Realismo y Fantasia en El Quijote

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Colegio de Mexico

Chapter Title: REALISMO Y FANTASÍA EN EL “QUIJOTE”

Book Title: Arraigos y exilios


Book Subtitle: Antología
Book Author(s): Luis A. Santullano
Published by: Colegio de Mexico . (2012)
Stable URL: http://www.jstor.org/stable/j.ctt14jxp26.18

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Realismo y fantasía en el “Quijote”

Tema rico este de la conjunción de lo real y lo imaginado en la


obra cervantina. La afirmación de la doble y armoniosa presencia
se halla en los labios de todos los lectores, en los puntos de la plu-
ma de los glosadores y críticos; pero cada cual ve las cosas con sus
ojos, a veces a través del cristal de unas antiparras; lo que puede
desfigurar la luz o la perspectiva.
Es general la valoración admirada del poder imaginativo de
Cervantes, tan alto y grande que no necesitaba él acudir a lo ma-
ravilloso sino como recurso pasajero, que luego suele explicar; así
la fingida muerte de Altisidora, así la Cabeza encantada de la casa
de don Antonio Moreno. “La vida —apunta Duhamel— es in-
finitamente más compleja, más ramificada que en el mundo ro-
mántico”, al que el novelista francés estaba tentado de adscribir a
Cervantes, sin que nosotros podamos seguirle en la justificación
que da: “el racionalismo más seco triunfa en definitiva”; explica-
ción natural en un escritor del país razonador por esencia; pero
insuficiente para captar las reacciones del autor del “Quijote”.
Si Cervantes no se ata a lo maravilloso, sabe utilizar lo inve-
rosímil cuando le conviene; ejemplo de ello, la aventura de Cue-
va de Montesinos. El artista en uso de la legítima libertad del
arte, se desentiende aquí de la propia doctrina: “La mentira es
mejor cuanto tiene más de lo dudoso y posible. Hanse de casar
las fábulas mentirosas con el entendimiento de los que las leyesen,
escribiéndose de suerte que, facilitando los imposibles, allanan-
do las grandezas, suspendiendo los ánimos, admiren, suspendan,
alborocen y entretengan de modo que anden a un mismo tiempo
la admiración y la alegría juntas; y todas estas cosas no podrá ha-

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cer el que huyese de la verosimilitud y de la imitación, en quien


consiste la perfección de lo que se escribe” (“Quijote”, I, XLVII).
Y se desentiende igualmente Cervantes de su doctrina, cuando en
el Persiles hace dar un salto terrible al caballo de Periandro desde
una alta peña, sin que el noble bruto reciba lesión alguna. Falla
también en este caso la verosimilitud, pero no sin alguna reserva
del autor, pues Mauricio quisiera “por lo menos que el caballo
se hubiera quebrado tres o cuatro piernas, porque no dejara Pe-
riandro tan a la cortesía de los que le escuchaban la creencia de
tan desaforado salto” (Los trabajos de Persiles y Segismunda). El
vuelo de la imaginación sobre la realidad aparece en este pasaje
del todo deliberado, aun a riesgo de que el lector no lo admita,
acompañando al autor en la duda.
Esta es una de las pocas páginas en que Cervantes descubre su
vacilación entre lo visto y lo pintado o que él pinta. Lo frecuente
es que proceda desenvuelta y libremente, llevado de su natural
poder creador, que toma de aquí y de allá, de lo inmediato y de lo
imaginado, con mano segura.
Le vemos complacerse en el detalle realista: Sancho firma la
carta a su mujer Teresa Panza en 20 de julio de 1614, quizá el
mismo día en que Cervantes la escribía; lo que llevó acaso al
desmesurado Julio Cejador a decir ligeramente: “Contra lo mi-
lagrero y fantástico de la literatura caballeresca álzase en todo
él el realismo español con un brío incomprensible” (Miguel de
Cervantes Saavedra; biografía-bibliográfica crítica). No es así; pues
no bastan para convencernos esas palabras atrevidas. ¿Brío in-
comparable el cervantino? Al menos avisado puede ocurrírsele
compararle al de Mateo Alemán o al de Quevedo, con daño feliz
para nuestro autor, cuyos méritos no están por este lado. Pero el
error cejadoriano aparece más de manifiesto en la primera parte

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de la afirmación, pues el realismo cervantino no se alza contra


lo milagroso y fantástico de la literatura caballeresca, ya que, sin
esa literatura, no hubiera habido “Quijote”; no por una reacción
contraria del autor, sino por cierta simpatía íntima suya hacia lo
mejor de aquella literatura fantaseada. Cervantes fue, no hay que
dudarlo, un lector gozoso de los libros de caballería, que supo
distinguir con sentido perfecto los buenos de los malos, según
vemos en la escena del escrutinio, y apreció los excelentes en lo
que tenían de logrado y poético. Jean Cassou llama realismo lí-
rico al cervantino, un realismo cuya fórmula no se limita a la
mera observación, la sola que aprecian los plumíferos del mirar
y apuntar, sino que supone un acuerdo constante del escritor y
la realidad, una adhesión de aquél a ésta, sin dejarse dominar de
ella, antes bien alzándola en sus manos de artista. También Savj
López conviene en análoga valoración del realismo en Cervantes,
aunque establece comparaciones innecesarias con el de los nove-
listas italianos, que califica de realismo grosero; con el realismo
pesimista del Lazarillo de Tormes, ello para decir que el cervantis-
mo es “poético y delicado, de suaves tintas” (Cervantes). Lo que
no impide al autor del “Quijote” rendirse, en dos o tres ocasio-
nes, a la crudeza de un ambiente, social y literario, culminado en
la novela picaresca.
Salvador de Madariaga, agudo en su examen, se equivoca, sin
embargo, al referirse al dualismo del libro maestro de Cervantes
y a que “las dos fuerzas que actúan en su obra —vuelo de la ima-
ginación y lastre de la realidad— no han llegado a su equilibrio”
(Guía del lector del Quijote). Habría que ponerse de acuerdo sobre
ese equilibrio y su exacto significado, exigencia y necesidad, pues
no se trata de una apreciación de balancín, en la que el volatinero
deba compensar las fuerzas y hacer estable lo inestable. El sereno

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y seguro Cervantes no es un equilibrista circense que desasosiega,


sino que, en el empleo de la realidad y la fantasía, muestra un
dominio sereno, que recrea y encanta.
Para mi gusto es Manuel Azaña quien ha visto, en nuestros
días, con mejor acierto la fácil y armoniosa confluencia de los dos
valores de que Cervantes se sirve por igual, bien que Azaña conce-
da la importancia mayor al que llama torrente poético, alimenta-
do por la tradición; pero añade enseguida: “Si la mitad, digámoslo
así groseramente, del “Quijote” proviene de la experiencia realista,
de la observación, de un designio satírico y costumbrista, la otra
mitad aprisiona los frutos de una elaboración poética asimilada
por el pueblo… El prodigio de la composición de la novela con-
siste en haber fundido la corriente realista y la mitológica en una
emoción sola”. Esta es la noble y lograda intervención de Cervan-
tes, al animar a un tiempo, con la personal virtud creadora, la rea-
lidad observada y la aportación recibida de la tradición popular,
que en España había llegado a la depuración del Romancero. No
es casualidad que el romance viejo haya servido al autor de mó-
vil y recurso primero para elevar a su héroe, maltrecho en tierra,
sobre la tierra parda de la Mancha. Todavía otra consideración
de Azaña: “En los componentes de la invención, lo risible era la
realidad primaria del personaje; lo serio es la fantasía, la corriente
maravillosa que Cervantes introduce en lo real para descomponer-
lo” (El Quijote y otros ensayos). Avellaneda, aún siendo más que un
mediano novelista, se quedó en ese aspecto grotesco del caballero
y el escudero excelsos, y de ahí que el relato se atenga a lo cómico,
a lo vulgar y hasta a lo grosero, sin que logre suscitar en el lector
emoción alguna elevada. Sus personajes lo son de invención más
o menos feliz; pero no han surgido de la vida, no tienen categoría,
ni calidad humanas.

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Unamuno, cuyo fuerte talento padecía a veces la debilidad de


plegarse a la tentación de lo original chocante, se goza en el escape
de afirmar que Cervantes no comprendió a don Quijote y aún
menos llegó a comprender a Sancho. Si no los hubiera creado en
lo más íntimo de su capacidad de artista, jamás habría podido
darlos tal como los vemos, ni comunicarnos la emoción de amar-
los, reconociéndolos como expresión de lo que los hombres somos
para el bien y para el mal, para las ambiciones y los renuncia-
mientos, para el ideal soñado y lo real que la vida nos impone. La
figura de Sancho, imprecisa en los primeros capítulos, va siendo
elaborada a lo largo de las páginas para ofrecerle al final como un
digno compañero de don Quijote. En cuanto a éste, seguramente
visto de una vez por Cervantes, va depurando su actitud y sus
palabras de caballero andante y elevándose sobre el primer plano
cómico hasta llegar al noble patetismo de su última hora.
Cervantes pone espíritu en cuanto su pluma toca. Yo no di-
ría, como Azaña, que introduce la corriente maravillosa en lo real
“para descomponerlo”. Esta última palabra se nos antoja inade-
cuada, pues lleva en sí un elemento que puede ser negativo y se-
ría aquí de desintegración. Cervantes no descompone la realidad,
que sigue presente según es, enriquecida y como liberada de lo
grosero que haya en ella. Ahí está el arte supremo de Cervantes,
al comunicar poesía a lo que no siempre la tiene, si no es acaso en
potencia. Si volvemos la atención hacia Avellaneda, que lleva su
fábula a ras del suelo, advertiremos en seguida la diferencia y la
razón del logro cervantino. Menéndez y Pidal concreta la relación
comparativa entre los dos autores con estas palabras justas: “Ave-
llaneda no parece que escribió otro ‘Quijote’ sino para darnos una
medida probable del valor propio de Cervantes. Los caracteres y
cualidades más salientes del tipo cómico están en Avellaneda, pero

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sin el acierto genial. No será esta combinación nunca bastante en-


carecida para evitar acerca del ‘Quijote’ juicios insuficientes: toda
interpretación del ‘Quijote’ que pueda ser aplicada por igual a
Avellaneda no contiene nada específico acerca de Cervantes. Ave-
llaneda ha de ser otra piedra de toque” (Un aspecto en la elabora-
ción del Quijote).
Hay una interpretación libre de la realidad en Cervantes que
le diferencia de los escritores naturalistas que habían de venir, ya
que estos iban a depender de esa realidad y atenerse a ella cerca-
namente mediante la información de sus sentidos corporales.
Ningún Zola de los tiempos modernos puede admitir aquellas
camisas de Cardenio abandonadas en Sierra Morena durante lar-
go tiempo, sin que padeciese su buena conversación, ni por las
lluvias, ni por los soles: “Lo que sabré yo decir —dijo el cabre-
ro— es que habrá al pie de seis meses, poco más o menos, que
llegó a una majada de pastores que estará como tres leguas de este
lugar un mancebo de gentil talle y postura, caballero sobre esa
misma mula que está ahí muerta, y con el mismo cojín y maleta
que hallasteis…” (“Quijote” Parte Primera, Capítulo XXIII).
Horas antes había ocurrido este hallazgo, feliz para Sancho, pues
“aunque la maleta venía cerrada con una cadena y su candado,
por lo roto y podrido de ella vio lo que había dentro que eran
cuatro camisas de delgada holanda y otras cosas de lienzo no me-
nos curiosas que limpias” (ibidem). A Cervantes no le importaba
reservar íntegra a Sancho la maleta, que nunca le hubiera servido
para remplazar sus amplias alforjas; pero quería hacerle el regalo
de esas camisas de fina holanda, milagrosamente conservadas y
hasta defendidas del tiempo y de los roedores del campo. Para la
necesidad y la codicia de Sancho era aquel un regalo inmediato,
al lado del montoncillo de escudos de oro, que también reveló la

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maleta medio podrida o podrida del todo, según nos dice el autor
unas líneas antes. Joaquín Casalduero, documentado y reflexivo
cervantista, explica el fenómeno señalando la diferencia que cabe
establecer entre el naturalismo decimonónico y el naturalismo
barroco cervantino, que “no estudia relaciones de causa a efecto y
de adecuación al medio. Lo que le preocupa es la delimitación
precisa de valores esenciales. Lógicamente las camisas debían es-
tar sucias; pero esta noción de casualidad y de interpretación de
la cosa y sus alrededores físicos y morales todavía no se han des-
cubierto. El hombre de la segunda mitad del siglo xvi y de la
primera mitad del xvii confronta la holanda y el cuero y el metal
para gozar ante estas realidades diferenciadas”. La explicación es
sabia, pero si Cervantes había observado y señalado los materiales
destrozos de la maleta y cojín, podía haber advertido igualmente
la inevitable suciedad de las camisas, y si no lo hace es sencilla-
mente porque no le conviene, y para algo es poeta.

Las mejores páginas del “Quijote”. Precedidas de unos estudios


y comentarios sobre la personalidad y la obra del autor.
Seguidas de un vocabulario cervantino,
Madrid-México-Buenos Aires, Aguilar, 1948, pp. 110-120

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