirecta son consistentes con la teoría evolutiva de la
agresión de Bjorkqvist et al. (1992). Concretamente, estos autores han sugerido que la
agresión indirecta representa una forma más sofisticada de agresión que
268
presumiblemente sustituye a la agresión física (y verbal) a medida que los niños
adquieren competencias sociocognitivas y habilidades lingüísticas. Varios trabajos
han señalado que la agresión relacional es relativamente frecuente en muchas aulas de
preescolar (Card et al., 2008). Aunque la expresión de esta forma de agresión
relacional durante los años preescolares es similar en muchos aspectos a la que se da
con posterioridad, también tiene características únicas. Por ejemplo, cuando los
preescolares ejercen la agresión relacional, tienden a hacerlo de una forma
relativamente simple y muy vinculada a una situación concreta o provocación. Una
agresión relacional típica de esta edad podría ser decirle a un compañero que no será
su amigo a menos que le deje algún lápiz de color o un juguete. En cambio, los niños
de primaria utilizan formas más complejas y sutiles de agresión relacional que pueden
responder a una situación o transgresión que ocurrió en el pasado, como por ejemplo
excluir deliberadamente a un compañero de un partido de fútbol porque este no lo
invitó a su cumpleaños el mes pasado.
Agresores preescolares
Los estudios ponen de manifiesto que los agresores preescolares están bien
integrados en su grupo de iguales y no tienen menos amigos que los niños no
implicados en las situaciones de acoso (Vlachou et al., 2011), si bien algunos trabajos
señalan que pueden ser más rechazados que sus iguales no implicados (Camodeca,
Caravita y Coppola, 2015). Además, a estas edades los agresores suelen pertenecer a
grandes grupos sociales (Perren y Alsaker, 2006). Por otra parte, tienden a afiliarse
269
con otros niños agresores, al igual que ocurre en primaria (Eivers, Brendgen, Vitaro y
Borge, 2012), hecho que retroalimentaría sus conductas agresivas. No obstante,
existen diferencias de género, ya que las niñas agresoras suelen encontrarse más
aisladas que sus compañeros agresores, y aunque no sean rechazadas de forma
sistemática, ellas no tienen a nadie con quien jugar (Perren y Alsaker, 2006). Esto
podría implicar que la aceptación de la agresión es distinta según el género de quien
la ejerza. Como se ha tratado en otro capítulo, la expresión de las emociones está
ligada al género y a la cultura. En el caso de las niñas, la expresión de la agresividad
es menos frecuente y está peor vista que la de otras emociones como la tristeza o el
miedo. En la etapa escolar se ha visto que el acoso podría tener funciones distintas
para niñas y niños. Mientras que para los niños es una forma de ejercer poder y
dominación social, para las niñas está más relacionado con patrones de afiliación y
exclusión (Isaacs, Voeten y Salmivalli, 2013; Lucas-Molina, Pérez-Albéniz, Fonseca-
Pedrero y Giménez-Dasí, 2017b). Quedaría por examinar si esto también es así para
los niños en edad preescolar.
Víctimas preescolares
Los pocos estudios realizados en preescolar han puesto de manifiesto que la falta
de amigos de los niños víctimas puede situarlos en una posición de mayor
vulnerabilidad psicológica y social que les lleva a su vez a sufrir mayor
victimización, iniciando con ello una espiral de riesgo psicosocial de la que
difícilmente pueden salir por sus propios medios, debido a la inmadurez propia de
esta etapa del desarrollo (Perren y Alsaker, 2006). Al igual que en etapas escolares,
hay evidencia empírica en infantil que indica que los niños víctimas son más
rechazados (Camodeca et al., 2015) y tienen menos amistades recíprocas que aquellos
niños no implicados (Eivers et al., 2012). Por consiguiente, no tener amigos puede ser
también un factor de riesgo de victimización en el contexto preescolar. Por otra parte,
tal y como ocurre en primaria y secundaria, ser víctima puede conducir asimismo a la
pérdida de amistades y relaciones con los iguales. Relacionarse con un niño víctima
puede ser un factor de riesgo, ya que puede suponer tanto la pérdida de estatus dentro
del grupo como la exposición a situaciones de victimización (Espelage y Holt, 2001).
Por el contrario, tener un buen amigo es un potente factor de protección ante el acoso
en la etapa escolar (Kendrick, Jutengren y Stattin, 2012).
270
acoso. Salmivalli et al. (1996) fueron los primeros en identificar los distintos roles en
una muestra de educación primaria. Mediante un heteroinforme, la Participant Role-
Scale (PRS), que ha sido ampliamente adaptada a distintos idiomas y etapas
educativas (p. ej., Goossens et al., 2006; Lucas-Molina, Williamson, Pulido y
Calderón, 2014; Menesini y Gini, 2000; Sutton y Smith, 1999), diferenció seis roles:
el agresor, que inicia las situaciones de acoso; el asistente, que apoya la intimidación
pero no la inicia; el reforzador, que anima al agresor sin participar directamente en las
agresiones; el defensor, que defiende y ofrece consuelo a la víctima; el observador
pasivo u outsider, que simplemente observa sin hacer nada, y la víctima, que sufre la
victimización. Estos roles han sido identificados en primaria y secundaria, aunque
algunos estudios no han logrado diferenciar entre agresor, asistente y reforzador,
encontrando por tanto únicamente cuatro roles (p. ej., Lucas-Molina et al., 2014;
Sutton y Smith, 1999). Son contados los estudios cuyo objetivo haya sido examinar la
existencia de estos roles en preescolar. Uno de los primeros fue el realizado por
Monks, Smith y Swettenham (2003), quienes mediante una entrevista a niños de 4 a 6
años identificaron a agresores, víctimas y defensores en su clase, pero no a asistentes
y reforzadores. Belacchi y Farina (2010), por su parte, adaptaron la PRS para que
profesores detectaran los roles en niños de 3 a 6 años. En la línea comentada con
anterioridad, las italianas pudieron identificar únicamente cuatro roles: pro-hostil
(agresor, reforzador y asistente), prosocial (defensor, mediador, consolador), pasivo u
outsider y víctima, pero no pudieron reconocer los de reforzador y asistente como
roles independientes. Por último, tenemos el reciente trabajo de Camodeca et al.
(2015), quienes adaptaron la escala de Belacchi y Farina (2010) para que fuese
cumplimentada por los iguales. Ellas encontraron cinco roles: agresor, reforzador-
asistente, defensor, outsider y víctima. Sin embargo, al correlacionar los roles
obtenidos por compañeros y profesores, no encontraron una correspondencia para el
rol outsider. En conjunto, estos resultados podrían poner de manifiesto, por una parte,
que los niños de preescolar quizá no puedan diferenciar aún los tres roles
relacionados con la participación más o menos directa en el acto agresivo (agresor-
asistente-reforzador), y solo puedan hacerlo en edades más avanzadas. Y, por otra
parte, que tal vez el rol de outsider sigue siendo un poco difuso y aún no ha
cristalizado en estas edades.
Defensores preescolares
En los últimos años se ha incrementado notablemente el número de
investigaciones dirigidas a conocer las características de los niños que intervienen en
las situaciones de acoso para defender a la víctima y ofrecerle apoyo y consuelo. De
hecho, los resultados de estos trabajos están generando nuevas perspectivas teóricas
dirigidas a comprender y explicar las conductas de defensa en situaciones de acoso
(Meter y Card, 2015).
En este sentido, diversos estudios han puesto de manifiesto que los alumnos que
defienden rara vez son agresivos, poseen más actitudes tanto a favor de la víctima
como contrarias a la violencia, tienen buena teoría de la mente, baja desconexión
271
moral, alta empatía, amistades de calidad y un buen estatus social dentro de su grupo
(p. ej., Caravita, Di Blasio y Salmivalli, 2010; Gini, Pozzoli y Bussey, 2015;
Pöyhönen, Juvonen y Salmivalli, 2010). Además, por lo general suelen ser chicas y
de cursos inferiores (Thonberg y Jungert, 2014).
Los escasos estudios realizados en preescolar han registrado resultados similares.
Los defensores de preescolar obtenían mejores puntuaciones en tareas de teoría de la
mente y planificación, aunque estas diferencias no eran significativas (Monks et al.,
2003), mostraban una mayor competencia social y preferencia social en el grupo
(Camodeca et al., 2015), así como mayores niveles de empatía y una mejor
comprensión emocional (Belacchi y Farina, 2010, 2012; Camodeca y Coppola, 2016).
Este último resultado lo trataremos más detenidamente en el siguiente apartado sobre
la competencia emocional. Asimismo, las niñas de preescolar adoptaron el rol de
defensoras en mayor medida que sus iguales chicos (Belacchi y Farina, 2010; Monks
et al., 2003, 2011), aunque esta diferencia podría depender del tipo de medida
utilizada (Camodeca et al., 2015). Resulta de vital importancia realizar más
investigaciones sobre estas conductas en preescolar para poder fomentarlas, así como
conocer la estabilidad del rol defensor a lo largo del tiempo, especialmente si tenemos
en cuenta que las características de este rol en infantil son casi idénticas a las que
presenta en primaria y secundaria.
272
rol en infantil son distintas a las que presenta en etapas educativas posteriores, ya que
parece estar más cerca de los roles agresor y víctima que del de defensor.
Otro tema de interés en el estudio del acoso escolar ha sido examinar la estabilidad
de los distintos roles a lo largo del tiempo. Los trabajos realizados son escasos, ya
que este tipo de investigaciones requieren de un diseño longitudinal, mucho más
difícil de conducir. Por otra parte, los ya realizados se han basado en analizar
principalmente la estabilidad de los roles víctima y agresor (p. ej., Schäfer, Korn,
Brodbeck, Wolke y Schulz, 2005). Sin embargo, a pesar de su escasez, especialmente
en preescolar, estos estudios resultan de gran relevancia, sobre todo de cara a la
prevención del acoso desde infantil.
Son varios los trabajos que han puesto de manifiesto la estabilidad de los roles
víctima y agresor a lo largo del tiempo, especialmente el de este último (Boulton y
Smith, 1994; Schäfer et al., 2005; Menesini, Modena y Tani, 2009; Salmivalli,
Lappalainen y Lagerspetz, 1998). Sin embargo, esto no parece ser así en preescolar
para el rol de víctima (Kochenderfer y Ladd, 1996; Monks et al., 2003).
El papel de agresor sí parece mostrar una mayor estabilidad en preescolar. Hay
evidencias de que se mantiene a los cuatro meses (Monks et al., 2003) y al año (Ladd
y Burgess, 1999) de la evaluación, tanto a través de autoinforme como de
heteroinforme (nominaciones por iguales). En este sentido, cabe destacar que algunos
estudios han detectado la estabilidad de la agresión relacional en las niñas de
preescolar durante un período de 18 meses, según informaron los profesores (Crick et
al., 2006). Esto sugiere que los patrones de comportamiento relacionalmente
agresivos pueden estar cristalizándose desde edades tempranas, especialmente en las
niñas. Si esto se confirmase en futuros estudios, sería conveniente dirigir esfuerzos a
las acciones de prevención e intervención dirigidas a este tipo de agresión en la
primera infancia.
El rol de defensor sí ha mostrado estabilidad cuando esta ha sido evaluada
mediante la técnica de nominaciones entre iguales, pero no así con autoinforme
(Monks et al., 2003). Respecto al rol de outsider, a nuestro entender no existen
evidencias en preescolar.
La menor estabilidad de estos roles en preescolar versus en la etapa escolar puede
ser debida a la naturaleza más transitoria de las relaciones sociales de los niños
pequeños, que hace más probable que cambien con mayor frecuencia de rol.
Aparte de los estudios cuyo objetivo ha sido analizar las características de los
distintos roles participantes en el acoso desde una perspectiva individual, son cada
vez más los trabajos que, adoptando una perspectiva socioecológica (Bronfenbrenner,
273
1979), analizan la posible influencia de distintas variables contextuales. De hecho,
diversos estudios han puesto de manifiesto que el contexto en el que se produce el
acoso tiende a influir en las percepciones, actitudes y comportamiento de los propios
alumnos (Salmivalli y Voeten, 2004). Uno de los contextos sociales más relevantes
de los alumnos es el aula, donde pasan gran parte del día interactuando con sus
compañeros. Además, la mayoría de los episodios de acoso ocurren en la escuela
entre compañeros de clase (Hymel y Swearer, 2015). Cuando se ha adoptado un
enfoque multinivel para analizar los efectos simultáneos de las variables individuales
y de clase, se ha observado una considerable variabilidad en la prevalencia del acoso
en función del aula.
Concretamente, los estudios multinivel han puesto de manifiesto que los niños son
más propensos a defender en aquellas aulas donde el acoso es menos frecuente (Peets,
Pöyhönen, Juvonen y Salmivalli, 2015), donde los niños se posicionan más
claramente contra la intimidación (Lucas-Molina, Giménez-Dasí, Fonseca-Pedrero y
Pérez-Albéniz, 2017a; Salmivalli y Voeten, 2004) y donde los niños perciben una
mayor presión por parte de los compañeros para intervenir (Pozzoli, Gini y Vieno,
2012). Todo lo contrario se observa para las conductas de acoso (Sentse, Veenstra,
Kiuru y Salmivalli, 2015). En conjunto, estos resultados indican que los niños
estarían más dispuestos a defender y menos inclinados a acosar en aquellos contextos
menos permisivos con el acoso. Además, también se ha observado que las conductas
de defensa (individualmente) son más frecuentes en aquellas aulas más pequeñas
(Lucas-Molina et al., 2017a; Peets et al., 2015), así como en aquellos centros
educativos en los que se ha implantado previamente un programa de prevención del
acoso (Salmivalli, 2016). Por el contrario, se han detectado mayores niveles de
conductas de acoso en aulas y centros educativos más grandes (Sentse et al., 2015).
Asimismo, se han hallado menores niveles de acoso y mayores de conductas de
defensa en aquellas clases en las que alumnos y profesores afirmaban tener una buena
relación con el alumnado (Lucas-Molina, Williamson, Pulido y Pérez-Albéniz, 2015;
Thornberg et al., 2017). Por otra parte, estas variables contextuales pueden a su vez
influir en el efecto que las variables individuales ejercen sobre las conductas de acoso
y defensa (Peets et al., 2015; Thornberg et al., 2017).
En nuestra opinión en la etapa de preescolar no se han realizado estudios
multinivel dirigidos a conocer la influencia diferencial e interactiva de las variables
contextuales e individuales en el acoso. Sí se han realizado estudios que examinan el
impacto de la relación entre profesor-alumno y la victimización en las aulas de
preescolar y que han detectado que aquel alumnado con mayor nivel de conflictividad
en su relación con el profesor sufría mayores niveles de victimización, mientras que
aquellos niños que tenían una relación más cálida y cercana con su profesor
presentaban niveles más bajos (Shin y Kim, 2008).
Otro contexto social relevante en el estudio y la prevención del acoso ha sido la
familia (Bronfenbrenner, 1979). Es en el seno familiar donde el niño desarrolla las
habilidades sociales necesarias para el establecimiento de relaciones saludables con
sus iguales. Este contexto ha sido más estudiado en preescolar que en etapas
274
educativas posteriores, aunque no se haya empleado para ello una perspectiva
multinivel. Por ejemplo, se ha visto que las familias con un estilo parental autoritario
y con elevados niveles de estrés y conflictividad están asociadas con el perfil de
agresor (Ahmed y Braithwaite, 2004; Duncan, 2004; Shields y Cichetti, 2001).
Respecto al rol de víctima, los resultados son más inconsistentes. Algunos estudios
señalan que las madres de los niños víctimas son excesivamente controladoras y
muestran poco afecto (Ahmed y Braithwaite, 2004). Por otra parte, otros trabajos han
encontrado que las víctimas perciben a sus padres como cercanos y con un alto grado
de cohesión (Duncan, 2004; Espelage, Bosworth y Simon, 2000). Se sabe menos
sobre las familias del alumnado defensor. Los estudios realizados en primaria señalan
que los alumnos defensores afirman tener una mejor relación y comunicación con sus
padres (Nickerson, Mele y Princiotta, 2008), quienes les sugieren usar estrategias no
violentas de resolución de conflictos con sus iguales (Lucas-Molina et al., 2017b).
275
emocional apropiada (Denham et al., 2002; Wilton, Craig y Pepler, 2000). Además, si
tenemos en cuenta el carácter grupal del acoso, en un episodio de acoso no son solo
las víctimas, sino también los agresores y espectadores, quienes evalúan, interpretan y
dan significado a las emociones que se ponen en juego, para generar finalmente una
conducta más o menos adecuada y adaptada al contexto (Jenkins et al., 2017).
Algunos estudios muestran que los niños con mayor conocimiento emocional reciben
con mayor frecuencia la ayuda, el apoyo y el consuelo de sus compañeros
comparados con otros niños (Cassidy, Werner, Rourke y Zubernis, 2003), y tienen
mayor tendencia a establecer amistades caracterizadas por elevadas expresiones de
conducta prosocial y bajos niveles de hostilidad (Dunn y Cutting, 1999).
Reconocer y expresar las emociones que sentimos es un logro fundamental para la
comunicación humana y el ajuste psicológico. Diversos han sido los trabajos que han
profundizado en las habilidades de reconocimiento, comprensión y expresión
emocional de agresores y víctimas (Jenkins et al., 2017). Cuando se han mostrado a
alumnos agresores, víctimas y no implicados expresiones faciales que representaban
las emociones básicas (i. e., tristeza, alegría, disgusto, rabia, miedo y sorpresa), se ha
encontrado que a los alumnos víctimas les resultaba más difícil reconocer emociones
de felicidad y disgusto que a los agresores y no implicados (Sánchez et al., 2012).
Estos resultados podrían explicarse por el hecho de que los alumnos víctimas suelen
ser niños con pocos amigos y rechazados por sus iguales (Lucas-Molina, Pulido y
Solbes, 2011), por lo que dispondrían de menos oportunidades para establecer
intercambios sociales, privándoles con ello de la experiencia socioemocional que
estos proporcionan.
Por su parte, ante situaciones emocionalmente ambiguas, tanto los alumnos
agresores como víctimas tienen mayor tendencia a interpretar erróneamente enfado e
ira en las expresiones faciales de otros (Camodeca y Goosens, 2005; Hunter, Boyle y
Warden, 2004). Este resultado es especialmente interesante si tenemos en cuenta que
en edad preescolar la precisión en el reconocimiento de la ira es un predictor negativo
de victimización física (Garner y Lemerise, 2007). Cuando se le presentan escenarios
de acoso, el alumno agresor tiene dificultades para reconocer y explicar las causas de
las emociones de las víctimas (Del Barrio, Almeida, Van Der Meulen y Gutiérrez,
2003; Keller, Lourenco, Malti y Saalbac, 2003; Sánchez, 2008), pero no así el alumno
víctima. Esto explicaría en parte la escasa sensibilidad que los agresores manifiestan
hacia las víctimas y las dificultades que muestran para conectarse afectivamente con
ellas.
En cuanto a las emociones complejas, en primaria y secundaria se han estudiado
principalmente la culpa y la vergüenza, por su naturaleza sociomoral y cognitiva y su
importante función como reguladoras del comportamiento moral de los niños
implicados en acoso (Ahmed, 2005; Ttofi y Farrington, 2008). De este modo, los
alumnos víctimas tienden a autoculparse por lo que les ocurre (Graham y Juvonen,
1998), afirmando también sentimientos de vergüenza e indefensión (Ortega, Elipe,
Mora-Merchán, Calmaestra y Vega, 2009). Igualmente, las víctimas presentan mayor
sensibilidad ante el sufrimiento ajeno y experimentan intensas experiencias
276
emocionales de culpa y vergüenza cuando se ven implicadas como protagonistas de
transgresiones morales (Ortega et al., 2012).
Los agresores, por su parte, ante las situaciones de acoso, tienden a culpabilizar a
los niños víctimas, presentan menos sentimientos de vergüenza cuando se ven
implicados en transgresiones morales y muestran poca sensibilidad ante el
sufrimiento ajeno (Perren, Gutzwiller‐Helfenfinger, Malti y Hymel, 2012). Por
consiguiente, parece que agresores y víctimas tendrían dificultades para gestionar su
vida emocional ante transgresiones morales significativas. Es importante señalar que
cuando se pregunta a alumnos no implicados en las situaciones de acoso, ellos
mismos atribuyen emociones de orgullo e indiferencia al agresor, así como
emociones de culpa y vergüenza a la víctima (Menesini y Camodeca, 2008). Por
tanto, parece que el contexto estaría reforzando la experiencia emocional de víctimas
y agresores.
Diversos estudios han puesto de manifiesto que tanto agresores como víctimas
tienen problemas en la expresión y regulación emocionales. Los niños acosadores
admiten expresar ira con mayor frecuencia, aunque perciban que no es un problema y
que está bajo su control (Golmaryami et al., 2016). Este resultado iría en la línea de
aquellos trabajos (p. ej., Hubbard et al., 2002; Muñoz, Kerr y Besic, 2008) que
plantean que los niños acosadores expresarían ira no por una dificultad en la
regulación emocional, sino para dominar y ejercer el control en sus relaciones. En
cambio, los niños víctimas expresan con mayor frecuencia tristeza y manifiestan
también mayores dificultades para regular esta emoción (Gomaryami et al., 2016).
Estas dificultades en la expresión y regulación emocionales podrían obstaculizar el
establecimiento de relaciones significativas con los iguales en la escuela,
especialmente por parte del alumnado víctima, que suele encontrarse en una situación
de mayor aislamiento.
Otros trabajos interesantes relacionados con la competencia emocional son
aquellos que han analizado las estrategias de afrontamiento de niños víctimas ante las
situaciones de acoso escolar y su efecto moderador en el ajuste psicológico
(Kochenderfer-Ladd y Skinner, 2002). Según los resultados de estos estudios, en los
estadios iniciales del acoso, cuando este aún no se había establecido, resultaban más
eficaces las estrategias de afrontamiento orientadas al problema, especialmente
aquellas que suponían recurrir a la ayuda de un adulto o de un igual, tanto para
terminar con el maltrato como para preservar el ajuste social y personal. Sin embargo,
cuando el acoso tenía carácter prolongado, las estrategias más eficaces eran aquellas
orientadas a la regulación emocional, mediante la distracción («pensar en otra cosa» o
«hacer como si nada») y el alivio de la tensión emocional, pues conseguían reducir el
impacto negativo que el acoso tenía sobre el ajuste psicológico de la víctima.
Estudios longitudinales posteriores (Kochenderfer-Ladd, 2004) han concluido en la
misma dirección, ahondando en el efecto de las variables emocionales en el proceso
de afrontamiento. De este modo, se ha encontrado que sentir miedo predecía que los
niños buscasen apoyo social, lo que a su vez se asociaba con la resolución del
problema y el cese del maltrato. El enfado, que por otro lado era la emoción que los
277
niños víctimas de este estudio decían vivir más intensamente, predecía la selección de
estrategias agresivas y de búsqueda de venganza, y anunciaba la estabilidad de la
victimización un año después. Se deduce, pues, que podría resultar beneficioso
desarrollar entre el alumnado estrategias de regulación emocional tanto para prevenir
las situaciones de acoso e impedir su estabilidad como para contrarrestar el efecto
negativo que el acoso puede tener en la autoestima y autoconcepto de las víctimas.
De todo lo presentado hasta el momento parece desprenderse que tanto agresores
como víctimas muestran algunas dificultades en el reconocimiento, expresión,
comprensión y regulación de las emociones.
Carmen Belacchi y Eleonora Farina (2010) han sido de las pocas investigadoras
que han examinado la relación entre competencia emocional y los roles que los niños
de preescolar desempeñan en el acoso escolar, mediante la adaptación del PRS de
Salmivalli et al. (1996) que realizaron para niños de 3 a 6 años ya comentada con
anterioridad. Además de dar un paso más allá en el estudio del acoso en preescolar,
estas autoras buscaban aportar no solo evidencia sobre la relación entre acoso y
competencia emocional en estas edades, sino también una mejor comprensión de los
mecanismos intervinientes en esta relación partiendo de una teoría del desarrollo de la
competencia emocional. Para ello se basaron en una teoría que organiza la
comprensión emocional en una serie de componentes jerárquicos que van
aumentando en complejidad (Pons, Harris y De Rosnay, 2004): desde el externo, que
es el más básico e implica el reconocimiento de la expresión facial y la causalidad de
las emociones, hasta el reflexivo, el más complejo, que incluye elementos como las
estrategias de regulación, la ambivalencia o las emociones morales, pasando por la
dimensión mental en que el niño incorpora las creencias y otros estados mentales en
la comprensión emocional. Según esta teoría, el reconocimiento de la expresión facial
sería el principal elemento organizador de la comprensión emocional entre los 3 y 6
años. Para ello utilizaron el Test of Emotion Comprenhension (TEC; Pons y Harris,
2000), que se fundamenta en esta propuesta teórica y pretende medir el nivel del niño
en cada una de las dimensiones.
Los resultados de Belacchi y Farina (2010) revelaron que el rol prosocial mostraba
correlaciones positivas con los distintos indicadores de comprensión emocional, tanto
con aquellos más simples de la dimensión externa que suponían reconocimiento
facial como con otros más complejos de la dimensión reflexiva que implicaban la
comprensión de emociones ambiguas y morales, así como con la puntuación total en
comprensión. Sin embargo, el rol de víctima mostró relaciones negativas con la
dimensión externa y la puntuación total, mientras que el rol de observador pasivo-
outsider, solo con la dimensión externa. El rol de agresor se asociaba de forma
positiva con el componente externo. De estos resultados las autoras dedujeron varias
conclusiones interesantes. La primera, estos resultados serían consistentes con la
teoría jerárquica del desarrollo de la comprensión emocional que subraya que en
edades preescolares las características situacionales y observables de las emociones
(dimensión externa) son generalmente bien gestionadas, pero no así aquellos aspectos
cognitivos y metacognitivos más complejos (dimensiones mentales y reflexivas)
278
(Pons et al., 2004). En segundo lugar, se pondría de manifiesto que tanto los niños
víctimas como observadores pasivos tienen dificultades en los componentes más
básicos de la competencia emocional (en el reconocimiento de la expresión facial,
dimensión externa), por lo que, teniendo en cuenta que desde la teoría jerárquica este
es el principal elemento organizador de la comprensión emocional, estos niños
podrían encontrarse en mayor riesgo de desarrollar una adecuada competencia
emocional. En tercer lugar, en la línea de estudios previos que relacionan conducta
prosocial y competencia emocional (Trentacosta y Fine, 2010), revelarían que los
niños defensores revelan una mejor comprensión emocional, no solo porque tienen
adquiridos aquellos elementos de la dimensión externa propios de su edad, sino
porque también presentan indicadores de las dimensiones mental y reflexiva, que
corresponden a edades posteriores. Por otra parte, las autoras señalaron tanto las
similitudes como el carácter «inestable» de los roles víctima y outsider y atribuyeron
esta inestabilidad a las competencias sociocognitivas propias de estas edades.
Más recientemente, Marina Camodeca y Gabrielle Coppola (2016) han examinado
también la relación entre los roles agresor, defensor y outsider y la comprensión
emocional, esta vez evaluada mediante la adaptación italiana de la Emotion Puppet
Interview (Denham, 1998; Camodeca y Coppola, 2010), que mide la capacidad de los
niños para reconocer las emociones básicas, por lo que se estaría obteniendo
información sobre el componente externo de Pons et al. (2004). Comprobaron que la
comprensión emocional estaba directamente relacionada con las conductas de
defensa, pero no con las de agresión y outsider, lo que confirma parcialmente los
resultados anteriores de Belacchi y Farina (2010). De nuevo, parece claro que
identificar correctamente las expresiones faciales y comprender cómo y por qué
sienten de una determinada manera los demás es necesario para poder ofrecer ayudar
y consuelo a los compañeros victimizados.
En su conjunto, estos resultados ponen de manifiesto la necesidad de trabajar de
forma explícita los distintos aspectos de la comprensión emocional en infantil, tanto
para compensar posibles carencias ya presentes en estas edades (como en aquellos
niños que estén en riesgo de ser victimizados o niños que ejercen el rol de outsider)
como para fomentarlas de modo que el alumnado esté en una mejor posición para
mostrar conductas prosociales hacia sus compañeros.
279
compleja relación, hemos querido de forma más o menos explícita destacar el carácter
grupal y la naturaleza dinámica y contextual del acoso y de la competencia
emocional. Para ello, en la medida de lo posible, hemos pretendido quitar
protagonismo a la díada víctima-agresor para cedérselo a los espectadores de las
situaciones de acoso, así como poner el foco de atención en las variables
contextuales. La gran limitación con la que nos encontramos hasta el momento es la
falta de un corpus teórico integrador y coherente en el que enmarcar la evidencia
científica sobre el acoso en general (Meter y Card, 2015), y en preescolar en
particular, así como su relación con la competencia emocional (Sánchez et al., 2012).
En relación con la competencia emocional, se ha tratado ya en capítulos previos
cómo esta surge y se construye en la relación con el otro, especialmente en la relación
e interacción del niño con los adultos significativos. En cuanto al acoso, hemos
destacado cómo en la actualidad se está prestando cada vez mayor atención al papel
desempeñado por los espectadores, tanto en su versión activa como pasiva, a la hora
de comprender cómo el acoso aparece, se mantiene y también se detiene (Hymel y
Swearer, 2015; Salmivalli, 2016). Por consiguiente, es importante, a la hora de
comprender estos fenómenos, ir más allá de perspectivas individualistas y
reduccionistas, centradas únicamente en las características del niño que está
construyendo su competencia emocional al tiempo que está sufriendo/ejerciendo el
acoso, para analizar las características de los otros con quienes se relaciona y de las
interacciones que con ellos establece. Y aquí entramos en la naturaleza contextual de
ambos constructos: todo niño con sus particularidades se relaciona con otros adultos o
iguales en un determinado contexto y no en otro. De este modo, hemos visto que
tanto el acoso como las conductas de defensa tienen lugar en aulas y colegios que
comparten una serie de características (p. ej., Lucas-Molina et al., 2017a; Peets et al.,
2015; Thornberg et al., 2017). Es importante conocer cuáles son estas variables
contextuales y su influencia diferenciada para poder diseñar programas de prevención
e intervención adaptados y eficaces.
Además, sería interesante adoptar también este enfoque multinivel en el estudio de
la competencia emocional. De este modo podríamos dejar de hablar de alumnos con
mayor o menor competencia emocional para hablar de contextos emocionalmente
más o menos competentes. Tal vez dejaríamos de preguntarnos únicamente: ¿qué le
pasa a este niño?, ¿por qué es acosado por sus compañeros?, ¿en qué aspecto de la
competencia socioemocional está fallando?, para empezar a preguntarnos también:
¿qué le pasa a este contexto que permite que este niño sea acosado?, ¿cómo podemos
prevenirlo?, ¿cómo podemos fomentar la competencia emocional de nuestro
alumnado en este entorno particular? El primer paso para fomentar las competencias
socioemocionales de nuestro alumnado es promover contextos emocionalmente
competentes. Sin embargo, para conseguirlo, tenemos aún grandes retos. El primero
de ellos, como se ha mencionado anteriormente, consiste en desarrollar modelos
teóricos que puedan ayudar a comprender el fenómeno del acoso escolar, en
particular en preescolar, y, a su vez, su relación con la competencia emocional. A
continuación pasaremos a detallar algunos retos más específicos, algunos de los
280
cuales ya se han ido anticipando a lo largo del capítulo.
281
determinan que un niño adopte el rol de víctima o de outsider en infantil?, ¿y en
secundaria?, ¿comparten en un primer momento elementos comunes que luego se
diferencian? y, en ese caso, ¿cuáles son estos? Se hace también necesario dejar de
lado la díada víctima-agresor en preescolar para centrarse en los roles del defensor y
outsider con el objetivo de desarrollar teorías explicativas que nos permitan entender
cómo se genera y mantiene el acoso escolar en el tiempo. Puede que la naturaleza
más endeble del rol outsider pueda darnos pistas para entender los mecanismos
subyacentes al acoso escolar. El desarrollo de estudios longitudinales orientados a
conocer la estabilidad de los roles y los factores determinantes nos podría dar
información muy útil para diseñar prevenciones más precisas y efectivas.
La mayoría de expertos parten de la idea de que aquellos alumnos directamente
implicados en las situaciones de acoso, especialmente víctimas y agresores, tienen
alguna dificultad en la gestión de su vivencia emocional, ya sea a la hora de
reconocer, expresar, comprender o regular sus emociones básicas o complejas. Sin
embargo, como hemos comprobado a lo largo del capítulo, son escasos los trabajos
que han analizado de forma directa la relación entre acoso y los distintos
componentes de la competencia emocional. Y menos aún que hayan empleado para
ello una teoría del desarrollo emocional. A nuestro entender, una de las pocas
excepciones la encontramos en los trabajos de Belacchi y Farina (2010, 2012). Estas
autoras encontraron que los niños que ejercían de víctimas tenían dificultades en el
reconocimiento facial de las emociones y la atribución de causalidad. Si partimos de
la teoría jerárquica del desarrollo emocional (Pons et al., 2004), estos resultados
pondrían de manifiesto que las víctimas tienen un problema en el principal eje
vertebrador de la comprensión emocional. Por tanto, se encontrarían en mayor riesgo
de desajuste emocional. Sería interesante seguir investigando para conocer de forma
más exhaustiva la competencia emocional no solo de víctimas y agresores, sino
también de aquellos no implicados en los episodios de acoso. Además, estos
resultados pondrían de manifiesto la necesidad de trabajar desde la etapa de infantil la
competencia emocional, implementando actividades que desarrollen de forma
explícita sus distintos componentes, como el reconocimiento e identificación
emocionales. Esto es especialmente relevante si se tiene en cuenta que, según los dos
únicos estudios existentes al respecto, los niños defensores muestran una mejor
ejecución en estos componentes (Belacchi y Farina, 2010; Camodeca y Coppola,
2016), mientras que los observadores pasivos presentan algunos déficits (Belacchi y
Farina, 2010). Afortunadamente, en la actualidad contamos con programas validados
en infantil de fácil implementación que cumplen con este objetivo, como el programa
Pensando las emociones (Giménez-Dasí, Fernández y Daniel, 2013; Giménez-Dasí,
Fernández-Sánchez, Daniel y Arias, 2017), que se ha presentado en el capítulo
anterior.
Por último, y retomando lo dicho sobre la naturaleza contextual del acoso y de la
competencia emocional, no podemos olvidar el papel de la escuela y la familia. Como
línea de investigación futura sería interesante realizar estudios multinivel que
incluyesen variables escolares y familiares con el objetivo de ver su posible
282
influencia y peso diferencial en las conductas de acoso y defensa en educación
infantil. De este modo se podría observar la evolución de dichas influencias con el
tiempo. Parece lógico pensar que mientras que el contexto familiar puede desempeñar
un papel determinante en los primeros momentos, tal vez este pierde poder predictivo
a medida que va aumentando la escolaridad del niño. Por otra parte, desde un punto
de vista más aplicado, resulta imprescindible ofrecer el apoyo necesario a los
profesores para que puedan crear ambientes de aula positivos en los que el acoso
escolar no tenga cabida, así como desarrollar las competencias socioemocionales
entre su alumnado. De hecho, es fundamental fomentar la participación tanto de
padres como de profesores en la construcción de un clima emocional que propicie la
internalización de las normas sociales y la adquisición de adecuadas habilidades de
interacción con los iguales por parte de todo el alumnado.
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291
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292
Índice
Prefacio 9
Parte primera. Teorías explicativas y aspectos metodológicos 13
1. La relación entre emoción, cognición y conciencia en las teorías del
14
desarrollo emocional
1. Introducción 14
1.1. Emoción, conocimiento emocional, competencia emocional: una
14
relación inclusiva
1.2. Emoción y cognición 16
2. Teorías del desarrollo emocional en la infancia 17
2.1. Teorías innatistas 18
2.2. Una teoría cognitiva: Michael Lewis 22
2.3. La tesis construccionista 26
2.4. Teoría estructural-jerárquica de Paul Harris 30
2.5. Las tesis funcionalistas del desarrollo emocional 33
2.6. Algunas notas finales 36
Referencias bibliográficas 37
2. ¿Cómo se evalúa la competencia emocional? Aspectos metodológicos 44
1. Introducción 44
2. Importancia de las habilidades emocionales y su evaluación 46
3. Aspectos a tener en cuenta en la evaluación de las habilidades
47
emocionales
4. Criterios y orientaciones para la evaluación 49
5. Herramientas para evaluar las habilidades emocionales 51
6. Conclusiones y retos para avanzar en la evaluación de las habilidades
55
emocionales en la infancia
Referencias bibliográficas 57
Parte segunda. El desarrollo emocional en detalle 61
3. La comprensión de los componentes básicos del conocimiento emocional:
62
identificación, expresión y causalidad
1. Introducción 62
2. Identificación de emociones 62
3. Etiquetado emocional 65
4. El conocimiento causal de las emociones y su relación con la
65
identificación y el etiquetado
5. Conclusiones 71
Referencias bibliográficas 72
293
4. La regulación de las emociones 75
1. Introducción 75
2. Definiciones y modelos de regulación emocional 76
2.1. Evolución del concepto de regulación emocional 76
2.2. Tipologías de regulación emocional 78
3. Desarrollo de la regulación emocional 81
3.1. De 0 a 2 años. Etapa neonatal 82
3.2. De 2 a 6 años. Etapa preescolar 84
3.3. De 6 a 12 años. Etapa escolar 85
3.4. Adolescencia 87
4. Conclusiones 87
Referencias bibliográficas 89
5. Las relaciones entre la comprensión emocional y la teoría de la mente 94
1. Introducción 94
2. La comprensión emocional precede y predice la teoría de la mente 96
3. La teoría de la mente precede y predice la comprensión emocional 100
4. La comprensión emocional y la teoría de la mente como habilidades
102
paralelas
5. El papel del lenguaje en la teoría de la mente y la comprensión
103
emocional
5.1. La influencia del lenguaje en la teoría de la mente 104
5.2. La relación entre lenguaje y comprensión emocional 105
5.3. La relación entre lenguaje, teoría de la mente y comprensión
106
emocional
6. Conclusiones 107
Referencias bibliográficas 108
6. Conocimiento emocional y lenguaje 115
1. Introducción 115
1.1. Comunicación, lenguaje y emoción 115
2. Verbalizando emociones 117
2.1. Desarrollo del vocabulario sobre emociones 120
2.2. Cuestiones pendientes 125
3. Conceptualizando emociones 125
3.1. El punto de vista construccionista y la CAT 128
3.2. La interacción entre el desarrollo emocional y lingüístico 130
3.3. Cuestiones pendientes 132
4. Lenguaje, lenguas y emociones 133
4.1. Cuestiones pendientes 138
Referencias bibliográficas 138
294
7. Conocimiento emocional, empatía y conducta prosocial 145
1. Introducción 145
2. La empatía como elemento de la cognición social 145
2.1. Importancia de la empatía para el funcionamiento social 146
2.2. Evolución filogenética de la capacidad empática: cooperación vs.
146
manipulación
2.3. Desarrollo ontogenético: modelo de Hoffman 149
3. ¿De qué hablamos cuando hablamos de empatía? 150
3.1. Los componentes de la empatía 151
3.2. Evidencia empírica acerca de la distinción entre empatía
151
emocional y empatía cognitiva
3.3. Desarrollo ontogenético de los distintos componentes 153
4. El conocimiento emocional que la empatía facilita ¿da siempre como
resultado un comportamiento prosocial? debate acerca de la relación 155
entre empatía e inteligencia maquiavélica
5. Conclusiones 159
Referencias bibliográficas 160
Parte tercera. El desarrollo emocional en contexto 166
8. Diferencias de género en la expresión emocional en la infancia 167
1. INTRODUCCIÓN 167
2. Desarrollo de la competencia emocional en la infancia 167
3. La expresión emocional 168
4. Desarrollo de la expresión emocional en la infancia 169
5. Diferencias de género en la expresión emocional en la infancia:
169
revisión de la literatura
5.1. Edad 172
5.2. Interlocutor 173
5.3. Cultura 174
6. ¿Por qué hay diferencias de género en la expresión emocional? 175
7. Conclusiones 177
Referencias bibliográficas 178
9. El desarrollo emocional en contextos de riesgo 187
1. Introducción 187
2. Exclusión social y vulnerabilidad 188
3. Vulnerabilidad familiar y desarrollo emocional 189
4. Factores asociados a los contextos de riesgo y su influencia sobre el
191
desarrollo emocional
4.1. Exposición a drogas y alcohol 193
4.2. Estancias en prisión de los progenitores 194
295
4.3. Violencia de género 195
4.4. Maltrato infantil 196
5. Conclusiones 196
Referencias bibliográficas 197
10. El papel de las emociones en el aula: una aproximación histórico-cultural 202
1. Introducción 202
2. Una visión histórico-cultural de las emociones 203
3. Las preguntas 209
4. El estudio: emociones en contexto 209
5. Una mirada a los datos: el Quijote y los vaqueros 210
6. Discusión: microhistoria 213
7. Conclusiones 216
Referencias bibliográficas 217
Parte cuarta. Intervención y desajustes del desarrollo emocional 223
11. Programas de intervención educativa para niños de 0 a 2 años 224
1. Introducción 224
2. Programas en el extranjero 225
2.1. Programas dirigidos al ámbito familiar 225
2.2. Programas dirigidos al ámbito escolar 231
3. Programas en nuestro país 232
4. Conclusiones 234
Referencias bibliográficas 237
12. Programas de intervención educativa para niños de 3 a 5 años 241
1. Introducción 241
2. Programas en el mundo anglosajón 241
2.1. Programas dirigidos al ámbito escolar 241
2.2. Programas dirigidos al ámbito familiar 246
3. Programas en nuestro país 246
3.1. Programas dirigidos al ámbito escolar 247
4. Conclusiones 257
Referencias bibliográficas 258
13. Desarrollo emocional desajustado: el acoso escolar 264
1. Introducción 264
2. Punto de partida necesario: lo que sabemos sobre acoso escolar 264
3. ¿Podemos hablar de «acoso preescolar»? 266
4. Los roles en el acoso preescolar 269
4.1. La clásica díada víctima-agresor 269
4.2. Más allá de la díada víctima-agresor: los espectadores 270
296
4.3. Estabilidad de los roles 273
55. La naturaleza contextual del acoso: escuela y familia 273
6. Competencia emocional y acoso escolar 275
7. A modo de reflexión: conclusiones y futuras líneas de investigación 279
Referencias bibliográficas 283
Créditos 292
297